Ficha bibliográfica Titulo: 4 Años a Bordo de Mí Mismo: Una Poética de los Cinco Sentidos Edición original: 2004-02-19 Edición en la biblioteca virtual: 2004-02-19 Publicado: Biblioteca Virtual del Banco de la República Creador: J. Eduardo Jaramillo Zuluaga El Mausoleo Iluminado Antología del ensayo en Colombia Biblioteca Familiar Presidencia de la República © Derechos Reservados de Autor
4 Años a Bordo de Mí Mismo: Una Poética de los Cinco Sentidos J. Eduardo Jaramillo Zuluaga 1. "Argumentum ornithologicum" Un hombre cierra los ojos y ve una bandada de pájaros y no sabe cuántos pájaros son. Supone con seguridad que no pueden ser menos de dos ni más de diez. Esta seguridad de encontrarse ante una cantidad de pájaros que él no puede definir pero que ciertamente corresponde a un número natural, le permite concluir que Dios existe. El mecanismo silogístico es correcto y, sin embargo, las palabras que le sirven de introducción son una confesión de incredulidad 1 : un hombre cierra los ojos y ve una bandada de pájaros, cierra los ojos y lo que llamamos mundo se desvanece, y en el espacio de su imaginación, en el espacio del lenguaje, la figura de Dios asoma, ya no directamente, no como un gesto Suyo, como un acto Suyo, sino como la correcta conclusión de un silogismo en que un número de pájaros es a la vez finito e inconcebible. Una ironía imperturbable gobierna la visión que acabo de describir: el hombre que cierra los ojos y ve una bandada de pájaros es, además, un hombre ciego. La vida entera de Jorge Luis Borges se repliega en el
lenguaje. Lo único que el "Argumentum ornithologicum" demuestra es la coherencia de su propia articulación, y los ojos muertos de quien habla, los pájaros que ve, el Dios del silogismo, aparecen como figuras de su introversión. Al lado de esta austeridad admirable hay, al mismo tiempo, una felicidad del lenguaje, un "Argumentum ornithologicum" en la historia de la novela colombiana que no se propone una coherencia distinta de su propia sensorialidad, la demostración jubilosa de que el mundo existe. Treinta años antes de que Borges compusiera su "Argumentum ornithologicum", en una noche bogotana de 1930, Eduardo Zalamea Borda redactaba aquella escena en que el anónimo protagonista de 4 años a bordo de mí mismo 2 , recién llegado a una población guajira que se llama El Pájaro, levanta sus ojos y contempla de un solo golpe de vista, "sobre una blancura caliza, 14 alcatraces inmensos [que] trazan la exactitud de su vuelo". El muchacho que camina tan cerca del mar abre los ojos y ve 14 alcatraces. No ve 13, ni 12, ni 10. La seguridad con que dice "14 alcatraces" demuestra la agudeza de sus propias percepciones y, precisamente por eso, indica una desesperación de las palabras. El número es el medio del que se vale para obviar lo genérico que hay en los nombres, para evitar decir el bulto y expresar más bien el matiz y el espacio que hay entre matiz y matiz. El protagonista levanta sus ojos y ve 14 alcatraces: ve un alcatraz y luego otro y luego otro. Pero no los ve sucesivamente. Los ve a todos y a cada uno simultáneamente. Y al mismo tiempo puede ver el espacio de aire que hay entre un alcatraz y otro, la distancia que los separa en el vuelo. Los ojos del protagonista van allá, a lo alto, y se pierden en el esplendor de cada ave porque de cada una se ocupan, en la vista de cada alcatraz se complacen. Los ojos que así se abren, que de ese modo perciben el mundo, minuciosamente, prolijamente, abandonan por un momento los sistemas del número y del nombre para sumergirse en la prolijidad de lo real, en ese espacio donde cada cosa, cada ave, cada uno de los 14 alcatraces, resplandece con luz más viva, entra en posesión de su único nombre, de su número único, de tal manera por ejemplo (aunque dar un ejemplo es aquí un decir) que el séptimo alcatraz se apropia del número siete para él solo, despoja al mundo del número siete. Pero, por supuesto, el número que sólo puede aplicarse a un individuo ya no es un número. En los primeros años del siglo XX, Bertrand Russell definió el número a partir de la teoría de los conjuntos formulada por Jorge Cantor en 1870. A primera vista su definición puede considerarse como una petición de principio: "Un número —dice— es lo que representa el número de una clase" 3 . En otras palabras, un número es el nombre de un conjunto: el número 2 es el nombre con que
designamos los conjuntos que se constituyen de un par de elementos, el número 3 es el nombre con que designamos los conjuntos que se constituyen de un trío, y así sucesivamente. Y no obstante, esta definición transparente de número deja sin resolver los fenómenos de la individualidad y la pluralidad. Así por ejemplo, cuando se dice "3 árboles" o "4 alcatraces" se implica que cada uno de esos árboles o de esos alcatraces es idéntico a los otros, cuando en realidad es único. Suponer que la pluralidad existe en el mundo implica desvanecer la especificidad de cada uno de los seres, quitarles su existencia individual. Hacia el final de su estadía en La Guajira y como para acompañar su viaje de regreso a la ciudad, el protagonista de 4 años a bordo de mí mismo lee las páginas iniciales de una obra de Federico Nietzsche que se titula El viajero y su sombra y en la cual espera encontrar algunas directrices para su vida sensorial 4 . Esa obra es la segunda parte del libro Humano, demasiado humano, en uno de cuyos párrafos Nietzsche afirma que el número traiciona la especificidad de los seres, y denuncia como ilusorio el concepto de pluralidad. Escribe Nietzsche: "El descubrimiento de las leyes del número se hizo basándose en el error, ya reinante en su origen, de que habría muchas cosas idénticas (aunque de hecho no hay nada idéntico) [...] Sólo la noción de pluralidad supone ya que hay algo que se presenta varias veces; pero aquí es precisamente donde reina ya el error" 5 . 2. La prolijidad de lo real El protagonista de 4 años a bordo de mí mismo no ve 14 alcatraces idénticos. Él ve —simultáneamente— el alcatraz número 1, el alcatraz número 2, el alcatraz número 3, etcétera. Su mirada es enemiga y hermana de esa mirada extraordinaria que Borges atribuía a Funes el memorioso: "Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra" 6 . Como consecuencia de esta percepción hiperbólica e irritada, los números no quieren ser el nombre genérico de un conjunto, sino un nombre propio que reposa sobre la piel de cada cosa. Borges escribe que Funes había ideado un sistema de numeración según el cual, "en lugar de siete mil trece, decía Máximo Pérez, en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas..." 7 . Presupuesto el hecho de que se trate de una simple coincidencia, el número
siete mil trece de la cita de Borges puede ofrecer aquí algunas reflexiones prometedoras. En De sobremesa, la novela de José Asunción Silva, Máximo Pérez es uno de los cuatro amigos a quienes José Fernández lee el diario de sus días europeos. Silva describe a Pérez como un hombre introvertido, enfermo de los nervios y con una gran afición al análisis de diversos estados del alma, afición en la que sólo es superado por el mismo José Fernández. Las operaciones del análisis pueden ilustrar el intento de Funes: partiendo de la base, establecida por Locke, de que todas las ideas y pensamientos tienen un origen sensorial, el análisis puede establecer cómo se combinan las sensaciones para producir un pensamiento. En su Prefacio al libro de Lucrecio (1866), Sully Prudhomme afirma que los seres humanos realizan dos actividades fundamentales: percibir y juzgar. Por percibir entiende formar grupos o unidades entre diversas sensaciones; por juzgar, establecer relaciones entre dichos grupos o unidades. Estas dos actividades se realizan de manera espontánea, y sólo a través de la reflexión o del análisis es posible designar las sanciones, es decir, darles un nombre, y, además, definirlas, es decir, relacionarlas de manera explícita con otras sensaciones previamente designadas 8 . Es obvio que el interés (la fatalidad) de Funes no consiste en definir sus sensaciones, sino, simplemente, endesignarlas. Su pesadilla es una pesadilla de nombres, esto es, un sistema de numeración o de lenguaje que, al abandonar su dimensión relacional, no conoce una economía distinta de la prolijidad; el lenguaje se convierte entonces en un universo tan infinito como el universo que designa, las palabras se multiplican sobre las cosas y sobre cada cosa en cada instante. Reduciendo al absurdo una idea de Locke, la de un idioma en que cada cosa tendría un nombre propio, "Funes —dice Borges— no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado" 9 . Esta fatalidad es, en cualquier caso, la fatalidad de un introvertido: las palabras, convertidas a la prolijidad de lo real, condenan a Funes al encierro, se interponen entre él y el mundo. Y por el contrario, en lo que va del título de la novela de Zalamea Borda —4 años a bordo de mí mismo— al subtítulo —Diario de los 5 sentidos— puede advertirse una felicidad: la de quien, desde el lado de acá de los sentidos sensoriales, quiere comunicar su vida en la inmediatez de sus sensaciones y en el descuido de toda reflexión. En consecuencia, si Funes se encierra en un cuarto oscuro, el personaje de Zalamea emprende un viaje a la aventura. Si Funes concibe la vida como una exasperación de la memoria que es necesario reducir o empobrecer, el personaje de Zalamea la concibe como una pobreza que es necesario enriquecer de experiencias. Funes convierte su vida en una
pesadilla minuciosa de percepciones triviales; el personaje de Zalamea, en un horizonte donde la sensorialidad puede desplegarse a su antojo. Funes le teme a la prolijidad de lo real; el personaje de Zalamea sólo desea esa prolijidad como un erotismo que corre en todas direcciones. En un momento de su viaje, cuando está a punto de desembarcar en Riohacha, irrita su sensibilidad la monotonía con que las olas golpean el casco de su embarcación. Y dice: El mar es constante, pero sería mejor que callara en veces un poco, para dejar esa respiración calmada que tiene en ocasiones. Pero, tan seguido, tan exacto, tan igual, fastidia como una mujer a la que se ha besado 112 veces. La mujer en sus 10 primeros besos pone partículas de alma que les dan un sabor indefinible. Después, hasta los 50 apenas vienen pequeños brillos de pasión. Los 40 siguientes, han ido acopiando fastidio, hasta no llegar a ser sino fugitivas uniones de labios. Después, son apenas sombras, esbozos, remedos. Y, por último, los 2 finales no se realizan jamás. Son esos besos que damos a la primera mujer que encontramos una noche en la calle y que nos lleva a su casa y a su sexo. De manera, pues, que de una mujer los únicos besos utilizables son los 10 primeros y los 2 últimos.10 El humor de líneas como éstas, podría decirse, consiste a primera vista en la paradoja de que los dos últimos besos de una mujer, nunca se reciban de ella sino de otra, o en la reducción al absurdo de una imagen tradicional — las olas que se acercan a besar la nave— y que se convierte en pretexto para desarrollar una opinión sobre el tema del beso, pero la irreverencia humorística del pasaje procede, en realidad, de la misma disposición del narrador para el asombro, esto es, en su habilidad para comunicar un hecho habitual en un lenguaje que se caracteriza por una escrupulosa exactitud. Otros pasajes pueden ilustrar la inclinación del narrador a llevar este tipo de contabilidades. Así por ejemplo, cuando en una taberna de Cartagena el capitán del barco relata sus aventuras amorosas, el narrador advierte en sus carcajadas "4 tonos de goce" 11 ; y más adelante, en las playas de Riohacha, cuando el Capitán regresa del puerto a su embarcación, el narrador afirma que bastaron "6 golpes de los 4 remos" para que él pudiera distinguir su vestimenta de marino 12 . Entre todos estos ejemplos, ninguno comunica un estupor más hondo que el que experimenta el mismo narrador la noche de su viaje en Puerto Colombia cuando contempla en el cielo "3, 1, 7, 13 estrellas vacilantes" 13 . Esta numeración tan curiosa, esta numeración desordenada, no sólo se proponer obviar deliberadamente los nombres de las constelaciones; quiere, además, decir las estrellas más allá de esos nombres, llevar una contabilidad del asombro y situarse en un punto del tiempo anterior a las definiciones y las designaciones del
lenguaje. 3. Sensacionalismos vanguardistas Pero aún más, el ojo que percibe "3, 1, 7, 13 estrellas vacilantes", percibe también una forma, una serie de relaciones únicas —tres estrellas aquí, una allá—, una geometría que no se abstrae del mundo y que antes de instituirse en una disciplina universal se convierte en el arte de una mirada específica. En las líneas que vienen a continuación un cuerpo se dibuja entre las redes de una geometría, pero no para que se reproduzca su figura de la misma manera, por ejemplo, como un geómetra de Estambul puede reproducir el mismo triángulo que dibuja un geómetra de Huancavelica, sino más bien para que la geometría exprese la irrepetible perfección de ese cuerpo. Es una indígena. La primera mujer indígena que el protagonista de la novela ha visto en su vida: "Geométricamente perfecta, con su manta que la desnuda y la boca roja, tensa, ceñida, apretada en un imaginario mordisco. Brazos en cilindros y en ángulos. Senos temblorosos y duros, que perfuman la noche. ¡Cabellos lacios, duros, empapados en aceite de coco!" 14 . La novedad en la visión de la muchacha no reside exclusivamente en su énfasis erótico (la manta que la desnuda, el mordisco imaginario), sino también en que en la erotización de su cuerpo confluyen elementos "naturales" (la noche, el aceite de coco) y elementos "urbanos" por completo ajenos a la tradición de la representación de la naturaleza (ángulos y cilindros). Así como los números comunican el humor y la sensorialidad del protagonista, su búsqueda de una forma en lo visto o, por decirlo de otro modo, su deseo de expresar la forma de lo visto con elementos urbanos — la recta y la curva de la caricia, la sensualidad de la geometría—, produce el efecto de una insolencia, de una visión irreverente de la naturaleza y, en esa medida, constituye uno de los rasgos vanguardistas de la novela. Admirando el mar de Cartagena y la tranquilidad de sus aguas después de la tormenta de la víspera, el narrador declara caprichosamente: "Está tan cerca de mí el horizonte, que cuando extiendo el brazo parece que se metiera en mi mano. Pero no. Está allá. En su eterna posición vergonzantemente horizontal. Horizonte sin paralelas. Solo, único. ¡Qué bello un horizonte vertical!" 15. Luis Vidales, en su libro Suenan timbres (1925), había desarrollado imágenes poéticas que promovían esa misma insolencia. En su célebre "Oración de los bostezadores" pedía a Dios que "el mundo gire al revés/ para que las tardes sean por la mañana/ y las mañanas sean por la
tarde" 16 . Años después, en el prólogo a una edición posterior de su libro, el mismo Vidales precisaba que la iconoclasia de su poesía no debía entenderse como el resultado de un programa estético definido con anterioridad: "Cuando hice el cambio de mi poesía, y me arrellané en la llamada ‘vanguardia’, hacia 1920, yo no había leído nada de los movimientos poéticos del momento en el ancho mundo. Me habría invadido el Zeitgeist, como llaman los alemanes al ‘espíritu de los tiempos"’ 17 . Algo semejante puede decirse de la novela de Zalamea Borda: sus páginas no están penetradas a conciencia por el espíritu de la Vanguardia; simplemente asumen algunos rasgos que entonces se encuentran en el aire, pero sin que ello implique el desarrollo sistemático de las consignas políticas o estéticas de un grupo18 . El origen del sensacionalismo que gobierna sus páginas debe buscarse más bien en la crónica periodística que sirvió de base a la novela. En efecto, hacia fines de abril de 1930 estalló una guerra entre dos tribus indígenas de La Guajira, los epinayúes y los epiyúes. La guerra despertó la atención del gobierno y mereció un cierto despliegue en la prensa. Zalamea Borda, que en ese momento lo consideró oportuno, publicó en el periódico un poema titulado "Bahíahonda, puerto guajiro", dedicado crípti-camente "A la señora condesa de Podewills". El poema apareció el 23 de abril de 1930 en el periódico La Tarde, un vespertino que se presentaba como vocero de la juventud liberal, filial del periódico El Tiempo, que apareció entre el 15 de marzo y el 30 de junio de 1930 bajo la dirección del joven Alberto Lleras Camargo. El poema despertó el interés por Zalamea Borda, quien dos años atrás había vivido en La Guajira desempeñándose como guarda de las salinas marítimas de Manaure 19 . Aunque los versos de su poema son pobres llegaron a ser considerados como una muestra novísima de poesía y con esa calificación aparecen en la última página de la antología de Ismael Enrique Arciniegas, Prosistas y poetas bogotanos (1938). En el siguiente fragmento puede advertirse la precariedad de las imágenes poéticas de Zalamea, pero también la minuciosa intención sensorial que caracterizará más tarde a la novela: ¡Bahíahonda! Suma de amor y tedio dividida por el recuerdo! Cuociente
el silencio.
Bahíahonda, mi retina te guarda entera, íntegra en la inmensidad de tus colores y la infinitud de tus detalles.
Terrosa y azulada, lejana Bahíahonda! Tan lejos de mí con los dolores cortantes de tus conchas despiertas en la playa y los filos de tus espinas. Y lejos, en la suavidad de las aguas. diáfana, luminosa Bahíahonda! De estas diversas circunstancias —de la guerra entre las tribus indígenas, del hecho de que La Guajira fuera entonces casi desconocida, del poema de Zalamea Borda—, surgió la idea de escribir una crónica sobre la península que se tituló "4 años a bordo de mí mismo (memorias de Uchí Siechi Kuhmare)" y que apareció en doce entregas, entre el 10 de mayo y el 5 de junio de 1930, en La Tarde. Esa crónica, que ocupaba la totalidad de la página 4, que venía acompañada de ilustraciones y fotografías llamativas, y que prometía para el día siguiente un nuevo y excitante capítulo, manifestaba el deseo constante de mantener la atención del público lector. Algunos de los titulares que publicitan la crónica dicen así: "La ciudad de las 125.000 mujeres y los 1.500 automóviles"; "Un capítulo extraordinario y matemático como un vuelo de submarinos, 2x2, 4 —2x3, 6— 2x4, 8. El número es la clave del mundo, la exactitud de la belleza se compendia en una remota posibilidad, 2x2, 3". Si Zalamea Borda criticaba duramente la literatura tradicional y la retórica que dominaba a la llamada generación de "El Centenario" (1910), su
inclinación por un lenguaje moderno y de sabor futurista lo distanciaba, aún más, del proyecto literario que había dominado la década inmediatamente anterior y cuyos escritores se habían propuesto indagar o agotar las diversas posibilidades que en tierras americanas ofrecía el tradicional dilema de la civilización y la barbarie. En una reseña a la segunda edición de la novela, Félix Fuenmayor había rechazado la comparación de 4 años a bordo de mí mismo con La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, por considerar que "su sentido y su escenario son completamente distintos" 20 . Este juicio resulta más evidente en la comparación de Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos, con la obra de Zalamea Borda, en la que, como ya se ha dicho, la naturaleza guajira aparece bajo el lente de una cosmovisión urbana. Así pues, mientras en las primeras páginas de Doña Bárbara hay "Un sol cegante de mediodía llanero [que] centella en las aguas amarillas del Arauca y sobre los árboles que pueblan sus márgenes" 21 , en La Guajira, en cambio, el sol tiene "velocidades de hélice o calores de llanta" 22 , o bien "sale pálido, trasnochado [...]. Fatigado por la vista de otros lugares donde hay demasiadas luces, excesiva civilización" 23 . De acuerdo con Gallegos, las indias de la región "confeccionan la pausana para inflamar la lujuria y aniquilar la voluntad de los hombres" 24 , de acuerdo con el protagonista de 4 años a bordo de mí mismo, tienen los brazos cilíndricos y angulados, y si no fuera por ellas, que son "buenas, fáciles, generosas, sería imposible vivir en La Guajira" 25 . Llevado por su actitud modernizante, Zalamea introdujo otras innovaciones en la narrativa colombiana: abandonó los puntos suspensivos y escribió "mierda" con todas sus letras 26 , copió la lista de graffitis que se encontraban en las mesas de las tabernas de Cartagena —" ‘Manuel García, noviembre 13 de 1921’, ‘El Juan Torre es un pendejo y ladrón’, ‘te quiero besar, Susana preciosa’ " 27 —, o empleó recursos expresivos como "la corriente de la conciencia". El siguiente es uno de los primeros monólogos interiores de la novela colombiana. En medio de una borrachera de ginebra, el narrador se hunde en el torbellino de una enumeración caótica: Vida cinematográfica, rápida, rápida, como un pensamiento, como un arrepentimiento. Y todo se va confundiendo en mi cerebro. Mescolanza arbitraria que hace la ginebra en las cavernas cerebrales: crímenes por dinero, adulterios, parlamentos. Venizelos, Disraeli, el Káiser, Lenin, don Marco Fidel Suárez —¿por qué nunca diremos "Marco Fidel Suárez" sino "don Marco Fidel Suárez"?—, cables, dancing, goletas, bofetadas, mordiscos, París, Bogotá...
Bogotá... La Guajira. La Guajira... La embriaguez danza en torno mío, gira la embriaguez, loca, revuelta, cortante, confusa, espesa. La india... El amor de Meme... Polita, policroma... política... Polinesia... Polvareda28. Aunque se encuentran apenas en estado embrionario, estas innovaciones son meritorias y con ellas Zalamea Borda adelanta el trabajo que realizarán de manera más completa escritores de los años 50 y 60 como Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez, para quienes 4 años a bordo de mí mismo representa una verdadera apertura en el ámbito de la literatura nacional 29 . Ahora bien, si el humor, la visión urbana del mundo, el monólogo interior y la representación de diversos lenguajes en la novela, le merecen a Zalamea Borda un lugar destacado en la historia de la novela colombiana, su contribución más importante radica, sin embargo, en su deseo de decir la sensorialidad. Todos sus recursos verbales no tienen otra razón de ser. Lo importante no son sus desplantes contra los poetas tradicionales, ni los monólogos interiores, ni las sinestesias; lo importante es que la risa de Meme sea azul 30 y que la piel guarde memoria de la frescura 31 ; lo importante no son los primeros planos que la literatura aprendió del cine, sino que al mirar en la distancia una espalda desnuda se pueda apreciar "un lunar grueso en el omoplato izquierdo"32 y que al mirar de cerca el rostro de una mujer que dos hombres se disputan a muerte, pueda verse que "por una ojera, tal vez la derecha, corre una venita azul, como un riachuelo sobre campos cubiertos de ceniza" 33 . El único argumento de 4 años a bordo de mí mismo es la sensorialidad. Lo demás son circunstancias, pretextos, ocasiones en las que se hace una apología de los sentidos sensoriales: la noche de Puerto Colombia, la embriaguez de Cartagena, el cuerpo de la indígena que encuentra en Riohacha, la vista de los alcatraces y el anuncio de la muerte en El Pájaro, el mundo submarino en las playas del cardón y la blancura tediosa de Manaure. En esta última población el personaje vive durante unos meses como empleado de las salinas. En un comienzo lo deslumbra la geometría de las montañas de sal, pero luego los días se suceden monótonamente, se repiten unos tras otros sin que se diferencien en nada; es como si en el espacio polar de la sal no se pudiera distinguir entre matiz y matiz, como si los sentidos sensoriales se fueran adormeciendo en la blancura y el universo se hubiera convertido de pronto en un universo albino, enfermo, uniforme como las calles de una ciudad blanca. Un día, entre las brumas de
ese horizonte de sal, ve un punto muy vago, una línea oscura, una figura que va creciendo a medida que se aproxima, un cuerpo de mujer envuelto en una manta roja, muy viva, en el que corren a hundirse en tropel todos los sentidos sensoriales: los ojos se tornan omnividentes a lo largo de la piel, el tacto se apresura a percibir un matiz distinto entre poro y poro, el oído recoge los incontables tonos de esa voz, el olfato se desliza en el aroma del aceite de coco y el amante la llama: "Kuhmare, Kuhmare, mástil del barco de mi vida" 34 . 4. La sensorialidad del lenguaje En ocasiones, el narrador dirige también sus sentidos sensoriales hacia esta materia más rala, hecha como de un aire más pobre y que son las palabras, y por un momento traiciona su propia historia para detenerse en las palabras con que cuenta esa misma historia. Es en estos momentos privilegiados cuando el lenguaje de la sensorialidad se vuelve de revés para enseñar su propio espesor: la sensorialidad del lenguaje. Al llegar a La Guajira, por ejemplo, examina la sexualidad masculino-femenina de la palabra "Río-hacha" 35 , y cuando admira la primera mujer indígena que ha visto en su vida, busca para ella un nombre que diga la sensualidad de su cuerpo, "uno de aquellos nombres dulces, mimosos como Thérèse, que es casi una respiración" 36 , y siempre es como si el nombre abandonara su naturaleza de nombre y existiera para los sentidos sensoriales de la misma forma que existen las otras cosas en el mundo. Junto a esta concepción del lenguaje que entiende las palabras —como las cosas— dispuestas para una sensibilidad finísima e irritada, existe también en la novela una comprensión del lenguaje que identifica las palabras y las cosas. Esta segunda concepción puede explicar en parte la razón por la cual nunca se llega a conocer el nombre del protagonista. Es evidente que Zalamea Borda prefirió dejar sin nombre a su personaje para distanciarlo un poco de sí mismo, para independizarse un poco de la actitud decididamente autobiográfica que caracterizaba la crónica periodística. Pero también es cierto que hubiera podido buscarle otro nombre. En la crónica del 5 de junio de 1930 dice refiriéndose al nombre "Eduardo": "Ese nombre que me pusieron allá (en Bogotá), cuando me bautizaron. Sin mi consentimiento. Para satisfacer una necesidad de clasificación. Han debido ponerme otro nombre. Más de acuerdo conmigo mismo. Ese nombre no dice nada. Lo llevan multitud de personas". No es difícil aceptar con simpatía esta concepción del lenguaje que sueña con una identidad de las palabras y las cosas. Y sin embargo, el extremo de
esta concepción, su deformación en alegoría, es lo que más aleja al lector contemporáneo de la novela de Zalamea Borda. Así por ejemplo, nos resistimos a compartir con el protagonista la idea de que el nombre de un hotel en Riohacha —el hotel "Libertad"— pueda ser la clave de su destino 37 , o que le sea posible ver en los ojos de un hombre taciturno, así, directamente, el rostro de la mujer que ama 38 , o que la prolijidad vital de La Guajira sea designada, de un tajo, como "la tierra de los cuatro planos. El cielo, el mar, la tierra, la vida" 39 . Quien puebla de signos el mundo corre el riesgo de alegorizar cada gesto, de no ver ya más el mundo 40 . El número deja de ser entonces el nombre inmanente e indisputable de cada cosa y se convierte en la clave de una trascendencia: el 1 es Dios, el 2 es el amor, el 3 es "el padre, la madre, el hijo. Los animales, los vegetales, los minerales. El triángulo. El nacimiento, el vértice y la muerte" 41 . Y si todo lo que existe contiene el número 3, se desvanece esa particularidad de cada cosa que en otras ocasiones defendía la sensorialidad hiperbólica e irritada del protagonista. La alegoría desaparece, desfigura la individualidad de los seres y las cosas. Puede ser que Dick, el contramaestre holandés del barco que lleva al protagonista a La Guajira, sea descrito como un viejo marrullero; lo que parece excesivo es que en la novela se presente también como una figura sacerdotal: "Dick —dice el narrador— es el hombre faro [...] es la palabra misma. La palabra que habla, no por su boca sino por sus manos" 42 . En ese sentido, Dick es el logos, y al mismo tiempo, el falo, erecto y vigilante, pero a causa de la alegoría, lejos del mundo. 5. El escritor y el viajero Tales instancias narrativas —el lenguaje de la sensorialidad, la sensorialidad del lenguaje— permiten considerar la novela de Zalamea Borda como una obra trabajada hasta las entrañas por el deseo. Casi todos los escritores escriben guiados por el deseo, por un deseo erótico o artístico, o por ambos al mismo tiempo; en este sentido, el caso de Zalamea Borda puede parecer un caso especial, un caso dramático del deseo. Imaginemos por un momento la forma en que escribió su crónica periodística (que después sería la base de la novela). En ese entonces tenía 23 años y quería escribir algo que le había sucedido entre los 17 y los 21. Todas las noches llegaba a las oficinas del periódico, esperaba a que todo el mundo se fuera y se sentaba frente a la máquina de escribir (dicen que era el mecanógrafo más rápido de su tiempo) acompañado de varios termos de café, paquetes de cigarrillos y una botella de aguardiente Néctar 43 . Lo difícil es siempre comenzar a escribir, y un modo de hacerlo es comenzar por decir lo que está más cerca de nosotros, lo que está sucediendo ahora. Zalamea está, pues, solo en su oficina y comienza a
escribir: La noche está sola. Sola como la luz. Abandonada sobre el mundo, extendida sobre muchas ciudades, muchos campos, bosques, islas, mares, aldeas. En la ciudad la acompaña la otra soledad. La de las lucecitas pequeñas de las bombillas eléctricas, la de los cigarrillos taciturnos, dormidos en las manos fatigadas de la madrugada. Las lucecillas del cigarrillo malo del asesino, que se esconde entre su sombra cuando siente pasos cercanos. Pero aquí en Puerto Colombia, está más sola que en todos los lugares del mundo. Para quien no conoce las circunstancias en que fue escrita la novela, la primera frase —"La noche está sola"—, y la última —"más sola que en todos los lugares del mundo"— se refieren básicamente a la misma noche y sólo se diferencian por el tono categórico de la última frase. Y sin embargo, para quien examine de cerca estas líneas, se trata de dos noches completamente distintas aunque no exista solución de continuidad entre ellas. El proceso que lleva de la una a la otra es imperceptible y frágil: es el proceso que sigue el escritor al internarse paulatinamente en el espacio de su propia imaginación. En él se combinan dos elementos deícticos complementarios 44 : de una parte, la deixis implícita en toda narración en presente —como si la expresión "la noche está sola" equivaliera a decir "esta misma noche"— y dentro de la cual el narrador desarrolla una idea secundaria: la soledad de la noche en las ciudades; y de otra parte, la deixis que señala el lugar desde el cual se habla —"Pero aquí en Puerto Colombia..."—, que sorprende al lector con la noticia de que al narrador-protagonista no se encuentra en la ciudad nocturna (como hubiera podido pensarse) sino en un puerto desde el cual evoca esa ciudad. Tal es, pues, el espejismo de la narración en presente y que en estas páginas produce el efecto —para recordar el célebre relato de Julio Cortázar— de "una noche boca arriba": en la noche de la ciudad un hombre escribe la historia de un joven que aguarda en la noche el barco que lo llevará a La Guajira y que en su espera evoca la ciudad donde un hombre escribe su propia historia. Esto es lo que resulta más dramático de la novela y la razón de muchas de las incoherencias que hay en sus páginas: el hecho de que en muchas ocasiones el narrador no puede evitar dividirse, sentir que es dos criaturas enemigas, el yo de quien vive y el yo de quien escribe, el viajero y el escritor, el uno deseoso de ser el otro y viceversa, rivales ambos de deseos opuestos: por una parte, el deseo de quien se esfuerza por revivir un pasado espléndido en sensaciones; por otra, el deseo de quien se sabe
viviendo un presente único, histórico, digno de ser contado. Es el viajero quien se complace en la cálida amistad de Manuel, uno de los habitantes del Pájaro; pero es el escritor quien decide hacerle un homenaje en la novela: "a este amigo que había de ser tan fiel y duradero, ya que no en mi vida, sí en mi memoria" 45 . Es el viajero quien escucha al Capitán cuando le pide que desista de su viaje a La Guajira 46 , pero es el escritor quien evoca la figura del Capitán casi al comienzo de la novela: "¡Capitán barbudo y risueño que fumabas en tu pipa y siempre estás con ella en mi recuerdo!" 47 . Es el viajero quien se extasía a la vista de dos pescadores "de músculos cuadrados, llenos de aristas y de belleza" 48 ; pero es el escritor quien declara que el deseo "es impreciso, redondo, gaseoso e informe, pero que, una vez cumplido, adquiere líneas netas para poder fijarse en el recuerdo" 49 . Es el viajero, en fin, quien va llevando su diario de los 5 sentidos, pero es el escritor quien lo ofrece como un hecho cumplido en 4 años a bordo de mí mismo. La voz del viajero prefigura la voz del escritor. La voz del escritor traiciona la voz del viajero. En ocasiones, en muchas ocasiones, ambas voces se articulan al unísono y no es fácil diferenciarlas. Al llegar a Riohacha el viajero, o bien, al ocuparse del episodio de Riohacha el escritor, el uno o el otro, el escritor o el viajero, piensa en la embarcación del Capitán y la llama "la goleta oscura que golpean eternamente las olas como al rodillo los tipos de la máquina" 50 . La comparación entre la goleta y el rodillo de la máquina de escribir establece una ambigüedad, en el "como" confluyen dos instantes separados por años y no sabemos si atribuirlo a un viajero o a un escritor que se esfuerza por describir con precisión y con ayuda de lo que tiene más a mano, el movimiento de unas olas que vio una vez en su adolescencia. El escritor es el rival del viajero, el uno desearía ocupar el lugar del otro y viceversa, y simultáneamente ambos desean internarse en lo más vivo de la sensorialidad y los nombres de la sensorialidad, en un paisaje donde resplandecen 14 alcatraces inmensos. 6. Noticia Cuando Zalamea Borda publicó su crónica periodística la tituló, como ya se ha dicho, "4 años a bordo de mí mismo (memorias de Uchí Siechi Kuhmare)". El subtítulo, con el nombre que Zalamea había recibido de una indígena y que correspondía al de un pájaro guajiro que silba, quería ser la relación de un viaje por una península exótica o semi-bárbara. Pero en la novela el subtítulo es distinto. Al llamarse Diario de los 5 sentidos, el énfasis ya no está en el recuerdo de un viaje por un territorio exótico, sino en la expresión inminente de la sensorialidad. Si en 1934 Tomás Galvis acusó a
la novela "por su intensa y constante voluptuosidad que culmina en insinuaciones vergonzosas y en frases de repugnante crudeza" 51 , todavía a fines de los años 50 el prolífero Humberto Bronx manifestaba que, La novela de Eduardo Zalamea es malsana, por cuanto solamente muestra el lado nauseabundo de la gente de La Guajira. En ella figuran hambrientos de goces físicos; gentes que gruñen o braman de dolor y en quienes las facultades intelectuales están subordinadas por completo a los apetitos materiales. Y con fruición permanente, el autor se solaza y se deleita en pinceladas pornográficas52. En 1952, cuando apareció en el periódico El Heraldo de Barranquilla la primera edición de Isabel viendo llover en Macondo, había una nota que anunciaba jubilosamente la aparición de La hojarasca y que decía que con ella se pondría "en el exiguo terreno de la novela colombiana una línea divisoria parecida a la que hace tiempo trazó 4 años a bordo de mí mismo" 53 . Conrado Zuluaga, que atribuye esta frase a un amigo de García Márquez, considera las páginas de Zalamea Borda como el intento más refrescante —hasta la publicación deCien años de soledad— por introducir en la narrativa colombiana recursos expresivos propios de la modernidad54 . En lo que a la labor literaria de Zalamea Borda se refiere, estos juicios pueden servir de consuelo. 4 años a bordo de mí mismo fue la única novela de su vida 55 . Está dedicada a Mimí, su esposa, pero ya entonces Zalamea era viudo 56 . Nosotros lo hemos imaginado una noche, en la soledad de su oficina, frente a una máquina de escribir. Es como si el periodista que fue, hubiera vencido al escritor, como si el escritor hubiera vencido al viajero, y los números, estos nombres que se posan sobre las cosas, sólo sirvieran para documentar un hecho poco notable, pero íntimo y grande. Su obra, la única obra de su vida, se cierra con una noticia. Noticia Comenzóse a escribir esta novela un viernes, día 9 del mes de mayo de 1930 a las 9 de la noche, entre ruidos callejeros y en una máquina de escribir cuyo número ignoro, marca "Continental". En las oficinas de "La Tarde", calle 14, número 89. Interrumpióse por mucho tiempo su elaboración y se concluye hoy, 24 de enero de 1932, a las 11 y 30 minutos de la noche, en la máquina "Underwood", número A23679867. Calle 57, número 11. Noche oscura, gris y azul, sin estrellas y con tiniebla. Viento SSW, nubes bajas, alegría, inmensa alegría! ¿Y para qué?
La noche está sola. Sola como la luz. Abandonada sobre el mundo, extendida sobre muchas ciudades, muchos campos, bosques, islas, mares, aldeas. En la ciudad la acompaña la otra soledad. La de las lucecitas pequeñas de las bombillas eléctricas, la de los cigarrillos taciturnos dormidos en las manos fatigadas de la madrugada. Las lucecillas del cigarro malo del asesino, que se esconde entre su sombra cuando siente pasos cercanos. Pero aquí en Puerto Colombia, está más sola que en todos los lugares del mundo, 3, 1, 7, 13 estrellas vacilantes le hacen desganada compañía. Atrás, allá en el caserío dormido, hay unos pocos resplandores que no alcanzan a equivaler a la luz de una estrella. Nubes bajas, olas sonoras. Olas que juegan con el muelle. El muelle, largo y recto, acariciado por el viento. Viento alegre que no parece viento nocturno sino viento de amanecer. Nubes, olas, viento, estrellas, noche abandonada.