Jean-Luc Nancy
UN PENSAMIENTO FINITO
Presenta resentació cióny traducci raducción ón de de Ju Juan Carlos MorenoRomo
Esta Estaobra obrasebenefi beneficia ciadelapoyodelSenñci SenñciooCult ulturaldelaEmbajada deFrancia ranciaenEsj Esjxm xmaaydelMinist nisteri erioofrancés rancésdeAsu Asunt ntos osExterio Exteriores, enelmarc marcoo delprogram programade deParti articipa cipaci ción ónenla laPubli ublicación cación (P.A.P. García L orca) Publi ublicada cadaconla laayudadelMinist nisteri eriooFranc Francés és deCult ultura-Centro entroNaci Nacional onaldelLibro Libro
Un pensamiento pensamie nto finito / Jean-Luc Jean-Luc N an cy ; pi'esentación y traducción traducción de Juan Carlos Moreno Romo — Rubí (Barcelona): Anthropos Editorial, 2002 XXI + 18 i p . ; 20 cm. — (Pensamiento (Pensamient o Ciútic Ciúticoo / Pensamiento Pen samiento U tóp ico; ico ; 120. 120. Pensar de Nuevo) Tít. orig.: "Une pensée finie" ISBN 84-7658-615-9 !. Pensa mien to finito finito - Filoso fía 2. Finitud y sentido - Filoso fía 3. Universali Universalidad, dad, l/mite, l/mite, sing ular idad -Filo sofía I. Moren o Rom o, J.C., J.C., pr es.y tr. tr. XI.Títul XI.Títuloo IH. Colección 111
Título original:
Unepensée penséefifinie nie
Primera edición en Anthropos Editorial: 2002 Éditions Galilée, 1990 ©
© Anthropos Editorial, 2002 Edita Edita:: Anthropos Anthropos Editorial. Rubí Ru bí (Barcelona) ISBN: 84-7658-615-9 Depósito legal: B. 8.896-2002 Diseño, realización realización y coordinación: Plur Plural, al, Servid Se rvidos os Editoriales (Nariño, S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96 Impresión: Edim, S.C.C.L. Badajoz, 147. Barcelona Impreso en España - Print rinted edinSpain
PARA PENSAR NUESTRO PRESENTE.
PREFAC REFACIODELTRAD RADUCTOR
La verdadera lectura avanza sin saber, abre siempre un libro como un corte injustificable en el continuum supuesto del sentido. Es necesario que se ex travíe travíe sobre esta es ta brecha. JEAN-LüC NANCY («Lo exento») Y entonces, en la hora del Eureka próximo, cuando se cumpla la justicia terrestre y la dicha embriague a los hombres, entonces será preciso volver a sacu dirles la entraña con el puño implacable de Prome teo. La obra obra del espíritu recome reco menzá nzáis is vigorosa el día día del banquete fraternal de los pueblos. Las razas, ali mentadas, contentas y sanas levantarán al cielo la frente. Más eficaz que nunca sera entonces el grito nuevo de la inconformidad... jEn el día más peligro so de la creación! creación! Y 110 hay nada nuevo en decir que será entonces cuando empiece empie ce en e n serio se rio la obra del espíritu. espíritu. ¡Prim ¡Primer eroo se hizo el milagro de los panes, se dio de comer, se dio de beber y después vino el sermón de la montaña montaña!! JOSÉ VASCONCELOS (.Pesim esimismo smoheroico heroico)) ¿Qué es sino el espanto de tener que llegar a ser nada lo que nos empuja a querer serlo todo, como único i'emedio para no caer en eso tan pavoroso de anonadamos? MIGUEL DE UNAMUNO UNAMUNO
(VidadeDon Quij uijotey Sancho) Portiquee se A la izquierda izquier da de los ventanales ventanale s de la sala 402 402 del Portiqu alcanza a ver, no muy lejana, y ahora cubierta por los modernísimos andamios de los restauradores, la flecha de la catedral de Nuest Nu estra ra Seño Se ñora ra de Estras Est rasbur burgo. go. E n esta es ta brum br umos osaa ciudad ciud ad de edificios altos y de calles circulares, que sin ella sería un laberinto y que gracias a ella es una urdimbre de abrazos de brazos de río, y de muelles y puentes y paseos y parques, y plazas y plazuelas, y de calles y callejuelas p o r las que uno un o se puede VTT
perder para volver a encontrarse, la'flecha de la única torre de la catedral es visible desde casi todos los lugares —desde la Estrasburgo medieval que ha maquillado sus arrugas y exhibe sencilla y orgullosa a los turistas sus típicas casas de vistosos tejados inclinados y de gruesos entramados de madera,1sus terrazas y sus cafés, y sus cervezas, sus vinos y sus tradiciones culinarias; desde la vieja Estrasburgo moderna que la continúa en un primer círculo de edificios que le pueden contar a uno en unas cuantas calles la historia de los ascensores y otros implementos urbanos; desde el grave y solemne palacio universitario y desde esta gris y opaca explanada de las universidades y de las torres de concreto que rescatan de la fealdad esas hileras de árboles que la habitan y la visten, según la estación, de tiernos o de densos follajes verdes, de hermosas hojas amarillas como la luz, o doradas, o de obscuras ramas desnudas que no sin poesía le piden al cielo gris del invierno, con manos implorantes, manos de mendigo de dedos nudosos, la vuelta de sus hojas; y desde la periferia industrial también, y desde los trenes que llegan, y los aviones, desde las carreteras, desde el tan peculiar tranvía, o desde la modernísima capital europea, la Estrasburgo de los palacios, circulares también, de tubos y de cristal, de espejos que reflejan el agua del río y el paso de los cisnes, los patos, los barcos de turistas, y las nubes y los colores de un cielo que no para de cambiar; desde los barrios de inmigrantes, barrios calientes en los que, en pequeñas bandas y las manos en los bolsillos, lo mismo en invierno que en verano acecha, inquieto e inquietante, el descontento; o desde los fríos barrios residenciales, laberínticos también éstos, curiosamente (como prolongando secretamente u na estrategia, un gesto defensivo) y en los que uno no ve gente sino cuando el sol los invita a abrirse, como a las flores, en alguna inesperada aparición... ¿Señala hacia el cielo o señala hacia ella misma la flecha de la torre de la catedral? ¿O hacia abajo, hacia la ciudad de la que es un símbolo más, con las cigüeñas y con esas banderas azules en las que las estrellas se ordenan en un orbe perfecto? Platón y Aristóteles lo discutirán acaso en alguno de los pasajes de la historia que nos cuentan los innumerables relieves de este poema o 1. La arquetípica casa de dos aguas y chimenea que cuando ninos nos ensenan a dibujar, yo la he visto por primera vez en ios pueblitos de Alsacia.
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esta fuga, o esta suma de piedra; acaso entre las gárgolas y los personajes de la historia sagrada haj'a para ellos, como en La divina comedia de Dante, un rinconcito especial, un nobile castello; o acaso no, pues pensándolo bien los filósofos no ocupan un lugar tan de primer orden en la historia de la redención, y no es preciso contarle su historia a todo el pueblo, pero da igual. Vista desde los ventanales de la sala 402 del Pórtico, la flecha de la catedral es ella misma por un instante el índice levantado del viejo Platón, y al mismo tiempo y por una inversión extraña de los significantes, juguetes de la imaginación, es el dedo realista del joven Aristóteles, y es en última instancia eso mismo, un significante herido, un dedo. Los andaniios nos hacen pensar en ella, en la flecha de la catedral, como una vendo íeta nos haría pensar en el índice herido que la portara antes que en aquello a lo que el índice señala. En la sala 402 del Pórtico, unas cuarenta o cincuenta personas, entre estudiantes de filosofía, de letras, de teología y algunos auditores libres,2 asistimos al curso que, precedido por algunas intervenciones en exámenes de grado, y por algunas conferencias, y por varias publicaciones, marca la entera reincor poración de JeanLuc Nancy a sus labores docentes en la Facultad de Filosofía, luego de un par de años de ausencia que el rumor temía definitivos y que significaron un sensible decaimiento en las actividades académicas de esta universidad. La enfermedad ha quebrantado algo el timbre de su voz, pero es un hombre otra vez fuerte el que nos habla, enfundado en su habitual suéter obscuro de cuello alto, y con el ceño y la mano puntuando ligeramente el ritmo de su pensamiento, en un tono 2. La Alsacia es la tínica región de Francia en la que la universidad pública cuenta con una Facultad de Teología, y no es sorprendente que sus estudiantes se interesen por este seminario. Los estudiantes de letras son acaso mayoría, al menos entre los estu diantes extranjeros; Lacoue-Labarthe y Nancy atraen a esta universidad especialmente a estudiantes de letras, lo que se explica por la importancia que el deconstmccionismo ha adquirido, luego del estructuralismo y el post-estructunüismo, como herramienta de trabajo en esa área; véase a este respecto, por ejemplo. Rivera, Elias, «La desconstruc ción de la poesía del Siglo de Oro», en M. García Martín (ed.), Estado actual de tos estudiossobreelsiglodeoro, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 1993, pp. 131-138. En LaRépubliqueniondialedes ternes (Seuil, París, 1999, p. 229), Pascale Casanova observa en efecto que, apoyados por el prestigio literario del que a nivel internacio nal sigue gozando 3a cultura francesa, pensadores como Lacan, Foucault, Deleuze, Derrida o Lyotard, «han sido introducidos en los Estados Unidos por los departamentos de francés y los departamentos literarios de las universidades americanas».
acaso más familiar que el de antes, más próximo del de sus recientes entrevistas en France Culture3 que del de la sólida marcha conceptual de su seminario de 19961997 sobre la cuestión de la libertad en el pensamiento moderno. ¿Es en francés que todo el mundo se atarea tomando notas? Seguramente; y sin embargo aquello bien podría ser Babel: en la sala hay, además de franceses y alsacianos, estudiantes extranjeros venidos del Japón, de Taiwan y de Corea del Sur, del Líbano, de Argelia y de Túnez, de Rumania, de Rusia, de Grecia, de Albania, de Italia, de Alemania, de Finlandia, de Australia, de Canadá... en la distancia un chileno está pendiente de este curso, y este mexicano que escribe y que no toma notas, vuelve a mirar la torre de la catedral, mientras se pregunta si estas orejas de tinta no tendrán algo que ver con el famoso grafocentrismo del que tanto ha hablado y ha hecho hablar Jac ques Derrida. Con la atención de cada estudiante disciplinadamente atada a la punta de su pluma, el phármakon de Theuth conjura aquí sin falla, al parecer, la pluralidad de las lenguas.4 El curso, que en cierto modo cierra y vuelve a abrir la carrera académica de JeanLuc Nancy, porta sobre la deconstrucción del cristianismo. Ese también pareciera que es un regreso, el boucle o ciclo que se cierra, o una vuelta de la espiral. Cuando le reprocho el germanocentrismo o el luteranocentrismo de su bibliografía y del itinerario propuesto, y en general de su visión del Occidente y del cristianismo JeanLuc Nancy me responde con una sonrisa que en su medio otros le reprochan, al contrario, la visibilidad de su origen católico. * * * 3. Para presentar sus libros, principalmente, pero también, por ejemplo, para co mentar las distintas versiones, la árabe, la francesa... de la canción Historia de un amor, de Carlos Almarán, 4. En francés estudiar se dice répéter : los estudiantes toman notas en cui'so, y luego las «repiten», las pasan en limpio y se las aprenden para luego poder repetirlas eficien temente y pasar los exámenes o ganar los concursos respectivos. No creo que esta actitud, que desde luego está lejos de crear un ambiente de veras universitario y que echa en saco roto, por no afrontarlo, el riquísimo riesgo de la diversidad de perspecti vas, y del examen y el rigor compartidos, dialógicos, socráticos, no creo que esta dis tancia o esta fosa, que parecieran insalvables y que provocan todos los temores del mundo cuando a uno se le ocurre ignorarlas, tengan poco que ver en la constitución francamente monológica de muchos de los discursos que, de Hegel a Lacan, producen las instituciones filosóficas europeas de los últimos siglos.
Católico es, pues, su origen y es en los medios católicos que adquiere su formación intelectual inicial: en las Juventudes Católicas primero, y luego en la enseñanza del jesuita Georges Mo rel quien, sin embargo, es asimismo un especialista en Hegel. En la Sorbona seguirá los cursos de Georges Canguilhem y de Paul Ricoeur, quien dirigirá su tesis de licenciatura precisamente dedicada al problema de la religión en Hegel. La lectura de la Carta sobre él humanismo de Heidegger lo marcara también por aquel entonces. «La agregación en el bolsillo (1964), renuncia a los estudios de teología y parece darle la vuelta, una vez por todas, a la página del cristianismo. El descubrimiento del estructuralis mo, la lectura, y el encuentro luego de Derrida, Althusser, Deleu ze lo confortan en su opción por la modernidad.»5 En 1968 comienza sus labores docentes en la Universidad de Estrasburgo, en la que será decisivo su encuentro con Philippe LacoueLabarthe. En ésta harán ellos cursos a dos voces de los que todavía se acuerdan algunos de sus estudiantes como de una gran época. Y también escribirán a dos: en 1972 publican Le tittre de la lettre (vine lecture de Lacan), en Galilée; en este libro, saludado por el propio Jacques Lacan y coceado al pasar por Alan Sokal y Jean Bricmont en la crítica que éstos hacen de las obscuridades de aquél,6 Nancy y LacoueLabarthe se suman al trabajo de «deconstrucción» de Jacques Derrida. En 1978, en Editions du Seuil, publicarán Vabsolu littéraire: théoñe de la littérature du romantis me allemand, trabajo en el que traducen, editan y comentan algunos textos fundamentales del movimiento literario que en el siglo xix inventó, según sostienen ellos, la literatura. Le mythe nazi, desarrollado a partir de una conferencia de 1980 y publicado como libro en Editions de l'Aube en 1991, nos ofrece una interesante y esclarecedora síntesis de los resultados de las investigaciones y las reflexiones de los autores en tomo a la compleja y com plicada imbricación entre la filosofía alemana y el nacionalismo alemán, o entre la filosofía, la ideología, el mito y la política.7 * * * 5. Cfr. el artículo «Jean-Luc Nancy» de la Enciclopedia Universalis, escrito por Didier Cahen. ó. Cfr. Alan Sokay y Jean Bricmont, Impostares intellectiielles, Editions Odile Ja p. 64, n. 32. cob, 2997, 7. El mito nazi estará disponible en breve en esta misma casa editorial con un
La mayor parte de los libros de JeanLuc Nancy aparecerán en la colección «La philosophie en effet», dirigida por Jacques Derrida, Sara Kofman, Philippe LacoueLabarthe y por él mismo. «La filosofía en efecto» se da por tarea el tomarse en serio la dimensión de los efectos, las formas, las vestimentas, las estrategias y los intereses «extrafilosóficos» de la filosofía, desde una perspectiva explícitamente deconstructivista.8 Ya sea en Flammarion, o en Galilée: en 1973 publica La remarque spéculative (en Galilée); en 1975, Mimesis des articulations (en Flammarion, como los dos siguientes); en 1976, Logodaedálus', en 1979, Ego sum (una serie de trabajos sobre la cuestión del sujeto en Descartes); en 1982, Lepartage des voix (Galilée); en 1983, L’impéra tif catégorique (Flammarion); en 1986, L ’oubli de la philosophie (en Galilée de nuevo, como los que siguen); en 1988, L'expéríence de la liberté ; en 1990, Une pei'isée finie (que aquí ofrecemos en su mayor parte al lector de lengua española); en 1993, Le Sens du monde; en 1994, Les muses ; en 1996, Etre singulier pluriel ; en 2000, Le regará du portrait y Vintnis (a propósito del corazón de otro que, injertado en su cuerpo, le permite seguir viviendo); y en 2001, La pensée dérobée y La communauté afjrontée. En la misma editorial Galilée pero en las colecciones «Inci ses» y «Lignes Fictives» publica este mismo año, en 2001, L’i ly a du rapport sexuel (El hay de la relación sexual , que responde a la conocida frase de Lacan que niega que haya tal relación), y estudio o «Epílogo del traductor» en el que el problema hispánico es examinado en el espejo del problema alemán. 8. El lema de la colección es el siguiente: «Someter, en primer lugar, el análisis de lo filosófico al rigor de la prueba, a las cadenas de la consecuencia, a las obligaciones internas del sistema: articular, primer signo de pertinencia, en efecto. No desconocer ya más lo que la filosofía quería ignorar o reducir, bajo el nombre de efectos, a su afuera o a su debajo (efectos "formales" —"vestimentas" o "velos" del discui'so— "instituciona les", "políticos", "pulsionales", etc.): operando de otra manera, sin ella o con ti-a ella, inteipretar la filosofía en efecto. Determinar la especificidad de lo postfílosófíco —la tardanza, la repetición, la representación, la reacción, la reflexión que remiten la filoso fía a lo que ella pretende, sin embargo, nombrar, constituir, apropiaste como sus pro pios objetos (otros "discursos", "saberes", "prácticas", “historias", etc.) asignados a resi dencia j'egional: delimitar la filosofía en efecto. No pi'etenderya a la neutralidad transparente y arbitral, tomar en cuenta la eficacia filosófica, y sus armas, instrumentos y estratagemas, intervenir de manera práctica y crítica: hacer trabajar la filosofía enefecto. El efecto en cuestión no se deja entonces ya dominar aquí por lo que la filosofía controla con ese nombre: producto simplemente segundo de una causa primera o última, apa riencia derivada o inconsistencia de una esencia. Ya no hay, sometido de entrada a la decisión filosófica, un sentido, y ni siquiem una polisemia del efecto».
Visitation (de la peinture chrétienne), en el que encuentra, en
concordancia con su trabajo de deconstrucción del cristianismo, que en la Visitación de Pontormo la pintura deja de revelar lo divino oculto y pasa a revelarse ella misma como pintura. Fuera de esta colección publica, en 1987 y en 1997, en Édi tions T.E.R., Des íieux divins, seguido de Calcul du poete; en 1992 y en 2000, en Editions Métailié, Coipus; en 1997, en Ha chette, Hegel, Vinquiétude du négatif ; en 1997 también La Nais sanee des seins, en Erba; y el mismo año, en William Blake & C.°, Résistance de lapoésie; en 1999, en Mille et une nuit, La ville au loin (la ciudad a lo lejos). Fruto de otras colaboraciones son otros libros a dos, o a tres, como La Compamtion, con JeanChristophe Bailly, que publica en Bourgois en 1991; o Nium, con Frangois Martin, que publica en Erba en 1994; Les Amhassadeurs/Étre, cest étre pergn («Passa ge»), en el que con JeanClaude Conésa comenta los grabados de JeanMarc Cerino, en Editions des Cahiers intempestifs; o Mmmmmmm, con Susana Fritscher, en Au Figuré, 2000. * * * La communauté désoeuvrée (Bourgois, 1986, 3.a ed. 1999),
escrita en diálogo con Bataille y con Blanchot, es un hito im portante en su trabajo. Al otro lado de la hybris del «ser común», la hybris de los nacionalismos europeos y, sobre todo, del nacionalsocialismo alemán en la que la sangre, la substancia, la filiación, la esencia, el origen, la naturaleza, la elección, la identidad orgánica o mística, y en suma el ser, aparecen como res ponsables de esa terrible experiencia cuyo espectro campea aún por encima de la conciencia europea, ese libro entrevé la tarea y la esperanza del «estarencomún», según traduce atinadamente Juan Manuel Garrido.9 *
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Obscurece, y se hace inevitable a estas horas —los cristales son así— un juego de espejos. La torre de la catedral que marca la escena de la ciudad al otro lado de los ventanales se dobla del Lacomunidadinoperante, LOM/Universidad Arcís, Santiago de Chile, 2000. 9. C&\ xm
reflejo de nuestra propia escena, la de una sala de cursos en el cuarto piso del ala interior del Pórtico, en donde Nancy decons truye y los estudiantes se atarean tomando notas y, en la memoria de uno que no las toma, todo esto se espejea mientras tanto en otra escena contada por otros, y por ese libro: Conocemos la escena —escribe Nancy en «El mito interrumpido»—: hay hombres reunidos, y alguien que les hace un relato. Esos hombres reunidos, no se sabe aún si forman una asamblea, si son una liorda o una tribu. Pero nosotros los llamamos «hermanos», porque están reunidos, y porque escuchan el mismo relato. El que cuenta, no se sabe aún si es uno de ellos, o si es un extranjero. Lo consideramos uno de ellos, pero diferente de ellos, porque tiene el don, o simplemente el derecho —a menos que no sea el deber— de recital*. No estaban reunidos antes del relato, es la recitación la que los reúne. Antes, estaban dispersos (es al menos lo que el relato, a veces, cuenta), codeándose, cooperando o afrontándose sin reconocerse. Pero uno de ellos se inmovilizó, un día, o quizás so brevino, como volviendo de una ausencia prolongada, de un exilio misterioso. Se inmovilizó en un lugar singular, apartado pero a la vista de los otros, un montículo, o un árbol quemado por un rayo, y comenzó el relato que reunió a los otros. Les cuenta su historia, o la suya, una historia que todos sa ben, pero que sólo él tiene el don, el derecho o el deber de recitar. Es la historia de su origen: de dónde provienen, o cómo provienen del Origen mismo —ellos, o sus mujeres, o sus nombres, o la autoridad entre ellos. Es entonces lo mismo, a la vez, la historia del comienzo del mundo, del comienzo de su asamblea, o del comienzo del relato mismo (y eso cuenta también, ocasionalmente, quién lo enseñó al narrador, y cómo es que él tiene el don, el derecho o el deber de contarlo). Éste habla, recita, canta a veces, o actúa. Él es su propio héroe, y ellos son de vez en vez los héroes del relato y aquellos que tienen el derecho y el deber de aprenderlo. Por la primera vez, en esta expresión del recitante, su lengua no sirve para ninguna otra cosa que para la confección y la presentación del relato. No es ya la lengua de sus intercambios, sino la de su reunión —la lengua sagrada de una fundación y de un juramento. El recitante la reparte entre ellos. Todo mundo toma notas, no paran de hacerlo. ¿Entenderán? ¿Estarán de acuerdo? Toman notas en los cursos y toman notas en las conferencias, registran con avidez precisamente las
palabras que alguien autorizado les reparte, todos parecen escribir y leer el mismo libro... Y, sin embargo, hay algo que falta, aquella escena dista radicalmente de la nuestra, y de la escena de la ciudad al otro lado de los ventanales... Es una escena muy antigua, inmemorial, y no tiene lugar una sola vez, se repite indefinidamente, con la regularidad de todas las reuniones de hordas, que vienen a aprender sus orígenes de tribus, de fraternidades, de pueblos, de ciudades —reunidos alrededor de fuegos encendidos por doquiera en la noche de los tiempos, y de los que no se sabe aún si son encendidos para calentar a los hombres, para alejar a las bestias, para cocer la comida, o bien para alumbrar la cara del recitante, para hacer que se le vea diciendo, o cantando, o actuando el relato (cubierto quizás con una máscara), y para encender un sacrificio (quizás con su propia carne) en honor de los ancestros, de los dioses, de las bestias o de los hombres que el relato celebra. Frecuentemente el relato parece confuso, no siempre es coherente, habla de poderes extranjeros, de metamorfosis múltiples, es cruel también, salvaje, implacable, pero a veces hace reír. Mienta nombres desconocidos, seres jamás vistos. Pero los que se han reunido comprenden todo, se comprenden ellos mismos y al mundo al escuchar, y comprenden por qué debían reunirse, y por qué era necesario que esto les fuese contado.10 ¿Qué es lo que falta de este lado del espejo, en esta sala? Falta acaso la comunidad, y falta el fuego, el incendio. Nosotros nos alumbramos ahora con luces eléctricas, y estamos al abrigo de los poderes de la palabra ritual, como estamos al abrigo de los elementos. Y sin embargo queda el juego de los espejos. Esta escena transmitida por Nancy nos la cuenta el romanticismo alemán, que quiso el fuego y quiso el incendio, y que en su frenesí por el mito y por la comunidad terminó mirándose en el rostro de la Gorgona, y en el inesperado horror del sacrificio. Es peligroso jugar con el fuego. • k
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10. Cfr. La communautédésoeuvrée, Bourgois, 1986, pp.109-111 (en la recién cita* da traducción de J. M. Gañido este pasaje se encuentra en las pp. 81-82; yo me lie entretenido aquí en el juego o ejercicio de traducirlo yo mismo para poder ver luego las variaciones de ambas lecturas.
En la pacífica y ordenada ciudad de Estrasburgo de vez en cuando algunos automóviles amanecen incendiados; los esqueletos metálicos de algunos andan todavía por ahí, en algún rincón de la ciudad, oxidados y llenos de hollín, abandonados. Los ha alcanzado el fuego de los barrios «difíciles» de la periferia, o una chispa de la comunidad que choca consigo misma, que no se acaba de encontrar, o que se quiebra. Si, en general, en la brumosa y fría ciudad de Estrasburgo se acuerda uno de Luvina, el pueblo aquel de una montaña fría de un cuento de Rulfo, en este caso nos acordamos más bien de «Paso del norte», o de El laberinto de la soledad , en el que Octavio Paz nos habla de la violencia del Pachuco, ese descendiente de mexicanos que no logra arraigar en los Estados Unidos, y que pareciera el espejo exacto de la violencia del Beurre, del hijo de los inmigrantes musulmanes de Francia (y en su tiempo, de otra manera, de la del joven francés frente a la ocupación alemana): ese marginado que se viste o se disfraza exagerando la moda de la sociedad que lo rechaza, y que se pavonea frente a ella, este «clown impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar... busca, atrae la persecución y el escándalo. Sólo así podrá esta blecer una relación más viva con la sociedad que provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, será uno de sus héroes malditos».51 Soledad, comunidad imposible, violencia, sacrificio, mito, soledad... laberinto. «El hombre —escribe el poeta— es nostalgia y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que se siente a sí mismo se siente como carencia de otro, como soledad.»12 El Norte se fragmenta en soledades, se deshumaniza. La persona humana requiere de otras personas para realizarse como persona, la pérdida de la comunidad es un desastre, una desgracia, una nueva barbarie.13
11. Cfr. El laberinto de la soledad / Postdata / Vuelta a El laberinto de ¡a soledad, «Colección Popular», n " 471, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pp. 18-19; y también la nota 3, en la p. 20. Los cuentos de Juan Rulfo se encuentran, como es sabido, en El llanoen llamas, del que hay varías ediciones, especialmente en el Fondo de Cultura Económica. 12. Ibíd., p. 211. 13. Dos libros recientes abordan el asunto: Michel Henry, La barbarie, PUF, París, 2001; y Nicolás Grímaldi, L'hommedisloqué, PUF, París, 2001.
Es —escribe Nancy— una privación de ser para el ser que es esencialmente y más que esencialmente un estar en común. El estar en común significa que los seres singulares no son, no se presentan, no aparecen sino en la medida en la que com-parecen, en la medida en qu e son expuestos, presentados, u ofrecidos los unos a los otros. Esta com parecencia no se agrega a su ser, su ser viene al ser en ella.14
* * * Europa está perpleja. El tiempo es largo, y esta agitada península del Asia que se empeña en considerarse un continente, y que se quiso dueña del mundo, y que se empeña en ser al menos eso, Europa (y que es Europa a pesar de los pesares, y que es grande), Europa se despierta con dificultades del sueño de ella misma.15 ¿No era la portadora de la luz, de la ciencia y del progreso? ¿No era la abanderada de la libertad? ¿No era la suya la raza superior? «Si se ensalza lo humillo, y si se humilla lo levanto, y lo contradigo siempre hasta que se dé cuenta que es un monstruo indescifrable.»16A la mitad de la noche el sueño se tomó en amarga pesadilla, y ahora, por la mañana de este temprano siglo XXI que sucede al tardío siglo XX, por más que se lava y se vuelve a lavar, no logra la perpleja Europa borrar la sangre que conforme se despierta se descubre todavía en las manos. El tiempo es largo y la vida continúa, y Europa, somno lienta, a ratos se queda dormida y sueña todavía con que descu bre el gen de la eterna juventud, y con que instaura el tribunal internacional del juicio final y atrapa y castiga, justiciera, lo mismo al político corrompido y al terrorista, y al criminal sexual, que al odioso responsable de los accidentes, las enferme 14. Lacommunautédésoeuvrée, ed. cit., p. 146; p. 103 de la citada edición española (aunque de nuevo aquí la traducción es mía). 15. Además de la Europa real, la múltiple, la descame y hueso, y tierra, y agua, y aire, y fuego, y además de la Europa política que se está formando, está la Europa ideológica, que es una suerte de categoría teológico-política (o el «Occidente», lo mis mo da, o el «Norte» ahora). «¡Europa! —observa Unamuno—. Esta noción primitiva e inmediatamente geográfica nos la han convertido por arte mágico en una categoría casi metafísica.» Cfr. Del sentimiento trágicode lavida, la conclusión: «Don Quijote en 3a tragi-comedia europea contemporánea» (p. 465 en la edición de sus Obras selectas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1986). 16. Pascal, a partir de una frase del Evangelio. Cfr. el pensamiento 130 en la edi ción de Lafuma, 420 en la de Brunschvicg.
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dades y las catástrofes naturales... ¿Es la sangre de la humanidad, la sangre de las razas inferiores, la sangre de sus hijos sacrificados en las innumerables batallas, o es la sangre de Dios la que le ha dejado esas manchas? «La muerte de Dios —escribe Nancy en Des lieux divins — es el pensamiento final de la filosofía.»17 ¡Qué extraño enigma! ¿Qué significa «Dios» en esta proposición?, ¿qué significa «muerte», qué significa «pensamiento final», y qué significa «filosofía»?18 «¿Qué significa significar?», me respondería acaso el autor de este libro. Europa está perpleja, y JeanLuc Nancy tiene el valor y la indiscreción de esta perplejidad, que para él es una derrota general del sentido. Sentido de la frase, sentido de la existencia, sentido de la historia... Acaso otro juego de espejos (¿será que, ausentándose Dios, el genio maligno recupera terreno y extiende el reino de la incertidumbre hasta el dominio de la frase o del juicio, hasta el dominio del «dos más tres son cinco»?). El Occidente se pierde en el vasto mundo, se disuelve en él Una torre más fracasa en su intento de penetrar los cielos, y en la tierra es Babel una vez más, y otra vez nos perdemos en la confusión de las lenguas. JeanLuc Nancy busca ponerse a la altura de los tiempos, y entiende que éstos requieren de un pensamiento finito, de un pensamiento «a la altura del fin», de un pensamiento que sea capaz de hacerse cargo de la interrupción del sentido, y de asumir la fínitud y la singularidad de todo sentido. «Es finita en su género —leemos en la segunda definición de 17, Cfr. la p. 23 de la edición de 1997. 18. Que no se lean en inglés estas preguntas mías; las formulo en español, como podría formularlas en el francés de Descartes. El imperativo de la claridad no es la característica peculiar o ideológica de una deteiminada escuela filosófica, y yo tengo muy poco que ver con la llamada filosofía analítica (¡qué difícil es, en el norte, hacer entender que aparte de Europa y los Estados Unidos existe un vasto mundo!). Una anécdota: las primeras páginas del Court traité d'ontologie transitoiré de Alain.Badiou (Senil, París, 1998) me engañaron al hojear el libro en la librería; creí que éste, que tampoco formula sus preguntas en inglés, iba de veras a examinar en serio la tal proposición, «Dieu est mort», como lo hacen creer las primeras líneas de su prólogo, que así se titula. No es el caso, y me temo que el autor confunde la filosofía con la literatura; que una vez más la filosofía es tomada por un mero género literario y el rigor del pensamiento por un mero ejercicio de estilo (véase, en cambio, la conferencia «De la mort de Dieu a la mort de la philosophie», de Ferdinand Alquié, recogido en su libro Éludes cartésiennes, J. Vrin, París, 1982).
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la primera parte de la Ética de Spinoza—, la cosa que es limitada por otra de la misma naturaleza.» Babilonia, la gran Babilonia no ve su finitud en los insignificantes pastores de más allá de las fronteras de la gran Babilonia; los hebreos, «los de más allá» del Eufrates, los marginados de la gran Babilonia saben en cambio que aquélla no es «la puerta del cielo».59La Modernidad no es tampoco la puerta de la tierra, y sus paraísos artificiales, sus jardines colgantes no han logrado, a pesar de sus portentosos logros y sus reiterados y a veces trágicos esfuerzos, instaurar de nuevo el paraíso terrenal. No hay tal, y no lo puede haber. ¿Se descubre al fin, en el centro, lo que parecía ser el privilegio del arrabal? El centro, en todo caso, se da cuenta poco a poco de que también es arrabal, de que también está desterrado en la periferia del tiempo. No sin cierta vanidad constataba ya Paul Valéry, en el momento en el que Europa era desplazada de la hegemonía mundial, la mortalidad de las civilizaciones.20 En Europa, la voie romainep Remi Brague nos pinta una Europa que al mirarse en el espejo de su historia, al acordarse de su propio Sur, se descubre un rostro mediterráneo, un rostro rayado de moro que a penas difiere del rostro de la harto periférica cultura latinoamericana, en la que un Borges ha cantado ya el asombro que el gran poeta experimenta ante el misterio de los poetas menores, ésos que no aparecerán en las antologías, y que liberados de esta vanidad alcanzan los primeros la que humanamente pareciera ser la meta de todos, y de todo: el olvido. * * * Y ahí está, sin embargo, herida pero en pie, esta catedral medieval cuya flecha sigue disparándonos al cielo. Y en la sala 402 del Pórtico, JeanLuc Nancy se ejerce mientras tanto en la deconstrucción del cristianismo. «¿En qué y hasta qué punto nos apegamos al cristianismo?» He ahí una pregunta que se esquiva, y que Nancy afronta, como la de los fines, como la del sentido, como la del sacrificio. «¿En qué y cómo, exactamente, somos cristianos?». 19. Cfr. Paul Zumthor, Babelou l'iimchévcnient, Senil, París, 1997, p. 35. 20. Cfr. Regarássur lemonde actnel et nutresessais, Gallimarci, París, 1945. 21. Criterion, 1992/ Europa, lavíaromana, Gredos, Í995.
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A pesar de los turistas que las invaden a las horas de visita, y a pesar de las máquinas traga monedas que por unos minutos alumbran sus rincones volviéndolas museos, a pesar de los pesares la irreligión de Estado que decía Proust no ha consumado aún la muerte de las catedrales.22 No es el lugar para desarrollarlo, pero a veces creo que en el fondo cabe esperar que no se cumplan los temores que Romano Guardini manifestaba hace cincuenta años frente a los harto desalentadores signos de la disolución del cristianismo europeo.23 La Europa neopagana, Sodoma y Gomorra en la superficie provocadora de sus campañas publicitarias, es en el fondo más cristiana de lo que generalmente se cree, o se quiere creer, o se insiste en hacer creer que se cree. El tiempo es largo, y ahí están todavía las catedrales, las parroquias, las capillas, los monasterios, las emees en los cam pos y en los caminos; el tiempo no lleva prisa y la Europa profunda, la de la intrahistoria que diría Unamuno, prosigue su marcha sin armar tanto escándalo. Nancy piensa que si la fe cristiana pervive aún en Europa se trata empero de experiencias individuales y fragmentadas, inca paces de producir un sentido como ése de cuyo fin se ocupa en este libro. Habría que detenemos a pensarlo, a meditarlo. Para pensar nuestro presente habría que meditar en esta crisis del cristianismo europeo, y en la diferencia que va de un cristianismo como el de lo que fue la cristiandad, un cristianismo históri22. Cfr. Mainel Proust, Ecrits mondains, 10/18, n. 2.398, U.G.E., París, 1993: «L'in'éligion d'État», pp. 395-397; y «La mort des cathédrales», pp- 423-433. El 31 de diciembre del año 2000 no fue posible poner en practica 3a idea de celebración que Jean-Luc Nancy propuso en un artículo publicado en Denñúres Nouveltesd'Ahacc, «Ecoute 2000»: «delante del reloj astronómico de 3a catedral de Estrasburgo, a media noche, ceiTar los ojos, escuchar el timbre del silencio en la enorme nave vacía». Esa noche y a esa hora Ja catedral de Estrasburgo no estaba vacía. 23. Cfr. Romano Guardini, La fin des temps modernos (1950), Editions du Senil, París, 1953. Estos temores los podríamos resumir en una imagen: a los humildes enanos medievales que se volvían gigantes al sublime a los hombros de ¡os gigantes antiguos sucede una engreída modernidad que, pagada de sentirse más alta que el obscuro y medieval cristianismo, se empeña en destruirlo sin saber que al hacerlo destmye sus propios cimientos, los pies que la sostienen (la oposición al pasado cris tiano-medieval, observa Alain Gueireau en L'avenir d'un passé incertain, Seuil, París, 2001, p. 34, sigue siendo uno de los legitimantes del sistema contemporáneo). «¿No oyes ladrar los peiros?», le pregunta el padre agotado ai liijo herido que lleva en hom bros y que no lo deja ni ver, ni oír, ni respirar; y el hijo no responde, no le ayuda. En el cuento de Rulfo el padre escucha al fin el ladrar de los perros que 3e anuncian que ha llegado al pueblo.
co y acaso también en cierto modo ideológico (como sus here jías que diría Toynbee, como el marxismo, como el Occidente mismo),24 al cristianismo propiamente dicho que no se confunde ni con una civilización ni con ninguna ideología, y al que lo mismo la caída del muro de Berlín o el reciente atentado contra las torres gemelas de Nueva York que el saqueo de Roma, que también se pretendía eterna, lo dejan impávido. Habría que verlo. Mientras tanto saludemos el diálogo al que nos invitan los textos de Nancy, que tienen el gran mérito de afrontar, a su manera, estas cuestiones. En una conferencia anterior al curso al que nos hemos referido aquí, Nancy nos recuerda las siguientes palabras del filósofo italiano Luigi Pareysson: «Solo puede ser actual un cristianismo —escribe el autor de Esistenza e persona — que contemple la posibilidad presente de su negación». Uno que se haga cargo de ella, agreguemos, que piense con lucidez y con serenidad, y al mismo tiempo con fe, y con esperanza y caridad esta posibilidad. «Sólo puede ser actual un ateísmo —responde Nancy— que contemple la realidad de su proveniencia cristiana.»25 J u a n C a r l o s M o r e n o R o m o *
24. Cfr. Ainold Toynbee, Le monde et l’Occident, Desclée de Brouwer, París, 1964 / Oxford, 1953. En El pomenir de España (cfr. El porvenir de. Esjmña y los esjxuloles, «Colección Austral», n.l>1.541, Bspasa-Cnlpe) Unamuno y Ganivet cruzan una interesan te correspondencia a este respecto; en la primera carta el primero llama la atención del segundo a propósito de la íntima contradicción del cristianismo español, el de la con quista, a propósito de la tensión de la m iz y de la espada, la contradicción desgarradora, el doble imperativo (double bínd, como dirían ahora) del ideal evangélico cié no resistir al mal y el ideal caballeresco dei honor y de la gloria. En la película La misión (The Mission), de Robert Bale y Roland Joffé (1986), el personaje iateipretado por Robert de Niro, don Rodrigo Mendoza, encama admirablemente esta contradicción. 25. Cfr. «La déconstmetion du ebristianisme», Les Étndes phUosophiqnes, n." 4/1998, pp. 503-519; las citas son de la página 504. De Luigi Pareysson hay que leer, pues, principalmente Esistenza e persona, U Melangolo, Génova, 1985 ( í e d . en 1950), o al menos el comentario de Vattimo en Uetica dcíl'intcrprctazione, Rosenberg & SeMier, Turín, 1989. Nancy remite asimismo al trabajo de Michel Hemy, C'cst tnoi la vérité. Pourunephilosophiedu christianisme, París, Senil, 1996. Como al propio Nancy, yo le recomiendo al lector la relectura de La agonía del cristianismo de don Miguel de Unamuno. * Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México; pro fesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro; becario de la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología de su país; y candidato a doctor por la Universidad Marc Bloch de Estrasburgo.
UN PENSAMIENTO FINITO
¿Tiene la existencia algún sentido? —esta pregunta
requerirá de algunos siglos tan sólo, para ser oída enteramente y en toda su profundidad.
Lagayaciencia, § 357
N ie t z s c h e ,
Porque la filosofía se dirige al hombre en su totali dad y en lo que éste tiene de más elevado, es necesa rio que la finitud se indique en la filosofía de una manera completamente radical. Heidegger,
«Davoser Disputation»,
Kant unddasPloblemderMetaphysik, ed. 1973, pp. 267-268
El sentido es desde ahora la menos compartida de todas las cosas del mundo. Pero a partir de ahora compartimos, sin reserva ni escapatoria posibles, la cuestión del sentido. La cuestión, o acaso al mismo tiempo más y menos que una cuestión: una preocupación, una tarea, una oportunidad.1 1. Nos permitimos retomar aquí algunas líneas que aparecieron la primavera de 1990 en la Lettre Internationale (n" 24), haciendo eco a los acontecimientos europeos de ese año. Su título era «A suivre» [A seguir, continuará] —y aquí está la continua ción. «En esto nadie se equivoca. No se trata ya solamente de una crisis, y ni siquiera de un fin de las "ideologías". Se trata de una deirota general del sentido. El "sentido" debe entenderse aquí en todos los sentidos: sentido de la historia, sentido de la comu nidad, sentido de los pueblos o de las naciones, sentido de Ja existencia, sentido de cualquier trascendencia o de cualquier inmanencia posibles. Y hay más: no sólo se trata de unos contenidos de sentido, de unas significaciones —todas nuestras significa ciones— que se encuentran invalidadas. Es en el lugar mismo de la formación, del nacimiento o de la donación del sentido que se abre un extraño agujero negro. Todo ocurre como si en la disolución de esta capacidad originaria de hacer o de recibir sentido cuyas numerosas figuras componen hasta nosotros la historia del Sujeto mo derno: sujeto de la filosofía, de Ja política, de la historia, de la praxis, de la fe, de la comunicación, del arte. Todo ocurre como si un mundo surgiera, o unos mundos, o unos ü'ozos de mundo, sin que haya nadie para acogerlos, cogerlos o recogerlos en tanto que "mundo". El "Oeste" no es capaz de acoger al "Este" que se resquebraja. »“Toda consciencia es consciencia de algo", siendo en primer lugar "consciencia de
«El sentido» quiere decir aquí, por supuesto, el sentido, tomado absolutamente: el sentido de la vida, del hombre, del mundo, de la historia, el sentido de la existencia. Es decir: la existencia que es o que hace sentido, y que sin ello no existiría. Y el sentido que existe, o que hace existir, y que sin ello no sería sentido. El pensamiento no se ocupa nunca de otra cosa. Sí hay pensamiento, es porque hay sentido, y es según el sentido que cada vez da y se da a pensar. Pero existe también la inteligencia, o peor, la intelectualidad: éstas son capaces de entregarse a sus sí": tal era el compendio de nuestro pensamiento, mas he ahí que hay cosas que proliferan sin ser cosas de ninguna consciencia, y h e ahí unos "sí" [50/] errantes, desligados de la relación de consciencia para con ellos mismos, "Toda acción se orienta, a la habitación común de un reino de Ja libertad”: tal era el compendio de nuestras máxi mas. Mas he ahí que cada una de esas palabras está gravada por el pasivo de un desastre irreparable. »En esto nadie se equivoca: de hecho, los mejores testigos son aquellos que aprove chan pesadamente de la ocasión para volver a sacar unas mercancías intelectuales que en efecto no son sino mercancías, y de las que, por lo demás, la fecha de caducidad está ya más que rebasada; "liberalismo", "humanismo", ''diálogo", "formación de los hombres", "socialismo abierto", "democracia" son expresiones que aquellos mismos que las emplean no las pronuncian sino con prudencia, en modo menor, preocupados por no perder los pálidos jirones de sentido que allí quedan colgados. Se comprende, es cierto, y se comparte el entusiasmo de aquellos que pudieron clavar una piqueta en el muro de Berlín. De aquellos que pudieron deshacerse de Marcos, y ahora de Ceau* ¡jescu. De quienes pudieron manifestar en las calles de Pretoria. Pero todo mundo también, sin decirlo demasiado, comprende y comparte la discreción que sigue a esos momentos. Hay que ser discretos, o bien: nadie se reconoce ya el derecho, o la fuerza, de ser indiscreto. »Ser indiscreto no podría significar sino una cosa; plantear el problema del senti do, o bien, si se prefiere una formulación más clásica y, después de todo, más tajante, el problema de los fines —o del fin, de la finalidad en general. Es en efecto a propósito de la finalidad que las bellas almas neo-liberales, neo-demócratas, neo-estetas o neoéticas son más discretas. Sin duda, ellas no hablan sino en términos de "fines" (de "horizontes", de "porvenires”), puesto que ese es e! régimen ordinario y obligado de nuestro pensamiento (del que es también una forma de compendio). Pero lo que uno se cuida bien de decir es que todas nuestras finalidades han estado intrínsecamente ligadas a esos regímenes de trascendencia o de inmanencia del sentido de los que desde ahora, discretamente, ya no es cuestión. »Se capitula o se disimula frente al hecho de que la cuestión de los fines está desde ahora, toda entera, vuelta a poner en juego, expuesta sin reservas delante de nosotros, y no solamente, ni en primer lugar, como la cuestión de "¿cuales fines?", sino como la cuestión de 3a idea misma de “fin". O, de "sentido". Una buena parte de la inteligencia contemporánea es empleada, obstinadamente, en esta huida. »No es que la cuestión no haya sido planteada. Queda por escribirse la historia precisa de treinta años de pensamiento. Pero el consenso neo-liberal, neo-socialista, se obstina en desviarse... (continuará).»
ejercicios como si, en primer lugar y exclusivamente, no se tratara del sentido. Esta cobardía o esta pereza están siempre muy extendidas. Acaso no puedan dejar de introducirse en todo esfuerzo o en toda inclinación de pensamiento, desde que hay discurso —y siempre hay «discurso» (del sentido, no hay éxtasis silencioso, aunque esté en el límite de las palabras, y aunque sea su propio límite). Parece entretanto que hay, de este modo, uña cobardía y una irresponsabilidad intelectuales muy propias a este fin de siglo: hacer precisamente como si dicho fin de siglo, aunque sólo fuera por su valor simbólico (pero también por algunas otras circunstancias, políticas, técnicas, estéticas), no nos apelara con una cierta rudeza a la cuestión, a la oportunidad o a la preocupación del sentido. ¿No ha sido el siglo que termina el siglo de varios naufragios del sentido, de su deriva, de su abandono, de su inanición, en pocas palabras, de su fin? Al fin, ¿pensaremos el fin? La cobardía intelectual reacciona mal a la palabra «fin»: «fin de la filosofía», «fin del arte», «fin de la historia»... como si con ello temiera el verse privada de algunas evidencias y certidumbres sin las cuales se vería obligada a lo que evita: la extremidad, la radicalidad del pensamiento.2 Y es precisamente de eso de lo que se trata, de lo que se debe tratar sin esperar más: de pensar sin reserva este fin polimorfo y proliferante del sentido, porque es ahí, solamente, donde tenemos alguna oportunidad de pensar la proveniencia del sentido, y cómo un sentido, una vez más, nos llega. * * * El título UN PENSAMIENTO f in it o pone así en juego tres cosas muy simples: por una parte, hay para nosotros un pensamiento que está terminado, un modo del pensamiento al que se lo ha llevado el naufragio del sentido, es decir el acabamiento y el cierre de las posibilidades de significación del Occidente (Dios, Historia, Hombre, Sujeto, Sentido mismo). Pero al cumplirse y al retirarse, este pensamiento hace surgir una nueva configuración (la suya, pues, la suya deshaciéndose en su propio límite), a la manera de la más poderosa de las mareas, cuyo retiro deja 2. De manera simétrica, ésta ha fabiicado la fórmula del «fin de las ideologías», que es para ella el buen final, el final del exceso de sentido. Mas no por ello afronta la falta de sentido.
ver modificado el límite de la orilla. Nos viene entonces, por otra parte, un pensamiento a la altura del fin, si se lo puede decir, un pensamiento que para empezar debe medirse con el hecho de que «el sentido» ha podido acabar, y que podría ser cuestión de una finitud esencial del sentido —que demandaría a su vez ima esencial finitud del pensamiento. En efecto, y es el tercer interés del título, sea cual sea el contenido o el sentido de lo que se nombra de este modo «finitud» (y este libro no se ocu pa de otra cosa, si bien está muy lejos de ser el correspondiente tratado), es por lo menos cierto que el pensamiento de tal «objeto» debe desposar su forma o su condición, siendo él mismo un pensamiento finito: un pensamiento que, sin renunciar a la verdad, a la universalidad, y en pocas palabras al sentido, no puede pensar sino tocando idénticamente a su propio límite, y a su singularidad. ¿Cómo pensar todo —todo el sentido, no se puede hacer menos, es indivisible— en un pensamiento, en el límite de un solo ínfimo trazo? ¿Y cómo pensar que este límite es el de todo el sentido? No se busca responder directamente, sino por la afirmación liminar de una necesidad: «La elaboración de la más íntima esencia de la finitud debe ser siempre ella misma, en principio, finita».3 * * * ¿Qué es el sentido? Es decir, ¿cuál es el sentido de esa pala bra, «sentido», y cuál es la realidad de esta cosa, «el sentido»? ¿Cuál es el concepto, cuál es el referente? Nos viene pronto a la mente que el concepto y el referente en este caso deben confundirse, puesto que es en tanto que concepto (o como se lo quiera llamar, idea, pensamiento) que esta «cosa» existe. El sentido es el concepto del concepto. Se puede analizar ese concepto en tanto que significación, comprensión, querer decir, etc.4 pero lo 3. Heidegger, Kantbuch, op. cit,t p. 229. El contexto inmediato de esta frase no le hace justicia. Heidegger parece quedar ahí preso de una concepción en suma relativis ta del «pensamiento finito», que pennanecería siempre solamente «una posibilidad» entre otras, no pudiendo pretender conocer la «verdad en sí» de la finitud. Eso requie re por lo menos ser esclarecido. No se conoce la «finitud en sí»: pero no es por el efecto de un perspectivismo, es porque no hay finitud «en sí». Es de eso de lo que se debe tratar, y no de una retórica modestia del pensamiento, en la que Heidegger permanece aquí atrapado. 4. Son presupuestos, como los considerandos de todo esto, Nietzsche, Husserl, la
que está implicado, articulado y explotado en todos estos análisis, es que el concepto en cuestión, en toda su extensión y en toda su comprensión, no puede ser simplemente el concepto (o el sentido) de algo que quedaría puesto, colocado en una realidad exterior, sin relación en sí con su concepto (así, al menos, como corrientemente se entiende la relación de una piedra, o de una fuerza, y de su o sus conceptos. Pues el concepto de sentido implica que el sentido se aprehenda él mismo en tanto que sentido. Ese modo, ese gesto de aprehenderseélmismo en tanto que sentido hace el sentido, el sentido de todo sentido: indisociablemente, su concepto y su referente. Como un concepto que tuviera lo pedroso de la piedra, o la fuerza de la fuerza. (Y tal es en efecto el absoluto de sentido a la extremidad de toda metafísica del Saber y del Verbo, de la Filosofía y de la Poesía.) El sentido no es lo que él es en sí si no lo es «para sí» [á soi\. Y lo mismo vale para el otro sentido de la palabra «sentido», para su sentido «sensible»: sentir, es necesariamente sentir que hay sensación. El sentir no siente nada si no se siente sentir, del mismo modo que el comprender no comprende nada si no se comprende comprender. El «otro» sentido de la palabra no es otro sino de acuerdo a esta mismidad.5 Lo que apela el quias mo: lo que siente en el sentir, es que comprende que siente, y lo qué hace sentido en el sentido, es que se siente él mismo hacer sentido. Se podría objetar que así 110 se hace otra cosa que retroceder cid inflnitum la cuestión del sentido del sentido, o bien que se pierde incluso toda posibilidad de plantearla, en ese juego oximórico en el que nada nos hace saber qué pueda ser eso de «sentir el sentido», ni «comprender el sentir». Ningún azar, sin duda, si esta doble aporía remite a la más poderosa distinción de la filosofía: la de lo sensible y de lo inteligible (de lo que tiene sentido). Por lo demás, se podría mostrar sin dificultad que no hay filosofía, ni poesía, que 110 haya pretendido, de una manera o de otra, superar, disolver o dialectizar esta doble aporía. Tal es siempre la punta de la extremidad metafísica evocada hace un instante. La tarea que sucede a la filolectura de éste por Deirida, luego por Marión, y I-íeideggei', y Deleuze. No liace falta decirlo, pero es mejor decirlo. 5. Ya Hegel admiraba el doble sentido de Sinn (en su Estética, obviamente).
sofía, nuestra tarea, es la misma, solamente alterada, pero alterada sin límites, por el fin del sentido.6 * * * Todo el trabajo de una época —la de la filosofía hurgando su propio fin, deconstruyendo su propio sentido— nos habrá desde ahora enseñado esto, este otro despliegue de la misma aporía (no su «solución», sino más bien el pensamiento de su ausencia de solución en tanto que lugar mismo del sentido), que uno puede tratar de expresar así: El sentido depende entonces de una relación para con sigo mismo [a soi] en tanto que otro, o [algo] de lo otro. Tener sentido, o hacer sentido, o ser sensato [sensé: dotado de sentido], es ser para sí [á soi] en tanto que [algo] de lo otro afecta esta ipseidad, y que esta afección no se deja reducir ni retener en el ipse en cuanto tal. Al contrario, si la afección del sentido es reabsorbida, el sentido también desaparece. Así de la piedra (por lo menos según lo que de ella representamos), así de esos grandes monolitos, monumentos y monogramas de la filosofía, Dios o Ser, Naturaleza o Historia, Concepto o Intuición. «Fin de la filosofía» quiere decir: despliegue de esta reabsorción del sen pero asimismo, cuestión de lo que, del sentido, le resiste, tido — la recomienza y la abre todavía. El sentido es la apertura de una relación a sí [á soi: para consigo]: lo que lo inicia, lo que lo empeña y lo que lo mantiene a sí en y por la diferencia de su relación. («Sí» [So¿] designa aquí tanto el «sí mismo» [soiméme] del «sentido», si se puede hablar de ello, como toda constitución de «sí» [soz], entendida como «identidad», o como «subjetividad», o como «propiedad», etc.) El a del así [ásoi], con todos los valores que se le pueden dar (deseo, reconocimiento, especularidad, apropiación, incor poración, etc.), es para empezar la fisura, la separación, el espa ciamiento de una apertura. O incluso: «La significatividad (Be deutsamkeit , la propiedad de tener o de hacer sentido) es eso hacia lo cual el mundo en cuanto tal está abierto».7 6. Cfr. «Sens elliptique», pp. 269-296 de Unepenséefinie [este capítulo no se inclu ye en la presente traducción]. 7. Ser y tiempo § 31. Se notara de paso que, aunque ese libro defina el pnncipio de
Pero la «apertura» se ha vuelto hoy un motivo llano, la evocación de una suerte de muelle generosidad en un discurso bien pensante a la moda (en el que figuran también, obligatoriamente, la «alteridad», la «diferencia», etc.): una propiedad moral, más bien que ontológica. Y, sin embargo, es del ser que debe tratarse: ¿qué sentido sería o produciría sentido, a menos que fuese el sentido del ser?... ¿Y que ser sería, si no fuese sentido (del ser)?8 La apertura del así [ásoi] debe entonces ser pensada con esta radicalidad ontológica (independientemente de lo que ahí deba advenir del «sentido» de la «ontología»). Es en el fondo lo que define, para nuestro tiempo, lo esencial del trabajo del pensamiento. * * * El ser que está abierto no es esto y aquello, y, además, [está] marcado o distinguido de una apertura. El ser que está abierto —y es lo que nosotros buscamos como el ser del sentido, o como el serasí [Vetreásoi]— está en esta apertura, en cuanto tal: él mismo es lo abierto de ella. De la misma manera, el sí [soí] que es así [ásoí] por y en una alteridad no tiene este «otro» como un correlato, ni como el término de una relación que vendría, precisamente, a «relacionarse» con el sí. En rigor, no se trata ni de «otro» ni de «relación». Se trata de una diéresis o de una disección del «sí» que precede toda relación a lo otro, tanto como toda identidad del sí. En esta diéresis, el otro es ya el mismo, pero este «ser» no es una confusión, y menos aún una fusión: es el serotro del sí en tanto que ni «sí», ni «otro», ni ninguna relación de ambos puede serles dada como origen. Es menos que origen, y más que origen: el así como apropiación de lo inapropiable de su aser [aétre] —de su sentido. El sí que sería su origen, apropiándose su fin (tal es, o parece ser, el Sí hegeliano, y el Sí filosófico en general, incluso si él una «deconstrucción» del. sentido, en tanto que sentido del ser, Heidegger no deja en ello de ser tributario de un doble régimen, clásico, de la presentación del sentido: una vez como «comprensión», otra vez como «sentir» o «sentimiento» Befludlichkeit ( ). Re pite que los dos son indisociables, pero los dos siguen siendo dos, y Heidegger no interroga explícitamente esta dualidad. 8. Cfr. Max Loreau (Lagenése du phénomóne, París, Minuit, 1989, p. 303): «No hay ser que sea distinto del sentido del ser.»
diluye esta apropiación en «idea reguladora», o en toda especie de relativismo, o incluso en «enigma de los fines», o en «persecución incesante de la cuestión», en pocas palabras en desbandada del pensamiento) —ese sí [soQ sería precisamente lo insensato [tnsensé]. Un poco a la manera de un juego cuya regla quema que el ganador fuese dado por adelantado. Es a esta insensatez que toca, precisamente, la filosofía en su fin (esquematismo / sa ber absoluto / muerte de Dios). Y es precisamente este toque lo que hace pensar el fin, en todos los sentidos de la expresión. Hay sentido desde que el serasí [étreásoí] no se pertenece, no se retoma. Desde que éste es ese noretomarse: no retomarse sin resto, y sin un resto que no «resta» [se queda] afuera, en falta o en exceso, sino que es él mismo el a del serasí, lo abierto de su apertura. El sentido es el así del que el a determina el sí al extremo de poder ser desviación del «sí», desinteresamien to del «sí», su olvido incluso, y también la intrincación que está en él, que es él, de un «tú», de un «nosotros», e incluso del «él» del mundo. ;V
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Pensamiento simple, y duro, y difícil. Pensamiento rebelde a todo pensamiento, y que el pensamiento, sin embargo, conoce —comprende y siente— como eso mismo que piensa en él. Pensamiento en insurrección permanente contra toda posibilidad de discurso, de juicio, de significación, y también de intuición, de evocación o de encantamiento. Pero pensamiento que no está presente sino para esos discursos o para esas palabras a las cuales hace violencia —de las que él es la violencia. Es por ello que este pensamiento se llama también «escritura», es decir inscripción de esta violencia, y del hecho de que para él todo sentido es exento, no se vuelve sin resto, y que todo pensamiento es un pensamiento finito de este exceso infinito. Pensamiento que está condenado al pensamiento de un solo sentido —porque está claro que no puede haber ahí varios sentidos, ni jerarquías, situaciones o condiciones más o menos «plenas» o más o menos «dignas» de sentido. (En cuanto al mal, volveremos a ello: es la autosupresión del sentido.) Pero a ese sentido, el sentido absoluto en su absolutidad y en su singularidad, le corresponde precisamente, por razón de esencia (si hay una «esencia»), el no comprender y no presentar ni su uni-
dad ni su unicidad. Ese «un solo» sentido no tiene ni unidad ni unicidad: es «un solo» sentido (de «un solo» ser), porque es cada vez el sentido. No lo es «en general», y no lo es de una vez por todas. Lo sería, si fuese acabado, reabsorbido, insensato. Infinito e insensato. La finitud designa la «esencial» multiplicidad y la «esencial» noreabsorción del sentido, o del ser. En otros términos, si es como existencia, y únicamente como existencia, que el ser está enjuego: ella designa el sinesencia del existir. «Cuando el ser es planteado como infinito, es entonces precisamente que es determinado, si es planteado como finito, es entonces su ausenciadefundamento la que es afirmada.»9 La ausenciadefundamento ( Abgründlichkeit ) es lo que aquí se transcribe por «el sentido». La ausenciadefundamento no es una falla [manque] del ser a ser sostenido, justificado, originado en tanto que es y en lo que es. Esta es: que el ser no remite a nada, ni a substancia, ni a sujeto, ni siquiera a «ser», sino a un a de un sera, a sí, al mundo, que produce también la apertura, o el arrojo, el serarrojado de la existencia. Más rigurosamente todavía: el ser no es el ser, ni el sustantivo, ni la substancia, «El ser» no es sino ser , el verbo —por cuanto uno pueda desubstantivar el verbo mismo, y desestabilizar la gramática. Y no ese verbo intransitivo que la lengua nos da, sino un verbo «ser» transitivo, que no existe:10«ser lo existente», como se diría «hacer, o fundar, o comer lo existente», pero precisamente, no transmitiendo ninguna cualidad o propiedad, transmitiéndose solamente, transmitiendo al existente ese a de la transmisión, el sera del sentido, dando a la existencia el ser en tanto que el sentido, no el «sentido del ser» como contenido de significación, sino el sersentido del ser. No «dándolo» pues, 9. Heidegger, Beítrcige, Klosterraann, Frankfmt a.M., 1989, pp. 268-269. 10. Heidegger evoca su posibilidad en ¿Quéesfilosofía?En ese sentido, la diferen cia del ser y del ente no podría ni siquiera ser asignada como «diferencia». El ser que es (transitivamente) el ente no difiere de este último sino en la medida en la que esta misma diferencia difiere de una diferencia del ser (intransitivo) al ente. Esta última diferencia (la que más frecuentemente es retenida como sentido de la «diferencia óntico-ontológica») difiere entonces de ella misma, y se difiere: el ser no adviene ahí como ser. Es lo que Jaques Denida ha querido poner al día con el ni término ni concepto de «différar^ce». Y como él lo ha escrito en La vo'tx et lephénoméne (París, PUF, 1967, p. XXX): «La diferencia finita es infinita» — «Esta frase, lo temo, no tiene sentido», dijo él un día. Quizás, pero el sentido ahí está.
siendo solamente el a —presentación, tensión, dirección, abandono— de una ofrenda que de entrada, sin ningún fundamento, coloca o transforma la existencia en «deuda», es decir en exceso de su propia existencia, debiendo serlo (existencia, sí), debiendo apropiarse en tanto que lo inapropiable de ese sinfondo que habrá sido su ser, más y menos que origen. «Finitud» quiere decir: no que el todo del sentido no esté dado, y que haya que remitir (abandonar) su apropiación al infinito —sino que todo el sentido está en la inapropiación del «ser», cuya existencia (o el existir) es la apropiación misma. Lo que, para el existente, hace sentido, no es la apropiación de un Sentido que haría la existencia insensata como un monolito de ser. Es al contrario, cada vez, y de cada nacimiento a cada muerte, la apropiación (a sí) de lo siguiente: que no hay sentido en ese sentido insensato. Es, por ejemplo, lo que quiere decir un pensamiento de la muerte cuando piensa, no que la muerte da sentido, sino al contrario que el sentido hace sentido porque la muerte suspende su apropiación, y apropia lo inapro piable del sera, que él mismo no es ya a nada más. Por así decirlo: lo que porta el pensamiento en una expresión como «ser a la muerte» (zum Tode sein),u no es para em pezar «la muerte», es el a, del que «la muerte» indica solamente que se mantiene, en tanto que estructura del ser, «hasta el final» —el cual es ausencia de «final», de extremidad o de extremo en el que se cerraría el círculo infinito de una apropiación insensata. El sera «finaliza» en el sera, y no es un círculo, ni una tautología —menos aún una llamada a heroísmos mórbidos, y menos aún una invitación a acuñar la muerte en insignia de una misión o de un servicio. Pues es la muerte apropiada la que es lo insensato. El sentido, es la existencia que cada vez está por [á] nacer y por [á] morir (por [ó] nacer, es decir por [a] morir: por [a] no volverse). Eso no le quita nada a la dureza de la muerte, a la angustia delante de ella. Eso no conlleva, estrictamente hablando, ni consolación ni compensación. Eso índica solamente que en la «finitud» no es cuestión de «fin», ni como 11. Si nos empeñamos en traducir «para la muerte», introducimos una finalidad extranjera al texto. O bien, hay que reinterpretar ese «para», ese zmn, que un a traduce más justamente. En todo caso, hay que pensar aquí Ja muerte fuera de toda lógica sacrificial —lo que requeriría también una crítica y una deconstrucción de ese motivo en Heidegger mismo (cfr., más adelante, «Lo insacrificable»).
meta, ni como cumplimiento, y que ahí no es cuestión sino de un suspenso del sentido, infínito, cada vez rejugado, reabierto, cada vez expuesto con una novedad tan radical que en seguida se falla [se manque]. * * * Lo nuevo, el acontecimiento del sentido se escapa a sí mismo. Yo no puedo nunca decir; «He ahí, aquí, así, el sentido de mi existencia». Al decirlo, al sentirlo incluso, desvío el sentido ya hacia un acabamiento. Sin embargo, eso mismo que se esca pa, o este escape que es sentido, nosotros lo hemos siempre comprendido ya. Esencialmente, un pensamiento finito de la finitud es un pensamiento del hecho de que nosotros hemos ya, en tanto que existentes, desde que existimos, «comprendido» la finitud del ser. Una ontología del ser finito no elabora otra cosa que «lo que todos nosotros, en tanto que hombres, comprendemos ya y constantemente».52 «Comprender» no quiere decir aprehender bajo un concepto determinado, sino en primer lugar entrar (estar ya) en la dimensión misma de la «comprensión», es decir tener relación con [á] algún sentido. Nacer al elemento del sentido, al mundo singular de su presencia. Lo que es propiamente nacer: venir a una presencia cuyo presente se ha escapado ya, oculto en el «venir a». Pero, venir. Y en esta venida, «comprender», haber «comprendido» ya lo que concierne la presenciaenvenida, el la presenciaa, de la existencia. Haber venido al mundo: haber venido al sentido. Y al sentir, como al sentir no podremos decir más, aquí, que lo que hemos dicho ya a propósito del quiasmo aporético de los sentidos de «sentido». Sino que desdobla el «ya» del «ya comprendido»: ya se ha comprendido, porque se ha sentido; ya se ha sentido, porque se ha comprendido. O bien: se está en el sentido, porque se está en el mundo; se está en el mundo, porque se está en el sentido. El uno abre el otro —y es eso, y nada más, lo que es «comprendido». El sentido es la existencia en esta antecedencia ontológica en la que ella se alcanza y no se alcanza, en la que la existencia alcanza su no alcanzarse. ¿Como desviar la mirada de ese punKantbuch, op. cit., p. 219. El análisis que sigue se apoya en primer lugar en 12. todo el §41.
to duro, brillante, obscuro?: el nacimiento nos ha tomado hacia él. Pero cómo abrir, solamente, el ojo: en ese punto, la muerte lo ha cerrado ya. Obedecer a esta doble imposición absoluta —el absoluto mismo de la existencia— es entrar en un pensamiento finito. * * * O bien, es entrar en lo finito de todo pensamiento, pues en verdad ninguno ignora ese punto, y él está en el corazón de toda filosofía, por más «metafísica» que ella sea. Ningún pensador ha pensado, si ha pensado, sin pensar eso. Nos corresponde en propio solamente el tener que pensar ese finito en cuanto tal, y sin infinitizarlo. Tarea tan finita como otra: momento de historia, ni azar, ni destino, puntuación del evento del sentido. La tarea es cierta, pero eso no quiere decir que se tenga el saber de su cumplimiento. Todo mundo va preguntando: «¿qué hay entonces que pensar?» (a menos que no se prefiera: «¡no pensemos entonces demasiado!»). Hay qué pensar esto: que el pensamiento no está nunca dado, ni al origen, ni al término. En consecuencia, nunca es «dable» tampoco. No hay un «gramo» de sentido que uno pueda recibir o transmitir: la finitud del pensamiento, eso es que el sentido es ahí indisociable de la «com prensión» singular, cada vez, de una existencia singular. (Lo que no quiere decir que no haya nada que [ó] pensar en común: volveremos sobre ello.) * * * La existencia es sentido del ser: no según una relación para con el «ser» en general (como si hubiera algo parecido), sino de tal manera que cada vez se trata de una singularidad (finita) de ser. «Singularidad» no se entiende solamente de un «individuo» (no solamente del «cada vez mío» de Heidegger), sino de puntuaciones, de encuentros, de eventos tanto individuales como preindividuales, o comunes, y de toda suerte de grados de comunidad. «En» «mí», el sentido es múltiple, incluso si también puede ser parte de esta multiplicidad, aquí o allí, un sentido «mío»; «fuera» de «mí», el sentido está en la multiplicidad de los momentos, estados o flexiones de comunidad (pero entonces también cada vez de un «nosotros» singular). La singularidad del sentido del ser significa en todo caso que el hacersenti-
do del ser no es el sersí [étresoi] de una esencia. La esencia es del orden del haber: conjunto de cualidades. Pero la existencia es para [a] ellamisma su propia esencia, es decir que ella es sin esencia. Ella es, por ella misma, la relación al hecho de su ser en tanto que sentido. Esa relación es de falta, y de necesidad: «El privilegio de existir abriga en él la necesidad (y la estrechez: clie Not ) de necesitar la comprensión del ser.» Lo que ella tiene siempreya y constantemente, la existencia no lo tiene. Precisamente porque no se trata de un tener. Existir: estar en falta de sentido. En cambio, eso que es según el modo de la esencia —si una cosa parecida puede ser —,13 ya no es tener el sentido. Es sim 13. ¿Y si, en consecuencia, no hay que extenderla existencia (ía «ek-sistencia»), así fuese modalizándoia, más allá del hombre, comprenderla más ampliamente que como solamente humana? Cuestión difícil (indicada ya con dificultad en L'expéñence áe ¡a liberté [París, Galilée, 1987; versión española de Patricio Peñalver en Paidós-Ibérica, 1996]), que Heidegger no ha contemplado. Es en el fondo la cuestión de Jaexistencia delmundo. No solamente «¿cuál es el sentido de la existencia (humana)?», sino, si el mundo no es separable de ésta, si éste no es el contexto contingente de una existenciaríedad, sino el lugar mismo de Ja existencialidad, «¿por qué existe el mundo, en su totalidad?». No solamente, «¿por qué hay algo?», en general, sino también «¿por qué hay lo que hay, todo lo que hay, y nada más que lo que hay» —y el todo del «hay» [ily a]? es decir también, ¿por qué la diferencia proliferante de los entes, hombres, anima les, vegetales, minerales, galaxias y meteoritos? Así las cosas, hay que reconocer que «la piedra al ras de Ja piedra» puede difícilmente ser reducida a una inmanencia «pura», o bien hay que poder reconocer que toda «inmanencia» es también de alguna manera «a sí» [á soij. Entonces, la piedra no es una esencia (y si no, ¿cómo se haría sentir dura su dureza?), y no hay esencia sino para el entendimiento. (Sobre la piedra, cfr. Spinoza, Ética, II, prop. XIII, escolio.) Pero para hacer oír, o tocar, 1a modalidad ínfima, pesada, casi inexistente, de la existencia de la piedra, habría que pasar, sin duda, por la literatura. Que se lea, por ejemplo, lo siguiente: «¡Magníficos, insondables, los guijarros! Resbalan todo alrededor nuestra, viejos de miles de años, no solamente redondeados y pulidos por siglos de rozamiento al ritmo de las olas, sino su substancia misma batida, amasada y vuelta a amasar por el levantamiento de las montañas y su erosión crónica, no una sola vez sino frecuentemente en la inmensa cena fugaz de la eternidad...» (John Updike, Las brujas de Eastwich) aquí, la existencia (reducida, es cierto, a un «yacer» y a un «ser amasado») de las piedras no es la i-elación de éstas con una subjetividad. Es lo inverso: una subjetividad se distiende, en la escritura, hasta tocar, como con la punta de los dedos, eso sin lo cual no habría nada por escribir, y que permanece afuera, y que es el mundo, y que sin embargo, es verdad, no se presen ta «existiendo» sino en ese gesto de escritura. «Hay» [il y a] no es del orden del haber. (Sobre el ser tratado como haber, cruzamos aquí una indicación de Alain Badiou a propósito del Pli de Gilíes Deleuze, Annuaire Phüosophique, París, Senil, 1989, p. 170.) El verbo «haber», aquí, pasaría de la apropiación al ser por difracción, dislocación y diseminación instantáneas del «haber» del «ser»: no tiene esencia, sólo tiene el estar ahí, en ese ahí que no le es ni preexistente ni exterior. Él «ha» [tiene: a] el no ser sino el «ahí» [y], todos los ahí [y] de todos los «hay» [¡7 y ¿z]. «Allí» [y] no es del orden exacta mente ni del haber, ni del ser, del mismo modo que no es exactamente, ni espacio, ni
p] emente lo insensato. Además, carecer de sentido, o del sentido, no implica carecer de una plenitud, de la que la carencia portaría las huellas, o las primicias, o los estigmas. Se podría decir al contrarío: carecer de sentido, estar en la estrechez del sentido, es eso mismo, el sentido. Se podría decir también: carecer del sentido, es no carecer de nada, propiamente hablando. Seguramente no hemos terminado de recuperamos, mediante el pensamiento, de una fascinación de la carencia [falta: manque] (abismo, sobreseimiento [nonlieu], duelo, apertura, ausencia, etc*) de la que la necesidad, para la historia reciente del pensamiento, sigue siendo evidente, pero de la que el riesgo de confusión dialécticonihilista no es por ello menos evidente. Y, sin embargo, «no carecer de nada» (ser en el sentido) no es tampoco la condición plena, satisfecha de una esencia. Una teología negativa no se disimula aquí. Carencia de nada, y a pesar de todo carencia: tal es el existir. En otro registro, Heidegger dice: «estar cargado de responsa bilidad (Ueberantwortung ) para con el ente» y «para consigo mismo en tanto que ente». Es decir: tener que responder del hecho de que él es, y que «sí» [soi] es. Así, la «comprensión» del ser «es ella misma la esencia de la finitud». La finitud reside en el hecho de que la existencia «comprende» que «ser» no consiste tiempo. (Cfr. más adelante «El corazón de las cosas».) Se diré: eso depende de) evento. Pero esa es en efecto la cuestión: ¿dedónde el evento del mundo? El evento-mundo, en la diseminación singular de sus acontecimientos (que él no tiene, sino que él es, no siendo sino eso), ¿de dónde proviene? E-venire implica ya ese pro-venire, ¿De dónde 3a piedra? Del estallido del ser que hace el ser, del estallido de ser que es el ser. En esas condiciones, no hay más que eventos (las esencias y los hechos son para el entendi miento), y todo evento «tiene» [lia: a3 la estructura del «evento-mundo». O bien: todos los eventos son substituibles, y todas las singularidades. No indiferentes, sino substi tuibles en tanlo que singulares, en tanto que absoluto, cada vez, de un singular. Y de hecho, ¿cómo habría ahí [y] sentido, si un evento no comunicara (con) todos los even tos? ¿Pero cómo no sería finito el sentido, si esta comunicación misma no tiene lugar como una transmisión de haber (de cualidades, de propiedades), sino solamente como esta substituibilidad universal del «evento-mundo»? Este proviene entonces de ahí [/d] —es decir que no proviene de ninguna parte, ni de nadie; ni de átomos, ni de Dios. Y, sin embargo, ni los átomos (con el clñjamen), ni Dios (el creador, no el ser supremo, si se los puede distinguir) han sido nunca sin duda verdaderamente pensados de otro modo que como la eventuidad [événementicúitel del mundo sin origen asignable, ni uniñcable. Los «átomos» o «Dios» han sido los contrafuelles infinitizantes del pensa miento del sentido finito. La proveniencia del mundo n o está ni en una preveniencia ni en una providencia. El mundo proviene de su evento. Existe pues de parte a parte —aunque la existencia no sea ahí homogénea a ella misma, de hombre, de piedra o de pez. No hay sentido sino tocando a eso. Pero tocando a eso, no hay sino sentido finito.
en reposar sobre la base de una esencia, sino únicamente en respon responder der a y de el hecho hecho de que hay «ser», es decir en responder a y de sí mismo finit ud mismo en tanto tant o que existir existir de una un a existe existenci ncia. a. La finitud es la responsabilidad del sentido senti do, absolutamente. No hay otra. Se dirá entonces también: la fínitud es el reparto [partage] del sentido. Es decir, que el sentido no tiene lugar sino en el cada vez de la existencia, en el cada vez singular de su respuesta/responsabilidad; pero también, que el sentido es el lote, la part pa rtee de la existencia, y que qu e esta es ta p a rte rt e es repa re part rtid idaa a todas tod as las singularidades de existencia (y no hay entonces sentido que pued pu edaa no com co m prom pr omet eter er sino s ino a u n existente; la com co m unid un idad ad es de entrada, como tal, compromiso del sentido: no de un sentido colec colectiv tivo, o, sino del repa re parto rto de la fínitud). A *
Eso puede también llamarse «libertad». La libertad así com pren pr endi dida da no es u n sentid sen tidoo confer con ferido ido a la existencia existe ncia (como ese ese sentido insensato insensa to de la autocon au toconstituc stitución ión de un u n Sujeto, Sujeto, o la liberlibertad como esencia). La libertad es el hecho mismo de la existencia en tanto que abierta abiert a al existir mismo, y ese ese hecho es el sentido.14Él es el único hecho que sea por sí mismo sentido, y el sentido. sentido. Y ésa es la razón razó n po p o r la cual, cual, de entre en tre los pensamientos que nos preceden y que, en la articulación de una época sobre la otra, han todavía expresamente querido pensar el «sentido», ninguno ha dejado de exigir la libertad, no tanto como el medio que como él ser mismo, mismo, o incluso la verdad, del sentido. Así ha sido ante todo, de la manera más visible, en Marx y en Heidegger (y Sartre lo había comprendido). Hay que agregar ahí, pero desde otro o tro sesgo, sesgo, a Rim R imbau baud.5 d.555 Esos pensamientos han hecho la ruptura del siglo, portán L'exxpérieuceác laliberté, que no 14 14,, Habría que retomar aquí todo el argumento argum ento de L'e es otro que el de desplazar el concepto de «libertad» de la auto-nonnación de un Sujeto infinito a la la exposición de d e un existente finito. finito. petisée 15 15.. Cfr. Cfr. «Posséder la vérité dans un e ame et un corps» [recogido en Une petisée fi finie, Galilée, 1990; pero no en esta traducción]. En cuanto a Marx, y para aquellos que se sorprendieran de verle atribuir un pensamiento de la fínitud, diremos brevemente aquí que se trata al menos, en él, de ese rasgo constante y decisivo de apelación a lo «real», a lo particular, a su materialidad, a la inefectividad de toda generalidad, e incluso a lo contingente de la naturaleza y de la historia. Que el hombre se haya quedado en hombre hom bre genérico para Marx, Marx, como lo habremos habr emos de recordar más adela adelante nte,, no impide que la esencia del hombre comience en él su descomposición, en la historia y en la libertad. libertad.
dose a la medida de la «muerte de Dios» (es decir, de esta involución y de esta implosión que hicieron el sentido insensato), porqu por quee ellas exponía exp oníann o po p o r lo m enos en os pres pr esen enta taba bann que la cuestión es el sentido, sentido, todo to do el sentido sen tido —y —y que eso no es «la libertad» que es «el sentido» (discurso de las Luces, y de Kant, y de Hegel), pero el sentido es la libertad, en tanto que sentido finito, o en tanto que infinit infinitoo ausentamien ause ntamiento to de la apropiación del sentido. do. La «liberta «libertad» d» (si (si se debe de be conser con servar var ese nombre nom bre)) es el acto de la estrechez estreche z del sentido. Pero, en totalidad o en parte, esos pensamientos se han cerrado. Ellos han pensado cerrar el ciclo de una significación prim pr imer eraa y última: últim a: u n a auto au topr prod oduc ucció ciónn del hom ho m bre, br e, o bien bi en un heroísmo del abismo y del destino, o bien el dominio de una conciencia, así fuese ésta definitivamente desdichada.16 En eso, ellos desconocían la finitud que habían reconocido en su horizonte. Dicho de otro modo, terminaban por explotar la «muerte de Dios» ios»,, reconstituyendo, refund r efundando ando un sentido infinitameninfinitam ente apropiado, o apropiable, y hasta en su negatividad. Pero la «muerte de Dios» —así lo habremos aprendido de esta historia misma— es por definición inexplotable. Uno toma acta de ella, y uno piensa después de ella, eso es todo. Es por p or ello ello que este siglo siglo se se ha roto, r oto, partido, pa rtido, abierto sobre so bre la la «cuestión» del sentido. De un lado, el último despliegue de lo insensato, a Ja vez monstruoso y agotado. Del otro, pensamientos abatidos, extraviados o deprimidos, pensamientos del poco onadadesentido (pedazos de «humanismo», absurdo, juegos amargos). En fin, la necesidad imperiosa, que se volvió visible, de los temas de la condición de posibilidad de un sentido en general: formas, procedimientos, campos de validez, fuerzas, intercambios de todo eso que hace o parece hacer efectos de sentido —lógicas, lenguajes, sistemas, códigos (todo eso que uno ha querido llamar «formalismo», cuando el único objetivo era el el de despejar de nuevo las las inmediaciones inmed iaciones de una un a cuestión o de una tarea del sentido sentido). ). Esta historia nos ha entregado, el día de hoy, el motivo del sentido a partir de ahora situado bajo esta exigencia: pensar su finitud, no colmarla ni apaciguarla, y tampoco según el movi16 16.. Pero uno piensa a penas, aquí, en Rimbaucl. Rimbaucl. Más Más bien, por un lado y por el otro de él, en Nietzsche Nietzsc he y en Bataille. Bataille.
miento insidioso de. una teología o de una ontología negativas, en las que lo insensato finaliza, al infinito, por cerrar el sentido mismo. Sino pensar la inaccesibilidad del sentido como el acceso mismo al sentido, y de nuevo, en todo rigor, este acceso no teniendo lugar, no accediendo a algún inaccesible, inaccesible, pero teniendo lugar, inaccediendo a sí mismo, a ese suspenso, a este fin, sobre este límite en el que simultáneamente se deshace y se concluye, sin mediación del uno al otro gesto.17 Un pensamiento finito es un pensamiento pensamiento que pemtanece en esta inmediación. Si debe tratarse aquí de «libertad», no es entonces, para decirlo una vez más, porque algo así como «la libertad» viniese a «llenar» el sentido (y mucho menos aún conío si las libertades humanas viniesen tranquilamente a jugar en el espacio desertado por la necesidad divina). Pero «libertad» puede ser la pala pa labr braa —provisor —provi soria, ia, incie in cierta rta— — par pa r a deci de cirr eso que expone a la carencia del sentido y al sentido en tanto que carente. Así, el sentid sen tidoo de «libertad» no es otra cosa que la finitud misma del sentido. Y la libertad libert ad «misma» «misma» no tend te ndrá rá otro sentido sentid o que el de ser se r el suspenso entre el acceso a la carencia y la carencia de acceso. La conclusión que sin embargo no es una solución. El fin que no naufraga, ni delante del infinito, ni en él —pero el fin que no termina term ina de ser fin fin. * * * Nues Nu estra tra histor his toria ia h a sido sid o rep re p rese re sent ntad adaa como com o el proceso proc eso de un derrumbamiento o de una destrucción del sentido, en el salvajismo planificado de una civilización venida a su límite, ella misma vuelta la civilización de la liquidación del sentido de toda «civilización», y del sentido en general. Eso mismo, esta estrechez o este desaliento que nada hasta ahora ha aliviado, es todavía sentido. Eso es quizás, a la medida del Occidente, la más grande estrechez y la más grande necesidad del sentido —si por lo menos puede uno medir así, y si cada época no debe pasar por la representación de una estrechez inconmensurable, inscrita incluso en el reverso de las do17. 17. Hablando Habl ando de acceso, pensamos, desde luego, en Bataille —con una evocación distinta de la precedente. Aunque haya que decir por Jo demás, es en él que la exigen cia ha suicido en su desnudez. desnudez.
minaciones y los triunfos— como si el Occidente se hubiese dado esa ley o ese programa. Lo que acaso sea posible decir a partir de ahora, o bien lo que debemos tratar de indicar a partir de ahora, es en qué nuestra estrechez y nuestra necesidad, en tanto que nuestras, en tanto que estrechez y necesidad de nuestra historia presente —de esta «vez» en la que nosotros nacemos al sentido— se deben comprender como la estrechez y la necesidad del sentido finito. Y así las cosas, ya no conviene ni importa el designamos como «modernos» o como «postmodemos». No estamos ni en el antes, ni en el después de un Sentido que no hubiese sido finito. Sino solamente en esta escansión, en esta inflexión de un fin cuya finitud misma es la apertura, el acogimiento posible —el único— de otro avenir, de otra demanda de sentido, y que incluso el pensamiento del «sentido finito» ya no podrá pensar, aunque la haya liberado. Un pensamiento finito es también, cada vez, un pensamiento que piensa esto: que él no puede pensar lo que le viene. No se trata, desde luego, de rehusarse a prever ni a programar. Pero un pensamiento finito es también un pensamiento cada vez sor prendido por su propia libertad. Y así, por su historia: la historia finita, que hace evento y sentido a través de lo que se representaba como lo infinito de un proceso insensato.18Es también por lo que, en nuestro tiempo, no conviene y no importa el querer apropiarse su proveniencia: no somos ni griegos, ni judíos, ni romanos, ni cristianos, ni una combinación ordenada de esos nombres, cuyo sentido, de todas maneras, nunca está simplemente dado. No somos ni el «cumplimiento» ni el «reba samiento» de la «metafísica», no somos ni el proceso, ni la errancia. Pero es el caso que existimos, y que «comprendemos» que eso (nosotros mismos) no es lo insensato de una significación reabsorbida, anulada. En la estrechez y en la necesidad, «comprendemos» que «nosotros», aquí, ahora, es todavía, de nuevo, responsable de un sentido singular. Nuestra estrechez se expone bajo cuatro encabezados: la exterminación, la expropiación, la simulación, la tecnicización. 18. Cfr. «La historia finita», en Lacomunidad inoperante, traducción de Juan Ma nuel Gañido, LOM Ediciones / Universidad ARCIS, Santiago de Chile, 2000 (original en Lacommunautédesoeuvrée, 2.“ ed. aumentada, París, Boui-gois, 1990).
Todos los discursos de la deploración del tiempo .están tejidos de esos cuatro motivos. (¿Y hay otros discursos sobre nuestro tiempo, que los de deploración? La estrechez misma deviene un objeto de consumo intelectual, desde las pequeñas nostalgias refinadas hasta el destroy. Lo que nos hace saber, si fuese necesario, que la verdad de la estrechez está en otra parte.) * * * La exterminación: por los campos [de concentración], por las armas, por el trabajo, por el hambre, la miseria, el odio racista, nacional, tribal, el furor ideológico. Simplemente leer el diario cotidiano deviene un ejercicio de resistencia y de contabilidad siniestros. Exterminación de personas, de pueblos, de culturas, del Sur por el Norte, de los guetos y las periferias por las megalópolis, de un Sur por otro, de una identidad por la otra, deportaciones y drogas sin ton ni son. «Exterminar» quiere decir «terminar con» («solución final»): es decir, aquí, aniquilar el acceso mismo al fin, liquidar el sentido. El crimen no es nada nuevo en la humanidad, ni tampoco la destrucción masiva. Pero hay ahí [algo así] como un acorralamiento general, polimorfo, articulado en una enorme red económica y técnica, como si el sentido, o la existencia, estuvieran a punto de finali zar ellos mismos, para ya no tener más fin que les sea propio. La cuestión del mal había sido siempre planteada, y «resuelta», en un horizonte de sentido que para terminar —al infinito— convertía la negatividad del mal. Había dos modelos posi bles (groseramente, se los podría llamar, el uno, antiguo, el otro, moderno: pero sus figuras prácticas son más complejas). El modelo del infortunio [malheur ], es decir de la suerte mala, de la dustuchia trágica. Ese mal es dado, enviado a la existencia y a la libertad en cuanto tales. Viene de los dioses o del destino, y confirma la existencia en su apertura al sentido, o como sentido, así sea destruyendo la vida. Y es por ello que ese mal es portado, reconocido, llorado y superado por la comunidad. Terror y piedad responden a la maldición. Luego, el modelo de la enfermedad [maladie]: ruptura de una norma, ella confirma la normatividad. El mal, aquí, es accidente (por derecho, reparable), y grado de ser inferior, incluso nulo: a fin de cuentas, en el universo clásico el mal no existe sino en la superficie y en la apariencia, y la muerte es reabsorbida por
derecho (por el progreso del saber —Descartes—, o en el intercambio universal —Leibniz). Otro es el mal de la exterminación, la maleficencia. Ésta no viene de otra parte, y no deja de ser un ente: la existencia misma se desencadena ahí contra ella misma. El mal se da razón ahí, y ahí se da como razón (metafísica, política, técnica). Resulta —saber inédito— que la existencia puede comprender su ser como esencia, y entonces como destrucción de la existencia, y como lo insensato que cierra en ella el acceso mismo a la necesidad del sentido. La exterminación no extermina solamente en grandes cantidades, y hasta el final, extermina la «estrechez» misma. Las dos, por lo demás, van de la par: el carácter masivo del asesinado completa la negación de la singularidad de toda «estrechez» y de toda «necesidad» de sentido, la negación del «cada vez» del sentido, del serasí [étreasoi\. Es preciso, entonces, a partir de ahora mantenerse en este pensamiento implacable, indignante incluso: que la finitud es tan radical que ella es también la apertura de esta posibilidad, por la cual el sentido es autodestruido. La finitud es el sentido en su ausentamiento, ella lo es hasta ese extremo, hasta ese punto en el que lo insensato se hace por un instante decisivo, indiscernible del sentido faltante. (Sin duda, se debe preguntar también: ¿eso tiene lugar al fin? ¿Si eso tuviese lugar, no estaría ya todo destruido? Pero precisamente, tenemos que reconocer que nuestra pregunta debe ser: ¿no está todo ya destruido? Y si no todo lo está, si el seralsentido [étreausens'] resiste, y resiste absolutamente —si no, ¿quién estará ahí para tener siquiera un «sentido» del «mal»?—, no por ello es menos cierto que resiste a ese punto de lo real en el que lo insensato es indiscernible del sentido faltante.) Discernir en este indiscernible, eso es lo que le corresponde a la libertad: discernir lo insensato sin disponer, sin embargo, del Sentido19 —no disponiendo de nada, empero, sino de eso que ya, y sin cesar, comprendemos de (el ser de) la existencia. Estar desprovisto de reglas, sin estar desprovisto de verdad. Así las cosas, solamente, una ética es posible. Lo que signifi19. Sin disponer, tampoco, de ninguna vía de sacrificio. El infortunio y la enfer medad, de maneras diversas, pueden apelar al sacrificio: nosotros ya no podemos. (Cfr., más adelante, «Lo insacrificable».)
ca para comenzar que no podemos reencontrar una ética del «infortunio» o una ética de la «enfermedad», de las que los usos, para nosotros, no pueden ser sino analógicos y provisionales. Se debe tratar de una ética del mal como maleficencia. Eso no quiere decir la norma o el valor de un «bien»: el acceso de la existencia a su propio sentido no hace un «valor» que se pudiese tender al infinito de una buena voluntad. Precisamente porque este acceso no es apropiable como un «bien», sino porque él es el ser de la existencia, es y debe ser expuesto en la existencia como existencia. El «deber ser» es aquí la forma del «ser» porque este ser es aser. Pero el «deber» no remite al infinito del cumplimiento de un «reino de los fines»: obliga la libertad, o bien es la libertad que se obliga, en seguida, inmediatamente, sin plazo, en tanto que su propio fin en los dos sentidos de la palabra. La libertad se obliga en tanto que no se apropia su sentido, y que está también abierta a lo insensato. Se puede decir: así, el ser (de la existencia) es el deber, pero el deber indica la finitud del ser, faltando su sentido. Eso no quiere decir entonces una moral. Sino una disposición a conservar y a aumentar el acceso de la existencia a su propio sentido inapropiable y sin fundamento.20 No solamente es posible una ética, sino que es cierta, es portada por eso que, ya, comprendemos del ser. Eso no quiere decir que sea simple e inmediato el tomar, y el apreciar, el negociar cada decisión práctica. Pero eso quiere decir que si la apelación a una ética es hoy un testimonio constante de nuestra estrechez, es que la estrechez sabe ya lo que concierne a la ética. Es remitir la existencia a la existencia. Es claro que ningún «humanismo» puede ser aquí suficiente: éste obscurece incluso esta exigencia. (¿Hace falta decirlo? Ello no impide, al contrario, que cada vida humana tenga un derecho absoluto, inmediato y sin plazo a eso que se llama «vivir», en una civilización como se supone que es la nuestra.) * * íc La expropiación: hay una gran diferencia, a decir verdad una
oposición, entre designar la inapropiación del sentido como la
Releer, entonces, Spinoza. Pero también, Platón. El «Bien», situado epekeiatés ousias, «más allá del ser, o la esencia», no es el bien de una norata moral. Él es razón y fin de todas las cosas: comienzo de todo pensamiento del fin. 20.
más propia posibilidad de la finitud, y expropiar lo existente de sus condiciones de existencia. En otros términos, no es cuestión, a partir del pensamiento del sentido faltante, de concluir en el abandono de la crítica de eso que se llamaba, con Marx, la alienación. Y no es tampoco cuestión, en consecuencia, de tener la condición material, económica y social de los hombres por una circunstancia prescindible y exterior al dominio de ejercicio de un pensamiento de sentido finito. La condición denominada «material» de la existencia es al contrario, cada vez, eso que hace el «cada vez». Un lugar, un cuerpo, una carne, un gesto, un trabajo, una fuerza, una pena, una bonanza o una miseria, tiempo o falta de tiempo, definen el cada vez finito de un acceso al sentido finito. No lo «determinan» a la manera de una instancia de causalidad: lo son —y aunque toda la distribución dualista de nuestro léxico y de nuestro discurso (incluso si se quiere «monista») resiste a dejarlo oír, un pensamiento del sentido finito es esencialmente un pensamiento «material» de la «materialidad» del acceso al sentido. Porque el sentido es finito, uno no accede a él fuera de este mundo. Porque no hay «afuera», uno no accede. El «filósofo» que habla del «sentido», él y su «pensamiento» no son otra cosa que una singularidad material (un paquete de «sentido», un lugar, un tiempo, un punto en una historia, un estado de fuerzas) —y que, por lo demás, no garantiza de ningún modo el que uno esté ahí más próximo del «sentido» del cual es cuestión. El pensamiento de la finitud es él mismo un pensamiento finito porque no accede a lo que piensa, y tampoco lo hace al pensar esto: que no accede. No hay un orden privilegiado, «especulativo» o «espiritual», de la experiencia del sentido. Pero la existencia es ella sola, en tanto que ella es, hic et nunc, esta experiencia. Y ésta, siempre y cada vez, es un «privilegio» absoluto, que, de ser tal, se pierde como «privilegio» y como «absoluto». Nadie dirá dónde, cuándo, cómo una existencia existe. («Escribir» —volveremos a hablar de ello—, es decir ese nodecir.) Es preciso aún que haya algo, o «alguien», que pueda existir. Es preciso aún que un existente pueda ser, hic et nunc. Existir, eso es un aquíyahora del ser, eso es ser un aquíahora del ser. Hay condiciones en las que eso no es posible, y aunque la existencia, sin duda, resiste siempre y sin cesar, aunque ella resista
hasta el extremo, y más allá, y aunque no sea nunca posible el decir simplemente «esta vida no tiene sentido», sin embargo, hay condiciones en las que el existente no solamente es abandonado, sino en las que es como expropiado de las condiciones de la existencia. Es entonces el puro instrumento o el objeto de una producción, de una historia, de un proceso, de una combinatoria, siempre de antemano deportada del aquíahora, siem pre y solamente en el más allá y en el después del hambre, del miedo, de la sobrevivencia, o del salario, del ahorro, de la acumulación. Con todo, no ser expropiado del hic et nunc no significa que uno se lo apropie. No hay en ello simetría. Hic et nunc quiere decir: existir, y nada más, el existir finito «mismo». Ciertamente uno no puede nunca decir que «esta vida» o «este momento de vida» «no tiene sentido». Pero precisamente porque uno no puede decidir a propósito del sentido, uno no puede tampoco, de ninguna manera, decidir que todas las condiciones son indiferentes. Todas las existencias están en el sentido; pero ninguna puede decidir que en consecuencia, para algunas, la condición es y debe ser un sacrificio de la vida (de toda forma de «vida»). Porque el aquíahora es la finitud, la inapropiación del sentido, es toda apropiación del «aquí» a un «en otra parte» y del «ahora» a un «después» (o a un «antes») lo que es, y que hace el mal. ¿Por dónde decidir a propósito de lo que hace posible un «aquíahora», a propósito de lo que no lo «aliena»? Nada, ni nadie, puede decidir. Y, sin embargo, cada vez, es preciso que un aquíahora, un existir, pueda decidirse a ser, y a estar abierto al sentido. Cada vez, es preciso que el ser sea dejado ser. Dejado: liberado y abandonado a su finitud. ¿Es eso disceraible de las coadiciones reputadas «normales» del ejercicio de libertades elementales, que suponen en efecto la vida, con algunas garantías? En cierto sentido, no es para em pezar discemible —hoy, por lo menos, y para nosotros. Pero eso debe ser de tal manera que ese «dejar», ese «abandono» sea en verdad remitido al existente, como su finitud misma. Es decir que el gesto no reenvíe a un horizonte de «visiones del mundo» y del «hombre», en las que se hubiese decidido ya a propósito de una esencia del sentido, y entre las cuales habría que jugar la «libre elección» de un «sujeto» en efecto «alienado» ya por este horizonte. Así, hay por una parte condiciones elemen-
tales (que la civilización no cesa de saquear), y de las que la empine elemental es también el «trascendental» del aquíahora de la existencia. Y hay por otra parte lo siguiente: que en el de jarseralser finito, es en efecto la finitud en cuanto tal la que debe ser indicada. Eso requiere de otro pensamiento de la «alienación», o de la «expropiación» (o de la «explotación»). Otro, y sin embargo tan intratable como Marx frente a la «acumulación primitiva» del capital. La «alienación» ha sido representada como la desposesión de una autenticidad original, que se trataría de preservar o de restaurar. Es incluso la crítica de esta determinación de una propiedad original, plenitud y reserva auténticas, que ha contri buido en gran parte a la extinción del motivo de la alienación, en tanto que motivo de la pérdida o del robo de una autopro ducción original del hombre. De hecho, la existencia no es auto productriz, aunque no sea tampoco el producto de otra cosa: y eso es también lo que quiere decir finitud. No por ello deja de ser cierto, lo hemos visto, que se puede expropiar lo existente de su o de sus condiciones de existencia: de su fuerza, de su traba jo, de su cuerpo, de sus sentidos, y quizás siempre del espacio tiempo de su singularidad. Y no por ello deja de ser cierto que eso se hace sin cesar, y participa de la exterminación tal y como la hemos descrito, y que el «capital» o el «mercado mundial», hasta más amplio informe, no se asegura y no prospera sino por semejante expropiación masiva (ante todo, hoy, del Sur por la parte del Norte: pero sabemos que no es esa la única). La cuestión no es pues la de renunciar a toda lucha. Sino la de saber en nombre de qué: en el nombre de qué querer que el existente exista. La lucha había sido guiada hasta aquí por la idea reguladora de la autoproducción (original y final) del hom bre. Y al mismo tiempo, por un concepto general y genérico de este «hombre». Sin duda cambian las condiciones de la lucha, si ésta debe ser pensada según la finitud, y según sus singularidades. El acceso al sentido finito no supone, «dessupone» al contrario la autoproducción, y su reproducción. «Dessupone» el reino del proceso, y el encadenamiento del tiempo a la lógica del proceso: es decir un tiempo lineal, continuo, sin espacio (de tiempo), y siempre apresurado contra su propio «después». (El tiempo heideggeriano del «éxtasis» es sin duda también de-
masiado apresurado.) Pero el acceso supone más bien la apertura del tiempo, su espaciamiento, el desencadenamiento de las operaciones productivas: el aquíahora finito. Y supone que este último pueda ser puesto de otro modo que en esas formas su bordinadas al proceso que son los «tiempos muertos», los «tiempos de recuperación» y también los «tiempos libres» (tanto que «tiempo libre» [loisir], incluso el «cultural», quiere decir inanidad en cuanto al sentido). Pero supone el espacio (de) tiempo del aquíahora: la finitud concreta.21 El nacimiento y la muerte espacian, defínitivamente, un tiempo singular. Todo acceso al sentido, a lo «finito» del sentido, espacia el tiempo de la reproducción general: el acceso no produce nada, y no es productible. Pero tiene lugar —si es posi ble decir que «tiene lugar»— como la materialidad singular, inapropiable, de un aquíahora. Digamos: como un goce. Si el concepto de un goce no es el de una apropiación, sino el de un sentido (en todos los sentidos) que aquí y ahora no se retoma. * * * La simulación: la verdad del «68», que los hacedores de opi-
nión se obstinan en desconocer o en desviar,22 ha sido doble (si la buscamos más allá del episodio de crisis de crecimiento de una sociedad un poco desfasada). Por un lado, el comienzo de formas inéditas en las luchas sociales, sustraídas al modelo sindicalpolítico. No es este el lugar para hablar de ello (y el análisis correspondería de hecho al capítulo precedente). Por otro lado, el «68» desencadena la crítica de una sociedad del «espectáculo» (era la expresión de la Internacional Situacionis ta), de la apariencia o de la simulación. Del fondo, para empezar marxista, de una crítica de las apariencias sociales y culturales, salía la denunciación general de una realidad representada como enteramente consagrada a la simulación de su propia
21. Nos podríamos referir aquí a la vez a los análisis de J.-F. Lyotard sobre el tiempo que el capital «no deja» (en L'mhumain, París, Galilée, 1989), y a los de André Gorz, en varias obras, sobre la reducción del tiempo de trabajo. En cuanto al reempla zamiento del «hombre» genérico por «singularidades», cfr. Étienne Balibar, Laproposition de l’égaliberté, Conférences du Perroquet, 1989. 22. Pereza y cobardía, ahí también. Para una exploración general deí estado del problema, cfr. Pascal Dumonder, Les sitiiatíonnistes et mai 68, París, Édiü'ons Gérard Lebovici, 1990. Él habla legídnTamentede'«silenciü'Crganizado'a]rédedórde mayo del 68» (p. 13).
naturaleza o calidad de realidad social, política, cultural, humana en fin.23 Esta crítica crítica se ha hecho —y ha desarrollado toda una u na posteridad— bajo el signo, una vez más, de la «alienación» (el I.S. empleaba esa palabra). La simulación simula ción general aliena la vida vida enencadenándola a la reprodu re producción cción de las las funciones de la «socied «sociedad ad espectacularmercantil», y prohíbe a esta vida el acceder a la creatividad que ella encubre, o incluso que ella es, al deseo de crear crea r que hace al hombre hom bre real. Es inútil in útil el repetir rep etir la crítica de la pareja par eja de la alienac alie nación ión y de la aute au tent ntic icid idad ad original origi nal que ella ella supone. Nadie N adie dud d udaa de que «la «la vida», vida», «la «la creatividad» creatividad» y «la imaim aginación» que entonces se reivindicaron participen de una metafísica que es aún, idénticamente, la de la autoproducción, o la del sujeto, y del sujetohombre en su genericidad. El gran motivo, todavía proliferante el día de hoy, de la simulación, no podría ser s er exentado de platonismo. platonismo. Con todo, la versión «sesentayochera» de la crítica del parecer, en esto más nietzscheana que marxista, era una versión «artista» (que no está por lo demás completamente ausente en Marx Marx). ). Esta E sta versión desplazaba insensiblemente insensible mente los temas tem as o los los esquemas de una crítica de la apariencia inauténtica (sobre todo cuando ella quería cuidarse, a pesar de su modelo artista, de no reconstituir un estetismo). Ese desplazamiento, se lo puede formular así: la «creación» no es la producción, no tanto porq po rque ue ella opere oper e a p a r tir ti r de n a da cuan cu anto to porq po rque ue ella ella opera para pa ra nada na da —para pa ra nada na da m ás que para pa ra dejar de jar al «creador» ser excedi excedido do,, sorprendido sorprend ido —rap —raptad tado— o— por po r su creación. creación. Pero en e n fin fin,, se trata aún —se trata incluso, en cierto sentido, más que nunca— de un sujeto accediendo infinitamente a su propio sentido. Y es también por ello que el modelo ha permanecido, hasta nosotros, esencialmente lingüístico, verbal y poético. ¿Cómo entonces un pensamiento del sentido finito ha de vérselas .con ese motivo tan insistente, y tan insinuante, de la simulación? Porque aquí, los esquemas teológicoestéticos ceden: se trata de esto: de que la existencia «esencialmente» (= existencialmente) carece de un sentido construido como 23. Crític Cr íticaa prolongada, luego lueg o desviada o retomad reto madaa por Baudríllard, Baudríllard, quien repre repre senta en cierto modo el límite de una crítica de Ja «simulación» todavía ella misma tributaria de la representación.
un Dios o como una obra —y que es para [a] esa carencia que ella es. es. La pregnancia más o menos confusa de la «autenticidad» nos impedía, en el 68, el abordar esa carencia. Sin embargo (y es por ello que es indispensable el recordar lo que se levantaba en el 68), la crítica del «espectáculo» tomaba sin duda obscuramente alrededor de algo como esto: ninguna forma, ninguna imagen, ningún juego, ningún «espectáculo» incluso, es decir ningún exceso sobre la necesidad de la vida, tiene valor si el sentido de la existencia no está ahí implicado, tocado. Todo lo demás es consumo de «bienes culturales». Y la crítica de la pro ducción no vale, si no va hasta ahí: hasta la crítica de lo que se podr po dría ía d a r como co mo la pro p rodu ducc cción ión del sen s entid tidoo mismo. mism o. Lo que quiere decir también (si es posible hilar así la interpretación de un movimiento de pensamiento que no piensa eso): está en juego, no la representación representación de de una u na presencia, sino el acceso a la existencia, que no es presencia, un acceso tan flaco, todo lo fugitivo, todo tod o lo excesivo excesivo y todo to do lo carente, par p araa terminar, terminar , que éste éste pueda ser. Así, sin duda, la crítica de la simulación general se confunde respecto de ella misma: no se trata de representaciones simuladas, o simulantes (y disimulantes); se trata de eso que no depende ya para par a nada n ada de la la representación. Hoy, de una cierta manera, la «simulación» no ha hecho otra cosa que proliferar. Pero ha hecho más: se ha extendido al punto de ponerse ella misma mism a en escena, escena, y de gozar goza r de sí al mismo tiem po que se denuncia, denunc ia, y al pun p unto to en fin de tom to m a r al vacío —como —como esos aparatos de televisión encendidos a los que nadie mira. Así es desafilado el agarre de una crítica que quisiera reventar el simulacr mu lacroo y acceder a lo auténtico, o a lo real, o a «la «la vid vida» a»:: porque el simulacro no puede ya ni siquiera pasar por enmascarar cualquier cosa. El «simulacro», lo más frecuentemente enfocado bajo la especie de la «imagen», presenta solamente su desnudez enigmática de imagen. En cuanto al arte, éste saca largamente —y a menudo, es verdad, pobremente— las consecuencias rigurosas del fin del arte en tanto que (representación de lo absoluto, de la Idea o de la Verdad.24 Pero abre asimismo, en consecuencia, la cuestión de lo lo que «arte «arte»» pueda pue da querer que rer decir. decir. 24. En el «fin «fin del arte» arte»,, nunca se ha tratado tratado sino de eso —y en consecuencia también del nacimiento de otra cosa, a la que acaso ya no le convenga el nombre de
Es entonces entonces toda la esfera de la representación la que toma tom a al vacío, una vez agotada la presuposición de una presencia acabada, de un sentido completado del que pudiese haber re presenta pre sentación, ción, imaginac imag inación, ión, pues pu esta ta en form fo rmaa o recreac rec reación. ión. Esta Es ta presupo pre suposici sición ón se ha alojado aloja do todavía, todavía , así haya ha ya sido de un u n modo negativo, en toda la tradición moderna y postmodema de una «presentación de lo impresentable» —si lo «impresentable», a fin de cuentas, no se deja pensar sino como infinito: «buen» o «mal «mal»» infinito, infinito, versión monu m onum m ental enta l o versión fragmentada, fragm entada, verversión surrealista o versión situacionista, gran arte o gran vida, pero per o siem si empre pre ind i ndica icació ciónn de un u n secret sec retoo de inpre in presenc sencia. ia. Ahora bien, si no hay más que lo finito —si hay [ií y a] es finito—, todo lo que hay se presenta, pero con una presentación fini finita ta,, que no es ni representación, representación, ni n i presentación de un impresentable. El nada del que falta el existir, ese nada de sentido que hace sentido (pero que no hace secreto), viene a la presencia —y —y en el arte, o en eso que habr ha bráá que term te rm inar in ar quizás quizá s p o r llamar de otra manera, es de eso de lo que se trata. Lo que supone que toda problemática de la representación (y de todas las apariencias, de todos los signos también) pivotea enteramente —sobre u n eje tan ta n sutil, es verdad, verdad , que lo disting dis tinguim uimos os mal toto davía. Todo asunto de «simulación» cambia por completo si la mimesis25 deviene el concepto de ninguna representación, sino de una presentación de lo que no ha de ser presentado, de lo que no podría ser acabado, completado, ni Naturaleza, ni Idea, es decir de la finitud misma, en tanto que ella ha venido a la presencia, ella misma sin presencia (y sin secreto). Ya no se trata entonces de (re)presentación: ni de presentación para un sujeto, ni de reproducción de una presencia primera. La evicción de ese doble concepto despoja también toda simulació mulación. n. (Eso (Eso no quiere decir que habr h abría ía que ver la verdad en toda imagen y en todo espectáculo. Eso quiere decir que «verdad» ya no se enfoca en el régimen de la representación.) Se LesMuses, «arte». Volveremos sobre ello en «La jeune filie qui succede aux Muses» (en Le Galilée, 2." 2." edición edic ión aumenta aum entada, da, 2001; 1 “ ed. 1994). 25. Esa palabra palabra remite a Philippe Lacoue-Labarthe. Lo que se dice aquí solicita, e incluso intenta resumir, el movimiento de su pensamiento de la mimesis. Por lo de más, querríamos (y sería útil) mostrar la convergencia, así fuese ésta muy lejana, entre este pensamiento y el de Gilíes Deleuze, de una «imagen» que no debe nada a la representación.
trata de lo que venir o nacer a la presencia quiere decir. Existir venir a la presencia del sentido ausente, a su ausencia, al ausen tamiento de toda presencia y de todo presente. Y una mimesis que se podría tratar de llamar mimesis de la apresentación, a condición de hacer oír el valor de alejamiento, de distancia, del prefijo «apo». «Presentación» corno alejamiento del sentido. * A *
La tecnicización: «la técnica», esa palabra tomada absoluta-
mente es sin duda uno de los conceptos menos bien formados del discurso ambiente (por lo que da tanto más que hablar). Ya, su uso absoluto hace olvidar que no hay técnica que no sea la técnica de tal o cual tipo determinado de operación (el desholli namiento de las chimeneas, o la grabación de las imágenes de un telescopio espacial). Se deja infiltrar la idea vaga de que ha bría una técnica general, una suerte de enorme aparato maquí nico o de combinatoria exhaustiva de las técnicas. Y, sin duda, las interdependencias, las interfaces y las interacciones de las técnicas no cesan de multiplicarse. No por ello deja de ser cierto que una técnica de transporte sigue siendo una técnica de trans porte, y una técnica de fecundación, una técnica de fecimdación. Se estaría en serias .dificultades al querer designar el nexus absoluto de todas las técnicas. Y la representación, en comics o en cine, ;de la gigantesca, única computadora universal supone resuelta, en la computadora, la cuestión de saber de qué «la» técnica, absolutamente, es la técnica. Pero si se quiere plantear esta cuestión, la respuesta está ahí, disponible antes de toda computadora y antes de toda granguiñolada de la robotización universal. «La» técnica no es otra cosa que la «técnica» de suplir a una noinmanencia de la existencia en lo dado. Su operación es la operación de existir de lo que no es inmanencia pura. Ella comienza con la primera herramienta, al menos, pues acaso no sea tan fácil como se piensa el trazar una demarcación simple y neta con respecto a toda «técnica» animal, e incluso vegetal. El nexus de las técnicas, es el existir mismo. En tanto que su ser no es, sino que es la apertura de su finitud, el existir es técnica de parte en parte. La existencia no es ella misma la técnica de ninguna otra cosa, pero «la» técnica no es tampoco la técnica de la existencia: ella es la tecnicidad «esencial» de la existencia en tanto que sinesencia, y en tanto que suplencia de ser.
«La técnica» —entendida esta vez como esta tecnicidad «esencial» que es también la multiplicidad irreductible ele las técnicas —suplida a la ausencia de nada, ella suple y suplemen ta nada. O incluso: la técnica suple a una no inmanencia, es decir a la ausencia de lo que se representa como un orden «natural» de las cosas, en el que los medios son dados con los fines, y recíprocamente.' Ella es, en ese sentido, trascendencia sobre «la riaturaleza». Pero la naturaleza representada como la inmanencia pura sería lo que ni depende en nada del sentido, y que no existe: piedra al ras de la piedra.26 Así las cosas, la técnica trasciende —nada. O bien, «la naturaleza» designa una exterioridad de los lugares, de los momentos y de las fuerzas: la técnica es la puesta en juego de esta exterioridad como existencia, una «trascendencia» que no contraviene a la «inmanencia» del mundo. La técnica no reforma una Naturaleza, ni un Ser, en un Gran Artificio: pero ella es el «artificio» (y el «arte») del hecho de que no hay naturaleza. (El derecho, por ejemplo, es tam bién una técnica.) tan bien que ella designa a fin de cuentas lo siguiente: que no hay ni inmanencia, ni trascendencia. Y es también por ello que no existe «la» técnica, sino una multiplicidad de técnicas. «La técnica» es una palabra fetiche que cubre nuestra incom prensión de la finitud, y nuestro espanto frente a la velocidad precipitada y desbocada de nuestro «dominio», que no se conoce ya un fin (de cumplimiento). Y sin duda, nuestra incomprensión exige otro pensamiento, y nuestro espanto no carece de motivos, Pero no se obtendrá nada por el exorcismo de un demonio puramente verbal, y que es un falso concepto. Es muy notable el que las tesis de Heidegger sobre «la técnica» se hayan vuelto la parte más «popular» de su pensamiento. Y eso, a dos títulos. En primer lugar, porque todo ocurre como si el aporte más importante de este pensamiento dependiese de una denunciación de la «par26. De donde sigue que la physis griega, en su relación compleja con la techné , que hace los dos indisocíables, no era la naturaleza en ese sentido. Es una tesis fundamen tal de Heidegger, quien sin embargo no saca siempre de ésta todas las consecuencias, y deja la physis, a veces al menos, reconducirse a una suerte de inmanencia original. Simétrica a esto es la parte reactiva de su pensamiento de la «técnica» (no es inútil quizás el agregar que Heidegger no ha conocido por completo el estado de las técnicas que nosotros conocemos hoy). En cuanto a la ambigüedad de las tesis de Heidegger sobre la técnica, cfr. Avital Ronell, TheTelephoneBook, Nebraslca Press, 1989.
celación regulada», totalitaria y nivelante, de la tierra, para fines devenidos autónomos y privados del acogimiento existencial del ser. Porque en la medida en la que Heidegger ha mantenido ese discurso —y lo ha mantenido—, él fue precisamente menos original que casi en todo el resto de su obra (lo más comparable sería, por una simetría no fortuita, un cierto aspecto al menos de su tratamiento de la poesía). La denunciación de «la técnica» es el gesto más banal, y el más vano, de la edad «técnica». Pero, en segundo lugar, es todavía más notable el que se olvide casi siem pre de cómo Heidegger (en textos menos numerosos, es verdad) ha tratado de formular al menos una exigencia de comprender «la técnica» misma como «envío del ser», como el ser mismo enviándose de su último envío: lo que quiere decir, como la existencia y el sentido mismos. Entonces, el envío es el sentido finito del ser, en tanto que envío final (fuera) del Occidente. «Habitar» la técnica, o «acogerla», no sería otra cosa que habitar o acoger la finitud del sentido. No pretendemos examinar, aquí, más detenidamente este pensamiento de Heidegger (que sin embargo no creemos solicitar de manera indebida). No más de lo que se pretende «resolver» la «cuestión de la técnica». Pretendemos solamente situarla, sabiendo, como se ha dicho, que nuestra incomprensión y nuestro espanto no carecen de razones. Es decir también, que la finitud está sin límites, y que la humanidad puede destruirse en la implosión de su tecnicidad. No hay ninguna duda de que es legítimo describir el movimiento presente de la tecnícización como un movimiento acelerado, proliferante, en el que las técnicas no cesan de multiplicarse y de transformarse, tejiendo una red cada vez más densa. ¿Pero cómo no preguntarse si la tecnicización —el desarrollo de las técnicas— no es una ley inscrita desde la primera técnica, o, más exactamente, si el crecimiento, la multiplicación, hasta el pánico, no pertenece por derecho o por esencia a lo que suple, sin ninguna oportunidad de que lo que es suplido (una inmanencia) venga jamás a ser ? No es por azar sí ios sueños dulces del retomo a un «grado cero de desarrollo» se han apagado rápido en su propia insignificancia. Se sabe bien hoy en día que un ecologismo bien entendido determina nuevos avances técnicos. Por otra parte, se subraya legítimamente la intrincación de las técnicas en la exterminación, la expropiación y la simula-
ción. Pero no tiene sentido el imputar éstas a «la técnica» como a una entidad diabólica, puesto que semejante entidad no existe.27 Sin embargo, no se trata tampoco de mantener el discurso moral del «mal uso» de las técnicas. No se trata de «usarlas en el buen sentido» en el nombre de un «bien» previo. Se trataría, para empezar, de acceder al sentido de «la técnica» en tanto que sentido de la existencia. Eso que se manifiesta como tecnicización, a partir de ahora mundial y abiertamente irresistible, es acusado de no tener otro fin que sí (dejamos de lado, aquí, los fines del mercado y de la expropiación). ¿Y si este «fin», que ni siquiera puede ser representado como el reino de los robots, ni siquiera de las computadoras (sino solamente, si acaso, como la implosión total), si este fin que no está en efecto sino en una tecnicización indefinida expusiera también lo que concierne al sentido finito? ¿Si nos ex pusiera así —y ciertamente, en la dureza y en la confusión— a la finitud del sentido? El «reino de la técnica» desmultiplica, desreúne, desorienta sin cesar el cierre [ bouclage] infinito de un Sentido. Lo mismo, sin duda, que desconcierta y desplaza sin cesar el acabamiento de una «obra», y que la tecnicización podría en todo derecho ser declarada «inoperante» [dós~ceuvrée].n En lugar de remitir con nostalgia a las imágenes piadosas (o a las esencias) del artesano o de la vida en los campos (vieja cantinela, tan vieja como nuestra historia), se trataría de pensar lo siguiente: que toda la técnica, además de la técnica que ella es, y siendo esta técnica, detiene un saber implícito del sentido como finitud, y del sentido de la finitud. Nada, quizás, da mejor testimonio que las cuestiones, las exigencias, las indecidibilida des que tensan las decisiones que deben tomar, cada día, los técnicos de las manipulaciones biológicas, ecológicas, energéticas, urbanísticas, etc. * * * 27. Aquí es donde se ve mejor la falta, y el error de Heidegger al reunir Jos campos [de concentración] y «la industria agro-alimentaria» en una misma condenación de la «técnica». 28. En el sentido, desde luego, de Blanchot, y en consecuencia también en una relación necesaria con una «comunidad inoperante». Habría además mucho que decir sobre ese in-operamiento [des-obramiento] en las ciencias, es decir en eso que cada vez se deja confundir menos con el enfoque metafísico de la Ciencia como acabamien to del sentido —y que se deja acaso también siempre menos simplemente disdnguir de las técnicas.
A la medida de esas tareas, es necesario un pensamiento finito. No un pensamiento de la relatividad, la cual implica el Absoluto, sino un pensamiento de la finitud absoluta: absolutamente desligada de todo acabamiento, de todo cierre [,bouclage] infinito e insensato. No un pensamiento de la limitación, la cual implica lo ilimitado de un más allá, sino un pensamiento del límite como aquello sobre lo cual, infinitamente finita, la existencia se levanta, y a lo que ella se expone. No un pensamiento del abismo y de la nada, sino un pensamiento del infundamento del ser: de este «ser», el único, del que la existencia agota toda la substancia y toda la posibilidad. Un pensamiento de la ausencia del sentido como la única prenda de la presencia de lo existente. Esta presencia no es esencia, sino —epekeina tés uosias — nacimiento a la presencia: nacimiento y muerte a la presentación infinita del hecho de que no hay sentido final, sino un sentido finito, que hay sentido finito, que hay sentidos finitos, una multiplicación de estallidos singulares de sentido extraídos de ninguna unidad ni substancia. Esto, que no hay sentido establecido, que no hay establecimiento, ni institución, ni fundación del sentido, sino una venida, que hay venida, venidas de sentido. Este pensamiento requiere una nueva «estética trascendental». La del espaciotiempo en el aquíahora finito, que no está nunca presente, sin ser sin embargo el tiempo apresurado sobre su continuum o sobre su éxtasis. Finitud: la irreductibilidad a priori del «espaciamiento». Pero también, la estética trascendental material de la disparidad y de la dislocación de nuestros sentidos, de nuestros cinco sentidos de los que nada permite deducir o fundar una unidad orgánica y razonada.29 El reparto de los cinco sentidos, que se puede decir emblemático de la finitud, inscribe o excribe el reparto del sentido finito. En cuanto a la «analítica trascendental», ella deberá dar la disparidad y la dislocación del espaciamiento, de los cinco sentidos, y del sexto, el del concepto. Esquematismo que no retor 29. Contrariamente a lo que Hegel, desde luego, no deja de querer hacer —no sin dificultad, Cfr. «Le rire, la présence», en Unepenséefinie [este capítulo no se incluye en la presente traducción].
na a lo homogéneo. «Arte escondido» del que ya no hay secreto por esperar. Y, sin duda, un «arte» (una «técnica») es siempre la conciencia clara (si eso es una «conciencia») del reparto del/de los sentidos, de su diferencia absoluta, y de que ella expone el sentido mismo. Sin embargo, un pensamiento finito no puede ser un pensamiento esteta, ni siquiera estético en el sentido en el que todo pensamiento de lo bello, e incluso de lo sublime, hasta ahora ha insistido a pesar de todo en prolongar al infinito (cierre, revelación o secreto) el trazo de la finitud. Un pensamiento finito resulta de ese trazo: de solamente trazarlo. Un pensamiento finito no agrega a la existencia el sello o la salvación de su sentido. Se somete solamente a la prueba de eso «que nosotros comprendemos ya y sin cesar»; el ser que nosotros existimos. Pensar, aquí, es coextensivo a existir, y es pensar este pensamiento: que el serasí [Vétreásoí] no se retoma. Porque eso no quiere decir que bastaría con «existir» (con estar ahí, en el sentido banal de la expresión) para pensar, ni con pensar (en el sentido banal, con formar representaciones) para existir. Eso quiere decir al contrarío que el hecho de la existencia no es suficiente para ser su propia verdad, que es la de ser el hecho de un sentido —y que el concepto, la significación del sentido no tiene la suficiencia necesaria para ser su propia verdad, que es la de ser el sentido de ese hecho. Pero que la existencia debe ser pensada, y el pensamiento, existencia, para ser lo que ella es — para solamente ser. Se encuentra ahí una circularidad vacía, o se agota la significación de cada una de esas palabras. Pero en verdad, es toda significación lo que se agota aquí. Aquí, las palabras ya no son solamente palabras, el lenguaje ya no es solamente lenguaje. Éste toca su límite, y lo expone. Porque no hay «sentido» en tanto que geometral de todas esas significaciones. Del mismo modo, no hay concepto en tanto que autoconcepción del concepto, ni en tanto que presentación de una «cosa misma». Y el hombre no es la autoproducción de su esencia. Pero el sentido es ese reparto del lenguaje por el cual el lenguaje no acaba (y no comienza tampoco): la diferencia de las lenguas, la doble articulación, la diferencia del sentido, el reparto de las voces, la escritura, su excripción. Se encuentra ahí que el pensamiento, que es lenguaje, no es
sin embargo lenguaje: pero no porque éste sería «otra cosa» (más plena, más presente), es porque el lenguaje mismo es «por esencia» no ser lo que es, no conferir el sentido que no cesa de ofrecer. Un pensamiento finito habita, escribe (en) la finitud que el lenguaje es, y que él expone. Así, se podría decir que un pensamiento finito se rinde adecuado a la existencia que él piensa. Pero esta adecuación misma es finita, y es de ahí que se tiene el acceso al sentido fallante, o a su inapropiación. ¿Cómo puede, cómo debe escribirse, este pensamiento remitido al nohaysentido como a su más propio objeto? Eso es lo que éste no sabe, no puede saber, y es lo que se debe inventar cada vez, a la medida, ahí donde ya ninguna «invención» es posible, [estando] todos los discursos suspendidos. Muy rápido, lo penoso y lo ridículo de la «doctrina» pueden amenazar. Al repetir «un pensamiento finito», se hará levantar el fantasma de un «sistema». O, más simplemente, la sombra lamentable de la «respuesta a todo». Cuando es precisamente de «respuestas a todo» de lo que estamos saturados, y vacíos. No, la «finitud» no es una nueva respuesta ni, por lo demás, una nueva pregunta. Ella es, como ya se ha dicho, una responsabilidad frente al nohaysentido del que todo el sentido está afectado, frente a lo que debe ser, y hacer, nuestro sentido. Una responsabilidad del pensamiento portada sobre el límite de todas nuestras significaciones y, en consecuencia también, como no se lo cesa de mostrar aquí, de la significación de «finitud». Ningún sentido de las palabras «fin» y «finito» nos permite pensar eso de lo que el índice, tendido a la extremidad de nuestra historia, porta el nombre de «finitud» —o, asimismo, el nombre de absoluto de la existencia. No puede haber ahí ni doctrina ni sistema. Sino, un rigor. No es por azar si la filosofía contemporánea —y en primer lugar, en su singularidad francesa— ha pensado en un formida ble levantamiento de lengua, un forcejeo de escrituras (bautizadas «retórica» o «preciosidad» por aquellos que no disciernen la época, ni sienten la dureza del pensamiento). Una vez más, como ha ocurrido en cada gran ruptura del sentido, la filosofía no se podrá ya escribir de la misma manera. Ni la poesía. Éstas no se escribirán ya, acaso, ni «filosofía» ni «poesía». Esas palabras que no acaban de term inar portan todo lo que está en juego en la cuestión del sentido —y para empezar el hecho mis-
mo de que una «cuestión» del sentido finito no sea una cuestión que se pueda articular en los términos del sentido, aunque tam poco se la pueda desarticular en los términos de un sin sentido, y el hecho, en consecuencia, de que no sea ni siquiera una «cuestión». No «¿qué es el sentido finito?», sino solamente: «La finitud del ser suspende el sentido de lo que es el sentido». ¿Cómo escribirlo? Rimbaud: ¿Cómo actuar, oh corazón robado? Hay ahí decepción, y sufrimiento: es por ello que el pensamiento es duro. Pero hay decepción porque hay espera, y hay espera porque hay, ya, sentido. No es una promesa que no fuese mantenida. Nada es prometido a la existencia. Así, la decepción misma es el sentido. Entonces, eso mismo hay que pensarlo. Eso no es absurdo. Eso hace existencia (y comunidad, historia, libertad). Pero pensarlo hasta el extremo pone fin al pensamiento: sólo un pensamiento finito está a la medida de esta extremidad. Del sentido finito no se recogen ni siquiera los vestigios, o los minúsculos fragmentos. No se los recoge, y es el sentido, un punto, eso es todo. Siempre se ha hablado ya demasiado, pensado demasiado. Pero nunca aún suficiente, porque cada vez, eso recomien za. ¿Y qué es «una vez» de existencia? ¿Un «aquíahora»? ¿Qué es un nacimiento, una muerte, una venida singular a la presencia? ¿Cuántas veces ocurre eso en una vida? ¿En una historia? ¿Y por cuánto en una comunidad? El evento del sentido, en tanto que falta, no es ni el continuo de una substancia, ni la rareza discreta de una excepción. Sino, el ser —del que el pensamiento es la ética ontológica de ese «ni, ni» estrictamente mantenido en suspenso, sin relevo y sin abismo. El pensamiento se ahonda ahí hasta su fuente. Él sabe esta fuente, su ser mismo, como lo que no es en sí ni pensamiento, ni impensado, ni impensable —sino sentido finito del existir. Se ahonda hasta su fuente y, así, en tanto que pensamiento, abre y agota de nuevo su fuente, la recoge y la dispersa. El pensamiento debe pensarse como lo que se pierde en el pensamiento, y de pensar, necesariamente, si el sentido que piensa es el de las finitudes innumerables, y de las apropiaciones de nada! Estaríamos tentados de escribir «Si un pensamiento finito no surge, si no encuentra su escritura, no habremos pensado nuestro tiempo». Como si, en semejante imperativo, conociése-
mos y anticipásemos una esencia del pensamiento finito, con su forma, si no su norma. Pero no: un pensamiento finito está ya a la obra, o se desobra, ya anterior y ya posterior a lo que se pueda decir de él, aquí o en otra parte. Está escrito aquí, pero antes y después de este «aquí», finalizándolo ya, y todavía no. Ya para ayer, y ya para mañana haciendo y llevando el sentido —pensamiento que ya no lo tiene que imponer, y ni siquiera proponer, pero que debe, con todos sus recursos de pensamiento, exponerse a lo finito del sentido. Múltiple, cada vez singular —¿qué es «una vez» de pensamiento?, ¿qué es un pensamiento?—, duro, cada vez atrincherado, tan material como este trazo de tinta, y sin embargo huidizo, un pensamiento finito, solamente uno. Agosto de 1990
Los textos que siguen están todos preocupados, de una u otra manera, por la «finitud» y por la «existencia» en tanto que ésta es su absoluto. Están colocados en un orden que, por ello, se deriva de una determinada lógica, y no sigue sus fechas. Éstas, lo mismo que la diferencia de los propósitos, explicarán ya sea los desplazamientos, ya sea las repeticiones de motivos. Las circunstancias de las publicaciones anteriores se indican, cuando hay lugar a ello, al final del volumen. Todos los textos han sido modificados de manera más o menos importante.
LO EXCRITO
De una corta reflexión sobre Bataille y su comentario, yo quisiera solamente introducir a una palabra, lo «excrito». ¿Por qué a partir de Bataille? A causa de una comunidad con él que va más allá, y que se pasa de la discusión teórica (que puedo imaginar viva, si no es que dura, con lo que se podría llamar la religión trágica de Bataille). Esta comunidad proviene del hecho de que Bataille me comunica inmediatamente la pena y el placer que provienen de la imposibilidad de comunicar cualquier cosa sin tocar el límite en el que el sentido todo entero se derrama fuera de sí mismo, como una simple mancha de tinta a través de una palabra, a través de la palabra «sentido». A ese derramamiento del sentido que produce el sentido, o a ese derramamiento del sentido a la obscuridad de su fuente de escritura, yo lo llamo lo excrito. * * * Se vuelve urgente el cesar de comentar a Bataille (incluso si su comentario explícito, publicado, es todavía bastante magro). Deberíamos saberlo, Blanchot nos lo ha dicho a media voz, como le convenía, rehusándose a comentar ese rechazo del comentario. (En un sentido, hay que dejarlo todo, de inmediato, con Blanchot, a la «interrupción del discurso [...], una interrupción fría, la ruptura del círculo [...], el corazón que cesa de latir, la eterna pulsión parlante que se detiene».)1
Por lo demás, no se puede tratar de un «rechazo». No ha habido, y no habrá jamás nada de simplemente reprensible, ni de simplemente falso en el hecho de comentar lo que, habiéndose avanzado ya en la escritura, se ha propuesto ya al comentario, y en verdad ha comenzado ya a comentarse a sí mismo. Pero ése es el equívoco de Bataille: él se ha empeñado en el discurso, y en la escritura, lo suficientemente lejos como para someterse a toda la necesidad del comentario. Y en consecuencia a su servilismo. Él ha propuesto un pensamiento lo suficientemente adelantado como para que su seriedad le retire la soberanía divina, caprichosa, desvaneciente, que era sin embargo su único «objeto». (Este límite desgarrante, desolante y alegre, aligerado, esta liberación del pensamiento que no abdica —al contrario— pero que ya no tiene, o aún no tiene razón de ser. Esta libertad de antes de todo pensamiento, y de la que nunca será posible hacer un objeto, o un sujeto.) Pero cuando se hurtó a ese gesto, a esta proposición y a esta posición de pensador, de filósofo, de escritor (y él se hurta sin cesar, no acabando sus textos, y menos aún su «suma» o su «sistema» de pensamiento, no acabando ni siquiera sus frases, ocasionalmente, o bien obstinándose a retirar mediante una sintaxis descentrada, desviada, lo que el encadenamiento de un curso de pensamiento depositaba como una lógica o como un propósito) —cuando se ha hurtado, ha hurtado también el acceso a lo que nos comunicaba. «Equívoco»: ¿es ésta la palabra? Quizás, si se trata del equívoco de una comedia, de un simulacro —que no hay que dudar de imputarle también. Bataille siempre ha representado la impotencia de acabar, el exceso, tendido hasta romper la escritura, de lo que hace la escritura: es decir, de lo que simultáneamente la inscribe y la excribe. La ha representado, puesto que ha escrito sin cesar, escribiendo por doquiera, sin cesar, el agotamiento de su escritura. Esa representación, esa comedia, las ha dicho, las ha escrito. Se ha escrito culpable de hablar del vaso de alcohol en lugar de beberlo y emborracharse. Emborrachándose de palabras y de páginas para decir y para ahogar al mismo tiem po la culpabilidad inmensa y vana de esa representación. Salvándose también por ese lado, si se quiere, y siempre demasiado seguro de encontrar la salvación en la representación misma. Así, sin apartarse de una comedia harto visiblemente cris-
tiana de confesión y de absolución, y de recaída en el pecado, y de nuevo de abandonarse al perdón. (El cristianismo en tanto que comedia: la reparación de lo irreparable. El propio Bataille ha sabido en qué medida el sacrificio era una comedia. Pero no se trata de oponerle el abismo de un «puro irreparable». Es una libertad más alta, más terrible quizás, pero de otra manera, la que debe liberamos del espíritu de catástrofe que nos domina.) Esta comedia es también la nuestra: un sacrificio de la escritura, por la escritura, que la escritura redime. No cabe duda de que algunos fueron a dar en la comedia, con respecto a lo que fueron, a pesar de todo, la discreción y la sobriedad de Bataille. No cabe duda de que se ha hecho demasiado en relación a este arrancamiento de uñas a la mano del escritor, en relación a esta sofocación en los subterráneos de la literatura y de la filosofía. A menos que uno haya a toda prisa reconstituido secuencias de pensamiento, colmado las brechas con ideas. (Comentario en los dos casos.) Eso no compromete a ninguna crítica de los comentarios de Bataille (y si ese debiera ser el caso, yo estaría implicado en ello). Los hay poderosos e importantes, y sin los cuales no podríamos ni siquiera plantear la cuestión de su comentario. Pero en fin, Bataille escribía: «yo quiero despertar la más grande desconfianza contra mí. Yo hablo únicamente de cosas vividas; no me limito a los procedimientos de la cabeza» (VI, 261). ¿Cómo no ser alcanzado por esta desconfianza? ¿Cómo proseguir simplemente la lectura, luego cerrar el libro, o cómo anotar sus márgenes? Si subrayo solamente ese pasaje, y si lo cito, como acabo de hacerlo, la traiciono ya, lo reduzco a un «estado de intelección» (como Bataille lo dice en otro lugar). Sin embargo, él se había ya reducido él mismo a alguna cosa en la que la intelección, ciertamente, no lo agota todo, pero no por ello deja de vigilar la escena. En otro lugar, aún, Bataille escribe que la escritura es la «máscara» de un grito y de un nosaber. ¿Qué hace entonces esta escritura que escribe eso mismo? ¿Cómo no enmascararía eso que, pór un instante, desvela? ¿Y cómo no enmascararía, a fin de cuentas, esa máscara misma que dice ser, y que dice aplicar sobre un «silencio que grita»? El golpe es imparable, la maquinaria o la maquinación del discurso es implaca ble. Muy lejos de surgir y de ensordecernos, el grito (o el silencio) ha sido hurtado en su nominación o en su designación, bajo
una máscara tanto menos identificable por cuanto se la ha pretendido mostrar, nombrarla ella también, para denunciarla. El equívoco es pues inevitable, es insuperable. Éste no es otra cosa que el equívoco del sentido mismo. El sentido debe significarse, pero lo que produce el sentido, o el sentido del sentido, si se quiere, no es en verdad otra cosa que «esta libertad vacía, esta transparencia infinita de lo que, en fin, ya no tiene más la carga de tener un sentido» (VI, 76). Bataille no ha cesado de rechazar esta carga, no ha escrito sino para descargarse de ella —para alcanzar la libertad, para dejarse alcanzar por ella—, pero escribiendo, hablando, no podía dejar de ponerse a cargo una vez más de alguna significación. «Consagrarse por una posición de principio a ese silencio y filosofar, hablar, es siempre confuso: el deslizamiento sin el cual el ejercicio no existiría es entonces el movimiento mismo del pensamiento» (XI, 286). El equívoco, es el de pasar por el pensamiento para despojar la experiencia del pensamiento. Eso es la filosofía, eso es la literatura. Y, sin embargo, la experiencia despojada no es una estupidez —incluso si hay en ella estupor. El menor comentario de Bataille lo compromete en una dirección de sentido, hacia algo unívoco. El propio Bataille, cuando quiso escribir sobre el pensamiento con el cual entraba él en mayor comunidad, escribió Sobre Nietzsche, en un movimiento esencialmente orientado a no comentar a Nietzsche, a no escri bir sobre él. «Nietzsche escribió “con su sangre": quien lo critica o, mejor aún, lo experimenta no puede hacerlo sino sangrando a su vez.» «Que no se dude de ello un instante más: no se ha entendido una palabra de la obra de Nietzsche antes de haber vivido esta disolución estrepitosa en la totalidad» (VI, 15,22). Pero lo mismo vale en relación a todo comentario, de cualquier autor, de cualquier texto que sea. En un escrito, y tam bién en un escrito de comentario (lo que todo escrito, a su vez, es más o menos), lo que cuenta, lo que piensa (en el límite, si es necesario, del pensamiento) es lo que no se presta sin reservas a la univocidad, ni por lo demás a una plurivocidad, sino que vacila bajo la carga del sentido, y la pone en desequilibrio. Bataille no cesa de exponer eso. Al lado de todos los temas que trata, a través de todas las cuestiones que debate, «Bataille» no es otra cosa que una protesta contra la significación de su discurso. Si se lo quiere leer, si la lectura se coloca de entrada en
rebelión contra ese comentario que ella es, y contra la compren sión que ella debe ser, hay que leer en cada línea el trabajo o el juego de la escritura contra el sentido. Eso no tiene nada que ver con el sin sentido, ni con el absurdo, ni con un esoterismo místico, filosófico o poético. Es en la frase misma —paradójicamente—, en las palabras mismas, y en la sintaxis, una manera, muchas veces torpe o deshecha, sustraída en todo caso cuanto le ha sido posible a la operación de un «estilo» («en el sentido acústicodecorativo del ténnino», como dice Borges), de pesar sobre el sentido mismo, dado y reconocible, una manera de estorbar y de oprimir la comunicación de ese sentido, no a nosotros en primer lugar, sino a ese sentido mismo, a su posibilidad de significar y de significarse. Y la lectura debe a su vez permanecer pesante, estorbada, y sin dejar de descifrar, sin embargo siempre de este lado del desciframiento. Esta lectura permanece atrapada en la extraña materialidad de la lengua, ella se acuerda a esta comunicación singular que no se hace solamente por el sentido, sino también por la lengua misma, o más bien, que no es sino comunicación de la lengua a ella misma, sin despejamiento de sentido, en un suspenso del sentido, frágil y repetido. La verdadera lectura avanza sin saber, abre siempre tm libro como un corte injustificable en el continuum supuesto del sentido. Es necesario que se extravíe sobre esta brecha. Esta lectura —que es para empezar la lectura misma, toda lectura, inevitablemente entregada al movimiento repentino, fulgurante o resbaladizo, de una escritura que la precede y que no alcanzará sí no es reescribiéndola en otra parte y de otra manera, excribiéndola fuera de ella misma—, esta lectura no comenta todavía (se trata del comienzo de la lectura, de un inci pit siempre recomenzado), no está ni en condiciones ni en postura de interpretar, de hacer significar. Ella es más bien un abandono a este abandono a la lengua en el que el escritor se ha expuesto. «No hay pura y simple comunicación, lo que se comunica tiene un sentido y un color...» (II, 315 —y sentido, aquí, quiere decir movimiento, avanzada). No sabe a dónde va, y no tiene por qué saberlo. Ninguna otra lectura es posible sin ella, y toda «lectura» (en el sentido de comentario, exégesis, interpretación) debe volver a ella. Pero así, Bataille y su lector se han desplazado ya en relación
al equívoco. No está por un lado el equívoco del sentido —de todos los sentidos posibles, el equívoco de las univocidades multiplicadas por todos los «actos de intelección»—, y por el otro el «equívoco» del sentido que se deslastra de todo sentido posible. Se trata en definitiva de algo completamente distinto, y que Bataille sabía: es quizás eso mismo lo que ante todo «sabía», «no sabiendo nada». No se trata de esa maquinaria necesaria e irrisoria del sentido que se propone hurtándose, o que se enmascara significándose. Quedarse ahí condena a la escritura sin apelación (seguramente, esta condenación obsesionaba a Bataille), y condena también al ridículo o a lo insoportable a la voluntad de afirmar una escritura hurtada a la intelección e idéntica a la vida («yo he puesto siempre en mis escritos toda mi vida y toda mi persona, ignoro lo que puedan ser los problemas puramente intelectuales», VI, 261). Porque es todavía, aún, un discurso pleno de sentido, y que hurta la «vida» de la que había. Lo que hay de distinto, y sin el «saber» de lo cual Bataille no habría escrito, no más que cualquiera otro escribida, es esto: en verdad, el «equívoco» no existe, o sólo existe mientras que el pensamiento considera el sentido. Pero deja de haber equívoco desde que está claro (y eso está claro, forzosamente, antes de toda consideración del sentido) que la escritura excribe el sentido tanto como inscribe significaciones. Ella excribe el sentido, es decir que muestra que eso de lo que se trata, la cosa misma, la «vida» de Bataille o el «grito», y para terminar la existencia de toda cosa de la que «es cuestión» en el texto (incluyendo, esto es lo más singular, la existencia de la escritura misma) está fuera del texto, tiene lugar fuera de la escritura. No obstante, ese «afuera» no es el de un referente al cual remitiría la significación (así, la vida «real» de Bataille, significada por las palabras «mi vida»). El referente no se presenta . como tal sino por la significación. Pero ese «afuera» —todo entero excrito en el texto— es el retiro infinito del sentido por el cual cada existencia existe. No lo dado bruto, material, concreto, reputado exterior al sentido y que el sentido representa, sino la «libertad vacía» por la cual el existente viene a la presencia —y a la ausencia. Esta libertad no está vacía en el sentido de que sería vana. Sin duda, ella no está ordenada a un proyecto, a un sentido ni a una obra. Pero ella pasa por la obra del sentido para exponer, para ofrecer al desnudo el inempleable, el inex-
plotable, ininteligible e infundable ser del serenelmundo. Que hay —el ser—, o que hay ser, o incluso seres, y singularmente que hay nosotros, nuestra comunidad (de escrituralectura): he ahí lo que provoca a todos los sentidos posibles, he ahí lo que es el lugar mismo del sentido, pero que no tiene sentido. Escribir, y leer, es estar expuesto, exponerse a ese nohaber (a ese nosaber), y de ese modo a la «excripción». Lo excrito está exento desde la primera palabra, no como un «indecible», o como un «ininscriptible», sino al contrario como esta apertura en sí de la escritura a ella misma, a su propia inscripción en tanto que la infinita descarga del sentido —en todos los sentidos que se le pueden dar a la expresión. Escribiendo, leyendo, escri bo la cosa misma —la «existencia», lo «real»— que no está sino excrita, y de la que este estar solo constituye el objetivo [enjeu] de la inscripción. Inscribiendo significaciones, se excribe la presencia de eso que se retira de toda significación, el ser mismo (vida, pasión, materia...). El ser de la existencia 110 es impresentable: se presenta excrito. El grito de Bataille no está ni enmascarado ni sofocado: se hace oír como el grito que no se oye. En la escritura, lo real no se representa, presenta la violencia y la retención inauditas, la sorpresa y la libertad del ser en la excripción donde a cada instante la escritura se descarga de ella misma. Pero «excrito» no es una palabra de la lengua, y tampoco se la puede fabricar, como lo hago aquí, sin ser irritado por su barbarismo. La palabra «excrito» no excribe nada y no escribe nada, hace un gesto desviado para indicar eso que debe solamente escribirse, en el pensamiento mismo, siempre incierto, de la lengua. «Queda la desnudez de la palabra escribir», escri be .Blanchot,2 quien compara esta desnudez a la de Madame Edwarda. Queda la desnudez de Bataille, queda su escritura desnuda, exponiendo la desnudez de toda escritura. Equívoca y clara como una piel, como un placer, como un miedo. Pero la com paración no es suficiente. La desnudez de la escritura es la desnudez de la existencia. La escritura está desnuda porque «excri be», la existencia está desnuda porque es «excrita». De la una a la otra pasa la tensión violenta y ligera de ese suspenso del sentido que produce todo el «sentido»: ese goce
tan absoluto que no accede a su propia alegría sino perdiéndose en ella, derramándose en ella, y que ella se presenta como el corazón ausente (la ausencia que bate como un corazón) de la presencia. Es el corazón de las cosas que está exento. En cierto sentido, Bataille debe presentársenos con esta presencia, que aparta la significación, y que sería, ella misma, la comunicación. No una obra reunida, rendida comunicable, interpretable (siempre, las «Obras completas», tan preciosas y necesarias, provocan una molestia: ellas comunican completo lo que no fue escrito sino a pedazos y ocasionalmente), sino el resbalamiento finito de una excripción de la finitud. Se descarga ahí un goce infinito, un dolor, una voluptuosidad tan reales que tocarlos (leerlos exentos) nos convence en seguida del sentido absoluto de su nosignificación. En cierto sentido aún, es Bataille mismo muerto. Es decir, la exasperación de cada momento de lectura en la certidumbre de que el hombre exista, quien escribió lo que uno. lee, y la evidencia confundidora de que el sentido de su obra y el sentido de su vida son la misma desnudez, el mismo desnudamiento de sentido que los aparta por igual el uno del otro —en toda la separación de una e(x/s)critura. Bataille muerto y sus libros ofrecidos tales y como su escritura los deja: es la misma cosa, es la misma prohibición de comentar y de comprender (es la misma prohibición de matar). Es el alto implacable y alegre que hay que poner a toda hermenéutica, para que la escritura (y) la existencia, de nuevo, se puedan exponer: en la singularidad, en la realidad, en la libertad de «el destino común de los hombres» (XI, 311). Hablando de la muerte de Bataille, Blanchot escribe: «la lectura de los libros debe abrimos a la necesidad de esta desaparición en la cual ellos se retiran. Los propios libros remiten a una existencia».3
LO INSACRIFICABLE
Según Panfilo, Tales aprendió de los egipcios la geo metría, inscribió en un círculo el triángulo rectángu lo, y por este descubrimiento inmoló un toro. D i ó g e n e s L a e r cio ,
Vida, doctrinaysentencias delosfilósofosilustres, Libro I I Es sin duda razonable el atribuir la práctica del sacrificio, lo más tarde, al hombre de Lascaux. Habría que representarse, entonces, para empezar, alrededor de doscientos siglos de sacrificios, luego, los millones de ritos sacrificiales todavía realizados en nuestro siglo, en la periferia del Occidente, o en algunos de sus repliegues secretos. Esta representación no buscaría solamente el reproducir el espectáculo de sus innumerables altares, o de sus espacios consagrados, de humos que se elevan, de sangre que chorrea, de los alcoholes, o de las aguas que ahí se esparcen, de los frutos, de los panes, de los bienes, de las ofrendas de todo origen que ahí son depositadas. Aunque ese espectáculo debería hacernos tomar la medida de una singular ausencia, entre nosotros, para nosotros, del sacrificio. O más bien, de su presencia ambigua, o indistinta. Ahí mismo en donde hay todavía, entre nosotros, altares, sus sacerdotes nos hacen saber que ya no se trata del mismo sacrificio. Volveremos sobre ello. Aquí está todo el asunto. Pero lo más frecuentemente, ya no hay ni altares,' ni sacerdotes. Y en consecuencia, aquello a lo que el sacrificio está orientado, o bien aquello a lo que nosotros nos representamos que estuvo orientado, la participación, la comunión, la Comunidad, no es tampoco mantenido, o no lo es de la misma manera.
Cada vez que el nihilismo enuncia: «ya no hay más comunidad», enuncia también que ya no hay sacrificio. ¿Podemos retomar este enunciado de un modo que no sea nihilista? Ésa es la cuestión final de este ensayo. * * * La humanidad entera, o casi, ha practicado algo que nosotros llamamos «el sacrificio». Pero el Occidente reposa sobre otra fundación, en la cual el sacrificio es rebasado, superado, sublimado o relevado de una manera singular. (¿Es decir que éste es él mismo sacrificado? Volveremos sobre ello.) Habría que convocar aquí otra representación: la imagen de la escasa decena de siglos durante la cual, en el borde y luego en el centro de la fundación occidental, el sacrificio se libera de sí mismo, se aligera, se transfigura o se retira. Eso ocurre en los profetas de Israel, en Zoroastro, Confucio, Buda, y ocurre en fin en la filosofía y en el cristianismo. A menos que no convenga decir que eso se cumple como filosofía y como cristianismo, o, si se prefiere, como la ontoteología. Nada, quizás, designa más netamente (aunque obscuramente) el Occidente, como esta asump ción, o subsumción, dialéctica del sacrificio. Y hay que decir que, en efecto, puestos a considerar los límites de la historia propiamente dicha, el espacio indoeuropeo, por lo menos, presenta de entrada el sacrificio debilitado, desplazado, si no es que extinto. Todo ocurre como si el Occidente comenzara ahí donde termina el sacrificio. Ciertamente no basta con decir, como Bataille, por ejemplo, lo ha repetido muchas veces, que una evolución se produjo impulsada por un horror creciente por la inmolación y a la búsqueda de «actitudes religiosas menos chocantes».1Más bien hay que aprehender de esta (aparente) «humanización» del sacrificio no, sin duda, las razones (que se confunden con el origen mismo del Occidente), sino los motivos [enjeux] profundos. Es lo que quería emblematizar el epígrafe: ese pequeño relato sobre Tales nos remite al tiempo de una mezcla extraña, en la que la ciencia era celebrada por el sacrificio, cuando nosotros sabemos, o cuando nosotros pensamos saber que el origen de la geometría depende precisamente de la disolución de esa mez 1. Bataille, CEuvrescomplétes, GaHimard, t. VII, p. 280.
cía. (De manera análoga, Hegel reporta, con una mezcla de curiosidad interesada y de reprobación, que Jenofonte, a la cabeza de su ejército, ofrecía todos los días un sacrificio, de acuerdo al cual ordenaba sus medidas militares.)2 Hoy, otras ciencias toman al sacrificio por objeto: pero, para terminar, éstas nos hacen saber que este objeto está mal construido, que es artificial y, para decirlo de una vez, «una categoría del pensamiento de ayer», a menos que no sea preciso ir al extremo de decir: «en todo caso, en nuestro sistema, el sacrificio no existe sino como cajón vacío, pero también como posición estratégica en la que, desprecio/fascinación, se instaura el rechazo del otro».3 Nosotros ya no entendemos el gesto de Tales, no sabemos ni siquiera si, y cómo, éste se comprendía él mismo —pero sin embargo estamos, al parecer, tanto más solicitados, si no es que fascinados, incluso alucinados, por ese gesto mismo. (Sin embargo, hay que hacer aquí este señalamiento: sin duda, el carácter no pertinente de nuestra idea del sacrificio, confrontada a las prácticas no occidentales, 'no contrasta con muchas otras impertinencias, incluso con una impertinencia general. Nosotros no sabemos, en cierto modo, lo que «comer», «besar» o «mandar» quiere decir fuera del Occidente. En ese sentido, nosotros no sabemos nada que no hayamos ya significado. Ahora bien, en el caso del sacrificio (y en algunos otros) resulta que la palabra misma que utilizamos es de nuestra invención. Esa palabra latino/cristiana dice algo que no dice ninguna palabra venida de otra parte. No traduce: instaura una significación. A fin de cuentas, el «sacrificio», en todas las posi bilidades de la palabra, es una elaboración occidental. Sin duda, es posible rechazar el debate, y decir, en todo caso, que lo 2. Enciclopedia. 3. La cuisine áu sacrifice en pays grec, de M. Détienne y J. P. Vemant, Gallimard, 1979, p. 34 (texto de M. Détienne) y p. 134 (texto de J.L. Durand). Esos dos autores insisten, por lo demás, sobre el rol del «cristianismo englobante» (M. Détienne) en la construcción «arbitraría» de la noción etno-anfropológica del sacrificio. Y ciertamente no se equivocan, con la condición de que no olviden que el «cristianismo» (si no la fe de los cristianos) no es lo que.es sino en una doble dialectización filosófica a la cual pro cede y a la cual se somete. Y que es la filosofía la que, elaborando la Idea del sacrifi cio, cierra el acceso a lo que yo llamo aquí, a falta de una mejor designación, el «sacri ficio antiguo». Cuando la investigación antropológica encuentra una diversidad de for mas sacrificiales imposible de unificar*, ella es quizás a su vez, de una manera invertida, comandada por este cierre [femieture]. Es por lo menos difícil no pensar que hay una unidad real de ese sacrificio antiguo, aunque nosotros no podamos acceder a ella.
mismo vale con respecto a todas nuestras significaciones. Pero en el caso de la palabra «sacrificio», es notable (aunque ése no sea quizás un caso único) que la palabra nueva pretenda, a la vez, recubrir la significación de otras palabras anteriores, e instaurar una nueva significación, que tiende a abolir o a sublimar las precedentes. Habría en la palabra «sacrificio» un obscuro sacrificio de palabras. Todo el léxico de lo «sagrado» participa en ello sin duda. Pero no puedo detenerme en esto aquí.) n El pensamiento de Bataille no puede no ocupar [hanter] una reflexión contemporánea sobre el sacrificio. De este pensamiento mismo me habré de ocupar más adelante. Por el momento, destacaré solamente tres de sus rasgos distintivos, que le dan su carácter ejemplar: 1) Este pensamiento no sobreviene en absoluto por casualidad, ni por capricho individual, sino que está fuertemente vinculado a todo un contexto sociológico, etnológico y antropológico, por un lado, filosófico, teológico y psicoanalxtico por el otro, que lo ha determinado en la primera mitad de este siglo. Entre muchas otras confirmaciones posibles, nos podemos referir, por ejemplo, al libro de Georges Gusdorf, Uexpérience humaine du sacrifica, publicado en 1948, después de haber sido «acometido en cautiverio»:4 su perspectiva es del todo diferente de la de Bataille, a quien sin embargo cita (y a quien Gusdorf conocía personalmente), pero la red de referencias, la importancia conferida al objeto, y la tensión hacia la idea de una necesaria «su peración» del sacrificio5 dan testimonio, por encima de estos dos autores tomados como síntomas, de una amplia comunidad de preocupación y de época. Hay en la interrogación del sacrificio algo así como un punto crítico, o cmcial, del pensamiento contemporáneo. Quizás se vea mejor, más adelante, a qué se debe esto, y en qué nos concierne. 2) Como es sabido, el pensamiento de Bataille no está sola4. G. Gusdoif, Uexpérience humaine du sacrifice, PUF, 1948, p. VIII. 5. Op. cit., p. 267.
mente marcado por un interés particular por el sacrificio: está obsesionado por él, fascinado. «La carnada del sacrificio» está dicho ahí que no responde a nada menos que a esto: «lo que esperamos desde la infancia es esa perturbación [.dérangernent ] del orden en que nos sofocamos [...] la negación de ese límite de la muerte, que fascina como la luz».6 Se trata nada menos que de «ser la misma cosa que la magnificencia del universo». Y así, Bataille ha podido escribir: «De la cuestión del sacrificio, es necesario decir que es la cuestión última». Como también es sabido, Bataille no quiso solamente pensar el sacrifieio, quiso pensar según el sacrificio, y quiso el sacrificio mismo, en acto, y por lo menos no dejó de presentarse su pensamiento como un necesario sacrificio del pensamiento. En el mismo movimiento, el motivo del sacrificio empeña en Bataille el gesto sacrificial mismo, el establecimiento de la comunidad o de la comunicación, el arte en su capacidad de comunicación, y en fin el pensamiento mismo. 3) Pero también es sabido que un lento desplazamiento, una larga deriva, condujo a Bataille a denunciar la comedia del sacrificio y, en consecuencia, a renunciar a hacer de éste un resultado. Pero ese renunciamiento mismo, sin duda siempre frágil y ambiguo, no resulta. Las preguntas que yo quisiera plantear aquí sin limitarme solamente a Bataille, proceden de lo que su experiencia dé pensamiento ejemplifica para nosotros. ¿Qué hay en la fascinación por el sacrificio? ¿De dónde proviene ésta? ¿A qué compromete, en qué se compromete? ¿De qué está hecha en verdad, nuestra relación con el sacrificio? ¿No está ahí todo el Occidente, en cierto sentido, determinado? Y, en consecuencia, ¿esa relación no nos tendría acaso amarrados a la clausura [clófure] del Occidente? ¿No es acaso tiempo, en fin, de levantar el acta del fin del sacrificio real, y de la clausura de su fantasma? ¿No es acaso tiempo, en consecuencia, de inquietarse por una participación y por una comunicación que no debiesen ya nada al sacrificio, y que no dependiesen tampoco (pienso en René Girard, y en todo un movimiento cristiano 6. G. Bataille, (Euvres completes, t. XI, Gallimard, 1988, p. 484. Las citas que si guen son del tomo VII, pp. 264 y 538.
contemporáneo)* de la revelación de una religión no sacrificial, que no puede sino mantenemos en la rueca del acceso a esta revelación misma? m ¿Cuál es la naturaleza de la relación inicial del Occidente para con el sacrificio? O bien, y para ser más precisos, ¿según qué relación para con los sacrificios del resto de la humanidad (o para con las representaciones de esos sacrificios) el Occi* René Girará propone una lectura antropológica de la Biblia y de los Evangelios, y una antropología aclarada por éstos. «El hombre —propone Girard (cfr. Je vois Satantombercommel’éclair, Éditions Grasset & Fasquelle, París, 1999, p. 33)— es esta creatura que ha perdido una parte de su instinto animal para acceder a lo que llama mos el deseo. Una vez saciadas sus necesidades naturales, los hombres desean intensa mente, pero no saben exactamente qué porque ningún instinto los guía. No tienen un deseo propio. Lo pxx>pio del deseo es no ser propio. Para desear verdaderamente, debe mos recurrir a los hombres que nos rodean, debemos tomarles prestados sus deseos». Lejos de fundarse en un abstracto pacto social, las sociedades humanas surgen como tales, piensa Girard, a partir de este explosivo contagio de los deseos, o rivalidad mimélica como él la llama: el hombre es rival de su prójimo, de su modelo, en la medida en la que al imitar su deseo desea el mismo objeto que aquél, la misma propiedad, la misma mujer, o el mismo reconocimiento. Las sociedades humanas están fincadas en Satanás, o en la envidia, tensión inconsciente que se acumula y explota en las «pestes» o crisis miméticas que desembocan en un asesinato colectivo en el que «Satanás ex pulsa a Satanás» para regenerar su reino (cfr. op. cit., capítulo III). Para Girar el sacrificio es un linchamiento, o la repetición ritual de un linchamiento, que sirve de catarsis o de válvula de escape a una tensión insoportable de las rivalidades miméticas o envidias que tejen una sociedad. Los mitos son los relatos confusos que las distintas sociedades humanas nos transmiten a propósito de estas crisis y de los sacrificios que salvaron el cosmos del caos: una víctima o chivo expiatorio atrajo sobre sí la violencia de todos, y al sacrificarlo éstos se reconciliaron: la violencia. Satanás, expulsó a la violencia; de la vaga conciencia de esta deuda se sigue la divinización de la víctima, y los mitos y rituales asociados a ella. La revelación bíblica y evangélica, y la cruz al centro de ésta, son la denunciación de este mecanismo victimario: el Cristo pone en jaque a Satanás al explicitar su astucia. El sacrificio unánime se vuelve imposible desde el momento en el que la colectividad no es capaz ya de engañarse del todo con respecto a la culpabilidad de la víctima, y desde el momento en el que al reino de la envidia se opone el reino de Dios, o del amor, en el que la infinitud del deseo humano es recuperada o redimida por el «sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celes tial» del Evangelio (cfr. Mt. 5, 48). Unamuno, que hace de este mandato imposible su esperanza y su divisa (cfr. Mi religióny otros ensayos breves), también veía en la envidia la herida principal del alma humana (cfr., por ejemplo, su novela Abel Sánchez y su pieza dramática Elotro). De René Girard se pueden leer en español, Mentiraromántica y verdadnovelesca, Laviolenciay lo sagrado, El chivo expiatorio, La ruta antiguade los hombresperversos y Shakespeare, en Anagrama; Literatura, mimesis y antropología en Gedisa; y Cuandoempiecenasucederestascosas en editorial Encuentro. pV. del T.]
dente elabora, si podemos decirlo, su propio «sacrificio» (el único quizás, si hace falta insistir, que responde al nombre de «sacrificio»)? Sócrates y el Cristo nos significan que esa relación es decisiva, y fundadora. Ahora bien, en uno y otro caso, se trata de una relación a la vez distanciada y repetitiva. Una y otra figura (doble figura de la ontoteología) a la vez se apartan muy deli beradamente, y muy decididamente, del sacrificio, y proponen una metamorfosis del mismo, o una transfiguración. Se trata, entonces, ante todo de una mimesis: el sacrificio antiguo es reproducido, hasta cierto punto, en su forma o su esquema, pero es reproducido de tal m anera que se revela en él un contenido completamente nuevo, una verdad hasta entonces oculta o desconocida, si no es que pervertida. Por lo mismo, el sacrificio antiguo es representado, en retomo, como no habiendo constituido sino una imitación previa, una imagen grosera de lo que viene desde ahora a efectuar el sacrificio transfigurado. En el fondo, acaso no haya estrictamente nada que decir del «sacrificio» antiguo, si no es que todas sus representaciones están construidas a partir del sacrificio transfigurado. En cam bio, el nuevo sacrificio no proviene de esos esbozos rústicos por vía de simple transmisión, o de generación natural: le hace falta, precisamente, para instaurarse, el gesto de esta «ruptura mimética». ,v
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(Notémoslo, de paso, sin querer demorarnos en ello: ¿hay acaso, para nosotros, «ruptura» alguna que no deba ser «mimética»? ¿No se aplicaría ese principio a las interpretaciones dominantes de lo que nosotros designamos, entre otros, como «muerte del padre» o como «revolución»? ¿En qué medida esas interpretaciones estarían pues en la dependencia del gesto hecho en relación al sacrificio? Es decir, de un gesto en el cual el sacrificio debe ser sacrificado —inmolado, abandonado— para que podamos en fin consagramos (o sacrificamos) a la verdad revelada del sacrificio. Sacrificio al sacrificio por el sacrificio del sacrificio. Desde luego, en esta fórmula, el valor de la palabra se desplaza, dialécticamente, a cada instante. Pero ese desplazamiento rinde acaso cuenta, para terminar, de una disolución de todo valor asignable de la palabra, y, entonces, si
tiene todavía sentido el decirlo, de la cosa misma. Volveremos sobre ello.) * * * La ruptura mimética del sacrificio occidental (si se quiere: a la occidental..) propone un nuevo sacrificio, que se distingue por un cierto número de caracteres. Eso no quiere decir que todos los rasgos de esos caracteres estén siempre pura y simplemente ausentes de los antiguos sacrificios —por más que, por lo demás, sea todavía posible retrazar la verdad de esos «antiguos» sacrificios (ese es todo el problema). Pero cuatro caracteres son claramente exigidos y presentados por la ontoteología del sacrificio: 1) Es un autosacrificio. Sócrates, y el Cristo, son condenados, y lo son, el uno y el otro, mediante una condenación inicua, que en cuanto tal no es representada como sacrificio ni por las víctimas, ni por los verdugos. Pero el desenlace en esta condenación, en cambio, es representado como el sacrificio buscado, querido, reivindicado por el ser todo entero, por la vida y por el pensamiento, o por el mensaje de las víctimas. Es, en el más pleno sentido de las palabras, y en los dos valores del genitivo, el sacrificio del sujeto. El Fedón no propone otra cosa que un viraje apropiativo de la situación por parte del sujeto Sócrates: él está en prisión, va a morir, y es toda la vida terrestre lo que allí designa como prisión, de la que. conviene liberarse mediante la muerte. La filosofía aparece así, no solamente como el saber de esta liberación, sino como su propia operación: «Ésos que, mediante la filosofía, se han purificado todo cuanto es necesario, ésos viven absolutamente sin cuerpo por toda la continuación de la duración, etc.».7 Así, algunos instantes después de haber pronunciado esas palabras, el filósofo va a beber él mismo, sin vacilar y hasta el fondo, la copa de cicuta, rogando a los dioses «por el feliz suceso de ese cambio de residencia».8 En cuanto al Cristo, es conocida la doctrina pauliniana de la kenosis, de ese gesto por el cual el Cristo «que se encontraba en 7. Fedón, II3c. 8. Ibid., 117c.
la forma de Dios [...] se ha vaciado de sí mismo»9 deviniendo hombre hasta la muerte inclusa. Dios, señor de la muerte de la creatura, se inflige a sí mismo esta muerte, remitiéndose así, a sí mismo y a su muerte, su propia vida y su propio amor expandidos en la creación. Para el uno y el otro, el acontecimiento del sacrificio propiamente dicho (si es posible todavía decirlo así), la muerte, viene solamente a puntuar y a exponer el proceso y la verdad de una vida que es de parte a parte ella misma el sacrificio. Con el Occidente, no se trata ya de una vida que se mantendría de sacrificios, no se trata siquiera tan sólo, según una expresión muy cristiana, de una «vida de sacrificios», sino que se trata de una vida que sea por ella misma, en ella misma, toda entera sacrificio. San Agustín escribe: «cuando el apóstol nos exhorta a hacer de nuestros cuerpos una hostia viviente, santa, agradable a Dios [...] todo ese sacrificio del que habla, lo somos nosotros mismos».10 La vida del sujeto —o lo que Hegel llama la vida del Espíritu— es la vida que vive de sacrificarse. En otro tono, Nietzsche mismo lo testifica, él que por lo demás desconfía de la moral del sacrificio: «"dar su vida por algo" —gran efecto. Pero uno no da su vida por muchas cosas: los afectos, en su conjunto y uno por uno, quieren su satisfacción. [...] ¡Cuántos han sacrificado su vida por las mujeres bonitas —e incluso, lo que es peor, su salud! Cuando uno tiene el temperamento, escoge por instinto las cosas peligrosas: por ejemplo la aventura de la especulación, si uno es filósofo; o de la inmoralidad, si uno es virtuoso. [...] Uno siempre se sacrifica».u Ese sacrificio es único, y es consumado por todos, o más precisamente todavía, todos son reunidos ahí, ofrecidos y consagrados. Aquí también, citemos a San Pablo: «Mientras que todo sacerdote se mantiene de pie cada día, oficiando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que son absolutamente impotentes para quitar los pecados, él . por el contrario, habiendo ofrecido por los pecados un único sacrificio [...] por 2)
9. Epístola a los filipenses, II, 6 y ss. 10. Ciudad de Dios, citado en E. Mersch, Le cor¡)s mystique du Christ, t. II, Desclée, 1951, p. 114 (la referencia dada ahí es imprecisa). 11. Werke, ed. Schlechta, vol. III (Nachlass), Munich, Iíanser, 1956, p. 803.
una oblación única ha rendido para siempre perfectos aquellos a quienes santifica».12 San Agustín dirá: «toda la ciudad de los redimidos, toda la asamblea de los santos, es ofrecida a Dios, en un único sacrificio universal, por el supremo pontífice. Él mismo se ha ofrecido por nosotros en su pasión según la forma del esclavo, a fin de que nosotros deviniésemos el cuerpo de un jefe tan augusto».13 La unicidad del sacrificio se desplaza entonces ella misma —o se dialectiza— con una unicidad ejemplar y que vale como tal (es, para empezar, la de Sócrates; y se podría agregar: de manera general, ¿no es el sacrificio el ejemplo de los ejemplos?), a la unicidad de la vida y de la substancia en la cual o a la cual toda singularidad es sacrificada. Al final del proceso, tenemos a Hegel, por supuesto: «La substancia del Estado “es” la potencia en la cual la subsistenciaporsí particular de los singulares y la situación de su inmersión en el serahí exterior de la posesión y en la vida natural se experimentan como una nada, y que mediatiza la conservación de la substancia universal por el sacrificio —operándose en la disposición interior que ella implica— de ese serahí natural en particular».14 El discípulo de Sócrates, por su parte, había proporcionado de alguna manera el momento de la exterioridad en esta dialéctica: las Leyes de Platón instituyen la prohibición de los santuarios y de los sacrificios privados, tales y como los multiplican, al azar de los momentos y los lugares, «las mujeres en general» y todas las personas inquietas.15 Si los tales sacrificios privados son además ofrecidos por gente impía, es la ciudad toda entera, precisa Platón, la que padecerá por ello. Hay pues comunicación, o contagio, de los efectos sacrificiales, y es a regularla bien que debe velar el sacrificio del Estado. Harto después de Platón, y harto después del propio Hegel (y sin que yo quiera sugerir una simple filiación) Jünger podrá designar así la experiencia moderna de la gueiTa «total»: «\La suma inmensa de los sacñficios consentidos forma un solo holocausto que nos une a todos!» —y Bataille citará esta frase, para 12. Epístola a los hebreos, X, 11-14. 13. Epístola a los füipenses, II, pp. 6 y ss. 14. Op.cit., p. 325 (§546). 15. Leyes, 909d y ss.
saludar en ella la «mística».16 El sacrificio occidental posee el secreto de una participación, o de una comunicación sin límites. 3) Ese sacrificio es inseparable del hecho de que él es la verdad desvelada de todos los sacrificios, o del sacrificio en general. No es entonces solamente único, tiene en su unicidad la elevación al principio o a la esencia del sacrificio. Es notable que el Fedón esté enmarcado por dos referencias al sacrificio que llamo «antiguo». Al inicio, en efecto, aprendemos que la muerte de Sócrates tuvo que ser diferida, después del juicio, ya que las ejecuciones estaban prohibidas durante el viaje a Délos, que celebraba cada año la victoria de Teseo sobre el Mino tauro: es decir, el fin del sacrificio al que éste obligaba a los atenienses. Al final, en cambio, y como es bien sabido, a punto de morir, paralizado ya a medias por el veneno, Sócrates pronuncia estas últimas palabras: «jGritón, le debemos un gallo a Esculapio; no se olviden de pagarlo!». La interpretación está destinada —es el texto el que lo quiere— a una ambigüedad significativa: o bien Sócrates, quien recobra la salud del alma sacrificando su cuerpo, agradece al dios por su curación; o bien, Sócrates deja detrás de él, con distancia y quizás con ironía, un sacrificio vano en relación al que realiza en él, en ese momento mismo, la purificación filosófica. Pero de una y otra maneras, la verdad del sacrificio es puesta al día en su mimesis: el sacrificio «antiguo» es una figura exterior, y por ello mismo vana, de esta verdad en la que el sujeto se sacrifica él mismo, en espíritu, al espíritu. Y, por el espíritu, es a la verdad misma que el verdadero sacrificio es ofrecido, es en ella y como ella que él se cumple. A la. mitad del diálogo, consagrado a la verdad de la inmortalidad del alma, Sócrates habrá lanzado: «¡En cuanto a ustedes, si me creen, preocúpense poco de Sócrates, pero mucho de la verdad!».17 Después de san Pablo, Agustín, y toda la tradición, Pascal escribirá: «Circuncisión del corazón, verdadero ayuno, verdadero templo: los profetas han indicado que se requería que todo eso fuese espiritual. —No la carne que perece, sino la que no perece».18 16. x. VII, p. 253. 17. Fedón, 91b-c. 18. Pensamientos, edición de la Pléiade 569, Brunschvícg 683.
4) Así, la verdad del sacrificio revela, con la «carne que pe rece.», el momento sacrificial del sacrificio mismo. Y es precisamente por ello que el último carácter del sacrificio occidental es el de ser él mismo la superación del sacrificio, y su superación dialéctica e infinita. Infinito, el sacrificio occidental lo es ya en la medida en que es autosacrificio, en la medida en que es universal, y en la medida en que revela la verdad espiritual de todo sacrificio. Pero es todavía infinito, y debe serlo, en la medida en que reabsorbe en él el momento finito del sacrificio mismo, y entonces en la medida en que debe, lógicamente, para acceder a su verdad sacrificarse en tanto que sacrificio. Tal es el sentido del pasaje de la eucaristía católica, consumada en la fínitud de especies sensibles, al culto interior del espíritu reformado. Y tal es la verdad especulativa de ello: «la negación del finito no puede producirse sino de una manera finita; y eso es lo que en general es llamado sacrificio. El sacrificio contiene la renunciación inmediata a una fínitud inmediata, con el testimonio de que ella no debe serme particular y que yo no quiero tener para m í esta fínitud Aquí la negatividad no puede manifestarse por un proceso interior, porque el sentimiento no tiene todavía la profundidad necesaria. [...] el sujeto [...] no renuncia en suma sino a una propiedad inmediata y a una existencia natural. En ese sentido, ya no hay más sacrificio en una religión espiritual, y lo que allí se llama sacrificio no puede serlo sino en un sentido figurado».59 IV Mimesis, pues: el sacrificio espiritual no será sacrificio sino
en un sentido figurado. En verdad, él es «la reconciliación'consigo misma de la esencia absoluta».20 Mimesis pero repetición: el sacrificio no es superado sino por un modo más elevado, más verdadero, de la lógica sacrificial . La reconciliación de la esencia no deja por ello de exigir, en efecto, el pasaje por la negatividad absoluta y por la muerte. Es por esta negatividad —y es incluso como esta negatividad— que la esencia se comunica con ella 19. Hegel, Filosofía dela religión. 20. Fenomenologíadelespíritu.
misma. «Sacrificio» quiere decir: apropiación del Sí [Soí] en su prop pr opia ia negatividad, negativ idad, y si el gesto sacrific sac rificial ial ha sido sid o aban ab ando dona nado do al mundo de la finitud, no es sino para hacer resaltar mejor la estructura sacrificial infinita de esta apropiación del Sujeto. Por ello, la mimesis exterior del sacrificio antiguo deviene la mime sis interi in terior or y verdadera del verdadero verd adero sacrifici sacrificio. o. Bataille Bataille escribe escribe,, po p o r ejemplo: «En un u n cierto cie rto sentid s entido, o, el sacrific sac rificio io es una u na actividad libre. Una suerte de mimetismo. El hombre se pone al ritmo del universo».21 Se podría llamar a esta mimesis «transapropiación», apro piación, piación , p o r la l a tra t rans nsgr gres esió iónn de lo finito, de la ver v erdad dad infinita infi nita de ese mismo finito. En cierto sentido, ya no hay sacrificio: hay proceso. proc eso. E n otro otr o sentido, sen tido, ese proc pr oces esoo no vale sino sin o p o r el m omento de lo negativo, en el que lo finito debe ser aniquilado, y ese momento es el de una transgresión, a pesar de todo, de la ley que es la ley de 3a presenciaasí. Ahora bien, esta transgresión se hace en el dolor, incluso en el horror. Para Hegel, por ejemplo, es la cara sombría, sangrante, pero ineluctable de la historia. historia. Pero así, así, el Espíritu cumple cump le su presencia prese ncia infinita a sí, sí, y la ley ley es restaura resta urada, da, y glorificada. glorificada. Nietzsche Nietz sche tam ta m bién bi én compr com pren ende de a veces la histor his toria ia como la necesidad de sacrificar generaciones enteras, para «reforzar y exaltar por ese sacrificio —en el que nosotros estamos incluinuestro stro próji pr ójimo mo — el senti dos, nosotros y nue se ntim m iento ien to general gene ral de la potenc pot encia ia humana».22 Un sacrificio tal se opone entonces al de los «buenos» que, como lo dice Zaratustra, «crucifican al que inscribe nuevos valor valores es sobre nuevas tablas, y sacrifican su prop ro pio pi o porven por venir». ir».223 Pero Per o se opone op one perm pe rman anec ecie iend ndoo sacrificio, como Dionisos se opone al Crucificado: es la potencia del desgarramiento contra el desgarramiento de la potencia. Pero eso supone las Ménades, eso supone el orgiasmo, eso supone un punto de desgarramie desgarr amiento nto y de dolor infinitos. infinitos. Tal es el resultado de la ruptura mimética: el sacrificio es relevado de sus funciones finitas y de su exterioridad, pero una mirada fascinada permanece fija en el momento cruel del del sacrificio en cuanto tal. Como hemos visto, el mismo Hegel que 21. T. VII, p. 255. Aurora, II, 146. 22. Au Homo, «Por qué soy una fatalidad», IV. 23. En Ecce Homo,
abandona el sacrificio religioso reencuentra para el Estado el valor pleno del sacrificio guerrero. (¿Y qué decir del proletariado de Marx, que «posee un carácter de universalidad por la universalidad de sus sufrimientos»?)24 Relevando el sacrificio, el Occidente constituye una fascinación por y para el momento cruel de su economía. Y eso, quizás, en la medida misma de la extensión y de la exhibición del sufrimiento en el mundo de la guerra guerra y de la técnica técnica modernas m odernas —hasta has ta cierto punto, por p or lo menos, menos, del del cual vamos a volver a hablar. hab lar. La L a «carne que no perece» sigue siendo una carne cortada de un cuerpo adorable, y el secreto de este horror continúa arrojando una luz obscura desde el punt pu ntoo central c entral del rele relevo, vo, desde el corazón coraz ón del dialéctico: dialéctico: en verdad, es ese secreto el que hace palpitar ese corazón, tenga lo que tenga Hegel al respecto, o bien, y de manera más grave, es el gesto dialéctico el que por sí mismo instituye ese secreto. La espiritualización/dialectización occidental ha inventado el secreto de una eficacia infinita de la transgresión y de su crueldad. Después de Hegel y Nietzsche vendrá el ojo fijo en ese secreto, con el sentimiento de una conciencia clara, necesaria e insoportable, el ojo ojo,, po p o r ejemplo, de d e Bataille. Bataille. ¿Pero qué ve, justamente, este ojo? Ve su propio sacrificio. Ve que no puede ver sino a condición de ima visión insoporta ble, ble, intolerable intole rable —la de la crue cr uelda ldadd sacrificia sacr ificial—, l—, o bien, ve que no ve nada. nada . En efecto, si es todavía cuestión del sacrificio antiguo en el corazón del sacrificio moderno, hay que reconocer que la ruptura mimética nos ha hecho perder la verdad antigua de ese sacrificio. O más bien, y como ya lo he sugerido, la ruptura se constituy constituyee por po r la representación de la «pérdida» de una «verdad sacrificial» —y por p or la fascinación por po r una «ver «verda dad» d» del del momenmom ento cruel, sola verdad pretendida conservada de los antiguos ritos. Como sucede en otros lugares determinantes de nuestro discurso occidental, la representación de una pérdida de la verdad —aquí, la verdad de los ritos sacrificiales— conduce directamente a la representación de una verdad de la pérdida: aquí, la de la víctima, víctima, el sacrificio mismo. Después de todo, esta verdad de la pérdida, de la destrucción sacrificial, no se presenta siempre con una claridad total. 24.
Críti ríticadelderecho derechopolít políticohegeli hegeliano ano..
Interpretando los antiguos ritos, ésta puede difícilmente conducir su diversidad a la unidad. Del mismo mism o modo m odo que, en nuestros días, los especialistas nos dicen que el «sacrificio» es una noción artificial, del mismo modo es incierto que la conciencia espiritualizante del sacrificio haya sido siempre una conciencia clara de su propia recuperación de funciones sacrificiales después de todo heterogéneas. Sería útil el seguir en la teología el destino complicado, y sin duda mal unificado, de las funciones de remisión de los pecados, de conservación de la gracia y de adquisición de la gloria, para limitarse a las tres funciones que Santo Tomás de Aquino reconoce al sacrificio (y lo mismo valdría sin duda de los tres modos del sacrificio: el martirio, la austeridad, las obras de la justicia y del culto).25 En realidad, una sola cosa es clara, es la interiorización, la espiritualización y la dialectización dialectiza ción del sacrificio (o de los sacrificios). sacrificios). Pero esta claridad es ella misma obscura. En efecto, lo que la espiritualización hace aparecer como el sacrificio «antiguo», es una pura p ura economía de trueq trueque ue del del hombre con las las potencia potenciass divinas. Todo se reduce a esta fórmula del ritual brahamánico (o al menos, a la sola comprensión que nosotros tengamos de esta fórmula): «He aquí la mantequilla, ¿dónde están los dones?».26 La condenación del economismo del sacrificio corre a través de Platón como a través del cristianismo, y Hegel, y Bataille y Girard. Así, el relevo occidental asigna a los ritos antiguos una unidad (la del trueque) precisamente hecha para ser rechazada por el relevo, que exige la unidad «espiritual» en la que el sacrificio se entiende que va más allá de sí mismo, al mismo mism o tiempo que'sigue siendo el verdadero sacrifi sacrificio cio.. Sin duda, se ha discutido mucho esta primera versión, sim plista plist a y merca me rcanti ntill de la econo eco nomí míaa sacrificial. El do ut des ha sido reconocido insuficiente insuficiente para explicar todo sacrifici sacrificio. o. Pero cuando se representa éste como un acceso a la contigüidad de las parte pa rtess o de las fuerzas fue rzas del Universo, o bien bi en como com o una u na expulsión de la amenaza de la rivalidad en la comunidad, se trata todavía de un economismo general. En verdad, el economismo es el cuadro cuadr o general de representa repr esentación ción en el cual el Occide Occidente nte toma a priori todo el sacrificio antiguo, y es a un «relevo general» de Suma teológica, teológica, Illa, q. 22, 2. C; luego: Ilallae, q. 85, 3 ad 2. 26. Citado en Gursdoxf, cit., p. 45. Gursdoxf, op. cit., 25.
este economismo que él entiende proceder. Ahora bien, la espiritualización nos ha sin duda rendido, a primera de juego, inca paces de comprender la significación propia del sacrificio antiguo, en su contexto propio. El que dice a sus dioses: «He aquí la mantequilla, ¿dónde están los dones?», nosotros no sabemos quizás en absoluto lo que dice, puesto que nosotros no sabemos nada de la comunidad en la que éste vive con sus dioses, y de la comunidad de los sacrificantes entre ellos*. Y no sabemos nada de la contigüidad y de la comunicación de las partes del universo. De la misma manera, y para responder a otra acusación que se dirige al sacrificio antiguo.—la de no ser sino un simulacro, en tanto que no viene al autosacrificio—, nosotros no sabemos lo que es la mimesis en ese contexto. A lo más creemos adivinar en ello lo que en ello creía adivinar LévyBruhl, a saber que ésta es m.ethexis, participación (por donde, por lo demás, la cuestión de la mimesis se suma a la de la economía): pero nosotros no sabemos lo que «participación» quiere decir, si no, para nosotros, una confusión de identidad, y una comunión cuyo secreto se encuentra, precisamente, en el sacrificio. Andamos pues en círculo en nuestras representaciones. Sólo una cosa es clara: lo que representamos como vínculo, o como comunicación, del sacrificio, no resulta de otra cosa sino de lo que de antemano hemos invertido en la idea del sacrificio. Y eso se resume en la palabra «comunión». Tan bien que habría que decir; de una mimesis/methexis no comunial, nosotros nada sabemos, pero de la comunión, sabemos ante todo que ella implica la negatividad sacrificial, la cual «releva» entonces eso de lo que nosotros no sabemos nada en absoluto (de manera similar, Freud no supo lo que «identificación» quiere decir; y asimismo de manera si* Las mandas y los novenarios de la piedad popular acaso guardan algo de ese contacto (acaso nos hemos precipitado al pensarlas como mero sincretismo y como mera superstición). Otro ejemplo: el primer canto de la Ilíada (que se presta admirablemente a una lectura girardeana) nos transmite la siguiente oración, hecha por el sacerdote Clises cuando Agamemnón rechaza el rescate que éste le ofrece a cambio de su hija: «¡Dios del arco de plata que proteges a Crisa / y a Cila, sacro albergue, y en Ténedos gobiernas! / Si mi mano sumisa te ha ofrecido sagrarios i donde de toro y cabro asaba pingües piernas, / ay Esminteo, escúchame y fléchalos de guisa / que así paguen mis lágrimas los dáñaos nefarios!» (traducción de Alfonso Reyes/en el vol. XIX de sus Obras completas, Fondo de Cultura Económica, México). Apolo escucha esta oración, y de ella se siguen la peste que enemista a los jefes de los ejércitos griegos, y la cólera de Aquiles, y en el desenlace de ésta los sacrificios humanos que el vencedor de Héctor ofrece a Patroclo en sus funerales. N. [ del T.}
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milar, hay que preguntarse si Girard sabe lo que quiere decir el contagio de la violencia mimética).27 La denunciación del economismo y de la simulación atraviesa, hasta Bataille incluso, toda la dialectización del sacrificio. Ahora bien, esta denunciación, en ella misma ya confusa, se denuncia ella misma. En efecto, y es lo que incontestablemente hay que reconocerle a Bataille, la fascinación por el sacrificio no impide el detectar en su dialéctica (o en su espiritualización) un «economismo» y un «mimetismo» generalizados. El sacrificio como autosacrificio, sacrificio universal, verdad y relevo del sacrificio, es la institución m isma de la economía absoluta de la subjetividad absoluta, que en efecto no puede sino mimar el pasaje por la negatividad, de donde ésta no puede, simétricamente, sino reapropiarse o transapropiarse infinitamente. La ley de la dialéctica es siempre una ley mimética: si la negatividad Riese propiamente la negación que ella debería ser, la transapropiación no podría rebasarla. La transgresión es entonces siempre mimética. Mimética también y, en consecuencia, la comunicación o la participación que es el fruto de la transgresión. Todo ocurre, en definitiva, como si la espiritualización/dia lectización del sacrificio no pudiera operarse sino por medio de una formidable denegación de ella misma. Ésta se niega bajo la figura de un sacrificio «antiguo», que pretende conocer y que 27. Cfr. Les carnets de Luden Lévy-Bruhl, PUF, 1949. De un modo general, las rela ciones de la mimesis y del sacrificio requieren de un examen que es imposible hacer aquí. Si la mimesis es apropiación del otro por alteración o supresión de lo propio, ¿no tiene ésta una. estructura homóloga a la del sacrificio? (cfr. por ejemplo «Etre personne — ou tout le monde» [«Ser nadie — o todo mundo»], en el análisis de la Pamdoxe de Diderot de Ph. Lacoue-Labarthe, en L'imitation des modemes, Galilée, 1986, p. 35. En cuanto a los vínculos entre sacrificio y mimesis, cfr. también J. Demda, «La pharmacie de Platón», en Ladisemmation, Senil, 1972, por ejemplo, pp. 152-153.) En esta homolo gía, ¿hay que buscar una prioridad? ¿Hay que fundar, pues, el sacrificio sobre la mime sis, y por ejemplo sobre una antropología de la livalidad y de ía violencia miméticas (a 3a manera de Girard), que hace del sacrificio una simbolización posterior, y que requiere, para suspender su violencia, de una «revelación»? (En ese caso, y sea cual sea la fineza de los análisis, yo me confieso simplemente extinnjero tanto al carácter pretendidamen te positivo de un tal «saber» antropológico, como al o to tipo de «positividad» que se vincula al motivo de una «revelación».) ¿No habría, a la inversa, que entender la mime sis a partir de una methexis, de una comunicación / contagio que quizás, fuera del Occidente, no tiene nunca el sentido, que nosotros le prestamos, de una comunión? Lo que nos «capa, y que el «sacrificio occidental» ignora y releva a la vez, es una esencial discontinuidad de la methexis, una incomunicación de toda comunidad. (Cfr. por ejem plo, sobre el contagio, Bataille, O.C., VIII, pp. 369-371.)
en realidad fabrica para sus fines, y se aprueba bajo la forma de un proceso infinito de la negatividad, que ella cubre con el nombre «sagrado», o «sacralizante», de «sacrificio». Pero así, ella instala en el corazón de ese proceso la destrucción sacrificial que ella hace como que abandona al «antiguo» sacrificio. Esta doble operación convoca al centro, simultáneamente, en una ambigüedad dolorosa ¡pénibíe], la eficacia infinita de la negatividad dialéctica y el corazón sangrante del sacrificio. Tocar a esta denegación, o para decirlo todo esta manipulación, es tocar esta simultaneidad, y es estar obligado a preguntarse si la negatividad dialéctica borra la sangre, o si la sangre, al contrario, debe sin falta brotar de ella. Para que el proceso dialéctico no se quede en comedia, Bataille ha querido que la sangre brote. Ha querido poner en la balanza el cuerpo horri blemente lacerado y la mirada —¿azorada o extática?— de un joven chino en el suplicio. Pero al hacerlo, Bataille cumplía en el fondo la lógica del relevo del sacrificio, que quiere arrancarlo a su carácter repetitivo y mimético porque ésta es definitivamente incapaz de saber lo que ocurre, en verdad, con la repetición y con la mimesis28 (o con la methexis), y tampoco con el sacrifico.
En cambio, esta misma lógica, que se expone a la vez como ruptura y como repetición mimética del sacrificio, quiere ser por ese movimiento mismo el relevo y la verdad del sacrificio. Entonces, hay que pensar que quien está en el suplicio releva, en el éxtasis, el horror que lo azora. ¿Pero cómo pensarlo en verdad, si el ojo que mira, y no el que es aquí mirado, no sabe lo que ve, y ni siquiera si ve? ¿Cómo pensarlo sin que el sujeto de esa mirada se haya apropiado ya, en sí mismo, la dialéctica del azorado y del extático? ¿Cómo pensarlo, pues, sin que la fascinación se constituya ella misma en dominio y en saber dialécticos del sacrificio? Es por ello que, a fin de cuentas, esta fascinación, quizás inevitable, es intolerable. No se trata, hay que decirlo, de sensi blería. Pero se trata quizás de cualquier manera de saber lo que quiere decir la sensibilidad o, más exactamente, si la sensibili-
28. Cfr. «Typographie», op. ciL, en la nota precedente, pp. 238-239: «¿Es revelable la mimesis?». Esta pregunta es acaso la misma que la siguiente: ¿es comunal la methe xis? Y es quizás en la construcción teológico-filosófica de la doctrina de la doble hipóstasis crística, en tanto que ésta es también el lugar mismo del sacrificio, y de todas las comuniones posibles, que esas cuestiones se deberían documentar.
dad puede estar fundada al quererse soberanamente sublimada en lo que la devasta. Se trata de saber si el horror no debe ser simplemente —si se lo puede decir— abandonado al horror, que señala que la apropiación transgresiva (la de la muerte del sujeto, y del sujeto de la muerte) es un cebo [leurre] inadmisible. Bataille terminó decidiéndose: «De la nostalgia de lo sagrado, es tiempo de reconocer que, necesariamente, ésta no puede llevar a nada, que ella extravía: lo que le falta [manque] al mundo actual es el proponer tentaciones. O el proponer unas tan odiosas que valgan con la sola condición de engañar al que tientan».29 Sin duda, la ambigüedad no desaparece del todo en esas frases, y su sintaxis está hecha con el fin de mantenerla: por un lado el mundo actual «carece» [manque] de «tentaciones» verdaderamente sagradas, inmediatamente dadas en él y sin recurso a la nostalgia; por otro lado, ese mundo «falta» [manque], es decir, esta vez está en falta [
un pensamiento del sacrificio, que un pensamiento implacablemente tendido, desgarrado, por la imposibilidad de renunciar al sacrificio. Por un lado, en efecto, el sacrificio espiritual recon duce la comedia que denuncia en sus pretendidos antecedentes, y por el otro, la nocomedia del horror sangrante es intolerable al espíritu del sacrificio occidental. Bataille habrá pensado, también ahí, sólo hasta cierto punto, remediar esa falta mediante la literatura, o mediante el arte en general. (En la misma época, Heidegger, hablando a propósito del arte, de la puesta en obra de la verdad, nombraba «el sacrificio esencial» como uno de los modos de esta puesta en obra que se concentra en el arte; en otro lugar del mismo texto, había juzgado ya necesario el contar «los dones y el sacrificio» en el seno del ente abierto al esclarecimiento del ser.30 No puedo comentar aquí esta indicación.) Un vínculo entre el sacrificio y el arte, más especialmente sin duda la literatui~a, recorre incontestablemente, o rebasa, el proceso occidental de espiritualización del sacrificio. El libro V de las Confesiones de san Agustín, por ejemplo, comienza así: «Aceptad el sacrificio de mis confesiones, presentado por la mano de mi lengua, que vos habéis formado y exhortado a confesar vuestro nombre» —y traza así la vía para todo lo que será del orden de la «confesión» en nuestras literaturas. ¿Pero acaso hay, para terminar, un límite verdadero entre la «confesión» y la literatura y el arte en general? O por lo menos, una representación dominante del arte, ¿no es la de la exposición transgresiva de un sujeto, que por ese medio se apropia y se deja apropiar? El sublime kantiano se produce en un «sacrificio» de la imaginación, que «se abisma en ella misma, y al hacerlo es sumergida en una satisfacción conmovedora».31 Todo el programa de la poesía está dado en esta nota de Novalis para Henri d ’Ofterdingen: «Disolución de un poeta en su canto —él será sacrificado en los pueblos salvajes».32 Y, 30. «El origen de la obra de arte» [en Sendas perdidas, traducción de Rovira Armengol. Losada, Buenos Aires, 1960; o editado aparte en traducción de Samuel Ra mos, en el Fondo de Cultura Económica]. Eí tema del sacrificio retoma en varios títulos en Heidegger. Su análisis crítico requeriría un trabajo especial. Amold Hartmann, Alexandre Garcia-Düttmann nos lo darán un día. 3 3. Críticadeljuicio. Consideración general sobre la exposición de los juicios esté ticos reflexivos, y § 26. 32. Trad. R. Rovini, 10/18,1967, p. 269.
para ir rápido y regresar a Bataille, éste escribe: «La poesía [...] es [...] el sacrificio en el que las palabras son víctimas [...] Nosotros no podemos [...] privamos de las relaciones eficaces que introducen las palabras entre los hombres y las cosas. Pero las arrancamos a esas relaciones en un delirio».33 Más precisamente, el arte viene‘a suplir, reemplazar o relevar la dificultad, o el callejón sin salida del sacrificio. Esta dificultad resulta de la alternativa siguiente; «Si el sujeto no es verdaderamente destruido, todo está todavía en el equívoco. Y si es destruido, el equívoco se resuelve, pero en el vacío en el que todo es suprimido».34 Es, pues, la alternativa entre el simulacro y la nada, es decir también, entre la representación del antiguo sacrificio, y la postulación del autosacrificio. «Pero —continúa Bataille— de esta doble dificultad resurge justamente el sentido del momento del arte, que arrojándonos so bre la vía de una entera desaparición —y dejándonos ahí por un tiempo suspendido— propone al hombre un arrobamiento sin reposo». Ese «arrobamiento sin reposo» es todavía una fórmula dialéctica. Hay arrobamiento en la medida en la que el arte nos preserva «suspendidos» al borde de la desesperación —lo que es una manera de reconocer aquí una nueva forma de simulacro. Pero éste es «sin reposo», porque lleva consigo la agitación intensa de la emoción que accede a la desaparición. Ahora bien, esta emoción no es propiamente la del arte: ella no puede ser sino el acceso al corazón sangrante de la desaparición. Bataille escribe más adelante: «La fiesta infinita de las obras de arte está ahí para decimos que un triunfo [...] es prometido a quien salte en la irresolución del instante. Es por ello que no se sabría dar demasiado interés a la ebriedad multiplicada, que atraviesa la opacidad del mundo de relámpagos aparentemente crueles, en los que la seducción se alia a la masacre, al suplicio, al horror.» El arte mismo desplaza, pues, una vez más la mirada: la «apariencia» de la crueldad es en efecto singularmente ambigua. A la vez, ésta se restringe al simulacro, y no vale sí no es por esta crueldad, este horror que hace 33. T. V, p. 156. Cfr. también, por ejemplo, Vérotisme, Minuit, 1957, p. 98: «La literatura se sitúa de hecho en la continuación de las religiones [...]. El sacrificio es una novela, es un cuento, ilustrado de manera sangrante» (etc.). Sobra el subrayar que habría que ligar estrechamente las cuestiones del sacríficio y del mito. 34. T. XII, p. 485.
aparecer, y que no tiene sentido (si hay que hablar así), y en todo caso fuerza, sino [a condición de] no ser simulado. El título de este artículo es «El arte, ejercicio de crueldad»: se trata en efecto, sean los que sean los rodeos que se hayan tomado, de acceder, por poco que sea, al ejercicio efectivo de una crueldad efectiva, al menos en su emoción. O incluso: la mime sis artística no por ello deja, en tanto que mimesis y, paradójicamente, a pesar de su carácter mimético, de tener que dar acceso a una verdadera metkexis, a una verdadera participación al elemento revelado en el horror de la emoción. El arte no vale, entonces, sino en la medida en la que todavía remite al sacrificio que suple. No puede sacrificar el sacrificio sino en la medida en que sacrifica aún al sacrificio. (Schelling, al contrario, escribía: «El puro sufrimiento no puede jamás ser objeto del arte».)35 Bataille ve la dificultad, y se desvía de inmediato: «No es la apología de los hechos horribles —habla de los hechos sacrificiales evocados antes en el texto. No es un llamamiento a su retomo». Y, sin embargo, no puede hacer otra cosa que desplazarse todavía, y deslizar en su rechazo (no digo, aquí, que sea una denegación) una cierta restricción: «Pero [...] esos momentos [...] portan en ellos en el instante del arrobamiento toda la verdad de la emoción.» Y más adelante: «El movimiento —del arte— lo pone sin mal a la altura de lo peor y, recíprocamente la pintura del horror revela su apertura a todo lo posible». En esta reciprocidad —¿cómo no verlo?— algo de la mimesis es anulado, o bien, la mimesis se revela (y Bataille habla en efecto de Revelación) efectiva methexis: el arte hace comulgar, por una transgresión a pesar de todo efectiva, con el horror, es decir con el goce de una apropiación instantánea de la muerte. Así, o bien el arte no responde de ningún modo a lo que se le pide: imita aún, y solamente, la sangre derramada —o bien el arte responde demasiado bien: propone la emoción real del horror real. Apartando el horror molesto, y reputado ineficaz, de la sangre derramada, y proponiendo el horror arrebatador, pero «a la altura de lo peor», se muestra, por una parte, que ya no se tiene acceso al sacrificio real, pero también, por otra parte, que es en 35.
Werke, Munich, 1977, t. III, p. 453.
la lógica y en el deseo de una «transapropiación» infinita que el pensamiento queda regulado. Ahora bien, no es sin embargo cuestión, para Bataille (y quizás, e incluso sin duda, de manera obscura, para toda la tradición occidental), sino del acceso sin acceso a un momento de desapropiación. Pero el pensamiento sacrificial no cesa de reapropiar, de transapropiar este acceso. La abertura [béance] misma del horror, su «apertura a todo lo posible», desde que es colocada bajo el signo del sacrificio, es apropiada. Y lo es porque el signo del sacrificio es el signo de la posibilidad repetitiva y mimética de un acceso al lugar obscuro de donde se supone que provienen la repetición y la mimesis. ¿Pero si ese lugar no fuese nada, y si, en consecuencia, para llegar ahí, no hubiese ahí nada de sacrificable? De otra manera aún, se podría decir: es apropiándose de la muerte como el sacrificio se hurta a la verdad del momento de desapropiación. Y para Bataille mismo, a fin de cuentas, lo que se juega en el sacrificio no es la muerte: «El despertar de la sensibilidad, el pasaje de la esfera de los objetos inteligibles —y utilizables— a la excesiva intensidad, es la destrucción del objeto como tal. Desde luego, no es lo que se llama de ordinario la muerte [...]; es, en cierto sentido, lo contrario: es a los ojos del carnicero que un caballo está ya muerto (algo de carne, un ob jeto)».36 Así las cosas, la substitución del sacrificio por el arte se dejaría comprender mejor. Pero se requeriría que fuese al precio de una verdadera supresión del sacrificio. Y es, en efecto, en ese pasaje mismo que Bataille inserta una de sus más pesadas —es el caso de decirlo— condenaciones del sacrificio: «No es eso que se llama ordinariamente la muerte (y el sacrificio es de cualquier manera en definitiva un ladrillazo del oso)».* En la medida en la que el momento sacrificial es mantenido en el arte, por su emoción «a la altura de lo peor», el «ladrillazo del oso» no está ahí ausente tampoco. O bien, ya no debe tratarse en ningún sentido de sacrificio, y el horror de la muerte, sobre un altar real o sobre un altar en pintura, no da acceso sino a él mismo, y no a un «momento soberano». Una vez más, si «la 36. T. XI, p. 103. Un pavé de l'ours, se lee en el original: «Es la historia del oso —me explica el * autor del libro— que para tomarla miel golpea el panal con un ladrillo, destruyéndolo todo y quedándose sin la miel. Ahora bien —comenta Nancy— es notable el que Bata i-' He emplee esta expresión cuyo tono es más bien el de una cierta comicidad». [/V. del 71]
soberanía no es NADA»,37 como Bataille se ha extenuado pensándolo, ¿hay nada que sea saciificable para ella? VI Antes de someter a prueba esta cuestión más precisamente, es necesario aún un paso con Bataille. Hay que acompañarlo en su reflexión sobre los campos [de concentración] nazis. Seguiré el movimiento del texto más desarrollado a en torno a este asunto (sobre el cual, por lo demás, él ha escrito muy poco): «Reflexiones sobre el verdugo y la víctima», a propósito del li bro de David Rousset, Les jours de notre mort?% Ese texto no pronuncia la palabra «sacrificio» ni una sola vez, y lo mismo ocurre con otros textos paralelos de Bataille. Sin embargo, da los elementos de una lógica sacrificial. Para empezar, los campos [de concentración] exponen a lo mismo que está en juego en calidad de sacrificio: «En un universo de sufrimiento, de bajeza y de pestilencia, cada uno tuvo el ocio de medir el abismo, la ausencia delímites del abismo y esta verdad que obsesiona y fascina». Pero para conocer ese «fondo de horror», «hay que pagar el precio». Ese precio, si entiendo bien a Bataille, es doble: consiste para empezar en las condiciones dadas por «una experiencia insensata», luego en la existencia misma del campo de concentración, después, en una voluntad que no se rehúsa a mirar a la cara este horror en tanto que lo posi ble del hombre. Esta voluntad debe ser la de la víctima (y Bataille la encuentra en una «exaltación» y en un «humor» presentes en Rousset). Rehusarlo sería «una negación de la humanidad 37. T.Vin,p.300. 38. T. XI, pp. 262 y ss. Dejo pues de Jado, falto de lugar, el artículo «Sartne», sobre los judíos y los campos {ibuh, pp- 226 y ss.). Las conclusiones convergerían: sin decirlo expresamente, Bataille tiende a considerar a los judíos com o las víctimas de una inmo lación sacrificial de la «razón». Otro texto: VII, 376-379. Sobre el carácter sacrificial o no de los campos de concentración, cfr. Lacan, quien lo afirma (Séminaire, XI, Seuil, 1977, p. 24), Lacoue-Labarthe, quien lo niega y en seguida discute una objeción a ese respecto (La ficción du politique, Bourgois, 1987, pp. 80-81), Deirida, quien parece sugerir la afirmación (cfr. Schibhohth, Galilée, 1986, pp. 83-85, y «II faut bien mán gel'», en Confrontations, n" 20, «Aprés le sujet qui vient», p. 113, en el seno de un desarrollo sobre el sacrificio com o oralidad, y sobre las filosofías que «no sacrifican el sacrificio»).
poco menos degradante que la del verdugo». Si no se trata de un autosacrificio, es por lo menos a una posición de sujeto, a pesar de todo, a la que se apela. Sin duda, precisa Bataille, «el horror evidentemente no es la verdad: no es sino una posibilidad infinita, que no tiene otro límite que la muerte». Pero el acceso a la verdad «que fascina» supone que, «por algún medio», «la abyección y el dolor se revelen plenamente al hom bre». Un medio semejante fue entonces dado por los campos de concentración. Éste hizo ver, en particular, que «el fondo del horror está en la resolución de aquellos que lo exigen». Esta resolución de los verdugos es la que quiere «arruinar la fortificación que fonda el orden civilizado». (En otra parte, Bataille había escrito que los judíos en Auschwitz «encamaban la razón».) Pero precisamente, la razón civilizada no es más que una «fortificación», limitada y frágil. Eso que se levanta contra ella, a saber «el furor de torturar», no viene de otra parte que de la humanidad, ni de una humanidad especial («partidos o razas que, se imagina, no tienen nada de humano»). Ese posible es el nuestro. Conocer ese posible como tal, es para la razón ser ca paz de «su puesta en cuestión sin reservas», que no asegura ninguna victoria definitiva, sino esta más alta posibilidad humana que es el despertar. «Sólo que, ¿qué sería el despertar si no aclarase sino un mundo de posibilidades abstractas? ¿si no des pertase para empezar a lo posible de Auschwitz, a un posible de pestilencia y de furia irremediable?» Hay pues, en la realización de ese posible, una necesidad. Es evidente que esta necesidad proviene, para Bataille, del hecho de la existencia de los campos de concentración, y de la voluntad de mirar de frente, sin facilidad moral, lo que éstos han revelado. Ella no es planteada como una exigencia a príori. Ni por un instante quisiera sugerir la menor idea de una com plicidad, así fuese inconsciente, de Bataille. Yo creo solamente que hay que considerar lo siguiente: la lógica seguida aquí es muy exactamente como el reverso sombrío de una lógica clara del sacrificio (si al menos es posible el aislar una tal «claridad»...). Esta lógica enuncia: sólo el horror extremo mantiene a la razón despierta. La lógica del sacrificio decía: el único des pertar es despertar al horror, en el que se hace transparente el instante de la verdad. Los dos enunciados están lejos de confundirse. Pero el segundo puede siempre recelar la verdad del prí
mero. Si Bataille no concluye así, y si los campos de concentración permanecen para él (en lo que dice) fuera del sacrificio, ¿no es de hecho porque el horror del sacrificio se vuelca aquí silenciosamente fuera de todo sentido sacrificial, fuera de toda posibilidad de sentido —sin que Bataille se resuelva a decirlo, preservando a pesar de todo, quizás, una posibilidad que indica al final del texto «la poesía» como forma de «el despertar» (pero nosotros sabemos a partir de ahora a qué retomo del sacrificio está consagrada la «poesía», por poco que ella esté «a la altura de lo peor»)? El sacrificio se volcaría, aquí, en silencio, en un contrario que es también su desenlace: una revelación de horror que no acompaña ningún acceso, ninguna apropiación, sino la de esta revelación misma, infinita, o más bien indefinida. Una interpretación sacrificial de los campos de concentración es pues sin duda posible, e incluso necesaria, pero no lo es sino a la condición paradójica de transformarse ella misma en su contrario (de Holocausto en Shoah): ese sacrificio no Ueva a nada, no conduce a ningún acceso. En cierto sentido, sin em bargo, éste podría ser llamado un modelo del autosacrificio, puesto que la razón que es víctima en los campos de concentración está también del lado de los verdugos, como lo ha subrayado constantemente el análisis de la mecánica estatal y técnica de la exterminación; Bataille decía en otro lugar: «El desencadenamiento de las pasiones que ha azotado en Buchenwald o en Auschwitz era un desencadenamiento que estaba bajo el go bierno de la razón».39 Y no habría nada de sorprendente en el que una cierta racionalidad culmine en el autosacrificio, si el autosacrificio —que a partir de ahora, se ha comprendido, podemos rendir equivalente a todo el sacrificio occidental— da cuenta de un determinado proceso de la razón. Ella se apropia el abismo de su subjetividad (para hablar como Heidegger). Pero al mismo tiempo, y sin contradicción, los campos de concentración representan una ausencia de sacrificio. Ellos ponen en juego una tensión inaudita entre el sacrificio mismo y la 39. T. VII, pp. 376-379. Hay que anotar que se ha dado una discusión comparable a propósito del carácter sacrificial del regicidio revolucionario; cfr. Myriam Revault d'Allones, D'um mort a l'autre, Seuil, 1989, p. 59. Las diferencias son, evidentemente, considerables. Quiero solamente sugerir que, bajo el reino del sacrificio occidental, el sacrificio ha comenzado a descomponerse desde hace mucho tiempo.
ausencia de sacrificio. No es indiferente que la descripción de los privilegios de la raza aria, en Mein Kampf, culmine en la posesión de un sentido absoluto del sacrificio. «El ario no alcanza toda su grandeza por sus propiedades espirituales en ellas mismas, sino que la alcanza en la medida de su disponibilidad a poner todas sus capacidades al servicio de la comunidad. El instinto de conservación ha alcanzado en él la forma más noble, porque subordina voluntariamente el yo propio a la colectividad yf cuando la hora lo requiere, llega incluso a sacrificarlo».40 O aún: «La posteridad olvida los hombres que no han servido sino a su propio interés, y celebra los héroes que han renunciado a su propia felicidad».45 El ario es, entonces, esencialmente el que se sacrifica a la comunidad, a la raza, es decir, el que da su sangre por la Sangre aria. No es entonces solamente «el que se sacrifica», él es por esencia sacrificio, él es el sacrificio. Como cabría esperar, él no tiene entonces nada que sacrificar: tiene solamente que eliminar lo que no es él mismo, lo que no es el sacrificio viviente. La raza cuya descripción sucede inmediatamente a la descripción de la raza aria es la raza que domina el instinto de conservación. «En el pueblo judío, la voluntad de sacrificio no rebasa el puro y simple instinto de conservación del individuo.»42 Hay, pues, una doble razón para que el judío no sea sacrificado, y para que no sea sacrificable: por una parte, no hay nada de él que deba ser apropiado, por el contrario hay que desembarazarse de su contaminación [vennine: parásitos, chusma], por medida de defensa y de higiene; por otro lado, el sacrificio está enteramente presente, investido y realizado [accompli] por la comunidad aria como tal. Es más bien el ario exterminando al judío el que se sacrifica al duro deber. «Nosotros teníamos el derecho moral, teníamos el deber para con nuestro pueblo de aniquilar ese pueblo que quería aniquilamos. [...] Podemos decir que hemos cumplido con el más difícil de los deberes por amor de nuestro pueblo. [...] Ustedes deben saber lo que son 100 cadáveres el uno al lado del otro, o bien 500 o 1.000. El haberlo resistido y, al mismo tiempo [...] haber permanecido 40. Hitüer, Mein Kampf, 183/184." ed„ Munich, 1936, p. 326. 41. Ibid.t p. 329. 42. TbicL, p. 330.
hombres honestos, es lo que nos ha endurecido. Es una página de gloria de nuestra historia que nunca ha sido escrita, y que nunca lo será.»43 Himmler presentaba así a sus Gnippenführer, en 1943, ese sacrificio del deber que desafía las fuerzas humanas, y que va hasta el sacrificio del memorial de ese sacrificio glorioso. Él pronuncia así, simultáneamente, que del lado de las víctimas, se trata de lo intolerable, y que del lado de los verdugos, se trata del más silencioso de los sacrificios, el más interior. Himmler no emplea la palabra «sacrificio»: sería en efecto demasiado honorífico para las víctimas, y reclamaría demasiado para los verdugos ese relato de su gloría, que debe serles rehusado. Me parece posible, en este punto, el decir que el sacrificio, en efecto, desaparece en sí mismo. Por lo demás, no hay ritos en los campos de concentración (o bien, no hay más que algunos aspectos desviados de éstos, pervertidos). Pues bien, escribe Bataille: «El rito tiene la virtud de fijar la "atención sensible" al momento quemante del pasage: o eso que es ya no es, o eso que ya no es es, para la sensibilidad, más que eso que era. Es a ese precio que la víctima escapa del todo al envilecimiento, que ella es divinizada».44 Sí ya no hay rito, no hay más que envilecimiento. Es entonces el SS, o el ario, quien retira, quien absorbe en él toda la potencia y todo el fruto del sacrificio, hasta el secreto: es ya él mismo, en su ser, el secreto sacrificial. Delante de él, éste no deja más que el horror desnudo, una parodia de inmolación y de humos subiendo hacia el cielo, y que ya ni siquiera tiene derecho a ese nombre de «parodia». Con el sacrificio desaparece hasta la posibilidad de considerar allí, en cualquier sentido que sea, el simulacro. El ario expone la devastación, noche y niebla: pero «noche y niebla» forman asimismo el secreto desastroso de su propia apropiación, de la regeneración de su sangre. Ya no es el sacrificio occidental, es el occidente del sacrificio. Una segunda ruptura tiene lugar, y, esta vez, es la ruptura del sacrificio mismo. O bien, es su interrupción brutal: en el lugar mismo de la inmolación, ya no hay inmolación.
43. Discurso de Himmler del 4 de octubre de 1943, en Raúl Hillberg, Ladestmcñon desJitifsd'Europe, trocí, fr. M.F. de Palomera y A. Charpentier, Fayaixl, 1985, p. 870-871. 44. T. XI, p. 101.
En 1945, Hermann Broch, en exilio, publica La muerte de Virgilio. En la parte intitulada «El fuego — El descenso», donde Virgilio debe atravesar la tentación de sacrificar la Eneida, ofrece el cuadro de este occidente del sacrificio. Ya no es más un arte fascinado por el horror, es un arte que sabe, a partir de ahora, deber arrancarse a la fascinación: Todo alrededor, las ciudades de la tierra ardían en un paisaje hecho de ausencia de paisaje, sus murallas en ruinas, sus blo ques de piedra dislocados y esparcidos, un vapor sangrante de descomposición humeando sobre las planicies, todo alrededor se desencadenaba la rabia sacrificatoria no divina y en busca de divinidad, los sacrificios ilusorios amontonados los unos sobre los otros en una ebriedad sacrificatoria; todo alrededor se desen cadenaban los sacrificadores, en su furor sagrado, abatiendo a su prójimo para descargar sobre él su propia ilusión de la muerte, reduciendo a escombros e incendiando la casa del vecino para atraer el dios a su propia casa; el furor del mal, la jubilación del mal se desencadenaban, la inmolación, el asesinato, el incendio, la demolición...45
vn
«[...] la inmolación, el asesinato»: ya no se los puede distinguir. La inmolación misma es llevada a la muerte. «No divino», «ilusorio», el sacrificio ha perdido todo derecho y toda dignidad. La transgresión no transapropia nada. O bien, no apropia nada más que esto: la víctima en tanto que cadáver, la masa de la fosa tchamier], y el otro (al cual el nombre de «verdugo» conviene a penas) en tanto que puro instrumento de la producción de masa de la fosa. Así, la descomposición del sacrificio no solamente se revela posible gracias a los medios de la técnica, sino que se libera ella misma como una figura ejemplar, repugnantemente ejemplar, de la técnica.46 Eso no conlleva una condenación de la llamada «técnica». Al contrario. Porque lo que es aquí repugnantemente ejemplar, 45. El autor remite a la página 162 de la traducción francesa de A. Kohn, Gailímard, 1955. 46. Sobre la técnica, la techié, el arte y la obra en el nazismo y/o en el pensamiento de Heidegger, cfr, Ph. Lacoue-Labarthe, La. ftction du politique, ed. cit., passim.
es decir, si se puede hablar así, ejemplarmente repugnante, es que la «técnica» sea presentada como la operación de una suerte de sacrificio, o del último secreto del sacrificio, mientras que en ella el sacrificio está descompuesto. La cuestión que surge entonces es más bien la siguiente: ¿no debe la edad de la técnica ser comprendida en tanto que la edad del fin del sacrificio? ¿Es decir, en tanto que la edad del fin de la transapropiación? Es decir aun, en tanto que la edad de un modo completamente distinto de la apropiación: ya no de la transapropiación sacrificial, sino de lo que Heidegger, el mismo Heidegger, ha tratado de nombrar con la Ereignis. Forzando la interpretación, sin poder aquí analizar ni justificar, yo diría: la «técnica» <25 la Ereignis, es decir el evento apropiante de la existencia finita en cuanto tal. En ese sentido (pero habría que empeñar aquí una discusión muy cerrada con Heidegger),47 conviene menos apelar a una «esencia» de la técnica que considerar la técnica misma por cuanto, replegando sobre ella misma y sobre su «unidimen sionalidad» (si podemos tratar de arriesgar esa palabra, un instante, en un sentido no reductor), todo modo posible de la apro piación, ella expone del mismo golpe la cuestión de la existencia finita como tal, y de su apropiación también finita. La técnica de los campos de concentración es sin duda una posibilidad de la técnica, pero es su posibilidad sacrificial. Recíprocamente, la inmolación de los campos de concentración sigue siendo, sin duda, una posibilidad del sacrificio, pero es su posibilidad técnica, y ésta contradice al sacrificio. Porque el ario es el sacrificio, y él no emplea la técnica para sacrificar, sino para exterminar lo nosacrificial. Es por ello que los campos de concentración no presentan solamente el horror, sino también la mentira. Ellos son mentira, como por lo demás testimonia el abundante vocabulario codificado de su administración, comenzando por la expresión de «solución final». (De esa mentira Heidegger parece no haber sabido nada. Remitiendo por el contrario a la técnica y el «envío» del ser y el «peligro»,48 éste parece volver 47. Cfr. en particular el texto titulado titulado «Die Kchrc», en Die Technik unddie Kehre, Opusciúa I, ediciones Günther Neske, PCullingen, 1962. Traducido al francés como «Le toumant», en Qitestioiis IV, Gallimard, 1976. 48. Me sumo, en este punto, a Jean-Francois Lyotard, en su Heideggeret «¡esJuifs» (Galilée, 1988, p. 140) aunque el conjunto de su argumentación apela, para mí, al menos la reserva de que el gesto de Heidegger aquí señalado no rinde sin embaído
inevitable un silencio vergonzoso sobre los campos de concentración: el silencio, quizás, sobre un «sacrificio» que él creyó (¿como Bataille?) deber pensar, sin osar empero nombrarlo.) La transapropiación sacrificial es la apropiación del Sujeto que penetra en la negatividad, que se mantiene ahí, que soporta ahí su propio desgarramiento, y que se retoma soberano. (Y esta negatividad bien podría desempeñar todavía, de manera sutil, el mismo papel, cuando ella es lo que Bataille llama «la negatividad sin empleo».) La fascinación por el sacrificio formula el deseo de esta transfiguración. Es quizás asimismo lo que Lacan quiere decir cuando dice (y él lo dice a propósito de los campos de concentración) que «el sacrificio significa que, en el objeto de nuestros deseos, nosotros intentamos encontrar el testimonio de la presencia del deseo de este Otro que yo llamo aquí el Dios obscuro».49 Que otro deseo, obscuro, consagre como suyo mi propio deseo, y heme aquí constituido en la absoluta propiedad del Sí [Soz], y de su presencia a sí sin límites. Eso reclama el sacrificio, la producción del objeto como rechazo, así fuese ese objeto el sujeto mismo —quien, precisamente, ahí se transapropia. Pero, si la soberanía no es nada, si «el Dios obscuro» no es sino la obscuridad misma del deseo frente a su propia verdad, sí la existencia no se ordena sino a su fínitud, entonces hay que pensar a la distancia del sacrificio. Por una parte, es necesario admitir, en definitiva, lo que está en juego desde el principio del relevo occidental del sacrificio: del sacrificio antiguo, nosotros no sabemos estrictamente nada. Debemos admitir que lo que nosotros consideramos como un intercambio mercantil («He aquí la mantequilla») ha dado sostén y sentido a millares de existencias individuales y colectivas, y que nosotros no sabemos pensar lo que funda ese gesto (podemos solamente, muy confusamente, adivinar que ese trueque va de suyo más allá del trueque, y que mimesis y methexis no son ahí nada de lo que nuestras representaciones proyectan ahí: el simulacro, quizás, no simula ahí, y la participación, quizás, ahí no comulga). Sabemos, en cambio, que nos es absolutamente caduco el pensamiento ele Ja Ereigtús, a la que por lo demás, y paradójicamente, Lyotard mismo no deja de apegarse. 49. Le séminaire, XI (Seuil, 1973, p. 247). Lacan, aquí, deriva expresamente esta definición de ia existencia de los campos de concentración.
imposible el pronunciar: «He aquí las vidas, ¿dónde están los otros?». (Todos los otros: nuestras otras vidas, la vida de un gran Otro, el otro de la vida y la otra vida en general.) Por otra parte, y en consecuencia, es necesario admitir en definitiva que la economía del sacrificio occidental está cerrada, y que ella se cierra en la descomposición del dispositivo sacrificial mismo, de esta transgresión sangrante por la que sería su perado, e infinitamente apropiado, el «momento de lo finito». Pero la finitud no es un «momento» en un proceso y en una economía. La existencia finita no tiene por que hacer surgir su sentido por un estallido destructor de su finitud. No solamente no tiene que hacerlo, sino que en cierto sentido ella 110 puede ni siquiera hacerlo: la «finitud», pensada rigurosamente y pensada según su Ereignis, significa que la existencia no es sacrifícable. No lo es, porque ella está ya, por ella misma, no sacrificada, pero sí ofrecida al mundo. Eso se parece, y uno podría equivocarse ahí. Y, sin embargo, nada es más desemejante. Se podría decir: la existencia, por esencia, es sacrificada. Eso sería reproducir, en una de sus formas, el enunciado fundamental del sacrificio occidental. Y habría que agregar ahí esta forma mayor, acmé de nuestras morales, que se sigue de ello necesariamente: la existencia, en su esencia, es sacrificio. Decir que la existencia es ofrecida, es emplear una palabra del vocabulario sacrificial, sin duda (y si estuviésemos en la lengua alemana, esa sería la palabra misma: Opfer, Aiifopferung). Pero eso es para tratar de marcar que la existencia, si hubiese que llamarla sacrificada, no es en todo caso sacrificada por nadie, y no es sacrificada añada. «La existencia es ofrecida» quiere decir la finitud de la existencia. La finitud no es una negatividad recortada en el ser y haciendo acceder, por su corte, a la integridad restaurada del ser, o a la soberanía. La finitud enuncia lo que enuncia Bataille al decir que la soberanía no es nada. La finitud responde simplemente a la fórmula matricial del pensamiento de la existencia, que es el pensamiento de la finitud del ser, o incluso, el pensamiento del sentido del ser en tanto que finitud del sentido. Esta fórmula es: «La “esencia" del Dasein se encuentra en su existencia».50El Dasein es el existente. Si su esencia (entre comiso.
Sery tiempo, § 9.
Has) está en su existencia, eso es que el existente no tiene esencia. No puede ser reportado a la transapropiación de una esencia. Pero es ofrecido, es decir que es presentado a la existencia que él es. La existencia expone el ser en su esencia desapropiada de toda esencia y, en consecuencia, de todo «ser»: el ser que no es,51 pero que esta negatividad no dialectiza a fin que él sea, y que él sea en fin lo que es un Sí transapropiado. Esta negación, al contrario, afirma la inapropiación como su modo más propio de apropiación, y en verdad como el modo único de toda apro piación. Asimismo, el modo negativo de este enunciado: «el ser no es» no lleva en él una negación, sino una afirmación ontoló gica. Y es lo que quiere decir Ereignis. (Es también lo que querría decir, en otro contexto, «libertad».)52 El existente ocurre, tiene lugar, y eso no es sino un serarro jado al mundo. En este serarrojado, él es ofrecido. Pero no es ofrecido por nadie, ni a nadie. No es tampoco autosacrificado si nada, ningún ser, ningún sujeto, precede su serarrojado. En verdad, ni siquiera es ofrecido o sacrificado a una Nada, a ninguna cosa o a un Otro en el abismo del cual vendría todavía a gozar imposiblemente de su propia imposibilidad de ser. y es exacta-
mente en ese punto que hay que corregir, sin descanso, a Bataille y a Heidegger. Corregirlos, es decir, retirarles aún la menor inclinación hacia el sacrificio. Porque la inclinación hacia el sacrificio, o por el sacrificio, está siempre ligada a la fascinación de un éxtasis tomado hacia un Otro o hacia un Afuera absolutos, desahogando en él el sujeto para mejor restaurarlo ahí, prometiendo al sujeto, por alguna mimesis y por algún «relevo» de mimesis, la methexis con el Afuera o el Otro. El sacrificio occidental responde a una obsesión del «Afuera» de la fínitud, tan obscuro y sin fondo como sea ese «afuera». Por ella misma ya, la «fascinación» designa este obscuro deseo de comulgar con ese afuera.
51. C£r. «Tiempo y ser», traducción de Francisco Soler, Eco (Bogotá), n." 130 (fe brero 1971), pp. 345-376; o en traducción de Manuel Gañido, en Tecnos, Madrid, 2000: Zeit tmd Sein, Tubinga, 1969. 52. Cfr. J.-L. Nancy, Vexpéríence de la liberté, Galilée, 1988 (el tema del sacrificio estaba ya rozado, en la p. 74; también ha sido invocado en «Sóleil cou coupé», en Le démon des auges, CRDC, Nantes / Generalitat de Catalunya, Depaitament de Cultura, Barcelona, 1989).
El sacrificio occidental parece revelar el secreto de la mime sis como el secreto de una methexis transapropiativa e infinita (la participación del Sujeto mismo en su subjetividad, si se lo puede decir). Esta apropiación es la de un Afuera tal que cancela, al ser apropiado, hasta la idea misma de una «methexis», y en consecuencia la de una «mimesis». Finalmente, ningún secreto es revelado. O bien, solamente es revelado que no hay, en definitiva, sino secreto: el infinito secreto sacrificial. Pero el reverso exacto de esta revelación sin revelación, un reverso alcanzado en el límite mismo en el que el sacrificio se deshace, bien podría ser que no hay «afuera». El evento de la existencia, el «que hay», quiere decir que no hay nada más. No hay un «Dios obscuro». No hay una obscuridad que sea Dios. En ese sentido, y desde el momento en el que ya no hay una clara epifanía divina, lo que la «técnica» nos presenta bien podría ser simplemente, si puedo decirlo, la claridad sin Dios. Pero la claridad: la de un espacio abierto en el cual un ojo abierto no puede ya ser fascinado. La fascinación es ya la prueba de que alguna cosa es acordada a la obscuridad, y a su corazón sangrante. Pero no hay nada que acordar, nada más que «nada». «Nada» no es un abismo abierto afuera. «Nada» afirma la finitud, y ese «nada», en seguida, trae de nuevo la existencia a ella misma, y a nada más. La desubjetiva, quitándole toda posi bilidad de apropiarse por otra cosa que por su solo evento, advenimiento. La existencia, en ese sentido, es decir en su sentido propio, es insacrificable. De una cierta manera, es verdad, no hay horizonte, es decir que no hay límite a transgredir. De otra manera, no hay más que el horizonte. Al horizonte, alguna cosa no cesa de levantarse y de ponerse: pero no es ni el oriente ni el occidente del sacrificio. Es, si es posible decirlo así, la «horizontalidad» misma. O bien, la finitud. O bien todavía: esto, que hay lugar de dar sentido a ¡a ausencia infinita del sentido apropiable. La «técnica», una vez más, bien podría constituir un tal horizonte (si por lo menos hay que comprender la «técnica» como el régimen de la finitud y de su «desobramiento»). Es decir, todavía no hay que retroceder: la clausura de una inmanencia. Pero esta inmanencia no estaría en pérdida, o en falta de trascendencia. Dicho de otro modo, ella no sería, en ningún sentido de la palabra, el sacrificio de ésta. Lo que llamábamos, en otro tiempo, «trascen-
dencia» significaría más bien que la apropiación es inmanente, pero que la «inmanencia» no es una coagulación indistinta: ella no está hecha sino de su horizonte. El horizonte tiene la existencia a distancia de ella misma, en este trecho [écart] o en este «entre» que la constituye: entre nacimiento y muerte, entre los unos y los otros. No se entra en el entre, que es también el espacio de juego de la mimesis y de la methexis. No porque eso fuese un abismo, un altar o un corazón impenetrable, sino porque no es nada más que el límite de la finitud, y que este límite, si no se lo quiere confundir con el de una «fínidad», digamos, hegeliana, es mi límite que no se levanta sobre nada. La existencia, solamente, se levanta ahí, al ras de ella misma. ¿Se trata de agitarse en la vida mediocre y obtusa [bornée]? Muy seguramente, semejante sospecha no puede venir ella misma sino de la vida mediocre y obtusa. Y es esta m isma vida la que se puede de repente exaltar, fascinada, por el sacrificio. No se trata de negar el dolor ni la muerte. Pero se trata menos aún, si es posible, de precipitarse ahí en busca de alguna transapropiación. Se trata de un dolor que ya no sacrifica, y que ya no es sacrificado. Pero un verdadero dolor, sin duda, e incluso, el más verdadero de todos. Éste no borra la alegría (ni el goce) y, sin embargo, no es el umbral dialéctico o sublimante del acceso a ésta. No hay umbral, ni gesto sublime y sangrante para atravesarlo. Después de todo, el sacrificio occidental casi siempre ha sa bido, y casi siempre ha estado preparado a decir, que no sacrificaba a nada. Es por ello que siempre ha tendido a decir que el verdadero sacrificio ya no era sacrificio. A partir de ahora, sin embargo, nos corresponde decir que no hay «verdadero» sacrificio, que la existencia verdadera es insacrificable y, en fin, que la verdad de la existencia es la de ser insacrificable. La existencia no es sacrificable, y 110 se la puede sacrificar. Uno no puede más que destruirla, o compartirla. Es la existencia insacrificable y finita la que es ofrecida a compartir: la methexis se propone a partir de ahora así, como el reparto [parta ge] de eso mismo que reparte: a la vez el límite de la finitud, y el respeto de lo insacrificable. Desaparición del sacrificio, desaparición de la comunión, desaparición del Occidente: eso no quiere decir que el Occidente retomase a lo que lo ha precedido, ni que el sacrificio occidental retomase a los ritos que él estaba
supuestamente encargado de espiritualizar. Eso querría decir que nosotros estamos al borde de otra comunidad, de otra me thexis, en la que la mimesis del reparto borraría la mímica sacrificial de una apropiación del Otro. * * * Releyendo estas páginas en el momento de reunirías aquí, quiero agregar lo siguiente (el primero de agosto de 1990): ayer, entre cuatrocientas o seiscientas personas han sido masacradas en una iglesia de Monrovia, en la que se habían refugiado para escapar a los combates y a las ejecuciones de la guerra civil que desgarra Liberia. Entre ellas, muchas mujeres, niños, bebés. El diario precisa que dos niños con el vientre abierto fueron arrojados sobre el altar. No me corresponde juzgar esta guerra, y ni siquiera, en él fondo, este episodio preciso: no estoy suficientemente informado. Subrayo solamente el peso aplastante de esta configuración de signos: en África, sobre un altar cristiano, una parodia de sacrificio —y menos que una parodia, una carnicería que ningún sacrificio so porta.
LA DECISIÓN DE EXISTENCIA
i Aquí se propone un estudio parcial de lo que hace, en Ser y tiempo, la «decisión». O más exactamente, nos proponemos estudiar un aspecto del conjunto o del encadenamiento formados por la «apertura» ( Erschlossenheit ), la «apertura decidiente» (Entschlossenheit ), y la «decisión» (Entscheidung)} No nos pro ponemos más que el estudio de un aspecto, pues está fuera de cuestión, aquí, el pretender un comentario exhaustivo del sistema de esos tres términos en la totalidad del libro (que por lo demás obedece sin duda ella misma parte por parte a ese «sistema»). Este aspecto, lo definiremos provisionalmente, en el um bral del estudio, como la mw'idaneidad de la decisión. Queremos decir con esto que la decisión no está abierta a, ni decidida para otra cosa que para el mundo mismo de la existencia, al cual el existente está arrojado, entregado y expuesto. La decisión 110 de1. A su tiempo haremos algunos señalamientos particulares sobre ciertos proble mas de traducción. Estos señalamientos son necesarios, a veces capitales, como cuan do se trata de conservar un nexo visible entre la Erschlossenheit y la Entschlossenheit, o de respetar el valor de Eigentlichkeit. Con todo, nada se puede decidir por el ejercicio infinito de la apropiación de un sentido, ahí donde se trata del movimiento de un pensamiento y de los gestos, los más secretos sin duda, de su decisión. La semántica —que ha encombrado demasiado los debates en tomo a la traducción de Sery tiem po — debe ceder a lo sintáctico del pensamiento, o debe inscribirse en él. Entre tanto, seguimos aquí ordinariamente la traducción de Emmanuel Martineau (Authentica, París, 1985), modificándola a veces, y consultando también la de Fran^ois Vézin (Gallimard, París, 1986). Por comodidad, se indica la paginación alemana. [Teniendo des de luego en cuenta el vocabulario de la traducción de José Gaos, como en las demás citas, nosotros traducimos el texto francés. (N. del T.)].
cide ni para, ni en virtud de ninguna «autenticidad» en la que el mundo de la existencia sería superado o transfigurado de cualquier manera que fuese. La decisión se toma (se toma, es tomada por ella misma, se sorprende) al ras de la experiencia óntica, y es a la experiencia óntica que ella abre. De hecho, no hay otra experiencia, y la decisión no sabría, sino en la ilusión (aunque la ilusión forma ella también parte de la experiencia...), pretender decidir por y en otro «mundo». La experiencia óntica se hace al nivel del «uno»,2 y en ninguna otra parte. Por lo demás, no hay «otra parte»: ése es el «sentido del ser», y es eso mismo lo que representa el carácter existenciario mayor de la decisión, o el carácter decidido de la existencia, o incluso el hecho de que la existencia sea en cuanto tal decisión de existencia. Uno comprende (on: esta vez, esta palabra significa «ustedes», hasta aquí significaba «yo», es cada vez de ustedes, cada vez mío jemein — y cada vez nuestro, pues uno no puede comprender — sino en común, y on es también, paradójicamente, cada vez, singularidad, comunidad, y su experiencia tanto como su desconocimiento, y el desconocimiento o la incomprensión como experiencia —lo que podríamos llamar jeman [alguien]), uno comprende, entonces, el objetivo de una interpretación precisa y determinada, de una interpretación claramente decidida en favor de la munda neidad de la decisión. Ella vuelve irrecibible toda interpretación en favor de una decisión que fuese tomada para (y por) algún más allá de la experiencia, como uno quiera llamarlo, «ser», «historia», «destino», «ideal», «misión espiritual», etc.3 2. Fórmula retomada de otro ensayo en el que esta problemática ha sido ya evoca da, «Fragments de la bétise», en Le tenips de la reflexión, París, Gallimard, vol. IX, 1988. Emmanuel Lévinas se expresa de manera muy próxima en «Mourir pour...» (en Heidegger: questions ouvertes, París, Collége International de Philosophie-Osiris, 1988, p. 261): «La Eigentlichkeit —la salida del Uno— se reconquista mediante un trastorno, interior a la existencia cotidiana del Uno.,.» [«Uno» traduce aquí el On francés, el pronombre indefinido que «uno usa» en expresiones c omo ésta. Sólo que en francés su uso es mucho más amplio que en español, acaso demasiado amplio; se dice, por ejem plo, on s'ainie, literalmente «uno se ama», para decir «nos amamos»; pero también se dice on est en train de barrerla route, literalmente «uno está bloqueando la ruta», para decir «están bloqueando la ruta». Uno quisiera poder siempre dar una traducción exacta y literal, pero en este caso por ejemplo, y en este mismo libro, el on, que abunda en el original, nos llevaría, por ejemplo, a traducir las primeras líneas de este ensayo de la siguiente manera: «Uno se propone aquí un estudio parcial... uno se propone estudiar un aspecto...». Entre otras funciones (cfr. infra), este harto cómodo on se encuentra aquí supliendo al harto incómodo «nosotros» académico. (N. del 1“.)]. 3. El interés [enjeu] político es entonces claro, en la medida al menos en que se
La decisión por una comprensión orientada a la mundanei dad de la decisión se toma a partir del texto de Heidegger, y al ras de ese texto. Si ella debe por eso, en tal o tal punto, com prender también ese texto contra él mismo (lo que se reducirá a pocas cosas, pero ese poco será decisivo), es porque ese texto, como todos los que abren el pensamiento a él mismo, debe ser a su vez reabierto a, y redecidido por, lo que le viene de más lejos que de él mismo, de más atrás en el pensamiento y en la experiencia, o de ese «más atrás» de experiencia y de existencia que precede siempre el pensamiento y que, en verdad, decide de él y lo decide. n Despejemos el horizonte del análisis que debe seguir. Hacen falta aquí, en efecto, algunas consideraciones, que son en suma de principio en la analítica existenciaria (incluso si no están ahí explicitadas en cuanto tales). Es decir, que éstas empeñan la decisión filosófica de la que procede esta analítica. Esta decisión filosófica no es ella misma una decisión tomada en relación a varias actitudes filosóficas posibles (por lo menos no se reduce a eso, como tampoco se reduce a ello ninguna verdadera filosofía). Pero es decisión de la filosofía a ser lo que ella es. Es decir, no la «verdadera», la «única», la «auténtica» filosofía, sino el filosofar que se decide a filosofar (o a pensar: aquí no los vamos a .diferenciar). El filosofar se decide a pensar cuando es la aprehensión [saisie], no de tal o tal «problema filosófico», por más que éste sea notable y autorizado por la más noble tradición, sino del hecho de que la existencia se mué trate de mantener en jaque, desde el interior de Ser y tiempo, a un determinado estilo de «decisionismo» político (cuya virtualidad se puede también descubrir en Sery tiem po —como lo vamos a ver de pasada— y que remitiría también a las relaciones de Heidegger con el pensamiento de Cari Schmitt). Eso no quiere decir por ello que opondremos a esto una política de la banalidad cotidiana (gestión de intereses + ideo logía de los valores), que no es ya una política. No buscaremos de ninguna manera el proponer una «(buena) política sacada de Heidegger». Sólo se buscará mostrar en qué relación el pensamiento de Ser y tiempo invita a poner el pensamiento mismo y Ja praxis, y cómo esa relación no permite el simplemente «sacar» una política de un pensamiento. No se buscará tampoco el evaluar si, ni en qué medida, Heidegger habrá él mismo, subsecuentemente, ignorado esa relación.
ve en el seno de una comprensión del ser, y que comprendiendo el ser —de manera «mediana y vaga»—,4 la existencia se encuentra —de manera del todo excepcional y precisa— en una relación esencial (es decir, existenciaria) para con su propia comprensión. Esa relación es la de la «filosofía», o del «pensamiento». El pensamiento es decisión por la comprensión del ser que la existencia es, o bien, por la comprensión del ser según la cual la existencia se decide. ¡Eso no quiere decir de ninguna manera que la filosofía decide de la comprensión del ser! Es exactamente de lo contrario que se trata. La comprensión del ser que se decide a ser lo que ella es (o a no serlo) decide del gesto «filosófico» (pero del que la filosofía efectivamente practicada puede asimismo ser la traición o el olvido). El gesto filosófico no abre sobre el régimen encerrado de la investigación «teórica», sino que es él mismo un gesto del existente como tal. Heidegger escribe: «La analítica existenciaria [...] está en última instancia enraizada existencialmente, es decir, ónticamente. Es solamente si el cuestionamiento como investigación filosófica es aprehendido él mismo existencialmente en tanto que posibilidad de ser del Dasein cada vez existente que subsiste la posi bilidad de una puesta al descubierto de la existenciariedad de la existencia [.. J».5 El pensamiento en su decisión no es el pensamiento que emprende fundar el ser y fundarse (o fundarse ahí) él mismo. Es solamente la decisión que aventura y que afirma la 4. § 2, p. 5. 5. § 4, p. 13. No podemos detenemos, aquí, en e] motivo (del que el final de este ensayo se aproximará de nuevo) de las decisiones exis tendales o del «ideal factual» (§ 62, p. 310) sobre los cuales reposa «la interpretación ontológica del Dasein» misma, es decir, lo que Heidegger evoca* (sin más) como su propia decisión existencia!, en función de la cual hace él obra de filósofo. Igualmente, y por ejemplo, decidir aquí ce* ñimos a esta analítica existenciaria, es decir decidir a propósito de una investigación filosófica a partir de este pensamiento (de ese Heidegger, si se quiere) supone un gesto existencial que debería a su vez ser tomado como tal (políticamente, éticamente, pero también según el existencia! filosófico propio). Entre tanto, acaso no pertenezca al pensamiento el retomarse del todo en su propia decisión existencia! —de otro modo sería un pensamiento infinito, y al mismo tiempo, acabado. Quisiéramos señalar a este respecto alguna vecindad o afinidad con la manera y el tono con los que Fran¡jois Laurelle enfoca lo que él llama el «afecto «reflexivo» de la «Decisión filosófica». Por ejemplo: «Sabemos en fin por qué filosofamos, lo sabemos acaso de una manera sim plemente irreflexiva, in-objetiva, pero lo sabemos con un saber o con una gnosis que es nuestra vida misma, nuestra más íntimasubjetividadde hombre más bién que defilóso fo» («Théoríe de la décision philosophique», Cahier 3 de Pourquoi paslaphilosophíe?, París, Autor, febrero de 1984).
existencia sobre su propia ausencia de fondo. Pero esta decisión
misma no es, con toda evidencia, una decisión tomada por «el pensamiento» a propósito de (o'para) la existencia. Es más bien la existencia la que se decide ahí como pensamiento.6 Echa esta precisión (que empeña en suma el contrato de una decisión de lectura filosófica, como se verá mejor más adelante), se preguntará: ¿lá esencia de la decisión reside en el hecho de que ella resuelve [tronche]; o bien en el hecho de que es ella misma resuelta, y expuesta, abierta— sobre su resolución, en cierto modo? Hay que responder sin duda mediante las dos hipótesis. Seguramente, la decisión resuelve. En la decisión existencial es resuelto un nudo de posibilidades ya presentes. Pero lo que es enfocado, en tanto que existenciario, bajo las especies de la «decisión» no es otra decisión (que resolvería entre posibilidades más altas, más señaladas...). En efecto: «Sería ignorar totalmente el fenómeno de la apertura decidiente el imaginarse que ella es simplemente el retomar las posibilidades propuestas y recomendadas. La decisión, y ella sola, es justa-
mente el proyectar y el determinar abríente de lo que es cada vez posibilidad factual».1 En el existenciario de la decisión, se trata
de lo que posibilita las posibilidades, de lo que las hace posibles para una existencia (y de una existencia), cada vez, y entonces de lo que hace que el existente exista según lo posible: como el ente para el que va en su ser el ser mismo como posibilidad, y
6. Uno no sabría exagerar el alcance de estos axiomas o de estas pi-emisas de todo ejercicio del pensamiento, no más de lo que uno no sabría detenerse en las formulacio nes que de ello son dadas aquí o en otras partes sin en seguida buscar el ti"ansfomiarlas, el desplazarlas, el reinscribirlas, es decir el poner la escritura, sin descanso, a la prueba de su carácter intratable. Hoy se extiende, en efecto, una especie de práctica muelle del pensamiento, o del discurso, que para empezar rechaza el pensamiento en tanto que decisión, en tanto que existencia, y en consecuencia también en tanto que escritura. Ese discurso no pone para empezar en juego su propio ser-decidido, no se expone al existencial que él es y a la existencia que él excribe (como se dirá más adelante), sino que se contenta con predicar valores, modelos o fines. (Una de las prédicas más en boga, en el ambiente, es la prédica de la «comunicación», de una racionalidad y de una socialidad comunicacionales. Se comunica ahí abundantemente el discurso de esta comunicación, pero a penas y se examina lo que puede estar en juego en la comunicación del pensamiento, es decir, en el pensamiento mismo.) Esos discursos se contentan con ponerla existencia en relación con tal o cual ideal que flota por encima de ella (así sea este ideal modesto, razonable, como conviene al ambiente, e incluso presentado bajo los rasgos más concretos, los más prácticos o pragmáticos). Como se verá aquí a partir de Heidegger, la estructura ontológica de la decisión es precisamente lo que destmye ese género de relación para con el ideal. 7. § 60, p. 298.
en consecuencia el ser como (in)decidibilidad de la existencia. La existencia es decisión de existir (y/o de no existir), y entonces de decidir (y/o de no decidir). Pero «to be or not to be» no son posibilidades previamente presentes. Únicamente la existencia, en tanto que ella misma arrojada a la indecidibilidad del «to be or not to be», decide de éstos como posibles. Pero si es así, es porque la existencia misma no tiene esencia (que sería para ella una posibilidad/necesidad previamente dada), o porque ella es en ella misma su propia esencia. «Lá esencia de este ente [el Dasein] reside en su (tener)que ser (. ZuSein ). El quid {esencia) de este ente, en tanto que uno pueda hablar de ello, debe necesariamente ser concebido a partir de su ser (existencia). [...] La "esencia" del Dasein reside en su existencia. Los caracteres de este ente que pueden ser despejados no son entonces “propiedades” alamano [...] sino únicamente maneras de ser cada vez posibles para él.»8 La «esencia» está aquí en la «posibilidad», en el «cada vez posible para él». El existente no tiene nada, es todo lo que «tiene» (sus «caracteres»). Él lo es, es decir que él lo existe. «Existir» en ese «sentido» transitivo, querría decir: hacer advenir, de jar advenir, detrás de sí, la posibilidad misma de ser (sí) [sor]. Hacer y dejar advenir el ser como su ser propio. Pero el ser no es una propiedad. La única propiedad del ser del existente se encuentra, al contrario, en su advenimiento a la existencia y, en consecuencia, en su «estar ofrecido» a la existencia, que no hace de él algo apropiable. Si el existente se apropia alguna cosa —es decir, si existe esta cosa— nunca es otra cosa que esta ofrenda del ser. Más rigurosamente, no es una ofrenda del ser, puesto que éste no es «alguna cosa» (es solamente que hay alguna cosa en general). El existente se apropia, existiendo, la ofrenda como tal. Deviene ahí él mismo ofrenda de la existencia. Es eso lo que significa la «posibilidad». La relación a lo «posible» no es otra cosa que la relación de la existencia para con ella misma —y eso constituye, sea dicho de paso, el modo in subjetivable del ser de un «sujeto» singular: una relación a «sí» en la que «sí» [soi] es el «posible». Pero la relación para con el 8. § 9, p. 42. En este estudio, se deja deliberadamente de lado toda interrogación sobre el carácter reseivado al Dasein de los rasgos propios de la existencia, o sobre el carácter reseivado al hombrede los rasgos del Dasein. Cfr. «Un pensamiento finito», n. 13.
posible es la de la (in)decisión. La (in)decisión es entonces ella misma el modo más propio del ser del existente (su modo de ser «ofrecido»). En la (in)decisión, el existente se revela pasible de la decisión por la cual y como la cual él puede existir, o bien, por la cual y como la cual su existencia puede hacer sentido 19La posibilidad existenciaria del sentido está inscrita en la pasibili dad de la decisión. La existencia, como tal, es «esencialmente» e incesantemente pasible de una decisión, la suya. También la decisión en ese sentido (en un sentido que ninguna significación de la palabra «decisión» alcanza sin duda a abrir, o a decidir) es lo que más escapa a la existencia, o eso a lo cual y en lo cual ella está más propiamente «arrojada» —y lo que le ofrece su más próximo, su más propio o su más íntimo advenimiento: Ereignis. Se deberá decir:’la Ereignis es, o hace, la decisión, y la decisión es, o hace, la Ereigitis. Pero lo que eso quiere decir con precisión, no se lo podrá simplemente exponer como un tema ni como una tesis que el pensamiento produciría. Hay que empeñarse aquí en «un camino que lleva adelante..., y que se deja mostrar eso delante de lo cual es conducido».10 El pensamiento de la decisión debe consistir en una decisión de pensamiento que se deja mostrar el serdecidiente/decidido de la existencia. Ahora bien, el pensamiento no se dejará mostrar nada de eso si no se toma él mismo pasible de la decisión de existencia. Es decir, si no se deja propiamente ofrecer (a) una experiencia que él no se apropia. El pensamiento de la decisión es el pensamiento al límite de la decisión que lo ha ya, existencialmente, empeñado como pensamiento. El pensamiento de la decisión no puede tener nada de un «decisionismo» que viniese a resolver con altivez a propósito de las posibilidades y de los objetivos de la existencia. «La decisión» es al contrario para el pensamiento el «objeto» indecidible por excelencia. Pero el pensamiento se deja arrojar adelante de él con toda la fuerza de la decisión misma. El pensamiento, de esta manera, no es otra cosa que el ejercicio de la apropiación de la decisión, que se deja mostrar que la decisión de esta apropia9. Hemos abordado ya el asunto de la «pasibilidad» del sentido en Uoubli de la philosophie, París, Galilée, 1987. 10. «Le séminaire de Zahiingen», en Questions, IV, París, Gallimard, 1976, p, 339.
ción lo precede siempre, y no le pertenece. El pensamiento, es lo
siguiente: que el existente, por el hecho de existir, debe decidir a propósito de su existencia, y lo debe siempre de nuevo. En ninguna otra parte se sabe a ese punto cuán poco el «pensamiento» es cosa «abstracta» o «gratuita», pero también, y tanto, cuán finito es. Es decir, cuánto es él la inscripción infinitamente abierta del serfinito de la existencia.
La secuencia verbal ErschlossenheitEntschlossenheitEnt scheidung, de 3a que cada término desborda, en cierto modo, sobre el siguiente, y que compone asimismo una consecución temática (incluso, por qué no, un sistema, y quizás el sistema de Ser y tiempo),n no corresponde a nada más que a la concentración y a la determinación crecientes de una misma instancia: es la «apertura» la que, en tanto que «apertura decidiente» (o «decidida», en los dos valores de la palabra), da lugar a y se efectúa en tanto que «decisión» ( Entscheidung pudiendo ser traducido también, literalmente, por «separación decidiente»,* y entonces, «abriente»). Dicho de otro modo, decisión y apertura tienen para empezar una parte ligada de m anera esencial, y su nexo se produce en la Entschlossenheit (palabra por la cual, en consecuencia, preferiremos la torpe aproximación «apertura decidiente/decidida» a la introducción de otra raíz semántica, tal y como, por ejemplo, «resolución»). Dicho de otro modo aún, la actividad, el dominio y la autoridad que implica la decisión están en íntima composición con la pasividad y con el abandono de la apertura. No cesaremos de tener que vérnoslas con esta íntima com posición. Pero habrá que entenderse. La pasividad de la dedil. «Sistematicidad» singular, y apoyada «contra» la sistematicídad filosófica: es inútil volver aquí sobre ello. Pero también queremos indicar, hablando de «sistema», la importancia continua, más allá de Sery tiempo, de un asunto en el que la «decisión» se boira en provecho de la Ereignis, pero según una profunda continuidad (de la que rendiría cuentas, entre otros, un análisis preciso de las Beitrage.). * Trapichante, trancher , que venimos traduciendo por decidir, más literalmente quiere deciv «zanjar», decidir una cuestión tajantemente, cortando, separando las op ciones. [jV. delT.1
sión no puede ser idéntica a cualquier pasividad —sin poder ser tampoco un acoplamiento dialéctico de pasividad y de actividad. El acto de la decisión tiene precisamente la propiedad singular del actuar que no es un actuar «sobre» el mundo dado, ni un actuar más allá de ese mundo, sino que es el actuar del serarrojado al ras de ese mundo. ¿De qué pasividad debe tratarse, y cómo determina ella el actuar propio de la decisión? Se comenzará la respuesta mediante la lectura de uno de los primeros pasajes de Ser y tiempo que pone en escena la «decisión». Además, ese pasaje concierne la lectura, la decisión en la lectura, y sin duda concierne también la o las decisiones en el caso de lectura en el que nos encontramos: en la lectura del libro Ser y tiempo mismo, es decir en la lectura de los enunciados en los que se explicita él pensamiento de la analítica existenciaria. Ese pasaje habla de la lectura considerada como una extensión de la recepción del hablar ordinario en el régimen del uno, de ese hablar de las habladurías (das Gerede, asunto conocido, muy bien conocido, de la analítica del uno). Es conocido el contexto en el cual se introduce el Gerede: éste aparece como la primera, incluso la primordial, de las formas ónticas de la «comprensión». Ésta, siempre inseparable de la «afección» (Be findUchkeit), constituye el estarabierto del Dasein en tanto que arrojado al mundo. Para empezar, en su ser y como su ser, el Dasein es arrojado en o a «la apertura del serenelmundo».12 Esta apertura no es la apertura de alguna cosa o de alguien (de algún sujeto) que hubiera estado, antes, cerrado. Al contrario, el Dasein (y es esa una de las razones para darse ese nombre, o más bien ese «título», singular) tiene su ser —el ser de la existencia, .que hace su esencia— en el estarabierto. Lo abierto se determina como lo comprensivoafectivo. («La afección tiene cada vez su comprensión [...] El comprender tiene siempre una tonalidad.» Vamos a guardar la memoria de esta intrincación, hasta el momento en que veamos volver las «tonalidades fundamentales» de la decisión.) La «comprensión», determinada como «explicitación», ha sido aprehendida en «el hablar [...], cooriginarío con la afección y el comprender ».B En ese estadio, ha sido necesario recordar que 12. § 34, p. 166; cfr. también p. 160. 13. § 34, p. 161.
la analítica existenciaria tiene como «horizonte fenomenal» la «cotidianeidad del Dasein» . 14 En consecuencia de lo cual «la apertura del serenelmundo» debe ser retomada según d modo preciso de «la apertura del tino».15 («Apertura del uno»: esta ex presión recela una anfibología. El Dasein está abierto al uno, al cual es arrojado como a su mundo cotidiano, es decir, así como se lo entiende demasiado ordinariamente, como a un mundo de banalidad mediocre e «inauténtico» al cual el Dasein debería decidir sustraerse. Pero la expresión puede también significar, y ella debe significar, según la lógica más profunda del análisis, que el uno comporta apertura, que da apertura, y que es incluso antes que cualquier otra cosa el lugar de la apertura. Antes que cualquier otra cosa: ¿pero qué otra cosa habría? ¿qué otro mundo? ¿No es el cotidiano el lugar mismo, y el tener lugar, del cada vez según el cual la existencia se apropia su singularidad?) La «habladuría» ofrece la primera forma de la cotidianeidad del Dasein. Das Gerede: es el Rede, el hablar, como globa lidad de la comunicación en la cual uno «hablaelunoconel otro», sin «compartir» «la relación primaria de ser al ente del que uno habla».16 La «comunicación» no «comunica» (die Mit teilung «teilt» nicht...) la comprensiónafección del ser del ente del que, entre tanto, ella procede, o mejor, del que ella es el lugar «arrojado» y «abierto». Ella encadena más bien el hablar a sí mismo, lo conduce a sí mismo, es redicha ( Nachrede) del decir. El tema del Gerede17 indica entonces mucho menos tina crítica del parloteo que la necesidad de comprender lo que sigue: en el hablar como tal, en la hablería o en el locutorio del 14. Pp. 166-167. 15. P. 167. Heidegger se apresura a subrayar que el análisis que comienza «tiene una intención puramente ontológica» y «se mantiene a cien leguas de una crítica moralizante del Dasein cotidiano». Uno no tendrá entonces que decidir a propósito de un valor del on, y no debe ceder uno a ninguna apariencia, a ninguna sospecha de decisión de ese género, incluso si el texto parece prestarse a ello, e incluso si éste se presta ahí en efecto por momentos, como se señalará. Heidegger pone en guardia contra una lectura que uno podría jugar a decir, en francés, demasiado «on-dque» de sus propios enunciados. Uno no debe pensar en el on, en el mío, sino los datos y las condiciones de la apertura. Y sin embargo, eso se debe pensar como Ia'onticidad misma, en totalidad, 16. § 35, p. 168. 17. «Habladuría» [bavardage]no es entonces una buena traducción: ¿pero no es la (in)traductibilidad una pieza o un aspecto del Gerede? Fran^ois Vézion traduce, de manera sugestiva, el «on-dit» [el «uno-dice», o el «se-dice»].
hablar, si se quiere, en el redecir originario del decir, la com prensión en tanto que apertura al ser de la existencia se da y se retira, se abre y se cierra ya. Que haya «pérdida» ahí, es difícil, al menos, decirlo de otra manera. Esta dificultad es la de todo nuestro discurso, en el que lo negativo sufre de un signo de disminución, de carencia o de decadencia. Pero uno sabe que la analítica se opondrá vigorosamente a la interpretación de la cotidianeidad verfallen en términos de decadencia y de corrupción. Lo que hay ahí de pérdida debe entonces ser comprendido como esta «pérdida» en el uno por la cual la apertura del Dasein se abre verdaderamente —del mismo modo que es hundiéndose, perdiéndose en la lectura del texto filosófico, y no sobrevolándolo, que uno tiene alguna oportunidad de abrirse a lo que «dice», pero cuyo «decir» es asimismo el borrarse. Pero acaso es en efecto de eso mismo de lo que se trata cuando Heidegger extiende, de un modo más bien inesperado (y poco necesario a primera vista, es decir para la «comprensión media» del uno que lee ese texto), el Gerede al Geschreibe, el hablarglobal al escribirglobal.18 Por lo demás, el Gerede no permanece restringido a la redicha oral, sino que se expande en el escrito en tanto que GeschreibeJ9 La redicha, aquí, no se funda tanto en un de oídas. Ella se alimenta de lo que lee sin asimilarlo.20La comprensión promedio del lector no podrá nunca decidir lo que es extraído y conquistado en la fuente (urspríingUch) y lo que es redicho. Más todavía, la comprensión media no querrá ni siquiera, no tendrá ni siquiera necesidad de una tal decisión,21puesto que en efecto ella com prende todo. La continuación del texto ya no nombra sino a la sola Gerede, y prosigue a propósito de ella la explicación de la «compren 18. Y no a la «literatura», como traduce Martineau. A menos que se proponga toda una reelaboración de la idea de «literatura» (lo que desde luego sena posible). Vézin traduce por «el "está escrito"» cuya connotación imperativa es extranjera al texto. 19. La palabra es fabricada como Gerede(con la ayuda del prefijo globalizante ge), y el matiz peyorativo es innegable: pero ella rinde tanto más necesaria la memoria de las advertencias dadas contra la peyoración del uno. 20. Vas Angelesene, lo que es leído superficialmente, «solamente» leído. 21. Aquí Unterscheiden, mientras que más arriba se tenía entscheiden, que significa propiamente «decidir». Unterscheiden, es «hacerla diferencia».
sión media» en tanto que «cierre» ( Verschliessen) de la com prensión originaria, en tanto que barrera, rechazo o retarda miento «de las relaciones de ser primarias y originarias» al mundo y al ser del existente. ¿Para qué habrá servido el ejemplo suplementario, y aparentemente superñuo, del escrito y de su lectura? Éste habrá introducido, pero fugitivamente, y para no volver a ello en ese contexto, el tema de la decisión. El acceso a la comprensión (y a la tonalidad afectiva) originaria, el acceso al ser como a lo que está lo más propiamente en juego en la existencia, depende de una decisión, que hará la diferencia y que decidirá entre esta comprensión propia y la comprensión media. Pero la comprensión media cierra de entrada toda posi bilidad de acceder a una tal diferencia, toda posibilidad misma de pretender hacerla, porque «ella comprende todo». El cierre está a la medida de la apertura, y el uno tiene lugar al nivel de la otra. La «comprensión media» del uno es por ella misma el cierre del acceso a su propia diferencia, a la diferencia en el comprender del comprender el hablar y del comprender de qué es hablado. Esta diferencia puede entonces también ser articu. lada como la diferencia del comprender (y del resentir) el ser y del comprenderresentir el ente. La comprensión del ente no se comprende como comprensión del ser, es decir, que ella no se comprende como lo que es ella misma, o como su propia diferencia (puesto que, en tanto que comprensión, ella no puede sino comprender el ser, es decir lo que, del ente, difiere del ente que ella comprende globalmente y medianamente). Pero ese noacceso a sí de la comprensión (y de su afecto), ¿cómo no sería la parte de una comprensión que, en tanto que aprehensión de (y por) el ser, no es la aprehensión de ningún ente, de nada de ente —sino solamente de este serentregado al ente, que es la existencia? O incluso: ¿cómo no sería la apropiación, aquí, idéntica a la inapropiación de una «diferencia propia»? toda la cuestión está ahí, o más bien: toda la decisión está ahí. (De otra manera, esta diferencia se articula también como la diferencia entre la comprensión óntica de los discursos y esta «comprensión de la voz del amigo que todo Dasein lleva consigo», que caracteriza el «entender» como «estarabierto primario y propio del Dasein».22No cuestionaremos, aquí, la identidad de
este «amigo». Subrayaremos solamente que la diferencia que es cuestión de hacer, de decidir, es también esta diferencia entre el sí óntico del existente [con los «sí» de los otros] y el «amigo» que lleva consigo. El «amigo», ni mismo, ni otro, no designa acaso sino esta diferencia misma.) Sin embargo, una vez más, ¿por qué el escrito y la lectura? La lectura «se sacia», dice el texto. Ella lleva al extremo, al parecer, la vulgaridad de un consumo incomprensivo e insensible. Pero así, ella ejemplifica tanto mejor lo que sería lo contrario: un acceso a «la fuente», un reparto (un teilen) de su agua,23y así una comunicación «auténtica».24 El consumo voraz y obtuso hace entrever tanto mejor lo que sería beber en la fuente. En la escrituralectura, uno ve entreabrirse un instante (a cada instante) la posibilidadnecesidad de un acceso a lo originario, y de un reparto de este acceso. Uno ve entreabrirse en la redicha de la Rede , y en suma, al nivel del hablar y del «uno habla», el reparto de eso de lo que uno habla, y de eso desde dónde uno habla, y de quien habla (escucha). Entreabrirse es la palabra: la apertura del Dasein a eso a lo cual él está por esencia abierto se perfila o se evoca aquí. Y, en consecuencia, se perfila o se evoca la decisión capaz de hacer la diferencia del originario, la diferencia de la apertura misma. Porque es al originario que la apertura está abierta (la fuente se abre a la fuente), es por él y en tanto que él que tiene lugar la apertura de la apertura. Lo originario: el ser de la existencia abierta al mundo. La decisión se perfila ó se evoca como el hacerladiferencia de la apertura en la apertura misma. IV Desde ese momento se vuelve claro que el ejemplo o que el caso del Geschreibe está todavía más determinado de lo que uno lo distinguía al principio. No se trata, en definitiva, de nada que no sea el escribirleer de la filosofía, o del pensamiento. Y más precisamente todavía, de la filosofía o del pensamiento que em23. El «reparto» del ser en la comunicación del enunciado estaba analizado en el § 33, p. 155. 24. Para de paso señamos de esa palabra, sobre la que vamos a volver.
prende el pensar y el compartir la relación de la existencia para con la apertura que hace su esencia. La frase: «La comprensión media del lector no podrá nunca decidir...», da a leer una ambigüedad ejemplar: se trata lo mismo del lector en general de toda escritura en general, que del lector (¿y cómo no sería el mismo ?) de Ser y tiempo, de este lector que lee esta frase, en este momento mismo, aquí mismo, y cada vez que uno (usted, yo) lee Ser y tiempo. Uno lee —uno lee sin saber para empezar que uno lee eso, pero bastantes marcas discretas han sido dispuestas para que uno acabe por «comprender»: uno no puede decidir a propósito de lo que toca, en ese texto, a lo originario. Ni siquiera, entonces, cuando lo «originario» (o el «ser», o la «apertura») es designado, tematizado, pensado por los enunciados de ese texto. Ni siquiera, y acaso de ninguna manera. El pensamiento de la decisión de lo originario (la filosofía, la «ciencia de los primeros principios») dice que la decisión no pertenece a la escrituralectura de su propio texto. Dicho de otro modo, el discurso mantenido aquí no tiene ningún privilegio y no es más apropiado al propio que ningún otro discurso (im)propio.25 La decisión que él piensa, piensa que no (se) la apropia, y que es así como «la piensa» (que la comprende/es afectado por ella), o que se decide ahí (que él deja a uno decidirse alai). El discurso de la analítica existenciaria es tomado de parte 25. En cambio, es notable que sólo el hablar «poético» haya sido privilegiado, algunas páginas antes, como aquel del que «la comunicación de las posibilidades existenciarias de la aFección, dicho de otro modo el abrir de la existencia puede devenirla finalidad autónoma» (§ 34, p. 162). No nos interrogaremos más, aquí, sobre ese privi legio, que permanece sin explicitación ni explicación en Sery tiempo. Notaremos sola mente que no puede en absoluto ser cuestión de conferir sin otra forma de proceso un privilegio ontológico cualquiera a ninguna forma del hablar y de la comunicación, estando cada una de esas formas inevitablemente bajo el dominio y bajo la compren sión del uno, El § 27 (p. 127) enunciaba: «Nosotros nos alegramos como uno se alegra; leemos, vemos y juzgamos a propósito de la literatura y del arte como uno ve y juzga; más todavía, nos separamos de la "masa" como uno se separa de la masa...». Uno podría entonces preguntarse según qué m odo de «privilegio» o de «separación» habré sido, más tarde, investida la Rede en la Rekíoratsredc, en ese discurso inmediatamente propuesto al reparto comunitario de lo originario, y que propone inmediatamente la decisión. ¿Cómo la inapropiable decisión se habrá apropiado ahí? ¿Cómo habrá sido, esa vez, rigurosamente fiel-y rigurosamente infiel a su esencia? ¿Cómo habrá sido a la vez abierta y cerrada a su propia comprensión? Hemos dicho que no pretendemos responder aquí esas preguntas. Queremos indicar solamente que es a partir de Heideg ger mismo que ellas han de ser planteadas.
en parte en el Gerede. Al escuchar simplemente ese discurso, al simplemente leerlo (como uno lo hace aquí, por ejemplo), uno no podría estar seguro de ningún acceso a lo originario, o a lo «auténtico». Aquí también, aquí como en todas partes, ¿y quién sabe? aquí más que en otras partes, uno puede siempre contentarse con hablar de alguna cosa (de ser o de existir), y entender solamente lo que es así redicho, lo que es unodice [on~dit: se dice]. Uno puede oír hablar de la apertura de la existencia, sin estar para nada efectivamente abierto a (por) esta apertura. Ese gesto filosófico es clásico. El discurso de la filosofía tiene la costumbre de prevenir a su lector del hecho de que lo que es cuestión de comprender no se halla al alcance de la com prensión ordinaria de su texto. Descartes pide que uno acompañe el movimiento real de su meditación, más bien que juzgar de su sólo discurso. Hegel advierte que una lectura repetida será necesaria para superar la exterioridad de las proposiciones, y para relevarla en interioridad con el puro pensamiento. Heidegger, en cierto sentido, no hace otra cosa, e indicará —discretamente todavía— un poco más lejos eso hacia lo cual debería estar tomada una comprensión capaz de lo «originario», y que ya no sería más la del «lector», como tal, de su Geschreibe como tal: él opondrá a la «curiosidad», que sucede a la «habladuría», la apariencia y la pose del «entretenimiento de la estancia considerativa» en la que se opera «la contemplación admirativa del ente, el thaumazein».26 Uno no sabría designar mejor la filosofía, en toda su tradición. Uno no sabría recordar mejor, por lo mismo, la tarea de «destrucción» repetitiva, reanimadora y liberadora de esta tradición, que es la tarea historial corolaria de la de la analítica, exxstenciaria. Uno no sabría indicar mejor entonces que se trata de abrir o de reabrir, en la filosofía misma y en el ejercicio de su comunicación, la apertura a eso a lo cual la filosofía se refiere originalmente, y que es la experiencia del ser en tanto que ser del ente. Se trata de reabrir en la filosofía la decisión filosófica, y la filosofía como decisión. Y eso rebasa infinitamente la exposición de la filosofía.
Sin embargo, y según la lógica misma de una (re)apertura tal de la filosofía a su propio estarabiertoydecidido (es decir también, a su propia existencia histórica), el gesto de Heidegger
no reproduce simplemente esos gestos tradicionales que siguen siendo sin embargo sus modelos —pero en los cuales afronta también la decisión que los hace ejemplares. Los reproduce en la medida en la que él da a entender que se trata de una com prensión de la que todo GeredeGeschreibe es incapaz —y en esta medida, Heidegger reproduce simplemente la filosofía, y con ella la idea y el ideal de un sentido puro, absoluto, reservado, flotando más allá de los límites del discurso. Pero no los reproduce en la medida en la que en realidad él no dice nada de eso, o bien «no lo dice verdaderamente». Lo que en efecto dice el conjunto del texto sobre el Gerede, es que la situación de Gerede (y su ejemplificación en el Gesch reibe), en tanto que situación en la que la decisión de la diferencia originaría es imposible, es ella misma propiamente la situación de la apertura. Después de haber insistido sobre el «cierre» que es la parte de la «comprensión media», el parágrafo 35 va hasta colocar en este estado de cierre la posibilidad misma de la apertura, es decir la más propia posibilidad de la existencia. La comprensión del Gerede está «desarraigada».27 Pero este desarraigo es «existencial», es decir, que pertenece a la constitución de ser de la existencia («según la modalidad de un desarraigo constante», precisa el texto). Habría que decir incluso que pertenece de manera esencial, o archiesencial, al ser de la existencia, si éste debe en efecto definirse por la propiedad, o por la archipropiedad, de no tener esencia. Ser su propia esencia, tal es en efecto, hay que recordarlo sin cesar, la propiedad de la existencia. Ser la esencia es símismo sin esencia (o bien: su esencia está en su decisión). Por eso Heidegger puede escribir: «Sólo un ente cuya apertura está constituida por el hablar afectadocomprensivo [...] tiene la posibilidad de ser de un tal desarraigo, el cual forma mucho menos un noser del Dasein que efectivamente más bien su "realidad” más cotidiana y más tenaz». Es entonces en esta «realidad», es en tanto que esta realidad que el Dasein está pro piamente abierto. Es en tanto que GeredeGeschreibe que la Rede pertenece a la existencia, y ahí expone las posibilidades del serafectado y del comprender. Sin duda, el Dasein está ahí «desarraigado», está separado del origen, de su origen de ser y
del ser de su origen. Pero es así como él es, en tanto que está en el mundo. «Se mantiene en un suspenso (er halt sich in einer Sckwebe).» Ese suspenso es la condición y la constitución de ser del existente como tal. En el suspenso, por definición, la decisión escapa, no tiene lugar, no puede nunca tener lugar. Tanto el desarraigo es constante, tanto la indecidibilidad es la regla. Pero es preciso ser aquí de una precisión absoluta. La naturaleza de ese suspenso queda por ser comprendida de manera específica. Contrariamente a las apariencias, no consiste para nada en una vacilación. El GeredeGeschreibe, y su comprensiónlectura, no flotan en el más o menos mediocre de una presumida vulgaridad rela jada del «uno». Eso es imposible, porque la Rede en general no flota por encima de la existencia y del mundo para hacer surgir ahí aproximaciones o nebulosidades de sentido. «El enunciado no es un comportamiento flotante en el aire (kein freischweben des Verhálten) que pudiera por sí mismo y primariamente abrir del ente en general, sino que se mantiene siempre ya sobre la base del estarenelmundo. »28 Lo que había sido dicho del enunciado vale para toda la secuencia que va de la afeccióncomprensión hasta el «uno ha bla, uno escribe» cotidiano —y hasta la escritura y la lectura cotidianas del texto cotidiano de la filosofía: nada de eso planea por encima del mundo, de la realidad y de la existencia. Todo esof di contrario, no tiene lugar sino por el estar en el mundo, todo eso no tiene lugar sino del tenerlugar de la existencia arrojada al mundo. (Uno lo confirmará: nada es más constante en Ser y tiempo, y nada da de éste el tono mayor, como una oposición
subrayada, obstinada, feroz, entre todo lo que «flotaría» en un mundo de «ideal» y el arrojo que arrojando suspende el ser a la decisión de existencia.) El «suspenso» del Dasein en la cotidianeidad de la «com prensión media» no es entonces él mismo un flotamiento mediocre en la indecisión media, y en percepciones vagas más o menos miopes sobre el «sentido» de 3a existencia (y del mundo, y de los otros, y del pensamiento). El suspenso tiene su estabilidad propia. Pero la «estabilidad» [tenue] propia del «suspenso» no es una simple firmeza opuesta, por dualismo o por dialécti-
ca, al flotamiento. El suspenso es suspendido, y se mantiene firmemente, a nivel dél flotamiento óntico medio. Y es ahí que (se) decide. La comprensión media que «comprende todo» puede asimismo ser el hecho de la más aguda inteligencia, la más justa, la más perspicaz. Nosotros pensamos, escribimos, leemos filosofía como uno piensa, escribe y lee. Pero eso a propósito de lo cual, de esta manera, uno no puede decidir, es a propósito de la indecidibilidad originaria del estararrojadoenelmundo (al uno), en la cual, por la cual y en tanto que la cual el ser de la existencia tiene lugar. Decidirlo —o decidir a propósito de lo originario— sería en cierto modo abrirle su propia apertura, o abrirlo a su propia apertura. Pero la apertura así dominada, apropiada, ya no sería precisamente la apertura que ella es. La apertura no es alguna cosa. Ella es el estarabierto del ser del Dasein —o su suspenso. Lo que hay que decidir es la diferencia de la apertura para consigo misma, en razón de la cual (es una razón sin fondo ni razón) la apertura no se apropia, y de esta manera es propiamente lo que ella es: existir. «Decidir» querrá decir entonces, no el decidirse por tal o tal «verdad», por tal o tal «sentido» de la existencia, sino exponerse a la indecidibilidad de sentido que es la existencia. Eso no podrá entonces tener lugar sino al nivel de la cotidianeidad «desarraigada», y al nivel de la «imposibilidad de decidir»... Sin duda, al nivel de este ser cotidiano, no hay suelo sobre el cual se pueda descansar. Heidegger escribe más adelante:29 «El Gerede abre al Dasein el ser comprensivo para su mundo, para los otros y para él mismo, pero de tal manera que este ser para... tiene la modalidad (Modus) de un flotamiento desprovisto de suelo». Así, el Gerede que se mantiene, en tanto que Rede, «sobre la base del estarenelmundo», disuelve inmediatamente esta «base» en un «flotamiento». Pero esta disolución —que no es otra que el hecho del estar arrojado— no es sin embargo la degradación ni la pérdida de un estado primero, sólido, consistente. Ninguna substancialidad se ha volatilizado en el flotamiento. Que el suelo sea retirado a la existencia, es eso lo que hace el ser del existente, y lo que hace ser al existente. O bien aún, el «suspenso» es él mismo el «suelo» y la «base».
En esas condiciones, ¿cómo hacer la diferencia entre la base y el suspenso, entre lo fírme y lo abierto, entre el texto escrito y su fílente, y cómo decidir para encontrar o para reencontrar y para apropiarse el suelo, y más que el suelo, la raíz de la existencia, su ser originario? ¿Será suficiente con decir, como se ha dicho, que hay que decidirse por la imposibilidad de hacer la diferencia? En un sentido, no se puede rebasar ese resultado. Pero en otro sentido, ese mismo resultado no parece ofrecer nada más que una resignación atontada al atontamiento [ hébé tude] del uno. El texto de Heidegger no deja de oscilar entre esas dos direcciones. El texto flota también, está en suspenso, y no deja de suspenderse: pensamiento finito del acceso finito al ser originario de la existencia. Lo que este pensamiento pone en juego, es la decisión. Es decir, ahora se lo ve mejor, la decisión que haría la diferencia entre la decisión de la apertura —la apertura misma como decisión, decidiéndose (a estar) abierta—, y la decisión que encierra. Esta, la decisión que decide, la decisión propiamente dicha, en suma (según el sentido de las palabras en la Rede más evidente y más constante), pertenece en realidad al reino del uno. Bajo este reino, en efecto, uno piensa «que pueden serle garantizadas al Dasein la seguridad, la autenticidad y la plenitud de todas las posibilidades de su ser. La certidumbre de sí y el estar decidido ( Entschiedenheit ) del uno propaga una ausencia creciente de necesidad en cuanto a la propia comprensión afectada». La pretensión del uno a nutrir y a guiar la «vida» plena y auténtica aporta un tranquilizamiento al Dasein, para quien «todo va por lo mejor» y todas las puertas están abiertas.30 El estardecidido seguro y tranquilizante, el que se da, o que cree poder darse, la garantía de la autenticidad,31 pertenece al reino del cierre. Este estardecidido es en verdad el que «no podría jamás decidir» de su propia relación para con lo que le es propiamente originario. La esencia de la verdadera «decisión», de la que hace derecho a la diferencia del origen, debe entonces ser buscada en otra, parte que en la seguridad decidiente. El 30. Ibid. 3 i . Se habrá notado, en el pasaje citado, el uso repetido de esta palabra — Echthe'U, echt — con un valor netamente crítico o irónico, y opuesto al de eigenthch, «propio». Volveremos a ello enseguida.
Dasein, para ser lo que es, para existir, no tiene que ser un «decididor». Y sin embargo, tiene que decidir y decidirse por su propia existencia. Tendremos que hacer entonces la diferencia
entre dos decisiones —o bien, tendremos que decidir por lo que, en la decisión, decide propiamente. V
Porque es ai nivel de todas las decisiones aseguradas, y al nivel de todas las indecisiones flotantes del uno que se juega, desde luego, la decisión de existencia que no es ella misma ni «decisión», ni «indecisión» en ese sentido. Que no se pueda tratar de dos decisiones de esencias distintas, y que sin embargo la decisión de existencia no sea la decisión existencial «tranquilizante», es lo que surge a la evidencia a partir de todo lo que precede. Uno no necesita salir del uno para ganar otro registro, más «auténtico», de la existencia. Al contrarío. La puesta en juego del ser de la existencia tiene lugar al ras de la existencia. No hay existenciaño que no sea en seguida y como tal tomado en lo existencial. (Y esta tesis mayor de la analítica es, al mismo tiempo, la tesis en la que se juega el estatus del pensamiento en tanto que pensamiento existenciario: éste, y el pensamiento en general, no piensa sino siendo en seguida y como tal tomado en las posibilidades existenciales de su escritura, de su lectura, de su (in)comprensión.) Por esta razón, el ser arrojado o el «plazo» del Dasein no forman la caída de una fonna superior de existencia en una forma inferior. «El Dasein no puede expirar [échoir:: en el sentido de un plazo que expira] si no es porque en ello le va el estarenelmundo com prensivo y afectado. Inversamente, la existencia propia no es alguna cosa que flote por encima de la cotidianeidad expirante: existenciariamente, ella no es sino una aprehensión modificada (ein modifiziertes Ergreifen) de ésta.»32 Esta última frase es decisiva para la comprensión de la analítica en toda su amplitud. Es en ella que se juega la decisión a propósito de la decisión. Ella enuncia, en efecto, que lo propio de la existencia —su verdad, su sentido propio— no se distingue 32: § 38, p. 379.
en nada de la existencia existencial (si se lo puede decir), si no
en que ella forma, de ésta, «una aprehensión modificada». La esencia de la decisión por lo originario —y la esencia originaria de la decisión— no puede consistir sino en esta «modificación» de la aprehensión. Pero recíprocamente, esta «modificación» (cambio de mundo: del Modas del «flotamiento» al Mo dus de la decisión, pero sin cambiar de «suelo», es decir de «suspenso»...), esta modificación sobre la cual el texto no nos enseña nada más, no podrá ser determinada sino como la puesta enjuego, e incluso como el acto, de la decisión. (Es aquí donde hace falta, antes de proseguir, introducir el señalamiento de traducción que se impone a partir de ahora, y que por lo demás exponen por su propia cuenta las traducciones disponibles, a propósito de la palabra authentique, «auténtico». Esa palabra ha sido acreditada desde hace mucho tiempo, no sólo en tanto que equivalente francés del eigendich de Heidegger, sino también, en el unodice [se dice] del comentario general y difuso, en tanto que concepto mayor, y emblemático, del pensamiento de Ser y tiempo. En la frase decisiva que acabamos de citar, hemos traducido eigentlich por «propio», y nos atendremos en lo que sigue a esta traducción. El asunto es considerable. La categoría de lo «auténtico» implica de manera esencial la idea de una pureza de origen o de proveniencia, de una excelencia nativa, en relación a la cual uno puede representarse u operar una falsificación o una degradación «inauténti ca».33 Pero acabamos de ver que una oposición de ese género está precisamente excluida por la analítica existenciaria. Hablar de «autenticidad», y más que en otras partes en una frase como la que examinamos aquí, es entonces del orden del contrasentido. El alemán tiene, y Heidegger la emplea, una palabra propia para la idea de «autenticidad»: echt, Echtheit, de la que hemos visto más atrás el eventual empleo crítico o irónico. Eigenntlich, en cambio, no dice nada más que «propio», que lo que pertenece como propio a..., o lo que puede ser dicho propiamente de... Además, el lector alemán no puede no captar juntas, en el texto de Heidegger, las palabras eigentlich, Eigentlichkeit, y esas otras palabras tan frecuentes: eigen, eigenste, eignen, propio, lo más propio, apropiar. En fin, no se puede menospreciar la imanta33. Lo auténtico evoca algo del orden de la «raza pura».
ción que debe ejercer, para toda lectura de ese texto, la importancia tomada más tarde en Heidegger por el pensamiento de la Ereignis/Enteignis (el evento apropiante/desapropiante), sobre el cual, por lo demás, volveremos aún aquí mismo. El «propio» y lo «auténtico» no carecen sin duda de relaciones. Pero ocurre que el pensamiento de la decisión de existencia propone precisamente el hacer, a pesar de todo, entre ellos una diferencia esencial. La traducción no debe entonces decidir a propósito de una «autenticidad» de sentido, rechazando echt del lado de «verdadero» (Martineau), y promoviendo el «propio» a lo «auténtico». Heidegger dice él mismo que emplea Eigentlichkeit y Uneigentlichkeit de manera «terminológica», es decir en tanto que términos técnicos, tomados «en su estricto sentido ver bal».34 ¿Qué más decir? Sino esto: que la decisiónmodificación no tiene por qué ver una «autenticidad» flotante, en el aire, sino lo propio mismo de la impropiedad en la cual y como la cual la existencia existe cada vez y constantemente.) Dicho esto, y puesto que no se trata entonces de escrutar una «autenticidad» por la cual habría que decidirse, sino de pensarlo propio de una decisión en la que la existencia se decide, uno irá a partir de ahora directamente al texto en el que se decide a pro pósito de la decisión misma: al análisis de la Entschlossenheit (de la apertura decidiente/decidida), de la que la Entscheidung es en suma la puntuación propiamente actuante. El parágrafo 60 asienta que «la Entschlossenheit es un modo privilegiado de la Erschlossenheit del Dasein » (p. 297). Es esta definición la que sugiere decir en francés, a manera de indicación sino de traducción, l’oitverture decídante, «la apertura decidiente» (más bien que «la resolución»). Pero hay que agregar en seguida: «y decidida». El estarabierto, en ese «modo privilegiado», no se resuelve a otra cosa que a lo que es, ni según otra cosa que lo que es. Se decide abierto, se abre a la decisión de esta apertura. La apertura ofrece la decisión, pero la decisión hace ella misma la apertura. Dicho dé otro modo, el existente no hace nada que no sea el apropiarse su ser más propio: la existencia misma en tanto que apertura. La Entschlossenheit no 34.
§ 9, p. 43. El contexto muestra claramente (p. 42) que la posibilidad de ser eigentlich es la posibilidad de ser para sí mismo propiamente — sich ziteigen. Vézin traduce por «propiedad» y por «propio». Cfr. también a ese respecto, infra, n. 40.
es otra cosa que la apropiación de la apertura en tanto que apertura: la Zueigimng que hace la posibilidad propia de la pro piedad de existencia como tal. La Zueignung, o la Erdgnis. Los Beitrdge dirán que"«la esencia del ser se despliega y se presenta (west) en la apropiación de la decisión (in der Ereignung der Entscheidung )», y también que «el advenimiento de la apropiación {das Ereignis der Ereignung) encierra en sí la decisión».35 En la apertura decidiente no está en juego ninguna decisión que tomase o no tomase un sujeto, cualquiera que éste fuese, de la existencia, o un sujetoexistente que viniese a decidir, de manera consecuente o inconsecuente en relación a su ser propio, entre posibilidades exteriormente ofrecidas a él en el mundo. (Habría que decir más bien, si se quisiera hablar de «sujeto», que la decisión es ella misma el «sujeto».) Pero lo que está en juego es únicamente el modo de ser propio de la existencia. Ese modo de ser no es él mismo alguna cosa que pudiese, de una manera o de otra, ser objetivada para el sujeto y para su decisión (como si, sabiendo que uno es hombre, y lo que es, uno se resolviese a serlo propiamente). Pero ese modo de ser —la existencia— es el modo según el cual el ser mismo es, es decir, en este caso está abierto al hecho de que él es, en su ser, la apertura del ser. La «decisión», en consecuencia, no es otra cosa que el existir por el cual la existencia se relaciona propiamente consigo misma. La «decisión» tiene entonces la configuración, si es posible decirlo así, de un ego sum, ego existo. La existencia se alcanza allí en cuanto tal, en su ser desligado de todo otro fondo que el de su propia decisión, que es ella misma su desligamiento.36 La diferencia depende, sin embargo, del hecho de que la existencia no procede de una puesta en suspenso de todo juicio, al término de la cual se hace indubitablemente reconocer y valer el que pone en suspenso, ego. Pero la existencia es ella misma el sus penso, que no es suspensión del juicio, sino suspenso originario del ser, y suspenso en tanto que ser, es decir, la ausencia de fondo, de fundamento, de razón o de suelo «sobre» el cual el existente se «mantiene». No es una autoapertura, sino una 35. N. 43. 36. Y, sin duda, ella mantiene con el íntima, que no podemos analizar aquí.
ego sum de
Descartes una relación muy
ontoapertura. O bien: el auto está ahí en el modo del onto, que él mismo existe en el modo del uno. Un tal «mantenerse» está en suma sin estabilidad, sin consistencia y sin seguridad. Es lo que indica el suspenso de la apertura, y el ser en tanto que ser de la posibilidad de ser. Pero ese «mantenerse» sin estancia, ni estabilidad, ni instalación, no es de ningún modo por ello un «flotamiento». El ser del existente no es un ser indeterminado o mal determinado. No es un ser débil, delicuescente, evaporado. Si está, en efecto, abandonado a la existencia, si su existencia es este abandono, él está al mismo tiempo absolutamente y rigurosamente determinado por este abandono y en este abandono. Es por ello que su apertura —que es en efecto errancia, estararrojado, estarexpedido, precipitado o abandonado— es sin embargo eso mismo en lo que él se mantiene, teniéndose y captándose él mismo , en ese lugar o en ese tenerlugar archioriginario, como la diferencia abierta de su mismidad de ser. Y esa es la razón de una tal estabilidad de la diferencia, que no domina ésta para encerrarla, pero que se mantiene —y que se atiene a ello— en lo abierto de la diferencia misma, en la firmeza y la consistencia de una «resolución». La apertura decidiente/decidida no indica ninguna otra cosa que no sea el modo singular de esta firmeza desprovista. Y esta firmeza desprovista no es un atributo del sujeto existente, es por el contrario la consistencia misma de su existencia. Así, la «decisión», o «el estar decidido» no son ni atributos ni acciones del sujeto existente, sino eso en lo cual, para empezar, la existencia se hace existencia, se abre a su ser propio, o incluso se apropia el inapropiable evento de su advenimiento al ser a partir de un sinfondo de ser. Existir no tiene nada de más propio que esta
apropiabilidad infinita del inapropiable serpropio. Tal es la verdad de la «finitud» (y tal es el único «objeto» de la analítica existenciaria). Verdad de la finitud: es decir que lo que hay que apropiarse (decidir) no es nada más que el estararrojado en el mundo, y entonces en el mundo del uno. Pero no hay ahí ningún empo brecimiento, ni ninguna burla. La apertura no tiene por qué abrirse ella misma, no tiene por qué resolverse ella misma en la insignificancia o en la todasignificancia mediocres de un mundo de banalidad. La idea promedio de banalidad, y la idea de mediocridad, e incluso la de «media» (como en la «compren-
sión media») son ya ellas mismas (aunque Heidegger, por su parte, se pueda esforzar por neutralizar el carácter desdeñozo de esos términos, reprimiendo mal su propio desdén por el mundo banal...) unas significaciones sobreimpuestas al mundo de la experiencia cotidiana.37 La apertura se abre al uno, se decide por el tino, si se quiere, en toda la medida en la que el uno es el abandono a la impropiedad de ser que el existir tiene que apropiarse. El uno es para empezar él mismo esta apertura, porque él es él mismo, como tal, como unoarrojado, la indeci dibilidad ónticoontológica en la cual y en razón de la cual la existencia tiene que decidirse como existencia. Es en efecto porque ella es sin esencia que la existencia está entregada a38 la indecidibilidad ónticoontológica. Esta última significa que el ser —por el existente— está todo' entero en juego en el mundo del ente. Pero ella no significa que uno ya no pueda, por ello, hacer la diferencia entre el ser y el ente. La indecidibilidad ónticoontológica significa, al contrario, que todo lo que hay que ha~ 37. Nos apartamos entonces deliberadamente, decididamente, de toda una capa de significación presente incontestablemente en Sery tiempo, que rebaja y que denigra a pesar de todo el mundo del uno y que hace de éste en efecto, a este respecto, o que tiende a hacer de él un mundo de la «inautenticidad». Sin pretender explicamos más en detalle, diremos que hay en Heidegger un prejuicio existencia! (por lo demás él mismo bastante banal: del tipo del apego a las representaciones y n los valores de la excepción, de la grandeza, del heroísmo, del mismo modo que de lo originario y de lo propio) sobre el cual el texto no se toma, y del que no percibe el carácter mediocre. Vamos a volver aún sobre ello. Dicho esto: 1) No debemos olvidar que es ese mismo texto el que nos permite aclarar ese prejuicio, ni que ese texto es el que se designa él mismo como indecidible para la comprensión-(«media»...) en su relación a lo origina rio, y que pone entonces en guardia contra la creencia en una suerte de performatividad filosófica, que nombrándolo haría existir lo propio. Ningún texto filosófico, qui zás, nos remite más que éste, a pesar de su prejuicio, a la exterioridad de la experiencia de la que él tienta el análisis. Como trataremos de decirlo más lejos, la experiencia (la decisión de existencia) está aquí excríta más bien que «inscrita». 2) No pretendemos aquí valorizar la banalidad en detrimento de lo excepcional, en un sentido inverso al del prejuicio ingenuo del texto. Eso sería ridículo. Intentamos más bien sustraemos a todos los gestos de valorización y a sus prejuicios o presupuestos, no para ostentar una especie de indiferencia o de nihilismo, sino al contrario para dejar abrirse tanto mejor la decisión a la existencia de donde pueden y de donde deben proceder, si se lo quiere decir así, todas las afirmaciones de «valores», es decir, para empezar la afirmación del valor sin valor, rebasando todo valor, que podemos llamar, con el término que Kant opone al de «valor», la dignidad del existir en cuanto tal. Ser y tiempo debe ser leído como un libro sobre esta dignidad. Y el sentido o el sentimiento de ésta forma quizás el otro «prejuicio» (o «el ideal factual», cfr. n. 5 de este mismo capítulo). 38. Es decir también liberadapara. La «libertad» —una libertad singular, que es la propiedad más inalienable de la impropiedad más inasimilable— está directamente y esencialmente enjue go en la decisión, como decisión.
cer, en el sentido más fuerte y más práxico de la palabra «ha-
cer», consiste precisamente en hacer la diferencia entre el ser y el ente. Pero esta diferencia es la existencia. Es la existencia que se trata de hacer, o de existir. Es decir, de decidir, puesto que la existencia no tiene esencia decidida para ella y fuera de ella en alguna región ontológica idealmente flotante. La existencia inde cidible se convoca a la decisión de existencia. Pero hacer esta diferencia, no es evaluarla, apreciarla, mesu-
rarla. Eso, precisamente, es imposible en razón de la indecidibi lidad. Lo que equivale a decir que esta diferencia, ella misma, no es,39 así como es fácil y necesario de deducirlo. Ella no es, pero ella «se hace» o ella «se actúa», y su hacer o su actuar tienen la esencia de la apertura decidiente. Por ella se hace la diferencia según la cual el ser se retira delen el ente (y le retira todo fundamento, en la Nichtigkeit de su libertad) en la exacta medida en la que él existe, y en la que él existe, entonces, según el modo y según el mundo del unoarrojado de la existencia. Así, la indecidibilidad hace ella misma la decisión.
vi Así, «la apertura decidiente/decidida, según su esencia ontológica, es cada vez la de un Dasein factual».40 ¿Cuál es la / actualidad propia del Dasein ? La frase que sigue inmediatamente lo indica simplemente retomando el enunciado nuclear de toda la analítica: «La esencia de este ente es su existencia». La factuali dad propia del Dasein es la de la existencia. Lo que significa simultáneamente dos cosas:
39. Tal es el sentido de la dijferance demdeana. Ella difiere (el ser de) la diferencia de ser del ser, de la existencia y de su actuar. 40. § 60, p. 298. Guardamos simplemente factual por faktísch, con el fin de preser var el valor de fait {hecho] mundano, material, camal y existencial, que importa aquí. Pero no olvidamos la singularidad del «hecho» de que Heidegger entiende designar así, y distinguir de la Tatsachlichke.it, o «estado de cosas» inmediato y bruto (nos gustaría preguntar no obstante: ¿hay acaso nunca alguna cosa tan «bruta»?). A este respecto, hay que remitir al notable análisis dado por Giorgio Agamben en «La passion de la facticité», en Heidegger ; questions ouvertes, op. cit. Él recorta también a muchos respectos lo que intentamos decir aquí del propio, de lo impropio, de la estabilidad del uno por el otro y del uno en el otro.
1) Que la esencia de este ente no «flota» en algún dominio de las esencias, que estuviese separado del mundo y del ser en común de los existentes en el mundo; 2) que porque ella no «flota» así, y en cierto modo «para» que ella no «flote» así, la existencia tiene lugar en la apertura de la decisión. Su factualidad se hace, en suma, en la decisión. Es así que ha sido escrito un poco más atrás: En tanto que ser~sí propio, la apertura decidiente no separa el Dasein de su mundo, ella no lo aísla para hacer de él un yo flotando en el aire. ¿Cómo, por lo demás, lo podría ésta siendo que, en tanto que apertura propia, ella no es propiamente otra cosa que eí estarenelmundo? El Entschlossenheit es lo propio de la apertura, que no es otra cosa que el estarenelmundo en su propiedad misma. Cuál es la propiedad de este ser entregado al mundo y al «estar elunoconelotro», o al «estarencompañía», sino la propiedad de ser, en tanto que entregado a esta existencia mundana/común, es decir al uno, esencialmente en la «indeterminación». O, más exactamente, la de estar determinadodestinado a esta indeterminación (« La indeterminación existencial de la apertura decidiente, determinada cada vez en la sola decisión, posee su detenninidad existenciaria»). La existencia, es eso: el estar determinado a la indeterminación, de tal manera que tiene, para ser lo que es, que decidir(se). Decidiéndole), se abre a sus propias posibilidades —pero no las abre, y no se abre ahí, sino mediante esta más propia posibilidad, que es precisamente su decisión. En ella, la apertura se decide como apertura, la existencia se decide existente, y el ser se propia: Ereignis. Dicho de otro modo, la apertura se recibe como tal cuando ella (se) decide. Su decisión es la actividad de su pasividad, o ella es el actuar de su pasibilidad de sentido (de ser). Su pasividad y su ofrenda a sí (al Sí) en tanto que apertura. El parágrafo 62 enuncia:4' « Entschlossenheit quiere decir: dejarse provo41. P. 305. Vamos a tomar aquí un expediente de traducción para schhiding:éste no puede tener ni simplemente el sentido de la «falta», demasiado moral, ni simple
car (hervormfen) al más propio ser responsable». ¿De qué es res ponsable el existente? De la existencia, en tanto que ella no le es atribuida como una esencia, sino dirigida como un llamamiento —un llamamiento («amistoso») que emana de su propia diferencia, o de la indeterminación de ser según la cual existe. La diferencia = el llamamiento, y el llamamiento = a decidir. Pero de ese modo, una vez más, el existente no tiene que responder (es decir, que decidir) a nada más, y de nada más, ' que a, y de, lo que constituye su ser factual. Él responde a (de) el serarrojado que él es. Él responde a (de) la comunidad mundana arrojada de las existencias. Es en tanto que está, ahí, arro jado en la extrañeza (en la Unheimlichkeit ) del sinesencia que debe responder de esta extrañeza como de su propiedad misma. Es por lo que eso o ese que lanza el llamamiento no puede ser interpretado como una «potencia»42 objetivable (o subjetiva ble) del Dasein. Lo que significa, para empezar, que el llamamiento o el llamante no es más poderoso que la respuesta, y que el respondienteresponsable no es él mismo poderoso en el ta jante [tranchant] de su decisión. No que haya que invertir las cosas, y hablar de debilidad. La pasividad que está en juego no es debilidad (no más que «flotamiento»). Ella es el recibirse de la apertura en cuanto tal, que de esta manera (se) decide firmemente a mantener (se) en la apertura que ella es y (de) donde ella (se) llama.
Eso significa, en seguida, y de manera correlativa, que la interpretación del llamamiento como potencia, objetiva o subjetiva, sería «una escapatoria del Dasein para deslizarse lejos de la delgada barrera que separa, por así decirlo, al uno de la extrañeza de su ser». Singular topología, o extraña anatomía, para decir la relación extraña, en la que se juega la decisión, del ser uno al ser del uno... Conviene entonces, para responder al llamamiento y para responder del ser de la apertura, el permanecer al ras de una barrera de la que la presencia marca la inconmensurabilidad del uno y de su extrañeza de ser, pero de la que
mente el de la «deuda», demasiado económico. Pero en la falta y en la deuda, uno es responsable. Mientras que aquí se trata precisamente de responderal llamamiento de una voz amiga, que es la de la diferencia del Dasein para consigo mismo. Diremos entonces, aquí, «responsable», a reserva de volveren otra paite sobre eso de lo que uno decide así de tomar el riesgo y la responsabilidad. 42. § 57, p. 278, también para la cita siguiente.
la delgadez indica la comunicabilidad (cuasi osmótica) del uno al otro. No apartándose de la barrera (o de la diferencia), permaneciendo pegado a ella, a su delgadez, el Dasein ocupa su espacio —el espacio de su espesor nulo e impenetrable. Sobre este límite, todo hace la diferencia, y nada la determina. Es por ello que el llamamiento proviene de aquí. El ningunadiferencia ónticoontológico se llama a hacer la diferencia de su ser y del ente que él es. Lo que quiere decir: se llama a existir, a la decisión de existencia. Ésta decide, al ras del uno, hacer la diferencia del uno («modificarla aprehensión»). La decisión de existencia no apunta* a «un ideal de existencia vacío»,43 pero ella provoca a Ja situación. La situación, es el ser ahí, al ras del mundo y de la comunidad, del existente. Al ras de la situación, la apertura decidiente «no proviene de un idealismo que sobrevolaría la existencia y sus posibilidades, sino que brota de la comprensión sobre posibilidades factuales fundamentales del Dasein».44 No la ebriedad, el entusiasmo por los ideales flotantes, sino el simple hecho de la existencia. Éste, sin embargo, no es el dato al que uno se somete, es el hecho del quehacer [áfaire], del tenerquehacer [avoirafairc] [frente] (a) las posibilidades (y uno tiene que vérselas [ avoir á faire] ahí también con una función propia de los «ideales», con la cual hay que negociar). Decidir: decidir existir, rendirse pasible de la noesencia. Entonces se descubren de nuevo, en el seno de la «comprehensión» abierta decidiente, los afectos o las «tonalidades fundamentales»45 que transigen [composent] íntimamente con la 43. § 60, p. 300. Que todo lo que sigue, a partir de ahí, en Heidegger, implica necesariamente la «muerte» y el «rebasamiento» de la existencia en o hacia la muerte es, seguramente, de la mayor importancia. Nos dispensaremos, sin embargo, de hablar de ello en el marco limitado de este ensayo. Una tonalidad demasiado exclusivamente «mortal» no es necesaria, por lo demás, para hacer entender lo que está en juego: la «muerte» no es nunca sino lo propio de la «posibilidad» como tal, es decir, lo propio de Ja im-propiedad esencial. Y eso se dice y se comprende también, si no mejor, en una tonalidad resueltamente afirmativa de la existencia. 44. §62 , p. 310. 45. Ibid. Es singular que Heidegger, habiendo nombrado esas tonalidades, declare que su análisis excede el propósito de la analítica. Esta declaración se parece mucho a un evitamíento, y más precisamente a un evitamiento de la alegría, puesto que la angustia ha sido el objeto de una larga investigación existenciaria. ¿Pero no es el nudo de la angustia y de 3a alegría el que hacela decisión misma —la decisión de existencia? Y en ese nudo, si la angustia hace el «anudado» de la pasividad que se deja abandonar y abrir, ¿la alegría no hace el «anudante», o el «desanudante», es decir el «tajante»
comprensión (incluso que la componen). «Con la angustia so bria que transporta ante el poderser aislado se acuerda la alegría vigorosa de esta posibilidad.»46 La apertura decidiente es la que abre a la angustia y a la alegría, en la angustia a la alegría, o al acuerdo de la angustia y de la alegría. Este acuerdo no es una mezcla o una dosificación de «positivo» y de «negativo». Él designa la alegría que se libera en la existencia que existe exclusivamente al ras de su existir —es decir al ras de la libre «nulidad» de su fundamento de ser. Ser o no ser son lo mismo para el existente. Pero decidiendo, al ras de su mundo, al ras del mundo de su estararrojado, de ser según esta mismidad misma, uno hace la diferencia. Uno hace la diferencia infinita de la exposición finita a la ausencia de la esencia. Uno hace la diferencia del ser mismo. Y es la esencia del ser que se revela así como «decisión», es decir como el evento apropiante de la apertura a la impropiedad fundamental. Este evento, ¿dónde tiene lugar? Para responder a esta pregunta, y para responder por [de] su interés, hay que volver a la imposibilidad de decidir por la sola lectura de un texto de pensamiento. Nada tiene lugar, nada (se) decide por la sola com prensión del texto (ella misma, de todas maneras, abierta e inacabable). Pero habrá hecho falta nías bien comprender que la decisión, su angustia y su alegría, tienen lugar «fuera» del «texto» —en la existencia. (Pero eso quiere decir asimismo en lo que el texto, escribiendo, no cesa de excríbir como su más pro pia posibilidad. La excripción de un texto es la existencia de su inscripción, su existencia en el mundo y en [á] la comunidad, y es en ella siempre y solamente que él [se] decide. Lo que quiere [tramhant]de la decisión (todos los nud os de ex istencia son nudos gordianos)? Quisié ramos, en todo caso, sugerirlo brevemente, para concluir. Y sugerir así una lectura, o una reescrítura «spinozista» de Sery tiempo. 46. La palabra gerListel, que Martineau traduce por «vigoroso» (y que Vézin no traduce sino muy indirectamente por «la alegría de estar a la medida de esta posibili dad»), da a la alegría una sobretonaiidad heróica, casi guerrera (geriistet : equipado del
pie a la capa, ataviado para), de los que uno no dejará de señalar las armonías édcopolíticas bien propias a la época y a un clima de «revolución conservadora». Prescindi remos entonces, aquí, de esa palabra, guardaremos la alegríasin atributo —y pensare mos más bien en Spinoza, Es quizás a e so a lo que s e reduce finalmente, en la lectura que hemos propuesto, toda la «violencia de la interpretación»: a apartar el geriistet de la Entschlosseiiheit. ¿Cómo no pensar que la alegría no puede estar «equipada», «en jaezada», si ella no conserva su firmeza y su alegría sin o del hec ho de abandonarse a lo abierto de la apertura?
decir también, en la existencialidad del texto mismo, en la angustia y en la alegría de su trabajo de pensamiento, de su juego de escritura, de su oferta de lectura.) Tan poco como la existencia se encuentra necesaria y directamente rebajada por una comprensión ontológicamente insuficiente de la conciencia, tan poco una interpretación existencia riamente adecuada de la conciencia (se trata del Gewissen, de la conscienciaresponsable) garantiza la comprensión existencia] del llamamiento. La seriedad no es menos posible en la experiencia vulgar de la conciencia que la ausencia de seriedad en una comprensión más originaria de la conciencia.47 El pensamiento no dicta, y no garantiza lo que uno tiene que decidir, ni que uno lo decida. Esa es su archiética, y su responsabilidad propia. A lo más, elucida que uno decide y que uno se decide, en,la angustia y en la alegría de existir a fondo perdido.* Pero para una tal elucidación, el pensamiento debe él mismo, cada vez, en ese texto o en ese otro, actuar su propia decisión de existencia. Es su responsabilidad en tanto que pensamiento, que no es una responsabilidad simplemente pensada, y flotando en el pensamiento. Se empeña y se expone en ese modo del existir que son el pensar y el escribir. Pero ese modo no tiene nada que decidir por los otros modos del existir. Debe reconocer más bien cuánto la decisión de existencia no pertenece más que a ella misma y no proviene sino de ella misma, evento de una apropiación cada vez singular y cada vez singularmente modalizada. El pensamiento se abandona a su propia apertura, y se decide así, cuando da derecho a esta singularidad que lo excede, y que lo excede incluso en él mismo, incluso en su propia existencia y decisión de pensamiento. Es de esta manera aún que da derecho a la comunidad de los existentes. Eso quiere decir que el pensamiento no tiene que dictar decisiones de acción, práctica, ética o política. Si pretende hacerlo, olvida la esencia misma de la decisión, y olvida la esencia de su propia decisión pensante. Lo que no significa que el pensamiento se desvíe del actuar y 47. § 59, p. 295. * «Á fonds perdu», expresión financiera: la inversión inicial está perdida, y ya no cabe espe iar beneficios. [N. del 71]
]e sea hostil o indiferente. Al contrario, eso significa que éste se lleva al frente de la necesidad más propia del actuar. No piensa el actuar act uar en el sentido en el que lo subsum subsu m iría bajo ba jo reglas reglas «te «teópropio limite y como su ricas» o «ideales»: pero piensa, como su propio propia diferencia diferencia (y que lo lo hace propiam pro piamen ente te pensar), la esencia esenciall decisión actuante de la existencia. Su necesidad se llama tam bién la libertad libe rtad,, y se lanza lan za a ella m ism is m a el llam lla m amien am iento to más exigente de la libertad. Pero la libertad no es precisamente lo que dispone de posibilidades dadas. Es la apertura misma por la cual el ser sin fondo de la existencia existencia se expone en la angustia y en la alegría de estar esta r sin fondo, y de estar es tar en el mundo.
LA OFRENDA SUBLIME
Lo sublime está a la moda.1Todas las modas, a despecho de su futilidad o gracias a ella, son una manera de presentar otra cosa que una mera moda: ellas son también necesidad, o destino. Las modas son acaso, para los destinos, una manera muy secreta y muy discreta de ofrecerse. ¿Qué se ofrece en lo sublime que está a la moda? Trata T rataré ré de decirlo: decirlo: es la ofrenda misma, en tanto que destino del arte. arte. Pero la moda de lo sublime tiene el privilegio suplementario de ser muy antigua. Ella no es menos antigua que la traducción de Longino por parte de Boileau, ni que la distinción exigida por este último entre «el estilo sublime» y, tomado absolutamente, «lo sublime». A partir de ahí, lo que antes, bajo los sub limita itas, s, había sido una categoría nombres de hypsos o de sublim retórica2 —el discurso especializado en los temas de grande ele1. Lo está en París París y entre los teóricos, que se refieren fre cuentemen cuent emente te a él desde hace algunos años (Marín, Demda, Lyotard, Deleuze, Deguy), lo mismo que en Los Angeles y entre los artistas, cuando uno de ellos titula «The sublime» una exposición reciente y una performancia (Michael Kelley, abril de 1984). Uno encontrará otros testimonios en Berlín (Hamacher), Roma o Toldo. (¡Sin hablar del uso de la palabra «sublime» en el lenguaje más corriente!) En lo que a los textos se refiere, éstos son numerosos y dispersos, y me contento con indicar sus autores, respecto de los cuales, sin duda, reconocería mal todas mis deudas. Pero no quiero agregar a las suyas una interpretación de lo sublime. Intento más bien despejar lo que ellos comparten y que la época comparte en la moda: lo que nos ofrece todos a un pensamiento de lo subli me. (1985 —desde esta fecha, este texto, acompañado de varios otros (de Deguy, Escoubas, Courtine, Lacoue-Labarthe, Lyotard, Marín, Rogosinski), había formado el Du Sublime, París, Berlín, 1988.) volumen D 2. Esta fórmula fórmu la sumaria sumar ia adopta adop ta la perspectiva general del estu dio clásico de Sa Sa Sublime, 1935), retomado a propósito de Francia por Th. Litman (Le muel Monk (The Sublim
vació vación— n— se vol volvi vióó una un a preocupación, preocupa ción, una un a exigen exigencia cia,, una u na adoraadora ción ción o un tormento más o menos confesados, confesados, pero siempre presentes, sentes, de la estética y de la filosofía filosofía,, de la filosofía filosofía de la estética y de la filoso filosofía fía en la estética, estética, del pensam pensa m iento del arte y del arte como pensamiento. En ese sentido, lo sublime forma hasta nosotros una moda ininterrumpida desde el principio de los tiem pos modern mo dernos, os, u na m oda od a a la vez cont co ntin inua ua y disconti disc ontinua nua,, momo nótona y espasmódica. Lo «sublime» no porta ahí siempre su nombre, pero está siempre presente. Es moda siempre, porque es siempre de una distancia [ écart ] en la estética o de vina distancia para con [a] la estética (que ésta llama el gusto, o la teoría) de lo que se trata con lo sublime, y esta distancia es querida, buscada, evocada o exigida, más de lo que ella es verdaderamente mostrada o demostrada: es una manera de desafío que la estética se lanza —«¡basta de ser bello, hay que ser sublime!». Pero al mismo tiempo, no es de ninguna manera una moda, lo repito, es la necesidad misma. Con el motivo de lo sublime (del que el nombre, o la categoría no están acaso ni siquiera, si es posible decirlo, a la altura de lo que está en juego: quizás ya usado, ese nombre, ya o todavía demasiado estéti estético, co, o demasiado dem asiado ético, ético, demasiado dem asiado virtuoso, virtuoso, demasiado elevado, demasiado sublime en suma: volveré a hablar de ello ello)) —con —con el motivo motivo de lo sublime se anunc an uncia ia una u na necesidad de lo que ocurre al arte en su destino moderno, o como su destino moderno. El arte es sin duda él mismo, por excelencia, lo que nos llega (a nosotros, los occidentales), lo que nos ofrece nuestro destino o lo que perturba nuestra historia. Pero en lo sublime, el arte mismo es perturbado, ofrecido a otro destino todavía, tiene su propio destino en cierto modo fuera de él. Lo sublime tiene que ver, con un vínculo esencial, con el fin del arte en todos los sentidos de la expresión: expresión: es por ello ello que el arte está ahí, su destinación, y la cesación, el rebasamiento o el sus penso del arte. No hay h ay pens pe nsam amien iento to conte co ntem m porá po ráne neoo del arte ar te y de su fin que no sea sea,, de una m anera o de otra, otra, tributario tribu tario del pensamiento de lo sublime, ya sea que se refiera a éste expresamente o no lo subl subliime en Frunce Frunce,, 1971). Esta pei^pectiva puede ser discutida (cfr. por ejemplo Th. The Word «S «Subl ublime» and its its Con Context text,, 1972), tanto del punto de vista de la histo Wood, The ria como del de las categorías estéticas. Mi propósito no es ni histórico ni estético.
haga. Uno podría buscar y retrazar las genealogías, las filiaciones, las transmisiones, desde Benjamín —cuyo rol es sin duda decisivo— hasta nosotros. Pero la necesidad es siempre más profunda que las genealogías, comenzando por la necesidad que remitía al propio Benjamin a Kant, o por la necesidad que ha remitido a Kant, y a todos los demás con él, al destino o a la tarea del arte en el pensamiento.3 No voy a explorar esta historia o esta red. Me contento con colocar aquí, en apertura, algunos fragmentos que deberían ha blar por ellos mismos: En razón de la unidad que forman en ella el velo y lo velado, la belleza no puede esencialmente valer sino ahí donde no existe aún la dualidad de la desnudez y del velamiento: en el arte, y en los fenómenos de la simple naturaleza. Al contrario, mientras más esta dualidad se expresa de manera evidente, para alcanzar finalmente en el hombre su más grande fuerza, más se vuelve claro que en la desnudez sin velos lo bello esencial ha cedido el lugar, y que en el cuerpo desnudo del hombre es alcanzado un ser más allá de toda belleza —lo sublime, y una obra más allá de todas las producciones, la del creador [Benjamin].4 En la obra la verdad está a la obra, y no solamente, en consecuencia, alguna cosa verdadera [...]. El aparecer agenciado en la obra es lo bello. La belleza es un modo de ser y de prescinda de la verdad en tanto que novelamiento [Heidegger].5 La teoría kantiana de lo sublime describe un arte que se estremece en sí mismo: en nombre del contenido de verdad privado de apariencia, se suspende, sin toda vez, en tanto que arte, renunciar a su carácter de apariencia [Adorno].6 Lo mismo que la prosa no está separada de la poesía por ningún umbral, el arte que expresa la angustia no está verdaderamente separado del que expresa la alegría [...] ya no se trata de diletantismo: el arte soberano accede a la extremidad de lo posible [Ba taille].7 3. No hay que dejar de m encionar al m enos una vez el nombr e de Nietzsche, que ha pensado, en un sentido o en varios, algo de lo sublime, más que haber hecho de éste un tema. 4. «Lasafinidadeselectivasde Goethe». 5- «El origen de Ja obra de arte». 6. Teoríaestética. 7. CEuvres, VII.
[...] habría que buscar aún si esta puesta en cuestión del aite, que representa la parte más ilustre del arte desde hace treinta años, no supone el deslizamiento, el desplazamiento de una potencia que trabaja en el secreto de las obras y a la que le repugna revelarse [Blanchot].8 * * * Un arte suspendido, o una puesta en cuestión del arte en el arte mismo, y en tanto que obra o en tanto que tarea del arte —es lo que lo sublime pone en juego, o es la puesta en juego que lo sublime habrá ayudado a designar. En nombre de lo sublime, o bajo el impulso de alguna cosa que habrá frecuentemente (pero no exclusivamente) portado su nombre, el arte es interrogado o provocado en vista de otra cosa que el arte. Más precisamente, se trata de un doble suspenso, o de una doble puesta en cuestión. Por una parte, es la estética, como disciplina filosófica regional, que es recusada en el pensamiento del arte aprehendido por lo sublime. Kant es el primero en conceder un lugar a la estética en el seno de lo que se puede llamar una «filosofía primera»: pero él es también, y por esta razón misma, el primero en suprimir la estética como parte o como dominio de la filosofía. No hay estética kantiana, lo sabemos desde ahora. Y no hay, después de Kant, pensamiento del arte (o de lo bello) que no recuse la estética, y que no interrogue en el arte otra cosa que el arte: digamos, la verdad, o la experiencia, la experiencia de la verdad o la experiencia del pensamiento. Por otra parte, es el arte el que se suspende y que se estremece, como lo dice Adorno, es el arte que tiembla al borde del arte, dándose como tarea otra cosa que el arte, otra cosa que las obras de las bellas artes o que las bellas obras del arte: algo de «sublime» —y en lo que la verdad y el pensamiento tiemblan a su turno. Todo ocurre como si el objeto denominado «estética», lo mismo que el objeto estético, apenas aprehendidos por la filosofía (y el que éstos se hayan ofrecido a ella o que ella se haya amparado de ellos, da lo mismo), se disolviesen para dejarle el lugar a otra cosa (nada menos, en Kant, que a la destinación sublime de la razón misma: la libertad), pero todo ocurre tam8, La¡ittératureet leároit a¡amort (1947).
bién, y al mismo tiempo, como si la aprehensión y la fuga de esos objetos exigiese de la filosofía el que ésta pensara de otra manera al arte y a ella misma. En el suspenso del arte está en juego la tarea del pensamiento. Está en juego ahí, sin embargo, de tal manera que no toma el relevo del arte, que se encontraría así a la vez suprimido y conservado en una presentación «verdadera» de la verdad. Un tal pensamiento del relevo del arte p or la filosofía forma la parte más visible del pensamiento hegeliano del fin del arte. Pero lo esencial se concentra en esto: la exigencia de lo sublime forma el reverso exacto del relevo del arte.9 El pensamiento del fin del arte en tanto que su relevo, y en consecuencia en tanto que su acabamiento, su cumplimiento filosófico —que suprime el arte como arte y lo consagra como filosofía, que suprime la filosofía como discurso y la conserva como (¿arte de?) el puro pensamiento—, este pensamiento tiene lo sublime como su reverso exacto. Eso no significa que haya dos pensamientos del arte, así adosados o afrontados. Eso significa más bien que hay un pensamiento que reabsorbe al arte, y otro que lo piensa en su destinación. Este último es el pensamiento de lo sublime. El otro pensamiento en efecto, el de Hegel —la filosofía—, no piensa el arte como destino ni como destinación, pero piensa, exactamente al revés, el fin del arte, piensa la finalidad, la razón, y el cumplimiento. Pone fin a lo que piensa: no lo piensa entonces, sino solamente su fin. Pone fin al arte conservándolo en la filosofía y como filosofía. Pone fin al arte en la presentación de la verdad. Para él, el arte ha sido esta presentación —bajo las especies de una representación, y quizás bajo las especies de la representación en general, siempre sensible, siempre estética—, pero el arte no es más esta presentación re presentativa, desde el momento en el que la verdad ha venido al extremo de presentarse ella misma. Pero así, el fin del arte es alcanzado, y es como presentación, en la presentación de lo verdadero, que el arte es propiamente revelado. Es suprimido en tanto que arte, y conservado en tanto que pura presentación. ¿Qué hay entonces del arte en tanto que arte? ¿En dónde 9. Eso significa a la vez que esos dos pensamientos se oponen, y que el pensamien to de lo sublime trabaja sin duda e inquieta secretamente el pensamiento del fin del arte. No intentaré mostrarlo aquí sino en otra parte.
queda? En tanto que arte —en tanto que todo lo que es designado como «arte», en Hegel o en otras partes y, por ejemplo, en tanto que figuración o que expresión, en tanto que literatura o pintura, en tanto que forma o belleza, en tanto que obra o valor—, en tanto que arte, el arte no puede permanecer en otra parte que en el elemento de la (representación. El arte que permanece ahí (si existe un tal «arte», o si merece todavía ese nombre), el arte que se concibe como una representación o como una expresión es en efecto un arte finalizado [finí], un arte muerto. Pero el pensamiento que lo ha finalizado se ha suprimido él mismo como pensamiento del arte. Nunca ha pensado lo que ha acabado. No lo ha pensado, porque el arte, en verdad , no se encontra ba ya más en el elemento de la (re)presentación. Acaso el arte no había nunca servido para (re)presentar sino en la representación que de éste se había hecho la filosofía. El arte estaba en otra parte. Hegel (un determinado Hegel al menos) no lo ha sabido, pero Kant al contrario había comenzado a saber que lo que se pone en juego en el arte, su destinación no era la representación de la verdad, sino —para decirlo, una primera vez, muy rápido— la presentación de la libertad . Es un tal saber el que estaba empeñado en el pensamiento de lo sublime. En este pensamiento, no solamente el arte no estaba acabado por la filosofía, sino que el arte comenzaba a temblar, suspendido so bre él mismo, inacabado, inacabable quizás, al borde de la filosofía —que él hacía a su vez estremecerse, o interrumpirse. * * A
Pero para ir a lo sublime hace falta, al parecer, pasar por lo bello. Lo bello y lo sublime tienen en común, para Kant, el tener que ver con la presentación, y con ella sola.10 En el uno y en el otro no se juega otra cosa que el juego de la presentación, sin objeto representado. (Debe de haber entonces ahí un concepto, o una experiencia, de la presentación que no esté sometido a la lógica general de la (representación, es decir de la presentación por un sujeto y a un sujeto: en el fondo, todo el asunto está ahí.) 10. 3/‘ Crítica, § 23 —y §§ 23 a 29, lo más frecuentemente, para todas las referen cias que siguen.
En la ocasión de un objeto de los sentidos, la imaginación —es ella, la facultad de la presentación— juega a encontrar una forma en acuerdo con su libre juego. Ella presenta, o ella se presenta lo siguiente: que hay un libre acuerdo entre lo sensible (múltiple, diverso, por esencia) y una unidad (que no es un concepto, que es la unidad libre, indeterminada). La imaginación presenta así la imagen, o que hay imagen — Bild. El Bild, aquí, no es la imagen representativa, o incluso no es el objeto. No es la puestaenforma de otra cosa, sino la forma formándose, para ella misma, sin objeto: en el fondo, el arte según Kant no sabría representar nada, ni en lo bello, ni en lo sublime. La «imaginación» no significa aquí el sujeto que pone alguna cosa en imagen. Significa más bien: la imagen volviéndose imagen, no como figura de otra cosa, sino como forma que se forma, unidad que llega a algo diverso, sobreviniendo de un diverso, en lo diverso sensible, simplemente como unidad, sin objeto y sin sujeto —y entonces, sin fin. Es a pardr de ahí, de esta situación general de la libre presentación estética, que hay que ponerse en condiciones de apreciar los objetivos [enjeux] respectivos de lo bello y de lo sublime. El Bild libre de antes de todas las imágenes, de antes de todas las representaciones y todas las figuraciones, el Bild no figurativo, estamos tentados de decirlo, Kant lo llamaba esquema en la primera Crítica. En la tercera dice que el juicio estético no es otro que el juego de reflexión de la imaginación cuando ella «esquematiza sin conceptos»: es decir, cuando el mundo que se forma, que se manifiesta, no es un universo de objetos, sino solamente un esquema (skema, una forma, una figura), solamente un Bild que hace «mundo» por él mismo, porque se forma, porque se dibuja. El esquema, es la figura —pero la imaginación que figura sin conceptos no figura nada: el esquematismo del juicio estético es intransitivo. No es sino la figura que se figura. No es un mundo, ni el mundo que cobra figura, es la figura que hace mundo. Es quizás indisociablemente el fingimiento, la ficción, y el sueño de un Narciso: todo eso, sin em bargo, no viene sino después. Para que hayan esas figuras, y esta escena de representaciones, es necesario antes el arrojo, el primer arrojo, surgimiento y palpitación, de un trazo, de una forma, que se figura en cuanto se da figura, en cuanto se confiere una libre unidad. Se la confiere, o la recibe —pues no dispo-
ne de ella en un principio. Tal es lo propio de la imaginación, de la Eiribildung operando sin concepto: ella es la unidad que se precede, que se anticipa y que se manifiesta, libre figura, antes de haber sido determinada. A partir de aquí, es decir, apenas entrado en la primera asignación filosófica moderna de la estética, uno puede acabar rápidamente, si se quiere. Uno puede rápidamente, y siguiendo la lógica disponible en ese dispositivo de partida, el del esquematismo estético, venir a acabar el arte. Hay que seguir la lógica de este acabamiento, para descubrir que ella no puede funcionar sino a condición de que descuide la lógica de lo sublime, que nada hasta el momento ha distinguido como tal. Del esquematismo se había dicho, en la prim era Crítica, que era una «técnica escondida en las profundidades del alma». ¿El secreto de esta técnica se revelaría en el esquematismo estético, que presenta en suma la forma pura del esquematismo? Uno podría pensarlo, uno estaría tentado de creerlo. El esquematismo sería estético. La técnica del esquema sería un arte: es la misma palabra, ars, die Kimts, La razón sería un artista, el mundo de los objetos su obra —el arte sería la técnica primera o suprema, la técnica creadora y autocreadora, la de la unidad del objeto y del sujeto, la unidad poniéndose ella misma a la obra. Uno puede creerlo, y sacarlas consecuencias. Uno obtendrá muy rápido dos versiones de un pensamiento así cumplido del esquematismo: o bien la versión de un arte originario e infinito, de una poesía que no termina de darse forma ella misma dando forma tanto al mundo como al pensamiento —y es la versión romántica; o bien la versión de una técnica del juicio originario, que comparte [partage] la identidad para remitirla a ella misma en tanto que unidad, y para darle así su figura absoluta— y es la versión hegeliana. La estética releva la filosofía, o al contrario. En los dos casos, el esquematismo es comprendido (su secreto es revelado) y cumplido: arte o técnica —y sin duda, según el juego de un intercambio cómplice entre las dos versiones, arte y técnica, técnica del arte y arte de la técnica—, el esquema es la figura originaria de la figuración misma. Lo que figura (o lo que presenta, porque aquí, figurar es presentar), la facultad de la figuración o de la presentación tiene ya eso mismo [ soiméme] una figura, y se ha presentado ya eso mismo. Es una razón artista técnica: Deus artifex, stibjectum sui et figurae.
Así, la imaginación que esquematiza sin concepto se esquematizará ella misma en el juicio estético. Y es efectivamente, en cierto sentido, lo que ella hace: se presenta como unidad y se presenta su unidad a ella misma, no presentando nada más que ella misma, presentando la facultad de la presentación en su libre juego, es decir aun presentando el presentante, o representante, absolutamente. Aquí, el presentante —el sujeto— es lo presentado. En lo bello y en lo sublime —que no son cosas ni cualidades de los objetos, sino que son juicios, y más precisamente que son los juicios estéticos, es decir los juicios propios de la sensibilidad cuando ella no está detenninada ni por conceptos, ni por la sensación empírica (que hace lo agradable, no lo bello)—, en lo bello y en lo sublime, la unidad del espíritu, el espíritu como unidad, el acuerdo de las facultades operado en la imaginación o más exactamente como imaginación se presenta él mismo a sí mismo. Así las cosas, es mucho menos el arte el que vendría a encontrar aquí su razón o sus razones, que la Razón, de hecho, la que se cogería del arte para hacer de él la técnica de su autopresentación. Esta autopresentación sería entonces lógicamente la presentación de la técnica misma de la razón, de una técnica pensada como la naturaleza primera o última de la razón, según la cual la razón se produce, se opera, se figura y se presenta ella misma. El esquematismo sería la anticipación de la unidad de la presentación (o del presentante) en la presentación misma (o en el presentado), lo que constituye sin duda la única técnica posi ble (el único Handgríff la única «mano» [en el sentido de ayudar, de «dar una mano»], dice la primera Crítica) para que una presentación, en ese sentido filosófico estricto, tenga nunca lugar. ¿Cómo trazaría yo una figura cualquiera, si no anticipo su unidad, y más exactamente sin duda, si no me anticipo yo mismo, que la presento, como su unidad? Hay previsión o providencia en el corazón de la razón. El esquema es la razón que se preve o que se prefigura. Es entonces de la naturaleza del esquematismo, de esa mano artista de la razón, el estar «escondido en las profundidades del alma»: la prefiguración se hurta al mismo tiempo que se anticipa. Y es incluso en el fondo el carácter oculto, secreto, del esquematismo, ya disimulado detrás de toda figura visible, de la anticipación figurante o presentadora. En ese «esquematismo sin conceptos», en esta «libre legali-
dad» o en este «esbozo» de mundo11para el libre sujeto, lo cosmético es la anticipación de lo cósmico. Lo bello no es aquí una cualidad, intrínseca o agregada, subjetiva u objetiva; es más que una cualidad, él hace el estatus y el ser mismo del sujeto que se fonna y que se presenta para poder en seguida (representarse un mundo de fenómenos. La estética es ella misma la anticipación del conocimiento, el arte es la anticipación de la razón técnica y el gusto es el esquema de la experiencia —el esquema o el placer, pues aquí, precisamente, los dos se confunden. ¿No ha escrito Kant que hacía en efecto falta que un placer primitivo hubiese presidido al primer conocimiento, «placer notable, sin el cual la experiencia más común no habría sido posible»?52 Puro placer, y nada de dolor en la génesis filosófica del conocimiento y del dominio del mundo. (Nada de dolor mezclado a ese placer: eso implica que lo sublime no tiene parte aquí. Volveré sobre ello.) Ese placer consiste en la satisfacción tomada de la unidad en general, de encontrar o de reencontrar la unión o la reunión de lo diverso, de lo heterogéneo, bajo un principio o bajo una ley. La anticipación procede de este goce de la unidad, necesario a la razón, o reside en él. Sin la unidad, lo diverso no es sino caos y amenaza vertiginosa. Con la unidad, que es necesario entonces haber anticipado para poder reencontrarla y (re)presentarla, bajo la unidad así técnicamente y artísticamente producida, lo diverso deviene gozo —es decir, placer y apro piación. Lo diverso deviene mi diverso. El goce, según Kant, pertenece a lo agradable, que convendría distinguir cuidadosamente de lo bello. Lo agradable está ligado a un interés, mientras que lo bello no lo está. Lo bello no está ligado a un interés, porque en el juicio estético yo no de pendo para nada de la existencia del objeto, y lo que importa es solamente «lo que descubro en mí» con ocasión de este objeto.13 ¿Pero el goce de sí no procede de un supremo y secreto interés de la razón? El desinteresamiento del juicio de belleza, tomado en la lógica de la ratio artifex, es en realidad un interesa miento profundo: hay interés en que la unidad sea anticipada, en que la figura sea (pre)formada, en que el caos sea evitado. 11. La palabra se encuentra poi' ejemplo en el § 22. 12. Introducción, VI. 13. §2.
Aquí, la categoría de lo bello comienza a revelarse de una extrema fragilidad. Lo bello y lo agradable tienen ya en común el «agradar inmediatamente», a diferencia de lo bueno, por una parte, y de lo sublime, por la otra. Si hay que aproximarlos igualmente por el interés —en lo agradable por el objeto y en lo bello por sí (¿es por lo demás tan diferente?)—, habría que decir que lo bello, a su manera, es también goce, y que su goce es él mismo anticipación y autopresentación. Lo bello kantiano, y a partir de él, quizás, toda simple belleza, proviene [releve] del goce del sujeto, y constituye incluso el sujeto como goce de sí mismo, de su unidad ,y de su libre legalidad, razónartista que se asegura contra el caos de la experiencia sensible, y que se vuelve a dar a escondidas —gracias a su «arte escondido»— las satisfacciones que ella había perdido con Dios. A menos, en esas condiciones, que el sujeto artista (el sujeto del arte, de la filosofía, de la técnica) no haya sido, más brutalmente todavía, el que roba a Dios su goce. El que roba a Dios su arrobamiento. Cuando ella se presenta en la filosofía, o quizás cuando ella se anticipa ahí (anticipando, en el momento de Kant, una tecni cidadartificialidad esencial de la razón moderna), la estética, al mismo tiempo, es suprimida dos veces: una vez en el fin del arte, y una vez en el goce de la razón imaginante. Las dos veces son la misma, uno lo ve bien: el arte conoce su fin, pues su fin consiste en este goce, en el que él se acaba. Kant no es aquí el otro de Hegel: en el uno y en el otro, el interés de la estética está en la presentación. La representación de la verdad descansa sobre la verdad de la presentación, que es el goce de la unidad prefigurada. El espíritu hegeliano no goza de otra manera: goza de la imaginación kantiana. O incluso, el espíritu hegeliano es él mismo el goce final de la imaginación kantiana. Y la filosofía goza del arte, hace del arte y de lo bello su goce mismo, los suprime como simples placeres, se podría decir, y los conserva como puro goce de sí de la Razón. La Aufhebung del arte en la filosofía tiene estructura de goce —y en esta estructura infinita, el arte goza a su turno de sí mismo: él puede devenir, como arte filosófico, como arte o técnica de la presentación filosófica (por ejemplo, dialéctica, o científica, o poética), el goce mismo del Espíritu. Lo bello había sido antes «el esplendor de lo verdadero»: por una perversión singular, y que es difícil de considerar sin malestar, el esplendor de lo verdadero se ha vuelto el goce de la razón.
Es quizás la suerte filosófica de la estética lo mismo que la suerte estética de la filosofía. El arte y la belleza: presentaciones de lo verdadero, que goza de ellos, se anticipa en ellos, y los acaba. Pero procediendo así, en lugar de acabar, apenas y se ha comenzado. Ni siquiera habíamos llegado a lo sublime —y el arte, en Kant, no se ofrece al análisis antes de que uno haya pasado por la etapa de lo sublime, del que en realidad el examen del arte es tributario desde varios puntos de vista, y en particular desde el punto de vista, decisivo, del genio. (No es el lugar para detenerse en ello, pero al menos hay que señalarlo: la teoría kantiana de las artes, independientemente de las intenciones del propio Kant, no se deja entender verdadera y com pletamente sino en la dependencia de la teoría de lo sublime. Esta dependencia es por lo demás asignada por el ordenamiento, exteriormente mal justificado, del sumario, que coloca la teoría de las bellas artes en la Analítica de lo sublime, cuando ésta debería ser «un simple apéndice».) Uno accede a lo sublime a través de las insuficiencias de lo bello. Acabamos de ver la belleza espesarse de repente, si lo puedo decir así, para el agrado o la satisfacción de la razón. Eso no significa otra cosa que esto: lo bello es una categoría inestable, mal contenida y mal retenida en el orden propio que debería ser el suyo (la pura presentación de la presentación). Lo bello no es acaso tan autónomo como parecía serlo, y como Kant querría que lo fuese. Tomado a la letra en tanto que puro placer de la presentación pura, lo bello se revela responder al interés oculto pero tanto más interesado de la razón: ella se satisface ahí de su poder de presentar y de presentarse, se admira ahí gracias a sus objetos, tiende, como es, para Kant, la ley de todo placer, a conservarse en ese estado, tiende a conservar el goce de su propio Bild y de su propia Einbildung. Lo bello, sin duda, no está, en rigor, en este goce, pero a cada instante está a punto de deslizarse ahí, de confundirse con él: y este deslizamiento siempre inminente no es accidental, pertenece a lo bello por estructura. (De la misma manera, uno puede aplicar al juicio de gusto la regla que se aplica al juicio moral: uno no puede nunca decir de manera cierta que una acción haya sido realizada por pura moralidad; igualmente uno no podría nunca decir que un juicio de gusto sea un puro juicio de belleza: siempre es posible que algún interés —empírico o no— esté mezclado ahí; pero sería posible tam-
bién, de manera más radical, que en todo rigor no haya ahí un puro juicio de gusto, y que su desinterés esté siempre interesado por el goce profundo de la imaginación.) Sin embargo, la misma inestabilidad constitutiva que hace que lo bello se deslice a lo agradable puede también imponerse en lo sublime. A decir verdad, lo bello no es acaso sino una formación intermediaria, inaprehensible, imposible de fijar —sino como un límite, una frontera, un lugar de equivocídad (pero acaso también de intercambio) entre lo agradable y lo sublime: lo que significa, volveré sobre ello, entre el goce y la alegría. Si un arrebato de lo bello en lo sublime es en efecto el equivalente o el reverso de su deslizamiento en lo agradable —y es lo que verificamos—, y si en lo agradable lo bello, para terminar, pierde su cualidad de bello en el goce, en la subjetividad satisfecha, entonces hay que esperar a que lo bello no gane verdaderamente su cúalidad «propia» (si tiene una) sino por otra especie de salida fuera de sí mismo, a través de lo sublime. Eso querrá decir: lo bello no deviene lo bello sino más allá de sí mismo, o bien se desliza de este lado de sí mismo. No tiene por sí mismo ninguna posición. O bien se acaba —es la satisfacción, o la filosofía—, o bien se suspende, inacabado —y es lo sublime (el arte, o por lo menos el arte no revelado por la filosofía). Lo sublime no forma un segundo episodio de la estética, ni otra especie de estética, que sería en suma apenas estética, apenas artística en todo caso, y a fin de cuentas ante todo moral, si nos atenemos a las intenciones y a las declaraciones de Kant. Es que éste no ve o no parece ver la cuestión [Yenjeu] que introduce con lo sublime. Trata este último como un «apéndice» al análisis del juicio estético (en el parágrafo 23). Pero en realidad, lo sublime representa en la Crítica nada menos que aquello sin lo cual lo bello no sería lo bello, o sin lo cual lo bello no sería sino lo bello (lo que viene a ser lo mismo). Lejos de ser una especie, y una especie subordinada, de la estética, lo sublime constituye un momento decisivo en el pensamiento de lo bello y del arte como tales. No viene a agregarse a lo bello,, viene a transformarlo, a transfigurarlo —o a desfigurarlo. En consecuencia —y es lo que se trata de m ostrar—, lo sublime no constituye, en el campo general de la (re)presentación, una instancia o una problemática de más: él transforma o desvía todo el moti-
vo de la presentación. (Y esta transformación no cesa de estar a la obra hasta nosotros.) * * * Que lo sublime propone aquello sin lo cual la belleza no sería ni siquiera bella, o no sería sino bella (es decir, goce y conservación del Bild), esta idea no es nueva. Data del (rehacimiento moderno de lo sublime. Boileau hablaba de «ese nosé qué que nos encanta y sin lo cual la belleza misma no tendría ni gracia ni belleza». La belleza sin belleza, es la belleza que no es sino bella, es decir a fin de cuentas agradable (y no «encantadora»). Fenelorf escribe: «Lo bello que no es sino bello, es decir brillante, no es bello sino a medias». En cierto sentido, toda la estética moderna, es decir toda «la estética»..., tiene su origen y su razón de ser en una imposibilidad de asignar la belleza ¡a la sola belleza y en una pérdida de control o en un desbordamiento, que se siguen, de lo bello fuera de sí mismo. ¿Qué es la sola belleza? La sola belleza, o la belleza sola, aislada para ella misma, es la forma en su pura conveniencia para consigo misma, o bien, lo que es lo mismo, en su puro acuerdo con la imaginación, con la facultad de la presentación (o de la formación). La belleza sola, sin interés, sin concepto y sin Idea, es el simple acuerdo que, por él mismo, es un placer, de la cosa presentada con la presentación. Tal es por lo menos, o ha tentado de serlo la belleza moderna; una presentación lograda y sin resto, acordada a ella misma. (La subjetividad en tanto que belleza: Narciso.) Se trata, en suma, del esquema al estado puro en el esquematismo sin conceptos, considerado por su libre acuerdo consigo mismo, y cuya libertad se confunde con la simple necesidad de que una forma se adecúe a su propia forma, presente bien la forma que ella es, o sea bien la forma que ella presenta. Lo bello, es la figura que se figura en acuerdo consigo misma, el estricto acuerdo de su contorno con su trazado. La conformi dad de la forma, infinitamente replegada sobre su propio dibu jo. Cosmos y philosophus cosmotheoros. La forma, o el contorno, es la limitación, que es el asunto de lo bello: lo ilimitado, por el contrario, es el asunto de lo sublime. No hay que confundir lo ilimitado con lo infinito: por lo menos no con el concepto preciso de un infinito actual (del «buen infinito» para Hegel). Porque éste supone por el contra-
rio la clausura circular de la derecha infinita: supone la forma misma. Ahora bien, sólo este infinitoenforma conviene a la figura de lo verdadero, y a la presentación del Sujeto. Si el análisis de lo sublime debe partir, como lo hace en Kant, de lo ilimitado, y si debe llevar en él y rehacer el análisis de la belleza (entonces de la limitación), hay que evitar sobre todo que se empeñe simplemente como el análisis de una especie particular de presentación, que sería la presentación del infinito. Casi im perceptible al inicio, este error de enfoque, tan frecuentemente cometido, puede falsear considerablemente, al final, el resultado del análisis. Con lo sublime, no se trata de la presentación, ni de la impresentación, de lo infinito, puesta al lado de la presentación de lo finito y construida según un modelo análogo. Pero se trata, y es por completo otra cosa, del movimiento de lo ilimitado, o más exactamente de la ilimitación {die Unbegrenzheit) que tiene lugar al borde del límite, y entonces al borde de la pre sentación.
La limitación de la forma, la limitación que la (bella) forma es, constituye por el contrario la verdadera presentación de lo infinito, o más exactamente, y como lo hemos comprendido, la presentación infinita (de sí) que es lo verdadero: bello sujeto, bello saber, circulas sui. Lo ilimitado como tal, es lo que se levanta [enléve] al borde del límite, es lo que se separa y se sustrae de la limitación (y entonces, de la belleza), por una ilimitación coextensiva al borde externo de la limitación. (El «mal» infinito, si se quiere, como el borde externo del «bueno».) En cierto sentido, nada se levanta así. Pero si está permitido hablar de «lo ilimitado» como de «alguna cosa» que se levanta «de alguna parte», es porque, con el juicio o el sentimiento de lo sublime se nos ofrece una toma [saisie],una aprehensión de esta ilimitación que viene a retirarse como una figura sobre un fondo, cuando estrictamente hablando es siempre solamente el límite el que levanta una figura sobre un fondo no delimitado. En lo sublime, es cuestión de la figura del fondo, de la figura que hace el fondo, pero precisamente en tanto que eso no puede hacer una figura, y que sin embargo es un «levantamiento», un trazado ilimitan te, a lo largo de la figura limitada infinita. Lo ilimitado comienza al borde externo del límite: y sólo comienza, y no termina nunca. Su infinidad no es tampoco ni
la del simple potencial de una progresión al infinito, ni la del simple infinito actual (o de «la infinidad agrupada de un todo», como lo dice Kant, quien se sirve, a decir verdad, de dos figuras o conceptos del infinito). Pero es el infinito de un comienzo (y es mucho más que lo contrarío de un acabamiento, es mucho más que la inversión de una presentación). Y tampoco es el simple despliegue infinito de una pura ausencia de figura. Lo ilimitado se engendra o se empeña en el trazamíento mismo del límite: retraza y levanta, por así decirlo, «hacia el fondo» (o «en el fondo», al fondo del fondo) lo que ese trazamíento corta del lado de la figura y como su contorno. Retraza «hacia el fondo» la operación, del Einbíldung: pero eso no hace una réplica, así sea en negativo, de esta operación. Eso no hace una figura, una imagen infinita: hace un movimiento, el del corte, del traza miento o del levantamiento. Lo sublime empeñará siempre, si hace una estética, una estética del movimiento frente a una estética del estado. Pero ese movimiento no es una animación, ni una agitación, frente a una inmovilidad. No es quizás un movimiento en ninguno de los sentidos disponibles de la palabra. Es el comienzo ilimitado de la delimitación de una forma y, en consecuencia, del estado de una forma y de la forma de un estado. Lo ilimitado se levanta delimitando. No consiste por él mismo en una delimitación, así sea negativa, porque ésta sería todavía, precisamente, una delimitación, y lo ilimitado terminaría por tener su forma propia —la forma de un infinito. Pero la ilimitación deforma lo que, en su reverso, se forma. Lo infinito, declara Kant, no puede ser pensado «como enteramente dado». Eso no significa que Kant considere exclusivamente un infinito potencial, el mal infinito de una progresión sin fin. Eso significa, una vez más, que no se trata exactamente del infinito en la ilimitación a la cual toca el sentimiento de lo sublime. Lo infinito sería solamente el «concepto numérico», para hablar como Kant, de lo ilimitado cuya «presentación» estaría en juego en lo sublime. Habría que decir que lo ilimitado no es el número, sino el gesto del infinito.14 Es decir, el gesto por el cual toda forma, finita, se levanta en la ausencia de forma. Es el gesto de la formación, de la figuración misma (del 14, § 27: «En una evaluación estética de la grandeza, el conce pto de núme ro debe ser rechazado o transformado».
Einbildung), pero en tanto que lo informe también se recorta
ahí, sin tomar él mismo forma, a lo largo de la forma que se traza, que se adjunta a ella misma y que se presenta (infinitamente). Porque la ilimitación no es el número, sino el gesto, o si se prefiere la moción del infinito, no puede haber presentación de lo ilimitado. Este es siempre lo limitante. Las expresiones que Kant no cesa de ensayar a lo largo de los parágrafos consagrados a lo sublime, la de «presentación negativa» o la de «presentación indirecta», como todos los «por así decirlo» y «en cierta manera» que siembra a través del texto, indican solamente su embarazo ante la contradicción de una presentación sin presentación. Una presentación, ya sea ésta negativa o indirecta, es siempre una presentación, y a ese respecto es siempre, en último análisis, directa y positiva. Pero la lógica profunda del texto de Kant no es una lógica de la presentación, y no sigue el hilo de esas expresiones torpes. No se trata de presentación indirecta por medio de alguna analogía o símbolo —no se trata entonces de figurar lo infigurable—,15 y no se trata de presentación negativa en el sentido de la designación de una pura ausencia o de una pura falta, ni en ningún sentido de la positividad de una <¿nada». En esta doble medida, se podría decir que la lógica de lo sublime no se confunde ni con una lógica de la ficción, ni con una lógica del deseo, es decir aún ni con una lógica de la representación (alguna cosa en el lugar de la cosa), ni con una lógica de la ausencia (de la cosa que falta en su lugar). La ficción y el deseo, por lo menos en esas funciones clásicas,56 encuadran y determinan acaso siempre la estética como tal, todas las estéticas. Y la estética de la sola belleza, de la pura adecuación a sí de la presentación, con su incesante deslizamiento en el goce de sí, es en efecto del orden de la ficción y del deseo. Ahora bien, ya no se trata precisamente de la adecuación de la presentación. No se trata tampoco de su inadecuación. No se trata ni de pura presentación, ya sea ésta adecuación o inadecuación, ni de la presentación del hecho de que habría algo 15. En ese sentido todo lo que depen de en Kant de una teoría clásica de la analo gía y del símbo lo no pertenec e a la lógica profunda de la que hablo aquí. 16. Es decir que no excluyo que uno pu eda situar de otra manera la «ficción», y el «deseo» (según una mimesis no representativa, y según una dinámica no privativa / apropiadora).
impresentable^7 Ya no se trata, con lo sublime —o quizás más precisamente: en una determinada extremidad a la que lo sublime conduce—, de la (representación en general. Se trata de otra cosa, que tiene lugar, que ocurre [arrive] o que pasa en la presentación misma y en suma por ella, pero que no es la presentación: se trata de esta moción por la cual, incesantemente, lo ilimitado se levanta, se ilimita, a lo largo del límite que se delimita y que se presenta. Esta moción trazaría de alguna manera el borde extemo del límite. Pero ese borde externo, precisamente, no es un trazado: no es un segundo trazado homólogo al borde interno y pegado a él. En cierto sentido, es el mismo que el trazado (representativo. En otro sentido, simultáneo, es una ilimitación, una disipación del borde sobre el borde mismo —un desbordamiento, un «desahogo», dice Kant. No hay trazado que no trace un borde interno / un borde externo. Pero lo que es trazado, la traza misma, no es ninguno de los bordes, y no hay bordes, puesto que no hay nada «entre» los «bordes». Hay trazado, figura (ahí se aborda), y trazado, desfondamiento del fondo (que desborda). ¿Qué tiene lugar en el desbordamiento, qué es lo que ocurre con el desahogo? Lo he dicho, yo llamaré a eso la ofrenda. Pero se requiere el tiempo de venir a ella, o de verla venir, si es posible. En lo sublime está entonces en juego la presentación misma: no alguna cosa por presentar o por representar, ni alguna cosa impresentable (ni lo impresentable de la cosa en general), y tampoco el hecho de que eso se presente a un sujeto y por un sujeto (la representación), sino el hecho de que eso (se) presenta, y como eso (se) presenta: eso se presenta en la ilimitación, eso (se) presenta, siempre, en el límite \_á la limite: en última instancia]. Lo «sublime» es una lógica del en el límite. Este límite, en términos kantianos, es el de la imaginación. Hay para ella un límite absoluto, hay un máximo del Bild y de 17. Esta última fórmu la es la de Lyotard (cír. Le différend), la precedente remite más bien a Derrida («Le parergon», en La véritéen peinture). Ellas no so n ciertamente falsas, y comentan rigurosamente, juntas o la una contra la otra, el texto de Kant. No pretendo discutirlas, sino que paso más allá, a lo largo de Ja presentación, pero a la distancia, y porque ella mism a se aparta as í de ella m isma.
la Bildung. De ese máximo, tenemos una indicación analógica en la grandeza de ciertos objetos, naturales o artificiales: océanos o pirámides. Pero esas grandezas de objetos, esas figuras muy grandes, no son precisamente sólo ocasiones analógicas para pensar lo sublime. En lo sublime, no se trata de grandes figuras, sino de la grandeza absoluta. La grandeza absoluta no es más grande que las más grandes grandezas: ella designa más bien el hecho de que hay, absolutamente, grandeza. Se trata de magnitudo, dice Kant, y no de quantitas. La quantitas se mide, la magnitudo preside más bien a la posibilidad de la medida en general: es el hecho en sí de la grandeza, es el hecho que, para que haya formas o figuras más o menos grandes, es necesario que haya, al nivel de toda forma o figura, la grandeza. La grandeza no es, en ese sentido, una cantidad, sino una cualidad, o más precisamente es la cantidad en tanto que cualidad. Es de este modo como lo bello, según Kant, concierne la cualidad y lo sublime la cantidad. Lo bello reside en la forma como tal, en la forma de la forma, si se lo puede decir, o en la figura que ella hace; lo sublime reside en el trazamíento, en el levantamiento de la forma, independientemente de la figura que ella delimite, y entonces en su cantidad tomada absolutamente, como magnitudo. Lo bello, es lo propio de tal o tal imagen, el placer de su (re)presentación. Lo sublime, es que haya imagen, y entonces límite, al nivel del cual se hace sentir la ilimitación. Así, lo bello y lo sublime, si no son idénticos —al contrario—, tienen lugar en el mismo lugar , el uno contra el otro, y el uno al nivel del otro. Lo bello y lo sublime son la presentación, pero de tal suerte que lo bello, es lo presentado en la presentación, mientras que lo sublime, es la presentación en su moción —que es el levantamiento absoluto de lo ilimitado a lo largo de todo límite. Lo sublime no es «más grande» que lo bello, no está más elevado —está en cambio, si me atrevo a decirlo, más levantado, en el sentido en que él mismo es el levantamiento ilimitado de lo bello. Lo que se levantares la forma, toda forma. En la manifestación de un mundo o en la composición de una obra, la forma se levanta, es decir, a la vez se traza y se desborda, se limita y se ilimita (lo que no es más que la más estricta lógica del límite). Toda forma como tal, toda figura, es pequeña en comparación a lo ilimitado sobre lo cual se levanta. «Es sublime, escribe Kant,
aquello en comparación a lo cual todo lo demás es pequeño.» Lo 'sublime no es entonces una grandeza que fuese «menos pequeña», y que tomase aún lugar en la cima de una escala de comparación: porque en ese caso, ciertas partes del resto de la escala no serían «pequeñas», sino solamente menos grandes. Lo sublime es incomparable, está en la grandeza en relación a la cual todas las otras son «pequeñas», es decir no pertenecen ya al mismo orden, y no son ya entonces propiamente comparables. Es que la magnitudo sublime reside —o más bien sobreviene, y sorprende— en el límite, y en el levantamiento del límite. La grandeza sublime, es que haya grandeza mensurable, presentable, del límite, entonces, de la forma y de la figura. Un límite se levanta, o está levantado, un contorno se traza, y así una multiplicidad, un diverso esparcido viene a ser presentado como una unidad. La unidad le viene de su límite —digamos, por su borde interno; pero que haya esta unidad, absolutamente, o incluso que eso, ese trazado, haga un todo, eso proviene, para decirlo siempre de la misma manera, del borde externo, del levantamiento ilimitado del límite. Lo sublime concierne la totalidad (de la que el concepto general es el de la unidad de una multiplicidad). La totalidad de una forma, de una presentación, no es la completud ni la suma exhaustiva de sus partes. Es, por el contrario, eso que ocurre ahí donde la forma no tiene partes (y, en consecuencia, en todo rigor, no (re)presenta nada), pero se presenta. Lo sublime tiene lugar, dice Kant, en una «re presentación de lo ilimitado a la que se agrega sin embargo el pensamiento de su totalidad» (y es por ello que, precisa éste, lo sublime puede ser encontrado en un objeto informe lo mismo que en una forma). Una presentación sólo tiene lugar si todo lo demás, todo lo ilimitado sobre lo cual ella se despega, se levanta sobre su borde —y de golpe, a su manera, se presenta o bien se levanta a todo lo largo de la presentación. La totalidad sublime no es para nada la totalidad de lo infinito concebido como alguna cosa distinta de las formas finitas y bellas (y que por ello diese lugar a una estética segunda y especial que fuese la de lo sublime), y no es tampoco la totalidad de un infinito que fuese la suma de todas las formas (y que haría de la estética de lo sublime una estética «superior» o «total»).58Es 18. Kant no deja de indicar él mism o una dirección estética que combina los dos
la totalidad de lo ilimitado en tanto que lo ilimitado está más allá (o más acá) de toda forma y de toda suma, en tanto que está, en general, del otro lado del límite, es decir más allá del máximo. La totalidad sublime está más allá del máximo: es tanto como decir que está más allá de todo. Todo es pequeño frente a lo sublime, toda forma, toda figura es pequeña —pero asimismo: cada forma, cada figura es o puede ser el máximo . El máximo (o la magnitudo, que es la bordura externa de éste) está ahí cuando la imaginación se ha representado la cosa, grande o pequeña. La imaginación no puede más: ella está definida por la Bildung del Bíld. Sin embargo, la imaginación puede más —o al menos recibe más— ahí donde no puede más. Y es ahí donde lo sublime se decide: la imaginación puede aún sentir su límite, su impotencia, su inconmensurabilidad en relación a la totalidad de lo ilimitado. Esta totalidad no es un objeto, ella no es nada (representado, ni positivamente, ni negativamente: pero corresponde al hecho de que la presentación tiene lugar. No es la presentación misma —no es la exhibición de un presentado, y no es la presencia de un presentante—, pero es que la presentación tiene lugar. Eso, es la forma (de lo) informe, es el levantamiento del borde externo del límite, o la moción de lo ilimitado. Esta totalidad no es, a decir verdad, exactamente la unidad de un diverso: lo ilimitado no ofrece propiamente ni un diverso, ni el número de la unidad. Pero lo que Kant llama «la Idea de un todo», es la unión por la cual la unidad de un todo es en general posible. La unión es el asunto de lo sublime, como la unidad la de lo bello. Ahora bien, la unión es operación de la imaginación (como la unidad es su producto): ella une el concepto y la intuición, la sensibilidad y el entendimiento, lo diverso y lo idéntico. En lo sublime, la imaginación no toca más a sus productos, sino a su operación —y así a su límite. motivos: un género sublime distinto, en cierto modo, y ese género com o una suerte de obra de arte total. Él evoca, en efecto, la posibilidad de una «presentación de lo subli me» en las bellas artes a título de la «vinculación de las bellas artes en un solo y mismo producto», e indica entonces tres formas: la tragedia en verso, el poema didáctico, el oratorío. Habría, desde luego, mucho que decir. Me contento, aquí, con notar que no es exactamente la Gesamtkunstwerk deW agne r. Las tres formas de Kant parecen más especialmente imantadas por la poesía como modo de presentación, sucesivamente, del destino, del pensamiento, de la oración, y no parece qu e se trate ante todo de una presentación «total».
Porque hay dos maneras de considerar la unión. Hay la manera hegeliana y dialéctica, que considera la unión en su proceso de reunión, en su finalidad de unificación, y en su resultado, que debe ser una unidad. Así de la unión de sexos, cuya verdad está para Hegel en la unidad del hijo. La consideración kantiana de la unión es diferente. Así (en la Antropología), la unión de sexos permanece un abismo para la razón, lo mismo que la unión esquematizante resulta un «arte» hurtado para siempre. Lo que significa que Kant toma en cuenta la unión corno tal , es decir precisamente eso en lo que ella difiere de la unidad, eso en lo que ella no es y no hace por ella misma una unidad (ni un objeto ni un sujeto). La unión es más que la suma y menos que la unidad: ella también, como la «magnitudo» se hurta al cálculo. La unión, como «Idea del todo», no es ni lo uno ni lo múlti ple: está más allá de todo, es la «totalidad» más allá o más acá de la unidad formada del todo, está en otra parte, no es locali zable, pero eso tiene lugar —o, más exactamente, es el tenerlu gar de todo o del todo en general: entonces, es lo contrario de una totalización, de un acabamiento: un advenimiento más bien, una eclosión; lo contrario de un infinito actual: la finitud siempre retomada de lo inicial. Que eso tenga lugar, que eso se presente, que eso tome forma y figura, he ahí la unión, he ahí la totalidad más allá de todo —y es en relación a lo cual toda presentación es pequeña, y toda grandeza \reste] no es más que un pequeño máximo en el que la imaginación toca su límite. Porque lo toca, lo excede. Se desborda, tocando al desbordamiento de lo ilimitado, en donde la unidad se levanta en la unión. La imaginación se desborda, he ahí lo sublime. No es que ella imagine más allá de su máximo (y menos aún que se imagine ella misma: uno está aquí exactamente en el reverso de su autopresentación). Ya no imagina, y ya no hay nada que imaginar, no hay Bild más allá del EinbÜdung —y tampoco hay Bild negativo, ni Bild de la ausencia de Bild. Ella, la facultad de la presentación, no presenta nada fuera del límite, puesto que la presentación es la delimitación misma. Sin embargo, accede a alguna cosa, toca a alguna cosa (o es tocada por alguna cosa): a la unión, precisamente, a la «Idea» de la unión de lo ilimitado, que bordea y desborda el límite. ¿Quién opera la unión? Es ella misma, es 3a imaginación: En el límite, ella accede a ella misma: como en su autopresenta
ción especulativa. Pero aquí, es al revés: lo que ella toca de ella, es su límite, o ella se toca como límite. «La imaginación, escribe Kant, alcanza su máximo, y en el esfuerzo por rebasarlo se abisma en ella misma, y al hacerlo se sumerge en una satisfacción conmovedora.» (Uno lo notará en seguida: hay satisfacción, hay goce, ¿por qué no sería la repetición de la autopresentación? Nada es puro aquí, nada está hecho de oposiciones simples, todo ocurre al reverso de lo mismo, y el levantamiento sublime es el exacto reverso del relevo dialéctico.) En el límite, ya no hay figura ni figuración, ya no hay forma. No hay tampoco el fondo como algo a lo que uno podría pasar, o en lo cual uno podría superarse, como un infinito hegeliano, es decir, como un infigurable que, a su manera infinita, no cesaría de hacer figura (tal es en general, me parece, el concepto inducido desde que uno nombra alguna cosa como «lo infigura ble» o «lo impresentable»: uno (re)presenta la impresentabili dad de éste, uno la ha alineado entonces, por la negatividad, en el orden de las cosas presentables). En el límite, uno no pasa. Pero es ahí dónde todo pasa, es ahí donde se juega la totalidad de lo ilimitado, como lo que levanta el uno contra él otro los dos bordes, extemo e interno de toda figura, uniéndolos y separándolos, delimitando asi el límite e {limitándolo en el mismo gesto. Es una operación infinitamente sutil, infinitamente comple ja, y es al mismo tiempo el más simple movimiento, la estricta palpitación de la línea contra ella misma en la moción de su trazado: dos bordes én uno, pero dos, la unión «misma», no hacen falta menos para toda figura. Cada pintor, cada escritor, cada danzante tiene este saber. Es la presentación misma, pero no es ya la presentación como operación de un (re)presentante produciendo o exhibiendo un (re)presentado. Es la presentación misma en el punto en el que no puede ya ser dicha «ella misma», en el punto en el que uno no puede ya decir la presentación, y en el que en consecuencia no es ya cuestión de decir ni que se presenta ni que es impresentable. La presentación «misma», es el reparto instantáneo del límite, por el límite, entre figura e ilimitación, la una contra la otra, la una sobre la otra, la una a la otra, acopladas y despegadas en el mismo movimiento, en la misma incisión, en el mismo latido. Lo que pasa aquí, en el límite —y que no pasa el límite, jamás—, es la unión, es la imaginación, es la presentación. No
es la producción de lo homogéneo (que hace en principio la tarea ordinaria del esquema), no es el simple y libre acuerdo que se reconoce él mismo, en el que consiste la belleza: es de este lado de este acuerdo. Pero no es tampoco la unión de los heterogéneos, pensamiento ya demasiado romántico, y demasiado dialéctico para el estricto límite del que se trata aquí. La unión a la cual toca uno en lo sublime no consiste en aparejar la grandeza absoluta con el límite finito: porque no hay nada fuera del límite, nada de presentable ni de impresentable. Es incluso esta afirmación, «no hay nada fuera del límite», la que distingue propia y absolutamente tm pensamiento de lo sublime (y del arte) de un pensamiento dialéctico (y del acabamiento del arte). La unión no se hace entre un afuera y un adentro, para engendrar la unidad de un límite en el que se presentaría la unidad (en esta lógica, el límite debe devenir él mismo infinito, y el único arte deviene el de trazar el «círculo de círculos» hegeliano). Pero lo único que hay es el límite, unido a lo ilimitado en tanto que éste se levanta incesantemente sobre su borde y, en consecuencia, en tanto que el límite, la unidad, se divide infinitamente en su propia presentación. Para el pensamiento dialéctico, el contorno de un dibujo, el cuadro de una pintura, el trazado de una escritura remiten fuera de ellos mismos al absoluto de una presentación total —positiva o negativa— en la cual ellos tienen como fin infinito el esta blecerse. Para el pensamiento de lo sublime, el contorno, el cuadro y el trazado no remiten a nada más que a ellos mismos —y es todavía mucho decir: no remiten, pero (se) presentan, y su presentación presenta su propia interrupción finita , el contorno, el cuadro o el trazado. La unión de la que procede la unidad presentada (figurada) se presenta como esta interrupción, como ese suspenso de la imaginación (de la figuración) en el cual el límite se traza y se levanta. El todo, aquí —la totalidad a la cual toda presentación, toda obra, no puede más que pretender—, no está en otra parte que en ese suspenso. En verdad, el todo, sobre el límite, se divide tanto como se une, y el todo no es más que eso: la totalidad sublime no responde, sean las que sean las apariencias que puedan a veces sugerir lo contrario, al esquema superior de una «presentación total», así fuese ésta negativa, así fuese ésta una presentación de la imposibilidad de presentar (porque eso supone siempre un complemento, un objeto de la
presentación, y toda la lógica de la representación: pero aquí no hay nada que presentar; lo que hay es que eso se presenta). La totalidad sublime no responde a un esquema del Todo, sino más bien, si uno puede decirlo, al todo del esquematismo: es decir, a la incesante palpitación de la que se afecta el trazado del skema, el levantamiento de la figura contra el cual no cesa de palpitar el levantamiento de lo ilimitado, esta ínfima, infinita pulsación finita , esta ínfima, infinita apertura rítmica que se produce continuamente en el trazado del menor contomo, y por la cual se presenta el límite mismo, y sobre el límite, la magnitudo, el absoluto de la grandeza en la que toda grandeza es trazada, en la cual toda imaginación imagina y desfallece, sobre el mismo límite, en la misma palpitación, a imaginar —lo que tiembla indefinidamente al borde del esbozo, la blancura suspendida de la hoja o del lienzo: la experiencia de lo sublime no requiere nada más. De lo bello a lo sublime, uno da en suma un paso más en «el arte oculto» del esquematismo: en la belleza, el esquema es la unidad de la presentación, en lo sublime, el esquema es la pal pitación de la unidad. Es decir, a la vez su valor absoluto {magnitudo) y su distensión absoluta, la unión que tiene lugar en el suspenso, como suspenso. En la belleza, se trata del acuerdo, en lo sublime, se trata de un síncope que ritma el trazado del acuerdo, desvanecimiento espasmódico del límite, a todo lo largo de sí mismo, en lo ilimitado, es decir en nada. El esquematismo sublime de la totalidad está hecho de un síncope en el corazón del esquematismo mismo: reunión y distensión simultáneas del límite de la presentación —o más exactamente y más inexorablemente: reunión y distensión, posición y desvanecimiento de la simultaneidad (y entonces de la presentación) misma. Fuga y presencia del instante en el instante, conjunto y sección de un presente (no insistiré más aquí, pero es en términos de tiempo, sin duda, que se debe interpretar para terminar la estética de lo sublime: eso supone acaso el pensamiento de un tiempo del límite, de un tiempo del desvanecimiento de la figura, que sería el tiempo propio del arte y que sería el tiempo de un espaciamiento del tiempo). Que la imaginación —es decir, en sentido activo, la presentación— toque al límite, que se desvanezca ahí, «abismada en ella misma», y venga así a presentarse ella misma, en el hundi-
miento de un síncope o más bien en tanto que el síncope «mismo», eso la expone a su destinación. La «destinación propia del sujeto» es, en definitiva, la «grandeza absoluta» de lo sublime. Es su propia grandeza lo que la imaginación, desfalleciente, reconoce inimaginable. La imaginación está entonces destinada al más allá de la imagen, que no es una presencia (o una ausencia) primordial (o última) que las imágenes representarían, o de la que las imágenes presentarían que ella no es (re)presentable. Pero el más allá de la imagen, que no está «más allá», que está sobre el límite, está en la Bildung del Bild mismo, y entonces al ras del Bild , al nivel del trazado de la figura, el trazamiento, la incisión separanteuniente, la palpitación del esquema: el sínco pe, que es en verdad el otro nombre del esquema, su nombre sublime si hay nombres sublimes. La imaginación (es el sujeto) está destinada ahí, está ahí determinada, y consagrada, dirigida. Es decir, que la presentación está consagrada, dirigida a la presentación de la presentación misma: es la destinación general de la estética, de la razón en la estética, lo he dicho desde el inicio. Pero en lo sublime, se revela que esta destinación implica un desbordamiento de lo bello, porque la presentación de la presentación misma, bastante lejos de poder ser la imaginación de la imaginación y el esquema del esquema, bastante lejos de poder ser la figuración y ja autofiguración del sujeto, tiene lugar en el síncope, como síncope, no tiene entonces lugar, no dispone del espacio unificado de una figura, pero está dado en el espaciamiento, en la palpitación esquemática del trazado de las figuras, y no ocurre así sino en el tiempo sincopado del pasaje del límite al límite. * * * Sin embargo, la imaginación sincopada es todavía la imaginación. Ella es todavía la facultad de la presentación, y lo sublime, con lo bello, está ligado «a la simple presentación» (en ese sentido, éste no está más allá de lo bello: éste no es más que el desbordamiento de aquél, sobre el borde mismo, no más lejos que el borde —y es también por ello que, volveré sobre ello aún, todo el asunto de lo sublime se pasa al nivel de las obras de las «bellas artes», sobre sus bordes, sus cuadros o sus contornos: al borde del arte, no más lejos que el arte). ¿Cómo (re)presenta entonces la imaginación el límite, o bien
—pues acaso es la misma pregunta— cómo se presenta ella en el límite? El modo de presentación de un límite en general no puede ser la imagen propiamente dicha. La imagen propiamente dicha presupone el límite, que la presenta o en el cual ella se presenta. Pero el modo singular de la presentación de un límite, es que este límite viene a ser tocado: hay que cambiar de sentido, pasar de la vista al tacto. Tal es de hecho el sentido de la palabra sublimitas: lo que se mantiene justo bajo el límite, lo que lo toca (estando pensado el límite según la altura, como altura absoluta)..La imaginación sublime toca el límite, y ese tocar le hace sentir «su propia impotencia». Sí la presentación es ante todo lo que tiene lugar en el orden sensible —presentar, es volver sensible—, la imaginación sublime está siempre en el orden de la presentación, en tanto que ella es sensible. Pero esta sensibilidad no es más la de la percepción de una figura, es la del tacto del límite, y más precisamente se encuentra en el sentimiento de ella misma que la imaginación experimenta al tocar su límite. Ella se siente pasar al límite. Se siente, y tiene el sentimiento de lo sublime en su esfuerzo ( Bestrebung ), en su impulso, en su tensión, que se hace propiamente sentir en el momento en el que el límite es tocado, en el suspenso del impulso, en la tensión rota, en el síncope. Lo sublime es un sentimiento, y más que un sentimiento en sentido banal, es la emoción del sujeto en el límite. El sujeto de lo sublime, si lo hay, es un sujeto conmovido. Es de la emoción del sujeto de lo que es cuestión en el pensamiento de lo sublime, de esta emoción que ni la filosofía del sujeto y de lo bello, ni la estética de la ficción y del deseo pueden pensar: porque ellas piensan necesaria y solamente en el horizonte del goce del sujeto (y del sujeto como goce). Y el goce, en tanto que la satisfacción de una presentación apropiada, interrumpe pronto la emoción. No es pues aquí cuestión de esta emoción sin la cual, es cierto, no habría belleza, ni obra de arte, ni tampoco pensamiento —pero a la cual los conceptos de la belleza, de la obra y de la filosofía, por ellos mismos y en principio, no pueden tocar. No pueden tocarla, no porque sean «fríos» (pueden estar plenos de vida y de calor...), sino porque están construidos (y porque su sistema —belleza/obra/filosofía— está construido) según la lógica que he designado, más atrás, como la del goce de la Ra-
zón, o de la autopresentación de la imaginación. Es la lógica estética de la filosofía, y la lógica filosófica de la estética. En su emoción, el sentimiento de lo sublime hace vacilar esta lógica, porque él substituye ahí lo que forma, una vez más, como el reverso exacto, o bien (lo que vine a ser lo mismo) una suerte de exasperación lógica, un pasaje al límite: tocar la presentación sobre el límite, o bien, ser tocado, alcanzado por ella. Esta emoción no consiste en el pathos suave o gozador de lo que uno llama «la emoción estética»: así las cosas, más valdría decir que el sentimiento de lo sublime es apenas una emoción, pero que es más bien la sola moción de la presentación —en el límite y sincopada. Esta (e)moción es sin complacencia, y sin satisfacción: ella no es un placer sin ser al mismo tiempo una pena, lo que constituye la característica afectiva de lo sublime kantiano. Pero su ambivalencia no la hace menos sensible, no la vuelve menos efectivamente ni menos precisamente sensible: ella es la sensibilidad del desvanecimiento de lo sensible.
Kant indica esta sensibilidad en el registro del esfuerzo o del impulso. El esfuerzo, el impulso o la tensión se hacen sentir (y esa es acaso efectivamente su lógica o su «patética» general) en tanto que están suspendidos, en el límite (no hay esfuerzo o tensión sino en el límite), en el instante y en la palpitación de su suspenso.59Se trata, escribe Kant, del «sentimiento de una interrupción de las fuerzas vitales» ( Hemmung: es una inhibición, un impedimento, un bloqueo). La vida suspendida, el aliento cortado —el corazón palpitando. Es aquí que tiene propiam ente lugar la representación sublime. Ella tiene lugar en el esfuerzo y en el sentimiento: «La razón [...] como facultad de la independencia de la totalidad absoluta [...] suscita el esfuerzo del espíritu, estéril es verdad, por acordar la representación de los sentidos con la Totalidad. Este esfuerzo y el sentimiento que la Idea es inaccesible mediante la imaginación constituyen ellos mismos una presentación de la finalidad subjetiva de nuestro espíritu en el uso de la imaginación en lo que toca su destinación suprasensible...».20
19. Quedarían por analizar Jas relaciones de la Bestrebung kantiana de la Vorlust íreudíana, es decir ese «¡placer preliminar» cuya paradoja es Ja de consistir en la ten sión —y que ocupa un lugar capital en la teoría fieudiana de lo bello y del arte. 20. «Consideración generala del § 29. Sigo, en este punto, la primera edición.
El esfuerzo, el Bestreben, no debe ser tomado en su valor de proyecto, de búsqueda que uno aprecia tan pronto de acuerdo a su intención, tan pronto de acuerdo a su resultado. No es una lógica ni del deseo y de la potencialidad, ni del pasaje al acto y a la obra la que debe guiar aquí. No más que una lógica de la voluntad y de la energía (aunque todo eso esté presente tam bién, sin ninguna duda, y no se deba despreciar cuando se trata, lo que no es mi propósito, de dar cuenta del pensamiento de Kant). Mas el esfuerzo debe ser tomado por él mismo, en tanto que no obedece en él mismo sino a una lógica (y a una «patética», y a una ética...) del límite. El esfuerzo o impulso, por definición, es asunto de límite. Consiste en una relación para con el límite: un esfuerzo continuo, es el desplazamiento continuo de un límite. El esfuerzo cesa en donde el límite cede (pero no cede salvo ahí donde se cierra en bella presentación infinita). El esfuerzo o el impulso transportan el límite en ellos, están estructurados por él. En el esfuerzo como tal —y no en su éxito o en su fracaso—, es menos cuestión de una tensiónhacia..., de la dirección o del proyecto del sujeto que se esfuerza, que de la tensión del límite mismo. Lo que se tiende, y que se tiende aquí al extremo, es el límite. El esquema de la imagen, de toda imagen —o el esquema de la totalidad, el esquematismo de la unión total— es tendido al extremo: es el límite tendido a su límite, el trazamíento que no es ya cuantificable, y que no es entonces más trazable, de la magnitudo. Tendido en el límite, el límite (el contorno de la figura) está tendido hasta romperse, como se dice, y se rompe en efecto, dividiéndose al instante entre dos bordes, la bordura de la figura y su desborde ilimitado. La presentación sublime, es el sentimiento de este esfuerzo al instante de la ruptura, es la imaginación todavía un instante sensible a ella misma que no es más ella misma, en la extrema tensión y en la distensión («el desahogo», «el abismo»). (O bien todavía: el esfuerzo es por tocar al límite. El límite es el esfuerzo mismo, y es el tacto. El tacto es por él mismo el límite: el límite de las imágenes y de las palabras, el contacto —y con él, paradójicamente, la imposibilidad de tocar inscrita en el tacto, porque él es el límite. Así el tacto es el esfuerzo, porque no es un estado, sino un límite. No es un estado sensorial como los otros, no es ni tan activo ni tan pasivo como los otros. Si todos los sentidos se sienten sentir, como lo quiere
Aristóteles (el cual, por lo demás, establecía ya que no puede haber, ni en el agua, ni en el aire, verdadero contacto.,.), el tacto más que los otros no tiene lugar sino tocándose. Pero más que los otros también, él toca así su límite, él mismo en tanto que límite: no se alcanza, porque uno no toca nunca, en general, sino el límite. El tacto no se toca, no en todo caso como la vista se ve.) Es una presentación, porque eso se da a sentir. Pero ese sentimiento es singular. Sentimiento del límite, es el sentimiento de una insensibilidad, sentimiento insensible ( apatheia, phlegma in significatu bono, dice Kant para designar el límite del sentimiento sublime mismo), síncope del sentimiento. Pero es asimismo el sentimiento absoluto, no determinado en placer o en pena, pero tocando el uno por la otra, tocado del uno en la otra. Que el placer sea aliado de la pena, eso no se debe comprender en términos de comodidad y de incomodidad, de consentimiento y de rechazo combinados en un mismo sujeto por una contradicción perversa. Porque esta ambivalencia singular se refiere en primer lugar al hecho de que el sujeto, en ella, se desvanece. Así no ganaría éste un placer a través de una pena (como K*mt tiende más bien a decirlo); no se libera de la una por tener el otro: pero la pena es aquí el placer, es decir, una vez más, el límite tocado, la vida suspendida, el corazón palpitante. ¿Puede un corazón palpitar sin pena? Si el sentimiento propiamente dicho es siempre subjetivo, si es incluso el núcleo de la subjetividad en un «sentirse» primordial del que podrían dar testimonio todas las grandes filosofías del sujeto, incluidas las más «intelectualistas», entonces el sentimiento de lo sublime se levanta —o se afecta— exactamente al reverso del sentimiento y de la subjetividad. La afección sublime, afirma Kant, va hasta el suspenso de la afección, puede ser el pathos de la apatía. Ese sentimiento no es un sentirse, y en ese sentido no es en absoluto un sentimiento. Se podría decir que es lo que queda del sentimiento, en el límite, cuando no se siente más, o cuando ya no hay nada que sentir. Del corazón palpitante, puede decirse asimismo que no siente sino su palpitar, o que ya no siente nada. Al borde del síncope, el sentimiento, un instante, se siente aún, sin reportarse ya más a su sentir. Pierde el sentimiento: siente su pérdida, pero ese sentir ya no es suyo: aunque sea
muy singularmente el suyo, es tomado también en la pérdida. Ya no es sentir, es estar expuesto. O bien, habría que poder construir una doble analítica del sentir: la de un sentir de apropiación, y la de un sentir de exposición; la de un sentimiento por sí, y la de un sentimiento por el otro. ¿Puede uno sentir por el otro, por el afuera, cuando la condición parece ser que uno debe sentir por sí mismo —y que esta condición es precisamente la del juicio estético? Es lo que impone pensar el sentimiento de lo sublime. La subjetividad del sentimiento, y la del juicio de gusto, se convirtió ahí en la singularidad de un sentimiento (y de un juicio) que sigue siendo, seguramente, singular, pero en el que lo singular, como tal, es en primer lugar expuesto a la totalidad ilimitada del «afuera», más bien que remitido a su propia intimidad. O bien: es la intimidad misma del «sentir» y del «sentirse» la que se produce aquí, paradójicamente, como exposición fuera de sí, pasaje al límite (in)sensible de sí. ¿Puede uno decir aún que la totalidad, en este instante, es presentada? Si lo fuese propiamente, sería en este instante de presentación (o de (re)presentación) que es la subjetividad del sentimiento. Pero al sentimiento expuesto de lo sublime, lo ilimitado que lo afecta no puede ser presentado, es decir que no puede devenir presente en un sujeto para ese sujeto. En el síncope, la imaginación se presenta, se presenta ilimitada, fuera de (su) figura, pero eso quiere decir que ella es afectada por (su) nopresentación. Cuando Kant hace del sentimiento, en el esfuerzo en el límite, «una representación», hay que distraer de ese concepto los valores de la presencia y del presente. Hay que aprender —es acaso el secreto de lo sublime lo mismo que el del esquematismo— que la presentación tiene en efecto lugar, pero que no presenta nada. La presentación pura, presentación de la presentación misma, o presentación de la totalidad, no presenta nada. Se podrá decir, sin duda, en un determinado léxico, que ella presenta nada o la nada. En otro léxico, que presenta lo impresentable. Kant mismo escribe que el genio (que representa a parte subjecti la instancia de lo sublime en el arte) «expresa y comunica lo innombrable». Lo sinnombre es nominado, lo inexpresable es comunicado: todo es presentado —en el límite. Pero, para terminar, y precisamente sobre este límite mismo, en el que todo se acaba y en el que todo comienza, habría que quitarle su nombre a la presentación.
Habría que decir que la totalidad —o la unión de lo ilimitado, y lo ilimitado de la unión, o incluso la presentación misma, su facultad, su acto, su sujeto— es ofrecida al sentimiento de lo sublime, o es ofrecida, en lo sublime, al sentimiento. Del «presente» implicado por la presentación, la ofrenda no retiene sino el gesto de presentar. La ofrenda ofrece, lleva adelante y pone delante (etimológicamente, la ofrenda no es muy diferente del objeto), pero ella no instala en la presencia. Lo que es ofrecido permanece en un límite, suspendido al borde de un acogimiento, de una aceptación —que a su tum o no puede más que tener la forma de una ofrenda. A la totalidad ofrecida, la imaginación es ofrecida. En términos económicos, esta ofrenda es un sacrificio. Es lo que dice Kant: la imaginación sacrificada (aufgeopfert) adquiere «una amplitud y una fuerza más grandes». Pero eso ocurre en verdad en el limite de la economía. El sacrificio es ahí inoperante.21 La imaginación no es «sacrificada», ella es lo que es: lo abierto del esquema. La ofrenda es la presentación sublime: ella retira o suspende los valores y las potencias del presente. Lo que tiene lugar no es ni una venidaalapresencia ni un don. Es más bien el uno o la otra, o lo uno y la otra, pero abandonados. La ofrenda es el abandono del don y del presente. Ofrecer no es dar —es suspender el don frente a una libertad, que puede tomarlo o dejarlo. Es una proposición, y como tal expuesta. Lo que es ofrecido es ofrecido —dirigido, destinado, abandonado—, al avenir eventual de una presentación, pero es dejado a este avenir, no lo impone ni lo determina. «En la contem plación sublime, escribe Kant, el espíritu se abandona sin prestar atención a la forma de las cosas, a la imaginación y a la razón, que no hace más que ampliar la imaginación». El abandono es abandono a la extensión total, ilimitada, y en consecuencia al límite. Lo que ocurre en el límite es la ofrenda. La ofrenda tiene lugar entre la presentación y la representación, entre la cosa y el sujeto, en otra parte. No es un lugar , dirán ustedes. En efecto, es la ofrenda —es ser ofrecido a la ofrenda.
21. Cñ\ aquí mis mo «Lo insacrificable».
Así pues la ofrenda no ofrece el Todo. Ella no ofrece la totalidad presente de lo ilimitado. Ella no ofrece tampoco, a pesar de ciertos acentos pomposos del texto de Kant (y de todo texto consagrado a lo sublime, y de la palabra «sublime» misma...), la satisfacción soberana de un espíritu capaz del infinito. Porque si una tal capacidad, en última instancia, debe ser tocada, no consiste ella misma sino en una ofrenda, o en un serofrecido. No es cuestión, en efecto, del Todo ni de la imaginación del Todo. Es cuestión de su Idea, y de la destinación de la razón. La Idea del Todo no es una imagen suprema, no es una forma —ni una informidad— grandiosa más allá de las imágenes, como tampoco consiste la destinación en un Ideal triunfante. La Idea del todo significa más bien (finalmente, ni «Idea» ni «Todo») la posibilidad de empeñar una totalidad, la posibilidad de empeñarse en la unión de una totalidad, la posibilidad de comenzar, a lo largo de lo ilimitado, el trazado de una figura. Si se trata del todo, es en tanto que «el todo fundamentalmente abierto» del que habla Deleuze a propósito de lo sublime.22 La apertura es ofrecida a la posibilidad de un gesto «totalizante», figurante, trazante. Esta posibilidad de comenzar, es la libertad. La libertad es la idea sublime kat'exochén. Lo que no quiere decir que la libertad sea el contenido o el objeto del juicio de lo sublime, ni que sea ella la que se haga sentir en el sentimiento de lo sublime. Eso acaso no tiene ningún sentido, la libertad no es un contenido, suponiendo que sea una cosa. Es necesario, más bien, comprender lo siguiente: que la ofrenda sublime es el acto —o la moción, o la emoción— de la libertad. En el doble sentido en el que la libertad es lo que ofrece y en el que la libertad es lo que es ofrecido —del mismo modo que la palabra «ofrenda» designa tan pronto el gesto y tan pronto el presente ofrecido. En lo sublime, la imaginación en tanto que libre juego de la presentación toca a su límite —que es la libertad. O más exactamente, la libertad misma es un límite, se mantiene en el límite, porque su Idea no solamente no puede ser una imagen, sino que tampoco puede —a despecho del vocabulario de Kant— ser una Idea (que es siempre algo así como una hiperimagen, o una imagen impresentable): es preciso que ella sea una ofrenda. * * * 22. L’image-ntouvement, París, Minuit, 1983.
Lo sublime no se evade al otro lado del límite. Permanece ahí, tiene lugar ahí. Eso quiere decir, también, que no sale de la estética para penetrar en la ética. En el límite de lo sublime, no hay ni estética ni ética. Hay un pensamiento de la ofrenda, que desafía esta distinción.23 La estética de lo bello se levanta en lo sublime, cuando no se desliza en el goce. Lo bello por sí mismo no es nada —simple acuerdo consigo misma de la presentación. El espíritu puede gozar de ello, o llevarse al límite de este acuerdo. El borde ilimitado del límite, es la ofrenda. La ofrenda ofrece algo. Yo he dicho: la libertad. Pero la libertad es también lo que ofrece. Algo, una cosa sensible, es ofrecido en la ofrenda de la libertad. Es en esta cosa sensible, es al ras de esta cosa sensible que se hace sentir el límite. Esta cosa sensible es la cosa bella, es la figura presentada por el esquematismo sin conceptos. Lo que se hace sentir, es la libertad de su trazado. La condición del esquematismo no es otra cosa que la libertad misma. Kant lo declara expresamente cuando escribe: «La imaginación misma es, de acuerdo a los principios del esquematismo de la facultad de juzgar (en consecuencia en la medida en la que está subordinada a la libertad), el instrumento de la razón y de sus ideas».24 Es entonces la libertad la que ofrece el esquematismo, o bien es la libertad la que esquematiza y se ofrece en ese gesto mismo, en su «arte escondido». La ofrenda sublime no tiene lugar en un remoto trasmundo, ni el de las «Ideas» ni el de algún «impresentable». La ofrenda sublime es el límite de la presentación y tiene lugar en éste, a lo largo de él, al nivel del contorno de la forma. La cosa ofrecida puede ser naturaleza: tal es de ordinario, para Kant, la ocasión del sentimiento de lo sublime, Pero si esta cosa debe, en todo rigor, y como cosa de la libertad, no solamente ser ofrecida, sino ofrecer ella misma —ofrecer la libertad, en el esfuerzo de la imaginación, con el sentimiento del esfuerzo, esta cosa será más bien una cosa del arte (la naturaleza misma, por ló demás, es siempre tomada aquí como una obra del arte: de una libertad 23. La desafía porque implica, con las dete nnin acione s morales (bien/mal), la éti ca como presentación del hecho de que hay praxis moral. La libertad dada a ver, o a «tocar». Habría que hacer una relación con «L'esíhétique» de Ph. Lacoue-Labarthe, en Lacanavec lesphilosophes, Albin Michel, 1991. 24. «Consideración general» del § 29.
suprema). Kant pone en el primer rango de las artes la poesía, que describe así: «Ella ensancha el alma dando libertad a la imaginación y ofreciendo25 al interior de los límites de un concepto dado, entre la diversidad sin límites de las formas susceptibles de acordarse ahí, la que vincula la presentación de ese concepto a una plenitud de pensamientos, a la cual ninguna expresión del lenguaje es perfectamente adecuada y, haciendo eso, que se eleva estéticamente hasta las Ideas.» Hay entonces en el arte más de una ocasión de experimentar lo sublime. Hay —en la poesía por lo menos—26 una elevación (es decir una moción sublime: es el verbo erheben que Kant emplea aquí) a las «Ideas», que al mismo tiempo que se levanta sigue siendo estética, es decir sensible. ¿Habría que concluir que podría haber ahí otra forma u otro modo de presentación sublime, en el arte, distinto de un primer modo que sería el del sentimiento moral? Pero en verdad, es en el arte y como arte que ocurre la ofrenda sublime. No hay oposición entre una estética de la forma y una ultraestética ética de lo informe. Lo que es estético es siempre de la forma; lo que es de la totalidad es siempre informe. Lo sublime es su ofrenda mutua. No es la puesta en forma de lo informe, ni la infinitización de la forma (que son dos procedimientos filosóficos). Es cómo el límite se ofrece al borde de lo ilimitado, o se hace sentir ahí: exactamente en el recorte de la obra de arte. A partir de Kant, lo sublime constituye el momento más propio, y el más decisivo de un pensamiento del arte. Éste forma el corazón del arte —y lo bello no es sino la regla. Eso significa no solamente que, como lo he dicho, la belleza sola puede siempre deslizarse en lo agradable (¡y, por ejemplo, en el «estilo sublime»!), pero eso significa acaso sobre todo que no hay sublime «puro», puramente distinguido de lo bello. Lo su blime es por donde lo bello nos toca, y no cómo nos agrada. Es la alegría, no el goce: en francés las dos p'al abras, joie y jouis sance, tienen un mismo origen.* Es la misma palabra, es el mismo límite afectado por la palpitación de la alegría y del goce... 25. Darbieten. Darbietang, la ofenda, sería la palabra a substituir, en el registro de lo sublime, por Darstellung, la presentación. Pero se trata siempre del dar, de un «aquí» o de un «he aquí» sensibles. 26. La nota 18 debería prolongarse aquí... * Del latín Gaudium. [N. del Ti]
Ser tocado es sublime, porque es ser expuesto y ser ofrecido. La alegría, es ser expuesto en el goce, es ser ofrecido ahí. Lo sublime está en el contacto de la obra, no en su forma. Ese contacto está fuera de la obra, en su límite, en cierto sentido está fuera del arte: pero sin el arte, no tendría lugar. Lo sublime es que el arte sea expuesto, es que sea ofrecido. Desde la época de Kant —de Diderot, de Kant y de Hólder lín—, el arte está destinado a lo sublime: está destinado a tocarnos, tocando a nuestra destinación. No es de otra manera que hay que entender, al final, él fin del arte. ¿De qué arte se trata? En cierto sentido, uno no puede escoger, ni entre las artes ni entre tonalidades o registros artísticos. La poesía es ejemplar. ¿Pero qué poesía? muy indirectamente, Kant ha dado un ejemplo de esto. Cuando cita «el pasaje más sublime del Libro de la ley de los judíos», el que porta la prohibición de las imágenes, lo sublime, de hecho, está presente dos veces. Lo está una vez en el contenido del mandamiento divino, en la expulsión de la representación. Pero una lectura más atenta muestra que lo sublime está también, y acaso ante todo, en la «forma» del texto bíblico. Porque ese pasaje es citado en medio de lo que constituye propiamente la búsqueda del género o de la estética que serían los de la «presentación sublime». Ésta no debe buscar «agitar» ni «excitar» la imaginación, ella debe remitirse siempre a «la dominación de la razón sobre la sensibilidad» —lo que es propiamente asunto de la ética, Y eso supone una «presentación retirada o apartada» (abgezogen, abgesonderí), que será dicha un poco más lejos «pura, simplemente negativa». Esta presentación, es el mandamiento, es la ley —que ordena ella misma la abstención de las imágenes.27 El mandamiento, como tal, es todavía uña forma, una presentación, un estilo. ¿La poesía sublime tendría el estilo del mandamiento? Es más bien el mandamiento, el imperativo categórico, el que es sublime, porque no manda otra cosa que la libertad, Y si eso hace un estilo, ese no puede ser el estilo enérgico del mandamiento (que sería absolutamente «patológico»)... Es lo que Kant 27, Es notorio que otro mand amien to bíblico — el \Fiat luxl del Génesis— haya sido ya, en Longino y luego e n sus comen tadores clásicos, un ejem plo privilegiado de lo sublime. Del uno al otro ejemplo, como del uno al otro mandamiento, uno puede apreciar la continuidad y la ruptura.
llama la simplicidad: «La simplicidad (finalidad sin arte) es por así decirlo el estilo de la naturaleza en lo sublime, así como de la moralidad que es una segunda naturaleza». No es el mandamiento el que es simple, es la simplicidad la que manda. El arte del que habla Kant —o del que, en última instancia, no llega a hablar, entre la Biblia, la poesía, y unas formas de unión de las bellas artes...— es el arte del que la «simplicidad» (o el «retiro», o el «apartamiento») manda por ella misma, es decir dirige o expone a la libertad, con la simplicidad de la ofrenda: la ofrenda como ley del estilo. La «finalidad sin arte» (sin artificio) es el arte (el estilo) de la finalidad sin fin, es decir de la finalidad del hombre en su libre destinación: no está condenado a la senilidad de la representación, pero está destinado a la libertad de la presentación, y a la presentación de la libertad —a su ofrenda, que es una presentación retirada o apartada (la libertad le es ofrecida, la ofrece, es ofrecido por ella). Ese estilo implica algo del mandamiento, de la prohibición, porque es el de una literatura que se prohíbe el ser «literatura», que se retira de los prestigios y de las voluptuosidades literarias (que Kant compara a los masajes de los «orientales voluptuosos»): el esfuerzo por el cual ella se retira es él mismo una ofrenda sublime. La ofrenda de la literatura misma, en suma, o la ofrenda del arte todo entero —en todos los sentidos posibles de la expresión. Pero «el estilo», sin duda, es aquí ya un concepto de más. Como «la poesía», como «la literatura», y quizás como «el arte». Éstos están de más, ciertamente, si permanecen atrapados en una lógica de la ficción y del deseo, dicho de otra manera en una lógica de la carencia y de su substituto, de la presencia y de su representación (tal y como ella gobierna aún, al menos en parte, la doctrina kantiana del arte como «símbolo»). Porque nada falta, en suma, en la ofrenda. Nada falta, todo es ofrecido: el todo es ofrecido (abierto), la totalidad de la libertad. Pero acoger la ofrenda, u ofrecerse a ella (la alegría) supone precisamente la libertad de un gesto —de acogimiento y de ofrenda. Ese gesto traza un límite. No es el contorno de una figura de la libertad. Pero es un contorno, es un trazado, porque eso proviene de la libertad, que es la libertad de comenzar, de iniciar, aquí o allá, un trazado, una inscripción, no al azar, sino de manera azarosa, arriesgada, jugada, abandonada.
Abandonada y sin embargo regulada: el síncope no va sin sintaxis, impone una, y más aún, él mismo es una. En su palpitación que reúne, en su suspenso que rima y que encadena, el síncope ofrece su sintaxis, una gramática sublime, al ras de la lengua (o el dibujo, o el canto...) En consecuencia, ese trazado es todavía, o es de nuevo arte, esta inscripción es estilo de nuevo, poesía: porque el gesto de la libertad es cada vez una manera singular de abandonarse (no hay libertad general, no hay un su blime general). No es el estilo «en el sentido acústico decorativo del término» (Borges), pero no es tampoco la pura ausencia de estilo con la que sueña el filósofo28 (la filosofía como tal, está sin ofrenda —no el pensamiento): es el estilo, y es el pensamiento de una «presentación retirada, retenida, apartada». No es un estilo —no hay un estilo sublime, y no hay un estilo simple—, pero hace un trazado, pone en juego el límite, toca en seguida a toda extremidad —y es acaso a eso a lo que obedece el arte. Al final, acaso no haya arte sublime, y tampoco obra sublime —pero lo sublime tiene lugar ahí donde unas obras tocan. Si ellas tocan, hay placer y pena sensibles —todo placer es físico, repite Kant con Epicuro. Hay goce, y hay alegría en el goce. Lo sublime no es lo que mantendría apartado el goce. El goce no es sino el goce cuando él agrada solamente: en lo bello. Pero existe el lugar o el momento en'el que el goce no solamente agrada, no es simplemente placer (si jamás hay un placer simple): en lo sublime, el goce toca, conmueve, es decir también que manda. No es mandado (una obligación de gozar es absurda, dice Kant; Lacan se había acordado de ello), pero manda pasar más allá de él mismo, fuera del pathos en el ethos, pero sin cesar de gozar: el tacto o la emoción en tanto que ley —y la fe, forzosamente, es apática. Aquí, «el arte soberano», como lo escribe Bataille, «accede a la extremidad de lo posible». Este arte es indisociablemente «el arte que expresa la angustia» y «el que expresa la alegría». La una y la otra en el goce, en un goce desapropiado —es decir en la alegría trágica, o en esta alegría animada de la «vivacidad de las afecciones» de la que habla Kant,29 y que llega hasta la risa' y la alegría [gaietó] —síncopes ellas también, en el límite de la (re)presentación, en el lí28. Cfr. J.-L. Nancy, Logodaedaltis, París, Flammarion, 1975. 29. En el § 54, enteramente consagrado a esta alegría.
mite del «cuerpo» y del «espíritu», en el límite del arte. Sobre el límite finito de la existencia, del que no hay presentación infinita —y su ethos depende de eso mismo.
Suplemento
... en el límite del arte: eso no quiere decir más allá del arte. Hay tanto menos un más allá del arte por cuanto el arte es siempre un arte del límite. Pero en el límite del arte está el gesto de la ofrenda: el gesto que ofrece el arte, y el gesto por el cual el arte mismo toca a su límite. En tanto que la ofrenda, lo sublime, quizás, pasa lo sublime —lo pasa o se retira de él. En la medida en la que lo sublime combina todavía el pathos y el ethos, o el alte y la naturaleza, en la medida en la que persiste en designar esos conceptos, pertenece aún a un espacio y a una problemática de la (representación. De ahí que la palabra « sublime» esté siempre en peligro, tan pronto de patetizar el arte, tan pronto de moralizarlo (demasiada presentación, o demasiada representación...). Pero la ofrenda no depende ya ni siquiera, de una alianza del pathos y del ethos. Eso ocurre en otra parte: hay ofrenda en una simplicidad anterior a la distinción del pathos y del ethos. Kant habla de «la simplicidad que no sabe todavía disimular»; él la llama «ingenuidad», o la risa o más bien la sonrisa delante de esta ingenuidad (que no hay que confundir, lo precisa, con la simplicidad rústica de quien ignora los modales) tiene algo de sublime. Ahora bien, «representar la ingenuidad en un personaje poético es un arte ciertamente posible y bello, pero raro». ¿Este arte tan raro definirá a partir de ahora [algo así] como una destinación del arte? Hay en la ofrenda algo de «ingenuo» en el sentido de Kant. Hay a veces en el arte de hoy algo de la ofrenda así entendida. Digamos: algo de una infancia (nada nuevo, sin duda, pero sí un acento más marcado). Eso ya no habita las alturas o las profundidades como lo sublime, pero toca, simplemente, al límite, sin exceso desgarrador, sin exaltación «sublime» —pero sin puerilidad, y sin bobada [niaiserie]. Es una vibración potente, pero suave, exigente, continua, aguda, ofrecida al ras de los
lienzos, de las pantallas, de las músicas, de las danzas, de las escrituras. Mondrian nombraba, a propósito del jazz y del «neo plasticismo», «la alegría y la seriedad que faltan simultáneamente a la exangüe cultura de la forma». En lo que, el día de hoy, ofrece el arte a su porvenir, hay serenidad (es también una expresión de Mondrian). No es la reconciliación, no es tampoco la inmovilidad, no es la belleza apacible —pero no es el desgarramiento sublime, sí lo sublime debiese ser desgarrador. La ofrenda renuncia al desgarramiento mismo, al exceso de la tensión, a los espasmos y a los síncopes sublimes. Pero no renuncia a la tensión y al apartamiento infinitos, no renuncia al esfuerzo y al respeto, ni al suspenso siempre renovado que rima el arte como una inauguración y como una interrupción sagradas. Simplemente, deja que nos sean ofrecidos. *
*
sV
Mi pintura, yo sé lo que ella es bajo sus apariencias, su violencia, sus peipetuos juegos de fuerza; es una cosa frágil en el sentido de lo bueno, de lo sublime, es frágil como el amor... NICOLÁS DE STAÉL
EL CORAZÓN DE LAS COSAS
Ese corazón inmóvil ni siquiera palpita. Es el corazón de las cosas. Ése del que uno habla, cuando dice: «ir al corazón de las cosas». El corazón de todas las cosas: un mismo corazón para todas y para cada una, una manera única de no palpitar—y que no tiene nada que ver con una muerte. Para todas, para cada una: una retención absolutamente singular, local, fugaz y tenaz. Una posición, una disposición, una exposición contra la que tro pieza el pensamiento, contra la que rebota: que hay ahí alguna cosa, y algo más, la cosa misma, en el corazón de esta cosa. Pero a su vez, el pensamiento es una cosa. «Se creería que pensar es algo así como una brutalidad que se presume sin identidad, radicalmente vacilante y que se lanza, pierde el control y se recupera en unas frases.»1Antes que se recupere en la frase, en su «antes» irrecuperable (como todo «antes»), el corazón del pensamiento no palpita, él tampoco, corazón inmóvil en el corazón de una movilidad extrema, aturdidora, sin cesar aturdida, desconcertada, capturada por el corazón innumerable de todas las cosas. * * * Las cosas, el pensar: Dingc, Denken, Hegel quería oír en esta asonancia una predisposición de la lengua, acordando la disposición de las cosas a la exposición de su verdad. (En otra parte aún, otra asonancia: Saga, Sache, el decir y la cosa de la que uno 1. Pa trice Loraux, «Une phrase risquée», L'Écrit áu Temps (Minuit), n.‘*18 (verano de 1988).
dice alguna cosa.) Haciendo esto, Hegel tomaba las palabras como esas cosas que también son. En el corazón de las pala bras, una pulsación verídica del corazón de las cosas. Un dios veraz presente al nivel de la cosapalabra, garante de la consistencia de todas las cosas en la cosapensamiento. Lo real es racional. Hegel no se daba cuenta, sin embargo, de que esta pulsación, esta razón, es inmóvil en verdad. Inmovilidad en verdad: la cosa retiene ahí a 3a palabra de hablar, en el momento mismo en el que ella habla, y no se entrega a esta mimética expresiva que Hegel quiere ver ahí. Hay, en efecto, algo de la cosa en el corazón de la palabra, pero eso no define una suerte de «sobrehablar»: más bien un nohablar de las palabras mismas, siempre inmóvil en ellas incluso en la palabra hablada. (¿Por qué nuestro pensamiento es tan sumiso a la dominación de un «sobrehablar»? Las palabras, para nosotros, deben siempre decir más, y hacer más. De las cosas, por el contrario, pensamos que son «simplemente» cosas. Pero es precisamente de esta «simplicidad» que debe tratarse.) Dinge/Denken/Sache: síncope, y no sintaxis, disemia [dyssé mie ] o dissemia [dissémie],* y no hipersemia. En el corazón de las cosas, ahí donde ese corazón es idénticamente el corazón de las palabras, y el corazón del pensamiento —agujero negro de donde no se escapa nada, ninguna luz, agujero de gravedad absoluta—, la verdad frena absolutamente todo movimiento del concepto, traba con su gravedad todo impulso, todo encadenamiento de frase, toda moción, pulsión de inteligencia. En el corazón de las cosaspalabras, como en el corazón de todas las cosas, no hay lenguaje. Mientras más moviliza el pensamiento términos y operaciones, más se aleja del corazón de las cosas, y de su propio corazón. Y mientras más se deja tomar, por el contrario, en la poderosa retención de las cosas, en la inercia del corazón que es el corazón oculto de su presencia, de su peso y de su aparecer, más piensa, es decir más pesa sobre ese corazón de verdad, y lo deja pesar sobre él. Pero los dos movimientos no se excluyen, y es todavía otra ilusión la de oponer el parloteo \bavardage] de la inteligencia a la grave meditación de las cosas mismas. «Pensar», en el sentido de * «dys-», por la división en dos, «dis-» po ru ña dispersión.
[N. del T.}
poner en marcha la actividad del discurso, es conducir el discurso mismo hacia el momento de esta gravedad, hacia ese «agujero negro» que éste designa como su límite más propio, y hacia el cual, para terminar, no puede no precipitarse, de una manera o de otra (estúpida o clarividente, arrogante o confiante). Es por ello que la filosofía ha sabido siempre (aceptándolo o no, esa es otra cuestión) que ella no puede ser otra cosa que un «retomo a las cosas mismas», y que no debe dejar de volver y de hacerse volver a ese retomo. Desde la anamnesis de Platón, no se trata de otra cosa: la verdad, la gravedad del uno ion], de la cosa en tanto que ella es, más allá de todo toiouton (que ella es tal o tal). Y es por ello que, muy claramente, esta anamnesis debe hacer memoria de lo inmemorial, de lo inmemorable. En el corazón del pensamiento, hay alguna cosa que desafía toda apropiación del pensamiento (por ejemplo, su apropiación como «concepto», o como «idea», o incluso como «filosofía» lo mismo que como «meditación» o... como «pensamiento» mismo). Esta cosa no es otra cosa que la inmovilidad inmanente del hecho de que ahí hay cosas. («Hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio, de las que vuestra filosofía sueña...») Ahí hay cosas, y su «ahí hay» [// y a]* da lugar a esta otra cosa todavía, que es el pensamiento, el memorial suplementario de la cosa inmemorial. Así, para el pensamiento, habrían todas las cosas, y habría además él mismo, tenerlugar [avoirHeu]* de este «ahí hay». Eso podría parecer constituir dos regímenes de cosas. Y, sin embargo, ese no es el caso. El tenerlugar de todas las cosas, ¿cómo no * En lo que sigue, el autor se apega a esta exp resión francesa cuya estructura es intraducibie tal cual a nuestro idioma: «él ahí ha», para decir «hay»: il, porque en francés todo verbo conjugado requiere de un sujeto o de un pronombre personal que lo acompañe [un estudiante coreano s e preguntaba quién es este il que acompaña, por ejemplo, expresiones tales como «Hueve», il pleut, ¿quién es il?, ¿quién es él?]; «y», del latín hic y del latín popular ibi, quiere decir «aquí» o «ahí»; y a, «haber» conjugado en )a tercera persona del singular del presente de indicativo: «él ahí ha»: «hay». Según María Moliner, la y de «hay» es precisamente la adición a la forma impersonal de la tercera forma del singular del presente de indicativo del verbo «haber», «ha», del ad verbio antiguo «y», equivalente al francés. II y a, «ha-y»; «ahí hay», como nos hemos sentido obligados a traducir para recuperar la etimología olvidada o perdida es, tal y como suena, una repetición. Renunciaremos a ella tan pronto sintamos que le hemos devuelto su sentido, pues, al «allí» de la v de «hay». [¿V. del 71.] * Avoir-Ueu: el hecho de «tener-lugar», el guión substancializa y reemplaza «el hecho de». [N. delT.}
sería asimismo, e idénticamente, la cosa misma? En ese punto (en ese agujero), que es el punto inicial y último del pensamiento, el pensamiento no puede ser otra cosa que la cosa en su presencia. Lo que, estrictamente comprendido, quiere decir: sin reflexividad, sin intencionalidad, sin «adequatio rei et intellec tus». Porque el ahí hay (alguna cosa) es el punto en el que la cosa se hace pensamiento y en el que el pensamiento se hace cosa. * * 'k La cosa en sí, la cosa misnm —la coseidad en tanto que la pura esencia (Hegel)— resulta de ese punto de distinta indistinción, de ese corazóncosa: nada palpita ahí, porque es el ahí ¡y] mismo. Toda cosa es[tá] ahí (todo «estar ahí» [y ¿tíre] es ser cosa), pero el ahí, por definición, no está ahí. Es por ello que no hay que buscar aquí, en el corazón de las cosas, la palpitación viviente de una animación universal. No es tampoco la muerte, pero es la inmovilidad, impasible gravedad del «ahí hay» de las cosas. El «ahí» ¡y] ofrece ahí el ser y/o se ofrece ahí al ser. Se ofrece a ser el ser; lugar del tenerlugar, enunciado del lugar en tanto que simple lugar del enunciado «ahí hay» [ily a'¡. Enunciado que queda sin enunciación (nadie habla ahí), enunciación que se queda sin enunciado (nada es dicho ahí más que el ahí). Inmediatez no inmediata y sin embargo sin mediación. Conflagración puntual, desnuda e impasible del ser. Explosión implosante del estarahí ¡yétre]. Lugar apofántico y apotropaico: «hay» [il y al y no hay [il ríy a pas ] «ahí hay» [«ily a»], porque il está ahí sin que haya todavía allí [la] alguna presencia cualquiera. Las cosas, en sus determinaciones tales y tales, vienen de allí, ellas son de allí. Son de ahí y de ahí vienen, porque la cosa misma, la coseidad de la cosa, no cesa de estar ahí ni de venir ahí. Presente antes de toda presencia. Antes irrecuperable del presente mismo, inscrito/excrito en él. Venida a la presencia que no ha tenido lugar, que no tendrá lugar, que solamente viene, y viene siempre antes de tener lugar. Antes sin tener: venida de la presencia, a la presencia. Cosa. El pensamiento salta: salta en las cosas, para tratar de venir ahí con el mismo salto que el del «antes», para recuperar lo irrecuperable. Toca la cosa misma, pero esta cosa es igualmente
el pensamiento mismo. El salto necesario es inútil, el salto inútil es necesario —y es igualmente la cosa del pensamiento la que se muestra irrecuperable, inmemorial. Frente a ella misma como frente a toda cosa, el pensamiento descubre la inapropia ble propiedad de la cosa. Uno no puede pensar nada —en verdad, uno no pensaría en absoluto— sin el pensamiento o sin la presión de esta impensa ble coseidad del pensamiento. Impensable, y sin embargo pensada, existencia misma del pensamiento, y su esencia. Uno no puede pensar nada sin pensar esta inapropiable propiedad de la cosa, y sin pensarla como el corazón del pensamiento mismo. «Pensar la cosa», o «pensar las cosas»: ¿a qué otra cosa podría estar consagrado el pensamiento? Pero si cosa y pensamiento resultan ser la misma cosa, el mismo corazón inmemorial, el mismo «antes» que no se puede tener, ¿cómo podría el pensamiento pensarse aún ahí, y cómo podría pensar la cosa? ¿Cómo el pensamiento no se reconocería imposible? Lo imposi ble pensando su imposibilidad. Es en el pensamiento de la cosa que el pensamiento encuentra su verdadera gravedad, ahí se reconoce y ahí se hunde bajo su peso. El pensamiento se encuentra en el corazón de las cosas. Pero ese corazón es inmóvil, y el pensamiento, que sin em bargo se encuentra ahí y ahí se acuerda, no sabe pensarse él mismo sino como movilidad, o movilización. El corazón de las cosas hace obstáculo [empéchement ] ahí, ahí queda insensible. Un corazón de piedra, en cierto modo. Pero en lugar de estar sin afecto, insensible, la piedra de ese corazón sería una concentración extrema, en sí retenida y como tal expuesta, de toda posibilidad afectiva o afectuosa, de toda moción tierna o violenta, alegre o angustiada, tierna y violenta, alegre y angustiada. Sería, ese corazón de piedra, mucho más originariamente que ninguna ambivalencia, la indeterminación del afecto en tanto que afecto mismo. Sería esta pasividad, o más bien esta pasibilidad que no está concentrada en sí sino en la medida en la que está, simultánea e idénticamente, completamente ex puesta fuera de sí, adelante y delante de sí. Impasible pasibilidad, que no muestra una presencia, pero que muestra solamente que hay allí [qu'il y a la], viniendo antes de toda presencia y
de antes de todo presente, alguna cosa que es, en cuanto tal, pasible de presencia.2 El corazón de la piedra consiste en exponer la piedra a los elementos: pedrusco sobre un camino, en un torrente, bajo la tierra, en la fusión del magma. La «pura esencia» —o la «sim ple existencia»— de la cosa es del orden de una mineralogía y de una meteorología del ser. «La cosa», «alguna cosa», «todas las cosas» nombran el ser en tanto que posición de la existencia que es para ella misma, expuesta al ras de sí misma, el elemento de su uso y de su usura (aglomerados, fisuraciones, fraccionamientos, exfoliaciones, fusiones, opacificaciones, vitrificaciones, granulaciones, desmenuzamientos, cristalizaciones, enterramientos, oxidamientos, lavados, trazados, calcinaciones, etc.). Como el viento gasta un pedrusco, así la existencia está al ras de la existencia, y la cosa al ras de la cosa, y así piensa el pensamiento. Es así como la cosa tiene lugar. Es así como alguna cosa pasa. El evento mismo, la venida a la presencia de la cosa, participa de esta esencia elemental. Está alojado ahí, es prendido o comprendido en su compactibilidad y en su porosidad. El evento es el tenerlugar del estarahí del corazón de las cosas. Es la sor presa de una apropiación sin movimiento. Eso se abre, pero asimismo eso está siempreya abierto. Hay allí una medida de espacio, de espaciamiento, que da antes de tiempo su origen al tiem po. Los movimientos, las historias, los procesos, todo el tiempo de la sucesión, de la pérdida, del descubrimiento, del retomo, de la recuperación, de la anticipación, todo ese tiempo depende esencialmente de este espacio abierto en el corazón de las cosas, de este espaciamiento que es el corazón de las cosas. Es por ello que éste no palpita —no «aún». Pero hay «de entrada» la apertura, la piedra expuesta. El tiempo repetirá esta apertura, de pedrusco en pedrusco, con el mismo paso de tiem po que hace avanzar una inmovilidad. A cada paso, el tiempo es abierto para que pase alguna cosa. El tiempo expone la impasi ble pasibilidad del «hay». Solamente dispuesta según el espaciamiento del ahí [y], una cosa es pasible de alguna cosa que pue2, «¿Qué quiere decir hay[ily a]a partir del m ome nto en e l que uno sustrae lo que hay al eso es [c’est] a esto es [ceci esíX a la ostentación de toda presencia?» (Jacques JDenida, Glas, París, Galilée, 1974, p. 188.)
de «ocurrirle», que puede «pasarse» o «tener lugar» para ella. Y para empezar, es su propio «hay» lo que le ocurre. «Hay alguna cosa» ocurre a toda cosa —y a ninguna, «precediéndolas» a todas, pero sin preceder. El mundo de las cosas es sin precedente. Es el mundo. Pero, desde que hay cosa, la cosa (y su) venida son pasibles de sentido. «Pasa alguna cosa»: es decir, alguna cosa es ofrecida a la posibilidad de hacer sentido, o de ser tomada como sentido. O más bien, alguna cosa es ya sentido, está ya en el elemento del sentido, porque eso pasa. En ese sentido, el «sentido» precede, excede y expone todas las «significaciones». Las rinde todas posibles y las consume todas. Antes/después de todas las significaciones posibles (que hay un mundo para esto o para aquello, para tal fin o para ningún fin...), «hay» da el sentido de aquello cuyo sentido no está para ser dado. El mundo es pasible de ello en cada cosa y en todas las cosas. Tal es el sentido de las co sas, el sentido de la existencia en el corazón de las cosas. Constatar que «hay alguna cosa y no más bien nada» no se resume a convocar un patos de la admiración delante deí Ser. Eso remite de entrada, de manera más sobria, a la necesidad de esa constatación misma. Que haya alguna cosa es sorprendente, y en la constatación (y mucho más todavía cuando se le da forma de pregunta: «¿por qué hay alguna cosa, y no más bien nada?»), la posibilidad de que haya alguna cosa o nada no tiene ningún sentido si no existe, de entrada, alguna cosa. Kant planteaba que no puede haber, sin contradicción, algo posible sin nada de real. Concluía a partir de esto que existe necesariamente alguna cosa. Que hay alguna cosa es necesario. Alguna cosa es necesariamente. Este ser necesario postula consigo (como su esencia, como la esencia que el existir es para símisma) la pasibilidad del sentido: pasa que alguna cosa, existiendo, es inmediatamente pasible de su propia existencia, en tanto que «sentido». Impasiblemente, en la necesidad. Pero la necesidad de esta necesidad (la necesidad del ser necesario), es lo que es pasible del sentido. Porque L i n a tal necesidad no puede ser reconducida a una determinación deducida, antes de todo real, de algún posible (es alrededor de ese punto que se han anudado todos los problemas de las filosofías de la creación divina). Esta necesidad —esta pasibilidad— es la de la realidad siempreya dada de lo real: la
cosa, siempre antecedente, pero sin precedente. Ni siquiera «dada» —pero allí. Desde entonces, esta necesidad bien podría deber ser identificada de otro modo que según la necesidad de una deducción, o de una producción. Y, por ejemplo, en tanto que «libertad»: no es de otra manera, sin duda, que la substancia spinoziana existe necesariamente, y que ella es necesariamente libre (y la única que lo es). Es necesariamente libremente que hay alguna cosa. Esta necesidad es la pasibilidad de la libertad, que nosotros no somos libres de aceptar o de rehusar. Ella no es nuestra: es la de la existencia. (El pensamiento de una tal libertad es sin duda el pensamiento más difícil: porque el pensamiento debe captarse ahí, debe tocarse ahí él mismo en tanto que cosa de esta libertad... Aquí aún, de Un modo spinoziano: el pensamiento como atributo de la única substancia, que él coexpresa con ese otro atri buto, la extensión... Spinoza es acaso el único en ofrecer manifiestamente un pensamientocosa. O a ofrecerse a él.) * * * De la cosa en tanto que cualquiera: en «hay alguna cosa»,
«alguna» es en suma redundante, lo mismo en relación a «hay» que en relación a «cosa». Es la redundancia de la indeterminación. «La cosa» dice «cualquier cosa». «Una cosa», es lo que sea. Es necesario que haya alguna cosa, pero no que haya tal cosa. Empero, el serindeterminado de la cosa no es una privación, ni una pobreza. El «cualquiera» de la cosa constituye su afirmación más propia, con la compactibilidad, la concreción en la que la cosa se «cosifica» propiamente. Uno puede definir: la cosa es una concreción cualquiera de ser. Eso no le quita nada a las diferencias entre las cosas. Lo «cualquiera» no es lo «banal» —y es sobre el fondo de lo «cualquiera» que las diferencias se pueden retirar [enlever]. Además, lo «cualquiera» implica que haya necesariamente varias cosas: a falta de lo cual éste se suprimiría por sí mismo. Uno de bería decir siempre: «hay algunas cosas, y no más bien nada». No hay entonces un «fondo» del «cualquiera»: el cualquiera es la diferencia.
Pero en tanto que puesta, expuesta, en tanto que cosa misma, toda cosa es cualquiera. Lo cualquiera del «hay», o el ano-
nimato del ser, es el ser mismo en ese retiro por el cual es el ser de la cosa, o más bien el serunacosa, su «pasar», su venida a la presencia, su libre exposición sin fondo ni fin. O bien: es la existencia de la cosa en tanto que absolutamente fundada (y así finita o final en . todos los sentidos de esas palabras) en el ser cualquiera de la cosa, en el serlocualquiera que es el ser. Que existe alguna cosa (o algunas cosas), es la libre necesidad. Es necesario que no haya necesidad de [a] la existencia cualquiera. «Cualquiera» es lo indeterminado de ser de lo que, cada vez, es puesto y expuesto en 3a estricta concreción determinada de una cosa singular, y de su existencia singular. * * * Pensar eso: salir de todos nuestros pensamientos determinantes, identificantes y destinantes. Es decir, salir de lo que «pensar», frecuentemente, quiere decir. Pero pensar de entrada eso, que hay alguna cosa por pensar, y pensar el alguna de esta cosa en el corazón del pensamiento. Eso sería todo lo contrario de un pensamiento «cualquiera». Eso sería el pensamiento —él mismo indeterminado, por cuanto incluido en todo pensamiento— de lo que nos determina a pensar: ni el concepto ni el proyecto, sino la existencia encallada en el corazón de las cosas. Nuestra historia del pensamiento está hoy concentrada, y sus pendida, en el punto en el que esta exigencia se recoge. «Algún» es anónimo, y dice el anonimato: no se trata aquí de nombres. No se trata entonces tampoco de la negatividad ni de la negación de los nombres divinos en una teología negativa. Es más bien un asunto de pronominación. (Y [hic, ahí] es un «pronombre adverbial».) Es un asunto de antes de los nombres —o incluso, de suplemento y de suplencia de los nombres. Hay nombres propios, es cierto, y hay deícticos. Es cierto que cada cosa es mostrable en la concreción de su singularidad: «esta piedra», o: «la Kaaba».3 Pero para terminar, lo que es mostrado, del lado de la nominación, es el hecho de que la cosa es mostra ble (y que ella no es entonces nunca inefable, ni impresentable) —mientras que lo que es mostrado, del lado de la cosa, lo que 3. Cñ\ Todo el análisis de la relación del signo con «el ente último singular» en Ockham, desarrollado por Pieire Alféri en Guillaume d'Ockham lesingulier, París, Minuit, 1989.
ella es, la materia de la referencia, no se muestra de otro modo que como el límite externo de la deixis. «Esta piedra» es la piedra que mi enunciado designa y delante de la cual desaparece. O bien, en lugar de inscribir esta piedra en un léxico, mi enunciado se va más bien a excribir en ella. En el corazón de las cosas, no hay lenguaje. (El pensamiento de la cosa se debe situar a contracorriente de toda consideración sobre «la cosa y el nombre». Ya, en ese nombre de «cosa», toda actividad, y por lo tanto toda cuestión, de nominación se muestra en proceso de disolverse. Cosa es la palabra que muestra una nada \rien, res]* de sentido, como el sentido de toda cosa.) De otra manera, llevando más allá de ella a una teología negativa, se podría decir que hay que comprender así el desfallecimiento de los nombres divinos: ella no expone nada más que el desfallecimiento general de los nombres delante de las cosas (y asimismo delante de esas cosas que también son los nombres). Eso no reconduciría a lo inefable. Eso conduciría a la excripción del sentido en tanto que esencia del lenguaje, y de toda inscripción. La «excripción»4 significa que el nombre de la cosa, inscri biéndose, inscribe su propiedad de nombre fuera de sí mismo, en un afuera que sólo él muestra, pero en el que, al mostrarlo, muestra esta propia exterioridad a sí que hace su propiedad de nombre. No hay cosa sin nombre, pero no hay nombre que, al nombrar y por el hecho de nombrar, no se excriba «en» la cosa, o «como» ella, al mismo tiempo que sigue siendo ese otro de la cosa que solamente de lejos la muestra. Habrá que venir a revisar esta manera tan frecuente de distinguir en el uso del lenguaje un uso banaí, informativo, sometido al solo significado (la «moneda pequeña» de Mallarmé), y un uso mayor, reputado poético, en el que el lenguaje sería su pro pio fin. En verdad, el lenguaje termina siempre fuera de sí. En * El español «nada» tiene un parejo origen: de res nata, cosa nacida, que en ciertas expi'esiones equivalía a la expresión «cosa alguna» (res nata non vidi), derivó nuestra palabra «nada» que concentra en ella el sentido de toda la frase (cfr. el artículo corres . del T.] pondiente en el Diccionario de María Moliner). [M 4. Cfr. Aquí mismo, «Lo excrito». Este motivo de la imposibilidad de nombrar cruza algunos de los motivos seguidos por J. Derrida a propósito de la khóra en «Dénégations», Psyché, París, Galilée, 1987.
todo uso y de todo uso de lengua se levanta la ausencia de toda lengua, muestra que sólo el lenguaje muestra, pero excribiéndo se ahí. Ningún pensamiento de la «escritura» ha tenido un objetivo distinto de ése: el objetivo de la cosa. La cosa que es nom brada, que es pensada, no es la cosa nombrada y pensada. Pero ellas no mantienen entre ellas las relaciones de exterioridad simple y de reenvío de un signo y de un refei*ente. La una se excribe en la otra como la misma cosa, porque es de la mismi dad de la cosa que es cuestión aquí. La cosa misma tiene lugar en la unidad infinitamente diferente de un «hay» que es lo que él enuncia, pero que 110 lo es sino como enunciado y excrito. (Ésa podría ser la cuestión de una perfonnatividad general del lenguaje: todo enunciado sería performativo, pero recíprocamente, toda cosa sería excripción de enunciado. La excripción sería la performación del performativo mismo...) Y lo mismo vale para esta cosa que es el pensamiento. El pensamiento se excribe. No se responde a él mismo (como debe hacerlo para ser lo que él es) sino en ese afuera de él mismo al cual él solo reenvía (o más bien: envía, y arroja, y abandona). Es sin duda lo que demanda también el decir que: «Pensar, es siempre hacer otra cosa que pensar —otra cosa que no es otra cosa—, es distraerse, sin por ello renunciar al pensamiento».5 Esta «distracción» en «otra cosa» que es precisamente la misma cosa que la cosa del pensamiento, eso sería donde el pensamiento piensa, porque él se excribe ahí, o porque ahí se performa en tanto que cosa. Pensar eso... * * * Que esta cosa exista, y que ella sea alguna cosa, es el contenido de un saber absoluto que precede todo peiisamiento en el pen samiento mismo. Es la experiencia de la necesidad de la existencia, en tanto que experiencia de la libertad. Venida del mundo, al mundo y en el mundo. Mundo como tenerlugar de todas la venidas, y de sus abandonos. Alguna cosa afirma una venida a la presencia, alguna cosa se afirma como venida a la presencia, viniendo sin venir de ninguna parte, viniendo ahí solamente, indeterminada en su determinación, desligada de toda atadura o de todo fundamento en una substancia o en una negación de 5. Alexandre García-Dütünann, Laparoledoimée, París, Galilée, 1989.
substancia. —La experiencia de la que se trata aquí no es la que tiene lugar en la circunscripción de una «experiencia posible». Su realidad precede toda posibilidad. Ella es la experiencia im posible y real, imposiblemente real, de alguna cosa. La filosofía no hace nunca suficiente justicia [droit] al algún de la cosa, y así éste no hace nunca suficiente justicia a la cosa misma. (Pero sin duda no es posible el hacer justicia, aquí, y la filosofía, a pesar de todo, va hasta los límites...) No es en absoluto porque la filosofía se atendría a la abstracción y al concepto: porque la abstracción y el concepto son también cosas, lo mismo que la filosofía es por su parte una. Son cosas en la pelea, el intercambio, el frotamiento, la chispa y la usura de todas las cosas entre ellas. Pero la filosofía hace de la cosa su cosa, mientras que el algún de alguna cosa no se deja apropiar. (Lo que uno llama, con Heidegger, el «fin de la filosofía» no es otra cosa que el momento de la desapropiación, en el corazón de la filosofía. O incluso: el momento, tematizado, y pensado por él mismo, de la excripción de la filosofía en la cosa del pensamiento.) Es más bien el algún de la cosa el que podría ser apropiante. Hay, pasa alguna cosa: he ahí por qué nosotros habremos siem preya sido apropiados. La existencia es de entrada apropiada a y por el abandono al «hay/pasa». Desde que la filosofía quiere apropiarse esta apropiación, ella revierte ese .movimiento, y pretende para terminar hacerse la cosa de la cosa. Es ahí que se reencontrará el Dinge/Dengken de Hegel, en su captación pro piamente especulativa, es decir en la reapropiación de la excripción al borde de la cual se mantiene. Ahora bien, es asimismo otro y parecido tratamiento de palabras, otra y parecida nominación 3a que abre para Heidegger el pensamiento de la cosa: «Si pensamos la cosa como cosa, nos ocupamos del ser de la cosa, dejándolo entrar en el dominio a partir del cual ella es. Reunir ( Dingen), es acercar el mundo».6Y la posibilidad de un pensamiento tal «reside en una correspondencia que, en el seno de la esencia del mundo, responde a la 6. «La cosa» [versión española en el número 14 de la revista Espacios, de la Universidad Autónoma de Puebla, México (1989), pp. 3-10 y 10-11; o en Measy Valores (Bogotá), n.,,s7-8 (diciembre 1952 - marzo 1953), pp. 661-678; o en Cuadernas Americanos (Madrid), n.“ 98 (1958), pp. 136-158. Cü*. «Das Ding», en VortrcigeiindAufsátzc, 1985].
palabra que esta esencia le dirige». ¿Cómo no reconocer otra figura de la misma apropiación y, en consecuencia, cómo no reconocer que el pensamiento del fin de la filosofía no es todavía suficiente pensamiento de este fin? De Hegel a Heidegger no cesa de precisarse, de agravarse un peso del pensamiento sobre sí mismo, y que se ofrece a dejar la cosa misma pesar con todo su peso de cosa. Eso no es solamente importante: es la cosa más importante de la tradición tal y como ésta nos es transmitida, y nosotros tenemos todos que ver con eso. Sin embargo, cuando Heidegger mismo designa la cosa, se trata siempre de una correspondencia, por el sonido o por el sentido, por el sonido en tanto que sentido, por el sentido como cosa sonora, se trata siempre de una respuesta acordada, apropiada. ¿Pero si el corazón de las cosas no palpita siquiera, si el corazón cualquiera de las cosas no dirige siquiera un llamado, ni una cuestión? ¿Si ese corazón excribe solamente todas nuestras cuestiones, todas nuestras preguntas? Habría, en cambio, un idioma extraño de las cosas. Idioma en tanto que lengua reservada de la cosa en general, pero, puesto que ésta no existe, idioma absolutamente singular de cada cosa. «Hay» se dice en tantos idiomas como hay cosas. Lenguas absolutamente privadas, idiotas, no significantes, como debe serlo todo idioma verdadero. No diciendo nada, pero eso cada vez en un código y en un estilo únicos, inimitables lo mismo que indefinidamente substituibles entre ellos, puesto que cualesquiera... No diciendo nada, diciendo la «nada» 0a «nada», el «ríen» de res), pero diciéndolo «de todas maneras de una cierta manera». «Todo se suspende al punto del que surge un deseme jante, y de ahí alguna cosa, pero alguna cosa negra.»7 (Esa, esta frase, es «poesía». «Poesía» quiere decir al menos: tocar a la cosa de las palabras.) Es necesario aún, en consecuencia, desapropiar toda apro piación, e incluso la más «abierta» y la más «acogedora». El algún de la cosa, de toda cosa, debe ser lo que el pensamiento no acerca, ni puede dejar acercarse, pero que de entrada some 7, Malcolm Low iy citado por Clément Rosset en Leréel — Traite de l'idiotie, París, Minuit, 1977, p. 13. Y Jacques Roubaud, Quélque chose noir, París, Gallimard, 1986, p. 76. En otra paite, también: aidion de la cosa dictando según el mutismo, a saber singularmente una descripción de ella misma», J. Derrída, Signéponge, París, Le Seuil, 1988, p. 41.
te el pensamiento al hecho de que él mismo no es sino algún pensamiento, un pensamiento cualquiera. Una cosa cualquiera entre tantas cosas cualquiera. (Aquí: el eso [ga\ de la cosa, el eso que ella es. «Hay» esta vez igual a «eso es». Neutro de la cosa, pero esta neutralidad no quiere decir «ni la una, ni la otra». Quiere decir, la una o la otra, una cualquiera, pero siempre una. Una y una y una. Nunca una, entonces, en el sentido de «una» en «hay una cosa» [«no hay sino una»]. Ni una. Una cualquiera, indefinidamente. Existir: estar en medio de todo eso. Y todo eso, es una indefinidad de centros: «Vivir, para una cosa, es estar en el centro».)8 Esta cosa toca, roza, destruye, dispone otras cosas, que a su tumo la presionan, la liberan, la hacen y la deshacen. La cosa pensada hace lo mismo, y ella es hecha, hecha y x*ehecha, de la misma manera. Pero toda filosofía termina, de una manera o de otra, por prestar (y prestando) a la cosa el pensamiento que ella elabora a propósito de la cosa. Para Paracelso, el texto del saber y de la sabiduría es el texto mismo del libro inscrito en todas las cosas, y el saber del hombre es la penetración en el saber inmanente de las cosas. Hay en toda filosofía, siempre, demasiado de Paracelso. Hay siempre demasiada alquimia, demasiada magia, demasiadas «correspondencias», de mística o de gnosis, incluso en las filosofías que reivindican en primer lugar la razón (y en serio, ¿hay .otras?) La razón no puede no exigir sin tregua una apropiación de la cosa por cualquier sentido que sea, que deba ser el suyo (incluyendo el «simple» sentido del ser). E igualmente exigirá, en su momento, que ese sentido sea apropiado en el sonido que lo dice, y he ahí toda la poesía enrolada por la filosofía, puesta a su vez al servicio del hecho de que la cosa es apro piable. En tanto que materia y/o espíritu, en tanto que apariencia y/o realidad, en tanto que presencia y/o ausencia, en tanto que individualidad y/o generalidad, en tanto que misterio y/o cifra del misterio, etc. íSr
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Pero que no vaya uno a oponer a la razón una irracionalidad. Esta ignora definitivamente las cosas. Ella pasa a través, y así no pasa nada. Es más apropiadora que la razón misma, lo es por 8. John Cage, Pourles oiseaux, entrevista con Daniel Charles, París, Belfond, 1976.
aniquilamiento. Lo «irracional», o toda otra forma de «sobre» racionalidad, es siempre lina triste porquería de pensamiento. Es en la razón y a partir de ella que hace falta que las cosas vengan a ejercer su peso sobre ella. Entonces la razón conoce, sobre su límite, que «la gravedad es el signo de la presencia del mundo, y de una presencia que no está solamente alrededor de la cosa, como un medio ambiente, sino en cada cosa [...] el mundo está en cada cosa, bajo las especies de su peso».9 En la razón, no es la razón lo que nos debe interesar, es lo que pesa sobre ella, y cuyo peso le demanda ser lo que ella es, «razón». Pero en tanto que logos, en tanto que ratio, o en tanto que «Razón pura», o que «Razón especulativa», la razón ha sido siempre razón de la cosa, razón de todas las cosas, y así, en cada cosa, ella debe ser, si uno puede decirlo, la cosa del ser cosa mismo. Porque no se trata de su causa (aunque las dos palabras deriven de la misma causa), y no se trata de una razón causante (explicadora, fundadora).* Se trata del sercosa en cuanto tal, del seralgunacosa y del serestacosa (de la Jedies heit, como dice Heidegger,10 o de una ecceidad, formada sobre ecce, «he aquí», o de la haecceitas de Duns Scoto, de esta actualización singular qua substantia fit kaec (por lo que la substancia es hecha tal). Razón: se trata de lo que hace cosa a la cosa. Se trata del corazón de las cosas. Antes de la causa y después de ella, la cosa tiene su seralguna y su sertal al nivel de ella misma, al nivel de su venida singular a esta presencia suya. *
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La cosa no existe sino como el retiro de su causa. La causa es retirada al seraquí [étrect] de la cosa, a este ahíaquí [ycí] en el que cada vez hay alguna cosa. El corazón de las cosas: aquí yace la cosa en su razón misma, la razón en su cosa misma. Pero no se trata ni de muerte ni de tumba. Hay aquí solamente la excripción de una existencia. Ontología, aquí, enterrada (pero ni muerta, ni viva). Ontolo gía de una coincidencia consigo de 3a cosa, hurtando su existen9. Rémi Brague, Aristoteet laqtiestion da monde, París, PUF, 1988, p. 313. * «Causante», causer en francés quiere decir lo m ismo cansar que conversar. 10. «-¿Quéesunacosa?» [el autor remite a 3a página TI de la traducción francesa de Reboul y Taminiaux, París, Gallimard, 197 í].
cia a toda causa, de esencia o de principio.11 Ontología de la existencia que es su propia esencia. El ser asigna ahí el logos, y no a la inversa. Nodependencia de la cosa, en ella misma —en su «algún»— tributario de nada, sino de su propio venir, advenir y yacer en su aquí [ici]. Pero «aquí» no preexiste a la cosa. «Aquí» [leí] («he aquí» [voicí], ecce) nombra y excribe el aquí [cí] según el cual la cosa existe, y la existencia yace, arrojada en el mundo. En su yacimiento, ella expone una razón que no es otra cosa que la singular libertad de ese aquíyace. Las cosas vienen siempre a la presencia por yacimientos. Desde que uno se dirige a la cosa, a esta, a esta otra, desde que uno emprende el pensarla o el pensar en [y] ella, uno tiene que vérselas con una genealogía. Es una disposición de capas, de estratos apretados y plegados los unos sobre los otros. El mundo es el corte [coupe] de sus contigüidades múltiples. Pero es también la topografía de sus distinciones, de la discreción total de sus «aquí» [ici]. Ninguna cosaaquí [choseci] es la misma que otra cosaaquí, tal es el principio de Leíbniz. Si esta cosa aquí no se distingue de esa cosaahí, es que el ahí [¡a] de ésta coincide con el aquí [cí] de aquélla. La cosa coincide: ella cae [tombe] con ella misma sobre ella misma, en ella misma. Ella cae sobre su aquí [cí], ella viene ahí [y], pero es su caída, su venida la que hace el aquí [c£]. Es a la vez caída y sorpresa. La caída, aquí [ici], es idéntica a la pura y simple posición del ser, y la sorpresa es idéntica a su exposición. La cosa cae: pero cae de tan alto, deberíamos decir —de toda la altura del mundo—, que ya nada indica aquí la oposición de un «alto» y de un «bajo». La cosa no cae de ninguna cúpula celeste: desastre sin astros de los cuales la cosa se separaría. Ni noche ni día. La cosa cae del límite, de la extremidad de todas las cosas. «¿El desastre no sería [...] afirmación de la singularidad del extremo?»12O bien aún: la cosa no se confunde con 3a caída, y con su clinamen. Y la caída misma, para terminar, se confunde con el aquíyace del mundo. No hay «caída», hay [il y a] «hay». Representada según su coincidencia, sin embargo, la cosa IL Otra vei'sión, sin dada, de la ontología que Alféri toma de Ockham: «pobre», «reducida a poca cosa», y «endeudada» de un a razón que no sea ni causa n i principio. 12. Ma uiice Blanchot, UécrUuredu desastre, París, Gallimard, 1980, p. 15.
revela que su identidad no es simple inmediatez. Lo mismo que su posición es exposición, lo mismo su identidad es diferencia del aquí/yace, y de la cosa/misma, y también de la venida [ en ] a la presencia. Pero lo noinmediato, aquí, no es 3a mediación. El registro propio de la cosa es el registro de la inmanencia sm inmediatez. En la inmediatez, no habría aquí [ci], no habría ahí, si se lo puede decir, sino un «allí» [/á] indistinto y que, en todo rigor, ahí no habría. Sería una ontología nula, y tampoco enterrada, subterránea. En la mediación, en cambio, es el devenirotro de la cosa el que es capaz de calificarla, y de plantearla así: por ejemplo, ella deviene objeto para una conciencia, o sujeto de esta conciencia.13Es una fenomenología, u otra. Hablar de la inmanencia sin inmediatez de la cosa, sería intentar decir que la cosa se queda en ella misma (inmanere), pero que en esta manera de quedarse, en esta manera de yacer, no hay nada que pese o que ponga ¡pose], sino que hay una pausa del peso: no el efecto de una gravedad, sino la gravedad misma —y la posición es suspendida ahí, lo que hace su exposición. El corazón palpitante de una inmovilidad, el corazón sin latido de la coincidencia. Pensar eso, es tener que ver de inmediato con la cosa del pensamiento, con esta cosa que él es, esta glándula pineal, ese punto duro, material/inmaterial, material de inmaterialidad, esta punta que la taladra y la agota, y que no puede no llegar hasta amenazarla —y que, en fin, le hace conocer que ella no es el pensamiento de la cosa, nunca suficientemente inmanente, nunca suficientemente aquíyaciente... y siempre sin embargo el pensamiento, que nunca es general, sino siempre este pensamiento... De ser cada vez este pensamiento funda la certidumbre del pensamiento, y lo desanima a pensar, lo exaspera y lo abandona. ¿Hasta dónde hay que maltratar al pensamiento, y hasta dónde hay que dejarse maltratar por él, para que alguna cosa de 13. Pero la «conciencia» a su vez bien podría ser la cosa misma de la mediación, o la mediación en tanto que cosa —y aí m ism o tiempo estar sustraída a la pura relación de me diación qu e parece con stituida, e n particular pni'a Hegel. La conc iencia así dada en tanto que cosa no tendría nada que ver, es obvio, con el objeto de una psicología. Ella coincidiría con ese punto de conciencia sin conciencia de sí que yace en el cora zón de la conciencia, y que ésta no sabe sino com o el punto duro y nocturno de donde ella procede y donde, para terminar, y para com enzar, penetra.
la cosa venga solamente a rozar el pensamiento? No puede ha ber ahí una mediamedida. Uno no puede no insistir. El corazón de las cosas: ahí donde el pensamiento se pega, y pega [cogne]. Pensamiento duro: eso no quiere decir «difícil». Es por el contrario siempre demasiado simple. Simple dureza de piedra que el pensamiento aguanta para ser simplemente el pensamiento, es decir para ser «la piedra misma». *■
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El aquíyace de la cosa, y de su pensamiento, si efectivamente es una inscripción —es decir una excripción—, no es entonces grabado sobre una tumba. No se trata de muerte, ni de sepulcro, ni de estela funeraria. Si así fuese, la cosa no sería sino su propio monumento, es decir el monumento del Propio, y el pensamiento no sería sino su guardia y conservación. El mundo sería su propio mausoleo. Siempre es necesario que un pensamiento se cuide de no haber, de entrada, sepultado las cosas. Es necesario que resista a ello, y se atenga a su yacimiento. La cosa pertenece a la finitud, o más bien: la finitud es el modo según el cual la cosa es apropiada en tanto que cosa. Si se lo quiere decir en esos términos, ella pertenece también a la muerte. Pero no a la muerte erigida en cosa y en monumento de la cosa. El corazón de las cosas, en su suspenso —y es también el corazón de las cosas muertas—, indica en la finitud otra cosa que la monumentalidad de la muerte, y otra cosa que la existencia puesta sobre su atrio. Indica más bien una extrema reserva, una extrema discreción de la muerte y hacia la muerte: lo contrario de una denegación, un reconocimiento, si se quiere, pero que no pretende reconocerse ahí. No hay ahí para la muerte. Un pensamiento de la cosa trataría más bien de enunciar alguna cosa como ésta: «la cosa» quiere decir, de todas las cosas, de todas las existencias, lo que no accede a sí mismo, o lo que no accede al Sí [soi], y que sin embargo coincide, siendo la cosa «en sí». No habría ningún «sí», ningún «sujeto» al que esto [cecí], y ese aquí [ce cí], no estaría ya presupuesto. Pero de tal manera que ese no es un subjectum de más. Es el serarrojado sin secuaz, sin soporte. El ahí tener ¡y avoir ] de la cosa es el presupuesto que uno no puede ni siquiera llamar «presupuesto». En lo cual él es finito, no pudiendo ser vinculado a una concatenación infinita del ser. Es el ser que, por él, es finito. Y
no termina entonces de serlo, en tanto que hay alguna cosa —y hay forzosamente algunas cosas... Eso, esa cosa«allí» [chose«lá»], no pertenece entonces seguramente a la Vida, a esta vida, concebida como la vida del Universo, como la vida del Espíritu, o incluso como la vida de la Historia (ni como la vida del Viviente). Pero eso no pertenece más a la Muerte —porque la muerte está sin propiedad. «Vida» y «muerte» representan, la una, el antecedente absoluto de la apropiación de sí, la otra, la ausencia de herederos [déshérencé] absoluta de esta apropiación. Pero en el corazón de las cosas, la existencia se apropia de una manera completamente distinta, del modo discreto, retirado en su evidencia misma, del «hay/sucede alguna cosa» y «ya no hay/ya no sucede alguna cosa». La finitud no significa en primer lugar la mortalidad (digamos aún, monumental): ella significa en primer lugar que la apropiación, y la propiedad, de toda cosa, o que el sercosaensí de toda cosa tiene lugar en tanto que el «hay», y no tiene lugar sino de esta manera (dónde el «ya no hay» es comprendido, puesto que «hay» no es justamente un soporte de ser o de esencia). Aquí [ci¡se expone lo finito, y lo infinitamente expuesto de lo finito. Por esta razón también, 110 hablemos demasiado rápido de «maravilla del ser». Esta «maravilla» es poca cosa: solamente la cosa, y no es casi nada (res). Pero casi nada es suficiente para hacer un mundo. Lo que quiere decir también que un mundo no es grancosa, que estemundo no es grancosa (y por supuesto, no hay otro: Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Hegel, Nietzsche, Husserl, Heidegger, nosotros no hemos cesado de pensar eso). Pero «no es la grancosa» no quiere decir nada: es siempre alguna cosa, y nosotros estamos ahí. Si decimos, resignados o cínicos, «no es la grancosa», es porque siempre estamos comparando las cosas con lo monumental, y tratando de aprehender cada cosa como una inscripción sublime sobre el Mausoleo del Mundo. Las «cosas» han comenzado a darnos la náusea con Sartre —y Sartre fue el último en intentar la erección de un monumento (una «totalización» histórica, aunque mezclada de enrancia y de singularidad de la existencia), es decir que él fue el primero también en tocar su desagregación (él se agotó ahí, fue sin duda tocado en carne viva, mortalmente por ello). Pero desde hace mucho tiempo ya las cosas se nos habían vuelto proble-
máticas o sospechosas: «objetos», «mercancías», «cosificacio nes».34Y el arte no es más exactamente, no es m ás simplemente como «arte» lo que abriría a su extrañeza. Podría ser que el mundo llamado «de la técnica» no nos propusiese nada más que el desafío de un pensamiento de las cosas. No se trataría solamente, y no se trataría para empezar, de las cosas técnicas mismas (aparatos, materiales), se trataría más bien de que «la técnica» ya no depende ni del orden ni de la pretensión del «monumento». Cuando ella es colosal, no es para erigirse en monumento, y lo «colosal» es ahí indisociable de la desmultiplicación, de la variación, de la fugacidad. En la medida exacta en la que nos falta un pensamiento de las cosas, el disgusto y el miedo que hemos proyectado sobre «las cosas» (los objetos) refluyen sobre nosotros (los sujetos), y nos hacen tomar nuestras existencias por cosas (juguetes), con las que ya ni siquiera hay alguien para jugar. En el fondo, el Occidente no ha cesado de tratar de dar un suplemento de alma a un mundo de cosas (incluso si la fórmula está desgastada, y precisamente porque lo está, fórmula muer tanacida, agotada desde su nacimiento). Y es por ello que, al mismo tiempo que estando ya ahí, nosotros ni siquiera estamos todavía en el mundo, en las cosas, en alguna cosa. * * * «Alguna cosa» es cualquiera. Lo «cualquiera» [ quelconque] de cada cosa, eso sería más o menos, en términos hussérlianos, la cosa no presentifícada, no evaluada, no siendo correlato de una intensión: «una trascendencia del mundo», sino en tanto que el mundo permanece en su inmanencia. Pero eso no sería la banalidad gastada, ni la insignificancia de lo que queda en el deshecho. Eso precedería todo uso y toda usura, y portaría el carácter común de lo «banal». El hecho de ser es común a todas las cosas, y el ser, de esta manera, es su «cualquiera». Pero les es común el ser cada vez alguna cosa, tal cosaaquí 14. Sería necesa rio aquí analizar dete nidam ente las «cosas» en tanto que vorhanáen y zuhcmckn en Sery tiempode Heidegger, Por el mo me nto, y provisionalmente, no retenemos más que la tonalidad dada, por ejemplo, por esta frase del parágrafo 27: en el mundo del «uno» [on], «son las cosas las que toman el lugar del mundo». Esta clásica desconfianza moderna ha cia las «cosas» no pu ede ev identemente ser suficiente para la onto logía del Dasein.
[choseci]. Nada hay de «común» que no sea singular. Una multiplicidad de cosas singulares es entonces, como lo hemos dicho, de principio.15 La banalidad del «cualquiera» revela entonces la comunidad de las cosas. No hay solamente una comunidad de los sujetos, hay una comunidad de las cosas, en la cual también se encuentran los sujetos. Comunidad no quiere decir: poseer un ser común, en el sentido en el que una misma substancia banal constituiría todas las cosas. Eso quiere decir: ser en común, mantenerse en este «en» (un «en» del «ahí» [y]...)* en este «entre» de la discontinuidadcontinua, de la discreciónsingular según la cual hay cada vez «coincidencia». ¿En qué se nota la comunidad de las cosas? En tanto que cosas cualesquiera, ellas son substituibles las unas por las otras. Sobre este registro, el mundo no es en primer lugar el orden definido de un conjunto de determinidades que plantean y que hacen valer sus diferencias y sus relaciones (no es, en suma, un cosmos, y no es un m undo estructurado como un lenguaje). Pero el mundo está para empezar hecho de la permutabilidad, de la substituibilidad de todas las cosas. Uno podría decir, como en una versión no psíquica, no subjetiva y no destinal de la me tempsicosis: alguna cosa es libre de ser piedra, árbol, bala, Pedro, clavo, sal, Santiago, número, trazo, leona, margarita. Esas determinaciones son substituibles. No en el sentido de que fuesen equivalentes: no se habla aquí de «valor», se habla de cosas no presentifícadas, y de las que el serencomún no hace en absoluto un ser común, sino que ofrece al contrario la posibilidad de las más grandes diferencias ontológicas. Pero hay que entenderlo en el sentido de que nada del mundo, ni el mundo mismo, totalidad incalculable, inasumible del «hay», obedece a otra necesidad que a la del hay. Y esta necesidad de existencia está radicalmente sustraída a toda existencia de una necesidad. Es por ello que hay que llamarla «libertad», incluso si la 15. Es decir que hac e falta un principio pava lo que, por principio, no se deja conducir a la unidad. O bien, hay que implicar un saber de lo que Badiou llama «lo múltiple sin otro predicado que su m ultiplicidad», o incluso «lo m últiple inconsistente de las situaciones cualesquiera». En esas condiciones, el «vacío» mismo, para seguir aún a Badiou, ese «vacío» que yo por mi parte designaría como el espacio ausente de et l'événement, la discreción de las cosas, «es múltiple, es el primer múltiple» L'clre ( París, Le Seuil, 1988, pp. 31, 36, 72).
libertad de la piedra no debe en absoluto coincidir con la de Pedro. Lo «cualquiera» de las cosas reside en la libertad de la necesidad de existencia. «Hay» es «libre» porque, en él, toda necesidad de causa (principio, producción, razón, finalidad) se retira en una necesidad de cosa,16 En una lógica de la causa, uno reúne en la cosa causante todas las propiedades de la cosa causada, y hasta la potencia propia del efectuar. En derecho, causa y efecto son ahí indiscernibles. El mundo es indiscernible ahí del monumento erigido a su principio y a su fin. (Uno puede presentar el monum ento de un modo «determinante», o «dogmático», o bien puede uno decir que se trata de un pensamiento solamente «regulador»: eso no cambia nada.) En una lógica de la cosa, no se tra ta sino de la aparición/desaparición de la cosa en sí. No se trata sino de su venida a la presencia, y/o de su partida —viniendo de ninguna parte, yendo a ninguna parte, puesto que no hay otra parte. Se trata, si uno quiere hablar ese lenguaje, de esta efectividad del efecto que lo rinde inconmensurable a la causa, y por el cual solamente la cosa, en lugar de ser indiscernible de la causa, no coincide sino con ella misma. A este respecto, ella es rigurosamente insustituible. No hay ningún teniendolugar [tenantHeu] de estacosn [chose~c¿] (y sobre todo no en u n monumento). Es el índice mismo, o el accidente, o la ocasión de la coincidencia. Su caída [chute], su arrojo, su caso, su clinamen, su kairos, su Ereignis. La existencia de la cosa coincide en que, en esta incidencia, ella espacia, ella abre un continuum (que no existe) por la cantidad discreta de un ahí [y], que es su cualidad misma de cosa, Espaciamiento del tiempo (que hace el tiempo mismo), espada miento del espacio (que hace el espacio), espaciamiento del «sujeto» (que lo hace), etc. El ser es el «espacioso» [spacieux] de un espaciamiento tal. No espacialidad, sino espaciosidad. No geometría, sino presencia, venida a la presencia del corazón inmóvil de las cosas. En panta, el Unotodo, no designa el «una sola y misma cosa» de todas las cosas, sino por el contrario el «ser el espaciamiento de todas las cosas» del Uno, que no es 16. Ese retiro de la causa en cosa, determinando el mod o propio de un hecho de la libertad, ha sido despejado en L’expérience de la liberté, París, Galiiée, 1988 [La expe rienciadelalibertad, ed. cit.].
cosa. Pensar eso, el pensamiento más duro, excripción del pensamiento: que nosotros estamos ahí [y]. Ding, thing (y de manera análoga, Sache y chose): eso significaba en prim er lugar el tribunal, el lugar de los ajustes de derechos, la asamblea de los hombres libres. ¿De qué caso se debate en la cosa? ¿Y quién se encuentra chosé 17 («acusado», en francés antiguo)? Cada vez, se trata del pensamiento frente a la cosa misma. La filosofía 110 ha dejado de ser ese tribunal —y de ser acusada ahí. El pensamiento es cosado [chosé] de no estar a la medida de la cosa, a altura de cosa, y entonces de sentido —mientras que la ley de la libertad exige que el pensamiento para empezar (y para terminar) coincida con ese alguna cosa que él es también, y que es precisamente la ocurrencia del caso cualquiera en cuanto tal, la incidentalidad del ser, la cosa en sí. Sin embargo, no acordemos demasiado, a nuestro tumo, a esas etimologías. La cosa no se parece a nada. La cosa se parece a nada. El corazón de las cosas se parece a nada, porque no se parece a nada. No se parece a nada conocido: pero eso no quiere decir que no cese de venir a la presencia, y de ponernos en presencia suya, de esta cada vez única y cualquiera concreción del ser. Pensar eso: dejarse llevar hacia el pensamiento concreto.
Causa: asunto en el que están enjuego intereses. De ahí deriva )a «causa», sea 17. como la buena razón que sostiene una patria, sea como la ocasión, el evento por el cual algún asunto se produce.
PRIMERA VERSIÓN DE LOS TEXTOS
(en algunos casos precedida po r otra versión en inglés)
«L'excrit», Poesie, n.°47 (1988). «L'insacrifiable», expuesto en el seminario de Bemard Baas y Armand Zaloszyc, Grupo de Investigaciones sobre las Teorías del Signo y del Texto, Universidad de Ciencias Humanas de Estrasburgo, Í989. «La décision d’existence», en Étre et temps de Martin Heidegger, colectivo, Marsella, Sud, 1989. «Loffrande sublime», Poesie, n.° 30 (1984). «Le cceur des choses», Alea, n.° 9 (1988).