Vasco N úñez de B alboa DESCUBRIDOR DEL PACÍFICO 1 Vos adentramos en la histórica región de Darién (éntre los estados de Panamá y Colombia), punto de partida de la conquista española en tierra firme del continente ameri cano. Sobre estos territorios no sólo se fundó la primera colonia (Santa María del Antigua) sino que se manifestó el modas operandi de unos conquistadores ávidos de riquezas, pendencieros y envidiosos, sólo leales a Dios y a la Corona. Vasco Núñez de Balboa emprendió la exploración y conquista de nuevos territorios para Castilla. Consiguió pronto el control y el gobierno del contingente español, lo que le granjeó eternos enemigos, y aunque aportó gran beneficio de riquezas y tierras, nadie le defendió cuando cayó en desgracia y fue preso, antesala a su deshonroso final. Para la Historia queda su arrojo demostrado durante su periplo hacia el sur, en busca del «nuevo mar rico en oro», abriendo las puertas a otras tierras que posteriores conquis tadores explorarán.
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Vasco N úñez de B alboa DESCUBRIDOR DEL PACÍFICO
KATHLEEN ROMOLI
Traducción del inglés por
Felipe Ximénez de Sandoval
PLANETA IMACOSTINI*
Grandes Biografías de la Historia de España Director editorial: Virgilio Ortega Edita y realiza: Centro Editor PDA, S.L. Edición: Francisco Rueda Diseño cubierta: rombergdesign
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. Título original: Balboa o f Dariín. Discover o f the Pacific Ilustración de la cubierta: Retrato de Vasco Núñez de Balboa. © DeA Picture Library © Espasa Calpe, S.A., 1955 © de la presente edición Editorial Planeta DeAgostini, S A ., 2007 Avda. Diagonal, 662-664. 08034 Barcelona www.planetadeagostini.es ISBN: 978-84-674-6923-3 ISBN obra completa: 978-84-674-4581-7 Depósito legal: M-43358-2008 im prim e: Rotapapel, S.L. Móstoles (Madrid) Distribuye: Logista Publicaciones C / Trigo, 39 - Edificio 2 Pol. Ind. Polvoranca - 28914 Leganés (Madrid) Printed in Spain - Impreso en España
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Páginas Palabras P revias ....................................................................................... Prólogo .................................................................................................... I II III IV V V I V II V III IX X X I X II X III X IV XV XVI X V II X V III X IX XX XXI X X II X X III X X IV XXV XXVI
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Páginas X X V II X X V I II X X IX XXX XXXI E pílogo
Apéndices N ota y
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fuentes principales de los capítulos
B ibliografía escogida
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PARA BILL
PALABRAS PREVIAS
Los problemas y satisfacciones de la investigación histórica no necesitan explicación alguna para los aficionados a ella y muy poca para las personas que gustan de las novelas policiacas. El examen de la evidencia, la tenaz per secución de una pista, el testimonio aceptable pulverizado por el hallazgo fe liz de una palabra o el respetable testimonio que se convierte en sospechoso; la determinación exacta del tiempo (¿dónde estaba el rey el 23 de diciembre de 1511?); la santa alegría de encontrar un dato precioso en un documento aparentemente ajeno al asunto; el momento culminante en que una doce na de piezas sueltas y rebeldes se convierten de pronto en un todo unido, lógicamente hermoso, se da lo mismo en la investigación histórica que en la de cualquier crimen misterioso, sea real o ficticio. Esto, naturalmente, es aplicable también al lado psicológico de la investigación: la Historia podrá seguir un ritmo tan vasto como el de la carrera de los astros, pero los hechos aislados son en gran parte producto de la emoción. El inconveniente — y el encanto— de seguir una pista en la Historia es que muchas veces no se puede llegar al fin. Los testigos son ya polvo y ceniza, y faltan algunas de las principales pruebas materiales. Y, por tanto, las evidencias que se conservan pueden ser abundantes, pero con frecuencia inseguras y rara vez imparciales. La historia de Darién y de Balboa contenida en este libro se basa so bre documentos de la época y los relatos de los cronistas contemporáneos. Fuentes indudablemente auténticas, proporcionan un indudable caudal de información, del que sólo una pequeña parte puede aceptarse del todo con ingenuidad. Parte de la dificultad es mecánica: un documento puede llevar la fecha de la colonia y, sin embargo, ser copia defectuosa de un original perdido, y no digamos nada de los errores que florecen en versiones más 11
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modernas de la difícil escritura de aquel tiempo. Considerando cómo son algunos de los manuscritos confrontados por el paleógrafo, nadie — a no ser que sea otro paleógrafo— podrá juzgarlos con crítica severa. A veces, los errores son tan notorios que se advierten incluso por los más benévolos. Igualmente en cuanto a las traducciones, la benevolencia debe correr un velo algunas veces, pues hasta en las de las más eminentes autoridades se suelen encontrar trampas para los incautos. Algunos deslices son sencillamente di vertidos: la traducción por Harrisse de «Punta de lobos marinos» (Point o f Seáis) como «Punta de los buenos marinos», inspirada, sin duda, por el tér mino sea wolf, aplicable a los viejos marineros, ofrece un encanto macabro sí se compara con un informe de 1516 de los expedicionarios en el que mani fiestan haber encontrado muchos «lobos marinos» en el promontorio, de los cuales mataron sesenta y seis, enviando a España sus pieles. Pero no es tan divertido cuando la traducción de una carta del obispo de Darién altera del principio al fin su sentido. Tampoco merece mucho crédito el traductor que convirtió la descripción de Balboa por Pedro Mártir que dice: «Un notable combatiente con la espada», en esta otra: «un rufián egregio». No obstante, el problema mayor estriba en la manifiesta parcialidad de las cartas e informes contemporáneos. Sería difícil encontrar un grupo de hombres más pendencieros y envidiosos que los conquistadores. Sus repre sentaciones a las autoridades de Castilla estaban llenas de motivos inconfe sados, por lo que sólo pueden valorarse cuando el lector tiene una justa idea de cuáles eran las verdaderas razones. La calumnia era moneda corriente en ellos, y, guiados por el principio de que reclamar una indemnización de un millón de dólares puede dar lugar a obtener una de diez mil, las acumula ban; su habilidad para el engaño, el subterfugio y la prevaricación sólo se neutralizaba por su evidencia. Puesto que es correspondencia oficial la que se ha conservado; puesto que en la de Darién predominaba la expresión de una conjura para arruinar a Balboa, y puesto que, además, se trazaba para presentar una administración corrompida como ejemplo de cándida pul critud, es evidente que dichos informes no pueden ser tomados al pie de la letra. Las declaraciones prestadas en los procesos y en las «probanzas», en las que los conquistadores veteranos exponían sus méritos, son algo mejor y se les puede dar crédito como a las de hoy. Por último, hay errores honrados (cosas olvidadas, recordadas mal o entendidas a medias al tomarse de segunda mano). No puede extrañar que uno se aficione a los áridos protocolos de los registros materiales: si un capitán de barco compra harina para su próximo 12
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viaje es seguro, por lo menos, que no ha partido todavía; si lo encontramos descargando géneros y valijas es que, indudablemente, ha llegado al lugar de destino. Pasemos a los cronistas. Eran verdaderos gigantes. Nada podríamos ha cer sin ellos, pues, faltando sus narraciones, nuestro conocimiento de los primeros años de la colonización americana sería escasísimo. Pero también con ellos debemos tener en cuenta la máxima que escrita en letras de oro debíamos poner en el pupitre de cada estudiante: No es necesariamente asi. De los tres primeros cronistas que hablaron de la colonia de Darién, uno jamás estuvo en las Indias; otro conocía parte de ellas, pero no Darién, y el tercero estuvo en Darién, pero no más que once meses durante el curso de nuestro relato. Es decir, el 80 o el 90 por 100 de lo que cuentan es de oídas. Dos de ellos estaban muy influidos por fuertes prejuicios personales y el otro toma muchos de sus datos de fuentes tendenciosas. Unas veces parecen haber registrado instantáneamente las noticias, mientras otras se advierte claramente que trabajan sobre notas inadecuadas, como esas que al tomarlas parecen perfectamente suficientes y luego resultan incomprensibles; otras parecen haber confiado demasiado en la memoria. Considerando todo esto, no es sorprendente que en ocasiones se equivoquen; lo que es asombroso es la cantidad de información que acumulaban y que en gran parte sea subs tancialmente exacta. Puesto que las crónicas son indispensables, que cuando no están contra dichas deben ser aceptadas y que cuando, como a menudo sucede, existan contradicciones entre ellas que debemos sopesar, significa que debemos co nocer lo mejor posible a sus autores. Las notas que siguen no son sino una sencilla introducción. Los tres cronistas próximos son, por el orden en que escribieron: Pedro Mártir de Anglería, sacerdote, humanista, protonotario papal, consejero y noticiero, que pasó la mayor parte de su vida en la Corte de Castilla; Gonzalo Fernández de Oviedo, veedor mayor del oro y rescate y escribano mayor de la Corona en Darién, y Bartolomé de las Casas, protector de los indios. Respecto a Darién, debe añadirse un cuarto analista: Pascual de Andagoya. Mártir, hombre urbano, curioso y personalmente objetivo, estaba ínti mamente persuadido de la importancia del que él llamó por primera vez el Nuevo Mundo. Se dedicó a hablar con cuantos hombres volvían de las Indias y hasta les animaba a ponerle por escrito sus recuerdos, papeles que, por 13
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desgracia, destruyó muchas veces. Estaba en estrecha relación con ministros, prelados y funcionarios coloniales; fue amigo de Colón y gozaba de autori zación para leer las relaciones que venían del Nuevo Mundo, algunas de las cuales desaparecieron antes de que otros pudieran consultarlas, sobre todo las de Balboa acerca del descubrimiento del Pacífico. Y escribía cuando los hechos estaban muy recientes o incluso sucediendo todavía. Pero Mártir, más que un historiador, fue un reportero. Escribió un ver dadero torrente de cartas, más de ochocientas, las cuales se publicaron a raíz de su muerte bajo el título de Opus epistolarum. Sus ocho «Décadas» sobre el Nuevo Mundo, editadas íntegras con el título De orbe novo en 1530, vienen a ser algo por el estilo, epístolas difusas escritas por entregas, con toda la lozanía y los defectos de cualquier reportaje de sucesos ocurridos en el país desconocido y muy remoto. En las cartas es directo y descuidado («Estoy escribiendo con un pie en el estribo... Adiós, cuídate»), y, si bien en sus «Décadas» es a veces pomposo, otras resulta mucho más divertido de lo que pudiera pensarse de un hombre que escribía en latín a papas y carde nales. Con relación a Balboa, sus datos son una especie de bocadillos: una loncha de aprobación que coincide con las noticias recibidas después del descubrimiento del Pacífico, entre dos capas desfavorables que reflejan las comunicaciones de los enemigos jurados de Balboa. También Oviedo vivió en los círculos cortesanos. Había sido uno de los mozos escogidos para compañeros del presunto heredero, del príncipe don Juan, en cuya casa sirvieron como pajes los hijos de Colón. Su interés directo por las Indias empezó cuando, a la edad de treinta y seis años, fue destinado para sus cargos oficiales en Darién. Hábil, cuko, mundano, irónico, gustoso de la anécdota y con un alto sentido de su propia importancia, sus prejuicios eran vehementes, y nunca tanto como en lo referente a Darién, donde los hechos políticos le tocaban en lo vivo. Hombre perseverante, tenía el valor de sus convicciones, que pasan intactas por su crónica, escrita veinticinco o treinta años después. Algunas entran en la categoría de ¡deas fijas, pero es justo decir que otras eran absolutamente exactas. Por otra parte, Oviedo estaba perfectamente informado en muchos as peaos. Durante el año escaso que pasó en las Indias, entre 1514 y 1515, tuvo acceso a todos los archivos, acudió a reuniones de la Junta de gobier no, trabajó para averiguar lo que tramaban el gobernador y sus colegas, y, aunque cuando volvió en 1520 Darién ya estaba sentenciado al abandono, logró captar muchos datos que sólo se podían obtener sobre el terreno. Tam14
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bién era un buen naturalista por afición, y es el único analista que leyó el diario de navegación de la expedición en que Balboa descubrió el Pacífico, así como los documentos relativos al proceso del descubridor, desaparecidos en seguida en circunstancias sospechosas. La mayor parte de lo que Oviedo cuenta de Darién y de Balboa lo escribió hacia 1546. Las Casas, el tercero de nuestros cronistas, era hijo de un opulento co merciante con negocios en las Indias. Graduado en la Universidad de Sa lamanca, marchó a Santo Domingo en 1502, y siete años más tarde fue el primer sacerdote ordenado en el Nuevo Mundo. Después de pasar dos años junto a Velázquez en la conquista de Cuba, renunció a las tierras y los siervos que se le concedieron, regresó a la Hispaniola, de donde siguió a Castilla en 1515, y, salvo unos cuantos meses en 1517, permaneció en España hasta fi nales de 1520. En Cuba había vislumbrado una gran luz; de allí en adelante su anhelo febril fue conseguir la liberación y el bienestar de los indios. Re chazando con energía la tesis de que los aborígenes americanos pertenecían a una raza inferior predestinada a la esclavitud — a diferencia de los musulma nes y los negros, cuya servidumbre aprobaba e incluso promovía— , negó el derecho de España a dominar el Nuevo Mundo y denunció furiosamente la crueldad y codicia de los conquistadores. Naturalmente, sus escritos — sobre todo un virulento opúsculo publicado en 1552— alcanzaron la mayor difu sión y popularidad en los países enemigps de España, siendo sorprendente que, a pesar de sus duros ataques a su patria y a sus compatriotas, viviera muchos años rodeado de honores y seguridad. La noble y rígida obsesión de Las Casas en todo cuanto escribió explica sus exageraciones y errores tanto como la limpia conciencia con que escribe, aunque sus relatos revelen los métodos dudosos utilizados para sus fines. Como casi todos los fanáticos, Las Casas se identifica a sí mismo con la Divina intención, convencido de que quienes discrepan de él son malos. Sus resentimientos personales le hacían prorrumpir en los truenos de indig nación del que defiende una causa sagrada. A la inversa, hacía los mayores elogios de algunas personas deplorables que le favorecían. Nadie ha puesto nunca en duda que Las Casas fue un honrado cruzado, pero muchas veces se ha dicho que no fue un historiador honesto. Tal juicio es injusto a pesar de sus faltas historiográficas. Del mismo modo que mucha crítica supone que el objetivo del autor es el que el crítico piensa que hubiera debido ser, ignora también la realidad de las cosas. 15
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Las Casas no trataba de ser imparcial. Luchador hasta el fin, era inca paz de hacer frías reconstrucciones. Jamás se le ocurrió pensar que fuera conveniente siquiera intentarlo. Además, escribió la mayor parte de su H is toria cuarenta y más años después de los sucesos. Comenzada en 1552, la continuó con muchas interrupciones durante diez años, añadiéndole cosas constantemente casi hasta su muerte, a los noventa y dos años, en 1566. En la vida no se puede encontrar una memoria plena e imparcial, ni siquiera en octogenarios de mente menos combativa. En cuanto a estas largas citas os tensiblemente literales de dramáticas discusiones ocurridas casi medio siglo antes, los eruditos que les confieren la exactitud de una cinta magnetofónica son tan irrazonables como quienes las condenan por errores deliberados. ¿Qué viejo guerrero, en cuarenta años, no moldea en su memoria lo que su corazón cree? Casas (así se llama él mismo, y no Las Casas) reunió un extraordinario conjunto de información, inclusive de documentos, muchos de los cuales — pero no todos— fueron recogidos en apoyo de su tesis. Algunas muleti llas de su estilo resultan sumamente útiles: los relatos de cosas que conocía de segunda mano aparecen, en general, positivamente expresados con una frase, y al modificarlos con «un como yo recuerdo» o «si vale la memoria» se unen a los observados directamente, dando a entender que en el primer caso había tomado cuidadosas notas que en el segundo resultaban innece sarias; «probablemente» o «a mi entender», en su vocabulario quieren decir que conoce lo ocurrido y supone lo peor; el «se creía» es una fórmula que generalmente indica que se refiere a un matiz cafasiatio, probablemente di famatorio. Respecto a Darién, estaba informado hasta cierto punto por su trato personal con Balboa y otros actores del drama, por las obras de Mártir y por un manuscrito perdido titulado La Barbárica (escrito por Diego de la Tobilla, que fue al istmo en 1514), que cita o parafrasea extensamente. Su estilo es torcido, pero vigoroso y vivaz; puede desplegar, si no exactamente humor, al menos una jocosidad casi feroz; era un lector ávido e infatigable, estaba dotado para el detalle y permaneció en las Antillas y Centroamérica cerca de cuarenta y cinco años. Muchos historiadores declaran que, si sólo hubieran de tener un cronista, escogerían a Las Casas. Pascual de Andagoya, nuestro último narrador contemporáneo, no tuvo la pretensión de ser un cronista importante, limitándose a escribir una me moria de lo que había visto y experimentado. Pero vio mucho de la colonia de Darién, conoció bien a sus porfiados personajes, tomó parte en muchas 16
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de sus expediciones y habló de todo ello con mayor ecuanimidad que cual quier otro de los que han dejado testimonios escritos. Por algún milagro logró mantenerse alejado de las violentas rivalidades que le rodeaban, a pesar de sus estrechas relaciones con los principales protagonistas. No se ocupaba de asuntos ajenos, y era dado a emitir juicios, por lo cual sus apreciaciones tranquilas y ocasionales pueden ser tremendas. En efecto, Andagoya tenía condiciones para ser un historiador de primera clase, y es una lástima que no se decidiera a serlo desde el principio, aunque esto sería pedir demasia do a un joven de diecinueve años reclutado para la aventura. Su Relación o parte de ella se incluye en algunas obras modernas, y Markham hizo su traducción. Considerando la carrera de Andagoya — más tarde llegó a ser el precursor de Pizarra en la costa del Pacífico y gobernador titular de una provincia— creemos que merece más atención de la que se le ha prestado. La desaparición de muchos documentos clave escritos por él mismo o referentes a Balboa es tan intrigante como descorazonado». Pero no es la única pérdida, pues tampoco existen los informes confidenciales enviados por sacerdotes y frailes a sus superiores en España, por no hablar de la falta absoluta de correspondencia privada. Pensar en encontrar un legajo de ama rillentos papeles sustraído de los archivos «circa» 1521, o el clásico cofre de canas íntimas de algún colonizador aficionado al cotilleo, es como soñar con el hallazgo de un tesoro escondido. Los vacíos en la evidencia y los no siempre identificares errores de las crónicas explican por qué nadie que trate de describir los primeros años de la dominación española en América puede librarse de la sensación — como un sordo pero persistente dolor de muelas— de que algún día pueda surgir el descubrimiento de una verdad desconocida o de un error o un descuido en su trabajo. También se explica por ellos la pasión casi viciosa que estimula a los sabuesos de la Historia: en último análisis, nunca existe una historia definitiva. Las afirmaciones de estos capítulos cuyo relato ofrezca variantes con las de otros libros sobre el mismo tema, han sido cuidadosamente comproba das. En el más estricto sentido, pocas de ellas son «nuevas»; es decir, el mate rial para componerlas procede de documentos impresos, salvo excepciones. Cierto que rara vez se hallan completos y en buenas condiciones, pues la mayor parte de las veces se trata de retazos o fragmentos sueltos acoplados por el método de cortar y pegar. Sin embargo, el crédito primero, y luego mi gratitud, pertenecen a los investigadores y compiladores que, dedicados a esa tarea, nos proporcionan cientos de volúmenes de verdadera fuente. 17
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Parece ingrato señalar que parte de la más valiosa documentación está unida a narraciones que contienen sorprendentes errores. En todo caso, esto no es fundamental, pues los documentos están allí, a nuestra disposición. En algunas ocasiones ha sido imposible citar todas las referencias. Por ejemplo, una frase acerca de la familia del descubridor de Darién ha sido rebuscada nada menos que en veintiséis actas notariales diferentes. Aparte de estos casos, doy las fuentes en las notas. Además de estos cronistas citados en las notas como fuentes principales, relatan hechos de Darién algunos otros, especialmente Antonio de Herrera in extenso y Gómara con su estilo admirablemente condensado, los cuales figuran en la bibliografía. Pero como la mayor parte de su material procede de Las Casas, Mártir y Oviedo, sólo se les menciona cuando aportan datos particulares y dignos de crédito que no aparecen en otra parte. En cuestión de nombres propios, he adoptado la ortografía más co rriente de la época. La ortografia de los nombres solía ser muy capricho sa en aquellos tiempos (recuérdese a Shakespeare), y cuando se trataba de nombres exóticos indios cualquier grafía era buena. Hay, por lo menos, una docena de maneras de escribir Coquibacoa, incluyendo algunas como «Alcay batoia» y «Argesibacoa». Naturalmente, la cuestión se complicaba por el hecho de que muchos colonizadores se encontraban más a gusto manejando la espada o la ballesta que la pluma y que algunos ilustres na vegantes eran incapaces de rotular sus mapas, pero incluso los más letrados solían omitir los acentos al escribir palabras indias y tenían la ocurrencia de emplear las cedillas, dando lugar a efectos desconcertantes como cuando un çabra (hombre noble) se convierte sin explicación en otro texto en una cabra. La tradución de cartas e informes he preferido que sea más literal que literaria; sus autores eran a menudo muy mediocres escritores, y pulir su es tilo sería falsearlos. No obstante, he cambiado algunas puntuaciones a fin de abrir paso entre la espesa selva sintáctica. Algunos de los trozos dialogados figuran en las crónicas o — más raramente— en la correspondencia. Los ma pas están basados en los más recientes, hechos conforme a las observaciones aéreas; las rutas de la exploración y el viaje, las localizaciones de las tribus y los poblados principales fueron establecidas por las innumerables referencias de escritores contemporáneos a la conquista y confrontadas con los últimos datos geográficos, y hasta cierto punto por los tomados por mí personal mente, del territorio recorrido por los hombres de Darién. 18
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Durante ios años de búsqueda y acarreo de material para este libro en contró la ayuda de muchas más personas de las que aquí puedo mencionar. A todas ellas les renuevo ahora mi gratitud. Deseo, sin embargo, subrayar especialmente la que merecen mis buenos amigos de Colombia: el anterior bibliotecario nacional, doctor Enrique Uribe White; el director del Archivo Nacional, doctor Enrique Ortega Ricante; el presidente de la Academia de la Historia de Colombia, doctor Luis Augusto Cuervo, y numerosos miem bros de la misma; los directores del Instituto Geográfico de Colombia, doc tores Belisarío Ruiz Wilches y José Ignacio Ruiz, así como otras personas que pusieron a mi disposición su erudición y sus bibliotecas y que con gran paciencia discutieron conmigo para aclarar mis ¡deas. También quiero recor dar a tres amigos que ya no estarán más con nosotros: los doctores Laureano García Ortiz, Daniel Samper Ortega y Julio Garzón Nieto, antiguo jefe de la oficina de Longitudes del Ministerio de Asuntos Exteriores. Igualmen te quiero hacer constar m¡ agradecimiento al presidente y miembros de la Academia de la Historia de Panamá por permitirme asistir a sus reuniones, a los bibliotecarios de todas partes cuya ayuda estuvo en todo momento por encima y más allá del estricto deber — en particular a los de la Biblioteca Pública de Nueva York— y a Jean Luberger Whitnack por su cuidadosa y constructiva revisión del manuscrito. K.R. Nueva York, 1953.
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PRÓLOGO
Darién es un nombre de romance familiar que ha llegado a tener las ca lidades de la leyenda: heroico, vagamente estimulante y tan remoto como el de Avalon o Xanadu. Más que por otro alguno, se le conoce por un singular momento cumbre, el descubrimiento del Pacífico; y también porque sobre ¿1 ronda la sombra del «arrogante Cortés», magnífica sobre su extraviada cima. Sin embargo, Darién fue importante, y no meramente como trampo lín para una exploración trascendental. Su importancia fue mucho mayor que la de un capricho del destino (aunque lo fue también en aquella época), pues su influencia en el curso de la historia de América continuó ejercién dose sobre muchos círculos mucho tiempo después de haberse sumido otra vez en las tinieblas. Darién fue la primera colonia establecida sobre el Continente ameri cano, la capital de un vasto dominio sólo definido en pane. Fue sede epis copal con Cabildo pleno, y durante algún tiempo, antes de que la peste la diezmara, albergó a tres mil habitantes españoles. «Duró desde el año de mili e quinientos y nueve hasta el de mili e quinientos e veinticuatro, e no fué menos deservicio a Dios y al Rey dexarla perder». Sus vicisitudes se si guieron con el más intenso interés en los palacios, las oficinas y las tabernas portuarias de Europa. Su administración costaba a la Corona quince mil ducados anuales de sueldos. Darién fue la madre de todas las exploraciones y los establecimientos desde Méjico a la Tierra del Fuego, y su historia — a la vez que un deslumbrador melodrama, un bosquejo de los primeros sistemas coloniales— constituye el modelo a escala reducida, manejable y completo, de toda la conquista del Nuevo Mundo por los españoles. Los sucesos ocurridos en Darién pueden reconstruirse con cierta preci sión ateniéndose lo más exactamente posible a las fuentes originales. Si en 21
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ellos se encuentra una obsesiva sugestión de tecnicolor respecto a Darién, habría que atribuirla a la visión moderna. Desde luego, su historia está muy por encima de lo que ahora llamamos realismo. Recientemente construida, con auténticos villanos y más de un héroe auténtico, nos brinda aventuras, desastres, conspiraciones y difíciles triunfos con escasos paréntesis de calma entre las crisis, generalmente inclinada a lo espectacular. Y, sin embargo, es verdadera. Los compañeros broncos, el botín (que correctamente denomi naban ganancia) en montones de oro y almudes de perlas, los caballeros chapetones, demacrados pero soberbios dentro de la mohosa elegancia de la seda y el terciopelo; las damas procedentes de la Corte de Sus Altezas o de los burdeles sevillanos, los atareados burócratas duchos en delaciones, corrupciones y expedienteo, nunca eran tipos a medías tintas. Aunque fan tásticos, eran reales. Además de todo ello, el propio marco era también fantástico, no tanto por su exotismo bravio —condición aplicable entonces a todo el Nuevo Mundo— como por su falta de lógica. En el extremo meridional del Caribe, donde la línea costera colombiana se une al istmo de Panamá, se halla el golfo de Urabá, una bolsa de agua entre la tierra fírme y la raíz montañosa del istmo. La orilla este del golfo, dentro de Punta Caribana, es una región de colinas achaparradas y de playas quebradas, flanqueadas de palmeras, dominada antaño por los feroces urabaes; todo el interior está lleno de pantanos, tras de los cuales se extiende el medio anegado desierto del valle del río Atrato. Más al Oeste, hacia el istmo, la orilla está formada por un lodazal donde crecen los mangles y zigzaguean los canales del delta del Atrato. Más arriba del delta hay una faja de costa abrupta donde la tierra se alza en escarpaduras obscurecidas por la floresta tropical que sube hasta las cimas de la sierra. Esta faja, desde el río Tanela hasta el final del golfo, era Darién. Sería imposible imaginar un lugar más inverosímil para establecer una colonia. Darién carecía de buen puerto, de un gran río, de una tierra labo rable. No dominaba ninguna ruta comercial presente o futura. Los barcos, que llegaban con grandes dificultades, las tenían aún mayores para el regre so, y si alguno era demasiado grande para carena corría grandes peligros. Su clima era malsano, y — lo peor de todo en aquellos tiempos— sus ya cimientos minerales eran insignificantes. Para completar el cuadro diremos que su capital, Santa María del Antigua, estaba situada en un valle angosto y pantanoso a cinco millas del mar, en una situación estratégicamente ¡nade-
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cuada, en donde era imposible producir alimentos para más de unos cientos de personas. Sin embargo, la lógica siempre puede poco contra la suerte y la audacia humanas; frente a la razón geográfica, Darién consiguió llegar a ser un eslabón importante en la cadena del imperio. El protagonista de la historia de Darién fue Vasco Núñez de Balboa, jo ven y gallardo espadachín que se convirtió en una de las más grandes figuras en el conjunto del descubrimiento. El territorio y el hombre están tan ínti mamente unidos que no pueden contemplarse separados. Casi todo lo que sabemos de Balboa está centrado en Darién, como si toda su savia vital estu viera en conexión con esta tierra. Y, sin Balboa, tal vez Darién nunca hubiese figurado en la Historia. Balboa iba en la armada que la descubrió y nueve años más tarde figuraba entre los compañeros que la conquistaron. Fue ocu pada por sugestión de Balboa, quien la gobernó durante los primeros años, partiendo de ella para las exploraciones coronadas con el descubrimiento del Pacífico. Otros conquistadores influyeron sobre los acontecimientos — deci sivos de la colonia— , como el gobernador Pedrarias, el de los ojos grises, lla mado «furor Domine»; el indómito obispo, y una multitud de maniobreros oficiales y colonizadores. Pero detrás de sus hechos es corriente encontrar a Balboa — a quien humillaban, pero nunca podían olvidar— como constan te fuerza determinante por razón de las emociones que suscitaba. Cuando le destruyeron, Darién no pudo sobrevivirle. El gobierno se trasladó a Panamá, Santa María del Antigua volvió otra vez a la selva y hasta se le quitó el nom bre de Darién para dárselo a otras provincias. Todo ese ciclo extraordinario que comprende desde el descubrimiento hasta el abandono se cumplió en menos de veinte años, de los cuales diez escasos abarcan todo lo más significativo de la vida de la colonia y de su héroe. Fue bastante. En el breve girar de esa década Darién y Vasco Núñez de Balboa lograron una dinámica inmortalidad que aventaja a la sencilla filma porque Darién fue «el principio y la base de todos los descubrimientos y asentamientos de los cristianos en Tierra Firme... y de la escuela de Vasco Núñez salieron los capitanes y demás hombres famosos para todas las em presas posteriores».
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La dominación española en América, que — al igual de otros muchos descubrimientos— empezó por ser el resultado imprevisto de una búsqueda encaminada a otros fines, tuvo un desarrollo fortuito al convertirse, de sim ple ocupación de un archipiélago encontrado por casualidad, en posesión de un Imperio bicontinental, debido en gran parte a la suerte y a la iniciativa privada, que, por otra parte, eran los únicos caminos para hacerlo. Además de las dificultades para trazar oficialmente un plan acerca de unos nebulosos territorios de los que se ignoraban el carácter y la extensión — cosa que inclu so los burócratas de hoy encontrarían superior a sus fuerzas— , el Gobierno español no estaba en condiciones de organizar y financiar una exploración sistemática. Para decirlo con más exactitud, durante los veinticinco primeros años de la historia de América no había un Gobierno español, pues la Espa ña que hoy conocemos no existía entonces. A pesar de la unión personal de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y de sus esfuerzos como gobernan tes para crear una sola entidad nacional, sus respectivos reinos no estaban amalgamados. En aquellas primeras décadas del Nuevo Mundo las regiones descubiertas pertenecían exclusivamente a Castilla, que había salido hacía poco tiempo de la anarquía feudal y apenas constituía una nación (1). Se puede afirmar que, si la prolongada adversidad origina en los pueblos el estímulo para una acción creadora, Castilla estaba exactamente predes tinada para su nuevo papel imperial. Otros indicios de esta predestinación eran, para decirlo suavemente, baladíes, excepto por la calidad especial de su soberana. Cuando, dieciocho años antes de que Colón descubriera las Antillas, Isabel subió al trono, el reino de Castilla y León era poco más que una 25
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colección de Estados ingobernables. 1.a bancarrota de la Monarquía afec taba por igual a su prestigio y al Tesoro. Los moros aún poseían el reino de Granada, los franceses saqueaban Vizcaya, algunos de los más poderosos señores se aliaban con el rey de Portugal para apoderarse del reino por la fuerza. Los nuevos soberanos eran jóvenes — Isabel tenía veintitrés años, y Fernando veintidós— y sumamente pobres. Es dudoso que no pudieran pagar el dinero que tomaron prestado para casarse, pero son ciertas las di ficultades que tuvieron para proveer a las más indispensables necesidades de su modesto hogar. (El padre de Femando, el viejo rey de Aragón, no podía ayudarle, pues acababa de verse reducido a empeñar su gabán de pie les). Formaban una pareja singularmente atractiva, pero en manera alguna destinada a moldear de nuevo su país y a verlo convertido en una potencia mundial. Afortunadamente, en Isabel y Fernando había mucho más que pres tancia física y nobles intenciones. La reina, rubia y blanca, poseía una gran inteligencia política y la fuerza física y moral necesaria para gobernar. Era capaz de cabalgar tantas horas seguidas como el más consumado jinete y lue go pasarse media noche estudiando papeles de Estado*, pedía toda clase de informes y consejos, y si al final solía casi siempre seguir sus propios juicios, éstos, por lo general, eran buenos. Fernando — bastante calumniado debido a la tendencia de aceptar la opinión de sus más enconados adversarios como si fuera el Evangelio— era un poco más mundano que su esposa, un poco más flexible y un poco menos inclinado que ella a los discursos de los reli giosos y los hombres de vida virtuosa, prefiriendo otros pasatiempos, como el duro juego de pelota o una partida de caza. No se puede atribuir a Isabel el sentido del humor, pero Fernando sí poseía el suficiente para permitirse advertir el lado cómico incluso en los momentos menos afortunados de la vida. Bien proporcionado, de finas facciones y ojos expresivos, tenía — se gún un cronista— el don singular de que, cualquiera que hablaba con él, al instante deseaba amarle y servirle. A pesar de todo ese encanto, Fernando era a la vez hábil y escrupuloso. No sólo pedía consejos, sino que con frecuencia los seguía. Hablando con sus vasallos, les permitía un grado de confianza casi sorprendente y tenía con ellos la mayoría de las veces la paciencia de un perrazo que contempla la disputa de los cachorros por llevarse el mejor hueso. Sin embargo, nadie le podría calificar de ingenuo. Y, aun envuelta en un guante de suave tercio pelo, su mano era firme. 26
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Ambos tenían sus defectos y cometieron errores. La Inquisición, con el corolario del antisemitismo, pesa sobre sus nombres. Como observaba uno de sus cortesanos favoritos, su candor y sus promesas no siempre eran prue ba de oportunismo en la resolución y a veces empleaban medios dudosos para obtener fines deseados, defectos que podemos considerar endémicos en las personas de su posición. Sin embargo, comparados a sus inmediatos predecesores y hasta a la mayoría de los gobernantes ungidos, resultan ver daderos dechados de virtud y de iluminada eficiencia. De haber sido de otro modo, la historia de América habría sido muy distinta. En veinte años de sagaz esfuerzo Isabel y Fernando proporcionaron a sus reinos una administración metódica, una justicia imparcial, una mo neda saneada y un orden de méritos para otorgar los cargos. Estas reformas condujeron a un gran hecho: la represión del poderío de los díscolos no bles. Fue conquistado el reino de Granada, último baluarte del Islam en la Península. En 1492 Castilla no tenía todavía el aspecto de la madre de un Imperio, pero sí el de una nación, capacitada para asir las oportunidades que le ofrecería el descubrimiento de Colón, cuya iniciativa se debió en parte a una feliz ignorancia de la medida de lo que representaría y, de manera más directa aún, a la perspicacia de los soberanos, notablemente diligentes en sostener sus derechos sobre las tierras que pudieran hallarse más allá de la Mar Océana. Apenas presentada por Colón su Relación a los Reyes, Isabel se apresuró a enviar una petición al Papa —Vicario de Cristo de quien depende todo el mundo— , al que se suponía jurisdicción en la materia. Casi con la misma celeridad, el Papa promulgó una bula — o, mejor dicho, tres bulas— , cuya substancia era la atribución a Castilla del señorío sobre todas las tierras pa ganas descubiertas y por descubrir más allá de un meridiano situado cien leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. A esto se opuso Portugal, alegan do que la costa occidental de Africa le correspondía y se proponía seguir descubriendo en ella. En 1492 la cuestión fue resuelta amistosamente en el Tratado de Tordesillas, por el cual la línea de demarcación se trasladó hacia el Oeste hasta un meridiano situado a trescientas setenta leguas (mil tres cientas setenta y cuatro millas) a partir de las islas Azores y de Cabo Verde, reconociéndose a Portugal el dominio de cuantas tierras se encontraron al este de dicha línea, mientras las que existiesen al oeste descubiertas o por descubrir (exclusivamente ambos reinos cristianos podían encontrarlas) se atribuían a los soberanos de Castilla y a sus sucesores «por siempre jamás». 27
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Los pasos siguientes fueron encaminados a reconocer lo que había sido adquirido y a sujetarlo mediante marcas y actos posesivos que corroborasen la ocupación, cosa no muy fácil, pues armar una flota era muy costoso y el Tesoro se hallaba crónicamente en un estado lamentable. Isabel había pedido dinero prestado para financiar a Colón (aunque no empeñando sus joyas, por la sencilla razón de que ya estaban empeñadas), pero también los préstamos tienen un límite. Los «nuevos reinos», todavía fragmentarios, no podían aportar el capital. Durante los primeros cuarenta años América no fue la lucrativa operación que es frecuente suponer. Hasta 1502, práctica mente no produjo nada, y en el período 1503-1525 el total de las rentas de la Corona llegadas a España desde el Nuevo Mundo arrojaron un promedio de cuarenta mil pesos anuales. La única solución, pues, era aprovecharse de las iniciativas privadas. De esta manera, el descubrimiento se convirtió en un negocio, y los hombres navegaron hasta mucho más allá de los cielos conocidos para rea lizar jugadas comerciales. El explorador era un mercader con licencia de operar por su cuenta y riesgo, bajo control oficial. Pagaba un impuesto sobre todo el producto del viaje (el clásico quinto del rey), guardando el resto para sí. Al mismo tiempo servía como agente de la Corona («nuestro capitán»), tomando posesión en su nombre de cuantas tierras descubría, y tenía la obligación de remitir al Gobierno mapas de sus exploraciones, ejemplares de los libros de navegación e informes detallados acerca de sus cambalaches y de las costumbres de los indios. En los primeros tiempos, los exploradoresmercaderes eran, por lo general, marinos expertos dueños de un pequeño capital, que encontraban algunos fondos adicionales prestados para sus em presas sobre ciertas participaciones en la ganancia, que muchas veces hacían extensivas a los contratos con sus oficiales y marineros. Andando el tiempo les siguieron otros empresarios más ambiciosos: los concesionarios, que con trataban con la Corona la conquista, la conversión y la colonización de los territorios descubiertos, instalando específicas gobernaciones en ellos. Hasta 1503 la negociación y regulación de los viajes ultramarinos fueron llevadas en nombre de la Corona por Juan de Fonseca, «obispo-encargado de los descubrimientos» según Las Casas. No obstante, desde 1499 los des cubrimientos sucesivos evidenciaron que las Indias de la Mar Océana eran mucho más de lo que podía ser administrado por un solo hombre. También se hizo evidente y urgente que los privilegios exclusivos concedidos a Colón con ocasión del primer descubrimiento no podían continuar siendo la base 28
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de una administración colonial. Para resolver el problema de los nuevos rei nos era necesario emprender un nuevo procedimiento, o, mejor dicho, por primera vez un procedimiento sistemático. Con el descubrimiento de las Antillas, el genovés Cristóbal Colón se había transformado en el Magnífico Señor Don Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana y Visorrey y Gobernador de todas las Islas y Tierra Firme descubiertas por él o por su industria. Los retumbantes títulos, inventados por el propio Colón, habían de ser hereditarios (2) e iban acompañados del diezmo de todas las rentas producidas por las mencionadas tierras más el seguro de un octavo de todos los beneficios del comercio, suscribiendo asimismo un octavo de los gastos. Otorgados en un rapto de entusiasmo y en la creencia de que sólo habría unas cuantas islas, pronto estos privilegios resultaron excesivamente onerosos y, sobre todo, desde el momento en que Colón dio muestras de ser un administrador excepcionalmente inepto. Cuando el perfil de un vasto Continente nuevo empezó a dibujarse re sultaron grotescos. Colón se adhería con obstinación a la letra de las conce siones, interpretadas liberalmente: cualquier descubrimiento hecho después de que él mostrara el camino vendría a aumentar sus privilegios. (En 1502 se firmaba, entre otras cosas, «Visorrey y Gobernador general de las Islas y de la Tierra Firme de Asia y de la India»), También intentó reclamar, como almirante hereditario, un tercio de las ganancias del comercio en las Indias. Si alguna vez se puede justificar el incumplimiento de las promesas rea les es en esta absurda situación. Los soberanos no podían entregar el Nuevo Mundo a Colón y a sus herederos para la eternidad; mas inmediatamente no podían siquiera permitirle continuar gobernando la Hispaniola. Una mayoría de los colonizadores asentados en ella se habían rebelado contra su autoridad, y entre sus quejas figuraba el rumor de que el almirante proyec taba entregar las Indias a la República de Génova (3). Colón fue destituido del gobierno de la colonia, y los soberanos, sin llegar a negarle sus privile gios, los iban rebajando poco a poco hasta unas proporciones relativamente innocuas. Entretanto estudiaban la organización de un sistema de gobierno colonial. En 1502 fray Nicolás de Ovando fue enviado a la Hispaniola (4), y en enero de 1503 se establecía en Sevilla la Casa de Contratación de las Indias. La Casa de Contratación estaba formada por tres oficiales ejecutivos: un tesorero, un contador y un factor. Otros oficiales que llevaban los mismos tí tulos se nombraban para las administraciones de los nuevos territorios como 29
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subordinados de aquéllos. Casi inmediatamente, el término «oficiales reales» designó por antonomasia a los funcionarios de la Casa de Contratación. Mientras ésta se convertía de institución protectora y supervisora del comer cio en un amplio Ministerio de asuntos coloniales, sus oficiales iban siendo investidos de enormes poder y responsabilidad. Al poco tiempo la Casa de Contratación abarcaba todas las fases del desarrollo económico ultramarino y su autoridad se extendía también a un buen número de aspectos políticos. Era un banco de compensación para los bienes y tesoros, tanto públicos como privados. Cobraba las rentas procedentes de las colonias y adminis traba las propiedades de la Corona en las Indias. Controlaba la navegación transoceánica en todos sus aspectos: cartas de patente y contratos, inspec ción, registro, pólizas de seguros, emigración, etc. Era simultáneamente una aduana, un archivo y una oficina hidrográfica. Proporcionaba armas, víveres y barcos para el servicio del Gobierno. Realizaba funciones de Tribunal de Cuentas. Servía de custodio y ejecutor de bienes sucesorios y recibía en sus almacenes cuantas mercancías se confiscaban o embargaban. Sostenía una Escuela de Navegación, trazaba y confrontaba mapas y expedía títulos de pilotos para las Indias. Sus poderes judiciales eran asimismo muy amplios. Por increíble que parezca, los oficiales reales dirigían todo ello con no table eficiencia, con un personal que muchos Gobiernos modernos consi derarían escaso e inadecuado para el servicio burocrático más tranquilo. Sus sueldos eran más bien pequeños, y sus gajes importantes. Los que trabajaban en España eran, por lo general, muy honrados; no así sus delegados en las Indias, frecuentemente venales. Respecto a las bases de la política colonial, Isabel y Fernando desple garon su habitual buen sentido. Las Indias de la Mar Océana podían ser extrañas y salvajes, pero en todas partes es posible la existencia de una co munidad sana y solvente si se fundamenta sobre unos habitantes laboriosos y temerosos de Dios y una productiva agricultura. Desde luego, el oro y la plata eran altamente deseables, pero en aquel momento inicial esto solamen te significaba lo que la pimienta en un guiso. A los emigrantes convenientes para las Indias (categoría de la que los judíos, los moros y otros extranje ros quedaban excluidos) se les ofrecían alicientes para que se asentaran de manera definitiva, sobre todo si se llevaban a sus familias. Cada barco que zarpaba para las Indias llevaba semilla, plantas, herramientas y toda clase de animales domésticos. A los labradores, obreros y artesanos de todos los ofi cios se les enviaba especialmente como colonos privilegiados, y con sueldo si 30
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era menester. Ningún establecimiento importante carecía de sus médicos y boticarios, sus sacerdotes y sus frailes misioneros, y no digamos de su plaga de picapleitos. En suma: las Indias iban a convertirse en una prolongación tropical de la madre patria. Por su parte, los indios constituían un elemento exótico sin precedente doméstico alguno. Pero también los reyes tenían saludables ideas respecto a ellos. Los indios serían absorbidos en aquel proyecto general como súbditos libres de la Corona y partícipes en la unidad religiosa, cultural y legal de España. Perderían su independencia, pero salvarían sus almas. Ofrendarían su trabajo a cambio de disfrutar de la protección y la dirección espiritual de sus señores blancos, conviniéndose, por sus enseñanzas y ejemplos, en «ciudadanos cristianos». La primera parte del programa se empezó a cumplir, primero, a pesar de las dificultades de controlar en una época de indisciplina a unos aventureroscolonizadores, y luego a pesar de los perturbadores efectos de una riqueza fabulosa. Los colonos construyeron ciudades tan grandes y bellas como las de la metrópoli; durante la vida de sus primeros habitantes blancos, la Hispaniola exponó grandes cantidades de cueros, tocino y azúcar, procedentes de productos importados, y padeció una saturación de ganado. La gran Uni versidad de San Marcos, de Lima, se fundó a los veinte años de descubierto y conquistado el Perú por Pizarro. Donde el programa fracasó fue en la parte referente a los nativos, debido, en gran parte, a que los españoles no repre sentaron en las Indias el papel que sus reyes les hablan asignado. Los colonos no se preocuparon de formar ciudadanos libres; lo que que rían era tener esclavos o ese sucedáneo de ellos que eran los «naborías», merced a los cuales podían vivir con un señorío al cual muchos no estaban acostumbrados. Los trabajadores españoles no querían seguir siéndolo. Ape nas llegados a las Indias se les despertaba el espíritu de clase y se negaban a ser labradores. En vano insistía el rey Fernando en que los hombres que ha bían trabajado con sus manos hasta el día que salieron de Castilla no tenían derecho a convertirse de la noche a la mañana en ociosos presuntuosos al llegar a la Hispaniola. Los colonos pensaban de otra manera: si los persona jes indios poseían esclavos y esquivaban las bajas faenas, ¿iban los hombres de la raza conquistadora a ser menos que aquellos nativos desnudos? Los peligros e incomodidades de la vida en los nuevos territorios se aceptaban, sí, pero quienes los padecían tenían derecho a sacarles buen partido. Los funcionarios coloniales trataban, asimismo, de aprovechar la ocasión y, fa31
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vorecidos por la distancia, se convertían en jefes de una resistencia pasiva a las órdenes que no les convenían. Y las instrucciones humanitarias eran las más inconvenientes. Hasta los mismos indios proporcionaban motivo para un duro trato, en especial los que se negaban a someterse a los cristianos y a la cristiandad y exhibían sus costumbres salvajes — como el canibalismo— , totalmente impropias de vasallos libres de la Corona. Frente a tales excesos, la visión de una sobria colonia viviendo de la labranza en un régimen patriarcal, inevitablemente tenía que padecer. El repartimiento — invento colonial que significaba una distribución de los in dios entre los colonos— fue adoptado con entusiasmo, y justificado por los soberanos, por ser el único camino para regenerar la depravación inherente a los aborígenes. Sin embargo, hubo sus dudas en España, y con el tiempo los repartimientos se convirtieron en encomiendas, palabra que sonaba mucho mejor, ya que una encomienda era un fideicomiso. El efecto era el mismo, pues si en teoría los encomenderos eran benévolos tutores que actuaban desde 1513 conforme a esclarecidas leyes laborales, en la práctica explotaban a los siervos como esclavos, a menudo, literalmente, hasta que morían. El consuelo que los indios recibían procedía casi siempre de los frailes misioneros. Cierto que la Iglesia trataba de ganar a los paganos de una ma nera más perentoria que persuasiva. «Obligaréis a los pueblos bárbaros a lle gar al conocimiento de Dios, por la fuerza de las armas si es preciso», decía el pontífice Clemente VII al sucesor de Fernando. No podemos menos de advertir cierta ausencia de cariño en esta salvación a tiros. Cierto, también, que algunos misioneros tenían una robusta intolerancia, que emparejaba bien con la estrecha insensibilidad de la mayoría de los conquistadores. Pero también es cierto que había muchos otros en los que la compasión templaba el fervor y que trabajaban consagrados devotamente a todo cuan to constituye lo más alto de su oficio, enseñando y defendiendo con éxito a los indios. Pero es de justicia añadir que, a pesar de la insensata crueldad de los pri meros años, los indios gobernados por los españoles fueron más afortunados (o menos infortunados) que los de Norteamérica, pues no se les excluyó de la sociedad ni se les prohibió vivir en su tierra; sus almas eran objeto de viva preocupación, y sus hijos mestizos se reconocían. Los españoles explotaban abusivamente a los indios, pero también se casaban con sus mujeres. Además, la conquista de la América española, a diferencia de las sub siguientes administraciones, no se puede decir que fuera moldeada por las 32
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normas políticas procedentes de España. Estas normas políticas existían, pero el modo de aplicarlas lo determinaban los conquistadores. Los hombres que se enrolaban para las Indias pertenecían a todas las clases sociales: nobles sin tierras y mercenarios incultos, mercaderes y mari neros, abogados y fanfarrones soldados de fortuna. Pero casi todos los capi tanes y compañeros — ochenta, cien o doscientos— que iban a la vez a inva dir y conquistar un hemisferio, tenían ciertas características fundamentales comunes. Eran devotos, rapaces e increíblemente valerosos; tenían un brutal orgullo y un innato sentido para la intriga burda; se ayudaban unos a otros en las más tremendas penalidades, aunque envidiaban ferozmente los éxitos. Eran producto de siglos de guerras y escasa comodidad; el sufrimiento era la médula de sus huesos, la violencia llenaba su sangre y la seguridad constituía la última de sus ambiciones. También eran enormemente prácticos. Bajo su prosaica actitud de con siderar naturales las más extravagantes empresas yacía lo que podríamos ca lificar de falta de imaginación, debida principalmente a su fe sencilla. Nada podía haber sido más útil. Su pasmosa autoconfianza no la minaban las especulaciones medrosas. Se sentían interesados, pero no desconcertados, por el extraño mundo que descubrían. Preparados para todas las maravi llas, se habrían enfrentado con toda tranquilidad a los hipógrifos o a los gigantes con cabeza de perro; puesto que Dios puede crear con la misma facilidad purpúreos centauros que tímidas gallinas, es lógico que los cen tauros sean tan naturales como las gallinas, sólo que no tan comunes. Por la misma razón no les angustiaban las cuestiones morales. Subyugar al Nuevo Mundo era, evidentemente, no sólo un derecho, sino un deber sagrado. Sus Altezas Católicas ¿no habían sido asignadas por el cielo como sus señores y como instrumentos para la salvación de sus descarriados habitantes? Hom bres como aquéllos no eran precisamente el material requerido para fundar una colonia agraria, pero sí una perfecta herramienta para conquistar un imperio. Los conquistadores se mostraban admirables en los momentos difíciles de lucha en que vivían en estoica camaradería. En cambio, cuando las cosas marchaban relativamente bien, se volvían unos contra otros como una jauría de perros hambrientos. Pero los momentos de concordia eran limitados, puesto que lo corriente en su existencia era luchar a vida o muerte. Sus animosidades personales fueron importantes por contribuir a moldear los acontecimientos de la conquista tanto como cualquier otro factor. Para los 33
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españoles combatir era, en cierto modo, un áspero deporte; una batalla legal era casi tan excitante como un combate físico. Acudían a los tribunales cho rreando resentimientos, y apelaban de sus fallos al Consejo Real, e incluso, muchas veces, acudían a exponer sus agravios ante el propio rey. El gobier no era todavía directo y personal. Los castellanos estaban acostumbrados a dirigirse directamente al trono (cuando se promulgó un decreto sobre las herraduras, los herradores esperaban hablar de él a Isabel y Fernando), y no precisamente en términos protocolarios. Sus Altezas dictaban sus respuestas en el tono que pueden emplear un presidente de compañía para un subor dinado, que es a la vez un viejo conocido. Algunas cartas de Fernando a los oficiales y vecinos de las Indias están escritas en un tono tan familiar que es imposible leerlas hoy sin sentir algo del respeto, la irritación y el afecto que provocan las escritas por un pariente viejo a otro más joven... Aunque exasperante, una correspondencia casi exclusivamente com puesta de quejas y acusaciones era informativa, y por ello había que alentar la. Fernando y sus ministros, conocedores de la perversidad de sus contem poráneos, podían rebajarla, pero no ignorarla. Siempre habría un resto que exigiría una acción gubernamental si no se quería abandonar las colonias a la anarquía. Así, pues, aunque los rencores y ambiciones de los hombres en las Indias no influyeran demasiado en el orden político, si lo hicieron en medidas de gobierno sobre cuestiones corrientes, que algunas veces dan la sensación de que detrás de cada instrucción oficial se ocultaba algún coloni zador intrigante tramando la caída de un rival. En el dibujo trazado por aventureros y reyes, religiosos y salvajes, sobre un cañamazo de azar y de naturaleza desafiante, hay mucho de chocante, aun dentro de las poco exigentes normas de la época. Sin ser bonito ni ama ble, tenía una magnificencia sombría que no poseyó ninguna otra conquis ta. Toda su sordidez y esplendidez se manifestaron en Darién.
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II
El 5 de junio de 1500 un tal Rodrigo de Bastidas obtuvo licencia para ir por la Mar Océana a descubrir islas o tierra firme, en las Indias o en cual quiera otra parte. Así comienza la historia de Darién, pues fue la pequefia armada de Bastidas la que, avanzando doscientas leguas más allá de la última costa registrada en los mapas, descubrió Urabá y el istmo oriental. Vasco Núñez de Balboa iba en ella. Está bien que sea éste el primer episodio de la vida de Balboa al que se pueda describir y poner fecha. Fue un debut discreto. Balboa no era un miembro destacado de la expedición. Figuraba enrolado como escudero, quizá uno de la media docena de hombres de armas reclutados para el viaje, y, al parecer, cumplió su compromiso sin nada saliente que mereciera ser re cordado en sus días de gloria. Por lo que se puede deducir, era un muchacho inquieto, de unos veinticuatro o veinticinco años, completamente ajeno a los sueños de grandeza, y sólo diferente de los demás pobres hidalgos que se alistaban como soldados para poder vivir, por su aspecto y su destreza con la espada. En esto era realmente notable. Incluso en una época en que a todos los caballeros se les suponía magníficos esgrimidores, las dotes de Balboa se consideraban extraordinarias, y parece que las cultivó con gran entusiasmo. Tenía el carácter alegre, pero, en sus verdes años, siempre estaba animosa mente dispuesto a divertirse con un desafío o una reyerta. En cuanto a su apariencia, suscitaba la admiración incluso de quienes no estaban conformes con él. Las Casas, que le conoció, dice que era «mancebo de hasta treinta y cin co o pocos más años, bien alto y dispuesto de cuerpo, y buenos miembros y fuerzas, y gentil gesto de hombre muy entendido, y para sufrir mucho traba jo». Era blanco, de pelo y barba rojizos, e impresionaba a cuantos le trataban 35
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por la gracia nerviosa de sus movimientos y su persuasiva elocuencia. Estos dones, que iban a servirle favorable y desfavorablemente, fueron duraderos, pues las descripciones que de él tenemos nos lo presentan después de diez o doce años de su viaje con Bastidas, cuando ya era un curtido veterano de las Indias. Se ha supuesto por alguien que Vasco Núñez se vio obligado a alistarse con Bastidas por algún disgusto con su madrastra. El inconveniente de esta teoría es que esa madrastra es también una suposición, fundada en el hecho de que Balboa tenía un hermano llamado Alvar, nacido en 1449. Cosa que, por otra parte, puede significar tan sólo que su madre estuvo trayendo hijos al mundo durante un considerable período de tiempo. Mas como nadie sabe cuándo nació Balboa (la fecha de 1475 se tiene por cierta únicamente por la dudosa autoridad de la afirmación que de su edad hizo Las Casas mucho tiempo después), es posible que ese período fuera más corto de lo que se supone generalmente. También es posible que Alvar fuera uno de esos hijos bastardos, de los que cada caballero de la época parece haber tenido un buen surtido, y que tan a menudo aceptaban amistosamente las familias legítimas. Muy poco se sabe de los primeros años de Balboa. Nació en Extremadu ra — cuna de conquistadores— , en la áspera y encastillada ciudad de Jerez de los Caballeros. Se afirma que su padre era don Ñuño Arias de Balboa, y su madre una señora de Badajoz. Fuera de esto, todo lo que se puede decir de sus padres es que, puesto que él era «hidalgo y de sangre limpia», serían patricios, católicos, racialmente puros y casados legítimamente; una combi nación no demasiado frecuente en la Castilla del siglo XV. Además del joven Alvar, son conocidos otros dos hermanos de Balboa: Gonzalo, que parece haber sido el primogénito, y Juan (1). La familia, de origen gallego, había sido rica y poderosa, y por sus venas corría sangre de los reyes godos y de la casa real de León. En tiempos del gran adelantado Garci Rodríguez de Valcárcel y Balboa, y durante un siglo después, había dado prelados, y ministros que plasmaron la historia con sus fuertes manos. En la época de Balboa la mayor parte del primitivo lustre estaba empañada; su familia inmediata, noble sin duda, carecía de fuerza e influencia (2). Vasco Núñez recibió la educación propia de su condición social. Es de cir, entró a servir en una gran casa. (Como decía Oviedo — siempre un poco snob— , el que no ha sido paje nunca siempre huele a acemilero). El aprendi36
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zajc de tales criados empezaba en la infancia y proseguía hasta que salían he chos escuderos, sistema que en el caso de Balboa hace muy difícil la supuesta incompatibilidad con su madrastra u otros parientes. El patrón de Balboa fue don Pedro Puerto carrero, el sordo señor de Moguer, circunstancia que pudo influir en la decisión del mozo de enrolarse voluntario con Bastidas. Moguer, como sus vecinos Palos y Huelva, tenía una fuerte tradición ma rítima y un interés especial por las Indias. Sus hombres habían embarcado con Colón; la carabela favorita del almirante se construyó en sus astilleros y en su iglesia se celebró un solemne Te Deum en 1493. Moguereño era el joven piloto Peralonso Niño, que volvió de un largo viaje en la primavera de 1300, con cerca de cincuenta libras de perlas, declaradas, y — según se rumoreaba— con muchas más de contrabando. El aire salino de la aventura que soplaba sobre Moguer podía incitar a cualquier joven de espíritu inquieto, y particularmente a Balboa, a quien la enfermedad de su señor le impedía salir a campaña, como era misión de un escudero. Por otro lado, en 1500 no era necesario ningún estímulo especial, pues una nueva fiebre de exploraciones se extendía por Castilla. Al primitivo interés por las Indias siguieron seis años tibios, en los que el descubrimiento encontró pocos voluntarios, pues el primer rapto de en tusiasmo de 1493 se había evaporado con la desilusión del segundo viaje. Colón podía jurar que Cuba era realmente la provincia de Mangi, en China, pero la evidencia lo contradecía. ¿Dónde estaban las nobles ciudades de un millón de chimeneas, los puertos multitudinarios, los mandarines en sus palacios marmóreos y las damas viviendo delicadamente como reinas? Europa sabía algo de China, e incluso de Mangi, y las islas de la Mar Océana carecían de tales requisitos. Lejos de ofrecer los ricos cargamentos de Orien te, no parecían producir nada que pudiera compensar los gastos y riesgos del viaje, salvo el crudo material de los esclavos..., pero la esclavitud estaba prohibida. Se habían hecho, algunos viajes clandestinos, en los que sin duda se llegó más lejos de lo que se conocía, pero la iniciativa legítima estaba rece losa, y el experimento de suprimir ciertas restricciones en 1495 no provocó otra cosa que violentas protestas de Colón. No obstante, a finales de 1499 la depresión de las Indias terminó con un brusco renacer de la confianza y las mejores esperanzas. En su tercer viaje el almirante había descubierto Paria. El relato colombino del nuevo hallazgo era una característica mezco lanza de realidad y desbordada fantasía, llena de pasajes acerca del Paraíso terrenal, la extraña forma del otro hemisferio («como un pecho de mujer»), 37
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y la lozanía natural de un territorio que gozaba de un clima delicioso por su proximidad al cielo. Pero, a su vez, era perfectamente categórico en cuanto a las indicaciones del oro y las perlas en abundancia y de la disposición de los nativos a entregarlos. Además, sugería — sin mucho énfasis— que Paria podía formar parte de un continente. Los brazos septentrionales del Orinoco desembocan en el golfo de Paria, y, aunque Colón no llegó a ver el río, intuía su existencia por el volumen de frescas aguas que endulzaban el mar. Se inclinaba a creer que era el río que fluye del Árbol de la Vida; pero, por otro lado, su tamaño indicaba evidentemente una cuenca hidrográfica mucho mayor de la que cualquier isla podía proporcionar. Estas noticias eran sensacionales, pues si la nueva costa era la tierra firme del Sur, de la que los indios (y por diferentes razones los audaces portugueses) solían hablar, anunciaba posibilidades ¡limitadas. La información, ampliamente difundida, produjo un inmediato torrente de peticiones de licencia para explorar. Las oficinas del obispo, encargado de los descubrimientos, hervían de actividad, en tanto que los presuntos capita nes discutían las rutas, las regalías, las garantías financieras y las minucias del tonelaje, los bastimentos, las tripulaciones y los contratos. El obispo Fonseca fue el espíritu inspirador de la Casa de Contratación, y cabe suponer que se le ocurriría su creación en aquellos días en que las noticias de Paria incitaban al viaje a tantos hombres, que le agobiaban con sus peticiones. Como Fonseca seguiría siendo la máxima potencia en los asuntos de Indias hasta dieciséis años después de fundarse la Casa de Contratación — durante los cuales tuvo una formidable influencia individual en los cír culos oficiales sobre todas las cuestiones que afectaban a las colonias— será oportuno detenerse a conocerle. El muy reverendo don Juan Rodríguez de Fonseca, uno de los más pree minentes nobles de estos reinos, puede decirse que empezó su contacto con las Indias en 1486, cuando — antes de descubiertas— intervino en el estu dio del proyecto colombino de hallar un camino hacia Oriente por el Occidente. En 1500 acababa de cambiar la sede de Badajoz por la de Cór doba, pero, lo mismo que otras diócesis, la gobernaba un poco a la ligera, y aunque durante bastante tiempo ejerció el cargo de capellán mayor real, la Historia nunca sorprende en su personalidad de hombre de acción las tiernas actitudes de un pastor de almas. Muy hábil en los negocios munda nos — como observaba agriamente un colega suyo— , dedicaba sus notables talentos a asuntos más propios de un vizcaíno que de un obispo. Como 38
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principal consejero real sobre asuntos coloniales y, por último, presidente del Consejo de Indias, su poder político y judicial era inmenso. Grande, pá lido y arrogante, Fonseca gozaba fama de ser escrupulosamente justo, pero rara vez clemente en la vida pública; en privado, sus favores (que se esforzaba en ocultar) alcanzaban muchas veces a los mismos transgresores a quienes condenara como juez. En cuanto a su oficio sacerdotal, lo creía ampliamente cumplido, puesto que los devotos espadachines de Castilla se aplicaban a conquistar las Indias con la espada en una mano y la cruz en la otra. El obispo hubiera sentido desprecio por cualquiera que se sintiera satisfecho con ser pastor de un re baño solo, cuando podía aspirar a ser conductor de una amplísima concen tración de ovejas. No todo el mundo coincidía con él en este punto; en sus últimos años, un amigo le decía que «todos dicen en esta corte que sois un muy macizo cristiano y aun muy desabrido obispo». Los contratos que pasaban por la mesa de trabajo de Fonseca eran in genuos, pero todo lo precisos que podían ser tratándose de cantidades des conocidas. La mentalidad española se regodea en las fórmulas jurídicas y el azar de la aventura nunca fue revestido de mayor decoro que en aquellas capitulaciones encajadas en frases rígidas como mujeres extraña y peligrosa mente ataviadas, con gorgueras almidonadas y duros corsés de ballenas de acero. El convenio suscrito con Rodrigo de Bastidas, si no fiie el primero del nuevo siglo, si fue el que primero estableció las reglas para los viajes con un doble propósito de exploración y explotación. Bastidas — cuya expedición es en muchos aspectos típica o, mejor aún, prototípica— no era un ortodoxo. Ni navegante ni caballero, pertenecía a la clase media, siendo de profesión escribano público, con buena clientela en Sevilla (3), donde gozaba de envidiable reputación por su prudencia y su sobria respetabilidad. En 1500 estaba casado y era padre de un futuro obispo. Tales méritos sólidos y maduros sugieren un hombre encanecido y dado a la iglesia, uno de esos firmes pilares de la sociedad más admira bles que interesantes. Pero, en realidad, tenía menos de treinta años y, sin duda, no era demasiado prudente para no arriesgar su seguridad en un juego peligroso. Aunque se le ha descrito como hombre de alma sosegada no era un inocente. Se requería algo más que virtudes para sobrevivir en las Indias, y Bastidas hizo algo mejor que sobrevivir: se estableció y se enriqueció en ellas. 39
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Bastidas tenía muchos parientes y amigos marinos, lo cual no basta para explicar por qué abandonó su sedentaria profesión por tan extravagante empresa, ni tampoco por qué se le consideró como el capitán adecuado para una expedición de descubrimiento. De todos modos, era un organizador eficiente. Sin aparentes dificultades consiguió sus contratos, sus barcos, al gunos oficiales bien calificados y un grupo de armadores que le proporcio naron fondos para los pertrechos, asuntos que muchas veces volvían locos a capitanes de gran experiencia. Las vituallas y las baratijas para cambiar con los indios fueron conseguidas, en su mayor parte, mediante el crédito; los armadores asumieron los riesgos, y los tripulantes, en lugar de sueldos, acep taban una participación en los futuros beneficios. Como remate de su éxito Bastidas logró persuadir a Juan de la Cosa para que fuese con él en calidad de asociado y piloto mayor. Juan de la Cosa, vulgarmente conocido por Juan Vizcaíno, era maestro de cartografía y uno de los más expertos navegantes de la época. Hombre sagaz, y con buena vista para los negocios, era formal, valeroso y lo menos dramático que los acontecimientos permitían; había navegado con Colón en 1493, y con Hojeda en 1499, y conocía las regiones de las Indias como las estancias de su casa (4). Despojado de tecnicismos legales, el contrato de Bastidas era sencillo. Podía ir adonde quisiera más allá de la línea de demarcación, con excepción de las costas ya descubiertas por otros exploradores, y negociar para conse guir lo que quisiera: desde oro hasta monstruos. Se le obligaba a someter a inspección su armada antes de zarpar y al regreso; a llevar veedores de la Corona en cada barco, para que vigilaran todas las transacciones mercantiles, y a entregar a los oficiales en Cádiz to das las cosas obtenidas durante el viaje. El quinto — que no era siempre la quinta parte— sería para esta expedición una cuarta pane de los productos netos; el resto se entregaría a Bastidas libre y sin gravámenes. Por último, en consideración a la fianza prestada y a la amplia seguridad que ofrecía a juicio del obispo, el notario fue nombrado capitán de los dichos navios y de la gente que iba en ellos, con plena autoridad y jurisdicción civil y criminal, con todos sus poderes incidentales, dependientes, emergentes, adjuntos y conjuntos (3). Tales barcos eran una nao y una carabela, más un bergantín, probable mente remolcado a bordo de la nao. La nao, llamada Santa M aría de Gra cia, era la capitana, propiedad de su maestre Martín Boriol; la carabela San Antón parece haber sido contribución de Juan de la Cosa. Podemos suponer 40
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que la nao capitana sería de setenta a ochenta toneladas, y tendría unos setenta pies de eslora, y que la carabela sería bastante más pequeña. Barcos pequeñísimos para enfrentarse con el mar tenebroso, pero perfectamente adecuados, en opinión de los hombres que los tripulaban. Los pilotos pre ferían las carabelas de menos de sesenta toneles para el arduo trabajo de la exploración, y los diminutos bergantines para los reconocimientos cerca de la costa (6). Los barcos, que no podían tener mucho más de treinta y cinco pies de eslora, navegaban a través del Atlántico sin ser advertidos ni alcanzar celebridad ni recepciones cívicas. Sin dejar de tributar los debidos elogios a la soberbia marinería de la época, hemos de decir que las rechonchas y pequeñas carabelas eran más rápidas, más bolineras y manejables de lo que hacían presumir sus apariencias. Veinte o veinticinco hombres, más el maestro, el piloto y el contramaes tre, constituían, por lo general, la dotación de una carabela de este tamaño. (El capitán de un barco no formaba parte de la tripulación: era un hombre designado para el mando general por la duración del viaje). Bastidas debía llevar en total unos cuarenta y cinco o cincuenta tripulantes entre marine ros, grumetes, oficiales y pajes. Además, iban veedores, escribanos, escude ros, y por último un armador como sobrecargo, dos o más sacerdotes y un número indeterminado de mujeres. Nos gustaría saber más de estas últimas y de todas las mujeres que se enrolaban para las Indias. Iban en todas las armadas, pagadas con el mismo sueldo que los marineros: doce maravedís diarios. Sus deberes serían, sin duda, muy variados y entre ellos figurarían los de lavar, guisar y otros por el estilo. Aquellas botines h toutfaite (*) que firmaban para estos viajes a lo desconocido debían ser robustas y pintores cas. Pero la verdad es que no se las menciona más que a los pajes. Todo lo que se sabe con certeza de las que fueron con Bastidas es que algunas de ellas regresaron sanas y salvas, lo cual, considerando todo lo ocurrido a la armada, habla muy alto de la resistencia del llamado sexo débil. En contra de la creencia general, Bastidas no partió de España en oc tubre de 1500. El 18 de febrero de 1501 estaba todavía en Sevilla con Juan de la Cosa y Boriol registrando un pagaré (7). Debió ser el último papel de negocios antes de ir a Cádiz (que a la sazón era el único puerto del que po dían zarpar los barcos para las Indias), pues la armada se hizo a la mar a me diados de marzo. Como la inspección se pasó rápidamente, podemos tener (*) En francés en el original. 41
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la seguridad de que todo estaba en perfecto orden: la marinería, los nuevos aparejos, la carga debidamente empaquetada y abarrotada, las licencias de la tripulación, los papeles de los exploradores. Y no habría a bordo ninguna mercancía con la que no pudieran comerciar en la Hispaniola. Además, en el momento de levar anclas, cada hombre se hallaría físicamente purificado y en estado de gracia espiritual. Las últimas preocupaciones de todo el que partía para las Indias, después de hacer testamento, eran, primero, tomar una purga y, segundo, confesar y comulgar, porque, naturalmente, el mar es mucho más benévolo para los estómagos vacíos que para los llenos de los hombres pecadores, según decía fray Antonio de Guevara. £1 estado emocional en que se encontraban ai contemplar el mundo familiar perdiéndose tras ellos sólo podemos imaginarlo, pues es un punto omitido en los relatos contemporáneos. Pero es seguro que nadie permane cería enteramente impasible mientras las carabelas, empavesadas con ban deras y gallardetes ondeando al viento, abandonaban el puerto enfilando la proa para saludar al mar libre. Una travesía atlántica ya no era en 1501 un experimento, pues mucho del miedo y del esplendor del primer viaje de Colón habían desaparecido. Algunos de los tripulantes de Bastidas ya habían hecho la travesía y conocían bien las islas que se extienden como un collar de esmeraldas entre Trinidad y Cuba. Un piloto, Juan Rodríguez, participó en el descubrimiento de Paria; otro, Andrés Morales, había explorado con el Almirante de 1493 a 1496; Juan de la Cosa trazó las costas hasta Coquibacoa y vio la Sierra Nevada elevándose al cielo. Pero nadie había ido más lejos que él; incluso los vie jos marineros no dejarían de sentir el alborozo de la búsqueda peligrosa de un tesoro. Se comprende que no pensaban demasiado en el Catay o en el dorado Oriente como Colón cuando al descubrir Cuba saltó a tierra pre guntando por el Japón a los nativos, pues en el asiento de Bastidas figuraba una variedad extraordinaria de posibles productos, aunque no se mencio naba la seda y sólo una vez de pasada las especias. A pesar de todo, era una expedición práctica y la especulación se dirigía al oro y a las perlas. Estas últimas parecían una esperanza segura; si pudieron ser recogidas a montones cerca de Paria y Juan de la Cosa y Hojeda las encontraron en Coquibacoa, nadie dudaba de que más allá de esas costas también habría ostras perlíferas fecundas. (Cada persona bien informada sabía que las ostras tropicales, Botando sobre el mar en multitud bajo el mando de una reina, respondían extraor42
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di nanamente a las incitaciones biológicas. Con esta disposición llegaban a la playa para sobre ella desposarse con el rocío del cielo y engendrar «sus hijos, que son las perlas», perlas blancas — nacidas en la mañana— o negras — engendradas en el crepúsculo. Toda la generación de ostras era valiosa, incluso la deforme — víctima de algún choque prenatal— llamada aljófar, pues las perlas no sólo son una delicia para los ojos, sino también un pode roso remedio para las hemorragias, las dolencias cardíacas y otras enferme dades resistentes a medicamentos más vulgares. Y lo mejor de todo era «que confortaban el espíritu»). Bastidas siguió el rumbo habitual en las travesías: fondeó en las Canarias para repostar de carne fresca, queso, agua y madera, continuando después hacia las Antillas, en donde descubrió Barbados, entonces deshabitada, a la que llamó «Isla Verde» siguiendo la leyenda, pero encontrándola sin interés la abandonó para que fuese descubierta de nuevo, mucho tiempo después. A finales de abril o principios de mayo la armada arribó a Coquibacoa — la península de Goajira, que limita el golfo de Venezuela por el Oeste— y echó el ancla en Citurma, que era el verdadero trampolín, pues allí acababan los mapas y comenzaba el enigma a descubrir. Navegando sin perder de vista la costa y tocando en todas las radas a propósito para hacerlo, la armada se dirigió al Oeste, al Sur y al Sudoeste, recorriendo la costa de lo que ahora es Colombia; pasó ante los imponentes bastiones de la Sierra Nevada y las lar gas playas de Salamanca hasta el «Río Grande» (8), para llegar a la gran bahía que Bascidas bautizó con el nombre de Cartagena, y lo mismo por islas y playas de la tierra firme hasta el golfo de Urabá y el istmo. Algo de lo que esto suponía sólo se puede comprender leyendo los modernos avisos para navegar por estas costas. Es difícil comprender cómo un piloto, navegando con instrumentos primitivos, sin mapas y sin el menor conocimiento de los vientos locales, las corrientes y las profundidades, pudo llevar incólume su barco en una minuciosa inspección. La prueba de que Bastidas y Juan de la Cosa eran concienzudos es que emplearon cinco meses en cubrir una distancia que más tarde las carabelas, con tiempo favorable, podían hacer en una semana o poco más. No se sabe mucho de estos meses. En Citurma los indígenas les recibie ron amistosamente y Bastidas pudo adquirir algunas perlas, debido a la mala costumbre de las ostras coquibacoanas de abrirse al sol, cuyos hijos tenían el color tostado. Uno de los tripulantes se prestó a quedarse allí para apren der el idioma y servir de «lengua»; trece meses más tarde otra expedición le 43
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encontró sano y salvo, llevándole a la Hispaniola. En Caira, cerca de Santa Marta (donde Bastidas llegaría a ser gobernador) hubo algunas complicacio nes con los indios; en la desembocadura del Río Grande los barcos fueron sorprendidos por una pavorosa tormenta, salvándose sólo por un enorme despliegue de pericia marinera combinado con grandes muestras de devo ción. Zamba y el Bohío del Gato (9), dos puerteólos más allá del río, fueron notables por la hostilidad de sus indios, a quienes, por llevar la cabeza afei tada con una especie de tonsura, los españoles llamaron coronados, nombre que hizo decir a algunos historiadores «que llevaban grandes coronas». En Cartagena — donde andando el tiempo construiría España «la perla de las Indias», el mayor puerto fortificado de las Américas— la armada per maneció dos o tres semanas. El magnífico puerto natural era acogedor, pero no sus habitantes. No hubo modo de entablar relaciones con ellos, ni siquie ra de llegar a esa tregua recelosa que las tribus enemigas solían concertar con propósitos comerciales. Probablemente, los frustrados expedicionarios, que llevaban varios meses atormentados por la vista de los áureos ornamentos que sus dueños se negaban a compartir con ellos, se sintieron al final de masiado impacientes. Y antes de que la armada levase anclas (hacia el 20 de agosto) hubo un vivo combate, repetido en las vecinas islas de San Bernardo y de Barú (10). Bastidas trató a los indígenas de todos estos territorios de caníbales incorregiblemente rebeldes, informe corroborado por otros capi tanes que llegaron más tarde y que tuvo como consecuencia un decreto de 1503, en el que, buscando disculpas, se excluía de los edictos antiesclavistas a los caribes de Cartagena y de las islas. Hubo una excepción en el general mal humor. En algún sitio más allá del río Sinú la flota echó el ancla en la desembocadura de otro río cerca de un gran poblado, cuyos moradores ofrecieron un gran banquete a sus visitantes. El líquido ingerido fue considerable y los nativos se sintieron tan optimistas que aceptaron alegremente la permuta de su oro labrado por las baratijas de los españoles. Sin embargo, antes de que las naves zarparan, los efectos del festín habían pasado, y a la mañana siguiente «los indios, arrepentidos, reclamaron su oro y devolvieron las baratijas. Y Bastidas, al que despertaron, les reintegró el oro que le habían dado». La dulce modera ción de esta historia falla desgraciadamente en la frase final. «Cuando partió — continúa el cronista— apresó a varios indios, a los que permutó en la tie rra, donde obtuvo la gran cantidad de oro que había devuelto». El escenario de este episodio, si es cierto, fue Urabá. 44
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1.a provincia de Urabá, situada en el lado este del golfo de su nombre, no ofrecía grandes atractivos desde el agua, que era el único punto de mira que Bastidas consideraba seguro. Sin embargo, los españoles estaban encan tados con ella, pues los urabaes, aunque firmemente decididos a rechazar un desembarco, estaban dispuestos a comerciar. Las negociaciones, conseguidas a prudente distancia, proporcionaron a la expedición unos 7.500 pesos de oro labrado. Es imposible precisar cuál sería su valor en moneda legal (23,75 quilates). Los indios siempre aleaban su oro con cobre, o con plata y cobre, y las proporciones de la aleación eran variables. Es de suponer que siendo el cobre mucho más escaso que el oro (y, por tanto, más apreciado) los for jadores nativos no lo derrocharían. A la aleación o a los objetos hechos con ella la llamaban los conquistadores guanin, una palabra tomada del nombre de ciertos adornos lisos usados en la Hispaniola y pluralizado a la española en guanines. Andando el tiempo, este término fue aplicado exclusivamente a las piezas contrastadas de menos de catorce quilates. No obstante, una mez cla de cobre sería un defecto mínimo en un reluciente montón de setenta y cinco libras de guanines, particularmente si éstos parecían un anuncio de mayores riquezas próximas. Si los urabaes, tan escasamente surtidos de otras cosas, podían disponer de oro con tanta generosidad, su riqueza natural del codiciado metal debía ser enorme. Esto, al fin, era un hallazgo que valía la pena; poco sorprende, pues, que, cuando la flota cruzó a la orilla oeste del golfo, los expedicionarios — deslumbrados todavía— encontrasen Darién decepcionante. No se conoce la fecha exacta del descubrimiento de Darién, aunque lo más probable es que se descubriera en octubre de 1501. Tampoco es posible determinar el tiempo que la expedición permaneció allí y lo que hiciera. Bastidas adquirió algunos productos indígenas -—textiles, artefac tos, un poco de oro y un puñado de perlas— , pero nada en comparación con la permuta de Urabá. Darién, como Balboa, tuvo unos comienzos mediocres. No se puede censurar a los descubridores que le dieron poca importancia. El corto apogeo de la colonia de Darién fue un triunfo del valor y la ilusión tenaz sobre el hecho geográfico, y percibirlo desde el pri mer momento hubiera requerido clarividencia más bien que percepción. Y Vasco Núñez de Balboa, que todavía no era sino un joven escudero sin importancia, difícilmente podía sospechar que algún día habría de repre sentar sobre aquel escenario inverosímil uno de los grandes dramas de la historia del Nuevo Mundo. 45
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Los indios de Darién eran gentes más apacibles que los de la costa veci na y parecieron someterse a los españoles después de una ligera resistencia. Algunos embarcaron en la armada, probablemente por su propia voluntad, y fueron llevados después a la Hispaniola. Las Casas cuenta haberlos visto andar por las calles de Santo Domingo, libres, tranquilos y casi desnudos, pues sólo llevaban un aparato cónico — que podríamos llamar hoja de pa rra— descrito explícitamente más tarde por otro observador como un apa gavelas. Bastidas mostró una loable actitud al respetar el indumento de sus huéspedes, pues aquellos apagavelas eran de oro. Los amables darienes, evi dentemente, no eran cándidos: siendo casi tan ricos como los urabaes (cuyas minas eran una fantasía imaginativa de los españoles) no lo dejaron traslucir ante los expedicionarios. Noventa o cien millas al noroeste de las tres islitas rocosas llamadas los Farallones de Darién, y cerca de Punta Portogandí, la armada hubo de dar la vuelta en retirada forzosa (11). Los exploradores castellanos no se desanima ban fácilmente por las malicias del mar, del viento y de las gentes pérfidas, es pecificadas en las pólizas de seguros contemporáneas, pero todavía carecían de defensa contra la broma, los voraces moluscos que infestaban aquellas aguas y horadaron los cascos de la Santa M aría y el San Antón. No se sabe cómo, Juan de la Cosa realizó la hazaña extraordinaria de llevar sus embar caciones chapaleando hasta Jamaica y desde allí a la Hispaniola, en una larga travesía sin cartas de navegación. Como Bastidas no tenía autorización para tocar en la Hispaniola, trató de reparar sus barcos en la pequeña isla cerca de la costa llamada del Contramaestre y luego hizo un esfuerzo desesperado para proseguir el viaje. La armada permaneció un mes en Cabo Canonjía esperando tiempo favorable, pero cuando se hizo a la mar las tormentas la obligaron a volver. Dos meses después de la recalada en la isla del Con tramaestre los agujereados barcos fondearon tranquilamente en el golfo de Xaraquá (Gonaives), cerca de lo que ahora es Puerto Príncipe (12). Hacia fines de febrero de 1502 los expedicionarios arribaron a las playas de Haití, donde vieron hundirse sus barcos. Bastidas y Juan de la Cosa no pudieron llegar a España hasta septiembre. Aquellos meses no transcurrieron en la ociosidad. Primero se encontraban a setenta leguas por tierra de Santo Domingo, adonde se podía llegar por un camino que cuatro siglos después era todavía lo suficientemente áspero para requerir gran valor y decisión en el viajero que lo recorrría. En el curso del viaje se extravió uno de los tres desta camentos en que Bastidas había dividido a su gente. Luego, ya al final, tuvo 46
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más complicaciones. Las autoridades de Samo Domingo eran habitualmente frías con los exploradores, y en lugar de festejar a Bastidas le detuvieron y procesaron por entrada ilícita y tráfico indebido en su territorio. Los cargos contra Bastidas eran débiles, pero el fiscal los embrolló con arte, diciendo que al haber perdido sus barcos por haberse desviado malicio samente de su ruta, toda la dotación debía haber intentado llegar a España a nado o haber perecido en perfecta legalidad en el lugar de la catástrofe. El comendador Ovando, recién llegado como gobernador de las Indias, en actitud indecisa, sostuvo al fiscal, pero declinó la responsabilidad remitien do la causa al Consejo Real en España (13). Unos veintiocho buques de la gran flota que habían transportado a las Indias al gobernador y a una mu chedumbre de nuevos colonizadores debían zarpar para la metrópoli en 1 de julio; a Bastidas y Juan de la Cosa se les proporcionó pasaje en una de las carabelas más pequeñas, llevando consigo el oro, pero sujeto a embargo. Las Casas dice que Colón, que había aparecido en Santo Domingo po cos días antes en viaje para su cuarto intento de encontrar al Gran Khan y las islas de las Especias, envió un aviso profético al gobernador anunciando una tormenta, encareciéndole no dejar a la escuadra, pero que Ovando no le hizo caso (14). Como quiera que sea, la flota zarpó como estaba planeado y corrió una espantosa tempestad cerca de Puerto Rico. Era de noche; la nave capitana, con su farol para guiar a las otras, desapareció entre las densas sombras y los alaridos del huracán, y en pocas horas todos los barcos menos siete naufragaron. Entre los que lograron salvarse figuraba el que conducía a Bastidas y su piloto, que, capeando el temporal, llegó al puerto de Cádiz en septiembre. Los soberanos se encontraban a la sazón en Madrid, donde supieron la llegada de Bastidas y su detención por las autoridades en Jerez de la Fron tera. Conscientes del daño incalculable que tal situación podía causar a las exploraciones, ordenaron que fuese puesto en libertad y enviado con Juan de la Cosa a la Corte que se trasladaba a Alcalá de Henares. También dispo nían que Bastidas llevara su oro y lo fuese exhibiendo en todas las ciudades que atravesara. De este modo el viaje se convirtió en una mezcla de marcha triunfal y campaña publicitaria, prolongándose más de la cuenta, pues Bas tidas y Juan de la Cosa no llegaron a Alcalá antes de febrero de 1503, siendo recibidos con marcada benignidad. Su expedición no podía calificarse de verdadero éxito, pero resultaba provechosa, pues, a pesar de la pérdida de los barcos y su voluminoso carga47
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memo (palo brasil en su mayor parte), demostraba la enorme extensión de la Tierra Firme y probaba por primera vez que el continente Sur producía oro en abundancia (15). El tesoro traído de Urabá no era por sí mismo des lumbrador, pues una partida de oro de las minas recientemente descubiertas en la Hispaniola, que se había ido a pique en la nave capitana, era veinte veces superior. Pero considerado como muestra de la riqueza de una sola aldea, era algo estupendo. El capitán y el piloto fueron festejados por haber realizado algo importante, hasta el punto de que se concedió a cada uno una pensión vitalicia de 50.000 maravedís anuales, con la prudente estipulación de que fueran pagadas de las futuras rentas de Urabá. Separadamente, Bastidas y Juan de la Cosa solicitaron permiso para volver a Urabá. Bastidas ofreció a la Corona los más altos ingresos y como descubridor titular tenía derecho de prioridad, pero fue correctamente pos tergado, lo que, al correr del tiempo, resultó beneficioso para él pues Urabá sería la ruina de más de un ambicioso capitán. Por otra parte, Bastidas había quedado impresionado con las oportunidades que la Hispaniola brindaba a un hombre hábil para los negocios. Absuelto de los cargos que sobre ¿1 pesa ban, volvió en el verano de 1504 (16) a Santo Domingo, donde se estableció e hizo fortuna. Juan de la Cosa obtuvo su contrato y un premio adicional en forma de nombramiento de alguacil mayor de Urabá, puesto que prometía ganancias y satisfacciones morales. Desde entonces, Urabá fiie el factor do minante en su vida e incluso en su muerte. Entretanto, Vasco Núñez de Balboa parece haber quedado en la Hispa niola compartiendo la obscura suerte de otros centenares de jóvenes solda dos de fortuna que luchaban con la vida en la colonia. Quizá sirviera en la terrible campaña contra los indios patrocinada por el gobernador Ovando, pues cuando los nativos fueron «pacificados» (con la terrible paz de la muer te) se le concedieron algunas tierras en la región nuevamente conquistada, como uno de los vecinos fundadores de un puesto llamado Salvatierra de la Sabana. Salvatierra estaba situado en una curva de la costa sudoeste res guardada por una isla, donde ahora está Aux Cayes, y tenía, además de una extensa llanura, muchas palmeras y veinte colonos blancos, cuyo principal recurso era la cría de cerdos. Aburrido, Vasco Núñez crió cerdos y contrajo deudas, sobre todo esto último. Quizá una finca en el campo fuera entonces tan peligrosa como ahora para un granjero aficionado, aunque como los cerdos engordaban es pectacularmente con los dátiles y el tocino subía de precio pudiera ser un 48
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buen negocio. Quizá Balboa se contagiara de la pasión de la busca del oro con la que algunos vecinos se enriquecieron y otros perdieron todo cuanto poseían o habían pedido prestado. Todo cuanto le ocurriera en los obscuros años transcurridos antes de que Darién estuviese a punto resultó para él el más vulgar de los fracasos. En 1509 Balboa, confinado por sus acreedores, deambulaba por Santo Domingo, roído por el deseo vehemente de salir de la isla y totalmente ignorante de que el destino, disfrazado de gloria y de tragedia, le aguardaba a la vuelta de una esquina.
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Se creía en las minas de oro de Urabá con tanta firmeza como si se hubiesen cateado y sacado buenas muestras de ellas. La idea de que no exis tieran y de que el tesoro de los urabaes fuese debido a sus relaciones comer ciales durante varias generaciones con otras tribus del interior no cabía en las cabezas de los españoles, y por eso la reina Isabel observaba con agudeza que las gentes que en adelante fueran se esforzarían en ver dichas minas con sus propios ojos. Y, en efecto, eso era, lo que quería hacer un gran número de capitanes aspirantes. Pero de aquel variado enjambre ávido, sólo tres ob tuvieron contratos: Juan de la Cosa, Alonso de Hojeda y Cristóbal Guerra, . cada uno de los cuales ya habían hecho dos viajes a la Tierra Firme más allá de Paria. Los términos de los asientos con Guerra y Juan de la Cosa eran aparente mente idénticos (1). El de Hojeda era distinto. Había sido nombrado gober nador de Coquibacoa en conexión con un frustrado intento de colonización de sus descubrimientos en el golfo de Venezuela en 1502. El título no estaba revocado y ahora se ampliaba, incluyendo Urabá. Sus pactos con la Corona se redactaron de completo acuerdo con este hecho. Los tres capitanes fueron autorizados por separado para recalar y comerciar en Santo Domingo; tenían derecho a hacer permutas en todas partes salvo en los lugares reservados a Co lón; a explorar y comerciar ilimitadamente más allá de Darién y se obligaban a construir una posición fortificada en Urabá o en cualquier otro sitio que considerasen conveniente para instalar un campamento. Nada se preveía para la eventuatidad de que pudieran realizar simultáneamente operaciones a lo largo del riquísimo litoral o para el caso — peor aún— de que, encontrándose los tres en Urabá, sembrasen la solitaria costa con tres puestos fortificados españoles, lo que equivaldría a sembrarla de dinamita (2). 51
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Así, pues, en el transcurso del tiempo fueron zarpando para el golfo del oro las tres armadas, pero la explotación intensiva de Urabá y Darién no se realizó como se proyectara. Hojeda — el más favorecido, el menos orga nizado y el último hacerse a la mar (3)— no pasó de la Hispaniola, donde — según sus aseveraciones— el gobernador Ovando hizo fracasar su expedi ción. No consiguió poner pie entonces en Urabá, lográndolo sólo cinco años después. Guerra llegó hasta Cartagena, donde una flecha envenenada puso fin a su carrera y a su vida. Unicamente Juan de la Cosa alcanzó el golfo de Urabá, cumpliendo la predicción de la reina que había de ser el que de todos ellos tendría mejor suerte. Pudo instalar la fortificación encomendada, aun que el emplazamiento, la construcción y la ocupación no correspondieran a sus propósitos. El viaje de Juan de la Cosa, que puede haber incluido la primera nave gación del Orinoco, fue una tumultuosa epopeya que muy pocos conocen y que cuando se menciona en los tiempos modernos se hace de manera mu chas veces errónea (4). Es muy difícil resistir la tentación de contar esta his toria que prácticamente contiene todos los episodios que pudieran suceder a una armada de exploración, pero no es éste el lugar adecuado para hacerlo, por lo que nos limitaremos a la parte de ella relacionada con Darién. Juan de la Cosa partió de España en 4 de junio de 1504, mandando una flota de cuatro buques, dos de ellos bergantines. Estaba en Santo Domingo en agosto, cuando llegó Colón con los supervivientes de su cuarto viaje. Al pare cer, desde la Hispaniola llegó al Orinoco, navegando ciento cincuenta leguas por el río (5). De regreso al Caribe tomó el rumbo de Urabá. Después de varias detenciones en busca de perlas y palo brasil, y de tocar en una isla pequeña y singularmente notable por sus «culebras y dragones» (6), llegó a Cartagena a finales de año o principios de 1505. Allí encontró a la armada de Guerra que había dejado Castilla tres o cuatro meses antes que él. Ricos en botín, pero de primidos por las enfermedades, la escasez de víveres y la muerte de su jefe, los hombres de Guerra deseaban volver a la patria, lo que pareció perfecto a Juan de la Cosa, sobre todo porque le permitía hacer un pacto para embarcar un voluminoso cargamento para España. Las dos expediciones juntas realizaron una redada de esclavos — pues Cartagena era a la sazón un sitio señalado para hacerlo— y, después de suministrar a la flota que regresaba las vituallas que le sobraban, Juan de la Cosa continuó su camino sin aguardar a ver si zarpaba o no. Tocó en Sinú y en la isla Fuerte, y pocos días más tarde doblaba Punta Caribana y echaba anclas frente a la aldea — llamada ahora Nicodf— en Urabá. 52
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Hay en la crónica de Oviedo un relato casi pedestre, pero posiblemente exacto, de los primeros incidentes en Urabá: un combate al desembarcar terminado con la ocupación del poblado próximo a la playa; una marcha nocturna sobre la aldea principal, guiados por un prisionero «colaboracio nista», seguida de un ataque por sorpresa tras el cual los indios escaparon dejando un botín de treinta y seis libras de máscaras de oro y maracas. Pero otro informador anterior refirió el suceso con mucho más vivo colorido y antes de que el tiempo lo enfriara, de esta forma: «Habiendo desembarcado, encontraron muchas cuevas desde las cuales muchos indios vinieron a su encuentro, aceptándoles y honrándoles y dicen que uno de éstos ya había pronosticado que algunos barcos llegarían del Este, de un gran rey desconocido por ellos, quien les tendría a todos como sus servidores, y que los extranjeros estaban dotados de vida inmortal y adornaban sus personas con variadas vestiduras. Dicen que, habiendo visto nuestros barcos, su rey dijo: «He aquí los barcos de los que os hablé hace X años». Dicho rey llevaba un pectoral de oro macizo sobre su pecho, colgado de una cadena de oro, y una máscara de oro, y en sus pies cuatro campanillas de oro que pesaban un marco cada una, y con él iban veinte indios, todos con máscaras de oro sobre sus rostros, sonando matracas de oro de treinta marcos de peso y cuando ellos vieron los hombres de la isla de culebras y dragones se volvieron hostiles y empezaron a combatir a nuestros hombres enérgicamente con flechas envenenadas. Había cerca de cinco mil de ellos; de nuestra gente desembarcaron ciento cuarenta y en un combate cuerpo a cuerpo despedazaron cerca de setecientos, siendo muerto uno de nuestros hombres por una flecha; entonces fueron a las chozas y capturaron vivo al rey, apoderándose de matracas, máscaras, campanillas y armamento hasta el importe de ochocientos marcos» (7). Todo esto tiene un fino sabor de primera mano, pero alguien (tal vez un copista) fixe demasiado libre con los ceros. Los urabaes no podían tener reuni dos cinco mil guerreros, y setecientas bajas supondría que habían tomado las armas hasta los niños mas pequeños. También es probable que los ochocientos marcos (400 libras de 16 onzas) de oro no pasaran de los ochenta. Incidentalmente, será interesante saber cuál fixe realmente el intervalo entre la predicción del cacique y su consumación. No fue, naturalmente, «de X años», sino de diez períodos de tiempo, pues el número sería equívoco aun sin intérprete. Diez lu53
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ñas sería una precisión que llegaría casi a la profecía; diez, soles (expresados por giros del brazo) no significarían más que un eficiente servicio de información. La suave luz con que generalmente se enfoca a Juan de la Cosa desapa rece por completo en el relato de Oviedo. £1 cronista presenta al vizcaíno como una especie de gángster del mar, que se complace en ir de asalto en asalto y, posiblemente — esto era pura suposición— , ocultando a sus vee dores la mayor parte de sus ganancias en el saqueo. Las actividades de la expedición en Darién serían un ejemplo de esto. Según Oviedo, Juan de la Cosa tuvo noticias de Darién por los urabaes y cruzó el golfo decidido a una entrada de pillaje. Dejando a los grandes barcos al pairo en los Farallones, enfiló el estrecho estuario con los bergan tines y los botes, desembarcó con sus hombres y marchó sobre la aldea. El desembarco se hizo en las primeras horas de la madrugada. Llegaron al po blado al amanecer y lo atacaron de improviso. Sus sorprendidos habitantes fueron derrotados fácilmente y hecho prisionero su «rey», quien consiguió escapar poco después. £1 botín, de oro labrado, no pasó de unas veinte li bras. Si Oviedo está en lo cierto, este ignominioso episodio fue el primer contacto entre los castellanos y los pobladores del pequeño valle donde Bal boa establecería su escuela para los conquistadores. Se ignora la impresión que el lugar hizo a Juan de la Cosa y sus compañeros, pero algunos de ellos se sentían muy bien en los días de la colonia, sobre todo el piloto Martín de los Reyes, el alguacil de la flota, Juan de Ledesma, y el capitán de la nave capitana, Juan de Quicedo. Juan de la Cosa debió tener en Santo Domingo el conocimiento sufi ciente de los últimos descubrimientos de Colón para darse cuenta de que limitaban con los realizados por él y por Bastidas, y que, por tanto, no podía seguir merodeando por aquellas costas, atacando al amanecer las aldeas indí genas. Podía haber escogido entre construir su fortaleza en Darién o volverse de nuevo a la Hispaniola y a España, pero sucedió algo inesperado. Un bote tripulado por marineros de la flota de Guerra apareció en el estuario con ma las noticias y pidiendo auxilio. La nao capitana de Guerra había naufragado al salir de la bahía de Cartagena y una de las naos hermanas, mandadas por un tal Monroy que se separó de las restantes para seguir a Juan de la Cosa se encontraba ahora encallada en Urabá. No se ha esclarecido por qué decidió Monroy seguir a Juan de la Cosa; la impresión es que se encontraba como un perro perdido que se va detrás de cualquier persona que le inspira confianza. Ahora bien, si los otros dos barcos de la armada llegaban sin novedad a Cas 54
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tilla, no tendría justificación por no haber regresado con ellos. En cualquier caso, al vizcaíno no le quedaba otro remedio que adoptarle. Volvió a Urabá para encontrarse con que la nao, roída por la broma, no se podía salvar. Tras la desgracia vino el desastre. Dos de las propias naos de la armada de Juan de la Cosa fueron encontradas en igual situación desesperada. Las bombas no lograban achicar el agua y hubieron de ser varadas. El fuer te resultaba ahora indispensable, pues había más de doscientos hombres, y en los bergantines y los botes no cabía más de un centenar. Trabajando con energía desesperada, los expedicionarios descargaron y desmantelaron los barcos inutilizables, hicieron unas tiendas provisionales con las velas y emprendieron la construcción de un cercado con sus muros, empalizadas y hasta una «muy buena torre». De allí en adelante, la vida se convirtió en una monótona prueba de resistencia. Hostigados por los indios, los españoles sólo se aventuraron a hacer una salida importante para buscar oro cerca de un lago. Aunque sus prisioneros les tentaban diciéndoles que más allá de las montañas había un río aurífero en donde «cada hombre, a poco que se es forzara, podía recoger el valor de diez marcos diarios», no estaban dispuestos a caer en la trampa. Después de algún tiempo supieron que en cuestión de semanas podrían salir de Urabá, pues una mortífera epidemia iba resolvien do rápidamente el problema del transporte. Al cabo de tres meses sólo quedaban con vida cien hombres. Diez de los más robustos se ofrecieron para permanecer en el fuerte y conservarlo a todo trance, para lo cual se les dejaría víveres y municiones para un año. Este gesto fantástico no es único. La conquista española ofrece muchos ejemplos parecidos de temeridad suicida. El resto embarcó: los más fuertes en los bergantines, los gravemente enfermos en la barca capitana (al parecer por la fría teoría realista de que como la mayor parte de ellos estaban condenados a perecer, podían ir muy bien las naves menos seguras) y el resto en una nave todavía más pequeña. A los noventa y seis días de encallar las naos la peque ña flotilla se hizo a la mar dirigiéndose a la Hispaniola. El viaje fue largo y terrible. Finalmente, un bergantín, cargado hasta la borda con cuarenta y cuatro hombres, llegó al puerto de Azúa, próximo a Santo Domingo; algunos días después la mayor de las barcas, que había sido arrastrada al norte de Cuba, llegaba con otros quince supervivientes. Por enero o febrero de 1506 Juan de la Cosa estaba una vez más en Castilla. La destrozada expedición logró conservar intacto, a pesar de todas las peripecias sufridas, su tesoro: 11.850 pesos de oro labrado y treinta y cinco libras de 55
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buenas perlas (8), lo cual explica que todos los supervivientes conservaran inalterado su afán de viajar y por qué el golfo de Urabá continuaba siendo tan atractivo a despecho de sus indudables inconvenientes. No todos los lances del viaje de Juan de la Cosa pueden comprobarse, pero varias afirmaciones hechas respecto a él son inciertas. El río por el que navegó la armada no era el Atrato, pues la Relación dice claramente que estaba a seiscientas leguas de Urabá. En cualquier caso, el Atrato no podía ser explorado en 150 leguas al interior — al menos en barco— , pues esta distancia supondría haber llegado hasta mucho más allá de sus fuentes en la montaña. Américo Vespucio no acompañó a Juan de la Cosa, pues su pre sencia en España está ampliamente documentada, salvo un cono período, desde fines de septiembre de 1505 a marzo de 1506. Es posible que durante aquel período hiciera un rápido viaje a la Hispaniola, del que pudo regresar con el vizcaíno (9). Éste no hizo otro viaje a Urabá en 1506-1508, y mucho menos dos viajes — en 1507-1508— uno o los dos con Vespucio. Está docu mentalmente probado que ambos estaban en Castilla durante aquellos años. Es cierto que hacia finales de 1506 hubo un proyecto para enviarlos al golfo con una armada de ocho buques y cuatrocientos hombres, pero nunca llegó a cuajar. Por razones que luego se explicarán, las expediciones de explora ción y conquista quedaron en suspenso hasta 1508. Urabá, donde la exigua guarnición y el puesto con su atalaya fueron pronto aniquilados, volvió a sus primitivas costumbres durante cuatro años y medio. Probablemente, de haber sido normales las circunstancias en Castilla en el período siguiente a la llegada de Juan de la Cosa, la colonización de la Tie rra Firme habría sido impulsada otra vez. Pero las circunstancias eran todo menos normales. Desde finales de 1504 hasta el otoño de 1507 el país vivió una época de preocupación e incertidumbre en que los poderes, e incluso la identidad de los gobernantes, estuvieron en tela de juicio. El 4 de noviembre de 1504 falleció la Reina Católica, y el trono de Castilla y de las Indias pasó a su hija Juana, esposa de Felipe el Hermoso, cuyo padre era Maximiliano, emperador de Alemania. Por desgracia, Juana era una desequilibrada mental, y su marido — que la fascinaba y la maltrata ba— carecía de aquellas cualidades que habían permitido a Fernando actuar de manera tan efectiva como rey consorte. Isabel, enterada con amargura de todo ello, dispuso que, en el caso de que Juana fuera declarada incapaz de gobernar, lo hiciera Fernando en su nombre. En diciembre se reunieron 56
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las Cortes y decidieron la sucesión declarando: a) Que Juana era la legíti ma reina de Castilla; b) Que era incapaz de gobernar sus reinos, y c) Que Hernando debía gobernar como regente. Esto dejaba a Felipe en una situa ción desairada y, naturalmente, provocó su cólera, incitándole al desquite su amigo Luis XII de Francia, su ilustre padre y un gran número de nobles castellanos desafectos a Fernando, todos con sus fines interesados. Amenazado con una guerra desigual, Fernando encontró el modo de salir al paso de los proyectos del archiduque de Habsburgo concertando una alianza con Francia, basada en su matrimonio con la joven sobrina de Luis XII, Germana de Foix. Tal negociación es uno de sus escasos ejemplos de in sensibilidad política. Fue franco al confesar sus motivos a Felipe, diciéndole que, por haberse entregado a Francia, había obligado a su suegro a contraer un segundo matrimonio, bien a pesar suyo, pero no pareció darse cuenta del resentimiento que su actitud provocaría en Castilla. Sin embargo, por el momento, salió triunfante, pues en noviembre el propio Felipe le reconcía como rey-regente. El Rey Católico no solía ser ingenuo, pero aparentemente creyó en la bue na fe de su yerno porque le urgía que trajese a Juana a España. «Venid, hijo mío; venid a recibir mi abrazo paternal», le escribía. Felipe llegó, en efecto, mientras Fernando estaba en Aragón con su novia, pero no precisamente en busca de esos abrazos. Y mucho menos estaba decidido a suscitar el problema de la capacidad de Juana. El hermoso Habsburgo entró en los reinos de su esposa con un séquito de trescientos infantes alemanes, a los cuales añadió en seguida seis mil soldados reclutados por los señores feudales que apoyaban su causa. Cuando, por fin, consintió en un encuentro con su suegro, le ofreció la guerra o la capitulación (10). Femando escogió la última. Es probable que Fernando nunca se mostrara más admirable que en aquel momento de derrota en que logró conservar no sólo su dignidad, sino también su sentido del humor. El joven príncipe le recibió rodeado de sus capitanes armados y protegido por un ejército en estado de alerta y dispues to a entrar en acción; Fernando, cortés y ligeramente irónico, con su séquito desarmado y montado en muías, hacía parecer ridicula la medrosa coreogra fía de la fuerza. Cuatro días más tarde renunciaba a la regencia, pero obtenía el éxito de conservar los maestrazgos de las Órdenes militares, así como la mitad de las rentas de las Indias que le legara Isabel, todo lo cual, dadas las circunstancias, suponía una notable destreza en la negociación. Pasados dos meses se embarcó para Nápoles. 57
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El reinado de Felipe duró menos de siete semanas, suficientes para de mostrar que la ¡dea de haber entregado el gobierno de Castilla al joven e impetuoso teutón no fue un brillante acierto. Su muerte, ocurrida el 5 de septiembre de 1506, sólo fue lamentada por la secuestrada reina y por un grupo desconcertado de favoritos, flamencos en su mayoría. Juana — so berana nominal, pero la única visible para el pueblo— se encerró en sus habitaciones, de donde sólo salió una vez para ejercer con desconcertante lucidez sus regias prerrogativas. Este único acto de autoridad file tan ines perado y tan destructor como un terremoto, pues anuló con él todos los nombramientos hechos después de la muerte de'su madre, repuso a todos los consejeros y oficiales de Isabel y sometió todos los asuntos de Estado a su padre, volviendo inmediatamente a su obstinado silencio. Durante tres meses el país fue gobernado — no sin dificultades— por un Consejo de regencia presidido por el arzobispo Cisneros, primado y canciller de Castilla. Las Cortes — que dieron su aprobación a ese Gobierno provisio nal sólo hasta fin de año— luego le dejaron morir por consunción. Castilla se encontró en una situación singular — con todos sus funcionarios, pero falta de una autoridad coordinadora— , debido en gran parte al convenci miento de que Fernando se apresuraría a volver en vista de los llamamientos apremiantes de Cisneros y de otros partidarios suyos. Pero Fernando — que hubiera hecho un magnífico jugador de poker— prolongó su estancia en Italia, escribiendo cartas suaves y plácidas llenas de confianza en la lealtad de los castellanos a su reina. Mientras, el destino repartía buenas cartas a Fernando, puesto que en Castilla corrían malos tiempos. A los inevitables alborotos y las variadas conspiraciones vino a unirse el hambre (las cosechas se habían perdido tres años consecutivos) y una terrible epidemia. Era necesario un gobernante fuerte y experto, y en lugar de él estaba Doña Juana, insistiendo en recorrer Castilla con el ataúd que contenía el cadáver de su esposo. Cuando en agos to de 1507 Fernando juzgó llegada la hora de regresar al reino pudo hacerlo como un magnánimo monarca que accede graciosamente a las llamadas del pueblo. Sin duda alguna, el cielo estaba de su parte, pues su presencia en Castilla coincidió con la desaparición de la epidemia y con una espléndida cosecha. Es lógico que en esta situación las exploraciones quedaran en suspenso. (El proyecto de enviar de nuevo a Urabá a Juan de la Cosa con Américo Vespucio fue idea de Cisneros, cuyo poder para enviar expediciones se in58
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tcrrumpió al terminar el Gobierno provisional). En noviembre el rey llamó a cuatro de sus mejores pilotos para tratar con él en Burgos de las medidas para proseguir los descubrimientos y la colonización de los nuevos territo rios indianos. Colón había muerto en 1506, y los cuatro hombres eminen tes consultados fueron Juan de la Cosa, Américo Vespucio, Vicente Yáñez Pinzón y Juan Díaz de Solís. Todos gozaban de la confianza de los oficiales reales, que les habían utilizado en diferentes ocasiones como consejeros o agentes especiales, y sin duda les pondrían en antecedentes antes de despa charles para la Corte. Por la dificultad de las comunicaciones y la habitual lentitud burocrática, no llegaron a Burgos hasta febrero de 1508. Juan de la Cosa y Vespucio eran portadores de una caja fuerte que contenía seis mil ducados que la Casa de Contratación mandaba al rey. Las conferencias de Burgos no fueron sólo con los navegantes, y algunas de las decisiones tomadas por entonces se estudiarían en privado por el rey y Fonseca, por ejemplo, el nombramiento de Diego Colón, hijo y heredero del almirante, para sustituir al gobernador Ovando en la Hispaniola. Otras medidas llevan el sello de los pilotos. Se creó el cargo de piloto mayor, para el que se designó a Vespucio. Pinzón y Solís fueron autorizados para buscar el anhelado y esquivo paso a Oriente y salieron el mismo año para explorar al oeste y al norte del cabo Gracias a Dios, en .Honduras. A Juan de la Cosa se le daba parte importantísima en un ambicioso plan de colonización y explotación en Tierra Firme. El nuevo proyecto para la colonización de la Tierra Firme había sido presentado por Diego de Nicuesa, opulento residente en la Hispaniola, en su nombre y en el de Alonso de Hojeda. Dividía la totalidad de la faja costera, desde el oeste de Venezuela hasta el cabo Gracias a Dios, en dos in mensas gobernaciones: una desde Coquibacoa al golfo de Urabá, inclusive, que administrada Hojeda, y otra desde el golfo al norte de Honduras, que regiría Nicuesa (11). En lo que concernía a Hojeda, el título ya estaba establecido: los dere chos que se le concedieron en 1504 eran en esencia los mismos que figuraban en el último contrato, y su nombramiento de gobernador de Coquibacoa y Urabá no había sido revocado. Incluso podía alegar ciertos méritos como redescubridor, pues una de sus carabelas había vuelto a recorrer en 1502 la ruta de Bastidas, y, aunque esta excursión se hizo sin su autorización, resultaba técnicamente responsable de ella. Nadie — salvo Bastidas— po día alegar mejores derechos sobre aquellos territorios, pero Bastidas llevaba 59
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mucho tiempo sin dar muestras de pensar hacerlo. (Juan de la Cosa no con taba, porque, con todas sus insignes cualidades, era de una posición social inferior y no tenía madera de gobernante y aunque navegó con Hojeda, le acompañó, luchó a su lado y hasta le financió, cuando se dirigía a él le daba el tratamiento de señor). La concesión de Nicuesa era harina de otro costal, pues no estaba fun dada en descubrimientos previos o hazañas memorables y el territorio que se le asignaba lo había descubierto Colón con especial complacencia. El almirante, encantado al explorar su Asia personal a lo largo de la costa de la América central en su cuarto viaje, había decidido que Veragua — situada en el istmo entre la laguna de Chiriqui y el río Chagres— fuera el Quersoneso de Oro y que en las montañas cercanas estuvieran Aurea y las minas del rey Salomón. Los seiscientos sesenta y seis quintales de oro enviados a Jerusalem en una sola remesa y los tres mil quintales dejados en herencia por el rey David a Salomón, procedían todos de Aurea, según Josefo. Por todo lo cual el almirante consideraba el comercio de aquel puerto y las minas de aquella tierra muy superiores a todo lo demás de las Indias. Se comprende por qué deseaba Fernando que semejante presa quedara fuera de la herencia de Die go Colón, pero no porque pensara que éste pudiera cumplir sus órdenes de prestar ayuda al intruso concesionario. Aprobadas en principio, a primeros de mayo, las concesiones fueron extendidas en un doble contrato firmado y sellado el 9 de junio de 1508. Las capitulaciones eran mucho más amplias que en otros pactos y estipulaban que Juan de la Cosa sería asociado y subgobernador de Hojeda, conservando su rango de alguacil mayor. Cuando Fernando puso la mano sobre el documento para firmar «Yo, el rey», dio la señal de partida a una serie de acontecimientos que, finalmente, darían lugar a una colonia en Tierra Firme. Es posible, sin embargo, que él y los gobernadores de Urabá y Veragua hubiesen roto el contrato de haber adivinado que el resultado exclusivo de dieciocho meses de preparación, dos armadas, siete u ocho millones de maravedís de gastos y cerca de ochocien tas vidas sería el asiento de Darién.
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IV
Las concesiones de Urabá y Veragua se establecían por cuatro años a partir de la fecha del desembarco. Cada gobernador tenía instrucciones de construir dos fuertes — uno de los cuales había de terminarse en año y me dio— de sólida estructura, capaz de garantizar la seguridad de los coloniza dores. En realidad, era casi la única obligación que les imponía el contrato, aparte de las limitaciones, controles y regalías a que se sujetaban todas las demás expediciones. El quinto sobre el comercio y los «rescates», consistiría en un quinto el primer año y un cuarto en los siguientes, calculado sobre los productos en bruto; el quinto sobre las minas (los derechos a las cuales se concedían no se sabe por qué razón por diez años) sería de una décima parte el primer año, una novena el segundo, y así hasta la quinta en los úl timos cinco años (1). Los colonizadores obtendrían el título de propiedad de las tierras concedidas y podrían venderlas al expirar el contrato; estarían exentos de impuestos, excepto sobre tos productos vendidos, y gozarían de los mismos privilegios que los residentes en la Hispaniola. No se limitaba el número de hombres que podrían alistarse, salvo el de una ¿lite que se reclutaría en la Hispaniola, restringida a seiscientos, y que se formaría por vecinos acaudalados a quienes se les permitiría conservar sus tierras, minas, indios y derechos en la isla mientras permanecieran ausentes en Tierra Firme. Se esperaba que esta recluta de personas solventes y exper tas, tentadas por la doble ganancia, garantizase el éxito de la nueva aventura. El rey prometía pagar el pasaje y cuarenta días de alimento a doscientos hombres de España y el pasaje y quince días de alimento a seiscientos de la Hispaniola, proporcionando a cada uno el armamento ligero. Asimismo se comprometía a proporcionar a cada fuerte cuatro cañones pequeños, veinte arcabuces, balas de hierro y cuarenta arrobas de pólvora. 61
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Lo$ gobernadores podían llevar cuarenta esclavos de España y capturar todos los que quisieran en Cartagena e islas adyacentes, pagando impues tos sobre ellos como «sobre cualquiera otra mercancía»; igualmente podían sacar cuatrocientos indios de las islas próximas a la Hispaniola (sin especi ficar los métodos de persuasión) y cuarenta expertos mineros indígenas de la misma Hispaniola. También se les permitía por un decreto especial llevar veintiséis yeguas y, durante los cuatro años del contrato, podrían importar veinte garañones — rara concesión porque el Gobierno de Castilla realizaba por entonces un esfuerzo intensivo para aumentar la cría caballar en el terri torio nacional. Por último, se designaba a Jamaica como base de aprovisio namientos, con la obligación de construir en ella otro puerto fortificado. El asiento era excelente desde el punto de vista de los concesionarios y lo suficientemente tentador para cuantos aventureros deseasen adquirir las ventajas del que llegara primero a las prometedoras colonias. En cambio, para el «almirante joven» Diego Colón resultaba indignante del principio al fin. Diego Colón, que había heredado de su padre el pelo rojizo y la testa rudez, pero no el genio, acariciaba en su mezquino espíritu la ambición de restablecer para sí los fabulosos privilegios otorgados antaño a Cristóbal, ampliándolos con otros inspirados por su fértil fantasía. En Cristóbal Colón la avidez se teñía fuertemente de misticismo: las Indias eran para él lo que Galatea para Pigmalión, y los exploradores que le siguieron, violadores no tanto de un descubrimiento como de un invento patentado en la tierra, pero inspirado por el cielo. Diego era más práctico, pero no menos porfiado, y la asombrosa insolencia con que expresaba sus quejas no hubiera merecido la aprobación de su padre. En 1508 promovió pleito a la Corona pidiendo su efectiva instauración como «Virrey y gobernador perpetuo de las islas y tierra firme descubiertas o por descubrir al oeste de la línea que pasa cien leguas más allá de las islas de Cabo Verde». La demanda — que hacía caso omiso del Tratado de Tordesillas en favor de la primera bula del Papa— fue redactada para darle jurisdicción absoluta y el máximo ingreso financiero que Colón calculaba en un 25 por 100 de los productos netos de cualquier clase — incluido el comercio— en cualquier parte del Nuevo Mundo. Naturalmente, el monarca que accediera a semejantes pretensiones ha bría dado prueba de insensatez, mereciendo ser depuesto al instante. Tam bién es evidente que Fernando no tenía necesidad de enviar al joven Diego a la Hispaniola, pues pudo haber derogado el decreto de privilegios por ser 62
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perjudicial a los intereses nacionales, o utilizar más bien el fácil argumento legal de declarar que sólo era hereditario el título de almirante. Pero Colón, pasando por alto estas posibilidades, partió para la Hispaniola sin agradecer la actitud del rey y decidido — a pesar de las instrucciones en contrario— a poner toda clase de obstáculos a los gobernadores cuyas concesiones en Tie rra Firme simbolizaban los límites puestos a su poder y su provecho (2). Las armadas para Drabá y Veragua estaba previsto que partieran en marzo de 1509. Fue casi un éxito que lo hicieran con sólo seis meses de retraso. A juz gar por los documentos que se conservan de las expediciones de la época, cual quier capitán que hubiese realizado todas las gestiones para enrolar a la gente, encontrar el dinero, fletar y reunir las naves, debía dar un suspiro de alivio al zarpar para enfrentarse con los caníbales y los huracanes. Verdad es que a Juan de la Cosa le sobró tiempo porque su expedición era casi penosamente modes ta comparada con la de Nicuesa. En el intervalo salió a cumplir una misión de la Casa de Contratación, yendo a buscar a Portugal dos carabelas adquiridas para las necesidades oficiales de la Hispaniola, en donde el violento tomado de 1507 había destruido la mayoría de las naves con base en la colonia. Nicuesa, hombre de dinero y de crédito, dijo haber empleado cinco millo nes y medio de maravedís en su expedición. No hay acuerdo sobre los barcos que logró aparejar — los contemporáneos hablan de cinco, siete y once—, pero la versión más verosímil parece ser la de que llevó seis de España, a los que unió un séptimo en la Hispaniola. La flota de Hojeda-juan de la Cosa se dice que estaba compuesta por una carabela y dos bergantines, pero es posible que sólo la formasen estos dos últimos y que la carabela se fletase en Santo Domingo. La escuadra combinada, acompañada por las dos carabelas portuguesas destinadas al servicio en la Hispaniola, zarpó de Sanlúcar de Barrameda alrededor del 9 de septiembre de 1509, Y algunos días después de Cádiz, adonde fue para ser inspeccionada. La fecha de llegada a Santo Domingo tampoco se conoce, pero, en todo caso, Nicuesa no podía estar allí antes de noviembre. Seis semanas, incluida la acostumbrada detención en las Ca narias, se consideraba una buena travesía, y Nicuesa se detuvo en la isla de Santa Cruz para cargar ciento cincuenta esclavos, deteniéndose otra vez en Puerto Rico para vender una parte de ellos. Esto fue un error, pues Santa Cruz no estaba autorizado para ese comercio, como Diego Colón hizo notar con gusto al acusar a Nicuesa de cargamento ilegal, denunciándole al rey después de obligarle a renunciar a sus cautivos. 63
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Tal vez Alonso de Hojeda y Diego de Nicuesa fueran buenos amigos en la época en que negociaban el permiso para sus concesiones, pero en Santo Domingo, cuando cada uno luchaba para completar sus armadas, parecían dos gallos de pelea rivales. En algunas cosas eran extraordinariamente parecidos. Ambos procedían de la sólida clase de nobles segundo nes y habían sido pajes o escuderos de los grandes de sangre azul; ambos volvían a las Indias en busca de fortuna de la que carecían en su patria. Tenían la misma edad sobre poco más o menos y los dos eran aproxima damente iguales de estatura, complexión y arrogancia. El parecido termi naba con esto. Hojeda, en quien se daban «todas las perfecciones que un hombre podía tener corporales..., sino ser pequeño», era valiente, emprendedor y el más afortunado conquistador que fanfarroneó en las Indias. La guerra era su oficio y estaba tan perfectamente construido para ella como un acorazado de bolsillo, y su gracia y destreza en los violentos deportes de la época le hicieron famoso en Castilla y en el Nuevo Mundo. Inevitablemente, tenía enemigos, pero sus amigos eran importantes y leales. El rey tenía un alto concepto de él, e incluso logró ganarse el duro corazón del obispo Fonseca. Había capitaneado tres infructuosas expediciones: en 1499 con Juan de la Cosa, cuando en seis semanas o poco más navegaron desde Surinan a la península de Goajira, enlazando con rapidez los descubrimientos de Colón en Paria y descubriendo personalmente desde la isla Margarita hasta Citurma, pasando luego cinco meses en torno del cuartel general de la facción anticolonista en la Hispaniola (3); en 1502, cuando intentó colonizar Coquibacoa, y en 1505, cuando en su viaje de Urabá fue detenido en Santo Domingo por Ovando. El primero de estos viajes fue casi seguramente emprendido para inves tigar sobre las actividades del almirante que provocaron alarma en Castilla por los informes recibidos. El segundo lo terminó cayendo prisionero de sus compañeros amotinados, cuyas acusaciones calumniosas le valieron una condena en la Hispaniola, de la que apeló ante el Consejo Real y salió absuelto. Con motivo del tercero, reclamó perjuicios a Ovando: «por un lado 30.000 castellanos, por otro 4.000 ducados y por otro 500.000 castellanos, por lo que dice no pudo hacer y gastó porque el dicho Ovando no le permi tió realizar cierto viaje» (4). Estas considerables cantidades, que importaban unos 240 millones de maravedís, hubieran compensado a Hojeda de sus fracasos, de haber sido capaz de conseguirlas (5). 64
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Diego de Nicuesa era casi tan decorativo como Hojeda («uno de los dotados de gracias y perfecciones humanas que podía haber en Castilla») y casi tan diestro como él con la espada y con la lanza; tenía verdadero talento para cantar romances acompañándose a la vihuela y mostraba su excelente escuela de equitación sobre una fina yegua. Bajo su impresionante aspecto físico había un hábil hombre de negocios: en seis años pasó de la miseria a ser uno de los hombres más ricos de la Hispaniola. Pero carecía de esa preparación para su nueva misión que sólo otorgan los años de lucha y de capitanía (6). Con Diego Colón instalado en la Hispaniola, la organización final de las flotas supusó para los dos gobernadores electos una batalla diaria contra la oposición oficial. Cada una de sus iniciativas tropezaba con obstáculos más exigentes a sus acreedores. Y lo peor de todo era que no se les autori zaba para enrolar a los seiscientos colonizadores expertos y adinerados con los que contaban. Además de todo ello, el almirante joven designó a uno de sus tenientes — un tal Juan de Esquivel, caballero de quien Las Casas cuenta historias horribles— para tomar posiciones en Jamaica. Después de varias semanas en esta humillante carrera de obstáculos, Hojeda y Nicuesa se hallaban con los nervios en tensión y dispuestos a todo. Hojeda, encon trándose en la calle a Esquivel, le amenazó con cortarle la cabeza si ocupaba la isla base de sus aprovisionamientos. Esquivel no hizo caso y desdeñó la amenaza. Poco después los dos gobernadores riñeron entre ellos a causa del dinero entregado a Nicuesa por la hacienda real para manutención de los hombres de las dos armadas; por la adquisición de una carabela codiciada por ambos; por la división de los doscientos hombres traídos de España — de los que Nicuesa había tomado ciento cincuenta— y por la captación de los mejores voluntarios de la Hispaniola. Cuando Nicuesa pidió que el golfo de Urabá quedase incluido en su gobernación costó Dios y ayuda evi tar que se desafiaran. Juan de la Cosa logró impedir una abierta ruptura proponiendo que los dos aspirantes reconociesen el río Atrato como frontera común de sus terri torios. Hojeda fue el que se avino. Su título comprendía el golfo de Urabá, y ai pactar entregaba Darién. Pero, informado el rey de la disputa, confirmó siete meses más tarde a Hojeda en sus derechos sobre todo el golfo. Su cé dula era importante, aunque cuando llegó a las Indias, los acontecimientos en Tierra Firme habían desbordado todos los decretos y resoluciones del Consejo. 65
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Relativamente pocos hombres de ios seiscientos o setecientos reclutados en la Hispaniola podían contribuir con algo más que sus personas a las empre sas en preparación, pero casi todos eran baquianos. El baquiano era lo contra rio que el chapetón o novato, y valía diez veces más que éstos para una aventura de exploración. Llevar chapetones era molesto y peligroso, pues solían morir antes de llegar a ser útiles. Nicuesa, por lo menos, tenía varios subalternos fi nancieramente prácticos. Su teniente gobernador, Lope de Olano, un vizcaíno que antes perteneciera a la facción rebelde a Colón en la Hispaniola, era a la vez baquiano y hombre bien acomodado, y en 1503 había salido fiador de Bastidas. El alcalde mayor era Alonso Núñez, ex regidor de la villa de Madrid; Juan de Ledesma, uno de los armadores de Bastidas o Juan de la Cosa, y algua cil en la flota del segundo en 1504-1506, parece haber pagado una carabela comprada en nombre de Nicuesa, de la que era maestre. Como la armada y los proyectos de Hojeda y Juan de la Cosa eran menos brillantes, no tuvieron tanto éxito en la recluta de colonizadores y prestamistas. Juan de Quicedo, nombrado veedor mayor para las dos gober naciones, puede haberle sido útil: cuatro años antes como capitán de la nao de Juan de la Cosa tuvo pruebas de que Urabá podía ser un buen negocio. Sin embargo, la única contribución que de él se conoce es su participación en una tercera parte de la pequeña carabela — adquirida conjuntamente con Juan de la Cosa y cierto Pedro Martínez, escribano del oro y las fundiciones en Tierra Firme— cuyos dueños tenían permiso para llevarla a Tierra Firme y dedicarla a sus asuntos privados. Tal vez esta pequeña carabela y el propio Quicedo permanecieran en Santo Domingo algunos meses después de ha cerse a la vela las dos armadas con rumbo a Tierra Firme. Hojeda adquirió otra carabela en la Hispaniola — poniendo los dientes largos a Nicuesa, que la deseaba— y parece averiguado que sólo tenía tres barcos — una carabela y dos bergantines— cuando zarpó para Urabá. Cada gobernador se aseguró en Santo Domingo un socio especial dis puesto a poner su dinero en la empresa a cambio de una participación pro porcionada en los beneficios. El hombre de Nicuesa fue Rodrigo de Colme nares, hidalgo de cierta educación, pero pocos escrúpulos, como demostraría andando el tiempo. Hojeda pactó con un astuto abogado llamado Martín Fernández de Enciso, a quien nombró alcalde mayor. Estos coadyuvantes del último minuto deberían ir a unirse con sus respectivos jefes tan pronto como reunieran barcos y hombres. Ambos habrían de desempeñar papel más importante en la colonización de Tierra Firme que sus dos principales. 66
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Por un milagro de energía y decisión, las expediciones estuvieron dis puestas para zarpar de la Hispaniola a principios de diciembre. Hojeda y Juan de la Cosa completaron sus asuntos — incluso la instalación en Santo Domingo de la mujer y los hijos del vizcaíno— poco después que Nicuesa y levaron anclas alrededor del 13 de septiembre (7), dirigiéndose a Cartagena. En la carabela y los otros dos barquichuelos se amontonaban doscientos veinte hombres, toda clase de víveres para la colonia, cierto número de cer dos y gallinas y doce yeguas de vientre. Con ese equipo pensaban conquistar una tierra desconocida y salvaje, de extensión indefinida y llena de incalcu lables riesgos. La partida de la flota de Veragua, lograda después de vencer conside rables dificultades, tuvo lugar ocho o diez días después. Nicuesa los pasó realizando una frenética serie de esfuerzos a fin de aplacar a sus acreedores incitados por Colón. Los últimos requerimientos se le hicieron cuando ya estaba a bordo y el grueso de su armada navegaba. Un buen amigo de últi ma hora prestó la garantía — lo que hizo a Nicuesa prorrumpir en sollozos y suspiros de alivio— y el gobernador de Veragua se precipitó a embarcar, volviéndose de vez en cuando para ver si le seguía algún otro escrito de em bargo. En parte por reacción, su actitud, una vez que se vio a bordo de la capitana, fue tan torpemente dictatorial, que la mayoría de sus oficiales y pi lotos — que habían olvidado más acerca de la exploración de lo que Nicuesa supo nunca— le retiraron su estima. Los gobernadores dejaron en tierra a dos voluntarios que habían mos trado enormes deseos de acompañarles. Uno, retenido por una herida en la rodilla, era Hernán Cortés, alistado con Hojeda. El otro — al que no se permitió embarcar por no haber podido pagar sus deudas— era Vasco Núñez de Balboa. Nicuesa siguió el rumbo de Hojeda resuelto a adquirir algunos esclavos en la zona designada para ello y a sostener que Darién formaba parte de su gobernación del golfo de Urabá. Llegó a Cartagena a tiempo de ayudar a Hojeda, pero demasiado tarde para salvar a Juan de la Cosa. Hojeda y Juan Vizcaíno habían arribado a Cartagena al quinto día de viaje. Tentado por el puerto, el apacible aspecto del país y el recuerdo del enorme botín capturado por Guerra, el gobernador deseaba establecer allí su primer fuerte y asiento; Juan de la Cosa era partidario de ir antes a co lonizar el Urabá, donde las gentes no eran tan feroces ni usaban tan malos venenos. Hojeda insistió en su ¡dea, y una primera incursión en los poblados 67
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cercanos, que le proporcionó sesenta cautivos, no hizo más que excitar su apetito. Cuando dio la orden de marchar con setenta hombres sobre Turbaco, aldehuela de un centenar de bohíos distante unas diez o doce millas, Juan de la Cosa protestó y consiguió ir con su jefe. Aquel gesto de valor fue bien de lamentar: como tantos heroísmos espontáneos, resultó noble en la intención y desastroso en los efectos. Los indios, prevenidos, desalojaron la aldea para volver y caer por sorpresa sobre los invasores desperdigados en busca de tesoros. Después de un prolongado combate, Hojeda se abrió paso a través del grueso de los atacantes en una briosa carga y escapó, «volando como el viento». Juan de la Cosa, al cubrir porfiadamente la retirada de su capitán, resultó muerto. Cuando yacía malherido por numerosas flechas envenenadas, vio a un español vivo todavía defendiéndose y defendiéndole con gran arrojo y le dijo: «Pues que Dios hasta agora os ha guardado, her mano, esforzaos y salvaos y decid a Hojeda cómo me dejáis al cabo». «Y éste sólo — añade Las Casas— creemos que de todos se escapó, y Hojeda, que debían ser más de cien los que en aqueste salto se hallaron». Algún grupo procedente de los barcos encontró a Hojeda agazapado en un manglar, todavía con la espada en la mano. Su escudo tenía las señales de trescientas flechas. Cuando le anunciaron la llegada de Nicuesa se negó en un principio a ir en su encuentro, seguro de que su rival se regocijaría vién dole humillado. En esto se equivocó, pues no tuvo en cuenta la exquisita satisfacción que experimenta quien puede demostrar públicamente su mag nanimidad con un adversario caído. La actitud de Nicuesa fue realmente admirable. Según lo refiere Las Casas, el encuentro de los dos gobernadores en la playa de Codega tuvo la ceremoniosa gracia de un minué y la elegante verbosidad de un drama del siglo XVIIL Avanzaron el uno hacia el otro, se abrazaron, vertieron unas lágrimas e inmediatamente prorrumpieron en lar gos discursos en los que florecían por orden los más elevados sentimientos, con una pompa no siempre gramaticalmente correcta. Con el pie clavado en la arena como sobre una invisible plataforma, Ni cuesa declaró: «Muchas diferencias debe haber en las obras que los hombres hijosdalgo deben hacerse, cuando ven a los que en algún tiempo quisieron mal de ayuda necesitados, de las que cuando riñen hicieran, teniendo facul tad de vengarse, porque allende ser bajeza y vileza de ánimo, y degenerar de la bondad de sus pasados, crueldad sería, y de hombres no razonables, añadir aflicción al que las aflicciones han en angustia postrado. Por ende, se ñor Hojeda — continuó hinchando sus palabras con tumultuosa sintaxis— , 68
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puesto que en la Española hayamos habido palabras, y allí el uno al otro amordazado, ahora es tiempo del todo olvidallas, y así, haced cuenta que os ha pasado cosa entre nosotros que nos apartare de ser hermanos». El resultado ñnal de toda aquella elocuencia fue una expedición con junta de castigo en la que intervino una fuerza de cuatrocientos hombres, a cuyo frente iban Nicuesa y Hojeda, caballeros sobre sus yeguas. Marchando de noche, asaltaron Turbaco antes de amanacer; los guacamayos, asustados, alborotaban en las copas de los árboles, pero los indios no tuvieron tiempo de escapar. A las diez de la mañana no quedaba vivo en la aldea un solo in dio, grande o chico. Buscando el botín, los soldados encontraron a Juan de la Cosa. Su cuerpo estaba atado a un árbol, tan horriblemente hinchado y desfigurado que incluso los más valientes de sus compañeros no se atrevían a mirarlo, y «tan lleno de flechas como un erizo» (8). Nicuesa no quiso esperar a que lo enterraran, y sin detenerse para co mer o descansar, los hombres emprendieron el regreso hacia la costa. Los dos gobernadores se despidieron en la playa, dando órdenes de abandonar Cartagena y sus sangrientos recuerdos. Las Casas oyó decir que la pane de Nicuesa en el botín fue de siete mil pesos. Oviedo, defensor constante de Nicuesa, asegura que éste, noblemente, rechazó el aceptar un solo peso. Mánir, quizá el mejor informado sobre este punto, afirma que el botín a dividir fue muy escaso y de pobre calidad. La mermada expedición de Hojeda continuó hacia Urabá. Una semana más tarde, y tras una breve detención en la isla Fuene, doblaron la Punta Caribana y echaron anclas en el interior del golfo. El estandarte de Castilla y de León fue izado en una colina sobre la playa, en el mismo sitio u otro muy próximo al lugar en que Juan de la Cosa acampara en 1505. El puesto recibió el nombre de San Sebastián de Urabá. El día del santo martirizado a flechazos se conmemora el 20 de enero, por lo que, siguiendo la costumbre española, esta fecha debe ser aproximadamente la del desembarco. No obs tante, es posible que otra razón para honrar a San Sebastián fuese la esperan za de tenerle como protector de los cristianos, expuestos a unos peligros y sufrimientos con los cuales debía simpatizar de manera especial. A los pocos días Hojeda envió la carabela a la Hispaniola con oro y con esclavos para pagar más bastimentos y con una carta para un amigo de Haniguayana llamado Bernardino de Talavera. Talavera era propietario de una nave y Hojeda le rogaba ir urgentemente a Urabá con voluntarios y bastimentos. Con esta carabela se plantea un problema. Al parecer llegó, 69
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pues Talavera se unió a Hojeda de tal modo que logró permanente noto riedad: habiendo vendido su barco poco antes de recibir la cana, intentó primero deshacer el trato (apoderándose de él según se dice); pero, al (aliarle este plan, robó una nao que se hallaba cargando en Salvatierra, en la cual partió para San Sebastián llevando setenta hombres. Parece, además, que la carabela de Urabá llevó la noticia de la muerte de Juan de la Cosa, pero es imposible decir a quién. Colón aseguró no haber recibido en la Hispaniola noticia alguna de Hojeda o de Nicuesa desde que partieron para sus gobernaciones hasta des pués de febrero de 1511. En junio del mismo año el rey se quejaba a Colón y a los propios gobernadores de este alarmante silencio. Sin embargo, el rey supo que Juan de la Cosa había muerto y dispuso se hicieran ciertos pagos a su viuda. Sólo se puede concluir, pues, que la carabela llegó, pero sin llevar correspondencia oficial de ninguna clase, y aun así resulta raro que todos sus tripulantes guardaran un secreto sepulcral sobre lo ocurrido. Los ciento cuarenta y ocho colonizadores que permanecieron en Urabá construyeron una sólida torre de madera y treinta chozas para viviendas, relativamente contentos por creer en la inminente llegada de Enciso con su armada auxiliar. Mas como las semanas transcurrían sin que la flota apare ciese, la situación empeoró rápidamente. Era imposible encontrar medios de vida en el país, pues los indios defendían con gran ardor sus tierras y las incursiones resultaban costosas e inútiles. Un cocodrilo devoró a una de las preciadas yeguas, lo cual hizo perder la mitad de su valor a las restantes, por demostrar a los nativos que los extraños monstruos eran vulnerables. Abundaban las enfermedades. En mayo hubieron de reducirse al mínimo las raciones. Los hombres morían delirando a causa del hambre, las fiebres y las flechas envenenadas, y los que sobrevivían sentían envidia por pensar que la muerte era el descanso. En un momento durante aquellos meses Alonso de Hojeda estuvo más cerca de la muerte que en todos sus años de peligrosas aventuras. (Las ha bladurías dicen que en el fondo del asunto había un marido ultrajado, pues Hojeda era bastante aficionado a las mujeres indígenas). Los urabaes provo caron a los españoles a hacer una salida y, como de costumbre, don Alonso figuraba al frente de los suyos — tan veloz como el viento— según los indios suponían. En el primer matorral, cuatro arqueros emboscados dispararon sus flechas, atravesándole de parte a parte un muslo. Retirado al fuerte, mos tró el temple extraordinario que le había convertido en héroe de leyenda, 70
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al ordenar a su cirujano, Alonso de Santiago, aplicarle un hierro candente a las heridas. El maestro Alonso se negó alegando que le mataría si tal hiciese. Hojeda se volvió a él furioso: — ¡Haced lo que os he dicho! — gritó con terrible entereza— . Juro so lemnemente a Dios que os mandaré colgar si no lo hacéis. El cirujano cambió de parecer. Negándose a que le ataran o sujetaran, el menudo gobernador permaneció sin exhalar una queja mientras le abrasa ban profundamente la carne a un lado y otro de la pierna y así se curó. En los primeros días de mayo enfiló el golfo una nave que echó el ancla cerca del campamento (9). Había llegado Talavera, y la alegría fue indescrip tible e incalculable por el cargamento de tocino y cazabe que traía. A nadie le hubiese importado mucho — de haberlo sabido— el procedimiento se guido por Talavera para conseguir la carne, la harina e incluso la nao. Por su parte, los tripulantes de la nao robada se sintieron más bien desilusionados. Urabá era mucho menos atractivo de lo que a distancia parecía, por lo que al poco tiempo de llegar decidieron que sería mejor someterse al rigor de la ley en la Hispaniola que soportar las penalidades de San Sebastián. Cuando zarparon, el gobernador iba con ellos. Hojeda proyectaba una corta estancia en la Hispaniola para conseguir bastimentos y nuevos reclutas. Los compañeros, que, abrumados por la mi seria, habían estado a punto amotinarse, aprobaron el plan accediendo a permanecer cincuenta días en San Sebastián en espera de ayuda. El gober nador por su parte, les dio permiso por escrito para ir adonde quisieran, sin más obligación si, transcurrido ese tiempo, no había llegado el socorro. Se nombró teniente al más enérgico de los colonizadores supervivientes. Un iletrado soldado extremeño llamado Francisco Pizarra, que un día sería conquistador del Perú. Siete semanas eran muy poco tiempo para todo cuanto Hojeda se pro ponía llevar a cabo. Tan corto, que uno duda de que realmente creyese poder hacerlo. Lo más probable es que confiara en la llegada a tiempo de Enciso para salvar la situación. En todo caso, cuando la fecha convenida llegó, Ho jeda se encontraba como sus compañeros de naufragio luchando con ios traidores pantanos de la costa de Cuba y no consiguió llegar a la Hispaniola hasta fines de marzo o quizá a principios de abril del año siguiente. Aquellas siete semanas fueron un milenio para los que quedaron en San Sebastián. Cuando transcurrieran, sólo ochenta españoles quedaban con vida y, a finales de julio o principios de agosto, Pizarra dio la orden de aban71
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donar el fuerte. Aún conservaban los dos bergantines. Pizarro embarcó en uno de ellos con cuarenta y uno de los hombres, y, aunque si lo hubieran sabido se habrían llenado de desesperación, antes de transcurrir dos meses se encontraron de nuevo en Darién. Los treinta y ocho hombres y las dos mujeres que embarcaron en el otro bergantín, al mando de un tal Valenzuela, tuvieron menos suerte todavía. Su barco no zozobró, como dice Las Casas, al chocar en el mar con una ballena u otro gran pez, lo que ocasionó la pérdida de todos sus ocupantes; pero su final fue igualmente desastroso. Barrido por los vientos y las corrientes, fue a estrellarse en las costas de Cuba. Durante la travesía habían muerto nueve hombres y los restantes cayeron combatiendo con los indios o fueron apresados como esclavos. Tres años más tarde Velázquez encontró a los únicos supervivientes, cautivos de un cacique, no lejos del sitio donde se fundaría La Habana. Eran las dos mujeres y un marinero llamado García Mejía. Tal vez las mujeres — una de las cuales era entrada en años— llegarían a pensar que sus sufrimientos no habían sido del todo inútiles, ya que, inmediatamente, se les proporcionó lo más esencial para su rehabilitación: vestidos y algo mucho más importante todavía: maridos (10). El 17 ó 18 de septiembre, cuando Pizarro y sus compañeros barloven teaban poco más allá de Cartagena, sus fatigados ojos descubrieron lo que les pareció la más hermosa visión de los cielos: las velas de los barcos de Enciso, salidos cinco días antes de Santo Domingo y empujados por el Nor deste. Locos de alegría con la idea de encontrar el auxilio y los bastimentos sin los cuales no habrían podido continuar su viaje con probabilidades de llegar sanos y salvos a la Hispaniola, viraron y siguieron a las dos naves hasta el puerto de Cartagena. Pero, como muy pronto verían, aquella alegría era prematura. Conocían los horrores de Urabá, que, suponían haber dejado tras ellos para siempre; conocían los términos de las últimas disposiciones de Hojeda por las que ahora estaban libres de obligaciones con la concesión y su gobernador. ¡Pero aún no conocían al bachiller Enciso!
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La armada del bachiller Enciso, formada por una nao y un bergantín, ha bía zarpado de Santo Domingo el 13 de septiembre de 1510, llevando a bordo ciento cincuenta y dos nuevos colonizadores para Urabá. Ciento cincuenta eran reclutas debidamente enrolados, registrados y aprobados. Los otros dos, de los cuales incluso el más pequeño contaría mucho más en la conquista que el propio bachiller, eran Vasco Núñez de Balboa y su perro Leoncico. Los barcos navegaban ya mar adentro sin que Enciso sospechara que llevaba polizones a bordo, por la sencilla razón de que éstos hasta entonces habían esquivado a los acreedores, los corchetes y los demás obstáculos para embarcar, escondidos en un tonel primitivamente destinado a transportar harina. Otro procedimiento cualquiera menos pintoresco, como, por ejem plo, subir a bordo con pretexto de despedir a alguien y quedarse sin poder regresar a tiempo, no era posible, pues Colón tenía sometidos los barcos a una estrecha vigilancia para impedir tales estratagemas y Enciso estaba igualmente alerta por temor a que cualquier infracción legal pudiera servir de pretexto para retenerle en la Hispaniola. El tonel de harina fue, pues, una solución acertadísima. Ayudado por un amigo suyo que iba entre los reclutados, Vasco Náñez pudo burlar a las autoridades locales y al bachiller con relativa facilidad (1). La partida en esas condiciones significaba para Núñez de Balboa un nuevo nacimiento, pues lo mismo que al nacer carecía de toda clase de me dios materiales. Aparte de Leoncico (cuya posterior carrera le sacaría de su condición de simple bien), Balboa no llevaba más que la ropa puesta y su espada. La situación se salía de lo corriente en los cuentos y apólogos, preci samente por su aire de comedia picaresca. Muchos grandes hombres habían tenido unos humildes comienzos y otros triunfaron tardíamente, pero de 73
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ñjo ninguno salió hacia la inmortalidad metido en un barril. Nadie sabe qué pensaría Vasco Núñez encogido en la obscuridad de su escondite y con su perro entre las rodillas. Seguida con oído atento todas las maniobras para zarpar: el roce de las gabarras con las cintas; el crujir de los cabrestantes; los gritos, blasfemias y salomas de los marineros. Un suave balanceo le adverti ría de que se empezaban a izar las velas; un rumor uniforme interrumpido por el golpe de los remos significaba que el barco avanzaba por el río bajo las sombrías murallas de £1 Homenaje; los ruidos en la lona de las velas ya del todo izadas, el encuentro con los vientos del mar abierto y, finalmente, el primer estremecimiento del casco inclinándose le advertiría que había entra do en las aguas de la libertad. Balboa debió pasar varias horas antes de sentir se seguro y salir de su escondrijo, desazonado por el inminente diálogp con el bachiller. Pero, a juzgar por lo que conocemos de su carácter en los años que siguieron, es también muy posible que se durmiera tranquilamente. Si Enciso hubiera sido hombre de otra condición, Vasco Núñez se ha bría presentado a él más pronto y todo se hubiera resuelto con gran fa cilidad. Pero el bachiller era un riguroso ordenancista, casi grotescamente engreído por la emoción de su primer mando. Cuando el barco enviado por el Gobierno para ver cómo la flotilla se hacía a la mar dio la vuelta, Balboa, que salió de su tonel preparado para una fría recepción y la aplicación de cualquier sanción disciplinaria, se quedaría sorprendido por la furia con que se le acogió en el castillo de popa. Enciso se consideró burlado y en ridículo, situación intolerable incluso para un hombre ridículo. Su cólera se desbordó en una violenta diatriba en la que, con olvido de su formación jurídica, llegó a declarar que Balboa había incurrido en pena de muerte, por lo cual se le dejaría abandonado en la primera isla desierta que encontraran. Fue un cuadro realmente teatral: el alcalde, iracundo; Balboa, alto y rubio, en pie y con el perro al lado; los oficiales agrupados; los tripulantes y pasajeros apiñados en la popa escuchando atentamente; una escena colorista bajo las velas arqueadas y el brillo del cielo y sobre las olas cobalto y perla del Caribe. Es dudoso que nadie se fijara en el escenario, pues el interés se concentraría en ver qué solución daba el jefe al primer conflicto. Teniendo en cuenta todas las circunstancias, difícilmente hubiera podido encontrar otra peor. Los hombres escucharon sus palabras sin aprobarlas, y algunos de ellos, con gran audacia, hablaron en defensa del polizón, afirmando que un magnífico guerrero con varios años de experiencia en las Indias era un valor útil que no se podía perder. Podían haber añadido que también Leoncico 74
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suponía una valiosa aportación a la fuerza expedicionaria, pues era difícil conseguir perros entrenados para la guerra y ¿no era el del polizón un digno hijo de Becerrillo, el maravilloso perro de Ponce de León? (Más tarde, cuan do se asignó a Leoncico la paga de un arquero, nadie dudaba de que merecía mucho más (2). Enciso comprendió la fuerza de tales argumentos y además no había ninguna isla desierta a mano. Admitió que se unieran a la expedición, pero lo hizo de la peor manera posible. Su conducta en aquel incidente tuvo las consecuencias que eran de esperar: sembró las primeras semillas del desafec to entre los compañeros, y Balboa, a quien ahora detestaba, de un hombre insignificante se convirtió en una especie de héroe popular. La iniciativa siguiente de Enciso tampoco sirvió para mejorar su posi ción. Al llegar a Cartagena, todavía dado a los demonios, maltrató a Pizarro y los restantes supervivientes de San Sebastián, lo cual, dadas las circunstan cias, era casi tan perverso como estúpido. La primera reacción de Enciso al escuchar la amarga historia de Piza rro y sus hombres fue acusarles de perjurio y traición, amenazándoles con encadenarles como desertores o algo peor. La segunda, después de leer las instrucciones de Hojeda, fue negarse a respetar el salvoconducto y les ordenó regresar a Urabá. Protestando como un solo hombre, los desgraciados refu giados rogaron que se les permitiera ir a la Hispaniola o, al menos, a Veragua. Como último recurso, llegaron a ofrecer cuanto oro poseían para comprar su libertad. Todo fue inútil. Enciso repuso secamente que él era ahora quien ejercía el gobierno y que, como tal, sus órdenes eran terminantes. A primera vista, parece absurdo que alguien fuera tan torpe que cargara con un grupo de subordinados agotados y resentidos. Pero Enciso tenía sus razones para hacerlo. Si podía continuar en Urabá sus posibilidades serían ahora mucho mayores de las que existían cuando había ciento ochenta per sonas más entre las que dividir las ganancias y podía llegar a realizar su aspiración al caigo de gobernador, siguiendo las huellas de Hojeda. Para este ambicioso pensamiento le convenía disponer de cuantos hombres pudiera y, sobre todo, de aquellos expertos conocedores del territorio. Por otra parte, hubiera sido peligroso permitir a los ofendidos colonizadores llevar historias de él a Santo Domingo. Aparte de la fértil inventiva de los españoles para el chismorreo, su derecho a tomar el mando de la concesión era demasiado tenue, y cualquier denuncia llenaría de alegría a Colón al encontrar un pre texto para discutírselo. Enciso no era un representante de Hojeda; era sólo 75
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el justicia mayor de una colonia casi inexistente, designado por un gober nador, asimismo casi nominal. Su posición era la de una imponente estatua ecuestre de la que alguien hubiese quitado el caballo. La armada quedó en Cartagena para reparar una barca. La faena duró tres días, en los que los trabajadores se vieron rodeados por una silencio sa muchedumbre de indios en acecho. Los españoles, silenciosos también, fingían no advertirlos, pero probablemente se dieron tal prisa en terminar que muy pocas cuadrillas de carpinteros igualarían. El tercer día de aquella extraña pantomima se dio la alarma de que diez indígenas amenazaban a dos trabajadores que habían ido por agua. La actitud del bachiller frente a aquel peligro mínimo presagiaba poco bueno para futuras crisis. «Salió del navio con mucha gente armada, con harto miedo de las flechas venenadas, su poco a poco yendo para ellos». Los hombres de Urabá debieron añorar a Hojeda corriendo como el viento al frente de sus soldados. Sin embargo, fue oportuno que Enciso no se precipitara, pues los indios se mostraron amistosos y, cuando llegó hasta ellos con su hueste a paso lento, los caribes y los carpinteros habían entablado cordiales relaciones. En vista de lo cual Enciso se dio gran importancia de su habilidad para ganar la buena fe de los indios, pero la historia parece algo rara y uno se pregunta cómo consiguió la joven india que capturó en Cartagena, que, decía, se jactaba de haber matado muchos cristianos con sus flechas. En uno de los últimos días de septiembre la armada avistó las colinas de Urabá. Los lúgubres presagios de los colonizadores de regreso se cumplieron todavía más pronto de lo que esperaban. Al doblar la punta para entrar en el golfo la capitana encalló en los bajos de la playa e inmediatamente fue des truida por la acción combinada «del viento, las olas, la marea y la resaca». La mayoría de los hombres alcanzaron la playa, aunque estaban «casi todos des nudos», probablemente porque se habían quitado la ropa para nadar mejor. Lo único que pudo salvarse del barco fueron setenta u ochenta espadas, doce barriles de harina averiada, algunos quesos y un poco de galleta empapada. Para completar la desolación, los urabaes habían quemado el fuerte y las treinta chozas. La trágica y repetida historia — una fuerza española agotada, indígenas hostiles, hambre, fiebre, desesperación— volvía a empezar. Enciso era absolutamente inepto para afrontar el lado peor de la conquis ta. Su vida en las Indias había sido totalmente civil, pues en aquel tiempo era posible para un eminente abogado residir en Santo Domingo sin participar en otras acciones bélicas que en las querellas judiciales, lo cual, unido a las 76
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rentas que el bachiller percibía, no debía resultar muy incómodo. Cuando se decidió a llevar a un centenar de hombres mal armados a una expedición en busca de víveres, fue derrotado ignominiosamente, no por cien, «como ellos iban, ni mil ni dos mil armados con arcabuces ni otra especie de artillería, sino sólo tres indios desnudos». Los colonizadores, peligrosamente acampa dos entre las ruinas de San Sebastián, no parecían dispuestos a disculpar a su poco idóneo capitán. Con sus ojos escrutadores, le veían vacilante y de boca en boca circulaba el rumor de que el alcalde mayor preparaba su fuga con algunos de sus favoritos en uno o los dos bergantines, y había quien decía que lo mejor sería adelantarse y marcharse ellos, dejándole morir en el sufrimiento que se negó a creer. Unas pocas semanas en esta situación bastaron para dar buena cuenta de la arrogancia del bachiller, hasta el punto de que se manifestaba dispuesto a escuchar cualquier consejo. Y más aún: a escucharlo del hombre que más aborrecía, del afortunado polizón Vasco Núñez de Balboa. Balboa no co nocía mucho la región del golfo, pero, evidentemente, sabía más que todos cuantos allí estaban y su consejo era sencillo y convincente. — Recuerdo — dijo Balboa— que hace años, cuando vine a explorar esta costa con Rodrigo de Bastidas, entramos en el golfo y desembarcamos en la orilla occidental, a mano derecha me parece, viendo un pueblo junto a un gran río y unas tierras muy frescas y fértiles, cuyos habitantes — añadió con énfasis— no ponían veneno en sus flechas. Estas palabras eran suficientes para que los expedicionarios considerasen la otra orilla como un Paraíso, en comparación con la que conocían. Que rían cruzar el golfo e instalarse de nuevo. Con dos frases se había decidido en menos de un minuto el destino de Darién. En virtud del pacto entre los gobernadores de la Tierra Firme, la margen occidental del golfo correspondía a Nicuesa. Pero según el contrato de la Corona, contra el cual ningún acuerdo tendría validez, pertenecía a Hojeda; por tanto, la posibilidad de ocuparla estaba abierta a los colonizadores de Urabá. Unos setenta y cinco hombres quedaron en San Sebastián para conservarla, y el resto — todos los que podían transportar los bergantines y la barca— marchó a tomar posesión de la tierra prometida. Balboa debió proporcionar alguna información más detallada, pues parece que los espa ñoles se encaminaron directamente por el pequeño río Darién, aguas arriba del cual se encontraba la aldea principal. 77
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Algún cronista dice que el cacique Cemaco de Darién, después de en viar a sus súbditos no combatientes a un lugar seguro, reunió quinientos arqueros con los que dio la batalla al invasor. La versión de Las Casas es algo diferente, basada en sus viejas notas tomadas de lo que oyó contar a las gen tes que estuvieron allí. Según Las Casas, Cemaco se mostró en un principio sumamente conciliador, tanto que, con más generosidad que previsión, ob sequió a los españoles con ocho o diez mil pesos de oro. Este presente suscitó en seguida insistentes preguntas sobre el origen del precioso metal y, después de un débil intento de convencer a sus interrogadores de que procedía del cielo, el cacique acabó por decir que la mayoría venía de un lugar situado a veinticinco leguas de distancia y el resto de los ríos cercanos. Apremiado por los visitantes, se ofreció a guiarles hasta los campos auríferos, pero sus súbditos se opusieron a ello tenazmente (temerosos de que, encontradas las minas por los invasores, sería imposible desembarazarse de ellos). Al verse entre dos fuegos, Cemaco tuvo un arranque. Intentó esconderse con uno de sus vasallos, pero fue descubierto y capturado, manteniendo el secreto incluso en el tormento, tras el cual logró escapar y reunir a sus guerreros para dar la batalla. Instalados sobre un montoncillo, los quinientos guerreros de Cemaco no constituían, ciertamente, un espectáculo tranquilizador. Por su parte, Enciso no era hombre que despreciara sus sombrías probabilidades. Ordenó a sus hombres arrodillarse para implorar a Dios les concediera la victoria, prometiendo ir en peregrinación y llevar ricos exvotos a la Virgen que se ve nera en el santuario sevillano de Nuestra Señora del Antigua, en cuyo honor darían su nombre al asiento dedicándole una iglesia. Luego les obligó a jurar que lucharían hasta la muerte «sin rendirse ni volver la espalda». La acción que siguió no correspondió a todos estos preparativos. Aun que los darienes no podían desconocer el veneno que hacía tan mortíferas las flechas de sus vecinos los urabaes, no habían imitado el procedimiento, extraña falta de precaución que lo sería mucho más si no se hubiese repe tido tanto en la historia militar. Por otra parte, no eran tradicionalmente un pueblo belicoso; hasta la llegada de los cristianos no habían necesitado serlo, pues, en contraste con otras muchas tribus de Tierra Firme, vivían en paz con sus vecinos. Los españoles les causaron muchas bajas, por lo que Cemaco y los supervivientes huyeron a la desbandada. Los invasores ocuparon la cercana aldea desierta, donde tuvieron la alegría de encontrar muchos víveres almacenados. Al día siguiente, explorando las tierras adya78
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cernes, encontraron más casas, aisladas o en grupos, apoderándose de gran cantidad de tela de algodón, prendas tejidas y bordadas con pelo, hamacas, otros efectos y mucho oro labrado. También debieron capturar muchos pri sioneros, pues Enciso se congratuló más adelante del trato dado a algunos de ellos, convictos de homosexualismo: «Cuando tomé Darién los apresamos y los quemamos, y cuando las mujeres vieron que los quemábamos se ponían muy contentas». Su distribución de pronombres es reveladora. (La sodomía no era considerada como un vicio especial por los indios, por lo que Enciso no tenía razón al creer que el contingente femenino la juz gaba una competencia turbia. Probablemente también se practicaba mucho menos de lo que los conquistadores suponían. A los ojos de los españoles, era el más abominable de los crímenes, cuya penalidad — establecida en 1254 por una ley que comienza con unas excusas por hablar de semejante asunto— era la muerte mediante un procedimiento lento y terrible para las dos partes). Al reunírseles los hombres que quedaran en San Sebastián, los colo nizadores prefirieron permanecer en la aldea de Cemaco, que les ofrecía viviendas ya hechas y campos que cultivar. Ningún documento o crónica da la fecha de su ocupación, pero es evidente que tuvo lugar en el mes de no viembre de 1510. Al parecer, en un principio se tuvo la idea de establecer la colonia en otra parte. Oviedo dice que sólo algunos meses más tarde Balboa — como siempre el primero en todos los acontecimientos decisivos en Da rién— la dedicó a la Virgen sevillana, cambiando su nombre de La Guardia — puesto al principio por Enciso— por el de Santa María del Antigua de Darién. Con esta ceremonia, el lugar que había parecido bueno para un dan indio — discretamente situado, con buen agua y tierra suficiente para sus cortas necesidades— fue fijado para construir la primera capital colonial del continente americano. Su emplazamiento está todavía señalado en los mapas modernos, pero desgraciadamente en sitios equivocados: generalmente sobre el mar junto al mismo delta del Atrato; otras veces más abajo, en los pantanos del delta o donde permanecen los restos de las primeras misiones. Cuando se rotula: «Ruinas de...» el error es mayor. Construida de madera, cañas y bardas, Santa María no pudo dejar unas ruinas suficientemente indicativas, y sus materiales duraderos, tales como fraguas, campanas, fundiciones, etc., se trasladaron a Panamá cuando se cambió la sede del Gobierno. A pesar de la falta de tales elementos y de los mapas locales que se hicieron — dos de ellos 79
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por el propio Balboa— , las huellas dejadas por los colonizadores y los mari neros que la visitaron pueden contribuir a establecer con bastante exactitud su verdadera situación. Según las personas que por ella pasaron, Santa María estaba: 1) a vein ticinco millas de la bahía al fondo del golfo y a unos catorce de su entrada al oeste, que entonces se consideraba era la Punta Goleta; 2) sobre un exacto paralelo con los tres Farallones, que sólo podían ser las actuales islas de Titumate; 3) a una distancia de la costa que varia en los informadores desde cuatro a ocho millas, probablemente por referirse a dos caminos diferentes; 4) unida a la costa por dos pistas separadas, una que iba al pequeño estuario en la boca del río y al «Playón» y la otra al «puerto»; 3) pro tegida de tal modo por las colinas que el sol sólo le daba directamente en las horas del mediodía; 6) sobre un afluente del río Darién, pequeño y lím pido por lo general, a una legua sobre poco más o menos de su confluencia con la corriente principal. También se decía que el río Darién no tenía contacto con el Atrato y que su anchura era apenas suficiente para una ca noa indígena. Existen otras muchas indicaciones confirmativas, pero como las principales coinciden, sería superfluo repetirlas. Todas ellas señalan el emplazamiento de Santa María del Antigua en ese afluente del río Tanela, llamado a veces Lajas, en un estrecho valle protegido al Este y al Oeste por los montes. El «puerto» debió ser La Gloria o Triganá, llamado también Puerto Escondido (3). La relativa seguridad y la alimentación regular produjeron beneficiosos e inmediatos efectos y la organización de la colonia comenzó en una atmós fera de animada iniciativa. Pero las iniciativas de Enciso, respondiendo una vez más a su habitual arbitrariedad, chocaban con las de los demás. Cuando promulgó un edicto castigando con pena de muerte el tráfico particular de oro, coronándolo con la apropiación de toda la riqueza acumulada, el re sentimiento de los colonizadores llegó a su colmo. El bando sobre el tráfico privado se ceñía a las instrucciones de la Corona, pero no la penalidad que establecía. El derecho de Enciso a dar edictos era discutible en cualquier caso. Además, todos los compañeros conocían las leyes de la guerra que, sobre la premisa de que «la ganancia es una cosa que todos los hombres co dician y mucho más los que hacen la guerra», establecían que el botín habría de dividirse entre los soldados antes de transcurrir los nueve días de librarse la acción. Enciso pudo replicar que tal reparto no se podía hacer en ausencia de Hojeda, pero los hombres creían saber cuál era el motivo real. Pensando 80
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que el bachiller seguía planeando su fuga con el oro y unos cuantos amigos en los bergantines, se propusieron evitarla por todos los medios. Así, cuando los vecinos se reunieron, según era costumbre, para elegir los funcionarios municipales, no invitaron a Enciso, temerosos de que pasa ra por alto las formalidades e hiciera su capricho, ni siquiera le informaron del asunto. Para colmo del ultraje, resultaron elegidos todos los jefes de la oposición: coalcaldes, Vasco Núñez de Balboa y Benito Palazuelos; teso rero, el doctor Alberto, médico de Hojeda; alguacil, Bartolomé Hurtado; regidores, Diego Albitez, Martín de Zamudio, Esteban Barrantes y Juan de Valdivia. Más tarde, Zamudio fue nombrado coalcalde en lugar de Palazue los. Los alcaldes eran una mezcla de gobernadores y jueces de la ciudad, el alguacil algo así como un jefe de policía, y los regidores, concejales, aunque por su cálido temperamento, su bronco carácter y su violencia tenían poco que ver con el tipo convencional de los actuales concejales. Los flamantes funcionarios tomaron posesión de sus cargos con mano firme y con un acatamiento a las formas verdaderamente notable en aque llos conquistadores ocupados en tan extraordinarias actividades. Como medida de seguridad se apoderaron de los bergantines. Enciso protestaba de cada paso que daban. Acusó de rebelión al Concejo y éste replicó que, careciendo el bachiller de verdadera autoridad, no podía haber rebelión contra él. Los enrolados habían prometido obediencia a Hojeda, que ha bía desaparecido, y, eventualmente, a su teniente gobernador Juan de la Cosa, que había muerto. Enciso insistía en que ahora él era sustituto de Hojeda, con plenos poderes en su ausencia. Los otros vecinos se reían pi diéndole que les mostrara su nombramiento, a lo que el bachiller replicaba que era imposible por haberse perdido en el naufragio de la nao. (Luego afirmó que Hojeda le había mandado un poder con Pizarra, aseveración que nadie pareció tomar en serio). Años más tarde Enciso declaró que de tuvo a algunos de los responsables del secuestro de los barcos, quienes se le sometieron temerosos de ser ahorcados. El bachiller era muy pródigo en estas amenazas de pena capital — que, dicho sea de paso, no tenía poder para aplicar— , pero si realmente tomó aquellas contramedidas sus efectos fueron escasos. Todo esto hubiera podido llegar a un punto máximo de irritación de no haberse producido un acontecimiento venturoso. En la segunda quincena de noviembre Rodrigo de Colmenares, ayudante de Nicuesa, llegó rumbo a Veragua con los refuerzos y bastimentos esperados hacía mucho tiempo. 81
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Para hacer justicia a Colmenares — cosa que cuesta trabajo en vista de lo que de él sabemos— hay que decir que el retraso de once meses en llegar a reunirse con su jefe no fue culpa suya. Como Enciso, había tropezado con las tácticas dilatorias de Diego Colón. El almirante joven no había desistido de sus reclamaciones sobre la Tierra Firme. Antes al contrario, renovó su petición de que se cancelara el contrato con Nicuesa y Hojeda y los territo rios a que se refería le fuesen asignados a él. Entretanto lo lograba, continuó haciendo cuanto pudo para provocar la ruina de las gobernaciones, animado por la total carencia de noticias de una y otra. Pero en el verano de 1510 llegaron despachos del rey que fueron suficientes para hacer reflexionar a Colón (4). Fernando estaba dispuesto a conceder algo en la cláusula referente a la recluta de hombres acaudalados en la Hispaniola, reduciendo su número a doscientos; al mismo tiempo confirmaba el derecho de los gobernadores a alistar a cuantos otros residentes de la isla quisieran. Los esclavos adquiridos por Nicuesa, en Santa Cruz, serían repatriados, pero sustituidos por otros de otras regiones. En cuanto a Jamaica, había sido asignada a Hojeda y a Nicuesa por la sencilla razón de que les sería útil. No obstante, Colón podía enviar allí un veedor para impedir que se produjeran escándalos. Las ulte riores advertencias de Su Alteza ponían el dedo en la llaga: cualquiera que fuese la opinión personal de Colón, no tenía excusa para dejar de cumplir sus instrucciones de auxiliar a los gobernadores de Urabá y Veragua. «Vi lo que decís del asiento con Nicuesa y Hojeda, sin embargo de todo cúmplase lo capitulado porque así lo firmé e no les pongáis impedimento antes les dad todo favor. Los 600 que habían de sacar de esa isla según las capitulaciones con su hacienda, sus indios y naborías, pues hay inconveniente redúzcanse a 200. Si Nicuesa y Hojeda quisieren para completar los 600 a otros que no tuvieren vecindad ni indios, dénseles». Estas rotundas instrucciones fueron sostenidas por una carta a Miguel de Pasamonte, el poderoso tesorero de las Indias y hombre de confianza del rey, en la que incluía cédulas para uso de Hojeda y Nicuesa en caso de que se les pusiera dificultades a los reclutados, unidas a un memorial de instruccio nes confidenciales para ambos. A pesar de que los hechos habían superado tales previsiones, que indicaban la disposición mental del rey, Colón — que indudablemente la conocía— se vio forzado a cumplirlas. Enciso pudo ha cerse a la vela en la segunda semana de septiembre y Colmenares un mes más tarde. 82
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Colmenares tenía una nave comprada con su propio dinero, acompaña da de otra fletada o despachada por los oficiales de la Hispaniola. Años des pués declaró haber perdido en la expedición dos mil castellanos: quinientos por adquirir el barco, cincuenta por cada mes de espera y mil por los víveres deteriorados. (El castellano era en aquellos tiempos una moneda imaginaria especial para las Indias, equivalente a un peso de oro). Este cálculo no puede aceptarse literalmente, entre otras razones porque Colmenares no hizo una declaración formal de las pérdidas cuando fue a España en 1513. Cierto que la segunda nave desapareció del registro después de dejar Darién, por lo que se la puede considerar como una especie de buque fantasma. Pero la carabela de Colmenares regresó sana y salva a la Hispaniola, haciendo dinero en el viaje. Por otra parte, los bastimentos adquiridos no eran de los que se estro peaban, y ciertamente Colmenares llegó a Darién con la caiga completa, que vendió a precios de «estraperlo». Lo que sí perdió, aunque olvidara men cionarlos en sus memoriales, fije una considerable parte de sus hombres en Gaira; por lo menos cuarenta y uno, once de los cuales quedaron abando nados a su suerte en tierra; al levar anclas Colmenares y huir sin socorrerlos, después de ver que los indios habían matado a los demás de la fuerza de desembarco. Tras un accidentado viaje a causa de las tormentas, la Bota llegó a Urabá a mediados de noviembre. En un reconocimiento en tierra descubrieron las ruinas carbonizadas de San Sebastián y próximos a ellas los vestigios de un campamento recién abandonado, todo lo cual tenía la apariencia de que acababa de ocurrir una tragedia. Ordenando encender hogueras en la playa, Colmenares decidió ponerse a buen recaudo en las naves, desde las que se dispararon al unísono los cañones para que, en caso de que hubiese algunos supervivientes, supieran que tenían cerca una armada española. Los hombres de Darién contestaron con alcandoras a través del golfo, a lo que siguió el encuentro con gran satisfacción de unos y otros. Unos estaban hambrientos de oro y otros de alimentos, circunstancia que por el momento garantizaba un entendimiento instantáneo. Los hombres procedentes de la Hispaniola se enteraron ahora de que Hojeda había abandonado su gobernación, en tanto que los colonizadores descubrían que su jefe estaba perdido y contemplaban la posibilidad de que el gobernador de Urabá hubiera desaparecido para siempre, en cuyo caso su gobernación no tendría razón técnica de existir. Si ello fuera así, hasta su 83
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supervivencia material resultaría problemática sin un jefe oficialmente reco nocido y capaz de asegurar su permanencia. Pero, ahora que lo peor parecía haber pasado, los colonizadores se resistían a renunciar a lo que habían gana do. No querían a Enciso, y en todo caso sus derechos y sus recursos no eran los requeridos para ser capitán general de una colonia expuesta al sabotaje desde Santo Domingo. ¿Qué hacer, pues? El dilema hizo resucitar un proyecto ya considerado antes de la llegada de Colmenares. ¿Por qué no unir la colonia de Darién a la suerte de la go bernación de Veragua bajo Diego de Nicuesa? Pesando las alternativas, los vecinos de Santa María encontraron esta idea más grata que cualesquiera otras de las que se les habían ocurrido. La gobernación de Nicuesa era más rica y su expedición mucho más numerosa y mejor abastecida que la de Hojeda. El propio Nicuesa tenía tamo poder e influencia como Hojeda y mucho más dinero. (Probablemente, Colmenares les habló de las cédulas reales recibidas en Santo Domingo confirmando la jurisdicción de Hojeda sobre todo el golfo, porque los vecinos parecían seguros de que Darién era algo que podía ser ofrecido, pero no devuelto). Enciso y Balboa, por una vez de acuerdo, eran opuestos al plan, aunque no insistieron en su oposición. Finalmente, se votó que cuando Colmenares marchara a reunirse con su jefe fuesen con él uno o dos representantes de Santa María del Antigua, llevando al gobernador de Veragua una invitación para anexionar Darién. La delegación oficial se formó con Colmenares, el bachiller Diego del Corral, Francisco de Agüeros y Diego Albitez. En su fuero interno, cada uno de los embajadores iba decidido a sacar el mejor partido posible de su misión, pero ninguno se daba cuenta de que sus ambiciones, como los argu mentos de los colonizadores, se sustentaban sobre una base imaginaria. Los vecinos de Santa María, víctimas del error común de los desgracia dos de creer que su caso es único, se imaginaban Veragua como una empresa floreciente. Pero, en realidad, había sido casi tan desastrosa como la de San Sebastián, con mayores pérdidas y con menores esperanzas en aquel mo mento. Lejos de poder sostener otro asiento, Nicuesa se hallaba en urgente necesidad de ayuda si quería dejar de su aventura en las playas del istmo algo más que sus huesos y unos recuerdos oxidados para decorar los bohíos de los indios.
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Las desventuras de Nicuesa y sus hombres se relatan con bastante ex tensión por los tres cronistas, que conocieron al gobernador y hablaron con algunos supervivientes de la expedición. Con frecuencia discrepan sus narraciones entre sí con la escasa evidencia documental que aún se conser va, e incluso con las afirmaciones que los propios autores hacen en otras páginas. Pero los tres coinciden en describir el carácter catastrófico de uno de los más sombríos episodios de la obscura historia de la conquista. Las penalidades y peligros eran compañía corriente de cada aventu ra de exploración en las Indias, donde nadie podía pensar en colonizar sin sufrir pérdidas. Sin embargo, la impresión que se saca del desastre de Veragua es que en una gran parte puede atribuirse al propio goberna dor. Diego de Nicuesa no sólo era hombre inexperto, sino que carecía de la estabilidad emocional — y hasta parece que de la mental— necesaria para aquella tarea. La afición a la psiquiatría es un juego peligroso, pero no hay más remedio que acudir a ella para explicar la conducta cada vez más anormal del gobernador de Veragua en los trece meses de su mando. Apenas hubo perdido la armada advirtieron los expedicionarios un cam bio notable en su jefe, El agudo cortesano y el hábil hombre de negocios desaparecieron, cediendo el paso a un autócrata matón que insultaba a sus oficiales, contradecía a sus pilotos, hacía señales caprichosas o erróneas en los mapas y trataba a sus hombres con acre severidad. Desplegaba este humor constantemente, salvo en algunos breves momentos de exaltación o desesperación, también actitudes lamentables. No es de extrañar, pues, que en la hora de la extrema necesidad no encontrase una mano tendida hacia él para salvarle. 85
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La Bota de Veragua debía haber tocado en Urabá, pero su primera de tención fue más arriba del golfo, en la bahía de Anachucuna. El ancladero recibió el nombre de Puerto de Misas, en recuerdo de la primera que se dijo en la concesión. Allí se decidió dividir la armada: Nicuesa y su teniente gobernador Lope de Olano irían con los barcos más pequeños a explorar la costa, mientras las naos les seguirían despacio. El plan estaba bien concebi do, pero mal elaborado, pues no establecía sistema alguno para mantener contacto entre las naves de vanguardia y el grueso de la escuadra, error que el rey Fernando advirtió en cuanto leyó la relación de Nicuesa. Formaban el destacamento explorador una carabela — accidentalmente convertida en capitana— y dos bergantines. Algunos veteranos del cuarto viaje de Colón, incluido un piloto, o tal vez dos, iban en ellas, y cuando, siguiendo el rumbo debido, la flotilla llegó frente al río Belén, advinieron al gobernador que había alcanzado su destino. Aquella costa desamparada era la de Veragua propiamente dicha, y la altísima sierra que se divisaba al Sudoeste la descrita por el almirante viejo como llena de oro en toda la extensión que un hombre podría recorrer en veinte soles. Nicuesa negó tal identificación, y cuanto más insistían los veteranos del cuarto viaje, más se obstinaba en su postura. Los pilotos no sabían lo que se decían y él, en cambio, tenía un mapa y una descripción de la costa trazados por el propio hermano del almirante, Bartolomé Colón: Veragua estaba mucho más lejos. Se ordenó a los barcos proseguir adelante mientras el maltratado piloto del bergantín de Olano añrmaba amargamente que se jugaba la cabeza a que aquello era Veragua (1). Aquella noche hubo una tempestad y los barcos se separaron. Olano la capeó felizmente al resguardo de una isla, y al día siguiente se encontró con el segundo bergantín, pilotado por Pedro de Umbría. La carabela había desaparecido y, después de una búsqueda infructuosa —•cuya extensión y sinceridad han sido objeto de controversia— , Olano y Umbría volvieron al encuentro del resto de la armada. Encontraron a las naos en el río Chagres, reparando las averías sufridas después de partir del Puerto de Misas. Puede ser que los esfuerzos del teniente gobernador para reunirse con su jefe no fueran muy entusiastas, pero en todo caso satisficieron a los miembros de la expedición, incluidos los oficiales de la Corona y un pariente de Nicuesa apellidado Cueto, que había sido dejado al mando temporal de las naos. Después de un cambio de impresiones sobre la situación, se decidió persistir en el plan original y continuar hacia Veragua con Olano al mando de los 86
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barcos. Si Nicuesa había sobrevivido a la tormenta, comprendería su error al sobrepasar la señal y volvería al lugar convenido. El río Belén se hallaba a pocas millas de distancia del verdadero río aurífero, pero Colón — guía fantasmal de la expedición— había declarado que era el único puerto de Veragua, calificándolo de magnífico, afirmación pareja a su aserto de que los indios, que le habían expulsado por la fuerza, eran una gente mansísima. La entrada del río estaba cerrada por una barra de tan poco calado que sólo podían pasar las carabelas pequeñas, y para eso cuando el tiempo y la marea eran favorables; fuera, la playa abierta estaba batida por la marejada. El desembarco hubo de hacerse en los botes, uno de los cuales — el de Olano— zozobró con la pérdida de catorce hombres. Las naos, ya deterioradas por la broma, pronto fueron varadas en la playa. Sin barcos, los quinientos y pico expedicionarios no podían escoger mucho el sitio donde instalarse. Mártir cuenta que Pedro de Umbría, hombre de ca rácter irritable, embarcó en una barca con doce compañeros para establecer una colonia independiente en algún otro sitio, pero que se ahogó con todos sus hombres, menos uno, al intentar cruzar la barra. Sin embargo, en otra parte afirma Pedro Mártir que Umbría había recibido autorización para ex plorar en interés de los colonizadores. Esta versión es más verosímil, ya que seguramente nadie, por muy irritable que fuera, pensaría en conquistar un país salvaje y hostil con doce amigos en un bote de remos. Por alguna razón, los víveres escaseaban, a pesar de que la armada debía llevar provisiones para un año. Las primeras chozas erigidas en el extremo de una playa fueron arrasadas por una tormenta. Llovía casi sin cesar, los in sectos constituían un tormento y en seguida hicieron su aparición las fiebres y enfermedades de la selva. Muchos hombres murieron de tribulación, y los supervivientes advertían con alarma que todos ellos morían a la bajamar. Esto les llevó a otro descubrimiento perturbador: los cuerpos enterrados en la arena eran comidos en ocho días como si llevasen enterrados cincuenta años, lo que tomaron por una señal diabólica, recordando, sin duda, los ne fastos portentos y profecías hechos en la Hispaniola antes de salir la armada, al aparecer en el cielo un cometa de fuego en forma de espada y declarar los sabios y los astrólogos que Nicuesa partía bajo una funesta estrella. Olano hizo todo lo que podía hacerse en tan graves circunstancias. Construyó casas más sólidas en el punto más alto, emprendió los trabajos para erigir una torre encima de un mogote, vio que la tierra estaba cultivada y sembrada de maíz y utilizando madera cortada de los árboles y salvada de 87
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las naos, empezó a hacer una nueva carabela. (Es un continuo motivo de asombro la extraordinaria facilidad con que los carpinteros españoles cons truían embarcaciones en cualquier playa tropical). Organizó también una expedición para explorar el río Veragua, donde el principal cacique de la región, El Quibtan, tenía su capital a unas millas del mar. Los españoles no buscaban conflictos; su objetivo era el sitio, seis leguas más allá de la aldea, donde los marineros de Bartolomé Colón habían sacado pepitas de oro de una roca con sus navajas de bolsillo y confiaban seriamente en que El Quibian les acogiera tolerante. En esto se equivocaron de medio a medio, pues el cacique les salió al encuentro con una fuerza de guerreros que imponía respeto. Sin estar especialmente dispuesto a combatir, parecía decidido a hacerlo si llegaba el caso. Por fortuna, el río se extendía entre las dos fuerzas formando una barrera que permitía a ambas partes renunciar a la batalla con dignidad y satisfacción. Olano se contentó con tomar una de las forta lezas de El Quibian, en la que instaló una reluciente guarnición mandada por Alonso Runyelo. El puesto era un enorme bohío circular de unos cien pies de diámetro, rodeado por ciento veinte palos espaciados, cada uno de los cuales estaba elegantemente adornado con una cabeza humana. Oviedo subraya que era una hermosa fortaleza, añadiendo que el almirante viejo le había dado el gentil nombre de Santa María la Redonda. Entretanto, Nicuesa y su gente sufrían mayores penalidades que nadie en Veragua. La carabela pasó evidentemente ante la laguna de Chiriquí y la bahía del Almirante sin avistarlas, pues incluso Nicuesa hubiera reconocido aquellas dos claves de la geografía de la costa. Como fuera, el gobernador navegó de bolina durante dos días para ver si los bergantines le encontraban y luego continuó su tozuda carrera hacia su soñada meta. No se puede decir con exactitud hasta dónde fue, pero quizá llegara cerca del cabo Gracias a Dios. Uno de sus marineros, Cristóbal Gómez, atestiguó que hicieron cien to veinte leguas más allá de Veragua, y desde los primeros días de la conquis ta española en Honduras se dio el nombre de Nicuesa a una bahía situada no lejos del sur del cabo. Si el cálculo de Gómez era exacto, debieron llegar al río Grande que Colón llamara río de los Desastres después de perder en él un batel y dos marineros; sin embargo, en los viejos mapas está señalado como un golfo y considerablemente más hacia el Norte. En todo caso, transcurrido algún tiempo, Nicuesa entró en la desem bocadura de un río. El río iba crecido, pero bajó bruscamente, dejando a la 88
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carabela asentada sobre el fondo; sus junturas se abrieron y la próxima crecida acabó anegándola en agua y fango. Como sus cables se partieron, un marinero saltó al agua con una cuerda, pero (ue arrastrado por la corriente; otro tomó su puesto y logró amarrar una estacha a un árbol, salvando así a los demás. Los españoles afrontaron la situación con la valentía habitual de su tempera mento. Algunos nadaron y salvaron las velas para hacerse mochilas y toscas camisas. (Los náufragos estaban desnudos como de costumbre). La corriente les trajo el batel volcado y también un tonel de harina y otro de aceite. Equipado de esta suerte, Nicuesa, soberbiamente terco, dio órdenes de no retroceder, sino seguir adelante, o, por lo menos, así aparece en los relatos de sus aventuras. Pero, en vista de los testimonios de hasta dónde se navegó, es probable que realmente volviera hacia el Sur. Esta vez los marineros que habían acompañado al almirante debieron iluminarle sobre su posición, más allá de toda posibilidad de contradicción. Nada parecidos a altivos conquistadores, los compañeros caminaban por la playa, atascándose en las obscuras arenas, tropezando en los residuos arrojados por el mar y en los acantilados. Diego Ribero, uno de los veteranos de Colón, iba con otros tres marineros en un batel para transportar a los demás en los ríos demasiado profundos para ser vadeados, tarea en verdad difícilísima sobre aquella costa y muy lenta si es cierto que el batel sólo podía llevar cinco hombres. Después de Ribero, el miembro más útil de la com pañía fue un perro, que, además de acompañarles en su extrema necesidad, les proporcionó la última carne que habrían de comer en mucho tiempo. El perro persiguió a un ciervo y, cuando éste se arrojó al agua, su perseguidor no vaciló en cumplir con su deber, aunque apenas podía sostenerse por la debilidad, echándose también a nadar para alcanzarle y remolcarle de una oreja hasta la orilla. Afortunadamente, los indios no se dejaron ver mucho, y su única víctima fue el paje de Nicuesa, muerto de un flechazo en una emboscada, quizá por llevar una envoltura blanca en la cabeza que le daba un aspecto importante. La captura del ciervo tuvo lugar a la entrada de la bahía llamada ahora Benefíelds, a la que el almirante había bautizado con el nombre de San Mateo, por llegar a ella el 21 de septiembre, festividad del apóstol (2). O sus hombres del cuarto viaje dejaron de advertir que el extremo opuesto no era una continuación del Continente — las cosas parecen diferentes desde tierra— o tal vez juzgaron más hacedero perseverar en bordear la costa que rodear la bahía. La compañía cruzó a la punta opuesta, encontrándose en la 89
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¡sla del Ciervo, en donde el gobernador mandó hacer alto. La isla del Ciervo está situada a unas trescientas cincuenta millas de Veragua. Al principio encontraron agradable la ¡sla, pero no era precisamente un campamento ideal para hombres sin provisiones, sin utensilios para la caza o la pesca, sin ropas ni refugios, y, al cabo de cieno tiempo, sin un bote. Co mieron mariscos, lagartos, insectos y, por último, hierbas, rafees y hojas. No tenían más agua que la de una marisma salobre. Allí pudo terminar la historia de Diego de Nicuesa, lo que acaso hubiera sido un mal menor, a no ser por un acto de oportuna insubordinación. £1 destino, con la malicia de un gato ratonero, prefirió conservarle la vida utilizando como instrumentos a Ribero y los otros marineros que tripulaban el batel. Estos hombres esforzados esta ban cada vez más disgustados con la fatal inercia que se había apoderado del gobernador, que parecía llevar a toda la compañía a un suicidio pasivo. Una noche tomaron la determinación de apoderarse del batel y hacerse a la mar para intentar llegar hasta la armada. Por increíble que parezca, lo lograron. Al enterarse de su desaparición, Nicuesa los anatematizó como desertores; pero gracias a ellos pudo salvar su vida y las de muchos de sus compañeros. Ribero y sus acompañantes no harían un cómodo viaje en su cascarón de nuez, pero prefirieron sus riesgos a los de la mísera compañía que dejaban a sus espaldas. Prisionera en su isla, aquella tripulación demacrada, cubierta de úlceras y desnuda, no hubiera sido reconocida por nadie como parte de la «muy lucida compañía» que partió de la Hispaniola. Algunos murieron de fiebres, otros cayeron en la terrible apatía del hambre; algunos tenían mo mentos de violencia sin objeto y corrían alocados de un lado a otro de la isla murmurando oraciones que casi parecían blasfemias. Los más razonables discutieron débilmente la construcción de una balsa y consiguieron amarrar un conjunto de estacas, pero les faltaron las fuerzas para sujetarlas cuando el agua se las llevó de sus manos. Un hombre fenomenal, llamado Gonzalo de Badajoz, aún conservaba algunas energías. Ayudado por otros dos superhombres consiguió derribar un árbol y hacer una tosca canoa, en la que los tres intentarían ganar el Con tinente, con el proyecto — debidamente autorizado esta vez— de dirigirse a Veragua en busca de socorros. Su primitiva nave zozobró, pero lograron ganar la costa y emprender la marcha. Un cacique indio que navegaba río abajo para inspeccionar sus pesquerías les vio y les envió algunos víveres. Así fortalecidos pudieron sostenerse y ser recogidos por el bergantín que venía de Veragua para rescatar a Nicuesa. 90
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L.ope de Olano, informado por Ribero de la apurada situación del go bernador, tal vez sintiera sólo muy pequeña alegría por la noticia de que su jefe estaba vivo, pero no perdió tiempo en acudir a salvarle. Despachó uno o más barcos, que, dirigidos por Ribero, llegaron a la isla — cosa rara, sin funestos incidentes— y poco después Nicuesa desembarcaba en Veragua. Sus desventuras habían amargado más todavía, si cabe, el carácter de Nicuesa, y ni siquiera el rescate cambió la situación de su ánimo. En lugar de hacer que se recompensara a sus salvadores se dispuso a castigarlos por no haberlo hecho antes. Olano fue condenado a la horca como traidor, pues, según declaró el gobernador, su fracaso al buscar la carabela almirante des pués de la tormenta había sido deliberado. Además le hizo responsable de todos los sufrimientos y pérdidas de vidas humanas, tanto en Veragua como en la isla, pues si él — Nicuesa— hubiera estado al frente de todo, las cosas habrían salido bien. Los expedicionarios más importantes eran cómplices del delito y también debían pagar con sus vidas el no haber obligado al teniente gobernador a buscar a su jefe. (No se mencionó para nada, claro es, el deber del jefe con sus subordinados ni el hecho de que Nicuesa los dejara, en efec to, abandonados a su suerte). Los aterrados colonizadores, después de apelar sin resultado a la clemencia, encontraron, por fin, un argumento persuasivo al decir: «Si el hambre y tanta frecuencia de calamidades nos disminuyen y apocan por una parte, y la justicia rigurosa por otra nos mata, ¿quién, señor, esperáis que os sirva y acompañe? No hay duda ninguna sino que vuestra suerte no será bienaventurada, ni careceréis de mayores trabajos». Nicuesa retrocedió, pero no del todo. La ejecución de la sentencia de Olano quedó en suspenso, pero no conmutada, y se le encadenó: algunos de sus partidarios fueron condenados a penas no especificadas, y Nicuesa, si no se atrevió a ahorcarles, «hízose de aquí adelante muy impaciente, mal acondicionado e inconversable; y así trataba muy mal y con aspereza a los pocos que ya le quedaban, no considerando que las hambres ni angustias qué padecían, y verse cada día morir unos a otros, por tormento continuo les bastaba y sobraba». Y, en efecto, morían, pues el gobernador trataba tan duramente a los enfermos como a los sanos. «Creían que de industria les trataba mal, por vengarse dellos, por haberlos dejado de ir a buscar». Anunció ahora Nicuesa que la colonia sería trasladada a lugar nuevo. Buenos motivos había para un cambio, pero los colonizadores sospecharon que tal decisión no era sino otra forma de castigo. Belén era indiscutible mente malo, pero ¿quién aseguraba que el nuevo sitio no sería peor? Y ¿qué 91
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harían de su maíz, que ya estaría en sazón para la cosecha? Este cereal era algo más que un alimento: era un símbolo; la prueba evidente de algo reali zado a pesar de la naturaleza hostil, los indios enemigos y las estrellas adver sas. Además, con toda su crueldad, aquella tierra era la tierra de la riqueza. Los hombres encontrarían oro en ella, había prometido Colón. Los argumentos y súplicas no producían el menor efecto sobre Nicuesa, aunque consintió en permitir a algunos de sus hombres que permanecieran en Belén hasta la recogida de la cosecha y acabó por construir una segunda carabela. Pretendía establecerse en Portobelo o sus cercanías — ahora al este del canal de Panamá— y, si se tiene en cuenta lo que se conocía de este trozo de costa, tal plan parece mucho más inteligente que la mayoría de sus ideas. La bahía de Portobelo era profunda y segura, sus habitantes numerosos y su agricultura floreciente, y las islas existentes apenas pasado el cabo estaban tan cultivadas y eran tan productivas que Colón las había dado, lo mismo que a su rada, el nombre de islas y puerto de Bastimentos. Lo peor de Portobelo para Nicuesa fue que sus habitantes, además de numerosos, eran belicosos y, a diferencia de otras tribus, vivían directamen te sobre el mar y podían repeler la invasión antes aún de que empezara. Cuando el gobernador — que había enviado previamente un destacamento de vanguardia desde Veragua— llegó con sesenta hombres en un segundo viaje de los bergantines, fue rechazado, perdiendo veinte compañeros. Abru mado, continuó el viaje, y al llegar a otro puerto, menos atractivo, exclamó — según cuenta Las Casas— : «¡En el nombre de Dios podamos quedarnos aquí!» Desde aquel momento el lugar se llamó Nombre de Dios (3). O la expedición avanzada no había llegado allí directamente o fue recogida en Portobelo, pues, salvo los que habrían de llegar después de recogida la cose cha, todos los supervivientes se encontraban en la nueva posición. Nombre de Dios no fue más fructífero que Belén. Las incursiones y saqueos, al mando de Badajoz casi siempre, dieron escasos resultados, salvo el de encolerizar a los indios, y una vez más los colonizadores se encontraron sin alimentos y sin trabajadores indígenas. Un poco de harina de palmito se consideraba como el maná del cielo; un perro esquelético para el puchero costaba veinte castellanos de oro y una taza del agua en que se había coci do su piel sarnosa valía un castellano. Un par de sapos costó a un enfermo — como favor especial— seis ducados, después de muchas súplicas y rega teos. Y hasta se dice que un grupo de treinta españoles, rabiosos de hambre, encontraron el cadáver putrefacto de un indio, se lo comieron y murieron 92
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como consecuencia de ios efectos físicos y morales de tal atrocidad. En tales condiciones resultaba insoportable el trabajo de construir un fuerte en lo alto del montículo elegido por Nicuesa, pero el gobernador no daba tregua a sus debilitados hombres, y cuando los infelices decían que se hallaban a las puertas de la muerte, respondía: «Andá, ios al moridero». «Blasfemaban dél y aborrecíanlo, teníanlo por enemigo cruel, ni en obras ni en palabras suyas no hallaban una palabra de consuelo». Entre castigos y mortificaciones acabaron la armazón del fuerte antes de finalizar diciembre. En Nombre de Dios es donde se dene la primera noticia de la presencia de una señora entre los colonizadores: doña Inés de Escobar, esposa del anciano veedor Juan de Quicedo. Doña Inés no debía ser débil sino de una fortaleza que iba a mostrarse casi indestructible; sin embargo, es difícil comprender por qué aquella matrona madura pudo pasar inadvertida y sin elogio en la isla del Ciervo, donde, cubierta de harapos sucios de las velas, rebuscaría como los demás náufragos las raíces y gusanos para comer. Tam bién es posible que estuviera en Belén, pero tampoco allí se la menciona, ni al veedor que hubiera tenido intervención en los momentos decisivos. La explicación pudiera estar en que Quicedo saliera de la Hispaniola algún tiempo después que el resto de la escuadra en la pequeña carabela pertene ciente a Juan de la Cosa y Martínez, y que él y su mujer se unieran a Nicuesa después que los colonizadores llegaron a Nombre de Dios. Antes de salir de Belén, Nicuesa escribió algunas cartas pidiendo ayuda a la Hispaniola y una larga relación llena de quejas para el rey Fernando, que entregó, al parecer, a Cueto que se dirigía a Santo Domingo con Ledesma en la carabela construida en Veragua. Generalmente, las relaciones — aunque redactadas poco a poco— se fechaban en el momento mismo de su envío. La de Nicuesa lleva fecha de 9 de noviembre de 1510, y debió dejar Belén inmediatamente después (4). Ledesma y Cueto llevaron a cabo su misión con éxito; pero o bien demoraron la partida o su viaje fue muy lento, pues no llegaron a Santo Domingo hasta algunos días después del 19 de febrero de 1511. La relación para el rey, reexpedida de la Hispaniola en mayo, fue conocida en España por Su Alteza en julio. Fernando contestó en seguida, con su mejor estilo, compuesto de alien to, crítica y consejo. Nicuesa era elogiado por todo cuanto decía haber reali zado y compadecido por los sufrimientos que aseguraba haber pasado; estaba bien que hubiese castigado a quienes lo mereciesen, pero por otro lado se le 93
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advertía tener cuidado sumo para no dar ocasión de indisciplina; después de todo, de haber permanecido con su flota habría evitado a la vez sus propias penalidades y la necesidad de imponer sanciones a algunos, sin mencionar el riesgo aparente de un fracaso absoluto. También era esencial que tratase a los indios con la máxima consideración, respetando escrupulosamente sus libertades y propiedades, a fin de ganar su cooperación amistosa. El rey pro* metía dictar nuevas órdenes respecto a la asistencia a las concesiones y dar ins trucciones a Esquive! para aumentar la producción en Jamaica y el embarque de víveres con destino a Tierra Firme. Así, a la vez ayudado y amonestado, Nicuesa pudo conservar su gobernación por la gracia de Dios y recibir de ella la recompensa que premiase las fatigas pasadas. También para los expedicio narios, Fernando — que por otros caminos aparte de la relación de Nicuesa sabía muchas cosas acerca de la colonia y su gobernador— escribió una carta expresándoles su aprecio por cuanto habían hecho en servicio de la Corona. Al mismo tiempo el monarca envió las instrucciones prometidas, con cebidas en términos calculados para inspirar respeto. Pero antes de que se escribieran las cédulas reales, antes incluso de que las relaciones que las pro vocaron hubieran salido de Santo Domingo, había dejado de existir una go bernación efectiva en Veragua y hasta había dejado de haber un gobernador.
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VII
Cierto día de enero de 1511 un bergantín enviado desde Nombre de Dios a las islas cercanas en busca de vituallas avistó e hizo señales a dos bar* eos españoles que navegaban cerca de la costa. Se trataba de los de Darién en que iban, rumbo a Veragua, Colmenares y el comité designado, felizmente ignorantes todavía de la ironía que suponía ir en busca del socorro y de la protección de Diego de Nicuesa. Cambiando de rumbo entraron en el puer ro, donde fueron objeto de un delirante recibimiento por pane del escaso puñado de náufragos supervivientes que formaban la colonia. No se sabe cuántos hombres de Nicuesa vivían. Según los cálculos más corrientes, en los once meses anteriores habían mueno trescientos ochen ta. Otros suponen mucho más elevado el número de bajas. No obstante, algunos de los que se podían considerar los miembros menos vigorosos de la compañía soportaron bien las terribles pruebas: el anciano veedor y doña Inés; un prosaico y resistente sacerdote llamado Sánchez, que empezaba una carrera de locas e involuntarias aventuras, y un fraile, Jerónimo de Aguilar, cuya vida a partir de entonces sería un puro melodrama. También sobrevivía Olano, al que los emisarios de Santa María del Antigua hallaron en la plaza, donde estaba puesto en grillos como un esclavo delincuente y forzado a moler harina de palma todo el día a la vista de los demás. (Oviedo cita esto como ejemplo de benevolencia de Nicuesa, «compasivo por naturaleza», considerándola excesiva). La reacción del gobernador ante la salvación difícilmente hubiera podi do ser más desafortunada. El lacónico equilibrio que caracteriza a los héroes de la fantasía en circunstancias parecidas hubiera sido juzgado ridículo por cualquier conquistador pero Nicuesa alivió su emoción vertiendo el habitual torrente de lágrimas, tras de las cuales se tranquilizó. Mártir lo cuenta así: 95
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«Después de haber Horado, suspirado y derramado quejas; después de haber abrumado a su libertador Colmenares con palabras de gratitud y de haberse casi postrado a sus pies, Nicuesa, cuando el temor de morir de hambre se hubo disipado, antes de que aquél pudiera ver a los colonizadores de Urabá, empezó a hablar locuazmente de sus proyectos de reforma y de su intención de apoderarse de todo el oro». Absorto en el delicioso propósito de rehacer su fortuna en Darién, no acertó a notar una creciente frialdad en su audito rio. La impresión que dan los cronistas es que era hablador hasta el punto de divagar y de que nada de lo que decía era cierto. Los hombres de Santa María le escucharon mal impresionados y hacían comentarios de sorpresa; con el fuego del entusiasmo totalmente apagado, Quicedo, que sentía una violenta cólera contra el gobernador «por razo nes de honor» (¿sería tal vez doña Inés más joven de lo que se piensa?), escuchaba y tomaba notas mentalmente para utilizarlas en el futuro. Lope de Olano, oyéndole también, se las ingenió para tener una conversación aclaratoria con los emisarios, a quienes entregó algunas cartas para sus viz caínos de Darién, que habían de surtir considerable efecto sobre el grupo de paisanos, uno de los cuales — el alcalde Zamudio— era pariente suyo. Todo esto resultaba bastante desagradable y peligroso, pero no hubiera pasado a peores de no tener Nicuesa una idea en la que alcanzó el grado máximo de ineptitud. Dispuso que la llegada a Darién se hiciera por grupos. Él llegaría en el último y se le recibiría con arcos triunfales. El orden que establecía era impecable desde el punto de vista proto colario: primero iría un bergantín con Albitez y Corral; luego, otro con el veedor, y, por último, el del gran hombre. Pero ese orden aseguraría una atmósfera hostil en Santa María antes de que el gobernador pusiera pie en ella. Aspecto que no se le ocurrió prever a Nicuesa, cuya coraza de vanidad atravesó la saeta verbal de Olano al preguntar si creía que los hombres de Hojeda le recibirían como le recibieron la otra vez cuando llegó arruinado de Veragua. Queriendo dar tiempo a los vecinos de Darién para preparar de manera adecuada su llegada apoteósica, no la logró precisamente, pues tan pronto como llegó la vanguardia ilustró a los vecinos de las reformas que podían esperar y del carácter de su futuro regente. De Vasco Núñez de Balboa — advertido, como otros muchos funciona rios públicos, del peligro que se acercaba— se dice que hizo un buen trabajo para cristalizar los sentimientos contra Nicuesa, en una serie de conversacio nes confidenciales con los vecinos. Cualesquiera que fuesen sus actividades 96
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trabajaría a favor de la corriente. Nicuesa estaba condenado de antemano por sus propias palabras. Su intención de confiscar el oro hería en lo más vivo a cada asentado; sus vagas insinuaciones de medidas disciplinarias cons tituían una amenaza; su plan de desalojar a los hombres más poderosos de la colonia para enviarlos a relevar a la guarnición de Nombre de Dios convertía en enemigo suyo a cada fornido compañero. Los vizcaínos, dirigidos por Zamudio, formaban un bloque irreconciliable. Enciso, por mucho que odiase el orden existente en Santa María, preveía cosas peores aún bajo Nicuesa, y decidió oponerse con todas sus fuerzas al gobernador, estableciendo un armisticio con sus rivales. Colmenares pudo haber refrenado la hostilidad contra su jefe, pero su actitud está suficientemente clara por la descripción de Nicuesa, debida a la pluma de Mártir, de quien era el principal informa dor. Hasta los dos delegados que habían intrigado para obtener situaciones de privilegio antes de abandonar Nombre de Dios — a Alfiitez se le prome tió el puesto de alguacil, y a Diego del Corral, el de alcalde— comprendían ahora que tales honores serían pagados demasiado caros. Si hubo algunas voces disidentes cuando los colonizadores decidieron negar la entrada a Ni cuesa no figuran en la Historia. Adviértase que la decisión no tenía sentido de revuelta. Nicuesa no es taba investido de derecho alguno en Darién, y los hombres enrolados a las órdenes de Hojeda no le debían obediencia. Anular una invitación no será elegante, pero tampoco es delictivo. Como señaló Las Casas, el colmo de la estupidez de Nicuesa fue que, habiendo recibido una oferta salvadora, habló antes de que se hubiese establecido cualquier compromiso formal o juramento de fidelidad. «Al menos — comenta el cronista— hasta que fuera recibido, disimulara». Los colonizadores sabían que su negativa a aceptar sus propuestas no suponía violación alguna de la lealtad. Por otra parte, el gobernador de Ve ragua era un personaje, y podía insistir en que se cumpliera al pie de la letra la invitación. En tales circunstancias, presentían que su determinación sería mejor vista si se hacía en términos cuasi-judiciales y se ataba con balduque. Así, pues, la tomaron en una ceremonia verificada en la iglesia, que satisfizo el afán español de las fórmulas legalistas, y en las que se infundió un tono de rectitud a todo el asunto, a fin de asegurar el que más tarde nadie pudiera volverse atrás y desconocer su responsabilidad, si así le convenía hacerlo. El procedimiento fue muy solemne. Se colocó un paño ante el altar, y sobre él un cojín con un crucifijo, como se hacía el Jueves y el Viernes Santo; uno 97
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por uno, por orden de jerarquía — primero los alcaldes, luego el tesorero, el alguacil, los regidores y, finalmente, todos los compañeros— juraron por la Cruz no admitir a don Diego de Nicuesa como gobernador. La fórmula del juramento la redactó el escribano Hernando de Argüello, y cada hombre, después de jurar, estampó su firma o su marca al pie del documento (1). Así, cuando Nicuesa — henchido de confianza y de proyectos impopula res— echó anclas pocos días después en el estuario del río Darién, encontró a • los vecinos en una actitud muy distinta de la que esperaba. Estaban armados y amenazadores, y cuando su portavoz avanzó, no lo hizo para pronunciar una florida alocución de bienvenida, sino para gritarle una conminación de que no desembarcara. Don Diego, sorprendido, buscó la conciliación: — Señores — dijo— , me hacéis un requerimiento al que quiero contes tar. Dejadme desembarcar y hablaremos de todas las cosas. Yo os escucharé y vosotros me oiréis, y llegaremos a un entendimiento, después del cual podréis hacer conmigo lo que queráis. Los hombres de Santa María se negaron a dialogar con él. Aquella noche el bergantín permaneció al pairo fuera del estuario, y a la mañana siguiente entró otra vez en él, esperando Nicuesa un cambio de actitud en los coloni zadores. Un grupo de compañeros le hizo señas desde la playa. Nicuesa saltó al batel con patética vehemencia, pero los rostros de los que aguardaban debieron llenarle de espanto cuando pisó tierra, pues emprendió una fuga velocísima. O el gobernador de Veragua había recuperado sus fuerzas de ma nera sorprendente en las últimas semanas o el terror ponía alas en sus pies, pues corrió tan ligero que los hombres armados no lograron darle alcance. Aquello era demasiado para Balboa. — ¡Basta! ¡Basta! — gritó desabridamente a sus excitados compañeros— . ¡Dejadle que se vaya! En realidad, Balboa sentía compasión de Nicuesa. El punto débil de su carácter — que habría de causarle infinitos disgustos y, por último, la ruina— era una amable y desdichada incapacidad para mantener vivos sus rencores. No siendo vengativo por naturaleza, parecía sostener la errónea doctrina de que el adversario, una vez derrotado, se convierte en innocuo, y ni las repetidas experiencias en contrario alteraron esta manera de pensar. Ahora, no teniendo la menor idea del altivo temperamento del gobernador, se resistía a creer que alguien tan abatido pudiera ser peligroso, por lo que llegó a sugerir que el juramento colectivo no impedía que Nicuesa perma neciese como huésped en Santa María. 98
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Los vecinos no estaban dispuestos a ninguna suave concesión y discre paban del benévolo optimismo de Vasco Núñez. Cuando Nicuesa, abyecta mente, suplicó ser admitido bajo cualesquiera condiciones, llegando a pe dir que le tomaran como compañero si no le querían como gobernador, se negaron a hacerlo. Recordando sus pasadas mudanzas — relámpagos de la desesperación a la arrogancia— contestaron que si empezaba por la manga acabaría por llegar al cuello. Nicuesa insistió rastrero: si no querían admitirle como compañero libre, podían dejarle quedarse como prisionero, y si era menester, encadenado. Mejor era morir encadenado en Santa María, que de hambre o de un flechazo de los indios en Nombre de Dios. Por otra parte, ya había perdido dinero. Su expedición le había costado doce mil castellanos, despilfarrados sin el menor provecho. Esta actitud estaba mal calculada para ganarle el respeto o la simpatía. La burlona muchedumbre se mostró francamente desdeñosa e incontenible. Francisco Benítez, un joven bullicioso y suelto de lengua, gritó que no ne cesitaban tener entre ellos un perro tiñoso como Nicuesa, y Balboa, en un arrebato de furia, ordenó que se le administrasen cien azotes, a pesar de que Benítez era amigo del coalcalde Zamudio. (Zamudio no protestó, pero, an dando el tiempo, Benítez se tomaría el desquite). La represión refrenó el giro violento de los hechos, si bien Balboa advirtió que no podía sujetar indefini damente a sus hombres, pues su poder era demasiado reciente y, aunque los colonizadores habían dado con la práctica democrática, su teoría de guardar deferencias a una autoridad conferida por ellos mismos les resultaba dema siado extraña. En vista de lo cual Vasco Núñez aconsejó a Nicuesa volverse a su barco y no salir en ningún caso, a menos que él estuviese presente. Vuelto a la seguridad de su bergantín, don Diego sintió renacer inme diatamente el estímulo que se apoderaba de él en cuanto cesaba el peligro. Los colonizadores de Darién flaquearían y podría caer de improviso sobre ellos, obligándoles a rendirse. Para llevar a cabo este plan apostó a cincuenta ballesteros, que llevaba consigo, en los cañizares próximos al desembarca dero, dándoles instrucciones de atacar a una señal suya. Luego ordenó la comida, y, penetrado de pronto de un elevado espíritu, se sentó a esperar los acontecimientos. Al poco tiempo aparecieron en la pane inferior del camino de Santa María tres regidores: Barrantes, Juan de Vegines y el ex embajador Albitez. Si hemos de creer el no demasiado veraz relato de Oviedo, las negociaciones fueron llevadas con humana cortesía y extrema duplicidad por ambas par99
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tes. (Oviedo achaca la duplicidad sólo a los regidores, pero si se recuerda a los ballesteros ocultos en el cañizar, habrá que aplicársela en igual medida al gobernador). Los regidores saludaron a Nicuesa, y, después de darle toda clase de excusas y seguridades, le aconsejaron perdonar a los vecinos, enga ñados por gentes de baja calaña, ya que todas las personas de calidad estaban a su lado y deseaban realmente que fuese su gobernador. Nicuesa cayó, sin vacilar, en el lazo. — Señores — les preguntó anhelante— ¿queréis que vaya a tierra, o pre ferís hacerme el honor de subir a bordo para que cenemos juntos? — Como vuestra gracia desee, señor. — No, señores... Como a vuestras mercedes les agrade. — Sólo debemos hacer lo que vos deseéis, señor... Después de este intercambio de zalemas, que disipó en el ánimo de Nicuesa todas las advertencias de Vasco Núñez de Balboa, el desdichado gobernador, equivocado hasta el final, se apresuró a saltar a tierra, cayendo en las manos de los que maquinaban su ruina. La llegada de más hombres, capitaneados por Zamudio, marcó el final de aquel drama dentro de otro drama. Nicuesa, conminado de pronto a marcharse de una vez para siempre, recuperó sus energías al ver la certeza de su desastre y acusó ferozmente a sus atormentadores de toda clase de crí menes imaginarios: de invadir su territorio, de traición, de rebelión contra el rey, e incluso contra Dios. Su voz fue apagada por el clamor de las de los compañeros, y sus ballesteros apostados no dieron un solo paso para ayu darle. Antes de transcurrida una hora le habían hecho subir a empellones a bordo del bergantín, que levó anclas y zarpó escoltado hasta la boca del estuario. Incapaz de enfrentarse con las terribles penalidades en que dejara a su gente en Nombre de Dios, anunció que se dirigía a la Hispaniola (2). En la mañana del sábado 1 de marzo de 1511 don Diego de Nicuesa se hizo a la mar para su último viaje. Nada se volvió a saber de él ni de los demás tripulantes del bergantín. Por las Indias se extendió la leyenda de que naufragaron en las costas de Cuba, y de que alguien encontró grabada en un árbol una inscripción que decía: «Aquí feneció el desdichado Nicuesa», pero se comprobó que era una patraña. Oviedo sugiere que pudieron llegar a Cartagena, donde les darían muerte los indios de Caramairi. Mas la verdad jamás se supo. Medio siglo después, cuando todo aquello formaba parte de una vieja epopeya y cualquier conjetura era buena, Benzoni pulió el epi sodio con chispeante inexactitud, diciendo que desembarcaron para hacer 100
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aguada en alguna parce donde les atacaron y capturaron unos indios, que se comieron hasta el último de los hombres. «Y éste — dice— fue el final de don Diego de Nicuesa». El relato anterior procede en gran parte del que Las Casas hizo del úl timo acto de la tragedia de Nicuesa. Oviedo, su desenfrenado partidario, cuenta una historia mucho más suculenta, de infamias e inocencia ultrajada, en la que asigna a Vasco Núñez el papel de un villano, cuya villanía es a la vez retorcida y superflua. La versión de Oviedo se basa en citas de conversa ciones tomadas, al parecer, de Alonso Runyelo. Según esta versión, Nicuesa habría sido huésped de Balboa en Santa María, y después de comer en la misma mesa y dormir en la misma estancia, durante dos o tres semanas, planearon un golpe. («Y, entre otras palabras que pasaron, díjole que qué le daría porque le pusiese la corona de gobernador. A lo cual respondió Diego de Nicuesa que qué más quería sino la truxessen a días, e siempre sp hiçiesse lo que él ordenasse»). Balboa logró averiguar quiénes estaban de parte de Nicuesa y quiénes en contra, confinando en sus cuarteles, bajo la amenaza de la pena de muerte, a todos los contrarios. Así los partidarios tendrían el camino franco. Runyelo, como intermediario, avisaría al gobernador cuán do había de actuar. Decidido esto, Balboa habría aconsejado a Nicuesa volver a su barco, para «que no nos vean juntos esta gente ni me hayan por sospechoso», pre caución excesiva entre hombres que habían compartido la misma habitación durante semanas. Sin embargo, con «las cautelas vulpinas», hizo exactamen te lo contrario de lo que había prometido: acalló a los partidarios y soltó a los enemigos, tras lo cual se retiró con unos amigos a su casa, dejando que los acontecimientos siguieran su curso natural. Runyelo fue enviado a decir a Nicuesa que confiara sólo en los regidores y en el médico, los cuales, pérfi damente, atrajeron a tierra al gobernador, con lo que se acabó el asunto, aun cuando siguiera el griterío. Informado de lo que ocurría, el único comenta rio de Balboa fue éste: «— Alonso Runyelo, muy mal recaudo se ha dado aqueste vuestro go bernador». A lo que el honrado Runyelo «no replicó palabra, porque conosçib la maldad y el tiempo». Casi da pena desmentir un cuento tan ameno, pero la verdad es que no resiste un examen detenido. De la ceremonia de repudiación se levantó acta. 101
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y la investigación judicial del asunto (realizada más tarde, en ocasión en que Vasco Núñez era blanco fácil de cualquier acusación), encontró que nadie podía ser señalado como especialmente culpable en el curso de aquellos epi sodios que, después de todo, no carecían de excusas. La tercera narración, contemporánea, de la estancia de Nicuesa en Santa María se debe a Pedro Mártir. Es breve, condena por igual a Nicuesa y a Balboa — a éste le achaca ser un advenedizo bravucón, que intimidaba a los vecinos respetables— y resulta más interesante que ninguna, no tanto por el relato de los sucesos como por lo que revela de sus informantes. Estos infor mantes fueron Enciso y, sobre todo, Colmenares, empeñados a la sazón en procurar la ruina de Balboa y en favorecer sus propios intereses. Al escribir, teniendo muy recientes las entrevistas, Mártir refleja la línea de conducta de ambos. Considerando que Enciso se adornaba con la blanca flor de una vida intachable, es lógico preguntarse qué explicación dio de su participación en el desahucio de Nicuesa. ¿Qué confesó el rígido juez haber hecho durante aquellos días de agitación? Según se deduce de algunos testimonios, nada. Oviedo, íntimo amigo suyo, cuenta que se encontraba confinado a bordo de un bergantín calafateado con un hierro romo, por lo que las costuras de los tablones no se habían juntado. Pero ni siquiera Enciso sostiene tan hermosa coartada. Mártir, Las Casas y Gomara están de acuerdo en afirmar que tomó parte activa contra Nicuesa. Más tarde, en todas las acusaciones que Enciso formuló contra Vasco Núñez y los hombres de Darién, evitó con todo cui dado y gran habilidad rozar el tema de Nicuesa, defendiendo, en cambio, con extraordinaria tenacidad, sus propios asuntos. Los asuntos del bachiller eran de dinero y de prestigio, principalmente lo primero. Su impopularidad en Darién, comenzada por los que podríamos llamar términos generales, se colmó al adoptar una actitud de verdadero propietario respecto al tesoro de la colonia. Habiendo despenado graves sospechas en los vecinos acerca de sus intenciones el:requerimiento que les hizo después de que le excluyeron de la lista de oficiales no las hubiera disi pado inmediatamente. Los términos de la demanda, según declaraciones del mismo bachiller, fueron los siguientes: a) Los oficiales elegidos debían desistir del ejercicio de sus funciones; b) los dos bergantines y el batel debían entregarse a la custo dia de Enciso; c) todo el oro de la tesorería les sería entregado de una vez. Alternativamente, y como subsidiaria, el bachiller presentó otra demanda: 102
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que todo el botín, menos el quinto del rey, se dividiera en tres partes iguales, de las cuales dos se le entregarían a él como compensación por sus barcos y sus equipajes, y que del tercio restante se le abonase la cuota de capitán general, descrita como «una joya y cuatro suertes». La petición tenía cierta grandeza. Según los cálculos de Enciso se le habían dado cinco mil quinien tos noventa pesos — un rédito del 357,66 por 100 sobre sus inversiones declaradas— , dejando algo menos de veinticuatro pesos por cabeza para los demás partícipes en la ocupación de Darién. El bachiller no pudo incurrir en el error de creer que se le concedería cuanto pedía, mas de haberlo hecho los vecinos le hubieran desengañado pronto*. Cuando siguió molestándoles le pusieron bajo vigilancia, y redacta ron un documento acusándole de los mismos delitos que él había imputado al Consejo: usurpación de autoridad, violación de las normas contractuales y tentativa de aprobación indebida. La investigación condujo a una conclusión predeterminada en un suma rio. No obstante, al poco tiempo Enciso fue puesto en libertad a condición de abandonar la colonia, que era lo que más deseaba. En este momento Bal boa adoptó una de sus características actitudes de echar tierra sobre lo pasa do, y convenció a los vecinos para que ofreciesen al bachiller quedarse como alguacil mayor (3). Quizá influyera en él el pensamiento de que el vengativo y astuto abogado sería más temible fuera de la colonia que dentro de ella, lo cual ya se le había ocurrido antes a Enciso. El bachiller no se dejó tentar por la posibilidad de vivir en Santa María como segundo de Vasco Núñez, declinó la invitación y se procuró pasajes para él y sus dos criados españoles en la carabela de Colmenares que zarparía con rumbo a la Hispaniola. Partió un mes después que Nicuesa, y su destino último era Castilla. Otros dos miembros notables de la colonia — el alcalde adjunto Martín de Zamudio y el regidor Juan de Valdivia— embarcaron al mismo tiempo. Ambos iban como procuradores de los vecinos; Valdivia, a solicitar ayuda de las autoridades de Santo Domingo, y regresar lo más pronto posible con víveres; Zamudio, a presentar informes, peticiones y un regalo de escogidos guanines con un peso de cerca de trece libras para el rey Fernando. Sus infor mes, que debía mostrar también a Diego Colón y al tesorero Pasamonte en la Hispaniola, parece ser que estaban compuestos por la corporación de fun cionarios oficiales. Sería interesante saber cómo estaban redactados; debían comprender el relato de las últimas complicaciones con Nicuesa y alguna explicación referente a las disputas con Enciso, por lo que cabe imaginar la 103
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trabajosa colaboración entre los vecinos más letrados para preparar un relato susceptible de producir el efecto deseado. Las peticiones eran las habituales: reducción de impuestos y concesión de nuevos auxilios, que, al parecer, se concedieron en junio de 1513. También llevaban una larga carta dirigida al rey por el veedor Quicedo, conteniendo una relación de todo cuanto había ocurrido desde que partió de la Hispaniola. Siendo Quicedo un experto y respetadísimo oficial de la Corona, su escrito contribuiría mucho a formar opinión en Castilla. Aun cuando no se conserva su texto, es obvio que no debía ser favorable a Nicuesa. Por último, Zamudio llevaba una súplica es* pedal de todos los vecinos: que Su Alteza nombrase un gobernador para Da* rién, y que, a ser posible, este nombramiento recayese en la persona elegida por ellos, Vasco Núñez de Balboa. No se eligió a nadie para desempeñar en Santa María el puesto de Za mudio y, por tanto, Balboa quedó como único alcalde y, de hecho, como jefe absoluto de la colonia. El cambio fue más aparente que real, pues, aunque los dos alcaldes eran técnicamente iguales, Balboa «se quedó por entonces en su mando como primero lo estaba», gracias a su habilidad y astucia. (La habilidad era indiscutible; en cambio, no es la astucia cualidad que destaque en un estudio del carácter de Vasco Núñez. La principal cualidad mental de Balboa era el sentido común. Lo poseía en alto grado. Y en un ambiente donde no abundaba demasiado, Vasco Núñez resultaba algo casi único). El gobierno exclusivo de Balboa en Darién comenzó el 4 de abril de 1511, y duraría poco más de tres años, que fueron los de su verdadera gloria.
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VIII
La nao de Darién, más afortunada o mejor conducida que tantas otras como navegaban hacia el este del istmo, llegó a la Hispaniola sin contra tiempo alguno, pero también sin gran celeridad. Nada menos que shte se manas después de que Enciso, Zamudio y Valdivia desembarcaron en Santo Domingo (1). La mayor parte del tiempo parece que lo pasaron en Cuba, y, sobre todo, en la aldea de Macaca, al este del cabo Cruz. El cacique de Macaca era un hombre de espíritu amistoso. Los españoles le llamaban «comendador», título que se le confirió como recompensa por sus cualidades en la época en que el comendador Ovando era gobernador de la Hispaniola. Por motivos relacionados con una milagrosa imagen de la Virgen que le dejara un náufrago piadoso, había confundido desde entonces a sus enemigos, asegurando su supremacía en la región. Comendador era un ferviente cristiano, y desde hacía diez años trataba con la más generosa hospitalidad a cuantos españoles llegaban a sus tierras. Sus huéspedes más recientes, antes de los procedentes de Santa María del Antigua, habían ne cesitado especialmente sus cuidados. Al oír a Comendador hablar de ellos, Enciso y sus compañeros debieron identificarlos como Alonso de Hojeda, Talavera y su gente. Los días pasados en Macaca serían gratos y edificantes para los hombres de Darién. Había en el grupo dos religiosos, uno de los cuales, llamado Juan Pérez de Zalduondo, regresaría cuatro años más tarde a Santa María como deán del capítulo catedralicio. Comendador, que había recibido poco tiempo antes una notable prueba del poderío de su protectora, aprovechó la ocasión para bautizar a muchos seres que vivían bajo su influencia. La visita tomó el aspecto de una antigua estampa religiosa, con ochenta o cien bau tizos diarios. Y como cada neófito hacía donación de un ave o un pescado, 105
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los españoles se daban la gran vida. Cuando partieron, uno de los compa ñeros aceptó una apremiante invitación para quedarse allí como instructor religioso; en vista de lo bien que allí se vivía, es comprensible que la oferta resultara atractiva. Cuando el bachiller y los procuradores llegaron a Santo Domingo, in dudablemente escucharon a Hojeda el minúsculo relato de sus aventuras desde que partió de San Sebastián. Incluso para las Indias — donde los viajes y expediciones encontraban tantas dificultades— fueron lo suficientemente desagradables para llamar la atención. La nao Robada — así la llamaban— se averió en Xagua (Cienfuegos), en Cuba, y sus tripulantes tomaron el único camino posible: seguir hacia el Este, a lo largo de la costa, en dirección a la Hispaniola. Casi inmediatamente surgió un conflicto entre Hojeda y Talavera, pues los dos exigían el mando supremo. Hojeda afirmó que Talavera, habiéndose ascendido a sí mismo a capitán, trató de matarle; Las Casas dice que Hojeda fue obligado a caminar encadenado, quitándosele las cadenas sólo cuando se hacía necesaria su ayuda para rechazar los ataques de los indios, y hace una viva descripción del belicoso y pequeño gobernador desafiando a Talavera y a toda la compañía de dos en dos. «— ¡Bellacos traidores, apañaos ahí de dos en dos y me mataré con todos vosotros!— Pero ninguno había que le osase hablar ni llegarse a él». Por otra parte, alguien (¿Esquivel?) acusó a Hojeda de haber abandona do cruelmente a Talavera, llevándose con él a los miembros más fuertes de la partida. Aparte de tales reyertas, el viaje a lo largo de la costa cubana se con virtió pronto en una verdadera pesadilla, pues el camino era casi siempre pantanoso, a pesar de lo cual no se atrevían a alejarse de la playa. Luego empezó la Gran Ciénaga. En los primeros días desconfiaban en atravesarla, como habían atravesado otras; pero al cabo de una semana, cuando les fue imposible intentar retroceder, todavía estaban chapoteando sobre su obscu ro laberinto. A veces, la vadeaban con el agua a la cintura; otras, el fondo desaparecía bajo sus pies. Por la noche se echaban sobre las retorcidas raíces de los manglares para buscar «un sueño más inquieto, triste y amargo aún que la vigilia». Hojeda, muy devoto de la Virgen, llevaba una imagen de la Señora regalada por Fonseca, graciosamente labrada en Flandes y bendita. Una docena de veces al día colocaba la resplandeciente figura ante él para implorar su divina ayuda, ofreciendo dejar su sagrada imagen en la primera aldea que encontrasen, si les salvaba. 106
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1.a celestial ayuda llegó al fin, pero sólo después de treinta espantosos illas en la marisma. Treinta y cinco hombres que llegaron hasta un suelo sólido y una vereda que llevaba a la aldea de Cueyba, se desmayaron ante los primeros bohíos. Por fortuna, los indígenas de Cueyba estaban acostum brados a anteriores contactos con los cristianos, les recogieron y cuidaron y después de algún tiempo les guiaron hasta Macaca. £1 comendador les proporcionó una buena canoa para llevar un emisario a Esquivel en Jamaica, quien les envió rápidamente un barco para recogerlos. Hojeda suponía tener cierta autoridad en Jamaica, particularmente porque el rey había dicho a Colón que no podía enviar más que un inspector a la isla. Pero Esquivel, sa biéndose apoyado por Colón, procedió a conducirse como un gobernador, llegando a arrestar a Hojeda y aTalavera y a abrir una especie de proceso. Lo que ocurriera exactamente no se sabe; pero, en todo caso, Hojeda estaba en Santo Domingo antes de los primeros días de mayo de 1511 (2). La Virgen flamenca se quedó en Cueyba. Los indios le hicieron un altar, la adornaron con ropas rayadas y pintadas, y en los festivales nocturnos, cuando la luna brillaba en lo alto sobre los techos puntiagudos de las chozas, componían pequeños himnos en su alabanza y danzaban en honor de la Reina de los Cielos. Las Casas, que vio la imagen cuando estuvo en Cueyba dos o tres años más tarde, con mucha menor sensibilidad de la que mani festaba siempre por los indios, intentó cambiársela por otra que él llevaba «que también era santa, sólo que no tanto». La propuesta hecha al cacique obligó a éste a esconderse con su tesoro en un lugar en donde permaneció sordo a las seguridades y excusas que se le dieron hasta que Las Casas salió de su territorio. Con Hojeda y Enciso en la Hispaniola, las negociaciones debían haberse encaminado a un esfuerzo concertado para restablecer la gobernación de Urabá tal como se planeara originalmente. Que nada de esto se hiciera es un verdadero misterio en dos partes. Hasta este tiempo, Hojeda, indudablemente, quería volver a Urabá. El 5 de mayo escribió un informe al rey en el cual expresaba su intención y pedía una prórroga del plazo señalado para construir el fuerte y otras cosas. Casi al mismo tiempo, Diego Colón escribía a Fernando que había prestado a Hojeda una carabela para trasladarse a su concesión. A partir de esta fecha no hay una sola referencia para indicar que Hojeda tuviera derechos o inte rés en su gobernación. De lo que se infiere que su retirada fue el resultado de conversaciones con Enciso y los representantes de la colonia, aunque sea 107
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difícil comprender por qué. £1 contrato de Hojcda aún tenia vigencia para dos años y medio, y las posibilidades de éxito eran seguramente mucho más brillantes que cuando dejó San Sebastián. Se habla establecido un asiento y el rey había confirmado que estaba en su territorio O ); los informes del oro se ratificaban con el regalo que Zamudio llevaba a Fernando. Y aunque de los hombres reclutados para Urabá sé habían perdido ciento ochenta en los diferentes desastres, había suficientes para la empresa con los que fueron con Enciso y Colmenares y los de Nombre de Dios. Hay que desechar la explicación a menudo expuesta y sostenida de la temprana muerte de Hojeda. Alonso de Hojeda no murió hasta finales de 1515 o principios de 1516. Tampoco parece que estuviese delicado de salud; casi el único incidente que se conoce de sus últimos años es el de cuando derrotó a cierto número de salteadores de caminos que le esperaron una noche obscura a la salida de una fiesta, persiguiéndoles a toda velocidad y pinchándoles las posaderas con su espada. Más verosímil es que Colón hubiese decidido que había llegado la hora de meter una cuña «viccrreal» en Tierra Firme y anduviera los pasos para eliminar a Hojeda. En mayo declaraba estar ayudando a Hojeda; pero pocos meses más tarde la carabe la fue prestada a Valdivia, las acusaciones terriblemente perjudiciales para Hojeda seguían su camino y Colón había confirmado a Balboa como jefe de Darién. La segunda parte del enigma es la discreción del bachiller Enciso du rante los meses que pasó en Santo Domingo. Persona generalmente difícil de ignorar, parece que no existiera en aquel tiempo. Como alcalde mayor de Urabá que había invertido un capital en la colonia y como caudillo en la toma de Darién debía ser muy conocido, y como hombre con un gran surtido de agravios podía haber proclamado ruidosamente sus quejas. Pode mos comprender su silencio acerca de Nicuesa por ser tema que todos los de Santa María, incluso la tripulación de la nao y los dos clérigos, si lo trataron lo hicieron sin darle gran importancia. Pero, ¿por qué no presentaba ahora los cargos y las demandas de quedan tes era tan pródigo? Si más tarde habría de ser también un acusador impla cable, ¿por qué no le encontramos en Santo Domingo querellándose contra los representantes de Darién, lo que hubiera sido lógico y seguro? Los do cumentos de la época que han llegado hasta nósótros no ofrecen la menor luz para contestar esta pregunta, por la sencilla razón de que no se refieren a él para nada. Cualquiera que fuese el motivo, el bachiller, normalmente 108
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.irrogante, parece haber sido modesto como una violeta durante los tres o cuatro meses cruciales de Santo Domingo. En parte por esta curiosa inhibición, y en parte por otras razones más positivas, los procuradores Valdivia y Zamudio obtuvieron un éxito fuera de lo común. Representantes de una colonia huérfana a la que Colón insistía estar in locoparentis, encontraron en el almirante joven un amigo y simpati zante. Inmediatamente Colón acordó dar a Valdivia un barco y provisiones, disculpándose porque en aquel momento no tenía más que una pequeña carabela y prometiéndole cosas más substanciales tan pronto como encon trase barcos a este fin. Asimismo aprobó la decisión de los colonizadores de Darién de dar el mando a Vasco Núñez. En un documento formal — de validez dudosa, peto de gran efecto moral— nombró a Balboa en funciones de capitán de la colonia, entregándoselo a Valdivia para cursarlo. Todavía fueron más afortunados los procuradores al conseguir el apoyo de Pasamonte, el aragonés tesorero de las Indias, que, según un cronista, tenía tanto crédito con el rey que en sí toda la disposición y gobierno de las Indias se ordenaba conforme con sus informes y opinión. Pasamonte tenía su clave particular para comunicar con Fernando y con el secretario del monarca, Lope de Conchillos — aragonés también— , y el rey le decía francamente que «non ay (en la Hispaniola) de la persona de quien yo tenga la confianza que de vos». En vista de la influencia del tesorero sobre los progresos en Tierra Firme, sería provechoso saber si sus opiniones — positivas, pero no siempre perma nentes— fueron tan desinteresadas como creía Fernando. Desgraciadamen te, no podemos asegurarlo. Pasamonte fue descrito por sus contemporáneos como docto, prudente, sabio, venerable, virtuoso, «notablemente honrado» y como una fuerza para el buen gobierno, añadiendo que se creía que había sido casco toda su vida. Por otro lado ha sido presentado como hombre cínico, venal y sin escrúpulos que tenía un serrallo de muchachas indígenas de las que sentía celos morbosos. Esta segunda — y escasa— opinión suena a resentimiento personal; sin embargo, fue rumor ampliamente difundido que el tesorero era, si no del todo sobornable, si al menos aficionado a los regalos oportunos. Si esto es cierto, la historia de que Balboa y el concejo de Darién le enviaran un obsequio de guanines con Zamudio será probable mente cierta también; sería sólo prudente recordar las susceptibilidades de la mano derecha del rey en las Indias. Por el contrario, es improbable que el regalo, si se hizo, fuera lo que determinara la actitud de Pasamonte. 109
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El tesorero tenía sus razones para apoyar a Balboa. Una importante — aun que no declarada— parte de sus deberes en la Hispaniola era poner un freno al almirante joven (la momentánea armonía mutua sobre Darién fue pura coin cidencia), y se dio cuenta de que ni Hojeda ni Nicuesa podrían servirle mucho a este fin. Hojeda, suspendido en el aire en Santo Domingo, sin hombres ni dineros, estaba en muy mala situación; la de Nicuesa, al que se suponía vuelto a Nombre de Dios, era todavía peor. En caso de que los asientos de Tierra Firme quedaran sin caudillos, Colón tendría una innegable excusa para su in tervención personal. Sobre esta base, cualquier capitán medio reconocido era mejor que no tener capitán alguno. Balboa — competente, popular e indepen diente— sería un provechoso abarrote en particular, porque su nombramiento podía quedar fuera del control de Colón por otro extendido por el rey. Nadando a favor de corriente, los procuradores de Darién lograron aca bar sus asuntos en la Hispaniola a finales de agosto. Valdivia partió pocos días después en la carabela proporcionada por Colón, llevando víveres para Santa María y el nombramiento de Balboa. Martín de Zamudio zarpó para España hacia el 12 de septiembre, en uno de los tres barcos que llega ron juntos a Castilla a mediados de noviembre. Muy contento de saber que la misma nave transportaba los despachos oficiales de Santo Domingo que contentan unánimes recomendaciones de los colonos de Darién en general y de Vasco Núñez de Balboa en particular* probablemente no le preocupó lo más mínimo el hecho de que el bachiller Enciso — todavía en eclipse— viajase también en la flota hacia Castilla. El rey Fernando, gobernante de Castilla, Aragón y el sur de Italia, cuar to soberano en la jerarquía del mundo cristiano, no podía dedicar todo su tiempo y sus pensamientos a la Tierra Firme, ni siquiera a las colonias del Nuevo Mundo en general, hecho que algunas veces se escapa a quienes con sideran su conducta solamente desde el punto de vista de un exclusivo inte rés por las Indias. Y, sin embargo, pensaba mucho en Urabá y Veragua, cada vez más preocupado por la total carencia de noticias de una y otra colonia. Cuando las cartas escritas en enero y febrero de 1511 en la Hispaniola vinie ron a confirmar que continuaban en tinieblas, se alarmó seriamente. «En lo que decís que los que traían la nao hurtada... os quisieron matar — escribía en junio a Hojeda— debéis mucho excusar semejantes atrevimientos que quando los capitanes que llevan gente quieren darse buena manera non les acaece lo que a vos acaesció agora». 110
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Dos semanas más tarde tres pliegos de despachos procedentes de la I lispaniola llegaron a las reales oñcinas de Sevilla. Hablan dejado Santo Domingo el 17 de mayo al cuidado de Pedro de Arbolancha, contador ayu dante de la Hispaniola y enviado especial al rey. En esos pliegos figuraban tres cartas de Colón, así como las primeras — y hasta donde se sabe las úl timas— relaciones de los gobernadores de Tierra Firme: la de Nicuesa de 9 ile noviembre de 1510 Y la de Hojeda de 5 de mayo de 1511. El rey, que se encontraba en Tordesillas, las recibió en una valija de los oficiales de la Casa de Contratación, hacia la segunda mitad de julio (4). Desde luego eran noticias, pero no de la clase que las esperaba Feman do. Nada decían de lo ocurrido en Urabá después de que Hojeda partió de San Sebastián casi un año antes de enviar su relación o en Veragua desde noviembre de 1510; pero por lo que expresaban se deducía que los aconteci mientos subsiguientes habían sido desafortunados. Ambos gobernadores se mostraban prolijos al hablar de sus sufrimientos, de la perfidia de sus subor dinados, de las dificultades puestas por Diego Colón; Hojeda denunciaba a Talavera y a Esquivel; Nicuesa se quejaba de que sus indios de la Hispaniola habían sido confiscados. Uno y otro disimulaban sus propios defectos, a pesar de lo cual un ojo avezado podía ver que ninguno de los dos había sido un jefe prudente y que sus proyectos de continuar sus empresas tenían pocas probabilidades de éxito. Fernando contestó a todas las canas el 25 de julio. Para Hojeda y para Nicuesa se mostraba comprensivo, aunque no dejaba de amonestarles: las armas y municiones pedidas serían enviadas, «pero deberían pagar su im porte porque, como sabían bien, el contrato con ellos se había cumplido fiel y totalmente»; Colón recibiría instrucciones de colaborar, cosa que haría, pues ordenaba a Pasamonte ocuparse de ello; se les concedería la prórroga del tiempo para construir los fuertes, a menos que los funcionarios reales de la Hispaniola formularan objeciones válidas. Talavera sería sostenido mien tras lo mereciera, «pero todavía debéis procurar de non dar ocasión a que se fagan atrevimientos». El rey repetía su mandato de tratar cariñosamente a los indios y termi naba con una nota paternal aconsejándoles ser siempre cuidadosos y dili gentes, informándole bien de todo. Él, por su parte, ordenaría que se les considerase y favoreciera. Una carta al almirante joven y a los oficiales era menos amable. No era bastante haber prestado la carabela a Hojeda; debían haber tratado de bus111
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car préstamos para la colonia y, de no conseguirlos, utilizar el dinero de la hacienda real «para que aquella gente perdida que allá quedó non perezca». Debían dar una asistencia más eficaz a Hojeda y a Nicuesa, aplacar a sus acreedores, devolverles sus indios, tratar de que utilizaran al máximo la base de Jamaica y, en general, tomar todas las medidas posibles para sostener las dos gobernaciones. Los oficiales que habían sugerido que podía ser aconse jable para la Corona administrar directamente las concesiones deberían ela borar un plan que podría ser tomado en consideración. Pero, entretanto, su deber era salvar los asientos y el mayor número posible de colonizadores. En un despacho aparte, duro y desagradable, se vapuleaba a Diego Co lón. El rey «no estaba satisfecho»; las calamidades en Tierra Firme se de bían en gran parte a Colón, pues «por cierto se cree que si vos despacharais aquella armada con delygencia e el rrecabo que se rrequeria e yo os imbié a mandar que no rrecibieran tanto daño como han rrescibido». Debía en adelante hacer todo cuando estuviese en su mano para reparar los perjuicios y compensar a los gobernadores por las pérdidas y molestias sufridas. «E por servicio mió — terminaba tajante Fernando— vos lo fagais de tal manera que yo conozca por obra la gana que vos decís que therneis de me servir e complir mis mandamientos». Fernando redondeó un día dedicado al correo de las Indias con una Cédula para la Casa de Contratación. «Mucho me ha pesado del desbarate y mala fortuna que han habido los de Tierra Firme... Ningún otro remedio paresce que hay al presente sino favorecer a Nicuesa y a Oxeda para que no se acabe de caer lo que tienen hecho, fasta tanto que sepamos si ay oro en aquellos desiertos que agora tomaron e en que cantidad e la manera que po drían therner para sacar provecho de aquellas partes». La Casa enviaría una carabela con bastimentos a Urabá y Veragua y daría los pasos necesarios para estimular el alistamiento. «Parésceme — sugería Fernando— que debeis pu blicar por todas las partes que viéredes que conviene en el Reyno las grandes muestras de oro que ay donde han comenzado a facer sus conciertos, dyciendo a más desto las otras cosas que vieredes que convengan para ynvitar a la gente que vaya a Tierra Firme». A lo que el soberano añadía que, si era necesario, los restrictivos controles de emigración podrían relajarse: «E a los que quisiesen pasar de aquí en adelante a las Indias non les apremyeis como fasta aquí en querer saber quiénes son, especialmente siendo trabajadores». Seis semanas después Fernando se preguntaba ansiosamente si valdría la pena intentar el salvamento. Había hablado con Pedro de Arbolancha, ei 112
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procurador de la Hispaniola que trajo los despachos de Veragua y Urabá. La información de Arbolancha no era, desde luego, más reciente que las de Hojcda o Nicuesa, pero había algo más que en ellas. Los hombres que llegaron .1 Santo Domingo desde Belén y San Sebastián — Ledesma y su tripulación y los de la partida Hojeda-Talavera que lograron escapar— habían hablado, con esa libertad y ese desprecio a los convencionalismos tan corrientes en quienes sobreviven a una situación desesperada. La esencia de sus palabras fue que las concesiones ofrecían provechos mínimos a un precio terrible. Es probable que Arbolancha fuese acompañado por alguno de esos supervi vientes; en todo caso, después de oír sus relatos orales, el rey escribió otra vez u la Casa. «Lo de Tierra Firme quedó muy perdido y el viaje es largo, poco navegado; por eso — decía— no curéis de embiár navios con mantenimien tos de nuestra cuenta mas vayan si quieren algunos mercaderes». La opinión de Arbolancha cabe imaginar que pesaría considerablemen te. Arbolancha era un criado de confianza del rey; tenía la experiencia de dieciocho años en las Indias; mientras servía como contador adjunto de la Hispaniola había sabido mantenerse al margen de la política, gozando de la confianza de Pasamonte, la complacencia de Colón y el respeto de los colonizadores, todo lo cual constituía un caso notable. Pero Fernando terna otras razones para su nueva actitud de frialdad respecto a las concesiones del continente y, sobre todo, a los concesionarios, por haber recibido informes escritos — probablemente extraoficiales— acusando a ambos gobernadores, incluyendo un virulento ataque a Hojeda que olía fuertemente a Esquivel o más bien a Colón, aunque con la firma de Esquivel. Al gobernador de Urabá se le acusaba de connivencias con Talavera para robar el barco; de atormentar a los indios amigos; de ejecutar o mutilar a sus hombres sin proceso previo; de cometer saqueos y violaciones; de decomisar alimentos y barcos en la Hispaniola, San Juan y Jamaica, y, finalmente, de amenazar con decapitar a Colón y raptar a su esposa, doña María de Toledo. Los cargos eran grotescos, aunque, por otra parte, siempre era posible que Hojeda, bajo la conmoción de los sucesivos desastres, estuviera fuera de sí. Muy contrariado, Fernando pasó las acusaciones a los jueces de apelación recién nombrados para la Hispaniola, ordenándoles ver qué justicia se hacía en la isla (5). Cerca de dos años habían transcurrido desde que Nicuesa y Hojeda partieron de la Hispaniola para sus gobernaciones, durante los cuales nada se supo de ellos ni de las concesiones que no fuese acongojante, vejatorio 113
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o las dos cosas a la vez. Así, pues, cuando el procurador Zamudio llegó con sus informes, apoyado por las enfáticas recomendaciones de Colón y Pasamonte, el efecto fue inmediato. Los de la Casa enviaron los despachos al rey por medio del correo Collantes en 17 de noviembre. Collantes, que era una verdadera institución en Castilla, debió recibir el encargo de llevar a toda prisa la valija. Entrenado por largos años de hacer y rehacer el camino entre Sevilla y los diferentes lugares de residencia de la Corte, recorrió más de Setenta millas diarias a caballo y depositó los pliegos en manos del secre tario de Fernando en la mañana del 23 de noviembre — «a las once», anotó Su Alteza, sorprendido por su velocísima cabalgada. Zamudio le siguió menos vertiginosamente, partiendo de Sevilla el 3 de diciembre y llegando a Burgos dos semanas más tarde. Presentó al rey las cartas y peticiones de los vecinos de Santa María, los adornos de oro, el in forme de Quicedo y su propia relación oral, en medio de una cálida atmós fera de satisfacción y aprobación. A los pocos días el rey había dado los pasos para suspender la concesión de Urabá como tal. A Hojeda se le ordenaba dejar todo y regresar a Castilla para comparecer en la Corte. Y a Balboa se le confirmaba formalmente en el cargo de gobernador de Darién. Después de pensarlo con detenimiento, el rey concluyó con la goberna ción de Veragua fuera anulada y que el resto de la expedición de Nicuesa se incorporase a la colonia de Darién. A Nicuesa se le llamaba también a España, y a sus hombres — excepto a Olano— se les aconsejaba ir a Santa María del Antigua y ponerse a las órdenes de Vasco Núñez. Olano iría a Castilla para que se examinara su caso. A Balboa y los otros oficiales de Santa María se les instruía de que recibiesen a los hombres de Veragua con camaradería y consi deración «porque si no lo hazen como yo se lo he enbiado a mandar lo manda ré proveher como a vosotros convenga en lo quel plazer e servicio me haréis». Si esta última frase es una alusión a la hostilidad hacia Nicuesa, es la única referencia a ella que se encuentra en las cédulas de aquel período. Y puesto que el rey sabía cuanto había ocurrido, su silencio sobre el asunto era una elocuente manera de expresar su opinión. También indica — pues Fernando siempre trataba de ser imparcial— que nadie habló para defender al ex gobernador y mucho menos para acusar a las gentes de Darién de ha berle enviado deliberadamente a la muerte en un bergantín resquebrajado. Respecto a esto, debe subrayarse que Enciso llevaba tres meses y medio en España cuando se dictaron las disposiciones concernientes a la gobernación de Veragua. 114
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Las cédulas llamando a Hojeda y nombrando sucesor suyo a Núñez de Balboa fueron firmadas el 23 de diciembre de 1511 en Burgos. «Vi lo que ansí mesmo los dichos oficiales de la Española os escribieron sobre lo de Tierra Firme — decía Fernando a los de Sevilla— e como entre tanto que de acá se provean an acordado los de la Villa del Darién therner por gobernador e alcalde mayor a un Basco Núñez de Balboa persona con quien diz que todos están contentos e ansimismo vi vuestro parecer que sobrcllo vosotros descis e an pensado bien e yo lo enthiendo mandar proveer asi para quel dicho Balboa esté en aquel cargo fasta que yo otra cosa le inbie a mandar». Esto se escribía a fines de noviembre, pero sólo después de que el rey escuchó a Zamudio y leyó la carta de Quicedo su intención cristalizó en un nombramiento real designando a Balboa capitán y gobernador interino de Darién. El decreto — cuya existencia estuvo puesta en duda mucho tiempo— fue publicado por primera vez en 1914 por Altolaguirre y Duvale, y, aunque Altolaguirre no las señale, se dan en él algunas circunstancias extrañas. (La que aparece en el texto impreso como más rara — la fecha en Zaragoza— es tan solo un error de copia, pues el documento está fechado en Buigos). Pero ¿por qué el rey, al escribir a Diego Colón el propio día que firmaba el nom bramiento, nada decía acerca del mismo, limitándose a advertir que dictada las providencias que considerara más convenientes para Tierra Firme? ¿Por qué al escribir otra vez a Colón un mes más tarde le dice solamente que sería una buena medida a tomar que Vasco Núñez permaneciera en su cargo por el momento hasta que se decidiera algo desde Castilla? Igualmente se mostró reservado en las cartas de los meses siguientes. Y, dado que Fernan do, desconfiando de Colón, tenía otros medios de comunicación, ¿cómo es posible que Balboa no conociera su nombramiento hasta mediados de 1513, a pesar de haber recibido seis meses antes cédulas de fecha posterior? Dejando consignadas estas intrigantes preguntas sobre las que volvere mos más adelante, veamos el decreto que premiaba la misión de Zamudio y colmaba las más caras esperanzas de Balboa. «El Rey.. — Por la presente entretanto que mandamos prouher de Gouernador e justicia de la prouincia del Dañen ques en la tierra firme de las Yndias del mar océano es mi merced e voluntad acatando la suficiencia e avilidad e fidelidad de vos vasco núñez de valboa entendiendo que cumple asi a nuestro servicio que seays nuestro gouernador e capitán de la dicha provincia del darién e que tengays por nos y en nuestro nombre la gouer115
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nación e capitancia de la dicha ysla e provincia e juzgado della e por esta mi cédula mando a cualesquier personas de cualesquier estado o condición preheminencia o dignidad que sea que están o estuvieren en la dicha prouíncia del darien que durante el dicho tiempo vos ayan e tengan e resciban por nuestro capitán e gouernador della e usen con vos en todos los casos e cosas al dicho oficio de governador anexas e pertenecientes e que como nuestro governador en todo vos traten e cumplan e obedescan vuestros mandamien tos que para ussar el dicho cargo en la forma susodicha e para la ejecución e cumplimiento dello vos doy poder cumplido por esta mi cédula con todas sus yncidencias e dependencias anexidades e conexidades e los vnos ni los otros no fagades en deal (6) fecha en Zaragoza XXIII dias de diciembre de DXI años yo el rey por mandado de su alteza tope conchillos señalada del obispo». Por razones obvias, la investidura fue un expediente temporal limitado a la colonia de Darién. Los gobernadores reales no se escogían a la ligera o por su fama; la pretensión de Colón sobre Tierra Firme todavía tenía que ser juzgada por el Consejo Real y no se había tenido tiempo para considerar una reforma tan importante como sería la organización de Urabá y Darién como un nuevo reino ultramarino. Sin embargo, dentro de sus límites, el nombramiento de Balboa era inequívoco. Durante todo el tiempo que per maneciera en vigor, Balboa quedaba investido con el poder supremo — civil, judicial y militar— , en el ejercicio del cual sería responsable no ante Colón, sino directamente ante el rey. El decreto debió despacharse a su debido tiempo; las subsiguientes cé dulas reales a Balboa se le dirigen como «nuestro capitán» en la misma forma que se utilizó con Hojeda y Nicuesa. Por alguna razón se retrasaría, pues no se conoció en Santa María hasta 1513. De haberlo conocido antes, Darién se habría librado de muchas amarguras y tal vez nunca se hubieran encendi do las latentes enemistades que estallaron después.
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IX
Los meses que siguieron a la marcha de Nicuesa transcurrieron tan inusitadamente plácidos en Santa María del Antigua que no parecía sino que el desventurado gobernador se había llevado consigo la mala suerte del asiento. Los vecinos sentían que por fin habían doblado la esquina que les llevaba a la paz. Pero, por desgracia para ellos, esa esquina no fue más que un breve paréntesis entre larguísimos períodos de infortunio. Durante algún tiempo los hombres se sintieron impacientes en los estre chos límites del asiento, ávidos de explorar y explotar nuevas tierras. Balboa, que no podía estar sentado ni siquiera mientras se le cocía el pan, estaba tan impaciente como los otros, y además sabía que el ocio de los compañeros bien alimentados podía acarrear perturbaciones. Claramente estaba indica da una expedición: una de aquellas cabalgadas que tan útilmente combina ban el deber con el provecho y la propaganda del cristianismo, conservando a los colonizadores ocupados y al margen del chismorreo. La empresa estaba planeada y señalada su meta antes de llegar Nicuesa y fue llevada a cabo tan pronto como se marchó el bachiller Enciso. Su objetivo era Careta, un poblado cercano al Norte, situado a unas ochenta millas por tierra y unas veinte menos por mar. Es probable que Balboa recordara a Careta — aun cuando no sea seguro que Bastidas lo visitara en el viaje del descubrimiento— o tal vez lo eligió sencillamente por ser a la vez el lugar más prometedor y más fácil de alcanzar desde Darién. Indudablemente, los vecinos habían oído hablar de los fan gales y de los salvajes pobladores del valle del Atrato hacia el Sur, así como de los obstáculos que el mar y las montañas ponían al avance por el Este y el Oeste. En cualquier caso, esta dirección estaba custodiada por Cemaco, y una patrulla de exploración mandada por Pizarra hacia el refugio del caci117
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que hubo de retroceder desordenadamente después de un encuentro con sus fuerzas. (Aunque contaron una historia del estrago que causaron entre el enemigo, Balboa no les felicitó. Antes al contrario, reprendió a Pizarra por haber abandonado a un camarada y le envió a recoger al compañero herido, quien justificó su salvación curándose). Por otra parte, Careta po día ser ocupado con poca dificultad, y se tenían noticas de que su cacique era más importante y menos belicoso que su colega de Darién. Balboa reunió un centenar de hombres y partió a fines de abril o principios de mayo de 1511. Lo mismo que Darién, Careta consistía en una (aja de terreno entre la cima de la cordillera costera y el Caribe. Su puerto principal estaba junto a Punta Sasardí (1) y su capital se encontraba en las colinas a unas doce o catorce millas al interior. Los españoles, siguiendo su desconcertante cos tumbre, llamaban Careta indistintamente al puerto, al territorio, al poblado principal y al cacique. Pero el verdadero nombre de este último era Chima. Chima podía disponer de dos mil guerreros y fue una suerte para los expedi cionarios que, cuando hicieron su entrada, Chima se encontrara guerreando con Ponca, otro cacique de la montaña al que los caretaes consideraban un bárbaro y que, como muchos bárbaros, era sumamente difícil de someter. A la llegada de Balboa la situación parecía ser la de una tregua insegura. Cada conquistador sentía sed de tesoros, pero para los hombres de Da rién lo más importante en aquellos días era la comida. «Fasta aquí — escri bió Balboa al rey— avernos tenido en más las cosas de comer que el oro, porque teníamos más oro que salud, que muchas veces íúé en muchas partes que holgara más de hallar una cesta de maíz que otra de oro». Habiendo tomado la aldea de Careta sin gran esfuerzo, lo primero que exigieron a su cacique fue alimentos. Chima aseguró no tener nada que darles; la guerra con Ponca había impedido la siembra y otros españoles se habían apoderado de sus reservas de víveres. Esto se interpretó, justa o erróneamente, como una excusa, y el cacique, con toda su familia, fue hecho prisionero. (Los «otros españoles» debieron ser Enciso y sus compañeros, quienes, puesto que tardaron dieciséis días en llegar a Cuba en una travesía bonanci ble, es muy probable que hicieran alguna escala). Como ya se ha advertido, es muy frecuente que haya dos o tres ver siones principales y varias secundarias de los sucesos de Tierra Firme, y la ocupación de Carera es un bonito ejemplo de historia tomada al oído. No obstante, los cronistas coinciden en que Balboa encontró allí a algunos com118
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patriotas útiles: tres de los hombres de Nicuesa que desertaron en el camino de Veragua, hallando refugio y categoría entre los indios. Adaptados sin reservas al nuevo medio ambiente, prosperaron sobremanera. Uno de ellos, llamado Juan Alonso, había sido nombrado capitán de los guerreros de Chi ma, y todos, según Mártir, estaban tan desnudos como los indios y tan gordos como ios capones que las amas de casa ceban en sus bodegas. Estos inesperados amigos resultaron sumamente útiles a Vasco Núñez, pero las crónicas no esclarecen si lo fueron sólo por un amistoso trabajo de enlace o por una cínica traición al cacique por parte de Juan Alonso (2). Por los indicios que se tienen, el relato más benigno parece el más ve rosímil. Según él, Balboa liberó al cacique y a su familia tan pronto supo el afecto demostrado a los refugiados españoles, estableciendo en seguida unas cordiales relaciones. Es seguro que Chima se convirtió en amigo adicto y devoto desde entonces, y resulta difícil creer que un orgulloso jefecillo se hubiera arrojado al cuello de un invasor que le hubiese derrotado por una traición, maltratándole luego. Deseoso de agradar, abrazó también la fe de Cristo, y por ser el primer converso importante se le bautizó con el nombre del Rey Católico. En adelante Chima fue oficialmente don Fernando para sus vencedores. Conducido como rehén a Santa María, Chima — don Fernando— per maneció como huésped. Cuando partió, lo hizo como un vasallo aliado. Ha bía concluido un pacto con Balboa — a quien llamaba tibá (el gran jefe)— con gran satisfacción de ambas partes. Los caretaes se comprometieron a limpiar y sembrar las tierras próximas al asiento, a suministrar víveres de sus almacenes hasta la próxima cosecha, a servir de guías cuando fuese menester y a hacer otras cosas útiles. Por su pane, Balboa prometió enviar fuerzas con tra el enemigo de Chima, Ponca, y vencerle para mutua satisfacción de am bas panes contratantes. Considerando que Chima pagó, además, un fúene tributo en oro, la ventaja mayor parece que estaba del lado de los españoles, pero el cacique se mostró contentísimo: estaba libre, no se le apremiaba para entregar más oro del que estaba dispuesto a dar, e iba a ser salvado de las incursiones de los montañeses de Ponca. Al poco tiempo Chima volvió a su aldea para acudir a la siembra y enviar labradores a Darién. Antes de partir selló su alianza con Vasco Núñez con el lazo más fuerte que podía: entregando al tibá blanco una de sus hijas. Nadie ha descrito a esta prenda viviente de amistad, ni siquiera ha dado su nombre. Era muy joven y hermosa, según se dice. No fue el único amor 119
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de Balboa — lo que él tendría razones para agradecer más tarde— y, a causa de sus pocos años, vivió algún tiempo como pupila en casa de Balboa. Pero al crecer se hizo deseable y fiel, y precisamente por estas cualidades sería al final un instrumento para la muerte del caudillo. En dos ocasiones Vasco Núñez envió las provisiones de que podía disponer a la guarnición de Nombre de Dios y, por último, llevó a Darién a todos los supervivientes, del asiento de Nicuesa. El primer envío parece que fue despachado antes de emprender la marcha sobre Careta. Los bergantines regresaron con angustiosas noticias de los colonizadores de Veragua. «Si yo no los remediara — escribió al rey— ya estavan perdi dos que de hambre se morían cinco e seis cada día y los yndios les iban apocando.» Además de esto, disputaban entre ellos, principalmente por las escasas raciones que el alcalde Alonso Núñez y Gonzalo de Badajoz distribuían en cantidades microscópicas; antes de levar anclas por tercera vez los bergantines de Darién, la tropa había secuestrado a los oficiales y a las provisiones. Por aquella época'era ya evidente íjue Nicuesa no llega ría a tiempo para salvarlos y sólo pedían otra tierra y un nuevo jefe. Én julio o agosto el último de ellos ya estaba en Santa María del Antigua. En agosto se hizo un reparto de tierras entre los vecinos para siembra y pastos, y solares para edificar. Los hombres de Veragua participaron como los demás. A principios de septiembre se sembró el maíz. Con el asiento así organizado, Balboa procedió a cumplir su pacto con don Fernando, transportando sus fuerzas hasta Puerto Careta en los bergan tines. Ponca estaba situado al oeste de la aldea de Careta, al otro lado de un fuerte no muy alto, pero escabroso. Su río — cada cacique era señor de un río— era probablemente el Moretí (Mortí), un afluente del Chu-‘ cunaque. Había una especie de trocha sobre el puerto que los españoles llegarían a conocer con el tiempo casi tan bien como las calles de Santa María, pero difícil para los soldados blancos. Más que marchar, los colo nizadores treparon durante dos días para llegar a su destino. Su trabajoso avance fue advertido y el cacique Panca, decidiendo prudentemente que el momento exigía más de la discreción que del valor, reunió a sus súbdi tos y se los llevó a la selva antes de que llegasen los españoles. Los com pañeros saquearon los bohíos desiertos, encontraron una buena cantidad de oro abandonada en la precipitada evacuación e incendiaron la aldea. 120
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El episodio de Ponca no fue heroico, pero Chima se quedó encantado y propuso negociar una visita al cacique Comogre, cuyos dominios, llamados Comogra, se extendían al norte de Careta. Comogre no era de la clase de Ponca, sino un poderoso cacique que mandaba sobre numerosos señores y hombres importantes y disponía de tres mil combatientes. Sostenía buenas relaciones con Careta, que Chima deseaba conservar, por lo que consideró aconsejable tratar con él de manera diplomática. El embajador elegido para llegar hasta Comogre fue un ju ra — un noble de sangre principesca— que había vivido algún tiempo en Comogra y empezó a aficionarse a los espa ñoles cuando los desertores de Nicuesa se hospedaron en su casa después de escaparse de la armada. Este emisario cumplió admirablemente su misión. El territorio de Comogra se extendía desde el Caribe hasta el río Bayano a través de la montaña, y por la costa desde la bahía llamada ahora Mazargandí hasta el Playón grande, o tal vez más allá. Su capital se encon traba sobre el afluente del Bayano conocido por Matumagantí, donde las colinas cubiertas de bosques conducían a un valle central, relativamente muy poblado. En la actualidad es una selva impenetrable, pero entonces era tierra abierta en gran parte donde las aldeas principales, a menudo no más distantes que de seis a diez millas, estaban unidas por senderos y pistas. Comogra tenía dos puertos y en los años siguientes los colonizadores solían entrar por uno situado no lejos de Mazargandí, al que dieron el nombre de Puerto Perdido. Pero la ruta mejor desde Careta iba a través de Ponca desde las fuentes del Chucunaque, siguiendo después por el paso hasta el Quiquipinití (o Quiquinibutí), descendiendo al río Cañazas y a un afluente de éste llamado Navagantí, que subía once millas a una quebrada, y, finalmente, veinte millas sobre tierra hasta el Matumagantí. (Todos los nombres de los ríos son de fecha posterior a la colonia de Darién). Según una relación posterior, la distancia total era de unas ciento cuarenta millas, lo que hace suponer que el otro camino mucho más corto, vía Puerto Perdido, sería excepcionalmente arduo. La entrada de Balboa en Comogra tuvo el aire feudal de la visita de un soberano a un poderoso príncipe vasallo. En las afueras de la capital fue recibido por el cacique en persona, a quien acompañaban sus siete hijos y la aristocracia local. La recepción fue elegante por no decir imponente. Un no table de Comogra vestido de gala era realmente algo espléndido. La piel de su cuerpo aparecía recién pintada con dibujos rojos y negros, una túnica de algodón bordada le llegaba hasta más abajo de las rodillas y una diadema de 121
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cañas y plumas adornaba su cabeza. En la nariz y las orejas, alrededor del cuello, y ciñiéndole los brazos y las piernas, llevaba todos los adornos que poseía y era capaz de soportar físicamente sin excesiva fatiga. Desde luego, el cacique iba todavía más adornado. Sus joyas eran más grandes, más ricas y más pesadas; so bre su pecho lucía los jerárquicos collares de dientes de jaguar, sobre su cabeza llevaba una corona de oro y en la mano un ligero cetro, también de oro. Después de un intercambio de saludos traducidos por Juan Alonso, los huéspedes fueron escoltados hasta la aldea. Por una vez, los españoles que daron francamente deslumbrados. Las verdes praderas de Comogra eran una gratísima visión para los ojos habituados a la montaña y a la selva; los bohíos, espaciados, eran numerosos y bien construidos. Pero lo que dejó sin habla a los compañeros fue el palacio del cacique. Este superbohío tenía ciento cincuenta pasos de largo por ochenta de ancho, estaba construido con fuertes maderas y la parte superior, de madera también y diestramente entrelazada, formaba una especie de piso alto; sus vigas estaban esculpidas y su suelo artísticamente decorado. Un muro de piedra rodeaba el edificio. Los colonizadores no habían visto aún en las Indias nada parecido en tamaño y calidad, por lo que lo contemplaban maravillados y un poco atemorizados. El interior del palacio correspondía al exterior. Se hallaba dividido en muchas estancias y pasillos, y Comogre se cuidó de mostrarlo todo a sus visitantes, que incluso penetraron en la secreta Cámara de los Antepasados, en donde se conservaban las momias de los antiguos caciques. Envueltos en vestiduras de algodón bordado en oro, perlas y piedras preciosas, con los ros tros marchitos cubiertos por máscaras áureas, los cuerpos, desecados por el calor, se mecían suavemente colgados de cuerdas fijadas al techo, como ricos fardos en un almacén de espectros. La muerte era algo familiar para Balboa y sus hombres, pero el mausoleo se la hizo desagradable y sintieron un gran alivio cuando lo abandonaron para trasladarse a otros almacenes más gratos, donde Comogre guardaba los víveres y los licores. Había en ellos una abundancia capaz de hacer la boca agua a los visi tantes: montones — blancos, amarillos, rojos y púrpura— de maíz; raíces de yuca y de arracacha; ajes como nabos y pilas de esas pequeñas patatas de color naranja que hacen parecer insípidas a las blancas corrientes; semillas de cacahuete y capera; ajís verdes y colorados; cocos, piñas, anones y otras frutas más raras; carne de jabalí y de venado ahumada; pescado seco; cestos de harina; manojos de hierbas. En otra estancia había ollas y jarros de cerve za de maíz y un sorprendente surtido de vino tinto y blanco. 122
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Por la noche se celebró un banquete. Los indios vivían sobriamente por lo general, pero siempre estaban dispuestos a encontrar justificación para una animada fiesta, y ahora tenían la gran ocasión. Para los colonizadores, acostumbrados a una vida más modesta aún, fue una revelación. Pero hasta gentes mejor alimentadas que ellos hubieran encontrado memorable el ban quete, gracias a la doble decisión de Comogre de deslumbrar a sus huéspe des y de ganar al mismo tiempo su respeto. Por desgracia, nadie describió con detalle aquella fiesta singular; pero, por lo que se puede espigar aquí y allí en epístolas y crónicas, es posible re construirla con bastante fidelidad. No hubo nada exótico en la minuta com puesta de sopa, pescado, caza, carne, legumbres, pan, fruta y vino; muchas de las recetas que han llegado a nosotros nos parecen tan familiares como el almuerzo de ayer. Si acaso, podría avergonzar a un moderno anfitrión la can tidad y diversidad de los platos: media docena de clases de pescados, cocido, asado o frito; carnes para todos los gustos; una sucesión de vinos, y todo tres veces más por lo menos de lo que podía consumir cada invitado. La comida se sirvió en calabazas o en hojas colocadas en el centro de las mesas armadas sobre caballetes y en cada puesto había un cuenco de agua, un terroncito de sal y una copa. Algunas de estas copas eran de fibra, trabajadas con increíble finura; pero las más hermosas estaban hechas de pequeñas calabazas perfec tamente pulidas, con exquisitas guarniciones de oro. Es de desear que los españoles no olvidaran sus modales ante aquella desacostumbrada abundancia, pues los indios eran muy cuidadosos de la etiqueta. Antes de sentarse a la mesa, cada hombre se quitaba los adornos más incómodos y el anillo de la nariz. La técnica para comer sin cubierto los guisos consistía en hacer de dos dedos curvados una cuchara, tomar un trocito de la escudilla o fuente común y meterlo en la boca con un rápido movimiento de lado como si pasaran ios dedos rozando los labios. Antes de tomar el segundo trozo se enjuagaban los dedos en aguamaniles individua les. Podemos figurarnos cómo se las arreglarían los extranjeros: sin duda, serían lo bastante torpes para provocar la risa de los indios, tan fáciles a ella cuando perdían el temor. Habría frecuentes brindis en los que vaciarían las copas que las mujeres que les servían llenaban de nuevo, después de reco gerlas y enjuagarlas. Todo esto, tan delicioso, no constituyó más que un aderezo de la sólida satisfacción producida por la visita. El tibá blanco consiguió tres cosas: una alianza formal afirmada por el bautismo del cacique, a quien se impuso el 123
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nombre de Carlos en homenaje al presunto heredero de Castilla; un agrada ble regalo de oro y setenta esclavos a modo de tributo, y, lo mejor de todo, la sensacional información de que más allá de la cadena de montañas que se veía hacia el Sur se extendía otro océano. La noticia, desde luego, no reveló ningún misterio. La existencia de ma res más allá del Adántico era generalmente conocida, pues Asia miraba hacia ellos y la Tierra Firme no era Asia. Respecto a tal asunto, Colón había in formado que podría llegarse al otro mar en sólo nueve días de marcha desde la laguna Chiriquí; lo raro es que no se diese importancia a esta afirmación, perfectamente correcta en el contrato suscrito con Nicuesa, sobre todo si se tiene en cuenta que el principal objetivo era encontrar un camino marítimo ininterrumpido (3). Sólo cabe suponer que la desdichada insistencia de Co lón en que Honduras era la China y el istmo la península malaya, de cuyo lado más distante estaba a diez días de navegación el Ganges, quitó crédito a todas sus conclusiones geográficas. Balboa no parece haber tomado en consideración la tremenda impor tancia de lo que acababa de saber. En todo caso, cuando lo comunicó al rey — al menos en los documentos que se conocen— no hizo referencia alguna al Oriente. Es probable que la razón fuese la dirección que le habían indica do: el Pacífico está, en realidad, al sur del istmo medio — de aquí su primer nombre de «el mar del Sur»— y todos sabían que Asia estaba al oeste. Ade más, Balboa no era ni un inspirado soñador ni un sabio, sino un conquista dor práctico, sólo interesado, como sus hombres, en las oportunidades que él y ellos pudieran aprovechar. La proximidad de otro mar era una noticia sugestiva, sí; pero lo que tenía un interés absorbente e inmediato era la segu ridad de que su costa estaba habitada por caciques de fantástica riqueza. Quien les informó de esto file el hijo mayor de Comogre, un joven sabio llamado Ponquiaco, que había contemplado pensativo a los huéspedes de su padre. Sus conclusiones se concretaron por una escena lamentable que no dejaba bien parados a los españoles. Se hallaban éstos pesando el oro regala do por Comogre — procedimiento que debió parecer tosco a los indios, que apreciaban mucho más el labrado del metal que su peso— para establecer el quinto y repartirse el resto, y en el curso de la operación surgieron algunas discusiones. Ponquiaco lo observó con disgusto y decidió que lo mejor sería desviar sus apetitos fuera de Comogra. Echando a volar de un manotón el contenido de los platillos, el joven indio se dirigió a los compañeros mientras se abalanzaban sobre los brillan124
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tes objetos desparramados por el suelo. Mártir observa que su lenguaje era selecto y si, en efecto, habló cón las pulidas frases que el cronista entrecomi lló, el adjetivo era merecido. — ¿Qué es esto, cristianos? — comenzó diciendo— ¿Es posible que esti méis tanto tan poco oro? Llegáis a destruir la belleza artística de estos colla res fundiéndolos en lingotes. Si vuestra sed de oro es tal que para satisfacerla molestáis a las gentes pacíficas llevándolas al infortunio y las calamidades, si os desterráis de vuestra patria para buscarlo, yo os mostraré una tierra en la que abunda y donde podréis satisfacer vuestra sed... Siguió hablando, y pocos oradores habrán tenido un auditorio más pen diente de sus palabras y que prestase menos atención al estilo por encandi larle lo que consideraba el meollo del asunto. Supieron que el otro océano se encontraba sólo a tres días de marcha de las montañas que bordeaban por el lado más lejano el valle del Bayano, montañas que podían alcanzarse en un solo día desde Pocorosa, la provincia inmediata al oeste de Comogra. La dirección indicada dio a los conquis tadores un nombre para el Pacífico: el mar del Sur. Y en todas partes — en todas partes más allá de Comogra— había oro, oro en bruto y labrado, tan abundante como el hierro en Vizcaya. No hay duda de que el talento de Ponquiaca como promotor era considerable. Todos los ríos de la vertiente Sur arrastraban oro en gruesas pepitas y cada cacique era opulento. Pocorosa era muy rico; su vecino Tubanamá, más rico todavía. Los caciques de la Sierra se veían obligados a almacenar sus te soros en barbacoas, por ser demasiado voluminosos para los sencillos cestos. Y los de la otra costa poseían tan fabulosas cantidades de oro labrado que su vista superaba todo lo imaginable. Respecto a perlas, había tantas en las islas — a las que se podía llegar fácilmente en canoas por un mar eternamente tranquilo— que ningún indio carecía de ellas. Los españoles necesitarían un millar de hombres para vencer a los «poderosos reyes que intentarían cerrarles el paso, pero Ponquiaco se consideraría honradísimo guiando una expedición y proporcionándoles un contingente auxiliar de comogras. El indio no se refería al Imperio de los Incas, aunque así lo dedujera Las Casas para confusión de los historiadores futuros. Hablaba de tribus que co nocía, gentes que iban desnudas como ellos y vivían como ellos, con las que Comogra había guerreado o comerciado durante varias generaciones. Los poderosos reyes eran los caciques de Pocorosa y Tubanamá, a pocas leguas en el mismo valle, enemigos tradicionales, cuya derrota definitiva era una 125
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razón para la colaboración, confesada francamente por Ponquiaco. Los jefecilios serranos, invasores caníbales que conquistaron las tribus montañosas para explotar sus minas, vivían lo bastante cerca para sostener un comercio regular por el Cañazas, que constituye el alto Bayano. Y al describir a los placenteros y corteses magnates de la otra costa, que se abstenían de comerse a los esclavos que adquirían por permuta, los indios de Comogra aludían a los que habitaban a lo largo de la costa hacia el Oeste, que fue todo lo que Balboa y sus hombres entendieron. Para los colonizadores aquello fue bastante. Permanecieron sólo unos días más en Comogra, confrontando y completando la información recibi da, tras de lo cual volvieron a Darién, llenos de optimismo con sus esclavos y su oro. A su llegada se encontraron con que Valdivia ya había regresado de Santo Domingo con casi todo lo que necesitaban para completar su feli cidad: un puñado de voluntarios, alimentos suficientes para las necesidades del momento y la aprobación de Diego Colón al nombramiento de Balboa como capitán de la colonia. Decididamente, el curso de la fortuna les era favorable. Así, en noviembre de 1511, Santa María del Antigua era un lugar alegre. Todavía existían incomodidades — llovía sin cesar, muchos hombres estaban enfermos y el pequeño suministro de víveres de Valdivia se había agotado rápidamente— , pero los vecinos sobrellevaban sus desgracias con buen hu mor y una fenomenal ausencia de sangrientas disputas. La esperanza es más que el pan y que el descanso, y en Darién la esperanza parecía muy próxi ma a convertirse en certidumbre. Iba a haber abundancia en el asiento: el socorro prometido llegaría pronto y el maíz ya estaba alto. Sería la riqueza para todos, pues las noticias obtenidas en Comogra, una vez conocidas en la Hispaniola, proporcionarían seguramente los refuerzos necesarios. En verdad, los colonizadores tenían razón para felicitarse. Poseían casa, esclavos, campos de labor, cosechas florecientes; gozaban del favor oficial; se veían libres de jefes aborrecidos y también, aparentemente, de censuras por haberse desembarazado de ellos. El hombre que habían elegido era con firmado como capitán. Podían contar con dos de los caciques más fuertes como aliados subordinados — en la vaga pero conveniente terminología de dominio— , lo que les daba una garantía de seguridad y una promesa de futura asistencia. Y, por si todo esto era poco, guardaban más de sesenta mil pesos en la tesorería.
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Principalmente porque Colón — por sus razones particulares— no si guió su inicial ímpetu para ayudar a Darién, transcurrieron casi dos años antes de que sus vecinos pudieran actuar en el sentido de la información recibida en Comogra. E incluso cuando lo hicieron, cuando se descubrió el Pacífico y la colonia se fortaleció, el establecimiento del poder español en el istmo tuvo un proceso lento. Si Tierra Firme hubiera sido un territorio con pocos habitantes y con grandes espacios vacíos que ocupar, o hubiese estado organizado y mandado por uno o dos gobernantes absolutos, su conquista habría sido relativamente fácil. Pero se trataba de un país muy poblado — sólo la población precolom bina del istmo era en el momento del descubrimiento y la conquista supe rior a la de Norteamérica desde Méjico al círculo polar ártico— y formado por un mosaico de pueblos diferentes, cada uno con su cacique soberano. Algunos de sus poblados más importantes no eran otra cosa que cotos de caza o de pesca, pero otros estaban lo suficientemente desarrollados para impresionar a los invasores, que todavía recordaban los ducados y feudos europeos. Cada uno de ellos había de ser considerado como una unidad diferente. Es evidente que esta incoherencia política suministraba una base ideal para incursiones de saqueo, pero no se prestaba a acciones decisivas con efecto sobre grandes extensiones de terreno. Cierto que Balboa obtuvo amis tosamente la soberanía sobre treinta «provincias», creando una zona donde los indios eran «como corderos» y en la que cinco o diez cristianos, y hasta uno sólo, podían viajar con tanta seguridad como un millar (1). Pero estos núcleos sumisos se perdieron cuando el gobernador Pedrarias y sus huestes llegaron a mortificar a las tribus hasta provocar su rebelión. La sumisión de 127
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los paganos rara vez se consigue por métodos piadosos. En Tierra Firme, donde cada pequeña subdivisión planteaba un problema inédito, fue una obra desordenada y sangrienta de destrucción y de aprehensión a trozos. En algunos distritos — específicamente en los de la cuenca del Atrato— el peor inconveniente para los conquistadores fue la propia tierra, hostil en tonces como ahora al hombre blanco y a todos sus trabajos. A veces la suerte — casi siempre la mala suerte— decidía los resultados. Pero, en general, fue el factor humano el que determinó el curso y las circunstancias de la conquis ta. Las virtudes y defectos de los españoles, sus costumbres y prejuicios, se manifestaban en cada giro de los hechos, pero no son más que una cantidad en la ecuación. Es hora de mirar a la otra: los indios. Trataremos de hacerlo a través de los ojos de los colonizadores, quienes les observaron más de lo que se puede sospechar, a juzgar por los modernos estudios antropológicos. Los españoles no tenían idea de las minucias de la Etnología. A su juicio, todos los indios eran hijos de Cam — como ellos descendían de Jafet— y conservaban algunos vestigios judaicos de sus antiguos progenitores, siendo de poca importancia sus ramificaciones desde Ararat (2). Aunque sus ob servaciones y descripciones no tengan nada de científicas, son auténticas y han sido conservadas por Oviedo, Andagoya y, en cierto grado, por Pedro Mártir y Las Casas. Los colonizadores no tuvieron mucho que decir de los habitantes de la Tierra Firme meridional. De los de Cenó supieron muy poco, aparte de las incómodas proezas militares de sus guerreros. Y de los igualmente recalcitrantes nativos de Urabá y parte del Atrato sólo dijeron que desde el más niño al más viejo eran irremediablemente perversos. No obstante, dijeron lo bastante para confirmar la distribución de los grupos raciales. Los indios de Cenó, la «provincia» que ocupaba las partes alta y media del valle del río Sinú, eran caribes, y lo mismo los de Urabá (3), la cordillera, el alto Atrato y la mayoría de los de la costa del Pacífico al sur del istmo, estando relativamente civilizados en Cerní (los caribes catíos) (4) y salvajemente pri mitivos en el oeste (citaraes, chocoes). Los habitantes de la desembocadura del Sinú eran de raza distinta, tal vez aruaques, pues el vocablo arawak para designar al cacique —guaxiro— se oía algunas veces en Darién, aunque de finido expresamente como término extranjero. La parte inferior del valle del Atrato era Cuna. Abibaibe, Abraibe, Dabaibe, Abanumaque y Abraime eran palabras cunas. Bea y Çorobari, a lo largo del delta entre Darién y Abraime, eran caribes otra vez: sorprendentemente suavizados y dotados de un raro 128
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atractivo, ni usaban flechas envenenadas ni comían la amarga manioca. Al parecer estaban entremezclados con los de Cuna, pero eran fundamental mente caribes, según se desprende de los nombres de lugares y de una o dos palabras de su lenguaje recogidas por los cronistas (5). Los indios de los poblados montañosos al otro lado de la divisoria entre Darién y Corobarí también estaban mezclados y muchos de ellos sometidos desde hacía poco tiempo a los invasores bárbaros procedentes del Sur. Cosa curiosa es que no haya mención alguna de que hubiera indígenas viviendo entre Santa María y Careta. Por supuesto, la información de los colonizadores es mayor respecto a las tribus con las que mantenían constante contacto — las ocupantes del te rritorio entre el bajo delta y el istmo sur-central y en especial las de Cueva— , es decir, a los indios que conocían mejor, trataban peor y admiraban hasta cuando los destruían. En lenguaje colonial, Cueva era una de las tres divisiones principales del istmo. Las otras dos eran Veragua y Coiba. Aunque el nombre de «Cue va» se utilizara a menudo aplicándolo a todo el istmo oriental, no es del todo apropiado hacerlo. Más que geográfica era una definición lingüística, es decir, todos sus habitantes hablaban «el idioma de Cueva» con algunas variantes locales. Su tierra central era el valle del Bayano y su límite extremo la bahía de Capira y la provincia de Peruquete, a unas veinticinco millas al oeste de Panamá. En Cueva propiamente dicha no estaban comprendidas, en realidad, ni la costa occidental del Caribe desde Nombre de Dios ni las escarpaduras al oeste de Darién, aunque las tribus que vivían próximas al golfo de San Miguel fuesen cuevanas casi todas. Veragua — en sentido estric to sólo un poblado sobre el río de este nombre y en el sentido más amplio una gobernación que se extendía por el Norte hasta el cabo Gracias a Dios era considerada como el corte caribe entre Nombre de Dios— y la bahía del Almirante. Respecto a Coiba, esta palabra, que significaba sencillamente «lejos» o «lugar lejano», fue adoptada desde un principio por los españoles a causa de un mal entendimiento de las indicaciones de los indios de la costa atlántica. Coiba empezaba donde acababa el idioma de Cueva; su frontera con Veragua la constituían las crestas de las montañas y sus límites extremos se desconocían. Sus habitantes hablaban una gran variedad de lenguas y a veces los rasgos físicos eran muy distintos entre unas y otras provincias. Algunos de ellos, quizá la mayoría, parece ser que procedían del tronco de Nahuatlteca. 129
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Los cuevanos no son sólo los indios de quienes más se habla. Son tam bién los más interesantes, en parte por su relativamente alta cultura, y en parte también por no haberse establecido su filiación racial. Esto no quiere decir que no hayan sido asignados a algún grupo racial, pues, en efecto, la etnología moderna los ha asignado a varios, como los de arauacos, Chibcha y, con más frecuencia, a Cuna. Pero tal identificación es dudosa por lo me nos, aparte de que también el origen de los cunas, es objeto de controversia. Los cuevanos vivían próximos a los cunas, con quienes sostenían constantes relaciones, pero su estructura social y su lenguaje eran enteramente distin tos. A ningún colonizador filólogo se le ocurrió hacer una gramática cuevana, pero el escaso vocabulario que ha llegado hasta nosotros es sumamente instructivo en este punto. Desde luego, los cunas heredaron la tierra del istmo hasta San Blas, pero ese proceso empezó cuando ya Darién no era más que un recuerdo. La confusión nace de que un buen número de investigadores se han engañado por las primitivas fuentes..., que no son lo bastante primitivas. Hay registrados algunos cambios en la distribución de los pueblos antes de 1535: los urabaes se retiraron a las alturas de Abibe y sus tierras fueron ocupadas por los indios de Bea y Çorobari; Urabaibe se despobló; los chuchureias — gentes altas, de piel clara, procedentes de Honduras, que estaban en posesión de Nombre de Dios en 1515— fueron exterminados. Las islas de las Perlas, muy pobladas en la época de su descubrimiento, quedaron deshabitadas; los caribes de las tierras altas alrededor del golfo de Cúpica estaban ya amenazando los poblados cuevanos próximos al golfo de San Miguel. Careta, que en 1511 podía reunir dos mil combatientes, se redujo a un pueblo pequeñísimo, en las más inaccesibles de las alturas. Los cuevanos estaban abocados a extinguirse; los grandes caciques capaces de reunir cinco mil guerreros cuando llegaron los españoles no tenían ahora más de quinientos o mil súbditos. Según sus conquistadores, los cuevanos (a falta de otro mejor hay que valerse de este término tan poco científico) tenían una belleza poco fre cuente: bien constituidos, erguidos, de movimientos ligeros y flexibles, con nobles facciones y la piel de un color moreno dorado. Parece que su único defecto eran las dentaduras, pues casi todos las tenían podridas. Los hom bres eran altos y robustos, «más hombres» que los de las Antillas. Pudieron añadir que las mujeres eran también más mujeres, pues parecen haber sido criaturas encantadoras que desplegaban inesperados aspectos de coquetería. 130
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Menudas, con grandes ojos, con largos y a menudo rizados cabellos, tenían hermosos y esbeltos cuerpos, de los que sentían un orgullo desmedido y a los que dedicaban interminables cuidados. Se bañaban cinco o seis ve ces al día y empleaban horas y horas en peinarse con peines de madera de macagua; se aplicaban ungüentos perfumados para conservar la piel tersa y sin manchas, y suprimían cualquier señal de vello en sus cuerpos mediante pinzas y depilatorios. Ponían un esmero especial en conservar la forma de sus admirables pechos, y las matronas más ricas usaban unos sostenes de oro maravillosamente trabajados, pues consideraban vergonzoso tener los senos flojos o caídos. Las mujeres jóvenes deseaban firmemente gozar de la vida y conser var sus figuras juveniles, resolviendo a menudo esta difícil combinación de deseos tomando hierbas anticoncepcionales y, si llegaba el caso, abortivos. Pero no lo hacían clandestinamente: la actitud de las muchachas expresaba con toda franqueza que la juventud es para divertirse y gozar libremente, dejando a las viejas el cuidado de tener hijos. O sus temores de perder la belleza eran infundados o habían esclavizado a la naturaleza y al arte, pues los españoles advirtieron que, incluso las madres, parecían adolescentes. Los europeos que subrayaron todas estas calidades tenían, por lo gene ral, muchos motivos para saber lo que decían, pero incluso un observador puramente casual no se hubiera equivocado. Una única prenda de vestir, la «enagua» de algodón de vivos colores que las envolvía como un sarong, cubría a las damas de calidad desde la cintura al tobillo, pero las menos importantes la llevaban sólo hasta el muslo, y las jóvenes podían no llevarla, pues mientras no supieran lo que es la vergüenza no tenían que usar nada para defenderla, como dice Oviedo. Esta feliz ignorancia se reflejaba en su conducta, que era aparentemente similar a lo que notó más tarde otro obser vador — esta vez un pirata británico— : «Son muy modestas y cuando tocan con la mano cualquier parte de un hombre, lo hacen con la mayor sencillez e inocencia». No podemos por menos de recordar la afirmación de un filósofo de que el mundo necesitaba menos castidad y más delicadeza. Las mujeres mostraron una halagadora preferencia por los amantes es pañoles, inclinándose más a los hombres de alta jerarquía que a los simples compañeros. Una india concubina era, por lo general, fiel a su señor si éste no estaba mucho tiempo ausente, pues no tenían vocación de viudas o castas monjas. Y desde el punto de vista de los colonizadores hay mucho que decir de sus uniones con una joven india o posiblemente con dos jóvenes indias, 131
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aunque sólo sea por consideraciones prácticas, pues eran buenas y compe tentes amas de casa, servían de intérpretes y mensajeras y su carácter estaba por encima de las nimiedades. En efecto, la amabilidad y los buenos modales eran sus características peculiares. A pesar de la tendencia a los combates entre tribus, los cuevanos rara vez disputaban entre ellos, y si surgía algún desacuerdo, lo ponían en conocimiento del cacique, quien dictaba el fallo decisivo dentro de tres días. Las mujeres realizaban las tareas más arduas cariñosamente y como si les agradaran, y los hombres se mostraban deferentísimos con ellas, siendo cariñosos y amables aun cuando estuvieran bebidos. Nadie oyó jamás una palabra más alta que otra entre un marido y una mujer indígenas. Las aldeas eran sencillas — Comogra fue, sin duda, la más vistosa— y hasta las capitales eran pequeñas, pues los indios vivían, por lo general, en minúsculos poblados próximos a sus campos. Su ocupación principal era la agricultura, cultivando no sólo numerosas especies de maíz — su producto más importante— , sino una gran variedad de legumbres, hierbas y frutas, así como una excelente clase de algodón. Criaban aves de corral — en especial guacos y guanajos— y animales domésticos como pécaris y otros de la familia de los conejillos de Indias. Las casas, rectangulares, se dividían en varias habi taciones, y lo mismo éstas que la tierra que las rodeaba aparecían escrupulo samente limpias y aseadas. Limpieza y aseo que no se debían a falta de cosas que cuidar, pues estaban lo bastante civilizados para crearse esta servidumbre. El mobiliario tenía pocas complicaciones: algunas sillas y taburetes hechos de troncos cortados, algunas perchas, quizá una plataforma para tenderse cerca del fuego y una hamaca para cada miembro de la familia, hasta para los niños atados todavía a sus espaldillas. El problema mayor era el del almacenaje, pues en aquel clima casi todas las cosas debían protegerse de la lluvia y los insectos, y era asombroso el número de las que necesitaban cuidar. Así guardaban los más voluminosos y variados utensilios: las armas de caza de diferentes tamaños; las redes de pescar, los remos y pértigas de las canoas, las azadas de madera y otros aperos de labranza, los yugos y los gran des cestos cubiertos {habas) que empleaban para llevar los equipajes, las altas tinajas llamadas toreba para guardar el agua y la cerveza de maíz, los telares y los cubos de tintes, las piedras para moler. Entre las armas figuraban las pesadas clavas de guerra de dos filos llamadas macanas, construidas con la madera dura como el hierro de las palmeras negras; las lanzas para el comba te o la caza con la punta de hueso o de concha, algunas de ellas con múltiples 132
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estrías talladas en la misma madera; las varas arrojadizas llamadas en Cueva estáticas (los atlatl de los aztecas) y los venablos lisos de madera o caña que las acompañaban, y otras que servían para el depone o las bromas. (Los cuevanos no utilizaban arcos ni cerbatanas). Había madejas de algodón, moho y otras fibras; haces de cañas y caña agrietada; balas de algodón en bruto, así como toda clase de ollas, calabazas, cestos y utensilios necesarios para preparar y conservar los alimentos. A todo lo cual había que agregar innu merables cachivaches como husos, lanzaderas, ruecas, rodillos de arcilla para estampar, herramientas de hueso, concha y piedra, cosméticos y medicinas —sin mencionar los aderezos de gala con un peso de treinta a cincuenta li bras de variados adornos por persona— que, seguramente, constituirían una verdadera pesadilla para aquellas amas de casa que no disponían de alacenas, armarios o cajones donde guardarlos. El noble salvaje es muchas veces menos igualitario de lo que se supone y los cuevanos constituían una sociedad estrictamente clasista. La aristocra cia se componía del queví o tibá — el cacique principal— ; el saco, cacique secundario; los ju ras — miembros de la familia reinante— y los çabras o caballeros. Las mujeres de todos los nobles llevaban el título de espave, a los esclavos se les llamaba paco. La dignidad de çabra se obtenía por méritos de guerra; la acción en la que se alcanzaba ese honor había de haberse realizado a la vista del cacique y en combate autorizado por él. Todos los títulos eran hereditarios y pasaban al mayor de los hijos legítimos; si no había hijo legíti mo, varón, podían ir a las hijas, y, a falta de herederos directos, al hijo de una hermana, pues, como decían, el hijo de una hermana era indudablemente sobrino y nieto del padre, pero el hijo o la hija de un hermano podía ser otro cantar. Los nobles no se casaban con personas que no pertenecieran a su clase, aunque un cacique podía llegar a condescender a tomar por esposa a la hija de un çabra. Los cuevanos practicaban una monogamia que podríamos lla mar «modificada». Es decir, tenían una sola esposa con la cual se unían en una ceremonia nupcial, pero los más opulentos mantenían cierto número de esposas «supletorias». Las concubinas venían obligadas a servir a la es posa legal y a realizar los trabajos corrientes de la casa. Ni ellas ni sus hijos heredaban nada a la muerte de su señor, pero quedaban al cuidado de los herederos legítimos. El cacique ejercía el poder supremo en la guerra y en la paz. Sus deci siones eran inapelables, pero nunca las tomaban sin previas consultas, ni 133
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la administración de justicia fallaba sin un proceso público. Habla pocos delitos, quizá porque el castigo era rápido y severísimo. Uno de los más graves era el robo, para el que la penalidad consistía en la mutilación, según una escala precisamente graduada: por una pequeña ratería se cortaba un dedo, por algo más serio una mano, y así sucesivamente hasta el máximo de los dos brazos. El reo quedaba obligado a llevar el trozo cortado de su anatomía colgado de una cuerda alrededor del cuello hasta que se le cayera por alguna causa natural. Sólo el cacique podía ejecutar la sentencia sobre un noble, aunque, si se trataba de la pena capital, podía limitarse a darle un golpe simbólico, dejando el coup de gráce al verdugo. El noble culpable y su familia perdían su rango en este mundo y en el otro. La religión de Cueva no era exigente y seguía más o menos un patrón tipo. Los cuevanos creían en un Creador llamado Chipirapa o Chipipipa, un Ser aparte y no incapaz de error, que limitaba sus atenciones a las variaciones del tiempo; en el Sol y la Luna como deidades — femenina la última, en tanto que los cunas consideraban a la Luna como un dios masculino— y en una deidad tutelar a la que daban el nombre de Tuira, que concedía el bien y el mal. Los españoles admitían la existencia de Tuira, aunque no — claro es— su divinidad: para ellos era claramente una de las múltiples representa ciones del demonio. Esto explicaba la exactitud de sus profecías, que comu nicaban por medio de sus sacerdotes. (Cuando Dios se tomaba el trabajo de desmentirles trastornando el orden preestablecido de los acontecimientos, los sacerdotes se limitaban a explicar que Tuira había cambiado de opinión). Con una astucia típicamente diabólica, se manifestaba a su engañado pue blo en forma premeditada para agradarle y tranquilizarle; por lo general, se le describía como un hermoso niño con los pies de pájaro. También existía una versión cuevana del mito universal de la madre y el hijo. Los exorcistas se denominaban tequina, palabra que significaba maestro, aplicada también a los maestros artesanos e incluso a los cazadores particu larmente hábiles. Un tequina empezaba su adiestramiento en la infancia, realizando un largo noviciado que terminaba retirándose durante dos años a hacer vida de ermitaño en el bosque. Durante estos dos años no comía nada que tuviera sangre, no veía a una mujer y hablaba sólo con el maestro que venía por la noche a enseñarle los misterios sacerdotales. Completada la enseñanza se le consideraba tequina oficiante y se le eximia de guardar absti nencias, libertad que aprovechaba bien. Cuando invocaba a Tuira y hablaba con la voz del dios, o cuando pronunciaba los ensalmos y exorcismos, que 134
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ningún seglar podía repetir, inspiraba un pavoroso respeto. Sin embargo, al actuar como médico utilizaba más las medicinas que los hechizos. Los tequinas no tenían el monopolio del arte de curar; había muchas comadronas y muchos curanderos, que sabían también cómo tratar las en fermedades. Los indios tenían un remedio para casi cada una de las dolen cias de la carne, muchos de ellos de suma eficacia. Las descripciones que los cronistas hacen de algunos de esos remedios se repiten por el médico pirata inglés sorprendido por los efectos de un enema de jugo de calabaza en casos tic «retortijones o estreñimiento», y con las milagrosas propiedades curativas de ciertos emplastos de hierbas aplicados a las heridas abiertas. Pero esto era una parte mínima de la farmacopea indiana. Los cuevanos poseían también el arte de la cirugía. Su tratamiento de las fracturas, por ejemplo, apenas ha sido superado: las reducían, las entablillaban y las vendaban, inmovilizándo las en un molde de arcilla y goma vegetal. Cuando operaban, anestesiaban al paciente con narcóticos, cerrando los vasos con una substancia gelatinosa o resinosa, desinfectando la herida y suturándola o, si la sutura era imposible, pegándola con látex de caucho fresco para dejar unidos los bordes. Cuando la operación dejaba una cicatriz fea, intervenían de nuevo de la mejor mane ra, realizando operaciones suplementarias de cirugía plástica. Los mejores cuidados médicos, aun reforzados por la magia, no siempre tenían éxito y cuando la muerte era inevitable la aceptaban sin desfalleci mientos. La plebe no se andaba con ceremonias y dejaba llegar solo a su final al moribundo. La familia y los amigos le transportaban hasta el bosque en donde le dejaban en su hamaca con un poco de comida y agua para que em prendiera su viaje al otro mundo. Si se recobraba, se le daría la bienvenida a la aldea con regocijo y honores. Por el contrario, los nobles morían en sus casas y se celebraban solemnes funerales y deliciosas reuniones de velatorio. Las costumbres diferían en cada distrito. En el valle del Bayano y en casi toda Cueva los cuerpos de los caudillos fallecidos se curaban como los jamones, con muchísimo respeto, eso sí. Recubiertos de sus más ricos ador nos, envueltos en sus más finas vestiduras, se les colocaba en una parrilla bajo la que se ponían ardientes ascuas y un recipiente para recoger la grasa derretida. Una vez desecados se les envolvía en más ropas y se les colgaba en una habitación especial junto a sus antepasados, ahumados igualmente. Los tibás en conserva eran colocados por orden cronológico, bien en hamacas, bien colgados del techo, dejando un espacio para cualquiera que hubiese po dido morir de forma que su cuerpo estuviera extraviado. Los ritos eran dolo 135
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rosos hasta que el desecado tibá quedaba alineado con sus abuelos; pero, una vez hecho esto, se convertían en una animada fiesta con danzas. ¡El rey ha muerto; viva el rey! Al cumplirse un año los súbditos y los caciques vecinos amigos se reunían para un alegre festival conmemorativo en el que tal vez celebraban la llegada al cielo del difunto. (Los indios creían en un Cielo que era como la tierra, pero sin los defec tos de la tierra, y en un sombrío Más Allá habitado por los espíritus no dig nos del Paraíso, o que debían esperar para ganarlo. Sus incultas inteligencias no concebían la terrible tragedia del infierno). Las crónicas de Darién describen con detalle ciertos entierros en los que las viudas o concubinas de un cacique difunto y algunos de sus escla vos le acompañaban al otro mundo. Pero tal inmolación en masa no era costumbre en Cueva, y el hecho de que en Cueva se dijese que sólo existía en Panamá y Pacora suscita la sospecha de que estos poblados pudieran constituir un enclave extranjero. En algunos lugares de Coiba y en las mon tañas al sudoeste de Bea y Çorobari se observaba con diferentes ritos, de los cuales el menos patético era probablemente aquel por el que las mujeres, ri camente ataviadas y a conveniente distancia de los esclavos, se embriagaban hasta caer en la más completa insensibilidad, en cuyo momento los plañi deros interrumpían, sus cánticos para darles su entierro respectivo. Podía imaginarse que, en vista de que únicamente las mujeres y ios siervos prefe ridos morían con su señor, hubiera un enfriamiento de los afectos cuando el fin parecía cercano, y que las concubinas, videntes, trataran de hacerse desagradables de antemano. Pero no era así, ya que se consideraba el colmo de la buena fortuna asegurarse de este modo la felicidad y la preeminencia sociales eternas, por cuya razón las treinta o cuarenta personas que podían elegirse para acompañar a un cacique importante al paraíso indio lo hacían con el mejor espíritu. El rito fúnebre del cacique de Pocorosa fue presenciado por Andagoya. El ceremonial de desecamiento tuvo lugar en una casa. Alrededor del cuerpo se sentaban diez o doce nobles, vestidos con ropas negras que les cubrían hasta los rostros; a nadie más que a ellos se les permitía entrar en la estancia. Fuera se agolpaban los plañideros. De cuando en cuando se golpeaba el gran tambor y cuando se extinguía su sonido un tequina alzaba la voz para cantar un capítulo de la vida y las glorias del tibá, interrumpiéndose para las antí fonas y responsos de los plañideros. Dos horas después de la medianoche el pueblo lanzó un gran alarido, al que siguió un intenso silencio, comenzan 136
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do a continuación con risotadas y bebidas la parte regocijada del velatorio, aunque los centinelas enlutados seguían montando su guardia. En Pocoiosa era costumbre incinerar el cuerpo del cacique, el día del aniversario, con al gunas provisiones, armas, modelos de canoa y otros efectos por el estilo que pudiera necesitar hasta llegar a la tierra de los inmortales. Las fiestas de cualquier clase — desde los banquetes que algunas veces ofrecía a sus súbditos el cacique con motivos puramente sociales, hasta las grandes reuniones de las tribus— eran ruidosas, agotadoras y constituían la principal diversión de los indios. Las bodas — no menos animadas que los dinerales, y difícilmente más alegres— eran espléndidas excusas para la hospitalidad. Los huéspedes llegaban de cerca y de lejos, cada uno con sus atavíos de gala metidos en un cesto y cada cual con su regalo. Cuando todos estaban preparados, el padre de la novia y el del novio comenzaban un enérgico pas-de-deux, danzando hasta que, sudorosos y exhaustos, consi deraban haber cumplido celosamente su parte en la ceremonia. Los jóvenes desposados, que habían estado sin verse durante los ocho días de forzoso apartamiento prenupcial, avanzaban entonces hacia sus fatigados padres, quienes, arrodillándose, presentaban cada uno su hijo al otro. Así acababa la ceremonia. Con muchos gritos y algazara, los mozos empuñaban sus hachas de pie dra y se lanzaban a talar un trozo de bosque para la plantación de la nueva familia, tras lo cual se iban a nadar. El banquete y las danzas proseguían, y durante ellos las armas se dejaban aparte y custodiadas como medida de precaución. En estas danzas, a diferencia de las guerreras, tomaban parte hombres y mujeres que avanzaban y retrocedían varios pasos, asidos de las manos, mientras cantaban réplicas a las coplas entonadas por el maestro de ceremonias. Un viejo grabado de madera representa una de estas fiestas: fiel al espíritu, aunque posiblemente poco exacto en los detalles, pinta una escena muy parecida a las que se ven en las aldeas de Kent en las fiestas de mayo sobre las praderas, y la ilusión aumenta por la semejanza entre el gran tambor tribal y un barril de cerveza. El divorcio era fácil y, por lo general, se obtenía en los casos de esterili dad, de la que cada parte culpaba a la otra. También los cuevanos cambiaban de mujeres, bien por cansarse de ellas, bien por su inveterado amor al cam balache. En tales negocios el comerciante que se llevaba la mujer más vieja se consideraba que había conseguido una verdadera ganga, pues estaría mejor educada y sería menos celosa y más constante que una joven. 137
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Entre las fiestas más solemnes y ceremoniosas figuraban las relaciona das con una declaración de guerra. El gran tambor lanzaba una estrepitosa convocatoria, los hombres de la tribu se reunían y, después de un Consejo secreto (reunión de Gabinete) y otro Consejo más amplio de nobles y ple beyos (reunión de las dos Cámaras), se tomaba la decisión y empezaba la fiesta. Acompañado del batir de los tambores, el lamento de las gaitas y las flautas, el roznido de las caracolas y el repiqueteo de las maracas, el tequina canturreaba un relato del asunto, informando a los hombres del estado llano de la acción que iba a emprenderse. Corría la chicha, las antorchas resplan decían en la obscuridad, mientras, hora tras hora, un corro de hombres, con los brazos sobre los hombros de los demás, saltaban y pataleaban en una frenética danza guerrera. Los cánticos se convertían en himnos épicos de las glorias tribales y augurios de los futuros triunfos; los sacerdotes fatigados eran relevados por sus acólitos; los danzarines caían rendidos por el cansan cio o la bebida, reemplazándoles otros hombres de refresco, pero hasta que el cielo clareaba sobre la selva y el dios Sol aparecía, la fiesta no terminaba. Ya entrado el día, los ancianos a quienes se encomendara permanecer sere nos para recordar lo que había pasado en las reuniones a los participantes más activos cuya memoria de las decisiones tomadas se esfumaba en una comprensible niebla, cumplían su obligación. Todos los indios consideraban absurdo realizar trabajos innecesarios, pero es evidente que su existencia no transcurría siempre en fiestas y ale gres funerales. A las niñas se les enseñaba muy pronto a cocinar, tejer fibras de maho, manejar la rueca, teñir las madejas y hacer el vino y la chicha. Correspondía a las mujeres mezclar el thyl para los tatuajes, el bixio rojo y el xagua azul obscuro para pintar los cuerpos y decorar a sus parientes mas culinos con dibujos apropiados. Cuando caminaban, las mujeres transpor taban los fardos, generalmente atados a uno y otro extremo de las pingas que llevaban sobre los hombros. También eran obligaciones femeninas la siembra y la recolección. Por todo ello sorprende que aquellas muchachas amantes del placer encontraran tiempo y fuerzas para algo más que sus deberes domésticos. Los hombres suministraban la caza y la pesca para la comida; limpiaban, quemaban y preparaban la tierra para la sementera; construían canoas, herramientas y armas; edificaban los bohíos; labraban utensilios y adornos, y, durante los viajes, preparaban los campamentos donde pernoctar, colgando las hamacas que sus mujeres habían llevado todo el día. 138
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l'rabajaban algo el oro, pero sus mejores joyas eran importadas — algu nas de Urabá y, sobre todo, de Dabaibe— ; los brazaletes y los adornos para las piernas, de oro, perlas y piedras de colores, venían de las costa del Pacífi co. La procedencia de los objetos de plata dorada, magníficamente labrados, que tanto intrigó a los colonizadores, no se ha establecido aún y sólo muy recientemente se descubrió el secreto de su manufactura sin mercurio (6). A pesar de que aborrecían también el trabajo manual, los españoles se quejaban amargamente de la frívola preferencia de los indios por los juegos y diversiones al trabajo como esclavos bajo un amo español, pero hablan muy poco de en qué consistían esos juegos. Uno de ellos era, al parecer, un combate simulado con varas de caña, con las que podían resultar los juga dores heridos e incluso muertos en el campo. Venía a ser una especie tosca del deporte favorito de los castellanos llamado cañas. Sin duda, los cuevanos jugaban también a esos juegos casi universales, más o menos parecidos al tejo y al chito de nuestros chicos modernos. La práctica del tiro al blanco era, a la vez, divenida e instructiva, y dar una batida a los ciervos o pasar el día pescando — con la participación de las mujeres y los crios— suponía una agradable diversión. En efecto, los indios gregarios tenían la habilidad de convenir el trabajo en pasatiempo, gracias a una costumbre expresada por la frase «Vamos a hacer» en sustitución de «Tengo que hacen». Parece que en Cueva no se usaban, o se usaban muy poco, las violentas drogas tóxicas, pues no se halla mención de locuras producidas por cosas como la datúras el toluachi o el peyotl. Por supuesto, utilizaban la coca, mas cándola tostada con un polvo de cal obtenido de las conchas de los moluscos para extraer el alcaloide que les aliviaba el hambre y la fatiga. A veces pro vocaban el sueño mediante el humo aromático del guaymaro quemado en el hogar, que producía un olor que los españoles juzgaban mil veces peor que el insomnio. Rara vez tomaban narcóticos que produjeran visiones. Y, desde luego, fumaban tabaco. Una pacífica reunión de fumadores requería en Cueva todo un grotesco procedimiento que implicaba las máximas complicaciones para un mínimo resultado, por lo que uno se pregunta cómo lo habrían inventado. En efecto, uno solo de los contertulios tocaba el tabaco (llamado allí cohíba), arrollán dolo en un cigarro de unos tres píes de largo y grueso como la muñeca de un hombre. El anfitrión encendía un extremo de aquel cigarro mastodóntico, humedecía la parte próxima para evitar que se consumiera demasiado aprisa y metía la parte encendida en su boca. Al mismo tiempo echaba el humo a 139
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los rostros de sus expectantes amigos, que ahuecaban en forma de taza sus manos alrededor de sus bocas para recibirlo. Esta notable destreza para fu mar, común a varias tribus, debía requerir una larga y penosa práctica. Hoy día, en ciertos lugares recónditos de Colombia, se fuman todavía los cigarros con la parte encendida dentro de la boca, si bien los decadentes hombres modernos no se atreven a manejarlos del tamaño de bates de pelota-base, mientras soplan hacia afuera. Los cuevanos carecían de escritura. Los papeles — o a falta de papel las hojas de caney llenas de signos que los hombres blancos se enviaban— les parecían algo mágico; era el propio papel el que hablaba, pues, si no, ¿cómo podía un hombre de Darién saber lo que había ocurrido en Careta sin mo verse de su casa? Además, era probable que los papeles encantados resultaran incómodos para quien los tratara mal o los retardara en el camino, pues los correos viajaban ligeros y los llevaban con todo cuidado. Sin duda, los papeles podrían también hablar a los indios si quisieran, pero un cacique que intentó entablar una conversación con uno de ellos confesó que era arrogante y poco comunicativo. Nada se sabe de calendarios o modos de contar, aunque es posible que un sistema encontrado muchos años después cerca de la costa del Pacífico tuviera su equivalente en Cueva. Engorroso, pero lógico, procedía por die ces: once era «diez y uno»; doce, «diez y dos», y así sucesivamente. Cuando la cuenta llegaba, por ejemplo, al treinta y seis, había que decir tula boguah anivego indricah, acompañando las palabras con tres palmadas, una por cada diez, y levantando un dedo por cada unidad sobre el diez. No nos sorprende saber que el promedio de los indios podía manejar sólo números muy mo destos y que el máximo de ciento se alcanzaba nada más por los matemáticos muy bien dotados. Cualquier cantidad grande se expresaba tomando un mechón de pelo y sacudiéndolo: a mayor mechón, mayor número. Con verdadera malicia camitica los indios no abrazaban la doctrina de Cristo con el convicente fervor que debían haber demostrado. ¿Sería tal vez porque los métodos y maneras de los españoles no fueran muy persuasivos? Oviedo, que no se abstuvo de capturar esclavos,, participar en los saqueos de las tumbas y otras tropelías, observa, reprobándolo, que nunca vio entre los indios un cristiano perfecto, aunque muchos tuvieran trato y conocimiento de cristianos. En realidad, muchas de las costumbres de los seguidores del Dios blanco chocaban extraordinariamente a los indígenas. La guerra, la esclavitud, el 140
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tormento, el saqueo y la mutilación como castigo eran también costum bres suyas y admisibles en sí mismas. Pero los españoles las tenían sin mo deración. Se apoderaban de demasiadas cosas; maltrataban a sus esclavos; emprendían guerras contra gentes que no les habían ofendido. Inferiores en número a cualquier subtribu cuevana, reclamaban territorios que nunca habían visto ni podían utilizar y se mostraban insaciables tanto en la victoria como en la venganza. Eran tan rudos como voraces, destrozando en sus hor nos los objetos de oro bella y pacientemente trabajados y reñían entre sí. Por último — y éste era casi su defecto más condenable— , mentían y dejaban incumplidas sus promesas. (Las Casas cuenta con evidente delectación que un indio declaraba que era casi un cristiano porque podía mentir un poco y que pronto sabría mentir mucho y sería un buen cristiano). Los conquistadores afirmaban que los indios morían a voluntad, senci llamente con quererlo, y que frecuentemente lo hacían sólo por molestar a sus amos españoles. La cosa es posible, pues no era menester mucho valor para dejar la vida que padecían algunos esclavos. Sin embargo, en su esta do natural, eran longevos. Aun rebajando la afirmación de que «aquí las gentes viven hasta los ciento cincuenta o los ciento sesenta años» hecha por un escocés —que, sin duda, carecía de la cautela de su raza, pues también afirmaba que los indios tenían «cinco o seis pies de estatura»— parece ser cierto que cerca de San Blas se encontró a una mujer que tenía descendientes vivos de seis generaciones. Al formularle la eterna pregunta que se hace a los ancianos de a qué atribuía el haber llegado a tan avanzada edad, respondió categóricamente: «A vivir apartada de la bebida y de los cristianos». Tal vez la arrugada viejecita tenía razón, y los cristianos pudieron haber aprovechado la lección, siguiendo la misma política respecto a las indigenas, pues cada una de ellas poseía armas secretas que nadie podía controlar. La sífilis — que entre los indios parece haber sido un azote poco mayor que entre nosotros la sinusitis— hizo estragos entre los españoles que la desco nocían. Las Casas dice que de cien hombres sólo se libraba uno, si la otra parte no la tenía. La proporción no era, desde luego, tan alta como todo eso, ya que entonces, hasta los indios semiinmunizados habrían mostrado más sus efectos. También debemos recordar que en las aldeas indias había prosti tutas indígenas, llamadas en Cuevayrar/ta, forma pluralizada Acyra (mujer), que indicaba no varias mujeres, sino una, que era — por decirlo así— mujer muchas veces. Es muy probable que las muchachas regaladas por los hos pitalarios caciques a los soldados españoles fuesen muchas veces yrachas. 141
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El remedio indígena contra la enfermedad le hacía con guayacdn (lignum vitae), que, adoptado en seguida por los españoles con el nombre de «palo santo», fue muy pronto el sostén de los farmacéuticos europeos. La rapidez con que la nueva dolencia se esparció sobre el Viejo Mundo puede juzgarse por el hecho de que un tal Juan Gonzalvo, que empezó a suministrar palo santo a Europa en 1508, hizo una fortuna de tres millones de florines con tal comercio. A cambio del espiroqueta pálido y otras enfermedades originarias de las Indias, los españoles llevaron las suyas, contra las que los nativos no habían heredado resistencia. Las llamadas enfermedades infantiles segaron muchas vidas y la viruela aniquiló poblaciones enteras. Los conquistadores diezma ron a los nativos con lo que con eufemismo llamaban «la pacificación» y con la inhumanidad de los trabajos forzados, pero es dudoso que cualquiera de sus métodos voluntarios resultara tan mortífero como las enfermedades que transmitieron. Así eran entonces los indios de Cueva: gentes arrogantes, alegres, hábiles para explotar su tierra, valerosos frente a los peligros conocidos, hospitala rios, cordiales y prontos a la risa. Un pobre pueblo desnudo contento con su suerte. Ni sus virtudes sencillas ni su implacable hostilidad una vez que fueron incitados al odio lograron salvarles de la crueldad de los hombres blancos. Fueron condenados por no ser bastante pobres o bastante salvajes y porque sus tierras se encontraban en el camino de la Conquista. Cualquier supervivencia se debió a su absorción por los cunas que les sucedieron y se les parecían en muchos aspectos, pero que — más afortunados y adaptables que ellos— aprendieron a ser peligrosos mientras vivían en la periferia de la explotada región y se trasladaron a Cueva cuando ya no interesaba a los conquistadores. Tal vez tampoco los cuevanos fueran importantes; su cultura era insig nificante comparada con las civilizaciones de Méjico, Perú y Yucatán. Pero merecían vivir. Sería curioso saber si los frailes misioneros les dijeron que el verdadero Dios observa la caída de cada gorrión y lo que pensaron de ello.
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El viento de prosperidad y buena suerte que sopló durante ocho meses sobre Santa María del Antigua cambió a finales de noviembre de 1511. Hubo un fortísimo temporal; los arroyos, crecidos por tres meses de llu vias, se desbordaron inundando las riberas, y, al retirarse las aguas, todo lo que quedaba de los florecientes campos, sembrados por necesidad en la estación menos adecuada, era un extenso barrizal lleno de retorcidos tallos de maíz. Los vecinos no habían sido previsores. No consideraron necesario racio nar los bastimentos traídos por Valdivia, pues la cosecha estada a punto de recogerse y contaban, además, con la promesa de Colón de un gran envío de víveres. Empero, Colón no hizo nada por cumplir sus obligaciones y en diciembre el fantasma del hambre se cernía una vez más sobre la goberna ción. Balboa se decidió a enviar de nuevo a Valdivia a la Hispaniola. Esta vez el procurador llevaría juntos el quinto del rey y las noticias de la existencia del otro océano, suficientes para persuadir a los burócratas más tibios de que Darién y Vasco Núñez merecían ser ayudados con algo más que con pala bras. Seguro de sus fundamentos, Balboa pedía de quinientos a mil hom bres, veteranos de la Hispaniola y entrenados para combatir con los indios, así como todas las armas, municiones y provisiones que pudieran enviarle. También despachó una copia del proceso contra Enciso, probablemente con la idea de prever cualquier intento por parte del abogado de regresar ahora que las perspectivas de la colonia parecían brillantes. El quinto real — que en este caso era sólo un cuarto— lo constituían 15.000 pesos de «oro bueno». Es de suponer que 150 libras de oro habrían producido un vivo sentimiento de satisfacción en cada pecho oficial de ha ber llegado a su destino. Pero ni un solo grano entraría en la hacienda real. 143
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Valdivia zarpó de Darién el 13 de enero de 1512. Con él, aparte de la tripulación, iban un fraile franciscano llamado Jerónimo de Aguilar y dos mujeres españolas cuyos nombres se desconocen. Como Valdivia llevaba ade más del quinto una fuerte cantidad de oro particular de diferentes vecinos, su pequeña nave era, sin duda alguna, el barco más rico que cruzaba el Océano (1). Pero naufragó algunos cientos de millas al norte de Urabá, en los arrecifes conocidos por «Las víboras». Los supervivientes que se amontonaron en la barca, después de trece días horrorosos en la mar, fueron depositados por la corriente en la costa de Yucatán, donde en seguida fueron hechos prisioneros por los indios. Sólo un año más tarde sabría Vasco Núñez que su emisario no llegó jamás a la Hispaniola, y más tarde todavía las autoridades de Santo Domingo y de Castilla supieron que se les había enviado aquel tesoro desde Santa María. Cuando esta última noticia llegó al rey y a la Casa de Contrata ción iba acompañada de tan virulentas acusaciones contra Balboa, que mu chos de sus buenos efectos quedaron anulados. Los informantes llegaban a la conclusión de que algún naufragio visto desde Cuba había sido el de la nave de Valdivia. Sólo en 1519 se conoció toda la historia. En febrero de 1519 Hernán Cortés zarpó de Cuba para Méjico. Dos años antes Francisco de Córdoba había traído de Yucatán la noticia de unos indios que saludaron a los españoles gritando: «¡Castilán, castilán!» Y aun que Grijalba, costeando desde el sudoeste de Yucatán hasta Tampico el año siguiente, no halló rastro alguno de cristianos, Cortés recibió instrucciones de buscarlos. Su primera detención fue en la isla de Cozumel, cerca del ex tremo de la península donde se enteró de que algunos «hombres barbudos» vivían no muy lejos de allí, en cuestión de un viaje de dos soles, y que lleva ban siete años como esclavos de sus amos indígenas. Cortés escribió al rey y a la reina, contándoles cómo envió algunos in dios al Continente con una cana para los náufragos y tres días después dos bergantines por ser la costa como es muy peligrosa para las naves mayores; cómo, después de esperar seis días en Punta de Catoche, los bergantines re gresaron sin noticias, y cómo se determinó a ir en persona con toda su flota despreciando el peligro — decisión discutible, por cieno— , siendo provi dencialmente detenido, por el mal tiempo cuando se disponía a partir. Los vientos contrarios que se lo impidieron — decía— fueron un gran misterio y milagro de Dios, pues al día siguiente una canoa con dos velas llegó a la isla. En ella iba fray Jerónimo de Aguilar, antaño vecino de Santa María del Antigua de Darién. 144
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Fray Jerónimo no parecía un franciscano ni siquiera un español y casi había olvidado comportarse como tal. Cuando saltó a tierra — el remo sobre el hombro, una sandalia metida en la faja de su taparrabos— nadie recono ció en él a un europeo hasta que, en su lengua materna medio olvidada, bal buceó estas palabras: «Dios, María Santísima y Sevilla». Se avisó al mando, pero cuando Cortés le miró, sólo vio en él a un indígena, marcado como los esclavos, y le preguntó qué había sido del español. A lo que fray Jerónimo, oyéndole, se agachó como los indios y respondió que era él. Aguilar había sido encontrado por los mensajeros de Cortés en la casa del cacique Taxmar de Xamanzana, no lejos de Punta de Catoche. Esta ba prisionero, pero gozaba de trato de favor. Según Herrera, su posición era aproximadamente la del eunuco mayor. Ésta era la recompensa directa a su virtud. La continencia del fraile, mirada al principio con incrédula suspicacia, fue sometida a pruebas capaces de quebrantar la conocidísima resistencia de San Antonio. Habiendo salido triunfante de todas, el cacique, encantado de encontrar al hombre adecuado para tan delicada misión, le nombró guardián de su casa y su serrallo. Temeroso de perder un servidor que juzgaba irreemplazable, Taxmar se opuso en un principio a poner en libertad a Aguilar, pero al fin accedió. La despedida fue amistosa y fray Jerónimo se dirigió al estado contiguo de Chetemal para dar la alegre noticia de la liberación a un compañero de nau fragio, un marinero de Palos llamado Gonzalo Guerrero. Más adaptable que el casto religioso, Guerrero vivía muy satisfecho con una esposa maya y su familia; igualmente afortunado que Aguilar, había sido nombrado capitán de los guerreros de Nachantán, señor de Chetemal. Con firmeza se negó a ser rescatado. — Hermano Aguilar — dijo serenamente— , estoy casado, tengo tres hijos y se me considera como cacique y capitán en tiempo de guerra. Idos con Dios. Yo tengo el rostro tatuado y las orejas atravesadas. ¿Qué dirían los españoles cuando me vieran así?... ¡Ved, además, qué lindos son mis tres hijitos!... Os ruego me deis algunas de esas cuentas de vidrio de colores que lleváis y yo les diré que mis hermanos se las envían desde mi patria. La mujer de Guerrero — «una rica hembra»— se mostró menos circuns pecta. Uno colige que si las enaguas llevaban cintas, el marinero debía estar bien atado con ellas. — ¡Mirad a ese esclavo que viene a sonsacar a mi esposo! — gritó con furia— . ¡Fuera de aquí y no volváis a hablar de eso! 145
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El destino de los restantes supervivientes de la nave de Valdivia lo relatan con vivos colores varios cronistas. Siete u ocho murieron en la barca antes de llegar a tierra; tres — entre ellos Valdivia— fueron ofrecidos como sacrificio a los dioses mayas y comidos después en una fiesta ritual. Aguilar y otros seis escaparon de la pocilga en que yacían encerrados y encontraron refugio en otros caciques, salvándose de un final culinario, pero todos ellos, a excep ción del fraile y de Guerrero, sucumbieron poco después por enfermedad o agotamiento. La historia es muy satisfactoria desde el punto de vista artístico pero debe advertirse que Cortés, en su carta de relación contemporánea, no habla de los ritos antropofágicos y sólo dice que los compañeros de Aguilar estaban tan dispersos en el interior del país que no fue factible su rescate. Vasco Núñez de Balboa nunca llegó a saber lo que le había sucedido a su viejo amigo Valdivia. Dos meses antes de que Aguilar lo contara a Cortés, su cuerpo decapitado yacía en un indeterminado sepulcro en Acia. Pero esto ocurrió en 1519. En 1512, cuando Valdivia se hizo a la mar en Santa María del Antigua, los hambrientos pero esperanzados colonizadores veían el futuro como los extraviados en el desierto ven la tierra de promisión: exu berante, amable y al alcance de su mano. Entretanto, no había motivo para permanecer en el asiento mantenién dose del aire como los camaleones. Si no podían enfrentarse sin refuerzos a los caciques del otro mar, había, en cambio, regiones inexploradas todavía y más a mano: las que se extendían al sur de Darién. Sin duda, los colonizado res habían oído hablar lo bastante de ellas a los indios del asiento para saber que la expedición no sería confortable; pero, puesto que los informes nativos siempre estaban teñidos por un urgente deseo de persuadir a los hombres blancos para que se fuesen a otro sitio, es probable que ninguno creyera del todo lo dura que resultaría tal empresa. Por otra parte, es posible que Balboa se diera cuenta de que todo sería mejor que pretender conservar en armonía en la colonia a todos los compañeros ociosos y a media ración. Organizó una fuerza de ciento sesenta hombres, nombró segundo en el mando a Rodrigo de Colmenares y con un bergantín y una pequeña flotilla de canoas se hizo a la mar a mediados de marzo. Se ha equivocado frecuentemente la fecha de esta expedición, al parecer porque Oviedo dice (en otro texto) que Balboa vio por vez primera el Atra to el día de San Juan — 24 de junio— de 1510. En vista de que esto no es posible, porque en junio de 1510 todavía estaba Balboa en la Hispaniola, se 146
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lia supuesto que Oviedo quiso escribir 1512 y que la fecha enmendada señala no sólo la primera vez que Balboa vio el gran río, sino también el comienzo de la entrada. La primera de estas suposiciones puede muy bien ser cierta; la segunda es un error. El padre Sánchez, que acompañaba a los expediciona rios, manifestó en una declaración jurada que duró siete meses, y aunque él regresó con la retaguardia, estaba ya en Santa María a principios de octubre. Otra concepción errónea ha inducido a dar a la campaña de exploración el nombre de «expedición de Dabaibe». En los años sucesivos una leyenda similar a la de El Dorado circuló entre los españoles acerca de la áurea ciudad de Dabaibe: un lugar fuerte y res plandeciente, lleno de palacios y tesoros, situado al Este del Atrato, donde una diosa madre tutelar era adorada en un templo de fabuloso esplendor. Mártir — fascinado por tal rumor— es una mina de hechos, fantasías y ge neral confusión acerca de él, y la información que suministra, desparramada por sus Décadas, es lo más a propósito para divertir y desorientar al lector. El germen del seductor mito puede encontrarse en la relación de Balboa al rey de enero de 1513, aunque, en realidad, no sea otra cosa que un resumen de datos obtenidos durante la expedición, referentes a una aldea especialmente próspera al pie de la cordillera sobre el río Sucio. Se ha supuesto que Dabai be — la ciudad imaginaria y no la aldea real— fue el señuelo que llevó a los colonizadores a explorar hacia el Sur. Pero, como el propio Balboa explica perfectamente, aquel sitio nada significaba para ellos antes de ponerse en marcha. Verdaderamente, sólo sobre esta base tiene algún sentido la entrada. Balboa no fue a Dabaibe, y más aún: no intentaba ¡r. Por lo que resulta de las Relaciones, los colonizadores no habían visto hasta aquella vez más que el golfo de Urabá, que se les reveló al cruzar desde San Sebastián a Darién. Sabían, desde luego, que había un gran río; tenían noticias de la existencia de ricas minas en el país hacia el Sur (las «minas de Urabá», que, en realidad, estaban a gran distancia de la tierra de los urabaes), pero el fracasado intento de Hojeda para llegar a ellas fue el último que se hizo en aquella dirección. Ahora se proponían saber cómo era el golfo, qué provecho se podía obtener de las aldeas de sus orillas y por dónde podrían llegar al país del oro. No todas las bahías y golfos del Caribe tienen espectaculares remansos pintados de verde y de azul zafiro. El golfo de Urabá tiene momentos de belleza, pero más frecuentemente es una extensión grisácea o amarillenta, bronceada al sol o triste por el azote de la lluvia. Dos tercios de su costa 147
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son pantanosos y cubiertos de manglares y residuos vegetales. No ofrece buenos abrigos contra los fuertes vientos alisios y está sometido a huracanes en miniatura procedentes de tierra llamados chocosanas. Su entrada la hacen peligrosa los bancos de arena y los arrecifes sumergidos, incompletamente señalados en las cartas de navegación, y a veces su superficie está cubierta de despojos. La expedición desembarcó eventualmente sobre la orilla este, cerca del fondo del golfo, que era el único trozo de playa relativamente sólido y no dominado por los malévolos urabaes. Desde allí Balboa pasó a Ceracana, una provincia cuna, cuyo cacique Abraibe vivía a unas veinticinco millas del golfo, sobre el río que ahora se llama León. Ceracana parece haberse extendido hacia el este del Atrato hasta los contrafuertes de la sierra de Abibe y por el sur hasta el río Sucio. Una región húmeda y palúdica, deshabitada en su mayor pane, cuyo producto principal era la pesca. A pesar de ello no era tan pobre como se puede imagi nar. Los españoles encontraron desierta la aldea principal (gracias a un opor tuno aviso del todavía no reconciliado Cemaco), pero escudriñando en las viviendas encontraron seis mil pesos de guanines, de los que se apoderaron, lo mismo que de algunas grandes canoas llamadas uru y de bastantes cestos y redes de pesca. Estas últimas estaban tan bien hechas y había tantas, que Balboa bautizó al río con el nombre de río de las Redes. No se sabe cuánto tiempo pasaron los expedicionarios en el río de las Redes, hasta dónde llegaron, ni siquiera si participó en la exploración toda la fuerza, pero sí que en algún momento Balboa dividió su compañía, dejando a un tercio de los hombres con Colmenares. Es imposible decir con certeza cuándo se hizo esto y cuáles fueron las actividades de Colmenares durante el tiempo que ejerció ese mando. Mártir — cuya carta-informe sobre la expedi ción, basada en lo que le contó Colmenares en 1513, es algo confusa, lo cual no es extraño si se considera su ignorancia de la Tierra Firme y la inclinación de su informador a desvirtuar las noticias— ha dado lugar a varias versiones subsiguientes, tomadas en gran parte — y a veces descuidadamente— de él. Como resultado se dice de Colmenares: a) que fue el verdadero descubridor del río León, y b) que estuvo ausente de esta exploración por hallarse ocu pado en otra independiente aguas arriba del Atrato. Pero un estudio de las fuentes parece confirmar que Colmenares tomó parte en la exploración del León; que mientras Balboa interrumpió su entrada para regresar por pocos días a Santa María condujo por tierra a una compañía hacia las montañas de la costa Este (del golfo); y que cuando las dos fuerzas se reunieron, lo hicie148
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ion en Urabaibe, en la aldea de un cacique llamado Turvi; en otras palabras, en el lugar que ahora se llama Turbo o en sus cercanías. La intención de Balboa al regresar a Darién era depositar el botín obte nido en Ceracana y ver lo que ocurría en el asiento. Tal decisión, evidente mente, era prudente, pero resultó desdichada. Cuando las canoas llegaron al golfo fueron sorprendidas por una violenta tempestad, «que todos pensaron ser ahogados, pero dispensó la Divina Providencia con ¿1, que no quiso que pereciesen más de los que iban dentro de las canoas donde llevaban los 7.000 castellanos, y así, ni el oro ni los hombres aparecieron más». (Las Casas veía — y celebraba— siempre la mano de Dios en los desastres que sobrevenían a los conquistadores). Encontrando que nada de importancia ;— bueno o malo— ocurría en Darién, Balboa volvió a partir para cumplir la segunda parte de su progra ma. Reunió a Colmenares y a su destacamento y emprendió la exploración del Atrato. Si fue entonces cuando bautizó al río en honor de San Juan, sería él 24 de junio la fecha en que la expedición atravesó los canales del delta para ver el maravilloso río de cuatro millas de anchura. El nombre de San Juan no duró — después de la llegada de Pedradas todo cuanto recordaba las hazañas de Balboa sería borrado en lo posible— y por mucho tiempo los españoles lo mencionaron como el gran río de Darién, aunque el nombre que más le convenía era uno de los varios usados por los indios: (T) Atad-ó, el «Agua Abuelo». El Atrato es un espléndido río de curso lento, el cuarto en volumen de Sudamérica, y la Oñcina Hidrográfica de los Estados Unidos lo descri be como «parecido al bajo Misisipí por su grandeza de proporciones, su enorme extensión, su anchura... y su gran profundidad». Eminentemente navegable, se ha dejado llenar de aluviones su desembocadura, quizá porque sus alrededores inmediatos ofrecen muy pocos motivos para la navegación. El valle del Atrato no sólo es tórrido, exuberante y aislado del interior por la tremenda cordillera occidental de los Andes sino que es también uno de los lugares más húmedos de la tierra. Su humedad se debe a que el promedio de lluvias es de unas cuatrocientas pulgadas por año y también a que la parte baja de su cuenca — donde el desnivel es solamente de uno en doce mil— constituye un anegado laberinto de corrientes, caños y pantanos cubiertos de plantas. Hay pocos sitios más abajo de la mitad del río donde sea posible desembarcar. Y, frecuentemente, el Atrato se desborda varias millas sobre cada ribera; los pantanos se hacen lagunas y las lagunas se convierten en 149
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lagos y el observador experimenta la sensación de que el temblor de tierra más insignificante enviaría al mar sobre el interior para convertir al istmo otra vez en una grotesca península. A despecho de las dificultades, Balboa parece haber inspeccionado con atención el país. Hay una expresión de conocimiento de primera mano, ad quirido a costa de penalidades en su carta al rey, de enero siguiente: «Yendo por tierra, no se puede cabalgar por tierra a caballo yendo este río arriba fasta quanto havemos visto, pero puedense llegar a enbarcar al río algunas vezes por algunos esteros que entran a río, que al río principal no pueden porque es anegado a la redonda, la vez que más cerca se pueden enbarcar por los esteros es media legua». Y por miedo a que Fernando no llegase a darse cuenta de lo que aquellas marchas acuáticas suponían, añade: «1 las ciénagas desta tierra no crea Vuestra Real Alteza que es tan liviano que nos anda mos folgando, porque muchas vezes nos acaese ir una legua i dos i tres por ciénagas i agua desnudos i la ropa cogida puesta en la tablachina encima de la cabeza, i salidos de una ciénaga entramos en otras i andar de esta manera dos i tres i diez días». A unas ochenta millas del golfo los exploradores llegaron a un gran río que desaguaba en el Atrato por el Sudeste. Es el que ahora se llama el río Su cio, pero que Balboa, que lo encontró hermoso, bautizó más amablemente con el nombre de río Negro. El campamento se instaló en una isla formada por las ramificaciones y brazos alrededor de la confluencia (2). La isla estaba muy poblada de cañafístulas, y los compañeros, abalanzándose sobre sus frutos con el breve entusiasmo de la ignorancia, aprendieron rápidamente que hay una variedad de cañafistula purgante. «Sus intestinos se disolvían» dice sucintamente Las Casas, y todos pensaron que morirían ignominiosa mente en el acto. Cuando se recobraron de aquella quebrantadora experiencia los «puri ficados» expedicionarios se prepararon para intentar la conquista. Dabaibe hubiera podido alcanzarse en dos o tres días de navegación por el río Sucio, pero todavía no les interesaba (3). En lugar de hacerlo, avanzaron sobre una provincia situada en la orilla izquierda del Atrato, casi frente a la isla, cuyo nombre era Abanumaque. La capital de Abanumaque era un distrito más que un pueblo, pues la formaban quinientas o más casas en grupos espaciados. Ofreció escasa resistencia. Los indios emprendieron la huida, siendo perseguidos, acorralados y derrotados. Alguien cortó un brazo al cacique, lo que disgustó a Balboa, pero la víctima sobrevivió a la 150
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amputación y se las ingenió para evadirse. Menos intrépido o menos ágil, su hijo fue capturado y llevado más tarde a Sama María. Los indios venci dos eran, o muy pobres o muy astutos, pues los españoles no encontraron tesoros en la aldea. No obstante, como de costumbre, recibieron muchos informes de dónde había oro y Balboa decidió ir un poco más adelante para conseguirlo. Dejando a la mitad de sus hombres en Abanumaque volvió sobre el Atrato con el resto de los expedicionarios, guiado por uno de sus recientes prisioneros. A unas cuarenta millas más lejos, el guía les introdujo en un río tributario y a poca distancia les señaló la aldea de Abibaide. La mayoría de los indios del río y el delta tenían algunas tierras de cul tivo en sitios altos, pero construían sus aldeas en la parte pantanosa, con preferencia en donde había grupos de palmeras que podían talar, haciendo con ellas columnas de veinte o treinta pies de altas para los cimientos. En Abibaide, tal vez por la escasez de palmeras, los indígenas habitaban en los árboles. Habían escogido como sede para su capital un trozo de tierra semiseca en un recodo del río, donde algunos árboles gigantescos facilitaron su propósito, y construyeron sólidas viviendas sobre vigas tendidas entre las ramas. Muchos de aquellos bohíos aéreos eran grandes estructuras divididas en varias habitaciones y todas ellas tenían sus despensas, donde todas las co sas, excepto vino, podían guardarse al alcance de la mano. (Según parece, el vino se enturbiaba cuando el viento sacudía los árboles, por lo que debían almacenarlo a ras de tierra como en sótanos.) Cuando el río crecía, las ca noas se amarraban al árbol familiar, lo que proporcionaba todas las ventajas de tener el garaje en la planta baja de la casa. Se subía a las casas por escaleras de mano rudimentarias construidas con lianas, habiendo un par de ellas en cada vivienda para permitir el doble tráñco; era digna de verse la facilidad y gracia casi simiesca con que una mujer, llevando a un crío a cuestas trepaba desde el suelo hasta la puerta de su hogar. Abibaibe fue ganada con hachas. Los habitantes se habían retirado a sus casas, recogiendo las escalas, y el primer intento de parlamentar con ellos terminó en tablas. Balboa insistió desde abajo invitando al cacique a bajar y hacerse amigos; el cacique insistió desde su árbol, rogando a los extranjeros que se marchasen y le dejaran en paz. Los españoles se volvieron amenaza dores hacia los indios, que se creían enteramente seguros, desafiantes. Al fin se dio la orden de derribar los árboles a hachazos. Cuando el cacique vio cómo el acero español mordía la base de su refugio, cambió de opinión 151
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y descendió acompañado de sus dos hijos, comenzando las negociaciones respecto a la paz y al oro. £1 cacique Abibaibe declaró que no le interesaba el oro, por lo cual nunca se habla molestado en recogerlo, pero que estaba dispuesto a decirles dónde lo podrían obtener. Balboa recibió de sus labios la mayor parte de la información precisa sobre la topografía y las minas de la cordillera y del caci cato de Dabaibe que más adelante florecería pródigamente en la leyenda de la ciudad dorada. Abibaibe añadió que estaba atribulado por el desacuerdo con algunos vecinos caribes sumamente ricos y sugirió, esperanzado, que los españoles fuesen a destruir a aquellos indeseables en tanto que él subiría a las montañas, de donde les traería un tributo en oro. Ninguno de estos proyectos cuajó, pues el cacique partió sin que se le volviera a ver, y Balboa, después de avanzar un poco por el río y encontrar sólo casas vacias, se tornó a Aban uinaque. Como más tarde subrayaría Balboa al rey al señalar sus propios méritos, las cosas siempre iban mal cuando él no ejercía el mando personalmente. La guarnición de Abanumaque padeció contrariedades durante su ausencia. La disciplina se había relajado. Se permitió a los hombres realizar algunas incursiones por su cuenta, y una partida de diez compañeros que al mando de un tal Raya cayó sobre el cacique Abraibe, recibió una buena zurra. Raya y otros dos compañeros resultaron muertos (4). Con ser malo esto, la ver dadera gravedad del incidente residía en su efecto sobre los indios ribereños, más o menos paralizados hasta entonces por la creencia de que los españoles eran invencibles. Ahora comprenden que los extranjeros, con toda su fuerza y su arrogancia, con todas sus armas que escupen fuego mortífero, son tan vulnerables como los demás hombres. El descubrimiento se divulga y se transmite de generación en generación. Y, en adelante, el Atrato será una trampa mortal para los cristianos. La primera secuela fue un ataque en masa contra la guarnición, organi zado por Abraibe, Abanumaque y Abibaibe. Abraibe, dolido todavía por la pérdida de los siete mil pesos de oro y ensoberbecido por haber matado a Raya, fue el promotor de la acción; su plan consistía en caer sobre el cam pamento antes de que Balboa regresara de su correría río arriba. Las Casas, incapaz de resistir a la tentación de adornar una historia cuando podía sacar una moraleja, apoyándose en un relato de Mártir escrito en latín, cede aquí a la ficción en estos párrafos: «¿Qué desventura es ésta, hermanos, que ha venido sobre nosotros y nuestras casas? ¿Qué habernos hecho a esta gente 152
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<|wc se llaman cristianos, desdichados de nosotros, que viviendo en nuestra paz y tranquilidad, y sin ofender a ellos ni a otra persona alguna, así nos han turbado y afligido, y de toda nuestra orden de vivir hecho agenos y desbara tados? ¿Hasta cuándo habernos de sufrir la crueldad destos que tan pernicio samente nos traban y persiguen? ¿No será menos penoso una vez morir, que padecer lo que tú Abebeyba, y tú Abenamachei, y lo que Cemaco, y Careta, y Ponca y todos los reyes y señores desta nuestra tierra, desta gente tan cruel han padecido y con tantos dolores llorado?» Las Casas cita bastante más de esta retórica de oropel, bien cargada de significado social. Seguramente Abraibe no hablaría así — por lo menos, no hablaría con ese lenguaje de protonotario papal o de sermón de obispo cas tellano— , pero lo que dijera produjo efecto. El resultado fue que quinientos o seiscientos guerreros pintarrajeados, desnudos y vociferantes, asaltaron al amanecer el campamento español. Pero la guarnición estaba alerta y, por una afortunada coincidencia, había sido reforzada el día antes con una fuer za de treinta hombres enviados en vanguardia por Balboa. Los indios fueron derrotados tan completamente, que la irritación de Balboa al enterarse de la muerte de Raya se apaciguó por creer que la resistencia de los indígenas se habría roto. Deseaba establecer un puesto permanente en Abanumaque como base de futuras operaciones y, ya que no podía tener alrededor indios amigos, lo mejor sería tenerlos vencidos. Las futuras operaciones se basarían sobre los datos proporcionados por Abibaibe y confirmados por otros indios a quienes Balboa indujo a hablar por diferentes procedimientos, unos por la tortura, otros por el amor y otros dándoles objetos traídos de Castilla. La información así obtenida fue tan encantadora casi como la del otro mar. Se supo que Dabaibe era el cacique de un país grande y populoso situa do en las estribaciones de la cordillera, cuya capital estaba a dos días de viaje en canoa por el río Sucio. Era casi increíblemente rico, no porque tuviese minas de oro, sino por haber establecido casi un monopolio sobre el oro manufacturado. Hacía un próspero comercio doble, permutando guanín finamente labrado por tejidos, sal, pescado y otros productos de la costa y cambiando luego una pane de estas mercancías por sabrosos adolescentes para ser comidos, por muchachitas bien parecidas (no para ser comidas) y por oro labrado y metales en bruto de las minas de la cordillera. Su fun dición y sus cien obreros nunca estaban ociosos, y en su casa fortificada se guardaban cientos de libras de polvo y pepitas. Las fuentes de abastecimien153
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to de Dabaibe, según dijo Balboa al rey, estaban en una cadena de monta ñas, al parecer las más altas del mundo, que empezaba a unas veinte leguas al interior desde Caribana y corrían hacia el Sur, nadie sabía hasta dónde. Las faldas sobre Dabaibe estaban cubiertas de espesos bosques, pero las del otro lado de las crestas clavadas en las nubes, estaban abiertas, peladas incluso, y allí, en lo más alto, cerca de las cumbres, «donde el sol golpea al salir», era donde se hallaban las minas que, según los informes de Balboa, eran las más ricas del mundo y estaban explotadas por un pueblo caníbal y pérfido que se comía a cuantos hombres podían conseguir. Esto era realmente cierto en gran parte: la opulencia de Dabaibe podía ser sobreestimada (nadie era capaz de comprobarla), pero las montañas, las minas y los caníbales eran tal y como los describía. Bartolomé Hurtado fue nombrado jefe del campamento en Abanumaque y treinta compañeros de férreo espíritu se brindaron a quedarse con él. También se quedó el padre Sánchez, quien lo hizo no con apreciable convic ción. No eran muchos treinta hombres para la tarea que les aguardaba, pero incluso tan escasa fuerza sería reducida bien pronto. Pocas semanas después de la marcha de Balboa, veintiuno de ellos, enfermos o algo por el estilo, fueron autorizados para volver a Darién. Con nueve tenaces e indómitos compañeros, Hurtado permaneció guardando el estandarte de Castilla que ondeaba sobre un territorio salvaje y casi desierto, habitado por diez o quin ce mil nativos hostiles. Los veintiún compañeros enfermos o desanimados, con veinticinco in dios cautivos, se amontonaron en una canoa y remaron felizmente aguas abajo, pero no demasiado. Sus enemigos les acechaban; surgiendo desde sus escondrijos, en la medio sumergida maraña de vegetación que bordeaba el río, atacaron la canoa por todas partes. Los indios eran, por lo general, muy inferiores en tierra, pero en el agua la ventaja cambiaba; los españoles, api ñados en su inestable embarcación, no podían combatir y cuando caían al agua, la mayoría de ellos era incapaz de nadar. Sólo escaparon dos agarrán dose a algún madero a la deriva y «camuflándose» con ramas. De milagro consiguieron llegar a Abanumaque con la noticia del desastre. Hurtado no se amilanaba fácilmente, pero así y todo vio llegado el mo mento de abandonar el Atrato. La partida se aceleró cuando supo (por al gún medio violento) que los caciques del río estaban consolidando su alian za con la idea de matar a todos los hombres blancos que pisaban la Tierra Firme. Doce soldados y un feliz sacerdote aspeados se apretaron entre sí para 154
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emprender una heroica retirada hacia el asiento. Pero los indios les dejaron solos — más bien por accidente que por designio— y a los pocos días llega ron a Santa María del Antigua. La primera expedición al río Grande había terminado. La entrada se cerraba con déficit, con pocas cosas que mostrar después de siete meses difíciles y treinta o más días malgastados en su realización. Aunque Balboa — eso es verdad— había logrado la meta de muchos explo radores: una amplia información acerca de un valioso país en potencia. Pero era difícil decir cuándo y cómo estaría en condiciones de aprovechar sus conocimientos, ya que en los últimos meses de 1512 Darién se hallaba en peor situación que nunca desde la fundación de la colonia.
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Santa María del Antigua estuvo al borde del aniquilamiento en octubre de 1512, pero salió indemne. Los caciques aliados juramentados para destruir la colonia — Cemaco, Abraibe, Abanumaque y Abibaibe— planearon con cuidado su campaña. Según una fuente, contaban con cinco mil guerreros y un centenar de gran des canoas con los que se proponían desencadenar un ataque combinado por mar y tierra sobre el asiento. A cada capitán le estaba designado su papel; la base de aprovisionamiento se estableció en un lugar llamado Tichirí y hasta tenían proyectado el reparto del botín. De haber atacado de improviso, difícilmente se les hubiera escapado el éxito. Mas se retrasaron por la creencia de que su victoria no sería segura mientras Balboa ejerciera el mando de la colonia — elocuente tributo a sus méritos— y, por consejo de Cemaco, decidieron eliminar al tibá blanco antes de avanzar sobre Santa María. A este fin, Cemaco envió al asiento a cuarenta de sus vasallos disfra zados de labradores voluntarios, con instrucciones de atraer a Balboa a los campos para inspeccionar la cosecha y asesinarle allí. Lo demás pensaban que sería fácil. El proyecto estuvo a punto de salir bien; nadie puso en duda la buena fe de la «quinta columna» y se indujo a Vasco Núñez a ir solo a contemplar los sembrados. Pero cuando los indios le vieron cabalgando hacia ellos sin tieron miedo. Los cuarenta hombres elegidos, dispuestos a actuar, respon sables ante un señor absoluto y colérico y convencidos de que la muerte de un individuo bastaba para asegurarles la libertad, no se atrevieron a mover una mano contra él. Balboa regresó intocado en su caballo y los caciques se vieron obligados a reconocer que, con todas sus precauciones y previsiones, habían subestimado el poder intangible del prestigio. 157
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AJ fin, la gran rebelión fracasó antes de empezar, en parte por exceso de organización en la calmosa manera indígena, pero sobre todo por el atracti vo personal de Balboa, es decir, se debió a una muchacha. Era ésta una espave, cautiva voluntaria en casa de Núñez de Balboa, jo ven, bella y muy enamorada. Balboa la llamaba Fulvia y le guardaba tantas atenciones y tanta estima como si fuera su legítima esposa. Fulvia tenía un hermano que la adoraba y que era uno de los vasallos de Cemaco. Este her mano acostumbraba a ir al asiento a visitarla, aprovechando el hecho de que para los españoles todos los indios eran iguales y un noble sin sus insignias podía pasar muy bien por un naboria. Cuando el asalto de Santa María fue inminente, el joven se las arregló para llegar hasta Fulvia y prevenirla. «— Hermana mía muy amada — dijo, según las palabras de Las Casas— , escucha bien lo que agora te quiero decir, y mira que guardes secreto, porque en ello nos va a todos la libertad y la vida, y si tú deseas y el de toda nuestra nación, calla y está sobre aviso», a lo que siguió un relato de la conspiración. El ju ra de Cemaco debía ser muy joven, pues no se dio cuenta de su im prudencia. Fulvia fue fiel a Balboa y, puesto que el reverso de la lealtad es la traición, le contó inmediatamente lo que acababa de saber. Luego, instruida por su señor, mandó llamar otra vez a su hermano, diciéndole que deseaba escapar con él y reunirse con su gente. El joven acudió, fue capturado al instante y, presionado, reveló todo, incluso la responsabilidad de Cemaco en el ataque a los compañeros que regresaban de Abanumaque y en el frustrado asesinato de Balboa. Balboa, en el acto, marchó con setenta hombres sobre la aldea de Cemaco, donde se apoderó del lugarteniente del cacique y de muchos indios más, siguiendo luego a Tichirí, donde Colmenares, guiado por el infeliz hermano de Fulvia, había ido con sesenta hombres en cua tro grandes canoas. El jefecillo de Tichirí estaba encargado de custodiar los bastimentos de los aliados, pero en la creencia de que los españoles no sos pecharían de la conspiración no se le habían proporcionado fuerzas para su defensa. Balboa tomó fácilmente posesión del lugar y Colmenares procedió a la ejecución del jefecillo y de cuatro de sus «oficiales». Viendo descubierta su conjura y desaparecidos sus bastimentos, los demás caciques perdieron el ánimo; la rebelión se disipó en la triste paz de la impotencia y los españoles volvieron a Santa María para agrandar y reforzar el fuerte en previsión de futuros ataques (1). Los indios todavía no se habían puesto en orden de batalla y Balboa actuó rápidamente al enterarse de su proyecto. No obstante, la captura sin 158
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resistencia de los tenientes de Cemaco y de Tichirí, que sólo pudo llevarse a cubo cayendo sobre ellos sin ser advertidos, es ejemplo de un misterio cons tantemente renovado. ¿Cómo pudo ser que los españoles sorprendieran con tanta facilidad a los nativos? Es posible que algunos baquianos estuvieran acostumbrados a an dar por la selva, pero ¿cómo ochenta o cien compañeros, transportando sus pesadas armas, sobrecargados con sus armaduras, acompañados por portea dores, perros y a veces varios caballos, podfan marchar de noche sobre un terreno áspero y desconocido, para sorprender en la madrugada dormidos a los indios? A veces, repetían la hazaña en media docena de aldeas, todas dentro de un radio de veinticinco millas, encontrando a cada una envuelta en un descuidado sopor. Es verdad que los perros de los indios — es decir, los únicos perros de que se nos habla— no ladraban. Eran pequeños como lobeznos, tímidos y cariñosos, y sus dueños los tenían sólo como adorno. No podían dar la alarma y cuando los mastines de guerra españoles los ata caban morían en silencio. Mas el hecho de que sus perros fueran mudos no explica la persistente falta de preparación de un pueblo que debía saber que había perdido la seguridad de su aislamiento. ¿Dónde estaba el siempre vigi lante servicio secreto de los indígenas — capaz de verlo todo sin ser visto— en el que se ha llegado a creer de una manera implícita? ¿Dónde los espías de vanguardia en acecho, los tambores que hablaban a través de los montes, las señales de humo y los raudos corredores que llevaban los avisos? ¿Dónde la telepatía, tan amada por los narradores de historias de viajes? Todas estas precauciones primitivas parecen haber faltado y durante años, arriba y abajo del istmo, los hombres blancos continuaron cayendo de improviso sobre los somnolientos indígenas. La concreta amenaza de una guerra india no hizo más que esclarecer una situación, ya peligrosa de por sí. Evidentemente Colón no tenía el propósito de cumplir ni las órdenes del rey ni su palabra empeñada; la ausencia de cualquier reacción al oro y los informes enviados con Valdivia indicaba que no habían llegado a la Hispaniola. Haber sobrevivido dos años largos de casi total abandono era un milagro que no se podía prolongar indefinidamente; de un modo u otro había que llamar la atención para salvar a la colonia. Se enviaría una nueva delegación a Santo Domingo y a Castilla. No se disponía en Darién de barcos marineros, pero los colonizadores se las ingeniaron para construir una tosca y sólida nave con las mejores par tes de los dos últimos bergantines, aparejada con cabos de fibra de maho y 159
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equipada con un ancla de piedra. En este armatoste provisional, conducido por la intrepidez que da la desesperación, una embajada trataría de llegar a la Hispaniola. Si lo conseguía, proseguiría a Castilla para informar personal mente al rey. Una vez decidido esto, se planteó el agudo problema de quién podría representar en la Corte a la colonia. Balboa deseaba ir ¿1 en persona. Tenía la seguridad de que, si lograba hablar con los personajes que se ocupaban de las Indias, les despertaría el entusiasmo. Nadie como él conocía los secretos de aquella tierra, por la sencilla razón de haber hecho pública sólo una pe queña parte de lo que sabía; nadie, desde luego, transmitiría de manera más convincente los méritos de aquel digno caballero Vasco Núñez de Balboa. Sin embargo, los colonizadores pusieron el veto a tal sugestión. Varios de ellos le tenían envidia, y algunos conspiraban activamente para utilizar a los eventuales mensajeros como agentes de la ruina del capitán y de su propia subida al poder. Pero la mayoría lo que sentía era miedo de verle marchar. Hasta los compañeros recalcitrantes tenían, a pesar de ellos mismos, una ciega confianza en su habilidad para conservarlos, si no a salvo, al menos con vida. Podía ir a Castilla cualquiera que no fuese Vasco Núñez. Por algún tiempo, Santa María vivió la tortuosa alegría de una campa ña electoral. La candidatura del ex alcalde de Nicuesa, Alonso Núñez, fue considerada seriamente. Pero Núñez tenía en Madrid a su esposa, y se temió que, al reanudar las delicias del hogar, olvidara a la colonia. Por fin se votó enviar a Juan de Quicedo, el veedor. Quicedo gozaba de la consideración del rey, era inapto para el servido activo de las armas por su edad, conocía por experiencia los caminos burocráticos y era un baquiano en el descubrimien to y el comercio de las Indias. Además, su esposa, doña Inés — la robusta conquistadora— , permanecería en la colonia como garantía de su regreso. Entretanto, las funciones de su oficio serían desempeñadas por Andrés de Valderrábano, el escribano real. Un hombre anciano, viajando en un bergantín mal construido, corría riesgos indudables, por lo que debía haber un segundo procurador más jo ven y vigoroso. Después de muchas discusiones y mucho tira y afloja, reci bió la comisión Rodrigo de Colmenares. Tenía cierto derecho a ello como ex teniente de Nicuesa; y, como alegó, merecía la confianza de la Corona por sus trece años de servicios en mar y tierra durante las guerras de Italia. Sus intereses estaban ligados a la colonia, donde, por favor de Balboa, se había enriquecido con haciendas y naborías. Balboa tenía plena confianza en él, 160
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pero también, desgraciadamente, la tenían los enemigos del capitán, y con bastante Fundamento. Estos últimos, un grupo ambicioso que constituía la amenaza potencial de casi todas las minorías agresivas, no se habían mani festado aún de manera abierta, pero parece ser que lograron entenderse con Colmenares antes de su partida. Cualquier giro de la Historia nos hace pensar siempre en lo que hubiese podido ocurrir si... ¿Qué habría ocurrido de haber podido desplazarse Balboa a la corte? Quizá la total y sangrienta tragedia de la primera explotación del istmo se hubiera evitado; quizá Balboa, confirmado en su mando, hubiera descubierto la América Central y el Perú, llegando a la vejez honrado con los títulos de marqués y virrey de las Indias Extremas. Por otra pane, pudo tam bién haber Fracasado en su misión y ser retirado a la obscuridad de su provin cia natal; quizá nunca hubiera llegado a descubrir el Pacífico. Pero la Historia no admite hipótesis ni alternativas; los hechos son que Balboa permaneció en Darién y que Quicedo y Colmenares fueron a Castilla; el último, al menos, con la preconcebida y ardorosa determinación de suplantar a su jefe todo cuanto pudiese, por cualesquiera medios que encontrara a su alcance. Los vecinos hicieron una colecta para pagar sus gastos a los procurado res, así como un sueldo decoroso, y también el sacrificio — mucho mayor— de contribuir con unas cuantas fanegas de harina de maíz como bastimentos para el viaje. Después de cargar en el bergantín trescientos galones de agua potable, lo llevaron a la boca del estuario. Balboa entregó a los enviados sus relaciones, las peticiones de la colonia, quinientos pesos de oro en bruto de las minas para el rey y su bendición, viéndoles embarcar sin más preocu pación que la de que llegaran sanos y salvos. El 28 de octubre, con once tripulantes y tres miserables indios, Quicedo y Colmenares largaron sus re mendadas velas poniendo rumbo a la Hispaniola. Según Colmenares, sólo quedaban en Darién ciento sesenta españoles. Considerando las condiciones de la mar, el viaje Fue notablemente bue no. Después de la habitual detención en Maraca — donde la hospitalidad del cacique «comendador» seguía incólume, a pesar de los frecuentes abusos a que le sometían sus visitantes— , los procuradores llegaron a Santo Do mingo a las catorce semanas de zarpar de Santa María. No mucho después consiguieron pasajes en una armada que regresaba a España, adonde llega ron a principios de mayo de 1513. Colmenares y Quicedo emplearon su tiempo y sus talentos a un nota ble efecto durante las semanas que estuvieron en la Hispaniola, llegando a 161
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convencer a Pasamonte de que Balboa era un pendenciero sin escrúpulos que debía ser destituido de su puesto cuanto antes o, por lo menos, de que debía presentarse al rey. El tesorero escribió inmediatamente y con tal contundencia al monarca, que Su Alteza quedó muy impresionado. Diego Colón se opuso a esta ofensiva contra el hombre a quien había designado como su teniente en Tierra Firme, pero Colón estaba tan desacreditado por su conducta como por la insistencia de Pasamonte en afirmar que intentaba ejercer un control directo sobre el Continente, lo cual era bastante cierto. Los despachos de Darién y de Santo Domingo, unidos a los comenta rios y sugestiones de los oficiales de la Casa de Contratación, fiieron envia dos desde Sevilla al rey, en 19 de mayo, produciendo instantáneos resulta dos. Como Fernando estaba preparado para actuar en Tierra Firme, aunque pudiera desconcertarle la súbita m ita face de la opinión sobre Balboa, no dejaría de preocuparle. Antes de que los procuradores llegaran a la corte, a mediados de junio, tomó medidas para afrontar la situación. En efecto, tomó más medidas de las que los viajeros hubiesen querido, y, por lo menos Colmenares, encontró sus planes de poder reducidos a amargos sueños de ambición impotente. Volviendo a Darién, los días que siguieron a la marcha de los procu radores fueron tensos e inquietos. Los hombres hambrientos son siempre difíciles de manejar, y los vecinos de Santa María llevaban mucho tiempo padeciendo hambre. Muchos de los colonizadores, angustiados y con los nervios rotos, estaban medio persuadidos por el grupo rebelde que conspi raba para derrocar a Balboa. El número de los descontentos activos no era grande — tal vez diez o quince nada más— , pero una levadura de descontento positivo puede fer mentar una gran masa de resistencias pasivas, y, como siempre, había mu chos vecinos que guardaban el equilibrio, esperando a ver de qué lado caían las pesas, dispuestos a ayudar a los ganadores en el momento propicio. Los cabecillas de la conspiración eran los alcaldes y regidores del asiento, en quienes el sabor de la autoridad excitaba los apetitos: el bachiller Corral', cierto Alonso Pérez de la Rúa, Luis de Mercado y Gonzalo de Badajoz, más un escribano innominado que había sido tentado porque era pobre y joven. Innecesario es decir que la intriga fue revestida con las galas de las formas legales. Corral, Pérez y los demás urdieron fantásticas acusaciones contra Balboa, y el inexperto escribano puso su sello a lo que conspiradores llama ron «una pesquisa secreta». 162
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Diego del Corral, que había ido a Darién con Colmenares compar tiendo su actitud hacia Nicuesa y que, como él, permaneció disfrutando de prebendas en la colonia cuando el gobernador fue expulsado, era el alma de la facción. Hombre de buena cuna, conocedor de la ley y, a la sazón, de unos treinta años, no era lo que se dice un héroe: lo más cerca que parece haber estado de una entrada fue en un viaje de inspección al sur de Darién, en 1522, en el que tuvo el éxito de provocar a la rebelión a una tribu hasta entonces pacífica. Ninguna de sus hazañas es hermosa, y alguna, en cambio, singularmente fea, como cuando se puso en convivencia con un cacique hostil contra sus propios compatriotas. Su rasgo más notable era un talento infatigable para la calumnia. Puede ser que Vasco Núñez tuviese indirectamente conocimiento de lo que se tramaba contra él a través de aquel hidalgo poco delicado. Corral había olvidado a una esposa pobre, honesta y virtuosa que dejara en España por una fascinadora y joven espave de Bea, cacicato que se encontraba a cin co o seis leguas de Darién. Había bautizado a la india dándole el nombre de Elvira y vivió bajo su hechizo moreno durante doce años. Sin duda, aquellas dos favoritas, clásicamente bautizadas — Fulvia y Elvira— , se dedicaban a menudo a chismorrear y cambiar impresiones y, como hemos visto, Fulvia tenía bien informado a Balboa. Vasco Niíñez, cuyos defectos se observaban, se apuntaban en un libro de notas y se aprendían al dedillo, era el objetivo principal, aunque el primer paso fuera una tentativa de apoderarse de Bartolomé Hurtado. Hurtado, además de alguacil mayor de la colonia, era amigo de Balboa, por lo que constituía una buena táctica su eliminación. Además, Pérez de la Rúa sentía una antipatía especial por él. Advertido Balboa del proyecto, se adelantó y metió a Pérez en la cárcel. Apenas lo supieron los otros conspiradores empu ñaron las armas y salieron para liberar a su compañero. La cárcel de la colo nia era en aquella época una sólida jaula de madera colocada en el centro de la plaza. Cuando los rebeldes llegaron a ésta encontraron el camino cortado por Balboa y algunos de sus leales servidores. Mientras los dos coléricos grupos se enfrentaron el destino de la colonia permaneció unos minutos suspendido de una precaria balanza. Afortunada y sorprendentemente, los más sesudos hombres de entre los vecinos lograron hacerse oír. Los sensatos asentados advirtieron la locura que significada una batalla que no sería una victoria, pues los pocos que sobrevivieran caerían inevitablemente victimas de los indios. Traídos a 163
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la razón por la lógica de este argumento, los contendientes accedieron a un pacto. La paz se negoció con ciertas formalidades. Balboa prometió poner en libertad a Pérez y los rebeldes a no ocasionar más disturbios. Balboa cumplió su palabra, pero sus adversarios, antes de las veinticuatro horas, trazaron sus planes para una nueva revuelta. Empezaron por capturar a Hurtado, si bien se vieron obligados a dejarle marchar después de medio día de detención. Esto no quería decir que renunciaran a su proyecto, sino que, sencillamente, se decidían a realizarlo en su parte principal. Así, simplificado, tenía dos finalidades: deponer y encarcelar a Balboa, acusándole de mala conducta y fullería'en el reparto del botín ganado, y apoderarse de ese botín — 10.000 pesos de oro— para repartírselo a su capricho. Aquí tuvo Balboa un inspirado momento de duplicidad no habitual en él. Con pleno conocimiento de la renacida conspiración, fingió ignorarlo e hizo saber que aquella noche se marchaba a una cacería. En efecto, al atar decer salió para el monte, aparentando la más cándida confianza. Teniendo presente el contenido de la Tesosería, contaba con que los conspiradores aprovecharían la ocasión que se les brindaba para apoderarse de él sin di lación. En efecto, así lo hicieron, pero al robar la caja fuerte la división del tesoro suscitó tal alboroto que hubieron de enviar una delegación para bus car a Vasco Núñez. Escoltado hasta el asiento, donde fue recibido por una multitud armada que le aclamaba, no tuvo necesidad de vencer resistencia de los insurrectos. Su verdadero problema fue el de evitar las drásticas repre salias que algunos querían tomar contra ellos. Los revoltosos fueron encarcelados, y Balboa nombró a dos vecinos prominentes para investigar el asunto y redactar un acta acusatoria para enviarla a España. Habría hecho mejor en aprovechar la indignación pú blica en lugar de dejar que su cólera disminuyera, y, en su calidad de al calde mayor, abrir un rápido proceso con una conclusión predeterminada. No tenía poder para ejecutar sentencias de muerte, pero hubiese podido — con la aprobación general— enviar los reos a Colón, librándose de ellos. Desgraciadamente, Balboa era incapaz, por temperamento, de esta clase de precauciones; aunque severo en el calor de una disputa, nunca guardaba rencor una vez que parecía terminada. Ahora se ablandó pronto y puso a los presos bajo custodia de los frailes franciscanos, conservando en la colonia a unos enemigos que, andando el tiempo, habrían de hacerle mucho daño. 164
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Sin embargo, hasta Balboa reconocía la venenosa capacidad del bachiller Corral, que atribuía en gran parte a su profesión. A juicio de Balboa, la afición a embrollar las cosas era, en general, un defecto inherente a los abogados. «Una merced quiero suplicar a Vuestra Alteza me haga — escribía al rey poco después de la fracasada revuelta— , porque cumple mucho a su servicio, y es que Vuestra Alteza mande que ningúnd bachiller en Leyes ni otro ninguno, si no fuere de Medecina, pase a estas partes de la Tierra Firme so una grand pena que Vuestra Alteza para ello mande proveer, porque ninguno Bachiller acá pasa que no sea diablon i tiene vida de diablos, e no solamente ellos son malos más aún fasen i tienen forma por donde haya mili pleitos i maldades». Esto era hablar claro, pero no más que otras quejas que llegaban al rey acerca de los abogados que infestaban la Hispaniola. No obstante, si Balboa, al escribir tales palabras, hubiera tenido la experiencia que adquirió dos años después, hubiera empleado términos mucho más fuertes. El socorro llegó a fines de diciembre, en cuya época, como Balboa seña laba, los colonizadores estaban «tan a) cabo que si mucho tardara el remedio, quando viniera no fuera menester porque no hallara que remediar segund la hambre nos ha tratado». Fue traído desde la Hispaniola por dos naves, al parecer, el bergantín y la carabela que Colón había asegurado al rey (en octubre de 1512) estar preparando para despacharlos a Tierra Firme. Si, en efecto, fueron estas naves, el mérito de Colón se limitaría a librar una licencia, al menos con respecto al bergantín. La pequeña embarcación reali zaba una aventura mercantil privada a costa de su armador, un baquiano de la Hispaniola llamado Sebastián de Ocampo. Hidalgo, piloto y hombre acaudalado, Ocampo había ido a las Indias con Colón en 1494, viviendo en ellas desde entonces, no del todo por su voluntad. En 1501 un tribunal español le condenó a muerte in absentia, a causa de cierta cuestión con Juan de Velázquez, y los soberanos, movidos por ciertas razones — Ocampo había sido criado de la reina— , conmutaron la sentencia por la de destierro perpetuo en los reinos del Nuevo Mundo. Debió ser indultado más tarde. Aparentemente, en 1508, no tenía tacha legal alguna cuando el gobernador Ovando le comisionó para circunnave gar Cuba y comprobar sí era una isla (2); luego se asoció para negocios con Pasamonte, y cuando fue a Darién planeaba un subsiguiente viaje a Casti lla. Conocía a todas las personas importantes de la Hispaniola, habiendo participado con muchas de ellas — incluso con Nicuesa— en actividades 165
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mercantiles. Pudo haber sido amigo de Balboa en la isla o estar solamente predispuesto a su favor por su origen gallego, argumento suficiente para el regionalismo de los españoles. Sea como fuere, lo cierto es que se convirtió en confidente y aliado de Balboa durante su estancia en Santa María. . Las Casas, confundiendo estos dos barcos con otros que fueron a Darién algunos meses después, dice que habían sido enviados por cuenta de las au toridades de Santo Domingo con ciento cincuenta nuevos asentados. Dice también que llevaron a Balboa el nombramiento de capitán general de la colonia, que se decía haber sido expedido por Pasamonte en virtud de una amplia autorización de Fernando para nombrar oficiales en Tieria Firme. «Fué inestimable el gozo y el placer que Vasco Núñez resabió de verse ya con autoridad del rey — añade Las Casas— o de quien su autoridad tenía, por capitán general sublimado, porque hasta entonces, por fuerza y por ma ñas, tenía la superioridad sobre los españoles usurpada». Esto es totalmente erróneo. Balboa gobernaba por nombramiento de Colón desde septiembre de 1511, y si sus emociones al recibir del rey el nombramiento de capitán general (para conferir el cual jamás tuvo pode res Pasamonte), fueron, sin duda, todas las que el cronista describe, no las experimentó en aquel momento. Esto está aclarado por el texto de su mo numental carta a Fernando, fechada en 20 de enero de 1513 y enviada con Ocampo. Contesta a la cédula de Fernando acerca de la recogida de los hombres en Nombre de Dios, en la cual, es cierto, el rey se dirigía a él lla mándole «nuestro capitán», pero es evidente que no vio otra cosa en el título que la aquiescencia al nombramiento provisional de Colón, porque si no no hubiera dedicado tanto espacio a esforzarse en conseguir la aprobación real como jefe de Darién. Procuraba no llamarse a sí mismo otra cosa que alcalde mayor. Mencionaba la ayuda oficial sólo para lamentar su ausencia, y, respecto de los nuevos reclutados, sólo subrayaba que eran necesarios. Lo que sí decía era que el asiento, «tan mal socorrido de la isla como si no fuéramos cristianos», había sobrevivido únicamente gracias al favor divino y a su buena industria, y que, de los lamentablemente escasos vecinos dejados en la colonia, sólo un centenar eran aptos para la guerra (3). Por entonces Balboa debió tener idea de las relaciones de Quicedo y Colmenares con los vecinos insubordinados y, por tanto, de lo que los pro curadores dirían acerca de su mando en Darién. Supo que sus enemigos te nían el propósito de enviar su «pesquisa secreta» a Castilla. Su contrainforme habría llegado, desde luego, al mismo tiempo, pero era dudoso que tuviese 166
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fuerza suficiente para desmentir los informes de sus adversarios, sostenidos por dos valedores de carne y hueso. Lo que necesitaba, pues, era un buen representante personal que contrarrestase a Colmenares y Quicedo, por lo que consideró el tener a mano a Sebastián de Ocampo como otra prueba especial de la gracia que Dios le dispensaba. Es probable que la propuesta de Balboa a Ocampo de que actuara como procurador suyo ante el rey fuese acompañada de alguna promesa de subs tanciosa recompensa en caso de éxito. Pero Ocampo no era hombre que aceptase una misión semejante por puras razones mercenarias. Sólo el hecho de aceptarla (sin decir nada de su conducta subsiguiente) es buena prueba de que estaba convencido de la nobleza de Balboa. Asf, cuando dejó Santa María, llevaba 370 pesos de oro de las minas para el rey, algunas muestras de productos indígenas, un esclavo marcado para que explícase los métodos de los nativos para lavar el metal y plenos poderes para negociar con el rey en defensa de Balboa. No fue culpa suya que el cuidado plan saliera mal, ni que las pruebas y alicientes ofrecidos por Balboa llegaran al rey demasiado tarde para ser debidamente aprovechados.
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Balboa no era un escritor pulido, pero sí notablemente prolijo. Los des pachos que dirigiera al rey en enero fueron cinco, por lo menos, de su puño y letra, de los cuales sólo uno — la carta general, fechada el 20 de enero— ha sobrevivido. Los otros fueron: otra carta «haciendo saber... todas las cosas sucedidas en estas partes», un memorial dedicado a las faltas y errores de Nicuesa, una «relación de todas las cosas que acá han pasado» y «una pesquisa e información de mi vida i de mi mui leales i grandes servicios que en estas partes de las Yndias y Tierra Firme i otras provincias en que agora estamos yo he fecho a Vuestra Alteza». Nada puede compensar la pérdida del relato de lo sucedido en Darién o del memorial conteniendo la vida y servicios de Balboa o de los demás informes y cartas al rey y a los oficiales de la Corona desaparecidos menos uno. Veinticinco de ellos se conocen por referencias o por extractos de las secretarías, pero los originales y copias textuales desaparecieron pronto de los archivos igual que su correspondencia con la Hispaniola y todos los do cumentos utilizados por él en Darién. Tan completa desaparición sugiere que los dos que fueron conservados escaparían de otra revisión por algún descuido que debemos agradecer. La carta de enero de 1513, sin ser la rela ción más importante de Balboa — la cambiaríamos muy gustosos por la que describía la expedición del Pacífico e incluso por la amplísima que redactó en 1514. Para guía de su sucesor— , incluye bastantes datos sobre todo. Por otra parte, es un trozo de escritura singularmente revelador. De sus páginas surge Balboa en un retrato de candorosa naturalidad: bravo, fértil en recur sos, ambicioso, rectilíneo; un magnífico caudillo fronterizo con una inteli gencia considerable, un sentido común poco frecuente y la misma finura diplomática que un obstinado elefante. 169
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La carta se compone de un cincuenta por ciento de información imper sonal, un veinticinco por ciento de proyectos y otro veinticinco por ciento de solicitud a la Corona de un nombramiento de capitán general en Darién. Estas proposiciones no se advierten a simple vista porque Balboa, que cla ramente desdeñaba los borradores y los retoques, puso lo que quer/a decir como se le ocurría..., y los argumentos en favor de un nombramiento real se le ocurrían con gran frecuencia. Las declaraciones de sus méritos y los relatos de los defectos de sus predecesores se insertan en cuanto hay ocasión — y, a veces, también, si no la hay— , y, como ambas cosas se hacen a paletadas, el efecto es un poco obsesivo. Debemos admitir honradamente que cuando Balboa hace esto no aparece en su mejor aspecto, al menos a los ojos moder nos. Por otra parte, es posible que sus contemporáneos, acostumbrados al intemperante y prolijo estilo de la época, no lo encontraran pesado. Nadie esperaría humildad en el candidato a un oficio, y menos en las Indias, donde el humilde nada conseguía y la flor de la modestia se pisoteaba fatalmente. Hojeda y Nicuesa, decía Balboa, habían sido irresponsables, crueles e incompetentes. Nicuesa, sobre todo, había eludido el mando en las entradas peligrosas o meramente arduas, traspasando sus deberes de jefe a sus subor dinados, con el resultado que cabía esperar. Ninguno de los gobernadores pensó jamás en la seguridad de las gentes que tenían bajo su mando ni sintió compasión por sus sufrimientos, antes al contrario, les trataron como esclavos, agravando su tiranía a veces con ostensibles favoritismos. Además, se negaron a repartir ni un real del botín entre los compañeros a quienes correspondía, por lo cual los hombres «de cuya cabsa todos andavan tan desabridos que aunque vían el oro par de sí no lo querían tomar, sabiendo que havían de haver poca parte dello». Tal proceder en un capitán sería perjudicial en cualquier parte; en un país como la Tierra Firme era fatal. Ar quitectos de sus desastres, Nicuesa y Hojeda nada positivo habían realizado, y entre los dos perdieron ochocientos hombres que, en su mayor parte, no recibieron cristiana sepultura. (Mucho — si no todo ello— era bastante cierto, pero Balboa pudo ha ber suprimido el pasaje en que decía que «ambos tenían tanta presunción i fantasía en sus pensamientos que les paresce ser señores de la tierra i desde la cama han de mandar la tierra i governar lo que es menester, i ellos ansí lo 6sieron, i de que acá se hallaron creyeron que no havía más que hacer de darse a buen vicio». La ¡dea de los gobernadores entregados al ocio y la lascivia en San Sebastián o en Veragua debió producir risa en Castilla). 170
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En contraste con todo esto, él, Vasco Núñez, había sido siempre dili gente para todos los trabajos. «Nunca de noche i de día pienso sino cómo me podré valer i dar buen recabdo i poner a mí i a esta poca gente, que Dios aquí nos echó, en cobro...» «Yo he procurado de nunca fasta oy haver dexado andar la gente fuera de aquí sin ir yo adelante...» «Yo tuve tanto cuidado de la gente que dexaba en su asiento (Nicuesa) como si a mi cargo estoviera i lax hoviera de Castilla de mano de vuestra mui Real Alteza». «Yo señor he procurado de contino de hacer que todo lo que sea havido fasta hoy de lo hacer mui bien repartir, ansí el oro como guanin i perlas saca do lo que pertenesce a Vuestra mui Real Alteza». «Principalmente he procu rado, por doquiera que he andado, que los Yndios desta tierra sean muy bien tratados no consintiendo hacerles mal ninguno tratándoles mucha verdad dándoles muchas cosas de las de Castilla por atraerlos a nuestra amistad». Si la situación de la colonia era todavía precaria — declaraba Balboa— , la culpa era del desgobierno anterior y del presente olvido; pero, si no fuera por sus esfuerzos y habilidad, «fuera maravilla quedar ni estar en esta villa ninguno ni en esta tierra». Las cosas no habían sido fáciles, ni a Balboa le interesaba que lo pare cieran. Las marchas «por ríos i ciénagas i montes i sienas», las infernales noches y días en que se exponían mil veces a la muerte, las repetidas crisis en las que llegaban a pensar en que iban a morir de hambre, la desolación de un puesto dejado perder por quienes tenían órdenes de sostenerlo, se pintan con sencilla fuerza. Sobre este fondo exponía lo que «con buena industria i mucho trabajo con la buena bentura» había descubierto. Que todo ello no eran frases huecas lo probaban los hechos que presentaba; Su Alteza no tenía más que comparar la actuación de Balboa con la de los gobernadores para ver quién le había servido mejor. Una vez establecidas sus cualidades con la mayor elocuencia posible, Balboa añadía un último y trascendental argumento para conservar su car go: el manifiesto designio del Todopoderoso. Dios, que había hecho a Fer nando Señor de la Tierra Firme y conservado a Santa María del Antigua a pesar del mundanal abandono, había elegido también como su instrumento a Vasco Núñez de Balboa, «por lo quoal yo le doi muchas gracias i loores todos los dias del mundo i me tengo por el mas bienaventurado hombre que nasció en el mundo, i pues ansí Nuestro Señor ha seído servido que por mi mano primero que de otro se hayan fecho tan grandes principios, suplico a Vuestra mui Real Alteza sea servido que yo llegue al cabo de tan grand 171
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jomada como esta». Fernando haría bien en secundar la divina intención: «Yo me atrevo a tanto mediante la bondad de Nuestro Señor de descobrir cosas tan altas i a donde puede haver tanto oro i tanta riqueza con que se puede conquistar mucha parte del mundo, i si de esto Vuestra mui Real Magestad es servido para en las cosas que acaso menester de hacer, déxeme Vuestra mui Real Alteza el cargo, que yo tengo tanta confianza en la misericordia de Nuestro Señor que le sabré dar tan buena maña i in dustria con que lo traya todo a buen estado e Vuestra mui Real Alteza sea mui servido, i quando esto no hiciere no tengo mejor cosa que mi cabeza que pongo por prenda». En las cuestiones prácticas Balboa muestra una condición diferente. En efecto, cuanto más prácticos son los asuntos de que trata, mejor apa rece. Sus datos geográficos son extremadamente buenos, a pesar de que todos los recibió en lenguas desconocidas y se referían en gran parte a re giones que aún no le había sido posible visitar, «porque llega hombre fasta donde puede i no fasta donde quiere», señala. Muchos de sus cálculos de distancia varían en muy escasas millas de las mediciones científicas. Cuan do se extiende en descripciones de lo que ha visto en el valle del Bayano y en el del Atrato, es a la vez exacto y vivaz. Si algunos de sus informes sobre minas y tesoros son demasiado optimistas, tiene excusa: creía en lo que los indios le decían de ellos y sabía que el futuro del asiento dependía de ha cérselo creer también al rey. El oro era todavía la única razón convincente para persuadir a sostener una colonia en aquella región remota y salvaje y el único aliciente para enviar a los hombres a jugarse la vida. Se tenía noticias de que todos los ríos de la vertiente del Pacífico y muchos de los de Careta, Comogra, Pocorosa y Tubanamá arrastraban hermosas pepitas de oro. El mismo Darién poseía muchas ricas minas; veinte riachuelos auríferos habían sido identificados al sur del asiento y treinta más salían de la sierra a sus espaldas. Incluso de Abanumaque, tan inaprovechable cuando se descubrió, decíase ahora que era una tierra llena de promesas. Las minas de fantástica riqueza de la cordillera andina al este de Dabaibe tenían fama de producir pepitas tan grandes como naranjas, y todo el alto Atrato no era sino un vasto campo aluvial de oro. La recogida del precioso metal — añadía Balboa— era sencillísima por los métodos indígenas con bateas o hasta con finas redes. En algunas partes se obtuvieron buenos resultados con sólo quemar las hierbas en las áreas previamente inundadas. 172
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(1.a información sobre las minas de la cordillera y el alto Atrato era bastante exacta. Por desgracia, los hombres de Darién nunca fueron capaces de comprobarla y otras fuentes más accesibles defraudaron las esperanzas de Balboa. Los españoles eran infatigables cateadores y durante la vida de la colonia hicieron cientos de denuncias de yacimientos, pero sólo fueron capaces de extraer del istmo oriental, entre 1511 y 1520, unos 41 ó 42.000 pesos de oro bruto legalmente registrado). Las metas de Balboa eran el otro mar y la áurea cordillera. En su opinión, ambas podían ser explotadas sólo con la ocupación de dos posiciones claves: Dabaibe (buena presa por sí misma) y Tubanamá sobre el Bayano. Trazando su programa y especificando lo que necesitaba para llevarlo a efecto, escribía con aguda y casi sucinta desenvoltura. Aquí ya no rogaba o trataba de persua dir al rey, sino que le hablaba casi de igual a igual al escribir estas palabras: «Como persona que ha visto las cosas destas partes i que más noticia tiene de la tierra que fasta agora nadie ha tenido, i porque deseo que las cosas de acá que yo tengo principiadas florescan i vengan al estado que con viene al servicio de Vuestra mui Real Alteza, le quiero hacer saber lo que para el presente conviene i es menester de mandar proveer, i esto es para el presente fasta que la tierra se sepa i se vea lo que hai en ella, lo principal es menester que venga mili hombres de los de la isla Española porque los que agora viniesen de Castilla no valdrían mucho fasta que se fiziesen a la tierra, porque al presente ellos se perderían i los que acá estamos con ellos. Habrá Vuestra mui Real Alteza de mandar proveer que esta tierra por el presente se provea de bastimentos por mano de Vuestra mui Real Alteza i esto cumple para que la tierra se descubra i sepa los secretos della, i en esto se harán dos cosas una ganarse han muchos dineros en las mercaderías, i la otra principal es que estando la tierra proveída de bastimentos se podrán hacer descobrir grandes cosas i en mucha cantidad de riquesas como por la obra se parecerá mediante Dios, i juntamente se ha de proveer que a la contina haya acá mucho adrezo para hacer navios pequeños para los ríos... Es menester que vengan al gunos maestros que sepan hacer vergantines... que se trayan docientas vallestas mandadas facer fechizas muy fornidas las cureñas i las goarniciones... ha de mandar Vuestra mui Real Alteza proveer que se hagan dos docenas de tiros de metal porque los de fierro se perdieran... Es menester que en la provincia de Davaibe se haga una fuerza en veniendo más gente la más fuerte que se pueda hacer porque es tierra muy poblada de mala gente: hase de hacer 173
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otra fuerza en las minas de Tubanamá en la provincia de Comogre porque ansimismo hai mucha gente i es tierra mui poblada... Ha de mandar Vuestra mui Real Alteza que vengan los maestros para aderezar las vallestas porque cada día se desconcierta a cabsa de las muchas aguas: en todo lo que digo se ganarán dineros i no ha de costar a Vuestra mui Real Alteza cosa ninguna más de mandar proveer de gente la que es menester, que yo me atrevo me diante Nuestro Señor hacer todo lo que en estas partes conviene a servicio de Vuestra mui Real Alteza mui poderoso Señor». Las ideas de Balboa respecto a las embarcaciones adecuadas para navegar en el Atrato eran tan definidas como sus otros planes concretos. La explora ción — decía— sólo podía hacerse en las piraguas indígenas no más anchas de treinta pulgadas, ya que los estreçhos canales obstruidos por la vegetación que era preciso atravesar para alcanzar suelo firme estaban cerrados para las barcas grandes. No obstante, para servicios de posexploración, proponía la construcción de algunas del tipo de las fustas comunes en España, anchas de ocho palmos y lo bastante largas para ser movidas por veinte remos; también llevarían una vela que se utilizaría en la estación de los vientos alisios del Nordeste, en la que los barcos de siete toneles de capacidad pueden navegar a vela por el río si se les ayuda con remos por una de las bandas. Por su lado, los colonizadores habían formulado ciertas peticiones ex presadas en un documento aparte, la mayor parte de las cuales — decía Bal boa— sería convenientísimo conceder. Los vecinos deseaban permiso para tomar como esclavos a los indios de Caribana y las tierras bajas al este del Atrato hasta Dabaibe y, puesto que sería imposible dominarlos en Darién, venderlos o cambiarlos en las Antillas. La concesión estaría plenamente jus tificada, — encarecía Balboa— , porque los indios en cuestión eran caníbales, totalmente inaprovechables, asesinos de cristianos y, en general, más mere cedores de total exterminio que de la servidumbre en el destierro. Una vez lejos de su país, podían ser utilizados ventajosamente por los españoles de otros asientos, quienes, a su vez, podrían enviar a Tierra Firme sus díscolos cautivos. Exagerando sus argumentos — y a pesar de sus constantes afirma ciones de bondad con los indios— sugería ampliar el proyecto para incluir en él a los nativos del oeste del golfo de San Blas con el curioso pretexto de que su tierra era abrupta, selvática, incomunicada y estéril. Secundaba otras peticiones colectivas. La primera era que el quinto so bre las cabalgadas se redujera de un cuarto a un quinto. Balboa aconsejaba al 174
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rey acceder a esta demanda en interés suyo, pues los hombres estaban reacios a exponer sus vidas en entradas, a menos que las ganancias fuesen altas, y ya se sabía que lo hecho de mala gana nunca resultaba bien. La segunda era menos importante: que algunas cosas, tales como ropas y efectos caseros, pudieran importarse libres de impuestos. Antes de terminar, Balboa hacía una recomendación y una vibrante sú plica. Con respecto a la reciente y frustrada rebelión, encarecía que los reos fuesen castigados no sólo para vindicar su autoridad, sino también como política necesaria, sin la cual «ningún Gobernador de los que acá pasasen por Vuestra Alteza nunca los faltarían rebueltas». La súplica era que se pro hibiese la entrada en la colonia a aquellos demonios en forma humana que eran los abogados en ejercicio. Los dos barcos de la Hispaniola abandonaron Darién en la semana última de enero, llevando, además de los despachos de Balboa, las repre sentaciones del fracasado grupo rebelde. Estas últimas parece que eran: el escrito de la llamada «pesquisa secreta» organizada por el inventor de las iniquidades Diego del Corral; que constituía un acta de acusación contra Vasco Núñez; una petición de que fuese nombrada para capitán general de la colonia alguna persona prominente; y una o varias cartas para Colmenares, destinadas a suministrar «municiones» para la campaña contra Balboa en la Corte. Sebastián de Ocampo llevaba un poder nota rial como procurador de Balboa, definiendo con claridad los asuntos que debía tratar con el rey y — probablemente para su uso particular— un voluminoso memorial de «toda la verdad» comunicada por su principal en sus conferencias. Ocampo tomó muy en serio su obligación. La lástima fue que la suerte no acompañara a su lealtad. Nunca logró ver al rey, y, aunque fue capaz de asegurar la tardía entrega de las cartas de Balboa, cuando éstas fueron leídas, ya los acontecimientos las habían superado. Detenido en Cuba en el viaje de vuelta de Darién, no alcanzó la Hispaniola hasta octubre y cuando al fin llegó a España cayó gravemente enfermo. Durante meses, mientras permaneció imposibilitado en Sevilla como huésped de su primo Alonso de Noya, continuó planeando un viaje a la Corte. Aprovechándose del privi legio concedido a los valetudinarios, compró una muía de silla ambladora para trasladarse a Valladolid. En junio de 1514 Ocampo supo que ya nunca podría ir a ningún sitio. Llamó a un notario para transferir sus poderes como procurador de Balboa 175
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a su primo Noya y a Francisco de Cobas, auxiliar de la secretaría real para las Indias, encargándoles tratar con toda diligencia de «todas las cosas e casos en la dicha carta de poder contenidos y non más». Y, por no poder firmar a causa de su dolencia y su debilidad, hiriéronlo por él los testigos. Aun así no podía morir tranquilo, por lo que llamó otra vez al notario y le dictó una carta para Noya — por entonces ausente de Sevilla— en la que repetía sus instrucciones para representar a Balboa, comprometiéndose a sí mismo a pagar una indemnización de 50.000 maravedís si no se cumplían todas sus partes, y prometía a Noya por sus trabajos «my muía pardilla que yo tengo ensyllada y enfrenada e más cuarenta ducados de oro». Esto es todo en realidad, aunque la carta sea muy extensa. Leyéndola parece oírse la voz cansada y balbuceante, repitiendo una y otra vez las mismas exhortaciones y promesas, en una creciente confusión de urgencias, previsiones jurídicas y muías pardas. Pocos días después, murió. ¡Fiel y honrado caballero aquel Sebastián de Ocampo! Nos gustaría saber que Balboa había llegado a cono cer toda su ñdelidad. Los primeros meses de 1513 transcurrieron en Santa María relativa mente serenos y casi sin cosas dignas de mención. Con la excepción de una larga anécdota a propósito de un «tigre» merodeador — episodio que lo mismo pudo ocurrir más tarde— , los acontecimientos pueden completarse a retazos por referencias sueltas en documentos legales, cédulas y «probanzas de méritos», limitados casi enteramente a naves y a colonizadores recién llegados. (El «tigre» era, por supuesto, un atrevido jaguar, cuyas incursiones noc turnas diezmaban las exiguas existencias de animales domésticos y hasta se creía que había causado alguna víctima humana. Al fin fue atrapado en un cepo disimulado y muerto a pedradas. Los vecinos se comieron su carne que aseguraron ser como la de buey — lo que indica el tiempo que llevarían pri vados de ésta— y curtieron la piel para enviársela como regalo — interesante pero maloliente— a Colón. Siguiendo su rastro se llegó a la madriguera de la alimaña, en la que hallaron dos cachorros recién nacidos, cuya madre, por fortuna estaba ausente. Las crías fueron llevadas al asiento, donde les pusieron collares de hierro bien remachados y cadenas, volviéndolas a llevar a su cubil. Investigaciones posteriores descubrieron los collares y las cadenas, pero ningún vestigio de la «viuda» y los «huérfanos» del «tigre»). Poco después de la partida de las naves de Ocampo llegó una carabela de la Corona conduciendo a Alonso de Quiroga, quien primeramente ha176
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bía sido nombrado veedor de rescates y fortificaciones en Veragua. Quiroga recogió 849 pesos en guanines para el quinto real, emprendió el regreso a la Hispaniola y no se volvió a oír hablar de él (1). El próximo navio que apareció fue la carabela Chapinera — maestre, Alonso Martín Aparicio— , procedente de la Hispaniola con un cargamento de tocino y cazabe. Otras dos carabelas reales — Santa M aría y San Juan— llegaron después con toci no y harina de la Hacienda real por valor de casi mil pesos que enviaban los oficiales de la Hispaniola; ambas se perdieron en el viaje de regreso, una en Cuba y otra en la costa de Yáquimo. Nadie menciona que hubiese habido augurios de mala estrella aquel año, peto los marineros debían creerlos, pues otra nave que llegó más adelante naufragó en la boca del estuario. Pertenecía a Juan de Castañeda, quien la pilotaba, y se salvó con cuarenta hombres que iban a asentarse en Santa María. Las fechas de estas llegadas no se conocen con exactitud, pero las épo cas aproximadas pueden deducirse por los indicios esparcidos en diversos documentos y cartas. Lo mismo puede decirse de la armada más impor tante llegada a Darién en 1513. Consistía en dos barcos — posiblemente las dos mencionadas carabelas Santa M aría y San Juan— despachados por los oidores que acababan de establecerse en Santo Domingo con amplios poderes para suplir y refrenar el gobierno de Colón. Las naves llevaban un gran número de nuevos colonizadores — cuatrocientos según Juan de Ledesma, que pilotaba una de ellas, y ciento cincuenta según el cálculo, más aceptable, de Las Casas— , conducidos por un experto marinero llamado Cristóbal Serrano, entre los que figuraba un acaudalado hidalgo llamado Diego Hernández. Serrano y Hernández, dos buenos hombres que llega rían a ser prominentes en la colonia, eran dos tipos muy distintos. Serrano — hombre prudente, esquivo y de pocas palabras, que ya había conseguido una próspera situación en la Hispaniola y en Tierra Firme— se reveló como capaz conductor de expediciones y agradablemente adverso a politiqueos y maniobras. Hernández era un joven culto, diligente y de buena conducta. Había ido de Sevilla a la Hispaniola con Nicuesa, librándose providencial mente por una enfermedad de seguir a Veragua, y ahora llegaba con varios criados, armados y equipados a la perfección. Balboa le nombró escribano de justicia y documentos públicos. Aun cuando no hay noticias ni siquiera del mes en que las carabelas de los oidores llegaron a Darién, lo más probable es que no fuese antes de junio. En cualquier caso, supusieron un gran cambio en la colonia, pues Serrano 177
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entregó la cédula del rey nombrando capitán de Sus Altezas y gobernador interino de Tierra Firme a Vasco Núñez de Balboa (2). Éste (ue el momento de regocijo de Balboa. Aunque le habla sido con ferido el mando por voto popular primero y luego por comisión del virrey, ninguna de las dos fuentes de su poder era suficientemente sólida. Los pro cedimientos democráticos se prestaban a derribar con facilidad lo mismo que se había elegido, y la validez de cualquier designación para Tierra Firme hecha por Colón podía ser puesta en tela de juicio por varias razones. La verdadera autoridad sólo procedía de la Corona. Por otra parte, sin una jerarquía designada por el rey, la colonia existía en una especie de Limbo oficial. El nombramiento real seguramente produjo un inmenso placer a Balboa, pero también satisfaría a los vecinos, que comprenderían que ahora Santa María tenía identidad y estado legal. «Con este gozo y alegría, que de este socorro y favor y ayuda rescibió Vasco Núñez, con poco que le rogaron que por albricias los presos soltase, lo concedió, y fueron sueltos y recon ciliados con él los que le querían mal — escribe Las Casas— ; no sabré si la reconciliación era ficta, o de verdad». Los momentos sin nubarrones siempre son fugaces, y éste fue empañado pronto por una sombra de futuros acontecimientos. Poco tiempo después, o acaso por las mismas naves, Balboa recibió cartas indicadoras de que su tenencia sería corta. Se ha presumido que el informador fue Zamudio — cosa muy proba ble— y que el contenido de su carta era que el rey, influido por Enciso, se había puesto bruscamente en contra de Balboa, lo que no es cierto. Enciso no influía seriamente sobre nadie en aquella época y menos que nadie sobre el rey, que se hallaba ocupado en una guerra y pasó los últimos cinco meses de 1512 en el campo de batalla. Fernando no dio en todo ese tiempo señal alguna de desagrado hacia Balboa. Lo que Zamudio pudo decir era que el rey, importunado por tres años de fracasos, conflictos y confusión en Tierra Firme, y dudoso de Colón, estaba resuelto a dar un nuevo rumbo a las cosas, nombrando un gobernador de posición inexpug nable y ajeno a las distintas facciones. En efecto, a fines de 1512 se había ofrecido el puesto a un caballero de Ávila, el comendador don Diego del Águila, hombre noble y tan neutro que se sabe de él muy poco más que la extrema religiosidad de su familia. Águila declinó el nombramiento, pero cabía suponer que Su Alteza seguiría buscando a alguien que fuese a la vez elegible y dispuesto a aceptar. 178
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Fue una información desagradable, tanto más porque, indudablemente coincidiría con las noticias de lo que Colmenares y Quicedo habían estado haciendo en Santo Domingo y de que el almirante joven con sus peticiones mcgalomaníacas, estaba forzando una decisión del rey. En efecto, Colón había llegado a un punto donde se podía sospechar con fundamento que intentara un golpe en Tierra Firme. La perspectiva no era, pues, como para que Femando prolongara en las Indias un régimen heterodoxo bajo un go bernador provisional. Tal vez se hubiera nombrado ya un nuevo capitán general y, quienquiera que fuese, llevaría seguramente sus subalternos y un gran número de partidarios. El orden establecido en Darién sería barrido, y otro caudillo y otros soldados descubrirían las altas cosas y las grandes riquezas, cosechando los laureles que no habían sembrado. Considerando todo esto, Balboa tomó una decisión trascendental. Se lo jugaría todo a una carta — magnífica— ahora que sus hazañas tendrían el peso y el lustre de su posición reconocida como representante del rey. Cru zaría las montañas y descubriría el otro mar. Los hombres de Santa María aprobaron el plan. Si la empresa era arries gada, la recompensa bien valía la pena. La ventaja de ganar el oro y la gloria antes de que una avalancha de advenedizos $¡n mérito alguno llegara para apropiárselos, era evidente. El más iletrado de los compañeros hacía el senci llo cálculo aritmético de dividir el botín entre los pocos que ahora eran y los que podían ser cuando llegasen unos cientos de copartícipes extraños, y no le cabía duda. Las provincias de la otra costa les habían sido descritas como poderosos Estados, pero, ¿cuándo los soldados de Castilla habían vacilado a lo largo de la conquista en invadir un país por poderoso que fuera, si se les prometía por anticipado el galardón del oro? Además, también se les había dicho que los habitantes de la costa sur eran amables y corteses, y la expe riencia demostraba que la cortesía y la amabilidad de los nativos contribuían notablemente a su propia ruina. Si Tubanamá les cerraba el camino con una fuerza de mil hombres, la esquivarían y evitarían pisar Tubanamá. En aquel momento las condiciones de Santa María eran las más favorables que había conocido en su tormentosa existencia. El asiento tenía alrededor de cuatrocientos españoles, que — circunstancia insólita— llevaban varios meses bien alimentados. A lo largo del «mar del Norte» los indígenas hasta Pocorosa eran amigos y se podía contar con su asistencia; las tribus hostiles del Atrato podrían, andando el tiempo, intentar otra ofensiva, pero hasta entonces no se habían recuperado lo suficiente de la derrota del pasado año para constituir 179
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una seria amenaza de la guarnición que se dejara en Santa María. En resu men: si los vecinos querían obtener un éxito, había de ser ahora o nunca. Una vez que la expedición fue convenida, comenzaron los preparativos. Se decidió lanzarse a través de las montañas desde Careta cruzando Ponca, avisando al cacique Chima para que tuviese preparados guías y porteadores. Doscientos hombres recibieron órdenes de permanecer en el asiento. Entre éstos figuraban — como es natural— todos los complicados en la frustrada insurrección, pues la reconciliación no era tan amplia como para admitirlos a participar en la ganancia y la gloria de aquella suprema cabalgada. A me diados de agosto, una columna de transporte formada por esclavos y nabo rías fue enviada a la aldea de Chima, adonde los expedicionarios irían por mar en nueve canoas y un barco pequeño (3). El último día de agosto, ya con todo dispuesto, los hombres que iban a partir oyeron una misa especial, confesando y comulgando. El jueves 1 de septiembre, Balboa, con ciento noventa compañeros ele gidos (4), embarcó en la boca del río y zarpó para Careta, el Pacífico y la Inmortalidad.
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XIV
La ruta escogida por Balboa tenía varias desventajas, no siendo la menor la de conducir a la pane más pobre de la otra costa. Era más ardua que la del Bayano y menos poblada. Pero era corta y relativamente segura por no atravesar aldeas ¡mponantes; el puerto de poca altura entre Careta y Ponca se podía recorrer en dos días y los guías de Chima estaban familiarizados con el terreno. Existe una tendencia muy corriente a pensar que Balboa, adentrándose en un espacio desconocido, luchó durante casi un mes de ininterrumpida marcha para llegar, con absoluta sorpresa, hasta un océano totalmente ignorado. Conviene, pues, recordar que no sólo sabía lo que iba a descubrir, sino también, gracias a sus amigos indígenas, casi todo lo que encontraría a lo largo del camino. Además, aunque tardó veintidós días en alcanzar el Pacífico, sólo empleó nueve o diez en marchar. Las nueve canoas llegaron a Careta el 4 de septiembre y el navio un día después. Vasco Núñez no perdió el tiempo en agradables tratos sociales con su casi suegro. Deseaba avanzar y triunfar antes de que el espectro de otro gobernador pudiera materializarse para desjarretar su aventura. La urgencia que le hizo emprender la entrada a despecho de la estación — el «invierno» tropical estaba a punto de empezar— le impulsó a abandonar la aldea de Chima antes de las veinticuatro horas de llegar a ella. La mitad de los hom bres traídos de Santa María fueron designados para permanecer en Careta, convertida en campamento base. La otra mitad constituyó la verdadera fuer za exploradora: noventa y dos hombres de armas y dos sacerdotes, compro metidos a ganar un océano con todas sus costas para su rey (1). La pequeña compañía de españoles iba escoltada por centenares de cria dos, porteadores, mujeres y familiares indios. Alineada de uno en uno, la columna debía extenderse en más de media milla. Un observador insta181
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lado cerca de la vereda hubiera visto pasar a todos los componentes de la Conquista en menos de una hora: colonizadores, soldados de todas clases y graduación, algunos con sus corazas de acero, cascos y botas, pero los más desembarazados de ellos, vestidos con camisas de algodón y calzones ligeros y calzados con alpargatas; los sacerdotes con las sotanas recogidas en la cintura para caminar mejor, los rostros tan bronceados y los ojos tan alertados como los de cualquier compañero; los indios curvados bajo el peso de la carga y la derrota, transportando los instrumentos para nuevas victorias de sus vencedo res, armas, barriles de pólvora y balas, cestos y jarros de alimentos y bebidas, chucherías para comerciar, tiendas de campaña, las traillas de perros de com bate — más terribles aún que los arcabuces y los arcos— y el más importante de todos ellos, el Leoncico de Balboa, que percibía la soldada de un arquero. Ponca, el primer objetivo, fue alcanzado el jueves por la noche, después de dos días de dura marcha. Como solía ocurrir cuando los españoles no caían de sorpresa sobre los indios, los habitantes de Ponca habían abando nado sus bohíos para refugiarse en la selva. Los expedicionarios se instalaron a esperar que sus mensajeros encontraran al cacique y le persuadieran a vol ver. Vasco Núñez, que a juicio de todos era un hombre inquieto, sólo feliz cuando se ocupaba en algo constructivo — preferiblemente si esa ocupación suponía un esfuerzo físico— , tenía una paciencia extraordinaria en su trato con los nativos. Ello constituía una de sus mejores cartas. Otros capitanes, anhelantes de rápidos provechos, y pensando tan sólo en la ganancia mo mentánea, hubieran destruido la aldea o pasado de largo por ella en vez de perder un día; Balboa, en cambio, era capaz de aguardar confiado en la reconciliación, sabedor de que para los indios el tiempo tenía poca realidad y que mucha de su hostilidad estaba engendrada por el miedo. Encontrado al fin, el cacique Ponca volvió a la aldea cinco días después, el 13 de septiembre. Balboa, olvidando el retraso, le acogió con la misma ceremonia con que un soberano recibe a un vasallo ilustre, obsequiándole con codiciados regalos: camisas de algodón y abalorios de vidrio para la ele gancia, cascabeles para la diversión y hachas de hierro para el trabajo. Estos métodos resultaban encantadores. Radiante de alegría, Ponca correspondió con varias piezas de oro finamente labrado. Y a continuación, después de confirmar los informes sobre el otro mar, dijo en secreto a Vasco Núñez mu chas cosas que le agradó saber. Es interesante especular que parte del éxito de Balboa se podía atribuir a la hija de Careta y a Fulvia, quienes le habían enseñado a comprender a las gentes de los países que invadía. 182
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Ponca hospedó a los españoles durante otra semana. En la mañana del 20, habiendo enviado a doce de sus hombres — enfermos— a Careta, Balboa se dirigió a Quareca. Ésta era la primera etapa de la verdadera exploración, pero Ponca le dio cumplidas instrucciones sobre el camino y le proporcionó guías para que no lo errase. AI cacique no le movía sólo el puro altruismo, ya que Torecha, el señor de Quareca, era enemigo suyo. La distancia hasta la aldea de Torecha no era grande — unas diez leguas— , pero fue la parte más difícil del camino. Durante cinco días los españoles hubieron de luchar con un terreno abrupto y quebrado de intrincada selva y cortado por dos. Los indios — a quienes la ropa no Ies embarazaba— utilizaban los dos como caminos, pues les era más fácil vadearlos o nadar en los más profundos que trepar por rocas y árboles y abrirse paso a través de la selva. Cansados y em papados, los compañeros seguían tenazmente a sus guías, haciendo un pro medio de cinco a seis millas entre el alba y el crepúsculo. La dirección que llevaban era el Sudoeste. Cruzaron el Chucunaque y las fuentes del Artigatí y el Sabanas, y llegaron a Quareca en la tarde del 24. La aldea del cacique Torecha estaba en las colinas llamadas Sierra de Quarecha, y, aunque no de mucha altitud, el aire era fresco y puro después de la calina de la selva. Los compañeros impenetrables al calor, se quejaban de que era desagradablemente frío; pero no lo sufrieron demasiado, pues su estancia en Quareca fue breve y de extraordinaria actividad. Empezó con una batalla. Los quarecas eran caribes — sin duda, algunos de aquellos bár baros mencionados por Ponquiaco— y Torecha, más bravo y más ingenuo que Ponca, trató de defenderse de la invasión con seiscientos guerreros ar mados con arcos y flechas. Balboa — que no ejercitaba su paciencia con los jefes inciertos o remisos— atacó. Después de una corta pero violenta refriega, en la que Torecha y muchos de sus hombres resultaron muertos, los españoles ocuparon los bohíos. Una vez en la aldea, los expedicionarios hicieron un descubrimiento que les chocó de manera inexpresable. Varios patricios quarecas practicaban el homosexualismo; el propio hermano de Torecha y otros dos çabras fueron hallados vistiendo enaguas de mujer. El pecado abominable no admitía per dón. Sin vacilar, Balboa ordenó que se echaran los perros a los «camayoas», ya que la horrible penalidad prescrita por las leyes españolas hubiera tardado mucho tiempo en ejecutarse. Después de esta sumaria reforma moral, un pequeño saqueo y un cuida doso cotejo de sus datos sobre el camino a seguir, se dice que Balboa salió de 184
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Quareca al día siguiente de su llegada, es decir, el 25 de septiembre. Éste es el día que la Historia conmemora por considerar que en ¿1 los ojos europeos vieron por vez primera el Océano Pacífico, o, exactamente, que lo contem plaron por primera vez desde el Nuevo Mundo. Oviedo, que tuvo en su poder todos los documentos de la expedición, incluido el diario llevado por Andrés de Valaderrábano, escribano y registra dor oficial de la entrada, cuenta así el episodio: «En Torecha dejó parte de la gente e partióse con hasta septenta hom bres (2); e a los veynte e çinco de aquél mes, el mesmo día que partió, llegó a los buhíos e assiento del caçique llamado Porque, y avíase absentado; y no curó dél sino passó adelante, siguiendo su viage en busca de la otra mar. Y en martes veynte y çinco de aquél año de mili e quinientos y treçe, a las diez horas del día, yendo el capitán Vasco Núñez en la delantera de todos los que llevaba por un monte raso arriba, vido desde encima de la cumbre dél la mar del Sur, antes que ninguno de los chrísptianos compañeros que allí yban». Sólo dos momentos en la historia de los descubrimientos pueden com petir con éste: el de Colón, cuando, escudriñando a través de las aguas bajo la luna, divisó la silueta de Guanahaní surgiendo ante la proa de la Santa M aría y cuando Magallanes, después de seis meses de viaje, supo que ver daderamente había navegado alrededor de lo desconocido para encontrar lo conocido. Todos estos acontecimientos fueron grandiosos, pero en el mo mento del de Balboa hay una especial grandeza porque el descubridor esta ba solo. Durante unos instantes, mientras permaneció allí solitario entre la tierra y el cielo, la inmensidad que se extendía ante él, vasta e inviolada, fue suya, sólo suya, absolutamente suya. «Alçando las manos y los ojos al çielo, alabando a Jesu-Chrispto y a su gloriosa madre la Virgen, nuestra señora; y luego hincó ambas rodillas en tierra y dió muchas graçias a Dios por la merced que le avía hecho, en le dexar descubrir aquella mar, y haçer en ello tan grand serviçio a Dios y a los Cathóiicos y sereníssimos Reyes de Castilla, nuestros señores... y mandó a todos los que con él yban que assimesmo se hincasen de rodillas y diesen las mesmas graçias a Dios por ello, y le suplicassen con mucha devoçion que les dexasse descubrir y ver los grandes secretos e riquezas que en aquella mar y costas avía y se esperaban para ensalçe mayor e aumento de la fée chrisptia185
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na... Todos lo hicieron assí muy de grado y goçosos, y en continente hiço el capitán cortar un hermoso árbol del que se hiço una cruz alta, que se hincó e lijó en aquél mesmo lugar y monte alto, desde donde se vido primero aquella mar austral... y mandó assimesmo que todas las personas que allí se hallaron con él fuesen escriptos sus nombres... los quales todos cantaron... con lágrimas de muy alegre devoçidn, diçiendo: Te Deum laudamus: Te Dominus confíteor». Tal vez la lista de los descubridores se redactara después, pero es muy grato imaginar que fuera allí mismo, bajo la cruz verde alzada en lo alto del monte, donde Andrés de Valderrábano se sentara a escribir con clara letra los nombres de los sesenta y siete «caballeros e hidalgos y hombres de bien que se hallaron en el descubrimiento de la mar del Sur con el magnífico y muy noble señor el Capitán Vasco Núñez de Balboa, Gobernador por Sus Altezas en la Tierra firme». Podemos figurarnos a los emocionados compañeros, todavía con los ojos llenos de lágrimas de mirar el panorama de las barrancadas que des cendían y la lejana extensión plateada del agua, inclinarse sobre el escribano para asegurarse de que sus nombres quedaban inscritos para la eternidad en aquella relación, mientras los indios, un poco aparte y acurrucados sobre sus cargas, contemplaban con ojos atónitos y atentos la magia de los hombres blancos, tratando de penetrar en el significado de aquellas ceremonias que les podían acarrear el bien o el mal. Habiendo registrado así el descubrimiento en cielo y tierra, los sesenta y siete inmortales descendieron a una aldea cercana a las playas del golfo, en el territorio de Chape. Los habitantes habían huido, pero los bohíos abandonados constituyeron un excelente lugar para acampar, esperando la llegada de los hombres que se quedaron en Quareca. £1 29 de septiembre, como se va a referir, Vasco Núñez llegó hasta la playa, que se encontraba cosa de una milla de la aldea, y tomó posesión para Dios y para Castilla del Océano Pacífico. Casi resulta penoso introducir una nota práctica y, lo que es peor, de duda en el relato de tan altos acontecimientos, pues la extraordinaria fecha, la fecha del descubrimiento, no está del todo esclarecida, a pesar de cuatro siglos de historiadores. La hora — las diez de la mañana— es demasiado precisa para ser equivocada, pero hay razones para creer que se insertó en el 186
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calendario con cuarenta y ocho horas de anticipación. Oviedo, siguiendo el relato del viaje, dice: «Y un martes 25 de septiembre...» El 25 de septiem bre de 1513 cayó en domingo. El martes en cuestión fue el 27. El error — si es que lo hay— estaba, sin duda, en la relación original, probablemente en el informe de Balboa, pues Mártir, que utilizó esta fuente, también incurre en él. (El escrito de testimonio de los participantes no lleva fecha). Así pasó a las demás crónicas primitivas, todas las cuales se apoyaron fuertemente en Mártir. Pero Oviedo, escribiendo sobre los datos tomados mientras la expedición se llevaba a cabo, junta una fecha con un día de la semana en cinco ocasiones, de las cuales cuatro están bien unidos; sólo la combinación «martes-veinticinco» es errónea. La equivocación pudo, desde luego, estar en el día, si no fuera porque los indicios circunstanciales dicen lo contrario. La frase de Oviedo es indicativa: después de decir que Balboa dejó Quareca el 25 y que llegó a Porque el mismo día, continúa: «y un martes, etc.». Es fácil incurrir en un error numérico, pero el domingo destaca sobre todos los demás días, y, si el descubrimiento se hubiera hecho en él, segura mente se habría dicho. Los expedicionarios eran fieles observantes, y yendo, como iban, acompañados por dos sacerdotes, no podían haber perdido la pista del día del Señor en el transcurso de tres semanas. No es ésta, sin embargo, la única razón de que el 25 sea, por lo menos, una fecha dudosa. Si se acepta, debemos creer que, después de cinco días de marcha extraordinariamente dura, Balboa batió a los indios de Torecha, tomó la aldea, descubrió y ejecutó a los camayoas, recogió oro y esclavos, consultó a los habitantes del poblado acerca de los caminos y el viaje, ali mentó a sus tropas, dio instrucciones a quienes habían de permanecer a retaguardia, marchó a la capital del territorio de otro cacique, lo atravesó y ascendió a la montaña, todo entre la noche del 24 y las diez de la mañana siguiente. También debemos creer que los otros sesenta y seis españoles fue ron capaces de hacer lo mismo — sin cansarse, sin quejarse y sin agotarse— y estar lo bastante frescos para emprender una larga marcha en la tarde. Los conquistadores tenían un notable vigor físico, pero no tanto como para realizar un programa de esa naturaleza, incluso si Vasco Núñez, después del descanso de casi dos semanas en Ponca, hubiera sido presa de un súbito frenesí de prisa pocos días después. El camino de Quareca a Chape era, cier tamente, mucho más fácil que el de Ponca a Quareca, pero muy poco más corto. Cuesta gran trabajo creer que los compañeros lo cubrieran en un solo 187
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día y tuviesen tiempo, además, pata todas sus variadas actividades en ia aldea de Torecha, más el descanso, las plegarias, la corta del árbol y la construcción de la cruz para la cima. Asimismo es difícil creer que Balboa, después de aquel esfuerzo sobrehumano, se detuviese unos días en Chape — a tan poca distancia de la meta de todas sus esperanzas— sin impaciencias de llegar y tocarla. ¿Es posible que unos hombres que acababan de ganar la mayor ju gada de sus vidas, que habían hecho un descubrimiento capaz de conmover al mundo, se resignaran a permanecer ociosos en una aldea india desierta desde el domingo al jueves, sin apresurarse a descender y sellar su triunfo? Si hubiesen visto el Pacífico el manes 27 todo ello sería más verosímil. Por lo que se refiere al pico de Darién, desde luego no estaba estric tamente en Darién. N i probablemente era tampoco un pico en la justa acepción de la palabra. El punto más alto de la sierra de Quareca tiene unos cinco mil pies de altura; es el pico por excelencia de toda la región y está considerado generalmente como el lugar desde el que Balboa vio por primera vez el otro mar. Ciertamente, la cúspide de ese monte en forma de pirámide hubiera sido un escenario magnífico y adecuado para aquella hora de intenso dramatismo. Pero estaba lejos de la ruta de una columna que marchara desde Quareca a Chape, y, en el caso improbable de que Balboa hubiese preferido hacer una dificilísima desviación a fines romancescos, su visión habría sido la del Pacífico abierto, cuya costa está mucho más cerca que el golfo y no estada justificada su ida a Chape. No obstante, existe un pico secundario sobre las fuentes de dos afluentes del río de Chape (el Con go, que puede calificarse de río múltiple). Está aislado, es muy escarpado y sube hasta 1.800 pies sobre las colinas que le sirven de base. No es con cebible que ninguna vereda importante lo cruzara. No puede descartarse que Balboa, que sabía tan bien por dónde iba, que pudo adelantarse a sus tropas en el sitio preciso para ser el primero en contemplar el otro mar, se desviara para luchar un par de horas antes de coronarlo. Pero no es proba ble. Dejando a un lado la poesía y la tradición, parece ser que el hecho tuvo lugar en una eminencia de las estribaciones meridionales, no demasiado alta, desde la que, advertido por los guías y apresurándose un poco para ser el primero, Vasco Núñez de Balboa permaneció contemplando el Pacífico con ojos de águila. El 29 de septiembre, festividad de San Miguel Arcángel, Vasco Núñez, con veintiséis compañeros escogidos, tomó posesión formal de su descubri188
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miento. O, más exactamente, declaró el título de su descubrimiento mucho más de lo que las cédulas gustaban llamar «sus incidencias y dependencias, conexidades y anexidades», con una espléndida amplitud que abarca de polo .1 polo. Los españoles iban con armadura completa, como convenía a tan solem ne ocasión, y llevaban un estandarte brillantemente pintado en el que figura ban las armas de Castilla y de León, coronadas por la Virgen con el Niño en los brazos. (Es un misterio cómo lo obtuvieron y lo conservaron). Llegaron a la playa del golfo hacia las dos de la tarde. Allí hubo un embarazoso aplaza miento. Es de presumir que Balboa y sus compañeros ya habrían llegado an tes a la playa, pero sin duda lo hicieron por la mañana, cuando el agua estaba alta. Acostumbrados a la imperceptible variación de la marea en el Caribe, nadie había calculado los dieciocho pies que sube y baja el Pacífico en aque llos parajes. Desgraciadamente para lo que requería la pompa protocolaria, a las dos la marea estaba bajísima. De pie en la playa, los expedicionarios se enfrentaban, no a un Océano esperando ser poseído por sus descubridores, sino a una vasta extensión de arena obscura y húmeda. Balboa fue prudente, pues, en vez de pasar de la sublimidad esperada a la ridiculez de representar la escena culminante sobre un liso arenal fangoso, y teniendo en cuenta que un acto de posesión sólo es válido cuando va acompañado de la ocupación física de lo que uno quiere apropiarse, optó por sentarse a esperar con gran paciencia hasta que «el agua subió excesivamente a la vista de todos con gran ímpetu». Cuando el otro mar vino así al encuentro de su descubridor, co menzó el ritual, que, como expresión de la época, era digno de verse. Vasco Núñez, su escudo sobre su brazo, sosteniendo en la mano derecha el estandarte de la Virgen y Castilla y en la izquierda su espada desnuda, en tró a grandes zancadas en el agua hasta que le llegó a las rodillas. Entonces, aumentada su estatura por la coraza y las plumas del yelmo, se movió de un lado a otro, declamando con gran naturalidad estas sonoras frases: «Vivan los muy altos é muy poderosos Reyes Don Fernando e Doña Johana, Reyes de Castilla é de León é de Aragón, etc., en cuyo nombre e por la Corona real de Castilla tomo e aprehendo la possesión real e corporal e actualmente destas mares e tierras e costas e puertos e islas australes, con todos sus anexos é reynos é provinçias que les pertenesçen o pertenesçer pue den en cualquier manera e por cualquier raçon e título que sea o ser pueda, antiguo o moderno, e del tiempo pasado e presente o por venir, sin contradiçidn alguna. E si alguno otro prinçipe o capitán, chrisptiano o infiel, o 189
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de cualquier ley o secta o condición que sea, pretende algún derecho a estas tierras e mares, yo estoy presto e aparexado de se lo contradecir e defender en nombre de los Reyes de Castilla pressentes o por venir, cuyo es aqueste imperio e señorío de aquestas Indias; islas e Tierra Firme septentrional e austral con sus mares, assi en el polo ártico como en el antártico... agora e en todo el tiempo en tanto quel mundo durare hasta el universal final juicio de los mortales». Nadie vio cosa risible en aquella orgía verbal; fue una oración más per fectamente adecuada y satisfactoria cuanto más retumbantes eran las pala bras. Decidido a no dejar ningún trámite sin cubrir, Vasco Núñez — todavía con los pies dentro del agua— formuló a continuación una serie de pregun tas a sus compañeros: ¿ Reconocían el absoluto dominio y poder de los reyes de Castilla sobre esta y cualquiera otra parte de las Indias, descubierta o por descubrir? ¿Estarían dispuestos a defender espada en mano aquellos territo rios contra cualquier agresión por mar o por tierra? Los hombres prestaban sus juramentos y Balboa se los tomaba como testigo. Andrés de Valderrábano escribía sus nombres. Con raras excepciones, eran nombres curiosamente obscuros. En la ex-> pedición figuraban tan relevantes vecinos como Alonso Núñez de Madrid, Esteban de Barrantes, Lope de Olano, Martín de los Reyes, Juan Roldán... Ninguno de ellos aparece como testigo del descubrimiento o del acto po sesorio. ¿Acaso era Balboa tan celoso de su gloria? ¿O encontró más dignos' de confianza a estos hombres sencillos que a los personajes? Sólo cuatro de los que atestiguaron el acta de posesión eran de alguna nota: el padre Vera y Valderrábano — ambos indispensables para el procedimiento legal— , Diego Albitez y Francisco Pizarra, quien todavía no tenía importancia especial en aquel tiempo. El resto eran simples compañeros. «Estos... fueron los primeros cristianos que los pies pusieron en la Mar del Sur — dice Oviedo copiando la lista— y con sus manos todos ellos pro baron el agua e la metieron en sus bocas como cosa nueva por ver si era salada como la destotra mar del Norte: e viendo que era salada, e conside rando e teniendo respecto a donde estaban, dieron infinitas graçias a Dios por ello». Y Vasco Núñez, «hizo con un puñal que traía en la çinta una cruz en un árbol, en que batía el agua de la mar por señal de la possesión que así se aprehendió: e hiço otras dos cruçes en otros dos árboles para que fúessen tres, en reverençia de la Santíssima Trinidad». 190
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Esta corta de árboles parece haber formado parte de todas las ceremonías análogas. Lo que significaba no está explicado, y puede ser que los mis mos españoles no sospecharan a qué costumbre remota y pagana obedecían. De algún modo simbolizaba el dominio, el poder soberano de disponer de la tierra según el deseo real. La rápida polvareda de los trópicos puso fin a la simbólica tala. Casi agotados por la emoción, los hombres de Darién volvieron a la aldea cuando caía la tarde. Imaginamos a Vasco Núñez caminando un poco aparte y silen cioso, con Leoncico al lado. Había recorrido un largo camino desde aquel día de septiembre de 1510 en que, acurrucado en un tonel vacío, acunaba a su perro entre las rodillas escuchando la voz del mayordomo. Ahora era capi tán general y gobernador por Sus Altezas, descubridor del mar del Sur para Dios y Castilla; poseía tierras, esclavos y tesoros; Leoncico llevaba al cuello un collar de oro. Mientras seguía la obscura vereda, la espada envainada y el pesado casco colgado de la mano arrastrando las plumas, debía sentirse can sado y un poco vacío. La hora radiante había pasado y nunca se repetiría.
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Uno o dos días después de la amplia anexión del Océano Pacífico y de todas las tierras contiguas a él, se establecieron relaciones con los indios de Chape. Esta provincia estaba gobernada por una mujer, lo que, con arreglo a los cánones novelescos, hubiera podido dar lugar a un pintoresco inter medio en la carrera de Vasco Núñez. Pero, lamentablemente, parece que ni siquiera la vio. Todos los asuntos se trataron con un hermano suyo, cuya posición debía oscilar entre la de un primer ministro y un regente, y que se mostró como el espíritu de la hospitalidad. El cambio habitual de cortesías —palabras amables e intercambio de baratijas por oro y perlas— le llenó de satisfacción y en muy poco tiempo llegó a ser fiel como un perro a Balboa, lo que resultó sumamente útil. Era bastante agradable permanecer en la aldea gozando de las atencio nes del vicecacique de Chape, mas Balboa estaba impaciente, pues deseaba avanzar por la costa del Océano hacia los potentados que amontonaban tesoros y hacia las islas de las Perlas. Por desgracia, estos últimos objetivos aparecían ahora más difíciles de conseguir que cuando se veían a distancia. Las patrullas de exploración volvían con informes desilusionantes. Una de ellas, llegada hasta el mar al otro lado de la península de Chape, sólo en contró en una caleta solitaria tres canoas encalladas y una ausencia total de potentados. (Uno de los exploradores logró poner a flote una de las canoas y desde entonces alardeó de ser el primer cristiano que navegara por el mar del Sur) (1). Las islas de las Perlas estaban a unas veinticinco millas de la em bocadura del golfo de San Miguel, pero para el propósito de Balboa podían haber estado a dos mil quinientas, pues el mar, desmintiendo su reputación, era todo menos pacífico. Chape explicó que las últimas lunas del año eran siempre tempestuosas y que habría que dejar pasar tres meses para poder 193
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realizar la travesía. Con el afán de consolar a sus inquietos huéspedes, les propuso llevarlos a la provincia de Cuquera. Según un viejo mapa, Cuquera estaba en las alturas al norte de Chape y, al parecer, se podía llegar a ella utilizando uno de los dos brazos principales del río Congo. Embarcando a unos sesenta hombres en ocho piraguas pres tadas por su solícito huésped, Balboa salió el 7 de octubre, saltando a tierra la noche siguiente al punto extremo en que se podía navegar. La capital de Cuquera se hallaba a unas ocho o nueve millas de distancia por un camino escabroso, pero los expedicionarios no quisieron esperar a que amaneciese y llegaron a la aldea a las dos de la madrugada. Debía ser difícil seguir en la obscuridad aquel camino, pero los españoles utilizaron probablemente una ingeniosa ayuda para las marchas nocturnas: los escarabajos de fuego llama dos «cocuyos». Los cocuyos están provistos de poderosas cabezas luminosas que brillan invariablemente horas y horas, y los colonizadores sabían que uno de ellos, adherido a la parte de detrás del bonete de un compañero, servía a la perfección de faro piloto para los que le seguían inmediatamente detrás. Los gritos de los españoles para tranquilizar a la aldea dormida hicieron a los cuqueranos saltar azorados de sus hamacas y escapar hacia la selva. Cuando se hizo de día, el cacique volvió al frente de sus guerreros para reconquistar los bohíos, en la creencia de que debía contender con otros in dios. Una simple ojeada a los barbados y terribles extranjeros Ies bastó para huir de nuevo a refugiarse entre los árboles. Con agilidad realmente sorpren dente, los compañeros lograron atrapar a algunos de los fugitivos, a uno de los cuales convenció Balboa para que llevara un mensaje a su señor. Sin duda Chape, que ya había adoptado al tibá blanco como cosa suya, instruyó al emisario con argumentos convincentes, pues el mismo día (9 de octubre) el cacique Cuquera se aventuró a presentarse y someterse. La costumbre tradicional de obsequios y discursos se repitió una vez más, y muy pronto, antes de que Balboa regresara a Chape, el nuevo y riquísimo aliado entregó un considerable tributo en oro y perlas, proporcionando una estimulante información de dónde y cómo podían las perlas conseguirse. Cualquier indio se hubiera resignado a esperar que acabasen las tur bulencias lunáticas en el mar del Sur, aplazando la visita a las islas de las Perlas hasta que la estación fuese más propicia. Los españoles no tenían esa paciencia. El tiempo era para ellos muy valioso y habían aprendido a despreciar los cálculos de los peligros de que hablaban los indios, al mismo 194
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tiempo que el pensamiento de perder una fortuna que tenían casi al alcance de las manos les resultaba intolerable. Después de un cambio de impresiones -tales cuestiones estaban sujetas siempre a discusión y conformidad gene ral— Balboa insistió en intentar la excursión. Chape cedió al fin. Era una verdadera prueba para su reciente adoración al héroe y salió airoso de ella al comprometerse no sólo a proporcionarle canoas y remeros, sino a ir en persona con los expedicionarios. El 17 de octubre, otra vez con sesenta hombres, la flotilla se hizo a la mar. Las piraguas eran pequeñas e iban sobrecargadas, y tan pronto como doblaron la Punta San Lorenzo encontraron fuertes vientos y mar gruesa que hicieron de cada minuto una lucha contra el desastre. Impulsando sus remos con la energía de la desesperación, los indios consiguieron llegar al obscurecer a un pequeño islote. Era un refugio mísero y en parte a flor de agua durante la marea alta, pero les sirvió. Aunque la mayoría de los víveres se perdieron y las canoas, al chocar contra los manglares a los que fueron amarradas, se averiaron y necesitaron ser reparadas con cortezas y cañas an tes de utilizarse de nuevo, nadie se ahogó. La noche siguiente — el 18— lle garon al continente en las tierras de un cacique llamado Tumaca. El desembarco tuvo lugar en el sitio que ahora se llama Punta Brujas, a unas veinte millas al norte de la embocadura del golfo de San Miguel. Bal boa, nada dispuesto a pasar otra noche hambriento y al relente, dejó a unos cuantos hombres guardando las canoas y se lanzó a buscar la aldea. Llegó a los bohíos a medianoche, hora la menos adecuada para una visita pacífica. Sus habitantes, que al parecer se acostaban tarde, se aprestaron a defender sus hogares, muriendo varios de ellos antes de ser derrotados y emprender la fuga. Tres días de carantoñas y amenazas mezcladas hubieron de emplearse para obtener la sumisión del cacique; la ensayadísima fórmula de la conci liación se repitió una vez más y Balboa pudo sumar otra amistad indígena a su creciente colección. Balboa dio el nombre de San Lucas a aquel sitio, por llegar el día que la Iglesia celebra la fiesta del Evangelista. Pero Tumaca le dijo que su nombre real era Chitarraga. Las hileras de conchas de ostras que alegraron los ojos de los compañeros al ocupar la aldea no eran — según explicó Tumaca— resultado de la pesca de perlas: las ostras de su costa se utilizaban sólo como alimento. Para conseguir la variedad periífera era menester ir a la isla de Terarequf, donde podrían recoger un gran número de magníficas muestras, algunas tan grandes como abanicos, con perlas del tamaño de alubias o 195
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aceitunas. Todo esto, unido a un tributo de doscientos ejemplares escogidos y otras muchas de calidad inferior, fue más que suficiente para cancelar cu las mentes de los españoles el recuerdo del reciente peligro. Balboa trató de persuadir a Tumaca para que le proporcionara una buena canoa de altura para cruzar hasta el archipiélago de las Perlas. Tumaca fue cortés, pero firme. En cualquiera otra estación — declaró— estaría encantado de ir con él, particularmente porque el cacique Toé de Tcrarequí tenía la costumbre de venir a la tierra firme y saquear los más débiles poblados de la costa y necesitaba una lección de conducta. Sin embargo, coincidía con Chape en que esta grata idea de echar a sus nuevos y formida bles amigos sobre el rapaz cacique de la isla no podía llevarse a cabo durante las lunas tormentosas. Entretanto, si al señor blanco le gustaba ver cómo se practicaba la pesca en los bancos ostríferos de Chitarraga — no muy alejados de la costa— sería feliz poniendo a su disposición una buena canoa. Balboa hubo de contentarse con esto. Después de varios días de len tos preparativos, la gran canoa estuvo lista en la mañana del 29. En este momento los españoles hicieron un descubrimiento sensacional: los remos, llamados nahe estaban elegantemente adornados con perlas y aljófar. La par tida se retrasó mientras Valderrábano redactaba un memorial testimoniando aquel sorprendente ejemplo de las riquezas del mar del Sur. El incidente es probablemente único, no tanto por el esplendor de los remos-joyas, como porque Balboa se contentara con un escrito dando fe, en lugar de confiscar los por las buenas. Veintitrés de los expedicionarios, además de Vasco Núñez, se acomoda ron en la canoa para dirigirse al banco ostrífero. Navegando hacia el Norte, llegaron al promontorio entre el río Majé o Mahagual y la desembocadura del río Chimán. Aquel trozo de costa se llamaba Tamao; cerca de la playa había dos isletas, más allá de las cuales, hacia el Sudoeste, se dibujaba el perfil de Terarequí, claro e infinitamente deseable, a través de veinte millas de agua. Fue una visión excitante, pero no satisfactoria, sobre todo para Bal boa. La más importante isla perlífera, situada sólo a unas leguas de distancia sería un buen premio para cualquier explorador. Podía mirarla, registrarla en un mapa y bautizarla con el nombre de isla Rica, pero hasta que pudiera poner el pie sobre sus playas no podría gozar de los especiales privilegios de un descubridor. No obstante, podía subrayar su hazaña y todo cuanto implicaba me diante otra ceremonia. Llevando a sus hombres hasta el extremo del cabo 196
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donde Tamao se adentraba en el mar, los requirió como testigos de otra versión un poco abreviada de una toma de posesión legal. Al fin y al cabo, los primeros ritos, aun siendo válidos indudablemente, se habían hecho so bre el golfo; era necesario confirmarlos sobre el mar abierto. Una vez rea lizada la ceremonia, fijó su atención en las isletas cercanas. Valderrábano —hombre prudente y de gran habilidad, que era algo más que un tímido escribano— fue designado para tomar seis compañeros y una tripulación de veinte pescadores de ostras para comprobar la afirmación de Tumaca de que las bivalvas de Chitarraga eran improductivas. La misión — breve pero peligrosa— confirmó las aseveraciones del cacique; tres cestos llenos de os tras fueron abiertos sin encontrar una sola perla, y un cuarto cesto llevado a la playa como muestra resultó asimismo estéril. Agotadas las probabilidades de que aquel trozo de costa ofreciese algún interés esencial, al siguiente día regresaron a la aldea de Tumaca. El jueves 3 de noviembre se despidió cariñosamente de Tumaca y em prendió la primera jornada del viaje de regreso a Darién. En vez de hacerlo por el golfo de San Miguel, planeó internarse tierra adentro por el Majé y seguir una ruta que le llevaría al río Bayano, su río de Comogra. Chape, el siempre fiel amigo, y uno de los hijos de Tumaca le acompañaron como guías e intérpretes. De nuevo en canoas pequeñas, los expedicionarios remaron gran parte del día a través de un laberinto de cañas y lagunas para salir al río principal. Desde allí hicieron lentos progresos al remontarlo, estorbados por los frecuentes raudales y por la rápida corriente torrencial. Visto que en la mañana del segundo día llegaron a la aldea a que se dirigían — la sede de un cacique llamado Thevaca— no podía encontrarse ésta muy lejos de la costa. Thevaca fue sorprendido de improviso, pero aceptó lo inevitable con donaire en las pocas horas que sus asombrosos visitantes permanecieron con él, entregándoles un desacostumbrado y generoso tributo de oro y perlas. Balboa despidió allí mismo a Chape. La separación dice Mártir que fue de lo más afectuosa: Vasco Núñez dio las gracias calurosamente a su amigo, encar gándole que se cuidara; los dos se abrazaron con gran cordialidad y Chape, al final, apenas pudo contener las lágrimas. El cacique — o regente— parece ser que partió el mismo día con el hijo de Tumaca y con diez compañeros a fin de recoger a los españoles que habían quedado en Chape y traerlos por tierra para reunirse en la próxima aldea. La próxima aldea era el cuartel general del cacique Pacra; se hallaba en las estribaciones occidentales de la sierra de Quareca, a un día de marcha de 197
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Thevaca. Guiados por el hijo predilecto deThevaca, Balboa y sus cincuenta hombres llegaron a los bohíos en la tarde del 5 de noviembre, rendidos y muertos de sed después de escalar escarpaduras durante todo el día. , El cacique Pacra era, según la opinión general, un hombre singularmente pérfido. Su físico era monstruoso; sus costumbres, inmundas; practicaba el «pecado abominable»; torturaba a sus vecinos y hacía insoportable la vida a sus súbditos. Los amigos indígenas de Balboa le habían proporcionado un dossier tan completo y hostil de Pacra — que parecía ser otro caribe extranje ro— que cuando «el cacique negro» — alusión más a su conducta moral que a su complexión física (2)— salió de su escondrijo, no recibió ninguno de los amistosos avances que se habían hecho a sus colegas. Pacra opuso hostilidad a la hostilidad, negándose a hablar con sus apresadores. Interrogado — no muy delicadamente— sobre las minas de oro que se susurraba poseía, permaneció en obstinada mudez y ni siquiera el tormento pudo quebrantar su desdeñosa y maligna resistencia. Al fin murió, sin proferir palabra. No podemos por menos de sentir una secreta admiración por él, a pesar de lo aborrecible que debió ser. Con todos sus vicios, demostró fortaleza y orgullo. Balboa dio al lugar el nombre de Todos los Santos. A pesar de la ob servación de Oviedo de que hubiera sido más apropiado llamarla Todos los Diablos, la aldea era bastante agradable y fue escenario de una de las más afortunadas pacificaciones de Balboa. Nada favorece más a un déspota en trante que un predecesor odiado, y los indios veían ahora en Balboa al héroe que ha decapitado al dragón. Los aduladores çabras se dirigían a él dándole los títulos de «Guerrero del Sol» y «Emisario del cielo». Mitad aliviados, mitad azorados, varios caciques vecinos se presentaron en Todos los Santos para ofrendarle sus tributos: Tamao, que parece haber estado prudentemen te alejado hasta entonces; Mahé; Etoque, hermano del señor deTamahé, y el propio hermano de Pacra, Thenora. Otro, llamado Bonanimana, vino con los compañeros desde Chape, habló nerviosamente de sus servicios como guía y protector y —en privado para el oído de Balboa— de los secretos de la tierra. Entretanto los compañeros recorrían buscando el oro sin encon trarlo; el incitante silencio de Pacra sobre el asunto parecía haber sido sólo una amarga burla. La expedición dejó Pacra el 1 de diciembre, dirigiéndose casi rumbo al Norte a través de un terreno abrupto y cortado hasta el río Cañazas, el ma yor afluente del Bayano. Fue la marcha más solitaria de toda la entrada — y la más solitaria, en verdad, de cualquier exploración practicada en el istmo en 198
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aquellos días en que la población india era relativamente abundante— y a la vez una marcha de hambre (3). Sólo después de cinco días encontraron los primeros bohíos: una aldea a horcajadas sobre el río, cuyo cacique Bucheribuca oyó hablar de los españoles a tiempo para escapar. Bucheribuca debía ser hombre sagaz, pues no dejó víveres en la aldea y mientras se mantenía en un refugio en donde no le podían capturar, envió un diplomático regalo de guanines y un mensaje expresando que su ausencia se debía tan sólo a la vergüenza de no tener nada comestible que ofrecer a huéspedes tan honora bles. Cualquiera puede comprender el compromiso que para un dueño de casa en una tierra estéril supone el enfrentarse con la perspectiva de ochenta extranjeros distinguidos y varios cientos de compatriotas, presentándose de improviso a comer. La discreción del cacique se consideró bien intenciona da y los expedicionarios abandonaron en seguida los bohíos, buscando qué comer más adelante (4). Tres días después, rendidos y tan delgados como no lo habían estado en muchos meses, los hombres de Darién entraban en Pocorosa. £1 tibá de Pocorosa era un gran cacique. Su territorio se extendía del Ca ribe al Bayano; su capital debía estar situada en el lugar donde el río Diablo se une al Bayano desde el Norte. Es probable que Pocorosa supiera bastante más de Vasco Núñez que Vasco Niíñez sabía de Pocorosa: en cualquier caso, sabía lo bastante para no oponerse a su entrada en la provincia. Los aconte cimientos siguieron el curso habitual: primero el prudente alejamiento del cacique, luego el dejarse persuadir para volver y, por último, la llegada — a través de conversaciones y un desigual intercambio de regalos— a un pacto de amistad. La única diferencia entre éste y los otros acuerdos pacíficos radi ca en la mayor capacidad de Pocorosa para el bien o el mal. Más poderoso en sus tierras que los demás caciques de la región, su fuerza se acrecentaba por la natural disposición de sus más débiles vecinos a hacer causa común con él. La importancia de su actitud se haría patente dos años después, cuando otros capitanes destruyeron la buena voluntad que Balboa le imbuyera. La expedición llegó a Pocorosa el 8 de diciembre y las relaciones amis tosas con el tibá se establecieron el 13. Al día siguiente dos emisarios de un cacique todavía no registrado — Chuirica, cuyos dominios estaban al otro lado del Bayano, al sudoeste de Pocorosa— se presentaron con un es pontáneo ofrecimiento de guanines. El 16, el «saco» Paruraca, vasallo de Pocorosa, acudió con otro espléndido regalo y muchas protestas de amistad. Todas estas conquistas fueron fáciles, pero Balboa habría de añadir otra más 199
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a su agenda, al realizar un intento de subyugación tenido hasta entonces por peligroso. Animado por sus repetidos éxitos, se decidió a avanzar sobre Tubanamá para traer a la sumisión a su cacique Tamaname. Tubanamá estaba a dieciséis o diecisiete millas al oeste de Pocorosa. Bal boa acompasó su marcha para llegar a la aldea dos horas antes del alba y atacarla por sorpresa. Como se vio luego, los temores pasados y las preocu paciones presentes eran exagerados. Tamaname no era ni tan fuerte ni tan belicoso como se suponía, y no había hecho el menor preparativo para de fenderse. Fue capturado en compañía de sus dos favoritas y nada menos que ochenta concubinas, en una rápida escaramuza, de la que resultó la ocupa ción de la aldea, y permanecieron en rehenes mientras los indios acarreaban el oro para comprar su libertad. A los tres días — el 21 de diciembre— Bal boa le puso en libertad, considerando, sin duda, que sus súbditos le habían pagado cuanto valía. Mártir cuenta algo acerca de la «sardanapalesca corte» de Tamaname, lo que sugiere un lujo desenfrenado, pero la frase debe limi tarse al superpoblado serrallo, pues la capital parece que consistía sólo en dos enormes bohíos, uno de los cuales estaba reservado para alojamiento de los guerreros cuando eran requeridos para algún servicio. Pocorosa había insistido en la abundancia de valiosas minas en Tubana má en la esperanza de que la codicia indujera a los españoles a destruir a su aborrecido vecino. Tamaname, muy expresivo ahora, lo negó con energía, pero mostrándose locuaz respecto a otras minas a conveniente distancia de sus dominios. Amistosamente escéptico, Balboa no le apremió para cono cer el sitio, pero sí ordenó practicar algunos cáteos. Considerando que los lugares señalados fueron elegidos porque el color de la tierra parecía pro metedor, los resultados fueron sorprendentemente buenos: de unas cuantas cribas sueltas hechas al día siguiente de Navidad, los cateadores obtuvieron casi un peso de oro. Balboa no se dejó impresionar por ello. No tenía in tención de librar de rivales a Pocorosa creándose peligrosos enemigos para sí. Estaba seguro de que, si era bueno tener un único aliado en determinada zona, sería mucho mejor tener dos mutuamente antagónicos. Su despedida de Tamaname fue cordial, sin hacer la menor mención de las encubiertas minas. El tibá, cuyas ideas de elegancia política eran muy parecidas a las que prevalecían en España, entregó un hijo suyo a Balboa como criado. La completa sumisión de Tubanamá es, en cierta manera, el episodio más notable de la entrada, ya que en aquellos momentos los españoles atra vesaban un período de marcado agotamiento. Algunos de ellos estaban de200
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masiado débiles para andar por su pie, y el propio Balboa sufrió un ataque de liebre — única enfermedad que se le conoce en los años de exploración— tan serio que tenía que ser conducido en una hamaca. ¿Cómo pudieron, estando tan abatidos físicamente y siendo treinta o cuarenta veces inferiores en número, conservar hasta el final sumisos a los indios y obsequioso a Tamaname? Un capitán enfermo y sesenta decrépitos soldados abandonaron Tubanamá victoriosos, llevando con ellos oro, siervos y efusivas seguridades de fidelidad. Recogiendo al resto de sus tropas en Pocorosa, Balboa siguió hacia Comogra, adonde llegó el día de Año Nuevo. El viejo cacique había muerto y Ponquiaco, su hijo y sucesor, gobernaba el país utilizando el nombre de «Don Carlos» que aquél recibiera al bautizarse. Carlos II acogió a Vasco Núñez de Balboa como a un hermano pródigo, mantuvo a la compañía a cuerpo de rey durante cuatro días y coronó su hospitalidad con una entrega de veinte marcos de oro (5). Se mostró muy satisfecho con las hachas y la quincalla que se le dieron en cambio y se emocionó francamente cuando Balboa — que poseía el instinto para tales gestos— le regaló la mejor de sus camisas. El 5 de enero, repuestos y joviales, los expedicionarios tomaron el camino de Ponca. El cacique Ponca — también ahora amigo firme— hubiera representado muy gustoso el papel de anfitrión con los colonizadores. Pero Balboa tenía prisa por llegar a Darién y su impaciencia fue espoleada por las noticias traídas por cuatro compañeros de Santa María de que dos naves procedentes de la Hispaniola acababan de llegar con bastimentos y algunos nuevos asen tados. Como jefe de la colonia era claramente deseable que se hiciera cargo del cargamento y se ocupara en persona de los reclutados; además, los barcos podían haber traído noticias frescas de España y de las intenciones del rey. Si podía mandar mediante ellos a la Corte una relación de su gloriosa cabal gada, tal vez llegara a manos de Fernando a tiempo de impedir el nombra miento de un nuevo gobernador. Dejando al grueso de su fuerza en Ponca para que les siguieran descansadamente, tomó a veinte de los hombres más fuertes y a doscientos indios y se apresuró a llegar a Careta el 17 de enero. Al recorrer el camino hacia la costa, Balboa reviviría mentalmente todo cuanto había realizado y ordenaría la relación que había de escribir al rey. Cabe suponerle orgulloso y con motivo, pues nadie había hecho lo que él, sin darse cuenta de su propia talla. Se puede comprender que, dado su temperamento, los fundamentos para esa satisfacción serían más sólidos que romancescos. 201
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Nadie puede pretender que la gran hazaña de Balboa haya sido poco admirada, pero sí podemos preguntarnos si fue apreciada siempre por las razones justas. La verdadera grandeza de su empresa consiste en que no fue sólo una epopeya de fuerza vital y buena suerte, y mucho menos la ciega aventura de la leyenda popular, sino una campaña cuidadosamente estudia da y ejecutada con prudencia y competencia. Quizá cualquier otro capitán baquiano, bien provisto de tropas, decisión y guías nativos, hubiera llegado también hasta el Pacífico. Pero, ¿qué otro conquistador hubiese llevado a cabo en la peor estación del año, con una fuerza que nunca excedió de los ochenta y cinco hombres, unas afortunadas operaciones de cuatro meses y medio de duración en un país potencialmente hostil, consiguiendo la sumi sión sin reserva de tribus que hasta varios siglos después no admitirían a otro español en su confianza? Balboa realizó todo sin un revés, sin perder un solo hombre, sin dejar tras él un solo enemigo activo. La sumisión no se obtuvo sólo por medios cariñosos. Oviedo dice que, a pesar de que la relación no mencionaba crueldades en la entrada del mar del Sur, hubo muchas. Y aunque tal acusación podía haber sido más justa formulada por alguien que, a diferencia de Oviedo, se hubiese abstenido siempre de asperezas, probablemente tiene razón. Después de todo, la escla vitud era una institución perfectamente legal y la tortura un procedimiento admitido; el botín y el cautiverio se consideraban ganancias legítimas en las guerras contra infieles. Como tantas otras práctica convencionales, sólo merecían censuras cuando se abusaba de ellas. Es innegable que Balboa las aplicó en Tierra Firme, pero está igualmente claro que lo hizo con discre ción. Para probarlo — como él habría dicho— miremos a los hechos: volvió con el botín de la victoria, pero también con la estimación de los vencidos y siendo un héroe en la misma medida para los indios que para sus propios hombres (6). Ahora, en verdad, podía alardearse de haber hecho tan grandes princi pios ayudado solamente por Dios y por su pericia, y sin costarle un maravedí a la Corona. Es una ironía trágica que en tanto Balboa echaba los cimientos para aquella especie de «dominación consentida» que Fernando buscaba con tanta persistencia y tan poco éxito en las Indias, se estuviera organizando con grandes gastos en Castilla, la expedición que habría de destrozarlos. Acuciado por el afán de estar en el asiento antes de que las naves de la Hispaniola se hiciesen otra vez a la mar y por el ansia de gozar del triunfo, 202
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Balboa apenas se detuvo en Careta. £1 resto de tos expedicionarios habrían de volver por tierra o esperar hasta que se pudiera enviar algún barco a re cogerlos, pues no hacía tiempo para canoas. Pero el barquichuelo en el que ¿I había llegado estaba aún en puerto y a la noche siguiente de su llegada a la aldea embarcó con sus veinte compañeros y zarpó para Santa María. £1 viernes 19 de enero de 1514 echaba el ancla en el estuario del Darién.
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Es probable que Balboa nunca fuera tan feliz como en el momento de su regreso triunfal a Santa María, en el que experimentó una de las más profundas satisfacciones que puede conocer un hombre: el aplauso sincero y espontáneo que más aún que un espaldarazo es una revelación. Balboa era como el artífice que, habiendo trabajado penosamente en una obra maestra que le ha absorbido varios días, la descubre de pronto objetivamente, al verla reflejada lozana, total y espléndidamente en el espejo de la aclamación pú blica. Incluso para el artista encerrado en su torre de marfil, el éxito popular resulta muy grato después del puro y áspero goce de la creación. Balboa — un saludable extrovertido cuyos pensamientos se dirigían más a las venta jas de orden práctico que a lo novelesco— lo saborearía completamente. A pesar de ello, casi en seguida vio su gozo en un pozo a causa de la importante llegada de España de un visitador. Se trataba de Pedro de Arbolancha, que venía en funciones de agente confidencial del rey. Arbolancha era también comerciante y sus carabelas hacían desde 1496 la carrera de las Indias. De esta guisa había zarpado de Castilla con mercancías para San Juan y la Hispaniola y un cargamento de provisiones para vender en Santa María (1). Pero su verdadera misión — sólo conocida en un círculo oficial muy res tringido— era la de averiguar la situación de Darién e informar a los vecinos que Tierra Firme, ya reorganizada como colonia de Corona, estaba a punto de recibir un nuevo gobernador y un gran número de asentados. Fernando habla dado a su enviado una cédula dirigida a «los escuderos e omes buenos nuestros vasallos que estays en el pueblo de Darien e en otras qualesquier partes de las provincias de urava e xeragua e cada vno de vos». En pocos renglones, el rey expresaba su agradecimiento por los resultados obtenidos a pesar de las grandes dificultades, ordenándoles concordia y con205
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tinuo esfuerzo «... os encargo e mando lo hagays por que de mas de ser voso tros aprouechados me echareys cargo para os hazer mercedes», y anunciaba que en breve enviaría a una persona principal «que tenga cargo de la gober nación desa tierra como me lo aveys enbiado a suplicar con la cual irá tal armada e proueymientos pata vosotros conque se pueda hazer las cosas desas partes como conuenga a seruiçio de Dios y nuestro e bien de los pobladores della». No se mencionaba para nada a Vasco Núñez de Balboa. Arbolancha empezó a actuar con arreglo a los lacónicos términos de la cédula. Lo hizo así en algunos detalles y proporcionó a Balboa una explica ción de su clamoroso silencio como capitán de Su Alteza en Darién, porque aunque sus instrucciones de ir rápida y secretamente a Tierra Firme habían sido dictadas el mismo día que la carta a los vecinos (11 de junio de 1513), no había dejado España hasta finales de septiembre (2). Por aquel tiempo la organización básica de la nueva administración y de la expedición que debía apoyarla estaba prácticamente terminada. Lo cual parecía la caída en desgracia de Balboa. Arbolancha, hombre de confianza del rey y de los reales oficiales, estaba perfectamente enterado sobre ambos puntos. Lo que tenía que decir era esto: La decisión regia de establecer un nuevo sistema en Terra Firme venía siendo constante desde finales de 1511, en que se tuvo conocimiento de los fracasos de Nicuesa y Hojeda. Y se había ratificado a los oficiales en Sevilla a la vez que se llamaba a Castilla a los desdichados gobernadores y se decía que en lo concerniente a los asuntos de T erra Firme era necesario iniciar en ella un camino distinto del seguido hasta la fecha. La idea no cuajó en se guida en un proyecto porque otros asuntos más urgentes — en particular la guerra por la posesión de Navarra— obligaron a dar largas al de la huérfana colonia del istmo. En noviembre de 1512, y todavía en su cuartel general de Logroño, Fernando volvió a poner su atención en T erra Firme a consecuencia de la actitud de Colón. El almirante joven había formulado otra petición, especí ficamente de control de Veragua y Darién; pero lo que de modo especial ex citó a Fernando fue una carta en la que Colón anunciaba que, no habiendo recibido noticia alguna de T erra Firme en nueve meses, proyectaba mandar una carabela y un bergantín a Santa María. Esta información trataba de tranquilizar al rey, pero sólo consiguió sacarle de quicio, como se deduce de su respuesta en la que le reprochaba por haber esperado nueve meses en socorrer a gente tan desamparada, a la que por no haber sido auxiliados a 206
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tiempo podía haber sucedido alguna desgracia. Para el futuro, continuaba Su Alteza, debería ocuparse Colón de Tierra Firme sólo si se le pedía mis ayuda, puesto que la cuestión iba a resolverse en España. El ofrecimiento a don Diego del Aguila del gobierno de la colonia continental coincidió con esta carta (3). No se puede colegir si la designación de don Diego hubiera sido o no un acierto, pues se desconocen su temperamento y sus condiciones. Pero difícilmente hubiera podido ser peor del que se nombró por fin. Seis meses más tarde es posible que hubiera aceptado el puesto, peto en el momento en que se propuso el mando en Darién parecía ser una misión singularmente ingrata, por lo que, a pesar de las considerables presiones que se le hicieron, se negó a aceptarlo. Entretanto persistía la falta de noticias de Tierra Firme. Fernando escribía a Pasamonte que estaba sumamente preocupado por no saber qué había sucedido o estaba sucediendo allí. Y le encarecía averiguarlo por cualquier medio que tuviera a su alcance, mandándole una relación detallada de lo ocurrido y lo que conviniere hacer. Tres semanas después de dictarse esta carta llegaron a España Quicedo y Colmenares. Por alguna razón demoraron el presentarse a la Casa de Con tratación (4); no obstante lo cual sus despachos se trasladaron rápidamente y surtieron un efecto galvanizador sobre los reales oficiales. La información contenida en las relaciones pareció tan importante a Matienzo y sus colegas que a los pocos días formularon una propuesta para una gran expedición a Tierra Firme, que enviaron con las mismas relaciones al monarca, que se hallaba en Valladolid. La carta con que los oficiales las acompañaban llevaba fecha 19 de mayo; quemando las etapas, el correo llegó a la Corte el 23. Ocho días más tarde salía otra vez para Sevilla, portador de instrucciones explícitas de Fernando para la preparación de una armada que se enviaría — como decía Su Alteza— sin que «se pierda un solo día que sería muy grande pérdida perderlo». Esta excitación eléctrica se debía a la confirmación de la enorme exten sión del Continente, a la promesa de inmensas riquezas — corroborada por aquel qujnto perdido de 15.000 pesos, del que ahora se tenía la primera noticia— y sobre todo por la seguridad de que verdaderamente existía otro Océano más allá del territorio conocido. Por otra parte, tales noticias llegaron en el momento preciso en que podían surtir el máximo efecto. Aparte del problema doméstico de las pretensiones de Colón — cuyo alcance aumenta ba con cada descubrimiento— existía otro mayor respecto a Portugal. 207
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El galardón de los descubrimientos — el comercio directo con Asia— se lo habían arrebatado a Castilla los exploradores portugueses. Desde 1505 Portugal tenía un virrey en la India; en 1511 Magallanes llegó a las islas de las Especias, y España sabía que Portugal acababa de establecer una base en Malaca, umbral del Quersoneso y portillo de entrada a la China. Como las bulas y el Tratado que fijaban la línea de demarcación nada decían acerca de lo que ocurriría al otro lado del mundo donde las zonas castellana y portu guesa podían coincidir de nuevo, y como la ocupación sería rotundamente la única ley, era evidente que — a menos que España pudiera llegar a los antípodas— cualquier cuestión de jurisdicción sobre ellos sería puramente académica. Además se decía que alguna carabela lusitana había sido avistada en el Caribe y que otras dos o tres se estaban aparejando en Lisboa para ir a Tierra Firme (5). En estas circunstancias las noticias de Darién vinieron a ser como la cerilla en el polvorín. Gracias a este urgente entusiasmo pudo Arbolancha informar a los ve cinos de que antes de su partida de España se les había «obsequiado» con el nombramiento de un gobernador de edad madura, pretencioso, inexperto e indeseable en opinión de los procuradores; con reales oficiales que contro larían la vida económica de la colonia; con un señor obispo y un capítulo completo y con un grupo de asentados — de mil a tres mil— a todos los cuales se les había ofrecido pertenencias. Pudo decirles también que la ma yoría de los futuros colonizadores serían hijos pobres de familias nobles sin el menor conocimiento de las Indias, y que cada puesto civil o militar venía cubierto ya de España. Pueden imaginarse los sentimientos de los vecinos. Nada es más des concertante que una cumplida respuesta a una petición urgente cuando la necesidad ha pasado. Ellos pidieron refuerzos cuando Darién era un despreciado puesto avanzado reducido a ciento sesenta hombres; ha biendo implorado una lluvia benéfica en el momento de la sequía, la colonia, floreciendo ahora, se iba a ver arrasada por un diluvio. Las ga nancias obtenidas a costa de mil amarguras irían a parar a los extraños; los conquistadores baquianos habrían de recibir órdenes de capitanes bisoños, sin duda tan pretenciosos como incompetentes. Los verdaderos veteranos, que sentían más aún la afrenta, tenían otra causa de disgusto: Enciso volvía relativamente triunfante como alguacil mayor, armado de ejecutorias que auguraban malas jornadas a cuantos se hallaban en Darién en 1511. 208
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Si la perspectiva era desagradable para cualquier vecino, mucho más lo sería para Balboa. Como estaba más alto, su caída sería mayor. También estaba abocado a una residencia o investigación, a la cual se hallaban sujetos todos los funcionarios cesantes. La residencia de un gobernador depuesto podía ser — y por lo general lo era— un magnífico pretexto para cualquiera que tuviese un agravio o se le ocurriera reclamación. Empezaba con una invitación difusa a presentar demandas y cargos; el juez que la presidía — el alcalde mayor de la nueva administración— conocía de antemano un su mario con las quejas llegadas a las más altas autoridades durante el tiempo en que el cesante desempeñó sus funciones y los resúmenes especiales de los alegatos específicos. El plazo para presentar acusaciones contra los ex go bernadores duraba de treinta a sesenta días, pero podía ser prorrogado para estudiar los asuntos presentados en ese tiempo. En general, el magistrado estaba dispuesto a la benignidad, pues de otra manera cada ex funcionario habría acabado en el hospital o la casa de caridad. Pero la frecuente exage ración de las acusaciones y reclamaciones dejaba un ancho margen para la severidad. Y Balboa comprendía que él sólo podía esperar esa severidad. Se descubrió que Colmenares y Enciso, no muy unidos en otras cosas, habían sido como un solo hombre en sus esfuerzos para arruinar a Balboa. (Quicedo, aunque sospechoso en general de haber seguido la misma línea, parece que permaneció en segundo plano. Las únicas quejas que se sabe de cierto formulara fueron relativamente leves). Enciso había vuelto a la vida en la primavera de 1512, al tener la certi dumbre de que las denuncias de sus actos, formuladas por Nicuesa o por los vecinos, no se volvían contra él. No hay indicios de que durante los meses que siguieron instara algunos cargos criminales contra Balboa y los vecinos o afirmara por entonces derecho alguno a dos tercios del oro de Darién, más la cuota de Hojeda como gobernador. Pero presentó una demanda ante el Consejo Real por gastos y pérdidas de ingreso en el período de marzo de 1511 «a la fecha», verdadera obra maestra en su género. Por los gastos de viaje a España, los de estancia él y dos criados, el costo de un entonces hipo tético regreso a Darién y los ingresos que podía haber tenido si nunca llegara a salir de la Hispaniola, reclamaba un total de millón y cuarto de maravedís. El Consejo — nada inocente frente a juegos de esta índole— le concedió 43.000, incluidas las costas. Esto parece haber terminado las actividades de Enciso como litigante hasta después que los procuradores llegaron de Darién. Más tarde, él mismo 209
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dijo que en el ínterin tuvo una importante parte en la redacción de algunas ordenanzas relativas a encomiendas en las colonias. Esto fue objeto de las deliberaciones de un Consejo especial convocado para estudiar la política de la Corona con respecto a las Indias, y aun cuando nadie cita al bachiller en conexión con ellas, bien pudo ser llamado para ayudar a poner los reglamen tos en debida forma. Un pago que se hizo de 20.000 maravedís quizá se le hiciera en recompensa de tales servicios. Por el hecho de que obtuvo la pro mesa de una regiduría permanente en la Híspaniola y el permiso de llevar cinco esclavos de España, se deduce que pensaba volver a Santo Domingo. Al acometerse la empresa de reorganizar la colonia de Tierra Firme, Enciso vio en seguida una oportunidad para recuperar su posición y dejar su orgullo a salvo. Los procuradores más bien se habían precipitado al expul sarle de Darién, pero no era ésta todavía la ocasión de decirlo. Por un lado, como acusadores de Balboa, serían muy útiles, y, por otro, podían resultar muy peligrosos. Colmenares sólo podía haber sido atacado impunemente, pero no se le podía separar de Quicedo. Y atacar a éste, atrincherado en el favor del rey y en el de la Casa, equivalía a exponerse a las más dañinas re presalias. Además, quisieran o no los procuradores hacer un pacto de mutua ayuda con él para sus conveniencias comunes, no estarían muy decididos a despertar por su iniciativa al perro dormido del despojo de Enciso. La suposición de que los seis meses de descrédito de Balboa se debía principalmente al trato recibido por Nicuesa y la de que Enciso y los pro curadores fueron su acusadores en este cargo carecen de apoyo documental. Por el contrario, todo indica que evitaron cuidadosamente un tema en el que también ellos eran vulnerables. El engreído alcalde mayor, el veedor que incitó a los vecinos contra el gobernador a quien servía y el teniente que re chazó a su comandante, estaban en posición muy delicada para acusar a los demás. Fuere lo que fuere lo dicho por Colmenares a Mártir en una sobre mesa, o lo contado por Enciso a su amigo Oviedo, uno y otro tendrían buen cuidado en dejar el asunto Nicuesa al margen de sus denuncias formales. La orden real para investigarlo sería obtenida probablemente por el hermano de Nicuesa, Alonso, y su abogado Vergara. Pero ni las cédulas del rey ni el informe del juez sugieren que los cargos fuesen de gran importancia. Las quejas de Quicedo no eran serias. Aparte de la reclamación de un sueldo no pagado, que concernía más a Nicuesa que a Balboa, sólo presentó dos: la de haber sido despojado de un solar en el que había comenzado a edificar (probablemente cuando se hizo la distribución después de llegar de 210
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Nombre de Dios los hombres de Nicuesa) y la de que no había recibido su escote en las cabalgadas por no haber tomado pane en las expediciones, lo cual estaba previsto así por los reglamentos. Colmenares íue menos concre to, pero mucho más violento. Habiendo prosperado por el favor de Balboa, se limitó con prudencia a vaguedades acerca de odiosos excesos y abusos y a describir a Balboa como un tirano sin escrúpulos que asolaba el país como un lobo. Enciso hizo un prolijo y enredoso historial, comenzando con su con tribución a la aventura de Hojeda y la declarada delegación en ¿I de la au toridad en Darién, para seguir con su detención por los vecinos, quienes — dijo— le trataron muy mal, con la intención de que muñera. Sospechan do que ni sus reclamaciones ni sus agravios personales se estimarían como motivos suficientes para los resultados que apetecía, añadió dos cargos bien calculados para mover a Fernando y actuar, ninguno de los cuales — de paso sea dicho— era específicamente contra Balboa. El primero consistía en que los vecinos tenían la fea costumbre de blasfemar de Nuestro Señor y de ha blar del rey sin el menor respeto; el segundo, que habían robado 28 libras del oro tomado en Darién, Aunque acostumbrado a la tendencia a la murmuración de sus súbdi tos, Fernando no podía descartarla del todo. Algunas de las acusaciones es posible que fuesen ciertas. Y, en este caso, nada tenía que oponer al cuadro que le pintaban presentando a Balboa como un bandolero sin conciencia. Zamudio, resentido e inquieto, se las arregló para entregar sus asuntos a los procuradores y hacer mutis por el foro (6). Valdivia se había desvanecido; Ocampo no había sido escuchado todavía. Los hombres que podían hablar por Balboa estaban en Darién. Convencido más que a medias de que Bal boa y su pandilla eran culpables, el rey ordenó una rigurosa investigación y procesar a cada uno, según lo que de ella resultara. Tales instrucciones para la acción judicial siempre se redactaban desde el punto de vista del acusador, así que al lector no acostumbrado le parecía que los acusados olían ya a muerto. Sólo después de comprobar lo a menudo que los acusados salían absueltos pueden valorizarse estos documentos aparente mente intransigentes. La instrucción concerniente a los cargos de Enciso se conformó con la fórmula habitual de castigar a los culpables «a las mayores e mas graves penas cebiles e criminales que fallaredes por juicio e por dere cho». Sin embargo, se daría un trato especial a Balboa. Caso de iniciarse un proceso contra él y resultar convicto, no sería sentenciado. Se le enviaría a 211
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Castilla mientras sus propiedades, debidamente inventariadas, permanece rían intocadas en espera de una decisión del rey y de su Consejo (7). Las recompensas inmediatas a ios acusadores de Balboa fueron muy mo deradas o nulas. Enciso fue el que salió mejor librado. El oficio de alguacil era considerablemente inferior al de alcalde mayor, pero se le podía sacar un buen provecho y las ventajas de ir a ejercerlo a Darién eran bastantes. También recibió el bachiller dos subvenciones para ayuda de gastos, la pro mesa de otra para su mujer y el permiso de ocupar en Sevilla una de las casas del rey pagando la misma renta que el último inquilino. Fue autorizado a requerir del gobernador diez hombres de servicio para los asuntos oficiales: tres mosqueteros, dos ballesteros, un batidor, dos pescadores con sus pesos y redes, un hombre con un molino, más una mujer cuyas obligaciones no se especifican. El bachiller pensaba en todo. Los procuradores recibieron como tales una asignación de 25.000 ma ravedís y la promesa de un regimiento permanente cuando se instituyeran en la colonia. Sus quejas habían de ser investigadas y asentadas de manera que ninguna de las partes en la causa tuviera motivo para protestar. A Quicedo se le reintegró en su antiguo cargo de veedor, y cuando murió, poco después, a su viuda y demás familia se les concedieron varias prebendas en recompensa. En cambio, Colmenares fue más bien desdeñado. No está claro lo que él esperaba ganar, aunque si las peticiones que presentó en 1515 son expresión de un criterio, esperaba ganar mucho. Las cosas que se sabe pidió fueron una capitanía real y el nombramiento de custodio de propiedades de difuntos. No obtuvo ni una ni otra. Un custodio de propiedades percibía un tanto por ciento de los bienes que manejaba y, por lo general, los aumen taba con ciertos gajes y el simple soborno; la mayor parte de ellos retenían las cuentas años y años, durante los cuales utilizaban bonitamente el dinero para sus usos privados. Cuando más tarde los hombres de Darién murieron a centenares, debió ser muy amargo para Colmenares calcular lo que habría podido ganar con tales defunciones al por mayor. De hecho, la única satisfacción positiva para Colmenares sería el éxito de la campaña contra Balboa. Incluso ésta habría de ser temporal, pero durante algún tiempo fue innegable. En tanto los documentos de Tierra Firme seguían refiriéndose al Muy Magnífico Señor Don Vasco Núñez de Balboa, las cédulas en España habían cesado de llamarle siquiera capitán. Se había convertido en «un Vasco Núñez o en «un tal Velasco Núñez de Balboa» a secas. 212
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La perspectiva a la que Balboa se enfrentaba era a la vez mortificante y alarmante. Seis meses antes la hubiese juzgado desesperada, pero ahora po día considerar que la partida no estaba perdida del todo. Sus adversarios te nían buenas cartas, pero él tenía el mono: había descubierto el otro mar. Po día presentar una lista de nuevos caciques sometidos y un quinto de más de 5.000 pesos sólo en oros .Ya no era escudero elevado a una situación pasajera que buscaba ansiosamente la ocasión de futuras hazañas; una deslumbrado ra, realizada ya, le proporcionaba una posición excepcional. Darién estaba perdido para él, pero quedaba la otra costa, país aún no acotado, sobre el que había ganado una opción moral. Balboa decidió pedir al rey el gobierno de la costa del Pacífico hacia el Oeste, pasando por Panamá y Coiba. Arbolancha se manifestó cordialmente en favor de tal petición, hasta el punto de disponerse a financiarla en parte. Entregó su cargamento a Balboa, con la intención de que las ganancias de su venta se invirtieran en la futura gobernación. Sin duda alguna, confiaba en que Femando accedería a la pe tición del descubridor. Los críticos de Balboa siempre atribuían sus éxitos en la captación de partidarios a la intimidación, el soborno o el encanto personal. Ninguna de las cosas basta para explicar el apoyo que Arbolancha — de quien, cosa rara, nunca se puso en duda la honradez— le dio tan de corazón. El garbo y la gallardía de Balboa, tanto como sus proezas de combatiente, que le permitían abrir a un hombre en canal de un solo tajo desde la coronilla al ombligo, eran buenas cualidades en un capitán, pero los indios tenían igual mente muchos hombres forzudos, valerosos, diestros en la batalla, y muchos de ellos llenos igualmente de atractivo. Quizá, pues, fuesen otras cualidades de jefe las que pesaran más, por ejemplo, su costumbre de tomar para sí las tareas más difíciles, su correcta distribución del botín, su negativa a abando nar a un camarada en peligro, su manera de cuidar a los débiles o heridos, con tanta solicitud como si fueran su padre o sus hermanos. Hasta Oviedo reconoce que, en estos aspectos, ningún otro capitán que fue a las Indias lo hizo mejor, ni siquiera tan bien. Pero se necesitaba todavía más para conver tir a un honrado inspector y sagaz hombre de negocios en un partidario. Arbolancha quizá oyera contar muchas cosas buenas de Balboa en la Hispaniola, cuando se detuvo en la isla camino de Tierra Firme. La fuente de información sería Ocampo, de regreso de su estancia forzosa en Cuba y a punto de partir para España. Arbolancha, Ocampo y Pasamonte eran amigos, e incluso en algunas ocasiones asociados, y es significativo que fuese 213
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en aquella época, antes de conocer el descubrimiento del otro mar, cuando Pasamonte abandonara su actitud antibalboísta inspirada por Colmenares, volviendo a su actitud primitiva. Lo que el visitador vio luego en Darién corroboró los buenos informes de Ocampo. La deslumbradora competencia de la expedición del Pacífico era bastante impresionante por sí misma, y lo fue más cuando puso de manifiesto el mejor atributo de Balboa: su extraor dinario sentido común. De las cédulas escritas después de que Arbolancha hubo informado a Fernando se deduce que describió a Vasco Núñez como un conquistador que se acercaba al ideal del rey: más político que impulsivo, con más visión que avaricia y capaz de guardar con los vencidos el equilibrio preciso entre la fortaleza y la flexibilidad, que le hacían ser temido y amado a la vez. Arbolancha zarpó de Darién poco antes de mediar marzo. Llevaba con sigo las relaciones de Balboa, un rudimentario mapa de los descubrimientos que desconcertaría a Fernando y a sus oficiales; el quinto real; la petición de una gobernación en la costa del Pacifico, y una cana de los vecinos al rey diciendo los grandes servicios que Vasco Núñez había prestado a Su Alteza y la habilidad que tenía para servirle mejor que otro cualquiera. En Santo Domingo entregó a Pasamonte los informes que Balboa — con gran tacto— dirigiera al tesorero, animado a hacerlo, cabe suponer, por el propio Arbolancha, buen conocedor de los caminos para obtener el favor real. Pa samonte escribió sin dilación a Fernando, encareciéndole apresurar la causa de Balboa. El agente del soberano partió para España en los últimos días de julio, cruzándose en el Océano con la armada que navegaba con rumbo a Tierra Firme. La desaparición de mucha de la correspondencia de la época se puede explicar por la falta de cuidado, los archivos mal guardados, los frecuentes incendios y la costumbre de raspar los documentos para utilizar una segun da vez el papel. Pero la prematura desaparición de las relaciones del descu brimiento de Balboa sólo cabe atribuirla a una sustracción deliberada. Las relaciones fueron por duplicado para Pasamonte y para el rey. Pasamonte, después de leerlas, las expidió a Castilla, y no es probable que se resignara a no mandar sacar una copia para sus archivos. Se sabe que los originales llegaron a la corte. En la Casa de Contratación, donde se recibían primero los despachos de las Indias, se hacían extractos para el rey, el Consejo Real y, frecuentemente, también para el canciller cardenal Ximénez de Cisneros; cuando se trataba de comunicaciones especialmente importantes, los ex214
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tractos se hacían tan amplios que casi era una reproducción literal del texto. A pesar de todo ello, no subsisten ni las relaciones, ni siquiera sus copias o extractos, de la expedición de Balboa al otro mar y los documentos que trataban in extenso de la entrada que Oviedo vio en Darién, en 1514, se desvanecieron tan completamente como los demás. En vista de la posible inminente llegada del nuevo gobernador, Balboa permaneció en Santa María después de la marcha de Arbolancha. Pero, a fin de hacer que el tiempo trabajara para él, despachó a Andrés de Garabito con ochenta hombres a explorar otra ruta hasta el golfo de San Miguel. Esta ruta, muy utilizada por los indios del sur de Darién, salía de Bea y cruzaba desde las fuentes del río Arquiatí — el río de los Anades, de Balboa— hasta la con fluencia de los ríos Paya y Tuira. El puerto comprendía algunas escarpaduras casi perpendiculares, por lo que se le dio el nombre de La Trepadera. Se conocen muy pocos detalles de esta entrada, que se conmemoró prin cipalmente por el nombre impuesto por los expedicionarios al río Tuira, conviniéndolo en río del Suegro, porque el cacique Chaoca de Tamahé, señor de un territorio situado en la orilla derecha cerca de la desembocadu ra, casó a su hija con Garabito, con arreglo a los ritos indígenas. Parece que Balboa limitó la expedición a alcanzar el golfo de San Miguel, lo que se hu biera podido hacer muy bien en un mes. Garabito, que visitó a los caciques de varios ríos tributarios, empleó unas seis u ocho semanas (8). En junio se reunieron en Darién todos los vecinos. Ocampo no hubiera podido reconocer el asiento en donde un puñado de compañeros famélicos le acogieron como a su salvador. Algunos recién llegados habían aumentado a quinientos el número de los hombres ahora asentados en la colonia, que estaba asegurada contra los ataques de los indios o el hambre. Tenía doscien tas casas, una iglesia y un hospital para los pobres. Los vecinos tenían a su servicio un millar y medio de indios, número escaso si se compara con los de otras colonias, pero suficiente si se tiene en cuenta que las labores propias de cada estación se hacían en las haciendas por indios de otras regiones, la mayor parte de ellos procedentes, según parece, de Careta. En resumen, la colonia estaba en forma admirable para ser entregada a una nueva administración. Si el pensamiento de que también lo estaba para no necesitar de ella resultaba penoso a los vecinos, mucho más hubiesen sufrido de llegar a prever en lo que se convertiría al cabo de unos meses.
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XVII
La creación de una administración y una definida política de conquis ta y colonización en Tierra Firme, más la de una gran armada, necesitaba un gran esfuerzo de ímprobo trabajo. Considerando lo que Fernando y sus ministros realizaron en el verano de 1513, parece que hubiesen dedicado a ello todos los momentos de sus vigilias. Los correos entre Valladolid y Sevilla galopaban para llevar y traer consultas sobre todos los aspectos de la empre sa. Mientras Matienzo y sus colegas de la Casa se dedicaban afanosos a las cuestiones de naves, bastimentos y recluta, las primordiales preocupaciones del rey consistían en los principios de gobierno, la selección del personal ejecutivo y el plan para el establecimiento en la colonia de los religiosos. Los principales consejeros del rey eran Fonseca, siempre a su lado, y Lope de Conchillos, su secretario para asuntos coloniales, escribano y vee dor de las Indias. Todos ellos se consagraron con ardor a su tarea, como si temiesen que la Tierra Firme, y con ella el otro mar, pudieran desvanecerse si no se clavaban de una vez como dependencia de la Corona. En un solo día, bien cargado de trabajo, el rey despachó treinta cédulas tratando de cosas di versas: desde las camisas de algodón a la alta política, revisando y firmando, además, una ley, dos edictos y una proclama. Con respecto a esta energía juvenil, es preciso advertir que cuantas per sonas la exhibían habían pasado ya de los sesenta años. Hoy se tiene la ¡dea de que los hombres de aquella época envejecían pronto; un libro reciente describe a Colón, de cincuenta y un años, como un hombre viejo ya, según las nociones de su tiempo. Actualmente las nociones del día tienen muy poco en cuenta los años. Sin hacer un catálogo de los hombres llenos de vi gor entre los sesenta y los ochenta o más años que figuraron de manera des tacada en España y las Indias, podemos señalar que Fernando tenía sesenta 217
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y uno; Fonseca, sesenta y dos; Conchillos, uno o dos menos, y Matienzo, el tesorero de la Casa, algunos más todavía. El canciller cardenal Cisneros, consejero de máxima altura, que tenía setenta y seis, sólo tres años antes había desempeñado el mando de un ejército en la expedición de Argel, y ahora se ocupaba en. dos absorbentes proyectos: la fundación de una nueva Universidad en Alcalá de Henares y la preparación de la famosa Biblia po líglota. Y Pedradas Dávila, a quien se nombró gobernador de los indómitos territorios de Tierra Firme — un caballero distinguido hacía poco tiempo por su temeridad en las batallas, y entre cuyos nueve hijos legítimos se con taban, al menos, siete menores de quince años— , pasaba, según decía, de los setenta (1). (Oviedo sospechaba que Pedradas exageraba su edad. Es posible que lo hiciera, aunque no se comprenda el porqué. Lo único probado es que su padre nació antes de 1410, y que él era el quinto de los ocho hijos del primer matrimonio de su progenitor). Pedro Arias de Ávila o Dávila, llamado generalmente Pedradas, era nie to de Diego Arias, que fue contador, tesorero y eminencia gris en el reinado de Enrique IV. Su padre, Pedro Arias fue asimismo contador y favorito de Enrique, y el hecho de pasarse más tarde a los adversarios del monarca hizo mejorar aún su posición. La madre de Pedradas pertenecía a la ilustre familia Carrillo-Hurtado; su tío — que le dejó una fortuna— fue obispo de Segovia; su hermano mayor ganó un condado por sus servicios a los soberanos. Su mujer, Isabel de Bobadílla y Peñalosa, procedía de una familia muy cercana al trono y era sobrina predilecta de una extraordinaria dama, amiga queridí sima de la reina Isabel. Sin embargo, y a pesar de que algunos genealogistas trataron de enlazarle con la flor de la caballería medieval, Pedradas era un advenedizo, pues, según afirmaciones contemporáneas, no toda la sangre de sus antecesores era limpia. Más atrás del abuelo Diego — que empezara su carrera como andrajoso vendedor ambulante de especias— había un judío, más plebeyo todavía, casado — se decía— con una moza de taberna. Casi todo cuanto se conoce de la juventud y madurez de Pedradas es lo que expresan sus apodos. Se le llamaba el Justador, por su destreza en el deporte señorial del torneo, y el Galán, por la magnificencia de sus vestidos y la ostentación de sus costumbres fastuosas. Se casó tarde, posiblemente sólo cuando su tío el obispo (quien, perseguido por la Inquisición, encontró refugio en el Papa) murió transmitiéndole sus riquezas. En 1510 adquirió súbita celebridad en la campaña de Argel. Volvió a España convertido en 218
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un héroe para recibir parabienes por su valor, el grado de coronel, un nuevo cuartel a su escudo y otro apodo: el León de Bugta. Los laureles fueron, sin duda, merecidos, y ojalá se hubiese dormido sobre ellos en vez de ir a las Indias a ganar su sobrenombre final de Furor Domine. Físicamente era de tez blanca, claros ojos verdes y cabellos rojos. Nada podemos decir acerca del aspecto de doña Isabel, no obstante ha ber logrado romper el silencio que sobre su sexo guardaban los cronistas contemporáneos y que tantas veces nos hace echar de menos alguna cronista femenina. Sorprende que los españoles, intensamente masculinos, admira sen a las mujeres de espíritu viril, frase que se aplicó a varias hembras de la familia de Bobadilla. Se saca la impresión de que doña Isabel era todavía más fuerte que su autocrático esposo; de seguro la ira de Dios no le aventajaba en tenacidad. Pedradas, pensando, sin duda, que nueve hijos pequeños estarían mejor bajo los cuidados maternos, deseaba que se quedara en España, pero doña Isabel se empeñó en ir a Darién, y fue. Al contar esto al Papa, Pedro Mártir transcribe sus palabras — ¿serían escuchadas a través del ojo de la ce rradura por alguno de sus hábiles informadores?— con las que defendió su punto de vista en un largo discurso lleno de nobleza. Y, al final, demostraría ser el mejor sostén de su marido, aunque en 1513 el más efectivo fuese el obispo Fonseca. Pedradas era hechura de Fonseca, y el obispo le cuidaba como cosa suya. El anuncio a principios de junio de que Pedradas había sido elegido para gobernador provocó una gran protesta que Fonseca aplastó con la facilidad y la eficiencia de una apisonadora. El nombramiento fue ratificado el 27 de julio. Tres semanas más tarde Pedradas prestó juramento ante el Consejo en pleno. Le fueron leídas una por una las obligaciones de su cargo, y a todas ellas hubo de jurar obediencia y sumisión, garandzando su cumplimiento con su persona, sus bienes y sus tierras presentes o futuras en cualquier lugar en que pudiera tenerlas. Herrera dice que ni antes ni después hubo gobernador a quien se requi riera para acudir a una ceremonia de esta clase, lo que probaba la descon fianza de Fernando, a pesar de las persuasiones de Fonseca. Los inusitados frenos y cortapisas puestos a Pedradas parecen confirmarlo. Se le cortaron las alas hasta el punto de convertirle en poco más que el presidente de una Junta de gobierno formada por el obispo de Darién y tres oficiales reales en la colonia, sin cuyo consentimiento no podía tomar decisiones ni trazar directrices. Además se le canceló el acostumbrado permiso para nombrar 219
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su alcalde mayor privilegio muy apreciado por todos los gobernadores, por unir los poderes judicial y ejecutivo. Personalmente serla el rey quien lo nombrase, prohibiendo a Pedradas mezclarse en las cuestiones judiciales. Los tres reales oficiales fueron Alonso de la Puente, tesorero; Diego Márquez, contador, y Juan de Tavira, factor. Puente, el oficial más importante, era el hijo afortunado de un padre distinguido. Fue uno de los cien «continos» o «continuos» del rey y desem peñaba el cargo de secretario del infante don Fernando, nieto muy querido del monarca. Hombre oportunista e intrigante, Puente era, con mucho, el miembro más inteligente de la nueva administración. Tal vez por estar enfermo o por la malevolencia de vieja que aparece en sus cartas, da la im presión de un anciano venenoso, resultando sorprendente encontrarse con que sólo tenía treinta y cinco años cuando fue a Tierra Firme. No hay otra descripción de su apariencia física que la observación del doctor principal de la colonia de que era «de humor colérico», o sea, en otras palabras, hepático. Nos lo imaginamos cetrino y huesudo, con la nariz larga, la boca contraída y los ojos demasiado juntos. El contador Diego Márquez había sido paje de Fonseca y criado del con destable de la Corte, Bernal de Pisa, al que acompañó a las Indias en 1493. En aquella ocasión sirvió como veedor en una de las carabelas de Colón; más tarde fue veedor auxiliar en la Hispaniola. Debió haber alguna razón — no aparente— para designarle interventor en la nueva colonia. Casi todo lo que se sabe de su anterior servicio en Indias es que detuvo a la flota de Colón en Guadalupe, perdiéndose en una expedición no autorizada y que, habiéndose ausentado sin permiso en 1508 — esta vez en España— , se le or denó bruscamente incorporarse a sus deberes en el primer buque que saliera. Como oficial seguía la línea de menor resistencia. Luego, en Darién, apenas se le vería; era, en resumen, una figura sin contornos definidos, actuando a remolque de Puente con una especie de perfidia pasiva. Las funciones de un tesorero y las de un contador eran exactamente las que sus títulos sugieren: las de un factor consistían en la custodia y adminis tración de los bienes de la Corona, desde los cargamentos hasta la hacienda del rey. El hombre elegido para factor en Tierra Firme era un hidalgo pobre que gozaba, en cierto modo, de la protección de la reina de Portugal, hija de Fernando. A través de ella había conseguido una plaza de mayordomo de la Cámara de la Audiencia en la Corte de Castilla. Persona modesta y dispuesta siempre a votar con la mayoría, Tavira sería irreducible cuando se tratara de 220
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sus intereses. Aunque inexperto, tenía talento natural para los negocios: con su tranquila manera de ser ordeñó su posición hasta reunir en pocos años una fortuna. El alcalde mayor, nombrado en septiembre, fue Gaspar de Espinosa. Oviedo dice que, aunque Espinosa se denominaba a sí mismo «licenciado», su graduación en Salamanca era sólo la de bachiller, y adquirida muy re cientemente. Si esto es cierto, fue un estudiante tardío, ya que por aquella época se encontraba entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años. Sus intenciones eran excelentes, a juzgar por los esfuerzos que hizo durante los primeros meses de su estancia en Darién para mantenerse firme e imparcial. Desgraciadamente, no podría hacerlos mucho tiempo. No era hombre para sacrificar la posibilidad de una fortuna a la causa de la pura justicia y apren dió pronto a preferir las lucrativas incursiones a las austeras satisfacciones propias de su oficio. El funcionario más importante entre los de segunda fila era Gonzalo Fernández de Oviedo, el futuro cronista. Bien que, gracias a la acumulación de oficios, al favor real y a su fuerte personalidad, llegara casi a la primera. Si es verdad que sufría la rémora de ser bastardo, su padre — o posiblemente su madre— tenía gran influencia. En su niñez fue paje de don Alfonso de Aragón, primo del rey; a los trece años fue elegido como compañero del príncipe de Asturias. Después de la muerte del príncipe don Juan se trasladó a Italia, residió algún tiempo en la Corte napolitana, regresó a España en el séquito de la reina viuda de Nápoles (hermana de Fernando) y fue nombra do escribano de la Corte. En 1512 se le designó para secretario de Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, que una vez más había sido propuesto para ir a Italia a combatir con los franceses. Lo mismo que Pedradas — que tam bién esperaba ir con Córdoba— Oviedo quedó en libertad al cancelarse la expedición. Oviedo obtuvo el nombramiento de escribano de la colonia en junio, y después de que Quicedo murió — tan hinchado y amarillo como el oro que fue a buscar— se le dio también el puesto de veedor mayor. Espíritu crítico y seguro, fue un estorbo para Pedradas y los oficiales, quienes no pudieron ni excluirle ni controlarle. Como veedor confrontaba todo el oro, las perlas, los esclavos y las demás riquezas; como escribano mayor redactaba y registra ba todos los documentos y se hallaba presente para levantar acta en cuantas conferencias oficiales tenían lugar. En ambos aspectos era responsable direc tamente a España, como delegado de Conchillos. 221
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(Oviedo se casó tres veces, y acerca de sus dos últimas mujeres tiene muy poco que decir. Pero de la primera — «mi Margarita»— habla extensamente y sin disimular la emoción. Esta señora, de perfecta belleza y gentil virtud, murió a los tres años de matrimonio sin haberse restablecido de un terrible paño que volvió su cabello — una trémula oleada, tan larga que llegaba hasta el suelo— de verdadero oro en la más pura plata. «Dios me la prestó — escribe Oviedo ya cincuentón— y Él se la llevó... y yo no podré hablar de esto sin lágrimas ni cesar de afligirme por ella mientras viva»). Aparte de otros cargos de menor importancia, el presupuesto anual para las nóminas civiles de la nueva colonia era el siguiente: Gobernador: Pedrarias Dávila.................... Tesorero: Alonso de la Puente.................... Tesorero (para auxiliares)........................... Contador: Diego Márquez........................ Factor: Juan de T avira............................... Alcalde mayor: Gaspar de Espinosa........... Veedory escribano mayor: Oviedo............. Aguacil mayor: Martín de Enciso............. Teniente de gobernador: Juan de Ayora. . . Físico: Rodrigo de Barreda........................ Cirujano: Hernando de la Vega................ Cirujano: Juan de Enrique........................ Boticario: Francisco C o rta........................
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
366.000 200.000 50.000 200.000 150.000 150.000 120.000 76.000 72.000 50.000 30.000 30.000 30.000
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El cuerpo médico se esperaba que aumentara estos sueldos con sus ho norarios; otros funcionarios, como el veedor-lapidario y el encargado de la fundición, recibirían su salario nominal más un tanto por ciento sobre lo que manejaran; los escribanos no necesitaban sueldos, puesto que sus honorarios se fijaban en cinco veces más que los señalados por arancel en España. El doctor Barreda era un médico eminente, de buena familia y habla sido agregado a la Inquisición. Marchó a Darién con su esposa, pero lo abandonó a los seis meses. Ayora, teniente de Pedrarias, permaneció menos tiempo todavía y aún fue demasiado larga su estancia. Se le eligió por ser su hermano mayor amigo íntimo del gobernador, pero la elección resultó 222
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desafortunada. Se puede encontrar, si no excusa, una razón al menos para los excesos de algunos subalternos de Pedradas; Ayora, que cometió muchos más en menos tiempo que cualquiera de ellos, era un destructor insensato, tan estúpido como vicioso La nómina militar era pequeña, puesto que a todos los colonizadores se les consideraba ipso jacto como soldados. También los sueldos, excepto los de los oficiales, eran insignificantes. Sin embargo, pesaban sobre el pre supuesto: Un maestre de cam po ................................. . . 100.000 Cinco capitanes reales................................. . . 240.000 Diez escuderos (guardia del gobernador) . . . 180.000 Quince c a b o s .............................................. . . 202.500 Treinta peones.............................................. . . 355.500 Ciento ochenta hombres ........................... . . 1.620.000
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El maestre de campo nombrado por Fernando fue un caballero a quien no le agradaba tal cargo por encontrarse muy contento desempeñando el de alcaide del castillo de Alfaro. No se atrevió a rechazar el nombramiento, pero encontró una serie de pretextos para ir aplazando su partida. En 1516 seguía todavía desempeñando su puesto en España y no hay noticias de que llegase a ver Darién. De los capitanes reales, dos murieron a manos de los indios, un tercero abandonó la colonia en 1515, otro — innocuo y de edad madura— fiie recordado, principalmente, por su sujeción a una amante española sin el menor atractivo — según Oviedo tenía todas las efes— , que consiguió por fin llevarle al matrimonio. El quinto capitán era Francisco Vázquez de Coronado, que permaneció sólo escasos meses en Tierra Firme. Los capitanes que ganaron fuña o infamia en el istmo fueron hombres escogidos por Pedrarias. La organización religiosa de la colonia se llevó con tanta energía y op timismo como la política. Había el proyecto de crear una catedral en Santa María del Antigua, y, si podía ser, nombrar un patriarca general de las islas y la Tierra Firme de las Indias. La elección como obispo recayó sobre fray Juan de Quevedo, provincial de los franciscanos de Andalucía y predicador de la Real Capilla, quien aceptó el cargo en julio. El candidato para el patriarcado era, naturalmente, Fonseca. En aquel momento la colonia tuvo un obispo, pero no un obispado. 223
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Los católicos soberanos de Castilla tenían licencia papal para hacer nom bramientos eclesiásticos, sujetos solamente a una ratificación formal, pero no podían inventar nuevas sedes ni mucho menos nuevos patriarcados. Así, León X, que acababa de recibir la triple tiara, recibió una petición de Fer nando, suplicando la creación de una diócesis en Oarién y un patriarca do universal para el Nuevo Mundo. Se encareció al embajador aragonés en Roma llevar adelante y con urgencia el asunto, lo que consiguió en menos de un mes, si bien no tan completamente como se esperaba. El proyecto de Fonseca patriarca quedo en proyecto, pero el 5 de septiembre el Papa promulgó una bula plomada instituyendo la diócesis con iglesia catedral en Santa María y prometiendo que la iglesia y su obispo gozarían de todos los privilegios, inmunidades y favores que las catedrales y obispos en España (2). Fue la primera bula del reinado del papa León X y costó a Fernando 787 florines de oro. Quevedo era un hombre grande y moreno, de carácter parecido a Fonseca. Su papel en la colonia sobrepasó mucho sus deberes episcopales. Era una especie de vicegobernador, designado para ser el jefe ejecutivo caso de que Pedrarias se ausentase o no pudiera cumplir sus funciones, y en todo momento tenía voz en el gobierno. La voz de un obispo habla más fuerte que la de un simple seglar y Quevedo hizo sonar la suya libremente. Como, por lo general, estaba en oposición a los otros miembros de la administra ción, no tenía popularidad entre sus colegas, cosa que no le preocupaba lo más mínimo. Su poder secular iba unido a su mitrada autoridad espiritual y se daba perfecta cuenta de que Pedrarias le temía. Se convirtió pronto en el único aliado influyente de Balboa y durante el tiempo que permaneció en Darién fue el paladín de su protegido con relativa eficacia, mediante una mezcla de persuasión e intimidación. La lástima es que no estuviera lo bastante en la colonia. * Quevedo llevó consigo once sacerdotes y dos frailes. (Los últimos, que consiguió después de bastante insistencia, eran los auxiliares habituales de un obispo). El deán del capítulo, Juan Pérez de Zalduondo, que fue nom brado directamente por el rey, permaneció en Castilla hasta muy avanzado el año 1515. El padre Pérez no era un dulce pastor y, si hemos de dar crédito a Oviedo, más hubiera estado en su elemento como conquistador que como clérigo. Constituía una excepción en el personal de la nueva administración por su experiencia, pues conocía ya las Indias y Darién por haber sido sa cerdote en la Hispaniola e ido en 1510 a Santa María, probablemente con 224
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Knciso, con quien regresó en 1511. Años después Pedrarias afirmó haber llevado con él otros trece clérigos, lo cual parece haber sido un alarde de exageración retrospectiva. Por último, fueron algunos franciscanos bajo un provincial llamado Diego de Torres, y es posible también que algunos do minicos. En opinión de Fernando, sería excesivo pedir en los primeros años a los vecinos el pago de diezmos para el sostenimiento de la jerarquía ecle siástica, por lo que prometió hacerlo con las rentas de la Corona. Se asignó ai obispo un sueldo de dos mil pesos (convertidos en 456 maravedís por peso), retribución espléndida comparada con las demás de la colonia, pero modestísima en relación con lo que ingresaban la mayoría de los obispos en España. Otros estipendios y pensiones elevaban el presupuesto de la Iglesia en Darién a más o menos 1.850.000 maravedís. Desde luego, las nóminas civil, militar y eclesiástica eran absurdas en proporción a los recursos de la Corona. Incluso después que las defunciones y las ausencias de varios funcionarios las redujeron, Puente establecía el total por encima de los cinco millones y medio de maravedís. Como Balboa y Quevedo señalaron, esto significaba que habría de arrancarse cada año a los indios sesenta o setenta mil pesos mediante tributos o «buena guerra» (la expresión es de Quevedo), antes de que el quinto cubriera los gastos fundamentales. El problema se debía a haber sobrestimado a Darién. Los promotores más efectivos suelen ser los entusiastas que creen en su propia propaganda; Enciso y los procuradores — y también Balboa— , deslumbrados por su reclamo, estaban convencidos de que sus informes sobre las fabulosas riquezas eran la pura verdad. Además, tenían la confirmación de ello. El tesoro obtenido por Bastidas, Juan de la Cosa y Guerra de unas cuantas aldeas de la costa era un hecho indiscutible. Lo mismo que el quinto perdido de 15.000 pesos. Dos o tres centenares de asentados medio hambrientos y mal equipados habían reunido en seis meses, y sin alejarse más de unas cuarenta leguas de Santa Ma ría, 60.000 pesos de oro labrado. No era, pues, irrazonable pensar que, tan pronto como Tierra Firme empezara a ser explotada de manera sistemática, la colonia nadaría en oro; o suponer que, si se cumplía la promesa del otro mar, Darién sería la verdadera joya de los reinos ultramarinos. En esta creencia, Fernando formó un Gobierno, invirtió — o mejor di cho, despilfarró— cerca de 20.000.000 de maravedís en una armada, esfor zándose en trazar un patrón para su primera colonia continental, que fuera el prototipo de la dominación española en el Nuevo Mundo. 225
XVIII
El rey Fernando (que hubiera debido tener más juicio) esperaba que la armada estuviese lista para zarpar antes del invierno. No fue culpa suya si no ocurrió así. Trabajando con el ímpetu, la asiduidad y el rápido despegue de la realidad que caracteriza a ios grandes funcionarios cuando tienen entre manos un proyecto, había terminado a mediados de agosto cuanto era de su incumbencia. Por todas partes corría ya en cédulas el nombre que la colonia había de tomar en lo sucesivo. Se llamaría Castilla del Oro. El rey había decidido que se la bautizara con una designación que aso ciase el nombre de Castilla con la ¡dea del precioso metal. (El término Nue va Andalucía que se le dio en los tiempos de Hojeda jamás tuvo arraigo). Castilla del Oro era el nombre favorito, aunque también Castilla Dorada tuviera sus partidarios y existieran otros proyectos menos afortunados como Castilla Aurisia y Castilla Aurífera. Una amenaza de llamarla Bética Aurea — derivada del antiguo nombre de Andalucía— llegó incluso a algunos do cumentos, pero abortó felizmente. El territorio al que el nombre había de aplicarse se describe alguna vez, más bien casualmente, como la gran región llamada anteriormente Tierra Firme, de la que quedaban excluidas Veragua, Paria y otras costas más remotas. Oviedo dice que se definió más tarde como extendiéndose desde el cabo de la Vela hasta Veragua. Aunque era la primera vez que se planeaba desde los cimientos la organiza ción de una posesión ultramarina, el esquema general de gobierno ya se había desarrollado de modo empírico en la Hispaniola y su estructura, por tanto, no ofrecía nuevos problemas. Por otra parte, se hizo en los documentos un gran esfuerzo de estudio sobre las técnicas de la conquista y la colonización. El motivo fundamental — o tal vez dijéramos mejor convencional— 227
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de la conquista se exponía en la cédula de nombramiento de Pedradas: «... para que Nuestro Señor sea en las dichas tierras servido e su santo nombre conoscido e los vecinos de la dicha tierra sean convertidos a nues tra santa fe católica». En la petición elevada al Papa se le habla pedido designar prelados y expertos sacerdotes para estos piadosos fines «... e para la seguridad destas personas ha sido menester proveer de algund numero de gentes que vayan a poblar en las dichas tierras... e para ello mandamos fazer agora una gruesa armada proveída de todas las cosas necesarias». Sin duda, el hombre celebró el alba de la razón justificando la agresión con argumentos morales y esta costumbre morirá sólo con la raza humana. Seria, sin embargo, grave error considerar a Femando como un ambicioso imperialista que cubría su inclinación al despojo con un transparente barniz de piedad. No. El rey creía en su misión de salvador de las Indias tanto como en su derecho a gobernarlas; no era una casualidad que el presupuesto ecle siástico para Castilla del Oro fuese mayor que el de la administración civil. Si sus directrices para llegar al dominio por la persuasión se inspiraban, en parte, en la consideración de que tratar bien a los indios era, a la larga, más provechoso que tratarles mal, no dejaban por ello de ser admirables. O, al menos, admirables en un noventa por ciento. Habla un resto merecedor de una calificación diferente. La política respecto al Nuevo Mundo descansó desde el primer momen to sobre dos sencillos principios: que los reyes de Castilla eran, por derecho, soberanos propietarios de las tierras paganas descubiertas al oeste de la linea de demarcación, y que los naturales de aquellas tierras eran súbditos — libres, pero no iguales a los españoles— de la Corona. Estos dos principios, igual que las prácticas derivadas de ellos, fueron sometidos por orden del rey al examen y juicio por el Consejo especial de 1512 y por ciertas autoridades en Derecho civil y religioso, completamente independientes. Como un peque ño grupo minoritario — los dominicos de la Hispaniola— sostenía apasio nadamente la tesis de que Castilla no tenía derecho moral a la conquista, las deliberaciones fueron tempestuosas y el resultado final, bastante ortodoxo: se ratificó la soberanía de las Indias, la condición de los indios permaneció inalterada y el sistema de las encomiendas quedó legitimado, siempre que se reglamentara a fin de obtener el bienestar de los encomendados. Lo que resulta extraordinario es que se llegaran a discutir tales asuntos. Debe admitirse que hay algo fantástico en la pintura de un monarca absoluto que, en vías de adquirir un imperio fabuloso, invita a una discusión 228
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crítica sobre sus derechos a la soberanía en sus nuevos reinos. Y más aún cuando Fernando lo hizo a instancias del grupo que denegaba esos derechos en las Indias, y específicamente ante la insistencia de un fraile llamado Mon tesino, cuyos sermones en Santo Domingo estuvieron al borde de constituir una incitación a la rebelión para los indígenas. Aquel idealista incendiario presentaba sus argumentos con un léxico de asalto y agresión. (Era capaz de aterrorizar a una mujer agonizante hasta hacerle arrepentirse con una elocuencia «azufrada» que producía la más cálida admiración en Las Casas). Una vez llegó hasta el rey, metiéndose a la fuerza y sin anunciarse previa mente en habitaciones regias, no obstante lo cual Fernando le escuchó y cuando terminó su relato de las crueldades y rapiñas que se cometían en las Indias, preguntó: — ¿Es esto lo que Vuestra Alteza ordena? La respuesta de Fernando fue un violento: — ¡No, por Dios; ni lo ordenaré en mi vida! Indudablemente, la conmoción producida por las revelaciones de Mon tesino espoleó al rey para actuar. Pero debe reconocerse que la clase de ac tuación que decidió fue dictada por el juicio político. Los dominicos que atacaban a la raíz del dominio ultramarino no eran muchos, pero debió resultar patente que cuanto más pronto se tratara todo el problema, y por una autoridad indiscutible, sería mejor. Los juristas y teólogos convocados por el rey fueron los más eminentes. Era inevitable que la mayor parte de los jueces fueran eclesiásticos, pues las cuestiones a tratar eran morales y envol vían incluso la autoridad papal. En lo que Fernando demostró una especial sagacidad fue en la elección de una mayoría de árbitros dominicos, a pesar de que los franciscanos de Santo Domingo hicieron una violenta oposición a Montesino y sus colaboradores. A pesar de que las encomiendas habían sido aprobadas en teoría y regu ladas en la práctica por un nuevo cuerpo de leyes y ordenanzas destinadas a salvaguardar a los indios, Fernando seguía dudoso acerca de ellas y aconsejó a Pedradas evitarlas en lo posible en Castilla del Oro. El sistema ideal, pen saba el rey, sería inducir a los caciques a entregar a los colonizadores el veinte o el treinta por ciento de sus trabajadores disponibles en una rotación que durara uno o dos meses para cada año. En el caso de que se instituyeran en comiendas, se observarían escrupulosamente los derechos relacionados con ellas: trabajo no excesivo; tiempo para el recreo diario; vacaciones regulares; pago en especie; prohibición de servidumbre forzosa de las mujeres; emplear 229
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sólo en tareas ligeras a las embarazadas y exención total del trabajo a las que estuviesen en los últimos meses del embarazo; alimentación adecuada e instrucción regular en la fe católica. Los derechos de propiedad de los in dios serían respetados y se les dejaría tiempo para ocuparse de sus asuntos y cultivar sus propias tierras. Pedradas debía atenerse a estas reglas y a otras contenidas en las instruccio nes que el rey le dio (1). £1 contenido de estas últimas era que los indios debían ser atraídos y no forzados a la amistad y a la obediencia. Los métodos que el gobernador había de usar para ello eran el cariño, la paciencia y la buena fe. Las promesas — decía Fernando— sólo se harían cuando pudieran cumplirse al pie de la letra, pues una vez hechas debían llevarse a cabo. Ninguna india podría ser tomada contra su voluntad para «ser utilizada como esposa»; la primera infrac ción sería castigada con la confiscación de todos los bienes, la segunda — miste riosamente— con la misma penalidad doble y la tercera con el destierro. Cualquiera que fuese el plan adoptado para asegurar el trabajo de los indígenas, sólo podría ser tomado un número razonable de ellos de cada aldea, pero jamás por la fuerza. Sus tareas debían ser lo más ligeras posibles, porque — subrayaba el rey— los indios no estaban acostumbrados al trabajo regular y necesitaban de tiempo para adaptarse a él. Por ejemplo, si los ríos estaban llenos de oro libre, como se decía, los mineros podrían abstenerse de cavar durante un considerable período. En general, era mejor exagerar en cuestión de concesiones y favores que forzar las ordenanzas para colmar la medida del servicio y el tributo. Un decreto especial llegó a autorizar a Pedrarias a conceder la completa exención del tributo en los casos en que un cuidadoso estudio lo aconsejara. Los colonizadores serían estrechamente vigilados. No se toleraría nin gún abuso, daño o injuria y ninguna entrada no autorizada. El temor — ob servaba el rey— inspira muchos levantamientos, y cuando los indios vieran que los cristianos eran humanos y honrados, y a través de una perseverante instrucción llegasen a comprender la doctrina cristiana, llegarían más pron to al conocimiento de Dios. Más se ganaría convirtiendo de esta manera a cien — insistía— que a cien mil por otros procedimientos. Quedaba el caso de aquellos indios que se negaran a la amistad, el vasa llaje y la salvación cristiana. Pero hasta a ésos no se les debía hacer guerra, a menos que: a) se constituyeran en agresores por un ataque armado, y b) se les hubiese dado una amplia oportunidad de escuchar el «Requerimiento» — del que se hablará más adelante— en repetidas lecturas y traducido a su 230
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lengua para que realmente lo entendiesen. Fernando advertía a Pedradas que los españoles, ávidos de alguna excusa para capturar naborias, preferi rían que los indios se mostrasen hostiles que pacíficos, y por ello no debía confiar en sus afirmaciones respecto a la actitud de los nativos. En asuntos de esta clase lo mejor seria consultar con el clero, que tiene menos pasión y menos afán de satisfacer sus intereses personales. Punto por punto puede suscribirse la opinión de Mártir de que los de cretos e instrucciones eran radiantes ejemplos de justicia benigna para las naciones recién nacidas, de parte de otra nación de espléndida madurez. El «Requerimiento» era una famosa proclama compuesta en 1513 para uso de conquistadores. Enciso, con inoportuno orgullo, afirmó más tarde haber contribuido en gran parte a su redacción. Pero, en esencia, fue obra del eminente jurista Palacio Rubios. Aprobado no sólo por el Consejo y los franciscanos, sino también por los dominicos, su propósito era informar a los paganos de su manifiesto deber de abrazar la fe cristiana y de aceptar el gobierno de «el muy alto e muy poderoso e muy cathólico defensor de la Iglesia, siempre vençedor e nunca vençido, el grand Rey Don Fernando (quinto de tal nombre) Rey de las Españas». La obligación estaba explicada con sencilla lógica: «Dios Nuestro Señor, uno e trino, crió el cielo e la tierra, é un hombre é una muger, de quien vosotros e nosotros e todos los hombres del mundo fueron e son desçendientes e procreados, e todos los que después de nos han de venir. Mas por la muchedumbre que de la generaçi0n destos ha s u c e dido desde hace cinco mili años y más que ha que el mundo filé criado, filé nesçessario que los unos hombres fiiessen por una parte y otros por otras». Todas estas gentes, continuaba el Requerimiento, y la tierra misma fue puesta por Dios al cuidado de alguien llamado San Pedro, quien así se con virtió en señor del mundo. Esta persona fue llamada Papa, palabra que sig nifica admirable, supremo, padre y guardián; su capital era Roma, por ser el lugar mejor adaptado para gobernar el mundo, pero podía establecerse en cualquier otro lugar si ello fuera conveniente. La autoridad de San Pedro, aceptada por todas las gentes que a la sazón vivían, había pasado igualmente reconocida a sus sucesores y así continuaría hasta el final del mundo. Y en el transcurso del tiempo, uno de estos Supremos Pontífices había donado las islas y el continente de la Mar Océana a los soberanos de Castilla, como 231
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constaba en ciertos documentos que podrían leer si lo deseaban. Habiendo conducido con esta habilidad a los supuestos oyentes desde las sublimidades del Génesis a los inmediatos particulares del dominio es pañol, el Requerimiento venía a decir, con más tacto que verdad, que casi todos los demás habitantes de las Indias, informados de los hechos, los ha bían aceptado voluntariamente: «E como a tales Reyes e señores destas Islas e Tierra Firme, algunas islas e quassi todas (a quien esto ha sido notificado) han resçebido a Sus Alteças, e los han obedescido y obedescen é servido é sirven, como súbditos lo deben hacer; é con buena voluntad é sin ninguna resistençia, luego sin dilaçidn como fueron informados de lo sussodicho, obedesçieron é resçibieron los varones é religiosos que Sus Alteças enviaron, para que les predicassen é enseñassen nuestra sancta fée cathólica a todos ellos de su libre é agradable voluntad, sin premia ni condición alguna, é se tornaron ellos chrisptianos y lo son, é Sus Alteças los resçibieron alegre é benignamente, é assí los mandan tractar, como a los otros sus súbditos é vasallos, é vosotros sois tenidos é obligados a hacer lo mesmo: «Por ende... vos ruego é requiero que entendáis bien esto que vos he dicho... reconozcays a la Iglesia por señora é superiora del Universo, al Supremo Pontífice, llama do Papa en su nombre, é al Rey é a la Reyna en su lugar, como a señores é superiores é Reyes destas islas é Tierra Firme». Hasta ahí bien. Pero el párrafo siguiente es como el estallido de una bomba en medio de una excursión escolar dominical: «y si no lo hiciéredes y en ello dilación maliciosamente pusierdes, certificóos que, con la ayuda de Dios, nosotros entraremos poderosamente contra vosotros, y vos haremos guerra por todas las partes y maneras que pudiéremos, y vos subjetaremos al yugo y obediencia de la Iglesia y de Sus Altezas, tomaremos vuestras per sonas y de vuestras mujeres é hijos, y los haremos esclavos, y como a tales los venderemos y dispornemos dellos como Sus Altezas mandaren, é vos tomaremos vuestros bienes y vos haremos todos los daños y males que pu diéremos, como vasallos que no obedescen ni quieren rescibir a su señor, y le resisten y contradicen, y protestamos que las muertes y daños que dellos se recrecieren sea a vuestra culpa y no de Sus Altezas, ni nuestra, ni destos caballeros que con nosotros vienen» (2). ¡Curioso y terrible documento! Puede observarse que incluso las con quistas seculares se hicieron más o menos en esta línea hasta muy reciente mente y todavía se hacen así en algunas partes del' mundo; alguien puede 232
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pensar que el fiero cristianismo absoluto de la época de Fernando era pre ferible a la igualmente fiera religión política de hoy. También es justo con siderar que si el Requerimiento hubiera sido utilizado de buena fe y en la observancia de todas las suavizadoras ordenanzas e instrucciones, mucha de su agresividad habría desaparecido. No obstante, es difícil hacer un análisis racional mientras se leen las terribles amenazas y la actitud de Pilatos de su conclusión. El hecho es que Pedradas y sus capitanes, cínicamente ignoran tes a la vez de la letra y el espíritu de cada benigna disposición, convirtieron el Requerimiento en una burla salvaje. Como Fernando subrayaba, la armada se organizó sin consideración al gran gasto y trabajo que suponía. Más exactamente, tal consideración fue superada conforme progresaban los preparativos. El proyecto original requería nueve naves reales nuevas o casi nuevas — cuatro de ellas carabelas portuguesas o de vela latina— , más dos viejas naos fletadas. Las naves pequeñas — cuatro bergantines a modo de pinazas, dos bergantines cubiertos y ocho barcas de pesca— podrían ser llevados a Darién o construidos allí después de que la armada hubiese arribado. El número de reclutas se fijó en ochocientos, incluyendo doscientos hombres a sueldo; recibirían pasaje y alimento gratuito durante la travesía y un mes más. La armada sería aprovisionada para dieciséis meses; el sobrante, vendi do a precios razonables, aseguraría la manutención adecuada hasta la reco gida de la primera cosecha. Como la carga combinada de los transportes propuestos era inferior a mil toneles y la orden para comestibles especificaba, entre otras cosas, 375.000 libras de harina, 300.000 libras de galleta y unos 69.000 galones de aceite y vino — todo lo cual, con sus envases, suponía unos 1.300 toneles— , no es de extrañar que hubiera de incrementarse el número de barcos. Al final fueron diecisiete de la Corona y tres o cuatro fletados, más algunos gestiona dos privadamente y una carabela que se añadió en las Canarias. El armamento «pesado», proporcionado por la factoría real de Málaga, era notoriamente escaso: cuatro cañones pequeños, dos falconetes y treinta y cinco arcabuces de un solo tiro, todos de bronce. (Probablemente se tuvo presente que existían en Darién dieciséis cañones de las flotas de Hojeda y de Nicuesa y ochenta arcabuces) (3). Por alguna razón desconocida, la factoría demoró su entrega; pero, a pesar de las dificultades y el retraso, la ar mada consiguió dos falconetes de 800 libras, seis piezas de campaña de 280 233
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libras y treinta y nueve arcabuces. Había también cuatro macizos morteros de bronce para moler la pólvora y una adecuada cantidad de plomo, hierro, pólvora e ingredientes para fabricarla. Y — considerando que se pretendía que los colonizadores se proveyesen de sus propias armas— un gran con junto de armas de mano y armaduras ligeras, reservadas para los hombres asalariados, en su mayoría soldados profesionales. El coste de estas últimas se deduciría de la paga de los hombres. Como la lista — sin incluir los repuestos— comprendía un mosquete, una espada, una pica, un machete, una daga, dos escudos, un casco, un peto y una cota de malla para cada hombre, es de suponer que su adquisición sería volunta ria. La paga de los soldados que adquiriesen el equipo completo sería, pues, una pura entelequia, ya que cobraban 750 maravedís mensuales. Casi todos los utensilios y herramientas procedían de Vizcaya, donde el hierro estaba barato. La relación, encabezada con seiscientos picos y cuatro cientos azadones, seguía con los útiles más esenciales para la agricultura, la carpintería, la albañilería y la minería, cerrándose con el menaje de cocina, tal como ollas, pucheros, cacerolas, espeteras, etc. Otra sección comprendía materiales para la construcción de barcos y calafateo. Había otro apartado también para adquisiciones especiales como, por ejemplo, el ganado. Todo ello requería fondos abundantes, y, como de costumbre, la hacien da estaba exhausta. La carabela en que vinieron los procuradores había traído de la Hispaniola un quinto compuesto de 230 libras de oro en lingotes, del que una parte estaba destinada a la Iglesia. El rey tenía urgente necesidad de grandes sumas y la casa de la reina Doña Juana no había cobrado aún el pri mer trimestre del año. Afortunadamente, el ingenio de Fernando — aguzado por toda una vida de problemas de este tipo— sabía encontrar solución para todo. La Iglesia tenía que ser pagada y él mismo necesitaba, por lo menos, cuatro millones y medio de maravedís, pero los sueldos de la casa de la reina podían aplazarse hasta el vencimiento de agosto, lo cual, decía Su Alteza, era una solución corriente a la que se acudía con mucha frecuencia en la suya, y el de agosto hasta finales de año, y así sucesivamente. Esto permitiría retener cerca de cinco millones de maravedís para la armada. Quizá — escribía el rey esperanzado— con diferir otros pagos y con buena voluntad fuera suficien te; pero, si no, el balance se pagaría con los futuros ingresos. Nadie con cierta experiencia de empresas de gobierno o de creación de armadas creería realmente que cinco millones de maravedís bastasen para cubrir el grueso de los gastos. Uno se siente como entre cosas familiares y 234
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contemporáneas cuando considera el optimista presupuesto, los trucos fisca les y el eventual sobreprecio del proyecto tanto tiempo madurado. Los reales oficiales se enfrentaron valerosamente a sus múltiples tareas, lo que supuso un enorme trabajo. Era difícil encontrar naves disponibles y las carabelas portuguesas habían de buscarse en Lisboa. (Vicente Yáñez Pinzón fue por ellas, llevando una persuasiva carta para el rey de Portugal —que había prohibido la venta de embarcaciones a extranjeros— , recor dándole que cuando, en ocasiones parecidas, necesitó alguna cosa, Fernando ordenó que se le suministrara). Los navieros pedían por el flete más de lo que valían sus barcos: 4.000 maravedís más ciento por tonel como seguro de avería gruesa e insistían en obtener ochenta pasajes personales garantizados para cada carabela, a cinco ducados cada uno. Fonseca, después de hacer muchos números, aconsejó como más económico comprárselos, contratar las tripulaciones y asumir los riesgos del flete; pero cuando lo hizo ya se había adquirido la mayor parte de la flota. También escaseaban los pilotos, o al menos los pilotos aptos, dispuestos a aceptar los sueldos ofrecidos por la Casa (4). El atasco producido por el incumplimiento de los trabajos de municionamiento de Málaga resultaba exasperante y, a pesar de incitaciones y reproches, el encargo no se había servido todavía en diciembre. Hubo, además, innumerables cosas que adquirir fuera de las incluidas en las listas originales. Se hizo un pedido de plantas y semillas que com prendía quinientos árboles frutales jóvenes, algunos «de cinco trasplantes»; ocho haldas de trigo de tres meses y gran cantidad de simientes de cáñamo, lino y diversas legumbres. Otra lista variada incluía seis tiendas de campaña, anclas de repuesto, garfios de hierro, cuatrocientos sacos grandes, grillos, conservas y ungüentos. El inventario de los productos farmacéuticos llenaría muchas páginas; otro pedido se refería a la adquisición de cincuenta camas — completas como se usaban en Sevilla— para el Hospital. Y, en agosto, el obispo Quevedo presentó una lista de lo que se necesitaba para las iglesias con setenta y tres apartados y un valor superior a medio millón de mara vedís: campanas grandes y pequeñas, cruces y cálices de plata, colgaduras y ropas de hilo, seda e imitación de raso; vestiduras de todas clases; salterios, misales, antifonarios, y así sucesivamente hasta el anillo, el pectoral y el báculo episcopales. La armada resultaba algo extraordinario para aquella época, por lo que era natural que sus banderas y gallardetes estuviesen a tono con ella. Además de las banderas de lienzo para cada nave, que llevaban el emblema de la cruz 235
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de Jerusalén, había cuarenta y dos de damasco de seda de varios colores. Las destinadas a la nave capitana satisfarían incluso a Pedrarias, tan añcionado al lujo: el pabellón real era de sesenta y ocho pies de largo y confeccionado en damasco carmesí con aplicaciones de tafetán blanco pintado con águilas y leones heráldicos profusamente dorados, obra de Cristóbal de Morales, el artista decorador de la sala de audiencias de la Casa. £1 estandarte real, el guión de veinte pies, el tajamar y los seis gonfalones para los trompeteros eran del mismo damasco y pintados también por Morales. Además de ellos había tres magníficas banderas religiosas de seda, doradas por ambos lados y pintadas por Pedro Ramírez. Una llevaba la imagen de Sama María del Antigua, otra la de Santiago apóstol, patrón de Castilla, y la tercera era la bandera de la Cruz. A fines de septiembre parecía imposible que la flota pudiera hacerse a la mar antes de que comenzara el invierno. Pero Pedrarias se había perdido. Partió de la Corte con el encargo de estar en Sevilla el 27 de septiembre, y el 18 de octubre el rey tuvo que enviar un correo a buscarle para hacerle entrega de una carta breve y tajante en la que le ordenaba ser más diligente en el futuro de lo que había sido hasta el presente para el servicio del rey y regresar urgentemente a Sevilla, desde donde le informaría de la razón de su demora. La desidia del gobernador era irritante, sin duda, pero la verdad es que, aunque hubiese sido puntual, los abrumados oficiales de la Casa no habrían podido despachar la armada en octubre. Parte de las mercancías no habían sido entregadas o lo habían sido sin atenerse a lo contratado; con todo el espacio para la carga ya ocupado, se presentaron algunos «prominentes» con permiso para llevar diez, veinte o — en el caso de Pedrarias— cincuenta toneles de bastimentos y enseres domésticos; los reclutados podían llevar sus equipajes personales — cosa jamás prevista— y hubo de encontrar sitio para acomodar mil quinientas cajas con las que no se contaba (5). Muchos de los voluntarios deseaban llevar con ellos a sus mujeres, y el rey — que durante el primer período de la conquista lo consideraba inoportuno, pero luego lo aprobó en los colonizadores ya asentados— accedió a permitir que un cente nar de hombres llevaran a sus esposas y a sus hijos en la lista de pasajes libres. Uno de ellos — un atabalero— llevó ocho hijas, probablemente casaderas. Hasta los más pequeños problemas se consultaban a Fernando, quien sabía prestar paciente atención a todos ellos, incluso a cosas como la con veniencia de las armaduras de carey (sugestión que rechazó, pero que dio 236
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resultados excelentes en otra expedición posterior) (6) y a lo que hacer de los bergantines que el rey deseaba construir en España y los oficiales opina ban debían construirse en Tierra Firme. (Al final, dos de ellos se llevaron completos y otros dos en piezas sueltas prefabricadas para ser ensambladas en Darién). Otra consulta referente a si una partida de hamacas dejadas de embarcar para Santo Domingo podían entregarse a la armada, nos ilustra de un hecho interesante: el de que las hamacas ya se fabricaban en Castilla — lo mismo que las enaguas y taparrabos de algodón— para vendérselas a los nativos de la Hispaniola. A otra pregunta que se le formuló contestó categórico el rey: Enciso no podía ir a Darién antes que la armada. El bachiller, medio propietario de una de las naos Retadas para la Rota de Pedrarias y dueño de otra recién comprada para servicios comerciales particulares, solicitó permiso para zar par con ellas. Fernando contestó rotundamente que eso era imposible, pues daría lugar a conflictos con los colonizadores; podría ir si los oficiales lo juzgaban conveniente, pero con la condición de que fuese con él el alcalde mayor, Espinosa. Enciso prefirió abandonar el proyecto. La máxima dificultad en el otoño la constituyeron los reclutas. Y no porque faltaran, sino por todo lo contrario, pues un verdadero enjambre de aspirantes a colonizadores pretendía enrolarse. La propaganda había surtido efecto. Al principio, cuando parecía necesario vencer la mala reputación adquirida por Urabá y Veragua, los pregoneros proclamaron en las plazas de todas las ciudades y villas las riquezas de Tierra Firme. Después, ya cubierta la nómina de la expedición, la propaganda siguió aumentando como una bola de nieve, ayudada por los vigorosos empujones de Enciso, Pedrarias, Colmenares y — según dice Oviedo— el obispo. Así, Sevilla se vio invadida por millares de candidatos excedentes que asediaban la Casa de Contra tación y agotaban la paciencia de las autoridades municipales. Fernando consintió en admitir doscientos hombres más en el rol de pasajeros libres y hasta diciembre parece que no se puso límite al número de los que podían ir por su cuenta. Muchos de los colonizadores elegidos eran hidalgos que, como Oviedo y el mismo Pedrarias, habían esperado ir con Gonzalo de Córdoba a Italia en la frustrada expedición contra los franceses Uno de los mayores incentivos para alistarse fue la cuestión de los trajes. En aquel tiempo la magnificencia en el vestir constituía, más que un gusto, un verdadero frenesí por el que los hombres y las mujeres de rango 237
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llegaban muchas veces a arruinarse. En Castilla, como en otros países, la pasión del lujo fue refrenada por leyes suntuarias, tan mal acogidas como podría serlo una ley seca en una comunidad de borrachos. Pero el Gran Capitán amaba el esplendor y, en el pasado, su Corte casi regia en Nápoles había sido famosa por su lujo en toda Europa. (En un día no de ceremonia, el gran guerrero lució un manto carmesí forrado de marta cibelina que valía dos mil ducados). En aquel ambiente simpático en donde las leyes suntua rias no regían, cada cual podía satisfacer su amor a los brocados y los tercio pelos, a los bordados de oro, a los guantes perfumados y al calzado de pieles teñidas y tan suaves como la seda. Los caballeros podían — y lo hacían— tener las gualdrapas de sus corceles de raso forrado de tafetán, bordadas y galoneadas con seis divisas. Con eufórica anticipación, los presuntos segui dores de Gonzalo de Córdoba habían gastado todo su dinero disponible — y en muchos casos el que tomaran a préstamo— para adquirir magníficos guardarropas, pero al fin hubieron de quedarse en Castilla, soberbiamente equipados, pero sin blanca. En este trance la armada de Tierra Firme vino a ser una solución para los empeñados. Pedrarias distaba mucho de ser otro Gran Capitán, aunque compartía con él algunas ideas y había obtenido una dispensa especial en materia de vestuario. En julio de 1513 las leyes suntuarias se extendieron a Castilla del Oro, y, aunque se estatuyó que los vecinos que poseyeran bienes en la colonia por un valor superior a mil pesos podrían disfrutar de limitadas excepcio nes («ningunas personas de qualquier condición, preheminençia o dignidad que sean no sehan osados de traer seda sino en cierta manera, en la tierra que solía llamarse fírme y agora mandamos llamar Castilla del Oro»), esta concesión no era suficiente (7). Hubo una adición al decreto que resolvió muchas cosas: las gentes honorables que iban en la armada y cuyas ropas fueran sus únicos bienes, podían llevarlas libremente a la colonia. Concreta mente, otros edictos exceptuaban a Pedrarias y a doña Isabel de cualesquiera restricciones en el vestuario y los adornos. Rasos, terciopelos, damascos y brocados con hilo de oro se ajarían en el clima abrasador de aquel villorrio de la selva del istmo. La flota permanecía en el río sevillano: dieciséis naos y carabelas de la Corona, un burchón — generalmente citado como «la barca grande»— y las naves fletadas. Había también otros cuatro barcos «no oficiales», propios o fletados por mercaderes y miembros de la expedición. Los bergantines, que 238
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irían cargados en la cubierta de las naos, se recogerían más tarde en Sanlúcar. Los relatos se hacen muchas veces confusos por la curiosa repetición de nombres de algunas naves de la armada: había dos llamadas Santiago, otras dos Sanct Spiritus y hasta tres llevaban el nombre de La Concepción. Aunque la Casa luchaba todavía con la escasez de pilotos y aunque tradicionalmente las salidas transatlánticas quedaban en suspenso durante los cinco meses del invierno, la carga empezó el 20 de noviembre en la esperanza de poder hacerse a la mar a principios de enero. A última hora llegaron nuevos despachos de Santa María. Parecería que en ellos debían venir los informes confiados a Ocampo y al maestre de la ca rabela que le acompañaba, pero algunos de ellos, por lo menos, eran de fecha posterior, quizá enviados por los barcos que llevaron los refuerzos mandados por Serrano y el nombramiento real para Balboa. Su efecto sobre el rey fue tal como para sumir a Colmenares en una inútil cólera. Tres años después todavía la manifestaba: «Los dos Procuradores vinieron a Castilla, hicieron relación i ya estaba el Rey apunto de despacharlos quando vinieron cartas de aquél Vasco Núñez que havía prendido a los dos Governadores llenas de mil mentiras y desvarios porque se le hiciese Govemador: i filé creído más que los Procuradores. Por donde se proveyó la armada al rebés de como se havía acordado, i gastó el Rei más de 25.000 pesos de oro que no aprovecharon nada, i murieron de hambre más de 600 de los que pasaron con Pedradas porque fueron mui mal proveídos.» Si él, Colmenares, hubiera sido escucha do, los infortunios que siguieron no habrían ocurrido. Colmenares no explica cuáles fueron los cambios, aunque es evidente que se fastidió con ellos a todo el mundo. Oviedo dice que en lo concernien te a la armada consistieron en limitar a quinientos el número de voluntarios independientes, cuando había mil quinientos preparados para ir. (Balboa como se recordará, había sido categórico acerca de una explotación de la colonia libre de gastos para la Corona y de la inutilidad de reclutar gente b¡soña en España). Podemos sospechar, pues, que lo que realmente trastornó al procurador fue la súbita benevolencia con que se miraba ahora a Balboa. Actuando conforme a las cartas que había recibido de Santa María, protestó y formuló peticiones en un acceso de airada energía, sin conseguir nada. Lo substancial de sus cargos y pedimentos se trasladó a Pedradas para su investigación, pero sin interés especial, y al mismo tiempo Su Alteza encargó al gobernador tratar a Vasco Núñez — ahora una vez más alcalde mayor y capitán de Su Alteza— con toda la deferencia y el favor posibles. 239
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El 15 de enero tuvo lugar en Sevilla la revista final de la expedición, acogida con júbilo y alivio por los habitantes de la ciudad, que se habían vis to obligados a alojar durante meses y meses a los expedicionarios. Debió ser un espectáculo hermoso, lleno de pompa y colorido, cuando las banderas, benditas y dedicadas, pasaron procesionalmente ante la ordenada brillantez de la gente más lucida que nunca saliera de España. Sin embargo, el alivio de los sevillanos fue prematuro, pues con la orden de limitar el número de vo luntarios que se costeaban el viaje y con la persistente dificultad de no contar con buenos pilotos, la flota no partiría hasta después de mediado febrero. Al final el rey hubo de apelar en persona a cuatro eminentes navegan tes para que le prestaran sus servicios. Estos cuatro pilotos fueron: Vicente Yáñez Pinzón, compañero de Colón en el descubrimiento; Juan Vespucio, sobrino de Américo; otro italiano llamado Antonio Romano y Andrés de San Martín. Los tres últimos formaron parte de la expedición, Vespucio como piloto de la nao capitana. Pinzón aceptó la oferta real; pero, viejo y achacoso, se vio obligado a renunciar antes de que la armada dejara Sanlúcar. Entretanto, una de las dos Santiago fue enviada en vanguardia a Gran Canaria, donde el gobernador Sosa debería entregar ciertos bastimentos y una compañía de sus isleños. Alrededor del 20 de febrero la flota se movió aguas abajo del Guadalquivir hacia Sanlúcar de Barrameda. En la mañana del 26 de febrero de 1514, Domingo de Carnaval, la armada empavesada se hizo a la mar. Era la culminación de nueve meses de preparativos y la apariencia visible de la aventura, que, desgraciadamente, se derrumbaron en seguida. Una violenta tempestad se levantó cuando todas las naves — excepto una carabela cuyo piloto, olfateando el temporal, se negó a levar anclas— habían sido abandonadas por los prácticos. La capitana, ya a dieciocho o veinte millas del puerto, hubo de regresar; los otros barcos lo hicieron también lo mejor que pudieron, refugiándose en la ría. Dos de ellos se averiaron al cruzar la barra, quedando inservibles. Durante dos días, los pobres pasajeros, mareados, no pudieron desembarcar; al tercero, cuando se pudieron utilizar los bateles, llegaron pálidos y desencajados a Sanlúcar, donde permanecieron seis semanas aburridos, afligidos e incómodos. No dispusieron de alimentos gratuitos hasta que el viaje se reanudó, y en el curso de aquella Cuaresma — involuntariamente rigurosa— muchos de los hombres se vieron obligados a «comerse sus capas», es decir, a cambiar sus ropas por vituallas. Varios centenares de ellos regresaron a sus hogares sin querer seguir el viaje, y Pedrarias, haciendo la vista gorda a lo establecido 240
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Vasco Núñez de Balboa (Grabado de la obra Retratos de los españoles ilustres, Madrid, 1791)
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Nuestra Señora de la Antigua, a la que debe su nombre la capital de Darién (Pintura mural de la catedral de Sevilla)
(Grabado del siglo XIX)
Selva virgen de Panamá, atravesada por Vasco Núñez de Balboa en su camino a la Mar del Sur
(Grabado de la Historia General de Indias, de Oviedo)
Bohíos de los indígenas de Darién
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Cédula real nombrando a Vasco Núñez de Balboa gobernador interino de Darién en 1511 (Archivo de Indias, Sevilla)
Extracto del asiento concedido a Vasco Núñez de Balboa, hecho por orden de Pedrarias Dávila (Archivo de Indias, Sevilla)
Carta del golfo de san Miguel, llamado Valí,un
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ida en un manuscrito de un pirata inglés del siglo XVI (Biblioteca Hungtinton de Pasadena, California)
Carta del Mar del Sur, hecha en 1871 para ilustrar mil
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l,n ii'm del gobernador español, don Andrés de Ariza, del año 1774, "iil.ul t D arién y nuevas poblaciones (Archivo de Indias, Sevilla)
Vasco Núñez de Balboa, desde la cumbre de la serranía de Pirre, (Mural central de la serie L a Epo
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|»i i iiera vez el Mar del Sur (oceáno Pacífico) el 26 de septiembre de 1513
B i/'i/r untoy pinrado en la National Gcographic Society, de Washington, por N. C. Weyeth)
Estatua en honor de Vasco Núñez de Balboa, inaugurada en 1954 en la Ciudad Universitaria de Madrid (Obra del escultor E. Pérez Comendador)
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Vasco Núñez de Balboa toma posesión de la Mar del Sur. Retrato y vista de Santa María de la Antigua de Darién (Portada de la obra D¿carias ele Indias, II, por Herrera) Madrid, 1601.—Foco Archivo Espasa-Cálpc
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Carta de la costa del Pacífico (Mar del Sur) por los pilotos Ruiz y Peñare (1526) (Grabado de la primera edición de la Historia General de Indias, de Oviedo)
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oficialmente, tomó un número mayor aún de sustitutos, con lo que la fuerza de la armada se aumentó, según Oviedo, a más de dos mil hombres. Al fin, cinco días antes de Pascua de Resurrección, Dios envió el buen tiempo. El 11 de abril la armada se hizo de nuevo a la mar, tomando rumbo Sur hacia Canarias. Contando los reclutas, oficiales, clérigos, familias, mer caderes, criados y mujeres de servicio — una por cada diez hombres era lo general— el número de viajeros debía oscilar entre dos mil ochocientos y tres mil. Fernando tenía razón cuando dijo a Pedradas que aquella armada era una de las grandes empresas que había en el mundo.
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Una vez en alta mar, la navegación fue buena. La armada empleó ocho días en llegar a la Gomera, en Canarias; veinticinco de la Gomera a Domini ca, en las Antillas, y una semana de Dominica a Santa Marta. El viaje se pro longó, sin embargo, a causa de una detención de veinte días en la Gomera. Una semana habría sido suficiente para lo que había que hacer en las Canarias, pero Pedradas tuvo varios motivos para el retraso. Se fletó una carabela más, que hubo de ser examinada y cargada. La capitana necesitaba un nuevo timón. Una de las Santiago fue despachada para Santo Domingo, de donde seguiría a Darién. Pedradas tenía absolutamente prohibido tocar en la Hispaniola e incluso acercarse a ella, a menos que los pilotos afirmasen por escrito que las condiciones de navegación hacían necesario ese rumbo. Pero aun en ese caso no podría comunicar con los colonizadores de la isla y Colón, al que se transmitieron órdenes de no tolerar el contacto, tenía ins trucciones de castigar con pena de muerte cualquier infracción. Pero como las autoridades de la Hispaniola tenían también órdenes de proporcionar hombres y bastimentos para Castilla del Oro y eran bien conocidas las difi cultades que pondría Colón para complicarlas, se decidió que una de las na ves de la armada hiciera escala en Santo Domingo. La Santiago, con Vázquez de Coronado como capitán y Antón García como maestre y piloto, zarpó con este fin de la Gomera una semana antes que el resto de la armada. El principal «suministro» que el gobernador Sosa había recibido encargo de tener preparado para la armada era un destacamento de cincuenta de sus acrobáticos guanches — los más activos y mejores nadadores que pudiera obtener— esquemáticamente equipados con' un tabardo y un broquel. La necesidad de estos auxiliares «anfibios» habría sido sugerida, sin duda, por los relatos de las marchas por las regiones pantanosas y los azares de las en243
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eradas en canoa. A lo que no se debía, desde luego, aunque algún historiado! moderno lo asegure, era a una previa medida de preparación para cualquier disputa con Vasco Núñez. Por mucho que se hubiese especulado acerca de la posible actitud de Balboa, nadie esperaría que desafiara a la armada a un terrible combate acuático. £1 capitán Zorita, destacado para hacerse cargo de los nadadores (1) parece, haber esperado con ellos en la Gomera a Pedia rias, pero luego no se sabe cuál fue el papel que los guanches desempeñaron en Darién. La armada zarpó de la Gomera el 9 de mayo. La travesía del Atlánti co fue tan buena que los barcos navegaban a muy corta distancia unos tic otros: tan cortas que en medio del Océano un mozo portugués, víctima do las pesadas bromas de sus compañeros, llegó a arrojarse al mar, creyendo que podía nadar hasta la próxima carabela. Quedó rezagado, pero el barco siguiente le recogió en unos minutos. Una vez, a lo largo del camino, se avistó una carabela de regreso a España, encuentro tan raro como el de un coche en un camino de dirección única, ya que la derrota habitual desde la Hispan ¡ola a España era hacia el Norte, para aprovechar los vientos alisios del Oeste. Aunque la coincidencia parezca inverosímil, parece ser que en la carabela — o carabelas— viajaban hacia Castilla Arbolancha y la relación de Balboa sobre el descubrimiento del Pacífico. A pesar de la apacibilidad del tiempo, un largo viaje en una superpoblada carabela, con la cubierta abarrotada de aparejos, carga, tiestos con plantas, los trozos de los bergantines y la maloliente aglomeración de animales vivos, debía ser una experiencia poco agradable. De que lo era desde el punto de vista del pasajero dio fe el obispo escritor fray Antonio de Guevara, que viajó mucho por el Mediterráneo. En efecto, Guevara compuso un librito titulado La vida de la galera, lleno de consejos para los viajeros y una detallada lista de los privilegios de la nao (2). Esta lista supone derechos iguales en cuanto a chinches, pulgas y piojos, y los privilegios del agua pestilente que hay que beber aprisa tapándose la nariz con los dedos de la mano izquierda; de la carne dura, salada como la ira, indigesta como las piedras y dañina, además, como un veneno para las ratas. Algunos de los otros privilegios consistían en literas sin colchones, dormir sin desnudarse, las ratas, el tener que hacer las necesidades privadas en una letrina colgada fuera de la borda y a la vista de todos, y, naturalmente, el mareo. Entre otras molestias, el obispo señalaba la imposibilidad total de ocultar a cualquier mujer «propia o ajena»: el hombre que viajase con alguna por 244
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su cuenta podía tener la certidumbre de verse convertido en benefactor pú blico. Aconsejaba a los viajeros llevar buenos libros, ya que la lectura era una diversión más recomendable que las otras dos únicas que se podían tener a bordo y enumera sucintamente: adulterio y juego. Guevara describe once diferentes juegos de azar que se jugaban todo el tiempo en los barcos, con la única interrupción de los maitines, las vísperas, la comida, la «otra diver sión» y las sesiones de rezos cuando hacía mal tiempo. Pero — indignado por cada aspecto de la vida del mar— se lamenta de que los naipes estuvieran marcados y los dados con trampa. (En teoría el juego estaba prohibido a ios expedicionarios, tanto a bordo como en Castilla del Oro. No obstante, Pedradas era un jugador empeder nido que jugaba con cualquiera y hacía tremendas apuestas sobre partidas de ajedrez que duraban la noche entera. Podemos suponer que el bando sobre juegos y apuestas se violaría abiertamente — como otras tantas ordenanzas inconvenientes— desde el momento de perder de vista las costas españolas). Dominica —adonde llegó la armada el segundo día de junio— ha sido calificada como la isla más hermosa del mundo: un encantador edén de montañas y selvas verdes como el jade y la esmeralda, cuyos reptiles no tenían veneno y cuyos alacranes se abstenían de picar. No obstante, todavía en 1514 sus habitantes caribes eran menos innocuos que su fauna menuda, por lo que los barcos se limitaban a proveerse de agua potable lo más apri sa que podían. El fondeadero situado en el lado occidental se llamaba El Aguada: Pedrarias, ignorando alegremente la prohibición del rey de cambiar los nombres que ya existían en veinte años de historia, se atribuyó por las buenas uno de los privilegios de los descubridores y bautizó a El Aguada con el nombre de bahía de Fonseca. Era un grato lugar para pasar un par de días — siempre y cuando que los caribes se mantuviesen a distancia— , pues, además de un manantial de linfa clara y fresca, corría un riachuelo de aguas casi hirviendo, estupendo para lavar las ropas sucias de todo el viaje (3). Al día siguiente de la llegada a El Aguada era domingo y se dijo misa a bordo. A continuación hubo una conferencia de oficiales y navegantes para determinar el rumbo futuro. Pedrarias se inclinaba a ir por el camino de la Hispaniola, diciendo que ninguno de los pilotos conocía la derrota de las Antillas a Darién. Si esto era cierto, resultada curioso que Antón García — que indudablemente la conocía por haber pilotado la carabela de Hojeda cuando estuvo en el istmo en 1502— hubiera sido asignado a la Santiago. En todo caso, los pilotos reunidos contestaron a Pedrarias que la armada 245
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podría ir muy bien directamenre como se les tenía ordenado. El gobernador decidió enviar otro barco más vía Santo Domingo con cartas para el rey: probablemente uno de los que operaban por cuenta privada, que no estaban sujetos a las mismas limitaciones que los de la armada oficial. El resto de la flota se dirigiría a Santa María del Antigua. Cuando se dio la orden de embarcar se descubrió la desaparición de algunos hombres. El capitán Ayora, con una compañía, recibió encargo de quedarse en la playa haciendo llamadas periódicas. El último aventurero, presentado el lunes por la mañana, fue un tal San Martín que había estado catorce años al servicio de Pedradas. Ayora le echó una pública reprimenda y el viejo, humillado y tal vez borracho, replicó en términos pintorescos que prefería quedarse con los caribes a continuar en la armada. Ayora corrió a la nao capitana para informar a Pedradas, y el gobernador, en un acceso de cólera, ordenó a su primo Morales desembarcar con algunos alabarderos y ahorcar a San Martín en el primer árbol que encontrase. El incidente produjo un tremendo escalofrío en los expedicionarios. La ejecución sin proceso previo y sin los últimos ritos eclesiásticos no se lle vaba a cabo ni en los crímenes más graves. Si aquello era un ejemplo de los métodos de Pedradas con un criado antiguo, ¿qué deberían esperar los demás? Nadie osó protestar, pero nadie lo olvidó. El obispo, que hubiese intervenido de tener conocimiento — iba en otra nao— sólo pudo enviar a su capellán para pedir que se enterrara cristianamente al desdichado. Uno puede imaginar lo que pensaría el contador Márquez, recordando que había sido protagonista de una escapatoria semejante en una isla próxima. La armada abandonó la Dominica el 6 de junio. No había en el Caribe señales de barcos portugueses, a los que Pedradas había recibido órdenes de castigar con tal severidad que impidiese para siempre sus incursiones. Nave gando sin incidentes hacia el Oeste, la armada avistó Santa Marta al amane cer del 12 de junio. Dice mucho en honor de la pericia de los pilotos el que todas las naves hubiesen entrado en la difícil bahía y calado las anclas a las diez de la mañana. Los colonizadores noveles miraban con asombro la tierra. Era el primer puerto en Castilla del Oro; sus altas montañas, más allá de la estrecha fiíja de brillante césped y campos cultivados que bordeaban la playa, eran la primera presentación de la naturaleza retando a la invasión. Pronto hicieron su aparición los primeros indios, muy orgullosos con sus plumas, sus pinturas de guerra, sus arcos y sus aljabas llenas de flechas y mirando a los recién llegados no precisamente de una manera tranquilizadora. 246
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Después de una conferencia en la capitana» Pedradas ordenó a Ayora que con sesenta hombres en tres lanchas se acercara a la playa y leyese el Requerimiento a los ociosos indígenas. En muy poco tiempo los españoles aprenderían a reducir la lectura del Requerimiento a un rápido murmurar las palabras castellanas, hecho al amanecer y a respetable distancia, para pasar al ataque por sorpresa cuando aún flotaba en el aire la última palabra, y también a hacer su lectura cuan do ya los cautivos estaban asegurados con cadenas. Pero en Santa Marta la técnica no estaba perfeccionada aún. Balanceándose para conservar a duras penas el equilibrio y el empaque, los intérpretes dieron una larga explicación después de la lectura. Los indios se sentaron a escuchar, pero puesto que los intérpretes fueron Rodrigo de Colmenares y un indio no del istmo, los na tivos debieron entenderlos sobre poco más o menos — dice Oviedo— como un árabe que oyese hablar en gascón a un vizcaíno. Como la ininteligible lectura se prolongara, los indígenas obedeciendo a un impulso — con el que innumerables oyentes fatigados simpatizarían seguramente— dispararon sus flechas de improviso. Lo primero que hizo Ayora fue ordenar a su gente cubrirse con los escu dos, evitando hacer fuego, mientras él iba a pedir instrucciones a Pedradas, quien, decidiendo que la paz era imposible y la retirada vergonzosa, ordenó disparar dos descargas y atacar la playa. Los indios — había poco más de un centenar— huyeron a esconderse, con lo cual la «batalla» se dio por ganada. Pedradas desembarcó con varios cientos de hombres más y, espada en mano, procedió a tomar posesión de la tierra. Conocía bien la fórmula por haber sido invitado en Sevilla a estudiarla en los relatos de las ceremonias ante riores. Lo hizo, pues, con arreglo a ella y pronunció su primer discurso con las palabras adecuadas, a las que siguieron la corta simbólica de árboles y la información testifical, dando al olvido con alegre ligereza que Santa Marta estaba descubierta, anexionada, situada y registrada desde 1501. Los días siguientes fueron activos y provechosos. Empezaron con una expedición a fin de buscar oro y cautivos, interrumpida por un combate por la posesión de un poblado. La escaramuza fue de menor cuantía, pero ago tadora. Los indios, que se hallaban en lo alto de una colina rala y escarpada, arrojaban piedras sobre los españoles que se encontraban abajo, tratando de esquivar con agilidad la lluvia de piedras y de iniciar la ascensión por la empinada cuesta para tomar la aldea. A pesar de su posición ventajosa, los disparos españoles hicieron huir a los indígenas. Nueve o diez mujeres y un 247
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hombre fueron capturados y el esclavo negro que Oviedo llevaba consigo Ir trajo una «princesa» que encontró escondida en un matorral. Oviedo dice que tenia dieciséis o diecisiete años, era bonita y blanca de piel como una castellana; aunque iba desnuda, se comportaba con tan grave orgullo que producía una impresión de dignidad, casi de austeridad. Los otros cautivos la trataban con exagerada deferencia. El veedor la llevó consigo a Darién, donde murió al poco tiempo, al parecer de pesadumbre. Poco después de la toma de los bohíos Pedrarias desembarcó otra vez con cerca de mil hombres; las fuerzas unidas ocuparon una aldea desierta de veinte casas, instalándose en ellas al mediodía. A eso de las dos, los centinelas dieron la alarma: los indios volvían en número superior al millar. Pedrarias se convirtió de nuevo en general. Alineó a sus tropas en orden de batalla: en el centro una de las piezas de campaña transportables, en las alas los mosqueteros y ballesteros y al extremo de cada una de éstas dos lebreles reputados como insuperables para correr indios o cualquiera otra especie de caza. Cuando se disparara la falconeta se soltarían los perros, desencadenan do un ataque concertado. Los indios avanzaban con sus musculosos cuerpos resplandecientes de pintura escarlata, las cabezas cubiertas de plumas que brillaban al sol, las caracolas lanzando su ronco desafío. Cuando llegaron a unos quinientos pies de distancia, Pedrarias dio la señal. Las trompetas vibraron para dar su réplica a las caracolas, tronó el cañón, se soltaron los perros y los soldados abrieron fuego. La batalla no pasó de estos preliminares. La bala del cañón cayó lejos sin producir daños; los perros, desconociendo al enemigo, se peleaban entre ellos y los indios se desvanecieron en el bosque sin disparar una sola flecha. Aquella tarde corrió el rumor de que Pedro de Ledesma, maestre de una de las carabelas, estaba muy grave a consecuencia de una flecha envenenada; pero Oviedo que file a verle diagnosticó de alcoholismo el envenenamiento. Sólo se mencionaba una baja española en Santa Marta; la de un hombre, rozado apenas por una flecha enemiga durante la primera escaramuza y que murió delirando a los dos días. (Difícil resulta imaginar a Ledesma, hombre bravo, fornido y de voz estentórea, sucumbiendo a otra cosa que no fuese una flecha emponzoñada. Sus experiencias con Juan de la Cosa en Urabá habían sido ciertamente duras, pero nada apenas comparadas con sus hazañas durante el cuarto viaje de Colón. Él fue quien en Belén llegó a nado a la playa, a pesar de la resaca y el violentísimo oleaje, volviendo de la misma forma con noticias de la 248
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guarnición sitiada. Pocos meses después, en la batalla de Jamaica, hizo una demostración más espectacular todavía de su capacidad para sobrevivir. Li teralmente cubierto de jirones, con la cabeza abierta por un sablazo que dejó su cerebro al descubierto, un brazo casi amputado y la planta del pie rasgada desde el talón al dedo gordo, permaneció treinta y seis horas sin asistencia hasta que le condujeron a una húmeda choza, donde fueron tratadas sus heridas, a falta de trementina, con aceite hirviendo. El cirujano juró que le siguió encontrando heridas durante una semana. Y aun en ese estado, cuando los indios se acercaban en masa con furor casi supersticioso, sólo tenía que gritar «¡Ahora me levanto!» para hacerlos huir a la desbandada, locos de terror). Los dos últimos días de estancia de la armada en Santa Marta se em plearon en recorrer las cercanías para apoderarse de cuanto hubiese de algún valor en las aldeas abandonadas, en una de las cuales se encontró y se que mó un arsenal de arcos, flechas y veneno en bolas negras que parecían una mezcla de cera y pez. Algunos años después Oviedo dijo que el botín en oro había sido de 7.000 pesos, de los que nunca se rindió cuentas al rey. Colme nares declaró que sólo fueron 6.000. Pedrarias y los oficiales admitieron que menos de 1.000 y hasta que «se olvidaron» de repartirlos. Agradaría saber qué pasó del «zafiro» azul pálido y casi tan gprdo como un huevo de oca que encontró el veedor; qué fue del soberbio tapiz de dieciocho o diecinueve pies de largo por diez de alto, tejido en vivos colores y con incrustaciones de es meraldas y otras piedras semipreciosas que jamás se volvió a mencionar, pero de los cuales sospechaban Oviedo y otros quién se lo pudo haber quedado. Parte de los colonizadores y oficiales opinaron que se debía establecer un puesto en Santa Marta. Su buen puerto, su tierra feraz y llena de caza, y sobre todo la apariencia de oro en ella, eran argumentos a su favor, así como también los habitantes indígenas en los cuales parecían mezclarse varias ca racterísticas aprovechables: se acobardaban con facilidad, eran físicamente superiores a casi todas las tribus y, como antropófagos y abominables sodo mitas, candidatos en potencia para la esclavitud legalizada. Estos últimos hechos estaban demostrados plenamente: el primero por haber encontrado trozos humanos guisándose o curándose en los bohíos, y el segundo por un objeto de oro labrado que pesaba casi un cuarto de libra, que ilustraba la materia con absoluta claridad. A pesar de todo, Pedrarias se opuso a cual quier disminución de sus fuerzas antes de establecerse en Darién. Y el jueves por la mañana todos los hombres habían embarcado. ' 249
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La armada se hizo a la mar una vez más en la madrugada del viernes IS de junio. La capitana iba en cabeza con su luz de guía brillando en el gr.m farol de hierro forjado, construido expresamente para ella por el maestro Antón de Cuenca. Era una hora desacostumbrada para que una gran flota abandonase un puerto de una costa apenas conocida, lo que suponía falta de prudencia. El viento saltó fuerte y la violencia de la corriente llevó a los bar cos hacia tierra. Cuando rompió, se encontraban peligrosamente cerca de las playas de Gaira, al sur de Santa Marta. Podemos imaginar las frenéticas maniobras, los gritos y maldiciones que llenarían los dieciocho o veinte na vios muy próximos unos a otros, maniobrando desesperadamente; la escena debió ser como una complicada gymkham náutica. A salvo por fin en las aguas libres, la armada, impulsada por la corriente ecuatorial, se desvió ciento cincuenta millas de su rumbo. Pasaron comple tamente por alto Cartagena y Barú, pero lograron arribar a la isla Fuerte, la lisa isla de sal próxima al Sinú, donde permanecieron dos noches. Todas las naves, menos una, alcanzaron la rada de Darién el 26 de junio; la nao capitana — que había sufrido algunas averías, viéndose obligada a aligerar su carga— llegó el 29 (4). No se sabe qué pensarían los «muy lucidos» nuevos asentados al con templar la tierra prometida. Todo lo que podían ver eran montañas, selva, una playa desierta y quizá el comienzo de un sendero que se perdía a lo largo del río; la gobernación de Castilla del Oro presentaba un aspecto enigmático y poco acogedor para sus nuevos amos. Si, como era habitual, los barcos se empavesaron para la llegada, los espléndidos estandartes y los .orgullosos pendones con las armas heráldicas representarían una inútil pantomima sin un auditorio que les diese su beneplácito. Pedrarias despachó un mensajero a Santa María del Antigua para anunciar su entrada oficial al día siguiente. El correo encontró a Vasco Núñez — vestido con una camisa de cuello abierto, calzones viejos de al godón y alpargatas— ocupado en supervisar la colocación de un tejado nuevo. Disimulando la sorpresa que experimentara ante aquella inespera da imagen del hombre pintado como un usurpador fanfarrón e insaciable de los esplendores del mando, el enviado entregó su mensaje, sin duda, con la intranquila curiosidad de cómo sería recibido. Balboa continuó proporcionándole sorpresas. Respondió amistosamente que sería dichoso recibiendo al nuevo gobernador y que saldría a su encuentro con la debida deferencia. 250
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Los vecinos, como anfitriones involuntarios sorprendidos en sus que* haceres domésticos por la llegada de huéspedes distinguidos, se mostraron muy preocupados por cómo deberían ir vestidos. ¿Irían a recibir al señor gobernador con todas sus armas, en un desñle militar? Con su buen sentido proverbial, Vasco Núñez resolvió la cuestión: saldrían a recibir a Pedrarias cordialmente desarmados y sin el menor despliegue de pompa. Es imposible concebir aquel encuentro del viejo y el nuevo orden de otro modo que en términos teatrales. La escena se representó en un esce nario natural, la tierra abierta en donde el camino hacia el mar salía de los bosques, situados a milla y media del asiento. La decoración era verde: verde la hierba en la clara llanura; verde brillante de los cañaverales a la orilla del río; verde obscuro de los jiquiletes estrechamente alineados a la entrada del bosque; verdes de todos los matices — desde el pálido ambarino a los tonos más profundos— mezclados al azul y al púrpura de los montes circundan tes. Resplandecientes al sol sus vestiduras nuevas y sus cotas de malla sobre la sombría selva, formaban en pie los dos mil hombres de la armada, cuidado samente colocados por Pedrarias para causar efecto, «muy bien aderesçados e armados, é el obispo é oficiales y capitanes, y en muy buena orden todos, que era cosa que en todas partes paresçia bien». Al frente de ellos — en el proscenio izquierdo— el gobernador, doña Isabel y el obispo. Es fácil describirlos. Pedrarias aprovecharía la ocasión para desplegar el boato que tanto amaba. Ponerse el arnés completo ha bría sido ofensivo y poco práctico, por lo que probablemente llevaría sólo media armadura — tal vez cubierta por discreción con un rico jubón— o una de aquellas ilusorias prendas llamadas «brigantinas», que, siendo en la apariencia sólo terciopelo y lujo, estaban completamente forradas de lámi nas imbricadas. La capa corta galoneada, los calzones dé raso acuchillados y abullonados a la última moda, la espada ricamente adornada y con vaina de terciopelo al cinto, proclamaban su rango y sus especiales privilegios. A su lado está doña Isabel, elegantísima en el regio corpiño de brocado cortado que muestra su erguido busto; la falda brilla con los bordados de hilillo de oro de las costuras y jaretas y llega hasta el suelo para ocultar sus pantuflas de cordobán. Lleva el pelo recogido en una redecilla de lentejuelas, las manos cubiertas con los guantes bordados de perlas; y en su garganta una pesada joya centellea al sol cada vez que la dama se mueve para respirar sofocada por el calor, la caminata y las cintas que oprimían su cintura. El obispo, vestido para la «procesión de honor», debía estar asimismo impresionante con su 251
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figura imperiosa revestida de la sotana de púrpura, el sobrepelliz de holanda, la estola incrustada en oro, bajo el palio bordado. Afortunadamente, en la armada estaban mucho más familiarizados con los refinamientos de la etiqueta cortesana que en las demás expediciones. Se debía requerir mucho tacto y un singular conocimiento de protocolo para colocar a los «prominentes» y a los «casi prominentes» a satisfacción de to dos: los oficiales, el clero (capítulo, seculares y frailes), el veedor, el alguacil, los ayudantes y funcionarios de menos categoría, el cuerpo médico. Los mercaderes, maestres y pilotos estarían, probablemente, en un grupo aparte del formado por los oficiales. El elemento femenino de la armada suponemos que también plantea ría sus problemas. Algunas estarían en primer término, como la esposa de Márquez, doña Beatriz Girón; las damas de doña Isabel y las mujeres del doctor Barreda y de los cirujanos. (Los médicos tenían, sin duda, un vivo sentido de la familia; la mujer del cirujano de Hojeda, maestro Alonso, ve nía a reunirse con él acompañada de su joven hijo y hasta al cirujano «sacamuelas» le acompañaba la suya). Las familias de compañeros y artesanos se apiñarían juntas, sin duda, las madres tranquilizando a los chicos excitados y vigilando con mirada severa a las hijas coquetas. Pero no se mezclarían con las de dudosa conducta, divididas, a su vez, en categorías, que iban desde las arrogantes mancebas de los hidalgos hasta las vulgares rameras. Había también las mujeres a sueldo en la armada, de condición incierta, y algunas criadas castellanas a servicio de las fachendosas amas de llaves y camareras personales de las señoras. Las banderas desplegadas al viento eran: el estandarte de Castilla y León con sus áureos castillos y sus leones purpúreos; los estandartes religiosos; los innumerables pendones con sus escudos que proclamaban el orgullo de la nobleza castellana. Si se añaden los caballos con sus suntuosas gualdrapas, las relucientes armaduras, las plumas, las blasonadas sobrevestes; si se añade el tumultuoso mosaico de color desde el suave de los damascos al vivo escarlata de los bonetes de los marineros al fondo; si se añaden las trompetas y los atabales, los pajes, los guanches de Canarias, los esclavos moros, las traillas de perros, etc., podrá imaginarse el cuadro compuesto aquella mañana calurosa del mes de junio sobre el fondo de la selva tropical y las colinas solitarias. Caminando a zancadas por el sendero que conducía al asiento, aparecieron los hombres de Santa María: quinientos veteranos curtidos, trabajados, con sus trajes viejos y raídos, sin armas y cantando al unisono Te Deum laudamos... 252
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A veces nos preguntamos si el odio de Pedradas a su predecesor no nacería en aquellos primeros momentos cuando Vasco Núñez surgió ante él, alto y ga llardo, con el bronceado rostro mostrando deferencia, con sus modales a la vez respetuosos y confianzudos. El gobernador tenía cerca de setenta años; padecía una enfermedad renal crónica; acababa de andar tres millas de áspero camino en aquella tenue singularmente inadecuada para andar por los trópicos. Algu na cosa desentonaba con su estudiada pompa: el efecto de los desharrapados y competentes vecinos sobre sus decorativas y sobrearmadas fuerzas fue el mis mo que causaría un inciso prosaico en medio de un párrafo ampuloso. (El rey Fernando se hubiera divertido; él había buscado expresamente un contraste por el estilo cuando acudió a visitar a su yerno Felipe). Muchas animosidades implacables pueden brotar por menos que aquello, pero Pedradas tuvo otro motivo de disgusto. Había llegado a Darién con dos mil voluntarios escogidos para ganar un premio especial, abriendo con hierro el camino al otro mar y su mensajero debía haberle comunicado que aquel rubio aventurero ya le había relevado del esfuerzo y de la gloria, como dice Mártir. Balboa se arrodilló ante el obispo, se inclinó ante el gobernador y doña Isabel y recibió de manos de su sucesor la cédula de credenciales con su bamboleante sello. Desenrollando el documento le dio un vistazo, lo rozó con los labios, rozó con él su cabeza y se lanzó a un discurso de bienvenida. Después de la respuesta del gobernador, la presentación de los notables, los saludos e intercambios de felicitaciones — todo dentro de la más exquisita cortesía— se formaron las filas para marchar a Santa María. Considerando que un gobernador real y un prelado se dirigían a tomar posesión de su mandato y de su sede, la procesión debía tener una calidad ceremoniosa. Precedido por un gran crucifijo de plata, el obispo caminaba con la mitra puesta, llevando la mano derecha, en la que lucía el anillo pas toral, libre para impartir bendiciones y en la izquierda su báculo, también de plata, bellamente cincelado. Inmediatamente detrás de la banda de trom petas y tambores, la guardia gubernamental y otra cruz, iba el gobernador con doña Isabel, cuya mano izquierda se elevaba para apoyarse gentilmente en la derecha de su esposo. Es posible que Balboa fuese al otro lado de doña Isabel. Tras ellos, según su jerarquía, los oficiales, capitanes, caballeros y ve cinos; hasta el último esclavo argelino, desterrado dos veces. Al cabo de una hora o poco más, todos se apretujaban en la plaza de San ta María del Antigua. La gobernación de Castilla del Oro había comenzado.
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A la mañana siguiente de su llegada a Santa María, Pedrarias convocó a Balboa para celebrar con él una conferencia privada. Necesitaba informarse acerca de su gobierno: precisamente obtener la clase de informes detallados y al minuto que sólo podía proporcionarle la buena voluntad de su prede cesor. La entrevista aportó a Oviedo — la única persona que estuvo presen te— una buena dosis de diversión sardónica, pues el gobernador, que era arrogantísimo y malhumorado y de condición tan altanera que no admitía sentar a su mesa a un subordinado, desplegó en aquella ocasión una cordia lidad empalagosa. Pedrarias se extendió sobre las últimas órdenes del rey respecto al favor y consideración con que debía tratarse a Vasco Núñez, y con muchas palabras dulces — según el cronista— expresó su deseo personal de cumplirlas de la manera más generosa. Mostró una halagüeña estimación por las hazañas de Balboa y una deferencia casi lisonjera hacia sus opiniones, declarando estar dispuesto a pedirle consejo sobre todas las cosas. Ésta fue la mayor adulación con la que hubiera podido ablandar incluso a un hombre más sagaz que su interlocutor. Balboa, siempre vulnerable a los gestos amistosos, quedó completamente ganado. Manifestó su respetuosa gratitud al rey, se puso incondicionalmente a servicio del gobernador y prometió darle por escrito la información que deseaba, así como todo cuanto supiera por avisos y referencias. Al día siguiente, domingo, Balboa entregó a Pedrarias un largo memo rial que abarcaba todo cuanto había aprendido a lo largo de los tres años y medio de su estancia en Tierra Firme. Inútil decir que el documento se esfumó y que la copia pedida por el rey nunca debió salir de Darién, por ser un claro testimonio de los méritos de su autor. Pero gracias a Oviedo 255
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sabemos que Balboa cumplió su palabra. Describió el país y sus habitantes, las exploraciones hechas y los datos adquiridos sobre las regiones aún no visitadas, la situación de las minas comprobadas o notificadas, añadiendo un gran número de útiles indicaciones para la futura actuación. En todo lo cual — advierte Oviedo— decía la verdad. Hasta Pedradas hubo de aceptar el informe sin suspicacias, ya que cuatrocientos cincuenta vecinos veteranos, interrogados individualmente, en grupos o en masa, lo confirmaron al pie de la letra. Así las cosas, el gobernador sintió que en adelante podía hacer caso omi so de ia afabilidad y de Vasco Núñcz. El lunes mismo decretó la residencia de Balboa, lo que le inmovilizaría por lo menos un par de meses y — si se tenía habilidad— bastante más tiempo. Simultáneamente se empezaron a trazar los planes para cinco expediciones por lo menos, que habrían de lle varse a cabo sin demora y, por supuesto, sin el concurso del descubridor del Pacífico. Había suficientes razones, buenas y malas, para esta prisa. Santa María no podía sostener a tres mil personas; apenas podía alojarlas, a pesar de la inesperada y cordial hospitalidad de los antiguos residentes. Además, se habían prometido «peonías» o «caballerías» a cada colonizador. Una peonía — según cierto decreto de agosto de 1513— consistía en una extensión de más de setenta hectáreas de tierra para cereales, frutas y legumbres, bastante tierra de pastos para sostener 155 animales variados — vacas, yeguas, cerdos, ovejas y cabras— y un solar de 42 por 90 pies. Una caballería era equiva lente a cinco peonías rurales y cuatro urbanas (1). A Pedrarias lo mismo que a la Iglesia y a Fonseca in absentia, le corresponderían dos caballerías. También los colonizadores anteriores a la armada debían ser favorecidos especialmente. Cierta extensión de buenas tierras había de reservarse para su explotación para la Corona, aunque en teoría los soberanos eran propieta rios de todo el territorio. Este programa, como el de julio de 1514, hubiera requerido dedicar unas cuatro mil millas cuadradas de tierra a la agricultura y a la ganadería, y significaría, en consecuencia, más asientos. Así, pues, las expediciones llevaban aparejada la tarea de establecer puestos permanentes, eligiendo los emplazamientos con gran atención a las minas y a sus alrede dores cultivables. Al mismo tiempo se esperaba que las entradas produjesen rápidos in gresos en indios y tesoros. Los distintos pero empobrecidos nuevos coloni zadores no habían sido atraídos por tan peligroso rincón del mundo por la 256
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idea de cultivar un trozo de tierra virgen con el sudor de su frente. Las minas eran su gran ilusión de riqueza para el futuro, aunque entretanto desearan botín y esclavos en abundancia. Estas aspiraciones fundamentales de los colonizadores serían las que habrían de llevar al fracaso más rotundo a todo el plan de colonización. Había una razón más para la impaciencia de Pedrarias, que le impulsaba con fuerza irresistible. Al verse defraudado porque el otro mar ya estaba des cubierto, sentía el deseo de arrebatar a Balboa cuanto pudiese del prestigio y el provecho de su hazaña. Por tanto, dio la precedencia a una expedición calculada para cubrir las exploraciones de Balboa en el istmo y fundar nue vos asientos en Pocorosa, Tubanamá y la costa del Pacífico. A decir verdad — escribe Oviedo— , «el fin desto era, que aunque el Rey supiesse que Vasco Núñez avia descubierto la otra mar, é enviasse algún favor para él, estuviesse la costa poblada por Pedrarias, é impedir a Vasco Núñez el efetto de cual quier merçed que se le hiciesse». E s a expedición, formada por cuatrocientos cuarenta hombres con tres capitanes reales y numerosos capitanes auxiliares, fue confiada a Juan de Ayora, teniente de Pedradas, Y salió de S an a María a finales de julio o prin cipios de agosto (2). Las otras entradas proyectadas eran: a Santa María — doscientos cin cuenta hombres a las órdenes de Pedro de Fonseca— ; a Dabaibe — al man do de Feliciano de Silva— ; a Cenú — cuatrocientos hombres mandados por el joven pariente y homónimo del gobernador, conocido en la historia por Pedrarias el Joven o Pedrarias e/ Sobrino, con Enciso como segundo jefe— ; al río de los Ánades (Çorobari), que realizarían sesenta hombres al mando de Luis Carrillo, cuyo único título p a a ello era el de ser cuñado de Lope de Conchillos. Sólo las dos últimas llegaron a realizarse. Las otras quedaron en proyecto a causa de un obstáculo inimaginable: cuando llegó el momento de organizarías no había bastantes hombres de la armada útiles y disponibles para formar siquiera una patrulla de vanguardia, pues desde principios de agosto Santa María padecía el azote de una epidemia. Las semanas anteriores a su aparición fueron tan satisfactorias — excepto para Balboa— que las relaciones que se mandaron con el primer destaca mento de naves de la flota de regreso a España, después del 1 de agosto, fue ron de gatísim a lectura. Había habido algunos enfermos y a los pocos días de la llegada el gobernador sufrió un ataque de su dolencia renal crónica, lo basante serio p a a obligarle a delegar la mayor parte de sus funciones en 257
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el obispo, pero casi todos los demás viajeros se hallaban bien. Los oficiales anteriores habían rendido cuentas y el balance de las regalías pasaba de los 1.400 pesos de oro. Ayora acababa de partir; Pedrarias el Sobrino estaba casi dispuesto a hacerlo y dos carabelas habían sido enviadas a Jamaica en busca de bastimentos. Oviedo y Quevedo resultaban un poco molestos — el pri mero por su insistencia en que los capitanes de las expediciones no pudieran distribuir el botín de las cabalgadas sin someterlo antes a su autoridad para confrontación y registro; el segundo porque ya se había puesto de parte de Balboa. Pero aquello no eran más que pequeñas fisuras que todavía no me recían ser contadas al rey. Se habían establecido relaciones diplomáticas con Careta y Panca, quie nes, con un fino sentido del protocolo, enviaron sus representantes para cumplimentar a Pedrarias. Los emisarios frieron agasajados con esplendidez, expresaron su gran agrado y admiración con exquisito tacto y se volvieron a los tres días para decir en sus tierras cuanto vieron en la ciudad. Pedrarias, que no escatimó medio alguno de impresionarlos, estaba seguro de que sus relatos serían seguidos de insinuaciones de otros caciques, en lo que subes timó la inteligencia de los embajadores. Considerando que lo que encontra ron tras la hospitalidad y el fausto eran dos mil nuevos expedicionarios en busca de una colonia y que sus intenciones se reflejaban en los preparativos que hacían para marchar en todas las direcciones, no puede sorprender que cesaran inmediatamente los gestos de bienvenida. A fines de julio llegó de Santo Domingo la carabela Santiago después de un viaje extraordinariamente rápido para un navio que había pasado por las manos de los oficiales de la Hispaniola. Claro que llegó sola y con muchas menos cosas de las que estaba mandado se consignaran a Castilla del Oro desde la isla. Las instrucciones del rey a las autoridades de Santo Domingo eran enviar a Darién ciento veinte colonizadores, cincuenta mineros indí genas, la mayoría de ellos pertenecientes a la Corona, a Colón y su mujer y a otros funcionarios; diez indios llevados tiempo atrás de Darién, para que sirviesen de intérpretes; cien yeguas de carga con sus albardas para que los indios pudieran ahorrar trabajo; doce yeguas de montar con sus sillas y sus bridas y un garañón; cuatrocientas camisas confeccionadas en Yáquimo y setecientas bateas o gamellas de madera para lavar el oro, y, por último, a petición especial del provincial de los franciscanos, un fraile indio, natural de Darién, para ayudar a las misiones. La responsabilidad de las yeguas de montar y el garañón, las camisas y las bateas incumbía a Pasamonte y debían 258
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ser entregadas puntualmente a Coronado. Las restantes cosas había de pro porcionarlas Colón, lo mismo que las naves para transportarlas, sin excusas, dilación o consulta a Castilla. A pesar de la fuerte cédula a los reales oficiales ordenando verlo todo con la mayor atención y cumplirlo con gran diligen cia para que no ocurriese como en el pasado en que tantos males ocurrieron por la escasa ayuda que se dio a quienes fueron con Nicuesa y Hojeda, no hay indicios de que las órdenes se cumplieran. Si la Santiago no trajo todos los reclutas, los indios y las bestias de carga, proporcionó, en cambio, un refuerzo de catorce hombres no previstos para la colonia: los supervivientes de un grupo partido de la Hispaniola con rum bo a Darién un año antes y que naufragara en la costa de Veragua. Habían sido recogidos en alta mar, donde, demasiado débiles para manejar la barca que construyeron con los restos del naufragio — notabilísimo artefacto que les sirvió durante diez meses— iban a la deriva. Cuando les encontró la San~ Hago acababan de echar a suertes para determinar cuál de ellos debía morir para servir de alimento a los demás, y aguardaban a que cayera la noche para cometer un acto que se sentían incapaces de realizar de día. (El futuro alimentador, llamado Alvaro de Aguilar, llegó a ser uno de los auxiliares de Oviedo). Una vez en Darién debieron llegar a creer que tenían siete vidas como los gatos, pues la epidemia comenzó nada más llegados. La peste fue diagnosticada — sin duda por el eminente doctor Barreda y sus colegas— como «modorra». Aplicada a la patología, modorra significa ahora una afección encefálica limitada al ganado lanar; en el siglo XVI quería decir en España una infección epidémica para el hombre. Rodrigo de Moli na, que estudió y publicó en 1554 sus hallazgos, concluía que prácticamente no se la podía distinguir de la «peste levantina», pero su descripción clínica sugiere que los ataques observados por él eran una mezcla de tifus — todavía poco conocido en la Europa occidental— y peste bubónica. Es imposible decir si la modorra de Darién era la misma; sus síntomas coinciden con los descritos por Molina, pero presentan demasiados aspectos embrollados y contradictorios para permitir una identificación positiva (3). Sea lo que fuera, la epidemia progresó terriblemente en el congestiona do asiento. No había escape posible del horror porque no existía posibilidad de aislamiento. Hombres delirantes vomitando sangre; hombres sin cono cimiento que morían sin recobrarlo; cuerpos inmundos vestidos de sucias sedas se amontonaban en las calles. La modorra no era el único azote. La parte más espantosa de los relatos contemporáneos afirma con reiteración 259
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que la muerte procedía tamo del hambre como de la epidemia, aunque los almacenes estaban abarrotados de mercancías. «Pero como los officiales querían poner recabdo en la hacienda real, y a ellos no les faltaba de comer — dice Oviedo— tuvieron poca misericordia con los demás; y para poner mejor custodia en la hacienda de sus majestades, hiçieron haçer un buhío grande en la costa a par de la mar, a la qual casa llamaron el Toldo». A principios de agosto, después de avituallar a la expedición de Ayora, quedaban disponibles casi ciento cincuenta y ocho toneladas de harina: lo bastante para dar una libra diaria durante cinco meses a cada hombre, mujer y niño de la armada; de tres buques que trajeron bastimentos de Jamaica por cuenta de la Corona (96.000 quintales de cazabe, 2.500 de maíz, 326 costados de cerdo y 70 cerdos), dos llegaron en octubre. Pero el período de racionamiento gratuito había concluido, la mayoría de los asentados nuevos no tenían medios para procurarse los alimentos y, al cabo de poco tiempo, los antiguos residentes se negaron a vaciar más sus almacenes particulares en interés de la hospitalidad. «Nunca parece que se vido cosa igual, que per sonas tan vestidas de ropas ricas de seda y aún parte de brocado, que valían muchos dineros, se cayesen a cada paso, muertas de pura hambre», dice Las Casas, quien termina la descripción con la terrible anécdota de algunos caballeros que, espléndidamente ataviados, se tambaleaban hambrientos por las calles de la ciudad gritando: «¡Pan; dadme pan!» hasta caer muertos a la vista de todos. No hay duda que estos relatos están basados en la verdad. El mismo Puente, algún tiempo después, dijo que muchas personas privadas de ali mento descaecieron y perdieron la vida, echando todas las culpas sobre Tavira, a quien trataban de hundir cuando escribía, pero que no hay noticia alguna de que suscitara objeciones en aquel tiempo. Por el contrario, era hombre exigente para las pagas. Como oficial decano de la colonia, compar te con Pedradas una tremenda responsabilidad por lo que file, en efecto, un asesinato en masa, lo que no le impidió señalar con orgullo el hecho de que a fines de mayo de 1515, y a pesar de las pérdidas por deterioros, hubiera aún en Santa María harina sobrante de la traída de España. Cuando en diciembre remitió la epidemia y se aliviaron las restricciones alimenticias, la lista de los distinguidos colonizadores llegados con la armada estaba reducida a menos de la mitad. Más de setecientos habían muerto. Y otros cuantos centenares, destrozados por el paludismo, las úlceras tropica les y la disentería, descorazonados por las privaciones e incomodidades a que 260
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no estaban acostumbrados y resentidos al ver que el oro no era el producto omnipresente y fácil de adquirir que se les hiciera esperar, rompieron sus compromisos marchando a otras colonias o a España. Otros permanecieron en Darién sólo porque carecían de dinero o de crédito para saldar sus deu das y tomar pasaje para donde fuese. Incluso los miembros del grupo de los oficiales — que, tal vez lamentablemente, se habían escatimado— buscaban excusas para marcharse dignamente. No se les puede censurar demasiado, sobre todo, a Puente y a Pedrarias: el tesorero había padecido tres ataques de fiebre — uno de ellos tan grave que hubieron de administrarle los últimos Sacramentos— , y la enfermedad crónica del gobernador, agudizada inter mitentemente durante seis meses, le había dejado un brazo paralítico. Cinco meses bastaron para destrozar el brillante modelo de colonización de que la armada había sido símbolo y esperanza. A pesar de cuanto Pedrarias y sus colegas alegaron como excusa — la modorra y otras enfermedades sub alternas— no fueron éstas las verdaderas causas de la desintegración: a fines de 1514 había en la colonia, por lo menos, mil doscientos o mil trescientos hombres, y el programa del rey Fernando hubiera podido muy bien ponerse en marcha sólo con mil. Otros dos factores — aparte de las emociones que siempre suscitaban y nutrían los Sucesos en Castilla del Oro— causaron efectos más graves y desmoralizadores. Estos factores fueron la residencia de Vasco Núñez de Balboa — con todo cuanto supuso de amargura y pérdida de oportunidades— y la conducta de Juan de Ayora, quien en unas semanas borró todo el trabajo de conquista pacífica realizado por Balboa. Más tarde veremos cuál fue la necia crueldad empleada por Ayora. En 1514 los hechos sólo se conocían a medias y no había dado comienzo la terrible cadena de represalias y contrarrepresalias. Los efectos inmediatos de la residencia, por el contrario, fueron muy pronto conocidos por todo el mundo. Balboa iba a ser reducido a la penuria y a la impotencia, sus tierras ocupadas por la Corona, su dinero pagado a quienquiera que lo pidiese y su talento relegado al olvido por temor de que sirviendo a la colonia lograra nuevos triunfos. Esto era una monstruosa in justicia para Núñez de Balboa y para sus partidarios, entre los que figuraba el obispo Quevedo. Por su parte, Espinosa absolvió a Balboa de los cargos criminales, negándose a encerrarle en prisión, lo cual enfureció al grupo Enciso-Colmenares-Corral, que deseaban ardorosamente una sentencia se vera, a ser posible de muerte. Pedrarias mostró su enojo, no sólo porque Bal boa estuviera en libertad, sino también porque el obispo y el alcalde mayor 261
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le obligaron a poner término a una «pesquisa secreta» sobre los supuestos crímenes de su antecesor,, que iniciara desdeñando las órdenes recibidas y abstenerse de cuestiones que competían al poder judicial y que, por estar formada tan sólo por las manifestaciones de los enemigos de Balboa, Espi nosa declaró inválida. Los cargos criminales contra Balboa se basaban principalmente sobre su supuesta responsabilidad en la expulsión de Nicuesa y de Enciso. El fallo de Espinosa fue que en el asunto de Nicuesa estuvieron todos implicados por igual y que, por tanto, podían considerarse culpables en algún grado puesto que todos le intimaron, si bien era cierto que tenían algunos motivos para resistirle, pero que todo aquello era ya agua pasada y a su juicio muy bien olvidada. No hubo usurpación ni rebelión. Por la misma razón — declaraba el juez— casi todos habían participado en lo que con frase feliz llamaba el vuelco de Enciso, y Balboa no más que los otros. Añadía Espinosa que sería una locura nada práctica castigar a cualquier baquiano en Dañen, ya que ellos constituían ahora la única esperanza en la colonia. La más importante serie de demandas contra Balboa era la presentada por Enciso y los antiguos oficiales del asiento, sublevados en 1512 con el alguacil al frente. El bachiller seguía insistiendo todavía en su reclamación del oro tomado de Cemaco, a la que añadió otra de 900 pesos al enterarse, a los tres años y medio, de las entradas hechas en Careta y Ponca después de su partida de Santa María. Fundaba su primera reclamación en la falsa premisa de que él no había sido un socio en la empresa de Hojeda, sino un armador o, mejor dicho, el armador, con títulos para cobrar como tal las dos terceras partes de los ingresos señalados comúnmente al capitalista que financiaba y equipaba totalmente una empresa. La base para la reclamación relativa a Careta y Ponca es más osbcura. Enciso hablaba de las «setenas y cuatro». Las setenas eran una indemnización equivalente a siete veces la cantidad disputada; el cuatro se refería probablemente a las cuatro partes que en el botín a distri buir hubiesen pertenecido a Hojeda y que Enciso trataba de arrogarse. Su tesis parece haber sido la de que aun cuando se encontraba lejos de Tierra Firme al realizarse las entradas, debía ser considerado comandante, gozando de los mismos derechos concedidos a Hojeda, hasta el momento en que Colón nombró capitán efectivo a Balboa. Espinosa no estaba dispuesto en favor del bachiller, cuya actitud general se expresa con claridad en sus propias palabras: «Cuando Pedrarias y yo 262
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fuimos con una armada a Darién»... y cuyos esfuerzos para contravenir las decisiones del tribunal eran naturalmente irritantes. Además, Espinosa consi deraba que las demandas de Enciso eran a la vez injustificadas y de imposible ejecución. Falló, pues, contra ellas y cuando se apeló la sentencia para Espa ña, trasladó al Consejo Real la cuestión de la situación de Enciso con Hojeda, dando un informe adverso. El alcalde decía que no se podían encontrar mil pesos en todo Santa María; si se adjudicaban al bachiller los dos tercios del botín que reclamaba, lo mejor sería darle todo el lugar, aunque esto no sería bastante si no se le daba también a todos los vecinos como esclavos. Excepto una queja insignificante del padre Sánchez — a quien no se le había pagado desde que se enroló y al que Balboa denegó permiso para marcharse de la colonia so pretexto de que su ministerio era indispensable, aunque en realidad lo hiciera por rencor— no existe información definida de más acusaciones y reclamaciones que las presentadas por Corral y sus amigos. Se decía en ellas que Balboa les habla quitado sus naborías para dárselas a sus sucesores en los puestos municipales, basándose en que dichos indios eran adehalas del cargo. Los demandantes reclamaban su devolución más la indemnización de medio peso diario por cada naboría desde la fecha del despojo, lo cual era un magnífico negocio. No consta cuál fuera la deci sión sobre estas demandas; pero, a pesar del aserto del obispo de que el oro de Balboa se entregó a cualquiera que lo pidió, hay motivos para sospechar que no sería satisfactoria para los reclamantes. La posterior virulencia de Corral cuando acusó a Espinosa de haber sido sobornado para absolver a Vasco Núñez de los más singulares crímenes nunca vistos en hombre de su condición, y la de Colmenares al insistir en que se impusiera a Balboa «me reciendo él mil muertes» una nueva residencia a cargo de un juez escogido por Pedrarias, llevan el sello del despecho. En un punto, sin embargo, coincidieron Balboa y sus enemigos. En los últimos días de noviembre, la pandilla antibalboísta apremiaba al gober nador para que le enviase cargado de cadenas a Castilla, con lo que — su ponían— podrían alcanzar mejor sus fines. El mismo Balboa pidió tam bién que se le enviase a la Corte, encadenado si era menester, pensando que si lograba hablar siquiera una sola vez con el rey saldría reivindicado para siempre. Fue el obispo Quevedo quien torpedeó este plan. Debía creer que en España los lobos devorarían a su protegido, tan candoroso en política..., y quizá tuviese razón. Para evitarlo, dijo al gobernador que, si Balboa se pre sentaba a Fernando, produciría tan favorable impresión sobre Su Alteza que 263
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sería colmado de honores entre los que muy bien podía figurar el gobierno de Castilla del Oro. Lo cual bastó para que Pedrarias ordenara a Balboa permanecer en la colonia. Hasta este momento Pedrarias mantuvo un doble juego: al exterior daba muestras de aprecio y casi de afecto a Balboa, mientras bajo cuerda ayudaba a sus adversarios y dirigía la pesquisa secreta. De cuando en cuando consul taba a Balboa, hablándole de confiarle la expedición a Dabaibe y escribía al rey que las instrucciones de favorecerle se iban cumpliendo, y que si le retenía en Santa María era porque la colonia no debía perder a una persona tan valiosa (4). En un peculiar aspecto de la psicología pedrariana, es posible que fuera sincero. Detrás de su bichada orgullosa y autoritaria, el goberna dor era esencialmente un hombre débil, y ésta es la clave de casi toda su conducta. Su autoconfianza no era una cualidad, sino una arrogancia, tan excesiva como vulnerable. Sus simpatías nunca estuvieron de parte de Bal boa, pero durante algún tiempo pudo poner en ¿i sus esperanzas, forzado a hacerlo por la amenaza de quiebra que pesaba sobre Castilla del Oro. Pero la actitud del gobernador cambió en un día, convirtiéndose en abierta animosidad que gradualmente llegó a ser obsesiva. Ese día fue el 1 de diciembre de 1514, cuando llegaron las canas del rey Fernando, dictadas des pués de conocerse en Castilla las noticias del descubrimiento del otro mar. Cuando Fernando escribía, el 19 de agosto, no había visto aún ni a Arbolancha ni la relación original que por su mediación le enviara Balboa; el agente real, llegado a primeros de mes en mal estado de salud, no fue capaz de emprender el viaje a la corte — a la sazón en Valladolid— hasta más adelante. Pero Pasamonte había enviado los relatos que recibiera de Balboa, remitiéndolos con una carta suplicando se recompensara a Vasco Núñez, todo lo cual se despachó al rey con celeridad por los reales oficiales de la Casa. Todo ello bastaba para poner por las nubes a Balboa. Con una fiebre de satisfacción, Fernando escribió cédulas para Balboa, Pedrarias y los vecinos de Darién, concebidas en términos que aguijonearon al insufrible gobernador. Estaba perfectamente claro que Su Alteza, mientras aplazaba cualquier decisión hasta después de haber hablado con Arbolancha, pro metía hacer algo excepcional con el descubridor. Su carta a Balboa era un espaldarazo y una promesa: « ... y porque Arbolancha aun no es llegado y espero a su venida para mandar proueer en todo lo de allá y en lo que a vos os toca, esta solamente 264
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será para deciros lo mucho que e olgado de ver buestras cartas y en sauer las cosas que aueys descubierto en esas partes de tierra nueva de la mar del Sur y del Golfo de san migue!, de que doi muchas gracias a Nuestro Señor y así espero que será todo para su seruicio, a bos os agradezco y tengo mucho en seruicio lo que en ello aveis trauajado y fecho que a sido como de muy cierto y berdadero seruidor y tanbien tengo en seruicio a todos los que con bos fueron a aquél biaje los trauajos e necesidades de hanbres y dolencias que con ellos pasastes y pues a sido en tanto seruicio de Dios y nuestro y bien y vtilidad destos Reynos tened esperanza que a bos y a ellos a de ser bien gra tificado y remunerado y que yo siempre abré respeto a buestros sentidos y suyos para que reciuais las merçedes y en lo que a vos toca yo lo haré de ma nera que bos seáis onrrado y buestros servicios se gratifiquen, que porcierto yo tengo bien conocido que en todo lo que abéis entendido lo aueis hecho muy bien y ame pareçido bien la manera conque en aquel camino tratastes los caziques e indios de aquellas prouincias, porque aquél buen tratamiento y dulzura y dejarlos de paz será causa para que allí y en todas partes se haga lo que a nuestro seruicio cunple, quando buestras letras llegaron ya Pedradas era partido con la armada que mandamos facer para esa tierra de Castilla del oro de que él ba por nuestro capitán general y gobernador della, agora le escriuo que mire mucho por buestras cosas y os fáuorezca y trate como a persona a quien yo tengo tanta voluntad de facer merced y tanuien me a seruido y sime y tengo por cierto que él así lo hará, bos por mi seruicio en tanto que bos enuio a mandar en lo que me aueis de servir que será presto, plasçiendo a Dios, ayudadle y aconsejadle en todo lo que hubiere de hazer, con la buena voluntad e manera que hasta aquí lo aveis fecho y como yo de vos lo espero y avnquel no pregunte todas las cosas bos tened cuidado de le auisar y aconsejar lo que vieredes que conuiniere que él haga». Un hombre menos susceptible que Pedrarias hubiera visto con frialdad este último párrafo. También le resultaron difíciles de digerir otros trozos de la cédula dirigida a los antiguos asentados, principalmente los que se referían a «lo que dezis de lo mucho que nos ha seruido Vasco Núñez y de la abylidad que tiene para seruir en esas partes más que otra ninguna persona». Las implicaciones se hicieron más tajantes en una larguísima cédula dirigida al gobernador rezumando entusiasmo y referencias a Vasco Núñez en cada párrafo. Vasco Núñez cree que debe haber asientos en Tubanamá y el Pací fico; Pedrarias lo vería. Vasco Núñez dice que es necesario construir barcos 265
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para la exploración en el otro mar; Pedrerías debe hacerlo inmediatamente. Vasco Núñez escribe que se necesitan provisiones; Pedrarias debe ocuparse de esto con gran cuidado. Vasco Núñez escribía que estaba preparando nue vas expediciones — es decir, la de Garabito al golfo de San Miguel— ; Pe drarias debe enviar informes de su resultado. Vasco Núñez mandaba detalles y sugestiones extraídos de sus observaciones; Pedrarias debería estudiarlas y aprovecharlas. £1 trato dado a los indios por Vasco Núñez era recomenda ble en el más alto grado; Pedrarias debía imitarlo y procurar que sus tropas hicieran lo mismo. Vasco Núñez, un magnífico servidor que ha hecho bien todo cuanto ha emprendido y seguirá haciéndolo, sin duda, lo mismo en el futuro, será debidamente recompensado; entre tanto «os mando y encargo que vos le tratéis muy bien y le fauorezcais y en todo lo que le tocare». Más desagradable sería todavía la orden de consultar con Balboa sobre todos sus planes y decisiones «porque de la mucha experiencia que deilo allá tiene y con la voluntad que nos sirue no puede dexar de acertar en todo y a vos os aprouechará y a mí me fareis mucho plazer y seruicio». No es de extrañar que Pedrarias se indignara. No se le podía decir de más diferentes maneras que Balboa era el mejor hombre, y tenía que resultarle intolerable verse en la situación de un pupilo inexperto que debe ser guiado por la mano de un tutor prudente. Hay un aspecto significativo en las cartas de Fernando: para nada habla del oro. £1 único aspecto específico que destacaba en la expedición descubri dora era el trato de los indios. Sobre éste, en cambio, escribía abundantemen te. Casi un tercio de su cédula al gobernador aparecía lleno de comentarios aprobatorios de los métodos de Balboa y de recomendaciones a Pedrarias de que los siguiera en lo sucesivo. Su Alteza tenía la amarga certidumbre de que por mucho que repitiera tales instrucciones nunca sería bastante. «Ame pareçido muy bien la manera que Vasco Núñez tubo en el tratar los Caziques e yndios que hallo de fazerles de pazes por ser como fué con tanta tenplanza y dulzura y dexar los Caziques Pacíficos que fué muy me jor esso que no fazerlo por riguridad ni fuerza y seré muy seruido que vos proueais y tengáis mucho cuidado para que con toda paçificaçi0n e por bien e paz e con muy buen tratamiento sean atraidos los yndios a nuestro seruiçio y que se escuse todo rigor y fuerza y los daños que la gente acostumbra hazer porque será dañar mucho a su Converssion y que sienpre anden alterados y con boluntad no bengan ni estén a nuestro seruiçio y será causa que tomen 266
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mala opinión a los Cristianos y nunca teman boluntad para convertirse y porque saueis la gente es más inclinada a aprouecharse como quiera que pueda, que no a la conseruaçidn de las cosas del seruiçio de nuestro Señor y nuestro como es este y por poco prouecho podría hazer mucho escándalo de que viniese mucho daño e ynconueniente para lo de alia deueis tener especial cuidado en castigar con todo rigor qualquiera persona que fuese causa de algún atreuimiento quanto a lo susodicho y les deis tal pena que a ellos se castigó y a otros exemplo y los yndios conozcan que se les da por aquella causa». Fernando encomendaba al gobernador establecer la más severa vigilan cia sobre los capitanes de las entradas y sobre los soldados «que an estado en Italia que como vos saueis son vsados a muy malos vicios y malas costum bres». ¡Pobre Fernando! Sembraba en el mar; pero de él se puede repetir lo que decía Las Casas, el batallador paladín de los indios y crítico de la conquista: que es un placer ver cómo el Rey Católico quedó libre de los pecados que se cometieron en la perdición de aquellas gentes.
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XXI
A finales de 1514, cuando Castilla del Oro llevaba seis meses siendo una activa gobernación, Pedrarias se encontró en una situación embarazosa. Obligado a informar al rey, nada tenía que decirle o, por lo menos, nada que estuviera ni remotamente en consonancia con sus recursos o sus ins trucciones y que no sugiriese una penosa comparación con los hechos de su predecesor. Sus cartas de octubre y noviembre sólo daban importancia a la epidemia y la angustia de Santa María. Pero ello era antes de recibir la real cédula de 1 de diciembre, la cual contenía una delicada alusión a que se debía esperar mucho de las personas a quienes se ha dado mucho. Habéis llegado en el mejor momento — decía Fernando— porque con lo que Vasco Núñez ha empezado a descubrir y con la información que él os proporcio nará podréis llevar todas las cosas a buen término. El 28 de diciembre Pedrarias compuso una relación, notable, más que por otra cosa, por sus omisiones. Debió preceder una gran dosis de reflexión a la redacción de este documento, que da la sensación de un retrato retoca do, visto a través de un velo color de rosa, aun cuando, en realidad, fuese una prueba patética para un jefe orgulloso llegado con gran pompa y esplen dor para colonizar un territorio. Los jóvenes árboles frutales prendían bien; el pueblo había presenciado una fiesta de cañas el día de Navidad, todos bien vestidos pero sin lujos inadecuados; había mucha casia silvestre en los alrededores y se habían encontrado algunos corales (?) en el río; abrieron sus tiendas un carnicero, un pescadero y un panadero; la lencería se vendía en la plaza, y el precio de la carne había ido bajando cada día hasta llegar a ven derse a medio peso el arrelde. (Podemos añadir que este bajo precio era seis veces más alto que el corriente en España, y que un pollo costaba en Santa María tres pesos oro, o sea el equivalente a la paga mensual de un cabo). 269
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El resto del informe venía a ser por el estilo, dedicado en su mayor pane a las pocas cosas que se habían hecho en el asiento (y también algunas que, como el hospital y el convento, estaban realizadas antes de llegar la armada), y manifestaba que después de las dificultades iniciales, enérgicamente superadas, todo iba viento en popa. Nada se traslucía del naciente conflicto con el obispo Quevedo; antes al contrario, las relaciones entre ellos aparecían descritas como muy correctas por ambas panes, sobre todo, claro es, por la de Pedradas. La verdad es que había algunas otras cosas menos gratas que contar. El gobernador hablaba de la imposibilidad de proporcionar sacerdotes a los nuevos asientos, por haber mueno la mitad de los llegados con la armada; del desdichado apla zamiento de la construcción de carabelas, inevitable porque también habían perecido casi todos los obreros navales; de la apremiante necesidad de reparar caminos y desagües, descuidados porque nadie quería trabajar como jornalero y los reclutas pagados preferían renunciar a los 9.000 maravedís de sueldo anual (¿y quién podría censurárselo?) con tal de no ocuparse en construir pistas y cavar zanjas. Pero todas estas cosas tendrían remedio. Por el momento no había con qué pagar sino los gastos esenciales —entre los cuales no estaban incluidos los estipendios del clero que quedaba— , pero el futuro aparecía lleno de pro mesas. La tierra era la mejor del mundo para la ganadería, y tan productiva que sería innecesario importar productos alimenticios; ya todo el mundo estaba sembrando y, entretanto, abundaban las provisiones en mano; seguramente se descubrirían nuevas minas, aunque tal vez no todo lo ricas que se esperaban. Sería interesante conocer los comentarios de Femando y los oficiales de la Casa cuando leyeran aquella confitura. Si daba una impresión untuosa por sí misma, cuando se la comparase con otras relaciones de Casulla del Oro y las his torias que contaban los colonizadores de regreso — o en algunos asuntos las ante riores cartas del propio gobernador— , debía producirla más lamentable todavía. La descripción de la abundancia de alimentos, por ejemplo, se disolvía como un azucarillo ante las historias de extenuación y de cosedlas perdidas porque los co lonizadores estaban demasiado débiles para cuidar sus campos llenos de maleza, y sus naborías demasiado dispuestos a escurrir el bulto; las de inflación, la pobreza y las deserciones en masa. Y la presentadón de una ciudad decididamente pro gresiva en la que el problema principal lo constituían ahora las obras públicas, resultaba un pálido sueño cuando estaba expuesta a las unánimes descripciones de Santa María como un lugarejo miserable, abrasador y pestilente, rodeado de hediondas marismas infestadas de sapos y otros animales venenosos, en cuyas calles los famélicos habitantes vivos tropezaban con los cadáveres sin enterrar. 270
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También se sabía bastante de los otros temas que el gobernador sosla yaba prudentemente y que eran, en realidad, los interesantes: las relaciones con los indígenas, la organización y los progresos de las expediciones en el campo y el estado de la hacienda. Pedrarias se excusaba de no haber presentado un balance, alegando su enfermedad. Es evidente que tampoco la hacienda gozaba de buena salud. La administración apenas había podido salir adelante con los gastos presu puestados, apoderándose de las regalías anteriores a la armada entregadas en julio el oro de Santa Marta (todavía sin distribuir a causa de ocupaciones más urgentes), los dos tercios del producto de la expedición del Cenó debi dos al rey como único armador y los recibos por fletes pagaderos a la Corona por cuenta de la armada. Pero, con todo esto, es un hecho indudable que el 31 de diciembre de 1514 el déficit ascendía a 16.000 pesos. El diseño de las cuentas sería muy parecido a éste que va a continuación, con todas las partidas computadas en pesos oro, tomines y granos (véase APÉNDICE II): HABER Regalías de la administración de Pedrarias (a) Sobre buen oro labrado............................. 583-4-5 (b) Sobre esclavos............................................ 123-0-0
706-4-5
Regalías de ¡a administración de Balboa (a) Sobre buen oro labrado............................. 854-0-6 (b) Sobre oro en bruto...................................... 453-5-9 (c) Sobre guanín.............................................. 75-0-0 Provecho de la Corona en la expedición del Cenú (oro)............................................... Oro sin distribuir en Santa M arta............. Fletes, contratos, pasajes............................. TOTAL INGRESOS
1.382-6-3 277-0-0 792-0-0 1.223-0-0 4.381-2-8
(a) Cálculo equivalente de 111-6-0 en oro bajo. (b) Cálculo. (c) Prorrateo de los gastos extraordinarios verificados, octubre 1514-octubre 1515.
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DEBE Sueldos debidos, exclusiva de avances al gobernador, catorce meses y medio................ A los oficiales, alcalde y veedor........................... Al obispo, diez m e se s.......................................... A la Corona, por adelantos a los antedichos . . . A los clérigos, promedio de un a ñ o .................... Todos los sueldos restantes, promedio de un año Fletes, etc., menos algunos gastos deducibles (b) Gastos extraordinarios del 1 de julio al 18 de octubre ................................................... Gastos extraordinarios del 18 de octubre al 31 de diciembre ( c ) .................................... Deuda con los reclutas, oro de Santa Marta. . . . Quinto de la administración precedente...........
982-6-2 1.801 -0-0 1.666-5-0 1.774-3-0 1.343-5-0 6.231-3-1 13.799-6-3 1.800-0-0
TOTAL DEL D E B E ................ TOTAL DEL H A B E R ........... D É F IC IT .................................
2.223-0-0 683-0-0 792-0-0 1.392-6-3 20.690-4-6 4.391-2-8 16.299-1-10
Desde luego, este cálculo no puede ser rigurosamente exacto. Aparte del hecho de que algunas partidas no sean aprovechables (por ejemplo, el «grandísimo» costo de la expedición al Cerní), las cantidades registradas por el tesorero lo fueron unas veces en oro labrado con un promedio de 18 a 19 quilates, otras en bruto, que podían Llegar hasta 22 quilates-, otras, en mara vedís, que generalmente, aunque no siempre, eran convertidos con un ligero premio. También fue imposible conseguir que Tavira entregara los ingresos de la venta de bastimentos, e incluso que informara de su importe, aunque, en rigor, su hueco en el cuadro total no afectara al resultado final, puesto que el producto de esta venta pertenecía directamente a la hacienda real. Respecto al déficit humano, no hay registradas cifras exactas. A juz gar por lo que dicen los testigos de vista (Oviedo habla de quince a veinte muertos diarios; Andagoya, de setecientos muertos en un mes; Quevedo, de (b) Cálculo. (c) Prorrateo de los gastos extraorinarios verificados, octubre de 1515.
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la mitad de la armada muerta) y aun concediendo cierto margen a la exa geración, la mortalidad y las ausencias se pueden calcular entre mil cien y mil trescientos los que quedaron en la colonia. El obispo señalaba una cifra más baja todavía, pues, como Las Casas, nunca permitió que la estadística le privara de conseguir un efecto. Balboa, que, por lo general, era muy exacto, decía en mayo de 1515 que había mil hombres en Darién. Finalmente, los seis meses mostraron una pérdida total en lo que al do minio pacífico y a la colonización se refería. Aunque sólo se tenían noticias exactas de la expedición de Pedradas el Sobrino y de Enciso — que regresa ron maltrechos en noviembre— se rumoreaban bastantes cosas acerca de las otras entradas — excepto de los destacamentos enviados a la costa del Pacífi co— para juzgarlas fracasadas. La culpa era imputable a los españoles. Los colonizadores no querían paz, sino esclavos. Y puesto que todos los indios eran libres en teoría — salvo los abiertamente rebeldes— , era casi im posible, incluso a los indígenas mejor intencionados, conservar la clasificación de amigos. Nada importaba a los españoles que les diesen su oro y sus esclavos como tributo, pues les declaraban en rebeldía si no les daban más. Aquellos que no prestaban obediencia inmediata a un Requerimiento — que no se les daba oportunidad de entender y muchas veces ni siquiera de escuchar— eran declarados rebeldes asimismo, y lo mismo los que, aterrorizados, prendían fuego a sus bohíos y huían a la montaña al enterarse de que se acercaba una columna española. Los días en que los sociables miembros de las tribus en traban y salían libremente en Sama María acabaron para siempre; el único procedimiento para llevar a un indio al asiento era atarle o encadenarle. Pedradas y los oficiales promovieron la esclavitud mediante una procla ma en la que se decía que cualquier indígena que no obedeciera al Reque rimiento podía ser exportado y vendido, abriendo con ello el camino a un comercio semiclandestino de naborías al ordenar que éstos fuesen también marcados en el muslo. Este trato hizo a los indios hábiles para la evasión. Los cautivos aprendieron a limar sus grilletes con arena y fibra de maho, y, si no podían escapar con vida, empleaban frecuentemente su habilidad para morir en libertad. Los caciques amigos que llamaron a Balboa Hermano mayor, Padre y Señor fueron expoliados y torturados, y algunos de los me jores de entre ellos ejecutados. Exactamente a los seis meses del desembarco de Pedradas no quedaba un solo cacique amigo en Cueva. Es posible que una dominación caballeresca bajo el lema de noblesse obligo— que con tanta frecuencia se encuentra en la teoría política— nunca 273
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pueda ser llevada a cabo, salvo en pequeños círculos y por breve período. En Castilla del Oro se hundió desde el mismo día de llegar la armada. En última instancia, la culpa no fue de las tropas — sucintamente descritas por fray Diego de Torres como carentes de sentido y dominio de sí— ni siquiera de los temerarios capitanes que las mandaban. Por encima de rodos ellos estaban el gobernador y los oficiales, quienes, aun no autorizando expre samente la violencia y la rapiña — pues se cuidaban de hacer presentes a los jefes de las entradas las instrucciones reales respecto a la moderación y la prudencia— , fueron, por lo menos, lo que las leyes españolas llamaban «perpetradores intelectuales» del crimen. Se les ha disculpado diciendo que tuvieron que cubrir un presupuesto desproporcionado a los ingresos, cosa que era cierta. Pero el verdadero motivo que les impelía a la violencia era la obtención de los mayores provechos particulares. Pedrarias y sus colegas emplearon dos sistemas: el reparto ilícito de las ganancias y el «chanchullo». El reparto establecido sobre el oro, las perlas y otros productos se limitaba al principio a dos «suertes» para el gobernador, a las que se añadió después una «suerte» de primera clase para cada oficial. La de los esclavos y naborías fue disfrutada desde el principio por Pedrarias y los oficiales, y variaba según el número de cautivos y el grado de las in fracciones cometidas en la entrada. Los capitanes que no lograban entregar bastante botín solían verse en situación difícil. No sufrían un castigo real, puesto que cada uno era «paniaguado» de este o el otro alto funcionario y, por tanto, le amparaba la «ley de la selva» política. Pero en las residencias, a renglón seguido de la entrada, se encontraba la forma de hacerles pagar multas. A tales capitanes rara vez se les volvía a conceder mando. La tasa en los «chanchullos» era flexible. El gobernador y los oficiales formaban la fuerza de las expediciones con reclutas necesitados, dependien tes e incluso siervos, quienes entregaban el veinticinco o el cincuenta por ciento de sus ganancias a sus patrones. Todo esto lo facilitaba el nombra miento de Diego de Maldonado, criado de Pedrarias, para distribuidor de las cabalgadas. Aunque los informes del gobernador y de Puente sólo mencionaban a los indios para quejarse de su conducta irrazonada, otros observadores responsables se tomaron el trabajo de informar al rey de cómo se ultrajaba a los nativos, al Requerimiento y a las instrucciones de Su Alteza. El obispo lo denunció en términos de gran energía; fray Diego avisó que los coloniza dores hacían todo cuanto podían para no dejar a un solo indio en libertad, 274
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reclamando drásticas medidas para evitarlo. Balboa escribió reiteradamente protestando contra la ciega crueldad que ignoraba todo, salvo la ganancia inmediata, y contra la doblemente ciega política oficial de excitación. En carecía al rey la urgencia de enviar de la Hispaniola un visitador cualificado para investigar esa política y, de paso, la administración financiera de la colonia. Es probable que muchas de estas cartas no llegaran a manos del rey. Pedrarias no había perfeccionado todavía su sistema en el que la in terferencia en las valijas fiie ampliada con la sustracción y falsificación de documentos. Pero, aun cuando las cartas escritas a fines de 1514 y princi pios de 1515 llegaran a su destino en España, el rey Fernando, abatido por una enfermedad, no podía ocuparse en persona de la correspondencia con Castilla del Oro. Es indiscutible que se perdieron o destruyeron muchos más documen tos importantes que los conservados para ilustrarnos sobre la colonia. Algu nos de ellos puede vislumbrarse lo que decían, a través de los que subsisten, como, por ejemplo, las relaciones de Balboa acerca de «todo lo que pasó»; los informes de Pedrarias y Espinosa; el «cuadro de la tierra» trazado por Balboa y el obispo en el que mostraban los caciques que antaño fueron pa cíficos y ahora son hostiles o han sido destruidos (1). Sin embargo, quedan bastantes datos en los archivos para obtener una visión de Castilla del Oro en los primeros meses de la nueva administración. El bachiller Corral y su chacal Pérez de la Rúa fueron nombrados regi dores de Santa María en unión de Francisco Vallejo y Lope de Olano. (De esto se deduce que codos los procedimientos contra Olano habrían sido sobreseídos). Un proyecto para hacer a Corral fiscal en la residencia de Bal boa fue frustrado por Espinosa, quien manifestó que sería injusto nombrar acusador público cuando al acusado no se le permitía tener abogado. Los comerciantes amenazaban con marcharse, bajo el pretexto de que no podían cobrar sus facturas, debido a la insistencia de los oficiales sobre la prioridad de los pagos de los débitos a la Hacienda real, pero también quizá por ser demasiados para una colonia tan mermada y empobrecida. Por el contrario, Tavira se las arreglaba bien para ir acumulando una fortuna: a) sobrecar gando los bienes de la Corona y embolsándose la diferencia; b) vendiendo toneles de harina a grupos de vecinos y cobrando luego su precio total a cada uno de los componentes del grupo que necesitaba un préstamo para dejar la colonia; y c) utilizando los ingresos públicos para sus especulaciones personales. 275
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Ciento cincuenta hombres de la expedición a Cenó y ciento de los que fueron a las órdenes de Ayora regresaron enfermos a Santa María y se abrió una suscripción pública para enviar la mitad de ellos a la Hispaniola. Cien de los reclutas pagados iban licenciados y se proyectó hacer lo mismo con los que quedaban, tan pronto como no hicieran falta. (Bastante extrañamente, a pesar de las bajas causadas por la epidemia y otras causas, el número de hombres a quienes se debían sueldos continuaba invariable). También había el proyecto de librarse de diez de los treinta peones alquilados para guardar las fortalezas y dar a diez de los otros una paga doble a condición de que ayu dasen a los trabajos en las obras públicas. Un barco — posiblemente dos— llegó de Santo Domingo y a principios de diciembre fueron despachados cinco, llenos de colonizadores que regresaban. Hubo dos incendios. De uno de ellos se libraron el médico y su mujer, escapando a medianoche sin más que lo puesto. El otro destruyó parcialmen te el almacén próximo a la playa, dando origen al rumor de que lo provocó el propio Tavira para ocultar ciertas mermas en las provisiones guardadas. Se registró otro incidente, iniciado con el robo de un jubón de algodón, que valía no más de un ducado. El ladrón fue un compañero llamado Cuenca, que sintió la tentación de apropiárselo al ver la manga saliendo entre las cañas de la pared de una bodega. El ratero fue capturado y se le condenó a morir descuartizado. Se le ejecutó en la plaza pública y Pedradas ordenó que a continuación se le practicara también públicamente la autopsia, diversión educativa que realizó el doctor Barreda en medio de la expectación general. Tranquilizados por haber sobrevivido a los meses de hambre y peste, los colonizadores estaban tan reacios al trabajo como cualquier convaleciente y con mayor excusa. La exasperación entre los hombres de la armada tenía sus raíces en la desilusión; la de los antiguos vecinos la provocaba el ver cómo su comodidad y buenas perspectivas ganadas con su esfuerzo se perdían por causa de los recién llegados tan ineptos como entrometidos. Muchos de los vecinos se sentían indignados con la redistribución de fincas hechas por Pedrarias, en el curso de la cual varios de los mejores edificios y solares fueron incautados para servicios oficiales. Balboa fue el más perjudicado: sus dos casas en la plaza — una de las cuales la tenía arrendada en doscientos pesos anuales— fueron expropiadas por Pedrarias para sí. El gobernador las necesitaba por haber traído de España diez criados, un secretario particular, un mayordomo y una numerosa plana mayor doméstica, sin mencionar a las damas de doña Isabel y sus doncellas y la escolta gubernativa de diez escu 276
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deros. Pero lo que ofendió más a Balboa fue que, después de verse obligado a vender sus casas particulares en quinientos pesos, Pedradas, instalándose con su séquito en una de ellas, continuara alquilando la otra. Al mismo tiempo, las disputas internas y las murmuraciones propias de las burocracias pequeñas y aisladas (¡y muchas veces también de las grandes!) abrían una profunda sima en lo que podía llamarse la culpa de Balboa. £1 gobernador, los oficiales y el alguacil Enciso estaban a un lado de ella; en el otro lado se encontraban el obispo y — aunque no con demasiada firmeza— el alcalde mayor, irónicamente sostenido por doña Isabel Pedrarias debió encontrar un poco exasperante la amistad de su mujer con Balboa, por lo que resulta tentador especular si no alentaría en parte la idea que por aquel tiempo abrigaba doña Isabel de regresar a Castilla. En conjunto, el mejor resumen del estado de Castilla del Oro a fines de 1514 se encuentra en dos despachos suscritos por el tesorero Puente, no tanto por la información que proporcionan como por lo que implican sus conclusiones. Puente era un hombre sumamente inteligente y a la sazón experimentaba la sensación del que vive en el Olimpo. Esperaba volver a Es paña, relevado de sus obligaciones por motivos de salud, como consecuencia de una petición formulada oficialmente y respaldada por un certificado del doctor Barreda. Sus despachos exponen la situación y perspectivas de la co lonia con un meditado pesimismo, y sobre la base de sus descubrimientos y observaciones, somete un plan para reformar a rajatabla la administración de Castilla del Oro. En resumidas cuentas, este plan consistía en que el rey dejara en suspenso todo lo hecho últimamente y volviera a la colonia a lo más parecido al statu quo ante (2). El tesorero explicaba que había muy pocas esperanzas de rentas conti nuas justificativas de una administración de cualquier clase por parte de la Corona. Si era cierto que había oro en todos los ríos — y tal vez más que en la Hispaniola— las minas no compensarían el gasto que supondría su explotación, a menos que ésta se hiciese con mano de obra indígena. Lo que se necesitaba, pues, eran indios pacíficos, dados en repartimientos, lo que no parecía factible. A pesar de los esfuerzos hechos para ganar la amistad de los indios — decía Puente— éstos persistían en esconderse en las montañas y en evadirse cuando se les capturaba. Por otra parte, las cacareadas minas deTubanamá no existían; este distrito era un territorio pobre y estéril donde los caciques proporcionaban escasas ayudas a los españoles y las dos guar niciones destacadas en él habían escrito que lo abandonaban para regresar 277
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a Darién. Por lo que tocaba a tesoros, Balboa y los cristianos que fueron después ya habían saqueado todo el país en cuarenta leguas a la redonda de Santa María. Siendo así todo ello, el tesorero proponía el abandono del Gobierno — que supondría un ahorro anual de 4.040.126 maravedís— del Obispado con su capítulo, economía de 1.504.640 maravedís. La colonia podía or ganizarse entonces bajo dos capitanes: uno para Santa María y otro para el nuevo puesto en el río de los Ánades, con un abogado como juez y veedores elegidos por los vecinos. El único gasto para la Corona sería el de un recau dador de contribuciones, que se podría tener por treinta mil maravedís, y dos o tres sacerdotes con sueldos «honestos». Sería necesario mandar que quedasen en cada asiento trescientos hombres — completando este número con colonizadores veteranos— , pues parecía probable que sobre estas bases cada hombre lograse un provecho de cuatro o cinco pesos de oro y tres o cuatro esclavos para vender en la Hispaniola en cada cabalgada, lo cual sería suñciente para sostenerlos. Sugería, además, Puente que a los criminales condenados en Castilla a muerte o a mutilación de miembros se les conmu tasen estas penas enviándolos a Castilla del Oro, que sin duda consideraba como castigo igual o mayor. Al margen de esto alguien garrapateó en España una nota en la que observaba escuetamente que los condenados en España serían pocos para pensar que podrían aumentar la población. Aunque algunas de sus premisas fueran defectuosas, el plan del teso rero era fundamentalmente bueno, aparte de detalles como el de poblar la colonia con delincuentes y el de nombrar un recaudador sin control y con un sueldo mísero. Sin duda en la redacción del plan intervino alguien inte resado; cabe imaginar que ya se habría confeccionado una lista de los even tuales capitanes, alcaldes, regidores, juez, etc., y que Vasco Núñez de Balboa habría quedado fuera de ella. Alguien en Castilla propuso que el proyecto se sometiera a Pedrarias y los demás oficiales para conocer su opinión, lo cual no era precisamente lo que Puente pensaba. Pero cuando llegó la época en que hubiera podido tomarse en consideración, el gobierno de las Indias no era susceptible de cambios radicales. Pues casi durante dos años — desde los últimos meses de la enfermedad de Fernando hasta después de la tardía lle gada a España de su sucesor Carlos— no se tomarían decisiones importantes sobre asuntos coloniales.
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XXII
El ñnal de 1514 cerró en muchos aspectos un capítulo: desapareció la epidemia; a principios de diciembre se llevó a cabo la última evacuación en masa; el rey reconoció los méritos de Balboa; Espinosa rechazó los mayores cargos criminales de la residencia; los indios se apartaron de los españoles; los oficiales y el obispo enviaron relaciones. A pesar de todo, el período inicial del gobierno de Pedrarias en Castilla del Oro no empezó realmente hasta marzo de 1515, pues el asunto de las primeras entradas se aplazó hasta febrero. Otros capitanes fueron enviados después de las tres primeras expedicio nes partidas en julio y agosto: en septiembre, Bartolomé Hurtado; en oc tubre, Antonio Téllez de Guzmán y Juan Escudero; en noviembre, Esteban Barrantes. Considerando que Ayora dividió su expedición en cuatro direc ciones, hubo un corto período en noviembre durante el que se hallaban en el campo diez compañías separadas con una fuerza total de casi mil hombres. Algunas habían sido despachadas sencillamente a buscar noticias, otras des tinadas a fundar asientos permanentes, otras para explorar y conquistar nue vos e importantes territorios. Todas, con una sola excepción, o fracasaron o transgredieron ampliamente las instrucciones que llevaban. La expedición a Cenú, bajo Pedrarias el Sobrino y Enciso, hizo las dos cosas. El joven Pedrarias llevó cuatrocientos hombres (1), soldados de refresco y excelentemente equipados. Y, al no dividir sus fuerzas como Ayora, fue — en teoría— uno de los más fuertes capitanes de la historia de la conquista. Balboa hizo la expedición al Pacífico con menos de noventa hombres; Quesada ocupó los reinos de Chibcha con ciento sesenta y seis; Pizarra invadió el Imperio de los Incas con ciento ochenta y tres. Pedrarias el Sobrino y Enciso, cuya meta final eran las codiciadas minas de Mocrí y Tirufí, más allá del 279
O céano P a c ífi
MAPA DE LAS REGIONES EXPLORADAS POR LOS COLONIZADORES DE DARIÉN I 5X0-1519
En el que se señala la situación Je los cacicatos nati vas
en la época del descubrimiento de los territorios
(Todos los nombres modernos figuran en itálicas)
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nacimiento del río Sinú, se internaron quince millas, tomaron dos aldeas y regresaron envueltos en débiles excusas antes de acabar noviembre. Desde ñosamente, el obispo atribuyó su fracaso a un ataque de cobardía. Enciso escribió una relación más benévola, en la que, por cierto, rebajó el número de los expedicionarios a doscientos, lo que sonaría mucho mejor. A pesar de esto, juzgamos que el obispo no se equivocó. Fuera como fuera, Pedrarias el Sobrino y el bachiller se negaron a seguir su itinerario, no obstante la cordial invitación del insinuante cacique de la segunda aldea. El cacique — que tal vez tuviese otra intención que la de ayu darles sencillamente— prometió guiar a la expedición no sólo hasta Cenú, sino también hasta las minas. Dijo que los cenúes eran amigos suyos y que, por tanto, no hostilizarían; su capital — sobre el río y a no más de veinticin co o treinta millas al interior— era enormemente rica. A las minas — entre las cuales nombró dos que no estaban registradas previamente— se podía llegar con facilidad en marchas uniformes por buen terreno. Él mismo había visto sacar de ellas el oro en pepitas gruesas como nueces. Es difícil com prender por qué se desdeñaron proposiciones tan tentadoras, máxime si se tiene en cuenta que el cacique causó una excelente impresión en el bachiller, que le juzgó hombre veraz y cumplidor de su palabra, al que lo malo parecía malo y lo bueno, bueno. Pero quizá fuese oportuno que el joven Pedrarias y Enciso — guerreros prudentes— declinaran el aceptar sus ofrecimientos. Los cenúes eran mucho menos amables y el camino hasta las minas mucho más difícil de como lo describiera el cacique. La expedición volvió a Santa María poco después del 20 de noviembre. Su resultado fue doscientos cau tivos y unos quinientos pesos como botín contra cuarenta y cinco españoles muertos — entre ellos un oficial notablemente apto y muy recomendado por el rey, llamado Bustamante— y un centenar de enfermos. Como la expe dición se realizó a expensas de la Corona y en naves de su propiedad, el rey debía percibir los dos tercios de las ganancias más el quinto. Lo que quedó, pues, para repartir entre los participantes fueron 139 pesos de oro efectivos y 277 pesos obtenidos meses más tarde de los esclavos. Es decir, poco más de un peso por hombre. La información más interesante de la entrada es el relato de Enciso de la reacción del cacique ante el Requerimiento. Fue leído primero en espa ñol por el propio Enciso desde un bergantín anclado a prudente distancia de los indios de Catarapa. Los expedicionarios marcharon luego sobre la aldea, que tomaron con algunas pérdidas. Enciso insinúa que antes de esta 282
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acción habían encontrado a los caciques locales tranquilos si no amistosos, haciéndoles oír de nuevo el Requerimiento. El resto de la historia será mejor contarlo con las palabras del bachiller: «E yendo a buscar otro lugar, quedóse Pedrarias malo en el camino, y en unos bohíos tomaron ciertos presos, entre los cuales tomaron un cacique del lugar de Catarapa, y él lo llevó a su posada, y de noche, después de acos tado, dixo a la lengua que él preguntase donde estaba el Zenú e las minas, y respondió que el Zenú estaba junto con él en la ribera de un río muy grande que pasa por cerca de Catarapa, que entran dos brazos dél en el mismo puerto, y otro brazo vá más hacia la parte de la Isla Fuerte, como lo envía figurado en la carta, é que para ir allá, iban en canoas por el río, é llevaban sal é traían oro, e que por tierra podían también ir... y después, a cabsa del mal de Pedrarias, él filé a tomar el lugar que habían errado é lo tomaron, y tomaron ciertos indios, los cuales dixeron lo mismo quel cacique, y que, a su parecer, es la mejor tierra de Castilla del Oro, é más abastada de comer, es la ribera del Zenú, y el mejor puerto, el de Catarapa, que no hay otro mejor en el mundo». El señor de Catarapa fue uno de los cautivos llevados a Santa María. No estuvo mucho tiempo en el asiento. Ni resistió ni intentó la fuga o envenenarse. Demasiado orgulloso para soportar la esclavitud, decidió sen cillamente — como la princesa de Santa Marta— que no quería vivir y se murió. Luis Carrillo, enviado al río de los Ánades, a un día de viaje al sur de Santa María, cumplió un poco mejor su cometido. Carrillo era joven e in competente, pero se le dio a Pizarra — eterno sargento instructor— para enseñarle a actuar, y llevaba como misión tan sólo la de establecer y guarne cer un asiento secundario. El asiento, llamado Fonseca de Ávila, estaba en un lugar agradable y relativamente abierto entre dos ríos, al parecer los que ahora se llaman Arquía y Cuque. Era mucho más sano que Santa María, y sus habitantes nativos — las tribus de Bea y Çorobari— se describieron por Cieza de León como las más atractivas que había visto en las Indias (2). Pero el distrito estaba limitado de un lado por las ciénagas del Atrato y del otro por la empinada sierra; sus ríos llevaban menos oro del que se esperaba y, aunque constituía un buen trampolín para La Trepadera e incluso para el suave paso de Cacarica-Paya (sobre el cual los Indios arrastraban sus canoas de una a otra vertiente), nadie se mostró suficientemente interesado en la ex ploración de aquellas rutas para establecer una base permanente. A los pocos 283
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meses Carrillo y Pizarro empezaron a aburrirse, decidiéndose a abandonar el puesto, hacer una incursión en el cercano Abraime para apoderarse de lo que pudieran y regresar a Darién. En enero, un par de semanas después de haber salido cartas para España anunciando lo bien que iba aquel asiento, volvie ron a Sama María con más de mil pesos de oro y, según dice Oviedo, con muchos indios. Fonseca de Ávila jamás revivió. Ya se ha dicho que Carrillo era cuñado de Lope de Conchillos y, por tanto, no se le sancionó. La expedición encomendada a Juan de Ayora fue de otra categoría, pues to que estaba destinada a obscurecer las anteriores exploraciones del istmo y a establecer asientos permanentes, sobre todo en Tubanamá y la costa del Pacífico. En cierto sentido fue la más importante que jamás se emprendió en Cueva, no porque resultara afortunada o constructiva, sino por sus desas trosos efectos inmediatos e indelebles. Ayora mandaba cuatrocientos cuarenta hombres, de los cuales cincuen ta o sesenta eran compañeros veteranos. Sus capitanes titulares o habilitados —algunos de los cuales fueron creados ad hoc por él— eran: Hernán Pérez de Meneses, Juan de Zorita (el que precedió a la armada a las Canarias para hacerse cargo de los guanches anfibios), Juan de Gamarra, Francisco de Ávi la o Dávila, Benito Hurtado, mozo de veintidós años, criado del contador Márquez; Fernando de Atienza, cuyo único derecho a ser citado es el de las perturbaciones que causó a los historiadores que le confundieron con un vecino veterano llamado Blas de Atienza, y Francisco Becerra. Este último, un hidalgo cuyo padre distinguido vio que su carrera en las Indias podría adelantar gracias a ocasionales cartas de recomendación del rey, era el único oficial baquiano. Fue de la Hispaniola a Darién en 1513 y tal vez acompa ñó a Garabito cuando cruzó el golfo de San Miguel, vía La Trepadera; en todo caso ahora fue elegido para repetir aquella ruta con una compañía de cuarenta hombres y recorrer desde el Turia la costa próxima a las islas de las Perlas para reunirse, finalmente, a un segundo destacamento procedente de Comogra. La expedición partió de Santa María con cuatro carabelas y la gran barca, dejando a Becerra y sus hombres en el puerto de La Trepadera, si guiendo al puerto de Comogra, ocho leguas más allá de Careta. Aquí Ayora dividió sus fuerzas. Francisco de Ávila (3) fue enviado a la costa del Pacífico con ciento cincuenta hombres, y Zorita al puerto de Pocorosa, situado a doce leguas, con otros cincuenta. Zorita sólo debía conservar la barca para su uso; las carabelas regresaron a Darién, probablemente a servicio de Pe284
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tirarías el Sobrino. Ayora, con los doscientos hombres restantes, marchó a — o mejor sobre— la capital de Comogre. Ponquiaco recibió a los españoles con su cordialidad habitual — aunque le disgustó no ver a Balboa— y ofreció los tradicionales banquetes y regalos. Observó que Ayora no era como su amigo el tibá blanco, pero el comentario parece que se refería solamente al aspecto físico. Sólo una o dos horas más tarde tendría la demostración de lo profunda que era la diferencia. Termi nada la comida, Ayora se levantó de la mesa de su anfitrión y ordenó que le detuvieran y atasen, exigiéndole oro. Ponquiaco entregó quince libras de oro como presente para el rey, pero Ayora no se dio por satisfecho: o le entre gaban más o hacía que sus perros de guerra despedazaran al joven cacique. No se sabe cómo, Ponquiaco pudo escapar con un jura visitante. Se soltaron los perros tras ellos y mataron al forastero. Ponquiaco logró huir a Pocorosa solo, para caer en manos de sus constantes enemigos, que rápidamente le asesinaron. Ayora aplicó algunas medidas punitivas — tarea siempre grata para él— , tales como horca, tortura y matanza con perros; entregó todas las espaves a sus soldados y encima dijo que Comogre era «hostil». Tras este «prometedor» principio, la expedición siguió a Pocorosa, donde hizo lo mismo sobre poco más o menos, y desde allí, llevando como rehén al cacique de Pocorosa, a Tubanamá. Ayora cabalgaba sobre una hermosa yegua y a lo largo del camino inventó un divenido deporte: echar su caballo encima de los indios que iban delante abriéndole camino y alanceándolos cuando trataban de escapar. Desgraciadamente los españoles llegaron a Tu banamá antes que la noticia de este juego, y el cacique Tamaname salió a recibirles con la antigua amistosa bienvenida. En seguida se le contestó con las nuevas perfidia, captura y extorsión que, sin duda, Ayora consideraba como los preliminares más adecuados para fundar un asiento. Sobre esta base, hubiera sido mejor matar a los caciques al instante. Pero Tamaname pudo escapar, y él y Pocorosa costarían muy caro a la colonia. El tibá de Pocorosa, que se había sometido y recibió una garantía de paz, volvió a su aldea; se necesitaron nuevas brutalidades para impulsarle a una beligerancia no buscada por él. Tamaname recogió cuantos guerreros pudo y atacó el campamento español. Los indios se retiraron después de una ruda batalla y Ayora, luego de obligar a sus hombres a construir parapetos de tierra y ramaje aquella misma noche, se entregó con singular deleite a sus sádicos gustos. Sin embargo, como hasta la diversión más agradable llega a cansar con el tiempo y los indios dejaron de entregar oro, Ayora anunció 285
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que el estado de su salud le obligaba a regresar a Darién. El capitán Mcneses, con un centenar de soldados, permanecería en Tubanamá para sostener el fuerte. Ayora volvió a Darién por el camino del puerto de Pocorosa, donde, probablemente hacia el 14 de septiembre, convirtió formalmente su cam pamento en un asiento al que impuso el nombre de Santa Cruz. Desde allí despachó a Gamarra por mar al frente de una escasa fuerza, para hacer una incursión a Secativa (San Blas). A los pocos días volvieron los expe dicionarios en un estado lamentable, diciendo que el cacique de Secativa, emboscado, había caído sobre ellos, obligándoles a una durísima retirada. La reacción de Ayora fue curiosa: encolerizado, decidió tomar venganza... asaltando Pocorosa. Sus subalternos trataron de disuadirle de matar a Pedro para castigar a Juan, y un compañero veterano que protestó con demasiada energía — y que, según se rumoreó, envió un aviso a la futura víctima— fue amenazado con la horca. Al final, Ayora cedió, tomó el burchón y volvió a Darién. Oviedo dice que Benito Hurtado, joven cruel y licencioso, sin expe riencia ni buen sentido, quedó encargado del puerto; según otros cronistas, a los que apoya cierta referencia en una de las cartas de Pedrarias, el capitán dejado en Santa Cruz fue Diego Garci-Álvarez (4). Ayora y su escolta llegaron a Santa María a principios de octubre. Hacia finales del mismo mes zarpó más o menos subrepticiamente para Castilla, llevando consigo una gran parte del oro obtenido en la entrada. Después se dijo que robó la carabela en la que emprendió la fuga. Esto último no parece que fuera cosa fácil de hacer sin ayuda, y Pedrarias, antes de que el runrún se hiciera más denso, hubo de admitir que había dado permiso a Ayora para partir (sin pasar por la acostumbrada residencia a que se sometía a todos los capitanes que volvían) a causa de su mala salud. El chismorreo de la época aseguraba que el gobernador prestó auxilio con una mano — mientras le tendía la otra abierta— al hermano de su más querido amigo, a fin de que pudiera marcharse antes de que se investigara su conducta. Dos años des pués se dijo en España que se desconocía el paradero de Ayora, pero al pa recer salió de su escondrijo después de la muerte del rey Fernando; en 1518 Zorita le puso pleito por el botín robado. Mientras la pane central de Cueva era saqueada con tan escaso provecho, Becerra y Ávila condujeron otras entradas que, a todos los efectos, fueron independientes. Ávila da poco que hablar a la Historia: alcanzó la costa sin incidentes dignos de mención, dedicándose a la contemplativa ocupación 286
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de Tamao, cerca del río Chimán. Becerra, por su parte, fue sumamente di námico, como si quisiera demostrar que un capitán baquiano con cuarenta hombres valía mucho más que un chapetón con varios centenares. A él se debió el único episodio de real exploración, que técnicamente se cargaría al mando de Ayora. En uno de sus dos relatos contradictorios de la entrada Oviedo acusa vagamente a Becerra de mayor crueldad que cualquier otro capitán. Esto puede considerarse como un lapsus informativo, ya que en otro pasaje dice que, comparado con los otros capitanes, Becerra estaba sin pecado. Los hechos hablan por ellos mismos. Becerra estuvo en un territorio muy po blado; visitó a quince caciques, algunos de ellos gobernantes poderosos que contaban sus súbditos por millares; viajó sin prisas y regresó pasando nue vamente por todas las aldeas en que estuviera en el viaje de ida. Es imposi ble que hubiera podido hacer esto con una fuerza compuesta por poco más de tres docenas de hombres si no lo hiciera de manera amistosa. Cuando volvió a Darién informó que los indios se mostraron bien dispuestos y los que llevó consigo no fueron clasificados como esclavos. Esto último es un verdadero certificado de buena conducta de Becerra y de los caciques que encontró, si se tiene en cuenta que los oficiales y colonizadores deseaban más que nada en el mundo apoderarse de esclavos negociables y exporta bles. Finalmente, cuando uno de los capitanes de Pedrarias recorrió unos tres meses más tarde la ruta Garabito-Becerra hasta el golfo de San Miguel, encontró a los indios francamente amigos y auxiliares..., aunque no los dejó en la misma actitud. El peor momento de Becerra fue uno que compartió con sus anfitriones nativos. Se encontraba en la aldea del cacique jumeto — cuyo río era tal vez el actual Taimatí— cuando algunos indios llegaron aterrorizados con la no ticia de que se aproximaban varias canoas de guerra llenas de caníbales, que, según decían, eran negros, de pelo rizoso, barrigudos, barbudos e inclinados al mal. Becerra trató de tranquilizarlos, pero debió sentirse un tanto nervio so esperando la llegada de los antropófagos, pues ya habría oído hablar de los salvajes negros que se decía habitaban en las montañas al sur del golfo. Los supuestos caníbales resultaron ser españoles. Este punto queda sin ex plicación en el relato oficial, quizá porque los españoles en cuestión pertene cían a alguna entrada clandestina — de la que se hablará más tarde— cuyas lamentables actividades se mantuvieron ocultas por las que discretamente se suelen llamar «ciertas consideraciones». 287
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Becerra oyó hablar mucho de los hombres negros de las montañas a los caciques del extremo Oeste: en Chochama, en el río Sambú; en Topogrc y Chuchara, río arriba, y en Garachiné, un poco al interior del promontorio que separaba el golfo del mar. Y en conexión con ellos oyó también ha blar de Birú o Piró, una provincia montañosa, rica y salvaje situada a unas veinticinco o treinta leguas hacia el Sur, cuyo nombre transfirieron después los españoles al Imperio de los Incas. El incidente de Jumeto parece ser suficiente por sí mismo para desechar el mito de unos aborígenes negroides en esta región. Recuérdese que los indios utilizaban el término «negro» por «malo». En aquel territorio había multitud de nativos, primitivos y agresi vos, muchos con la piel más obscura que los indios del istmo; algunos eran antropófagos, pero no realmente negros. A Becerra le hubiese gustado investigar Birú, los hombres negros y su oro y enterarse de las minas del interior de que le hablaban, pero eran unas metas difíciles de alcanzar con tan pocos compañeros. Volvió de mala gana a Tutibra, en la desembocadura del río Tuira, donde el cacique — Toto, hijo de Ocra— le proporcionó canoas y remeros para cruzar a Chape y Tumaca. Poco más allá de Tumaca llegó al campamento de Ávila, en Tamao. Ávila — ¿habrá necesidad de decirlo?— estaba enfermo y deseoso de volver a Darién; Becerra, conforme y contento, deseaba quedarse. Dispu taron, y Becerra hizo algunas entradas por su cuenta, pero al poco tiempo se reconciliaron y los dos capitanes — enterados de la defección de Ayora, probablemente por los componentes de la entrada «caníbal»— emprendie ron juntos el camino de Santa María. Llegaron a la capital en enero con un botín de casi setecientos pesos de oro y, según Oviedo, trescientos indios, en su mayor parte recogidos por Becerra. Pocos días después de su regreso apareció Meneses con la guarnición de Tubanamá. Los españoles que quedaron en Tubanamá pasaron muchas calamidades durante algún tiempo; pero la llegada de la expedición de socorro de Téllez de Guzmán no se las alivió. A Guzmán se le envió, a consecuencia de la de serción de Ayora, para reforzar y reorganizar los nuevos asientos y convencer a los caciques de que les proporcionasen indios. Guzmán encontró que no valía la pena de reforzar un puesto cuya organización había agotado casi sus reservas alimenticias y sostenía sus cuerpos y sus espíritus con una dieta rigurosa de maíz a palo seco. Además de lo cual ni Meneses ni sus hom bres querían que se les reforzase, sino que se les relevase. Se decidió, pues, 288
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abandonar el supuesto asiento; Guzmán, tomando a los treinta compañeros más fuertes de la guarnición para aumentar su compañía, se dirigiría hacia el Oeste, a ver lo-que se podía obtener de los caciques aún no visitados más allá del río Chepo; Meneses, con los restantes soldados, volvería a Oarién. En lo que concierne a Santa Cruz, parece que los compañeros sanos llegaron a Santa María con Benito Hurtado, dejando tras ellos a treinta enfermos a cargo de Garci-Álvarez. Así, el puerto de Pocorosa quedó sin bastimentos, sin auxiliares y sin defensores en condiciones. Fácil es imaginar que sobrevivió poco tiempo. Los indios esperaron tan sólo lo bastante para ver que Guzmán se marchaba y asegurarse, en vista de que Meneses prendía fuego a la fortaleza, de que la guarnición de Tubanamá levantaba el campo y entonces, posponiendo sus rivalidades al deseo común de venganza, se lanzaron sobre Santa Cruz, ha ciendo una matanza de la que sólo se libró un español: una mujer. El cacique se la apropió y algunos años después fue asesinada por las otras concubinas que dijeron a su señor había sido devorada por un cocodrilo. Oviedo dice que Benito Hurtado figuraba entre las víctimas de la ma tanza, pero es un error, pues algunos años más adelante Hurtado vivía en el istmo. En efecto, en 1523 Oviedo redactó un informe sobre los yerros cometidos en Castilla del Oro, cuyo párrafo 14 es una comprobación de que Benito Hurtado, al volver hacia Darién, convenció a Careta para que le prestase doce o quince porteadores y un capataz çabra y que, una vez que le llevaron a Darién, los marcó como esclavos, comprando la impunidad para este y otros delitos mediante regalos de indios al gobernador y a los oficiales. Cuando treinta y cuatro años después — en 1548— escribió la pane de su Crónica en que se habla de esta traición, Oviedo la atribuyó a Bartolomé Hurtado. La primera noticia de la destrucción de Santa Cruz fue llevada a Santa María por Téllez de Guzmán a finales de febrero. Volviendo a través de Tubanamá y Pocorosa, su fuerza — compuesta de ciento diez hombres— fue hostilizada durante seis días por indios amenazadores que agitaban con ademán de triunfo las ropas ensangrentadas de los españoles de Santa Cruz. Guzmán, que pensaba haber recogido a la enferma guarnición del fuerte cuando regresara no se atrevió a averiguar lo sucedido; por otra parte, lleva ba consigo casi veinte mil pesos de oro (5) y cautivos por valor de otros dos mil, y no quiso arriesgarse a perderlos. Pedrarias fue quien envió una partida para investigar, la cual no encontró a un cristiano vivo, sino todos muertos. 289
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La entrada de Guzmán comprendió Chepo, Chepavare, Pacora, Pana má y Chagre. A pesar de todas las espeluznantes acusaciones vertidas sobre él en las crónicas, parece que fue, si no cariñoso, si algo menos cruel que los demás. Es posible que ello se debiera a que una gran parte de las operaciones se confiaron al veterano colonizador Diego Albitez. Como Becerra, Albitez era uno de los mejores discípulos de Balboa, aunque le abandonara un poco por su propio interés luego de la llegada de Pedrarias. Transcurrido un año de su entrada con Guzmán, cuando se volvió a atravesar el mismo país con otra expedición, Albitez fue enviado en vanguardia a Chepo para que faci litase el camino, pues el cacique le conocía mucho y era gran amigo suyo, siendo bien recibidos los españoles. Lo mismo ocurrió en Chepavare y en Pacora, aunque, en realidad, el buen recibimiento de Pacora fue el resultado directo del único ejemplo concreto de violencia registrado de la entrada de Guzmán. En aquella aldea Guzmán ahorcó al cacique — que le había recibi do con desacostumbrada afabilidad— al enterarse de que ejercía el cacicato por haber despojado de él al heredero legítimo. Una versión de este episodio dice que por medida de precaución, fueron ahorcados con el usurpador siete de sus nobles. El cacique repuesto — a la sazón de unos cuatro años de edad— habría de mostrar su gratitud con una constante amistad a los españoles, y como, por otra parte, el niño entregó a Guzmán 6.000 pesos de oro, sin duda se consideró la sumaria ejecución como un fallo afortunado de la justicia fronteriza (6). Otras tres cabalgadas completaron el intenso programa inicial. Una fue onducida por Esteban Barrantes a Bea y otros vecinos de Cemaco. No fue importante y no se conserva descripción alguna de ella. Un colonizador que manejó los hilos para conseguir ser nombrado veedor de la expedición no pudo salir más tarde de Darién por no poder pagar una deuda de cuatro pesos, lo cual no es sorprendente sabiendo que todo el producto de la en trada de Barrantes fueron 43 pesos. Otra incursión poco provechosa, pero que más tarde produciría sus efectos, fue la mandada por Juan Escudero, un marinero graduado de piloto en la colonia y que en esta ocasión se autodesignó para acaudillar la cabalgada. Fue un asunto ignominioso desde el principio al fin. Escudero había sido enviado con los dos barcos utilizados por Guzmán en la primera bordada de su viaje. Sus instrucciones eran, sencillamente, las de intentar en Careta la adquisición de algunas canoas para emplearlas en la expedición a Dabaibe. Pero lo que hizo fue llevar un destacamento a tra 290
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vés del istmo, y se sospecha fundadamente que ¿I y sus compañeros fueran los «caníbales» que aterrorizaron a los naturales de Jumeto. Los jumetos no sabían la suerte que fue para ellos que llegase antes Becerra. Entre las ha zañas de Escudero se cuentan el asesinato del cacique de Chape, amigo de Balboa, que era hombre pacífico y leal; un asalto no provocado al cacique Ponca, después de saber el cual produce alegría la noticia de que Ponca logró el éxito de robar su botín a Escudero; y sus actos inexcusables en Careta, apoderándose por la violencia de muchos esclavos. Por su suerte, el buen cacique Chima no tuvo ocasión de conocer tal felonía, pues había muerto unas semanas antes. Para los caretaes fue el colmo del desastre: huyeron a las montañas, dejando casi solo en la aldea al sucesor de Chima, regente del joven heredero. Careta jamás volvió a ser el plácido y próspero lugar que fuera antes de la llegada de Pedradas. Escudero regresó a Santa María ya entrado diciembre. Balboa, que no se oponía a hacer esclavos en las provincias recalcitrantes y caníbales, se sintió ultrajado por los desenfrenados abusos cometidos sobre las aldeas amigas y no se recató de decirlo. Protestó enérgicamente ante Pedradas, señalando el error de una política que arruinaría a la colonia a cambio de la prosperidad temporal de unos cuantos asentados y pidió al gobernador que, si no quería refrenar las ambiciones esclavistas, las quitase, al menos, el incentivo prin cipal, prohibiendo la venta de indios fuera de Darién. Balboa escribió al rey que la respuesta de Pedradas fue que convenía permitirlo por el momen to para que las tropas encontraran con qué sostenerse. Escudero sufrió un arresto temporal — motivado más que nada por su negligencia al perder su botín— , que terminó tan pronto como entregó algún oro que había dejado en depósito a Espinosa. La última entrada de la lista fiie la de Bartolomé Hurtado. Oviedo dice que se hizo con veinte hombres a Tubanamá que fue completada antes de que Ayora volviese a Santa María y que produjo un gran botín de oro y es clavos. Pero Oviedo confunde dos viajes diferentes, el primero de los cuales no fue una expedición, sino un recado. En septiembre de 1514 Hurtado fue enviado para entregar unos despachos del cuartel general de Ayora y traer noticias de las operaciones en Cueva; encontró a Meneses sosteniendo la fortaleza de Tubanamá, supo que Ayora había emprendido el regreso a Darién vía Santa Cruz y volvió con tales informaciones a Santa María. El corto viaje se hizo a gran velocidad, en menos de un mes. Y como Hurtado entre gó más de 2.100 pesos de oro y cerca de 1.000 pesos en esclavos y algunas 291
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perlas, no pudo recogerlos en aquellas tres semanas de septiembre, mientras recorría un país ya hostil y saqueado concienzudamente. Este botín fue el de una verdadera expedición que no pudo comenzar antes de fines de año. El oro íue registrado el 27 de febrero de 1515 y los esclavos subastados el 7 de marzo. El informe de Puente especifica que las ganancias procedían de la en trada que Hurtado hizo este año en Pocorosa y Tubanamá. Lo curioso es el tiempo. Pues si, como parece probable, Hurtado fue enviado para dar ayuda y consuelo a las guarniciones de Ayora después que se sabía en diciembre que pensaban abandonar los puestos en Cueva, ¿por qué se dejó Santa Cruz sin protección contra los indios? Inciden talmente, un análisis de la fecha del botín de Hurtado y más aún del de Guzmán, revela la presencia de una jugada — o, mejor dicho, de dos jugadas— que parecía constituir la técnica oficial en Castilla del Oro. Una consistía en fingir pagos computados en especie contra ingresos en oro sin refinar y a veces sin fundir. La otra era fingir el oro mismo para alterar su refinamiento, refundiéndolo algunas veces con una mezcla de guanín de pocos quilates y otras contrastándolo mal, sencillamente. (¡Se explicaba que Ruy Díaz, encargado de la fundición y el contraste, estu viera muy mal visto!) Este y otros ingeniosos procedimientos aparejados a un esquemático registro en los libros y a una tendencia a traspapelar los registros, hacían impenetrable la contaduría de la administración a cual quier interventor por decidido que fuese. También, para mayor seguridad, se postergaba cualquier intervención, descuidando el envío regular de las cuentas a España. Todas las entradas habían terminado a principios de marzo de 1515. Según los informes de Puente, produjeron en ocho o nueve semanas 29.192 pesos de oro bueno, 1.325 pesos de guanín y 3.683 pesos por esclavos. No puede calcularse cuántos cautivos — no registrados— se llevarían durante el mismo período para ser distribuidos como naborías, y cuántos se entrega rían bajo cuerda al gobernador y a los oficiales. Cualquiera que fuese el Hur tado que se apropió y posteriormente decomisó los porteadores de Careta, regaló — según declara Oviedo— más de treinta indios a quienes podían serle más provechosos: seis «piezas» a Pedrarias, seis al obispo, cuatro a cada oficial y al alcalde mayor. Se advertirá que sólo suman veintiocho indios, lo que permite suponer que el rígido veedor — que tenía también a su cargo el registro y la marca con hierro candente de los esclavos— se beneficiaría con las «piezas» restantes. 292
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Se puede pensar que el acicate de las ganancias fue el motivo de las próximas expediciones al istmo. Pero, en realidad, sólo fueron un alicien te más. Pues su razón fundamental, como veremos, sería otra vez Balboa, quien, empobrecido, constreñido y desconcertado como estaba, era todavía el resorte capaz de suscitar los acontecimientos en Castilla del Oro.
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Si la situación de Castilla del Oro en los primeros meses de 1515 no era para enorgullecer a nadie, era realmente mucho mejor de lo que hasta entonces había sido. Pero la mejoría no se extendía a las relaciones en las que se suelen llamar «las altas esferas». Las animosidades existentes se pueden calibrar por las acusaciones de corrupción y mala administración que se ha cían unos a otros: Puente pagaba demasiadas cosas sin anotar el importe de los gastos; Márquez no cumplía su misión adecuadamente; Tavira se dejaba sobornar; el gobernador no estaba a la altura de su misión... En resumen: la cosecha corriente de acusaciones, la mayor parte de las cuales podían ser ciertas. Pedrarias complicaba las cuestiones por prestar oídos, aparentemen te con simpatía, a los chismes que cada funcionario le llevaba, repitiéndolos luego a los interesados. Pero, cualesquiera que fuesen sus diferencias, todos estaban siempre de acuerdo a la hora de repartirse el provecho de las entra das y en demostrar una creciente antipatía al obispo. Quevedo, que por real decreto no podía ser excluido del gobierno y que por propia voluntad ejercía plenamente tal prerrogativa, resultaría incómo do cuando opinara, cosa que ocurría lo bastante a menudo para poner al gobernador y a los oficiales al borde de la desesperación. La administración era como una sociedad mutua benéfica, cuyos miembros — discrepando unos de otros, pero apreciando las ventajas corporativas— se ven obligados a aceptar una crítica franca en el seno del Consejo. Además, la actitud de Quevedo hacía casi imposible la eliminación de Balboa o, por lo menos, su exclusión. Cuanto el obispo sabía lo sabía también Vasco Núñez y lo que éste opinaba era expresado con vigor y autoridad por el obispo. Así las cosas, a mediados de febrero de 1515 los oficiales compusieron una carta denunciando a Quevedo por descuidar sus deberes episcopales y 295
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favorecer con exceso a Balboa (1). Ponían como ejemplos de lo primero el que no hubiese emprendido la erección de la catedral o las escasas medidas tomadas para convertir a los indios, cargos difícilmente aceptables teniendo en cuenta lo que se sabe de los pasados meses en la colonia. La segunda acusación se sostenía en otra cana dedicada a las iniquidades de Balboa en general y en el informe de la «pesquisa secreta» mandada hacer por Pedrarias de los «crímenes de Vasco Núñez, reconstruida después de que el gober nador se vio obligado a entregar el original a Espinosa. De llevar a España estos despachos — ninguno de los cuales nos son conocidos sino a través de referencias en la correspondencia subsiguiente— se encargó a Pedrarias el Sobrino, quien recibió asimismo instrucciones minuciosas de cuanto había de decir en sus informes verbales. El obispo, enterado, desde luego, de esta ofensiva, pronto adoptó contramedidas. El joven Pedradas zarpó de Darién el 16 de febrero y en el mismo barco iba el chanciller de Quevedo con cartas y un memorial com puesto de treinta y seis párrafos numerados, encabezado con estas palabras: «Instrucciones dadas por fray Juan de Quevedo, obispo del Darién, al maes trescuela Toribio Cintado, de lo que había de informar al rey sobre lo que ocurría en Castilla del Oro». Comparado con otros documentos que se examinarán después, el me morial de Quevedo era casi casi moderado. Pero cada uno de sus párrafos envuelve una censura sobre la honradez, la eficiencia o las intenciones del gobernador y los oficiales, o sobre la capacidad y la conducta de los capitanes de la armada. De cuando en cuando, sus descripciones de la colonia expresan un amargo contraste entre el pasado y el presente. Pasaba revista a la codicia y crueldad de los jefes de las expediciones, elegidos sin criterio y actuando sin temor al castigo; a los crímenes y fracasos; al abandono de los asientos «que se pudieran conservar con la gente que anda matando perros por estas calles; a la desconfianza y el odio sembrados entre los indios. Todo, subrayado con alusiones a las condiciones anteriores bajo el mando de Balboa. Quevedo ha blaba del disgusto de los antiguos vecinos desposeídos de sus bienes y hacien das — mencionando de manera especial las casas de Balboa— y dd diluvio de pleitos que había caído sobre Santa María. Decía que la residencia se utilizó para arruinar a Balboa, aunque, «de las cosas de que le acusavan él está libre o a lo menos no con más culpa que los otros del pueblo», por lo que podía haber quedado en libertad de ir adonde quisiera al transcurrir sesenta días, dejando un procurador para representarle en los pleitos civiles. 296
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«Diréis como ei Governador estaba de propósito de lo enbiar al dicho Vasco Núñez, i de temor de las cosas que estos sus contrarios dixeron no osó enbiarlo, mas después que Su Alteza escrivió al Governador encomen dándole a Vasco Núñez diciéndole que lo honrase, i que en las buenas obras que le hiciese conoscería Su Alteza la gana quél Governador tenía de serville, i que tomase su consejo i su parescer, dende aquél punto i hora jamás le ha podido mirar pacíficamente, i aunque sepa que por su mano se ha de cobrar la vida de los que estamos acá, no hará cosa por manos del dicho Vasco Núñez...». «... Juro por la Santa Consagración que rescibí, que a lo que yo creo ninguno de los que acá están tiene más entera voluntad al servicio de Su Al teza, ni con mejor arte ni maña haría todo el bien que acá es posible hacerse, en tanto que creo que con quan escandalizada está la tierra si él bolviese a entender entre los Caciques i Indios él los Bolveria a sosegar i pacificar, mas el Governador está tan fuera deste propósito que viendo conoscidamente como está la tierra perdida de las maneras que he dicho, no entiende mas en el remedio della que sino estuviese acá: ocupase en labrar bohíos i en comprar casillas i en hacer renta todo de miseria, i en alimpiar las calles, i en adobar los caminos...». Quevedo había hecho también un requerimiento formal al gobernador para suspender la exportación de indios a la Hispaniola, habiéndole recon venido por los excesos, la perfidia y la mala fe de los expedicionarios «... y para hacello huye de mí». Se puede comprender fácilmente que el obispo no se hiciera querer de sus maldispuestos colegas y que, como decía, le excluyeran de sus conciliá bulos siempre que podían. «Diréis como por esto nunca se dexo de seguir i aconpañar al Governador con tanto acatamiento como si fuese Su Alteza, i ninguno del pueblo conosce de mí que tengo desgrado — escribe Quevedo, aunque añade inconsecuentemente— «salvo que he publicado i he querido que lo sepa el pueblo que no es con mi consejo cosa de las que al presente se hacen». Aunque le indignara ser dado de lado, el obispo hubiera sido feliz mar chándose de Castilla del Oro. Puente, declarando que no existían esperanzas visibles de pagar los sueldos eclesiásticos, aconsejó a los demás sacerdotes que se fueran a otro sitio. Quevedo dijo que mientras tuviese bastante para 297
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comer sería feliz quedándose y que si le fuera posible sustentarse de la tierra, no le preocuparía el sueldo. Pero puesto que ni su edad ni su oficio ni el hábito que vestía le permi tían tal cosa, y puesto que se encontraba en extrema necesidad, no tenía otro remedio que pedir su traslado a Santo Domingo o a Castilla. De acuerdo por una vez con Puente, advertía que la artificiosa creación de Castilla del Oro resultaba un gasto enorme y sin provecho y que lo mejor sería disolverla y dejar la colonia tal y como antes estaba, con cuatrocientos cincuenta o quinientos hombres, un capitán, dos sacerdotes y un juez. Es muy posible que, de haber vivido algunos años más el Rey Católico, la colonia hubiera vuelto a ser lo que antes de la llegada de Pedrarias y que, en vista del entusiasmo suscitado en España por el descubrimiento del otro mar y las presiones ejercidas por el obispo y Pasamonte, se hubiese enco mendado su gobierno a Vasco Núñez. La unanimidad de Puente y Quevedo era convincente en sí. Las historias que referían en España los hombres hui dos de la colonia acabaron con la recluta de voluntarios, y todo demostraba que los funcionarios de Santa María que en ella continuaban lo hacían por imposibilidad de abandonar sus puestos sin permiso del monarca. Como hemos visto, el obispo tenía puestos los ojos en la Silla de San to Domingo y, en caso de no lograrla, deseaba volver a Castilla. Pedrarias acariciaba la ilusión de que se le permitiera ir a informar al rey. Puente había solicitado el relevo por motivos de salud. Tavira pidió ser relevado si no se le concedían ciertos privilegios especiales. Espinosa deseaba dejar su puesto. Oviedo tenía decidido ir a España, contestando a las objeciones del gobernador, que debía hacerlo para buscar a su mujer. Fray Diego de Torres alegaba para marcharse la necesidad de informar a su Orden. La mayoría de los capitanes aguardaban tan sólo el despacho de la Aduana para partir, y a los sacerdotes se les convenció sin dificultad para seguir allí unos cuantos meses más. De hecho, el único miembro de la administración que no pare cía pensar en excusas para emprender la retirada era el contador Márquez, de quien prácticamente no se conoce iniciativa alguna individual de ningún género durante sus años en la colonia. El 20 de marzo de 1515 llegaron de España dos carabelas — las dos que se quedaron rezagadas para ser emplomadas contra la broma (2). Trajeron bastimentos — que el rey sugería se utilizasen para abastecer una expedición al Pacífico— y un cierto número de nuevos residentes, entre los cuales figu raba el deán de la catedral, Juan Pérez de Zalduondo. El deán llegaba nada 298
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menos que con una hermana, un cuñado, una cuñada, dos sobrinas legiti mas y una ilegitima, un ama de gobierno, nueve criados y sirvientes y un bachiller de profesión no especificada. Pero su llegada quedó prácticamente inadvertida por eclipsarla los nombramientos — también traídos por las ca rabelas— de Balboa para los cargos de adelantado de la costa del Pacifico y gobernador de Panamá y Coiba. Salvo en un detalle importantísimo que luego señalaremos, estos decre tos representaban un desquite espectacular. Balboa recibía una gobernación de riqueza conocida y de extensión ilimitada, pues si Coiba estaba definida por tres lados — Panamá, la cordillera sobre Veragua y el Océano Pacifi co— nadie tenía ¡dea de los últimos confines de un país del que su propio nombre sugería una infinita lejanía. Sus poderes venían a ser los mismos que los conferidos a Nicuesa ya Hojeda, incluyendo la administración de justicia en las ramas civil y criminal y la completa libertad para nombrar a sus oficiales subordinados. Hasta se le autorizaba para destituir a cuales quiera capitanes, alcaldes u otros cargos que ya estuviesen instalados en su territorio y expulsar a cualquier residente que considerase indeseable. El nombramiento sería efectivo inmediatamente y «de aquí en adelante para toda vuestra vida». El decreto nombrando adelantado de la costa del mar del Sur a Vas co Núñez de Balboa era más una creación que un nombramiento, por ser vitalicio. El título iba asociado a las provincias fronterizas y constituía un honor además de un puesto administrativo. Técnicamente, los poderes que se le conferían eran exactos a los de un gobernador que fuese a la vez alcalde mayor (3). El decreto especificaba que Balboa disfrutaría de los mismos emolumentos y poderes que los demás adelantados en España o en las In dias con todos los honores, favores, exenciones, libertades, preeminencias, prerrogativas e inmunidades anejas al cargo. La especial solemnidad del nombramiento se subrayaba en el párrafo final del decreto, que lo elevaba a la categoría de una concesión de nobleza y nos da idea de cuáles eran el protocolo y la precedencia en la Corte de Castilla: «E mando al Ilustrisimo Principe, mi muy caro e muy amaado nieto e hijo, e a los infantes, perlados, duques, marqueses, condes, ricos homes, maestres de las Ordenes, priores, comendadores e subcomendadores, alcai des de los castillos y casas fuertes e llanas, y a los del nuestro Consejo, pre sidentes e oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes alguaciles de nuestra 299
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casa e corte e chancillería, e a todos los corregidores asistentes, alcaldes, alguaciles merinos, regidores, caballeros, escuderos oficiales e homes buenos de todas las cibdades e villas e lugares de las dichas Yndias, questa merced que yo os fago de dicho oficio de Adelantamiento de la costa de la dicha Mar del Sur, vos la guarden y cumplan y fagan guardar y cumplir en todo y por todo, segund y como en ella se contiene e contra el tenor e forma della, vos no vayan ni pasen, ni consientan ir ni pasar en tiempo alguno, ni por ninguna manera». En apariencia, el triunfo de Balboa no podía ser más brillante y más completo. Pero lo empañaba el detalle a que aludíamos arriba, inserto, sin duda, a instancias de Fonseca, que, en efecto, anulaba todos los beneficios conferidos, al estipular que todos debían quedar sometidos a la autoridad superior de Pedtarias. Nicuesa y Hojeda habían estado subordinados a Colón de la misma manera, con desdichadas consecuencias. Pero ellos, al fin, tenían contratos que establecían ei lado práctico de sus comisiones, como, por ejemplo, el número de hombres que podían reclutar y dónde. Y aunque Colón era casi tan hostil a ambos como Pedrarias a Balboa, no los tenía directamente bajo su mano. Y si es verdad que el rey ordenaba a los oficiales, y de manera especial a Puente, auxiliar a Balboa en cualquier sentido, también lo es que enviaba inequívocas instrucciones al gobernador, al decirle: «Yo vos mando e encargo que asy en lo que tocare al dicho oficio como en todas las otras cosas quel dicho Vasco Núñez a vos ocurriere le trateys y íáuorezcays y miréis como a persona que tanbien nos ha seruido de manera quel conozca en vos la voluntad que yo tengo de le fauorecer y fásedes como ya os tengo escripto y pues él tiene tambuena abilidad y disposición para servir y trauajar las cosas de allá como aveys visto debeys dar toda libertad en las cosas de su generaçion para que por venid a consultar las cosas con vos no pierdan tienpo no enbargante que yo aya mandado poner en su prouisión que ha de ser debaxo de vuestra gouernaçion que en mucho más tendré lo que poner mano deste allá se hisiere que sy se hiziese por cualquier otra persona y todo lo cual hiziere lo tomare en la misma cuenta de lo que vos hizieredes por vuestra persona y asi por lo que a esto toca como para las otras personas que nos sirvuieren aprouechara mucho ver el buen tratamiento que fázeys al dicho Vasco Núñez y con ello tendrán más parejada voluntad para nos seruir». 300
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La inmediata reacción de Pedradas y los oficiales indicó suficientemente cómo serían cumplidas las intenciones del soberano. Guardaron todas las cédulas a su llegada, decidiendo ocultárselas a Balboa. Como de costumbre, el secreto no fue mantenido. £1 obispo y Balboa hablaron airadamente del secuestro de las valijas y de la descarada violación de los derechos de los vasallos libres. El obispo pronunció un sermón acerca de la iniquidad que suponía el interceptar las cédulas reales. No sólo se infringían — dijo— las libertades de los vasallos libres, sino también las del propio rey. Así coaccionado, Pedrarias anunció que convocaría a los oficiales para celebrar Consejo, mostrarles «parte» de las cédulas y poner a votación la cues tión de entregarlas o no a Balboa. La sesión fue larga y tormentosa. Puente y su eco Márquez se declararon en contra de la entrega de los despachos a Balboa hasta que el rey estuviera informado de sus fechorías y terminara la residencia. Tavira dijo que él no era versado en leyes y que votada con la ma yoría. Espinosa fue de opinión de que era de justicia que Su Alteza conociera primero los resultados de la residencia y las opiniones del gobernador y los oficiales. En este punto se levantó el obispo para rebatirlos a todos. El rey — dijo Quevedo— había dado claramente sus razones para con ceder los privilegios, y sabía todo lo referente a Balboa cuando lo hizo. Si la real conciencia había decidido que aquello era lo que debería hacerse y el go bernador y los oficiales lo impedían por pasión o envidia, incurrirían en algo muy cercano a la traición. Oviedo, que redactó el acta, dice que el obispo se extendió considerablemente sobre este tema, logrando, de seguro, intimidar a Pedrarias, pues rápidamente el gobernador declaró que Quevedo tenía ra zón y que, por tanto, él votaría que se entregasen los decretos a Balboa. Los demás accedieron de mala gana, y a la medianoche se registraron los votos en debida forma. Vasco Núñez recibiría las cédulas al día siguiente. Pero hay muchos procedimientos para matar a un gato. Pedrarias reco nocía los nombramientos, si bien declaró suavemente que nadie le ordenaba proveer a Balboa de hombres y bastimentos; desgraciadamente para él, le era del todo imposible prescindir de un solo de sus soldados e incluso au torizar el reclutamiento de voluntarios baquianos. Sugirió, en cambio, que Balboa podía hacer la entrada de Dabaibe. Puente hizo su tarea al confiscar una barra de oro de 200 pesos que, debidamente tasada y registrada, Balboa pretendía enviar a la Hispaniola para adquirir equipo. Y Espinosa — que parecía ya inclinado de parte del gobernador— colaboró condenando a Bal boa y al consejo anterior a pagar 1.565.568 maravedís, 22 pesos de perlas 301
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y ocho pesos de guanín que se adeudaban a la Corona (4). Al mismo tiem po el gobernador despachó precipitadamente a varios de sus capitanes para efectuar entradas en la costa del Pacífico. Su primo y criado favorito Gaspar de Morales, acompañado de un pariente de doña Isabel llamado Peñalosa, Francisco Pizarra y noventa y tres hombres, fueron enviados vía La Trepade ra al territorio oriental de Balboa, con instrucciones de llegar a todo trance a las islas de las Perlas. Gonzalo de Badajoz fue enviado con cien hombres a la gobernación de Panamá y Coiba, y pocos días después otro colonizador baquiano — Luis de Mercado— le siguió con cincuenta soldados más (5). Pedrarias estaba particularmente irritado con la pérdida de Coiba, a cuya región se daba el sobrenombre de «La Rica». Las indicaciones de Ponquiaco habían sido incrementadas con historias de fantásticos reinos «hacia el Oes te», de ciudades con magníficos palacios y templos construidos de piedra y habitados por gentes tan civilizadas que escribían libros con caracteres pro pios. Verse privado deju re si no de facto de tan grandiosa presa le resultaba intolerable. Ni las protestas de Balboa ni las aceradas críticas del obispo en el pulpito y fuera del pulpito hicieron variar una pulgada al gobernador de su rotundo desafío a los deseos del soberano. Cuando una de las dos carabelas emplomadas — la Consolación, maestre Andrés Niño— zarpó para la Hispaniola el 3 de mayo llevaba, además de gran cantidad de cartas de las partes interesadas, varias personas con el propósito de hacer relaciones personales destinadas a mejorar sus posiciones a costa de la ruina de los rivales. Una de esas personas era Colmenares, quien iba oficial mente como procurador de la colonia con una formidable lista de peticiones y semiofidalmente como representante de los elementos antibalboístas; otra era fray Diego de Torres, más o menos en representación del obispo. La tercera era Oviedo, representante de sí mismo, pero lleno de proyectos de informar al rey desfavorablemente de todo el mundo excepto de su amigo Enciso. Llevaba car tas e informes, así como 3-000 pesos de oro «particular», lo cual indica que las cosas habían ¡do bien para algunos residentes de Castilla del Oro. Había dejado como su locum tenens al ex teniente de Nicuesa, Alonso Núñez de Madrid. Balboa enviaba tres cartas: una acerca de lo ocurrido desde que llegó el gobernador, tan larga como una relación, hoy perdida; otra en la que se quejaba: a) de la prolongadísima residencia, en la cual — aplicándole lo que en otro tiempo preconizara al repudiar a los letrados— no se le permitió nombrar defensor y por la que se le condenó a pagar injustamente como daños y perjuicios más de lo que poseía; b) de la negativa de Pedrarias a pres302
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tarlc hombres y la sustitución de la entrada en Dabaibe; c) de la incautación de sus casas, que le suponía perder una renta anual de 500 pesos, y d) de la confiscación dei oro que deseaba enviar a la Hispaniola. La tercera carta se refería a sus cargos y a la dificultad de actuar en ellos. Aunque sólo se conoce un resumen de secretaría, tiene un sencillo vigor: «Con las dos caravelas que llegaron en 20 de marzo recibió las provisio nes de los oficios, gracias por tan grandes mercedes, suplica se le continúe el favor. Quando las provisiones llegaron vino un Capitán que había ido a des cubrir desde Tubanamá y en solas veinte leguas adelante halló en solos tres caciques 20.000 pesos de oro por los que todos codician ir, e han ido 140 hombres que no harán provecho a la pacificación. Presento a Pedrarias las provisiones e las obedeció, mas quanto al cumplimiento dijo que venida la gente de la entrada vería lo que podría darle, e entre tanto fuese a descubrir alguna cosa: cree que governador y oficiales no quieren despachalle pues ha biendo 1.000 hombres en la ciudad bien podían darle 100 que pedía, pues esos enbió Pedrarias a Panamá y Coiba después de recibidas las provisiones, e tras ellos otros 50 sin otros 80-100 que andavan por la costa en aquellas provincias. Suplieca se mande le permitan sacar 150 hombres lo que con él quisiesen ir de su voluntad de los que havía antes de ¡r la armada i no se le detenga con pretesto de la residencia i que pueda sacar a su costa 200 hom bres de la Española pues han quedado muchos sin indios en el nuevo repar timiento i irán gustosos. Convendrá se enbie por V. A. uno de confianza de la Española que averigüe y castigue los maltratos i muertes de indios»). El obispo escribía en términos más enérgicos todavía, mientras Corral — nombrado ahora ayudante de Espinosa— daba a Colmenares una epístola que echaba humo en la que denunciaba no sólo a Balboa, sino a su nuevo jefe e inclu so a Pasamonte. Pero el gobernador y los oficiales evitaban cautelosamente el tema de las cédulas reales y — como es lógico— los métodos utilizados para burlarlas. Daban cuenta de la llegada de las carabelas, sin mencionar los despachos; del fiacaso de los asientos intentados, del que culpaban a Balboa, pues se establecieron por su consejo; de la afortunada entrada de Becerra en el golfo de San Miguel y del regreso de Guzmán con 20.000 pesos de oro; de la sinrazón de los indios, quienes aleaban que no podían ser tomados como esclavos porque no habían oído el requerimiento como se ordenaba, lo que hacía imposible apoderarse de dios o de su oro, a menos que se les asaltara por sorpresa; y de otras cosas de menor interés. 303
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Anunciaba haber enviado a otros capitanes con cuatrocientos hombres y un equi po de mineros —sin precisar su destino— y que Becerra, con una fuerza de ciento cincuenta hombres, había parado en busca de las minas de Turufí y Mocrí. En otra referencia documental aparece que las tropas de Becerra estaban incluidas en la primera cifra de cuatrocientos expedicionarios. En mayo otros ciento veinte salieron al mando de Francisco de Vallejo para ayudar a Becerra. El plan de campaña era que los dos se pusieran en marcha desde Urabá, Be cerra vía Cerní y Vallejo vía río de las Redes; al reunirse las fuerzas en Turufí o Mocrí — la verdadera situación de estos puntos estaba por entonces estableci da sólo a medias— fundarían allí un asiento fortificado. La empresa era lo bas tante importante para disuadir a Becerra de su ambición de ir en busca de los ricos caníbales negros de Birú, lo que, por lo que ocurrió, fue una lástima. El 13 de abril regresó la carabela que llevó hasta Urabá a Becerra. Su tripulación contó que la expedición había desembarcado en El Aguada y que cerca del emplazamiento del San Sebastián, de Hojeda, y casi al mo mento de hacerlo, sostuvo una escaramuza con los indios que la defendían. Como iban provistos de tres cañones que disparaban balas de plomo más grandes que un huevo, veinticinco arcabuceros y cuarenta ballesteros capa ces de combatir fuera del alcance de las flechas envenenadas, el encuentro fue breve. En la aldea capital Becerra había encontrado crisoles de piedra, yunques y otros utensilios para trabajar el oro, y aunque algunos prisioneros le aseguraron que los españoles podían volverse porque los indios morirían antes que revelar dónde estaban las minas, el capitán, confiando en poder encontrarlas, marchó con sus hombres en dirección de Cerní. Éstas fueron las últimas noticias auténticas que se recibieron de la entrada. En cuanto a Vallejo, volvió pocas semanas después con una parte de sus hombres, 3.300 pesos de oro y una mancha en su reputación que jamás se borraría. Se internó veinte leguas río arriba con resultado desastroso, debido a una ofensiva combinada de la naturaleza y los indios. El río subió torren cialmente, algunas de las canoas zozobraron y Vallejo emprendió una veloz carrera para salvarse con el oro, abandonando a cincuenta o sesenta de sus hombres, algunos ya muertos y otros pidiendo socorro escondidos tras los árboles o nadando, mientras los indios los cercaban. El castigo que se le infligió fue privarle del rango de capitán. Un mes después, sin noticias aún de las expediciones al Pacífico y sin esperanzas de obtener provecho de su gobernación, Núñez de Balboa salió para intentar llegar a Dabaibe. 304
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La expedición de Balboa a Dabaibc fracasó. Fue un fracaso inevitable y no muy costoso, sobre todo comparado a otros ya experimentados, aun que lo bastante para regocijar a Pedrarias y los oficiales. Ni siquiera resultó heroico, pues a Balboa no le vencieron en feroz combate las huestes cari bes. Quien le derrotó realmente fue la langosta. En toda la cuenca media e inferior del Atrato la cosecha había sido devorada por una plaga; como las expediciones debían vivir sobre el país, los hombres de la de Balboa no encontraron qué comer. La entrada se inició a finales de julio de 1515 en dos bergantines, una barca y once canoas que transportaban a ciento cincuenta hombres. Luis Carrillo iba como teniente y se puede conjeturar que la mayoría de los expe dicionarios eran hombres de la armada. Balboa relató lo sucedido al rey en una cana que demuestra cómo la práctica intensiva de la correspondencia iba mejorando su estilo epistolar. «Vuestra Alteza Real sabrá que yo salí de aquí con ciento e noventa onbres y fui a la prouincia del Davayve, y dimos en un pueblo de un Principal y huyeron que fuimos sentidos y tomamos cieñas personas y de allí fuimos por tiena a la población del cacique Davayve y ansí mismo era alzado y to mamos de allí ciertas personas de que ovimos información de las minas que ay en la tierra adentro y de como Davayve avía el oro, y dizen de cieno que ay grandes minas hasta diez jornadas de allí tierra adentro y que todos los caciques lo cogen, no pude hacer al cacique venir a ablar conmigo aunque estuve allí diez días y le enbié llamar algunas veces. Muy poderoso señor, la cabsa porque me bolui es porque en toda la tierra de Davayve no hallamos de comer ni a vn para vn mes a cabsa que a ávido mucha langosta y destru305
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yda toda la tierra, y si yo quisiera entrar la tierra adentro avía de dexar con los navios sesenta o setenta onbres para los guardar y no tenían de comer ni de donde lo podiesen aver en ninguna manera que forçado los avían de des amparar para yr a buscar de comer o venirse con ellos al Darién, y esto era lo más cierto porque en toda aquella costa no ay agora de comer cosa ninguna, la causa es porque ay mucha langosta y porque los yndios están muy rece losos de los cristianos y labran poco no es tan de asiento con el miedo que tienen, y hizo mucho daño vn Capitán que llegó al Cuquiri vn cacique que es dos jornadas del Davayve, y por esto estavan los del Davayve reçelados y alzados. Partimos de allí para el río Grande arriba a buscar de comer do de jásemos los navios y de allí entrar la tierra adentro, yendo el río arriba acor damos que la mayor parte de la gente fuese a una prouincia que se dice Ybeveyva (Abibaibe) e yo que fuese el río arriba a tomar vn pueblo de pescadores que estava dos jornadas de allí, y fuymos nuestro camino el río arriba e yba allí Luis Carrillo en vna canoa e yo iva en otra y otras dos canoas, yvamos por todos hasta cinquenta onbres y de nuestra ventura saliéronos al camino siete o ocho canoas de yndios de guerra, y como los cristianos se sepan mal regir en estas canoas espeçialmente los que a poco que vinieron de Castilla tuvieron tal manera los yndios que nos dieron vna refriega de sus armas varas que antes que nos pudiésemos remediar nos tenían heridos los treinta onbres y a muchos dellos con quatro y cinco heridas a my me hirieran en la cabeça muy mal y estuve en harto peligro agora estoy sano a Dios gracias: y la canoa en que yo yva nos la hicieron perder porque nunca podimos tomar tierra y fuénos forzado de la dejar, la en que yva Luis Carrillo y las otras dos podieron tomar tierra y allí se defendieron, plugo a Nuestro Señor que a Luis Carrillo le dieran vna varada por los pechos de que murió desque aquí llegó y otros dos onbres, y acaecido esto voluimos adonde quedava la otra gente con harto trabajo y hallárnosla con mucha necesidad de bastimentos y sin ningún remedio de poderlos aver y vistos los pocos bastimentos que por toda la tierra avía a cabsa de la langosta acordamos todos los Capitanes y onbres de bien que conmigo yvan de nos boluer porque al presente que fuimos no avía remedio ninguno, y si más adelante procuráramos de pasar; pudiera ser que la más de la gente no boluiera acá de hanbre» (1). La expedición estaba de vuelta en Darién antes de transcurrir un mes de su partida. Su rumoreaba que el gobernador había previsto el fracaso (lo que puede ser cierto), esperando que Balboa se perdiera, lo cual es creíble solamente en cuanto expresión de un deseo íntimo y constante, pues por 306
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mucho que le agradara desembarazarse de Balboa, no podía verse privado de doscientos hombres, por no hablar de Luis Carrillo. Pero no hay duda que le encantaría hallar un pretexto para denigrar a Vasco Núñez. El hecho, que no podía prestarse a análisis ni mucho menos a comparaciones, no privó al gobernador y a los oficiales a utilizarlo ad nauseam (2). Su actitud hubiera sido lógica si las demás entradas no hubiesen resultado igualmente desgra ciadas. Pero en vista de lo sucedido y de su facultad verdaderamente notable para perdonar y encubrir todas las cosas — desde la negligencia criminal a las mutilaciones y matanzas de los demás capitanes— es casi cómica su cólera. Hasta qué punto Pcdrarias y sus partidarios eran capaces de llegar en la dirección opuesta — la de los cómplices y encubridores— , se demostró por la misma época en que se abalanzaron sobre los resultados negativos de Balboa como una jauría de perros hambrientos sobre un ratoncillo. El caso fue el de Morales y Peñalosa, parientes del gobernador. Morales atravesó todo el territorio recorrido por Becerra y consiguió llegar a las islas de las Perlas y sojuzgarlas. Al volver traía casi 4.000 pesos de oro y guanín, algunos esclavos y noventa y cinco marcos de perlas — entre ellas una de gran tamaño y belleza— , así como la promesa del cacique Toé de Terarequí — la isla Rica de Balboa, llamada ahora isla del Rey— de pa gar un tributo anual de cincuenta libras de perlas. Este ejemplo de lo que había hecho bien, así como el dudoso mérito de haber obligado al cacique a bautizarse en el acto con el nombre de Pedrarias, fue todo lo que apareció en los relatos oficiales. La parte silenciada era la acostumbrada historia del ataque por sorpresa, la esclavitud, la destrucción, la rapiña, las violaciones, la traición a los indígenas amigos y la pérdida de casi la mitad de los expe dicionarios como consecuencia de estas actividades. Morales se distinguió particularmente por el asesinato sistemático de sus esclavos encadenados, la mayoría de los cuales fueron decapitados o apaleados hasta morir, en grupos sucesivos, a fin de que los vengativos indios que les acosaban en la retirada tuvieran que detenerse para plañir y enterrar a sus muertos. Lo que sigue está tomado del relato de Las Casas, que estuvo muy bien informado acerca de esta entrada (3). Morales embarcó para las islas de las Perlas en la desembocadura del Tuira en canoas proporcionadas por el cacique Tutibre. Dejó un destaca mento en el continente al mando de Peñalosa con instrucciones de reco rrer la orilla ocidental del golfo hasta Chochama, en donde se le reuniría el grupo navegante de la expedición. Mientras Morales realizaba con éxito y 307
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no demasiada severidad las operaciones de Terarequí, el contingente de Peñalosa se desencadenó y, en el momento de regresar Morales al continente, los ofendidos indios — que habían sido anfitriones cordialísimos de Bece rra— se aprestaron a la venganza. Cuando Morales mandó una patrulla de once compañeros para establecer el contacto con Peñalosa, fueron atacados y asesinados en la aldea de Chochama. La noticia llegó rápidamente al caci que Chiruca, quien estaba con Morales y trató de huir. Capturado y tortu rado, lo reveló todo. Morales entonces le forzó a convocar de uno en uno a todos los caciques de la región para hacerles una comunicación importante. Acudieron dieciocho, que fueron detenidos y amarrados conforme llegaban. En este momento apareció Peñalosa y las fuerzas unidas se lanzaron sobre los nativos, faltos de jefes, matando a setecientos. Lo mismo hicieron luego con los dieciocho cautivos y con Chiruca. Después de esto realizaron una incursión a Birú, donde ganaron una larga batalla que duró todo el día, gracias al «perro». (El «perro» — un re gimiento en sí— hace pensar con desagrado que fuera Leoncico, aunque esperamos que Balboa, por resentimiento, no lo hubiese prestado para esta expedición, máxime porque los perros fueron los verdugos de la mayoría de los caciques cautivos). Los españoles advirtieron, no obstante, que se trataba sólo de una victoria temporal y se volvieron hacia la costa, donde encontra ron reorganizados a los súbditos de los caciques muertos. Hubo una semana de combates, al fin de la cual los expedicionarios hicieron un vano intento de retirada nocturna sin ser advertidos. Debieron internarse en el bosque; de cualquier manera anduvieron perdidos nueve días, siempre perseguidos por los indios sedientos de venganza. Fue entonces cuando idearon la matanza en serie de los prisioneros. Al noveno día se encontraron en el mismo lugar de donde habían partido. Esta vez intentaron tomar el camino de la costa del golfo, tropezando en la vegetación de la selva, vadeando o cruzando a nado las ciénagas, marchando como bestias acosadas más que como hombres. Morales se perdió y durante tres días le estuvieron buscando inútilmente con algunas canoas que encontra ron; al final fue hallado metido en una balsa por un soldado. Por último, poco más de la mitad lograron llegar hasta el Tuira y desde allí, vía Careta, a Darién (4). La fecha de su regreso a Santa María fiie el 10 de agosto. Las subastas de las perlas de Morales tuvieron lugar el 13 y el 19 de agosto y el 2 de septiembre. Dieron algunos resultados curiosos, no siendo el menos intrigante el de que solamente se registraron 871 pesos de perlas. 308
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Balboa, que por lo visto sólo sabía lo que la subasta hizo público, da esta cifra como el importe en perlas del botín de Morales. Pero en los informes oficiales se dice más de una vez que llegó a los 95 marcos, y 95 marcos equivalían a 4.750 pesos (5). Treinta y dos ejemplares seleccionados, con un peso de ocho pesos, fueron apartados para el quinto, pero la perla grande, que hubiera debido ir al rey (6) por su avalúo oficial, fue vendida en 1.200 pesos a un comerciante, quien al día siguiente la revendió a Pedrarias. Todas las otras que entraron en los registros fueron compradas, juntas con un lote sobrante de otra entrada, por Diego Maldonado, criado del gobernador: siete libras y media de perlas por 140 pesos, más casi un tercio de libra de otras escogidas por 78 pesos. Se observó que cuando Pedrarias o sus amigos pujaban se retiraban otros presuntos compradores. La gran perla, sin mácu las, lustrosa, con forma de pera y un peso de más de 31 quilates, fue vendida más tarde, con otra de forma más cuadrada, por doña Isabel a la emperatriz en 900.000 maravedís. Famosa entre las joyas de la Corona española y co nocida por «la huérfana» o «la peregrina», la hermosa perla desapareció dos siglos más tarde en el incendio que destruyó el Alcázar madrileño. En septiembre y octubre Pedrarias y los oficiales urdieron un nuevo y grandioso proyecto para robar su gpbernación a Balboa. Claro que no se presentó al rey en estos términos. Aunque le escribían llenos de críticas in directas de Balboa, su intención concreta omitía tan cuidadosamente cual quier referencia a él que daba la sensación de que jamás hubiera existido un gobernador y adelantado de Su Alteza en la costa del Pacífico. Considerando que su plan era sustituir con Albitez al nombrado y confirmado tres veces por el rey, esta omisión se hizo por enésima vez; de haber vivido Femando para verlo probablemente no lo hubiese resistido a pesar de su monumental paciencia. Santa María del Antigua era una capital y se conformaba al patrón es tablecido para estos lugares, en donde nada es tan sencillo como parece y muy poco resulta sincero. El proyecto Albitez fue un ejemplo. Primero se logró ocultar a la vez a Balboa y al obispo, siendo uno de los pocos — si no el único— secreto oficial que — al menos temporalmente— escapó al conocimiento de Quevedo. Luego parecería que Pedrarias — que lo conocía y aprobaba— estaba ignorante de su alcance o lo apoyaba con tibieza. En efecto, el proyecto era obra de Puente. Indudablemente, el tesorero preveía una ganancia que hubiera hecho parecer insignificantes sus ingresos nor 309
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males, pero sus motivos no se debían sólo a esto. Puente sentía por Balboa una morbosa antipatía, y satisfacerla de un modo u otro constituía para él el mayor de los placeres. Este sentimiento, según se decía, lo originó un inge nuo proceder de Balboa al exigirle el reintegro de cierta cantidad de oro que el tesorero le había pedido prestado, al parecer sin pensar que la calificación de «préstamo» fuera tomada al pie de la letra. Ya hemos dicho que Balboa carecía de dotes diplomáticas. El plan consistía en lo siguiente: se darían a Albitez fuerzas y bastimen tos suficientes, para lo cual los oficiales adelantarían inmediatamente mil pesos. Albitez establecería dos asientos, uno en el Atlántico y otro en el Pa cífico, bien en el eje Careta-golfo de San Miguel, bien en Nombre de DiosPanamá. Los asientos se avituallarían para seis meses o un año, equipándolos y abasteciéndolos con semillas y animales domésticos de la hacienda real, a su costa y a crédito pagaderos en uno o dos años. En el Pacífico, Albitez había de construir barcos utilizando aparejos y otros materiales procedentes de los almacenes del gobierno en Santa María. Dejando a la mitad de sus hombres para recoger las cosechas y buscar las minas, Albitez marcharía con la otra mitad para explorar la costa hacia el Oeste unas 200 ó 300 leguas o hasta donde lo creyera conveniente. Si este rumbo Oeste resultaba peligroso o poco provechoso, regresaría, construiría otros dos navios de treinta toneles y emprendería la exploración hacia el Este. Y aquí venía el grandioso remate: navegaría hacia el Este para cruzar la línea equinoccial, no para alcanzar el Imperio inca, todavía insospechado, sino para circunnavegar el continente hasta llegar al cabo de San Agustín en el Atlántico, estableciendo el Paso del Sur por el que España podría llegar a Oriente por el Pacífico. No puede negarse que el pensamiento de Albitez y Puente era ambicio so, aun cuando no se dieran cuenta de su ambición. No se podían empren der los viajes sin consentimiento del rey; pero, no obstante, se planeó llevar a cabo la primera parte del proyecto por «si Su Alteza se quisiere servir del dicho Diego Albitez en lo que se ha proferido del descubrir, que ya cuando vaya al despacho dello estarán principiados los pueblos y se pondrá persona que los continúe no quitándose al dicho Diego Albitez el cargo dellos pues ha fecho el principio y ofrecimiento». En este momento Pedradas entró en el juego. Es difícil decir si lo hizo como cómplice o engañado. Posiblemente lo haría de las dos maneras. El gobernador había decidido, al fin, mandar en persona una expedi ción. Su propósito anunciado era el de castigar a las tribus rebeldes de Co310
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mogre, Pocorosa y Tubanamá y elegir el emplazamiento de los asientos no sólo en el Caribe, sino también en la costa del mar del Sur. Balboa recibió órdenes terminantes de permanecer en Santa María hasta que la expedición regresara, o sea hasta que la invasión de su territorio estuviera asegurada con la colonización. Las relaciones entre los altos funcionarios y su conducta individual pueden considerarse normales en aquel período. Esto es: eran egoístas, hipócritas y carentes de escrúpulos. Puente promovió la entrada del go bernador por cuanto servía a sus fines, pero escribiendo a Castilla que Pedrañas era incapaz de cumplir su misión, por lo que debía ser destituido. Pedrarias nombró teniente de la expedición a Espinosa, no por favorecerle — acababa de enviar una carta en la cual su referencia al alcalde mayor puede calificarse de torpedo— , sino para quitarle de Santa María y dejar al bachiller Corral en (unciones de alcalde mayor. Corral, por su parte, era lo suficientemente correcto y cordial con Espinosa para obtener la confir mación de su locum tenens, al mismo tiempo que en sus cartas a España le acusaba de parcialidad y corrupción. El tesorero se unía a los demás para secundar una petición de Juan de Tavira en la que solicitaba permiso para explorar el Atrato, mientras en cartas aparte acumulaba contra él cargos detallados de malversación. Y Pedrarias, en tanto que escribía diatribas casi histéricas contra Vasco Núñez, fingía transigir con él en vista de las órdenes reales. En tal compañía, Balboa — poco disimulado por naturaleza— llevaba todas las de perder. Pero hacía lo que podía. Escribía incesantes cartas que, según Pedrarias, encontraba manera de hacer llegar clandestinamente a Pasamonte para su remisión a España. Estas comunicaciones, que al principio evitaban referencias directas al gobernador, acabaron siéndole paladinamente hostiles. La larga epístola di rigida al rey y fechada el 26 de octubre de 1515 es un ejemplo conservado por fortuna. Después de recapitular lo escrito en cartas anteriores y poner al día los hechos relacionados con las últimas entradas; después de lamentar el que no se hubiese enviado un investigador calificado y de pronosticar que al paso que iban las cosas Castilla de Oro estaría pronto arruinada, Balboa traza una minuciosa silueta de Pedrarias. «En cuanto a la persona del Gobernador, aunque es persona honrada, Vuestra Alteza sabrá que él es muy viejo para estas partes — empieza con fa laz suavidad— y está muy doliente de gran enfermedad que nunca ha estado 311
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un día bueno y después que aquí vino». De aquí en adelante, el viento se lleva las apreciaciones amables: «Es onbre muy acelerado en demasya, es onbre que no le pena mucho aunque se quede la mitad de la gente perdida por las entradas, nunca a cas tigado los daños y muertes de onbres que se an hecho en las entradas ansy de los caçiques como yndios, a dexado de castigar hurtos de oro y perlas que los Capitanes an hurtado en las entradas muy claramente, y capitán a ávido que dio de lo que traya hurtado seiscientos pesos de oro y no se habló más en ello, y no se sabe la cabsa porque, anle dexado yr a Castilla a este capitán y a otros, públicamente se decían sus hurtos, vimos muchas veces que sy algu nas personas de la gente de los que con los Capitanes se yvan a las entradas se quexaban dellos los asonbravan de manera que otros no se quexaba ni osava quexarse en este caso de hurtar ay bien que decir, porque de verdad anda todo muy fuera de razón y sin concierto ninguno; es persona que le aplaze mucho ver discordias entre los vnos y los otros y sino la ay él la pone deziendo mal de los vnos a los otros, esto tiene muy largamente por vicio, es onbre que metido en sus granjerias y codicia no se le aquerda si es gobernador ni entiende en ocra cosa porque no se le dá nada que se pierda todo el mundo o que se gane como sino fuese Governador. En las cosas de la Governación y en poblar la tierra avría más consejo menester del que tiene y si se lo dan ere que es para lo engañar, a todos da mui poco crédito sino es alguna persona de quien él entiende aver algún interese a se mostrado muchas vezes muy codicioso e rigoroso contra los Regidores porque le decían algunas cosas que cumplían al servicio de Vuestra Alteza y al bien común de la república y ansí mismo contra qualquiera persona que algo le contradize. En las cosas de la hazienda de Vuestra Magestad, por cierto él tiene muy poco cuydado ni se le acuerda mucho della, es onbre en quien reina toda la enbidia del mundo y codicia, pésale en grand manera si vee que ay amistad entre algunas perso nas de bien, aplazele ver y oir consejas y parlas de los vnos y de los otros, es onbre que muy ligeramente dá crédito a las cosas de mal antes que a las del bien ni a los que le podrían aprovechar: es persona sin ningund regimiento y sin ninguna maña ni ingenio para las cosas de la governación, es onbre que claramente parece que tiene pospuesto atrás y en olvido todo el seruido de Vuestra Alteza y las cosas de propia onrra por solamente vn peso de oro que se le siga de yntereses y por no ser más prolixo dexo de hazer a Vuestra Real Alteza, otras infinitas cosas que consisten en su mala condición y que 312
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no avían de caber en persona que tan grand cargo tiene y tanta y tan onrrada gente a de regir y administrar. Lo que a Vuestra Magestad suplico porque yo no sea tenido en posesión de maldiziente es que mande tomar informaçion desto que yo digo de todas las personas que destas panes van y verá Vuestra Alteza claramente ser verdad todo lo que tengo dicho». Hay que convenir en que esto era un buen ejercicio de denigración, que esquivaba y equilibraba un empeño contemporáneo de Pedrarias en la segunda pane de un documento cuya primera es la copia de una carta al rey. La carta expone las razones para revocar las concesiones hechas a Bal boa; astutamente evita los términos personales, llevando su argumentación al elevado plano del interés nacional, y no es ni indigna ni infundada. La segunda pane es un memorial con instrucciones para un agente innomi nado — es muy verosímil que fuera Enciso— acerca de lo que ha de decir cuando llegue a la Corte. Está impregnado de veneno y, en conexión con un desmayado y quejumbroso párrafo final, da a entender que Balboa había logrado una mayor efectividad en sus contramedidas de lo que indicaban los acontecimientos. Pedrarias subraya en la cana que la gobernación de Balboa está mal definida y que, en consecuencia, es demasiado amplia. Dada la naturaleza extensible de Coiba y cierta ambigüedad en la redacción del nombramien to de adelantado, puede interpretarse que comprende la costa del Pacífico entera. Aun entre los límites mínimos Norte-Sur establecidos — las crestas de la cordillera de Veragua y el mar del Sur— hay setenta leguas de tierra — cálculo libérrimo— e innumerables provincias. Por tanto, el rey le con cedía un territorio enorme y superlativamente rico, desanimando con ello las exploraciones y evitando su explotación. Era — decía Pedrarias sagaz mente— repetir la situación que había dado lugar a todos los contratiempos con Colón. Todo lo más, Balboa debía recibir el nombramiento del trozo de costa por él descubierto. Aunque esto era mucho más de lo que merecía, pues según «estoy informado — escribía Pedrarias recogiendo algún chismo rreo inconvincente— el que descubrió la mar del Sur y gastó sus dineros y hacienda en ello Diego de Nicuesa dicen que fúé». El memorial anejo tiene una magnífica espontaneidad: «Lo que se ha de dezir de Vasco Núñez es que la condiçion que tiene y asy es público y noto rio que no sabe dezir verdad ni sentir ni tomar por afrenta azerle qualquiera cosa que faga mal fecha de qualquier calidad que sea, no tener voluntad ni 313
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amor a ningún bueno, preçiarse de conversar e darse mucho a personas ccrviles. Ser muy demasyadamente codiçioso, tener grande enbidia de qualquiera bien que otro aya, ser muy cruel e yngrato, nunca perdonar, no sujetarse a ningún consejo, no tener razón ni poder vsar della para resestir ningún ape tito viçioso. Ser muy ynteresal, no tener obediençia ni ninguna reverençia a la Yglesia ni a sus ministros. Ser muy mala conçiençia, estar siempre fundado en engañar a quien con él conversare quando se le pide consejo dale syenpre al revés. Ser muy entenido e procurar a justo o ynjusto ser superior a do quiera que estouiere procurándolo con ligas e munipudios y por todas las otras vías que puede fallar aparejo aunque sea contra toda lealtad e seruiçio que a Dios e a Sus Altezas se deva todo esto y otras cosas muchas conprovareys con la pesquisa secreta. E con la resydençia que fué a la Corte y con las pesquisas que se hizieron secretas. Vna que llevó Pedrarias y otra que llevó Arriaga, sobre la entrada de Dabaybe, las quales se han de procurar de saber adonde están e sy se han visto y que se ha fecho sobre ellas». Al final del memorial, Pedrarias renuncia a su primitiva amplitud para el vituperio y confía más en la inventiva de su agente («E por estas culpas e otras muchas que vos podreys representar como testigo de vista... por las razones que vos como persona que lo aveys visto direys»). Aun cuando Vasco Núñez no fuera tan recusable, sería indigno de tan grandes mercedes que se deben otorgar a personas de categoría más alta y de servicios más leales. Defi nitivamente desfalleciente, ahora el gobernador culpa a Balboa de su fracaso para sostener los nuevos asientos o para fundar otros, ya que le aconsejó pér fidamente hacerlos en regiones que sabía eran estériles y sin provecho porque «aquella tierra donde se hizieron las poblaciones quel dio por consejo confinavan con la tierra de donde él esperava la merced de la gouernaçion y por que lo que yo fazía no permaneçiese». Cada vez que él — Pedrarias— trató de enviar capitanes al mar del Sur, Balboa interpuso protestas o requerimientos «a defendérmelo e a atraer asy toda la gente que más a podido e indinandola contra mi»; incapaz de aprovecharlos para su gobernación, impedía de ruin manera los esfuerzos del gobernador para quitárselos «por formas e cabtelas e socolor de pedir justiçia». Si en las circunstancias en que se encontraba, Vasco Núñez procedía así, Pedrarias preguntaba con lógica inversa: «¿Qué hiziera sy se le oviera dado la posesyón e caigo de las merçedes?» «E aveys de pedir — terminaba— que para en remedio de lo susodicho que manden espresamente que se fagajustiçia del conforme a sus exçesos e de314
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licos o manden que sea perdonado e los querellosos e acreedores se aparten de pedir jusriçia porque fasta ver lo que Sus Altezas enbian a mandar sobre esto o lo que es su seruiçio yo no entiendo de dar lugar e al dicho Vasco Núñez salga desta cibdad donde le tengo detenido por razón de los dichos delitos.» Quienquiera que fuese, el recipiendario de estas instrucciones era hom bre de espíritu descuidado, pues debió comérselas antes de permitir que pasasen a los archivos. Es significativo el hecho de que se hayan conservado en la forma de un comentario despiadado de la amable carta del gobernador y en el mismo'legajo que la carta de Balboa de fecha 26 de octubre. Cuando ambas comunicaciones se recibieron en Castilla, el cardenal Cisneros la go bernaba como regente en ausencia del rey Carlos I. Cuanto más se considera el odio feroz de Pedradas a Balboa, más absur do parece. Después de todo, seguía teniendo a su disposición un territorio prácticamente ilimitado, aunque se le segregara la gobernación del mar del Sur. Podía establecer asientos doquiera se le antojase a lo largo de mil millas de costa y extender su radio de acción desde ellas a mil millas al interior. Y mientras permanecía entretenido en Tierra Firme como un perro royendo un hueso, trataba de encontrar excusas para regtesar a Castilla. Por algo no se puede dejar de pensar en doña Isabel, treinta años más joven que su acha coso marido y que, según Oviedo, congeniaba bien con Vasco Núñez y éste, a su vez, era muy devoto de ella, esforzándose en agradarla y servirla. En todo caso, Balboa, en efecto, hizo más de lo que las circunstancias parecían permitirle. Cien baquianos estaban dispuestos a seguirle y ávidos de hacerlo, y también un grupo de hombres de la armada se hubiera consi derado dichoso uniéndose a aquéllos. En noviembre hubo una rápida y rui dosa crisis que le proporcionó un último impulso para una acción decisiva. Tavira, disgustado con Puente, informó en secreto al obispo del proyecto de poner a Albitez al frente de la gobernación de Balboa. Quevedo se indignó de tal modo que durante veinticuatro horas la guerra civil amenazó a Darién. Fue Balboa quien evitó los disturbios, dando uno de los ejemplos más admirables, aunque menos elogiados, de su integridad moral. Pero consiguió enviar secretamente un emisario a la Hispanipla para buscar voluntarios que sirvieran a sus órdenes. El agente de este reclutamiento fue Garabito, es de suponer que finan ciado por el obispo y recomendado por él a Pasamonte. Nadie ha dicho cómo se las arreglaron para hacerle embarcar sin que Pedrarias y los suyos no se dieran cuenta de la misión que llevaba, aunque es fácil imaginar que si la 315
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adivinaron pensarían que el viaje no diese el resultado apetecido. Pedradas se preparaba para una expedición que había de ser larga y durante su ausen cia quedaba encargado del gobierno el obispo.
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Los preparativos para ia primera entrada de Pedrarias comprendieron la instalación del obispo como gobernador interino y de Corral como alcalde mayor suplente, la concesión de Careta en encomienda a Lope de Olano — quien marchó en vanguardia para facilitar el camino a la expedición— y la confección de una cadena de oro de tres libras de peso para el goberna dor, a fin de que los indios pudieran ver patente la autoridad de su persona. También una semana antes de la marcha se dictaron dos disposiciones: la primera concediendo poderes a Pedrarias para distribuir el botín a su gusto y la segunda otorgando una parte de primera calidad en las ganancias de toda la entrada a los oficiales y al alcalde mayor. Estas resoluciones dieron resultado de las autorizaciones reales recibidas tres días antes. Los permisos reales no parecen tener nada que ver con los premios y gajes oficiales. El referente a la distribución de las cabalgadas estaba dentro del espíritu de las leyes de Castilla, que regulaban la cuota de cada soldado conforme a una escala minuciosamente graduada, basada en el rango y ar mamento de los individuos, y se dio en respuesta a una representación de Pedrarias sobre los inconvenientes del sistema de cuotas ¡guales, ahora que las expediciones eran más complejas (1). Se recomendaba encarecidamente al gobernador cuidar de que la distribución se llevara a cabo sin que «nada pese sobre nuestra conciencia». El otro permiso, sobre el que los oficiales se apoyaban al atribuirse bonificaciones, también lo solicitó Pedrarias. Auto rizaba a modificar o suspender las instrucciones primitivas del rey cuando, por decisión unánime del gobernador y sus colegas, se considerase necesario hacerlo para la prosperidad y seguridad de la colonia. Pero sólo habría de ser invocado en los casos en que el plazo de consultar la decisión a España pudiera resultar peligroso o perjudicial. 317
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Como medida de urgencia, porque la consulta a las autoridades es pañolas fuera normalmente imposible en menos de un año, esta segunda autorización estaba bien fundada en teoría. También teóricamente el hecho de que la responsabilidad del gobierno la ejerciesen cinco hombres — repre sentando a la Corona, la Iglesia y la Casa de Contratación— parecía ser una garantía contra los abusos. Pero en la práctica equivalía a una carta blanca. Con tal de que los funcionarios procediesen de acuerdo, podían hacer cuan to les viniese en ganas. No es, pues, sorprendente que sus esfuerzos para derrocar al molesto obispo se intensificaran en seguida. El 30 de noviembre de 1515 Pedrarias zarpó con su expedición: dos cientos cincuenta soldados de infantería, doce oficiales y escuderos a caballo, dos pilotos y tres sacerdotes. También figuraba en la compañía un hombre interesante recién llegado a Santa María: Messer Codro, de Italia. Codro era un renombrado astrónomo y filósofo, hombre de verdade ra gran erudición y humanidad, sabio y experto en cosas naturales y que había viajado por la mayor parte del mundo, según le retrata Oviedo. La extraordinaria escasez de noticias a él referentes hacen pensar que tomó por su cuenta la iniciativa de ir al Nuevo Mundo para hacer observaciones. Pero sabiendo la extrema dificultad que suponía para un extranjero el obtener permiso para trasladarse a las Indias y conociendo las gestiones realizadas a fines de 1514 por el rey para conseguir los servicios de otro hombre de cien cia italiano llamado Marrunio, es más probable que gozara de una especie de comisión real. Aunque hizo amistad con Balboa, aprovechó, naturalmente, la ocasión que le brindaba la entrada de Pedrarias para proseguir sus estudios en nuevos territorios. La expedición, en tres carabelas y un bergantín, cruzó primero a Urabá para ver si lograban saber algo de Becerra. Balboa, que consideró débiles e inexpertos a los hombres de Becerra y mal concebida la táctica de su entrada, había dicho desde un principio que se les enviaba como ganado al matadero. La información obtenida de algunos urabaes capturados confirmó la pre dicción: Becerra y sus hombres resultaron muertos al cruzar un río, cuando iban cargados de oro. (Poco después los indios de Careta dijeron a Espinosa que Becerra vivía con toda tranquilidad y comodidad con un cacique del Cenó, pero esta noticia respondió, sin duda, a un intento de dar satisfacción en un asunto del que nada sabían). El rumor oído en Urabá fue ratificado más tarde por uno o dos naborías de la expedición que lograron escapar de la matanza. Las Casas dice que ésta ocurrió en el río Sinú, algo más arriba de 318
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la aldea capital; los españoles, ya diezmados por las emboscadas y los com bates diarios, fueron atraídos por los astutos cenúes a cruzar el río y, cuando la mitad de ellos había llegado a la otra orilla, los indios cayeron sobre las divididas fuerzas causándoles terrible estrago. Pedradas limitó su acción en Urabá a tomar e incendiar un grupo de bo híos en lo alto de una pequeña colina no lejos del sirio donde desembarcó. Tres días después, y tras una tormentosa travesía, desembarcó en el puerto de Careta. Adentrándose hacía la aldea principal — la mayor pane del tiempo a caballo— encontró a Olano instalado confortablemente y al cacique, menos confonablemente, escondido en la montaña. Careta vivía días dolorosos. Había habido una guerra civil entre Chima y su hermano, el subcacique lla mado saco del pueno, y, a decir de Andagoya, tantos guerreros murieron en ella que se puso a la aldea el nuevo nombre de Ada, que significaba «huesos humanos». (Las Casas creía que fue Balboa quien le impuso ese nombre en 1516, en cuyo año hubo muchos huesos de españoles que conmemorar). Puede conjeturarse que la muene de Chima en 1514 sería violenta; tal vez d hermano ejecutado por Ayora en Comogre pertenecía a la facción rebelde. El cacique ahora en el poder era, en realidad, un regente, ya que d heredero de Chima tenía trece años. Pedradas envió al muchacho con otro hermano de siete para ser educado en Santa María por los franciscanos. Al poco tiempo se logró persuadir al regente para que regresara y, en una ceremonia impresionante que probablemente encontraría incomprensible, se le hizo rendir plejto-homenaje a la bandera de Castilla. Sus diferencias con el saco se arreglaron y el gobernador de Darién endulzó aún más las cosas con una cena «y mucho vino, que es lo que más les gusta». En aquel momento Pedradas cayó con fiebre en un violento recrudecimiento de su enfermedad. Si, como argüyó Quevedo, hubiese anhelado d fin de su entrada antes de empezarla, la excusa que puso habría sido válida. Pedradas dijo haber estado a las puertas de la muerte. Seguramente estuvo muy grave aquellos días, pues se le abrió una fístula vesicular que jamás se le cerraría. Incapaz de proseguir su aventura, pero decidido a no abandonarla, nombró capitán de la expedición a Espinosa, mandándole seguir adelante a finales de diciembre. El gobernador permaneció para convalecer y vigilar la construcción de un fuerte; hacia el 20 de enero zarpó para Santa María, dejando encomendados a Olano los asuntos de Careta. (Es imposible aprobar la conducta de Pedradas, pero no se puede por menos de admirar su obstinada vitalidad. Muchos jóvenes fuertes caían ven319
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cidos por el clima de las Indias, pero el gobernador, casi setentón, con un brazo lisiado, sujeto a los dolorosos ataques de una dolencia crónica, con tinuó implacable su carrera durante dieciséis años después de su recaída en Careta, intrigante, pérfido e indómito hasta exhalar el último suspiro). £1 regreso del gobernador a Santa María, sin duda, se apresuró a instan cias de Puente, quien encontraba dificultades en su trato con el obispo. Lo mismo le ocurrió a Pedradas, y el tesorero, con su aprobación, escribió una carta larguísima con intención de provocar la llamada de Quevedo a Casti lla. Se acabó de redactar el 28 de enero, y en seguida fue suscrita por Már quez, pero no por Tavira, a quien se tuvo ignorante de lo que se tramaba, por miedo de que fuese con el cuento al obispo. Puente se ocupó del factor en otra relación, acusándole de diferentes malversaciones, especialmente de haber utilizado para sus negocios particulares más de 13-000 pesos de ingre sos legítimos y una cantidad indeterminada de otros ilegítimos. Puede darse crédito a las aseveraciones de Puente, ya que Tavira, llegando sin blanca a Castilla del Oro, entregó bajo apremio 3.000 pesos en agosto y otros 1.000 en noviembre — que se reservaron para Albitez— y luego otros 10.700, a pesar de lo cual se decía que le quedaron 15.000 para él. Escribían los oficiales que el obispo Quevedo, además de mostrarse in diferente con sus deberes religiosos, constituía una verdadera fuerza destruc tiva en la colonia. Se inmiscuía en todo; fiscalizaba los asuntos administrati vos; era dominante, apasionado e intemperante de lenguaje. Citaban varios ejemplos como cuando, en Sanlúcar, Espinosa quiso apresar a un recluta delincuente en el santuario de la iglesia y Quevedo le llamó «judío hereje»; como cuando en la Gomera, a propósito de un incidente entre Pedrarias el Sobrino y Francisco el Sobrino (del contador), el obispo habló crudamente de Márquez desde el púlpito; como cuando, al cancelar el gobernador una delegación de poderes otorgada a causa de su enfermedad — de la que se aprovechó Quevedo para favorecer a Balboa— el obispo exclamó: «¿Qué judería era aquélla? ¡Yo no soy persona a quien se trate de este modo!» Otras veces deshonraba en sus sermones a las personas estimables que formulaban cargos o reclamaciones contra Balboa, a los oficiales que olvidaban hablarle de algún asunto, que le discutían con toda corrección o que, por recordar de pronto alguna ocupación ineludible, abandonaban una reunión en la que debía hablar el obispo. Todo esto le hacía prorrumpir en los más duros reproches. Uno de los escándalos formidables lo promovió en noviembre a causa de la expedición al mar del Sur, o sea el proyecto de Pedrarias, Puente 320
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y Albitez para despojar a Balboa de su gobernación. Según Puente, la tormenta empezó en un Consejo con las airadas pro testas del obispo, quien, después de declarar que aquella sucia estratagema era lo que podía esperarse de Pedrarias, salió a la plaza gritando: «¡Llamad, llamad al adelantado, que venga y veremos la estafa que estáis cometiendo!» Balboa se reunió con el obispo en la iglesia y logró calmar su excitación, con venciéndole de que volviera a su casa. La próxima determinación la tomó Pedrarias al arrestar a todos los hombres que se reunían con el obispo, lo cual, naturalmente, sacó de quicio a Quevedo, quien, seguido de una mu chedumbre de partidarios suyos, se dirigió a la casa del gobernador. No se permitió entrar a tos vecinos, pero a través de las delgadas paredes pudieron oír la violenta entrevista que siguió. Puente cita un trozo singularmente expresivo del vivísimo diálogo: QUEVEDO.— Tomaré la mitad de vuestros hombres y me seguirán. PEDRARIAS.— Y yo los castigaré. QUEVEDO.— Subiré a la torre de la iglesia para ver mi partido. A este punto dice Puente que el gobernador recordó al sin duda fascina do auditorio que escuchaba fuera y no dijo más. Ambos disputantes debie ron reconocer que habían llegado demasiado lejos. Las cosas se zurcieron de cualquier manera y, aunque el remedio fue can malo como la enfermedad, Pedrarias pudo partir. Poco tiempo después el obispo, como juez de la Inquisición en Castilla del Oro, envió a su alguacil para detener al maestro Enrique, cirujano del gobernador, judío convertido recientemente. En vista de las restricciones de pasajes para las Indias a los conversos — excepto para los mercaderes, que muy a menudo eran de raza hebrea— es curioso que el maestro Enri que desempeñara ese puesto; por ser hombre de Pedrarias, los oficiales se apresuraron a hablar con el gobernador tan pronto volvió a Santa María, incitándole a tomar alguna determinación enérgica. Por muy pronto que acudieron, ya el obispo se les había adelantado y su conversación con Pedra rias desanimó a éste para defender al converso. Quevedo estaba investido de todos los derechos y poderes de los obispos españoles, entre los que figuraba el de hacer detener por sus corchetes a cualquier presunto enemigo de la religión católica. (El tío del propio Pedrarias había ejercitado libremente tal privilegio sin vacilar en condenar a muerte a sus presos). Además, cuando 321
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Qucvedo actuaba como inquisidor de Castilla del Oro disfrutaba de una autoridad especial, por lo que recordó al gobernador que tenía jufisdicción para actuar contra él — y lo haría, sin género de duda— si osaba poner obs táculos al ejercicio de sus sagrados deberes. Esta amenaza fue suficiente, ya que los antecedentes de Pedrarias no eran tales como para invitarle a chocar con el Santo Oficio. Sin consultar a Puente ni a Márquez — cuyas reacciones preveía— se conformó con que el obispo continuara usando sus poderes y su alguacil, al menos hasta que Espinosa examinara la cuestión. No se sabe qué le sucedería al maestro Enrique, desdichado peón en la partida. Los acres goces de las querellas políticas se interrumpieron en febrero al regresar de Coiba la malparada expedición mandada por Badajoz. Por lo menos la mitad de sus hombres habían muerto y la mayoría de los agotados supervivientes venían cubiertos de cicatrices (2). Y, lo que era peor todavía — desde el punto de vista del gobernador— habían perdido en el viaje de regreso una gran parte del oro recogido de los caciques en el de ida, un te soro variadamente establecido entre treinta mil y ciento cuarenta mil pesos, según el gusto o la conveniencia de los informadores. Recuérdese que Badajoz fue enviado apresuradamente desde Santa María en abril de 1515 para adelantarse a Balboa en su gobernación re cién notificada y que hubo de esperar en Nombre de Dios a que se le incorporase el segundo grupo de fuerzas expedicionarias. Badajoz cruzó el istmo por el camino de Juanaga, Chagre y Capira (3), visitó la isla de Taboga y luego siguió al Sudoeste a lo largo de la costa hasta Natá, donde descansó antes de encaminarse a Parisa, en la base de la península de Azuero. Hasta aquel momento las operaciones fueron fáciles y lucrativas. Los indígenas de Coiba nunca habían visto hombres blancos y, sospechando que pudieran ser de naturaleza divina, no se atrevieron a enfrentarse con ellos. El señor de Natá, un cacique poderoso y singularmente apacible, soportó con gran resignación los inconvenientes de la ocupación y cuando los españoles marcharon llevándose cautivas a sus mujeres y a sus hijas, se limitó a seguirles suplicando que se las devolviesen. (Después de hacer así varias millas de camino, Badajoz le amenazó de muerte) los compañeros se divertían mucho con el espectáculo cómico que ofrecía al retorcerse, tenderse en el suelo y morder la tierra presa de frenética desesperación). Ni siquiera las extraordinarias gentes de Escoria — tan altas y arrogantes que a su lado las tribus vecinas se consideraban enanas y negruzcas— causaron trastornos a los españoles. 322
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La sorpresa penosa la proporcionó el cacique Cutatara de Parisa. Era mucho más poderoso que sus vecinos — casi toda la península de Azuera le rendía vasallaje— y sumamente rico y orgulloso. Un año antes derrotó a un ejército de caníbales de Nicaragua que penetró en una de las provincias colindantes y que, salvo que eran antropófagos, tenían muchos puntos de contacto como invasores con los españoles. Desde entonces, su prestigio y riquezas aumentaron mucho y, aunque prefería evitar las hostilidades, estaba prevenido para rechazar a cualquier intruso procedente del Este o del Oeste. Lo primero que hizo Cutatara fue enviar embajadores a ver a Badajoz, pidiéndole que no avanzase. Puesto que los embajadores traían un regalo de 9.000 pesos — ofrecidos, como decía el cacique con sutil insolencia, «para sus mujeres»— la gestión estaba predestinada al fracaso. Cutatara, probable mente, habría rechazado la invasión en cualquier caso; pero, al informarle uno de sus embajadores-exploradores que se vio obligado a pasar la noche en el suelo mientras uno de los españoles la pasó en una hamaca con la mujer del embajador, que era hermana del propio cacique, dio a la oposición el vigor de un ultraje a vengar. • Hay varias versiones de lo que ocurrió, pero todas coinciden en lo fun damental: mientras Badajoz avanzaba con el grueso de sus fuerzas para ata car la aldea principal, llegaron por otro camino los guerreros de Parisa, que cayeron sobre la compañía dejada a retaguardia para proteger el oro acumu lado. Al enterarse del imprevisto asalto Badajoz retrocedió, pero la batalla entablada fue una humillante derrota para los españoles. Setenta hombres murieron y los indios se apoderaron de casi dos tercios del tesoro de la expe dición. Badajoz prestó el primer auxilio a los heridos graves, tratándoles con las mantecas de los indios caídos — recurso infalible al parecer— , empren diendo una retirada precipitada. Al regreso a Darién fue hostilizado por las tribus antes sumisas, enteradas de lo sucedido en Parisa. El último encuen tro tuvo lugar en Chepo, donde encontró la muerte Pérez de la Rúa. Dadas las circunstancias, produce verdadera admiración el hecho de que Badajoz tuviese todavía ánimos suficientes para desviarse hasta la isla de Otoque y volver con cerca de doscientas libras de oro y dos mil pesos de esclavos. Cuando la extenuada expedición de Badajoz pasó a través de Comogre por el camino real (se daba este nombre a cualquier sendero importante) estableció comunicación con la partida de Espinosa, a la sazón acampada en Chimán. El alcalde mayor, estimulado por lo que se le contó de Coiba y 323
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provisto por Badajoz de un guía — el infatigable Alonso Martín de Don Be nito— , decidió inmediatamente que la venganza a tomar sobre los caciques de Bayano debía subordinarse a una actuación más lucrativa sobre el señor de Parisa. En marzo llegó a Santa María, procedente de Chimán, el deán Juan Pérez, portador de las cartas en que Espinosa anunciaba su intención de dirigirse a Coiba y pedía se le enviasen refuerzos. El gobernador, malhumorado con la noticia de la pérdida del botín de Badajoz, se puso muy contento al enterarse del proyecto de recuperarlo. En aquel momento su goce anticipado de apoderarse del territorio de Balboa como preparación de otras expediciones más gratas sufrió un rudo golpe. Durante dos años había insistido con Balboa en que la única razón de no permitirle trasladarse a su gobernación era la lamentable escasez de hombres en la colonia. Pero ahora acababa de llegar de la Hispaniola y Cuba, Andrés de Garabito, con sesenta voluntarios a las órdenes del adelantado. Pedrarias estaba más indignado que nunca. El hecho en sí era descon certante y, por otra parte, resultaba intolerable pensar en los comentarios burlones de los compañeros, que dirían: «¡Bien ha engañado el adelantado al vjejo! ¡Ahora veremos cómo se las arregla para impedirlo, pues no hay ley al guna que impida a un adelantado traer voluntarios para su gobernación!» El gobernador actuó con rapidez. La falsa afabilidad con la que solía ocultar sus verdaderos sentimientos quedó esta vez desbordada: perdiendo los estribos arrestó a Balboa bajo el pretexto de conspiración y rebelión frustradas, lo que dio origen a un tumulto. Pedrarias llegó a temer que la cárcel fuera asaltada para liberar al preso, en cuyo caso podía ocurrir todo lo peor. La notable in dulgencia desplegada por Balboa en noviembre para tranquilizar la creciente corriente en su favor no podía durar indefinidamente; además, en noviembre el espíritu de Balboa tal vez estuviera reforzado por la presencia de muchos de sus hombres que ahora se hallaban con Espinosa y por la ausencia de aque llos sesenta aventureros recién llegados. En vista de todo ello, Pedrarias hizo construir una jaula en el patio de su casa, a la que ordenó trasladar como una bestia peligrosa al adelantado de Sus Altezas y gobernador del mar del Sur. No se sabe con certeza cuánto tiempo duró este absurdo encarcela miento: quizá unos dos meses. Es posible que Pedrarias llegara a lamentar lo como el mismo preso, pues la indignación ante tal proceder era vivísima en la ciudad y Vasco Núñez de Balboa, dentro o fuera de la jaula, podía ser un elemento perturbador en un hogar. Así, cuando la violenta situación acabó — seguramente en consideración a las gestiones del obispo y a los 324
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ruegos de doña Isabel— se produjo una volta face que dejó estupefactos a los observadores. El gobernador no se limitó a libertar a Balboa, sino que lo adoptó. Para mayor asombro de la colonia entera, se anunció el matrimonio de doña María — hija de don Pedro Arias Dávila y doña Isabel de Bobadilla y Peñalosa— con el adelantado Vasco Núñez de Balboa, gobernador de la costa del mar del Sur. El contrato de esponsales fue firmado ante el obispo. O ello en sí cons tituyó una ceremonia de matrimonio válido o fue completado mediante un matrimonio por poderes, pues, aunque algunas veces se ha dicho que Balboa no fue otra cosa que prometido de María, y a pesar de que Pedranas declaró más tarde que sólo había prometido a su hija en matrimonio «si el rey no se oponía», Oviedo —que tuvo ocasión de examinar todas las actas obrantes en los archivos de Santa María, afirma de manera categórica que el gobernador contrató el matrimonio en nombre de su hija, dando su mano por ella. A par tir de entonces, siempre que Pedrarias se dirigió a Balboa le llamaba hijo. La alianza file seguida por una autorización a Balboa para hacer una expe dición a su gobernación. Más exactamente, lo que se autorizó fue una expe dición eventual, ya que el contrato contenía varios subterfugios. Por ejemplo, requería a Balboa a establecer un asiento en Acia antes de ir al Pacífico, conce diéndole sólo dieciocho meses en los cuales debía realizarlo todo. También se le permitía llevar nada más que ochenta hombres — incluidos los llegados con Garabito— , aun cuando se despacharan ciento treinta a reforzar a Espinosa en los territorios que, después de todo, pertenecían a la concesión de Balboa. Cierto es que se necesitaba a alguien en Acia, que acababa de ser arrasa da por los exasperados indios y sembrada de más huesos: los de Lope de Olano y una docena larga de sus compañeros (4). Ada era la puerta de entrada a los pasos y, aparte de la idea de Pedrarias de trasladar allí el gobierno de la colonia, su seguridad constituía una necesidad estratégica. Careta había dejado de ser un sitio seguro y pacífico para el paso de tropas y sólo podía considerarse como base de operaciones si lo ocupaba una guarnición per manente. Y como sería un puesto de excepcional importancia para Balboa si se proponía operar en cualquier punto del golfo de San Miguel, es probable que el adelantado quisiera ocuparlo él en persona. Ansioso de cumplir la primera parte de su misión antes de que regresara Espinosa permitiéndole disponer de más hombres, Vasco Núñez apresuró los preparativos para la aventura y alrededor del 24 de agosto embarcó con su pequeña fuerza y partió con rumbo a Acia (5). 325
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Los argumentos en favor de una alianza con Balboa, insinuados por el obispo y secundados por doña Isabel, fueron buenos, sin duda. Los citan los cronistas: Vasco Núñez, de ilustre linaje y ya adelantado, era un yerno fran camente aceptable; su capacidad y posibilidades parecían tan prometedoras que incluirlas en su familia equivaldría para Pedrarias a una póliza de segu ro para la vejez. Por el contrario, la enemistad con Balboa había resultado perjudicial en términos generales y ahora alcanzaba un punto igualmente amenazador para el gobernador que para su víctima y, lo mismo la colonia que el Trono, habían de ver con satisfacción que se pusiera punto final a las disensiones y conflictos entre ambos. En resumen, la adopción de Vasco Núñez fue una de esas soluciones políticamente deseables, en las que el inte rés privado puede llevar con gracia el disfraz de un servicio público. Todo esto era bastante cierto. Pero casi todo ello hubiera sido cierto asimismo mucho tiempo antes. Lo que no explican las crónicas es por qué fue aquel momento el que se consideró oportuno para insistir en los argu mentos en pro de la unión o por qué éstos se volvieron eficaces de pronto, precisamente cuando la hostilidad de Pedrarias alcanzaba un punto culmi nante. La respuesta habrá que buscarla en la llegada de noticias de España anunciando la muerte del rey Fernando y el advenimiento de la regencia del cardenal Cisneros. Cualquier cambio de régimen significa un peligro para todo el que de sempeña un cargo ejecutivo; este de ahora era especialmente desconcertante para Pedrarias. Para explicar por qué la noticia pudo afectar tanto a la acti tud del gobernador y a la vez comprender el curso completo de los aconte cimientos de la colonia a partir de este instante, debemos tener presente lo sucedido en Castilla desde 1515. 327
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Durante tres años la salud de Fernando se fue haciendo cada vez más precaria a consecuencia — se decía— de una «poción fría» que se le sumi nistró por encargo de la reina Germana, con la esperanza de que le capa citara para engendrar un heredero del Trono de Aragón. En abril de 1515 sufrió una grave recaída y a partir de entonces sufría agudos ataques con intervalos más o menos de dos meses. A pesar de su estado, o tal vez por ¿1, el rey se sentía dominado por una inquietud agotadora que le obligaba a trasladarse de un sitio a otro, poniéndose en camino cuando apenas podía sostenerse en pie. En septiembre fue a Aragón, donde estaban reunidas las Cortes. A su regreso se detuvo unos días en Madrid, desde donde se tras ladó a Falencia. El 27 de diciembre emprendió de nuevo el viaje en dirección a Se villa, pero no pudo pasar del pueblo de Madrigalejo no lejos de Trujillo. Fernando nunca se había rendido ante la adversidad. Ahora, acostado en el convento de Guadalupe, tan demacrado y céreo su rostro que apenas se le podía reconocer, se negaba todavía a creer que el final se hallaba tan próximo. Difícilmente lograron los cortesanos persuadirle de que debía confesar por última vez y recibir los Sacramentos. No obstante la gravedad, su mente permanecía lúcida y sostuvo una larga consulta con sus conseje ros, de la que resultó el borrador de un nuevo testamento. En él nombraba para sucederle a su nieto Carlos, designando regente de Castilla durante la minoridad del heredero al cardenal Ximénez de Cisneros. Un equipo de escribanos, trabajando con velocidad febril, terminó una copia en limpio para que el monarca la firmase el 22 de enero. A la madrugada siguiente, cumplidos todos sus deberes y vestido su cuerpo con el humilde hábito de San Francisco, el gran rey falleció. Las últimas cédulas relacionadas con Castilla del Oro que llevan su fir ma están fechadas el 2 de agosto del año anterior en Aranda de Duero, en cuya fecha no tenía noticias de Darién posteriores al 23 de noviem bre de 1514. Apenas leídas partió para Segovia, en donde, recuperado apenas de otra grave recaída, dejó el Consejo y la Secretaría de Castilla para trasladarse a Aragón. Por aquel tiempo todo el mundo — salvo él mismo— advirtió que sus días estaban contados. Hay razones para creer que no se le remitía la correspondencia referente a las Indias (1). Colme nares dijo que pudo negociar la mayoría de sus peticiones con Fonseca y Conchillos en Segovia, pero que se le manifestó que la consideración y aprobación final de las más importantes debían aplazarse hasta que el rey 328
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pudiera ser consultado y durante el último mes en Plasencia, donde coin cidieron Colmenares, Oviedo, Las Casas y otros peticionarios, Fernando estuvo demasiado enfermo para ocuparse de asuntos estatales. Escuchó con simpatía a Oviedo y Las Casas, encomendándoles hablar a Conchi llos, que por entonces se hallaba en Sevilla, prometiéndoles ocuparse per sonalmente en los asuntos de que le habían informado tan pronto como llegase a aquella ciudad. Pero, por una vez, dejó a un lado sin leerlos los memoriales que le entregaron. A la luz de estos hechos resulta muy interesante considerar una carta de Balboa al rey, fechada en 14 de diciembre de 1514, y más especialmente las notas que se le pusieron ya en España. Estas apostillas han sido consideradas como una prueba de que Balboa estaba a la sazón mal visto por Fernando. No hay nada de eso. Lo que prueban es hasta dónde estaban preparados los fiadores de Pedrarias para darle lo que deseaba. En dicha cana Balboa, después de dar las gracias al rey por su benevo lencia y la promesa de futuras recompensas, contestaba a la invitación de Fernando para que le diese su opinión sobre las condiciones de la colonia. Como en sus restantes cartas, criticaba a Pedrarias por su cruel manera de fomentar la esclavitud, con lo cual los colonizadores se enriquecían en poco tiempo y la tierra quedaría despoblada antes de cuatro años, y por la ex propiación de las mejores casas y haciendas de los primitivos vecinos, con lo que aludía a sus dos casas. Aconsejaba conceder una autoridad indivisa a Pedrarias, no porque le juzgara capaz o deseoso de gobernar bien por sí solo, sino a fin de hacerle responsable único de la administración de la co lonia. Al compartirla — decía Balboa— , la eficacia y la responsabilidad se perdían al llegar el momento de tomar decisiones: ...«que habría daño en hacer muchos pareceres, porque, si se ha de hacer alguna cosa que cumpla el servicio de V. A., dilátase tanto que cuando se viene a concluir es pasado el tiempo». La nota oficial de esta carta lleva las siguientes notas marginales: «Plática en el secreto, que se le responderá a este que Su Alteza ha visto sus cartas, se ha maravillado mucho continuarlo tanto en la determinación que tuvo de escribir y asi por esto como en hablar cosas tan inciertas como ha escrito y escribe, y que así por esto como por las cosas y delitos que cometió, al paso que se entrometió en usurpar la gobernación de aquella tierra, Su Alteza envía a mandar a su lugarteniente general que haga lo que escribe». 329
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Y otra segunda nota, breve y nefasta: «Que se escriba a Pedradas que ésta le dé después que le tenga a recaudo». No hay indicios de que la seudocédula así esbozada (evidentemente para relacionarla con la demanda del gobernador presentada por Colmenares de una nueva residencia de Balboa a cargo de un juez nombrado por Pedrarias) fuera enviada alguna vez. Quizá lo impidiera el regreso del rey a Aragón —volvió antes de lo que se esperaba— o quizá alguien recordara la carta escrita por Fernando a Balboa en agosto, trazada para confortarle y ani marle y confirmada en otra a Quevedo, lo que haría parecer notablemente sospechosa la consecuencia propuesta. Cualquiera que sea la explicación, es grato saber que la última comunicación que Balboa recibió de su soberano fue cordial. Carlos, archiduque de los Países Bajos y futuro emperador del Sacro Romano Imperio, a quien la Historia conoce por Carlos V, apenas contaba dieciséis años al morir su abuelo. Aunque corría por sus venas la sangre de la pobre reina Doña Juana, había crecido como un Habsburgo, imbuido de ideas flamencas y dominado por consejeros flamencos. Nunca había estado en España, no hablaba el español y estaba dirigido casi enteramente por su primer ministro y ex ayo Guillermo de Croy, señor de Chiévres, antiguo favorito de Felipe el Hermoso. Los cortesanos flamencos estimaban poco a los castellanos, y a la cabeza de su lista de personalidades destacadas en su antipatía figuraban Fonseca y Conchillos. Pero lo que resultaba por el momento más alarmante para los protegidos de estos hombres, como Pedrarias, era que Cisneros, designado para gobernar a Castilla durante tres años, tampoco sentía el menor entu siasmo por ellos. Desde el día en que se leyó el testamento de Fernando y el cardenal asumió el Poder, Fonseca se eclipsó. Y antes de transcurrir tres semanas, Las Casas — cruzado intransigente de las más desagradables refor mas— se había convertido en consejero de Cisneros para los planes de una nueva ordenación de las Indias. No es extraño que Pedrarias, incluso antes de saber todo el alcance de las intenciones del cardenal, sintiera un escalo frío en la espalda e hiciera las paces con Balboa. Estaba en la postura de un político corrompido que ocupa un puesto secundario y cuyo partido acaba de perder las elecciones. 330
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Cisneros no ambicionaba la regencia, pero, cuando su peso recayó sobre sus hombros, supo ser un gobernante en el verdadero sentido de la palabra. Confirmado por Carlos como único regente, relegó al embajador flamenco Adriano — previamente designado en Bruselas para ejercer la regencia espa ñola— al innocuo papel de consejero consultivo, y neutralizó con la mayor firmeza los subsiguientes intentos de Chiévres para introducir a algunos fla mencos escogidos en la regencia (2). El cardenal necesitó de toda su fuerza y toda su astucia. A la muerte de Fernando el Católico, Castilla se convirtió en un país turbulento, agitado por pequeñas guerras entre los magnates rivales, desasosegado por las inevi tables intrigas de un interregno, y cada vez más descontento del príncipe «extranjero». Por otra parte, los pilares de la política cisneriana eran la apli cación imparcial de la Ley, el fortalecimiento del poder real a expensas del de los nobles, la probidad administrativa y — en las Indias— la observancia forzosa y la ampliación de los liberales decretos de 1512 y 1513. Era un programa a propósito para suscitar las más vivas oposiciones. Cisneros ma nejó todo ello con su habitual eficiencia vigorosa y, además, tuvo la suerte de ser lo bastante rico para sostener a sus órdenes un cuerpo de tropas bien adiestradas. Como canciller y primado, Cisneros estaba bien informado de ios asun tos coloniales. La mayoría de las gentes importantes de las Indias — incluso Pedradas— le eran conocidas. Su auxiliar, el obispo Ruiz de Ávila, había estado en la Hispaniola siendo sacerdote y los dos juntos sabían, directa o indirectamente, muchas más cosas de las que aparecían en la corresponden cia oficial. En lo referente a Darién, también podía contar el cardenal con la ayuda — si podía llamársela así— de las representaciones'de Colmenares, Oviedo y Enciso (3). El caso que hizo de ellas puede juzgarse por el poco éxito de los tres, así como por el tono de su correspondencia con Pedradas, llegada hasta nosotros. Debe recordarse que Oviedo, fray Diego de Torres y Colmenares sa lieron juntos de Santa María. Oviedo dice con marcada complacencia que los otros iban enviados — Colmenares por el gobernador y fray Diego por el obispo— para espiarle. Es probable que el veedor se hiciera ilusiones. En todo caso, cuando llegaron en junio a Santo Domingo, Colmenares tomó pasaje en seguida en una carabela que zarpaba para España, en tanto que Oviedo, Torres y otro fraile llamado Vega esperaron un par de meses. Cuan do; al fin partieron, tuvieron una travesía inusitadamente larga y azarosa. 331
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Al llegar a Funchal, dos meses y medio después, fray Diego y unos cuantos pasajeros más desembarcaron y la nave partió de nuevo sin ellos. Esta salida, que se podría calificar de gatería, es explicada por Oviedo diciendo que fue debida a una tormenta que hizo aconsejable buscar el mar abierto — y sin duda también seguir hacia Castilla— , pero puesto que él servía como capi tán de la embarcación, habrá que darle crédito. Torres encontró más tarde otra nave que le llevaría a Cádiz, muriendo antes de desembarcar. Oviedo, que parece haber llegado a Castilla en noviembre (4), informó a su jefe Conchillos, en Sevilla, y obtuvo licencia para trasladarse a la Corte, partiendo para Plasencia. Después de ser recibido por el rey volvió a Sevilla para dejar un informe escrito a Conchillos, emprendiendo seguidamente otro viaje hacia el norte para dirigirse a su casa a Madrid, en donde se en contraba cuando Cisneros y su Corte llegaron a principios de febrero. Pero rápidamente vio cómo se evaporaba la grata seguridad y la influencia de que hasta entonces había gozado. No obstante, como era hombre perseverante, decidió embarcarse para Flandes a ñn de probar fortuna con Carlos. Las travesías de Oviedo fueron constantemente acosadas por los temporales, de los que siempre escapó por verdadero milagro, como si estuviese protegido de manera especial por la Divinidad. Este viaje a Flandes duró cuatro meses, entre tempestades y extravíos, y cuando, al fin llegó a Bruselas, fue cortésmente reexpedido a Cisneros. De regreso en Madrid tampoco tuvo éxito. El regente, informado por Las Casas, le consideraba sin duda — y con bastante razón— como un imperialista disfrazado de reformador. Colmenares, muy animado por sus conversaciones con Fonseca y Con chillos, también se precipitó a presentar sus respetos a Fernando en Plasencia. Como procurador llevaba consigo una doble lista de peticiones de los vecinos y del gobernador. Los primeros manifestaban su contrariedad porque no se les hubieran concedido las importantes súplicas de la lista que el mismo procu rador llevara en 1513; los cacareados privilegios concedidos entonces eran en substancia los mismos de los contratos de Nicuesa y Hojeda. Las sugestiones que ahora sometían se referían, por lo general, a reducciones o exenciones de las regalías y tasas normales. También pedían autorización para cobrar por tazgos sobre los caminos del estuario y del puerto; el establecimiento de regi mientos perpetuos con gajes de la mitad del producto de las entradas para los regidores que permanecieran en su puesto y de uno y medio para quienes fue ran en las expediciones; el derecho para cada capitán de repartir como mejor le pareciera el botín de las cabalgadas entre él y sus hombres; un blasón para 332
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la dudad de Santa María; y que todos los primitivos asentados ascendieran en la escala social conviniéndose los plebeyos en hidalgos y los hidalgps en caba lleros. Esto último no respondía a un ingenuo afán de vanidad, pues el rango significaba privilegios, como, por ejemplo, el derecho a un solar cuádruple en la ciudad y a un área quíntuple en las zonas agrícolas. Las peticiones formuladas por el gobernador, de acuerdo con Puente y con Márquez, eran las siguientes: a) la concesión de una autoridad absoluta a Pedradas; b) que se le permitiera nombrar un alcalde mayor; c) la designación de un funcionario que sirviera de tesorero y factor; d) el nombramiento de otro que realizara las funciones de contador y veedor; e) una nueva residencia de Balboa (relacionada con las peticiones a y b); la transferencia a Pedradas de la gobernación de Vasco Núñez; g) la reducción de la organización eclesiástica a dos o tres sacerdotes y un vicario general; h) el establecimiento en Santa Ma ría de un teniente gobernador con seiscientos nuevos reclutados. Todo lo cual, como se advertirá por la lectura, suponía resolver definitivamente todos los problemas, al eliminar a Balboa, el obispo, Espinosa y Tavira, dejando libres de trabas a Pedradas, Puente y el dócil Márquez. Aparte de estas peticiones ajenas, Colmenares llevaba una «modesta» lista de peticiones propias. Solicitaba un asiento para ir a la costa del Pací fico a descubrir las islas de las Especias — «que están muy cerca»— con tres carabelas que se construirían en el mar del Sur; que los gastos se sufragaran a título de préstamo por la Corona y que los quintos se fijaran en la mitad de la tarifa normal. Asimismo pedía el oficio de custodio y ejecutor de bienes de difuntos en Castilla del Oro y Cuba; un nombramiento vitalicio de real capitán con el sueldo correspondiente; un regimiento perpetuo en Tierra Firme; doscientos indios en Cuba; la paga de capitán de la Corona en tanto actuara como procurador de los vecinos y el reembolso de los 250 pesos con que había contribuido a fletar particularmente una carabela que acompañó a la armada de Pedrarias. Algunos meses más tarde añadió otra reclamación de 400 pesos por gastos de viaje. Justificó estas singulares pretensiones con el pretexto de que a él se debía en su mayor parte la colonización de Tierra Firme, de cuya región tenía conocimientos únicos, adquiridos en seis años de exploración en sus costas. Tal vez omitiría la justificación de este aserto; pero, aunque hubiera sido verdad, no podía referirse de ningún modo a la floreciente colonización de Cuba, por lo que la exageración era demasiado manifiesta. Colmenares había estado en conjunto dos años y nueve meses en Tierra Firme, ninguno de ellos como caudillo. 333
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Por lo que se sabe, lo único que Colmenares pudo sacar en limpio fue el escudo de armas para Santa María, y para ello fue sólo una modificación — dis minuida— del que ya se le concediera antes de la llegada a Castilla del procu rador. El que los vecinos pidieron y obtuvieron consistía en el áureo castillo de Castilla sobre campo de sínople, sostenido a derecha e izquierda por un «tigre» y un cocodrilo y orlado de arcos y flechas. En el dibujo original, en el que el jaguar y el cocodrilo se enfrentaban, el castillo, coronado por un sol, estaba —detalle importante— sobre campo de gules como en las armas reales. También Colmenares se trasladó a Bruselas a la muerte de Fernando. Por la época en que Oviedo estaba allí, probablemente en junio, se encontró sin esperanzas ni fondos y hubo de suplicar por Dios al veedor que le llevara con él a Castilla. Igualmente desafortunado en España, marchó a Nápoles sin preocuparse de pagar su deuda a Oviedo antes de ponerse en camino (5). El bachiller Enciso no llegó a España hasta marzo de 1516. No existen pruebas de que se ocupara en alguna gestión ajena a sus asuntos personales. Su primer paso en Castilla fue renovar ante el Consejo Real su pleito sobre las entradas de Balboa en Ponca y en Careta. Parece que había perdido las esperanzas de conseguir el oro de Cemaco, o, por lo menos, no hizo men ción a él cuando en junio resumió su demanda quejándose de no haber recibido satisfacción. El caso se falló a finales de año, no se sabe en qué sentido. Como no existe referencia alguna de la sentencia y el bachiller se mostró desde entonces muy indignado con el Consejo, cabe inferir que no consiguió nada. Sin embargo, Enciso apreció bien la situación de Castilla y supo lo que Cisneros pensaba respecto a las Indias. Sin montarse del todo en el carro del vencedor — a lo que no se le invitó— , intentó demostrar que las reformas no eran sino un modelo nuevamente repintado de las que él mismo había sido antaño decidido paladín. En 1513 — decía— él y dos colegas suyos ha bían trazado los reglamentos para la distribución de los indios entre los colo nizadores, excelentes reglamentos que evitaban extremos indeseables, por lo que sería de justicia que sus coautores fuesen designados ahora para llevarlos a la práctica. Esta ingeniosa sugestión pareció verterse sobre oídos sordos. Tal vez perjudicara al bachiller su estilo epistolar curiosamente arrogante o quizá se consideraron de mal gusto sus oportunistas denuncias contra sus antiguos protectores Fonseca y Conchillos. Nunca volvió al istmo y en 1518 terminó la única de las cosas por las que debe ser admirado de verdad: la Suma de Geografía, publicada por primera vez en 1519. 334
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Mientras los representantes de Castilla del Oro se fueron obscureciedo, el prestigio de Las Casas floreció esplendoroso. Cisneros era demasiado pers picaz para no darse cuenta de sus defectos. A los ochenta años, el cardenal había tropezado con muchísimos fanáticos. Pero también comprobó que en Las Casas coincidían las virtudes con los defectos del fanatismo y que, aun no siendo el único hombre experto en los asuntos indianos que deseaba el bienestar de los indígenas e incluso su entera libertad, era seguramente el más fuerte y el más claro. Además, aunque Las Casas era capaz de emplear a veces medios dudosos para conseguir sus altos ñnes, su sinceridad y su honradez personales estaban por encima de toda sospecha. Así, el clérigo de la Hispaniola se encontró convertido en íntimo colaborador de un plan que, como decía Enciso, se parecía mucho a las resoluciones y decretos de 1512 y 1513 — cuyo mayor defecto fue el que jamás se aplicaron— al mis mo tiempo que meditaba la manera de llegar rápidamente a la meta de una ciudadanía cristiana para los indios. El plan giraba primero en torno de una resolución y varias recomenda ciones complementarias, dictadas por el Consejo Real; y luego en la sustitu ción de facto de Colón — que había sido llamado a Castilla en 1515— por tres eminentes religiosos encargados de llevar a la práctica las reformas. Ade más, se nombraría juez especial de residencias a un doctor en Leyes llamado Alonso Zuazo, al que se concederían poderes casi ilimitados en su jurisdic ción. Por último, Las Casas sería nombrado «Protector de los indios», con la autoridad y las funciones de vigilancia que semejante título implicaba. Los frailes — abades hasta entonces— se eligieron entre doce previa mente seleccionados. Todos pertenecían a la Orden de San Jerónimo, que había guardado una neutralidad muy diplomática en los desacuerdos entre dominicos y franciscanos. Eran fray Luis de Figueroa, fray Alonso de Santo Domingo y fray Bemardino de Manzanedo. Las Casas, que se convirtió en un acerbo crítico de ellos cuando vio que no le permitían imponerles actitu des y hechos, señaló que no tenían mandato para gobernar, pues sólo se les nombró para llevar a cabo las medidas en favor de los indios. Ciertamente en la correspondencia oficial se les designaba con esta ambigua fórmula: «los jerónimos que residen en las Indias por mandato de Su Alteza». El regente no podía cancelar la administración vicerreal de Colón, como Las Casas fue el primero en advertir. Pero el hecho es que los jerónimos fueron llamados gobernadores, funcionaban como tales y como tales estaban sostenidos por Cisneros. 335
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Es posible que sólo a unos fíeles servidores del Señor se les pudiera indu cir a aceptar la ardua tarea que se echaba sobre ellos: realmente fueron como tres Danieles en el foso de los leones. La primera parte de las reformas era seguro que suscitaría resentimiento en la clase privilegiada de los oficiales y representantes de la Corona don dequiera que residiesen, pues abolía todas sus encomiendas dejándoles sin trabajadores para sus plantaciones y minas, cortando con ello la mayor parte de sus rentas en las colonias (6). Si esto hubiera sido todo, los jerónimos habrían logrado, al menos, gozar del apoyo popular, porque los asentados se daban cuenta de que los indios no tardarían en ser redistribuidos entre ellos mismos. Pero la segunda parte del programa apuntaba a terminar con todas las encomiendas. A diferencia de la primera, llegaría sólo después de mucho estudio y preparación; pero, desde el punto de vista de los colonizadores, su resultado final sería la ruina económica de todos ellos. Entre otras cosas proyectaba la asignación a la Corona de un tercio del oro que se obtuviese de las minas — que deberían explotarse sin la intervención de los españoles— y los otros dos restantes a los indios. Esta segunda parte se aplicaría primero en la Hispaniola y luego en Ja maica, Puerto Rico y Cuba en este orden. En Castilla del Oro, que todavía no era más que un mero asiento, se aplicaría, al parecer, más tarde. Se hizo un gran esfuerzo para evitar que el programa completo se co nociera en las Indias antes de la llegada de los jerónimos. Naturalmente, resultó inútil. Cuando la carabela para Santa María partió de la Hispaniola en junio de 1516 no se podían haber recibido noticias de España posteriores a las de marzo (7), en cuya época la nubecilla no era mayor que la mano de un hombre. Pero cuando se advirtió que esa mano pertenecía a Las Casas, se pudo sospechar un terrible nublado próximo. Pedradas, desde luego, nada sabía de las instrucciones concretas dadas a los jerónimos, ni siquiera que se les había nombrado, en la época en que tomó a Balboa sobre su corazón como yerno. Por otra parte, Fonseca y Col menares, al menos, debieron informarle a medida que los vientos iban em peorando, haciéndole imaginar bastantes disgustos aun sin la complicación de los frailes reformadores. De hecho, se iniciaba un período de inquietud y frustración, y aun cuando su primer efecto resultara venturoso para Vasco Núñez de Balboa, el último sería trágico.
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XXVII
Los últimos meses de 1516 fueron un remanso de calma para Darién. Una desacostumbrada paz reinaba sobre la colonia. No se preparaban nuevas expediciones; Balboa, reconciliado con Pedradas, se hallaba trabajando en Ada; el obispo descansaba disfrutando la placidez del éxito; Puente y Corral, si no conformes con la situación, al menos no la combatían. Y hasta Enciso, nunca elemento tranquilizador en la colonia, había partido para Castilla. Es éste un buen momento para detenerse a considerar lo que significaba ser residente en un asiento fronterizo. Aunque algunas veces parezca men tira, no todo en la vida de Santa María fueron peligros, conspiraciones y politiqueo. Después de los primeros meses, cientos de vecinos llevaban una existencia normal — normal, claro es, para la época y el lugar— , agitada por violentas animosidades, en la medida en que el pueblo puede agitarse por una corrosiva campaña electoral. La preocupación por las entradas no les llegaba demasiado a lo vivo. Tenían tierras, familias, negocios, cultivaban hortalizas y refunfuñaban a causa de la dificultad de conservar sus casas de madera en un clima tropical. La palabra «familias» debe tomarse en un sentido lato. Algunas eran totalmente corrientes, formadas por mujeres e hijos españoles, tal vez con dos o tres parientes femeninos, que, era de esperar, se convertirían pronto también en esposas. Muchos hombres de la armada llegaron con sus hijos (alguno llevó tres); varios habían llevado a sus mancebas «para no pecar con las indias» — distingo realmente delicado— , entre ellos dos capitanes reales, hidalgos ambos, quienes, un poco por sorpresa, se encontraron pronto ca sados con aquellas compañeras socialmente indeseables. Uno de estos casos lo juzgó Oviedo singularmente penoso, porque la mujer en cuestión no sólo era vulgar, sino también fea y vieja. Por último, había casas en donde una 337
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mujer india y sus hijos mestizos vivían con la misma consideración que un.i familia legítima. Algunas veces incluso más consideradas, como, por ejem plo, el caso de la Elvira de Corral. Santa María iba mejorando. La selva que la rodeaba se taló para dcjai penetrar el sol y el aire; los caminos hacia el mar fueron ensanchados y relie nados con troncos en los trozos pantanosos, a fin de que las cargas pesadas se pudieran transportar en carretas de bueyes. Las casas eran todavía lo mis mo que las de los indios — no había en todo el asiento una sola de piedra o adobe— , pero mientras muchas no suponían sino un paso más sobre los sencillos bohíos, en otras el modelo indígena había sido adaptado para las mansiones de alguna pretensión, con dos pisos y una azotea, y los estrechos balcones que tanto gustan a los españoles, corridos a lo largo de las fachadas de caña. (Oviedo dice que gastó 1.500 pesos en la suya y que estaba amue blada como para recibir a personas de sangre real, si bien esta mansión no se edificó hasta 1521). Por las descripciones de Oviedo podemos imaginar algunas de las mejo res casas: una agradable residencia, bien situada sobre un terreno de casi dos cientos pies de fondo y ochenta y cuatro de extensión a la calle, como diría hoy un agente de ventas. La estructura de la casa era de un solo piso — tipo rancho— , construida con maderas desbastadas. Los cimientos consistían en grandes piedras situadas a una distancia aproximada de una vara, sobre las cuales se colocaban pesadas vigas de alguna madera inalterable como la de guayacán. Las paredes se hacían de cañas, las cuales, si se cortaban en men guante, eran muy duraderas; el techo, que tenía un alero de cinco pies por lo menos, estaba fuertemente bardado con una hierba de los pantanos con siderada muy superior a las bardas europeas. En resumen, una construcción fresca y ventilada, muy adecuada para el clima. Suelos, umbrales, puertas y postigos eran de escogidas maderas duras, pulidas con arena. El mobiliario era casi el mismo que hubieran tenido en España: sillas — a menudo con asientos y respaldos de cuero— ; recias mesas, armarios, camas con blandos colchones de lana vegetal, alfombrillas tejidas con hebras de algodón o de junquillo coloreado. La casa ofrecía a la calle una fachada sin adornos. Podía haber una franja de jardín por un lado y un gran patio detrás, donde crecía una sorprendente variedad de plantas y hierbas a pesar de las gallinas. Todo a la sombra de los árboles frutales procedentes de España: naranjos, limeros, limoneros, gra nados, higueras, incluso parras de uvas de Málaga, pues los vecinos habían 338
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aprendido como los agrónomos de nuestro tiempo que, mediante drásticas podas, las viñas se podían aclimatar en el trópico. Servido fielmente por naborías y esclavos, nuestro próspero dueño de casa vivía ahora con mucha más comodidad de la que confesaba. Según los propios vecinos, no había en aquel momento en la colonia más que 600 españoles, de los cuales 435 estaban en entradas o en Ada (1). Las haciendas extendidas por los valles de los alrededores podían alimen tarlos a ellos y a sus indios con el maíz en sazón, los frondosos campos de yuca, los cuadriláteros de legumbres indígenas, las hileras de piñas erizadas de púas. También tenían cerdos, algún ganado — ovejas y cabras— , unos cuantos caballos y, probablemente, puesto que había por lo menos un asno garañón, algunos muleros. En muchos sitios de aquellas latitudes se dan dos cosechas de maíz al año, pero en Darién sólo se sembraba una. Cada dos o tres años, por lo menos, algunas tierras nuevas eran desmontadas, aradas y dejadas tres meses para fertilizarse. (Esta costumbre permanece a través de los siglos, dando lugar a problemas nacidos de la despoblación forestal con la que estos países luchan hoy). La época para sembrar era la del primer cuarto de la luna de abril; si el suelo estaba seco, se regaba dos días antes. El acto de la siembra parecía una danza estilizada, una rítmica invocación a la fecundidad de la tierra. Los sembradores se alineaban separados unos pasos, cada uno con un bastón de siembra en la mano y un saco de semilla colgado de la cintu ra. Cuando el capataz daba la orden, avanzaban con majestuosa cadencia coreográfica: un golpe para horadar la tierra con el bastón, una inclinación para verter cuatro o cinco granos en cada agujero, un movimiento suave de barrido con el que se colocaba encima la tierra, un lento pisar sobre ella para que el suelo quedara firme, otro paso adelante, y vuelta a empezar. Algo por el estilo puede verse hoy en muchos sitios del país. El grano germinaba a los pocos días; se escardaba y regaba si era necesario, se vigilaba cómo iba ma durando por muchachitos situados en plataformas y se recogía en septiem bre, rápidamente, a fin de que no se pudriera o se adelantaran a cosecharlo el jabalí o el ciervo. Los españoles usaban la harina de todas las maneras aprendidas de los indios: para hacer pan, budines, tortas; como masa para la cerveza o tostada para endulzar las aguas salobres que habían de beber. El alimento cereal era, sin embargo, mucho más frágil que el cazabe — harina de yuca— que los colonizadores baquianos de la Hispaniola co nocían más y mejor que los indios del istmo. Los nativos de Castilla del 339
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Oro cultivaban la yuca sólo como hortaliza en tanto que en la Hispaniola el cazabe constituía un alimento vital. Los asentados enseñaron a prepararlo a sus naborías. La yuca se cultivaba en un sistema escalonado. Sus raíces eran comesti bles al año, mejor todavía a los dos, y a los tres sólo eran buenas para forrajes. A veces se plantaba en lindones, pero generalmente se hacía en montones de una vara de altura y distanciados uno de otro una vara o vara y media. Cada montón producía un mínimo de cinco libras de cazabe. Las Casas señala que una plantación de yuca de cinco meses, formada por 20 ó 30.000 montones a lo largo por 5 ó 10.000 a lo ancho, formaba un hermoso espectáculo. Pero esta afirmación avergonzaría a un cultivador moderno, pues una plantación de 30.000 montones a lo largo se extendería treinta millas; una de 20.000 por 30.000 cubriría más de 50.000 hectáreas y produciría en un período de dos años no menos de mil millones de libras de cazabe. Aun considerando el enorme consumo de este producto — que se calculaba en cincuenta libras mensuales por cabeza— es mucho cazabe. La lista de verduras europeas que Oviedo cuenta crecían con éxito en Darién, agradaría a un dietético (2). Es inesperada y no sólo por el clima, pues uno no imagina que los conquistadores tuvieran aficiones vegetarianas. No obstante, aunque la lechuga y el pepino de la patria pudiesen ofrecer una grata variación en las minutas, los colonizadores estaban muy satisfechos de poder contar con muchos productos indígenas: media docena de especies de tubérculos — una batata curada no era inferior al mejor mazapán, decían— ; varias clases de calabazas; algunas legumbres; las hortalizas de abundante hoja llamadas yraca en Cueva; hierbas que los españoles designaban con los nombres familiares de achicoria, albahaca, perejil, berros, salvia, verbena... Descubrieron la delicia de las frutas indígenas: chirimoyas, mameyes, ano nes, aguacates y una docena de otras variedades, y se ponían líricos con las tres clases de piñas. Los cocos, particularmente en la costa del Pacífico, eran productos casi sin valor por su abundancia. Las semillas de cápera tostadas se parecían a las avellanas. (No se sabe por qué no aprendieron a asar los chícharos y despreciaron el maní como alimento pobre y más adecuado para los cerdos que para el hombre). Una clase de correhuela que se daba mucho en las tierras abiertas proporcionaba un excelente pasto y sus raíces hacían engordar mucho a los cochinos. Los colonizadores adoptaron también las plantas medicinales de los indios — entonces, como ahora, parece que en aquellas regiones casi todas 340
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eran específicas para determinadas enfermedades humanas— , utilizando cuantos productos tenían a mano para sustituir a las medicinas europeas, costosas de importar. Las raíces y bayas eran buenos detergentes, el estiér col seco de los cocodrilos la mejor piedra pómez; la corteza del mangle, perfecta para curtir. Una especie de terebinto proporcionaba trementina; ciertas abejas producían una substancia parecida al ámbar, superior a cual quier brea o resina. Había fibras con las que se tejían lienzos y sogas más fuertes que los de España; algodón salvaje y cultivado; vellones de lana de ceiba. Las palmas tenían cien usos distintos. Las hojas de bihao, inmensas y flexibles como las del platanero, eran sumamente valiosas para hacer en volturas impermeables. Las hojas gruesas y redondas de guayaban y copey, en las que se podían grabar fácilmente líneas blancas, servían para papel de cartas y naipes. Los colonizadores aprendieron pronto la clase de madera que debían utilizar para vigas —guayacán, macana y mangle— ; cuáles para mobiliario o adorno de las casas — caoba, cedro, roble— ; cuáles para carbón, leña o pólvora; cuáles para hacer los yugos y arzones más fuertes —guásim a y to tuma— . Sabían también lo que tenían que evitar, como, por ejemplo, el árbol venenoso al que llamaron manzanillo, más nocivo que cualquier hier ba ponzoñosa, y — después que un desdichado compañero hubo empleado sus hojas como papel higiénico— conocieron la terrible causticidad de una planta llamada guao. Descubrieron asimismo que la madera de construcción debía talarse tan sólo durante el cuarto menguante, pues en los otros se pu dría rápidamente (3). Como observó dos siglos y medio después el reverendo Mr. Borland, «la animalidad de esta región es muy variada». En general, los grandes animales eran los que menos inquietaban a los colonizadores. Abundaban el jaguar y el puma; pero, excepto uno o dos machos feroces, causaron pocos daños; el opossum y la comadreja, matadores de gallinas, eran mucho peores desde el punto de vista de un hacendado. Los monos también causaban perjuicios, pues eran sucios y malignos, advertían la presencia de los soldados o los ca zadores a las presuntas víctimas y arrojaban objetos con pasmosa puntería. (Uno acertó en la boca a un compañero, rompiéndole cinco dientes). Pero los cusumbles, ocelotes y coatls domesticados resultaban divertidos y encan tadores los armadillos, tan parecidos a diminutos corceles con arneses de guerra, que surgió la duda acerca de si la armadura de guerra de los caballos se había copiado de ellos o ellos habían copiado a los caballos. 341
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Los españoles se quejaban menos de las serpientes que de los sapos, y aceptaban las batidas a los vampiros como un quehacer fortuito. La pertur bación real se la ocasionaban los insectos. Habla verdaderas plagas de arañas, escorpiones, grillos voraces; legiones de hormigas rojas, grandes como avis pas; cucarachas de tres pulgadas, que volaban cuando querían y malolien tes; reznos que no respetaban ni a los animales ni a las personas; ciempiés; termites... (Se advirtió que los termites, como los huracanes, disminuyeron considerablemente una vez que la Sagrada Forma se instaló en las iglesias). La molestia causada estaba en razón inversa al tamaño. Los mosquitos y los jijenes eran inoportunos e insaciables, pero mucho menos que las niguas y los invisibles ácaros llamados yaibi. La selva adiestró a los conquistadores en mil estratagemas e incluso en cosas como orientarse por medio del espesor y del hueco de los árboles y reconocer los que almacenaban agua dulce en sus tallos o raíces. Pero lo más importante y menos romántico fue aprender el arte de arrancarse de la piel las niguas y los ácaros, operación que en muchas ocasio nes tenían que hacer por la noche, casi agotados por un día de marcha. Volviendo a la fauna mayor, asombra la aparente abundancia de caza y pesca. ¿Cómo podían pasar hambre los colonizadores? Había ciervos, co nejos, media docena de sabrosas variedades de la familia de los conejillos de Indias y manadas de jabalíes. El manatí — según se decía— proporcio naba cinco sabores diferentes de carne, a cuál mejor; el tapir era duro, pero substancioso. Las ranas —exquisito manjar para los indios— no agradaban demasiado a los españoles, a quienes les parecían, en cambio, deliciosas las iguanas, que, además, podían comerse en días de vigilia o ayuno, pues sien do «animales neutros» admitían ser calificadas como pescado. Abundaban las focas y mucho más las tortugas, especialmente en Careta. Había varias especies de pavos y faisanes, y en la época de la migración las bandadas de aves obscurecían el cielo. La variedad de peces era infinita, desde el atún y el pez espada hasta los más minúsculos. La escasez en medio de toda esta abundancia es menos extraña de lo que parece. La caza resulta difícil en un país abrupto y selvático, con una población hostil. Las bandadas de aves no vuelan al alcance de las ballestas y aunque los patos y gansos de vuelo bajo permanecen en los pantanos, sólo lo hacen durante unas cuantas semanas al año. También eran difíciles de matar, y, sobre todo, de cobrar, en las profundas ciénagas que limitaban con territorios enemigos. Los peces grandes sólo se daban en determinadas épocas coincidentes con los fuertes vientos. 342
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Los españoles obtuvieron algunos interesantes datos zoológicos. La in terminable guerra entre focas y tiburones les fascinaba enormemente, cosa muy natural. Imaginamos, no obstante, que las focas hubieran podido hacer frente a los tiburones organizados como mercenarios alemanes, si los espa ñoles las hubiesen dejado solas. La piel de foca jamás cesaba de relucir en el mar; viejas y apolilladas, todavía se erguían o tendían según el estado del Océano. Notaron que la Providencia se había olvidado de proveer de un ór gano de evacuación a los cocodrilos y también que los reptiles exhalaban un perfume agradable. De las observaciones que pudieron hacer sobre las aves emigrantes tenemos la sorprendente información de que, excepto los patos y gansos, eran todas águilas pequeñas, de tamaño mediano y hasta águilas rea les, o, por lo menos, todas las aves de rapiña pasaron sobre Darién en marzo y los primeros días de abril con dirección al Sur, y puesto que nunca volvie ron, se sacó la conclusión de que seguían su vuelo alrededor del mundo. El tapir era un animal desconcertante: «Tiene trompa como los elefan tes, pero no es un elefante; embiste como los toros, pero no es un toro; sus pezuñas son como las del caballo, pero no es un caballo», decía Mártir. Tam bién era útil. De sus pezuñas se podía hacer un excelente medicamento para el corazón y «contiene en sus entrañas una piedra que es un eficaz antídoto para el veneno». Otro animal, el perezoso, aunque bastante torpe, era inte resante por su habilidad musical, ya que canta toda la noche en una escala cromática descendente, salvo que, como señala escrupulosamente Oviedo, pronuncia «ha, ha, ha...» en lugar de «do, si, la, sol». En conjunto es probable que a los conquistadores les sorprendiera más aún que lo que encontraban lo que no encontraban. Habían ido a las Indias dispuestos a hallar animales mucho más extraños. Un mundo donde hasta los animales más familiares se adaptaban pronto a las costumbres exóticas, sobre todo a los apareamientos, de fijo podía producir fenómenos más es pantosos. Y, en efecto, los produjo, por lo menos en tres ejemplos — de aire, tierra y mar— que han llegado hasta nuestro conocimiento. Para ser exactos, hemos de decir que ninguno de ellos fue propio de Darién o de Castilla del Oro. Pero dos fueron referidos por hombres de la colonia y el tercero figura en un relato de Nicuesa y Hojeda, lo cual, además de su fascinación, es razón suficiente para referirlos aquí. El monstruo del aire fue un demonio, no ciertamente juvenil y her moso como Tuira, sino horrible y angustioso. Tenía la forma de un pájaro inmenso. De cuando en cuando bajaba desde su nidal en la cordillera sobre 343
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las aldeas del valle del Atrato y su llegada producía temblores de tierra c inundaciones. Cuando revoloteaba sobre un poblado, sus alas cubrían ci sol; podía arrebatar a un hombre entre sus garras con la facilidad con que, el águila se lleva a un animalejo del campo, y exigía sacrificios humanos. los indios describían de manera impresionante al monstruo y a sus periódicas visitas: desde luego, jamás el cóndor andino ha sido presentado con mayor grandiosidad. La criatura del mar — o, mejor dicho, las criaturas— , pues eran dos, no dene una explicación tan sencilla. Fue vista a pleno día y a corta distancia por Oviedo, el famoso piloto Juan Cabezas, el padre Lorenzo Martín, canónigo de la catedral de Castilla del Oro; un hidalgo llamado Sancho deTudela y el resto de los pasajeros y tripulantes de una carabelilla que se dirigía a Panamá desde Nicaragua en 1529. El monstruo que estuvo más cerca de la nave era mucho mayor que el otro (Oviedo llegó a pensar si serían padre c hijo) y entrambos estaban de excelente humor. Durante algún rato hicieron una singular exhibi ción, saltando del agua y zambulléndose otra vez en ella con tanta fuerza, que hacían bambolearse a la carabela. «Lo que — el más grande— mostraba fuera del agua que era la cabeça e dos brazos, e de allí abaxo parte el cuerpo, más alto era que nuestra caravela e sus mástiles mucho... más que çinco estados de un hombre mediano en alto». La cabeza y el cuerpo eran casi del mismo grosor: unos trece o catorce pies de diámetro. Se pensó que pudiera ser alguna especie de ballena, pero Oviedo observó que los brazos del animal más próximo tenía veintitrés pies de largo y eran casi tan gruesos como un tonel «y algunos dicen que las ballenas no los tienen». Y añade con firmeza: «Lo que ví es lo que tengo dicho, porque yo yba dentro en la carabela». El tercer monstruo apareció en el libro de Charles Fontaine Description des tenes trouveis de notre temps, publicado en 1559, y podemos asegurar que solamente en él Fontaine dice que se encontró sobre la playa de Veragua el 4 de enero de 1543 y que obtuvo su descripción — junta con un dibujo del monstruo vivo todavía— tomada por un testigo de vista, un caballero portugués llamado Varado que por aquel tiempo regresaba de la India a su patria. Una ilustración sacada del apunte de Varado y prudentemente titu lada Merveiüe se inserta en medio de un relato divertido, sin que el autor se lo proponga, de las aventuras de «Alphonse» (Hojeda), «Ancise» (Enciso), «Pisator» (Pizarro) «et al». Es un retrato soberbio. La «maravilla» tiene un rostro ancho y ligeramen te humano, una enorme boca llena de colmillos, una trompa cuyo aspecto 344
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semeja un conjunto de tubos envueltos en vendas aislantes; sus orejas, coro nadas por una hilera de espinas, se enroscan en espirales; una cresta espinosa análoga corre bajo el centro de su frente y otras por el estilo le sirven de cejas. Su cuerpo, cubierto de grandes escamas, termina en una cola como la de una sirena de pesadilla; sus patas delanteras — el animalito tenía de todo— po dían ser las de un dragón artrítico, y su expresión es del todo feroz. El texto de Fontaine añade alguna información; tenía quince pasos de longitud, su cabeza tenía el tamaño de un tonel, sus ojos eran tan grandes como platos y el final de su cola estaba adornado con varías cabezas de serpiente en pleno fun cionamiento. Los tubos aparentes de su trompa, tan gruesos como los muslos de un hombre, estaban realmente formados por piezas plegables que podían extenderse como un telescopio; la «maravilla» echaba agua por este notable órgano hasta la distancia de un tiro de arcabuz. Fue muerta a cañonazos. No es lo menos curioso de esta curiosa historia que el caballero Varallo se encon trara en el Caribe cuando navegaba hacia Portugal desde la India. Quizá fue una lástima que no hubiese más maravillas para distraer a los colonizadores. Santa María, a finales de 1516, gozaba de una razonable prosperidad y buena salud, pero indudablemente era aburridísima. Como se desdeñaba el trabajo manual y las diversiones eran pocas, el tiempo debía pesar como plomo sobre los vecinos que quedaban en sus casas. Por otra parte, había poco incentivo para mejorar un asiento que todos sabían se hundiría fácilmente si Pedradas continuaba con sus desastrosos proyectos; para extender los cultivos agrícolas cuando el número de los colonizadores disminuía cada día o para construir una hermosa iglesia, tal como los espa ñoles las erigían en otros sitios, si sólo iba a alzarse sobre míseras aldeas. Los días de fiesta los vecinos se vestían de tiros largos y gozaban las emociones del violento juego de cañas o de otro deporte que, consistía en cortar las ca bezas de los pollos enterrados, pasando a galope tendido. Pero las fiestas eran pocas y distanciadas. Lo mismo pasaba con la llegada de naves procedentes de España e incluso con la tibia distracción de las subastas públicas. Las riñas de gallos apenas existían por la escasez de gallos de pelea. Las apuestas sobre cualquier cosa —desde el éxito de una entrada hasta la batalla entre dos cucarachas— constituían un pasatiempo permanente, lo mismo que las cartas, los dados, el ajedrez y los bolos. Pero nadie puede por menos de cansarse de jugar día tras día y año tras año. Hasta los pleitos son un deporte que acaba por fatigar. 345
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Nos imaginamos a los grupos de colonizadores holgazaneando aburrí* dos en la plaza, dándola vueltas y vueltas y repitiendo hasta la saciedad el mismo viejo chisme, dispuestos a apoderarse del menor rumor escandaloso para enriquecer el acervo familiar. Nada puede extrañar que cualquier dife rencia se trocara en disputa y que, como decían los Jerónimos, el problema más grave de las Indias fuera aplacar el ardor de los pechos de aquellos castellanos rudos, que el hacerlos tan perversos los unos para los otros hacía pensar que ningún remedio material de este mundo, sino sólo la Divina Gracia, sería capaz de curarles. En el asiento, cualquier hombre podía dormir sobre un mullido lecho, tener una mesa bien servida, sentarse en un sillón confortable; podía com prar en las tiendas que importaban artículos de España y hasta hacer algún buen negocio; podía disfrutar de los hijos, blancos o mestizos, que crecían en su casa. Pero, a pesar de todo, imaginamos que los expedicionarios en una región indómita, impulsados a la concordia por los peligros y la acción comunes, estarían mucho más contentos que los vecinos forzados a la tedio sa seguridad de Santa María.
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XXVIII
Cuando Espinosa volvió a Darién pudo informar de que el asiento de Acia, que sólo contaba seis meses de existencia, era igual al de Santa María y tan bien provisto de alimentos que se comía lo mismo que en Sevilla. Lo cual era una notable hazaña de Balboa, por cuanto suponía de trabajo ma nual por’parte de los españoles. Como señala Unamuno, los conquistadores estaban preparados para conquistar a costa de mil trabajos, pero no de traba jo. A falta de siervos indígenas, los combativos hombres de Castilla, señores de un mundo subyugado, tuvieron en Acia que desmontar y labrar la tierra, levantar edificios, cultivar los campos, cortar árboles y aserrar la madera para las naves que habían de construir en el Pacífico. Ni siquiera Balboa hubiese podido lograr tan peregrino esfuerzo de haberse limitado a su papel conven cional de comandante. Lo consiguió porque trabajó codo a codo con sus hombres, dándoles ejemplo al pechar con las más duras tareas. Los descansados y bien nutridos expedicionarios de Espinosa dijeron a Balboa todo lo que jamás había tenido ocasión de comprobar por sí mismo acerca de la tierra en que iba a mandar. El esqueleto de lo que le referían se encuentra en la extensa relación sometida a Pedradas por Espinosa. Se han perdido los intercalados y apéndices al texto y, habiendo sido compuesta in usum Delphint, omite muchas cosas que nos gustaría saber, pero puesto que es la única relación que se conserva de la historia de Darién hace que la versión del alcalde sea la mejor documentada de todas cuantas se hicieron desde Santa María. En conexión con las crónicas — más pintorescas que verídicas— y otros datos, ofrece una relación completa, más fácil de hacer en un libro que condensar en unos cuantos párrafos (1). Después de oír las experiencias de Badajoz, Espinosa gastó poco tiempo con los empobrecidos rebeldes de Cueva. Marchando directamente a em347
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presas más lucrativas, hizo todo el daño que pudo en el curso de una rápid.i incursión en el valle del Bayano, encaminándose a Natá, donde llegó a fines de marzo de 1516. Permaneció allí cuatro meses, enviando expediciones a los cacicatos vecinos (Cocié, Escoria, Cherú, etc.), mientras llegaban las tropas de refuerzo pedidas a Pedrarias. Hacia fines de junio se decidió a actuar. Los refuerzos no llegaban y una embajada formada por cuatro indios que envió a Pansa regresó sólo con tres para informarle del fracaso de la negociación. Pero tales factores negativos fueron contrapesados por otros más poderosos. Los víveres escaseaban en Natá; los indios habían sido sometidos con facilidad, en gran parte por el terror que les producían los caballos, y no parecían ofrecer peligro alguno para la retaguardia. Más importante aún fue saber que tamo Escoria como Parisa se encontraban muy debilitados por haber sostenido recientemente una de esas guerras feroces que resultan Utilísimas a un enemigo común, en la que perecieron muchos de los corpulentos guerreros blancos de Escoria. Tampoco las fuerzas de Parisa estaban en condiciones de hacer frente a una nueva agresión. El 29 de julio la expedición dejó Natá. La misma noche Escoria fue tomada por asalto, y el 1 de agosto los españoles llegaron a la capital de Cutatara, que hallaron convertida en un trágico cementerio. El espacio entre las desvalijadas casas estaba cubierto de huesos de indios de Escoria y Parisa, formando una espantosa avenida que terminaba en un gran montón de cala veras. A pesar de ello, Cutatara no se entregó fácilmente. El cacique convocó a los guerreros que le quedaban y salió a dar batalla a los invasores. El en cuentro tuvo lugar en campo abierto entre la antigua y la nueva capital — o sea entre las actuales ciudades de Pesé y Los Santos— durando seis horas. Al obscurecer, la victoria se inclinó del lado de los españoles, cuya posición se consolidó tres días después por la llegada de Valenzuela y su hueste. Desde mediados de agosto hasta fin de año el grueso de la expedición recorrió la península de Azuero, donde casi todos los caciques eran vasallos de Cutatara. Las restantes fuerzas exploraron la costa hasta el golfo de Montijo en cinco grandes canoas. Este contingente iba al mando de Bartolomé Hurtado, hombre diestro con las canoas, y llevaba dos expertos pilotos. El 3 de enero de 1517 la sección principal se puso en marcha desde Parisa hacia sus bases; el destacamento embarcado se reunió con ella en Cherú, al parecer hacia finales de febrero, y tres semanas más tarde la expedición estaba de nuevo en Santa María. 348
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Lo anterior no da idea de los interminables saqueos, capturas de esclavos y carnicería que supusieron los quince meses de campaña. Fray Francisco San Román, que estuvo en ella, dice que se mataron 40.000 indios. Ni tampoco puede expresar el portentoso valor de los soldados a quienes Es pinosa enviaba a saquear y conquistar al mando de capitanes subalternos e intrépidos. (El jefe cuidó bien de su persona; su relación oficial de la entrada no menciona una sola acción o exploración en la que él figurase a la cabeza de sus tropas). Un relato condensado de la bárbara epopeya sería poco más que un lúgubre catálogo de heroicas crueldades. Pocos episodios pueden destacarse en el conjunto. El acontecimiento más importante desde el punto de vista de Espinosa fue el hallazgo del botín de Badajoz, escondido en una choza aislada en medio de la selva, a unas tres millas de Usagaña. Fue revelado por dos indios a quienes el cacique Cutatara, incapaz de contener la presión española y no queriendo parecer acobardado, colocó como cautivos con instrucciones para «descubrirlo». Badajoz y sus compañeros, que probablemente declararon la mitad, aseguraron haber perdido de 80 a 100.000 pesos, estimación que Las Casas hizo subir a 140.000. Andagoya, hablando por los de la expedición, que, naturalmente, desearía repartir lo menos posible, dijo que el botín re cuperado era de unos 30.000 pesos y que estaba intacto. Oviedo, apoyándo se en los informes del veedor, coincide en que se encontraron 30.000 pesos, pero añade que Cutatara había recuperado todo su oro, dejando sólo el de los demás caciques (2). Bastará citar dos ejemplos para darse cuenta de los métodos coercitivos de Espinosa. El primero es que, antes de abandonar Pansa, hizo despedazar por los perros al cacique cautivo de Chicacotra, explicando que lo ordenó porque se había quedado sin valor alguno después de aplicarle el tormento y por sospechar que invocaba a los espíritus malignos contra los españoles. El segundo es una referencia a cierta advertencia formulada por el cacique de que la expedición debería alejarse de Parisa en el viaje de regreso porque los demonios abrirían la tierra para tragársela. Profecía que se cumplió par cial pero puntualmente, pues hubo un violento terremoto. Y dos semanas después de la muerte de Chicacotra Espinosa ordenó diez días de saqueo en Escoria como represalia por el asesinato de un cacique en rehenes. La subentrada en canoa de Hurtado — que fue relativamente humana y que dejó al importante reyezuelo de la isla de Cebaco técnicamente conver tido en cristiano y merecedor por sus pruebas de lealtad del sobrenombre 349
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de «el cacique amigo»— se llevó a cabo sin perder un solo hombre, salvo Messer Codro, quien — dice lacónica y enigmáticamente Espinosa— «iba de manera que según natura no podía escapar». El final de Codro tuvo lugar en Cebaco. Oviedo dice que los españoles le vieron morir sin cariño y sin compasión, y que, cuando amenazaba a Valenzuela con exigirle responsabi lidades, este capitán se reía y bromeaba diciendo que él otorgada poderes a su padre y abuelos para contestarle en el otro mundo. Como detalles cómicos pueden citarse las agradables noticias de una raza con dos cabezas y pies redondos, que vivía algo más allá del golfo de Montijo, y de la deificación de un asno. El animal hizo todo el viaje de ida y vuelta — aunque no, como asegura un historiador, montado por el jefe— re cibiendo honores especiales. Los nativos se convencieron fácilmente de que la extraña criatura de tan terrible voz era la encarnación de un dios, cuyas estrepitosas peticiones de tributo no podían ser desoídas. En Comogre, Espinosa encontró a Serrano acampado con ochenta se guidores. La relación del alcalde dice que Serrano había sido enviado a castigar a los comogres por haber dado muerte a algunos «mansos» portea dores caretaes — los que acompañaron al deán desde Chimán— ; pero, si su objetivo era ése, se acercó a él por una ruta bastante desviada. Serrano había partido de Santa María en mayo de 1516 — después de malgastar de seis a diez semanas cruzando las costas de Urabá en busca de noticias de Becerra— , al parecer, poco antes de que Balboa pasara de criminal enjaula do a yerno del gobernador. La entrada fue primero a Nombre de Dios y de allí, vía Pequeni, Chagre y Capira, al Pacífico. Después de esto no se sabe cómo empleó su tiempo; Serrano era hombre que no daba publicidad a sus hazañas ni inspiraba a otros para que la hiciesen. También su expedición, aunque bastante afortunada, quedó eclipsada por la de Espinosa, particu larmente en lo concerniente a las ganancias, pues él obtuvo 7.700 pesos en oro y 3.200 en esclavos por 55.300 y 8.600, respectivamente, Espinosa. Será interesante señalar que los 50.400 pesos de oro que formaban el provecho neto después de apartar el quinto fueron repartidos a discreción, conforme al nuevo sistema, y más aún que se les hizo aparecer como de ley. Hasta donde se puede calcular la malicia en la contabilidad de Puente, no se declaró nada como guanín y se distribuyó a razón de 320 maravedís peso. La satisfacción de Balboa al ver regresar a Darién tantos posibles reclu tas para su entrada debió nublarse por cierto resentimiento. Casi todos los 350
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beneficios registrados por Serrano y Espinosa procedían de su gobernación. No podría por menos de hacer algunas sencillas sumas, basadas en los in gresos declarados de las cabalgadas que invadieron su territorio desde que Pedradas supo su nombramiento: Morales + Badajoz + Serrano + Espinosa = a 3.865 pesos. Sin embargo, llorar por el agua vertida no le serviría de nada; lo que había que hacer ahora era exigir los hombres para su empresa antes de que se dispersaran en otras entradas. A este fin apremió a Santa María en marzo de 1517. Durante algún tiempo no se resolvió el asunto. El gobernador había decidido una vez más ir en persona al Pacífico y concretamente a Panamá y Coiba. Pedradas pensaba que donde se pudieron recoger tantas riquezas debía haber muchas más. Por una vez tenía razón: en una aldea ya saqueada Espinosa logró obtener en 1519 un botín de 330 libras de oro. Los indios de Coiba se habían ablandado; le sabía que era posible llegar desde Escoria a Veragua en seis o siete días a través de una ruta preestablecida; Hurtado tenía noticias de ricos cacicatos fáciles de atravesar, situados más allá del golfo de Montijo. La información acerca de los grandes reinos occidentales, donde los habitantes cultivaban las artes con opulencia, no se había olvida do, ni tampoco la ambición de trasladar la capital desde Santa María a algún lugar estratégico en el mar del Sur. El peliagudo combatir los proyectos de un suegro que es a la vez un su perior político, sobre todo cuando las amabilidades superficiales se conser van lozanas. Afortunadamente para Balboa, la llegada de despachos el 1 de junio resolvió sus problemas. Al leerlos, el obispo y los oficiales coincidieron en hacer un requerimiento al gobernador para que permaneciese en Santa María y enviara sin demora a Balboa, Albitez y Tavira. Sus motivos se expli caban en el documento. Eran — aparte del estado de salud de Pedrarias— la prolongada ausencia de España de Carlos, que significaba la continuación de la regencia de Cisneros; las enconadas facciones de Castilla, que no per mitían adivinar a qué lado se inclinaría el Poder; la esperada llegada de un juez investigador, la de los gobernadores jerónimos y la estupenda noticia de que podían aguardarse órdenes especiales del Consejo Real. En resumen: podía ocurrir cualquier cosa, y si ocurría, lo más probable sería que fuese desagradable. El gobernador no tuvo más remedio que acatar a un requerimiento con certado de todos los asociados a su gobierno. (Es divertido pensar cómo se lograría llegar a aquella necesaria unanimidad. Tavira resistiría hasta que 351
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Puente accediera a renunciar a su oposición a la expedición al Atrato pla neada tiempo atrás. Puente arrancaría la aprobación de Albitez como precio de la inclusión de Balboa. El obispo insistiría sobre los beneficios de Balboa antes de suscribir la desagradabilísima propuesta Puente-Albitez). De re sultas de todo ello, Balboa pudo partir a principios de julio y Tavira en los últimos días de septiembre. Albitez, con 1.500 pesos de oro de la Corona en su escarcela, se encontraba ya en la Hispaniola preparando el terreno — así se esperaba al menos— para su expedición. No necesitaba una nueva autorización del gobernador y los oficiales que le patrocinaban desde 1515, pero no podía hacerla sin licencia especial del rey o de los jerónimos, máxi me porque los privilegios de Balboa manifestaban expresamente que nadie podía permanecer en su gobernación sin su consentimiento. La expedición de Tavira resultaría un fracaso, al lado del cual quedaría pálido el intento frustrado de Balboa en la misma región. El factor salió con doscientos hombres — entre los que figuraban Hernando de Soto y Pizarra— en una flota de tres navios y siete canoas. Después de recorrer setenta leguas por el Atrato sin nada bueno o malo digno de mención, cayó al agua cuando intentaba trasladarse de un barco a otro y se ahogó, arrastrando con él en un desesperado abrazo a su tesorero Virués. La ex pedición, menos algunos hombres alcanzados por las flechas de los indios ribereños, regresó a Santa María en diciembre al mando de Pizarra, el eterno «tapa-boquetes». Había costado a Tavira 8.000 pesos, y su ganan cia total fue de 52 pesos de guanín. Para consolar a Pizarra y a los demás expedicionarios que quisieran acompañarle, se autorizó hacer otra entrada que se anunció para Abraime, pero que, según las cuentas de Puente, fue a la costa del Pacífico. Su itinerario puede explicar por qué sus hechos no fueron registrados salvo en una partida de contabilidad, de la que se infiere que duró unos seis meses y no produjo más ganancias que unos cuantos esclavos. Albitez no pudo llevar a la práctica su proyecto. Volvió a Darién en septiembre diciendo a sus superiores que los jerónimos le hablan denegado el permiso. A finales de año fue enviado de nuevo para hacer otra tentativa, yendo a España si era necesario. Llegó a Santo Domingo en enero, llevando como auxiliar y futuro socio a Andrés Niño. Los jerónimos, siguiendo la pauta marcada por Cisneros, le oyeron con indiferencia, pero como al poco tiempo llegó la noticia de la muerte del cardenal, Niño pudo trasladarse a 352
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Castilla para tratar de los asuntos. Cuando llegó encontró que todo estaba ya arreglado: el 20 de marzo Carlos I había firmado una orden a los Jeróni mos para que concediesen su asiento a Albitez. Al verse defraudado, Niño se quedó en España. El resto del asunto fue una serie de chascos: antes de que la cédula real se recibiera en Santo Domingo, Albitez regresó a Darién; antes de que la noticia llegara a Santa María, devolvió el oro adelantado para organizar su expedición y salió para una incursión en Veragua: y, por último, antes de que se enterara de ella, la situación cambió totalmente haciendo impracticable su plan. Respecto a Balboa — libre al fin de ir a la gobernación que se le conce diera dos años y medio antes— no perdió tiempo para aprovechar la deci sión de los oficiales y el subsiguiente permiso de partida. La actitud condes cendiente del gobernador fue completamente característica: asumiendo una postura de paternal benevolencia, no le concedió un solo palmo más de lo necesario. No podía prohibir a Balboa que desarrollara su territorio, pero, en cambio, si podía abstenerse de facilitar el asunto. Ninguno de los créditos y subsidios votados para Albitez fue provechoso para Vasco Núñez, adelan tado del mar del Sur; Pedradas — como luego señalaría complacido— dio órdenes de que la expedición se hiciera sin tocar la hacienda real. El contrato del año anterior no fue renovado ni ampliado, aun cuando ya hubiera trans currido la mitad del tiempo concedido con mezquindad. De dicho contrato sólo se conoce un párrafo suelto, que posteriormente. Pedrarias extractó y certificó para su uso personal. Sería interesante conocer lo que dirían las otras cláusulas y por qué las suprimió Pedrarias, cuando lo normal hubiera sido transcribir el documento íntegro. Quizá en el primer momento de la reconciliación y el parentesco dictara algunas autorizaciones más liberales, difíciles de admitir más tarde. El extracto que se conserva es el siguiente: «Que visto como el dicho Adelantado e gente que con él estava se avian ocupado mucho término del que le dieron para haçer el viaje c hazer los navios e en otras cosas conplideras a serviçio de sus altezas e como conbenga prorrogarles el dicho termino para hacer el dicho viaje aviendo platicado sobre ello mucho acordavan e acordaron de prorogarles y alargarles el dicho término que les fué dado para hazer el dicho viaje por otros quatro meses conplidos primeros siguientes, los quales mandavan que començasen a correr después de pasado e conplido el dicho término dentro del qual dicho término les mandavan que acabase 353
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de hazer e conplir el dicho vyage lo que les fué mandado so las penas en los dichos mandamientos proveídas». No se sabe cuántos de los hombres que parecían buenos a Balboa ob tuvieron permiso para acompañarle en 1517. Por lo que puede deducirse, llevó unos ciento setenta y cinco de Santa María para añadirlos a los sesenta seguidores personales que tenía en Ada. Entre ellos figuraban muchos de los baquianos supervivientes que serían una minoría; se dice que sólo con taba con cuarenta verdaderos veteranos. Uno de los antiguos que faltaba era Leoncico, que, de haber vivido, hubiera sido por entonces uno de los con quistadores más viejos. Pero un enemigo no identificado de su amo había envenenado al bravo animal. El canidda fue un español, lo que no deja de resultar una ironía si pensamos en la cantidad de indios que d perro del tibá blanco había ahuyentado. Se conocen los nombres de unos treinta expedicionarios. Uno era Valderrábano, el escribano que dio fe d d descubrimiento del Pacífico. Otro era Hernando de Argüdlo, que tomó juramento a quienes expulsaron a Nicuesa; Argüello permaneció en Darién en funciones de representante de Balboa. Cuatro eran pilotos: Martín de los Reyes, Gonzalo de los Ríos, Juan de Castañeda y Bartolomé Pimienta (3), hombres aptos para explorar un océano desconocido. Dos miembros de la expedición, que más tarde escri birían sobre ella, fueron Diego de la Tobilla y Pascual de Andagoya, futuro gobernador titular de la costa al sur del golfo de San Miguel. Hernando de Soto se unió a ellos después de volver de la entrada de Tavira. Otros de los hombres de Balboa, tales como Bartolomé Hurtado, Juan Tello y el ubicuo Alonso Martín de Don Benito, fueron famosos en su época en la América Central y el Perú; Andrés de Garabito alcanzaría renombre por su partici pación en el final de Balboa. También iban dos obscuros expedicionarios que sólo con su muerte conseguirían una celebridad que hasta entonces les parecía negada: Hernando Muñoz y Luis Botello. La expedición fue enteramente autofinanciada. (Pedrarias insistió más tarde en que le había costado mucho dinero, pero ni él ni nadie pudo demos trarlo). Al parecer, Balboa, mientras estuvo en Ada, constituyó la «Compa ñía del Mar del Sur». Entre sus principales accionistas se contaban Argüello, Tobilla, Roger de Loria y Beltrán de Guevara (del Consejo directivo); Diego Rodríguez, delegado; Diego Hernández y el capellán Rodrigo Pérez, un vi goroso clérigo, archidiácono de la catedral, que contribuyó con 210 pesos. 354
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Balboa aportó lo que pudo de sus pertenencias mineras y de las ganancias de los negocios realizados con Arbolancha, a excepción de 300 pesos que todavía estaban en manos de Espinosa. La aportación de Diego Hernández fue el costo del reclutamiento y tras lado de los voluntarios de la Hispaniola y Cuba. No hacía mucho que había regresado de España (4) y como su familia gozaba de buena posición en Sevilla, debió dar y recibir muchas buenas informaciones de los asuntos co loniales durante su estancia en aquel centro. Es significativo que al regresar a Darién se pusiera al lado de Balboa. Con autorización de Pedrarias, volvió a marchar a Santo Domingo — tal vez en el mismo barco en que llegaron los perturbadores despachos— con cartas para los gobernadores jerónimos y una cantidad de oro de la compañía para adquirir bastimentos. Balboa no quiso entretenerse en Darién, para evitar nuevos obstáculos. Los reclutas de Hernández serían útiles, pero no eran esenciales para un capitán que había sido capaz de realizar con una fuerza de ochenta y tres hombres la expedición que asombró al mundo. El requerimiento de los ofi ciales a Pedrarías se presentó el 9 de junio y muy pocos días transcurrieron hasta su puesta en vigor por el gobernador. Tres semanas más tarde Balboa y sus hombres se encontraban ya en Ada con destino al mar del Sur.
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XXIX
Mientras Balboa en persona se dedicaba en Acia a los preparativos para trasladarse al Pacífico, uno de sus oficiales — Francisco Compañón, sobrino de Albitez— fue al golfo de San Miguel con un pequeño destacamento para elegir el lugar donde instalar un astillero. Cuando regresó fue enviado de nuevo — esta vez con treinta esclavos negros de origen no establecido— para construir un campamento de camino al otro lado del paso. Inmediatamente después dio comienzo el traslado al mar del Sur, según parece a finales de agosto de 1517. La marcha fue durísima. Otras expediciones las habían hecho más largas y más peligrosas y sobre terreno más difícil, pero ninguna quizá la empren dieran deliberadamente en condiciones parecidas a las de Balboa y su gente, pues, careciendo de porteadores nativos, los españoles trasladaron ellos mis mos sus equipajes y el pesado material que habían reunido para construir las naves. £1 propio Balboa cargó con una de las tablas, que sería de tres o cuatro pulgadas de grosor con un peso de más de cien libras. Cualquiera que haya llevado una tabla mucho más ligera por un camino estrecho, retorcido y cubierto de matorrales puede imaginar lo que sería llevar la madera desbas tada para los barcos a través de un sendero de montaña y bajo el sol tropical. Algunos veteranos de la expedición que en años posteriores acumulaban probanzas de méritos, pasaron por alto sus penalidades habituales para se ñalar como particularmente duro aquel transporte inusitado. A primera vista parece raro que llevasen madera. Bien que llevasen brea, jarcias, aparejos, velas y anclas que pusieran a prueba la resistencia de las su dorosas cuadrillas de compañeros. Pero, ¿a qué santo llevar madera de cons trucción cuando había más árboles en el golfo de San Miguel que carbón en Newcasde? La razón era la idea equivocada de que Careta producía una 357
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madera especialmente adecuada para la construcción de barcos, impenetra ble a la broma (1); además la habían preparado en Ada mientras esperaban el permiso para ir al Pacífico, en donde sería más práctico utilizar el tiempo explorando y explotando el territorio. Albitez tuvo la misma idea. El contrato de Balboa encarecía la necesidad de entablar relaciones amistosas con el cacique de Ponca, en la errónea creencia de que su río era el Chucunaque. Pero el camino establecido desde Careta al golfo de San Miguel a través del valle del Chucunaque dejaba Ponca bastante al Noroes te. Indudablemente, Balboa tomó el paso más fácil por el Subcutí. Desde allí podía elegir las rutas. Una seguía el Subcutí hasta su confluencia con el Chucunaque, de donde seguía Chucunaque abajo; era larga, debido a las tremendas revueltas del río, pero, si el agua estaba alta y las canoas utilizables, la última parte resultaba descansada. La otra ruta iba por los senderos de los indios que cortaban de través las bajas divisorias entre uno y otro tributarios del Chucunaque, y por ella podía ganarse el río principal más abajo, hacia donde actualmente está el pueblo de Yavisa. Cualquiera que fuese la que Balboa tomara en su primer viaje desde Acia, la terrestre parece que fue la que se siguió utilizando luego. Lo que no puede afirmarse con seguridad es el emplazamiento del asti llero. Fue sobre un río a cierta distancia del golfo; pero, ¿qué río? Los expe dicionarios le llamaban el río de la Balsa o río Balsas, y este último nombre se aplicó por mucho tiempo al bajo Tucutí, que entra en el estuario del Tuira por el Sur. Y en un mapa manuscrito del siglo XVII el triángulo entre la desembocadura del Balsas-Tucutí y la del Vagre (Marea) está marcado con la frase: «aquí blasco núñez de balboa construyó sus bergantines en 1515». Pero en la cana dibujada por los pilotos de Pizarra en 1526, sólo ocho años después de la construcción de las naves, el río de la Balsa es, sin discusión alguna, el Chucunaque, lo cual, después de todo, es lo que especificaba el contrato de Balboa. Sobre esta base — a pesar de los nombres inestables y las afirmaciones posteriores— y teniendo en cuenta que el astillero estaba situa do aguas arriba del entrante máximo de las mareas y en un punto en donde el río era lo bastante estrecho para permitir a los expedicionarios tender sobre su cauce un puente de lianas, podemos concluir que el emplazamiento del astillero estaba en el Chucunaque, algo más arriba de Yavisa. Compañón parece que escogió bien: un lugar donde había tierra llana para el campamento, donde el río corría profundo entre firmes riberas y donde la fértil comarca cercana estaba poblada por indios que hablaban la 358
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lengua de Cueva y vivían en tribus dispersas y autónomas. Estaba libre de las tremendas mareas que afectan al Tuira en ochenta o noventa millas de su curso y al Chucunaque hasta Yavisa. Los llamados raudales entre ¿1 y el estuario parecen haber sido reciales de escasa importancia, sólo perceptibles cuando el nivel del agua era bajo. Había regiones más aireadas y saludables en las cercanías del golfo; pero, si bien eran más agradables, resultaban mu cho menos accesibles desde Ada. Es notable que, aunque el distrito de Ya visa tenía mala fama a causa del paludismo y otras enfermedades — además de una extraordinaria abundancia de niguas— , no se produjera una sola muerte entre los expedicionarios. Así, las complicaciones de Balboa en el río de la Balsa — que fueron mu chas— no se debieron al mal juicio, si no calificamos de tal a la iniciación de semejante aventura con sólo ocho meses por delante para realizarla y sin la ayuda de un solo maravedí del Gobierno. Fueron ocasionadas por el tra bajo y el transporte inadecuados, los materiales defectuosos e insuficientes y los incalculables accidentes del clima en el istmo, elementos bastantes para convertir los pocos meses de que dispuso en un tormento de Sísifo, en el que cada progreso minúsculo y dificilísimo quedaba anulado por un nuevo revés. Las primeras tareas emprendidas fueron las de crear un espado libre, construir refugios, instalar puestos para los aserradores y gradas para los barcos y tender sobre el río el puente de lianas trenzadas a la manera de los indios. Se descubrió entonces que toda la madera que habían transportado servía sólo para hacer dos bergantines, y, algo peor, que ya estaba podrida, bien por ser de mala calidad, o porque a fin de ganar tiempo se hubiera cor tado en el mal momento lunar. En vista de ello Balboa destinó a un tercio de la compañía para talar árboles y otros trabajos análogos; otro tercio a buscar víveres y el resto al transporte y a la mejora del camino desde Ada. En el momento en que iban a dar comienzo las construcciones se pro dujo una brusca riada. El campamento quedó inundado antes de que se pudiera intentar algo para salvar los bastimentos (2) y los expedicionarios, encaramados a los árboles, sólo pudieron contemplar llenos de desespera ción cómo desaparecían arrastrados por las aguas sus víveres y sus maderas. Cuando el río descendió un poco, Compañón, al frente de un destacamento de voluntarios, se ofreció para salir en busca de víveres, pues el grupo des tinado al abastecimiento no había vuelto. El puente de lianas resistió bien, aunque se hallaba cubierto en gran parte por el agua; Compañón y sus ca 359
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maradas consiguieron cruzarlo y volver de su misión a tiempo para evitar la muerte de inanición a los demás compañeros. En aquel punto Balboa convocó una reunión y preguntó a sus asociados si deseaban abandonar la empresa. Puede ser que por un momento se sintie ra descorazonado, cosa natural en un hombre que llevaba tres años y medio luchando con la adversidad. Pero, si lo estaba, no fue ése el motivo de la conferencia, convocada exactamente por las razones que urgirían a cualquier junta de una sociedad que ha perdido la mayor parte de su capital y equipo técnico a la vez que su licencia para realizar operaciones se encuentra a pun to de vencer. Los «accionistas», enfrentados con el problema, decidieron por unanimidad que deseaban proseguir el negocio. Adoptada esta decisión, lo necesitaban todo: más hombres, más ma teriales y más tiempo. Balboa partió otra vez para buscarlos. Sin embargo, no pasó de Acia, por temor a quedar enredado en las mallas burocráticas de Santa María; Hurtado fue a Darién con sus informes, un puñado de oro y la petición de una ampliación del contrato. A la petición, sometida por Argüello a Pedrarias, se accedió el 13 de enero de 1318, pero sólo por cuatro míseros meses más de la fecha original de expiración. Entretanto, Hernández apareció con cuarenta voluntarios de la Hispaniola. Estos y otros veinte más se dirigieron con Hurtado a Acia, donde pronto fueron inducidos a sumarse a la conquista por la manera peculiar de Balboa. Car gados con los diferentes utensilios y con las provisiones que Hernández había conseguido en un viaje a jamaica, llegaron al río Balsas sin novedad en febrero. Durante este tiempo los hombres del campamento recuperaron algunos maderos en los fangales dejados por la riada al descender y prepararon otros con árboles talados en las cercanías. En mayo estaban terminados los ber gantines. Era el final de la estación seca y el nivel del río estaba demasiado bajo. Pero mediante un paciente esfuerzo consiguieron construir canales en donde fue necesario y bajaron poco a poco los navios hasta el estuario de paso al golfo. Pero, una vez amarrados allí, empezaron a hacer agua por to dos los orificios de la broma y a hundirse lentamente. Parecía que, aun para aventureros tan tenaces, aquello sería el fin, sobre todo porque los cuatro meses de gracia habían casi transcurrido y Pedrarias se negaba a tomar una decisión en pro o en contra de una nueva prórroga. La actitud del gobernador, lo mismo que la respuesta dada a una petición de fondos de Balboa que tenía el aspecto de un bromazo desagradable — un 360
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préstamo de 100 pesos fue devuelto casi a la vez, quizá como protesta— dio a entender la ayuda que podía esperarse de Santa María. Acampados cerca del medio sumergido producto de sus diez meses de forcejeo, los expedicionarios midieron sus posibilidades y decidieron em prender la aventura. De cualquier modo pondrían a flote los bergantines e irían en ellos, pensando que ni siquiera Pedradas podría contener al ade lantado de Sus Altezas en el mar del Sur, una vez que se hubiese lanzado a explorar y colonizar su gobernación. Pronto habrían de comprobar que se equivocaban. Como primer objetivo Balboa señaló las islas de las Perlas, que se ha llaban lo bastante próximas para llegar a ellas con ayuda de la suerte en los renqueantes bergantines, a la vez que lo bastante alejadas de una fácil comu nicación con Santa María. Los barcos fueron halados y carenados todo lo bien que permitían las circunstancias, se enviaron mensajeros a Darién para notificar la partida y, después de varias bordadas alarmantes, la expedición arribó aTerarequí. En este lugar, y en algo menos de tres meses, se termina ron de construir dos naves mayores, y esta vez muy marineras. A pesar de la infundada afirmación de Las Casas de que Balboa asoló y escandalizó a la gran isla de las Perlas, matando y capturando mucha gente, el hecho es que habla muy pocos indígenas en su suelo a quienes expoliar, por haber comenzado a emigrar a renglón seguido de la visita de Morales. Espinosa encontró en 1516 al cacique Toé viviendo en el Continente como vasallo del señor de Chimán, y está comprobado que en 1522 no vivían en todo el archipiélago más de 317 indios (3). Hacia fines de septiembre Balboa tomó ochenta o cien hombres, y partió con ellos en los nuevos barcos para el Continente, dejando en la isla al resto de su fuerza ocupada en la construcción de otras dos naves (4). Se dice que al mismo tiempo recibió una carta del arzobispo de Sevilla diciéndole que, si navegaba hacia el Oeste, encontraría gentes con armaduras y lanzas y que si iba hacia el Este hallaría grandes riquezas y ganancias. Oviedo y Las Casas ridiculizan tal historia, sin explicar por qué la encontraban inverosímil. En todo caso, Balboa no podría ir muy lejos en cualquier dirección hasta que tuviese bastantes barcos para llevar a toda su gente. Costeó treinta y cinco o cuarenta millas al sur de Garachiné, en el rumbo que los conquistadores seguían llamando «Este», aun mucho después de que debían saber de sobra que el mar del Sur sólo estaba al sur del istmo medio. Llegó a una bahía a la que puso el nombre de Puerto de Peñas (5), pero no desembarcó. Cuando 361
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la avistaron estaba obscureciendo y, según Las Casas, un grupo de ballenas próximo a la costa parecía un peligroso arrecife; los barcos aguardaron al pairo toda la noche, pero por la mañana hacía mal tiempo y los pilotos pre firieron dirigirse al golfo. Balboa desembarcó en Chochama, al decir de Las Casas, o en Pequeo, según Andagoya. Probablemente los nombres son sinónimos, otro ejemplo del intercambio de caciques f territorios (6). Las Casas coloca allí la estancia y dice que el adelantado malgastó algunos días en matar y robar para volver se luego a Terarequí y añade que a Balboa le animaba el deseo de vengar a Morales, lo cual, en vista de los hechos, nos parece un motivo improbable. Andagoya, en cambio, sostiene que Balboa acampó durante dos meses en aquel lugar, recogiendo indios para mandarlos a Ada en busca de jarcias y brea. Pocos días después del desembarco despachó hacia Darién con una escolta a Valderrábano, quien llevaba las ganancias d d viaje, una relación del avance y una nueva petición de prórroga para su asiento. Los mensajeros del adelantado encontraron un ambiente inesperada mente tenso y hostil en los medios oficiales de Santa María. £1 gobernador estaba de un humor de todos los diablos — extraordinario incluso en hom bre tan atrabiliario— , última consecuencia de la frustración e inseguridad empezadas en junio de 1516 y culminadas una quincena antes de la llegada de los hombres del Pacífico. Durante dos años Pedradas había vivido al margen de la destitución y la investigación. Cisneros le ató corto dándole a entender que su autoridad quedaba subordinada a la de los tres frailes reformadores de la Hispaniola. Se le censuró con Espinosa por la expedición a Coiba, ordenándosele repa triar sus cautivos tras devolverles su oro y aunque se dio carpetazo con la mayor tranquilidad a la orden a su llegada, aun podía importunarle (7). En España se ignoraba a sus agentes y sus peticiones quedaban aplazadas sitie die. La gente de Santa María empezaba a plantear peticiones que antes no hubieran osado ni susurrar: Zorita, sobre el botín de Santa Marta y el oro robado por Ayora; Zamudio, sobre la restitución de las propiedades que de jara en Darién en 1511, confiadas a Albitez y enajenadas por éste. Un plan de reclutamiento de 500 hombres en Castilla para Tierra Firme — que no se sabía siquiera si concernía a Castilla del Oro, pues ni su nombre ni el de Pedradas aparecían para nada— pronto quedó abandonado (8). En abril o principios de mayo llegaron en una carabela, procedente de la Hispaniola, Albitez y sesenta nuevos asentados. Eran portadores de 362
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noticias que presagiaban cosas mejores. Dos meses después llegó de España otro barco con una información más amplia que fue para Pedrarias como un rayo de sol después de la lluvia. Cisneros había muerto; Carlos estaba ya en España; Fonseca volvía a estar en candelera. (Las actividades peculiares de Las Casas, ahora de nuevo en Castilla, permanecían ocultas todavía). Los favoritos flamencos, omnipotentes aún a juzgar por sus negocios y sus promociones, parecían dispuestos a preferir las ganancias a la honradez. La retirada de la Hispaniola de los archiprobados jerónimos era cuestión de meses si no de semanas; en Cuba, Velázquez se había atrevido a negarse a ser residenciado por Zuazo. El rey había accedido a la petición de Albitez, y, aunque ello no llegaba a cancelar — como alguna vez se ha dicho— las concesiones y privilegios de Vasco Núñez, sancionaba tácitamente su que brantamiento. Lo mejor de todo era que no se rumoreaba una sola palabra acerca de un nuevo gobernador para Castilla del Oro. Una o dos cosas eran menos satisfactorias. Los jerónimos habían es crito a Pedrarias que permitiese a Vasco Núñez hacer lo que quisiera, lo que equivalía a decir que, si el gobernador podía poner dificultades a la prórroga del contrato de Balboa, no se podía arriesgar a cancelarlo y — con mayor disgusto aún para Puente que para el gobernador— Albitez, defrau dado por los persistentes chascos, no obtuvo el consentimiento real para su proyecto. Pero todo esto no eran sino pequeños lunares en el gratísimo conjunto. Y justamente entonces, cuando Pedrarias acababa de recobrar la con fianza, estalló la bomba: el 1 de septiembre Santa María supo que se había nombrado un nuevo gobernador para la colonia. Muchos factores contribuyeron a la decisión de sustituir a Pedrarias, no siendo la menor la actuación de Las Casas, que no escatimó esfuerzo para lograrlo. Fonseca había cesado de ser un baluarte; es posible que en aquellos momentos careciera de fuerza para sostener a un funcionario desacreditado aun cuando hubiese querido hacerlo. Pero, en cualquier caso, no eligió sos tener a Pedrarias. Su respuesta a una nueva queja recibida de los errores del gobernador file un lacónico: «Ya he dicho que hay que echar de allí a ese hombre». (Si persistió en esta actitud — hay algunos indicios de que no— Pedrarias no debía saberlo, ya que continuaba bautizando en honor del obis po a los nuevos lugares). El nombramiento del sustituto no estaba firmado todavía, pero su identidad era un secreto a voces. El gobernador designado era don Lope de Sosa, gobernador de las islas Canarias desde 1505. 363
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Pedrarias concentró todo su mal humor sobre Balboa, en una reacción tan inevitable como ¡lógica. Balboa había renunciado desde hacía algún tiempo a sus deseos de que el gobernador fuese destituido, y sus severas críticas, ya antiguas, carecían de fuerza para producir por sí solas un cam bio de la administración. Incluso Puente y Corral, infatigables siempre en incitar al gobernador contra el adelantado, no podían esgrimir ahora otras faltas recientes que no fuera la «indelicada» falta de regalos de indios a los oficiales. La irritación de Pedrarias por la carta recibida de los jerónimos sin duda vino a dar de rebote contra Balboa — pues una cosa es conceder como favor un permiso con cuidadosas limitaciones en su redacción y otra verse obligado a hacerlo en cumplimiento de una orden superior— , pero no podía ser cosa de gran importancia. Y, sin embargo, ahora que el odio tanto tiempo acumulado — abierta o encubiertamente— carecía de rivalidad que lo alimentase, se sentía impulsado a destruir a Balboa, aparentemente como víctima propiciatoria. Pero sólo aparentemente. Los motivos reales eran de índole más prác tica. £1 gobernador esperó durante años y años la morbosa satisfacción de hundir al hombre detestado, pero lo que llevó esa aspiración a su colmo fue la oportunidad de la crisis. Pedrarias se veía abocado a una residencia y tenía la seguridad de que sería sumamente peligrosa para él aun estando ausente Balboa. Con Balboa presente podría significar su ruina total, o al menos así se lo parecía al gober nador, quien incluso en sus momentos más apacibles no era hombre capaz de comprender una mentalidad como la de Vasco Núñez, para el que una paz concertada significaba la paz para siempre. £1 incumplimiento — casi traición— de las instrucciones del rey, la invasión y el secuestro del botín de otra gobernación, la prisión injusta, serían tan sólo el comienzo de los cargos que Balboa podría formular contra él, sin mencionar las reclamaciones por los perjuicios anejos. ¿No había sido demandado Ovando — mucho me nos vulnerable que Pedrarias— por un colonizador optimista que le exigió 260.000 pesos? En las circunstancias difíciles del momento, la destitución de Balboa parecía una precaución elemental. Y no era esto todo. Pedrarias estaba loco por marcharse de Darién antes de que llegase el nuevo gobernador, pero suponía fundadamente que ni los vecinos ni los oficiales se lo permitirían así como así, por lo que se le ocurrió que su problema se resolvería en gran parte si cuando Sosa desembarcara en Darién le encontrara ocupado constructivamente en alguna parte fuera de 364
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los límites de Castilla del Oro. £1 territorio codiciado — y de hecho el único disponible para realizar esta aspiración— era la costa del Pacífico. Como el plan no podía llevarse a cabo con Vasco Núñez de Balboa, la única alternati va era la de eliminar al adelantado. (Seis años más tarde, enfrentado con una coyuntura parecida, Pedrarias repetiría al pie de la letra la estratagema). Las circunstancias favorecieron la jugarreta de Pedrarias. Vasco Núñez no sospechó el estado de ánimo de su suegro. El obispo Quevedo, consi derando seguro a su protegido, había marchado a España y el propio ade lantado — ingenuo hasta el final— sirvió en bandeja un pretexto, tal vez bueno tan sólo para una reprensión, pero que Pedrarias y sus compinches convirtieron en fundamento de un crimen judicial.
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Balboa se enteró en noviembre del cambio, al parecer inminente, de gobernador. E irónicamente, por considerarlo indeseable, concibió un pro yecto inofensivo que sus viejos enemigos esgrimieron contra él como si fuese una terrible conspiración. Balboa consideraba que Pedrarias era ahora aliado suyo — tal vez no un aliado muy constructivo, pero sólido— en virtud de las relaciones de parentesco que les unían y que en aquellos tiempos eran una cosa muy seria. Aunque en el pasado hubiese vacilado mucho antes de dar rienda suelta a los impulsos de Balboa, ahora que iba a perder su gobernación no querría arrui nar también la del esposo de su hija en el momento en que podía significar la fortuna para la familia. Con un nuevo gobernador, las cosas serían muy diferentes. Sin duda llamaría a Santa María a Balboa, aunque sólo fuese porque todos los oficiales ejecutivos estaban sujetos a investigación. Podría disponer de las fuerzas de Balboa para sus propios proyectos, cancelar la expedición considerándola iniciativa de Pedrarias o intentar apoderarse de ella. Aparte de estas conside raciones, existía el riesgo casi seguro de que la expedición se autodesintegrara. Muchos de sus veteranos, el núcleo más bravo de su compañía, ya habían perdido mucho por razón de su amistad con él, y no era lógico‘esperar que renunciaran a la posibilidad de recuperar sus fortunas si acaso les residencia ban a Pedrarias y a él. Irían, pues, a Darién, y lo mismo harían los restantes compañeros, deseosos de congraciarse con el flamante capitán general y de acechar las oportunidades que se les brindaran bajo su égida. Barajando todas estas cosas en su cabeza, Balboa convocó a una confe rencia a sus más íntimos colaboradores — hombres honrados todos, según Andagoya— , de los que estaba seguro pondrían el éxito de la expedición 367
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por encima de todo. Reunidos de noche en la choza de Balboa, trazaron un sencillo plan que consistía en lo siguiente: Valderrábano, Garabito, Muñoz, Botello y el archidiácono Pérez irían a Darién a informar de los progresos y a pedir ayuda. Uno de ellos se desplazaría antes a Acia, llegaría en secreto hasta la casa de Balboa para enterarse de si había llegado Sosa y volvería a informar a los demás. Si «Pedrarias, mi señor» — fórmula empleada para referirse a un suegro— , no estaba sustituí* do todavía, los delegados se dirigirían a Santa María, en donde era de esperar que encontraran ayuda y aliento. Si, por el contrario ya estaba Sosa en la ciudad, volverían grupas rápidamente y Balboa emprendería la expedición para fundar un asiento en Chepavare. Tal era el alcance de la «conspiración» de Balboa. Incluso Andagoya, el criado del gobernador y Tobilla — que no era hombre que se mordiera la lengua y lo criticaba todo— no encontraron otras cosas más graves de qué acusar a Vasco Núñez. Los detalles que da Oviedo como hechos ciertos fue ron recogidos de los testimonios hostiles en el proceso del adelantado y hay que considerarlos bajo ese aspecto. Un asiento era esencial desde luego; su falta constituía la mayor debili dad de Balboa, pues una vez establecido no hubiera podido abandonarse o suprimirse de un plumazo. Se debió elegir Chepavare recordando a Albitez, porque con las noticias del nuevo gobernador llegó la información de habér sele concedido la licencia y era conocido su proyecto de instalar su cuartel general en Chepo. Chepavare se encontraba a unas quince millas de Chepo en el camino a Panamá; si Albitez insistía en su plan, encontraría poco con veniente, por lo menos, hallarse con un establecimiento anterior. Los emisarios partieron con una escolta de treinta y cinco hombres. Se designó a Luis Botello para adelantarse a Acia. Al entrar en la aldea después de obscurecer fue avistado por un centinela nocturno que le detuvo como sos pechoso y le condujo a la autoridad local, que la ostentaba Francisco Benftez, el antiguo compañero a quien Balboa castigó con pena de azotes por su torpe proceder con Nicuesa. Siete años no eran bastantes años para que un español arrogante olvidara un agravio como aquél. Benítez arrancó una declaración a Botello, le encarceló y, muy satisfecho, informó a Pedrarias del asunto. El resto de los emisarios, al no saber nada de Botello, supusieron razo nablemente que Pedrarias seguía desempeñando su oficio y — erróneamen te— que podían seguir adelante con toda confianza. Nada más llegar, fueron también detenidos. 368
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Ya tenía Pedrarias un pretexto. Después de consultar con Puente, mar chó precipitadamente a Acia, dejando al tesorero la para él grata tarea de redactar un acta de acusación encaminada a perjudicar a Balboa desde el principio de su carrera hasta la fecha. Por su parte, el gobernador escribió a su futura víctima como un padre cariñoso, invitándole a venir a hablar con él de asuntos de interés común que reportarían ventajas a la expedición. Balboa recibió tan encantadora epístola a mediados de diciembre y mientras realizaba una excursión a la isla de la Tortuga (?), si Las Casas está en lo cierto. Para su sencilla inteligencia, la misiva no significaba cosa diferente de lo que decía, por lo que se dispuso a obedecer. Para que esto no parezca simplicidad rayana en la estupidez debemos recordar que Balboa estaba tan ignorante de lo sucedido a sus emisarios como de los sentimientos e inten ciones de su suegro. Pero es lamentable que no creyera en la Astrología. De haber sido supersticioso, podía haber sospechado una amenaza oculta de la que ya tenía avisos. Años atrás, Messer Codro trazó para él un dibujo de la conjunción de los astros, haciéndole una solemne advertencia. «Cuando las estrellas estén así — había dicho el italiano— estaréis en peligro mortal; si escapáis de él llegaréis a ser uno de los más grandes capitanes de las Indias; pero, si no, seréis destruido implacablemente». Por los días en que recibió la llamada de Pedrarias, Balboa vio el portento celeste y se rio de él. — Solamente prueban — exclamó alegremente— lo tontos que son quienes dan crédito a los estrelleros. Creía que jamás en su vida había tenido una posición más favorable. Y uno o dos días después salió para Acia. Iban con él, entre otros, Andagoya, Bartolomé Hurtado y Andrés de Segovia — reciente guardia del gobernador— , así como los hombres que le llevaron la carta de Pedrarias. Probablemente los correos no estaban infor mados del todo de las intenciones de Pedrarias, pero sabían que algo extraño flotaba en el ambiente y, desde luego, que los representantes de la Compañía del Mar del Sur iban custodiados. Al cabo de un rato de marcha se descon certaron y hablaron a Balboa. Arriesgaron mucho al decidirse y debieron sentirse descorazonados cuando Balboa, dando de lado sus advertencias, re plicó tranquilamente que sus sospechas debían obedecer a un malentendido que se desvanecería tan pronto como él hablase con el gobernador. Balboa empezaría a tener dudas del triunfo de la virtud cuando, antes de llegar al término de su viaje, encontró un pelotón fuertemente armado que, 369
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al mando de Pizarra le condujo como prisionero a Ada. Un poco sorprendí do, se dirigió con tono de reproche al jefe de la fuerza, preguntando; — ¿Qué significa esto, Francisco Pizarra? ¡No esperaba que salierais a recibirme así! La respuesta de Pizarra es de suponer explicara que el señor adelantado iba a ser procesado por traidor. Las primeras impresiones en Acia fueron más bien alentadoras. Los vecinos, en masa, le dieron la bienvenida. Al principio se le confinó en la casa de Juan de Castañeda, que, aunque menos confortable que la suya, lo era mucho más que la cárcel común a la que se le envió más tarde. En vez de a algún extraño ambicioso se envió a Hurtado al Pacífico de capitán in terino. Y Pedradas acudió a visitar al preso con toda suavidad y confianza, diciéndole: — No os preocupéis hijo mío, por el arresto y el proceso que he ordenado, pues no he tenido otro remedio que hacerlo para complacer al tesorero Alonso de la Puente y para que vuestra lealtad resplandezca por encima de todo. Poco después arrojó la máscara. En una segunda entrevista el goberna dor acusó furiosamente a Balboa de haber traicionado la confianza y el afec to paternal que tenía puestos en él; de haber tramado una rebelión contra el rey y su representante nombrado para la colonia. — Puesto que sois un rebelde a la Corona de España — concluyó Pedra das— no hay razón para que os siga tratando como un hijo, sino como a un enemigo. En adelante no esperéis de mí otra cosa que esto que ahora os digo. Balboa se defendió con buen ánimo. Las acusaciones eran totalmente falsas, y la prueba de su inocencia era haber ido a Acia. De haber pensado en conspirar, jamás se hubiera movido del Pacífico, donde tenía hombres, barcos y oportunidades para hacerlo. Ciertamente no le faltaban tierras por descubrir y en donde actuar. En cambio, había ido a Darién confiando en la sinceridad del gobernador. Picado por las dos últimas observaciones, Pedra das salió airado y ordenó poner más hierros y más guardias a Vasco Núñez de Balboa. Aparte de Pedradas y Puente, los principales artífices de la muerte de Balboa y las razones que les inspiraron fueron: Corral: Sus motivos ya nos son conocidos. Era agente de Puente y pre sentó las acusaciones formuladas por el tesorero y refrendadas por el confor mista contador. 370
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Un centinela anónimo: Este compañero estaba de servicio junto a la choza de Balboa cuando se trazó el plan para averiguar la situación de Darién. Según Las Casas, un brusco aguacero le obligó a refugiarse bajo el alero, desde donde oyó e interpretó a su manera un fragmento de la conser vación sostenida dentro. Espinosa: Se dice que había hecho un pacto secreto para que se le diesen los barcos y los hombres de Balboa una vez que se eliminara al adelantado. Puede añadirse que este plan se realizó. Garabito: Había sido compañero y hombre de confianza de Balboa y fue detenido como miembro del Comité del Pacífico. Pero se convirtió en informador de Pedrarias bajo la promesa de inmunidad y recompensa que le ofrecieron en vista de su buena disposición para prestar ayuda a la acusa ción. Su antipatía a Balboa, reciente e insospechada — no es menester de cirlo— por su objeto, derivaba, naturalmente, del hecho de haber ofendido a Balboa. O más bien, de algo que incita con mayor fuerza a la venganza: de haber intentado, sin lograrla, esa ofensa. La causa de todo fue la hija del cacique Chima de Careta. La muchacha había crecido; era muy hermosa y Balboa la tenía como concubina. Garabito se enamoró de ella. Por lo que se ve, Garabito era hombre aficionado a desear la mujer de su prójimo, pues ya en la Hispaniola había sido acuchillado por Cortés debido a la misma razón. Cuando en enero estuvo en Acia con el adelantado hizo cuanto pudo por quebrantar la resistencia de la joven, diciéndole que pronto sería repudiada, pues su señor se había casado con la hija del gobernador. El argumento era hábil, pues las mujeres indias notaban con disgusto el rígido exclusivismo de las esposas españolas. Pero, no obstante, la muchacha rechazó a su poco grato preten diente y contó a Balboa lo ocurrido. Balboa se comportó como cabía esperar de él: increpó con violencia a Garabito, pero dio por liquidado el asunto. Garabito apaciguó su orgullo doblemente herido, escribiendo al gobernador para manifestarle que el cari ño y la consideración que Balboa tenía a la joven india constituía un insulto para la hija de Pedrarias y un mal augurio de su conducta como esposo. También parece que acusó a su jefe de ambiciones subversivas. Tal carta ex plicaría por qué se le llamó en seguida para coadyuvar al proceso. De ningún otro de los compañeros de Balboa — excepto el confundido centinela— se sabe que atestiguara contra él. Al menos no se mencionó declaración alguna fuera de las acusaciones oficiales. 371
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Si las pruebas fueron escasas, las acusaciones fueron abundantes. Un pliego contenía todos los cargos criminales formulados durante la residcnii.i de Balboa, mandados exhumar por Pedrarias (1). Los recogió Puente con la colaboración de Corral en un encarnizado resumen. Se presentaba a Balboa como reo de crímenes, excesos, violencias y abusos, cometidos o intentados con los indios; de modo concreto se le acusaba de haberse apoderado de muchos nativos para llevar bastimentos desde Acia y de que, como conse cuencia de los rudos trabajos a que les obligó, habían muerto quinientos. (Las Casas dice haber sido informado particularmente de que el verdadero número de víctimas pasaba de dos mil). Por último, figuraban las alega ciones referentes a la reciente conspiración. El escrito de Puente, como el expediente de la pesquisa secreta de Pedrarias de 1514 y los de la residencia, no existen. Los del proceso último también desaparecieron pronto, pero se conserva un documento luminoso: la extraordinaria relación de ios crímenes de Balboa dictada por Pedrarias Dávila. Desdeña los detalles y las pruebas terminantes, pero en su amplitud parece comprender todo lo que posible o imposiblemente se podía alegar contra el adelantado. Pedrarias hubiera querido dejar el peso de la acusación sobre los demás y reservar sus instrucciones para una sentencia puramente oral. Forzado, sin embargo, a seguir adelante por escrito, el resultado fue una obra maes tra de tergiversación. Mucho de lo que dice es absurdo, como, por ejemplo, un párrafo en que atribuye a Balboa los infortunios de Hojeda. Peto en conjunto puede ser juzgado lo mismo por sus afirmaciones que por sus omisiones. Tratando de hacer un epítome de la vida de Balboa en la colonia, omite cualquier referencia a su nombramiento como capitán general de Darién e ignora por completo los de adelantado y gobernador y, desde luego, el des cubrimiento que los originó. Se refiere a él como «el adelantado»; pero, al no mencionar sus derechos y privilegios y las instrucciones dadas por el rey y los jerónimos, ese título podía haber sido lo mismo un apodo que le pusieran en la infancia. De hecho, Vasco Núñez aparece como un compañero encum brado, que, a no ser por la clemencia de Pedrarias, hubiera sido condenado mucho antes a la última pena, y cuyo mando en el mar del Sur no fue otra cosa que un favor de Pedrarias. Los delitos fundamentales por los cuales, según Pedrarias, debía morir Balboa eran: insurrección, usurpación, sabotaje y alta traición. Los ejemplos citados son éstos: 372
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Balboa había sido el causante principal de «los crímenes y excesos quel dicho Adelantado intentó cometer y cometió contra los gobernadores Die go de Nicuesa e Alonso de Ojeda e Bachiller Martín Ferandez de Enciso a tenido osadía de los yntentar e cometer contra el seruicio de Sus Altezas e contra el mío en su nombre». Hizo morir de hambre al veedor Alonso Pérez, apoderándose de su sello. (Pérez, que no dejó Castilla hasta después del 5 de junio de 1510, murió en Santa María el 15 de abril de 1511. Su muerte fue conocida en la Hispaniola y en España, pero nadie supo que Balboa fuera ni remotamente responsable de ella ni de que su sello oficial hubiera sido enterrado con él). Maliciosamente, y con propósito de defraudar, había suministrado fal sos informes y consejos a Pedrarias, contrarios a los intereses de la colonia y de la Corona, dando lugar con ello a desgracias, muertes y fracasos en las entradas mandadas por capitanes de la armada. Enviado a Dabaibe en vista de su insistencia, al frente de una expedi ción, sufrió un total descalabro por su notoria incompetencia, a consecuen cia del cual la colonia se hundió en «la mayor necesidad e trauajo e fatigas e necesidades e deudas que nunca se han visto». Era responsable de la muerte de Tavira y del fracaso de su entrada por haber hablado mucho de las riquezas del alto Atrato, «en la qual dicha ar mada se hicieron muchos e grandes gastos e se perdió mucha gente». (Re cuérdese que Tavira hizo gastos por un total de 8.000 pesos y que la colonia estaba por entonces con casi 100.000 pesos en oro y esclavos, así como que casi al mismo tiempo se declararon otros 7.800 pesos de las minas). Todavía no absuelto de los graves cargos en su residencia, Balboa envió a buscar hombres a la Hispaniola y a Cuba «sin licencia e facultad de Sus Altezas e sin la mía», provocando gran «escándalo e alvoroto en la ciudad» que «si no le fuera a la mano como le fuy se alzara e se procurara de se yr escondidamente e como mejor pudiera e lo yntentó e procuró». Violando los deseos e instrucciones de Pedrarias, había maltratado gra vemente a los indios. Siendo, además, reo de las acusaciones formuladas por Enciso y habien do cometido y perpetrado muchos crímenes merecedores del mayor castigo, fue indultado por Pedrarias en un magnánimo esfuerzo para transformarle en un servidor leal del rey. Cínicamente, traicionó la confianza y la ayuda dadas por el gobernador, retribuyéndola con ardides y malas acciones. Por último, Balboa había coronado tos años de indisciplina y perfidia 373
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con su desvergonzada rebeldía. Merced a la generosidad de Pedrarias se le dieron los sesenta hombres traídos por Garabito y trescientos más de los mejores soldados, recibió el aliento más constante y se hicieron los máximos esfuerzos para reformar con el cariño su mala índole. El resultado fue una negra traición al rey y a sus representantes en Castilla del Oro. Había un punto vulnerable en la exposición del gobernador. Si estaba convencido desde el principio de que Vasco Núñez era un criminal peligro so y además incompetente, ¿por qué: a) se resistió a enviarle a España para ser juzgado; b) le aceptó como consejero; c) le perdonó los cargos criminales de la residencia, y d) le nombró capitán de una expedición a Dabaibe? Y otra pregunta más embarazosa aún: ¿por qué, después de tener las que llamaba pruebas de la duplicidad y los propósitos de rebeldía de Balboa, le casó con su hija? ¿Por qué le confió los mejores hombres de la colonia para una expe dición al Pacífico? Pedrarias comprendió que sería menester hacer algo para contrarres tar tan notorias inconsecuencias. Aunque los hechos que podían explicar las — las mercedes y favores del soberano a Balboa y las hazañas que los originaron, el auto de «no ha lugar» del alcalde mayor en el proceso de la residencia y hasta las consideraciones nacidas del cambio de régimen en Es paña— hablaban por sí mismos, era menester borrarlos. Y para ello insertó largos y poco convincentes pasajes, a fin de probar que su lenidad, su ayuda y los esponsales con su hija no fueron sino un esfuerzo altruista para servir a los intereses de la Corona y al bienestar de la colonia, es decir, un noble sacrificio vilmente frustrado. Tal explicación no hubiese convencido ni a un chiquillo, pero fue, sin duda, la mejor que Pedrarias logró encontrar. Después de leer este documento, el lacónico comentario que hizo Andagoya de los motivos de Pedrarias tiene un regusto especial: el gobernador es taba furioso porque Balboa no le enviaba esclavos, y, además, no le quería.
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XXXI
A pesar de la plétora de acusaciones, la causa contra Balboa se basaba en la supuesta rebelión — o, mejor dicho, en la supuesta intentada rebelión— del mes anterior. Y aunque Oviedo dice que fue condenado también por lo que hizo a Nicuesa y a Enciso, su afirmación parece ser más bien un deseo que un hecho. Según el único testimonio directo de la decisión — una declaración del propio alcalde mayor— el juicio versó exclusivamente sobre la reciente conjura. Una conspiración traidora que consiste en enviar a ver si ha llegado un nuevo gobernador y, si lo ha hecho, evitar contactos con él hasta que se hubiese establecido un nuevo asiento, era poco a propósito para satisfacer los proyectos de Pedradas y Puente. Hasta el tribunal más complaciente habría tenido dificultades para pronunciar una sentencia de muerte por ta les hechos, particularmente cuando el acusado tenía un mandato real en el territorio donde había tenido categoría de adelantado vitalicio concedida por el rey. El asunto tenía que aderezarse lo bastante para mostrar, al menos, que, si Balboa no se había rebelado, meditaba hacerlo. Por tanto, se dijo que el proyecto era que los mensajeros regresaran al cuartel general con la alegre noticia de que Vasco Núñez había sido nom brado gobernador de todo el territorio, o — como dice Oviedo más pinto rescamente— que volvieran al campamento gritando: «¡Albricias! ¡Albricias por la buena noticia! ¡El adelantado Vasco Núñez de Balboa es gobernador de Tierra Firme!» Entonces habrían justificado la proclamación con des pachos inventados. Tras de lo cual, «por íuerza o engaño», se llevaría a los expedicionarios y los barcos para erigirse en alguna otra parte en desafiante independencia. Se añadía que el archidiácono recibió instrucciones de traer encadenados a los miembros de la escolta que no estuviesen conformes, lo que parece una orden excesiva para un clérigo. 375
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Lo que era una creación infantil, tan llena de agujeros como un colador, terminaba ahí: lo que no era demasiado pueril es que aquello sirviera para enviar cinco hombres al cadalso. Sin embargo, no vale la pena discutirlo, puesto que se dice que los colonizadores — que indudablemente ahondaron en cada grieta de las circunstancias de la célebre causa— lo reputaron falso. En efecto, de todas las acusaciones acumuladas contra Balboa, las únicas que deben pesarse con cuidado son las que se reñeren al trato de los indios. Éstas sí son importantes, no porque figurasen en su muerte, sino porque, de ser cieñas, o su reputación y sus aseveraciones serían un gigantesco fraude o sufrió un tremendo cambio en el Pacífico que le convirtió en la clase de capitán de que tanto se había quejado. Hay que desechar la primera proposición por la evidencia: es inconce bible que el conocido comportamiento de Balboa fuese una astuta comedia representada en connivencia con un gran número de caciques indígenas y reiterada cuando, después de la llegada de Pedrarias, todo fueron perjuicios para él en Santa María. Pero ¿y la segunda? La gente cambia y, con demasia da frecuencia, para hacerse peor. Ahora bien: Vasco Núñez de Balboa no era un tipo seráfico, ni siquiera excesivamente idealista. Es imposible ser simultáneamente un conquistador y un santo pacifista. Balboa era hombre de espíritu independiente, pero un espíritu de su siglo y no un fantástico precursor, por decirlo así, del más avanzado liberalismo del siglo XX, y estaba moldeado por los principios e instituciones de su época. Tenía la convicción de que la conquista de las In dias por los cristianos era la voluntad de Dios y Castilla su instrumento. Sin duda hubiera considerado muchas de las leyes laborales de Las Casas (por ejemplo, dos libras de carne diarias para los mineros, tres horas para el al muerzo y sólo vigilantes indígenas) como un cariño excesivo, y la abolición de las encomiendas como algo totalmente rechazable. Cuando el empleo de la fuerza era necesario para sus fines la utilizaba sin vacilar, y aprobaba la esclavitud de los caníbales u otras tribus recalcitrantes y, desde luego, la de los negros africanos, punto este que Las Casas aceptaba calurosamente. Lo que le distinguía de otros era su creencia de que la misión de España en el Nuevo Mundo podía llevarse a cabo con un mínimo de opresión y violencia. Era la distinción entre Fagin y un padre Victoriano fundamen talmente amable, que, aceptando la palmeta como medio necesario para la educación, prefiere recurrir a ella rara vez y lo más ligeramente posible. Balboa dijo francamente que, a su juicio, la consideración y la benignidad 376
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con los indios eran buenas tácticas, pero no habría pensado así si ello estu viera en pugna con sus inclinaciones. Con su gente tuvo la misma actitud. También declaró que la benevolencia era particularmente conveniente en la conquista y asiento de nuevos territorios, que es lo que se proponía hacer en la época en que se le acusó de perpetrar las mayores atrocidades. En un aspecto sí que había cambiado. Al menos por lo que conocemos, sus denuncias de los abusos cesaron al convertirse en yerno de Pedrarias. Debió oír hablar de los brutales excesos de Espinosa en Coiba y no hay indicios de que los comentara. Aunque resulte difícil imaginarle negándose a la boda con la hija del gobernador, consta el hecho de que pudo hacerlo, sacrificando sus derechos y ambiciones en un noble gesto de protesta que hubiera sido el último. Ello habría significado entregar la costa del Pacífico a la clase de explotación que tanto vituperaba, pero no puede afirmarse que fuese esto lo que le decidió. Es claro que vendió su libertad para criticar a cambio de desarrollar de manera segura su gobernación. Sin embargo, cuando volvemos a su conducta posterior, los indicios son de que su carácter y sus métodos no habían variado. Es significativo que, cuando Pedrarias quiso castigar a los indios de Careta por la muerte de Olano, enviase a otro para hacerlo y sólo después de que Balboa estaba lejos de Ada (1). Por otra parte, esto no es una réplica a las acusaciones que hemos de examinar, limitadas a su actuación en d mar del Sur. Los cargos fueron: 1) que Balboa fue consecuentemente cruel matando, capturando y marcando como esclavos a innumerables indios (Pedrarias); 2) que saqueó, «probablemente» mató y tomó cautivos a gran número de indios, especialmente en Terarequí y Chochama, en este último lugar por su deseo de vengar a Morales (Las Casas); 3) que vendió indios del Pacífico en Santa María, con o sin declaración de su estado legal (Oviedo); 4) que causó la muerte de quinientos — o dos mil— nativos por los terribles esfuerzos que hicieron al llevar bastimentos desde Ada (Oviedo, Las Casas). Los dos primeros apartados pueden ser rebajados. La mendacidad de Pedrarias sobre otros puntos debilita cuanto dice. Además, no da ejemplos, mientras que las afirmaciones genéricas de Las Casas son de la clase impro visada que hacía al no saber exactamente lo ocurrido y sospechar lo peor. Veremos esto después. El tercer apartado sobre la venta de esclavos es fá cilmente rechazable. Los registros oficiales de tales ventas se conservan y prueban que ningún indio de la expedición de Balboa fue declarado esclavo o vendido como tal mientras vivió. Los únicos indios de la Compañía del 377
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Mar del Sur subastados en Santa María fueron mandados allí después de la muerte de Balboa y con autorización de Pedradas (2). Pero la cuarta acu sación está definida razonablemente y mejor substanciada. Tanto Las Casas como Oviedo lo oyeron en Barcelona en 1519, cuando llegaron a la Corte las primeras comunicaciones de Pedradas acerca de los «crímenes» de Bal boa, lo cual por sí mismo parece bastante para ponerlo en tela de juicio. Pero Las Casas cita como fuente un memorial confidencial escrito por Quevcdo. que estaba en España por entonces, y dice que la «verdadera» cifra de mis de dos mil víctimas del trabajo de transporte se la dio el secretario particular de Quevedo. Esto puede parecer casi definitivo. Pero ¿lo es? «El clérigo» — como Las Casas gustaba de llamarse a sí mismo— estaba entonces empeñado en una guerra sin cuartel contra los agentes del diablo — que lo eran todos cuantos no coincidían con él— y en lograr una conce sión financiada por el Gobierno para colonizar personalmente cien leguas de la costa continental «con el fin de echar a Pedrarias de Darién y de todo el Continente» (3). Propuso hacerlo con cincuenta estimables amigos suyos de la Hispaniola, varios centenares de esclavos negros y algunos agriculto res. Sus protectores flamencos estaban dispuestos a ayudarle; pero, por otra parte, el proyecto tuvo contradictores, siendo Quevedo uno de los que más se opuso. Aunque después el obispo lo respaldó, Las Casas seguía todavía bastante encolerizado al cabo de cincuenta años para presentarle como un abogado del diablo de honradez dudosa y da a entender que Diego Velázquez «untó la mano» al señor obispo. Parece no haber duda de que el obispo preparaba otro de sus memoriales denunciando las crueldades a que los indios habían sido sometidos o que, aunque era confidencial para el trono, los amigos de Las Casas se lo enseña ron antes de entregárselo al rey: Las Casas ofrece un cuadro muy gráfico de su rápida lectura a la luz de una bujía. Pero el memorial no existe, y el único trozo de él, mencionado por Las Casas, es el párrafo referente a Balboa. Las preguntas que esto sugiere son: ¿Era infalible el recuerdo de Las Casas en 1560 de un documento hojeado rápidamente en 1516, aunque fuera equi vocado en otras cosas de la misma época? ¿Se apartó Quevedo del hombre de quien había sido paladín, de cuyas cualidades había jurado por su santa consagración, para atacarle por algo que sólo podía conocer de oídas y de boca de personas cuya veracidad y virtud impugnó durante años y años? Si Las Casas retrata su propia actitud hacia el obispo, ésta era insoportable; 378
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ciertamente, estaba identificado con el grupo extranjero detestado por el clero castellano (4). ¿Cómo fue que el secretario particular de Quevedo le comunicó una información perjudicial que su jefe había suprimido? Dicho esto, la acusación subsiste. ¿Cómo se sostiene a la luz de los he chos que conocemos la afirmación de que dos mil indios — o quinientos— murieron como porteadores? Todos coinciden en que la carga más pesada fue transportada por los propios expedicionarios, lo mismo en el traslado inicial que en el segundo transporte principal de material al río de la Balsa después de la riada. No se transportó madera de construcción después de septiembre de 1517, cuando escaseaban los porteadores nativos; repetidas veces se dice que las anclas las llevó una cuadrilla de tres españoles. Apenas se llevaron provisiones de boca de Ada — donde los bastimentos eran muy escasos— porque la expedición vivía principalmente sobre el terreno. Esto deja poco más de lo que puede llamarse retazos: los aparejos menores, lona, jardas y brea de que habla Andagoya. Y por el tiempo en que Pedradas acusó a Balboa, la cantidad llevada al golfo era moderada: los navios de Balboa eran muy pequeños, puesto que se les describe como Justas, ligeramente aparejadas; sólo dos de ellos se completaron y para los que estaban en las islas de las Perlas se estaba orga nizando todavía un transporte de material. La carga tipo para un indio era de cincuenta libras, y es suficiente ver la que transportan hoy para refutar la idea de que pudiera matarlos aquel recorrido sobre un camino tan bueno, según se dice, que en gran parte era apto para los caballos. Nada sugiere que cada indio empleado en la tarea cayese muerto. Aun suponiendo un cincuenta por ciento de mortalidad, y que cada indio re clutado tropezara sólo una vez — hipótesis absurda— , y restringiendo las víctimas a quinientas, habrían sido transportadas veinticinco toneladas de maromas, estacas y otros diversos objetos; mientras que midiendo de igual modo la «verdadera» cifra de Las Casas de dos mil porteadores muertos, daría un total de 2oo.ooo libras de bagajes transportados. Una mayor carga o una mortalidad más baja indicaría unas cantidades de porteadores y basti mentas ante las cuales hasta el clérigo se habría quedado estupefacto. Además — y esto es pertinente para la acusación general— , Balboa ope raba en una populosa región previamente provocada para odiar con violen cia a los españoles. Sus tribus aliadas habían dado pruebas de que podían ser durísimos guerreros cuando se levantaban: después de la derrota de Morales, las entradas esquivaron aquella región. Balboa pasó allí un año. Durante los 379
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cinco primeros meses sólo un tercio de sus hombres solía estar a la vez en el campamento; los destacamentos que iban a Acia o buscaban provisiones en las cercanías, se componían unas veces de sesenta hombres y otras de la mitad. En Chochama, escenario de los peores excesos de Morales y de su aplastante denota, entró Balboa con cien hombres, pero su número quedó inmediatamente reducido al enviar a una tercera parte de ellos a Darién con la remesa de oro de octubre. Y no hay mención de indios hostiles. En los quince meses que Balboa estuvo en el Pacífico la expedición no sufrió una sola baja. Por último, tenemos el registro oficial del expolio. En los diez meses siguientes a su instalación en el río de la Balsa Vasco Núñez envió a Santa María 899 pesos y tres tomines de oro en cinco remesas, de un promedio de 180 pesos cada una, más diez pesos de perlas, resultados que Pedradas debió atribuir a negligencia intencionada. En octubre mandó 2.331 y medio pesos, lo que hace un total de oro de 3.231 pesos desde su salida de Darién. En todas las acusaciones formuladas por Pedradas, Puente y compañía no se insinúa que Balboa malversara o falseara las ganancias de su entrada; esto es cuanto hizo. Razonando por los indicios, se llega a la siguiente conclusión: que Bal boa se sirvió de los indios sin abusar de ellos, ni mucho menos matarlos o venderlos; que si cualquier aldea se ocupó por la fuerza, no lo fue de modo vengativo, lo que los indios comprendieron y agradecieron; que imponía tri butos, pero dentro de unos límites más bien modestos. En otras palabras, que continuó ejerciendo aquella moderación que incluso los más suaves secuaces de Pedradas hubieran considerado un suicidio político y permaneció siendo el mismo imperialista sensato y fundamentalmente humano cuyos principios agradaban al rey Fernando tanto como molestaban al gobernador. El proceso de Balboa coincidió con los de sus supuestos cómplices Valderrábano, Muñoz, Botello, Garabito, Arguello y el padre Pérez. Argüello no había participado en el proyecto de mandar una misión de exploración a Acia, por la sencilla razón de no encontrarse entonces en el Pacífico. No obstante, había sido compañero y representante de Balboa, recibiendo cartas del adelantado, cuyo contenido no se especifica, y en la época en que Pedra das vacilaba entre conceder o negar la prórroga del asiento, escribió a Balboa aconsejándole persistir en su empresa y recordándole que se le había enco mendado por los jerónimos para servir a Dios y al rey. Era costumbre de 380
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Pedrarias interceptar —y frecuentemente secuestrar— la correspondencia privada de los vecinos y por ella estaba en posesión de la carta de Argüello, por lo que se le declaró traidor. Puesto que los procesos estaban prejuzgados, se instruyeron rápidamen te. Antes del 12 de febrero Espinosa los concluyó, declarando la responsa bilidad de los reos. Garabito fue perdonado en recompensa por sus valiosas declaraciones; Balboa y los demás apelaron inmediatamente ante el Trono. En este momento Espinosa dudó. Podía juzgar una ofensa capital, pero legalmente no podía dictar una sentencia, y mucho menos ejecutarla. Los vecinos tenían derecho a apelar ante el rey y su Consejo (5) y la ejecución de la pena de muerte estaba prohibida de modo expreso en Castilla del Oro, excepto en cumplimiento de una sentencia emanada de aquella suprema autoridad judicial. Pudo llevarse a cabo la ejecución y la autopsia pública de un ladrón insignificante porque el infeliz carecía de importancia. La eje cución del adelantado de Sus Altezas y gobernador de la Costa del Mar del Sur era cosa muy distinta. Incluso en Castilla, un adelantado no podía ser condenado más que por el soberano y el Consejo Real. El alcalde mayor, con la vista puesta en las naves y los hombres de la Compañía del Mar del Sur, no era adverso a la idea desmbarazarsc de su molesto jefe. Pero estaba comprensiblemente poco dispuesto a cargar con la responsabilidad de hacerlo. Y sabía de sobra que las instrucciones verbales de Pedrarias — «puesto que ha delinquido, dejadle morir por ello»— no le pro tegerían si llegaba a estallar un escándalo. Por tanto, requirió al gobernador para que declarase en acta notarial, ante testigos, lo que habría de hacerse con los presos y sus apelaciones. Tuvo buen cuidado en hacer constar en su escrito que el proceso se siguió por orden del gobernador y de que la senten cia se dictaba por el delito de rebelión. En cuanto al proceder en el futuro, el requerimiento del alcalde era enteramente neutro: «Pareze para se poder sentenciar definitibamente que biese su señoría si mandaua que se remitiese a sus Altezas o a los del su muy alto consejo a lo menos el proceso tocante en particular al dicho adelantado Basco nuñez atenta la calidad e titulo e dignidad de su persona o si mandaua quel dicho Señor alcalde mayor lo bea e determine en todo lo que hallare por justicia sin hazer la dicha remisión o que es lo que manda cerca de lo susodicho». Según Las Casas, Espinosa suplicó al gobernador que perdonase a Bal boa. Ni el texto del escrito ni el comportamiento del alcalde corroboran tal cosa. Espinosa era la máxima autoridad en cuestiones judiciales y tenía po381
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der, o mejor dicho obligación, de enviar los presos al rey y al Consejo Real. Si hubiera deseado agraciarlos, no tenía que hacer otra cosa sino cumplir con su deber de acuerdo con la ley. Pedrarias debió encontrar dificultosa su postura; o bien tenía que permitir las apelaciones, lo que equivalía al fracaso de sus objetivos, o bien que suscri bir un documento legal y público que le hacía responsable de la muerte de un adelantado real con ostensible menosprecio de la ley. Pero había llegado demasiado lejos para volverse atrás; ahora sería fatal permitir a Balboa testifi car en España. En vista de ello, dictó la declaración de los crímenes de Balboa examinada más arriba. Su conclusión — larga, reiterativa e indicadora de cre ciente emoción— fue una categórica negativa de las apelaciones y una orden conminatoria a Espinosa de sentenciar a Vasco Núñez y los otros «e sin dar lugar a que cerca de la dicha instrucción aya mas remisiones e dilaciones por que atenta la calidad de los dichos delitos e del bien público vtilidad y sosiego e pacificación e confinación destos reynos conviene asi al seruicio de sus Alte zas y sin que por adbirtiencia de lo susodicho espereis otro mi mandamiento o mandamientos algunos para todo lo qual asi facer e cumpliré estatuir de la manera que dicho es bos doi el cedo e traspaso todo mi poder cunplido como dado bos le tengo según que yo le he y tengo de sus Altezas (6)». Espinosa no dudó mucho, mas sólo el tiempo suficiente para compo ner otro documento exponiendo sus notables méritos, en el que hacía una apremiante petición de que se le nombrara para el puesto que pronto estaría vacante del jefe de la expedición del mar del Sur, y hacerlo firmar por algu nos de los expedicionarios. Las peticiones presentadas por los diputados de la compañía de Balboa, pidiendo el perdón o la admisión de las apelaciones, fueron dadas de lado. Uno o dos días después del requerimiento del alcalde y la respuesta del gobernador, Vasco Núñez y sus amigos fueron condenados a muerte. Un día de la siguiente semana — entre el 13 y el 21 de enero de 1517— se cumplieron las órdenes del gobernador (7). Sólo el padre Pérez se libró gracias a sus hábitos; fue entregado al deán — amigo intimo de Corral— , quien le en vió con grillos a España. Allí fue absuelto y, andando el tiempo, volvió a Cas tilla del Oro. Para los otros, en cambio, no hubo ni aplazamiento ni perdón. Las ejecuciones fueron públicas, naturalmente. Tuvieron lugar en la plaza. Es fácil imaginar el escenario, tan parecido a mil pueblecitos de la Amé rica tropical contemporánea: la plaza de la villa, muy grande porque las 382
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dimensiones prescritas estaban calculadas para eventuales ciudades; las casas que la rodeaban, bajas, de amplios aleros, sujetas hombro a hombro, nivela das con la calle; la iglesia, sencilla; el marco verde de las colinas cubiertas de bosques, y sobre todo esto el cielo de cobalto y nata que en aquellas latitudes es un elemento casi dominante en cualquier escenario. Podríamos dibujar el resto del cuadro: los vecinos con sus trajes de distintos colores; los indios despavoridos, apiñados en el último término; los brillantes reflejos de las armas y las corazas de los soldados que guardaban un espacio despejado en un lado de la plaza, en el centro del cual se hallaba levantado el cadalso. Era un cadalso tosco y raro, y se dice que ante él había una artesa de madera para recoger las cabezas cortadas. El público no era numeroso. No habla bastantes vecinos en Castilla del Oro para Henar una plaza; estaban en Santa María más de doscientos en el Pacifico. Pero podemos estar seguros de que todos los que estaban en A da se encontraban en la plaza. Todos menos Pedrarias. No habla nada de ese terrible humor festivo que en aquel tiempo — y en el nues tro— se desplegaba cuando había ejecuciones públicas; la gente se sentía intranquila y afrentada. «Nadie creía culpable a Vasco Núñez» y — por las referencias del gobernador al estado permanente de efervescencia e insurrección en la «ciudad»— cabe suponer que estarla contenida sólo por una considerable demostración de fuerza. Probablemente llevarla esperando algunas horas cuando apareció Balboa entre sus guardianes «andando valeroso y sereno». Balboa defraudó a sus enemigos en el momento de su triunfo, porque fueron incapaces de doblegar su ánimo. Sólo pudieron matarle. Mientras avanzaba, el pregonero iba delante gritando: «¡Esta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor y Pedrarias su lugarteniente, en su nombre manda a este hombre por traidor y usurpador de las tierras sujetas a su real Corona!» Y otras cosas por el estilo. Vasco Núñez, oyendo esto mientras avanzaba, alzó los ojos y dijo: «Es una mentira y falsedad que se me levanta, y, para el caso en que voy, nunca por el pensamiento me pasó tal cosa ni pensé que de mi tal se imaginara, antes filé siempre mi deseo servir al rey como fiel vasallo y aumentalle sus señoríos con todo mi poder y fuerzas». Su declaración no le sirvió de nada y así, habiendo confesado y co mulgado, y puesto en orden su alma tan pronto como el tiempo y la oca sión lo permitieron, le cortaron la cabeza. 383
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Las otras víctimas fueron obligadas a ver. Uno tras otro fueron de capitados: primero Valderrábano, el escribano; luego Botello; después Muñoz. Cuando llegó el momento de matar a Argüello se acercaba ya el crepúsculo. Los vecinos, horrorizados y disgustados, cayeron de rodillas implorando compasión. Dios mismo — gritaban— enviaba la noche para poner fin a la degollina. Pedrarias no se ablandó, sino que replicó con gran pasión: «Que si querían que aquél viviese, en sí mismo querría se ejecutase la justicia». Argüello fue decapitado. «De esta manera, entre la angustia y la pena de todos y hasta las lágrimas de alguno, perecieron los cinco aquel día». «Y fué hincado un palo en que estuvo la cabeza del adelantado varios días puesta». «E desde una casa, que estaba diez o doçe passos de donde los degolla ban (como carneros, uno a par de otro) estaba Pedrarias, mirándolos por entre las cañas de la pared de la casa o buhio». Un capítulo de la Historia había terminado entre sangre e infamia.
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EPÍLOGO
Poco más queda que decir de Darién. El sol y los pájaros no habían terminado con el sangriento despojo clavado en un poste de la plaza de Acia cuando Pedradas se dirigió al Pacífico para reclamar la gobernación de Balboa. El 27 de enero tomó la ritual posesión en Pequeo; dos días después tuvo lugar una ceremonia análoga en Terarequí, al que dio el nuevo nombre de Isla de Flores. Regresó luego a Ada y a Darién (1) y en mayo cruzó otra vez hacia la isla de las Perlas, mientras Espinosa llevó una fuerza por tierra para una reunión en Panamá. En julio entregó a Espinosa, a pesar suyo, los navios de Balboa y parte de su compañía para otra expedición a Coiba. En agosto fundó Panamá. (Siete años después fue capaz de presentar en su residencia un memorial en el que decía que, después de la primera entrada de Espinosa en Parisa, él, Pedradas, «tomó las mencionadas tropas y otra vez preparó todo lo necesa rio, lo cual fiie en el año 1517, y vino a esta costa del mar del Sur y pacificó a muchos de sus caciques y fundó la ciudad de Panamá y la de Nata y cons truyó varias naves que envió a explorar...»). La elección de Pedradas del sitio para su futura capital, en un paraje a cosa de una milla del Viejo Panamá, fue tal vez determinada por el hecho de estar dentro del territorio del cacique Pacora, que — a la sazón de trece años de edad— fue fácilmente inducido a la complacencia. No hay otra explicación para ello, ya que, como los colonizadores señalaron en una vigo rosa protesta, tal lugar carecía de puerto y era improductivo y singularmente insano. El gobernador desdeñó todas las objeciones. El día 15 de agosto de 1519 diseñó el plano de la «ciudad», llamándola Nuestra Señora de ¡a Asun ción de Panamá. En seguida regresó a Darién rápidamente con la intención de desmantelar a Santa María. 385
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En este punto hubo de interrumpir su programa por la negativa de los vecinos a abandonar sus casas y haciendas. La contrariedad no pasó a más, pues Lope de Sosa, llegado a Darién en mayo de 1520, murió oportuna mente la misma noche. Pedrarias tuvo la alegría de poder hacerle un solcmne funeral y ofrecer la más encantadora hospitalidad al hijo, al sobrino y a las otras importantes personas de su séquito. Sus mayores atenciones las dedicó a Alarconcillo, alcalde mayor de Sosa. Al cabo de un mes, liberado del lim bo oficial por un nombramiento de «teniente general del Gobierno» y casi literalmente comiendo en la mano de Pedrarias, Alarconcillo recomendaba con calor que se invistiera de todos los poderes y privilegios de Sosa al noble servidor de la Corona, Pedrarias Oávila, «quien descubrió el mar del Sur a su costa, fundando allí la ciudad de Panamá». Al mismo tiempo, para la agria diversión de la colonia, se anunció que Alarconcillo tomaría la residencia de su nuevo patrón, como cualquier otro personaje oficial. Los oficiales reales se negaron a reconocer la autoridad de Alarconcillo y la residencia del go bernador hubo de aplazarse; las demás residencias tuvieron lugar en junio y julio. Entretanto se envió a España a doña Isabel, llevando en su equipaje las perlas y el oro acumulados por su marido en seis adquisitivos años. Su joven hijo Juan, que parece haberse reunido a ellos un año antes, permaneció con su padre (2). Para poder llevarse libremente la fortuna antes de que pudiera someterse a las investigaciones y reclamaciones consiguientes a un cambio de administración, se tomaron las precauciones elementales; además, el con tador de la Hispaniola, Gil González Dávila, se presentó en Ada a principios de año con una serie de incómodos mandamientos e instrucciones, entre tos que figuraba una orden para intervenir y asentar todas las cuentas de la Corona en la colonia, desde 1514 hasta la fecha. En la ¿poca en que llegó a España la noticia de la muerte de Sosa — fi nales de agosto— las circunstancias eran favorables para Pedrarias. Carlos, elegido emperador del Sacro Romano Imperio, estaba ausente otra vez y con él sus consejeros flamencos; el alzamiento de los comuneros que sacudió a Castilla había comenzado; ni el bienintencionado Adriano — nombrado regente— , ni el nuevo gran canciller Gattinara, italiano, eran hombres a propósito para llevar los asuntos coloniales, y Fonseca gozaba otra vez de influencia; en el cuadro general de las Indias, el Méjico fabuloso hacia pare cer a Castilla del Oro como algo sin importancia y que podía esperar hasta mejores tiempos, ya que nunca había producido un maravedí para el Tesoro 386
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y sí muchos años de disturbios, polémicas y gastos. El 7 de septiembre de 1520 Pedradas fue confirmado como gobernador y tres días más tarde se autorizó a Alarconcillo para conducir las residencias. (Se atribuye generalmente esta victoria a doña Isabel, cuya notable ha bilidad para el cabildeo — respaldada por el oro traído de las Indias— fue extraordinariamente efectiva en Castilla. Si se le debe a ella, debió llegar a España antes de la fecha que suele señalarse para su llegada, esto es, en los primeros días de septiembre. Era, desde luego, una mujer astuta, audaz y ac tiva, pero no pudo llegar a Valladolid donde estaba la Corte y mucho menos conseguir una decisión y un nombramiento en tres o cuatro días). Debido a la guerra de las Comunidades, hubo un largo intervalo en el que no salieron barcos para Castilla del Oro; las cédulas de septiembre de 1520 parece ser que se entregaron en Darién el 1 de julio de 1522. La residencia de Pedrarias se llevó a cabo en agosto y septiembre. Su curso fue facilitado por el anuncio de una inminente distribución de indios entre los vecinos; ardid necesario que resultó de lo más efectivo, especialmente porque el reparto no se haría hasta después que la residencia hubiese llegado a feliz término. El 7 de octubre Pedrarias surgió de su simbólica ordalía puro y limpio como una azucena. El 12 de octubre se firmaron y sellaron las encomiendas. En los últimos meses de 1525 se supo el nombramiento de otro gober nador — Pedro de los Ríos— para Castilla del Oro. Lo ocurrido entonces es extrañamente familiar. Pedrarias había enviado al capitán Francisco Her nández de Córdoba para someter y colonizar Nicaragua, con objeto de apro piarse del territorio antes de que Gil González, que acababa de explorarlo, estableciera una gobernación. Actuando sobre informes de que Hernández de Córdoba preparaba una revuelta, Pedrarias se trasladó a Nicaragua ha ciéndole decapitar y cuando llegó Ríos estaba bien situado en una región ajena a la jurisdicción de su sucesor. Otra vez jugó la partida y otra vez obtuvo el éxito de que un gobernador nombrado legalmente muriese de improviso antes de ocupar su puesto. En esta ocasión el muerto fue Gil González. En 1527 Pedrarias obtuvo el nombramiento de gobernador de Nicaragua. Viejo, enfermo, con frecuencia en el lecho, prosiguió inabatible una carrera afeada por la codicia, la rapiña, el cohecho y la violencia. Murió en su puesto, casi de noventa años, el 6 de marzo de 1531. La larga supervivencia de Pedrarias es una maravilla, lo mismo desde el punto de vista político que del físico. Fue denunciado en España — a prudente distancia, pero con valentía— por toda clase de desafueros que 387
K aTIII I'HN K o m o i
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prácticamente puede cometer un gobernante: extorsión, malversación, frau de, intimidación, falsificación de documentos, violación de corresponden cia, tráfico ilícito de tierras y encomiendas, arrogación de territorios reales — en especial la Isla Rica y Otoque, con sus pesquerías de perlas y más de ochocientos indios— , sistemática brutalidad con los nativos, malos tratos a los representantes de la Corona, organización de un comercio privado de esclavos con indios «libres», tentativas de anexión forzosa de los disputados territorios de Honduras y Nicaragua, etc. Sólo hemos nombrado las acusa ciones más graves. Oviedo declaró que dos tentativas de asesinarle — una de ellas casi lograda— se hicieron por orden del gobernador; se rumoreó que las muertes del obispo Peraza, sucesor de Quevedo, y de Salaya, sucesor de Espinosa, se debieron a envenenamientos instigados por él. En la residencia que debía sufrir después de la llegada de Ríos, a pesar de una disposición obtenida por doña Isabel, que ordenaba que todo lo anterior a 1522 que dara excluido, se hizo una investigación de cuarenta y siete acusaciones de fechorías, instruyéndose sumario sobre veintitrés, excepto de las acusaciones de Oviedo y de otras quejas personales. Pero no sólo no salió perjudicado, sino, finalmente, favorecido. El triunfo se debió a aquella habilidosa señora que era doña Isabel. Sin duda partidaria de la teoría de que la mejor defensa es atacar, planteó sus más exageradas demandas de concesiones y recompensas cuando su esposo se hallaba bajo el fuego graneado de sus enemigos, y los acontecimientos le dieron la razón: no sólo salvó a Pedrarias, sino que obtuvo para él un galar dón especial. Y después de su muerte, cuando alegó su total indigencia, reci bió inusitados donativos y pensiones como reconocimiento de sus servicios. Su afirmación de encontrarse en la miseria podía ser fácilmente refutada, pero nadie lo hizo (3), quizá porque en aquella época era íntima amiga de la joven emperatriz Isabel de Portugal. Doña Isabel no obtuvo todo lo que pidió: la petición de un feudo de 1.700 millas cuadradas en Nicaragua quedó reducida a uno mezquino de 488 millas cuadradas con 2.000 vasallos indios, y su plan de que su hijo Arias Gonzalo, de veintidós años de edad, sucediera a su padre se frustró. Todo ello no fueron, sin embargo, más que obstáculos temporales, pues pocos años después se concedió la gobernación de Nicaragua a su yerno Rodrigo de Comieras y de la Hoz. Contreras se había casado con María, la novia fantasma de Balboa, quien parece no haber sido indigna de sus progenitores: el matrimonio convirtió la colonia en algo parecido a una pro 388
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B a i .boa
piedad familiar. Doña Isabel redondeó sus hazañas casando a su hija menor con Hernando de Soto, cuando este caballero volvió del Perú con 100.000 pesos de oro, ayudándole a conseguir el Gobierno de Cuba y la Florida. Por último, a Arias Gonzalo se le concedió el título de conde de Puñónrostro. A pesar de toda la ansiedad que debió sentir por la revelación de sus pe cados, Pedradas no tuvo serias molestias respecto a su conducta con Balboa. £1 gobernador lo tenía todo en su mano en Castilla del Oro. La casi total omisión de cualquier referencia a Balboa en los informes y cartas de los años siguientes a su ejecución es tan extraña que no parece sino que se considera ra tabú el nombre del adelantado, cuya observación era una condición sine qua non para la vida, la libertad y la persecución de la fortuna de la colonia. (Un típico ejemplo de ello es una declaración de méritos, presentada con la esperanza de obtener ciertos favores, por un conquistador cuyo título prin cipal para lograrlos era su participación en las dos expediciones de Balboa al Pacífico. Manejando con tacto un problema delicado, pasa a la ligera sobre la del descubrimiento y describe así la segunda: «Vuestra señoría ordenó que se hicieran cuatro barcos en el mar del Sur, los cuales se construyeron por varios compañeros...»). Cualquier infracción del tabú era cuidadosamente corregida en la redacción de los papeles oficiales, la censura de la corres pondencia particular y la ilegal sustracción de documentos inconvenientes. Oviedo afirma que la razón principal para las tentativas de quitarle la vida inspiradas por Pedradas fue que había leído, numerado y contraseñado cada una de las páginas del proceso de Balboa. Tan pronto como los devolvió, el escribano del tribunal se los llevó a Panamá a Pedrarias, después de lo cual parece que se perdieron para siempre. Sin embargo, algo llegó a España. Al principio, la responsabilidad de Balboa y sus compañeros de infortunio fue aceptada bajo la autoridad de los informes oficiales de Santa María (4). Pero en 11 de abril de 1521 una cé dula de la regencia ordenó que, en vista de los grandes servicios prestados a la Corona por el adelantado Vasco Núñez, se dieran sus indios a su hermano Gonzalo. Fue, naturalmente, ignorada — hacía mucho tiempo que Pedrarias había asignado esos indios a doña Isabel y a algunos servidores favoritos— , pero el emperador la reiteró dos años más tarde, después de su regreso a Castilla. Y el 4 de julio de 1523 el emperador dictó una cédula sobre el caso, muy interesante en más de un aspecto. La cédula está dirigida a «nuestro gobernador de Castilla del Oro». En ella dice Carlos que, habiendo sido informado por Gonzalo de Balboa de 389
K a I'III KKN R o MOI I
que Pedrarias Dávila, al tiempo que murió su hermano, «tenía ciertos n.i> borias de cassa ios quales bos diz que repartistes entre algunas personas que en esas partes residen de qual dicho Adelantado y él como su heredero reci bieron mucho agrauio y daño... yo acatando lo quel dicho adelantado cu su vida nos siruió... y porque tenemos voluntad de que reçiba merçcd... vos mando que luego que con esta fitéredes requerido quitéis y tornéis todas las nauorias que el dicho Adelantado tenía al tiempo de su fin y muerte de po der de qualquiera persona a quien las ayais encomendado e las deis, tornéis y restituyáis todas al dicho Gonzalo Núñez de Balboa su hermano» (5). Además, de mostrar que el emperador, después de su vuelta a Castilla en 1522, estaba dispuesto, al menos, a tomar en consideración la idea «le que la ejecución de Balboa fue un deliberado desmán de justicia, la cédula es significativa por otro aspecto nunca comentado. Está dirigida a un gober nador de Castilla del Oro que no es Pedrarias en una época en que, según todos los relatos, este caballero estaba en plena e inconmovible posesión de su puesto. Luego hay un hueco en los relatos, y otra cédula, cuyo significado tampoco se ha advertido, indica lo que falta. Lleva la fecha de 19 de abril de 1523 y está dirigida a un teniente general de Castilla del Oro llamado «peranzures de avilanzo» (Pedro Ansúrez de Avilanzo), recomendándole ocu parse de ciertos asuntos previamente confiados al teniente general Pedrarias. Por alguna razón — ¿doña Isabel otra vez?— el nombramiento de Avilanzo quedó en suspenso y no se nombró otro gobernador hasta dos años después. Pero es evidente el hecho de que en 1523 Pedrarias estaba ya relevado en el papel, lo que explica un leve cambio de su título que varía su significado de «teniente gobernador» a «teniente de gobernador» (6). Los herederos de Valderrábano también eran activos, y puesto que Espi nosa estaba convenientemente a mano en Castilla, pidieron que se le impu sieran penas civiles y criminales por su participación en la muerte del escri bano. En consecuencia, una cédula de abril de 1525 ordenó a Alarconcillo enviar a España los folios originales de los procesos con dos copias autentifi cadas, haciéndolas suplicadas, para ser despachadas en barcos diferentes a fin de asegurar su recepción. Ninguna de ellas parece haber llegado. Es probable que la muerte de Alarconcillo tuviera lugar antes de recibirla y puede supo nerse que, si Pedrarias estuvo decidido a matar a Oviedo por haber leído los papeles en cuestión, no estaría ahora dispuesto a obedecer enviándolos por triplicado. Se puede sospechar que, si no los había destruido ya, rectificaría el descuido en aquel momento. 390
Vasco N O fti'/
d i.
Bai.hoa
No se conocen posteriores acciones de la familia de Balboa. Sus herma nos salieron de España sin dificultades: calurosamente recomendados por el emperador a Cabot — todavía en consideración a los señalados méritos de Vasco Núñez— , zarparon los tres con la armada de Cabot para el Atlántico del Sur en 1525, llevando con ellos a un sobrino, llamado también Gonza lo. El Gonzalo mayor era tesorero de la nave Trinidad y el cuarto en orden para mandar la expedición. Resultó muerto con su hermano Juan en el río Paraguay. El hermano más pequeño, Alvar, que iba de veedor en la Trinidad, volvió sano y salvo a Castilla. Pero, siendo de carácter pacífico — se encerra ba en su camarote cuando las disputas entre los expedicionarios se hacían violentas— , no era el hombre que hubiera sido menester para luchar con potentados y gobernantes en una causa perdida (7). En Castilla del Oro los amordazados creyentes en la inocencia de Balboa se mostraron encantados y cuantos habían dudado de ella se convirtieron por un prodigio ocurrido en Ada. Una mañana dominical del mes de julio de 1522, Garabito — por en tonces teniente de Pedradas en el mando del asiento— estaba a la puerta de su vivienda pasando el rato con un grupo de vecinos, entre la misa y la comida. Cerca estaba el poste en el que estuvo expuesta la cabeza de Balboa y en donde ahora se había fijado un aviso de la inminente residencia de Pedrarias, considerada generalmente como una farsa destinada a exculpar al gobernador en toda la línea. «Y estando assi, entraron por la otra parte de la plaça quinçe o veynte roçines o yeguas, e començaron a pastar çiertas hierbas que en la plaça avia en harta cantidad... E estando aquellas bestias bien apartadas, se salió de entre ellas un caballo que avía seydo del adelan tado Vasco Núñez de Balboa, e alta la cabeça, a passo tirado y sin pasçer ni entenderse a donde yba, después de aver andado más de cient passos, desde donde dexaba a las otras bestias, llegó al poste donde estaba el pregón o edicto afixado, e con los dientes assió del papel dos o tres veçes é hiçolo pedaços: e fecho aquesto, passo a passo, sin se detener en pasçer ni en otra cosa, se tornó a las bestias, de donde avía partido primero, e allí començd con ellas a pasçer). Con la muerte de Balboa Darién quedó condenado. Los vecinos im pidieron en 1519 el plan de Pedrarias para abandonarlo, y cuando Oviedo volvió en 1520 — muy desconcertado por la accidental continuación de Pedrarias en el Poder— se convirtió en la cabeza visible de la resistencia a tal propósito del gobernador. Durante un tiempo pareció que triunfaría; 391
Katiii i kn Romou
Pedrarias, que seguía pensando en la residencia, maniobró hábilmente y ofreció a Oviedo nombrarle su representante en Santa María, ofrecimiento que incautamente aceptó el veedor, inducido por algunas consideraciones materiales. Pronto se dio cuenta de que le habían engañado. La segunda tentativa — casi lograda— de asesinarle y todavía el hecho de que hubiera conseguido hacer castigar al aspirante a asesino antes de que pudiera salvarle un agente de Pedrarias enviado a toda prisa de Panamá, aconsejó a Oviedo emprender la huida, antes de que pudiera suceder algo peor. De nuevo en España, consiguió en 1525 una cédula que prohibía el abandono de Santa María, pero ya era demasiado tarde para salvarla. Aun antes de la fuga de Oviedo, muchos residentes de Darién cedieron a las presiones y promesas que tan bien sabía emplear Pedrarias. En 1524 el gobernador asestó el coup de gráce. Fue a Darién, convenció al obispo Peraza para que se trasladara al triste villorrio que con eufemismo se llamaba «la gran ciudad de Panamá» — que, dicho sea de paso, no era todavía una diócesis— , obligó a los restantes vecinos a marchar, y despojó a Santa María de todas sus instalaciones y equipos, enviando a Panamá todo cuanto podía ser transportado y destruyendo el resto. Según Oviedo, la destrucción del asiento era una obsesión en el gobernador porque en algún sentido suponía un recuerdo vivo de Balboa. En septiembre de 1524 Santa María del Antigua no era sino un lugar desolado y habitado tan sólo por unas cuantas personas demasiado enfer mas para emprender un viaje a cualquier otro sitio — cuyo porvenir era absolutamente indiferente— y por un testarudo inamovible: Diego Ribero, el marinero que con su oportuna insubordinación hizo posible en 1510 el salvamento de Nicuesa y sus náufragos. Como era de esperar, los indios se abalanzaron jubilosos sobre aquellas gentes indefensas, mataron a Ribero, a su familia y a los inválidos y prendieron fuego al asiento abandonado. En pocos meses la selva voraz avanzó para cubrir las débiles ruinas; muy pronto, sólo algunos naranjos y limoneros ahogados entre la selva renacida indicaban el lugar donde estuvo la capital de la primera colonia continental en las Américas. Santa María no se reconstruyó jamás. El nombre de Darién se extendió a todo el territorio situado al Oeste hasta el Pacifico, y al fin pasó a abarcar toda la provincia caribe. El verdadero Darién de Cemaco y de Balboa es ahora la municipalidad colombiana de Acandí que, en un área de 2.730 kilómetros cuadrados, tiene 868 edificios con 3.261 habitantes. Fuera de los 392
Va sc o N ú ñ k x i >k B a i .bo a
barquichuelos bananeros o contrabandistas, sus comunicaciones consisten en una lancha postal que — cuando el tiempo u otras circunstancias no lo impiden— hace un viaje semanal desde Nicoclí, pueblo algo menos aislado, situado en la costa oriental del golfo de Urabá, aproximadamente donde Bastidas comerció con los urabaes y Hojeda fundó San Sebastián. Aún la naturaleza conserva su aislamiento. No hay un kilómetro de camino de rue das, pues la división política a que pertenece — el Departamento de Chocó, extendido al Sur entre montañas, ciénagas y selvas hasta mucho más allá de las tierras exploradas por los capitanes y compañeros de Santa María— sólo tiene escasamente unas ciento veinticinco millas de carretera, recientemen te construida, aunque una formidable iniciativa avanza actualmente en su empeño de completar una buena carretera que irá desde Antioquía hasta el golfo. Cubierta de selva, remota y abrupta, es hoy muy parecida a lo que era hace casi cuatro siglos y medio, cuando unos cientos de intrépidos hombres de Castilla ocuparon un rincón de ella para construir una ciudad y forjar sus arrogantes sueños de dominación de medio mundo. Las dos décadas que siguieron a las ejecuciones de Acia estuvieron pletóricas de conquistas deslumbrantes. La exploración y ocupación españolas desde Méjico hasta los limites de Chile, con las fantásticas riquezas y las sangrientas rivalidades a que dieron lugar; la circunnavegación española del globo con las subsiguientes controversias con Portugal; los esfuerzos espa ñoles para vencer al desafío de los territorios aún no ganados, proclaman los triunfos y glorias de la Edad de Oro. En aquel inmenso panorama de dominio la desaparecida cabeza de alfiler que fue Darién pareció perdida para siempre. Que todavía Darién brille en el recuerdo de los hombres cuando otros asientos precursores yacen obscurecidos u olvidados, no se debe a los aconte cimientos que en ella pasaron en el curso de los años en los que raramente se piensa, ni tampoco al hecho de que fuera la primera colonia continental en el Nuevo Mundo, ni siquiera a que sus conquistadores «salieran de ella para todo lo que se hizo después». Darién perdura por Vasco Núñez. Si murió con Balboa, también vive con él, unidos e indisolubles en las hazañas, las derrotas y el recuerdo que es el supremo galardón de la Historia.
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APÉNDICES
APÉNDICES I ALGUNOS PESOS Y MEDIDAS ANTIGUOS CO N SU EQUIVALENCIA ACTUAL APROXIMADA MEDIDAS Dedo..................................................................... Pulgada................................................................ P alm a.................................................................. Codo común....................................................... Codo real o de ribera (usado en la construcción de barcos) ................................................... Vara (36 pulgadas o 48 dedos)........................... Estrado .............................................................. Brazo .................................................................. Legua terrestre o castellana (3 millas rom anas)..................................................... Legua marítima o portuguesa (4 millas rom anas).....................................................
0,018 0,023 12 16 2
metros « dedos « palmas
dm’ 329 milímetros 835,09 49 pies; cuadrados 2 varas 5.572,05 5.555,55
metros M
N. B. Hoy, que se utiliza el sistema métrico decimal, la vara se suele consi derar equivalente a 80 centímetros y la legua terrestre a 5 kilómetros; una pulgada equivale a 2,54 centímetros. Stevens (1702) estimó el codo real en 22,687 pulgadas y una vara en 33 pulgadas. PESOS Grano . Tomín. Adarme Peso. . . O n z a .. M arco.
0,048 12 3 8 50 8
kilogramos granos tomines U u onzas 397
I
Kathi-kf.n R o m o u
Libra..................................................................... Arrelde................................................................ Arroba................................................................... Quintal................................................................ Bota o pipa (toneles de vino que contenían 27 arrobas y m edia)...................................
16 4 25 100 750
onzas libras u
u
«
N. B. El tonel (casco) se usaba con referencia a naves y cargas en el mismo sentido que el tun inglés — del que, sin embargo, no es equivalente— y habitualmente como una unidad, real o convencional, de medida cúbica. (Véase APÉNDICE III).
MEDIDAS DE LÍQUIDOS Cuartillo Azumbre.................. .......................................... Cuartilla.................. .......................................... Cántara.................... .......................................... Bota o p ip a .............
4 2 4
cuartillos azumbres cuartillas
Tonel........................ ..........................................
1
Tonel macho........... ..........................................
2
de agua o vino bota y dos tercios botas o pipas
4 3 4
cuartillos celemines cuartillas
MEDIDAS D E ÁRIDOS Cuartillo Celemín o alm ud.. . .......................................... Cuartilla.................. .......................................... Fanega o hanega . . . .......................................... H ald a......................
5 arrobas de grano
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V a sc o N úñkz
de
Ba lb o a
ÁREAS
Solar, colonias Solar de caballería.......................................... Fanega o hanegada (área requerida para sem brar una fanega de grano)...................... Huebra.............................................................
Lote de 50 por 100 pies Lote de 100 por 200 pies 0,64 hectáreas Área que podía ser arada en un día por un hombre con una yunta de bueyes.
Fuentes: Leyes (1538), fol. CCLXXV; Leyes (1581), lib. V, título XIII: «De los pesos y medidas». Para los equivalentes en inglés cfr. Haggard, Handbook fo r translators; Hamilton, American Treasure.
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K a th lkkn Ro m o u
II M ONEDA CO RRIENTE Y PRECIOS La moneda corriente en Castilla fue reformada y estabilizada en junio de 1497. Desde entonces los cuños tipos fueron el «maravedí» (de una aleación de plata y cobre llamada «vellón»), que se estipuló como unidad de cómputo en las transacciones oficiales y comerciales; el «real» de plata y el «excelente de Granada» o «ducado» de oro de 23 quilates y tres cuartos. También es taba autorizada la acuñación de medio, cuarto y ochavo de real, de medios maravedís llamados «blancas»; de medios ducados y dobles ducados y — en cantidad limitada— de piezas de 5, 10, 20 y 50 ducados. El «castellano» no se acuñó mucho tiempo, pero continuó siendo moneda imaginaria, princi palmente en las Indias, como el equivalente de un peso de oro, la centésima parte de una libra castellana. De un valor técnico de 450 maravedís, el cas tellano o peso estaba sujeto de hecho a fluctuaciones y era convertible por bajo de la par en las colonias. (El maravedí citado en los antiguos Códigos se acuñaba en oro. Sobre la base de las leyes citadas por Hugo de Celso {.Leyes, 1538, folio CCXXI), y pasando por alto las aberraciones matemáticas de éste, el maravedí oro tipo de los siglos XIII y XIV valía 165 de los «modernos» maravedís de vellón; y un maravedí especial llamado indistintamente «vieja o buena moneda» o maravedí del rey, utilizado para calcular penas pecuniarias, valía 990 mara vedís «modernos», de vellón). El valor de la moneda castellana, siguiendo la reforma de 1497, era en términos de la actual moneda norteamericana como sigue: Cuño
Maravedí ............................. Real ...................................... Ducado ...............................
Equivalente
Equivalente
en maravedís
en dólares
34 375
0,001 0,354 3,091
Determinar el valor real comparativo — o el poder adquisitivo— es cuestión más difícil. He aquí algunos ejemplos, tomados de documentos de las dos primeras décadas del siglo XVI, con referencia especial a la adminis tración o a los transportes a las colonias del Nuevo Mundo. 400
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Sueldos anuales
Gobernador de una colonia . . . . Tesorero de una c o lo n ia ............. Veedor de minas y fundición . . . Piloto mayor de C astilla............. Piloto de Indias de primera clase . Capitán r e a l................................. Marinero (más la comida)........... Grumete (más la com ida)........... PRECIOS (Medios) Bushel de trigo (aproximadamente dos arrobas y m edia)............. Galleta, por quintal .................... Caballa en salazón, por barril . . . Tocino (cerdo curado), por libra . Aceite de oliva, galón .................. Vino a granel de poca graduación, galón ...................................... Vino a granel de buena calidad, galón ...................................... Lienzo de hilo, yarda (0,91 m etros)........................ Linón francés fino, y a r d a ........... Terciopelo de seda, y a r d a ........... Camisa corriente de hombre . . . . Jubones corrientes ...................... Clavos, el m illar........................... Hierro, en láminas o barras, el quintal ............................... Estaño, quin tal............................. Cobre, libra ................................. Jarcias, quintal ............................. Velas de barco, por pieza............. Muías de mediana calidad .........
Maravedís
Moneda americana S
366.000 200.000 70.000 75.000 35.000 48.000 11.000 7.300
3.714,50 2.084,40 728,50 781 364,25 500 115 76
294 500 1.500 8 35
3,06 5,21 16,15 0,08 36
8
0,08
38
0,40
38 3.600 850 160 675 1.300
0,40 37,51 8,86 1,67 7,03 13,54
1.300 525 22 1.270 1.500 8.000
13,54 5,47 23 13,25 15,63 83,38 401
K a iiii .kkn Ko m o ij
Sueldos anuales
Garañones .................................... Silla de montar, adornada de terciopelo y claveteada......... Esclavo (negro)............................. Pasaje de España a la Hispaniola con com ida............................. Pasaje España-Hispaniola, de lu jo .......................................... Fletes España-Hispaniola, mercancía general por tonel. . Fletes España-Hispaniola, vacas o añ ojos......................... Fletamento de barco a las Indias, por tonel .............................. Fletamento, en viaje de ida y vuelta a las Indias por tonel. . Carabela para comprar, por tonel Renta anual de una casa pequeña Renta anual de una residencia elegante .................................
Maravedís
Moneda americana $
30.000
312,66
3.285 12.000
34,24 125
3.000
31,27
5.500
57,32
2.200
23,93
1.700
17,70
4.000
41,68
6.500 3.000 3.600
67,55 31,26 31,26
75.000
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A pesar de las violentas fluctuaciones de año en año en los precios de los ar tículos de consumo, el nivel general no varió prácticamente en el primer cuarto del siglo XVI. En las colonias, por supuesto, los precios fueron muy altos al principio debido a la escasez de mercancías; entre 1502 y 1504 — los de la fie bre del oro— eran en la Hispaniola de cuatro a seis veces los de España, excepto el del herramental de las minas, para el que no había límite. Por ejemplo, un pico llegó a valer setenta dólares. En Darién se vendía el cerdo a 48 centavos la libra y el buey a 58. Treinta años después había en la Hispaniola mucho más ganado que habitantes y la carne de vaca era prácticamente regalada. Fuentes: Leyes (1581), lib. V, tít. 21: «De las monedas y cuños»; Leyes (1538), fols. CCXXI, CCXXII1, CCXXXIV, CCLXXV, CCLXXVI; Hamilton, American Treasure, detalles en contratos, cuentas, informes, etc., entre 1495 y 1520. 402
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III ALGO ACERCA DE BARCOS Las tres clases de barcos utilizados para los viajes y las exploraciones del Nuevo Mundo durante las primeras décadas del descubrimiento y la conquista fueron la nao, la carabela y el bergantín. La primera era una nave grande de aparejo cuadrado, «redonda», técnicamente idéntica a la carraca de Venecia; sin embargo, los castellanos parecen haber aplicado el término «nao» — que simplemente significa «nave»— a cualquier embarcación de buen tamaño y aparejo cuadrado; eran más grandes que las carabelas usua les, pero más pequeñas que las verdaderas carracas. Los bergantines eran muy pequeños; podían navegar a remo o a vela, algunas veces tenían cubier ta y otras iban abiertos a manera de pinazas y podían ser llevados a bordo de una carabela para ser botados al agua cuando se alcanzaba el Caribe. No obstante, también los bergantines se enfrentaban con el Atlántico por sus propios medios: valerosos cascarones de nuez escabulléndose entre España y las Indias en audaz y triunfal desafío dan la medida del valor de los ma rinos españoles, no tanto porque los hombres se embarcaran en ellos para cruzar el Océano, sino porque nadie daba importancia a tal hecho. Fáciles de carenar, los bergantines sobrevivían a menudo a sus hermanos mayores y salvaron muchas veces de la pérdida total a una armada cuando las naos y las carabelas fracasaban. La carabela, el típico barco útil para todos los servicios, fue una mo derna revelación, iniciada por los portugueses y adoptada muy pronto por Castilla. Las portuguesas eran de vela latina; los españoles, generalmente, las preferían con velas cuadradas; pero, puesto que cada tipo tenía sus ventajas e inconvenientes, el rey Fernando quiso que sus armadas llevaran unas y otras. Una buena descripción de ellas y de cómo se manejaban la da Morison en su Adm iral o f the Ocean Sea-, véase también Frederic C. Lañe, Venetian Ships and Ships and Shipbuilders ofthe Renaissance. El tamaño de los barcos se expresaba en términos de capacidad, concre tamente del espacio cúbico de carga bajo cubierta. La unidad de medida era, lo mismo que en Inglaterra, la de la mayor de las cubas de vino, que en la Gran Bretaña se llamaba tun y en Castilla tonel, y los nombres de las cubas más pequeñas también correspondían a pipa (pipé) y bota (butt). La capa cidad de estas cubas de nombres similares era diferente, un tonel castellano 403
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contenía sólo un poco más de la mitad de lo que cabía en un tun inglés: con toda precisión, el 55,2 por 100. En Inglaterra el tun (252 galones, o sea un contenido de 33,7 pies cúbicos) se convirtió en el tun naval de 42 pies cúbi cos al añadirle un 25 por 100 adicional por la cuba y el espacio perdido en el almacenaje. Si los castellanos siguieron la misma práctica, su tonel de 139 galones equivaldría a un tonel naval de unos 23 y un cuarto píes cúbicos, pero no sabemos si así lo hicieron. En la época de nuestra historia tonel y tonelada eran sinónimos. Ha bía también, sin embargo, un tonel «macho» o tonelada igual en capacidad a dos botas o pipas. Pronto esta medida «masculina» —aproximadamente estimada como 1,2 toneles— se convirtió en la tonelada oficial: 166,9 galo nes, 22,3 pies cúbicos netos y el 66,2 por 100 de un tun inglés. Claro es que hablar de un tonel — hasta de un tonel «macho»— como de un ton, o de traducir tonnage por tonelaje es erróneo. Esto es casi todo lo que está claro y no ayuda mucho para esclarecer el tamaño de las ca rabelas utilizadas por los descubridores. Y las leyes sobre construcción de barcos y tonelajes promulgadas un siglo después (1615-1618) son igual mente decepcionantes. En apariencia, son maravillosas. La que establece las dimensiones-tipo para naves, proporciona también una tabla de mediciones con sus correspondientes capacidades, lo mismo que fórmulas para calcular la capacidad de carga de cualquier nave y su clasificación en toneladas. (In cluso llegan a decir cómo lograr las proporciones prescritas con la ayuda de un pedazo de cuerda, el viejo sistema que personalmente he visto utilizado todavía con buen éxito por los constructores de hoy). El tipo de la tonelada se ñjó en dos pipas o botas y el arqueo convencional de la tonelada en ocho codos de ribera cúbicos. Pero todo ello no sirve de nada cuando se intenta utilizarlo como una guía para las barcas de principios del siglo XVI. Las capacidades equivalentes en la tabla de especificaciones no coincide con las producidas con la fórmula teóricamente correspondiente. La tabla no comprende barcos más pequeños que los de 80 y tres cuartos toneladas (17’ 6” en la manga y 66’ 2” de eslora), y si se retrocede en la misma propor ción resulta un absurdo, tal como una nave de 41 pies con una profundidad de la cubierta a la quilla de 35 pulgadas y una clasificación de unas 7 y media toneladas. La fórmula para encontrar el tonelaje oficial de naves no con formadas al tipo legal es naturalmente inútil, puesto que fijarlo supone el conocimiento de las medidas exactas. Por último, no sólo las naves del siglo XVII estaban construidas de modo diferente a las que nos interesan, sino 404
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que estaban arqueadas por un sistema distinto: la tonelada cúbica de ocho codos (59 pies cúbicos) era dos veces el espacio necesitado para almacenar dos pipas de 83 y medio galones. (Por fortuna, se puede ignorar una fuente de posible confusión en tanto que se refiera la cuestión que estamos considerando: los equivalentes de la arbitraria tonelada decretados para varias clases de mercancía y envases; por ejemplo: 36 bushels de trigo = una tonelada; 80 botellas de aceite de tres galones = una tonelada; mercancía general en cajas de 25 a 42 pies cúbicos s una tonelada. Estas convenciones se establecían por razones de seguridad y para determinar fletes e impuestos). Al enfrentarme con un problema que ha aturdido a los expertos he de sarrollado un método particular para estimar el tamaño de las carabelas, uti lizado por los indios en la ¿poca de nuestro relato. Es intrincado y execrable desde el punto de vista científico, por lo que no trataré de explicarlo. Sin embargo, da resultados bastante atendibles que tienen, además, la ventaja de que nadie puede demostrar que son errados; por ejemplo, más o menos 70 pies de eslora para un barco de 80 toneles; aproximadamente 46 pies de eslora para las carabelas de 30 toneles que barloventeaban valerosamente el Atlántico. Véanse: Leyes de Indias, vol. III, lib. IX, tít. XVIII, tít. XXXI; Leyes (1581), lib. V, tít. XIII, «De pesos y medidas»; Veitia Linaje, Norte de Con tratación', documentos contemporáneos, específicamente los contratos con Juan Aguado (1495) citados por Angel Ortega La Rábida, II, 282, y con García Álvarez (1496), Muñoz, Transcripts, N . Y. Rich, 5> y la cédula de 1513 en Serrano, pág. CCCXVII n; Morison, Adm iral o f the Ocean Sea. vol. I, cap. 9, y notas. Algunas otras fuentes de la muy extensa literatura sobre el tema se citan en la Bibliografía de este libro.
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NOTAS Y FUENTES PRINCIPALES D E LOS CAPÍTULOS
Nota sobre las referencias Las abreviaturas de los títulos de colecciones de documentos y leyes utilizadas en estas notas están indicadas en la Bibliografía. Las obras repetidamente citadas con sólo el nombre del autor, sin el título, figuran en la Bibliografía señaladas con un asterisco. CAPÍTULO I NOTAS (1) Todavía el reino de Castilla no tenía capital. Isabel y Femando eran unos soberanos ambulantes, que trasladaban su Corte de ciudad en ciudad, según lo aconsejaban las circuns tancias. (2) Solamente el título de almirante se declaró hereditario en el documento original. La ampliación del derecho de herencia a los otros títulos y privilegios se hizo en cédulas posterio res, que, en vista del hecho de que la concesión perpetua de los oficios originaba complicacio nes en la administración judicial o civil, fueron anulados por la ley, lo que sirvió de punto de partida para los pleitos entre los herederos de Colón y la Corona. Para los interminables liti gios sobre los privilegios de Colón véase The Legacy o f Christopher Colombus, de Schoenrich. (3) Véase el anónimo memorial de la Hispaniola (1515-1516?), debido, al parecer, a un fraile o un sacerdote (DIRD, II, 247-64); y el informe de Martín Fernández Enciso, 1516 (DIRD, X, 549). La sospecha surgió probablemente de la intención que por aquel tiempo tuvo Colón, aunque luego la abandonase, de legar al Gobierno de Génova el diezmo de las rentas de sus bienes y privilegios. (Torre, pág. 309). (4) Hispaniola fue el nombre inventado por Mártir para la isla de Haití y Santo Domin go. El nombre castellano era la Isla Española, o, más sencillamente, la Española. CAPÍTULO II
Fuentes principales Viaje de Bastidor. Oviedo, lib. II, cap. 8; Bernáldez, cap. CXCVL, Las Casas, lib. II, caps. 2, 5; D IR D U , II, 262-66; VII, VIII, XXI, passim (testimonio en los Pleitos de Colón); DIRD, II, 362-467; XXXI, 137, 230, 243-44: XXXIX, 61 ff; 331-427 passim; D1HHA,
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Ka ih u '.hn Rom oi .i VI, 69-77; X, 3, 15, ap. 1; XJV, 51; Navarrete, Viajes, II, 28, 244-46, 416-20; III, 538-91, passim-, D SCC , Pt. III vol. II, p. 120; Leguina ap. III; Leyes (1538), fols. 10, 242; Guevara, Epístolas fam ilares, declaración de Bastidas, 27 de marzo de 1503 (ms. en los archivos de Santa Marta, Colombia). Balboa: Las Casas, lib. II, caps. 5, 62; lib.III, cap. 39; Oviedo, lib. XXIX, proemio, cap. 2; véanse también las fuentes mencionadas más abajo en la nota 2. Obispo Fonseca: Guevara, Epístolasfamiliares-. Alcocer, Juan Rodríguez de Fonseea-, véanse también las crónicas y genealogías referentes a este período en Castilla. Leyes marítimas: Leyes de Indias, vol. 1, lib. VIII, tft. X, ley I; lib. IX, tít. I, ley 56; vol. II, üb. IV, tft. II, leyes I-II. NOTAS (1) Medina (I, 36 n., 236) dice que Balboa tenía cuatro hermanos menores que él, casi seguramente hijos de otra madre. Pero, como los propios documentos de Medina demuestran, no hay noticias más que de tres hermanos y, excepto Alvar, no existen indicaciones de si fueron mayores o más pequeños que Vasco Núñez. Uno, Gonzalo, tenfa un hijo de edad suficiente para ir como gentilhombre con Cabot en 1525; y seguramente la carrera de Balboa y su en rolamiento para las Indias, constituían ya un modelo general para los hijos más jóvenes. A mi juicio, el orden de edad de ios hermanos Balboa era éste: Gonzalo, Visco, Juan y Alvar. (2) Se puede seguir bastante bien la pista de la familia Balboa y Valcárcel a través de la maleza genealógica hasta principios del siglo XV, a partir del cual la descendencia por linca femenina — especialmente los Quiroga, los Osorio y sus herederos— eclipsan las numerosas lineas masculinas. En la época de su mayor gloria (entre 1290 y 1414 aproximadamente) las estrellas más brillantes fueron: Gutiérrez Fernández de Balboa, uno de los tres primeros maes tres de la Orden Militar de Alcántara: Garci Rodríguez de Balboa y Valcárcel, adelantado y merino mayor de Galicia, y su hijo del mismo nombre que también gobernó Galicia; Fernán Rodríguez de Balboa, gran prior de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén y todo poderoso ministro de Alfonso XI; fray Gonzalo de Balboa (muerto en 1313). general de la Orden franciscana y doctor por la Universidad de París; Vicente Arias de Balboa (tío-abuelo de Vasco Núñez), obispo de Patencia, gran erudito y batallador político que desafió primero y dominó después a su soberano. El nombre del padre de Vasco Núñez se debe a Gándara [Nobiliario ca., 1640), cuyos datos son muchas veces más copiosos que dignos de confianza. Cáscales (Discursos históricos, ca., 1614, citado por García Carraña, III, 79) dice que Ñuño Martínez de Balboa era cabeza de la casa hacia 1540, cuando perdió el castillo de Balboa en un proceso. (Véase también, entre otras: Haro, Nobiliario, 1622; Salazar y Mendoza, Origen de las dignidades, 1622; Salazar y Castro, H istoria... de la casa de Lara, 1696; Núñez de Castro, Corona gótica, 1739; Trelles, Asturias ilustrada, 1760). Las crónicas de los reyes de Castilla y de León proporcionan asimismo algunos datos curiosos sobre los más prominentes Balboas. (3) El uso caprichoso de los apellidos hace difícil trazar las relaciones de sangre en algu nas familias. Las esposas eran conocidas por sus nombres de solteras y varios hijos legítimos podían llevar apellidos totalmente distintos de los de sus padres. Los parientes más sólida mente identificados de Bastidas, apane de su mujer Isabel Rodríguez o Ruiz de Romero, y su hijo Rodrigo, fueron dos sobrinos y una sobrina, que, sorprendentemente, todos llevaban el apellido Bastidas; pero, además de que sus padres se llamaban Alonso Sánchez y Catalina
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Va sc o Ni'tfii'.z nu Na ib o a Gutiérrez, no es seguro que Bastidas tuviera algún hermano. Sánchez era carpintero; murió hacia 1507, y Catalina contrajo segundas nupcias con otro carpintero llamado Juan Martínez (FAAP, 1, 19-336, passim-, DAAP, 29-18,/wr/m ; CP1 (1930), 42(, 153; D IRD, II, 435). (4) Este Juan de la Cosa, natural de Santoña y residente en el Puerto de Santa María, se identificaba con otro marinero del mismo nombre, también de Santoña, propietario y capitán de la carabela en la que Colón realizó su primer viaje, muerto en 1496. La confusión fue aclarada por Morison (Adm ira! ofthe Ocean Sea, I, 187, 198). Nuestro Cosa, que era un hombre mucho m is joven, navegó con Colón en el segundo viaje como hábil marino y car tógrafo, y con Hojeda como piloto principal en 1499-1500. Cuando Bastidas le enroló como piloto y compañero de su empresa se comprometió a trazar su famoso mapamundi. Dicho mapa lleva la inscripción: «Juan de la Cosa hizo esto en el Puerto de Santa María en el año 1500». Se han provocado interminables discusiones porque en él figuran cosas oficialmente desconocidas en aquel tiempo: una costa continua desde el Brasil a Labrador, sólo inte rrumpida por un dibujo de San Cristóbal colocado estratégicamente sobre una problemática sección correspondiente al istmo de Panamá; y Cuba, con razonable precisión, representada como una isla. La teoría de que se le puso una fecha anterior o que se corrigió más tarde se destruye por el hecho de que mientras las costas conocidas antes de 1500 están definidas con sus nombres y lugares, las exploradas con posterioridad a ese año están indefinidas y sin escribir, incluso las descubiertas y carteadas por el mismo Juan de la Cosa en 1501-1502 y 1504-1506. (El destino de estas Cartas, las primeras en que apareció Darién, se desconoce. Véase la declaración de Juan de Xcrez (Ispizúa, H istoria de los vascos, IV, 76, n.). En cualquier caso, es innecesario buscar una explicación. Nadie puede asegurar cuántos viajes clandestinos se hicieron al Nuevo Mundo entre 1493 y 1500, pero indudablemente fueron numerosos y Juan de la Cosa tendría noticias de lo que encontraron en ellos sus amigos marinos. (5) El texto del contrato de Bastidas está en D IR D , II, 262-66, Y Navarrete. Viajes, II, 244 fF.; éste, con sus veinte modificaciones (?), figura en DIH H A, ap. I. (6) En septiembre de 1501 se decretó que cualquier persona que recibiera licencia para descubrir por mar debería tomar, por lo menos, dos barcos de no menos de sesenta toneladas. Cada barco no podría llevar más de treinta hombres; debía ir aprovisionado para un año por lo menos y llevar cienos elementos indispensables por duplicado: dos anclas, das timones, dos pilotos y dos sacerdotes (Leyes de Indias, vol. II, lib. IV, tít. II: «De las exploraciones por mar»). Para algunas notas de lo que significan toneles y toneladas en relación con el tamaño de los barcos (y casi más aún lo que no significan) puede verse el APÉN DICE III. (7) Martín Boriol, propietario y capitán de la nao Santa M aría de Gracia, y Rodrigo de Bastidas, capitán de la Santa M aría, declararon que debían a Alfonso Núñez, mercader, 17.000 maravedís que les prestó para bastimentos del citado barco que tenía que ir a las Indias (D IH H A, X, 15). En el mismo día Boriol firmaba un documento en el que asumía él solo la responsabilidad de la deuda (ibld). Después de esto, cualquier evidencia es superflua, pero no faltan. Por ejemplo, el piloto Antón García testifica que vio a Bastidas partir de Es paña (D IRD U , V il, 220-21), y hay prueba documental de que García no volvió del viaje al Brasil de Vélez de Mendoza hasta febrero de 1501. (El pasaje de Las Casas sobre esto fue mal interpretado; en efecto, sostiene la fecha de 1501). La temporada en que no se podía zarpar para las Indias era del 11 de noviembre al 1 1 de marzo (Leyes, 1538, fol. 242); si Bastidas esperaba partir, debió hacerlo antes, pues alcanzó la península de Goajira, al oeste del golfo de Venezuela, a fines de abril, l a fecha errónea de octubre de 1500 contradice evidentemente a
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Bernáldez quien afirma que Bastidas volvió a España en septiembre de 1502, después de una ausencia de treinta y tres meses (H istoria de los Reyes Católicos, cap. CXCVI). (8) Bastidas no dio nombre al río Magdalena — aunque era el d(a en que se celebraba la conversión de la santa— , pues en 1510 ese día cayó en 1 de abril, cuando Bastidas aún no había llegado a América del Sur. El Magdalena fue reconocido como un gran rio mucho tiempo después de su descubrimiento. Es posible, sin embargo, que el nombre se le diera en relación con su descubrimiento en 22 de julio, que es el día de la santa. (9) El nombre del Bohío del Gato es probable que aluda a un ocelote que cazaron y ataron. Ahora se llama Bahía del Gato. (10) Los nombres de las islas se han confundido muchas veces. Las más próximas a Cartagena, bautizadas con el de San Bernardo por Bastidas, se llaman ahora islas de Rosario; el grupo más al Sur, conocidas por los indios y todos los geógrafos primitivos como islas de Barú (Barú era la provincia continental frente a la que se hallaban), adquirieron el nombre de San Bernardo y para acabar de dificultar las cosas, la ancha y apenas separada isla que cierra al Sur la bahía de Cartagena ha recibido el nombre de Barú. (11) Hasta dónde fueron Bastidas y Juan de la Cosa por la costa del istmo es motivo de desacuerdo. Los testimonios sobre ello, relacionados con el litigio planteado a la Corona por Diego Colón, el hijo del Descubridor — los famosísimos «Pleitos de Colón» permiten diferen tes conclusiones (D1RDU, V il, VII, passim ). El límite máximo es el puerto de El Retrete, a unas 180 millas de Darién. El mínimo, el golfo de Urabá, se basa en el hecho de que el mismo Bastidas no reclamara más; testigo siempre prolijo, se limitó a la escueta afirmación en respues ta a la pregunta específica de si era cierto que Juan de la Cosa y él habían sido los descubridores de Urabá y Darién. Y en 1521, citando sus méritos, decía simplemente que había descubierto «una gran parte de la Tierra Firme, islas y Darién». Pero otros varios testigos fueron más precisos y debemos creer más exacta su versión intermedia. Según ellos, Bastidas llegó a unas ciento diez millas más allá de Darién, pasada la isla de Pinos. Fue cuando Colón, viniendo en dirección opuesta en 1503, alcanzó este punto cuando volvía de su cuarto viaje. (12) Bancroft, en un relato totalmente erróneo del viaje de Bastidas, lanza la afirmación de que Bastidas, habiendo capturado a un gran número de indios en Darién, les dejó aho garse en los barcos que se hundían para salvar su oro. He sido incapaz de encontrar el menor apoyo para esta calumnia. (13) Cuando Bastidas llegó a Santo Domingo, el gobernador en funciones era Francisco de Bobadilla, comendador de la Orden de Calatrava, que había ido a la Hispaniola en 1500 para investigar las denuncias sobre el mal gobierno de Colón, enviando a España al almirante encadenado. Su sucesor, fiay Nicolás de Ovando, comendador de la Orden de Alcántara, llegó a Santo Domingo el 15 de abril de 1502. Bobadilla se ahogó en el viaje de regreso a España. (14) Ni su hijo y biógrafo Fernando, ni su amigo Bernáldez (que tenían mucho que de cir del huracán), ni siquiera el propio almirante, dicen algo acerca de este aviso presciente. (15) Bastidas estimaba que sus barcos, cargamento y tesoro valían cinco millones de maravedís (declaración en su proceso) (Navarrete, Viajes, II, 416-420). Salvó tres cofres de hierro conteniendo setenta y cinco libras de buen oro y perlas, más una cantidad de objetos de oro bajo y baratijas indígenas. Véase Las Casas, lib. II, cap. 2; carta de Pietro Rondinelli de 3 de octubre de 1502 desde Sevilla (D SC C , pt. III, vol. II, págs. 120-21); deposición de Vicente Yáfiez Pinzón (D IRD U , VII, 267); cédula de marzo de 1503 (DIHHA, VI, 72); deposición de Bastidas (D IRD , II, 336-467).
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Va s c o N ú ñ i y . d i Ha i .hoa (16) Habiendo salido garantes de Bastidas varios ciudadanos responsables, la reina or denó que sus acreedores no le molestasen hasta que el Consejo hubiera fallado su caso (do cumento ms. en los archivos de Santa Marta, Colombia). Fue absuelto el 3 de diciembre de 1503; el decreto ejecutivo lleva la fecha de 29 de enero de 1504. En 22 de junio de 1504 recibió una concesión de privilegios, pero pudo haber partido ya para la Hispaniola antes que se le otorgaran, pues estaba en Santo Domingo antes de que llegara allí Colón a principios de agosto de dicho año, y hasta 1515 no pidió al piloto Juan de Ledesma que le trajera de España el pergamino «sellado con un sello de plomo y atado con cintas de color». CAPÍTU LO III
Fuentesprincipales Bernáldcz, caps. C C-CC IX ; Leguina, págs. 102-3, 187,189-225; Puente y Olea, pági nas 20-22, 53, 5 9 ,9 2 ; D IR D , XXXI, 129-31,378-80,401; XXXII, 25-29,43-54; XXXVI, 206-85, passim-, XXXIX, 158, 166-67; DIH H A, X, 148-49; Medina, II, 396; Navarrcte, Viajes de... Vespucci, pág. 150; Navarrcte ( Viajes, vols. II y III) ofrece muchos documentos pertinentes, pero la mayoría de sus deducciones son erróneas. Viaje de Juan de la Cesar. Oviedo, lib. III, cap. 8; lib. XXVII, caps. 1-3; Vamhagen, Nouvelles Recherches, págs. 12-14; D IR D , XXXI, 129-249, passim-, XXXVI, 291 -92; XXXIX, 44; DIH HA, V I. 231-33; X . 2 3 ,2 8 , 38; FAAP, V, 13.14; Puente y Olea, págs. 21, 24-27; Leguina, págs. 169-88, passim-, D IR D U , VII, 2 1 1 ,2 1 3 , 218-19. NOTAS (1) El texto del contrato de Juan de la Cosa está en D IRD , XXI, 220-29. (2) El dar licencia a tres expediciones para una misma región — medida muy poco co rriente— se debió, probablemente, al temor de los navegantes furtivos portugueses. Un año antes la inquietud la producían los invasores ingleses: el contrato de Hojeda para su expedi ción de 1502 especificaba que pusiera señales para avisar a los exploradores ingleses. Esto no era, como dice Navarrete (Viajes, III, 4 l) porque «Hojeda en su primer viaje (1499) había encontrado ciertos ingleses en las proximidades de Coquibacoa (golfo de Venezuela)», noticia de la que no hay comprobación sino porque los embajadores españoles en Inglaterra habían advertido que Enrique V il estaba autorizando viajes hacia el Nuevo Mundo. En 1503 se sabia que, aunque Enrique VII habla dado cartas de patente a algunas expediciones mixtas angloportuguesas para América en 1501 y 1502, su objetivo era Terranova; la preocupación del momento era, pues, Portugal, de la que se sabía que habla enviado una armada al Caribe y preparaba el envío de una segunda. En agosto de 1503 Juan de la Cosa fue a Portugal con la misión confidencial de investigar lo que hubiera de cierto, descubriendo ser verdad (Puente y Olea, pág. 21). (3) El contrato de Hojeda, fechado el 30 de septiembre de 1504, especificaba que partie ra dentro de los seis meses. En 10 de marzo de 1505 se le concedieron cuatro meses más; en septiembre el rey informa al gobernador Ovando que Hojeda ya había partido con rumbo a la Hispaniola (D IRD , XXXI, 258-68, DIHHA, VI 109-10; Puente y Olea, pág. 37). (4) Hay dos relatos del viaje de Juan de la Cosa en 1504-1506. El primero, fechado en 23 de diciembre de 1506, fue enviado ai Gobierno de Venecia por Jerónimo Vianello, un rico e inteligente veneciano que gozaba de singulares oportunidades para estar bien informado.
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Había ido a Castilla en una nave propia a comienzos del año 1504 llevando esplendidos y se lectos regalos a los soberanos (en particular una cruz adornada con piedras preciosas que valía más de seiscientos ducados para la reina y dos caballos árabes y varios halcones de caza para el rey) que le aseguraron instantáneamente el favor. Su conocimiento de la costa de África, combinado con su excepcional don de la táctica, hicieron de él el principal consejero del rey y del arzobispo primado Cisneros en las campañas de 1505 y 1509 contra los moros, cuyos éxitos se atribuyeron a sus consejos. Cisneros le tenía en gran estima y tenía ordenado que, cuando messer Jerónimo Vianello llegase, se le abrieran todas las puertas. En 1506, cuando volvió Juan de la Cosa, Cisneros era regente de Castilla y Vianello su mano derecha (Vallcjo, Memorial de la vida... de Cisneros (cap. 1530), páginas 66-67, 73-74, 77-79, 117-18, 120; Zurita, H istoria del rey Don Hernando el Católico, lib. X). La parte del informe de Vianello relatando el viaje de Juan de la Cosa está en el D iarii di M arín Sanuto, vol. VI, y en D SCC , pt. 111, vol. II, páginas 185-87, y se transcribe al pie de la letra por Varnhagen, Nouvelles Recherches, páginas 12-14. (Los extractos y razonamientos de Humboldt es mejor ignorarlos). El segundo relato de la expedición está en la crónica de Oviedo, lib. XXVII, caps. I y II. Cada uno complementa al otro el de Vianello se refiere, sobre todo, a la primera parte del viaje y Oviedo a la segunda. (5) El río ha sido identificado con el Atrato — que seguramente no era— , principal mente porque parece ser uno de los frecuentes que corren de Oeste a Este. Vianello dice que estaba a doscientas leguas de la Hispaniola y a seiscientas de lo que es claramente Urabá. (6) Puramente por una conjetura, la isla debe haber sido Santa Lucía, señalada a la vez por sus feroces habitantes caribes y por sus venenosos reptiles. (7) Un marco eran ocho onzas, media libra española de 460,06 gramos. Véase APÉN D IC E II. (8) Juan de la Cosa cobró su pensión de 50.000 maravedís en diciembre de 1506, ex traídos de los 491.708 maravedís que vinieron para Su Alteza del quinto obtenido en el viaje en que íue como capitán (Leguina, pág. 188). En aquel tiempo el rey recibía sólo la mitad de las rentas de las Indias que le legara la reina Isabel. El total del quinto en oro y aljófar era, por tanto, de 983.416 maravedís, que. según el convenio con Juan de la Cosa, era un quinto del ingreso bruto. La partida citada arriba ha sido impresa en varias formas, algunas veces con errores de los que el más grave es el señalar una fecha anterior en tres años a la verdadera. (9) Vespucci realizaba un floreciente comercio con las Indias, del cual un joven italiano dijo haberle producido 13.000 ducados. No está muy dato si se trataba de comercio en ge neral o de comercio de esclavos en particular. (10) Felipe tenía alguna excusa, pues había sido reconocido como coheredero con Juana y la ley castellana establecía que, en el matrimonio de una hembra que debía suceder al trono, el marido, aun cuando fuese de menor linaje, usaría el cetro y el nombre de soberano, con las demás preeminencias concedidas al varón en todo el mundo. (11) Hay frecuentes referencias en las Crónicas a esos límites, pero no se mencionan en el contrato. La jurisdicción de Hojeda como gobernador aparece en numerosas cédulas como «desde el oeste del Cabo del Isleo hasta el llamado Los Coxos». (D IRD , XXXI, 25051,258-68; DIH H A , VI, 3; et al). Isleo significa isleta o cayo, y el cabo de la Vela tenía una pequeña isla un poco más allá; no obstante, Cabo de la Isleta era un nombre que en aquellos tiempos se daba libremente, a menudo hasta una punta próxima al cabo Codera (Carenero) en Venezuela, que Hojeda, en 1499, fue el primero en descubrir. Los Coxos (Cojos) debían
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V a s c o N úfti'z nu Ha i .hoa ser algunas islas fuera de la cosca del istmo; se especificaban, pues, por los limites, que el golfo de Urabá quedaba en la gobernación de Hojeda. CAPÍTU LO IV
fuentes principales Las Casas, lib. I, caps. 8 2 ,1 0 2 ; lib. II, caps. 52,56-59; lib. III, cap. 31; Oviedo, lib. XXVII, cap. 3; lib. XXVIII. cap. I; Mártir, Déc. I, libs. 1 y 2; Memorias de Colmenares (Muñoz, Tmnscripts, N . Y., Rich, 3); D IRD , XXXIX, 499-509; Medina, II, 145-52; Altolaguirre, ap. 60; informe de Velázquez, 1512-1513 (Sagra, H istoria... de Cuba, vol. II, ap. I); D IRD , XI, 418-21,425-26; XXII, 13-26; XXXI, 378-80,401,529-35,547-51; XXXII, 29-45; XXXVI, 2 2 6 ,2 4 5 ,2 7 4 ,2 8 4 - 85,288-90; D IR D U , VII, 2 0 5 ,2 0 9 ,4 1 6 ; DIHNA, VI, 2 3 2 ,2 8 3 ,3 0 9 . 335-41, 371-80; X, 146, 148-49, 151, 157, 163, 166-67; XIV, 7-11; Autógrafos de Colón, páginas 48-52, 88; Medina, II, 2-7, 9-13; Puente y Olea, págs. 89, 93, 94; Leguina, página 191; Leyes de Indias, vol. II, lib. IV, tít. IV; lib. VI, títs. VIII y X. NOTAS (1) El contrato puede verse en D IRD , XXII, 29-43, y en Medina, II, 2-7. Según las leyes castellanas, todas las minas eran propiedad de la Corona. En los primeros años de la colonización del Nuevo Mundo los soberanos concedían la mitad; poco después redujeron su interés a un cerdo. En 1504 se estableció para las Indias la participación regia en un quinto (Solórzano, Política indiana, lib. VI, cap. I). (2) Las ideas de Colón eran reales más bien que viceireales. Teniendo en cuenta que sus pretensiones se aplicarían a todas las tierras del Nuevo Mundo, induso a las no descubiertas todavía, es interesante conocer algunas de sus peticiones específicas: Exendón de cualquier investigación o revisión de su gobierno; absoluta libertad en sus nombramientos civiles y judiciales; jurisdicción legal incluso en las causas ante la Casa de Contratación, propiedad de un tercio de la tierra. En el aspecto financiero redamaba el diezmo de todos los ingresos incluyendo courtfines, aduanas, diezmos edesiásticos y rentas de los bienes de la Corona; un tercio de los productos de las expedidones calculado en bruto antes de dedudr la parte de la Corona; un octavo de los beneficios comerciales más los sueldos de gobernador, virrey y almirante. (Lo que no es de extrañar, pues el deseo de su padre había sido establecer un ingre so mínimo inicial de 8.750.000 maravedís anuales). Naturalmente, no obtuvo nada de ello; sin embargo, después de algunos años de desempeñar sus cargos logró adquirir en España un feudo por 11.800.000 maravedís, de los cuales 10.000.000 estaban ya pagados cuando —violando las obligaciones contractuales— lo revendió poco después; y en 1520 se hallaba en posición de ayudar a su propia causa prestando 10.000 ducados a Carlos V (Gestoso y Pérez, Nuevos documentos colombinos, páginas 29-31; Schoenrich, The legacy o f Christopher Columbas, I, 26-122). La batalla legal de los herederos de Colón con la Corona, y entre ellos mismos, duró casi tres siglos. (3) En relación con su viaje se suele presentar a Hojeda como un aventurero codicioso y sin escrúpulos, con escasos títulos para la empresa. El origen de esta falsa imagen está en el resentimiento de Colón reflejado por Las Casas, pero la mayor parte de esos rasgos son sumamente fáciles de refutar. El contrato de Hojeda fue firmado por Fonseca porque el rey estaba ausente de Castilla, pero no hubiera podido hacerse sin el consentimiento real. Lejos
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K a tiiij >.h.n Ro m o ij de intentar apoderarse de todo el oro y todas las perlas posibles, Hojcda se limitó a recoger algunas «muestras», negándose a interrumpir su rápida visita para recoger más. Su viaje fue costoso y sin provecho, y mereció calurosos plácemes y felicitaciones por sus servicios a la Corona. Incidentalmentc diremos que parece seguro que Américo Vespucio fue con Hojcda desde España (véanse las declaraciones de Hojeda en D IR D U , VII. 2 V 5; D IR D , XXXIX, 331, la Crónica de Las Casas, lib. I, cap. 139, y los escritos de Vespucio. Pero sobre esta evidencia, y sujeto a discusión, parece que cuando Hojeda y Juan de la Cosa llegaron a la Hispaniola, después del fracaso de los descubrimientos continentales de Colón, Vespucio rompió la compañía con ellos. (4) El rey Fernando a Diego Colón, 10 de marzo de 1510 (DIHHA, VI, 231-33). (5) Los Hojedas procedían de Castilla la Vieja, pero Alonso nació en Cuenca al parecer hacia 1470. Alonso era un nombre favorito de la familia y los Hojedas pensaron bautizar a su hijo en honor del famoso inquisidor Alonso de Hojeda, primo segundo de nuestro hombre; otro Alonso, también de Cuenca, que creó una desagradable perturbación en las Indias hacia 1520, ha sido confundido con el gobernador de Urabá y otro llamado igual fue un conocidísimo mercader que comerciaba con las Indias. Nuestro Alonso había sido paje y escudero de don Luis de la Cerda, duque de Medinaceli, uno de los más ricos y más nobles grandes de España, cuya residencia principal era el castillo de San Marcos en el Puerto de Santa María. El duque tuvo hospedado dos años a Cristóbal Colón y proyectó una expedición en busca del paso occidental, llegando a construir barcos para ella en sus propios astilleros. Quizá esto explique por qué, a despecho de su juventud c inexperiencia, Hojeda hizo su primer viaje a las Indias en 1493 como capitán de uno de los barcos del almirante. Al luchar los indios contra Colón, su temeraria bravura causó la admiración incluso de sus víctimas: el gran jefe Caonabó, al que capturó en una emboscada, se negaba a mirar a cualquier otro español, pero cuando el joven Hojeda se dirigía a él se inclinaba postrándose a sus pies. (6) Nicuesa había sido trinchante del tío del rey, oficio de alguna importancia social. Fue a la Hispaniola con Ovando en 1502. Por una hábil combinación de concesiones y repartimientos otorgada en parte en consideración a su garantía financiera, y esta garantía dada en parte en vista de sus concesiones y repartimientos, reunió, pronto una considerable fortuna. Su viaje a Castilla en 1508 lo hizo como procurador de la colonia, encargado prin cipalmente de persuadir al rey para que sancionara una interpretación más generosa de los repartimientos. (7) Mártir, Déc. 1, lib. 2. Las Casas, que escribió cuarenta años más tarde, puso la fecha en noviembre, lo que evidentemente era imposible. Un memorial escrito por Colmenares en 1516 confirma la última fecha. (8) La fecha que generalmente se señala para la muerte de Juan de la Cosa es el 28 de febrero de 1510, porque el rey Fernando ordenó que se pagara a su viuda el sueldo del piloto desde el 1 de enero de 1510 hasta el último día de febrero de dicho año (Leguina, pág. 191). Esto, sin embargo, pudo haber sido una adehala, pues D e la Cosa había cobrado todos sus sueldos de 1509 antes de partir de España. De todas las indicaciones cronológicas, la fecha de febrero de 1510 lleva dos meses de retraso. (9) El robo de Talavera, no mencionado en los despachos de la Hispaniola, fue comu nicado por primera vez en las canas de 10 y 12 de junio (DIHHA, VI, 335-41, Medina, II, 15-16).
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Va sc o N i'iñ iv . i >i- IIa i .hoa (10) Relación
Fuentes principales Oviedo, lib. XXVII, cap. IV; lib. XXIX, caps. 2 ,6 ; Mártir, Déc. II, lib. 2; Las Casas, lib. II, cap. 62-64; Memorias de Colmenares (víase fuentes del cap. IV); Enciso, Suma de Geo grafía y memoriales (Muñoz, Transcripts, N. Y., vol. 128); Medina, II, 9,44-46; Altolaguirre, ap. 11 y 12; D IRD , XXXI, 229-33. Situación de Darién: Enciso, Suma de Geografía; Andagoya, Relación; Oviedo, lib. III, cap. 8i lib. IX, cap. 11; lib. XXI, caps. 6 ,7 ; lib. XXVII, caps. 1, 12; lib. XXVIII, caps. 3 ,3 0 ; lib. L, cap. 3; Sumario, cap. LXXVIII; Mártir, Déc. II, lib. IX; Déc. III, lib. 6; Opus epistolarum . carta 542; Chaves, Quatri partito, capítulo VIII, IX; Laet. lib. VIH, caps. 1. 8; otras referencias en cartas y relaciones contemporáneas. NOTAS (1) Oviedo (lib. XXVII, cap. 4) dice que Balboa realizó su fuga escondido en la vela latina sobre el palo de mesana. l a dificultad de subir a bordo de un barco custodiado y pasar inadvertido en una vela plegada parecería echar abajo esta versión, sin mencionar lo que hubiera podido ocurrir cuando la lona se izara en el momento de partir. (2) Leoncico no era un perro bonito. Estaba hecho para el trabajo: un cachorro rechon cho, bronco, de pelo parduzco, cubierto de cicatrices de peleas. Pero se dice que tenía una inteligencia sobrehumana y podía distinguir un indio «bueno» de otro enemigo, y adaptado en consecuencia a sus métodos, solía ofrecer severos ejemplos a algún conquistador incons ciente. No hay duda de que cobraba la misma soldada de un mercenario, sin embargo, uno puede preguntarse si realmente Oviedo le vio devengar más de quinientos pesos de oro en ocho meses (lib. XVI. cap. II). (3) El hecho de queTanela vuelva ahora a perderse en los canales del delta del Atrato no quiere decir nada. Con toda imparcialidad, los modernos reconocimientos demuestran que penetra directamente y en el mapa trazado en 1526 por Juan Vespucio, que habla estado allí, tiene un estuario. En la traducción de la Suma de Geografía de Enciso por Roger Barlowe, que tiene un sabor de que carece el original, el pasaje referente a la situación de «el Darién» dice así: «Y sobre la parte oeste cinco leguas dentro del golfo está el Darién, que está habitado por gentes cristianas y allí le encuentra oro fino en algunos ríos que descienden de las altas montañas». , (4) Cédulas de 28 de febrero de 1510 (D IRD , XXXI, 229-33; Medina, II, 9). CAPÍTULO VI
Fuentes principales Las Casas, lib. II, caps. 6 5 ,6 6 ; Mártir, Déc. II, libs. 2 ,3 ,1 0 ; Oviedo, lib. XXVII, cap. 3; lib. XXVIII, caps. 1 ,3 ; Medina, II, 11, 12, 16; D IRD , XXXIX (Pleitos de Colón), passim.
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K atiii.f.i'.n Ko m o u NOTAS (1) Si Nicuesa confiaba en un ejemplar de la carta de Bartolomé tal como la conocemos, tiene alguna excusa. Por algo había estado merodeando por la costa para virar bruscamente al Norte antes de llegar a Veragua. No fue la única persona que tuvo dificultades para en contrar este punto. Una armada de colonizadores enviada por la viuda de Diego Colón en 1536, primero lo sobrepasó cerca de setecientas millas en una dirección y luego, al regreso, en veinte millas en la otra. (2) Mártir, Déc. II, lib. 10; Déc. 111, lib, 4. Él es la única fuente para la situación exacta, pues es extremadamente preciso e igualmente positivo. Tenfa una información de Colón acerca de la costa que no se encuentra en los otros relatos del cuarto viaje y se le había permitido estudiar los mapas en la Casa de Contratación, inaccesibles para la mayoría, pero aclarados para ¿i por el obispo Fonseca. Oviedo, por lo que se deduce, pensó que la isla era Uvita, fuera de Puerto Limón (lib. XXI, cap. 7; lib. XXVIII, caps. 2 y 4). Dice que Nicuesa llamó a la isla Escudo, pero no lo hizo, aunque algunos escritores posteriores la confúndan con la evidentemente imposible Escudo de Veragua. (3) Al parecer, Colón no acenó con el puerto. Su Puerto de Bastimentos, identificado con el de Nombre de Dios, fue un ancladero al resguardo de las entonces ricamente cultiva das islas al oeste de Punta Manzanilla. (4) La relación de Nicuesa no existe, pero por fortuna su contenido se resume en la respuesta del rey de 25 de julio de 1511 (Medina, II, 16). En vista de que ni la rela ción ni Ledesma y sus compañeros tenían nada que decir de un nuevo establecimiento, debieron dejar Belén antes que Nicuesa, pero no fue así en vista del hecho de que el fuerte en Nombre de D ios se completó mucho después, en diciembre. Incidentalmente diremos que la cronología de las aventuras de Nicuesa que da Oviedo es absurda y disparatada. CAPÍTULO VII
Fuentes principales Las Casas, lib. II, caps. 64, 67, 68; lib. III, cap. 39: Oviedo, lib. XXVIII, cap. 3; lib. XXIX, cap. 2; Mártir, Déc. II, lib. 3; Medina, II, 44-46; Altolaguirre, ap. 7,12; DIHHA, VI, 335-41, 395-98; D IRD , XXXII, 284-88. NOTAS (1) El documento se conservaba en los archivos de Santa María, donde Oviedo lo leyó en 1514. (2) Según Las Casas, Nicuesa fue obligado a jurar que se trasladaría sin detención al guna a España, lo que es indicio cierto de que los colonizadores están muy seguros de ellos mismos. (3) Como juez, según Mártir, como primer alguacil, según Las Casas. En 1516 Colmena res, antes de la ruina de Balboa, decía que Vasco Núfiez tomó una nao que Rodrigo de Colme nares había llevado en la que puso preso a Endso, enviándole a la Hispaniola. El propio Endso indicó que esta prisión acabó cuando zarparon y asegura haber pagado cincuenta pesos para que le tomaran a bordo, suma que más bien indica un fletamento que el precio del pasaje; Endso calculaba todo el flete de un barco de la Hispaniola a Darién en cien pesos (Altolaguirre, ap. 7).
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Vasco NOfiii'/. mi IU i hoa CAPÍTULO VIH
fuentes principales Mártir, Déc. II, lilas. 3 . 4 , 6 ; Las Casas, lib. II, caps. 4 2 ,6 0 ,6 1 ; lib. III, caps. 5 ,1 9 ,2 4 , 2 9 ,3 6 ,3 7 .3 9 .4 2 ; Oviedo, lib. XXIX, caps. 1,2 ; lib. XXXVII, cap. 3; D IR D U , V il, 59; XX, 228-29; DIH H A . VI. 271-424,) passinr, Medina. II, 14, 27,46; Altolaguirre, XX11I, XXIX, XXXI, notas ap. 2-7; D IR D , V. 297; VI, 371; XXXII, 284-88,356. NOTAS (1) Enciso y sus compañeros arribaron a Cuba el Domingo de Pascua, 21 de abril. Ape nas llegados a Santo Domingo el 17 de mayo, se enviaron los despachos a Castilla. (2) Se desconoce la (echa de llegada de Hojeda, pero fue después del 19 de febrero de 1511 cuando los funcionarios de la Hispaniola escribían que nada habían oído de él. Su relación al rey estaba fechada el 5 de mayo en Santo Domingo. (3) Cédula de 15 de junio de 1510 (Medina, II, 11-12). (4) El contenido de las cartas y relaciones que se han perdido podemos deducirlo de las respuestas del rey. (Medina, II, 14-19, 26-27; Altolaguirre, págs. XXI-XXIV y nota). (5) Cédula de 6 de octubre de 1511 (D IRD , XXXII, 284-88; Medina, II, 20-21; Alto laguirre, págs. XXVH-XXVIII). (6) Esta frase obscura es abreviatura de una fórmula convencional. CAPÍTULO IX
Fuentesprincipales Mártir, Déc. II, libs. 3 ,4 ; Oviedo, lib. XXVIII, cap. 3; lib. XXIX, cap. 3; Las Casas, lib. III, caps. 39-42; Relación de Balboa de 20 de enero de 1513 (Medina, II, 129-39; Altolagui rre, ap. 8); Altolaguirre, aps. 2-6. Geografía-. Enciso, Suma de Geografía-, Andagoya, Relación-, Oviedo, lib. VIII, capítulos 1 ,9 ,1 0 ; Cuervo, II, 275-77. Véanse también las rutas transístmicas descritas por los filibus teros (Wafcr, Esquemeling, Ringrose, Dampicr) y las narraciones de los Scott, que intentaron encontrar Nueva Caledonia a fines del siglo XVII. NOTAS (1) Hay dos puertos en este trozo de costa (sin contar el de Nueva Caledonia, famoso por el fhistrado esfuerzo de los Scott para obtener una base en el istmo a finales del siglo XVII). Uno está entre Isla Gorda y el continente, y sólo se puede entrar en él desde el Sur. El otro, sólo a unas pocas millas más al Norte, es más fácil de alcanzar, pero menos resguardado. Cualquiera de ellos puede ser el que los colonizadores bautizaron con el nombre de Puerto de Careta; pero, dada la evidencia de las distancias, Isla Gorda tiene una ligera probabilidad sobre Sasardí. (2) El orden de la desfavorable versión de los acontecimientos está claro: Colmenares a Mártir y éste a Las Casas. (3) Morison {Admira! o f the Ocean Sea, II, 334, 345) dice que Colón, en la laguna de Chiriquí, «se enteró definitivamente de que estaba en un istmo» y añade que bastante extra ñamente «la prueba de que estaba en un istmo parece que le hizo cesar en la búsqueda de un
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K a tiii
hi'.n
K o m o i .i
estrecho». Pero — aparte de la cuestión de que lo realmente extraño es que se cese de buscar un estrecho por convencerse uno de que está en un istmo— Colón se negó a admitir que no estaba en una península. Citó a los indios que decían que el mar les rodeaba, comparando su posición con la de las penínsulas ibérica e italiana (Leona rarissim a) D SC C , pt. I, vol. II. págs. 197-98). Cuando finalmente renunció, a unas ochenta a cien millas de Darién según su geografía, podía haber esperado en cualquier hora ver la triunfante vindicación de todos sus sueños: el paso marítimo más allá del cual se navegara en línea recta hacia el Ganges. Su armada estaba en malísima situación, pero es significativo que se volviera cerca del punto alcanzado en 1502 por Bastidas y Juan de la Cosa, de cuyo viaje estaba informado. Soberbio navegante como era, debió reconocer entonces lo que no quería conceden que estaba, en efecto, en un istmo en el que no podría encontrar ningún estrecho. CAPÍTU LO X
Fuentes principales Todos los cronistas proporcionan información sobre los indios, aplicable en parte al istmo. Los datos más amplios acerca de los nativos de Darién conocidos por los primeros colonizadores se encuentran en Oviedo, sobre todo en los libros V-X1V, XXIX y LX1II, en el Sumario y en la Relación de Andagoya. Para el Cenó, véase Enciso, Suma de Geografía, y Simón, Noticia Ia, cap. XXL El traslado de los indios desde el este del golfo de Urabá, anterior a 1530, aparece en los documentos citados por Malilla Tascón, Viajes de Julidn Gutiérrez, siendo confirmado por Cieza de León en la primera parte de su Crónica del Perú. Los indios descritos por los participantes en la frustrada colonia escocesa cerca de Careta (a finales del siglo XVII) y por los filibusteros ingleses, eran los cunas, posteriores a Darién. Los estudios etnológicos modernos son demasiado numerosos para citarlos aquí y su aplicación directa parece dudosa. NOTAS (1) El obispo Quevedo, de Darién, al rey Fernando; licenciado Zuazo a M . de Chiévres; el cardenal al regente Cisneros (D IRD , 1 ,306-32; D IH E. II, 347-75). (2) Por lo que se refiere a las tierras que ocupaban, eran, según Oviedo, las verdaderas Hespérides. El cronista niega indignado que las Indias fueran nunca visitadas por los roma nos — teoría que surgió del supuesto encuentro de una moneda romana en Darién— , pero estaba igualmente convencido de que habían sido descubiertas por Héspero, undécimo rey de España, treinta siglos antes de que Colón desembarcara en Guanahaní. (3) En catío «ura-bá» significa «el sitio del águila». La laguna cercana al sitio donde des embarcaron los conquistadores y la colina sobre ella, recibieron el mismo nombre en español: Ciénaga o Cerro del Aguila. (4) Cenú, llamado más propiamente Finzenú, era una de las tres «provincias» adoptadas. Las otras dos, Panzcnú y Zenúfiune, al Sur, eran fantásticamente ricas en oro, pero Finzenú te nía un sello especial, quizá por ser la casa solariega de Catío. Los muertos ¡lustres de Panzcnú y Zenúfiune eran llevados a enterrar a Finzenú con sus queridísimas viudas, sus mejores esclavos y la mayor parte de su tesoro; en Finzenú, además, se alzaba el templo o santuario de Catío: un inmenso edificio en el que había veinticuatro estatuas presididas por una vigésima quinta, cubiertas de ornamentos de oro macizo. En 1534 una expedición de saqueo partida de Carta
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V a sc o NOftuz i >k B a i .bo a gena robó el santuario, algunas de las tumbas y los árboles genealógicos cubiertos de frutos de oro, obteniendo entre tres y cuatro mil libras de oro (Simón, I* Noticia, cap. XXI). (5) Bca, en catfo, quiere decir «campo sembrado», específicamente un maizal (de be, maíz). La palabra que da Oviedo como utilizada en Bea y Çorobari para «comida» es tam bién cada. Los nombres de los dos ríos de la región, Cutí y Cuití, se citan frecuentemente como prueba de la ocupación de Cuna; además, en cuna, Cuití quiere decir río de los jijenes y Cutí, río de los piojos. El parecido no es terminante. T i es puramente cuna, pero eui, en catío, quiere decir «bañarse», y uno piensa que cu es un recodo o curva — ambas buenas fuentes de palabras para denominar a los dos— , si se admite una población mixta cunacaribe. Desde luego, algo como Río de la Gran Curva suena mejor que Río de los Piojos. Incidentalmentc, por el principio según el cual por una sola vértebra se reconstruye un animal prehistórico, uno puede preguntarse si Careta no seria un primitivo enclave cuna en el istmo oriental. Andagoya dice que el sitio elegido para el asiento establecido se llamaba A da, que quiere dedr «huesos humanos». Ar-Kala, en cuna, significaba «costillas». . Con respecto al idioma de Cueva, es imposible muchas veces tener la seguridad de que las palabras indias aprendidas por los colonizadores fueran efectivamente cuevanas o no. A continuación se transcriben — con la ortografía de los cronistas— algunas de las señaladas de manera explícita como cuevanas:
Chuy......................................................................... Yra............................................................................. Chucre (chuebe)...................................................... E ntera ...................................................................... Ochi........................................................................... Beorí......................................................................... Chuche...................................................................... Churthe.................................................................... Coygamca.................................................................. Peroríca.................................................................... Yayagua.................................................................... Yayam a..................................................................................... Boniamo.................................................................... Toreba...................................................................... H aboga.................................................................... Cam ayoa.................................................................. Canica......................................................................
Hombre. Mujer. Neófito o novicio. Casa. Jaguar. Tapiz. Pecad. Opposum. Planta medicinal. Planta (especie de menta). Variedades de pifia. Olla grande. Pescado. Homosexual. Excremento.
Muchas de las palabras dadas por Mártir son cunas, propias del río León y del bajo Atra to y tomadas de Colmenares. Es de notar que, en aquel tiempo, Mártir solía utilizar como sinónimos los términos Urabá y Darién; por ejemplo, la gobernación y su capital. (6) Véanse los estudios de Paul Bergsde sobre las técnicas pre-colombinas de trabajar el oro. (Citado en la Bibliografía). Sus hallazgos se basan en el oro labrado por los indios en el norte del Ecuador; pero, según las observaciones de Oviedo sobre los objetos pulidos d d ist mo, parecería que el proceso era el mismo incluyendo el importantísimo del baño en ácidos vegetales que constituía el último paso.
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Kathi .kiín Komom CAPÍTULO XJ
Fuentes principales Las Casas, lib. III, caps. 42-44, 117; Mártir, Déc. II, libs. 3, 4, 6; Déc. III, lib. 6; Oviedo, iib. XXIX, cap. 2; Relación de Balboa de 20 de enero de 1313 (Altolaguirre, ap. 8; Medina, II, 129-39); Cana de Balboa de 16 de octubre de 1313 (Altolaguirre, ap. 44 (fecha da erróneamente el 26); DIRD, 326-38; Herrera, Déc. II, lib. IV, caps. 6-8; Cortés, Cartas, págs. 1-11; Berna! Díaz, caps. 3, 27, 29; Medina, II, 3 6 ,3 7 , 319-23. Geografía-, Relación y cana de Balboa arriba cicadas; Las Casas, lib. III, caps. 61, 62; Oviedo, lib. LV, cap. 41, lib. XXVII, caps. 4, 10; Memorias de Colmenares (véanse fuentes del capitulo IV); Laet, lib. VIII, cap. 8. NOTAS (1) Valdivia no salió en el mismo barco que le habla traído de la Hispaniola, como dice Mártir y repite Las Casas. Fue en uno de los bergantines. El buque prestado a Valdivia por Colón era el de Alonso Pérez Roldán, que retornó sano y salvo a Santo Domingo hacia noviembre del mismo año. (Deposición de Juan Grande, julio de 1312 (D IRD U , VII, 133), cédula de 4 de julio de 1313 (Medina, II, 36-37); Relación de Balboa de 20 de enero de 1313 (Altolaguirre, ap. 8; Medina, 11, 129-391). (2) Mártir dice que la isla estaba habitada por pescadores y que en ella habla sesenta aldeas de diez casas cada una. La Relación de Balboa no menciona este núcleo de pescadores, ni tampoco que hubiese aldehuelas en la isla ni mucho menos un desarrollo urbano. (3) La actual aldea llamada Dabaibe está también sobre la colina. La primitiva de ese nombre parece que estuvo en las proximidades de la que ahora se llama Pavorandó. (4) Por razones claramente aprcciables, Colmenares dio a entender a Mártir que estaba rio arriba con Balboa cuando ocurrieron estos hechos. Las Casas, a pesar de copiar fielmente la mayor parte del relato de Mártir, le contradice aquí, afirmando que Colmenares habla quedado encargado del campamento por lo que era responsable de las mal aconsejadas in cursiones (lib. III, cap. 43). CAPÍTULO XII
Fuentesprincipales Mártir, Déc. II, libs. 5, 6, 7; Las Casas, lib. III, caps. 43-46; Oviedo, lib. XXVIII, cap. 3; Sumario, cap, XXVI; Relación de Balboa de 20 de enero de 1513 (Altolaguirre, ap. 8; Me dina, II, 129-39); Memorial de Colmenares (véanse fuentes del capitulo IV); Medina, II, 36, 38,319-28; DIHHA, VI, 162; D IRD , XXXIX, 13-14; Altolaguirre, aps. 2 0 ,2 1 . NOTAS (1) La fecha de la fracasada rebelión de los indios no está precisada, pero puede fijarse con una semana de aproximación. El último contingente del Arrato habla regresado ya a Santa María, siete meses después de iniciada la expedición; la preparación del envío de Colmenares y Quicedo a España no habla comenzado, y estos emisarios partieron en 28 de octubre de 1512. (2) Ocampo no fue capaz de circunnavegar a Cuba en 1508. En 15 de abril de 1509 Ovando anunciaba al rey Fernando que el proyecto no se había completado por falta de
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V a sc o N i'i ñ i /. n i Ba iiio a carabelas. [Cédula J e 14 de agosto de 1509 (l)IH H A , VI, 162)]. (3) Eli su relación de 20 de enero de 1513 Balboa dice: «... hemos perdido de los tres cientos hombres que ¿ramos...», pero luego, perdiéndose a su vea en cláusulas subordinadas, olvida decir cuántos. CAPÍTULO XIII
Fuentes principales Las Casas, lib. 111, caps. 2 8 ,4 6 ,4 7 ; Mártir, Déc. III, lib. 1; Opus epistohtrum, carta 537; Oviedo, lib. XXVIII, cap. 3; FAAP, V, 99-100; D IR D , III, 36; XXXIV, 121; XXXIX. 332; AJtolaguirre, aps. 2, 8, 20, 21; Medina, II, 58, 59, 3 3 5 ,4 1 3 , Navartetc, Viajes, III, 538-91, passim ; Sagra, H istoria... de Cuba, vol. II ap. 1°; Tapia y Rivera, pág, 223. NOTAS ( 1) Quiroga intentó zarpar con Nicuesa, y a este fin se puso en marcha desde la Corte en Valladolid el I de septiembre de 1509 o poco después, pero perdió el barco. El 23 de febrero del año siguiente su criado recibió el despacho de la aduana para acompañarle [CP1 (1930)], pero no se sabe cuándo partieron. No parece que hubiera ¡do a Tierra Firme antes del fatídico viaje de 1513. [Cédula de 1 de septiembre de 1509 (Tapia y Rivera, pág. 233)]. (2) Si es exacto el informe de que la Chapinem llegó «cuando Vasco Núñez era alcalde mayor» — esto es, antes de recibir el nombramiento real— Serrano no puede haber estado en Darién antes de mediados de 1513- La Chapinem partió de España en diciembre de 1512 (D IRD , III, 36; XXXIV, 121). (3) La pequeña nave parece haber sido la Chapinem. De ella no se dice que naufragara, aunque su maestre permaneció en Darién, donde hizo gestiones para vender su carga, depo sitada con el tesoro de la colonia. (4) Oviedo — al menos así está impreso— dice que Balboa zarpó con ochocientas gentes. Gentes significa personas o «soldados», pero nunca se aplicaba a los indios. CAPÍTULO XIV
Fuentes principales Oviedo, lib. XXIX, cap. 3; Mártir, Déc. III, libs. 1,10; Opusepistolarum. Carta 537; Las Casas, lib. 111, caps. 47, 48; Fuero Real, lib. II, tít. IX, ley 2. Geografía-. Véanse foentes del cap. IX; Oviedo, lib. XXIX, cap. I; Cuervo, vol. II. Los reconocimientos hechos en el siglo XIX para preparar la construcción del canal interoceánico contienen mucha información sobre el istmo oriental. NOTAS (1) Todos los expedicionarios eran soldados: Reyes, el piloto; Núñez, el ex alcalde de Nombre de Dios; Valdcrrábano, el notario; el maestro Alonso, el cirujano; Escobar, el sas tre; León, el platero; Martín, el carpintero. Los nombres de los setenta y seis compañeros de Balboa están comprobados: figuran como testigos en los documentos redactados en el Pacífico. Otros nueve aparecen en declaraciones hechas posteriormente por individuos que citan sus servicios en la colonia, y uno más es mencionado solamente por Las Casas. Como éstos suman ochenta y seis, y como Balboa — que era cuidadoso de los números— dijo más 421
K athi.ekn Komom tarde, que fueron ochenta, algunos de los vecinos que alegaron la expedición como uno de sus méritos debieron estar entre los doce que volvieron a Careta a los pocos días. (2) Sesenta y seis, según el escrito hecho en el momento del descubrimiento (Oviedo, lib. XXIX, cap. 3). CAPÍTU LO XV
Fuentesprincipales Oviedo, lib. XXIX, caps. 2 ,4 ; Mártir, Déc. III, libs. 1 ,3: Las Casas, lib. III, caps. 48-51; Declaración del padre Sánchez (Medina, II, 319-23); obispo Quevedo, Memorial de enero de 1515 (Medina, II, 434-41; Altolaguirre, ap. 53). NOTAS (1) Las Casas dice que habla tres grupos de exploradores de doce hombres cada uno y que sus jefes eran Francisco Pizarra, Juan de Escaray y Alonso Martfn de Don Benito; y que a los dos dfas Alonso Martin, uno de cuyos compañeros era Blas de Atienza, fue el primero en ver el Océano. Pero Las Casas está en un error al suponer que esto precedió al acto de posesión. Los exploradores no fueron enviados hasta después que vinieron los hombres que quedaron en Quareca, por lo que Martfn, Atienza y Escaray no estaban con Balboa en el pico. Probablemente lo alcanzarían en sus reconocimientos el mismo día en que Balboa tomó posesión del golfo, pues sólo veintiséis hombres fueron llevados para testificar la ceremonia. Incidentalmente, uno de los testigos fue Pizarra, lo cual indica que Las Casas yerra al atri buirle el mando de uno de los grupos. (2) Mártir dice que los indios de Quareca hablaron a Balboa de gentes negras y feroces que habitaban en una aldea a un día de marcha de ellos. La referencia pudo haber sido a Pacra. El uso que los indios hacían de la palabra «negro» para significar malo o demonio — que aplicaban incluso a los españoles— es el origen del persistente mito de que había negros al sudoeste de Panamá y al noroeste de Chocó en la época precolombina. (3) También irían sedientos. La selva tropical puede ser húmeda; pero, apane de los ríos, es tan improductiva de líquido como el Sahara. (4) El padre Sánchez, en una reclamación mezcla de petición de sueldos, declaración de méritos y ataques a Balboa que hizo en 1514 (Medina, II, 219-23), alegó que en Bucheribuca, donde él y seis compañeros enfermos quedaron conados del resto de la expedición por la súbita crecida de un río, Balboa, despiadadamente, siguió adelante sin ellos, dejándoles aban donados a su suerte. Oviedo, tan poco amigo de Balboa, traza el cuadro de manera diferente: «Tenía otra cosa, especialmente en el campo, que si un hombre se le cansaba y adolescía en qualquier jornada que él se hallase, no lo desamparaba: antes si era nesçesario, yba con una ballesta a le buscar un páxaro o ave, y se la mataba y se la traía, y le curaba como a un hijo o hermano suyo, y lo esforçaba y animaba. Lo qual ningún capitán de quantos hasta hoy, que estamos en el año 1548, han venido a las Indias en las entradas y conquistas que se hallaron no lo ha hecho mejor ni aún tan bien como Vasco Núñcz» (lib. XXIX, capítulo 2). (5) No hay información veraz acerca de los productos de la expedición. Oviedo dice que Balboa trajo 2.000 pesos de oro — probablemente un error por 20.000. Las Casas, típica mente, dice que treinta o cuarenta mil pesos; Gómara eleva la cifra a cien mil. Mártir señala su importe por el tributo de doce caciques, pero Mártir era capaz de extraordinarias confú-
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Vasco N iíñk /, oh. Bai hoa siones al calcular pesos y oro. En este caso, aun contando en libras y pesos, subraya que un peso valla casi treinta ducados (esto es, su peso era por el momento igual a veinticinco pesos oficiales) y que una libra — su libra— pesaba ocho onzas. Sobre estas bases los productos a repartir calcula que fiieron 54.801 pesos auténticos. Quizá la mejor indicación sea un asiento en los libros de la Casa de Contratación: el ingreso de 5.337 pesos y cuatro tomines de oro labrado en 1514. Sólo tres asientos de guanines aparecen entre 1507 y 1509; el de Zamudio en 1511 (1.277 pesos, 5 tomines y 10 granos); una cantidad pequeña en 1513, posiblemente correspondiente al regalo llevado al rey por Quicedo y Colmenares; y el ingreso de 1514 citado arriba, que coincide con la (echa en que se sabe fue entregado el quinto de la entrada de Balboa. Si se pagó la regaifa en la que la proporción se había reducido a un quinto, el gran ingreso en oro fue de 26.687,5 pesos. Mártir dice también que Balboa obtuvo doscientas perlas escogidas de Tumaca, doscientas cuarenta de Thevaca — menos brillantes debido a la costumbre local de cocer las ostras antes de que abriesen— y gran cantidad de otras inferiores de escaso valor. (6) Uno de los numerosos añadidos al manuscrito de su historia después de terminada en 1562 afirma (lib. II, cap. 42) que Balboa escribió a Diego Colón que habfa colgado a treinta caciques y que estarla obligado a seguir haciendo lo mismo con cuantos pudiera cap turar, porque los colonizadores eran pocos. Esto se decía que figuraba en las cartas enviadas por mediación de Valdivia, que, perdidas en el mar, nadie pudo leer jamás. Era evidentemen te falso, y parece ser una curiosa retroversión de las muchas declaraciones de que Balboa habla ganado la amistad de treinta caciques. CAPÍTULO XVI
Fuentesprincipales Mártir, Déc. 11, libs. 6 ,7 ; Las Casas, lib. III, caps. 6 ,4 5 ,5 2 ; Memoriales de Colmenares (véanse faentes del capitulo IV); DIH H A . VI, 433-35,452; X, 2 2 8 ,2 3 1 .2 3 5 -3 7 ,4 2 9 ,4 3 7 , 445-47; XIV, 16, 17; Altolaguirre, aps. 7 , 10, I I , 12, 16. 17; Medina, II, 26-60, passim , 104-5; Serrano y Sanz, págs. C CC XII-CCCXV II, C C C X X II; D IR D , XXXII, 452; FAAP, IV, 3. NOTAS (1) Es imposible estar seguro de que, como se supone generalmente, los dos barcos llega dos a Darién antes del regreso de Balboa fuesen los de Arbolancha. Ciertamente, Arbolancha salió de España con dos —San M iguel y Buen Jesús— ; pero iban llevando cargamentos para Puerto Rico y la Hispaniola tanto como para Darién, y hay razones para creer que uno de ellos se quedó en Santo Domingo. En una reclamación hecha por él muchos años después dijo que llevó «un barco» a Darién (DIHHA, X, 231, 235-37; XIV, 16, 17; Medina II, 97, 104-5). (2) En 7 de septiembre de 1512 firmó la acostumbrada fianza a la Casa de Contratación, para entregar la carga a él confiada (DIHHA, X, 236). En 17 de septiembre, un abogado sevillano le dio un poder de procurador para vender un esclavo (FAAP, IV, 73). Los referidos documentos y la nota previa, efectivamente, apartan de la teoría de que Arbolancha dejó España poco después del 11 de junio (Medina, Altolaguirre) y de la idea de que fue uno de los expedicionarios de Balboa (Mártir, Las Casas).
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Ka i i i u h n R omoi i (3) Serrano y Sanz sitúa las gestiones para nombrar gobernador a Del Águila en 1313. después que los informes traídos por los procuradores de Darién fueron entregados al rey el 23 de mayo. Pero, aparte del hecho de que Pedrarias fue nombrado gobernador dentro de las tres semanas de la recepción de esos informes. Herrera (fuente de la información sobre Del Águila) precisa que «el comendador Diego del Águila fue elegido, y el rey, estando en Logroño, se lo envió a decir». Fernando estuvo en Logroño desde agosto hasta poco después de mediados de diciembre de 1512. (4) El 31 de mayo Femando escribió a los oficiales de la Casa que cuando Colmenares y Quicedo volvieran a Sevilla fuesen enviados a la Corte en Valladolid (Altolaguirre, ap. 25). (5) En 21 de abril de 1513 Fernando envió una carta a los oficiales de la Casa diciéndoles enviaran una nota especial de protesta en su nombre al rey de Portugal; incluía una cédula para Colón instruyéndole para enviar una armada a proteger Tierra Firme contra una invasión portuguesa (Puente y Olea, pág. 119). (6) Oviedo, partidario fanático de Nicuesa por razones no descubiertas, dice que el procurador Zamudio corrió a esconderse en 1512 por los cargos que le hiciera Enciso concer nientes al desahucio de Nicuesa. Esto es pensar como querer. Mártir habla de conversaciones con Zamudio en la Corte (Déc. 11, lib. 3), pero nada dice de que estuviera en desgracia. Zamudio dijo en 1516 que, habiendo tramitado con éxito las peticiones de los colonizadores, entregó los asuntos a Quicedo y Colmenares cuando llegaron a la Corte en junio de 1513, después de pasar más de veintiséis meses como representante de la colonia (Medina, II, 77). Las Casas critica con severidad a Enciso por haber limitado sus quejas a asuntos referentes a sus intereses personales. (7) Cédula de 18 de junio de 1513 (Altolaguirre, ap. 11; Medina, II, 36). (8) Las Casas (lib. III, cap. 52) habla de ocra expedición en aquellos meses: Bartolomé Hurtado con cincuenta hombres a «Benamachei y Abrayba». Según él, teniendo noticias Espinosa de «dónde y cómo estaba el cacique Escolia, envió a un Bartolomé Hurtado, con cincuenta hombres, para que de noche lo saltease y prendiese, y asi lo hizo. Estos ansf tenidos, el uno preso, y el otro a más no poder venido, dejó las espaldas seguras, y caminó para la tierra de Cutara o Parisa». Este animado resumen parece carecer de base efectiva. Puede haber nacido de los confusos rumores recogidos acerca de la expedición al Atrato en 1512 y de la fracasada ofensiva de los indios que la siguió.
CAPÍTU LO XVII
Fuentes principales Oviedo, lib. XXIX, caps. 1, 6; Mártir, Déc. 11, lib. 7; Las Casas, lib. III, caps. 53, 59; Herrera, Déc. I, lib. X, cap. 17; Memoriales de Colmenares (véanse fuentes del capítulo IV); Altolaguirre, aps. 9-17; Medina, II 39-76, passim-, DIH H A, X, 228,245-49, passim-, XIV, 31-32, 41, 50, 53; Álvarez, cap. II y ap. 5; Serrano y Sanz, págs. CCLXIV-CCLXIX, CCXCVI-CCCX11; aps. 4, 10, 11, 14; Thobar, Compendio de las bulas, cap. 3. —El estudio niás autorizado de la organización del nuevo gobierno y de la armada es el de Serrano y Sanz, «Preliminares del gobierno de Pedrarias Dávila en Castilla del Oro», Orígenes de la domina ción española en América, págs. CCLIX-CCCXXXIII y apéndices.
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Vasco N i'iñi:/. di- Ha mío a NOTAS (1) 1-as Casas — que empezó a escribir su hisioria a los setenta y ocho años, planeaba otra mayor cuando alcanzó los noventa; Bdalcázar era un exuberante conquistador a los setenta; Car vajal, a los ochenta y cuatro, recorrió el Perú con tan infernal energía que estuvo a punto de pro vocar una rebelión de sus exhaustos hombres; sólo un ataque de apoplejía pudo hacer desistir a Antonio de Lebrija de dar clase a sus alumnos a la edad de setenta y ocho. La marquesa de Moya, tía política de Pedradas, tenia más de sesenta cuando mandó a caballo un asalto a un castillo de que se le habla despojado, reconquistándolo por la fuerza de las armas. Serrano, piloto principal de la armada de Pedradas, fue con Magallanes teniendo sesenta y cinco. Uno de los veteranos de Darién que estaba en Lima en 1552 declaró que tenia den años sobre poco más o menos. (2) Thobar, Compendio de las bulas, cap. 3. CAPÍTULO XVIII
I Fuentesprincipales Oviedo, lib. XXVI, cap. 10; lib. XXIX, caps. 1, 6. 7; Mártir. Déc. II, lib. 7; Déc. III, lib. 5; Déc, VII, lib. 4; Las Casas, lib. III, caps. 3-18, 54, 57; Andagoya, Relación-, Memorial de Colmenares (véanse fuentes del capitulo IV); FAAP, IV, 76-80; D1HHA, VI, 429, 437; X, ap. 16 y 228-49, passim ; XIV, 13-45, passinr. Puente y Olea, págs. 128-9, 132. 136, 137, 139-41, 393; Medina, II, 31-59, passim-, 419,422; Altolaguirre, aps. 9 y 11; Serrano y Sanz, págs. CCLXXVI-CCXCVI, CCCXVII-CCCXXXIU, aps. 5 - 9 ,1 2 ,1 3 ,1 5 ,1 6 ; Álvaiez, ap. 5; Navarrete, I, CXXX. Requerimiento (las versiones difieren ligeramente); Oviedo, lib. XXIX, cap. 7 ; Medina, II, 287-89; Las Casas, lib. III, cap. 57; Herrera, Déc. 1, lib. Vil, cap. 14; Serrano y Sanz (texto verdadero), págs. CCXCII-CCXCIV. Buques y personal de la arm ada: FAAP, vols. IV, V; DAAP; DIH H A , vols. X , XIV; CPI (1930 y 1940). NOTAS (1) Las instrucciones a Pedradas vale la pena leerlas Integras. El texto está en Serrano y Sanz, págs. CCLXXIX-CCLXXXV1II. (2) La traducción en el original inglés es la del texto publicado por Serrano y Sanz (págs. CCXCII-CCXCIV ). Cfr. con otras versiones (véanse arriba las fuentes prindpales). La afirmación de que Hojeda fue el primero en utilizar el Requerimiento (en Cartagena en 1509) es errónea. (3) En 1511, a petición de Hojeda, fueron despachadas armas a la Hispaniola para su go bernación. No se sabe que fue de ellas; tal vez Colón se las dio a Vdázquez para que las utilizase en Cuba. (4) N o puede sorprender que los pilotos fueran estimulados a combinar el comercio y la navegación. El sueldo de Juan Vespudo, sobrino y pupilo de Américo, que iba de piloto en la capitana de Pedradas era de 30.000 maravedís; Juan Serrano, piloto principal de la flota y uno de los más famosos navegantes de la época, cobraba 30.000 más dos cahíces de trigo. (5) A los reclutas de dase elevada se Ies permitía llevar una caja a cada uno; los «hoi polloi» debían arreglarse con dos para cada tres hombres. N o se dice cómo se las arreglaban (Serrano y Sanz, ap. 13).
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K a T IIL E E N k o M O I .l
(6) Una proposición de armaduras acolchadas se desechó también. quizá imprudente mente, pues eran efectivas como las que más. (7) Significativamente, los hombres acaudalados podían usar gualdrapas de seda (que mostraban), pero no piezas de ropa interior de seda. La pena para la primera infracción era la confiscación del cuerpo del delito, que se entregaban por mitades a) juez y al acusa dor, quienes es de presumir que podrían cortarlas para cubresillas (Serrano y Sanz, págs. CCLXXXVII-IX »). C APÍTU LO XIX
fuentes principales Oviedo, lib. VI, cap. 13; lib. XXVI, cap. 10; lib. XXIX, caps. 6-8; Üb. L, caps. 3, 5; Sumario, cap. LXXXI; Mártir, Déc. II, lib. 7; Déc. III. libs. 5, 6; Las Casas, lib. III, cap. 59; Andagoya, Relación-, Aivarez, págs. 88-89 w, ap. 10; Medina, II, 397-419; Guevara, Libro de
los inventores del arte de marear. NOTAS (1) Áivarez (pág. 72 n) cita una transcripción de Muñoz al efecto de que, después de partir la armada, se ordenó al piloto Juan de Camargo seguirla con el capitán Zorita para recoger cincuenta y seis isleños. Pero la transcripción de Muñoz del «libro de la armada» de la Casa (Aivarez, ap. 5) dice que esta carabela precedió a la armada a las Canarias. Zorita iba seguramente en la Santiago y ésta dejó la Gomera antes que el resto de la flota. También, si Camargo llegó a las Canarias, volvió muy de prisa de allí, pues estaba en España a mediados de 1514. (2) Publicado en 1534; reimpreso, bajo título distinto, por C. Fernández Duro, Disqui siciones náuticas, Vol. II. (3) Mártir, que escribió poco después de hablar con los armadores de regreso de la flota y leyó los primeros despachos sobre el viaje, dice de manera positiva que los expedicionarios no vieron señales de indígenas en la Dominica. Tampoco Oviedo hace mención de indios en ella. La referencia en una carta del rey a la decisión de Pedradas de no «echar los perros» a los nativos de Dominica no significa que el gobernador hubiese visto algunos. (4) Oviedo, lib. XXXIX, cap. 7. Mártir dice el día XI de las calendas de julio, pero esto parece ser un lapsus o un error de copia del VI día, 26 de junio. CAPÍTU LO XX
Fuentes principales Oviedo, lib. XXIX, caps. 6-8; lib. L, caps. 2, 3; Mártir, Déc. II, lib. 9; Déc. II, libs. 6, 10; Opus epistolarum , Cartas 541, 542; obispo Quevedo, Memorial de enero de 1515 (Altolaguirre, ap. 53; Medina, II, 434-44); Memorial de Oviedo (Medina, II, 259-66); Enciso, Suma-, Andagoya, Relación-, Altolaguirre, aps. 22, 30, 65. 74; Medina, 11. passim ; cartas de Balboa (Medina, II, 216-17; Altolaguirre, aps. 6, 31); «Un religioso dominico». (Transcripiones de Muñoz, N . Y., Rich, 5); Aivarez, aps. 22, 23, 24; Leyes de Indias, vol. II: lib. IV, r it.X lI.le y l.
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Va s o » N i i f t r/
di
Kai.iioa
NOTAS (1) Leyes de Indias, vol. II, lib. IV, til. XII, ley 1. Una huebra de tierra era todo lo que se podía arar con un yugo de bueyes en un d(a. (2) La organización de la expedición de Ayora estaba ya muy avanzada el 13 de julio (Medina, II, 300). (3) Los módicos pueden interesarse por las extrañas características de la modorra: 1) afectaba al sistema nervioso central produciendo a la vez letargo y delirio; 2) parecía ser su* mámente contagiosa; 3) se parecía mucho a recientes epidemias padecidas en España de una «nueva» peste que debió ser tifus entremezclado con alguna plaga bubónica; 4) se manifestó al cabo de un mes de llegar la armada; 3) con anterioridad era desconocida en Darién; 6) no afectó seriamente a los colonizadores veteranos ni a los naturales de Gran Canaria; 7) perdo nó a un poblado a veinte millas de Darién y a los buques que zarparon antes de principios de agosto; 8) no se volvió a presentar. Para los síntomas de la modorra, véase Molina, Tmctado
en que se contiene el modo preservativo y curativo de pestilencia; juntam ente con ¡a cura de otra pestífera enfermedad a quien el vulgo llam a Modorra (Granada, 1334). (4) Cédulas de 2 de agosto de 1313 en contestación a las cartas de Balboa de 1 de agosto y 23 de noviembre de 1314 y al informe de Pedrarias de 20 de noviembre (Medina, II, 72, 73; Altolaguirre, aps. 36,37). CAPÍTULO XXI
Fuentes principales Oviedo, lib. XXIX, caps. 8, 9; Sumario, cap. 61; Mártir, Déc. III, lib. 6; Las Casas, lib. III, caps. 60 ,6 1 ; Andagoya, Relación,, Medina, II,passim-, Álvarcz, aps. 9 ,1 0 ; cartas de Balboa (Medina, II, 217-18; Altolaguirre, ap. 33); Muñoz Transcripts, N. Y. Rich, 4. NOTAS (1) Memorial de Quevedo de enero de 1315 y su caru de 20 de enero de 1515 (Muñoz, Transcripts, N. Y., Rich, 4). La versión de la carta que da Medina es mala; su traducción por Harrisse, (Discovery ofNorth America, pág. 484), debe ser olvidada por benevolencia. (2) No fiic Puente el único que sugirió esto. El obispo Quevedo expresaba la misma idea en su memorial de enero de 1515, con la diferencia de que abogaba fuertemente por que Vasco Núñez de Balboa fílese repuesto en el mando. Pasamonte, influido, sin duda, por d obispo y por Balboa, añadía que quizá Quevedo debería quedarse también en Tierra Firme (Medina, II, 243). CAPÍTULO XXII
Fuentes principales Oviedo, lib. XXIX, caps. 9, 10; lib. XXXIX, cap. I; Mártir, Déc. III, libs. 6, 10; Anda goya, Relación; Las Casas, lib. III, caps. 61-63, 67-68; Enciso, Suma de Geografía-, Herrera, Déc. II, lib. I, cap. 2; obispo Quevedo, Memorial de enero de 1515 (Medina, II, 434-41; Altolaguirre, ap. 53); «Un religioso dominico» (Muñoz, Transcripts, N. Y., Rich 5); Altolagui rre, ap. 78; Medina, \\,passinr, Alvarez, aps. 9 ,1 0 ,1 8 ; cartas de Balboa (Medina, II, 216-18, 398-142; Altolaguirre, aps. 31, 33).
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K a t i i u i-n K o m o i .i NOTAS (1) Cuatrocientos es el número dado por Pedrarias y los oficiales en informes de 18 de octubre y 26 de noviembre de 1514 (Medina, II, 221; Altolaguirrrc, pág. 66). £1 obispo lo aumentó hasta cuatrocientos cincuenta (Medina, II, 426). Enciso dijo que ellos tenían dos cientos, cifra aceptada por Oviedo y Las Casas. (2) Cieza de León hizo su conocimiento en Urabá, adonde hablan llegado alguna vez entre 1525 y 1535, después que los primitivos urabaes hablan pretendido hacer m is inacce sible el país. (3) Hubo otro Francisco de Ávila en Darién, que estuvo con Balboa en el descubrimien to del Pacífico. Fue probablemente uno de los hombres de Serrano (su permiso para dejar España llevaba fecha 11 de lebrero de 1512). El hombre de Ayora, en cambio, parece que era el capitán real llegado con Pedrarias. (4) Puede ser el mismo Garci Álvarez de Mogucr con quien Fonseca hizo un contrato para un viaje a las Indias en 1496 (Muñoz, Transcripto, N. Y., Rich, 5). (5) Una carta del obispo fechada el 2 de abril — no el 1 1 de abril, como aparece impreso en Medina (II, 209-10)— dice en un párrafo que Guzmán entregó 40.000 pesos de oro. Según los registros de la fundición, el total fue de 18.699 pesos, 7 tomines más 756 pesos guanines de baja calidad. Sobre la base de los datos oficiales acerca del número de hombres con Guzmán y de su importe en maravedís, contrastaron el oro a unos 14 quilates. (6) Espinosa bautizó al muchacho con el nombre de don Gaspar cuando le recibió en encomienda el año 1522. Pacora decía tener entonces cincuenta o sesenta años (Medina, 11, 463). Nótese que el cacique de un territorio llamado Tamame, adjunto de Chimán y Pocorosa, se llamaba también Pacora. CAPÍTULO XXIII
Fuentes principales Oviedo, lib. XXIX, caps. 9 ,1 0 ,3 3 ; Mártir, Déc. III, libs. 6, 10; Opus epistolarum, cartas 543, 558; Las Casas, lib. III, caps. 65-68; Andagoya, Relación-, Medina, II, 208-58, passim-, 338, 399-441 , passim-, 420; nombramientos de Balboa (Medina, II, 73-76, 208-58, passim-, 420; AJtolaguirre, aps. 2 5 -3 0 ,3 4 ,3 5 ); cartas de Balboa (Medina, II, 142, 217-20; Altolaguirre, ap. 33); DIH HA, X, 265, 268; XIV, 3 6 ,4 0 , 41; Navarrete, I, CXXX. NOTAS (1) Véase carta de Puente y Márquez tratando de este tema, 28 de enero de 1516 (DIRE), II, 522-26). (2) Las carabelas eran la Santa M arta de la Consolación (maestre, Andrés Niño) y San Clemente, luego llamada Santa M aría del Ayuda (maestre, Bartolomé de Mafia). Juzgando por sus breves carreras, la costosa reparación fue un dinero mal gastado. (3) Leyes de Indias ( 1538), fol. X. (4) La entrada en las cuentas de Puente no indica en qué concepto ni cómo llegó. Fue recogida cinco días después de recibirse los nombramientos de Balboa, (Medina, II, 412). (5) Morales había partido el 2 de abril. Fue llevado en barco hasta el puerto de la Trepa dera y debió pagar los pasajes de noventa y cinco hombres a razón de medio peso cada uno. Badajoz debió haberse puesto en marcha muy poco después, ya que el segundo contingente
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Vasco Nt'iÑhz de Hai boa J e su expedición había salido antes de que Balboa escribiera al rey en 30 de abril. Su expedi ción (uc conducida hasta Nombre de Dios en la carabela de Mafia, por lo que le correspon dían siete partes y media del botín. Esto era sólo la mitad de lo que Téllez de Guzmán pagó por un servicio similar en 1514; probablemente Guzmán utilizó dos naves y Badajoz una. CAPÍTULO XXIV
Fuentes principales Las Casas, lib. 111, caps. 64-67; Mártir, Déc. III, lib. 6; Déc. IV, lib. X ; Opus epistelarum, cartas 554, 557; Oviedo, lib. XIX, cap. 8; lib. XXIX, caps. 1 0 ,12; Andagoya, Relación; Herrera, Dec. II, lib. I, cap. 1; Álvarez, aps. 17, 18, 19; Altolaguirre, aps. 31 bis, 40-49,52, 57; Medina, II, 4 3 ,1 3 9 , 200-59,400-29, passim-, D IR D , XXXVI, 380-83,402-4,425-27, 437-38; cartas de Balboa (Medina, II, 139, 235-36, 237; Altolaguirre, aps. 39, 44, 50); Memorial de Pedradas (Muñoz, Transcripta N . Y., Rich, 4; Medina, II, 256 ff.; Altolaguirre, ap. 52). NOTAS (1) Éste es, con mucho, el mejor relato de la segunda expedición de Balboa al Atrato, y un primoroso trabajo. Mártir, siempre confundido en lo referente a Dabaibe, es una fuente errónea. Incidentalmente, la afirmación de Mártir de que avanzaron cuatro veces en escua drones ordenados, la primera cuarenta leguas, luego cincuenta y finalmente ochenta — lo que hace tres veces nada más— no se refiere sólo a esta entrada como con frecuencia se ha supuesto. (2) Se sabe de doce canas dirigidas al rey entre el 8 de agosto y el 20 de octubre de 1515, en las que se denunciaba a Balboa, principalmente por su conducta en la entrada del Atrato; seis de ellas son de Pedradas y los oficiales, tres sólo de Pedtarias y las otras tres sólo de los oficiales. Hay también un informe especial — evidentemente deteriorado— sobre la expedición, apoyado en una indagación secreta, enviado al rey por medio de un tal Arriaga entre el 8 y el 10 de agosto. (3) Algunos de los incidentes contados por Las Casas — y por nadie más— están confir mados por referencias en pruebas de méritos hechos mucho después. (4) Balboa, con su acostumbrada moderación, dijo que murieron veinticinco de los hombres de Morales. [Carta al rey de 16 de octubre de 1515 (Medina, II, 139, Altolaguirre, pág. 80)]. (5) Es posible que Morales perdiera otros 3.879 pesos de perlas. Sin embargo, no está probado. (6) Se había decretado que cualquier pieza destacada del botín debería ser apartada para el rey y su valor tasado, añadido al que había de dividirse entre los expedicionarios. CAPÍTULO XXV
Fuentes principales Las Casas, lib. III, caps. 6 9 -7 2 ,7 4 ,7 6 ; Mártir, Déc. III, lib. 10; Oviedo, lib. X, cap. 3; lib. XII, cap. 7; lib. XXIX, cap. 10; Andagoya, Relación; Medina, II, passim ; Altolaguirre, aps. 47, 51, 54-56; Álvarez, ap. 10; D IRD , II, 538-49.
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K a t iil k e n K o m o i .1 NOTAS (1) Las antiguas leyes concernientes a la distribución del botín estaban codificadas en el Espéculo, que, según explica un preámbulo, quiere decir espejo de todas las leyes. Incluía accidente y seguro propiamente dicho, esto es, los pagos por heridos en la batalla y por daños o pérdidas en el equipo, según un esquema minuciosamente especificado, casi semejante a las modernas pólizas. Sólo después de hechos estos pagos y puesta aparte una cantidad para el rescate de los prisioneros españoles cuando no se podía proceder al canje, estaba el botín dividido otra vez, en una complicada escala en la que cada parte del equipo de cada soldado se consideraba lo mismo que su rango. El jefe percibía siete partes (lib. III, tít. VII). La distri bución del botín en Darién era mucho más sencilla, y aunque alguna vez, disgustados por los métodos de Pedradas, los colonizadores pidieron que se aplicaran las antiguas leyes, no hay pruebas de que la petición fuera tomada en consideración. Probablemente los colonizadores no sabían lo extremamente complejo que hubiera sido ponerlas en vigor. (2) Mártir, que habló con Badajoz en España no mucho después, dice que setenta ex pedicionarios, de un total de ciento treinta, murieron sólo en Parisa. Las Casas copia de Mártir estas cifras, pero añade ochenta heridos sin esperanzas de curación, en el encuentro de Parisa. Como esto supone, entre muertos y heridos mortales, veinte más que el total de expedicionarios que dan Mártir y Las Casas y equilibra exactamente la versión de Balboa de ciento cincuenta expedicionarios, es evidente que el número de los heridos gravísimos es algo exagerado. (3) Oviedo confunde Juanaga — en el paso situado al sur de Nombre de Dios— con Capira, en las alturas al oeste de Panamá. (4) La matanza de Olano y sus compañeros parece que tuvo lugar en mayo de 1316. La noticia no había llegado a Darién cuando Cristóbal Serrano fue despachado en abril pata castigar a otras tribus, pero ocurrió antes de que los refuerzos llegaran a Espinosa, pues éste lo sabía antes de volver. (5) El asiento de Balboa le daba dieciocho meses, probablemente desde el día que dejara Darién, y fue prorrogado por cuatro meses más. Pedradas declaró después que Balboa debía regresar para informar el 24 de junio de 1318. C APITU LO XXVI
Fuentesprincipales Oviedo, lib. XXIX, caps. II, 12; Sumario, cap. 29; Las Casas, lib. III, cap. 74; Galíndez de Carvajal, Anales breves-. Mártir, Déc. IV, lib. 9; Memorial de Colmenares (véanse fuentes del capítulo IV, y Medina, II, 152-54); Altolaguirre, aps. 37, 38; D IH E, II, 375-79; VII, 572- 74; D IR D . I, 2 4 8 ,4 4 1 ; X, 549-55: XXXVI, 380-83, 402-4,437-38,441; Medina, II, 5 6 ,7 2 , 73, 221, 247; Bergenroth, Calendar ofletten, I, 369; Álvarez, ap. 12; Sandoval, His toria, 1, 46-115. NOTAS (l ) Dos cédulas de septiembre de 1513, dirigidas respectivamente a doña Isabel y Tavira, fueron firmadas sólo por Conchillos y Fonseca. Los despachos que salieron de Darién el 8 o el 10 de agosto de 1515, y algunos de los escritos a principios de mayo, no llegaron a España hasta el 15 o el 23 de diciembre, los de octubre llegaron después de la muerte del rey (Mcdi-
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Vasco Núfti./. di Ha i i»oa na, II, 7 2 ,7 3 , 2 2 1,2 4 7 ). lz> que l'Vi nandú verla durante los últimos meses de su vida serían probablemente resúmenes de los informes «tidales. (2) La carta de Carlos reconociendo a Cisneros como único regente fue notablemente rápida: llevaba fecha de 14 de febrero de 1516. A petición de Cisneros, fue confirmada en 9 de junio. Adriano fue despachado urgentemente a Castilla a finales de 1515 con cartas patentes como regente con la fecha en blanco. El rey Femando pudo o no reconocerlas como tales, pero no se hada ilusiones acerca del porqué su nieto le enviaba un embajador en aquellos momentos. «Decidle que se vaya —dijo— . Sólo viene a ver cómo me muero». Aunque luego cedió y recibió gentilmente a Adriano, el embajador se fue. Estaba en Sevilla a la muerte del rey. En 1517 el ministro de Carlos, Chiévrcs, envió a Charles Piper, señor de La Chaulx (conocido en España por Laxao) para asistir a la regencia, y tras él, a otro segundón, ArmerstofF («Armers Toro»). Cisneros les trató con gran cortesía, pero ordenó que no se les mostrasen los papeles de Estado. (3) No está aclarado qué fue de todos los informes y memoriales recibidos por los otros emisarios especiales que partieron de Darién para España en 1515. Arriaga, que dejó Santa María en agosto con los informes oficiales y la investigación secreta sobre la expedición de Balboa a Dabaibc, no volvió a ser mencionado y los documentos que llevó se perdieron. La única referencia que hay de él da a entender que era persona bien conocida en los círculos de la Corte. Quizá fuese un Luis de Arriaga, que obtuvo licencia en 1502 para establecer cuatro asientos en la Hispaniola con doscientas familias castellanas. De Pedradas el Sobrino, que salió de Darién en febrero con las primeras representaciones contra Balboa, sólo se dice que se retiró a su casa en Ávila, donde fue asesinado. Pero nada se habla de los documentos que llevó. Vera, secretario de Diego de Torres, pudo haber entregado los informes provinciales, mas no hay constancia de que lo hiciese. Respecto a Cintado, el enviado del obispo, sólo sabemos que el Memorial de Quevedo subsistió en los archivos, lo que hace suponer que informaría a Cisneros, superior de Quevedo. (4) El 8 de agosto de 1515 los oficiales de Santo Domingo escribían que Oviedo estaba a punto de partir para España. Debería haber estado en Castilla a mediados de noviembre. No obstante, Oviedo dijo que cuando llegó el rey se encontraba en Piasencia y Fernando no fue a Piasencia hasta el 29 de noviembre. Oviedo entregó en la Casa 3.000 pesos de oro y se dirigió a la Corte con doce gallardos esclavos caribes, algunas muestras de cañafístula, seis pilones de azúcar — el primero producido en la Hispaniola— y «treinta o más loros de diez o doce especies diferentes, muchos de los cuales hablaban muy bien» (Oviedo, lib. XXIX, cap. 11; Sumario, capítulo 29). (5) Oviedo y Colmenares volvieron a España en octubre. El 16 de este mes fue Colme nares a ver a Mártir, acompañado de Francisco de la Puente, un veterano de la expedición de Badajoz (Mártir, Déc. 111, lib. 10). (6) Los oficiales reales, cuyos sueldos eran pequeños en relación a los precios y a sus res ponsabilidades, contaban con tales compensaciones. Sin embargo, probablemente sostenían menos indios de los que dice Las Casas. Pasamonte, por ejemplo, no tenía doscientos indios en Puerto Rico, como asegura Las Casas, sino cuarenta y cinco. [Registro de indios sostenidos por los oficiales en Puerto Rico, 1517 (Tapia y Rivera, Biblioteca histórica, pág. 180)]. (7) Las noticias de la muerte de Fernando y la Regencia de Cisneros llegaron a la His paniola en los primeros días de abril. El 10 de abril los oficiales de la Hispaniola escribieron muy agitadas al cardenal-regente, proponiéndole planes para prevenir insurrecciones, inva-
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Katiii .kkn R o m o i .i siones y otros peligros, suplicándole el envío urgente de municiones. La respuesta de Cisneros les deda que estaban locos y les invitaba a olvidar el armamento y los buques guardacostas y dedicarse a cumplir con sus obligaciones. CAPÍTU LO XXVII
Fuentes principales La fuente principal de información sobre la vida de Darién es, desde luego, Oviedo, en pasajes dispersos a través de su Historia. Muchos de los datos sobre la historia natural de las Indias en su Sumario y en los primeros quince libros de la Historia son aplicables al istmo. Andagoya da alguna infbrmadón, lo mismo que Mártir y Las Casas. Un buen conjunto puede obtenerse de la correspondencia de Darién que puede verse en Altolaguirte, Álvarez y el vol. II de Medina. NOTAS (1) Seiscientos a fines de 1515 [despacho del 13 de noviembre (Medina, 11, 246)] los sesenta hombres llevados por Garabito para Balboa fueron equilibrados con los que partieron en 1° de diciembre y a principios de febrero de 1516. La mayoría de los capitanes que no estaban con Espinosa salieron antes de mediados de 1516 para Cuba, la Hispaniola o Espa ña: Fernando de Atienza, Zorita, Meneses, Morales, Francisco Dávila, Gamarra, Pcñalosa y Badajoz. De todos ellos sólo regresó el último. (2) La lista de Oviedo incluye alubias, apio, cebollas, lechugas, coles, pepinos, perejil y otras verduras. Uno sospecha que algunos de los árboles frutales que menciona serían menos abundantes y florecientes de lo que dice, al menos en Santa María del Antigua. Oviedo pre sentó siempre a Darién — el país, no los asentados— como un vergel resplandeciente. (3) Esto es cierto y no superstición, aunque pueda ofender al pensamiento científico moderno. Quien, como la autora de este libro, ha vivido en aquellas latitudes y tenido oca sión de trabajar con esas maderas, sabe por experiencia que la regla puede aplicarse a casi todas ellas. Los mejores días para cortar los árboles son los del último cuarto de la luna, pero en ningún caso deben cortarse antes de que transcurran tres o cuatro de la luna llena. (4) Los colombianos dicen que canta: ¡Oh mis pies, mis pies, mis pies!, lamento muy razonable para un perezoso. CAPÍTULO XXVIII
Fuentes principales Oviedo, lib. XXIX, caps. 13, 33; Las Casas, lib. III, caps. 72, 73, 77; Andagoya. Re lación', Herrera, Déc. II, lib. IX, cap. 9; Informe de Espinosa (Muñoz, Transcripts, N . Y., Rich 5; Altolaguirte, ap. 59; Temaux-Compans, Archives de voyages, I, 51-67); Medina, 11, 78-182, passim-, 327-485, passim', Altolaguirte, aps. 63-65; Asiento de Balboa (Archivo de Indias, Sevilla, 2-5-2-15 (Libro de registro de Al. de la Puente); Puente y Olea, pág. 146; Alvarez, ap. 30). NOTAS (1) Con mucho, la mejor versión del informe de Espinosa es el manuscrito en Muñoz, Transcripts de la Biblioteca Pública de Nueva York. La que da Medina (II, 154-83) eviden-
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Vasco N ij S k/. i >k IU i hoa (emente está tomada de la execrable impresa en 1)1 RD, II, 467-522, Cf. Ternaux-Compans,
Archives de voyages, I, 51-76; Altnlaguirre, ap. 59. (2) l.as Casas da un extenso, pintoresco y colérico relato de la expedición, pero yerra en las cifras. Espinosa no llevaba 300 hombres; según los documentos, no podía tener más de unos 170 cuando dejó Ada, puesto que de los primitivos 212, 20 regresaron a Darién con Pedrarias y otros permanecieron en Ada con Olano. De aquéllos, no menos de una veintena debió escoltar al deán Pérez cuando regresó a Darién desde Chimán. Tampoco pudo perder 110.000 pesos de oro en Parisa; el total que tomó apenas llegaba a la mitad. Y aunque, in dudablemente, mató a un crecido número de indios, es muy dudoso que matara 40.000. Lo mismo Oviedo que Las Casas confunden esta expedición con otras subsiguientes, también mandadas por Espinosa, de lo que procede la afirmación de que Hurtado descubrió hasta el golfo de Nicoya y la referencia al enterramiento por Espinosa de 20.000 pesos en Panamá. (3) Éste es el «Maestro Bartolomé» que vino a Darién en 1513 y que erróneamente ha sido identificado con el piloto de Pizarra, Bartolomé Ruiz. Ruiz no fue ai istmo hasta 1519, como está abundantemente probado en declaraciones juradas. Pimienta debió ser muy popu lar, pues generalmente se le cita por este apodo; sin embargo, su nombre verdadero aparece en el testimonio de la toma de posesión deTeratequf en enero de 1519 (Alvarez, ap. 33). (4) No se sabe cuándo fue a España, Hernández, pero su permiso de regreso a Darién lleva fecha de 27 de octubre de 1516 [CPI (1930), 22471CAPÍTULO XXIX
Fuentesprincipales Oviedo, lib. IV, cap. 2; lib. XXIX, cap. 13; Las Casas, lib. III, caps. 74, 75; Andagoya, Relación-, Mártir, Déc. IV, lib. 9; Alvarez, aps. 23, 99, 104; Medina, II, 77-81, 401 A 7,passim-, Altolaguirre, aps. 6 1 ,6 2 ,6 8 ; D1RD, III, 556-58. NOTAS (1) Al principio, la información sobre la madera de Careta a la madera de construcción resistente a la broma se atribuyó al cacique Chima; más tarde se debió a Balboa. (2) Puede parecer extraño que un centenar o más hombres no salvaran una pila de tablones y evitaran que se los llevase la riada. Pero los ríos como el Chucunaque suben verti ginosamente y sin ruido. La autora ha visto a algunos crecer treinta y tres pies en tres o cuatro horas. Si la riada se hubiese producido de noche, ni los expedicionarios se habrían salvado. (3) En 1640, el número se habla reducido a doce, que sólo hablaban español («Descrip ción de Panamá y su provincia», Relaciones históricas y geográficas de América Central, págs. 139-218). (4) Los barcos de la Compañía del Mar del Sur han sido descritos de variadas maneras, cuatro carabelas, tres o cuatro bergantines y carabelas, etc. Los propios expedicionarios dije ron al rey que hablan construido dos carabelas, una fusta y una barca (Alvarez, ap. 104). Es pinosa dijo que la fusta se llamaba Santa M aría de Buena Esperanza y la lancha San Cristóbak su capacidad combinada era para sesenta y siete hombres (Medina, II, 276). Medina (1,277, nota 22) piensa que fueron los dos barcos que se vendieron en 1534, después de la muerte de Pedrarias, en pública subasta. Pero esto no es posible. González Dávila, que fue a Castilla del Oro en 1519 con autorización para incautarse de los barcos de Balboa para su uso, dijo en
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1524 que se habla visto obligado a construirlos nuevos porque el primero que fue construido en Tierra Firme a 40 leguas rio arriba se perdió como había escrito en una carta anterior al rey (Muñoz. Transcripts, N. Y., Rich, 5). Además, el San Cristóbal y la Buena Esperanza fueron atribuidos a Pedradas y subastados en la liquidación de sus bienes. El gobernador fue critica do por construir buques para utilizarlos en asuntos comerciales propios, específicamente en la venta de indios pacíficos apresados como esclavos. (5) El nombre fue pronto deformado en Puerto de Pifias. El lugar es habitualmente identificado hoy por el nombre del pueblo: Jaqué. (6) Hay también confusión sobre Chiruca y Chochama y sobre cuál de ellos tenía el señorío del bajo río Chimbó. Puede haber estado en otro lado dd río. Por otra parte, es posible que d ca cique muerto por Mótales fuese el cacique Chiruca de Chochama y que Pequeo fuera su sucesor. (7) La orden expedida por Cisneros fue remitida por los jerónimos y Zuazo. Por otra parte, una inexplicable sentencia en un ataque a Zuazo por los ofidales de la Hispaniola en 1518, por el hecho de haber formulado en Darién juicios desfavorables al rey, puede referirse a este asunto (D IRD , 1 ,354-55). (8) Se ha dicho que los 500 redutados lo fueron para ser llevados — y hasta que fueron llevados— a Tierra Firme por Gonzalo de Badajoz, que estaba entonces en España, y que por esta razón se les destinó a Castilla del Oro. Pero la cédula referente a ellos no dice que Badajoz llevaría a los hombres. Dice que puede llevar cartas de los oficiales de la Casa a los gobernadores jerónimos, porque va a esos sitios (Álvarez, ap. 23). Badajoz obtuvo su permiso para volver al istmo en 19 de mayo de 1517 [CPI (1940), 2509]. No hay más mención de los proyectados refuerzos. CAPÍTU LO XXX
Fuentes principales Oviedo, lib. XXIX, cap. 12; Las Casas, lib. 111, caps. 75,76,141; Andagoya, Relación; Mártir, Déc. IV, lib. 9; Acusación de Balboa por Pedradas (Altolaguine, ap. fió; Medina, II, 557-63). NOTAS (1) Las acusaciones criminales de 1514 pudieron resucitar porque Pedradas, con gran perspicacia, no había permitido que llegaran a ser un proceso en forma. Dio una orden de jándolas en suspenso, lo que le permitió pasar como hombre generoso mientras blandía en el aire una espada de Damodes. CAPÍTULO XXXI
Fuentes principales Las Casas, lib. III, caps. 74, 76, 106, 132, 147, 152; Oviedo, lib. VI, cap. 61; libro XXIX, cap. 12; Andagoya, Relación; Medina, II, 346-58 ,passim \ 557-63; Alvarez, aps. 132 y págs. 6 1 2 ,6 2 5 ,6 3 0 ; DIRD, XXXVI, 428-29; Altolaguirre, ap. 66. NOTAS (1) El hombre designado para mandar la expedición de castigo a Careta fue Martín de Murga, y la época en que se llevó a cabo fue julio o agosto de 1518. Los cautivos de Murga
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Vasco Nt'ifii-.z. »n IIai.hoa fueron subastados el 29 de septiembre; en vista de las austeras costumbres adquiridas por los supervivientes caretas, hizo bien en tomar los 163 pesos en que se les tasó. Más tarde Murga fue asesinado por los indios de Bea. Oviedo, que en aquella época habla vuelto de España y servía como capitán en Darién, vengó su muerte, pero, cosa extraña, no en el que perpecró el crimen (Oviedo, lib. VI, cap. 61). (2) Pedradas en persona tomó posesión de la gobernación y la expedición de Balboa a fines de enero de 1519. Los indios fueron conducidos a Santa María a últimos de febrero y subastados el 14 y el 19 de marzo. Juntos con algunos capturados en Comogre, se vendieron por 2.500 pesos (Medina, II, 417). (3) Según Las Casas (lib. III, cap. 132) las 1.000 leguas se redujeron finalmente a 300, pero... fueron dos o tres mil más en el interior. Más tarde Las Casas dijo que su gobernación tenía unas 260, en el valioso territorio llamado Costa de las Perlas. El difuso relato que Las Casas hace de sus negociaciones, dificultades y triunfos y de su malhadado intento de colo nización es sumamente interesante, sobre todo cuando se compara con otros de los mismos acontecimientos, Oviedo y Gómara, por ejemplo. (4) El grupo Chievres-Chaulx era generalmente odiado por muchas razones, pero el clero estaba indignado de modo particular por el nombramiento del sobrino de Chievres — que tenía diecinueve años de edad— para suceder a Cuneros como arzobispo primado de España. (5) Garantizado, pero no permitido en la práctica. Los jueces de apelación en la Hispaniola se quejaban de que después de la llegada de Pedradas a Darién no se permitió que nadie en Castilla del Oro apelara a ellos (D IRD , XXXVI, 428-29). (6) El texto del requerimiento de Espinosa y la declaración de Pedradas figura en Altolaguirre (ap. 66) y Medina (II, 557-63). (7) El 12 de enero, cuando se registró la orden de ejecución de Pedradas, era sábado. Es probable que los presos no escucharan la sentencia hasta el lunes y que fuesen ejecutados al día siguiente, 15 de enero. El gobernador se encontraba ya en Pequeo el 27. EPÍLOGO
Fuentesprincipales Oviedo, lib. XVII, cap. 21; lib. XXIX, caps. 14-16,18, 2 0 ,2 2 . et al; Las Casas, lib. III, caps. 106, 108, 161-64; Andagoya, Relación-, Altolaguirre, ap. 67 etseq-. Puente y Olea, págs. 147,149; D IRD , III, 549-56; XXV, 248 ff.; D IR D U , XXIV, 173-92; Medina II. 89-93,979 9 ,2 7 7 ,2 7 9 ,4 4 5 ff.; Alvarez. aps. 31-151. NOTAS (1) El 19 de abril de 1520, en A da, Pedradas escribió un largo memorándum al rey sobre los requerimientos de buen gobierno en la colonia. Hacía mención de los recientes su cesos (Álvarez, ap. 42). Este documento está fechado por error en Medina en 1529. En 1529 hacía mucho riempo que Pedradas no era gobernador en Castilla del Oro. (2) Alarconcillo al rey, 7 de junio de 1519 (Alvarez, ap. 77). El joven había entregado cuatrocientos indios para sí. Tres de los hijos de Pedradas estuvieron varias veces en Castilla del Oro y Nicaragua, pero, bastante curiosamente, se habló muy poco de ellos. El cuarto, Francisco de Bobadilla, más curiosamente todavía, se desvaneció en el aire. Pedradas le men-
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K a th i .kf.n R o m o u donó como uno de los cuatro hijos y cinco hijas habidos de doña Isabel, en el testamento que hizo en 1514 (Alvarez, ap. 151). En 1531 doña Isabel-ignoraba su existencia: «D e tres hijos varones que teníamos, dos han muerto y sólo nos queda uno». El que quedaba era Arias González; Juan murió en Nicaragua en 1529 y Diego en España en 1530 ó 1531 (Alvarez. aps. 138,147). Un fray Francisco de Bobadilla, que fue de Panamá a Nicaragua como vicario general, parece haber sido un primo o un sobrino del gobernador. (3) Es cierto que, a su muerte, Fcdrarias dejó deudas en Nicaragua y un capital líqui do ¡nsufidente para cubrirlas. Pero el emperador fue informado oficialmente de que todas podían ser pagadas, dejando un sobrante de 30.000 pesos, con el oro que debía fundirse de las minas de Pedrarias (Alvarez, ap. 144). Los notorios beneficios del gobernador habían quedado en la colonia y su testamento desmiente la afirmación de doña Isabel de que había vendido o empeñado todo cuanto tenía antes de dejar Castilla. (4) En junio de 1519 Carlos V oyó de Pedrarias que Balboa, traidor y rebelde, estaba preso. En julio o principios de agosto supo la muerte de Balboa. No sabemos lo que dijera. Pedrarias no enviaría copias de los papeles del proceso, pero puede afirmarse que remitiría un relato condenatorio de los crímenes de Balboa. Desde luego, se dijo a Carlos que Balboa había ido a la costa del Pacífico sin autorización del rey ni de Pedrarias. Creyéndolo así, asignó los barcos de Balboa para su utilización por Gil González Dávila. En septiembre de 1520 procuradores de Castilla del Oro informaron al regente Adriano que aquello era falso. [Cédula de 20 de septiembre de 1520 (Medina, II, 89)]. (5) Medina. II, 92-93. (6) La cédula que confirmó como gobernador a Pedrarias después de la muerte de Sosa había indicado que se trataba de una medida pasajera. La cédula que proporciona el nombre de Avilanzo se imprimió por Alvarez (ap. 95). (7) Fue también, como aparece ahora, una causa que sólo ofreció satisfacciones morales. Las propiedades de las cinco víctimas valieron sólo 3.000 pesos. Cuando Oviedo volvió a Darién encargado de recoger los bienes encontró que un tercio de ellos se había comido en «honorarios» un custodio especial designado por Pedrarias. Al final sólo se recuperaron — que se sepa— 947 pesos, de los cuales se pagaron 277 a la viuda de Argüello (Medina, II, 9 8 ,9 9 ) En lo que se refiere a los bienes de Balboa, ya habían sido embargados por Arbolancha, el padre Pérez y otros acreedores. Esto debió producir tanto disgusto al rey como a los desespe rados herederos de Vasco Núficz, pues en 1520 Carlos V había ordenado a Oviedo subastar los efectos personales y domésticos del adelantado y remitirle su oro y demás objetos de valor en uno o dos barcos (Alvarez. ap. 68).
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BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA (NOTA BIBLIOGRÁFICA) Los cientos de volúmenes consultados para la preparación de este libro no pueden figu rar aquí por tazones de espacio. No obstante, quienquiera que desee profundizar en el tema aprovechando el tiempo sin malgastarlo deberá hacerlo a través de las gulas bibliográficas y los catálogos de las bibliotecas. Por ejemplo, Joseph Sabin, Bibliotheca Americana (29 vols.; New York, 1868-1936) y Antonio Palau y Dulcct, M anual del librero hispanoamericano (7 vols.; Barcelona. 1923). Una nueva edición de Palau se encuentra en publicación; el último volumen (1931) el el tomo V que comprende la letra F. C O L EC C IO N ES D E D O C U M EN T O S Altolaguirre y Duvale, Ángel de. Vasco N iñez de Balboa. Madrid, 1914. Documentos en los apéndices. Álvarez Rubiano, Pablo. Pedmrias D ávila. Madrid, 1944. Documentos en los apéndices y notas. Autógrafos de Cristóbal Colón y Papeles de América publicados por la duquesa de Berwick y de Alba. Madrid, 1892. Bergenroth, G . A. Calender o f Letters, Dispatches and State Papen relating to the Negotiations Between Englandand Spain... Vols. I y II y suplementos. Londres, 1862. FAAP. Catálogo de losfondos americanos delArchivo de Protocolos de Sevilla, 3 vols., Sevilla, 1937. (Los volúmenes I, II y III son también los volúmenes X, XI y XIV de DIH H A, citada más abajo). C P I(1930). Catálogo de pasajeros a Indias durante los siglos XVI, XVIIy XVIII. Madrid, 1930. CPI (1940). Catálogo de pasajeros a Indias durante los siglos XVI, X V IIy XVIII. Sevilla, 1940. D IH E. Colección de documentos inéditos para la H istoria de España. 112 vols. Madrid, 1842-95. DIH HA. Colección de documentos inéditos para la H istoria de Hispano-América. 14 vols. Madrid, 1927-32. (Los volúmenes X, XI y XII son los I, II y III de FAAP citada arriba). D IR D . Colección de documentos inéditos relativos a l descubrimiento, conquista y coloniza ción de ¡as posesiones españolas en América y Oceania. 42 vols. Madrid, 1864-84. D IR D U . Colección de documentos inéditos relativos a l descubrimiento, conquista y orga nización de las antiguas posesiones españolas de Ultramar. 13 vols. Madrid, 1885-90 Es la segunda serie de D IR D con diferente titulo.
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