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dos: o bien la dinámica histórica bajo el capitalismo se reduce al mero despliegue de las contradicciones trabajo asalariado/capital y fuerzas productivas/relaciones de producción —con lo que el estado se reduciría, efectivamente, a un mero epifenómeno pero no podría entonces ser instrumento de transformaciones históricas relevantes—; o bien las transformaciones históricas bajo el capitalismo dependen de las relaciones de fuerza en el campo estatal o político —con lo cual el estado deja de ser un mero epifenómeno y la historia no puede reducirse al tranquilo despliegue de una lógica económica uniforme—. En general, la contradicción entre estas dos concepciones no fue advertida por el marxismo clásico, pero no dejó de producir sus efectos, tanto teóricos como políticos. Citemos brevemente algunos ejemplos. En la época de la Segunda internacional ambas concepciones están presentes, tanto en las estrategias reformistas como en aquellas revolucionarias, pero ambas tienden a descansar más en la primera concepción. Para el reformismo clásico la defensa de una estrategia participatoria dependía de un argumento economicista: la atenuación de las crisis económicas en el capitalismo maduro. Sobre esta base podía concebirse la ocupación progresiva de un estado cuya neutralidad creciente iba pari pass u con la atenuación del conflicto entre las clases. E l contrataque ortodoxo se sitúa en la oposición simétrica a esta concepción: no puede haber neutralidad progresiva por cuanto la atenuación de las contradicciones económicas es una mera ilusión reformista. Es así como se configuran los supuestos comunes a las varias respuestas a Bernstein de Kautsky y de Plejanov a Rosa Luxemburg. Los fundamentos teóricos de estas dos perspectivas político-estratégicas antagónicas están dados por diagnósticos opuestos acerca de las contradicciones económicas del capitalismo, pero en ambas posiciones se da por sentado que de dichos diagnósticos habrán de derivarse consecuencias políticas necesarias. Ambas perspectivas se construyen en el interior de un mismo economicismo fundamental. El leninismo, por el contrario, acentúa en el estado su aspecto de dominación de clase y hace por consiguiente de la destrucción del aparato del estado el pivote fundamental de la estrategia socialista. H El hcarácter h“reflejo” hdel hestado hpasa ha hsegundo plano. No h es, hpues, hextraño, hque htanto hreformistas hcomo revolucionarios hortodoxos hvieran hen hel hleninismo hun h voluntarismo blanquista hqueh hignoraba hlas hh fases hh ineluctables hde hla historia. Ni hhh queh hhh Gramsci hhh viera, hhh al hhh hcontrario, hhh en hhh hla
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Revolución rusa, “la revolución contra El Capital ”. Pero si el leninismo inauguraba una nueva etapa del marxismo, caracterizada por el primado de la lógica política, los efectos de ésta son severamente limitados por la permanencia de la lógica economicista, en difícil pero incuestionable maridaje con la primera. El estilo de argumentación política que habrá de dominar en la Komintern es testimonio de ello. Las etapas mundiales — estabilización relativa del capitalismo, tercera fase, etc. — son presentadas primariamente por fases económicas de las que se derivan consecuencias políticas “necesarias”. Lo único que ha variado con respecto al economicismo clásico es que ahora la situación económica es analizada como un conjunto de circunstancias que facilitan o dificultan un momento único y fundamental: la toma del poder. Pero si el conjunto de contradicciones conducentes a la ruptura revolucionaria es analizado bajo una óptica economicista, el poder socialista es considerado bajo una óptica hiperpoliticista. Si el estado es el instrumento y la fuente absoluta de la dominación de clase, basta su posesión por parte de la clase obrera para que se sigan cambios rápidos y necesarios que disolverán la vieja sociedad. De ahí la fetichización del momento de la toma del poder. Las dificultades inherentes a la construcción del socialismo en un país atrasado conducirán más tarde a una recaída en la óptica economicista: es decir, a la concepción estalinista según la cual la transformación de la sociedad en un sentido socialista habría de ser el resultado automático y necesario del desarrollo de las fuerzas productivas y la consecuente concentraci ón de la totalidad del esfuerzo revolucionario en esta última dirección.
Si el hiperdeterminismo inherente a la concepción del estado como epifenómeno y el hipervoluntarismo que ve en él un instrumento son contradictorios, esta contradicción se transforma en una radical ambigüedad cuando pasamos a la tercera determinación teórica aludida al comienzo: el estado como instancia o factor de cohesión de una formac ión social. En un primer sentido esta concepción parece incompatible con una lectura economicista de las relaciones sociales. Si la unidad o cohesión de una formación social está dada por la instancia estatal, la capacidad de los mecanismos de acumulación para reproducir automáticamente las relaciones sociales aparece severamenteh limitada.h Esteh nuevoh hpapel adjudicadoh ah lah hinstanciah estatalh sería,h pues,h incompatibleh no sóloh conh lash versionesh economicistash delh marxismoh sino también conh elh conjuntoh deh lah economíah hclásica. hLa “mano invisible” deh Adamh Smith,h lah concepciónh delh hestado
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como “guardián de noche”, se fundaban precisamente en una confianza básica en que la cohesión de una formación social resultaba asegurada por los mismos mecanismos de la reproducción económica. Por otro lado, esta tercera concepción parecería más compatible con la visión instrumentalista del estado, ya que podría sostenerse que la instrumentalidad propia del estado es la de ser un factor de cohesión. Estas dos conclusiones no son, sin embargo, necesarias, ya que también podría afirmarse que la reproducción social depende de condiciones económicas y extraeconómicas y que la unidad de ambas es provista por la instancia estatal; y, a la vez, que esta instancia estatal está determinada en su posibilidad de funcionamiento por la estructura económica. Con esto, la concepción del estado como factor de cohesión estaría más cerca de una visión epifenomenalista que de una visión instrumentalista del estado. En verdad, esta tercera determinación no parecería añadir nada nuevo a las otras dos analizadas previamente. Su misma presencia en el marxismo clásico está limitada a algunos textos de Engels y Lenin, y sólo en períodos más recientes, en los escritos de Gramsci o Poulantzas, ha pasado a primer plano. Para que esto último ocurriera era necesario que dos cambios fundamentales tuvieran lugar en la teoría marxista: por un lado, la quiebra de la concepción de la instancia económica como un todo homogéneo y gobernado por una lógica uniforme; por otro, el abandono de una concepción de las clases sociales que veía en ellas los únicos sujetos de la historia. Como veremos, cuando estos dos cambios ocurrieron tanto la visión epifenomenalista como la concepción instrumentalista del estado resultaron insostenibles, y el problema del tipo de unidad o cohesión existente en una formación social pasó a primer plano. Este breve esbozo de algunas de las más comunes actitudes frente al problema del estado en el marxismo clásico nos sirve como adecuada introducción a las dificultades con las que el debate contemporáneo se ha visto enfrentado. La incompatibilidad entre las concepciones epifenomenal e instrumentalista pudo ocultarse largo tiempo en la medida en que el capitalismo competitivo correspondió hasta cierto punto a la imagen de un sistema autorregulado y en la medida también en que el monopoli o del poder por parte de las clases dominantes capitalistas no permitía plantearse el problema de los límites de las reformas que un partido obrero podía llevar a cabo dentro del marco de un estado burgués. A partir de la segunda posguerra, sin embargo, las nuevas tendencias del desarrollo capitalista han
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imperialismo. El capitalismo monopolista de estado constituiría una fase ulterior del desarrollo en la que se daría una creciente fusión entre los intereses monopólicos y el aparato del estado. La transición hacia el capitalismo monopolista de estado habría sido la resultante no sólo del imperialismo y de los procesos de acumulación interna, sino también de la “crisis general del capitalismo” , consecuencia del surgimiento y expansión del campo socialista. Esta crisis general se habría desarrollado en dos etapas: la primera de ellas iniciada con la Revolución de octubre y sus escuelas —lucha de liberación nacional, crisis de mercados, depresión, agudización de las crisis económicas, etc.; la segunda se habría iniciado con la consolidación del campo socialista a partir de la segunda posguerra y el consiguiente estrechamiento del mercado mundial capitalista. En esta última etapa la producción tiende al estancamiento y se agudiza la tendencia descendente de la tasa de ganancia; como consecuencia; los meros mecanismos de la regulación monopólica no bastan para mantener el dinamismo del sistema y se requiere una creciente intervención del estado en la economía. Esta intervención opera a través de la expansión de la tecnología, la nacionalización de industrias poco rentables, el control de los mecanismos monetarios y de los salarios, etc. El estado pasa así a estar al exclusivo servicio de la fracción monopólica del capital o, más bien, a fusionarse crecientemente con esta última, en perjuicio no sólo de la clase obrera y de los sectores populares, sino también de las fracciones no monopolistas del capital. Se crean así las bases objetivas para una alianza popular antimonopólica, que es el eje de la concepción estratégica de los partidos comunistas ortodoxos de Europa occidental. Como se ha señalado recientemente,² esta caracterización general encubre una variedad de matices. En realidad, la denominación de “capitalismo monopolista de estado” es un rótulo general que abarca
modelos explicativos altamente diferenciados. Éstos pueden agruparse en dos grandes categorías: aquellos que acentúan al elemento epocal específico —imperialismo, crisis general del capitalismo, etc. — en la explicación del capitalismo monopolista de estado, y aquellos otros que, por el contrario, intentan derivarlo de las leyes universales del desarrollo del capitalismo. La primera concepción³ tiende a subrayar
² Cf. Bob Jessop, “State Monopoly Capital: a review”, mimeo. ³ Algunos trabajos que siguen esta concepción son los siguientes: Ernst Haak et al., Einführung in die Politische Ökonomie des Kapitalismus , Berlín. 1973; G. A. Kozlov (ed.), Political Economy: Capitalism , Moscú, 1977; M. Ryndina y G. Chernikov (ed.), The Political Economic of Capitalism , Moscú, 1974.
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el carácter moribundo y reaccionario del capitalismo en la fase monopolista frente a la creciente expansión y dinamismo del campo socialista. En la economía marxista, la transición del sistema competitivo al monopólico es explicado en los términos usuales, pero se pone especial énfasis en el carácter crecientemente político que tiene la reproducción de capital en la tercera fase. A través de la explotación de los ingresos del estado y de la compulsión extraeconómica, el ingreso nacional es redistribuido en favor del capital monopólico, proceso que se refuerza mediante la expansión del sector público. Esto conduce a la fusión de los monopolios y el personal del estado en un solo mecanismo de explotación. La inviabilidad del capitalismo en la etapa presente se revela por el hecho de que su continuidad resultaría imposible sin esta creciente intervención política en los mecanismos económicos; pero esta intervención sólo puede acentuar la irracionalidad del sistema. Esta última se revela, entre otras cosas, en el hecho de que el sistema ha pasado a constituir una traba para el desarrollo de las fuerzas productivas: no logra, por ejemplo, aprovechar todo el potencial de la revolución científico-tecnológica. Estas crecientes dificultades y el contraste que ellas presentan con los éxitos de la planificación socialista abren el camino para un proceso revolucionario que concluiría con un régimen productivo parasitario y corrupto. La segunda concepción, ⁴ por el contrario, tiende a rechazar la idea de que el proceso de monopolización haya modificado de tal modo las leyes de funcionamiento del capitalismo que sea necesaria una teoría especial acerca de la constitución de los precios en un régimen monopólico. Se afirma, por el contrario, que son las mismas leyes generales del desarrollo capitalista las que explicarían la fase del capitalismo monopolista del estado. La explicación de éste es buscada o bien en la contradicción entre la socialización de las fuerzas productivas y las relaciones de producción —que implica que un número creciente de esferas productivas intensifican su demanda al punto de que ésta no puede ser satisfecha por el capital privado y se requiere la creciente intervención estatal en el proceso productivo
Cf., entre otros, S. L. Wygodsky, Der gegenwärtige Kapitalismus, Colonia, 1972; R. Gündel et al., Zur Theorie des Staatsmonopolistischen Kapitalismus, Berlín, 1967. ⁴
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o bien en la transformación del ciclo económico después de la segunda guerra mundial —que requirió medidas de intervención y programación por parte del estado para evitar las tendencias a la caída vertical de la tasa de ganancia, al subconsumo y a la sobreproducción. Mención aparte merecen los análisis de la escuela francesa,⁵ que han intentado explicar la creciente fusión entre monopolios y estado en términos de la llamada “ley de sobreacumulación/desvalorización”, y de los trabajos de Fine y Harris⁶ en Inglaterra, que han acentuado aun más el carácter intrínsecamente económico de la tendencia hacia el capitalismo monopolista de estado y han intentado una periodización del capitalismo en términos exclusivos de la lógica de acumulación de capital. Si intentamos evaluar las diversas escuelas que se basan en el enfoque del “capitalismo monopolista de estado”, debemos comenzar por señalar dos méritos fundamentales. El primero de ellos es que han intentado introducir una variable política en el centro mismo de los modelos de reproducción capitalista. El capitalismo ya no es pres entado como una mera lógica deducida de las relaciones de mercado, sino como una compleja relación de fuerza entre las clases, que resulta ininteligible si se procede a un análisis meramente económico. Ningún esquema simplista basado en la oposición base/superestructura puede, como consecuencia, dar cuenta de las contradicciones fundamentales en el capitalismo avanzado. El segundo mérito importante de este enfoque es que permite introducir en el análisis político el carácter popular y democrático de la lucha socialista. Porque si los intereses monopólicos no son intereses capitalistas sin más, sino que se oponen —además de a la clase obrera— a vastos sectores populares y a las fracciones no monopólicas del capital, es claro que los términos de dicha oposición popular rebasen la lucha de clases en un sentido tradicional. Esto abre la posibilidad de entender la bipolaridad esp ecífica de las sociedades capitalistas avanzadas, en las que sujetos populares complejos y no la clase obrera en su sentido clásico son el protagonista fundamental en la lucha anticapitalista. Más aun: la insistencia en la unificación del conjunto de los mecanismos estatales en el interior del campo monopólico permitiría ⁵ Cf. especialmente P. Boccara et al., Traité d’Economie Politique : monopoliste d’état , París., 1976 [hay edición en español], y P. Boccara, capitalisme monopoliste d’état, sa crise et son issue , París, 1977. ⁶ B. Fine y L. Harris, Re-Reading Capital , Londres, 1979.
le capitalisme Études sur le
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económica; pero ¿hasta qué punto puede intervenir eficazmente? ¿Los límites de su intervención no están dados por las condiciones estructurales de la economía sobre la que opera? La ausencia de respuesta a estas interrogantes ha conducido a dos posiciones opuestas y extremas: o bien a suponer que el estado es un Deux ex machina que opera ilimitadamente siempre que el proceso de acumulación capitalista se ve en dificultades, o bien que su carácter subordinado a los intereses monopólicos le impide toda lógica propia diferenciada del sector de intereses al que representa. II. LA ESCUELA LÓGICA DEL CAPITAL Las dificultades de las diversas escuelas del “capitalismo monopolista de estado” se concentran, según vimos, en un punto: su imposibilidad
de definir con precisión el sentido y los límites de la intervención estatal en el proceso económico, resultado a su vez de la ausencia de una posición clara acerca del lugar estructural del estado en la sociedad capitalista. Es la determinación, precisamente, de esta ubicación la que constituyó el punto de partido de la “escuela lógica del capital”, centrada en Berlín. A diferencia de otras tendencias teóricas —como, por ejemplo, la de Poulantzas — que se proponen el mismo objetivo pero toman como punto de partida la articulación de instancias propia del modo de producción capitalista, la escuela berlinesa parte exclusivamente del concepto de capital. Se trata, en definitiva, de derivar el concepto de estado del concepto de capital. De ahí el nombre de “derivación del estado” (Staatsableitung) que recibió el conjunto del debate. Como señalan J. Holloway y S. Picciotto en su presentación de esta discusión al público inglés, “el objetivo de este debate —que es parte del resurgimiento general del interés, desde fines de los años sesenta, en elaborar las categorías científicas desarrolladas por Marx en el análisis del capitalismo moderno — ha sido el de ‘derivar’ sistemáticamente al estado como forma política de la naturaleza de las relaciones capitalistas de producción, lo que constituiría el primer paso hacia la construcción de una teoría materialista del estado burgués y de su desarrollo”.⁸
⁸ J.
Holloway y S. Picciotto (ed.), State and Capital. A Marxist Debate , Londres, 1978.