teínas y medios para controlar su ejecución.” Su propuesta incluía también un punto clave: la proteína que controlaba el proceso era capaz de reconocer y unirse a una secuencia específica de bases, próxima a los genes sometidos a control. De esta forma, aseguraban, la proteína impedía la transcripción. La hipótesis de Jacob y Monod se mostró acertada. Desde entonces se han descubierto sistemas de control génico en E. coli , variantes en su mayoría del esquema inicial. En muchos de ellos participan genes que producen enzimas que metabolizan un nutriente o sintetizan algún otro compuesto que se encuentra en bajas concentraciones. En todos los casos, proteínas con capacidad de unirse al ADN se adhieren a sitios específicos del ADN bacteriano para reprimir o promover la transcripción de un gen que no suele quedar lejos. La eficacia con que las proteínas enlazadas al ADN promueven o reprimen la transcripción depende de las concentraciones de dichas proteínas, que a su vez puede depender de multitud de factores. Aunque algunos mecanismos de control de la transcripción bacteriana son exquisitamente sensibles, su funcionamiento recuerda más el de un conmutador que el de una computadora. Reto muy distinto es el que plantea el control de los genes de un organismo pluricelular, de mecanismos más complejos. Las bacterias podrían utilizar la mayoría de sus genes durante su corta vida, activándolos o reprimiéndolos rápidamente, en respuesta a las condiciones cambiantes del medio. Por contra, una célula diferenciada de un organismo pluricelular utiliza sólo una pequeña proporción de sus genes. Si bien los cambios de actividad génica deben ser más escasos, porque los
organismos pluricelulares se afanan por mantener un medio interno constante, no parece tarea fácil decidir qué genes han de activarse. Las células de un organismo complejo necesitan “saber” dónde están instaladas para decidir qué genes expresar. Y deberían, además, estar capacitadas para responder ante situaciones de emergencia, como una agresión o la súbita presencia de una hormona. Por ser tan distintos los requerimientos de las bacterias en relación con las exigencias de los eucariotas, nadie se imaginaba que recurrieran a idénticos mecanismos fundamentales para controlar sus genes. Pero ocurre que las proteínas que se unen al ADN son las que se dan en eucariotas. Desde los mismos comienzos de la investigación sobre el control transcripcional en eucariotas empezaron a aparecer fenómenos novedosos. Así, en 1982, Steven L. McKnight y Robert Kingsbury levantaron uno de los primeros mapas en los que se señalaban las regiones de ADN que afectaban a la transcripción de un gen en una célula eucariota. Utilizaron un gen de un virus herpes que se expresaba en ovocitos de la rana Xenopus laevis . Provocaron mutaciones en las proximidades del gen, con la intención de averiguar qué regiones eran fundamentales para la transcripción normal del gen y, por tanto, intocables. Hallaron varias. Una estaba junto al “promotor”, sitio muy próximo al lugar por donde la enzima encargada de la transcripción aborda su tarea. A tenor de lo conocido en bacterias, era éste un resultado esperado. Los otros dos sitios de interés quedaban lejos, en términos moleculares, uno a 50 y el otro a 100 pares de bases. Resultaba extraño que a tanta distancia una proteína incidiera en la transcripción. Cabía, empero, sospe-
2. GENES ESPECIFICOS DE TEJIDOS se activan cuando los factores de transcripción se unen a una combinación adecua-
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char que se tratara de sitios de engarce de proteínas. Sospecha que no tardó en confirmarse, cuando Robert T. N. Tjian aisló una proteína que estimulaba experimentalmente la transcripción de un gen en una célula eucariota; lo hacía mediante el enlace en otra secuencia de las bases del ADN. Tjian encontró que su proteína se unía a cinco sitios distintos en las proximidades de un gen vírico. Luego se vería que todos los genes eucariotas son muy parecidos en ese sentido. A diferencia de las proteínas que se unen al ADN de las bacterias, las de eucariotas suelen controlar la transcripción desde sitios de engarce muy alejados. Pronto se identificaron factores transcripcionales que se unían a puntos situados hasta a 40.000 pares de bases del gen diana, sin perder por ello la capacidad de estimular, o reprimir, la transcripción. También, a diferencia de las proteínas bacterianas que se unen al ADN, no importa tanto la posición exacta de los factores transcripcionales eucariotas. Pueden estar a cualquier lado del promotor o incluso curso abajo del gen.
¿Cuántos reguladores? Barbara R. Hough-Evans y otros que trabajan con Davidson se han ocupado del gen que produce la proteína actina en Strongylocentrot us purpuratus (erizo de mar). Hasta 20 regiones próximas al gen son reconocidas por proteínas reguladoras. Davidson y sus colaboradores han demostrado que cinco de ellas, por lo menos, deben estar con proteínas reguladoras para que el gen de la actina se transcriba. Han encontrado también otras dos regiones a las que deben unirse proteínas reguladoras para impedir la transcripción de dicho gen. Según Davidson, cinco es el número
da de sitios para constituir un complejo único. Cada factor transmite una información específica.
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