Bloque II. Filosofía del lenguaje y lógica TEMA 4 Sentido y referencia: teorías del significado.
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ÍNDICE SISTEMÁTICO 1. 2. 3. 4.
Introducción El Giro Analítico El Giro Pragmático del la filosofía analítica El Giro en la Tradición Alemana 4.1. La crítica de Hamann a Kant 4.2. El lenguaje como “constitutivo del mundo” en Humboldt 4.3. La crítica de Heidegger a Humboldt 5. Conclusión: tres intentos de superar el “relativismo” 6. Bibliografía _____________________________________________ 1. Introducción A principios del S. XIV la crítica nominalista despoja a las cosas de su esencia y explica los conceptos universales como construcciones del espíritu finito. Así, el conocimiento de las cosas deja de estar fundamentado en la constitución conceptual de las cosas mismas y se quiebra la relación ontológica entre la mente y el mundo. La moderna filosofía de la conciencia contesta a este reto invirtiendo la dirección de la explicación: el sujeto cognoscente extraerá los criterios del conocimiento de la subjetividad misma, accesible mediante la reflexión. El dualismo que se establece entre sujeto y mundo abre las puertas a una nueva forma de escepticismo, que se reformula en la modernidad como relativismo, enfocado no hacia el mundo en sí sino hacia nuestra representación del mismo, y se plantea si el mundo tal como se nos aparece no será sólo una ilusión; la cuestión epistemológica fundamental será, ahora, cómo justificar la correspondencia entre el objeto y su representación. En la representación se manifiesta ahora la relación que establece el objeto con el sujeto, y los signos constituyen el único medio de acceso a aquél, aunque el lenguaje aún es considerado un mero producto y/o instrumento para el acceso a las cosas. La ordenación de las cosas que realiza el lenguaje es siempre deudora de una actividad prelingüística que realiza el auténtico protagonista del juego de la representación: el sujeto trascendental, auténtico garante de la continuidad entre naturaleza y cultura. A pesar de que el acceso a las cosas ya no sea inmediato, sino que está mediado por el cogito, toda producción del saber es considerada como representación fiel de una realidad preexistente. Bajo este paradigma epistemológico el conocimiento es reconocimiento y, a pesar de no ser ya inmediato, no es mera construcción mental, 3
sino que siempre es referencia a algo. Y cuando conseguimos dotar de objetividad a los contenidos de la sensación mediante el descubrimiento de la regla de formación que los agrupa en figura, entonces nuestra representación está en pleno acuerdo con el mundo, saliendo a la luz la íntima continuidad entre cultura y naturaleza. Frente a la concepción instrumental del lenguaje como producto en la que está atrapada toda la filosofía de la conciencia, a partir del S. XIX va surgiendo una concepción del lenguaje como actividad. Según señala Foucault (Michel Foucault: “Las palabras y las cosas”, Madrid, Siglo XXI, 1997), el lenguaje adquiere un ser propio y pierde así su papel como mero vehículo de la representación, convirtiéndose en una instancia que reclama una consideración crítica, pues la competencia lingüística queda a espaldas de los hablantes pero es lo que determina lo que a priori se puede decir o no decir en toda lengua; de esta nueva situación, se extraen consecuencias directas respecto al problema de la fundamentación: el lenguaje se convierte en mediación necesaria para todo conocimiento científico que quiera manifestarse como discurso. De aquí surgen dos preocupaciones: (i) Cómo neutralizar y pulir el lenguaje científico para convertirlo en espejo puro de un conocimiento no verbal; (ii) Buscar una lógica independiente que pueda representar las formas y los encadenamientos del pensamiento fuera de todo lenguaje. El movimiento filosófico que surge a finales del S. XIX, cuando se traslada la razón desde la conciencia del sujeto cognoscente al lenguaje, provoca un cambio de paradigma de alcance similar al que se produjo tras la crítica nominalista a finales de la Edad Media. El Giro Lingüístico de la Filosofía es un complejo fenómeno de recusación de la razón como fundamento de la metafísica que supone la más radical redefinición de la función significante del lenguaje que había caracterizado a la filosofía occidental desde tiempos de Sócrates. A la luz del Giro Lingüístico el lenguaje ya no será más “la expresión externa” de un pensamiento que se había asumido como el lugar de la certeza, sino que se revelará como una entidad propia que impone sus límites y determina, en cierta manera, tanto al pensamiento como a la realidad. En el proceso de reflexionar sobre los problemas desde la naturaleza del lenguaje podemos considerar tres giros diferentes: un giro analítico, un giro pragmático y un giro alemán, germen del giro hermeneútico.
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2. El Giro Analítico El origen de las profundas transformaciones que supone el giro analítico está ligado a la aparición, entre los matemáticos, de una preocupación relativa a los fundamentos de su propia disciplina: matemáticos y filósofos tendían a concebir el número como fruto de una intuición, en una doctrina que se remontaba al sistema expuesto años antes por Kant. El movimiento antikantiano que eclosiona a partir de 1880 está dirigido contra el papel que su teoría confiere a la intuición: para que las matemáticas puedan desarrollarse con toda seguridad es necesario que sus principios de base sean formulados en un lenguaje preciso y riguroso, exento de toda presuposición intuitiva o metafísica. La crítica comienza con Bernhardt Bolzano, que ataca simultáneamente la noción de juicio sintético “a priori” y de intuición pura. Sea espacial o temporal la intuición es siempre empírica, y es necesario que los fundamentos de las matemáticas, purificados de todo elemento intuitivo, sean concebidos de manera exclusivamente lógica. No obstante, el crítico más importante será Frege, que adquiere pronto la convicción de que las proposiciones aritméticas no eran juicios sintéticos “a priori” sino simples juicios analíticos; es decir, proposiciones en cuya demostración no es necesario recurrir a la intuición. La explicación del número por medios puramente lógicos confirmaba la superación de la concepción kantiana e identificaba a la lógica como la disciplina fundacional de las matemáticas. Además, prosigue Frege, formulamos los razonamientos matemáticos en el lenguaje natural, lleno de imperfecciones y de engaños, sin la precisión y la exactitud suficientes. Su objetivo va a ser reformular la aritmética en modo axiomático, en una versión purificada del lenguaje ordinario controlable en todos los aspectos y adaptada a la deducción matemática. Por otra parte, en el artículo “Sentido y Referencia” formula distinciones que se revelarán valiosas no solo para la lógica, sino también para el análisis lingüístico. Es necesario dejar de confundir el sentido de un signo, que es un concepto objetivo, con la representación subjetiva que lo acompaña en nuestra mente; y, claro está, con el objeto que constituye su referencia. Estas distinciones se aplican igualmente a las proposiciones. El sentido de una proposición, que es un “contenido del pensamiento”, no debe ser confundido con su referencia, que no es más que su “valor de verdad”; y 5
éste ha de ser “verdadero” o “falso”, puesto que para Frege no hay tercera posibilidad. El interés de ese análisis es mostrar la equivalencia formal de todas las proposiciones que, sin tener el mismo sentido, poseen el mismo valor de verdad. Frege justifica así el “principio de extensionalidad, que se convertirá en fundamental para los lógicos modernos, según el cual toda proposición compuesta no es más una función de verdad de las proposiciones que la componen. Será en el Trinity College donde, en los años siguientes, Bertrand Russell, bajo la influencia de Moore y de Peano, pondrá en marcha el proyecto de fundar las matemáticas sobre una base puramente lógica, la única capaz de garantizar su objetividad. Russell separa netamente la “proposición”, entidad lógica autónoma, de la “frase” que la expresa mediante palabras. Afirma que, siempre y cuando se evite mezclar estos dos niveles, el análisis lingüístico de una frase puede servir de hilo conductor al análisis lógico de la proposición correspondiente. Ese método se convertirá a lo largo de los decenios siguientes en referencia común para todos los partidarios de la filosofía analítica. Su primera aplicación en “Los Principios de la Matemática” conduce a Russell a operar una distinción fundamental entre “significación” y “denotación”. Un nombre “significa” un concepto y, en virtud de ello, tiene sentido; y este último “denota” un objeto. Por hipótesis, el hecho de que comprendamos el significado de un término implica que éste remite, a través de un concepto, a un objeto dotado de una existencia real o inteligible. La tesis central de la que surgirá la aplicación del análisis lógico-lingüístico a la filosofía se encuentra contenida en una “teoría de las descripciones” que Russell expone en un artículo denominado “De la denotación”. El problema del cual se origina la teoría es el siguiente: ¿cuál es el significado que se ha de otorgar a frases como “el actual rey de Francia es calvo”, teniendo en cuenta que en Francia actualmente existe una República? Según Frege, los enunciados de este tipo no son ni verdaderos ni falsos. Por el contrario, según Russell es posible parafrasear este tipo de enunciados de modo que emerja su verdad o falsedad. Russell muestra que tales expresiones son asimilables a una fórmula del tipo: “El término que tiene la propiedad F”; dicho de otro modo, a una simple función F(x) que no designa nada por sí. El asunto de la denotación puede entonces resolverse por la construcción de una frase que comporta un cuantificador
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existencial: “Existe un x tal que F(x)”, frase que a su vez, puede ser verificada (o no) por los procedimientos habituales. Russell transforma el lenguaje de tal modo que consigue hacer evidente su capacidad o incapacidad de denotar una realidad efectivamente existente, de donde es deducible la naturaleza “engañosa” del lenguaje natural: la forma de un enunciado puede enmascarar su verdadera forma lógica; es decir, sugerir una forma lógica distinta a la que el enunciado realmente posee. Este es el motivo por el cual nacen los problemas filosóficos que el análisis debe disolver o resolver. Wittgenstein, por su parte, mostrará en el “Tractatus Lógico-Philosophicus” que los problemas filosóficos, en general, son falsos problemas, y que su formulación reposa sobre un vasto malentendido lingüístico. La obra se basa en un análisis paralelo de la realidad y del lenguaje directamente inspirado por la teoría de la estructura atómica de la materia: el mundo está constituido por hechos moleculares o complejos que, a su vez, se descomponen en hechos atómicos o “estados de cosas”; es decir, en configuraciones de objetos elementales. Simétricamente, el pensamiento, que es “uno” con el lenguaje, está constituido por proposiciones complejas, analizables en proposiciones atómicas que enlazan entre ellas los nombres, o “signos simples”, de objetos. De modo análogo a como un mapa geográfico “representa” un paisaje físico, la conexión de los elementos en el interior de una proposición “representa” la de los objetos en el mundo. Más incluso; estas dos conexiones son idénticas. ¿Significa esto que fuera de la descripción “científica” de los estados de cosas no es posible ningún discurso? La respuesta del “Tractatus” es que si el mundo tiene un sentido, ese sentido debe encontrarse no en él sino fuera de él. En consecuencia, si ese sentido existe no puede ser “dicho”, descrito o representado, sino solamente “mostrado” pues, situándose fuera del mundo, escapa a la esfera de lo representable. En pocas palabras, la filosofía no tiene nada que añadir a la descripción científica del mundo. Respecto a la cuestión relativa al estatus de las proposiciones lógicomatemáticas, éstas no son para él más que “tautologías” pues nada dicen sobre el mundo, no describen ninguna realidad preexistente, empírica o inteligible (“Nada sé, por ejemplo, sobre el tiempo que hace cuando sé que llueve y no llueve”). Son barridas, así, las últimas trazas del platonismo sobre el que reposaba la doctrina logicista.
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En Austria, el Círculo de Viena declara que es al conjunto de las ciencias existentes (matemáticas y experimentales) al que corresponde tomar el relevo de la metafísica y plantearse en un lenguaje que le sea propio las cuestiones a las que la filosofía no podrá responder jamás puesto que no puede convertirse en ciencia. Rechazando los “enigmas irresolubles”, la práctica del análisis como ejercicio de clarificación de los conceptos y como análisis lógico de los enunciados se convierte, para los neo-positivistas, en la base de un trabajo filosófico en el que el problema del significado se convierte en central; por un lado, para determinar la diferencia entre lo que llamamos ciencia y lo que no lo es y, por otro, para determinar las condiciones según las cuales podemos establecer que una proposición es verdadera. Los filósofos neopositivistas integran toda la herencia anterior en un vasto proyecto epistemológico: construir un lenguaje artificial perfecto en el cual se pueda retraducir una cuestión dada para encontrarle una respuesta definitiva o para mostrar que se trataba de un falso problema, y en el cual sea posible expresar las cuestiones científicas y fomentar el diálogo entre las ciencias particulares. 3. El Giro Pragmático del pensamiento analítico La crisis del paradigma referencialista se produce, sobre todo, a partir de la revisión de las tesis del “Tractatus” que Wittgenstein realizó en la década de los 30 y los 40. El Giro pragmático supone un desplazamiento de interés desde un análisis del lenguaje como estructura lógica y como facultad principalmente asertiva (es decir, como capacidad de producir enunciados que describen estados de cosas caracterizados por ser verdaderos o falsos), hasta el análisis del lenguaje como facultad comunicativa y como conjunto de actividades multiformes ligadas a otras actividades de tipo social; desplazamiento de interés que va desde una visión del significado y de la verdad en términos de “correspondencia”, a una visión del significado como entidad regulada por estipulaciones e interacciones. El trabajo del segundo Wittgenstein parte de la cuestión de saber cómo aprendemos que tal nombre remite a tal objeto y tal verbo a tal acción. La respuesta toma la forma de una constante: aprendemos a través de los “juegos del lenguaje”. Todo lenguaje, en efecto, no es más que un conjunto de juegos reglados, ligados a situaciones de la vida y en modo alguno intercambiables. En la práctica, no obstante, es raro que nos equivoquemos. La experiencia se encarga de enseñarnos cuál es en cada situación el juego de lenguaje apropiado. Para cada palabra podemos decir 8
que conocemos su “significación” en la medida en que conocemos su “uso”, es decir, el conjunto de las reglas de la rigen. El lenguaje se convierte en el contexto regulatorio de lo que se dice y se hace, de forma que las condiciones de uso de una expresión lingüística dependen del juego lingüístico, de la situación concreta y del tipo de práctica comunicativa en la cual la utilizamos. Los juegos se corresponden con “formas de vida”; son la forma misma mediante la cual se estructuran los diversos “modos de vida” de los sujetos capaces de lenguaje, y varían infinitamente ya que varían las formas de vida que los constituyen. En definitiva, no solo se trata de un cambio de objeto sino también de perspectiva: examinar el lenguaje desde el punto de vista del uso significa reconocer que la función de “describir” la realidad es no la única, sino una de las muchas funciones con las que utilizamos el lenguaje. En la década de los 50 J. L. Austin adopta el mismo punto de vista y recurre al sentido común para analizar el lenguaje a partir del uso. El aspecto más influyente de su investigación fue su profundización en la noción de “enunciado performativo” como el enunciado que no describe nada sino que más bien realiza una acción. Austin diferencia una variedad de expresiones lingüísticas que desbordan el puro carácter asertivo del lenguaje; es decir, expresiones desprovistas de cualidad constatativa en las que la connotación de “verdadero” o “falso” carece de sentido. Dividiendo
inicialmente
tales
expresiones
lingüísticas
en
“realizativas”
y
“constatativas”, posteriormente señala que no sólo los realizativos sino también el resto de los enunciados poseen un aspecto ejecutivo, y distingue entre el aspecto locutorio o acción de decir efectivamente unas palabras, el aspecto ilocutorio o acción que se cumple cuando decimos algo (específicamente obrar en la situación en la que nos encontramos) y el aspecto perlocutorio o acción que, con nuestro decir, realizamos sobre los demás suscitando en éstos cualquier reacción. El descubrimiento de los actos lingüísticos provoca el abandono de la distinción realizativo-constatativo a favor de una concepción pragmática del fenómeno lingüístico, y su hipótesis de generalización del realizativo (es decir, de que todo acto de comunicación sostiene o implica un elemento reflexivo y ejecutivo) será recuperada por Habermas que la ubica en el centro de su teoría de la acción comunicativa.
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4. El “giro lingüístico” en la tradición alemana El común denominador de las transformaciones propias del cambio de paradigma que el “giro lingüístico” llevado a cabo por la tradición alemana ha traído consigo lo constituye, indudablemente, la crítica a la concepción tradicional del lenguaje como “instrumento” para la designación de entidades independientes del lenguaje o para la comunicación de pensamientos pre-lingüísticos. Sólo tras reconocer que al lenguaje le corresponde un papel “constitutivo” en nuestra relación con el mundo puede hablarse, en sentido estricto, de un cambio de paradigma de la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje. 4.1. La crítica de Hamann a Kant Hamann y Herder vieron que el lenguaje no es un mero instrumento para el establecimiento y comunicación de la experiencia del mundo, pues aquello que experimentamos está “constituido” por el carácter mismo de nuestro lenguaje; el precio de este reconocimiento es que la razón tampoco puede pensarse como “alingüística”. Hamann y Herder reprochan a Kant que se cierre a una razón “pura” independiente del lenguaje, pues no se puede separar la razón de las condiciones reales e históricas de su existencia. Hamann plantea la cuestión de las condiciones de posibilidad del análisis mismo que es llevado a cabo en la “Crítica de la razón pura” mediante una pregunta que Kant no planteó: ¿cómo es posible la capacidad de pensar? La capacidad de pensar, en cuanto tal, descansa en el lenguaje. Y si el pensar está indisolublemente ligado a un lenguaje ya dado que lo hace posible, la pretensión misma de un punto de partida ausente de toda presuposición, que se esconde tras la calificación de la razón como “pura”, es una mera ilusión. Sin embargo, este cambio de paradigma trae consigo problemas internos que para la filosofía anterior eran completamente desconocidos. Por una parte, el reconocimiento del carácter simbólicamente mediado de nuestra relación con el mundo convierte al lenguaje en una instancia que compite con el “yo trascendental” por la autoría de los rendimientos constitutivos de la experiencia falsamente atribuidos a aquél. Por ello, para dar cuenta de la “constitución” de ese mundo unitario, garante de la objetividad de la experiencia de los sujetos, ya no se puede recurrir a la unidad de un “mundo en sí” de entes accesibles con independencia del lenguaje. La disolución de la unidad trascendental de la apercepción en una diversidad de aperturas del mundo 10
inherentes a las lenguas históricas y, por ello, tan contingentes e históricamente cambiantes como ésta, tiene como efecto que conceptos como “referencia” y “verdad” se conviertan en magnitudes inmanentes al lenguaje, quedando con ello relativizados en su validez y alcance. Por otra, el “mundo” aparece, ya sólo de un modo mediato, como el conjunto de estados de cosas sobre los que los hablantes se comunican y, por ello, la garantía de objetividad de la experiencia de éstos ya sólo puede obtenerse por la vía indirecta de justificar cómo es posible que los hablantes conversen sobre lo mismo. 4.2. El lenguaje como “constitutivo del mundo” en Humboldt Humboldt lleva a cabo un cambio de paradigma en dos dimensiones diferentes. En lo que se refiere a la dimensión semántica del lenguaje, la consideración de Humboldt del lenguaje como una “actividad” apunta al hecho de que con la generación del lenguaje se “constituye” algo nuevo que no podría existir sin esa actividad de crearlo, y que no existía con anterioridad; considera la síntesis genuina del lenguaje su “auténtica esencia” y la denomina “articulación”, y postula que sólo mediante la articulación pueden las representaciones hacerse “experienciables” para el sujeto y, de este modo, alcanzar objetividad, sin por ello perder su carácter “inteligible”. El reverso de esta apreciación, a saber, el reconocimiento de que el mundo fenoménico sólo adquiere objetividad “en un determinado lenguaje”, es la consecuencia sistemática que este cambio de perspectiva trae consigo: dado que el lenguaje es considerado como responsable de la apertura del mundo tiene que representar para el individuo un poder determinante de su modo de pensar y configurador de su experiencia. En lo que se refiere a la dimensión comunicativa del lenguaje establece que la objetividad sólo es posible en la medida en que el lenguaje permite la “intersubjetividad” en la relación sujeto-sujeto propia del diálogo, que a su vez hace posible la “objetividad” específica de la relación sujeto-objeto, pues sólo al ser elevado lo pensado a objeto común de las dos primeras alcanza ese tercero su carácter objetual. Y esto prueba, igualmente, el carácter previo de la esfera dialógica de la relación sujetosujeto con respecto a la relación, siempre considerada paradigmática entre sujeto y objeto.
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4.3. La crítica de Heidegger a Humboldt La crítica de Heidegger se centra en la relación en que deben considerarse la dimensión semántica del lenguaje en su función de apertura del mundo y la dimensión pragmática del mismo en su función de medio de entendimiento, de comunicación y, con ello, de condición de posibilidad de la intersubjetividad. Para Heidegger el diálogo, entendido como “el hablarse uno a otro sobre algo”, tiene como condición de posibilidad que haya un lenguaje común a disposición que garantice mediante su función de apertura del mundo la unidad de identidad de éste último; y es, además, la condición para que sea posible un acuerdo “sobre algo” en la conversación. En esa medida, la dimensión semántica del lenguaje en su función de apertura del mundo es necesariamente anterior a su dimensión pragmática, ya que aquélla ha de ser vista, en realidad, como la condición de posibilidad de la comunicación misma. Esta consecuencia es la que queda acentuada en la equiparación de Heidegger entre aquello sobre lo que los hablantes han de llegar a un acuerdo y aquello sobre cuya base los hablantes están “ya siempre” de acuerdo: sólo puede hablarse de desacuerdo en una conversación en un sentido relativo; es decir, sobre el trasfondo de un acuerdo previo incuestionable que permite a los hablantes discutir sobre “lo mismo”. Y debido a ese carácter constitutivo, encuentra justificado considerar las aperturas del mundo subyacentes a las diversas lenguas como una fundación de la verdad. 5. Conclusión: tres intentos de superar el “Relativismo” Según la concepción de Rorty “estar en contacto con la realidad” debe traducirse en términos de “estar en contacto con una comunidad humana”; la presuposición de un mundo objetivo no puede separarse del horizonte interpretativo intersubjetivamente compartido en el que ya siempre se mueven los participantes de la comunicación. El “saber” se equipara con aquello que es aceptado en cada caso como “racional” según los criterios de nuestra comunidad. Para escapar de la acusación de relativismo Rorty critica el presupuesto de que la justificación tiene, implícitamente, pretensiones de validez universal. Para Rorty la justificación es siempre justificación en un contexto, con personas concretas, y no una justificación incondicionada. No hay nada que haga necesario (o posible) trascender el
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ámbito de la justificación local hacia el de la justificación universal. De ahí etnocentrismo, que no relativismo. La teoría de la “racionalidad comunicativa” de J. Habermas construye una estrategia integradora del supuesto “realista de un mundo objetivo único” sin admitir la tesis de la “unidad del mundo en sí”. Habermas llega a la conclusión de que las pretensiones de validez resultan en principio susceptibles de crítica porque se apoyan en conceptos formales de mundo: presuponen un mundo intersubjetivamente compartido por todos los miembros de un grupo, desligado de todos los contenidos concretos. El supuesto realista de un mundo objetivo único permitiría pensar la independencia de dicho mundo respecto a los medios lingüísticos con que nos referimos a él. El supuesto contrafáctico de un mundo objetivo idéntico para todos al que nos referiríamos con nuestros términos no implicaría, pues, negar que de facto nuestra relación con el mundo siempre está simbólicamente mediada, sino tan sólo reconocer la implausibilidad del supuesto implícito en el relativismo lingüístico: que aquello que es abierto por el lenguaje tiene que ser identificado necesariamente, por los que comparten dicho lenguaje, con el orden mismo que se supone al mundo. Putnam, por su parte, ha transitado a lo largo de los años desde una posición de “realismo metafísico” a una nueva teoría que él denomina “realismo interno”. Si es imposible conocer el mundo independientemente de nuestros esquemas conceptuales, esto no significa que lo que conocemos “no sea” el mundo: más bien existen muchas maneras (todas autorizadas) de ver, concebir y describir el mundo, y en cada una de éstas existen verdades más o menos sólidas, descripciones mejores o peores. Es una óptica pragmática la que decide, en cada época, cuál es la imagen del mundo característica y dominante, aquella en la cual es más oportuno confiar. 6. Bibliografía v D’agostini, Franca: “Analíticos y Continentales”. Madrid: Cátedra, 2009. v Severino, Emanuelle: “La filosofía moderna”. Barcelona: Ariel, 1986. v Lafont, Cristina: “La razón como lenguaje”. Madrid: Antonio Machado, 1993. v Hudson, W. D.: “La filosofía moral contemporánea”. Madrid: Alianza, 1974. v Habermas, Jürgen: Verdad y Justificación. Madrid: Trotta, 2002.
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