EL CONCEPTO DE AUTORIDAD Conferencia de Nicolás Casullo Nicolás Casullo es profesor en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, y de varios posgrados y maestrías en la Universidad de Córdoba, en la de Entre Ríos y en la de Rosario, entre entre otras. Entre sus obras se encuentran los libros El debate modernidad-posmodernidad , La remoción de lo moderno , París del `68, las escrituras y el olvido , y Modernidad y Modernidad y cultura crítica. crítica . divina, comienza a desintegrarse en manos de una razón moderna, de una conciencia reflexiva y transparentadora de la verdad.
Me dedico a trabajar el tema de la cultura moderna básicamente en relación con la historia de las ideas, con la historia intelectual de la propia modernidad histórica. Así, aún no siendo esencialmente el tema de estudio, la problemática de la educación queda incluida dentro de esta genealogía o arqueología de nosotros mismos que implica el trabajo sobre lo moderno. En realidad, estamos viviendo un tiempo (por lo menos en el plano intelectual) que pareciera incluir ciertos mundos que nos remiten a una arqueología de nosotros mismos para situarnos en qué queremos, en dónde estamos y qué decimos cuando decimos las cosas. Es decir, es un tiempo que trabaja en forma bastante rigurosa sobre la biografía de nuestro propio pensamiento. Producto, quizás de tratarse de un tiempo de crisis de saberes y de valores, en el que se interroga (posiblemente con un poco más de profundidad que cuando se tienen certezas) sobre la propia práctica, sus mitos o el origen de los propios mundos discursivos.
Y en este marco, que es realmente la construcción de un nuevo tiempo histórico (o como diría Hegel, “la aurora de una nueva edad” ) también se inscribe la problemática de la transmisión de los saberes, es decir, la relación, sobre todo, entre saber y creencia, que en ese tiempo se llama la formación del espíritu y que algunos, como Frederick Schiller, denominarán la educación del Hombre. Es en esa coyuntura, cuando lo moderno se constituye con sus radiantes discursividades de manera definitiva y como proyecto, en la que aparece claramente un planteo secularizador de la interpretación del mundo que, sin embargo, retiene la que es tal vez la idea más antigua de Occidente: la salvación del alma. Si uno considera la historia de lo moderno podría decir que el proyecto ilustrado, el proyecto de las luces, el proyecto de los filósofos, el proyecto de aquella París que irradia sobre el conjunto de Europa un mundo crítico, ha sido una recomposición de autoridades sobre lo real. El pasaje de un autor del mundo a un autor intelectual del mundo. Es un tránsito de un tiempo reglado por lo divino a un tiempo reglado por lo profano, que también va a afligir (en el trasfondo de este acontecimiento de primer orden) a lo que hoy llamaríamos lo docente-pedagógico. Lo va a afligir —y en esto me gustaría indagar un poco— en algo de lo cual no tiene, en lo inmediato, conciencia plena: las discursividades modernas tuvieron una magna empresa que fue la de iluminar un mundo pero trágicamente, ya que muchas veces lo hicieron hicieron a costa de dejar a oscuras su propia discursividad, el origen de ese afán infinito por una nueva verdad y un nuevo momento iluminador. Es decir, lo que trataríamos de buscar ahora es el propio subsuelo de ese proyecto de la razón, en este caso, a partir de la necesidad que tuvo lo moderno de un momento educador distinto.
Intentaré, entonces, de ubicar dentro de este horizonte de tareas al tema de la educación, tratando de iluminar un poco esos subsuelos que yacen en la historia moderna, debajo de ciertos campos de acción. Una forma posible de definir el proyecto moderno sería la de considerarlo una batalla por la representación del mundo, donde distintas discursividades concurren a contarnos nuevamente, allá por los siglos XVIII y XIX, de qué se trata el mundo. Y en ese batallar por las representaciones, en ese descubrir que el mundo en sí no es nada sino que es a través de las representaciones que lo construyen, aparece toda la problemática de un pasa je de legitimidades. En el que también aparece una recomposición de autoridades, ahora en tanto proceso secularizador. Se trata de lo que Max Weber, el sociólogo alemán, llamaría “el desencantamiento del mundo” que, explicado tan dulce y trágicamente por la revelación 1
tiva, consumista, sin ningún tipo de sentido, norte u horizonte, no era básicamente importante si ese fabular de amenaza podía verificarse en el momento en que Marx pensaba la historia. Aunque quizá se esté verificando recién ahora lo importante es que eso le permitió a Marx escribir El Capital . El hecho de fantasear que la historia era una gran escena teatral donde un actor luchaba con otro, sin saber realmente que el destino de uno y otro dependía de una lucha donde no tenían muy claro hacia dónde iban, fue lo que le permitió generar teoría y un tiempo de interpretación histórica. Es en ese sentido que digo que, cuando pensamos de qué manera aparece el tema de la educación sobre lo moderno, vemos que subyace una idea de que, con el proyecto ilustrado y el fin del tiempo de Dios como reglador o planificador del mundo, ha acontecido una suerte de catástrofe que exige pensar de otra manera la salvación del alma. Se trató de la sustitución de una autoridad divina, que tenía un mundo con verdades reveladas y misterios aceptados, por una autoridad de autor: la modernidad fue la emergencia de ese nuevo sujeto, de ese nuevo poder que no estaba previsto en el marco de los ya actuantes, ya fueran militares, eclesiásticos, nobles o el poder político en sí. Era la emergencia de un nuevo poder bastante extraño: el poder del autor. La modernidad del siglo XVIII hace emerger un nuevo sujeto imprevisto que, desde la soledad de su gabinete, tiene un inmenso poder y una inmensa autoridad que no necesita de conventos, papados, armas, ni castillos, sino que lo que hace es algo tan absurdo como escribir cosas que un imprentero va a editar. Genera entonces un mundo de opinión pública a la vez que va gestando el tiempo moderno y, posteriormente, la revolución política. Podríamos decir que cuando Robespierre, ese personaje extremo de la Revolución Francesa, del régimen del terror, ese jacobino, cuenta lo que significó para él, un joven y gris abogado de provincia, leer a Rousseau, lo que se estaba gestando ahí no solamente era algo distinto a lo que pretendió el propio autor (porque en realidad Rousseau no debe haber pretendido generar a Robespierre), sino que había aparecido una nueva instancia en la que un hombre de letras estaba generando una autoridad determinada para gestar una generación de “robespierres” que iban a modificar el mundo. En ese sentido, aparecía una instancia docente que se liberaba de reglados, de tramas, de variables firme y férreamente instituidas, y se gestaba otro tiempo, donde apa-
El filósofo alemán Frederick Nietszche decía que en los trasfondos de toda moral había una violencia genética, constitutiva de ese mundo moral. Unos cincuenta años después, otro alemán, Walter Benjamin, también filósofo, pensaba que en las trastiendas de todo derecho, de todo régimen de ley, hay una violencia fundadora, invisible, indecible. Uno podría decir, desde esa perspectiva y pensando en lo moderno, que en la idea moderna de transmisión del saber, de construcción de un sujeto virtuoso (como se decía en aquella época), en la búsqueda de un Hombre de conocimiento y valores, hay también una circunstancia violentadora: la amenaza de un posible extravío espiritual del Hombre en ese pasaje del tiempo de Dios al tiempo secular. Es decir, en el plano de los intelectuales que están pensando la modernidad, esa utopía que se abre en la historia a través de la razón científico-técnica y de lo que pocos años más tarde se llamará la muerte de Dios, existe la conciencia de que se produjo una discontinuidad histórica o una continuidad simulada, que en realidad no es tal. Hay una conciencia de que este acontecer de crítica al mundo y de crítica a un mundo reglado desde centenares de siglos antes, ha traído un tiempo roto, en ruinas, es decir, una conciencia de posible catástrofe. La inmediata reacción a la crítica ilustrada del mundo manejado por mitologías de revelación divina fue una crítica ilustrada a esa crítica primera, pensando que lo que se había roto era irrecuperable, irreparable, difícil de sustituir en cuanto a la autoridad que da sentido al tiempo histórico y al Hombre. Era una conciencia inmediata de que esa crítica podía traer amenazas mayores que las bondades que decía retener. En realidad, ni una cosa ni la otra eran acontecimientos que uno, desde la distancia de este presente, podría fijar con objetividad. Lo que sucede es que toda crítica (tanto la primera ilustrada de la razón científica como aquella formulada a la crítica de la razón científica) vivía permanentemente de la idea de una amenaza que se cernía sobre el ser humano. Toda crítica al mundo arranca de esta idea de que algo está amenazado. En la medida en que la vida del Hombre, la libertad, la posibilidad de futuro y la capacidad de una autonomía no estén amenazados, la crítica no aparece porque tiene que nacer básicamente de la idea de una amenaza (cierta, real, intuida o simplemente teorizada). A partir de la idea de amenaza se gesta algo: cuando Carlos Marx pensaba que el capitalismo iba a devenir en una barbarie produc2
recía claramente que de esa autoridad divina por verdad revelada se pasaba a un autor intelectual, a un hombre de letras, como lugar de autoridad para la explicación del mundo.
sadora de pasados. Aparece entonces, en esta discusión de lo moderno, como en casi toda la polémica que se funda en ese momento, la raíz judeocristiana de todo el planteamiento moderno, aún de aquel que más abjuró de esa tradición que había sido el gran poder mitificador del mundo durante siglos y siglos. Porque, a diferencia de otras culturas, para los judeocristianos el transcurso del Hombre fue siempre historia, es decir, acontecimiento único. Acontecimiento que en el suceder era irrepetible: Moisés estuvo una vez sola y podríamos decir que el nacimiento de Cristo es el signo más fuerte que una religión puede tener para implantar o ratificar la idea del Hombre en la historia. Es un hijo de Dios que llega, vive, muere, resucita, pero que indudablemente se incrusta de una manera despiadada en la historia. Y lo hace de manera irrepetible: es un acontecimiento único. Así, desde lo judeocristiano, la historia, este transcurrir, siempre va a exigir transmisión de valores, comunicación de valores, formación del alma religiosa, conformación. Es decir, la historia judeocristiana siempre va a necesitar una autoridad pedagógica divina que esté guiando aquello que permanentemente se desvía, que entra en variables relacionadas con el mal, el pecado o la privación, que hace sospechosa a la enigmática libertad originaria. Una autoridad divina que aparece permanentemente tratando de salvar un alma que corre el riesgo permanente de la ignorancia de lo que debe hacer, del olvido de la palabra de Dios. Pero los judeocristianos se sitúan en un marco en el que la historia no es posible si no hay un pedagogo divino que violente permanentemente las circunstancias en favor del Hombre. Es decir, que siempre plantea que no hay sincronía entre el proceso y la marcha de esa historia y su sujeto: son dos elementos que en general devienen en conflicto si no fuera por la docencia celestial. Como, en general, todos los intelectuales del XVIII y del XIX, que están proyectando la modernidad y la secularización, son hijos y herederos de una larga historia religiosa, frente al mundo de la modernidad y de la razón científica, ven, alarmados, que se necesita un plus, una salvación personal, una transmisión de saberes que sirva de puente entre un mundo que se pierde irremediablemente y para siempre y uno nuevo que aparece preñado de esperanza pero también de amenazas. Podríamos decir, entonces, que todo el debate sobre la educación que se da en la literatura, en la poética de ese tiempo, está situado en un campo de la profunda alarma por lo que está aconteciendo entre ese sujeto
La modernidad es un tiempo que se va a sentir proyectado hacia el futuro absoluto. En realidad, la palabra moderno proviene de un término que ya en el siglo IV, se refería lo que aparecía como más renovado, más cercano al presente o como un puro presente. Pero eso que se refería apenas a cosas, en el siglo XVIII y XIX apareció como caracterización de un tiempo. Un tiempo, en ese sentido, brutal, bestial, como el de la modernidad, aún en sus utopías más reivindicables, en tanto que es arrasador. Arrasador en el sentido de que tiene que hacer pie en un rechazo violento del pasado, al interpretar que ese pasado es so juzgamiento, mentira, injusticia, mitología, desconocimiento o conocimiento falso, superstición, religión abusiva. Lo cierto es que tiene que imprimirle a su idea del tiempo un planteo tan arrasador del pasado que se convierte en un puro presente o en un eterno futuro que, a cada instante, ya ha llegado. Es decir, la modernidad es todo porvenir. Pero en esa instancia, el sujeto humano descubre que en la promesa de ese porvenir permanente, de esa novedad infinita que deja atrás todas las novedades, diaria y periódicamente, algo queda suspendido, en estado de alarma, desguarnecido, algo aparece como irrecuperable, ni involucrado ni resuelto por esta idea fastuosa de progreso: la salvación del alma. Si uno lee a Goethe, a Schiller, a Rousseau, al propio Voltaire encuentra que existe una problemática, un miedo, un terror, un acontecimiento escondido en su propia radicalización crítica que es la pregunta por lo que pasa con el alma del sujeto moderno, con la interioridad del Hombre en el marco de esa exterioridad que va cambiando tan rotunda y fervorosamente. La pregunta, en realidad, que quizá se formula como ninguna en el intercambio epistolar entre Rousseau y Voltaire, a raíz del terremoto de Lisboa, en el siglo XVIII, es cuál es la medida de lo humano en este torbellino de las circunstancias modernas que va a fundar y secularizar un mundo; qué pasa con esa alma que hasta entonces había sido una problemática de relación casi exclusiva con lo divino, con esa autoridad suprema, superior, creadora del mundo, que sin embargo, permitía plantearse los quilates del mundo en relación con la medida que Dios le había otorgado al Hombre —y acá no planteemos qué medida, porque muchos la consideraban escasa y para otros resultaba suprema—; qué ocurría con esa otra historia interior en el marco de esta historia exterior, esperanzada y arra3
nuevo, moderno, y la cultura. Quizás el que mejor expresó esto haya sido un sociólogo alemán, George Simmel, cuando, años después, planteó que en realidad la historia era la productividad de esa subjetividad creadora de una cultura objetivada llamada mundo, y la tragedia de que en lo moderno esa objetividad, ese mundo constituido por la propia sub jetividad del Hombre, no le servía para nada. Podríamos decir que ése es el secreto que aparece por detrás de ese primer pensamiento moderno que piensa un nuevo mundo y qué educación o qué formación del sujeto necesita. Aparece entonces la amenaza de que la modernidad va a constituir un mundo en donde luego el Hombre no se va poder ver. Uno podría decir que Hegel, el gran filósofo alemán, trabaja las primeras ideas de sus conceptos de cultura en esta idea: el mundo no va a devolvernos la imagen que necesita el Hombre de su propia identidad. Tragedia infinita de la historia, porque en la suya propia, el Hombre no se va a reconocer. Marx, pos-hegeliano, va a llevar esto al terreno de la enajenación al plantear el no reconocimiento del productor obrero de la propia mercancía que produce. Pero quizás el pensamiento previo es mucho más interesante, en el sentido de que todo sujeto moderno no se va a reconocer en su obra. La tragedia de la cultura moderna, pensada desde esos analistas que en los siglos XVIII o XIX generan la idea de un mundo nuevo, es descubrir que se rompió el puente entre el Hombre y su propio obrar. Y que eso va a exigir, irreversiblemente, un enorme esfuerzo, un cuantioso plus reparador de esa subjetividad herida que no se reconoce en el mundo que está realizando. Eso va a plantear una enorme sospecha entre el afuera y esa interioridad. Y al mismo tiempo va a exigir que la crítica no sólo se pregunte por el mundo que quedó atrás sino que cuestione permanentemente al que lo viene a sustituir. Eso aparece entonces como la necesidad permanente de una crítica moderna que atienda la formación de un sujeto que, de por sí, el progreso de la historia no sólo no asegura —y esto es de raíz absolutamente religiosa— sino que alienta a desvirtuar del todo. Aparece entonces, en el trasfondo de la que podríamos llamar problemática educativa, a través de la literatura, la filosofía o la poesía, un progreso del ser humano que no garantiza en absoluto el progreso de su alma, de esa interioridad que se siente inmersa en el marco de esa historia. El mundo modernizado, precisamente, lo que muestra es la amenaza que se cierne sobre ese sujeto de la moderni-
dad. Por lo tanto existe una mirada, también de raíz religioso-trágica, en la que nada es blanco o negro sino que aquello que contiene la esperanza contiene también la posibilidad de la caída. Ese pensamiento está en la dialéctica que va a discutir el porqué de una educación del Hombre. Esto preocupa a Rousseau, a Voltaire, a Goethe, que escriben novelas y cuentos, que hacen una literatura donde lo central son los personajes que van buscando maestros, educaciones, variables, sistemas que reaseguren lo que aparece como perdido, es decir, la formación espiritual del Hombre. En una cultura que, además, se va a entender como idea de problema y no de resguardo: uno podría decir que, siglos antes, si nos situábamos en el mundo que Dios había decidido, se vivía resguardado (aunque con enormes cuotas de ignorancia y de misterio). Si uno sabe por qué nace, por qué está en la Tierra y qué pasa cuando muere, podríamos decir que tiene respondidas las tres preguntas que importan. Pero si pierde esas tres variables, entra en una zona anegadiza, donde la cultura se transforma, en definitiva, en problemática, en una eterna pregunta por aquellas cuestiones disfrazadas de otras cosas o de otras maneras de formularlas. Lo que sí contiene ese momento, en los subsuelos de estos escritores que están creando discípulos que buscan maestros, o maestros que tratan de constituir en el alma joven una formación particular, es la pregunta sobre qué pasa cuando el alma ha quedado suspendida en el aire, cuando la formación del espíritu del Hombre (porque de eso se trata), no tiene la respuesta inmediata en el progreso humano, en cualquier ámbito que sea: el de la industria, el de las ideas, el de la ciencia, el de la investigación. Cuando se advierte que, si bien son dos caminos con enormes vinculaciones, son dos historias que responden a variables diferentes. Kant, el filósofo alemán, va a celebrar esa nueva autonomía intelectual del sujeto moderno y va a plantear que ésta se da en el campo de la república de las letras: ahí se ejerce la libertad y la autonomía de ese pensamiento. Y proyecta una idea de futuro en donde toda la humanidad constituiría, llegado el momento, la república de las letras. Pero entre tanto, ¿qué pasa con esa alma que ha perdido la tutela divina?, ¿cómo pensar -o pensarla- bajo otra tutela?, ¿cómo pensar lo que los alemanes van a llamar (constituyendo un largo tiempo de debate y de ideología sobre sí mismo) la formación espiritual, el bildung, la formación del Hombre? Se trata de una formación que tiene un fondo trágico: perdido un mundo, el nuevo no 4
asegura para nada esta formación. Se necesita una educación, un término pedagógico (que los alemanes van a llevar a sus momentos más sublimes) que no sólo no va a responder al tiempo del progreso sino que en el pensamiento (por lo menos de la ilustración alemana) va a tener sentido si critica, con claridad y lucidez, gran parte de ese progreso que ocurre, de ese progreso que permanentemente adviene a nosotros y que, con capacidad infinita, incorporamos naturalmente como “si así tuvieran que ser las cosas” . Entonces, el bildung alemán es básicamente ese plus pedagógico a partir de una idea de alarma manifiesta: la modernidad aparece como pérdida profunda de la experiencia del Hombre, como pérdida irremediable de la espiritualidad del Hombre en el marco del progreso. Entonces, la manera de rescatar a ese Hombre que, al mismo tiempo tiene que enfrentar la época que contiene todas las promesas, es a través de una docencia a encarar en el campo de los valores, la transmisión de los saberes y la conformación de ese sujeto.
sujeto moderno. ¿A qué apuntaba esta docencia, discutida desde el poeta, desde el filósofo, desde el literato? A la formación interior, que hasta ese momento, correspondía exclusivamente a lo religioso. Sin embargo, lo religioso resulta difícil de reemplazar. Así como al arte moderno le costó muchísimo (y a lo mejor fue una locura lo que hizo) tratar de reemplazar a lo religioso en el aspecto en el que consideró que lo reemplazaba, quizás el momento más conflictivo fue el de reemplazar aquello que era predominio manifiesto de lo religioso per se. O sea que, al plantear esta problemática, estoy planteando que lo educativo moderno debió afrontar la prueba, quizá la más dura y fuerte, de inmiscuirse en aquel territorio que hacía a la formación interior y a la formación y a la salvación del alma, hasta el momento de absoluta y total competencia de lo divino, tomado desde esta perspectiva, desde este subsuelo, en el que no es importante cuántas escuelas o universidades o qué debate se produ jo en el plano de lo explícito. En realidad, la historia, cuando nos plantea lo explícito nos está escondiendo, como diría el filósofo Gadamer, lo que realmente importa. Aquí en el origen de la discusión sobre la formación del interior del Hombre, la educación está intentando reemplazar, desde otra autoridad (que es la del Hombre de letras, la de la república de las letras, la del Hombre de espíritu), lo que era el recinto de lo sagrado.
Es decir, lo que se busca es la formación de una unidad interna, que sea casi una historia en otra historia más grande. Una formación, como va a decir Kant, que esté por encima de lo que él llama el conocimiento —se refiere así, más o menos, a la Academia—, la instrucción y la información, elementos que pone del lado de la no formación. La formación entonces, sería una zona pensada como no utilitaria y en discusión crítica con el ensamble de conocimientos, poderes y el proyecto histórico que se esté dando. Una formación que haga a lo que ellos llaman firmeza de carácter, para un sujeto que ha quedado desconciliado de la propia historia que está protagonizando. Sería esta formación, una historia de docencia que cree una biografía de crecimiento, aún y a pesar de lo que está mostrando el mundo; una recuperación del pasado que se ha quedado desintegrado y que contenía, con viejas palabras, la salvación del alma. Porque si de algo se provenía era de saber que, en los mil seiscientos años anteriores, aunque la historia había sido cruel, terrible, analfabeta, supersticiosa, algo había quedado asegurado en ese pasado bestial, oscuro, medieval: la salvación del alma. Eso es lo único que no se le podía achacar o cuestionar a lo premoderno, algo para lo que había tenido una respuesta fuerte. Parecía que ese momento de la salvación se vaciaba y ése era, ahora, el costo de lo moderno. Entonces se produce todo un debate sobre qué es autoridad, quién autoriza, quién conforma y de qué manera se instituye esta nueva autoridad docente sobre el espíritu del
Conviene no olvidar que la transmisión de esa herencia, la promesa de conciliación que iba a producir esta docencia, la transmisión de saberes como planteo crítico al Mal y a los males que puede padecer el Hombre, es absolutamente herencia religiosa y en este sentido, aparece como drama porque, realmente, tanto Rousseau como Goethe se dan cuenta de que es difícil llenar ese vacío de sentido en una formación interior, por más que se creen 250 escuelas por día, resulta un espacio difícil de ocupar al ser, quizás, lo único que tendría que haberse salvado -aunque ya era imposible- en el pasaje a la modernidad. Porque la pregunta que se hacen estos pensadores es por qué para ser moderno el Hombre debió pagar el precio de quedar con una orfandad en la salvación del alma. Es una pregunta trágica la que plantea qué la modernidad no pudo conservar la promesa salvífica de un Dios. Y evidentemente no pudo hacerlo. Y quizás ese no poder conservar haya sido el proceso más doloroso y más dramático, que hoy todavía volvemos a vivir, de la modernidad. Hoy, cuando observamos que los mayores coloquios y congresos en Europa, o los encuentros de los pensadores más fuertes, 5
como Derrida, Vattimo o Gadamer, son alrededor de la religión y de Dios, y esto ocurre en 1997 o 1998, cuando las editoras españolas más importantes son aquellas que editan permanentemente temas religiosos, con enfoque posmoderno, podríamos decir que no estaban tan desacertados estos pensadores cuando en el XVIII y el XIX se planteaban que, en el plano de la formación interior, la modernidad no iba a tener ninguna respuesta con la consistencia y el reaseguro que había tenido lo religioso. No ya en cuanto a superstición ni en cuanto a lo que se puede creer o no de una historia divina, sino respecto de la formación del alma. Esto va a ser quizás una de las tramas más sustanciosas de lo moderno, que se va a discutir con otras palabras, con otra terminología, que va a tener izquierdas y derechas, conservadores y revolucionarios, vanguardias y retaguardias, que va a contar con teorías, campos profesionales, pedagogos, sociólogos y teóricos, pero que en realidad, desde hace 200 años, está discutiendo permanentemente qué pasa con esta subjetividad, qué plus necesita para salvarse, en el marco de un progreso que puede alimentar infinitas cosas, salvo esta interioridad. En ese marco, podríamos decir que todo hombre de letras, escritor, teórico o filósofo, es un pedagogo al que la modernidad lanza a salvar a sus alumnos en esta suerte de yermo o de desierto, como dice Rousseau, que le quedó al momento del intelecto y del pensamiento. Es decir que en la idea de un magisterio con que el pensador moderno piensa que se abre la novedad subyace un drama de suplantación de autoridades, que no va a poder ser resuelto y remite a una problemática, quizás una de las más antiguas y primordiales, en la que subyace una violencia de traspaso. En realidad, lo moderno pensó una formación del sujeto porque se sintió violentado. El tiempo se abría, se quebraba, la tradición se perdía, afortunada pero también trágicamente, la superstición quedaba atrás: eso era para celebrar, pero la orfandad con la que aparecía el Hombre planteaba una exigencia para reparar de alguna manera. Había quedado un tiempo desprotegido, amenazado de ruina. Toda la literatura de ese momento llama la atención porque en medio de la promesa del progreso y de esa novedad anunciada por Hegel, donde se alcanzaría la felicidad en la historia, lo que aparece claramente es el terror a que la experiencia humana se pierda indefectiblemente. Y esto quizás es la forma que tenemos de ser modernos. Siempre hay una amenaza que pende sobre aquellos que tratan de trasmitir que el Hombre es el que le otorga senti-
do a la historia y que, si se pierde la medida del Hombre o si se pierden las medidas que hacen al Hombre, no vale la pena que exista, ni tiene sentido discutir la historia. Desde esta perspectiva, podríamos decir que esta formación, este plus que exigió la modernidad, es consustancial a toda una problemática docente, de formación del Hombre que había perdido las referencias que lo podían seguir constituyendo como medida de la historia. En este sentido, podría decir que la amenaza es la violencia que subyace y que fecunda y le da un enorme vigor a todo lo que podríamos llamar la práctica de un amplísimo magisterio sobre el Hombre que tiene la modernidad. Quizá sin esta amenaza, sin el descubrimiento de que, en este tránsito de época, se perdía un maestro divino que había señalado conducta, valores, conocimiento, marcas, destinos y fronteras, la problemática de la formación del Hombre no habría adquirido el enorme vigor y la enorme fecundidad que tuvo, desde el inicio, en lo moderno. Y que es un elemento clave. En ese momento existen dos o tres elementos que definen el subsuelo de la discusión sobre qué es lo moderno. Quizás un libro simboliza esto de manera definitiva: se trata de La educación estética del Hombre , de Schiller, que plantea que, si bien el Hombre se recupera a través de un planteo estético, la modernidad ha traído un momento trágico en el que el Hombre queda absolutamente amenazado por ella. Que la salvación del alma — ya que se trata de seguir creyendo en su posibilidad de ser salvada— sólo tiene que estar dada por una forma secularizada de agregarle al sujeto (infinita, eternamente y sin pausas), una formación que más que responder a la historia sea permanentemente una crítica de ella. Se trata, en este sentido, de que la transmisión de saberes ya no tiene como motivo el simple hecho de ilustrar a la gente (y, en consecuencia, cuanto más ilustrados sean mejor para todos), sino que su existencia se debe al hecho mismo de estar absolutamente amenazada, en situación de catástrofe, corriendo el riesgo de que se pierdan no ya solamente los saberes sino la idea de que el alma debe ser salvada para que la historia siga teniendo sentido. En este pasaje, que se produce permanentemente en lo moderno, donde lo religioso muere, lo secular aparece como su enterrador. Sin embargo, en realidad, lo secular se lleva todo lo religioso hacia la modernidad, hacia las nuevas mitologías y podríamos decir que, en ese sentido, casi nada de lo premoderno quedó atrás sino que lo hemos abismado en nuestro discurso y lo hemos llevado hacia adelante, con palabras secularizadoras, con palabras 6
científicas, pero bajo un molde absolutamente religioso. La educación moderna también es hija de un momento de violencia, de temor, de catástrofe, que ocasionó que tuviese tanta importancia en el momento clave donde se discutió lo moderno. Cuando uno se pregunta qué cosas tuvieron importancia cuando se produjo esa discusión, yo señalaría los elementos que hoy posiblemente aparecen como menos interesantes en la discusión de lo moderno y sin embargo lo fueron. Uno de ellos es el arte: toda la problemática y la discusión del arte le dio conciencia a lo moderno de lo que realmente significaba. La otra es la discusión respecto a la educación del Hombre —y no estoy hablando sólo de escuela— que dio sentido, norte e identidad a ese primer momento donde la modernidad se sintió pegando un salto espectacular y, a la vez, con la absoluta conciencia de que caía en un vacío total en cuanto a valores y sentido de la historia. Ahí es donde el arte y la problemática de la educación les permitieron a los pensadores de aquel momento y a las polémicas de entonces encontrar los primeros sentidos, no de solución sino de una conciencia de lo que estaba aconteciendo. Que es la forma con la que la modernidad siente que, aún amenazada, resiste.
N.C.- Sarmiento, en una carta que escribe desde París, tiene una frase muy feliz, que dice: “Aquí estoy en París, en la ciudad moderna por excelencia, donde hay un único y absoluto héroe que es el autor” . El mismo está con un libro debajo del brazo (que es el Facundo), que quiere editar, o sea que también
se siente parte y héroe de eso. Que aparezca el autor como autoridad, capaz de constituirnos una representación del mundo, es quizás el secreto que anida en por qué se constituye la modernidad. Porque, precisamente, la historia reconocía que se venía del libro divino. O sea, Occidente, lo judeo-cristiano está asentado sobre un libro y nuestra historia es simplemente una permanente hermenéutica de un libro. Entonces, no resulta problemático el hecho de que escrituras fijadas sean reveladoras o capaces de definir todo. Lo que aparece como la real novedad de ruptura es que esa escritura escapa del campo del salmista o de los biógrafos de Cristo y pase a ser autoridad manifiesta en el campo de eso absolutamente indiscernible e imprevisible que puede ser un hombre escribiendo. Cuando en la historia se da ese quiebre, ya se constituye de otra manera absolutamente distinta. Ahora bien, ¿por qué se constituye este poder que Habermas va a trabajar como la idea de la generación de una opinión pública, del rumor, del autor y sus lectores, de la aparición de ese “texto-otro” que se gesta como poder? Hay infinitas explicaciones, pero efectivamente se está dando lugar a una gran esperanza y, también a un gran compromiso. Ese nuevo autor intelectual, ese hombre de la república de las letras tiene que hacerse cargo de algo con lo cual Occidente pactó para siempre (lo logre o no): que el alma tiene que ser salvada. Es posible que la historia termine sin que el alma se salve, pero de todos modos, la pregunta domina la historia de Occidente. Quizás estemos más cerca de pensar que ya el alma no tiene ni que ser salvada ni que dejar de serlo. Como diría Heidegger, ya olvidamos la pregunta por el alma, que tal vez, sea la forma de terminar la historia con anestesia y no darnos cuenta del final. Pero el planteo que asume la educación es que el alma tiene que ser salvada. Es una formación interior. Y sobre eso, decía que la autoridad del autor es el punto que tiene respuesta y no la tiene. Porque si efectivamente esto nos viene de lo divino, ¿a quién se le ocurre que la docencia lo puede suplantar?: primera pregunta. O sea que ya estaría dada la respuesta. Como también ocurre con el arte ¿no?. Segunda respuesta: si esto viene del planteamiento de lo divino, es quizás el ámbito que ha recibido el reto de mayor fecundidad para
Tener conciencia de lo que está sucediendo es lo que nos pasa a nosotros en este momento: podremos estar muy mal, podrán haberse cerrado muchísimas alamedas de la historia, pero mientras tengamos conciencia de lo que está sucediendo, queda retenida una esperanza de posibilidad de salida. En ese momento creo que se vivió, desde la historia de las ideas, esta variable: de qué es la modernidad, qué somos en esta edad y qué es el Hombre en esta edad. Y que el arte y la problemática de la educación le dieron las primeras respuestas a partir de reconocer, tanto uno como la otra, que se había producido una catástrofe: que el tiempo moderno no tenía respuesta para la salvación espiritual del Hombre, en el marco de una historia del progreso que aparecía inexorable, naturalizada y aceptada por el propio pensamiento intelectual. Ronda de preguntas P.- Yo plantearía si, por genial que sea este Hombre, estas ideas que describe podrían ser impresas o podrían ser discutidas, y entonces ¿qué poderes condicionan el ser pedagogo?
7
seguir pensando lo moderno, como decía recién la profesora, en términos de transmisión, simplemente. O sea, o estamos en una historia que ya se terminó y fue toda ella una ilusión, algo que ustedes nunca van a poder suplantar, o a lo mejor tienen el reto más fuerte y la fecundidad más alta y como maestros representan el punto culminante para entender qué es lo que se salva de una historia que no asegura nada. Sobre todo en esta época, donde ya estamos absolutamente convencidos, a diferencia de lo que pensaban Rousseau y Kant, de que la espiritualidad del Hombre no se salvó sino, por el contrario, está peor que nunca. P.- Usted se refirió específicamente a la modernidad, pero ¿qué pasa en el momento actual, cuando se habla de posmodernidad, en donde todavía todo es mucho más difuso, en donde lo religioso pasa muy de costado, donde se habla de la aldea global, de la pérdida de las nacionalidades o de las identidades nacionales? N.C.- Esto que estuve planteando es una problemática de hoy. Es decir, la respuesta queda contenida en el hecho simple de elegir este tema y traer en 1998 el problema de la salvación del alma. Esto está siendo la contestación más rotunda a una problemática educativa que, seguramente, en los últimos cuarenta años, quizá no se puso a discutir nunca el tema, planteándolo de este modo. Hay palabras provocativas, indudablemente. Si nosotros éramos los llamados a salvar el alma, si indudablemente uno puede extraer, como estamos haciendo hoy, la teorización más fuerte, que es discutir lo que quedó en el subsuelo y entonces reaparece el tema de lo religioso, no se está haciendo historia sino se está planteando qué respuesta tiene esto hoy. Porque, indudablemente, no hay regreso a lo religioso: como dice Vattimo, a lo sumo puede haber una relación de mayor amistad, más entrañable con lo religioso, pero desde un su jeto débil que ya no piensa que lo religioso siga siendo lo que fue. Como también uno puede plantearse que no hay regreso al esplendor del arte, como no lo hay a la salvación del alma. Hay palabras provocativas que, al reaparecer en esta circunstancia, están dando cuenta de cuáles son los tipos de problemáticas que no han quedado respondidas y, al final, vuelven a la superficie. Es decir, no estoy trabajando la modernidad como un tema ilustrativo, sino les estoy planteando una pregunta para la que, por supuesto, no tengo respuesta: se trata de si alguna vez se plantearon qué es la salvación del alma. ¿Qué alma? No lo sé. Si no tenemos ningún argumento al respecto, si en la biblioteca no
hallamos ningún argumento, entonces ahí está nuestro problema. P.- El problema sería entonces cómo atender los aspectos trascendentes, reconociendo que, en algún sentido, tenemos responsabilidad de lo trascendente de un Hombre por ser educadores. N.C.- Efectivamente. P.- ¿Usted relaciona la palabra alma con lo ético? N.C.- Entre otras cosas, por supuesto. P. –Me parece importante destacar que la salvación del alma no se opone a la salvación del cuerpo, de lo físico. Porque en eso nos diferenciamos de lo que ocurría en el siglo XVIII, donde no importaba salvar el cuerpo. Ahora, justamente, eso es lo que caracteriza el momento que vivimos. Pero debemos comprender – y creo que eso es lo que habría que agregar- que el alma no se opone a lo material. Eso espiritual que debemos salvar es para salvar, a la vez, lo material. N.C.- Aquí no se reabre una discusión
sobre cuerpo y alma sino, básicamente lo que se plantea (o lo que yo trato de motorizar) es una mirada a contrapelo de la que tienen ustedes en el campo de la profesión que es la de que cualquier problema tiene una teoría que lo resuelve o debería tenerla. Entonces, probablemente dentro de cinco minutos me estén preguntando: “Y, con esto ¿qué se hace?” . Desde ya les digo que no tengo la menor idea (risas). Como diría Benjamin, hay una mirada que es iluminadora: yo lanzo una idea -qué pasa con la salvación del alma- y ella confronta por primera vez con ustedes. Lo importante es lo que puede generar esa mirada. Yo los llevo a ustedes a que crucen esto con una idea que es parte de la biografía de lo moderno, pero no para que tenga una resolución. Quizá podríamos decir que lo que quise trasmitir es que la educación estética del hombre de Schiller pone a los planteos en el campo de la mirada trágica y no de la mirada teóricoresolutiva. La educación es también una tragedia: porque remite a preguntas que quizás están en lo inmemorial. Si alguna vez Dios le dio a Adán la idea de que en el nombrar las 8
cosas las iba a conocer, algo falló. Y entonces aparecen ustedes diciendo: “En el nombrar no
N.C.- Quizá la historia de lo que po-
está el conocer, pero yo te voy a llevar al conocer ”. Cuando digo la salvación del alma
dríamos considerar la problemática de la transmisión de saberes no hubiese tenido el calibre que tuvo en toda la historia moderna hasta el presente si no se siente como pagando un precio. Es decir, estamos en un mundo donde somos libres y autónomos pero ya estamos en el medio de la nada. Yo diría que lo posmoderno sería dar cuenta de si pagamos eso o no lo hicimos. Porque de otro modo, ¿de qué estamos discutiendo?, ¿de que el maestro está mal pago? Ya lo sé, soy profesor universitario. Lo que propongo es que nos preguntemos si realmente al menos recordamos, como diría Heidegger, lo que gestó nuestro espacio, o tenemos alguna idea de qué era eso. Y, en ese sentido, lo planteé con términos medio provocativos, hablando de la salvación del alma, algo que uno ubica generalmente en las iglesias.
estoy tratando de plantear el problema en la más absoluta actualidad. Quiero decir: si yo vengo y les hablo de globalización, como diría Kant, les doy una mayor información de lo que ustedes saben o no, pero en realidad me ubico en la lógica absoluta de lo que está diciendo todo el mundo, por lo cual pueden irse tranquilos a casa. Pero si les traigo como problemática que en la génesis de lo modernodocente- pedagógico apareció esta cuestión de la salvación del alma, puede ser que quede como respuesta: “La verdad, de esto no nos hemos ocupado nunca” . Así como uno podría decir: “Yo, a mi manera, y de distinta forma lo estuve diciendo siempre y nadie me escuchó que se trataba de esto” , que también puede
ser una manera. Pero hay un cruce que creo problemático. Como diría Schilling, es la contradicción en el lugar de la contradicción para no resolverse nunca, pero es el lugar que ilumina. Porque lo otro es simple sumatoria. Hace cinco años había tres libros de globalización, ahora hay cincuenta, dentro de diez años habrá quinientos. A mí siempre me interesa más provocar con algo que es de ustedes, aunque a lo mejor no lo tuvieran muy consciente, y ahora dejarlos con el fardo. Porque hay una cosa muy cierta: cuando digo que reaparece el tema de lo religioso es que, transcurrido todo el tiempo que transcurrió, parece que volvemos a las preguntas simples: ¿qué pasa con nuestra alma?. Y se acabó. Y siempre fue eso sólo, más allá de la decimocuarta generación de computadoras que, evidentemente, no salvan ninguna alma.
P.- En este tema de la secularización y de las características del pasaje a la modernidad del poder divino, ¿no están faltando en el análisis los temas del poder y del estado, que atravesarían, incluso, a las preguntas que están apareciendo ahora?. ¿Cómo se incluiría este concepto? N.C.- Yo creo que, si uno ve la historia moderna, todo lo que podríamos llamar la faz educativa ha respondido con absoluta presencia en todo su transcurso. Lo que sucede es que en el proceso de secularización, creo que las preguntas que marqué han sido tomadas con tremenda responsabilidad por la escuela o por los saberes de la modernidad. Y cuando digo con absoluta, decisiva gravitación en lo moderno, incluyendo la problemática donde queda involucrado el poder secular, el estado, estoy pensando en que no hubiese sido posible la constitución de lo moderno si estas preguntas que yo me hice, literarias, filosóficas, no se hubiesen constituido como historia y hubiesen, de muchas maneras, respondido a la historia. Quiero decir, cuando hace poco unas maestras me planteaban que sienten que la escuela oficial actual, no responde a lo que tendría que responder, porque estados y poderes la abandonan, y me ponían como referencia que lo que enseñan no tiene nada que ver con lo que sucede, yo les contestaba que, al revés, creo que esta escuela oficial es absolutamente hija de la problemática que acabo de describir y en realidad, tiene mucho que ver con lo que les estuve contando. Creo que
Y esto, además, tiene que ver con algo que quise trasmitir también aquí: que el pensamiento de estos intelectuales del XVIII y el XIX está anticipando algo que hoy es de vital importancia, porque están diciendo que para salvar el alma hay que ser anacrónicos con la época. Hay que plantearse no estar, docente y pedagógicamente, pensando que todo lo que trae al progreso se puede incorporar naturalmente a aulas, oficinas, dependencias, patios y transmisión de televisión a distancia, sino que hay que anacronizarse con la época para, quizá, salvar ese espíritu amenazado. Y esto es un dato que hace a toda una discusión hoy. Para salvar el alma hay que estar en otro lugar del tiempo histórico y no en el tiempo histórico que domina. P. Así como se pagó un precio para pasar a la modernidad. ¿Sería éste el precio del pasaje a la posmodernidad? 9
el estado y el poder han respondido a esta pregunta: lo han hecho mal, lo han hecho bien, a pesar nuestro. Es decir, cuando sentimos que la escuela está abandonada o no responde a las necesidades, en realidad, la lectura tendría que ser inversa en un plano: que esta variable en la que sentimos que se quedó y no responde a la época, es la que la está salvando. Cuando a mí una maestra me dice:
dad del alma y de la espiritualidad perdida o no perdida. Que, podríamos decir, es tan importante como aquel Rousseau promotor, casi por excelencia, de la revolución a través de El Contrato Social o La desigualdad entre los hombres. Nosotros quizá tenemos una herencia donde este otro Rousseau ha quedado disminuido en aras de un Rousseau más político y más social. Yo lo que traje a colación es más bien un término, como dije citando a Simmel, de nuestra subjetividad con la cultura. Trabajo más en el plano de las ideas. Hay formas de ver la historia y aunque todas son, de alguna manera, competentes, ésta es una historia que se plantea en el campo de las ideas, en ese entrelazamiento de ideas, sin desconocer las otras variables. Lo que pasa es que esas otras variables nos llevarían, quizás, a plantearnos otro tipo de cosas que, creo, ya han sido planteadas por la historia. Que no las podamos resolver es otra cosa.
“Lo que yo le enseño a un alumno lo precipita en un abismo por la televisión o por el shop ping”, yo le digo que no, que creo que es
exactamente al revés lo que está sucediendo. Que el lugar donde nosotros sentimos nuestra crisis, nuestro ser abandonado, es aquel que todavía sigue salvando la transmisión de los saberes. Y que eso es absolutamente recuperable por el sujeto en otro momento, precisamente porque la escuela es otra cosa absolutamente distinta. A nosotros quizás ese lugar todavía nos está dado por crisis, por precariedad, por pérdida. Pero no hay que abandonarlo, no hay que hacer la lectura inversa, sino retener la escuela en el lugar de la amenaza y en el lugar de la condena.
P.- Podríamos ver como una serie de temas como la idea de lo sagrado, la salvación del alma, la cuestión del ser, donde cada ciclo individual coincide con el ciclo religioso. Y como consecuencia de esa situación, la modernidad, donde Dios (o lo sagrado) es reemplazado por los príncipes, donde el ser, como cuestión central, es minimizado o exagerado dramáticamente por el ser nacional y esa idea de lo religioso es reemplazada por la razón, o su forma más dramática, la razón de estado, donde lo secular es múltiple, frente a un mundo homogéneo, único, de lo religioso. Se da, entonces, una realidad múltiple, caracterizada en cada forma estatal y en cada forma filosófica, y como descendiente de esa segunda situación, un momento actual o contemporáneo donde el ser, que devino en ser nacional, pareciera devenir en ser comercial, donde Dios y los príncipes concluyen en el mercado, y donde los actores sociales todavía no están bien definidos, si hay un solo mundo que engloba a todos o un mundo donde alguno está y los otros quedaron colgados por ahí o están generando un mundo paralelo o irreconciliable o desconciliado.
P.- Yo insisto con la pregunta, porque, en realidad, estos pensadores de los que usted habló tenían una relación dialéctica con lo que le estaba ocurriendo a la sociedad. Digamos que las ideas, por un lado, tenían que ver con lo que pasaba, pero esto también tenía que ver con lo que proponían las ideas. Y esto mismo pasa con lo del estado y el poder. De modo que todavía me sigue costando incluir estos dos conceptos en el análisis que usted hace. N.C.- En ese sentido, si vamos recorriendo la historia moderna, podríamos decir que el estado moderno, el poder moderno, más allá de las injusticias que implica la constitución del estado moderno burgués capitalista, no cumplió con esta cuestión porque fue hijo de la promesa y no tanto de la crítica. Cuando incluyo este tipo de problemática, es precisamente para zafar un poco de esto que ya sabemos, de lo que ya está situado. Es decir, planteo una problemática que, como decía, está en los subsuelos de aquellos que pensaron la época desde la política, desde lo social, desde Rousseau, podríamos decir. Aunque quiero incluir no solamente al Rousseau de El Contrato Social , sino al Rousseau de la crítica a las ciencias y las artes y al Rousseau de las Ensoñaciones de un paseante solitario. Es decir, al planteo de un Rousseau que está trabajando sobre la idea de la subjetivi-
N.C.- Estamos viviendo una época que
tiene dos o tres elementos que a mí me parecen políticamente de primera magnitud, en tanto podamos tener un mínimo privilegio que es distanciarnos y reflexionar sobre lo que está adviniendo. Cuando digo distanciarnos es que estoy pensando en que hay cosas que ya 10
se sabe que van a acontecer, que ya han acontecido y que van a seguir aconteciendo. Cuando uno habla de globalización, de pérdida de presencia del estado, de privatización, de desmemoria, de sociedad más mediática o del sujeto consumidor, está hablando de cosas que ya acontecieron, y aunque seguirán tomando configuraciones distintas, ya han acontecido, ya forman parte de una lógica, frente a la cual mi primera preocupación es cómo nos desfasamos de ella. Hay un vicio profesional, en todos los campos, que es la información. Es como una suerte de agregado permanente que, si bien tiene elementos que lo justifican, lo que produce es la imposibilidad de desfasarse. Creo que si para algo nos puede servir rastrear la arqueología de nosotros mismos, o como diría Rela, “la arqueología de lo inmediato” (que es lo que trato de trabajar yo, considerando que inmediato a Rousseau, al XVIII o al XIX) es precisamente para quebrar esa idea, que también nosotros hemos aprendido a plantear, de que la historia es pasado, lo acontecido. La historia es lo que nos espera, lo que nos está eternamente esperando. El pasado es lo único que nos va a acontecer. ¿Qué quiero decir con esto?: que el futuro es un vacío absoluto, que no tiene otro significado, sino en tanto nosotros pensemos en nuestra supuesta crítica que el presente es inexorable. ¿Qué quiero decir en nuestra “supuesta crítica”?: que estamos criticando ciertas variables pero aceptando las lógicas más profundas de las variables de esta época y lo que trato es de romper con esa lógica. Me parece que ya está de más pensar que el estado se tenga que hacer cargo de tal cosa cuando en realidad estamos defendiendo toda la lógica de un sistema. ¿Por qué después cuestionamos el hecho de que el estado se corra a un costado y que estemos en manos de otras variables como el mercado, el consumidor o el shopping?. Así es fácil decir: “No, yo quiero la vieja historia pero con un estado distinto”. Esto ya desapareció, pero seguimos defendiendo esa lógica. Cuando yo planteo que la educación es la salvación del alma, no estoy pensando en transformarnos en feligreses: lo que planteo es una pregunta que me desfase de esto. Lo otro ya lo sé todo. Porque además el mundo hoy me permite “saberlo todo” —entre comillas: no sé nada, pero lo sé todo—. Yo planteo si podemos desfasarnos de este recorrido. Y creo que la educación ha contribuido, en gran parte, a hacernos creer que la lógica de fondo no es cuestionable o no tendría que serlo. Educación y progreso, podríamos decir, son casi palabras sinónimas. Cuando hablo de la salvación del Hombre quiebro ese puente. Quiebro ese puente. La unión entre educación y progreso —traté de trasmitir— ya desde su
inicio abrigó la gran sospecha de que no eran un matrimonio bien asentado, sino un drama. Es decir, que el progreso iba a traer la pérdida de una subjetividad que valiese la pena. Ahora, ¿de esto se hace cargo la educación?. Y si se hace cargo, ¿qué me responde? P. ¿Por qué plantearlo desde esa definición?
Porque hay que plantearlo en términos de ese tipo de dramaticidad, si no estamos hablando siempre de lo mismo. N.C.-
P.- Pero podemos plantearlo desde otro lugar, porque eso implica una dicotomía de cuerpo y espíritu. Yo preferiría plantearlo desde el sentido de la vida, donde desde el siglo V antes de Cristo, ya los principios son inefables, como la justicia, la bondad o la solidaridad. N.C.- Estoy de acuerdo. P.- Prefiero entenderlo desde lo que hace el maestro todos los días, que recibe la violencia que está afuera, la tiene adentro, y la resuelve. ¿Cómo? Entre el bien y el mal, como hubiese hecho un sacerdote en otra época. El maestro todos los días hace un ritual religioso (porque la religión no se perdió) todos los días en nuestras escuelas, desde que toca el timbre hasta que salen los chicos. N.C.- Estoy de acuerdo. Cuando yo digo la salvación del alma, aclaré que no hablo de una religión determinada, ni siquiera de la revelación bíblica. Lo que estoy diciendo es esto: ya estamos en 1998, en el final de una historia moderna, ya se saben las respuestas, ya se sabe lo que aconteció con esta historia. Falló la historia. Y con nosotros adentro. Pero, evidentemente, la espiritualidad del Hombre, la experiencia, por esto mismo que está diciendo usted, no es culpa de nadie, aunque todos estén incluidos, es esto. Esto también forma parte de valores que hemos trasmitido. Cuando yo quiero romper un puente, busco dónde quiebro, para que encuentren un pensamiento iluminador que pueda llegar a significarles algo. ¿Dónde quiebro yo un discurso que se puede alimentar y concederse a sí mismo y ser conciliador consigo mismo? En la idea de educación y progreso. Eso no quiere decir que quiebre en realidad o que cuestione 11
todo. Pongo un punto ahí simplemente a pensar. Porque es ahí donde encuentro la mayor dificultad para resolver. Como diría Nietzche, “yo sólo ataco lo que tiene éxito”, no me importa lo que sea. Creo que la idea de que la educación es progreso ha tenido un éxito bárbaro en la historia de la modernidad, para bien o para mal. Y yo la cuestiono. Y entonces abro un espacio que va a significar para mí una posibilidad de pensar qué aconteció, porque si estamos en una situación donde gran parte de esta historia que tuvo promesas y variables, ya aconteció, estamos entrando en este desconcierto permanente, donde no sabemos qué pasará. Entonces, quiebro ahí porque eso sería lo incuestionable. O lo que, si lo cuestiono, me retiro, no quiero pelear más. Y no solamente la educación es objeto de esta pregunta: la política es objeto de esta pregunta, la filosofía es objeto de esta pregunta y ni hablemos de la técnica. Ya estaba dicho que la formación del Hombre y el progreso no tenían nada que ver. Traje un texto, que no iba a leer, pero pienso que resulta oportuno. Es de un gran poeta romántico, Hölderlin que allá, a fines del siglo XVIII, habla de su regreso a Alemania en un hermoso libro, el Hyperion, que les recomiendo. Y dice: “Así es como vine a caer entre los alemanes. No pedía mucho”. (Él es alemán).
talmente, que el sueño burgués fracasó por completo. Nosotros hemos vivido 200 años, fructíferos, fecundos, donde hemos expuesto con mayor lucidez y con mayor capacidad. Pero si esto lo está diciendo en 1798, ¿qué nos queda para decir a nosotros? Uno podría decir: “Nada” . Otro podría decir: “Lo mismo”. En realidad, él ya sabe lo que ha acontecido. Porque lo que acá está planteándose es que de los hombres de ciencia, los sabihondos, lo que se va a perder, es el Hombre. Como cada maestro, mi trabajo como profesor universitario, enfrentando a 400 salvajes y dándoles clase, es quizá lo mejor que me quedó a mí en la vida y que estamos tratando, como decía usted, imprescindiblemente, de rescatar y de recuperar. Pero de esto se trataba, nada más, lo que decía Hölderlin. Y esta historia sí concluyó, no se pudo salvar. Ahora hay que volver a recuperarse desde esta variable. Porque cuando Hölderlin dice “vuelvan a trabajar la tierra”, habla de anacronizarse. El bárbaro que él plantea no es el de Sarmiento, es el burgués capitalista: el bárbaro a quien él acusa es el Hombre por venir, el que va a traer todo el progreso, todo el consumo, todos los shoppings. Ése es el personaje que ve advenir Hölderlin y ese personaje advino. Hölderlin es un poeta, no ha estudiado ni hecho mucha investigación, ni ha almacenado en su computadora ningún dato: ha recorrido Alemania. Eso ya aconteció, entonces, volvamos a recuperar las preguntas que importan. Y, en ese sentido, es recuperar esta idea de una salvación personal, no como “me salvo yo por creencia en Cristo o en Dios”, sino por ver si se puede todavía seguir pensando que el Hombre vale la pena. En ese sentido, yo no me autoacuso ni los acuso a ustedes, al contrario. En todo caso, sí estamos en un lugar de una lucidez desgarrada. Lo que digo es que con la pregunta de la salvación espiritual pongo en cuestión elementos esenciales en los que la educación está enajenada en la idea del progreso. La educación, diría, le respondió a este bárbaro, le puso sus escuelas y le sirvió para conciliar con todo. Hoy llega un momento en que no nos sirve ninguna máscara, este Hombre que pensó Hölderlin ya ha desaparecido. Lo podemos recuperar leyéndolo, ¿pero quién se acuerda de este tipo que planteaba Hölderlin. Es muy difícil recordarlo. Entonces lo que intenté es llevarlos a ustedes a un punto extremo, simplemente para pensar un poco.
“Qué distinta fue mi suerte. Bárbaros desde tiempos remotos a quienes el trabajo y la ciencia, e incluso la religión, han vuelto más bárbaros todavía, profundamente incapaces de cualquier sentimiento, corrompidos hasta la médula, ofensivos para cualquier alma bien nacida. Sordos y faltos de armonía como los restos de un cántaro tirado a la basura. Entre ellos encontrarás artesanos, pero no hombres; pensadores, pero no hombres; sacerdotes, pero no hombres; señores y criados, científicos y sabios, jóvenes y adultos, pero ningún hombre. ¿No es todo esto como un campo de batalla donde yacen entremezclados, en nuestra época, manos y brazos y toda clase de miembros mutilados? Que cada cual se dedique a sus ocupaciones, me dirás, y yo también lo digo. Sólo que debe dedicarse con toda el alma, no debe ahogar en sí cualquier otra fuerza que no concuerde exactamente con su ocupación, no tiene que ser sólo, con ese medio miserable, literal e hipócritamente, lo que su título indica. Tiene que ser con seriedad y con amor lo que es. Y entonces, en su quehacer vivirá un espíritu. Y si se siente oprimido en una especialidad donde no es posible en absoluto la vida del espíritu, que la rechace con desprecio, y vale más que aprenda a trabajar la tierra. Pero tus compatriotas prefieren atenerse a lo estrictamente necesario.” Lo que
Desgrabación: Ana María Mozián Edición: Cristina Viturro
quiere decir que Hölderlin ya piensa, a fines del siglo XVIII, que el proyecto ya fracasó to-
12