Pol’ticas de la teor’a Ensayos sobre subalternidad y hegemon’a
John Beverley
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Pol’ticas de la teor’a. Ensayos sobre subalternidad y hegemon’a .
John Beverley 2011. Selecci—n y pr—logo Sergio Villalobos-Ruminott. Traducci—n: Marlene Beiza Latorre y Sergio Villalobos-Ruminott.
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Pol’ticas de la teor’a. Ensayos sobre subalternidad y hegemon’a .
John Beverley 2011. Selecci—n y pr—logo Sergio Villalobos-Ruminott. Traducci—n: Marlene Beiza Latorre y Sergio Villalobos-Ruminott.
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êndice: Pr—logo 1. - Tesis sobre subalternidad, representaci—n y pol’tica. 2. Ð La pol’tica de la teor’a: un itinerario personal. 3. - Sobre el paradigma de los estudios culturales (conferencia de Montevideo). 4. - El giro neoconservador en la cr’tica literaria y cultural latinoamericana. 5. - ÀQuiŽnes son los cristianos hoy? Notas sobre Imperio de Hardt y Negri. 6. - Deconstrucci—n y subalternismo. 7. Ð El subalterno y el Estado.
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La hip—tesis subalterna y el problema del poder popular _________________________________________________________
Llamamos a impulsar el Poder Popular, œnica forma de expresar la fortaleza de los trabajadores y enfrentar las embestidas que desde las trincheras del orden burguŽs desatan las clases patronales Miguel Enr’quez. Discurso del 7 de julio de 1973.
Lo que caracteriza al conjunto de ensayos de John Beverley reunidos ac‡ es su forma directa y desvergonzada de producir un giro pol’tico al interior del mundo acadŽmico norteamericano, lugar donde se ha desarrollado, en los œltimos a–os, el debate subalternista relativo tanto a la India postcolonial como a AmŽrica Latina. Efectivamente, el Žnfasis general de estos ensayos tiene que ver con un desplazamiento desde las disputas Žticas y epistemol—gicas que han acompa–ado el desarrollo de los ÒSubaltern StudiesÓ en la universidad metropolitana y que han marcado su Òestagnaci—nÓ, para reorientarlos hacia la problem‡tica del Estado y de la hegemon’a en el contexto sociopol’tico regional. Esto œltimo no equivale a sostener que Beverley ha resuelto el v’nculo entre dichos estudios y el Òproblema de lo pol’ticoÓ, precisamente porque lo pol’tico, entendido como el espacio de una imaginaci—n te—rica concentrada en deconstruir los presupuestos fundacionales de la tradici—n occidental, tiende a complejizarse infinitamente y a indiferenciarse en el ‡mbito universitario. No, lo que Beverley ha hecho es abandonar las preocupaciones te—ricas y Žticas trascendentales, para concentrarse, con un desenfadado pragmatismo, en la realpolitik constituida por los ordenes discursivos e institucionales relativos a la organizaci—n del poder en la sociedad capitalista global. En este sentido, podemos afirmar que su interrogaci—n no tiene que ver con las insistencias metaf’sicas que acompa–an la formulaci—n de la teor’a moderna; por el contrario, su trabajo est‡ orientado, de manera m‡s acotada, a discernir las coordenadas materiales que hacen posible reelaborar una concepci—n de la pr‡ctica intelectual advertida
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tanto de sus limitaciones endŽmicas (asociadas a su posici—n en la divisi—n social del trabajo), como de su car‡cter secundario en relaci—n con las pr‡cticas pol’ticas subalternas. En otras palabras, la interrogaci—n de Beverley no es te—rica sino que est‡ relacionada con la olvidada pregunta por el quŽ hacer. La consecuencia fundamental de este desplazamiento es que aœn cuando podr’amos dedicarnos a socavar las afirmaciones urdidas por el razonamiento de sus textos y vincularlas con la metaf’sica de la presencia y del sujeto , estos textos parecen demandar, en atenci—n a sus propias din‡micas significantes, un tipo de lectura diferente, en retirada de la deconstrucci—n de la deconstrucci—n ad infinitum que marca el ritmo de la cr’tica profesional.
Y esto tiene que ver, b‡sicamente, con el hecho de que las preocupaciones esbozadas en sus ensayos no son ajenas a las preguntas constitutivas de la tradici—n de izquierda, si entendemos por dicha tradici—n el archivo material de las luchas por la liberaci—n de cualquier tipo y bajo cualquier bandera. En efecto, se trata de preocupaciones relativas a la cuesti—n del poder y la representaci—n, la democracia real y la emancipaci—n; en tal caso, lo que estos ensayos hacen posible es una recuperaci—n del horizonte problem‡tico de izquierda, crucial para elaborar una alternativa al actual modelo de acumulaci—n imperial y de devastaci—n planetaria. Obviamente, ser’a err—neo considerar la contribuci—n de Beverley como una propuesta definitiva, pues su mŽrito consiste en volver a poner en discusi—n la necesidad de la organizaci—n pol’tica y del poder popular, de la lucha contrahegem—nica y de la centralidad del Estado, m‡s all‡ de las narrativas desarrollistas y modernizadoras que habr’an caracterizado a la intelligentsia latinoamericana en su necesidad de corregir las imperfecciones del modelo regional de modernidad. En vez de habitar el pathos de la crisis y el fin de la historia, su trabajo muestra c—mo los obst‡culos que enfrentan hoy los movimientos sociales latinoamericanos pasan, indefectiblemente, por una problematizaci—n de los partidos y organizaciones pol’ticas populares, incluyendo al mismo Estado nacional, aparentemente abolido o subordinado a los imperativos del mercado global. Por supuesto, el car‡cter aporŽtico de los estudios subalternos, esto es, el que sean tanto un campo disciplinario alojado en la universidad contempor‡nea, como una reflexi—n precipitada por las precarias condiciones de existencia de aquellos despojados de 5
toda posibilidad de justicia social Ðlos pobres del campo y la ciudad-, no se resuelve con este desplazamiento. Por el contrario, el cambio de Žnfasis operado por el autor termina por radicalizar la condici—n aporŽtica de dichos estudios y los inscribe en la conflictiva tradici—n moderna relativa a las relaciones entre teor’a y pr‡ctica. Es all’ donde interesa retomar este asunto, no para producir s’ntesis te—ricas aparentemente indiscutibles, sino para elaborar un trazado, una topograf’a de problemas que distingan el horizonte pol’tico de la izquierda en el mundo actual. En este sentido, antes que referir la problem‡tica de los estudios subalternos a cuestiones de orden epistemol—gico o Žtico (anal’ticamente separados), lo que importa es mostrar la yuxtaposici—n de dichos —rdenes y, de esa manera, escapar al fetichismo anal’tico que convierte las preocupaciones del subalternismo en un asunto meramente acadŽmico. Obviamente, no se trata de negar la pertinencia de interrogaciones te—ricas o metodol—gicas, sino de dotar a dichas interrogaciones de un contexto hist—rico acotado para evitar que se transformen en limitaciones burocr‡ticas. Lo estudios subalternos son aporŽticos precisamente porque ponen en escena esta paradoja, la de ser un producto ÒletradoÓ y, a la vez, la de expresar una voluntad pol’tica de cambio social. M‡s importante que los estudios subalternos son los subalternos en tanto que tales, y esto es algo que Beverley no se cansa de repetirnos. ***** Por otro lado, si atendemos a la historia interna del subalternismo latinoamericano, es f‡cil percibir c—mo su emergencia estar’a relacionada con la crisis del socialismo real, con la derrota del Frente Sandinista en Nicaragua y con los eventos que marcaron la ca’da del ÒcomunismoÓ en Occidente. En dicha historia interna, los estudios subalternos habr’an funcionado como una reorganizaci—n paradigm‡tica, epistemol—gica y pol’tica para una generaci—n de latinoamericanistas que, en la dŽcada de los 90, ve’an desvanecerse las esperanzas de transformaci—n social asociadas con los paradigmas liberacionistas y marxistas tradicionales. Para entonces, la transformaci—n radical del patr—n de acumulaci—n capitalista (nacional) ya era una realidad indesmentible, pero una realidad 6
que se deb’a m‡s a las din‡micas internas de la misma acumulaci—n capitalista Ðexpandida ahora m‡s all‡ del Estado nacional en un franco proceso de globalizaci—n-, que a los movimientos anticapitalistas del siglo XX. As’, los estudios subalternos cumpl’an una funci—n rearticuladora: por un lado, permit’an reformular una serie de problemas internos a la tradici—n cr’tica moderna (relativos a la representaci—n y sus l’mites, al historicismo, al eurocentrismo, y a las taras economicistas y clasistas del marxismo europeo, etc.); y, por otro lado, permit’an leer las din‡micas de restructuraci—n de AmŽrica Latina sin perder de vista los compromisos pol’ticos y Žticos con aquellos que siguen siendo receptores pasivos del tibio reformismo de las clases dirigentes. En este sentido, la emergencia del subalternismo, tanto en la India como en AmŽrica Latina, est‡ indefectiblemente ligada a la crisis contempor‡nea del marxismo, ya sea que expliquemos esta crisis de manera hist—rica o te—rica. En el primer caso, sus causas se retrotraen hasta el mismo proceso de estalinizaci—n de la Uni—n SoviŽtica, al fracaso de la Revoluci—n Cultural china y su incapacidad para suprimir las persistentes tendencias capitalistas al interior del Partido Comunista Chino (como advert’a tempranamente Mao), a la nacionalizaci—n de los procesos revolucionarios y a la burocratizaci—n de la Tercera Internacional y de los respectivos Partidos Comunistas nacionales. A la sustantivaci—n de la estrategia del los Frentes Populares, t‡cticamente dise–ados para resistir el fascismo, y convertidos en alianzas electorales orientadas a perpetuarse en el poder del Estado, en vez de transformarlo, etc. Sin embargo, si ponemos el Žnfasis en los aspectos te—ricos de esta crisis, entonces la emergencia de modelos eurocomunistas alternativos al estalinismo, junto al desarrollo de corrientes existencialistas (Sartre) y estructuralistas (Althusser et. al.) al interior del marxismo occidental, y del llamado neomarxismo de los a–os 60 (Marcuse y la Nueva Izquierda) y del postmarxismo de los a–os 80 (Chantal Mouffe y Ernesto Laclau), aparecer’an como instancias necesarias para entender este proceso. El subalternismo ser’a, en tal caso, una revisi—n no-europea (a pesar de su referencia central a Gramsci) de las limitaciones del marxismo moderno, preocupada con la inoperatividad conceptual y, finalmente pol’tica, de los modelos narrativos todav’a desarrollistas de esta tradici—n.
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Efectivamente, el subalternismo surge en la India contempor‡nea, con figuras tales como Ranajit Guha y Dipesh Chakrabarty (junto al grupo de historiadores asociados con los Subaltern Studies Group) precisamente como una cr’tica al historicismo marxista y sus modelos de racionalidad y evoluci—n pol’tica, inapropiados para dar cuenta de la historicidad concreta de los procesos constitutivos de la realidad del subcontinente asi‡tico. De la misma manera, desde el Founding Statement del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos1, hasta las expresiones mas recientes relativas al campo latinoamericano, el
subalternismo aparece como una instancia reflexiva abocada a corregir y reformular las limitaciones de la tradici—n marxista y liberacionista latinoamericana. Por otro lado, sin embargo, en la medida en que los estudios subalternos se inscriben en el horizonte emancipatorio moderno, horizonte indefectiblemente asociado al marxismo, y en la medida en que nociones tales como agencia subjetiva, hegemon’a, clases o fracciones de clase, y la problem‡tica del poder son relevantes en el trabajo subalternista, entonces los mismos estudios subalternos pueden ser considerados como un desarrollo alternativo al marxismo occidental, un desarrollo que habitar’a, en cualquier caso, la misma problem‡tica2. Es decir, m‡s que pensarlos como una manifestaci—n post-marxista divorciada radicalmente de su horizonte, habr’a que concebirlos como una variaci—n complementaria atenta tanto a las especificidades regionales del desarrollo capitalista, como a sus din‡micas contempor‡neas. En tal caso, el subalternismo es tambiŽn una cr’tica radical del modo de acumulaci—n capitalista y de su l—gica de espacializaci—n y homogeneizaci—n de la temporalidad (espec’ficamente, de su teor’a del valor), lo que Beverley muestra mediante sus alusiones al trabajo de Dipesh Chakrabarty y su cr’tica del modelo teol—gico y monol’tico de modernidad y secularizaci—n, propios de la raz—n colonial occidental. *****
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ÒFounding StatementÓ, Latin American Subaltern Studies Group, en: John Beverley, JosŽ Oviedo y Michael Aronna, The Postmodernism Debate in Latin America (Durham: Duke University Press, 1995), 135-146. 2 Usamos la noci—n althusseriana de problem‡tica para enfatizar la copertenencia epistŽmica entre subalternismo y marxismo, sin que esto signifique indiferenciar u omitir las cr’ticas sublternistas al marxismo ni reterritorializarlo en ÒOccidenteÓ. 8
Este ser’a otro de los elementos importantes en los ensayos reunidos ac‡, a saber, el paso desde el momento testimonialista, que marc— la decepci—n del mismo Beverley con la tradici—n literaria latinoamericana y con su inscripci—n institucional (arielista), hacia una problematizaci—n de la hegemon’a pol’tica y cultural como instancia ineludible en la autoconstituci—n de las clases subalternas en cuanto poder popular 3. En efecto, mientras que el debate en torno al testimonio de Rigoberta Menchœ defini— una primera etapa en el desarrollo de los estudios subalternos y produjo una imagen negativa y despolitizada del subalterno, totalmente capturada por el orden estatal colonial o post-colonial 4, la reformulaci—n del problema de la subalternidad desde el horizonte de la pregunta por la hegemon’a abre al menos tres dimensiones fundamentales para el debate contempor‡neo: 1) La relaci—n entre subalternidad y hegemon’a nos obliga a problematizar la naturalizada noci—n de hegemon’a que circula en los ‡mbitos pol’ticos e intelectuales (de ah’ la pertinencia del marxismo como horizonte problem‡tico). En primera instancia, hegemon’a significa tanto la facticidad del poder y de su organizaci—n en general, como una teor’a espec’fica de su funcionamiento a travŽs de mecanismos de subordinaci—n y persuasi—n ideol—gica. En el primer caso, la hegemon’a imperial norteamericana en el contexto de la post-Guerra fr’a es un hecho indesmentible, independientemente de que este poder imperial se articule o no de manera hegem—nica, es decir, a travŽs de mecanismos de interpelaci—n discursiva, o se auto-constituya como excepcionalidad radical. As’, la hegemon’a imperial contempor‡nea ser’a post-hegem—nica, debido a que la Pax Americana (ultima manifestaci—n de la Pax Imperial occidental) se presentar’a como estrategia preventiva y devastaci—n de la disidencia (desde Irak hasta Libia) 5. La pregunta por la 3
John Beverley, Subalternidad y representaci—n. Debates en teor’a cultural (Alemania: Iberoamericana-Vervuert, 2004). Y, Testimonio: On the Politics of Truth (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2004). 4 El caso ejemplar est‡ en las cr’ticas de David Stoll a la veracidad de la narraci—n de Menchœ. Ver de Stoll y Arturo Arias, The Rigoberta Menchu Controversy (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2001). 5 En una perspectiva todav’a general, desde el argumento cristiano sobre el mal menor, hasta las disputas entre GinŽs de Sepœlveda y BartolomŽ de las Casas relativas a las causas de la guerra justa sobre los naturales de las Indias occidentales; desde la primera cruzada, momento en que Occidente habr’a tomado conciencia plena de su proyecto cristiano-imperial, hasta la formulaci—n, el a–o 2001, del documento ÒResponsibility to ProtectÓ (R2P), que habilita a la comunidad internacional (expresada en la voz del presidente 9
relaci—n entre el subalterno y la hegemon’a tiene, por lo tanto, distintas acepciones si consideramos la hegemon’a como sin—nimo del poder, o si la consideramos como una teor’a del espacio pol’tico y de las luchas por posicionarnos en Žl. 2) Por otro lado, la noci—n teorŽtica de hegemon’a que prima en los debates culturales y pol’ticos contempor‡neos en AmŽrica Latina, tiene que ver con la muy espec’fica recepci—n del pensamiento de Antonio Gramsci, a travŽs de, por lo menos, tres instancias de recepci—n: a) el trabajo de JosŽ Aric— y del grupo de intelectuales argentinos asociados a los cuadernos de Pasado y Presente, en la dŽcada del 70 6; b) La recuperaci—n del modelo cultural gramsciano para pensar la lucha hegem—nica en contextos autoritarios, desarrollada por los soci—logos culturales chilenos en la dŽcada de los 80, de la que se deriva una teor’a de las transiciones democr‡ticas y de la modernidad tard’a latinoamericana en tiempos de neoliberalismo y globalizaci—n7. Y, c) la reconstrucci—n del pensamiento marxista desde un post-marxismo advertido de la centralidad y limitaciones de la noci—n de hegemon’a gramsciana, y de los aportes del pensamiento cr’tico contempor‡neo, en el trabajo de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, a mediados de los 80 8; trabajo que marcar‡ la escena de discusi—n pol’tica y cultural hasta nuestros d’as, y a la cual Beverley pertenece. 3) Sin embargo, como nos indica la lectura del proceso boliviano Ðy del trabajo de Garc’a Linera en particular- que se realiza en el œltimo ensayo, la pregunta por la hegemon’a tambiŽn implica una interrogaci—n sobre la naturaleza del Estado, del poder y de la organizaci—n popular. En este sentido, la posici—n de Beverley disiente profundamente de aquella representada por el trabajo de Michael Hardt y Antonio Negri (particularmente sus tres best-sellers en colaboraci—n, Empire, War and Multitude, y Commonwealth) y de su norteamericano, indudablemente) a intervenir en pa’ses donde la soberan’a quedar’a en suspenso en nombre de la defensa de la humanidad, la Pax Imperial occidental ha encontrado diversos mecanismos justificatorios de su acendrada pol’tica de intervenci—n y demonizaci—n de las diferencias geo-culturales. Ver, Talal Asad, ÒThinking about Terrorism and Just WarÓ, Cambridge Review of International Affairs (23: 1) 2010: 3-24. Y, Mahmmod Mamdani, Good Muslin, Bad Muslin: America, The Cold War, and the Roots of Terror (New York: Pantheon, 2004). 6 JosŽ Aric—, La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en AmŽrica Latina (Buenos Aires: Siglo XXI, 2005). Raœl Burgos, Los gramscianos argentinos: cultura y pol’tica en la experiencia de ÒPasado y PresenteÓ (Buenos Aires: Siglo XXI, 2005). 7 Adem‡s de la teor’a cultural de JosŽ Joaqu’n Brunner, ver el temprano texto de Eduardo Sabrovsky, Hegemon’a y racionalidad pol’tica. Contribuci—n a una teor’a democr‡tica del cambio (Santiago: Ornitorrinco, 1988). 8 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemon’a y estrategia socialista. Hacia una radicalizaci—n de la democracia (Buenos Aires: Siglo XXI, 2000), fue primero publicado en inglŽs en el a–o 1985. 10
respectiva apelaci—n a nociones tales como potencia y multitud. Como puede verse, la discrepancia con el trabajo de Negri y Hardt es expl’cita, aunque m‡s reveladora es su distancia con el horizonte post-hegem—nico, ejemplarmente desarrollado por Jon BeasleyMurray 9. La preocupaci—n central con la problem‡tica del poder popular, esto es, con la posibilidad de romper con el artilugio del poder como producci—n trascendental de subalternidad y producir un referente pol’tico viable para que el subalterno pueda, efectivamente, transformar las condiciones de opresi—n que le castigan, lleva a Beverley a retomar no s—lo la pregunta por las organizaciones de resistencia, sino tambiŽn a cuestionar la centralidad del Estado nacional en la misma disputa pol’tica contempor‡nea. El argumento es bastante directo, la supuesta disoluci—n, abolici—n o modernizaci—n del Estado nacional no es un logro de las luchas sociales, sino un imperativo del proceso neoliberal de globalizaci—n, es decir, se debe al paso desde el patr—n de acumulaci—n industrial hacia el patr—n de acumulaci—n flexible asociado con el capitalismo financiero actual. Si esto es as’, la izquierda post-hegem—nica y anti-estatista (como en su an‡lisis de los Zapatistas en MŽxico) tender’a a desconsiderar la condici—n t‡ctica del Estado en el empoderamiento de las organizaciones subalternas, convirtiŽndose en una disoluta posici—n internacionalista que se equilibra entre las determinantes Žticas del regionalismo cr’tico (Spivak) y la antropolog’a fundacionalista de la multitud transnacional (BeasleyMurray). La gravedad de esta ceguera te—rica se acentuar’a aœn m‡s al constatar el rol preponderante del estado nacional militarizado en la implementaci—n y expansi—n del modelo neoliberal a escala planetaria 10. *****
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Ver el reciente libro de Jon Beasley-Murray, Post-Hegemony. Latin American and Political Theory (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2011). 10 David Harvey, A Brief History of Neoliberalism (Cambridge: Oxford University Press, 2007). Este rol preponderante est‡ relacionado, indudablemente, con el incremento de la brutalidad en las campa–as militares norteamericanas en el periodo inaugurado con el fin de la Guerra Fr’a (Irak, Yugoslavia, Hait’, Panama, Afganist‡n, Irak, Libia, etc.). A pesar de su discurso ideol—gico post-estatal, el neoliberalismo contempor‡neo, al igual que el liberalismo cl‡sico, depende fuertemente de las funciones represivas y policiales del Estado moderno. 11
Por esto decimos que Beverley ha vuelto a plantear la pregunta por el quŽ hacer, y ha vuelto a aterrizar la discusi—n en el ‡mbito acotado de los actuales procesos de transformaci—n pol’tica y social que se est‡n desarrollando en AmŽrica Latina y en el mundo. Se trata de superar la falsa alternativa entre reformismo y radicalismo centrada en la forma de tomar el poder del Estado. La toma del poder del Estado, en otras palabras, es una instancia t‡ctica en la constituci—n y fortalecimiento del poder popular, y no una finalidad en s’ misma. Quiz‡ esta sea la relevancia del trabajo te—rico y pol’tico de Garc’a Linera en Bolivia, o de Marilena Chaui en Brasil 11, es decir, la subordinaci—n de la administraci—n del Estado a una refundaci—n de la pr‡ctica pol’tica basada en la participaci—n ciudadana directa y permanente, una instancia subordinada a los imperativos del poder constituyente (para recordar al mismo Negri). Sin embargo, esto no significa desechar el Estado como instancia irrelevante en la lucha pol’tica, precisamente porque desde Žl se juega una serie de posicionamientos y contradiscursos capaces de contrarrestar las arremetidas neoliberales y neocorporativas que tienden a convertir la pol’tica en un simulacro meramente ilusorio. En esto consiste el pragmatismo desenfadado de Beverley, en no temer aparecer como un reformista o un social-dem—crata, cuando se trata de pensar las posibilidades efectivas para la rearticulaci—n de una pr‡ctica pol’tica de izquierda advertida de sus fracasos y ofuscaciones, y a resguardo de un infantilismo de izquierda que terminar’a, en su ineficacia, por ser c—mplice con la misma l—gica de desterritorializaci—n del capitalismo mundial integrado12. Esto conlleva, a su vez, la recuperaci—n geneal—gica de las luchas y debates que constituyen la tradici—n de la izquierda occidental y mundial, donde el subalternismo, en cuanto horizonte problem‡tico, aparece fuertemente
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Ver de Garc’a Linera, ÒCrisis estatal y poder popularÓ, New Left Review 37 (2006): 66-77. Y, del extenso trabajo de Marilena Chaui, Leituras da crise. Di‡logos sobre o PT, la democracia brasileira e o socialismo (Entrevistados por Juarez Guimar‹es) (S‹o Paulo: Funda•‹o Perseu Abramo, 2006), 17-83. 12 La diferencia entre comunismo e izquierdismo y la recuperaci—n de la izquierda como campo pol’tico pertienete pare el debate contempor‡neo es lo que destaca en los aportes de Alain Badiou y Bruno Bosteels, respectivamente. Alain Badiou, The Communist Hypothesis (New York: Verso, 2010). Y, Bruno Bosteels, ÒThe Leftist Hypothesis: Communism in the Age of TerrorÓ. En: The Idea of Communism. Costas Douzinas and Slavoj Zizek (editores) (London and New York: Verso, 2010). 33-66. 12
emparentado con la problem‡tica latinoamericana de la dualidad de poderes y la constituci—n del poder popular13. En efecto, sus reflexiones sobre el estado actual y el futuro de la llamada Òmarea rosadaÓ latinoamericana no adolecen de un optimismo ciego frente a las limitaciones que se imponen a los Estados nacionales desde los imperativos del orden mundial (El Pent‡gono, el FMI y el Banco Mundial); sin embargo, los Estados nacionales y la posible articulaci—n de una instancia transestatal a nivel latinoamericano no s—lo reactualizan el panamericanismo bolivariano y martiano de nuestra historia inmediata, sino que aparecen como una responsabilidad ineludible para contrarrestar las arremetidas de la Pax Imperial y su descarada pol’tica de intromisi—n y alineamiento. Aqu’ es donde corresponde complementar las sugerencias de Beverley para, una vez desplazado el campo de an‡lisis desde los estudios subalternos hacia el problema del poder y la subalternidad, podamos destacar la pertinencia de sus ensayos: 1) Por un lado, la relaci—n entre subalternidad y hegemon’a implica una revisi—n del mismo concepto de hegemon’a, demasiado inscrito en la estela gramsciana-laclaudiana, en menoscabo de las contribuciones que Rosa Luxemburgo, Mao Zedong y Nicos Poulantzas, entre otros, han realizado. Tanto Luxemburgo como Mao habr’an elaborado sus reflexiones advertidos de los procesos de burocratizaci—n intestinos a las org‡nicas populares, y habr’an enfatizado la necesidad de dinamizar la misma relaci—n entre los subalternos y el poder para evitar la Òreproducci—n de las elitesÓ. Sin embargo, tanto Luxemburgo como Mao han sido destituidos sistem‡ticamente del imaginario de izquierda en un sentido inversamente proporcional a como este imaginario ha tendido a burocratizarse en la l—gica rutinaria de los partidos comunistas estalinistas. Por otro lado, las contribuciones de Poulantzas, en su famoso debate en torno a la teor’a marxista del Estado con Ralph Miliband, y en su teor’a del Estado en el capitalismo contempor‡neo, habr’a sido opacada por el impacto de la teor’a discursiva de la hegemon’a (Mouffe y 13
Por ejemplo, RenŽ Zavaleta Mercado, El poder dual en AmŽrica Latina. Estudio de los casos de Bolivia y Chile (MŽxico: Siglo XXI, 1974). Hugo Cancino Troncoso, Chile. La problem‡tica del Poder Popular en el proceso de la V’a Chilena al socialismo 1970-1973 (Dinamarca: Aarhus University Press, 1988). Gabriel Salazar, La violencia pol’tica en las grandes alamedas. La violencia en Chile 1947-1987 (Santiago: Lom ediciones, 2006). 13
Laclau) y constituir’a lo que hoy en d’a se conoce como un paradigma perdido 14. Dicho paradigma aparecer’a en la actualidad como un eslab—n ineludible en el an‡lisis de la composici—n de clases del poder, y en la caracterizaci—n de las instancias de coordinaci—n del capitalismo global; a la vez, gracias a su atenci—n a los procesos de estatalidad (identificaci—n con la Òfictive ethnicityÓ nacional estatal, segœn Etienne Balibar), la teor’a del Estado y de la hegemon’a efectivamente operante desarrollada por Poulantzas, aparecer’a tambiŽn como un antecedente directo del modelo biopol’tico desarrollado por Michel Foucault en el mismo periodo. De cualquier forma, nuestro objetivo ac‡ consiste s—lo en sugerir las complejidades meta-discursivas de la articulaci—n hegem—nica del Estado, m‡s all‡ de la reducci—n de la pol’tica a una forma generalizada de interpelaci—n populista. La pol’tica, en su acepci—n radical, es una disputa por las formas de organizaci—n social, y este ser’a el horizonte irrenunciable para una izquierda radical, es decir, la permanente constituci—n de poder popular. 2) Esto œltimo nos lleva al desplazamiento que subyace a todos los ensayos de Beverley. M‡s que dar respuesta a la interrogante Žtico-pol’tica Àpuede hablar el subalterno? (Spivak), podr’amos decir que la pregunta que se perfila como definitiva en sus ensayos es esta otra: Àpuede gobernar el subalterno? En una forma que no sea la simple repetici—n de la hegemon’a tradicional. Las posibles respuestas a dicha pregunta requieren no s—lo la reevaluaci—n de la problem‡tica del Estado, sino tambiŽn una reflexi—n a escala local y mundial, acotada a las formas espec’ficas de organizaci—n y resistencia popular, pero en di‡logo con las instancias internacionales de lucha oposicional. No porque hayan dos tipos de luchas, las comunitarias y las transnacionales. Por el contrario, las llamadas luchas transnacionales son luchas desarraigadas de sus contextos de historicidad y sobre-teorizadas en un marco filos—fico general, que las convierte en referencias fetichistas de la izquierda universitaria. S—lo hay luchas internacionales, es decir, luchas locales que en su misma espacialidad ponen en cuesti—n la geopol’tica imperial heredera del modelo colonialista y del capitalismo industrial moderno. Si el subalterno puede gobernar en una forma 14
Ademas de los intercambios entre Nicous Poulantzas y Ralph Miliban en las p‡ginas de la New Left Review a fines de los a–os 60 y comienzos de los 70, ver el volumen compilado por Stanley Aranowitz y Peter Bratsis, Paradigm Lost. State Theory Reconsidered (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2002). 14
diferente a la hegemon’a tradicional, es decir, en una forma que estŽ advertida de la producci—n de la misma subalternidad por parte del poder, entonces, tambiŽn puede constituirse en un eslab—n de la lucha contra el neoimperialismo contempor‡neo. Las referencias a Garc’a Linera y a Dipesh Chakrabarti son, en este sentido, importantes. Mientras que Chakrabarti devela la espacializaci—n de la temporalidad como una caracter’stica definitoria del modelo de modernidad asociada al capitalismo contempor‡neo, Garc’a Linera cruza el campo de la temporalidad neoliberal con los tempi diferenciados de las comunidades ind’genas bolivianas, es decir, cruza el modelo homogŽneo y acelerado del capitalismo financiero, con la historicidad sucia y opaca de lo local, desvirtuando la promesa progresista de la filosof’a de la historia del capital15. ***** Finalmente, es en este plano donde se juega la relevancia del subalternismo como instancia de rearticulaci—n para una pol’tica de izquierda, en su capacidad para leer el car‡cter heterogŽneo pero simult‡neo de las revueltas y luchas sociales contempor‡neas, cuya convergencia estar’a dada por un orden econ—mico y pol’tico mundial, sin importar cuan diversificado sea su rostro local. La constituci—n de la Pax Americana como instancia de dominaci—n imperial contempor‡nea, despuŽs de la Guerra Fr’a, y m‡s decididamente, despuŽs de los eventos del 9/11 del a–o 2001, tiene como correlato la necesaria redefinici—n del internacionalismo proletario. El viejo excepcionalismo norteamericano autofundado en su extraordinaria misi—n civilizatoria en la tierra, adquiere un car‡cter renovado gracias al pasaje que va desde la estrategia de intervenci—n preventiva (The Doctrine of Preemptive War que exacerb— las brutalidades de la anterior Doctrine of National Security) del gobierno de Georges W. Bush, hacia el modelo de alineaci—n euroamericano
priorizado por el gobierno de Barak Obama 16. Se trata de un nuevo tipo de administraci—n imperial, donde la excepci—n democr‡tica americana ahora se presenta como realizaci—n 15
Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference (New Jersey: Princeton University Press, 2000). çlvaro Garc’a Linera, Forma valor y forma comunidad. Aproximaci—n te—rico- abstracta a los fundamentos civilizatorios que preceden al Ayllu universal (La Paz: Muela del diablo editores, 2009). 16 Donald E. Pease, The New American Exceptionalism (Minneapolis: University f Minnesota Press, 2009) 15
teleol—gica de las reivindicaciones del activismo negro, desactivando precisamente las luchas por la emancipaci—n racial (econ—mica y cultural) en AmŽrica y el mundo. El car‡cter teol—gico-pol’tico del ÒmilagroÓ asociado con la elecci—n de Obama (Ò Yes, we can!Ó), su viaje conciliatorio al Medio Oriente y, recientemente, a AmŽrica Latina, confirma la redefinici—n de la estrategia internacional norteamericana, su paso desde un intervencionismo activo y unilateral hacia un modelo normativo, aparentemente democr‡tico, y coordinado multilateralmente (todav’a en el marco de la articulaci—n euroamericana17). Ranajit Guha llam— a esta estrategia de recodificaci—n, Òprosa de la contrainsurgenciaÓ porque narra desde el poder la historia de los movimientos de resistencia, capturando en su relato interesado no s—lo la historicidad de dichas luchas, sino su potencialidad actual. Prosa Žsta que captur— y desactiv— los procesos de democratizaci—n latinoamericanos que a fines de los 80 y comienzos de los 90 permitieron acabar con las dictaduras regionales. Prosa Žsta que ley— la ca’das de las burocracias del Este a principios de los a–os 90, como confirmaci—n del triunfo del modo de vida americano y fin de la historia. Prosa de la contrainsurgencia, igualmente, aquella perorata comœn que lee los procesos de auto-organizaci—n popular en AmŽrica Latina (Zapatistas, Mapuches, movimientos de trabajadores, etc.) desde el paradigma biopol’tico de la seguridad y la soberan’a nacional. Prosa reaccionaria y de contrainsurgencia, aquella que lee los recientes levantamientos ‡rabes en Tœnez, Egipto, Libia, Bahrein, Yemen, etc., como revueltas orientadas por el deseo de democracia occidental (coca-cola y hamburguesas), justificando la narrativa imperial de Occidente; o como brotes de fundamentalismo isl‡mico orientados a desestabilizar la institucionalidad democr‡tica que arduamente Occidente ha tratado de construir en la regi—n. La posibilidad de una estrategia pol’tica de izquierda en el mundo contempor‡neo pasa, inexorablemente, por desbaratar la prosa de la contrainsurgencia, pero para tal efecto 17
Es aqu’ donde el derecho internacional encuentra su l’mite, en la constituci—n de un nomos planetario (para recordar a Carl Schmitt) para el cual las Naciones Unidas constituyen una suerte de meta-Estado al servicio de la Pax Americana. En cualquier caso, podemos entender el cambio de estrategia entre Bush y Obama, como el pasaje desde el modelo de pol’ticas internacionales basadas en el analisis de Samuel Huntington y la guerra de civilizaciones, hacia el modelo cooperativo de Bernard Lewis y su orientalismo moderado (Mamdani 2004). 16
no basta con la constituci—n de una historia alternativa, de un saber subalterno reificado en la circulaci—n universitaria. Se necesita la potenciaci—n radical de formas de organizaci—n antagonistas, despuŽs de todo, el problema de la lucha contra la dominaci—n sigue siendo el de la organizaci—n pol’tica, no del partido ni de la vanguardia, sino de la constituci—n permanente de m‡s poder popular. Sergio Villalobos-Ruminott
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Nota sobre la traducci—n: Los trabajos presentados ac‡ fueron escritos entre 1998 y 2011, respondiendo a diversas conyunturas. John Beverley ha preferido mantener su condici—n fechada, y no alterar, salvo en casos perentorios, el car‡cter puntual de sus intervenciones. Hay en ellas un cierto anacronismo, pero Žste tiene la fuerza suficiente para hacerse un espacio en el presente y trazar una peque–a cartograf’a pol’tica preocupada con la situaci—n actual de AmŽrica Latina en el contexto de la post Guerra Fr’a. Hemos comenzado la traducci—n el a–o 2009, y concluido el 2011, con el œltimo texto de la serie [ÒEl subalterno y el EstadoÓ]. En un principio, hab’amos contemplado otros trabajos, pero desistimos dada la unidad tem‡tica de los que finalmente aparecen ac‡. Entre ellos, recibimos una versi—n es espa–ol del ensayo nœmero 3 [ÒSobre el paradigma de los estudios culturales (conferencia de Montevideo)]Ó, y del nœmero 4 [ÒEl giro neoconservador en la cr’tica literaria y cultural latinoamericanaÓ]. Mientras que el primero parece haber sido escrito en espa–ol directamente por John Beverley, el segundo, bastante avanzado, se debe a Francisco Ram’rez-C. En cualquier caso, ambos textos fueron revisados y adaptados segœn decisiones nuestras, lo que nos convierte en responsables œltimos de cualquier error o mal entendido. Por supuesto, quisiŽramos agradecer a John Beverley su prestancia y disposici—n, su compromiso pol’tico e intelectual con este proyecto. As’ tambiŽn a nuestro amigo Alejandro Bruzual por facilitar el tedioso trabajo de publicaci—n e incitarnos a terminar este documento. Finalmente al CELARG [Centro de Estudios Latinoamericanos R—mulo Gallegos], donde el libro encontr— de manera natural su lugar en el mundo.
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I. - Tesis sobre subalternidad, representaci—n y pol’tica 18 ______________________________________________________________
I. Los esfuerzos por ÒrepresentarÓ al subalterno (tanto en el sentido mimŽtico de Òhablar deÓ como en el sentido pol’tico y jur’dico de Òhablar porÓ) en arte, literatura, teor’a y otras disciplinas acadŽmicas, deben afrontar el dilema de la resistencia y la insurrecci—n subalterna contra las concepciones de la elite .
En la sucinta definici—n de Ranajit Guha, fundador del colectivo de historiadores surasi‡ticos conocido con el nombre de Grupo de Estudios Subalternos, la palabra subalterno es Òun nombre que designa un atributo general de subordinaci—n [É] ya sea que Žste sea expresado en tŽrminos de clase, casta, edad, identidad sexual, profesi—n o de cualquier otra maneraÓ19. Sin duda, podemos considerar que una de estas Òotras manerasÓ es la distinci—n entre personas ÒeducadasÓ y Òno (o parcialmente) educadasÓ que confiere el adoctrinamiento, los procedimientos y resultados del saber acadŽmico y la alta cultura, tanto en contextos metropolitanos como en contextos coloniales y post-coloniales. ÀC—mo podemos entonces ÒconocerÓ o ÒrepresentarÓ al subalterno desde la perspectiva del saber acadŽmico o desde la pr‡ctica art’stica, cuando este conocimiento y esta representaci—n est‡n intr’nsecamente involucrados en la producci—n social del subalterno, en su constituci—n como una ÒotredadÓ? ÀC—mo ser’a un tipo diferente de saber y representaci—n 18
Este texto apareci—, en catal‡n e inglŽs, en el libro Subcultura i homogenetzaci— (Fundaci—n Antoni T‡pies, Barcelona: 1998), como respuesta a una carta que el cr’tico de arte francŽs Jean-Fran•ois Chevrier dirigi— a John Beverley. En su carta, Chevrier se mostraba interesado por la influencia de los conceptos gramscianos de hegemon’a e intelectual org‡nico en el trabajo de Beverley sobre subalternidad y narrativa testimonial en AmŽrica Latina. La carta se enfocaba en la ÒambigŸedadÓ de la localizaci—n del testimonio, entre el humanismo burguŽs y las pr‡cticas subalternas, pero tambiŽn entre proyectos revolucionarios de transformaci—n centrados en el Estado y en los movimientos anti-institucionales de la resistencia popular (particularmente en el caso de AmŽrica Central). Chevrier insinuaba que, precisamente, dicha ambigŸedad podr’a ser la condici—n previa para una Ònueva alianza de clases en un frente pol’tico-culturalÓ. En su respuesta, John Beverley analiza las posibles formas de un ÒEstado del puebloÓ constituido por una alianza con las mentadas caracter’sticas, y la funci—n y l’mites de la mediaci—n estŽtica en las relaciones pol’ticas de hoy en d’a [parafraseo aqu’ la nota de los editores, SVR]. 19 Ranajit Guha, ÒPrefaceÓ, en Ranajit Guha y Gayatri Spivak (editores), Selected Subaltern Studies (New York: Oxford University Press, 1988). 20
caracterizado por la forma subalterna de solidaridad, resistencia y comunidad? ÀPuede el subalterno como tal llegar a ser hegem—nico? El estudio magistral de Guha sobre las rebeliones campesinas de la India en el siglo XIX, Elementary Aspects of Peasant Insurgency , deja claro que el subalterno avanza con las palabras del Serm—n de la Monta–a inscritas en su bandera: los œltimos ser‡n los primeros y los primeros ser‡n los œltimos20. Segœn Guha, la categor’a que define la ÒvoluntadÓ o identidad subalterna es la negaci—n21. Comprender al campesino rebelde como sujeto hist—rico requiere una correspondiente inversi—n epistemol—gica. El problema es que los hechos emp’ricos de estas rebeliones son narrados en el lenguaje (y en las asunciones culturales) de las elites Ðtanto la nativa como la colonial- contra las cuales estas insurrecciones estaban orientadas: ÒÉel fen—meno hist—rico de la insurgencia aparece por primera vez como una imagen enmarcada en la prosa, y por tanto, desde el punto de vista de la contra-insurgencia, Ðcomo una imagen distorsionadaÓ ( Aspects, 333). Aquella dependencia, sugiere Guha, revela un prejuicio en la misma construcci—n de la historiograf’a colonial y post-colonial a favor del archivo escrito y del grupo colonial dominante y sus agentes, cuyo estatus es parcialmente constituido por su dominio de la cultura letrada. Este prejuicio, evidente incluso en formas de historiograf’a que simpatizan con los insurgentes, Òexcluye al rebelde como un sujeto consciente de su propia historia, y lo incorpora a otra historia s—lo como un elemento contingente subordinado al protagonismo de otras subjetividadesÓ ( Aspects, 77). Para recuperar la especificidad hist—rica de las rebeliones campesinas, el historiador tiene que leer el archivo a contrapelo, practicar una Òescritura al revŽsÓ. Guha entiende por Òprosa de la contrainsurgenciaÓ no s—lo al archivo colonial del siglo XIX, sino tambiŽn al uso, incluyendo el actual, de ese archivo para construir discursos acadŽmicos (hist—ricos, etnogr‡ficos, y literarios, entre otros) que pretenden representar 20
Ranajit Guha, Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India (Delhi: Oxford University Press, 1983). El ep’grafe que Guha utiliza en su libro es un pasaje de las Escrituras Budistas, que Žl traduce desde el s‡nscrito de la siguiente manera: Ò(Buda a Assalayana): ÔÀQuŽ piensas de esto Assalayana? ÀHas escuchado que en Yona y en Camboya y otras janapadas cercanas hay s—lo dos varnas, el amo y el esclavo? ÀY quŽ habiendo sido un amo se deviene un esclavo; habiendo sido un esclavo se deviene un amo?ÕÓ 21 ÒReconocemos por supuesto que la subordinaci—n no puede ser comprendida sino como uno de los tŽrminos constitutivos de una relaci—n binaria, cuyo otro tŽrmino es la dominaci—nÓ Guha, Selected Subaltern Studies, 34. 21
estas insurgencias campesinas y situarlas en una narrativa teleol—gica de formaci—n del Estado. ƒl est‡ preocupado con la forma en la cual Òel sentido de la historia [es] convertido en un elemento de preocupaci—n administrativaÓ en estas narrativas. En la medida que el subalterno es conceptualizado y experimentado, en primer lugar, como alguien que carece de poder de (auto) representaci—n, Òal hacer de la seguridad del Estado el problema central desde el que se narra la insurgencia campesinaÓ, estas narrativas (de formaci—n del Estado, de transici—n entre etapas hist—ricas, de modernizaci—n) necesariamente le niegan al campesino insurgente Òreconocimiento como sujeto hist—rico en su propio derecho e incluso en relaci—n con sus propios proyectosÓ ( Aspects, 3). Guha intenta representar o recuperar al subalterno como un sujeto hist—rico, desde la coraza de los discursos historiogr‡ficos y archiv’sticos que le niegan agencia. En este sentido, su proyecto es una continuaci—n de la misma insurgencia que se propone representar hist—ricamente. Pero, los estudios subalternos no son simplemente un discurso ÒsobreÓ el subalterno. ÀCu‡l ser’a el interŽs, despuŽs de todo, en representar al subalterno como subalterno? Ni tampoco se trata, simplemente, de los campesinos o del pasado
hist—rico. Los estudios subalternos aparecen y se desarrollan como una pr‡ctica acadŽmica en un escenario contempor‡neo en el cual nuevas relaciones de dominaci—n y subalternidad son producidas regularmente y otras anteriores son reproducidas o reforzadas. Son una respuesta cr’tica ante la necesidad de los grupos dominantes en la globalizaci—n de administrar a poblaciones cada vez m‡s multiculturales y a una heterogŽnea clase trabajadora transnacional; y se articulan en particular contra el rol central de la academia y de otras instituciones de autorizaci—n cient’fica y cultural que producen y se apropian de los conocimientos necesarios para esta tarea. En la emergente econom’a global basada en el control y la manipulaci—n de la informaci—n y de las im‡genes, en una flexibilidad financiera virtualmente ilimitada y en una creciente especializaci—n de la mano de obra paralela a la degradaci—n o descalificaci—n de muchas posiciones de trabajo, nuestra posici—n en las universidades y en las instituciones de alta cultura (que han devenido evidentemente transnacionales), adquiere un nuevo e inesperado poder de acci—n. Pero este poder de acci—n tambiŽn implica un predicamento con respecto a las consecuencias pol’ticas de nuestro trabajo. Cuando Gayatri Spivak hace 22
la afirmaci—n, aparentemente paradojal, de que el subalterno no puede hablar22, ella quiere decir que el subalterno no puede hablar en ninguna forma que implique autoridad o sentido para nosotros, sin alterar las relaciones de poder / saber que lo constituyen, en primer lugar, como subalterno. El ÒsilencioÓ del subalterno, su aquiescencia o vulnerabilidad, su car‡cter Òfolcl—ricoÓ o Òespont‡neoÓ (para Gramsci) s—lo son tales desde la perspectiva de un sistema de valor que confirma el estatus de una elite. Estas cualidades imputadas al subalterno establecen la normatividad de la dominaci—n, de la misma forma como, para citar a Spivak, Òla pr‡ctica subalterna norma a la historiograf’a oficialÓ 23. Aœn cuando ellos mismos practican una forma elitista de discurso, Guha y los historiadores subalternos tienen siempre presente el hecho de que sus discursos y las instituciones que los contienen, tales como la universidad, la historiograf’a, las ÒbellasÓ artes o la literatura, est‡n, en s’ mismas, implicadas en la producci—n y perpetuaci—n de la subalternidad. La misma idea de ÒestudiarÓ al subalterno es contradictoria en cuanto se–ala un nuevo registro de saber en el que el poder de la universidad para comprender y representar el mundo se desvanece o alcanza su l’mite. Reconocer la naturaleza de esta paradoja implica aprender a trabajar a contrapelo de nuestros propios intereses y prejuicios Ðun proceso que implica deshacer la autoridad de la alta cultura de la academia y de los centros de saber al mismo tiempo que continuamos participando plenamente en ellos como artistas, profesores, investigadores, planificadores y / o te—ricos. Las consecuencias para nosotros se podr’an simbolizar con la figura de una curva asint—tica: podemos aproximarnos cada vez m‡s cerca, en nuestro trabajo y en nuestras relaciones personales y pol’ticas, al subalterno, a lo que Dipesh Chakrabarty llama su Òheterogeneidad radicalÓ, pero, nunca podremos homologarnos plenamente con Žl, ni siquiera si, a la manera de los narodniks rusos al final del siglo XIX, nos insertamos en el Òcoraz—n del puebloÓ. 22
Gayatri Spivak, ÒCan the Subaltern Speak?Ó, en Cary Nelson y Larry Grossberg (editores), Marxism and the Interpretation of Culture (Urbana: University of Illinois Press, 1988), 271-313. 23 Ò[E]l ‡mbito de la persistente emergencia del subalterno en la hegemon’a debe siempre y por definici—n mantenerse heterogŽneo con respecto a los esfuerzos del historiador disciplinario. El historiador debe insistir en sus esfuerzos para ser conciente de esto, que el subalterno es, necesariamente, el l’mite absoluto donde la historia es narrativizada como l—gica. Esta es una lecci—n dif’cil de aprender, pero no aprenderla es simplemente quedar atrapados en el plano de soluciones elegantes provenientes de una correcta pr‡ctica te—rica. ÀCu‡ndo ha contradicho la historia que la pr‡ctica norma a la teor’a, as’ como la pr‡ctica subalterna norma a la historiograf’a oficial en este caso?Ó Spivak, Selected Subaltern Studies, 16. 23
Aquellos quienes participamos en el proyecto de los estudios subalternos somos frecuentemente cuestionados: Àc—mo es que nosotros, quienes somos (en su mayor’a) acadŽmicos blancos de clase media o alta, en universidades de investigaci—n o en instituciones de alta cultura, podemos reivindicar que representamos al subalterno? Pero no reivindicamos representarlo (ÒcartografiarloÓ, Òdejarlo hablarÓ, Òhablar por ŽlÓ). Buscamos en cambio, registrar las formas en que el saber y las pr‡cticas que producimos e impartimos est‡n estructurados por la ausencia, dificultad o imposibilidad de representaci—n del subalterno. Esto equivale a reconocer, sin embargo, la inadecuaci—n fundamental de nuestro saber y de nuestras pr‡cticas, junto con las instituciones que las contienen, y por lo tanto, la necesidad de un cambio social general dirigido hacia un orden radicalmente democr‡tico e igualitario. Este objetivo distingue la perspectiva subalternista de otros proyectos posmodernos de cartograf’a cognitiva, tales como los estudios culturales. II. ÒEl sentido en la producci—n simb—lica y / o cultural, se vuelve mœltiple e incontenible en su pluralidad. El sentido ÔtotalÕ (o la totalidad del sentido) se vuelve el producto de una intencionalidad que no est‡ necesariamente articulada por las instituciones tradicionales de saber y sus ac—litos [É] La lucha de los subalternos y los grupos minoritarios por su propia identidad pasa necesariamente a travŽs de la bœsqueda y recuperaci—n, de objetos culturales que han sido juzgados como inferiores por la tradici—n moderna, en base a sus propios y limitados (ÔobjetivosÕ) par‡metros de gustoÓ (Silviano Santiago)24.
La incomodidad del intelectual tradicional con respecto a la cultura de masas y a los medios es, en parte, una incomodidad con la democracia y sus efectos. Uno de estos efectos es un desplazamiento de la autoridad hermenŽutica desde el intelectual a la recepci—n popular. La distinci—n entre baja y alta cultura, y la decisi—n por parte de los estudios culturales de transgredirla implica, por lo tanto, no s—lo una diferenciaci—n funcional de las esferas culturales, sino tambiŽn el antagonismo social entre posiciones de 24
Silviano Santiago, ÒMeaning and Discursive Intensities: On the Situation of Postmodern Reception in BrazilÓ, en John Beverley, JosŽ Oviedo y Michael Aronna (editores), The Postmodernism Debate in Latin American (Durham: Duke University Press, 1995), 248,249. 24
privilegio absoluto o relativo de la elite y los grupos y clases subalternas. Esto define el punto de convergencia entre los estudios culturales y los estudios subalternos. Desde sus ra’ces en el trabajo de los historiadores marxistas brit‡nicos, tales como E. P. Thompson o Christopher Hill y el Centro de Estudios Culturales de Birmingham, se ha desarrollado un sentido de lo popular, y de la cultura de masas Ðesto es, del tipo de cultura que tradicionalmente no cuenta para el discurso acadŽmico, o lo hace s—lo para designar la alteridad esencial del subalterno- como una forma de agencia pol’tica. La ecuaci—n a la cual arribaron los estudios culturales fue algo as’ como la siguiente: en la medida en que la cultura de masas es popular en el sentido consumista Ðes decir, ÒpopÓ- tambiŽn es ÒpopularÓ en un sentido pol’tico, es decir, representativa del pueblo y de su voluntad social, Ònacional-popularÓ, y por lo tanto, impl’citamente progresista. El Žnfasis puesto por los estudios culturales (y aqu’ la influencia de la teor’a de la recepci—n ha sido decisiva) en el an‡lisis del consumo, frecuentemente lleva a argumentar que el mismo consumo constituye un reino particular de libertad y de resistencia popular de baja intensidad con respecto a las formas ideol—gicas o Òprincipio de realidadÓ del capitalismo. De aqu’ que una supuesta posici—n de ÒizquierdaÓ (que teoriza formas de agencia popular aut—noma) parezca coincidir, de alguna forma, con la tesis de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia en el contexto de la globalizaci—n de la sociedad de mercado. En la medida en que los estudios culturales se institucionalizan, tienden a quedar atrapados en un registro primariamente descriptivo de los ÒpaisajesÓ emergentes Ðscapes, para usar un tŽrmino de Arjœn Appadurai- de las culturas locales y globales que se busca cartografiar. De esta forma, se corre el riesgo de producir una especie de variante posmoderna de la experiencia de lo sublime en la estŽtica de los Rom‡nticos. Tengo en mente la capacidad de los estudios culturales para producir una nueva sensibilidad y una reordenaci—n del saber, que adaptar’an las humanidades, las artes visuales y el campo general de la cultura a los nuevos patrones de dominaci—n, explotaci—n y empobrecimiento producido por la globalizaci—n, en formas que podr’an llegar a ser Ðo de hechos ya son- elementos funcionales de la hegemon’a del capitalismo transnacional. Podr’a se–alar al respecto la campa–a de Benetton que us—, varios a–os atr‡s, en una forma bastante sofisticada material testimonial y documental, sacado desde situaciones de profunda abyecci—n social, para 25
persuadir a afluentes consumidores transnacionales a comprar los productos de esa compa–’a. Entonces, el problema con los estudios culturales desde el punto de vista de los estudios subalternos no es tanto su Òneopopulismo medi‡ticoÓ (la caracterizaci—n es de Beatriz Sarlo) sino el hecho de que los estudios culturales podr’an perpetuar inconcientemente la ideolog’a estŽtica modernista que supuestamente desplazan, al transferir el programa de desfamiliarizaci—n o deshabitualizaci—n de la percepci—n desde la esfera de la alta cultura hacia las formas de cultura de masas, concebidas ahora como estŽticamente m‡s din‡micas y efectivas, m‡s capaces de producir ostranenie [extra–amiento]. En la medida en que la cultura de masas pueda ser re-estetizada o pragm‡ticamente incorporada a la hegemon’a como una suerte de suplemento de la globalizaci—n econ—mica, ser‡ posible para las disciplinas Ð incluyendo las ciencias y las diversas humanidades y artesÐ reagruparse contra la amenaza de que los estudios culturales usurpen sus territorios o confundan sus fronteras. Por lo tanto, justo en el momento cuando su presencia en el campo contempor‡neo de pensamiento parec’a asegurada, los estudios culturales han comenzado a perder la fuerza radicalizadora que los caracteriz— en sus or’genes. No se trata de romantizar los efectos democratizadores o deconstructivos de la cultura de masas. Sin embargo, no es evidente a priori que la cultura cient’fica-humanista representada por la universidad y el arte moderno, Òhace m‡sÓ por sujetos sociales subalternos que la proliferaci—n de la cultura de masas y sus efectos. Como todas las enunciaciones populistas, Žsta tambiŽn es demag—gica: comprendo que el modernismo estŽtico y la cultura de masas no est‡n tan radicalmente separadas como podr’a parecer, que la alta cultura burguesa y el fetichismo de la mercanc’a est‡n ligados por una l—gica no siempre oculta, que nosotros tambiŽn estamos interpelados por la cultura de masas, que, viceversa, todos los productores y consumidores de cultura de masas pasan a travŽs de o son afectados por el sistema de educaci—n en algœn momento, y que la sala de clases o el museo son lugares para negociar las consecuencias pol’ticas y sociales de la sociedad de consumo. Pero, tambiŽn creo en la tesis de Daniel Bell en The Cultural
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Contradictions of Capitalism25, una tesis que podr’a ser considerada como definici—n de lo
posmoderno: el capitalismo ha producido y est‡ produciendo formas de experiencia cultural y tecnol—gica que no coinciden m‡s con la Žtica del trabajo capitalista. El consumismo en particular socava la estructura del car‡cter y los valores necesarios para las posiciones de sujeto tanto de los explotadores como de los explotados (en cuanto trabajo abstracto) en este sistema. Sin embargo, lo que Bell desde una perspectiva neoconservadora ve’a como un problema, los estudios culturales lo convierten en el fundamento de un nuevo tipo de pr‡ctica te—rica. La intervenci—n pol’tica espec’fica de los estudios culturales ser’a convertir esta contradicci—n virtual en un antagonismo real, oponiendo al Òprincipio de realidadÓ encarnado en los requisitos de la competencia capitalista, el Òprincipio de placerÓ encarnado en nuevas formas de ocio y gozo. III. El proyecto de los estudios subalternos oscila entre una deconstrucci—n de las reivindicaciones de la naci—n, del nacionalismo y de la izquierda pol’tica formal para representar al subalterno, y una articulaci—n ÒconstructivaÓ de nuevas formas colectivas de pol’tica democr‡tico- popular y agencia cultural.
Los estudios culturales podr’an tener o no consecuencias pol’ticas, dependiendo de c—mo sean articulados. El proyecto de los estudios subalternos, por contraste, es un proyecto necesariamente partisano. Implica no s—lo una nueva manera de mirar o representar la inequidad social, sino tambiŽn la posibilidad de construir formas m‡s igualitarias y respetuosas de comprensi—n entre nosotros y las pr‡cticas sociales populares que consideramos objeto de nuestro estudio. La perspectiva subalternista renuncia al alcance cognitivo (y a la posibilidad de instrumentalizaci—n de sus hallazgos) propios de los estudios culturales, para localizarse en las l’neas divisorias en las cuales las relaciones de dominaci—n y subordinaci—n continœan siendo producidas, l’neas que se extienden hasta el mundo del arte, la academia y la Òteor’aÓ. Los estudios subalternos nacen de una creciente sensaci—n de inadecuaci—n de los paradigmas de la izquierda intelectual y del activismo pol’tico en los que mi generaci—n Ðla 25
Daniel Bell, The Cultural Contradictions of Capitalism (New York: Basic Books, 1976). 27
generaci—n de los sesenta- fue formada, combinada con un deseo de continuar el proyecto de liberaci—n social y democratizaci—n que esos paradigmas expresaban. Entre las circunstancias que me llevaron a revaluar mi propio trabajo en la direcci—n de los estudios subalternos estaban, sobre todo, la crisis de los grandes proyectos de izquierda en AmŽrica Latina, tales como las revoluciones cubanas y nicaragŸenses, y el efecto revisionista y deconstructivo que las nuevas perspectivas te—ricas asociadas con el feminismo, el postestructuralismo y la cr’tica postcolonial tuvieron sobre el marxismo. La forma ÒmodernaÓ de la movilizaci—n pol’tica de izquierda en el mundo colonial y postcolonial era la lucha de liberaci—n nacional, m‡s que la lucha por el socialismo como tal. ÒEl puebloÓ fue el sujeto de estas luchas de liberaci—n nacional e inclu’a agentes sociales con identidades parciales o ambiguamente definidas por su ubicaci—n en las relaciones de producci—n: mujeres, ni–os, estudiantes, desempleados o subproletarios, trabajadoras domŽsticas, campesinos pobres y medios, Òterratenientes patri—ticosÓ, Òcapitalistas democr‡ticosÓ (para recordar un concepto de la Žpoca del Frente Popular), etc. Guha, cuyas ra’ces como activista e historiador se encuentran tanto en Gramsci como en Mao, aclara que Žl usa Òel tŽrmino ÔpuebloÕ y Ôclase subalternaÕÉcomo sin—nimosÓ26. Pero la apelaci—n al nacionalismo y a la formaci—n de un nuevo Estado-nacional postcolonial estabiliza la categor’a de pueblo alrededor de una cierta narrativa (de intereses, tareas y sacrificios comunes, comunidad y destino hist—rico) que las clases o grupos que componen esa categor’a pueden o no compartir colectivamente. El discurso hegem—nico de la naci—n sutura los vac’os y discontinuidades del subalterno. A veces, esto se hace en interŽs de un nuevo grupo o clase dominante emergente, que emplea una ret—rica nacionalista Ðpor ejemplo, una ret—rica de transculturaci—n o de mestizaje cultural - para asegurar su hegemon’a material. M‡s pertinente para nuestro preocupaciones aqu’ ser’a el caso de una interpelaci—n hegem—nica nacionalista emanada desde la izquierdaÑes decir, desde una perspectiva socialista o comunistaÑ que se desintegra o pierde autoridad. DŽjenme dar un ejemplo cercano a mis propias experiencias en la ÒsolidaridadÓ con la Revoluci—n nicaragŸense en los a–os 80. Como es bien sabido, los sandinistas organizaron un frente multi-clasista Ðel 26
Guha, Selected Subaltern Studies, 44. 28
nombre oficial del movimiento era Frente Sandinista de Liberaci—n Nacional- que fue capaz de derrocar a la dictadura de Somoza en 1979. Pero, a medida que progresaba la revoluci—n bajo presiones provenientes tanto del conflicto de clases interno como de la Òguerra de baja intensidadÓ contra los sandinistas orquestada por los Estados Unidos, el Frente comenz— a desmoronarse. Para las comunidades ind’genas y para la poblaci—n afrocaribe–a angloparlante que habitaba la costa atl‡ntica de Nicaragua, el significante nacional-popular de Sandino, que simbolizaba la oposici—n de una cultura mestiza de ra’ces cat—licos y hisp‡nicos al imperialismo norteamericano, ten’a desde el principio un sentido diferente de aquel que ten’a para el grupo mayoritario hispanohablante de la poblaci—n en el pa’s. En respuesta a la campa–a de la CIA que explotaba esta fricci—n para desestabilizar el control sandinista de la costa atl‡ntica, el gobierno revolucionario estuvo obligado primero a la represi—n, y luego a la redefinici—n del proyecto ÒnacionalÓ sandinista para permitir la autonom’a pol’tica y cultural de las regiones. Para movilizar a una poblaci—n mayoritariamente cat—lica, los sandinistas promovieron la idea de la Iglesia del Pueblo propuesta por la Teolog’a de Liberaci—n (el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal fue unos de los principales arquitectos ideol—gicos de la relaci—n entre el pensamiento social marxista y la espiritualidad cat—lica). Pero esto los oblig— a apoyar las posiciones de la Iglesia Cat—lica contra el aborto y el control de la natalidad. Esto puso a la organizaci—n de mujeres sandinistas, AMNLAE, en un dilema: por un lado, en tanto que organizaci—n sandinista que expresaba la ÒunidadÓ del pueblo en la lucha contra el imperialismo norteamericano y el subdesarrollo Žsta ten’a que aceptar dicha decisi—n; pero, por otro lado, en la medida que Žsta representaba las luchas y demandas de las mujeres de los sectores populares que ven’an de una condici—n doblemente subalternizada (de clase y de gŽnero) en la sociedad nicaragŸense, ten’a que adoptar una posici—n diferente de la asumida por el partido (o al menos relativizarla). En ambos casos Ñes decir, la articulaci—n de Sandino como significante de la naci—n, y la propuesta de la Iglesia del PuebloÑ el requisito de producir un bloque Ònacional-popularÓ alrededor del cual organizar los diversos componentes del frente revolucionario dejaban secciones significativas de la poblaci—n marginadas o subrepresentadas en al menos algœn aspecto de sus identidades. Tal resultado hac’a 29
evidente la necesidad de deconstruir el discurso de liberaci—n nacional, para permitir a los diferentes grupos subalternos interpelados por la figura unitaria de la naci—n adquirir su propio peso. Esta es la meta caracter’stica de la teor’a postcolonial en general y de los estudios subalternos en particular. Sin embargo, hay algunos peligros evidentes en esta direcci—n (es importante enfatizar, en primer lugar, que en el caso de los sandinistas, el desmoronamiento del Frente y de la narrativa nacional que lo sosten’a, fue precipitado, al menos en parte, por lo efectos calculados de la guerra de los Contra y del bloqueo impuesto sobre Nicaragua por los Estados Unidos). Para Gramsci, en su formulaci—n inicial de la idea de clases subalternas en los Cuadernos de la c‡rcel, el subalterno incluye no s—lo a los trabajadores, campesinos y obreros
agr’colas, sino tambiŽn a sectores de los llamados estratos ÒmediosÓ y otras identidades sociales que no est‡n espec’ficamente constituidas en tŽrminos de clase. Pero su nœcleo duro es el campesinado y la clase obrera. En cambio, en la articulaci—n postmoderna del subalternismo, de alguna forma existe la sensaci—n de que el subalterno debe ser todo menos la clase obrera o la unidad putativa de lo nacional-popular. Para Spivak, el subalterno
es necesariamente aquŽl sujeto social que siempre socava cualquier representaci—n hegem—nica (actual o posible). Como tal, Žste sujeto funciona como un sustituto o Òcorrelato objetivoÓ de la misma actividad de la deconstrucci—n. El subalterno interrumpe las reivindicaciones de la elite de ser el sujeto de la historia; del mismo modo la deconstrucci—n Ñaunque no tiene una posici—n pol’tica espec’ficaÐ a su vez busca interrumpir (como hace Spivak en su cr’tica de Guha y los historiadores subalternistas) la constituci—n del subalterno como un sujeto de la historia (de un sujeto subalterno dado o de la posible convergencia de posiciones subalternas en Òel puebloÓ). El resultado es que la articulaci—n pol’tica del subalternismo s—lo puede ocurrir en un proceso de continuo desplazamiento, con intermitentes posibilidades (en circunstancias espec’ficas) de Òcolaboraci—nÓ o solidaridad entre intelectuales tradicionales, como la misma Spivak, que trabajan principalmente como parte de una elite intelectual diasp—rica en la academia norteamericana y europea, e intelectuales org‡nicos pertenecientes a los sectores
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subalternos27. Para Spivak, el subalterno es similar a lo que Julia Kristeva entiende por lo ÒabyectoÓ, aquello que est‡ m‡s all‡ de la posibilidad de representaci—n, porque simplemente al emerger en la representaci—n Ðen el orden de lo simb—lico en el sentido lacaniano- pierde su car‡cter de subalternidad. Como lo dice Spivak de manera sucinta (y quiz‡s ir—nica) Òel subalterno es el nombre de una instancia tan desplazadaÉque esperar que hable es como esperar el arribo de Godot en un autobœsÓ28. Algo similar parece estar ocurriendo aqu’ a lo que pasaba en los manifiestos vanguardistas radicales de Herbert Marcuse o del movimiento Tel Quel en los 60, tan influyentes en la conformaci—n de la nueva izquierda. Desde una posici—n de elite, se decreta que las œnicas alternativas desde las cuales la oposici—n social al sistema dominante puede ser imaginada y construida son las m‡s marginadas, las m‡s explotadas, las m‡s abyectas. Se podr’a argumentar que esto representa una extensi—n del principio de Lenin de que la revoluci—n siempre debe buscar los estratos de la poblaci—n m‡s oprimidos. Pero en la actual coyuntura, cuando el neoliberalismo se ha convertido en la ideolog’a dominante, aœn en lugares donde gobiernos de izquierda tienen el poder formal, la consecuencia efectiva de tal posici—n podr’a ser algo m‡s parecido a lo que se llama Òmulticulturalismo liberalÓ Ðes decir, al reconocimiento y respeto de los ÒotrosÓ y de sus ÒdiferenciasÓ pero sin la posibilidad de una transformaci—n social estructural. Esta es la meta a la que parece apelar finalmente la deconstrucci—n, que, en principio, carece de una identidad pol’tica espec’fica (Spivak insiste en una convergencia de deconstrucci—n y marxismo, pero su posici—n es personal m‡s que definitoria). Por el contrario, la identificaci—n del subalterno y el ÒpuebloÓ, en el sentido derivado del discurso del Frente 27
Para Spivak, esta posibilidad se activ— por un tiempo en su relaci—n personal con Mahasweta Devi, la escritora y activista social bengal’. En este caso, el desplazamiento de la funci—n del intelectual es doble: Devi no s—lo funcionaba como un intelectual org‡nico ÒrealÓ proveniente de la subalternidad (campesinos pobres y lumpen urbano en Bengal) que complementaba a Spivak; es m‡s, el lugar del intelectual org‡nico subalterno fue desplazado a las mujeres representadas en los cuentos de Devi: por ejemplo, la nodriza y sirviente domŽstica que muere de c‡ncer mamario en el cuento ÒBreast-GiverÓ, o una guerrillera Naxalite capturada y torturada por el ejŽrcito indio en ÒDraupadiÓ. Ver los cuentos de Devi traducidas y comentadas por Spivak en: Spivak, In Other Worlds (New York and London: Methuen, 1987), y Mahasweta Devi, Imaginary Maps (New York: Routledge, 1995). En el propio trabajo de Spivak, la historia de Bhuvaneswari Bhaduri, una activista nacionalista quien se suicida en vez de participar en una acci—n terrorista (pero cuyo suicido es Òle’doÓ por su familia y compa–eros como un asunto amoroso) antes de revelar que est‡ embarazada, es la voz ÒsilenciadaÓ de su famoso ensayo ÒCan the Subaltern Speak?Ó. 28 Gayatri Spivak, ÒPolitics of the SubalternÓ, Socialist Review 20, 3 (1990), 91. 31
Popular y del mao’smo que invoca Guha, apunta a un concepto del subalterno expansivo e inclusivo, sin abandonar la noci—n de alteridad y de lucha de clases. No quiero romantizar el Frente Popular, el cual, como todos saben, tiene sus propias limitaciones y contradicciones; pero si quiero enfatizar el principio de interpelaci—n democr‡tico-popular que el Frente Popular propici—. Dos tipos de articulaci—n pol’tica se desprenden de estas alternativas: una es la resistencia de las ÒbasesÓ sociales, a nivel sub o supra-nacional; la otra es la reconstituci—n de el ÒpuebloÓ como un bloque hegem—nico articulado en torno a la figura de la naci—n. En el primer caso, se comprende que la unidad del Estado-nacional y la sociedad civil, junto con la idea misma de hegemon’a pol’tica, nunca han sido representativas del subalterno y est‡n ahora, con el advenimiento de la globalizaci—n, funcionalmente obsoletas para los prop—sitos de la izquierda o las luchas populares En el segundo caso, la tarea es c—mo organizar una nueva forma de hegemon’a, usando entre otras cosas los recursos y contribuciones cr’ticas provistas por las perspectivas subalternistas. IV. La narrativa testimonial considerada como gŽnero ( testimonio) se podr’a considerar como una forma cultural que ÒmediaÓ entre la alta cultura y la cultura subalterna. En la caracterizaci—n de Jean-Fran•ois Chevrier, el testimonio es una forma ÒambiguaÓ. Parte de esta ambigŸedad tiene que ver con el hecho de que lo Real -en el sentido lacaniano del tŽrmino- que el testimonio nos fuerza a confrontar no es s—lo la Òrepresentaci—nÓ del subalterno como v’ctima de la historia sino tambiŽn su capacidad como sujeto de un proyecto de transformaci—n que aspira a ser hegem—nico por derecho propio. Al mismo tiempo, el poder del testimonio como gŽnero narrativo radica en parte en el hecho de que establece una relaci—n performativa de solidaridad activa entre un ÒnosotrosÓ lector Ðmiembros de la clase media profesional y practicantes de las artes y las ciencias humanas- y un sujeto social subalterno narrador .
El testimonio puede ser definido, provisionalmente, como Òuna narraci—n de la extensi—n de una novela o de una novela corta en la forma de un libro o un panfleto (esto es en forma grafŽmica en oposici—n a acœstica), relatada en primera persona por un narrador que es tambiŽn el protagonista real o testigo de los eventos que Žl o ella cuenta 32
[É] como, en muchos casos, [este] narrador es alguien que es funcionalmente iletrado o si es que es letrado, no es un escritor profesional, la producci—n de un testimonio frecuentemente implica la grabaci—n y luego la trascripci—n y edici—n de un recuento oral por un interlocutor que es un intelectual, un periodista o un escritorÓ29. Spivak elabora en ÒCan the Subaltern Speak?Ó una cr’tica de la pretensi—n de las formas testimoniales de ÒrepresentarÓ (otra vez, en el sentido doble de Òhablar deÓ y / o Òhablar porÓ) el subalterno, porque para ella lo que est‡ en juego es la creaci—n por parte de la cultura hegem—nica de algo as’ como un mu–eco ventr’locuo, un Òotro domesticadoÓ. Pero su propia apelaci—n, deconstructiva contra el testimonio, a lo que ella denomina la intrincada y abierta ÒcomplejidadÓ de la obra literaria, tambiŽn tiene que ser sometida a sospechas, dado que esa ÒcomplejidadÓ ocurre s—lo en las formas de alta cultura y en una matriz estructural en que dichas formas aparecen como pr‡cticas sociales que generan, a veces, las diferencias de estamento o Òcapital culturalÓ (para recordar el concepto de Bourdieu) que, entre otras cosas, se registran como parte de la condici—n de subalternidad en el texto testimonial. El l’mite de la deconstrucci—n en relaci—n a la representaci—n testimonial del subalterno entonces es que revela una apor’a textual (y quiz‡ ideol—gica) en el Òefecto de lo realÓ del testimonio, pero esa revelaci—n en s’ misma tambiŽn produce y reproduce, como acto discursivo, la fijaci—n de las relaciones de poder y explotaci—n en el texto social real. A travŽs de la presencia de la voz en primera persona, el testimonio tiende a afirmar la autoridad de la oralidad sobre los procesos de modernizaci—n cultural que privilegian lo letrado y la literatura escrita como normas de expresi—n. En sociedades de oralidad primaria tales como las que Guha estudia en Elementary Aspects, la transmisi—n de la resistencia campesina y de la rebeli—n depende fundamentalmente del rumor. El rumor (a diferencia de las ÒnoticiasÓ que llegan a travŽs de la prensa) opera de acuerdo a una din‡mica fluida de anonimato, improvisaci—n y transitividad. En otras palabras, el rumor no es solamente una pr‡ctica esencialmente oral, sino que tambiŽn depende de la oralidad
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John Beverley, ÒThe Margin at the Center: On TestimonioÓ, Against Literature (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1993), 70-71. 33
y de las estructuras comunales (los pueblos peque–os, el bazar o el mercado local, la red de mujeres) para su transmisi—n y el particular Òefecto de verdadÓ que engendra. Esto no equivale a decir que la escritura y el libro (o, en contextos coloniales, los idiomas no nativos) est‡n necesariamente ausentes de la cultura subalterna. Pero aparecen en una forma curiosamente invertida. Guha observa que en las rebeliones campesinas de la India: Òel analfabetismo hac’a que los campesinos se relacionaran ocasionalmente con textos escritos de una forma tal que transformaban la motivaci—n original de estos textos, des-verbaliz‡ndolos y explotando la opacidad resultante para proveer esa representaci—n gr‡fica con nuevos ÔsignificadosÕ (signifiŽs)Ó. ƒl cita el caso particular de un l’der de la rebeli—n Santal de 1855 quien, como signo de su autoridad y como instrumento de movilizaci—n, se–al— ante sus seguidores un legajo de papeles Òel cual, como se supo posteriormente, conten’a entre otras cosas Ôun viejo libro sobre ferrocarrilesÕ, unas cuantas tarjetas de visitas de ÔMr. Burn EngineerÕ y, si el testimonio del oficial de Calcutta Review (1856) es veraz, una traducci—n en algœn lenguaje nativo del Evangelio de San JuanÓ. El pasaje continœa: Lo que es aœn m‡s notable es que el resto de los papeles, los cuales se consideran ca’dos del cielo por los l’deres santales, eran vistos como evidencia del apoyo divino a la insurrecci—n, a pesar de que en algunos casos no ten’an nada inscrito sobre ellos, ni en la forma de escritura ni en la forma de im‡genes. ÒTodos los papeles en blanco cayeron del cielo y el libro en el que todas las p‡ginas est‡n en blanco tambiŽn cay— del cieloÓ, dijo Kanhu [el l’der de la rebeli—n]. Claramente entonces, las condiciones de una cultura pre-literaria hacen posible que la insurgencia se propague a s’ misma, no s—lo por medio de la forma gr‡fica de una declaraci—n divorciada de su contenido sino, adem‡s, mediante un material de escritura que actuaba por concepto propio, sin grafemas. El principio que gobernaba tal extensi—n era esencialmente el mismo que aquel de Òbeber la palabraÓ conocido en algunas partes del çfrica islamizada. All’ la tinta o el pigmento utilizado para inscribir la f—rmula divina o m‡gica sobre el papel, el p‡piro, el cuero, o la piel era considerada investida por la santidad del mensaje mismo, y era diluida y tragada 34
como cura para ciertas enfermedades. Sin embargo, hay una diferencia. Mientras que la proyecci—n meton’mica de las facultades sobrenaturales desde la palabra escrita al material de escritura fue empleada [en el caso de Òbeber la palabraÓ] para dejar la cura de las enfermedades f’sicas a la gracia de Al‡, los santales usaron esa proyecci—n m‡s bien para legitimar sus intentos para remediar los males del mundo con sus propias armas30. Hay ciertos elementos de transculturaci—n o ÒhibridezÓ -para no hablar del simulacro posmoderno- en la acci—n del l’der santal. En particular, parece una instancia de lo que Judith Butler entiende por el concepto de performance: es decir, un acto que al mismo tiempo deconstruye los binarismos que configuran la identidad y tambiŽn posiciona o ÒrepresentaÓ la identidad en tŽrminos de los valores inherentes a dichos binarismos31. En el caso santal, el performance al mismo tiempo preserva y cancela la l—gica binaria que opone la escritura (como un instrumento de dominio colonial y de clase) y la oralidad (como la forma de la cultura campesina nativa), es decir, autoridad y subalternidad. En otras palabras, una l—gica de negaci—n subalterna se expresa en y a travŽs de una forma de transculturaci—n. Por lo tanto, no hay Òs’ntesisÓ de opuestos en esta transculturaci—n. El uso del libro no supera la contradicci—n entre campesino y terrateniente, o entre cultura oral y escritura. La transculturaci—n no supera la subalternidad; en cambio, la subalternidad opera y se reproduce a s’ misma en y a travŽs de la transculturaci—n. Por lo tanto, no hay un movimiento teleol—gico hacia una cultura ÒnacionalÓ en la cual la escritura y la oralidad, los lenguajes o c—digos dominantes y subalternos, estŽn reconciliados. Spivak tiene raz—n cuando afirma que la presencia de la voz en el testimonio es una construcci—n textual, un diffŽrend para usar el tŽrmino de Lyotard, y que debemos estar muy atentos a la metaf’sica de la presencia, aqu’ donde la convenci—n de ficcionalidad ha sido suspendida. En la medida que lo Real (en la definici—n lacaniana) es aquello que Òresiste la simbolizaci—n absolutamenteÓ, es tambiŽn aquello que hace colapsar la reivindicaci—n de 30
Guha, Aspects, pp. 248-249. Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity (New York: Routledge, 1990).
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cualquier forma particular de expresi—n cultural de ser una representaci—n adecuada. Sin embargo, algo de la experiencia del cuerpo en estado de dolor, hambre o peligro, y de la presencia material de una ÒvozÓ subalterna forma parte del testimonio (RenŽ Jara habla de la presencia de Òun trazo de lo RealÓ en el testimonio). Ciertamente, este es el efecto del extraordinario pasaje en el testimonio de Rigoberta Menchœ en el cual ella relata la tortura y la ejecuci—n de su hermano por parte del ejŽrcito guatemalteco en la plaza de un peque–o pueblo de la sierra. En el cl’max de la masacre, ella describe c—mo los testigos presenciales experimentaron una reacci—n afectiva involuntaria de rechazo y rabia, reacci—n que los soldados sintieron y que los pus— en guardia: Ya despuŽs, el oficial mand— a la tropa llevar a los castigados desnudos, hinchados. Los llevaron arrastrados y no pod’an caminar ya. Arrastr‡ndoles para acercarlos a un lugar. Los concentraron en un lugar en que todo el mundo tuviera acceso a verlos. Los pusieron en fila. El oficial llam— a los m‡s criminales, los ÒKaibilesÓ, que ten’an ropa distinta a los dem‡s soldados. Ellos son los m‡s entrenados, los m‡s poderosos. Llaman a los Kaibiles y Žstos se encargaron de echarle gasolina a cada uno de los torturados. Y dec’a el capit‡n, Žste no es el œltimo de los castigos, hay m‡s, hay una pena que pasar todav’a. Y eso hemos hecho con todo los subversivos que hemos agarrado, pues tienen que morirse a travŽs de puros golpes. Y si eso no les ense–a nada, entonces les tocar‡ a ustedes vivir esto. Es que los indios se dejan manejar por los comunistas. Es que los indios, como nadie les ha dicho nada, por eso se van con los comunistas, dijo. Al mismo tiempo quer’a convencer al pueblo pero lo maltrataba en su discurso. Entonces los pusieron en orden y les echaron gasolina. Y el ejŽrcito se encarg— de prenderle fuego a cada uno de ellos. Muchos ped’an auxilio. Parec’an que estaban medio muertos cuando estaban all’ colocados, pero cuando empezaron a arder los cuerpos, empezaron a pedir auxilio. Unos gritaron todav’a, muchos brincaron pero no les sal’a la voz. Claro, inmediatamente se les tap— la respiraci—n. Pero, para m’ era incre’ble que el pueblo, all’ muchos ten’an sus armas, sus machetes, los que iban en camino del trabajo, otros no ten’an nada en la mano, pero el pueblo, inmediatamente cuando vio que el ejŽrcito 36
prendi— fuego, todo el mundo quer’a pegar, exponer su vida, a pesar de todas las armas [É] Ante la cobard’a, el mismo ejŽrcito se dio cuenta que todo el pueblo estaba agresivo. Hasta en los ni–os se ve’a una c—lera, pero esa c—lera no sab’an c—mo demostrarla32. Al leer este pasaje, uno tambiŽn puede experimentar esta c—lera -y las ganas de confrontar esta situaci—n incluso frente a la amenaza de muerte- a travŽs del mecanismo de identificaci—n. Me hace recordar el momento en la pel’cula de Spielberg sobre el Holocausto, La lista de Schindler , en que las mujeres en el campo de concentraci—n de Cracovia, que han estado felicitandoses por haber sobrevivido el proceso de selecci—n para el extermino, repentinamente se dan cuenta que mientras tanto sus propios hijos est‡n siendo llevados en camiones a las c‡maras de gas. Ellas son ejemplos de lo que Lacan (usando un tŽrmino de Arist—teles) llama tuchŽ, momentos donde la experiencia de lo Real quiebra la pasividad impuesta sobre los testigos por la misma represi—n. Por contraste, la romantizaci—n sentimental de la v’ctima tiende a confirmar una narrativa cristiana del sufrimiento y la redenci—n que aliment—, en el proceso de colonizaci—n originaria, la dominaci—n, y que en un contexto contempor‡neo conduce, en la pr‡ctica, a una posici—n de Òculpa liberalÓ o de paternalismo benevolente, m‡s que a una postura de solidaridad: la Òculpa liberalÓ mantiene intacta la distancia entre el lector del testimonio y el narrador subalterno, mientras que la solidaridad presume, en principio, una relaci—n de igualdad y reciprocidad entre las partes implicadas y de sus respectivos proyectos. En tŽrminos del proyecto del narrador testimonial, que no es nuestro proyecto de ninguna forma inmediata y que puede de hecho implicar estructuralmente una contradicci—n con nuestra posici—n de prestigio y autoridad relativa en el sistema global, el texto testimonial es un medio m‡s que un fin en s’ mismo. Ciertamente, Menchœ est‡ consciente de que su testimonio ser‡ una herramienta importante para detener el genocidio contra-insurgente que ella describe, y para explicar las revindicaciones de su pueblo. Pero, su prop—sito al escribir (o dictar) el texto no es convertirlo en parte de la 32
Rigoberta Menchœ y Elizabeth Burgos, Me llamo Rigoberta Menchœ, y as’ me naci— la conciencia (MŽxico: Siglo XXI Editores, 2000), 204-205. 37
Òcultura occidentalÓ (cuesti—n de la que ella desconf’a profundamente), y as’ hacer del texto un objeto para nosotros, para nuestra forma de obtener Òtoda la realidad Ó de su experiencia. M‡s bien su testimonio es un forma de actuar t‡cticamente para contribuir a los intereses de la comunidad y de los grupos y clases sociales que ella representa como una intelectual org‡nica: Òtodos los pobres de GuatemalaÓ. Es una lecci—n dif’cil de asimilar para nosotros, porque nos obliga a reconocer que no es la intenci—n de las pr‡cticas culturales subalternas simplemente expresar su subalternidad para nosotros, que no son s—lo nuestros deseos o prop—sitos los que cuentan. Pero, por supuesto, nosotros Ðel nosotros implicado en Ònuestros deseos y prop—sitosÓ- no estamos exactamente en la posici—n dominante en el binarismo dominante / subalterno. Aun cuando servimos a la clase dominante, no pertenecemos a ella. Al mismo tiempo, dejar las cosas simplemente en tŽrminos de una celebraci—n de la ÒdiferenciaÓ y de la alteridad es quedar atrapados en el espacio del Òmulticulturalismo liberalÓ. El testimonio da voz, en literatura, a un sujeto previamente ÒsilenciadoÓ y an—nimo, pero de tal forma que el intelectual o profesional es interpelado en su funci—n de lector / intŽrprete del testimonio, en tanto que aliado con este sujeto (y hasta cierto punto dependiente de Žl), sin perder por ello su identidad como intelectual. Lo que ocurre en el testimonio no es tanto la producci—n por y para un lector ÒprogresistaÓ de un Òotro domesticadoÓ, como arguye Spivak, sino tambiŽn la confrontaci—n a travŽs del texto, de una persona (el lector y / o el interlocutor) con otra, a nivel de una posible solidaridad y unidad (una unidad en la cual las diferencias ser‡n respetadas). El testimonio implica, por lo tanto, mucho m‡s que nuestra condici—n de ÒobservadoresÓ y ÒreporterosÓ de la lucha de otros en torno a sus identidades pol’ticas y de los nuevos puntos de resistencia a la globalizaci—n. Nosotros tambiŽn tenemos interŽs en estas luchas. Dicho interŽs podr’a ser definido como la posibilidad de orientar el Estado y las agencias e instituciones relacionadas con el Estado en una direcci—n m‡s igualitaria y democr‡tica, donde nuestros roles -como educadores, investigadores, trabajadores de la salud, activistas, terapistas, intelectuales pœblicos, abogados y asistentes judiciales, artistas, curadores, trabajadores de los medios de comunicaci—n, cient’ficos y tŽcnicos- ser‡n m‡s valorados y m‡s relevantes de lo que son bajo la actual hegemon’a del neoliberalismo. 38
Tanto las bases econ—micas como Žticas de nuestras vidas profesionales dependen de una idea de servicio y de una red de instituciones financiadas o subsidiadas, real o potencialmente, por el Estado, y por las respectivas actividades a travŽs de las cuales proveemos tal servicio. Lo que compartimos con Menchœ y otros intelectuales org‡nicos de los sectores subalternos, entonces, es el deseo y la necesidad por un nuevo tipo de Estado, y a la vez nuevos tipos de institucionalidad transnacionales. ÀC—mo alcanzar esto, sin embargo, especialmente si tenemos en cuenta la hegemon’a ideol—gica y formal del neoliberalismo? V. El privilegio del concepto de sociedad civil (comprendido como asociaci—n o relaciones libres entre individuos aut—nomos gobernados por el derecho civil pero no bajo la tutela del Estado) en los discursos recientes, est‡ conectado a una desilusi—n ÒpostmodernaÓ con respecto a la capacidad del Estado para organizar la sociedad Ðen otras palabras, para producir la modernidad en una forma capitalista o socialista. La capacidad de actuar o agencia es transferida desde el Estado a las fuerzas que aparentemente operan de manera aut—noma en la sociedad civil, es decir, a la ÒculturaÓ y al mercado. A causa de la sensaci—n de inconmensurabilidad entre el subalterno y el Estado, frecuentemente hay una tendencia a equiparar de hecho a la sociedad civil y la agencia subalterna como tal (o, de manera alternativa, a disolver la subalternidad en la sociedad civil). Esto produce, sin embargo, algunos resultados pol’ticos bastante problem‡ticos.
Quisiera enfocarme en algunos de los problemas envueltos aqu’ a travŽs de una anŽcdota. En el verano de 1996 estaba ense–ando un seminario graduado sobre estudios culturales latinoamericanos en la Universidad Andina de Quito, Ecuador. Esta universidad es una instituci—n transnacional con sedes en cada uno de los pa’ses del Pacto Andino. Los estudiantes de mi clase eran mayoritariamente ecuatorianos, pero hab’a tambiŽn bolivianos, colombianos, peruanos, un irlandŽs y dos feministas norteamericanas; eran principalmente blancos, pero algunos eran mestizos y dos eran ind’genas; proven’an de variadas disciplinas, incluyendo sociolog’a, antropolog’a y cr’tica literaria. Como a la mitad del seminario, una noticia sensacional comenz— a dominar los medios de comunicaci—n, con la misma efervescencia que los reportajes sobre la medalla de oro Ðla primera en la historia del pa’s- obtenida por una atleta ecuatoriana en los Juegos Ol’mpicos. Dos mujeres 39
mestizas fueron acusadas por la comunidad ind’gena donde ellas trabajaban como curanderas, en la Sierra sur de Ecuador, de ser impostoras y fueron responsabilizadas de varias muertes en la comunidad Ðno sin raz—n puesto que algunas de las enfermedades que ellas etaban ÒcurandoÓ, servicio por cual hab’an cobrado mucho dinero, presumiblemente podr’an haber sido tratadas por medios m‡s efectivos, modernos o tradicionales. Las mujeres, durante la interrogaci—n realizada por el consejo de la comunidad, confesaron que efectivamente eran impostoras. ÀLo quŽ significa ser o no ser impostor en el caso de un curandero es una cuesti—n que no estoy calificado para responder (uno antrop—logo mŽdico de la Universidad Andina me asegur— que hay elementos para distinguir un impostor de un practicante calificado de la medicina tradicional, de la misma forma en que es posible hacerlo en la medicina occidental). Lo que me interesa m‡s, en cualquier caso, es c—mo el supuesto crimŽn fue procesado legalmente (el incidente fue cubierto en directo por la televisi—n y prensa nacional, con la participaci—n de variados expertos de distintas categor’as, desde shamanes hasta antrop—logos y abogados). Los habitantes de la comunidad hab’an retenido a las mujeres en una de las casas, y quer’an juzgarlas ellos mismos, ya que sus actividades hab’an afectado la integridad de la comunidad. Las autoridades estatales, por contraste, alegaron la necesidad, en base a fundamentos legales constitucionales, de intervenir contra el consejo de la comunidad y de llevar a las mujeres a juicio en la ciudad m‡s cercana por el crimen civil de fraude. Esto habr’a implicado una intervenci—n militar contra la comunidad para rescatar a las mujeres. Prudentemente, el gobernador de la provincia afectada eligi— no tomar este curso de acci—n, permitiendo que la comunidad juzgara a las falsas curanderas. Su juicio era no matarlas Ðcomo la autoridades tem’an-, sino exponerlas a una humiliaci—n y flagelaci—n pœblica pœblica ante los habitantes, y luego, expuls‡rlas expuls‡rlas de la comunidad. Quiz‡s inevitablemente, este incidente se transform— en un t—pico de debate en el seminario. El car‡cter heterogŽneo de los participantes propici— respuestas igualmente heterogŽneas al incidente. Algunas mujeres expresaron preocupaci—n porque ve’an en el castigo brutal aplicado a las falsas curanderas una tolerancia de la violencia contra las mujeres (un problema generalizado en la sociedad ecuatoriana y que las organizaciones de mujeres hab’an estado combatiendo desde la perspectiva de los derechos civiles, es decir, 40
desde un fundamento que implicaba una apelaci—n a la legalidad formal). Otros sent’an que suplantar la autoridad del sistema de justicia estatal, y permitir a la comunidad enjuiciar y castigar a las mujeres, era de hecho sancionar procesos jur’dicos pre-modernos (el nombre de Habermas fue expl’citamente invocado aqu’). Por otro lado, los dos participantes ind’genas Ðuno de los cuales proven’a de la regi—n donde tuvo lugar el incidente- argumentaron que el cargo civil de fraude era inadecuado al grado objetivo de explotaci—n y da–o que las falsas curanderas hab’an infligido a la comunidad. Todos los participantes del seminario, sin embargo, compart’an el sentido de una paradoja latente en el incidente: por el car‡cter de la formaci—n estatal latinoamericana, la primac’a de la constitucionalidad est‡ de alguna forma relacionada con su opuesto, es decir, con los reg’menes dictatoriales o Òde excepci—nÓ. Los ejŽrcitos latinoamericanos son productos de la formaci—n de estados nacionales y extraen su supuesta legitimidad, al menos en parte, de proyectos para imponer sobre la poblaci—n y las comunidades cierta ÒlegalidadÓ que de alguna forma es resistida. ÀQuiŽn ten’a raz—n en el caso de las falsas curanderas? ÀLa modernidad o la tradici—n? ÀLa comunidad? ÀO el principio de la autoridad de la ley ÒlegalÓ? (Àpero la ley de quiŽn?) ÀLas organizaciones abocadas a los derechos de la mujer? ÀEl Estado o la sociedad civil? En el conflicto sobre las falsas curanderas, estoy de acuerdo con las reivindicaciones de la comunidad afectada, pero tambiŽn con las organizaciones que se preocupaban por la violencia contra las mujeres. Por supuesto, esta posici—n es internamente contradictoria. Lo que la unifica es que en ambos casos yo me estoy alineando con una posici—n subalterna. La actual autoridad del concepto de sociedad civil deriva, en particular, de su uso como una explicaci—n te—rica para los movimientos anti-soviŽticos en la Europa del Este y en la misma Uni—n SoviŽtica en los a–os 8033. El argumento es el siguiente: dado que no existen partidos pol’ticos independientes en el sentido liberal (es decir, que los partidos en un rŽgimen comunista son esencialmente creaciones del Estado) la din‡mica pol’tica en las sociedades comunistas Òrealmente existentesÓ se desarrolla entre la sociedad civil como tal (la familia, las organizaciones religiosas, los clubes, los sindicatos no oficiales como Solidaridad en Polonia, las redes informales, el Samizdat, los mercados paralelos, los 33
Quiz‡s el texto clave sea Civil Society de Andrew Arato y Jean Cohen (Cambridge: MIT Press, 1993). 41
nuevos movimientos sociales, etc.) y el partido-Estado. En la cr’tica postcolonial, el binarismo Estado / sociedad civil es utilizado para describir la inconmensurabilidad entre Estado-nacional y (para recordar la œtil met‡fora de Dipesh Chakrabarty) la Òheterogeneidad radicalÓ de los sujetos subalternos. Pero, Àposee la sociedad civil de hecho una agencia aut—noma del Estado? 34 Volviendo a mi anŽcdota, ser’a en cualquier caso err—neo localizar el punto de diferenciaci—n, en el incidente de las falsas curanderas, en una oposici—n entre la sociedad civil y un Estado autoritario o no representativo. Esto en dos sentidos: 1) el concepto de sociedad civil Ðen s’ mismo relacionado a la legalidad burguesa y al Estado- es inadecuado para representar la naturaleza del da–o que la comunidad sent’a que le hab’an infringido y la insuficiencia de los medios que el sistema legal propon’a para remediar dicho da–o; y, 2) en este caso al menos, la acci—n el Estado no result— tan perjudicial para la comunidad, m‡s bien, el Estado toler— su manera de juzgar y castigar a las falsas curanderas. En este sentido, los ind’genas, en cierta medida, estaban planteando las reivindicaciones de una comunidad (Gemeinschaft) contra la sociedad civil entendida como burgerlich Gesellschaft ; viceversa, los sentimientos de perplejidad o indignaci—n por las acciones de los campesinos expresados por algunos de los estudiantes en mi seminario posicionaban a una Ò sociedad civilÓ urbana, moderna, blanca o mestiza, ÒlegalistaÓ contra la hegemon’a de la comunidad ind’gena. En otros tŽrminos, (y era aceptado por todas las posiciones en contienda que se trataba de una situaci—n extremadamente compleja), el conflicto sobre quien ten’a la 34
Si una buena parte de la autoridad del concepto de sociedad civil para los estudios subalternos deriva de su uso por parte de Gramsci para indicar la necesidad de implementar una Òguerra de posicionesÓ en la esfera Žtico-cultural como tambiŽn en la esfera de la pol’tica formal, tambiŽn es Gramsci quien hace una de las m‡s consistentes cr’ticas de la distinci—n entre Estado y sociedad civil En las notas agrupadas bajo el t’tulo ÒEl Pr’ncipe ModernoÓ en los Cuadernos de la CarcŽl, Gramsci confronta una variante italiana del neoliberalismo actual, basada en la doctrina liberal de laissez-faire . Esa doctrina establece, dice Gramsci, que Òla actividad econ—mica pertenece a la sociedad civil, y que el Estado no debe intervenir para regularlaÓ. Pero, como Žl observa, la distinci—n entre sociedad pol’tica (el Estado) y sociedad civil es Òmeramente metodol—gicaÓ m‡s que Òorg‡nicaÓ. Ò[E]n la realidad actual, la sociedad civil y el Estado son uno y el mismoÓ, ya que Òel laissez- faire tambiŽn es una forma de Ôregulaci—nÕ estatal, implementada y custodiada por la legislaci—n y por medios coercitivos. Es una pol’tica deliberada, conciente de sus propios fines, y no la expresi—n espont‡nea o autom‡tica de los hechos econ—micos. [E]s un programa pol’ticoÓ. La sociedad civil en Gramsci a veces es algo que debe ser conquistado por el proyecto hegem—nico antes que el Estado. A veces es la ÒculturaÓ y la esfera privada (la familia, la religi—n, la interioridad); otras veces es una Òforma de comportamiento econ—micoÓ; a veces est‡ ÒfueraÓ del Estado y opuesta a Žste; otras veces es lo que Gramsci llama Òel contenido Žtico del EstadoÓ. 42
autoridad para juzgar y castigar a las falsas curanderas no era un conflicto entre Estado y sociedad civil, sino m‡s bien posicionaba a la Òsociedad civilÓ por un lado y lo subalterno (la comunidad ind’gena, mayoritariamente de campesinos pobres) por el otro, con el Estado en una posici—n de mediaci—n. Partha Chatterjee llama la atenci—n sobre lo que Žl considera la Òsupresi—n, en la moderna teor’a social europea, de una narrativa independiente de la comunidad [É] la comunidad en la narrativa del capital, queda relegada a hacer la prehistoria de Žste, un estado primordial, pre-pol’tico y natural en la evoluci—n socialÓ 35. En el mundo colonial, la dicotom’a Estado / sociedad civil est‡ desplazada por la imposibilidad por parte del Estado colonial para instaurar una sociedad civil efectiva, puesto que Žste no puede reconocer al sujeto colonizado como un ciudadano pleno. En consecuencia Òel quiebre crucial en la historia del nacionalismo anticolonial se produce cuando los colonizados se niegan a formar parte de esta sociedad civil de sujetos [É] ellos [los colonizados] construyen sus identidades nacionales dentro de una narrativa diferente [a aquella de la sociedad civil], una narrativa de comunidadÓ. Chatterjee concluye que Òla invocaci—n de la oposici—n entre sociedad civil y Estado en relaci—n a los reg’menes socialistas-burocr‡ticos en Europa del este y las ex repœblicas soviŽticas (o, por lo mismo, en China hoy), no hace sino buscar la simple rŽplica de la historia de Europa occidentalÓ. Chatterjee se refiere al hecho de que el concepto de sociedad civil est‡ fundado en un sentido normativo de la modernidad y de la participaci—n c’vica, el cual y gracias a sus propios requisitos (alfabetizaci—n, unidades familiares nucleares, atenci—n a la pol’tica formal y a las noticias econ—micas, propiedad privada y/o una fuente estable de ingresos) excluye sectores significativos de la poblaci—n de la ciudadan’a plena. Como la Žtica de la comunidad interpretativa de Habermas, la sociedad civil requiere una modernidad ÒconsolidadaÓ, y est‡ por lo tanto determinada por una creencia en la necesidad del ÒdesarrolloÓ (pedag—gico, econ—mico, higiŽnico, etc.), mientras que la acci—n de la comunidad en el caso de las falsas curanderas es pre-moderna, aunque, como indica la reacci—n de las autoridades, Žsta puede tambiŽn ÒcoexistirÓ con la modernidad y el Estado 35
Partha Chatterjee, The Nation and Its Fragments: Colonial and Poscolonial Histories (Princeton: Princeton University Press, 1993), 235. 43
en otros aspectos. No se trata aqu’ de celebrar la ÒdiferenciaÓ ind’gena o el anacronismo en una forma nueva de realismo m‡gico o de lo que JosŽ Joaqu’n Brunner llama macondismo. Esto ser’a, otra vez, una forma de costumbrismo postmoderno. Como se–ala Arturo Escobar, las modalidades de resistencia subalterna involucran Òsobre todo una lucha por los s’mbolos y el sentido, una lucha culturalÓ. Pero no son luchas s—lo sobre la identidad cultural o Žtnica , como si pudiesen ser resueltas simplemente por el reconocimiento multiculturalista por parte del Estado; tambiŽn son luchas Òque se desarrollan en conjunci—n con las luchas contra la explotaci—n y la dominaci—n en las condiciones locales, regionales y globales de la econom’a pol’tica. Los dos proyectos son uno y el mismo. Los reg’menes capitalistas socavan la reproducci—n de formas de identidad valoradas socialmente, destruyendo las pr‡cticas culturales existentes, desarrollando proyectos que destruyen los elementos necesarios para la afirmaci—n culturalÓ36. VI. ÒLas clases subalternas, por definici—n, no est‡n unificadas y no pueden unificarse hasta que sean capaces de devenir un ÔEstadoÕ (Gramsci). Cierto. Pero si es que el subalterno es compelido a convertirse en algo parecido a las existentes formas dominantes de cultura y valor para alcanzar la hegemon’a, entonces en cierto sentido la vieja clase dominante sigue ganando, aun despuŽs de ser derrotada.
ÀC—mo es posible pasar de la ÒnegatividadÓ de la conciencia subalterna a la hegemon’a? ÀImpide necesariamente la cr’tica subalternista de la forma-naci—n y del nacionalismo, una cr’tica fundada en un sentido de inconmensurabilidad entre el subalterno y el Estado colonial en la India, la posibilidad de repensar el Estado y las funciones estatales desde lo subalterno? ÀEs posible reimaginar el proyecto de la izquierda desde la problem‡tica de los estudios subalternos, o son los estudios subalternos una forma de post-izquierdismo (y post-nacionalismo), como parece ser el caso de los estudios culturales? Guha comienza Elementary Aspects of Peasant Insurgency con una cr’tica de la idea de Eric Hobsbawn de que el bandidaje campesino es Òpre-pol’ticoÓ, argumentando, en 36
Arturo Escobar, Encountering Development (Princeton: Princeton University Press, 1995), 168, 170-171. 44
cambio, que Žste deber’a ser comprendido en un registro pol’tico distinto de aquel representado por el Estado y por las formas legales de la sociedad civil colonial, un registro que Guha denomina, en una forma que, otra vez, recuerda el discurso del Frente Popular, Òla pol’tica del puebloÓ. Pero Guha tambiŽn explica la relaci—n de la insurrecci—n campesina al poder colonial en tŽrminos que implican que mientras Žsta no era prepol’tica, todav’a ten’a limitaciones con respecto al tipo de pol’tica que encarnaba: [La insurrecci—n campesina] no estaba equipada con una concepci—n madura y positiva del poder, y por lo tanto, de un Estado alternativo y de un conjunto de leyes y c—digos penales que la acompa–asen. Por supuesto, Žsto no equivale a negar que algunas de las m‡s radicales revueltas rurales [É] de hecho anticiparon al poder hasta un cierto punto y lo expresaron, aunque dŽbil y crudamente en tŽrminos de una justicia rudimentaria y una violencia punitiva ligada a la venganza. M‡s all‡ de esto, sin embargo, el proyecto en que se hab’an embarcado los rebeldes era de una orientaci—n predominantemente negativa. Su prop—sito no era tanto reconstituir el mundo como invertirlo ( Aspects, 166). El problema se agrava segœn Guha por la forma en la cual las rebeliones campesinas se relacionaron al espacio pol’tico-administrativo del Raj o Estado colonial brit‡nico. ƒl se–ala que las rebeliones crearon su propia territorialidad de dos maneras: mediante relaciones de consanguinidad Ðes decir, las rebeliones se propagaron a travŽs de grupos Žtnicos o de afinidad familiar (por lazos sangu’neos o por linaje tribal); o mediante relaciones de contigŸidad o Òv’nculos localesÓÑ las rebeliones podr’an propagarse desde un grupo Žtnico a otro si estos estaban localizados con cierta proximidad. Aun cuando la inmediata Òlucha [campesina] por la tierra se diluy— en la lucha general por la patriaÓ ( Aspects, 290) -algo que posteriormente ser‡ explotado por la pol’tica nacionalista- el espacio de las insurreciones era subnacional : Òaun los m‡s poderosos de los alzamientos campesinos fueron frecuentemente incapaces de trascender las fronteras localesÓ ( Aspects, 278). Nunca afectaron el espacio total del Raj. Esto signific— que la rebeli—n pod’a ser
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exitosa s—lo dentro de este limitado sentido de territorialidad, y que ser’a eventualmente contrarrestada por el poder del Estado colonial. Esta doble articulaci—n sub-nacional de la territorialidad en las rebeliones campesinas que Guha estudia, podr’a tener consecuencias interesantes para conceptualizar luchas y movimientos sociales contempor‡neos. Sin embargo, esto tambiŽn implica una limitaci—n: estas rebeliones no pudieron pasar finalmente desde una posici—n de subalternidad a una hegem—nica. Se mantuvieron subalternas en el mismo acto de oponerse a la dominaci—n. Existe un problema relacionado al problema de territorialidad subalterna, en la naturaleza misma de la ÒidentidadÓ subalterna: la definici—n que da Guha del subalternoÒel atributo general de subordinaci—n [É] ya sea que Žste se exprese en tŽrminos de clase, casta, edad, gŽnero u oficio o en cualquier otra formaÓ- enfatiza las determinaciones culturales tanto como econ—micas de la identidad. Pero esto equivale a decir esencialmente lo mismo que las pol’ticas de identidad: una identidad puede ser articulada s—lo en relaci—n diferencial con otra. Aunque, como hemos visto, Guha plantea la coincidencia del subalterno con la categor’a de ÒpuebloÓ, dicha identificaci—n es de hecho precaria porque el ÒpuebloÓ constituye un bloque social potencialmente unitario y hegem—nico, mientras que el subalterno designa una particularidad subordinada. Esto nos devuelve a la apor’a o tensi—n en el proyecto de los estudios subalternos entre la Òrecuperaci—nÓ del sujeto subalterno y la deconstrucci—n de los discursos que constituyen al subalterno como tal: por ejemplo, en el argumento de Spivak de que la misma recuperaci—n de la ÒvozÓ o del Òefecto ÐsujetoÓ ( subject effect) subalterno implica tambiŽn su borradura, ya que el sistema de representaci—n que utilizamos (por ejemplo, la narrativa testimonial) no se sitœa en el espacio de la subalternidad. El problema es complicado por el hecho que, como dice Gyan Prakash, Òla bœsqueda subalternista de un sujeto-agente humanista frecuentemente termina con el descubrimiento de la falla de la agencia subalterna: el momento de la rebeli—n contiene en s’ el momento del fracasoÓ37. Gramsci aborda la cuesti—n de la relaci—n entre subalternidad y hegemon’a en diversos fragmentos de sus Cuadernos de la c‡rcel, y la vincula al problema de la educaci—n. 37
Gyan Prakash, ÒSubaltern Studies as Poscolonial CriticismÓ, American Historical Review 99 (1994), 1480. 46
En la secci—n de los Cuadernos titulada ÒEl estudio de la filosof’aÓ, Žl considera el car‡cter del marxismo como un ÒdeterminismoÓ hist—rico, expresado con mayor fuerza en la narrativa del modo de producci—n y en la idea de su inevitabilidad y universalidad. La hostilidad de Gramsci en contra de la idea del marxismo como un determinismo teleol—gico es bien conocida, pero Žl adopta aqu’ una perspectiva inesperada. Explica al marxismo vulgar como si este fuese un rasgo ÒdeterminadoÓ de la conciencia de las clases y los grupos subalternos: ÒCabe notar c—mo los elementos deterministas, fatalistas y mecanicistas han sido un ÔaromaÕ ideol—gico directo que emana de la filosof’a de la praxis [marxismo] como de que una religi—n o de la droga (en su efecto estupefaciente)Ó. Pero esto se debe precisamente al Òcar‡cter ÔsubalternoÕ de ciertos estratos socialesÓ, continua Gramsci. ÒCuando no tienes la iniciativa en la lucha y la lucha misma llega a ser eventualmente identificada con una serie de derrotas, el determinismo mec‡nico deviene una tremenda fuerza de resistencia moral, de cohesi—n y de paciencia y obstinada perseverancia [É] La realidad es revestida con un acto de fe en una cierta racionalidad de la historia y en una forma primitiva y emp’rica de apasionado finalismoÓ. Pero si (la creencia en) el determinismo material es un aspecto de la cultura y la identidad subalterna Ðun aspecto paralelo a la Ònegaci—nÓ del idealismo de la clase alta constituyente de la ÒvoluntadÓ de los rebeldes campesinos que Guha intenta recuperar, esto tambiŽn es algo que debe ser superado en el proceso de la lucha. Gramsci dice al respecto: Cuando el ÒsubalternoÓ deviene dirigente y responsable de la actividad econ—mica de las masas, el mecanicismo en cierta medidad se vuelve un peligro inminente y se debe realizar una revisi—n de las formas de pensar porque se ha producido un cambio en el modo de la existencia social. Las fronteras y el dominio de la Òfuerza de las circunstanciasÓ se ensanchan [É] Si ayer el elemento subalterno era una cosa, hoy no es m‡s una cosa sino un sujeto de la historia, un protagonista; si ayer no era responsable, porque Òresist’aÓ una voluntad externa, ahora se siente responsable porque no est‡ resistiendo [una voluntad ajena] sino que es un agente, necesariamente activo y con iniciativa propia (Prison Notebooks, 336-337). 47
La alusi—n t‡cita aqu’ es a la Uni—n SoviŽtica en los a–os treinta y al compromiso del marxismo soviŽtico con la narrativa de los modos de producci—n que enfatizaba la conexi—n Òmec‡nicaÓ entre el desarrollo de las fuerzas de producci—n y la consecuci—n del socialismo. Para Gramsci, el car‡cter determinista del marxismo vulgar, aœn cuando comprensible, representaba un anacronismo al interior del mismo movimiento de los trabajadores: en œltima instancia, el determinismo era un concepto esencialmente fatalista y religioso. Gramsci tiende a identificar al subalterno como tal con las categor’as de lo ÒtradicionalÓ, lo Òfolcl—ricoÓ, o (m‡s frecuentemente) lo Òespont‡neoÓ 38. Por Òespont‡neoÓ Gramsci se refiere a ideas que Òno son el resultado de ninguna actividad educacional sistem‡tica por parte de un grupo dominante conciente de su liderazgo, sino que han sido formadas a travŽs de la experiencia cotidiana ilustrada por el Ôsentido comœnÕ -por ejemplo, por la concepci—n del mundo tradicional popular- a la que se acostumbra a llamar ÔinstintoÕ, aunque Žste tambiŽn es, de hecho, una adquisici—n hist—rica elementalÓ ( Prison Notebooks, 198-199). Notando la falta de documentos confiables sobre la insurrecci—n y la
resistencia subalterna, Gramsci observa: Òse podr’a decir, por lo tanto, que la espontaneidad es una caracter’stica de la Ôhistoria de las clases subalternasÕ, y ciertamente de sus elementos m‡s marginales y perifŽricos; ellos no han alcanzado una conciencia de clase Ôpara s’Õ, y consecuentemente nunca se les ocurre que su historia pudiera tener una posible importancia, o que valga la pena dejar alguna evidencia documental de ŽstaÓ ( Prison Notebooks, 196).
En los Cuadernos, Gramsci est‡ tratando de sintetizar la ÒespontaneidadÓ -el elemento de negatividad subalterna, que es la fuerza din‡mica de la historia social- y el Òliderazgo concienteÓ, el cual (en su visi—n) es necesario para la hegemon’a. No se trata de que el movimiento subalterno carezca de un liderazgo, sino que la teor’a pose’da por tal liderazgo est‡ limitada a lo Òfolcl—ricoÓ o a la Òciencia popularÓ. Recuperar lo Òfolcl—ricoÓ o
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Por esta raz—n, varios te—ricos de los estudios culturales (estoy pensando particularmente en NŽstor Garc’a Canclini) sienten la necesidad de ir m‡s all‡ de Gramsci y de abandonar al mismo tiempo las categor’as de subalternidad y hegemon’a. Ellos sienten que el subalterno s—lo puede ser conceptualizado como una posici—n de sujeto en relaci—n a un sentido de la cultura tradicional o popular que ha sido desplazada por la hibridaci—n y la modernidad. 48
lo ÒpopularÓ significa para Gramsci, simplemente, recuperar el pensamiento subalterno en su subalternidad. Esta afirmaci—n deja en evidencia un historicismo sintom‡tico en su propio argumento contra el marxismo vulgar: no se trata de ÒetapasÓ econ—micas ÐGramsci rechaza el determinismo econ—mico- sino de formaciones inferiores y superiores de pensamiento e ideolog’a. En particular, la presunci—n de que el subalterno no tiene historia (archivada o escrita) es manifiestamente hegeliana, y le empuja hacia una posici—n inadvertidamente eurocentrista39. El historicismo (impl’cito) y el modernismo (expl’cito) de la posici—n de Gramsci est‡n fusionados en sus bien conocidas ideas sobre la importancia de la educaci—n. Gramsci, por supuesto, tiene raz—n en destacar el rol de la educaci—n en la producci—n y reproducci—n de las relaciones entre dominante y subalterno. ƒl piensa que el problema con el sistema de educaci—n existente es que la separaci—n entre las escuelas ÒtradicionalesÓ y vocacionales reproduce la distinci—n entre la elite y las diferentes clases subalternas. La proliferaci—n de diferentes tipos de escuelas vocacionales, en principio, parece ser Òdemocr‡ticaÓ, en el sentido en que esto ser’a un gesto hacia la heterogeneidad social y el saber pr‡ctico (opuesto al te—rico). Pero la democracia Òdebe significar que cada ÔciudadanoÕ pueda ÔgobernarÕ y que la sociedad lo posicione, aunque sea de manera abstracta, en una condici—n general que le permita estoÓ (Notebooks, 40). Esto es algo que la escuela vocacional no puede proveer. Por el contrario, aun algo tan evidentemente anacr—nico como el curr’culo filol—gico centrado en los cl‡sicos le permite al estudiante adquirir Òuna comprensi—n hist—rica del mundo y de la vida, que deviene una segunda Ð casi espont‡nea- naturalezaÓ ( Notebooks, 39). Pero aqu’ hay un problema que Gramsci est‡ obligado a admitir: el problema del ÒresentimientoÓ subalterno y de su resistencia a los procesos de educaci—n formal (por ejemplo, las escuelas estatales o las escuelas dirigidas por la iglesia). Gramsci observa que Òsiempre ser‡ un esfuerzo aprender autodisciplina f’sica y autocontrol [É] esta es la raz—n por la que mucha gente piensa que la dificultad del estudio
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ÒAœn si se admite que otras culturas han tenido importancia y significado en el proceso de unificaci—n Ôjer‡rquicaÕ de la civilizaci—n mundial (y esto deber’a ser admitido sin problema), ellas tienen un valor universal s—lo en la medida en que han devenido elementos constitutivos de la cultura europea, que es, a su vez, la œnica cultura universal hist—rica y concreta Ñesto es, en la medida en que ellas han contribuido al proceso del pensamiento europeo y han sido asimiladas por ŽsteÓ ( Prison Notebooks, 416). 49
oculta algœn ÔtrucoÕ que los incapacita Ðes decir, cuando no creen, simplemente, que son estœpidos por naturalezaÓ ( Notebooks, 42-43). Pero es esta resistencia al aprendizaje la que constituye una caracter’stica de la identidad subalterna, y, por lo tanto, de su fuerza de negaci—n. Gramsci concluye con una observaci—n un tanto pesimista: Òsi nuestro objetivo es producir un nuevo grupo de intelectuales, incluyendo aquŽllos capaces del m‡s alto grado de especializaci—n, a partir de un grupo social que no ha desarrollado, tradicionalmente, las actitudes apropiadas, entonces tenemos que resolver dificultades sin precedentesÓ (Notebooks, 42-43). Algunas de estas dificultades podr’an quiz‡s ser superadas mediante nuevas formas de educaci—n, pero el problema se mantiene: si la educaci—n formal reproduce la relaci—n entre subalternidad y dominaci—n Àc—mo puede ser un instancia a travŽs de la cual el subalterno pueda acceder a la hegemon’a? Gramsci considera que la educaci—n produce un nuevo tipo de intelectual capaz de llevar el car‡cter Òespont‡neoÓ de la cultura subalterna hacia una posibilidad de hegemon’a, a travŽs del ejercicio de un Òliderazgo concienteÓ Ðel famoso intelectual Òorg‡nicoÓ que combinar’a los recursos de la educaci—n formal con el punto de vista y el compromiso con los intereses de las clases sociales subalternas. Pero esta misma educaci—n evitar’a o problematizar’a la identificaci—n de dicho intelectual con su grupo o clase social de base, en el sentido de que el intelectual, en cuanto producto de la tal educaci—n formal moderna, ya no ser’a m‡s Òuno de ellosÓ. A pesar de que la voluntad de este intelectual sea la de actuar Òorg‡nicamenteÓ en correspondencia con la posici—n subalterna desde la que Žl o ella proviene, surge la pregunta de si Žl o ella realmente representa los intereses y concepciones de esa posici—n, o si no est‡ hablando necesariamente en un lenguaje diferente Ðel lenguaje de la historia, de la estŽtica, de la literatura moderna, de la filosof’a, de la ley y de la Òsociedad civilÓ. Uno de los temas del testimonio de Rigoberta Menchœ es su sospecha u hostilidad contra las formas de educaci—n que el Estado busca imponer sobre las comunidades ind’genas de la sierra. Pero la resistencia en Menchœ no es a la educaci—n como tal; es una resistencia a una forma de educaci—n que anular’a los valores sociales y la memoria hist—rica de la comunidad en que ella viv’a. De la misma forma, si es que este nuevo tipo de intelectual se localiza en el partido y actœa de acuerdo con Žste, creyendo representar al subalterno en su lucha por la 50
hegemon’a, entonces el ideal de educaci—n formal como entrenamiento necesario para el liderazgo se relacionar‡ con el bien conocido problema del partido de vanguardia: el partido ÒsabeÓ cu‡l es la estrategia o t‡ctica correcta, y a la vez (gracias al mecanismo de centralismo democr‡tico) se siente autorizado a imponer a su decisi—n sobre sus propios miembros y sobre los a veces recalcitrantes sujetos populares que reivindica representar, supuestamente en funci—n de sus intereses ÒobjetivosÓ. Pero ÀporquŽ es el partido el que debe decidir cu‡les son estos intereses? ÀEs necesario ÒeducarseÓ para poseer derechos como un ciudadano, o uno posee estos derechos simplemente en virtud de ser una persona? Gramsci desarrolla una cr’tica del car‡cter espec’fico del estalinismo como una ideolog’a y una forma de indoctrinaci—n, pero no desarrolla una cr’tica correspondiente del partido de vanguardia como tal. En cambio, el partido de vanguardia aparece en sus textos como el intelectual colectivo Ðel ÒPr’ncipe ModernoÓÑ requerido por el movimiento popular. As’, el argumento de Gramsci llega a un impasse que anticipa la actual crisis del comunismo en nuestra Žpoca. La ÒespontaneidadÓ subalterna (Guha dir’a la negaci—n) es necesaria para que ocurra la lucha social - es el ÒcontenidoÓ de la lucha, por as’ decirlo. Pero, por naturaleza, Žsta espontaneidad se resiste a devenir aquello que la har’a capaz de ser hegem—nica. Para Gramsci, no hay suficiente ÒhistoriaÓ o ÒdisciplinaÓ o ÒculturaÓ en la conciencia subalterna para constituir un proyecto hegem—nico; pero el partido o el partidoEstado que puede, y efectivamente llega a realizar la funci—n de Òliderazgo concienteÓ, termina en s’ mismo reproduciendo, en varias formas, la estructura de la ant’tesis dominaci—n / subalternidad. Gramsci comprendi—, en contra de tipo de socialismo Òcient’ficoÓ que caracterizaba tanto a la socialdemocracia como al estalinismo en Europa, que la izquierda necesitaba valorar e incorporar los movimientos Òespont‡neosÓ, cualquiera fuera su car‡cter ideol—gico inmediato (que en muchos casos pod’a ser religioso o milenarista). El costo de no valorarlos, Žl cre’a, era la reacci—n, la restauraci—n, el golpe de estado y finalmente el fascismo, ya que las clases dominantes y sus representantes perciben la amenaza a sus intereses que est‡ impl’cita en tales movimientos. El problema es que Gramsci no pudo imaginar la hegemon’a m‡s all‡ de las formas culturales de aquello que ya es hegem—nico, esto es, el arte ÒmodernoÓ, la cultura, la ciencia, la literatura, las matem‡ticas,
etc. 51
El subalterno podr’a entonces contestar desde su ÒnegatividadÓ a Gramsci en palabras similares a estas: Me he conmovido con la escritura emergente desde estos movimientos [en representaci—n de los oprimidos o los marginados] que ha apuntado a la contradicci—n entre la ret—rica liberacionista del marxismo y su imaginario de transformaci—n social a travŽs del dominio, dialŽctico o no. Cualquiera que alguna vez haya sido silenciado porque es mujer, homosexual, negro o pobre, probablemente querr’a, como yo, resistir la idea de que algunos discursos est‡n intr’nsicamente privilegiados, epistŽmicamente, hist—ricamente o en atenci—n a otra raz—n. Cualquiera que haya operado desde una posici—n marcada como marginal necesita, en algœn momento, resistir la reificaci—n de un posicionamiento hist—rico y su normalizaci—n a travŽs de la autoridad del conocimiento. Si tales diferencias de acceso a la autoridad existen, y de hecho s’ existen [É ] deben ser resistidas estratŽgicamente, no como falsa conciencia sino como mala pol’tica 40. VII. ÀCu‡l es el espacio de la hegemon’a? Para que la izquierda pueda construir una pol’tica hegem—nica desde las posicionalidades subalternas, las demandas de identidad o de derechos espec’ficos tienen que estar articulados en una forma que vayan m‡s all‡ de la deconstrucci—n radical o del pluralismo liberal. Podr’a ser posible unificar las identidades subalternas en un ÒbloqueÓ potencialmente hegem—nico que se oponga frontalmente a la estructura de poder y que reelabore la forma en la cual estas identidades son producidas y mantenidas, pero esta articulaci—n tendr’a que estar necesariamente fundada discursivamente en torno a la figura de la Ònaci—nÓ .
Hay, por supuesto, un elemento probabil’stico en estas preguntas. En un proceso de articulaci—n hegem—nica, no es claro de antemano cu‡les ser‡n los intereses y demandas de los individuos, partidos, grupos o clases sociales implicados, porque ellos modifican sus intereses y demandas en el mismo proceso de articulaci—n, en tanto que la misma 40
Linda Singer, ÒRecalling a Community at Loose EndsÓ, Miami Theory Collective (editores), Community at Loose Ends (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1991), 128. 52
posibilidad de devenir hegem—nico, por definici—n, modifica o invierte la estructura de la subalternidad que defin’a su identidad posicional en primera instancia. Como dicen Laclau y Mouffe, Òuna clase no toma el poder del Estado, deviene el Estado, transformando su propia identidad al articularse a una pluralidad de luchas y demandas democr‡ticasÓ 41. Por esto, ellos ven la Òdemocratizaci—n radicalÓ como la estrategia fundamental de la izquierda: se trata de llevar las demandas de los nuevos movimientos sociales, tanto en el aspecto econ—mico redistributivo como en el relativo a las ÒidentidadesÓ culturales, hasta el punto en que esas demandas comienzan a devenir incompatibles con la matriz estructural de la l—gica de acumuluaci—n capitalista y la relaci—n funcional del Estado con los intereses capitalistas. El argumento de Laclau y Mouffe sobre una pluralidad de Òluchas y demandas democr‡ticasÓ significa, sin embargo, que ser’a err—neo simplemente disolver la identidad posicional de cualquier movimiento en la identidad abstracta de la Òclase trabajadoraÓ, o la Òsociedad civilÓ, o la Ònaci—nÓ, porque esos movimientos dependen de esa identidad posicional para su articulaci—n y fuerza (la identidad es lo que Lacan llamaba un Òpunto de capturaÓ para la catexis libidinal). Para decirlo de otra forma: Àhay alguna forma en que Òdemandas de identidadÓ pueden llevar a una contradicci—n con las necesidades de la reproducci—n capitalista, o de su superestructura ideol—gica? Si esto es posible, entonces tambiŽn ser’a posible articular desde estas demandas, las cuales son por definici—n heterogŽneas y diferenciadas, el antagonismo bi-polar entre un Òbloque de poderÓ dominante y un bloque subalterno-popular emergente. Esto ocurre en la medida, precisamente, en que las posicionalidades subalternas de identidad llegan a comprender que la posibilidad de realizar sus demandas espec’ficas depende de su capacidad para establecer alianzas con otros. La base de esas alianzas ser’a un sentido comœn de subalternidad. Una articulaci—n potencialmente hegem—nica de un bloque subalterno41
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy. Toward a Radical Democratic Politics (London: Verso, 1985), 70. Laclau y Mouffe argumentan que Òmientras el liderazgo pol’tico puede estar fundado sobre una coincidencia coyuntural de intereses en la cual los sectores participantes retienen sus identidades separadas, el liderazgo moral e intelectual requiere que un conjunto de ÔideasÕ y ÔvaloresÕ sean compartidos por varios sectores diferentes Ðo, para usar nuestra propia terminolog’a, que ciertas posiciones de sujeto atraviesen diversas identidades de clase. El liderazgo moral e intelectual constituye, de acuerdo a Gramsci, en un alto grado sintŽtico, una Ôvoluntad colectivaÕ, la cual, a travŽs de la ideolog’a, deviene el concepto org‡nico que unifica a un bloque hist—ricoÓ (66-67). 53
popular no buscar’a trascender los nuevos movimientos sociales o las pol’ticas de identidad, sino m‡s bien agruparlas en una nueva estructura de equivalencia horizontal, formando algo as’ como una versi—n postmodernista del Frente Popular. Dicha estructura o combinatoire hegem—nica, sin embargo, necesariamente tiene que posicionar las diversas identidades como nacionales. En otras palabras, el referente territorial de la hegemon’a sigue siendo el Estado-naci—n (en el mismo sentido, el Estadonaci—n es, en s’ mismo, en œltima instancia un efecto de la hegemon’a). Sin embargo, lo que la globalizaci—n neoliberal cuestiona de manera pr‡ctica es la pertinencia del Estadonaci—n. Sin embargo, es quiz‡s precisamente la sensaci—n nueva de incapacidad parcial del Estado-naci—n para controlar efectivamente la econom’a, la que lo vuelve, de manera nueva, un espacio de lucha y articulaci—n hegem—nica en la pol’tica. Estoy apelando aqu’ a la Ðpara muchos, ya desacreditada- noci—n althusseriana de la autonom’a relativa de los ÒnivelesÓ de la econom’a y la pol’tica. Hay dos aspectos aqu’: 1) el Estado nacional (o local) es percibido por la poblaci—n como susceptible de ser instrumentalizado para la movilizaci—n pol’tica mientras que las estructuras generales del capital global no lo son; 2) el Estado tiene o es percibido como poseedor del poder para limitar o atenuar las consecuencias de los flujos demogr‡ficos, culturales, y econ—micos producidos por la globalizaci—n. La globalizaci—n introduce la muy pertinente pregunta ÀquiŽn est‡ en la posici—n para mediar entre nosotros (lo local) y las estructuras de poder transnacional? Visto desde esta perspectiva, el rol del Estado, tanto en la periferia capitalista como en los pa’ses del centro, puede ser priorizado m‡s que debilitado por la globalizaci—n. La propuesta de, por ejemplo, Hardt y Negri en su libro Imperio de pasar m‡s all‡ del Estadonaci—n como punto de referencia para una renovada pol’tica de izquierda, pareciera ser una posici—n Òultra-izquierdistaÓ. La hegemon’a todav’a debe ser ganada, o perdida, a nivel de la naci—n o del Estado local. La cuesti—n gramsciana sobre la relaci—n de la naci—n y la hegemon’a-pol’ticocultural se hace otra vez relevante en este respecto. Generalmente, el antagonismo entre el pueblo y el bloque de poder identificado por Laclau y Mouffe, posiciona al polo popular contra el Estado existente, que es visto como un instrumento de la oligarqu’a, de la clase
dominante, de los intereses for‡neos, etc. Sin embargo, construir hoy la posibilidad de una 54
bloque popular-subalterno, bajo las condiciones de la globalizaci—n y de cara a la cr’tica neoliberal y la privatizaci—n de las funciones del Estado, requiere, parad—jicamente, una relegitimaci—n del Estado. Por supuesto, de lo que se tratar’a es de la construcci—n de un nuevo tipo de Estado, al menos uno que sea m‡s representativo de los intereses agrupados en
el polo popular. Pero el proyecto de la izquierda tiene que ser planteado, de una forma u otra, como una defensa del Estado-naci—n, m‡s que como algo que est‡ Òm‡s all‡Ó de Žsta. Hay una doble pregunta aqu’: Àel subalterno puede convertirse en Ño, en la f—rmula de Mouffe y Laclau, Laclau, ÒdevenirÓÑel Estado? ÀY si esto de hecho ocurriese, que pasar’a pasar’a entonces con el Estado? Para Gramsci, lo que constituye la unidad de lo nacional-popular es la identidad putativa entre los intereses del pueblo y los de la naci—n (raz—n por la cual, Žl a veces usa la expresi—n Òpueblo-naci—nÓ en lugar de lo Ònacional popularÓ). La relaci—n entre los dos tŽrminos del concepto pueblo-naci—n es de un equilibrio din‡mico que puede cambiar ideol—gicamente, en uno u otro sentido, dependiendo de quiŽn controla su representaci—n. As’, en el caso de Italia, para Gramsci Òla naci—nÓ hab’a sido m‡s un concepto legal y ret—rico elaborado por las elites intelectuales que una experiencia cultural genuina a nivel de la vida popular: el ÒpuebloÓ y la Ònaci—nÓ estaban desarticulados. La interpelaci—n populista, como ha mostrado Laclau en un ensayo seminal 42, implica la representaci—n de la integridad de la naci—n como si Žsta estuviera socavada, de una forma u otra, por los intereses representados por la elite o el bloque de poder dominante. Concretamente, lo que el bloque de poder es en tŽrminos de clase o identidad social (mandarinato, aristocracia feudal, oligarqu’a, administraci—n colonial, clase capitalista, intereses for‡neos, capital financiero, corporaciones, etc.) depende del car‡cter ideol—gico de la interpelaci—n ÒnacionalÓ, la cual se mueve en un rango que va desde el fundamentalismo religioso o el fascismo, a varios tipos de nacionalismo de derecha, al peronismo y los varios populismos latinoamericanos, al mao’smo o el sandinismo. En el caso de una interpelaci—n populista desde el polo subalterno-popular, el Estado-naci—n ser’a representado como si estuviera amenazado por la l—gica del capitalismo transnacional 42
Ernesto Laclau, ÒTowards a Theory of PopulismÓ, en Politics and Ideology in Marxist Theory (London: New Left Books, 1977). 55
(Àdel mismo capitalismo?) y por los intereses (y valores) de los grupos de elite. El multiculturalismo Ðvisto como una de las caracter’sticas constitutivas del ÒpuebloÓÑ ser’a liberado de su cooptaci—n por la ideolog’a liberal y las pol’ticas de identidad, quedando as’ en un significante para la potencial unidad del polo popular. Tal articulaci—n estar’a entonces contrapuesta a la idea de normatividad moral, sexual, cultural, pol’tico, y racial representado por la derecha. Este ideal, ya percibido en cualquier caso como ÒestrechoÓ y punitivo por amplios sectores de la poblaci—n, puede ser adscrito as’ a las tendencias anti-nacionales de la clase o los grupos dominantes y sus representantes pol’ticos e ideol—gicos. Su hegemon’a no s—lo produce una mayor polarizaci—n entre la riqueza y la pobreza, sino que tambiŽn amenaza con erosionar los privilegios y los derechos democr‡ticos tradicionales, que incluyen (en palabras de la Constituci—n norteamericana) el derecho a la Òbœsqueda de la felicidadÓ. La pŽrdida de confianza y el antagonismo con respecto al Estado, que es una caracter’stica bastante comœn de la vida contempor‡nea (y que de una u otra forma todos compartimos), necesita ser reconsiderada de acuerdo al contexto de las relaciones entre el Estado y los requisitos del capital. En el Òlargo cicloÓ de crecimiento capitalista posterior a la segunda guerra mundial, el cual dur— hasta la profunda recesi—n de comienzos de los a–os 70s, el Estado funcion— en tŽrminos cl‡sicamente keynesianos como una maquinaria de acumulaci—n y como un medio para la redistribuci—n de la riqueza y de los recursos a travŽs de su propia y expansiva institucionalidad. Para mantener los niveles de acumulaci—n en el contexto pos-fordista del œltimo cuarto de siglo, en cambio, se ha hecho necesaria una reducci—n espectacular de las funciones distributivas y regulatorias del Estado. La consecuencia es que el Estado en todos los niveles Ðpero particularmente a nivel nacionalcomienza a ser cada vez m‡s radicalmente percibido como ineficiente, inœtil y hostil. Sin embargo, esta percepci—n es, en s’ misma, un efecto determinado por la contradicci—n central o Òcrisis de acumulaci—nÓ del capitalismo, cuyos requisitos actuales incluyen desmontar al mismo Estado mediante el recorte de fondos y la privatizaci—n, al mismo tiempo que la ideolog’a neoliberal celebra los mecanismos de mercado y de la sociedad civil por sobre la planificaci—n estatal. Para el neoliberalismo, el Estado existe esencialmente para ejercer una funci—n punitiva y policial para defender la propiedad privada y establecer 56
las reglas del juego de la Òelecci—n racionalÓ en una sociedad de mercado. Pero el ataque contra el Estado no solamente est‡ ideol—gicamente determinado Ðesto es, impelido por la hegemon’a de la pol’tica econ—mica neoliberal; la hegemon’a de la pol’tica econ—mica neoliberal, en s’ misma, expresa un nuevo principio de realidad del capitalismo en su etapa actual. La izquierda necesita comprender que no se trata de una cuesti—n sobre el Estado como tal, sino sobre la subordinaci—n de funciones leg’timas y œtiles del Estado a la l—gica del capital (en este sentido, se podr’a hablar en el contexto de la globalizaci—n del mismo Estado como subalterno). El problema es c—mo generar primero la idea y luego la forma institucional y los valores de un Estado diferente, uno que pudiera identificarse con el car‡cter democr‡tico, igualitario y multicultural del pueblo: es decir, un Estado correspondiente con el Òpueblo-naci—nÓ.
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II. - La pol’tica de la teor’a: un itinerario personal
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A finales de los 60 y comienzos de los 70, pasamos de la cr’tica literaria al territorio todav’a inc—gnito de la "teor’a". Algunos volvimos, otros se quedaron, y otros se perdieron para siempre, como tambiŽn ocurri— en el caso de dos bœsquedas paralelas: la droga y la militancia pol’tica. Lo que sigue es una narrativa personal de ese viaje. La tentaci—n de lo que se lleg— a llamar "el gŽnero de la teor’a" consist’a en que Žsta ya no representar’a s—lo una manera de pensar sobre lo pol’tico, sino una forma de la pol’tica, con consecuencias pol’ticas m‡s o menos inmediatas. Una de las figuras centrales de este cambio de perspectiva o "ruptura epistemol—gica", como se sol’a decir en esa Žpoca, fue el fil—sofo marxista francŽs Louis Althusser quien habl— de la necesidad de una "pr‡ctica te—rica", donde antes se hablaba de la "unidad" natural o asumida entre de teor’a y pr‡ctica pol’tica. Lo que favorec’a esta ilusi—n era sobre todo el radicalismo impl’cito en la doctrina estructuralista del car‡cter "arbitrario" del signo lingŸ’stico. Segœn Ferdinand de Saussure, el fundador de la lingŸ’stica estructural a comienzos del siglo XX, no era s—lo arbitrario el hecho de que tal o cual conjunto de fonemas (el significante) representase tal o cual objeto o instancia en el mundo (el significado): Pferd o horse para caballo, por ejemplo, o Rote o red para rojo. El signo tambiŽn "cortaba" de una manera arbitraria el plano de lo Real (que, en un famoso dicho de Jacques Lacan, era "lo que se resist’a a la simbolizaci—n absoluta"). La misma idea o experiencia subjetiva de "rojo" Ðel significado- m‡s que una "cosa en s’", ontol—gicamente anterior a su articulaci—n como concepto, era relativa, un "efecto del significante", el resultado de una negaci—n ("no naranja, no marr—n") cuyos tŽrminos
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depend’an, a su vez, tambiŽn de su ubicaci—n en una red estructural de otras negaciones. Fue gracias a esta premisa, extendida a otros sistemas o "c—digos" de significaci—n, que nace, en los 60, el estructuralismo. Si los estructuralistas ten’an raz—n, entonces no s—lo nuestra manera de percibir las "cosas" del mundo, sino tambiŽn su identidad como tal, depend’an del sistema semi—tico, o langue, en el cual est‡bamos inmersos. M‡s aœn: nuestra propia identidad como sujetos conscientes del mundo era un "efecto del significante". Como sol’a decir Althusser, "la ideolog’a no tiene un lado de afuera". De all’ que el estructuralismo representara no s—lo una nueva manera de pensar la "superestructura" social de creencias, mitos, sistemas de prohibiciones, leyes, etc. (como afirmaba el antrop—logo Claude Levi Strauss, una de las figuras magistrales del movimiento), sino que cancelaba en parte la distinci—n entre "base" (econ—mica, social) y "superestructura" (cultural, ideol—gica). El sistema de significantes no s—lo "reflejaba" las distinciones de un mundo social preexistente; era tambiŽn "productivo" de identidades, valores, entidades, relaciones. As’, ahora era posible hablar de un "materialismo cultural". Lo social, en cierto sentido, era tambiŽn, como la ilusi—n de nuestra propia subjetividad, un "efecto del significante". (En la teor’a pol’tica fue Ernesto Laclau quien desarroll— m‡s consecuentemente esta l’nea de pensamiento). El radicalismo nominalista de la doctrina estructuralista coincidi— coyunturalmente con la explosi—n de una serie de luchas sociales a nivel tanto nacional como internacional en los 60, entre ellas, los grandes movimientos anticoloniales o antiimperialistas, como las guerras de Argelia o Vietnam, pero tambiŽn en los pa’ses tanto del "centro" como de la ÒperiferiaÓ, movimientos sociales de nuevo tipo, estudiantes, Žtnicos o feminista, de derechos civiles, ecologistas, hippies o de "contra-cultura". A finales de dichos a–os, la idea de una transformaci—n revolucionaria a nivel mundial todav’a parec’a posible, aunque m‡s y m‡s precaria. Quiz‡s la imagen m‡s influyente (aunque para nosotros tambiŽn distante) de esa posibilidad fue la Revoluci—n Cultural en China, que promet’a, en principio, borrar en nombre de una igualdad absoluta todas las distinciones jer‡rquicas tradicionales, no s—lo las econ—micas de clase y de riqueza / pobreza, sino tambiŽn las de gŽnero, oficio, o etnia, impuestas sucesivamente por el feudalismo, el colonialismo y el capitalismo. Hubo cierta coincidencia ins—lita, fundada en malentendidos por ambos lados, entre el mao’smo 59
y el estructuralismo, sobre todo en Francia. Pero, sin ser necesariamente ni mao’stas ni estructuralistas en un sentido estricto, todos particip‡bamos de una forma u otra en esta coyuntura bella, tumultuosa, pero tambiŽn cruel (se hablaba mucho del " bad trip" psicodŽlico; la Revoluci—n Cultural china se transform— de un movimiento igualitario, renovador, impulsado por j—venes como nosotros, en un "bad trip" colosal). Era tambiŽn la Žpoca dorada de la Revoluci—n Cubana y de la lucha armada en AmŽrica Latina, que segu’amos de cerca, leyendo el famoso manual, Revoluci—n en la revoluci—n, de Regis Debray, el disc’pulo de Althusser que se hab’a hecho amigo del Che (hoy, en una especie de iron’a de la historia, la ex esposa de Debray y despuŽs gestora del testimonio Me llamo Rigoberta Menchœ, la antrop—loga venezolana Elizabeth Burgos, se encuentra en la oposici—n a Ch‡vez en Venezuela). Hab’a, por supuesto, mucho de "voluntarismo" en todo eso. Ten’amos la sensaci—n (quiz‡s es propia de cada generaci—n nueva en la modernidad) de que podr’amos inventarnos a nosotros mismos, solos y sin referencia al pasado. Pero este estado de ‡nimo tremendamente optimista y contestatario tambiŽn fue el producto objetivo de una coyuntura econ—mica-pol’tica muy favorable. Por un lado, el capitalismo a nivel mundial, no s—lo en los pa’ses del "centro" sino en los pa’ses ÒperifŽricosÓ como la India o MŽxico, hab’a experimentado una expansi—n enorme desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Esta "larga onda" de crecimiento, como lo llamaban los economistas, explicaba la domesticaci—n pol’tica de la clase obrera en los pa’ses altamente industrializados. Pero, esta expansi—n tambiŽn produc’a dentro de esos pa’ses una serie de nuevas demandas y expectativas ante las cuales el sistema ten’a dificultad en responder, y coincid’a en el "Tercer Mundo", como se dec’a entonces (hoy se habla m‡s bien del "Sur"), con el gran movimiento de descolonizaci—n que comienza, junto con la Guerra Fr’a, con la independencia de la India y con la Revoluci—n China en 1947. Una manera de entender el auge de la "teor’a" es que fue el efecto de la descolonizaci—n en los centros de saber de la antigua metr—polis colonial-imperialista Ðes decir que, aunque producida en Europa, la "teor’a" obedece a una voluntad hist—rica post-europea. En la terminolog’a marxista que favorec’amos en la Žpoca, esto se designaba como la contradicci—n entre las fuerzas de producci—n creadas por el capitalismo moderno (su 60
enorme capacidad productiva y su aparato tŽcnico-cient’fico) y las relaciones de producci—n (el sistema de clases y de hegemon’a imperialista que inscrib’a la desigualdad en el coraz—n del capitalismo). Por razones que ser’a demasiado largo explicar aqu’, durante los 60 la universidad se convirti— en uno de los ejes centrales de esta contradicci—n. De all’, el dinamismo y fuerza de los llamados "movimientos de estudiantes", que culminaron en el mayo francŽs en 1968. Mi narrativa personal es producto de todo eso, tanto de la "base" econ—mica como del radicalismo epistemol—gico de la doctrina estructuralista del signo, o de la "contra cultura" y la suerte de haber vivido en California a finales de los 60. Si esta historia involucra cierta posibilidad de elecci—n o "agency", como se dice en inglŽs, tambiŽn est‡ regida por una serie de determinismos, y quiz‡s sea m‡s importante entender esto que lo anterior. Nac’ en Venezuela, y pasŽ la primera parte de mi vida principalmente en el Perœ. Mis padres eran estadounidenses residentes en AmŽrica Latina Ðmi pap‡ era funcionario de una compa–’a de petr—leo, con extensos campos de producci—n (despuŽs nacionalizados) en Venezuela, Ecuador, Colombia, y Perœ. M‡s que ÒcriolloÓ, yo era un ni–o "colonial", con ganas siempre de volver un d’a a la madre patria norteamericana, que, en mis fantas’as juveniles, representaba una modernidad totalmente lograda, de ciudades de ciencia ficci—n. Pero tambiŽn era un ni–o bilingŸe y hasta cierto punto bicultural, que conoc’a mejor y m‡s de cerca Bogot‡ o Lima que cualquier ciudad de los Estados Unidos. De ah’ que cuando triunfa la Revoluci—n Cubana en 1959, pude r‡pidamente asimilarla como algo que yo entend’a y que de cierta forma me interpelaba personalmente, a pesar de mi formaci—n de clase media alta estadounidense (mis padres eran Republicanos, admiradores de Nixon, y sus amigos inclu’an hombres de negocio exiliados de Cuba por la revoluci—n). Esa conexi—n biogr‡fica con el mundo hispano-hablante, y mi identificaci—n "vivencial", si se quiere (porque no ten’a todav’a una concepci—n pol’tica del mundo muy clara) con la Revoluci—n Cubana, incidieron sobre mi decisi—n de escoger Spanish como campo de concentraci—n para mi licenciatura universitaria. Pero, no me puse a estudiar la literatura latinoamericana sino la literatura espa–ola del Siglo de Oro. A pesar de la irrupci—n en esos a–os de la novela del Boom, en la academia estadounidense la literatura 61
latinoamericana todav’a era vista como una rama menor del campo Peninsular. En la Universidad de California, San Diego, donde fui en 1966 para realizar mi doctorado, coincid’ con un grupo de hispanistas famosos, entre ellos el historiador AmŽrico Castro, y los cr’ticos Carlos Blanco Aguinaga, Joaqu’n Casalduero y Claudio GuillŽn, el eventual director de mi tesis doctoral. Fui a San Diego principalmente para trabajar con ellos, pero descubr’ por accidente que esa universidad era tambiŽn uno de los lugares donde la primera ola del estructuralismo francŽs estaba llegando a Estados Unidos (los otros dos lugares, menos politizados pero m‡s prestigiosos, eran las universidades de Yale y Johns Hopkins). Me acuerdo de un joven profesor, Tony Wilden, que ven’a de estar a los pies de Lacan en Par’s. Pasaban en persona por San Diego o California del Sur otras figuras grandes o menores del post-estructuralismo: Foucault, Lyotard, Baudrillard, Michel de Certeau, Louis Marin. En San Diego estaba tambiŽn el gran fil—sofo de la Escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse, autor de Eros y Civilizaci—n, y gurœ de la Nueva Izquierda internacional. A finales de los 60s, Fredric Jameson lleg— de Harvard y entonces comencŽ a asistir a los cursos que Žl daba sobre cr’tica literaria marxista, la Escuela de Frankfurt y especialmente Walter Benjamin, la poes’a y la novela francesas y Sartre. Dicho de paso, Sartre fue para m’, como para muchos intelectuales de formaci—n burguesa o peque–oburguesa en mi Žpoca, el punto de paso entre un individualismo nihilista, bohemio, y el marxismo y la militancia pol’tica. Aunque Marcuse era la eminencia gris del lugar, fue Jameson, cuyo pensamiento circulaba entre varias corrientes del llamado "marxismo occidental" y el estructuralismo (o, para decir esto de otra forma, entre Lukacs y Althusser), quien me dio una nueva manera de leer la literatura, una "hermenŽutica positiva" Ðpara emplear su propio concepto-, marxista pero no reduccionista, que juntaba an‡lisis formal e ideol—gico (se hablaba de la necesidad de una "lectura sintom‡tica" de los mecanismos del texto). Esto me llev— a mi primer libro, un an‡lisis de lo que Jameson llamar’a el "inconciente pol’tico" de las Soledades de G—ngora, que respetaba el formalismo exacerbado del poema, pero que a la vez
procuraba ver en ese formalismo la presencia de varias presiones y contradicciones sociales e ideol—gicas inherentes al periodo del barroco espa–ol. La versi—n espa–ola del libro llev— una doble dedicatoria a Òdos que murieron en la fronteraÓ: Walter Benjamin y Che 62
Guevara. Esa combinaci—n aleg—rica, si se quiere, de las figuras de un revolucionario y de un cr’tico literario marcaba mi ambici—n o quiz‡s mi hubris cr’tica: juntar la militancia pol’tica con la militancia cr’tica o te—rica. Eran, desde luego, "los 60Ó, y todo, aun el recinto normalmente pl‡cido y autocomplaciente de los departamentos de literatura, estaba en desorden. Mi mejor amigo era un francŽs, Claude, que preparaba, bajo la direcci—n de Marcuse, una tesis sobre las implicaciones pol’ticas del surrealismo. Claude volvi— con su esposa, hija de padres comunistas, a Par’s en mayo de 1968, para sumarse a las masas en la calle, sin regresar jam‡s. Pero mi finalidad pol’tica no fue tanto la calle sino lo que se llamaba entonces, no sin cierta iron’a, "la larga marcha a travŽs de las instituciones". TerminŽ el doctorado, y entrŽ en la carrera acadŽmica como profesor asistente de literatura Peninsular en la Universidad de Pittsburgh. Por muchos a–os procurŽ desarrollar la idea que hab’a heredado de Jameson, la de una hermenŽutica literaria propiamente marxista. Ense–aba estructuralismo y despuŽs su hijo leg’timo, el post-estructuralismo (producto ed’pico de estudiantes de Althusser, como Ranciere, Balibar, Derrida o Foucault). ParticipŽ en las discusiones que llevar’an eventualmente a la formaci—n del campo de los Òestudios culturalesÓ. Por muchos a–os compart’ la coordinaci—n del llamado Marxist Literary Group en la Modern Language Association [MLA], donde se reun’an los disc’pulos de Jameson (todav’a funciona, pero ya no participo). Al mismo tiempo, me acerquŽ al proyecto de una "historia social" de la literatura espa–ola y latinoamericana que se desarrollaba en centros de investigaci—n como el Centro de Estudios Latinoamericanos "R—mulo Gallegos" en Caracas, o en el Institute for the Study of Ideologies and Literatures , impulsado por Hern‡n Vidal y Anthony Zahareas en la Universidad de Minnesota. Sent’a que de esta manera estaba ayudando a propugnar una posici—n radicalizadora, marxisante, en mi disciplina. Pero mis preocupaciones pol’ticas concretas estaban m‡s bien fuera de la universidad. MilitŽ en varios grupos de la Nueva Izquierda estadounidense y en cuestiones de solidaridad con AmŽrica Latina: con Cuba, con Chile despuŽs del golpe de Estado de 1973, y con los movimientos revolucionarios que comenzaban a aparecer en Centro AmŽrica a finales de los 70. Pero entonces, en 1979, ocurre algo que cambia mi perspectiva de una manera 63
dram‡tica e inesperada: el triunfo de la Revoluci—n Sandinista. Un amigo, Marc Zimmerman, que tambiŽn hab’a sido disc’pulo de Jameson en San Diego y tambiŽn trabajaba en la solidaridad sandinista, me pide que colaboremos en un libro sobre la relaci—n entre la nueva literatura centroamericana, que yo conoc’a s—lo parcialmente (Cardenal, Roque Dalton, Sergio Ram’rez, Otto RenŽ Castillo, el gŽnero testimonio, la "poes’a de taller", etc.) y el auge de los movimientos revolucionarios en la regi—n. Concebimos el libro como una versi—n "acadŽmica", si se quiere, de la pr‡ctica de la solidaridad. En nuestro interŽs por lo que llam‡bamos (de una manera que me parece un poco torpe hoy) la "funci—n ideol—gica" de la literatura, est‡bamos procurando juntar la militancia pol’tica con el vanguardismo de la "teor’a" que hab’amos heredado de nuestros d’as en San Diego. En el proceso de escribir el libro con Marc, me sent’ m‡s y m‡s atra’do hacia AmŽrica Latina. Me interesaba todav’a G—ngora, pero ahora no tanto como un escritor del canon peninsular, sino m‡s bien por la manera en que su poes’a se vuelve una especie de discurso maestro en los virreinatos coloniales en el siglo XVII. Quer’a entender c—mo la "recepci—n" de G—ngora por letrados criollos como Juan de Espinosa Medrano o Sor Juana InŽs de la Cruz, constitu’a un nuevo nexo de "poder-saber", en el sentido que daba Foucault a ese concepto, que pon’a en relaci—n cercana la esfera del poder y la literatura. Anticipaba en este nuevo interŽs lo que despuŽs se lleg— a conocer como la cr’tica postcolonial. TerminŽ alej‡ndome del peninsularismo. PubliquŽ en 1988 una colecci—n de ensayos cuyo t’tulo resum’a mi propia trayectoria: Del Lazarillo al sandinismo. Pero esta ambici—n me deja a finales de los 80 en una situaci—n un poco inc—moda. No lo sab’amos cuando comenzamos nuestro libro sobre la literatura revolucionaria centroamericana, pero Marc y yo est‡bamos trabajando contra el tiempo. Quer’amos hacer un retrato vivo de un proceso complejo y a veces contradictorio que estaba aœn despleg‡ndose. Sin embargo, ten’amos la certeza de que iba a seguir adelante y, tarde o temprano, iba a triunfar. Pero, a mediados de los 80, los movimientos revolucionarios en El Salvador y Guatemala, que parec’an tan fuertes a comienzos de esa dŽcada, se encontraban frenados por una violencia contra-revolucionaria inusual, genocida, y los sandinistas estaban en una profunda crisis, provocada en parte por la guerra de los 64
Contras. En 1989, Cuba Ðel principal soporte regional de las insurgencias- entr— en su Òperiodo especial en tiempos de pazÓ con la debacle econ—mica producida por el colapso de la Uni—n SoviŽtica. Los sandinistas perdieron las elecciones en Nicaragua en febrero de 1990. Varios meses despuŽs apareci— nuestro libro, Literature and Politics in the Central American Revolutions, y pronto se dirigi— al limbo bien poblado de los libros acadŽmicos que
han perdido su momento. El fracaso de nuestro libro no fue solamente coyuntural sino tambiŽn te—rico. Los movimientos revolucionarios en Nicaragua, Guatemala y El Salvador se hab’an articulado como luchas de liberaci—n nacional, siguiendo el modelo de la Revoluci—n Cubana. Ofrec’amos una teor’a de la literatura como "pr‡ctica ideol—gica" de un nacionalismo revolucionario; estudi‡bamos las formas en que figuras y movimientos literarios espec’ficos, proyectos de hegemon’a y contra-hegemon’a pol’tica, estaban entretejidas con la Òcuesti—n nacionalÓ y ofrec’an nuevas posibilidades de expresi—n de lo "nacional-popular". Pero 1990 no fue s—lo el a–o en que los sandinistas perdieron el poder; fue tambiŽn cuando, m‡s o menos simult‡neamente con Literature and Politics , aparecieron Myth and Archive de Roberto Gonz‡lez Echeverr’a, y la antolog’a editada por Homi Bhabha, Nation and Narration. Doris Sommer public— un ensayo en Nation and Narration que anticipaba su
propio libro sobre las relaciones entre la narrativa literaria y la formaci—n del Estado nacional en el siglo XIX latinoamericano, Foundational Fictions, el cual apareci— un a–o despuŽs. En formas diversas y pol’ticamente inconmensurables, Myth and Archive, Nation and Narration, y Foundational Fictions (junto con el anterior libro de Benedict Anderson, Imagined Communities, y Escribir en el aire de Antonio Cornejo Polar) r‡pidamente vinieron a
ocupar el lugar que nosotros esper‡bamos para Literature and Politics : el de definir la principal agenda para la cr’tica literaria latinoamericanista en la academia estadounidense en los 90s. M‡s aœn, definieron esa agenda en tŽrminos postnacionales o, al menos, deconstructivos respecto de las reivindicaciones identitarias de la naci—n y de las luchas de liberaci—n nacional. No s—lo el proyecto sandinista sino tambiŽn nuestro propio proyecto como cr’ticos literarios Òen solidaridadÓ con el sandinismo, lleg— a una crisis. Fue esta coyuntura tanto de 65
desenga–o y fracaso como tambiŽn de un deseo de continuar, si fuera posible, la noci—n de una practica te—rica-cr’tica politizada la que me lleva, en parte como autocr’tica de mi propio trabajo, hacia los estudios culturales y los estudios subalternos. La naturaleza y la historia de estos dos movimientos son complejas y est‡n referidas en otros textos de esta colecci—n de ensayos. Voy a ofrecer aqu’, entonces, s—lo unos detalles personales. Aunque lleguŽ a los estudios subalternos despuŽs de los estudios culturales (pensaba inicialmente que la perspectiva subalternista era una especie de "pliegue" dentro de los estudios culturales), voy a hablar primero de ellos. Compart’ la derrota sandinista con otra colega, Ileana Rodr’guez, que tambiŽn se hab’a formado en el Departamento de Literatura de San Diego. Ileana, que era de origen nicaragŸense, abandon— en los 80 su carrera acadŽmica en Estados Unidos para trabajar por el gobierno sandinista. DespuŽs de la derrota vuelve a Estados Unidos para ver si puede retomar su carrera, y nos volvemos a ver. Descubrimos que, por derroteros distintos, ambos hab’amos llegado a leer los trabajos del llamado Grupo Sudasi‡tico de Estudios Subalternos y ambos pensamos que Žstos ten’an una relaci—n m‡s que casual con nuestras preocupaciones. Descubrimos que otros colegas tambiŽn compart’an ese interŽs. Ven’amos principalmente, pero no exclusivamente, del campo de la cr’tica literaria. Ten’amos la sensaci—n de que el proyecto de la izquierda latinoamericana que hab’a definido nuestro trabajo previo hab’a llegado a un l’mite, aun en las revoluciones como la cubana y la nicaragŸense. Aunque buscaban apoyarse en una reivindicaci—n "nacional-popular" amplia, nos parec’a que hab’a profundas dificultades en la relaci—n entre la vanguardia revolucionaria, el Estado post-revolucionario y Òel puebloÓ. No est‡bamos seguros, o no est‡bamos de acuerdo acerca de cual era exactamente ese l’mite, pero si est‡bamos seguros de que las cosas estaban cambiando y que necesit‡bamos un nuevo paradigma. Nos reunimos informalmente por primera vez cerca de la ciudad de Washington en 1992. Decidimos bautizarnos con el nombre de Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano. En una especie de manifiesto que escribimos colectivamente en esa ocasi—n, la "Declaraci—n de Fundaci—n del Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano", definimos la necesidad de un nuevo paradigma en estos tŽrminos:
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La actual ca’da de los reg’menes autoritarios en AmŽrica Latina, el fin del comunismo y el consiguiente desplazamiento de los proyectos revolucionarios, los procesos de democratizaci—n y la nueva din‡mica creada por el efecto de los medios de comunicaci—n de masas y la transnacionalizaci—n de la econom’a: todos estos son desarrollos que demandan nuevas formas de pensar y actuar pol’ticamente. La redefinici—n de los espacios pol’ticos y culturales latinoamericanos en los a–os recientes ha llevado, en su momento, a los intelectuales de la regi—n a revisar epistemolog’as establecidas y previamente funcionales en las ciencias sociales y las humanidades. La tendencia general a la democratizaci—n lleva a priorizar en particular la reexaminaci—n de los conceptos de sociedades pluralistas y las condiciones de subalternidad dentro de estas sociedades. Ranajit Guha, el historiador bengal’ que form— el Grupo Sudasi‡tico de Estudios Subalternos que ve’amos como nuestro modelo, defini— la problem‡tica central de su propio trabajo como Òel estudio del fracaso hist—rico de la naci—n para llegar a su realizaci—n". Mutatis mutandis, fue el Òfracaso hist—rico de la naci—n para llegar a su realizaci—nÓ lo que
nosotros est‡bamos confrontando en la crisis de la izquierda revolucionaria en AmŽrica Latina en los 90s. Entend’amos ese fracaso como un fen—meno de la ÒpostmodernidadÓ, en el sentido que le daba el fil—sofo Jean-Fran•ois Lyotard a ese tŽrmino Ðes decir, Òel fin de los metarelatosÓ. Aunque ahora no lo veo con tanto entusiasmo, tanto para m’ como para Guha el concepto de postmodernidad fue fundamental en la reorientaci—n de mi trabajo. Por limitaciones de espacio, no puedo detenerme en ello, pero quiero por lo menos marcar el hecho (editŽ un libro sobre el tema, The Postmodernism Debate in Latin America). Quiz‡s sea suficiente decir que la problem‡tica de la postmodernidad, en un
sentido amplio (pol’tico, filos—fico, estŽtico, Žtico) implicaba la necesidad y a la vez la posibilidad de desarrollar un nuevo concepto de la izquierda no ligada a una modernidad normativa y teleol—gicamente entendida. Porque si la pregunta de la Guerra Fr’a (que termina, en cierto sentido, con la derrota sandinista) hab’a sido Àcu‡l de los dos grandes sistemas, el capitalismo o el comunismo, pueden producir mejor modernidad?, entonces la historia hab’a dado su respuesta: el capitalismo. Limitar el proyecto de la izquierda, 67
entonces, a la conquista de una "modernidad plena" a travŽs del Estado, como se sol’a decir, equivaldr’a a condenar a la izquierda a la derrota de antemano. Para usar una frase de Gayatri Spivak, ve’amos los estudios subalternos como Òuna estrategia para nuestro tiempoÓ, un tiempo postmoderno, pens‡bamos. Compart’amos con Guha y los historiadores del Grupo Sudasi‡tico de Estudios Subalternos un interŽs en la cr’tica de la representaci—n desarrollada por el post-estructuralismo. Ellos confrontaban el hecho de que la historiograf’a del subcontinente indio, tanto en sus variantes coloniales como nacionalistas (incluyendo las marxistas), hab’a sido estructurada por un modelo estatista de modernizaci—n pol’tica y econ—mica Ðlo que en AmŽrica Latina es conocido como el paradigma "desarrollista". Cuando ese modelo comenz— a producir efectos perversos, tanto a nivel intelectual como a nivel pol’tico, los subalternistas sudasi‡ticos creyeron necesario encontrar una forma diferente de comprender la historia social de sus pa’ses. La cr’tica post-estructuralista del historicismo y de la construcci—n del discurso de la historia se prest— coyunturalmente para ese prop—sito. En cierto sentido, los subalternistas sudasi‡ticos pasaron de la historia a la cr’tica y la teor’a literarias. Nuestro impulso fue, de alguna manera, el inverso: sent’amos que el campo de la literatura y la cr’tica literaria latinoamericanista entraban en crisis, y que ten’amos que salir de ella hacia la historia social. La crisis fue precipitada de cierto modo por la publicaci—n del libro de çngel Rama, La ciudad letrada, en 1984, dos a–os despuŽs de su tr‡gica muerte en un accidente de avi—n. La ciudad letrada era m‡s un esbozo que un libro plenamente desarrollado y hoy revela varios silencios y ambigŸedades. Pero tuvo un impacto decisivo sobre mi generaci—n. Aunque Rama mismo no lo confiesa, La ciudad letrada fue concebida como una genealog’a al estilo de Foucault de la instituci—n literaria en AmŽrica Latina, una genealog’a que intentaba desafiar el prevaleciente historicismo de los estudios literarios latinoamericanos (sin lograr romper totalmente con ese historicismo). Lo que Rama nos hizo ver, o lo que quer’amos ver en su libro, fue que la literatura en s’ Ðincluso las Ònovelas del BoomÓ o la "poes’a conversacional" promulgada por los cubanos- estaba implicada en la formaci—n de las elites tanto coloniales como postcoloniales en AmŽrica Latina. Por tanto, nuestra propuesta de que la literatura era un lugar donde las voces populares podr’an encontrar mayor y mejor expresi—n, un veh’culo para la democratizaci—n cultural, qued— 68
cuestionada en sus mismas bases. El argumento de Rama explicaba, por un lado, c—mo la literatura lleg— a tener el tipo de centralidad que todav’a tiene en AmŽrica Latina (escribo estas palabras en v’speras de la celebraci—n del cumplea–os de Gabriel Garc’a M‡rquez en Colombia). Pero, por otro lado, perfil— tambiŽn ese sentido de los l’mites de la literatura como representaci—n (en el doble sentido de hablar por Ðpol’tico- y hablar de ÐmimŽtico) adecuada del sujeto social latinoamericano. Toda esta situaci—n nos llev— a designar una alteridad que no pod’a ser adecuadamente representada en las formas existentes de literatura, sin modificarlas profundamente; por esto la idea de lo subalterno fue una manera de conceptualizar dicha crisis. Pero, en la medida en que nosotros mismos est‡bamos implicados en la Òciudad letradaÓ como profesores, cr’ticos, y / o escritores, el subalternismo no podr’a consistir s—lo en estudiar algo que estaba afuera de la academia Ðpor ejemplo, bandidos o rebeliones campesinas- o de hacer trabajo de campo antropol—gico. El reto fue m‡s bien el de mirar nuestra propia participaci—n en crear y reproducir relaciones de poder y subordinaci—n, en la medida en que nosotros continu‡bamos actuando dentro del marco de la literatura, la cr’tica literaria y los estudios literarios. En 1993, ProcurŽ dar una expresi—n personal de este sentido de los l’mites de efectividad del modelo literario de las humanidades en un peque–o libro titulado Against Literature Ðcontra la literatura. Uno de los temas de ese libro fue el gŽnero testimonio, esas
narraciones en primera persona hechas por un narrador que ha experimentado en su propia persona los hechos que cuenta, generalmente en la forma de una historia oral despuŽs transcrita y editada como libro por un interlocutor letrado. Hay testimonios de todo tipo, desde historias de prostitutas o drogadictos, hasta las Memorias de la Guerra Revolucionaria Cubana del Che, el modelo del testimonio guerrillero. Pero el paradigma del
gŽnero para muchos de nosotros, dentro y fuera de la academia, en los a–os 90s fue Me llamo Rigoberta Menchœ, y as’ me naci— la conciencia , publicado por primera vez en Cuba, por
Casa de las AmŽricas en 1982. El testimonio de Menchœ fue destinado principalmente para fines de trabajo de solidaridad Ðsobre todo para detener la guerra genocida que el ejŽrcito guatemalteco, con el asesoramiento de pa’ses extranjeros como Argentina, Israel o Estados Unidos, dirig’a 69
contra su propia poblaci—n. Pero en el contexto de la derrota de las esperanzas revolucionarias en 1990, Me llamo Rigoberta Menchœ y la cuesti—n del testimonio sirvieron tambiŽn para introducir una serie de interrogantes en nuestro campo: Àel testimonio, es o no es literatura?, Àcu‡l es la distinci—n entre ficci—n y testimonio?, ÀquŽ voces excluye la literatura Ðen cuanto pretende hablar por, o de, esas voces, pero no las deja hablar por s’ mismas?, ÀquiŽn es el autor de un testimonio, la persona que hace la narraci—n o el interlocutor letrado que prepara el texto? Àes que ha desaparecido entonces la moderna autoridad cultural del "autor"? El testimonio, as’ pienso, desplaza o descentra cierta subjetividad burguesa impl’cita tanto en la producci—n como en la recepci—n de la literatura. De all’ que ofrezca una manera similar a la "teor’a", y en estrecha relaci—n con ella (como una especie de Òdeconstruci—nÓ concreta), de radicalizar el campo de las humanidades y las ciencias humanas, haciendo presente en ellas voces precisamente subalternas porque normalmente no hubieran tenido la posibilidad de representarse en un texto publicado, autorizado y estudiado como ÒliteraturaÓ o "historia". Hay, por supuesto, muchas ambigŸedades y contradicciones, en esta ilusi—n Ðo Òefecto de realidadÓ, para usar el concepto de Roland Barthes- que el testimonio ofrece, de tener acceso directo a una "voz" subalterna y se arm—, por ese entonces, un gran debate en la cr’tica y la teor’a literaria latinoamericanista sobre este punto, debate que continœa hoy (uno de sus œltimos cap’tulos es el libro de Beatriz Sarlo, Tiempo pasado, del a–o 2005). Sin embargo, a pesar de estas ambigŸedades, quedaba algo Ðuna nueva presencia inc—moda en el campo de la literatura. Una cosa era que un gran novelista como Miguel çngel Asturias representara en una novela el mundo de los mayas en Centro AmŽrica; otra distinta era que una mujer campesina y activista maya como Rigoberta Menchœ produjera, con la ayuda de un interlocutor letrado, su propia narraci—n. Tanto en su forma como en su contenido, el testimonio cambiaba la identidad del narrador popular como una especie de Òinformante nativoÓ que prove’a una Òmateria primaÓ al investigador o escritor, para transformarlo en un gestor de sus propias condiciones de narraci—n y verdad. El testimonio tuvo la potencia de dinamizar el campo de la literatura desde el margen, desde lo que quedaba definitivamente afuera del campo. Y como se lo produce desde, y a la vez representa precisamente, los espacios de lo que los polit—logos llaman la ingobernabilidad (el 70
hampa urbana, la guerrilla, el drogadicto, el mundo ind’gena, los ni–os de la calle, el inmigrante ÒilegalÓ) cuestiona, sobre todo, la relaci—n entre literatura y Estado. La ciudad letrada fue, de alguna manera, un libro sobre el Estado. Rama parti— sobre
la premisa de que si se traza la genealog’a de la Òciudad letradaÓ desde el periodo colonial hasta el presente, se estar‡ explicando tambiŽn algo respecto del car‡cter del Estado latinoamericano. Los Estados latinoamericanos no estaban enraizados en una relaci—n org‡nica entre territorialidad y etnicidad lingŸ’stico-cultural; en ese sentido, parecen ejemplificar perfectamente la idea de Benedict Anderson de la naci—n como Òcomunidad imaginadaÓ, producida por la literatura y la tecnolog’a de la imprenta. La literatura latinoamericana no s—lo sirvi— a esos Estados produciendo, para usar el concepto de Doris Sommer, Òficciones fundacionalesÓ aleg—ricas de su identidad y destino ÒnacionalÓ, sino que Žsta tambiŽn fue una pr‡ctica pedag—gica-ideol—gica que interpelaba a las nuevas elites criollas como sujetos capaces de engendrar y administrar estos Estados: una forma de autodefinici—n y autolegitimaci—n que equipar— el talento para escribir y entender la literatura culta con el derecho a ejercer el poder del Estado. En la cr’tica literaria latinoamericana escrita bajo el signo de la Teor’a de la dependencia y el vanguardismo pol’tico marxista-leninista, en las dŽcadas de los 60s y 70s Ðincluyendo nuestro libro sobre la literatura centroamericana-, la literatura fue concebida como un veh’culo para un sincretismo cultural. Rama habl—, a prop—sito de las Ònovelas del BoomÓ, de una Òtransculturaci—n narrativaÓ, la que fue vista como un proceso necesario para la formaci—n de un Estado nacional m‡s inclusivo. La ciudad letrada se–alaba el comienzo de un cambio radical en esta concepci—n de la literatura. Donde antes se ve’a a la literatura y a la pedagog’a literaria como instrumentos para la modernizaci—n y democratizaci—n del Estado, ahora se las ve’a implicadas en la incapacidad de las formas existentes del Estado para representar adecuadamente e incorporar el rango pleno de identidades e intereses subsumidos en sus l’mites territoriales, frecuentemente arbitrarios y ambiguos. El gran pensador marxista italiano Antonio Gramsci, encarcelado por el gobierno fascista de Mussolini en los a–os 30s, hab’a reflexionado desde su celda sobre el mismo problema pero en relaci—n con la historia de Italia. El problema de la debilidad del Estado en un pa’s como Italia Ðes decir, Òel fracaso hist—rico de la naci—n para llegar a su 71
realizaci—nÓ, para recordar la frase antes citada de Ranajit Guha- no era, Gramsci lleg— a pensar, solamente econ—mico, derivado de la persistencia de elementos agro-feudales o la penetraci—n del mercado interno por el capital extranjero. TambiŽn ten’a una dimensi—n espec’ficamente cultural. Para Gramsci, la ÒculturaÓ es la esfera donde la hegemon’a Ðque Žl define como Òel liderazgo moral e intelectual de la naci—nÓ- es construida y puede ser quebrada y reconstituida. Los cambios de hegemon’a implican cambios no s—lo en el contenido de la cultura (esto es, la diferencia entre valores culturales conservadores o
liberales), sino tambiŽn en su forma. Para llegar a una cultura genuinamente ÒnacionalpopularÓ como sustento de un Estado comunista posible, hac’a falta superar la diferencia fundamental que separaba lo que las elites letradas en su conjunto, sean liberales o conservadores, entend’an por ÒculturaÓ y las culturas de las clases ÒsubalternasÓ, como el mismo Gramsci las llamaba. Este argumento de Gramsci anticipa, y de alguna manera conforma, el cambio que ha ocurrido en, para usar una frase de Homi Bhabha, Òel lugar de la culturaÓ en nuestros tiempos Ðun cambio a la vez ’ntimamente relacionado con Òla pol’tica de la teor’aÓ. En un ensayo fundamental para entender el giro culturalista en el pensamiento social latinoamericano de finales del siglo XX, ÒModernidad y postmodernidad en AmŽrica LatinaÓ, el soci—logo chileno JosŽ Joaqu’n Brunner se–ala que con el advenimiento de la modernidad comienza a predominar lo que Žl llama una ÒÔculturizadaÕ visi—n de la culturaÓ Ðen otras palabras, la idea de que la cultura es, esencialmente, lo que est‡ representado en la secci—n de arte y cultura del peri—dico dominical. En el lenguaje de la deconstrucci—n, la cultura era el ÒsuplementoÓ de lo social, lo que quedaba fuera despuŽs de sumar todas las otras determinaciones "objetivas". Las humanidades respondieron refugi‡ndose detr‡s de las murallas del formalismo estŽtico, insistiendo sobre la autonom’a del arte y la literatura respecto de la esfera de la raz—n pr‡ctica y la ideolog’a, constituyendo as’ una visi—n compartimentalizada de la producci—n art’stica y cultural, regida desde arriba por ÒexpertosÓ y especialistas acadŽmicos. Brunner explica esta ÒÔculturizadaÕ visi—n de la culturaÓ como Òun s’ntoma de la negaci—n producida por una profunda, y t’picamente moderna, tendencia: la predominancia de los intereses, incluyendo los intereses cognitivos, de la raz—n 72
instrumental sobre los valores de la racionalidad comunicativa; la separaci—n de la esfera tŽcnica del progreso que incluye la econom’a, la ciencia y las condiciones materiales de la vida cotidiana de la esfera de sentido intersubjetivamente elaborado y comunicado, donde se encuentran indisolublemente anclados en un mundo-de-vida donde las tradiciones, los deseos, las creencias, los ideales y los valores coexisten y son, precisamente, expresados en la culturaÓ. Lo que ha comenzado a cambiar con la postmodernidad, Brunner sugiere, es que a la cultura se le atribuye ahora un nuevo poder de gesti—n social. Por ejemplo, se ha hecho cada vez m‡s comœn para antrop—logos, polit—logos, te—ricos de la educaci—n, planificadores, soci—logos, y aun economistas del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional pensar en la Òsustentabilidad culturalÓ del desarrollo. En AmŽrica Latina, la nueva preocupaci—n por la cultura en las ciencias sociales Ð designada a veces como una Òvuelta a GramsciÓ- fue en parte una consecuencia del arribo de las dictaduras militares tecnocr‡ticas en la dŽcada de los 70s. Anteriormente, la ecuaci—n de democratizaci—n y secularizaci—n con modernizaci—n econ—mica hab’a prevalecido de una manera que cruzaba el espectro pol’tico, desde la izquierda a la derecha, desde la Teor’a de la dependencia hasta la Alianza para el progreso. Pero la experiencia de los pa’ses del Cono Sur en los 70 (y de Brasil en los 60) mostr— que la democratizaci—n no resultaba necesariamente de la modernizaci—n econ—mica; m‡s aœn, la modernizaci—n econ—mica Ð tanto en forma capitalista como en forma nominalmente socialista o de capitalismo de Estado- no fue siempre capaz de tolerar la democracia. Lo que comenz— a desplazar el paradigma de la modernizaci—n, por lo tanto, fue una interrogaci—n acerca de las diferentes y asincr—nicas ÒesferasÓ de la modernidad (cultural, Žtica, ideol—gica, pol’tica, legal, etc.) y la Òcausalidad estructuralÓ de su interacci—n. Esta interrogaci—n requiri— una nueva atenci—n a cuestiones de subjetividad individual o colectiva y una nueva comprensi—n de (y tolerancia por) la heterogeneidad religiosa, lingŸ’stica, cultural y Žtnica de las poblaciones latinoamericanas. El correlato pol’tico de la "vuelta a Gramsci" fue la emergente preocupaci—n por los nuevos movimientos sociales y las Òpol’ticas de identidadÓ [ identity politics], ellas mismas impulsadas como compensaci—n o sustituci—n de los macro proyectos
revolucionarios de la izquierda, derrotados o diferidos por la ola de reacci—n que inunda el continente americano despuŽs de 1973. 73
En un ensayo, Postmodernismo, o la l—gica cultural del capitalismo tard’o , publicado por primera vez en 1982, Fredric Jameson argumenta que este cambio en el lugar de la cultura es una de las consecuencias superestructurales o Òl—gica cultural" de la globalizaci—n econ—mica vista como una nueva etapa del capitalismo, con caracter’sticas especiales. En esta etapa, el modelo weberiano de la modernidad, en el cual la cultura y las artes funcionan como esferas aut—nomas o semiaut—nomas respecto de la raz—n instrumental del mercado y la burocracia estatal, llega a su fin. La cultura, especialmente en las nuevas formas audiovisuales de cultura de masas, ahora atraviesa lo social desde la psique individual hasta el Estado, en formas todav’a no teorizadas. Para registrar las consecuencias de este quiebre de las fronteras entre las diferentes esferas de la modernidad, Jameson pensaba que se requer’an nuevos Òmapas cognitivosÓ. Los estudios culturales, hijo tard’o de la "pol’tica de la teor’a" de los a–os 60, de alguna manera, se presentaron como uno de estos nuevos mapas cognitivos postmodernos. La nueva centralidad de la cultura y de la ÒidentidadÓ, parad—jicamente le otorg— al campo de la teor’a y cr’tica literaria, la funci—n de una vanguardia conceptual por algunos a–os. Pero el argumento de Gramsci sobre la dimensi—n cultural de la hegemon’a era tambiŽn un incentivo para desplazar la ÒÔculturizadaÕ concepci—n de la culturaÓ representada por la literatura culta y las humanidades acadŽmicas. Hac’a falta desarrollar una noci—n de cultura como, para usar la frase de Raymond Williams, Òa whole way of lifeÓ Ðun modo de vida. Y eso requer’a, a la vez, nuevas pr‡cticas transdisciplinarias o interdisciplinarias ÐNŽstor Garc’a Canclini hablaba de Òciencias n—madasÓ- que subvirtieran activamente las fronteras de los campos acadŽmicos tradicionales y en particular las distinciones que separaban la humanidades de las ciencias sociales y naturales. Los libros de Foucault sobre la locura, la sexualidad o la instituci—n carcelaria eran el gran modelo para todo eso (es pertinente observar que Foucault comienza su carrera como cr’tico literario, con un libro sobre la narrativa del escritor surrealista Raymond Roussel). Foucault conceb’a su producci—n intelectual como una forma de alentar lo que el llamaba la Òmicro-pol’ticaÓ: atacar al ÒsistemaÓ en sus m‡s ’ntimos y, a veces, vulnerables puntos de contacto con la vida humana. Pero, los que trabajamos en los 80 y 90 para 74
formar el campo de los estudios culturales, estamos concientes hoy de enfrentar una paradoja en lo que hacemos. M‡s all‡ de nuestras diferencias, algunos compartimos ese impulso hacia la desjerarquizaci—n tambiŽn impl’cito en los estudios subalternos. Para nosotros el presupuesto Òpol’ticoÓ, por decirlo as’, detr‡s de los estudios culturales era que lo ÒpopularÓ en el sentido de consumo Ðes decir, lo pop- era ÒpopularÓ tambiŽn en un sentido pol’tico; es decir, perteneciente al ÒpuebloÓ Ðlo Ònacional-popularÓ. Pens‡bamos que en el simple acto de desplazar nuestro interŽs desde la literatura a la cultura popular o a cuestiones relacionadas con lo que Foucault llamaba la Òbiopol’ticaÓ, est‡bamos desafiando no s—lo el esteticismo del campo de la literatura y la cr’tica del arte, sino tambiŽn la perspectiva de la Escuela de Frankfurt sobre "la industria cultural", que (con la excepci—n notable de Benjamin) ve’a en la cultura de masas capitalista una especie de lavado de cerebro favorable a la integraci—n a la sociedad de consumo. Pero, Àten’amos raz—n? Tenemos que reconocer hoy que la globalizaci—n y la econom’a pol’tica neoliberal quiz‡s han hecho mejor que nosotros este trabajo de desjerarquizaci—n y desterritorializacion cultural. Solemos decir casi autom‡ticamente que el neoliberalismo es malo y que sabemos por quŽ es malo. Pero fue un gran error, de parte nuestra, no haber hecho un estudio m‡s profundo, filos—fico-cr’tico, del neoliberalismo y por quŽ ha tenido o tuvo cierta efectividad hegem—nica. Porque aunque en muchos lugares, como en Chile, el modelo neoliberal fue impuesto violentamente, despuŽs tambiŽn fue capaz de conseguir el apoyo a veces de una mayor’a, incluyendo sectores de las clases populares. Puede ser, como creo, que esa efectividad hegem—nica del neoliberalismo hoy comience a desmoronarse por todos lados (vuelvo a este tema al final). Pero tambiŽn creo que no apreciamos suficientemente su lado "populistaÓ y, por lo tanto, no supimos c—mo combatirlo eficazmente. La consecuencia es que los estudios culturales, a pesar de su origen como extensi—n del proyecto radical de los a–os 60, cayeron a veces en una relaci—n de complicidad con los nuevos ÒflujosÓ" de la cultura mercantilizada, producidos por la globalizaci—n econ—mica, los medios de comunicaci—n y el ethos neoliberal. Para citar una f—rmula famosa de Garc’a Canclini, si Òel consumo tambiŽn sirve para pensarÓ, entonces el mercado y el c‡lculo 75
econ—mico de compradores y vendedores [market-choice] se convierte, impl’cita o expl’citamente, en la condici—n necesaria y previa para formas de agenciamiento popularsubalternas. De la misma manera, de acuerdo con la l—gica de Òpol’ticas de interŽsÓ en un sistema de democracia parlamentaria, las pol’ticas multiculturales de identidad Žtnica o de gŽnero, nutridas en parte desde la academia por los estudios subalternos y culturales, se concentraban en interpelar individualmente a las instancias del Estado y a las corporaciones en favor de sus reivindicaciones y ÒderechosÓ particulares, en vez de unirse para formar un nuevo Òbloque hist—ricoÓ popular-subalterno. No hay duda, entonces, que los estudios culturales han llegado a un l’mite de efectividad y ya no est‡n en auge. Sin embargo, queda algo de su promesa igualitaria inicial. Quiz‡s estos no sean exactamente lo que Gramsci hubiera reconocido como lo ÒnacionalpopularÓ, pero si son nuevas formas de percibir y de representar el mundo que vienen Òdesde abajoÓ. Pienso, por ejemplo, en el narcocorrido o en el rap o el reggaet—n Ðformas musicales relacionadas con el narcotr‡fico, di‡sporas de varios tipos y la nueva permeabilidad de las fronteras nacionales. Al fin y al cabo, lo que se produce y consume como pop tiene su origen generalmente en las clases populares, no en las elites tradicionales o la clase media educada, profesional. DespuŽs es comercializado por la industria cultural capitalista y entonces s’ puede comenzar a tener, como pas— con la mœsica country en Estados Unidos, una din‡mica ideol—gica-cultural a espaldas de los intereses de las clases o los grupos que lo produjeron en primera instancia. Pero, aun en su comercializaci—n, queda cierta conexi—n con un productor popular inicial, porque sin este sentido de "agency", o poder de gesti—n de clases o posiciones sociales subalternas, la cultura popular no funcionar’a ni estŽtica ni comercialmente. DespuŽs de todo este recorrido, en la œltima etapa de mi carrera he vuelto a lo que me interesaba al principio: la literatura del barroco peninsular (Cervantes, la novela picaresca, la poes’a de G—ngora, la s‡tira de Quevedo, la comedia). Pero con una nueva mirada, quiz‡s, porque ahora puedo ÒleerÓ esos textos desde las perspectivas abiertas por los estudios culturales y subalternos, y la cr’tica feminista y postcolonial. La idea de que la literatura era el lugar donde las posibilidades ut—picas de AmŽrica Latina iban a encontrar una expresi—n adecuada no se dio, y de ese desmoronamiento surgieron las distintas formas 76
de la "teor’a", como he tratado de se–alar en este trabajo. Pero hoy se hace literatura desde y sobre la propia crisis de la literatura, como en el caso de Roberto Bola–o. Ser’a err—neo, de todas formas, hacer una divisi—n demasiado tajante entre literatura y las formas de la cultura popular o de masas. Porque, volviendo al antes mencionado fen—meno del rap, por ejemplo, es evidente que el rap es esencialmente una forma de poes’a oralmente recitada con un marco r’tmico. Tiene su origen en la pr‡ctica, a finales de los 50 y comienzos de los 60, de los poetas de la generaci—n Beat en los Estados Unidos de recitar sus poes’as con un fondo improvisado de jazz. Y en cuanto al narcocorrido, la cr’tica se–ala su parentesco formal y tem‡tico con los romances fronterizos castellanos de la Žpoca del Cid. Entonces, quiz‡s parte del problema de la ÒÔculturizadaÕ visi—n de la culturaÓ sea su noci—n demasiado pobre, ÒletradaÓ, de la literatura, que la limita arbitrariamente a lo que se ha entendido desde el siglo XVIII como literatura (Ávolvemos otra vez al tema del car‡cter arbitrario del signo!). Mi amigo Eduardo Lozano, poeta y bibliotecario, ya fallecido, me dijo una vez que el concepto de poes’a o poiesis, en el sentido que tuvo para Arist—teles en su PoŽtica, es un concepto m‡s amplio que el de literatura, porque podr’a abarcar f‡cilmente al rap, la telenovela, el cine, la narrativas testimoniales, el corrido, el graffiti, los chismes, nuestros sue–os, etcŽtera. El radicalismo de la Òteor’aÓ fue un fen—meno esencialmente acadŽmico, aunque pens‡bamos que sus consecuencias podr’an extenderse mucho m‡s all‡. Cre’amos que la universidad y el saber acadŽmico eran espacios posibles de ser radicalizados y desde los cuales se podr’a radicalizar la sociedad. No sŽ si todav’a creo eso porque la universidad tambiŽn ha cambiado mucho desde la Žpoca de los 60, en una direcci—n fundamentalmente conservadora. Por lo menos, me declaro agn—stico al respecto, cuando antes era creyente. Sigo pensando que es necesario defender la universidad, luchar contra su privatizaci—n y las otras deformaciones que ha padecido como resultado de las ÒreformasÓ neoliberales. Pero, a la vez, me parece necesaria una Òcr’tica de la raz—n acadŽmicaÓ Ðes decir, una especie de autocr’tica. Porque, a pesar de nuestro compromiso Žtico y epistemol—gico con el ideal de un saber desinteresado, la academia no es un lugar neutro: es, al fin y al cabo, el lugar donde se construyen las disciplinas maestras que gu’an la manera de pensar la historia, la sociedad, los valores y las ambiciones humanas. De ah’ 77
que desde la academia el poder produce y reproduce la subalternidad en el mismo acto de nombrarla. Los estudios culturales y subalternos ofrec’an Ðofrecen- la posibilidad de hacer esta Òcr’tica de la raz—n acadŽmicaÓ desde dentro. Pero si se convierten en nuevos paradigmas, o ÒcamposÓ acadŽmicos con sus listas de lectura obligada, requisitos y burocracia institucional, entonces llegamos a una situaci—n parad—jica pero inevitable por la l—gica misma de desigualdad y diferencia que rige la construcci—n de la subalternidad: los subalternos, concretamente, tendr’an que estar en contra de los estudios subalternos, porque estos representar’an una formaci—n cultural y disciplinaria que traiciona, en cierto sentido, sus propios intereses y su propio poder de gesti—n y voluntad hist—rica. En la vida universitaria, el balance es siempre entre innovaci—n y captura. La innovaci—n abre l’neas de fuga y la captura las va cerrando e integrando, formando nuevas formas de ortodoxia y disciplinariedad. Es un juego desigual porque, por la naturaleza ÒdiscriminatoriaÓ de la universidad misma, la posici—n libertaria, vanguardista, siempre termina perdiendo. Confrontamos, entonces, la paradoja de que lo que hacemos en las disciplinas apunta hacia una democratizaci—n cultural m‡s profunda Ðesa era la promesa Òpol’tica de la teor’aÓ- pero no se pude cumplir, y de ah’ surgieron nuestras frustraciones. El mayor peligro que veo ahora es que ante esa frustraci—n se vuelva a una especie de reterritorializaci—n de los campos disciplinarios, incluyendo la literatura. Se est‡ dando hoy un nuevo giro en la cr’tica literaria y cultural latinoamericana que apunta claramente en esta direcci—n. Beatriz Sarlo ser’a, a mi modo de ver, la figura m‡s destacada en este sentido. Pero se trata de una tendencia generalizada, sobre todo entre profesores de departamentos de literatura en AmŽrica Latina. Creo que se trata, en esencia, de un giro neoconservador, aunque muchas veces est‡ representado por personas, como Sarlo, identificadas con la izquierda y con una defensa de la Òcritica culturalÓ contra el ÒrelativismoÓ postmoderno, el multiculturalismo ÒlivianoÓ estilo estadounidense, o el Òpopulismo de los mediosÓ Ðcomo lo llama SarloÑ de los estudios culturales. De una forma parecida, el pensamiento neoconservador estadounidense tuvo uno de sus puntos de origen en la reacci—n por parte de sectores de la izquierda socialdem—crata o liberal ante la contra-cultura y los nuevos movimientos sociales de la juventud en los 60. Digo neoconservador, porque habr’a que distinguir claramente esta posici—n de la 78
posici—n neoliberal a la que, en cierto sentido, quiere desplazar como ideolog’a dominante. El neoliberalismo induce una crisis de legitimidad en el Estado contempor‡neo, cuya funci—n actual es actuar como una especie de Òpolic’a localÓ en la globalizaci—n. Esto es as’ porque el neoliberalismo, como doctrina, no puede ofrecer, m‡s all‡ de su apelaci—n al mercado libre, una normatividad positiva suficientemente fuerte para disciplinar a las poblaciones. A la vez, la autoridad de un sistema de ÒvaloresÓ es cuestionada por el nominalismo radical de la Òteor’aÓ. Presenciamos tambiŽn en las nuevas formas de la izquierda en AmŽrica Latina, la irrupci—n de sujetos popular-subalternos extremadamente heterogŽneos, en contra de los efectos de las pol’ticas neoliberales (los cocaleros en Bolivia, las ÒturbasÓ urbanas en Venezuela, los zapatistas en MŽxico, el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil). En el pasado, esta irrupci—n ven’a desde fuera del Estado (el gran tema de los estudios subalternos, para repetirlo, era la inconmensurabilidad entre el Estado y el ÒpuebloÓ). Pero hoy en d’a, en muchas partes de AmŽrica Latina, lo subalterno se ha convertido en el Estado. El giro neoconservador representa, entonces, a mi modo de ver, un esfuerzo para contener la izquierda latinoamericana en su nuevo florecimiento dentro de l’mites establecidos por las clases profesionales, en su gran mayor’a blancas, y dentro de las "disciplinas" acadŽmicas. Hay cierta lucidez desenga–ada en esta exposici—n, pero debe quedar claro que no nace desde, sino en oposici—n, a la promesa de Òla pol’tica de la teor’aÓ, que era, si no transformar la sociedad, por lo menos transformar a nuestras disciplinas acadŽmicas, procurando hacer del saber acadŽmico un instrumento al servicio de la Òinmensa mayor’aÓ, para recordar la frase del poeta espa–ol Blas de Otero. En contra de esta lucidez autocomplaciente, entonces, me parece justo concluir esta narrativa observando que no es que perdimos a causa de una serie de equivocaciones e ilusiones rom‡nticas, entre ellas la idea de la Òpol’tica de la teor’aÓ, que ahora debemos abandonar (aunque de equivocaciones, ilusiones y romanticismo hab’a mucho en todo esto); m‡s bien fuimos derrotados por una fuerza m‡s poderosa, una fuerza a la que inconscientemente, por una
especie de fatalidad objetiva, serv’amos, al mismo tiempo que cre’amos estar combatiendo, como los rebeldes de la pel’cula The Matrix. Cre’amos en la posibilidad de un Òpostmodernismo de resistenciaÓ, pero desde la perspectiva de hoy, est‡ claro que lo que el 79
postmodernismo signific— fue m‡s bien la cooptaci—n de la promesa de los 60 por una Restauraci—n conservadora, cuyo otro brazo era el neoliberalismo. Como lo dijo m‡s c’nicamente Regis Debray, el compa–ero del Che: Òpens‡bamos que ’bamos hacia la China, pero terminamos en CaliforniaÓ. Pero esa promesa sigue siendo real y, como el Òviejo topoÓ de Marx, alienta el renacimiento de la izquierda latinoamericana. Es la promesa de una sociedad sin las grandes desigualdades e injusticias de todo tipo que atraviesan la nuestra, donde la diferencia puede coexistir con la igualdad. De all’ que el impulso de Òla pol’tica de la teor’aÓ puede y debe ser renovado.
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III. - Sobre estudios culturales (conferencia en Montevideo)
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La l—gica del famoso ensayo "Calib‡n" de Roberto Fern‡ndez Retamar, es una l—gica de otredad cultural potencialmente subversiva. Calib‡n es el sujeto latinoamericano formado por la civilizaci—n europea en su doble movimiento de colonialismo y capitalismo, pero cuya identidad como sujeto le lleva necesariamente a impugnar esa civilizaci—n. Para Fern‡ndez Retamar, como para gran parte de su generaci—n, la posibilidad de Calib‡n fue concretamente la posibilidad del comunismo: es decir, la posibilidad (o la necesidad) de Òcambiar la vidaÓ. Como se sabe, por contraste, el fen—meno principal que define la postmodernidad como tal es, precisamente, la ca’da del comunismo. ÀSer’a posible reimaginar y reanimar al proyecto del comunismo Ðes decir, a Calib‡n- no s—lo en la postmodernidad sino, en cierto sentido, desde la postmodernidad? La pregunta parece a la vez perversa y quijotesca. Perversa por todo lo que sabemos del Gulag, de los campos de matanza de Camboya, de los cr’menes de Stalin (y de todos los peque–os Stalins), de la represi—n y la falta de democracia aun en condiciones de lo que se sol’a llamar Ònormalidad socialistaÓ. Quijotesca por el simple e inescapable hecho del fracaso hist—rico del sistema y de la ideolog’a que justific— dicha represi—n y dichos cr’menes en nombre de la construcci—n de un futuro humano m‡s justo. El tema que subyace a estas cuestiones es Àcu‡les son las consecuencias de pensar la l—gica de lo social como esencialmente multicultural? SŽ muy bien que esta reflexi—n puede ser muy ajena a las realidades de un pa’s como el Uruguay. Pero creo que el tema de lo subalterno es importante s—lo en la medida en que hace visible a nuestras sociedades, y si 81
no permite ver y oculta lo que es importante ver, entonces no hay que insistir en esto. Pero, para anticipar la discusi—n, podr’a decir que el multiculturalismo puede disipar no solo una presencia, sino tambiŽn una ausencia en la cultura nacional, una ausencia -o pŽrdida-, que es, sin embargo, constitutiva del presente en la manera en que Freud habla de la din‡mica ps’quica de melancol’a y duelo. Voy a hacer una reflexi—n quiz‡ demasiado obvia pero necesaria, sobre la situaci—n de las izquierdas hoy. Es cada vez m‡s evidente que los reg’menes que han surgido de la ca’da del comunismo, han resultado en mayor o menor grado problem‡ticos, especialmente en lo que era la URSS y Yugoslavia. Este hecho ha provocado, dentro y fuera del mundo post soviŽtico, una nostalgia por lo que podr’a aparecer en las condiciones actuales como una especie de ÒŽpoca doradaÓ del estalinismo de los a–os cincuenta y sesenta. Sin embargo, es evidente tambiŽn que la simple restauraci—n del estalinismo Ðo la instauraci—n de nuevos reg’menes de ese tipo (como podr’a haber ocurrido en el Perœ con Sendero Luminoso, por ejemplo) aun si fuera todav’a posible, llevar’a con el tiempo al mismo impasse y crisis que experiment— el campo del Òsocialismo realÓ en los 80, porque las semillas de ese impasse y crisis estaban presentes en la misma forma de centralizaci—n econ—mica, pol’tica y cultural ejercida por esos reg’menes, forma que puede parecernos hoy una variante particular de lo que Lacan llama el discurso del amo 43. Hay muchas razones para defender el derecho de Cuba a seguir su propio camino contra el bloqueo impuesto por mi gobierno (o en el caso del ni–o Eli‡n), o para pensar que el modelo chino de transici—n hacia una econom’a mixta ha dado mejores resultados que el ruso. Pero nadie, y en primer lugar ni los cubanos ni los chinos piensan hoy que China o Cuba son modelos ejemplares de un nuevo tipo de sociedad post-capitalista. Esta carencia de normatividad socialista es precisamente lo que expresa el concepto cubano de "per’odo especial en tiempos de paz". La proyecci—n estratŽgica de estos reg’menes es m‡s bien usar el monopolio pol’tico-burocr‡tico del partido comunista para facilitar la integraci—n de sus pa’ses a la econom’a global, sin los vertiginosos desajustes que ocurrieron en el caso de la URSS. 43
Es quiz‡s pertinente observar al respecto que la transici—n del comunismo al capitalismo fue o est‡ siendo efectuada sin una verdadera revoluci—n social, lo que equivale a decir, sin un cambio de la clase dominante. 82
Curiosamente, algo parecido ocurre con las variantes contempor‡neas de la social democracia: el PSOE, la Tercera V’a de Tony Blair, el socialismo renovado chileno, etc. (debo indicar que mi propia filiaci—n pol’tica ha sido con la nueva izquierda social dem—crata). Como Clinton, que es en cierto sentido su modelo, las nuevas formas de la social democracia representan un reajuste h‡bil a las condiciones actuales impuestas por la globalizaci—n. Configuran lo que el socialista norteamericano Michel Harrington sol’a llamar Òthe left wing of the possibleÓ, la izquierda de lo posible. Pero, al fin y al cabo, este reajuste consiste esencialmente en que acepten la hegemon’a del capital globalizado. Reproducen la funci—n tradicional de la social democracia de ajustar las reivindicaciones obreras y populares a los intereses del capital, ofreciŽndose como mediadores m‡s eficaces de la lucha de clases que los tradicionales partidos de la burgues’a. No proponen una alternativa a la globalizaci—n o a la l—gica del capital, otras formas de comunidad, valores,
producci—n, cultura, democracia, regocijo. Lo que compart’an, m‡s all‡ de su antagonismo secular, la social democracia y el comunismo, es que se presentaban ideol—gicamente como formas de modernidad. El problema entre el capitalismo y el socialismo que marcaba a la Guerra Fr’a era, esencialmente, sobre cu‡l de los dos sistemas pod’a llevar a cabo, de mejor forma, la posibilidad de una modernidad pol’tica, econ—mica, cient’fica-tecnol—gica y cultural latente en el mismo proyecto burguŽs. La premisa b‡sica del marxismo como ideolog’a modernizadora era que la sociedad burguesa no pod’a cumplir con su propia promesa de emancipaci—n y bienestar debido a las contradicciones inherentes al modo de producci—n capitalista, contradicciones sobre todo entre el car‡cter social de la producci—n y el car‡cter privado de la propiedad y la acumulaci—n. Liberando las fuerzas de producci—n de los lazos de las relaciones de producci—n capitalistas Ðas’ dec’a el argumento cl‡sico-, los reg’menes del socialismo de Estado podr’an m‡s o menos r‡pidamente sobrepasar esas limitaciones y ÒvencerÓ al capitalismo. La respuesta, en œltima instancia triunfadora, del capitalismo fue que la fuerza del libre mercado y la privatizaci—n ser’a m‡s din‡mica y eficaz en producir la modernidad y el desarrollo econ—mico deseado. Lo que no estaba en cuesti—n en este argumento, sin embargo, era la categor’a de la modernidad en s’, o la idea de clara procedencia hegeliana -aunque no siempre fuera 83
reconocido-, de un proceso tecnol—gico necesario para producir esa modernidad. Esta ambivalencia estaba impl’cita en la teor’a de la dependencia, y explica el cambio de rumbo ideol—gico de figuras como Cardozo en Brasil o Vargas Llosa en el Perœ. Si la teor’a de la dependencia fue esencialmente una explicaci—n del retraso (o ÒsubdesarrolloÓ) de los pa’ses de la periferia capitalista con respecto a una modernidad econ—mica, pol’tica, cultural, supuestamente lograda en el centro, entonces la modernidad es el principio de valor en relaci—n al cual se juzga el abyecto presente nacional, y el mercado libre, o el capitalismo de Estado, o el socialismo son solo medios para conseguir esa modernidad, medios que en œltima instancia deben ser juzgados por su efectividad program‡tica para lograr dicha meta. Pero, Àpuede haber una concepci—n del socialismo o del comunismo que no estŽ conectada con la representaci—n de la modernidad como meta trascendental o telos? Es en relaci—n a esta pregunta, creo, que se desarrolla la contribuci—n de los estudios subalternos. La modernidad conlleva el ideal y, a la vez, la posibilidad material de una sociedad transparente para s’ misma, la generalizaci—n del principio de la "raz—n comunicativa", para recordar el concepto de Habermas. Por lo tanto, la l—gica de la modernizaci—n es aculturadora o transculturadora 44. Pero, lo que se opone la posibilidad de una sociedad transparente a s’ misma no es solamente el conflicto modernidad / tradici—n Ðo, para hablar Òen argentinoÓ, civilizaci—n y barbarie-, sino la proliferaci—n de diferencias y heterogeneidades producidas precisamente por la misma modernidad capitalista. En este sentido, el concepto de lo subalterno no designa una identidad pre o para-capitalista, sino precisamente una relaci—n de integraci—n diferencial y subordinada dentro del tiempo del capital. El historiador bengal’ Dipesh Chakrabarty del Grupo Sudasi‡tico de Estudios Subalternos, formula el problema de la siguiente manera: [L]as historias subalternas escritas atendiendo a la diferencia no pueden constituir s—lo otro intento, en la larga y universalista tradici—n de las historias ÒsocialistasÓ, 44
La pol’tica cultural de la izquierda m‡s relacionada con la teor’a de la dependencia fue la idea de transculturaci—n propuesta por çngel Rama, sobre la base del aporte inicial Ðque incluye la invenci—n del neologismo- de Fernando Ortiz en su famoso libro Contrapunteo cubano del tabaco y el azœcar (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1987). 84
para ayudar al subalterno a constituirse en el sujeto de las democracias modernas, esto es, para expandir la historia de la modernidad como tal en una forma que la hace m‡s representativa de la sociedad en su conjunto [...] las historias sobre como Žste o aquel grupo en Asia, çfrica o AmŽrica Latina resisten la Òpenetraci—nÓ del capitalismo no constituyen, en este sentido, historias ÒsubalternasÓ porque estas narrativas son producidas en base a imaginar un espacio que es externo al capital Ð cronol—gicamente ÒanteriorÓ al capital- pero que al mismo tiempo es parte de su marco temporal unitario e historicista dentro del cual tanto el momento ÒanteriorÓ como el ÒposteriorÓ de la producci—n capitalista se pueden desplegar. El ÒafueraÓ en el que estoy pensando es diferente de aquello que es imaginado simplemente como Òanterior o posterior al capitalÓ en la prosa historicista. El ÒafueraÓ en el que estoy pensando, siguiendo a Derrida, es anexo a la categor’a misma de ÒcapitalÓ, algo que cruza una zona lim’trofe de temporalidad, que conforma el c—digo temporal dentro del cual el ÒcapitalÓ se desarrolla violando incluso dicho c—digo, algo que somos capaces de ver s—lo porque pensamos / teorizamos el capital, pero que siempre nos recuerda que otras temporalidades, otros mundos de sentido, coexisten y son posibles [É] Los estudios subalternos, como los concibo, s—lo pueden situarse a s’ mismos te—ricamente en la coyuntura donde ya no tenemos ni a Marx ni a la ÒdiferenciaÓ, porque, como he dicho, la resistencia de la que estos estudios hablan es algo que puede ocurrir s—lo dentro del horizonte de tiempo del capital y, a pesar de ello, tiene que ser pensada como algo que interrumpe la unidad de ese tiempo45. Lo que el concepto de gobernabilidad expresa es la inconmensurabilidad entre lo que Chakrabarty llama la "heterogeneidad radical" de lo subalterno y la "raz—n del Estado moderno". La ingobernabilidad, por lo tanto, es el espacio de resistencia, antagonismo e insurgencia dentro de la globalizaci—n. Pero, como tal, la ingobernabilidad designa el fracaso de la misma pol’tica.
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Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference (Princeton: Princeton University Press, 2000), 95. 85
En los Cuadernos de la c‡rcel, Gramsci escribe: "Las clases subalternas, por definici—n, no est‡n unificadas y no pueden estarlo hasta que sean capaces de devenir un EstadoÓ. Estas oraciones intentan describir el proyecto del comunismo, ya que, para Gramsci, la funci—n del partido es permitir que lo subalterno acceda al poder. Podr’amos formular el problema de la siguiente manera: si para ganar la hegemon’a sobre el Estado y los aparatos ideol—gicos, lo subalterno tiene que transformarse esencialmente en lo que actualmente es hegem—nico -es decir, la cultura moderna burguesa-, entonces la clase dominante continuar‡ ganando, aun en el caso de ser derrotada. Esta paradoja define la crisis del proyecto del comunismo en este siglo. Los estudios subalternos nacen vivencialmente de esa crisis. Como se sabe, se ha definido la crisis del comunismo como una especie de oposici—n entre el partido-Estado y sociedad civil. Pero lo subalterno tampoco es conmensurable con lo que normalmente se entiende por sociedad civil; es decir, la Òburgerlich GesellschaftÓ de Hegel. Esto es as’ porque la construcci—n de la sociedad civil est‡ tambiŽn conectada a una narrativa de ÒdesarrolloÓ y modernidad que, a causa de sus requisitos culturales y sociales, la alfabetizaci—n, la educaci—n formal, la familia nuclear, la propiedad privada, excluye a amplios sectores de la poblaci—n de la ciudadan’a o limita su acceso a ella. Esa exclusi—n o limitaci—n que tambiŽn opera dentro de la sociedad civil es lo que constituye lo subalterno. En la imagen producida por el trabajo historiogr‡fico de Subaltern Studies, lo subalterno es precisamente lo que "interrumpe" la narrativa paradigm‡ticamente moderna de la transici—n del feudalismo al capitalismo, y de las etapas del capitalismo mercantil, competitivo, de monopolio, imperialista, global. Esa narrativa involucra centralmente, ya desde Maquiavello, la categor’a de pueblo y la capacidad del Estado-naci—n de integrar al pueblo en su propia modernidad. Ahora bien, el pueblo designa una colectividad heterogŽnea: obreros, juventud, mujeres, campesinos, intelectuales progresistas o no. Lo que constituye lo nacional-popular para Gramsci, es la identidad a construir, por as’ decirlo, entre el pueblo y las formas del Estado-naci—n. Pero la apelaci—n a una identidad compartida en el discurso de la naci—n, estabiliza la categor’a del pueblo alrededor de una identidad de colores, intereses, tareas, sacrificios, destinos compartidos. Sutura las
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diferencias o discontinuidades del pueblo. Es precisamente en esas discontinuidades que lo subalterno aparece. Lo que est‡ en juego en el modelo de los estudios subalternos, es una acepci—n de lo subalterno como sujeto que no es totalizable como el pueblo en el sentido homogeneizante que Žste ha tenido en el discurso de la naci—n, ni tampoco como el ciudadano de la racionalidad comunicativa de Habermas. Desde este punto de vista, la hegemon’a en s’ funciona como una especie de pantalla en que las clases y grupos dominantes proyectan su ansiedad de ser desplazados en su poder y privilegio relativo, por un sujeto popular multiforme, un sujeto que el te—rico italiano Paolo Virno designa como Òla multitudÓ. La ecuaci—n de sociedad civil, cultura letrada y hegemon’a en Gramsci, oculta el hecho de que la subalternidad se dirige necesariamente contra lo que se entiende por cultura y valores culturales por los grupos dominantes Esa ecuaci—n corresponde a una Žpica de la modernidad en la cual la ciudadan’a y la autoridad no pueden ser separadas de la alfabetizaci—n y la educaci—n. Por el contrario -y este es el gran tema de los estudios culturales con el advenimiento de la cultura audiovisual de masas- esta ecuaci—n comienza a perder en gran parte su fuerza. No se trata aqu’ Ðpara volver a lo que dice Chakrabarty- de idealizar la tradici—n o el folklore, o incluso, la industria cultural en una especie de "macondismo" u orientalizaci—n de lo latinoamericano. Lo subalterno no tiene m‡s razones para celebrar la tradici—n que la modernidad, porque ambas dimensiones pueden ser (o no) las condiciones de su subordinaci—n. Es un sujeto que a la vez no tiene nada en comœn con un pasado feudal-olig‡rquico, pero que a la vez resiste ser incorporado en las disciplinas normativas de la modernidad. Propongo renombrar a lo que Chakrabarty llama la "heterogeneidad radical" de lo subalterno, una heterogeneidad que representa diferentes l—gicas de lo social y diferentes maneras de experimentar y conceptualizar a la historia dentro de una misma formaci—n social o Estado nacional como multiculturalismo. Para un pœblico latinoamericano, el tŽrmino tendr‡ la desventaja evidente de estar asociado con ciertas preocupaciones norteamericanas, de all’ representar la intromisi—n de una agenda ajena a sus realidades. Es 87
m‡s, la idea de multiculturalismo puede aparecer, a primera vista, como congruente con la hegemon’a del neoliberalismo. En la f—rmula de iek, Òel multiculturalismo es la forma ideal del capital globalÓ. Esto es as’ porque en su forma actual, el capital puede prescindir de la unidad soberana y de la territorialidad culturalmente homogŽnea de la naci—n. En esta paradoja est‡ impl’cito el reto ideol—gico m‡s profundo que el neoliberalismo ofrece a la izquierda. Precisamente porque, en principio, la doctrina neoliberal no presupone ninguna jerarqu’a de valor a priori, aparte de la funci—n del mercado y del market choice en tanto que tal. Entonces, si el market choice es un acto esencialmente racional (de acuerdo con el fin de maximizar beneficios y minimizar costos), y adem‡s, ÒlibreÓ en un sentido formal (es decir, no sujeta a una normatividad ajena al sujeto), entonces la racionalidad comunicativa de Habermas ya est‡ impl’cita, en cierto sentido, en la generalizaci—n de las relaciones de mercado y la democracia parlamentaria, y estamos de hecho, como opinaba Fukuyama, en el fin de la historia. Pero, Àser’a posible derivar del principio del multiculturalismo una alternativa m‡s radical, ya que lo que designa es, en esencia, lo subalterno, y lo subalterno -otra vez recordando la definici—n de Guha: "un nombre para designar el atributo general de subordinaci—n, ya sea en tŽrminos de clase, casta, edad, gŽnero y oficio, o en cualquier otra formaÓ-, es una forma de negatividad concreta: es decir, las desigualdades, diferencias y antagonismos producidos o reproducidos por la historia misma de la modernidad capitalista? En general, la respuesta de la izquierda ortodoxa a esta pregunta ha sido negativa. El multiculturalismo implica, en mayor o menor grado, un principio de relativismo cultural y epistemol—gico. La izquierda, por el contrario, ha preferido refugiarse en la idea del socialismo como una forma de racionalidad cr’tica-cient’fica moderna, pero opuesta al mismo tiempo a la Òraz—n instrumentalÓ del mercado y del Estado burguŽs, y a las enajenaciones de la industria cultural capitalista, representadas sobre todo en el consumo. Perm’tanme una obervaci—n r‡pida sobre los estudios culturales: En la contienda entre la cr’tica negativa adorniana practicada por ejemplo por Beatriz Sarlo, a la sociedad de consumo globalizada y el "neopopulismo" que celebra lo popular en los estudios culturales, no hay tanta distancia como parece a primera vista. El proyecto de los estudios 88
culturales no rompe con los valores de la modernidad. Los "tiempos mixtos" de Garc’a Canclini se resuelven en el presente ca—tico y din‡mico de la gran megal—polis capitalista, y los nuevos flujos demogr‡ficos y culturales que Žsta posibilita. El proceso de hibridaci—n reproduce -pero ya a nivel de las culturas populares o de masa, y en un registro post o para nacional-, la teleolog’a moderna expresada anteriormente en la idea de mestizaje o de transculturaci—n. Pero, si pasamos de la l—gica de la hibridez o la transculturaci—n a una l—gica de diferencias que no se resuelven en un proceso teleol—gico de formaci—n de una cultura "nacional" o regional, surge entonces otra pregunta: ÀNo es por definici—n la articulaci—n de las ÔdiferenciasÕ en s’ una limitaci—n a la posibilidad de formar un bloque hist—rico potencialmente hegem—nico, ya que esta posibilidad requiere la articulaci—n de una Òvoluntad colectivaÓ -el concepto es de Gramsci - mientras que la pol’tica de identidades o intereses particulares de los nuevos movimientos sociales conduce precisamente a una especie de serializaci—n del espacio social? ÀC—mo hacer del subalterno, que implica una representaci—n heter—clita de lo social, la base para un nuevo bloque hist—rico? Segœn un conocido argumento de Laclau y Mouffe (en Hegemon’a y estrategia socialista ), en la medida en que las identidades multiculturales encuentran en s’ mismas el principio de su propia racionalidad, sin tener que buscar Žsta en un principio trascendente o universal que garantice su legitimidad ontol—gica o hist—rica, Žstas identidades ser‡n capaces de producir una posici—n de sujeto Òdemocr‡ticaÓ. Es decir, el multiculturalismo se conforma con la utop’a neoliberal de una interacci—n de sujetos aut—nomos plurales, gobernados en œltima instancia s—lo por las reglas del juego democr‡tico y del mercado. Es m‡s: las demandas multiculturales expresan el deseo y la posibilidad de la integraci—n de sectores relativamente privilegiados dentro de grupos anteriormente subalternos al Estado y al mercado capitalista46. Pero, si estas demandas no son s—lo por la igualdad o representaci—n formal, sino por la igualdad cultural, econ—mica, c’vica y epistemol—gica, a la vez, entonces la l—gica multicultural de las pol’ticas de identidad sobrepasa la posibilidad de ser contendida dentro de la hegemon’a neoliberal, y conduce hacia lo que Laclau y Mouffe llaman una posici—n de sujeto "popular" Ðes decir, capaz de dividir el espacio pol’tico en 46
Es sabido que Foucault designa a esta manera de categorizar a las poblaciones como "biopoder". 89
dos campos opuestos: el campo de un "bloque popular" y el campo de la elite o "bloque de poder". Esto se debe a la autoconstitutividad de cada una de las identidades diferenciales que es, a la vez, el resultado de un desplazamiento del "imaginario igualitario" compartido Ð un imaginario que nace de las desigualdades (econ—micas, etno-raciales, de gŽnero, de cultura, etc.) producidas por la modernidad. Es el juego de esas desigualdades el que articula el concepto de lo subalterno. En su concepto de Òimaginario igualitarioÓ Laclau y Mouffe aluden al argumento del fil—sofo canadiense Charles Taylor de que el multiculturalismo implica una Òpresunci—n de valor igualÓ que se traduce socialmente en una demanda de ÒreconocimientoÓ cultural47. En una discusi—n reciente, Homi Bhabha se–ala que, para Taylor, esta presunci—n Òno deriva del lenguaje universal de valor cultural [...] porque se enfoca exclusivamente en el reconocimiento de lo excluidoÓ. En otras palabras, la presunci—n no depende de un principio valorativo Žtico o epistemol—gico que existe anterior a la demanda de reconocimiento cultural en s’ misma. M‡s bien, la demanda segœn
Taylor pone en marcha un Òjuicio procesalÓ ( processual judgement) que involucra la necesidad de ÒnegociarÓ diferencias de valor para llegar a una nueva "fusi—n del horizonte" ( fusion of horizon) que no estaba presente antes de la demanda. Pero estas ideas de processual judgement y fusion of horizon sugieren en el argumento de Taylor, un proceso de transculturaci—n dial—gica que parece negar la fuerza de la otredad que se trata en principio de ÒnegociarÓ (entre otras cosas, porque esa otredad no est‡ obligada de antemano a expresarse necesariamente en una teleolog’a de transculturaci—n o hibridaci—n). Se–ala Bhabha, Ò(L)o que Taylor encuentra particularmente inaceptable en la presunci—n de valor igual es la extensi—n de derechos civiles al dominio de juicio culturalÓ (449). Pero su soluci—n, Òtrabajar a travŽs de la diferencia cultural para ser transformado por el otroÓ, continœa Bhabha: [N]o est‡ tan claramente abierta al otro como suena. Esto es porque la posibilidad de una "fusi—n de horizonte" de valores -el nuevo patr—n de juicio- no es tan nuevo; 47
Charles Taylor, "The Politics of Recognition", en Multiculturalism , ed. Amy Gutman (Princeton NJ: Princeton University Press, 1994). 90
est‡ fundada sobre la noci—n del sujeto dial—gico de la cultura que ten’amos precisamente en el comienzo del argumento. Ese patr—n no ha cambiado [...] Hay (en
Taylor) una presunci—n de reconocimiento dial—gico como forma de reciprocidad social y ps’quica que hace de la fusi—n de horizontes una norma de valor o entereza cultural esencialmente consensual y homogeneizante, basada en la idea de que la diferencia cultural es fundamentalmente sincr—nica 48. Bhabha quiere enfatizar aqu’ que no puede ser un principio abstracto, Žtico o epistemol—gico, de reciprocidad o "reconocimiento", es decir, un principio particular al supuesto universalismo de la moderna cultura liberal occidental, el que dinamice la Òpresunci—n de igualdad de valorÓ; se trata m‡s bien del car‡cter hist—ricamente espec’fico de las relaciones de subalternidad, marginaci—n y explotaci—n producidas por la hegemon’a de esa misma cultura. Para Taylor, cito a Bhabha de nuevo, Òla diferencia est‡ constituida y totalizada dentro de cada culturaÓ, de all’ que el di‡logo multicultural Òinvolucre dos sujetos culturales unitarios (individuos o colectivos)Ó. Pero el problema de lo que Bhabha llama Òel sujeto minoritarioÓ (aunque debe estar claro que esta hablando de la inmensa mayor’a de la humanidad) no es Òla cuesti—n de la reciprocidad, la relaci—n de los dos, sino la problem‡tica de la proximidad [...] El sujeto subalterno, por contraste, producido por la proximidad de diferencias (en vez de su reciprocidad) emerge de una historia de pr‡cticas discriminatorias y excluyentes sin la temporalidad neutra que el dialogismo necesita para un reconocimiento exitosoÓ (450). Taylor representa para Bhabha la reducci—n de las energ’as subversivas generadas por el multiculturalismo a la l—gica de lo que en los Estados Unidos solemos llamar liberal multiculturalism (cuando no corporate multiculturalism). Pero Bhabha se–ala tambiŽn el
peligro de que una pol’tica de identidad que no depende de la Òfusi—n de horizontesÓ pueda quedar atrapada en una articulaci—n defensiva, r’gida de dolor y resentimiento, no s—lo Òincapaz de participar en una pol’tica transformativa, colectiva, sino, en cierto sentido,
48
Homi Bhabha, "Editor's Introduction", Front Lines / Border Posts, nœmero especial de Critical Inquiry 23/3, 449, 450. 91
coludida con sus propias condiciones sociales de producci—n y reproducci—n como sujeto subalterno minoritarioÓ (452). Mi argumento, en cambio, es que se puede derivar la posici—n de sujeto colectivo necesaria para la articulaci—n de un nuevo bloque hist—rico desde el principio de la diferencia subalterna. Como se–alan Laclau y Mouffe, la posibilidad de sobrepasar los l’mites de la actual hegemon’a burguesa ser’a, en un sentido primario, nada m‡s que la lucha por lo que llaman la Òautonomizaci—n m‡xima de esferasÓ sociales de acuerdo con la generalizaci—n de una l—gica igualitaria. Pero esto ocurre precisamente cuando se presiona desde dentro de las diversas formaciones culturales y pol’ticas de identidad para llegar al extremo de sus demandas; es decir, a un extremo en que estas demandas (por ÒreconocimientoÓ, derechos, igualdad formal, autonom’a territorial, ÔbiÕ o ÔmultiÕ lingŸismo, etc.) ya no pueden ser contendidas dentro de las formas legales y los aparatos ideol—gicos del Estado actual, y la l—gica econ—mica impuesta por la ley capitalista del valor. Esta ecuaci—n entre lo popular y lo heterogŽneo no implica, por lo tanto, generalizar el principio del multiculturalismo a todo el espacio social, como ocurre en la celebraci—n del poder de gesti—n de la sociedad civil en los estudios culturales. Si la posici—n de sujeto popular es precisamente la expresi—n pol’tica-cultural de un principio de igualdad impl’cito en la heterogeneidad multicultural, entonces no puede incluir dentro de si la ÒdiferenciaÓ representada por el bloque de poder. El car‡cter multicultural de lo popular tiene que ser articulado contra algo que Žste no es; es lo que Laclau designa como su Òafuera constitutivoÓ. En las condiciones de la globalizaci—n y de las hegemon’as locales de elites burguesas, este Òafuera constitutivoÓ tiene que ser la l—gica de aculturaci—n o transculturaci—n asociada con la modernidad burguesa. Es decir, se trata de una articulaci—n del valor del modo de producci—n capitalista, vista ahora como incompatible en œltima instancia con las demandas tanto de las clases populares como de las identidades subalternas o multiculturales que cruzan esas clases, para alcanzar una condici—n de igualdad social y democratizaci—n m‡xima en todas las esferas. En otras palabras, la unidad de los elementos del ÒpuebloÓ dependen de un reconocimiento de la inconmensurabilidad o del car‡cter heterogŽneo de esos elementos y, por lo tanto, de la proliferaci—n de Òcontradicciones en el seno del puebloÓ, como valores 92
positivos en vez de ÒproblemasÓ (de desarrollo, de falta de educaci—n o normatividad socialista). Lo que define hoy esta renovada posibilidad del ÒpuebloÓ como sujeto hegem—nico no es, por tanto, la noci—n jacobina-nacionalista del pueblo como sujeto idŽntico a s’ mismo Ðnoci—n que hace del pueblo esencialmente el sujeto predilecto del Estado moderno- sino precisamente la articulaci—n del pueblo como un sujeto internamente fisurado y heterogŽneo49. Un proyecto renovado de la izquierda para Òcambiar la vidaÓ ser’a la expresi—n pol’tica-cultural de este reconocimiento de la heterogeneidad e inconmensurabilidad de lo social, sin sentir la necesidad de resolver las diferencias en una l—gica unitaria o transculturadora de modernizaci—n. En otras palabras, hemos pasado de la ut—pia a la heterot—pia. Algunas observaciones finales: 1) Como hemos visto, para Laclau y Mouffe, las pol’ticas de identidad multicutural pueden apuntar, a la vez, hacia una posici—n de sujeto democr‡tico compatible con la hegemon’a neoliberal, o hacia la posici—n del polo popular en un nuevo bloque hist—rico potencialmente hegem—nico. Pero, lo que es evidente es que lo que prima en ambas alternativas es la misma l—gica sociocultural (de subalternidad, explotaci—n, exclusi—n, discriminaci—n, falta de igualdad). Esta coincidencia sugiere la posibilidad de una convergencia entre las formas m‡s avanzadas del liberalismo, incluyendo lo que llamamos en Estados Unidos "rights talk" (discurso de o sobre los derechos) Ðcomo por ejemplo, el feminismo, el movimiento gay, el ecologismo, los movimientos en favor de derechos humanosÐ y la posibilidad de recomenzar o reanimar el proyecto de la izquierda. Se trata de una convergencia que sobrepasar’a en sus demandas e interpelaciones los l’mites inherentes a los gobiernos de centro-izquierda social-dem—cratas. 2) Si en un registro "post" se ha insistido mucho en la sobredeterminaci—n de la identidad de clase por otras identidades y l—gicas de lo social, tambiŽn hay que reconocer que esas 49
Este sentido de ÒpuebloÓ est‡ cercano a lo que Lyotrad entiende por Òlo paganoÓ o Palo Virno por Òla multitudÓ, es decir, un sujeto social colectivo, pero heterot—pico y no totalizable en una identidad. 93
identidades a su vez est‡n sobredeterminadas por las relaciones de clase. Si el multiculturalismo es s—lo una manera de producir un nuevo yuppie Žtnico o femenino (o gay) Ðlo que en Miami se suele llamar un yuca (the young upwardly mobile Cuban American)entonces no hemos avanzado mucho. M‡s bien le hacemos el juego al sistema. Pero la inmensa mayor’a de los sujetos vinculados con pol’ticas de identidad (las mujeres, los gay, los ind’genas y mestizos, los negros, lo inmigrantes recientes, la gente iletrada, etc.) coinciden con la clase obrera. ÀPor quŽ contraponer pol’ticas de clase a pol’ticas de diferencias, entonces? Especialmente si se reconoce que la clase es, tambiŽn, a nivel de lo pol’tico-cultural (es decir, como clase para s’) una forma de identidad. 3) Muchos pensadores de izquierda argumentan la Òincompatibilidad sistem‡ticaÓ (la frase es de Fredric Jameson) entre el principio del mercado y el socialismo, haciendo referencia a las enormes consecuencias destructivas Ðtanto en lo cultural / ideol—gico como en lo econ—mico- de la reintroducci—n descontrolada de relaciones de mercado capitalistas en las sociedades post-comunistas. Pero, la relaci—n entre el principio del mercado y la democracia formal, en el pensamiento neoliberal, no implica necesariamente una identificaci—n absoluta entre el mercado y el capitalismo, o entre el principio del mercado como tal con el "mercado libre" creado por el capitalismo hist—rico. Esa identificaci—n depende m‡s bien de la funci—n ideol—gica del neoliberalismo de asegurar la hegemon’a del capital global. Pero, el mercado no es una instituci—n social exclusiva del capitalismo, ni es la existencia de relaciones de mercado como tal lo que define al capitalismo como modo de producci—n; puede haber modos de producci—n Ðcomo el sistema generalizado de producci—n de peque–a mercanc’a- que dependen del mercado, pero que no son capitalistas; viceversa, puede haber modos de producci—n basados en relaciones de producci—n explotadoras que no dependen del mercado -por ejemplo, el feudalismo. El problema entonces no es en s’ el ÒmercadoÓ versus la Òplanificaci—nÓ, o la Òsociedad civilÓ versus el ÒEstadoÓ, sino que la hegemon’a se ejerce tanto en el Estado como en la econom’a o en las instituciones de la sociedad civil: es decir, se trata en œltima instancia de un problema pol’tico y cultural m‡s que puramente econ—mico. 4) El espacio geopol’tico de la modernidad est‡ formado por el Estado nacional. Como se sabe, la globalizaci—n implica una superaci—n o Aufhebung relativa del Estado nacional. 94
Como hemos visto, una de los temas m‡s urgentes de los estudios subalternos es la inconmensurabilidad entre la heterogeneidad radical de la sociedad y la forma y la raz—n del Estado nacional moderno. Parece haber, en este sentido, una especie de convergencia parad—jica entre la globalizaci—n y el supuesto radicalismo te—rico de los estudios subalternos. Sin embargo, el espacio de la hegemon’a -su territorialidad- es todav’a nacional (y, viceversa, en cierto sentido la naci—n es, como Gramsci vio, un efecto de la hegemon’a). En lugar de abandonar la idea de la naci—n moderna exclusivamente a un registro postnacional, como sugieren algunos pensadores del subalternismo (pienso en Gayatri Spivak o Hardt y Negri, por ejemplo), es necesario desarrollar desde el multiculturalismo y la(s) cultura(s) popular(es) reveladas por los estudios culturales un nuevo imaginario del Estado nacional y de su relaci—n con nuevas formas de territorialidad supra o sub nacionales 50, desde el multiculturalismo y los estudios culturales, porque este imaginario no puede ser simplemente una mera reafirmaci—n de la naci—n hist—rica, ya que la naci—n hist—rica -y sus instituciones, como el canon de la literatura nacional- son inconmensurables con las clases y grupos sociales subalternos que pretende representar dentro de su territorialidad. Pero, Àpuede existir, de hecho, una forma de territorialidad ÒnacionalÓ que incluya un orden heter—clito ? 5) La secularizaci—n como valor, y las formas de una cultura propiamente secular (la ciencia, la literatura y el arte moderno, la historia y las ciencias sociales, el lenguaje de los derechos civiles, etc.) son, como los ideales de democracia e igualdad social, productos de la modernidad, y est‡n, hasta cierto punto, interrelacionadas con esos ideales. Pero el objeto de una sociedad igualitaria y democr‡tica no deber’a ser la secularizaci—n en s’ (una meta adem‡s imposible de conseguir), o el dominio de la ciencia o de los ÒexpertosÓ (que, en las condiciones actuales, equivaldr’a a propugnar el dominio de las grandes multinacionales que han monopolizado o est‡n en proceso de monopolizar la tecnolog’a y la inform‡tica). Por otro lado, surge el problema de la persistencia de lo subalterno, es decir, lo subalterno de lo subalterno, que persiste dentro de las clases populares: por ejemplo, el antisemitismo o el prejuicio contra el inmigrante. La posibilidad radical del multiculturalismo reside 50
Un ejemplo de esto es la idea de borderlands, o territorialidad fronteriza, familiar en las obras de escritoras latinas en Estados Unidos: por ejemplo, Dreaming in Cuban de Cristina Garc’a, How the Garc’a Grils Lost their Accents de Julia çlvarez, Translated Woman de Ruth Behar, o Borderlands/La frontera de Gloria Anzaldœa. 95
estrictamente en una insistencia constitutiva en la igualdad social. Pero (para recordar el argumento de Bhabha mencionado antes), esta insistencia no depende simplemente de un ÒprincipioÓ Žtico-filos—fico de igualdad. Cualquier relaci—n de subordinaci—n o desigualdad social concreta produce su contrario: una negaci—n de la autoridad cultural de la posici—n dominante. Es esa Ònegaci—nÓ la que crea, en primer lugar, una identidad subalterna, y es la que le confiere a esa identidad un poder de gesti—n. Podr’a referir aqu’ la idea maestra de Òlas contradicciones en el seno del puebloÓ. Por razones evidentes, el proyecto de reanimar o reimaginar la izquierda tendr‡ que ser, por el momento, m‡s un proyecto en el campo de la cultura que en la pol’tica o en la econom’a. Pero, Òla condici—n postmodernaÓ tambiŽn implica un cambio en el lugar de la cultura, y la necesidad de lo que Jameson llama Ònuevas formas de mapas cognitivosÓ (cognitive mapping ). Esto abre el tema del lugar estratŽgico de los estudios culturales en la reformulaci—n del proyecto de la izquierda, tema que pretendo abarcar en nuestra discusi—n. Por el momento, sin embargo, quiz‡ conviene notar que este cambio en el lugar de la cultura dentro de la globalizaci—n tambiŽn marca un l’mite, un l’mite que afecta directamente nuestro trabajo intelectual. En un proceso de articulaci—n hegem—nica, no est‡ clausurado el horizonte constituido por los objetivos, intereses, valores y demandas de los agentes sociales involucrados, porque la posibilidad de la hegemon’a, por definici—n, modifica o invierte la estructura de subordinaci—n que defini— su identidad como subalterna, en primer lugar. Pero si lo subalterno se transforma en el Estado Ðpara recordar la formulaci—n de Gramsci-, entonces no es s—lo lo subalterno, sino tambiŽn el Estado y los aparatos ideol—gicos (entre ellos, principalmente, la educaci—n) los que tendr‡n que transformarse. La necesidad de esa transformaci—n es lo designado por el concepto de revoluci—n cultural. En los a–os 60s, se imaginaba la liberaci—n social como una democratizaci—n de la universidad. La posibilidad de la renovaci—n del proyecto de la izquierda hoy no puede fundarse en una creencia similar en la funci—n redentora de la educaci—n Ðuna creencia sui generis, moderna y sarmientina-. M‡s bien, implicar’a un cuestionamiento radical de la
funci—n de la universidad y de nuestra propia complicidad como intelectuales en producir y reproducir relaciones de desigualdad social y cultural. En este sentido, la tarea de los 96
estudios subalternos en la coyuntura actual es, en parte, constituirse como una especie de cr’tica de la raz—n acadŽmica, aunque sea desde la academia.
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IV. - El giro neoconservador en la cr’tica literaria y cultural latinoamericana
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Este ensayo sostiene que en la actualidad se est‡ produciendo un giro neoconservador en la cr’tica literaria y cultural latinoamericana. Este giro es doblemente parad—jico: primero, porque ocurre en el contexto del reciente re-surgimiento de la o las izquierda/s latinoamericana/s como fuerza pol’tica; segundo, porque se manifiesta principalmente desde la izquierda. Esto œltimo no es de ninguna manera una novedad, sin embargo; casos similares fueron los de Borges y Octavio Paz, por ejemplo. Hacia el final de este ensayo volverŽ al tema de Borges y su rol dentro del latinoamericanismo. En lo que sigue, considerarŽ tres textos que representan este giro neoconservador. El primero es el libro La articulaci—n de las diferencias del escritor guatemalteco Mario Roberto Morales. El segundo es un ensayo de Mabel Mora–a, ÒBorges y yo. Primera reflexi—n sobre ÔEl etn—grafoÕÓ. El tercero, que tratarŽ m‡s en detalle, es un libro relativamente reciente sobre testimonio de Beatriz Sarlo, Tiempo pasado51. En tŽrminos generales Ðy por supuesto esto es una generalizaci—n excesivaÑ han existido dos grandes tendencias innovadoras en la cr’tica literaria latinoamericana desde principios de la dŽcada de los 80. Una puede ser definida como la Òcr’tica socialÓ o, aunque no es exactamente la misma cosa, la Òhistoria socialÓ de la literatura 51
Mario Roberto Morales, La articulaci—n de las diferencias, o el s’ndrome de Maximon. Los discursos literarios y pol’ticos del debate interŽtnico en Guatemala (Guatemala: FLACSO, 1998; segunda edici—n, Guatemala: Consucultura, 2002). Mabel Mora–a, ÒBorges y yo. Primera reflexi—n sobre ÔEl etn—grafoÕÓ, publicado inicialmente en Heterotop’as. Narrativas de identidad y alteridad latinoamericana, Carlos J‡uregui y Juan Pablo Dabove eds. (Pittsburgh: IILI, 2003). Cito aqu’ la versi—n en: Mabel Mora–a, Cr’tica impura ( Madrid: Iberoamericana-Vervuert, 2004): 103-122. Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo (Buenos Aires: Siglo XXI, 2005). La colecci—n editada por Emil Volek, Latin America Writes Back: Postmodernity in the Periphery (Nueva York y Londres: Routledge, 2002) reœne unos cuantos ensayos que tambiŽn manifiestan aspectos de lo que yo llamo el giro neoconservador. 98
latinoamericana, que se mueve paralela o a la saga de la obra de çngel Rama, y en particular de su libro p—stumo La ciudad letrada (1984). Esta tendencia se asociaba pol’tica e ideol—gicamente con la izquierda. La segunda tendencia involucra la injerencia de la teor’a francesa, especialmente Barthes, Foucault y Derrida (y a veces Lacan y el feminismo francŽs), dentro de un modelo filol—gico que es un antecedente de los estudios literarios latinoamericanos. Esta tendencia est‡ representada, predominantemente aunque no exclusivamente, por Roberto Gonz‡lez Echevarr’a y sus disc’pulos en la academia norteamericana, y por colegas latinoamericanos que piensan de maneras similares. Aunque, como se ha dicho, esta segunda tendencia es profundamente dependiente de la deconstrucci—n y el post-estructuralismo, tiende a distanciarse de las inflexiones pol’ticas izquierdistas de la teor’a francesa. Generalmente, su propia posici—n pol’tica es o antiizquierdista o escŽptica de los postulados de la izquierda. De figuras como Josefina Ludmer, Silvia Molloy, Nelly Richard, Julio Ramos, Mary Louise Pratt, o Alberto Moreiras que utilizan las herramientas de la deconstrucci—n y la genealog’a, pero con una agenda progresista y/o feminista, puede decirse que representan una posici—n intermediaria entre esas dos tendencias (hay tambiŽn una deuda profunda, aunque no reconocida, a Foucault en La ciudad letrada). En la dŽcada de los 90 surge una tercera tendencia representada por la articulaci—n latinoamericana de los estudios culturales y luego de los estudios postcoloniales. Lo que llamo el giro neoconservador surge, primordialmente, como una reacci—n a esta tercera tendencia por parte de cr’ticos que, en gran parte, estaban asociados con la primera de ellas, es decir, la Òcr’tica socialÓ de la literatura. Me disculpo desde ya si parezco estar machacando lo obvio, pero pienso que antes de continuar ser’a œtil distinguir entre neoconservadurismo y neoliberalismo, dado que estas posiciones a menudo se desdibujan en formas concretas de hegemon’a reaccionaria, tal como el rŽgimen de Bush en los Estados Unidos, o el gobierno actual del PAN en MŽxico. Los neoliberales creen en la eficacia del mercado libre y en un modelo utilitario y racional de agencia humana, basado en la maximizaci—n de la ganancia y la minimizaci—n de la pŽrdida a travŽs del mercado. En principio, el neoliberalismo no propone otra jerarqu’a de valor a priori m‡s que el principio del deseo del consumidor y la efectividad 99
del mercado libre y la democracia formal, como mecanismos para ejercitar la libertad de elecci—n. Desde esta perspectiva, da lo mismo si uno prefiere la cultura popular a la alta cultura, la salsa a Schoenberg (hago alusi—n a la famosa comparaci—n entre Stravinsky y Schoenberg que hace Teodoro Adorno en su libro La filosof’a de la mœsica moderna). Esta desjerarquizaci—n impl’cita en la teor’a y la pol’tica neoliberal entra–a un fuerte desaf’o a la autoridad de las Žlites intelectuales para determinar los est‡ndares de valor cultural. Por el contrario, los neoconservadores s’ creen en la existencia de una jerarqu’a de valor imbuida en la civilizaci—n occidental y en las disciplinas acadŽmicas Ðuna jerarqu’a vinculada esencialmente al paradigma de la Ilustraci—n, una jerarqu’a que es importante defender e imponer pedag—gica y cr’ticamente. Esto œltimo requiere de la autoridad y del trabajo del intelectual tradicional (en el sentido que Gramsci le da al concepto), que opera a travŽs de la universidad y el sistema educativo y en el debate de ideas en la esfera pœblica. En casos extremos, como es el caso representado en la academia estadounidense por Leo Strauss y sus disc’pulos, muchos de los cuales han tenido cargos importantes en la administraci—n Bush, algunos intelectuales neoconservadores desconf’an de la capacidad de las masas para elegir y gobernarse eficazmente a s’ mismas. Patrocinan el mantenimiento de una fachada de democracia formal, aunque bajo el gobierno de facto de una Žlite bien entrenada. Los neoconservadores favorecen las humanidades, especialmente la filosof’a y la literatura, mientras que la econom’a es, por contraste, la disciplina modelo para los neoliberales. En este sentido, el texto neoconservador clave es The Cultural Contradictions of Capitalism, escrito por Daniel Bell y publicado a mediados de la dŽcada de los 70 52. En ese
libro, Bell identifica la creciente escisi—n entre el sujeto altamente edipizado y autodisciplinado necesario para la producci—n capitalista, y el sujeto narcisista y hedonista inducido por la cultura de consumo capitalista. Esta escisi—n, que para Bell fue tambiŽn una distinci—n entre reg’menes culturales ÒmodernosÓ y ÒpostmodernosÓ, le permiti— decir, a pesar de su autodefinici—n pol’tica como social dem—crata, que en pol’tica econ—mica Žl era un liberal, pero que en materias culturales era un conservador. Con af‡n ilustrativo, podr’amos decir que en el contexto de los Estados Unidos Milton Friedman era un 52
Daniel Bell, The Cultural Contradictions of Capitalism (New York: Basic Books, 1976).
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neoliberal mientras que Bell era un neoconservador. Extendiendo la distinci—n a un contexto latinoamericano, se podr’a decir que los Vargas Llosa (padre e hijo), o los escritores McOndo antologados por Alberto Fuguet o de la Generaci—n Crack (y en particular Jorge Volpi), o la tendencia en los estudios culturales que pone primordialmente el Žnfasis en el mercado de consumo y en la Òsociedad civil,Ó constituyen una aceptaci—n, impl’cita o explicita, de una posici—n neoliberal. Pero esas tendencias Ñy otras que se relacionan con ellasÑ son algo diferente de lo que yo quiero se–alar aqu’ cuando me refiero a un giro neoconservador. En cierto sentido, el giro neoconservador est‡ dirigido contra estas tendencias de la teor’a y la producci—n cultural, que tend’an a dominar la escena en el periodo anterior. Usando la conocida distinci—n que hace Raymond Williams, podr’amos decir que el neoliberalismo es la tendencia residual y que el neoconservadurismo es, o est‡ tratando de ser, la tendencia emergente en los estudios culturales y literarios en AmŽria Latina. Y surge precisamente en el momento en que el neoliberalismo est‡ perdiendo en alguna medida su hegemon’a como ideolog’a entre ciertos sectores de la burgues’a local y global y de la clase profesional (volverŽ m‡s tarde a este problema)53. Quiero recordar en este contexto, el v’nculo entre la teor’a estŽtica modernista, concretamente aquella desarrollada por Adorno y la Escuela de Frankfurt, y el giro neoconservador en los Estados Unidos a partir de los a–os 70. Si figuras como Herbert Marcuse representaron una articulaci—n de la Òcr’tica culturalÓ de la Escuela de Frankfurt, consonante con el surgimiento de la llamada Nueva Izquierda en la dŽcada de los 60, hay que decir que tambiŽn hubo una elaboraci—n culturalmente m‡s conservadora que se produjo especialmente al interior del grupo conocido como los New York Intellectuals, en 53
La diferencia neoconservador / neoliberal es importante para entender las circunstancias y la naturaleza espec’fica del ÒgiroÓ latinoamericano, claramente anti-neoliberal y anti-postmodernista, pero no es una distinci—n clara o absoluta. El neoconservadurismo es una ideolog’a dirigida especialmente hacia el Estado y los aparatos ideol—gicos del Estado, incluyendo la educaci—n. Pero el neoliberalismo, a pesar de sus pretensiones de ser antiestatal, necesita igualmente del Estado, e incluso, como fue el caso de Chile bajo Pinochet, de un Estado Òfuerte,Ó aunque sea para imponer las pol’ticas de privatizaci—n y los ajustes estructurales sobre una poblaci—n, a menudo reticente, y para proteger la propiedad privada. Desde un punto de vista conservador o reaccionario, lo ideal ser’a una hegemon’a neoliberal sobre la pol’tica econ—mica, y una hegemon’a neoconservadora, con un fuerte Žnfasis en el nacionalismo cultural, sobre las instituciones culturales, incluyendo el sistema escolar. En este sentido, como en muchos otros, la dictadura de Pinochet ha servido como un modelo para los reg’menes derechistas subsecuentes como los de Thatcher y G. W. Bush. Sobre la relaci—n entre neoliberalismo y neoconservadurismo ver el cap’tulo 3, ÒThe Neoliberal State,Ó en David Harvey A Brief History of Neoliberalism (Oxford y New York: Oxford University Press, 2005).
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general de orientaci—n liberal o socialdem—crata, que se relacion— con algunos de los intelectuales de la Escuela de Frankfurt durante su exilio en los Estados Unidos. Ya hemos emncionado a Daniel Bell, que fue una figura central en este grupo. Algunas de las manifestaciones m‡s tempranas de neoconservadurismo en los Estados Unidos aparecen en la dŽcada de los 70, en la obra de cr’ticos de arte como Clement Greenburg o Hilton Kramer, como una reacci—n contra el radicalismo de la contra-cultura o el arte Pop de los a–os 60, y como una defensa del modernismo estŽtico 54. Sugiero que esta inesperada conexi—n entre la Escuela de Frankfurt y el neoconservadurismo guarda tambiŽn relaci—n con el ÒgiroÓ latinoamericano, especialmente en el caso de Sarlo. Para Adorno, el cultivo por Schoenberg de la disonancia y el mŽtodo de composici—n de 12 tonos representaba, as’ como Kafka o Beckett en literatura, la fuerza de un modernismo estŽtico capaz de derribar, as’ sea por un momento, la cultura capitalista dominante, asentada en el fetichismo de la mercanc’a y el consumismo. Por el contrario, Stravinsky fue lo que Fredric Jameson llamar’a m‡s tarde en su conocido ensayo sobre el postmodernismo, un ÒpasticheÓ deshistorizado (de hecho, si volvemos a la lectura que hace Adorno de Stravinsky encontraremos los fundamentos esenciales de la categor’a de postmodernismo de Jameson). Para Adorno, la fuerza cr’tica anti-hegem—nica de la cultura se sustenta en una noci—n de valor estŽtico que no est‡ sujeta a la elecci—n del consumidor. Es el nexo entre el neoconservadurismo y una posici—n nominal de cr’tica a la sociedad de consumo capitalista, lo que me parece particularmente relevante y problem‡tico en la presente coyuntura. Este nexo permite que el giro neoconservador en AmŽrica Latina pueda presentarse a s’ mismo como una posici—n que viene de la izquierda y que es activa dentro de ella. En los a–os 70, el giro neoconservador en los Estados Unidos dividi— tanto a la Nueva Izquierda como al Partido Dem—crata, inhibiendo as’ la formaci—n de un nuevo bloque hist—rico popular-democr‡tico en la cultura pol’tica norteamericana. En este sentido, allan— el camino para la restauraci—n conservadora de los
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Aunque hubo una fuerte tendencia anti-estalinista, y frecuentemente trotskista, entre el grupo de los Intelectuales de Nueva York, tambiŽn se produjo un desplazamiento hacia una posici—n neoconservadora de algunos personajes asociados al Partido Comunista de los Estados Unidos, como el historiador Eugene Genovese, que compart’a con los intelectuales de Nueva York un disgusto visceral por la Nueva Izquierda y la contra-cultura de los 60.
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80. Si mi diagn—stico de un giro neoconservador en la cr’tica latinoamericana es correcto, mi temor es que actœe tambiŽn como inhibidor o l’mite a los objetivos y posibilidades de la/s izquierda/s latinoamericana/s en el periodo venidero. Pero la pregunta subyacente es sobre la naturaleza de lo que se ha entendido convencionalmente como ÒizquierdaÓ. En otras palabras, lo que hemos entendido convencionalmente como la ÒizquierdaÓ Àsigue siendo la izquierda? Teniendo esto en consideraci—n, quisiera pasar a mis tres ejemplos, empezando con el libro de Mario Roberto Morales, La articulaci—n de las diferencias. Morales centra su an‡lisis en el Òdebate interŽtnicoÓ en el que particip— como columnista del peri—dico guatemalteco Siglo Veintiuno y que se produjo como consecuencia del acuerdo de paz firmado el a–o 1996 entre la guerrilla y el gobierno de Guatemala. Una de las mayores preocupaciones de su libro es la manera en que Rigoberta Menchœ y su famoso testimonio fueron canonizados en la academia estadounidense por acadŽmicos Òpol’ticamente correctosÓ en nombre de lo ÒsubalternoÓ o del multiculturalismo (hasta cierto punto, el argumento de Morales est‡ dirigido, en particular, contra m’; por lo tanto, quiero dejar constancia de haber sido invitado por Morales para prologar La articulaci—n de las diferencias). Morales compart’a esa inquietud con David Stoll, quien se hizo famoso por su
polŽmica sobre la veracidad del relato de Menchœ 55, pero a diferencia de Stoll, que dirig’a su polŽmica hacia una cr’tica de lo que Žl llamaba tendencias ÒpostmodernistasÓ en las ciencias sociales, en la academia estadounidense, Morales estaba m‡s interesado en los efectos que tendr’a la canonizaci—n de Menchœ dentro de Guatemala, la que, tem’a, legitimar’a los discursos emergentes (en los a–os 90) del nacionalismo cultural y las pol’ticas identitarias pan-mayas. La manera en que Morales presenta el problema del nacionalismo cultural maya tiene su origen en una doble crisis que atraviesa a su propia persona: la crisis de la izquierda revolucionaria centroamericana, en la que particip— activamente; y la crisis de un concepto profundamente incrustado en las pr‡cticas culturales de la izquierda latinoamericana de los a–os 60 y 70: la imagen del escritor como una suerte de MoisŽs
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David Stoll, Rigoberta Menchœ and the Story of All Poor Guatemalans (Boulder: Westview, 1999).
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literario, un Òconductor de pueblos,Ó para usar una frase de Hern‡n Vidal56. La idea de una relaci—n sinŽrgica entre literatura y lucha de liberaci—n nacional encontr— su expresi—n quiz‡s m‡s influyente en la noci—n de Òtransculturaci—n narrativaÓ de çngel Rama 57. Aunque la idea de transculturaci—n proviene de la antropolog’a cultural (espec’ficamente de la obra de Fernando Ortiz), para Rama, era algo que suced’a paradigm‡ticamente en la literatura y con consecuencias pol’ticas dirigidas en œltima instancia hacia la creaci—n de un nuevo modelo, m‡s inclusivo, del Estado nacional. La novela del ÒboomÓ latinoamericano, en particular, permiti—, segœn Rama, la representaci—n de una teleolog’a cultural de lo nacional que, pese a no estar eximida de momentos de violencia, conflicto, genocidio, asimilaci—n y / o resistencia tenaz, fue necesaria, en œltima instancia, para la formaci—n de una cultura nacional-popular inclusiva. En cierto sentido, la transculturaci—n estaba destinada a ser el correlato cultural o superestructural del proceso de ÒdesligamientoÓ econ—mico y desarrollo nacional aut—nomo patrocinado por la teor’a de la dependencia. B‡sicamente, Morales revive la idea de Òtransculturaci—n narrativaÓ, pero ahora adecuada al nuevo lenguaje de los estudios culturales y la hibrides Ð La articulaci—n de las diferencias puede ser le’da como una versi—n guatemalteca o ÒglocalÓ de Culturas h’bridas de
NŽstor Garc’a Canclini, aunque con un fuerte Žnfasis en la literatura que lo distinguir’a del mismo Garc’a Canclini. Morales acepta que textos como Me llamo Rigoberta Menchœ y los discursos emergentes de las pol’ticas identitarias mayas tienen su origen en las condiciones de extrema pobreza y opresi—n en una sociedad neo-colonial profundamente racista, y, m‡s directamente, en el as’ llamado ÒHolocausto MayaÓ producido por la campa–a de contrainsurgencia del ejŽrcito de Guatemala en la dŽcada de los 80 58. No obstante, Žl siente que estos discursos tienden a ÒesencializarÓ la identidad ind’gena. M‡s que una autŽntica 56
Como novelista y ensayista en los a–os 70 y 80, Morales se identificaba estrechamente con la izquierda revolucionaria guatemalteca. Su primer libro de cr’tica literaria, La ideolog’a de la lucha armada, fue un estudio de la poes’a pol’tica militante en Centro AmŽrica. TambiŽn escribi— una novela autobiogr‡fica, o lo que Žl llama una Òtestinovela,Ó titulada Los que se fueron por la libre, basada en sus propias experiencias como miembro de un peque–o grupo revolucionario que eventualmente fue expulsado de la UNRG (Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca), la principal organizaci—n coordinadora de la lucha armada en Guatemala. 57 çngel Rama, Transculturaci—n narrativa en AmŽrica Latina (MŽxico: Siglo XXI, 1982). 58 Morales (42) calcula que el nœmero de ind’genas muertos en Guatemala entre los a–os 1982 y 1984 fue entre 100.000 y 150.000, m‡s otro mill—n de desplazados de sus lugares de origen. Otros analistas sugieren la figura de 200.000 muertos.
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democratizaci—n multicultural de la sociedad guatemalteca, Morales cree que lo que en realidad proponen es una negociaci—n entre las Žlites ind’genas, el Estado local, y el sistema global, una negociaci—n mediada por la teolog’a de la liberaci—n, antrop—logos y te—ricos postcoloniales, y las ONGs: ÒNingœn rasgo ut—pico anima la lucha de la subalternidad Žtnica ni en el tercer mundo ni en el primero: se trata de una lucha por insertarse en el sistema establecidoÓ (59). En este sentido, sostiene, tal como lo hiciera Stoll sobre el testimonio de Menchœ, que los discursos de las pol’ticas identitarias mayas no representan adecuadamente, en el sentido doble de hablar sobre (es decir, mimŽticamente) y hablar por (es decir, pol’ticamente), las condiciones de existencia concreta de la poblaci—n ind’gena en sus mœltiples circunstancias, tanto en su relaci—n con el mundo ladino e hispano hablante de la naci—n que la rodea, como con el flujo de productos de la cultura global o transnacional. Morales, en particular, subraya el hecho de que Estuardo Zapeta, uno de los m‡s conocidos exponentes de las pol’ticas identitarias mayas en Guatemala haya tomado abiertamente una posici—n neoliberal en el debate. Contra el marcado binarismo ind’gena / ladino, dominante / subalterno, de la teor’a postcolonial y de las pol’ticas identitarias mayas, Morales aboga por lo que llama un Òmestizaje interculturalÓ, que Žl entiende, muy a la manera de la Òtransculturaci—n narrativaÓ, como un permanente y complejo proceso de expresi—n, negociaci—n e hibridizaci—n de la diferencia cultural, nunca completamente logrado. De hecho, en uno de los cap’tulos mejor logrados de su libro, Morales sostiene que Me llamo Rigoberta Menchœ es un texto tan h’brido o ÒmestizoÓ como las novelas de Miguel çngel Asturias que suelen ser el blanco de los cr’ticos mayas. Lo que le preocupa a Morales cuando ataca las perspectivas de los estudios postcoloniales y el multiculturalismo al estilo estadounidense y su supuesta complicidad con los movimientos sociales y pol’ticas identitarias ind’genas, es la reconstrucci—n de la izquierda guatemalteca despuŽs de su derrota en la lucha armada y los nuevos desaf’os que plantean a la naci—n las pol’ticas econ—micas neoliberales como NAFTA / CAFTA, y la globalizaci—n. La noci—n de un espacio nacional soberano interferido por intereses for‡neos, incluida la Ò political correctness Ó de acadŽmicos estadounidenses y de las ONGs, es una de sus mayores inquietudes. Desde su punto de vista, la emergencia de las pol’ticas
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identitarias ind’genas fragmenta la unidad potencial de la naci—n, que deber’a estar basada en un factor comœn encarnado y simbolizado por el Òmestizaje interculturalÓ. ÒLa negociaci—n interŽtnica es un asunto interno de Guatemala, y por ello es deseable y conveniente que lo resolvamos los guatemaltecos sin acudir a tutelajes paternalistas [É.] El pa’s necesita crearse una ideolog’a nacional lo m‡s integrada posible para enfrentar la globalizaci—n con alguna dignidad. Dejemos ya de atrincherarnos detr‡s de las identidades esencialistas como las de indios y ladinos, ÔmayasÕ y mestizos, y lleguemos a sentirnos todos chapinesÓ (419-20). Ante esto, parecer’a que hubiera muy poco que objetar, sobre todo considerando que Morales deja claro que no usa el concepto de mestizaje en el sentido ÒintegracionistaÓ de Vasconcelos y del latinoamericanismo telœrico previo: sostiene, por el contrario, que Òel mestizaje intercultural no evade las especificidades culturales ni las diferenciasÓ (419). Pero entonces, Àpor quŽ poner la idea de Ònegociaci—n interŽtnicaÓ bajo la rœbrica de ÒmestizajeÓ? ÀEs, como parece sentir Morales, la pol’tica identitaria multicultural un obst‡culo, o m‡s bien una precondici—n para la re-emergencia de la izquierda? Todos hemos llegado a entender las contradicciones y limitaciones de las pol’ticas identitarias en un marco neoliberal que no tiene problemas con mercados Ò nichosÓ ni con la ÒdiferenciaÓ. Y no es necesario decir que toda cultura es, casi por definici—n, h’brida o transculturada. No obstante, pareciera, por lo menos en mi opini—n (aun cuando parte de la fuerza del argumento de Morales es descalificar mi autoridad para hablar al respecto), que un nuevo bloque hist—rico ÒinterŽtnicoÓ articulado desde la izquierda, y con capacidad de luchar por la hegemon’a en un pa’s como Guatemala, no deber’a estar fundado en una idea normativa de ÒmestizajeÓ o hibridaci—n de la diferencia cultural. Al contrario, justamente las diferencias de raza, clase, gŽnero, etnia, idioma (incluida la experiencia concreta de ser mestizo) en una sociedad profundamente desigual, potencian a la izquierda como una fuerza genuinamente representativa y transformadora. Morales parece sentir que el mestizaje es necesario como expresi—n de un suelo comœn Ðlo que Ernesto Laclau llama un Òsignificante vac’oÓÑ porque la naci—n requiere alguna forma de identidad compartida para existir como tal. Pero ese requisito de identidad unitaria fue el dilema que plante— desde el principio la formaci—n de los Estados-naciones postcoloniales en AmŽrica, incluyendo los
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Estados Unidos: los requerimientos de la Òciudadan’aÓ en un Estado particular, no pod’an coincidir con las territorialidades de las formaciones sociales ind’genas ni con la existencia de otras identidades dentro del espacio nacional (por ejemplo, los hispano-hablantes en los Estados Unidos). ÀPuede la naci—n ser un espacio plural o heterot—pico, o necesita una identidad ÒsingularÓ (Òtodos somos mestizosÓ)? En otras palabras, Àes posible que desde la diferencia multicultural surja la posibilidad de reconstituir, o quiz‡s de constituir genuinamente por primera vez un bloque hist—rico de izquierda? La pregunta no s—lo problematiza los medios de la izquierda Ðsus formas y estrategias de organizaci—nÑ sino tambiŽn la naturaleza de su fin: una sociedad que sea a la vez igualitaria y diversa. Mutatis mutandis, Žsta es tambiŽn la pregunta que nos plantea el ensayo de Mabel
Mora–a sobre Borges. Este ensayo expande y redefine ciertas posiciones desarrolladas en su conocida polŽmica ÒEl boom del subalterno,Ó que apareci— a fines de los a–os 90, cuando el debate sobre la pertinencia de las perspectivas postcoloniales en el campo latinoamericano comenzaba a animarse 59. Mora–a ha servido, en sus propios libros y en su rol de editora de la Revista Iberoamericana y organizadora de un gran nœmero de conferencias y de colecciones editadas, como una suerte de legisladora de la condici—n actual de la esfera de la cr’tica literaria y cultural latinoamericana. No es sorprendente, por lo tanto, que lo que est‡ en juego en su ensayo, el cual se anuncia en su t’tulo como una auto-alegor’a, sea la relaci—n entre el campo de la cr’tica latinoamericana como tal y una ÒotredadÓ subalterna que amenaza desestabilizarla. Recordemos brevemente el cuento de Borges. Un estudiante graduado de antropolog’a en una universidad del medio oeste de los Estados Unidos, Fred Murdock, pasa dos a–os en una reservaci—n ind’gena juntando material para su disertaci—n. En el transcurso de su trabajo de campo pasa por los rituales de adoctrinamiento de la tribu y recibe del shaman Òsu doctrina secretaÓ. Vuelve a la universidad, pero anuncia a su asesor que no tiene la intenci—n de revelar el secreto, porque le parece m‡s importante el proceso que lo llev— al conocimiento que el conocimiento mismo. Esta renuncia acaba
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Mabel Mora–a, ÒEl boom del subalterno.Ó Revista de Cr’tica Cultural 14 (1997): 48-53. El ensayo atribuye a los llamados estudios subalternos un neo-exotismo cr’tico que representa al sujeto latinoamericano como prete—rico, marginal y ÒcalibanescoÓ en relaci—n a los criterios metropolitanos.
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efectivamente con su carrera acadŽmica. Borges concluye lac—nicamente: ÒFred se cas—, se divorci—, y ahora es uno de los bibliotecarios de YaleÓ. Mora–a usa ÒEl etn—grafoÓ para criticar el privilegio que se le da a la otredad en la teor’a cultural contempor‡nea. El ensayo gesticula un reconocimiento de la fuerza de los estudios postcoloniales y los estudios subalternos en el ‡mbito latinoamericano en los œltimos a–os. Sin embargo, lo que emerge de una lectura detenida de su argumento, es un malestar con el multiculturalismo y las pol’ticas identitarias muy parecido al expresado por Morales. El malo de la pel’cula no es nombrado, pero me parece que no ser’a estirar demasiado las cosas asociarlo en particular con Walter Mignolo y su idea de Òteorizaci—n b‡rbaraÓ Ðes decir, pensar desde el lugar del otro- y, en tŽrminos m‡s generales, con el proyecto de una forma espec’ficamente latinoamericana de los estudios postcoloniales o subalternos, hasta el punto que, desde la perspectiva de Mora–a, tal proyecto arriesgar’a la fetichizaci—n de un ÒotroÓ latinoamericano orientalizado y pre-te—rico. Cito algunos pasajes del ensayo que, a mi modo de ver, expresan esta preocupaci—n: En el menœ te—rico que el debate postmodernista ha ofrecido a la voracidad disciplinaria figuran, entre los platos principales, el del descubrimiento del Otro [É] Nociones como multiculturalismo, subalternidad, hibridaci—n, heterogeneidad, han sido ensayados como parte de proyectos te—ricos que intentan abarcar el problema de la diferencia cultural como uno de los puntos neur‡lgicos del latinoamericanismo actual. Sin embargo, pronto se ha hecho evidente que la simple postulaci—n del registro diferencial no hace, en muchos casos, sino invertir el esencialismo que caracteriza el discurso identitario de la modernidad en distintos momentos de su desarrollo (104). ÀEs la otredad el dispositivoÑel subterfugioÑa partir del cual el sujeto de la modernidad se reinscribe dentro del horizonte escŽptico de la postmodernidad refundando y refuncionalizando su centralidad como constructor / gestor / administrador de la diferencia? (106). [S]e ha recurrido al concepto de Òposiciones de sujetoÓ el cual resulta, como Laclau explica, relativamente œtil aunque insuficiente para captar el sentido de la Historia
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como totalidad. Para ser entendida como tal, Žsta requiere de la existencia de un sujeto capaz de organizar experiencia y discurso para llegar al Òconocimiento absolutoÓ [É.] de procesos totales. En muchas teorizaciones, sin embargo, podr’a alegarse que la reformulaci—n de la din‡mica entre identidad y alteridad se basa justamente en la crisis de la idea de totalidad hist—rica y su sustituci—n por el conjunto de microhistorias o Òhistorias menoresÓ abarcables, ellas s’, desde posiciones de sujeto variables y acotadas (105) 60. Para Mora–a, lo ejemplar en la historia de Borges es el acto de renuncia como tal por parte de Murdock, a diferencia del testimonio o de los discursos te—ricos que piden, en el interŽs de la Òsolidaridad,Ó dejar hablar por s’ mismo al subalterno, o hablan en nombre del subalterno. Por lo tanto, El autor de ÔEl etn—grafoÕ parece sugerir que la culpa del colonialismo no puede ser expiada de manera definitiva--no, al menos, a travŽs de la cultura, no a partir de lo que Clifford llama Óla arena carnavalesca de la diversidadÓ, no por las seducciones de la polifon’a ni por las promesas de la heteroglosia, ni por lo que Homi Bhabha llama la Ôanodina noci—n liberal del multiculturalismoÕ [É.] Borges renuncia a articular para el otro y por el otro una posici—n de discurso y sobre todo renuncia a teorizar acerca de su condici—n y su cultura, y aunque le reconoce cualidad enunciativa, afirma con la borradura de la voz la inutilidadÑquiz‡s la improcedenciaÑde toda traducci—n (122). En una nota a pie de p‡gina, Mora–a se explaya sobre las implicaciones pol’ticas de esta renuncia: Ò[E]s como Borges rehusara Ñ avant la lettreÑ transformar Ôdemandas de reconocimientoÕ que est‡n llamadas a culminar en pol’ticas identitarias y multiculturales
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En su llamado a la totalidad, que yo entiendo como un eufemismo por el marxismo, Mora–a olvida que la gran secci—n central del volumen I de El capital, que trata de la lucha sobre la jornada de trabajo, est‡ compuesta, precisamente, de muchas historias testimoniales peque–as de los trabajadores, de huelgas, apelaciones, etc. Esto porque Marx cre’a que el movimiento hist—rico del capital, que era su objeto te—rico, era en si mismo producto de la identidad, voluntad y agencia subalterna. El trabajador hace al capital.
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(Taylor, ÒThe Politics of RecognitionÓ) en una Ôpol’tica de compulsi—nÕ (Appiah) que obliga al otro a asumir la identidad que le ha sido socialmente construida y asignada por su condici—n Žtnica, sexual, pol’ticaÓ (121, n.33). Pero, si no vamos a tener un liberalismo multicultural pol’ticamente anodino, o una recuperaci—n Òantropol—gicaÓ, epistemol—gica y Žticamente dudosa de la otredad, ÀquŽ es lo que queda? Mora–a recurre a Levinas en algœn momento de su ensayo. Habla de Òun sujeto [que] es representado por Borges bajo la forma de la imposibilidad de conocimiento y la irreductibilidad de la otredad, o sea, por una negatividad no colonizable ni aprehensibleÓ (120). Pero esta recurrencia a Levinas no resuelve por s’ misma el problema pol’tico subyacente, es decir, la descalificaci—n del multiculturalismo y las pol’ticas de identidad. Es m‡s, en cierto modo la recurrencia a Levinas en si misma puede ser sintom‡tica de lo que llamo el giro neoconservador 61 . Esto porque reduce el problema de la desigualdad o subalternidad, que es un problema estructural, a una cuesti—n de elecci—n Žtica, tal como hace Murdock. Borges trata de manera muy original el tema de la agencia del intelectual-acadŽmico en relaci—n al subalterno, pero lo que no est‡ presente en su historia Ñy tampoco en el ensayo de Mora–aÑ es, precisamente, la agencia del subalterno, que en el caso de la tribu que estudia Murdock, ser’a algo similar a la pol’tica identitaria maya que Morales critica en La articulaci—n de las diferencias.
El reparo a la pretensi—n de hablar ÒdesdeÓ o ÒporÓ el otro subalterno es una cosa: bien puede ser que, como arguye Mora–a haciendo eco de ÒCan the Subaltern Speak?Ó de Gayatri Spivak, tal pretensi—n simplemente represente una inversi—n del gesto del orientalismo: Òno hace, en muchos casos, sino invertir el esencialismo que caracteriza el discurso identitario de la modernidadÓ62. Pero, lo que queda claro es que la decisi—n de dejar al otro en el lado del silencio, Òen la otra orilla,Ó como dice Mora–a (122), es tambiŽn una forma de orientalismo que habla en nombre de la autoridad de la literatura para descalificar el esfuerzo de los ind’genas y otros sujetos subalternos que luchan por inscribirse dentro de la historia. Lo que se pide en la pol’tica identitaria no es tanto el 61
Ver por ejemplo el ensayo de Bruno Bosteels: ÒThe Ethical Superstition,Ó en Erin Graff Zivin, ed., The Ethics of Latin American Literary Criticism. Reading Otherwise (Nueva York: Palgrave MacMillan, 2007). 62 No obstante, uno podr’a objetar al ÒsinoÓ en la frase de Mora–a, puesto que no hay nada ÒsimpleÓ en la inversi—n de esencialismos binarios, particularmente si uno se encuentra en la parte inferior del par.
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reconocimiento de la diferencia, sino la inscripci—n de esa diferencia en la identidad de la
naci—n y su historia. De lo contrario, surge el mismo problema que con la apelaci—n al Òmestizaje culturalÓ de Morales: la posibilidad de la formaci—n de un nuevo bloque hist—rico tanto a nivel nacional como continental e intercontinental en LatinoamŽrica, basado en una pol’tica de alianzas entre grupos sociales (incluyendo, pero no limitado a, las clases econ—micas populares) con diferentes experiencias, valores, visiones de mundo, historias, pr‡cticas culturales, y a veces incluso, idiomas, es desautorizada en nombre de una lucidez escŽptica representada por la instituci—n de la literatura y la cr’tica literaria, que no sucumbe a la ilusi—n de un acercamiento Òantropol—gicoÓ al otro o a una apelaci—n testimonial a la autoridad de la voz o la experiencia subalterna. La naturaleza de esa apelaci—n y sus consecuencias pol’ticas Ñen este caso particular, la voz / experiencia de las v’ctimas de la represi—n pol’tica en Argentina durante el ProcesoÑ es el objeto del libro de Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. El argumento de Sarlo tiene ra’ces en un ensayo suyo anterior, bastante
difundido, sobre estudios culturales y el problema del valor 63. All’ Sarlo estaba interesada en la manera en que los criterios de valor literario y estŽtico se volv’an borrosos o desaparec’an frente a la apelaci—n que los estudios culturales hac’an a la autoridad de los artefactos de la cultura popular o de masas, estrategia que ella caracteriz— como Òneopopulismo medi‡ticoÓ. En Tiempo pasado, en cambio, lo que le preocupa es la forma en que la popularidad del testimonio debilita la posibilidad de una reflexi—n literaria, hist—rica y sociol—gica m‡s profunda sobre el Proceso y el destino de la izquierda argentina. Sin embargo, como veremos m‡s adelante, esa preocupaci—n epistemol—gica, si se quiere, tambiŽn involucra el tema pol’tico del populismo. Desde la perspectiva de Sarlo, la autoridad pol’tica y Žtica concedida al testimonio, amenaza con desestabilizar la autoridad de la literatura imaginativa y de las ciencias sociales acadŽmicas. Esto porque privilegia un simulacro de ÒexperienciaÓ y voz subalterna: eso es lo que quiere decir Sarlo por el Ògiro subjetivoÓ del t’tulo. Aunque ese privilegiar sea hecho en nombre de la solidaridad y de las iniciativas de derechos humanos Ðpor ejemplo, Nunca 63
Beatriz Sarlo, ÒLos estudios culturales en la encrucijada valorativa,Ó Revista de Cr’tica Cultural 15 (1997): 3238.
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M‡s o Las Madres de la Plaza de MayoÑ Sarlo siente que de manera parad—jica se es c—mplice con el mercado, en particular con la moda de las narrativas confesionales o autobiogr‡ficas (del tipo que producen las estrellas de cine o las figuras del deporte) en los medios de comunicaci—n. Es casi como si el testimonio, en vez de ser la constancia de las v’ctimas del neoliberalismo y al mismo tiempo una forma de agencia dirigida contra Žl, fuera en s’ mismo un producto del neoliberalismo, una mercanc’a m‡s de los mercados nichos, una ÒTele-realidadÓ o Òreality showÓ del sufrimiento humano. Aunque Sarlo no se incorpora al extenso debate sobre testimonio en la academia estadounidense, Tiempo pasado podr’a ser visto como una versi—n m‡s filos—fica de un libro que ya tuve la ocasi—n de mencionar: Rigoberta Menchœ and the Story of All Poor Guatemalans de David Stoll. Sarlo, como Stoll, est‡ interesada en la manera que el testimonio merma los criterios y los l’mites disciplinarios y engendra una nueva forma de pol’tica ÒsubjetivaÓ: una pol’tica de solidaridad fundada en la empat’a, y una pol’tica identitaria fundada en la percepci—n personal de pŽrdida o injusticia experimentada desde la propia identidad racial, Žtnica, de clase, o de gŽnero. Stoll, en su diatriba contra la autoridad del testimonio de Menchœ, afirmaba, por ejemplo, que Òfue en el nombre del multiculturalismo que Rigoberta Menchœ fue incluida en las listas de lectura de la universidadÓ (243). ÒBajo la influencia del postmodernismo (que ha minado la confianza en un conjunto de hechos particulares), y de las pol’ticas identitarias (que demandan la aceptaci—n de los testimonios de victimizaci—n), los investigadores se sienten cada vez m‡s reacios a cuestionar ciertos tipos de ret—ricasÓ (244). ÒLas necesidades identitarias de la representaci—n acadŽmica de Rigoberta sacan provecho de la inconsistencia de las reglas de evidencia de la investigaci—n postmodernaÓ (247). De manera an‡loga, Sarlo ataca lo que ella ve como la supuesta inmediatez y autenticidad de la voz testimonial, contrast‡ndola con lo que ella llama Òla buena historia acadŽmicaÓ (16). La autoridad de la historia ha sido erosionada por el mercado y los medios de comunicaci—n: Ò[c]omo la dimensi—n simb—lica de las sociedades en que vivimos est‡ organizada por el mercado, los criterios son el Žxito y la puesta en l’nea con el sentido comœn de los consumidores. En esa competencia, la historia acadŽmica pierde por razones de mŽtodo, pero tambiŽn por sus propias restricciones formales e institucionalesÉÓ (17).
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En lugar de un pensamiento cr’tico o disciplinario, tenemos ahora una Òraz—n del sujetoÓ. El Ògiro subjetivoÓ est‡ asociado a su vez al prestigio de la identidad como una categor’a y a las pol’ticas identitarias como una forma de agencia pol’tica: Òa los combates por la historia tambiŽn se los llama ahora combates por la identidadÓ, acota Sarlo de manera sard—nica (27). Segœn ella, la consecuencia pol’tica del Ògiro subjetivoÓ es el establecimiento de una Òhegemon’a moralÓ que deber’a ser problematizada en nombre de un sentido m‡s lœcido de cr’tica y pol’tica. ÒDel lado de la memoria,Ó escribe, haciendo eco de Stoll sin darse cuenta, Òme parece descubrir la ausencia de la posibilidad de discusi—n y de confrontaci—n cr’tica, rasgos que definir’an la tendencia a imponer una visi—n del pasadoÓ (57). ÒUna utop’a revolucionaria cargada de ideas [Sarlo se refiere al activismo revolucionario de principios de los a–os 70 en Argentina] recibe un trato injusto si se la presenta s—lo como fundamentalmente un drama postmoderno de los afectosÓ (91). Contra el testimonio y su Òversi—n ingenua y ÔrealistaÕ de la experienciaÓ (162), Sarlo privilegia tres relatos hechos por v’ctimas del Proceso. Una es la colecci—n de Alicia Partnoy de historias cortas o vi–etas basadas en su propia experiencia como prisionera pol’tica, The Little House; los otros dos vienen de las ciencias sociales: Poder y desaparici—n. Los campos de concentraci—n en Argentina, de Pilar Calveiro; y el ensayo ÒLa bembaÓ de Emilio
de Ipola. Sarlo elogia a Partnoy por la transformaci—n de su propia experiencia personal (Partnoy fue encarcelada y torturada en el lugar que describe en su libro) en una obra literaria que habla de la naturaleza general, compartida, de la situaci—n de la desaparici—n y la tortura, m‡s que de su propia experiencia: ÒNo casualmente, The Little House empieza con el relato de la captura de Partnoy contado en tercera persona, de manera que la identificaci—n est‡ mediada por un principio de distanciaÓ (71). Calveiro e Ipola son cientistas sociales que, como Partnoy, fueron encarcelados y torturados durante el Proceso. Y tambiŽn como Partnoy, cuando escriben sobre esa experiencia, ÒNo privilegian la primera persona del relato [É] la experiencia es sometida a un control epistemol—gico que, por supuesto, no surge de ella [la experiencia] sino de las reglas del arte que practican la historia y las ciencias socialesÓ (96). Ò[A]mbos escriben con un saber disciplinario, tratando de atenerse a las condiciones metodol—gicas de ese saberÓ (97). ÒCon el borramiento de la
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primera persona, la obra de Calveiro no busca legitimidad ni persuasi—n en razones biogr‡ficas, sino intelectualesÓ (115). La marcada oposici—n entre razones Òbiogr‡ficasÓ e ÒintelectualesÓ en esta œltima afirmaci—n es notable, y revela una tendencia maniquea similar a lo largo del libro. Incluso Sarlo tiene que admitir que en el caso de Calveiro, Òprobablemente el libro no hubiera sido escrito si no hubieran existido razones biogr‡ficasÓ (115). ÀPor quŽ, entonces, insiste tanto en decir que no puede haber una dimensi—n ÒintelectualÓ o estŽtica para una narrativa testimonial o autobiogr‡fica, o viceversa, que las Òrazones intelectualesÓ no pueden tener una dimensi—n personal o experiencial? ÀC—mo propone distinguir entre, digamos, Las confesiones de San Agust’n y Me llamo Rigoberta Menchœ, y as’ me naci— la conciencia , o Hegel y
Kierkegaard?64 Aunque en Tiempo pasado Sarlo no lo dice con tantas palabras, la tendencia que ella ve en el testimonio a imponer una visi—n del pasado a travŽs de una l—gica de identificaci—n o empat’a, coincide con lo que percibe como la posici—n semi-autoritaria de la izquierda neo-populista en AmŽrica Latina, incluido Kirchner. En un ensayo anterior, Sarlo habla de una Òizquierda testimonial, que se refugia en la reafirmaci—n moral-formal de sus valores,Ó a la que ella opone una izquierda pol’tica que estar’a en alianza con una izquierda cultural Òanti-mimŽtica,Ó esencialmente vanguardista: ÒSer de izquierda hoy es intervenir en el espacio pœblico y en la pol’tica refutando los pactos de m’mesis que son pactos de complicidad o resignaci—nÓ65. En este sentido, el Ògiro subjetivoÓ del testimonio, con su Žnfasis en el afecto y no en la teor’a cr’tica, en la empat’a y no en el an‡lisis, es, para
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Esto no es s—lo un problema de elaboraci—n formal versus experiencia no-mediada, porque Sarlo es tambiŽn cr’tica con la pel’cula hiperformalizada Los rubios de Albertina Carri, que intenta reconstruir la memoria de sus padres, que fueron desaparecidos durante el Proceso cuando ella ten’a s—lo tres a–os. Sarlo ve la pel’cula de Carri como un tr‡fico en ÒpostmemoriaÓ Ñla idea que tiene Mariane Hirsch de la reconstrucci—n que hacen en sus propias vidas los hijos de sobrevivientes de eventos traum‡ticos como el Holocausto, de la memoria de ese evento, incluso si ellos mismos no lo experimentaron directamente. Sarlo ve la postmemoria (y la pel’cula de Carri) como un constructo fundamentalmente narcisista: por ejemplo, Ò[l]a inflaci—n te—rica de la postmemoria se reduce as’ en un almacŽn de banalidades personales legitimadas por los nuevos derechos de la subjetividadÓ (134). Parece no darse cuenta, no obstante, que ya que Carri como ni–a fue afectada directamente por el Proceso, tal como lo muestra su pel’cula, Los rubios no es, estrictamente hablando, un texto de la postmemoria, sino una especie de testimonio. Le debo esta reflexi—n a Ana Forcinito. 65 Beatriz Sarlo, ÒContra la m’mesis; izquierda cultural, izquierda pol’tica,Ó Revista de Cr’tica Cultural 20 (2000): 22-23. Para leer su cr’tica de Kirchner, vŽase su columna de opini—n en La Naci—n, 22 de Junio, 2006.
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Sarlo, el corolario del neo-populismo. Una mala pr‡ctica cultural Ñel Ògiro subjetivoÓÑ lleva a una mala pol’tica: el populismo. Es mejor dejar ambas en las manos de ÒexpertosÓ. * * * * * Podemos ver varios temas que atraviesan los tres casos que he presentado: primero, un rechazo a la autoridad de la voz y la experiencia subalterna y, relacionada con esto, una extrema insatisfacci—n o un profundo escepticismo frente al multiculturalismo y las pol’ticas identitarias. En particular, se rechaza y / o problematiza la noci—n de un bloque hist—rico multicultural similar al representado en los Estados Unidos por la idea de la Rainbow Coalition (Coalici—n Arcoiris) en los a–os 70. Segundo, se elabora una defensa del escritor-cr’tico o intelectual tradicional, en el sentido en que Gramsci usaba este tŽrmino (es decir, el intelectual que habla en nombre de lo universal). Relacionado a esto hay un reconocimiento, por parte de los tres escritores, de una generaci—n de intelectuales de izquierda que asumieron riesgos considerables durante tiempos dif’ciles en sus respectivos pa’ses, pero que ahora est‡n en proceso de ser desplazados por nuevas fuerzas pol’ticas y actores m‡s j—venes. En lugar de identificarse con estos nuevos actores, Sarlo y Morales en particular, los ven sin simpat’a, como si les faltara legitimidad, o como si de algœn modo fueran demasiado ingenuos66. Tercero, a pesar de su rechazo expl’cito o impl’cito de las pol’ticas identitarias, los tres textos reafirman parad—jicamente una subjetividad criolla latinoamericana contrapuesta a lo que es percibido como el car‡cter anglo-americano de la teor’a postmodernista o postcolonial (esto explica por quŽ la figura Ò gringaÓ de Fred Murdock en el cuento de Borges le sirve muy bien a Mora–a). Este Žnfasis, en el que por supuesto hay un ÒesencialismoÓ Žtnico (admitido por Morales), hace del giro neoconservador una
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Un sentimiento similar de dislocaci—n parecer’a estar involucrado en las decisiones de muchos intelectuales prominentes de la izquierda venezolana, como Elizabeth Burgos o Teodoro Petkoff, para llegar a identificarse pœblicamente con la oposici—n a Ch‡vez, o de muchos escritores y artistas anteriormente asociados con los Sandinistas para abandonar el partido y unirse al frente electoral organizado por Sergio Ram’rez. Casos similares pueden ser encontrados en la mayor’a de los pa’ses latinoamericanos en la actualidad.
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variante del neo-arielismo: el supuesto de que los valores y la identidad cultural de LatinoamŽrica est‡n vinculados, de una manera especialmente significativa, a su literatura. Cuarto, es notable la incapacidad de los tres para asumir lo que An’bal Quijano llama Òla colonialidad del poderÓ en LatinoamŽrica Ñes decir, la persistencia de instituciones culturales / econ—micas / pol’ticas (como la misma Òciudad letradaÓ) y jerarqu’as de raza y gŽnero basadas en estamentos coloniales, mucho despuŽs de que el colonialismo como tal desapareciera de escena 67. (Mora–a, que ha trabajado bastante el tema, y Morales registran el problema del colonialismo, pero lo ven como un problema que ya ha sido, o que puede ser superado en el periodo ÒnacionalÓ de sus respectivos pa’ses). Esta insuficiencia Ñparticularmente llamativa en el caso de Morales, que viene de un pa’s en el que m‡s de la mitad de la poblaci—n es ind’genaÑ los imposibilita para reconocer las demandas de autonom’a y de agencia cultural desarrolladas por los movimientos ind’genas o afro-latinos, o el movimiento de las mujeres, contra formas de colonialidad del poder. Quinto, hay en Morales y Sarlo un rechazo expl’cito del proyecto de la lucha armada revolucionaria de los a–os 60 y 70, a favor de una izquierda m‡s reflexiva y cautelosa, con la advertencia de que un ÒerrorÓ similar acecha en el coraz—n de las nuevas pol’ticas identitarias y de empat’a. Este rechazo conlleva una narrativa impl’cita, biogr‡ficamente espec’fica (como consta, los tres escritores est‡n en su mediana edad), de desilusi—n personal o desenga–o, muy similar al modelo autobiogr‡fico reaccionario de la picaresca barroca68. 67
An’bal Quijano, ÒColoniality of Power, Eurocentrism, and Latin America,Ó Nepantala : View from the South 1/3 (2000): 533-80. 68 A prop—sito de la lucha armada, Sarlo escribe: ÒMuchos sabemos por experiencia que se necesitaron a–os para romper con esas convicciones. No para simplemente dejarlas atr‡s porque fueron derrotadas, sino porque significaron una equivocaci—nÓ (La Naci—n, 22 de Junio, 2006). Hay tanto m‡s que puede ser dicho y que necesita ser dicho al respecto, pero una cosa es reconocer las ilusiones, los errores, las fantas’as ut—picas, a veces tr‡gicamente absurdas, que acompa–aban esta o aquella forma de lucha armada, y otra, completamente distinta, es simplemente invalidarla como un gran error hist—rico: Òuna equivocaci—nÓ. Yo pienso que ser’a m‡s acertado decir que s’ pudo haber sido posible la victoria Ñde hecho, hubo al menos dos victorias con alguna resonancia hist—rica, Cuba y Nicaragua, varias casi victorias, incluyendo Guatemala y El Salvador, y, por supuesto la aœn irresuelta guerra civil en ColombiaÑ pero que la estrategia de la lucha armada fue derrotada en lo que result— en ultima instancia ser un combate con un enemigo m‡s fuerte. La nueva izquierda latinoamericana, sin importar cuan pragm‡tica sea su orientaci—n en su nueva encarnaci—n Ñ y por cierto no me opongo al pragmatismoÑ necesita recobrar de manera positiva la herencia tanto de la lucha armada como del Òcamino democr‡tico al socialismoÓ de Allende, aunque sea s—lo como un momento importante en la historia moderna de LatinoamŽrica, en vez de simplemente distanciarse de ella.
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Finalmente, en los tres se produce una reterritorializaci—n y defensa de las disciplinas acadŽmicas. En el caso de la literatura y los estudios literarios en particular, esto involucra una afirmaci—n del canon y la canonicidad (Òvalor estŽticoÓ para Sarlo; Borges y Òla promesa de la bibliotecaÓ para Mora–a; Asturias para Morales), no tanto como dep—sito de un valor cultural a priori, sino m‡s bien como algo que tiene la profundidad y la consistencia para ser fruct’feramente interrogado por las generaciones venideras. Esto œltimo es quiz‡s el punto crucial, porque el giro neoconservador en la cr’tica latinoamericana, as’ como en lo que se llam— en Estados Unidos las Òguerras culturales,Ó hace de la literatura y las reflexiones sobre valor estŽtico y literario un orden crucial del pensamiento, y no algo que es simplemente suplementario o secundario. Al final de su libro, Sarlo es especialmente elocuente al respecto: Ò[l]a literatura, por supuesto, no disuelve todos los problemas planteados, ni puede explicarlos, pero en ella un narrador siempre piensa desde fuera de la experiencia, como si los seres humanos pudieran apoderarse de la pesadilla y no s—lo padecerlaÓ (166). Los tres textos, y no s—lo el de Sarlo, son Òdefensas de la literatura.Ó Por esta raz—n, el ensayo de Mora–a, aunque es el menos elaborado de los tres, es quiz‡s el m‡s impactante en un contexto acadŽmico, porque su objetivo es vigilar las fronteras de lo que es y no es permisible dentro del ‡mbito de la cr’tica literaria y cultural latinoamericana, en un momento en que muchos de sus supuestos fundamentales han sido puestos en duda interna y externamente, incluyendo la idea de AmŽrica Latina como tal 69. Se podr’a argumentar que estoy exagerando y que la operaci—n cr’tica representada por estos tres textos es algo completamente diferente del tipo de neoconservadurismo propugnado por figuras como Samuel Huntington, Alan Bloom, o Dinesh DÕSouza en las Òguerras culturalesÓ en los Estados Unidos, u Octavio Paz (para citar s—lo un ejemplo) en AmŽrica Latina. Morales, Mora–a, y Sarlo se consideran personas de izquierda, y piensan sus posiciones precisamente como una defensa de cierta izquierda arraigada en las ideas del progreso humano, emancipaci—n, naci—n, raz—n, ciencia, y secularismo Ðuna izquierda que no teme hacer preguntas estructurales, radicales, sobre la naturaleza del Estado y la 69
Ver, por ejemplo, Arturo Ardao, GŽnesis de la idea y nombre de AmŽrica Latina (Caracas: CELARG, 1993); y Walter Mignolo, The Idea of Latin America (Oxford, UK: Blackwell, 2005).
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sociedad, contra lo que ve como el relativismo postmodernista y el multiculturalismo ÒdŽbilÓ de las pol’ticas identitarias. Si bien mi propia posici—n no es completamente desinteresada (varios de los puntos tocados por Morales, Mora–a, y Sarlo se refieren directa o indirectamente a mi trabajo), sin embargo no creo estar exagerando el caso. Lo que estoy tratando de hacer es captar una tendencia emergente que todav’a no ha tomado total conciencia de s’ misma y que, como tal, podr’a desplazarse en distintas direcciones (tampoco pretendo fusionar las posiciones de Morales, Mora–a, y Sarlo, que tienen diferencias significativas). Creo que lo que llamo el giro neoconservador continuar‡ siendo una tendencia dentro de la izquierda latinoamericana que seguir‡ intentando incidir con autoridad sobre sus objetivos y sus l’mites. Es decir, ser‡, como Daniel Bell, ÒconservadorÓ en materias culturales y ÒliberalÓ en materias econ—micas y pol’ticas. Pero tambiŽn es posible que si la situaci—n pol’tica en LatinoamŽrica se polariza m‡s, esta tendencia se alinee pol’ticamente con una posici—n m‡s conservadora o de centro derecha, como sucedi— en los casos de los New York Intellectuals en los Estados Unidos o los llamados Nuevos Fil—sofos y figuras como el historiador Francois Furet en Francia. Los ejemplos de Jorge Casta–eda en MŽxico o Elizabeth Burgos en Venezuela hacen alusi—n a esta posible consecuencia en un contexto latinoamericano. La negaci—n de la posibilidad de solidaridad transnacional es sobre todo una afirmaci—n de la incapacidad del gringo o del no-latinoamericano para entender y ÒrepresentarÓ LatinoamŽrica70. Esto es comprensible en un escenario en que tanto el pasado como el futuro de AmŽrica Latina involucran una confrontaci—n a todo nivel con el poder’o de los Estados Unidos. Pero tambiŽn hay una negaci—n de la posibilidad de solidaridad entre grupos de diferente formaci—n Žtnica, cultural, social y lingŸ’stica dentro de los confines de cualquier Estado-naci—n latinoamericana o de LatinoamŽrica como
regi—n. Sin embargo, las pol’ticas de solidaridad y las movilizaciones de apoyo a los derechos humanos est‡n entre las formas m‡s efectivas que los movimientos populares han 70
Morales denuncia expl’citamente Òel democratismo de los acadŽmicos primermundistas pol’ticamente correctos, quienes se las arreglan para expiar culpas tontas solidariz‡ndose acr’ticamente con las luchas que, en clave multiculturalista, azuzan en nuestros (sic) pa’ses, transpolando mec‡nicamente los issues de las minor’as estadounidenses contra el sujeto anglo, y aplicando as’ su receta gringa a la AmŽrica Latina con lujo de irresponsabilidad pol’tica.Ó Mario Roberto Morales, ÒEl neomacartismo estalinista (o la cacer’a de brujas en la academia ÒposmoÓ), Revista Encuentro 19 (invierno 2000/2001), 57.
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elaborado localmente contra el poder de la globalizaci—n y los reg’menes represivos o anacr—nicos. La idea de un movimiento o frente fundamentado en una pol’tica de alianzas, en lugar de un partido espec’fico, es esencial en muchos de los gobiernos de izquierda que han asumido el poder recientemente en LatinoamŽrica. Aunque de ningœn modo intento cancelar el debate dentro de la/s izquierda/s, o sobre la izquierda, tengo la impresi—n de que hay impl’cita, en el giro neoconservador, una suerte de distinci—n entre izquierda respetable e izquierda populista ÑÒla marea populista,Ó como suele decir JosŽ Aznar, el pol’tico espa–ol de derechas. En otras palabras, Bachelet, TabarŽ, y Lula (si continœa port‡ndose bien) contra todos los dem‡s, especialmente Ch‡vez, pero tambiŽn L—pez Obrador, Kirchner, Morales, Correa, los sandinistas, los cubanos, etcŽtera. No es necesario a–adir que esta distinci—n tiende a dividir a la izquierda latinoamericana, y de esta manera, a inhibir su fuerza hegem—nica a nivel nacional, continental e intercontinental. Por lo mismo, no es una distinci—n en la que hayan insistido Lula o Bachelet, que entienden que la izquierda latinoamericana es necesariamente diversa. Tomando todo esto en consideraci—n, perm’tanme aventurar la hip—tesis de que lo que estoy llamando el giro neoconservador es un efecto superestructural de dos procesos relacionados con la integraci—n de LatinoamŽrica a los procesos actuales de globalizaci—n: 1) la crisis de sectores de las clases media y alta latinoamericanas afectados de manera negativa por las pol’ticas neoliberales de ajuste estructural, la reducci—n del apoyo estatal a la educaci—n superior (y a la educaci—n en general), y la proliferaci—n de la cultura de masas comercializada (a tal punto que, a pesar de su propio disgusto por las pol’ticas identitarias y el testimonio, encontramos una dimensi—n personal o Òbiogr‡ficaÓ en cada uno de estos cr’ticos, (Sarlo incluida); y 2) el debilitamiento de la hegemon’a del neoliberalismo como tal. La ideolog’a neoliberal es cada vez m‡s percibida como insuficiente para garantizar la gobernabilidad. Las consecuencias de las pol’ticas econ—micas neoliberales producen una crisis de legitimaci—n tanto del Estado como de los aparatos ideol—gicos, incluyendo las escuelas, los museos, la familia, las instituciones religiosas, y el sistema tradicional de partidos pol’ticos. La tendencia libertaria impl’cita en el modelo de Òelecci—n racionalÓ a travŽs del mercado libre no puede servir como plataforma para la imposici—n de una estructura normativa de valores y expectativas sobre
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la poblaci—n. Al mismo tiempo, la combinaci—n de la privatizaci—n y la proliferaci—n de la cultura global de masas, desestabiliza la autoridad cultural de un sistema previo de normas, valores y jerarqu’as representado por los intelectuales tradicionales y, adem‡s, amenaza el bienestar econ—mico de sectores de las clases alta y media profesional, de las que usualmente provienen y a las cuales representan los intelectuales de la literatura, cualquiera sea su posici—n ideol—gica. Todos comprendemos ÑSaskia Sassen es quiz‡s la te—rica m‡s influyente sobre el tema71Ñ que de cierta forma el capitalismo global todav’a requiere del Estado-naci—n para asegurar la gobernabilidad, imponer el orden civil, proteger la inversi—n y la propiedad privada, e inculcar el tipo de personalidad autodisciplinada capaz de posponer la bœsqueda de gratificaci—n inmediata por la esperanza de una eventual recompensa (el Estado nacional vendr’a a ser algo como el Ópolic’a localÓ de la globalizaci—n). El giro neoconservador se ofrece como una ideolog’a de profesionalismo y disciplinariedad centrada en la esfera de las humanidades, que fueron especialmente desprestigiadas y perjudicadas por las reformas neoliberales en la educaci—n, una ideolog’a implementada por y a travŽs del Estado y los aparatos ideol—gicos para contrarrestar la crisis de legitimidad provocada por el neoliberalismo. Si esta hip—tesis es correcta, y enfatizo su car‡cter tentativo, entonces el giro neoconservador en la cr’tica latinoamericana puede ser visto como un intento, por parte de una intelectualidad criollo-ladina, esencialmente blanca, de clase media y media-alta, educada en la universidad, de capturar, o recapturar, el espacio de autoridad cultural y hermenŽutica de dos fuerzas tambiŽn en pugna: 1) la hegemon’a del neoliberalismo y lo que es visto como las consecuencias negativas de la fuerza descontrolada o sin mediaci—n del mercado y la cultura de masas comercializada; 2) los movimientos sociales y las formaciones pol’ticas basadas en pol’ticas identitarias o ÒpopulismosÓ de varios tipos, que involucran nuevos actores pol’ticos que ya no se sienten en deuda con el liderazgo intelectual o estratŽgico de la intelectualidad Žtnicamente criolla y econ—micamente de clase media o clase media alta. La modestia disciplinaria del argumento ofrecido en estos 71
Ver su libro Territory, Authority, Rights. From Medieval to Global Assemblages (Princeton: Princeton University Press, 2006).
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tres casos, que se limitan a la esfera acadŽmica de la cr’tica literaria y cultural, no deber’a encubrir sus ambiciones e implicaciones m‡s amplias. M‡s o menos concientemente, y con notable elocuencia y rigor intelectual, despliegan una doble estrategia de interpelaci—n: 1) un llamado a sectores de la burgues’a y de las clases profesionales a crear una nueva forma de hegemon’a cultural, entendida en el sentido de lo que Gramsci llama Òel liderazgo moral intelectual de la naci—n,Ó que incorpore sus propios criterios disciplinarios de profesionalismo y especializaci—n; 2) y, al mismo tiempo, un intento de redefinir (y confinar) los nuevos proyectos emergentes de la (o las) izquierda/s latinoamericana/s, alimentados desde las bases por actores pol’ticos no-criollos o no-mestizos, dentro de lo que continœan siendo par‡metros dominados por la intelectualidad y las clases profesionales. Tanto Mora–a como Sarlo propugnan una vuelta a Borges (y Morales ofrece una rehabilitaci—n de Asturias, lo que para nuestro prop—sito viene a ser lo mismo). Borges, por supuesto, nunca desapareci— completamente del horizonte de la cr’tica literaria latinoamericana. Las razones de esto no son dif’ciles de comprender: con su lucidez desilusionada y su capacidad de invenci—n literaria Borges sigue siendo el intelectual latinoamericano quiz‡s m‡s interesante del siglo veinte. Adem‡s, esa lucidez desilusionada parece encajar bien con las consecuencias de la derrota de la izquierda revolucionaria y el fin de una era de ilusiones ut—picas. La afici—n de Borges a habitar las fronteras entre el yo y el otro, representaci—n y realidad, territorio y mapa, hace de su propia escritura una especie de Aleph que nos permite leer en su interior, como lo hace Mora–a, los temas candentes del d’a: el Otro, la deconstrucci—n, la Žtica, el testimonio, lo subalterno, los estudios culturales y postcoloniales, la dialŽctica de la modernidad perifŽrica, la Òiluminaci—nÓ benjaminiana en una clave latinoamericana. Pero leer estos temas a travŽs de Borges es tambiŽn limitarlos a Borges Ðes decir, al espacio de una articulaci—n muy particular de Òla ciudad letradaÓ. De esta forma, el recurso a Borges corre el riesgo de convertirse en un emblema para el giro neoconservador en s’, tal como lo fuera T.S. Eliot en la cr’tica angloamericana. Como ocurre en el ensayo de Mora–a, la amenaza de un ÒotroÓ subalterno Ñuna presencia potencialmente letal y usualmente racializada, siempre en los m‡rgenes de los cuentos de Borges-, que, en œltima instancia, es una amenaza a descentralizar la autoridad pol’tica y
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epistemol—gica del escritor, es neutralizada, y as’ volvemos al consuelo privado y desilusionado, pero finalmente adecuado de la literatura, lo que Mora–a llama, quiz‡s ir—nicamente, Òla promesa de la bibliotecaÓ. No es que apelar a Borges sea en s’ mismo reaccionario. Lo que resulta problem‡tico, m‡s bien, es la incapacidad de hacer que esta apelaci—n registre adecuadamente la conexi—n entre el radicalismo nominalista de las estrategias epistemol—gicas y estŽticas de Borges y sus posiciones pol’ticas reaccionarias y a menudo racistas72. Concluyo con la pregunta de Borges porque pienso que es una pregunta particularmente dif’cil para nosotros. Como Cervantes, Borges es la literatura, y la literatura es, en œltima instancia, lo que hacemos. ÀEntonces, hasta quŽ punto estamos tambiŽn, individual y colectivamente, comprometidos con lo que he llamado aqu’ el giro neoconservador? Esta es una variante de la pregunta del Evangelio: ÀA quiŽn sirves? Dada la particular dificultad de los tiempos en que vivimos y nuestra ubicaci—n y lealtad institucional, es m‡s f‡cil hacer esta pregunta que contestarla.
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En el marxismo de principios del siglo veinte, hubo un debate sobre si una epistemolog’a de derechas Ñlos casos habituales eran el kantismo y el positivismoÑ pod’a coexistir con una pol’tica de izquierda. El problema de Borges puede ser visto como el reverso de este debate: Àc—mo puede una epistemolog’a nominalista coexistir con una pol’tica de derechas o conservadora? Esta es tambiŽn una pregunta sobre la naturaleza del Barroco literario tanto en Espa–a como en LatinoamŽrica.
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V. - ÀQuiŽnes son los cristianos hoy? Notas sobre
de
Hardt y Negri
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Imperio y multitud Si Antonio Negri y Michael Hardt est‡n en lo correcto, y la globalizaci—n augura algo as’ como un nuevo Imperio Romano en el cual ya no hay un centro y su periferia (puesto que el Imperio no tiene afuera), entonces la pregunta de nuestro tiempo podr’a ser, en cierto sentido, ÀquiŽnes son los cristianos hoy? Esto es, ÀquiŽn en el mundo actual, dentro del Imperio pero no siendo parte del Imperio (para recordar la distinci—n de San Pablo), tiene la posibilidad de desplegar una l—gica opuesta a la del Imperio y que podr’a traer, eventualmente, su ca’da y transformaci—n? Aun para los que se siguen considerando marxistas en algœn sentido (y yo me nombr— entre ellos), ya no parece suficiente decir que dicho sujeto es el proletariado o la clase trabajadora. Los mismos Hardt y Negri prefieren la idea o imagen de la ÒmultitudÓ Ð que derivan desde Espinosa v’a el fil—sofo italiano Paolo Virno. Yo prefiero la idea del subalterno, los Òpobres de esp’rituÓ para usar las palabras del Serm—n de la Monta–a. Este giro tiene el efecto de abrir la categor’a del subalterno al futuro, en vez que concebirla
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(como lo hizo Gramsci, por ejemplo) como una identidad configurada por la resistencia de la tradici—n a la modernidad73. Pero quiz‡s hay una diferencia crucial entre la multitud y el subalterno: la multitud, como la entienden Hardt y Negri, quiere designar un sujeto colectivo con muchos o con ningœn rostro, con forma de una hidra de muchas cabezas, conjurado por la globalizaci—n y por la desterritorializaci—n cultural, mientras que el subalterno es, en primer lugar, una identidad espec’fica como tal, Òya sea que Žsta se exprese en tŽrminos de clase, casta, gŽnero u oficio, o en cualquier otra formaÓ, para recordar la definici—n de Ranajit Guha 74. Si vamos a conservar la equivalencia entre la multitud y el subalterno, aunque sea de manera heur’stica, se sigue de esto que la pol’tica de la multitud debe ser, al menos en algœn sentido, una pol’tica de ÒidentidadÓ. El problema entonces es que Hardt y Negri llegan hasta cierto punto a argumentar en Empire que las pol’ticas de identidad multiculturales son, como ellos las comprenden (esto es, como lo que usualmente se llama Òliberalismo multiculturalÓ) en s’ mismas profundamente c—mplices con el Imperio. Puesto que la permeabilidad supra o subnacional es la caracter’stica econ—mica central del nuevo capitalismo global, entonces la heterogeneidad multicultural es sincr—nica con esta permeabilidad en formas diversas, rearticulando o reordenando, a nivel de la superestructura ideol—gica, las formas previas de las narrativas hegem—nicas sobre el Estado nacional unificado y el pueblo (un lenguaje, una historia, una territorialidad, etc.). Para Maquiavello, quien en cierto sentido fue el primer pensador moderno de la lucha de liberaci—n nacional, Òel puebloÓ ( popolo) es la condici—n para la naci—n y, a su vez, se realiza a s’ mismo como un sujeto colectivo en Žsta. Lo que implica el concepto de multitud de Hardt y Negri es que se puede hablar de Òel puebloÓ sin la naci—n. Por el 73
ÒEl encuentro entre los estudios subalternos del sur de Asia y los cr’ticos latinoamericanos de la modernidad y del colonialismo pone una cuesti—n de manifiesto: sus concepciones de que la subalternidad no es s—lo un problema relativo a grupos sociales dominados por otros grupos sociales, sino de sus alcances en el orden global, en el sistema interestatal analizado por Guha y por Quijano. La teor’a de la dependencia fue claramente una reacci—n temprana a esta problem‡tica. Este es un asunto, sin duda, crucial y relevante, cuando la colonialidad del poder y la subalternidad est‡n siendo rearticuladas en un periodo postcolonial y postnacional controlado por las corporaciones transnacionales y sus redes socialesÓ. En: The Latin American Subaltern Studies Reader, Ileana Rodr’guez (editora) (Durham y London: Duke University Press, 2001), 441. 74 Ranajit Guha, ÒPrefaceÓ, Selected Subaltern Studies, Ranajit Guha and Gayatri Spivak (editores) (New York: Oxford University Press, 1988), 35.
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contrario, Maquiavello cre’a que Òel puebloÓ sin la naci—n era irremediablemente heterogŽneo y servil Ðcomo los jud’os en su cautiverio en Egipto. Es el pr’ncipe ÐMoisŽsquien le confiere al ÒpuebloÓ una unidad de voluntad e identidad al convertirlo en una naci—n. Pero la apelaci—n a la idea de naci—n tambiŽn estabiliza dicha voluntad e identidad Ðesto es, la convierte en un pueblo- articulado en torno a una visi—n hegem—nica, codificado en la Ley y en el aparato de Estado, y con un lenguaje comœn, con sus respectivos valores, intereses, cultura, comunidad, tareas, sacrificios y destino hist—rico- una visi—n que ret—ricamente sutura los vac’os y las discontinuidades internas al ÒpuebloÓ. Aunque son precisamente estos vac’os y discontinuidades las que fuerzan al subalterno o al subalterno-como-multitud a emerger. ÀEs entonces la superaci—n del Estado nacional por la globalizaci—n una cuesti—n fortuita con respecto al proyecto de la emancipaci—n humana y de su diversidad? Hardt y Negri, siguiendo una tradici—n marxista anti-nacionalista que comienza en Marx y Engels y pasa por Rosa Luxemburgo, parecen pensar que esto es as’. En Empire sus argumentos contra el multiculturalismo est‡n relacionados a sus argumentos contra la hegemon’a en Gramsci, en el sentido de un Òliderazgo moral e intelectual de la naci—nÓ. Ellos quieren imaginar una forma de pol’tica que vaya m‡s all‡ de la naci—n y de las formas de representaci—n pol’tica y cultural tradicionalmente relacionadas con la idea de hegemon’a Ðuna pol’tica del Òpoder constituyenteÓ, como ellos la llaman. As’, por ejemplo: La multitud es auto-organizaci—n. Ciertamente, debe haber un momento cuando la reapropiaci—n y la auto-organizaci—n alcanzan un umbral y se configuran como un evento real. Esto es el momento cuando la pol’tica es realmente afirmada Ðcuando la gŽnesis se completa y la auto-valoraci—n, la convergencia cooperativa de los sujetos y la administraci—n proletaria de la producci—n se convierte en poder constituyente. Este es el punto cuando la repœblica moderna cesa de existir y el posse postmodernista emerge. Este es el momento fundante de una ciudad terrenal que es distinta y m‡s fuerte que cualquier ciudad divina. La capacidad para construir
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lugares, temporalidades, migraciones y nuevos cuerpos ya afirma su hegemon’a a travŽs de las acciones de la multitud contra el Imperio75. Pero Àdesde d—nde viene esta Òcapacidad para construir lugares, temporalidades, migraciones y nuevos cuerposÓ si no es desde subjetividades definidas por su ÒidentidadÓ (subalterna)? Empire a veces parece moverse en un registro completamente postpol’tico, el cual parad—jicamente depende, para recordar la famosa frase de Marx y Engels: Òtodo lo s—lido se desvanece en el aireÓ, del poder radicalizante del mismo capital, visto como el resultado del trabajo colectivo, tanto para transformar como para transnacionalizar al proletariado en el proceso de desmontaje de las protecciones del Estado nacional y as’ permitir la emergencia de nuevas formas de movilizaci—n y actividad pol’tica. Una de estas nuevas formas, segœn argumentan ellos, aparece en torno a la cuesti—n de los desplazamientos de poblaci—n producidos por la globalizaci—n. La inmigraci—n masiva, segœn ambos, revela los antagonismos de la multitud Ðel sujeto engendrado por el capital global pero opuesto a Žste- y el car‡cter anacr—nico de las fronteras nacionales. De esto se sigue que Òel derecho general a controlar el propio movimiento es la demanda final de la multitud por una ciudadan’a globalÓ. Ciertamente, esta es una reivindicaci—n leg’tima, y adem‡s est‡ relacionada con una demanda por un salario social universal. Aunque es dif’cil concebirla como una demanda Ðaœn en el sentido en que los trotskistas hablan de una Òdemanda transicionalÓ (una demanda por una reforma que s’ es concedida desencadenar‡ progresivamente otras demandas m‡s radicales)- que disolver‡ los l’mites del capital global o su emergente superestructura pol’tico-ideol—gica; por el contrario, pareciera que el capital global es la precondici—n tanto para la elaboraci—n de esta demanda como para su cumplimiento. Para Hardt y Negri, la multitud es una forma ÒexpandidaÓ de nombrar el proletariado que no se limita a la categor’a de trabajo productivo asalariado, una forma de ver al proletariado en cambio como un sujeto h’brido o heterogŽneo conjugado pero siempre-ya habitado excesivamente de capitalismo en su estadio actual. Nosotros sabemos, por supuesto, que la idea de subalterno tiene un rol similar para Gramsci en los Cuadernos de la c‡rcel, m‡s all‡ de su utilidad como un eufemismo para enga–ar a los censores de la 75
Michael Hardt and Antonio Negri, Empire (Cambridge and London: Harvard University Press, 2000), 411.
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prisi—n. Pero, Àhasta quŽ punto el potencial radical de la multitud es entonces, al menos en parte, una resistencia a la subsunci—n real o formal en las relaciones capitalistas de producci—n, es decir, una resistencia a proletarizarse? ÀNo es la distancia o inconmensurabilidad entre el ÒproletariadoÓ (definido por su subsunci—n real o formal a las relaciones capitalistas de producci—n) y la multitud -esto es, entre el trabajo abstracto y el trabajo real, una diferencia marcada precisamente por la ÒidentidadÓ o, incluso, como ÒidentidadÓ? Si esto es as’, entonces la cuesti—n de la ÒidentidadÓ y el multiculturalismo se desplazan desde su estatus de contradicci—n secundaria para transformarse en la contradicci—n principal del mundo actual. Hardt y Negri parecieran aproximarse a un reconocimiento del rol crucial de la identidad, o como ellos la llaman, ÒsingularidadÓ, cuando escriben: La multitud afirma su singularidad al invertir la ilusi—n ideol—gica que todos los seres humanos en la superficie global del mercado mundial son intercambiables. Al colocar la ideolog’a del mercado sobre sus pies, la multitud promueve a travŽs de su trabajo las singularizaciones biopol’ticas de grupos y conjuntos de la humanidad, de manera rec’proca y en cada instancia del intercambio global (395). Pero aqu’ hay una ambigŸedad. ÀEst‡n ellos se–alando la emergencia de nuevas l—gicas de lo social que se oponen o resisten los efectos homogeneizadores del mercado capitalista en nombre de ÒsingularidadesÓ (Àpreviamente constituidas?), que adquirir’an ahora y frente al capital una fuerza de negaci—n radical? O, Àes la generalizaci—n y abstracci—n del poder laboral producida por la mercantilizaci—n de lo humano, la precondici—n de las Òsingularizaciones biopol’ticas de los gruposÓ? En el segundo caso, el argumento, aœn cuando parece ser postmodernista, es esencialmente similar a aquel del marxismo ortodoxo (espec’ficamente, nos recuerda de alguna manera la idea de super-imperialismo propuesta por Karl Kautsky antŽs de la primera Guerra Mundial). Para estar en contra del capitalismo, uno debe primero haber sido transformado por este. No puede haber ninguna otra resistencia a devenir proletarizado que la resistencia emanada de la posici—n de estar ya sujeto al capital: Òel telos de la multitud debe ser vivir y organizar su espacio pol’tico contra
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el Imperio y dentro de Ôla madurez de los tiemposÕ y las condiciones ontol—gicas que presenta el ImperioÓ (407). Pero esto equivale a subordinar la lucha contra el capital al tiempo del capital. Si lo que la multitud resiste es la ÒintercambiabilidadÓ que resulta de la mercantilizaci—n general del trabajo y la naturaleza, entonces lo que Žsta afirma como singularidades son formas de diferencia s’quica y cultural, de tiempo, necesidad y deseo, que est‡n en conflicto con las Òcondiciones ontol—gicas que presenta el ImperioÓ. Hardt y Negri toman de Virno la figura del ÒŽxodoÓ para describir el distanciamiento de la multitud desde el Estado naci—n, proyectando un desplazamiento desde la Òrepœblica modernaÓ a la Ò posse posmodernistaÓ, pero, Àun Žxodo hacia d—nde? (porque el Žxodo es tambiŽn para Virno Òla fundaci—n de una repœblicaÓ 76). Si la demanda por la ciudadan’a global tiene un cierto aire reformista, existe un antagonismo m‡s militante contra el Imperio que es revelado para Hardt y Negri en los actos de insurgencia espont‡neos y puntuales tales como las protestas de Los çngeles, la rebeli—n zapatista en Chiapas, las manifestaciones en Seattle, o la Intifada. En otras palabras, los cristianos versus Roma. Pero todos estos movimientos est‡n todav’a profundamente imbuidos, de una forma u otra, de pol’ticas de identidad. El cristianismo primitivo era una ideolog’a Ðde hecho, este fue el modelo de la ideolog’a para Althusser. Como tal, tuvo que crear nuevos tipos de territorialidad dentro del Imperio (entiendo dicha territorialidad como la relaci—n entre identidad y espacio). ÀCu‡les fueron las territorialidades que cre— el cristianismo? Inicialmente las precarias ÒcomunidadesÓ de creyentes representadas en las Ep’stolas (Romanos, Corintios, Filipenses y Efesios), pero eventualmente, de estas comunidades y con la ca’da del Imperio (una ca’da que se debe en parte a su proliferaci—n) emergieron las naciones o al menos las bases para los modernos Estados nacionales europeos. Si planteamos el problema del multiculturalismo junto al problema de los l’mites de la naci—n, se hace evidente que sin la capacidad de interpelar hegem—nicamente la 76
ÒUso el tŽrmino Žxodo aqu’ para definir el retiro de las masas desde el Estado [É] El Žxodo es la fundaci—n de una repœblica. La misma idea de ÔrepœblicaÕ, sin embargo, requiere dejar de lado la institucionalidad del Estado: si hay repœblica, entonces ya no hay Estado. La acci—n pol’tica del Žxodo consiste, por lo tanto, en un retiro comprometido. S—lo aquŽllos que poseen una forma de salida para s’ mismos pueden fundar la repœblica; pero, en un sentido contrario, s—lo aquŽllos que puedan fundarla triunfar‡n en encontrar el sendero a travŽs de las aguas por el cual ser‡n capaces de abandonar EgiptoÓ. Paolo Virno, ÒVirtuosity and RevolutionÓ: The Political Theory of ExodusÓ en: Radical Thought in Italy: A Potential Politics , Paolo Virno y Michael Hardt (editores) (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996), 196.
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naci—n (una naci—n actual o posible) las pol’ticas de identidad no tienen otra opci—n que ser parte de Òla l—gica cultural del capitalismo tard’oÓ (para recordar la frase de Jameson), porque Žstas expresar’an simplemente lo que ya es el caso, y aœn deseable, dentro de las reglas del juego del sistema del mercado mundial y de la democracia liberal, en vez de estar orientadas a subvertir o contravenir dichas reglas. El potencial radical de las pol’ticas de identidad como un sitio para la movilizaci—n contra el poder y la hegemon’a del capital global depende, por lo tanto, de la naci—n. M‡s all‡ de dicha territorialidad ese potencial se vuelve lo que Coco Fusco llama Òmulticulturalismo felizÓ Ðes decir, un aspecto de la superestructura ideol—gica del capital globalizado. Pero, la misma cr’tica puede ser hecha a la idea de multitud. Si es que Žsta no se orienta hacia la adquisici—n de la hegemon’a, entonces Àen quŽ sentido es pol’tica la acci—n de la multitud? O Àse trata, simplemente, de un tipo de turbulencia creada y tolerada por la generalizaci—n de las relaciones de mercado, y en alguna forma, incluso en sinton’a con tales relaciones (de manera tal que el neoliberalismo podr’a aparecer como una expresi—n ideol—gica m‡s acabada de la multitud que el comunismo o el socialismo), y en cualquier caso controlable por operaciones policiales y militares? Un cierto marxismo en AmŽrica Latina supuso que la Òcuesti—n ind’genaÓ ser’a resuelta con la proletarizaci—n y la aculturaci—n de los pueblos ind’genas del continente. JosŽ Carlos Mari‡tegui fue uno de los primeros en argumentar contra esta concepci—n en los a–os 1920, se–alando que las bases para el socialismo tambiŽn pod’an ser fundadas tanto en las caracter’sticas precolombinas como en las contempor‡neas de las sociedades precapitalistas ind’genas de los Andes. De manera similar, un texto como Me llamo Rigoberta Menchœ nos fuerza a reconocer que la participaci—n de los grupos ind’genas en la lucha armada en Guatemala estaba dirigida contra su proletarizaci—n y su aculturaci—n / transculturaci—n. Ideol—gicamente, por lo tanto, esa lucha requer’a de una afirmaci—n de la ÒidentidadÓ ind’gena: lengua, valores, costumbres, vestimenta y territorialidad (especialmente importante en este sentido fue la defensa de los derechos de tierra comunal). Hardt y Negri incluyen las luchas ind’genas en su concepto de multitud. Pero el problema persiste: Àes lo que ellos entienden por la din‡mica ideol—gica de la multitud equivalente a las din‡micas ideol—gicas identitarias que motivan estas luchas?, o Àhan
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subordinado dichas din‡micas en su concepto de multitud, la cual arriesga en convertirse, de la misma forma que el concepto marxista ortodoxo del proletariado, en otro sujeto ÒuniversalÓ? Naci—n y modernidad Recientemente, han surgido algunos esfuerzos por revivir el leninismo Ðde manera m‡s prominente quiz‡s, de parte de Slavoj iek. Pero, el aspecto del pensamiento de Lenin que merece permanente atenci—n en relaci—n a nuestras actuales preocupaciones, en mi opini—n, no es uno que alguien como iek, quien comparte con Hardt y Negri el rechazo hacia las pol’ticas de identidad, aprobar’a: lo que Lenin y el marxismo cl‡sico llamaron Òla cuesti—n nacionalÓ, cuesti—n que, por supuesto, conlleva a la vez una problem‡tica sobre la ÒidentidadÓ nacional. Para recordar brevemente el argumento de Lenin: en la etapa del capitalismo monop—lico, basado en la competencia por las materias primas y la fuerza laboral entre diversos capitalismos nacionales, la contradicci—n principal del capitalismo se desplaza desde la contradicci—n entre trabajo y capital dentro de la territorialidad de un Estado nacional determinado, hacia la contradicci—n entre naciones y grupos nacionales capitalistas dominantes y dominados. A su vez, las formas principales de lucha cambian desde aquellas basadas en organizaciones de clase y partidos Ðlas organizaciones del estilo de la segunda internacional- hacia las luchas por la liberaci—n nacional, preferiblemente lideradas por la clase trabajadora, pero no limitadas a los intereses de esta clase como tal. Se podr’a argumentar que el conflicto expl’cito entre el llamado mundo libre y el comunismo en el periodo de la Guerra Fr’a se conectaba con un conflicto impl’cto, de car‡cter m‡s bien anti-colonial o anti-neocolonial, entre un capitalismo internacional pero todav’a basado en los intereses de Estados nacionales particulares del ÒcentroÓ y los nacionalismos Žtnicos de la ÒperiferiaÓ. Si esto es cierto, entonces las contradicciones pol’ticas y estratŽgicas entre el capitalismo y el comunismo consist’an en el hecho de que el comunismo actuaba, fundamentalmente, como un poderoso aliado para esos nacionalismos Žtnicos. Un argumento similar puede ser elaborado para mostrar que el problema de la naci—n y de la identidad nacional est‡n, todav’a, en el coraz—n del conflicto
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global, aun cuando la naturaleza de tal conflicto haya cambiado en el œltimo cuarto de siglo. Podemos responder a la reivindicaci—n que subyace a Empire de que el Estado nacional ha sido, o est‡ en proceso de ser, trascendido por la etapa actual del capitalismo, la cual ya no requiere dicha forma de organizaci—n como s’ lo necesitaba el capitalismo monop—lico (porque la competici—n entre distintos capitales nacionales tambiŽn pasaba por la geopol’tica y por una cuesti—n militar): es demasiado temprano para afirmar esto. Podr’a ser que la inhabilitaci—n parcial de la autonom’a econ—mica del Estado nacional por la globalizaci—n, y las desastrosas consecuencias que esto produce (por ejemplo, la serie de colapsos econ—micos en AmŽrica Latina a finales de los 90 y comienzos del nuevo siglo en Argentina) le den, de alguna forma, una nueva intensidad y urgencia a la cuesti—n nacional y ÒlocalÓ. Para Lenin, la idea de ÒidentidadÓ nacional todav’a se expresaba como una ÒunidadÓ (de territorio, idioma, historia, instituciones, car‡cter). Hoy, por contraste, la cuesti—n nacional Ðcomo un problema no s—lo relativo a lo que las naciones han sido, sino a lo que podr’an llegar a serÑ est‡ conectado con el multiculturalismo y con las pol’ticas de identidad en una forma en que el leninismo cl‡sico no nos ayuda mucho a comprender. En tŽrminos de Lenin, el imperio ruso era una suerte de prisi—n para las naciones. Pensando sobre quŽ es lo que constituye a una naci—n, Lenin y, siguiendo su camino, Stalin en su famoso ensayo de 1914 sobre la cuesti—n nacional, aprovecharon la idea liberal y socialdem—crata convencional Ðarticulada por Kautsky entre otros- de que la naci—n era una comunidad relativamente permanente de territorio, lenguaje, mercado interno, econom’a, idiosincrasia cultural. La pol’tica de los nacionalismos soviŽticos se orient—, en general, por esta concepci—n, intentando una Òuni—nÓ de repœblicas nominalmente independientes, cada una construida sobre un grupo nacional o grupo Žtnico dominante, a pesar de las evidentes incoherencias (quŽ hacer con los jud’os rusos, por ejemplo, que eran un pueblo sin territorialidad espec’fica) y los ajustes dictados por la realpolitik de Stalin (deportaci—n y relocalizaci—n de grupos Žtnicos considerados hostiles al proyecto soviŽtico; inserci—n de minor’as rusas en otras ÒnacionesÓ, etc.). Ya en esta concepci—n se pueden percibir las semillas de la crisis tanto de la Uni—n SoviŽtica como de Yugoslavia Ðpues
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ambas mostraron una tendencia a la fractura, precisamente, en el ‡mbito de la l’nea ÒnacionalÓ, cuesti—n que desemboc— en la constituci—n de varias repœblicas. A comienzos del siglo XX, la posici—n alternativa en la tradici—n marxista, fue la del austro-marxista Otto Bauer en su tratado de 1907, La cuesti—n de las nacionalidades y la social democracia (Lenin le encarg— a Stalin escribir su ensayo de 1914 como respuesta a Bauer).
Reflexionando sobre el car‡cter multilingŸ’stico y multiŽtnico del imperio austro-hœngaro, entonces en decadencia, Bauer estaba preocupado con el problema de las minor’as que, como los jud’os rusos, pose’an atributos de nacionalidad Ðlo que Bauer llamaba una Òcomunidad de voluntadÓÑpero no un Estado territorial independiente fundado en dichos atributos. Bauer plante— la siguiente problem‡tica: 1) Las identidades nacionales o Žtnicas ÐÒcomunidades de voluntadÓ- no son simples alucinaciones ideol—gicas o formas de falsa conciencia, como la posici—n anti-nacionalista en el marxismo y el anarquismo argumentan, sino que son, en s’ mismas, efectos determinados por el impacto del desarrollo capitalista combinado y desigual sobre poblaciones perifŽricas.
Las identidades expresan lo que en tŽrminos weberianos
equivaldr’a a una contradicci—n entre la Gemeinschft [comunidad] (Žtnica o ÒnacionalÓ en un sentido pre-moderno) y la Gesellschaft [sociedad]. 2) En un Estado liberal-democr‡tico el multiculturalismo nacional o Žtnico puede ser tolerado en principio, pero en la pr‡ctica siempre est‡ limitado por la hegemon’a de un grupo nacional o Žtnico dominante. 3) Por lo tanto, el mismo principio de autodeterminaci—n que legitima la existencia del Estado nacional y la hegemon’a del grupo Žtnico o nacional dominante, podr’a entonces ser utilizado por las minor’as desafectadas para demandar un Estado donde ellas lograsen ser mayor’a. La pregunta que surge es si estas minor’as deber’an o no devenir un Estado. La respuesta de Bauer fue la de divorciar la idea de la Òcomunidad de voluntadÓ constituida en torno al lenguaje, la experiencia comœn, la idiosincrasia cultural o religiosa, o el Òcar‡cter nacionalÓ de la idea de la naci—n expresado por la posici—n de Kautsky y Lenin (esto es, en tŽrminos de una comunidad de lenguaje, cultura, mercado, etc. que adquiere la
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forma de un Estado nacional soberano). Bauer hace este giro mediante la proposici—n de formas de autonom’a nacional y de autodeterminaci—n, organizadas democr‡ticamente, para minor’as Žtnicas y nacionales, dentro de una territorialidad mayor la que, sin embargo, ser’a tambiŽn una naci—n o, para usar sus propios tŽrminos, un ÒEstado multinacionalÓ. Como se–ala el editor a cargo de la reciente re-edici—n del libro de Bauer en inglŽs, Žl cuestion—, de hecho, las principales asunciones del mundo contempor‡neo: Òque la soberan’a es unitaria e indivisible, que la autodeterminaci—n nacional requiere la constituci—n de Estados nacionales separados, y que el Estado nacional es la œnica forma reconocida de organizaci—nÓ77. Hay varios elementos que hoy parecen anticuados o pintorescos en el argumento de Bauer (por ejemplo, su idea de ÒcorporacionesÓ pœblicas Žtnico-nacionales); pero tambiŽn existe un impulso b‡sico que es digno de reconsideraci—n. Especialmente en un mundo marcado por la inmigraci—n masiva y / o la configuraci—n de nuevas fronteras nacionales yuxtapuestas sobre territorios nacionales anteriores, la propuesta de Bauer tambiŽn tiene la ventaja de contemplar el problema de las minor’as y de lo minoritario como tal (como dir’a la escritora chicana Gloria Anzaldœa, Ònosotros no cruzamos la frontera, la frontera nos cruz— a nosotrosÓ). En este sentido, se puede ver a Bauer como el primer te—rico del multiculturalismo, m‡s que de la homogeneidad cultural-lingŸ’stica-legal, como fundamento para la identidad de la naci—n. Esto lo convierte (junto quiz‡s con Mariategui) 77
Otto Bauer, The Question of Nationalities and Social Democracy, Joseph OÕDonnell (traductor) (Minneapolis and London: University of Minnesota Press, 2000). Hardt y Negri critican duramente a Bauer, se–alando que Òen el c‡lido clima intelectual de Ôretorno a KantÕ, estos profesores, tales como Otto Bauer, insistieron en la necesidad de considerar a la nacionalidad como un elemento fundamental de la modernizaci—n. De hecho, ellos cre’an que producto de la confrontaci—n entre la nacionalidad (definida como comunidad idiosincr‡tica) y el desarrollo capitalista (definido como sociedad) emerger’a una dialŽctica que en su despliegue favorecer’a, eventualmente, al proletariado. Este programa ignoraba el hecho de que el Estadonaci—n no era divisible sino en cambio org‡nico, no era trascendental sino trascendente, y aœn en su trascendencia estaba construido para oponerse a cualquier tendencia de parte del proletariado de reapropiaci—n del espacio y de la riqueza social [É] los autores celebraban la naci—n sin querer pagar el precio de dicha celebraci—n. O mejor aœn, la celebraban, mistificando, a su vez, su poder destructivo. Dada esta perspectiva, el apoyo para los proyectos imperialistas y para la guerra inter-imperialista fueron posiciones l—gicas e inevitables para este reformismo socialdem—crataÓ ( Empire 111-112). La identificaci—n de la posici—n de Bauer con lo que se llamaba el Òsocial-imperialismoÓ es, creo, hist—ricamente incorrecta. Hardt y Negri parecen estar confundiendo a Bauer con Kautsky, cuya teor’a de la naci—n como comunidad de lenguaje fue precisamente la heredada por Lenin y los bolcheviques y a la vez por los partidos social-democr‡tas de las respectivas naciones en conflicto en la Primer Guerra Mundial. Ver, por ejemplo, E. Nimni, Marxism and Nationalism: Theoretical Origins of a Political Crisis (London: Pluto Press, 1994).
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en uno de los primeros marxistas despuŽs de Marx en pensar m‡s all‡ del esquema normativo de la modernidad. Esto es un logro importante, porque en varios sentidos la disputa entre el capitalismo y el socialismo que caracteriz— a la Guerra Fr’a fue esencialmente en torno a cu‡l de los dos sistemas podr’a realizar de mejor forma la posibilidad, latente en el mismo capitalismo, de una modernidad pol’tica, cient’fica, cultural, econ—mica. La premisa b‡sica del marxismo como una ideolog’a de la modernizaci—n era que la sociedad burguesa no pod’a realizar su propia promesa de emancipaci—n y de bienestar material, dadas las contradicciones inherentes al modo de producci—n capitalista, sobre todo las contradicciones entre el car‡cter social de las fuerzas productivas y el car‡cter privado de la propiedad y de la acumulaci—n de capital. Liberando las fuerzas productivas desde los grilletes de las relaciones capitalistas de producci—n Ðsegœn el conocido argumento- el Estado socialista o los reg’menes semi-socialistas inspirados por el modelo soviŽtico, superar’an pronto estas limitaciones, inaugurando con ello una era de crecimiento econ—mico sin precedentes, la cual a su vez ser’a la condici—n material para el socialismo y para la eventual transici—n al comunismo. La respuesta Ðfinalmente triunfadora- del capitalismo fue que las fuerzas del libre mercado ser’an m‡s din‡micas y eficientes, en el largo plazo, en producir crecimiento econ—mico y modernidad. Lo que no estaba en cuesti—n en ninguno de estos argumentos, sin embargo, era el car‡cter deseable de la modernidad como tal. El concepto de racionalidad comunicativa de Habermas expresa el prospecto de una sociedad que es, o que podr’a llegar a ser, autotransparente. Pero, como se dio cuenta Bauer casi un siglo antes, lo que se opone a la transparencia o a la universalizaci—n de la racionalidad comunicativa no es s—lo el conflicto entre tradici—n y modernidad Ðes decir, el car‡cter ÒinconclusoÓ del proyecto de la modernidad, para recordar la famosa frase de Habermas-, sino tambiŽn la intensificaci—n de las formas de heterogeneidad y diferencia social producidas, en parte, por el mismo proceso de la modernidad capitalista. El problema para Bauer era c—mo imaginar el proyecto de la izquierda distanciado del telos de la modernidad, particularmente encarnado en la ÒhistoriaÓ del Estado-naci—n.
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La ecuaci—n entre el Estado nacional y lo moderno descansa en el hecho de que el problema del Estado, su Òraz—n de serÓ, es la incorporaci—n de la poblaci—n a su propia modernidad; sobre todo porque la poblaci—n Ðo sectores de ella- Òse retrasaÓ de dicha modernidad (la que se auto-representa como raz—n instrumental o burocr‡tica). Lo que expresa el concepto de ingobernabilidad es, precisamente, la inconmensurabilidad entre la Òheterogeneidad radicalÓ del subalterno (el concepto es de Dipesh Chakrabarty) y la raz—n de Estado. La ingobernabilidad Ðla condici—n de resistencia o persistencia expresada- es el espacio del resentimiento recalcitrante, de la desobediencia, la marginalidad y la insurgencia. Pero la ingobernabilidad tambiŽn designa la falla de la pol’tica formal y de la naci—n Ðes decir, de la hegemon’a. En este sentido, el sujeto subalterno tiene una relaci—n diferencial con la naci—n: ocupa un espacio alternativo donde la naci—n aœn no ha llegado a ser. Esa voz ÒinterrumpeÓ la narrativa ÒmodernaÓ de la transici—n desde el feudalismo hasta el capitalismo, de formaci—n y consolidaci—n del Estado nacional, y el pasaje teleol—gico a travŽs de diferentes ÒetapasÓ del capitalismo (capitalismo mercantil, competitivo, monop—lico, imperialista y ahora global). El privilegio en la teor’a social posmodernista del concepto de sociedad civil est‡ fundado en la desilusi—n con la capacidad del Estado para organizar a la sociedad y para producir modernidad en su versi—n capitalista o socialista. Esto es as’ porque la idea de sociedad civil en su sentido habitual (la burgerlich Gesellschaft de Hegel) est‡ tambiŽn ligada, como la noci—n de Estado nacional, a una narrativa del ÒdesarrolloÓ o ÒdespliegueÓ (Entwicklung ), la cual por virtud de sus propios requerimientos (educaci—n formal, tŽcnica y cient’fica, unidad familiar nuclear, partidos pol’ticos, mercado, propiedad privada) limita o excluye a sectores importantes de la poblaci—n de acceder a la ciudadan’a plena. Dicha exclusi—n o limitaci—n es la que constituye al subalterno. Se sigue de esto que lo que Chakrabarty llama la Òpol’tica de la desesperaci—nÓ del subalterno puede estar orientada por una resistencia o un escepticismo no s—lo respecto del Estado nacional oficial sino tambiŽn de lo que constituye la sociedad civil. La ecuaci—n entre sociedad civil, cultura y hegemon’a en Gramsci y otros pensadores de la modernidad est‡ planteada contra el problema de la negatividad subalterna y est‡ frecuentemente dirigida contra aquello que es concebido y valorado como ÒculturaÓ por los grupos
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dominantes. El concepto de hegemon’a de Gramsci corresponde a un momento de la modernidad en el cual la ciudadan’a y la autoridad cultural no pod’an ser separadas de la educaci—n formal y la alfabetizaci—n, ya que los valores y la informaci—n necesaria para ejercer dicha ciudadan’a estaban disponibles mayoritariamente a travŽs de los medios impresos (por lo mismo Gramsci vio, por ejemplo, la producci—n de novelas populares, tal cual exist’an en Inglaterra o Francia en el siglo XIX, como una condici—n necesaria para la emergencia de la cultura nacional popular italiana). Con el advenimiento de la cultura audiovisual de masas, sin embargo, las masas hacen la transici—n desde la oralidad primaria caracter’stica de la cultura rural o campesina pre-capitalista a lo que el cr’tico brasile–o Antonio C‡ndido llam—, pesimistamente, el Òfolclore urbanoÓ de los medios, desvi‡ndose, por as’ decirlo de la cultura impresa y sus placeres y requisitos espec’ficos. Los estudios culturales est‡n fundados en la asunci—n de que las sociedades contempor‡neas confrontan el problema de que las narrativas Ðincluyendo el canon de las literaturas nacionales- que legitiman y organizan el Estado nacional ya no coinciden con las mœltiples l—gicas de la sociedad civil. De hecho, es la crisis o sentido de incongruencia del Estado nacional provocada por la globalizaci—n y la cultura audio-visual transnacionalizada lo que permite que la categor’a de sociedad civil aparezca en su plenitud: esto es, como lo que NŽstor Garc’a Canclini ha llamado Òcomunidades interpretativas de consumidoresÓ, parcialmente divorciadas del referente nacional (puesto que la circulaci—n de bienes culturales ha devenido supra- y sub-nacional al mismo tiempo). Esta l’nea de pensamiento puede ser concebida, a primera vista, como una variaci—n del argumento de Gramsci sobre la posible no-coincidencia entre el ÒpuebloÓ y la naci—n (esa no coincidencia, para repetirlo, es lo que el concepto de subalterno designa). Pero la crisis del Estado nacional es tambiŽn la crisis de la soluci—n que Gramsci le dio a este problema: esto es, la idea de una hegemon’a nacional-popular. La misma hegemon’a es vista por los estudios culturales como fundada en una distinci—n anticuada que relaciona la subalternidad a formas culturales premodernas y la hegemon’a a formas modernas. En las
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sociedades contempor‡neas, la dicotom’a tradici—n / modernidad se disolver’a y as’ junto con ella tambiŽn se disolver’a la dicotom’a subalternidad / hegemon’a78. Hardt y Negri toman de los estudios culturales la idea de que la categor’a que expresa la din‡mica de la cultura popular es la hibridez m‡s que la subalternidad. Si la hibridizaci—n es co-extensiva con la sociedad civil, sin embargo, el binarismo que no es deconstruido por los estudios culturales es aquel que le da una condici—n normativa ( y no s—lo descriptiva) al valor de la hibridez: esto es, la misma dicotom’a entre Estado / sociedad civil, donde la sociedad civil es vista como un lugar donde aparece la hibridez contra la narrativa supuestamente monol—gica y homogeneizante del Estado nacional. As’, al buscar desplazar Òdemocr‡ticamenteÓ la autoridad hermenŽutica desde la alta cultura burguesa hacia la recepci—n popular y sus diversos ÒcrucesÓ, los estudios culturales terminan de alguna forma legitimando el mercado y la globalizaci—n. La misma l—gica cultural que representan apunta en la direcci—n de asumir que la hegemon’a no es m‡s una posibilidad, porque ya no existen bases culturales comunes para formar el sujeto colectivo nacionalpopular necesario para ejercer dicha hegemon’a. S—lo hay identidades desterritorializadas o en proceso de desterritorializaci—n. Fredric Jameson explica el realismo m‡gico como la coexistencia cultural, en una formaci—n social dada, de temporalidades y sistema de valores que corresponden a distintos modos de producci—n y que se superponen unos a otros en una suerte de palimpsesto 79. Pero la generalizaci—n del tiempo del capital que produce la globalizaci—n tiende en cambio hacia una temporalidad singular e imponente ÐŽsa de la circulaci—n de mercanc’a y del Òfin
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ÒLa bibliograf’a sobre cultura tiende a asumir que hay un interŽs intr’nseco de parte de los sectores hegem—nicos para promover la modernidad y un destino fatal por parte de los sectores populares para mantenerse enraizados en la tradici—n. Desde esta oposici—n, los modernizadores obtienen el argumento moral de que sus intereses en los avances y promesas de la historia justifican su posici—n hegem—nica: mientras tanto la condici—n retr—grada de las clases populares las condenar’a a la subalternidadÉ[pero] el tradicionalismo es hoy una tendencia en varios sectores hegem—nicos y puede ser combinado con lo moderno, casi sin conflicto, cuando la exaltaci—n de las tradiciones est‡ limitada a la cultura, mientras que la modernizaci—n se especializa en lo social y en lo econ—mico. Ahora se debe preguntar en quŽ sentido y para quŽ fines los sectores populares se adhieren a la modernidad, la buscan y la combinan con sus tradicionesÓ. NŽstor Garc’a Canclini, Hybrid Cultures (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1995), 145-146. 79 Esta lectura aparece primero en The Political Unconscious. Narrative as a Socially Symbolic Act (London: Routledge, 1983). Para un tratamiento posterior ver, por ejemplo, el ensayo de Jameson sobre el director de cine soviŽtico Andrei Tarkovski, ÒOn Soviet Magic RealismÓ en: The Geopolitical Aesthetic: Cinema and Space in the World System (Bloomington: Indiana University Press, 1992).
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de la historiaÓ- en la cual las otras historicidades siguen existiendo simplemente como elementos de un pastiche. Para Jameson, el pastiche historicista posmoderno (o mode retro) s—lo es posible porque la historia ha perdido su poder para representar al sujeto y a lo nacional-popular. Si en la idea norteamericana del melting pot, o latinoamericana del mestizaje, era expl’cita una narrativa teleol—gica de adaptaci—n del ÒpuebloÓ al Estado (y viceversa), algo similar, pero ahora en tŽrminos de una teleolog’a post-nacional, opera impl’citamente en el concepto de hibridez e hibridizaci—n de los estudios culturales, ya que estos designan un proceso dialŽctico Ðvisto como inevitable y providencial- de Òsuperaci—nÓ de las antinomias enraizadas en la cultura y el pasado hist—rico inmediato, incluyendo el ÒpasadoÓ del mismo high modernism. A pesar de sus gestos hacia el postmodernismo, entonces, los estudios
culturales simplemente transfieren la din‡mica de la modernizaci—n desde la esfera de la alta cultura modernista y de los aparatos ideol—gicos de Estado a la cultura de masas, la que ahora es vista como m‡s capacitada para producir Òciudadan’a culturalÓ. En este sentido, los estudios culturales no rompen con los valores de la modernidad y en s’ mismos no apuntan m‡s all‡ de los l’mites de la hegemon’a neoliberal. La epistemolog’a positivista reivindicada por los defensores de las disciplinas acadŽmicas convencionales, fundada en la autoridad de una visi—n bastante reduccionista del mŽtodo cient’fico y un modelo de agencia individualista (rational choice), y el discurso de la sociedad civil y de la hibridez articulado por los estudios culturales en respuesta a los nuevos ÒflujosÓ de la globalizaci—n econ—mica y cultural son dos lados de la misma moneda: formas de racionalidad de una modernidad capitalista en la cual los sistemas de valores y las identidades ÒtradicionalesÓ son concebidas como anacronismos que debieran desaparecer o ser incorporados ( Aufhebung ) en una nueva ÒmezclaÓ o s’ntesis. Un multiculturalismo radical Retornamos entonces a la idea de Chakrabarty de la Òheterogeneidad radicalÓ del subalterno. ÀEs la exterioridad del subalterno simplemente una funci—n de su anacronismo, o representa una alteridad contradictoria dentro de la modernidad: diferentes l—gicas de lo social y diferentes modos de experimentar y conceptualizar la historia y los valores dentro
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del tiempo del capital y de la territorialidad del Estado nacional? No hay duda de que en un periodo de Restauraci—n conservadora, las demandas multiculturales por ÒreconocimientoÓ pueden llevar a nuevas formas de territorialidad tipo apartheid toleradas y, en cierto sentido, incluso fomentadas tanto por los Estados locales como por el sistema internacional. Esta era la intenci—n del Estado racista en Sud‡frica al crear Estados tribales legalmente aut—nomos y ÒautodeterminadosÓ (los Bantustanes) para evitar mediante esto que la mayor’a de la poblaci—n negra o de color pudiera constituirse en un bloque o mayor’a pol’tica. Lo que es radical en las demandas multiculturales, y crucial en la formaci—n de lo que Hardt y Negri llaman Òpoder constituyenteÓ, por lo tanto no es el deseo de ÒreconocimientoÓ por el Estado o de tener un Òespacio propioÓ dentro de la naci—n, sino en cambio, la manera en que estas demandas apuntan hacia una redefinici—n de la identidad nacional y del orden internacional: es decir, ellas son radicales en la medida en que buscan universalizar su singularidad (debo esta idea a Armando Muyolema). En la sucinta definici—n de Frantz Fanon, el Estado nacional es un Òartificio burguŽsÓ ( a bourgeois contrivance ) y ser’a bueno no olvidar esto. Pero ser’a una forma de esencialismo argumentar que la idea de naci—n como tal est‡ limitada a la forma que la clase dominante le asigna, y ser’a err—neo fundar una alternativa pol’tica a la globalizaci—n en la negaci—n de las Òcontradicciones en el seno del puebloÓ en cada naci—n y entre ellas. Dicha negaci—n ser’a el equivalente postmoderno del ya desacreditado argumento de que en las luchas de liberaci—n nacional las mujeres, los homosexuales, los trabajadores o los campesinos tienen que suspender sus demandas espec’ficas a favor de la ÒunidadÓ nacional contra un enemigo comœn. Lo que se puede pensar aqu’, en cambio, es un nuevo tipo de pol’tica que interpela al ÒpuebloÓ como un posible nuevo bloque hegem—nico no como un sujeto unitario, homogŽneamente ÒnacionalÓ y moderno, sino en cambio, en la forma en que Bauer hablaba de Òcomunidades de voluntadÓ, internamente fisuradas, heterogŽneas y mœltiples, dentro del marco de una naci—n o de confederaci—n de naciones existentes o posibles. Para decirlo de otra manera, la unidad y la reciprocidad mutua de los elementos que constituyen Òel puebloÓ dependen (como la imagen que la Coalici—n del Arcoiris quiso simbolizar) de un reconocimiento de las diferencias socio-culturales y de la inconmensurabilidad de estas diferencias Ðes decir de una afirmaci—n de Òlas
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contradicciones en el seno del puebloÓ. El socialismo ser’a la forma social de estas diferencias e inconmensurabilidades, sin resolverlas en una l—gica pol’tica o cultural trascendente o unitaria. Construir la pol’tica de la multitud hoy en d’a, bajo las condiciones de la globalizaci—n y enfrentados con la cr’tica neoliberal y la privatizaci—n de las funciones del Estado, podr’a por lo tanto requerir, en circunstancias bien precisas, de una relegitimaci—n del Estado nacional. Pero, por supuesto, tal relegitimaci—n tambiŽn requerir’a, al mismo tiempo, nuevos conceptos de naci—n, de identidad e intereses ÒnacionalesÓ, de ciudadan’a y democracia, de lo Ònacional popularÓ y quiz‡s de la pol’tica misma. ÀPodr’a el multiculturalismo radical implicar el fin de la naci—n como tal, o se trata m‡s bien de una complejizaci—n de la naci—n? ÀEs la ansiedad ante la heterogeneidad multicultural similar a la ansiedad expresada en el Òp‡nico homof—bicoÓ: es decir, una ansiedad sobre algo que ya / desde siempre es el caso? Postdata Septiembre 11 Los ataques terroristas del 2001 sobre el World Trade Center y el Pent‡gono parecen legitimar la idea de Samuel Huntington de una Òguerra de civilizacionesÓ (de Occidente contra el resto) y obligarnosÑhablo como ciudadano norteamericano aqu’--finalmente a abandonar el tercermundismo sentimental y alinearnos con nuestra propia posici—n en dicha guerra, como lo habr’a hecho Tony Blair. Uno de mis estudiantes, un ex-sandinista, coment— en el momento de los ataques: Òesto significa el fin del horizonte ut—pico del multiculturalismoÓ. Pero el 11 de septiembre tambiŽn podr’a significar que el pueblo de los Estados Unidos se ha vuelto, o ha devenido una vez m‡s, un pueblo testimonial. Es decir, hemos tenido que confrontar nuestra situaci—n como un pueblo que ha experimentado en persona la cat‡strofe, la masacre injustificada, la pŽrdida irremediable, el desplazamiento, el trauma, el duelo incompleto o inadecuado y la rabia que caracterizan la Òsituaci—n de urgenciaÓ (para usar una expresi—n de RenŽ Jara) de la cual emerge el testimonio. No es casual en este sentido que las formas testimoniales familiares de la lucha contra la represi—n pol’tica y la violencia estatal en AmŽrica Latina -por ejemplo las fotos tama–o
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p—ster de los desaparecidos- fueran una de las formas principales con las cuales se conmemor— el aniversario del ataque. Los ataques terroristas estaban dirigidos contra un Estados Unidos homogŽneo, imperial-corporativo, simbolizado por el Pent‡gono y las torres del World Trade Center , pero inmediatamente despuŽs del ataque se hizo evidente que las v’ctimas proven’an de un Estados Unidos multicultural, trabajador, que inclu’a imigrantes recientes, documentados e indocumentados. En la lectura simb—lica de los nombres de los muertos en el aniversario de los ataques -una forma comœn de conmemoraci—n testimonial- un nœmero significativo eran hispanos. Muchos de ellos, lo sabemos, vienen de pa’ses como El Salvador o Guatemala, huyendo de la violencia contrarrevolucionaria descrita en narrativas como la de Rigoberta Menchœ, y trabajando por un salario m’nimo en los intersticios de las nuevas ciudades globales. Pero este reconocimiento plantea un problema dif’cil: Àpodemos acoger en nombre del multiculturalismo y la subalternidad, al mismo tiempo, las v’ctimas de los ataques terroristas y a los mismos terroristas? ÀSon organizaciones tales como Al Qaeda y el movimiento isl‡mico fundamentalista desde el cual surgi—, formas de lo que Hardt y Negri llaman la multitud? No es un secreto que las ra’ces del fundamentalismo isl‡mico se hallan en las condiciones de pobreza, desigualdad, frustraci—n, falta de democracia y desesperanza de las masas en el actual mundo isl‡mico, y que Žsta situaci—n a su vez se debe a la derrota o perversi—n por Estados Unidos y sus aliados de proyectos socialistas o nacionalistas de modernizaci—n secular durante la Guerra Fr’a. Pero tampoco es un secreto que Bin Laden y su organizaci—n, as’ como la directa creaci—n de la colaboraci—n entre la monarqu’a Saudita, la dictadura militar en Pakist‡n, el clero feudal y los terratenientes en Afganist‡n y otros paises, la realpolitik israel’ y la CIA, fueron tambiŽn uno de los instrumentos que precipitaron la derrota del socialismo o del nacionalismo secular. Tanto el rŽgimen Taliban como Al Qaeda se han mostrado expl’citamente opuestos a cualquier cosa parecida a una sociedad democr‡tica multicultural o igualitaria. En ese sentido, ellos est‡n m‡s cerca de las emergentes ideolog’as capitalistas autoritarias, como el neo-confucianismo de la nueva elite empresarial china y de los Tigres Asi‡ticos (la familia Bin Laden es de hecho uno de los m‡s poderosos grupos econ—micos del medio oriente). La Òguerra de civilizacionesÓ de
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Huntington es, desde el punto de vista de los oprimidos y de los subalternos, un conflicto entre dos formas diferentes de hegemon’a reaccionaria, ambas fundadas en la perpetuaci—n de sociedades jer‡rquicas divididas por clases y por gŽnero, y en el uso concomitante de la violencia militar y policiaca contra la poblaci—n civil. Sin embargo, hay algo en la relaci—n entre el terrorismo fundamentalista y la opresi—n y pobreza en el mundo isl‡mico que no es f‡cilmente desplazable. Soy consciente en particular de que la invocaci—n del subalterno y de las Òcontradicciones en el seno del puebloÓ no le hace justicia al problema de la violencia intra-subalterna: j—venes ‡rabes militantes asesinan inmigrantes indocumentados guatemaltecos, algunos de los cuales podr’a haber sido militantes o simpatizantes de los movimientos revolucionarios en sus pa’ses en los a–os 80. Los ejemplos podr’an multiplicarse f‡cilmente: el conflicto genocida entre Tutsis y Hutus en Ruanda; la violenta guerra civil entre fundamentalistas isl‡micos y nacionalistas seculares en Argelia que se ha venido desarrollando por m‡s de un cuarto de siglo; la lucha entre comunidades obreras cat—licas y protestantes en Irlanda del Norte; el resentimiento creciente entre afro-americanos y latinos en AmŽrica; la tensi—n entre mestizos e ind’genas en muchos pa’ses latinoamericanos; la profunda persistencia de formas de racismo y sexismo en muchos grupos subalternos (quiz‡s en todos). No es suficiente decir que estos problemas son parte de la herencia del colonialismo Ðde la estrategia brit‡nica de Òdividir y gobernarÓ, por ejemplo- o que implican una interacci—n entre formas coloniales y modernas de biopoder, lo que An’bal Quijano llama Òla colonialidad del poderÓ (la persistencia de formas de discriminaci—n colonial mucho tiempo despuŽs de la terminaci—n formal del dominio colonial como tal). El problema est‡ tambiŽn relacionado a las pol’ticas de identidad, las cuales por su misma naturaleza corren el riesgo de ÒetnicizarÓ la pol’tica, fundando sus demandas en una herida hist—rica real o imaginaria pero siempre irredenta, en un sufrimiento o deprivaci—n atribuida a una otredad Žtnica o racial, configurada o reconstituida como un enemigo. Wendy Brown deconstruye el impase caracter’stico de las pol’ticas de identidad de la siguiente manera:
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En su emergencia como una protesta contra la marginalizaci—n o la subordinaci—n, las identidades politizadas [É] quedan anexadas a su propia exclusi—n tanto porque existen gracias a esta exclusi—n como identidad y porque esta identidad, como sitio de la exclusi—n, como exclusi—n, aumenta o Ôaltera la direcci—n del sufrimientoÕ implicado en la subordinaci—n o marginalizaci—n al encontrar un lugar donde dirigir sus protestas. Pero al hacer esto, ellas inseminan dolor sobre su historia irredenta en la misma fundaci—n de su reivindicaci—n pol’tica, en su demanda por ser reconocidas como identidad. Al localizar una causa donde dirigir las protestas por su impotencia sobre su pasado -un pasado herido, un pasado roto- y al encontrar una Ôraz—nÕ para el Ôintolerable dolorÕ de la impotencia social del presente, convierten su razonamiento en una pol’tica etnicizante, una pol’tica de la recriminaci—n que busca vengar el da–o aun cuando lo reafirma, lo codifica discursivamente. Las identidades politizadas entonces se enuncian a s’ mismas, hacen sus reivindicaciones, s—lo a travŽs de un reforzamiento, restablecimiento, dramatizaci—n e inscripci—n de su dolor en el ‡mbito pol’tico; ellas no pueden contener ningœn futuro -para s’ mismas o para los otros- que triunfe sobre dicho dolor. La pŽrdida de direcci—n hist—rica, y con ella, la pŽrdida de futuridad caracter’stica de la modernidad tard’a, es as’ refigurada homol—gicamente en la estructura deseante de la expresi—n pol’tica dominante de esta Žpoca: las pol’ticas de identidad80. El argumento de Brown recuerda el la conocida cr’tica hecha por Nietzsche del resentimiento como principio animador de la Òconciencia esclavaÓ. Presupone que las pol’ticas de identidad no pueden aspirar a ser hegem—nicas sin perder su raz—n de ser; que la negatividad subalterna s—lo puede afirmar impotencia, resentimiento y sufrimiento. Sin embargo, una cosa es las pol’ticas de identidad sin la posibilidad transformadora de la hegemon’a -es decir, dentro de las Òreglas del juegoÓ de las clases dominantes y de su institucionalidad pol’tica y legal (Brown nota en este sentido que las pol’ticas de identidad 80
Wendy Brown, State of Injury: Power and Freedom in Late Modernity (Princeton: Princeton University Press, 1995), 73-74.
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parad—jicamente Òreinstalan el ideal humanista [de la comunidad universal / inclusiva] en la medida en que como pol’tica se fundan en una exclusi—n originaria de dicha comunidadÓ [65]). Pero, otra cosa es una pol’tica de identidad articulada con la posibilidad efectiva de acceder a la hegemon’a, dado que por definici—n, la obtenci—n de la hegemon’a necesariamente transformar’a las identidades que entran en juego en su proceso de articulaci—n. Sin embargo, si el subalterno debe convertirse en aquello que ya es hegem—nico (es decir, superar su car‡cter subalterno) para poder alcanzar la hegemon’a, entonces ÀquŽ se habr’a logrado? Obviamente, algo de lo que Brown llama su ÒdolorÓ, su ÒidentidadÓ inicial como marginal, explotado, ÒexcluidoÓ tendr’a que estar presente en una nueva combinatoria o articulaci—n hegem—nica. No puede ingresar al campo de la pol’tica simplemente renunciando o auto-deconstruyendo sus reivindicaciones identitarias sin afirmar a la vez un universalismo ficticio o ÒhumanismoÓ Ðel universalismo ficticio de la cr’tica acadŽmica. Brown cita a Mouffe y Laclau para ilustrar el hecho que Òlas formas originarias de pensamiento democr‡tico estaban vinculadas a una concepci—n positiva y unificada de la naturaleza humanaÓ mientras que las pol’ticas de identidad nos confrontan con Òla emergencia de una pluralidad de sujetos, cuya forma de constituci—n y diversidad s—lo puede ser pensada si abandonamos la categor’a del ÒsujetoÓ como esencia unificada y unificanteÓ81. Pero, Àno es el mismo Òpensamiento democr‡ticoÓ una forma ÒidentitariaÓ espec’fica, de pensamiento (aquel de la burgues’a europea en su lucha contra el poder feudal)? En este sentido, Àno es toda pol’tica una pol’tica de identidad? En una conferencia en la Universidad de Columbia en Nueva York, organizada por Gayatri Spivak en 2000, que reuni— a miembros de los grupos subalternistas del sur de Asia y de AmŽrica Latina, el cient’fico social africano Mahmood Mamdani pregunt— si, para evitar casos de limpieza Žtnica genocida como la de Ruanda, no era preferible la incorporaci—n-superaci—n ( Aufhebung ) de las identidades Žtnicas a su afirmaci—n como sitio de pŽrdida y recriminaci—n. De manera similar, el cr’tico literario Aamir Mufti, desarrollando una posici—n sustentada por su maestro Edward Said, ha vuelto a hablar de 81
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe , Hegemony and Socialist Strategy. Toward a Radical Democratic Politics (London: Verso, 1985), 180-181.
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un Òsecularismo cr’ticoÓ como alternativa al fundamentalismo radical y el nacionalismo Žtnico como principio articulatorio de lo pol’tico-cultural en el mundo isl‡mico 82. Estas sugerencias nos devuelven a la cuesti—n de los l’mites de la modernidad con la que comenzamos. Lo que Mufti entiende por Òsecularismo cr’ticoÓ es mi propia ideolog’a, en el sentido en que Althusser hablaba de las Òideolog’as espont‡neasÓ de los intelectuales (y debo decir que siento una responsabilidad Žtica, intelectual y pol’tica de defender dicha ideolog’a). Sin embargo, es totalmente posible que para producir sujeto-ciudadano secularizado que Mufti o Mamdani tienen en mente Ðes decir, alguien (como nosotros mismos) que no se dejar’a arrastrar hacia conflictos genocidas sobre la ÒidentidadÓ Žtnicadesde una amplia y diversa cantidad de grupos poblacionales, se necesita una violencia tan nefasta como la violencia neocolonial (de Israel contra los palestinos, hoy) o la violencia intra-subalterna. A pesar de su apelaci—n al sentido comœn y a la decencia, y a la posibilidad de afrontar estrategias de largo plazo como alternativas a la carnicer’a que es el mundo hoy en d’a, tales posiciones corren el riesgo, en el corto plazo, de ser instrumentalizadas Ð generalmente en la forma de una defensa de derechos humanos universalesÐ para legitimar la violencia de los Estados centrales del orden global, especialmente Estados Unidos. Se podr’a argumentar, adem‡s, que muchos casos de violencia intra-subalterna, como las masacres en Ruanda, tienen sus ra’ces precisamente en los esfuerzos previosÑen el caso de Ruanda, la pol’tica colonial brit‡nicaÑ por controlar y manipular poblaciones en nombre de la secularizaci—n y la modernizaci—n. La pol’tica soviŽtica en Afganist‡n fue una pol’tica 82
Mahmood Mamdani, palabras en la conferencia, ÒSubaltern Studies at LargeÓ (Columbia University, 2000). Aamir Mufti, Enlightenment in the Colony. The Jewish Question and the Crisis of Postcolonial Culture (Princeton: Princeton University Press, 2007). En particular, Mufti est‡ tratando de encontrar articulaciones de identidad cultural que trasciendan la divisi—n nacional entre Pakist‡n y la India, y entre hindœes y musulmanes. Entre otras cosas, Mufti recuerda la antigua propuesta de la izquierda internacional a favor de un Estado secular bi-nacional en Israel-Palestina, propuesta que fue abandonada en los 70 a favor de la llamada soluci—n de los Òdos estadosÓ. El problema es que cualquiera sea la forma de autonom’a concedida a un Estado palestino (y resulta dif’cil imaginar dicha entidad como otra cosa que un artificio dŽbil neocolonial, de alguna forma parecido a la situaci—n de Puerto Rico hoy), todav’a habr‡ una gran cantidad de poblaci—n palestina-‡rabe en Israel (hoy en d’a una quinta parte de la ciudadan’a israel’ es de origen ‡rabe; dadas las tendencias demogr‡ficas, antŽs del fin de este siglo quiz‡s Žsta llegar‡ a un tercio). Esta en debate si la situaci—n de esta poblaci—n puede ser caracterizada como una de apartheid, pero no hay dudas de que poblaci—n ‡rabe en Israel tiene y tendr‡, necesariamente, la condici—n de ciudadan’a de segunda clase en un Estado que se define as’ mismo como Estado jud’o. El sionismo, tanto como el nacionalismo fundamentalista de Hamas, se basan en una noci—n ÒunitariaÓ de identidad nacional. Volvemos as’ a la problem‡tica articulada por Otto Bauer: Àno ser’a mejor para Israel reconocerse como lo que de hecho ya es, un Estado multicultural, multirreligioso, y por sobre todo, multinacional?
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ÒilustradaÓ en cierto sentido (por ejemplo, al buscar la implementaci—n de la reforma agraria y de los derechos de la mujer). Su falla, la que presagi— el colapso de la misma Uni—n SoviŽtica y dio paso al surgimiento de Al Qaeda y del rŽgimen Taliban, es un ejemplo preciso de la falla no tanto de los valores centrales de la modernidad secular en si Ðigualdad, democracia, socialismo- sino de una cierta forma de implementaci—n coercitiva de dichos valores por parte del Estado sobre poblaciones esencialmente campesinas que, en nombre de la Òtradici—nÓ o de sus creencias religiosas, eran frecuentemente reacias a (o pod’an ser movilizados contra) dichos valores. ÀSignifica esto que la reacci—n siempre gana, aun entre los pobres? Si Afganist‡n desoculta los l’mites del comunismo como forma de modernidad, tanto el rŽgimen Taliban como el rŽgimen instalado por la ocupaci—n militar anglo-europea en Afganist‡n son tambiŽn, y de manera clara, ÒEstados fallidosÓ. Ninguno de estos reg’menes representa una sociedad democr‡tica, igualitaria y multicultural. Ninguno es un Òpueblo-EstadoÓ, en el sentido que Gramsci le dio al tŽrmino, aun cuando todos hablan el lenguaje de la modernidad (o, en el caso del Taliban y el fundamentalismo, de la contra-modernidad). La cuesti—n central entonces no es la modernidad o la ÒdiferenciaÓ como tal, sino pensar juntas la igualdad y la diversidad. Necesitamos complementar la propuesta de un secularismo democr‡tico, postidentitario entonces, con la siguiente pregunta: la superaci—n-incorporaci—n ( Aufhebung ) de las identidades, Àdesde d—nde, y por parte de quiŽn? ÀDesde la l—gica de un capitalismo en expansi—n permanente? ÀO desde la posibilidad de Òotro mundoÓ? El problema del multiculturalismo radical puede ser visto en este sentido relacionado con el problema de la democracia: Àc—mo producir una voluntad general desde una multiplicidad de voluntades individuales y grupales diversas? Las pol’ticas de identidad afirman no s—lo una experiencia singular de la verdad frente a los grandes designios del poder, sino que afirman la verdad misma como singularidad. Se tratar’a de encontrar una comunalidad en la singularidad, y de articular dicha comunalidad pol’ticamente como base para un nuevo bloque hist—rico capaz de desplazar la hegemon’a reaccionaria. Precisamente porque para alcanzar una igualad multicultural, una democracia real, un bienestar econ—mico, un balance ecol—gico, un intercambio cultural balanceado, ser‡ necesario desmantelar las hegemon’as a nivel
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tanto de los Estados nacionales Ðsobre todo de los Estados Unidos- como a nivel del sistema global. Y esto, por supuesto, es algo que resulta m‡s f‡cil decir que hacer. En relaci—n a este prospecto, sin embargo, la cr’tica de las pol’ticas de la identidad evidente en Empire de Hardt y Negri puede ser m‡s bien parte del problema que de la soluci—n. Es
parte del problema no s—lo porque desactiva la agencia, sino tambiŽn porque impide una visi—n clara sobre el tipo de sociedad por la cual estamos luchando.
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VI. - Deconstrucci—n y latinoamericanismo (A prop—sito de The Exhaustion of Difference de Alberto Moreiras)
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The Exhaustion of Difference de Alberto Moreiras es uno de los m‡s influyentes libros
en el campo de los estudios literarios y culturales latinoamericanos en el periodo abierto por el reciente giro hacia la izquierda en la regi—n83. En este libro, Moreiras intenta utilizar las herramientas de la deconstrucci—n para poner en crisis y radicalizar el espacio ideol—gico y conceptual de los estudios culturales latinoamericanos. Su objeto no es la cultura popular o de masas como tal (como es el caso en la obra de NŽstor Garc’a Canclini, por ejemplo) sino la Òpol’tica del saberÓ Ðpara usar una de sus propias frases- implicada en la representaci—n de la cultura latinoamericana. Moreiras llama a esta representaci—n Òpensamiento latinoamericanistaÓ o ÒlatinoamericanismoÓ, comprendiendo por tal Òla suma total del discurso acadŽmico sobre AmŽrica Latina, ya sea producido en AmŽrica Latina, en Estados Unidos o en cualquier otra parteÓ. Alternativamente, lo refiere como Òla suma total de representaciones comprometidas con AmŽrica Latina en cuanto objeto de conocimientoÓ84.
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Alberto Moreiras, The Exhaustion of Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies (Durham: Duke University Press, 2001). Moreiras ha revisado y desarrollado su argumento en un libro posterior, escrito despuŽs de los eventos relacionados con el 11 de septiembre del 2001 y del desmantelamiento del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, al cual tanto Žl como yo est‡bamos asociados. Dicho libro se titula L’nea de sombra. El no sujeto de lo pol’tico (Santiago: P alinodia, 2006). L’nea de sombra se mueve mucho m‡s all‡ de la cr’tica del latinoamericanismo desarrollada en Exhaustion , para cuestionar el car‡cter Òonto-teol—gicoÓ de la filosof’a pol’tica y de la pol’tica como tal, incluyendo el proyecto de los estudios subalternos. Ver sobre esto, los comentarios de Alejandra Castillo, Federico Galende y Sergio Villalobos-Ruminott, y la consiguiente respuesta de Moreiras (ÒPantanillos ponzo–ososÓ) en la Revista de Cr’tica Cultural 34 (2006), 78-87. 84 El antecedente obvio de la idea de latinoamericanismo es el concepto de orientalismo acu–ado por Edward Said. Esto es especialmente relevante si el latinoamericanismo es concebido como un discurso que emerge desde la academia europea y norteamericana. Ver, por ejemplo, Rom‡n de la Campa, Latinoamericanism (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1999). Pero Moreiras est‡ m‡s preocupado, como veremos, con
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Moreiras llama al tipo de pensamiento que Žl cree representar en su libro Ðesto es, un discurso latinoamericanista que trata sobre el latinoamericanismo como talÒlatinoamericanismo de segundo ordenÓ. ÀPor quŽ es necesario este gesto clasificatorio? Porque, siente Moreiras, el latinoamericanismo de Òprimer ordenÓ, particularmente en su apelaci—n fundacional al nacionalismo cultural y a sus correspondiente estŽticas o poŽticas (de mestizaje cultural, realismo m‡gico, Òalegor’a nacionalÓ, transculturaci—n, hibridez, voz testimonial, etc.), est‡ construido sobre una ÒdesfasadaÓ concepci—n de identidad y diferencia (el adjetivo es suyo). Para que el latinoamericanismo recupere su potencial radical, necesita ir m‡s all‡ de dichos conceptos y de su propia auto-satisfactoria complacencia. ÒHe intentado a travŽs de este libroÓ, escribe Moreiras, Òmoverme hacia los momentos aporŽticos del saber latinoamericano y realizar al latinoamericanismo empuj‡ndolo contra sus propios l’mitesÓ (229). Moreiras sitœa su proyecto en la doble coyuntura formada por la crisis del nacionalismo latinoamericano (y algunos de los paradigmas te—ricos asociados con Žste, tales como la teor’a de la dependencia y la transculturaci—n), y los efectos de la globalizaci—n de la hegemon’a neoliberal en la regi—n, que ha conllevado, por supuesto, un debilitamiento relativo de la soberan’a del Estado nacional. Estos temas ya hab’an sido anunciados en un libro anterior, Tercer espacio: duelo y literatura en AmŽrica Latina (1999). Tercer espacio realiz— una serie de re-lecturas de algunas de las figuras can—nicas de la
narrativa latinoamericana moderna y postmoderna (Borges, Cort‡zar, Lezama Lima, Elizondo y Sarduy) en los tŽrminos de esta doble coyuntura. Su gesto implicaba algo m‡s que la simple reinstalaci—n del canon de la literatura latinoamericana moderna en relaci—n a la nueva situaci—n pol’tica e hist—rica de AmŽrica Latina en los 80 y 90; hab’a tambiŽn en la perspectiva de Moreiras, un intento para valorar las estrategias estŽticas y epistemol—gicas desarrolladas por estos escritores como una forma de Òregionalismo cr’ticoÓ (Moreiras toma este concepto de Kenneth Frampton, a travŽs de Fredric Jameson), capaz de crear un Òtercer espacioÓ fuera tanto de las afirmaciones historicistas / esteticistas tradicionales de la identidad nacional-popular, por un lado, y de la l—gica de la hegemon’a neoliberal y la las representaciones latinoamericanas ÒnacionalistasÓ hechas desde AmŽrica Latina, es decir, con una especie de orientalismo que es interno al pensamiento latinoamericano.
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globalizaci—n, por el otro. Tercer espacio, en otras palabras, estaba preocupado con la localizaci—n del punto en el cual la ÒdiferenciaÓ estŽtica o narrativa se convert’a en resistencia. Esta perspectiva le otorgaba una importancia estratŽgica a la producci—n cultural latinoamericana en general, y a ciertos escritores y textos de la literatura latinoamericana moderna en particular, un gesto que Moreiras repite en The Exhaustion of Difference. Su problem‡tica Ðy la elecci—n de los estudios culturales como su preocupaci—n central- est‡ provocada por su propia vinculaci—n con dos grandes debates que han dominado los estudios latinoamericanos desde el fin de la Guerra Fr’a. El primero tiene que ver con el cambio en las relaciones de poder entre las humanidades y las ciencias sociales al interior de los estudios de ‡rea en general. La emergencia de los estudios culturales implica no s—lo un desplazamiento adicional de los estudios literarios latinoamericanos, tradicionalmente considerados como un campo secundario o suplementario en los estudios de ‡rea, sino tambiŽn, de manera parad—jica, una intrusi—n de la teor’a literaria y cultural en las mismas ciencias sociales. Se hablaba, como si fuese una especie de enfermedad, de Òtomar el giro lingŸ’sticoÓ En respuesta, hubo una reacci—n de parte de las ciencias sociales Ð particularmente en historia y en antropolog’a, las disciplinas situadas con mayor ambigŸedad entre las humanidades y las ciencias socialesÐ a favor de una reterritorializaci—n de sus fronteras disciplinarias. El segundo debate ocurre en la teor’a cultural y literaria latinoamericana y se refiere a su Òpol’tica de la localizaci—nÓ, que opone lo que Moreiras llama Òlatinoamericanistas no latinoamericanosÓ que escriben principalmente
en
inglŽs
desde
la
academia
norteamericana,
contra
los
Òlatinoamericanistas latinoamericanosÓ que escriben principalmente en espa–ol o portuguŽs ÒdesdeÓ AmŽrica Latina, y que ven la hegemon’a de las nuevas formas de teor’a cr’tica (estudios subalternos, postcoloniales, culturales, etc.) como una forma de colonialismo intelectual y rechazan sus reivindicaciones a representar adecuadamente las especificidades hist—ricas y culturales de AmŽrica Latina. Ambos debates, a su vez, emergieron en el contexto de la crisis generalizada y la transformaci—n de las universidades y de las disciplinas acadŽmicas, tanto en los Estados Unidos como en AmŽrica Latina,
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como una consecuencia de la globalizaci—n y las pol’ticas neoliberales de privatizaci—n, una crisis cuyo mejor diagn—stico est‡ en el libro de Bill Readings, The University in Ruins 85. Moreiras registra de manera precisa el hecho de que el mismo concepto de latinoamericanismo es aporŽtico o indecidible. ÀSe refiere el latinoamericanismo a la representaci—n del saber sobre AmŽrica Latina proveniente de las universidades metropolitanas (principalmente norteamericanas), think tanks, ONGs, y organizaciones de estudios de area tales como la Latin American Studies Association [LASA] (es decir, Òun latinoamericanismo no-latinoamericanoÓ); o a un latinoamericanismo proveniente de una tradici—n de pensamiento cultural o culturalista sobre la identidad (o, mejor dicho, las identidades heterogeneas) latinoamericana producida en la misma regi—n, ejemplificada por figuras tales como Fernando Ortiz, Octavio Paz, Antonio C‡ndido, çngel Rama, Roberto Fern‡ndez Retamar, Beatriz Sarlo, o Antonio Cornejo Polar, quienes se habr’an concebido a s’ mismos en una posici—n tensa respecto a la autoridad de la teor’a y de los centros metropolitanos (Òun latinoamericanismo latinoamericanoÓ)?; o Àse refiere a un latinoamericanismo emergente de los saberes y las pr‡cticas culturales subalternas en la regi—n, un latinoamericanismo que est‡ en tensi—n con estas dos alternativas a la vez: es decir, con los latinoamericanistas no latinoamericanos y con los latinoamericanistas latinoamericanos? En este tercer caso, por supuesto, el mismo tŽrmino ÒAmŽrica LatinaÓ se hace problem‡tico como significante central de un proyecto pol’tico de identidad nacional o regional, particularmente para aquellos sectores que podr’an haber sentido en el pasado que
la
cultura
latinoamericana
ÒoficialÓ,
criolla,
existe,
precisamente,
para
subrepresentarlos y subalternizarlos (o, a veces, para subalternizarlos en el mismo acto de representarlos): por ejemplo, los pueblos ind’genas que constituyen quiz‡s un veinte por ciento de la poblaci—n de lo que se llama AmŽrica Latina, y que no son, estrictamente hablando, ni ÒamericanosÓ ni ÒlatinosÓ; o los campesinos y trabajadores o las poblaciones 85
The Exhaustion of Difference es parte de un grupo de otros libros latinoamericanistas aparecidos, m‡s o menos, al mismo tiempo y que comparten sus preocupaciones, incluyendo Ðaunque esta es una lista muy parcial- Rom‡n de la Campa, Latinoamericanism ; Walter Mignolo, Local Histories / Global Designs; Gareth Williams, The Other Side of the Popular ; mi propio libro Subalternity and Representation; Santiago Castro G—mez y Eduardo Mendieta (editores), Teor’as sin disciplina; Ileana Rodr’guez (editora), The Latin American Subaltern Studies Reader y Convergencia de tiempos; y Ana del Sarto, Alicia R’os y Abril Trigo (editores) The Latin American Cultural Studies Reader .
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marginales urbanas, quienes no siempre perciben sus propios valores y aspiraciones, o su sentido de la Ònaci—nÓ como necesariamente coincidentes con las formas culturales de las clases medias y altas que han intentado articular el sentido de la identidad ÒlatinoamericanaÓ. El historiador Dipesh Chakrabarty, uno de los miembros del Grupo de Estudios Subalternos Surasi‡ticos, intenta una genealog’a similar de la interrelaci—n entre el pensamiento colonial europeo y la India en su libro Provincializing Europe86. Los lectores de este libro pueden haberse asombrado por la inconmensurabilidad entre la primera y la segunda parte del mismo: mientras la primera tiene que ver con las formas (principalmente religiosas) de historicidad de sujetos premodernos (Òel tiempo de los diosesÓ), las cuales Chakrabarty contrasta con una historia secular, teleol—gicamente centrada en el Estado y en el desarrollo de una modernidad capitalista, la segunda parte est‡ dedicada a algunas formas literarias indias, principalmente seculares y modernas, y a las instituciones culturales correspondientes Ðespecialmente, en un brillante cap’tulo dedicado a una instituci—n bengal’, similar a la tertulia literaria en el mundo hisp‡nico latinoamericana, llamada adda. Chakrabarty elabora un argumento bastante convincente sobre como el adda Ðen su articulaci—n de tiempo, valor y afecto- funciona como un excedente con respecto a la l—gica de las formas de capitalismo nacional e internacional y representa, por lo tanto, algo as’ como una cultura de la resistencia dentro de la modernidad global. Pero, en India y/o en la misma Bengala, el adda es una forma cultural secular de clase media o clase media alta, que depende para su identidad del hecho de estar separada de las formas culturales, y a veces, del mundo lingŸ’stico de los campesinos, trabajadores, los ÒpobresÓ, y en general, con unas cuantas excepciones, de las mujeres. En otras palabras, hay una fusi—n t‡cita en la presentaci—n de Chakrabarty entre un Òregionalismo cr’ticoÓ subalterno nacional o regional representada por el adda o por la poes’a bengal’ dentro de una orden primero colonial y ahora global, y la subalternidad dentro de un contexto nacional o regional dado, donde instituciones como el adda o la
Òciudad letradaÓ latinoamericana no son de hecho ÒsubalternasÓ, sino precisamente 86
Dipesh Chakrabarty. Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference (Princeton: Princeton University Press, 2000).
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pr‡cticas culturales de discriminaci—n y dominaci—n con fuertes ra’ces coloniales. Esta fusi—n quiz‡s tenga algo que ver con el cambio de localizaci—n de Chakrabarty y otros subalternistas del de grupo surasi‡tico desde la India a la academia norteamericana, lo cual ha hecho que la l’nea de demarcaci—n de la subalternidad no se exprese tanto dentro de la historia de la India sino entre esa historia y ÒEuropaÓ87. Ir—nicamente, la segunda parte de Provincializing Europe se convierte, por momentos, en una Òdefensa de la poes’aÓ que un
cr’tico neoconservador como Harold Bloom en Estados Unidos habr’a aprobado felizmente. ÀHa llegado el tiempo de enlistar a Bloom como un aliado, en vez de verlo como el buf—n de las humanidades? Ahora que la literatura ha perdido su lugar central en las humanidades y se ha hecho subalterna, quiz‡s aquŽllos de nosotros que proven’amos de la cr’tica literaria pero que nos fuimos a los estudios culturales, podamos retornar a ella (admito que no soy completamente inmune a esta tentaci—n). Moreiras, sin embargo, no queda preso de la trampa de sentimentalizar la literatura y la cultura literaria en la forma en que Chakrabarty, un historiador, si lo hace. Por el contrario, Žl es proclive a analizar cr’ticamente el equivalente latinoamericano de la adda, el arielismo: esto es, la asunci—n de que la literatura y los intelectuales literarios son los
poseedores privilegiados de la posibilidad y originalidad cultural de AmŽrica Latina. Esto es as’ porque tal asunci—n es uno de los pilares del latinoamericanismo latinoamericano contra los estudios culturales, postcoloniales, subalternos, la deconstrucci—n, etc., como nuevas formas de colonialismo cultural (la literatura es por as’ decirlo, Òlo nuestroÓ para el latinoamericanismo latinoamericano). Sin embargo, Moreiras s’ estar’a de acuerdo con Chakrabarty en que el adda y algunas formas recientes de arte y literatura latinoamericanas configuran el espacio de una modernidad alternativa. Si Lenin identific—, en una etapa previa del capitalismo, a la Òcuesti—n nacionalÓ como la contradicci—n principal, desplazando la contradicci—n entre trabajo y capital en la territorialidad de un Estado naci—n acotado, se podr’a argumentar que la Òdiferencia regionalÓ Ðo, para repetir el tŽrmino que prefiere Moreiras, el Òregionalismo cr’ticoÓ- ha devenido gracias a la globalizaci—n en la contradicci—n principal 87
Una idealizaci—n similar de la cultura cl‡sica hindœ es evidente en los œltimos escritos del fundador de los Estudios Subalternos, Ranajit Guha. Ver sus conferencias sobre la filosof’a de la historia de Hegel en History at the Limit of World-History (New York: Columbia University Press, 2002).
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(esencialmente, este es el argumento neoconservador de Òla guerra de civilizacionesÓ de Samuel Huntington). Pero, al mismo tiempo, Moreiras arguye que dicha ÒdiferenciaÓ Ð especialmente como ha sido expresada en las pol’ticas de identidad nacionalistas o multiculturales- ha sido o puede ser absorbida por la hegemon’a. La alteridad latinoamericana, en las variadas formas en que Žl la interroga en The Exhaustion of Difference Ðel populismo nacional, el realismo m‡gico, la idelog’a de la transculturaci—n narrativa, la heterotop’a borgeana, el testimonio (quiz‡s hoy Moreiras incluir’a el ÒbolivarismoÓ) corre el riesgo de ser simplemente incorporada a la l—gica de la globalizaci—n, perdiendo en este proceso de asimilaci—n cualquier fuerza oposicional que dicha alteridad pudiera haber tenido. Quiz‡s m‡s que su ÒagotamientoÓ ( exhaustion), es esta amenaza de cooptaci—n de la diferencia--similar a la amenaza enfrentada por el historiador de volverse c—mplice de la dominaci—n, advertida por Walter Benjam’n en v’speras del triunfo del fascismo en sus reflexiones ÒSobre el concepto de historiaÓ-, lo que destaca, de manera m‡s urgente, en las p‡ginas del libro de Moreiras. En otras palabras, se puede ver el deseo de combatir una posible domesticaci—n reaccionaria c—mplice con el orden neoliberal en el trabajo deconstructivo que realiza Moreiras. Es, precisamente, este Òtrabajo de lo negativoÓ, como Žl dir’a, lo que est‡, a su vez, en el coraz—n de las reivindicaciones pol’ticas subalternistas de su argumento. Pero, como con el trabajo de Spivak, The Exhaustion of Difference tambiŽn origina la pregunta por el valor y la fuerza pol’tica de la deconstrucci—n. Y aqu’, a pesar de mi admiraci—n por la inteligencia cr’tica de Moreiras y por la forma en que ha ayudado a clarificar y profundizar aspectos de mi propio trabajo, as’ como del proyecto de los estudios subalternos en general, debo confesar un cierto escepticismo. Moreiras, quien es un latinoamericanista no latinoamericano (es de Espa–a), elabora sin embargo un fuerte argumento al comienzo del libro sobre c—mo sus preocupaciones est‡n formuladas en di‡logo con el grupo de intelectuales asociados con la Revista de Cr’tica Cultural en Chile. ƒl tambiŽn se–ala, varias veces, c—mo su trabajo establece una cierta solidaridad con las posibilidades y fuerzas radicales en AmŽrica Latina. Creo que Moreiras est‡ en lo correcto al desconfiar de las reivindicaciones de autoridad pol’tica, moral o epistemol—gica que est‡n fundadas simplemente en el hecho de hablar ÒdesdeÓ AmŽrica Latina, como si no
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existiesen en AmŽrica Latina bibliotecas llenas de pensamiento reaccionario, clasista y racista, o de pensamiento progresista bien intencionado, pero, a veces, mal orientado (y tambiŽn racista). Pero, para ser honestos, la locaci—n (en el sentido de una Òpol’tica de la locaci—nÓ) de The Exhaustion of Difference no es ni la tradici—n del pensamiento cultural latinoamericano ni el latinoamericanismo de la academia norteamericana o europea: m‡s bien, Moreiras se inscribe en el espacio de la teor’a cr’tica cosmopolita, el cual es, en s’ mismo, producido y alimentado por la l—gica de la globalizaci—n. En este sentido, aun cuando The Exhaustion of Difference registra la crisis del latinoamericanismo de manera brillante, no surge de o responde directamente a dicha crisis. El caso contrario se encuentra en el impulso que est‡ detr‡s, a la vez, del proyecto de los estudios subalternos latinoamericanos y de sus detractores neoconservadores, quienes si surgen de dicha crisis. Se podr’a hablar, entonces, en The Exhaustion of Difference, de una relaci—n de dependencia invertida entre la deconstrucci—n y un correlato objetivo latinoamericano al que se le ha asignado la tarea Òat—picaÓ (una palabra que le gusta mucho a Moreiras) de ser el sostenedor concreto de la deconstrucci—n. ÀSer’a mucha exageraci—n ver en esto aparecer la dialŽctica del amo y el esclavo, como si ingresara por la puerta de atr‡s, por decirlo as’? Este problema se vuelve aœn m‡s complejo gracias a lo que considero como una sobrevaloraci—n de la cr’tica cultural e intelectual que Moreiras comparte con la deconstrucci—n en general. En la medida en que sus herramientas son aquellas de la cr’tica filos—fica, la deconstrucci—n es incapaz de interrogar adecuadamente sus propias condiciones de posibilidad; por contraste, veo los impulsos esenciales (Àdeconstructivos?) que alimentan a los estudios subalternos y culturales como un desplazamiento de la autoridad hermenŽutica de los Òintelectuales tradicionalesÓ (en el sentido gramsciano del tŽrmino) y lo que dichos intelectuales consideran como formas y pr‡cticas culturales autorizadas, incluyendo la literatura escrita y la Òcr’ticaÓ. Lo que no est‡ presente en The Exhaustion of Difference, incluso como una ausencia registrada, es la tercera forma del
latinoamericanismo a la cual hicimos referencia antŽs: es decir, aquellas formas de conocimiento, agencia, cultura y valor que no calzan ni con el latinoamericanismo metropolitano (ÒobjetivamenteÓ al servicio de la globalizaci—n, sin importar sus buenas intensiones) ni con un latinoamericanismo latinoamericano auto-complaciente, ubicado
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esencialmente en la cultura de la burgues’a y la clase media letrada latinoamericana. Podr’a ser pertinente quiz‡s llamar a esta tercera forma de latinoamericanismo un latinoamericanismo ÒsubalternoÓ, si no fuera por el hecho que, como Moreiras mismo se–alar’a, ese tŽrmino es auto-contradictorio, en el mismo sentido que la idea de ÒestudiarÓ al subalterno. Sea como sea, este ÒtercerÓ latinoamericanismo no es el Òtercer espacioÓ de Moreiras (o de Homi Bhabha) Ðesto es, el espacio de una indecidibilidad e intraducibilidad semi—tica- sino, en cambio, el espacio de las luchas cotidianas concretas, fuertemente marcadas por ideas y experiencias afectivas de identidad, historia, ser individual y comunidad que la deconstrucci—n, obligatoriamente, deber’a encontrar aporŽticas, si es que quiere permanecer leal a su propia Žtica del saber. La deconstrucci—n puede acompa–ar est‡s luchas Ðen este sentido, las reivindicaciones de solidaridad de Moreiras, como las de Spivak, no son enga–osas- pero no puede actuar en lugar del subalterno. Esto es as’ porque, como lo se–al— Benjamin (los lectores de orientaci—n feminista y postcolonial podr‡n hacer los ajustes apropiados) Òla lucha revolucionaria no es entre el intelectual y el capital sino entre el proletariado y el capitalÓ88.
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En su ensayo ÒEl autor como productorÓ.
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VII. El subalterno y el Estado89
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Para Hugo Achugar
Quiero tratar aqu’ la cuesti—n del Estado: ÀquŽ es el Estado y en quŽ puede convertirse? Y Àcuales ser’an algunas de las consecuencias de esta pregunta para nuestro trabajo dentro de la academia? Lo que dirŽ est‡ influido por mi participaci—n en el Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, pero de alguna manera tambiŽn apunta a un horizonte postsubalternista. En concreto, argumentarŽ que la forma de concebir el Estado en los estudios subalternos y en la teor’a social posmoderna en general, se ha encuentra hoy en una especie de callej—n pol’tico y te—rico a la vez, y que, por lo tanto, necesitamos un nuevo paradigma para pensar las relaciones entre los movimientos y grupos subalternos y el Estado Ðo, para decirlo de otra manera, entre hegemon’a y subalternidad. Para ser m‡s precisos, ÀquŽ pasa cuando, como ha sido el caso en los a–os recientes con algunos gobiernos pertenecientes a la llamada Òmarea rosadaÓ en AmŽrica Latina, movimientos sociales subalternos originados fuera del Estado y de la pol’tica formal (incluyendo los partidos tradicionales de izquierda) se han Òconvertido en el EstadoÓ o Òdevenido el EstadoÓ, para usar una expresi—n de Ernesto Laclau? 90 Los estudios subalternos son, o al menos comenzaron como una forma de marxismo, pero emergieron en el contexto de la crisis del Òsocialismo actualmente 89
Este texto est‡ basado en una conferencia presentada en el Global Humanities Institute en la Universidad de Brown, en junio 2009. Mis agradecimientos al organizador del evento , Tony Bogues, por su invitaci—n y a los participantes, j—venes intelectuales provenientes de diversos pa’ses del ÒGlobal SouthÓ. 90 On Populist Reason (London: Verso, 2007), 261 nota 27. Laclau intenta distinguir entre Òconvertirse en el EstadoÓ, un concepto que deriva de Gramsci, y el concepto leninista de Òtomar el poder del EstadoÓ.
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existenteÓ y de la ÒmetanarrativaÓ del socialismo en los a–os 1980. No ser’a exagerado decir que el colapso del comunismo fue, en s’ mismo, parte de una pŽrdida m‡s general de confianza en la eficacia del Estado para ordenar la vida humana que tambiŽn afect— al pensamiento pol’tico en el mundo capitalista. La consecuencia m‡s evidente fue, por supuesto, el neoliberalismo, pero tambiŽn tuvo expresiones de ÒizquierdaÓ (ser’a suficiente nombrar a Foucault y Deleuze). Es en este contexto que se inscriben inicialmente los estudios subalternos. Como otras formas de pensamiento social posmodernista, los estudios subalternos privilegian la actividad de Òmovimientos socialesÓ que se mueven m‡s all‡ de los par‡metros del Estado y de la pol’tica formal. Se dice a veces que el espacio o territorialidad de dicha actividad es la Òsociedad civilÓ, otras veces la misma idea de sociedad civil, relacionada con una modernidad colonial, es puesta en cuesti—n. Sea como sea el subalterno es conceptualizado como un sujeto que est‡ en una relaci—n no s—lo exterior al Estado y a los circuitos de ciudadan’a y participaci—n pol’tica y c’vica, sino, adem‡s, opuesto o resistente al Estado. En la medida en que el Estado y la modernidad funcionan de manera interrelacionada, la agencia subalterna no es s—lo anti-estatal sino tambiŽn antimoderna; implica una interrupci—n de la narrativa desarrollista de la formaci—n, evoluci—n y perfeccionamiento del Estado. A su vez, si la hegemon’a es entendida, para recordar la definici—n de Gramsci, como Òel liderazgo moral e intelectual de la naci—nÓ Ðes decir, como un poder que interpela a y emana desde el EstadoÑ entonces el subalterno debe, por definici—n, ser algo as’ como lo que Derrida llama el ÒsuplementoÓ: un ÒrestoÓ que queda fuera, o escapa, de la articulaci—n hegem—nica. En una reciente discusi—n sobre la relaci—n entre los estudios subalternos latinoamericanos y la deconstrucci—n, Gareth Williams se–ala que Òlo que la deconstrucci—n quiere es precisamente interrumpir la constituci—n de la hegemon’a (que no es la del subalterno) en nombre de una pol’tica distinta a la relaci—n hegemon’asubalternidad, construida con el œnico prop—sito de la subordinaci—nÓ 91. La sugerencia de 91
Gareth Williams, ÒLa deconstrucci—n y los estudios subalternosÓ, en: Hern‡n Vidal (editor), Treinta a–os de estudios literarios/culturales latinoamericanos en los Estados Unidos (Pittsburgh: IILI, 2008), 24. Williams est‡ haciendo eco de una idea avanzada por Alberto Moreiras. Ver nuestro ensayo sobre Moreiras y la deconstrucci—n en esta colecci—n.
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que hay una especie de afinidad objetiva entre la deconstrucci—n y el subalternismo es una idea familiar para muchos gracias al trabajo de Gayatri Spivak, quien fue uno de los v’nculos concretos entre el Grupo Sudasi‡tico de Estudios Subalternos y el Grupo Latinoamericano. VolverŽ a Spivak luego, pero por ahora deber’a ser suficiente apuntar a que la distinci—n entre hegemon’a y subalternidad hecha por Williams implica una confusi—n entre lo que Gramsci entendi— por hegemon’a (esto es, ÒliderazgoÓ como una forma de consenso o Òpersuasi—nÓ discursivamente elaborada, que puede articular grupos y clases heterogŽneas en un ÒbloqueÓ), y el uso m‡s ordinario de la noci—n de hegemon’a como dominaci—n o subordinaci—n, en el sentido de una imposici—n coercitiva de la perspectiva de un grupo, clase o naci—n particular sobre otros, como por ejemplo en la frase Òla hegemon’a norteamericanaÓ. De manera m‡s precisa, dicha distinci—n confunde la forma de la hegemon’a ÐÒliderazgo moral e intelectualÓÑ con su contenido. Un gobierno
basado en la hegemon’a popular-subalterna buscar’a, obviamente, subordinar los grupos sociales que son actualmente hegem—nicos y que expresan su hegemon’a a travŽs del control del Estado y de las instituciones dominantes de la sociedad civil (como la religi—n o la educaci—n) y de la econom’a. Tomemos como ejemplo el caso de la revoluci—n haitiana. En dicha revoluci—n la clase esclavista se transform— en un grupo subordinado, en el sentido de que sus propios intereses e identidad fueron coercitivamente negados por el nuevo Estado Ðsus plantaciones fueron confiscadas, y muchos de ellos y de sus familias fueron asesinadas o forzadas al exilio. ÀSignifica esto que los esclavistas se convirtieron en ÒsubalternosÓ? En un sentido puramente tŽcnico s’. AntŽs eran dominantes, ahora est‡n destruidos o dominados por el nuevo Estado y su estructura legal-discursiva hegem—nica. Pero ser’a ocioso (por lo menos, as’ creo) insistir sobre este punto: caracterizar a la clase esclavista derrotada por la revoluci—n como subalterna (en vez de concebirla como contrarevolucionaria, por ejemplo), pareciera distorsionar significativamente el sentido hist—ricopol’tico del tŽrmino subalterno 92. 92
Lo que no equivale a decir que elementos de las clases derrotadas, de las clases en descomposici—n, tales como la peque–a nobleza en la transici—n desde el feudalismo al capitalismo, no pudieran emigrar en su identidad de clase y transformarse en parte de los sectores subalternos en una sociedad espec’fica. Ranajit Guha, ÒOn Some Aspects of the Historiography of Colonial IndiaÓ, Selected Subaltern Studies, Guha and Gayatri Spivak (editores) (New York: Oxford University Press, 1988), 35. El mismo Guha llega a distinguir entre hegemon’a y dominaci—n, caracterizando el domino brit‡nico en la India como Òdominaci—n sin
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Donde, por contraste, s’ se puede hablar coherentemente de la distinci—n entre el Estado y lo subalterno es en las relaciones de contradicci—n y subordinaci—n que se desarrollaron entre el Estado post-revolucionario creado por la misma revoluci—n haitiana y los esclavos que hab’an generado, en primer lugar, la revoluci—n Òdesde abajoÓ, por as’ decirlo. Esto ocurre particularmente en torno a la restauraci—n de la propiedad privada y de la disciplina laboral en la agricultura de plantaci—n. La hegemon’a y la fuerza de ley del Estado implicar’a aqu’ las reivindicaciones de un Estado nacional recientemente fundado y de sus l’deres m‡s o menos ÒletradosÓ (Toussaint, Dessalines, etc.) sobre una poblaci—n de esclavos reciŽn liberados. Dicho conflicto entre Estado post-revolucionario y sujeto revolucionario es uno de los problemas centrales y aœn vigentes en la historia haitiana. Pero no era ni necesario ni inevitable que el Estado post-revolucionario tomara la forma que tom—. Que Žste adquiriera una forma parecida a la reacci—n ÒTermidorianaÓ en el proceso revolucionario francŽs se debi—, en parte, al bloqueo econ—mico y a las amenazas militares extranjeras contra la nueva repœblica. Se podr’a imaginar un Estado diferente si los intereses de los esclavos hubiesen prevalecido93. ÀEs quŽ todos los Estados post-revolucionarios instituyen un nuevo rŽgimen de represi—n, haciendo que el problema sea el mismo Estado (como en el argumento neoliberal contra el comunismo hist—rico)? ÀDebe haber siempre un Termidor, una reconciliaci—n conservadora entre el Estado y la revoluci—n? Por otro lado, es evidente que la emancipaci—n de los esclavos requer’a de un Estado. Esta podr’a haber tomado varias formas (republicano, mon‡rquico, popular-democr‡tico, ÒnacionalÓ, hasta comunitaria o proto-socialista), pero sin Òconvertirse en EstadoÓ los esclavos se habr’an mantenido en la esclavitud. hegemon’aÓ. Ranajit Guha, Dominance without Hegemony. History and Power in Colonial India (Cambridge MA: Harvard University Press, 1997). 93 Debo esta idea a Juan Antonio Hern‡ndez, Hacia una historia de lo imposible: la revoluci—n haitiana y el ÒLibro de PinturasÓ de JosŽ Antonio Aponte (PhD Dissertation, University of Pittsburgh, 2006). La bibliograf’a acadŽmica sobre este tema es extensa, pero vŽase como ejemplo: Carolyn Fick, The Making of Haiti: The Saint Domingue Revolution from Below (Knoxville: University of Tennessee Press, 1990); Michael Rolph Trouillot, Silencing the Past: Power and the Production of History (Boston: Beacon Press, 1995); Sibbylle Fischer, Modernity Disavowed: Haiti and the Culture of Slaves in the Age of Revolution (Durham: Duke University Press, 2004); y, Susan Buck-Morss, Hegel, Hait’, and Universal History (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2009). Fischer nota la paradoja de que la idea de Hait’ como un Estado nacional aut—nomo estuvo primero dirigida contra la emancipaci—n, en el sentido de que eran los propietarios de esclavos los que quer’an independizarse de Francia, en un momento cuando el gobierno revolucionario hab’a abolido la esclavitud.
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No intento minimizar con estas reflexiones la distancia entre lo subalterno y el Estado (y la esfera de la pol’tica formal, los partidos, el parlamento, los sindicatos, la esfera pœblica, etc.), porque es precisamente en esa distancia que nuevas formas de pol’tica pueden aparecer. Como he se–alado antes, la necesidad de una cr’tica y auto-cr’tica de la izquierda vanguardista Ðincluyendo los partidos y organizaciones tradicionales de la izquierda y de las contradicciones de los Estados surgidos de las llamadas Òluchas de liberaci—n nacionalÓÑ fue una de las fuerzas instigadoras en el surgimiento de los estudios subalternos, los que estaban orientados no s—lo a descubrir en el pasado hist—rico instancias de agencia pol’tica subalterna, sino tambiŽn de sugerir nuevas formas de articulaci—n pol’tica en el horizonte del presente94. Sin embargo, creo que la formulaci—n deconstruccionista de los estudios subalternos en particular implica, de alguna manera, un rechazo de la pol’tica como tal, y por lo tanto, de la posibilidad de agencia y creatividad pol’tica desde posiciones populares y subalternas. En cierto sentido, en el mismo acto de enunciar la posici—n subalterna y de declararse solidario con ella, la insistencia en la distinci—n hegemon’a / subalternidad re- subalterniza la acci—n pol’tica del subalterno. Postular que la deconstrucci—n est‡ del lado
del subalterno mientras que la Òhegemon’aÓ est‡ del lado de la dominaci—n es, precisamente, resistirse a deconstruir el orden binario que funda a dicha distinci—n en primera instancia. El Estado no es, por supuesto, una cosa, sino un campo complejo y din‡mico de relaciones95. QuŽ significa ÒtenerÓ el poder del Estado no es algo siempre evidente: ÀquŽ sentido tiene hablar de Òsoberan’aÓ aun en el caso de un gobierno populista como el de Ch‡vez, cuando Žste no ejerce un monopolio sobre los medios de violencia, cuando la econom’a venezolana continœa dependiendo de las exportaciones de petr—leo, y cuando el espacio entre el Estado y la empresa privada est‡ atravesado por flujos de capital nacional e 94
Ò[Machiavello] revel— que lo que se necesitaba, si se quer’a alcanzar la unidad de Italia, era un comienzo donde nadie ni nada estuviera dado, fuera del marco ya establecido por el Estado, para articular los elementos fragmentarios del pa’s dividido, sin ninguna idea de unidad preconcebida que pudiese ser formulada en los tŽrminos pol’ticos existentes en ese entonces (todos los cuales eran inapropiados)Ó. Louis Althusser, The Future Last Forever (New York: The New Press, 1993), 220. 95 Ser’a œtil volver a considerar, en este sentido, el trabajo de Nicos Poulantzas sobre la naturaleza del Estado: por ejemplo su State, Power, Socialism (London: New Left Books, 1978). Para una revisi—n œtil aunque de alguna forma anacr—nica, ver Bob Jessop, Nicos Poulantzas. Marxist Theory and Political Strategy (New York: St. MartinÕs, 1985).
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internacional que envuelven, entre otras cosas, el narcotr‡fico y la corrupci—n a todo nivel? Esto no significa, sin embargo, que tener el poder del Estado sea irrelevante. Pensar que es irrelevante ser’a equivalente a decir que la alternativa estar’a en movimientos sociales ÒprogresistasÓ operando fuera de y contra un Estado controlado esencialmente por la derecha de la clase dominante Ðen otras palabras, equivaldr’a a algo as’ como lo que le ocurri— de hecho en Venezuela con la sucesi—n de gobiernos serviciales al Òajuste estructuralÓ neoliberal antes de Ch‡vez. La globalizaci—n indudablemente ha debilitado la soberan’a de los Estados nacionales individuales, y a su vez, las pol’ticas neoliberales han debilitado el v’nculo entre las poblaciones y los Estados, pero asumir que esto significa que el Estado nacional ha sido trascendido o est‡ en proceso de ser desplazado es claramente un juicio prematuro. Por el contrario, se comprende hoy aun entre los ide—logos del capitalismo que el Estado sigue cumpliendo una funci—n necesaria (y transicional) en la globalizaci—n, que hace falta un cambio de paradigma del Washington Consensus neoliberal a una nueva concepci—n del Estado protector 96. En una influyente discusi—n al respecto, Saskia Sassen ha notado que: Òel Estado nacional sigue siendo la fuente de autoridad organizada prevaleciente y, hasta cierto punto, dominante. Pero [É] los componentes cr’ticos de la autoridad desplegados en la constituci—n del Estado territorial est‡n cambiando hacia una mayor capacidad para desligar dicha autoridad de su territorio exclusivo y articularla en mœltiples sistemas. En la medida en que estos sistemas est‡n operando dentro del Estado nacional, pueden oscurecer el hecho de que un importante cambio ha ocurridoÓ 97. Sassen habla en particular de la Òcreciente distancia entre el Estado y el ciudadanoÓ inducida por la globalizaci—n, por las di‡sporas de poblaci—n, por las redes de trabajo cibernŽticas y por la privatizaci—n propiciada por el neoliberalismo, como un proceso que conlleva Òla emergencia de un nuevo tipo de sujeto pol’tico que no corresponde plenamente con la noci—n formal de sujeto pol’tico implicado en la idea de ciudadano modernoÓ. Propone, como ejemplo, movimientos ind’genas que Òacuden directamente a instancias internacionales omitiendo 96
Ver por ejemplo de Fukuyama, el inventor de la idea del Òfin d ela historiaÓ, Nancy Birdsall y Francis Fukuyama, ÒThe Post-Washington Consensus,Ó Foreign Affairs 90, 2 (2011), 45-53. 97 Saskia Sassen, Territory, Authority, Rights. From Medieval to Global Assemblages (Princeton: Princeton University Press, 2006), 419.
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el Estado nacionalÓ, o casos legales basados en las leyes internacionales de derechos humanos. ÒLa multiplicaci—n de sujetos pol’ticos informalesÓ ella sugiere, Òapunta a la posibilidad de que los excluidos (en este caso excluidos del aparato pol’tico formal) tambiŽn puedan hacer historia, se–alando de esta forma la complejidad de su ÔcarenciaÕ de poder [powerlessness]Ó (321). Pero precisamente esta Òmultiplicaci—n de sujetos pol’ticos informalesÓ ser’a el desaf’o a y la promesa de una nueva pol’tica, capaz de encontrar formas para incorporar a Žstos sujetos en una articulaci—n hegem—nica nueva. De la misma forma, la apelaci—n de Sassen a Òinstancias internacionalesÓ m‡s all‡ del Estado nacional tiene que alcanzar, en algœn momento, apoyo pol’tico y lograr consecuencias concretas dentro del Estado nacional. Por lo tanto, la respuesta a la pregunta de quiŽn controla el Estado Ðen la medida que dicho control signifique algo- sigue siendo crucial. En un sentido trivial, esta pregunta equivale simplemente a decir que los Verdes en Estados Unidos no ten’an raz—n en las elecciones de 2000, que si hay una diferencia entre tener un buen polic’a o un mal polic’a, entre Gore y Bush, o entre Obama y McCain en las elecciones de 2008. Pero, en la medida en que Obama indudablemente deja intacto el status quo de la distribuci—n tanto de clase como geopol’tica del poder y la riqueza, entonces, dadas nuestras preocupaciones (que est‡n relacionadas con la pol’tica de los ÒexcluidosÓ, para recordar la caracterizaci—n de Sassen), la cuesti—n del Estado debe involucrar adem‡s una posibilidad ÒtransformativaÓ. Esta posibilidad tiene dos ejes: ÀC—mo puede el mismo Estado ser radicalizado y modificado al incorporar demandas, valores y experiencias desde los sectores populares y subalternos (lo que requerir’a un proceso de articulaci—n hegem—nica de un bloque pol’tico adecuado a este fin)? Y, Àc—mo, a su vez, desde el Estado la misma sociedad puede ser redise–ada de formas m‡s redistributivas, igualitarias y culturalmente diversas? No hay duda de que Òdevenir el EstadoÓ implica abrirse a procesos de Ònegociaci—nÓ, compromiso, autoritarismo, y aun de corrupci—n que conllevan, como cualquier forma de articulaci—n pol’tica moderna desde la Revoluci—n Francesca, un desenga–o inevitable. Pero elegir simplemente no Òdevenir el EstadoÓ tampoco nos salva del problema. DŽjenme ofrecer como ejemplo negativo el caso de los Zapatistas, quienes fueron uno de los movimientos sociales con los cuales el proyecto de Estudios Subalternos
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Latinoamericanos se encontraba identificado. Es bien sabido que los Zapatistas, que estaban dispuestos a desafiar militarmente al Estado mexicano al estilo de los movimientos guerrilleros de los a–os 1960 y 1970, se negaron a competir por el poder del Estado, alegando que el espacio de su intervenci—n era m‡s bien la Òsociedad civilÓ mexicana y que desde ah’ ellos construir’an su pol’tica. Fieles a ese principio, decidieron marginarse de las elecciones presidenciales de MŽxico en 2006, en vez de dar apoyo cr’tico a la campa–a electoral de la formaci—n pol’tica de la centro-izquierda, el Partido Revolucionario Democr‡tico (PRD), que promet’a algo as’ como una variante mexicana de la Òmarea rosadaÓ y que hab’a atra’do, inicialmente al menos, un amplio apoyo y generado muchas expectativas. Visto retrospectivamente, parece claro que esta decisi—n contribuy— Ðde manera similar a lo que ocurri— con los Verdes en las elecciones norteamericanas de 2000a la derrota del PRD, o por no alcanzar la mayor’a electoral, o como el mismo PRD argument—, por producir un resultado favorable al PRD pero con un margen tan estrecho que permiti— que los resultados de la elecci—n fueran manipulados a favor del PAN (que gan— la presidencia por medio punto porcentual de la votaci—n emitida) El argumento de los Zapatistas era que era m‡s importante radicalizar a la Òsociedad civilÓ en la direcci—n de un cambio efectivo que simplemente estimular a la gente a participar en una elecci—n ligada a lo que ellos consideraban como un dŽbil partido reformista (el PRD) y un aparato de Estado profundamente corrupto y represivo. Como los Verdes con Al Gore en 2000, los Zapatistas no pensaban que el PRD fuera a perder Ðni quisieron realmente su derrota. M‡s bien, ellos quer’an perfilarse como una especie de Òoposici—n de izquierdaÓ extra-parlamentaria en relaci—n a un proyecto de gobierno de centro izquierda que, a pesar de ser altamente contradictorio, generaba expectativas populares, probablemente mayoritarias. Sin embargo, el resultado no dej— el escenario igual a c—mo estaba antes de las elecciones, incluso para los Zapatistas. La derrota inesperada del PRD dej— a las fuerzas progresistas de MŽxico en una suerte de estado Òmelanc—licoÓ, ya que lo que se esperaba, dados los efectos debilitantes de las pol’ticas neoliberales que afectaban a los sectores populares de MŽxico, era precisamente el triunfo del PDR, y en cambio el pa’s continu— siendo gobernado por un partido, el PAN, identificado de manera m‡s o menos expl’cita con la hegemon’a neoliberal y el paradigma
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del Washington Consensus. No se trataba s—lo de que el PAN ganara (o se robara) las elecciones; una vez re-establecida en el gobierno, la derecha podr’a organizarse desde el Estado contra las organizaciones de la sociedad civil, incluyendo por supuesto los carteles del narcotr‡fico (la medida principal de Calder—n ha sido la Òguerra contra la delicuenciaÓ, con un saldo hasta el d’a de 35 mil muertos), pero tambiŽn contra las organizaciones de izquierda: sindicatos, movimientos sociales, grupos ind’genas, maestros y estudiantes (como ha ocurrido en Oaxaca). Sobre todo, Calder—n ha procurado fomentar la imagen de una sociedad crecientemente amenazada -por las mismas pol’ticas neoliberales que el PAN continua propagando- por la descomposici—n econ—mica, social y por el crimen organizado, y aparecer as’ como defensor de la ley y del orden. Como es bien sabido, el resultado en las elecciones posteriores a 2006 ha sido un dram‡tico descenso del apoyo al PRD, y, a la vez, un creciente desacuerdo con Calder—n y el PAN, sobre todo por los resultados desastrosos de la guerra contra los narco-carteles. Pero esto no implic— que los Zapatistas hayan ganado autoridad pol’tica o hayan expandido su influencia en el mismo periodo. Fue, en cambio, el viejo y desacreditado PRI Ðel partido del Estado mexicano pre-neoliberal-- el que vino a ocupar el vac’o creado por la inesperada derrota del PRD y las continuas pol’ticas antipopulares del PAN. Como en el caso de los Verdes en el 2000, el c‡lculo estratŽgico de los Zapatistas de que su rechazo de las elecciones era un gesto que fortalecer’a una alternativa radical al status quo tambiŽn se volvi— contra ellos. Los Verdes en Estados Unidos pr‡cticamente han desaparecido, los Zapatistas no, pero su autoridad e influencia ciertamente ha quedado limitada. El PRD, ahora profundamente dividido, y lejos de cualquier posibilidad de lograr mayor’a electoral, tuvo que negociar con el PAN para evitar una victoria arrolladora del PRI en las elecciones regionales de 2010, apoyando mutuamente a sus candidatos en algunos distritos. Los Zapatistas podr’an decir de estos œltimos acontecimientos, sobre todo del pacto electoral maquiavŽlico PAN-PRD, Òya lo sab’amosÓ, pero la verdad es que Žsta es una profec’a autocumplida. En el caso de lo que podr’a / deb’a haber sido el triunfo el PRD en 2006, el PRD debiera estar hoy negociando desde el Estado con los Zapatistas, quienes por su parte estar’an presionando al PRD, fuera (y quiz‡s en algunos casos, tambiŽn dentro) del Estado local y nacional, para que cumpliera con sus promesas electorales. Esa hubiera sido una
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situaci—n en la cual la ÒexterioridadÓ de los Zapatistas hubiese tenido alguna fuerza. Ahora simplemente es un gesto vano. Hay un doble error te—rico en la decisi—n Zapatista que es similar al error de la articulaci—n deconstruccionista de los estudios subalternos: 1) imaginar que el Estado como tal est‡ -gracias a sus v’nculos materiales e hist—ricos con el colonialismo y el capitalismo- fuera del rango de relevancia para los explotados, los subalternos o Òlos pobresÓ; 2) imaginar que la sociedad civil es un espacio completamente separado del Estado y de las pol’ticas electorales, no percibiendo dialŽcticamente la relaci—n entre ambos. Empero, este error te—rico tambiŽn result— en un error pol’tico estratŽgico, un error que produjo involuntariamente una complicidad con el debilitamiento de la izquierda en MŽxico y con la perpetuaci—n de la derecha en la actualidad98. DŽjenme tratar de expandir sobre este problema contrastando dos formulaciones diferentes de la naturaleza del subalterno y de su agencia pol’tica, o falta de ella. La primera es de un ensayo de Gayatri Spivak de 1993, que es representativo de la articulaci—n deconstruccionista de los estudios subalternos. Spivak escribe aqu’ sobre el subalterno como un cierto l’mite al proyecto nacionalista del Estado postcolonial: Especialmente en una cr’tica de la cultura metropolitana, es posible asumir autom‡ticamente que el evento de la independencia pol’tica se sitœa entre la colonia y la descolonizaci—n, como un hecho indiscutible que opera una inversi—n. Pero los objetivos pol’ticos de la nueva naci—n est‡n supuestamente determinados por una l—gica regulativa derivada de la vieja instancia colonial, con sus intereses 98
No sŽ si los zapatistas habr‡n hecho una autocr’tica; sospecho que no. Barbara Epstein Ðen una entrevista recientemente publicadaÑ habla de los v’nculos entre las tendencias libertarias de la Nueva Izquierda norteamericana y la emergencia de los estudios culturales, los cuales tambiŽn privilegiaban el paradigma de Òla sociedad civil contra el EstadoÓ. Ella ha planteado el problema de manera sucinta (aunque con una inflexi—n social dem—crata que yo no comparto): Ò[E]sta l’nea anarquista tuvo cierto sentido en ese contexto hist—rico [los 60]. Era cierto que los liberales administrando el Estado eran en gran medida parte del problema. Pero pienso que a fines de los 60, y particularmente en los 80 y los 90, la cr’tica anarquista y el ataque de la izquierda acadŽmica sobre el Estado liberal ha fortalecido de hecho a la derecha. El proyecto de la derecha ha sido destruir el New Deal y la idea de que el Estado es responsable por el bienestar social. B‡sicamente lo que se ha ocurrido es que las posiciones de la izquierda acadŽmica han reforzado esta posici—n. Obviamente, sus practicantes no son conservadores, pero creo que involuntariamente se han coludido con y han fortalecido a la derechaÓ. Victor Cohen, ÒInterview with Barbara EpsteinÓ, Works and Days 55/56 (2010), 260.
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invertidos: secularizaci—n, democracia, socialismo, identidad nacional y desarrollo capitalista. Sea cual sea el destino de esta suposici—n, se debe admitir que siempre hay un espacio en la nueva naci—n que no participa de la energ’a de esta inversi—n. Este espacio no posee ninguna relaci—n establecida con la cultura del imperialismo. Parad—jicamente, este espacio tambiŽn est‡ fuera del trabajo organizado bajo las tentativas de inversi—n de la l—gica capitalista. Convencionalmente, dicho espacio es habitualmente definido como el h‡bitat del subproletariado o del subalterno99. El segundo pasaje proviene de un ensayo de çlvaro Garc’a Linera, el actual vicepresidente en el gobierno del MAS (Movimiento al Socialismo) en Bolivia (aunque el ensayo es algunos a–os anterior a la victoria del MAS). Garc’a Linera escribe: El aspecto m‡s importante de estos agrupamientos populares, hasta entonces excluidos de la toma de decisiones, es que las reivindicaciones que planteaban pretend’an modificar inmediatamente las relaciones econ—micas, por lo que su reconocimiento como fuerza pol’tica colectiva implicaba necesariamente una transformaci—n radical de la forma dominante de Estado, basada en la marginaci—n y atomizaci—n de las clases trabajadoras urbanas y rurales. Adem‡s Ðy Žste es un aspecto crucial de la re-configuraci—n actualÐ, los l’deres de esas nuevas fuerzas son predominantemente ind’genas y sostienen un proyecto pol’tico y cultural espec’fico propio. A diferencia del periodo iniciado en la dŽcada de 1930, cuando los movimientos sociales se articulaban en torno a un sindicalismo obrero que manten’a el ideal del mestizaje y era el resultado de una modernizaci—n econ—mica protagonizada e impulsada por elites empresariales, hoy d’a los movimientos sociales con mayor poder para cuestionar el orden pol’tico tienen una base social ind’gena y se asientan en las zonas agrarias excluidas o marginadas por el proceso de modernizaci—n econ—mica (68)100.
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Gayatri Spivak, Outside in the Teaching Machine (New York and London: Routledge, 1993), 78. çlvaro Garc’a Linera, ÒCrisis estatal y poder popularÓ, New Left Review 37 (2006): 66-77.
100
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S—lo se necesita de un momento de reflexi—n para darse cuenta que Spivak y Garc’a Linera est‡n hablando de la misma cosa Ðde las formaciones sociales excluidas o parcialmente incluidas (Òexcluidos de la toma de decisionesÓ, Òfuera de la modernizaci—n econ—mica protagonizada e impulsada por las elites empresarialesÓ) por el proyecto de secularizaci—n y modernizaci—n del Estado nacionalÐ y de manera similar. Es decir, del ÒsubalternoÓ. Sin embargo, la l—gica de sus argumentos al respecto es notoriamente diferente. En Spivak, el subalterno es un ÒespacioÓ o Òh‡bitatÓ que est‡ afuera de la articulaci—n nacionalista del Estado post-colonial y de la esfera de la lucha pol’tica o sindical Ðes decir, fuera de (o por debajo de) la hegemon’a: El subalterno no puede hablar . La tarea del intelectual cr’tico es representar o ÒleerÓ (para usar el tŽrmino de Spivak) este dilema constitutivo y ofrecer su solidaridad en lo que es esencialmente un gesto Žtico101. Para Garc’a Linera, por contraste, la misma l—gica de las demandas de los movimientos sociales o Òagrupamientos popularesÓ los precipita Ònecesariamente a una transformaci—n radical de la forma dominante de EstadoÓ. Ya sea que sus estrategias adquieran una forma electoral o insurreccional, tienen que crear un nuevo proyecto hegem—nico. En tal caso, el subalterno no s—lo puede hablar, sino que puede y debe gobernar, y su forma de gobierno podr’a ser la de un Òbuen gobiernoÓ102. Garc’a Linera alude expl’citamente a la definici—n de hegemon’a de Gramsci: Òel polo ind’gena-popular deber’a consolidar su hegemon’a, ofreciendo liderazgo intelectual y moral a la mayor’a social del pa’s. No habr‡ un triunfo electoral ni una insurrecci—n victoriosa sin un trabajo amplio y paciente para unificar los movimientos sociales y un proceso pr‡ctico de educaci—n para materializar el liderazgo pol’tico, moral, cultural y organizativo de esas fuerzas sobre las capas medias y populares del pa’sÓ (77). La tarea del intelectual y ÐGarc’a Linera se entiende a si mismo como un Òintelectual tradicionalÓ, en el sentido que da Gramsci a ese termino (mientras que Evo Morales, por contraste, ser’a un Òintelectual org‡nicoÓ de los movimientos populares)- no es asumir la autoridad para crear Òliderazgo moral e intelectualÓ, sino prestarse a un proceso cuyo agente articulador es m‡s 101
Ver por ejemplo el ensayo de Spivak, ÒResponsibilityÓ, en Other Asias (Malden MA: Blackwell, 2008), 5896. 102 Invoco aqu’ el t’tulo de uno de los textos can—nicos de la tradici—n ind’gena andina, La primera cr—nica y buen gobierno de Guam‡n Poma de Ayala.
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bien Òel polo ind’gena-popularÓ. Esto implica una relaci—n de solidaridad pol’tica m‡s que Žtica (como en Spivak) entre los intelectuales y las clases y los grupos sociales subalternos. Garc’a Linera argumenta a favor de una nueva forma de pol’tica dirigida a la toma del Estado que, de alguna forma, proviene del subalterno, pero tambiŽn aboga por la participaci—n de los intelectuales y de la Òteor’aÓ. ƒl se aleja de la simple oposici—n binaria entre el Estado y el subalterno, para presuponer que la hegemon’a no s—lo puede sino que necesita ser construida desde posiciones subalternas. Esto es, por supuesto, no s—lo una
proposici—n te—rica (aunque es importante insistir que tambiŽn lo es), sino que est‡ involucrada en la formaci—n del MAS como un partido o movimiento de nuevo tipo, y en el desarrollo de su estratŽgia pol’tica en Bolivia. Esta estratŽgia comprende, al menos, cuatro formas de articulaci—n hegem—nica: 1) una apertura a formas de lucha pol’tica tanto ÒinsurreccionalesÓ como electorales (o ambas a la vez 103; 2) la articulaci—n de un ÒenemigoÓ Ðla Òforma de Estado dominanteÓ, Òla modernizaci—n econ—mica implementada por la elite financieraÓ, Òel ideal del mestizajeÓ; 3) un proyecto cultural y pol’tico Òespec’ficamenteÓ ind’gena Ðes decir, la afirmaci—n de una identidad Žtnica y sus correspondientes formas de lenguaje, visi—n de mundo y organizaci—n social; 4) una postulaci—n de la necesidad de ÒliderazgoÓ, pero un liderazgo ejercido por y constituido desde Òel polo ind’gena-popularÓ, y no en nombre de Žste104. En los a–os 1990, Garc’a Linera fue uno de los fundadores de un colectivo acadŽmico en Bolivia llamado Comuna, el cual rememora de alguna forma el Grupo de Estudios Subalternos Sudasi‡tico al que estaba afiliada la misma Spivak. En cierta medida, es desde el trabajo realizado en Comuna que se desarrollan algunos elementos de la forma
103
El mismo Garc’a Linera pas— varios a–os en prisi—n en los 1990, por actividades subversivas. Podr’amos designar a estas articulaciones, de manera alusiva, ÒschmittianasÓ. Me refiero a la sostenida cr’tica de Jacques Derrida dirigida contra el polit—logo fascista Carl Schmitt y su postulaci—n de la distinci—n amigo / enemigo como constitutiva de la pol’tica como tal Ðcr’tica que se volvi— paradigm‡tica por el acercamiento de la deconstrucci—n a la pol’tica: Jacques Derrida, Pol’ticas de la amistad (Barcelona: Trotta, 1998). Se podr’a decir de la cr’tica derridiana de Schmitt lo que he dicho anteriormente sobre el subalternismo deconstruccionista: que implica un rechazo de la pol’tica como tal, o una reducci—n de la pol’tica a los l’mites de una institucionalidad republicana. En el caso de Derrida, la cr’tica lleva a algo como un ÒliberalismoÓ (en el mejor sentido de la palabra); en el caso del subalternismo deconstruccionista, lleva a un ultra izquierdismo Òpost-hegem—nicoÓ. Sin embargo, quiz‡s no hay tanta distancia entre estas posiciones como pareciera (ambas son formas de lo que Hegel llam— Òalma bellaÓ). 104
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te—rica del proyecto del MAS 105. Dos acadŽmicos bolivianos simpatizantes pero no formalmente parte de Comuna, Silvia Rivera Cusicanqui y Rossana Barrag‡n, tradujeron y publicaron en Bolivia en 1997 una selecci—n de textos del Grupo Sudasi‡tico, incluyendo el conocido ensayo de Spivak ÒDeconstruyendo la historiograf’aÓ 106. Menciono este hecho, el cual podr’a ser percibido como abstruso, porque Garc’a Linera probablemente ley— o por lo menos sab’a de esta colecci—n. Entonces es posible concluir que los estudios subalternos influyeron, de alguna manera, el proyecto pol’tico representado por e l MAS en Bolivia, el cual es un proyecto de reposicionamiento en el aparato de Estado. De esta forma entonces los estudios subalternos mismos han venido, paradojicamente y quiz‡s contra su voluntad, a ser parte del Estado. No creo que el contraste que he trazado aqu’ entre la posiciones de Spivak y Garc’a Linera plantee necesariamente una alternativa mutuamente excluyente. Esas posiciones podr’an representar, en cambio, diferentes formas de intervenci—n estratŽgica y de articulaci—n ideol—gica / cr’tica relevantes en distintas situaciones y formas de territorialidad: por ejemplo, la de Spivak para las organizaciones transnacionales de derechos humanos, las ONGs, organizaciones de lucha ecol—gica, y las mismas Òhumanidades globalesÓ; la de Garc’a Linera para un espacio m‡s acotado y todav’a concebido como ÒnacionalÓ (aunque sin estar cerrado a los problemas del orden internacional). M‡s aœn, los efectos de la intervenci—n en una de estas direcciones inevitablemente tendr’a efectos en el otro. La misma Spivak ha hablado de la necesidad de Òreinventar el EstadoÓ . Por ejemplo (en una entrevista de 2004): La mayor parte de los procesos geopol’ticos pueden funcionar s—lo si en el Òsur globalÓ reinventamos el Estado como una estructura abstracta, como una estructura porosa abstracta, de tal forma que el Estado pueda funcionar contra las deprivaciones de la internacionalizaci—n a travŽs de reestructuraciones econ—micas
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Particularmente alrededor de la pregunta de c—mo organizar pol’ticamente el car‡cter heterogŽneo, abigarrado y multicultural de los sectores populares bolivianos. El referendo nacional propuesto por el MAS hace unos a–os defini— a Bolivia como un Estado plurinacional. 106 Rossana Barrag‡n y Silvia Rivera Cusicanqui, Debates post-coloniales: una introducci—n a los estudios de la subalternidad. (La Paz: editorial historias- SEPHIS-Aruwiyiri, 1997).
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[É] nadie percibe la eficacia posible de las estructuras del Estado porque la gente ha puesto su fe en aquello que est‡ fuera del gobierno. Recuerden, no estoy hablando de la soberan’a nacional, estoy hablando de estructuras estatales porosas, estoy hablando de regionalismo cr’tico, leyes compartidas, salud compartida, estructuras educativas y de bienestar, fronteras abiertas y no s—lo de organizaciones econ—micas [É] es decir, tomar en cuenta s—lo organizaciones no gubernamentales Ðaclaro que no creo que estas organizaciones deban ser abolidas- puede ser una forma de asegurar el libre acceso [al espacio nacional] de organizaciones tales como la USAID [Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional] en cualquier pa’s [É] [D]espuŽs de todo el Banco Mundial es una ONG. Privilegiar estas organizaciones, que conspiran contra los Estados individuales y los perciben s—lo como instancias de represi—n, tambiŽn es quitar el poder a los ciudadanos que pueden, despuŽs de todo, convertir al Estado en algo relevante 107. Sin embargo, lo que Spivak quiere decir por Òreinventar el EstadoÓ, a pesar de su argumento sobre la Òposible eficacia de las estructuras estatalesÓ, parece bastante alejado de lo que busca el proyecto del MAS, es decir, ganar elecciones a nivel local y nacional, mantenerse en el poder, y desde el poder mover en la direcci—n de crear un Estado boliviano ÒplurinacionalÓ y (eventualmente, por lo menos en principio) socialista. Spivak ubica sus comentarios en la rœbrica de una Òposici—n sin identidadÓ, incluyendo la identidad nacional: ÒsŽ que algo debe contraponerse a las principales instancias del poder. Por otro lado, estoy profundamente opuesta a las pol’ticas de identidad, entonces para m’ la base pol’tica para dicha problem‡tica no puede ser la India, ni puede ser BengalaÓ (240). Ella agrega: Òhoy se habla mucho de la emergencia de las colectividades subalternas de oposici—n. Pienso que esto es artificial. Si se nombran colectividades que estŽn cuestionando el poder de Estados Unidos o de Occidente, o cualquier otro poder global, como si se tratara de colectividades subalternas oposicionales, no creo que se sepa realmente que pueden significar dichos conflictosÓ. El lugar donde este conflicto s’ Ò puede significar Ó algo para Spivak continua siendo, como en sus comentarios de 1993 107
Other Asias, 245-246, 247. 171
anteriormente citados, el espacio designado por el subalterno; por contraste, el bloque pol’tico Òind’gena-popularÓ imaginado por Garc’a Linera es, precisamente, una forma de Òcolectividad subalterna oposicionalÓ que tiene como nœcleo una identidad cultural y nacional, tanto a nivel grupal (afirmaci—n cultural ind’gena y popular), como a nivel nacional (nacionalismo antiimperialista). Parad—jicamente, la posici—n de Spivak, mientras parece ser m‡s ÒizquierdistaÓ, termina dejando intacto el car‡cter del Estado actual, mientras que la posici—n de Garc’a Linera implica la posibilidad / necesidad de la transformaci—n del Estado. Esta posibilidad trae en su secuela una serie de preguntas sobre la naci—n, el Estado, la territorialidad y la ÒidentidadÓ que Spivak no alcanza a percibir en su apelaci—n al Estado como una Òestructura abstractaÓ. ÀEn el caso de gobiernos como el MAS o el rŽgimen de Correa en Ecuador, con fuertes componentes ind’genas o afro-latinos, puede haber una ruptura entre esos componentes y el amplio movimiento hegem—nico popular-nacional, precisamente alrededor de Òrazones de EstadoÓ (como parece estar ocurriendo en Bolivia y Ecuador en torno a problemas relacionados con las pol’ticas energŽticas)? ÀC—mo puede esta ruptura ser mediada o evitada? ÀQuŽ consecuencias tiene para el Estado Ðaœn marcado institucionalmente por la colonialidad del poder- la agencia popular-subalterna que opera en Žl? ÀCu‡l es el lugar del multiculturalismo Ðo, para usar el tŽrmino preferido en AmŽrica Latina, la interculturalidad- en la redefinici—n de la identidad del Estado nacional? ÀQuŽ nuevos derechos constitucionales y formas de territorialidad legal y pol’tica se requieren por parte de un Estado multicultural o ÒmultinacionalÓ? ÀCu‡l debe ser la relaci—n de los movimientos sociales con los gobiernos de centro-izquierda que ellos mismos han contribuido a formar? ÀSon los movimientos sociales los que ÒcapturanÓ al Estado, o son ellos, en cambio, ÒcapturadosÓ por Žl, limitando su fuerza y creatividad pol’tica inicial, en una forma parecida a lo que Antonio Negri problematiz— con su distinci—n entre poder constituyente y poder constituido? Finalmente, Àvuelve la posibilidad del socialismo o del comunismo despuŽs de su colapso y derrota a fines del siglo XX, o los horizontes representados por los gobiernos de la Òmarea rosadaÓ en AmŽrica Latina est‡n limitados a estrategias estatales y reformistas que respetan y, en œltima instancia, dejan intactas las
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estructuras del mercado global capitalista? Y, ÀquŽ pasa entonces con la famosa Òextinci—n del EstadoÓ propuesta por Marx? Garc’a Linera responde a esta œltima Ðy quiz‡s decisiva- pregunta de la siguiente manera: El horizonte general de nuestra Žpoca es el comunismo. Y este comunismo tiene que ser construido en base a las capacidades de auto-organizaci—n de la sociedad, en base a procesos de generaci—n y distribuci—n de riqueza auto-administrada y comunitaria. Pero, por ahora es claro que este no es el horizonte inmediato, el que se concentra en la conquista de la igualdad, de la distribuci—n de la riqueza, de la ampliaci—n de los derechos [É] Cuando ingreso en el gobierno, lo que hago es validar y comenzar a operar a nivel del Estado, en funci—n de esta lectura del momento actual. Entonces, ÀquŽ pasa con el comunismo?, ÀquŽ se puede hacer desde el Estado en funci—n de alcanzar dicho horizonte comunista? Apoyar tanto como se pueda el despliegue de las capacidades aut—nomas de la sociedad para organizarse. Esto es, tanto como se pueda hacer desde un Estado de izquierda, un Estado revolucionario108. Tomando en cuenta estas palabras Ðque son a la vez optimistas y cautas-, retornemos a nuestra pregunta inicial: Àpreviene de antemano la cr’tica del Estado en los estudios subalternos y la teor’a social posmodernista en general la posibilidad de ocupar y transformar el Estado desde una posici—n popular-subalterna? Si la respuesta es afirmativa, si esta posibilidad es de hecho prevenida, entonces, pareciera que quedan s—lo dos alternativas: una neoconservadora, la otra ultra-izquierdista. La alternativa neoconservadora apuntar’a en direcci—n a una reterritorializaci—n del campo de la cultura y de la identidad nacional contra lo que se percibe como los efectos debilitadores de la hegemon’a neoliberal 108
çlvaro Garc’a Linera, ÒEl ÔdescubrimientoÕ del EstadoÓ, Pablo Stefanoni, Franklin Ram’rez y Maristella Svampa, Las v’as de la emancipaci—n: conversaciones con çlvaro Garc’a Linera (Ciudad de MŽxico: Ocean Sur, 2008), 75. Agradezco a Bruno Bosteels por llamar mi atenci—n sobre este texto (y otras cosas), en su muy œtil discusi—n de Garc’a Linera en un ensayo: ÒThe Leftist Hypothesis: Communism in the Age of TerrorÓ. En: The Idea of Communism. Costas Douzinas and Slavoj Zizek (editores) (London and New York: Verso, 2010). 33-66.
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(y de la cultura de masas globalizada en particular), por un lado, y por otro, las insistencias ÒidentitariasÓ y radicalmente heterogŽneas de los movimientos sociales. Esta reterritorializaci—n se har’a travŽs del fortalecimiento de los aparatos ideol—gicos de Estado, particularmente la educaci—n (una afirmaci—n de la cultura nacional, de ÒvaloresÓ estŽticos y cient’ficos, de la autoridad acadŽmica y del rol de los intelectuales, etc.). Dicha hegemon’a significar’a, en el giro neoconservador, esencialmente la reafirmaci—n de la autoridad de las clases educadas y de la intelectualidad tŽcnico-profesional Ðlo que çngel Rama llam— Òla ciudad letradaÓ- para gobernar responsablemente en nombre del ÒpuebloÓ y del interŽs de la Ònaci—nÓ en el contexto de la globalizaci—n. Como en el caso de algunas tempranas manifestaciones de neoconservadurismo en Estados Unidos, dicha reterritorializaci—n a nivel de la cultura nacional y de la pol’tica no resultar’a incompatible con una fuerte pol’tica econ—mica keynesiana o social-dem—crata. De all’ que el neoconservadurismo pueda ser Ñy de hecho es en algunos casosÑ una posici—n interna a las gobiernos de la marea rosada, aœn cuando implica una cr’tica de su car‡cter supuestamente populista 109. El giro neoconservador implica un Žnfasis en el Estado sobre el subalterno. El giro ultra-izquierdista, es, por contraste, anti-estatista y por lo tanto Òpost-nacionalÓ y Òposthegem—nicoÓ. Para ilustrar, me voy a referir a la posici—n articulada por Michael Hardt y Antonio Negri en su conocido manifiesto, Empire. Como se sabe, para ellos la globalizaci—n econ—mica representa una nueva etapa del capitalismo con sus caracter’sticas propias y especiales. En esta etapa, el Estado nacional, que hab’a sido la forma territorial que correspond’a a las etapas anteriores del capitalismo (mercantil, competitivo y monop—lico respectivamente), est‡ ahora superada. El nuevo sujeto revolucionario Ðla ÒmultitudÓ- es, por lo tanto, transnacional o post-nacional, h’brido y diasp—rico. La emergencia del Estado nacional soberano a comienzos de la modernidad fue desde siempre una operaci—n de limitaci—n de la autonom’a de la multitud y del poder de lo comunal ( the commons). Ahora, de alguna forma como los cristianos en el Imperio Romano, el poder de la multitud se
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Sobre esto, ver er mi ensayo previo aqu’ sobre el giro neoconservador en los estudios culturales latinoamericanos.
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afirmar‡ a s’ mismo. Aun m‡s, este poder es inmanente a la misma l—gica de la globalizaci—n. El argumento de Hardt y Negri coincide, en algunos puntos, con la articulaci—n deconstruccionista o Òpost-hegem—nicaÓ de los estudios subalternos a la cual ya hemos hecho referencia aqu’110. Ambas, a su vez, pueden ser vistas como una especie de inversi—n negativa del giro neoconservador. Parad—jicamente, sin embargo, coinciden con el giro neoconservador en su rechazo o escepticismo respecto a los nuevos gobiernos de la marea rosada en AmŽrica Latina, especialmente aquellos con un marcado car‡cter populista, como el de Ch‡vez en Venezuela. Por el contrario, en estos comentarios estoy aline‡ndome con dichos gobiernos. Ellos son de car‡cter heterogŽneo, pero, a pesar de sus discrepancias a nivel econ—mico e ideol—gico, comparten un cierto sentido de identidad pol’tica comœn (tienden a autodenominarse como ÒsocialistasÓ; lo que quieren decir por esto no es siempre claro, pero el s—lo hecho de reconocerse como tales parece significativo). En momentos de crisis Ð por ejemplo, en el intento de golpe en Bolivia por los grupos reaccionarios de la provincia de Santa Cruz hace unos a–os- son capaces de apoyarse mutuamente. Aœn cuando a veces tienen sus ra’ces en movimientos insurreccionales populares, tales como el Caracazo en Venezuela o los bloqueos ind’genas en Ecuador y Bolivia, aceptan y trabajan con bastante Žxito dentro del marco constitucional de la democracia formal. Ven el horizonte del socialismo como un horizonte esencialmente democr‡tico, aunque su deseo sea el de profundizar la participaci—n democr‡tica de los sectores marginados o excluidos del di‡logo pol’tico. Cuando la actual constituci—n se transforma en un l’mite para sus proyectos, tienden a avalarse en el mecanismo del referendo electoral. Comprendo que la marea rosada alberga muchas ambigŸedades, contradicciones e inconsistencias, que como toda empresa humana est‡ sujeta al fracaso o a la perversi—n de sus ideales, que continuar‡n existiendo profundas contradicciones entre las Òrazones de EstadoÓ y los movimientos populares-subalternos. TambiŽn es posible que la ÒmareaÓ estŽ comenzando a bajar 111. Sin 110
Aunque se distinguen en que los deconstruccionistas mantienen una sospecha metodol—gica y conceptual a la vez ante de las asunciones Òbiopol’ticasÓ y tecno-ut—picas que sustentan el mesianismo pol’tico de Empire. 111 Signos de esto podr’an ser el golpe en Honduras que fue tolerado, si no promovido, por la administraci—n de Obama, la continua popularidad de Uribe y de su proyecto pol’tico en Colombia, y la victoria de la
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embargo, veo la posibilidad representada por estos gobiernos como prometedor para el futuro del proyecto socialista, si es que todav’a existe tal proyecto. Pero esa posibilidad depende, a la vez, de la intervenci—n de la teor’a cr’tica. El desaf’o que confronta la marea rosada si quiere avanzar y no estancarse es generar, primero la idea y luego las formas institucionales de un Estado diferente, un Estado que encarnar’a y expresar’a, bajo las condiciones de la globalizaci—n, el car‡cter democr‡tico, igualitario, multicultural y multiŽtnico del ÒpuebloÓ: un Òpueblo-EstadoÓ. Quiero sugerir aqu’ una distinci—n entre un pueblo-Estado (cuyo car‡cter estar’a definido por relaciones horizontales entre representantes y funcionarios estatales y el ÒpuebloÓ y por Òcontradicciones en el seno del puebloÓ), y un Estado populista (caracterizado por relaciones verticales entre Žl o los l’deres y el pueblo, y por la supresi—n de Òlas contradicciones en el seno del puebloÓ en nombre de la ÒunidadÓ nacional), teniendo presente, sin embargo, que no siempre es f‡cil mantener separadas estas cosas, como en el caso de Ch‡vez112. derecha en las œltimas elecciones chilenas, a pesar de la inmensa popularidad de Bachelet (quien no pudo ser reelegida debido a impedimentos constitucionales). Se esperaba que la elecci—n de Obama fuera coincidente con la marea rosada: el mismo Obama prometi— expl’citamente una Ònueva relaci—nÓ con AmŽrica Latina. Desafortunadamente, los objetivos de su gobierno parecen hasta ahora contener dicha Òmarea rosadaÓ y reafirmar la autoridad norteamericana en AmŽrica Latina. Es muy posible que en el futuro inmediato cinco o seis gobiernos latinoamericanos ser‡n de derecha. Una indicaci—n m‡s positiva de la continuidad de la marea es el hecho de que las œltimas elecciones en Brasil en 2010 favorecieron a la coalici—n representada por Lula y terminaron con la elecci—n de Dilma Rousseff como presidenta. Y es probable que el MAS siga en el poder en Bolivia, a pesar de divisiones internas en su mismo proyecto, divisiones que han involucrado a veces el rol y las posiciones del propio Garc’a Linera. 112 La doctrina de las Òdos izquierdasÓ establece que hay ÒbuenosÓ gobiernos de izquierda en AmŽrica Latina (modernos, racionales, democr‡ticos, orientados al mercado, etc.) Ðpor ejemplo, el PT en Brasil Ðy otros ÒmalosÓ (autoritarios, anti-modernos, populistas), como el de Ch‡vez en Venezuela. Ver, por ejemplo, Jorge Casta–eda ÒMorning in Latin AmericaÓ, Foreign Affairs (septiembre / octubre, 2008). Un argumento similar, enfocado particularmente en las pol’ticas econ—micas, es el de Michael Reid en su influyente libro Forgotten Continent. The Battle for Latin AmericanÕs Soul (New Haven: Yale University Press, 2007). Pareciera que esta posici—n es la dominante en los altos c’rculos de la administraci—n de Obama. Creo que esta distinci—n de las Òdos izquierdasÓ es, de manera voluntaria o involuntaria, c—mplice con los intereses reaccionarios en la regi—n, porque fomenta una divisi—n dentro de la misma marea rosada a nivel nacional e interamericano (uno de los argumentos para el golpe en Honduras, por ejemplo, fue que el depuesto presidente Zelaya, quien hab’a declarado su simpat’a por Ch‡vez y quien estaba intentando llevar a cabo un referŽndo para cambiar los l’mites de la ley electoral en su pa’s, era ÒpopulistaÓ y, por lo tanto, ÒirresponsableÓ; por contraste, no hubiera sido aceptable un golpe contra Bachelet o Lula, o sus sucesores). Como sea, es lo que podr’amos designar como una Òunidad contradictoriaÓ Ðuna unidad en la cual la diferencia es respetada- lo que me parece esencial defender y extender en el proyecto de la marea rosada. Argumentar a favor del MAS o de Ch‡vez y contra Lula o Bachelet (o vice versa) ser’a, entonces, prestarse uno mismo para articulaciones reaccionarias, como ocurre en el caso de la doctrina de las dos izquierdas.
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