La mirada de Alejandra Pizarnik Por: El navegante Nació en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, el 29 de abril de 1936. Sus padres, ucranianos, la llamaron Flora en el Registro Civil y Buma en la intimidad. Flora era llamada en la Escuela Normal Mixta de Avellaneda y Blímele en el colegio judío al que también asistía. Alejandra fue la máscara elegida para "hacer el cuerpo de la poesía con mi cuerpo". La infancia de Alejandra vino con doble escolaridad incluída: escuela estatal/colegio judío. Era una niña alegre, simpática y...gordita (la lucha contra los kilos de más constituyó una marca que la acompañó durante toda su vida). Sin embargo, dos fisuras alteraban esa "aparente" armonía infantil: en lo personal, el contraste con su hermana mayor, Myriam (delgada, rubia, bella, con gran vocación desde la niñez por todo lo que fuera "tareas de mujer"), paradigma de la femineidad según el ideal de su madre; en lo familiar, la sombra del nazismo, que llevó a la muerte a todos los miembros de la familia que quedaron en Europa. Durante su escolaridad secundaria, sobre todo a partir de los 14/15 años, se hicieron notorias las diferencias de Alejandra con sus compañeras y amigas y, en general, con lo que era el estereotipo de adolescente/mujer de la época: en todas partes (escuela, fiestas, etc.) se destacaba por su vestimenta "desubicada" (pantalones viejos y arrugados, combinaciones de colores incombinables, suéteres enormes, ausencia total de maquillaje) y por su absoluto desinterés por las tareas del hogar, la perspectiva de un futuro matrimonio conveniente, la moda, los hijos, etc. Cuando transcurría el 5° año del colegio secundario, manifestó firmemente su voluntad de ser escritora. Además, si bien en la adolescencia es común el surgimiento de la curiosidad por la muerte, no ya como la pregunta infantil acerca de qué es la muerte, sino la curiosidad por saber que hay del otro lado, en Alejandra esta curiosidad pronto se transformó en obsesión. Y no la abandonaría nunca. Prefería la psicología, la filosofía y la literatura, era puteadora, fumaba casi sin esconderse, dejaba "en el aire", con sus respuestas, a las madres de sus amigas y a sus profesores. Sus gustos musicales y literarios no tenían nada que ver con lo que se esperaba de una mujer de la época. En realidad, a partir de esa edad y cada vez más acentuadamente, nada en ella tenía que ver con lo que se esperaba de alguien "normal".
Fue en esos años cuando comenzó a consumir anfetaminas (en esa época eran de expendio libre) para combatir esos kilos de más que sólo la abandonarían en sus últimos años (en realidad, nunca fue gorda, sí robusta y con piernas carentes de esbeltez). Comenzó también en esta etapa su progresiva certeza de ser una chica fea. En sus últimos tiempos del colegio secundario, comenzó a exigir ser llamada Alejandra. Su biógrafa -Cristina Piña- no pudo llegar a una conclusión acerca del porqué del cambio de nombre. Deja planteada la suposición de las resonancias rusas (años después, Alejandra pediría a sus íntimos ser llamada Sasha, diminutivo ruso de Alejandra) o triunfales (Alejandro Magno; Alejandro I, zar de todas las Rusas). Contempla incluso la posibilidad de que se tratara de una alusión inconsciente al don profético del artista (Alejandra es una de las formas de Casandra). Pero la "chica rara" sólo podía romper realmente con el estereotipo cambiando de ámbito. Su ingreso a la universidad (primero filosofía paralelamente a periodismo, luego letras y simultáneamente el taller de pintura de Batlle Planas) le vino de perillas para que el personaje que había empezado a construir se instalase definitivamente. Un personaje que tal vez no hubiese pasado de la excentricidad de entrecasa, si no hubiera edificado además una obra poética excepcional. Alejandra anhelaba frecuentar los grupos de poetas y plásticos que se reunían en esa época (1954) en Buenos Aires. Uno de los mejores caminos para llegar a esos grupos era pasar por Filosofía y Letras. Un poco por eso y otro poco porque no existía, en realidad, ningún lugar específico para la formación de escritores (Filosofía y Letras daba más formación académica y docente que otra cosa), Alejandra pasó de Filosofía a la Escuela de Periodismo, al taller de Batlle Planas y luego a la carrera de Letras, para terminar abandonando todo estudio sistemático y formal y dedicarse de lleno a la tarea de escribir. En la Escuela de Periodismo, de la mano del titular de la cátedra de Literatura Moderna -Juan Jacobo Bajarlía- para ella la literatura pasó a llamarse no sólo Sartre (que devoraba) sino también Proust, Gide, Claudel, los surrealistas franceses, Joyce y toda la vanguardia poética y narrativa en general. Para Alejandra, Bajarlía fue su padre literario (luego Olga Orozco sería su madre literaria). Fue quien la introdujo al que luego sería "su" medio por derecho propio. Fue la primera mirada autorizada que conocieron los poemas de Alejandra y quien la ayudó a corregir los textos que luego formarían parte de su primer libro: La tierra más ajena. Hace unos veinte años, Bajarlía comentó acerca de la gran ansiedad que tenía Alejandra por publicar, no sólo para verse convertida en "autora", sino también por su necesidad de triunfar y descollar, que siempre la caracterizó.
Alejandra luego renegó de ese primer y ansiado libro, un poco por encontrarlo demasiado torpe para su posterior y extrema exigencia formal, pero también porque ese libro representaba un mundo del cual quería salir con toda urgencia: su universo familiar (el libro lo costeó su padre), y en general el mundo cotidiano, que ya no volvería a aparecer en el resto de su producción. El libro apareció escrito por Flora Alejandra Pizarnik y a partir de él quedó firmado el certificado de defunción de Flora, Blímele, Bumita y toda denominación que la relacionara con su familia, su infancia y adolescencia. Para esta época comenzó su análisis con León Ostrov (Bajarlía y Ostrov, a los dieciocho años de Alejandra, ya están prefigurando lo que sería una constante en ella: su relación con hombres mayores). También por estos años, posiblemente como fruto de su trabajo analítico, fue mutando la tartamudez de sus primeros años a una voz y una dicción extraordinarias, con un dominio tal de la oralidad que impresionaba por el perfecto lugar y tiempo que otorgaba a cada palabra, "como un arquero infalible que arrojaba la flecha al único sustantivo preciso, al adjetivo irreemplazable". La cuestión es que Alejandra empezaba a circular por el Buenos Aires literario de la época, con su mezcla de heroína intrépida y muchachita tímida. No se sabe si Bajarlía, entre 1954 y 1955, u Olga Orozco, entre 1956 y 1957, la introdujeron en la mítica casa de Oliverio Girondo y Norah Lange. En realidad, no es importante quién la llevó allí. Para Alejandra, ingresar en ese templo del vanguardismo literario debe haber significado algo así como conocer por primera vez un espacio de verdadera libertad. La ruptura con "su" mundo anterior comenzaba a hacerse cada vez más notoria. En ese primer libro -La tierra más ajena- hay una sección -Un signo en tu sombra- dedicada a poemas amorosos, marcados por la experiencia de la separación y la no correspondencia. Esta marca no la abandonaría jamás. En 1955, paralelamente a la publicación del libro, en colaboración con Bajarlía tradujo a Paul Eluard y André Breton. Conoció también a quien sería su "hermano mayor" literario: Antonio Requeni. Éste era secretario de una institución cultural de Avellaneda, "Gente de Arte" y lo conoció a través de su primer editor, Arturo Cuadrado. En 1956 apareció su segundo libro "La última inocencia" y en 1958 el tercero "Las aventuras perdidas". Ambos marcan su vinculación estética y editorial con el grupo "Poesía Buenos Aires". La editorial de la revista de ese grupo fue la que publicó los libros. En ellos se aleja totalmente de su primera obra y sus poemas tienen cada vez menos marca de influencias ajenas, al tiempo que se va perfilando esa temática tan personal que iría adquiriendo una fuerza creciente: la muerte, el desamparo, la noche, la división de la subjetividad.
El director de esa revista (y gran animador del grupo) era Raúl Gustavo Aguirre, con quien Alejandra trabó singular amistad. Aguirre era uno de los pocos poetas mayores (por edad y por nivel) que se mostraba realmente interesado y generoso con las nuevas voces que surgían. Profundo conocedor de la poesía francesa y la vanguardia poética en general, a partir de la década de 1950 la poesía argentina le debe el haber entrado en contacto con esa vanguardia. Y Alejandra se lo debió especialmente, como que la consideraba la voz poética más importante de su generación. El barco ebrio o París era una fiesta. Este es el título que, en la biografía de Alejandra escrita por Cristina Piña, tiene el capítulo dedicado a su primer viaje a París (1960/1964). Cuando llegó a Francia, en junio, debió pasar los primeros tres meses en la campiña, en casa de unos tíos a los que no soportó. Luego, por fin París, una piecita oscura precedida por un largo corredor, en un primer piso de la Rue Saint Sulpice. No un departamento; ni siquiera una habitación decorosa. Más bien “un navío naufragante a la Rimbaud”, cuyo cargamento eran papeles y tabaco. Hileras de vasos de té vacíos y botellas de agua mineral. El frío la obligaba a atrincherarse en la cama, envuelta en varios suéteres y rodeada de libros y cuadernos. Cien años antes, Isidore Ducasse, consagrado por sí mismo Conde de Lautrémont, en una bohardilla igual de miserable e idénticamente grandiosa, con la sola compañía de su gato gris y un piano viejísimo cantaba las estrofas de los Cantos de Maldoror. Para ambos, en todo caso, fueron los lugares de la felicidad. Desde su primera adolescencia, París era la fiesta que soñaba. El lugar donde fundar su reino solitario, sin la censura paterna y el horror materno, casi sin comer y sin salir, sólo escribiendo y leyendo. Cuando se decidía a abandonar por unas horas ese cuartucho, lo hacía para recalar en el Café de Flore, sola o con amigos. Allí solía cruzar miradas cómplices con Georges Bataille o hacer cadáveres exquisitos hasta el amanecer. Visitaba el Louvre o el Museo de Cluny. La intermitencia entre la soledad y la compañía era para Alejandra tan necesaria como el aire. La soledad -tanto en ese primer cuarto de la Rue Saint Sulpice como en los posteriores de Saint Germain y Rue du Bac y el último de Saint Michel- era imprescindible para leer y alcanzar esa concentración extrema convertida luego en poemas, esbozos de prosa y anotaciones en su diario, donde registraba desde los episodios más menudos del día hasta los avatares de su inagotable proceso interior. La compañía –los amigos- como necesario espejo de las dos Alejandras: la lúcida y vulnerable, captadora finísima de la subjetividad, y la terrible, capaz del humor más exasperado y brutal.
En uno y otro sentido, París fue generosa. Le brindó, por un lado, los cuartos herméticos donde revivir la aventura literaria de sus antecesores-hermanos en el absoluto literario. Por otro, le regaló un racimo de interlocutores de lujo, que la habrían de marcar para siempre. Si la Alejandra que llegó a París era una joven poeta llena de espectativas y posibilidades, la que regresó a Buenos aires en 1964 era una poeta madura, con una poética perfectamente configurada. Al principio estuvo un poco sola y perdida, pero pronto comenzó a desarrollar una vida social y cultural intensísimas, entre franceses que, inusualmente aún para la década del ’60, le dieron la bienvenida y le abrieron sus puertas, y algunos de los más importantes escritores de América y Europa: Julio Cortázar, Octavio Paz, Italo Calvino. A raíz de la muerte de Cortázar, no se tienen testimonios directos de la relación entre ambos, pero en sus obras están inscriptas a fuego las señales de su fraternidad, de tantas afinidades profundas. Él fue quien, además, la vinculó con todos los que podían ayudarla literariamente en Europa y hasta le procuró trabajo, infructuosamente: para que Alejandra ganara algo de dinero le dio el manuscrito de Rayuela para que lo pasara a máquina. Tal fue la fascinación que ese manuscrito despertó en ella, que las teclas de la máquina esperaron en vano y, al cabo de unos meses, Cortázar tuvo que recuperarlo y encargarle a otro el trabajo. Alejandra tuvo un solo trabajo estable en París, gracias a Octavio Paz, por entonces Agregado Cultural de la embajada mexicana en Francia, que la vinculó al director de la revista Cuadernos para la Libertad de la Cultura, de la UNESCO. No duró mucho allí, porque a ella le parecía una revista horrible. Le escribió a su amigo Antonio Requeni que, apenas consiguiera algo mejor, cambiaría de trabajo. Pero no hubo “algo mejor”. Tuvo que mantener contra viento y marea el estandarte de “hambre y libertad”. Su alimentación habitual –de la que sólo escapaba de vez en cuando, por invitaciones de sus amigos- era a base de té, calditos y agua mineral. Entonces, París no sólo fue fiesta. También fue horror, fue hambre, fue soledad. Porque pese a los amigos, pese a ese paraíso soñado que ahora tenía entre las manos, su búsqueda desesperada del amor se volvió cada vez más estéril, cada vez más marcada por la certeza de no hallarlo jamás. El 8 de marzo de 1961 escribió en su diario: “El mayor misterio de mi vida es éste: ¿por qué no me mato?”. Todo lo convertía en literatura. Sólo veía la realidad a través de la literatura. Era la manera que elegía para no ver la realidad en absoluto. Como cuando se empeñó, en lugar de ir al habitual Café de Flore, en arrastrar a su amigo Roberto Yahni a un café de la Rue de Sainte Geneviève que según ella debía estar lleno de escritores norteamericanos. Había sido frecuentado, décadas atrás, por Miller, Hemingway, Anaïs Nin. Alejandra, contra la advertencia de Yahni, abrió la puerta y avanzó
segura de ingresar a ese paraíso literario de antaño, pero sólo encontró trabajadores portuarios. Al salir, con aire de princesa rusa ofendida, comentó: “Cómo cambió todo, ¿no?”. Pese a todo y sobre todo pese a la soledad, el desamor y el hambre, París fue, efectivamente, una fiesta para Alejandra. Si se tiene en cuenta que ese desgarramiento interior nunca la abandonó ni en Buenos aires, ni en París ni en ningún lado, París representó el único espacio donde, por un lado, pudo libremente construir esa soledad creadora, y por otro, la ciudad donde pudo disfrutar de una compañía humana e intelectual privilegiada. Sin omitir que desde París fue adquiriendo su poesía dimensión internacional, ya que pudo colaborar y publicar en revistas míticas, como Les lettres nouvelles, Nouvelle Révue Française, Mito, etc. Y París fue una fiesta, además, porque esa experiencia parisina se vio fundamentalmente reflejada en los textos reunidos luego en el libro “Árbol de Diana” textos de 1960/61 y también en los que luego fueron reunidos en “Extracción de la piedra de locura” y en “Los trabajos y las noches”. También se bosquejaron en París los borradores de ese libro casi inclasificable que es “La condesa sangrienta”, publicado luego en México en 1965. En este libro, aparece el tema del sexo –crucial en Alejandra- a través de la atracción que ejerce sobre ella la sexualidad sádica y atroz de la condesa. Para esta época, el sexo se vuelca al exterior bajo la forma de una conversación de humor rayano en lo obsceno (si es que lo sexualmente obsceno existe). Ese rasgo ya aparecía parcialmente en Buenos Aires, sólo como un elemento más de su humor. A partir de su experiencia parisina, se inicia una curva ascendente que culmina de forma exasperada en sus últimos años, en lo que respecta a la extrema agudización de su procacidad verbal. En 1962, en París, Alejandra definió así su concepción de la poesía: “La poesía es el lugar donde todo sucede. A semejanza del amor, del humor, del suicidio y de todo acto profundamente subversivo, la poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad”. París le fue pródigo en amigos, escritura, aventuras y tentaciones. Le permitió encontrar y conocer escritores profundamente admirados tuvo, por ejemplo, algunos encuentros con Simone de Beauvoir, quien se interesó mucho por su rebeldía ante la familia; le brindó la oportunidad de ahondar el conocimiento de otros que ya había empezado a abordar en Buenos Aires Artaud, Bonnefoy, Mallarmé, Michaux; la puso en contacto, a través de las exposiciones y museos, con sus amados pintores surrealistas Redon, Paul Klee, Miró, Moreau. La llevó, en definitiva, a pisar las mismas piedras recorridas antes por tantos hermanos en el arte y la poesía. Pero toda fiesta termina, y la de París también terminó. Buenos Aires, pese a la renovación sesentista, pese al Instituto Di Tella, Los Beatles, la minifalda, la audacia de Mary Quant y el nuevo
espíritu que asomaba en el campo literario, pictórico y teatral, no era París. Y el barco que la trajo de regreso era sobrio. Muy sobrio. Buenos Aires, ya lo he dicho, no era París. Ya no más esa libertad absoluta; se terminaron las noches-días y los días-noches. Volvió al hogar paterno, afincado desde hacía unos años en el barrio porteño de Constitución, sobre la avenida Montes de Oca. Aunque sus amigos más entrañables la seguían visitando –Olga Orozco, Ivonne Bordelois, Elizabeth Azcona Cranwell, pese a que mantenía sus entrañables rituales la escritura nocturna, los estimulantes para procurar la lucidez al escribir, sufría la interferencia cariñosa pero asfixiante de sus padres. Para ellos, ahora más que nunca (habiéndose ya sacado las ganas de ese viaje a Paris) Alejandra debía comenzar a hacer lo que una muchacha de veintiocho años debía hacer. Pero “Árbol de Diana” la había convertido en la voz poética más importante de su generación y el aura consagratoria que ello significaba, servía de compensación y freno para la vigilancia y la interferencia paternas. En este período Alejandra se convirtió en habitué de ciertos lugares ineludibles del Buenos Aires cultural de la década de 1960: la galería de arte ingenuo “El Taller”, la redacción de la revista “Sur”, el restaurante “Edelweiss”, la casa-quinta de Esmeralda Almonacid, la redacción de “Capítulo”, la galería de arte “Bonino”, algunos bares de la calle Florida. En esos lugares desplegó su galería de rostros y personajes. La Alejandra secreta, despojada de máscaras, estaba reservada para los encuentros íntimos con sus amigos, que conocían bien a esa criatura atormentada que sentía cada vez más fuertemente el llamado de la muerte y la convocaba en sus textos. Algunos han hecho particular insistencia en que a Alejandra sólo le interesaba la búsqueda del poder, la fama y los contactos “importantes”, como si lo único verdaderamente notorio en ella hubiese sido cultivar relaciones prestigiosas y convenientes dentro del campo intelectual. Pero así como cultivaba sus amistades y era muy cuidadosa con su correspondencia, no tenía reparos en ofrecer esas vinculaciones (sobre todo las internacionales) a quienes valoraba, adelantándose inclusive a los pedidos que pudieran formularle en ese sentido. No actúa así alguien que sólo busca egoístamente la fama. Sabía, eso sí, que un escritor – sobre todo, un poeta- que deseara trascender, tenía que hacerse cargo de sus propias relaciones públicas. Por otra parte, aun considerando que buscaba esos contactos y esas vinculaciones sólo por interés, ¿de qué le habrían servido si no hubiese estado respaldada por su excepcional obra?
Además, salvo el pequeño lapso de bienestar que significó la obtención de la beca Guggenheim en 1968 –beca que Alejandra se encargó de dilapidar, según sus amigos-, siempre tuvo que ser sostenida económicamente por sus padres (sus modestos mecenas). Confirmando que el todo suele ser más que la suma de las partes, Alejandra no era sólo la niña dolorida atrapada en visiones de la infancia; la criatura de humor perverso y brutal; la mujer agónica acosada por los fantasmas de la locura, el suicidio y la muerte; la desgarrada por la certeza de no alcanzar jamás el amor; la poeta consagrada como un monje de clausura a la tarea de escribir ; la que se sentía fea y lo capitalizaba afirmando que la capacidad poética estaba en relación directa con la fealdad; la seductora nocturna; la desamparada; la empresaria de sí misma. Era todo eso, sí, pero mucho más, porque todas esas máscaras estaban amalgamadas por un talento singularísimo. Junto con esos disfraces diurnos y nocturnos, estaba su vinculación estrictamente artística e intelectual con los dos grupos culturales más significativos de la época: los pintores y escritores que se daban cita en “El Taller” Alberto Girri, Raúl Vera Ocampo, Olga Orozco, Manuel Mujica Lainez y el grupo “Sur”. Como resultado de sus visitas a “El Taller”, llegó a efectuar una exposición conjunta con Mujica Lainez (él expuso sus famosos laberintos y Alejandra sus dibujos a la Paul Klee, que solía regalar a sus amigos). La plástica no tenía una importancia menor para Alejandra. Consideraba el poema desde una dimensión material concreta, no sólo como algo que “decía” un determinado contenido, sino que delineaba una suerte de objeto, un diseño en el espacio de la página en blanco. En su obsesiva actividad correctora, cuando eliminaba una palabra “imaginaba” otra en su lugar, pero sin hallarla todavía. Entonces, era frecuente que la sustituyera por un dibujo alusivo, que actuaba como una llamada ritual, dirigida a la palabra aún desconocida. A partir de determinado momento, comenzó a escribir sus poemas en un pizarrón, para contemplarlos como si fueran cuadros. Entre 1964 y 1965 escribió y corrigió los originales de “Los trabajos y las noches”, aparecidos en 1965. Aquí ya no quedaban casi rastros de esa fiesta exterior que era Alejandra en sus relaciones sociales. La fiesta desaparecería definitivamente a partir de su siguiente libro, “Extracción de la piedra de locura”. La muerte comienza a ser omnipresente en su obra. Si bien la poesía contenida en “Los trabajos y las noches” continúa el espacio poético construido a partir de “Árbol de Diana”, dotando a las palabras de una potencialidad significativa inagotable, aquí se nota una dirección definitivamente encaminada hacia la zona de la muerte. El sujeto poético habla desde un lugar extremadamente contiguo a la carencia, el desamor, la pérdida y la muerte. Los trabajos y las noches
Para reconocer en la sed mi emblema para significar el único sueño para no sustentarme nunca de nuevo en el amor he sido toda ofrenda un puro errar de loba en el bosque en la noche de los cuerpos para decir la palabra inocente. Silencios La muerte siempre al lado. Escucho su decir. Sólo me oigo. O los dos versos que cierran el libro: “En mi mirada lo he perdido todo. Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay”. En 1966 Alejandra obtuvo el Primer Premio Municipal de Poesía, siendo agasajada por sus amigos en “Edelweiss”. Pero antes de ese festejo, fue el tiempo de su primer texto en prosa, “La condesa sangrienta”, publicado en una revista mexicana. El personaje de la condesa había sido recreado por Valentín Penrose en un libro de 1963 y representa una alianza entre sexualidad, perversión y muerte. ¿Cómo no se iba a sentir fascinada Alejandra por ese personaje, si era uno de los rostros de la muerte, inscripta de manera cada vez más profunda en su escritura? La condesa... participa de tres géneros distintos –ensayo, poema, novela- y parece ser la materialización de un deseo ya expresado por Alejandra en 1962, a través de un registro en su diario: “...escribir un solo libro en prosa, en lugar de poemas o fragmentos. Un libro o una morada en la cual refugiarme”. El texto se presenta como la primera articulación explícita entre dos Alejandras: la fascinada por la muerte (presente en sus poemas) y la fascinada por el sexo (presente en sus juegos verbales
humorísticos). Pero al entrar en contacto con la muerte, el sexo se despoja de su vestidura humorística y vuelve a adquirir una solemnidad sacramental. El 18 de enero de 1966, mientras se afeitaba en el departamento que los Pizarnik tenían en Miramar, murió el padre de Alejandra, Elías Pizarnik. Ella estaba en Buenos Aires y sólo le avisó a su íntima amiga Olga Orozco, quien la acompañó al velatorio. En el diario de Alejandra, ese día sólo se registra un escueto “muerte de mi padre”. Por aquella época trabó una especialísima relación con un poeta joven, Marcelo Pichón Riviere, que llegó a ser casi un hermano menor de Alejandra (como Arturo Carrera). Hasta llegaron a escribir juntos un artículo sobre los autómatas en la literatura que, aunque les fue pagado, nunca se publicó. Marcelo fue el puente para una presencia capital en los años finales de Alejandra: el doctor Enrique Pichón riviere, su padre, fue el segundo analista de Alejandra. El 30 de abril de 1966, un día después de cumplir 30 años, escribió en su diario: “Aquí estoy, ya con treinta años y sin saber nada acerca de la existencia. Ahora el infantilismo tiende a morir pero por eso entro en la adultez definitiva. El miedo es demasiado fuerte, sin duda. Dejar de buscar una madre...Pero aceptar ser una mujer de 30 años...Me miro en el espejo y parezco una adolescente. Me ahorraría mucho dolor aceptar la verdad”. Para Alejandra, crecer tenía connotaciones letales. Más allá del conflicto generado por la desaparición de su amado/odiado padre, la muerte revestía el significado de asumir su propia adultez. Por primera vez en su mundo inmediato y familiar, la muerte tan nombrada en su escritura como un personaje de sus laberintos interiores operaba y actuaba como algo concreto. Al morir el padre de un amigo, le escribió: “...Trata de escribir muchos poemas (sobre todo si no podes), de manera de vivificar la muerte y de transmutar la ausencia de tu padre en presencia...”. Pero para ella, la presencia en que se transmutó la ausencia paterna fue la de la muerte misma. Su propia muerte. En 1968 Alejandra conoció a una joven fotógrafa que pudo responder a su peculiarísima (exigente, implacable, desequilibrada, tiránica) forma de amar. Una mujer serena, que pudo soportar sus demandas desmesuradas, tolerar los altibajos entre depresión y euforia. La relación duró alrededor de dos años y signó la mudanza de Alejandra a su primer (y único) departamento propio, en Montevideo 980. Mudarse significó exponerse con mayor fuerza a los peligros de la noche y las pastillas, cada vez más necesarias para escribir o dormir. El efecto de esas drogas se fue potenciando de tal manera, que en lugar de apaciguar, la empujaban a lanzar desesperados pedidos de socorro telefónico a sus
amigos, siempre de noche o de madrugada. Pero mudarse también trajo el anhelado espacio propio para compartir con los seres queridos, con su familia literaria. Esa fue una casa para recibir a los amigos, pero también para echarlos cuando sentía que llegaba el momento de entrar en esa zona de concentración que precedía a la escritura. En esa casa también recibió la hermosa primera edición de “Extracción de la piedra de locura”. El título, si bien parece referirse a antiguos rituales medievales, en realidad proviene de una pequeña colección de textos indígenas a los que Alejandra accedió porque se encontraban en el Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras, donde trabajaba su amiga Ivonne Bordelois, que se lo comentó. “Extracción de la piedra de locura” consta de cuatro partes y los textos que integran cada una de ellas fueron escritos entre 1962 y 1966. No habían sido publicados antes, porque en nada se parecen a los textos de sus libros anteriores. No fue casualidad entonces, que debieran esperar algunos años para conocer las letras de molde. No sólo la forma predominante es el poema en prosa. Las imágenes, la zona de indagación poética y sobre todo la presencia de la muerte en un nivel nunca antes registrado y la avidez por una total desestructuración subjetiva, nos instalan en una zona completamente alucinada y oscura. Se refuerza la investidura del lenguaje como única instancia posible de realización vital. Nuit du coeur “Cada noche, en la duración de un grito, viene una sombra nueva. A solas danza la misteriosa autómata. Comparto su miedo de animal muy joven en la primera noche de las cacerías”. La escritura ya no representa un refugio. A veces es aludida como canto y es una conjuración o defensa contra el silencio, que le provoca horror: “Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo”. El silencio es también el ámbito de la muerte: “La muerte le ha restituido al silencio su prestigio hechizante”. También la locura se despliega con toda su horrífica y a la vez fascinante capacidad: “No obstante, lloras funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio”. El lenguaje ya tiene conferido aquí el carácter de única instancia de realización posible. Ha entrado en el camino sin retorno de la muerte que se apropia del yo. De esa apuesta poética no se puede volver impune. Cuando le escribió a Ivonne Bordelois para comunicarle la aparición del libro, le dijo: “...algunos fragmentos desafían a Pascal en el sentido de que fueron escritos en esos instantes en que escribir es sinónimo de lo imposible”.
Antes de la aparición de “Extracción...”, en 1968 le fue otorgada la beca Guggenheim. Ganarla no sólo representó para Alejandra uno de los mayores reconocimientos de su vida de escritora, sino que además significó una cantidad de dinero que le permitió legitimar por primera vez esa consagración absoluta a la literatura. Legitimación que, ante todo, debía operar respecto de su madre, que la sostenía económicamente desde el fallecimiento del padre y también se ocupaba de lavarle y plancharle la ropa, de enviar una vez por semana a una mucama para que hiciera la limpieza del departamento de la calle Montevideo, de mandarle comida “de verdad” para que Alejandra dejara de alimentarse con sándwiches y Coca Cola (comida que jamás consumía). La obtención de la beca le permitía demostrarle a su madre que su tarea valía la pena y que desde la marginalidad que su vocación significaba para el mundo burgués de su madre, también podía ganarse ese símbolo por antonomasia de la burguesía: el dinero. Pero Alejandra malgastó la suma de la beca comprando sus amados papeles, sus cuadernos finos y raros, lapiceras carísimas y, sobre todo, regalando. Dicen que era una fiesta, en esa época, salir con ella a recorrer los negocios donde brillaban esas “delicadezas inútiles” que con tanto entusiasmo compraba, para ella o para experimentar ese placer de los dioses que era regalar tales maravillas. Por primera vez en su vida, podía. Sentía que podía. Alejandra volvió a París en 1969. Pero equivocó el camino para ese regreso a “su patria literaria”. Tal vez por exigencias de la Beca Guggenheim, seguramente por su deseo de conocer “la joya siniestra”, lo cierto es que no viajó directamente a Francia sino que hizo escala en Nueva York. Esta ciudad puede ser –y es- infinitas cosas, pero nunca será la tierra fértil donde germine una sensibilidad como la de Alejandra. No se trata de que en Nueva York no puedan prosperar ni tener éxito los sensibles. No era ni será para alguien como Alejandra, con su sensibilidad y sobre todo, con su historia. El 17 de mayo le escribió a Ivonne Bordelois: “... Vos habrás sentido como yo que allí el poema debe pedir perdón por su existencia... Es una ciudad feroz y muerta a la vez y yo supe... que si me quedaba un poquito más en ella me vería condenada a reaprender mi nombre...”. Prácticamente, huyó de Nueva York. Llegó a París esperanzada, pero París ya no era una fiesta. Encontró a ese, “su” territorio sagrado, invadido por las marcas del “otro mundo”. Nada quedaba de la ciudad donde nueve años atrás se había sentido como en su propia, verdadera y única patria, la ciudad donde se había consolidado como la poeta de voz lúcida y dolorida que hablaba en “Árbol de Diana” y “Los trabajos y las noches”. No sólo la escenografía de la “fiesta” ya no era la que guardaba su memoria. Sus amigos, o no estaban en la ciudad o no tenían tiempo para las charlas hasta cualquier hora, las caminatas larguísimas, los intercambios tan cercanos. Todos la querían
mucho y se alegraban muchísimo de verla pero... tenían que trabajar (verbo que Alejandra nunca supo ni pudo conjugar). Además, el mundo socio-político exterior –al que Alejandra siempre había dado la espalda- se tomó venganza: le tocó presenciar varios tumultos callejeros (resabios y coletazos del mayo francés) y un virulento rebrote antisemita. Lo que debió ser la vuelta al hogar, se transformó en una temporada en el infierno. Porque sumado a todo lo anterior, George Bataille –cuyos ojos azules replicaban, en la patria literaria, los del amado y rechazado padre real- había muerto en París. Sólo soportó unos pocos días en París. No fue capaz siquiera de esperar tres días, hasta la llegada de Olga Orozco y su marido, con quienes había acordado encontrarse. La patria la expulsaba, empujándola hacia el avión. Una frase en una postal, enviada a Esmeralda Almonacid ya desde Buenos aires, termina de dibujar el cuadro de desencanto y exilio que este viaje significó para ella: “la palabra, en justo castigo, se me negaba”. Sus amigos señalaron que, luego de este frustrado viaje, Alejandra inició un progresivo proceso de clausura que tendría una primera culminación en el primer intento de suicidio, en 1970. No es que dejara de verlos –incluso, aparecieron nuevos amigos: Antonio López Crespo y Marta Cardozo, Fernando Noy, Ana Becciú, Ana Calabrese, César Aira, entre otros- sino que paulatinamente fue dejando de salir y su casa se fue convirtiendo casi en el exclusivo lugar de sus reuniones. Paralelamente, creció su concentración para la escritura y su ritmo de productividad. A partir de 1969 se incrementaron sus publicaciones. La escritura se convertía, de manera más patente que nunca, en su única patria. Publica “El hombre del antifaz azul”, una reescritura de Alicia en el país de las maravillas, donde comienza a utilizar un lenguaje procaz que luego, en sus posteriores textos en prosa, será llevado hasta las últimas consecuencias. También publica “Nombres y figuras”, con poemas escritos entre 1968 y 1969, según su propia datación. Aquí continúa y profundiza la indagación en la subjetividad asumida por el lenguaje que se había iniciado en “Extracción de la piedra de locura”, pero desde un lugar aún más críptic o y riesgoso. Se articula de manera definitiva en su escritura, la fusión entre cuerpo y poema, vida y poesía, acto y lenguaje. Al final del poema “El deseo de la palabra” aparece la tan famosa frase “haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo”. En este poema aparecen condensados los emblemas centrales de su mundo poético: la noche, la muerte, el jardín: “La noche, de nuevo la noche, la magistral sapiencia de lo oscuro, el cálido roce de la muerte, un instante de éxtasis para mí, heredera
de todo jardín prohibido”. También, el definitivo exilio del ámbito representado por la infancia y la multiplicación del yo: “En cualquier momento la fisura en la pared y el súbito desbandarse de las niñas que fui”. La frustrada esperanza del amor: “Si no vino es porque no vino”. Junto con la explícita asunción del lenguaje como única patria, emerge con más fuerza que nunca la certeza de que esta elección sólo lleva a lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado, al “infierno musical” donde no hay posible lugar de reunión. Se va configurando en sus escritos la presencia del padre, a partir del símbolo de los ojos azules y del color azul. Busca una patria que de antemano sabe inalcanzable. Asume con exclusividad el papel de “endechadora” y sabe al mismo tiempo que la empresa es en vano. Todo ello está inscripto con extrema claridad y agudeza en el poema que cierra la colección, A plena pérdida: “Los sortilegios emanan del nuevo centro de un poema a nadie dirigido. Hablo con la voz que está detrás de la voz y emito los mágicos sonidos de la endechadora. Una mirada azul aureolaba mi poema. Vida, mi vida, ¿qué has hecho de mi vida?” Entre julio y agosto de 1969, Alejandra escribe el único texto teatral de su producción, Los poseídos entre lilas, pieza en un acto (según Cristina Piña se trata de un texto irrepresentable; he leído hace unos meses que un grupo de teatro independiente intenta ponerla en escena) que aparece como una verdadera teatralización del inconsciente. A partir de una escena básicamente pautada por la sexualidad –desde la escenografía hasta los personajes (Macho, Futerina), pasando por las palabras y las situaciones- la subjetividad primordialmente encarnada por Segismunda, pero desdoblada en otros cinco personajes, va articulando ciertas afirmaciones y preguntas fundamentales acerca de la falta de ser, la carencia, la soledad, la división del yo, la absolutización de la práctica literaria y la asunción del silencio como destino final. Sinceramente, habiendo leído ese texto no puedo menos que estar de acuerdo con Cristina Piña (por lo que estoy absolutamente interesado en que ese grupo teatral concrete sus intenciones). Un fragmento de uno de los parlamentos de Segismunda, aparecerá luego como el poema “Los poseídos entre lilas” en El infierno musical: “...Yo estaba prede stinada a nombrar las cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es que vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo; pierdo los años si callo. Un viento violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto...”. Durante este período, aumenta su consumo de anfetaminas y se agudiza la nefasta espiral de excitantes para estar lúcida/hipnóticos para dormir, con la consecuente alternancia de excitación/depresión. Una noche sus amigos la escuchaban hablar incansablemente, seductora,
divertida, lúcida y genial y al día siguiente la veían caer en un pozo del que nada ni nadie parecía poder sacarla. Hasta que un día no pudo más y quiso morir. Era 1970 y después de una dosis fatal llamó (¿despedida? ¿Pedido inconsciente de ayuda?) A su madre, a su médica y a Olga Orozco. Sus madres en el afecto, el cuerpo y la poesía. Las tres se encontraron en la puerta de su departamento y la llevaron a la guardia del Hospital Pirovano, donde la sacaron del coma y la devolvieron al mundo en el que ya no quería estar. Comenzó un largo período de internación, luego transformada en internación ambulatoria, con salidas los fines de semana. Hasta que pudo volver definitivamente a su casa y retomar su vida nocturna y concentrada, la escritura, los amigos, los encuentros. También las pastillas. Ese mismo año, la ambulancia debió rehacer el camino entre su casa y el Pirovano. Otra vez la sala de urgencias, la internación, las salidas semanales, la vuelta al departamento, lleno de papeles, humo de cigarrillos y pastillas, claro. (Morir es un arte, como cualquier otro –Sylvia Plath-). Entre esos dos episodios suicidas, la escritura y los encuentros seguían sucediéndose. Nunca abandonó el contacto con sus amigos de siempre. Las miradas de esos amigos eran como un gran calidoscopio, ya que cada uno, según su percepción, la veía con un rostro diferente. Algunos notaban un ensimismamiento nuevo, tal vez producto de la desintoxicación. Otros veían nuevos estallidos, más desaforados y vitales, pero también más peligrosos que los antiguos. Estaban, por fin, los que escuchaban la voz del desequilibrio, ya en una manera más desafiante de mostrarse –más desprolija, si ello era posible-, ya en sus conversaciones cablegráficas con personas que, en otros momentos, habían compartido intensamente su intimidad, ya en sus relatos sobre la persecución inexistente de que la hacían objeto “los vecinos de arriba”. Las presencias nocturnas que, con rostros estremecedores, atraviesan sus textos de la época, parecían materializarse en la persecución imaginaria de la pareja de ancianos que vivía en el departamento del piso superior. A tal punto llegó a parecerle real la invasión sonora de esos vecinos, que escribió una pequeña novela donde fijaba, en el campo literario, ese enfrentamiento que alguna vez derivó en protestas airadas y golpes furiosos contra la puerta del pacífico matrimonio. Ese texto, “Otoño y los de arriba”, no apareció entre sus papeles. Entre otros, Fernando Noy y Arturo Carrera lo conocieron. Tal vez a partir del carácter con juratorio de dicho texto, quizás a raíz del práctico invento de un amigo para calmar su angustia –golpear el techo del departamento con una escoba a la que ataron unos zapatos de taco, para trasladar a los otros la amenaza experimentada por ella-, en cierto momento esa molestia imaginada pero constante se disolvió y sólo quedaron las voces reales de Janis Joplin, Lotte Lenya y Nina Simone. Y las voces internas de Alejandra, claro.
Volvieron las noches de escritura y larguísimas charlas con amigos. De esa época data su amistad con personas que tuvieron un gran significado para ella en sus últimos años: Fernando Noy, Víctor Richini y el matrimonio formado por Antonio López Crespo y Marta Cardozo. Durante 1970, Alejandra escribió una serie importantísima de poemas en prosa, en los que está más presente que nunca esa simbología de los ojos azules y el color azul. También, por primera vez incorpora elementos de la tradición judía. Es decir, incorpora esa tradición en forma explícita, porque para muchos siempre estuvo implícita en su humor, típicamente judío. En “Los muertos y la lluvia” la muerte del padre ya no es aludida sólo metafóricamente, sino que se hace materialmente presente en forma brutal, en la descripción del ritual del entierro en el cementerio judío, “ese lugar feroz”. Dentro de este grupo de textos se destacan dos elementos: por un lado, la conciencia de que el lenguaje tiene un poder letal que separa del mundo (“No sé dónde detenerme y morar. El lenguaje es vacuo y ningún objeto parece haber sido tocado por manos humanas...”). Por otro lado, la irrupción de la sexualidad como una instancia fatal, como contaminante de la infancia y de todo posible lugar de amparo. No hay humor en estos textos: la infancia, la muerte, el sexo, se entrelazan angustiosamente. El humor aparecerá, en estridente estallido, en “La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa”, compuesto por fragmentos escritos entre 1970 y 1971. Desde todo punto de vista, 1971 es un año importantísimo, no sólo por su producción literaria. Aparenta una relativa mejoría psíquica, continúa su terapia con Pichon Riviere, sigue consumiendo anfetaminas y psicotrópicos, deja casi totalmente de acudir al Pirovano (por internaciones o consultas), su vida social sigue siendo fructífera –conoce ese año a dos amigas jóvenes, Ana Becciú y Ana Calabrese, que la acompañarán hasta el final- y sobre todo, conoce a su último y gran amor, una mujer con la cual establece una compleja relación que, como le decía a sus amigos, “l a llevaba del cielo al infierno”. Para Alejandra esto fue algo capital. Se trató de una auténtica pasión, con infinitos avatares, que la llevó a decirle a una amiga que, a partir de esa experiencia, pensaba que se había equivocado en su apuesta vital y que, de poder hacerlo, la reformularía: no ya la poesía sino el amor. Esa mujer amada se fue con una beca a Estados Unidos poco tiempo antes de la muerte de Alejandra y muchos percibieron que dicha ausencia la arrastraba a una profunda depresión. En su último año
y medio de vida, esa relación fue su centro de conflicto, felicidad y padecimiento, en un grado jamás experimentado antes. Ese ir “del cielo al infierno” se percibe en su producción del período. Por un lado, en diciembre aparece “El infierno musical”, se publican –en Árbol de fuego- “Los pequeños cantos” y “En esta noche, en este mundo”. Escribe también los textos de “Sombra” y otros poemas al padre. Finalmente, se consagra con entusiasmo a los textos obscenos. El mejor ejemplo de esto es “La bucanera...”. Quiso conseguir, a través de Ana Becciú, un trabajo part-time en la Universidad de Buenos Aires pero, tras la entrevista que mantuvo, no lo pudo concretar. Es que el dinero seguía siendo un gran problema. La Beca Guggenheim se había agotado y había rechazado la Beca Fulbright, obtenida en 1971, porque se sentía incapaz de hacer el viaje que le exigían. Las colaboraciones en diarios y revistas no alcanzaban, ni siquiera sumadas al dinero de su madre. Tampoco los textos publicitarios que, casi como un juego, inventaba de vez en cuando para la agencia de una amiga. Es que Alejandra sólo podía escribir. Esta urgencia le resultaba cada vez más extrema y así, además de los textos “obscenos”, se sucedieron su último libro publicado en vida, “El infierno musical” y los poemas editados en Árbol de fuego. “El infierno musical” reunía los textos de su breve libro anterior, con dos agregados fundamentales: “Las uniones posibles” y “Los poseídos entre lilas”, que le confieren al libro una significación terminal. Los cinco poemas de “Las uniones posibles” contienen el deseo de acceder al silencio como única instancia de armonía posible y a su vez la conciencia implacable de que se lo ha perdido definitivamente. He aquí un ejemplo: “Signos” Todo hace el amor con el silencio Me habían prometido un silencio como un fuego, Una casa de silencio. De pronto el templo es un circo y la luz un Tambor. En cuanto a “Los poseídos entre lilas”, el poema surge a partir de borrar los mecanismos de la creación puestos en la escritura de la pieza teatral de igual título. Es un texto final, porque en él se destruye la confianza en el lenguaje como lugar de realización y salvación.
“...Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es que vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo; pierdo los años si callo. Un viento violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto...”. Algo se ha acabado definitivamente aquí, algo ha muerto. Hay una imposibilidad total de retorno, una inscripción tan decisiva en la conciencia de la pérdida y el fracaso en el destino poético, que casi pueden ignorarse los poemas y textos ulteriores. Puede afirmarse que, después de este libro, sólo cabe la muerte. Por fin, los disfraces del “todo está bien” se mezclaron con las señales del destino, como en un juego de naipes. El 22 de septiembre le pidió prestada a su amigo Roberto Yahni la novela “Niebla”, de Miguel de Unamuno, en la que el protagonista se niega a morir de muerte natural y reclama su derecho al suicidio. Dos días después, Olga Orozco se sorprende al visitarla, siendo recibida por una Alejandra increíblemente “señorita”, bien vestida y con el departamento ordenado. Ese día hubo risas, lectura y una atmósfera de armonía, sin indicios de la inminencia del final. Pero ese mediodía había llamado a Esmeralda Almonacid para verse por la noche en su casa y Esmeralda no había podido porque tenía otro compromiso. Nada en la voz de Alejandra dio a entender que tenía una urgencia especial. Tampoco percibieron esa urgencia Víctor Richini y Jorge García Sabal, a quienes les insistió dos veces para que fueran esa noche, pero tampoco pudieron llegar. De modo que llamó y llamó, pero en ningún momento puso algún énfasis en la desesperación que sentía. Inclusive, arregló con Olga para verse al día siguiente y esa noche se despidió, sin señales de que algo estuviera por romperse, de una amiga con la que se quedó hasta después de cenar. Sin embargo, algo se rompió. Algo estaba ya definitivamente roto desde el poema de cierre de El infierno musical. Por lo tanto, no es relevante si la sobredosis de barbitúricos fue voluntaria o si sólo acudió a ellos confundiendo la cantidad –una vez más-, para poder dormir y escapar de una lucidez excesiva y lacerante. No podrá saberse, pero la cita finalmente se cumplió el 25 de septiembre de 1972. Olga Orozco no obtuvo respuesta a sus llamados del día siguiente. Supuso que Alejandra habría cambiado de planes y se fue al cine con su marido. Tampoco hubo respuesta para una amiga que debía pasar a buscar unos libros esa tarde. Se cansó de tocar el timbre y recurrió al portero para que le abriera y se los dejara retirar. Pero menos respuestas hubo después: el cuerpo de Alejandra, el caos, taxi, hospital y morgue. Luego el silencio. Más tarde los trámites implacables, los rituales para comprender que ella ya no estaría allí. Dejó escrito en su pizarrón: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”. Me parece imprescindible concluir este modesto resumen con la transcripción exacta de la última página de su biografía, porque la considero sin reemplazo posible. No conozco personalmente a la
autora, Cristina Piña (¡cómo escribe usted, señora!, ¡qué maravilla!), pero virtualmente le pido su consentimiento para mi descaro. “Después vinieron los ritos, de los que casi ni vale la pena hablar: El martes 26, el velorio tristísimo en la nueva sede de la Sociedad Argentina de Escritores que, prácticamente, se inauguró para velarla. Había tablas, pedazos de espejo por el piso, el pequeño cajón cerrado en el medio con el paño negro y la estrella de David que prescriben los ritos. La luz de los candelabros eléctricos, las flores muertas para la niña muerta. De un lado, la familia atónita y desolada. Del otro, los amigos, los cómplices, los lectores que se habían ido enterando con consternación y que, a pesar de esperarlo, no lo podían creer. De ambos lados, un dolor atroz. El miércoles 27 –llovía, como todas las primaveras en Buenos Aires- la familia y un grupo muy pequeño de amigos entrañables acompañaron el féretro al cementerio judío de La Tablada. El jueves 28, a partir de las crónicas doloridas de los diarios, del despertar entre espesos velos negros de quienes súbitamente entendían que era preciso borrar su nombre y su dirección y su teléfono de todas las agendas, arrancar para siempre de su vida el ritual de las visitas y las charlas hasta el amanecer, del vacío insoportable en la vida de Rosa Bromiker de Pizarnik, su madre, que de pronto no tenía una hija desvalida a quien cuidar y por quien desvelarse, Alejandra comenzó a faltar. Si, como dice Borges, en el final sólo quedan las palabras, guardemos este ruego conmovido de Alejandra como una forma de revertir su ausencia, como un conjuro para su soledad: “Y que de mí sólo quede la alegría de quien pidió entrar y le fue concedido”.
«PAVANA PARA UNA INFANTA DIFUNTA» A Alejandra Pizarnik Pequeña centinela, caes una vez más por la ranura de la noche sin más armas que los ojos abiertos y el terror contra los invasores insolubles en el papel en blanco. Ellos eran legión. Legión encarnizada era su nombre y se multiplicaban a medida que tú te destejías hasta el último hilván, arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada. El que cierra los ojos se convierte en morada de todo el universo. El que los abre traza la frontera y permanece a la intemperie. El que pisa la raya no encuentra su lugar. Insomnios como túneles para probar la inconsistencia de toda realidad; noches y noches perforadas por una sola bala que te incrusta en lo oscuro, y el mismo ensayo de reconocerte al despertar en la memoria de la muerte: esa perversa tentación, ese ángel adorable con hocico de cerdo. ¿Quién habló de conjuros para contrarrestar la herida del propio nacimiento? ¿Quién habló de sobornos para los emisarios del propio porvenir? Sólo había un jardín: en el fondo de todo hay un jardín donde se abre la flor azul del sueño de Novalis. Flor cruel, flor vampira, más alevosa que la trampa oculta en la felpa del muro y que jamás se alcanza sin dejar la cabeza o el resto de la sangre en el umbral. Pero tú te inclinabas igual para cortarla donde no hacías pie, abismos hacia adentro. Intentabas trocarla por la criatura hambrienta que te deshabitaba. Erigías pequeños castillos devoradores en su honor; te vestías de plumas desprendidas de la hoguera de todo posible paraíso; amaestrabas animalitos peligrosos para roer los puentes de la salvación; te perdías igual que la mendiga en el delirio de los lobos;
te probabas lenguajes como ácidos, como tentáculos, como lazos en manos del estrangulador. ¡Ah los estragos de la poesía cortándote las venas con el filo del alba, y esos labios exangües sorbiendo los venenos en la inanidad de la palabra! Y de pronto no hay más. Se rompieron los frascos. Se astillaron las luces y los lápices. Se desgarró el papel con la desgarradura que te desliza en otro laberinto. Todas las puertas son para salir. Ya todo es al revés de los espejos. Pequeña pasajera, sola con tu alcancía de visiones y el mismo insoportable desamparo debajo de los pies: sin duda estás clamando por pasar con tus voces de ahogada, sin duda te detiene tu propia inmensa sombra que aún te sobrevuela en busca de otra, o tiemblas frente a un insecto que cubre con sus membranas todo el caos, o te amedrenta el mar que cabe desde tu lado en esta lágrima. Pero otra vez te digo, ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un manto: en el fondo de todo hay un jardín. Ahí está tu jardín, Talita cumi. Olga Orozco
Bicho aquí, aquí contra esto, pegada a las palabras te reclamo. Ya es la noche, vení, no hay nadie en casa Salvo que ya están todas como vos, como ves, intercesoras, llueve en la rue de l'Eperon y Janis Joplin. Alejandra, mi bicho, vení a estas líneas, a este papel de arroz dale abad a la zorra, a este fieltro que juega con tu pelo (Amabas, esas cosas nimias aboli bibelot d'inanité sonore las gomas y los sobres una papelería de juguete el estuche de lápices los cuadernos rayados) Vení, quedate. tomá este trago, llueve, te mojarás en la rue Dauphine, no hay nadie en los cafés repletos, no te miento, no hay nadie. Ya sé, es difícil, es tan difícil encontrarse este vaso es difícil, este fósforo. y no te gusta verme en lo que es mío, en mi ropa en mis libros y no te gusta esta predilección por Gerry Mulligan,
quisieras insultarme sin que duela decir cómo estás vivo, cómo se puede estar cuando no hay nada más que la niebla de los cigarrillos, como vivís, de qué manera abrís los ojos cada día No puede ser, decís, no puede ser. Bicho, de acuerdo, vaya si sé pero es así, Alejandra, acurrúcate aquí, bebé conmigo, mirá, las he llamado, vendrán seguro las intercesoras, el party para vos, la fiesta entera, Erszebet, Karen Blixen ya van cayendo, saben que es nuestra noche, con el pelo mojado suben los cuatro pisos, y las viejas de los departamentos las espían Leonora Carrington, mirala, Unica Zorn con un murciélago Clarice Lispector, agua viva, burbujas deslizándose desnudas frotándose a la luz, Remedios Varo con un reloj de arena donde se agita un láser y la chica uruguaya que fue buena con vos sin que jamás supieras su verdadero nombre, qué rejunta, qué húmedo ajedrez, qué maison close de telarañas, de Thelonious, que larga hermosa puede ser la noche con vos y Joni Mitchell con vos y Hélène Martin con las intercesoras animula el tabaco
vagula Anaïs Nin blandula vodka tónic No te vayas, ausente, no te vayas, jugaremos, verás, ya verás, ya están llegando con Ezra Pound y marihuana con los sobres de sopa y un pescado que sobrenadará olvidado, eso es seguro, en un palangana con esponjas entre supositorios y jamás contestados telegramas. Olga es un árbol de humo, cómo fuma esa morocha herida de petreles, y Natalía Ginzburg, que desteje el ramo de gladiolos que no trajo. ¿Ves bicho? Así. Tan bien y ya. El scotch, Max Roach, Silvina Ocampo, alguien en la cocina hace café su culebra contando dos terrones un beso Léo Ferré No pienses más en las ventanas el detrás el afuera Llueve en Rangoon --Y qué. Aquí los juegos. El murmullo (Consonantes de pájaro vocales de heliotropo) Aquí, bichito. Quieta. No hay ventanas ni afuera y no llueve en Rangoon. Aquí los juegos. Julio Cortázar
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