¿Quién lo construyó? Hace muchísimos años, Sir Isaac Newton construyó una maqueta a escala del Sistema Solar. En su centro tenía una gruesa esfera dorada que representaba el sol, y a su alrededor giraban otras esferas más pequeñas en el extremo de varillas de diversa longitud, las cuales representaban los diferentes planetas entonces conocidos. Un dispositivo formado por ruedas dentadas y correas de transmisión los hacía girar perfectamente sincronizados alrededor del sol.
Cierto día, mientras Newton se encontraba estudiando el modelo, lo visitó un amigo. Maravillado por tan genial mecanismo, mientras observaba cómo el científico los hacía avanzar en sus órbitas, exclamó: —¡Pero qué belleza! ¿Quién te lo construyó? —Nadie —repuso Newton sin levantar la mirada. —¿Cómo que nadie? —preguntó el amigo. —¡Eso mismo! ¡Nadie! Todas estas ruedas, correas y mecanismos se juntaron por azar, y como por arte de magia comenzaron a girar en su órbita a la velocidad precisa.
¿Cómo llegó a existir el universo y todo lo que hay en él? ¿Es el resultado de un proceso desencadenado por algún hecho inexplicable, o fue obra de un diseñador inteligente? En círculos ateos y materialistas, las dos principales teorías científicas sobre nuestros orígenes son la del Big Bang — o de la gran explosión—, que propone un modelo del desarrollo del universo, y el evolucionismo, que pretende explicar el origen de la vida. Ninguna de esas dos teorías puede confirmarse mediante experimentos observables y repetibles, como tampoco es posible probar científicamente la creencia de que todo fue creado por Dios. Así pues, aceptar una u otra explicación es cuestión de fe. Cada cual escoge qué y a quién creer. Sin embargo, cada vez salen a la luz más pruebas de que el universo y todo lo que contiene son obra de un diseñador inteligente y no fruto del azar. Lo cierto es que la teoría del Big Bang y el evolucionismo no son tan convincentes ni se basan tanto en hechos como afirman sus defensores.
La esencia de la teoría de la evolución es la suposición de que de algún modo la vida surgió de lo inanimado por azar; que «por pura ‘casualidad’ las sustancias químicas precisas se encontraban en el lugar indicado, debidamente dispuestas, en el momento oportuno y en condiciones óptimas, y que mediante un misterioso proceso electroquímico —PUF—, ¡se originó la vida por sí sola!» No obstante, y tal como afirmó Edwin Conklin, profesor de biología de la universidad de Princetown: «La probabilidad de que la vida se haya originado por casualidad es tan inverosímil como suponer que un gran diccionario resultase de una explosión en una imprenta».
¡Nunca se ha sabido ni ha llegado a comprobarse que un perro se convirtiese en gato, ni un gato en perro! ¡Hay toda clase de perros y gatos, mas no existen perros-gato ni gatos- perro! Este hecho perturbó al propio Darwin, que se hizo la siguiente pregunta: «Si es cierto que todas las especies han descendido de otras a través de una sutil gradación, ¿cómo es que no vemos por todas partes innumerables formas de transición? ¿Por qué no se halla la naturaleza entera en estado de confusión, en lugar de estar las especies bien definidas tal como las vemos?»
El evolucionismo sostiene que toda la Creación evoluciona permanentemente hacia formas más complejas. Esta suposición, sin embargo, está en franca oposición a una ley de la física que ha sido demostrada y aceptada universalmente, la segunda ley de la termodinámica, que dice: «Todo proceso (que no esté sometido a ninguna influencia exterior) tiende hacia un estado de mayor desorden, desorganización y desarreglo, y de menor complejidad».
En Teología natural (1802), el teólogo y filósofo inglés William Paley (1743–1805) comparó el origen del universo con el de un reloj: «Al inspeccionar un reloj, percibimos que sus diversos componentes se juntaron y encajaron con un propósito. La inferencia que hacemos es automática: que el reloj necesariamente tuvo un fabricante. Asimismo, el universo necesariamente tuvo un diseñador. Ese diseñador necesariamente fue una persona. Esa persona fue Dios» Dicho de otro modo, la existencia de un Creador invisible se manifiesta o se hace patente por medio del prodigioso mundo que ha creado - Su creación - , las cosas que podemos ver. Las pruebas más contundentes de la existencia del Creador son los prodigios mismos que ha creado.
El mar, el cielo, las montañas, los valles, los árboles, las flores. Todo ello nos dice algo. Cuando contemplas el cielo en una noche estrellada y observas los planetas, los astros y las maravillas del cosmos, ¿no te hace sentir que todo tiene algún propósito, algún sentido? ¿No te da la impresión de que es como si todo tuviera algún significado, como si nos dijera algo? Pues bien, en efecto, así es. Todo ello clama: «¡Observen! ¡Claro que Dios existe! ¡Miren las maravillas que ha hecho!» Toda la creación divina no solo atestigua permanentemente de la existencia de Dios, sino también de Su amor y desvelo por nosotros al darnos un mundo tan hermoso por morada.
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