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AUTOESTIMA Y AUTORREALIZACIÓN Gil, M. R. (s/f) Manual para tutorías tut orías y departamentos de orientación. Escuela española: España. pp. 9-31
Reflexionando sobre nuestra experiencia prolongada en la educación de jóvenes y adolescentes llegamos a concluir que la preocupación por la propia identidad y autoestima está constantemente presente en la inquietud de la mayor parte de los mismos. No siempre la formulan directamente. Es como si no supieran localizar bien dónde les duele. Pero en la manera de expresarse formulan cuestiones que son como pequeños ríos, pequeños afluentes, todos ellos conducentes al mismo punto: “La autoestima, la identidad personal, el autoconcepto”. En este sentido podemos hacer nuestra la constatación de C. Rogers (1994: 103-104): 103- 104): “He llegado a creer que, a pesar de la intrincada multiplicidad horizontal de la problemática humana y de los estratos de complejidad vertical, tal vez exista un único problema. A medida que sigo la experiencia de muchos hombres me parece que cada uno plantea la misma pregunta. Por debajo del nivel de la situación-problema que aqueja al individuo se advierte una búsqueda primordial. Pienso que, en el fondo, todos se preguntan: ¿quién soy yo realmente? ¿Cómo puedo entrar en contacto conmigo conmigo mismo, más allá de mi comportamiento superficial? superficial? ¿Cómo puedo convertirme en mí mismo?”. En nuestra década numerosas investigaciones psicopedagógicas sobre la autoestima ponen de manifiesto la importancia decisiva de la misma para el pleno desarrollo del potencial dinámico de la persona. Para N. Branden (1991) una autoestima positiva es el requisito fundamental para una vida plena. La profesora P. Saura (1996) destaca la centralidad de la autoestima y del autoconcepto en el área de la motivación. A. H. Maslow (1989) en su teoría sobre la autorrealización afirma que cada uno de nosotros posee una naturaleza interna buena o que por lo menos no parece ser, primordialmente o necesariamente, perversa. Para Maslow las necesidades humanas (vida, inmunidad y seguridad, pertenencia y afecto, respeto y autoestima, autorrealización), las emociones básicas y las potencialidades humanas básicas son positivamente buenas.
Cada uno de nosotros posee una naturaleza interna de base esencialmente biológica, que es hasta cierto punto natural, intrínseca, innata y, en cierto sentido, inmutable o, por lo menos, inmutante.
La naturaleza interna de cada persona es e s en parte privativa suya y en parte común a la especie.
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Es posible estudiar científicamente esta naturaleza y descubrir cómo es (no inventar, sino descubrir) (Maslow, 1989:29).
Puesto que esta naturaleza interna es buena o por lo menos “neutral”, es mucho más conveniente sacarla a la luz y cultivarla que inhibirla y sofocarla. Si se le permite que actúe como principio rector de nuestra vida, “nos desarrollaremos saludable, provechosa y felizmente”. Ahora bien, esta naturaleza interna no es tan fuerte, dominante e inequívoca como el instinto lo es en los animales. Es más bien débil, delicada, delicada, sutil y fácilmente fácilmente derrotada por los hábitos, presiones sociales sociales y actitudes erróneas. Si se niega o intenta abolir este núcleo esencial de la persona, ésta enfermará, unas veces con síntomas evidentes y otras veces con síntomas apenas perceptibles. No obstante, concluye Maslow, aun cuando ese “yo único” sea débil, raramente desaparece en las personas normales e incluso puede que tampoco en las enfermas, en las que perdura calladamente presionando de continuo para salir a la luz. En esta misma línea Carl Rogers (1994:104) entiende que cada uno de nosotros posee un yo positivo, único y bueno. Pero ese “verdadero yo” con frecuencia frecuencia permanece oculto y enmascarado, por lo cual no puede desarrollarse. Por esto mismo “…el objetivo más deseable para el individuo, la meta que persigue a sabiendas o inconscientemente, es llegar a ser él mismo”. Tal objetivo será imposible si no se construye un alto nivel de autoestima que contribuya a que nos sintamos competentes, estimados y valorados, capaces de enfrentarnos a la realidad con confianza y optimismo. “Uno de los conceptos más revolucionarios que se desprenden de nuestra experiencia clínica clínica es el reconocimiento creciente de que la esencia más íntima de la naturaleza humana, los estratos más profundos de su personalidad, la base de naturaleza animal son positivos, es decir, básicamente socializados, orientados hacia el progreso, racionales y realistas”.
1. LA AUTOESTIMA, NÚCLEO BÁSICO DE LA PROPIA IDENTIDAD. ¿Qué entendemos por autoestima? La autoestima es la suma de la confianza confianza y el respeto que debemos sentir por nosotros mismos y refleja el juicio de valor que cada uno de nosotros hace de su persona para enfrentarse a los desafíos que presente nuestra existencia. La autoestima es la visión más profunda que cada cual tiene de sí mismo, es la aceptación positiva de la propia identidad y se sustenta en el concepto de nuestra valía personal y de nuestra capacidad. La autoestima es, pues, la suma de la autoconfianza, del sentimiento de la propia competencia y del respeto y consideración que nos tenemos a nosotros mismos.
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Considerada como actitud (García, Cermeño y Fernández, 1991), la autoestima es la forma habitual de percibirnos, de pensar, de sentir y de comportarnos con nosotros mismos. Es la disposición habitual con la que nos enfrentamos con nosotros mismos y evaluamos nuestra propia identidad. Así pues, la autoestima hace referencia a una actitud hacia uno mismo, generada en la interacción con los otros, que comprende la percepción, estima y concepto que cada uno tiene de sí mismo, e implica un adecuado desarrollo del proceso de identidad, del conocimiento y valoración de sí mismo, del sentido de seguridad y de pertenencia, del dominio de ciertas habilidades de comunicación social y familiar y del sentimiento de ser útil y valioso para los otros. Para C. Rogers la autoestima constituye el núcleo básico de la personalidad. Por su parte Markus y Kunda (1986) consideran que la autoestima influye en la autorregulación de la conducta, mediando en la toma de decisiones, influyendo en la elección de objetivos y en el establecimiento de planes de actuación.
2. EFECTOS DE LA AUTOESTIMA. Entre los efectos positivos que se derivan de un desarrollo adecuado de la autoestima (Alcántara, 1993) cabe destacar los siguientes:
Favorece el aprendizaje: la adquisición de nuevas ideas y aprendizajes está subordinada a nuestras actitudes básicas, de éstas depende que se generen energías más intensas de atención y concentración.
Ayuda a superar las dificultades personales: cuando una persona goza de alta autoestima es capaz de afrontar los fracasos y los problemas que le sobrevienen, ya que dispone dentro de sí de la fuerza necesaria para reaccionar de forma proporcionada buscando la superación de los obstáculos.
Fundamenta la responsabilidad: a la larga solo es constante y responsable el que tiene confianza en sí mismo, el que cree en su aptitud.
Desarrolla la creatividad: una persona creativa únicamente puede surgir desde una confianza en sí mismo, en su originalidad, en sus capacidades.
Estimula la autonomía personal: ayuda a ser autónomo, seguro de sí mismo, a sentirse a gusto consigo mismo, a encontrar su propia identidad. A partir de ello, cada uno elige las metas que quiere conseguir, decide qué actividades y conductas son significativas para él y asume la responsabilidad de conducirse a sí mismo.
Posibilita una relación social saludable: el respeto y el aprecio por uno mismo es sumamente importante para una adecuada relación con el resto de las personas.
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Garantiza la proyección futura de la persona: impulsando su desarrollo integral y permanente.
Por todo ello, estamos cada vez más convencidos de que una de las tareas más importantes de la educación es, sin duda, suscitar la autoestima. A nuestro juicio cuanto más positiva sea nuestra autoestima más preparados estaremos para afrontar las adversidades y resistir las frustraciones, más posibilidades tendremos de ser creativos en nuestro trabajo, encontraremos más oportunidades de entablar relaciones enriquecedoras, más inclinados nos sentiremos a tratar a los demás con respeto y magnanimidad y más satisfacción encontraremos por el mero hecho de vivir (Ruíz, 1994).
El adolescente con alta autoestima, según Clemens (1991), actuará con autonomía, asumirá responsabilidades, afrontará retos, disfrutará con sus logros, tolerará frustraciones y será capaz de influir en otros; todo lo cual coincidirá favorablemente en el pr oceso de su educación.
Por el contrario, el adolescente con deficiente autoestima infravalorará sus cualidades, creerá que los demás no le valoran, se sentirá con escasos recursos, se dejará influir fácilmente por otros, tendrá dificultades en la expresión de sus sentimientos, mostrará poca tolerancia en las situaciones de ansiedad, se frustrará fácilmente y estará permanentemente a la defensiva, tendiendo a echar la culpa de sus fracasos, errores y debilidades a los otros; todo lo cual repercutirá en una serie de efectos negativos en su evolución, en su educación y en su rendimiento escolar. Tener una alta autoestima es sentirse confiadamente competente y moral, capaz y valioso. En tal situación no tenemos necesidad de estar permanentemente a la defensiva, ni echar mano de sentimientos negativos o ideas erróneas. Tampoco nos sentimos abocados a interpretar papeles que no corresponden a nuestra propia personalidad. Somos como somos y como tales nos aceptamos, sin que esto suponga pactar con la mediocridad. Reconocemos nuestras aptitudes y actitudes positivas y, al mismo tiempo, somos conscientes de las negativas, aunque nos esforzamos honestamente por mejorarlas. En el caso de no conseguirlo de inmediato, no nos sentimos frustrados ni infravalorados, pues seguimos siendo como somos, nos sentimos compensados y, pacientemente, lo seguimos intentando, centrados más en lo positivo a desarrollar que en lo negativo a corregir. Tener una baja autoestima (Ruíz, 1994; Braden, 1991) es sentirse incapaz de afrontar los desafíos de la existencia, no ya equivocado con respecto a tal o cual tema, sino equivocado como persona. Esto es de tal gravedad que exige estar permanentemente a la defensiva contra todo y contra todos. Pronto aparecen los sentimientos negativos que nos condenan como personas. Nuestra mente, entonces, nos martillea con ideas obsesivas, con ideas erróneas, y nos prestamos a interpretar papeles idealizados que no corresponden a la
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realidad que somos, que vivimos y sentimos en nuestro interior. En consecuencia, el crecimiento personal queda bloqueado por estos mecanismos autodestructivos.
3. AUTOCONPCETO Y AUTOACEPTACIÓN. En la base de la autoestima encontramos dos elementos clave para la misma, el autoconcepto y la autoaceptación, íntimamente relacionados entre sí. El concepto que cada uno tiene de sí mismo consiste en quién y qué pensamos que somos consciente o inconscientemente: nuestros rasgos físicos y psíquicos, nuestras cualidades y nuestros defectos. La autoestima es más bien una dimensión evaluativa del concepto de sí mismo. Para Brunet y Negro (1989) el autoconcepto es: “la imagen que una persona tiene acerca de sí misma y de su mundo personal, es decir, el modo subjetivo como el individuo vivencia su yo”. El autoconcepto, la percepción positiva o negativa que de sí tiene una persona, pr ocede según Rogers (1971) de las experiencias previas, de ser objeto de consideración por parte de los demás y de los testimonios de ciertas personas que ocupan un papel importante en su vida. No pu ede existir, por tanto, autoconcepto que no haya pasado antes, de alguna manera, por los demás, especialmente por los padres, los educadores y la sociedad de iguales (“compañeros”) (Mash y Shavelson, 1985 y 1990). Recientemente P. Saura (1996) ha descrito el autoconcepto como un conjunto de percepciones organizado jerárquicamente, coherente y estable, aunque también susceptible de cambios, que se construye por interacción a partir de las relaciones interpersonales. El constructo del autoconcepto incluye:
Ideas, imágenes y creencias que uno tiene de sí mismo.
Imágenes que los demás tienen del individuo.
Imágenes de cómo el sujeto cree que debería de ser.
Imágenes que al sujeto le gustaría tener de sí mismo.
El autoconcepto en la infancia y en la adolescencia puede estar especialmente condicionado por la imagen corporal (autoconcepto corporal). Si la imagen corporal es importante siempre, dado que la primera impresión que tenemos de los otros es a través de su apariencia física, lo es mucho más durante la adolescencia (Schelenker 1982 y 1985). Muchos adolescentes se inquietan y preocupan por su cuerpo. Los cambios rápidos que experimentan no dejan de producirles cierta perplejidad, extrañeza y cierta inquietud. El crecimiento desproporcionado en sus extremidades, las espinillas en las chicas, el cambio de voz en los
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chicos, y todo lo que es cambio físico, les hace sentir su cuerpo como ajeno a sí mismo, encontrándose en la necesidad de reelaborar el propio esquema corporal (Gimeno Sacristán, 1976). Además, la ansiedad generada por el cambio en lo corporal se ve reforzada por unos poderosos medios de comunicación que presentan un cierto ideal físico de hombre y de mujer, necesario para triunfar en la vida, según los cánones de belleza en el momento. Padres, profesores y educadores en general deber emos ayudar a los adolescentes a que aprendan a aceptar su propio cuerpo, a tener en cuenta que no existe un cuerpo ideal tipo y, especialmente, a no sustentar la personalidad sobre el aspecto corporal exclusivamente. De esta manera seguro que se evitarán muchos sentimientos y complejos de inferioridad y muchos bloqueos en las relaciones sociales (Clemens, 1991). Aceptarse uno a sí mismo como es (autoaceptación) es la condición fundamental de la autoestima y de la autorrealización. Esta aceptación, hecha con lucidez, sinceridad y valentía, constituye el fundamento de una vida sana (Hay, 1991). La autoaceptación implica el reconocimiento de las propias cualidades, la toma d e conciencia del propio valor, la afirmación de la propia dignidad personal y el sentimiento de poseer un yo del que uno no tiene que avergonzarse ni ocultarse. Admitiremos serenamente que no somos perfectos, que la mayoría de nuestros sueños y fantasías nunca llegarán a ser totalmente realidad; pero no por eso nos debemos infravalorar, considerándonos menos personas y menos completos que si los hiciéramos realidad. La autoaceptación (Braden, 1991; S. Ruíz, 1994) implica una disposición a rechazar la negación o desestimación sistemática de cualquier aspecto del sí mismo: pensamientos, emociones, recuerdos, atributos físicos, rasgos de personalidad, actitudes y conductas. La autoaceptación exige la negativa a mantener una relación de rivalidad con nuestra propia experiencia. Es la base de una autoestima positiva y de todo desarrollo. El nivel de nuestra autoestima depende, en gran medida, del nivel de nuestra autoaceptación (Pieczenik, 1991). Cuando la necesidad de tener cierta confianza en sí mismo, es decir, seguridad de sentirse útil y valioso, alcanza, por lo menos, un umbral medio, se obtiene un nivel suficiente de autoestima y se experimenta la necesidad de autorrealización. Se trata de una necesidad de crecimiento. Esta necesidad, a juicio de Maslow (1989), no es tanto un estado o fase del organismo (como el hambre) que debe ser satisfecho mediante una gratificación periódica cuanto, por el contrario, un proceso del ser humano a lo largo del cual el individuo se esfuerza por desarrollar sus capacidades. Cada persona es una entidad singular y precisa buscar su forma de realización para llegar a ser de verdad aquello que ansía y da sentido a su existencia. Esto supone orientarse por ideales y valores coherentes que el sujeto progresivamente, a lo largo de su vida, va encarnando y que está dispuesto a defender.
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4. IDENTIDAD Y ADOLESCENCIA. En la adolescencia, el proceso de desarrollo evolutivo pasa por una encrucijada, la de construir la propia identidad. Esta identidad es una autodefinición de las personas ante otras personas, ante la sociedad, la realidad y los valores. Es de naturaleza psicosocial y contiene elementos cognitivos. El adolescente se observa y se juzga a sí mismo a la luz de cómo percibe que le juzgan los demás; se compara con ellos, y se contrasta también con algunos criterios de valor para él significativos (Hopkins, 1987; Coleman y Hendry, 1990). El desarrollo del yo y de la identidad personal se vincula estrechamente con la propia historia del adolescente. En la adolescencia las personas comienzan propiamente a tener historia, memoria biográfica, interpretación de las pasadas experiencias y aprovechamiento de las mismas para afrontar los desafíos del presente y las perspectivas del futuro. Es en la adolescencia cuando comenzamos a tener nuestro propio relato personal, y ese relato es el que constituye nuestra identidad (Rubio, 1992). En el desarrollo de la identidad la etapa adolescente es, sin duda, un momento clave y también crítico. Es cuando el individuo alcanza un grado de madurez inicial que le permite vivir en sociedad y relacionarse con los demás como persona psicosociológicamente sana. Es también cuando el adolescente trata de definir opciones, sus aspiraciones y, principalmente, su afectividad. El desarrollo de la identidad puede también pre sentarse como desarrollo del “yo”, que tiene varias funciones:
Unificación de las representaciones que el adolescente tiene acerca de sí mismo.
Organización de las defensas de la propia identidad frente a las amenzas del mundo exterior.
Disposición de estrategias de enfrentamiento para adaptarse a la realidad y también para adaptarse activamente a las propias necesidades y aspiraciones.
Elaboración de la memoria autobiográfica de la persona y el proyecto de un futuro satisfactorio.
Consolidación de la autonomía e individualización personal.
El concepto del “yo” o del “sí mismo” constituye el núcleo central de la identidad personal. Es un conjunto de representaciones que hacen referencia al propio cuerpo, al propio comportamiento, a la propia situación y a las relaciones sociales. Este concepto de sí o autoconcepto es conocimiento y valoración de sí mismo, autoconocimiento y autoestima. La representación del propio cuerpo, tal como hemos señalado anteriormente, es un elemento esencial de ese autoconcepto en la preadolescencia y adolescencia. Los importantes cambios corporales que se
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producen, desde el tamaño del cuerpo y la fuerza física, hasta las nuevas sensaciones sexuales ahora posibles, requieren del adolescente una revisión y una adaptación de la nueva imagen de su cuerpo. La adolescencia es una etapa en la que la preocupación por el propio físico pasa a primer plano. Los principales aspectos de esta preocupación son:
La ansiedad por el propio atractivo físico y por la eficacia física, ansiedad reforzada por los medios de comunicación que presentan un cierto ideal físico de hombre y de mujer, necesario para triunfar en la vida, según los modelos del momento.
La diferencia en los ritmos de crecimiento. Los chicos y las chicas con crecimiento rápido son, por lo general, aceptados antes como adultos por los adultos, con más posibilidades, además, de ejercer un cierto liderazgo social entre sus compañeros.
Pero no solo la imagen del propio físico constituye en la adolescencia un tema vital. Particularmente destaca también la preocupación por el rol sexual. Por lo general, el adolescente y la adolescente tienen una enorme necesidad de reconocimiento por parte de otros; necesitan ver reconocida y aceptada su identidad por las personas –adultos y compañeros- que son significativas para ellos. Es este reconocimiento y aceptación lo que asegura un concepto positivo de sí mismo, una positiva autoestima. Esta autoestima constituye precisamente uno de los indicadores más sensibles del modo en que los adolescentes están constituyendo su identidad personal (Monedero, 1986). Entre los aspectos más significativos de la identidad personal cabe señalar tanto la imagen corporal y el concepto de sí mismo como la autoestima y el desarrollo del “yo” (autorrealización). Así, pues, consideramos a la adolescencia y primera juventud como una etapa crucial de la existencia humana. Esta etapa, de hecho, se caracteriza por la búsqueda de una estabilidad definitiva en la estructura de la personalidad. El elemento básico de este proceso es la elaboración de un proyecto para sí, capaz de unificar y de dar significado a todas las conductas y comportamientos personales. El proyecto de sí está constituido por el núcleo de valores y actitudes que cada persona hace propios. Este proyecto tienen la función de organizar las experiencias particulares y de seleccionar los diversos modelos que se presentan en el contexto sociocultural en el que el joven vive (Coleman, 1985). La estabilización de la personalidad en torno a un núcleo básico de valores y actitudes se produce en un clima de autonomía ética. Los adolescentes afirman el derecho (al menos práctico) de la autoproyección, rechazando tanto la dependencia de la vida moral de la infancia, como de la moral convencional del mundo adulto. El adolescente elabora, pues, una definición propia de sí mismo, marcada por la pretensión de ser algo decidido por él.
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A pesar de esta pretensión de autonomía el adolescente está influenciado continuamente por los modelos de comportamiento difundidos en la cultura en la que vive y con la que se identifica. La definición de su identidad es siempre para él un hecho racional. La autoproyección se da por tanto en el contexto de una autonomía relacionada y dependiente: es fruto de una toma de conciencia mutua entre el individuo y la sociedad a la que pertenece (Arto, 1993). En esta perspectiva, la estructuración de la personalidad no puede ser un hecho estático, decidido de una vez para siempre. Precisamente por ser un dato racional es una realidad en continuo devenir. El proyecto personal se construye continuamente sobre algunos datos fundamentales que determinan su orientación y facilitan su consolidación. Esto permite asumir armónicamente las diversas propuestas que resultan así integrables, incluso en los aspectos nuevos, como los valores anteriormente interiorizados (Monedero, 1986). Así pues, la adolescencia y primera juventud son una época crucial para la definición de sí, para la consolidación de la estructura de la personalidad. Es una etapa importante para la adquisición, que podría ser definitiva, de valores y actitudes básicas de cara a una cultura solidaria potenciadora de la autoestima. Los valores y actitudes pueden ser asumidos de una forma más o menos integrada y en una perspectiva más o menos duradera, o bien pueden ser marginados, o incluso eliminados de ese proyecto vital. La integración, creemos, se alcanzará cuando los valores y actitudes se vivan como algo conexionado, de forma natural y obvia, con el resto del propio proyecto personal, resultan progresivamente marginados o hasta excluidos. Consideramos que las actitudes se pueden integrar en el propio proyecto cuando se conocen subjetivamente de forma correcta, se experimentan (ejercitan) existencialmente en la vida cotidiana, ejercen una atracción afectiva que permite recibirlas (considerarlas) como significativas y tienen una fuerza motivacional creciente. Padres y tutores debemos tener en cuenta las características específicas de esta edad y en concreto aprovechar el incremento de la capacidad reflexiva en la primera juventud y la regresión del egocentrismo (Piaget, 1985), para conseguir una buena estructura de pensamiento flexible y una evolución más positiva en las relaciones interpersonales en su integración en el mundo de los adultos.
5. IDENTIDAD Y AUTENTICIDAD. Hemos caracterizado, anteriormente, la autoestima como la visión más profunda que cada uno tiene de sí mismo y como la aceptación positiva de la propia identidad. A continuación tratamos de describir cómo el ejercicio de la autenticidad va a contribuir a consolidar nuestro propio sentimiento de identidad y en consecuencia un elevado nivel de autoestima (Lázaro y otros, 1981).
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A nuestro juicio, es precisamente por medio de la autenticidad como uno llega a ser él mismo, de tal manera que no trata de ocultarse a sus propios ojos, no trata de supravalorarse ni de infravalorarse, sino que desea verse en su exacta verdad, en su concreta realidad, tratando de aceptarse, como es. Y cara a los demás la autenticidad trata de presentar ante los otros nuestro verdadero rostro, de expresar lo que realmente somos, lo que en verdad sentimos. Uno se deja conocer tal como es, sin miedo a ser condenado, sin pretender presentar una imagen deformada para obtener mejor impresión. Es fácil percibir que un ejercicio así de la autenticidad va a resultar muy beneficioso para aclarar, consolidar y madurar nuestro propio sentimiento de identidad y desarrollar nuestra autoestima. Si lo pensásemos detenidamente podríamos cerciorarnos de que, muchas veces, no nos presentamos como somos: en realidad estamos enojados, pero mostramos una apariencia tranquila, y acaso, hasta amical; nos aburre la conversación que la persona está desarrollando y mostramos una apariencia de interés, del que en realidad carecemos; estamos en el fondo preocupados por un determinado asunto, por un problema personal, y exteriormente, fingimos serenidad, paz y tranquilidad. Nuestro ser verdadero lo retenemos entonces en nuestro interior, nuestros sentimientos reales los reprimimos, lo que realmente pensamos lo ocultamos. Nos relacionamos a partir de una fachada que nos damos, a partir de un rostro ficticio que no es el nuestro. En realidad representamos un papel, interpretamos a un personaje, nos movemos tras una máscara. Lo menos que se puede preguntar es hasta qué punto unas relaciones humanas bajo ese signo son relaciones reales. Porque la verdad es que cuanto más auténtico pueda uno ser en una relación tanto más útil, profunda y verdadera será ésta. Esto supondría ser lo más consciente posible de mis propios sentimientos y no ofrecer una fachada externa, adoptando una actitud distinta de la que surge verdaderamente en mi interior. Nuestro organismo está dotado de una comunicación interna tan perfecta que es muy difícil mantener esa representación, en nuestras relaciones, sin que suene a falsa. Por no sé qué sutiles matices de la voz, en la expresión, en los gestos, en el tono o en la vibración vital de nuestra presencia, la falta de autenticidad es percibida por los demás, aunque no siempre a nivel consciente. Es como si el sistema de recepción del otro comenzase a detectar incongruencias, sonidos extraños o desdoblamiento de imagen. Lo cierto es que la falta de autenticidad contamina la comunicación, la daña, la envenena. Ser auténtico implica, pues, “la voluntad de ser y expresar, a través de mis actitudes y mi conducta, los diversos sentimientos que existen en mí” (Rogers, 1994). Sólo mostrándome tal cual soy podré lograr que la otra persona busque exitosamente su propia autenticidad. Y, lo que e s más importante, esto es verdad aún en el caso en que mis sentimientos no me complazcan o crea, a primera vista, que no van a conducir a una buena relación. La autenticidad es el camino necesario para encontrar mi propia identidad personal. Cuando uno no se defiende de sus propios sentimientos, sino que deja que éstos broten en la conciencia, uno deja de funcionar
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con una imagen demasiado idealizada de sí mismo ajustándose mucho más a lo que es en realidad. Cuando dispongo de un yo suficientemente fuerte para admitir dentro de él las imperfecciones o limitaciones que realmente tengo, cuando me permito simplemente ser lo que soy, aceptarme como soy, aceptarme como soy, sin deformaciones, tamices ni fachadas, entonces es cuando en realidad, puedo modificarme. Esta es la paradoja de la maduración humana: no podemos cambiar, no podemos dejar de ser lo que somos, mientras no nos aceptemos como somos. Ahora bien, una vez que nos aceptamos, el cambio parece llegar casi sin que se advierta. Es como si el ser humano, como todo organismo viviente, estuviese dotado de una fuerza interna de crecimiento, como si tuviera una tendencia innata al desarrollo, a la búsqueda de la propia identidad. Esta autenticidad nos dará el gusto de ser lo que somos, nos proporcionará el sereno placer de ser nosotros mismos. Es como situar las motivaciones reales de mi comportamiento en el suelo fecundo de mi propia identidad. Actuaré, entonces, no movido por lo que los demás esperan de mí, obedeciendo a una oscura necesidad de contentarles siempre, tampoco lo haré siguiendo el externo imperativo de la moda: ese artificial, anónimo y veleidoso consenso que no nos hace sino zigzaguear constantemente; ni tampoco lo haré por el servilismo ciego a ideologías e instituciones, más o menos autoritarias, sofocadoras de la individualidad. En este tipo de comportamiento siempre hay en la base una disociación entre la acción que realizo y el ser que realmente soy: siempre hay, ene l fondo, una oscura traición a sí mismo. Este es uno de los mayores atentados contra la identidad: el no poder decir que uno está identificado con lo que hace (Lázaro , 1981). Otra consecuencia muy importante del ejercicio de la autenticidad es que las relaciones se tornan reales. Y unas relaciones reales son siempre atractivas, por ser vitales y significativas. La autenticidad pone de manifiesto cantidad de paradojas del existir humano. Una paradoja importante es que lo más personal es lo más general. A primera vista pudiera parecer lo contrario. Como si para entendernos dos personas tuviéramos que estar moviéndonos al nivel de lo general. No es así. Cuando en una relación uno tiene autenticidad de expresar lo que realmente siente, cuando manifiesta su punto de vista, aparentemente muy original, cuando uno se expresa en términos de este tipo: “Normalmente sobre esta cuestión se piensa que…pero yo siempre he creído…”. Esto, que parece que no va a tener interés porque no es lo común, lo normal, lo general, es lo que, paradójicamente, hace fecunda una conversación y atractiva una relación, produciendo, además, por no sé qué oscuros mecanismos, lo más personal del otro, suscitando su vena más original, contribuyendo a que cada uno vaya dando pasos en el desvelamiento del núcleo profundo del propio yo, oculto en un principio hasta a nuestros propios ojos. La razón profunda de este poder transformador de la autenticidad parece estar en algo muy simple, pero muy esencial: la autenticidad inspira confianza. El hombre auténtico inspira confianza. Seguramente porque es transparente, porque se le ve venir, porque no él no hay que estar al acecho, adivinando tras sus palabras o
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actitudes una segunda intención. Es terrible andar adivinando continuamente las segundas intenciones de la gente: lo pone a uno constantemente en guardia, en actitud desconfiada. La confianza está en la base de la identidad y de la relación. La primera relación humana es la relación madre-hijo y produce confianza, seguridad interior y bienestar hondo es fecunda. Y la confianza se produce por ser auténticos, trasparentes, sin doble fondo. El otro nos percibe unificados, integrados, identificados con lo que realmente somos: sin disimularlo, sin amplificarlo, sin infravalorarlo. Nos perciben como hombres de una sola pieza, de un solo impulso vital movidos por una secreta seguridad interior, que tiene algo de contagiosa. Porque la autenticidad real es imposible sin seguridad en sí mismo, sin autonomía, sin energía interior propia. El hombre auténtico es:
Suficientemente fuerte como para distinguirse del o tro. (No sometimiento).
Suficientemente fuerte como para permitirle que sea distinto. (No dominio).
El hombre auténtico se hace, más o menos conscientemente, este tipo de preguntas:
¿Puedo ser suficientemente fuerte como para distinguirme del otro?
¿Puedo respetar con firmeza mis propios sentimientos y necesidades, tanto como los del otro?
¿Es mi individualidad lo bastante fuerte como para no sentirme abatido por la depresión del otro, atemorizado por su miedo o absorbido por su dependencia?
Soy íntimamente fuerte y capaz de comprender que su carácter no me destruirá, su necesidad de dependencia no me someterá ni su amor me sojuzgará, y que existo independientemente de él, con mis propios sentimientos y personalidad (Rogers, 1994:57).
Cuando uno logra sentir con libertad la capacidad de ser una persona independiente dentro de una relación, descubre, al mismo tiempo, que puede comprender y aceptar al otro con mayor profundidad, precisamente porque uno no teme perderse a sí mismo. Se siente uno lo suficientemente fuerte como parta no tener que depender de él. Incluso la tentación de dominio más sutil y sinuosa es mejor percibida y superada.
¿Estoy suficientemente seguro de mí mismo como para admitir la individualidad del otro?
¿Puedo permitirle ser lo que es: honesto o falso, infantil o adulto, desesperado o pleno de confianza, sin que me acometa el imperioso deseo de querer cambiarle, ajustándole a mi propia norma?
¿Puedo otorgarle la libertad de ser, sin sentir que debería seguir mi consejo, depender de mí o tomarme como modelo? (Rogers, ibid).
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Y es que la persona insegura, de identidad poco definida, tiene tendencia a no aceptar al que es diferente, desea secretamente moldear a la gente, quiere inconcientemente que los demás no sean más que una prolongación de su propio yo. El hombre auténtico, a medida que se va aceptando tal como es, va aceptando a los demás tal como sn: diferentes, distintos, originales, con valores que yo no poseo. Resulta que aquí otra paradoja del existir humano que, una vez más, la autenticidad la pone de manifiesto: cuando menos deseo transformar a la gente, cuando menos deseo moldearles, sometiéndoles a mi medida, cuanto más les acepto como son sin querer cambiarles, tantos más cambios se operan en la otra persona a causa de mi relación. Sin embargo, esta independencia no indica distancia, la autenticidad so sólo es compaginable con la relación profunda, es la condición necesaria de esta última, el hombre seguro de sí mismo no es un ser indiferente, híbrido, que no se interesa por nada. No pensemos que por ser fuerte se basta a sí mismo o que por conducirse según sus propias ideas no escucha nunca a nadie. La independencia no es suficiencia, la seguridad en sí mismo no es bastarse a sí mismo, la aceptación de lo que yo soy no indica desprecio de lo que son los demás. Es todo lo contrario. Tal vez estos matices son más para experimentarlos que para describirlos. El hombre dotado de fuerte identidad personal:
Quiere relacionarse en profundidad con otros, peros sin someterse a ellos.
Quiere establecer relaciones vitales y fecundad, pero no quiere moldear a los demás.
Quiere dialogar en profundidad, pero no para repetir después las ideas ajenas.
Manifiesta hasta el fondo sus valores, pero no para ser imitado.
Está seguro de sí mismo, pero no se supervalora.
Tiene una vida interior propia, pero lentamente elaborada a partir de lo que va percibiendo.
Dicho de otra forma, podríamos afirmar que un hombre auténtico se erige en fuente de evaluación de sí mismo. Los juicios de los demás merecen ser escuchados e, incluso, atentamente sopesados. Las críticas ajenas son dignas de respeto, son dignas de ser oídas con la mayor imparcialidad posible, tratando de descubrir en ellas lo que hay de verdad para mí. O lo que es más difícil, ante las mismas alabanzas o críticas favorables, uno se sitúa a cierta distancia, aunque no pueda impedir, ni deba, el que le resulten placenteras. Y es que solo existe una persona capaz de saber si lo que hago es honesto, cabal, franco y coherente, o bien, si es falso, hipócrita e incoherente: esa persona soy yo. Por eso, el hombre auténtico llega progresivamente a
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sentir que el foco de evaluación está en uno mismo. Cada vez se acude menos a los demás en busca de aprobación o desaprobación o de pautas a seguir. Reconoce que en él reside la facultad de elegir y que la única pregunta importante es: ¿Estoy viviendo de una manera que me satisface plenamente y me expreso tal y como soy? Quizás esta sea la pregunta más importante que se pueda plantear el hombre creativo e independiente. Sabe que es esencial para vivir contento ser fiel a sí mismo (Martín, 1989 y 1992). Pero no siempre actuamos así. Muchas veces nos orientamos por lo que los demás opinan que deberíamos ser y no por lo que somos en realidad. Así, a menudo, advertimos que solo existimos como respuestas a exigencias ajenas. La causa más profunda de la falta de ilusión y entusiasmo personal reside en no elegir ni desear ser uno mismo y la forma más profunda es la del individuo que ha elegido ser alguien diferente de sí mismo. En resumen, el camino hacia la propia identidad y hacia una autoestima positiva pasa, por tanto, por:
La aceptación de sí mismo.
La disminución de actitudes negativas hacia sí mismo.
El llegar a gustar de sí mismo.
El sereno placer de ser uno mismo.
Y estas cualidades no indican una autosuficiencia desmedida, sino que son la base para establecer un profundo sentimiento de relación y de unión con los otros.
6. AUTORREALIZACIÓN Y RELACIONES INTERPERSONALES. Acabamos de exponer cómo potencia la construcción de la propia identidad y de la autoestima el ejercicio de la autenticidad. Pero dado que el hombre no es un absoluto ni una isla, sino un ser de relación que se realiza en la intersubjetividad, tratamos de analizar con mayor profundidad las condiciones que favorecen el desarrollo de unas relaciones interpersonales equilibradas y enriquecedoras para las personas, ya esbozada s en el anterior apartado. Nuestro ser, hecho para la autonomía y para optar de sí mismo, está estructurado para la relación con los otros seres libres, de los cuales necesita. Nos hacemos a nosotros mismos y existimos en el mutuo reconocimiento de unos y otros. En esta tensión hacia la relación con los demás, son los otros las fronteras de mi yo, los límites de mi libertad personal. La libertad de los otros en juego con mi libertad es dialéctica. La libertad de los otros es:
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a) La que limita y condiciona mis opciones cuando se opone, las restringe, las domina, etc., o, simplemente, cuando el otro afecta a mis motivaciones y deseos. b) La libertad de los otros es, a su vez, la que potencia mi libertad, cuando la unión de ambas fuentes de acción, en la armonía y la unión, se suman para la misma causa. La necesidad más profunda del ser humano, según esta realidad, es la necesidad de superar el enfrentamiento con el otro, la competitividad de intereses y, en definitiva, la “separatividad”. El sentirme separado de aquellos a los que siento que me impactan y a los que necesito como “otros”, es la fuente de la angustia personal. Esta angustia imposibilita utilizar toda la fuente de libertad y de energía que es nuestra propia individualidad. Por eso tiende el ser humano a la unión por la relación y el amor; el problema de todas las generaciones humanas estriba en cómo superar la propia individualidad y encontrar la convivencia en la unión, la colaboración y la solidaridad (Fromm, 1984). Por tener una estructura relacional, nada potencia tanto al ser humano como experiencia de una relación sana y positiva con sus semejantes. Nuestra vida es un conjunto o conglomerado de relaciones con los demás, vividas a niveles muy diversos de profundidad personal. No es la misma relación para nosotros aquella que vivimos con la persona que va en un autobús o metro a nuestro lado, que la que tenemos con alguien con quien nos cruzamos todas las mañanas al ir al trabajo. Nos es igual la relación que mantenemos con nuestros compañeros de trab ajo profesional de cada día, que la que tenemos con nuestros auténticos y verdaderos amigos, o con nuestra madre o nuestro padre, nuestra esposa, etc. Cada una de estas relaciones nos afecta y nos modifica, como antes se indicó, pero ciertamente a niveles muy diversos de interacción. La persona, como ser social y ser de relación no satisface sólo con las llamadas relaciones funcionales, las que se dan y se colman con el recto ejercicio de una función o un servicio. Necesita relaciones personales en las que da y recibe, en un mutuo intercambio, lo mejor de su ser, en una dialéctica de libre entrega mutua y gratuita. Ahora bien, ¿Qué es lo que nos garantiza una relación profunda y positiva con los otros? ¿Cómo lograr una madurez personal en nuestras relaciones de tal manera que seamos capaces de cooperar y asociarnos libremente con nuestros semejantes, y de construir desde el acuerdo y la unión la potencia de nuestro ser personal y la realidad de un mundo más humano?¿Cómo evitar el riesgo y la frustración que supone en la vida el estar necesitando de los otros, el estar hechos para la relación, y el no lograr salvar las distancias aislacionistas de nuestra propia individualidad?. He aquí una pregunta cuya respuesta es especialmente importante para poder llegar a un desarrollo positivo de nuestra propia existencia, de nuestra identidad y, por tanto, de nuestra autoestima.
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¿Cómo podemos llegar a lograr unas relaciones interpersonales positivas y gratificantes? Entendemos por relación positiva aquella por la que dos seres llegan, en algún grado, a ser uno, a unirse, y no obstante siguen siendo dos. Toda dominación de un ser hacia otro, o toda dependencia mutua, por exceso o por defecto, rompe el equilibrio de una relación humana libre y no destructiva de la individualidad; la dominación destruye la libertad del otro ser, la dependencia embota asimismo la capacidad libre y creadora. Estas dos relaciones destruyen a la persona. Sólo la unión de libertades es la relación que potencia a la persona (Fromm, 1981). Para que se dé esta relación potenciadora se necesitan nítidas y claras dos polaridades: mi yo aceptado con autenticidad, y el otro aceptado también en su realidad total, tal como es. Más en concreto, relacionarse bien supone tener en cuenta estas pautas que ahora nos aportan las ciencias humanas (Rogers, 1986): a) Mi “yo” aceptado y admitido.
Autenticidad y congruencia personal: Ganar la confianza del otro exige no una rígida estabilidad, sino ante todo ser sincero y auténtico: ser ante el otro tal como soy en lo profundo de mí mismo. Esta autenticidad es la realidad que inspira confianza a los demás y abre las barreras a la interrelación.
Si puedo crear una buena aceptación conmigo mismo, es decir, si puedo percibir mis propios sentimientos y aceptarlos, probablemente podré establecer una relación de unión con otras personas. por el contrario, cualquier problema personal se proyectará y estará condicionando mi relación positiva con los otros.
Debo superar la tendencia interior a tratar de convertir a los otros en objeto. Poner distancias y alejamientos ante los demás creando unas relaciones profesionales constituye un tipo de relación que es como una especie de autoprotección. Proviene de cierta inseguridad personal, de cierto miedo a sentir hacia el otro, sentimientos de solicitud y cuidado. Cuando somos capaces de admitir estos sentimientos hacia el “otro-persona”, nos sentimos realmente satisfechos.
Cuando soy capaz en una relación de admitir que mi individualidad es lo bastante fuerte como para comprender que la presencia del otro no me destruirá, su necesidad de dependencia no me someterá, que el otro pueda llegar a ser un socio, un compañero, un amigo, un colaborador, logro existir con la libertad de ser una persona independiente. Entonces puedo comprender y aceptar al otro con mayor profundidad, porque no temo perderme a mí mismo, no me siento amenazado.
b) El “otro” captado y aceptado en su realidad tal cual es:
Cuando el otro experimenta que captamos el significado de su experiencia, que quizás ha permanecido oscura para él mismo, puede relacionarse mejor.
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Cuando ese significado y valor de su experiencia lo admitimos y nos comportamos admitiendo que es algo que a él solo concierne, y por tanto evitamos cualquier juicio de valor, estamos dando a la otra persona la experiencia viva de la responsabilidad ante sus propios actos; le estamos admitiendo con toda la densidad de su yo libre y al relación que establezcamos será positiva y progresará felizmente.
En definitiva, si acepto toda la potencialidad del otro, podré crear un clima de comunicación que permita relaciones positivas y potenciadoras para ambos.
7. RASGOS CARACTERÍSTICOS DE LA PERSONA CON UN NIVEL SATISFACTORIO DE AUTOESTIMA. Entre las características de la persona con un nivel adecuado de autoestima, en proceso de crecimiento o de autorrealización, Maslow (1989) señala las siguientes: Se acepta a sí mismo como es. Percepción más clara y eficiente de la realidad. Mayor apertura a la experiencia. Mayor integración, cohesión y unidad. Mayor espontaneidad, expresividad y vitalidad. Un yo real; una identidad firme; autonomía y unicidad. Objetividad, independencia y trascendencia del yo. Recuperación de la creatividad. Capacidad de fusión de lo concreto y lo abstracto. Estructura de carácter democrática. Gran capacidad amorosa. Posee un código moral propio. Busca de vez en cuando la soledad y el encuentro consigo mismo. Tiende a estar centrado en los problemas de los demás y no sólo en los propios. Sus relaciones interpersonales tienen profundidad.
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Expresa sus sentimientos y opiniones sin rigidez. Tiene sentido del humor, sin ser agresivo ni hiriente. Por su parte, C. Rogers (1994) describe, de forma similar, los rasgos de la persona que se valora y se acepta a sí misma, consiguiendo un alto nivel de autoestima:
La persona comienza a verse de otra manera.
Se acepta a sí mismo y acepta sus sentimientos más plenamente.
Siente mayor confianza en sí mismo y se autoimpone sus propias orientaciones.
Se vuelve más parecido a lo que quisiera ser.
Sus percepciones se tornan más flexibles, menos rígidas.
Adopta objetivos más realistas.
Se comporta de manera más madura.
Sus conductas inadaptadas cambian y se modifican en sentido constructivo.
Deja de utilizar máscaras.
Deja de sentir los “debería”.
Deja de satisfacer expectativas impuestas.
Le importa ser sincero consigo mismo.
Le atrae vivir la libertad de ser uno mismo, sin asustarse por la responsabilidad que implica.
Asume la dirección de sí mismo de forma responsable, realiza libremente sus elecciones y luego aprende a partir de las consecuencias.
Comienza a ser un proceso de evolución y cambio. No le perturba descubrir que cambia día a día. El esfuerzo por alcanzar conclusiones y estados definitivos disminuye.
Comienza a ser toda la complejidad de su sí mismo.
Comienza a abrirse a la experiencia.
Comienza a aceptar a los demás.
Dyer (1988 y 1995) considera que el perfil de persona con suficiente nivel de autoestima, en proceso de autorrealización, puede dar la impresión de un personaje de ciencia ficción, pero, por fortuna, no se trata de
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un concepto mitológico. La posibilidad de funcionar plenamente, liberándonos constantemente de los comportamientos autodestructivos es una posibilidad real, que está a nuestro alcance.
8. RASGOS DISTITNTIVOS DE LA PERSONA CON UN NIVEL BAJO DE AUTOESTIMA Frecuentemente encontramos a jóvenes y adolescentes que se infravaloran. La imagen que de sí tienen no es real. Se creen poseídos por un extraño fatalismo y permanecen obedientes, pasivos, ante la fuerza de ese destino. Sus talentos quedan enterrados, sin explotar. Esterilizan sus vidas por miedo a dispensar el necesario esfuerzo para llenarlas. Es como un sutil mecanismo de defensa para huir de la responsabilidad de asumir su autorrealización. En el otro extremo, nos encontramos con algunos que creen, en el fondo, que todo lo que hacen es perfecto. La menor crítica les entristece. Solo escuchan a los que les alaban. No quieren encararse con su limitación, huyen de ella; huyen de su verdadera condición. Se refugian en el mito de la inocencia, en el sueño de perfección, en la imagen dorada que tienen de sí mismos. Viven soñando con un personaje perfecto y creen que los que no los ven así están equivocados. No aceptarán las críticas, ni el error, ni su connatural imperfección; no quieren romper el ídolo de cristal que se han forjado de sí mismos. Se trata del mismo sutil mecanismo de defensa para huir de la responsabilidad de asumir su autorrealización. Pero ¿Cómo se detecta la baja autoestima? En las personas con un nivel más bien bajo de autoestima podemos encontrar alguna de las siguientes actitudes o características (Hay, 1996; Clemens, 1991):
Sensación de ser inútil, innecesario, de no importar.
Incapacidad de disfrutar, pérdida de entusiasmo por la vida.
Se siente triste y desdichado frecuentemente.
No se considera aceptable físicamente.
Siente que no tiene amigos.
Se considera inferior a los demás.
Hipercrítico consigo mismo y en estado frecuente de insatisfacción.
Se reconoce poco inteligente.
Miedo a desagradar y perder la estima y la buena opinión de los otros.
Hipersensibilidad a la crítica, sintiéndose fácilmente atacado y herido.
Indecisión crónica por temor a equivocarse.
Desesperanza, apatía, derrota, cesación de todo esfuerzo, rendición.
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Se siente incapaz de hacer las cosas por sí mismo.
Se considera un mal estudiante.
Culpabilidad neurótica por la que uno se acusa y condena magnificando los errores propios.
Perfeccionismo esclavizador que conduce a un desmoronamiento anímico cuando las cosas no salen con la perfección exigida.
Pesimismo, depresión, amargura y visión negativa global que incluye, sobre todo, a uno mismo.
Estas actitudes convienen examinarlas e intentar modificarlas adecuadamente, teniendo en cuenta que la autoestima se aprende, que fluctúa y que, en consecuencia, la podemos mejorar.
9. ¿CÓMO PODEMOS EDUCAR LA AUTOESTIMA? Nos preguntamos, a continuación, qué podemos hacer para favorecer la construcción de la propia identidad y el desarrollo de la autoestima. Qué podemos hacer para el logro por parte de cada individuo de una identidad propia y una autoestima positiva que le permita la autorrealización personal. Buscamos pautas concretas que orienten la actuación pedagógica para la educación de la autoestima, basadas en criterios de racionalidad, así como diversas formas y estrategias de intervención educativa de contrastada eficacia tanto dentro como fuera del marco escolar. En primer lugar queremos insistir en la suma importancia que tiene para la autoestima aprender a reconocer en profundidad y en extensión la dignidad radical del ser humano. Reconocer vitalmente que todo ser humano (uno mismo incluido) por limitaciones que tenga, por errores que cometa, merece el respeto incondicional de los demás y de sí mismo. Pues como expresó magistralmente A. Machado: “Por mucho que valga un hombre, no tiene valor más grande que el valor de ser hombre”. Como en otros aspectos de la formación de la personalidad conviene recordar que también en la génesis de la autoestima la infancia es decisiva. Judith McKay (1991) considera que el ambiente de aceptación, de diálogo y de amor en el marco familiar es el clima adecuado para que una persona crezca más segura, aprendiendo a confiar en sí misma. En este sentido no basta con querer a nuestros hijos; es necesario que ellos se sientan queridos. Necesitan oír palabras de aliento y de elogio. Es conveniente ser generosos con el elogio, aprovechar todas las oportunidades para elogiarles sinceramente. De esta forma obtendrán una confirmación de su mejor identidad. Pero es preciso tener en cuenta que el elogio excesivo puede resultar insufrible, artificial y más presionante que estimulador. La mentira y la adulación no son cauces adecuados para impulsar una imagen positiva de sí.
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Brunet y Negro (1994) hacen hincapié en la necesidad de que padres, profesores y educadores en general:
Busquemos campos de éxito en los que puedan destacar y compensarse, de alguna manera, nuestros hijos o alumnos.
Corregirles oportunamente cuando las cosas no están bien hechas, suprimiendo frases destructivas, amenazas y malos augurios. En cualquier caso se critica el fallo, no a la persona globalmente. Es muy distinto decirle “eres un inútil” a decirle “eso no lo has hecho bien”.
No exagerar las dificultades para evitarles peligros. Esta actitud es más bien una fuente generadora de ansiedad.
Dejarlos crecer promoviendo equilibradamente libertad y responsabilidad. La excesiva dependencia no ayuda a formar personas maduras.
Infundir ánimos para que superen los pequeños fracasos y frustraciones. Darles a entender que todos nos equivocamos, que las personas no pueden definirse exclusivamente por sus errores, que es posible corregirse, mejorar y, por tanto, no hay que abandonarse al desánimo.
Que nuestros hechos no contradigan nuestras palabras. Hemos de ser coherentes para impulsar conductas asertivas.
Dentro del marco escolar, Rosenthal y Jacobson (1980) sostienen que las áreas más importantes a desarrollar de la personalidad del alumno, por lo que significan para la consecución de una alta autoestima, son las tres siguientes: pertenencia, competencia y valía personal.
a. Pertenencia Todos, y en especial los adolescentes, tenemos una necesidad básica de pertenecer, esto es, formar parte de, sentirnos vinculados a, ser considerados, ser bien tratados, ser tenidos en cuenta, caer bien. De alguna forma, en determinadas situaciones, todos buscamos en los demás la afirmación de sí. Por ello, el objetivo inicial de todo educador que pretenda fomentar y fortalecer la autoestima de sus alumnos consistirá en promover una relación positiva de grupo, un clima de participación y colaboración en el aula que posibilite al alumno superar su resistencia inicial a revelarse y a descubrir en sí mismo y en sus compañeros lo que tienen en común como seres humanos.
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b. Competencia El sentimiento de competencia es sumamente importante para la autoestima. Descubrir las capacidades propias, llegar a experimentar que puede hacer bien algunas cosas, que puede destacar en algo es el mejor camino para abordar otros aprendizajes y concentrar esfuerzos en lo que no sabe bien.
c. Valía personal Sentirse valioso quiere decir autopercibirse en lo profundo como una persona buena, aunque su conducta no siempre sea irreprochable. En el proceso educativo cualquier momento puede ser oportuno para fomentar la autoestima del alumno. Pero como la autoestima evoluciona al compás del desarrollo cronológico y psicoafectivo, existen momentos críticos en la vida del alumno en los que ésta puede verse afectada negativamente. Tales podrían ocurrir con ocasión de un disgusto o ruptura familiar, una decepción afectiva, fracasos escolares en exámenes y evaluaciones, derrotas deportivas, etc. Conviene, pues, que el educador esté atento a estos u otros indicios que el alumno pueda manifestar y preparado para intervenir de manera apropiada. En nuestros días la reflexión que aborda la cuestión pedagógica que nos ocupa, “¿cómo mejorar o potenciar la autoestima?”, es amplia y plural (Auger, 1987 y 1992; Branden, 1991; Hay, 1991; martín, 1992; Ruiz, 1994; Saura, 1996; Palmer y Alberti, 1992; Clemens, 1991; Lacasse, 1994). A continuación indicamos, de forma resumida, algunas respuestas que constituyen el común denominador de las diversas investigaciones:
Necesidad de liberarse progresivamente de sentimientos negativos, de ideas erróneas y de caretas de interpretación, para llegar a aceptarse a sí mismo.
Reconocer qué no es la autoestima. Aprender a evaluar la conducta propia sin caer en sentimientos de culpabilidad o neurosis de angustia.
Aceptar que las apariencias no son lo más importante.
Vivir activamente. Asumir responsabilidades.
Perder el miedo a revelar los sentimientos y debilidades propios a los amigos.
Desarrollar habilidades sociales.
Suscitar conductas asertivas.
Vivir según el propio sistema de valores, no dejándose invadir.
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Derribar barreras internas para tener éxito en e l trabajo y en las relaciones con otras personas.
Ser auténtico y consecuente en las relaciones.
Fomentar la autoestima de los otros.
Tener el coraje de aceptarse cada vez más, comprendiendo que ése es un derecho básico e irrenunciable.
Practicar la autorrelajación y la autosugestión positiva. Aprender a tomar decisiones. Entrenarse en la solución de problemas.
10. ACTITUD DEL PROFESOR Teniendo en cuenta que, tal como hemos dicho en páginas anteriores, la autoestima se sustenta, en gran medida, en el autoconcepto y que la elaboración del mismo por un sujeto determinado se realiza a partir del juicio que los demás manifiestan sobre él; considerando, además, que el autoconcepto es un factor de influencia decisiva (Rodríguez Espinar, 1986) en los procesos de enseñanza-aprendizaje, con gran incidencia en el rendimiento escolar, y que éste es susceptible de cambio y modificable, hasta cierto punto, por la acción educativa, podemos comprender el interés que en el ámbito pedagógico suscita el tema y las actitudes del profesor que ayudan a los alumnos a lograr un autoconcepto positivo y un elevado nivel de autoestima. El concepto que el individuo forma sobre su capacidad y valía personal, la percepción que tiene sobre sus cualidades y actitudes, se construye a partir de la experiencia e interacción con los otros. Especial relevancia adquieren en este sentido los referentes específicos, entre los que cabe destacar como considerablemente significativos para los alumnos a sus profesores. Diversas investigaciones (Machargo, 1991) ponen de manifiesto que algunas conductas y actitudes del profesor inciden favorablemente en la autoestima de sus alumnos. Sin duda, se facilita el desarrollo de la autoestima cuando se fomenta la participación, la cooperación en el aula y cuando se crea un clima que inspira confianza y no infunde temor, dando protagonismo al alumno, oportunidad de expresarse, de decidir e, incluso, de equivocarse.
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Sin pretender, ser exhaustivos, exponemos a continuación (P. Saura, 1996) una serie de actitudes y conductas por parte del profesor que, a nuestro juicio, resultan especialmente adecuadas para educar la autoestima de los alumnos:
Conocer y aceptar al alumno tal como es y tratarle como ser único, importante, digno de atención, con un respeto incondicional.
Llamarle por su nombre.
Elogiarle de forma realista, sin adulación, y poner de manifiesto ante los compañeros sus actitudes positivas.
Evitar comparaciones innecesarias.
Insistir más en las metas positivas a conseguir que en los defectos o fallos a corregir.
Ayudarle a encontrar satisfacción consigo mismo y a elogiarse interiormente y ante los demás cuando proceda.
Ofrecer, junto a las críticas, alternativas y valoración positiva.
No condenar cayendo en el catastrofismo, pues ello genera sentimientos de culpa.
Ser paciente, tolerante y respetuoso con todos los alumnos.
Crear un ambiente de confianza y tranquilidad, exento de agresividad y hostilidad.
No utilizar como recurso el miedo que fomenta siempre, en mayor o menor grado, la inseguridad.
No ridiculizar jamás al alumno, pues ello induce a la timidez y a suscitar sentimientos de inferioridad.
Estimular, comprender, impulsar, animar y motivar, en la medida de lo posible.
Valorar todo lo positivo del alumnado, mostrándole confianza y apoyo cuando lo pr ecise.
Mostrarle solidaridad y empatía y no compasión o lástima.
Ayudar a los alumnos para que se planteen objetivos realistas y razonables. Evaluar de forma realista, positiva y flexible, ayudándoles a que ellos mismos se autoevalúen de la misma forma.
Ser acogedor y dialogante.
Intentar que los alumnos estén, al menos, moderadamente satisfechos consigo mismos, reconozcan sus cualidades y su buen trabajo, así como los de los demás.
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Despertar una orientación hacia la acción.
Saber conjugar armónicamente comprensión y firmeza, paciencia y exigencia.
Ser coherente en el hablar y en el actuar. Si somos razonables y coherentes, nuestra autoestima saldrá beneficiada. No olvidemos que el mejor modo de inspirar una buena autoestima en nuestros alumnos es poseerla nosotros mismos y que cuando vivimos partiendo de lo mejor de nosotros mismos tenemos más posibilidades de extraer lo mejor de los otros. Si tenemos la integridad de ser quienes en verdad somos, es decir, si somos auténticos, podemos transmitir esa integridad a los demás.
11. RECAPITULACIÓN: CONDUCTAS APROPIADAS PARA CONSEGUIR UNA AUTOESTIMA POSITIVA Y SUS CONSECUENCIAS MÁS RELEVANTES Para concluir nuestra reflexión, puede servirnos como síntesis de cuanto hemos expuesto a lo largo de estas páginas identificar las conductas apropiadas para desarrollar la autoestima y, finalmente, recordar los efectos más relevantes que de ello se siguen. El conjunto de conductas que A. H. Maslow (1994) describe como apropiadas o encaminadas a conseguir la autoestima y la autorrealización es fundamentalmente el siguiente:
Vivenciar sin los miedos y la timidez del adolescente.
Entender la vida como un proceso de elecciones sucesivas. Elegir a diario el crecimiento en lugar del miedo.
Actualizarse y para ello escucharse a sí mismo. Optar por ser sinceros y mirar dentro de uno mismo en busca de respuestas. Esto implica asumir responsabilidad (“cada vez que uno se responsabiliza, hay una realización del sí mismo”).
Atreverse a ser diferente e inconformista. Tener valor en lugar de miedo.
Actualizar las propias potencialidades, usar la propia inteligencia, realizar las propias posibilidades; ser tan bueno como uno pueda ser, esto es, hacer bien aquello que uno quiere hacer.
Descubrimiento y redescubrimiento de lo que uno es en realidad. Descubrir quién es uno, qué es, qué le gusta, qué no le gusta, qué es bueno o malo para uno; hacia dónde va y cuál es su tarea.
En todos los casos tener en cuenta que “la represión no es un buen modo de resolver los problemas”.
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A la luz de cuanto acabamos de exponer, podemos afirmar que educar la autoestima y conseguir la autorrealización no es asunto de un solo y gran momento. La autoestima y la autorrealización son cuestión de grado y de pequeños accesos acumulados uno a uno a lo largo y ancho de un proceso no exento de dificultades y nunca acabado del todo. La autorrealización no es únicamente un estado final, sino todo un proceso de actualización de las propias potencialidades, en cualquier momento, en cualquier grado. Es por ejemplo, cuestión de hacernos más despiertos mediante el estudio, si somos inteligentes. La autorrealización significa usar la propia inteligencia. No significa, necesariamente, hacer algo fuera de lo común, pero tal vez sí pasar por un periodo de preparación arduo y exigente para realizar las propias posibilidades. “La autorrealización puede consistir en ejercitar los dedos en el piano. Supone hacer bien aquello que uno quiere hacer. Convertirse en un médico de segunda no es un buen camino hacia la autorrealización. Hay que ser tan bueno como uno pueda ser” (Maslow, 1994). Finalmente, queremos dejar constancia de los logros más importantes que podrá obtener todo aquel que se decida a educar su autoestima con serenidad, firmeza y tesón. Destacamos, siguiendo a N. Branden (1991), los siguientes:
Su rostro, sus gestos y su manera de hablar y de actuar tenderán a proyectar la alegría de vivir.
En algún momento experimentará que es capaz de hablar de sus logros o de sus imperfecciones de manera asertiva, puesto que mantendrá una relación equilibrada con la realidad.
Asimismo descubrirá que se siente con más naturalidad y seguridad al hacer y recibir elogios, expresiones de afecto y aprecio.
Recibirá la crítica y reconocerá sus equivocaciones, sin estar permanentemente a la defensiva y sin caer en sentimientos de culpabilidad, pues su autoestima no estará ligada a imágenes perfeccionistas.
Sus palabras y su conducta tenderán a ser más desenvueltas y espontáneas, ya que no estará en guerra consigo mismo.
Habrá más armonía y coherencia entre lo que dice y lo que hace.
Sentirá que tiene una actitud cada vez más abierta hacia las ideas y experiencias nuevas y hacia las personas con las que convive.
Los sentimientos de angustia o de inseguridad, si se presentan, tendrán menos posibilidades de intimidarle o frustrarle, pues habrá desarrollado habilidades básicas para afrontarlos, controlarlos y superarlos.
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Será más flexible para responder adecuadamente a las nuevas situaciones, problemas y desafíos que se le presentan, movido por actitudes creativas y desarrollando una capacidad lúdica, pues habrá aprendido a confiar en sí mismo y no verá, en ningún caso, la vida como una fatalidad o derrota.
Su conducta tendrá más energía y persistencia, será más rápido para defenderse y hablar de sí mismo.
Tenderá a preservar la armonía y la dignidad en situaciones de estrés y no será quebradizo ante la frustración.
Disfrutará de las pequeñas alegrías que encuentre en su vida, pues en la medida que ha aprendido a vivir más conscientemente y a aceptarse más a sí mismo, podrá disfrutar más de la experiencia y sabrá apreciar más el valor de las pequeñas cosas.
Se sentirá más seguro, tendrá más confianza en sí mismo, más amor por sí mismo, mayor satisfacción con su propio ser y un sano orgullo por lo que ha logrado.
Mantendrá su determinación de avanzar constantemente en la autoconfianza, en el autorrespeto y en el arte de saber vivir con alegría e ilusión.
Experimentará una gran alegría al sentir y saber que es él mismo.