El relato bíblico
¿Por que necesitamos hacer teología?
¿Por qué un libro sobre desarrollo transformador necesita un capítulo sobre teología? En primer pri mer lugar, luga r, alguna alg unass person per sonas as piensan pien san que el desarr des arrollo ollo es una activ ac tivida idadd del de l mundo mun do material, algo que se hace en el mundo real de la vida humana. Piensan que la teología es diferente, que la teología es acerca de Dios, acerca de cosas de otro mundo y espirituales. Justamente estas presuposiciones son parte del problema al que se refiere este libro. Para resolver este problema el agente de desarrollo debe tomarse algún tiempo para hacer teología. Para cuando termine este capítulo espero que el lector entenderá que, porque Dios está trabajando incluso ahora en el mundo concreto del tiempo y el espacio, realizar desarrollo transformador es una forma de hacer teología. En segundo lugar, yo entiendo que la Biblia dice que Dios es el creador del mundo. Es más, la Biblia asegura que en Cristo todas las cosas están unidas por obra del Espíritu Santo. Esto sugiere que Dios está trabajando activamente en el mundo, trabajando para lograr sus propós pro pósitos itos.. Si esto est o es así, así , entonc ent onces es Dios tiene tien e parte part e en lo que hacemos hace mos en este mundo mund o y está muy interesado en nuestro trabajo de desarrollo transformador, ya que éste apoya o está en contra de lo que él está haciendo. Por último, el proceso de desarrollo es una convergencia de relatos. El relato del facilitador de desarrollo está convergiendo con el relato de la comunidad y juntos compartirán uno nuevo relato durante un tiempo. Debido a que el promotor de desarrollo es cristiano, y porque porq ue Dios ha estado esta do activo acti vo en la comunidad comunid ad desde los comienzos comienz os del tiempo, el relato bíblico es el tercer relato en esta confluencia conflue ncia de relatos. relatos . Esto lleva al facilitador facilitad or de desarrollo desarr ollo de vuelta a la teología y al relato bíblico. Toda comunidad necesita un gran relato, un relato que enmarque nuestra vida y nuestra comprensión del mundo. Todos debemos tener algún tipo de narración trascendente que dé respuesta a las preguntas de sentido y nos provea de una dirección moral y un propósito social. Necesitamos saber quiénes somos (identidad y propósito), dónde estamos (ubicación en el mundo y el universo), qué salió mal (encontrarle sentido a la pobreza, al dolor y a la injusticia que vemos), qué debemos hacer (qué debe cambiar y cómo puede cambiarse) y qué tiempo es (cómo encajan nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro en el cuadro más grande). Los facilitadores de desarrollo también necesitan una historia mayor. En lo más íntimo, el desarrollo transformador tiene que ver con la búsqueda de un futuro humano mejor. Cualquier visión de un futuro humano mejor debe tener sus raíces en la historia que da sentido a nuestra vida. Tristemente, hay más de una historia compitiendo por la alianza de los trabajadores del desarrollo. Primero, todos vivimos dentro del relato de nuestra cultura. Segundo, todos los que hemos sido educados en escuelas occidentales o escuelas que utilizan programas occidentales también cargamos con el relato de la modernidad. Por último, si somos cristianos, también cargamos con el relato del cristianismo. Estos tres relatos moldean nuestra visión de un futuro humano mejor y de cómo llegar allí. Por lo tanto, antes de proponernos acompañar a otros en su transformación, necesitamos estar seguros de que tenemos en claro el relato bíblico, el cual tiene la última palabra en nuestros relatos individuales.
Relatos enfrentados.
El mundo moderno tiene varios relatos que compiten. Algunos son relatos antiguos enraizados en las grandes religiones del mundo. Otros son productos de la Ilustración occidental. El comunismo es una narración abarcador acerca de cómo es el mundo, cómo llegó a ser así, y una seductora promesa de un futuro humano mejor. Duró casi un siglo y su idolatría cobró la vida de millones de personas. La ciencia, la tecnología y el capitalismo continúan demandando nuestra fe y alianza, afirmando ser el único relato que permanece vigente. Son dioses que con demasiada facilidad adoramos. Koyama nos dice que estos dioses «son fascinantes porque afirman darnos nuestra identidad y seguridad de manera más directa y con mayor rapidez que nuestro Señor resucitado... Lo que vende estos dioses es lo directo y lo seguro... Nos dan un servicio instantáneo" (Koyama 1985, 29). Sin embargo, la autoridad de estos relatos modernos está decayendo ante la evidencia de promesas incumplidas. La ciencia dice entender cómo funciona el universo y promete el poder para dominar a la naturaleza, pero no ofrece las repuestas que la mayoría de nosotros requiere: ¿Cómo comenzó el mundo? Por accidente. ¿Cómo terminará? Por accidente. ¿Por qué estamos aquí y qué guía moral ofrece? La ciencia calla (Postman 1997, 31). La tecnología habla sólo de poder, ofreciendo a todos el dominio de la naturaleza. La tecnología ofrece conveniencia, eficiencia y prosperidad en el aquí y ahora con sus beneficios a disposición de ricos y pobres, o por lo menos eso dice. La tecnología es un dios celoso; quienes lo siguen deben «acomodar sus necesidades y anhelos a las posibilidades de la tecnología» (ibíd., 31). Alabar a cualquier otro dios implica demorar o frustrar el beneficio de la tecnología. Sin embargo, el dios tecnológico es un dios falso: «Es un dios que nos habla de poder, no de límites; nos habla de ser dueños, no de mayordomía; nos habla sólo de derechos, no de responsabilidades; nos habla de engrandecimiento propio, no de humildad» (Ibíd., 31). El capitalismo exige fe en un dios llamado «la mano invisible» y parece haber olvidado la meta de la historia original. Adam Smith, el narrador original, «escribió que la meta última de los negocios no es generar ganancias. La ganancia es sólo un medio. La meta es el bienestar general» (Wink 1992, 68). En lugar de eso, el capitalismo reduce a las personas a seres económicos conducidos por el interés individualista utilitario hacia la meta de acumular riquezas. ¿Para qué es la riqueza? ¿Para qué somos si no tenemos riqueza? ¿Quiénes somos si no tenemos riqueza? No hay respuesta. Por último, incluso el relato humano (la historia) no es un relato suficientemente grande. El relato humano puede explicar el relato de mi pueblo e incluso mi propio relato personal. También contiene los relatos de la ciencia, la tecnología y el capitalismo. Sin embargo, no puede responder nuestras preguntas de identidad y sentido. Sólo el relato de Dios, el relato que está fuera del relato humano pero que lo contiene, puede hacer esto. Pero no se puede llegar allí desde acá. El comenzar con el relato humano sólo lleva a los relatos más pequeños, los relatos de mi pueblo, mi relato y el de mis átomos y moléculas. No se puede llegar de los relatos más pequeños al relato de Dios. El único punto de partida que funciona es el que comienza con el relato de Dios.
Relatos enfrentados.
El mundo moderno tiene varios relatos que compiten. Algunos son relatos antiguos enraizados en las grandes religiones del mundo. Otros son productos de la Ilustración occidental. El comunismo es una narración abarcador acerca de cómo es el mundo, cómo llegó a ser así, y una seductora promesa de un futuro humano mejor. Duró casi un siglo y su idolatría cobró la vida de millones de personas. La ciencia, la tecnología y el capitalismo continúan demandando nuestra fe y alianza, afirmando ser el único relato que permanece vigente. Son dioses que con demasiada facilidad adoramos. Koyama nos dice que estos dioses «son fascinantes porque afirman darnos nuestra identidad y seguridad de manera más directa y con mayor rapidez que nuestro Señor resucitado... Lo que vende estos dioses es lo directo y lo seguro... Nos dan un servicio instantáneo" (Koyama 1985, 29). Sin embargo, la autoridad de estos relatos modernos está decayendo ante la evidencia de promesas incumplidas. La ciencia dice entender cómo funciona el universo y promete el poder para dominar a la naturaleza, pero no ofrece las repuestas que la mayoría de nosotros requiere: ¿Cómo comenzó el mundo? Por accidente. ¿Cómo terminará? Por accidente. ¿Por qué estamos aquí y qué guía moral ofrece? La ciencia calla (Postman 1997, 31). La tecnología habla sólo de poder, ofreciendo a todos el dominio de la naturaleza. La tecnología ofrece conveniencia, eficiencia y prosperidad en el aquí y ahora con sus beneficios a disposición de ricos y pobres, o por lo menos eso dice. La tecnología es un dios celoso; quienes lo siguen deben «acomodar sus necesidades y anhelos a las posibilidades de la tecnología» (ibíd., 31). Alabar a cualquier otro dios implica demorar o frustrar el beneficio de la tecnología. Sin embargo, el dios tecnológico es un dios falso: «Es un dios que nos habla de poder, no de límites; nos habla de ser dueños, no de mayordomía; nos habla sólo de derechos, no de responsabilidades; nos habla de engrandecimiento propio, no de humildad» (Ibíd., 31). El capitalismo exige fe en un dios llamado «la mano invisible» y parece haber olvidado la meta de la historia original. Adam Smith, el narrador original, «escribió que la meta última de los negocios no es generar ganancias. La ganancia es sólo un medio. La meta es el bienestar general» (Wink 1992, 68). En lugar de eso, el capitalismo reduce a las personas a seres económicos conducidos por el interés individualista utilitario hacia la meta de acumular riquezas. ¿Para qué es la riqueza? ¿Para qué somos si no tenemos riqueza? ¿Quiénes somos si no tenemos riqueza? No hay respuesta. Por último, incluso el relato humano (la historia) no es un relato suficientemente grande. El relato humano puede explicar el relato de mi pueblo e incluso mi propio relato personal. También contiene los relatos de la ciencia, la tecnología y el capitalismo. Sin embargo, no puede responder nuestras preguntas de identidad y sentido. Sólo el relato de Dios, el relato que está fuera del relato humano pero que lo contiene, puede hacer esto. Pero no se puede llegar allí desde acá. El comenzar con el relato humano sólo lleva a los relatos más pequeños, los relatos de mi pueblo, mi relato y el de mis átomos y moléculas. No se puede llegar de los relatos más pequeños al relato de Dios. El único punto de partida que funciona es el que comienza con el relato de Dios.
DIAGRAMA 2-1: LA CONSTELACIÓN DE RELATOS. En los últimos años se ha hecho más y más claro que el mundo moderno está descubriendo que ha perdido su relato. Parte del malestar en Occidente es el sentido de pérdida y confusión que resulta de la ausencia de un relato verdadero. No hay ninguna narración compartida por muchos que le dé sentido a nuestra vida, ni existe promesa alguna de un futuro humano mejor que demande creer. La modernidad ha fallado en crear una línea narrativa, y ha fallado porque no tiene un narrador. «Si Dios no inventa el relato del mundo, entonces éste no tiene ninguno» (Jenson 1993, 21). Los cristianos, sin embargo, sí tienen un relato. La Biblia es la narración de la labor creativa y salvadora de Dios en el mundo; de este modo, también contiene el relato de la comunidad cristiana. Es el relato de Dios acerca de lo que Dios está haciendo. Este relato cristiano fue recibido; no lo inventamos. No es nuestro relato acerca de Dios. Tampoco es la suma de relatos individuales, aun cuando Dios tenga gran estima por estos relatos. Es este relato de lo que Dios quiere y está haciendo el que nos compele a cuidar de los pobres y a trabajar para lograr la transformación humana. El relato de Dios es la fuente de nuestra motivación, nuestra visión, y nuestros valores de misión. El relato bíblico también pone nuestros relatos individuales en su lugar, los pone en perspectiva. Aprendemos que no se trata de mi relato individual, de tu relato, de nuestro relato, sino que este es el relato principal, el que da sentido. El sentido, el significado, viene solamente del relato de Dios. Dedicarse a la transformación humana como cristianos significa entender de dónde viene la humanidad, adonde está yendo, y cómo puede llegar allí. Para llevar a cabo la labor de transformación tenemos que abarcar la totalidad de la narración bíblica, el relato que da sentido y dirección a los relatos de las comunidades donde trabajamos, además de nuestros propios relatos. El relato de Dios es en el fondo un relato simple. En resumidas cuentas, es el relato de la creación y la salvación por el Dios de Israel y Padre del Cristo resucitado que está obrando por medio del Espíritu Santo. Nos dice cómo comenzaron las cosas, cómo perdimos el camino, cómo puede retomarse, y cómo llega a su fin f in el relato humano. Pero el relato bíblico también es muy inusual. Nos cuenta el comienzo, el medio y el capítulo final del relato. Pero la sección entre la acción de Jesús y su labor en la cruz y el capítulo final aún se está escribiendo. El relato de Dios no es sólo acerca de lo que Dios ha hecho, sino también sobre lo que Dios, por medio de su iglesia, está haciendo hoy. Dios aún está escribiendo su relato e, increíblemente, Dios nos ha invitado a participar en esa escritura. Debido a que Dios aún está haciendo cosas en nuestro mundo, debemos comenzar nuestra
teología con el narrador. El narrador del relato bíblico es un narrador muy particular, porque es también el actor principal del relato. Antes de que existiera relato alguno, existió Dios. Y ahora, en los capítulos antes del final del relato, este mismo Dios está trabajando en el mundo por medio de su iglesia, haciendo lo que ha estado haciendo desde la caída: trabajando para lograr la salvación y la transformación de los seres humanos, sus relaciones y la creación que él hizo y en la cual ellos viven. El narrador.
Debemos comenzar con Dios porque él es el narrador y además el autor del relato. La pregunta « ¿Quién es Dios?» debe ser entonces la primera pregunta, la que «enmarca y anticipa todas las demás preguntas» (Leupp 1996, 89). Debemos saber quién es Dios antes de poder contestar las preguntas acerca de quiénes somos nosotros y qué se supone que debemos estar haciendo. La respuesta cristiana es que Dios es tres en uno, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aunque afirmamos esto en la alabanza, no usamos con frecuencia esta afirmación trinitaria al pensar en los temas de todos los días. En la última década, se ha trabajado mucho para ayudarnos a recuperar y hacer uso de una visión trinitaria de Dios. Algo de esta reflexión es importante para desarrollar un enfoque para la transformación humana. ¿Quién es Dios? La pregunta debe presentarse con cuidado. Uno de los desarrollos de la filosofía más recientes es que el ser no debe estar separado del hacer cuando nos referimos al tema de la identidad. La pregunta correcta es, entonces: « ¿Quién es Dios y qué está haciendo?» (LaCugna 1991, 1-3). Si nos enfocamos exclusivamente en quién es Dios, el ser y el carácter de Dios, entonces luchamos para responder cuando nos hacen preguntas difíciles: ¿Podemos creer en un Dios que parece permitir que los pobres sean pobres en un mundo injusto? ¿Podemos creer en un Dios ante los genocidios de Camboya en los años setenta o ante los de Ruanda y Bosnia a fines de los años noventa? ¿Creer en Dios impide el desarrollo humano? Responder que Dios es todo poderoso, omnisciente y todo amor no nos ofrece respuestas viables a estas preguntas. Si Dios no es algo más que eso, entonces no es suficiente. Para responder eficazmente debemos ir más allá de quién es Dios y hablar acerca de lo que él está haciendo. Lo que Dios está haciendo también se expresa en una fórmula trinitaria: Dios está salvando al mundo por medio de Cristo en el poder del Espíritu Santo. La pregunta de quién es Dios en un mundo injusto y violento sólo puede responderse adecuadamente al hablar acerca de lo que Dios está haciendo: está salvando un mundo caído y perdido de un modo particular. De esta manera, Dios no es el Dios que permitió el Holocausto; más bien, Dios es el Dios que está trabajando duro para prevenir que haya otros en el futuro. Jesús ofrece otro ejemplo de la importancia de mantener siempre juntos en nuestro pensar quién es Dios y qué está haciendo. Saber que Jesús es Dios no es suficiente para saber plenamente quién es él. También necesitamos saber que Jesús se vació a sí mismo de sus prerrogativas como Dios y, en obediencia al Padre, murió por los pecados de la humanidad y nos ofreció el perdón por medio de su resurrección. Jesús es Dios (el ser) y se hizo como nosotros, murió y, al hacerlo, nos salvó (el hacer). Esto nos ofrece un relato más completo de quién es Jesús. ¿Por qué esta formulación trinitaria del ser y el hacer es importante para el trabajador del desarrollo? Hay por lo menos dos razones de por qué esto es así. En primer lugar, ofrece un marco de referencia para nuestra respuesta misional como cristianos. Debemos ser cristianos y al mismo tiempo hacer la tarea cristiana. Llevar a cabo el desarrollo transformador es actuar en la ver dad de nuestro ser. Si no existe dicotomía entre ser y hacer en Dios, entonces no la puede haber en nosotros. En segundo lugar, esta visión trinitaria nos conduce a otra conclusión útil necesitamos pensar de Dios como una comunidad amante y sacrificada; tres pero uno. «Tres personas en una sola
comunión y una única comunidad trinitaria: esta es la mejor fórmula para representar al Dios cristiano. Hablará de Dios debe siempre implicar el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en la presencia del otro, en total reciprocidad, en la inmediatez de relaciones amantes siendo uno para el otro, por el otro, en el otro, y con el otro» (Boff 1988 133). El Dios cristiano es un Dios relacional y esto define su carácter: amor sacrificial. «La teología trinitaria podría describirse por excelencia como una teología de relaciones, que explora los misterios del amor, las relaciones, la personalidad y la comunión dentro del marco de referencia de la autorevelación de Dios en la persona de Cristo y en la actividad del Espíritu Santo» (LaCugna 1991, 1). Esto tiene grandes consecuencias para el trabajador del desarrollo. En primer lugar, si los seres humanos son hechos a imagen de esta comunidad trinitaria, entonces nuestra comprensión del individuo debiera ser muy distinta de la del individuo en la cultura occidental, autónomo y autodeterminado. El desarrollo no puede reducirse simplemente a capacitar a los individuos con nuevas alternativas. En segundo lugar, si Dios es en su misma esencia un ser relacional, entonces nuestra comprensión del impacto del pecado también debe ser relacional y esto moldeará nuestra manera de entender la pobreza (desarrollaré esto en mayor profundidad en el próximo capítulo). En tercer lugar, si este Dios trino está salvando al mundo al invitar a las personas a que se unan al movimiento hacia el mejor de los futuros humanos en el reino de Dios, entonces nuestra visión de un futuro mejor del desarrollo transformador también será fundamentalmente relacional. Por último, como señala Leupp, «la ética cristiana que desea fundamentarse trinitariamente debe ser una ética relacional" (1996,159). Pensar en términos trinitarios «es práctico porque es el criterio teológico para medir la fidelidad de la ética, la doctrina, la espiritualidad y la alabanza ante la autorevelación de Dios y la acción de Dios en la economía de la salvación» (LaCugna 1991, 410). El comienzo del relato. La creación
En el comienzo era Dios, el Dios trino. El relato comienza cuando Dios hace algo de la nada. Este Dios relacional creó la tierra y todo lo que en ella hay. Génesis nos cuenta que el trino Dios le dio su ser a la creación mediante la palabra (Gn 1:1). La primera acción de Dios fue crear un mundo material que pudiera ser visto, escuchado, sentido y tocado. Juan nos cuenta que Cristo era el Verbo de Dios en el principio (Jn 1:1-2) y que por medio de Cristo todas las cosas fueron hechas (Jn. 1:3). El Espíritu Santo flotaba sobre la superficie de las aguas (Gn 1:2). Tomás de Aquino dijo: «Dios el Padre forjó la creación por medio de Su Palabra, el Hijo, y por medio de su amor, el Espíritu Santo» (citado en Boff 1988,222). Toda la persona de Dios, creando y activo, desde el comienzo del tiempo. El mundo fue la acción de Dios, no su pensamiento ni su sueño. Y el resultado fue bueno, según el que lo creó. Dios creó macho y hembra a su imagen y les dijo que «sean fructíferos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla» (Gn. 1:28). Los seres humanos son más que simplemente seres vivientes (el ser). Nuestro propósito como seres humanos es atender a la tierra y hacer que sea fructífera (el hacer). Además de determinar qué debemos ser y hacer de manera particular, esta narración también determina el requisito para la ecología cristiana. Debemos ser mayordomos. Todo le pertenece a Dios: la humanidad, las criaturas de la tierra, y la tierra misma. El llamado y la promesa de la productividad y fertilidad tienen su raíz en el propósito del Dios que las creó. La formulación trinitaria nos ayuda a comprender la doctrina de la creación con mayor detalle. Dios es Dios y el mundo es el mundo, inconfundiblemente separadas y, sin embargo, personalmente relacionadas. El creador y la creación están en una relación continua, unidos clara pero inseparablemente en una relación de amor. Dios trasciende a la creación, pero por medio de Cristo está involucrado activamente en sustentarla (Heb. 1:2-3). El relato de la creación no es un
ejemplo del Dios distante y lejano de la religión tradicional ni el ciego relojero del Occidente moderno. Hay una importante observación en dos partes que es necesario hacer. Habiendo sido hechos a imagen del trino Dios, se supone que debemos mantenernos en una relación de amor y sacrificio el uno con el otro y ser atentos mayordomos, participando en el continuo proceso de la creación. Por eso, primero necesitamos comprender que cada ser humano, en tanto portador de la imagen de Dios, está ubicado intencionalmente en un sistema de relaciones: con Dios, consigo mismo, con la comunidad, con quienes percibe como «otros», y con su medio ambiente. Esta es nuestra identidad. En segundo lugar, el llamado o la vocación de los seres humanos (individualmente y dentro de esas relaciones) es ser mayordomos productivos y fructíferos de la creación de Dios. Debemos realizar contribuciones que agreguen valor. El relato de la creación otorga a cada ser humano una identidad y una vocación. Tal como he explicado, comprendemos mejor a Dios cuando reconocemos quién es Dios y qué está haciendo, nos entendemos mejor a nosotros mismos cuando reconocemos quiénes somos y para qué fuimos creados. La comprensión trinitaria de la creación también nos permite entender que la vasta diversidad de la creación y la familia humana es un don de Dios, un reflejo de quién Dios es. «La pluralidad en la unidad de la revelación trinitaria nos permite apreciar la diversidad, la riqueza y la apertura del mundo sin negar su unidad en las versiones relativistas de la pluralidad. Es ésta la visión que la teología trinitaria tiene para ofrecer al fragmentado mundo de hoy» (Gunton 1997, 103). Volviendo al relato de la creación, Gerhard Von Rad nos recuerda que el relato de la creación en Génesis termina con la creación de las naciones en el capitulo 10. Las instituciones humanas también son parte de la creación. El relato de la creación hace más que sólo explicarnos cómo y por qué la humanidad fue creada: también «nos ofrece un fundamento común para todos los emprendimientos humanos que llamamos cultura -no sólo la teología, sino las ciencias, la política, la ética y también el arte» (Gunton 1997, 98). Esto presenta un importante concepto que volverá a presentarse reiteradamente a lo largo de este libro. No podemos separar a las personas de los sistemas sociales en los cuales viven. El trabajador del desarrollo puede deducir de esto algunas implicancias interesantes que se derivan del relato de la creación. Ya que Dios es dueño de la tierra pero la ha confiado a la humanidad, la metáfora más importante [para nosotros es la de mayordomos, y el principio de la mayordomía. Sobre esta base, Wright desarrolla cuatro principios éticos (Wright 1983, 69-70): Compartir recursos: el suelo y los recursos naturales son regalos para toda la humanidad, no sólo para unos pocos. Aunque esto no significa que no puede haber propiedad privada, Wright argumenta que «el derecho de todos a usar es anterior al derecho a poseer». Responsabilidad de trabajar: el trabajo es parte de ser fructíferos. Dios es productivo, y por lo tanto es parte de nuestra naturaleza ser productivos. El trabajo, entonces, es una responsabilidad. También se deduce que tenemos una responsabilidad para permitir o capacitar a otros para que trabajen y así cumplan con su propósito. Expectativa de crecimiento: «Sean fructíferos y multiplíquense» se aplica a la cantidad de los seres humanos y a los medios para sustentarlos. Dios ha provisto abundantemente en la creación para que esto sea posible, y le ha dado a la humanidad el ingenio y la adaptabilidad necesarias para crear este incremento necesario. Producción compartida: el ser productivos está acompañado por la idea de poder consumir o disfrutar del producto final de nuestro trabajo. Esto es parte de la imagen bíblica de un futuro humano mejor (Is. 65:21-22). «Somos tan responsables ante Dios por lo que hacemos con lo que nosotros producimos, como lo somos por aquello que él nos ha dado" (Wright 1983, 70).
La caída
Tristemente, la gran historia no terminó en el jardín fructífero donde los seres humanos son mayordomos obedientes y Dios se pasea por las tardes. Cediendo a la tentación de un adversario que trabajaba en contra de Dios, la humanidad -el hombre y la mujer juntos- decidió desobedecer a Dios. Actuaron como si supieran más que Dios (Gn 3). Ser como Dios aparentemente era más atractivo que escuchar a Dios y hacer lo que él les mandó. La consecuencia de esta desobediencia fue asegurar que la identidad humana y todas las dimensiones de las relaciones humanas se echaran a perder. El alcance del pecado demostró ser muy amplio -si se quiere, muy integral u holístico. Llevó al engaño generalizado, la distorsión y el dominio en todos los tipos de relaciones humanas- con Dios, con uno mismo (y la familia), dentro de la comunidad y con otros, y con el medio ambiente.
DIAGRAMA 2-2: EL IMPACTO DEL PECADO EN TODAS LAS RELACIONES No quiero pasar con demasiada prisa por el tema de un adversario. Alguien distinto a la humanidad creó la tentación que terminó en la caída. Con demasiada frecuencia descartamos la idea de una especie de mal personal que trabaja activamente en contra de Dios y sus propósitos para con los seres humanos y la creación. Pero, sin la función que cumple Satanás en la primera parte del relato bíblico, no habría necesidad para el resto del relato bíblico. No podemos quitar a Satanás del relato y que éste tenga sentido. Cada uno de los aspectos éticos de la creación sugeridos por Wright fueron afectados negativamente por la caída. En lugar de recursos compartidos, la tierra y los recursos naturales se han convertido en la causa universal de luchas y violencia. Son acaparados por unos, desperdiciados y abusados por otros. La tierra y los recursos naturales se han convertido en mostradores para los macabros juegos de dominio y opresión (Wright 1983, 71-74). En lugar de ser un medio para usar nuestros dones para nosotros mismo y para los demás, el trabajo se ha corrompido. Puede ser arduo y frustrante (Gn 3:17). Se ha convertido en un artículo, en algo que vendemos o compramos con la tentación de reducir al ser humano a un bien económico, una máquina viviente. Se ha tornado en una herramienta para la gula, e incluso una idolatría por medio de la cual uno se hace famoso. Para los pobres, este trabajo distorsionado con frecuencia no está disponible, por lo cual son calumniados como «no productivos». La producción y el crecimiento se han convertido en una obsesión patológica en muchas partes del mundo. La codicia ha reemplazado la satisfacción, «Vi además que tanto el afán como el
éxito en la vida despiertan envidias» (Ecl. 4:4). Nunca hay suficiente. «El efecto de la caída fue que el deseo de crecer se hizo excesivo para unos a costa de los demás, y los medios para crecer se llenaron de egoísmo, abuso e injusticia» (Wright 1983, 81). El resultado de esta patología son los sistemas de pobreza que hacen que algunos continúen sien-do pobres. Por último, el producto del trabajo es visto como propiedad humana, que ya no pertenece a Dios. Los derechos de propiedad son privatizados y absolutizados, haciendo caso omiso del derecho de Dios sobre todas las cosas en la creación o la responsabilidad trascendente que cada uno tiene por el bienestar de la comunidad en general. Peor aún, quienes crearon la riqueza usan esa riqueza para influenciar las leyes y los sistemas económicos, políticos y culturales para proteger su ventaja. «En el campo del pobre hay abundante comida, pero ésta se pierde donde hay injusticia» (Pr. 13:23). Al fin de cuentas, en la caída la buena creación de Dios se tergiversó, y ya no apunta hacia el propósito por el cual fue creada. «El relato de la caída describe la fuerza personal del mal que se aproxima al ser humano por medio de la creación material y utilizando esa misma creación material como medio de seducción a la incredulidad, la desobediencia y la rebelión» (Wright 1983, 73). A veces los evangélicos están tan concentrados en el impacto de la caída sobre el individuo que se olvidan que el impacto de la caída fue también sobre toda la sociedad humana. Recuerden que las naciones y sus correspondientes instituciones sociales eran parte del relato de la creación. Linthicum hace un excelente bosquejo del impacto de la creación sobre estas instituciones (1991, 106-7). El sistema económico fue creado por Dios para administrar de manera responsable y justa los recursos naturales y humanos de la nación y para alentar a hombres y mujeres para que sean fructíferos, usando los dones que Dios les ha dado para crear la riqueza. Distorsionados por la caída, las personas que ocupan cargos influyentes dentro del sistema económico ahora actúan más como dueños y no tanto como mayordomos. Tuercen el sistema para fomentar y proteger sus propios intereses y se aíslan a sí mismos del impacto que estas distorsiones producen en los menos afortunados. El sistema político fue creado por Dios para alentar la ética del reino y para introducir el orden de la creación en la administración humana de las cosas, un orden basado en la justicia y la paz. Sin embargo, como resultado de la caída, el sistema político se hace cautivo del orden económico y comienza a servir a los poderosos; sus ministerios de justicia cesan de ser ministerios y dejan de ser justos. Por último, el sistema religioso, que fue creado por Dios para atraer a las naciones y sus instituciones hacia una relación con Dios, con demasiada frecuencia está en connivencia con los sistemas políticos y económicos caídos. Los profetas de la responsabilidad son seducidos gradualmente por el dinero, el poder y el prestigio, y poco a poco van acallándose (Ez. 22:28). El resultado neto de la caída sobre los sistemas económicos, políticos y religiosos es que se convierten en los lugares donde las personas aprenden a jugar a ser dioses en la vida de los pobres y los marginados. Cuando los seres humanos caídos juegan a ser dioses en la vida de otras personas, los resultados son patrones de dominio y opresión que dañan la imagen y la productividad potencial de los pobres al mismo tiempo que enajenan a los no pobres de su verdadera identidad y vocación. Necesitamos regresar a nuestra observación inicial que los seres humanos no pueden ser separados de las instituciones humanas de las cuales son parte. Como señala Linthicum, tanto las instituciones como la persona experimentan un debilitamiento interrelacionada al examinar el relato que hace Ezequiel de los pecados de Jerusalén (1991, 106). La naturaleza espiritual de la nación y sus instituciones humanas, negocios, iglesias, familias y gobiernos, creados para el bien, se hacen paulatinamente anti-vida, anti-reino y perversos (Ez 22:1-13). Las personas,
incrustadas en estos sistemas distorsionantes, engañosos y dominantes, se explotan unos a otros (Ez 22:29). Wink dice: «La miseria humana es causada por las instituciones, pero estas instituciones son sustentadas por los seres humanos. Somos pervertidos por nuestras instituciones, sí; pero nuestras instituciones son también pervertidas por nosotros» (1992, 75). Ya que los sistemas económicos, políticos y religiosos son tan importantes para nuestra comprensión de la pobreza y por lo tanto para el trabajo de transformación, necesitamos mirar un poco más de cerca la espiritualidad subyacente de estas instituciones. Walter Wink (1992, 65-85) ha hecho una importante contribución en cuanto a este tema. El propone que los «principados y potestades» de Pablo son la «interioridad de las instituciones o estructuras o sistemas terrenales». Señala que Pablo dice que los poderes supuestamente son creados en Cristo, por medio de él y para él (Col 1:16-17), apoyando así la idea que las instituciones sociales son creaciones de Dios y no simplemente artefactos humanos. Fueron creadas por Dios porque son necesarias para una vida humana plena en comunidad. Sin embargo, estos poderes -los sistemas y las estructuras sociales- fue-ron dañados profundamente por la caída. Se hicieron idolátricos, junto con las personas que los habitan. «Una institución se hace demoníaca cuando deja de lado su vocación divina -la de un ministerio de justicia o un ministerio de bienestar social- para buscar y satisfacer sus propias metas idolátricas» (Wink 1992, 72), generalmente poniéndose al servicio de los poderosos en nombre de la autopreservación. Wink afirma además que la doctrina de la caída es esencial para entendernos a nosotros mismos en relación con estos principados y poderes. Esta doctrina afirma la naturaleza radical del mal y nos libera de cualquier ilusión de que nosotros (o nuestras instituciones sociales) somos perfectibles aparte de la labor redentora de Jesucristo y la plena llegada del reino de Dios. Esto debiera liberarnos de cualquier tentación de creer de manera optimista en la habilidad de gobierno alguno o del libre mercado o de nuestros propios esfuerzos en favor de la transformación humana, por sí solos, para cambiar la realidad de los pobres. En el siguiente capítulo trataremos la relación entre esta comprensión de la caída y por qué las personas son pobres. El relato de la liberación
Para llegar de la caída a Jesús, Dios llamó a un hombre, a quien conocemos como Abraham, y le hizo una promesa: Dios haría a través de él una gran nación que sería una bendición para todas las naciones (Gn 12:2-3). Dios guardó su promesa, y el Antiguo Testamento es el relato relativo a la nación de Abraham, su grandeza y sus defectos, su lealtad y su traición al Dios que le había dado su ser. También es el relato de un Dios que cumple sus promesas, que no iba a ser desviado en su propósito de completar el relato que había comenzado en la creación. Para el profesional del desarrollo, el relato del Éxodo es muy instructivo, porque es la narración que define al pueblo de Israel. Es un relato de su liberación y de su formación. La liberación fue de la opresión de Egipto y de su faraón, y la formación fue la acción de Dios para transformarlos de un grupo de esclavos en un pueblo. Esto fue un trabajo arduo. Bastó un día para sacar a Israel de Egipto, pero fueron necesarios cuarenta años en el desierto para sacar a Egipto de Israel. La narración del Éxodo destaca la naturaleza integral y relacional de la labor redentora de Dios. Espiritualmente, el Éxodo es el relato del Dios que se reveló y demostró su poder para que Israel creyera y fuera fiel. Israel fue liberado de los dioses de Egipto y se lo invitó a ser parte de un pacto con un Dios ético que no pertenecía a ningún lugar y que era demasiado terrible como para verlo cara a cara. Sociopolíticamente, el Éxodo es el relato del paso de la esclavitud a la libertad, de la injusticia a una sociedad justa (por lo menos, ese era el propósito de las instrucciones de Dios al Israel pre-
monárquico [Wright 1983]), y de la dependencia a la independencia. Económicamente, el relato del Éxodo es el relato del paso de la opresión en la tierra de otro a la libertad en la tierra propia, una tierra distribuida con justicia para que todos pudieran disfrutar del fruto de su propio trabajo. Psicológicamente, el relato del Éxodo es acerca de dejar de verse a sí mismos como un pueblo esclavo y descubrir la convicción profunda que, con la ayuda de Dios, podrían ser un pueblo y convertirse en una nación. Lo que a veces se pasa por alto es el otro propósito de Dios en el relato del Éxodo. Todo el tiempo había una doble agenda, un doble propósito. Uno, el que todos conocemos y el que acabo de describir: liberar a Israel de su esclavitud y llevarlo a la Tierra Prometida. El segundo era que «sabrán los egipcios que yo soy el Señor» (Ex 7:5). Dios no estaba siendo caprichoso al endurecer el corazón del Faraón. El Faraón estaba convencido de que él era Dios y por eso justificaba completamente jugar a ser Dios en la vida de su pueblo. Esto no podía dejarse pasar. «Pero te he dejado con vida - Dios le dijo a Faraón a través de Moisés- precisamente para mostrarte mi poder, y para que mi nombre sea proclamado por toda la tierra» (Ex 9:16). Los no pobres también son sujetos de las buenas noticias, aunque estoy seguro de que le fue muy difícil a Faraón ver su liberación de sus complejos de Dios como tal. El costo del discipulado es muy alto para quienes tienen riqueza y poder (vea también Hch. 16:16-21). Jesús indicó que a los ricos se les hace particularmente difícil entrar al reino de los cielos; esta es parte de la razón del porqué. Los profetas
El relato de Israel no siempre fue consecuente con el relato que Dios estaba intentando crear. Aunque eran el pueblo elegido de Dios y el instrumento por medio del cual Jesús vendría al mundo, Israel también era la causa de mucho dolor para Dios. Oseas 11:8 muestra la «mente agitada» de Dios, cuyas emociones estaban siempre «confundidas dentro de sí» (Koyama 1985, 220): amando a Israel como un esposo ama a su esposa, y sin embargo odiando su idolatría e injusticia. Deuteronomio nos cuenta que el profeta fue «levantado» por Dios y puesto por encima del sacerdote y del rey y en oposición a ellos, tomando el carácter de la voz de Dios mismo: «pondré mis palabras en su boca» (18:15, 17). Las historias de los profetas nos cuentan mucho acerca de cómo Dios ve el pecado y su impacto, y sirven para recordarnos lo que Dios quiere en la creación además de lo que él planea hacer. En los profetas aprendemos mucho acerca de cómo la idolatría y la injusticia van de la mano. Cuando Dios, por medio de Isaías, lamenta las «ofrendas sin sentido» y las «asambleas malvadas», se le dice a Jerusalén, no que mejore su alabanza en el templo, sino: « ¡Dejen de hacer el mal! ¡Aprendan a hacer el bien! ¡Busquen la justicia y reprendan al opresor! ¡Aboguen por el huérfano y defiendan a la viuda!» (Is. 1:17). El amor a Dios y el amor al prójimo forman un todo indivisible. En Isaías también encontramos un fuerte mensaje acerca de cómo se siente Dios cuando los no pobres juegan a ser Dios en las vidas de los pobres. ¡Ay de los que emiten decretos inicuos y publican edictos opresivos! ¡Privan de sus derechos a los pobres, y no les hacen justicia a los oprimidos de mi pueblo; hacen de las viudas su presa y saquean a los huérfanos (Is. 10:1-2). Haciéndose eco del cántico de María (Lc. 1:46-55), Dios mostrará la impotencia del poder, el privilegio y las riquezas (Is. 5:8-10, 15-16).
Ante un Dios santo queda claro que no hay salvación en la riqueza ni en el poder: ¿Qué van a hacer cuando deban rendir cuentas, cuando llegue desde lejos la tormenta? ¿A quién acudirán en busca de ayuda? (Is. 10:3). Los profetas también nos advierten que la idolatría, el pecado personal y el pecado social son inseparables. Todos asociamos Sodoma con pecados de impureza sexual. Ezequiel habla de sus «prácticas repugnantes», cuando declara que Israel es «una esposa adúltera» que se ha hecho «peor que ellas» (Ez 16:47). Luego nos sorprende cuando describe el pecado de Sodoma en estos términos: «Tu hermana Sodoma y sus aldeas pecaron de soberbia, gula, apatía, e indiferencia hacia el pobre y el indigente» (Ez 16:49). Ezequiel, interpretando el exilio como el castigo de Dios, condena a Jerusalén por un sistema en que los políticos «devoran a la gente» y han apoderado de su riqueza (Ez 22:25), por un sistema económico que acepta «soborno para derramar sangre" (Ez 22:12), y un sistema religioso que no marca la distinción entre lo sagrado y lo profano y en que no «enseñan a otros la diferencia entre lo puro y lo impuro» (Ez 22:26). Por último, los profetas nos enseñan reiteradamente de qué trata el relato de Dios, adónde quiere ir él, qué está haciendo y qué espera de nosotros: ¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, Amar la misericordia, Y humillarte ante tu Dios (Mi 6:8). La sabiduría del pueblo
La literatura sapiencial, o de sabiduría, es la sabiduría acumulada del pueblo que ha vivido bajo y dentro de la parte del relato bíblico que está en el Antiguo Testamento. Esta literatura resume lo que la comunidad de fe ha aprendido respecto a las relaciones justas y correctas, y da testimonio de las experiencias y vivencias de un pueblo en cuanto a que, al fin y al cabo, el gobierno de Dios es el único gobierno. Se advierte tanto a los ricos como a los pobres. La preocupación de Dios por lograr relaciones sociales justas sale a la luz en los Salmos y los Proverbios. Esta parte del relato bíblico ilustra el interés de Dios en las cosas cotidianas: comer, beber, jugar y reír. Nuestra falta de habilidad para ver a Dios activo e interesado en la vida diaria es una debilidad sería. Es como si creyéramos que Dios está ausente, desinteresado en este aspecto de la vida. Esta visión resulta en importantes puntos ciegos. Nuestra práctica e interpretación de la tecnología del desarrollo es un ejemplo de esto. Abordaré este tema en mayor profundidad más adelante. El centro del relato.
El centro del relato bíblico es el nacimiento, ministerio, muerte y resurrección de Jesucristo, un judío que vivió en Palestina hace dos mil años. Esta parte de la narración comienza en Nazaret de Galilea, un lugar lejos de ser el centro de poder político, económico y religioso. « ¡De Nazaret! -replicó Natanael-. ¿Acaso de allí puede salir algo bueno?» (Jn 1:46). Quienes tenían la autoridad religiosa estaban convencidos que ni un Mesías ni un profeta podrían venir de Galilea (Jn 7:41, 52). Hijo de personas comunes, viviendo una vida en un lugar poco importante, Jesús
«siguió creciendo en sabiduría y estatura, y cada vez más gozaba del favor de Dios y de toda la gente» (Lc. 2:52). El Cristo de la periferia
El Cristo de Dios era el Cristo de los débiles y los despreciados, marginados geográfica y socialmente de Israel. La noticia que el Mesías había llegado finalmente provino de un profeta solitario que predicaba en el desierto de Judá. Jesús conoció su verdadera identidad en su bautismo en el Río Jordán, lejos de Jerusalén y del Templo. Luego llegó a conocer la totalidad de su verdad de la voz de Dios mismo: «pondré mis palabras en su boca» (18:15, 17). Las historias de los profetas nos cuentan mucho acerca de cómo Dios ve el pecado y su impacto, y sirven para recordarnos lo que Dios quiere en la creación, además de lo que él planea hacer. En los profetas aprendemos mucho acerca de cómo la idolatría y la injusticia van de la mano. Cuando Dios, por medio de Isaías, lamenta las «ofrendas sin sentido» y las «asambleas malvadas», se le dice a Jerusalén, no que mejore su alabanza en el templo, sino: « ¡Dejen de hacer el mal! ¡Aprendan a hacer el bien! ¡Busquen la justicia y reprendan al opresor! ¡Aboguen por el huérfano y defiendan a la viuda!» (Is. 1:17). El amor a Dios y el amor al prójimo forman un todo indivisible. En Isaías también encontramos un fuerte mensaje acerca de cómo se sien-te Dios cuando los no pobres juegan a ser Dios en las vidas de los pobres: ¡Ay de los que emiten decretos inicuos y publican edictos opresivos! ¡Privan de sus derechos a los pobres, y no les hacen justicia a los oprimidos de mi pueblo; hacen de las viudas su presa y saquean a los huérfanos (Is 10:1-2). Haciéndose eco del cántico de María (Lc. 1:46-55), Dios mostrará la impotencia del poder, el privilegio y las riquezas (Is 5:8-10, 15-16). Ante un Dio; santo queda claro que no hay salvación en la riqueza ni en el poder: ¿Qué van a hacer cuando deban rendir cuentas, cuando llegue desde lejos la tormenta? ¿A quién acudirán en busca de ayuda? (Is 10:3). Los profetas también nos advierten que la idolatría, el pecado personal I el pecado social son inseparables. Todos asociamos Sodoma con pecados de impureza sexual. Ezequiel habla de sus «prácticas repugnantes», cuando de clara que Israel es «una esposa adúltera» que se ha hecho «peor que ellas (Ez 16:47). Luego nos sorprende cuando describe el pecado de Sodoma en estos términos: «Tu hermana Sodoma y sus aldeas pecaron de soberbia, gula, apatía, e indiferencia hacia el pobre y el indigente» (Ez 16:49). Ezequiel, interpretando el exilio como el castigo de Dios, condena a Jerusalén por un sistema en que los políticos «devoran a la gente» y han apodera do de su riqueza (Ez 22:25), por un sistema económico que acepta «soborno para derramar sangre" (Ez 22:12), y un sistema religioso que no marca la distinción entre lo sagrado y lo profano y en que no «enseñan a otros la diferencial entre lo puro y lo impuro» (Ez 22:26). Por último, los profetas nos enseñan reiteradamente de qué trata el relato de Dios, adonde quiere ir él, qué está haciendo y qué espera de nosotros:
¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, Amar la misericordia, Y humillarte ante tu Dios (Mi 6:8). La sabiduría del pueblo
La literatura sapiencial, o de sabiduría, es la sabiduría acumulada del pueblo que ha vivido bajo y dentro de la parte del relato bíblico que está en el Antiguo Testamento. Esta literatura resume lo que la comunidad de fe ha aprendido respecto a las relaciones justas y correctas, y da testimonio de las experiencias y vivencias de un pueblo en cuanto a que, al fin y al cabo, el gobierno de Dios es el único gobierno. Se advierte tanto a los ricos como a los pobres. La preocupación de Dios por lograr relaciones sociales justas sale a la luz en los Salmos y los Proverbios. Esta parte del relato bíblico ilustra el interés de Dios en las cosas cotidianas: comer, beber, jugar y reír. Nuestra falta de habilidad para Ver a Dios activo e interesado en la vida diaria es una debilidad seria. Es como si creyéramos que Dios está ausente, desinteresado en este aspecto de la vida. Esta visión resulta en importantes puntos ciegos. Nuestra práctica e interpretación de la tecnología del desarrollo es un ejemplo de esto. Abordaré este tema en mayor profundidad más adelante. El centro del relato.
El centro del relato bíblico es el nacimiento, ministerio, muerte y resurrección de Jesucristo, un judío que vivió en Palestina hace dos mil años. Esta parte de la narración comienza en Nazaret de Galilea, un lugar lejos de ser el centro de poder político, económico y religioso. « ¡De Nazaret! -replicó Natanael-. ¿Acaso de allí puede salir algo bueno?» (Jn. 1:46). Quienes tenían la autoridad religiosa estaban convencidos que ni un Mesías ni un profeta podrían venir de Galilea (Jn 7:41, 52). Hijo de personas comunes, viviendo una vida en un lugar poco importante, Jesús «siguió creciendo en sabiduría y estatura, y cada vez más gozaba del favor de Dios y de toda la gente» (Lc. 2:52). El Cristo de la periferia
El Cristo de Dios era el Cristo de los débiles y los despreciados, marginados geográfica y socialmente de Israel. La noticia que el Mesías había llegado finalmente provino de un profeta solitario que predicaba en el desierto de Judá. Jesús conoció su verdadera identidad en su bautismo en el Río Jordán, lejos de Jerusalén y del Templo. Luego llegó a conocer la totalidad de su verdadera vocación en la soledad del desierto. Al luchar contra las tentaciones y engaños del Malvado, quien está en contra de la vida y en contra de Dios, Cristo determinó que había sido llamado a ser el Hijo de Dios y el Siervo Sufriente simultáneamente. Gran parte del ministerio de Cristo tuvo lugar en Galilea, al margen de Israel. Su labor se llevó a cabo entre gente común, aquellos a quienes la sociedad había etiquetado como «publícanos y pecadores» o «impuros». Eligió hacer su obra de predicación, sanidad y expulsión de demonios en esta resaca del Imperio Romano, sin ninguna posición política o religiosa. Como predicador itinerante, fue apoyado por algunas mujeres fieles (Lc. 8:3). En cierto sentido, el poder político y económico de Jerusalén le serviría a Jesús de un solo modo: al llevar a cabo su función como el centro del poder, lo llevaría a la muerte. Esta extraña ubicación para el trabajo del Mesías de todo el mundo tiene sus consecuencias. Koyama nos recuerda que, puesto que Jesús es el verdadero centro del reino de Dios, donde él
esté se convierte en el centro (1985, 251-52). Esto significa que Galilea se convierte en el centro débil, fuera del poderoso centro de Jerusalén. Los poderosos van a la periferia para ver a esta persona, éste que enseña con autoridad y que hace cosas que sólo Dios puede hacer (Lc. 5:17), quien se lleva el centro consigo dondequiera que vaya. Los trabajadores del desarrollo deben examinar su corazón para ver dónde creen que está el centro que puede transformar a los pobres, dónde creen que se puede encontrar a Jesús, dónde «la locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza humana» (1 Co. 1:25). Tal vez la periferia no está tan abandonada por Dios, después de todo.
Diagrama 2-3: El centro y la periferia como la ubicación de la transformación. (Según KOYAMA 1985, 152-153). Esto presenta una serie de preguntas interesantes para el facilitador del desarrollo, especialmente cuando esté involucrado en trabajo de defensoría. ¿Dónde está la periferia hoy, y qué significa decir que Jesús puede convertirla en el centro? ¿Cuál es la ubicación correcta para el trabajo de defensoría? ¿Cuál es el resultado probable si vamos a los centros de poder en nombre de la periferia? ¿Estamos dispuestos a pagar el precio? ¿Dónde están las Verdaderas fronteras de la transformación? ¿Las que convierten la locura en sabiduría y la debilidad en poder? ¿Dónde están los lugares donde se desenmascara a la falsa sabiduría del mundo y se la declara mentira? La misión de Jesús
En la sinagoga de Nazaret, Jesús dijo que el Espíritu Santo lo había ungido «para anunciar buenas nuevas a los pobres»; que lo había enviado «a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor» (Lc. 4:18-19). La misión de Jesús es una misión integral hacia los pobres. Jesús predicó las buenas noticias del reino porque ésa es la razón por la que fue enviado (Lc. 4:43). Aunque no veamos ningún patrón de actividad, ningún «modelo» para la transformación, la narración del Evangelio está llena de relatos de predicación, enseñanza, sanidad y expulsión
de demonios: palabra, obra y señal. La transformación cristiana, entonces, debiera aspirar hacer lo mismo: palabra, obra y señal. En cuanto al reino, volveremos a este tema fundamental. Jesús no cumplió su misión solo
No podía esperarse que el trino Dios se convirtiera en un salvador individual. Eligió a doce personas bastante ordinarias para «estar con él» a fin de enviarlos a hacer lo que él había estado haciendo: predicando, expulsando demonios, sanando a los enfermos (Mr. 3:13-15, 6:12-13). Una compañía de mujeres lo ayudaba económicamente «con sus propios recursos» (Lc. 8:3). La transformación es producto del trabajo de una comunidad; no rinde buenos frutos con los «llaneros solitarios». El mensaje del evangelio es una forma de vivir con Cristo y uno con el otro, que posteriormente permite el ministerio de la palabra, la obra y la señal. El mayor mandamiento
Cuando se le preguntó qué había que hacer para heredar la vida eterna, Jesús dijo que el mayor mandamiento era una doble afirmación: «"Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente. Este es el primero y el más importante de los mandamiento".... El segundo se parece a éste: “Ama a tu prójimo como a ti mismo"» (Mt. 22:37-39). Este es un mandamiento acerca de las relaciones, no de la ley; acerca de a quién debemos amar, no simplemente en qué debemos creer o lo que debemos hacer. Este mandamiento debe enmarcar nuestro enfoque del desarrollo transformador. Es a la vez nuestro motivo para ayudar a los pobres y el punto de partida para lo que significa una visión bíblica de la transformación: relaciones justas y correctas. Jesús murió a solas en la cruz
Fuera de las puertas de la ciudad, en compañía de criminales, Jesús murió en una cruz, abandonado por todos, incluso por Dios. El dolor físico de la muerte fue insignificante en comparación con el dolor de estar totalmente solo. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»(Mr 15:34). No hay mayor pérdida ni mayor dolor para el Dios tres-en-uno que el abandono. Esto debe dar forma a nuestra visión de la pobreza. La pobreza tiene que ver con relaciones que no funcionan, que aíslan, que abandonan o desvalorizan. La transforma-ción tiene que ver con la restauración de relaciones, relaciones justas y correctas con Dios, con uno mismo, con la comunidad, con el «otro», y con el medio ambiente. La cruz, nos dice Leupp, es un gran clarificador. La cruz es el punto de vista del trino Dios. Desde su perspectiva, Jesús reveló, «no la manchada posibilidad humana, sino el perdón divino» (Leupp 1996, 89). Somos buenos, caídos y redimibles, todo al mismo tiempo. La espiral descendente de la caída se encuentra con la radical posibilidad de la reorientación hacia el reino en la cruz y la resurrección de Cristo. La cruz aclara algo más. En la cruz, además de cancelar nuestro pecado, según Pablo, Cristo mismo «desarmó a los poderes y a las potestades», haciendo de ellos un espectáculo público (Col 2:15). En Cristo, ya no tenemos que aceptar el gobierno de estructuras opresivas o de sistemas sociales dominantes o engañosos. Su transformación también está incluida en la obra terminada de Cristo. Como dice Wink, «la subyugación final de los poderes bajo los pies de Cristo ocurrirá (I Co 15:24-25), pero ya está experimentándose ahora (Ef. 1:19-23), de manera anticipada, en la nueva realidad de la experiencia de la resurrección» (Wink 1992, 70). Al igual que nosotros, los poderes son buenos, caídos y redimibles simultáneamente. El desarrollo transformador que no pro-clame las buenas noticias de la posibilidad de liberación personal y corporativa y su reorientación hacia Dios es un evangelio truncado, que no hace honor al texto bíblico. Por último, en la cruz hay una importante paradoja. De las epístolas aprendemos que Cristo tiene el poder «con que somete a sí mismo todas las cosas» (Fil. 3:21) y que «Dios sometió todas las
cosas al dominio de Cristo» (Ef. 1:22). Pero, señala Wink, este mismo Jesús que tiene todas las cosas a sus pies «no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse» (Fil. 2:6). Jesús se vació a sí mismo de todo deseo de dominio y, tomando la forma de un humano, se identificó a sí mismo con los pobres y sufrió la muerte de un criminal. «El sometimiento a tal gobernante significa el fin de todo sometimiento. El gobierno (de Cristo) constituido de esta manera no es una jerarquía de dominación sino una jerarquía que capacita y habilita. No es piramidal, sino orgánica; no es impuesta, sino restauradora» (Wink 1992, 83). Este Cristo nocoercitivo, que invierte el orden de las cosas, que sana y que libera, tiene consecuencias en cuanto a quién debe ser el dueño del proceso de desarrollo y en cuanto a cómo debemos dirigir nuestras instituciones de desarrollo. Cristo resucitó
Esta es la transformación que engendra todas las demás transformaciones. De la muerte a la vida. Algo que sólo Dios puede hacer. Cualquier obra de transformación humana que no anuncie esta increíble buena noticia está fatalmente empobrecida. La cruz y la resurrección son las mejores noticias que tenemos. El relato de Jesús no termina con una tumba vacía afuera de las puertas de Jerusalén, el centro del poder. Jesús, resucitado en gloria y poder, regresa a la periferia, a Galilea. El centro ya no tiene nada para ofrecerle. Además, Jesús es nuevamente concreto: «Tóquenme y vean» (Lc. 24:39). Come en presencia de sus discípulos. Se aparece ante ellos durante cuarenta días, y les habla del reino de Dios (Hch. 1:3). Sus últimas instrucciones se resumen en Mateo 28:20: «Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan, hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes». Enseñar acerca del reino de Dios parece ser algo importante para el Cristo resucitado, y así debe ser para todos los que le seguimos. El relato continúa
Uno de los muchos elementos del relato bíblico es que, luego de su resurrección, Jesús no se quedó en la tierra para supervisar el fin de su misión, por lo menos no de la manera que cualquiera hubiera imaginado. Luego de cuarenta días de hablar acerca del reino de Dios, Jesús anunció que sus discípulos serían sus testigos hasta el fin del mundo, una vez que recibieran el poder el Espíritu Santo (Hch 1:8). En Pentecostés el Espíritu Santo dio vuelta el relato de Babel, y quienes estaban presentes los escucharon «proclamar en nuestra propia lengua las maravillas de Dios» (Hch 2:11). El relato bíblico ahora era un relato para todos los idiomas, para que todas las personas la escucharan en su lengua materna La iglesia
Desde ese momento en adelante usted y yo somos la obra continuada de Cristo en el mundo, su cuerpo aquí en la tierra. Seguramente esto es difícil de comprender: entregarles la labor de salvar al mundo a personas que, aun-que redimidas, son aún defectuosas y están luchando con el pecado. Sin embargo, esto es lo que Jesús eligió hacer. La iglesia, la comunidad de fe, es la portadora del relato bíblico, la «vasija rajada» que debe continuar anunciando las buenas noticias de la persona incambiable e inconmovible hasta que Cristo regrese. E. Stanley Jones nos ayuda de gran manera al describir a la iglesia en relación con el trino Dios. Jones dice que el reino es del Padre, mientras que Jesús es la encarnación del reino. El Espíritu Santo es el primer fruto del reino, la seguridad que hay más por venir, y quien nos ayuda a descubrir la verdad y la plenitud del reino. Idealmente, la iglesia es la señal, un testigo o testimonio, del reino de Dios que irrumpe en el mundo.
DIAGRAMA 2-4: EL DIOS TRINO Y LA IGLESIA (SEGÚN JONES 1972, 26-29) Esto tiene dos cosas importantes para los trabajadores del desarrollo. En primer lugar, Dios trae el reino; por lo tanto esta no es nuestra tarea ni la de nuestro desarrollo transformador. No debemos poner la responsabilidad de construir el reino en nuestros propios hombros: no podemos soportar ese peso, ni se espera que lo hagamos. En segundo lugar, la señal del reino es la iglesia, la comunidad de fe, no el facilitador del desarrollo ni la agencia de desarrollo. De alguna manera los trabajadores del desarrollo deben hacerse parte de la iglesia. Como cristianos, su comunidad de fe local es la iglesia local. Su trabajo debe ser visto como la señal de esa iglesia, y no como algún aviso o publicidad personal. El cuerpo de Cristo es una comunidad. Esto parece bastante obvio, pero a veces lo olvidamos. Si nuestra vida con Cristo es nuestra primera obligación (Mr 3:14), entonces nuestra iglesia es la familia de la cual se nutre esta vida. Nuestra alabanza y nuestra experiencia de los sacramentos son las únicas fuentes donde encontrar la energía para llevar la totalidad del mensaje de Jesucristo y el reino de Dios al mundo. La iglesia también es nuestra comunidad hermenéutica, una comunidad de la palabra de Dios y en torno a ella. Los creyentes han de estudiar e interpretar las Escrituras, haciéndolo dentro de una comunidad como una corrección frente el error. Toda comunidad cristiana tiene la responsabilidad de leer el relato bíblico a la luz de su propio relato, con el propósito de dar forma a su visión de lo que es la misión y para arrepentirse de sus pecados. ¿De dónde, si no de aquí, surge la visión de la transformación humana? La mayoría de quienes estamos involucrados en el desarrollo tenemos sentimientos muy ambiguos respecto a esta iglesia de la cual formamos parte. David Bosch nos recuerda que «la iglesia es una entidad tanto teológica como sociológica, una unión inseparable entre lo divino y lo polvoriento» (1991, 389). Bosch continúa con una elocuente descripción de nuestros sentimientos contradictorios respecto a la iglesia: Podemos estar completamente disgustados, a veces, con lo terrenal de la iglesia, pero también podemos ser transformados, a veces, ante la percepción de lo divino en la iglesia. Esta iglesia, ambigua en extremo, es «misionera por naturaleza», el pueblo peregrino de Dios, «en la naturaleza de» un sacramento, una señal e instrumento, y «una segura semilla de unidad, esperanza y salvación para toda la raza humana» (Bosch 1991, 389).
Debemos recordar que la iglesia, aunque es señal del reino, no es el reino en sí. El reino juzga y redime a la iglesia. La iglesia es exitosa como señal sólo en tanto y en cuanto el Espíritu lo permita. La iglesia es verdadera señal sólo en la medida en que cumpla las exigencias del Espíritu y la vida del reino. «La iglesia no es el propósito de la misión, el propósito es el reino" (Jones 1972, 35). Esto tiene dos consecuencias para el trabajador del desarrollo. En primer lugar, pone en equilibrio mi afirmación anterior que la señal del reino es la iglesia, no el trabajador del desarrollo. Aunque esto es cierto, la iglesia es tan falible como nosotros y a veces no cumple su tarea de ser esta señal. Nuestra mayor pena es cuando deseamos que nuestra labor sea parte de la señal del reino, expresada a través de la iglesia local, pero nos encontramos con una iglesia que es reacia o no está dispuesta a ser esta señal con nosotros. Esta es la ambigüedad de ser un trabajador del desarrollo, especialmente si uno trabaja en las así llamadas «organizaciones paraeclesiásticas». En segundo lugar, esto significa que plantar iglesias no puede ser el objetivo final de la misión, sino sólo su inicio. Una iglesia repleta de amor y vida, que trabaja por el bien de la comunidad en la cual Dios la ha colocado, es el objetivo correcto de la misión. El desarrollo transformador que no busque desarrollar tal iglesia no es ni sustentable ni es cristiano. La iglesia representa un desafío especial para muchos involucrados en el desarrollo cristiano, ya que una gran parte del trabajo que se ha llevado a cabo en las últimas décadas ha sido realizado por las llamadas «agencias paraeclesiásticas». Constituidas por cristianos, estas agencias apelan directa-mente a los cristianos en los bancos de las iglesias para solicitarles fondos, y luego van directamente a las comunidades pobres para ayudar a los pobres. De la iglesia local, con demasiada frecuencia, se hace caso omiso, o peor, se la ve como parte del problema. Esta es una visión seriamente defectuosa. Abordaré la función de la iglesia local en el capítulo sobre desarrollo transformador. Resumiendo, la iglesia es la portadora del relato bíblico porque es el cuerpo; de Cristo en el mundo. Como cristianos, somos parte de este cuerpo, y esa es la verdad. A pesar de nuestras verrugas y granos, es nuestra misión dar testimonio de Cristo y de su labor dentro del contexto de la iglesia. Afortunadamente, para llevar a cabo nuestra función como cuerpo de Cristo en el mundo, la iglesia cuenta con una ayuda adicional. Tenemos una persona y un libro. El Espíritu Santo
El Espíritu Santo es la tercera persona de la Trinidad. Es la experiencia de Dios que acompaña a la iglesia en su viaje falible de dar testimonio de Cristo y del reino. El Espíritu de la verdad de Dios nos recuerda todo lo que Jesús nos enseñó (Jn 14:16, 26) y nos revela el significado del reino (Jones 1972, 38). Es el protagonista de la misión que convence al mundo, incluso al príncipe de este mundo, de sus pecados (Jn 16:8-10). El Espíritu Santo es la fuente de poder (Lc. 24:49) que transformó un grupo bastante común de discípulos, que habían abandonado a su Señor, para hacerlos un intrépido grupo de testigos que no se darían por vencidos en su misión incluso frente a las amenazas de muerte (Hch 4:19). Este Espíritu es la fuente de nuestra misión: «El mismo Espíritu en cuyo poder Jesús se fue a Galilea también impulsa a los discípulos a salir en misión» (Bosch 1991, 113). El Espíritu Santo inicia la misión (Hch 13:2) y la guía (Hch 8:29, 16:9),y crea la respuesta a la misión (Hch 16:14). Las señales y las maravillas del Espíritu Santo demuestran el poder de Dios de tal manera que exige una explicación para que se dé crédito a quien se lo merece (Hch 14:8-18). Cualquier desarrollo transformador que no esté guiado, facultado y hecho efectivo por el Espíritu Santo no será sustentable. Es más, esperar y orar por intervenciones sobrenaturales del Espíritu Santo debe ser parte de la espiritualidad de los trabajadores cristianos del desarrollo.
La Biblia
También recibimos un libro: la Biblia. Este libro es el relato que hemos recibido acerca de lo que el autor del relato ha hecho, está haciendo y planea hacer. En esta palabra viviente tenemos todo el relato que da sentido a nuestros relatos. Este libro cuenta la única narración que responde a las preguntas sobre las cosas que realmente importan: ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Qué está mal? ¿Cómo se puede cambiarlo? ¿Qué hora es? Somos la ilustración viviente de la verdad de este relato. Newbigin dice: «Vivimos en el relato bíblico como parte de la comunidad de la cual es el relato, encontramos en ese relato pistas acerca de cómo es Dios ya que su carácter se pone de manifiesto en el relato, y desde dentro de esa presencia de Dios intentamos entender y hacer frente a los acontecimientos de nuestro tiempo y del mundo que nos rodea, y así continuar el relato» (1989, 99). También hemos recibido el relato de otro modo. El relato de la iglesia es sobre cómo se ha vivido el relato bíblico en los dos mil años desde que Cristo creó su iglesia y le dio su misión. El relato de la iglesia -su pensar y actuar en el mundo- es el relato vivencial que heredamos. Los desperfectos y las fallas que vemos en esta narración debieran recordarnos cuán falibles somos, provocando en nosotros una profunda sospecha de nuestra propia justicia, y guiarnos a la humildad. Al mismo tiempo, este relato del cuerpo de Cristo también revela a muchos que han intentado vivir el relato de Dios cuidando de los pobres y trabajando en pos de transformar la sociedad. Debemos saber que, a pesar de todas sus imperfecciones, la iglesia ha estado en este asunto del desarrollo transformador desde sus comienzos. También debemos ser conscientes de que la Biblia es más que un simple libro. Es la palabra viviente de Dios, «más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu... y juzga los pensamientos y las intenciones del corazón. Ninguna cosa creada escapa a la vista de Dios» (Heb. 4:12-13). La Biblia es única entre los libros, es «el único libro que me lee a mí» (Weber 1995, ix). Debido a que es la palabra viva de Dios, siempre tiene algo para decir en toda situación, y siempre tiene más para decir que lo que nos podamos imaginar. Durante demasiado tiempo, los evangélicos han tratado a la Biblia como un libro para el mundo espiritual, y no han logrado darle la libertad para instruir al mundo material de la vida cotidiana y las decisiones diarias «no espirituales". Uno de los desafíos del cristianismo integral en el desarrollo será liberar a la Biblia y a la narración bíblica para que hablen a todas las fases del proceso de transformación humana. Uno de los mejores dones que tenemos para los pobres y los no pobres es la palabra viva de Dios. Debemos compartirla con ellos y dejar que hable por sí misma. Diré más acerca de esto en el capítulo sobre el testimonio cristiano. El final del relato.
El final del relato bíblico es el fin de la historia. Juan nos dice que Jesús vendrá nuevamente en poder y gloria. Esto lleva al juicio de los juicios, el único y verdadero juicio, el que concluye en la eterna destrucción del Malva-do y de aquellos cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida (Ap 20:15). Luego terminan la primera tierra y los primeros cielos, y desde el cielo descienden, en la forma de la nueva Jerusalén, un nuevo cielo y una nueva tierra. El relato que comenzó en un jardín termina en una ciudad. Una vez más la morada de Dios es con los hombres y las mujeres (Ap 21:3). Ya no hay llantos, ni muerte, ni lágrimas, ni dolor, ni hambre, ni se-quías (Ap 7:16, 21:4). Todo es renovado: la gente y su ciudad. En esta ciudad no hay iglesia porque ya no hace falta; Dios y el Cordero viven entre las personas (Ap 21:22). Se ha completado la misión de la iglesia como «la fuerza que
construye el relato» (Newbigin 1989, 129). El reino de Dios es el único reino al fin de los tiempos. Es la realidad final: todos los demás reinos han pasado. Las naciones caminan ahora a la luz de la gloria de Dios que brilla desde el Hijo. El honor y la gloría de las naciones, todas sus «contribuciones artísticas, culturales, políticas, científicas y espirituales» (Wink 1992, 83), transformadas y ya no una tentación que alejan de la gloria de Dios, son traídas a la ciudad (Ap 21:24, 26). Las puertas nunca se cierran. Se invierten las medidas de valor. El oro, el artículo más valioso en este mundo, fuente de egoísmo y violencia, es tan común que es utilizada para pavimentar las calles. Los cimientos de la ciudad están hechos de piedras preciosas (Ap 21:20-21), porque tenemos una nueva visión de lo que es valioso. Estas gemas son simplemente hermosas, pero ya no son objeto de envidia para los ojos de la humanidad. Por último, y lo más importante, esta nueva Jerusalén es una ciudad de vida (Ap 22:1-3). La tierra misma es redimida y produce de nuevo los frutos y la sanidad que los humanos y sus naciones necesitan. Nuestra verdadera vocación está una vez más a nuestro alcance, ya que «sus siervos lo adorarán» (Ap. 22: 3). Es importante para quienes están preocupados con la transformación humana que tengan siempre en mente el final del relato. Es ahí donde apunta el trino Dios. Este es el futuro humano mejor. Aunque esta visión triunfalista debe guiarnos, también debe instaurar en nosotros un sentimiento de sobrecogimiento y humildad. Este fin llegará, pero sólo a un alto costo: Cristo murió y sus santos sufrieron. Hay una cruz en el camino que lleva a este fin triunfal. El sentido del relato.
A esta altura, el sentido o propósito del relato debe estar bastante claro. Desde aquel día en que nuestros primeros padres salieron del jardín, alienados de Dios, el uno del otro, y de la tierra misma, Dios ha estado trabajando para redimir esta creación caída, su gente y sus sistemas sociales. La meta de Dios es restaurarnos a nuestra identidad original como hijos que reflejan la imagen de Dios, y a nuestra vocación original como mayordomos productivos, viviendo juntos en relaciones justas y pacíficas. Este proyecto de restauración ha requerido arduo trabajo, un trabajo con un muy alto precio, un trabajo que sólo puede haber sido motivado por el amor más profundo y autosacrificado. «El centro del Nuevo Testamento es la narración de la muerte y resurrección de Jesucristo entendido como un acto de obediencia a Dios y una expresión de amor sacrificado por sus compañeros, además de un modelo que sus seguidores imitaran» (Volf 1996, 30). La meta de la narración bíblica, entonces, es la reconciliación de todas las cosas en el cielo y en la tierra (Col 1:19-20) con Cristo como su cabeza (Ef. 1:10). Las relaciones son restauradas en todas las dimensiones que han sido distorsionadas por el pecado. «El evangelio es la noticia que los modelos distorsionados de poder han sido rotos; la recepción del evangelio es abrazar y aceptar modelos de relaciones sociales transformadas radicalmente» (Brueggemann 1993a, 34). Este es el relato en el cual Dios ha invitado a todos los seres humanos a participar. Esta meta debe orientar nuestra comprensión del desarrollo transformador. Reflexiones. ¿Quiénes somos?
Esta parece una pregunta bastante sencilla. A veces la pasamos por alto muy rápido, suponiendo que todos saben la respuesta. Necesitamos detenernos un minuto y estar seguros que la visión occidental del individuo autónomo e independiente no ha distorsionado la noción cristiana de quiénes somos realmente.
Somos seres humanos creados a imagen de Dios. Todos sabemos esto. Lo que a veces olvidamos es que el Dios a cuya imagen hemos sido creados es un Dios tres-en-uno, el Dios que es comunión, el Dios relacional. Esto significa que nuestro ser individual nunca puede ser él mismo separado de nuestro estar-en-comunión con Dios y con los demás seres humanos. La naturaleza trinitaria de Dios significa que somos seres-en-comunidad cuando somos plena mente humanos. Nuestra individualidad humana está arraigada en relaciones, y llega a la plenitud de su significado en las relaciones armoniosas y justas, o pierde su significado y valor cuando estas relaciones no funcionan. Esta visión del ser humano es radicalmente opuesta a la de la modernidad, por lo menos en Occidente. Esta visión trinitaria del ser no significa que éste queda sumergido o «escondido» en el grupo. Como dice Leupp, «el egocentrismo no es lo mismo que la apreciación o la consciencia del ego» (1996, 100). Toda persona es única y debe ser consciente de su unicidad, al igual que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son conscientes de su respectiva unicidad. Esta singularidad, sin em bargo, no lleva al egocentrismo; más bien, encuentra su plena expresión en el amor sacrificial. «La premisa trinitaria es que el amor es pleno cuando se invierte en el otro. El amor que se da no empobrece sino que enriquece y perfecciona a quien lo da" (Ibíd., 101). Así, la fuerza para llevar adelante la misión, para amar a Dios y al prójimo, se encuentra, en primer lugar, en Dios, y luego en nosotros, porque somos hechos a su imagen trinitaria. Esto tiene consecuencias prácticas. Como cristianos, ya no podemos simplemente ver al mundo como una colección de individuos. En lugar de eso, necesitamos ver a cada individuo como un ser agobiado, sumergido en familias y comunidades, además de ser partícipe de toda la gama de instituciones sociales -económicas, políticas, culturales y religiosas. Todo esto es lo que significa ser humano, ser hecho a imagen de Dios. Esta visión del ser también es útil en cuanto a lo que no es el ser. Aun cuando nadie pueda negar la importancia de un ser seguro y equilibrado, una visión trinitaria del ser no valida metáforas como las afirmaciones solitarias, introvertidas y autosuficientes de «no necesito ayuda de nadie"; o bien, a quienes se empecinan en «hacerlo a mi modo"; o al empresario que apuesta y juega con corporaciones, sin tener en cuenta a las personas que trabajan en ellas y contribuyen a darle su verdadero valor. La realización individual bajo cualquier disfraz no creará al ser humano pleno de la Biblia. Por último, al igual que no podemos entender quién es Dios sin hacer referencia a lo que Dios está haciendo, el mismo principio se aplica a los seres humanos. Somos hechos a imagen de un Dios que es y que está actuando. Así, debemos ser quienes somos, portadores de la imagen de un Dios relacional, y hacer aquello para lo cual Dios nos hizo: que seamos fructíferos en relaciones sacrificadas. Para ser honestos a nuestra identidad como cristianos, debemos estar en Cristo, participando en su misión, amando a Dios y a nuestro prójimo. No somos quienes realmente somos a menos que estemos haciendo ambas cosas. Una última observación acerca de quiénes somos. Los seres humanos están ubicados en un lugar específico y en un momento en particular del reía to. Somos materiales además de espirituales. Nuestro ser respira, come, ríe y camina por el campo. Estamos ubicados en la creación de Dios y somos sustentados por ella. No somos ideas, pensamientos ni espíritus incorpóreos. No flotamos fuera del tiempo ni del relato. Nuestro relato y el de la naturaleza son inseparables. ¿Qué hemos de ser y hacer?
En primer lugar, debemos estar con Cristo. El ser es el principio. No podemos hacer lo que no somos. Es más, la vida en Cristo significa la vida en su Cuerpo: estamos con Cristo cuando estamos en su iglesia. Como cristianos, la iglesia es nuestra comunidad porque nuestro ser es un ser-en-comunidad. No existe ningún desarrollo transformador separado de personas en proceso
de transformación ellas mismas, y que viven en la comunidad que es el hogar de su transformación. Por lo tanto, debemos vivir la vida que Dios nos dio por medio de Cristo. Debemos vivir el relato bíblico; vivir desde Dios y para Dios, desde los demás y para los demás; vivir una vida de ser y hacer. Hacemos desarrollo transformador porque es lo que el relato bíblico nos dice que Dios está haciendo. Vivir la fe trinitaria significa vivir como vivió Jesucristo: predicando el evangelio, dependiendo totalmente de Dios, ofreciendo sanidad y reconciliación, rechazando leyes, costumbres y convenciones que colocan a las personas por debajo de las leyes; resistiéndonos a las tentaciones, orando constantemente; comiendo con los leprosos y otros marginados de nuestros tiempos; aceptando al enemigo y al pecador; muriendo por causa del evangelio si esa es la voluntad de Dios (LaCugna 1991, 401). Debemos hacer transformación en el Espíritu ya que la misión es de Dios. El Espíritu Santo nos capacita para la misión, nos guía a la misión y es responsable de los resultados de la misión. Si ha de haber alguna transformación humana que sea sustentable, será por la acción del Espíritu Santo, y no por la eficacia de nuestra tecnología de desarrollo o la astucia de nuestros procesos de participación (ver el Capítulo 6). Debido a que nuestra función es ser fieles y obedientes, en contraste con el ser exitosos, debemos modificar nuestras ambiciones y reorientar nuestra alabanza. El protagonista principal en la misión histórica de la iglesia cristiana es el Espíritu Santo. El es el director de todo el emprendimiento. La misión consiste en las cosas que él está haciendo en el mundo (Taylor 1972, 3). Debemos aceptar al «otro», y esto incluye a los no pobres además de los pobres. Este es el alma del evangelio y el punto de partida de la transformación. Los brazos abiertos del padre, que abraza al hijo que se había hecho totalmente otro, y el abrazo sanador del judío por parte del buen samaritano son las imágenes que deben dar forma a nuestra misión de transformación hacía los pobres y los no pobres por igual. Dios no tiene enemigos a quienes no ame, y por lo tanto tampoco podemos tenerlos nosotros. El abrazo, la aceptación, es el primer paso necesario hacia la reconciliación y la justicia (Volf 1996, 29). Debemos cumplir nuestra misión aceptando la paradójica ubicación de todo cristiano (Walls 1996, 53). El evangelio puede traducirse infinitamente, disponible a todos en todo idioma. Por lo tanto, como portadores del mensaje del evangelio, el agente cristiano de la transformación puede y debe ser totalmente local, «como en casa» en todo lugar, al igual que lo es el evangelio. Al mismo tiempo, sin embargo, el reino aún no está plenamente presente aquí, y no lo estará hasta la segunda venida de Cristo. Por eso, somos también peregrinos,! sin hogar permanente en ningún lugar, ya que nuestro hogar verdadero es la comunidad cristiana trascendente que está en marcha hacia un reino que aún no está aquí. Esto significa que estamos en el mundo pero no somos del mundo. También significa que aceptamos a las personas donde estén y sin emitir juicios, al tiempo que sabemos que el Espíritu de Dios festeja lo bueno, revela lo malo y llama a un cambio fundamental en todas las personas. Debemos ver al mundo como creado, caído y redimido, todo al mismo tiempo. No debemos separar la creación y la caída de la redención. Como un relato las partes son inseparables, cada una dándole sentido a la otra. Wink nos recuerda: Dios a la vez sostiene un sistema político o económico dado, ya que algún sistema es necesario para sostener la vida humana; condena ese sistema en tanto y en cuanto es destructivo de la plena realización humana; y lo impulsa hacia la transformación en un orden más humano. Los
conservadores enfatizan el primer aspecto, los revolucionarios el segundo, y los reformadores el tercero. El cristiano debe reunir los tres. (1992, 67). Nuestra práctica del desarrollo transformador debe ser informada por estas tres lentes para encontrarle sentido al relato humano. Entender la creación nos ayuda a entender cómo deberían ser las cosas. Entender la caída nos ayuda a entender qué es lo que está trabajando en contra de la vida en las comunidades pobres y por qué. Entender el relato de la redención nos ayuda a saber qué podría llegar a ser y quién y qué puede ayudarnos a llegar allí. Tres ideas teológicas importantes
Hay tres ideas teológicas que parecen útiles para los cristianos que trabajan por el desarrollo transformador. La Encarnación
Una de las partes más increíbles de este relato bíblico es la idea de que el trino Dios se rebajara haciéndose carne y viviendo entre nosotros (Jn 1:14). Para muchos, dentro y fuera de la fe, esta es una piedra de tropiezo descomunal. Por varias razones, la Encarnación es una metáfora teológica poderosa para quienes practican el desarrollo transformador. En primer lugar, la Encarnación es la mejor evidencia que tenemos para saber cuán en serio Dios toma el mundo material. La Encarnación destruye cualquier argumento de que Dios sólo está preocupado por el aspecto espiritual y que lo material, de alguna manera, es maligno o no merece la atención de la iglesia. Dios se hizo carne. Dios se hizo concreto y real. Fue posible tocar las heridas de Dios y escuchar su voz. Personas verdaderas fueron sanadas; un hombre muerto volvió a la vida. Esto sugiere que hacer el desarrollo transformador es lo que Dios hace. Nosotros sólo estamos siguiendo las huellas de Dios. Esto es lo fundamental de la narración bíblica. Es la razón por la cual «los cristianos no pueden, mejor dicho, no deben, simplemente creer en el evangelio: deben practicarlo, para que, por la gracia de Dios, puedan encarnar su realidad, lo que las Escrituras cristianas llaman el anticipo de la gloria futura de Dios» (Dyrness 1997, 3). Afirmar que la misión de la iglesia es solamente acerca de las cosas espirituales es ignorar la Encarnación. En segundo lugar, la Encarnación nos ofrece un modelo altamente educativo de cómo debemos estar dispuestos a practicar el desarrollo transformador. Dios se vació a sí mismo de sus prerrogativas, de sus privilegios. ¿Estamos nosotros dispuestos a vaciarnos de los nuestros? Jesús no vino como un Cristo conquistador, que resolvería todos los problemas. Jesús no es el dios de la respuesta fácil del cual nos advirtió Koyama (1985, 241). Fue el Dios que no pudo salvarse a sí mismo, y de ese modo pudo salvar a los demás. Aquí encontramos lecciones importantes para los profesionales del desarrollo, llenos de habilidades tecnológicas y confiados de sus «buenas noticias» para los pobres. Cualquier práctica de desarrollo transformador debe estar enmarcada por la cruz y el Cristo quebrantado. Por último, debemos recordar siempre que Jesús eligió libremente vaciarse de sus prerrogativas de Dios, haciéndose nada (Fil. 2:7), para que toda lengua confesara que «Jesucristo es el Señor" (Fil. 2:11). El único propósito de esta acción fue invitar a las personas a que reorientaran su vida y proveer de los medios para hacerlo. El desarrollo transformador debe tener este mismo fin como meta. La redención
El objetivo del relato bíblico es redimir y así reorientar la trayectoria del relato humano luego de la caída. Esto fue posible mediante la labor concluida de Jesucristo. Debemos recordar, sin embargo, que este acto tuvo lugar en el mundo concreto de Israel, en un momento particular de la verdadera historia de la humanidad mediante la muerte de un verdadero ser humano, real y
concreto, La redención es material además de espiritual. Tanto nuestros cuerpos como nuestras almas son redimidos. Los nuevos cielos vienen a la tierra. La gloria de todas las naciones entrará en la ciudad en el día final: nuestras culturas, ciencias, poesías, arte, incluso nuestro desarrollo transformador, todos ellos son redimidos y son parte del final del relato. Por esta razón debemos recordar constantemente que la labor de desarrollo transformador es parte de la obra redentora de Dios (Bradshaw 1993, 43). No me malinterpreten. El desarrollo transformador por sí solo no va a salvar. Los actos caritativos y transformadores de los cristianos nunca mediarán la salvación. Habiendo dicho esto, es también errado actuar como si la labor redentora de Dios ocurriera sólo en el espíritu interior del individuo o en el cielo, en el dulce más allá. Esta visión totalmente espiritualizada, descarna-da, de la redención no es bíblica. Dios está trabajando para redimir y restaurar toda la creación, los seres humanos, los seres vivientes, y la creación misma. «Porque [la creación] fue sometida a la frustración. Esto no sucedió por su propia voluntad, sino por la del que así lo dispuso. Pero queda la firme esperanza de que la creación misma ha de ser liberada de la corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Ro. 8:20-21). En este sentido el desarrollo transformador es parte de la labor redentora de Dios en el mundo. Por último, puesto que Dios está llevando a cabo los propósitos de redención en el ámbito espiritual, en el físico y en el social, esto significa también que somos agentes de Dios en la redención, sin importar cuán imperfectos e insatisfactorios seamos en esta increíble función. Cuando trabajamos en pos del desarrollo transformador, estamos trabajando como los pies y las manos de Dios. El reino de Dios
Por último, una palabra sobre Jesús y el reino de Dios. El reino de Dios es algo sobre lo cual Jesús habló mucho. Ha sido recuperado como un importante concepto bíblico, comenzando con el movimiento del «evangelio social» en los Estados Unidos a principios del siglo 20. El reino de Dios fue el tema del primer Sermón de Jesús (Mc. 1:14), fue lo único a lo que él llamó «evangelio» (Mt 4:23), y fue el tema en el cual centró sus enseñanzas a los discípulos durante sus últimos cuarenta días sobre la tierra (Hch 1:3). Jesús dijo que el reino es la clave para comprender sus enseñanzas (Lc. 8:10). En el Sermón del Monte, dijo que el reino de Dios era la primera cosa que deberíamos buscar y que todo lo demás vendrá solo (Mt 6:33). La llegada del reino es la primera petición formulada en la oración que Jesús nos enseñó (Mt 6:10). Lucas cierra el libro de los Hechos contándonos que Pablo «predicaba el reino de Dios y enseñaba acerca del Señor Jesucristo sin impedimento ni temor alguno» (Hch. 28:31). Jesús incluso dijo que «el evangelio del reino se predicará en todo el mundo como testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin» (Mt 24:14). La idea del reino de Dios es una idea importante para quienes trabajan por la transformación humana. Recordando la importancia de la interrelación de las personas y los sistemas sociales en los cuales viven, E. Stanley Jones, un misionero de larga data en 1a India, realiza un importante aporte a la teología del reino al presentar las metáforas bíblicas de «el reino inconmovible» y «la persona incambiable» (Jones 1972). El reino de Dios es inconmovible (Heb 12:28) porque es la verdadera realidad, lo que las cosas son realmente. Cristo es la persona incambiable (Heb. 13:8), la realidad del reino en forma humana, el único camino para entrar en el reino de Dios. El reino de Dios, dice Jones, es al mismo tiempo radical y conservador. Es radical en cuanto nadie ni nada está más allá de sus demandas. Es conservador en cuanto «reúne todas las cosas que son buenas [la buena creación de Dios que aparece en medio de los resultados de la caída] y lleva a su fin las cosas buenas, limpia lo malo y va más allá de todo cuanto se pueda pensar o imaginar en lugar alguno. Este es el deseo de los tiempos, si sólo las personas lo supieran»
(1972, 27). Jones continúa diciendo que el reino de Dios simplemente «es y debes tomarlo en serio» (Ibíd., 46). Jones también rechaza la reducción que limita el evangelio solamente al individuo. Las personas y los sistemas sociales están relacionados entre si. Aunque las personas crean las instituciones económicas, políticas y religiosas de su sociedad, al mismo tiempo estas instituciones moldean (crean) a las personas que viven en ellas. El impacto del pecado, y por ende el alcance del evangelio, incluye tanto lo personal como lo social.
DIAGRAMA 2-5: LA INSEPARABILIDAD DE LAS PERSONAS Y LOS ÓRDENES SOCIALES (SEGÚN JONES 1972, 32-35). Si reducimos el evangelio sólo a nombrar el nombre de Cristo, las personas son salvadas, pero se hace caso omiso del orden social. Esta es «un cristianismo tullido con resultados tullidos» (Jones 1972, 30). Si actuamos como si los individuos fueran salvados ahora y el reino sólo estuviera reservado en el cielo para cuando llegue Jesús, entonces en realidad dejamos el orden social en manos del malvado. «Se dejan de lado vastos espacios de vida humana, irredentos -lo económico, lo social y lo político» (Ibíd., 31). A este vacío corren otras ideologías y reinos, con sus afirmaciones seductoras y engañosas de una nueva humanidad y un mejor mañana -el socialismo, el capitalismo, el nacionalismo, la identidad étnica y el denominacionalismo-, todos ellos reinos pasajeros. Por ello, el alcance del evangelio del reino inconmovible y de la persona incambiable es el individuo, el sistema social en el que vive y la tierra de la que depende para vivir. El argumento de Jones anticipa en buen grado el análisis que realiza Wink. El impacto de la caída afecta tanto al individuo como al sistema social, y por ello el impacto del evangelio del reino debe ser sobre ambos. Wink formula esta afirmación provocadora: «El evangelio no es un mensaje de salvación personal del mundo, sino un mensaje de un mundo transfigurado hasta en sus estructuras más básicas" (Wink 1992,83). Incluso la creación misma «gime a una, como si tuviera dolores de parto», esperando «con ansiedad la revelación de los hijos de Dios» (Rom 8:22,19) Trabajar por la transformación humana como cristiano significa trabajar por la redención de todas las personas, sus sistemas sociales y el medio que sustenta sus vidas: un evangelio completo para toda la vida. Este es el reino de Dios. Nunca debemos separar del reino a la persona, nos advierte Jones (1972, 37). Jesús, la persona incambiable, es la encarnación del reino de Dios. La mejor noticia es que el reino de Dios no es una frase teológica, sino que «ahora es un nombre con un rostro humano» (Newbigin 1981, 32-
33). Mejor aún, esta persona vino y vivió entre nosotros, «tentado en todo de la misma manera que nosotros» (Heb 4:15). El reino de Dios ha venido ciertamente a nosotros en la forma de la persona que no cambia. «Jesús es el reino de Dios que se pone sandalias y camina» (Jones 1972, 34). Toda comprensión cristiana del desarrollo transformador debe tener en cuenta a la persona de Jesús, y poner las afirmaciones y la promesa del reino en el centro al definir cuál es el futuro humano mejor por el que trabajamos y al elegir los medios para llegar allí. Cabe notar que, como la cruz, hay algo paradójico acerca del reino. Jayakumar Christian, un facilitador del desarrollo y colega de la India, ha explorado la inversión del poder en Apocalipsis (1994, 11-12). El cordero de Dios que fue herido es el único digno de abrir el rollo. El cordero, condenado por Pilato y sentenciado a muerte como un criminal, está sentado en el único trono que permanece vigente al final de los tiempos. El cordero sacrificado, no el león británico, ni el tigre de la India, ni el águila estadounidense es el símbolo del poder cuando termina el relato. En el reino de Dios se revierte lo que nosotros pensamos que es el orden natural de las cosas (Kraybill, 1978). Además, ya que Jesús lo prometió, este reino está habitado por quienes hoy consideramos impotentes: los pobres (Lc. 6:20), los humildes y los perseguidos (Mt. 5:5,10). Por último, todas las expresiones humanas de poder, toda tribu y lengua y pueblo y nación, se pararán frente al cordero y reconocerán quién es él y qué ha hecho (Ap. 7:9-10). El reino del Cristo quebrantado y humillado es el único reino que quedará en pie al final de los tiempos. Esto presenta algunas preguntas desafiantes para los facilitadores del desarrollo: ¿Dónde creemos que reside el poder que puede ayudar a los pobres? ¿En quién o en qué confiamos? ¿Qué dice la imagen del cordero sacrificado al practicante del desarrollo? O, más provocador aún, ¿qué le dice a la agencia de desarrollo? La narración bíblica y el desarrollo transformador
La intención evangelizadora
Este relato bíblico, del cual el de Jesús es el centro, es un relato transformador. El relato de Jesús puede sanar nuestro relato y el de cualquier comunidad o sociedad devolviéndole esperanza y vida, si aceptamos la oferta de salvación que nos hace Dios. No compartir este relato es retener el único relato que los cristianos creen que trae verdadera esperanza. Ningún otro relato lleva a la vida. Este es el único relato que contiene buenas noticias, noticias transformadoras, para el pecado humano y los sistemas humanos dominantes. No puede haber ningún futuro humano mejor fuera de este relato. Por esta razón, el desarrollo transformador que los cristianos llevan a cabo debe incluir compartir el relato bíblico de manera que la gente pueda entenderlo y que exija una acción en respuesta. La restauración de las relaciones
El propósito del relato bíblico es, en último término, acerca de las relaciones, relaciones restauradas. «Vivir como personas en comunión, en relaciones correctas, es el significado de la salvación y el ideal de la fe cristiana» (LaCugna 1991, 292). Las relaciones deben ser restauradas en todas sus dimensiones. Primero, y antes que nada, en una relación íntima y servicial con Dios, por medio de Jesucristo. En segundo lugar, en relaciones sanas, justas y correctas con nosotros mismos y nuestras comunidades. En tercer lugar, en relaciones amantes, respetuosas y de «prójimo» con todos los que son los «otros» para nosotros. Por último, en una relación con la tierra, una relación que la proteja, la conserve y la haga dar fruto. La importancia de las relaciones integrales y enfocadas en el reino es un tema que aparece constantemente en la Biblia. El relato de la creación, incluyéndola caída, es un relato relacional. Los Diez Mandamientos son acerca de relaciones con Dios y con los demás, con una
predisposición a favor del bienestar de la comunidad. El pacto con Israel era acerca de una relación entre Dios y el pueblo de Dios. Melba Maggay una teóloga y agente de desarrollo en las Filipinas, nos recuerda que «Israel fue enviado al exilio debido a la idolatría y la opresión temas proféticos que resultan de las leyes de amor a Dios y amor al prójimo (Maggay 1994, 69). Amar a Dios y amar al prójimo deben ser los temas funda mentales para una visión cristiana del desarrollo transformador. Jesús hizo una extensión radical de la ley de amar al prójimo cuando nos mandó a amar a nuestros enemigos (Mt 5:44). Nosotros no somos así, pero Dios sí. Dios no tiene enemigos que estén más allá de su amor, incluso los propietarios más avaros, crueles y egoístas. Por lo tanto, debemos amar a los pobres y a los no pobres por igual. Esto no es, sin embargo, un llamado al amor que dice «yo estoy bien, tú estás bien», el amor acrítico, salamero. El amor de Dios es con frecuencia un amor muy duro. Egipto sufrió de gran manera sólo para que el Faraón pudiera saber que «yo soy el Señor" (Ex 7:5, 14:4). Dios envió a su amado Israel al exilio, incluso a Babilonia, y luego no le dirigió la palabra por casi seiscientos años. El amor de Dios por nosotros y nuestro prójimo puede ser muy duro: exige la verdad, tiene sus consecuencias y nos pone en peligro. Pero nunca hay odio; no se demoniza al enemigo ni se lo declara sin remedio. La oferta de la gracia siempre está presente. Necesitamos detenernos un momento para explorar la naturaleza de estas relaciones. ¿Qué queremos decir? ¿Cómo deben evaluarse dichas relaciones? La imagen bíblica de shalom es particularmente útil para esto. Nicholas Wolterstorff señala que shalom se traduce generalmente como «paz», pero que significa más que la ausencia de antagonismo. En primer lugar, shalom es un concepto relacional, «vivir en paz con Dios, con uno mismo, con los demás y con la naturaleza». Luego, sugiere Wolterstorff, debemos agregar las ideas de justicia, armonía y disfrute para encontrar el pleno significado bíblico de la palabra. Shalom significa relaciones justas (vivir justamente y experimentar la justicia), relaciones armoniosas y relaciones que se pueden disfrutar. Significa pertenecer a una comunidad auténtica y nutritiva en la cual uno pueda ser uno mismo y darse a sí mismo sin empobrecerse. Justicia, armonía y disfrute de Dios, de uno mismo, de los demás y de la naturaleza; este es el shalom que trae Jesús, la paz que sobrepasa todo entendimiento (Wolterstorff 1983, 69-72). La idea de shalom está relacionada con una de las interesantes maneras en que Jesús describió su misión: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn. 10:10). La vida en su plenitud es el propósito; para eso somos y eso es lo que Jesús vino a hacer posible. Para vivir plena mente en el presente en relaciones que son justas, armoniosas, y que se disfrutan, que permiten que todos contribuyan. Y para vivir plenamente para siempre. Una vida de gozo de ser, que va más allá de tener. Aunque el shalom y la vida abundante son ideales que no veremos antes de la segunda venida, la visión de un shalom que conduzca a la vida en plenitud es una poderosa imagen que debe formar y moldear nuestra comprensión de cualquier futuro humano mejor. Una historia integral u holística El concepto de holismo o «lo integral» es un concepto importante para pensar sobre el desarrollo
como cristianos. Hay varias formas de pensar de manera holística. Primero, debemos recordar todo el relato, desde su comienzo hasta su final. A veces somos tentados a cortar el relato bíblico y limitarlo al nacimiento, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Aunque este es el centro de el relato, no es todo el relato. Para pensar correctamente sobre la transformación humana debemos ver al mundo de los pobres y de los no pobres a la luz de todo el relato. Debemos tener en claro cuál era el propósito, cómo llegaron a estar las cosas como están, qué está ofreciendo Dios hacer para cambiarlas, y qué podemos o no podemos hacer
nosotros como partícipes en el relato. Debemos tener una visión holística del tiempo, del tiempo bíblico. La totalidad del relato es importante también porque ayuda a quienes no han escuchado el relato a entender el evangelio. Es difícil entender cualquier relato si el narrador insiste en comenzar por el medio. Por ejemplo, decirles a las personas que Cristo murió para perdonar sus pecados puede ser difícil de entender si ellas no saben de cuál Dios uno está hablando o si no comprenden la idea de pecado. Necesitamos una visión integral de la narración para crear un marco completo de significado para todo lo que el evangelio tiene para nosotros. En segundo lugar, necesitamos una visión integral de las personas. Esto nos trae de vuelta a un tema anterior: la labor redentora de Dios no separa a los individuos de los sistemas sociales de los cuales forman parte. Las personas son lo primero, por supuesto. Personas cambiadas, transformadas por el evangelio y reconciliadas con Dios, son sólo el comienzo de cualquier transformación. El transformar los sistemas sociales no puede lograr esto: «Ningún acuerdo de cooperación social en donde el poder controle al poder y la anarquía sea dominada, producirá seres humanos libres del deseo del poder» (Wink 1992, 77). Por ello, el desarrollo transformador que sea cristiano no puede obviar el invitar a decir sí a la persona de Jesús e invitar a entrar al Reino. Al mismo tiempo, sin embargo, esta respuesta individual no expresa completamente el alcance de la labor redentora de Dios. Los sistemas sociales están formados por personas, pero también son más que la suma de las personas que están involucradas en ellos. Las corporaciones, los ministerios gubernamentales, e incluso las estructuras eclesiales tienen un carácter o cultura que es mayor que la suma de los individuos que trabajan en ellas. Wink explica este ethos o espíritu en términos de los conceptos bíblicos de principados y poderes: «Los principados y poderes de la Biblia se refieren a las manifestaciones internas y externas de las instituciones políticas, económicas religiosas y culturales" (Wink 1992, 78). Como dije antes, esta dimensión social de la vida humana también ha caído y es por lo tanto un objetivo de la laboral redentora de Dios. La Gran Comisión llama a convertir a las naciones en discípulos, no sólo las personas. Esta comisión del Cristo vivo nos instruye a bautizar a las naciones en el nombre del trino Dios «enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes» (Mt 28:20). ¿Cuál fue el mandamiento de Jesús? Amar a Dios y a su prójimo como a uno mismo. Kwame Bediako, teólogo ghaneano, articula muy bien la Gran Comisión: La Gran Comisión, por lo tanto, es acerca de la disciplina de las naciones, la conversión de las cosas que hacen que un pueblo sea una nación: los procesos compartidos y comunes de pensamiento; las actitudes; la cosmovisión; las perspectivas; los idiomas, y los hábitos culturales, sociales y económicos de pensar, comportarse y practicar. Estas cosas y las vidas de las personas en quienes tales cosas encuentran su expresión, todo esto debiera entrar en el llamado al discipulado (Bediako 1996b, 184). Recordando la cosmovisión en tres niveles de Hiebert, en el diagrama 1-2 del primer capítulo, la labor redentora de Dios apunta a los tres niveles. Dios es el único Dios verdadero, el Dios de poder y el Dios que ama y trabaja en el mundo real de lo que se ve, se palpa y se escucha. Su agenda redentora trabaja en la verdad (el nivel superior), el poder (el nivel medio de Occidente) y el amor (el mundo concreto de la ciencia y la tierra). Todo un evangelio para todos los niveles de la cosmovisión. Por último, es necesario mencionar un aspecto más acerca de lo holístico El evangelio de Jesús y su reino es un mensaje de vida, obra, palabra y señal, un todo indivisible, con todas estas expresiones de un único mensaje del evangelio. El relato en Marcos del llamado de los discípulos dice que Cristo «designó a doce, a quienes nombró discípulos, para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar y ejercer autoridad para expulsar demonios» (Mr 3:1415). Cuando los apóstoles son enviados en su primera misión solos, Marcos informa que ellos
«salieron y exhortaban a la gente a que se arrepintiera. También expulsaban a muchos demonios y sanaban a muchos enfermos, ungiéndolos con aceite» (Mr. 6:12-13). Los activistas son muy rápidos para aferrarse a la prédica, la curación y la parte de echar fuera demonios. Con demasiada frecuencia pasan por alto que-el llamado de Cristo era antes que cualquier otra cosa a «acompañar» a Cristo. El estar debe preceder al hacer. Me ayuda imaginar el mensaje del evangelio como una especie de pirámide. La parte de arriba de la pirámide es estar con Jesús, la vida en el Señor viviente y con él. Esta relación enmarca todo lo que está debajo en la pirámide. Cada uno de los vértices de la pirámide es un aspecto o dimensión del evangelio: predicar -el evangelio como palabra-, sanar -el evangelio como obra-, expulsar demonios -el evangelio como señal. Cada uno de estos ministerios puede, a su vez, desarrollarse. El evangelio como palabra incluye enseñar, predicar y hacer teología. El evangelio como obra significa trabajar por el bienestar físico, social y psicológico del mundo que pertenece a Dios. Esta es la única ubicación para la transformación según lo interpretan muchísimos cristianos. El evangelio como señal significa señales y maravillas, esas cosas que sólo Dios puede hacer, además de las cosas que la iglesia hace como señal viviente de un reino que es y que aún no ha venido en plenitud. La metáfora de la pirámide es útil porque uno no puede sacarle una parte y seguir afirmando que tiene una pirámide. Esto nos recuerda que para que el evangelio sea evangelio los cuatro aspectos -vida, obra, palabra y señal-deben estar presentes. Son inseparables, y así es también lo integral del evangelio de Cristo.
DIAGRAMA 2-6: EL EVANGELIO DEL REINO: SER , PREDICAR , SANAR Y EXPULSAR DEMONIOS
La tecnología y la ciencia tienen un lugar en el relato
Uno de los aspectos cada vez más claros de la era moderna es que la ciencia ha perdido su relato (Postman 1997, 29-32). La ciencia y la tecnología no pueden, y de hecho no deben, proveer las respuestas que necesitamos. La ciencia nos ayuda a entender cómo funcionan las cosas, pero no por qué funcionan ni para qué están. La ciencia no puede crear. Porque se supone que la ciencia es libre de valores, no operó dentro de una visión de lo que debiera ser. Pudo desarmar implacable y eficientemente; no pudo construir una alternativa integral (Schenk 1993, 67)
No siempre fue así: en un tiempo la ciencia formaba parte de un relato más grande. Postman nos recuerda que «los primeros narradores de la ciencia-Descartes, Bacon, Galileo, Kepler y Newton, por ejemplo- no contemplaban su relato como un reemplazo de la gran narración judeocristiana, sino como una extensión a ella» (1997, 31). Sin embargo en los siglos subsiguientes la ciencia y la tecnología parecían cada vez más poder dar sus explicaciones sin necesidad de incluir a Dios como parte de la explicación. Dios se hizo cada vez más marginal a su narración y finalmente se lo descartó como algo innecesario. Hoy en día la ciencia y la tecnología se explican diciendo: «Funcionamos, ¿verdad? Es lo único que importa». Se descartan las relaciones, la ética y la justicia. Sin embargo, la tecnología y la ciencia son una parte inseparable del trabajo por la transformación humana. Programas de inmunización, la hidrología y la búsqueda de agua, las prácticas agrícolas mejoradas, la ciencia popular o folclórica tienen un impacto positivo en la vida de los pobres. Cualquier visión cristiana del desarrollo transformador debe dejar espacio para el bien que puedan ofrecer la ciencia y la tecnología. Pero, para ser cristianas, la ciencia y la tecnología no pueden ser su propio relato, no pueden quedar apartadas del relato bíblico que es el verdadero relato. Necesitamos una crónica moderna de la acción divina en el orden natural (Murphy 1995, 325). Si no logramos recuperar una verdadera narración cristiana para la ciencia y la tecnología, que reconozca a Dios trabajando por medio de la ciencia en el orden natural y que ponga a la ciencia al servicio de la vida y del enriquecimiento de las relaciones, entonces les daremos a los pobres la misma ciencia sin relato que está empobreciendo a Occidente. Estas no serían buenas noticias. Desarrollaré esto en mayor profundidad en el capítulo sobre el testimonio cristiano. El relato bíblico es para todos
En nuestra ansiedad por estar con los pobres y para los pobres, no debemos olvidar que la narración bíblica es el relato de todos, tanto de los pobres como de los no pobres. Unos y otros son hechos a imagen de Dios, han experimentado las consecuencias de la caída y ambos son la meta de la obra redentora de Dios. La esperanza del evangelio y la promesa transformadora del reino son para unos y otros. La única diferencia es la ubicación social. Los pobres están en la periferia del sistema social mientras que los no pobres, incluso cuando vivan en comunidades pobres, ocupan lugares de preferencia, prestigio y poder. Aunque el relato de Dios es para todos, hay por lo menos dos maneras en que la respuesta humana ante el relato crea una parcialidad a favor de los pobres. En primer lugar, aparentemente es muy difícil que los no pobres acepten el relato bíblico como su propio relato (Lc. 18:18-30). La riqueza y el poder parecen provocar que las personas se hagan sordas y pobres de entendimiento (Lc. 8:14). Incluso los cristianos que no son pobres tienen problemas para vivir el relato. Hay una tentación muy fuerte de domesticar la narración a fin de utilizarla para validar su riqueza o posición. Para los no pobres cristianos existe la necesidad de apropiarse de todo el relato bíblico como mayordomos, no como dueños. La iglesia ha perdido su camino en este aspecto de vez en cuando. En segundo lugar, son los pobres los que parecen reconocer con mayor consistencia el relato de Dios como suyo propio. La iglesia tiene una larga trayectoria de crecer en sus márgenes y declinar en su centro (Walls 1987). Es más, Dios siempre ha insistido en que cuidar de la viuda, del huérfano o del extranjero es una medida de la fidelidad con la que vivimos nuestra fe. Ningún relato en el cual los pobres sean olvidados, desconocidos o dejados para arreglárselas solos es consecuente con la narración bíblica. Si los pobres son olvidados, también Dios será olvidado. Amar a Dios y amar al prójimo son dos aspectos equivalentes de un único mandamiento.