T Alan Moorehead, destacado corresponsal de guerra durante la última contienda y autor de «Eclipse» -relato del desembarco de Normandía y de la campaña en Francia y Alemania-, nos ofrece en EL NILO BLANCO la historia de la exploración de las misteriosas fuentes del Nilo, las cuales, según dijo Harry Johnston a mediados del siglo pasado, constituían «el mayor secreto geográfico desde el descubrimiento de América». El libro abarca el período comprendido entre 1856 y 1900. Todas las expediciones anteriores habían fracasado en su intento de remontar el río. En 1848, el misionero Johann Rebmann informó sobre su viaje a la costa oriental de África, durante el cual había visto una montaña llamada Kilimanjaro con nieve en la cima. El año siguiente, otro misionero, Johann Ludwig Krapf, refirió haber divisado a distancia un segundo pico nevado, el monte Kenia. Posteriormente, un nuevo misionero, J. J. Erhardt, trazó un mapa en el que se mostraba un gran lago al que bautizó con el nombre de «Mar de Uniamesi». Los trafican tes de esclavos y de marfil hablaron de otros tres lagos, el Ujiji, el Nyanza y el Nyasa. ¿Formaban estos tres lagos uno solo? ¿Eran el Kilimanjaro y el Kenia las legendarias Montañas de la Luna, o había otra cordillera más al interior? Para dar respuesta a estas cuestiones, dos explorado res, Richard Francis Burton y John Hanning Speke, partieron hacia África en 1856. Con esta expedición comenzó la gran Era de las explo raciones centroafricanas.
Alan Moorehead
EL NILO BLANCO
P L A Z A & JANES. S. A. Editores
Título original: THE WHITE NILE
Traducción de LEONCIO SUREDA
Fotoportada de F. BEDMAR
Primera edición: Noviembre, 1961 Segunda edición: Setiembre, 1963 Tercera edición: Marzo, 1983
© 1960 bv Alan Moorehead © 1963. PLAZA It JANES. S. A., Editores Virgen de Guadalupe, 21-33. Esplugucs de Llobregat (Barcelona) Este libro se ha publicado originalmente en inglés con el titulo de THE W HITE NILE
Prínled in Spairt
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Impreso en España
ISBN: 84-01-33210-9 — Depósito Legal:
B. 8.620 • 1983
GRAFICAS DUPLEX. Ciudad de la Asunción. 26. Barcelona
Í N D I C E
P&gs.
Prólogo....................................................................................
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PRIM ERA PARTE
LA EXPLORACION I. — Zanzíbar, 1856 ....................................................... II. — La in s p ira c ió n .................................................... III. — Los valles del p a r a í s o .......................................... IV. — Las esquivas fu en tes.............................................. V. — Baker del N i l o .................................................... VI. — Kudos y b a r a k a ................................................ V II. — El vencedor de obstáculos...................................
15 33 49 65 81 101 121
SEGUNDA PARTE
LA EXPLOTACION V IH . — Un mendigo a c a b a llo .......................................... 135 IX. — Irse en p a z ...........................................................155 X. — Viajando en c a m e llo .............................................. 175
TERCERA PARTE
LA REBELIÓN MUSLIME X I — Suez, 1882 ............................................................... 201 X II. — Sarawakeando el S u d á n ................................... 207 X III. — Una azotea con una v is t a ......................................225 XIV. — El decreciente N i l o .............................................. 249 X V .— El fantasma del M a h d i.......................................... 265 XVI. — El paraíso r e fo r m a d o ....................................... 277 X V II. — Las aguas’ de B abilon ia....................................... 287
CUARTA PARTE
LA VICTORIA CRISTIANA X V III. — El río a b i e r t o .......................................................... 309 E p ílo g o .........................................................................................333 N o t a ............................................................................................. 345
PROLOGO
Ninguna inexplorada región de nuestros tiempos, ya se trate de las alturas de los Himalayas, las soledades antárticas, o hasta el lado oculto de la luna, ha ofrecido un cuadro tan fascinador como el misterio de las fuentes del Nilo. 'Durante dos m il años por lo menos, el problema fue debatido y no quedó resuelto; todas las expediciones que fueron enviadas río arriba desde Egipto, regre saron sin haber alcanzado su objetivo. A mediados del siglo dieci nueve — hace únicamente cien años— este tema había llegado a ser, según la expresión de Harry Johnston, «e l más grande secreto geográfico después del descubrimiento de América». E l espacio de tiempo abarcado por este relato se limita a los años comprendidos entre 1856 y 1900, y por tanto es suficiente para el propósito que perseguimos: referir sólo muy brevemente la primitiva historia del río. Es casi seguro que los antiguos egip cios conocían el valle del N ilo desde el Mediterráneo hasta la actual ciudad de Khartum, donde el N ilo Azul penetra procedente de las montañas de Etiopía. Probablemente ellos sabían también algo del N ilo Azul. Pero el curso más distante de la corriente madre, el N ilo Blanco, al sur de Khartum, continuaba siendo objeto de interminables especulaciones, e interesaba a todo distinguido geó grafo de la época. Éste era algo más que un ordinario campo de exploración. En esos desiertos el río constituía la vida misma. Si hubiera dejado de fluir, siquiera por una temporada, todo Egipto habría perecido. N o saber de dónde procedía la. corriente, no tener ninguna especie de garantía de que aquélla pudiera continuar, esto representaba el vivir en un estado de inseguridad donde sólo el fatalismo o la su perstición podían tranquilizar el espíritu. Pero no hay ningún recuerdo de que el río hubiese detenido alguna vez su curso. E l gran torrente pardo continuaba fluyendo del desierto a través de los tiempos, y nadie podía explicarse qué creciera e inundara sus 'márgenes en el Delta del N ilo en setiem bre, la estación más seca y calurosa del año en el litoral del Me diterráneo; ni cómo era posible que el río continuara fluyendo cuando el caudal disminuía, en una extensión que sobrepasaba las m il millas y a través del más pavoroso de los desiertos sin
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recibir ningún afluyente y escasamente algunas gotas de lluvia. Hacia el año 450 antes de Jesucristo, Herodoto remontó el N ilo hasta la primera catarata de Assuan antes de retroceder, habién dose formado tan sólo una vaga (y errónea) teoría, según la cual el río debería tener sus orígenes a lo lejos, hacia el Sudoeste, en las cercanías del lago Chad. E l emperador Nerón mandó dos cen turiones al frente de una expedición a las extensiones de Nubia, que era como se le llamaba entonces al Sudán, pero aquéllos regresaron sin éxito, diciendo que habían sido bloqueados en el lejano interior por un impenetrable pantano. A través de los siglos que se sucedieron, la China llegó a conocerse en Europa; América y Australia fueron descubiertas, y las masas de tierra y los océanos del mundo figuraban en mapas y cartas geográficas en forma muy parecida a las de hoy en día. Pero sin embargo, en 1856, el centro de Africa y su misterio interior, el origen del N ilo Blanco, conti nuaban siendo un enigma casi tan grande como lo eran en el tiempo de Herodoto. James Bruce siguió el curso del más corto N ilo Azul desde su fuente hasta Khartum en la década del 1760, pero hacia el 1856 ni siquiera el más resuelto de los exploradores del N ilo Blanco había podido ir más allá de la actual jurisdicción de Juba, en la latitud de 5 grados al Norte. En aquel punto no se hallaban más cerca de la fuente del río. Cataratas, tallos de papiros, fiebre palúdica, el intenso calor tropical, la oposición de las tribus pa ganas, todo esto se combinaba para impedir cualquier nuevo avance hacia el Sur. Por aquel entonces ese impenetrable espacio en blanco en el centro del continente había sido poblado por la imaginación con mil monstruosidades, tales como hombres enanos y caníbar les con cola, animales tan extraños como el fabuloso grifo y la salamandra, grandes mares interiores, J montañas tan altas que desafiaban toda ley natural, llevando en sus cimas, con el calor ecuatorial, un manto de perpetua nieve. Existía al menos una pequeña y tenue prueba para apoyar algunas de tales especulaciones. Una de las más persistentes le yendas sobre las fuentes del N ilo se relacionaba con un viaje que no había sido efectuado en absoluto por el río, sino por tierra, desde la costa oriental de África un poco al norte de Zan zíbar. Según dicha leyenda, un hombre llamado Diógenes, merca der griego, pretendía que a mediados del siglo prim ero después de J. C. regresó a su país de una visita a la India, habiendo de sembarcado en el continente africano en un lugar llamado Rhapta (e l cual podría haber sido el sitio de la actual población de Pangani en Kenia). Desde Rhapta, explicaba Diógenes, había « recorri do el interior del país en un viaje de veinticinco días y llegado a las proximidades de dos grandes lagos y de una nevada cordillera a la que deben su origen las corrientes gemelas del N ilo ».
EL MAPA DE AFRICA (Fragmento del Mapamundi de Tolomeo, de mediados del siglo II de nuestra era.)
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Ésta, en todo caso, es la historia tal como fue relatada en la ¿poca por el geógrafo sirio Marino de Tiro, y gracias a los infor mes de Marino pudo Tolomeo, el más grande de los geógrafos y astrónomos de su tiempo, levantar a mediados del siglo segundo después de J. C. su célebre mapa. En él muestra el curso del N ilo alargándose directamente hacia el Sur desde el Mediterráneo al Ecuador, y al rio se le hace surgir de dos lagos redondos. Los lagos, a su vez, son alimentados p or las vertientes de una vasta extensión de montañas, los Lunae Montes, o Montes de la LunaDurante m il setecientos años el maga de Tolomeo fue una especie de curiosidad geográfica, objeto de interminables discu siones, pero rara vez totalmente refutada. Luego, en 1848, Johann Rebmann, uno de los primeros misioneros del Africa oriental, des pertó de nuevo la atención del mundo culto con la sensacional noticia de que él mismo, como lo hiciera Diógenes en la antigüedad, habla recorrido el interior del país desde la costa oriental africana y había visto una enorme montaña, llamada Kilimanjaro, con nie ve en su cumbre. Este relato fue inmediatamente ridiculizado en Londres por un tal Desborough Cooley, miembro de la Royal Geographical Society, quien declaró que era imposible que la nieve permaneciera sin derretirse en el ecuador; lo que Rebmann había visto era la luz del sol brillando sobre una roca blanca. Al año siguiente, sin embargo, otro misionero, Johann Ludwig Krapf, afir maba que había visto de lejos un segundo pico cubierto de nieve, el monte Kenia, algo hacia el norte de Kilimanjaro. Aún otro mi sionero, J. J. Erkardt, hizo un mapa en el que señalaba un gran lago interior al cual designó como « mar de Uniamesi». Hacia el principio de la década del 1850 hubo también otro testimonio que determinó se renovara el interés por el mapa de Tolom eo: los esclavos árabes y los traficantes en marf'l, regresando a Zanzíbar desde el lejano interior, hablaban de dos grandes lagos existentes allí, uno, el U jiji, y el otro el Nyanza. Además, había noticias de un tercer lago, el Nyasa, más al Sur. Todo esto resultaba en extremo vago y confuso. ¿Eran todos estos lagos en realidad uno solo? ¿Eran el Kilimanjaro y el Kenia los legendarios Montes de la Luna o había otra cordillera más al interior? ¿Y cómo se ajustaban los lagos y las montañas al supueto dieños del Nilo? Con el fin de encontrar la respuesta a estas preguntas, dos exploradores, Richard Francis Burton y John Hanning Speke, partiero nhacia Africa en 1856. Rechazaron la ruta que conducía al N ilo corriente arriba desde Egipto, y en cambio decidieron avanzar hacia el Oeste desde Zanzíbar en dirección al interior, donde ningún hombre blanco había penetrado antes.
PRIMERA PARTE
La e x p lo r a c ió n
Capítulo
primero
ZANZIBAR, 1856
El Zanzíbar que Burton y Speke vieron por vez primera a fines de 1856 era un lugar mucho más importante de lo que es hoy; realmente, era casi el único centro comercial de ultramar digno de ese nombre a lo largo de toda la costa oriental africana. Los esfuerzos de los portugueses para fundar un imperio en tierra firme frente a la isla habían quedado reducidos a la nada desde hacía mucho tiempo, y todo el interior del país, los territorios que actualmente conocemos como Tanganika, Kenia, Uganda, Su dán meridional y el Congo eran, en muy amplia medida, un vacío no delineado en los mapas y por consiguiente, desconocido. De un modo vago y general los sultanes de Zanzíbar reclamaban como derecho una parte por lo menos de aquella vasta extensión, pero en realidad su poderío se hallaba limitado al litoral y no era verdaderamente efectivo ni siquiera allí. Durante las estaciones secas, caravanas de esclavos y de traficantes en marfil se enca minaban hacia el desierto situado más allá y desaparecían por espacio de un año o más, tal vez para siempre, pero eso era todo lo que llegaba a saberse del África Central. Era casi tan remota y tan extraña como lo es hoy el lejano espacio. La isla de Zanzíbar, sin embargo, tenía algo de renombre en el mundo, un puerto regular de visita para los barcos de vela que surcaban el océano Indico; y fue en una de esas embarcaciones, una chalupa inglesa, en la que Burton y Speke llegaron con el monzón del Nordeste, desde Bombay, el 19 de diciembre de 1856. Su primera visión de la isla no podía haber diferido mucho del paisaje que uno ve en los tiempos actuales. Entonces, como ahora, una vaharada de clavos y especias tropicales salía a saludar al viajero desde la costa, y en la misma ribera un lento y oleoso mar de un maravilloso azul avanzaba perezosamente para ir a bañar blancas playas de coral. La selva virgen, que empezaba al borde mismo del agua, era verde, de un verdor delicado, y aun cuando ocasionales chubascos y hasta huracanes barrían la isla, imperaba en ella durante todo el año un fuerte y soporífero calor. Visto desde el mar, el puerto de Zanzíbar era una desigual
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silueta de chozas de barro y grandes edificios dispuestos en bloques cuadrados y construidos con un coral pardusco, la única piedra para la edificación en la isla. Se descubría muy fácilmente el palacio del sultán, las casas de los cónsules y de los mercaderes, y luego los alminares elevándose de las mezquitas de la ciudad a lo lejos. Hacia una de aquellas casas, cercanas a la faja de la costa, la del teniente coronel Atkins Hamerton, agente británico, era a la que Burton y Speke pensaban encaminarse. El ancladero frente a la ciudad estaba muy congestionado. Burton contó más de sesenta pequeñas embarcaciones árabes que, como su propia chalupa, habían sido empujadas a través del océano Indico por el soplo del monzón, y las cuales eran similares a las que se ven actualmente en Zanzíbar, sólidos cascos de madera de un peso que varía entre cincuenta y quinientas toneladas, con un solo mástil, una gran vela latina y un bauprés que se proyectaba a tal distancia que casi doblaba la longitud del barco. Además, en el puerto había una media docena de barcos mercantes con aparejos de cruzamen; americanos procedentes de Salem, fran ceses y hamburgueses que habían doblado el cabo de Buena Esperanza en su ruta hacia el Sur desde el continente europeo. Todos estos buques habían venido a recoger cargamentos de copal, cocos, marfil, pieles, carey, pimienta roja, ámbar gris, cera de abejas, colmillos de hipopótamo, cuernos de rinoceronte, pequeñas conchas (que eran llamadas «dientes de negro») y cualquier otra cosa que entrara en su negocio. Desechos de toda clase flotaban a lo largo de la costa, y no era raro que apareciera un cadáver entre los residuos. «Aquí y allá — Burton escribió más tarde— , un enorme tiburón surge de las profundidades y mira al pescador con ojos fríos, fijos e incoloros, que le hielan la sangre.» Les esperaba un espectáculo aún pee.” cuando desembarcaron. La población de la isla de Zanzíbar se componía de unas cien mil almas en aquella época, y la mayoría de la gente vivía en la ciudad misma. Por las torcidas y sucias calles, de una anchura de seis metros, apenas transitaba una abigarrada procesión de negros semidesnudos, árabes, indios, persas suahelis, y muchos otros tipos. El ganado y los burros metíanse y andaban por entre la multitud. Mercaderes sentados, con las piernas cruzadas, en las cavidades de las paredes, voceaban sus géneros, los mendigos tendían la mano a los transeúntes, y por todo el ámbito cubierto por la asfixiante atmósfera penetraba el insoportable olor de copra y de pescado en descomposición. En los bazares, montones de fruta y de ver duras tropicales eran exhibidos sobre esteras de paja, para la venta. En resumen, era la clase de escena que es aún familiar a todo visitante del Oriente, y la única diferencia fundamental en Zanzíbar en 1856 — una diferencia tan grande que da la impresión de que uno está considerando otra edad y otro mundo— consistía en la
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presencia de esclavos. Vagaban por doquier hombres, mujeres y niños, tanto los que habían adquirido costumbres domésticas durante años de cautividad, como los que acababan de llegar del interior, los cuales estaban medio locos y medio muertos debido al hambre y a los malos tratos; desnudos, seres aturdidos, de dientes puntiagudos y cicatrices en el cuerpo, más semejantes en todo su aspecto a animales acorralados, que a seres humanos normales. La escena había sido ya eficazmente descrita por Thomas Smee, teniente de navio del buque explorador inglés Temate, que visitó Zanzíbar en 1811. «E l espectáculo — escribía Smee— comienza hacia las cuatro de la tarde. Los esclavos se ponen en marcha en la mejor forma posible, apareciendo tras haber sido sometidos a una general lim pieza, con la piel tersa y brillante por la aplicación de aceite de coco, con los rostros pintados con rayas encamadas y blancas, lo cual es considerado aquí como signo de elegancia, y las manos, nariz, orejas y pies adornados con una profusión de brazaletes y pendientes de oro y plata. Andan en fila, comenzando por el más joven y aumentando progresivamente en estatura y en edad los sucesivos componentes de la hilera. A la cabeza de tan extraña fila, formada por personas de ambos sexos y de todas las edades desde seis a sesenta años, va su dueño; detrás, y a cada lado, dos o tres de sus esclavos domésticos, armados de espadas y lanzas, sirven de guardia. •Así ordenados, empieza el desfile, y pasa por el mercado y las calles principales; el dueño perorando en una especie de canto sobre las excelentes cualidades de sus esclavos y los altos precios que han sido ofrecidos por ellos. •Cuando uno de los esclavos despierta el interés de algún es pectador la fila se detiene inmediatamente y sigue un laborioso examen, el cual en cuanto a minuciosidad, no es superado en ninguna feria de ganado de Europa. Habiéndose informado el pre sunto comprador de que no hay ningún defecto en las facultades del habla, del oído, etc., de que el esclavo no padece enfermedad alguna en ese momento, y de que no ronca cuando duerme, lo cual se considera como un defecto muy grande, procede a examinarlo; primero son inspeccionados la boca y los dientes y después, suce sivamente, todas las partes del cuerpo, no exceptuando siquiera los senos, etc., de las muchachas, a muchas de las cuales he visto manosear de la manera más indecente en el mercado público por sus compradores; realmente hay motivos más que sobrados para creer que los traficantes de esclavos, casi en su totalidad, obligan a las jovencitas a someterse a los deseos de sus dueños antes de ser vendidas. •Al esclavo se le hace andar o correr luego durante un corto 2 — 2.166
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trecho para demostrar que no tiene ningún defecto en los pies; después de lo cual, si se ponen de acuerdo en el precio, son des pojados de sus adornos y entregados a su futuro dueño. Frecuen temente he contado entre veinte y treinta de estas hileras en el mercado, algunas de las cuales comprendían unos treinta esclavos. Mujeres con criaturas recién nacidas colgándoles al pecho, y otras, tan viejas que apenas pueden andar, han podido verse a veces arrastrándose de esa forma. Observé que tenían en general un aire muy abatido; algunos grupos parecían tan mal alimentados que producían la impresión de que sus huesos iban a salirse de la piel. Uno desvía la mirada de tales escenas con lástima e indignación...» Durante los cuarenta y cinco años que mediaron entre el in forme del capitán Smee y la llegada de Burton y Speke a Zanzíbar, se había progresado mucho gracias a la conciencia de un mundo atento al progreso y a la libertad humanas. En la década del 1830 la esclavitud había sido abolida en el Imperio británico, y el co mercio de la costa occidental del Atlántico, el principal depósito de negros, estaba ya extinguiéndose. En 1845 el sultán de Zanzíbar había declarado que la exportación de esclavos de sus dominios africanos quedaba prohibida (aun cuando la esclavitud dentro de sus propios dominios continuó siendo legal). Buques de guerra ingleses y franceses rondaban la costa a la caza y captura de los barcos árabes que traían negros del continente. Pero nada de esto había hecho cambiar aquel estado de cosas. Con una tradición de dos mil años por lo menos de comercio de esclavos, ninguno de los tratantes árabes de la costa oriental había soñado siquiera en abandonar el negocio. El tráñco de es clavos estaba en la sangre: ningún árabe consideraba la trata como algo peor o más anormal de lo que, probablemente, un tratante de caballos considera como m í o o anormal la compra y venta de su mercancía hoy en día. Y así las caravanas continuaban dirigiéndose hacia el interior, las pequeñas embarcaciones, con sus cargamentos apiñados bajo las cubiertas, continuaban evadiéndose con éxito del bloqueo de los na vios; y el mercado de Zanzíbar aparecía tan atestado como siempre. Los precios variaban mucho según la estación del año y el surtido, pero en 1856 un tratante podía aún conñar en obtener de cuatro a cinco libras por un esclavo adulto en Zanzíbar y algo más si se trataba de una mujer. Todos los años se importaba todavía a la isla entre veinte y cuarenta mil esclavos, siendo reservado aproxi madamente un tercio de éstos para el trabajo en las plantaciones (lo cual continuaba siendo legal) y el resto destinado, ilegalmente, para la exportación a Arabia, Persia, Egipto, Turquía y aun a países más lejanos. Había una tremenda merma incluso entre los esclavos que habían sobrevivido al viaje desde sus poblados del interior a la costa: cerca del treinta por ciento de los varones sucumbían
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de enfermedad y de insuficiente alimentación todos los años en Zanzíbar y tenían que ser sustituidos. Por otra parte, el esfuerzo para reprimir el comercio de la exportación había aumentado las penalidades de los esclavos. Los precios iban subiendo, y por con* siguiente resultaba provechoso para el tratante introducir cada vez mayores cantidades de material humano en los barcos; si sólo una embarcación entre cuatro lograba pasar, era bastante para sacar provecho. Los barcos se construían entonces, dice Burton, «con una separación de apenas medio metro entre las cubiertas; aproximadamente medio litro de agua por cabeza era proporcio nado como ración diaria, y cinco desventurados eran apiñados en un espacio propio para dos». Se echaron mano de los más desesperados recursos para man tener las provisiones. En el puerto de Zanzíbar los indígenas solían ser atraídos a bordo de una embarcación con una botella de ron o por medio de una muchacha reclamo, y luego se cerraban de golpe las escotillas por encima de ellos. Una criatura que valía una libra o dos en Zanzíbar, podía alcanzar un valor de veinte en Persia, y no era cosa difícil esconder a los esclavos en cuevas de la selva hasta que los barcos estaban preparados para llevárselos por la noche. Se pagaban los más altos precios por muchachas abisinias y circasianas, las cuales habían sido traídas del Norte, pero estas últimas eran muy escasas y raramente salían de la isla: se las reservaban para los harenes de los soberanos. La descripción que hizo Burton del mercado de 1856 indica cuán poco habían mejorado las cosas desde los días del capitán Smee. «Hileras de negros — relata é l— permanecían como bestias mientras el intermediario voceaba bazar khush, los menos ho rribles de los oscuros rostros, algunos de los cuales apenas pare cían humanos, estaban coronados por gorros de dormir de color escarlata. Todos estaban terriblemente delgados, con las costillas salientes como los cercos de un tonel, y no pocos se hallaban agaza pados en el suelo, demasiado débiles para tenerse en pie. Los más interesantes eran los muchachuelos, los cuales hacían muecas, mostrando los dientes, como complacidos por el degradante y nada decoroso reconocimiento al que las personas de ambos sexos y de todas las edades eran sometidas. La exhibición de las mujeres resultaba un espectáculo pobre y despreciable; había sólo una muchacha de aspecto decente, con las cejas cuidadosamente en negrecidas. Parecía modesta, y probablemente había sido expuesta para la venta a consecuencia de alguna inexcusable ofensa contra el decoro. Por regla general nadie compra esclavos domésticos (para distinguirlos de los salvajes) adultos, varones o hembras, por la simple razón de que los dueños no se separan de ellos hasta que se los encuentra insoportables... Los tratantes nos sonreían y estaban de buen humor.» Luego había el barrio de las prostitutas
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donde las mujeres tenían «rostros como de pelados simios y flacas piernas embutidas en piezas de seda encarnada». Eran ios esclavos salvajes del interior quienes, aun cuando ven* dibles, causaban la mayor parte del desorden en Zanzíbar. Vagaban por las calles en busca de comida como jaurías de perros ham brientos, y se hallaban dispuestos a cualquier violencia, a cualquier forma de pillaje. Nadie daba vueltas por la ciudad sin llevar armas encima, y de noche todas las puertas y postigos se atrancaban para protegerse de los merodeadores de las desiertas calles. Los esclavos domésticos, por otro lado — los que habían na cido o sido adiestrados en Zanzíbar y eran más o menos civili zados — , presentaban otros problemas. Eran los más perezosos, los más sucios, los más deshonestos de los criados; pero sus dueños árabes no podían concebir la vida sin ellos. Con frecuencia, tales esclavos eran incorporados a la familia y no recibían un duro trato: si una concubina tenía un hijo de su dueño, era en seguida declarado libre y adoptado como hijo o hija de la casa. Sin em bargo, la embriaguez y los pequeños hurtos continuaban siendo la regla entre los domésticos en la mayoría de las casas, y escla vos y dueños por igual yacían apresados en una telaraña de mutua desconñanza y aun de odio. Había por aquel tiempo unos cinco mil árabes en Zanzíbar, y algunos de ellos tenían hasta dos mil esclavos además de grandes plantaciones de clavos, de especias y de cocos, casas de madera de tres pisos con primorosas puertas labradas y armarios que ence rraban bordadas túnicas y turbantes. Juntamente con los tratantes indios manejaban el comercio de marfil, poseían barcos que cruza ban el océano, prestaban dinero a unos fantásticos tantos por ciento de interés y costeaban expediciones al interior. Y no obstante era una indolente y aletargada forma de vida, úna monótona y limitada rutina que apenas variaba de un mes a otro. El señor árabe se levan taba de madrugada, rezaba la oración de la mañana, y tras un ligero almuerzo se encaminaba hacia el bazar. A las once se hallaba de nuevo en su casa para la comida, seguida de una hora de rezos en la mezquita y de una siesta. A las tres de la tarde se levantaba, se lavaba y rezaba otra vez. Luego más visitas fuera, las oraciones de la noche, la cena, un paseo por las calles o una visita al harén. Finalmente, hacia medianoche se iba a acostar. Excepto por la observancia anual del Ramadán, por una fiesta de familia o un viaje, esta costumbre de la vida oriental permanecía tan inmutable como el opresivo tiempo tropical. Entre casi todos los residentes de la isla había una natural tendencia a la bebida y a tomar drogas, opio o cánamo, una natural inclinación hacia la voluptuosidad. Burton hace observar que los árabes se oponían a la importación de jazmín en Zanzíbar alegando que «el perfume deprime al sexo masculino y excita
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indebidamente al femenino». Indica también que los árabes prefe rían más a las negras que a sus propias esposas, en tanto que sus mujeres preferían a los negros por razones que, dice él, eran «demasiado fisiológicas para el lector común». A Burton le agradaban los árabes. Cómo veremos luego, todo el peso de su reprobación recaía usualmente sobre los africanos, esclavos o libres, y de vez en cuando sobre sus propios compa triotas. Trata libremente con los suahelis, esa híbrida raza de color de chocolate que era el producto de la mezclada sangre de los semitas y los negros de la isla, y los cuales ascendían casi a medio millón en aquella época. Conviene en que estaban dotados de «una abundante energía», que tenían una naturaleza sumamente alegre y que formaban sólidos lazos de familia. Mas por naturaleza — escribía Burton— eran aborrecibles por «una incesante e in quietante sospecha» combinada con una obstinada oposición a toda alteración, una «salvaje disposición a ser conservadores». Y eran totalmente deshonestos: «Cuando afirman algo, es probable que mientan, si juran es seguro.» Los suahelis eran todos musulmanes. En la década del 1850 el legítimo comercio marítimo de Zan zíbar se hallaba principalmente en manos de los americanos, quie nes en 1839 fueron la primera nación extranjera que estableció un consulado en Zanzíbar, y luego, en orden de importancia, estaban los ingleses, los alemanes de Hamburgo y los franceses. A cambio del marfil y otros productos que ellos se llevaban, los negociantes extranjeros entraban merikani, el basto paño de algodón ameri cano que era un artículo de trueque en todas partes en el África oriental, armas de fuego y municiones, colorados abalorios fa bricados en Venecia, porcelana, cereales, y una ocasional serie de artefactos e instrumentos del mundo occidental. Si hemos de dar crédito a las aseveraciones de Burton, la dimi nuta comunidad blanca situada en Zanzíbar arrastraba una vida miserable. Los europeos estaban siempre peleándose: «Todo es de una tediosa monotonía: no hay trato social, ningún placer, ningún estímulo; el deporte está prohibido por el pérfido clima, y los extranjeros... pronto pierden la costumbre de montar a caballo y de pasear. »Todo comerciante desea y espera salir de Zanzíbar para siem pre, tan pronto como pueda reunir cierta cantidad de dinero; todo intermediario querría persuadir a su patrón para que lo hiciera volver.» El agua que se bebía en la isla era ponzoñosa o en todo caso peligrosa, el mal venéreo era endémico, todos estaban en constante peligro de contraer el cólera y el paludismo, y los médicos eran desconocidos. A consecuencia de esto, muy pocas mujeres blancas vivían en Zanzíbar, contentándose la mayoría de los residentes «con una muchacha abisinia o somalí».
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«Estoy sorprendido — proseguía Burton en su mejor tono iró nico— de la combinación de locura y brutalidad que constitu yen algunos civilizados esposos quienes, ansiosos de quedar viudos, envenenan a sus caras mitades, les cortan el cuello o les aplastan el cráneo. La cosa puede ser limpia y tranquilamente, segura y respetablemente efectuada tras unos cuantos meses de respirar aire africano en Zanzíbar.» No exageraba del todo. Se necesitaba ser un fatalista o tener gran amor al dinero y al poder para vivir voluntariamente en aquel bello y exótico lugar. También Hamerton, el agente británico, el único europeo que había sobrevivido a todos los otros en la isla, empezaba a sucumbir por fin. En la época de la llegada de Burton y Speke, hacía ya quince años que vivía en Zanzíbar, y una amplia esfera de la vida social y política de la isla giraba alrededor suyo. Es extraordinario que en una atmósfera notable por las pendencias y pequeñas envidias, tan pocos de sus contemporáneos tuvieran algo que decir en contra de este afectuoso y genial irlandés. Era íntimo amigo y consejero del sultán Seyyid Said, quien había creado aquel nuevo Imperio árabe en el océano Indico; suavizaba y aquietaba toda crisis que se produjera en la isla y redactaba comunicaciones muy sensatas para sus superiores de la India y Londres. El consulado británico, bajo la égida de Hamerton, llegó a ser el obligado punto de reunión de la comunidad extranjera. «É l mantenía viva a toda la ciudad», escribía Speke, y su hospi talidad, lo mismo que su jovialidad y buen humor, eran comentados por todo visitante de la isla. Más de una vez Hamerton estuvo a punto de pedir su retiro. Su salud había sido minada por el paludismo y otras enferme dades, pero en este caso no era el fatalismo ni el dinero lo que mantenía al cónsul en Zanzíbar, sino mas bien el sentido del deber, acaso también el sentimiento de que la isla y la gente que residía en ella constituían ahora su vida; era demasiado tarde para efec tuar un cambio. Seyyid había muerto el año anterior, y le había sucedido su tercer hijo, Majid, pero a pesar de eso Hamerton seguía adelante. Poco después se encontraba tan enfermo que ape nas conseguía sobrevivir al ardoroso día, reanimándose durante la noche. Pero esto no le impidió llevarse a Burton y a Speke a parar en su casa, ni de ocuparse con el mayor entusiasmo en prepa rarles su expedición. Había mucho que hacer. Las caravanas que salían entonces para el interior, corrientemente contaban con estar fuera un año o aun dos, y todas las provisiones habían de ser llevadas a hom bros de los porteadores. Una caravana de cien hombres, más una guardia armada, era considerada una cosa muy modesta, y Burton propuso de hecho llevar un complemento de ciento setenta hom bres consigo. Éstos iban a ser recluidos en parte en Zanzíbar y
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en parte en la costa, y estarían bajo la dirección general del jefe o guía, un árabe mestizo llamado Saib ben Salim, quien estaba al servicio del sultán, pero que había sido prestado a la expedición. Además había dos porteadores de armas, Sidi Bombay y Mwinyi Mabruki, quienes servían más o menos con el carácter de emplea dos no autorizados, y los cuales iban pronto a convertirse en im portantes ñguras de la exploración en el Africa oriental; dos criados particulares goaneses que cocinaban para Burton y Speke; y la guardia que estaba en parte formada de esclavos armados y en parte de baluchis al servicio del sultán, aproximadamente una vein tena de ellos en total. En su mayor parte, la caravana pensaba alimentarse sobre el terreno, mediante la cáza de anímales silvestres o por la adquisi ción de ganado, cabras, leche y grano proporcionados por las tribus. Todas las otras provisiones (con la excepción de instru mentos científicos, armas de fuego, medicamentos, etc., los cuales eran traídos de Inglaterra o de la India) debían obtenerse de los mercaderes indios y árabes en Zanzíbar, y la lista era formidable. Entre muchas otras partidas Burton menciona tres rifles, dos fusi les sin estrías, una carabina Colt, tres revólveres, todos con piezas de repuesto, tres sables y municiones suficientes para una cam paña de dos años; una cantidad de cronómetros, taquímetros, ter mómetros, un cuadrante solar portátil, sextantes, barómetros, un telescopio, una caja de instrumentos matemáticos y un pedómetro de bolsillo para medir, por sus pasos, el número de millas que recorrían cada día. Por lo que respecta a su equipo de campo, lo dos exploradores iban bien pertrechados. Disponían de una tienda, de camás campes tres, de una mesa portátil y sillas, de tres esteras para ser usadas como alfombras, mantas, colchones, mosquiteros, almohadas a base de colchonetas hinchables, una caja con cuchillos, tenedores y uten silios de cocina. Su vestimenta comprendía las regulares chaquetas, pantalones y botas que los hombres usan para ir de caza, además de turbantes y gruesos cascos 'de fieltro para la cabeza. «N ota bene — añade Burton — , no presintiendo un viaje tan largo, salimos de Zanzíbar sin nuevos pertrechos; por consiguiente, nuestros vestidos se habían convertido en harapos antes de su término, y en un clima donde la franela gana la mitad de la batalla de la vida contra la muerte, mi compañero se vio obligado a ponerse pantalones de los que usan los americanos para el trabajo, y yo tuve que cortar mantas para hacer chaquetas y.otras ropas con que cubrirnos...» Había una pequeña biblioteca de libros científicos, efectos de escritorio de toda clase, lacre, tinta, una tabla para calcular la posición de las estrellas, material para pintura y dibujo, pero ninguna cámara. Poseían un equipo de carpintero y de forjador, y otras herramientas con las cuales esperaban montar y aparejar
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una pequeña lancha portátil en los lagos. Entre las provisiones de boca había «una docena de botellas de aguardiente (a las que se añadirían cuatro docenas más); una caja de cigarros; cinco cajas de té (de tres kilos cada una), un poco de café; dos botellas con sustancia para condimento, además de jengibre, sal gema y sal común, pimienta encarnada y negra, un frasco de cada una; encurtidos, jabón y especias; diez kilos de hortalizas pren sadas; una botella de vinagre, dos botellas de aceite; diez kilos de azúcar (la miel es asequible en la región)». La morfina y la quinina figuraban asimismo en el botiquín, pero en aquel tiempo se sabía muy poca cosa todavía sobre el paludismo, y éste era un factor dominante en todos estos viajes; realmente, el éxito de toda expedición dependía de una medida muy amplia de la resistencia de los exploradores a la fiebre. La quinina hacía mucho tiempo que había sido descubierta, pero exis tía mucha incertidumbre sobre la cantidad a administrar para que resultase una dosis correcta. El propio Burton prefería las pastillas de Warburg, las cuales estaban compuestas de endrina, quinina y opio, y con esto cometía un error. Los restantes y diversos artículos del bagaje incluían cuatro sombrillas, dos mil anzuelos y carretes, dos linternas (como las que usan los policías, con una lente hemisférica en el centro y de cuerno común), dos botes de rapé, diez eslabones y pederna les, un pabellón de la Gran Bretaña e Irlanda unidas, y un gran cargamento de paño, alambre de bronce y abalorios para el pago de los porteadores y comerciar con las tribus. Todas estas cosas eran encerradas en cajas o envueltas estrechamente en una especie de travesado que podía cómodamente ser llevado a espaldas de los porteadores. Había otro aspecto de la expedición, y él iba a desempeñar una parte esencial en todos los incógnitos azares que sin duda se presen tarían. Éste era la personalidad de los dos exploradores. Burton, a pesar de la gran cantidad de libros que habían sido escritos por él o sobre él, seguía siendo un hombre difícil de cla sificar. Sobre toda otra cosa era un romántico y un arabista; per tenecía decididamente a ese exiguo y permanente grupo de ingleses de ambos sexos que nacen faltándoles algo en sus vidas; un anhelo una nostalgia, que sólo pueden ser aquietados en los desiertos del Oriente. Cualquiera que pueda haber sido el motivo — ya fuera una natural reacción a los limitados horizontes y al húmedo y nebuloso clima de Inglaterra, ya por las rígidas normas sociales que el código Victoriano implantara a llí— , el tintineo de la cam panilla del camello fue el que le llamó con misteriosas señales hasta el día en que murió. Y a pesar de toda su asombrosa concentración e inteligencia, permaneció como un aficionado del mundo islámico, un ferviente aficionado, más árabe que los pro
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píos árabes, pero en absoluto nunca como uno de ellos. Vuelve al Oriente una y otra vez como un ave migratoria, nunca en re poso cuando está fuera, pero no siendo tampoco nunca capaz de quedarse durante mucho tiempo sin sucumbir a una avasalla dora inquietud. Hay momentos en su carrera en que parece que nada en el mundo puede aplacar su casi insana apetencia de realizaciones y de fuertes excitaciones. W ilfrid Scawen Blunt re cuerda haber encontrado a Burton una vez en Buenos Aires al final de una de sus orgías, cuando éste reapareció sin cuello y con las ropas mugrientas. «Tenía — refiere Blunt — un aspecto de lo más siniestro que yo haya visto jamás; el semblante sombrío y cruel, pérfido, con unos ojos que lo asemejaban a una bestia salvaje.» Eran aquellos ojos — los «escudriñadores ojos de pantera» — que todos recordaban. Swinbume, quien lo conocía bien, hablaba de «la mirada de indecible horror en aquellos ojos, que le daban a ve ces un aspecto casi sobrenatural». «Tenía — añade el poeta— la frente de un dios y la mandíbula de un demonio.» La esposa de Bur ton, quien ciertamente no podía ser acusada de parcialidad, lo des cribe de una estatura de cinco pies y once pulgadas, de fuerte com plexión, curtido por la intemperie, con un cabello muy oscuro, un enorme bigote negro, grandes ojos sombríos y penetrantes, largas pestañas y una dura, arrogante y melancólica expresión. Sin embargo, bajo todo ese dramatismo, Burton se nos ofrece como un hombre de letras muy fastidioso. Nadie ha descrito la crónica de un viaje a través de Africa con tal erudición. Nada escapa a su observación: las lenguas y las costumbres de las tri bus, la geografía del continente, su botánica, geología y meteoro logía, ni siquiera la estadística del comercio de importación y exportación de Zanzíbar. Ningún otro explorador poseyó una tal amplitud de referencias, ni había leído tanto o pudo escribir tan bien; ninguno ciertamente fue agraciado con un tal toque de burlón humor. Sus Lake Regions of Central Africa queda, posiblemente, no sólo como su mejor libro sino también, como una modalidad de escribir cuyos resultados eran relevantemente buenos, como uno de los mejores diarios de explorador que se hayan escrito nunca. Entonces tenía tan sólo treinta y seis años de edad, y no nos in teresa reflejar aquí la segunda mitad de su vida, con sus tumultuo sos viajes, sus reyertas y humillaciones, su fantástica efusión de libros y traducciones, los cuales al final, con la publicación de sus M il y una noches y otros relatos eróticos orientales, le granjearían la reputación de ser una especie de libertino intelectual. Pero a los treinta y seis era ya un hombre célebre, aunque no muy popular. Tras un período de estudios en Francia, Italia y en Oxford, había servido siete años en el ejército indio, había hecho su famoso viaje a la Meca, y una segunda, y no menos peligrosa expe dición a la prohibida ciudad de Harar en Abisinia, y había escrito
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sus libros sobre dichas aventuras. Nunca, en ningún punto durante su carrera militar en la India, había procedido de una manera normal y ortodoxa; su camino traspasaba la realidad circundante y se dirigía hacia los lejanos confines, las infinitas sutilezas y las aberraciones de la vida oriental. Siempre iba ataviado con ropas orientales, embadurnándose hasta el rostro y las manos, y visitaba bajos bazares que habrían resultado en extremo desagradables para un oficial británico cualquiera. En consecuencia, sabía mucho más sobre los indios y su forma de vida, que lo que las autoridades se preocupaban de saber. No hallaban menos divertido el relato de sus inmoralidades en Karachi como su predicción de que el ejér cito indio estaba a punto de alzarse en rebelión. Como oficial era irascible, intolerante en cuanto a la disciplina y adoptaba una os tensible actitud critica hacia sus colegas. Sin embargo, no había de ser del todo desechado como un simple inglés excéntrico, pues era un notable tirador de espada, incontestablemente valiente, y en su dominio de lenguas y dialectos había habido pocos que le igualaran. Se decía que había descubierto un sistema por el cual en dos meses podía aprender una nueva lengua, y al término de su vida se creía que hablaba y escribía no menos que veintinueve. En un período vivió en compañía de una treintena d ém on os para estudiar los ruidos que hacían, y hasta consiguió reunir un breve vocabulario simiesco. Casi puede decirse que había demasiado contenido en un solo hombre. Si hubiera tenido una disposición sedentaria, sin duda su vida habría sido más tranquila, pero había algo en su natu raleza — tal vez heredado de su origen irlandés — que constante mente le impelía hacia los lugares más remotos y hacia las aven turas más difíciles. Uno tiene la impresión de que vivía en un estado de continuo conflicto consigo mismo: el intelectual gue rreando con el hombre de acción, el metódico erudito irritándose contra el poeta y el romántico, el desdeñoso hipocondriaco per diendo la batalla contra el libertino. Pero luego abandona su poca ortodoxa actitud y lucha por volver a un respetable estado de co sas, aparentemente al menos; y fue en tal retirada, poco antes del comienzo de esta nueva aventura africana, cuando contrajo el compromiso de casamiento con la afectuosa y esmeradamente edu cada Isabel Arundell, en Inglaterra. Y aunque se comprometió con ella para casarse, no obstante, la abandonó en seguida — cosa que iba a repetir más de una vez en la larga vida de casado que tenía ante sí — y ahora se había enredado en otra relación que re sultaba aún más singular. Que este brillante, animoso y bien tem plado aventurero hubiera adoptado como compañero íntimo a un hombre tan diferente del todo a él como era John Hanning Speke es, seguramente, una ironía muy análoga a la que discurrió Cervantes al reunir los personajes de Don Quijote y Sancho Panza.
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No es que Speke fuera en modo alguno servil a Burton. Real mente, era todo lo contrario, y esto, al ñnal, iba a ser la ruina de Burton. Burton necesitaba un discípulo, y en lugar de ello en contró un rival. Speke tenía treinta años, unos seis menos que Burton, y aun cuando en un tiempo se dijo de él que era un angloindio de sangre mezclada, no había nada de cierto en ello; pro cedía de una familia del West Country cuyo origen se remontaba a la época sajona. Era alto, delgado, y sus ojos azules y cabello rubio le daban más bien un aspecto de escandinavo. Además, se cuidaba; comía mucho, pero bebía muy poco y no fumaba. Las distracciones y vida disciplinada en un joven de su edad no eran para Speke; su existencia se hallaba en la amplitud del aire libre, y para adaptarse a esa vida estaba dispuesto a someterse a una dura disciplina. En cierta ocasión, en África, llegó al punto de desechar sus botas y andar descalzo para endurecerse. Hacía pla nes para el futuro, se ñjaba objetivos precisos, y una vez se había decidido procedía con gran prudencia y determinación. En resu men, se ajustaba muy bien a la noción victoriana de que un joven debiera ser: juicioso, abstemio, metódico en sus hábitos y respe table. Pero no carecía enteramente de humor y poseía el don de la amistad. Bajo ese frío y algo prosaico exterior existía cierto encanto. El propio Burton mostrábase dispuesto a reconocer esto, si bien, como ocurre con la mayoría de los juicios de Burton sobre las personas, en su apreciación sobre Speke se advertía una vio lenta punzada como remate. £1 escribía: «A un aspecto particular mente tranquilo y modesto — apoyado por ojos azules y cabello rubio— , a una nobleza de porte, y a una casi pueril sencillez de maneras que en seguida atraían la atención, unía un inmenso fondo de amor propio, tan cuidadosamente ocul’vo no obstante, que nadie excepto sus íntimos, sospechaba su existencia.» Al igual que Burton, Speke había ingresado en el ejército indio, aunque a una edad más temprana y como cadete, y había luchado en el Penyab. Como a Burton, le gustaba efectuar solitarias ex cursiones a la India, aun cuando de un carácter muy diferente; solía ir de caza a los distintos montes del Himalaya. Speke tenía manía por la caza — pocos especímenes en la India y el Tibet, dice él, no caían bajo los disparos de su escopeta— , y sus diversos viajes, realizados con el debido permiso de sus superiores, le lleva ron hacia muy lejanos lugares, donde, posiblemente, ningún otro europeo había estado antes. Esto formaba parte del proceso de endurecimiento, y Speke no ignoraba su propia virtud a este res pecto. N o era como sus colegas de la India, escribía él más tarde, con cierta presunción. Nunca «perdió miserablemente el tiempo ni contrajo deudas»; se iba lejos hacia los montes, recogía las piezas de caza y descubría la inexplorada región; y las autoridades daban su beneplácito a esto.
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Ya en la India, mucho antes de que entrara en tratos con Burton, Speke tenía un gran objetivo en vista; habla decidido que tan pronto como le fuera concedido su largo permiso, efectuaría un viaje a través de la inexplorada Africa, se dirigiría desde la costa oriental hacia las aguas madres del Nilo, y luego navegaría corriente abajo hasta Egipto. En el camino recogería especímenes de aves y animales raros, y con el tiempo formaría un museo de historia na tural en la casa de campo de su padre en Inglaterra. De sus tres años de permiso en el ejército, dos serían invertidos en el viaje y el tercer año iría a rehacerse a su país. Guardaba su dinero, forjaba planes, y cuando su servicio de diez años en la India llegó a término en 1854, embarcó para Aden, llevando consigo abalorios y otros artículos de trueque por valor de trescientas noventa libras, con los cuales pensaba conseguir la ayuda de los indígenas cuando se encontrara en el continente africano. Fue al llegar a este punto — unos dos años antes del comienzo del presente viaje— cuando los dos exploradores tuvieron su pri mer contacto personal. Hacía sólo unos cuantos días que Speke se hallaba en Aden cuando Burton apareció con varios otros jó venes oficiales preparado para su singular expedición a Abisinia, y pronto se dispuso que Speke desechara sus propios planes y se uniera a ellos. Desde el punto de vista de Burton esta primera aventura' afri cana había sido un claro éxito personal. Con muchos artificios — era la clase de arriesgado lance que le complacía tanto — , pri mero había entrado y salido de la fanática plaza fuerte muslime de Harar, y luego había dispuesto una reunión con los otros en la costa de Somalia. Para Speke, empero, la expedición había sido un completo desastre. Por su parte, no había realizado nada prác tico. Poco después de que Burton se hubiera unido al grupo de la costa en Berbera en abril de 1855, un asalto previamente con certado había sido hecho al campamento a medianoche por com ponentes de las tribus somalis locales, y en la desesperada lucha que se había sucedido, uno de los ingleses fue muerto. Burton resultó herido en la mandíbula, y Speke, quien recibió repetidas estocadas en las piernas y los brazos, fue hecho prisionero. Hubo un repentino desacuerdo entre Burton y Speke en el ápice de la lucha. Speke dijo más tarde que él retrocedió al socaire de la tienda para conseguir una mejor vista de los atacantes, y que Burton, comprendiendo mal tal acción, le voceó: «N o retroceda, que cree rán que nos estamos retirando.» Mortificado por esto, Speke se lanzó contra los atacantes, y fue entonces cuando recibió una serie de estocadas y aturdidores golpes, siendo luego atado y conducido lejos. Fue malherido, y ciertamente le habrían quitado la vida, pero sin embargo se las arregló para escapar y reunirse con Burton y otro de los oficiales, quienes se habían refugiado a bordo de un
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hospitalario barco árabe. Huyeron finalmente a Aden y allí tomaron un buque para Inglaterra. Otra mortificación aguardaba a Speke mientras se reponía de sus heridas; Burton, como jefe de la expe dición, consideraba que tenía plenos derechos sobre los apuntes tomados por sus subordinados, y cuando su First Footsteps in East Africa fue publicado, se halló que contenía una abreviada versión del diario de Speke utilizada ignominiosamente al final del libro. Burton escribió una precisa nota sobre la disposición de ánimo de Speke durante aquellos iniciales días de su compañerismo, y aun cuando difícilmente concuerda con lo que sabemos de este hombre desenvuelto y fértil en recursos, uno se halla mal dispuesto a no creer e nello. «Antes de que nos pusiéramos en camino — es cribía Burton— , él (Speke) declaró abiertamente que, estando cansado de la vida, había venido para que le mataran en Africa.» Esto, por supuesto, podía haber sido nada más que la expresión de un joven, llena del chocante humor de Byron. No obstante, uno percibe aquí una vislumbre del montaraz solitario extraviado en fantásticos sueños por los caminos del Tíbet. Tal vez tenía secre tamente una precisa y apremiante necesidad de ser un héroe. Pero en 1855 no había habido aún ningún agravio verdadero entre los dos hombres, y ciertamente ninguna falta de valor en cualquiera de las dos partes. Tras su aventura en Somalia, ambos habían servido como voluntarios en la campaña de Crimea, y cuando la guerra terminó se reunieron de nuevo en Londres. Bur ton tenia ahora una cantidad de planes para la misma clase de viaje en el cual Speke casi había dejado su pellejo: una expedi ción a las fuentes del Nilo. Cuando Burton pidió a Speker que se le uniera, Speke accedió inmediatamente. Y de este modo entonces, a fines de i856, los dos hombres se hallaban en la casa de Hamerton en Zanzíbar efectuando los pre parativos para su segunda aventura en la inmensidad africana. Como Burton había obtenido una donación de mil libras del Foreign Office y el patrocinio de la Royal Geographical Society, él era el jefe oficial. Hasta donde le es factible a uno comprender, parece que Speke aceptó tal estado de cosas con muy buen talante, y que estaba alborozado por la aventura que se ofrecía ante ellos. Burton, igualmente, sentíase lleno de confianza. Escribió desde Zanzíbar al secretario de la Royal Geographical Society en Londres: «La gente de aquí nos cuenta espantosas historias sobre los peligros y las dificultades del viaje (hacia el interior), pero yo no creo una palabra de ello». Los exploradores no tenían ninguna prisa especial por irse de Zanzíbar, y en este detalle — en el tranquilo y ocioso uso del tiem p o — acaso percibía uno la gran distancia que nos separa del si glo xix. Discutieron largamente sus planes con Hamerton, visi
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taran al joven sultán Majid, trocaron géneros por nuevos hombres y provisiones en el mercado público, y partieron para un preli minar y acaso fortuito viaje a lo largo de la costa con el objeto de aclimatarse. Estuvieron fuera dos meses, haciendo escala en la vecina isla de Pemba (la cual se suponía fuera el lugar donde estaba enterrado el .tesoro del capitán Kidd) y recorriendo una corta distancia en el interior, a través de la región situada al sur de lo que es actualmente el límite de Kenia y Tanganika. Burton admiró las ruinas de los caídos imperios portugués y persa en Mombasa, y las ostras junto a las raíces de mangle en las corrien tes de la costa; y observó los cocodrilos que «se contoneaban como podrían hacerlo las viudas elegantes al andar, golpeando con sus horribles garras la fangosa margen, y permanecían en el agua como amarillentos troncos de árboles, en tanto que nos medían con sus pequeños y malignos ojos verdes, incrustados profundamente debajo de verrugosas cejas». El misionero Johann Rebmann era entonces el único hombre blanco que vivía en el territorio, y lo visitaron en su misión fuera de Mombasa con la idea de invitarle-a que se uniera a la expedi ción; pero Rebmann rehusó, tal vez porque Burton había acorda do con el sultán que no intentaría convertir a los africanos al cristianismo. Después de varias aventuras, los dos exploradores regresaron al fin a su barco cerca de Pangani tan enfermos de paludismo, que Burton tuvo que ser conducido a bordo. Necesi taron algunas semanas para restablecerse en Zanzíbar. Burton, empeoró, declaró que sufrió a gusto su primera experiencia de fiebre, pues creía que ello los «sazonaría» contra nuevos ataques; y en este punto otra vez se equivocaba. Finalmente, el 16 de junio de 1857, salieron en la corbeta Artemise, propiedad del sultán, con destino a la tierra firme.
Capítulo II LA INSPIRACION
Escasamente veinte millas separaban a Zanzíbar del continente africano, y un día sereno se puede divisar claramente la isla desde la costa. Una lancha a motor efectúa el viaje a través del estrecho en una o dos horas, y por avión en cosa de diez o quince minutos. Sin embargo, hay una asombrosa diferencia entre la isla y la costa del continente. En Zanzíbar todo es suave y seductor; es tan sedativo como un baño turco. No hay lomas en la isla, ásperos riscos ni torrentes; las plantaciones se extienden a lo lejos desde las sendas del frondoso terreno con la lozanía de un invernadero, y en todas partes se respira calma, una indolencia que invita al sueño. No es menos cálido el ambiente que en la tierra firme, pero aquí la selvatiquez del África central, la sensación de un vasto y primitivo espacio, conmueve al viajero en seguida que desembarca; y esto cohíbe un tanto. Se ve una árida y áspera extensión de terreno cubierto de zarzales que se prolonga a lo lejos, y las chozas de los indígenas no permiten pensar más que en unos gallineros; casitas oblongas, de techo liso, hechas de toscas pértigas de madera y barro emplastado. El único cuadro del paisaje que realmente atrae la atención son los baobabs, que aquí tienden a crecer en grupos en el llano. Hay algo de la misteriosa magia de los gnomos en un baobab, una cualidad que podía haber atraído al finado Arthur Rackham; el árbol se yergue como un cilindrico tubo de madera con astas de venado a modo de ramas, y su color es el de la piel de elefante. Es la clase de árbol que un niño podría construir con arcilla para modelar. Y de este modo prosigue la campiña hacia el interior en un espacio de noventa millas aproximadamente hasta que se atra viesa la planicie marítima y las montañas se presentan a la vista. Luego uno asciende con toda rapidez la gran meseta central que se extiende por centenares de millas hacia el corazón de África. Y de repente se da cuenta de la fuerte presión que el cargado aire de la costa ejercía sobre los pulmones. A mil metros — y ésta es 3 — 2.166
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la altura media de la meseta— empiezan a aparecer amplias llanu ras interrumpidas aquí y allá por ásperos crestones de roca, y no hay ni un momento en que alguna distante montaña no se ofréz ca a la vista. Éstos son los verdaderos horizontes del Africa central. N o es empero imposible ver aquí una manada de avestruces en la extensión de hierba, o de antílopes en movimiento. En las partes más lejanas hay un profundo silencio en la matas, y si por ca sualidad aparece un africano, permanece muy quieto por un momento y lo observa a uno con la viveza y la cautela de un animal; luego responde con un movimiento del brazo, a veces con una palabra de saludo. En su mayor parte la ruta de los esclavos que partía de la costa avanzaba desde un aguadero a otro, y casi todas la caravanas se adelantaban hacia Kaze (actualmente llamada Tabora) en la Tanganika central, a unas quinientas millas al interior desde el mar. Desde Kaze, los caminos de las caravanas partían en todas direcciones, uno directamente al Norte hacia la orilla meridional del lago Victoria, otro en torno del lado occidental del lago hacia la región conocida como Karagwe, otro exactamente hacia el Oeste en dirección a U jiji en el lago Tanganika, y aún otro hacia el Sur en dirección al lago Nyasa. La marcha era en extremo lenta y sólo posible en tiempo seco. Habia, sin embargo, un momento de tregua al comienzo de estos largos viajes cuando cruzaban los viajeros desde Zanzíbar a la costa del continente en Bagamoyo. Bagamoyo signiñca «abando na la carga de tu corazón», y es un hermoso tugar con una hilera de susurrantes palmas de coco en la faja costera y detrás de ellas, en la adecuada estación, uno de los más bellos espectáculos de Africa: los llamantes árboles que se tendían como castaños y lu cían con sus más brillantes matices de escarlata, un rojo de llama y anaranjado. El océano Índico tiene aquí la textura, y sin duda la específica pesadez de sopa caliente, muy salada, y está infestado de un millar de cosas viscosas, quebradas frondas de algas marinas, cárdenas medusas, tal vez un vacío coco flotando en las aguas. N o hay ningún puerto, pero un banco de coral doma la fuerza de las olas, y la ribera forma un suave declive hacia el interior. En la bajamar las aguas se retiran en una extensión de un cuarto de milla o más, y todos los desechos de la playa yacen encallados en un húmedo llano gris. En los días de antaño los pequeños barcos árabes de Zanzíbar acostumbraban adentrarse lo más posible en la pleamar, y los pasajeros eran desembarcados luego eñ un terreno árido, en una especie de camilla conducida por porteadores indígenas. Des pués, en la bajamar, el barco era apuntalado en ambos costados por palos de mango e hileras de esclavos surgían de entre los bajos para ir a descargarlo.
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En Kaole, un poco al sur de Bagamoyo, hállanse las ruinas de una mezquita de coral, y de sepulcros y casas que datan del si glo x iii, una increíble antigüedad en este clima donde toda cosa hecha por el hombre parece destinada a ser anonadada por la naturaleza olvidada. Üna placa levantada en Bagamoyo procla ma que fue aquí donde Burton y Speke iniciaron su viaje hacia el interior en 1857. Hubo, por supuesto, las usuales dificultades al partir. Habiendo desembarcado en Kaole durante la travesía en corbeta, hallaron que sólo podrían conseguir una fracción de los portadores que necesitaban y por consiguiente hubo que comprar burros para sus tituir a aquéllos. Un gran regateo tuvo lugar en el bazar antes de que pudieran reunir treinta y seis hombres, y se decidió, al cabo, que la lancha portátil y cualquier otro bagaje pesado tendría que ser abandonado. Hamerton había venido a Zanzíbar con los dos exploradores para despedirse de ellos y ayudarlos en sus prepa rativos finales; y puede considerarse como una acción de sin gular afecto, pues él se estaba acabando. Se daba perfecta cuenta de que sus fuerzas se habían finalmente gastado; confió a Burton que esperaba la muerte y la recibiría con gusto y que deseaba ser sepultado en el mar. El 26 de junio de 1857 se dio a la vela y so brevivió sólo algunos días tras su regreso a Zanzíbar. Once me ses transcurrieron antes de que Burton y Speke tuviesen noti cia de su muerte en las honduras del interior por donde andaban metidos. Speke se adelantó con algunos de sus hombres, el 25 de junio, en la primera etapa del viaje, y el 27 del mismo mes Burton lo siguió, montado en un camello. Marcharon en dirección Sudoeste al principio para evitar el país de la hostil tribu Masai en el Norte, y se detuvieron en un paraje llamado Zungomero (desde entonces desaparecido del mapa) mientras se reagrupaban. Se consiguieron más porteadores, haciendo ascender el número de los componentes de la caravana a ciento treinta y dos en conjunto, y a primeros de agosto se hallaban subiendo lentamente la escarpa hacia la meseta central. La expedición se llevaba por fin adelante. N o hubo ninguna particular dificultad tocante a la ruta; mar chaban por caminos trillados de un punto a otro, y de vez en cuando pasaban por delante de otras caravanas que descendían hacia la costa con esclavos y marfil. Sin embargo, era una marcha tan lenta, tan tortuosa y desordenada, que uno se admira de que la caravana pudiera avanzar lo más mínimo. El día empezaba a las cuatro de la madrugada para ellos, con el canto del gallo, siendo aún muy oscuro y haciendo mucho frío. Luego Burton y Speke tomaban café o té y acaso un plato de potaje, en tanto que la guardia árabe se giraba hacia el Este para los rezos de la mañana. Hacia las cinco, toda la caravana se movía en tom o a los fuegos
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de las tiendas, y se sucedía entonces un largo intervalo mientras se agrupaba el ganado y las cabras, y los porteadores discutían fu riosamente sobre sus fardos, dejando corrientemente que los hom bres más débiles llevaran las cargas más pesadas. La última acción antes de la partida era pegar fuego a las chozas de hierba que habían sido construidas la noche antes. Las barracas, por supuesto, habrían sido útiles para otros viajeros, pero uno no dejaba obse quios para extraños en aquel mundo hostil. Había un, aunque tosco, rápido orden en el largo desfile cuando finalmente se ponía en marcha. En la delantera iba el guía, con una ceremonial cofia, que llevaba el rojo pabellón del sultán de Zanzíbar, y detrás de él marchaba el redoblante. Seguían luego los porteadores de paños y abalorios con sus bien atados fardos sobre la cabeza, después los hombres que conducían el equipo del cam pamento, y sus mujeres, hijos y ganado. La guardia armada yacía desparramada a lo largo de la fila, portando cada hombre un mos quete que se cargaba por la boca, un sable como los usados por los oficiales de caballería alemanes, una caja de cuero atada con correas a la cintura y un gran cuerno de vaca lleno de munición. Muchos de ellos iban acompañados de sus mujeres y sus esclavos particulares. Por regla general, Burton y Speke cerraban la marcha montados en el camello y los burros o, si estaban enfermos, eran transportados en hamacas. Casi todos los componentes masculinos de la caravana tenían un arma de alguna clase junto con una variedad de potes y cacerolas y un taburete de madera de tres pies, atado con correas a la espalda del último. Un continuo y violento estruendo de sonsonetes y cantos, de silbidos y gritería acompañaba la marcha, pues se consideraba muy importante hacer todo el ruido posible para impresionar a las tribus locales. Si una liebre cruzaba por casualidad el trillado camino, todos dejaban las cargas en seguida para ir en persecución del animal, al que, si era atrapado, se lo comían crudo. La parada final del día se efectuaba a cualquier hora desde las 8 de la mañana en adelante, pero generalmente era hacia las 11, cuando empezaba a dejarse sentir el fuerte calor del mediodía, habiendo recorrido entonces la caravana cerca de diez millas. Si por casualidad se detenían en un poblado, todos se precipitaban a ocupar las mejores barracas, y al tiempo que se levantaba una tienda para Burton y Speke, toda la caravana se recogía dentro de un redil de ramas y espinas. Durante las horas del mediodía los dos exploradores se sentaban a la sombra, anotaban sus obser vaciones científicas, escribían sus diarios, hacían croquis y dirigían las tareas generales de la marcha. El paño se dejaba con los por teadores en cada parada para que pudieran ellos adquirir grano de los habitantes del lugar. A las 4 de la tarde los cocineros goaneses servían la comida, que consistía en algún plato tal como
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El África Oriental tal como se suponía, según las exploraciones de Burton, Speke y Grant.
arroz con carne de cabra, a menos que Speke hubiera salido y cogiera una perdiz o una gacela, una diversión que Burton no alen taba: «E l capitán Burton — escribía Speke más tarde— , no siendo un deportista, no quiere detenerse para salir a cazar.» De noche, especialmente si la luna brillaba, empezaba la danza, las mujeres en un grupo y los hombres en otro. «Guardan muy bien el ritmo — escribía Burton— , un centenar de pares de ta-
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cones suenan como uno solo.» Pero luego, mientras la excitación de la danza aumentaba, irrumpía el desbarajuste, una confusión de gritos v acelerados movimientos llenaba el camoamento, hasta que por último, hacia las 8. los danzantes se sentaban exhaustos alre dedor de sus fuegos v todo era quietud al fin. Tal podía haber sido un día normal en el avance de la caravana, pero entonces apenas si algún día era normal. En cada etapa, los jefes locales exigían su hongo — un impuesto de tantas yardas de paño, o tantos saquitos de abalorios— antes que permitieran a los forasteros atravesar su territorio. Horas, a veces días, pasa rían antes de que el regateo acabara, y al fin un tambor era ba tido en la aldea del jefe para anunciar que la caravana quedaba libre para proseguir su marcha. A medida que se alejaban más y más de la costa en su avance hacia el interior, muchos de los porteadores desertaban y tenían que ser sustituidos por otros nue vos; los burros morían uno tras otro, y las enfermedades hacían presa en el campamento. Se hallaban tan hambrientos, que muchas veces parecían estar casi a punto de perecer por inanición, y los dos hombres blancos encontrábanse a menudo enfermos; Speke realmente parece haberse hallado en un continuo estado de pre caria salud durante todo el trayecto hasta Kaze. Con frecuencia, además, su marcha se veía dificultada por una intempestiva lluvia. Pero seguían avanzando a pesar de todo. Hacia el fin de la década de 1850, las tribus de Taneanika no eran probablemente tan molestas y no estaban tan embrutecidas como llegaron a serlo más tarde cuando el tráfico de los esclavos empeoró. Al viajero se le hacía una recepción relativamente bené vola, y aun cuando Burton y Speke se cruzaron en su camino con enormes caravanas de esclavos, algún: .s de ellas de un millar de hombres, y contemplaron los trágicos resultados de la marcha — los hombres enfermos, mujeres y criaturas muriéndose al lado del camino— , ambos consideraban que las penalidades del viaje no eran tan dañosas como podía suponerse lo fueran. «La justicia — escribía Burton— exige la confesión de que los horrores del transporte de esclavos raramente se ofrecían a la vista en Africa oriental.» Durante la marcha, refiere, los esclavos eran rara vez encadenados, recibían buena alimentación y no se les exigía un excesivo trabajo. Los porteadores que eran libres y realizaban el largo viaje hasta la costa por el salario de unos cuantos chelines, eran los que llevaban la peor parte. Luezo en Zanzíbar, y en las ciudades de la costa con frecuencia, esperaba al esclavo una vida mucho mejor que la que había dejado atrás en su miserable aldea del interior. Para un hombre tan sumergido en el estudio de las razas de color y tan ávido de andar entre ellas, Burton revela desde el prin cipio al fin un extraño y contradictorio desprecio por el africano.
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«Parece pertenecer — escribe — a una de esas razas infantiles que, no elevándose nunca a la condición del hombre, caen como gastados anillos de la gran cadena de la naturaleza animada.» La religión del africano no es más que «un vago e innominado temor» su principal preocupación, la borrachera. En todas partes, relata Burton, se empieza a beber el pombe, la cerveza del país, con la aurora, v continúa bebiéndose en las aldeas durante todo el d
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su comportamiento me permitió clasificar su particular modo de mirar de la siguiente manera: primero viene una mirada furtiva, cuando el individuo atisbaría una y otra vez por debajo de lá tienda, y, en segundo lugar, su reverso, la mirada abierta. En ter cero, está la mirada curiosa o inteligente, que, generalmente, iba acompañada de una irreverente risa respecto a nuestra apariencia. En cuarto, está la mirada estúpida, la cual denotaba al torpe y nada curioso salvaje. La quinta, la mirada discreta, es la de los sultanes y los grandes hombres; la sexta la mirada indiscreta, en excepcio nales ocasiones, es propia de mujeres y niños. En séptimo lugar está la mirada lisonjera, la cual era sumamente rara, como también lo era la octava o despreciativa. En noveno lugar está la mirada codiciosa; se denotaba por el movimiento de los ojos saltando in quietamente de un objeto a otro, nunca cansados, nunca satisfe chos. El décimo corresponde a la mirada perentoria y pertinaz, peculiar de la edad que trae acritud y aspereza de genio. La onceava nos ofrece la mirada de borracho, la mirada feroz o belicosa, y t finalmente, la doceava, la mirada de caníbal con la cual el indi viduo que nos obsequiaba aparentemente con ella, nos consideraba como' artículos alimenticios.» Y así la diatriba de Burton contra los africanos prosigue, a ratos divertida y a ratos maligna, y apenas si un momento se detiene a reflexionar que eran los extranjeros esclavistas en aquel país quienes estaban pervirtiendo y degradando a aquella gente exactamente en «la misma medida en que lo hacían el pombe y la poligamia. En opinión de Burton, los africanos mismos habían de ser culpados por su barbarie, y desde el principio hasta el fin los trata como niños delincuentes con marcadas tendencias crimi nales. Speke, quien sufría tanta molestia como Burton, no opinaba de esta manera ni tampoco era éste el parecer de otros explora dores como Livingstone; en verdad que la actitud de Burton apa rece positivamente fanática cuando se compara con la amabilidad, la dulzura y la compasión de Livingstone hacia los africanos, tan fanática como el peor odio racial existente en el mundo hoy en día. No resultaba tal vez demasiado exagerado que uno de los jefes indígenas hubiera dicho que Burton era «un buen hombre pero muy colérico». Mas en justicia tiene que reconocerse que Burton no era un tirador ni un matador de africanos, y no pocos de tales explo radores iban pronto a aparecer en escena. Probablemente era más disgusto que aversión lo que sentía por ellos; y así, en aquella cruda inmensidad, donde no había nada para satisfacer las exigen cias de una mente descontentadiza y sofisticada, se volvió con alivio hacia los árabes. Cuando al fin, tras un viaje de casi cinco meses, la partida de tan zarandeada gente entraba en Kaze el 7 de noviembre de 1857,
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Burton se adelantó con gozo para ir al encuentro de los mercaderes árabes de allí. «Impresionante en verdad — exclama— era el con traste entre la generosa hospitalidad y sincera buena voluntad de esta realmente noble raza, y la mezauindad de los salvajes e inte resados africanos; era un corazón de sentimientos humanos tras un corazón de piedra.» Se hallaba de vuelta otra vez entre los de su propia clase, hombres con barba, graves y corteses, ceñidos con turbantes y largas túnicas blancas, hombres cultos, de graciosas maneras, y ni por un momento le turba el hecho de que la prin cipal preocupación de sus vidas era el transporte de rebaños de hombres, mujeres y niños hasta la costa, y la venta de los que sobrevivían en los mercados de esclavos de Mombasa v Zanzíbar. Había unos veinticinco traficantes árabes viviendo en Kaze en aquel tiempo, y procuraban ofrecer una apariencia externa de civilización. Sus casas, llamadas tembes, estaban construidas de ba rro, pero eran edificios muy grandes, que incluían un patio central, con habitaciones separadas para los esclavos domésticos y las mujeres del harén. Cultivaban frutas, hortalizas y arroz, y en el bazar o mercado público estaban a la venta la mayoría de artículos esenciales para el comercio del Africa oriental, si bien a precios unas cinco veces más altos que en Zanzíbar. Los árabes acostum braban comer a la salida del sol y otra vez al mediodía, pero sólo cosas muy ligeras. Pocos eran los que estaban sanos durante dos meses seguidos, y la vida, aun cuando soportable, apenas puede haber sido más que una monótona rutina de mezquino regateo e interminable espera. Sentíanse dichosos de conocer a los dos hom bres blancos procedentes de la costa y se hallaban dispuestos a ayudarlos con todos los respetos. Y así un mes transcurrió en Kaze, y Burton, por lo menos, gozaba, pues podía mantener largas y provechosas conversaciones con sus anfitriones sobre el desco nocido país que se encontraba ante ellos hacia el Oeste. Speke, estando enfermo y no sabiendo hablar el árabe, fue dejado un poco de lado. A primeros de diciembre, sin embargo, pusiéronse de nuevo en marcha, y el 13 de febrero de 1858 llegaban al lago de Tanganika en las cercanías del puesto árabe de Ujiji. lugar de comercio de esclavos y marfil. Éste fue un momento de gran triunfo, de un mayor descubrimiento. Ambos hombres estaban seriamente enfer mos otra vez. Speke, que había padecido una oftalmía desde la infancia, estaba tan ciego que escasamente podía ver el lago, v Burton con una mandíbula ulcerada no podía tomar más que líqui dos, pero por lo menos la expedición había logrado el primero de sus grandes objetivos. Al recobrar la vista, Speke salió en busca de una lancha que les permitiera realizar una cabal explora ción de la región, y, aun cuando regresó con las manos vacías, al fin hallaron dos canoas indígenas, y en ellas los dos hombres se
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encaminaron dirección al Norte. Fue idea de Burton la de que podían hallar allí un río, el cual, fluyendo hacia el Norte, pudiera muy bien ser el origen del Nilo. Pero en esto se engañaba: el Rusizi corre hacia el Sur, desaguando en el lago de Tanganika, cuya altura sobre el nivel del mar es de unos setecientos setenta y cinco metros apenas, y, por lo tanto, demasiado bajo para ser el origen del Nilo. «L o sentí en verdad», escribía Burton. Regresaron a Ujiji, y allí, por fin, les esperaba una pequeña racha de buena suerte: su retaguardia llegaba con provisiones desde la costa, y al cabo de casi un año recibían cartas comunicándoles noticias del mundo exterior. Burton tuvo la burlona satisfacción de saber que había acertado totalmente en sus previsiones respecto a la India: la rebelión había estallado. En junio de 1858 se hallaba de vuelta en Kaze otra vez. Y allí, de un modo casi casual, se originó el comienzo de una serie de incidentes que iban a situar a este viaje muy por encima de todos los otros efectuados al Africa Central y a conducir a través de interminables amarguras y tragedias a 1? solución del problema del Nilo. Burton estaba deseoso de detenerse algún tiempo en Kaze entre sus amigos árabes con objeto de formar la caravana y compilar sus notas sobre los descubrimientos que ha bían hecho ya. Speke quería irse para averiguar lo que podía haber de cierto en los informes que había recibido de los árabes sobre el «Nyanza», un lago mayor que el Tanganika, del cual se decía que estaba a unas tres semanas de viaje hacia el norte de Kaze. Burton de buena gana dejó que se fuera. En compañía de Bombay y un pequeño grupo de porteadores y guardias baluchis, Speke se puso en marcha el 9 de julio de 1858. Actualmente, el viajero hallará que la región comprendida entre Kaze y el lago Victoria es, al principio, cualquier cosa, menos espectacular; la eterna selvatiquez le cerca a uno, milla tras milla, repitiéndose monótonamente. Las pocas aldeas y espacios libres que aparecen dan la impresión de agobiadora pobreza, y en la estación seca, cuando los habitantes queman las marchitas hierbas, uno ve poca cosa fuera de las perspectivas de tierra ennegrecida y árboles chamuscados que recordarían a los soldados relativa mente modernos de Passchendaele en la Primera Guerra Mundial, excepto que allí no hay fango, únicamente polvo reseco y firme. Pero luego se pasa gradualmente a un paisaje que es por completo diferente. La selva se atenúa hasta desaparecer, y amplios y pla centeros llanos se abren hacia el horizonte. Aquí y allá enormes rocas de granito, desprendidas probablemente de los ventisqueros de algún primitivo período glacial, se elevan grotescamente del terreno, y de lejos a menudo ofrecen el aspecto de los cercados y encumbrados poblados en la Italia meridional. Una ligera lluvia en esta parte del país basta para hacer brotar la hierba de un
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prado. Millares de cigüeñas y otras aves se posan en los lugares pantanosos y en las depresiones y cavidades donde el agua queda recogida; y uno tiene la clara sensación, a medida que avanza, de que se anroxima a una frontera de alguna clase a una nueva exoeriencia. Esta sensación invariablemente se acentúa más a medida que uno se acerca al lago. El terreno se vuelve más verde, el aire más húmedo, y pronto se halla uno rodeado de umbrosos árboles, palmeras v flamantes mangos de un verde esmeralda. Finalmente, cerca de Muanza, el lago mismo aparece a la vista. Se asemeja mucho más a un mar aue a un lago, un mar tropical con playas de amarilla arena y arbolados declives que descienden hasta la ribera. Muy cerca, islas y promontorios puntean su superficie, con barcos de vela moviéndose en tom o a ellos, pero al Norte no se aprecia ningún visible término de la vasta extensión de agua. Ocasionalmente lo agitan tremendas tempestades con negras nu bes en lo alto, pero en un día normal sopla una ligera brisa, y las blancas olas, semejantes a etéreos caballos, rompen mansa mente en la playa. El lago adquiere el color del cielo, de modo que es azul cuando el sol brilla, gris en un día nublado y casi negro durante una tempestad. En las puestas de sol, y ellas pueden ser asombrosas a veces, el cielo y el lago resplandecen conjunta mente como en una explosión de luces de un teatro. En la playa misma se oye con frecuencia un continuo y crepi tante ruido, especialmente donde los papiros aumentan el golpeteo de las olas en los juncos, el zumbido de innumerables insectos, luciérnagas y grillos, los ligeros pero distintos sonidos y rumores producidos por ibis y otras aves del país; la anhinga con su torcido cuello medio sumergido, parece ciertamente un reptil que avanza a través de las aguas. Estas vistas son muy bellas, y a pesar de ello hay una misteriosa y turbadora atmósfera alrededor del lago. Uno siente aquí muy fuertemente el estado primitivo de Africa, su abrumadora multiplicidad en un fondo vacío. Al atardecer, las aguas tienden a aquietarse, convirtiéndose en sombrías y silenciosas; percíbese un algo indefinible en el cálido aire, y, no obstante, eílo evoca ideas de oculta hechicería y superstición, de conspiración y de emboscadas en la oscuridad, y todo esto resulta empeorado porque en verdad no hay un definido objeto que inspire tal temor. Los africanos del lado del lago son grandes bebedores de pombe, y cuando se han librado a tragos de la opresión del aburrimiento y de la ociosidad de sus vidas, ceden muy fácilmente a infantiles arranques de pasión y al histerismo; y entonces los tambores y las danzas muestran su cualidad salvaje y, en ocasiones, amenaza dora. Todas estas cosas — los circundantes llanos, las gentes del lago, y los inmensos y misteriosos alcances del lago mismo— estaban,
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por supuesto, más allá de la esfera del conocimiento del mundo civilizado cuando Speke inició su marcha. No es, pues, sorpren dente que se sintiera presa de gran excitación en la mañana del 3 de agosto de 1858 cuando se halló en la ribera cercana a Muanza y vio por vez primera aquella inmensa extensión de agua. Tuvo una inspiración. «N o experimenté ya ninguna duda — escribía más tarde— de que el lago que yacía a mis pies daba origen a ese interesante río cuyo curso ha sido tema de tanta especulación, y el objetivo de tantos exploradores. El cuento de los árabes resultó verídico en todos sus aspectos. Éste es un lago mucho más extenso que el Tanganika, tan ancho, que uno no podía ver el otro lado de él, y tan largo que nadie sabía su longitud.» Tal aseveración representaba haber llegado a una atrevida y asombrosa conclusión, y a Speke le era imposible mantenerla con ninguna prueba científica. Empero, parece haber estado sincera mente convencido por aquella limitada vista de una diminuta parte de la ribera meridional — permaneció sólo tres días junto al lago— de que había descubierto el origen del Nilo. Uno habría deseado que Speke pudiera haber tenido otro compañero que Burton para compartir su entusiasmo. No obstante, se apresuró a regresar y entró de nuevo en Kaze sólo seis semanas después de que hubiera salido de allí para su viaje al exterior. El grupo fue objeto de una calurosa recepción: «los baluchis y Bombay — comenta Speke— apenas podían ser vistos bajo los ardorosos abrazos y los fuertes besos de las damiselas», y Speke en seguida informó a Burton de su descubrimiento. No es difícil imaginar la escena por la descripción de Burton: «Apenas acabábamos de almorzar cuando me comunicó el pas moso hecho de que había descubierto las fuentes del Nilo Blanco. Era una inspiración tal vez; en el momento en que había avistado el Nyanza, sintió una absoluta seguridad de que “ el lago que yacía a sus pies daba origen a aquel interesante río, el cual ha sido el tema de tanta especulación y el objetivo de tantos exploradores». La convicción del afortunado descubridor era fuerte; sus pruebas eran débiles, eran de la clase a la cual aludía la damisela Lucetta cuando trataba de justificar su inclinación a favor del “ exquisito caballero” sir Proteus: “N o tengo otra prueba que la de una mujer. Le creo así porque le creo así..." »A1 cabo de algunos días se hizo evidente para mí que no se podía pronunciar una sola palabra sobre el tema del lago, el Nilo, y su “ hallazgo” sin generalmente causar ofensa. Por tácito con venio fue, de consiguiente, evitado, y yo nunca habría vuelto a mencionarlo si mi compañero no hubiera reducido al absurdo los
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resultados de la expedición mostrando una pretensión que ningún geógrafo puede admitir, y la cual es al mismo tiempo tan débil e insustancial que ningún geógrafo se ha tomado aún la molestia de contradecirla.» La versión de Speke sobre el asunto es como sigue: «E l capitán Burton me dio la bienvenida a mi llegada a la vieja casa... Le expresé mi sentimiento por no haberme acom pañado, pues tenía la íntima seguridad de que había descubierto el origen del Nilo. Él, naturalmente, puso objeción a esto, aun después de oír todas mis razones para afirmarlo, y por tanto el tema fue abandonado. Sin embargo, el capitán aceptó todos mis datos geográficos que abarcaban la ruta desde Kaze hasta el lago, y los anotó en su cuaderno, reduciendo únicamente las distancias dadas por mí, las cuales dijo que creía que eran exageradas, y por supuesto cuidando de establecer una separación entre mi lago y el Nilo a causa de sus Montañas de la Luna.» Habían ya reñido con motivo de las Montañas de la Luna. Burton quería que estuvieran en un lugar del mapa, Speke en otro, y ello era un punto esencial, pues esas montañas, dondequiera que estuviesen, muy probablemente proporcionaban el vertedero para el río. De este modo, como un experimentado jugador de ajedrez, Burton dio diestramente jaque mate a su contrario dejando las montañas en un punto del mapa que las situaba justa e imparcialmente entre el río y el lago. El propio Burton tenía entonces la idea de que las verdaderas fuentes del Nilo se hallaban más al Este, en la proximidad del monte Kenia y el Kilimanjaro. Al mismo tiempo no estaba del todo satisfecho por la consideración de que la cuenca del Tanganika debiera ser desechada. Lo más que concedería con respecto al nuevo lago de Speke (el cual era entonces llamado Victoria, en honor de la reina) era que él podía ser un alimentador del Alto Nilo; había también la posibilidad de que el lago Victoria no fuera en absoluto un solo lago, sino una serie de ellos. Pero Burton no se hacía fuerte en ninguna de estas suposi ciones. Simplemente deseaba poner en evidencia que Speke no tenía fundamento alguno para sus precipitadas aserciones; en total no se trataba más que de conjeturas. Por tanto, en opinión de Burton era mucho mejor, en su informe a la Royal Geographical Society, adherirse al terreno que habían explorado ampliamente los dos juntos, a saber, la región de Tanganika, y a las noticias que de ello les habían dado los árabes, gente seria y digna de toda confianza; y de hecho, mientras Speke había estado fuera, Burton había obtenido de los tratantes de Kaze alguna positiva información sobre el distrito de Karagwe al oeste del lago Victoria, y aún sobre Buganda y Bunyoro, los cuales estaban situados en el mapa mucho más al Norte.
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Y así, a partir de ese momento, hallamos a Burton concen trándose cada vez más en el lago Tanganika, y a Speke en el lago Victoria; cada uno adoptaba su propio lago y estaba dispuesto a defenderlo contra todos los argumentos. Su querella puede parecer fútil, pero uno tiene que recordar que los dos hombres habían estado durante mucho más de un año conviviendo juntos en las más difíciles circunstancias, y hacía ya bastante tiempo que los ner vios de ambos habían empezado a acusar la reacción de su íntimo contacto. Además, la conclusión que sustentaban era en aquel instante casi todo su mundo, y ella les parecía que era de la más urgente importancia. «É l (Burton) — escribía Speke más tarde al secretario de la Royal Geographical Society— solía tratarme con tanta aspereza cuando le hablaba del asunto, que frecuentemente me guardaba yo mi propio secreto. Burton es uno de esos hombres que nunca pueden equivocarse, y que nunca reconocerán un error, de modo que cuando sólo dos están hablando juntos se hace más molesto que agradable.» No puede, por consiguiente, haber sido un grupo muy acorde el que se puso en marcha a fines de setiembre de 1858 para el largo viaje de regreso a la costa. Eran ciento cincuenta y dos los que formaban la caravana ahora, incluyendo esclavos, mujeres y niños, y muchos de ellos, habiendo ya andado mil quinientas millas o más desde su salida de Bagamoyo, se hallaban extenuados. Bur ton y Speke desfallecieron casi en seguida y hubieron de ser trans portados. Speke parece haber estado padeciendo de pleuresía y neumonía, y pronto le fue imposible continuar. En la exaltación de su delirio se enfurecía y voceaba a Burton, recordando cualquier pequeño aunque olvidado agravio, has'a el incidente de la escara muza de Somalia cuando Burton, creía él, le había acusado de cobardía. Estos espasmos pasaron al fin, y la expedición avanzó penosa y lentamente hacia el Este, acosada por las enfermedades y mermada por las deserciones. Cuatro meses transcurrieron antes de que avistaran el océano Indico, justamente al norte de la actual población de Dar-es-Salaam. Se encontraban ya en febrero de 1859 y habían estado fuera durante veintiún meses, pero Burton se había comprometido a visitar Kihva más abajo de la costa, y con una obstinación que resultaba algo pueril estaba decidido a man tener su palabra. Envió un mensaje a Zanzíbar por barco pidiendo al cónsul británico que les proporcionara una lancha, y cuando ésta llegó, los dos cansados adversarios se hicieron a la vela para Kihva. N o obtuvieron nada aparte de su gesto; una epidemia de cólera estaba azotando la costa oriental africana y se había mani festado con especial fuerza en el poblado de esclavos de Kilwa. Burton y Speke se fueron casi inmediatamente, y el 14 de marzo de 1859 llegaban por fin a Zanzíbar.
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Allí todo andaba revuelto; unas diez mil personas habían muerto ya del cólera en la ciudad, y el sultán se preparaba para resistir a una invasión que estaba a punto de ser lanzada sobre la isla por su hermano residente en Omán. El nuevo cónsul británico, capitán Christopher Rigby, era un antiguo rival de Burton — sien do los dos notables lingüistas, habían competido mutuamente en exámenes para intérpretes en la India— , y Burton, sin pérdida de tiempo empezó a disputar con él. La principal pugna entre ellos parece haber estado relacionada con el hecho de que Burton no había pagado a sus porteadores todo el dinero que ellos es peraban, y cuando más tarde, se quejaron en el consulado, Rigby y Speke, con asombro de Burton, los apoyaron. Guardaba aún otro agravio contra Rigby; creía que él o alguien relacionado con el consulado había perdido deliberadamente el manuscrito de su libro en Zanzíbar, ya que contenía críticas respecto a los blancos resi dentes allí. Por el momento, sin embargo, Burton se hallaba en bastante mal estado. Los que lo vieron entonces lo describen como tenien do una mirada extraviada, y tan delgado y enflaquecido, que la carne colgaba fláccida de sus hundidas mejillas; él mismo dice que la «excitación del viaje fue seguida de una extrema depresión mental y física». Leía novelas francesas, evitando encontrarse con la gente en Zanzíbar y fomentaba su odio hacia Rigby. Al cabo de estar escasamente tres semanas en la isla embarcó con Speke en el bergantín Dragón o f Salem y llegaron a Aden veinticinco días más tarde. Hasta este punto no se produjo ningún abierto rompimiento entre los dos hombres. «Todavía éramos — dice Burton— , bajo todos los aspectos, amigos.» Pero Speke, el más joven, se restablecía rápidamente y estaba deseoso de regresar a su país. Se convino que mientras Burton consolidaba su convalecencia durante un poco más en Aden, Speke se iría, y a mediados de abril tomó pasaje en el buque inglés Furious. Según Burton, las últimas palabras de Speke antes de embarcarse fueron una prome sa de que esperaría la llegada de su compañero a Londres antes de revelar los resultados de la expedición. Con eso se despidieron para siempre. Cuando el propio Burton llegó a Inglaterra el 21 de mayo, Speke hacía ya doce días que se encontraba allí, y había aprovechado el tiempo. Uno puede tan sólo explicar su conducta recordando, como sugiere el profesor Ingham del colegio Makerere, en Uganda, «la autorrectitud de su generación», que lo impulsó a poner «la jus ticia antes que la generosidad». Abrigaba la plena convicción de que había aclarado el gran secreto del Nilo. Burton se había burlado de su teoría y desentendido de ella; por consiguiente, Speke tenía el indiscutible derecho de considerar su inspiración
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y su descubrimiento como un asunto personal, algo por completo aparte de la expedición oficial. No se sabe si el propio Speke usó esta justificación, pero prevalece el hecho de que, al desembarcar, se fue directamente a entrevistarse con sir Roderick Murchison, el presidente de la Royal Geographical Society, y le reveló la historia de la expedición y su gran convicción sobre el origen del Nilo. Murchison, natu ralmente, estaba intrigado, y pidió a Speke que presentara una memoria a los miembros de la Sociedad en Burlington House, donde expusiera sus puntos de vista. A la semana de su llegada circuló en Londres la noticia de que el intrépido y modesto joven había hecho un descubrimiento de extraordinaria importancia, y fue invitado por la Sociedad a partir otra vez para Africa a la cabeza de una nueva expedición. Rápidamente se reunió una can tidad de dos mil quinientas libras para costearla, y Speke pronto estuvo ocupado en sus planes; se proponía avanzar otra vez hacia el interior desde Zanzíbar siguiendo la misma ruta de antes y luego subir por el lado occidental del nuevo mar interior que había descubierto. En su costa septentrional esperaba hallar su desagüe, el cual sería el origen del Nilo, y después remontaría el curso de esta corriente hacia el Norte, adondequiera que ella le llevara, hasta que saliera finalmente a Egipto. Había mucho entusiasmo en Londres por la nueva expedición, ya que, en efecto, Speke se proponía marchar en línea recta a través del espacio en blanco con el cual se representaba en el mapa el territorio del Africa Central, y de un golpe resolver los in memoriales problemas de los mares interiores, las Montañas de la Luna y las fuentes del Nilo. Mientras tanto, Burton, convertido en una flaca y macilenta figura, desembarcaba en Inglaterra para encontrarse con que había sido casi olvidado. El público estaba sólo ligeramente interesado en su cuidadoso y científico informe sobre el lago Tanganika, y no fue invitado a tomar parte en la nueva expedición; se le sustituyó por otro oficial del Ejército indio, el capitán James Augustus Grant. Cinco años transcurrirían antes de que él obtuviera su pleno y terrible desquite.
Capítulo III LOS VALLES DEL PARAÍSO
No hay recuerdos escritos sobre Uganda — el territorio en el cual Speke se proponía ahora entrar— antes de mediados del siglo xix. Sir John Gray describe su historia como «un crimen del cual no ha habido ningún testigo ocular». Parece cierto, em pero, que en algún momento de aquel pasado sin registrar, una superior raza de hombres poseedores de ganado llegó al Sur proce dente de las montañosas regiones etíopes, y estas gentes se esta blecieron como una dominante aristocracia entre los negros en los bordes septentrional y occidental del lago Victoria. Hacia 1860 quedaron establecidas tres separadas regiones: Bunyoro al norte, Buganda en el centro y Karagwe al sur, en el borde occidental del lago. Muchas otras formaciones gentilicias existían también, pero estos tres pequeños estados tenían cierta coherencia en medio de una tosquedad de extrema barbarie; formaban, por decirlo así, una menuda cápsula de semicivilización en el centro del continente, y el mundo exterior apenas sabía nada de ellos. Un solo mercader árabe llamado Ahmed ben Ibrahim había penetrado en Buganda en la década de 1840, y algunos otros ha bían llegado hasta Karagwe, pero eso era todo: ningún hombre blanco había estado jamás allí, ninguna noción de otros mundos y otras formas de vida turbaba a sus habitantes. Difícilmente se hubieran hallado más aislados de haber estado viviendo en la super ficie de la luna. Normalmente, en el Africa central, el destino de tales gentes era permanecer en un estado de evolución estacionario. De una manera misteriosa la luz de la humana ambición se había extinguido, las aldeas continuaban vinculadas a la edad de piedra, y de siglo en siglo la vida giraba en un perpetuo y lento ciclo de toscas cos tumbres y tradiciones. No se sentía curiosidad alguna por explorar, ningún deseo de cambio o mejoramiento. Cada nueva generación cedía a la misma pasiva y fatalista aceptación de un inalterable estado de cosas, y la razón era sofocada por el hábito y la su perstición. Pero con estos tres reinos de pacotilla no ocurría lo mismo 4 — 2.166
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en absoluto; sino que adelantaban pasmosamente. Sin ningún pre cedente para guiarlos ni ninguna ayuda exterior, habían alcanzado a mediados del siglo xix una cultura indígena que se hallaba muy por encima de cualquier otra existente al sur del Sahara. Y con todo, lo extraordinario de estas gentes no es que hubieran llegado a un tal punto de adelanto, sino que su progreso se hubiese realizado ae un modo tan irregular. Avanzaban con éxito en una dirección únicamente para fallar por completo en otra, dejaban enormes vacíos tras ellos, y las más bárbaras costumbres sobre vivían en medio de una excepcional sofisticación. Sus casas, por ejemplo, no tenían nada en común con las tristes y reducidas construcciones de Tanganika; se trataba de amplias y bellas estructuras cónicas, hechas con cañas y juncos estrecha mente entrelazados, que, con frecuencia, se elevaban a una altura de quince metros. En estas viviendas no penetraba la humedad y resultaban confortables en tiempo de lluvia, y frescas en las esta ciones calurosas, y eran infinitamente más atractivas que cualquiera de las casas que hayan sido construidas en Uganda en el siglo xx. Los instrumentos musicales de los indígenas — sus tambores, arpas y trompetas— eran igualmente notables, y navegaban por el lago en inmensas canoas, algunas de ellas de veinte metros de longitud. Sus cestas estaban tan finamente tejidas que podían contener agua, y habían descubierto el arte de hacer una suave y durable tela con la corteza de los árboles. Ningún hombre asistía desnudo a la corte de su monarca: es lo cierto que en Buganda hubiera constituido una criminal ofensa el hacerlo; calzaban sandalias, y su cuerpo aparecía completamente cubierto con una larga y graciosa túnica, y, a veces, se colocaban encima una corta capa de pieles de antílope que habían sido unidas con la habilidad de una buena costurera parisiense. Ni los hombres ni las mujeres desfiguraban sus cuerpos con cicatrices o tatuajes como las otras tribus del Africa central, y cuando se sentaban a comer se lavaban las manos, ya frotán doselas con un paño mojado, o echándose agua sobre ellas con un cacharro. Los esclavos domésticos, los cuales eran tratados como parte de la servidumbre al igual que los siervos rusos, servían la comida, y la alimentación no se diferenciaba en mucho de la normal en el mundo civilizado: una especie de gachas hechas con vulgares plátanos, pescados y estofado de carne, pollo, patatas dulces, maíz y caña de azúcar silvestre. Se mascaban granos de café como digestivo y hacían su cerveza con‘ la pulpa de los plá tanos. Hombres y mujeres fumaban. En Buganda especialmente, el más rico y más progresivo de los tres Estados, el poder del rey era absoluto, pero el monarca estaba atendido por un grupo de consejeros que formaban una especie de gabinete en el cual cada miembro tenía asignado algún
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especial cometido. Asi había el visir o primer ministro, el tesorero, el generalísimo del ejército y el almirante de la flota de canoas de guerra en el lago, el jefe ejecutor, y otros con más pintorescos títulos tales como el jefe cervecero y el guarda de los tambores. Estos hombres, junto con los jefes provinciales, formaban una jerarquía de nobles, y estaban obligados a una constante asistencia al monarca en su corte. Sobre este punto la etiqueta era rígida. Ningún hombre podía sentarse en presencia del rey, ir incorrec tamente vestido, o hablar sin permiso. Siempre que el monarca aparecía, era habitual que los cortesanos se echaran al suelo prosternándose delante de él, pues era considerado como un ser casi divino, o en todo caso la personificación del espíritu de la raza. Y sin embargo, con toda esa sofisticación y refinamiento, tales gentes no tenían ningún sistema de escritura ni de contar, ningún medio para medir el paso del tiempo en semanas, meses y años, ningún utensilio mecánico siquiera tan simple como el arado o la rueda, ninguna religión que fuera algo más que una forma muy primitiva de superstición y hechicería. Cedían a sus pasiones y sus apetitos como niños malcriados y delincuentes, y eran extre madamente crueles. De vez en cuando parecen haber sido presa de un violento y frenético histerismo, y era costumbre corriente para hombres y mujeres beber sin freno hasta sumirse en la inconsciencia de la borrachera. Existían marcadas diferencias entre los tres reinos, y tal vez estas diferencias estaban condicionadas por la naturaleza geográ fica del país. Bunyoro, al norte, es más seco y más áspero que el terreno de los bordes del lago Victoria. Durante meses seguidos no llueve, y uno recorre largas millas a través de una árida ex tensión que no es diferente del Tanganika central. La gente allí tiene fama de ser dura y de vivo genio; son menos sofisticados que los habitantes de los bordes del lago, pero más belicosos y agresivos. Estas cualidades reflejábanse ciertamente en Kamrasi, su rey. Era un hombre áspero y suspicaz, un jefe con los instin tos de un pirata, y el absorbente odio que emponzoñaba su vida era dirigido en parte contra Buganda, al sur, y en parte contra un sedicioso hermano llamado Rionga, que vivía en una isla del Nilo. Karagwe, en el lado occidental del lago, es de terreno más suave, gran parte de él hállase a cinco mil pies sobre el nivel del mar, y hay una notable frescura y claridad en el paisaje. Hace un siglo, rebaños de ganado pacían por los pastos y herbosos llanos, y a lo largo de los bordes del lago mismo admíranse pers pectivas que le recuerdan a uno las lomas del sur de Inglaterra: altos y agudos riscos descienden de un golpe hasta el agua, y excepto por el calor, la vaciedad del terreno y las islas tropicales a distancia de la orilla, esto podía ser Folkestone o Dover. En un tiempo fue una excelente región para los animales salvajes:
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miles de elefantes, jirafas, búfalos, antílopes y rinocerontes vaga, ban por los alrededores, y aún ahora, por la noche, uno puede observar a los hipopótamos salir del lago para hozar como oscuros y voluminosos fantasmas en el borde del agua. Aquí, en un lugar llamado Bwerannyange, Rumanika, rey de Karagwe, poseía su pequeña corte campestre. Era un hombre liberal y benévolo, que tenía fama de ser hospitalario con los extranjeros. Siendo de algún modo el más débil de los tres reyes, Rumanika procuraba estar en buenas relaciones con los gober nantes de Bunyoro y Buganda. Les enviaba presentes de vez en cuando y hasta reconocía ser él mismo un vasallo o en todo caso un subordinado de Buganda. Sin embargo, Rumanika tenía sus excentricidades. Mantenía un extraordinario harén de esposas, las cuales eran tan corpulentas que no podían tenerse en pie, y se arrastraban como focas por el suelo de sus chozas. Su alimento era un ininterrumpido chorro de leche que extraían de un cala bacín chupando una paja, y si las jovencitas se resistían a este tratamiento eran alimentadas a la fuerza como los patos producto res del páté de foie gras de Estrasburgo: un hombre permanecía ante ellas con un látigo. Buganda, en el borde septentrional del lago, no posee ni la aridez de Bunyoro ni los horizontes de Karagwe; es una región de matorrales y quebradas colinas, siendo tan lozana y exuberante como Zanzíbar. El clima es cálido, variable y húmedo, y todas las cosas brotan de la tierra con una llama de exótico color. La tierra misma es roja, las plantaciones de plátanos forman avenidas que aparecen pletóricas de una viva luz verde amarillenta, y la cir cundante selva es una vasta jaula llena de aves tropicales y flore cientes arbustos. Tales condiciones pioducen una impresión de intimidad, de animación y de vida, y una especie de voluptuosa excitación: así es la naturaleza de Buganda. En 1860, Mutesa, el joven rey de Buganda, acababa de subir al trono, y estableció su capital a unas cuantas millas al interior, desde el lago, en una cima que actualmente no se halla lejos de la moderna ciudad de Kampala. El viajero entraba en el po blado por un ancho camino térreo abierto a través de la selva, y veía, esparcidas por las laderas, una cantidad de redondas chozas de airosa proporción con tropeles de gente que andaban por entre ellas. Las mujeres, en su mayor parte, iban desnudas o llevaban un corto paño en torno a la cintura, pero los hombres con sus togas, según dice Harry Johnston (1) hablando de los santos, «nos recordaban irresistiblemente los convencionales cuadros de la pie dad evangélica que representaban a los bienaventurados paseándose en los valles del paraíso». (1 )
Véase, al final del libro, el capítulo I I I de las notas.
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La corte de Mutesa constituía una mezcla de chozas, singu larmente espaciosas situadas en el centro de la población, y allí celebraba el rey sus diarias recepciones, sentado en un terraplén, cubierto con una manta encarnada, y rodeado de sus nobles, sus asistentes y sus mujeres, las cuales ascendían a un par de cente nares aproximadamente. Entonces era un joven delgado y bien formado, de unos veinte años, con hermosos dientes y ojos claros, pero algo llamativos. Su tonsurado cabello estaba dispuesto en forma de cresta de gallo, su toga se hallaba diestramente anudada por encima de un hombro, y en los brazos y las piernas llevaba amplias franjas de cuentas coloradas. A sus pies yacían los sím bolos de su realeza, una lanza, un escudo y un perro blanco. Cuando iba de paseo, toda la corte lo seguía, y él afectaba en su andar un gran contoneo, con las piernas rígidas, que pretendía imitar la andadura de un león. A la manera de la reina Victoria, no miraba a su alrededor cuando quería sentarse; un asiento era automáti camente preparado para él, excepto que en su caso el asiento era el cuerpo de un asistente que se ponía de manos y rodillas en el suelo. Cuando quería hablar, los cortesanos escuchaban con un grande y respetuoso silencio, y luego, todos a una, se echaban al suelo y proferían repetidas veces un extraño grito que sonaba algo así como « n’yanzig», y pretendía indicar gratitud y la más grande humildad. Mutesa, en resumen, era una figura muy impre sionante, aun en aquella temprana etapa de su larga carrera, y podría hasta haber habido una cierta dignidad en su persona si no lo hubiera impedido el hecho de que estaba muy lejos de ser un santo en los valles del paraíso; era un salvaje y un monstruo sanguinario. Apenas transcurría un día sin que alguien fuera ejecutado por orden suya, y esto era realizad•> intencionadamente, y sin darle importancia, casi como una especie de juego. Si una muchacha cometía alguna infracción de la etiqueta hablando demasiado alto, o un criado olvidaba cerrar o abrir una puerta, en seguida, a una señal de Mutesa, eran sacados, gritando, y se los llevaban para cortarles la cabeza. Un redoble de tambores ahogaba los gritos de agonía de las desdichadas víctimas. Nada de lo que W. S. Gil. bert estuvo a punto de inventar con su alto ejecutor de la justicia en The Mikado, nada del proceder de la delirante Reina Roja de Alicia en el país de las maravillas, podía ser más fantástico que las escenas que se desarrollaban cuando Mutesa celebraba un consejo, con la única diferencia de que allí tales escenas eran horrible y monstruosamente reales. La tortura de ser quemados vivos, la mutilación de las víctimas al cortarles las manos, las ore jas y los pies, el enterramiento de esposas vivientes junto con sus maridos muertos, todas estas cosas se consideraban como accidentes sin importancia. Resultaba má¿ que una simple orgía
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sangrienta: Mutesa quitaba la vida a sus victimas aplastándolas de la misma forma que un niño pondría el pie sobre un insecto, sin pensar ni un instante en las consecuencias, ni sentir siquiera una momentánea piedad por el dolor que estaba infligiendo. Era in sensible a todo sufrimiento, excepto al suyo propio. Él y todos los que le rodeaban en la corte, daban la impresión de jugar con la vida, de vivir con un aire de insensato artificio. Para ser justos, ha de recordarse que no fue el mismo Mutesa quien inventó dichas prácticas; todos sus predecesores (y se sabe que hubo una veintena de reyes por lo menos tras él) procedían exactamente de idéntico modo, y una similar ley de la selva pre valecía en todos los grupos menores de tribus. Salvo que el gobernante se rodeara de una atmósfera de terror y supersticioso temor, no permanecía mucho tiempo en el trono. Mutesa, al ser rey, inmediatamente condenó a la pena capital a unos sesenta de sus cofrades haciéndoles quemar vivos, y esto era considerado como una precaución perfectamente normal contra la rebelión. Además, poseía también otros atributos aparte esta tradicio nal sed de sangre. Estaba muy lejos de ser estúpido: una vez hubo tomado el poder, aprendió rápidamente las artes de atraerse a un hombre y volverlo contra otro tras una cuidadosa donación de presentes. Conocía en todo su alcance la importancia de mantener a sus peticionarios esperando, y parece haber tenido alguna habi lidad en fijar entrevistas de carácter político. Uno puede fácilmente considerarle como una especie de figura de pantomima — el rey de una tribu rodeado de sus tambores, sus desnudas mujeres, y sus feroces guerreros — , pero en verdad, como los acontecimientos iban luego a demostrarlo, representaba mucho más que esto. En su salvaje mundo tenía la apariencia y el modo de la majestad real, y un instintivo conocimiento de lá política. Su política exte rior, por ejemplo, la manejaba con cierta tosca habilidad: dejó a Rumanika solo en Karagwe e hizo la guerra a Kamrasi, de Bunyoro. Por supuesto que no era una guerra muy seria — aquél era todavía un mundo en el cual no había armas de fuego y hasta entonces tampoco negreros árabes para lanzar a una tribu contra otra— , >ero era un medio útil de obtener ganado y mujeres, y Kamrasi, por o menos, era mantenido a raya. Ésta, pues, era la extraña isleta de civilización indígena a la cual se había dejado que realizara tranquilamente su propio des tino en el corazón del Africa central hace cien años. Sería natu ralmente absurdo sugerir que hubiese allí realmente civilización alguna; los tres reinos de pacotilla estaban todavía uncidos a un primitivo modo de vida, y el temor era el factor dominante en la mente de todo hombre. Por otra parte, aquellas gentes estaban aún aisladas de los abusos de la civilización: no había sífilis ni viruelas, ni peste bovina para exterminar su ganado. Las crueldades
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de Mutesa no influían en la vida de la población en general; poseían abundante comida y bebida, y no parece imposible que ellos mis mos se creyeran ser felices, o en tal caso participar de una exis tencia que era inevitable y eterna, y la cual no deseaban ver alte rada. Sólo los lejanos ecos de otras cosas les llegaban del mundo exterior, de los negreros remontando el curso del N ilo desde Egipto y de las caravanas árabes procedentes de Zanzíbar. Tal vez fuera realmente un jardín del Edén de alguna especie, salvaje e inculto pero fatalista; de cualquier modo, yacía todavía intacto cuando Speke y su nuevo compañero, Grant, partieron hacia Karagwe a fines de 1861, y con esto el globo estaba destinado a reventar al cabo. Los dos exploradores habían empleado más de un año en llegar al interior desde Zanzíbar, y la mayoría de las experiencias de la anterior expedición se habían repetido fielmente; todos sus hom bres, excepto unos cuantos como Bombay y Mabruki, habían desertado; en el camino los jefes locales habían exigido feroz mente su hongo; sus cabras y ganado habían sido robados, y Grant había enfermado de paludismo. N i siquiera habían podido hasta entonces tener una vislumbre del lago Victoria. Burton, quien conducía en aquel tiempo una expedición al Camerón, al otro lado de Africa, se habría sonreído seguramente si hubiera sabido lo que ocurría. Pero, por fin, en noviembre de 1861 Speke y Grant pudieron evadirse de las disensiones de las tribus locales al norte de Tabora y se encaminaban hacia la incógnita tierra de Karagwe. En Grant, Speke halló un compañero ideal. Los dos hombres eran de la misma edad y habían sido buenos amigos en la India, donde con frecuencia realizaban excursiones de caza juntos. Pero Grant poseía otra cualidad: era el perfecto tipo de militar. Segu ramente había de ser clasificado como el hombre más modesto y desinteresado de sí mismo que jamás hubiese participado en la ruidosa aventura de la exploración africana; nunca se adelanta, nunca se queja, nunca discute una orden de su jefe. Burton habría hallado en él un modelo. La lealtad de Grant, sin embargo, estaba por entero fijada en Speke, y era casi una fidelidad de perro por su integridad. «N i una sombra de envidia o desconfianza, ni si quiera un arrebato de mal genio — dice é l — se interpuso jamás entre nosotros.» A Speke lo describe considerándole «p o r encima de toda mezquindad». El general Gordon, cuyos juicios sobre las personas eran con frecuencia temerarios, consideraba al propio Grant como una especie de majadero (1), y muy posiblemente él era un poco insípido en sus conversaciones. La personalidad parece (1 ) Gordon, en una carta a Burton, el 19 de octubre de 1877: « ...e s e viejo Grant, que por espacio de diecisiete o dieciocho años ha negociado con su prodi giosa excursión.»
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ser la última cosa de que hayamos tenido nunca noticia tocante a gente notable del pasado. No obstante, sería necio considerar a Grant como una persona oscura y de escaso valor. Era un hom bre frío y muy morigerado, un soldado y un deportista sobre saliente, y en su particular y modesta manera, un competente artis ta y un genuino aficionado a la botánica. Había luchado en una cantidad de combates que condujeron a la rebelión en la India, y formado parte del relevo de Lucknow, donde le habían sido concedidos una medalla y un broche por su heroísmo. Rumanika estaba encantado de conocer a los dos hombres blan cos, los primeros que veía en su vida. Les dio un cordial apretón de manos, les habló en perfecto suaheli, y los instaló en sus mejores chozas con una abundante provisión de víveres. Speke pasó un agradable mes en Bweranyange. Cambió regalos con Ru manika, bebió su pombe, y con un metro averiguó las dimensio nes de sus corpulentas esposas. Realizó un buen trabajo entre los rinocerontes con su escopeta, y tomó nota de animales aún más formidables que, le dijeron, habitaban las selvas más al Oeste: «Monstruos que no podían relacionarse con los hombres y nunca se mostraban, a menos que vieran pasar mujeres; luego, en un paroxismo de voluptuosidad, las mataban al abrazarlas.» Si esto pretendía ser una descripción de un gorila, un animal de los más tímidos y apacibles, no era exacto. Pero muy pocas cosas de las que se veían y oían en gquel nuevo país eran muy creíbles. Rumanika, por ejemplo, advirtió a Speke que no debía encaminarse hacia Buganda hasta que Mutesa lo enviara a buscar, y que no podía presentarse en la corte de dicho monarca con los unmentionables, (en su relato, Speke usa esta palabra victoriana al referirse a los pantalones); tendría que adquirir una túnica. Y así fueron enviados mensajeros para notificar a Mutesa la aproximación de la expedi ción, y mientras esperaban transcurrió el mes de diciembre. Entretanto, Grant lo pasaba muy mal. Tenía una horrible llaga en la pierna, y luego la infección le había producido unos dolores tan fuertes, que no podía moverse de su choza. Ciertamente no estaba en condiciones de andar ni siquiera de ser transportado cuando, el 8 de enero de 1862, una turba de mensajeros llegó de la corte de Mutesa llevando consigo un permiso para que la expedición prosiguiera su camino. En consecuencia, se decidió que Grant se quedaría atrás, al cuidado de Rumanika, mientras que Speke adelantaría solo. Durante los tres meses siguientes Grant permaneció encerrado en su choza, incapaz de salir, a menudo en plena crisis de dolor y sin noticias de ninguna clase. Speke invirtió seis semanas para recorrer la distancia que lo separaba de la corte de Mutesa, y en el curso del viaje avistó por fin el lago Victoria frente a las islas Sesse. Más que nunca sentía ahora que su primera conjetura había sido exacta: el lago era un
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vasto mar interior y en alguna parte de su borde septentrional hallaría su desagüe al Norte, las fuentes del Nilo. Por el momento, no obstante, se veía obligado a abandonar sus tareas geográficas y a prepararse para ser recibido por Mutesa. Nos cuenta que a su llegada desempaquetó su mejor traje, atavió a sus hombres con mantas encarnadas, y con una abundante colección de regalos se preparó para presentarse en palacio. Pero empezó a llover, y siguiendo en esto la costumbre de las regias fiestas de jardín, la recepción fue diferida hasta el día siguiente. El 20 de febrero de 1862 se exhibió de nuevo, flanqueado por su cuerpo de guardia cubierto con las mantas encarnadas, y con el pabellón de la Gran Bretaña e Irlanda a la cabecera, sólo para sentirse humillado por una delegación rival a la cual se dio prece dencia. A Speke se le dijo que esperara bajo el ardiente sol fuera del palacio. Lo soportó durante cinco minutos y luego, furioso, dio media vuelta y regresó a su choza, que se hallaba a una milla de distancia. Los cortesanos que iban a conducirle a presencia del rey observaron su retirada con consternación — con toda evidencia semejante cosa no había ocurrido nunca antes— , y poco después fueron corriendo hacia él para decirle que todo había sido una equivocación; el rey lo recibiría en seguida y se le permitiría traer su propia silla para sentarse, un inaudito privilegio. Cuando Speke volvió al palacio, todo estaba preparado para su recepción. Una banda tocando arpas de cinco cuerdas y sonoras trompetas le introdujo en los patios exteriores, donde pequeños pajes se ocuparon rápidamente en recoger sus mantos en torno de ellos para no mostrar las piernas; y por fin llegó a presencia del monarca mismo. Speke colocó su silla enfrente del trono, enderezó su sombrilla y esperó los acontecimientos. Nada ocurrió. Durante una hora los dos hombres permanecieron mirándose fijamente: Mutesa dirigiéndose ocasionalmente a sus cortesanos para hacer una observación sobre la sombrilla, el cuerpo de guardia o sobre el propio Speke. De vez en cuando le era ofrecido un trago de cerveza. Speke simplemente permanecía sentado y esperaba. Por fin, un hombre se acercó con un mensaje: —¿Había visto ya al rey? —Sí — respondió Speke— , durante una hora entera. Cuando se le tradujo esto a Mutesa se levantó y se fue al in terior de su palacio andando de puntillas, a imitación de un león. Sucedió entonces una larga espera mientras el rey tomaba su comida: como un acto de cortesía, a Speke se le explicó que Mutesa se había abstenido de comer hasta que la entrevista se hubiera celebrado. Por último, al término del día, cuando se reunieron de nuevo a la luz de las antorchas, Speke ofreció sus presentes; varios rifles y escopetas con municiones, un reloj de oro, un telescopio, una silla de hierro, abalorios, sedas y cuchillos, cucharas y teñe-
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dores. El rey, en recíproca correspondencia, le mandó un obsequio consistente en ganado, cabras, pescado, volatería, puercos espines y ratas, todos los cuales eran al parecer considerados como artícu los adecuados para la alimentación. Fue en una ulterior entrevista cuando se produjo el notorio incidente de caza. Speke fue invitado a mostrar la magia de sus pistolas disparando sobre cuatro vacas, un acto que realizó algo desmañadamente: una de las vacas, embistiendo contra él, obligó a que se le disparara una segunda bala antes de que fuese des pachada. «E l rey — dice Speke— cargó luego con sus propias manos una de las carabinas que yo le había regalado, y entregándosela amartillada a un asistente, le ordenó que saliera y matara a un hombre en el patio exterior: una vez realizado lo cual el bribonzuelo regresó para anunciar el éxito obtenido, con una mirada de gozo semejante a la que uno observaría en el rostro de un muchacho que hubiera robado un nido de pájaros, cogido una trucha, o hecho alguna otra pueril travesura. El rey le preguntó: »— ¿Y lo hiciste bien? «— Oh, sí, excelentemente — fue la respuesta. «Decía la verdad, sin duda, pues él no se atrevía a burlarse del rey: pero la cosa suscitó muy poco interés. Nunca supe, y no parecía existir curiosidad alguna por saberlo, a qué ser humano en particular el granuja había quitado la vida.» Nada mantendría a Mutesa apartado de sus nuevas chucherías tras este acontecimiento. En días hermosos solía dar una vuelta por la capital, con la escopeta de caza en la mano, iban detrás sus esposas, sirvientes y cortesanos, y la banda tocando; y si por casua lidad daba en el blanco, alcanzando a jn buitre en un árbol, que daba estupefacto de sus propios poderes mágicos, y se adelantaba apresuradamente hacia la caída víctima voceando «uu, uu, uu», con infantil excitación. La corte, arrastrándose y articulando extraños sonidos, se postraba en el suelo en torno a él. Las mujeres que seguían a Mutesa en hordas adondequiera que él fuese, parecían ocupar una privilegiada posición, pero no era en realidad sino una muestra de esclavitud. «Jóvenes vírgenes... — escribía Speke — completamente desnudas, y untadas con grasa, pero por decencia sosteniendo con las manos un pequeño retazo cuadrado de mbugu (tela de corteza) delante de ellas, son ofre cidas por sus padres en compensación a alguna ofensa y para llenar el harén.» Algunas de esas muchachas le serían enviadas a Speke como un regalo y él las distribuiría para esposas entre sus seguidores. No obstante, la reina madre, a la cual Speke describe como «bonancible, corpulenta y de unos cuarenta y cinco años», era una figura de alguna pujanza en el Estado y tenía su corte aparte a
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poca distancia del palacio de Mutesa. No era de cualidad sobria. Beber, fumar y danzar acompañada de la música de su banda personal eran las usuales ocupaciones en la choza de la reina madre, y no resultaba sorprendente que se quejara a Speke de que tenia con frecuencia malos sueños y sentía dolores de estó mago. £1 le administró algunas dosis de las medicinas de su boti quín y le aconsejó que abandonara la bebida. Pero la reina no era una buena paciente. Volviendo a la regia choza' un día, Speke se halló envuelto en una orgía que terminó con la reina madre y sus cortesanas bebiendo como marranas de cuatro patas de una cuba de cerveza. Hacía tres meses que Speke se hallaba por aquellos grotescos alrededores cuando Grant llegó al fin. Cojeaba aún a consecuen cia de la úlcera de la pierna, pero aparte de eso se encontraba ya bien, y ahora los dos hombres se hallaban ansiosos de avanzar hacia su objetivo. En sus viajes por separado desde Karagwe habían atravesado un importante río, el Kagera, pero como desaguaba en el lago Victoria en vez de ser alimentado por él, lo descartaron como una posible fuente del Nilo. En la corte de Mutesa, no obstante, recibieron muy preciosos informes de Otra corriente que salía del lago sólo a una corta distancia hacia el Este. Se decía que las aguas del lago se precipitaban por una extensa catarata hacia el Norte. Speke, a quien no se le había permitido salir de la capital del extraño reino durante sus tres largos meses de perma nencia en ella, estaba ahora decidido a encaminarse a aquel lugar y luego seguir el río corriente abajo adondequiera que éste pudiera conducir. Mutesa se oponía a su partida. Le distraía tener a los dos hom bres blancos en su corte, y no estaba enteramente seguro de que les hubiera sacado todos los regalos posibles. Luego, además, por fuerza tenían que entrar en el territorio de Kamrasi, el rey de Bunyoro, cuando se marcharan, y Mutesa estaba en guerra con Kamrasi. Durante otras seis semanas los engañó con embustes y retrasó su marcha, y luego, por fin, el 7 de julio de 1862 permitió que se fueran. Los dos exploradores con Bombay, la caravana y un cuerpo de guardia de Buganda partieron hacia el Este. Se hallaban en la víspera de la culminación de su tremendo viaje. Y entonces ocurrió uno de los más extraños incidentes de toda la aventura. Su guía les había conducido algo al norte del lago, y para alcanzar el Nilo y remontarlo hasta su origen era necesario que la caravana torciera resueltamente hacia el Sur. Se celebró una conferencia, y en consecuencia se decidió que la expedición debería separarse en dos grupos otra vez: Speke se dirigiría hacia el origen mientras Grant torcería al Norte y exploraría el ca mino conducente a la corte de Kamrasi en Bunyoro. Se puede creer en la palabra de uno de los dos hombres para admitir que
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estaban por completo de acuerdo sobre esta disposición. Por parte de Grant no poseemos indicio alguno de reproche o de desilu sión. Había arriesgado su vida para conseguir aquel objetivo, y en el último momento, cuando se hallaba a su alcance, con toda tranquilidad se desvió de él para complacer a su compañero. Grant dice simplemente que fue invitado por Speke a efectuar una rápida marcha hacia el origen y que se vio obligado a rehusar, pues el mal estado de su pierna no le permitía en absoluto recorrer veinte millas por día. En todo caso, prosigue él, no era esto una gran dificultad; habían visto el lago y sabían que el Nilo salía de él. Por qué Speke tenía necesidad de efectuar una marcha tan rápida a razón de veinte millas por día no está explicado; pero hay muchas cosas entre estos dos hombres que no pueden ser com prendidas, a menos que uno recuerde constantemente la extrema lealtad de Grant hacia su jefe. Como ocurre con un matrimonio, un velo cae entre esta asociación y el mundo exterior, y nadie puede preciarse de conocer los recovecos de sus relaciones. Un proceder que podría parecemos a nosotros injusto y cruel es para ellos, en apariencia, perfectamente natural. Speke, por supuesto, era un hombre con una idea fija; todo su ser hallábase concentrado en demostrar que su teoría del Nilo era la verdadera, y sin duda se hallaba entonces en un estado de gran impaciencia por conseguir su objetivo. Haberse demorado por el camino esperando una y otra vez que Grant pudiera caminar a su paso — y esto en un tiempo que algún accidente o percance podía, además, arruinar la expedición — , resultaba intolerable. Probablemente Grant se daba perfecta cuenta de ello, y con resignación casi femenina cedió; me jo r era permanecer en el reflejo de la gloria de Speke, que forzar demasiado su amistad. De cualquier modo, Speke partió con su columna volante y alcanzó el N ilo el 21 de julio de 1862, en un lugar llamado Urondogani, a unas cuarenta millas, corriente abajo, del lago: «Aquí, por fin, me hallaba en la margen del Nilo; la perspectiva era su mamente hermosa, nada podía superarla. En medio de ese bello y exuberante parque, todo cuanto de hermoso nos puede ofrecer la naturaleza lo teníamos allí: con una magnífica corriente, de seis cientos a setecientos metros de anchura, punteada de islitas y rocas...» Los cocodrilos, las altas y herbosas márgenes, los hipopó tamos, los rebaños de ciervos, todo era como lo habían imaginado, y Speke, en su alborozo, dijo a sus hombres que «debieran rasurar se la cabeza y bañarse en el río sagrado, cuna de Moisés...» Bombay juiciosamente replicó que, siendo mahometanos, «no consideramos estas cosas de la misma caprichosa manera que ustedes: nos con tentamos con las cosas de la vida...» Estaban bastante ansiosos, no obstante, cuando se encaminaron corriente arriba y avistaron por fin su objetivo el 28 de julio;
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todos olvidaron su fatiga y se arrojaron con ímpetu a lo largo de la margen del río. Un cerro obstruía la vista del lago, pero allí, a sus pies, la gran corriente se vertía como un rompiente aguaje en una catarata. «E ra un espectáculo que le mantenía a uno absorto durante horas — relata Speke— : el estruendo de las aguas, los millares de peces viajeros y exóticas aves saltando con toda su fuerza cerca de las cascadas; los pescadores wasogas y wagandas saliendo en botes y apostándose en todas las rocas con caña y anzuelo, hipopótamos y cocodrilos posados con somnolencia en el agua...» Llamó al lugar las Cataratas de Ripon «p o r el nombre del noble que presidía la Royal Geographica! Society cuando mi expedición fue preparada». Restaba ahora a los exploradores mantenerse vivos hasta que pudieran regresar a la civilización para referir la historia, y no contaban hasta aquel momento con ninguna clase de garantía de que pudieran conseguirlo. Un mes transcurrió antes de que Speke y Grant volvieran a juntar sus fuerzas (reducidas ahora a unos se tenta hombres y cuatro mujeres), y juntos se dirigieron a Bunyoro, donde el rey Kamrasi los recibió con alguna aspereza; luego se apropió del cronómetro de oro de cincuenta guineas de Speke antes de que permitiera a la expedición continuar su viaje. Mientras se hallaban en Bunyoro, los exploradores recibieron informes de otro gran lago situado a corta distancia hacia el Oeste, el Luta Nzigé, y parecía posible que éste fuera una segunda fuente del Nilo. Pero se hallaban entonces en el mes de noviem. bre de 1862, muy cansados y despojados de todos sus pertrechos y demás; ,un nuevo rodeo pudiera haber determinado su última oportunidad de supervivencia. Y así continuaron avanzando len tamente hacia el Norte. Tenían al menos una viva esperanza que les impulsaba adelante; antes de salir de Londres, Speke había convenido con la Royal Geographical Society que sería enviada una expedición al sur de Gondokoro, en el Sudán, para que saliera a su encuentro con nuevas provisiones y porteadores. Representaba, por supuesto, una situación poco consistente, ya que era imposible ñjar un determinado punto de reunión en aquella región no seña lada en el mapa, y Speke y Grant llevaban ya un año de retraso en acudir a la cita. Pero John Petherick, el vicecónsul británico en Khartum y jefe de la columna de relevo, era un hombre experi mentado y digno de confianza, y la Sociedad le había proporcio nado una cantidad de mil libras para comprar lanchas y provi siones. Éstas iban a ser enviadas río arriba desde Khartum y retiradas en Gondokoro o en algún otro lugar adecuado para espe rar la llegada de Speke y Grant. Era, pues, con la esperanza de encontrar a Petherick por lo que los dos exploradores avanzaban ahora hacia el Norte.
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El viaje se hacía cada vez más fatigoso. En las cercanías de la actual población de Masindi Port volvieron a encontrar el Nilo, el cual no habían visto desde que lo dejaran a unas cincuenta millas después de su origen, y durante un corto trecho se arreglaron para navegar corriente abajo en canoas. Pero pronto se vieron obligados a volver de nuevo a tierra. El 19 de noviembre de 1862 llegaron a las cataratas de Karuma, en Uganda central, y al ter minar el mes se hallaban aún arrastrándose penosamente hacia adelante a través de una deprimente maleza. A medida que avan zaban hacia el Norte hallaban que las tribus se volvían más y más primitivas; habían ido a caer en una región de hombres desnudos y pintados que llevaban arcos y flechas y que no sabían nada de las artes y oficios de Buganda. La puesta de sol de 3 de diciembre fue el momento en que la esperanza renació. Unos halagadores disparos de rifle se oyeron a lo lejos, y poco después se adelantaba para ir a su encuentro una columna de soldados egipcios y nubios vestidos con unifor mes turcos. Una banda de tambores y pífanos estaba tocando, y rojas banderas ondeaban sobre sus cabezas; era casi la primera señal de civilización que Speke y Grant habían visto desde que salieron de Bagamoyo en la costa de Zanzíbar hacía más de dos años. Esta guarnición, llamada Faloro, era el puesto de comercio más meridional de los egipcios en el alto Nilo, y su atezado jefe, Mohammed Wad-el-Mek, se adelantó para abrazar a los viajeros. Explicó que era el delegado de Petherick y de un mercader maltés llamado De Bono, y que tenía órdenes de conducirlos a la plaza fuerte egipcia de Gondokoro. Pronto se hallaron sentados ante una comida de pan, miel y carne de carnero servida en platos de loza. Aquella noche durmieron en auténticas camas, pero fue el jabón lo que consideraron como el mayor lujo de todos. No se encontraban, sin embargo, completamente fuera de la selva todavía. Mohammed Wad-el-Mek, aun cuando amistoso, era también un curtido conductor de esclavos, y no se hallaba de nin guna manera dispuesto a avanzar hacia el Norte hasta que hubiera despojado al distrito del último esclavo útil y del último colmillo de marfil disponible. Hasta el 10 de enero de 1863, por tanto, la cabalgata no se puso en camino, los guías conduciendo vacas y burros, los porteadores llevando colmillos, y una desordenada turbamulta de esclavos, mujeres, niños, cabras y ganado siguiendo detrás. Al entrar en la región de Bari la partida era de mil hombres, y los desvalidos indígenas de las tribus que encontraban, no podían hacer más que hostiles demostraciones contra ellos. El 13 de febrero de 1863, al cabo de casi dos años y cinco meses del comienzo de su viaje, Speke y Grant arribaron a Gon dokoro. No había allí señales de Petherick, pero vieron la casa
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de rojo ladrillo y los cobertizos de la misión austríaca y una can tidad de lanchas en el río; y luego una del todo inesperada figura salió a su encuentro. «Vimos avanzar apresuradamente hacia noso tros — dice Speke— la figura de un inglés...; mi antiguo amigo Baker, famoso por sus gestas deportivas en Ceilán, me cogió de la mano (1). Un muchachuelo del lugar le había informado de nuestra llegada, y en un instante salió para damos la bienvenida. Apenas puedo expresar con palabras el gozo que esto nos pro dujo. No podíamos casi creerlo y hablábamos con dificultad, tan aturdidos estábamos los dos por habernos vuelto a encontrar.» El deportista Samuel Baker y su esposa habían subido por el Nilo para esperarlos, y había habido otros también que llegaron a Gondokoro con la misma misión: tres holandesas, la baronesa Van Capellán y Mrs. Tinne con su hija, pero se habían visto obliga das a regresar a Khartum por enfermedad. Pronto llegaron también tres sacerdotes austríacos. Los dos exploradores podían sentirse aliviados al fin. «Speke — refiere Baker— parecía el más agotado de los dos: estaba en extremo flaco, pero en realidad su estado físico era exce lente; había ido a pie todo el camino desde Zanzíbar, no habiendo cabalgado una sola vez durante aquella fatigosa marcha. Grant parecía envuelto en honrosos harapos; sus desnudas rodillas so bresalían a través de unos restos de pantalones que eran una demostración de la tosca fabricación en el ramo de sastrería. Pare cía cansado y febril, pero ambos hombres tenían un fuego en la mirada que mostraba el móvil que los había guiado.» Había muchas novedades — la muerte del príncipe consorte en Inglaterra, el estallido de la guerra civil en América — , pero de momento el interés inmediato de Speke y Grant era Petherick. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había venido a recibirlos? Baker les aseguró que no se encontraba lejos, que estaba viajando por la región oeste del Nilo, y en efecto, Petherick y su esposa llegaron días después. Exteriormente la pequeña comunidad blanca parecía ser un grupo en extremo agradable, y comían juntos. Pero Speke sentíase furioso con Petherick. Era la clase de mezquindad que a veces puede dominar al hombre sometido a una prolongada ten sión, y nada le convencería de que Petherick, habiendo recibido mil libras de la Royal Geographical Society, no había olvidado todo lo que se relacionaba con la expedición, y en vez de atender a ello se había ido a traficar en marfil en otra dirección. De hecho, Petherick y su esposa habían pasado un terrible año en un penoso viaje hacia Gondokoro, en el que estuvieron a punto de sucumbir. Pero Speke no se calmaría. Cuando Mrs. Petherick se presentó (1 ) Se habían conocido a bordo del buque cuando Speke se dirigía a Aden, procedente de la India, en 1854.
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y le rogó aceptara los artículos de comercio y el bote que habían traído a Gondokoro para su uso, Speke respondió ásperamente que «no quería admitir esa ayuda»; su buen amigo Baker le había provisto de todo cuanto necesitaba y prefería bajar hasta Khar tum en el bote de Baker. Cuando Speke y Grant partieron rumbo al Norte desde Gondokoro a fines de febrero, estaba claro que pensaban dar su parecer sobre Petherick cuando regresaran a Ingla terra; y en verdad, lo atacaron duramente en sus informes a la Royal Geographical Society y en los libros que escribieron. Pethe rick fue destituido de su cargo de vicecónsul en Khartum y quedó casi arruinado a causa de la acusación lanzada contra él de hallarse complicado en el tráfico de esclavos. Transcurrieron algunos años antes de que Petherick pudiera conseguir una revisión de su caso con testigos, pero su reputación quizá no se haya reivindicado todavía. Con sus propios hombres Speke fue mucho más generoso. De los primitivos miembros de la expedición, uno había muerto y ciento cuarenta y tres porteadores habían desertado, habiéndose producido, sin embargo, pocos accidentes graves teniendo en cuen ta las circunstancias. En El Cairo, donde Speke y Grant se hos pedaron en el «Shepheard's Hotel», se construyó un campo en un parque público para los restantes veintidós supervivientes — diecio cho hombres y cuatro mujeres— y fueron festejados con una serie de conciertos públicos y tableaux vivants. A cada uno de los hom bres se le entregó la paga de tres años, y a todos ellos se les facilitó un pasaje para Zanzíbar, donde les aguardaba una nueva bonifi cación. En su descenso por el Nilo, Speke había cablegrafiado a Londres: «Informen a sir Roderick Murchisoi: de que todo va bien, que estamos en la latitud 14° 30’ sobre el Nilo, y que el problema del Nilo ha sido resuelto»; y le fue concedida la medalla de los funda dores de la Royal Geographical Society. Los dos hombres podían esperar conñada y placenteramente una calurosa recepción cuando llegaran a Londres. Pero lo del Nilo no estaba resuelto. Speke había dejado de masiados rivales y enemigos en el campo para que pudiera haber entonces alguna cosa resuelta.
Capítulo IV LAS ESQUIVAS FUENTES •N o deseo tener ninguna nueva comunicación privada o indirecta con Speke.» (B urto n : carta dirigida al secretario de la Royal Geographical Society.)
En la época victoriana los libros de exploradores ejercían un extraordinario influjo en la mente del pueblo: remplazaban al dra ma y a la clase de entretenimiento que actualmente pertenece en muy amplia medida al cine documental y a la televisión, y aun cuando revistas tales como Blackwood's circulaban extensamente, no existía todavía publicación alguna de importancia para com petir con ellos; pues éstos tenían la calidad de ficción científica. Pocas publicaciones han cautivado la imaginación de las gentes o influido en el programa político como las tres obras de Livingstone sobre el Africa del Sur y el Africa central, o como las narraciones de Stanley sobre sus viajes al Congo, o los Diarios de Gordon, los cuales, durante algún tiempo, concentraron la atención de toda Inglaterra sobre Khartum y el Sudán. Tales libros tendían a ser intensamente personales y represen taban una especie de propaganda. El autor defendía su causa par ticular, a menudo en un tono de religiosa y apasionada convicción; llegaba al lector, por decirlo así, discutiendo con él sobre tal o cual tema como el comercio de escla despertando su simpatía o su indignación. Y como esas narraciones estaban intercaladas con actos de heroísmo y alta aventura, el éxito era enorme. Existía siempre la posibilidad de que el explorador muriera antes de que su libro viese la luz; podía hasta hallarse entonces extraviado en el desierto o, como un torero, preparándose para salir a encararse con la suerte de nuevo. Esto imprimía un aire de actualidad a su obra, uno sufría y vivía con él. Si era atacado por celosos rivales, uno se lanzaba en su defensa; y en la especulativa y sumamente cargada arena de la exploración africana había mucho de envi dia. Cualquiera con un conocimiento práctico de las expediciones 9— 2.166
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arqueológicas en el presente, comprenderá en seguida la atmósfera. Era tan patriótica y tan parcial como la guerra. En los años sesenta empezó la gran difusión de estas publicacio nes africanas. Lake Regions o f Central Africa, de Burton, apareció en 1860, y en 1863 el Journal o f the Discovery o f the Source o f the Nile, de Speke, fue en breve seguido de su What Led to the Dis covery o f the Source o f the Nile. En 1864 Grant publicó A WaJk Across Africa (título que le fue sugerido por la observación de Palmerston: «H a dado usted un largo paseo, capitán Grant»), y Burton colaboró con el geógrafo James M ’Queen en The N ile Basin. Luego siguieron Travels in Central Africa, de Petherick, Albert N ’yanza, de Baker, y Zanzíbar, de Burton. Uno creería que con esas obras habría bastante para informar, confundir, y finalmente saciar al más entontecido estudioso de via jes africanos, pero, sin embargo, el público no se sentía nunca saciado. Tal vez esto era natural, pues todos estos libros, en con junto, formaban como los capítulos de un largo serial o novela por entregas, y nunca podía nadie saber cuál sería el final. Burton, que fue el primero en este campo con sus Lake Regions (la narración de su viaje con Speke al lago de Tanganika), declaró años después que más bien lamentaba algunas de las cosas que escribió, pero que se había exasperado debido a dos artículos que Speke escribió para el «Blackwood's Magazine» a su regreso a Inglaterra en 1859. En estos artículos, Speke adelantaba primero su concepto de que el lago Victoria era el origen del Nilo, y esto, consideraba Burton, era dejar en ridículo a toda la expedición. Así, al principio de sus Lake Regions, Burton se apresuraba a ende, rezar las cosas a su propia drástica manera: «H e expresado claramente mis sentimientos respecto al capitán Speke, mi compañero en la expedición que constituye el tema de estas páginas. La historia de nuestro compañerismo es simplemen te ésta: Mientras él sufría conmigo tanto en sus intereses como en persona en Berbera, en 1855, yo pensaba que era muy justo ofre cerle la oportunidad de hacer otra tentativa para penetrar en Africa. No tenía otros motivos. No podía esperar mucho de su ayuda: él no era un políglota — el francés y el árabe le eran igual mente desconocidos— ni un hombre de ciencia, ni tenía precisos conocimientos de astronomía. El Consejo de directores (de la «East India Company») le negó oficialmente un permiso de salida; yo se lo conseguí mediante una solicitud a las autoridades locales de Bombay. Durante el curso de la exploración, Speke demostró una inferior capacidad; y como puede imaginarse, entre una partida de árabes, baloches (baluchis) y africanos, cuyas lenguas él des conocía, no era apto para otra cosa sino para obrar de acuerdo con su inferior capacidad. ¿Por consiguiente, no he de sentirme indignado cuando sé que, después de precederme en el viaje de
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Aden a Inglaterra con una espontánea promesa por su parte de no aparecer ante la Sociedad que preparó la expedición, hasta mi regreso, no habia perdido tiempo en tomar medidas para asegurarse el derecho de trabajar en el campo que yo había preparado, y que desde ese día Speke se ha puesto a sí mismo en evidencia como el primum mobile de una expedición en la cual se firma ba como superintendente...?» Speke, a juicio de Burlón, torció por completo el verdadero sen tido de la expedición. No estaban buscando en absoluto las «esqui vas fuentes» del Nilo. Las instrucciones de la Royal Geographical Society simplemente indicaban que examinaran los informes sobre el «lago U jiji» y que investigaran de un modo general la geografía y etnografía de la región. Como complemento se les había pedido que visitaran el antiguo mercado de esclavos de Kilwa en el terri torio al sur de Zanzíbar. Todas estas cosas habían sido cumplidas, y ésa era toda la extensión del objetivo. Las alucinaciones de Speke sobre el «Victoria Nyanza» eran asunto suyo y no habían de ser confundidas con las realizaciones prácticas de la expedición (1). Esta era la primera andanada. Cuando fue dada en 1860 Burton, por supuesto, se dolía de la aclamación con que la Sociedad había recibido a Speke y de la relativa frialdad mostrada por ellos para consigo mismo. Y ahora tenemos a Speke en 1863, de vuelta de su nueva expedición con Grant, y más celebrado que nunca. Cuando los dos hombres desembarcaron en Southampton en junio las auto ridades de la ciudad estaban allí para recibirlos, junto con un grupo de entusiásticos defensores y amigos, incluyendo al antiguo rival de Burton, el cónsul Rigby de Zanzíbar. El 22 de junio de 1863, la Royal Geographical Society dio una ovación a Speke en una reunión extraordinaria; tan grande a la verdad era la multitud que había acudido a escuchar la disertación del explorador que varias ventanas del edificio fueron rotas. ¿Y qué tenía Speke para decir? «E l problema del N ilo está resuelto.» Para Burton, quien por este tiempo había regresado a Ingla terra procedente del Africa occidental, ello era la misma vieja extravagancia, la misma temeraria conjetura. ¿Qué había hecho en efecto el capitán Speke? Había tenido una vislumbre de una gran extensión de agua cuando visitó Muanza en su expedición a Tanganika en 1858. Había tenido ocasión de columbrar otra gran exten sión de agua, a doscientas millas al Norte, cuando visitó al rey (1 ) Sobre este punto Burton era poco sincero. Las fuentes del N ilo hablan atraído en gran manera su atención, y lo reconocía (acaso inconscientemente) cuando escribía su Zanzíbar, el cual fue publicado algunos años después, que se habia «vu elto cariñosamente hada Africa — central e intertropical— , y el 19 de abril de 1856 resolví llevar a la práctica m i original proyecto de alcanzar aquellas desconocidas regiones y de encontrar las fuentes del N ilo por la vía de la costa oriental».
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Mutesa en compañía de Grant, en 1862. Y en seguida había llegado a la conclusión de que la vasta zona comprendida entre estos dos puntos — un área de unas treinta mil millas cuadradas, una extern sión superficial casi tan grande como la de Inglaterra— era un inmenso lago. ¿Había circunnavegado dicho pseudo lago? En absolu to, no; ni siquiera se había molestado en visitar su borde occidental cuando estaba en casa de Rumanika. Era totalmente incapaz de decir qué ríos desaguaban en él o salían de él. Era muy cierto que había hallado un desagüe cuando visitó una catarata (las llamadas cataratas de Ripon), y una corriente que fluía hacia el Norte, al este del palacio de Mutesa; ¿pero qué posible justificación tenía para declarar con tal autoridad que aque llo era el Nilo? ¿Había seguido el río corriente abajo desde el lago hasta Gondokoro? De ningún modo. Había caminado por tie rra la mayor parte del trayecto hasta Gondokoro, y cuando, por casualidad, durante el viaje divisó un río — cualquier río — había inferido con ligereza que era la misma corriente que viera emer ger del lago. Era mucho más probable que hubiera visto no una sola corriente, sino varias, no un solo lago, sino los bordes de una serie de lagos. Los ríos, en todo caso, no surgen en terrenos de lagos sino en países montañosos. Speke había cubierto a la cuenca ael Nilo «con una cantidad de fábula desconocida en los días de Tolomeo». Su Discovery of the Source of the N ile y su Wkat Led to the Discovery of the Source o f the N ile (el cual era en gran parte una reimpresión de sus artículos publicados en el «Blackwood's») contenían «una extensa libertad de geografía». Existía en ello bastante lógica para convencer a otros geógrafos superiores a Burton, de que Speke había dejado demasiadas pre guntas sin respuesta, y que tendría que realizarse mucha más exploración científica antes de que la cuestión del N ilo fuera resueL ta. Poco después varios miembros empezaron a discutir las con clusiones de Speke en reuniones de la Royal Geographical Society, y esta discusión pronto se extendió a la prensa. El «Blackwood’s Magazine» apoyaba totalmente a Speke, pero los periódicos no estaban tan seguros. Resultaba ahora evidente que dos campos rivales se estaban formando: Grant, por supuesto, hallábase firmemente del lado de su jefe, y también lo estaban otros como Rigby, que se sentían enardecidos por el fervor y la determinación del joven explorador. Pero había otros en contra que habían disputado con Speke o que se consideraban como rivales; y así por razones personales, tanto como científicas, se situaban en el campo de los adversarios de Speke. El escándalo provocado por el incidente con Petherick seguía adelante. En Gondokoro, le había parecido a Petherick que Grant, a diferencia de Speke, había estado muy atento — «todo un caballero»— , pero a su regreso a Inglaterra, Grant igualmente
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había prorrumpido en invectivas contra la «pequeña ayuda». Infor mó a la Sociedad que la expedición había sido descuidada de mala manera por Petherick. Speke y él mismo, diio, se habían enterado por Baker en Gondokoro de que Petherick había recibido mil libras para proveerlos de los artículos necesarios, pero cuando fueron al denósito de Petherick, les comunicaron que tendrían que com prar lo que necesitaban como cualquier otro comerciante. Natu ralmente que Grant se había indignado, v ahora él lo declaraba. Speke. en un discurso que pronunció en Taunton fue muy leios; significó que Petherick. además de faltar a su palabra, había estado comprometido en el comercio de esclavos. Los dos exploradores se habían creado ahora un enemigo, que era en un todo tan impor tante y mordaz como Burton. Pero pronto apareció un adversario mucho más formidable, el eminente doctor Livingstone. Livingstone. como Burton. estaban convencidos de que la verdadera solución del origen del Nilo había aue buscarla bien al sur del lago Victoria y del ecuador. «E l pobre Sneke — escribía— ha vuelto la espalda a las reales fuentes del Nilo...; su río en las cataratas de Ripon no era bastante ancho para ser el Nilo.» Livingstone. como siempre, se había mostrado firme pero cortés, mas había otros miembros de la Roval Geograohical Societv que opinaban muv seriamente que el culto a Sneke había ido dema siado lejos. Velaban por el linaje. James M'Oueen. en una serie de breves artículos sobre The Diacoverv o f the Source o f the N ile publicados en el «M om ing Advertiser». lanzó un abrumador ataque. Burton estaba encantado, y posteriomr¡ inte reimprimió las reseñas en The N ile Basin. Nunca, pensaba Burton, durante los cincuenta años de M’Queen como geógrafo del continente africano, había él mostrado «mavor agudeza e ingenio más notable — sin mencionar su incomparable austeridad de estilo — aue en estas composiciones, publicadas en la época en que el mundo inglés se inclinaba ante su último ídolo». Lo que Burton consideraba como «austeridad de estilo» podría parecemos hov más bien una grosera v difamatoria injuria. Como su colega en la Sociedad. Desborourgh Cooley íel hombre que se burló de la existencia de nieve en el ecuador), M’Oueen era un ta lentudo y docto geógrafo. Sin embargo, acaso constituía un infor tunio que hubiese realizado sus experimentos geográficos en Ingla terra y no tuviera una idea real de lo que representaba viajar por Africa; y era tan fácil lanzarse a precipitadas conclusiones en Londres como lo era en la orillas del lago Victoria. M ’Oueen empezaba denunciando la poca generosidad y la falta de equidad de Speke hacia Petherick, y luego proseguía atacando el carácter de Speke. Estaba especialmente irritado por el relato de Speke sobre sus negocios con la corpulenta esposa del je fe Ruma-
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nika: «Speke iba a conseguir una buena vista de ella desnuda, y luego a medirla, con una verosímil reciprocidad de su parte. Des pués de hacerla «doblarse y retorcerse en medio de la choza, hice lo que prometí». Con las piernas desnudas y las mangas de la ca misa bien arremangadas, Speke comenzó su medición y, como él lo llamaba, proceso de «ingeniería», de este modo: «Anchura del brazo, 1 pie y 11 pulgadas; pecho 4 pies y 4 pulgadas; parte más gruesa del muslo, 2 pies y 7 pulgadas; pantorrilla, 1 pie y 8 pulga das; estatura 5 pies y 8 pulgadas. De la estatura, se nos dice, no había seguridad, porque no pudo hacer que ella se apoyara en el suelo; «sin embargo, tras infinitos esfuerzos por parte de nosotros dos, esto lo conseguimos, y entonces ella se cayó de nuevo, etc.». «Cerca de ella hallábase su hija, una muchacha de dieciséis años, completamente desnuda, chupando en un pote de leche, a lo cual la obligaba su padre manteniendo una vara en las manos... Hice objeto de una galantería a la jovencita, y la induje a levantarse y estrecharme la mano. Sus facciones eran atractivas, pero su cuerpo era redondo como una pelota.» •No creemos que ninguno de nuestros lectores se haya encon trado o haya oído hablar jamás de una pieza de "ingeniería” tal como ésta, y nos atrevemos a decir que no deseamos encontrarnos nunca con otra semejante. •Speke — prosigue M’Queen— , escribe con admiración sobre Mutesa y su corte. Pero ¿qué progreso había allí? Todos los días, una, dos o tres pobres hembras eran sacadas a rastras del harén para ser sacrificadas. En un solo día y de una sola vez, no menos de cuatro mujeres fueron sacadas de este modo. En la página 357 (del Discovery of the Source of the Nile, de Speke) en prueba de su modestia, Speke nos informa minuciosamente en los siguientes términos: •"Estas veinte vírgenes, las hijas de Wakungu, todas tiznadas y llenas de grasa, sosteniendo cada una un pequeño retazo cuadrado de mbugu como sustitutivo de la clásica hoja de parra, marchaban en fila ante nosotros como una nueva remesa para el harén.” Des pués de esta presentación, "una sosegada y vieja dama surgió de la agazapada masa, ordenó a las vírgenes que se enderezaran, y las hizo salir, mostrando entonces ellas su aún más desnudo reverso” .» En cuanto a la soledad en que Speke declaraba haberse hallado durante su permanencia en el palacio de Mutesa, esto era con toda evidencia falso; constantemente estaba aceptado presentes de muchachas y rechazando casi los más bonitos. Ellas le man tenían tan ocupado que ni siquiera tenía tiempo para ir a ver su famoso lago. «E l capitán Speke estaba todo el indicado tiempo entretenido y ocupado en beber pombe, galanteando a la reina Dowager, ensayando su puntería con las vacas, reduciendo al orden a sus rebeldes confidentes femeninas... Es casi increíble que un
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hombre que había recorrido mil millas para indagar la posición del desagüe del Nilo, supuesto que estuviera en aquel lugar, perma neciera durante cinco meses a una distancia de ocho millas de él, sin saber ni ver nada positivo sobre- el gran objeto de su inves tigación, ni haber hallado algún medio para observarlo. ¿Por qué Speke habría cogido del brazo a la bella Kariana, la esposa del cortesano Dumba, con la cual acostumbraba pasear, muy juntitos, para enseñarla a andar como él andaba, en compañía de las damas en Hyde Park, afeitada la barba, iniciando con las manos atrevidos movimientos, y en vez de permanecer sentado entregado a sus re flexiones y llorando sus penas, saliendo a dar paseos con Kariana por las mañanas, no habría ido al lago o al río, y así visto en una sola mañana lo que quería, aliviándonos de este modo a nosotros y al mundo de todo nuestro tormento y desilusión? Uno de los objetos de la reina al enviar a Speke «mujeres» como presentes era averiguar si la prole saldría blanca o negra. Sobre esto M ’Queen observa: «Los sexos se unen y continuarán unién dose. Diferentes colores se producirán. El mismo capitán Speke es un testigo muy competente respecto al proceso.» Podría compro bar personalmente esta afirmación sobre el particular cuando re gresó a aquel jardín del Edén en el Nilo. Mientras tanto el crítico deseaba protestar contra la costumbre de Speke de poner nombres a los lugares que había descubierto, sacados de famosos personajes de la patria: «Con disgusto, y no hallamos las justas palabras para expresarlo, vemos los primeros nombres de Europa prostituidos, y en especial el nombre de nues tra grande y graciosa soberana insultado y degradado, dando nom bres a lugares de ese, tan degradado y sumamente bárbaro país. Esperamos firmemente que la Royal Geographical Society denun ciará en el futuro con la mayor severidad todos esos procedimien tos por parte de quienquiera, aunque ellos le protejan y empleen.» Volviendo luego al itinerario del viaje de Speke, M’Queen repro duce la mayor parte de los argumentos de Burton, y con cierta habilidad procura demostrar, usando las propias imágenes de Spe ke, que el explorador hace fluir al Nilo cuesta arriba. «Ningún geó grafo exacto o reflexivo — proseguía el crítico — puede orientarse por tales páginas. Confundiría al más perspicaz abogado de Filadelfia el desembrollar el enredo o desordenar la narración más de lo que el mismo capitán Speke lo ha hecho.» ¿Qué había ganado y traído de vuelta Speke en realidad? «E l sacrificio y la ruina de entusiastas compañeros, una masa de informes, si así puede ser llamado, tan complicada y confusa en todo, que realmente creemos que él mismo no puede orientarse por ella.» A su regreso a Inglaterra, Speke pronunció un discurso en el cual declaró que proyectaba explorar el Africa central volviendo allá y atravesando el continente a lo largo del ecuador de Este a
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Oeste. Su objeto era, dijo él, «nada menos que regenerar a Africa». Pero Speke era el último hombre al que podía enviarse otra vez a Africa. Al tener noticia del proyecto, hasta el primer ministro del rey de Buganda pudo justamente exclamar: «Uu, uu. uu, ¿qué ocurrirá después? Grant podía ser el hombre para volver allí. £1, por lo menos, era un caballero y era modesto: «nunca le halla mos ocupado en beber pombe, en galantear o cortejando y colec cionando harenes». M ’Queen concluye su diatriba refiriéndose a una carta de Baker en la cual éste, chanceándose, sugiere que sea construida una po sada en el ecuador para hospedar a los viajeros: «Bien, de todos modos tengamos el hotel, digamos, en estos términos: H O T E L DE LAS CATARATAS DE R IP O N SPEKE Y MUTESA
Servicio permanente de pombe y mbugus «S i tal especie de establecimiento es propuesto por una real carta de privilegio, la cual el gobierno no podría negar, queremos apostar una moderna moneda inglesa de un penique contra un mbugu real, a que el capital necesario sería recaudado entre las gentes de este país cuyas cabezas son más blandas que sus cora zones. Un hotel, una espléndida corte, donde el galanteo, la intriga y el beber pombe sea la orden del día, es seguro que arrastraría a una elegante formación de visitantes, y seguiría un ferrocarril (1).» La reseña de M'Queen, naturalmente, reclamó una gran aten ción. Era en todo muy victoriana, muy maliciosa, muy falsa, y podía no haber importado dos peniques si los principios subya centes no hubieran sido tan serios. En verdad que toda la querella podía ser considerada como trivial y absurda, pero era fundamen tal para la historia del Nilo, y en los años futuros sus ecos iban a dejarse oír con asombrosa persistencia. Habría sido extraordinario, por supuesto que todo hubiera re sultado un fácil progreso para Speke. Tenía una fantástica historia que relatar, y había sido impulsivo y un poco dominante al presen tarla. Ai fin y al cabo, el problema del Nilo había absorbido a las más distinguidas inteligencias durante miles de años, y era poco probable que un joven oficial del ejército indio, sin ninguna cua lidad especial, hubiera hallado la verdad donde todos los otros habían fallado. Además, existía una fuerte tradición de escepti cismo en Inglaterra. Casi un siglo antes de esto, James Bruce había (1 ) E l ferrocarril siguió efectivamente, y hay en la actualidad un H otel de las Cataratas de Ripon en aquel sitio.
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vuelto de Africa con el cuento de que había visitado la fuente del Nilo Azul y lo había seguido corriente abajo hasta la confluencia con el N ilo Blanco, en Khartum; y se había encontrado con que no se le daba crédito. Sus anécdotas acerca de tribus que bebían la leche y la sangre del ganado habían sido objeto de burla, y hasta el poderoso doctor Samuel Johnson lo había ridiculizado. Afrenta* do por esto, Bruce se había retirado a su casa, en Escocia, y había esperado dieciséis años antes de publicar sus Travels to Discover the Source of the N ile in the Years 1768-73. Speke, por otro lado, se había apresurado a hacer imprimir sus trabajos, y se había suscitado una controversia pública. Era evidente que ahora era sólo cuestión de tiempo el que los dos principales antagonistas fue ran puestos frente a frente para resolver la cuestión. Finalmente en setiembre de 1864, poco más de un año después del regreso de Speke y Grant a Inglaterra, se preparó una reunión en Bath por la British Association for the Advancement o f Science, y Burton y Speke prometieron asistir a ella. Iban a encontrarse en la tribuna el 16 de setiembre ante un público de varios cien tos de geógrafos y hombres de ciencia y a presentar sus contrarios puntos de vista. El doctor Livingstone (quien, incidentalmente, res petaba a Speke pero no tenía mucho tiempo que dedicar a Burton) iba también a concurrir allí. No se sabe gran cosa por lo que respecta al estado de ánimo de Speke con anterioridad a la reunión. Era un hombre dado a mantener su propio secreto y no sostendría muy a gusto un debate público. Seguramente no ignoraba que Burton era un formidable rival con un dominio del lenguaje y una comprensión de la lógica que él ciertamente no poseía. Burton era un intelectual, Speke no lo era; y había algunos errores muy perjudiciales en el Journal de Speke, los cuales hasta el momento no se había molestado en ex plicar. N i siquiera había presentado una demanda por difamación contra M ’Queen y el «Morning Advertiser», y algunas de las manifes taciones de M’Queen eran terminantemente difamatorias. En un punto de la controversia M’ Queen había de hecho acusado a Speke de admitir el comercio de esclavos. Posiblemente que esto podría haberse dicho de Burton, y con más exactitud, pero el relato de Speke sobre el asunto era absolutamente claro; él demostraba mucha simpatía por los africanos. Más de una vez había escrito que creía que con un buen gobierno, saldrían pronto de su estado salvaje y ocuparían su lugar entre los pueblos civilizados, y eso era mucho más de lo que Burton y otros notables viajeros, desde aquellos días hasta los nuestros habían dicho. Pero él había de jado pasar todo esto por alto, y hasta las peores mofas de Burton habían quedado sin respuesta. Sin embargo, Speke era un hombre tenaz que tenía confianza en sí mismo; por lo que sabemos no estaba en su carácter ceder sin lucha. Acudió a la reunión de Bath
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en apariencia resuelto a defenderse, y se hospedó en casa de su tío John Fuller, en Neston Park, cerca del Box en Wiltshire. De la actitud de Burton en la reunión sabemos aleo más. en parte por los apacibles oios de su esnosa Isabel, v en parte por sus pronios y subsiguientes escritos. Como de costumbre había preparado sus notas con cuidado, v ahora no sólo se hallaba presto a derribar la teoría de Soeker; iba a adelantar una nueva v singular teoría propia. Ésta, de hecho, era una vuelta a su idea original de aue el lago Tanganika v sus corrientes alimentadoras eran las ver daderas fuentes del Nilo. Había prenarado el boceto de un mana oue mostraba el río Rusizi. fluyendo hacia el Norte, procedente del lago Tanganika. y entrando en el Luta Nizigé. ese otro gran lago al oeste del lago Victoria, del cual Soeke y Grant habían tenido noticia cuando avanzaban hacia el Norte a través del territorio de Kamrasi en dirección a Gondokoro. El Luta Nzigé. a su vez, estaba provisto en el mapa de Burton de un desagüe cuya corriente fluía hacia Gondokoro. Éste, pensaba ahora Burton. era el verdade ro Nilo. El lago Victoria de Speke, él casi lo proscribió de su mana, describiéndolo simplemente como el «supuesto sitio» de un lago. Ahora bien, como sabemos. Burton v Speke habían estado iuntos en la extremidad septentrional del lago Tanganika en 1858. y aun cuando no habían visto realmente el río Rusizi. se habían convencido, por los informes de los indígenas, de que desaguaba en el lago y, por tanto, de que no podía ser el Nilo. Burton había sentido entonces «la muerte en el alma». Pero ahora, reflexionando de nuevo, se sentía con más ánimos. Simplemente trocó su anterior decisión e hizo fluir al Rusizi por la otra dirección. Los indígenas del lugar le habían informado mal s
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ton” y "Querido Speke” , hasta venir a parar en “ Sir” .» E indica que antes de la reunión un amigo «comunicó a Richard que Speke había dicho que si Burton aparecía en la tribuna, en Bath (la cual era, por decirlo así, la ciudad natal de Speke), le daría una patada. Recuerdo la respuesta de Richard: “ Bien, eso lo decide. Si Dios quiere, me dará una patada” », y así fuimos a Bath». No obstante, Burton se hallaba furioso, y además se mostraba belicoso ante el próximo encuentro: estaba ansioso de acabar de una vez con ello. Acudió a Bath con Isabel; ella iba primorosamente vestida y era casi la única mujer en la conferencia. Se fueron para asistir a una sesión preliminar de la sección E (Geografía y Etno grafía) en la mañana del 15 de setiembre, el día anterior al gran debate. Allí vieron a Speke. Los dos hombres no se saludaron, rehusaron mutuamente su reconciliación. A Burton le pareció que su rival tenía el aspecto de encontrarse enfermo, y que su vista y su oído le causaban molestia otra vez. Luego, hacia la una y media de la tarde, Burton observó que alguien llamaba por señas a Speke desde el fondo de la sala. Speke se levantó en seguida, y excla mando: «N o puedo aguantar esto por más tiempo», abandonó la sala de sesiones. A la mañana siguiente, el 16 de setiembre, Burton, Isabel, sir Roderick Murchison y varios cientos de otros caballeros se re unieron otra vez en la sala para la apertura del debate. «Todas las personas distinguidas — dice Isabel — se hallaban con la Junta. Sólo Richard fue excluido, y permanecimos en la tribuna, nosotros dos solos, él con sus notas en la mano.» Uno puede quizá saber m ejor lo que ocurrió luego, por la propia descripción de Burton: «A primera hora de la mañana, reunidos para lo que necias lenguas llamaban el “ duelo del Nilo” hallé una gran congregación en las salas de la sección E. Se hizo circular una nota en silencio. Poco después mi amigo Mr. Findlay me daba la noticia. El capitán Speke había perdido la vida el día anterior, a las cuatro de la tarde, mientras estaba de caza en unos terrenos de un primo suyo. Había estado errando por el campo, y su pa riente lo encontró tendido en el suelo, con un balazo en el cuerpo, cerca del corazón. Vivió sólo unos cuantos minutos y sus últimas palabras fueron una petición de que no lo sacaran de allí.» Míster Seton Deardon, en su estudio sobre Burton, refiere que «Burton se tambaleó visiblemente en la tribuna, y luego se hun dió en un sillón con preocupado semblante. “ ¡ Dios mío, se ha matado!” , exclamó. Cuando llegó a su casa lloró amargas lágri mas, repitiendo una y otra vez “ Jack” , Jack” ». Isabel también ha indicado que «cuando llegamos a casa él lloró mucho y amarga mente, y yo estuve durante muchos días procurando consolarlo». No obstante, Burton se logró sobreponer en la reunión. Después de pronunciar sir Roderick Murchison unas conmovedoras pala
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bras de condolencia para los parientes de Speke, Burton llenó el vacío por el luctuoso suceso leyendo una disertación sobre «L a etnología de Dahomey». Lo que realmente había ocurrido el día anterior era esto: tan pronto como abandonó la sala, Speke se dirigió en coche a Neston Park, el cual estaba a seis o siete millas de Bath, y allí, a las dos y media de la tarde, con su primo George Fuller y un guardabosque, Daniel Davis, había salido a la caza de perdices. En el transcurso de la siguiente hora, los otros le oyeron disparar con los dos cañones de su escopeta, la cual era una «Lancaster» con recámara y un solo seguro. Hacia las cuatro, Fuller, que se hallaba a una distancia de sesenta metros, oyó un tercero y muy fuerte estampido de la escopeta de Speke, y levantando la vista vio al mismo Speke so bre un muro de piedra de dos pies. Luego Speke cayó. Fuller acudió con prontitud y encontró a su primo tendido en el suelo con una terrible herida en el pecho. Un cañón de su escopeta estaba descargado, el otro estaba con el seguro, y parecía que al trepar al muro Speke había arrastrado la escopeta consigo. Se le había dis parado mientras mantenía la boca del arma muy cerca de su pecho. Speke se hallaba todavía con conocimiento, pero sangraba pro fusamente y era imposible trasladarlo; él mismo dijo débilmente: «N o me mueva.» Dejando que el guardabosque cuidara del herido, Fuller corrió a buscar ayuda, pero cuando regresó con un tal Mr. Snow, cirujano de Box, Speke ya había muerto. Vivió sólo quince minutos y no había dicho nada más. El cadáver fue conducido a casa del hermano de Speke, en Corsham, y se procedió a una indagación judicial el 16 de setiembre ante un Jurado «compuesto de respetables habitantes del lugar», los fuertes paisanos del oeste de Inglaterra. Cuando Fuller, Davis y el cirujano hubieron prestado declaración, el cirujano manifestó que la boca del arma debió de haber sido mantenida muy cerca del cuerpo del finado, el oficial criminalista hizo una breve alocución en la cual indicaba al Jurado lo que él creía debía ser su veredicto: Speke había muerto por descarga casual de su propia escopeta después de sobrevivir quince minutos al accidente. El limes, 19 de setiembre de 1864, «The Times» dedicó un artículo de fondo a Speke. El periódico era del parecer de que Speke había logrado realmente descubrir el origen del Nilo, «la cinta azul de los geógrafos», pero al mismo tiempo comparaba la hazaña algo desfavorablemente con los descubrimientos que habían sido hechos recientemente por los exploradores Stuart, Burke y Wills en Australia: «Un valiente soldado, que se ha portado con bravura en algu nas de las más sangrientas batallas de nuestras guerras en la India, y un sagaz y emprendedor viajero, que, por puro denuedo y resistencia, había resuelto un problema que ha provocado la
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curiosidad de la humanidad desde los albores de la historia, ha caído en la plenitud de su existencia, en un momento, víctima de un vulgar accidente... No pretendernos para Speke una prece dencia sobre el genio de Stuart, Burke o Wills; pero resultó una brillante hazaña y estábamos hasta ahora muy orgullosos del in trépido explorador. Había ganado el trofeo, estaba aún luchando por su posesión contra otros candidatos que de buena gana se lo habrían arrebatado. Una mezclada multitud de curiosos y hombres de ciencia esperaba (en Bath) con conclusiones decididas de ante mano, o por lo menos con predisposiciones a su favor, para pre senciar una gran contienda dialéctica entre él y su principal adver sario.» Pero en aquel momento Speke «yacía muerto en un campo de rastrojos, herido mortalmente por su propia escopeta». «The Times» tenía definidas nociones sobre la manera en que el accidente había ocurrido: «Su escopeta fue hallada con un cañón descargado, y el otro con el percutor en el seguro. Es evidente, por tanto, que él había dejado la escopeta con el seguro sobre el suelo mientras trepaba a la tapia, y que luego la había cogido or el cañón y levantado hasta él con los cañones apuntando acia su cuerpo. »Uno de los percutores debió de dar contra una piedra o quedar enredado en una rama, y el golpe habría levantado el percutor, y luego permitido que cayera con fuerza sobre la aguja de percusión del cartucho.» El artículo concluía: «Este infortunado accidente pondrá fin a la controversia que iba a ser motivo de diversión para los geógrafos reunidos en Bath.» El sepelio tuvo lugar en la iglesia de Dowlish Wake cercana a la casa de la familia de Speke, y asistieron a él Murchison, Livingstone y Grant. Se erigieron en memoria suya una vidriera y un monumento en el templo, y más tarde un obelisco de granito fue levantado en Kensington Gardens, en Londres. La inscripción de este obelisco dice simplemente: «En memoria de Speke, Vic toria Nyanza y el Nilo, 1864», como si todos debiéramos conocer al hombre y recordarlo con admiración. Speke era soltero y tenía sólo treinta y siete años cuando murió, y un extraño y persistente anónimo rodea su recuerdo. Donde otros, exploradores inferiores, son reverenciados, a él se le des cuida; mientras que los caracteres y las realizaciones de ellos pue den con frecuencia parecemos muy reales a nosotros, Speke apenas es más que un hombre; y ni siquiera es un hombre que esté inmediata e indeleblemente asociado con el Nilo como el de Burton lo está con la Arabia y el de Livingstone con Africa. Burton y Livingstone tienen sus biógrafos en casi todas las genera ciones; ningún libro de alguna importancia ha sido escrito Jamás sobre Speke. Ninguna frase que él dijera, ni siquiera la de «E l pro
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blema del Nilo está resuelto», ninguna idiosincrasia de maneras o singularidad de conducta lo ha grabado en la mente del público. Queda como una virtuosa sombra, un hombre concentrado en sí mismo y muy tenaz, un mantenedor de las mejores tradiciones de empresas inglesas, pero uno se sentiría más identificado con Burton. La misma muerte de Speke permanece oscura, pues hay mu chos que piensan todavía que él prefirió el suicidio antes que encararse con Burton, si bien no existen pruebas para demostrarlo. En verdad que todo lo que sabemos sobre Speke ha de inclinamos a creer que si él pensaba de algún modo en el suicidio lo habría hecho después de la lucha con su antagonista, no antes. Y , sin embargo, queda la duda. Hubo un singular recrudecimiento de la cuestión en 1921. El primo de Speke, George Fulles, escribió al «The Times» lo que sigue: «Señor: »E1 interesante artículo sobre Richard Burton publicado en su número del 19 del corriente contiene una cita de un texto escrito por Burton al finado W. Frank Wilson y concebido en estos términos: » ” Nada se sabrá de la muerte de Speke; yo le vi a la una treinta de la tarde, y a las cuatro estaba muerto. Las almas caritativas dicen que se mató, los faltos de caridad, que lo maté yo.” •Ésta es una muestra de las muchas heroicidades de Richard Burton, que representa una característica de su viva imaginación. Con imparcialidad para el “ The Times” y sus lectores, permítame que corrija estos engañosos puntos de la carta del autor. »La causa de la muerte de Speke es bien conocida en la historia; como fue demostrado en la indagación judicial del oficial crimina lista efectuada en esta casa después de su muerte. El veredicto fue "Muerte accidental por disparo de escopeta” . •Siendo actualmente el único testigo ocular viviente de aquel triste accidente, y habiendo estado en compañía de Speke el día de su muerte, puedo aseverar que Burton no podía haber visto a Speke aquel día, y que la muerte acaeció antes de la una y media de la tarde. Atentamente, G. P. F uller »Neston Park, Corsham, Wilts. »20 de marzo de 1921.» Esto es muy extraño. El mismo Fuller declaró en la averigua ción judicial que la muerte había ocurrido a las cuatro de la tarde, y puede haber pocas dudas de que Burton efectivamente vio a Speke hacia la una y media de la tarde en el curso de la reunión
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preliminar de Bath el 15 de setiembre de 1864. Uno puede única mente inferir que Fuller era muy sensible a la cuestión, y que en 1921, siendo ya muy anciano, la memoria le había fallado. No hubo gran sentimiento en Inglaterra en la ¿poca de la muerte de Speke; más bien una impresión de perplejidad. «The Times», no obstante, se equivocaba al decir que la controversia había terminado; los adversarios de Speke adquirieron fuerza con ocasión de su muerte, y no perdieron el tiempo en disminuir más todavía la importancia de su último y grandioso viaje. Grant vivió hasta el 1892 y fue hecho finalmente «Compañero de la Orden del Baño», pero no por su hazaña del Nilo; la distinción le fue concedida por algún desconocido servicio que prestó en Abisinia. Speke, por supuesto, hala obtenido la medalla de la Royal Geographical Society, pero transcurrió algún tiempo antes de que a la reina Victoria se le hiciera observar que Speke había muerto «antes de recibir muestra alguna de nuestro real favor». La omisión fue luego rectificada. Al padre de Speke se le notificó que se le permitía agregar un cocodrilo y un hipopótamo a su escudo de armas. Posteriormente, además, fue colocada una placa en el lugar de las cataratas de Ripon. En ella se leía: SPEKE DESCUBRIÓ ESTA FU ENTB DEL EL
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«Esta fuente», uno observa: no las fuentes. Pero poco importa. Las cataratas de Ripon han sido actualmente sumergidas bajo una presa hidroeléctrica, y en alguna parte de las verdes profundidades del gran río el lugar donde la placa de Speke se erguía, ha quedado hundido para siempre.
Capítulo V BAKER DEL NILO
Es obvio que el problema del Nilo nunca sería aclarado por las especulaciones de los eruditos en Londres. La solución correcta podía únicamente encontrarse en África mismo, y ahora las supre mas esperanzas de los geógrafos estaban puestas en Samuel Baker y su esposa, quienes en marzo de 1863, subsiguientemente a su encuentro con Speke y Grant, se habían puesto en camino hacia el sur de Gondokoro. Era sabido que Speke les había revelado la situación general del Luta Nzigé, el cual era la posible segunda fuente del Nilo, y que habían decidido ir en busca de él. Baker es una especie de fulcro en el campo de la exploración africana. Se halla en el centro de todas las teorías, emociones y actitudes morales, no desviándose nunca mucho a un lado o al otro. Sin ser en lo más mínimo un soñador, es un hombre práctico y positivo, que sabe exactamente lo que quiere y adónde va. Uno siente con él que las misteriosas fuerzas del destino están libran do una batalla desigual; por muy grandes que sean las probabi lidades contra él, las cosas se arreglarán al fin y todos se ajustarán a su sobrio y sensato modo de pensar. En algunos aspectos es casi una caricatura del profesional Victoriano, la rígida figura de un miembro de un club, con barba y patillas, que está en absoluto sumergido en sus hábitos y sus lealtades, pero igualmente deter minado a gozar en la medida de lo posible. Empero, es un hombre difícil de definir; habiéndose formado una particular opinión de él, uno piensa que debe en seguida darle otra clasificación. Así se podría describirlo como un magnífico espécimen de los nababs angloindios de Thackeray ocupados en aventuras de caza y prác ticas de tiro, pero luego escribe libros de alta calidad y es un competente lingüista; es un próspero miembro de la clase media negociante, pero él mismo no se ocupa en negocios, recorre tierras extrañas en viajes sumamente arriesgados y atrevidos; forma una extensa familia victoriana y luego, a la muerte de su esposa, se casa con una rubia y hermosa muchacha húngara, Florence Ninian von Sass, unos quince años más joven que él; es ostentoso, conservador, sentimental y obstinado, y en otras ocasiones no es 6 — 2.166
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nada de esas cosas; y, sin embargo, en medio de todo esto, tampoco resulta un camaleón. Es tan fírme como el capitán de un buque. «Un hombre magnífico y sensato», dice Stanley de él. Grant habla de su «animada conversación», y aun cuando Grant puede no haber sido el mejor juez en tales cosas, a lo menos sienta una peculia ridad. Baker nació en 1821 (el mismo año que Burton), y procedía de una dinastía de capitanes de la marina y hacendados de las colo nias. Su padre era un rico naviero y el director de un Banco y una empresa de ferrocarril. Era un muchacho rubio, de ojos azules, muy aficionado a la caza y a andar al aire libre, y al crecer se convirtió en un hombre de anchos hombros, y estatura mediana, muy fuerte y vigoroso; su rubio pelo le brotaba del rostro en ásperas gue dejas, formando una maciza barba. Completó su educación en Alemania, luego se casó con la hija de un eclesiástico inglés y se marchó hacia las avanzadas del mundo, efectuando a veces un rápido viaje a Inglaterra y permaneciendo alejado de su patria casi todo el tiempo hasta el fin de su vida. En una ocasión Baker fundó una instalación agrícola en Ceilán, y en otra fue el director de la construcción de una línea de ferrocarril a lo largo del Da nubio; pero era su obsesión de la caza mayor lo que lo llevó adelante. Mató elefantes en Ceilán, tigres en la India, osos en los Balcanes, y en los comienzos de la década de 1860 pasó a África con su hermosa y joven segunda esposa (los cuatro hijos de su primer matrimonio habían quedado al cuidado de los parientes en Inglaterra) para ver lo que se ofrecía a su escopeta en las selvá ticas extensiones del Sudán. Tenía, además, un segundo objetivo a la vista; pensaba combinar un pequeño intento de exploración con el deporte. ¿Por qué no efectuar un viaje N ilo arriba, o incluso una expedición que lo condujera al mismo origen del río? Como en todas las otras cosas en la vida de Baker, se preparó para esta excursión con absoluta perfección. Decidió que primero pasaría un año en el Sudán siguiendo los tributarios del N ilo de la orilla abisinia y aprendiendo el árabe mientras seguía adelante; luego juntaría su expedición en Khartum y abordaría el propio Nilo Blanco. Baker se hacía la vida cómoda: exquisitos bocados y golosinas de Fortnum y Masón, una colección de escopetas fa bricadas de acuerdo con sus propias especificaciones por los princi pales armeros de Londres, lo mejor en equipo de excursionismo e instrumentos científicos. En un sentido era una nueva clase de explorador, pues era rico, era un viajero particular que no tenía ninguna relación con el Gobierno, la Iglesia o las sociedades cientí ficas, y no estaba bajo los mandatos de nadie; viajaba simplemente para su propia satisfacción. A pesar de ello nunca pisó el suelo de Africa un explorador más experto. La primera parte de su programa fue cumplida al pie de la letra. Poco más de un año después del
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comienzo de su viaje, desde El Cairo llegaba a Khartum, teniendo por entonces un general dominio del árabe, y habiendo matado un considerable número de animales salvajes en los terrenos de la parte alta del río Atbara. Había estado manteniendo correspon dencia con Petherick, y a invitación de éste, él y su esposa se alojaron en el vacío consulado británico de Khartum. En la década de 1860, Khartum tenía ya más de cuarenta años de existencia, y era, en su manera de ser, tan extraña y tan selvática como Zanzíbar; en verdad, entre estas dos ciudades transcurría la mayor parte del comercio de esclavos y marñl del Africa orien tal, todas las caravanas al sur del ecuador marchando hacia el Su deste en la dirección del océano Indico y las del Norte descendiendo por el Nilo hacia Khartum. De una tosca y accidental manera los egipcios regían el Sudán desde Khartum; pero tal vez sería mejor decir que lo saqueaban. Prácticamente, todos los oficiales desde el gobernador, general Musa Bajá, hasta los más inferiores, estaban complicados de algún modo en el comercio de esclavos, y la guar nición de quince mil egipcios y tropas nubias vivía en el país como lo haría un ejército de ocupación, excepto que era mucho más cruel y desordenada. Su principal quehacer consistía en re caudar contribuciones, y éstas eran arrancadas en especial a los indígenas mediante el uso del látigo, o haciendo incursiones arma, das y apoderándose por la fuerza del ganado y del grano almace nado en las poblaciones. Baker y su esposa sintieron asco a la primera vista de Khar tum: «Difícilmente puede ser imaginado — relata é l— un lugar más miserable, más inmundo y malsano.» Allende el río, nada más que un espantoso desierto; dentro de la ciudad misma unas trein ta mil personas densamente apiñadas en chozas de ladrillo cocido, que eran ocasionalmente inundadas por el Nilo. Animales muertos yacían pudriéndose en las sucias calles sin desagües, y la única provisión de agua era un turbio líquido que se extraía del río por una especie de norias persas con colgantes botijas de barro, que eran accionadas por bueyes. Había, por supuesto, un tributo sobre cada rueda hidráulica. Nada en la ciudad podía hacerse sino me diante el soborno; la tortura y los azotes eran cosa corriente en las cárceles; y el propio Musa Bajá combinaba «lo peor de los defectos orientales con la brutalidad de un animal salvaje». Durante la mayor parte del año el calor era abrumador, y cuando el tiaboob soplaba, el enarenado cielo se ponía negro como la noche. Baker describe una de aquellas tempestades. «V i — explica — aproximarse desde el Sudoeste, aparentemente, una sólida cordi llera de inmensas y pardas montañas, a gran altura en el aire. Tan rápida fue la aparición de este extraordinario fenómeno, que en pocos 'minutos nos hallamos envueltos en una densa oscuridad. Al principio no hacía viento, y la peculiar calma daba un opresivo
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carácter al acontecimiento... Procuramos distinguir nuestras manos colocadas cerca de nuestros ojos, pues ni siquiera un contorno podfa verse. Esto duró más de veinte minutos; luego se disipó rápidamente y el sol brilló como antes.» Y con todo, en este tiempo, Khartum era un lugar fascina dor: «E l aire estaba lleno de maravilla.» Este era casi el último puesto de civilización en el borde de un inmenso desierto que apenas había empezado a mostrar los infinitos tesoros y monstruo sidades que contenía. Toda caravana que partía era una explora ción; todo barco que volvía Nilo abajo traía algo que era fenomenal y extraño: animales y aves que no habían sido clasificados todavía, salvajes indígenas con exóticos adornos clavados en los labios, orejas y narices; plantas y flores de las que se extraían nuevas drogas y perfumes, piedras que mostrarían contener plata y oro. Sólo el tráfico de marfil producía cuarenta mil libras al año. Aparte los africanos, la población de Khartum estaba com puesta principalmente de sirios, griegos, coptos, armenios, turcos, árabes y egipcios y muchos de éstos habían tomado a muchachas gallas de Abisinia — «las Venus de este país» — por esposas o con cubinas. Unos treinta europeos vivían en la ciudad, y la vida para ellos no resultaba intolerable. Tenían casas algo mejores y más frescas que el común de las gentes, un correo mensual a base de camellos los mantenía en contacto con el mundo exterior, y mu chas cosas exquisitas tales como vinos, cerveza blanca de Bass, galletas francesas, jabones y perfumes les eran traídos a través ael desierto. A los magnates locales, turcos y egipcios, les gustaba agasajar con prolongados y elaborados banquetes que corriente mente terminaban con una exhibición de danzas bailadas por muchachas africanas. Pero el comercio de esclavos era el que mantenía a Khartum en movimiento. Cualquier aventurero sin un penique podía con vertirse en un tratante con tal que quisiera pedir dinero prestado a un interés que alcanzaba hasta el ochenta por ciento. Con una expedición normal un tal tratante navegaría hacia el Sur desde Khartum en diciembre con dos o trescientos hombres armados, y en algún punto conveniente desembarcaría y formaría una alianza con un jefe indígena. Luego los hombres de la tribu, junto con los negreros de Khartum, caerían sobre alguna aldea vecina de noche, quemando las chozas poco antes del amanecer y disparando ha cia las llamas. Eran las mujeres lo que principalmente querían los negreros, y éstas eran aseguradas colocando una pesada vara ahorquillada llamada sheba, sobre sus hombros. La cabeza que daba sujeta por un travesaño, las manos eran atadas a la vara por una cadena pasada alrededor de sus cuellos. Todo lo que la aldea contenía sería arrebatado — ganado, marfil, grano, hasta el tosco aderezo, que era separado de los cadáveres de las víctimas — ,
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y luego toda la cabalgata retrocedería hacia el río para esperar el embarque para Khartum. Con el ganado robado, el tratante com praría marfil, y, a veces, por marfil estaría dispuesto a redimir a una esclava. Algunas veces también el traficante se volvería contra su aliado indígena y lo despojaría en la misma forma que a los otros; pero con más frecuencia estas alianzas eran mantenidas de afio en año, preparando el jefe indígena una nueva provisión de esclavos y marfil mientras el traficante vendía la última partida en Khartum. Todo tratante tenía su propio territorio, y por mutuo acuerdo el país era dividido en todo el camino desde Khartum a Gondokoro y más allá. En una buena temporada, un negrero en pequeña escala podía contar con obtener veinte mil libras de marfil equivalente a cuatro mil libras esterlinas en Khartum, más cuatrocientos o quinientos esclavos vendidos a un precio de cinco o seis libras esterlinas cada uno: un total de dos mil quinientas libras quizá. Con este capital pagaba sus deudas, organizaba una nueva expedición y año tras año ensanchaba su negocio. Oficialmente, el tráfico era ilegal, pero la única consecuencia de esto era que los esclavos no eran vendidos abiertamente en Khar tum, sino en determinados puntos de reunión en el desierto fuera de la ciudad, y desde allí conducidos a lo largo de las rutas de las caravanas hacia el mar Rojo para ser embarcados con destino a Arabia o Persia, o enviados directamente Nilo abajo hasta El Cairo. Es probable que no se hubiera dado nada más monstruoso o cruel que tal tráfico en la historia, pues era más ambiciosamente organizado que el mercado de Tanganika. Baker registra tan terri bles hechos con una calma jurídica que resulta muy efectiva; y sin embargo, lo mismo que Burton, y a diferencia de Speke, no cobró realmente afición por los africanos y no creía en su inmediata emancipación. «Aun cuando condenemos el horrible sistema de la esclavitud — escribía é l — , los resultados de la emancipación han probado que el negro no aprecia los beneficios de la libertad, ni muestra el más mínimo sentimiento de gratitud para la mano que rompió los remaches de sus grilletes.» Baker sustentaba la teoría de que los africanos no eran y no podrían nunca ser iguales a los blancos. Lo más que concedería era que en su infancia el negro podía «estar a la cabeza, en viveza intelectual, del niño blanco de una edad similar, pero que la mente no se desarrolla: promete fruto, pero no madura...» En otra parte ataca a los africanos por la barbarie y la bruta lidad de sus costumbres de tribu. «Encantadora gente, estos pobres “ oscuros” , como son llamados por sus simpatizantes ingleses» — ex clama cuando un jefe nuero «mostró la espalda y los brazos de su esposa cubiertos de cicatrices, de mordeduras...; él estaba muy orgulloso de haber desgarrado su piel como la de una bestia sal
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va je». Y añadía: «L a poligamia es, por supuesto, la costumbre general; el número de mujeres que pueda tener un hombre depende por entero de su riqueza, exactamente como ocurre con el número de sus caballos en Inglaterra. No existe nada parecido al amor en estas regiones..., todo es práctico, sin una partícula de romanticis mo. Las mujeres son apreciadas mientras conservan sus encantos, como animales valiosos... Temo que este práctico estado de cosas será un fuerte impedimento para la empresa misionera.» Posteriormente Baker seria muy criticado en Inglaterra por estas opiniones, y por su adusto trato con las tribus. Pero esto es simplemente otro ejemplo de un equilibrio imperturbable; en la misma época en que era criticado, probablemente estaba realizan do más labor práctica para quebrantar el tráñco de esclavos, que cualquier otro hombre en Africa. Todo ello, sin embargo, perte necía al futuro; de momento ese comercio poseía una importancia personal mucho mayor para él — de tal modo había envilecido y enfrentado unas con otras a las tribus del sur de Khartum, que todo el país estaba alborotado— . Esto hacía arriesgado el trán sito de cualquier viajero particular que no llevara una conside rable escolta armada. Había otra diñcultad que era aún más seria; los oficiales egipcios de Khartum no podían permitir de ninguna manera que un extraviado hombre blanco vagara por las zonas del comercio de esclavos que tan provechosas eran para ellos. No querían que ningún intruso informara sobre sus actividades al mundo exterior. Musa Bajá, por tanto, hizo todo lo que pudo para impedir que los Baker prosiguieran adelante. Les negó lanchas. Se dio maña para evitar que tomaran a su servicio una escolta. Sonrió una y otra vez y les dijo que volvieran otro día. Habría sido necesaria una determinación mucho mayor de la que Musa Bajá poseía para frustrar los planes de los Baker. A su llegada a Khartum, en junio de 1862, hallaron que tenían un ulte rior y urgente motivo para continuar dirigiéndose hacia el interior. Habían tenido noticias de que Petherick y su esposa, que se ha bían dirigido hacia el Sur unos meses antes, habían muerto, y la Royal Geographical Society pedía ahora a Baker si quería ocu par el lugar de Petherick en la búsqueda de Speke y Grant. Hacía ya más de un año que no se sabía nada de los dos exploradores. Baker aceptó en seguida tal comisión y decidió secretamente que si Speke y Grant habían también perecido, o no habían alcanzado su objetivo él mismo proseguiría el viaje con el fin de hallar el origen del Nilo. Al cabo de seis meses de persistente empeño en Khartum, adquirió tres botes de vela, contrató noventa y seis hombres, a algunos de los cuales proveyó de armas y de uniformes, compró víveres para cuatro meses, veintiún burros, cuatro camellos y cuatro caballos. Se unió a él también un viajero alemán, Johann
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Schmidt, al cual había recogido en el Sudán. El 18 de diciembre de 1862 se hicieron a la vela para Gondokoro. El Nilo al sur de Khartum es una complicada corriente. En una extensión de quinientas millas prosigue a través del desierto con un ancho y regular curso, con árboles y algunas colinas bajas y rasas en ambas márgenes. Pero en el punto donde el Sobat desemboca procedente de los montes de Abisinia, a corta distancia de la actual población de Malakal, el río tuerce al Oeste, el aire se hace más húmedo, las márgenes más verdes, y esto es la primera ad vertencia del gran obstáculo de la vegetación flotante que hay por delante. El Nilo se pierde en un vasto mar de heléchos papiros y plantas en completa podredumbre, y en ese fétido calor se de sarrolla una vida tropical que no puede haberse alterado mucho desde el principio del mundo; es tan primitivo y tan hostil al hom bre como el mar de los Sargazos. Cocodrilos e hipopótamos vagan por la cenagosa agua, mosquitos y otros insectos llenan el aire y las Balaeniceps rex y otras fantásticas aves acuáticas se mantienen vigilantes a lo largo de las orillas, sólo que aquellas orillas no tienen nada de normales; son, simplemente, casuales lagunajos en el bos que de verdes cañas que se extiende en una plúmbea masa hasta el horizonte. Tal región no es tierra ni agua. Año tras año la corriente sigue arrastrando una aumentada vegetación flotante, y la agrupa en sólidos montones que llegan a tener a veces unos seis metros de grosor y que son bastante consistentes para que un elefante pueda andar sobre ellos. Pero luego ese desecho se quiebra, formando islotes, y se aglomera de nuevo en otro lugar, y esto se repite en mil indistinguibles formas y continúa eternamente. Baker observa que en el alto N ilo no hay ruinas ni vestigios de pasadas civilizaciones, «nada de historias antiguas para encantar al presente con recuerdos del pasado; todo es salvaje y brutal, duro e insensible...» Y realmente, esto era lo que causó una funda mental desazón entre todos los hombres blancos que penetraron en el Sudán meridional, la sensación de que se hallaban en un desierto donde la vida no progresaba, sino que simplemente giraba sobre sí misma en un eterno ciclo sin tiempo y sin designio. Sus experiencias fueron por completo diferentes de las de Cortés entre los aztecas; el país era casi tan infructuoso en realizaciones hu manas como lo e r . .itralia a principios del siglo xix, y aún más hostil para el intruso. Estos efectos aparecían aumentados en el Nilo Blanco con su vegetación flotante. Ahí no había ni siquiera un presente, ni mucho menos un pasado; excepto sobre esas ocasionales islas de áspero terreno, ningún hombre había vivido jamás ni podría vivir en aque lla desolación de amontonados juncos y cenagosas aguas, ni siquie ra los más salvajes. Las inferiores formas de vida florecían aquí en loca abundancia, mas para los negros y los hombres blanc'os por
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igual, esta región del N ilo no contenia más que la amenaza del hambre, de enfermedades y muerte. En la estación de las lluvias abarcaba una extensión tan grande como la de Inglaterra. Había tres principales canales navegables a través de aquella maraña flotante, y todos o alguno de ellos podían quedar obstruidos durante un tiempo; a unas sesenta millas más allá de Malakal, el Bahr el Zeraf o río de las Jirafas, se deslizaba hacia el Sur; luego, otras cincuenta millas más adelante, había una extensión de agua medianamente transitable conocida como el lago No, y allí la co rriente se dividía; una parte, el Bahr el Ghazal, el río de los Antílo pes, avanzando generalmente en dirección sudoeste, mientras que la otra, el Bahr el Jebel, continuaba directamente hacia el Sur. Esta última, el Bahr el Jebel, era el principal canal usado por los traficantes. Aproximadamente a quinientas millas al sur del lago No, desaparecía la vegetación flotante y se podía llegar hasta Gondokoro. Con suerte, la cual significaba un viento favorable y la habilidad de abrirse camino a través de la maraña de vegetación, confiaban en terminar el viaje desde Khartum aproximadamente en un mes y medio. Traspasado Gondokoro no podían proseguir por el río; el Nilo se separaba allí en cataratas que se sucedían con intermitencias en una extensión de unas ochenta millas. De este modo Gondokoro se había convertido en el principal almacén del interior, aun cuando no fuera más que un mi. erable conjunto de chozas a ocho metros sobre el río en la margen oriental. Ya en la época de 1860 contaba una existencia de unos veinte años, y en 1851 había sido estable cida una misión católica austríaca. Pero todo había acabado pésima mente: quince de los veinte misioneros que habían sido enviados allí habían muerto y no se había logrado una sola conversión. Muy pocos traficantes en esclavos y en marfil habían logrado llegar mucho más lejos de Gondokoro. pues saqueaban las expedi ciones, y la oposición de las tribus se alzaba ante ellos. Unos cuan tos, como el maltés Andrea de Bono, y su agente, Mohammed Wad-el-Mek (los cuales vieron a Speke y Grant), habían llegado a una pequeña distancia allende el actual límite de Uganda en Nimule, y unos de los primeros exploradores, el italiano Giovanni Miani, ha bía grabado sus iniciales en un tamarindo de allá antes de retroce der. Pero, en general, la extensión que se abría al otro lado de Nimule y el ulterior curso del río eran desconocidos. En esa región es donde Baker se proponía penetrar en busca de Speke y Grant. Aquel año la vegetación flotante del Nilo Blanco era bastante clara, y la pequeña flotilla de Baker efectuó el viaje de mil millas desde Khartum hasta Gondokoro en cuarenta días. En el camino, Johann Schmidt murió, otros cayeron enfermos, y todo el grupo, animales y hombres, sufrió terriblemente a causa de los mosquitos. Gondokoro, dice Baker, «era un perfecto infierno», una especie de
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«tierra del oro» del Yukón en los trópicos, con seiscientos trafi cantes y sus hombres siempre bebiendo, discutiendo y disparando insensatamente sus armas al aire. No obstante, hubo un momento de respiro. Hacía sólo dos semanas que los Baker se hallaban en Gondokoro cuando, como hemos visto, Speke y Grant llegaron de Bunyoro. En su relato sobre el encuentro, Baker, muy generosa mente, oculta su desilusión al oír que ellos habían ya alcanzado el origen del N ilo: «E n el primer momento de estar con ellos — dice é l— había considerado mi expedición como terminada..., pero... Speke y Grant, con su característico candor y generosidad, me dieron un mapa de su ruta, que demostraba que no habían podido completar la efectiva exploración del Nilo, y que una porción muy importante quedaba todavía por deñnir..., un gran lago llamado el Luta Nzigé.» Poco después de que Speke y Grant se pusieran en camino hacia el Norte, en dirección a Khartum, los Baker partieron para el lago. La narración de Baker de sus siguientes dos años de viajes, The Albert N'yanza, Great Basin of the Nile, es el más interesante de los libros de exploradores. Contiene realmente los ingredientes de casi todas las historias de aventuras africanas que han sido escritas desde entonces hasta la fecha. Aquí está Alian Quartermain con su sombrero de anchas alas avanzando hacia la selva en com pañía de una hermosa muchacha, y haciendo frente a todos los riesgos con admirable determinación. Cuando las fieras atacan, Baker con su mortal puntería, las detiene en su carrera. En el comienzo del viaje sofoca una rebelión entre sus propios hombres derribando de un puñetazo al cabecilla. Luego, a medida que avan zan, todos los animales de su equipo mueren, y se ven obligados a servirse de bueyes para el transporte; sus provisiones de víveres se acaban y tienen que comer hierbas, la fiebre los deja postrados durante días y semanas enteras, falsos guías los extravían, los hipo pótamos vuelcan sus botes, los traficantes de esclavos les engañan, las tribus atacan con flechas envenenadas, y no se hallan por mucho tiempo fuera del alcance de la vista, oyendo continuamente el obse sionante ruido de los tambores de guerra y el agitado rumor de las danzas salvajes. A través de todo ello, Mrs. Baker nunca se acobar da. Cuando oye furtivas pisadas que se aproximan a su choza en la noche, quietamente le toca a él en la manga y coge su revólver para contender con el intruso. Cuando un fuerte rocío empapa sus fal das victorianas y la obliga a recogerse en la tienda, no tiene reparos en ponerse ropa de hombre. Durante nueve meses vagaron sin objeto o quedaron retenidos en aldeas indígenas al sudeste de Gondokoro, incapaces de avanzar por falta de porteadores. Su inmediato objetivo era llegar al cuar tel general de Kamrasi, el rey de Bunyoro, al cual Speke y Grant
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habían conocido en su viaje hacia el Norte, pero Kamrasi todavía se hallaba en guerra con su hermano Rionga, y seguía rechazándo los. Y así todo este tiempo continuaron en el desierto, escasamente a dos semanas de viaje del Luta Nzigé, pero totalmente incapaces de efectuar cualquier movimiento de avance para alcanzarlo. Con trariaba a los africanos que ellos quisieran dirigirse de cualquier modo al lago. Comoro, uno de los jefes menores, en casa del cual pararon los Baker, les decía un día: «Supongamos que lleguen ustedes al gran lago; ¿qué harán con él? ¿Qué provecho sacarán? Si hallan que el gran río sale de él, ¿de qué les servirá?» Este Comoro parece haber sido un hombre divertido. Tenia un cínico y fatalista concepto de la vida: «La mayoría de la gente es mala — explicaba a Baker— . Si son fuertes, despojan a los débiles. Los buenos son todos débiles; son buenos porque no son bastante fuertes para ser malos.» Por entonces a los Baker les parecía que, realmente, la vida era tan temible como todo eso. Los dos padecían terriblemente; se hallaban atacados de paludismo y había días en que Mrs. Baker tenía que ser llevada en una parihuela. Finalmente, el 22 de enero de 1864, en compañía de un negrero árabe llamado Ibrahim, alcan zaron el Nilo cerca de las cataratas de Karuma donde el río tuerce agudamente hacia el Oeste. Allí se hallaban en los confínes de Bunyoro, y los hombres de Kamrasi los saludaban desde la margen opuesta. El intérprete de Baker explicó que éste era el «hermano de Speke», y había llegado con ricos presentes para Kamrasi, pero los indígenas temían que esto fuera simplemente otra incursión para adquirir esclavos, y cuando se acercaron a la orilla en una canoa, no consiguieron desembarcar. Baker describe la escena: « ¡ Observadle a é l ! — exclamó el jefe del grupo que se aproxima ba con la embarcación— ; habiéndome preparado para la repre sentación cambiando de ropa en una enramada de plátanos que me sirvió de alcoba, y puesto un traje de lanilla, algo similar al que llevaba Speke, me encaramé a una alta y casi perpendicular roca que formaba un pináculo natural frente al risco, y agitando mi gorra hacia la turba situada en el lado opuesto parecía casi tan imponente como Nelson en Trafalgar Square... Al desembarcar abriéndome paso por entre los altos juncos, inmediatamente reco nocieron la semejanza de mi barba y general complexión con la de Speke; y su bienvenida fue en seguida manifestada por las más extravagantes danzas y gesticulaciones con lanzas y escudos, como si se dispusieran a atacar, avanzando hacia mí con las puntas de sus lanzas muy cerca de mi rostro, en tanto que gritaban y can taban con gran excitación.» Finalmente, al bando de Baker — ciento diez hombres en total — se le permitió cruzar el río. Mrs. Baker causó gran sensación. Esco gió este momento para lavarse el cabello, y los indígenas con sus
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HondoKoro
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E l Africa Oriental, tal como se suponía, después de los viajes de Baker, Livingstone, Stanley hasta 1874.
familias se congregaron a su alrededor, asombrados a la vista de las largas y doradas hebras que le llegaban hasta la cintura. Siguió luego una tediosa palabrería antes de que los jefes locales accedie ran a conducir el grupo al cuartel general de Kamrasi, a diez días de camino al sur de Mrooli, en la parte superior del lago Kyoga. En la época en que llegaron a su destino, Baker se encontraba tan enfermo y débil, que hubo de ser llevado a la presencia del rey en
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unas andas y puesto como un trofeo a sus pies. Kamrasi, rodeado de sus jefes subalternos, se hallaba sentado en un taburete de cobre que había sido colocado sobre una alfombra de pieles de leopardo, y examinaba a su desvalido huésped con serenidad. Explicó que mu cho había temido que Baker fuera un aliado de su enemigo Rionga, y hubiera venido para saquear el país. Pero ahora resultaba evi dente que era hermano de Speke, simplemente otro desgraciado viajero: era demasiado débil para ser malo. Así tranquilizado, el rey comenzó su usual tarea de exigir presentes: escopetas, abalo rios, alfombras, todo aquello en que podía sentar la mano. Insistió también en que Baker debía reparar el cronómetro de oro de cin cuenta guineas que Speke le había dado en 1862: se había «para lizado» después de haber hurgado él en la maquinaria con una aguja para averiguar de dónde provenía el tictac. Los Baker lo pasaron muy mal. Llovía a cántaros. Todos los días, con regularidad, Baker era presa de un violento ataque de paludismo, y toda su quinina estaba agotada. Una y otra vez pidió a Kamrasi que le proporcionara porteadores y un guía para que pudiera continuar hacia el Oeste en dirección al misterioso lago, pero invariablemente se encontraba con una exigencia de más presentes. «Quedaremos clavados por otro año en este abominable país — escribía Baker en su diario— , acosados por la fiebre, y sin medicamentos, ropas ni provisiones.» La crisis se produjo en febrero de 1864. Kamrasi anunció que Baker podría dirigirse hacia el lago, pero Mrs. Baker tenía que quedarse a llí: proporcionaría a Baker una virgen de Bunyoro bien parecida a cambio de aquélla. Baker sacó su pistola y apuntándola al pecho de K amrasi, le dijo que estaba a punto de matarlo de un tiro. Mrs. Baker, entretanto, levantándose de su lecho de enferma, se precipitó hacia el rey y lo avergonzó Con un estallido de furiosa indignación; y en esto Kamrasi cedió. Al día siguiente se presentaron los porteadores y una escolta y los viajeros se pusieron en marcha hacia la meta de su gran aventura. Fueron detenidos casi en seguida por la ciénaga y la enre dada vegetación del río Kafu al sudoeste de Mrooli. «Era igualmente imposible — escribía Baker más tarde— cabalgar o ser condu cido en esta traicionera superficie; así, yo llevé la delantera y rogué a mi esposa que me siguiera a pie con la mayor presteza posible, justamente por mi ruta. El río tenía unos ochenta metros de anchura, y yo apenas había completado una cuarta parte de la distancia y mirado atrás para ver si mi esposa me seguía de cerca cuando quedé horrorizado al observar que se hallaba detenida en un lugar, y hundiéndose gradualmente por entre los hierbajos, mientras que su rostro estaba contorcido y completamente mo rado. Casi en el mismo momento en que lo percibí, ella cayó, como
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si hubiera sido alcanzada por un tiro. En un instante me hallé a su lado; y con la ayuda de ocho o diez de mis hombres, que afortuna damente estaban cerca de mí, la arrastré como un cadáver a través de la dúctil vegetación, y hundidos hasta la cintura avanzamos pe nosamente hacia el otro lado, manteniéndose no más que su cabeza sobre el agua; transportarla habría sido imposible, pues todos nos habríamos hundido juntos por entre las cañuelas. Mandé que la colocaran debajo de un árbol, y le bañé la cabeza y el rostro con agua, pues de momento pensé que se había desmayado; pero se hallaba totalmente insensible, como muerta, con los dientes y las manos firmemente apretadas, y los ojos abiertos pero fijos. Era una insolación.» Como no podía obtenerse alimento en el río, Baker avanzó afa nosamente durante dos días más, con su esposa tendida incons ciente en una parihuela; y en la tercera mañana ella se despertó con un estremecimiento. Por espacio de una semana, Baker permaneció a su lado día y noche mientras la mujer desvariaba, delirante, en un enajenado estado de vigilia. El se las arregló para obtener un poco de miel silvestre y una o dos pintadas, pero todos estaban por entonces medio muertos de hambre, y seguía diluviando. Al cabo de una semana, el propio Baker sufrió un colapso, pero cuando se recobró al cabo de muchas horas, se encontró con que el cerebro de su esposa se había serenado al fin, y que era capaz de recono cerlo. Al cabo de dos días más, para reponerse, avanzaron de nuevo, siguiendo la dirección general del río Kafu hacia el Sudoeste. El 13 de marzo habían alcanzado el 31 grado de longitud, aproximada mente a veintitrés millas al norte del ecuador, y su guía anunció que deberían avistar el lago al día siguiente. «Aquella noche — refiere Baker— apenas dormí. Durante años me había esforzado en alcanzar las «fuentes del Nilo». En mis sueños nocturnos, durante aquel arduo viaje siempre había fallado, pero después de tan duro trabajo y perseverancia podía llevar la copa a los labios, e iba a beber en la misteriosa fuente antes de que otro sol se pusiera, en ese gran depósito de la naturaleza que desde la creación había frustrado todos los intentos de exploración. »14 de marzo. — El sol no había salido cuando yo incitaba a mi buey detrás del guía, el cual, habiendo recibido la promesa de un doble puñado de cuentas a la llegada al lago, se había contagiado del entusiasmo del momento. El día apareció con una hermosa claridad, y habiendo atravesado un hondo valle entre las colinas, subimos afanosamente por la ladera opuesta. Me precipité hacia la cima. La gloria de nuestro galardón estalló de repente ante mí. Allá, como un mar de azogue, yacía muy abajo la gran extensión de agua — un ilimitado horizonte, al Sur y al Sudoeste — brillando bajo el sol meridional; y al Oeste, a una distancia de cincuenta o
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sesenta millas, unos montes azulados se elevaban del seno del lago a una altura de unos dos mil metros sobre su nivel.» Desde hacía mucho tiempo, Baker pensaba dar tres vivas cuando alcanzara la meta, pero ahora se hallaba subyugado por la emo ción. Él y su esposa se apearon de los bueyes y febrilmente excita dos empezaron a descender por el escarpado risco en dirección al borde del agua. Se encaminaron a una pequeña aldea de pes cadores llamada Vacovia (la cual podría ser el actual villorrio de Buhuka). «Y o llevaba la delantera, empuñando un gruesa caña. Mi es posa, que se hallaba muy débil, andaba con paso vacilante, apo yándose en mi hombro y deteniéndose frecuentemente para des cansar. Tras un penoso descenso de unas dos horas, debilitados por años de fiebre, pero de momento fortalecidos por el éxito, ganamos el raso llano que se extendía bajo el risco. Una cami nata de una milla aproximadamente a través de lisos y arenosos prados de fino césped entremezclado de árboles y arbustos, nos condujo al borde del agua. Las olas rodaban sobre una blanca y guijosa playa: me precipité hacia el lago, y sediento por el calor y la fatiga, con el corazón lleno de gratitud, bebi ávidamente en las fuentes del Nilo.» Bueno, tal vez era la fuente del Nilo, explica él, pero de cual quier modo era una fuente, y por el momento aquello era mara villoso. Con toda solemnidad le puso el nombre de lago Alberto en honor del esposo de la reina Victoria, el cual había muerto recientemente. «Con intensa emoción — prosigue Baker— gocé de aquel glo rioso espectáculo. Mi esposa, que me había seguido tan devota mente, permanecía a mi lado pálida y exhausta — una ruina en las orillas del gran lago Alberto, para alcanzar el cual nos habíamos esforzado durante tanto tiempo — . Ningún pie europeo había holla do jamás su arena, ni los ojos de ningún blanco habían escudriñado nunca su vasta extensión de agua. Éramos los primeros, y ésta era la clave del gran secreto que hasta el propio Julio César deseaba vivamente aclarar, pero en vano. Aquí estaba la gran cuenca del Nilo que recibía todas las gotas de agua desde los transitorios chu bascos hasta los rugientes torrentes de los montes que se escurrían desde el África central hacia el Norte. Éste era el gran depósito del Nilo.» Y ahora ellos se hallaban frente al inevitable problema que acosa a todos los exploradores: ¿cómo volver a su país? Pudieron conseguir de los pescadores del borde del lago toscas canoas hechas de troncos de árboles vaciados, y en ellas se deslizaron hacia al Norte, a través de pavorosas tempestades, hasta que arribaron al punto donde el Nilo penetraba en el más alto ángulo del lago. Allí les esperaba otra recompensa: siguiendo por un corto trecho
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río arriba hacia el Este, a través de lo que es actualmente un parque nacional de animales salvajes, dieron con una espectacular catarata. Las cataratas de Murchison (así denominadas por Baker en honor del presidente de la Royal Geographical Soc'ety) tienen sólo seis metros de ancho y unos cuarenta de altura, pero Mr. Rennie Bere, el director de los parques nacionales de Uganda, las ha descrito muy bien como «el más excitante y único accidente en el largo tránsito del Nilo hacia el mar». Todo el volumen del río encajonado sale precipitadamente de una hondonada como una tromba de agua que hubiera estallado; es, realmente, más una ex plosión de agua que una caída, y puede ejercer un extraño influjo hipnótico en la mente si uno permanece allí y la mira con atención durante algún tiempo. El acorde de las retumbantes aguas se repite perpetuamente, y sin embargo nunca, en ningún momento, es exac tamente el mismo. Los Baker no dispusieron de mucha tranquilidad para gozar de su descubrimiento: en ese punto la furia de los hipopótamos los acosó y levantaron su pequeña embarcación volcándola casi. El lugar del accidente es todavía una guarida favorita de cocodrilos, y tuvieron suerte en ser arrastrados por los remolinos hacia la orilla. Abandonaron entonces su esquife y se refugiaron más arriba de los saltos de agua, en la isla de Patooan, y allí otra vez les faltaron las fuerzas, sintiéndose desfallecer. La guerra civil azotaba todo el país de Bunyoro y transcurrieron dos meses más antes de que los Baker, a punto de perecer de hambre, pudieron regresar al cuar tel general de Kamrasi. Aquí le fue revelado a Baker que el hombre con quien habían tenido previamente relaciones antes de iniciar su marcha hacia el lago no era en absoluto el rey, sino un hermano menor, llamado M ’Gambi, al cual Kamrasi prudentemente había enviado en su lugar por si acaso los Baker resultaban peligrosos. Que fuese M’Gambi o Kamrasi — esto tenia poca importancia para los dos desesperados fugitivos— , Baker creyó conveniente prepa rarse bien para su encuentro con el verdadero rey: sacó un tone lete, una especie de monedero escocés, y una gorra «Glengarry» de su equipo, y con estos dos elementos se presentó en el palacio. Kamrasi quedó suficientemente impresionado para ofrecer provi siones a sus huéspedes y luego, a su usual manera, tenazmente, comenzó a aliviarlos de todas sus cosas. Y entonces transcurrieron seis meses sin que ocurriera nada. Regularmente, por la tarde, Baker sentíase abatido por el paludis mo, y no se reanimó un poco hasta que ideó un medio de destilar alcohol de patatas dulces. No existía un fin para las guerras — Mutesa estaba ahora atacando a Bunyoro con un ejército desde el Sur— , y las hostilidades hacían imposible que viajeros sin escolta transitaran por aquellos parajes. Cuando Kamrasi se vio obligado a
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dirigirse hacia el Norte huyendo del ejército invasor, los Baker no tuvieron otra opción sino irse con él. En setiembre de 1864, todos ellos se habían resignado a morir en el Africa central cuando una caravana árabe de esclavos arribó de Gondokoro trayendo no sólo pertrechos y equipos para los Baker, sino también correo. De Speke (quien había muerto en Wiltshire solo unos cuantos días antes) recibieron un número del «Illustrated London News» que contenía su retrato y el de Grant, y también un número de «Punch» con una caricatura sobre el descubrimiento del origen del Nilo. Los Baker disponían ahora de elementos con los cuales podían conseguir alimentos y porteadores, y unieron sus fuerzas a la cara vana árabe en su retorno al Norte. Era un lento avance, entorpecido a cada paso por las inevitables incursiones en las aldeas para apoderarse de ganado y esclavos, pero, finalmente, en febrero de 1865, tras una ausencia de dos años, llegaron a Gondokoro. La cabal gata hizo una entrada triunfal; Baker y su esposa montados en bueyes con disparos de armas y el pabellón de la Gran Bretaña e Irlanda ondeando al frente; pero sufrieron una gran decepción: no había allí ningún europeo para darles la bienvenida, y peor todavía, no había ningún correo. Se suponía que los Baker habían muerto hacía mucho tiempo. La tragedia y la miseria iban a perseguir a los exploradores has ta el mismo final. Baker se las arregló para alquilar una chalupa por cuarenta libras para el regreso a Khartum, pero la vegetación flotante del río los inmovilizó durante muchas semanas, y mientras esperaban que soplara un viento favorable irrumpió la peste. Un buen número de hombres, incluyendo al muchacho Saat, que les había seguido a todas partes, enloquecieron o murieron. Tuvieron una calurosa recepción j*or parte de la comunidad europea cuando llegaron a Khartum (donde fueron informados de la muerte de Speke), pero hasta el viaje de aproximación hacia El Cairo, normalmente tranquilo, fue entorpecido, y estuvo a punto de venir a parar a un naufragio en el lugar de las cataratas, ha biendo tenido además una escaramuza con los árabes. Por fin, en octubre de 1865, casi cinco años después de que hubieran puesto por primera vez el pie en Africa, llegaron a Suez, y Baker pudo permitirse un lujo que hacía tiempo perseguía su imaginación: beberse un jarra de helada cerveza blanca de Allsoop. Se consiguió un empleo en el Shepheard's Hotel, en El Cairo, para Richarn, el último superviviente de los hombres que los habían acompañado, y se hicieron a la vela para la patria. «¿Había estado realmente en las fuentes del Nilo?» — se preguntaba Baker— . No era ningún sueño. Tenía un testigo ante mí; un rostro joven todavía, pero bronceado como el de un árabe por años de exposición a un ardiente sol; macilento y ajado por la fatiga y la enfermedad, y oscurecido por las penas, ahora afortunadamente terminadas; la
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adicta compañera de mi peregrinaje, a quien debia el triunfo y la vida: mi esposa.» Con cuanto antecede, había bastante material para media do cena de argumentos de películas, y el público británico se entusiasmaoa con ello. Speke y Urant, en las narraciones te sus viajes, resultaron un poco raros y al misino tiempo vulgares: las memorias de burton se consideraban demasiado sutiles y excesivamente cientilicas excepto para una sohsticada élite; y el doctor Livingstone pertenecía a un elevado plano moral que a veces estaba muy por encima del alcance de la mayoría. t*ero el libro de Baker, The Aloert N'yansa, era exactamente lo que hacia taita; él y su esposa experi mentaban la clase de reacciones que todos ponían tener y compren der. Uno sufría y vivía positivamente con esta pareja en la lerrioie selva africana lo mismo que vivía con los personajes ue una nove la. ¡ Y cuan valerosa tue esa m ujer! ¡Que intrépido y resuello había sido é l! Merecían un triunfo. Había otra cualidad en baker que agradaba a la gente; que no estaba siempre, como Speke, avanzando impacientemente para lle gar ai termino del viaje; mientras permaneció en África vivió allí, uizo de ella una patna. Cuando se le acababan las provisiones y se veía en una situación difícil, aceptaba et hecho por el momento, y, como un Kobmson Crusoe, en seguida comenzaba a buscar los medios para subsistir en aquella selvatiquez. Plantaba hortalizas, exploraba los alrededores en busca de caza silvestre; diseñaba y construía su propia vivienda y mantenía conversaciones con los jetes locales como Comoro, biendo un hombre en extremo practico, nana con igual tacihdad un bote, una destilación de aiconol o un traje con pieles de animales salvajes. El y su esposa reunían un pequeño grupo de criados personales en torno de ellos, y fes en senaban a cocinar, servir a ia mesa y hacer tas camas como cuales quiera otro sirvientes domésticos. Leman animales domesticados, a quienes mimaban — monos y aves que viajaban con ehos, y nasta los bueyes que utnizaban para montar eran adecuadamente aman sados y adiestrados— . Las observaciones de baxer soore la vida ue los indígenas están llenas de interés: indica que el rulo blanco, cerca ue jsmarium, tiene el color de un «aorevauero ingles», que ios tambores de las tribus, algunas veces están comeccionados con una oreja de elefante, que ios géneros que los mdigenas nevan al mercado eran embalados con canas recien cortadas, y que las calabazas de cerveza estaban cubiertas con una tapa protectora y su contenido se absorbía mediante una paja. Describe exactamente cómo se trabajaba la corteza de ios árooies hasta convertirla en tela, y cómo los hombres de las tnbus fabricaban agujas y cosían retazos cuadrados de pieles de cabra para formar con euos mantos, «tan expertamente como un guantero francés». Proporcionaba de talles del vasto vivero del N ilo : una mitad de un pez que cogieron 7 — 2.166
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en el lago Alberto (la otra mitad se la había comido un cocodrilo) pesaba setenta y cinco kilos. Baker, en otras palabras, disfrutaba de una apacible intimidad con las cosas que encontró en África, y cuando las describió, lo hizo como el mismo Defoe podría haberlo hecho. Antes de que realizara su viaje a Inglaterra le fue concedida la medalla de oro de la Royal Geographical Society, y pronto siguió su encomienda de caballero. La prensa hallábase encantada con sir Samuel y lady Baker (ahora ya no era una ruina, sino que iba vestida a la última moda), igual que la buena sociedad de Londres. Luego tuvieron la satisfacción de ver The Albert N'yanza impreso en tres ediciones, y fue reimpreso frecuentemente en años posteriores. Su N ile Tributarles, el relato de las experiencias de caza de su primer año en el Sudán, apareció en seguida, y obtuvo un éxito igual. En 1868 Baker efectuó un intento en la literatura novelesca, y su historia de aventuras Casi Up by the Sea complació en igual medida al público. Pero era con el Nilo con el que su nombre estaba grabado en la mente del pueblo. A partir de entonces se le recordó como «Baker, el del Nilo». Sería injusto, por supuesto, y hasta jocoso, abandonar a Baker y su reputación en este punto. Sus libros eran mucho más que his torias de aventuras y sus viajes tenían una importancia que sobre pasaba con creces su interés popular. Había introducido algo com pletamente nuevo en el escenario del África central; lo había hecho comprensible. Formó una especie de puente entre los mitos y leyendas primitivas y la realidad de lo que efectivamente iba a ha llarse en el país. El África central no constituía ya una fantasía o un espacio en blanco en el mapa: era una región sin desarrollo, pero enteramente habitable, con gente perfectamente reconocible viviendo en ella, y estaba siendo explotada con la mayor barbarie y brutalidad por los mahometanos. El Nilo, en suma, había lle gado a ser ahora algo más que un simple objeto de interés geográñco: poseía también una importancia política, humanitaria y comercial, y Baker interesó vivamente a la gente con la afirmación de que, a menos que Inglaterra entrara allí, aquella prometedora selvatiquez sería totalmente despojada por los negreros y perdida para siempre para la cristiandad. Por sí solos los libros de Baker, por supuesto, no promovieron un nuevo acercamiento al África, pero ciertamente contribuyeron a ello; estimularon ideas y sentimientos que estaban ya en em brión y señalaron un camino, el cual, tanto los políticos como los comerciantes y eclesiásticos estaban ansiosos de seguir. Y aun así quedaba la geografía. Hasta que el misterio de la naturaleza física de la región y su gran río no fuera aclarado, era difícil saber exacta mente cómo obrar. A pesar de todos los cuidadosos datos científicos que Baker había traído de vuelta, debía reconocerse que, en rea
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lidad, no había realizado gran cosa en el alto Nilo. Comparados con los viajes de los otros exploradores, sus expediciones le habían llevado a una distancia asombrosamente corta (en el presente uno podría fácilmente recorrer en coche la totalidad de su ruta hacia el Sur desde Gondokoro en el espacio de un par de días), y su descubrimiento del lago Alberto de ningún modo había resuelto el misterio del Nilo; en efecto, pronto.iba a hacerse evidente que sólo había complicado las cosas, arrojando más confusión sobre el origen del río. Al igual que Speke, había visto una gran extensión de agua y había inferido que seguía corriendo indefinidamente, tal vez por cientos de millas, hacia el Sur. Pero no tenía ningún medio de probar esto; no había circunnavegado el lago. Todo lo que podía realmente afirmar era que la corriente que Speke había visto ver terse hacia el Oeste en las cataratas de Karuma, en Uganda central, desaguaba, en efecto, en su recientemente descubierto lago Alberto y luego salía de él otra vez para dirigirse hacia el Norte. Pero si esto era o no el Nilo, Baker no podía afirmarlo con ninguna auto ridad, pues no había seguido la corriente hacia el Norte desde el lago Alberto hasta Gondokoro. Quedaba otra cuestión, y ésta era esencial: suponiendo que esto fuera el Nilo, ¿qué lago era el verdadero origen, el Victoria de Speke o el Alberto de Baker? Si el Alberto de Baker se extendía tan lejos al Sur como él lo creía entonces seguramente este lago tenía mayores probabilidades. El propio Baker "dejó la cuestión en el aire: el lago Alberto, decía él, era por lo menos la fuente occidental del río, y un considerable, si no su principal, depósito. El Nilo completo, afirmaba, sólo empezaba desde que la corriente salía del lago. Los geógrafos de Londres comprendían su punto de vista pero, sin embargo, no era decisivo. Naturalmente que los detractores de Speke no perdieron tiem po en explotar las posibilidades del lago Alberto. Con toda se guridad podría argumentarse, argüían ellos, que este nuevo lago podía ser alimentado por un río aún más al Sur, y si fuera así, las pretensiones de Speke sobre el lago Victoria (si ese lago existía realmente) constituían un desatino. Aun antes de que los Baker regresaran a Inglaterra, sir Roderick Murchison tuvo que reco nocer la fuerza de este razonamiento. El 22 de mayo de 1865 hizo un elogio de Speke en la Royal Geographical Society, pero concluyó anunciando que se proponía enviar a Livingstone a Africa otra vez. Su misión era procurar resolver de una vez para siempre el problema de las vertientes del Africa central, debiendo prestar particular atención a la zona sur del lago Tanganika. Livingstone, como todos sus íntimos sabían, creía que era allí donde él daría con el verdadero origen. Se le encargó además que continuara hasta el propio lago de Tanganika para determinar si el río Rusizi de Burton desaguaba en el lago o salía de él. La deducción era que
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los posteriores pensamientos de Burton sobre el Rusizi proba blemente resultarían correctos; se esperaba comprobar que el rio fluía hacia el Norte y se juntaba al lago Alberto de Baker; y de este modo el lago victoria seria excluido como origen del Nilo. «Speke — como el profesor Ingham d ice— estaba todavía a prueba.»
Capítulo V I KUDOS Y BARAKA
Propendemos a pensar en Livingstone como un anciano, pero tenía sólo cincuenta y dos años cuando emprendió su último viaje en 1865, y entonces, más que nunca, poseía esa cualidad que los árabes describen como baraka. En las más inverosímiles circuns tancias tenía la virtud de realzar el valor de la vida y hacerla aparecer mejor de lo que era antes. Su sola presencia parece haber sido una bendición para todos los que se hallaban en contacto con él; hasta los negreros árabes lo sentían y lo ayudaban cuando podían. Era completamente cierto que su expedición al Zambeze (1) había resultado un desastre para sus acompañantes; aun los que sobrevivieron habían sido empujados más allá de todos los límites razonables, y con frecuencia lo hallaban obstinado e intolerable ante cualquier demostración de debilidad. Livingstone nunca se hallaba en su m ejor disposición cuando viajaba con otros hombres blancos, puesto que les imponía sus propios hábitos increíblemente duros. Pero en 1866 encontrábase de nuevo en su ambiente, y nadie tenía que sufrir por ello sino él mismo. Además, aquella extraordi naria concentración sobre un punto tan vital para él como lo era Africa, no había disminuido en lo más mínimo. Los otros que fueron allí pudieron perder la fe y aturdirse en insensatas penden cias entre ellos mismos, él nunca. Por entonces Africa había llegado a ser una parte esencial de su existencia, vivía para Africa, y es únicamente cuando se comprende eso que uno puede hallar algún objeto en la aparente falta de especial designio de sus viajes, la «sublime obstinación» con que él seguía siempre adelante cuando ya parecía que no existía razón alguna para continuar avanzando. Los otros exploradores van. por decirlo así, en línea recta en sus viajes por el Africa, avanzan con un determinado propósito, algún definido objeto en la mente, y cuando han cumplido su mi sión, su único deseo es regresar al suelo patrio. Pero la misión (1 ) D e 1858 a 1864, Livingstone remontó el río Zambeze hasta las cataratas Victoria y descubrió el lago Nyasa.
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de Livingstone empieza y termina en Africa. Él viaja, por decirlo así, en círculos. Habita con los propios africanos, comiendo sus viandas, durmiendo en sus chozas, y, sin perder su identidad, hace de su vida simplista la suya propia. Nadie comprendió mejor que él a los negros africanos y las terribles penalidades a que se ha llaban sometidos. Unicamente él podía haber escrito: «La más extraña enfermedad que he visto en este país parece realmente ser la angustia y ella ataca a los hombres libres que han sido captu rados y convertidos en esclavos.» Con esas pocas palabras llegaba a la raíz del asunto, y ellas pueden haber sido tan eñcaces como toda la evidencia de las atrocidades y todas las humanitarias efu siones que entonces estaban siendo difundidas desde el pulpito, la Cámara de los Comunes y la Sociedad contra la Esclavitud, en Inglaterra. Uno podría quizás hallar algún paralelo entre esa extraordina ria vida y la carrera del doctor Schweitzer en Lambaréné en la actualidad, con la diferencia de que Livingstone era un viajero y un nómada: tenía que seguir adelante — y cuán claramente ve uno, con esa claridad con que la mente percibe el alma de las cosas, aquella tranquila y desgreñada figura, con gorra de plato sobre la cabeza y el bastón en la mano, caminando a través de la espe sura— porque era una de esas personas que no pueden resistir nunca al impulso de examinar, siquiera someramente, el otro lado de la siguiente colina. Luego también, uno debe recordar cuán completas y firmes eran las convicciones de los hombres en los tiempos Victorianos. La duda y las incertidumbres que han do minado la existencia en el siglo xx a través de dos guerras mun diales, y una plétora de invenciones políticas y científicas, resul taban inconcebibles entonces. La fe de Livingstone en Dios era absoluta, y como él sentía instintivamente que su verdadero acceso a Dios estaba en África, parece posible que fuera a encontrar su muerte allá tal vez más gustosamente, más espiritualmente satisfecho de lo que lo habría hecho en cualquier otro lugar. Y así, difícilmente podemos creer que hablaba en serio cuando en 1865 decía que, en realidad, no deseaba volver a Africa y que hubiera preferido quedarse en su país. Aun en el caso de que Murchison no le hubiera pedido que realizara un nuevo esfuerzo para aclarar la cuestión del Nilo, aun suponiendo que el comercio de esclavos no hubiera existido, sus veintidós años de íntimo con tacto con África tenían que haberle atraído de nuevo a aquel extraño continente. Y había tanto trabajo que hacer allí todavía... Cuando Livingstone llegó por primera vez a Africa en los años de 1840, el interior del continente era un enorme e ignorado vacío que alcanzaba desde el desierto de Kalahari hasta casi un lugar tan lejano en el Norte como Tombuctú. Él mismo había hecho tanto y quizá más que cualquier otro hombre para explorar aquel
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vacío, pero aún quedaba un millar de problemas no resueltos, incluyendo el más grande y más antiguo problema de todos, el misterio del Nilo. Durante los años de sus grandes viajes, Livingstone había revestido cada vez más al explorador con las cuali dades del misionero médico. Había llegado a creer que su verda dera obra en Africa radicaba no tanto en la salvación de las almas individuales humanas como en la exploración del país, de suer te que el cristianismo y la civilización pudieran seguir el camino trazado por él. En 1865 no había realmente obligaciones urgentes para rete nerle en la Gran Bretaña; no tenía ningún hogar ni se hallaba ligado a ninguna particular organización allí; había abandonado la London Missionary Society (si bien permanecía en las mejores relaciones con ella), y su esposa había muerto tres años antes en Africa. Robert, su hijo mayor, había muerto también; había sido reclutado en Boston para incorporarse en las fuerzas del Norte du rante la guerra civil americana, y sucumbió a las heridas recibi das, a la edad de dieciocho años, en un campo de prisioneros de Salisbury,, en la Carolina del Norte. En cuanto a los otros hijos, estaban al cuidado de sus fiduciarios en Inglaterra. Los libros de Livingstone convirtieron a éste en el más famoso de todos los exploradores africanos, pero él no se preocupaba de la fama y los honores con que, como a una relevante personalidad pública, pudiera rodeársele en Inglaterra. Sus derechos de autor le habían proporcionado bastante dinero para ser tan independiente como deseara serlo en su espartano nivel de vida; y ahora se le presentaba esta estimulante invitación de la Royal Geographical Society, que le permitiría viajar en las mejores’ circunstancias y fomentar la obra a la cual había dedicado su vida; dar un nuevo golpe contra la esclavitud y resolver finalmente el gran enigma del lago y el río en el centro del continente. Como Burton antes que él, Livingstone convenía en la opinión de que la verdadera solución del problema del Nilo había sido ya propuesta por Herodoto y los antiguos geógrafos, si no ya por el Viejo Testamento mismo. Sentíase fascinado por la descripción que Herodoto hacía del Nilo surgiendo de cuatro fuentes de inson dable profundidad al pie de altas montañas en alguna parte del centro de Africa. En realidad, este último viaje de Livingstone era una tentativa casi mística para redescubrir aquellas fuentes, para hallar una unidad con el pasado, un origen divino en la geografía del río. Esto iba a ser la realización final de su vida. Por supuesto, tenía que irse. Físicamente parece haberse hallado bastante fuerte para em prender el viaje. Su salud no había sido menoscabada seriamente por su anterior quehacer en Africa, y en todo caso había descan sado durante un año en Inglaterra. Su hombro, que fuera destro
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zado por un león unos veinte años antes, y que nunca se había normalizado del todo, aún le molestaba de vez en cuando, pero esto no constituía un serio imnedimento. Puede ser de valor aquí, sin embargo, transcribir ccm las propias palabras de Livinestone las circunstancias de dicho accidente, ya que tuvo tanta impor tancia al final de su vida: «...O í un rugido. Adelantándome v mirando alrededor, vi al león precisamente en el instante de abalanzarse sobre mí. Y o estaba sobre una pequeña altura; aearró mi hombro mientras saltaba, v los dos rodamos por el suelo iuntos. Rugiendo horriblemente cerca de mi oreia, me sacudió como lo haría un perro de presa con una rata. El choque me causó un estupor similar al aue parece debe sentir un ratón tras la primera embestida del gato. Me produjo una esoecie de somnolencia en la cual no había nin guna sensación de dolor ni sentimiento de terror si bien sentíame por completo consciente de cuanto me ocurría. Era un estado pa recido al de los pacientes aue se hallan parcialmente bajo la in fluencia del cloroformo, tal como ellos lo describen, los cuales ven toda la operación, pero no sienten la cuchilla. Tan singular condición no era el resultado de ningún proceso mental. La sacu dida aniauilaba el miedo, v no permitía ningún sentimiento de horror al observar la bestia a nuestro alrededor. Este peculiar estado se produce probablemente en todos los animales atacados por los carnívoros; y si es así, hay que considerarlo como una piadosa disposición de nuestro benévolo creador para disminuir el dolor de la muerte.» Esas palabras suenan casi como una despedida. Pero en 1865 no existía razón alguna que pudiera proyectar tal sombra sobre los años que estaba-a por venir. Todo era con fianza y esperanza en el nuevo viaje que estaba a punto de co menzar. Todos deseaban que tuviera suerte. Su ataque a los por tugueses por permitir que continuara el transporte de esclavos a sus territorios africanos, había puesto en un compromiso al Go bierno británico, pero eso no había impedido al Primer ministro averiguar si había algún medio por el cual él pudiera servir a Livingstone. Y Murchison escribía: «En cuanto a su futuro estoy ansioso por saber cuál es su propio deseo respecto de una reanu dación de la exploración africana...» (¡Deseaba el explorador seguir por la vía del río Rovuma y rodear la extremidad meridional del lago Tanganika y acaso llegar a las fuentes del Nilo Blanco? Tal viaje le permitiría resolver «todas las grandes discusiones ahora pendientes». Pero no era una obligación para Livingstone ir allá; podía hallarse otro hombre para conducir la expedición, tal vez John Kirk. quien había estado con él en el Zambeze. Livingstone respondió que él mismo había estado proyectando una nueva expedición similar a la que Murchison sugería. «...Si
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puedo conseguir unos cuantos compañeros bien dispuestos — escri b ía — , estaré satisfecho y consideraré que estoy cumpliendo con mi deber. Tan pronto como salga mi libro (su Narrative o f att Expedition to the Zambesi). me pondré en marcha.» Invitó a K irk a acompañarlo, pero K irk se hallaba a punto de casarse, v sin duda nensaba que por el momento había tenido bastante con la formidable campaña de livinestone. Éste no le guardaba en absoluto rencor alguno v entre tanto se ocupó en con seguir para K irk el deseable careo de médico militar v vicecónsul de la aeencia británica en Zanzíbar. Y así es como se decidió que Livinestone iría solo. El Foreign Office se adelantó con el no muv eeneroso donativo de auinientas libras nara la expedición (si bien nosteriormente pro porcionaron una adicional cantidad de mil), la .Sociedad anortó otras quinientas libras, v Livinestone v sus ármeos hallaron el resto. El explorador fue desienado «cónsul para el África central* sin paga, v en agosto de 1865 inició su travesía partiendo de Folkestone. Viaió vía París (donde deió a su hiia Aenes en un colegio). El Cairo v Bombav. v a fines de enero de 1866 lleeó a Zanzíbar. No habían ocurrido cosas de mavor importancia desde el tiem po de Burton. El sultán. Seyvid Majid ben’ Said. había sobrevivido a una revuelta dirigida por su hermano Barghash. v la isla estaba siendo gradualmente atraída a las redes del comercio v la política occidentales. Había ahora media docena de consulados extranjeros en la faja costera, y muchos de los mercaderes árabes e indios se estaban enriaueciendo. No constituía va un gran acontecimiento cuando se batía el tambor en la ciudad para anunciar la entrada de un buque surcador del océano (un toque para un barco oroce, dente del Norte y dos para un barco procedente del Sur); la isla era constantemente visitada por barcos mercantes v buoues de guerra de casi todas las potencias europeas. El tráfico de esclavos se había hecho si cabe, aún más intenso; se . tlculaba ahora que todos los años llegaban del interior de ochenta a cien mil esclavos, aun cuando no se creía que ninguno fuera más allá de los dominios del sultán, no había una auténtica restricción para los peaueños barcos que, en busca de este comercio, tocaban puerto en Arabia v en el Levante en junio, cuando el monzón del Sudoeste empezaba a soplar. «Es el viejo modo de vivir — escribía Livingstone— . comer, beber, dormir; dormir, beber, comer, barcos de esclavos que llegan y barcos de esclavos que se van; mal olor... Podía ser llamada Stinkibar (1) m ejor que Zanzíbar... Al visitar el mercado de escla vos hallé unos trescientos expuestos para la venta... Todos los adultos parecen avergonzados de ser exhibidos y manoseados como (1 )
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en inglés, heder, apestar, oler mal.
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vulgares mercancías. Los dientes son examinados, las ropas levan tadas para observar las piernas, y se arroja un bastón para que un esclavo lo traiga y muestre así su grado de celeridad. Algunos son arrastrados de la mano por entre la muchedumbre, y el precio es voceado incesantemente; la mayoría de los compradores eran árabes del Norte y persas.» Sin embargo, el sultán, al cual Livingstone visitó, era amable y le prestó una gran casa cuadrada que todavía está allí junto a la muralla del mar, en las cercanías de la ciudad. Fue conveniente, mente instalada para trasladar los pertrechos y provisiones directa mente a los barcos situados abajo en el puerto. Kirk había llegado también para tomar posesión de su nuevo cargo en la Agencia, y estaba muy dispuesto a ayudar en la organización de la expedi ción. Había una gran afinidad entre ambos hombres. Aun cuando Kirk era mucho más joven que Livingstone, sus experiencias eran muy similares; también él procedía de una familia religiosa de Escocia, también él se había graduado en Medicina y había partido para tierras lejanas con el fin de satisfacer su sed de aventuras, primero en Crimea y luego en Africa. Livingstone lo había llevado consigo en la expedición al Zambeze en 1858 como médico y na turalista, y habían establecido la clase de intimidad que sólo puede desarrollarse a través de una larga señe de experiencias com partidas en un peligroso viaje. Al final, Kirk había regresado a su país convertido en un inválido, pero habían pasado cinco años o más juntos en África, y el joven estuvo al lado de Livingstone cuando éste descubrió el lago Nyasa. Como naturalista, Kirk había mostrado un excepcional talento que hacía esperar mucho de él, y había traído a la vuelta una valiosa colección de plantas africa nas, algunas de las cuales eran enteramente nuevas para la ciencia. Como compañero en la adversidad había sido admirable, tal vez mejor que cualquiera de los otros, pues poseía cabalmente las cua lidades que hacen un perfecto jefe de grupo: una sagacidad y sensatez en el trato con otros, que con frecuencia no se hallaban en el propio Livingstone. Había habido disensiones, por supuesto. A veces, en el Zambeze, Kirk había pensado que su jefe estaba loco, y más tarde se había sentido hondamente herido en su creen cia (probablemente errónea) de que Livingstone había informado adversamente sobre él al Foreign Office. Kirk había estado dema siado cerca de Livingstone para reverenciarlo ciegamente como a un héroe. Escribió a un amigo lo siguiente: «E l (Livingstone) debe haber ahorrado mucho dinero, aunque yo no creo que dé mucho valor a eso. Lo daría todo por un C. B. (distinción de Com pañero de la Orden de Baño), o mejor por un K. C. B. (grado de Comendador de la misma orden), y se hará presión en alguna parte para otorgárselo.» Esto era poco amistoso y no obstante
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probablemente cierto (aun cuando Livingstone nunca recibió nin guna distinción honorífica del Gobierno); aún había otros repro ches: el modo en que Livingstone encubría la poco ejemplar con ducta que estaba lejos de ser heroica, de su propio hermano en el Zambeze, por ejemplo, sobre lo cual Kirk había escrito muy agria, mente en aquel entonces en cartas dirigidas a su país. Pero todo esto había pasado y sido olvidado, y en todo caso no había la menor duda de que la fundamental lealtad de Kirk hacia su antiguo jefe era absolutamente inconmovible. Así ahora ambos estaban otra vez juntos durante algunas semanas en Zan zíbar mientras Livingstone reunía su caravana, y se convino que K irk actuaría como representante de la expedición en la isla; oportunamente, en un tiempo posterior, se encargaría de enviar por delante porteadores y provisiones para esperar la llegada de Livingstone a Ujiji, en el lago Tanganika. Ésta era una expedición modesta comparada con el aparato usual, pero Livingstone la consideraba profusa; había traído un número de cipayos o soldados indios de Bombay y ahora reclu taba otros en Zanzíbar, incluyendo tres muchachos que habían seguido a Speke y Grant, con lo cual el total de la caravana ascen día a sesenta hombres. Además había una pequeña serie de came llos, búfalos, mulos y burros, los cuales habían de servir como bes tias de carga. El plan de Livingstone era mantenerse bien al sur de las usuales rutas de las caravanas y avanzar directamente al interior hacia la inexplorada región al sur del lago Tanganika; y con ese objetivo desembarcó en marzo de 1866 en la desembocadura del río R cl vuma, que actualmente separa a Tanganika de Mozambique. Allí comenzó entonces esa increíble serie de viajes que continuarían durante siete años y terminarían en un fracaso que era también el triunfo del invencible espíritu de un hombre. Nunca se habrá realizado un viaje que estuviera cimentado en tantas suposiciones erróneas como aquél. Era la búsqueda del origen de un río en una región donde el tal no existía; era una ex pedición contra la esclavitud, que no tenía fuerza de ninguna clase para reprimir el tráñco de esclavos; era el avance de un hombre que creía que él solo, sin armas y sin apoyo, podía atravesar el Africa, y esto era completamente imposible. Pero nada de todo eso importaba mucho. A través de una serie de paradojas todo salió perfectamente al fin; la marcha prosigue, pero sólo porque los negros árabes cuidan del hombre enfermo y solitario en aque lla selvatiquez. La esclavitud recibe un golpe del cual se re cobra, no porque Livingstone fuera capaz de levantar la mano contra ella, sino porque era el desvalido testigo de un crimen atroz. Hasta el misterio del Nilo es aclarado, no por el propio Livingstone, sino porque él inspiró a otro hombre para marchar en otra di
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rección. Y para Livingstone todo esto era sin duda como debía ha ber sido: era la voluntad de Dios. Es asombroso que no muriera mucho antes. Muv pronto, en su avance, perdió a casi todos sus hombres v animales, v. lo que era igual de desastroso, perdió su botiaufn también. Al cabo de un año subió afanosamente hacia la extremidad meridional del lago Taneanika. donde los negreros árabes cuidaron de él aun cuando a! mismo tiempo le hicieron casi imposible el proseguir: aquí como en el Sudán, habían excitado un enconado odio entre las tribus, v no podían conseguirse porteadores. Con todo, se las arregló para continuar e inició un avance al Oeste, hacia el río Luarba, después al Sur. hacia el lago Banmveolo. el cual ningún hombre blanco había visto antes v luego al Norte otra vez, en dirección al lago Tanganika. En marzo de 1869, tres años después de haber abandonado la costa llegó a Ujiji. casi sin dientes v medio muerto de debi lidad. acosado por el paludismo v otras enfermedades, «un montón de huesos», sólo para encontrarse con que las provisiones enviadas por Kirk habían sido robadas durante la ruta que ascendía hasta el país y apenas quedaba algo utilizable. No había quinina y. lo que era casi peor, ningún correo. La ausencia de noticias del mundo exterior parece haber aflipido a los exploradores casi más que cualquier otra penalidad. Con la esperanza de hallar correo en algún remoto lugar, ellos se esforzarían para superar sus molestias y seguirían adelante durante semanas v hasta meses enteros: v aquí la contrariedad era aún mayor, pues los mercaderes árabes se negaban a llevar las cartas del propio Livingstone hasta la costa. Había escrito cuarenta y dos. y los árabes sabían demasiado bien que el paquete contenía una completa relación de las atrocidades que $e estaban cometiendo en el interior. Por consiguiente, no se podía hacer otra cosa que proseguir de nuevo sin medicamentos y sin provisiones. Otra vez se dirigió hacia el Oeste en dirección del Lualaba, pues hab
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acosaba a los negros del Africa central cuando el mundo exterior irrumpía sobre ellos, hace apenas tres generaciones. Ese Dugumbe, al cual se refiere, era uno de los mejor establecidos, y por tanto, más moderados traficantes — pero no dejaba de ser un negrero — , y Tagamoio, que aparece en el último párrafo, es quien mejor repre senta a los árabes y sus métodos terroristas en el África central en aquel tiempo. «Era — relata Livingstone— un día muy caluroso, bochornoso, y cuando llegué al mercado vi a Adié y Manilla, y tres de los hombres que habían venido recientemente con Dugumbe. Me sor prendió ver a los tres con sus fusiles, y me sentí inclinado a re prenderlos, como lo hizo uno de mis hombres, por traer armas al mercado, pero lo atribuí a su ignorancia, y, como hacía tanto calor, ya me estaba alejando para salir del lugar cuando vi uno de ios individuos regatear sobre el precio de un pollo y agarrarlo. Antes de que me hubiera apartado unos treinta metros, el disparo de los fusiles en medio de la multitud me indicó que la matanza había comenzado; la turba abandonaba apresuradamente el lugar y echaba por tierra sus mercancías en una loca confusión. Al mismo tiempo que los tres hacían fuego sobre la masa de gente hacia el extremo superior del mercado, otros disparos partían de un grupo situado más abajo, cerca de la ensenada, contra las aterradas mujeres que se alejaban lanzándose hacia las canoas. Estas, en un número de cincuenta o más, se hallaban agolpadas en la ensenada, y los hombres olvidaron sus canaletes con el terror que se apoderó de todos. Las canoas no habían de partir, pues la ensenada era demasiado pequeña para tantas: hombres y mu jeres, heridos por las balas, se arrojaron dentro de ellas, y salta ban precipitadamente al agua dando agudos gritos. Una larga hi lera de cabezas en el río mostraba que un considerable número de ellos avanzaba hacia una isla a una milla larga de distancia; al dirigirse hacia ella tenían que oponer su hombro a una rápida corriente que fluía a una velocidad de dos millas por hora aproxi madamente: si se hubieran dirigido en diagonal hacia la margen opuesta, la corriente los habría ayudado, y, aun cuando se hallaba casi a tres millas de distancia, algunos habrían llegado a tierra: de cualquier modo, las cabezas que asomaban por encima del agua mostraban las largas hileras de los que inevitablemente pere cerían. •Los disparos sobre los desvalidos fugitivos continuaban. Algu nas de las cabezas desaparecían quietamente de entre la larga hilera: mientras que otras pobres criaturas levantaban emocionadamente los brazos, como implorando al Dios padre en lo alto, y se hundían. Las canoas estaban abarrotadas, y todos sus ocupantes accionaban manos y brazos a manera de remos; tres de las embar caciones salieron apresuradamente, recogieron amigos que se hun
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dían hasta que todos se fueron al fondo juntamente y desapare cieron para siempre. Un hombre, solo en una amplia canoa, que podía haber contenido cuarenta o cincuenta, había evidentemente perdido la cabeza; se había adentrado en la corriente antes de que la matanza comenzara, y ahora remaba río arriba, a la ventura, sin prestar la menor atención a los que se ahogaban. «Pronto todas las cabezas desaparecieron; algunos habían tor cido corriente abajo hacia la orilla, y escaparon. Dugumbe había puesto gente en uno de los bajeles vacíos para salvar a los que estaban en el agua, y salvó veintiuno, pero una mujer rehusó el ser llevada a bordo por creer que se haría de ella una esclava; prefería arriesgar su vida nadando, a la suerte de un esclavo; las mujeres de Baenya son expertas con el agua, pues están acostum bradas a zambullirse en busca de ostras, y las que se dirigieron corriente abajo pudieron haberse salvado, pero los árabes mismos calculaban la pérdida de vidas humanas entre trescientas treinta y cuatrocientas almas. El grupo atacante próximo a las canoas dis paraba tan atolondradamente que mataron a dos de sus propios hombres; y un acompañante banyamwezy, que se metió en una canoa vacía para robar, cayó al agua, se sumergió, luego apareció de nuevo, y otra vez se fue al fondo para no emerger más. »M i impulso fue disparar contra los asesinos, pero Dugumbe protestó, desaprobando mi decisión de meterme en una lucha sangrienta, y después yo tuve que estarle agradecido por haber se guido su consejo. Dos miserables musulmanes aseguraron que «las descargas fueron hechas por gente al servicio de los ingleses»; pre gunté a uno de ellos por qué mentía de aquel modo, y no pudo dar ninguna excusa: ninguna otra falsedad vino en su ayuda mien tras permanecía avergonzado ante mí, y advirtiéndole que no di jera tan evidentes embustes, lo dejé allí corrido y emitiendo en trecortados sonidos. •Después del horrible episodio del río, el grupo de Tagamoio, que era el principal perpetrador, continuó disparando allí sobre la gente incendiando luego las aldeas. Mientras escribo, oigo cla morosos lamentos en la margen izquierda por los que han sido asesinados, ignorando cuántos de sus amigos yacen en este mo mento en las profundidades del Lualaba. ¡Oh, venga tu reino, Dios misericordioso! Nadie sabrá nunca la cantidad exacta de vidas sacrificadas en esta clara y bochornosa mañana de verano. Tenía la impresión de estar en el infierno.» Después de este suceso no había esperanza de conseguir lanchas ni hombres para remontar el curso del rio. Angustiado por lo que había visto y con la salud seriamente quebrantada ahora, Livingstone se dispuso a regresar a Ujiji, in capaz por el momento de efectuar nada más. Excepto su fe, poca cosa le quedaba para mantenerle en actividad. Leyó la Biblia cua
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tro veces en su segundo viaje al Lualaba, pero ahora, durante su regreso a Ujiji, tras una ausencia de dos años, se veía práctica mente reducido a mendigar de los árabes para mantenerse vivo: y así fue como Stanley lo halló cuando él avanzaba hacia Ujiji, el 10 de noviembre de 1871. «...cuando mi ánimo y mi valor habían decaído al máximo — es cribía Livingstone— , el buen samaritano se hallaba muy cerca, pues una mañana Susi vino corriendo con loca prisa y exclamó, jadeante: “ ¡Un inglés! ¡L o he visto ahora!” , y salió disparado a su encuentro. La bandera norteamericana, a Ja cabeza de la cara vana, indicaba la nacionalidad del extranjero. La gran cantidad de pertrechos de toda clase — fardos de géneros, bañeras de lata, cal deros enormes, marmitas y ollas para cocinar, tiendas etc.— me hizo pensar: "Éste debe de ser un viajero rico y no uno que ha perdido la chaveta como yo." »Selim me d ijo: “ Veo al doctor, señor. ¡Oh, qué envejecido está! Tiene la barba blanca.” Y yo, ¡qué no habría dado por un pedazo de propicia selva, donde, sin ser visto, pudiera expresar mi alegría de alguna extravagante manera, tal como mordiéndome la mano estúpidamente, dando un salto mortal, o haciendo cortes e incisiones en los árboles para apaciguar los excitantes senti mientos que casi no podía dominar! Mi corazón palpita, pero no debo dejar que mi rostro revele mis emociones, para que ello no rebaje la dignidad de un hombre blanco apareciendo bajo tan extraordinarias circunstancias. »Así hice lo que creía más digno. Rechacé a las turbas, y, adelantándome, anduve a lo largo de una viviente avenida de gente, hasta que llegué frente al semicírculo de árabes, ante los cuales se hallaba “ el hombre blanco de canosa barba” . Mientras avanzaba lentamente hacia él observé que estaba pálido, parecía fatigado, y sus patillas y bigote aparecían mustios como una planta marchita; llevaba una gorra azulada con una descolorida tira dorada en tomo de ella, vestía una chupa con mangas encamadas, y unos pantalo nes de lanilla gris. Habría corrido hacia él, pero me sentía cobarde en presencia de aquella muchedumbre; lo habría abrazado, pero no sabía cómo me recibiría él. Así hice lo que la cobardía moral y el falso orgullo me dictaban como lo m ejor y me dirigí con deli berado gesto hacia él, me quité el sombrero, y d ije: “ ¿El doctor Livingstone, supongo?” “ Sí” , respondió él, con una amable sonrisa, tocándose ligeramente su gorra. »Me puse de nuevo el sombrero, y él se ajustó la gorra en su cabeza; nos dimos un apretón de manos, y luego le dije en voz alta: “ Doy las gracias a Dios, doctor, por haberme permitido cono cerle.” »É1 contestó: “ Me siento agradecido de estar aquí para darle la bienvenida.” »
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Ésta es, pues, la historia de un incidente que ha sido más fre cuentemente recordado que cualquier otro particular acontecimien to en las exploraciones africanas. Y sin embargo, todo ello perma nece envuelto en una extraña atmósfera que lo hace aparecer como algo ajeno a la realidad. Uno tiene necesariamente que pregun tarse por qué tuvo que tardar tanto tiempo en llegar la ayuda. Durante casi cinco años el paradero de Livingstone había sido un perenne misterio. Por ese tiempo, estamos en 1868, se le ha bía creído muerto: los porteadores que lo habían abandonado anun ciaron a su regreso a la costa que había sido muerto en los bordes del lago Nyasa (lo cual era una cómoda manera de explicar su deserción), y Murchison había publicado esta noticia en una carta al «The Times». Pero el propio Murchison no lo creía del todo, y la Royal Geographical Society envió una expedición para des cubrir la verdad. Apenas se había puesto en camino esta expedición, cuando llegó a la costa el rumor de que el explorador vivía aún, y poco después se recibieron en Zanzíbar cartas del propio Li vingstone. Para entonces la expedición había vuelto atrás. En se guida, pareció adueñarse de los organismos oñciales, y del mismo publico, una extraña apatía. De vez en cuando se hacen vagas indagaciones. K irk envía provisiones desde Zanzíbar, pero sin ninguna seguridad de que, realmente, llegarán a su destino; Baker realiza unas generales pesquisas en sus viajes desde Gondokoro, lejos, al Norte; y en la Royal Geographical Society, en Londres, hay especulativas dis cusiones en cuanto a la dirección que el explorador podía haber tomado en los últimos doce meses o cosa así. Pero durante mucho tiempo nadie se mueve efectivamente para ir en auxilio del hombre perdido. Burton, que no era un gran admirador de los misioneros, afectaba una burlona indiferencia. Él escribió a un amigo cuando al ñn se inició la búsqueda de Livingstone: «E s más bien humi llante ir a investigar el paradero de un pobre misionero.» En el siglo xx, por supuesto, la radio y los aviones han alterado por completo la naturaleza de las exploraciones, y requiere sólo un pequeño esfuerzo recordar que hace cincuenta años como máximo, no era infrecuente que a un barco en el mar o a un viajero en un lejano país se le perdiera de vista durante meses seguidos; pero aun así y todo resulta extraño que el silencio de Livingstone se aceptara con tanta complacencia. Y más extraño todavía que fuera un hombre como Stanley quien debiera acudir en su socorro. N i siquiera Stanley se había apresurado a dirigirse a Ujiji. Mucho tiempo antes — de hecho en 1869— su jefe. James Gordon Bennett, del «N ew York Herald», lo había citado para una entrevista en el Grand Hotel, en París, y había dicho: «Deseo que usted asista a la inauguración del canal de Suez y luego continúe N ilo arriba. Envíenos detalladas descripciones de todo lo que pueda interesar
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a los turistas americanos. A continuación vaya a Jerusalén, Constantinopla, Crimea, el mar Caspio, a través de Persia hasta la India. Después de eso puede comenzar la búsqueda de Livingstone. Si ha muerto, tráiganos al regreso todas las pruebas posibles de su muerte.» Stanley, el más diligente corresponsal extranjero que haya exis tido nunca, había cumplido ese programa en catorce meses. Habien do asistido a la apertura del canal, remontó luego el Nilo y se entrevistó con el ingeniero de Baker, un tal Higginbotham; había examinado los campos de batalla de Crimea y visitado Persépolis en Persia, donde grabó su nombre en las ruinas; había descrito la tremenda pobreza de la India y ahora llegaba a Ujiji. ¿Y quién era Stanley? Era un tipo sorprendente; un hombre cuyo nombre no era en absoluto Stanley, sino Rowlands, un galés que era americano, un soldado que era marino, y ahora un perio dista que iba conduciendo una próspera expedición al centro de Africa. Pronto el mundo iba a saber todo su picaresco pasado: la atroz infancia dickensiana en un obrador en Gales, su llegada como grumete a Nueva Orleáns donde tomó el nombre y la na cionalidad de un benigno americano que lo adoptó como hijo, su prestación como soldado en la guerra civil, al principio con los ejércitos del Sur y después con los del Norte, su repudiación por su escuálida madre a su regreso a Inglaterra, sus aventuras en la Marina norteamericana y en la campaña del general Hancock con tra los pieles rojas, y más recientemente como periodista en la campaña británica contra el emperador de Abisinia. Esta era la ca rrera de un hombre de hierro, un aventurero que era tan endure cido e insensible como el mundo en el cual había vivido. El profesor Coupland observa acremente: «Ningún otro hombre famoso de su tiempo llegó tan alto desde un comienzo tan bajo. Nadie capaz de comprenderlo olvida eso. Él mismo no lo olvidó nunca.» Gaetano Casati, el explorador italiano que conoció a Stanley mucho más tarde, escribía esto de él: «Stanley es un hombre no table por la fuerza de carácter, resolución, prontitud de pensa miento y voluntad de hierro. Celoso de su propia autoridad, no tolera influencias exteriores, ni pide consejo. Con una extraordi naria rapidez de pensamiento improvisa los medios, y sale de una dificultad; absoluto y sincero en el cumplimiento de su deber, no siempre es prudente ni se halla libre de apresurados o erróneos juicios. La indecisión o la vacilación lo irritan, perturbando su acostumbrado aplomo: su semblante aparece corrientemente serio. Reservado, lacónico, y no muy sociable, no despierta simpatía; pero con un trato más íntimo se le encuentra muy agradable, por la franqueza de sus maneras, su brillante conversación y su caballerosa cortesía.» Esto era Stanley cuando se situó en el mundo. A su llegada
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a Ujiji, sin embargo, contaba sólo treinta años de edad y se ha llaba aún en el umbral de su triunfo; la dureza, la prontitud y el egocentrismo eran las cualidades que predominaban en él. Era evidente que carecía de baraka. En todo el orbe no habría dos hombres que pudieran haberse diferenciado tanto uno de otro como Livingstone y Stanley, ni dos conocidos que, por el momento, se hallaran tan mutuamente obligados por la gratitud. Livingstone necesitaba medicamentos, provisiones y noticias del mundo exte rior, y su joven visitante poseía todas estas cosas. Stanley ne cesitaba fama, el kudos (era una palabra que usaba con especial predilección) de haber hallado a aquel célebre hombre, y en verdad que recibió mucho más. Su breve compañerismo con Livingstone fue, dice el profesor Coupland, «la suprema experiencia de su vida. Se había acercado a la grandeza moral, y estaba impresionado, cautivado, subyugado por ella». En el comienzo de su viaje, Livingstone había sido para Stanley simplemente otra «asignación», otra «historia», la cual, si era há bilmente redactada, le ayudaría a progresar en su carrera del perio dismo. En Zanzíbar se había conducido de un modo muy semejante a un periodista en busca de una «primera noticia». Había sos pechado en seguida la oposición de los profesionales de Africa entre los oficiales europeos, especialmente en la colonia inglesa, a la cual consideraba rígida y exhausta, y en particular a Kirk. Se alojó en casa del cónsul norteamericano, F. R. Webb, capitán de la Marina, y mantuvo en secreto sus planes ante Kirk, revelando simplemente que había venido a Africa para explorar algunas de las regiones ribereñas con la esperanza de hallar allí buen material para su periódico. Quizá K irk lo juzgara engreído y presuntuoso, y Kirk, desde el punto de vista de Stanley, era simplemente otro oficial que temía a la prensa, y por consiguiente era hostil a ella. Cuando Stanley preguntó al acaso, un día, si Livingstone lo reci biría si él acertara a cruzarse en el camino del explorador en e¿ interior, K irk respondió brevemente que creía que a Livingstone no le gustaría en absoluto; tenía aversión a la publicidad. Este pequeño intercambio de impresiones explica posiblemente la cau tela de Stanley con Livingstone cuando llegó por primera vez a Ujiji. Pero en Zanzíbar ello no lo había acobardado en lo más mínimo, y ordenó sus planes muy metódicamente. Había empleado a Bombay como su factótum, y como disponía de mucho dinero para gastar, había adquirido los mejores pertrechos y contratado a los mejores porteadores por los más altos precios. Su marcha de ocho meses desde la costa hasta U jiji no constituía en absoluto una pobre realización, considerando que había sido presa del paludis mo en el camino y se había encontrado con una guerra entre los traficantes árabes y las tribus africanas en Tabora, y de hecho él mismo había tomado parte en la lucha. Dos asistentes blancos
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que tomó a su servicio, Farquhar y Shaw, habían muerto. Y ahora, al término del viaje, hallábase con aquella confortadora recep ción por parte de Livingstone, aquella revelación de un espíritu caritativo y fascinador. Durante la larga conversación que sos tuvieron entonces los dos hombres, Livingstone se quejó de que Kirk le había enviado los peores porteadores, hombres de condi ción de esclavos y ladrones. Stanley retuvo tales manifestaciones para un futura utilización. Realmente, guardó todo el grano de sabiduría e información que Livingstone soltaba, y en tanto que la salud de Livingstone mejoraba rápidamente, los dos entraron en una relación de maestro y discípulo que resultaba muy agradable para ambos. Pronto pareció un excelente plan realizar un viaje juntos, y ¿qué mejor que dirigirse hacia la parte superior del lago Tanganika y resolver la cuestión del río Rusizi? Estuvieron fuera tres semanas durante aquella pequeña exploración, y cuando Li vingstone halló que Burton estaba equivocado — el Rusizi desagua ba en el lago y no salía de él, contrariamente a lo que se afir maba— , se aferró con más firmeza que nunca a su teoría de que el Lualaba era el Nilo. Retrocedería hacia el Lualaba, sin embargo, significaba que tenía que disponer de nuevos pertrechos y portea dores, y éstos, creía él, sólo podían conseguirse en Tabora, a unas trescientas millas de distancia. Los dos hombres se encaminaron allá desde el territorio de U jiji a fines de 1871. En Tabora, pocas provisiones y ningún porteador iban a en contrarse — otro punto contra Kirk — , y Stanley prometió cumplir él mismo Ja deficiencia. No parecía habérsele ocurrido a Livingstone ni por un instante que pudiera él retornar a Zanzíbar y a la civi lización — afirmaba que no se marcharía hasta que su tarea hu biera terminado — , y al cabo de un mes Stanley se puso en marcha hacia la costa solo. Dejó atrás todo aquello que no le era nece sario de sus propios pertrechos, y quedó convenido que Living stone continuaría en Tabora hasta que Stanley pudiera mandarle una cuadrilla de porteadores desde la costa. En el verdaderamente rápido tiempo de cincuenta y cuatro días, Stanley llegó a Zanzíbar llevando consigo más riqueza de la que hasta entonces ningún tra ficante de esclavos y en marfil hubiera sido capaz de arrancar de Africa: todos los diarios de Livingstone, sus propias notas, que luego florecerían en sus mensajes al «N ew York Herald» y en su primer libro sobre Africa, How I Found Livingstone, y además de todo esto una carta que Livingstone había escrito especialmente para su periódico. En dicha carta es donde Livingstone informaba a propósito de la matanza de Nyangwe: «S i mis revelaciones con respecto a la terrible esclavitud ujijiana condujeran a la supresión del tráfico de esclavos en la costa oriental, consideraría tal con secuencia como de una importancia infinitamente mayor que el
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descubrimiento de todas las fuentes del Nilo juntas.» En esto, por lo menos, iban a cumplirse sus deseos. Stanley había llegado justamente a tiempo. En su camino hacia Bagamoyo encontró una nueva expedición que la Royal Geographical Society había enviado últimamente desde Inglaterra para saber noticias del hombre perdido, y él podía asegurarles que su ayuda ya no se necesitaba: y así fue Stanley quien, en mayo de 1872, causó sensación en todo el mundo con su descripción del encuentro en U jiji y de todo lo que había sucedido a partir de aquel momento. Se le hizo objeto de una fabulosa recepción en Inglaterra: una carta y una tabaquera tachonada de diamantes de la reina, una medalla de la Royal Geographical Society, y una serie de banquetes y reuniones públicas. Aparentemente todo ello era muy halagador, pero pronto se hizo evidente que el pueblo inglés no se sentía nada complacido con la hazaña de Stanley. No les gustaba la idea de que su más célebre explorador fuera salvado por lo que era considerado como una suerte de habilidad periodística (1), no les agradaba el hecho de que Stanley fuese un ciudadano norteamericano, y no les complacía mucho el propio Stanley. Ésta, en todo caso, era la apreciación de Stanley sobre la situación, y se resentía amargamente de ello. En realidad, tenía legítimos motivos para lamentarse sobre este extremo — algunos de los periódicos rivales llegaban hasta a referirse a su viaje como un engaño — , y sin duda la crítica habría enmudecido al ñn si él no hubiera atacado, imprudente e innecesariamente, a Kirk. Declaró que Kirk había «abandonado a Livingstone» por no apresurarse más a enviar refuerzos desde la costa como había prometido ha cerlo; Stanley repitió tales acusaciones no una vez, sino varias, y no en privado, sino en el curso de alocuciones públicas, y aun en la propia región del país de Kirk. Kirk, como oficial, no podía responder, pero tenía amigos que estaban muy dispuestos a defen derlo contra aquel entremetido periodista; y si Kirk nunca salvó por entero su reputación en este asunto, Stanley también salió muy perjudicado. Se creó enemigos que sabían cómo renovar el ataque cuando llegara su oportunidad más adelante. Las propias reacciones de Kirk en Zanzíbar eran de indignación, pero privadas. Escribió a sus amigos exponiendo los hechos como él los veía y dijo a Osrwell Livingstone, quien había salido en una expedición de la Royal Geographical Society: «Stanley hará fortuna por su padre.»'Cuando Livingstone tuvo noticia de esto hizo el siguiente comentario: «É l (Stanley) es agradablemente cordial, pues ha hecho mucho más de lo que yo pudiera jamás disponer por mí (1 ) Florence Nightingale, de una manera elegante pero no muy sensata, des cribió How 1 Found Livingstone como «e l peor libro posible sobre el mejor tema posible».
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mismo.» Al mismo tiempo escribió a Kirk, y pronto la mala inteli gencia entre ellos fue aclarada y privadamente, si no públicamente, olvidada. Entre tanto, Livingstone iba llenando los solitarios meses en Tabora. No andaba escaso de víveres; con la provisión que Stanley le había dejado tenía bastante para mantenerse durante cuatro años. Pero ahora, sólo Susi y Chuma, y uno o dos otros muchachos que lo habían seguido desde el principio, quedaban a su servicio, y eran absolutamente insuficientes para el transporte de un largo viaje. Así, tenía que esperar hasta que los hombres que Stanley le había prometido llegaron de la costa. Esperó cinco meses en total, y durante ese tiempo, apenas si le llegó un eco de las aclamaciones que se hacían en tom o a su nombre en el mundo exterior. Mantenía sus pequeñas clases de Biblia bajo los mangos, leía el Albert N ’yanza, de Baker, rezaba, salía a dar paseos, escribía su diario, pensaba y esperaba. El tembe en el cual vivía era un lugar solitario en las cercanías del caserío árabe, y se hallaba situado demasiado bajo entre la maleza para permitir una perfecta vista de la circundante zona campestre. Aún ahora, una sensación de soledad y claustrofobia invade al visitante en contacto con la rudimentaria condición del lugar. Era la usual clase de casa del traficante árabe: un techo liso de barro que nunca preservaba absolutamente de la lluvia, una «sala de recibo», una habitación para dormir y comer, un patio interior donde el ganado y otros animales domésticos eran agrupados durante la noche, y las es tancias para los africanos. Los suelos eran de barro que aplanaban los pies desnudos de los siervos de la casa entrando y saliendo. Éstos eran los últimos andurriales vagamente civilizados que Livingstone iba a conocer. Tenía entonces cincuenta y nueve años, y aun cuando se reanimaba un poco en compañía de Stanley, su salud estaba de tal modo minada, que se hallaba fuera de toda esperanza de recuperación. Sin embargo, si sentía que se acercaba el fin, no hay casi nada en sus diarios que lo pueda demostrar: sentíase lleno de confianza sobre su teoría del Nilo y acaso por entonces en su soledad, el río había empezado a tomar para él una significación religiosa. Este último esfuerzo iba a ser más que un viaje a las perdidas fuentes. Iba a ser una revelación y una justificación de todo aquello para lo cual había vivido y rezado, una evidencia de sí mismo y de su humilde fe en Dios. Por debi litado que estuviera por la fiebre — y debió haber habido días, cuando deliraba, en que se vería incapaz de levantarse de la cama— , su extraordinaria firmeza de ánimo no admitía claudi cación alguna. Las comunicaciones y las cartas que enviaba a la costa de vez en cuando estaban escritas con trazos enérgicos y vivos. Con frecuencia trataban de detalles muy prácticos. Si la ma rina, escribe él, puede prestarle un cronómetro sin detrimento del
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servicio, será de muy grande utilidad para su exploración. Se firma, «David Livingstone, cónsul de Su Majestad en el Africa central». Al mismo tiempo seguía soñando en el día que regresaría a su país: escribió a un amigo pidiéndole que buscara un apartamento en el Regent’s Park de Londres, el cual podría compartir con su hija Agnes. En agosto de 1872 llegaron por fin los cincuenta y siete por teadores enviados por Stanley, y unos cuantos días después Living stone salía con su caravana hacia la espesura. Estaba muy seguro respecto a la dirección que seguiría, pues por entonces había de cidido que la fuente del Nilo resultaría ser una corriente que iba al encuentro del lago Bangweolo, el cual él había descubierto cuatro años antes; y así se encaminó hacia el Oeste, con ligera inclinación al Sur, y, habiendo alcanzado los bordes del lago Tanganika por su parte central, continuó directamente hacia el Sur. A fines de abril de 1873, ocho meses después de su salida de Tabora, estaba rodeando penosamente la extremidad sur del lago Bangweolo, con fiando todavía con encontrarse con alguna corriente alimentadora que, fluyendo a través del lago, prosiguiera luego adelante para penetrar en el Lualaba y acaso juntarse al Alberto Nyanza de Baker, más lejos, hacia el Norte, en Uganda. Sentíase algo inquieto y dudaba, pensando que muy posiblemente el Lualaba podía resultar ser el Congo y no el Nilo; pero detestaba esa idea y se apartaba de ella. Había puesto su corazón en el Nilo. Era una terrible región. La pequeña columna vadeaba a través de una interminable ciénaga, y, cerca del poblado de un je fe lla mado Chitambo, Livingstone se sintió tan débil, que tuvo que ser llevado en unas andas. En la madrugada del 1 de mayo de 1873, sus muchachos entraron en su choza y lo encontraron muerto. Estaba arrodillado junto a la cama en actitud de rezo. Por frecuentes que hayan sido las descripciones del viaje de Susi y Chuma a la costa con el cadáver de Livingstone, el hecho sigue siendo increíble, y quizás habría que adscribirlo a una espe cie de milagro, pues tal fervor entre hombres primitivos y faltos de educación difícilmente puede haber sido inspirado por ninguna emoción ordinaria. Extrajeron el corazón y las visceras, y secaron el cuerpo al sol durante una quincena. Luego fue envuelto con una tela y colocado en un cilindro de corteza sacada de un árbol, y éste, a su vez, fue cubierto con una lona cosida y ligado a un palo largo de modo que pudiera ser transportado por dos hombres. A media dos de mayo, Susi, Chuma y sesenta hombres excepcionales que habían permanecido fieles hasta el fin, partieron para Zanzíbar. Más de mil millas los separaban del océano Indico, y no era muy presu mible que una carga tan extraña pudiera ser llevada durante tanta distancia por el corazón de Africa, donde tantas tribus salían a despojar a todo caminante que pasaba. Sin embargo, el viaje fue
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efectuado en once meses. Durante ese tiempo, dos expediciones más partieron de Inglaterra para ir al encuentro de Livingstone, una de ellas proponiéndose avanzar hacia el interior desde la cos ta occidental de África, y la otra desde la costa oriental. Susi y Chuma tropezaron con el bando de la costa oriental conducido por el oñcial de marina Lowett Cameron, al llegar a Tabora en octubre de 1873. Cameron continuó luego hacia U jiji (donde salvó gran cantidad de documentos de Livingstone) y finalmente apareció en la costa del Atlántico dos años después. Susi y Chuma, entre tanto, prosiguieron hacia el océano Indico, y cuando entraron en Bagamoyo el 15 de febrero de 1874, el buque inglés Vulture estaba esperando su arribo para transportar el cadáver a Zanzíbar. Allí, durante algún tiempo fue depositado en la antigua casa de Hamerton frente al mar, que era aún el domicilio del consulado británico, en espera de su traslado a Inglaterra. No-podía haber ninguna duda sobre la identidad del muerto; cuando llegó un médico militar para abrir la improvisada caja, la señal de la antigua herida del león en el hombro, era claramente visible. Se envió un tren especial a Southampton para trasladar a Li vingstone en su último viaje a la abadía de Westminster el 18 de abril de 1874, y ese día Inglaterra estuvo de luto. En Londres, el cadáver había permanecido durante la noche en la sala de mapas de la Royal Geographical Society en Savile Row, y cuando la comitiva se puso en camino por la mañana, las calles aparecieron llenas de silenciosas hileras de gente. En la aba día sólo se podía entrar con invitación, y el edificio hallábase ates tado. Stanley, Grant y Kirk se encontraban entre los que constituían el duelo del funeral, que conducían el cadáver a la tumba. Actualmente, si uno entra en la abadía por la puerta principal y continúa a lo largo de la nave, se encuentra primero con la tumba del Soldado Desconocido y luego, un poco más allá, con el sepulcro de Livingstone, que muestra su epitafio en una inscrip ción de bronce sobre la piedra gris. Dice así: «Conducido por hombres fieles, por tierra y por mar, aquí descansa David Livingstone, misionero, viajero, filántropo, nacido el 19 de marzo de 1813 en Blantyre Lanarkshire, muerto en l.° de mayo de 1873 en la aldea de Chitambo, en Ulala. «Durante treinta años de su vida se dedicó con infatigable es fuerzo a evangelizar las tribus indígenas, a explorar los ocultos secretos, a abolir el desolador tráfico de esclavos del África central, donde con unas últimas palabras escribió: “ Todo lo que puedo añadir en mi soledad es que la generosa bendición del cielo descien da sobre todos los que, ya sean americanos, ingleses o turcos, ayuden a curar esta llaga abierta del mundo.” » Aun antes de que escribiera tales palabras, el gran influjo de
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Livingstone ejercido sobre la mente de los hombres se había extendido más allá del Africa central. Las fuentes del Nilo le dieron esquinazo al final, pero su descripción de la matanza de Nyangwe había levantado un clamor de indignación que obligó al sultán de Zanzíbar a cerrar el mercado de esclavos en la isla para siempre.
Capitulo VII EL VENCEDOR DE OBSTACULOS
Una extraña combinación de odio y amor atraía a los explo radores una y otra vez a Africa. Ellos eran como los hombres que hacen vida en el mar; habiéndose entregado una vez a sus riesgos, se sienten impelidos a volver repetidamente, aun cuando Africa los mate. En un tiempo u otro, la mayoría de ellos hablan mal del país y de sus habitantes, declarando que son perversos, brutales, in trigantes, relajados, y por último incurables. Es extraordinario cuán raramente en los relatos de sus viajes, se muestran conmovidos por la belleza o la magnificencia del paisaje, las imponentes llanu ras de la meseta central con las azules montañas a lo lejos y los rebaños de animales salvajes vagando a su alrededor; para los ex. ploradores todo ello es fundamentalmente hostil, incompleto, algo que no ha de ser observado con los ojos de la estética hasta que sea reformado y sometido al orden por la civilización y el cris tianismo. El doctor Schweinfurth, uno de los viajeros más serenos y más autosuficientes en el campo de exploración del alto Nilo, hace ob servar: «La primera vista de un tropel de salvajes, presentándose súbitamente en su completa desnudez, es algo cuya extraña im presión no puede ser desterrada por mucho que uno esté fami liarizado con ello; queda permanentemente en la memoria, y hace que el viajero recuerde de nuevo la civilización que ha dejado atrás.» En otras palabras, se experimenta allí una especie ele atracción rousseauniana, una nostalgia de simplicidad, la cual, no obstante, es constantemente turbada por el recuerdo que al solitario viajero le asalta de un cómodo y tranquilizador mundo propio. Y de este modo, apartándose del salvajismo de Africa, Schwein furth regresa a Europa. Pero halla que no puede permanecer allí; un año o dos después, Africa lo hace volver. Ocurre lo mismo con todos los otros, ya sean ellos misioneros como Livingstone, hombres doctos como Burton, soldados y coleccionistas como Speke, o de portistas como Baker. Todos ellos aseguran en sus libros que están en Africa porque tienen una misión allí; necesitan resolver los problemas geográficos
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y quieren reformar el país, convertir el inculto terreno en pro vechosas granjas, hacer accesible el comercio y apartar a los indígenas de su animismo y su barbarie elevándolos a un supe rior modo de vida. Y con todo, uno no puede menos de sentir que existe aún otro motivo para sus viajes, y éste es una fundamental inquietud, una absorbente curiosidad hacia todo lo que es extraño y nuevo. Para satisfacer esa curiosidad están dispuestos a resignar se a cualquier cosa, hasta a la propia perspectiva de la muerte. Joseph Thomson, el joven explorador escocés que fue el primero en atravesar el territorio de Kenia en dirección a los grandes lagos, se mostró totalmente sincero al respecto. Poco antes de que mu riera escribía: «Estoy predestinado a ser un errante. No soy un forjador de imperios. No soy un misionero. No soy realmente un hombre de ciencia. Simplemente necesito volver a Africa para continuar mis viajes.» Los otros pueden no haber aprobado en absoluto tal confesión, y sin embargo este fundamental nomadismo formaba ciertamente una parte de su naturaleza y puede hasta haber sido un factor determinante en sus vidas. Pero Stanley no encaja tan fácilmente en este esquema de cosas. Es una nueva clase de hombre en Africa, un hombre moderno que al mismo tiempo tiene muchos de los atributos de un conaottiere de la India del Renacimiento. Se le podría llamar un hombre de negocios explorador, no en el sentido de que él qui siera comerciar en Africa, sino por el modo en extremo lógico, sensato y eficaz con que trataba el problema de organizar una expedición y hacer que llegara al término del viaje. Puede haber sido una manera dura, pero era también práctica, y uno no debe nunca perder de vista el hecho de que él era muy resuelto y muy animoso. Tal vez se parece a Speke más que a cualquiera de los otros, pero ni siquiera Speke era tan reconcentrado como Stanley. Stanley no había ido a Africa para reformar a la población ni para rondar un imperio, y no albergaba ningún genuino interés en materias tales como la antropología, la botánica o la geología. Para expresarlo claramente, deseaba conquistar un nombre, y ha de considerarse como la suprema ironía de la exploración africana, que, al final, resultara ser el más grande fundador de imperios y explorador de todos ellos. Fue hasta capaz de preparar el campo para los misioneros y los hombres de ciencia, quizá más eficazmente ue cualquier otro que hubiese ido antes. Un reciente ensayo de ean-Jacques Laufer sobre el explorador ha sido acertadamente titulado « Stanley, briseur d'obstacles». Naturalmente que esta brusca y positiva irrupción en Africa no resultaba muy placentera para el educado público en Inglaterra que había estado siguiendo atentamente las hazañas de sus propios exploradores favoritos durante años enteros; y la parte de condottiere de su naturaleza empeoraba las cosas. Había allí un hombre,
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se consideraba que se lanzaría a cualquier aventura por el afán de publicidad y bajo cualquier patrocinio, un intruso que había cam biado su nacionalidad una vez y podía hacerlo de nuevo (como, en efecto, Stanley lo hizo; más tarde volvió a adquirir su ciudadanía británica). Baker y Gordon podían servir a jefes extranjeros tales como el Jedive, en Egipto, y el Manchu, en China, pero no era absolutamente la misma cosa; al ñn, uno creía que permanecerían fundamentalmente fieles a Inglaterra. Pero con Stanley uno nunca sabía a qué atenerse; si trabajaba para Mr. Gordon Bennett, del «N ew York Herald», podía con la misma facilidad pasarse a algún otro, como el rey de los belgas, y cambiar convenientemente su lealtad en interés de su carrera. Todo esto era muy injusto, pero Stanley era también un hombre que se atraía la prevención casi tan frecuentemente como Livingstone se granjeaba el afecto. Su única regla era desconcertar a sus enemigos con sus hechos, y esto lo hacía resueltamente. Por fortuna, no tenía necesidad de amigos que defendieran su causa por él. Era el más ameno de los autores; sus libros tienen un ritmo y una emoción que ni siquiera los confusos pasajes y las ocasio nales afectaciones pueden desvanecer, y los hechos que él exponía eran hechos incontrovertibles basados en su propia observación. Así, poco después, en 1874, comenzó los preparativos para su nuevo viaje, el cual en muchos aspectos fue su mayor proeza, con una prontitud y presciencia que hasta el propio Baker difí cilmente podría haber igualado. Nos dice que, a la muerte de Livingstone, decidió volver a Africa y completar su tarea; de un modo u otro, al cabo, aclararía la cuestión del Nilo. El énfasis está en Livingstone, observa uno; doce años habían transcurrido desde que Speke estuvo en Africa, pero la reputación de Speke no se había restablecido con el tiempo, se había hundido hasta descender al más bajo nivel... En el libro del doctor Schweinfurth, The Heart of Africa, publicado en 1873, el gran Victoria Nyanza, de Speke, es borrado del mapa y remplazado (con gran satisfacción de Burton, sin duda) por cinco pequeños lagos. Stanley se fijó tres objetivos: pensaba circunnavegar el lago Victoria y establecer de este modo si era o no un gran lago y si la corriente que se vertía en las cataratas de Ripon eran o no su único desagüe. Luego se proponía someter las teorías de Burton a la última prueba navegando en torno del lago Tanganika en la misma forma. Por último pensaba emprender la incompleta tarea de Livingstone sobre el Lualaba: estaba decidido a aprestarse con un pequeño barco en el río y seguirlo corriente abajo adondequiera que condujese hasta que llegara a la desembocadura. En resu men, iba a efectuar un último ajuste, no sólo del Nilo, sino de todo el plan de lagos y ríos del Africa central. Como primer paso hacia aquel extraordinario y atrevido pro
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yecto, se las compuso para hacer que el «N ew York Herald» se uniera con el «Daily Telegraph», de Londres, con el fin de que lo costearan (lo cual hicieron generosamente), y luego, en Inglaterra, se puso a leer todo fragmento de información sobre el África oriental y central que pudo hallar; compró, dice él, ciento treinta libros. Los compañeros que escogió para que le acompañaran en el viaje eran evidentemente insólitos; en verdad no eran compañeros en absoluto, sino más bien ayudantes contratados que procedían de familias de la clase obrera y los cuales no sabían nada en ningún aspecto sobre Africa. Había dos jóvenes, hijos de un pescador de Kent, Francis John Pocock y Edward Pocock, y un empleado llamado Frederick Barker, el cual había atraído la atención de Stanley en el Langham Hotel de Londres. Los tres eran mucho más jóvenes que Stanley y fueron elegidos, se supone, por su tenacidad y sentido de la disciplina, la clase de cualidades que hacen un buen sargento en el ejército. No había la más mínima probabilidad de que alguno de ellos regresara al país y escribiera libros sobre sus aventuras o discutiera las opiniones de Stanley en la Royal Geographical Society. Tras haber adquirido cinco perros, el grupo estuvo completo y partió para el Africa oriental en agosto de 1874. La expedición que salió de Zanzíbar a primeros de noviembre de aquel mismo año, era la más grande y m ejor equipada cara vana de exploradores que se hubiera visto nunca en el Africa orien tal. Llevaban consigo un batel de acero de doce metros, el Lady Atice, que había sido construido en secciones para su transporte, ocho toneladas de pertrechos y provisiones, y trescientos cincuenta y seis hombres. Era una voluminosa cabalgata que se extendía en un espacio de media milla a lo largo de los caminos de los montes, y por la época en que Stanley avanzaba con ella hacia las márgenes del lago Victoria, tres meses y medio después, Edward Pocock había muerto de tifus y se contaba con un cen tenar de hombres menos, ya sea por deserción, enfermedades o escaramuzas con las tribus locales. Eso sería lo habitual en todas las marchas de Stanley; el rápido avance, el exterminio a tiros de cualesquiera tribus africanas que se le oponían, las fuertes pér didas entre sus propios hombres y la final consecución del objetivo. Para cualquiera que acompañara a Stanley en una expedición a Africa, significaba algo así como estar en el corps d'élite de un airoso general: se triunfaba y se moría. Alcanzaron el borde meridional del lago Victoria en un pe queño poblado árabe ligeramente al oeste de Muanza, donde Speke, dieciséis años antes, viera por primera vez la gran extensión de agua y se entregara a la conjetura de que era la fuente del Nilo. Stanley no era un fantaseador. Estaba allí para hallar hechos, e inmediatamente montó el Lady Atice en la orilla. Dejando a los
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INDICO
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gHahia uemba El África oriental como se suponía que era, según la expedición de Stanley del 1874 al 1877.
dos ingleses supervivientes y al grueso de la expedición tras él, se hizo a la vela con un escogido grupo de once africanos el 8 de marzo de 1875. Remontaron por la orilla oriental, y al cabo de tres semanas de penosa navegación arribaron a las cataratas Ripon de Speke. Luego, un dignatario con un ropaje encarnado se adelantó a recibirlos con obsequios de bueyes y otros presentes; y el 5 de
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abril de 1875 Stanley fue conducido a la presencia de Mutesa. Grandes cambios se habían producido en Buganda desde la época de Speke. Su población se había elevado a unos tres mi llones, y el pequeño reino que se extendía en un espacio de cerca de ciento cincuenta millas a lo largo de la margen del lago si tuada al noroeste. Mutesa tenía ahora unos cuarenta años, y Stan ley lo describe como «un hombre delgado y alto, de rostro simé trico, grandes ojos y aire nervioso», tocado con un fez y un ropón oscuro y una blanca camisa guarnecida de oro. Parecía hallarse de muy buen talante. Dio un efusivo apretón de manos a su visi tante, le habló en perfecto suaheli y le invitó a sentarse en un taburete de hierro. La capital se había trasladado ahora a un sitio diferente y cercano llamado Rubaga; era un caserío considerable que abarcaba una extensión de varias millas a la redonda, y tenía espléndidas chozas para las caravanas visitantes. Las armas de fuego se habían hecho comunes en Buganda, y Mutesa podía ahora desplegar una tropa de ciento cincuenta mil guerreros además de su escuadra de canoas de guerra en el lago. Su séquito personal había aumentado considerablemente — Stanley calculaba la colec ción de esposas en doscientas o más— , y por el palacio podía verse toda especie de objetos manufacturados, fardos de paños de algodón, taburetes de madera para sentarse, cuchillos de acero y otros utensilios y adornos de perlas de Venecia. No podía ya observarse demostración alguna de que se cometieran asesinatos y otras atrocidades en la corte. Stanley estaba encantado. Era absolutamente imposible, declaró más tarde, conciliar la descripción que hizo Speke de Mutesa y sus brutalidades con aquel hombre inteligente y afable. Mutesa se había estado interesando por el mahometismo, y Stanley re solvió en seguida cambiar todo aquello; declaró que el rey debía convertirse al cristianismo, y de hecho él comenzó una serie de lecturas de la Biblia en la corte. Mutesa escuchaba muy com placido. En verdad que no se había producido ningún cambio radical en el carácter de Mutesa, pero sus diecinueve años en el trono hablan servido de mucho para pulir su natural talento como políti co. Desde hacía mucho tiempo se había dado cuenta de que existían otros Estados poderosos fuera de su propio pequeño mundo en el Africa central, y que podía obtener grandes ventajas favorecién dolos; ellos podían proporcionarle las armas y municiones necesa rias para vencer a Xamrasi, en Bunyoro, y a sus otros enemigos. Sus invenciones y sus ideas podían ser muy útiles en Buganda. Ya en 1869 había recibido a una caravana con un presente de ocho bueyes del sultán de Zanzíbar, y había correspondido enviando a la costa un obsequio de ciento cincuenta colmillos y un pequeño elefante. Desde entonces un nuevo regalo había llegado de Zanzíbar
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consistente en pólvora, armas de fuego, jabón, coñac y ginebra. El año anterior recibió también a un visitante procedente del Norte: un hombre blanco llamado Chaillé-Long había llegado a caballo des de el Sudán, declarando que era el emisario de un tal Gordon Bajá, quien había ocupado el lugar de Baker allí. Mutesa lo había recibido con grandes agasajos en Rubaga, matando atrozmente a treinta seres en su honor (fue lo bastante prudente para no mencionar este incidente a Stanley), y ahora Gordon Bajá le enviaba otro mensajero, el cual era esperado de un día a otro. Y así, por el momento, todo era paz y amistad en la corte. El rey y el explorador celebraron reuniones diarias en un ambiente que se hacía cada vez más cordial, y poco después apareció el nuevo enviado del coronel Gordon. Se trataba de un atrayente y animoso joven francés llamado Linant de Bellefonds, quien, como el americano Chaillé-Long, se había puesto al servicio del jedive de Egipto, a las órdenes de Gordon, y estaba reconociendo el te rreno al sur del Sudán con vistas a su futura anexión. Había venido directamente de Gondokoro y pudo obsequiar a Stanley con páté de foie gras, salchichas de Bolonia, sardinas y otras gollerías que eran cabalmente la clase de cosas, a criterio de uno, que un francés inteligente debiera haber llevado consigo ai Africa central. Siendo De Bellefonds protestante, se hallaba bien dispuesto a favorecer el plan de Stanley para la cristianización de Buganda, y se ofreció para llevar de vuelta consigo un mensaje de Stanley al «Daily Telegraph», de Londres, precisando que debieran ser enviados misio neros desde Inglaterra. En este punto los dos hombres se sepa raron: De Bellefonds para informar a Gordon, en Gondokoro, y Stanley para continuar su viaje alrededor del lago. El 6 de mayo de 1875 Stanley se hallaba otra vez en su punto de partida en Muanza, después de una travesía de mil millas en cin cuenta y siete días, y el primero de sus grandes objetivos se había alcanzado: quedaba ahora demostrado y fuera de toda duda que el Victoria Nyanza era un solo lago. Speke había tenido razón, y sus detractores se habían equivocado totalmente. Por otra parte, este viaje había demostrado que el lago tenía solamente un desagüe principal — en las cataratas de Ripon — y una única entrada impor tante: el río Kagera que penetraba en él por la costa occidental al norte de Karagwe. «...A Speke — escribía Stanley— le cabe ahora toda la gloria de haber descubierto el mayor lago existente en el interior del continente africano, y también su principal afluente, así como su desagüe. Debo igualmente honrarlo por haber conocido la geogra fía de las regiones que recorrimos mejor que cualquiera de los que tan persistentemente impugnaban sus hipótesis...» Uno observa que Stanley no se halla todavía totalmente dis puesto a admitir que el Nilo de Speke sea el verdadero Nilo; sin
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embargo, empieza a acercarse a esa conclusión, y pronto recorrería todo el camino que le conduciría a ella. Ahora tema ante sí el segundo objetivo: explorar el Tanganika enteramente y descubrir qué relación tenía ese lago, si es que había alguna, con el Alberto Nyanza de Baker y cualesquiera otros que pudieran hallarse en la inexplorada región del ecuador. En julio de 1875 embarcó a la totalidad de su expedición en canoas en el lago Victoria, y con el Lady Atice a la cabeza, navegaron hacia el Norte, de nuevo en dirección a Buganda. Había tenido una considerable merma entre sus hombres — Frederick Barker, el empleado del Langham Hotel, había muerto en Muanza, y otros desertaron o habían enfermado— , pero Mutesa prometió propor cionarle refuerzos. Sin embargo, primero tenía que ajustar una cuenta con los in dígenas de la isla de Bumbire, que está situada frente al margen occidental del lago, algo al sur de la actual población de Bukoba. En su viaje hacia el Sur, desde Buganda, con el Lady Atice, había sido rudamente tratado por aquellos indígenas, y ahora, al avis tar de nuevo la isla tuvo su desquite. Afortunadamente, en aquel mismo momento se le unió una flota de las canoas de guerra de Mutesa, que habían salido en su busca, avanzando hacia el Sur. Entre dos y tres mil lanceros de Bumbire se expusieron impruden temente en la ribera, y Stanley, poniendo a su flotilla de canoas en formación, hizo fuego contra ellos. Los del bando enemigo que no fueron muertos o heridos, se dispersaron y huyeron. Continuando hacia el Norte, de nuevo Stanley se unió al propio Mutesa en las cataratas de Ripon, donde se libró una segunda batalla contra otra isla amotinada. Existe algo de ingenuo en todos los tratos de Stanley con Mutesa, y uno se detiene en este punto para preguntarse por qué él se comprometió de tal modo con un hombre que era al mismo tiempo tan salvaje y tan crudamente cínico. Tal vez le era nece sario procurarse la lealtad de Mutesa para completar su circun navegación del lago, y también porque tenía necesidad de una escolta de Buganda para su viaje de avance, pero el ataque de Bum bire hay que considerarlo como una acción de insensata y venga tiva furia, y la recompensa que Stanley recibió por su intervención en las guerras de Buganda era tan vacía como el interés de Mutesa por el cristianismo: los prometidos refuerzos naturalmente se es fumaron a la primera oportunidad, dejando que el explorador prosiguiera su marcha por sí mismo. Debe recordarse, por supuesto, que Stanley no tenía entonces más que treinta y cuatro años y que la pasajera influencia que Livingstone ejerciera sobre él tenía que contender con toda la expe riencia de sus años anteriores durante los cuales el mundo se le había mostrado como un lugar de dura y cruel lucha. Pero cuando
SIR SAMUEL WH1TE BAKER PACHA del libro "Sir Samuel Baker", />or flturray y 'Wbilt, 1895
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EL REY MUTESA DE BUGANDA De un cuadro de TWrs. Stanley, según fotografía de X
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JOHN HAN NI NG SPEKE
National Portrait Qallrry
SIR RICHARD FRANCIS BURTON Pttralo pintado por Lord Ltightotl, 1876
H . M . STANLEY
EL FANTASMA DE WILBERFORCE SE APARECE A SIR SAMUEL BAl De una caricatura publicada en Judy, o el London Serio-Comic Journal, 9 de Julio de 1873
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más tarde escribía sobre la matanza de Bumbire — y tuvo largo tiempo para reflexionar antes de hacerlo — , relataba la historia casi con truculencia, con un aire de desafío al lector. «...E l salvaje — escribía— sólo respeta la fuerza, el poder, la audacia y la decisión...» Nadie iba a discutir el hecho de que la vida era muy dura en el Africa central, y que con frecuencia se hacía necesario usar proce dimientos violentos si el explorador había de sobrevivir; pero no era sensato hacer una virtud de esto, y la mayor parte de las decía, raciones de Stanley sobre los deberes del hombre blanco en Africa y la necesidad de una influencia cristiana allí, suenan un poco huecas. A mucha gente en Inglaterra le parecía que la relación que él tenía con Mutesa era similar a la que podría haber sido esta blecida por cualquier negrero árabe, y que el incidente de Bumbire ofrecía una gran semejanza con la matanza que Livingstone había presenciado en Nyangwe; y era un motivo complementario de ofen sa que él se hubiera lanzado a aquellos ataques llevando el pa bellón de la Gran Bretaña e Irlanda al frente como bandera. Sólo el más insensible de los hombres podría haber dejado de ver que todo ello iba a causar un gran revuelo en Inglaterra. Pero también la insensibilidad constituía parte de la fuerza de Stanley; simple mente, no le importaba. Y ciertamente, en su corriente trabajo de exploración él era un soberbio. Aceptó con ecuanimidad la pérdida de la escolta que Mutesa le había entregado, aun cuando esto significaba que no podía de terminar la extensión del Alberto Nyanza de Baker y del lago Edward, el cual está situado ligeramente bajo el ecuador, y en vez de ello torció al Sur, en dirección a Karagwe. En este punto pasó un mes con Rumanika en Bweranyange. Rumanika estaba envejecido; realmente, Stanley fue el último hombre blanco que lo vio vivo, pues aquél murió después de este encuentro. Aparente, mente había quedado muy abatido por la muerte de un hijo favo rito y por la aflicción causada por una molestia en la vista, y se suicidó. Rumanika desfila por la historia del Africa central como un genial pero no insustancias fantasma. Se tiene la sensación de conocerlo muy bien. Había sido amable con Speke y Grant, y aún ahora recibió a Stanley con todos los honores debidos a la hospitalidad. No si norgullo le mostró la escopeta que Speke le regalara tantos años antes, y con poco esfuerzo uno puede imaginár selo allí, erguido, con el arma en las manos, un hombre gigantesco de más de seis pies de altura, y ataviado un poco patéticamente con una manta encarnada. No era fácil efectuar el salto de la edad de piedra al siglo xix. Rumanika había sido bastante cruel en su tiempo, destruyendo a otros pretendientes al trono, pero era menos intrigante y menos brutal que Mutesa (al cual no conoció), y tenía
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una dignidad que no dependía del afectado contoneo imitando a un león. Repuesto por su descanso de un mes en aquellos alrededores, Stanley avanzó hacia el Sur en dirección al lago Tanganika, y se quedó intrigado, al hallar, a su llegada a Ujiji, que el nivel de las aguas había subido; las tres palmeras que se erguían antes en el lugar del mercado cuando él estuvo allí en 1871, se hallaban ahora bajo el agua, y la arenosa playa por la cual solía pasear con Livingstone estaba a una distancia de sesenta metros de la orilla. Esto parecía indicar que ningún río algo grande salía del lago. En junio de 1876 botó al agua el Lady Alice, en Ujiji, y en menos de dos meses estaba otra vez de vuelta trayendo consigo alguna prueba de que el lago no tenía desagüe alguno que pudiera ser descrito como la posible fuente del Niio. Con esto, las teorías de burlón se derrumbaron del todo, y Speke se encontró, por último, dueño del campo. Quedaba ahora por aclarar la tercera y última cuestión: ¿qué era el río Lualaba, de Livingstone, y por dónde iluía? Si no era el Nilo, entonces ¿cómo encajaba en el gran conjunto de ríos del Africa central? En agosto de 1876, dos años después de haber abandonado la costa, y con su expedición reducida a menos de la mitad de lo que era al principio, Stanley partió para la última y más grande aventura de todas. La historia del viaje de Stanley en el Lady Alice a lo largo del Lualaba y el Congo hasta el Atlántico, es una de las grandes epo peyas de la aventura africana. Durante muchos meses no tuvo ninguna noción de adónde lo conduciría el río hnalmente — podía haDer sido hacia el Norte, en dirección a Egipto o a cualquier parte de las vastas e inexploradas regiones del Sur— , pero ya que nabia comenzado, tema que proseguir. £ l relato que btanley hace del viaje en Through íhe Dark Continent, parece una crónica de los primeros conquistadores españoles en America del Sur, pues iue presa de todos ios desastres habidos y por haber: naufragio y hamore, ataques de las tribus ribereñas y la pérdida de todos sus materiales, y, como hnal, la muerte de su último compañero blanco superviviente, Frank Pocock, que pereció ahogado. Novecientos noventa y nueve días después de naber salido de Zanzíbar los supervivientes surgieron como vampiros de los matorrales en la desembocadura del Congo, y allí una pequeña comunidad de cumerciantes europeos los trajo de nuevo a la vida. De los primitivos trescientos cincuenta y seis acompañantes quedaban solo ciento catorce (incluyendo trece mujeres con sus hijos) y éstos fueron conducíaos de regreso a Zanzíbar por mar. Con anterioridad al viaje de Stanley, el curso del Nilo, desde las cataratas de Ripon hasta el actual limite del Sudán, había sido determinado por los lugartenientes de Cordon. Chaillé-Long había
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descendido desde el origen hasta las cataratas de Karuma en la Uganda central, y había descubierto el lago Kyoga en el camino, y el italiano Romolo Gessi había circunnavegado el lago Aloerto y seguido su desagüe al norte hasta el limite, en Dublé. Pero la exploración de Stanley había sido sobremanera la prin cipal realización. Todas las cuestiones esenciales quedaban anora resueltas: el Lualaba se juntaba al Congo y corría a través de Atnca hacia ei Atlántico, b l Nao salía del lago Victoria y iluia al Norte na cía Egipto y el Mediterráneo. El espacio en oianco en el mapa ya no era un espacio vacio. Podía argumentarse todavía, por su puesto, que la primera fuente del n u o tenia que estar en tas aguas superiores de ía principal corriente que alimenta el lago viciona — el Kagera— , y, en erecto, hay un apenas perceptioie curso cíe agua desde la desembocadura ael Kagera a través del ángulo si tuado ai noroeste ael lago aesae lás cataratas ae Kipon t,o mejor, 10 que eran las cataratas de Ripon antes de que lucra construida aih ía presa hidroeléctrica en el ano ue 1950j. Y si remontamos ei Kagera y sus tributarios corriente arriba por algunos cientos ae millas, ñauamos que su primario origen esta en los montes ae mas ae mu ochocientos metros ae altura al norte dei lago langa mita, asi nurton estada casi en lo cierto cuanuo argüía que el veiuaoero origen ael n o sena hallaao en tales regiones, rero seguramente esta es una aeumcion demasiado sutil: si el argumento tuera uevauo a su lógica conclusión, tenana que aamitirsc que el n o nace con las lluvias ael mismo cielo y que xiomero tema razón cuando haoiaoa ael «N ilo proceaente ae Júpiter», rara ios nnes ordinarios pare cería muy sensato aceptar ei sitio de las cataratas ae Kipon como ei origen, puesto que es tuncamente a partir ae aUi cuando el enorme n o se limua a un aeterminaao curso: ai principio nacía el Norte, a través ael lago Kyoga nasta la uganaa central, luego nacía ei Oeste por encima dei ¿taruma y las cataratas ae Murcmson nasta el lago Aioerto, aespues en dirección general ai Norte otra vez a través de los reciales ecuatorianos, ios pantanos del vasto piélago ae vegetación flotante y los desiertos dei iuaan meridional nasta su unión con el Nilo Azul en Khartum; luego de nuevo hacia delante por miles de millas a través de una vasta extensión de arena hasta alcanzar las pirámides y el verde delta de Egipto. Con el regreso de Stanley a Zanzíbar en 1877 podría decirse que la exploración del N ilo Blanco estaba virtualmente terminada. Faltaba ahora ver lo que las fuerzas políticas y religiosas del mundo iban a hacer con aquel nuevo Eldorado que había sido puesto en sus manos.
SEGUNDA PARTE
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Capítulo V III UN MENDIGO A CABALLO
Hacia el ñn de la década de 1860, el jedive Ismail de Egipto había llegado a la cumbre de su extraordinariamente próspera ca rrera. Él nos contempla desde las fotografías sacadas en la época con la viveza y la complacencia de un bruñido y reluciente sello. Su levita negra es de ese peculiar tipo que era conocido en el Próximo Oriente como «de Estambul», su fez estaba ligeramente posado a un lado sobre la cabeza, sus patillas de un color de arena rojiza armonizaban espléndidamente con las condecoraciones que luce su rollizo pecho, y él aparece sentado, un poco incongruentemente, con las piernas cruzadas, en un diván. Detrás de él hay una cincelada celosía que sin duda da a las habitaciones interiores del palacio, y sugiere innumerables harenes y banquetes orientales; uno podría muy bien describirlo como un nuevo tipo de gobernante, un poten tado oriental occidentalizado. En 1869 tenía treinta y nueve años de edad, y ahora, al cabo de seis años en el poder, era el monarca absoluto de Egipto. Técnicamente era todavía un vasallo del sultán de Constantinopla, y Egipto era aún una parte del imperio otomano, pero en verdad Ismail tenía una incuestionable autoridad sobre el delta del Nilo, y era tan rico como sólo un multimillonario reciente pueda esperar serlo. Se sentía pródigo. Gastaba las piastras por billones. A la manera del papa León X, Ismail podía haber exclamado: «Y a que Alá nos ha otorgado el virreinato, gocemos de él.» Sir Evelyn Baring pudo haberle hallado «totalmente indocto» y «un astuto pero superficial cínico». (Con lo cual con toda probabilidad daba a entender que Is mail era superficial y cínico, no exactamente un novicio en cinismo), pero sir Evelyn, del mismo modo, tenía por fuerza que convenir con todos los otros que conocían al jedive, en que éste poseía un gran atractivo y una extraordinaria energía en el manejo de sus asuntos, lo cual era único en el Oriente y hasta asombroso en un hombre que había sido educado como un niño mimado en París. La mayoría de los europeos que estaban al servicio de Ismail lo apreciaban y admiraban, sea como fuere, en los primeros años de su reinado. Tanto Baker como el general Gordon confiaban en él y
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creían que era sincero cuando decía que pretendía suprimir el tráfico de esclavos. Indudablemente Baker y Gordon eran unos ingenuos en cuestiones de política, y ninguno de los dos conocía a Ismail tan bien como Baring, pero a lo menos él infundía un vivo entusiasmo en su naturaleza y los trataba muy bien. Ellos repre sentaban unos excelentes agentes para el gran proyecto que tenía en vista: la occidentalización de Egipto y la creación de un nuevo imperio egipcio en el Africa oriental. Cuando, en 1863, Ismail sucedió a su tío Mohammed Said en el virreinato, Egipto era económicamente solvente y aun próspero. La guerra civil americana había ocasionado una fuerte subida en el precio del algodón, y la cosecha egipcia había aumentado en valor: de cinco millones de libras esterlinas a veinticinco millones. Ismail transfirió sus deudas privadas al Estado, aumentó los impuestos, y se puso a trabajar. Gastaba el dinero con un abandono que eclipsaba todo lo que los magnates del petróleo del Oriente Medio han realizado en el siglo xx. No fueron sólo hombres honestos como Baker y Gordon los que se sintieron atraídos a ponerse a su ser vicio; una plaga de especuladores descendió también sobre Egipto y se dieron buena maña para quitarle a Ismail el dinero aún con mayor celeridad de la que él se lo apropiaba. En cifras redondas, la deuda nacional egipcia era de tres millones de libras esterlinas al advenimiento de Ismail, y antes de mucho se las ingenió para con vertirla en un déficit de cien millones, y ello en una época en que la libra tenía un valor dos o tres veces superior al que tiene actual mente. Egipto, en resumen, estaba en quiebra, e Ismail el magnífico era también conocido como el pobre millonario. Hacia 1869, sin embargo, cuando el desastre se hallaba todavía a algunos años de distancia, Ismail tení^ ya mucho que mostrar a cambio de su dinero. Su occidentalización de Egipto incluía toda clase de reformas internas, nuevos canales y obras hidráulicas, la modernización del sistema aduanero y de correos, la creación de un nuevo monopolio del azúcar y una docena de otras empresas comerciales. Mantenía un nuevo y creciente ejército, y El Cairo mismo fue parcialmente reconstruido. En lugar de las sucias calles y las desvencijadas casas de madera, un nuevo barrio comercial y residencial construido de piedra se extendía en torno al palacio Abdin — el palacio mismo era sólo una de las nuevas residencias que Ismail había erigido para su propio uso— . Surgieron un teatro y un coliseo, y los beduinos fueron obsequiados con el maravilloso espectáculo de un ferrocarril despidiendo vapor a través del de sierto. El derroche personal de Ismail era igualmente suntuoso: con el presente de un yate de vapor, vajilla tachonada de diamantes y una gran suma de dinero obtuvo una concesión del sultán de Constantinopla, por la cual era nombrado jedive o virrey y virtualmente independiente; y luego había sus fastuosos viajes al extranjero
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(fue recibido por la reina Victoria en 1867), sus enormes conjuntos de mujeres y esclavos para su servicio, sus joyas, sus objetos de arte y su equipo traído de Francia. En 1869 se hallaba dispuesto a hacer su más grande ostentación. El canal de Suez estaba terminado y él estaba decidido a celebrar la apertura con una serie de festejos que establecerían la reputa ción de Egipto como una nueva e importante potencia en el mundo. El canal, por supuesto, no era una empresa egipcia, pero el jedive se encontraba fuertemente metido en ella. Fernando de Lesseps había formado su «Compagnie Universelle du Canal Maritime de Suez» en 1854, y había obtenido de Mohammed Said una concesión duradera por noventa y nueve años desde la fecha de la apertura (al cabo de cuyo tiempo el canal pasaría a propiedad egipcia). Desde el principio. De Lesseps había topado con dificultades por todos lados. El proyecto mismo se consideraba de imposible realización, aun cuando más de uno de tales canales había existido en el mismo lugar en tiempos antiguos. Napoleón había ordenado que se hiciera un reconocimiento en la época de su invasión en Egipto en 1798, y su ingeniero calculó que había una diferencia de diez metros en los respectivos niveles del Mediterráneo y el mar Rojo; un positivo obstáculo para la construcción de un canal. (De hecho, no existe ninguna diferencia de nivel entre los niveles de ambos mares.) Los gastos de la empresa — en conjunto, doscientos ochenta y siete millones de francos oro — resultaron ser mucho más elevados que el presupuesto original, y se necesitaron diez años en vez de seis para terminar la obra. Los capitalistas británicos no tendrían nada que ver con el proyecto, y el dinero fue obtenido en su mayor parte de sociedades francesas y turcas, recibiendo Egipto cuatro décimos de las acciones. Por otra parte, existía una fírme oposición al canal por motivos políticos, principalmente de la Gran Bretaña. Palmerston desa probaba la intervención francesa en el Próximo Oriente, y creía que los intereses marítimos británicos serían afectados. Hasta en la misma Francia se argumentaba que el canal no era realmente necesario, ya que el sistema existente de cruzar el istmo egipcio daba muy buen resultado; los viajeros que llegaban del Mediterráneo desembarcaban en Alejandría y utilizaban el nuevo ferrocarril hasta Suez donde tomaban otro barco en el mar Rojo, con similares dis posiciones para el sentido opuesto. Se aseguraba también que si se construía un canal, inmediatamente se convertiría en un blanco político y un campo de batalla; un punto, incidentalmente, que ha sido ampliamente demostrado en los últimos cincuenta años. Pero la tenacidad de De Lesseps era incansable. Consiguió el dinero, trazó sus planes (un canal de cien millas de longitud con una profundidad de ocho metros y una anchura de fondo de vein tidós, con un canal de agua dulce secundario afluyendo del Nilo), y
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el jedive le proporcionó un eiército de forzados braceros. Tuvieron que ser vencidas muchas dificultades técnicas a medida que el trabajo avanzaba, por ejemplo, que el dragado en húmedo — ane gando primero la arena y luego vaciándola con dragas — era meior que el dragado en seco. Una epidemia de cólera paralizó los trabaios v hubo una imponente lista de muertos causados por las pe nalidades de la vida en el desierto oriental de Egipto, uno de los peores desiertos del mundo. Pero a fines de 1869 la principal estruc tura del canal estaba completada v la mavoría de sus críticos habían enmudecido. Era evidente ahora que nineuna nación marí tima podía mirar con indiferencia o desacreditar la empresa, v menos el pueblo inglés. El viaie por mar desde la Europa occidental a la India v al Extremo Oriente había sido acortado en una mitad en tiempo v distancia, v eso significaba una economía vitad en aauel momento en oue los buoues oue efectuaban la travesía accionados a carbón estaban remplazando en todas partes a la vela. La su presión del largo viaje en tom o al cabo de Buena Esperanza signi ficaba también oue todo el sistema de defensa del imperio británico auedaba alterado, puesto oue las tronas v los buoues de guerra podían ahora ser trasladados del Atlántico y el Mediterráneo al océano índico con gran rapidez. Resultaba evidente aún que la anchura v profundidad del canal afectarían al modelo de construcción de buoues. y que gran número de territorios olvidados se volverían accesibles a la civiliza ción occidental. El periódico de Stanley, el «N ew York Herald», bacía el siguiente comentario en su editorial: «El... canal de Suez pone todos los descubrimientos recientes en tom o a las fuentes ecuatoriales del Nilo hechos por Speke, Grant. Baker. Burton y Livinestone, a una distancia conveniente para la colonización inglesa.» Había otro punto particular: el canaí era parte de la lucha francesa por el poder en Egipto, y de su campaña general para desalojar a la nación inglesa de su posición de creciente influencia en el África oriental y el Próximo Oriente. Un francés había cons truido el canal, el dinero francés lo había subvencionado, v los fran ceses estaban ahora resueltos a explotar su ventaja al máximo. En adelante podían pretender que tenían vitales intereses en juego en Egipto y un positivo derecho a intervenir en la política egipcia. Los arreglos de Ismail para la inauguración, que fue fijada para el 17 de noviembre de 1869, tenían el toque de Harun-alRaschid. Las fiestas tendrían una duración de cuatro días, e iban a tener lugar en El Cairo y en el Canal mismo. En El Cairo, erigió su teatro de la ópera, y se encargó a Verdi que escribiera Aída para su inauguración (aun cuando, en verdad, la ópera no fue representada en Egipto hasta más tarde). Se vendieron parcelas de terreno en el centro de la ciudad para reunir dinero, y las pirá mides fueron iluminadas con luz de magnesio. En Port Said se
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construyeron tres pabellones: uno para los visitantes más ilustres, otro para la jerarquía muslime, y el tercero para los cristianos. Se preparó un castillo de fuegos artificiales para el comienzo de los festejos, y fueron traídos de Italia y Francia quinientos cocineros y mil servidores para atender a los seis mil invitados. Los mejores vinos y los más costosos manjares fueron por supuesto proporcio nados sin limitaciones. En Ismailía, el punto a mitad de camino junto al lago Timsah, fue construida una nueva ciudad con un palacio, hoteles y quioscos: era allí donde la flota que conducía a los principales visitantes desde Port Said había de encontrarse con una flotilla más pequeña procedente de Suez, y así el Mediterráneo y el mar Rojo iban a reunirse por primera vez. No podía esperarse que tan profusos preparativos se realizaran sin ningún tropiezo, especialmente en un país como Egipto; en Port Said la carga de los fuegos artificiales hizo explosión, y poco faltó para que la ciudad quedara arrasada; y en el último momento un barco encalló, obstruyendo el paso del canal. De Lesseps acudió presuroso al lugar y mandó volar el buque. En la mañana del 17 de noviembre, sin embargo, todo estaba listo para el comienzo, con una gran concentración de barcos en Port Said, y la ciudad y las naves aparecían engalanadas con' ban deras y colgaduras. El canal fue bendecido por sacerdotes musli mes, griegos ortodoxos, coptos y católicos, se hicieron gran canti dad de disparos de cañones y otras armas de fuego, veinte bandas militares tocaron, y por entre el fluctuante humo de la pólvora la emperatriz Eugenia de Francia en el yate imperial Aigíe llevó la delantera en el paso del canal. Iba seguida de Ismail, a bordo del Mahrousa (su regia cimitarra resplandeciente de joyas), el empera dor de Austria (de uniforme blanco, pantalones escarlata y un som brero de candil con una pluma verde), y un número de majestades menores y oficiales a bordo de dos acorazados austríacos y cinco británicos, una corbeta rusa y una gran cantidad de barcos en parte a vapor y en parte de vela; en total una flota de setenta buques. En Ismailía la flotilla procedente de Suez fue recibida al anoche cer, y en medio de una gran ceremonia se declaró que Africa era una isla. Los visitantes desembarcaron para asistir a un banquete, un castillo de fuegos artificiales, y a un baile iluminado por diez mil farolillos. Durante su permanencia en Ismailía la emperatriz Euge nia experimentó la nueva emoción de montar en un camello al mismo tiempo que los hombres de las tribus beduinas locales dis paraban sus mosquetes, y luego la flota prosiguió su viaje hacia el mar Rojo. La familia real británica estuvo ausente de este jolgorio, pero en verdad se habían anticipado a él; con antelación de unos meses el príncipe y la princesa de Gales (quienes al cabo de más de treinta
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años iban a ser el rey Eduardo V II y la reina Alejandra), habían partido para Egipto en una visita oficial, y habían estado pre sentes cuando fueron abiertas las compuertas que daban a los Lagos Amargos hacia la extremidad meridional del canal. Había consti tuido una buena ocasión para un naturalista, pues grandes canti dades de peces procedentes del Mediterráneo entraban con la co rriente, mientras que los que llegaban por el canal de agua dulce que se unía allí a los lagos alimentados por el Nilo, quedaban instantáneamente muertos. Tras eso, Sus Altezas Reales habían efectuado un corto viaje río arriba hasta Luxor. Fue esta visita la que llevó a Samuel Baker y a su esposa de nuevo a Africa. Baker, con su conocimiento del árabe y de Egipto, fue invitado a formar parte de la excursión como intérprete. En un baile de trajes dado por De Lesseps, Ismail llevó al explorador a un lugar retirado y le hizo una importante proposición; había de cidido, dijo, organizar una expedición militar que iba a anexionar el Alto Nilo a Egipto y suprimir el tráfico de esclavos allí. ¿Querría Baker tomar el mando? Las condiciones eran generosas, hasta para Ismail. Baker iba a convertirse en un bajá, un Lord del imperio otomano, y un maris cal de campo. Escogería su propios hombres, y tendría una paga de cuarenta mil libras esterlinas repartida en los cuatro años de tenencia de su cargo. Las fuerzas que estarían bajo sus órdenes constarían de unos mil setecientos hombres, y a Baker Bajá se le concedería plena libertad para la adquisición de su equipo. Un hombre más perspicaz en política de lo que era Baker po dría, por supuesto, haber considerado tales propuestas con cierto escepticismo. Era e nextremo dudoso, por ejemplo, que Ismail fuera sincero en su deseo de suprimir el tráfico de esclavos. £1 mismo era uno de los mayores poseedbres de esclavos; labrie gos que trabajaban en sus enormes haciendas, y los innumerables criados de sus palacios podían tener la apariencia de hombres libres, pero en realidad estaban atados a sus ocupaciones tanto como cualquier siervo ruso, e Ismail tenía el poder de vida y muer te sobre ellos. En cuanto a la esclavitud en el Sudán, Ismail se daba perfecta cuenta de que todos sus oficiales estaban profundamente comprometidos en el asunto, y él mismo, de hecho, había otorgado contratos públicos a negociantes particulares autorizándolos a ex plotar el Alto Nilo. En Egipto, como en Zanzíbar, la esclavitud for maba parte del modo de vida muslime, y el Gobierno se beneficiaba grandemente de ello. Pero la abolición del tráfico había hallado un gran eco político en Europa y América, e Ismail se daba cuenta de que tendría que hacer por lo menos una manifestación exterior de apoyo a la campaña contra la esclavitud si deseaba continuar recibiendo la ayuda del mundo occidental. Esa ayuda era totalmente esencial para
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él. Necesitaba más dinero de Europa, y también apoyo político para los grandes designios que tenía a la vista: la extensión de su poder por todo el Sudán meridional, el Africa oriental y Abisinia. Todo había de hacerse bajo la bandera de la civilización; el nuevo Egipto iba a reportar los beneficios del mundo moderno a aquellas salvajes regiones del Sur. Y sin embargo, ¿quién podía poner reparos a aquella expedi ción? Ningún otro Estado se proponía pacificar y civilizar aquellos territorios, e Ismail ciertamente, hallándose tan cerca y siendo su mente tan típicamente occidental, era lógicamente el gobernante que había de emprender la obra. Era siquiera razonable que su buena fe fuera aceptada en tanto que los hechos no demostraran lo contrario. Así, en todo caso, opinaban Samuel Baker, y sin duda también el príncipe de Gales y el Gobierno británico. Baker aceptó la comisión y se lanzó a los preparativos con método y placer, y, puede añadirse, sin mucha consideración al costo. Su primer viaje Nilo arriba lo había transformado de cazador mayor en explorador. Ahora el explorador iba a convertirse en sol dado y administrador. El Estado Mayor europeo se compondría de diez miembros: el sobrino de Baker, teniente Julián Baker, de la Marina Real, fue em pleado con un sueldo de quinientas libras al año para actuar como ayudante personal del jefe; luego estaba el doctor Joseph Gedge, el médico militar, dos ingenieros, Higginbotham y McWilliam, Marcopolo, el jefe de depósito e intérprete, y Jarvís el carpintero de ri bera con cuatro ayudantes. Lady Baker iba a ser la única mujer blanca que acompañaría a la expedición. Luego, la totalidad de las fuerzas habían de ser organizadas sobre una propia base militar. Habría dos regimientos, uno de soldados sudaneses y el .otro de egipcios (los cuales resultaron ser en su mayor parte criminales de las cárceles de El Cairo), y de éstos, Baker, más tarde, eligió un cuerpo de guardia personal de cua renta y ocho tiradores certeros. Les puso gorros turcos y uniformes escarlata y los llamó «Cuarenta ladrones». Además, iba a haber un contingente de doscientos soldados de caballería y dos baterías de artillería. Después el equipo, que sería de lo mejor. En Inglaterra, Baker ordenó la construcción de una flotilla de bateles, la totalidad de los cuales pudierah desarmarse de modo que fuera posible arrastrarlos o transportarlos por camellos a través del desierto, y luego monta dos de nuevo y botados en el Nilo, más arriba de las cataratas. El mayor de éstos era un barco de treinta metros, doscientas cincuen ta y una toneladas y veinte caballos de fuerza, y además había dos buques más pequeños de dos hélices, uno de ciento ochenta tone ladas y el otro de treinta y ocho, y dos lanchas salvavidas de diez toneladas.
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Por un coste de nueve mil libras se adquirieron también pertre. chos generales en Inglaterra, los cuales se esperaba que durasen cuatro años: cuatro cobertizos de hierro de veinticuatro metros de longitud y construidos en porciones, doscientas bengalas y cincuen ta mil cartuchos de municiones Snider, medicamentos, uniformes, «géneros Manchester», varias sierras, herramientas y equipo de ex cursionismo de todas clase — «cualquier cosa útil desde una aguja a una palanca de hierro, desde un pañuelo a una vela de barco» — y ñnalmente, para impresionar y engañar a los indígenas, chucherías, tambores, cajas musicales y una oatería eléctrica. El cuerpo principal de la expedición remontaría el Nilo en tan das, mientras el propio Baker y su esposa se adelantaban hacia Khartum por la ruta del mar Rojo (lo cual significaba cruzar hacia el río desde Suakin), y las disposiciones para el transporte eran formidables. Cientos ae camellos lueron empleados, y al tinal se necesitó una flota de nueve buques de vapor y cincuenta y cinco barcos de vela para transportar a ios soluados y su equipo desde El Cairo. Lln grupo parecido nunca se había visto y ni siquiera se había soñado con ello antes, en el Africa central. Naturalmente que hubo dilaciones; aparte la general apatía que alcanza a todas las cosas en Egipto, existía un nrme deseo entre los interesados en el tráhco de esclavos en impedir que la expedi ción se pusiera en marcha. Los festejos de la apertura del canal hacían también difícil para Baker el procurarse lanchas. Debe considerarse como algo de maravilla, por tanto, que hacia febrero de ÍK'/U, apenas un ano después de recibir este encargo, Baker huoiera reunido el grueso de sus fuerzas en Khartum y se hallara preparado para partir hacia Gondokoro, la cual iba a ser su principal base ue operaciones, be hizo evidente en seguida, en Khartum, que su presencia allí era absolutamente necesaria. El tra nco de esclavos había sido bastante malo en la época de su primera expeuicion, y añora era diez veces peor. Todo el país hailaoase en ruinas. La propia población de Khartum había siao tan perju dicada con impuestos y despojada por los onciaies egipcios, que sus treinta mu habitantes haoian quedado reducidos a 1a mitad, en las aldeas circundantes, ios africanos habían abandonado el deses peranzado trabajo de cultivar la tierra, solo para no ver sus cosecnas arrebatadas por aquellos, y ahora remaba la desolación en todas partes a lo largo del no; no se veían nada mas que nonas ociosas y campos que se haman transformado de nuevo en desiertos. Unos cincuenta mil esclavos eran traídos dei Alto Nilo todos los anos, y una horda de quince mil arabes, por lo menos, estaban ocu pados en el trauco. Algunos de aquellos tratantes habían llegado a ser tan independientes y poderosos como los barones bandoleros de la Edad Media; un tal Agad, por ejemplo, tenía un contrato del Gobierno que le otorgaba el derecho de comerciar en una extensión
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de noventa mil millas cuadradas, y un pequeño ejército privado se hallaba bajo su mando. Toda aquella gente consideraba a Baker como enemigo. Nada podía hacer para combatirlos en las cer canías de Knartum, pues su misión no le concedía poderes allí, pues iba con destino al Alto Nilo, el cual era la principal fuente de suministro de esclavos, y allá el jedive le había otorgado una absoluta autoridad. Podía detener a un barco con esclavos en el río, soltar a las víctimas hacinadas bajo las cubiertas y prender a los tratantes sin pararse a considerar si eran oficiales o no. Podía ejer cer justicia sumaría y hasta imponer la pena de muerte. El 2 de febrero de 1870 navegó hacia el Sur desde Khartum con más de un millar de hombres armados, y se sentía lo bastante fuerte para hacer frente a cualquier resistencia con que tropezaran en el río. Pero el propio río se mostraba ahora el verdadero enemigo de Baker. Durante los cinco años que habían transcurrido desde que estuvo en el Alto Nilo nada se había hecho para mantener un liore canal a través de la vegetación flotante, y hacia 1870 en muchos lugares la corriente había desaparecido bajo una esponjosa masa de enrejados hierbajos. Por espacio de dos terribles meses, los sol dados oe Baker abrieron a machetazos un canal en aquella ciénaga, pero sólo consiguieron penetrar unas cuantas millas, islas flotantes de desechos seguían agrupándose en torno a sus barcos, de suerte que ellos parecían «como inmovilizados por un témpano de hielo notante en el Artico». Entre tanto, el mvel del río, mvisible bajo la red de junquillos, descendía rápidamente. A primeros de abnl, Baker decidió retroceder y establecer un campamento base en te rreno sólo cerca de la actual población de Maiakal, mientras espe raba la crecida anual para bajar de nuevo al final del año. Los siguientes siete meses transcurrieron bastante provechosa mente atrapando barcos de esclavos en el rio abierto al norte de Malakal, y reorganizando la expedición, y a primeros de diciembre de 18/U, Baker estaba preparauo para realizar otra tentativa. El río aparecía ya en su crecida, una fuerte brisa soplaba del Norte, y cin cuenta bajeles con mil seiscientos hombres y mujeres, y lady Baker a bordo se lanzaron de nuevo a la odiosa ciénaga. Dos meses des pués se hallaban aún arrastrándose hacia adelante yarda a yarda a lo largo del Bahr-el-Zeraf, y las mismas monótonas escenas se repetían todos los días; los mal dispuestos soldados vadeando en el lodazal, algunos de ellos cortando con machetes la enredada barrera de junquillos, otros tirando de cuerdas para hacer que ios bajeles pasaran y otros trabajando aún con palas en el pegajoso lodo. El calor era espantoso y muchos desfallecieron de neore y por inso lación. Uno tras otro los barcos de vela se hundían o quedaban encallados en el légamo, y por la noche no había manera de librarse de los mosquitos, a menos que los hombres desembarcaran y
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durmieran junto al humo de una hoguera. Pero generalmente no podían desembarcar: no había tierra, sólo el interminable y cre ciente laberinto de papiros, con la ciénaga debajo. En nuestros días el canal de Bahr-el-Jebel ha sido limpiado, y los vapores de ruedas atraviesan esta parte del Sudán o vegetación flotante en menos de tres días, pero aun así y todo este viaje resulta muy tedioso y opre sivo. Haberse demorado allí durante meses enteros en aquella deprimente prisión verde sin ninguna certeza de que uno saldría alguna vez, debe de haber sido una experiencia apta para poner a prueba la salud y serenidad de cualquier hombre ordinario. Hacia marzo de 1871, hasta los nervios del propio Baker em pezaron a resentirse. «Es totalmente imposible decir dónde esta mos», escribía él en su diario; y luego indica una vez más que parecía no haber ninguna esperanza; a los soldados egipcios ya no les importaba vivir o morir. Y muchos morían efectivamente. Gedge, el doctor, se hallaba agotado desde hacia ya tiempo, y había sido enviado a Khartum, y ahora no había nadie que pudiera tratar a los centenares que enfermaban de paludismo y disentería. Baker y su esposa parecían ser milagrosamente los únicos que podían conservarse sanos. A primeros de marzo, el Nilo comenzó a descen der otra vez de un modo alarmante, y el 9 de marzo Baker registra que toda la flota «se hallaba encallada a machamartillo». Pero fue en aquel mismo día cuando, en un ligero batel de reconocimiento, Baker avanzó y llegó a las aguas libres donde el Bahr-el-Jebel entra para unirse al Bahr-el-Zeraf desde el Norte. Este fue un tremendo momento, y Baker incitó a sus exhaustos hombres a que realizaran un nuevo esfuerzo. «Determiné en seguida — dice— construir un dique detrás de los barcos para cercar la posición en la cual nos hallábamos como una alberca. El sentido común me aseguraba que con esto se conseguiría que se elevara el nivel, con tal que pudiéramos construir un dique de suficiente solidez para aguantar la presión del agua. Tenía una gran cantidad de madera de abeto en forma de vigas y traviesas para fines de construcción. Por consiguiente, ordené a Mr. Higginbotham que preparara dos hileras de pilas, que serían conducidas a través del río.» Durante los dos días siguientes, mil quinientos hombres estu vieron ocupados llenando sacos con arena y barro y atando gran des haces o manojos de junquillos. Todo este material, a una señal dada, debería ser agrupado en una compacta masa en torno a las pilas de maderos para formar una barrera continua a través del río, y el 13 de marzo todo estaba preparado. «M e hallaba en uno de los barcos encallados sólo a unos cuantos metros de la hilera de maderos — explica Baker— . Los cornetas y tambores estaban en otro bajel preparados para dar la señal. Al primer toque, cada dos hombres levantaron los sacos de arena y barro. En seguida los cornetas y los tambores sonaron a un mismo
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tiempo para indicar el avance, y quinientos pesados sacos fueron echados contra la hilera de maderos, y firmemente asegurados por los hombres. Las tropas trabajaban ahora con intensa energía... Los irnos apisonaban frenéticamente los bultos y danzaban por en cima de la enmarañada masa, todos gritando y vociferando con gran agitación, y, mientras tanto, los tambores y cornetas mante nían un incesante ruido. Una doble hilera de hombres formó una cadena de transporte, y pasaba una continua provisión de haces a los trabajadores que se hallaban en el agua y consolidaban firme mente la pegajosa masa. A las dos y media de la tarde el río apa recía completamente obstruido, y la gente trabajaba con redoblada energía en la superestructura del dique, el cual se levantaba ahora como un arrecife en una extensión aproximada de ciento diez metros, de una ribera a otra. A las tres y media el agua había subido tanto, que obligó a los hombres en algunos lugares a nadar. El buque de vapor que había quedado completamente embarran cado, y la flota entera, flotaban alegremente en la alberca.» Ahora, por fin, habían cesado sus molestias. Uno a uno los barcos avanzaron hacia las aguas libres, y un mes después amarra ban en las márgenes situadas bajo la arruinada casa de la misión austríaca en Gondokoro. El lugar ofrecía, si cabe, un aspecto más triste que nunca, pero Baker comenzó en seguida a desembarcar sus pertrechos y a cons truir allí un fuerte. Era bastante para renovar la esperanza estar fuera de la vegetación flotante, y a fines de mayo había surgido allá una ordenada hilera de chozas, rodeadas de huertos y recién sembrados campos de maíz. El 26 de mayo, Baker se entregó a una ceremonia que podría haber resultado patética si hubiera sido diri gida por cualquier hombre. Formó en parada a mil doscientos de sus hombres con brillantes uniformes, izó la bandera turca en un palo de veinticuatro metros, y anexionó solemnemente el circun dante territorio a Egipto. En adelante iba a ser conocido como Ecuatoria, y Gondokoro, la pequeña capital, recibió el nuevo nom bre de Ismailía en honor al jedive. No había nadie para registrar la escena para el mundo exterior, y ningún observador excepto los desnudos hombres de las tribus baris, los cuales es de suponer que no comprendían nada de lo que se estaba haciendo y preferían en lugar de ello efectuar incursiones nocturnas en el campamento. Pero Baker y sus amigos estaban tranquilizados por su pequeño gesto de formalidad en la selvática extensión. Aquella noche su cena se compuso de carne asada de vaca, budín de Navidad y ron. A Baker le quedaban todavía dos años de contrato y la historia de esos dos años es, en muy amplia medida, una historia de lucha colonial. Aquélla había dejado de ser una expedición; en pequeña escala era una campaña militar que se proponía «pacificar» el país, y la palabra «pacificación» tenía siniestros significados. Hacia 10— 2.166
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el 1870 ya era reconocida por mucha gente como un caprichoso eufemismo con el cual se procuraba encubrir los brutales hechos de operaciones militares contra pueblos primitivos y casi desvalidos. Se despertaron en Inglaterra fuertes sentimientos liberales y hu manitarios cuando fueron conocidos los detalles de la campaña de Baker. Sin embargo, es difícil ver cómo, una vez lanzado a esta aventura, podía haber obrado de otro modo. Se hallaba cogido en un molde expansionista que desde entonces ha sido designado con la palabra «colonialismo»; la explotación de los débiles por los fuertes, un aspecto de la conducta humana que el amigo de Baker, el jefe Comoro, creía comprender muy bien cuando decía: «Sólo los débiles son buenos; ellos son buenos porque no son bastante fuertes para ser malos.» Pero sería ingenuo y sentimental desechar el colonialismo en estos términos, especialmente en el Africa central. Había allí una vasta extensión que supuestamente había sido dejada intacta a través de los siglos, y quizá hubiese sido conveniente haberla dejado así; las tribus locales habían logrado a fuerza de fatigas elaborar un sistema de vida propio de la Edad de Piedra, el cual era perfec tamente válido a pesar de su brutalidad, incertidumbre y sufri miento. Pero no había sido dejada intacta; los mercaderes árabes penetraron sin otro objeto que la ganancia personal y arrancaban de Africa animales y seres humanos de la misma forma que un minero extrae rocas de la tierra. Hacia 1870 este primitivo Edén se había manchado, relajado y finalmente envilecido. A Baker y a hombres como él les parecía que era un deber moral de los gobier nos civilizados restaurar de nuevo el orden, expulsar a los despia dados negreros extranjeros y enseñar a los indígenas a vivir en paz y con un nivel mucho más alto que el que tuvieran antes. A los indígenas, como es natural, les resultaba. todo esto muy confuso. Baker les parecía que era simplemente otra especie de traficante e invasor, y en consecuencia le hacían la guerra; y en cuanto más lo combatían, tanto más Baker consideraba necesario pacificarlos prra su propio bien. Finalmente, halló que tenía que ocupar el país e imponer unas leyes justas por la fuerza. Y así, de buen o mal grado, se formó una nueva colonia. Mucho dependía, por supuesto, de los medios que se usaran para alcanzar estos dignos fines; evidentemente un jefe prudente, enér gico y paciente podía tratar el difícil período de transición con mucha menos brutalidad que un belicoso guerrero fundador de imperios que estuviera allí para forjarse un nombre por sí mismo. Indudablemente que Baker, en el fondo, era prudente, enérgico y paciente; se debía simplemente al infortunio que entrara en el proceso de colonización del Africa central bajo el dudoso patrocinio del jedive, y en su más áspero y crudo momento. Su expedición tenía que luchar por su existencia y eso era lo que importaba; a
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menos que empleara una táctica de mano dura, no sólo fracasaría, sino que también perecería. Y así cuando las tribus baris lo atacaban en Gondokoro con flechas envenenadas, las ahuyentaba a tiros; cuando se negaban a venderle ganado y grano hacía incursiones en el terreno y se apo deraba de las vituallas necesarias para el alimento de sus hombres. Nada de esto era muy sencillo o fácil. Los traficantes árabes, especialmente un tal Abu Saud, se unían a los baris para luchar contra él, y pronto pudieron provocar una rebelión dentro de la propia guarnición de Gondokoro. Los desalmados egipcios del pequeño ejército de Baker no eran hombres de gran fibra moral. Al regresar a Gondokoro de una de sus incursiones, halló Baker un día que mil cien de ellos se habían apoderado de treinta de sus barcos de vela y se habían largado río abajo hacia Khartum. Este desastre lo dejó con quinientos hombres solamente. No obstante, decidió seguir adelante hacia Bunyoro, el reino de Kamrasi. Los «Cuarenta Ladrones» se habían convertido en un eñcaz cuerpo de guardia, los soldados sudaneses eran leales, y por entonces hablan hecho un acopio de grano y extensos rebaños de ganado y ovejas que constituían una abundante provisión de alimento para el viaje. Una pequeña guarnición fue dejada atrás, en Gondokoro, bajo el mando de un oñcial egipcio, Raouf Bey, y a este hombre se le die ron instrucciones para que vigilara al doctor Livingstone y no lo perdiera de vista si reaparecía durante la ausencia de Baker. En aquel momento Livingstone se hallaba a cientos de millas de distan cia al Sur, junto al lago Tanganika, pero Baker no había tenido noticias de él, ni en verdad, de nadie durante un año o más. Fue una marcha uniforme y bien organizada. El 22 de enero de 1872 se pusieron en camino Baker, su esposa y el sobrino Julián, llevando la delantera a caballo, y después de atravesar la larga serie de reciales al sur de Gondokoro, arribaron a la frontera de Bunyoro a mediados de marzo. En todas partes a lo largo de la ruta, aun en un punto situado tan lejos hacia el Sur, como donde se encontraban, el tráñco de esclavos había producido gran desola ción, y Fatiko, la avanzada que los Baker habían visitado en 1864, se había transformado entonces en un extenso conjunto de casas cercadas que abarcaba por lo menos un espacio de doce hectáreas. Una muchacha sana era tasada en «un simple colmillo de elefante de primera clase» (equivalente a una cantidad de -veinte a treinta libras esterlinas en Inglaterra, pero cuyo precio, por supuesto, era mucho menor en Bunyoro). Podía también ser adquirida a cambio de una camisa nueva o por trece agujas de coser inglesas, y estas cosas eran tan deseadas, que los padres vendían a sus hijas con suma frecuencia. Baker no realizó ninguna tentativa para investigar las inexplora das extensiones del Nilo, pero continuó avanzando invariablemente
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hacia el Sur, y ahora con su pequeño ejército no tenía necesidad de pedir permiso al rey para entrar en Bunyoro. El 25 de abril de 1872 llegó a la capital, y vio «unos miles de chozas de paja en forma de colmenas* en el sitio de la actual población de Masindi. Kamrasi había muerto, y a Baker no le agradaba su sucesor: «Éste — dice — era Kabba Rega, el hijo de Kamrasi, el decimosexto rey de Bun yoro, de los conquistadores gallas, un torpe, desmañado e indigno patán de veinte años que se creía un gran monarca. Era cobarde, cruel, solapado y traicionero en grado máximo.» El joven rey avanzó hacia el campamento de Baker andando como una jirafa, a la cabeza de una horda de dos mil de sus se guidores, y a Baker no le gustó en absoluto su porte. Relata que Kabba Rega estaba ebrio la mayor parte del día excepto durante un par de horas cuando despachaba sus asuntos por la tarde, y que la capital era un bullicio de danzas, gritería, ruido de trompetas y borracheras durante toda la noche. Kabba Rega, o Kabarega, es de alguna importancia en la historia del Africa central, y el juicio de Baker sobre él no puede cierta, mente ser considerado como definitivo. Desde el principio, Baker parece haber esperado hallar cualidades en el joven rey que ha brían resultado excepcionales en cualquier jefe africano de aquel tiempo, y no puede haber ninguna duda de que la propia conducta de Baker albergaba en sí la intención de provocar una crisis en Bunyoro. No disimulaba en absoluto lo que había ido a hacer, y eso era dominar a Kabarega, por la amistad si era posible, y si no, por la fuerza. Plantó su tienda bajo una enorme higuera de Bengala y luego procedió a construirse, cerca de ella, una «casa del gobierno, y una vivienda privada para mi mismo». En la actualidad no quedan más testimonios de estas estructuras que unos límites desnudos entre los verdes prados y las jacarandás de Masindi, pero poseemos la descripción que Baker hace de ellas, redactada con un justificable orgullo: la casa del gobierno constaba de una sola planta, que medía cinco metros y medio de longitud por cuatro de anchura, con un techo a seis metros de altura; las paredes estaban hechas de cañas y se hallaban cubiertas con mantas encarnadas. Una notable colec ción de cuadros se colgó en aquellas paredes para impresionar a los africanos, tales como fotografías de la reina Victoria y la princesa de Gales, coloreadas ilustraciones de modas, de «hermosísimas mujeres, con vestidos suntuosos», y gran cantidad de grabados de deportes. La caja musical fue desempaquetada y se colocaron alfom bras en el suelo. En aquellos aposentos, Baker Bajá, el nuevo virrey del jedive, se preparaba para recibir visitas oficiales. Más tarde se construyó un fuerte circular, de gruesos leños erectos, con el techo de barro y una zanja circundante, cerca de la casa del gobierno. Se crearon huertos de cohombros, melones, calabazas y
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semilla de algodón, y si Kabarega abrigaba aún alguna duda sobre los motivos de los extranjeros, la situación se le aclaró absolu tamente el 14 de mayo de 1872; aquel dfa, Baker anexionó pú blicamente Bunyoro al jedive. Pero Kabarega, aun en aquellos tempranos años de su carrera, era mucho más que un zafio borracho. Había tenido que luchar por su trono a la muerte de su padre dos años antes, y ya había mos trado señales de las cualidades que, más adelante, le convertirían en el más hábil jefe de guerrillas del Africa central. En aquella época era muy inexperto y tenía gran necesidad de buenos con sejos, pero uno apenas si puede culparlo por resentirse de la in trusión de Baker en su reino. Estaba muy bien que Baker declarara que había ido allí en son de amistad. En aquel mundo salvaje ningún hombre fuerte iba a parte alguna simplemente por amistad; él conquistaba los países que invadía y automáticamente convertía a sus habitantes en vasallos. Y eso, en el fondo, era seguramente lo que Baker había ido a hacer. Kabarega debió de verlo con toda claridad. Era evidente para él que tendría que librarse de Baker si había de seguir siendo rey de Bunyoro, y porque era precipitado y agresivo decidió comenzar la cosa en seguida. El redoble de tam bores y el sonido de trompas que Baker oía por la noche, y aun la algazara de las borracheras, no eran sencillamente un salyaje rela jamiento, eran la manera del hombre primitivo de excitar su ánimo para la guerra. Era pueril y bárbaro, hasta un poco patético, pero era también una genuina expresión del sentimiento de tribu; la totalidad de los guerreros y los jefes menores de Kabarega lo apo yaban en esta cuestión. Muchos llevaban armas de fuego y estaban dispuestos a seguirle a cualquier sitio. Tenían un ardiente deseo de guerra, y Baker no iba a ser el primero ni el último inglés que dejara de reconocer en un tosco tumulto la semilla de un auténtico levantamiento popular. En los últimos días de mayo, mientras Baker apresuraba la construcción de su fuerte, las amenazas de Kabarega aumentaron y el 8 de junio se libró la batalla de Masindi. Fue precedida de una pequeña estrategia de Karabega, que lo distingue, automáticamente, de la tendencia general de otros jefes africanos, y la cual podría haber sido aplaudida por los antiguos griegos; envió un presente de sidra envenenada a las tropas de Baker, y muchos de los solda dos lo estaban pasando muy mal cuando la lucha comenzó. La batalla de Masindi duró justamente una hora y quince mi nutos, y Baker la describe con vivos colores: «De repente — refiere— fuimos sorprendidos por los salvajes alaridos de unas miles de voces que irrumpieron inesperadamente sobre nosotros... "¡Toque el tamboril!” Por fortuna di esta orden al cometa que estaba a mi lado sin la menor dilación. Los "Cuarenta Ladrones” apenas tuvieron tiempo de coger sus srifles y hacer fuego
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a quema ropa sobre la masa de africanos que estaban atacándonos a través de la maraña de altas hierbas.» Tal vez durante algunos minutos Kabarega pudo haber tenido una oportunidad de éxito, pero se le escapó en el momento que Baker puso sus «luces azules» — las bengalas— en acción. Antes de que pasara mucho tiempo, pudo Baker conducir a sus hombres al campo enemigo e incendiar las chozas de paja del poblado. «En unos cuantos minutos — prosigue Baker— el incendio ad quirió terribles proporciones, pues la gran corte de Karabega ardía en llamas de veinte a veinticinco metros de altura, que el viento im pelía en ahorquilladas formas hacia la paja de las casas adyacentes. Tras esto perseguimos al enemigo por toda la ciudad, y las balas >roducían sensible efecto por dondequiera que se detuvieran. Las uces azules proseguían su obra de venganza; el crepitar de las lla mas y el denso volumen de humo, mezclado al prolongado ruido mecánico de la fusilería y a los salvajes alaridos de los indígenas, se extendían con la brisa, y la capital de Bunyoro era una perfecta muestra de las regiones infernales.» Pronto «n i una casa quedó en la que hacía poco era una extensa ciudad; un vasto espacio raso de humo y negras cenizas, con vaci lantes llamas en algunos lugares donde las construcciones habían sido consumidas y en otros, ahorquilladas lenguas de fuego donde el combustible aún no había sido consumido, eran los únicos restos de la capital de Bunyoro. El enemigo huyó. Sus tambores y trom pas, poco antes tan ruidosas, yacían ahora enmudecidos». Con tantos africanos muertos y heridos, yacentes en la espesa hierba, era imposible efectuar un cálculo de las pérdidas de Kaba rega, pero Baker se enteró, por informes recibidos, de que nueve jefes habían sido muertos así como «una gran cantidad de gente común». £1 había perdido sólo cuatro hombres. Los buitres se po saban por centenares en tom o a la arruinada ciudad. Pero esto era simplemente el primer choque de una acción que se hacía invariablemente más sería para la pequeña expedición. Los indígenas de Bunyoro no se retiraron; continuaron con escaramu zas cerca de las líneas de Baker desde la tupida cubierta de hier ba, y luego se hizo evidente que era imposible para éste perma necer donde estaba. Todos los días sufría pérdidas sin ninguna esperanza de refuerzos. Las provisiones empezaban a escasear. En resumen, los invasores habían ganado la batalla, pero perdido la guerra. El 13 de junio, Baker decidió que aquello no tenía remedio y no se podía hacer otra cosa que emprender la retirada a Foweira, un puesto de mercaderes junto al Nilo, a unas sesenta millas al Nordes te, y allí reagruparse de manera que pudiera volver a combatir a Kabarega otro día. N o había ya, por supuesto, porteadores locales disponibles, y gran parte de sus pertrechos que habían sido
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transportados todo el camino desde El Cairo, a una distancia de más de tres mil millas, fueron quemados. El repliegue se inició con llovizna el 14 de junio, y los horrores de los siguientes diez días pueden sólo ser comparados (con la debida concesión al calor tro pical y a la acaso ridicula naturaleza de la comparación) a la retira da de Napoleón de Moscú. Día tras día los miserables hombres de Baker eran acosados por lanceros, casi cada pantano y cada vuelta de camino era una emboscada, y los tambores de guerra continuaban resonando implacablemente a su alrededor durante toda la noche. Lady Baker, como puede imaginarse, estuvo magnífica desde el principio hasta el fin de aquel desastre, pero las mujeres indígenas constituían un tremendo impedimento para la marcha, pues todas las que se que daban atrás únicamente podían esperar la muerte inminente. Los caballos y burros murieron prontamente todos, y los heridos tu vieron que ser transportados en camillas. Luego se hizo necesario abandonar el ganado junto con una buena cantidad de pertrechos, y las municiones fueron reducidas a cuarenta cartuchos por hom bre. La principal preocupación de Baker era evitar que sus solda dos dispararan los rifles a la primera señal de peligro en la circun dante mata, y verdaderamente fue notable, en todos los aspectos, que el 24 de Junio pudiera penetrar con los restos de su exhausta y calamitosa columna en Foweira. Las pérdidas originadas en aquella marcha fueron diez muertos y once heridos. De los doscientos hombres útiles de la avanzada que había ido a Masindi, sólo que daban los tres europeos, noventa y siete hombres y cincuenta y una mujeres y asistentes. Foweira no resultó un abrigo muy efectivo para la expedición, pues allí el fuerte había sido quemado, y las plantaciones de plá tanos estaban desiertas. Pero en él por lo menos no eran moles tados por los guerreros de Kabarega, y pronto Baker pudo estable cer una alianza con Rionga, el tradicional enemigo de los reyes de Bunyoro, que vivía un poco más arriba siguiendo el curso del río. En agosto de 1872, Baker estaba de vuelta en Fatiko, y allí, tras una nueva lucha, decidió fijar su cuartel general. Era un lugar admirable para instalarse, y desde el momento que Baker se instaló allí su suerte empezó a mejorar. Antes de termi nar el año se sin*'.i *»un lo bastante fuerte para atacar a Kabarega desde el Norte y finalmente obligarle a huir. Esto parece haber sido la señal de un general derrumbamiento de la oposición de las tribus del sur de Gondokoro. Durante los últimos seis meses de su toma de posesión del cargo, Baker pudo concentrarse sin disturbios en la construcción de su fuerte en Fatiko, y desde allí, aunque de tosca y rápida manera, pudo gobernar, por la sola amenaza de su presencia, el pequeño reino que había conquistado. La mitad del cual, incluyendo el propio valle del Nilo, estaba aún inexplorado;
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se hallaba todavía en estado salvaje en su totalidad, pero mientras Baker permaneció allí se mantuvo por lo menos en paz. Durante la época en que él, su esposa y su sobrino iban a mar charse, en marzo de 1873, pudo escribir: «A l fin toda oposición fue vencida: el odio y la insubordinación cedieron a las disciplina y el orden. Un gobierno paternal extendió su protección por tierras que eran hasta entonces un campo pro picio para la anarquía y la esclavitud... El Nilo Blanco, en una dis tancia de mil seiscientas millas desde Khartum hasta el Africa central, fue limpiado de la abominación de un tráfico que hasta entonces había mancillado sus aguas. Las nubes se habían disipado, y el período de mi ministerio expiraba en paz y completa claridad. Con este resultado, no pretendía más que glorificar a Dios.» Una guarnición de soldados al mando de un oficial egipcio se dejó atrás, en Fatiko, y los Baker llegaron a El Cairo en agosto de 1873. A fines de aquel año estaban felizmente acomodados en Inglaterra, donde su salario de cuarenta mil libras les esperaba intacto en el Banco. Fatiko era el principal monumento que Baker dejó atrás en Africa, y aun hoy día el lugar lleva el sello de su severa y resuelta personalidad; es una admirable expresión de la Inglaterra victoriana en el corazón de Africa. Excepto unos cuantos labradores afri canos, nadie vive allí actualmente, pero los contornos generales del fuerte se han mantenido más o menos como eran en el tiempo de Baker. Se llega allí por un camino lateral, a unas diecisiete millas al norte de la actual población de Gulu, y puede distinguirse desde muy lejos por un agudo crestón de roca que se eleva a unos centenares de pies por encima del raso llano. Desde este punto el matorral africano, con su quietud inmemorial, se extiende hacia lo lejos: al Oeste, sólo visible para el o jo experimentado, el verde valle del Nilo; al Norte, el camino hacia Gondokoro; y al Sur y el Este la vasta llanura que se eleva suavemente en los grandes lagos y en los montes de Etiopía. Baker amaba ese país y soñaba con 'a creación de una gran civilización allí. Pero las cosas realmente no han cambiado mucho en los últimos noventa años. Unos cuantos campos primitivos de algodón y algunos poblados y caminos han suavizado un poco el paisaje y ahuyentado la mayor parte de los animales salvajes, pero éste es todavía un mundo de chozas de paja y de silencio, y la impresión general es de un enorme espa cio y un gran vacío. El fuerte mismo es una amplia construcción cuadrada con un foso alrededor, y está asegurado al lado del Nilo por un gran montón de redondeadas rocas de granito. Sobre éstas construyó Baker sus almacenes con piedras sueltas, usando los hormigueros locales como cemento, y el visitante de nuestros días hallará allí una placa que dice:
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FATIKO
.1872-88 FUNDADO POR SIR SAMUEL BAKER OCUPADO POR GORDON Y EMIN
La extraña y miope figura de Emin nos es todavía desconocida, pero el nombre de Gordon, aquí como en todas partes en el Africa central evoca una inmediata memoria de bizarría y aventura, y es placentero saber que él sucedió a Baker aquí, y que los dos hom bres, sin duda, miraban desde estos pretiles hacia el Nilo, el cual era un tema tan importante como sus vidas, y que percibían, como uno lo percibe actualmente, el susurro de las palmeras cerca del fuerte y veían, al atardecer, las mismas acacias de copas aplastadas que se extendían abajo en el llano y formaban una conveniente percha para que las aves migratorias se posaran allí durante la noche.
Capítulo IX IRSE EN PAZ
El Africa central no tuvo parte alguna en las grandes migracio nes que fluían de Europa a mediados del siglo xix. La circunstancia de la carestía de las patatas y la atracción del oro llevaban a cientos de miles de emigrantes a Australia, California y otras lejanas par tes del mundo, y una vez que habían llegado a sus nuevas patrias, la mayor parte de esta gente volvían la espalda a Europa para siempre. Pero hasta el final de la década de 1870 nada de esto había ocurrido en el Africa central. Continuó siendo un país para exploradores, y nadie, a excepción de los misioneros que se pre paraban para entrar en aquel campo, soñaba siquiera en hacer vida permanente allí. Se creía que la apertura del canal de Suez conduciría a una gran expansión del comercio a lo largo de la costa oriental del continente, pero no se produjo tal movimiento: la mayoría de los buques proseguían su ruta hacia la India, el Extremo Oriente, Australia y Nueva Zelanda, y se dejó que las dos única spotencias locales de alguna importancia, Egipto y Zan zíbar, lucharan una contra otra por la posesión del vasto hiterland. No era una lucha que pudiera prolongarse durante mucho tiempo — las potencias europeas, por imperioso designio, iban finalmente a entrar y hacerse cargo de la situación— , pero en el año de 1870 al jedive de Egipto y al sultán de Zanzíbar les quedaba todavía al gún tiempo más de independencia, y el Africa central continuaba siendo una liza para la política puramente africana. Zanzíbar, por supuesto, era en especial el más débil de los dos estados, y su pequeña población de medio millón había sido seria mente castigada, primero por otra epidemia de cólera en 1869, y luego por un huracán que casi arrasó la ciudad y el puerto en 1872. Pero el sultán era aún dueño incontestable de las tres islas de Zanzíbar, Pemba y Mafia, y de una extensión de cerca de mil millas en la costa del continente. El tráfico de esclavos empezaba a sentir la presión del bloqueo internacional, pero otras exportacio nes tales como el caucho estaban resultando aún más provechosas. La cosecha de clavos de especia, que era en amplia medida enviada a Java (donde los cogollos de la fruta son todavía usados para
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dar sabor a los cigarrillos) producía crecientes beneficios: luga res como Dar en Salaam, Mombasa y Lamu en tierra firme, se es taban convirtiendo en importantes ciudades. En 1870 murió el sultán Majid y le sucedió Barghash, el mismo hombre que, con ayuda de una facción partidaria de los franceses, había incitado a una revuelta unos años antes. Fue un paso para mejores perspectivas, pues Barghash era un hombre robusto y fuer te. Las fotografías que existen de él actualmente en el museo de Zanzíbar, revelan a un rollizo y genial Enrique V I I I con el ceremo nial ropaje de Oriente, y le sienta bien. N o es apacible como su poderoso adversario del Norte; donde el jedive es cortés, Barghash tiene una dignidad más sencilla, y lleva consigo todavía la atmósfe ra de las rocas y las ásperas extensiones de Omán. Cuando a Barghash se le pidió un día que definiera el orden su cesorio en Zanzíbar, respondió con alguna verdad: «La longitud de la espada de uno»; empero, era mucho más que un espadachín y un aventurero; era un hábil y astuto negociador y un hombre que man tenía su palabra. El pueblo inglés le tenía aversión y desconfiaba de él al principio; realmente, H. A. Churchill, el agente británico de la época, se enfureció casi por su hostilidad y sus falsedades. Pero luego Churchill se alejó para ocupar otro puesto, y a K irk se le dejó a cargo de la Agencia con calidad de cónsul suplente. K irk estaba demostrando ya ser el representante británico más capaz en la isla desde la muerte de Mamerton. Le agradaba Barghash. Se daba cuenta de que un rebelde reformado, como un brioso caballo domado, probablemente puede resultar el m ejor socio a la corta o a la larga, y en seguida reanudó las relaciones entre la Agencia y el palacio. Luego comenzó un íntimo trato entre los dos hombres, que se mantendría durante los siguientes dieciséis años y echaría los cimientos del poderío británico en el África oriental y central. No resultó nunca una relación fácil, porque por la misma natu raleza de las cosas, los dos hombres estaban obligados a ser ad versarios; Barghash quería gobernar su pequeño imperio a su pro pia manera, y eso implicaba la continuación de la esclavitud, mien tras que el pueblo británico se había decidido por la abolición. La decisión maduró con las revelaciones de Livingstone sobre los ho rrores cometidos por los traficantes árabes en el interior, y la forma como K irk trató el asunto fue simplemente magistral. Os tensiblemente fue sir Bartle Frere quien condujo las negociacio nes, pero no hay duda de que Kirk era un artífice de su éxito. Frere partió para Zanzíbar a la cabeza de una misión oficial británica en 1873, y aun cuando era un experimentado diplomático no podía hacer nada para persuadir o intimidar a Barghash. La posición de Barghash era muy simple: «S i uno suprime la esclavitud, se me suprime a mí y a todo el estado también.» Una y otra vez Frere le expuso las condiciones de un nuevo tratado conforme al cual el
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mercado de esclavos de Zanzíbar iba a ser cerrado, y suprimido el embarque de ellos en cualquier parte dentro de los dominios del sultán. Pero Barghash se mantuvo firme y no quiso firmar. Ni si quiera la amenaza de un bloqueo naval le haría ceder, y las cosas se hallaban todavía en un ominoso punto muerto cuando Frere salió de la isla decidiendo que por el momento no podía hacer más. Fue Kirk entonces quien hizo entrar en razón a Barghash. Hábilmente y con firmeza — pero siempre manteniendo la amenaza del bloqueo en un último término— le persuadió de que no le quedaba otra opción en el asunto, y al fin Barghash cedió y estam pó su firma en el odiado documento. De hecho, el nuevo tratado no tuvo efectividad en seguida: el mercado de esclavos de Zanzíbar fue cerrado en junio de 1873, y un nuevo templo cristiano se levantó en el lugar pero la escla vitud continuaba como antes en el continente, y el transporte de cargamentos humanos a través del océano Índico proseguía tan implacablemente como siempre. N o obstante, este tratado era una declaración pública y oficial contra la idea de la esclavitud, y hacía así posible que el pueblo británico tomara unas medidas más pre cisas en su ulterior tiempo. Barghash, que había sido derrotado y algo humillado en tal cuestión, podía razonablemente esperar algún quid pro quo en compensación. Lo que consiguió fue la determinación de Kirk de mantener su pequeño imperio intacto. A partir de entonces, el nue vo cónsul (K irk fue confirmado en el cargo después de la salida de Frere) aplicó toda la fuerza de su paciente y lógica mente a la tarea de persuadir al Foreign Office de que Barghash debía ser ayu dado contra todas las intrusiones del exterior, especialmente de Egipto. Kirk se hallaba dispuesto a llegar hasta el límite en esta cuestión. Incluso sentíase dispuesto a defender a los traficantes de esclavos en el Africa central, ya que eran hasta cierto punto los Agentes del sultán y podían servir allí al útil objeto de mantener a raya a los egipcios. En particular, aunque por supuesto no muy públicamente, se hizo amigo de Mohamed ben Sayed, el cual era el mayor traficante de todos ellos. Mohamed ben Sayed, que gene ralmente era conocido como Tippu Tib (un sobrenombre relaciona do con una molestia en los ojos que le hacía parpadear), no es un personaje que pueda ser comprendido en términos occidentales, pues era un gángster de la peor especie con todos los atributos de un culto y distinguido caballero. Era alto, atezado, con barba negra, y muy bien parecido; una figura autoritaria, magníficamente vesti do, buen entendedor en la conversación, un pirata de considera ble atractivo y finura. Este elegante rufián — y veremos su especie repetida más tarde en el Sudán— poseía inmensas riquezas, y su espléndida casa en el centro de Zanzíbar (la cual está aún en pie) era el término de
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una red de caravanas que subían ya afanosamente hasta los bordes del Congo y más allá. No estaba generalmente en Zanzíbar, sin embargo; con más frecuencia había de hallárselo en las orillas del lago Tanganika y del río Luaba, y allí se conducía como un barón bandolero por derecho propio. En lo pasado había sido uno de los dueños de esclavos que salvaron a Livingstone de la inopia en el interior, y había proporcionado a Stanley porteadores en su mar cha a través de África. Y en aquellos momentos, con tal de que su propio bolsillo estuviera bien forrado, se hallaba por entero dis puesto a poner sus recursos a la disposición de Barghash y Kirk en su lucha contra Egipto. Debió de ser una extraña y pequeña comunidad la de la isla entonces, al mismo tiempo cordial y antagónica. El obispo Steere, de la Misión de las Universidades Británicas para el Africa central, estaba ocupado en diseñar y construir su nueva catedral en el sitio más antiguo del mercado de esclavos, una notable ediñcación con un techo sin apoyo fabricado de coral y cemento, que se ha con servado intacto hasta nuestros días. El crucifijo que hay en la co lumna del lado izquierdo del presbiterio está hecho de la madera del árbol que señaló el lugar donde Livingstone murió al sur del lago Bangweolo, en el Africa central. Los musulmanes de Zanzíbar deben de haber odiado esta ciudadela de los infieles, pero el obispo nunca fue molestado en su trabajo. K irk tenía su capilla y su casa en un pequeño promontorio fuera de la ciudad, y aún se entregaba a su afición favorita: plantar árboles de flores exóticas. Actual, mente, éstos se elevan majestuosos en el denso silencio perfuma do de la isla; los franchipanes con su estrellada flor cerosa; el mo rado jacarandá, el llameante árbol caníbal, que atrae a los insec tos a sus cárdenas y amarillas flores para absorberlos luego y el cual podría, acaso, ser considerado como un símbolo de la bruta lidad y la belleza de la isla tal como se ofrecían a la vida hace apro ximadamente un siglo. Luego había los varios palacios y quioscos de Barghash, con su séquito de esposas, parientes, esclavos y seguidores; y las estre chas y héticas calles que bajaban hasta el puerto; y, en el puerto mismo, los bergantines de Salem, los pequeños barcos de vela, los buques mercantes de la India, y los nuevos buques de vapor con sus chimeneas verticales alzándose entre el aparejo. A pesar de la epidemia de cólera y de las restricciones sobre la esclavitud, la ciudad se había vuelto más activa y próspera en años recientes. Un grupo de tiendas había surgido detrás del pala cio: caldereros, orfebres y traficantes en marfil con sus montones de colmillos. La gente más rica eran los prestamistas, quienes car gaban enormes intereses. No tenían moneda propia; las rupias indias, libras inglesas, dólares americanos, francos franceses y piastras egipcias estaban todas en circulación, pero el tálero aus
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tríaco de María Teresa, equivalente a unos cinco chelines, consti tuía la principal moneda corriente. Grandes caravanas que partían para el interior se mantenían en constante movimiento en el puerto, y durante todo el día los culis o peones orientales can taban con monótono sonsonete mientras trotaban con sus cargas por entre los pequeños barcos y las escalerillas del muelle. Todo árabe acomodado, que salía montado en su burro, tenía un esclavo que iba corriendo delante de él para abrir camino a través de las compactas y pendencieras muchedumbres. Había un animado trá fico de drogas y narcóticos, y cualquier espacio abierto servía de escuela donde los muchachos árabes, sentados en círculo, repetían monótonamente las palabras del Corán. Era una compleja y pequeña colmena de costumbres, religio nes e intereses que diferían grandemente; el Oriente luchando con tra el Occidente, el Islam contra el Cristianismo, la mayor miseria persistiendo bajo el máximo lujo, y todo ello resultaba demasiado frágil y desordenado para durar. Pero en el año 1870 Zanzíbar era capaz de realizar un nuevo esfuerzo para mantener su independen cia, y Barghash y Kirk, los dos unidos, representaban aún una seria amenaza para el jedive de Egipto. Durante aquellos años, El Cairo se engrandecía y prosperaba. Los días en que viajeros como Kinglake podían hablar del abierto mercado de muchachas esclavas, de calles desempedradas, de la inexistencia de algún hermoso edificio fuera de las mezquitas, y de leones atados como perros en la ciudadela, habían pasado o, de un modo u otro, pasaban rápidamente. La apertura del canal había traído una gran afluencia de ideas occidentales a la capital. Posee mos la descripción de Winwood Reade, hecha hacia 1873: «E l Cairo, como Roma y Florencia, vive de los turistas, los cuales, si no son muy dilectos son bien recibidos; la ciudad está alumbrada con luz de gas; tiene jardines públicos en los cuales una banda militar indígena toca todas las tardes; un excelente teatro para el cual Verdi compuso Aída; nuevas casas de estilo parisiense surgen por las calles y son alquiladas a altos precios tan pronto como están terminadas. Ningún caballero lleva turbante..., ya hay comunica ción telegráfica entre El Cairo y Khartum, y está a punto de ser empezada la construcción de una vía férrea. En cuanto al Sudán, en tiempos pasados hallábase dividido entre un número de bár baros jefes casi incesantemente en guerra. Ahora-está conquistado y en paz, y el comercio rara vez es entorpecido..., el trafico de esclavos está suprimido...» Continúa para describir al jedive, ahora de algo más de cuarenta años, como poseedor de «una inteligencia y energía admirables». Tal vez El Cairo ofrecía efectivamente este aspecto para un turista en tránsito en el año de 1870, y no existe ciertamente mo tivo alguno para dudar de la descripción que hace Reade de la
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apariencia física de la ciudad; mas, para todo el que conozca los hechos reales sobre el jedive y el Sudán, su relato es absurdo. El Sudán no estaba en paz, el comercio allí se hallaba próximo a la ruina excepto en un ramo, el tráfico de esclavos, el cual florecía con más vigor que nunca; y en El Cairo el jedive empleaba toda su considerable inteligencia y energía en la desesperada búsqueda de dinero. Él cuadriplicó el impuesto sobre los terrenos, se quedó con una quinta parte de la tierra cultivable de Egipto y sacó dinero de los fellahs mediante el uso del látigo; pero esto aún no era bastante para marchar al mismo ritmo de sus propios gastos o para satis facer a sus acreedores. Con la terminación de la guerra civil en América, el precio del algodón bajó, y ello aumentó más aún sus dificultades. Luego, también, en cualquier empresa, a Ismail le es. tafaban sus propios oficiales y aun cuando en todas partes estaba instalando maquinaria y modernos aparatos occidentales, de hecho sacaba menos de la tierra de lo que consiguiera en el comienzo de su reinado. Egipto se estaba haciendo insolvente, y en 1875 tuvo que recurrir a vender sus acciones del canal de Suez a la Gran Bretaña por cuatro millones de libras esterlinas. El canal fue un gran éxito; el primer año después de su apertura quinientos barcos pasaron por él, pero a partir de entonces Egipto recibió muy poco beneficio económico del mismo. Empero, ninguna de estas dificultades disuadió a Ismail de sus planes para la conquista del valle del Nilo. «L a audacia manifestada en todos estos proyectos de Imperio — escribía Stanley— es simplemente admirable, casi tan mara villosa como la total ausencia de sentido común.» Pero el sentido común no había sido nunca muy considerable en el palacio Abdin; Ismail se había lanzado a una vida suntuosa y plena de ambición, y si su camino llevaba a la bancarrota, a pesar de eso estaba re suelto a proseguir la marcha con ritmo acelerado. Con el regreso de Baker a Europa, pensó en buscar otro europeo que se encan gara de su campaña en Ecuatoria y en las regiones cercanas a las fuentes del Nilo, y su elección recayó en el coronel Charles George Gordon, del cuerpo de ingenieros de la Corona británica. Gordon tenía cuarenta y un años y ya era un hombre famoso; había servido con ejemplar valor en la guerra de Crimea, y había conducido al «Siempre Victorioso E jército» a través de sus arries gadas aventuras en China. N i siquiera los seis oscuros años que últimamente había pasado en servicio de guarnición en la desembo cadura del Támesis en Inglaterra disminuyeron realmente su repu tación de aventurero excéntrico y soldado aficionado a la Biblia, uno más de la larga estirpe de militares místicos británicos que nos conduce a generales como Orde Wingate en la última de las grandes guerras mundiales. Debemos, por tanto, considerarlo aquí, no como
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era en la época de sus primeras luchas, sino en los últimos diez años de su vida. Uno de los más extraños aspectos de Gordon es la cambiante naturaleza de la reputación que ha alcanzado desde su muerte. Muere como un héroe nacional más amado y llorado que cualquier otra figura de la época victoiiana, no exceptuando al propio Livingstone. Raras veces un libro habrá sido tan leído como sus póstumos Khartoum Journals; eran conocidos de todo literato adul to en Inglaterra y establecieron una leyenda que a sus contemporá neos les parecía era tan noble como el clásico heroísmo de San Jorge. Luego, inesperadamente, al cabo de un cuarto de siglo de su muerte, un intelectual homosexual renueva la historia, y de repente Gordon adquiere una reputación diferente en el suelto e irónico en sayo de Lytton Sltrachey en Eminent Victorians. Aquí se nos apa rece Gordon como el devoto bebedor que gusta de un brandy and soda para el desayuno, y luego aún más coñac y más sifón cuando se retira, a veces por días enteros, a su tienda en un acceso de depresión melancólica. Este Gordon es todavía valiente, todavía el místico hombre de acción, quijotescamente generoso y benévolo, todavía una errática especie de santo, pero es cierto que está un poco loco. Para una generación posterior, sin embargo, esta brillante de nigración del héroe no servirá en absoluto. Se nos dice que Sttrachey estaba completamente equivocado sobre el brandy and soda, y que las historias de sus excesos en la bebida seguidos de una fuerte depresión no eran 'más que libelos urdidos por Chaillé-Long, persona indigna de confianza, y al cual Gordon realmente despreciaba. El personaje que ahora se nos aparece es un hombre con una reputación como la que podría haber tenido el mariscal Montgomery, especialmente si hubiera muerto en el apogeo de sus campañas: un soldado reconcentrado y sumamente activo, un hom bre de gran piedad y sencillez, que desechaba todas las distrac ciones normales y las comodidades de la vida para servir a sus semejantes. Hay algo de genuinamente grandioso en esta figura, con su espartana vida, su extremado interés por el bienestar de sus semejantes, su pericia en partidas de juego y su concepto sobre el deber; y si resulta un poco vanidoso, un poco amante de la publi cidad, esto es sólo parte de su estímulo de dirección y su innata y animosa fe en sí mismo. La comparación, por supuesto, no resistirá a un examen dema siado minucioso, puesto que Montgomery se casó y Gordon no; Gordon innegablemente era un gran fumador y se sabía que por lo menos se echaba un trago de vez en cuando, mientras que el maris cal fue siempre un abstemio total; y también existen otras dife rencias más importantes. Pero hay bastante semejanza en las vidas de los dos hombres para establecer una relación entre ellos, y 11
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acaso el tercero y último carácter adjudicado a Gordon se apro xima más a la verdad que los otros dos. Pero ¿quién comprenderá jamás al general Gordon? Por muchos datos y detalles que se hayan recogido, a favor y en contra de él, queda una cualidad engañosa, y es extraño que, siendo tan diferente a otros hombres debiera él provocar una vibración tan afín en nues tras mentes, de suerte que nos reimos con él con sus más atrevidas chanzas, y sentimos que comprendemos algo de sus empeños mís ticos. Cuando se muestra más difícil y maquiavélico en su trato con la oficialidad, nos ponemos, irracionalmente, casi siempre a su lado. Hace lo que sentimos que nosotros mismos habríamos hecho si hubiéramos tenido el mismo inconoclasta valor e individua lidad. Puede cambiar sus lealtades en veinte direcciones diferentes y sin embargo nos parece enteramente fiel a los fundamentos de su propia naturaleza y a la humanidad; no rinde culto a ninguna iglesia, pero no obstante es un hombre intensamente religioso. No hay, pues, que maravillarse de que, casi sin excepción, todos los que le servían le quisieran. Era un hombre muy persuasivo y convincente; podía encantar a los páj aros y hacerlos saltar de los árboles con aquellos sus vivos ojos azules en el tostado rostro, con su puerili dad (a pesar de las canas de su cabello) y su absoluta sinceridad. Es inútil que declare que a veces pierde los estribos y ceda a ocasio nales accesos de furorj; inútil que diga: «¡Coloquio de dos natura lezas en una! Tengo cien, y ninguna piensa igual y todas quieren gobernar»; y aún: «Ningún hombre en el mundo es más versátil que yo.» Lo conocemos muy bien (lo cual no es totalmente lo mismo que comprenderlo); es un hombre falto en absoluto de egoísmos, que se interesa siempre por nosotros sin importarle quiénes seamos, y el cual está siempre dispuesto a ayudar. Hay aqui un céntuplo de baraka, Gordon se hallaba en Constantinopla en 1872 cuando Nubar Bajá, el primer ministro egipcio, lo encontró en la Embajada b ri tánica y le preguntó si podía recomendarle algún homore para sustituir a baker como gobernador de Ecuatona. Gordon respon dió que él mismo aceptaría el puesto si pudiera obtener permi so del Ejército británico, y la cosa fue finalmente arreglada a su regreso a Inglaterra en el siguiente año. El 28 de enero de 1874 — el mismo cha que re recibía en Inglaterra la noticia de la muerte de Livingstone— partió para aceptar el cargo, y llegó a El Cairo diez días después. A Gordon le agradó el jedive en su primer encuentro, y el jedive, por su parte, quedó encantado de que Gordon aprobara enteramente sus planes para extender el imperio egipcio hasta los grandes lagos en el centro del continente. Los detalles del mando fueron prontamente fijados: Gordon iba a establecer una serie de puestos militares a lo largo del Nilo Blanco desde Gondokoro hasta el origen del río, en Buganda, para anexio
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nar la Buganda misma y luego botar al agua los buques de Baker en el lago Alberto y el lago Victoria. Como complemento a sus ins trucciones se añadió la usual y digna cláusula sobre la supresión del comercio de esclavos, y él iba a reconocer de un modo general la autoridad de Ismail Bajá Ayub, el gobernador del Sudán, quien tenia su cuartel central en Khartum. Gordon debió de haber parecido un pájaro raro en el mundo voraz de los oficiales de El Cairo, y éstos difícilmente pudieron haberle dado su beneplácito. Rechazó el salario de Baker de diez mil libras esterlinas al año — dos mil, dijo, era todo lo que ne cesitaba — , y advertíase un aire vivo y autoritario en el modo como dio sus disposiciones. La selección de su Estado Mayor no presen taba ninguna particular dificultad; desde todas las partes del mun do, audaces jóvenes se dirigían a Egipto con la esperanza de obtener empleo junto al jedive o de unirse a una u otra de las expedicio nes que partían para el interior. Había americanos como ChailléLong, el coronel Prout, el mayor Campbell y el teniente coronel Masón, cuyo placer por la lucha no había quedado satisfecho con la guerra civil en los Estados Unidos; jóvenes ingleses como el tenien te Chippindall y el sobrino de Gordon, W illy Anson, quien se había atraído la atención de Gordon en lo pasado, y el cual aceptaba aho ra ávidamente su invitación para unirse a la expedición; franceses como Auguste y Emest Linant de Bellefonds, y el italiano Romolo Gessi, quienes estaban ya familiarizados con Egipto y el Próximo Oriente; y una cantidad más de naturalistas, botánicos, antropó logos y geólogos, sobre quienes el Africa ejercía una particular fascinación porque esperaban realizar descubrimientos que abrirían un nuevo mundo para la ciencia. Había, además, los nativos turcos, egipcios y sudaneses que pro porcionaban el grueso de los oficiales y nombres de la expedición, y los cuales seguian a los jefes europeos y americanos ai Sur, no por un gran amor a la aventura, sino porque el jedive les ordenaba ir. Goroon era un rápido y espontáneo seleccionador de hombres. Baker, en Inglaterra, observó con indignación que uno de los prin cipales puestos del Estado Mayor iba a ser adjudicado al notorio negrero Abu Saud. Pero todos se sujetaban a las decisiones de Gordon; si pensaba que podía utilizar a un hombre, creía que negrero Abu Saud. Pero todos se sujetaban a las decisiones de un cazador furtivo convertido en guardabosque, tendría un valioso conocimiento de las condiciones locales, y le ayudaría a tratar con los negreros árabes en el Nilo. Algunos de estos hombres hallábanse ya en el Sudán, otros iban a unirse a Gordon más tarde, y de momento se decidió dividir las fuerzas en dos mitades; mientras que el italiano Gesis y uno o dos más quedaban atrás para organizar los equipos y conducirlos Nilo arriba hasta Khartum, Goydon y Chaillé-Long avanzarían por la
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ruta del mar Rojo y establecerían contacto con las guarniciones que Baker había dejado atrás en Ecuatoria. Gordon necesitó sólo dos semanas para terminar estos preparativos y luego partió con esa rapidez en la marcha que caracterizaría todos sus viajes por Africa. Viajó por mar desde Suez hasta Suakin y luego, montando en un camello por primera vez, recorrió el desierto de Nubia, llegando a Khartum en el tiempo récord de veintiún días. Sttrachey describe su recepción: «E n su camino N ilo arriba, fue recibido con gran pompa en Khartum por el gobernador general egipcio del Sudán, su inme diato oficial superior. La función terminó con un prolongado ban quete, seguido de un mezclado baile de soldados y jóvenes com pletamente desnudas, que danzaban en círculo, marcando el compás con los pies, y acompañando sus gestos con un extraño ruido de cloqueo. Finalmente, el cónsul austríaco, vencido por la alegría del cuadro, se lanzó con frenesí entre los danzantes; el gobernador general, vitoreando lleno de gozo, parecía estar a punto de seguir el ejemplo cuando Gordon, bruscamente, abandonó la sala, y la partida se separó en desordenada contusión.» Gordon se detuvo sólo nueve dias en Khartum antes de embar car para su capital en Gondokoro a mil millas de distancia al Sur. Tuvo la fortuna de hallar un canal abierto a través de la vegetación flotante, y tras un viaje de veinticinco días, el Bordein le llevó a su destino, lln año haoía transcurrido desde que Baker saliera de Ecuaíona, y la provincia se hallaba en plena degradación. En Gon dokoro, desde nacía mucho tiempo la guarnición había perdido toda disciplina; a ios soldados se los pagaba con licores o con muchacna's esclavas que eran transportauas en barco, rio arriba, expresamente para euos, desde Khartum, y la antigua y corrompida intervención oe los onciaies egipcios lo dominaban todo. En cinco días Gordon tomo una serie ae drásticas decisiones: los oficiales que hallo trancando con esclavos fueron destituidos, a Chaiilé-Long se le mando a Buganda para establecer contacto con Mutesa, y él mismo regresó directamente por barco a Khartum. Allí solicitó del gobernador general que en adelante Ecuatoria fuera separa da del resto del dudan y tratada como un Estado independiente. Cuando lsmail Bajá Ayub, naturalmente, se opuso a ello, Gordon habló por telegralo con El Cairo y obtuvo el consentimiento del jedive. Luego, con un cargamento de táleros austríacos (con los cuales pensaba pagar a sus soldados en lugar de con licores y muchachas esclavas), navegó al Norte, hacia Berber, donde halló a Gesis y al resto de su Estado Mayor remontando el río. A fines de mayo habla reunido a toda su partida, y se hizo a la vela hacia el Sur otra vez para Gondokoro con cuatro buques y sus lanchones acompañantes. Ahora, al fin, Gordon empezaba a darse cuenta de que se habla
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aventurado en una empresa que era infinitamente más arriesgada que todo lo que había emprendido en China. Al sur de Gondokoro, el río no había sido nunca navegado todavía ni trazado sobre un mapa, y gran parte del territorio que se proponía invadir estaba aún inexplorado. Sus soldados egipcios se habían hecho hostiles a las tribus en muchas millas a la redonda con su despiadado pillaje, y ningún viajero podía moverse en dirección alguna excepto con una guardia armada. El clima resultaba insoportable; para evitar los mosquitos era necesario acostarsse ante de las siete de la tarde, y uno tras otro los europeos sucumbían al paludisco y al terrible calor. Antes de terminar el año, tres de ellos habían muerto, otros estaban enfer mos y otros tuvieron que ser repatriados como inválidos. Sólo Gordon permanecía milagrosamente ileso, tal vez porque nunca se permitía permanecer ni un momento ocioso. En estas terribles circunstancias — y no es aventurado decir que ningún moderno viajero en África puede tener la más ligera idea de cuán malas eran — , la verdadera naturaleza y capacidad de sus acompañantes pronto comenzó a revelarse. Chaillé-Long fue ata cado por la fiebre a su regreso de Buganda y tuvo que ser en viado a Khartum para curarse. Gordon no puede haber sentido su marcha, pues Chaillé-Long resultó ser un fanfarrón y un quere llador. Abu Saud, por natural instinto, volvió a su actividad de negrero y a su perfidia en el momento que llegó a Gondokoro, pues no conocía otro modo de vida, y Gordon se vio obligado a librarse de él. Emest Linant de Bellefonds, cuyo hermano había muerto ya, fue el siguiente en marcharse. Había, como hemos visto, sustituido a Chaillé-Long en la capital de Mutesa, en Buganda, y encontrado a Stanley allí. Pero acababa de llegar a Ecuatoria tras haber sido lanceado en una acción contra la tribu barí. En la misma escara muza, los «Cuarenta Ladrones» de Baker, el corps d'élite del pe queño ejército de Gordon, fueron prácticamente barridos. De los otros oficiales de su Estado Mayor, sólo Gessi parecía capaz de elevarse por encima de las espantosas penalidades que oprimían y enervaban a todos ellos de vez en cuando. Es extraño que Romolo Gessi no sea más conocido en África y en su propio país (se le ha puesto su nombre a una calle de Ravena, pero poca cosa hay en Italia que recuerde su memoria), pues es el más grande de los pioneros italianos en el Nilo. De todos los tenientes de Gordon, Gessi era el más resistente, el más alegre, el más resuelto y el mejor. Gordon lo describía así: «Súbdito ita liano, de cuarenta y nueve años de edad (en 1881). Bajo, de maciza figura; un hombi/e frío, muy resuelto. De innato talento para la in geniosidad práctica en la mecánica. Debiera haber nacido en 1560 y no en 1832. El mismo temple de Francis Drake. Estuvo ocupado en muchos asuntillos políticos. Fue intérprete de las fuerzas de Su
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Majestad en Crimea, y agregado al cuartel general de la Artillería Real.» Gessi, que había nacido, de padre italiano y madre armenia, en Constantinopla, era casi de la misma edad de Gordon, y los dos hombres tenían mucho en común; mientras Gordon conducía el «Siempre Victorioso Ejército» en China, Gessi estaba luchando con Garibaldi por la liberación de Italia, y habían servido juntos en Crimea. Ambos se desenvolvían mejor en la irregular lucha de gue rrillas, pues por naturaleza permanecían fríos y firmes en las más duras y peligrosas de las circunstancias, y ninguno de ellos disponía de mucho tiempo para el mundo de desfiles, uniformes y promo ciones del soldado regular en períodos de paz. En suma, eran hombres del tipo comando, y se complementaban muy bien; donde Gordon era sensible, solitario y ascético, Gessi era afectuoso y gregario, y ambos eran por impulso valientes. Se hallaban igual mente propensos a violentas arrebatos de ira, pero eso puede haber sido también un vínculo, pues disipaba sus diferencias como una repentina tronada, y siempre, en una crisis, eran leales. Entonces, sin embargo, entre la tensión y los reveses del co mienzo de su expedición Gordon sentía que era necesario enviar de vuelta a Khartum al más digno de confianza de todos sus hom bres para que pudiera apresurar el despacho de sus buques río arriba. De este modo él se quedó casi solo con sus soldados indíge nas para hacer accesible la ruta hacia el Sur. «H e estado muy apurado — Gordon escribía a su amigo a fines de 1874— , y temo que mi genio sea muy malo, pero la gente es molesta y no sirve, a menos que uno sea temido.» Fue durante aquellos primeros días cuando cedió a sus accesos de melancolía. Según Sttrachey (quien recogió la historia de ChailléLong), a veces permanecía dentro de su tienda «con una hacha y una bandera colocadas a la puerta para indicar que no había de ser molestado por ningún motivo; hasta que la nube no se disipara las señales no serían quitadas, y el gobernador reaparecía, animado y alegre». En una de tales crisis, Chaillé-Long refiere que se alentó a sí mismo para entrar en la tienda y halló allí a Gordon sentado silenciosamente con una Biblia abierta y una botella de whisky. Si estas historias eran verdaderas o no (y su alusión a que Gordon era un borrachín es ciertamente una falsedad) no pueden afectar al hecho de que Gordon, durante aquellos primeros años en el Alto Nilo, realizó mucho más de lo que hizo en su última y fatal parada en Khartum ocho años después. La Biblia era abierta por la mañana, el texto era leído, y luego, inspirado y elevado, aparecía para atacar los problemas del día. No procedía como su predecesor Baker lo hiciera; no era un cazador de africanos y efectuaba incur siones sobre las tribus sólo obligado por la más extrema necesidad. Admiraba su resistencia a aquella violenta intrusión del mundo
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exterior: «N o necesitamos sus paños y sus abalorios, no deseamos ver a su jefe...; queremos que se vaya.» Instó y persuadió a los iefes africanos, infundió la llama de su energía a sus propios hom bres. y se mantuvo fírme; simplemente no aceptaría la derrota. Uno de sus primeros actos a su llegada a Ecuatoria fue tras ladar su cuartel general de Gondokoro a un clima más saludable, a unas millas más lejos corriente abajo, en Lado. Luego atacó el problema del río mismo. Un poco más arriba de Gondokoro se que braba en reciales seguido de un medianamente uniforme trecho de unas treinta millas; luego aún más reciales que descendían acele radamente por escamadas y arboladas márgenes desde regiones totalmente desconocidas. Aun en nuestros días ningún buque de vapor se aventura a navegar por esa turbulenta y peligrosa parte del río — y ella se extiende por un centenar de millas desde la ac tual población de Juba hasta Dufilé en el límite de Uganda — , pero en 1874 Gordon creía que podría arreglarlo. Tenía tres buques de vapor, el Tsmailia, de doscientas cincuenta y una toneladas, que Baker había dejado atrás en partes sueltas en Khartum y el cual Gessi estaba ahora montando en el arsenal de allá, el Khedive, de ciento ocho toneladas, un bajel aún más pequeño, el Nyanza. de treinta y ocho toneladas, y dos botes de acero. Según frase de Gor don, envió a estos barcos «con una oración» río arriba, y ello impli caba una fantástica cantidad de ingenio y trabajo físico. El mismo se adelantó cuidadosamente al curso de la corriente y fue estableciendo avanzadas militares a regulares intervalos a lo largo de las márgenes. El Khedive fue el primer barco en subir tras él, en parte navegando por su propia fuerza de vapor, v en parte siendo halado por grupos de indígenas desde la margen. Hacia setiembre de 1875, el buque solamente había recorrido la mitad de la distancia hasta Dufílé, y allá un día se soltó de sus amarras y se atascó en una roca. La perspectiva de desastres aún peores se les presentaba por delante; avanzando Nilo arriba Gordon avistó por primera vez las cataratas de Fola, que son el último y más serio obstáculo en el curso del Nilo antes de que Dufílé sea alcanzado. «Se acabó — es cribía él — . Imaginé por algún tiempo que oía una voz como la de un trueno, que me lo decía a medida que nos aproximábamos al río. Finalmente, nos situamos por encima de él sobre una pedregosa margen cubierta de vegetación, la cual descendía bruscamente hacia la corriente, y allí era espantoso mirarla, y mucho menos se podía pensar en hacer algo que subiera o bajara por su curso, a no ser en astillas... Hervía y se reducía, retorciéndose en todas las formas imaginables de remolinos, mientras que las márgenes, empinadas y escarpadas, impedían un gran alcance de vista. Estos reciales continúan en una extensión de dos millas.» Resolvió después de esto abandonar el Khedive de momento
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y enviar a buscar a Gessi, el cual iba a subir con el barco más pequeño, el Nyanza, y los dos bateles de acero, en tanto que fuera posible, movidos por su propia fuerza. Más abaio de las cataratas de Fola iban a ser desmantelados y un millar de hombres iban a transportarlos en piezas por tierra hasta Dufílé, donde serían uni das de nuevo. Mientras tanto. Gordon avanzaba a pie para establecer más puestos al Sur y completar su conquista de Buganda. Andando a razón de diez millas al día con un intenso calor, se dirigió primero hacia las antiguas avanzadas de Baker, en Fatiko y Foweira. Baker había quedado extasiado ante la belleza de aauel país. Gordon lo describió como sigue: «Una serie de marchas más fatigante v tediosa no se puede concebir. La región está com pletamente despoblada: una vasta y ondulante llanura de hierba y zarzas silvestres..., todo lo que se relaciona con este país ha sido muv exagerado.» Distribuyendo soldados entre Fatiko y Foweira prosiguió de nue vo hacia e) Sur, y en una forzada marcha final de treinta millas llegó a Mrooli. la cual se halla a unas diez millas al este del moderno puerto Masindi junto al lago Kvoga, y allí fue establecida otra avanzada. Había tenido ocasionales escaramuzas con los indíge nas a lo largo del camino, pero Kabarega huyó ante el avance de Gordon, y ahora, al fin. la expedición tenía á su alcance el lago Victoria v la fuente del Nilo. Nuehr Aga, uno de los meiores ofi ciales indígenas de Gordon. fue enviado adelante con una trona de ciento sesenta hombres para establecer una base en Buganda, mientras que Gordon mismo retrocedía para ver cómo andaban las cosas en los reciales. Llegó a Dufilé el 8 de febrero de 1876, después de recorrer cuatrocientas millas en cuarenta días. Allí se enteró de que el Khedive había sido alejado de las rocas, pero que se encon traba muy abajo del río, y el Nyanza se hallaba todavía en trance de ser montado de nuevo más arriba de las cataratas de Fola. Con todo, los dos bateles de acero, cada uno de diez toneladas, esta ban a flote en Dufilé. v Gordon decidió enviarlos río arriba para explorar la desconocida porción que probablemente conducía al lago Alberto. Éste era un momento de gran triunfo, pues ahora parecía, con la salida de aquellos dos bajeles, que la conquista del Africa central aparecía clara ante ellos. Gordon. por supuesto, no se permitiría la placentera y estimulante experiencia de encargarse él mismo de aquel viaje; eso habría supuesto demasiada indulgencia para sí. Entregó el mando a Romolo Gessi y Cario Piaggia, otro explorador italiano que acababa de llegar, y escribió, acaso un poco sentencio samente, en una carta a uno de sus corresponsales: «Deseo hacer una demostración práctica de lo que pienso al respecto sobre los excesivos elogios hechos a un explorador.» El 6 de marzo de 1876, Gessi y Piaggia se dieron a la vela en aquel verde y hermoso trecho
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del N ilo que discurre hacia el lago Alberto, y Gordon volvió atrás hacia Lado, a cien millas de distancia, para esperar su regreso. Gessi estaba de vuelta a fines de abril, seguido poco después por Piaggia, y traían noticias que eran excitantes e inquietadoras. Más arriba de Dufilé, habían descubierto que el N ilo conducía, en en efecto, al lago Alberto sin reciales ni obstáculos de ninguna clase. A l llegar al lago, Gessi había continuado alrededor de sus bordes y había hallado que era mucho más pequeño de lo que Baker creyera, mientras que Piaggia se había lanzado hacia el Este en canoas, conduciéndolas en derredor de las cataratas de Murchison y de Karuma, y había alcanzado el lago Kyoga. Todo esto constituía un logro geográfico efectivo, pero el punto inquietante radicaba en el hecho de que ambos hombres pretendían que en sus viajes habían descubierto nuevos ríos tributarios del Nilo; Gessi afirmaoa que había visto una corriente saliendo del río hacia el Oeste, a unas cuantas millas arriba del lago Alberto. Piaggia decía» raba que había un río similar que emergía del lago Kyoga hacia el Nordeste. ¿Cuál era entonces el verdadero curso del Nilo? ¿Cuál era la corriente principal? Ante esto, Gordon se decidió a investigar el asunto por sí mismo, pues estaba resuelto a trazar el curso del río exactamente desde Gondokoro hasta su origen. El Nyanza hallábase entonces a flote en Dufilé, y el 20 de julio de 1876 Gordon fue a bordo y navegó al vapor hacia el Sur, remolcando los dos bateles de acero. Pronto comprobó que el nuevo río de Gessi, al norte del lago Alberto, era una ficción, y luego navegó al Este hasta las cataratas de Murchison, donde desembarcó y prosiguió a pie a lo largo de la margen del río hasta que alcanzó Foweira por segunda vez en seis meses. Quedaba ahora claro que no podía abrigar ninguna esperanza de hacer subir a los buques río arriba más allá de las cataratas de Murchison, y en un ulterior viaje al Sur hasta el lago Kyoga, des cubrió que el supuesto desagüe de Piaggia al Nordeste, no existía. Una nueva desilusión le aguardaba; en Foweira, Nuehr Aga fue a su encuentro con la noticia de que, lejos de haber anexionado a Buganda, Mutesa virtualmente había hecho prisionera a la guar nición egipcia de allí. Gordon escribía ásperamente en su diario: «Mutesa ha anexionado a mis soldados, pero él no lo ha sido», y otro oficial fue enviado al Sur para sacar a la guarnición de Buganda. N o era esto todo. Otro y aún más ambicioso plan de Gordon para la conquista de los grandes lagos había sido destruido. Existe una referencia sobre ello en una de las cartas que Gordon escribió por aquella época. «Observo — escribía— que el jedive retiró sus tropas de Juba por mandato del Gobierno británico.» Esto fue algo muy extraño. A primeros de 1875, Gordon, en medio de sus dificul tades en el Nilo, había imaginado que sería posible hallar una ruta mejor hacia el Africa central dirigiéndose al interior desde el terri
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torio de Juba en la costa oriental del continente, y escribió: «H e propuesto al iedive que envíe ciento cincuenta hombres en un buque de vapor a Mombaz (Mombasa) Bay. a doscientas cincuenta millas al norte de Zanzíbar, v se establezca allí un puesto, y luego aco meter a Mutesa. Si puedo hacer eso. asentaré mi base en Mombasa y abandonaré Khartum y la molestia de los buaues, etc... El centro de Africa sería mucho más eficazmente explorado, núes las únicas partes valiosas del país son las altas tierras próximas a Mutesa, mientras que el Sur de esto (es decir, Lado) es sólo un arruinado marial. Espero que el iedive accederá a ello.» Esto era un provecto realmente espectacular, núes imponía nada menos que el cerco de Abisinia (con la cual Ecrinto estaba ya en guerra) v la invasión de los dominios de Barghash en la costa oriental de África. Una vez fuera establecida una ruta desde Mombasa a los grandes lagos, el iedive estaría en situación no sólo de dominar todo el valle del Nilo. sino también grandes partes del Africa central y oriental. La exigüidad de la tropa que Gordon nroponfa oue se desembarcase indica hasta oué punto desconocí la geografía de las regiones que estaba invadiendo, y aún más la política de Africa. Era poco probable, por eiemolo, que Barghash v Kirk. en Zanzíbar, contemplaran esta aventura con gesto muy benévolo. Gordon, a decir verdad, observó que algo no iba como debiera en este asunto, pero no se preocunó. En una carta que escribió a Burton preguntando por las condiciones en la costa de Somalia, hacía observar: «Debe usted saber que nada agradaría más al cónsul de Zanzíbar que ver frustrarse un nrovecto seme jante. ya que ello atraería la atención sobre él y le daría la oportu nidad de escribir al Foreign Office». Tales expresiones resultaban duras, y rebajaban también grandemente a Kirk. Al iedive, sin embargo, la idea le había agradado mucho. Tenía ya a su servicio al capitán H. F. McKilloo, el cual fue prestado por la Marina Real británica, y este oficial había sido puesto ahora al mando de la empresa. Chaillé-Long, a su regreso a Ecuatona, fue también alistado, junto con quinientos cincuenta soldados egip cios que iban a llevar a cabo las operaciones en tierra. En setiem bre de 1875 partieron de Suez en cuatro navios, y esta aventura, la más loca de cuantas se emprendieran en Africa, empezó con cierto alarde. El primer desembarco se hizo en Barawa, que era una avanzada septentrional de Barghash en la costa de lo que es ahora la Somalia. N o hubo oposición. La bandera de Barghash fue arriada y sustituida por la bandera egipcia, y para congraciarse con los indígenas los jefes europeos de la expedición anunciaron que el tráfico de esclavos (lo cual había sido considerado por Barghash como una criminal ofensa) era legal otra vez. Cien hombres, bajo el mando de un oficial egipcio, fueron desembarcados adelante hacia Kismayu. Allí Chaillé-Long desembarcó con el resto de la
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tropa. Tampoco se produjo entonces efusión de sangre; cuatrocien tos de los soldados de Barghash se rindieron, y la población se desalentó. Un tercer desembarco se efectuó luego en Lamu, aún más al Sur. Es difícil saber lo que Chaillé-Long y McKillop se figuraban que iba a hacer después. Habían logrado producir una conmoción a lo largo de toda la costa; los más insensatos rumores corrían de poblado en poblado, y en todas partes, aun en un lugar tan lejano al sur de Mombasa, se susurraba que la autoridad de los sulta nes de Zanzíbar había caído al fin: Egipto había tomado el mando y la gran época del libre tráfico de esclavos iba a empezar de nuevo. ¿Pero adónde se creía que Chaillé-Long y sus quinientos cincuenta hombres se dirigirían? No tenían camellos ni animales de transporte de ninguna clase, y Gordon se hallaba en el centro de Africa a cientos de millas de distancia hacia el Oeste. No podían permanecer más tiempo en donde estaban; no tenían provisiones ni carbón para sus buques. Además, Kirk había empezado a actuar. Inmediatamente que Kirk tuvo noticia de los desembarcos, subió a bordo del buque británico Thetis, que se hallaba por casua lidad en Zanzíbar entonces, e hizo un rápido viaje al Norte, hacia Barawa. Al principio, cuando intentó desembarcar se encontró con la oposición de egipcios armados que le obligaron a volver a bordo, y sólo cuando él amenazó con bombardear la población, el jefe egipcio le permitió saltar a tierra. Kirk pronto percibió, sin embargo, que no había nada que hacer en el lugar — aquél era un asunto internacional que tenía que resolverse en Londres y en El Cairo— , y regresó apresuradamente a Zanzíbar, donde envió una fuerte protesta al Foreign Office. Esta fue apoyada por un mensaje similar enviado por Garghash al jedive. Mientras tanto, la situación de McKillop y Chaillé-Long se estaba haciendo ridicula; desesperados por la falta de provisiones mandaron un barco a Zanzíbar para conseguir carbón. Logró evitar, aunque con alguna dificultad, que Barghash apresara el barco, y en lugar de ello entregó el carbón a los egipcios con una cortés nota para M cKillop: «L e mando el carbón que necesita, y también fruta. Esta puede servir para mantenerle en buena salud, aquél para alejarlo de mi país. Váyase, y que la paz sea con usted». Si había habido alguna vez la sombra de una esperanza de que la expedición impusiera un fait •accompli a Barghash, se había ahora disipado. El Foreign Office estaba dispuesto a ayudarlo, pues habían transigido con el acuerdo contra la esclavitud de 1873, y había, además, un influyente y numeroso grupo de gente de Ingla terra que no deseaba ver los viciados estatutos del jedive intro ducidos de nuevo en el Africa central. Las sociedades misioneras estaban contra él, la prensa liberal dejó oír su protesta, y Grant,
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que era ahora considerado como un experto en cuestiones africanas, afiadió su voz. En El Cairo, el jedive percibió que' el iuego había llegado al término — realmente había sido una farsa desde el principio hasta el fin — , y se ordenó a McKitlop que rembarcara sus tropas y re gresara al país. Toda la aventura había invertido sólo tres o cuatro meses. Así. ahora, en el Africa central, donde la noticia de estos acon tecimientos llegó finalmente en 1876, Gordon se veía obligado a reconocer que había cometido una equivocación. Escribió a Lord Derby, el primer ministro, en Inglaterra, diciendo que él. perso nalmente, había de ser culpado por todo el asunto, y en otra carta a Kirk presentaba una especie de íustificación. Le aseguraba que no tenía ahora nuevos provectos sobre Bueanda, y que su guarnición estaba siendo retirada de la capital de Mutesa. Hacía ahora dos años y medio que Gordon se hallaba en el Africa central, v si no había logrado realizar su gran proyecto — la anexión del Nilo desde Gondokoro hasta su origen y la botadura de sus buaues en el lago V ictoria— simplemente, sus planes se habían malogrado sólo en esto. El curso del río fue exactamente notado v explorado por primera vez en una extensión de sesenta millas, el Nvanza estaba a flote en el lago Alberto, y el Khedive iría pronto a unírsele allí: los negreros árabes habían sido expulsados de Ecuatoria, y sus fuertes militares mantenían una segura vigi lancia desde un extremo a otro de su provincia. Aún más importante que todo esto era, tal vez. el hecho de haber impedido oue sus propios soldados saquearan las poblacionecs. v haberse captado la amistad de las tribus hostiles a lo largo del río. Ahora era posible para cualquier viaiero transitar por aquellos lugares sin llevar como arma otra cosa que un bastón de caminante. Eso era algo que maravillaba para el Africa central. La simple creación de los fuertes había sido una gran realiza ción. Ya habían empezado a tomar el aspecto de ordenadas juris dicciones ciudadanas. Había cerca de una docena de ellos en con junto y formaban una unida cadena que se extendía a una distancia de seiscientas millas desde Fachoda. a los diez grados de latitud Norte hasta casi el ecuador, siendo los principales Lado, la nueva capital de la provincia, Dufiié y, luego, Wadelai, en el alto Nilo, al norte del lago Alberto. Esos lugares eran muy parecidos. Cada uno incluía un área de dos hectáreas y media de algún sitio conveniente al borde del río donde había un buen paso libre de papiros, y una clara línea de visión sobre el curso superior e inferior de la corrien te. Un lado estaba abierto hacia el río, y allí, por regla general, habían sido construidos un desembarcadero y un pequeño astillero para que los buques pudieran ser montados y reparados. Los otros tres lados constaban de un alto y fuerte terraplén rodeado de una
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zanja. Desde el borde del río limpias calles de chozas de paja se prolongaban hacia el interior, y en el centro del fuerte habla las casas de ladrillo de los principales oficiales, los almacenes y el lugar para guardar las municiones. Fueron apostados cañones aire* dedor del terraplén, y la roja bandera del jedive ondeaba en lo alto. Normalmente, una pequeña sombra seria proyectada por las palmeras y las acacias de aplanada copa, pero los tuertes eran in variablemente lugares calurosos y húmedos infestados de mosquitos y sujetos al paludismo. La hierba y la maleza de afuera del terraplén habían sido rebajadas para proporcionar una línea de fuego des pejada y espacio adecuado para huertas y plantaciones de algodón y cazable. Gordon había impuesto sus rígidos principios de disciplina a las guarniciones: una corneta tocaba diana a las 5,30 de la mañana cuando apuntaba el día, un extraño sonido en aquella selvatiquez. (Los indígenas de las tribus lo recordarían en años posteriores; en el parque de animales de Murchison en Uganda hay todavía un lugar llamado Bugili. Está junto al río frente a las ruinas del antiguo fuerte de Gordon en Magundo, y fue denominado así por los naturales porque un hombre desde allí podía oír el sonido de los bugles o trompetas de la guarnición, y de este modo era advertido de que se estaba acercando a un sitio seguro.) Las calles eran luego barridas, y los soldados mandaban a sus mujeres a trabajar en los campos durante el día. A las ocho de la tarde las puertas del fuerte se cerraban ya para la noche y se procedía a preparar y tomar la cena. Era una existencia monótona, por supuesto, ya que los buques y los suministros y cartas que traían, eran la fuente de vida de las guarniciones, y con frecuencia transcurrían semanas y meses antes de que el sonido de un distante silbido atrajera a todos apre suradamente a la margen del río. Pero entonces el Africa central, como cualquier otro lugar tropical, tenia sus propios tórpidos métodos de aumentar el valor de la vida. Había siempre la posi bilidad de que los hombres de las tribus atacaran. Las radiantes aves y los animales salvajes merodeaban siempre a su alrededor; los hipopótamos y los cocodrilos del rio, los elefantes y los rino cerontes (las raras especies blancas de aquellas regiones) del cir cundante matorral. Los soldados buscaban la perca del Nilo y otros peces, elaboraban su cerveza indígena, se procuraban esposas entre las tribus locales, danzaban en la luna llena, y se volvían hacia La Meca para sus rezos diarios. Si los buques fallaban, había siem pre correos que pasaban por los caminos de la selva y recorrían las rutas que enlazaban a una guarnición con la siguiente, y en su aislamiento en aquel verde mundo del río, ellos sostenían sus propias habladurías y cometían sus propios crímenes. Era una clase de vida íntima, metódicamente organizada, y por lo menos
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proporcionaba seguridad donde antes no había habido más que incertidumbre y salvajismo. Pero Gordon se encontraba cansado. En los dos años y medio de permanencia que llevaba en el Alto Nilo, nunca se había tomado siquiera un día de asueto, y se había esforzado al máximo. Aun cuando nunca había estado seriamente enfermo, desde el princi pio le habían rodeado las enfermedades y la muerte de sus hom bres, y el inexorable clima del N ilo había por lo menos, minado su vigor. Con frecuencia también se había hallado en peligro físico, y una señal de su agotamiento era que durante aquella época se peleara con Gessi: era la discusión de dos hombres que habían estado sujetos a una excesiva tensión. Según el hijo de Gessi, que escribió una relación del incidente muchos años después, su padre se sentía vejado porque los otros oñciales del Estado Mayor de Gordon recibían más altas retribu ciones que él. Las cosas alcanzaron su punto critico cuando Gessi regresó de su circunnavegación del lago Alberto, y Gordon, com placido de su gesta, fue bastante incauto para observar: «Lástima que no sea usted inglés». Entonces Gessi, quitándose la gorra la echó al suelo, y presentó la dimisión. Seguramente que toda la historia no es ésta, pero no hay duda de que alguna escena parecida tuvo lugar, y que Gessi, en efecto, se marchó. Sin embargo los dos hombres debieron de hacer las paces poco después porque Gordon, asimismo, decidió dejar el puesto, y los dos salieron juntos para El Cairo a fines de 1876. Tal vez el mismo triunfo de Gordon le había desanimado, pues su trabajo en Ecuatoria había revelado la enormidad del problema de todo el Sudán. Gordon, en resumen, era como un cirujano que, al practicar una operación local, descubre que la totalidad del cuerpo del paciente está afectada. Én El Cairo dijo al jedive que no deseaba volver allá, y aun cuando Ismail le persuadió a meditar la cosa, se fue con permiso a Inglaterra, lleno de recelos; y desde Inglaterra presentó su re nuncia definitiva. Era algo más que el gesto de un hombre cansado y desilusionado; estaba oprimido por un sentimiento abrumador de su insuficiencia. «Tengo un particular deseo — iba a escribir más tarde a su hermana— : poder librarme del coronel Gordon.»
Capítulo X VIAJANDO EN CAMELLO
Soy el escoplo que corta la madera: el carpintero lo dirige. General GoRDON El Sudán abarca una extensión de casi un millón de millas cuadradas, y en el año de 1870 no poseía aún ninguna clase de poblaciones a excepción de Khartum y El Obeid, la capital de Kordofan, virtualmente ningún ferrocarril, ningima carretera, ningún medio de transporte aparte los bajeles del N ilo y las cara, vanas de mulos y camellos del desierto. Casi el único enlace con el mundo exterior era proporcionado por la recién instalada línea telegráfica que iba desde Khartum hasta El Cairo. Se calculaba que nueve millones de personas vivían en aquel enorme espacio, pero puede haber sido un millón más o menos, pues era imposible contarlas, y nadie había definido todavía los límites de la región. No los había. Al Este, una especie de frontera era la proporcio nada por el mar Rojo y los montes de Abisinia, y se admitía gene ralmente que la frontera con Egipto estaba en alguna parte en las cercanías de Wadi Halfa, justamente al sur del trópico de Cán cer. Pero al Oeste las limitadas llanuras se extendían hacia el yermo que fue conocido como el Africa ecuatorial francesa, y al Sur, los fuertes de Gordon habían establecido sólo un aproximado y ligero límite en el Nilo, más arriba de Buganda. Los sudaneses eran una raza mezclada, una mixtura de los ára bes con las tribus de indígenas negros. Aparte los negros paganos del Nilo, la mayoría de la población era musulmana. Una red de guarniciones militares egipcias, la mayoría de ellas separadas por muchos centenares de millas, fue establecida en el país, pero cuan do se originaba algún tumulto, los soldados eran poco menos que prisioneros dentro de sus propios fuertes. Era como el mar; el desierto mantenía a los habitantes constantemente en movimiento en busca de pasto y agua para sus animales, y todo puesto de comercio constituía una especie de puerto donde las caravanas
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descansaban por algún tiempo y luego proseguían su camino de nuevo. Más allá de Khartum el Gobierno egipcio no tenía ninguna autoridad efectiva. Las tribus y los traficantes de esclavos y marfil ejecutaban su propia ley, y ella era la ley de la fuerza. Ecuatoria, por supuesto, se hallaba en un caso diferente; no obstante, Ecua toria era sólo un pequeño rincón del Sudán, y la autoridad que Gordon había establecido allí tenía muy poca probabilidad de subsistir en tanto que un gobernador general egipcio se asentara en Khartum. Hasta que ese oficial fuera suplantado por un hombre honesto y competente y todo el sistema egipcio fuese desarraiga do, no había esperanza para el Sudán. Gordon lo había visto muy claramente. Por eso es por lo que había renunciado. Otra vez el verdadero principio era la esclavitud. Baker había sido demasiado optimista, si no extremadamente ingenuo, cuando declaraba que había suprimido la esclavitud en el Nilo; todo lo ue había podido hacer era apartar el tráfico del río, y ahora orecía más intensamente que nunca en el libre desierto. Los tratantes habían hallado muy poca dificultad en descubrir nuevas rutas por tierra hacia Egipto y el mar Rojo, y en las provincias de Bahr-el-Ghazal, Darfur y Kordofan continuaba la vasta caza del hombre. Por lo menos cinco mil tratantes estaban operando allí. Gessi calculaba que desde 1860, cuando el tráfico empezó, más de cuatrocientas mil mujeres y niños habían sido sustraídos de aquel área para ser vendidos en Egipto y Turquía, y que muchos miles más habían muerto. Baker, pensaba, había hecho muy poco para mejorar la situación: su segunda expedición costó medio millón de libras y no había conseguido «ningún resultado impor tante». Gessi, además, aseguraba que los métodos de Baker habían sido innecesariamente duros. Esta era una protesta que había sido ya levantada en Inglaterra. Al regreso de Baker al país en 1873 fue atacado como un incauto servidor de Ismail, y se había suscitado una acalorada discusión sobre el asunto en las columnas de «The Times». McWilliam, el ingeniero de la expedición, acusaba a su jefe de crueldad en su tratamiento con las tribus del Alto Nilo, y el sobrino, Julián Baker, había contestado por escrito en tono muy duro. Estos cargos contra Baker no eran del todo justos, pero Julián Baker tampoco podía ser el m ejor defensor de su tío, pues él mismo sentía muy poco afecto por los africanos. En su diario escribe sobre la «perfidia de esos brutos de negros». El doctor Schweinfurth, el explorador y naturalista báltico, era quizás el testigo en quien más se podía confiar sobre lo que había estado ocurriendo, pues viajó durante años por la remota provincia de Bahr-el-Ghazal y no tenía ningún fin interesado por nadie. La descripción que hizo del tráfico de esclavos allí, era aterradora.
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Decía que los tratantes que habían sido alejados del Nilo pulu laban por la región, y se extendían desde el oscuro hombre que daba rodeos por el país con un par de burros interviniendo en pequeña escala en el mercado por la compra de tres o cuatro escla vos de una vez, hasta los grandes magnates del negocio, que trata, ban con sus víctimas por decenas de millares. Los oficiales egipcios, consideraba Schweinfurth, sólo habían empeorado las cosas, pues promovían el comercio de esclavos en lugar de reprimirlo; y a menos que se hiciera algo efectivo, las tribus africanas serían ente ramente destruidas. «L a cosa más beneficiosa que el ilustrado go bernador de Egipto puede hacer por estas regiones — escribía Schweinfurth — es dejarlas solas.» La situación resultaba muy compleja, pues era difícil decir quién era un oficial y quién un tratante particular. El caso de Zobeir Bajá era realmente espectacular. Zobeir era el Tippu Tib del Sudán, y llevaba una vida aún más suntuosa que los nababs de Zanzíbar. Como Tippu Tib, era un hombre de aspecto distinguido y maneras corteses. Cuando Winston Churchill, entonces un joven en camino hacia la batalla de Omdurman, lo conoció en El Cairo muchos años des pués, aquél llevaba una levita y relucientes botines, y tenía un aire de gran opulencia y autoridad política. Los vastos espacios de Bahr-el-Ghazal y Darfur eran su terreno de caza. Allí, en el seco, puro y antiséptico aire del desierto y los montes de Marra, dis ponía de un ejército particular de jinetes árabes cuyos rostros poseían la belleza y la voraz crueldad de los halcones. Realizaban incursiones, cual hordas de mongoles, por cientos de millas al interior, y extendían la especial suerte de terror que es fanáti camente muslime y absolutamente despiadado. Hacia 1874, Zobeir podía cabalmente pretender que había conquistado todo Darfur y nadie — los oficiales egipcios menos aún— habían pensado jamás en disputar su autoridad. Schweinfurth visitó su cuartel general: «Seebehr (Zobeir) — escribe é l— se había rodeado de una corte que le faltaba muy poco para ser principesca en sus detalles. Un grupo de amplias y bien construidas chozas cuadra das, cercadas por altos setos, formaban la residencia privada; en el espacio de éstas había varios departamentos de estado, delante de los cuales centinelas armados hacían guardia día y noche. Salas especiales, provistas de divanes tapizados, estaban reserva das como antecámaras, y todos los visitantes eran conducidos hacia aquéllas por esclavos ricamente vestidos, los cuales les ser vían café, sorbetes, y tchibouks. El regio aspecto de aquellos salo nes de estado era acrecentado por la presencia de algunos leones, sujetos, como puede suponerse, por cadenas suficientemente fuertes y macizas.» El jefe se reclinaba en un canapé detrás de una cortina en la choza más recóndita, junto a la cual, afuera, los faquires 12— 2.166
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musitaban sus oraciones, y los esclavos domésticos se mantenían atentos, esperando ser llamados. Durante la época de la dimisión de Gordon, Zobeir había dejado a su joven hijo Suleiman a cargo de su imperio de negrero, y se había ido a El Cairo para solicitar del jedive un permiso especial que lo impusiera como el gobernador legítimo de Darfur. Ismail, como siempre, hallábase en una situación difícil. Había dilapidado abundantemente el dinero en el Sudán, y, excepto en Ecuatoria, todo había salido mal. El fracaso de M cKillop fue segui do de dos infructuosas campañas contra el Negus de Abisinia, en el litoral del mar Rojo. En Khartum, el gobernador general egipcio, Ismail Bajá Ayub, había desarrollado un sistema de soborno y extorsión que era admirablemente perfecto, aun para los modelos egipcios. Y allí estaba Zobeir queriendo establecerse en Darfur virtualmente como un gobernador independiente que tendría buen cuidado de que aquella preciosa y pequeña parte de su riqueza afluyera a El Cairo. Era demasiado tarde para que Ismail cortara la cosa. Se había gastado demasiado dinero en el Sudán, y asimismo demasiado pres tigio estaba envuelto en ello para que abandonara enteramente el país. Era como un hombre que ha extendido su negocio muy por encima de sus recursos, y el cual se encara con la quiebra en medio de una aparente prosperidad; y así tiene de algún modo que proseguir y esperar que la cosa cambie un día. Aun cuando él no se aprovechase de las ganancias del comercio de esclavos, había otros recursos naturales en el Sudán que podían compensarlo. Nominalmente contaba con el monopolio del tráfico de marfil, y aunque los elefantes habían sido muertos por decenas de millares, existían, aún, campos de caza muy extensos que podían ser explota dos. El inexplicable anhelo del mundo exterior por poseer bolas de billar, teclas de piano y figurillas de marfil era tan fuerte como siempre y a nadie le importaba cuántos elefantes eran destrui dos (1). El comercio de plumas de avestruz y goma arábiga producía también beneficio, y había igualmente otros productos comerciales en el Sudán. ¿Pero cómo manejar todo esto? Cómo recoger el beneficio, llegar a un arreglo con Abisinia, sanear Khartum, mantener a Ecuatoria en actividad, y al mismo tiempo poner a Zobeir en su lugar? Había un hombre que podía seguramente realizar todo esto, y ese hombre era Gordon. En Gordon, Ismail había hallado un modelo, un gobernante que (1 ) Se hizo una excepción con el elefante indio, el cual, a diferencia de la especie africana, podía ser amaestrado. E l jedive importó seis animales de la India y los envió al Sudán; recorrieron un total de dos mil millas desde El Cairo y atra vesaron el NUo seis veces, pero no fueron de ninguna utilidad.
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realmente gobernaba y el cual era asombrosamente incorruptible. Gordon, por supuesto, crearía dificultades para el tráfico de es clavos, pero aun en el caso de que destruyera aquel valioso negocio o de cualquier modo una gran parte de él, Gordon seguía siendo merecedor de que se reclamara su cooperación. Era el único militar aprovechable que podía conquistar el Sudán y ponerlo bajo el man. do directo del palacio de Abdin. £1, más que ningún otro hombre, podía impedir el soborno y despilfarro entre los oficiales egipcios del N ilo y hacer que los impuestos afluyeran de nuevo con regula ridad al tesoro. ¿Pero querría Gordon volver? Ismail conocía a su hombre. El 17 de enero de 1877 telegrafió a Gordon a Londres: «M e niego a creer que cuando Gordon ha dado una vez su palabra de caballero, exista cosa alguna que pueda inducirlo a faltar a ella.» El telegrama estaba firmado: «Su afec tuoso Ismail.» Las hazañas de Gordon en el Nilo habían sido descritas con gran entusiasmo por los periódicos de Inglaterra, y otra vez era objeto de la atención del público. «The Times» había propuesto que fuera nombrado «gobernador de Bulgaria» — el país se hallaba entonces en plena lucha por la independencia — y existía otro pro yecto de alternativa (que apoyaba el propio Gordon) en el sentido de que él conduciría una expedición contra la esclavitud hacia el inte rior desde Zanzíbar. Pero el telegrama de Ismail era compulsivo, y apenas había transcurrido un mes de su llegada a Inglaterra, Gor don regresó a El Cairo. Arribó allá en febrero de 1877 y fijó sus con diciones : su puesto había de ser el de gobernador general de todo el Sudán — en todos los millones de millas cuadradas de su ex tensión — , y debía tener plenos poderes para tratar con el Negus de Abisinia y para suprimir el tráfico de esclavos. Ismail accedió en seguida. Gordon describe la entrevista con el lacónico estilo que luego el mundo iba a conocer tan bien: «Entonces empecé, y se lo expuse todo; y después él me confió el Sudán; salgo el sábado por la mañana.» El salario del gobernador general del Sudán era de seis mil libras esterlinas al año. Cordon lo redujo a tres mil. Sin embargo, aceptó el presente de una casaca con fino galón de oro cuyo valor era de ciento cincuenta libras, y ella le resultó muy útil para impresionar a los indígenas de las tribus del Sudán. Sir Evelyn Baring (el futuro conde de Cromer), quien había comenzado hacía poco su carrera como representante británico en El Cairo, observa fríamente: «Aun suponiendo que Ismail Bajá fuera sincero en su deseo de suprimir la esclavitud y gobernar bien el Sudán, nada es más cierto que se sentía impotente para ha cerlo.» Pero hay por lo menos un aire de sinceridad en las negociacio nes de Ismail con Gordon. Había hecho las cosas más fáciles para él en Darfur poniendo a Zobeir bajo una forma de arresto en El
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Cairo. Le entregó todas las armas y los hombres que necesitaba. Hasta escribió al nuevo virrey mientras él se ponía en marcha para tomar posesión de su cargo: «Use todos los poderes que le he diado. Tome todas las medidas que crea necesarias; castigue, sustituya, despida todos los oficiales que a usted le plazca.» Eso era precisamente lo que Gordon pensaba hacer. Primero viajó hacia el mar Rojo en dirección a Masaua, y allí llegó a un acuerdo con los jefes abisinios locales para una sus pensión de hostilidades. Un largo viaje en camello a través de las provincias del Sudán en el mar Rojo lo llevó hacia el Nilo, y entró en Khartum el 4 de mayo de 1877 (1). Allí se había sentido alguna aprensión sobre su llegada, y toda la población estaba aguardando en la margen del río para recibirlo. No los mantuvo esperando por mucho tiempo. «Con la ayuda de Dios — declaró é l— , resta bleceré el orden y el equilibrio.» Siguió luego una serie de nuevos estatutos y decretos con los que se pretendía separar el poder de los oficiales y hacer la vida más soportable para los pobres. Fueron suprimidos los azotes en las cárceles, los impuestos que pesaban sobre los labriegos fueron aligerados o condonados del todo, se instaló una caja para peti ciones en la puerta del palacio, los privilegios de los ulemas (los maestros muslimes) fueron suspendidos, y lo peor de los oficiales del ejército y de los criados civiles fue despachado para El Cairo. Gordon durante aquellos días se muestra en sus mejores con diciones. No ha cedido todavía a la disposición de ánimo que le haría escribir: «Cuando uno haya conseguido quitar del papel secante la tinta que ha absorbido, entonces la esclavitud cesará en estas tierras.» Realmente cree que puede hacer algo. La angustia desaparece, la ligera inseguridad de su carácter se disipa y no está en absoluto desanimado por la corrupta y aletargada adminis tración que ha heredado de sus predecesores. Es muy firme y muy paciente. Habla poco el árabe, pero ello no importa; hay intérpretes y secretarios disponibles, las órdenes salen, y luego Khartum em pieza a saber algo del directo acercamiento, del poder ejercido firme y persistentemente desde una fuente central e insobornable. El gobernador general vivía solo en su palacio junto al Nilo, y podía hallársele allí a todas horas del día recibiendo a sus visi tantes, una acicalada y activa figura, ataviada con su gorro encar nado y su blanco uniforme, sus secretarios a su lado, y el inevi table pote de tabaco al alcance de la mano. Uno de sus contem poráneos lo describe como «un hombre de mediana estatura, ex traño y modesto, con unos ojos como diamantes azules» y otros (1 ) Ismail Bajá Ayub habla salido antes de que Gordon llegara, y, furiosa por su marcha, su hermana habla roto todas las ventanas del palacio — unas d entó treinta— y cortado a trozos los divanes.
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hablan de su «sobrehumana energía», su admirable resistencia al enervante clima. Había sido siempre la norma de Gordon ser generoso y no guardar nada para si mismo. Los manchúes de la China le habían ofrecido una cuantiosa suma de dinero y él la había rechazado. El medallón de oro con que le habían obsequiado había sido vendido desde hacía mucho tiempo para proporcionar fondos para la bene ficencia en Inglaterra, y la mayor parte de su paga en el ejército se había disipado de igual forma. Pero ahora como gobernador general veíase obligado a dar mucho en recompensas y ascensos para su Estado Mayor, y todo viajero que llegaba a Khartum aludía a su hospitalidad y benevolencia. El doctor Junker, explorador ale mán (una figura algo comprometedora entre todos estos hombres resueltos, a quien le costaba muchísimo levantarse por la mañana), es invitado a efectuar todas sus comidas en el palacio, y Gordon muestra interés por servirlo en todo lo posible, entregándole una provisión de tintura de Warburg contra la fiebre antes de que prosiga hacia las zonas del paludismo, al Sur. A un grupo de misioneros británicos se les proporciona transporte y provisiones >ara trasladarse a Uganda, y Gordon paga todos los gastos. Oficiar es europeos llegan para ocupar los lugares vacantes en el cuerpo de Estado Mayor, y todos sin excepción están encantados con el nuevo gobernador general. Es cierto que las comidas en el palacio son muy frugales y muy rápidas — diez minutos es el tiempo usual concedido para el almuerzo — , pero Gordon es un anfitrión anima do y divertido, y el ocasional visitante no descubre señal alguna de sus propias ansiedades. No estaba, sin embargo, con mucha frecuencia en Khartum. La verdadera imagen de Gordon en aquel tiempo no es la de un administrador en un despacho, sino la de un militar viajando en un camello. Sus viajes son prodigiosos. Recorre distancias que constituirían cabalmente una considerable carrera para un coche moderno. Prosigue adelante sin cesar, durante semanas y meses enteros, hasta que llega a ser una segunda naturaleza para él estar encaramado allá arriba, sobre el duro lomo del camello, sin más que el vacío desierto a su alrededor, con las brillantes estrellas por la noche y el despiadado sol durante el día, y sin duda que es un maravilloso fondo para aquellas solitarias meditaciones sobre la Biblia que constituían la obsesión de su vida. Cuando se produce una crisis, su impulso inmediato es montar en un rápido camello y trasladarse en seguida al lugar del tumulto. Los asombra a todos con sus súbitas apariciones, y hay algo en su porte revelador de una resolución y confianza tales, que logra im poner su voluntad donde con la misma facilidad podría haber sólo conseguido que una bala le atravesara los sesos. En un momento dado parte para Darfur, acompañado únicamente por un intérprete,
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para acabar con una insurrección fraguada con ayuda de Suleiman, el hijo de Zobeir; luego se le encuentra en las provincias de Berber y Dongola, en el Sudán septentrional; después otra vez en Abisinia, viajando hasta Harar para tratar con el Negus; en seguida está de vuelta en El Cairo para presidir una conferencia económica, y al cabo de unos meses lo hallamos de nuevo en Darfur. Ello es atur didor y los resultados lo son también. El comercio prospera otra vez, y Khartum, con sus nuevas tiendas y edificios, empieza a parecerse a una ciudad moderna; a Gessi le recordaba Milán. Es abierto un canal a través de la vegetación flotante, y el buque de vapor de Baker, el Khedive, es transportado por secciones más arriba de las cataratas de Fola, donde se convierte en insignia de la pequeña escuadra en las extensiones superiores del río. Abisinia esta quieta, y Darfur con tinúa siendo el único centro importante de desorden. Hasta con Darfur es afortunado Gordon, pues halla al único hombre que está perfectamente preparado para conducir una expedición allí: Gessi había vuelto en 1878. Gessi estaba aún apenado. Regresó al Sudán a la cabeza de una expedición particular, que iba a explorar el río Sobat hasta su ori gen en los montes de Abisinia, y poco después sabemos que Gessi se lamenta de que el nuevo gobernador general se niega a ayudar a las expediciones particulares. Pero se equivocaba en este punto. Gordon lo recibió muy amablemente, le ofreció carta blanca para ir adonde quisiera, y pronto lo atrajo de nuevo a su estado mayor. Gessi no estaba en modo alguno ansioso de irse a luchar contra los negreros árabes, pero Gordon se las compuso para persuadirlo. Tal vez fue la misma magnitud de la empresa lo que le subyugó, pues en el verano de 1878 la situación en Darfur y en Bahr-el-Ghazal se había hecho extremadamente peligrosa. Suleiman mantenía una correspondencia secreta con su padre en El Cairo, y había levantado una fuerza de jefes árabes contra el gobierno. Se retiró al Sur a tra vés de Darfur, hacia Bahr-el-Ghazal fuera del alcance de los solda dos egipcios, y en verdad que los soldados no experimentaban impaciencia alguna, preferían permanecer encerrados en sus guarni ciones y esperar allí pasivamente hasta que llegara ayuda. Gessi navegó hacia el Sur, desde Khartum, en el Bordein, con un con tingente de tropas del gobierno, y trabó una serie de batallas canapales contra Suleiman en Bahr-el-Ghazal. Al final tendió una em boscada al joven y lo fusiló junto con todos sus principales jeques. Diez mil esclavos fueron libertados. Fue una rápida y brillante operación, la primera de las grandes batallas de guerrillas en el Sudán, y la única en la cual el jefe europeo mostró una verdadera comprensión de la naturaleza de la guerra contra los árabes. Sus efectos fueron notables. Por primera vez en veinticinco años, el Sudán occidental se vio libre de la tiranía de Zobeir y su familia.
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y por el momento, al menos, el comercio de esclavos al por mayor fue reprimido. Gordon, prosiguiendo en la retaguardia de Gessi, acabó con los aislados núcleos de resistencia y parecia que por fin se hallaba en vías de tener a la totalidad del Sudán bajo su gobierno. Por entonces un nuevo estado mayor había sido establecido, y las provincias fueron distribuidas entre los oficiales que integra ban el mismo. Gessi fue nombrado gobernador de Bahr-el-Ghazal, con el rango de bajá, y un joven oficial vienés, llamado Cari von Slatin, fue enviado a Darfur (1). Frank Lupton, un inglés que había estado sirviendo como primer oficial en un buque de carga en el mar Rojo, y que le fue recomendado por los misioneros como un hombre morigerado que no bebía, estaba siendo adiestrado en Khartum; y había otros también, egipcios y árabes entre ellos, a los cuales Gordon había recogido al azar en sus viajes y le habían agradado y parecido dignos de confianza. Ecuatoria, tras la partida de Gordon había sido gobernada por tumo por los dos americanos Prout y Masón, pero su salud se había quebrantado, y fueron sus tituidos poco después por un doctor alemán llamado Eduard Schnitzer, que había estado ya durante algunos años al servicio del gobierno turco. Schnitzer había viajado de modo extensivo por el Oriente Medio, y se había enamorado de tal forma de él, que había adoptado la religión muslime y cambiado su nombre en Emin, que significa «E l fiel». Estos nombres, sin excepción, pa recen haber sido adictos a Gordon, y Emin estaba probablemente hablando por todos ellos cuando escribía en una carta desde Ecua toria que la provincia se hallaba en paz «gracias al eminente ta lento de Gordon Bajá para la organización, gracias a sus tres años de esfuerzos y trabajos realmente sobrehumanos en un clima que hasta ahora muy pocos han podido resistir, gracias a su ener gía, la cual ningún obstáculo pudo amortiguar... Solamente uno que haya tenido trato directo con los negros... puede formarse una justa opinión de lo que Gordon Bajá ha realizado aquí». Todo estaba, así, sujeto a la regularidad y al orden a lo largo del río, más allá de las cataratas de Fola hasta Gondokoro, y más adelante a través de la vegetación flotante y el desierto, hasta Khartum y la frontera egipcia. Al este del Nilo, hacia el mar Rojo, y al Oeste, hacia Darfur, otra red de avanzadas y rutas comercia les se extendía y en todas partes los nuevos gobernantes hacían posible que los habitantes vivieran sin guerras. Gordon probable mente estuvo acertado escribiendo, como hizo más adelante: «N in gún hombre podría levantar la mano o el pie en la región del (1 ) Anteriormente Gordon había ofrecido Darfur a Burton, pero Burton había respondido: « Y o no podría estar bajo las órdenes de usted, ni usted bajo las mías.»
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Sudán sin mí.» El país estaba siendo mejor gobernado de lo que nunca antes lo hubiera sido. Sin embargo, en medio de todo este éxito, unas extrañas evolu ciones se producían en la mente de Gordon, e iban pronto a hacerle imposible el continuar. Había algo en su naturaleza que lo impul saba a hallar desilusión y fracaso en el corazón de todas sus me jores realizaciones. Con él, toda llegada es otra partida, su alcance excede siempre a su comprensión, y nada en este mundo puede col mar su anhelo de perfección. Parece no tener ninguna paz interior dentro de sí mismo como la tenía Livingstone, y sus continuas inte rrogaciones propias sólo pueden aquietarse cuando está rodeado de dificultades y penalidades. Un sentimiento de culpa lo envuelve. «Nada me disgusta — exclama— excepto yo mismo.» Y así, de repente, su entusiasmo se disipa, detesta el objeto por él cual se ha estado esforzando tan desesperadamente, percibe otro punto de vista y se precipita a las más aturdidoras complicaciones y con tradicciones. Esto le ocurría entonces con el Sudán. Es evidente, según se desprende de las cartas y los diarios de Gordon, que por este tiempo empezó a aborrecer a sus propios sol dados egipcios. Eran crueles con los negros, lo mismo que lo eran los árabes, y empleándolos Gordon sentía que estaba trayendo, no progreso, sino perfecta miseria al Alto Nilo. «Baker — escri bía Blunt— fue brutal con estos pobres negros; el corazón de Gordon era todo para ellos.» Sin embargo, tenía que «pacificar» a los negros de algún modo o ellos harían incursiones los unos en los terrenos de los otros para apresar esclavos y apoderarse del ganado; y de cualquier manera él podía argumentar que sus mé todos eran más humanos que los del gobernador general egipcio que le había precedido. Llegaría el tiempo, por supuesto, en que Gordon habría de dar su vida por estos mismos soldados egipcios, pero entonces, en 1879, después de cinco años de permanencia en el Sudán descubría que muchas cosas sobre aquel país eran más complicadas de lo que se había imaginado. Los árabes que traficaban con esclavos, por ejem plo, no eran tan malvados como se suponía. Podían hasta hallarse virtudes en el Islam. «A mí — escribía é l — me parece que el musulmán adora a Dios lo mismo que yo, y es tan aceptable, si es sincero, como cualquier cristiano.» Y aún: «M e agrada el musul mán, él no se avergüenza de su Dios. Su vida es cabalmente pura. Ciertamente que se concede a sí mismo un buen margen en el surtido de esposas, pero de cualquier modo nunca se mete en terre no ajeno. ¿Pueden decir lo mismo nuestros pueblos cristianos?» Era también una cuestión objeto de discusión si se podía o no suprimir realmente la esclavitud en un país mahometano, puesto que era un fundamental modo de vida de los musulmanes, y si se examina la cosa más de cerca, no todo era bestialidad; muchos
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de los esclavos se hacían la vida muy cómoda y no habrían cam biado a sus amos por la libertad. Desarraigar de repente el sistema sólo podía conducir al caos. Hombres como Zobeir serían unos villanos, pero sabían gobernar sus territorios mejor que los turcos y los egipcios que habían entrado en el Sudán procedentes de Egipto y los cuales cometían su propia porción de atrocidades en nombre de la civilización. Pero por las mismas condiciones de su nombramiento de gobernador general, se había visto obligado a eliminar a hombres como Zobeir. Y así sigue sin cesar dando vuel tas a estos puntos en su mente, y esto es una peligrosa ocupación, porque Gordon, a diferencia de otros hombres, no puede aceptar tranquilamente una solución de compromiso; tiene que obrar y decir con exactitud lo que piensa. Una nueva desilusión le había sorprendido a Gordon en El Cairo. La situación económica de Ismail estaba entrando ahora en la fase final de su curva descendente hacia la ruina; existía una deuda de ochenta millones de libras esterlinas con respecto de acreedo res europeos, y había sido establecida una comisión para que examinara y hallara los medios por los cuales Ismail pudiera pagar el siguiente plazo a un interés del siete por ciento. De Lesseps formaba parte de dicha comisión y también Baring. En marzo de 1878, Ismail tuvo la extraña idea de traer a Gordon a El Cairo para presidir las reuniones de la junta. Sabía que podía estar seguro de la lealtad de Gordon y al mismo tiempo esperaba sin duda que la reputación de Gordon en el mundo ayudaría a suavizar las cosas. Por otra parte, Gordon entendía muy poco de negocios monetarios, y nunca había sido su fuerte arreglar los asuntos pendientes por medio de asambleas. Por el momento había una sola manera por la cual el jedive po día reunir más dinero, y ésa era arrancárselo a los labriegos por medio del látigo, y los labradores habían sido ya agobiados con fuertes impuestos hasta yacer en una abyecta pobreza. A Gordon le parecía (y por supuesto al jedive) que la única cosa razonable que podía hacerse era que los acreedores europeos renunciaran a su interés durante unos meses. Quería también excluir de la comi sión a los representantes de los acreedores europeos, ya que constituían grupos interesados. En estos dos puntos halló una impla cable oposición; los capitalistas europeos se mantenían firmes y no les importaba saber cómo iba a reunirse el dinero con tal que ellos lo recibieran. Baring, De Lesseps y los otros estaban también por entero resueltos a que los representantes de los acreedores europeos se hallaran presentes en las deliberaciones a ñn de que pudieran vigilar el expediente y aun, probablemente, al propio Gordon. Inevitablemente, Gordon discutió con todos ellos. Baring le desagradó a primera vista. «Tiene — escribía é l— un aire presun
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tuoso, ostentoso y arrogante. Tuvimos unas palabras los dos. Yo dije: "Querría hacer lo que Su Alteza me ha pedido.” Él replicó: "Es injusto para los acreedores", y en unos momentos todo había terminado. Cuando el aceite se mezcle con el agua, nosotros nos uniremos.» Tinta en el papel secante aceite y agua, esclavitud en el Sudán y el ansia de dinero en Europa, ¿dónde había alguna esperanza para la Humanidad en todo esto? Los europeos, a su propia manera, eran tan crueles como sus soldados egipcios y los conductores de esclavos en Africa. Renunció a intervenir en la investigación de la junta, y regresó a Khartum. Por entonces sufría en creciente proporción un agotamiento nervioso, y la campaña contra Suleiman que siguió a su regreso de El Cairo había consumido sus últimas reservas de energía. Los calurosos meses de verano en Khartum, en 1879, debieron de haber sido una calamidad para ¿1, y uno alcanza aquí una vislum bre de la grande tragedia que se le presentaba por delante. Preveía una creciente hostilidad. Surgió de los oficiales que había echado y de los traficantes de esclavos que había arruinado, los cuales se agrupaban ahora contra él. En El Cairo, lo mismo que en Khar tum, los bajaes egipcios eran sus enemigos. No era probable que Zobeir olvidara la muerte de su hijo. Y luego quedaba Baring. Baring, ciertamente, no era un enemigo, pero en ese breve pri mer encuentro con él en El Cairo, Gordon había tenido una viva y desalentadora advertencia que le recordaba que, cuando todas las crisis han pasado, es la burocracia la que realmente gobierna el mundo, y Baring era un burócrata por excelencia. Baring era siete años más joven que Gordon y no gozaba entre el público una popularidad tan grande como la de éste, pero representaba una fuerza que Gordon había reconocido en seguida y de la cual in mediatamente se apartó. En nuestros días diríamos que Baring era un miembro del Establishment (cosa que Gordon no era, desde luego). Representaba el statu quo, y por educación e instinto lo defendía con una firme y ridicula disciplina. Las excentricidades de un hombre como Gordon no era probable que lo turbaran, y no era propenso al culto del héroe ni a la envidia. En un mundo de desordenados y adolescentes entusiasmos, él representaba la precisión y el camino intermedio, y con un distinto y seco modo ostentaba un aire de privilegio y de adulta firmeza. W ilfred Scawen Blunt, siendo poeta y un apasio nado arabista, sentía mucha más aversión por este hombre sose gado y metódico que la que Gordon pudiera sentir, y él nos recuer da que Baring era un miembro de la familia de banqueros Baring Brothers y era «de origen holandés», y, «se dice generalmente, judío». Así él «pertenecía desde el principio de su carrera al círcu lo interior de las altas finanzas de Europa». Al principio, sin embargo, había sido adiestrado en el ejército.
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y basta que tuvo treinta y un años no fue enviado a la India como secretario particular de su primo, el virrey, lord Northbrook. Su capacidad fue luego prontamente reconocida, y ahora, ocho años después, se hallaba al borde de su tremenda carrera como virtual gobernador de Egipto. Una reputación de rudeza retardó su ascen sión, y Blunt dice que tenía muy poco conocimiento efectivo del Oriente: pasaba las mañanas en su despacho ocupado en el exa men de papeles y pliegos de oficio, y las tardes con la sociedad europea de El Cairo. Naturalmente, representaba un blanco para sus menos inhibidos colegas y uno de ellos escribía: •Las virtudes de la paciencia son conocidas, pero creo que, cuando sean puestas a prueba, e l pueblo de E gipto reconocerá, con un gemido, que hay demasiado de malo en B aring.» Advertíase envidia en todo esto y también algún prejuicio. Ba ring era mucho más que una simple figura de relumbrón, y todo el que lo juzgue imparcialmente en sus relaciones con Gordon reco nocerá que, durante los tumultuosos años que estaban por venir, fue él y no Gordon quien se mostró justo, paciente, leal y muy sensato. Baring carecía de espontaneidad, y acaso también le fal taba la cualidad de Gordon para percibir la simple verdad de las cosas — su mundo era el mundo de cautela del oficial y de la segura posición negativa— , pero era un administrador notable y no se amedrentaba por nada. Con toda equidad no se debiera to mar partido por Gordon en esta discusión, y sin embargo uno lo hace. Ya las alas de Gordon habían sido recortadas por un tal hom bre, bien que un hombre algo inferior, durante el asunto McKillop, y en 1879 resultaba un poco penoso ver que de nuevo era desairado en El Cairo. Entre Kirk en Zanzíbar y Baring en El Cairo, dos de los más grandes servidores civiles británicos de la época, la soli taria figura de Khartum poco podía hacer. La soledad de Gordon era la que estaba avanzando hacia él en aquel momento. Los jóvenes oficiales que había nombrado, se ha llaban muy lejos, y en Khartum no había nadie en quien confiar. Gessi, muy posiblemente, podría haberle ayudado, pero Gessi era demasiado impulsivo y demasiado ajeno a la política, y en todo caso estaba enredado en sus propios problemas en Bahr-el-Ghazal. Hay indudablemente un deseo recóndito de comprensión y co municación en la correspondencia de Gordon de aquella época. Clama contra las «cenas de oficiales» en la sociedad de Londres, ¡ qué majaderos son, cuánta pérdida de tiempo! Una y otra vez declara que ha «muerto para los honores y las riquezas». Rechaza el matrimonio: «| Qué bendición es que uno no se haya casado! El ma
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trimonio corrompe a los seres humanos, pienso; si la esposa es complaciente, el marido no lo es, y viceversa.» Aparte su gran interés en la educación y las actividades de los muchachos (lo cual era evidentemente inocente) no hay ninguna prueba de que tuviera inclinaciones homosexuales; más bien es asexual. Pero sin embargo tiene necesidad de comunicarse; y así se vuelve hacia la religión y halla acaso un paliativo a su soledad en la universalidad del sufrimiento humano. A diferencia de Baring, no puede acercarse a los padecimientos del mundo a través del filtro de los documentos oficiales y los juicios razonados: tiene que atacarlos con toda la pasión de su ardiente y generosa naturaleza. Son ellos su personal responsabilidad. Y, por supuesto, consume sus energías, excita la envidia, se crea enemigos y finalmente se concentra en sí mismo. De ahí las congojas, los súbitos arrebatos de cólera, el recuerdo a los ocasionales brandy and soda y el inevitable disgusto de si mismo. Todas estas cosas ahora lo persiguen otra vez en Khartum, y podría resistirlas mucho menos de lo que había podido hacerlo cuando llegó por primera vez al Sudán en 1874. Cinco años de permanencia en aquel clima habían afectado grandemente su natu raleza. Bastaba sólo un pequeño revés para llevarlo al término de sus recursos, y poco después ese revés era proporcionado. En junio de 1879 llegó la noticia de que Ismail, el amigo al cual había podido «contárselo todo», el hombre que le había «entregado el Sudán», había sido depuesto. Ismail, después de dieciséis años de glorioso despilfarro, se permitió un último holgorio. Tras el fracaso de la comisión inves tigadora, había dirigido una revuelta militar contra la interferencia europea en sus asuntos, y establecido un gobierno autocrático pro pio. Este había marchado muy bien durante unos cuantos meses, pero luego la ola de deudas le habían cubierto de nuevo. Baring y sus colegas, con el apoyo de sus gobiernos europeos, habían intervenido en el hundimiento del jedive con diplomática habilidad. El sultán de Constantinopla, el cual era todavía el regidor de Egipto, fue inducido a enviar a Ismail un telegrama en el que se dirigía a él como al «ex jedive» y le informaba de que su hijo mayor, Tewfik, lo había remplazado en su dignidad. Ismail había salido casi exactamente de la misma manera que había llegado al principio; había dejado sin un céntimo la caja del tesoro, recogido sus joyas y otros objetos de valor, y con una suma de tres millones de libras esterlinas embarcó en su yate Mahrousa y partió para otras tierras. Iba a consolarse durante el resto de su vida en un palacio junto al Bósforo, y no pudo ha berle afligido mucho su caída. Mas para Gordon, su marcha representaba un hondo y final desgarro; el único Sudán que distinguía era el que Ismail le había entregado, y no deseaba continuar allí bajo ningún otro amo. N o
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le agradaba Tewfik, y lo decía; no le importaban los grupos de bajaes gobernantes de El Cairo ni los oficiales europeos, a quienes detestaba, y los cuales ahora inevitablemente tomarían el poder en sus propias manos. Hasta con Ismail quedó desilusionado, y escribía en una de sus cartas: «N o hay que inquietarse por Ismail Bajá, es un filósofo y tiene mucho dinero. Hizo grandes jugadas y perdió... Y o soy uno de los que defraudó, pero no le guardo ningún rencor. Es una bendición para Egipto que se haya ido.» Ahora, finalmente, Gordon estaba disgustado. «Puedo en verdad decir que he perdido todo deseo material por las cosas de esta vida, y no me apetece el comer, el beber, ni las comodidades. Si algún deseo tengo de algo es el de sumergirme en un sueño sin ensueños.» En julio de 1879 renunció a su cargo de gobernador general. Su última acción antes de regresar a su país fue efectuar otro de sus prodigiosos viajes hacia Abisinia — había ahora recorrido en con junto unas ocho mil o nueve mil millas a lomos de un camello — en un intento para conseguir un final ajuste entre Egipto y el Negus. Los abisinios, sin embargo, le detuvieron y lo expulsaron ignominiosamente, y al cabo de una terrible marcha forzada llegó de nuevo a El Cairo el 2 de enero de 1880. Casi ninguno de los que ocupaban puestos de autoridad sintió su partida. «Algunos — dice Blunt — lo creían loco, otros suponían que se embriagaba, y otros, aún, que era un fanático religioso»; y por el momento no había sitio para un hombre tal en Europa ni en Africa. El general Gordon era demasiado obstinado y demasiado errático. Se consideraba también un rasgo típico de este hombre difícil, el que hubiera querido crearse otro poderoso enemigo en su ca mino de regreso a Inglaterra. Al pasar por París dijo al embaja dor, lord Lyons, quien tenía el asidero del Gabinete británico, que a menos que el pueblo inglés hallara un sucesor para el cargo de gobernador general de Sudán, se dirigiría a los franceses y suge riría que ellos ocuparan el puesto. Lord Lyons puso dificultades, y Gordon le escribió: «Experimento algún consuelo pensando que dentro de diez o quince años esto importará poco a cualquiera de nosotros dos. Una caja negra, de seis pies por tres de anchura, contendrá entonces todo lo que haya quedado del embajador o del ministro del Gabinete, o de su humilde y obediente servidor (1).» A lord Lyons no le hizo ninguna gracia; .seguramente este hom bre estaba loco. (1 ) Sir C. Rivers W ilson en sus Cbaplers from My O/jicial Life, da una versión ligeramente diferente de ésta: «D e cualquier modo, ello importa poco; de aquí a unos cuantos años un pedazo de tierra de seis pies de largo por dos de an chura, contendrá todo lo que quede de embajadores, ministros y de su obediente y humilde servidor, C. G . Gordon.»
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Pronto se rompía otro lazo entre Gordon y el Sudán; Gessi había muerto. Había permanecido un año o más en Bahr-el-Ghazal después de la marcha de Gordon, pero el Nilo lo había matado al fin, y acaso la ingratitud de los egipcios también había tenido parte en ello. Gessi era uno de los mejores servidores que los egipcios hubieran tenido jamás, pero lo depusieron en 1881 y lo rebajaron de la dignidad de gobernador a la condición de oficial menor. En su camino corriente abajo, hacia Khartum, quedó blo queado durante tres terribles meses en la maraña de la vegetación flotante, y la mayor parte de los cuatrocientos hombres de su escolta murieron de hambre; algunos de ellos habían hasta vuelto al canibalismo antes de que fueran salvados. El propio Gessi so brevivió sólo el tiempo suficiente para llegar a Egipto. Gordon escribía a su hermana: «¡G essi! ¡Gessi! ¡Cómo le ad vertí que partiera conmigo! Cuando estábamos en Toashia le dije: “ Lo quiero o no lo quiera usted, o lo quiera o no lo quiera yo, su vida se halla atada a la mía.” Él me conocía a fondo. En cierto modo yo casi me temía esto. Sin embargo, Gessi yace ahora en un reposo eterno. Es la voluntad de Dios.» Pero Gessi no podría haberse separado de Africa más de lo que Gordon pudiera haberlo hecho. Habían sufrido demasiado allí para desterrar de sus vidas el país; como Livingstone, tenían que continuar en Africa hasta el fin. Se necesitó, con todo, una catás trofe mayor para hacer que Gordon volviera; pero las catástrofes no estaban nunca ausentes del Nilo por mucho tiempo, y la que alcanzó al Nilo en el año de 1880 fue fundamental y drástica en extremo.
TERCERA PARTE
La r e b e lló n m u ellm o
Capítulo X I SUEZ, 1882
La invasión británica de Egipto en 1882 tiene una deprimente semejanza con la malograda campaña anglofrancesa en el canal de Suez en 1956, excepto que la primera aventura fue tratada mucho más eficientemente y llevada a cabo con buen éxito. En 1882, como en 1956, se alzó el grito de «Egipto para los egipcios», y el coronel Arabi, como el coronel Nasser, salió de la oscuridad del ejército egipcio para convertirse en el conductor de la nación contra el invasor occidental. Entonces, como más tarde, la Gran Bretaña estaba dividida contra sí misma excepto durante un breve tiempo, cuando las hostilidades fueron rotas, puesto que había mucha gente en Inglaterra que no simpatizaba en absoluto con ese movimiento. En similares circunstancias también, el orgullo tomaba en seguida parte muy activa. Era el conocido modelo; de repente el espíritu nacional se enardece en ambos lados, el honor nacional está comprometido, y se encuentran mil motivos para una acción militar. En Egipto, el pueblo inglés se convierte en ávido y amedrentador monstruo. En Inglaterra, los egipcios son descri tos como «terroristas» que violan todas las promesas y asesinan a los inocentes paisanos europeos, y llega a ser una imperativa necesidad efectuar desembarcos de tropas para restaurar la ley y el orden. Y así la crisis se arrastra rápidamente desde los tumul tos a los ultimátums, y finalmente a la guerra. Sir Evelyn Baring proporcionó una justa y razonada relación de los acontecimientos políticos que condujeron a la invasión de 1882, que concluye indicando que ella era justiñcable e inevitable: si no se hubiera producido, según él, Egipto habría desembocado en la anarquía. Si nos limitamos a observar los hechos como él los expone — los intercambios diplomáticos, las tensiones políticas entre Francia, Inglaterra y Turquía, las intrigas del ejército y de palacio en El Cairo mismo— , hemos de admitir que tiene razón. Pero el axioma de que la guerra es el fracaso de la diplomacia, continúa siendo válido, y parece muy posible que en este caso el conflicto habría sido evitado si la diplomacia hubiera sido mejor 13— 2.166
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empleada. Baring casi, pero no totalmente, admite este punto cuan do dice: «Se cometieron, sin duda, equivocaciones. La verdadera naturaleza de la revuelta de Arabi fue tomada en sentido erróneo. Era más que un simple motín político. Participaba en algún grado de la naturaleza de un movimiento nacional de buena fe.» Éste es el punto fundamental. Los agravios egipcios eran muy reales, no siendo todos ellos de su propia cosecha. Después de la deposición de Ismail no habría sido difícil para los ingleses y los franceses conceder al país un tiempo de respiro para que pudiera recuperarse de su quiebra. Pero los acreedores europeos continua ban exigiendo sus intereses, y sólo fueron hechos unos mínimos es fuerzos para reducir los impuestos sobre los labriegos. Turcos y cir casianos tenían aún una privilegiada posición en el gobierno y el ejército, y no se intentó ninguna verdadera reforma parlamentaria porque se creía que los egipcios no eran capaces de gobernar por sí mismos. Todos los movimientos de Tewfik eran vigilados y guia dos por Baring y De Blignieres, el representante francés en El Cairo. Estos dos hombres intervenían los ingresos y los gastos del erario, y aun cuando por un breve período lograron mejorar la administración, eran menospreciados como extranjeros e infie les. Tal vez pudieran haber evitado la crisis si hubiesen poseído tropas europeas para hacer cumplir sus decretos, o hasta si pudie ran haber estado seguros del apoyo de sus propios gobiernos en Europa, pero faltaban esos dos factores. Así se les daba responsa bilidad sin poder, y el camino estaba abierto para que se encen diera de nuevo la antigua animosidad del Oriente hacia el Oc cidente. Desde la invasión de Napoleón, a fines del siglo anterior, Egipto apenas podía pensar en otra cosa que en la derrota y la humilla ción ocasionadas por los cristianos. A Ja primera señal de dis turbios, los buques de guerra británicos y franceses seguramente que aparecerían en Alejandría, y la posibilidad de una abierta inva sión predominaba siempre. En mayo de 1881, los franceses se posesionaron de Túnez, y ésa era una plaza fuerte más del Islam en África, que se había derrumbado. Esta constante usurpación forzosamente había de excitar la hostilidad. Ya en 1868, Schweinfurth observó que en todas partes, aun en las honduras del Sudán, los francos (un término que se aplicaba a otros europeos además de los franceses) eran detestados, y en los años que habían transcu rrido desde entonces, esta xenofobia había aumentado. Era man tenida ocultamente, su espíritu había vacilado a causa de la natural letargía del Oriente Medio, pero aún seguía extendiéndose. En París y en Londres los estadistas habían comenzado a hablar de una peligrosa conspiración panislámica, un resurgimiento del fanático mahometismo. En El Cairo, a los egipcios les parecía que las cosas eran totalmente lo contrario: ellos estaban siendo cer
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cados por un movimiento pancristiano que se hacia cada día más amenazador. Nadie estaba realmente contento de la situación. Los bajaes de El Cairo se ofendían por la ayuda de Tewfik a sus consejeros europeos; los ulemas, los guías religiosos de las mezquitas, no se hallaban muy dispuestos a tolerar la influencia de la religión cris tiana, los soldados egipcios estaban resentidos con sus oficiales tur cos, los negreros no podían aceptar la ingerencia occidental en sus negocios, y los labriegos eran simplemente miserables. La crisis empezó, como ocurre frecuentemente con las crisis en el Oriente Medio, en la plenitud del verano, cuando el Nilo baja en riada, y el húmedo y opresivo aire es un maravilloso esti mulante para ta exasperación. Un grupo de jóvenes oficiales del ejército egipcio habían venido mostrándose cada vez más inquietos y burlándose de la disciplina, y el 8 de setiembre de 1881 se les ordeno que sacaran a sus regimientos de El Cairo. En vez de ello, ordenaron a sus hombres que se dirigieran hacia el palacio Abdin. i'ewlík capituló en seguida y totalmente. Accedió a la formación de un ministerio nacionalista, y Ahmed Arabi, el je fe de los oficia les amotinados, fue pronto nombrado secretario de Estado para la Guerra. Arabi no se asemeja en absoluto a su émulo, aparecido setenta años después, el coronel Nasser, pues era más bien una figura calmosa y rústica, y como resultaron las cosas, un soldado no muy agresivo; pero era un buen orador público, indudablemente sincero y — lo que era más importante — las masas estaban ente, ramente dispuestas a ayudarlo. Necesitaban un heroe, un hombre que simbolizara y expresara su aborrecimiento a los extranjeros, y lo hallaron en aquel soldado alto, de aspecto impresionante, hijo de un jeque, que nabia nacido en la ciuaad provincial de Zagazig cuarenta y dos años antes. Aun en el caso de que Arabi no supiera al principio adúnde iba, los acontecimietos decidieron pronto la cuestión por el. Los ingleses y franceses protestaron por su nombramiento, y eso iba seguramente a haceno mas popular que nunca. Poco después se anuncio que nabia sido descubierto un complot para quitarle la vida; se necia, probablemente con visos de verdau, que unos cua renta oficiales turcos y circasianos estaban detrás de ello, y estos hombres fueron procesados en secreto y sentenciados al destierro en el budan. Cuando i'ewfik se negó a confirmar dicha sentencia, las condiciones para la revuelta estaban casi cumplidas en todas sus partes. El ejercito se hallaba en un estado muy próximo a la rebelión, a los europeos se les escupía e insultaba en las calles de El Cairo y Alejandría; y en todo el Delta. Arabi era aclamado como un jefe nacional. Un grupo de simpatizantes egipcios en Inglaterra se habían manifestado durante aquel tiempo en abierto apoyo de los sublevados, y no hicieron nada para suavizar la tensión, advir
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tiendo a Arabi en un telegrama que debía mantener al gobierno y al ejército juntos o «Europa se anexionaría a Egipto». El pueblo inglés recurrió poco después al sistema de acción que había servido tan bien en el pasado; la flota del Mediterráneo, bajo el mando de sir Beauchamp Seymour, recibió órdenes de partir para Alejandría, y a Tewfik le fue entregada una nota con junta anglofrancesa en la que se pedía el abandono del gobierno nacional y la expulsión de Arabi. El 27 de mayo de 1882, el gobierno dimitió, sólo para ser restablecido de nuevo por el avance de un levantamiento popular en El Cairo. La posición de Arabi era en tonces la de un dictador en un país donde todas las formas usuales de gobierno se estaban desintegrando. Había pánico en la comu nidad europea. Todos los que podían salir liaban sus bártulos y se dirigían a Alejandría, donde unos veinticinco navios de las potencias occidentales estaban esperando para embarcarlos. En junio, unos catorce mil habían sido embarcados, y seis mil más se preparaban para seguirlos. Durante la primera semana de junio, las condiciones en la costa empeoraban invariablemente. Los agitadores corrían por las calles voceando: « j Musulmanes, matad a los cristianos!» La prensa local lanzó el grito para la regeneración del Islam y un Egipto indepen diente. Y Arabi, que era rodeado por un violento y persistente clamor por dondequiera que iba, comenzó a prepararse para la guerra. Cuadrillas de trabajadores empezaron a instalar emplaza mientos de ametralladoras alrededor del puerto de Alejandría, y el 11 de junio se produjo un brutal tumulto en la ciudad. Al terminar el día, varios cientos de personas habían sido muertas o heridas, unos cincuenta europeos entre ellos. El cónsul británico, sir Charles Cookson, fue gravemente la Rimado, y una muchedum bre corría por las calles saqueando las tiendas e incendiando las casas de los europeos. En Benha, y en uno o dos centros del Delta se produjeron nuevos tumultos durante los días siguientes, y aun cuando se realizó algún esfuerzo a fines de junio para llegar a un pacífico arreglo, resultaba evidente que aquello era la guerra. En Inglaterra, Gladstone hizo todo lo que pudo para alejar la fatal fecha. Se había movido activamente, tomando toda clase de medidas. Había previsto que tan pronto como la guerra estallara, los intereses británicos y franceses se hallarían en oposición en África, y había declarado: «M i opinión es que el día en que ocu pemos Egipto desaparecerá toda cordialidad de relaciones polí ticas entre Francia e Inglaterra.» No quería tomar la responsabi lidad respecto a Egipto, no quería entrar en el Sudán y no deseaba traslados de comisiones de ninguna clase al Africa oriental. Pero Gladstone no podía mantener a Inglaterra fuera de África; esto era tan imposible como hacer que el Nilo se secara. Los explo radores y los misioneros británicos lo habían ya comprometido
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con su clamor y su grito contra el tráfico de esclavos. Disraeli, con su compra de las acciones del canal de Suez, lo habia compro metido aún más, y lo mismo había hecho la gente que había inver tido dinero en Egipto, y estaban resueltos a no perderlo. Y ahora, con tales tumultos y el asesinato de súbditos británicos, él había alcanzado el punto en el que un retroceso ya no era posible, y en las peores circunstancias: los franceses no se le unirían, m tam poco los italianos, pero el público inglés le impelía hacia delante. El 10 de julio, el almirante Seymour envió un mensaje al co mandante de la guarnición egipcia en Alejandría diciendo que a menos que las baterías de la costa fueran desemplazadas, abriría el fuego a la mañana siguiente. Los egipcios respondieron que esta ban dispuestos a hacer un derribo parcial, pero había avanzado ya mucho la noche antes de que su mensajero lograra hallar al almi rante, y sir Beauchamp, en todo caso, no quedó satisfecho con el ofrecimiento. A las siete de la mañana del 11 de julio, dio la orden de que comenzara la acción, y el bombardeo continuó hasta las cinco de la tarde. Por aquella hora, todas las baterías egipcias habían sido reducidas al silencio (si bien habían logrado hacer setenta y cinco impactos sobre la flota británica), y la mayor parte de los habitantes de la ciudad corrían en confuso tropel hacia el desierto. Al día siguiente, la chusma que había permanecido atrás, surgió de nuevo, y una gran parte de la ciudad fue saqueada e incendiada. Hasta el 13 de julio, en que un pequeño destacamento de marinos de los buques de guerra fue desembarcado, no se resta bleció de nuevo el orden. Arabia, mientras tanto, se retiró con su ejército hacia El Cairo, declarando que volaría el canal de Suez y cancelaría la deuda exterior de Egipto. Los acontecimientos que se sucedieron pueden ser prontamente descritos. A mediados de agosto, el general sir Gamet Wolseley desembarcó en Egipto con una fuerza de unos veinte mil hombres, y procedió en seguida a ocupar el canal de Suez. Luego avanzó hacia el interior, desde Ismailía, y tras una serie de escaramuzas trabó una batalla con el ejército egipcio en Tel-el-Kebir, a unas sesenta y cinco millas de El Cairo, el 13 de setiembre. La acción duró una o dos horas, y los egipcios se dispersaron por el desierto, dejando unos miles de muertos y heridos en el campo. Arabi, que no había mandado él mismo sus tropas, llegó a El Cairo a caballo, pero fue capturado allí cuando los ingleses entraron en la ciudad al día siguiente (1). El 25 de setiembre, Tewfik, que se había re fugiado en uno de sus palacios fuera de Alejandría, regresó a la capital. (1 ) Más tarde fue condenado a muerte, pero posteriormente se le desterró a Ceilán.
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Como operación militar había constituido un resonante éxito, y colocó a la Gran Bretaña en una situación política cuyo fin nadie podía vislumbrar todavía. Habiéndose onuesto a la construcción del canal de Suez, era ahora la dueña del mismo. Habiendo emnleado todos los medios para intervenir en Egipto sin el uso de la fuerza, se veía entonces obligada a ocupar el país con su eiéreito, v a regirlo con un gobierno escogido por ella misma. Francia, como Gladstone había previsto, se había convertido de aliada en enemiga, núes sentía gran envidia ñor esta súbita expansión del poderío británico en el Próximo Oriente. «Desde ese momento íla batalla del Tel-el-Kebir) — escribía Baring— hasta la firma del acuerdo anglofrancés en 1904, la acción francesa en Egipto fue, con mavor o menor intensidad, invariablemente hostil a Inglaterra.» Baring podía hablar con autoridad sobre esta cuestión, pues era el hombre que fue escogido para gobernar a Egipto. Quedaba aún otro problema y ése era el propio valle del Nilo. ¿La conquista de Egipto significaba también la conquista de las posesiones de Egipto? ¿Había de ser ocupado el Sudán igualmente? Ésta era una pregunta que fue respondida directamente por los propios sudaneses: se levantaron en nombre del Islam y expul saron a los extranjeros. Aún en la actualidad, el viajero que transita ñor el Nilo debe de sorprenderse del poderío del Islam en el Sudán septentrional v central. Parecería que hav poco que agradecer a Dios en aquellos espantosos desiertos, v sin embargo a los más pobres v más mise rables de sus habitantes se los verá durante todo el día postrarse en la arena con un sencillo v concentrado fervor que anenas se conoce en el verde delta de Egipto. Ningún poblado carece de su alminar aun cuando no sea más que una desvencijada andamiada de estacas, y el almuédano, llamando a la gente a la oración, detie ne cualquier sonido o movimiento allá abajó, en la tierra. Aouí, cada precepto del Profeta, cada mandamiento que rige los grandes ayu nos v las fiestas, en apariencia es observado al pie de la letra. Tal vez sea la misma austeridad de la vida en esas áridas exten siones lo que predispone a la gente al culto. La Meca no está muy lejos al otro lado del mar Rojo, a una distancia que requiere sólo un corto viaje para recorrerla, y el propio profeta, Mahoma, vivió V recibió sus inspiraciones en un medio ambiente como ése. Un inmenso silencio señorea el circundante desierto. El calor es tan intenso, que suprime el hambre y produce una sensación de sepa ración parecida al éxtasis en la cual la monotonía se disuelve en una natural condición independiente del tiempo, las visiones adquieren la apariencia de la realidad, y el ascetismo puede volverse un fin religioso en sí mismo. Hay circunstancias ideales para el
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fanatismo, y un guía religioso puede excitar a sus seguidores con un efecto devastador. De repente, las barreras son apartadas con violencia, la rebelión se convierte en un deber sagrado, y pue de ser una cosa espantosa y exterminadora porque rompe en una forma tan violenta con la apatía que la ha precedido. El largo si lencio se quiebra, la visión se transforma súbitamente en acción, y la abstracción es sustituida por una intensa y extrema concentra ción. Por la misma naturaleza de las cosas, pues, la rebelión en el Sudán iba a ser al mismo tiempo más drástica y más fundamental que el levantamiento en Egipto. Era un movimiento religioso más bien que político, y aun cuando los acontecimientos de Egipto indu dablemente afectaron al Sudán, fue una explosión espontánea. Si Gordon hubiera podido continuar como gobernador general aque llo pudo haber sido otra cosa, pero apenas se marchó, la autoridad del gobierno se desmoronó y la sublevación se hizo inevitable. Emin continuó en Ecuatoria,’ Slatin, en Darfur, y Frank Lupton, el marino británico, sustituyó a Gessi en Bahr-el-Ghazal; pero no había nada realmente eficaz que estos hombres blancos pudieran realizar para mantener unido el Sudán en tanto que un goberna dor general egipcio mandara en Khartum; y Raouf Bajá, el hombre que sucedió a Gordon en ese cargo, era el peor que podían haber elegido. Gordon, realmente, lo había echado del servicio del Sudán a causa de su crueldad con los africanos. Raouf, como buen jefe de pandilla, no perdió tiempo en reponer a sus antiguos compin ches en el departamento, hombres de la calaña de Abu Saud, que habían estafado a Baker y a Gordon en su época, y pronto el soborno llegó a ser otra vez el método normal de gestionar los asuntos en Khartum, los azotes y la tortura fueron reanudados en las cárceles, y los traficantes de esclavos se envalentonaron de nuevo en todas partes. Abd-el-Kader, el guerrero que en otro tiempo había mandado a los «Cuarenta Ladrones» de Baker, su cedió a Raouf como gobernador general, y era un hombre mejor, pero entonces era ya demasiado tarde: el Sudán se hallaba al borde del caos. El odio a los egipcios era el primer motivo de la rebelión. Había unos veintiocho mil de ellos apostados en las varias guarni ciones existentes en el país, y su proceder con los sudaneses se había hecho intolerable. Los impuestos eran recogidos con extre mada rudeza, y se sabía que todo oficial egipcio estaba sobornado. Un oficial británico enviado desde El Cairo para revistar las guar niciones después de la partida de Gordon, escribía en su informe: «Su conducta general y su altivo porte es casi suficiente para excitar a una rebelión. Cuando a esta conducta se añade la co bardía, me es imposible dejar de manifestar mi desprecio y dis gusto.» El propio Gordon, ya en 1879, había previsto disturbios
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cuando escribía: «...Si el actual sistema de gobierno continúa, no puede dejar de producirse un levantamiento en todo el país.» A principios de 1881 el ambiente general de inquietud del Sudán comenzó a cristalizar en tom o al nombre de una extraña perso nalidad que había aparecido en la isla de Abba, en el Nilo. a unas ciento cincuenta millas corriente arriba, desde Khartum. Se decía que ese hombre se había erigido en un nuevo guía religioso, un Mahdi (1). El Sudán, declaraba él, tenía que ser limpiado de los de pravados egipcios, y su población había de ser reintegrada de nuevo a la austeridad de la verdadera fe. Al principio no se alarmaron mucho. Abu Saud y una tropa de doscientos hombres fueron enviados a la isla de Abba, con instruc ciones de trasladar al rebelde a Khartum para ser castigado allí. Pero pronto se puso en evidencia que el Mahdi era algo más que un simple faquir rústico con visiones de gloria. Sus seguidores de la isla lo obedecían con un fanático acatamiento. Exterminaron a los soldados de Abu Saud con terrible facilidad, y poco después se tuvo noticia de que el Mahdi, retirándose hacía los desiertos de Kordofan, había lanzado el grito para una jihad, una Guerra Santa. Mohammed Ahmed Ibn el-Sayyid Abdullah, el Mahdi, sigue la genuina tradición de los sacerdotes guerreros del Islam. Como una tempestad de arena en el desierto, surge de repente e inexplica blemente, y por algún extraño proceso de atracción, genera una fuerza siempre creciente mientras prosigue. Circulaban confusas informaciones sobre su origen: unos decían que procedía de una fa. milia de constructores de barcos en el Nilo, otros que era hijo de un pobre y religioso preceptor, otros, también, que era descen diente de una estirpe de jeques. Generalmente se aceptaba, sin em bargo, que había nacido en la provincia 'de Dóngola en el Sudán septentrional, en 1844 (de acuerdo con lo cual tendría entonces treinta y siete años de edad), y que muy joven aún había adquirido una reputación local de gran santidad y de un don de oratoria excepcional. El efecto que causaba, parecía que fuese producto de un extraordinario magnetismo personal. Para expresarlo con una frase de Strachey: «Su presencia estaba rodeada de un extraño esplendor, había una abrumadora pasión en el torrente de su dis curso.» Era un hombre que se creía predestinado. Mahoma había prometido que uno de sus descendientes aparecería un día y reani maría la fe, y Abdullah declaraba, con inquebrantable convicción, que él era aquel hombre. Su odio a los egipcios era intenso. Poseemos varias descripciones de primera mano sobre el Mahdi, la mejor de las cuales es quizá la proporcionada por el padre Joseph Ohrwalder, el sacerdote austriaco que durante siete años fue su (1 )
Mahdi:
enviado de A lí.
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prisionero. «Su apariencia exterior — refiere el padre Ohrwalder — era extrañamente fascinadora; era un hombre de constitución vigo rosa, tez muy oscura, y en su rostro había siempre una apacible sonrisa.» Tenía «unos dientes singularmente blancos, y entre los dos superiores había un espacio en forma de V, lo cual en el Sudán es considerado como una señal de que su poseedor será afortu nado. Su conversación, gracias a la educación recibida era también excepcionalmente agradable y placentera». Slatin, el gobernador de Darfur, quien pasó un período de tiem po aún más largo como prisionero del Mahdi, corrobora tal des cripción. El Mahdi, dice él, era un hombre robusto, de anchos hombros, una cabeza grande, brillantes ojos oscuros, barba negra y las tres incisiones peculiares de la tribu en su mejilla. Aparecía siempre sonriente. Sonreía cuando prescribía las más brutales torturas para algunos miserables que habían blasfemado o tomado un vaso de licor. Tenía la sonrisa fácil y la mano dura. Wingate, el futuro gobernador del Sudán, que efectuó un ex haustivo estudio del tema, llegó a esta conclusión; «N o hay duda de que hasta que fue arruinado por una desenfrenada sensualidad, este hombre tenía la cabeza más firme y la más clara visión mental existente en los dos millones de millas cuadradas de las cuales se hizo más o menos dueño antes de que muriera.» Hay un elemento de fantasía en el progreso de este hombre inspirado y altamente dotado, y aún hoy, después de haber transcu rrido ochenta años, es difícil aquilatar sus méritos. Ciertamente que no era un aventurero en el sentido ordinario. Aun cuando se supone que no era sincero, que sus declaraciones religiosas eran simplemente un pretexto para su ambición personal, ha de reco nocerse, sin embargo, que sus seguidores lo veneraban; nunca, en tonces o más tarde, discutieron su autoridad, lo creían un ser semidivino, y desde el más poderoso emir hasta el más humilde aguador estaban dispuestos a morir por él. Fue elevado con una ola de religiosa adoración, y pudo exigir de sus impetuosos seguidores un sentido del deber y de la disciplina que faltaba totalmente en las filas egipcias. Su ¿cito fue asombroso. Para empezar, diremos que en Kordofan sus hombres raramente iban armados, excepto por lanzas y palos, y, no obstante, derrotaron a una columna de soldados egipcios enviados contra ellos, y en agosto de 1882 (el mismo mes en que los ingleses desembarcaron en el canal de Suez) pusieron sitio a El Obeid, que era una ciudad de cien mil habi tantes, protegida por una fuerte guarnición egipcia. Los egipcios sabían que no podían esperar nada más que la muerte de aquellos locos, y por tanto aguantaron durante seis meses. El hambre los venció al fin; era tan espantosa, que todas las ratas y perros eran devorados por la guarnición, y un simple camello alcanzaba el precio de dos mil dólares. En enero de 1883 la ciudad cayó, y
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cuando la subsiguiente matanza se hubo apaciguado, se halló que una gran provisión de armas y una suma de dinero equivalente a unas cien mil libras esterlinas habían caído en manos del Mahdi. A partir de aquel momento, la revolución se convirtió en una guerra civil. La tiranía del Mahdi en el desierto en el año de 1880 siguió una trayectoria que en nada se diferenciaba de una dictadura en Europa en el año de 1930. Era simplemente más cruda y más vio lenta; se cometieron allf atrocidades no en nombre del patriotismo, sino de Dios. En el centro se hallaba el Mahdi, la nueva rencamación del Pro feta. y estaba asistido por su círculo interno de discÍDulos; los tres califas, quienes eran sus principales lugartenientes. Por debajo de éstos había los emires, los mukuddums, y los jefes de las tribus. Por último, venía la salvaje horda de los propios hombres de las tribus, con sus ayudantes de campo v sus rebaños de animales domésticos. Tenían su uniforme; un jibbeh con remiendos cuadra dos cosidos sobre él en señal de virtuosa pobreza, y un turbante; sus emblemas eran las banderas de los emires con inscripciones de los textos del Corán, v la bandera verde del propio Mahdi; v sus desfiles militares, corrientemente una temeraria carga de caballería a través del libre desierto. La siguiente proclamación fue promulgada desde su nueva resi dencia de la casa del gobierno, en El Obeid: «Haced penitencia ante Dios, y abandonad todos los malos hábitos y costumbres prohibidas, tales como las degradantes accio nes de la carne, el uso del vino y del tabaco, mentir, levantar falsos testimonios, desobedecer a los padres, asaltar y robar, no restituir lo robado, el palmoteo, la danza, hacer señales impropias con los o jos, derramar lágrimas v lamentarse junto al lecho de los muertos, hablar calumniosa o difamatoriamente, y buscar la compañía de mujeres extrañas. Vestid a vuestras mujeres de un modo decente, v procurad que cuiden de no hablar a personas desconocidas. Todos los que no observen estos principios desobedecen a Dios y a su Profeta, y serán castigados conforme a la ley. •Rezad vuestras oraciones en las horas prescritas. •Entregad la décima parte de vuestros efectos a nuestro prín cipe, el jeque Mansur (el nuevo gobernador de El Obeid), para que él pueda enviarla al tesoro del Islam. •Adorad a Dios, y no os odiéis unos a otros, pero ayudaos mu tuamente para hacer el bien.» Estos preceptos se hacían cumplir ferozmente. Terribles azotes y hasta cortar las manos constituían los castigos por las más trivia les ofensas. Los festines de casamientos y festividades de toda clase fueron suprimidos. Ningún hombre podía jurar, o tomar bebidas alcohólicas, y ni siquiera fumar si no deseaba encararse con la in
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mediata pena de muerte. Había sólo una honrosa manera de morir y ésa era en la lucha al santo servicio del Mahdi. Tras la caída de El Obeid, el padre Ohrwalder dice que el Mahdi era venerado casi como el mismo Profeta. El agua con la cual él se lavaba era distribuida a sus seguidores, quienes esperaban curarse de sus males bebiéndola. Nadie dudaba ya del éxito de su misión, y sus sueños v visiones nocturnas eran considerados como una di recta revelación de Dios. Cuando todo el Sudán hubiera caído, de claraba el Mahdi. se posesionaría de Egipto v trabaría la más san grienta de todas las batallas más allá de La Meca. Luego avanzaría sobre Jerusalén. donde Jesucristo descendería del cielo para com batir con él, y después de eso. el Islam conquistaría todo el mundo. Las nociones que el Mahdi tenía del mundo eran en extremo im perfectas, pero esto no tenía importancia en aquellos tempranos días de su cruzada: el desierto era el único mundo que estas gentes conocían. El Mahdi sonreía y una sublime confianza irradiaba de él. No se desanimó en absoluto cuando tuvo noticias, durante los meses de verano de 1883. de que un eiército egipcio al mando de un general británico estaba avanzando hacia él desde el Nilo. Egipto había necesitado un año entero para moverse. De mes en mes se había esperado que el gobernador general en Khartum podría dominar la situación con los soldados que se hallaban va baio su mando. Pero con la caída de Kordofan, la provincia más rica del Sudán, era evidente que tendría aue ser enviada una expe dición militar desde El Cairo si la revolución había de ser supri mida. Pero ¿quién organizaría tal expedición? Los ingleses no to marían parte en ella. En Inglaterra se había producido una reac ción después de la batalla de Tel-el-Kebir. Gladstone no quería más conquistas en África, v sin duda habría retirado los soldados britá nicos de Egipto si Baring hubiera podido disciplinar el país sin ellos. Quedaba, pues, para el Gobierno egipcio la tarea de hallar las armas v los hombres, y en esto, milagrosamente, tuvieron éxito. Se concedió el mando al coronel William Hicks, del ejército de Bombay, quien era todavía otro de los militares libres que se habían agregado al servicio egipcio, y tenía consigo un Estado Mayor de más de una docena de europeos, incluyendo un corresponsal de «The Times» y otro del «Graphic» de Londres. Cuando la fuerza fue finalmente reunida y enviada Nilo arriba hacia Khartum, ascendía a unos siete mil soldados de infantería, mil de caballería, y la usual horda de asistentes de campo. Más de cinco mil camellos se necesitaron para transportar los pertrechos v provisiones por el desierto, y el equipo incluía artillería de montaña y ametralladoras con un millón de cartuchos de municiones. Sobre el papel cons tituía un formidable aparato, pero había que contar con fatales fragilidades. Muchos de los soldados eran hombres que estaban cumpliendo períodos de encierro porque habían tomado parte en
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la rebelión de Arabi — de hecho fueron enviados a Khartum enca denados — , y el coronel Hicks estaba lejos de ser otro Gessi. Era un perfecto oficial británico, que no carecía en absoluto de valor, y podría haber hecho un gran papel si hubiera estado conduciendo una expedición en Europa. Pero aquello era Africa. «Dentro de tres días — escribía el corresponsal del «Tim es» desde Khartum— par timos para una campaña que hasta el más entusiasta contempla con la mayor tristeza.» N o hay necesidad de detenerse en describir los penosos detalles. Tras de una serie de escaramuzas preliminares, la expedición ascen dió por el Nilo hasta El-Dueim, a unas cien millas al sur de Khar tum, y luego se dirigió hacia el Oeste a través de las áridas llanuras, se extraviaron, el comisario estaba desesperanzado, los soldados se hallaban mal dispuestos, y la provisión de agua era virtualmente inexistente. Se trataba de una cabalgata prodigiosamente anticuada. A pesar del terrible calor, algunos de aquellos miserables soldados llevaban cota de malla y cascos-antiguos, los cuales parecían datar del tiempo de los cruzados. En batalla se ordenaban para formar un cuadro con sus cañones apuntando hacia fuera desde cada ángulo mientras que los camellos eran agrupados con el bagaje en el cen tro. Cada soldado llevaba consigo un dispositivo de cuatro espigo nes de hierro conocidos como una pata de gallo, y éste lo clavaba en la arena enfrente de él para formar una barrera contra los ata ques del enemigo. Desde El Obeid, el Mahdi y sus califas observaban la aproxima ción de aquella pesada y desvalida columna con un gozo feroz. Mu cho antes del inevitable final, apreciábase ya un tono de desespera ción en los mensajes que Hicks enviaba a Khartum: el agua ha faltado, sus hombres y sus camellos mueren en crecientes cantida des, todos los días, los jinetes del Mahdi interceptan su linea de aprovisionamiento en el Nilo y él no sabe dónde se halla. El 5 de noviembre de 1883 la expedición estaba errando por las honduras de un áspero monte treinta millas al sur de El Obeid cuando cin cuenta mil guerreros árabes irrumpieron sobre ella. Nadie conoce los detalles exactos de la batalla, pues los árabes no conservaron relaciones escritas y fueron hechos pocos prisioneros, si es que hubo alguno. De los diez mil hombres iniciales, dos o trescientos podían haber sobrevivido, e Hicks y su Estado Mayor europeo no se contaban entre ellos. Dos semanas transcurrieron antes de que la noticia del desastre llegara a Khartum y al mundo exterior, y transcurrían meses antes de que se conocieran sus amplias reper cusiones. En el Sudán fue como si hubiera reventado una presa. El culto del Mahdismo se extendía en una tremenda ola, y apenas había un rincón del vasto país que no fuera alcanzado. En Khartum em pezó a producirse el pánico, y muchas de las familias más ricas
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huían Nilo abajo hacia Egipto. En Darfur, Slatin estaba completa mente desvalido. Trabó una serie de desesperadas batallas con los árabes y luego se rindió. En Bahr-el-Ghazal, Frank Lupton resistió briosamente hasta la entrada del año nuevo, y al cabo cedió. El emir de Ecuatoria se retiró N ilo arriba. Y lejos, al Este, un trafi cante de esclavos turcosudanés, llamado Osman Digna, se levantó por el Mahdi en la costa del mar Rojo. Aquí y allá, en fortalezas como Sennar y Kassala, una guarnición egipcia permanecía como una isla sobre la corriente, pero eran islas de arena más bien que de roca. A fines de 1883 podía decirse que los honores de la lucha entre el Islam y el Cristianismo eran cabalmente iguales. Los ingleses habían ganado Egipto, pero habían perdido el Sudán. Gladstone, sin duda, se habría contentado con dejar las cosas en ese punto, pues en verdad que estaba resuelto a no hacer más. Khartum, declaraba él, tenía que protegerse ella misma, y los egipcios de las guarniciones del Sudán tenían que defenderse lo m ejor que pudie ran. Pero había otros en Inglaterra que consideraban que no se ha bía arreglado nada hasta entonces, que todo lo que había ocurri do era simplemente el preludio de una lucha mucho más intensa en el Nilo. Dicha gente creía que, habiendo ido tan lejos en África, Inglaterra no podía retroceder, y en el invierno de 1883 empezaron a buscar un hombre que obligara al Gobierno a la acción. Lo halla ron en el general Gordon.
Capítulo X II SARAWEANDO EL SUDAN
Si se desea que se haga un trabajo fuera de lo común en un país descono cido y bárbaro, Gordon seria su hom bre. Sir C. Rivers Wilson (en una conversación con Lord Salisbury)
Nada satisfactorio había conseguido Gordon desde su abandono de Khartum en 1879. Enfermo y exhausto como estuviera, se había lanzado, dice uno de sus contemporáneos, a «una serie de inútiles empresas, aceptadas con prisa y de las cuales no había tardado en arrepentirse». Durante algunos meses después de su regreso a In glaterra se había ocupado en la cuestión del Sudán y escrito artícu los y relatos anónimos para la «Sociedad contra la Esclavitud». Pero había rehusado ser enjaulado. Rechazó una invitación para cenar con el príncipe de Gales, y cuando un caballerizo mayor llegó a su residencia para inquirir el motivo, se cuenta que siguió esta con versación : Caballerizo: — Pero no puede usted desairar al príncipe de Gales. Gordon: —¿Por qué no? Desairé al rey Juan (de Abisinia) cuan do me invitó a él con él a su manatial de agua caliente en las montañas, y me podía haber cortado la cabeza por rehu sar. Estoy seguro de que Su Alteza no hará eso. Caballerizo: — bien, entonces, permítame que diga que está usted enfermo. G ordon: — Pero si no estoy enfermo. Caballerizo: — Indíqueme, pues, cómo puedo justificarle ante el príncipe. Gordon: — Muy bien, dígale entonces que me acuesto siempre a las nueve y media. Sin embargo, aceptó al fin una invitación para un almuerzo. En la primavera de 1880, Gordon hizo una breve visita al rey de los belgas en Bruselas. Era iden de Stanley que él y Gordon go-
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bemaran entre los dos el recién descubierto Congo bajo el patro cinio de Leopoldo, y Gordon manifestó al rey que se hallaba muy dispuesto a aceptar el plan si alguna vez se llegara a ponerlo en práctica. Luego, Lord Ripon, el nuevo virrey de la India (de quien habían tomado el nombre las cataratas existentes en la proximidad de la fuente del Nilo), lo había llamado como secretario particular, y así él había acudido allá, sólo para renunciar tres días después porque no podía tolerar la costumbre de Su Señoría de decir que había leído sus cartas cuando en realidad no lo había hecho. Gor don, hay que lamentarlo, no habría sido jamás un secretario par ticular realmente satisfactorio. Pero entonces China volvía a ser tema de actualidad — había rumores de que iba a la guerra con Rusia— , de modo que, transcurridos unos días, salía para Pekín. Poco después estaba de vuelta en Inglaterra ofreciendo ayudar al gobierno sudafricano en su campaña contra los basutos. Finalmen te fue a la isla Mauricio durante un año, al mando del cuerpo de Ingenieros Reales, y antes de regresar a Inglaterra tuvo una pelea con los sudafricanos. En 1882 se hallaba en la extraña situación de ser ascendido a mariscal de campo sin empleo, y solicitó un permiso de un año de ausencia para poder ir así a Palestina y sumergirse allí en el es tudio de la Biblia. Palestina, naturalmente, no era el término del viaje. Escribía a su hermana desde Jaffa el l.° de julio de 1883: «M e he trasladado aquí (desde Jerusalén) y he alquilado una casa muy buena por seis meses. Este lugar está bien situado para ir en todas direcciones.» Más especialmente, podría haber añadido, a Africa. Durante todos aquellos años había estado pensando en el Sudán; una y otra vez en su correspondencia alude al tema, a menudo con un sentimiento de ira y pena por lo que estaba ocurriendo allí. A ñnes de 1883, sin embargo, el rey Leopoldo le ofreció un cargo concreto en el Congo bajo Stanley, y Gordon decidió aceptar. En su viaje de vuelta a Europa desembarcó en Génova y prosiguió por tierra hasta Bruselas. Los arreglos con Leopoldo fueron pronto hechos, y el 7 de enero de 1884 llegó a la casa de su hermana, en Southampton, resuelto a abandonar el ejército británico. Fue entonces cuando se encontró con que el Sudán había desencadenado una tor menta política en Whitehall y que él mismo estaba en lo más ín timo de ella. No podía haber llegado en un momento mejor. El desastre de Hicks, exponía Gladstone, no era un aconteci miento que pudiera ser olvidado con facilidad, ni era realmente posible abandonar Khartum y las guarniciones egipcias a su suerte. Su propio Gabinete hallábase dividido sobre esta cuestión. Lord Hartington, el ministro de la Guerra, y Lord Granville, el ministro de Asuntos Extranjeros, inclinábase a favor de alguna forma de intervención, e igualmente Samuel Baker, quien vivía ahora re tirado en el campo, pero que era todavía considerado como una
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autoridad en los asuntos del Nilo. El l.° de enero de 1884, Baker escribió una enérgica carta al «Tim es» sugiriendo que fueran envia das tropas británicas o indias al Sudán para combatir al Mahdi, y que Gordon debiera ostentar el mando. «The Times» había apoya do esto en un artículo de fondo y uno o dos días después la «Pall Malí Gazette», que hasta entonces había sido favorable a la evacua ción, abogaba por una acción mucho más enérgica en el Sudán. La «Pall Malí Gazette» era dirigida por William Thomas Stead, el periodista político más vigoroso de su tiempo, y no estaba en su carácter dejar que un asunto tan interesante como la división del Gabinete languideciera en la penumbra. Fue él quien introdujo la «entrevista» en el periodismo británico, y veía en este asunto de ahora una oportunidad para una destacada com írencia de prensa. Tomó el tren para Southampton y fue a visitar a Gordon en la casa de su hermana. «¿Qué pensaba, el general, del Sudán?», preguntó. El general, ciertamente, tomaba muy en serio aquel asunto. No podía dudarse de su partida. «¿Quién era el Mahdi?» Simplemente otro árabe re belde que podía ser tratado de la misma forma, exactamente, que lo fueron Zobeir y su hijo Suleiman, pero, de no actuar como era debido, pudiera resultar muy peligroso. Khartum debía mantener se a toda costa, y tal vez fuera útil poder disponer de un p ir de millones de libras para poner al ejército egipcio del Sudán en las condiciones requeridas. Todo cuanto hacía falta era la pretenda de un jefe enérgico en el lugar. Gordon tenía algunas cosas muy efectivas que decir sobre la cuestión central del conflicto entre el Cristianismo y el Islam en el Próximo Oriente: «E l peligro que ha de temerse no es que el Mahdi marche hacia el Norte a través de Wadi Halfa; por el contrario, es muy improbable que llegue a avanzar jamás tan lejos al Norte. El peligro es de una naturaleza enteramente diferente. Surge de la influencia que el espectáculo de una fuerza conquistadora maho metana, establecida cerca de su frontera, ejercerá sobre la pobla ción que se gobierna. En todas las ciudades de Egipto se advertirá que lo que el Mahdi ha hecho, pueden también hacerlo ellos, y como él ha expulsado al intruso y al infiel, ellos pueden hacer lo mismo. No es sólo Inglaterra la que tiene que hacer frente a este peligro. El éxito del Mahdi ha provocado ya una peligrosa fermentación en Arabia y Siria. Han sido fijados carteles en Damasco incitando a la población a alzarse y expulsar a los turcos. Si la totalidad del Sudán oriental se rinde al Mahdi, las tribus árabes de ambos lados del mar Rojo se enardecerán. En su propia defensa, los turcos están obligados a hacer algo para detener un peligro tan formidable, pues es muy posible que si no se hace nada, la totalidad de la cues tión oriental sea actualizada de nuevo por el triunfo del Mahdi.» Stead publicó estas opiniones junto con un artículo de fondo en 14 — 2.166
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el cual decia: «¿Por qué no enviar al general Gordon con plenos poderes a Khartum para tomar el mando absoluto del territorio, relevar a las guarniciones, y hacer lo que pueda hacerse para salvar lo que pueda ser salvado de la ruina del Sudán?» En Sarawak, en la costa septentrional de Borneo, a James Brooke se le había dado libertad de acción en circunstancias algo parecidas. ¿No podía adoptarse el mismo procedimiento con Gordon en el Nilo? Stead lo llamó «Sarawakeando el Sudán». Sobre este punto habría sido difícil saber si la agitación sobre el Sudán provenía de la propia Fleet Street (1) o si había sido ins pirada por el grupo «imperialista» del Gabinete: los Granville, los Hartington y todos los que habían apoyado ya una mano dura en Egipto. Pero después de la publicación de, la entrevista de Stead con Gordon, no podía existir ninguna duda sobre la dirección hacia la cual tendía la opinión pública: se quería alguna suerte de acción, algún gesto que mitigara por lo menos la humillación sufrida con la derrota de Hicks. Gordon no podía ser acusado en ningún modo de ensalzar sus propias virtudes — en su conversación con Stead había sugerido que Baker, y no él, era el m ejor hombre para sarawakear el Su dán— , pero entonces era evidentemente detestable que los dos hombres se reunieran. La reunión se efectuó muy tranquilamente en Devon. Gordon, por previo acuerdo, se trasladó en tren hasta la es tación de Newton Abbot, donde Baker lo esperaba en su coche. No perdieron tiempo en partir para ir a tratar del asunto. Mientras se deslizaban a lo largo de las sendas del campo hacia la casa de Ba ker, Sanford Orleigh, cerca de Exeter, Baker instó a Gordon a que se olvidara del Congo y del rey de los belgas, y en vez de ello vol viera al Sudán. Se nos refiere que Gordon permanecía callado, pero que sus azules ojos brillaban de júbilo. Aquella noche escribió a Baker una carta en la cual le exponía de nuevo sus opiniones sobre una intervención, y Baker entregó esta carta al «Tim es». Apareció en el número del 14 de enero. Con la publicación de dicha carta no le era políticamente posi ble a Gladstone pasar por alto el asunto por más tiempo. Granville, el ministro de Asuntos Extranjeros, le instaba a que cambiara de actitud, Hartington y Wolseley, en el ministerio de la Guerra, con sideraban que había de hacerse algo, y la mayor parte de los perió dicos de Londres alzaban la voz. Había un hombre, sin embargo, que se mantenía firme frente a tanta agitación, y ése era Baring, en El Cairo. Cuando Granville lo tanteó sobre la posibilidad de emplear a Gordon en el Sudán, Baring respondió que el general era «total mente incapaz». Alegó que había hablado a Tewfik y al Primer mi nistro egipcio, y que ninguno de los dos quería a Gordon. Baring (1 )
Fleet Street:
la calle donde están domiciliados los periódicos en Londres.
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mostrábase inflexible en ese punto cuando Granville lo presionó por segunda vez. Pero entonces la opinión en Londres iba muy por delante de Gladstone y su ministro en El Cairo. El nombre de Gordon se pro nunciaba en todas partes. En Whitehall, en Fleet Street, en los clubs del West End y en las ciudades provinciales resultaba evidente para todo el que tenía algún interés en el asunto, que Gordon era el hombre ideal para cumplir aquella misión. ¿Por qué no habían pensado en él antes? £1 conocía el Sudán intimamente, su autoridad allí era muy grande, poseía el empuje necesario, estaba libre, sabía lo que se necesitaba, destruiría el formalismo y pondría tin a aquella ridicula indecisión. ¿Pero cómo persuadir a Gladstone? Lord Granville y sus ami gos del ministerio de la Guerra creían conocer un medio: Gordon partiría para el Sudán no como jete militar ni como gobernador, sino simplemente para hacer un informe de la situación. Una vez allí estaría en condiciones de aconsejarlos en el sentido de sacar las guarniciones, y acaso por su influencia personal podría efectuar un pacifico arreglo de toua la cuestión. Y de este modo, sin gastos, sin involucrar realmente al gobierno británico, se pondría termino al clamor publico, y todos se sentirían satisfechos. Era una absurda noción, pues estaba basada sobre un cabal desconocimiento de Gordon y del Mahdi. Cualquiera que creyera que Gordon, una vez fuera del alcance de Whitcnali, se contentaría con permanecer quieto y redactar pasivamente un simple «infor me», no lo conocía. No nabia nada en el pasado del general que pudiera dar al Gobierno la más ligera connanza para sostener tal opinión. La subestimación del Manoi en Londres era algo aun mas seno. El propio Gordon eslaoa tan enganado como todos ios otros; era incapaz ue ver que en ios cuatro anos que naoian transcurnuo desde su salida del dudan la situación hauia cambiado completa mente. El Mahdi no era otro agitador local con una chusma de desa forados mdigenas detras de el. Era el je le de un movimiento nacional rengioso y resultaba muy peligroso. Habia sólo una ma nera de tratar con el, y ésa era la manera como se había tratado a Arabi en Egipto: enviando desde Inglaterra una expedición militar propiamente organizada. Pero la idea de que Gordon pudiera ir al Sudán y realizar milagros era muy atractiva en Londres en aquel momento, y el propio Gladstone fue arrastrado finalmente — o tal vez atraído sea la palabra más adecuada — por la general ilusión. Accedió a que Gordon fuera convocado a Londres y tanteado sobre su buena disposición para ir allá, pero sólo, por supuesto, como «informador», y nada más. Ha sido sugerido por algunos observadores contemporáneos que Granville y el grupo imperialista del Gabinete no se equivocaban realmente sobre las consecuencias de enviar a Gordon. Presentían
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que la Gran Bretaña se hallaría comprometida en seguida que él llegara al Sudán; que, de un modo u otro, su presencia en Khartum obligaría finalmente a la nación inglesa a enviar una expedición militar, y que el Sudán sería conquistado como lo había sido Egip to. Pero esto parece ser prematuro. Nadie quería la guerra enton ces. Lo que se deseaba era la seguridad del canal de Suez y un pa cífico arreglo de la cuestión. Seguramente que el experimento de Gordon valía la pena de probarlo, aun cuando no tuviera más que una pequeña probabilidad de éxito. Si Gordon fracasaba, entonces el asunto podía ser removido de nuevo en una forma más vigorosa. Fue Wolseley quien se entrevistó con Gordon en el ministerio de la Guerra el 15 de enero, y Gordon en seguida dijo que estaba dis puesto a ir. Granville sentía ahora que podía ejercer una pequeña presión sobre El Cairo. Envió un tercer telegrama instando a Ba ring a que considerara de nuevo la cuestión del nombramiento, y Baring comprendió que no podía resistir más. En su Modern Egypt, Baring expone que después de aquello nunca dejó de la mentar el haoer dado su aquiescencia a la misión de Gordon en Khartum. Afirma que cedió simplemente porque todos estaban contra él. Aun en dicha época, hizo estipulaciones muy precisas en la respuesta que envió a Granville; Gordon había de recibir órdenes de El Cairo (es decir, del propio Baring). Gordon había de eviden ciar que comprendía perfectamente que su deber era informar so bre el Sudán y sacar las guarniciones si podía, pero todo se limita ba a eso. JBanng, en resumen, no confiaba en Gordon. Granville vio la ocasión y accedió. Uno se asombra de la precipitación con que se efectúa la acción política en la Inglaterra victonana. Puede haber enormes y a me nudo fatales dilaciones mientras el debate prosigue durante meses, y hasta anos enteros. Pero luego, bruscamente, se toma una deci sión, trenes especiales y buques son aprestados para el servicio, el Gabinete se reúne y en cosa de horas hay fatalmente otro viajero con la maleta a medio hacer y una cartera llena de instrucciones apresuradamente escritas partiendo de la estación de Charing Cross. El 16 de enero Gordon salió para bruselas y logró que Leopol do accediera al aplazamiento de su mandato en el Congo. El 17 estaba de vuelta, y al día siguiente sostenía su primera y definitiva conferencia con el Gabinete. Gladstone se hallaba enfermo y no acudió a ia reunión; de hecho, asistieron sólo Granville, Hartington y uno o dos más que habían estado instando desde el principio a que se adoptara una acción política. La relación que hizo Gordon de lo que ocurrió, es como sigue: «A mediodía, él, Wolseley, vino a buscarme y me llevó al Minis terio. Entró y habló con los ministros, y al volver d ijo : « “ El Gobier no de Su Majestad quiere que usted comprenda esto. El Gobierno está resuelto a evacuar el Sudán, pues no garantiza una futura ad
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ministración. ¿Quiere usted ir y encargarse de ello?” Y o contesté: "Ciertamente.” Luego él me invitó: “ Entre.” Entré, y me recibie ron. "¿Le ha expuesto Wolseley nuestras ideas?” , preguntaron ellos. “ Sí” , respondí yo, "lo ha hecho. Me ha manifestado que no garan tizan ustedes un futuro gobierno del Sudán, y desean que yo vaya y lo evacúe.” Ellos respondieron: “ Eso es” , y así acabó la cosa, y salí a las ocho de la noche para Calais.» De esta manera todo quedó resuelto y todos estaban complaci dos. La prensa al día siguiente aplaudió la decisión; en Whitehall estaban satisfechos, Gladstone se había mostrado condescendiente. El Primer ministro, después de esto, refiere Blunt, «no podía retro ceder, y poniendo buena cara al asunto en tanto que durara aquel estado de cosas, apoyó el juego de los otros». Gordon se largó unas horas después de su conferencia con el Gabinete. Granville y el duque de Cambridge se hallaban en la es tación de Charing Cross para dejarlo en el tren a las ocho de la tarde, y en el andén se les juntó el coronel J. D. Stewart, quien iba también a efectuar el viaje como segundo en el mando con Gordon. En el último momento se halló que Gordon llevaba sólo unos cuantos chelines en el bolsillo, y Wolseley le adelantó su pro pio dinero en efectivo junto con su reloj y cadena. Luego el tren partió, sacándolo del invierno de Londres para transportarlo al sol del Mediterráneo. El correo de Brindisi lo condujo a la Italia me. ridional, y desde allí continuó hacia Egipto en el buque inglés Tanjore. En el viaje por el Mediterráneo, Gordon pudo contener difícil mente el alud de ideas y planes que afluían en remolinos a su cere bro. Ningún viajero fue jamás tan acosado por toda clase de pre visiones sobre el final de su viaje. Tuvo un súbito recuerdo de su antiguo enemigo Zobeir. Zobeir era peligroso. Podía estar en comu nicación con el Mahdi. Gordon envió un mensaje a Granville sugi riendo que se mantuviera vigilancia sobre Zobeir y, si fuera po sible, se le trasladara de El Cairo a Chipre. Luego había la cuestión de su viaje a través del desierto hasta Khartum. Decidió que pa saría por El Cairo y continuaría directamente a lo largo del mar Rojo hasta Suakin, y después avanzaría al interior, hacia el Nilo, en camellos. ¿Y el Sudán? ¿Cuál era la mejor manera de establecer el orden en el país una vez que hubiera sacado a las guarniciones? ¿Por qué no eran instituidos los jeques sudaneses como goberna dores nominalmente independientes cuando los egipcios hubieran salido? Ese era el sistema que había sido adoptado con los maharajás en la India. Escribió un memorándum sobre ello. Pero primero tenía que contender con el Mahdi. Bien, había tenido un sistema de tratar a los rebeldes en el pasado, ¿y por qué no iba a ponerlo en práctica otra vez? Iría a ver al Mahdi en su fortaleza del desierto, y allí razonaría con él y le persuadirla para que dis
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persara a sus guerreros. Y luego, había su propio futuro. Una vez cumplida su misión, no regresaría a Europa, ni permanecería en el ejército británico. ¿No podría navegar en uno de los buques de Khartum hacia Ecuatoria, donde Emin estaba todavía aguantando, y tomar posesión de la provincia? Si Inglaterra no la quisiera, tal vez al rey de los belgas podría interesarle; Ecuatoria podía ser ane xionada al Congo. Un pensamiento fin a l: si había de llevar a cabo con buen éxito su misión en Khartum, le era necesario poseer un cargo oficial de alguna clase. Tewfik tenía que nombrarlo goberna dor general otra vez. Pero se había peleado con Tewfik. Tanto ma yor motivo para que evitara ir a El Cairo; Baring podría arreglar ia cosa. El Tanjore invirtió sólo tres días en llevar a su impaciente pa sajero al término de su travesía por el Mediterráneo, pero era tiempo más que suficiente para que Baring se percatara de algunos, por lo menos, de los planes que ocupaban la mente de Gordon. Es probable que ninguno hubiera sido de su agrado. Estaba dispues to a que se vigilara a Zobeir, y no tenía nada que objetar a la pre tensión de Gordon de reocupar el puesto de gobernador general, pero, decididamente, no quería que el general fuera al desierto para entrevistarse con el Mahdi; si lo hacía, era probable que nun ca volviera a saberse de él. El plan de Gordon para navegar hacia Ecuatoria resultaba igualmente peligroso; era, pues, mejor que se quedara en Khartum. Allí por lo menos se le podría tener a raya por telégrafo. En cuanto a su proyecto de seguir directamente hasta Khartum por la ruta del mar Rojo, eso era imposible: los mahdistas a las órdenes de Osman Digna, habían invadido el territorio entre la costa y el Nilo, y nadie podía atravesarlo. La única manera de llegar a Khartum era proseguir Nilo arriba, desde El Cairo. Baring decidió que le era preciso sosteríer una conversación con Gordon; eso era indispensable. Cuando el Tanjore llegó a Port Said, un mensajero subió a bor do con una carta para el general Gordon: se le pedía que se diri giera en seguida a El Cairo. Como estaba bajo las órdenes de Ba ring, difícilmente podía negarse. Salió en un tren especial, una menuda y solitaria figura envuelta en un abrigo oscuro, sin servi dores y prácticamente sin equipaje, y unas horas después se halla ba en la casa del cónsul general. Casi ocho años habían transcurri do desde su última entrevista, y ambos hombres estaban dispues tos a comenzar de nuevo. Ciertamente, no disponían de tiempo para entregarse a su mutua desconfianza, aunque hubieran deseado hacerlo, y Baring, quien por entonces tenía mal de garganta y ape nas podía hablar, estaba sólo ansioso de ayudar. Los acontecimien tos de las siguientes cuarenta y ocho horas fueron singulares. Pri mero tuvo que hacerse una visita oficial a Tewfik y la cosa transcu. rrió muy bien: Gordon se disculpó por las críticas que había hecho
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en el pasado y fue confirmado en su nombramiento de gobernador general. Luego fue necesario redactar los términos precisos de su misión. Mucho había ocurrido en el breve período — apenas una semana — que había pasado desde que Gordon saliera de Londres. De simple «informador» se había convertido en gobernador general, y en Londres, lo mismo que en El Cairo, se había hecho gradual mente evidente que la simple misión de suministrar un informe no correspondía en absoluto a lo que verdaderamente se esperaba de él; había habido ya bastante información sobre la situación. Había llegado la hora en que las guarniciones tenían que ser sacadas del Sudán en seguida, si es que había de hacerse alguna vez, y se su ponía que Gordon era el hombre destinado a gestionar la evacua ción. Pero no podía sencillamente entregar el Sudán al Mahdi: alguna forma de gobierno había de ser dejada tras ellos. Volver al antiguo imperio de los jeques y los jefes de tribu, resultaba una solución poco apta: alguien con autoridad tendría que agruparlos en una especie de confederación. ¿Quién sería? Gordon se adelantó con una propuesta que, por el momento, los dejó a todos estupe factos: ¿P °r no Zobeir? ¿Pero no era Zobeir el enemigo jurado de Gordon? ¿No lo había él descrito como «el más grande cazador de esclavos qué existiera jamás»? ¿No había querido que fuera trasladado a Chipre? El ge neral dejaba estas cuestiones a un lado. Explicaba que se había pro ducido un extraordinario fenómeno, y ahora todo estaba cambiado. Por pura casualidad se había hallado cara a cara con Zobeir en el curso de una de sus visitas oficiales en El Cairo, y había experi mentado una especie de mística intuición por la que sentía que podía confiar en él. «N o puedo — escribía Gordon a Baring— ex presar exactamente lo que siento respecto a la razón por la cual me hallo inclinado a confiar hasta tal punto en él, pero estoy seguro de que su acercamiento (conmigo) arreglaría la cuestión del Sudán para beneficio del gobierno egipcio y del de Su Majestad, y yo asumiría la responsabilidad de recomendar eso.» Sugería que Baring y Nubar Bajá, Primer ministro egipcio, estuvieran junto a él en otra entrevista con Zobeir y vieran si experimentaban también aquella extraña sensación. «N o tengo confianza en opiniones basadas sobre intuiciones mís ticas», escribía Barin*» -n su relato de esta entrevista. Sin em bargo, no se oponía -.-.osolutamente a la designación de Zobeir, quien, aparte Gordon, era indiscutiblemente e l más hábil adminis trador que hubiera habido nunca en el Sudán, y el 26 de enero de 1884 se celebró la conferencia. La ocasión debió de resultar vio lenta para todos ellos, pues Gordon había sido el responsable de la ejecución del hijo de Zobeir, y Zobeir, de hecho, rehusó estrechar la mano de Gordon. Baring sintióse aún inducido a escribir: «La escena era dramática e interesante. El general Gordon y Zobeir
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Bajá se esforzaban por dominar su gran excitación y hablaban con vehemencia.» Zobeir negó absolutamente que hubiera incitado a Suleiman a la rebelión; Gordon declaró que tenía la prueba de ello en una carta sacada del cadáver de Suleiman. Finalmente, Zo beir salió de la sala, y se decidió diferir por el momento la cuestión de su designación. En el ínterin, su lugar en el Estado Mayor de Gordon fue ocupado por otro jeque que vivía desterrado en El Cairo, el emir Abdul-Shakur. El emir estaba muy lejos de ser otro Zobeir, pues era un hombre débil de carácter y poco inteligente, algo dado a la bebida, pero por lo menos su historial político era limpio. Era descendiente de los sultanes de Darfur, y se determinó ahora que fuera establecido en la provincia como el primero de los regidores independientes. Se le proporcionó una cantidad de dos mil libras esterlinas, una capa bordada y la mayor insignia que pudo hallarse en El Cairo. El segundo en el mando junto a Gordon, el coronel Stewart, era un militar escocés que había servido ya en el Sudán. Blunt re conoce que Stewart era enérgico y capaz pero lo describe como «un elegante joven oñcial del X I de los Húsares de Caballería, con todo el desprecio de un oñcial inglés por los indígenas». Baring, por otro lado, lo hallaba admirable, un hombre frío y paciente, con una comprensión muy clara de la política muslime; en resumen, un ayudante ideal para Gordon. Fue convenido que Stewart informaría separadamente a Baring en El Cairo. Las restantes disposiciones fueron rápidamente adoptadas. A Gordon se le concedió un crédito de cien mil libras esterlinas con la promesa de más si lo necesitaba. Fueron extendidos dos docu mentos: uno anunciando su nombramiento de gobernador general, y el otro proclamando la intención del jadive de evacuar el Sudán. «Hemos decidido — declaraba el texto— devolver a las familias de los reyes del Sudán su antigua independencia.» Fue dejado a la discreción de Gordon cuándo deberían estos documentos ser divul gados entre los sudaneses, si es que consideraba que debían de serlo. Finalmente, Gordon reiteró sus seguridades de que daba su beneplácito a la política de evacuación y de que llevaría a cabo las instrucciones que pudiera recibir de Baring y del gobierno egipcio. La ruta del mar Rojo fue abandonada. En vez de eso, Gordon sal dría de El Cairo en un tren especial hacia el Sur, y luego conti nuaría Nilo arriba y por el valle, en barco y en camello, hasta que llegara a Khartum. Aquella misma noche, el 28 de enero, se marchó, habiendo per manecido sólo tres días en El Cairo. Hubo una escena de comedia al final. Hacía frío y los empañados faroles de la estación proyec taban muy poca luz. Tuvieron que ser añadidos unos coches suple mentarios para acomodar a las veintitrés esposas del emir Abdul-
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Shakur con su equipaje, y se produjo un nuevo retraso por la desaparición de la capa bordada. Al fin fue encontrada, y el tren, con su extraña variedad de viajeros, se alejó para internarse en el desierto. Pero el hecho de que Gordon estuviera fuera del alcance de la vista, descubrió Baring que no significaba que se hallara fuera del campo de la actividad de la mente. El telégrafo era una arma de dos filos. Podía ser útil para transmitir instrucciones al nuevo gober nador general, pero también le exponía a uno a recibir los mensajes del gobernador general; y éstos eran tumultuosos. Gordon usaba el telégrafo como la mayor parte de los hombres usan de la conversa ción. Apenas un pensamiento danzaba en su cerebro, que ya man daba apresuradamente un nuevo telegrama a Baring. Haría esto, aquello, y lo de más allá; y luego no hacía nada en absoluto y todos sus anteriores mensajes serían olvidados. El convoy acababa de salir de El Cairo cuando el primero de esos telegramas era remi tido ya, y poco después su número ascendía a veinte o treinta por día. Hastiado Baring dejaba que se amontonaran allí desde las primeras horas de la mañana hasta la tarde, y luego, terminado su trabajo, los abría todos al mismo tiempo, desechando los que se contradecían de pleno, contestando los que parecían reque rir una respuesta, mandando a Londres los fragmentos que consi deraba merecían ser guardados de aquel raudal. Después de un día particularmente duro, telegrafió a Gordon: «Estoy muy deseo so de ayudarlo y apoyarlo en todos los aspectos, pero hallo muy difícil saber qué es lo que usted quiere. Creo que lo mejor es que vuelva a considerar toda la cuestión cuidadosamente, y luego me exponga en un telegrama qué es lo que recomienda, para que yo pueda, si es necesario, obtener las instrucciones del Gobierno de Su Majestad.» Stewart hizo todo lo que pudo para detener la riada. Escribió a Baring: «Ayer manifesté a Gordon que sus numerosas comunicaciones podrían tender a confundirle a usted, pero él res pondió que simplemente le estaba presentando diferentes aspectos de la misma cuestión.» Sin embargo, como el propio Baring reconoce, había frecuente mente mucho de simple verdad y previsión sumergido en el torren te de palabras de Gordon, y a menudo, igualmente, tenía una im portante y hasta asombrosa información para transmitir. El convoy llegó a Korosko, cerca del límite-del Sudán, el l.° de febrero de 1884; a Berber, más allá de la gran curva del Nilo, el 11 de febrero, y a Khartum una semana después. En cada puesto de parada había dificultades. Aun antes de que hubieran llegado al Sudán, Gordon se había peleado con Stewart y con el emir AbdulShakur. Stewart se sentía legalmente obligado a quedarse, pero el emir, en un momento de enojo, había desembarcado con sus espo sas en Assuan y allí lo dejaron. Luego avanzó afanosamente hacia
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la provincia de Dóngola, pero pronto retrocedió hasta El Cairo, y no se supo más de él. Lo que ocurrió en Berber era más serio. Berber seguía mante niéndose firme frente al Mahdi, y era un punto de comunicaciones vital junto al Nilo. Conservar a Berber leal fue una cuestión pri mordial, especialmente porque se sabía que las tribus de los al rededores vacilaban en su lealtad a Egipto. Necesitaban estímulo y una firme declaración de Gordon sobre su intención de resistir al Mahdi. En vez de ello, prefirió convocar a los principales jeques y hacerlos partícipes de su confianza. Anunció que Egipto iba a evacuar el Sudán, y al mismo tiempo hizo saber que no haría nada más para intervenir en el tráfico de esclavos. «Quienquiera que posea esclavos — declaró — , tendrá pleno derecho a sus servicios y pleno dominio sobre ellos. Esta proclamación es una prueba de mi indulgencia hacia ustedes.» Según Stewart, Gordon meditó toda la noche antes de dar ese drástico paso, y tenía sus razones: creía que los jeques estarían encantados de obtener su independencia y, por consiguiente, se afir marían en su resolución de combatir al Mahdi. Aquel gesto sobre la esclavitud fue añadido como una bonne bouchée porqug a Gor don no le costaba nada — en aquel momento, de cualquier modo, no podía hacer nada en absoluto para reprimir el tráfico— , y al mismo tiempo esperaba que, condenándolo, los jeques se mos trarían aún mejor dispuestos hacia él. En realidad, sin embargo, los efectos fueron muy diferentes. Las tribus no sentían deseo alguno de exponerse a la venganza del Madhi cuando los egipcios se hubieran ido. Conocían el poder del Mahdi (pero no así Gordon en aquellos momentos) y empezaban a inclinarse hacia él mientras aún era tiempo. Gordon, entre tanto, continuaba avanzando hacia Khartum, y llegó a la ciudad el 18 de febrero. Fue recibido con fervor. Una ausencia de cinco años no había conseguido borrar el recuerdo de su firmeza, de su liberalidad y el magnetismo de su nombre. Sobre este particular punto el Gobierno británico había acertado envian do a Gordon a Khartum: ningún otro hombre en el mundo ejercía una influencia tal en la ciudad. Se instaló en el palacio otra vez, y parecía como si los últimos cinco años hubieran transcurrido con la rapidez de un sueño. Power, el cónsul británico en Khartum, te legrafió a Baring: «Gordon ha llegado aq,ui esta mañana, y ha sido recibido con grandes demostraciones de afecto por parte de la población. El estado de cosas aquí, desde que se supo que Gordon llegaba, hace esperar la rápida pacificación de esta parte del Sudán. Su discurso al pueblo ha sido recibido con el mayor entusiasmo.» Las puertas de la ciudad fueron abiertas de par en par, y todos los que deseaban salir a juntarse al Mahdi fueron invitados a ha cerlo. Se tomaron disposiciones para la evacuación de la primera
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tanda de soldados egipcios y se envió un mensajero al Mahdi ofre ciéndole la paz. En un segundo telegrama a Baring, Power trans mitía recientes y nuevas noticias. Gordon había formado en Khar tum un «Consejo de doce notables, árabes, para reunirse en junta con él. Destruidos todos los antiguos registros de deudas contra el pueblo, y los instrumentos de tortura de la casa del gobierno. El coronel Stewart en la cárcel rompiendo los hierros que oprimían a los prisioneros de guerra, a los deudores, y a los hombres que hacía tiempo cumplían su condena... Todo está ahora seguro aquí para las tropas y los europeos. El está dando al pueblo más de lo que esperaban del Mahdi.» El propio Gordon había telegrafiado unos días antes: «Creo que no tienen ustedes que preocuparse más por esta parte del Sudán. Los habitantes, grandes y pequeños, se alegran sinceramente de verse libres de una unión (con Egipto) que sólo les producía aflicción.» Esta era, pues, la esperanzada situación de Khartum en febrero cuando el tiempo no se mostraba todavía muy riguroso, y Gordon, en la primera emoción de su llegada, había infundido confianza en todas partes. El Mahdi no realizó ningún movimiento, y eso segu ramente era una buena señal por sí misma, acaso hasta una indica ción de que se daba cuenta de que había encontrado por fin a su igual y se decidiría a un arreglo. Pero después, cuando a febrero sucedió marzo, se apreciaba un tono menos alentador en los telegra mas que se acumulaban en el despacho de Baring en El Cairo. Gordon empezaba a considerar más detenidamente el plan de eva cuación. ¿Se podía realmente abandonar a esta gente a la anar quía que ciertamente se produciría si fueran dejados sin un regi dor? ¿Era eso humano? ¿Era prudente? En seguida que él saliera del Sudán, el Mahdi caería sobre Khartum y entonces tendría la facultad de amenazar a Egipto. Las probabilidades de llegar a un acuerdo con el Mahdi ya no parecían tan claras como lo habían sido antes. «Si Egipto ha de ser mantenido en paz — escribía Gor don entonces — tiene que destruirse al Mahdi. El Mahdi es muy im popular, y con cuidado y tiempo podría ser aplastado. Recuerden que una vez que Khartum pertenezca al Mahdi, la tarea resultará mucho más difícil; pero ustedes la llevarán a cabo, por la seguri dad de Egipto. Si se deciden a aplastar al Mahdi, envíen otras cien mil libras y manden doscientos escuadrones de caballería india a Wadi Halfa, y un oficial a Dóngola con el pretexto de buscar aloja miento para las tropas... Repito que la evacuación es posible, pero sentirán ustedes los efectos en Egipto, y se verán obligados a em prender una acción mucho más seria para defender a Egipto. Al presente, sería relativamente fácil destruir al Mahdi.» Catorce años iban a transcurrir antes de que la profecía conte nida en estas palabras se manifestara. Por el momento, sin embargo, todo dependía de la forma en que
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fueran a atravesar la presente crisis sin dejar un vacío (o un caos) en el Sudán. De nuevo, Gordon volvió al plan de emplear a Zobeir. ¿No era ése el hombre ideal para tener éxito como gobernador ge neral? Su destierro de diez años en Egipto seguramente debía haber influido algo en él para reformarlo. Aún tenía un mayor nú mero de seguidores en el Sudán que cualquier otro hombre en Egipto. ¿Por qué no podía gobernar el Sudán, o de cualquier modo una amplia parte de él, como vasallo del jedive? Baring estaba inclinado a acceder. Expuso el asunto a Granville, en Londres, y recibió la concisa respuesta de que «la opinión públi ca en este país no toleraría el nombramiento de Zobeir Bajá». Esto podría haber sido un punto ñnal a la cuestión si Baring hu biera sido un oficial mediocre, pero estaba muy lejos de serlo, y nada demuestra m ejor la tenacidad y la rectitud de su carácter, que la lucha que después de esto sostuvo en interés de Gordon con el Gabinete británico. Era algo admirable. La propia posición de Baring en el asunto resultaba muy débil. Se había opuesto en prin cipio al empleo de Zobeir, y ahora tenía que reconocer que había convenido con tal punto de vista de Gordon. Era una propuesta que implicaba el mayor riesgo: ¿quién podía asegurar que Zobeir no se pasaría al bando del Mahdi, o que a su llegada a Khartum no hallaría algún modo de perjudicar a Gordon, al cual odiaba? Baring no era un hombre que amara el peligro, pero estaba dispuesto a correr este riesgo porque veía más claramente que cualquier otro en Inglaterra que la situación se hacía desesperada. Era absoluta mente esencial conservar la lealtad de las tribus del norte de Khar tum, o la ciudad quedaría aislada, y Zobeir era el único hombre que tenía séquito entre los jeques de aquellas áreas. Mucho des pués Winston Churchill resumió la cuestión muy bien cuando es cribía: «E l Bajá era vil, pero indispensable.» En el aspecto perso nal Baring no tenía ningún otro motivo para ponerse de parte de Gordon. Seguía considerando a Gordon con una especie de aversión mental involuntaria, y Gordon, por supuesto, no le era en absoluto de ninguna ayuda en aquel momento crucial. Los telegramas mos traban más agitación que nunca. Atrevidas frases como «aplastando al Mahdi» tenían forzosamente que ponerle en pugna con el Gabi nete británico, pero sin embargo continuaban emitiéndose desde Khartum, y poco después Gordon declaraba que dejaría el cargo a menos que obtuviera lo que quería. Pacientemente Baring analizó la cuestión y expuso otra vez el caso ante el Gabinete. De nuevo fue desairado v una vez más volvió a insistir. «M e atrevo a creer — te legrafió a Granville — que cualquier intento de arreglar los asuntos egipcios a la luz del sentimiento popular inglés, habrá de acarrear nos, con toda seguridad, algún perjuicio...» Tal vez al final, Baring podía haber obtenido la victoria. Gladstone manifestó que estaba dispuesto a correr el albur con Zobeir,
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aun cuando fatalmente iba a encararse con un voto negativo en la Cámara. La reina Victoria fue consultada y dio su aprobación. Pero los otros miembros del Gabinete estaban muy alarmados; ya se ha bía pedido al público que creyera a ciegas en la proclama de Gordon legalizando la esclavitud en el Sudán, y ahora era demasiado esperar que aceptaran el acomodo del «más grande cazador de es* clavos que haya existido jamás». Se produciría un gran alboroto. Ningún gobierno podía conliar en superar la crisis que ello provo caría. Se podía igualmente haber pedido a Galdstone que defen diera un programa de prostitución legalizada en Inglaterra. Sin embargo, no era imposible que el público hubiera convenido en el nombramiento una vez que los motivos para ello fuesen expli cados. Hasta aqui la correspondencia de Zooeir había sido man tenida secreta, y no habría habido gran diiicultad en hacer adoptar la propuesta a través de la Cámara de los Comunes y de la prensa. Gordon escogió este momento para deshacer toda la prudente y persistente labor de Baríng. Furioso por el retraso, envió a bus car a Power, que era el corresponsal del «Tim es», así como cónsul británico en Khartum, y le expuso toda la historia de las negocia ciones con Zobeir. En cosa de horas la tempestad estalló en In glaterra (1). En la «Sociedad contra la Esclavitud» el parecer fue unánime; el empleo de Zobeir por el gobierno británico sería «una degradación para Inglaterra y un escándalo para Europa». La opo sición conservadora no tardó en ver ahí una admirable ocasión para atacar al Gobierno. Y para Zobeir, en El Cairo, era evidente que podría cerrar un firme trato con Baríng, ahora que había llega do a ser tan importante en el mundo. Las alegaciones de Baríng en el Gabinete eran ya inútiles. El Ib de marzo le dieron un final y decisivo «no». La primera y verdadera sombra de la futura trage dia se había abatido sobre Khartum. Existia otra razón para mostrarse intransigentes en Londres. Se había originado una lucha de pequeñas proporciones, pero extrema damente sangrienta entre los soldados británicos y los indígenas de las tribus conducidas por Usman Digna en la costa del mar Kojo en el Sudán. Era un asunto confuso y muy poco satisfactorio. fcn el interior, desde Suakin, una guarnición egipcia lúe cercada por las tuerzas de Üsman Digna, y en diciembre de 1883 un pequeño destacamento de unos tres mil inexpertos soldados egipcios fue enviado desde El Cairo para libertarlos. El jefe de esta tropa era el general Valentine Baker, hermano del explorador. Tratábase del (1 ) Bernard M. Alien, en su libro Gordon and tbe Sudan, observa que en un mensaje al «T im es», el cónsul habla revelado una semana antes de esto que el acomodo de Zobeir estaba siendo considerado y que la cuestión ya era objeto de violentos debates en Inglaterra. Pero no hay duda de que la entrevista con Gordon tuvo un efecto decisivo.
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tipo de hombre que difícilmente podía haber aparecido en ninguna otra parte fuera de la Inglaterra victoriana. A las aptitudes y a la pasión por la aventura de su hermano, añadía otra cualidad pro. p ia: era animoso hasta rayar en la temeridad. Como curtido oñcial de caballería, al principio en el cuerpo de Lanceros y luego en el de los Húsares, había combatido en África del Sur y en Crimea, había mandado su regimiento en Inglaterra (donde iba de caza cuatro días a la semana), había hecho un tremendo viaje a través del Asia central, y a la edad de cuarenta y siete años, cuando estaba alcanzando los altos puestos del Ejército, su carrera fue súbita y dramáticamente arruinada. Fue convicto de un deshonesto ultraje a una joven en el coche de un tren. En la barra, Baker no profirió una palabra en su propia defensa, y su castigo parece haber sido innecesariamente duro: fue multado, encarcelado durante un año y expulsado del Ejército. Al ser soltado, Baker se largó como soldado buscador de for tuna a Turquía, y allí se portó tan bien en la guerra contra Rusia, que fue nombrado gobernador de Armenia. En 1882 llegó a El Cairo para tomar el mando de la recién formada gendarmería egip cia, y era una parte de esta fuerza a la que él conducía ahora hacia el mar Rojo. Baring naturalmente había husmeado el peligro en esta expe dición. Sabía que Baker había salido para rehabilitarse en el Ejér cito británico, y sabía asimismo que Baker esperaba conseguir esto realizando algún desesperado hecho de armas. Por consiguiente, envió a buscar al general antes de que saliera de El Cairo y le ad virtió muy enfáticamente que no fuera a envolverlos a todos en otro desastre similar al de Hicks. Estas instrucciones fueron trans mitidas así que Baker llegó a Suakin. A la pequeña tropa de los aterrorizados egipcios se la hizo ir a la batalla con los indígenas, n y a la primera embestida del ataque de las fuerzas árabes, depusie ron las armas. Fueron exterminados metódicamente en unos cuan tos minutos, y Baker casi solo se abrió paso a estocadas y consiguió escapar. Esto ocurrió el 4 de febrero de 1884, dos semanas antes de que Gordon llegara a Khartum, y la atención del público, ya concentrada en el Sudán, de repente dio una vuelta hacia la beligerancia. Era bastante malo que el Sudán estuviera en rebelión, * pero era mucho peor que la ruta del mar Rojo a la India se hallara en peligro. Se ordenó al almirante Hewett que llevare su escuadra a Suakin e hiciera un desembarco allí, y pronto fue seguida de una fuerza británica de cuatro mil hombres bajo el mando del general sir Gerald Graham. Las dos batallas de Graham contra los árabes resultaron una terrible venganza — el propio Osman Digna fue herido, y varios miles de sus hombres fueron muertos — , pero con esto la chispa de la resolución se extinguió en Londres. Gladstone despertó. Declaró que no habría más batallas en el Sudán. El ene
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migo de la costa estaba vencido y eso era bastante: el general Graham debía apostar una guarnición egipcia en Suakin y luego retirarse. En Khartum, Gordon no se sentía demasiado turbado por estos acontecimientos. Había esperado, naturalmente, que pudiera hacer se accesible una ruta entre Suakin y el Nilo en Berber, pero en general, escribía a Baring, lo que ocurría en el mar Rojo podía afectar muy poco a Khartum. El asunto de Zobeir preocupaba mayormente a Gordon, y en su exasperación empezó a examinar un plan para abandonar Khartum y para evacuar su tropa a Ber ber. Realmente, Gordon no tenía efectivamente ninguna intención de realizar ese proyecto; era simplemente otro recurso con el cual podía épater a Baring y a los engañados políticos de Inglaterra. Pero luego, el 13 de marzo tuvo lugar un acontecimiento que hizo innecesario que ninguno de ellos se preocupara más de Zobeir, y hasta el proyecto de ocupar Berber quedó por completo al mar gen: las tribus al norte de Khartum se alzaron por el Mahdi y bloquearon el tráfico egipcio en el río. El telégrafo dejó de funcionar. Khartum estaba aislada.
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EN 1879 ( Arriba, derecha) SIR EVELYN BARING, posteriormente conde de Cromcr ( Abajo, izquierda) ARABI PACHA
Capítulo X I Í I UNA AZOTEA CON UNA VISTA
Desde marzo de 1884 hasta enero del siguiente año — un período de diez meses— un hondo silencio que se hacía cada vez más profundo se cernió sobre el Sudán. Se sabía que Gordon estaba aún en Khartum, y que la ciudad no había caído, pues él se las arreglaba para enviar mensajeros indígenas de vez en cuando. Pero los mensajes que llevaban estaban escritos en pedazos de papel muy pequeños y suministraban sólo una brevísima información. Luego se supo que Slatin, en Darfur, y Lupton, en Bahr-el-Ghazal, se habían rendido al Mahdi, y habían escapado a la muerte única mente por profesar la religión muslime. El padre Ohrwalder y un grupo de sacerdotes y religiosas que fueron agregados a la misión austríaca en Darfur se creía también que eran prisioneros del Mahdi, junto con un número de comerciantes griegos que se habían adelantado demasiado en las lejanas avanzadas. Emin se mantenía aún firme en Ecuatoria, y también las guarniciones egipcias de Kassala y Sennar, cerca del límite de Abisinia, pero en mayo, Berber cayó, y el imperio del Mahdi abarcaba ahora una extensión tan grande como Francia, España y Alemania juntas. La apurada situación de Gordon en Khartum no era absoluta mente desesperada. Junto a él había en la ciudad unas treinta y cuatro mil personas, de las cuales ocho mil aproximadamente eran soldados, no realmente soldados en los cuales se pudiera quizá confiar, pero iban armados con rifles y disponían, además, de doce piezas de artillería y nueve barcos armados que podían mantener una regular lucha a lo largo del río. Dos millones de cartuchos de municiones habían sido almacenados en la ciudad antes de que quedara aislada, y el arsenal podía producir otros cuarenta mil cada semana. En marzo, Gordon calculaba que poseía suficientes pro visiones para resistir seis meses, y con el Nilo fluyendo cerca de allí no existía, naturalmente, ningún problema tocante al agua. El tesoro quedó prontamente reducido al equivalente de unos cuantos miles de libras en numerario, pero Gordon imprimió un nuevo papel moneda propio. Khartum no era de ningún modo un lugar imposible de defender.
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Al Norte estaba protegido por el N ilo Azul, y al Oeste por el Nilo Blanco, y el Nilo Blanco, aun durante el estiaje, tenía media milla de anchura. Manteniéndose en el centro de la corriente, los barcos con su ligero blindaje no se hallaban absolutamente en gran pe ligro de ser alcanzados por los rifles árabes de la orilla. Una fuerte guarnición egipcia fue apostada en el fuerte Omdurman, en la margen occidental del Nilo Blanco, y la región circundante hallá base ocupada por la tribu Shaiqiya la cual era aún hostil al Mahdi. El punto débil de la defensa estaba, por supuesto, al Sur, donde la ciudad se hallaba desabrigada, expuesta al libre desierto, pero allí había sido abierta una honda trinchera semicircular de cuatro mi llas de longitud desde el Nilo Blanco al Nilo Azul. Desde el prin cipio, Gordon concentró su atención en aquel flanco meridional. Primitivas minas de tierra fueron esparcidas bajo la arena, junto con miles de abrojos y botellas rotas — los árabes andaban des calzos— , y se empleó algodón teñido para simular fortificacio nes, mientras más atrás se construían nuevas trincheras y forti ficaciones. Transcurrido marzo, unos treinta mil árabes pusieron sitio a la ciudad, pero el grueso de las fuerzas del Mahdi permanecieron dis persas por el Sudán, y durante los calurosos meses de verano no se efectuó ninguna tentativa seria para expugnar las obras de forti ficación. Los indígenas de las tribus se contentaban simplemente con mantener un fuego intermitente de fusilería, y los grupos incursionistas que Gordon mandaba fuera podían, con frecuencia, traer ganado y maíz. Sus buques navegaban al Norte hasta Berber, y los mensajeros atravesaban constantemente las líneas. N o era exac tamente la guerra, ni era la paz, y se percibe casi un sabor medieval en las cartas que se cruzaban entre los sitiados y los sitiadores. El 22 de marzo, el Mahdi rechazó la oferta de paz de Gordon. Sus enviados, al ser admitidos en el palacio, en Khartum, obsequiaron al general con un jibbeh y le invitaron a convertirse en satélite del Mahdi. Gordon arrojó el paquete de ropa al suelo y declaró que nunca se rendiría. Más tarde lo hallamos enviando regalos de jabón y otras rarezas a los emires que estaban acampados en las afueras de Khartum. No hay hambre todavía, muy pocos piensan en pa sarse a los árabes, y la vida diaria en la ciudad continúa de un modo silencioso y fatalista, pero sin verdadera tensión ni alarma. N i Gordon, ni ningún otro, imagina que la situación pueda continuar indefinidamente; habrán de ser libertados por una expedición en viada desde Egipto o se verán obligados a rendirse. Pero, por el momento, la esperanza de liberación es muy fuerte, y Gordon, que está siempre deambulando por la ciudad, irradia una con fianza que se transmite a todos, desde el más displicente comer ciante al más miserable soldado egipcio, dormido en servicio de vigilancia en las líneas de defensa. Asciende a los capitanes a
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comandantes, dispone raciones especiales para los dias de ñesta, recompensa a los soldados más intrépidos con doble paga, encarcela a los criminales y reprime las reyertas con un aire de absoluta autoridad que nadie puede desmentir. Gordon Bajá es ahora algo más que el gobernador de Khartum, es la voluntad de la propia Khartum, y cuando lee ante su Consejo de notables el llamamiento del Mahdi para su rendición, ellos unánime y entusiásticamente lo rechazan. Y así transcurren los largos y sofocantes días de abril, mayo y junio, y nadie ha perdido la esperanza todavía. Entre tanto, en Londres, el Gobierno se daba cuenta, con un sentimiento de molestia — y acaso aun de indignación— de que estaban siendo sometidos a una forma de chantaje por el gober nador general de Khartum. Apenas se podía concebir, aun en esta última fase, que fuera posible abandonar las guarniciones egipcias al Mahdi, pero abandonar a Gordon era absolutamente inimagina ble; se trataba de una figura pública, y había salido para el Sudán con la aureola de un caballero andante cristiano, y era práctica mente cierto que la prensa levantaría gran clamor a menos que se hiciera algo para libertarlo. Había telegrafiado a Granville: «E l problema de ahora es el de cómo van a ser sacados de Khartum el general Gordon y el coronel Stewart.» La reina Victoria, que conocía las emociones de sus súbditos algo mejor quizá que cualquier miembro del Gabinete, era aún más enfática en este punto. «Es alarmante — escribía en un telegrama a Lord Hartington— . El general Gordon se halla en peligro; es necesario que traten de sal varlo..., han incurrido ustedes en una tremenda responsabilidad.» No pasó mucho tiempo antes de que el público hiciera sentir su voz. En mayo se estaban celebrando unas reuniones magnas para protestar contra la «traición hecha al general Gordon». Se reunie ron fondos para su liberación, se rezaron oraciones por él en los templos. Pero ni Gladstone, ni Granville en el Foreign Office, esta ban dispuestos a admitir que su jugada hubiera fallado hasta aquel punto. Al fin y al cabo, Gordon continuaba perfectamente segu ro en Khartum y seguramente que le era posible salir si deseaba hacerlo. Se advierte un ligero tono de irritación en los telegramas que Granville empezaba a enviar ahora a El Cairo. Pide repetidamente información. ¿Qué hace el general Gordon? ¿Se encuentra Khar tum en verdadero peligro? Ha de hacerse saber al general Gordon que «no pensamos proporcionarle tropas turcas ni otras fuerzas al objeto de emprender expediciones militares, estando dichas fuer zas fuera del designio de la misión que él tiene y discordes con el específico plan de acción que constituía el propósito de su envío al Sudán; que si con este conocimiento continúa él en Khartum, debiera exponernos el motivo y la intención por las cuales lo hace». En otras palabras, Gordon fue invitado a abrirse el camino de
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regreso a la civilización del mejor modo posible, y a dejar que las guarniciones se defendieran por sí mismas. Transcurrieron meses antes de que se recibiera la respuesta del general, y ella era mordaz: «Ustedes me preguntan por el motivo y la intención de mi permanencia en Khartum, sabiendo que el Gobierno piensa abandonar el Sudán, y en contestación digo que permanezco en Khartum porque los árabes nos han acorralado y no quieren dejarnos salir.» Esto no era totalmente cierto, por supuesto. El propio Gordon pudo haberse escapado más tarde, en setiembre, pero se hallaba poco dispuesto a abandonar a sus soldados allí; o la guarnición salía con él o se quedaba. Este era precisamente el punto que el Gobierno no quería admitir. Gladstone estaba completamente decidido a este respecto. Declaró que no enviaría una expedición militar, y re chazó una propuesta de Baring en la cual expresaba que debiera efectuarse un ataque contra Berber por parte de las fuerzas britá nicas en la costa del mar Rojo. Respondiendo a un voto de censura en la Cámara, en mayo, manifestó sosegadamente que no se ha llaba en absoluto dispuesto a admitir que el general Gordon estu viera sitiado ni en verdadero peligro. Estaba «cercado» de momen to, tal vez, pero eso era todo. No existía motivo de alarma. Pero esto era simplemente un juego de palabras para ganar tiempo. A medida que transcurrían las semanas, los mensajes de Gordon eran cada vez más escasos como una voz que se desvanece gradualmente a lo lejos, y en junio el sentimiento de indignación en Inglaterra empezó a afirmarse con mucha más fuerza. Fue Lord Hartington quien precipitó la crisis. A fines de julio manifestó a Gladstone que renunciaría a su cargo a menos que fuera enviada una expedición a Khartum. Era «una cuestión de dignidad personal y de buena fe — decía é l — , y no veo Cómo puedo desecharla». La dimisión de Hartington era suficiente para derribar al Gobierno, y Gladstone cedió al fin. El 8 de agosto se anunció que se enviaría una expedición al Sudán, y el Parlamento votó una suma de tres cientas mil libras esterlinas para sufragar los gastos. Lord Wolseley, el vencedor de la batalla de Tel-el-Kebir, fue designado para el mando. Hay una fatal cualidad en los acontecimientos de los siguientes seis meses, un aire de pura y positiva tragedia que saca a la his toria de los límites del tiempo y el espacio, de suerte que se hace parte de una permanente tradición de valor humano y de impoten cia humana. Puede repetirse lo mismo que puede repetirse una tragedia shakespeariana, y nunca se altera. Los valores permanecen inalterables en todas las épocas, y los principales personajes son inmediatamente reconocibles; no pensaríamos en ellos interpre tando diferentes papeles de los que en realidad representaban, como no pretenderíamos apartar a la muerte del rey Lear ni.librar a
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Hamlet de sus dudas. Cada uno de los tres principales protagonis tas — Wolseley subiendo por el Nilo con sus soldados. Gordon esperando en la azotea de su palacio, en Khartum, y el Mahdi con sus guerreros acampados en el desierto fuera de la ciudad— obra exactamente como está destinado a hacerlo, y es admirablemente dramático que estos tres hombres, los cuales eran de tal modo inca paces de comprenderse uno a otro, se reunieran en tan desespe radas circunstancias y en un rincón tan remoto del mundo. Cada hombre es víctima de fuerzas que son más poderosas que él. El Mahdi, habiendo incitado a una guerra santa, está obligado a inva dir Khartum. Gordon, habiendo dado su palabra a los habitantes de la ciudad, está obligado a permanecer allí hasta el fin. Y Wolseley, el militar, habiendo recibido órdenes, está obligado a hacer lo posible para libertarlo. Ninguno de estos tres dirige realmente los aconte cimientos, ninguno de ellos puede predecir lo que sucederá. De vez en cuando sienten esperanza o desesperación, confianza o insegu ridad, pero, en general, siguen su predestinado curso y son como los pilotos de tres buques entre la niebla que marchan hacia una inevitable colisión. Wolseley llegó a El Cairo el 9 de diciembre, salió del Shepheard's Hotel con su Estado Mayor para Wadi Halfa el 27 de setiembre, y, finalmente, libró una batalla con las fuerzas del Mahdi al norte de Khartum en enero de 1885. No resultó un avance muy rápido, pero no queda en mal lugar si se establece una comparación con la marcha de las tropas británicas hacia el Sudán doce años después. Al fin y al cabo, Wolseley tenía que conducir siete mil hombres con su impedimenta en una extensión de mil quinientas millas por el desierto, y el recuerdo del desastre de Hicks era muy reciente. Las noticias que Wolseley recibió de Khartum no indicaban que Gordon se hallara en una situación tan apurada como para que una semana o dos más importaran mucho. Ciertamente, estas noticias eran muy espaciadas, y finalmente cesaron del todo, pero el cuerpo de información de Wolseley no perdía la esperanza. Un enérgico y joven comandante llamado Herbert Kitchener, había ido al frente de la columna enviada al desierto, y ya en agosto se había estable cido en Debba, en la curva del Nilo, a doscientas millas escasas de distancia de Khartum. Desde esa avanzada, Kitchener podía enviar mensajeros a Khartum con noticias de la aproximación de la expe dición, y recibir los mensajes que Gordon despachaba. Tampoco había de culparse mucho al Mahdi por retrasar su asalto a Khartum. El Obeid había caído en su poder porque había matado de hambre a sus habitantes, y le asistían todas las razo nes para creer que la misma suerte alcanzaría Khartum. Habría sido el colmo de la temeridad haber lanzado a sus guerreros hacia las obras de fortificación de la ciudad antes de Año Nuevo, pues los fusiles y los rifles de Gordon era muy superiores a los
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suyos, y la guarnición egipcia no estaba todavía desmoralizada por el hambre. En cuanto al propio Gordon, no había opción para él; siendo quien era, tenía que resistir, usando de todos los recursos imagi nables para mantener la moral de su gente porque la alternativa — rendirse— era inconcebible. La rendición significaba matanza. Los guerreros del Mahdi no hacían prisioneros en la lucha excepto a las mujeres, muchachuelos y jovencillas, y la totalidad de éstas eran destinadas a la esclavitud. Pero Khartum, o más especialmente el propio Gordon, sigue siendo el verdadero foco de esta tragedia. Desde el principio hasta el fin ocupa el centro del escenario, y las escenas finales las domina enteramente. Es una suerte, por tanto, que a través de su diario sepamos exactamente lo que él pensaba y sentía; conocemos cabal mente toda la complejidad de sus esperanzas y temores diarios, y Khartum, durante los sufrimientos de su agonía, es casi tan real para nosotros como una catástrofe que haya ocurrido en nuestras propias vidas. El diario es un documento asombroso. Ningún otro militar inglés ha revelado sus sentimientos de modo tan categórico, tan simple y tan conmovedor como lo hace Gordon en sus impe tuosas notas, algunas veces escritas en hojas de telegramas y en endebles pedazos de papel, en ocasiones fuertemente subrayadas o tachadas, otras veces adornadas con pequeños mapas extrañamen te exactos y caricaturas obscenas, ocasionalmente patéticas, iró nicas o temerariamente injustas, pero siempre en absoluto sin ceras. En setiembre (cuando, sin saberlo Gordon, la expedición de relevo empezaba a formarse en Egipto), la situación en Khartum comenzaba a hacerse crítica. La provisión de víveres duraba aún; realmente había sido apresado tanto ganado en las incursiones efec tuadas por los soldados de Gordon, que el precio de la carne había bajado de diez chelines a dos chelines la libra. Pero los soldados egipcios estaban cada día más aletargados, y el 4 de setiembre se produjo un serio revés: más de ochocientos hombres fueron muer tos en una escaramuza fuera de la ciudad, y era evidente que de allí en adelante la guarnición debería permanecer enteramente a la defensiva. Pero era la ausencia de noticias lo que constituía el fac tor realmente desalentador, el sentimiento de que habían sido aban donados y que no había nada definido en lo cual pudieran depositar sus esperanzas. Cada nuevo día era más opresivo que el anterior, y hasta Gordon se vio obligado a reconocer que a menos que llegara ayuda en uno o dos meses, la ciudad caería. Decidió enviar el buque de vapor Abbas río abajo, con un capi tán árabe que llevaría consigo mensajes pidiendo una ayuda inme diata. Resultaba una empresa peligrosa, pero no era en absoluto imposible que el buque pudiera pasar; una vez que estuvieran lejos
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de la fortaleza del Mahdi, en Berber, la tripulación se hallaría entre tribus amigas, las cuales, sin duda, accederían a hacer se guir a su destino los mensajes remitidos por camello a Kitchener y al El Cairo. En Khartum, sólo había quedado con Gordon un pequeño grupo de europeos: Stewart, su segundo en el mando, tres cónsules, Power el inglés, Herbin el francés y Hansal el austríaco, y un cierto número de griegos y otras gentes de origen europeo. En seguida que se supo que el Abbas iba a partir, se recibieron peticiones en palacio para poder embarcarse en el buque. Herbin llegó primero, y Gordon dice que se apresuró a aceptar el ofrecimiento. Herbin podía conseguir que el Gobierno francés se moviera. Luego Stewart se ofreció para ir con la condición de que Gordon lo exonerara de la acusación de deserción. Gordon le manifestó que realmente no le ordenaría ir, pues había demasiado riesgo en aquel viaje, pero que no obstante le daría una carta oñcial, que aclararía que no se tra taba de deserción; en verdad, Stewart podía prestar un valioso servicio yéndose. Podía revelar la exacta situación en Khartum, y hacer una petición personal a las potencias europeas para que ayu daran. Gordon tenía otra idea; si Inglaterra no quería socorrerlos, tal vez otros países podrían hacerlo. Redactó una petición para el papa, en Roma, y otra para el sultán de Constantinopla. Power, el cónsul británico, manifestó que él también se uniría al grupo. Hansal, el austríaco, prefirió quedarse allí. Hay algunos aspectos extraños en este asunto, y que nunca han sido explicados satisfactoriamente. Entre los papeles que el grupo se llevaría había la clave que se usaba para descifrar los mensajes oficiales procedentes de Egipto. Según Gordon, dejó que se llevaran esta clave porque temía que pudiera caer en manos del Mahdi si permanecía en Khartum. Esto significaba, probable mente, que él y todos los oficiales esperaban que Khartum cayera, y así Stewart y los dos cónsules no pueden escapar enteramente a la acusación de deserción. Es también un poco difícil comprender por qué Gordon no quiso autorizar a Stewart a ir. Stewart sostuvo una larga entrevista con Gordon antes de partir, y lo presionó para que lo hiciera. La explicación de Gordon diciendo que no quería dar esa orden a causa de la peligrosa naturaleza del viaje, no parece totalmente cierta. Debía de saber que sin la orden de salida, Ste wart hallaría alguna dificultad para justificar su representación. Tampoco era cierto, como declaraba Gordon más tarde en su dia rio, que Stewart no fuera de ninguna utilidad en Khartum. El hecho evidente era que Gordon necesitaba la ayuda del otro oficial blanco, especialmente de uno tan experimentado como Stewart. Era sim plemente imposible que un solo hombre tuviera a raya a una guar nición tan amplia y tan mal dispuesta sin tener por lo menos un ayudante de confianza. Sin embargo, rechazaba los servicios de
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Stewart ahora lo mismo que, por otros motivos, rechazó más adelante la ayuda de Slatin. La única conclusión que uno puede sacar de todo esto es que Gordon quería estar solo. Quería que todos lo dejaran, y habría deseado que Hansal se hubiera ido también. No le agradaba Hansal. El cónsul austríaco era aquel mismo hombre que, si hemos de dar crédito al relato de Strachey, lo había disgustado muchos años antes cuando él llegó por vez primera a Khartum lanzándose a una orgía con las desnudas muchachas danzantes en un banquete oñcial. En su diario Gordon escribía entonces: «Tengo noticia de que Hansal, el cónsul austríaco, está dispuesto a pasarse a ios árabes con sus siete asistentes femeninos. Espero que lo hará.» Parece improbable que Hansal tuviera jamás tal intención. Poseía grandes propiedades e intereses comerciales en Khartum, había vivido allí muchos años, y sin duda había sucumbido a la inercia del lugar; y éstos eran con toda probabilidad sus verdaderos motivos para que darse; y sin duda, quedándose, oscurecía algo el subconsciente de seo de Gordon de un solitario martirio. Si los dos hombres llegaron a estar alguna vez íntimamente unidos durante los últimos meses del asedio, no existe ningún testimonio de ello en las notas de Gor don; realmente se toma la molestia de decir que no tiene amigos en la ciudad, nadie en quien pueda confíar. El 10 de setiembre todo estaba preparado para que los otros se fueran. Embarcaron en el Abbas junto con un grupo de griegos y una pequeña guardia de soldados, y con otros dos buques para escoltarlos allende Berber, navegaron río abajo hacia el Norte, El piloto del Abbas era uno de los hombres más experimentados en el servicio del Nilo, y se le encargó especialmente que recogiera leña para la máquina del buque sólo en lugares desiertos, fueia del territorio de las tribus hostiles. Gordon los observó cómo res pondían a baqueta al fuego de los rifles árabes más allá de los límites de la ciudad, y luego, solo, volvió a su continua vigilancia de las lincas y a sus solitarias intimidades en el palacio. «E l Mahdi se halla aún en Rahad (cerca de El Obeid, a unas doscientas millas de Khartum)», escribía en su diario aquel mismo día, el 10 de setiembre, y de nuevo dejaba que su mente cavilara sobre el molesto asunto de Slatin. £1 mismo había atraído a Slatin al servicio del Sudán, ese joven bien parecido, oñcial del regimiento del príncipe Rodolfo, un católico y un caballero; le había escrito a Austria, invitándolo a unirse al servicio del Sudán, lo había adies trado, ascendido, y lo había enviado a Darfur. Y ahora Slatin se había rendido al Mahdi y se había hecho musulmán. «N o es una cosa nimia para un europeo, abjurar de nuestra religión por miedo de la muerte; no era así en los tiempos pasados, y ello no de biera ser considerado como quitarse una chaqueta y ponerse otra. Si la religión cristiana es un mito, entonces dejemos que los hom
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bres renuncien a ella, pero es vil y deshonroso hacerlo simplemen te por salvar la propia vida si uno cree que ella es la religión ver dadera... La traición nunca tiene éxito, y de cualquier modo que las cosas puedan terminar, vale más caer con las manos limpias que estar mezclados en actos dudosos y entre hombres indignos.» Pero entonces, ¿quién era realmente valiente? «Durante nuestro cerco, hemos discutido con frecuencia la cuestión de tener miedo, que un hombre no debiera permitir jamás que los demás lo no taran. Por mi parte, estoy siempre atemorizado, y mucho. Temo el futuro de todos los compromisos. No es el miedo a la muerte; eso ha pasado, a Dios gracias; pero temo la derrota y sus consecuencias. No creo de ninguna manera en el hombre tranqui lo, impasible. Considero que es sólo que él no lo demuestra exteriormente. Por eso llego a la conclusión de que ningún jefe militar debiera vivir en estrecha relación con sus subordinados, los cuales lo observan como linces, pues no hay nada tan contagioso como el temor. Me he puesto furioso cuando, por la ansiedad, no podía comer. Me había dado cuenta de que los que se sentaban a la misma mesa estaban en igual modo afectados.» Ahora, por fin, no había ningún peligro de que su vida privada fuera vigilada demasiado estrechamente. Exceptuando a sus ser vidores, vivía solo en el palacio. Realizaba sus comidas solo. Observaba las cabriolas de su gallipavo favorito en el patio, y los halcones volando cerca a lo largo del río. Salía con aire vigilante por la mañana a hacer su ronda de los fuertes, el arsenal y el patio para la construcción de buques, los cuarteles y los almacenes. Se pasaba horas en la lisa azotea del palacio con su telescopio, «con mucho la mejor lente que yo haya visto jamás». Fue fabricado por la casa Chevalier, de París, y lo había comprado en Khar tum por cinco libras esterlinas. Se podían divisar muchas cosas desde la azotea; el ancho curso del río al Norte, de donde había de llegar un día la expedición de socorro (Stewart seguramente debía hallarse más allá de Berber entonces); el gran océano de arena que se extendía en derredor de la ciudad, y, moviéndose a través de él, los jinetes árabes, las tiendas y las barracas árabes, el ene migo. Estaban siempre postrándose en oración. «Otra procesión religiosa», anotaba en su diario. Luego había la cuestión de aquellas religiosas de la misión austríaca, en Darfur; corría el rumor de que se habían casado con los comerciantes griegos que habían sido también capturados por el Mahdi. «¡Q ué ruido armaría el papa con eso de que las monjas se casen con los griegos! Es la unión de la Iglesia griega y la Iglesia latina.» Eran unas ideas extrañas las que estaba expresando en lo que se suponía ser una comunicación oñcial al Ministerio de la Guerra en Londres; sin embargo, no podía impedir que su mente conti
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nuara elaborándolas. Monjas, griegos, gallipavos, apostasía e indíge nas árabes rezando sobre la arena, todo ello formaba parte de aquel olvidado pequeño mundo del Nilo, pero valía la pena de regis trarlo porque al fin los seres humanos lo olvidan todo. «E s extraño el hecho de que la gente olvide tan rápidamente sus desastres y sus pérdidas — escribía Gordon el 14 de setiembre— ; hace sólo diez días que perdimos, en muertos, cerca de un millar de hombres, ero nadie habla de ello ahora; bastan cuatro o seis días para orrar la amargura de un desastre.» En la última semana de setiembre, Gordon tuvo noticias pre cisas de que la expedición se hallaba en camino. Un correo in dígena, mandado por Kitchener desde Debba, llegó con un mensaje diciendo que Lord Wolseley había salido de Londres, y que ya en agosto (el mensaje invirtió casi un mes para llegar hasta Gordon) la vanguardia de la columna estaba saliendo de Wadi Halfa, en la provincia de Dóngola. Gordon dio el debido realce a aquellas grandes noticias. Se ordenó a todos los fuertes que dispararan sus cañones para cele brarlo, y luego se pegaron carteles en las paredes de las calles que mostraban a soldados británicos e indios en marcha. Los hombres llevaban la marca de la victoria y el triunfo en sus rostros. A lo largo del Nilo Azul se alquilaban casas para los oficiales ingleses que estaban por llegar, y se armaba una gran barahúnda en la contratación de criados y la adquisición de muebles y jarros para agua. Se firmaban contratos con carniceros y panaderos de Khar tum para proveer a los soldados cuando llegaran. Gordon se enteró también por el mensaje de Kitchener, que Baring se había ido temporalmente a Londres y que su puesto en El Cairo había sido ocupado por un tal Mr. Edwin Egerton. Kit chener añadió una comunicación de Egerton que decía: «Manifieste a Gordon que los buques están cruzando las segundas cataratas, y que deseamos que nos informe exactamente a través de Dóngola cuándo calcula que se hallará con dificultades por lo que respecta a provisiones y municiones.» Era un alivio, por supuesto, saber que al fin se hacía algo. Pero ¡oh, aquellos badulaques oficiales de El Cairo! «Estoy seguro de que me agradaría ese compañero Egerton — escribía Gordon en su diario— . Hay una alegre jocosidad en sus comunicaciones, y yo me inclinaría a pensar que los cuidados de la vida pasan sin dejar huella en él... Pero creo realmente que si Egerton fuera a revolver los “ archivos'’ (una deliciosa palabra) de su despacho, comprobaría que hace meses que nos hallamos con dificultades. Es como si un hombre en la orilla, habiendo visto a un amigo en el río, sumergido ya durante dos o tres veces, le voceara: “ ¡Oiga, compañero, díganos cuándo hemos de echarle el salvavidas; sé que se ha hundido usted dos o tres veces, pero es una lástima
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lanzarle el salvavidas hasta que usted no esté realmente in extremis, y he de saberlo exactamente porque soy hombre educado en una escuela de exactitud...!” » Otros telegramas llegaron también, pero estaban escritos en clave y Gordon, no teniendo medio alguno para descifrarlos, sólo podía especular sobre su contenido. Las especulaciones llenaban ahora la mitad del día. ¿Dónde estaría Stewart? Por entonces debiera hallarse más allá de la curva del Nilo y posiblemente en contacto con Kitchener. ¿Dónde estaba el Mahdi? ¿Cuándo traería el grueso principal de su ejército a Khartum? En general, Gordon se inclinaba a pensar que el Mahdi espe raría a que el Nilo empezara a bajar hacia fin de año antes de que se lanzara al asalto. ¿Llegaría la expedición a Khartum antes de eso? Dependía de la perfección con que Wolseley conociera la tác tica de luchar en el desierto. Las propias ideas de Gordon sobre esta cuestión eran precisas. «N o he de recalcarle demasiado que esa expedición no se encontrará con ningún enemigo digno de tal nombre en el sentido europeo de la palabra; la lucha es con el clima y la miseria del país. Es una lucha de tiempo y paciencia, y de pequeños grupos ae hombres resueltos, apoyados por aliados indígenas, a los cuales se atrae con sagacidad y dinero. Una densa y compacta columna, por fuerte que sea, no va a ninguna parte en esta tierra. Grupos de cuarenta o sesenta hombres, moviéndose con rapidez, harán más que cualquier columna. Si uno pierde dos o tres de ellos, ¿qué importa eso? Es el azar de la guerra. Los aliados indígenas sobre todo, sea cual sea la pérdida. Es el país de lo irregular, no de lo regular. Si uno avanza con masas de hombres, no hallará término a las dificultades; mientras que, si uno deja que bandas sueltas irrumpan con presteza aquí y allá, se extenderá el desánimo en las filéis árabes. La hora pro picia para atacar es al amanecer, o más bien antes (éste es un detalle viejo), pero sesenta hombres pondrán a estos árabes en fuga antes del alba, lo cual no realizarían un millar de ellos a la luz del día. Esta fue siempre la táctica de Zobeir. El motivo es que la fuerza de los árabes son sus jinetes, quienes no se atreven a atacar en la oscuridad. Espero que usted no arrastrará esa artille ría : sólo puede producir retraso y serle de poca utilidad.» Que recuerden a Hicks. Mejor aún que recuerden a Cambyses y su ejército, que fue engullido por el desierto. Gordon buscó el relevante pasaje de Herodoto, y lo pegó en su diario. Se percibe un tono de firmeza y confianza en estas anotaciones, pero a medida que setiembre transcurría para dar paso a octubre, el estado de ánimo empieza a cambiar. Constantemente se pre gunta qué le ha ocurrido a Stewart. Se preocupaba de sus buques armados, su único cable salvavidas con el mundo exterior: «Mis hermosos buques, que eran relativamente olorosos, hieden ahora
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como tejones.» Tal vez navegará en uno de ellos por el N ilo Blanco hacia el Africa central, y terminará para siempre con Londres y su hipócrita política, sus clubs y sus horribles reuniones de sociedad. Antes viviría como un indígena en compañía del Mahdi, declaraba, que salir todas las noches para asistir a las ceremonio sas cenas en Londres. «Una de mis alegrías será que no tenga que ver más a la Gran Bretaña. Espero salir de este lío, e irme al Congo, vía provincial ecuatorial o por Bruselas.» Acaso pudiera hacer un trato con el Mahdi; el Mahcu se quedaría con Khartum y también con los buques y municiones con tal de que se le per mitiera que la guarnición regresase sana y salva a Egipto. Por otro lado, él nunca se rendiría, esto era una cuestión de «honor nacional». Luego dirige otra vez sus pensamientos hacia los halcones, en el ala exterior de la ventana, y a un ratón — obviamente una hem bra «a juzgar por su hinchado aspecto»— que comparte sus soli tarias comidas: «Un ratón ha ocupado el lugar de Stewart en la mesa...; sube y come de mi plato sin miedo.» Después está el galli pavo que se ha vuelto «tan desagradable que tuve que ponerle la cabeza debajo del ala y moverlo de un lado a otro hasta que se durmió». Y Ipego aún, ¿cuándo llegará la columna británica? «Por supuesto, es probable que Khartum sea tomada en las barbas de la fuerza expedicionaria, la cual llegará demasiado tarde. La fuerza expedicionaria considerará tal vez necesario volverla a to mar; pero eso no servirá para nada, y causará inútilmente pérdidas de vidas en ambos lados. Valdría más que regresara quietamente, con el rabo entre piernas.» Hacia mediados de octubre se produjo súbitamente una ráfaga de actividad. Llegó al palacio la noticia de que un grupo de die ciséis hombres principales de la ciudad proyectaban provocar una rebelión y pasarse al Mahdi. Con recelos Gordon los arrestó. «Con fieso — escribía— que me siento muy perplejo ante estas deten ciones: ¿he procedido bien? ¿Acaso no? Si pudiera estar seguro de que la mayoría desean irse con el Mahdi, podría decir en seguida lo que iba a hacer: sería un inmenso alivio para mí, pero ¿lo desea la masa?» Nadie podía darle una respuesta todavía. La masa de los habitantes de la ciudad llegaban, finalmente, a estar seriamente hambrientos y no podían pensar en nada más que en la comida. El largo asedio había quebrantado su energía para tomar decisiones de ninguna clase. El propio Gordon era el único sólido rector de sus vidas, y lo que él quería, ellos lo querían. Resistían todavía porque él resistía. Sobre Slatin, sin embargo, Gordon no abrigaba ninguna duda. El 16 de octubre escribía: «Las cartas de Slatin han llegado. No he de hacer observaciones sobre ellas, y no puedo llegar a compren der por qué las escribió.» En estas cartas, las cuales habían sido
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traídas a Khartum desde el campamento del Mahdi, Slatin mani festaba que sabía que Gordon se había formado una dura opinión de su rendición, y pedía al gobernador general que escuchara su explicación. Había declarado simplemente ser un musulmán, mien tras seguía combatiendo al Mahdi, justifica él, para ganarse la confianza de sus tropas: «S i por mi conversión di un deshonroso paso, es una cuestión de opinión; ello fue más fácil para mí porque no había recibido, acaso infortunadamente, una estricta educación religiosa en mi país.» En cuanto a su rendición, no había tenido opción; cuando sus soldados capitularon se vio obligado a seguir el ejemplo: «¿Cree Vuestra Excelencia que para mí, un oficial aus tríaco, la rendición era fácil? Fue uno de los días más duros de mi vida. »Por mi sumisión y obediente comportamiento — proseguía Slatin— he alcanzado cierto grado de confianza entre los magna tes locales, y así se me ha dado permiso para escribirle, porque creen que mediante estas líneas estoy pidiendo a Vuestra Exce lencia que se rinda. Si Vuestra Excelencia no despreciara mis flojos servicios y mi exiguo conocimiento de la táctica, me permito ofre cerle mi ayuda, sin ningún deseo de un alto puesto de honor, única mente por lealtad y amistad a Vuestra Excelencia y a la buena causa. Estoy dispuesto a estar con usted o al servicio de usted, por la victoria o la muerte. Mis pocos hombres leales aquí, mi fortuna, etcétera, todo, todo lo abandonaré gozosamente para morir, si así le place a Dios con una muerte honrosa.» No habiendo obtenido respuesta a esta misiva, Slatin escribió de nuevo: «Excelencia: He combatido veintisiete veces por el Gobierno contra el enemigo, y me han vencido dos veces; y no he hecho nada deshonroso, nada que pudiera impedir a Vuestra Excelencia escribirme dándome una respuesta, para que yo sepa qué he de hacer... Si hay cartas de Europa para mí en el correo, le ruego que me las mande, porque hace casi tres años que no tengo noticias de mi familia. Suplico a Vuestra Excelencia que me honre con una respuesta. »Su afectuoso y obediente servidor, »S latin .» »P. D.: Seid Gjoma, Mudir de Fascher, y yo, buscamos la ocasión de entrar en Omdurman para permanecer con usted. Le ruego, Excelencia, que haga lo posible para concedernos su permiso, porque estamos siempre con miedo de los espías. Ruego a Dios que lo proteja durante el asedio. »P. D.: Si Vuestra Excelencia entiende acaso que he hecho algo
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contrario al honor de un oficial, y si eso le impide escribirme, le suplico que me dé una oportunidad de defenderme, y juzgue conforme a la verdad.» Gordon era más que duro: era despreciativo. «Evidentemente él no es un espartano... Si se escapa,- lo llevaré al Congo conmigo, necesitará alguna cuarentena; hay que compadecerlo.» Al día si guiente volvía al tema: «N o tendré nada que ver con la venida de Slatin aquí para quedarse, a menos que él tenga un permiso efectivo del Mahdi, el cual no es probable que lo obtenga; si él hiciera eso sería faltar a su palabra, la cual debiera ser tan sagrada cuando se da al Mahdi como cuando es dada a cualquier otra autoridad, y ello comprometería la seguridad de todos esos europeos, prisio neros del Mahdi.» Sin embargo, ofreció al Mahdi rescatar a Slatin y a los otros europeos por una suma de diez mil guineas. No hubo respuesta. Pero no era Slatin quien absorbía la atención de Gordon en aquellos momentos; otro asunto, mucho más inquietante, había surgido. En su segunda carta, Slatin había declarado que el Abbas no consiguió pasar; había sido apresado más abajo de Berber, y Stewart había sido ejecutado. Gordon recibió un informe pareci do procedente de otra fuente sólo unos cuantos días antes, pero se había negado a creerlo. Se tranquilizaba diciéndose que tales rumores eran cosa corriente y que siempre resultaban inciertos. Sin embargo, el 21 de octubre, confiesa: «Estoy muy inquieto por el Abbas: sería terrible si fuera cierto que ha sido apresado.» Luego, el 22 de octubre llegó una carta del propio Mahdi. Estaba escrita en un único pliego de papel, muy grande, en el cual había sido pegado el sello cuadrado del Mahdi, y empezaba así: «En nombre de Dios, el misericordioso y compasivo: alabanza sea dada a Dios, el generoso Regidor, y bendición a nuestro Señor Mahoma con paz. «Del siervo que confía en Dios, Mohamed, el hijo de Abdullah. »A Gordon Bajá de Khartum: Dios le diríja por la senda de la virtud, amén. «Sepa que su pequeño buque, denominado Abbas, que usted envió con la intención de transmitir sus noticias a El Cairo, por la vía de Dóngola, siendo las personas enviadas su representante Stewart Bajá y los dos cónsules, el francés y el inglés, con otros individuos, ha sido apresado por la voluntad de Dios. »Los que creían en nos como Mahdi, y se rindieron, han sido libertados; y los que no, fueron eliminados — como su precipitado representante, con los cónsules y los demás— cuyas almas Dios ha condenado al fuego y al eterno sufrimiento.» Seguía una larga y precisa relación de todos los papeles y docu mentos que habían sido arrebatados a los inertes cuerpos: el
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diaño de Stewart, la clave, las peticiones al papa y al sultán, las relaciones que proporcionaban detalles de la cantidad de víveres y municiones que quedaban en Khartum, copias de todos los tele gramas que se habían cruzado entre Gordon y El Cairo, un censo del número de soldados que quedaban en la guarnición y de sus armas, y las cartas de Gordon pidiendo repetidamente ayuda. «L o comprendemos todo ahora — escribía el Mahdi, y de nue vo invitaba a Gordon a rendirse antes de que fuera demasiado tarde — : porque, si fuera usted a rendirse después del comienzo de la batalla, sería por miedo, y no voluntariamente, y eso no se aceptará». Se incluía un mensaje del jefe del Mahdi en el Sur, y en él revelaba que la provincia de Bahr-el-Ghazal había caído. Así Stewart realmente había muerto, y Lupton se había ren dido. Pero no, no podía ser cierto. Los documentos que el Mahdi vio debían ser copias que él había enviado por un agente antes de que el Abbas saliera. Quizás uno de los griegos que marcha ron río abajo había leído los papeles de Stewart y se había vuelto traidor. Podía ser, pero él apartaba de sí los siniestros garabatos de la lengua arábiga: «En cuanto a estos caracteres, no tienen pies ni cabeza para mí; por tanto, los dejo para los arabistas de las Universidades.» Al Mahdi le replicó: «...lo mismo me da si Lupton Bey se ha rendido o no se ha rendido. Y si él (el Mahdi) ha apresado veinte mil buques como el Abbas o veinte mil Stewarts Bajaes, me es lo mismo». •Estoy aquí, firme como el hierro, y espero ver a los recién llegados 'ingleses...» Le era imposible, añadía, tener más tratos con el Mahdi; de entonces en adelante más valía que se comuni caran con balas. Pero la noticia era cierta, y unos días después Kitchener pasaba clandestinamente un mensaje para confirmarla. Repetidamente Gordon se preguntaba cómo podía haber ocurrido. El Abbas era bastante pótenle para detener cualquier ataque de los árabes en tanto que continuara en medio del río; difícilmente podía haber chocado con una roca y zozobrado, pues iba provisto de amorti guadores. Sólo una traición podía explicarlo; algún pérfido jeque debía de haberlos conducido a una trampa mientras se dirigían en busca de leña para combustible, en la margen. «Puedo ver con la imaginación toda la escena — escribía Gor don— ; al jeque invitándoles a desembarcar, diciendo: “ A Dios gracias, el Mahdi es un embustero” , los hombres saltando a tierra y dispersándose para recoger leña. El Abbas con la máquina pa rada, luego un tropel de impetuosos árabes, y se acabó.» Sigue en el diario página tras página una serie de recriminaciones pro
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pías. ¿Por qué los había dejado marchar? ¿Qué otras precauciones debiera haber tomado para su seguridad? Lo que realmente había ocurrido era que el 18 de setiembre el Abbas se topó con una roca y fue desmantelado cuando se hallaba a sesenta millas más abajo de Abu Hamed, y sólo a cien millas de la avanzada de Kitchener. Creyendo que estaban fuera de territorio enemigo, Stewart desembarcó y entró en tratos allí con Suleiman Wad Gamr, el jefe de la tribu Monasir, y otros jeques. Los árabes se mostraron inmediatamente favorables y cuando se ofrecieron a proporcionarles camellos para que el grupo continua ra por tierra, Stewart los obsequió con dos espadas y una capa bordada. Los jeques instaron luego a los europeos a que pasaran la noche en tierra, y la invitación fue aceptada. Por la noche surgió un tropel de desenfrenados árabes y acabaron con ellos. Habiendo matado atrozmente a Stewart y Power, los jeques fueron a bordo del Abbas y exterminaron a todos menos catorce de los restantes pasajeros y tripulación. El 21 de octubre, el Mahdi, alentado por la información que le habían proporcionado los papeles del Abbas, avanzó hacia Khar tum con el grueso de sus fuerzas y se estableció en dos campos cerca de Omdurman, en la parte occidental del Nilo. Anunciaba su intención de atacar a Khartum en una carta a Gordon: «...m e he apiadado de algunos de mis hombres y he dejado que muriesen para que alcanzaran... el paraíso». La fase ñnal del asedio había comenzado. En el palacio, Gordon calculaba sus probabilidades. No se preocupaba seriamente por las municiones; el arsenal con tinuaba produciendo unos cuarenta mil cartuchos por día, pero la cuestión de los víveres hacíase urgente. «S i ellas (las tropas británicas) no llegan antes del 30 de noviembre, el proyecto se ha frustrado, y “ rule Britannia...” En este calculo he previsto todas las dificultades de transporte, construcción de fuertes, etc., y el 15 de noviembre debiera yo ver los uniformes de Su Majestad.» Consideraba muy atentamente el avance de la expedición: habiendo llegado a Debba o a Merowe en el curso superior de la corriente, Wolseley debía enviar una columna río arriba para atacar a Berber mientras otra avanzaba directamente a través del desierto, hacia Metemma, a* poco más de cien millas al norte de Khartum. Ahí Gordon podía ayudar a sus libertadores, pues aún dominaba el río hasta ese punto. Despachó a cinco de sus buques a Metemma con instrucciones para los capitanes de que debían permanecer allí hasta que la vanguardia de la columna británica apareciera, y luego habían de conducirla a Khartum. A primeros de noviembre recibió una cantidad de cartas, entre ellas una de Samuel Baker y otra, de seis meses atrás, de Stanley, desde el Congo. La carta de Baker llevaba una nota oficial escrita en el sobre, « Communications avec le Soudatt ínterrompées», la
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cual proporcionó a Gordon cierto áspero gozo: «¡Sabría yo que las comunicaciones estaban interrumpidas!» Kitchener había envuelto esas cartas con un periódico, el londinense «Standard» del 15 de setiembre, el cual los sirvientes de Gordon tiraron al patio del pa lacio, y sólo por casualidad lo recuperó. Lo leyó rápidamente, pues eran las primeras noticias del mundo exterior que tenía desde hacía muchas semanas, pero un particular informe le puso fre nético : «Lord Wolseley es aclamado en la estación Victoria por la gente que fue a despedirlo al marchar para la expedición de socorro a Gordon. ¡N o ! para el socorro de las guarniciones del Sudán. • ...declaro positivamente, de una vez para siempre, que no saldré del Sudán hasta que a todos los que quieran abandonarlo se les dé ¡a oportunidad de hacerlo, a menos que sea establecido un go bierno que me releve del cargo; p or consiguiente, si llega aquí algún emisario o alguna carta ordenándome salir, no obbdeceré la orden, SINO QUE PERMANECERÉ AQUÍ; Y CAERÉ CON LA CIUDAD, Y CORRERÉ TODOS LOS RIESGOS.»
¿Por qué no podían comprender esto? Baring era el respon sable. Baring no le había proporcionado soldados cuando él los pi dió. Baring era el responsable de todos los desastres que los habían alcanzado. Escribía páginas sobre Baring, las arrancaba de su diario para rasgarlas y luego volvía de nuevo al ataque otro día. Había un mensaje de Tewñk afirmando que Baring llegaba con Lord Wolseley — probablemente en un camello. «Hubo sonrisas cuando se supo en Khartum que Baring venía aquí, pues así lo leimos en el telegrama de Tew fik.»— , el rayo vengador. Sus ataques a Granville eran igualmente mordaces: «¿ Y qué? — hace exclamar al ministro de Relaciones Exteriores — . ¿Tendre mos que ir hasta Khartum? Ello costará millones, ¡ qué asunto más calamitoso! |Qué! ¿Enviar a Zobeir? Nuestra conciencia se aparta de eso, es flexible, pero no se pone al nivel de eso, sería un pacto con el diablo... ¿Creen que hay alguna manera de dominarle (a Gordon) sin meter ruido?» En otro lugar imagina a Granville abriendo su número del «Tim es» y hallando con espanto que Khar tum resistía aún. «P or eso él decía claramente que sólo podía re sistir seis semanas, y eso era en marzo (cuenta los meses). |Agosto! Debía de haberse entregado. ¿Qué tiene que hacerse? Estarán espe rando ansiosamente una expedición... No es cosa de risa, ese abominable Mahdi». Era pueril, era mezquino e injusto, y posiblemente, como en casi todo lo que Gordon escribía o imaginaba, había una pizca de verdad en ello. En todo caso, tales explosiones ayudaban a aliviar la tensión de aquellos opresivos y tediosos días cuando no tenía nada con que distraer a su cansada mente de su continua ansiedad. Estar en Khartum entonces representaba experimentar
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la sensación de hallarse encerrado en un círculo que invariable mente se estrechaba. Si Gordon hubiera conocido los términos de las órdenes dadas a Wolseley, se habría sentido aún más furioso con Baring y Granville. Tales órdenes habían sido dadas en El Cairo y eran como sigue: «E l principal objeto de la expedición al valle del Nilo es sacar de Khartum al general Gordon y al coronel Stewart. Cuando ese objetivo haya sido logrado, no han de emprenderse nuevas operaciones ofensivas de ninguna clase.» Así en aquellos momentos, con un calor abrumador, la larga y recargada columna se abría camino lentamente hacia la provincia de Dóngola para libertar a un hombre que había muerto y a otro que no deseaba ser liber tado, en todo caso no en esas condiciones; no tenía intención de irse hasta que las guarniciones fueran libertadas y se hubiera establecido alguna razonable forma de gobierno en el Sudán. Gordon empezaba a prestar una atención creciente a este asun to del futuro gobierno. Zobeir, por supuesto, continuaba siendo la mejor solución. Instalarlo como gobernador general y dejar que el propio Gordon cuidara de Ecuatoria. Si ello faltaba, consentir que entraran los turcos y gobernaran el Sudán. Y si aun eso se malograba, buscar algún otro hombre competente que tomara el mando con un subsidio de Egipto. Tenía una nueva idea. ¿Por qué no Kitchener? Kitchener, es cierto, había hecho un enorme revol tijo de su servicio de información — apenas si consiguió que algu no de sus mensajeros penetrara en Khartum — , pero Baker, en su carta, hacía comentarios muy favorables de él. Baker había dicho: «E l hombre en quien he depositado siempre mis esperanzas, el comandante Kitchener, del Real Cuerpo de Ingenieros, es uno de los pocos oñciales británicos verdaderamente superiores, frío y sensato, y de una complexión vigorosa, unida a una incansable energía...» Esto era una extraordinaria intuición, pues Kitchener era, por un motivo u otro, el militar más destacado, no sólo entre las fuerzas de Wolseley, sino en todo el Ejército británico. Tenía treinta y cuatro años entonces, era un hombre de seis pies y dos pulgadas de estatura, con unos penetrantes y brillantes ojos azules, y te nía ya fama por su fría, determinada y matemática exactitud. Era un buen jinete — había adiestrado un contingente de mil quinientos irregulares en el límite del Sudán, en los comienzos de la campa ña — y advertíase un aire de atrevimiento y de bravura en él. que apenas es reconocible en la grave ñgura del general en que iba a convertirse más tarde. Siendo amigo de Stewart, había solicitado permiso para hacer una incursión a través del territorio árabe e ir al encuentro del Abbas, en Berber, y se había exasperado cuando Wolseley lo retuvo. Era considerado entre los miembros del Estado Mayor como un diligente oficial que se interesaba por la arqueo-
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logia, que hablaba el francés, el árabe y un poco el turco, y como un hombre que se mostraba indiferente con las mujeres. No era del todo culpa de Kitchener el que Gordon enviara más mensajes fuera de Khartum de los que recibía — podían hallarse siempre hombres que estaban dispuestos a salir de la sitiada ciudad, pero pocos querían ir a ella — , y Kitchener corría excepcionales riesgos procurando mantener el correo; se aventuraba a ir hasta lejanas distancias en el territorio del enemigo, algunas veces con el ropaje de un beduino y llevando consigo un frasco de veneno para poder suicidarse si era capturado. Cuando, durante ese tiempo (en noviem bre de 1884), sus hazañas fueron reveladas en la prensa, un hálito de romántico encanto se prendió a su nombre; era la clase de fama que más tarde iba a alcanzar Lawrence de Arabia. Así, pues, presintiendo la importancia de ese joven soldado a quien no conocía, Gordon escribe en su diario: «Quienquiera que venga aquí más vale que nombre al comandante Kitchener gober nador general, pues es cierto, después de lo que ha pasado, que yo soy imposible. (¡Q ué a liv io !)» Luego, otra vez, su pensamiento retorna a Baring. «S i Baring viene aquí como comisionado británico, consideraré que ha expiado sus culpas y lo perdonaré. Raramente nos damos cuenta de nuestra situación. Dentro de diez o doce años Baring, lord Wolseley, yo mismo, Evelyn Wood (el general británico de El Cairo), etc., no tendremos dientes y estaremos sordos; algunos de nosotros esta remos completamente caducos; nadie vendrá a adularnos; nuevos Barings, nuevos lords Wolseleys aparecerán, los cuales nos lla marán «bribones» y «charlatanes». «¡O h, por amor de Dios, retí rese! ¿Qué viene a hacer este decrépito majadero? Si alguna vez se pone al lado de uno, lo enreda en sus tonterías en media hora», será la observación de algún joven capitán de aquellos días al verle a uno entrar en el club. Esto es muy humillante, pues cada uno de nosotros creemos que somos inmortales. Ese pobre viejo general que durante años vegetó en el extremo de la calle..., cerca de sus clubs, ¿quién lo visitó alguna vez? Mejor pegarse un tiro que extinguirse en la soledad y el olvido como hizo él.» ¿Debiera suicidarse, pues? Había pensado en ello. De hecho, había colocado explosivos bajo el palacio, de suerte que, en un instante, pudiera ser volado con él dentro. Pero rechazaba la idea, pues era, en cierto modo, «quitar las cosas de las manos de Dios». Gordon pasaba ahora cada vez más tiempo en la azotea del palacio. Desde aquella altura, por encima del desierto, podía mirar hacia todas las partes de su fortaleza, incluido el fuerte de Omdurman en la margen opuesta del río, y — lo que era igualmente importante— sus soldados podían verlo. Estimaba que aquellos soldados eran del todo incorregibles; aunque observaran que tenía los ojos puestos sobre ellos, los centinelas se dormían en sus pues-
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tos, las órdenes eran olvidadas, y todos decían mentiras. «Los del fuerte de Norte odian mi telescopio; día y noche estoy encima de ellos.» Pero a pesar de eso hallaban la manera de zafarse. «Cierta mente afirmo haber mandado, con más frecuencia que ningún otro hombre, tropas cobardes, pero esta experiencia del 1884 supera a todas las pasadas... No existió nunca un soldado más despreciable que el egipcio. Aquí no confiamos en ellos; son considerados con su premo menosprecio, ¡ pobres criaturas! Nunca salen a luchar.» Envió a tantos de ellos como pudo en el buque que despachó para Metemma y dio orden de que, en ninguna circunstancia, ha bían de ser devueltos. En cuanto a sus propios criados del palacio, no eran mucho mejores. «N o se puede hacer nada con ellos mientras perma necen en estos fuertes comiendo, rezando, durmiendo o enfermos, y ellos lo saben. Sería una torpeza intentarlo (y temo que a me nudo lo soy). Se tiene que cursar una orden urgente, y ante ti yace el criado moviéndose con sacudidas, postrándose para poner a prueba la paciencia de uno. Es muy curioso, pero si estoy de mal humor, lo cual temo que me ocurre a menudo, hallaré invariablemente a mis criados ocupados en sus oraciones, y así las prácticas religiosas siguen la oscilación de mi disposición de ánimo; son paganos si todo va bien. »Sin embargo, esos pobres diablos no habían pedido que se los metiera en ese jaleo, que se les abandonara de este modo. ¡Oh Baring, Baring!» El 12 de noviembre, el Mahdi había puesto sus cañones en po sición, aquellos mismos cañones que había arrebatado a Hicks, y el bombardeo de Khartum empezó. Era poco preciso y apenas hizo daño, pero causó un efecto desmoralizador sobre la población, que se hallaba ya en un estado miserable, insuficientemente ali mentada, y poco después los acontecimientos empezaron a tomar un aspecto más sombrío: bajo el fuego de las bombas enemigas uno de los mejores buques que habían permanecido en Khartum encalló y tuvo que ser abandonado. Al mismo tiempo, las fuerzas del Mahdi formaron un cerco en tom o al fuerte de Omdurman y lo ais laron de Khartum y del río. Gordon podía aún hacer señales al jefe egipcio de allá con toques de trompeta. Pero el Mahdi tenía tam bién una corneta que conocían las señales, y cuando Gordon trans mitía «Vengan hacia nosotros. Vengan hacia nosotros», desde la azotea del palacio, se les respondía irónicamente desde el campo de los árabes: «Vengan hacia nosotros. Vengan hacia nosotros.» No había, en todo caso, ninguna esperanza para el fuerte de Om durman, a menos, por supuesto, que la expedición llegara a tiempo. A primeros de noviembre había sido recuperada una gran provisión de grano que unos comerciantes de Khartum habían robado y escondido y eso proporcionó a la guarnición un breve alivio. Pero
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el 13 de diciembre Gordon calculaba ya que sólo podrían resistir otros diez días. Cuando ahora salía del palacio, una turba de mujeres le ro deaba pidiendo alimento a gritos; cada día el fuego de los rifles y del bombardeo se hacía más intenso. Los árabes tenían un cañón apuntando al palacio, y los proyectiles eran lanzados ruidosamente, pero, por lo general, sin causar daño, hacia las gruesas paredes de piedra. «Uno cae a las tres de la madrugada en un sueño inquieto — es cribía Gordon— . Se oyen unos toques de tambor: « Tap tap, tap.* Toman forma en el sueño, pero unos momentos después la con ciencia va retornando, y se le revela que uno está en Khartum. La siguiente cosa que uno se pregunta es de dónde proceden esos toques. Surge la esperanza de que se extinguirán gradualmente. Pero no, el ruido continúa, y crece en intensidad. Le asalta a uno la duda; ¿tendrán bastantes municiones? (la excusa de los malos soldados). Uno se apura. Pero no sirve de nada; hay que levan tarse y volver a la azotea del palacio; luego los telegramas, las órdenes, las blasfemias y las imprecaciones prosiguen hasta las nueve de la mañana.» De algún modo procuraba mantener en movimiento el arsenal, y sus ingenieros construyeron un nuevo buque para sustituir al que se había perdido. «En la ciudad querían que llevara mi nombre, pero yo d ije : “ He puesto a la mayor parte de ustedes en la cárcel y por otro lado los he intimidado, y no creo que me olviden.» El bajel fue denominado Zobeir. Podía aún aparecer ocasionalmente con esta alegre disposición, podía aún hablar del Mahdi como «su santidad», pero el terrible peso de la incertidumbre retomaba, «...no hay una persona en quien pueda confiar... Estoy cansado de esta vida, día y noche, siempre lo mismo; en continua ansiedad». El río empezaba ahora a descender, y ias cenagosas márgenes se iban secando, lo cual facilitó la aproximación del enemigo. El 13 de diciembre Gordon escribía: « a h o r a o b s e r v e n e s t o ; si la fuerza expedicionaria, y no pido más que doscientos hombres, no llega dentro de diez días, la ciudad puede caer; y sólo podré decir que he hecho cuanto he podido por el honor de mi patria. Adiós. »C . G . G o r d o n
«N o me envían ustedes ninguna información, y sin embargo tienen abundante dinero. »C. G. G.» Esta fue casi la última comunicación recibida del general Gor don. Empaquetó las hojas de su diario — los impresos para tele-
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gramas, los pedazos de papel de seda, los pequeños mapas que había hecho y los dibujos hechos a pluma— envolviéndolas en una tela cosida, y escribió encima: «Los acontecimientos de Khar tum. Diario del general Gordon. No hay secretos por lo que a mí respecta. Destruir luego estos papeles, si son publicados. C. G. Gordon.» Los paquetes fueron entregados al capitán del Bordein, y el 15 de diciembre, bajo un intenso fuego, el barco zarpó para Metemma.
Capítulo X IV EL DECRECIENTE NILO
A fines de diciembre de 1884, la avanzada de la expedición había alcanzado el Nilo en Korti, a medio camino entre Deba y Merowe, y se hallaba en situación de iniciar la marcha final hacia Khartum. Decidieron adoptar el plan de Gordon: una columna seguiría el curso del río en su gran curva hacia el Este, más allá de Abu Hamel y Berber, mientras que la otra columna, bajo el mando de sir Herbert Stewart (1), avanzaba directamente a través del desierto, hacia Metemma, donde se sabía que los buques de Gor don estarían esperando. A Wolseley le había prohibido el Gobierno británico que condujera la avanzada, y permaneció atrás, en Dóngola, para juntar el grueso de sus fuerzas. No parecía haber todavía ningún motivo para una desesperada prisa. El 30 de diciembre, uno de los mensajeros de Gordon entró en el campo de Korti con un mensaje escrito en un pedazo de papel del tamaño de un sello de correos. Decía: «Todo bien en Khartum. 12-12-84. C. G. Gordon.* El mensajero, sin embargo, informó verbalmente que le habían dado instrucciones para que comunicara que las provisiones de víveres en Khartum andaban muy escasas y que la expedición de biera avanzar lo más pronto posible. Ha de recordarse que hasta entonces nadie había leído ninguno de los escritos enviados, que se hallaba a bordo del Bordein en Metemma, a ciento sesenta mi llas de distancia. En la mañana del 30 de diciembre, sir Herbert Stewart inició su avance con cien escuadrones británicos y dos mil camellos, y el 2 de enero llegó a Jakdul Wells, a una distancia de noventa y ocho millas. Allí dio órdenes para que se estableciera una avan zada mientras él regresaba a Korti para traer un nuevo contin gente de mil seiscientos hombres y dos mil cuatrocientos camellos. El 13 de enero, toda la columna se había reunido y el avance se continuó hasta la tarde del 16 de enero, cuando se recibieron informes de que poderosas fuerzas de los árabes estaban por de(1 ) N o existe relación alguna con el coronel Stewart el cual había muerto a manos de los árabes poco antes.
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lante. Acamparon alrededor de los manantiales de Abu Klea, y se hallaban totalmente dispuestos para la lucha. Sir Herbert Stewart vivaqueó durante la noche a unas tres millas y media de distancia, en la mañana del 17 de enero avanzó para lanzarse al ataque. is jinetes árabes acometieron con la mayor temeridad, y lograron penetrar en el cuadro británico, donde tuvo lugar una terrible lucha mano a mano en medio de los camellos. Se acabó en cinco minutos. Los árabes se retiraron, dejando mil cien muertos en el terreno, y las bajas de las tropas británicas no llegaron a dos cientas. Aquella misma noche las fuerzas británicas tomaron posesión de Abu Klea Wells, y a las cuatro de la tarde del siguiente día la columna reanudó su marcha hacia Metemma, a veintitrés millas de distancia. Prosiguieron avanzando toda la noche, y en la madru gada del 19 de enero avistaron el Nilo. Su marcha hacia el río, empero, fue obstruida por el enemigo y de nuevo los árabes ata caron surgiendo de la maleza y la espesa hierba. Los soldados británicos hacía más de cuarenta y ocho horas que no dormían, pero se las arreglaron para rechazar el ataque con una nueva pérdida de ciento once muertos y heridos, y finalmente pudieron alcanzar la margen del río un poco al norte de Metemma. Sir Her bert Stewart fue mortalmente herido en esta escaramuza; Burnaby, su segundo en el mando, había sido muerto en Abu Klea, y de esta suerte el comando de la columna recayó en sir Charles Wilson, un oficial del servicio de Información que no había conducido tropas a la lucha antes de entonces. en la mañana del 21 de enero aparecieron cuatro de los buques de Gordon, y los documentos fueron entonces desplegados y leídos junto con una carta fechada el 14 de diciembre en la cual Gordon declaraba que temía que Khartum cayera dentro de diez días. Más tarde, sin embargo, llegó una noticia por un correo que llevaba otro mensaje escrito en un pequeño pedazo de papel, que decía: «Todo bien en Khartum. Podría resistir durante años. C. G. Gordon. 29-12-84»; pero Gordon evidentemente había enviado este mensaje como un simple gesto de confianza y con objeto de que, si era interceptado por los árabes, los engañara. Era obvio, por tanto, que cuando menos durante tres semanas Khartum se había hallado en una situación sumamente difícil y Wilson tenía todos los motivos para avanzar sin tardanza. Pero transcurrieron tres días mientras las máquinas de los buques eran examinadas y se hacía un reconocimiento a lo largo del río, y hasta el 24 de enero no estuvo todo preparado para continuar. El propio Wilson llevó la delantera en el Bordein, con diez soldados del regimiento Royal Sussex y un grupo de ciento diez sudaneses. Seguía el Tell Hewein, con diez soldados más del Royal Sussex y ochenta suda neses, y el cual remolcaba un lugre con un considerable cargamento
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de maíz y cincuenta soldados indígenas. La tripulación la com ponían hombres de la tribu Shaigiya, los cuales habla enviado Gordon desde Khartum. El Nilo habla descendido mucho entonces, y el pequeño convoy se encontró casi en seguida con dificultades. El segundo día el Bordein chocó con una roca en la sexta catarata, y hasta la mañana del 27 de enero los buques no pudieron proseguir. Se produjeron nuevos retrasos cuando se acabó la leña para las calderas y tuvo que recogerse más en la margen del rio. A medida que los buques se acercaban a Khartum, veíanse obligados a arrostrar un fuego de fusilería cada vez más intenso procedente de la orilla, y durante algún tiempo pareció que no conseguirían pasar. Los hombres de la tribu Shaigiya que iban a bordo, cuyas familias se encon traban en la ciudad, querían pasarse al Mahdi en una parada, y los capitanes de los dos buques sólo accedieron a continuar cuando se les prometió una gratificación de cien libras esterlinas a cada uno. En tres diversas ocasiones los árabes vocearon a la tropa británica desde la orilla que llegaban demasiado tarde, que Khar tum había caído y que Gordon había muerto. Pero esto fue desoído, y, finalmente, en la mañana del 28 de enero, el Bordein, bajo un incesante fuego de artillería, navegó hacia la confluencia del Nilo Azul y el Nilo Blanco y avistó la ciudad. La ayuda que Gordon había estado pidiendo desde marzo del año anterior había al fin llegado. Al llegar a este punto retrocedamos y veamos lo que ocurrió en Khartum desde que Gordon enviara sus últimos mensajes en diciembre. A fines de ese mes la provisión de maíz se había consu mido casi completamente y pronto todo animal viviente — burros, perros, monos y hasta ratas— había sido comido. La mayoría de las mujeres habían vendido sus joyas desde hacía mucho tiempo para conseguir alimentos. Todo lo que quedaba ahora para los soldados y los paisanos por igual era la pulpa de palmera, y una especie de goma que contenía muy poca sustancia alimenticia y producía fuertes dolores al cabo de unas cuantas horas de haber sido comida. Cinco mil de los ciudadanos más desafectos fueron enviados al Mahdi con un mensaje de Gordon rogando que se mostrara benigno con ellos, pero a pesar de eso el hambre aumen taba. El padre Ohrwalder declaraba más tarde que Khartum, durante los últimos días del asedio, no quedó reducido al mismo grado de penuria que afrontó El Obeid antes de su rendición, pero la escasez de víveres debió de haber sido aguda; los muertos yacían por centenares en las calles, y los que continuaban vivos hallábanse demasiado débiles y desanimados para enterrarlos. Se gún un testigo, en las barricadas los soldados «permanecían como maderos» o emprendían su tarea en una especie de estado hip nótico, sabiendo apenas lo que estaban haciendo. El 5 de enero,
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el jefe del fuerte de Omdurman comunicó por señales que no po día resistir durante más tiempo, y Gordon se vio obligado a acceder a su rendición. Los árabes estrechaban ahora su cerco a la ciudad por todos los lados. Gordon aún halló medios, sin embargo, para mantener a su gente en movimiento. Por la ciudad se esparcieron los rumores de que habían llegado mensajeros de la expedición; debía estar allí al día siguiente, y si no entonces, seguramente llegaría un día después. A los soldados se les prometió la paga de un año por cada día que resistieran. Los peones de los muelles fueron puestos al trabajo, preparando ancladeros para los buques en arribada. Estas medidas eran suficientes para mantener viva una débil llama de esperanza, pero la ciudad yacía ahora bajo un continuo bombardeo, día y noche, y a mediados de enero los soldados egip cios y sudaneses, así como los paisanos, se pasaban a las filas del Mahdi. Gordon se acercaba a su cincuenta y dos cumpleaños y hay una cualidad en la figura que surge a través de estos últimos días del asedio que parece más bien pertenecer a la legendaria trage dia, a algún incidente de la historia como es imaginada en un fresco o una pintura, que a la’ vida misma. El acicalado y vigilante oficial desaparece, las chifladuras se disipan, y ahora, al final, todas las incertidumbres interiores son resueltas. Sabe exactamente lo que tiene que hacer aun cuando los acontecimientos lo lleven a la perdición. Sin duda su sentimiento de culpa prevalecía, pero eso era una cosa recóndita, y debió de haber disminuido can las penalidades; era su resolución, su plena aceptación de la respon sabilidad, lo que sus soldados y los habitantes de
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palacio, y como las salas continuaban iluminadas sugerí que de biera colocar sacos de arena frente a las ventanas para detener las balas. Gordon Bajá se puso furioso. Llamó a la guardia y les dio órdenes de disparar sobre mí si me movía; luego trajo un fanal muy grande que podía contener veinticuatro velas. Él y yo metimos las velas dentro de los cubos, colocamos el fanal sobre la mesa frente a la ventana, encendimos las velas, y luego nos sentamos junto a la mesa. El bajá dijo después: «Cuando Dios estaba repar tiendo el temor entre toda la gente del mundo, y cuando, finalmen te, llegó mi turno, no le quedaba ya ninguna cantidad de temor para darme; váyase y diga a todos los habitantes de Khartum que Gordon no teme a nada, porque Dios lo ha creado sin miedo.» El 20 de enero la guarnición se sobresaltó grandemente por una salva de ciento un cañonazos procedentes del campo del Mahdi, y se creyó al principio que esto era para celebrar una victoria sobre la expedición que llegaba. Pero, en verdad, la salva era una estratagema del Mahdi para ocultar la derrota sufrida en Abu Klea, y Gordon adivinó algo de eso cuando vio a través de su telescopio a las mujeres árabes llorando en la margen opuesta del río. Repitió luego sus promesas a la guarnición de que la ayuda se hallaba en camino, mientras en secreto colocaba una mina en el arsenal de suerte que pudiera ser volado si la ciudad caía. Al buque de vapor Ismailia, que estaba anclado más abajo del pa lacio, se le dieron órdenes de estar preparado para llevar a bordo tantos pasajeros como pudiera. A una seña) dada, el barco esca paría con ellos a lo largo del Nilo Blanco, hacia el Sur. Fue convocada luego una reunión de un grupo de los principales oñciales de la ciudad, y por el secretario de Gordon, Giriagis Bey (Gordon no asistió), fueron informados de que cuando el primero de los buques de la expedición se acercara a Khartum habían de ponerse el uniforme completo y presentarse en palacio. Era pro bable, decía Gordon, que se le pidiera ir a bordo del buque a él solo, en cuyo caso los oficiales iban a declarar violentamente al jefe británico que no le permitirían salir de Khartum. Tanto si la expedición llegaba a tiempo como si no, añadía Gordon, no tenía intención de irse. Fue una tentativa más para mantener fírme a la guarnición, y no tuvo éxito. El sábado, 24 de enero, toda esperanza había sido abandonada en la ciudad. Bordeini Bey da esta última descripción de Gordon: «P o r fin llegó la mañana del domingo, y Gordon Bajá, que invariablemente vigilaba las andanzas del enemigo desde lo alto del palacio, observó un considerable movimiento al Sur, dando la impresión de que los árabes se estaban congregando en Kalakala (uno de los fuertes junto al foso al sur de la ciudad). En seguida mandó un aviso a todos los que habíamos asistido a la
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anterior reunión y a unos cuantos más para que nos presentáramos inmediatamente en palacio. Acudimos todos, pero Gordon Bajá no se dejó ver. De nuevo fue Giriagis Bey quien nos habló, diciendo que por encargo de Gordon Bajá nos informaba de que él ha bía observado mucho movimiento en las líneas del enemigo, y que creía que se efectuaría un ataque a la ciudad; por tanto nos ordenó que recogiéramos a todos los varones de la población, desde la edad de ocho años hasta los más viejos, y guarneciéramos todas las fortificaciones, y que si hallábamos dificultades en hacer oue fuera obedecida está orden, habíamos de usar de la fuerza. Giriagis añadió que Gordon Bajá nos pedía ahora por última vez que hiciéramos una resuelta resistencia, pues no tenía ninguna duda de que en el término de veinticuatro horas llegarían los in gleses; pero que si preferíamos rendimos, entonces daría libertad al comandante para que abriera las puertas de la ciudad y permi tiera que todos se unieran a los rebeldes. No tenía nada más que decir. Luego solicité que se me permitiera ver al bajá, y fui con ducido a su presencia. Lo hallé sentado en un diván; y en el mo mento en que yo entraba, él se quitó de un tirón el gorro turco y lo arrojó de sí, diciendo; "¿Qué más puedo decir?; no tengo nada más que decir, la gente no me creerá ya, les he dicho una y otra vez que la ayuda vendría, pero no ha llegado, y ahora deben consi derar que los estoy engañando. Si ésta, mi última promesa, falla, no puedo hacer más. Reúnan toda la gente que puedan en las líneas y opongan una tenaz resistencia. Ahora déjeme fumar estos cigarrillos” (había dos cajetillas enteras de cigarrillos sobre la mesa). Pude comprobar que estaba desesperado, y hablaba en un tono que nunca había oído antes. Comprendí que había estado demasiado inquieto para hablar en la reunión, y seguramente pen saba que su visible desesperación nos desanimaría. Toda la ansie dad que había sufrido hizo que su cabello se volviera gradualmente blanco como la nieve. Lo dejé, y ésta fue la última vez que le vi vivo.* El Mahdi y sus emires se hallaban muy bien enterados de lo ue ocurría en Khartum. Con la caída del fuerte de Gordon en imdurman todos los materiales habían sido aislados de la ciudad y los desertores le comunicaban las últimas noticias de la dura prueba por que pasaba todos los días. Pero el Mahdi 'todavía vaci laba. Temía grandemente a los soldados británicos, y el padre Ohrwalder asegura que la simple aparición de una veintena de ellos en Khartum hubiera minado enteramente su resolución. Cuando la noticia de la derrota en Abu Klea llegó a Omdurman, cundió una especie de pánico en el campo árabe. El propio Mahdi, refiere Ohrwalder, se inclinaba a favor de una inmediata retirada hacia Kordofan, y de hecho declaró que había tenido una visión en la que se le había conjurado, como al mismo Mahoma, a hacer una
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hégira, a huir. El más agresivo de sus emires, sin embargo, señaló que el perfecto momento para el ataque había llegado; el barro del decreciente Nilo había llenado una parte del foso en el lado meridional de la ciudad, y los soldados de Gordon estaban dema siado débiles para construir nuevos parapetos allí. Que los hom bres de las tribus cruzaran el Nilo Blanco por la noche y luego se lanzaran hacia aquel hueco en la oscuridad. Si fracasaban en tal asalto, podían aún retirarse a Kordofan, mientras que si tenían éxito y la ciudad caía, la expedición británica se vería obligada a retroceder. Durante toda la tercera semana de enero hubo un continuo concilio de guerra en el campo del Mahdi. y el 25 de enero — el mismo día en que Gordon hacía su última llamada a la guarnición, y Wilson, en el Bordein, trasponía afanosamente la sexta cata rata— el Mahdi venció finalmente sus ansiedades. Se cursaron órdenes para que se efectuara el ataque en las primeras horas de la mañana siguiente, e inmediatamente grandes destacamen tos de guerreros empezaron a cruzar el Nilo. Los árabes iban a la lucha sin miedo a la muerte. En una alocución final a sus seguidores, el Mahdi les recordó que el paraíso estaba ante ellos si morían, y sin duua no eran insensibles a la perspectiva de sa quear la ciudad más rica del Sudán. Aquella noche la luna se ocultó temprano en el horizonte. En silencio, unos cincuenta mil árabes se encaramaron a las fortifica ciones y se concentraron especialmente en el punto donde el barro había terraplenado el foso y un costurón de tierra seca abría un camino hacia la ciudad. Se halló que era lo suficiente firme para aguantar su peso. A las tres de la madrugada del 26 de enero, la ciudad fue despertada por unos salvajes alaridos en las líneas, y el ruido de un intenso fuego de fusilería y artillería. Los defensores de las barricadas que sobrevivieron recuerdan a los árabes lanzán dose hacia ellos y gritando « Kenisal Saraya!» — ¡a la Iglesia!, I al Palacio 1— , y luego todo se perdió en una confusión. Los sol dados parece como si no hubieran tenido nunca una ocasión de defenderse. Antes de que pudiera organizarse alguna forma de re sistencia, las calles se llenaron de una turba de vociferantes faná ticos que acuchillaban con sus lanzas a todo ser humano que ha llaban a su paso. Ningún animal salvaje se condujo jamás como lo hicieron los árabes en aquella hora que precedió al alba; mataban a sus víctimas, indiferentes a si se rendían o no, y sin hacer distinción entre hombres, mujeres o niños. La mayor parte de los habitantes, naturalmente, se metían en sus casas, que cerraban con barricadas, pero las puertas eran pronto derribadas, y los fuegos que surgían por todas partes, los arrojaban de nuevo a las calles. Escasamente tres millas separaban al palacio del punto donde
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se abrió la brecha en las fortificaciones, y aún era oscuro cuando los primeros hombres de las hordas invasores entraron precipi tadamente en el patio del palacio. Gordon, según Bordeini Bey, había estado escribiendo hasta la medianoche el dia anterior, y luego había dormido por espacio de dos o tres horas. Fue desper tado por los ruidos de la lucha en las líneas, e inmediatamente subió a la azotea, en camisón, para averiguar lo que ocurría. Había una pieza de campaña en la azotea, y a la luz del alba empezó a disparar sobre los millares de árabes que avanzaban hacia el pa lacio. Cuando no pudo inclinar más la pieza en un ángulo lo bastante agudo para mantener a raya a la muchedumbre, se dirigió a su habitación y se puso su uniforme blanco. Luego cogió un revólver y una espada y fue a situarse en el extremo de la escalera, permaneciendo allí «erguido con un aire tranquilo y grave, con la mano izquierda apoyada en el puño de la espada». Entre tanto, los árabes rehusaron seguir avanzando, temiendo que hubieran sido colocadas minas alrededor del palacio, pero poco después cuatro hombres, más atrevidos que los otros, se abalanzaron, y en seguida fueron seguidos por centenares de ellos. Algunos se dirigieron a la azotea donde permanecía apostada la guardia del pa lacio, y todos los centinelas fueron asesinados. Otros subieron co rriendo las escaleras y al llegar al lugar donde se hallaba Gordon, uno de ellos exclamó: «¡Ah , maldito, ha llegado tu hora!» Se dice que Gordon hizo «un gesto de desprecio» y se volvió. En unos cuan tos segundos fue alanceado mortalmente. Era poco antes del ama necer. Luego le cortaron la cabeza, que fue llevada envuelta en un pa ñuelo a Omdurman para ser mostrada al Mahdi. El cuerpo perma neció todo el dia en el patio del palacio donde cada guerrero árabe que pasaba clavaba su lanza en él. Hay otras versiones del fin del genera» — algunos testigos ase guraban que se defendió y se abrió camino hacia el jardín luchando, antes de que fuera arrollado— , pero por lo menos es cierto que la muerte ocurrió en alguna parte del palacio en las primeras horas de la mañana, y Slatin, encadenado en Omdurman (había sido apri sionado cuando fue descubierta su correspondencia con Khartum), vio cómo llevaban la cabeza a la tienda del Mahdi más tarde duran te el dia. Después, la cabeza fue fijada a una horqueta en un árbol, y todos los que pasaban la maldecían y le lanzaban piedras. La muerte del general fue una contrariedad para el Mahdi, pues había esperado hacerlo prisionero y encadenado como a Slatin hasta que declarara aceptar la verdadera religión. Existía, además, cierta admiración por Gordon entre los árabes. Según Ohrwalder, era un dicho común entre ellos que, si hubiera seguido su religión, habría sido un hombre perfecto. Durante seis terribles horas el pillaje y la matanza continua
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ron, con un balance final de unas cuatro mil personas muertas. Hansal el cónsul austríaco, fue asesinado en su casa. Cantidades de mujeres que se habían cortado el cabello y puesto ropas de hombre fueron capturadas, desnudadas y violadas. Los comercian tes y dueños de casa eran azotados hasta que revelaban el lugar donde habían escondido sus joyas y su dinero, y en muchos casos los criados salvaban la vida traicionando a sus amos. La furia de los árabes por destruir era casi tan grande como su ansia de pillaje, y así, en todas las casas, los espejos y la loza se rompían, los muebles eran volcados y las colgaduras quitadas de las paredes y llevadas con ellos. Los seres humanos constituían el principal botín, pero hubo una gran merma de ellos al principio. Hombres y mujeres por igual eran desnudados y luego llevados a través del río hasta Omdurman donde eran reunidos por montones en espa cios adecuados. Muchos morían de sed allí bajo el ardiente sol. Las mujeres y las muchachas más atractivas recibían m ejor trato: eran colocadas en tres recintos, uno para las muchachas solteras jóvenes y bonitas, otro para las mujeres casadas aún bien parecidas, y el tercero para las jóvenes esclavas negras. Por orden del Mahdi todo el botín, esclavos o bienes, era puesto en el Beit-el-MaL, el tesoro del Islam, para ser distribuido conforme a la condición de cada hombre y a sus proezas en la lucha. Así, pues, el Mahdi se llegó a los recintos de las mujeres y escogió para sí las más jóvenes y hermosas muchachas, de edad de cinco años en adelante, y luego les tocó el tumo a los tres califas y a los emires. En Khartum, entre tanto, tenía lugar una confusa contienda entre los árabes principales para posesionarse de las mejores casas a lo largo del rio. El jardín de Gordon se lo apropió Abdullah, el principal califa, y poco después todo edificio de ciertas dimensiones se convertía en cuartel general de algún emir con su séquito de esposas y seguidores. De momento, cualesquiera ideas de auste ridad estaban olvidadas, y en medio de la cruel carnicería de Khartum, los triunfales festines y diversiones continuaban durante la noche. Por espacio de dos días prosiguió el general saqueo de la ciudad, y había un constante tránsito de pequeños barcos que conducían el botín y los prisioneros por el río hasta Omdurman, pero, finalmente, el Mahdi impuso de nuevo su autoridad; vol vieron a abrirse los talleres, se realizó algún esfuerzo para limpiar las calles, y otra vez Khartum empezó a parecerse a un campo armado, con árabes en lugar de soldados del gobierno guarneciendo los parapetos y las baterías. Aquí y allá ardía todavía un fuego que arrojaba jirones de humo a su alrededor, y a lo largo de las márgenes del río las arruinadas casas yacían desiertas y sin techo bajo el sol. Ésta, pues, era la situación en Khartum en la tarde del 28 de enero, en que se cumplía el cincuenta y dos aniversario de Gordon, 17 — 2.166
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cuando sir Charles Wilson y su pequeña flotilla aparecieron ante la ciudad. Fueron recibidos con un intenso fuego de artillería y ametralladoras desde ambas márgenes, y cuando avistaron la casa del gobierno observaron que no ondeaba ninguna bandera en el tejado. Las destrozadas casas y los disparos del enemigo que prove nían de todas partes, mostraban sin ningún género de duda que Khartum había caído, mas para asegurarse absolutamente, Wilson ordenó que el Bordein arribara hasta la orilla, y allí se enteró por los árabes situados en la margen que todas las fortificaciones se habían derrumbado. Hacía cuatro horas que los buques se hallaban bajo el fuego del enemigo, y estaban en inminente peligro de hundirse. Wilson dio orden de cambiar de rumbo, y al atardecer se deslizaban corriente abajo recibiendo un intenso fuego de ba rrera desde ambas márgenes. Como la mayor parte de las retiradas después de un desastre, el viaje de regreso de los dos barcos ha sido largamente olvidado, pero fue una especie de milagro en su clase. Aun después de que las tropas británicas hubieran franqueado los límites de la ciudad, cien millas de peligrosa navegación quedaban entre ellos y su base en Metemma y ahora los árabes, viéndolos retirarse, no temían nada de los soldados ni de sus armas. Desde el alba fueron incesantemente acosados por el fuego de fusilería de la orilla, y en una de las etapas, el Bordein tuvo que ser reparado. Se esforzaron mucho para ponerlo en condiciones; finalmente los buques fueron fondeados y abandonados. Mientras los ingleses procuraban salir de este impasse, el Mahdi envió un mensaje a Wilson. «E n el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo, ala banza sea dada al generoso Señor, y bendito sea el Señor Mahoma y su familia. Del siervo que está en necesidad de Dios, y en quien pone él su confianza, Mohamed, el Mahdi, hijo de Abdullah, a los oficiales británicos y shaigiyas y sus seguidores: Dios los enca mine a la verdad. Ríndanse y pónganse a salvo..., pues se han convertido en un pequeño residuo como una hojuela al alcance de la mano; dos alternativas se les ofrecen»; poaían mandar un enviado para ver por sí mismos que Khartum estaba destruida y que Gordon había muerto, y luego ofrecer su propia rendición; o podían intentar seguir luchando y encararse con la inevitable muerte y el tormento en el otro mundo. Decidieron continuar. Al fin, con la ayuda de los otros buques que Gordon había enviado río abajo, llegaron a Metemma. Cuando Wolseley se enteró de la funesta noticia, consideró que el único camino posible ya era avanzar hacia Berber y reagrupar allí sus fuerzas para un contrataque en el otoño. Pero cuando solicitó permiso a Londres para adoptar este plan, se le ordenó que regresara. La expedición retrocedió, con algún desorden, N ilo abajo.
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Por espacio de algunos meses con anterioridad a la caída de Khartum, el nombre de Gordon había sido una palabra familiar, no sólo en Inglaterra, sino también en el resto del mundo, y evo caba extremos de piedad y admiración casi en todas partes. Desde un cabo al otro de la Gran Bretaña, el público había seguido an siosa y ávidamente el relato del avance de Wolseley, y discutido las probabilidades de Gordon de resistir. A fines de enero las espe ranzas se habían avivado. El «Punch» se había de hecho anticipado a la liberación publicando en los primeros días de febrero una caricatura de una página entera que mostraba al general en las puertas de Khartum dando la bienvenida a la expedición llegada a la ciudad. El título era «¡ Por fin !». La siguiente semana la revista se vio obligada a hacer una penosa y humillante retractación. Pu blicó otra caricatura mostrando una angustiada Britania con el brazo cubriéndole los ojos y en último término al Mahdi cabalgan do con sus huestes hacia Khartum. El título esta vez era «¡Dem a siado tarde!». Los sentimientos de la reina Victoria han sido descritos por sir Henry Ponsonby, su secretario particular: «La reina se halla en un terrible estado por la caída de Khartum, y a la verdad ello influyó mucho en que se pusiera enferma. Estaba la soberana a punto de salir cuando recibió el telegrama y me envió a buscar. Luego fue a mi quinta, a un cuarto de milla de distancia, entró en la sala, pálida y trémula, y dijo a mi esposa, la cual quedó horrorizada al ver su aspecto: “ ¡Demasiado tarde!” » La siguiente carta escrita por la reina llegó a las manos de la hermana de Gordon en Southampton: « Cómo escribirle a usted o cómo poder expresarle lo que sien to. Pensar que su querido, noble y heroico hermano, que sirvió a su patria y a su reina tan sinceramente, tan heroicamente, con una abnegación tan edificante para el mundo, no ha podido ser rescatado. ¡ Que no fueran cumplidas las promesas de ayuda — las cuales tan frecuente y constantemente recordé a los que le pi dieron que se marchara — es para mí un dolor inexpresable I En verdad que esto me ha puesto enferma... ¿Querría usted expre sar a sus otras hermanas y a su hermano mayor mi sincera sim patía, y lo que tan vivamente siento, la mancha dejada sobre Inglaterra, por el cruel, bien que heroico destino de su querido hermano?» Miss Gordon respondió enviando a la reina una de las Biblias de Gordon, que fue colocada en una caja de cristal en el castillo de Windsor. Sin embargo, oyéronse algunas voces disidentes. W ilfrid Scawen Blunt se hallaba en el centro de un pequeño grupo el cual, aun cuando simpatizaba con Gordon, detestaba el total concepto de que el Mahdi, como Arabi en Egipto antes que él, era el je fe de una
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insurrección popular, y que debiera haberse dejado que el Sudán realizara su propio destino. Había sido un error enviar a Gordon, en primer lugar; un error suyo al permanecer en Khartum y una criminal equivocación del gobierno mandar una expedición militar. Aún en diciembre de 1884, Blunt y sus amigos describían a Wolseley y sus hombres como «crueles y sanguinarios», e incitaban a que se establecieran negociaciones de paz con el Mahdi. La noticia de la caída de Khartum llegó a Londres el 5 de febrero de 1885, y Blunt registró el acontecimiento en esta form a: «Inespe radas y gloriosas noticias de la caída de Khartum... No pude me nos que cantar en el camino (hacia el campo) dentro del tren.» La mayor parte de los contemporáneos de Blunt, empero, eran absoluta y apasionadamente opuestos a él en este asunto. El pue blo inglés se sentía tan hondamente conmovido como su reina. Sir Philip Magnus, en su reciente ensayo sobre Kitchener, habla de «una manifestación de histerismo que duró cerca de tres semanas, y atraía todos los días un gran gentío a Downing Street con la esperanza de que tendrían una oportunidad de gritar y burlarse del Primer ministro». Se consideraba particularmente una falta de sentimiento por parte de Gladstone que hubiera ido al teatro la noche del mismo día en que se supo la noticia de la muerte de Gor don, y fue silbado por la multitud en St. Jame’s Street. Estaba muy bien que la Cámara de los Comunes votara para la concesión de una suma de veinte mil libras esterlinas a la familia de Gordon; al público le parecía que la muerte del general no podía ser compensada con dinero. La mancha caída sobre Inglaterra era imborrable, ¿y a quién se había de culpar por toda la vaci lación y tardanza sino al mismo Primer ministro? ¿Dónde quedaba ahora toda la hermosa palabrería de Gladstone diciendo que Gor don se hallaba simplemente «sitiado» y que no existía ningún mo tivo de alarma? Había también otras víctimas propiciatorias menores: los sol dados de la columna de socorro ¿habían sido lo bastante esfor zados? ¿No se los podía haber hecho avanzar un poco más aprisa? Cuando los detalles de la campaña se hicieron públicos y la gente se dio cuenta de que la expedición podía ciertamente haber salvado a Gordon si los buques hubieran llegado a la ciudad sólo dos días antes, hubo un sentimiento de ira, en especial contra sir Charles Wilson. ¿Por qué se había demorado tres días en Metemma cuando podía haber partido en el Bordein para Khartum el 21 de enero, o sea cinco días antes de que la guarnición cayera? La respuesta de Wilson a esto era que había interrogado a los oficiales egipcios que llegaron a Metemma procedentes de Khar tum, y ninguno de ellos creía que la ciudad estuviera a punto de caer, ninguno consideraba que hubiera una especial necesidad de apresurarse. Y asi había seguido los puros principios militares
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asegurando su base cerca de Metemma y reconociendo el rio antes de continuar. Luego, se habian producido también muchos retrasos inesperados en el viaje corriente arriba; habia sido necesario cons tantemente recoger combustible en las márgenes, con frecuencia se tomaban equivocadamente otros canales, y los buques, virando de popa, encallaban. Se había de recordar, también, que su tropa constaba sólo de un batallón y que las órdenes que tenia no eran de socorrer a Khartum, sino simplemente de establecer contacto con Gordon mientras se aguardaba la llegada de la totalidad de la fuerza expedicionaria en marzo. Antes de terminar el año, los diarios de Gordon fueron entre gados a su hermano, sir Henry Gordon, y se publicaron en dos volúmenes que se convirtieron en best sellers de la noche a la mañana. Algunas de las más violentas injurias proferidas por Gor don sobre Granville, fueron suprimidas, pero la mayor parte de las referencias de Baring subsistieron. No fue sino hasta su retiro en 1907 cuando Baring, ya entonces conde de Cromer, pudo dar su respuesta en su Modem Egipt. Era una digna réplica. En él señala ba que en 1885 un «culto de Gordon» se había apoderado de Ingla terra y detenía toda crítica sobre él. Pero había, en verdad, mucho que criticar. En Khartum, Gordon se había olvidado en absoluto de las instrucciones que recibiera, y, permaneciendo allí, había obligado al gobierno británico a mandar una expedición en su socorro. Gordon, afirmaba Baring, «era extremadamente tenaz. Era exaltado, impulsivo, y se hallaba dominado por sus emocio nes... Era propenso a acometidas indomables, y a menudo a la más inmoderada pasión. Formaba rápidas opiniones sin reflexión, y raramente se aferraba a una opinión por mucho tiempo... No sabía nada de la vida del pueblo inglés, ni generalmente de los resortes de acción que mueven a los cuerpos gobernantes. Parece haber estado exento de la capacidad, tan valiosa para un servidor público en un país lejano, de trasladarse en espíritu a otra parte. Su imaginación, en verdad, corría alocadamente y sin freno, pero siempre que procuraba representarse a sí mismo lo que pasaba en El Cairo o en Londres, llegaba a conclusiones que eran no sólo indignas de él, sino grotescas, como por ejemplo cuando se comparaba a Uriah el hitita, e insinuaba que el gobierno británico esperaba que él y sus acompañantes fueran muertos o hechos prisioneros por el Mahdi. En verdad, excepto por el valor per sonal, una gran fertilidad en recursos militares, una viva, aunque a veces mal dirigida, repugnancia por la injusticia, la opresión y la bajeza de toda clase, y un considerable poder de adquirir in fluencia sobre aquellos, necesariamente limitados en número, con quienes entraba en contacto personal, el general Gordon no parece haber poseído ninguna de las cualidades que lo habrían hecho apto para emprender la difícil tarea que tenía entre manos... Pero,
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cuando todo esto ha sido dicho, jcuán grandiosamente se mani fiesta el carácter del hombre en la escena final de la tragedia del Sudán... 1; ningún mártir cristiano atado a la pira o arrojado a las ñeras en la antigua Roma, afrontó jamás la muerte con mayor indiferencia que el general Gordon. Su fe era sublime.» Dos errores principales habían sido cometidos, concluía Baring: en primer lugar, el suyo propio consintiendo en que Gordon fuera a Khartum, y el de Gladstone no enviando la expedición antes. Éstos eran los argumentos y las concesiones de un experimen tado administrador; sin embargo, a la mayoría de la gente, en Inglaterra, les parecía que de un modo vago, confuso y sumamente conmovedor, la verdad estaba aún de parte del general Gordon. Quedaba en pie la pregunta de si la serena reflexión de Baring lo había aproximado más a la sabiduría que los emocionales e instin tivos cambios de dirección de Gordon. El propio proceder de Baring había sido un amasijo de inconsistencia*, se había opuesto al nom bramiento de Gordon y luego lo apoyó, se había retrasado en pres tar ayuda a Zobeir hasta que fue demasiado tarde, había aconse jado al gobierno que abandonara el Sudán y había vivido para ver el día en que se convertiría en un firme defensor de su con quista. Poco a poco, a medida que pasaban los años, se hacía evidente que, desde el principio hasta el fin, la expedición de Wolseley estaba basada en conceptos erróneos, y que Gordon había visto esto más claramente que ningún otro. N o se trató nunca de una cuestión de sacar simplemente al propio Gordon de Khartum. Si Wolseley hubiera llegado a la guarnición a tiempo, tenía que ha berse dado cuenta de que el Sudán no podía haber sido abando nado de repente; alguna forma de gobierno tendría que haberse establecido. Habríase visto obligado a vencer al Mahdí o a avenirse a un arreglo con él. No era una política honrosa ni válida «dejar que el Sudán se cociera en su propio jugo» y permitir que el país se hundiera de nuevo en el caos. Había otro hombre en Africa en 1885 que previó todo esto casi tan claramente como Gordon. El misionero anglicano Alexander Mackay, al cual habremos de conocer luego, escribía desde Buganda: «É l (el Mahdi) mató al general Gordon como jefe de los turcos, y colgó la cabeza del héroe inglés para ser ignominiosa mente profanada por la chusma árabe, y entonces el ejército inglés huyó hacia la patria, olvidando que vinieron a hacer lo que Gordon vino a hacer, a saber: libertar las guarniciones del Sudán. Observen la lógica. Porque el general no podía hacer eso sin un ejército, por tanto el ejército no podía hacerlo tampoco, aun cuando tuviera otro general.» Lupton, un inglés, se hallaba aún en poder del Mahdi, pero la expedición no hizo nada para averi guar si estaba muerto o vivo, y mucho menos para libertarlo. Del
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mismo modo Slatin había sido abandonado, y también Emin, el cual resistia aún en Ecuatoría, así como las guarniciones egipcias que guardaban ahora su inevitable suerte — sucumbir en una cruel matanza— en Kassala y Sennar. «Pero los ingleses — prosigue Mackay— , con el asombro de todos los árabes, y la amarga desilusión de todos los europeos y egipcios, volvieron la espalda, nadie sabe por qué, y se apresu raron a regresar a la patria dejando a todas las guarniciones a merced de los asesinos. Ahora las vastas provincias de Bahr-elGhazal y el Ecuador son simplemente una presa para las incur siones de los derviches (1) de la facción del Mahdi en busca de esclavos. Este abandono del gran territorio negro, el cual Gordon gobernó en otro tiempo de la manera más humana, ha sido llamado en Inglaterra “ el dejar que un valiente pueblo gozara de su liber tad” . Ciertamente que a los derviches se los ha dejado en paz para que devastaran la parte más hermosa del Africa central, y eso, además, por los ingleses, los cuales decían otras veces que estaban resueltos a reprimir el tráfico de esclavos allí.» La muerte de Gordon pareció terminar un capítulo que de ningún modo estaba concluido, pero si Inglaterra se hallaba dis puesta al desquite, ello no duró mucho tiempo. En abril de 1885, la indignación pública disminuía, y una nueva crisis en la frontera noroeste de la India llenaba las columnas de los periódicos. Lord Salisbury, que derrotó a Gladstone en junio y llevó de nuevo a los conservadores al poder, continuó la política de evacuación del Sudán. Parecía que el Nilo Blanco, como alguna periódica aflicción que se agudiza y luego, espontáneamente, se extingue poco a poco, había desaparecido de la política británica de momento. Pero Gor don había inspirado principios en Inglaterra que eran fundamen tales, y emociones que eran muy hondas. La lucha entre el Islam y el Cristianismo no había terminado, y el Africa central no podía continuar siendo un vacío. Un pequeño grupo de europeos se man tenían aún en el origen del río y estaban resueltos a no darse por vencidos.
(1 ) La palabra «dervich e» «e usó ampliamente para describir a los seguidores del Mahdi, pero no es exacta, pues era un término popular importado de la India y del Oriente M edio por los soldados ingleses. Entre los Arabes, los guerreros del Mahdi eran conocidos por el nombre de ánsar.
Capítulo XV EL FANTASMA DEL MAHDI
En febrero de 1885, menos de un mes después de la caída de Khartum, el Mahdi se retiró por el río hacia Omdurman. Persistía aún en su determinación de conquistar Egipto y el mundo, y como primer paso en esa dirección envió una fuerte tropa de caballería para acosar a Wolseley en su tránsito para Wadi Halfa. Pero había un excesivo amor a los placeres sensuales en el carácter del Mahdi, y una vez que se hubo puesto fin al asedio, parece haberse entre gado por completo a ellos. Si hemos de creer a los europeos que eran prisioneros suyos en aquella época, la vida que él comenzaba ahora a llevar en Omdurman se ajustaba a la idea mahometana del paraíso. Había engordado enormemente en los últimos años, ya en el umbral de los cuarenta, y en la intimidad de su harén sus concubinas le servían como si fuera una grande y gentil abeja reina en el palpitante centro de una colmena. Cada día su cuerpo era untado con aceite de sándalo, y el remendado jibbeh de los ára bes era cambiado por calzoncillos y camisas de finos materiales, los cuales se perfumaban antes de que él se los pusiera. El espacio alrededor de los ojos era pintado con antimonio para darles un brillo adicional. Duranté el mes del Ramadán, cuando se obligaba a sus segui dores a observar una absoluta austeridad, grandes multitudes se concentraban en Omdurman para esperar con oraciones la apari ción del jefe. Pero tenían una idea muy superficial de lo que ocurría en el interior de la mansión del Mahdi. Allí, se reclinaba en cojines de brocado de oro con una treintena de sus mujeres dando vueltas a su alrededor para atenderlo: Aisha, la favorita de entre sus cua tro esposas legales, oscurísimas negras de las tribus del Nilo, co brizas abisinias y muchachas turcas de un color algo más claro, las cuales no pasarían de ocho o nueve años. «Casi todas las tribus del Sudán — dice el padre Ohrwalder — proporcionaban sus represen tantes.» Se agazapaban sobre las alfombrillas persas extendidas en la arena, algunas de ellas abanicando al Mahdi con plumas de aves truz, otras dando masaje a sus pies y manos, y así, en un éxtasis de
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placer interrumpido sólo por breves concilios de guerra, se desli zaban las calurosas horas del día. Cuando, al fin, la multitud afuera se hada importuna por la larga tardanza, el Mahdi se movia. Le ayudaban a levantarse, se le ponían zapatos colorados en los pies, los calzoncillos y la camisa eran sustituidos por el remendado jibbeh, el cinturón y el turbante; y así vestido caminaba por entre las aclamadoras y fervorosas tur bas hacia la mezquita. A su paso, las mujeres se postraban en el suelo por detrás de ¿1 y besaban sus pisadas, creyendo que con ello curarían sus males y se asegurarían un parto rápido y sin dolor. A veces cruzaba el río con un grupo de su harén y permanecía uno o dos días en el palacio de Gordon, pero muy raramente salía de Omdurman. Aisha, la favorita, parece haber sido el genio que presidía aquella fantástica familia. Tenía su propio sistema de espionaje con el cual reprimía numerosas intrigas en la ciudad, y su influencia era muy grande. Las esposas de los principales emires acostumbraban visitarla cuando el Mahdi se hallaba ausente del harén. Mientras tanto, en Khartum se restablecía una apariencia de orden. Una vez pasada la primera furia de la destrucción, se halló que no se había causado ningún grave deterioro, y pronto los asti lleros reanudaron su trabajo. Los restos de la pequeña flota de Gordon fueron salvados y reparados, y en el arsenal, la fabricación de cartuchos y balas proseguía como antes. La prensa litográfica fue puesta en orden, y en la casa de la moneda se acuñaron nuevas piezas de oro y plata con la marca del Mahdi en ellas (1). Se esta blecieron grandes almacenes en la margen del río para guardar las mercancías que habían sido arrebatadas a los habitantes, y se instalaron mercados para la venta del grano y el ganado que de nuevo eran traídos de la circundante regió». La ciudad, en verdad, podía hasta haber tenido un aspecto de prosperidad a no ser por la extrema miseria de los vencidos. Muchos de ellos sucumbieron a una epidemia de viruela poco después del asedio, otros murieron de inanición y malos tratos en las cárceles y todos los días se presentaban nuevas víctimas para ser juzgadas ante los tribunales del Mahdi. Bastaba que se dijera de un hombre que era un «turco», un infiel, y cualquier falsa acusación era suficiente para condenarlo, siendo azotado y encarcelado. Hordas de espías e informadores (1 ) Circulaban también piastras egipcias, taleros de Marta Teresa y monedas de oro inglesas, parte de una cantidad de 55.000 libras esterlinas que fue apresada en Berber. Estas últimas eran conocidas como «moneda de caballería», a causa del símbolo de San Jorge y el dragón grabado en ellas. Con el transcurso del tiempo apareció también mucha moneda falsa en Omdurman, y ni siquiera la pena de muerte pudo evitarlo.
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hacían totalmente imposible cualquier forma de vida que no fuera la de una abyecta obediencia. No obstante grandes cantidades de indígenas con sus familias seguían llegando a Khartum y a Omdurman desde las distantes comarcas situadas a lo largo del Nilo Blanco y el Nilo Azul, y durante los calurosos meses de marzo, mayo y junio, la exaltación de la victoria prevaleció aún. Los mensajeros continuaban trayendo noticias de la retirada de las tropas británicas y de la debilitación de las dos últimas fortalezas egipcias que resistían en Kassala y Sennar. El jibeh era ya no sólo un símbolo de fe espiritual, sino también de infalibilidad militar. Los primitivos jeques que un año antes habían contado su riqueza en rebaños de cabras, soñaban ahora en conducir ejércitos a la lucha y en tener provincias enteras bajo su mando. En medio de esta excitación el Mahdi murió. Hay diversas ver siones sobre su fin. Según una relación, fue envenenado por una mujer a la cual había ultrajado, y se dice que su agonía se prolongó durante una semana antes de fallecer. Otros aseguran que el tifus o la viruela fueron la causa de su muerte, y sin duda sus largos meses de disipación lo agotaron de tal manera, que no pudo resistir la enfermedad, especialmente en un lugar tan insalubre como Omdurman. Fuere cual fuese la causa, lo cierto es que murió el 22 de junio de 1885. Sobrevivió a Gordon apenas cinco meses. Mucho antes de esto, ya el califa Abdullah había sido elegido, con preferencia a los miembros de la propia familia del Mahdi, como su sucesor. Era miembro de la rama Ta’A’Ishi de la tribu Baggara, uno de los más miserables, pero más feroces de los grupos nómadas del Sudán occidental; un hombre alto, de aspecto arro gante con una tez oscura, de color de chocolate muy marcada por la viruela, una larga y prominente nariz y una corta barba que estaba volviéndose gris. Cojeaba un poco por una vieja herida de bala en el muslo. En años posteriores, todos los epítetos posibles se lanzaron contra el califa por los pocos de sus prisioneros euro peos que fueron lo bastante afortunados para escapar Nilo abajo hacia la civilización: era astuto, suspicaz, vanidoso, irascible in creíblemente cruel y despótico. Pero todos convienen en que poseía cierto frío atractivo y no hay ninguna duda de que era un hombre excepcionalmente sagaz y enérgico. Se dice que no sabía leer ni escribir, y no conocía casi nada del mundo exterior — una vez preguntó a Slatin si Francia era una tribu— , pero era la clase de hombre que se orienta en la política por el sentido común, y no resultaba un mal soldado en la guerra de guerrillas en el Sudán. Que era valiente no hace falta decirlo — todos los mahdistas lo eran — , mas jamás sucumbió a la lujuria como lo hizo el Mahdi. Vivía bastante espléndidamente en la única casa de dos pisos existente en Omdurman, con una guardia personal y un séquito
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de eunucos, y era muy adicto a la vida del harén, pero continuaba llevando su mugriento fibheh, y con el máximo pundonor se pre sentaba en la mezquita cinco veces cada dfa para dirigir a las tribus en la oración. Se había unido al Mahdi cuando tenía unos treinta y cinco años y desde el principio había sido uno de sus más firmes sostenedores. El hecho de oue mandara un fuerte cuer po de iinetes de Baggara le facilitó el ascenso a la dienidad de califa, y fortaleció su oosición tomando a una hiia del Mahdi como una de sus esposas. Ya en el asedio de Khartum había sido desienado ñor el nropio Mahdi como su presunto heredero, v durante los últimos licenciosos meses de la existencia del Mahdi, se dice que había gobernado enteramente los negocios. Abdullah obró muy sagazmente durante los orimeros días de su mandato. No hizo ninguna tentativa para disminuir la nombradía del Mahdi, sino oue más bien procuró acrecentarla v usarla como un medio para fortalecer su propia influencia entre los hombres de las tribus. Tenía sueños en los que el Mahdi aparecía ante él. exhortándole a continuar la guerra santa, v estos sueños eran referidos a los emires y sus seguidores reunidos en la mez quita. como si fueran divinas inspiraciones, directos mandatos del propio Profeta. La fama que el Mahdi alcanzó por sí mismo en el curso de su existencia no era nada comparada con lo que su sucesor podía hacer al amparo de la sombra de aquél. Fue construida una tumba en Omdurman con materiales traídos a través del río desde Khar tum; su cúpula de veinticuatro metros era visible a una distancia que suponía tres días de viaje, y allí permanecían las santas reli quias. perfumadas con incienso y rodeadas de velas en medio de una fría oscuridad. Para un musulmán constituía un hecho más santo visitar este lugar que emprender un viaje a La Meca. Pronto empezaron a llegar a Omdurman peregrinos? procedentes de lugares tan lejanos como Samarcanda y Bokhara en el Asia central, y hasta de la propia Meca. Abdullah' parece haber adivinado por instinto los principios bá sicos para establecer una tiranía. La amenaza de un levantamiento de los dos califas rivales fue prontamente reprimida, y la familia del Mahdi. fue sometida a una constante y creciente humillación. Otros que podrían haberle disputado la sucesión, especialmente los emires más poderosos como Wad el Nejumi, quien había derrotado a Hicks en 1883, y el cual dirigió el ataque a Khartum, y Abu Anga, que, de simple esclavo, se había elevado a jefe de un ejército, fueron enviados con tropas inexpertas a las inmediaciones del Im perio. En el mismo Omdurman el califa concentró sus recursos. La tribu Baggara. que incluía unos siete mil hombres, fue elevada a una clase dirigente, y Yakub, su hermano mayor, de diferente madre, fue encargado de un eficiente servicio civil. Pronto casi to
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dos los puestos de importancia fueron ocupados por miembros de la familia de Abdullah o por hombres de su tribu. Eran aborreci dos, por supuesto, pero igualmente temidos, y su misma impopu laridad tenía la virtud de unirlos más estrechamente al califa. Toda la riqueza del Estado era acumulada en el Beit-el-Mal, el cual se convirtió poco después en una especie de almacén univer sal para moneda, armas y municiones, botín apresado en la lucha, grano, ganado y hasta esclavos que eran aherrojados como caba llos en una larga hilera en la margen del río aguardando la venta. La esclavitud, por supuesto, había sido restablecida en todo el Su dán durante el curso de la vida del Mahdi, y fue luego ampliada hasta convertirla en una industria mayor. En cualquier día, en el mercado de Omdurman podían verse unas cincuenta o sesenta mujeres y una cantidad algo menor de hombres que eran ofrecidos para la venta. Sus delgados cuerpos, como de costumbre, eran frotados con aceite para darles un bruñido aspecto, y sus amos recitaban en alta voz la genealogía de sus víctimas a la manera de los vendedores en un mercado de ganado enunciando que tal y cual hombre era de la tribu Dinka, tenia dieciocho o diecinueve años, era hijo de un jefe, y así sucesivamente. Las mujeres esclavas eran más solicitadas que los hombres y la piel negra era preferida a la cobriza; de cincuenta a cien dólares (aproximadamente de diez a veinte libras esterlinas) solían pagarse por una bonita y joven con cubina la cual sena obligada a desnudarse y someterse al usual manoseo antes de que fuera comprada. A los prisioneros europeos de Omdurman les parecía que la mayor parte de los esclavos acep taban su destino como lo acepta un animal domestico. Esperaban vivir su vida en cautividad; ahora que las influencias del mundo ex terior habían quedado desterradas del Sudan, no tenian otro ho rizonte. El paore Ohrwaider observó que las mujeres que teman esclavos como sirvientes eran mas crueles con ellos que los hom bres; no era infrecuente, mamnesta, que un esclavo desobediente recibiera una cucnniada. Algunas veces la herida era trotada con sal, y también les eran infligidas peores mutilaciones. Los tribuna les imponían la ley mahdista, y la única apelación contra un juicio se elevaba al calila, el cual no se hallaba a menudo dispuesto a in tervenir; una gran parte de su riqueza personal procedía de la con fiscación de los bienes de los prisioneros. En todos los casos im portantes, tales como insubordinación, el califa en persona decidía cuál debía ser la pena (usualmente la muerte por decapitación), antes de que fueran ofrecidas pruebas al Tribunal. Ohrwaider calculaba que, además de él mismo y las cuatro re ligiosas supervivientes de su arruinada misión, había unos ochenta europeos u hombres, que podían ser considerados como tales, pri sioneros en Omdurman, muchos de ellos griegos que habían sido capturados en el Abbas cuando Stewart fue asesinado. Algunos,
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como Martín Hansal, el hijo del cónsul austríaco, fueron conduci dos a Khartum; otro, como el alemán Charles Neufeld, eran co merciantes que habían esperado traficar en el Sudán y fueron al canzados por la ola mahdista. Muchos de ellos pretendían ser se guidores de la religión mahometana para salvar la vida, y se les permitía ganarse el sustento fabricando pequeños artículos de co mercio y vendiéndolos en el mercado. Pero es sorprendente que algunos de ellos sobrevivieran. Lupton y Slatin fueron aherrojados con cadenas durante muchos meses y eran constantemente amena zados de muerte. Finalmente, a Lupton se le destinó a trabajar en los arsenales de Khartum y allí murió, consumido por el hambre y la enfermedad, en 1888. Pobre Lupton. Apenas tenía treinta años. Más que ningún otro de los europeos del Sudán da la impresión de estar abrumado por acontecimientos que eran muy superiores a su capacidad de resistencia. Emin, quien lo conoció como gober nador de la provincia de Bahr-el-Ghazal, lo describe como «un simple figurón». Pero era valiente, y dentro de sus límites, era jui cioso y modesto. Le sobrevivieron una esposa abisinia y dos hijas, las cuales desaparecieron en seguida en el azaroso anónimo de la vida del harén en Omdurman. Slatin fue más afortunado porque era útil al califa como intérrete y como una especie de ayudante de campo en el medio am iente del jefe árabe. A Abdullah le gustaba jugar «a l ratón y al gato» con él, algunas veces confinándole en la cárcel y otras veces tratándolo como a un privilegiado confidente. Este segundo trato era casi tan malo como el otro, ya que Slatin, cuando gozaba de favor, veíase obligado a dormir fuera de la tienda del califa, mar char junto a su caballo en los desfiles militares y sentarse ante él con las piernas cruzadas durante los interminables servicios del culto en la mezquita. Cuando al fin escapó,. Slatin recordaba el en tumecimiento de sus piernas como una de las más duras pruebas por que tuvo que pasar. Las religiosas adscritas a la misión del padre Ohrwalder fueron al principio distribuidas entre los emires y bárbaramente tortura das cuando se negaron a hacerse musulmanas. Más adelante se las permitió vivir con la comunidad griega y se las arreglaron para ga narse poco a poco el sustento cosiendo jibbehs para los hombres de las tribus. Naturalmente, era el sueño de todos los europeos po der escapar algún día, pero estaban separados por cientos de mi llas de desierto de las avanzadas egipcias, y nada podía intentarse sin camellos ni guías, los cuales era casi imposible conseguir. Omdurman, después de la caída de Khartum, se convirtió en una importante ciudad. Se extendía en una distancia de seis millas a lo largo de la margen del Nilo; un gran colmenar de chozas de planos tejados y sucias y estrechas calles que conducían, siguiendo un irregular curso, al punto de reunión central junto a la tumba del
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Mahdi, y se calcula que la población había ascendido a un número de ciento cincuenta mil personas, quizás aún más. Había un cons tante movimiento en la ciudad; hombres y mujeres de unas cin cuenta tribus diferentes se mezclaban en las calles, y llegaban continuamente caravanas a lo largo de las grandes rutas de tráfico que partían de Kordofan al Oeste, y de Berber al Norte. Había tam bién un variable transporte de mercancías a través del desierto, ha cia el mar Rojo y los confines meridionales de Egipto. Excepto por una línea que pasaba más abajo del río desde Khartum a Omdurman, el telégrafo estaba destruido, y los mensajes procedentes de las distintas provincias eran entregados por un correo de ca mellos. Cerca de la tumba del Mahdi se reservó como mezquita un espacio de mil metros de longitud y ochocientos de anchura. Su techo estaba constituido por enormes ruedos sostenidos por palos ahorquillados que prestaban al lugar el aspecto de un bosque, y allí cada día los seguidores se reunían por millares, sentados con las piernas cruzadas y los ojos bajos, para oír al califa describir sus sueños e inspiraciones. Ningún emir ni jeque de las posiciones se atrevía a faltar a esos servicios; al califa le gustaba tenerlos a todos bajo su mirada, y la presencia de un hombre en las reuniones para rezar la oración constituía una prueba de su fidelidad. A Khartum no se le permitió continuar por mucho tiempo como rival de Omdurman. Cuando Ohrwalder visitó la ciudad en abril de 1886, halló que la mayor parte de las casas deterioradas habían sido reparadas y algunos de los emires y comerciantes más ricos vivían allí con relativo lujo. Unos cuantos meses después, sin em bargo, el califa ordenó que la ciudad fuera evacuada, y a los habi tantes sólo se les dio un plazo de tres días para que la abandonaran. Bandas de esclavos cayeron luego sobre las casas vacías y las arrasaron completamente. El palacio de Gordon y el templo de la misión austríaca eran los únicos edificios de cierta consideración que se respetaron, y las únicas industrias a las cuales se las per mitió sobrevivir eran las que estaban siendo fomentadas en el muelle y en el arsenal. Después de esto, Khartum se convirtió en un lugar triste y desolado con arbustos que emergían de las arrui nadas paredes, y la arena del desierto se posesionó de las desiertas calles. Ahora, de nuevo, la austeridad era la norma. El dinero, declara ba el califa, apartaba la mente de los hombres de las consideracio nes divinas y representaba una ofensa para el Profeta. Empero, esto no era un principio que se aplicara al califa mismo, pues pronto se enriqueció mucho, en realidad. Algo así como un millar de esclavos trabajaban en sus haciendas particulares, donde eran mantenidas mandes agrupaciones de camellos, caballos y rebaños de ganado. Quinientos hombres cabalgaban tras él formando su guardia de corps, y con idéntico criterio de despótica pompa unas
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cuatrocientas mujeres fueron añadidas a su harén. Las esposas principales eran alojadas en establecimientos separados, cada una con su propio séquito de esclavos y eunucos. A medida que su po derío aumentaba, el califa podía soportar sólo la adulación. La gente que iba a visitarle estaba obligada a avanzar a gatas, mirando al suelo, y si eran prudentes le concedían la misma atención que le había sido otorgada al Mahdi. Abdullah nunca salía de Omdurman; permanecía en el centro de su juego político con sus emires alrededor de él, y era muy bien informado por una red de espionaje que se extendía hacia fuera, desde la ciudad a las más distantes provincias. Cada día era igual al anterior. Se levantaba de madrugada y se dirigía a la mezquita para realizar sus rezos. Luego volvía a su mansión y dormía por espacio de dos horas, y después de sostener una conferencia con sus emires, salía en cabalgata para revistar a sus soldados en las inmediaciones de la ciudad, su gran bandera negra al frente y su escolta siguiéndole detrás. Igual que el Mahdi antes que él, es taba engordando mucho, y se requería un enorme negro para ayu darle a montar en su silla. El viernes era considerado como un día especial, y entonces un número de cincuenta mil jinetes galopaban hacia la bandera negra blandiendo sus lanzas y disparando sus rifles al aire. Seguía el almuerzo, y, después de las oraciones del mediodía, el califa hablaba otra vez en la mezquita. A las dos se hallaba de nuevo detrás de las altas paredes de su mansión o ges tionando asuntos en el Beit-el-Mal, y luego más oraciones al anochecer, más discursos y declaraciones en la mezquita. A la cena sucedía la quinta y final reunión para los rezos, y por último, el califa se retiraba a su harén y ya no se le veía más hasta el amane cer del día siguiente. Era una teocracia de la clase más tosca y rígida, y nadie puede aducir que fuera enteramente cínica. Al fin y al cabo, los árabes podían ahora clamar que habían matado cinco jefes británicos y derrotado a cinco expediciones completas enviadas contra ellos. Las armas europeas más modernas no los habían detenido. Se sen tían invencibles y era muy difícil culparlos por creer que había una divina providencia detrás de todo esto. Si, como dice Slatin, el califa estimulaba toda clase de excesos sexuales incluyendo el homosexualismo, sin embargo observaba la ley islámica y efectuaba por lo menos una seria demostración exterior de piedad. Prose guía el familiar camino de la tiranía, pero es difícil saber qué otra cosa podía haber hecho si había de conservar su dominio sobre un séquito tan salvaje y bárbaro. Luego, también su aislamiento le favorecía. Una vez retrocedido Wolseley hacia la frontera egipcia (donde sus tropas fueron licen ciadas y remplazadas por una fuerza fronteriza defensiva), muy pocas noticias de lo que ocurría en Omdurman y en las provincias
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del Nilo Blanco se filtraban en el mundo exterior. De los treinta mil y tantos hombres de las guarniciones egipcias en el Sudán, sólo unos cuantos millares hallaron la manera de volver al delta. El comandante R. F. Wingate, cuya estrella era ascendente como bri llante joven oficial a cargo del servicio de información del Ejército en Egipto, reunió los escasos informes que podían obtenerse de las declaraciones de prisioneros fugados y de las cartas y documentos apresados. Pero hasta aquel momento, ningún testigo europeo dig no de confianza se había encaminado hacia Wadi Halfa, y las avan zadas británicas y egipcias de allá permanecían como guardias de corps en el borde de un mar hostil donde ningún buque navegaba jamás y donde muy pocos desechos eran arrojados a la playa. De vez en cuando llegaban rumores de revueltas y trastornos en Omdurman y en las distantes provincias, pero nada se sabía de cierto. El interior del Sudán era casi tan remoto como el Tíbet. En Europa entonces, y especialmente en Inglaterra, había una tendencia general a considerar el Estado mahdista como un mal inexorable — algo tan pernicioso como el bolchevismo de Lenin en el año de 1920 o el nazismo de Hitler y el fascismo de Mussolini en los años de 1939-1940 — . El mahdismo, por supuesto, era una cosa mucho menos seria, y apenas si afectaba al curso general de los acontecimientos fuera del Sudán. Pero la hostilidad hacia él en Europa era muy fuerte. N o se trataba sólo de una cuestión de po derío Victoriano y propia equidad activada por el sentimiento de una vindicada derrota: se percibía que la propia fe cristiana era desafiada por esos crueles fanáticos del Sudán en Inglaterra, y, la «Sociedad contra la Esclavitud», no perdía ninguna oportunidad de divulgar todo informe reciente sobre las brutalidades del califa. Esto crea una atmósfera de guerra cuando todas las cosas tienden a exagerarse y a ser influidas por la propaganda. Era poco imagina ble que ningún hombre, particularmente si se trataba de una figu ra publica, adoptara una opinión distinta, o saliera en defensa de los árabes; haber hecho eso habría significado ser señalado no como liberal, ni como realista, sino como traidor. Como en tiempo de guerra las comunicaciones faltaban, una fuerte censura impedía que los hechos escuetos penetraran en cualquiera de los dos lados, y la ignorancia constituía un admirable campo de cultivo para la imaginación. Es cierto que los hombres como Slatin y Ohrwalder procuraron ofrecer exactos relatos de sus experiencias cuando, final mente, escaparon del Sudán, pero como prisioneros de guerra era poco probable que hubieran hallado virtudes en sus carceleros o que hubiesen sabido todo cuanto ocurría. Cuando escribieron sus libros, el recuerdo de sus propios sufrimientos estaba vivo en su mente, Hasta autoridades como Wingate eran invariablemente afee, tadas por esos sentimientos, y en años subsiguientes obras de fic ción como Las cuatro plumas, de A. E. W. Masón, continuaron pro18— 2.166
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pagando la idea de que el mahdismo era todo salvajismo y de senfrenada barbarie. Tal tendencia era muy fuerte y no ha sido modificada mucho por las investigaciones de eruditos europeos que en años recientes han tenido acceso a los archivos mahdistas por primera vez. Se podría hallar un paralelo en el hecho de que, en nuestros propios tiempos, algunos años habían de pasar después de las dos últimas guerras mundiales antes de que el pueblo inglés pudiera decidirse a pensar en los alemanes simplemente como ale manes y no como hunos o nazis. Que los mahdistas eran, para nuestras normas, increíblemente primitivos, crueles, obsesionados e ignorantes, es imposible negar lo. Pero ha de reconocerse que el califa logró establecer un gobierno mucho más coherente de lo que sus contemporáneos cristianos que rían admitir. Si ese Estado hubiera sido regido enteramente por la codicia, la crueldad y por toscas emociones, no habría durado tanto tiempo como duró. Había rivalidades de facciones en Omdurman y manejos para el poder como se producen en cualquier régimen dictatorial, pero la mayor parte de la población no cla maba por la liberación como los europeos imaginaban. Hacia el fin del reinado del califa no había éxodos de refogiados procedentes del Sudán; en general la gente tenía una existencia soportable que, ciertamentte, no era peor de lo que había sido la vida bajo el régi men de los egipcios. Si los europeos no hubieran intervenido, los sudaneses sin duda habrían continuado aceptando el dominio del califa. Ya en 1887, dos años después de la caída de Khartum, el califa podía considerarse razonablemente fuerte. Las guarniciones egip cias en Kassala y Sennar habían sido exterminadas por el hambre y olvidadas; en el mar Rojo las tropas británicas ejercían todavía un tenue dominio en el puerto de Suakin, pero todo el resto de la costa sudanesa casi hasta Massaua había caído en poder de Osman Digna; y al Norte, Nejumi, con un ejército de unos diez mil hom bres estaba penetrando en Egipto en las cercanías de Wadi Halfa. El califa gobernaba ahora un imperio aún más grande que el del Mahdi, su extensión era como la mitad de Europa. Envió una carta a la reina Victoria en Inglaterra, intimándola a ir a Omdurman, donde habría de ofrecer su sumisión y hacerse mahometana. «Sepa que Dios es grande y poderoso — escribía, y proseguía para recordar a la reina el destino que había alcanzado a Hicks, Gordon, y a los otros generales británicos en el Sudán— : ...tus soldados pensaron sólo en retirarse del Sudán con desconcierto y derrota, de lo cual han tenido más que bastante... Así has errado tú de muchos modos, y estás sufriendo gran daño, del cual no hay escapatoria para ti, sino dirigiéndote hacia Dios Rey, e ingresan do en el pueblo del Islam y los seguidores del Mahdi, la divina gra cia esté sobre él. Si así procedes, y dejas que nosotros nos ocupe
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mos de todo, entonces alcanzarás tu deseo de perfecta felicidad y verdadero reposo, lo cual es la salvación ante Dios en la bienaven turada y permanente Morada, cuya gloria no puede compararse a nada que los ojos hayan visto, los oidos sentido, o el corazón del hombre imaginado. Pero si no te apartas de tu ceguera y obstina ción, y continúas haciendo la guerra a las huestes de Dios, con todos tus ejércitos y equipo militar, verás el fin de tu obra. Serás aplastada por la fuerza y el poder de Dios, o afligida por la muerte de muchos de tus súbditos, los cuales han entrado en guerra con el pueblo de Dios, a causa de tu satánica presunción.» Mensajes similares fueron enviados al sultán de Turquía y al jedive de Egipto. Los cuatro enviados árabes que llevaban tales cartas, se presen taron en las lineas angloegipcias en Wadi Halía y fueron enviados a El Cairo, donde el jedive los recibió. Tras alguna dilación les fueron devueltos los documentos con el mensaje verbal de que nin. guno de los tres monarcas se dignaba dar una respuesta, y ellos regresaron al Sudán. Las pretensiones del califa pueden haber sido absurdas; sin embargo, durante aquellos años la Gran Bretaña, Turquía y Egip to no dieron señales de querer invadir de nuevo el Sudan. Haoia hasta un efectivo temor en El Cairo de que los mahdistas pudieran aún traspasar los limites del delta, y en el verano de 1888 Nejumi, en efecto, había avanzado sesenta minas en territorio egipcio. N o era eso todo. El canta se preparaba para avanzar nacía el Sur también. Habla ya sometido las tnous SniUuk y Dinka mas arriba de Khartum e invadido la provincia de Banr-el-ühazal. Emin, el último de los gobernantes de Gordon que resistió, se había retirado hacia arriba del Nuo Blanco, casi hasta el lago Alberto, y, en jumo de 1888, el califa decidió aplastarlo. El Boraem y otros dos buques con una hilera de barcazas a remolque y un ejercito de cuatro mil árabes fueron enviados desde Khartum con la orden de subir por los reciales hasta Duhlé, y luego continuar hacia Buganda, en di rección al Cuartel General del río. La última fase de la reconquista muslime del Nilo había empezado.
Capítulo XVI EL PARAISO REFORMADO
Las cosas habían lomado un extraño curso en Buganda du rante esos años. Todas las comunicaciones con el Norte habían quedado interrumpidas por el levantamiento mahdista, y las esca sas noticias que llegaban a la costa oriental de Zanzíbar eran prin cipalmente proporcionadas por misioneros cristianos. Ellos habían arribado a Buganda hacia 1880, respondiendo a la llamada de la misiva que, como se recordará, Stanley había escrito al «Daily Telegraph» en 1875, y hallaron a Mutesa aún seguro en su trono. Mutesa se había hecho un hombre extremadamente interesante a medida que fue envejeciendo. En el fondo continuaba siendo un salvaje, y era todavía capaz en cualquier momento de entregarse a los excesos más viciosos y pueriles: esto era aún el Africa central con todo su fantástico primitivismo, y no había .la posibilidad de que ningún jefezuelo escapara de sus aplastantes limitaciones. Pero en 1877, cuando llegaron los misioneros, hacía veinte años que él estaba en el trono, y había aprendido mucho de los mercaderes árabes en su corte; manifestaba creer en su religión, hablaba el suaheli y algo de árabe, había adoptado la vestidura arábiga, y había hasta tomado uñ secretario de mediana instrucción que le escribía las cartas. Las visitas de importancia eran ahora conducidas al salón del trono por una guardia de soldados ataviados con túnicas encama das y pantalones blancos, y al propio Mutesa se le hallaba en tales ocasiones reclinado entre almohadones de lino, sobre una alfombra persa, con una espada de piedras preciosas al lado, y su túnica árabe ceñida en tom o a la cintura con una faja galonada de plata y oro. Era un hombre mucho más sosegado, sin embargo. Los exce sos habían minado su salud, y ahora bebía muy poca cerveza, nunca fumaba y no permitía que nadie lo hiciera en su presencia. Los árabes le habían advertido sobre el verdadero significado de la invasión cristiana. Los' misioneros, decían ellos, aparentarían ser muy humildes al principio, pero luego le pedirían que se limita ra a tener una sola esposa, libertara sus esclavos y les pagara sala rios, y desistiera de tomar a viva fuerza mujeres y ganado. Si
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Mutesa se negara a obedecerlos, los misioneros harían venir a Buganda a otros hombres blancos, políticos y administradores; y si éstos eran a su vez desatendidos, arribarían soldados que obliga rían al rey a someterse y quizá lo destronarían también. En con junto esta previsión del futuro no era tan errónea, y Mutesa era bastante inteligente para comprenderlo. Pero necesitaba la ayuda de los cristianos; necesitaba todas las armas de fuego y los artificios modernos que pudieran traerle, y al mismo tiempo imaginaba que los misioneros en su corte servi rían como rehenes, como garantía contra una invasión armada, ya proviniera del Sudán, al Norte, o de Zanzíbar, al Este. Su mejor plan, por consiguiente, era hacer una demostración de amistad ha cia ambas partes, usar a los árabes y a los cristianos para sus fines particulares, y así esperaba mantener su independencia. Los misioneros estaban encantados con la recepción que se les hacía. Ofrecían sus regalos (entre otras cosas habían traído cartas de la reina Victoria y de Stanley), y Mutesa declaraba sentir el más vivo interés por el cristianismo. Poco después se daban regular mente lecturas de la Biblia en el palacio, y había todas las señales de que el rey se estaba separando del Islam. Mutesa no se avino en verdad a emancipar a sus esclavos ni a reducir el número de sus esposas (las cuales entonces se contaban por millares), pero declaró que estaba muy bien dispuesto a observar el día del sabbath, y no hizo objeción alguna cuando los misioneros empezaron a celebrar sus servicios diarios en el pequeño templo de dos pisos que habían construido para sí mismos en las inmediaciones de la capital. Los bagandas se congregaban para aquella nueva diver sión, y aprendían con rapidez. Se instaló una prensa para imprimir folletos religiosos en suaheli, y poco después algunos de los pajes más jóvenes de la corte hacían grandes progresos en la lectura. Entre tanto, Mutesa accedió a echar de su propio palacio, a sus hechiceras curanderas y a someterse al tratamiento de los misione ros para su enfermedad (probablemente era sífilis). Era un excelen te paciente y pronto pudo pasear de nuevo, cosa que no le había sido posible hacer durante muchos meses. Indicó también a los misioneros, poco después de su llegada, que no había nada en el mundo que deseara tanto como una esposa blanca, la cual susti tuiría a todas las otras, y que se hallaba dispuesto a enviar un embajador a la reina Victoria de Inglaterra, a la que reconocía como una soberana absolutamente igual a él mismo (1). (1 ) Tros enviados de Buganda acompañaron de hecho a algunos de los mi sioneros a su regreso a Inglaterra. Se los condujo al palacio de Buckingham y al jardín zoológico de Londres, y, finalmente, regresaron a Buganda con pavorosas historias sobre la dimensión de la capital bri tínica, y los vehículos arrastrados por caballos que circulaban por las calles. Esto, sin embargo, no impidió que uno, por lo menos, de los enviados, se volviera violento antibritánico más adelante.
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Todo esto era muy alentador. Uno debe detenerse aquí un momento para considerar la mag nitud de la obra que los misioneros estaban emprendiendo. No era sólo el paganismo lo que trataban de desterrar, sino la reli gión mahometana también, y el Islam estaba atrincherado en el África central ñor aquella época. Tenía un fuerte atractivo para los primitivos indígenas de las tribus, ya que podía ser comprendido y practicado Dor la mente más simule. No había complicadas ini ciaciones, o elaborados rituales, ni siquiera se requerían sacerdotes o un templo: uno podía celebrar el culto donde quisiera, dentro de la choza o al raso, solo o con el resto de la tribu. Ya los africanos comprendían de un modo vago el concepto de Dios, y el Islam simplemente exigía de ellos que reconocieran la autoridad de su profeta Mahoma. Era suficiente declarar «N o hay otro Dios sino Dios, y Mahoma es su profeta», y el ignorante pagano era aceptado en una religión que le ofrecía toda clase de ventajas; se volvía una persona socialmente superior dentro de la tribu, recibía la pro tección de los mercaderes árabes que traficaban en esclavos, se le proporcionaba un nuevo código o norma de vida que no alte raba grandemente sus costumbres y el cual le ofrecía los más des lumbrantes placeres después de la muerte. Es cierto que los hom bres tenían que sufrir la operación de la circuncisión, pero eso no era considerado como una gran molestia; en verdad, era más bien intrigante para la mente primitiva. Tal vez fuera un poco duro para los africanos abandonar las bebidas alcohólicas — su diaria ca labaza de pombe — , pero nadie los forzaba a una estricta observan cia de ese punto, y las otras obligaciones del Islam, evitar ciertas clases de carne, los ayunos, los rezos diarios, no eran en absoluto una rígida imposición. Pudiera fácilmente haberse dado el caso de que el admirado pagano se gozara en el místico gesto de pos trarse en la dirección de La Meca y el riguroso ascetismo del mes del Ramadán, cuando a nadie le es permitido comer o beber du rante las horas de la luz del día; no era nada extraordinario para un indígena que ya estaba familiarizado con un mundo de tabús y prohibiciones. El estado legal que el Islam concedía a las mujeres se acomo daba igualmente muy bien a los africanos, puesto que estaban acos tumbrados a la pol;ia; Mahoma permitía a un hombre tener cuatro esposas, las cuales eran todas inferiores a él, y el divorcio era fácil. Lo mejor de todo, tal vez, era el paraíso de Mahoma, pues con tenía cabalmente los goces sensuales que preocupaban a los africa nos en la tierra: un fresco jardín habitado por hermosas mujeres, la satisfacción de toda necesidad física, y, por la noche, cuatro huríes para servirle en su cuadrada tienda (entendiéndose que nin guna hurí advertiría la presencia de las otras). Este era exacta
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mente la clase de cielo que el hombre salvaje pudiera haber ima ginado para si mismo. La mujer muslime, por supuesto, no salía muy bien librada del arreglo, se le enseñaba sólo que a la muerte de su esposo debia ella velar en su tumba (pues por entonces él estaba en los brazos de las huríes), y no se le prometía ningún específico paraíso. Pero a las mujeres nunca se las había considerado que estuvieran muy por encima de los esclavos en el África central, y por una arraigada costumbre que tenía fuerza de ley habían aceptado su inferior po sición. En cuanto a la esclavitud misma (la cual los africanos habían practicado siempre), era condenada por el Islam. Mahoma hizo una virtud de libertar esclavos y estableció que los musulmanes no debieran hacerse esclavos de otros musulmanes, pero no existía ninguna condenación general de la práctica. Comparado con estas dúctiles doctrinas, el cristianismo presen taba un duro e inflexible frente. Su énfasis sobre el pecado original y su dogma resultaban difíciles de comprender para una mente perezosa, y la prohibición de la esclavitud y la poligamia les par recía a los indígenas de las tribus que estaba en contradicción con las leyes de la naturaleza. El etéreo cielo cristiano poseía muy poco atractivo cuando era contrastado con el sensual paraíso musli me, y hasta las formas externas del cristianismo eran algo incon gruentes en aquel ardiente clima: la mezquita tenía sus graciosos alminares, sus cómodas alfombras para arrodillarse, y ella armo nizaba con el paisaje. Pero las severas líneas de la arquitectura cristiana eran extrañas a África. Hasta el ropaje occidental (y por tanto cristiano) que llevaban los misioneros — las ceñidas chaque tas y pantalones — debió de haberles parecido absurdo a los afri canos comparado con su propia semidesnudez o con la fresca y cómoda túnica árabe. Existía otro obstáculo para los cristianos en África, que era fundamental. A diferencia de los musulmanes, que eran todos orto doxos, aquéllos estaban divididos entre sí. Nada es más extraño en la historia eclesiástica que el agudo conflicto que se desarrolló entre los católicos y los protestantes en Buganda durante aquellos años. Aun la más ligera vislumbre de las carreras del representante de la Sociedad de la Iglesia Misionera, Alexander Mackay, y de su rival, el padre Lourdel, de los Padres Blancos franceses, facilita una im presionante percepción íntima del tremendo fervor religioso de los misioneros de la época, de su esfuerzo, su fanatismo y su extrema determinación. Mackay era escocés, un hombre menudo de ojos azules con una extraordinaria capacidad de improvisación y realiza ción práctica, y su fe en su Dios lo poseía absolutamente. El padre Lourdel, el cual llegó a Buganda poco después de los protestantes, no se mostraba tan profundamente hostil como él,
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pero era igualmente un hombre de notable tenacidad, y tan fervo roso como podia serlo Mackay. Mutesa apreció en seguida las ventajas de tal situación, y parece en verdad haberse divertido mucho. Le gustaba reunir a Mackay y a Lourdel en la corte e incitarlos a una controversia. La banda de tambores y arpas paraba de tocar, las esposas y los cortesanos se agrupaban en torno, y todos escuchaban atentamente aun cuan do no comprendían. El siguiente extracto del diario de Mackay nos da una idea de lo que eran aquellas reuniones: «Habiendo acabado los rezos, se me pidió que leyera las Es crituras sagradas como de costumbre. Abrí el libro y comencé. La primera frase — “ Sabéis que después de dos días el hijo del hombre es entregado para ser crucificado” — los impresionó por la exactitud de la predicción, y de aquí su prueba de la divinidad del “ hijo del hombre” . No seguí adelante. Mutesa, a su brusca manera, dijo a Toli (uno de los cortesanos): “ Pregunte a los franceses que si ellos creen en Jesucristo, ¿por qué no se arrodillan con nosotros cuando lo adoramos en los sabbaths? ¿No lo adoran ellos?” »M. Lourdel era el que hablaba, en nombre de los otros. Se puso en seguida muy excitado, y d ijo: “ No nos unimos a esa religión porque no es verdadera; no reconocemos ese libro, porque son todo mentiras. Si aceptásemos eso, significaría que no somos católicos, sino protestantes, los cuales han rechazado la verdad. Durante cientos de años estuvieron con nosotros, pero actualmente creen y enseñan sólo mentiras.” Tal era el giro de su excitada habla, en una mezcla de mal árabe, suaheli, luganda y francés.» Luego intervendrían los árabes para defender la causa de Mahoma, y se dieron maña para vejar a Mackay aún más. «Terrible conflicto con los musulmanes otra vez — escribe— . Blasfemaron horrendamente contra la afirmación de que nuestro Salvador era divino». Así, ya en 1879, y en estas grotescas circunstancias, tres campos rivales se estaban formando en Buganda. Los árabes, en su mayor parte, eran partidarios de que las cosas continuaran como estaban. Sacaban del país cerca de un millar de esclavos todos los años, y no los intimidaban en absoluto las brutalidades de Mutesa. Continua ron advirtiéndole privadamente que sólo podía haber un objeto en la invasión cristiana; los europeos estaban ávidos de tierras, y tarde o temprano lo echarían. Mackay y Lourdel,. por otro lado, seguían debilitándose obrando independientemente; cada uno re constituía su misión con tanta rapidez como podía, cada uno estimu laba a sus seguidores a considerar la religión cristiana rival como herética y vil. Esto era una cosa peligrosa entre gente primitiva; se hallaban expuestos a transformar su odio en acción. A medida que la curiosidad que ellos despertaban se disipaba, Mutesa declaraba que sus huéspedes cristianos le agradaban cada
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vez menos: exactamente como lo habían predicho los árabes, es taban siempre tratando de reformarlo y de impedirle que se gozara en el ejercicio de sus instintos naturales, especialmente en su ins tinto de aniquilar vidas humanas. Era también bastante sagaz para percibir que, por el momento, el peligro de que su país fuera inva dido por hombres blancos iba disminuyendo, y que. por tanto, no estaba ya obligado a tratar a los misioneros benignamente. De repente circularon órdenes de aue no habría más lecturas bíblicas ni servicios cristianos en el palacio; en lo futuro los mi sioneros debían dedicarse a un trabajo más útil tal como la repa ración de fusiles y rifles para el rey. Las hechiceras y curanderas fueron admitidas de nuevo en la corte y no transcurrió mucho tiempo sin que se hiciera sentir su bárbara influencia. Fueron apos tados matarifes en los caminos que conducían a la capital. Como los thugs en la India, caían sobre cualquier condado hombre que acertaba a pasar, lo afianzaban a un palo ahorauillado durante la noche, y lo exterminaban al amanecer. En un día particularmente horrible, dos mil víctimas fueron torturadas y luego quemadas como una ofrenda al espíritu del padre de Mutesa, Suna. Mackay estaba abrumado y desilusionado. «Todos los días — es cribía en su diario— hay una desenfrenada matanza de víctimas inocentes. Son las diez de la noche aproximadamente y hay una densa oscuridad. Todo está en calma; el último tambor que se oye es el del matarife al otro lado del pequeño valle, anunciando que ha asegurado a sus víctimas durante el día, y que derramará su sangre por la mañana. De repente, se percibe un agudo grito en el camino, más allá de nuestra cerca, luego una mezcla de voces; de nuevo, un grito agónico, seguido de la horrible risa de varios hombres, y todo queda en silencio como antes.» «¿Oyen? — dice uno de nuestros muchachos— . Han cortado el pescuezo a ese hombre... |Ji, ji, j i !» — Y él se ríe también, con la terrible risa sádica de los bagandas. ¿Podía ser éste el mismo hombre que había impresionado tanto a Stanley, que se había mostrado tan afable cuando los misioneros llegaron por primera vez a la ciudad? Era un «monstruo», «un loco asesino». Mackay y los otros misioneros que habían ido a convivir con él, se hallaban ahora medio muertos de hambre en Rubaga. la capital de Mutesa, y los sacerdotes católicos no lo pasaban mejor. En su común adversidad, las dos misiones se hicieron más benévolas, pero eran prácticamente proscritas del palacio durante los más violentos estallidos del sanguinario furor de Mutesa, y los meses transcurrían en una invariablemente creciente atmósfera de oscura superstición. Para empeorar las cosas, la guerra con el rey Kabarega, quien imperaba aún en Bunyoro, fue reanudada con más furia que nunca.
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En 1884, el joven explorador escocés Joseph Thomson efectuó su atrevido viaje a través de los Masai y alcanzó el borde nordeste del lago Victoria. Luego, en octubre del mismo año, Mutesa mu rió. Estos dos acontecimientos podrían razonablemente haber sido considerados como un buen augurio para los sitiados misioneros de Buganda. Thomson había descubierto una ruta directa desde la costa de Zanzíbar, y entonces era posible llegar a Buganda en la mitad del tiempo empleado en el viaje indirecto a lo largo de los bordes meridional y occidental del lago; y probablemente cualquier sucesor de Mutesa sería mejor. En verdad, sin embargo, sólo daño iba a suceder. Mutesa por lo menos había tenido sus momentos de civismo, y Buganda había gozado de una especie de estabilidad durante sus veintiocho años en el trono. Mwanga, el muchacho de dieciocho años que le sucedió como rey, era un bárbaro integral, que añadía la sodomía y el fumar bhang, o cáñamo, a sus otros vicios. Mackay lo comparaba a Nerón. Es interesante confrontar los retratos de Mutesa y Mwanga, los cuales pueden todavía verse en el cementerio real de Kampala. Mutesa tiene un rostro delicado y nervioso, dominado por sus grandes ojos claros y tiernos. No hay en absoluto nada de tierno en Mwanga; sus facciones son sombrías y bastas, y hay algo en él — cierto aire de fanfarrona autoridad y de saña— que en verdad le hace a uno pensar en los emperadores romanos en la peor dis posición de ánimo. T. B. Fletcher, de la Sociedad de la Iglesia Misioñera, conoció a Mwanga durante los últimos años de su vida, y lo describe como poseedor de una «mente débil e indisciplinada». Era «nervioso, suspicaz, voluble e impetuoso». Sin embargo, prosigue Fletcher, es justó recordar que el joven rey estaba rodeado de un aturdidor número de facciones rivales en la corte; de todas direcciones fuerzas exteriores lo cercaban; los mahdistas desde el Norte, los europeos desde el Este, y los árabes estaban en todas partes. Era muy natural que considerara a los misioneros y a los traficantes en esclavos como los agentes de esas fuerzas, y que hubiera tomado su desquite en ellos. El obispo Hannington fue la primera víctima. Hannington había sido enviado por la Sociedad de la Iglesia Misionera para encargar se de la gradualmente creciente serie de establecimientos misione ros en el Africa oriental, y decidió seguir la ruta de Thomson desde la costa. Mackay procuró advertirle, inútilmente, de que ésta era muy peligrosa; había una tradición en Buganda según la cual el país sería un día devastado por extranjeros llegados del Este. En seguida que tuvo noticia de la aproximación del obispo, Mwanga dio órdenes de que lo detuvieran y lo mataran. Apenas había alcanzado Hannington el ángulo nordeste del lago Victoria cuando los hombres de las tribus locales lo asesinaron y destruyeron su caravana.
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Tras esto, relata Fletcher, «Mwanga y sus consejeros parecen haber perdido todo dominio de si mismos. Durante dos años se hizo objeto de una intermitente v cruel persecución no sólo a los aue profesaban la religión cristiana, que por este motivo eran victimas escogidas, sino también a los mahometanos. El Islam tiene asimismo su lista de mártires». Fueron los árabes, sin embarco, los aue incitaron a Mwanea a cometer las neores atrocidades. Le habian enseñado a practicar la sodomia en primer lugar, v Mwanga se puso furioso cuando se en. contró con que los seguidores más ióvenes de Mackav, la mavorfa de ellos paies de la corte, se negaban a someterse a su perver sidad. A primeros de 1884. tres de estos mocitos fueron torturados v asesinados por orden del rey, y en 1886 hubo un holocausto. Los pajes se hallaban reunidos en el palacio, y a los que habian sido «lectores» en la misión de Mackav se los mandó aue avan zaran. Unos treinta o más confesaron aue eran cristianos, v se les pidió que abiuraran de su religión. Ellos rehusaron v fueron quemados vivos en una gran pira funeraria, fuera de la capital. Es asombroso que Mackav v sus colegas misioneros hubieran podido despertar una fe tan heroica. En Gondokoro- los padres austríacos trabajaron durante once años entre tribus que eran sólo un poco menos civilizadas, y no convirtieron ni un solo hombre al cristianismo. Pero allí, en Buganda. donde Mackav v Lourdel estaban establecidos únicamente desde 1879. los cristianos nodian ya contarse por centenares, y para muchos de ellos su religión era más importante que la vida misma. N i siauiera la cruel matanza de los pajes habia hecho decaer su fe; seguían acudiendo secre tamente por la noche a las reuniones de Mackay y de Lourdel para recibir sus enseñanzas v rezar con ellos. Pero era una situación que los misioneros no podían resistir mucho tiempo. Uno tras otro eran expulsados de Buganda. y se refugiaban temporalmente en el borde meridional del lago Victoria. En el verano de 1888, cuando el califa envió sus buques Nilo arriba desde Khartum, los acontecimientos en Buganda habían degene rado en la más desordenada confusión. Mwanga no era la clase de hombre que podía mantener en sujeción a los tres grupos políticos hostiles: los seguidores de Mahoma, los católicos y los protestan tes. En realidad, él más bien tendía al principio a incorporar a ese núcleo un cuarto poder: los paganos y las hechiceras. La historia de las subsiguientes luchas religiosas puede tener cierto melancólico atractivo para el historiador eclesiástico, pero pocos más logran seguirla con interés, pues al leerla da la im presión de ser una especie de melodrama mal escrito, y apenas destaca alguno de ella con honor o distinción. Al principio, el grupo muslime se unió con los cristianos, sólo para volverse con tra ellos más adelante; y luego hallamos a los católicos y los
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protestantes luchando entre sí. Mwanga, que se hallaba dispuesto en cualquier momento a hacerse mahometano, católico o protes tante, o a volver a su originario paganismo, es zarandeado de un grupo a otro, y en cada escena de esta terrible y sanguinaria trage dia unos cuantos bagandas más son cruelmente exterminados y unas cuantas aldeas más son arrasadas hasta sus cimientos. Ésta, pues, era la caótica situación en el Alto Nilo a fines de la década de 1880: la expedición del califa estaba avanzando hacia el Sur río arriba, desde el Sudán; Buganda marchaba rápidamente hacia la guerra civil, y en Ecuatoria, Emin, el último de los gober nantes de Gordon, estaba aún esperando inútilmente para ver lo que el futuro traería.
Capitulo XVII LAS AGUAS DE BABILONIA
Aun antes de que Khartum cayera, Emin había sido exhortado por los árabes a rendirse, y, como Slatin y Lupton, decidió obe decer. En el tiempo del asedio, casi dos años habían transcurrido desde que fue visitado por un buque procedente del Norte, y sólo Jos más vagos rumores le llegaban de Khartum; se decía que Gordon con «un gran ejército y elefantes» había entrado en la ciudad, pero del efectivo desarrollo del asedio no sabía absolutamente nada. En 1884, Emin había esperado aún escapar Nilo abajo, o de cualquier modo establecer contacto con las guarniciones egipcias en Bahr-el-Ghazal y Darfur, pero a medida que pasaban los meses, una creciente atmósfera de desaliento se respiraba en su pequeño cuartel general en Lado. Su correspondencia con Frank Lupton en Bahr-el-Ghazal era insegura, y luego cesó del todo. «Todo se acabó para mí aquí» — había escrito Lupton en su último mensaje— , y poco después de esto llegaron correos con noticias precisas de que el inglés había sido hecho prisionero, y que uno de los emires del Mahdi avanzaba ahora hacia Ecuatoria. Las perspectivas de Emin de retirarse hacia el Sur en dirección a Buganda eran apenas mejores que sus probabilidades hacia el Norte. Disponía de una extensa y poderosa guarnición (incluía unos diez mil egipcios y sudaneses, muchos de ellos mujeres y niños), y estaba esparcida por una veintena de avanzadas en el Alto Nilo, y las raras cartas que recibía de los misioneros ingleses en Buganda no ofrecían muchas esperanzas de que pudiera pasar a la costa oriental de Zanzíbar. Emin no estaba enteramente solo con sus soldados y sus fami lias. El doctor Junker, el explorador germanorruso, huyó hacia el Sur escapando de los árabes y llegó a Lado a principios de 1884; y poco después se les unió allí otro viajero, un capitán italiano de los bersaglieri, Gaetano Casati. Estos hombres, junto con los educados oficiales del Estado Mayor de Emin, formaban un pequeño oasis de vida civilizada en Lado, y no eran del todo diferentes de un grupo de supervivientes que hubieran naufragado junto a una isla
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desierta. «Todos nosotros no soñábamos en otra cosa sino en el buque de Khartum», escribía Junker más tarde. Al principio, la situación no resultaba realmente crítica. Los árabes retrasaban su avance. Lado, con sus casas de ladrillo y sus limpias calles, permanecía tranquila, y Emin y su Estado Mayor, vestidos con blancos uniformes, emprendían su trabajo cada día como si nada hubiera ocurrido. Pero gradualmente la falta de pro visiones procedentes del Norte empezó a surtir su efecto. Un incen dio en Lado había destruido la mayor parte del equipo que de jaron allí Gordon « Baker, y existía una creciente escasez de muni ciones. En estas circunstancias fue cuando Emin, en 1884, con la conformidad de sus oficiales egipcios, decidió rendirse. Pero luego mudó de opinión. Al fin y al cabo, disponía aún de sus dos buques, el Khedive y el Nyanza, situados más arriba de los reciales, en Dufilé, y los árabes, preocupados con Khartum, difícilmente podían esperar invadir toda su provincia, especialmente si Emin trasla daba su Cuartel General más arriba del río. A primeros de 1885 salió de Lado con Junker y Casati, y recorrió un trayecto de unas doscientas millas hacia el Sur, hasta Wadelai (1). «Esto ha de ser nuestro Cuartel General hasta que vengan tiempos mejores», es cribía él, y en seguida empezó a transformar el fuerte en un lugar habitable. En este lugar, finalmente, en 1886, un año después de la caída de Khartum, recibió cartas de Kirk, en Zanzíbar, y de Nubar Bajá, en El Cairo, informándole de la muerte de Gordon y del abandono del Sudán. Se le daban instrucciones para que sacara a su guarnición de la costa oriental como mejor pudiera, ya que el Gobierno egipcio no podía hacer nada más por ellos. Pero esto era, sin embargo, una cosa imposible. Buganda se hallaba en guerra con Kabarega, en Bunyoro, y por si ello no fuera bastante para obstruir su camino hacia la çosta, no había además ningún medio para transportar a su guarnición a través de las mil y tantas millas de territorio virtualmente inexplorado que lo sepa raban del océano Indico. A menos que les fuera enviada ayuda en forma de municiones, porteadores y animales de transporte, no podrían marcharse. Junker, con todo, sentíase ansioso de efectuar el viaje solo, y con la ayuda de Mackay, en Buganda, logró de hecho llegar a El Cairo, vía Zanzíbar, a fines de 1886. Por primera vez desde la caída de Khartum — realmente, desde que Emin fuera aislado tres años antes — , el mundo exterior tenia auténticas noti cias de la extraña y pequeña avanzada de civilización que seguía resistiendo en el centro de Africa. Hasta aquel momento, Emin y sus hombres habían sido casi olvidados por Europa, pero después (1 ) Wadelai era el nombre de un jefe indígena. Tenía fama de ser tan gordo que, según se decía, un muchachuelo podía permanecer sobre su estómago mien tras él estaba sentado.
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de esto prodújose un repentino movimiento de interés; y acaso cierto sentimiento de culpa por el abandono de Gordon tenía algo que ver con tal reacción. De repente la prensa, los políticos y las sociedades geográficas y misioneras estaban ávidas de noticias. ¿Quién era Emin? ¿Cómo se las había arreglado para resistir cuando todos los otros fueron arrollados por la ola de barbarie que había barrido el Nilo? ¿Podría ser libertado? El doctor Felkin, uno de los misioneros que habían visitado Buganda y Ecuatoria en el año 1870, pudo añadir algo más a la información de Junker, y el doctor Schweinfurth y otros exploradores suministraron también detalles complementarios; y cuanto más se divulgaba la historia tanto más atrayente parecía ser. En apariencia, Emin era un hombre extraordinario, un alemán extraño que había sido educado como protestante en Alemania, que no obstante cambió su nombre en el Oriente Medio y se hizo musulmán. Ni siquiera Burton (quien vivía ahora los últimos años de su existencia en Trieste) reunía tal multiplicidad de actividades: Emin era doctor en medicina, botánico y ornitólogo, y un poliglota que hablaba francés, alemán, italiano, turco, árabe, persa, griego demótico y varias lenguas eslavas. Gordon había reconocido sus excepcionales dotes de administrador y lo había promovido de su puesto de oficial médico a gobernador de Ecuatoria con una paga de cincuenta libras esterlinas al mes. Por el cuidadoso cultivo del comercio del marfil, café y algodón en su provincia, Emin había convertido el déficit anual en un beneficio de ocho mil libras es terlinas. Los museos y las sociedades científicas de Europa, ahora parecía que lo conocían muy bien; antes de ser aislado había enviado miles de pieles de aves y animales cuidadosamente prepa radas, miles de muestras de plantas, y estas colecciones habían sido acompañadas de las más exactas y eruditas notas. En su clara y microscópica escritura, Emin había descrito en cartas dirigidas al doctor Schweinfurth (en alemán) y al doctor Felkin (en inglés), toda clase de hechos desconocidos hasta entonces sobre las migra ciones de las aves en el Alto Nilo y sus tributarios, sobre las lenguas y costumbres de las tribus, la caída de la lluvia y la geología del país. Hablaba, por ejemplo, de «la gran seipiente pitón africana», a la cual las mujeres de algunas tribus protegían, cuidándola como a un animal doméstico, en sus chozas, frotándola con grasa, y ali mentándola también con grasa, que introducían en su garganta; y en otras partes había otras tribus donde se cogían serpientes venenosas y se las aseguraba con un cordel pasado a través de un agujero hecho en su cola. Tales serpientes se colocaban luego cerca de los arroyos, de suerte que mordieran a los antílopes que bajaban a beber, y así proporcionaban carne para las tribus. Luego, aun en sus cartas defendía la inmigración china en el Africa central, y escribía sobre regiones de tribus caníbales donde 19 — 2.166
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«los hombres que se abstienen de carne humana son la excepción», y sobre la poligamia y la esclavitud doméstica. No había nada que no interesara a aquella mente metódica e investigadora. Estaba siempre rodando por su provincia, y sus viajes eran apuntados en su diario con la precisión de un cronómetro: «Partida: 15 de agosto, lunes. Hora: las cinco y veintiún minutos de la madrugada. Cruzado Luri. Parada desde las nueve y dieciocho minutos de la mañana hasta las nueve y cuarenta y siete minutos. Llegado a Lado a las diez y cuarenta y ocho minutos. Trayecto de ida, cuatro horas y treinta y ocho minutos (contra cuatro horas y cincuenta y ocho minutos para el viaje de vuelta).» En 1886 hacía doce años que Emin residía en el Nilo, y tenía cuarenta y seis años de edad. Junker lo describía como «un hombre delgado, casi descarnado, de estatura ligeramente superior a la mediana, con un rostro ñno, rodeado de una oscura barba, en la que unos hundidos ojos miran atentamente a través de sus gafas. La deñciencia de su vista lo induce a restregarse los ojos y concentrarlos en la persona que está ante él, y esto confiere una dura, y a veces casi furtiva expresión a su fija mirada». Su «innegable temple orien tal — proseguía Junker— era de considerable ayuda a Emin, asu miendo entre los oficiales egipcios las maneras de un turco». «Todos los viernes se lo veía visitar la mezquita, donde repetía las ora ciones prescritas, y en estas y en todas las demás ocasiones obser vaba casi un ímprobo miramiento y un gran cuidado en su atavío». Pero Emin no era probablemente un fervoroso mahometano. «N o temas — había escrito él a su hermana, a Alemania, mucho antes — . Sólo he adoptado el nombre (Emin); no me he hecho turco.» Se levantaba a las seis de la mañana y realizaba su visita al hospital. Seguía luego un largo día de trabajo dividido entre sus estudios y la ordinaria rutina de las guarniciones. Navegaba con sus buques arriba y abajo del Nilo, adquiría experiencias con el hilado del algodón, usaba conchas de la costa de Zanzíbar para sus investigaciones, construía lanchas en sus pequeñas dársenas en Dufilé y Wadelai, continuaba invariablemente juntando y clasifi cando sus pieles y muestras, cultivaba campos de maíz y hortalizas, y proseguía amontonando su provisión de colmillos de elefante, los cuales calculaba entonces que valían sesenta mil libras esterlinas. A medida que sus materiales se gastaban, improvisaba: se usaba miel en lugar de azúcar, cera de abejas por velas, y se hacía jabón con una mezcla de grasa y potasa. Las esposas de los soldados, con sus vestidos hechos jirones, simplemente volvían a la costumbre de la tribu de llevar faldas confeccionadas con hierbas y hojas. Era una especie de existencia a lo Robinson Crusoe, excepto que allí no era un solo hombre, sino diez mil personas las que se consideraban perdidas y olvidadas para el mundo exterior. No a todos les agradaba Emin. Sus propios soldados parecen
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haberlo tratado con el fingido y casi insolente respeto que los indóciles muchachos de escuela muestran a un maestro débil y vacilante. Él no daba órdenes; halagaba, contemporizaba, argumen taba. Los soldados le obedecían porque era la costumbre, porque no había nadie más que pudiera organizar sus vidas. Si no apre ciaban su ciencia y su superior formación mental, Emin era, sin embargo, un reconocido figurón, y tenía una indiferencia oriental para la injuria que le impedía caer en el desánimo. Algunos de los contemporáneos de Emin le hallaban muy com plejo. Casati iba a escribir más tarde que tenía una especie de punzante orgullo y nunca podía llegar a una clara decisión. Gessi lo consideraba «un hombre lleno de disimulo y sin carácter, pre suntuoso y envidioso..., una persona hipócrita, ridiculamente lison jera y rastrera en su manera de ser, capaz de engañar al hombre más astuto». En vista de lo que estaba a punto de ocurrir, estas críticas son reveladoras. Por el momento, sin embargo, tenían poco valor. El hecho importante era que este hombre singular y perseverante, por algún extraño medio, mantenía viva una pe queña llama de civilización en el centro de Africa, y ahora necesita ba ayuda. En 1886, Junker pudo enviarle una caravana de provisio nes desde Rubaga, y él se las arreglaba aún para escribirse, aunque muy ocasionalmente, con Mackay, en Buganda, pero en cuanto al resto, se hallaba todavía más aislado de lo que había estado Gordon en Khartum. Las últimas noticias que fueron difundidas indicaban que los árabes amenazaban aún invadir Ecuatoría. Cuan do Emin hubo partido al Sur, en dirección a Wadelai, las tribus se habían alzado en rebelión detrás de él, y en Lado una pequeña guarnición egipcia quedaba sitiada. Felkin recibió una carta de Wadelai fechaba el 22 de julio de 1886, y en ella Emin declaraba: «Estoy todavía esperando ayuda, y de Inglaterra.» Tras el fracaso de la expedición de Gordon, el Gobierno bri tánico se hallaba, naturalmente, poco dispuesto a comprometerse. Salisbury, el primer ministro, era de opinión de que, siendo Emin alemán, correspondía a los alemanes ayudarlo. Pero había otras fuerzas en la Gran Bretaña fuera del Gobierno que estaban su mamente interesadas en el asunto. Wiltiam Mackinnon, el naviero escocés que había fundado la «Compañía de Navegación Británica de la India», vio ahí una oportunidad para combinar la filantropía con el negocio. Durante diez años, en el pasado, sus buques habían estado comerciando con Zanzíbar, y con el estímulo de Kirk había desarrollado la idea de fundar una compañía que explotara los dominios del sultán en tierra firme. Una expedición que acudiera en socorro de Emin podía muy bien apoyar estos planes firmando tratados con los jefes indígenas en las aguas superiores del Nilo, y explorando las posibilidades de comercio a medida que avan zaba. Mackinnon puede no haberse comprometido totalmente en
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este proyecto cuando consintió en ser presidente de la Comisión de socorro a Emin, pero él y sus amigos negociantes ciertamente lo tenían en consideración, y comenzaron a reunir dinero con gran energía. Se recaudaron unas veinte mil libras esterlinas (inclu yendo diez mil libras donadas por el Gobierno egipcio), y a fines de 1886 la comisión andaba buscando un hombre adecuado para encargarse de la expedición. Un posible elegido era Joseph Thom son, el explorador que había viajado solo desde la costa oriental hasta el lago Victoria, en 1880. Era escocés, y el principal sostén para la expedición había venido de Escocia; era joven, un re suelto viajero. Pero luego se pensó en Stanley. Era muy conocido, y su nombre atraía mucha ayuda para la expedición. Al final se decidió entrar en tratos con él. Stanley se encontraba entonces dando conferencias en Amé rica, pero regresó a Inglaterra inmediatamente después de recibir un cablegrama de Mackinnon y accedió en seguida a ir. Desde aquel momento los planes adelantaron rápidamente. El propio Stanley contribuyó con quinientas libras esterlinas para los fon dos, y ofreció reunir sumas más elevadas enviando mensajes a sus periódicos en Inglaterra y América. Otra vez los equipos eran en profusa escala: los mejores pertrechos fueron pedidos a Fortnum y Masón, y una ametralladora «Krupp», la última palabra en armas modernas, se añadió a un fuerte cargamento de rifles y municiones. Stanley se hallaba aturdido por el número de jóvenes voluntarios que querían acompañarlo, y que estaban dispuestos a pagar el privilegio, y finalmente fueron elegidos nueve hombres. Junker y Schweinturth, quienes habían encontrado a la expedición en El Cairo, en su viaje hacia fuera, a principios de 1887, consideraban que ella se parecía más a un cuerpo embarcado para una conquista militar que a una expedición privada mancada al interior. Y real mente existían otros muchos intereses fuera de la simple libe ración de Emin. Toda la extensión de las comisiones de Stanley no ha sido nunca enteramente revelada, pero es seguro que él actuaba bajo las instrucicones del rey Leopoldo, así como de Mackinnon. Para Mackinnon iba a descubrir una ruta comercial hacia Buganda, y a preparar el terreno para una Compañía Británica del Africa oriental. Para Leopoldo iba a explorar las posibilidades de anexionar Ecuatoria al Congo. A Emin iban a ofrecérsele puestos en estas dos empresas; podía unirse a la Compañía Británica del Africa oriental y establecer un nuevo puesto comercial junto al lago Victoria, o podía continuar gobernando Ecuatoria en nombre de Leopoldo. Venía luego la cuestión de la cantidad de marfil por valor de sesenta mil libras esterlinas que se decía había en Wadelai, pues ello sería de gran utilidad como adición a los fondos de la expedición. Por último, había la propia parte de Stanley en las actuaciones: además, de los partes a sus periódicos pensaba escri
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bir un libro sobre el viaje, y se pidió a los otros miembros de la expedición que firmaran un acuerdo por el cual se comprometían a no publicar nada hasta seis meses después de que hubiera apa recido el relato de su jefe. El negocio, lo mismo que la política, entraba en los viajes a tierras africanas. N o se puede culpar del todo a Stanley por hacer cuanto podía en beneficio propio. Al fin y al cabo arriesgaba otra vez la vida, y escribir libros de viajes era su negocio. Pero había un fallo en todos esos cálculos, y era lo suficiente importante para darle un aire de quimera a toda la aventura. Tal fallo estaba relacio nado con el propio Emin. Cuando Emin supo por Mackay, en Buganda, que se hallaba en camino una expedición de socorro, escribió a relkin : «Si... en la Gran Bretaña creen que en cuanto lleguen Stanley o Thomson regresaré con ellos, se equivocan gran demente. He pasado doce años de mi vida aquí, y ¿sería justo que abandonara mi puesto tan pronto como se presentase la opor tunidad de escapar? Permaneceré con mi gente hasta que vea con perfecta claridad que su futuro y el futuro del país están seguros. La obra que Gordon pagó con su sangre, me esforzaré en mante nerla, si no con su energía y su capacidad, siempre según sus intenciones y dentro de su espíritu... «¿Abandonaré ahora la tarea para que pueda abrirse pronto un camino hacia la costa? {Jamás! Si Inglaterra desea realmente ayudamos, debe intentar, en primer lugar, concluir algún tratado con Uganda (1) y Bunyoro... Debe establecerse un camino seguro a la costa, que no esté a merced de los caprichos de pueriles reyes o de despreciables árabes... ¿Evacuar nuestro territorio? No, cier tamente.» En otras palabras: esto era Gordon de nuevo; no era «libe ración» lo que Emin quería, sino ayuda política y militar que le permitiera continuar en donde estaba. La carta fue publicada en 1888 en un libro titulado Em in Pasha in Central Africa, el cual fue editado por Schweinfurth, pero por entonces Stanley y sus hombres se habían adentrado en el interior y estaban totalmente fuera de contacto. Rodeaban otros aspectos extraños a la expedición, y ninguno de ellos ofrecía muy halagadoras perspectivas para el futuro. A la mayor parte de la gente que consultaba un mapa entonces, pare cíale claro que el m ejor camino hacia Ecuatoria era el que con ducía directamente al interior desde la costa de Zanzíbar. Pero Stanley era resueltamente opuesto a esto, y ni Mackinnon, en Londres, ni Baring (al cual había visitado en El Cairo) pudieron (1 ) Había una tendencia a abandonar e l nombre de Buganda en favor de Uganda, y con e l tiempo Uganda fue usado para designar todo e l territorio comprendido entre la frontera sudanesa y e l lago Victoria.
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disuadirle. Stanley quería seguir una ruta enormemente desviada; se proponía navegar hacia Zanzíbar desde Egipto, y tras recoger allí a sus porteadores, continuar con ellos por mar alrededor del cabo de Buena Esperanza hasta la desembocadura del río Congo en la costa occidental de Africa. Luego pensaba atravesar el conti nente entero de Oeste a Este, recogiendo a Emin en el camino. Las razones que aducía para preferir tal ruta parecían tener cierta validez, como quiera que fuese, sobre el papel. Los porteadores de Zanzíbar, decía, forzosamente lo abandonarían si los hacía mar char directamente al interior lejos de sus hogares, mientras que si los desembarcaba en la costa occidental se darían cuenta de que su única esperanza de supervivencia era permanecer con él hasta que llegara a Zanzíbar. Como caballos que regresan a sus establos, acelerarían el paso. Luego, además, podía transportar a sus hom bres en bajeles a una distancia de mil millas hacia arriba del río Congo, y esto los llevaría a trescientas cincuenta millas del lago Alberto, donde esperaba establecer contacto con Emin. Quedaba aún otra consideración que hacer: los alemanes estaban entonces penetrando en el Africa oriental, y la vasta extensión al sudeste del lago Victoria era considerada como su particular esfera de influencia. Ellos no se mostrarían en absoluto favorables al paso de una columna británica por aquel territorio. Una pequeña reflexión demuestra que no poseían gran mérito estos argumentos. La deserción de porteadores no había impedido a otros exploradores (incluyendo al propio Stanley) pasar hacia los lagos desde Zanzíbar, y la expedición, en todo caso, tenía forzo samente que pasar más o menos por la zona alemana. Parece más probable, por tanto, que el verdadero motivo de Stanley para querer tomar la ruta indirecta fuera político. Avan zando por el Congo complacía a Leopoldo.y apoyaba sus propios intereses allí. El Congo era su especial esfera de acción en Africa y estaba resuelto a volver. No se lanzó a su aventura inesperadamente. En febrero de 1887 lo hallamos muy ocupado en Zanzíbar. Visita al sultán Barghash, en nombre de Mackinnon, y consigue su aprobación a los planes británicos en el Africa oriental. En interés de Leopoldo se dirige al notable Tippu Tib, quien por entonces se había hecho el virtual regidor de toda el área comprendida entre el Congo y el lago Tanganika. Stanley le hizo exactamente la propuesta que Gordon habría hecho a Zobeir en el Sudán. Tippu Tib iba a convertirse en gobernador, al servicio de Leopoldo, en las aguas superiores del Congo, y al mismo tiempo iba a proporcionar a Stanley por teadores del Africa central, los cuales transportarían municiones para Emin y luego se llevarían la cantidad de marfil valorado en sesenta mil libras esterlinas. Se necesitaron sólo tres días para que Stanley ultimara estos arreglos, y el 25 de febrero de 1887
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embarcó en el Madura con seiscientos veinte zanzibareños y somalies, su estado mayor británico y su nuevo socio comercial, Tippu Tib. Tres semanas después todos desembarcaron en la desemboca dura del Congo, en la costa occidental, y empezó el más horrible de todos los viajes de Stanley. Como Gordon en Khartum, Emin sabía en líneas generales que recibiría ayuda, pero se hallaba muy a oscuras en cuanto a saber exactamente de dónde o cuándo le llegaría. Como Gordon, también estaba tristemente envuelto en sus propios asuntos. Logró levan tar el sitio en Lado, y hasta volvió a ocupar una docena de sus fuertes y puestos que habían sido abandonados a los árabes. Pero no se podía asegurar si el califa atacaría o no otra vez. El rey Kabarega, en Bunyoro, se había vuelto también hostil. El italiano Casati, que había estado con él como agente de Emin durante más de dieciocho meses, fue prendido y atado a un árbol. Escapó medio muerto y privado de todos sus bártulos para reunirse con Emin. En Wadelai mismo hubo nuevos desastres. El fuerte se incendió un día, y aun cuando las municiones fueron salvadas, se hizo necesario reconstruir toda la instalación. La hija de Emin, Ferida, se encontraba aún con él, pero su esposa abisinia había muerto, y su propia salud decaía. Uno de sus ojos se había de bilitado cada vez más, y ahora veíase obligado a mantener un libro a una pulgada o dos de sus gafas para poder leer. En una carta a un amigo escribía: «Hemos colgado nuestras arpas en los sauces, y buscado reposo junto a las aguas de Babilonia.» A pesar de todo esto, la situación de Emin no era tan deses perada como había sido la de Gordon en Khartum; disponía de provisiones en abundancia, espacio para maniobrar, y sus soldados no estaban sujetos a pesadas cargas. Pero los largos y vacíos días de espera estaban destruyendo la disciplina en las guarni ciones, y era evidente que su pequeño imperio empezaba a desmo ronarse. En febrero de 1888, doce meses después de que Stanley saliera de Zanzíbar, Emin partió al Sur en dirección al lago Alberto, en uno de sus buques, en busca de noticias, pero no se enteró de nada preciso. Dejó una carta para Stanley a Mpiga, uno de los jefes residentes en la orilla del lago. «Muy Sr. mío: «Circulando rumores de que hombres blancos habían hecho su aparición en alguna parte al sur de este lago, he venido aquí en busca de noticias... Sírvase, si le llega la presente, permanecer en donde está, e informe por carta, o por uno de sus hombres, de sus deseos. Y o podría fácilmente acercarme al je fe Mpiga, y mi buque y bajeles los traerían a ustedes aquí..., y podríamos acordar nuevos planes.
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•¡Guárdese de los hombres de Kabarega! £1 ha expulsado al capitán Casati. •Acepte, señor, la expresión de los sinceros deseos de su ser vidor, •Dr. E m i n .» Tras esto, Emin regresó a Wadelai, y el prolongado silencio persistió de nuevo en la selvática extensión. Mas éste fue roto de repente y dramáticamente a fines de abril de 1888. Uno de los lugartenientes de Stanley, Mountenay Jephson, apareció en un batel de acero en uno de los puestos de Emin, junto al lago Alberto, y traia tremendas noticias. Stanley había estado de hecho en la extremidad meridional del lago, en diciembre, y había echado de menos a Emin allí. Ahora se hallaba acampado en el borde, escasamente a un día de viaje. Emin se hizo a la vela en seguida en el Khedive para ir al encuentro de su libertador. La historia de los pioneros europeos en el Nilo Blanco es en una medida muy amplia un tema de personalidades en conflicto, la oposición de Burton a Speke, el antagonismo de Stanley con Kirk y el de Gordon con Baring. Aun las alianzas que han sido hechas, como la establecida entre Stanley y Livingstone, tienen con frecuencia un extraño y fortuito carácter. Pero nada podría haber sido más extraño que el encuentro que poco después tuvo lugar en la creciente oscuridad en el borde occidental del lago de Baker. Había apenas una sola cualidad que estos dos hombres tu vieran en común. Emin era pasivo, sutil, estudioso, irresoluto, evasivo, meticuloso, fatalista y lleno de transigencia. Ante él estaba un hombre que no tenía paciencia con los finos matices de ex presión, que abiertamente proclamaba su desprecio por los colec cionistas y los eruditos, que conocía sólo un modo de vida, y ése era marchar resueltamente hacia los objetivos señalados. Emin, uno lo percibe, era la clase de persona a la cual se le habría dado la peor mesa en un restaurante, mientras que a Stanley, probable mente, lo habrían conducido en seguida al mejor lugar de la sala. El mundo de Stanley estaba resumido en una línea recta, una flecha lanzada al aire. Emin describía una serie de tenues espirales en el polvo. Donde el uno respondía sólo a sí mismo el otro estaba envuelto en su medio ambiente. Era el conflicto de la ambición y de una enorme energía con una exacta y cauta inteligencia, y la contingencia entre ellos- era doblemente complicada en aquel momento, puesto que sus normales papeles estaban invertidos; Stanley, una vez siquiera, era el que se hallaba en necesidad, y Emin, el hombre al cual él había venido a libertar, era el más fuerte de los dos. Stanley lo había pasado muy mal. Ni siquiera su primer viaje
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a lo largo del Congo en 1876 podía equipararse a los horrores que había tenido que soportar desde que saliera de la costa. Sus hom bres estaban esparcidos en una extensión de setecientas millas de selva letal, y la mitad de ellos habían muerto. Nada en forma de hambre, de enfermedades y de calamitosos accidentes se les había ahorrado. Durante muchos meses anduvieron a tientas como agonizantes insectos en la oscuridad de la selva Ituri, donde la luz del día apenas si penetró alguna vez, y los pigmeos habían cobrado un terrible peaje a los descalzos porteadores colocando flechas envenenadas en el suelo. Uno a uno, Stanley había visto fracasar todos sus planes, y sus oficiales blancos llegaron a odiarle. Los que sobrevivieron darían a luz más adelante espeluznantes relatos de los violentos arrebatos de cólera de su jefe, de cómo él llamó a un hombre un «maldito hijo de perra» y se abalanzó hacia él gritando «L e daré a usted hasta que se harte», (mientras Tippu Tib y los africanos permanecían mirando); de cómo amenazó a otro diciéndole que escribiría al país y arruinaría su carrera en el Ejército; de cómo en una ocasión dijo a sus porteadores indígenas que no aceptaran órdenes de los otros hombres blancos y que los amarraran si les causaban alguna molestia. Castigos de trescientos azotes, que resultaban a veces fatales, habían constituido una pena común para los delincuentes a lo largo de la marcha. Y ahora, con el cabello blanco y apenas restablecido de un mes de enfer medad, Stanley había subido afanosamente hacia el lago con los restos de su expedición. Excepto una pequeña cantidad de muni ciones no tenía nada que dar a Emin, y ningún medio de libertarlo; en verdad que él dependía de Emin para víveres y otras provisio nes a fin de mantener vivos a sus hombres. Stanley ya empezaba a tener, igualmente, oscuros recelos sobre el hombre al cual había venido a libertar. ¿Por qué Emin no había esperado para recibirlo cuando llegó al lago en el pasado mes de diciembre? Había hecho avanzar a la expedición a marchas forzadas,. con agotadora celeridad, creyendo que cada día era vital; pero allí estaba el gobernador de Ecuatoria mostrando una gran agilidad y no hallándose, aparentemente, ante ninguna difi cultad real. Pero su primer encuentro el 29 de abril de 1888 transcurrió muy felizmente. Stanley describe la escena en su libro In Darkest Africa: « A las ocho, en medio de un gran júbilo, y tras repetidas salvas de rifles, el propio Emin Bajá entró en el campo acompañado del capitán Casati y Mr. Jephson, y uno de los oficiales del bajá. Les estreché la mano a todos, y pregunté quién era Emin Bajá. Luego, una figura algo pequeña, delgada, con gafas, atrajo mi atención diciendo en un inglés excelente: “ Le doy a usted sinceramente las gracias, Mr. Stanley; en verdad no sé ç0mo expresarle mi agra decimiento,”
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» ‘‘Ah, ¿es usted Emin Bajá? No me dé las gracias, pero entre, y siéntese. Está tan oscuro aquí afuera que no podemos vernos uno a otro." •Nos sentamos a la puerta de la tienda, y una vela de cera iluminó la escena. Y o me había figurado ver a una ñgura alta, flaca, de aire marcial, con un decolorado uniforme egipcio, pero en lugar de ello vi una pequeña ñgura descarnada, con un bien ajustado gorro turco y un magnífico traje de algodón blanquísimo perfectamente entallado (1). •Una oscura barba grísea guarnecía un rostro de estampa ma giar, si bien unas gruesas gafas le daban una ligera traza de italiano o español. No mostraba señales de mala salud o de ansiedad; más bien indicaba buen estado del cuerpo y de paz de la mente. El capitán Casati, por otra parte, aun cuando era más joven, aparecía flaco, devorado por la inquietud, desvaído y envejecido. Iba igual* mente vestido con ropas claras de algodón y un gorro egipcio cubría su cabeza.» Se descorcharon cinco botellas de champaña de media pinta, y mantuvieron una conversación de dos horas. Al día siguiente Stanley entregó las treinta y una cajas de mu* niciones «Remington» que había traído, y Emin, con sus soldados sudaneses desfilando magníficamente por la ribera, condujo a su huésped a bordo del Khedive. Luego navegaron alegremente lago arriba, y Emin parecía estar dispuesto a hablar de cualquier cosa menos de la cuestión por la que se habían reunido. «N o puedo de ninguna manera colegir cuáles son sus intenciones... — escribía Stanley en su diario— , pero el aire del bajá es siniestro. Cuando propongo un retomo al mar con él, tiene la costumbre de golpearse ligeramente la rodilla y sonreír de un modo vago como diciendo "Y a veremos". Es evidente que le resulta .difícil renunciar a su posición en un país donde ha ejercido las funciones de virrey.» Había algo de verdad en esto. Emin estaba considerando cuida dosamente su situación. Le parecía que no le esperaba ningún gran porvenir a su regreso a El Cairo, mientras que en Ecuatoria continuaba siendo la figura principal de la escena, o de cualquier modo lo era nominalmente. ¿No podría, con la ayuda de Stanley, establecerse en Ecuatoria como un gobernador independiente, en cierto modo? Pero la expedición de Stanley había constituido una gran desilusión, pues había traído muy pocas provisiones consigo y una comitiva muy débil ,y exhausta. Más aún, qué efecto cau saría el arribo de Stanley con sus propios hombres medio amoti nados? Durante diez años o más habían vivido allí, donde tenían (1 ) Emin tenía en realidad una estatura de cinco pies y seis pulgadas. Un uniforme de ceremonia que Stanley había traído de El Cairo para él, resultó tan grande que los pantalones tuvieron que acortarse seis pulgadas.
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sus hogares, y muchos de ellos habían instituido harenes y fami lias. Quizá los egipcios estarían dispuestos a acompañar a Stanley a la costa, ¿pero lo desearían los sudaneses, ahora que su país había caído en poder del Mahdi? Si decidían quedarse, Emin debía permanecer con ellos. En verdad, quería permanecer. ¿Por qué debería abandonar al califa aquella verde y floreciente región donde había trabajado durante tanto tiempo? En conjunto, pensaba Emin, había en ello una excelente coyun tura para una dilación. No reveló a Stanley la fragilidad de su propia situación, pero en cambio expresó sus dudas sobre la apti tud de Stanley para conducir a la guarnición — en total diez mil de ellos con sus esposas e hijos— hacia la costa. Stanley dijo que podía hacerlo, pero Emin todavía vacilaba. Era perfectamente claro que una vez que se hallaran en camino hacia Zanzíbar, Stanley se mostraría cruel e insensible y los obligaría
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a avanzar penosamente. Todos en Africa sabían lo que les ocurría a los que se rezagaban en los viajes que efectuaban con él. Durante las primeras tres semanas de mayo no se hizo pro greso alguno en la cuestión, y en el relato que Stanley hace de ello en su In Darkest Africa se nota un creciente tono de irritación. Pero no podía ser demasiado brusco con Emin en aquella fase, pues el khedive estaba constantemente trayendo provisiones y ropas a su campamento desde Wadelai. Procuró poner fin a la dis cusión saliendo con sus dos proposiciones para el futuro personal de Emin: ¿querría Emin gobernar Ecuatoria en nombre del rey de los belgas con un sueldo anual de mil quinientas libras esterlinas, y una cantidad de diez mil a doce mil libras para gastos de ad ministración? ¿O preferiría acaso ir con su guarnición al ángulo nordeste del lago Victoria y establecer allí una nueva colonia para la Compañía Británica del Africa Oriental? N i siquiera estos ofre cimientos convencieron a Emin. Rechazó de plano la propuesta belga, aduciendo que después de tantos años de servicio con los egipcios no podía cambiar de bando. La proposición británica la halló más atractiva, pero, sin embargo, no quería comprometerse. Al final se decidió que mientras Emin, Casati y Jephson perma necían atrás y sondeaban a la guarnición respecto a si deseaban marcharse o quedarse, Stanley efectuaría el temible viaje de vuelta, de setecientas millas, al río Congo para reagrupar su retaguardia. El 24 de mayo se puso en camino. Aún actualmente, apenas es posible leer el relato que Stanley hace de aquel horrible viaje que no cejó un momento. Es como alguna oscura leyenda germánica en la cual toda la naturaleza se retuerce en monstruosas formas, donde se amontona horror sobre horror, y las pequeñas figuras de los pigmeos y gnomos al acecho de la especie humana, entran y salen con rápidos movimientos de un marco de pesadilla como en un lienzo pintado por Jerónimo Bosch. Hay un perpetuo crepúsculo en la selva, y en el denso follaje monos y papagayos pasan fugaces emitiendo chillidos y extraños sonidos. Más abajo, en el terrible calor de la viscosa y sombría maleza, los árboles crecen horizontalmente por un trecho de quince metros o más en su desesperada pugna hacia la luz, y nidos de avispas cuelgan por entre las largas enredaderas de sus troncos. Todo hombre es un enemigo en ese mundo sumergido. El salvaje africano, sorprendido de repente, levanta instintivamente su arma, se para mirando con asombro por un instante, y luego se desvanece como un fantasma. El cuadro que Stanley, tal vez inconscientemente, ofrece de sí mismo es el de algún animal salvaje y peligroso avanzando con ímpetu a través de la vegetación, y ésa, sin duda, es la efectiva impresión que él causó entre los pigmeos y las bestias allí vivien tes. L o s porteadores que Emin le había prestado conocían hasta
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aquel punto sólo los claros paisajes de los lagos, y ahora su oscura piel se volvía de un color gris azulado, una señal fatal para un negro, pues era precursora de muerte; y en efecto, morían por veintenas a medida que la marcha proseguía. La firmeza de Stanley frente a aquellos desastres era tremenda, pero él confiesa que cuando por fin alcanzó su retaguardia en el río Aruwini, un tributario del Congo, sentía que estaba enloque ciendo. Un año antes había dejado allí a unos centenares de hom bres bajo el mando de cinco oficiales blancos, los cuales tenían instrucciones de seguirlo hasta el lago Alberto tan pronto como Tippu Tib proporcionara los porteadores que había prometido. Pero esta retaguardia apenas se había movido. Tippu Tib, natu ralmente, no proporcionó los porteadores, apenas Stanley hallóse fuera del alcance de la vista, y poco después, Barttelot, el jefe del bando, murió asesinado por uno de sus propios hombres; otro oficial blanco tuvo que ser devuelto como inválido a Inglaterra, un tercero había desaparecido río abajo, y Jameson, el segundo en el mando, se suponía que se dirigía hacia arriba en alguna parte de la retaguardia. Parecía que Jameson había estado realmente enviando de vuelta a la costa occidental provisiones que consi deraba innecesarias, y entre aquellos pertrechos se encontraba el equipo personal de Stanley y su particular provisión de gollerías de Fortnum y Masón. Stanley le envió una furiosa carta diciendo que era un completo idiota y ordenándole que presentara un in forme en seguida. No hubo respuesta; por entonces, Jameson, que estuvo delirante por el paludismo, había fallecido también. Tales bajas dejaron a Stanley solo con Bonny, el único oficial blanco que quedaba de la retaguardia, y los restos de sus portea dores zanzibareños, la mayor parte de los cuales encontrábanse enfermos o medio muertos de hambre. N o obstante, se las arregló para reunir cuatrocientos o quinientos hombres que pudieran andar, y la mitad de éstos estaban todavía vivos cuando regresó al lago Alberto en diciembre de 1888, tras una ausencia de seis meses. Una nueva serie de infortunios le aguardaban allí. No había ningún rastro de Emin, Casati o Jephson, y luego llegaron cartas de ellos comunicando que les habían sucedido terribles desastres mientras Stanley estuvo ausente. En Dufilé, la más septentrional de las restantes guarniciones, los soldados egipcios de Emin se habían alzado en rebelión, aparentemente con la vaga idea de apre sar a Stanley y sus provisiones a su regreso al lago Alberto, y de establecerse como u n a fuerza independiente. Emin y sus dos com pañeros habían sido prendidos y mantenidos en estrecho encierro durante tres meses. Fueron los árabes los que hicieron entrar en razón a los amo tinados. Durante todo ese tiempo los buques del califa habían
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estado subiendo por el N ilo Blanco desde Khartum. A primeros de octubre de 1888 llegaron a Lado, y poco después aparecieron en Dufilé, tres enviados árabes con la pretensión de que la guarnición egipcia debía rendirse. Un pánico enorme se apoderó de ella. Los tres enviados fueron asesinados. A Emin y sus compañeros se los libertó apresuradamente, y los amotinados, olvidándose todos de sus designios de insurrección, huyeron hacia el Sur, abando nando Duñlé y una docena de otros puestos al enemigo. Los tres hombres blancos estaban ahora emprendiendo lentamente el cami no de regreso al lago Alberto, con la esperanza de encontrar a Stanley allí. Emin no podía aún decir lo que sus diez mil soldados y sus familias pensaban hacer; la mitad de ellos le eran en aquel momento leales y probablemente se hallaban dispuestos a escapar con Stanley hacia Zanzíbar, la otra mitad estaban todavía contra él, y no había autoridad efectiva en ninguna parte. Stanley maniñesta que quedó horrorizado y desilusionado cuan do supo tal noticia. Emin le había dado la impresión de que ejer cía un perfecto dominio sobre su guarnición, y que podía muy bie^. resistir a los árabes en el Norte. Ahora era evidente que él no podía hacer nada de eso. Ecuatoria como un coherente Estado en el centro de África, había dejado de existir, y el propio Emin no estaba en situación de engañar con embustes o de imponer obli gaciones por más tiempo. No era mucho más que un refugiado, la clase de refugiado, se imagina uno, que Stanley habría casi pre ferido hallar en primer lugar. Envió una carta a Emin comunicán dole que le concedería sólo veinte días para alcanzar la extremidad meridional del lago y luego partirían para Zanzíbar. Emin respondió que puesto que Stanley no quería esperar, le decía adiós. Sin embargo, él volvió realmente al campamento de Stanley en febrero, y hubo una especie de reconciliación entre los dos hombres. Stanley accedió a esperar-unas cuantas semanas más hasta que los seguidores de Emin que deseaban escapar de Ecuatoria, se les hubieran unido. Durante el mes de marzo aquellas gentes bajaron en dispersos grupos al extremo meridional del lago, y ése fue quizá para Stanley el período más enloquecedor de todos. Se había mostrado dis puesto a aceptar a las mujeres y niños y hasta a las concubinas, pero su equipaje lo consideraba excesivo. Traían consigo amola deras, tinajas de cerveza, armaduras de cama, todos sus últimos efectos transportables, y los porteadores zanzibareños de Stanley veianse obligados a conducir aquellos enormes bultos por riscos de seiscientos metros de altura, que separaban su campamento de las orillas del lago. El campamento mismo pronto estuvo hirviendo de descontento, y se produjeron fuertes pendencias entre los zan zibareños y los egipcios. A Stanley le parecía que Emin sólo aumen taba la confusión, pues no hacía nada para mantener su autoridad.
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y a todo perturbador que era llevado a su presencia para ser cas tigado, lo mandaba fuera, perdonado. Pasaba los días ocupado en la «frivolidad» de sus colecciones de plantas y aves. Jephson daba nefastas señales de caer bajo la pasiva influencia de Emin, y Ca sad, rodeado de su familia de mujeres indígenas, estaba claramente desmoralizado. No es difícil imaginarse el frenético deseo de Stanley de li brarse de aquel cerco que invariablemente se iba estrechando en torno suyo, y a primeros de abril los oficiales egipcios le propor cionaron la oportunidad. Eran bastante simples para imaginar que podían aniquilar a los hombres blancos y tomar el mando de la expedición, y de hecho estaban hurtando armas para tal fin cuando Stanley saltó sobre ellos. Los conspiradores fueron agrupados, desarmados y amenazados de muerte — una sentencia que Stanley ciertamente habría llevado a efecto si se le hubiera hecho la más ligera provocación— , y se dieron órdenes para iniciar inmedia tamente la marcha. Por entonces habían llegado unos seiscientos hombres de la gente de Emin, y a éstos fueron añadidos cerca de un millar de los de Stanley. La larga columna partió hacia el Sur en dirección al Ecuador, se detuvo durante un mes, cuando Stanley y Jephson fueron presas del paludismo, y luego avanzó de nuevo con gran trabajo. Fue en aquella ocasión cuando Stanley contempló la pers pectiva de la cual sólo había tenido una vislumbre unos doce meses antes: la nieve perpetua en las cimas de la cordillera Ruwenzori, las supuestas Montañas de la Luna. El banco de nubes que cuelga siempre en tomo a los declives superiores (la Ruwenzori es una de las cordilleras más húmedas del mundo), se replegaba en una extensión suficiente para permitirle divisar los más altos picos elevándose a unos cinco mil metros hacia el cielo, y ésa era una marca más que él añadía al mapa de Africa. En el lago Alberto, los dos buques, el Khedive y el Nyartza, y el resto de los seguidores de Emin fueron abandonados (1). Considerado en su totalidad, el viaje de mil quinientas millas hacia la costa resultó menos desastroso de lo que podía haberse esperado. En agosto, la columna había rodeado el borde sud oeste del lago Victoria, y en Usambiro hallaron al misionero britá nico Alexander Mackay esperando para recibirlos, con una cantidad de provisiones que habían sido enviadas desde la costa oriental. Allí descansaron en las casas de la misión, aproximadamente duran te tres semanas, y en octubre continuaron adelante otra vez, dejando a Mackay tras ellos. La ametralladora despejó su camino a través de tribus belicosas. Es evidente, por lo que se desprende del libro de Stanley, que (1 )
Los dos buques, finalmente, se fueron a pique.
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sus relaciones con Emin se habían hecho ahora casi imposibles. Emin, detestando por completo la idea de ser libertado, pero in capaz de resistir, se hallaba en una displicente y recelosa dispo sición de ánimo. En las paradas no hacía otra cosa sino ocuparse de sus colecciones científicas. Durante la marcha tomaba sólo una tacita de café por la mañana y no comía nada en todo el día hasta la noche. Evitaba a Stanley tanto como podía, y en cambio se dedicaba a Ferida, su hijuela medio abisinia, la cual era conducida en una hamaca al frente del burro que él montaba. Sin duda sacaba el mayor valor de sus pequeñas ventajas; al fin y al cabo, él era el principal trofeo de la expedición, y Stanley difícilmente podía abandonarlo. Los propios sentimientos de Stanley eran una extraña mezcla. Parece al mismo tiempo irritado y atraído por Emin; habla continuamente de él en su libro, no puede dejarlo solo. «Aquí — dice — está un hombre sumamente inteligente, una es pecie de guru oriental lleno de cortesía y complacencia. ¡ Pero qué canijo! (Cómo lo intimidan sus subordinados, cómo vacila y se demora! En todos sus años en Ecuatoria descuida las maravillosas oportunidades que se le ofrecen para explorar, y en vez de ello malgasta su tiempo con sus ridiculas colecciones; un hombre paté tico con ese gorro mahometano en la cabeza y la catarata en el ojo. ¡Y al final, cuán desagradecido!» Es una pena que, excepto unas cuantas breves notas y algunas cautelosas cartas, no poseamos el relato de Emin sobre este viaje, especialmente en sus últimas etapas, pues su conclusión es un extraño embrollo de vanidad y herido orgullo. Cerca de la costa, la columna encontró a una expedición alemana que había salido en busca de ellos, y Emin quedó al principio aturdido y luego agra dablemente sorprendido al enterarse de que se había convertido en una celebridad. El 4 de diciembre de 1889, dos años y diez meses después de que la expedición hubiera salido de la desembocadura del Congo, Stanley y Emin, acompañados de un grupo de oficiales alemanes, cabalgaban al frente de la columna hacia Bagamoyo para encontrar una población engalanada en su honor, y cuatro navios británicos y alemanes en el puerto. Una guarnición alemana se había establecido hacía poco allí, y a las 7,30 de aquella tarde los dos viajeros tomaban parte en un banquete abundante en champaña, con una banda de uno de los cruceros alemanes que tocaba también en honor suyo. Fue una ocasión emotiva y ani mada, pues a Stanley y Emin hacía mucho tiempo que se les consi deraba perdidos, y ahora la gran noticia de su llegada estaba a punto de irrumpir en el mundo. Stanley indica que bebió mucho y se regaló con los exquisitos bocados puestos ante él, y sin duda los otros siguieron su ejemplo. Emin, complacido por hallarse de nuevo entre alemanes, y confundido al recibir un telegrama
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personal del Kaiser, hizo dos discursos. Luego se levantó y salió de la sala. Se creyó que quizá se sentía indispuesto, pero transcurrió algún tiempo antes de que fueran en su busca. Luego se com probó que, a causa de su deficiente vista, había perdido pie en un balcón, cayéndose de una altura de cuatro metros al suelo. Los oficiales alemanes salieron precipitadamente y le echaron agua encima, pero había sufrido un fuerte golpe en la cabeza y perma neció inconsciente durante toda la noche. Stanley aguardó un día mientras Emin era tratado en el hospital de Bagamoyo, y luego el 6 de diciembre, con el resto de sus hombres, navegó con una flotilla de buques de guerra hacia Zanzíbar. Desde Zanzíbar mandó a preguntar por el paciente, y Parke, el médico de la expedición, permaneció en Bagamoyo para cuidarlo. Pero los cuidados de Parke no eran muy bien mirados en el hospital, y Stanley no recibió ningún mensaje de Emin; en realidad, nunca volvió a tener noticia de él. Había, sin embargo, muy poco tiempo para que Stanley cavi lara sobre esta infortunada separación, pues por entonces la no ticia de su próxima llegada se había esparcido alrededor del mundo, y era al libertador y no al hombre al cual había libertado a quien el público quería aclamar. Llegó a E l Cairo el 16 de enero de 1890 para hallar que el mundo entero vibraba con el clamor de su nombre. Telegramas de la reina Victoria, del emperador de Ale mania, de Leopoldo, del jedive y del presidente de los Estados Unidos. Afectuosas cartas de Mackinnon y de su delegación en Londres. Invitaciones para banquetes en cantidad innumerable. En una palabra, un derroche de alabanzas. Stanley lo resistió muy juiciosamente por el momento. Buscó «una vivienda retirada» en £1 Cairo, el Hotel Villa Victoria, y allí, el 25 de enero, empezó a escribir la narración de su viaje. Avanzando a razón de veinte páginas impresas por día, terminó dos volúmenes exactamente en cincuenta días, y luego partió para recibir la bienvenida que le esperaba en Inglaterra. Tenia entonces cincuenta años. In Darkest Africa fue publicado después en seis idiomas, en 1890, y alcanzó un éxito inmediato. Luego, en el mismo año se celebró el casamiento de Stanley con la artista Dorothy Tennant, el otorgamiento de grados honoríficos al explorador por las Univer sidades de Oxford, Cambridge y Edimburgo, la compra de una casa en Furze Hill, cerca de Pirbright (donde fueron dados los nombres de Stanley Pool y las Montañas de la Luna a un estanque y a un montículo en el jardín), y más tarde sus viajes para dar conferen cias, su ingreso en el Parlamento, y finalmente, en 1899, su enco mienda de caballero. El cazador salido del monte había retornado al hogar, y el pilluelo de Gales había hallado su lugar al fin. N o faltaron las críticas, por supuesto. Ellas señalaban que casi 20— 2.166
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la mitad de la tropa de Stanley constituida por setecientos zanzibareños y somalíes había muerto, que sólo doscientos sesenta de la guarnición de diez mil hombres en Ecuatoria había llegado al final a El Cairo, y que Emin, el principal objeto de la expedición, había sido abandonado, con el cráneo roto, en Bagamoyo. Hasta se decía que la cantidad de marfil por valor de sesenta mil libras esterlinas había sido hurtada de Ecuatoria por un mercader árabe antes de que Stanley llegara allá, cosa que, en todo caso, Stanley nunca lo mencionó. A la luz de estos hechos, difícilmente podía decirse que la expedición hubiera tenido éxito. Tres de los oficiales blancos supervivientes escribieron libros sobre sus experiencias, y los diarios y cartas de dos de los fina dos, Barttelot y Jameson, fueron también publicados. No todos los autores hacían muy favorables descripciones de Stanley; era su crueldad la que principalmente se recordaba, el toque de mega lomanía. A Casati, el italiano, en años ulteriores se le veía cerrar los puños a la sola mención del nombre de Stanley, y Emin, que estaba restableciéndose lentamente en Bagamoyo, rompió toda re lación no sólo con su libertador, sino también con los ingleses. Nadie, por otra parte, estaba muy dispuesto a admirar las nego ciaciones de Stanley con el negrero Tippu Tib. Pero esto constituían pequeñas voces dentro de una tempestad de aplausos. Los azares del viaje habían sido muy grandes; se consideraba que Stanley era el único hombre que podía haber conducido la expedición, y en 1890 aparecía incontestablemente como el más grande de todos los exploradores vivientes, el prin cipal descubridor del Africa central. Ante sus realizaciones uno podía pasar por alto, de cualquier modo, por el momento, el hecho de que el Nilo Blanco, a lo largo de su entera extensión, desde Khartum hasta los Grandes Lagos, hubiera vuelto otra vez a la barbarie en la que Speke y Grant lo hallaran cerca de treinta años antes.
CUARTA PARTE
La v ic to r ia c ris tia n a
Capítulo XVIII EL RÍO ABIERTO Pensaría dos veces en la opinión que un inglés tenga de su vecino, pero cree ría sin reservas en su descripción sobre las extensiones superiores del Nilo. W
a s h in g t o n
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La expedición de Stanley fue el último de los grandes viajes privados al Nilo. En 1889 los acontecimientos en el Africa oriental y central ya no eran dirigidos por individuos sino por los gobiernos europeos, y la lucha abierta por nuevas colonias había empezado. El vago imperio de Barghash, que se extendía teóricamente desde Zanzíbar hasta casi el Nilo Blanco, puede tal vez ser comparado al presente con algún anticuado negocio casero que ha logrado mantenerse en movimiento durante años con sus efectos depre ciados y sus métodos cada vez más desusados. Tarde o temprano unos resueltos intrusos venían obligados, por decirlo así, a acapa rar un interés predominante en la Compañía, y luego lanzar a sus desmañados administradores a un cómodo y humillante retiro. Algo parecido a esto, en todo caso, ocurrió cuando Alemania, en la época de Bismarck, decidió penetrar en la tierra fírme del África oriental, la cual los ingleses y los sultanes de Zanzíbar habían dejado inculta durante tanto tiempo. En 1884, Karl Peters, quien en muchos aspectos es la contra partida alemana de Stanley en Africa, hizo su célebre incursión en los dominios de Barghash, y fue mucho más perseverante de lo que habían sido el capitán McKillop y Chaillé-Long en 1875. Viajan do hacia el interior desde la costa de Zanzíbar, en dirección a Kilimanjaro, persuadió a un grupo de jefes indígenas para que aceptaran la protección de su reciente formada Sociedad de Colo nización alemana. Era, como el profesor Coupland ha señalado, cínico, burlesco y eficiente; los jefes locales no sabían leer ni escribir y tenían muy poca idea de la verdadera naturaleza de los
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tratados que firmaban con sus cruces. Peters solo no era nada en el mundo, pero cuando Bismarck, como cual un poderoso banquero decidió ayudarlo, la cosa cambió completamente. Barghash y Kirk en Zanzíbar podían declarar que aquello era poco menos que la hostil invasión del país de un gobernador independiente, pero sentíanse impotentes sin el apoyo del Gobierno británico; y éste no lo tenían. El pueblo inglés no experimentaba ningún deseo de contrariar a los alemanes; Khartum había caído hacía poco, Egipto no estaba todavía afirmado, e Inglaterra necesitaba el apoyo de Bismarck en su contienda con los franceses en Africa. Gladstone mismo demostró estar muy poco impresionado cuando tuvo noticia de las hazañas de Peters en «el montañoso país más allá de Zanzí bar, de un nombre no recordable». «S i Alemania llega a ser una potencia colonizadora — declaró é l — , todo lo que puedo decir es que “ Dios le ayude” .» La ayuda de verdad fue prestada por los buques de guerra de Bismarck. En agosto de 1885 el jefe de escuadra Paschen, al mando de las unidades Storch, Gneisenau, Prinz Adalbert, Elizabeth y Ehrenjels, dispuso a sus navios en línea frente a Zanzíbar, mostró sus cañones, e informó a Barghash que dentro de veinticuatro horas tenía que reconocer los tratados de Peters en la tierra firme y llegar a un acuerdo con Alemania. Kirk, siguiendo instrucciones de Londres, no podía intervenir; realmente, se vio obligado a pres tar sus servicios a los alemanes conduciendo las negociaciones, y a fines de año fue firmado un acuerdo. Tras esto, Gran Bretaña y Alemania no tardaron mucho tiempo en llegar a un amistoso convenio para la desmembración del im perio del sultán. Los alemanes consideraban que Garghash podía pretender su derecho sólo en las áreas donde su autoridad era reconocida, y esas áreas, según determinaban ellos, incluían úni camente las tres islas de Zanzíbar, Pemba y Mafia, y una faja de la costa del continente de diez millas de profundidad y seiscientas de longitud. El resto de la gran meseta del Africa oriental, que se prolongaba en una extensión de mil millas hacia el interior, era descrita como una legítima «esfera de influencia», la cual corres pondía a las potencias europeas repartirse entre ellas. El coronel Kitchener, el representante británico en la comisión para la delimitación de las fronteras (había ido al Sur hasta Zanzí bar desde el Sudán), estaba casi tan indignado como Kirk por esta cínica manera de considerar la situación, pero tenía instruc ciones para aceptarla en nombre del Gobierno británico, y se ela boró un convenio oficial en Londres en 1886: a Barghash se le permitía conservar sus tres islas y la franja costera, y el resto del territorio que había estado nominalmente bajo su dominio fue toscamente dividido en dos mitades: el área conocida actualmente como Tanganika era adjudicada a los alemanes, y la parte que
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constituye hoy el territorio de Kenia quedaba para los ingleses. Los limites occidentales de esta vasta apropiación se dejaron sin definir, y por el momento Buganda parecía ser un campo libre. Hacia entonces veinte años que K irk se hallaba en Zanzíbar, y su política se había derrumbado totalmente. Había asegurado a Barghash que, en recíproca correspondencia por la supresión del tráfico de esclavos, podía contar con los ingleses para conservar su independencia, y ahora esa independencia se había desvanecido para siempre. Había tratado de inducir a los ingleses a desarrollar el Africa oriental antes de que llegaran las otras potencias euro peas, y no se había hecho nada. Había procurado mantener la paz entre los africanos, cristianos y musulmanes, y ahora los árabes se estaban armando en todas partes contra los europeos, y hombres como Peters, quien en cuanto a pura crueldad dejaba pequeño al propio Stanley, se ocupaba en enseñar a los africanos a odiar a los hombres blancos como nunca lo fueran antes. Hasta el tráfico de esclavos, sacando provecho de la general confusión, daba se ñales de reanimarse (1). A primeros de 1886, K irk fue honrado con la distinción de Caballero de la Gran Cruz de la Orden de San Miguel y San Jorge, y en julio partió con permiso para Inglaterra. Sin duda tenía la prevención de que no se le pediría que volviera a Zanzíbar, y en Londres esto le fue confirmado. Si se sentía amargado no hacía manifestación alguna de ello. Coupland cita una carta que él es cribió a un amigo en 1887: «Puede ser que tenga que regresar a Zanzíbar. Lord Salisbury (quien había sucedido a Gladstone como primer ministro) lo desea, pero mi regreso no es del agrado de Bismarck, y él tiene tanto que ver en nuestros nombramientos políticos como nuestro propio Gobierno.» Esto, de momento, era completamente cierto, en cualquier caso por lo que concierne al África oriental. El sucesor de Kirk, Holmwood, también desagra, daba a Bismarck, y pronto fue destituido. En cuanto al propio Kirk, se quedó en Inglaterra como director de la «Compañía Impe rial Británica del África Oriental», la cual por aquel tiempo, tardía mente, fue formada por William Mackinnon y sus amigos como una competidora de la compañía alemana. Barghash no sobrevivió mucho tiempo a la partida de Kirk. Apenas puede sorpre^ '-'r que estos acontecimientos lo hubieran dejado desilusionado y abatido. Aumentaba constantemente su re pugnancia a conducir los negocios públicos, y en marzo de 1888 murió a la temprana edad de cincuenta y un años. Su hermano menor, el califa Sayyid, lo sucedió en un trono que casi no contaba (1 ) E l último barco coiv esclavos de que se tenga conocimiento en el África oriental fue apresado en 1899, pero el tráfico no fue enteramente abolido en Zan zíbar hasta 1907, y en Tanganika hasta 1922.
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en el nuevo estado de cosas en Africa, pues por entonces la gran apropiación europea de tierras habla empezado. Esencialmente era una lucha por el interior entre Alemania y la Gran Bretaña, y Buganda (la cual había quedado excluida del acuerdo de 1886) era el premio. No necesitamos relatar aquí en detalle la historia de la con quista final del país, pues ella no pertenece a la época de las explo raciones en el Nilo Blanco, sino a la política del Africa moderna. En 1890 fue resuelto el punto esencial: en julio de aquel año, representantes de los Gobiernos alemán y británico, reunidos en Londres, acordaron que la totalidad de Uganda fuera cedida a los ingleses como una esfera de influencia. Emin desempeñó un extraño papel en estos acontecimientos. Permaneció durante cuatro meses en Bagamoyo, restableciéndose de su caída, y su accidente parece que aumentó, si cabe, sus rarezas y extravíos. Durante mucho tiempo nadie pudo descubrir qué era lo que él quería hacer: volver a Egipto o a Europa, donde fuera colmado de distinciones por las Universidades y sociedades cien tíficas, o quedarse y terminar su trabajo en Africa. Negoció con las dos compañías, británica y alemana, ofreciendo sus servicios al principio a una parte y luego a la otra. No existía, sin embargo, ninguna clase de duda sobre el resultado. Después de tantos años de expatriación y de vivir la vida de un musulmán, habría resul tado una abrumadora cosa para él hablar de nuevo su propia lengua y ser honrado por sus propios compatriotas. Estaba hon damente conmovido por el telegrama que recibió del emperador, y cuando a este hecho sucedió la concesión de una medalla, de Segunda Clase de la Orden de la Corona, con una estrella, sintió que le renacía todo el orgullo y el patriotismo del oficial colo nial que, de repente, tras muchos años de oscuridad, se ve men cionado en la lista de honor. Ya, por fin, no estaba solo; el peso de la responsabilidad personal que había sostenido durante tan largo período en Ecuatoria le fue quitado, y tenía un poderoso protector tras él. Cuando no se había aún restablecido completamente de su accidente — estaba parcialmente sordo de un oído y tragaba con dificultad— , se anunció que Emin se habla unido a los alemanes y conduciría una nueva expedición para ellos hacia el interior. Entre los ingleses causó mucha amargura la comunicación de tal noticia; al fin y al cabo ellos no habían libertado a Emin simple mente para que pusiera sus servicios a disposición de los alemanes. Pero Emin no podía hacer caso de sus adversarios ahora. Se halló pronto atrincherado en el campo alemán de Bagamoyo, y sus cartas revelan que compartía el general sentimiento de hostilidad que existía allí hacia los ingleses. Compró una finca fuera de Bagamoyo, instaló a su hija en la ciudad bajo la protección de un guardián, que tenía instruc
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ciones de enseñarle alemán, y a fines de abril de 1890 se hallaba de nuevo preparado para conducir su expedición al interior. Un zoólogo alemán, el doctor Franz Stuhlmann, tres oficiales alemanes y unos setecientos africanos fueron puestos bajo su mando, y Emin disponía de una vasta provisión de armas y municiones. Las órde nes que tenía eran de «proteger en nombre de Alemania los te rritorios situados al sur y a lo largo del lago Victoria hasta el lago Alberto». Iba a «hacer saber a la población que estaban colocados bajo la hegemonía y la protección alemana, y a destruir y rechazar la influencia árabe en la medida de lo posible». En otras palabras: iba a apoderarse de Uganda y de las fuentes del Nilo antes de que los ingleses pudieran llegar allá. Poco después de abandonar la costa, no obstante, fue infor mado del nuevo acuerdo por el cual Uganda había sido concedida a los ingleses, y se le ordenaba ahora que limitara sus actividades a Tanganika. Pero Emin decidió proseguir. ¿Quién sabe qué visiones agitaban su fatigada y debilitada mente? Tal vez fue incitado a la desobediencia por Peters, al cual había encontrado en su camino hacia arriba desde la costa. Quizá soñaba en reunirse con sus soldados, los cuales Stanley había dejado junto al Nilo en Ecuatoria, y en establecerse de nuevo allí en un reino independiente. Acaso, como tantos otros antes que él, era impelido hacia adelante por la obsesión de los vastos e inexplorados espacios del Africa mismo. Sea lo que fuere, habiendo fundado la ciudad de Bukoba, en el borde occidental del lago Victoria, prosiguió adelante en dirección al Norte, no obedeciendo las repetidas órdenes de que regresara a la costa. En 1891 logró de hecho establecer contacto con sus antiguos soldados en el extremo meridional del lago Al berto, pero la mayor parte de ellos se negaron a reconocerlo como su jefe por más tiempo. Muchos de los hombres y sus familias iban ahora vestidos con las pieles de animales salvajes, y habían que dado reducidos a una pendenciera y desordenada chusma. Tras unas semanas de inútiles coloquios, Emin los abandonó y continuó hacia el Congo. Por entonces los alemanes lo habían repudiado, y los últimos meses de su vida son la lastimosa historia de un hombre poseído. Parece haber alimentado la fantástica idea de que con los restos de su pequeña columna podría atravesar el Africa hasta el Camerón en la costa occidental, y como Livingstone antes que él, persistía tenazmente en su trabajo científico, creyendo que, al final, ello justificaría todas sus acciones y compensaría toda penalidad. « ¡H e cogido un ratón colorado al fin! — anuncia una de las anotaciones finales de su diario— . Reunido veinticinco nuevas especies de aves; matado un joven cocodrilo.» Cuando la viruela irrumpió en su campamento, se envió a Stuhlmann de vuelta al lago Victoria con los hombres que podían andar, entendiéndose
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que Emin los seguiría tan pronto como los enfermos se hubieran restablecido. Pero es dudoso que él hubiera vuelto atrás alguna vez. En octubre de 1892, dos años y medio después de haber aban donado Bagamoyo, tuvo su inevitable cita con la muerte en las honduras del Congo, a unas ochenta millas al sur de las cataratas de Stanley; un grupo de negreros árabes lo acometieron en su tienda y lo degollaron. Tenía cincuenta y dos años. Transcurrió otro año antes de que llegaran al mundo exterior noticias exactas de la suerte de Emin, y sus asesinos fueron perseguidos y eje cutados por oficiales belgas en el Congo. La mayor parte de su patrimonio (cinco mil doscientas libras esterlinas le habían sido pa. gadas por el Gobierno egipcio por su tarea en Ecuatorial se lo dejó a su hija, y ésta quedó al cuidado de sus parientes en Alemania. Emin era ciertamente la inteligencia más preclara del Africa central desde el tiempo de Burton. Harry Johnston, que llegó a Uganda como administrador británico unos años después, lo cla sificaba como uno de los más grandes exploradores del continente africano en el sentido de que procuró comprender a Africa y la exuberante vida que hallara allí, más bien que tratar al país sim plemente como un espacio en blanco que había de ser «descubierto» y trazado en un mapa. De cualquier modo, Emin pertenece a ese pequeño grupo de aventureros que hicieron accesible el Nilo Blanco a la civilización, y entre la masa de nuevos hombres que avanzaban poco después sobre el río, sólo unos cuantos, como Lugard, podían igualar su talla. Estos recién venidos eran soldados y administradores más bien que exploradores. Marchaban en grupos y equipos y llevaban los uniformes de gobiernos europeos. No conocían en la misma extensión que sus predecesores el aplastante y sin embargo cauti vador peso de la soledad en Africa. Los prir eros pioneros desaparecían muy prontamente entonces. Los dos misioneros, Mackay y Lourdel, fueron enterrados en el Africa central, con seis meses de diferencia uno de otro, en 1890 (no habiendo vuelto ninguno alguna vez a Europa), y, en aquel mismo año Burton murió en el consulado británico en Trieste. Un gran mapa de Africa pendía por encima de la pared de su cama junto con una inscripción árabe: *Todo pasa.» Grant fue enterrado en Escocia en 1892, y en el siguiente año Baker murió en medio de sus trofeos deportivos en su casa, cerca de Newton Abbot. Su esposa, no obstante, vivió muchos años más: una anciana dama espartana y resuelta que no permitía fuegos en la casa desde mayo a octubre. El sobrino, Julián Baker, quien había tomado parte en la expedición de socorro de Gordon, pudo finalmente alcanzar el grado de almirante en la Marina británica. Sólo Stanley entre los grandes exploradores sobrevivió en el actual siglo. Murió en su casa, en Inglaterra, en 1904.
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Uno siente que toda esta gente, con la excepción de Lourdel, habrían dado su beneplácito al final establecimiento de Uganda bajo la hegemonía británica en los años de 1890. Lugard, el principal artífice del moderno estado, era un hombre tal como a ellos les gustaba: percibía sus fines con la mayor claridad y se encaminaba hacia ellos con una asombrosa energía. Pero era, no obstante, sólo un joven y oscuro oficial de treinta y dos años cuando llegó a Mengo como empleado de la «Compañía Británica del Africa Oriental» — por entonces establecida en el número 2 de la Pall Malí, en Londres, con un capital de doscientas cincuenta mil libras esterlinas— a fines de 1890. En dos años había establecido una serie de puestos desde Mombasa hasta el Nilo (la verdadera ruta hacia Uganda, como Gordon había previsto hacía mucho tiem po), había firmado un sólo tratado con Mwanga, había puesto fin a las luchas religiosas entre los musulmanes y los cristianos, derro tado a Kabarega en Bunyoro, al Norte, y llevado a cabo la tarea que Emin y Stanley dejaron de realizar, a saber, la evacuación de la guarnición de Ecuatoria. Era un extraordinario hecho. Speke desde su tumba debió haberlo contemplado con admiración. Luego, además, Lugard era aún mejor propagandista que Gordon. Cuando la Compañía quiso retirarse del territorio que él había conquistado para ella alegando que los gastos de su administración eran demasiado grandes, Lugard regresó a Inglaterra y levantó un clamor público (1). En repetidas cartas al «Tim es», en discursos públicos por todo el país, declaraba que las guarniciones que había dejado atrás en Uganda no podían ser abandonadas, y que el valle del Alto Nilo no podía dejarse que retornara a su anterior caos: el Gobierno británico tenía que entrar y posesionarse de la administración. Gladstone, de nuevo en el poder, y con el recuerdo de Gordon y de la expedición de Wolseley vivo en su mente, rechazaba la idea, pero otra vez tuvo al público, a la Iglesia y la reina contra él. En 1891 la reina Victoria escribía a Rosebery, el ministro de Asuntos Extranjeros: «E l destino de Gordon no ha sido, y no será, olvidado en Europa, y hemos de tener gran cuidado en lo que hacemos. Las dificultades en Uganda son grandes, sin duda, pero los peligros de abandonarla son mayores.» Al final, la reina se salió con la suya. En abril de 1894, el Gobierno anunció que Uganda iba a ser un protectorado británico. A fines de la década de 1890, los mahdistas, que habían avanzado (1 ) Podían obtenerse pocos ingresos, o ninguno, de Uganda entonces, y Kenia era aún considerada como un irremediable yermo. Uno de sus corresponsales preguntó a Lugard si no había en absoluto ninguna probabilidad de que Uganda produjera «u n buen Dividendo. — Hay una especie de magia en esa palabra». Viose obligado a confesar que por el momento el comercio apenas existía.
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hasta Wadelai, fueron ahuyentados, un motín de los antiguos sol dados de Emin fue sofocado, y Mwanga, el cual se había pasado a los musulmanes, fue Analmente derrotado con Kabarega. Esto era el fín de toda seria oposición a los ingleses en las aguas su periores del Nilo. Mirando atrás a lo largo de los cuarenta y tantos años que habían transcurrido desde que Speke y Grant quebraran la resis tencia de aquellos primitivos reinos, uno queda impresionado por la personalidad de Kabarega. Si ha sido descuidado en estas págiñas se debe a que los informes de los exploradores sobre él — casi los únicos relatos disponibles — aparecen diseminados y son inva riablemente hostiles. Ningunos misioneros residieron jamás en el campo de Kabarega; ni siquiera Emin, su único apologista, sos tuvo mucho tiempo su amistad con él. Pero Kabarega se eleva por encima de todos los otros en Uganda como guerrillero, y como bravo y resuelto defensor de la independencia africana. Es el único hombre que permanece en escena desde el principio hasta el fin: como joven guerrero vio a Speke y Grant entrar en la capital de su padre cerca de Masindi; luchó contra Baker, Gordon, Stanley y Lugard, así como contra Mutesa. Casi siempre era vencido, y sin embargo nunca cedía en tanto vislumbraba la sombra de una esperanza de excitar a sus hombres a la resistencia. Era una inútil pugna, por supuesto, pero él no lo creía así. Y de esa suerte resulta un poco triste que un domingo de abril, en 1899, los ingleses le hubieran seguido la pista en su última fortaleza, en un pantano al norte del lago Kyoga, y que él y Mwanga, el cual se le había unido en la adversidad, hubieran sido apresados y deportados a las Seychelles. Su cautividad en la isla fue más prolongada que la del arzobispo Makarios en época reciente. Mwanga murió allí en 1903, pero Kabarega aún le sobrevivió, y hay una fotografía de él, sacada en su vejez, en la que aparece, de pie con un bastón y llevando una levita con un blanco cuello duro y un pañuelo reco gido primorosamente en su bolsillo como un león enjaulado. Pero la ñja mirada de sus ojos es todavía ñrme e impasible, y es la suya una ñna e indomable cabeza tal como uno podría esperar verla moldeada en duro bronce. Cuando Kabarega alcanzó la edad de ochenta años, y se consi deró que no podía producir más disturbios para los hombres blan cos en Africa, le fue permitido regresar a su país desde las Sey chelles; pero sólo logró llegar a la fuente del Nilo en Jinja, y allí murió. El cadáver fue subido a Bunyoro y enterrado cerca del campo de batalla en donde peleó contra Baker en 1872. El mo derno viajero que allá transita por el camino principal hallará muy fácilmente el lugar; una choza de hierba y cañas rodeada de árboles y un vallado de zarzas. Es algo oscuro en el interior, pero uno puede divisar sobre la sepultura una polvorienta funda
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hecha de la tradicional corteza y pieles de leopardo, los ñeros e indomables animales que son el símbolo de los regios monarcas de Uganda. En el Sudán, igualmente, la antigua norma se había derrum bado, y la nueva era de la dominación europea — y de la vindicta europea— había empezado. Se podría tomar el año 1889 como la fase decisiva en la lucha contra el califa. A primeros de agosto, Nejumi fue derrotado y muerto con todos sus principales emires en la batalla de Toski, a sesenta millas al interior de la frontera egipcia. Con esto la amenaza mahdista a El Cairo se desvaneció para siempre. Mientras tanto, en el mar Rojo, Osman Digna se estaba retirando bajo un ataque de las tropas británicas, y hubo fuertes bajas entre los hombres del califa en una tercera campaña contra los cristianos coptos en Abisinia. Estas derrotas podían haber sido fatales para el califa si no hubiera estado protegido por los desiertos del Sudán, y había otros peligros que también lo amenazaban. El país se estaba despoblan do. Slatin, en una fase posterior, calcuiaoa que de los primitivos nueve millones de habitantes, cerca del setenta y cinco por ciento fueron exterminados durante el gobierno del califa. Las continuas luchas y el tráhco de esclavos destruían a muchos miles de ellos todos los años; enfermedades como la vihuela y la sílilis eran endé micas, y en 1889 el país sucumbía al hambre. Grandes áreas de terreno cultivable hacían sido dejadas baldías mientras que los árabes se iban a la guerra o aiiuian a la capital, y en la provincia de Darlur, en donde el calila haoia reprimido una sublevación con la mayor brutalidad, los animales salvajes habían tomado posesión de los vacíos llanos. Y ahora aparecía, caída del cielo, una de esas periódicas plagas de langosta aincanas que convierten el terreno en un desierto durante la noche. Los insectos llegaban en tantos millares a lo largo del Nilo, que oscurecían la luz del sol, y los granitos que dejaban en el suelo eran devorados por otra plaga, en esta ocasión de ratones. La catástrofe, naturalmente, se hizo sentir con más intensidad sobre los apiñados habitantes de Omdurman. La gente estaba tan desesperada por el hambre, que se volvían caníbales y se comían a los pequenuelos; centenares de enflaquecidos cuerpos podían verse yaciendo en las calles o dotando Nao abajo. Ello muestra de algún modo la tuerza del carácter del califa y también la virilidad y la tenacidad de los árabes mismos, al po der sobrevivir a aquellos desastres y continuar gobernando el Sudán durante ocho años más. te ro después de 1889 se observa un proceso de gradual atrincheramiento. En 1891, el padre Ohrwalder escapó a Egipto con dos de las monjas supervivientes, y a Slatin le fue posible seguirlo cuatro años después. Por estos y otros testigos fue hecha una descripción muy exacta de las decadentes
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fortificaciones del califa, y el Ejército egipcio empezó a animarse otra vez. Entonces estaba mandado por un entusiástico grupo de oficiales británicos que habían aprendido la táctica del desierto. Entre tanto, en Inglaterra se producía una creciente agitación por otra campaña en el Sudán. El desquite por la muerte de Gordon y la derrota de las expediciones de Hicks y Wolseley era, por supuesto, el motivo principal. England in Egypt, de Alfred Milner, y los libros de Ohrwalder y Slatin, con sus revelaciones de las crueldades de los árabes, despertaron una humanitaria indignación; y en 1895 los liberales frieron desalojados por un fuerte gobierno conservador. La política internacional impelía también a los in gleses a la acción: en la general contienda por la adquisición de territorios en Africa, ellos apoyaban las pretensiones de Alema nia e Italia contra los franceses, y se temía (con fundado motivo) que Francia se estaba preparando para entrar en el Sudán. En los primeros meses de 1896, los italianos fueron derrotados por el em perador Manelik de Abisinia en Adowa, y parecía posible que fueran ahuyentados de Africa por completo, a menos que las tropas bri tánicas crearan una diversión en el sector del Nilo. A todo esto se añadía el viejo (y vano) temor de que el califa renovara su ataque a Egipto y el canal de Suez. De este modo las condiciones para una guerra imperialista se habían cumplido en casi todas sus par tes. Acaso también, proveniente de algún lejano lugar del pasado, podía oírse la voz de Gordon clamando: «E l Mahdi debe ser aplas tado... Tengan presente que una vez que Khartum pertenezca al Mahdi, la tarea será mucho más difícil; pero ustedes, por la segu ridad de Egipto, la llevarán a cabo...» «Se verán obligados a entrar en una acción mucho más seria.» En 1896 los ingleses estaban dispuestos a entrar en esta acción mucho más seria: la flota de Messrs. Thomas Cook para viajes de placer en el Bajo Nilo fue requisada, unos diez mil soldados egip cios y sus oficiales británicos fueron reunidos en la frontera suda nesa, y hasta sir Evelyn Baring sentíase ansioso por la refriega. Su protegido, el general Kitchener, que ya contaba con cuarenta y ocho años de edad, fue designado para el mando de la expedición, e iba rodeado de un grupo de jóvenes que ya se estaban haciendo un nombre por sí mismos en el mundo: Wingate, con sus exce lente servicio de información, Slatin, ahora un perfecto oficial del Ejército egipcio, el joven marinero David Beatty, y luego, el joven soldado Winston Churchill. La ascensión del Nilo desde Egipto fue una larga tarea, no los pocos meses que Wolseley necesitó, sino dos años. Esta vez no habría prisas ni equivocaciones. Sólo se libró una batalla de alguna importancia frente a Omdurman, En abril de 1898, el emir Mahmud, uno de los más agresivos de los supervivientes generales del califa, avanzó Nilo abajo hasta Atbara para salir al encuentro
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de las fuerzas expedicionarias. El Viernes Santo, Kitchener cayó sobre él con toda la fuerza de su moderna artillería, y con la música de gaitas escocesas, flautas inglesas, tambores y otros instrumentos los soldados británicos y egipcios asaltaron las barricadas árabes. N o se dio cuartel al enemigo durante el asalto, y en poco tiempo dos mil de ellos sucumbieron. Churchill refiere que, después de la batalla, Kitchener «cabalgó a lo largo de la línea, y las brigadas británicas, levantando sus cascos en la oscuridad y las sucias bayo netas, lo vitoreaban con todo el clamoroso entusiasmo de su éxito en la contienda. Casi puede, decirse que fue el único momento en el curso de esta historia en que Kitchener reflejó alguna emoción. Fue, decía un oficial que lo observara atentamente, enteramente humano durante quince minutos. Y en verdad, si algo podía quebrar la fuerte reserva de tal hombre, habrían sido los vivas de los soldados que asaltaron la zeriba de Atbara; pues éste fue el día más memorable de toda su vida». Se organizó un desfile de la victoria en la cercana ciudad de Berber, y Kitchener avanzó en un caballo blanco para recibir las honras militares. Al frente del desfile iba el vencido general Mahmud, un arrogante y distinguido joven de poco más de treinta años. Estaba completamente rodeado de cadenas, con las manos atadas a la espalda. Con estas ataduras algunas veces se le obli gaba a andar, otras a correr, y cuando tropezaba, sus guardianes lo empujaban hacia delante. Los habitantes de Berber y los acom pañantes del ejército de Kitchener se burlaban del prisionero y le arrojaban piedras. Esto fue un bárbaro incidente y habían de suceder cosas peores. Para ser justos, empero, uno ha de tener presente que un trato mucho más duro habría sido dado a los ingleses y a los egipcios si hubieran sido apresados por los árabes, y que la guerra colonial en el siglo xix, pese a toda su ferocidad, nunca alcanzó la refinada crueldad que fue practicada con gran número de prisioneros en la última guerra mundial. La actitud de Kitchener respecto a ese lado de la cuestión era compleja, y sir Philip Magnus se ha desvivido por explicarla seña lando que entonces él era un hombre extremadamente reservado e impopular, tanto como sólo una arrolladora ambición personal pudiera hacerlo. Era soltero. Mary Baker, la hija de dieciséis años de Valentine, el hermano de Baker, se había enamorado de él en El Cairo en 1883, pero no se sabe si él se habría casado con ella, ues la muchacha murió al año siguiente, mientras Kitchener se aliaba en el Sudán con la expedición de Wolseley. En El Cairo era considerado como un fanfarrón; se sabía que frecuentaba las casas nobles en sus viajes a Inglaterra (y más de una vez se tras ladó precipitadamente allá durante la campaña, para conseguir apoyo político), y en Egipto evitaba las rústicas casas de los
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oficiales y sus esposas, y prefería, en cambio, visitar a opulentos judíos y turcos. No admitía a hombres casados en su Estado Mayor, y era despiadado reduciendo estipendios y permisos. No aceptaba excusa alguna de sus subordinados, por legítima que fuera, ni siquiera por la más ligera falta. Ordinariamente, sus maneras eran rudas. No mostraba interés por el bienestar de sus soldados, y rara vez les hablaba. Como medida de economía dejó que muy pocos médicos acompañaran a la expedición, y su actitud hacia los he ridos árabes era, cuando menos, de indiferencia: consentia que murieran en el campo de batalla. Pero es también evidente que Kitchener se elevaba por encima de sus hombres en una medida que pocos jefes habían alcanzado jamás. Era grandemente temido, y ad mirado como hombre de recta y mecánica eficiencia. Sus sargentos de instrucción le hacían el cumplido de dejarse el bigote a lo Kitchener, largo, grueso y marcial. Sus oficiales nunca se atrevían a objetar nada a sus decisiones. Las dudas y vacilaciones personales del general eran reveladas sólo a sus superiores como Baring, y con Baring, Kitchener andaba con mucho cuidado. Así ahora, estimulada por el éxito, ávida de botín y de más honores por hechos de guerra, la expedición avanzaba hacia Omdurman. Al principio del verano de 1898 llegaron a Metemma y allí encontraron las trincheras y fosos que habían sido cavados por los soldados de Wolseley cuando se detuvieron en su avance hacia Khartum trece años antes. El l.° de setiembre- de 1898, Kitchener se hallaba frente a Omdurman con un ejército de más de veinte mil hombres, que incluía muchos soldados británicos, así como cañoneras de la Marina real, cien cañones, y una vasta columna de provisiones formada por camellos y caballos. Había llovido mu cho durante la noche, y a través de la clara atmósfera los soldados podían divisar la cúpula de la tumba del Mahdi elevándose hacia el cielo, y por debajo de ella, en la desigual superficie del desierto, una larga línea sombreada que parecía ser una zeriba, una obra de fortificación fabricada con púas y ramas de árboles. Churchill describe la escena: «D e repente toda la oscura línea que semejaba ser la zeriba empezó a moverse. Estaba hecha de hombres, no de arbustos. Detrás de ella otras inmensas masas e hileras de hombres aparecieron en la cima; y mientras nosotros observábamos, atónitos por la maravilla del espectáculo, la tota lidad de la falda se oscureció con una multitud de salvajes. En una extensión de cuatro millas, y, según parecía, con cinco grandes Divisiones, aquel poderoso ejército avanzaba velozmente. Todo el lado de la colina parecía moverse. Detrás, las masas de jinetes galopaban continuamente; delante de ellos muchas patrullas pun teaban el llano; sobre ellos ondeaban centenares de banderas, y el sol, brillando en muchos millares de hostiles puntas de lanzas, extendía una centelleante nube.»
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No se creía que el califa tuviera muchas probabilidades de salir airoso; gran parte de sus cincuenta mil guerreros iban armados sólo con lanzas, sus armas de fuego eran anticuadas, y los viejos buques de Baker, el Bordein y el Ismailia (el cual hizo explosión cuando estaba colocando toscas minas en el río cerca de Omdurman), no podían realmente competir con las cañoneras britá. nicas, con lo que en este caso el optimismo estaba perfectamente justificado. Si el califa hubiera atacado de noche o hubiese optado por hacerse fuerte en el desierto, fuera del alcance de las cañoneras británicas, podría haber conseguido otro resultado. Pero no hizo ninguna de ambas cosas. Alá — declaraba él — había ordenado que debía luchar en Omdurman. Los árabes eran muy animosos. Atacaron en masa al amanecer del 2 de setiembre, arrojándose directamente sobre el fuego de la artillería británica, y los rifles de Kitchener completaron la obra. «Ninguna tropa blanca — escribía G. W. Stevens, el corresponsal de guerra— habría arrostrado aquel torrente de muerte ni cinco minutos. No era una batalla, sino una ejecución.» A excepción del flanco izquierdo, donde el X X I Regimiento de Lanceros efectuó un bizarro, desastroso e insustancial ataque, los árabes en ningún momento lograron alcanzar las líneas del invasor; los muertos y los heridos se apilaban en los montículos del desierto; y en el espacio de una o dos horas yacían unos diez mil cadáveres y cuerpos agonizantes amontonándose allá, mientras que otros muchos miles, que estaban ligeramente heridos, o simplemente desmoralizados, retrocedían en desorden hacia Omdurman. Las bajas de Kitchener fueron aproximadamente cuatrocientas. El general observaba la batalla a caballo, con su Estado Mayor en torno de él y la gran bandera roja del Ejército egipcio ondeando por encima de su ca beza. «A las once y media — refiere Churchill— sir H. Kitchener guardó sus anteojos, haciendo la observación de que consideraba que al enemigo se le había dado “ un buen vapuleo” .» Hízose luego una pausa para el almuerzo, y después Kitchener, que había añadido ya la bandera negra del califa a la suya propia, avanzó hacia Omdurman. Se opuso muy poca resistencia. La mayor parte de los hombres de las tribus combatientes que sobrevivieron a la gran matanza se habían largado, y una onda de júbilo se extendió por la ciudad cuando fue anunciado que los habitantes que habían permanecido en retaguardia (en su mayoría mujeres) no serían exterminados. Slatin, quien debió haber pasado un día de áspero gozo, fue reconocido y vitoreado. En las primeras horas de la tarde, Kitchener se abrió paso por entre los destrozados cadáveres de hombres y animales (la artillería británica había efectuado un intenso bombardeo y fue usada la lidita por primera vez) hacia la tumba del Mahdi en el centro de la ciudad, y allí ocurrió un accidente. Cuatro granadas británicas, disparadas 21 — 2.166
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erróneamente, cayeron casi a los pies del general, y Hubert Howard, corresponsal del «Times*, resultó muerto (1). Yendo delante a través del laberinto de torcidas calles en busca del califa, Kitchener llegó finalmente a la prisión, y de ella sacó a Charles Neufeld, el comerciante alemán que había sido apresado doce años antes, y a unos treinta prisioneros más que estaban atados con cadenas. Luego volvió a la mezquita, donde estableció su cuartel general. Slatin le trajo allí la noticia, aquella noche, de que el califa había huido después de haber vuelto a Omdurman desde el campo de batalla y permanecer por espacio de dos horas junto a la tumba del Mahai, ocupado en rezos y meditaciones. Luego, a las cuatro de la tarde, en el mismo momento en que Kitchener entraba en la ciudad, había montado en un burro y se había alejado con una de sus esposas, una religiosa griega (la cual iba a ser utilizada como rehén), y unos cuantos acompañantes. Cerca de treinta mil fugitivos, incluyendo a Osman Digna, quien había subido desde el mar Rojo para tomar parte en la batalla, se habían ido con él. En los siguientes días, la caballería británica persiguió al califa durante un centenar de millas al sur de Khartum antes de regresar con las manos vacías. Por entonces el califa se hallaba lejos, en ruta hacia El Obeid. En Omdurman, Kitchener procedió a consolidar los honores de la victoria. La tumba del Mahdi había sido seriamente dete riorada por el bombardeo, y poco después el cadáver del propio Mahdi fue desenterrado y arrojado al Nilo, no tal como apareciera, sino que la cabeza se la separaron del tronco, y Kitchener se quedó con ella como un trofeo de guerra. Al parecer, tuvo la idea de que podría usar el cráneo como tintero o como una taza para beber, o también que podría ser enviada como una curiosidad al Real Colegio de Cirujanos de Londres, y fue mandada a El Cairo. Se produjo un alboroto cuando la eos? llegó a conocimiento del público, y ni siquiera la popularidad del general en Ingla terra (donde era idolatrado tras la hazaña de Omdurman) pudo protegerle de él. La reina Victoria estaba sumamente disgustada — consideraba que todo esto tenía un «fuerte regusto a cosa de la Edad M edia»— y Kitchener viose obligado a escribirle una apaciguadora carta. Mientras tanto, Baring, en El Cairo, se hizo cargo, quedamente, del cráneo y lo expidió al cementerio muslime, (1 ) A Kitchener le agradaba Howard (quien, incidentalmente, había parti cipado con Churchili en el ataque del X X I Regimiento de Lanceros), pero no sentía ninguna estima por los corresponsales de guerra en general. Hasta que fue obligado por Salisbury, no les permitió que avanzaran con la vanguardia, e inmediatamente después de la caída de Omdurman fueron devueltos a Egipto. Poco antes de la batalla se los mantuvo esperando por largo tiempo fuera de la tienda de Kitchener, confiando obtener una declaración suya. Finalmente salió y pasó a zancadas por entre ellos diciendo: «Apártense de mi camino, borregos.»
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en Wadi Halfa, donde fue secretamente enterrado por la noche. Pero estos acontecimientos constituirían, más tarde, una parte de la desilusión y el sentimiento de decepción que corrientemente van aparejados a la victoria. En Khartum, durante aquellos pri meros días de exaltación después de la batalla, Kitchener tenía otra función que desempeñar, la cual era mucho más del gusto del público. No quedaban muchos vestigios de Gordon; las fortiñcaciones que había hecho excavar eran aún visibles, el Bordeirt fue rescatado, y el telescopio a través del cual había mirado con tanta frecuencia desde la azotea del palacio pudo ser recuperado en perfectas condiciones del arsenal. Pero en aquel momento el recuerdo de Gordon era muy vivo. El 4 de setiembre se formó una escogida guardia de soldados en una plaza frente a las ruinas del palacio, y cuatro capellanes castrenses celebraron un servicio fúnebre. Se cantó el himno favorito de Gordon, Abide with Me, fueron desplegadas las banderas británica y egipcia, izadas en las astas colocadas en el pretil de la azotea, y tras ser interpretados los dos himnos nacionales, fueron dados tres vivas a la reina y tres más al jedive de Egipto. Las cañoneras lanzaron una salva desde el rio. Kitchener, situado en el centro de la plaza, sentíase profun damente emocionado. Testigos presenciales declaraban que se le vio sollozar fuertemente, y que, desviándose, viose obligado a pedir a uno de sus oñciales que disolviera el desfile. Después se paseó durante largo tiempo por el jardín del palacio bajo la escalera donde Gordon había sido muerto. «Seguramente está vengado», es cribiría la reina en su diario cuando tuvo noticia de la ceremonia. Esto era cierto, por supuesto, pero uno no puede menos de sentir que el propio Gordon era el último hombre del mundo que habría deseado ser vengado, y que hubiese experimentado una satisfacción mucho mayor por el colegio que se erigió en su nombre cuando Khartum fue reconstruida, el mismo colegio que ha educado a los africanos que rigen y administran la república del Sudán en la época actual. Quedaba otra dificultad por zanjar para Kitchener en el Nilo Blanco, y ésta era urgente. Poco antes de la batalla había recibido de Inglaterra órdenes selladas, las cuades no había de abrir hasta que Khartum fuera reconquistada. Al leer aquellas órdenes ahora, se enteró de que había de ir corriente arriba desde Khartum, en seguida, pues se creía que un destacamento de franceses, condu cido por un cierto capitán llamado Jean-Baptistc Marchand, había atravesado África desde la costa occidental, estableciéndose junto al río. Habían de ser desalojados. Hacia algún tiempo que se sabía que los franceses habían es. tado planeando tal golpe — y en verdad que los ingleses habían proyectado enviar una expedición al Norte desde Uganda para expulsarlos— , pero nada se había sabido de Marchand durante
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muchos meses. Entonces, sin embargo, uno o dos días después de haberse enterado de aquellas órdenes, Kitchener recibió infor mes de primera mano que demostraban que el destacamento fran cés había efectivamente llegado. El 9 de setiembre, el antiguo buque Tewfikia de Gordon, tripulado por confiados árabes que no sabían nada de la caída de Omdurman, arribó a Khartum procedente del Nilo Blanco y fue inmediatamente apresado. La tripulación tenía una azarosa historia que relatar. Declararon que habían marchado al Sur un mes antes en compañía de otro buque, el Safia, para recoger grano. Al acercarse al antiguo puesto egipcio en Fashoda, a unas cuatrocientas millas río arriba, tropas negras mandadas por oficiales blancos bajo una extraña bandera, habían disparado sobre ellos desde la costa causándoles cuarenta bajas entre muertos y heridos. Se habían retirado en seguida, y el Tewfikia había sido enviado de vuelta a Omdurman para pedir refuerzos. En apoyo de su relato, los árabes señalaban las balas que estaban encastradas en las planchas del Tewfikia: tenían una chapa de níquel y eran de un pequeño calibre, conocido solamente en Europa. La marcha de tres mil millas de Marchand a través de Africa había constituido un tour de forcé. Habiendo partido dos años antes de Brazzaville con una docena de oficiales franceses y algo más de cien senegaleses, avanzó hacia el interior venciendo fan tásticos obstáculos, y llegó a Fashora en julio de 1898, seis semanas antes de la batalla de Omdurman. Sus fines eran enteramente polí ticos. Se proponía apoderarse del valle del Alto Nilo en nombre de Francia, unirse al emperador Menelik de Abisinia, ahuyentar o llegar a un acuerdo con el califa, y sobre todo anticiparse a la expedición de Kitchener que estaba avanzando río arriba (1). Cues ta pensar que pudiera haberse imaginado algo más provocativo, más difícil de realizar o más audaz. Pero se habían dado los primeros pasos, y el gobierno francés estaba dispuesto a apoyar la empresa casi hasta el punto de una guerra — no la guerra entre los ciento v tantos hombres de Marchand y el ejército de Kitchener en el Nilo, pues eso habría sido ridículo — , sino la guerra contra la Gran Bretaña en Europa. No iba a producirse de nuevo una crisis tan peligrosa hasta la efectiva ruptura de hostilidades en 1914, y por entonces Francia y la Gran Bretaña eran aliadas contra Alemania. Salisbury había previsto el peligro doce meses antes cuando cablegrafió a Baring en El Cairo... «S i esperamos otro año pode mos encontramos con que los franceses se han anticipado a no sotros estableciendo una comunidad francesa en Fashoda. Es, (1 ) Marchand también esperaba encontrarse con otra expedición francesa que, de hecho, había llegado al N ilo desde el mar R ojo unas semanas antes. N o hallando señales de él, había ya retrocedido.
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por supuesto, tan difícil discernir lo que está ocurriendo en el Alto Nilo como lo es distinguir lo que ocurre en el otro lado de la luna..., pero... si alguna vez llegamos a Fashoda, la crisis diplo mática será algo que deberemos tener presente, y “ lo que pueda ocurrir luego" será una cuestión muy interesante.» Por qué Marchand habría escogido a Fashoda como su meta, describiéndola como un vital punto de comunicaciones en el Nilo, es algo misterioso, pues había media docena de otros lugares a todo lo largo de la corriente, que habrían servido igualmente bien. Era un miserable conjunto de casas cuadradas, de techo plano, en la margen del río, y acaso su única pretensión a la fama era su condición de ser cuartel general de los reyes sacerdotes de la tribu Shilluk. El clima era cálido y palúdico, y durante mucho tiempo los egipcios habían utilizado el lugar como una especie de Isla del Diablo para prisioneros a cadena perpetua. Todos los primeros exploradores, desde Baker en adelante, conocían Fashoda y la detestaban. Romolo Gessi, en 1874, escribía: «Se dice que toda persona que va a Fashoda, no regresa nunca. El clima es insalubre, el aire pestilencial...» Kitchener no perdió el tiempo para marchar. El 10 de setiem bre navegó río arriba con cinco buques de vapor, dos batallones de sudaneses, un centenar de montañeses del Camerón, una batería de artillería y cuatro ametralladoras. De nuevo se había asegurado. Tres días después subía con el Safia. Los árabes de a bordo abrie ron fuego prontamente y fueron ahuyentados del río a tiros. El 18 de setiembre la flotilla británica se estaba acercando a Fashoda y Kitchener envió un mensajero por delante con una invitación al capitán Marchand para que acudiera a bordo al día siguiente. Hasta esta fase de la campaña hemos contemplado a Kitchener bajo un rígido e inflexible aspecto. Nada, sin embargo, podía ser más admirable que la manera con que manejó la explosiva y deli cada situación que ahora se encontraba ante él. Fue una suerte, por supuesto, que él hablara el francés tan bien, y fue doblemente afortunado teniendo que tratar con un hombre de la talla y la sensatez de Marchand; pero aun esto aparte, la actuación del general resultó un modelo de habilidad diplomática. No provocó a los franceses vistiendo el uniforme británico, sino que apareció en lugar de ello con un gorro del ejército egipcio y bajo la bandera egipcia. La serie inicial de cumplimientos fue en extremo bien hecha. Marchand felicitó a Kitchener por su victoria en Omdurman y le dio la bienvenida en Fashoda en nombre de Francia. Kitchener feli citó a Marchand por su grandiosa hazaña alcanzando el Nilo, y añadió que estaba legalmente obligado a protestar por su presencia allí. ¿Qué se proponía hacer el capitán Marchand? El francés dijo que lucharía si era atacado y que él y sus compañeros morirían
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en sus puestos; y esto probablemente significaría la guerra entre Francia e Inglaterra. No quería acordar nada hasta que recibiera nuevas instrucciones de Francia. Kitchener respondió que él tenía ya sus instrucciones, y que ellas eran perfectamente claras: había de posesionarse del Alto Nilo. Pero hallábase muy bien dispuesto a dejar tranquilo a Marchand hasta que se hubiera comunicado con el gobierno francés, y los ingleses darían todas las facilidades para permitirle hacerlo. Era una razonable proposición, y Marchand se avino a ello. Tras un amigable almuerzo a bordo de la cañonera de Kitchener, Mar chand regresó a su campamento, y por la tarde .Kitchener le de. volvió la visita. Un tal Jackson, un coronel que también hablaba francés, y al cual se le había otorgado el título de «comandante militar y civil del distrito de Fashoda», fue desembarcado con un contingente de hombres que enarbolaron la bandera egipcia e in mediatamente empezaron a establecer su campamento al lado de los franceses. Kitchener hizo un breve reconocimiento corriente arriba hasta la desembocadura del río Sobat, donde estableció otra guarnición y luego se alejó. Correspondía ahora a los dos gobiernos en Europa zanjar la cuestión, pero nada podía haberse parecido en menos a un arreglo que la furia e indignación que se extendió por Francia e Inglaterra tan pronto como se divulgaron las noticias de Fashoda. Al pueblo inglés le parecía que los franceses habían intentado privarlos de su victoria mediante un secreto ardid. El capitán Marchand, decla raban ellos, habría sido aniquilado por los mahdistas si Kitchener no hubiera ganado la batalla de Omdurman. ¿Qué representaba aquel insignificante destacamento de aventureros franceses com parado con el ejército de Kitchener? Salisbury describía a Mar chand como «un explorador en dificultades en el Alto Nilo (1)». A los franceses les parecía que esto era un ejemplo más de la co dicia y fanfarronería británicas. Los ingleses habían abandonado el Sudán después de la caída de Khartum en 1885. Marchand, en su brioso avance, se había posesionado de una parte del vacío espacio, y ahora éste pertenecía a Francia por derecho de prioridad. Los franceses había llegado allí primero, y si por el momento su po sición en Africa era débil, no ocurría lo mismo en Europa. La nación francesa lucharía por sus derechos. Durante las primeras semanas dé octubre la prensa francesa y la británica se atacaron mutuamente con extrema virulencia, y (1 ) Esto no era del todo cierto. Marchand se hallaba muy bien aprovisionado y equipado. A sus hombres se les proporcionaron cosas tales como mosquiteros, los cuales eran desconocidos en el Ejército británico; habían cultivado un flore ciente huerto, y cuando, finalmente, evacuaron Fashoda, dejaron a los ingleses una cantidad de champaña y otros vinos.
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Kitchener, regresando a su país a últimos de mes, proporcionó un desahogo adicional para el impetuoso patriotismo que enardecía a toda Inglaterra. Un tren especial lo condujo desde Dover a Londres, y la estación de Charing Cross aparecía engalanada en su honor. Permaneció en la casa de Salisbuiy, en el campo, y luego prosiguió hacia la mansión de la reina, en Balmoral. El público estaba en cantado de verlo glorificado; ello constituía parte de su desafío a los franceses. Fashoda continuó durante algún tiempo siendo el tranquilo cen tro de este remolino. Marchand y el coronel Jackson, aun cuando vigilantes, se llevaban muy bien, y los dos campamentos intercam biaban provisiones. A mediados de octubre de 1898, el Gobierno francés llamó a Marchand a El Cairo, y fue cortésmente recibido por los ingleses en Khartum; lo obsequiaron con un banquete, le mostraron el campo de batalla, y luego le permitieron que prosi guiera hacia Egipto. La situación en Fashoda empeoró inmediatamente después de su partida. El capitán Germain, quien había sido dejado a cargo de la expedición francesa, era un nombre mucho menos acomodaticio que su jefe. Menospreciando el convenio que había sido hecho en tre las dos partes, ocupó el país de la tribu Dinka en la margen de recha del río, e impidió que los jefes dinkas establecieran contacto con los ingleses. El buque francés Faidherbe fue enviado río arriba más allá de los límites que habían sido convenidos con Kitchener. Jackson, con dos cañoneras bajo su mando y fuerzas mucho más numerosas, se abstuvo de intervenir, pero protestó repetidamente. Por entonces Marchand restituyó una situación que hacía recordar las circunstancias en que se hallaran Mackay y Lourdel; las faccio nes rivales constituidas por ingleses y franceses, habían crecido en Buganda, y era casi inminente la ruptura de hostilidades. Marchand aquietó la cosa. En El Cairo se había enterado con amargura — una amargura tan honda que nunca, después, en el curso de su vida, volvió a referirse a Fashoda— de que los franceses estaban ce diendo. Realmente nunca había tenido una verdadera opción. Era evi dente por entonces que los abisinios no pensaban acudir en su ayu da en el río — tenían horror a aquellos cálidos y. fétidos panta nos — , y fuere lo que fuese lo que ocurriera en Europa, la posición francesa en Fashoda era claramente insostenible. Luego también, la propia Francia, y el ejército francés en particular, estaban peli grosamente divididos por el caso Dreyfus en aquella época. Los in gleses, por otra parte, se hallaban absolutamente unidos en la cues tión de Fashoda. En un banquete del Lord Mayor, ofrecido a Kitchener en Lon dres el 4 de noviembre, Salisbury pudo anunciar que la crisis había pasado; los franceses estaban dispuestos a retirarse.
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En la madrugada del 11 de diciembre de 1898, los franceses arria ron su bandera en Fashoda con acompañamiento de redoble de tambores y un floreo de trompetas. Se produjo un momento de ligera tensión cuando uno de los oficiales franceses, en un ataque de herido orgullo, se adelantó y arrojó el asta de la bandera al sue lo. No obstante, siguió un almuerzo común de ambas guarnicio nes, y unas horas después las tropas británicas dispararon una sal va mientras los franceses se alejaban en su buque para el largo via je hacia su país a través de Abisinia (preferían no tomar la más accesible y más corta ruta Nilo abajo a través de territorio britá nico). La bandera inglesa no fue enarbolada hasta que se encontra ron fuera del alcance de la vista, y como un nuevo gesto, el odiado nombre de Fashoda fue borrado del mapa. La población que existe actualmente cerca del sitio original de la avanzada, se denomina Kodok. A Marchand se le hizo una grandiosa recepción a su regre so a Francia, pero no se le vio más en Africa. Prosiguió luego hacia China para desempeñar su parte en la instrucción de los boxers, y murió en 1934 después de una distinguida actuación en la Primera Guerra Mundial. El 21 de marzo de 1899, en Londres, Salisbury y Cambon, el em bajador francés, firmaron un convenio por el cual el valle del Nilo se reservaba para los ingleses y los egipcios, mientras que a los franceses iba a dárseles libertad de acción en el oeste del río. Ese mismo mes fue firmado un nuevo convenio entre la Gran Bretaña y Egipto mediante el cual los dos países se comprometían a gober nar el Sudán juntamente. Kitchener, como Gordon había sugerido mucho tiempo antes, fue nombrado gobernador general. P or entonces el general estaba de vuelta en Khartum, y los ho nores se volcaban pródigamente sobre é l ; un grado más alto en la lista del Ejército, una donación de treinta mil libras esterlinas por el Parlamento y un voto de gracias de las dos Cámaras. Cinco mil trabajadores empezaron a reconstruir Khartum, y fueron plantados siete mil árboles para suavizar la aridez de la nueva ciudad. Kitche ner estaba resuelto a que el nuevo palacio que iba surgiendo de las ruinas del antiguo, fuera digno de su ministerio. Se dieron órdenes a los trabajadores de que recorrieran la ciudad para adquirir ma teriales adecuados. «Hace falta mucha cosa — Kitchener escribía a Wingate— . Necesito la mayor cantidad de escaleras de mármol, pavimentos marmóreos, barandas de hierro, espejos y guarnicio nes; puertas, ventanas, muebles de todas clases.» Hacía también saber a las ciudades que estaban deseosas de honrarlo en Ingla terra, que no tenía necesidad de más ceremoniosos estuches ni de corativas espadas; poseía ya bastantes y prefería vajilla, muebles y cuadros para una casa particular que pensaba comprar. En 1899, Baring subió a Khartum por primera vez y puso la primera piedra del Gordon College, para el cual Kitchener había recaudado ciento
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veinte mil libras esterlinas por suscripción pública en Inglaterra. Poco después fue colocada una estatua del propio Gordon, montado en un camello, en la plaza principal detrás del palacio. Baring y Slatin, los cuales habían sido tan recordados por Gor don durante los últimos meses de su vida, alcanzaron una distin guida vejez. Baring, elevado a la dignidad de conde de Cromer, regresó a Inglaterra en 1907 y se convirtió en un acérrimo contrario del voto de las mujeres. Era presidente de la comisión instituida para investigar la desastrosa campaña de Gallipoli cuando murió de una gripe en 1917, a la edad de setenta y seis años. A Slatin se le otorgó una encomienda de caballero por su heroico comportamiento en Omdurman, y fue nombrado inspector general del Sudán. Posteriormente, como jefe de la Cruz Roja en Austria, su país nativo, fue muy estimado por su benevolencia con los pri sioneros aliados durante la Primera Guerra Mundial. A Zobeir se le permitió volver al Sudán en 1899 y vivió hasta una edad muy avanzada en sus propiedades al norte de Khartum. Las cosas en el Sudán, sin embargo, no se habían arreglado del todo con la batalla de Omdurman: el califa gozaba aún de libertad. Se habían hecho una cantidad de infructuosas tentativas para se guirle la pista en el selvático país del sur de El Obeid, pero hasta octubre de 1899, al cabo de más de un año después de la batalla, los espías no pudieron dar informes precisos sobre su paradero. Ellos declararon que Abdullah, con todos los principales emires que ha bían sobrevivido, habían establecido un campamento cerca de Jebel Gedir, a unas cuatrocientas millas al sur de Khartum, y ochenta millas al oeste del Nilo Blanco. Ese era el país de Baggara, donde el califa había nacido, un lugar de ásperos cerros y bosques: un poco al Norte estaba la isla de Abba, donde el Mahdi había procla mado antes su santa misión. Kitchener envió una tropa de ocho mil hombres a Kaka, el punto más cercano al río, y en noviembre llegó Wingate para tomar el mando. Con una brillante luna, el 21 de noviembre se dirigió hacia el Oeste dede el Nilo, con una columna volante de tres mil setecientos hombres escogidos, y al día siguiente alcanzó a una caravana árabe que conducía grano al campamento del califa. Fue aniquilada en unas cuantas horas, y Wingate siguió adelante, avan zando con rapidez a través de un espeso bosque. El 23 de noviem bre sus espías le trajeron la noticia de que habían hallado el cam pamento enemigo en un lugar llamado Um Diwaykarat, a unas seis millas de distancia. Parecía probable que el califa resistiera y luchara: su provisión de grano había sido apresada, sus perseguidores obstruyeron su camino de huida hacia el Norte, y al Sur y al Oeste no había más que maleza sin agua. Wingate decidió atacar a la madrugada. Con el cuerpo de camellos explorando en los flancos y la caballería al
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frente, la columna avanzó hacia su objetivo poco después de la medianoche, haciendo el menor ruido posible. En muchos lugares los hombres tenían que abrirse camino a machetazos a través del monte, pero hacia las tres de la madrugada la caballería se hallaba a una milla del campo enemigo, y entonces se ordenó a la infan tería que avanzara en formación de combate. Oyeron tambores y trompas sonando a lo lejos, dando un aviso en el campamento del califa, pero aquellos sonidos se extinguieron gradualmente y los soldados alcanzaron la hierba del saliente terreno sin impedimen to alguno. «A las cinco y diez de la mañana — escribía Wingate luego en su informe a Kitchener — , a la incierta luz que precede al amanecer, nuestros piquetes de infantería fueron introducidos, y las indistin tas formas de avanzantes derviches se hicieron visibles.» Las ame tralladoras británicas abrieron fuego, y fue otro Omdurman en más pequeña escala. Cuando se dio el alto el fuego una hora des pués, se halló que por la muerte de tres de sus hombres y las heri das recibidas por otros veintitrés, Wingate había ganado un nota ble prem io: un millar de árabes yacían muertos o habían sido heri dos, y entre los diez mil y tantos prisioneros se contaban veintinue ve importantes emires, el hijo mayor y presunto sucesor del califa, y muchas mujeres y niños. Pero fue en el mismo campo de batalla cuando Wingate se en contró con un espectáculo realmente terrible: «...Sólo a unos cuan tos centenares de yardas de nuestra primera posición en el saliente terreno, una gran cantidad de guerreros enemigos yacían muertos, amontonados en un espacio relativamente pequeño; al examinarlos, resultaron ser los cadáveres del califa Abdullah, el califa Ali Wad Helu (otro de los primeros tres califas elegidos por el Mahdi), Ahmed-el-Fedil, los dos hermanos del califa, Sennusi Ahmed y Haraed Mohamed, el hijo del Mahdi, Es-Sadek, y un número de otros conocidos jefes. »A corta distancia, detrás de ellos, yacían también sus caballos muertos, y por los pocos hombres que aún quedaban vivos — entre los cuales se hallaba el emir Yunis Eddekin— supimos que el ca lifa, habiendo fracasado en su intento de llegar a la elevación del terreno en cuya operación nos habíamos anticipado a ¿1, intentó efectuar un movimiento giratorio, el cual fue desbaratado por nues tro fuego. Viendo a sus seguidores retirarse, realizó una nueva e ineficaz tentativa para reagruparlos, pero reconociendo que la bata lla estaba perdida, pidió a sus emires que desmontaran de sus caballos, y sentándose sobre su furwa o badana — como es cos tumbre en los jefes árabes que desdeñan rendirse — , colocó al ca lifa Ali Wad Helu a su derecha y a Ahmed-el-Fedil a su izquierda, mientras los restantes emires se sentaban en tom o de él, con su guardia de corps en línea a irnos veinte pasos frente a ellos, y en
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esa posición aguardaron resueltamente la muerte. Se les hizo un adecuado entierro, tarea que fue realizada, bajo nuestra inspección, por los miembros supervivientes de sus propias tribus (1).» Kitchener añadía estas palabras al informe de Wingate: «E l país ha sido finalmente librado de la tiranía militar que empezó con un movimiento de salvaje fanatismo religioso hace más de diecinueve años. El mahdismo es ahora una cosa del pasado, y espero que des pués de esto una era más luminosa se habrá abierto para el Sudán.» A medida que las últimas semanas del siglo se deslizaban, pare cía en verdad como si un mejor futuro se hubiera abierto, no sólo para el Sudán, sino para todo el valle del Nilo. Apenas habían pasado cuarenta años desde que las extensiones superiores del río y el propio origen eran un ignoto y oscuro páramo asolado por las guerras de las tribus y la esclavitud, y, en la actualidad, el mundo civilizado estaba penetrando en el centro del continente por todos los puntos. El tráfico de esclavos, si no absolutamente muer to, se estaba extinguiendo de prisa. El telégrafo fue restablecido, y en 1899 fue finalmente abierto un canal permanente a través de la vegetación flotante. Por un nuevo sistema de ferrocarriles y buques de vapor era ya posible que un viajero recorriera toda la extensión cubierta por el río sin ser molestado. Y se estaba tendiendo otra línea de ferrocarril hacia el interior, desde la costa oriental de Africa hasta el lago Victoria. Se habían producido tremendos estragos, por supuesto. La po blación del Sudán había quedado reducida a dos millones única mente, y en Buganda apenas quedaba un millón de habitantes, com parado con los tres o cuatro millones existentes en la época de Grant y de Speke. En algunas áreas, la peste había destruido enteramente los rebaños del ganado doméstico, y pronto se sufri rían aún peores plagas. En una extensión de muchos centenares de millas, las márgenes del N ilo Blanco eran una desolación. A la vista de aquello uno podía preguntarse si el precio pagado por la civili zación no resultaba demasiado alto. «L a región del Nilo en nues tros días... — escribía Harry Johnston a la vuelta del siglo— ofrece en gran parte un triste contraste con la condición en que se hallaba durante el gobierno de sir Samuel Baker en el Sudán, y aun duran te la áurea época de Emin... Es lamentable pensar que la pobla ción era posiblemente más feliz (entonces).» Pero en 1899 había sido alcanzado el nadir, y la increíble forta leza de Africa empezaba a afirmarse de nuevo. Gladstone, que había muerto poco antes de la batalla de Omdurman, sin duda se agitaría inquietamente en su tumba por muchas de las cosas que los in gleses habían realizado a lo largo del río, pero en la víspera del (1 ) Osman Digna, el último jefe árabe que permanecía en libertad, fue apre sado el siguiente mes de enero.
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nuevo siglo, la reina Victoria, entonces en su penúltimo año, podia contemplar la escena con satisfacción. Ella dominaba el río desde el Mediterráneo hasta las Montañas de la Luna. Egipto, el Sudán, Uganda, todos le pertenecían de hecho, si no de nomore, y el Nilo, por primera vez en su historia, era un camino abierto desde el Afri ca central hasta el mar.
EPILOGO
A excepción de Winston Churchill, quien contraviene todas las reglas, los principales testigos presenciales de los acontecimientos descritos en estas páginas han muerto ya. Es un gran detrimento que esto sea asi. Cuánto le habría gustado a uno haber hablado con Burton, Gordon, Emin y con tantos otros; haber al menos visto a Livingstone con sus propios ojos, y haber dirigido otras tantas preguntas a hombres como Kirk y Baring; haber preguntado al pobre Speke lo que realmente ocurrió cuando fue a cazar en las cercanías de Batn aquella tarde de otoño de 1864. Ante tantos relevantes personajes, uno se siente tentado a hacer comparaciones y clasificaciones. Podría sugerirse, por ejemplo, que algunos, como Livingstone y Gordon, nacieron grandes; que otros como Stanley y Kitchener alcanzaron la grandeza, y otros como el jedive Ismail habían recibido la grandeza como una generosa dona ción. Pero queda todavía otro grupo — Burton y Emin pertenecen a él — que no se ajusta en absoluto a ninguna categoría. Una común sed de aventuras los ataba a todos ellos a Africa, y uno observa que muchos de estos hombres eran escoceses, eran hijos de eclesiásti cos, y fueron afectados — o tomaron parte en ellos — por los tres grandes acontecimientos militares de la época: la guerra de Cri mea, la rebelión en la India y la guerra civil norteamericana. El anhelo de suprimir el tráfico de esclavos y evangelizar las tribus africanas, las ganancias que podían obtenerse del mar&l, y la espe ranza de hallar oro y otros minerales, el instinto del coleccionador y del deportista, el simple deseo de ser el primero en penetrar en un nuevo país, todas estas cosas estimulaban a los exploradores y establecían un nexo de a&nidad entre ellos; y ha de reconocerse que se malgastaron muchos esfuerzos en expediciones enviadas para libertar a hombres que no deseaban precisamente ser libertados. El Islam, en Africa, ejercía también una poderosa influencia so bre los exploradores. Todos ellos, en mayor o menor grado, ha llaban que tenía que someterse a los árabes, y la mayor parte de ellos veíanse obligados a adquirir, por expresarlo así, el color pro tector del Islam simplemente para conservar la vida. Los negreros
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árabes mostraban el camino hacia el interior, y sin su ayuda pocos viajeros cristianos habrían avanzado a una gran distancia. Burton estaba ya enamorado de la forma de vida árabe cuando llegó a Africa, y Emin, igualmente, se movía en un extraño crepúscu lo islámico-cristiano. Los viajes de Speke se apoyaban en informa ciones que le fueron facilitadas por los árabes, Stanley se aso ció con Tippu Tib, y Livingstone habría muerto mucho antes si los negreros no le hubieran ayudado más de una vez y durante largos períodos de tiempo. Baker creyó necesario pasar un año aprendiendo el árabe antes de aventurarse hacia el Sur, en direc ción a las fuentes del Nilo, y más tarde consideró como una cosa natural ponerse al servicio de un príncipe muslime. Antes del de desenlace, llevó a efecto muchas transacciones con el Islam; legalizó la esclavitud y habría establecido a Zobeir como gobernador general del Sudán. Hay también muchas pruebas en sus cartas y diarios de que respetaba a los árabes por su firme fe, y uno percibe que se resentía de la fingida apostasía de Slatin, no tanto por motivos religiosos, sino porque consideraba que ello era venal y propio de naturalezas débiles. Probablemente Kirk y Baring eran los que más habían logrado conservar su independencia — su condición de europeos— , pero esto era porque permanecían generalmente dentro de sus consulados y los dos eran hombres cautelosos que se asían firmemente a su relación oficial con el Foreign Office de Londres. Luego, el cristianismo penetró en el África central al abrigo del Islam, y es extraordinario que los musulmanes tardaran tanto en darse cuenta de lo que ocurría con ellos. En los primeros días ayudaban en realidad a los misioneros y los exploradores; les da ban la bienvenida como civilizados compañeros en la vasta selva tiquez de la barbarie africana, únicamente más tarde, a fines de la década de 1870, fue cuando percibieron que estaban en camino de ser destruidos por los cristianos — o de cualquier modo, de con vertirse en subordinados suyos — , por lo que se volvieron hostiles, y la insurrección de Arabi en Egipto, la rebelión del Mahdi en el Sudán y la persecución de los misioneros cristianos y sus seguido res en Buganda, fueron el resultado de ello. Estos disturbios ter minaron, como hemos visto, en la aplastante derrota del Islam a lo largo del Nilo, pero ha resultado ser tan sólo una derrota tempo ral. Desde 1900 ha habido un continuo resurgimiento del Islam en el Africa oriental y central, y en nuestros días los musulmanes es tán ganando más adeptos que los cristianos; como señala Roland Oliver, están alcanzando «la victoria... para los pueblos animistas del mundo». Uganda, hay que reconocerlo, es mayormente cristiana ahora, pero se convertirá pronto en un estado independiente, y Egipto y el Sudán están ya bajo el dominio muslime. Ningún hom bre prudente, sin embargo, osaría decir que esto sea el desenlace
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final del asunto. El permanente conflicto entre las dos religiones — el Oriente contra el Occidente — parece ser una parte de la es* cena africana; se desarrolla y fluye a lo largo del tiempo, algunas veces ocultamente, otras a la vista de todos, tan persistente e ine vitablemente como el propio Nilo. Pero todo esto no puede rebajar en lo más mínimo la magnitud de la empresa realizada por los exploradores, que obtuvieron, en el espacio de veinte años o cosa así, la respuesta a un misterio geo gráfico que ha desconcertado al mundo desde los principios de la civilización. Ha de recordarse que ellos fueron andando hasta las fuentes del Nilo; el país era entonces tan primitivo y hostil como lo fuera en los tiempos prehistóricos, el riguroso clima no había cambiado, las enfermedades seguían siendo probablemente pre dominantes, y su conocimiento científico de la región era escasa mente superior al de los primitivos griegos y romanos. Esto fue una espléndida manifestación del valor y la imaginación victorianas. El Africa central, con sus tremendas tempestades de agua y sus incendios de bosques, sus terremotos, sequías y plagas, es un po deroso destructor de los vestigios del pasado, pero lo que permane ce no queda demasiado oscurecido por las nuevas civilizaciones, y es todavía una compensadora experiencia seguir la ruta de los ex ploradores desde Zanzíbar hacia el interior y luego bajar por el Nilo Blanco desde su origen hasta Khartum. A cada paso en el ca mino uno recuerda alguna frase que ellos apuntaron en sus dia rios, algún viejo grabado o diseño trazado con pluma, que ha so brevivido, algún momento de triunfo o de desastre en sus viajes, y cien años se desvanecen en un instante. Huracanes, bombardeos navales y la simple corrosión del aire tropical han devastado la costa de Zanzíbar, y aunque se ha recons truido mucho allí, el contorno general continúa siendo el mismo. Uno puede ver todavía con los ojos de Burton las pequeñas embar caciones árabes que han sido arrastradas desde el golfo pérsico por el monzón, el palacio del sultán y los grises muros coralinos del fuerte contiguo. Una alta mansión cuadrada, situada a la iz quierda, puede parecer simplemente que es otra casa más, pero el bien informado sabrá que Livingstone vivió allí antes de que partiera para su último viaje; y al desembarcar se abrirá camino a través de las estrechas calles hacia el antiguo consulado británico, el cual es en la actualidad la casa central de una empresa comer cial del Africa oriental. Allí, si es afortunado, le serán mostradas las salas superiores, las cuales Hamerton convirtiera en un hogar tan hospitalario, donde se alojaron Speke y Burton, donde Kirk y Stanley se enfrentaron con una mutua hostilidad, y en donde el cadáver de Livingstone permaneció durante algún tiempo antes de que fuera transportado a Inglaterra. La casa de Tippu Tib, con sus
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cinceladas puertas, está situada a corta distancia, y en una arbo leda de mangos, fuera de la ciudad, el visitante hallará las arrui nadas paredes del harén que Barghash edificó para sus esposas poco antes de morir. Debió de ser un grandioso lugar, pero ahora aparece envuelto en un denso y monástico silencio, y forma un agra dable contraste con las tórridas callejuelas de la ciudad, donde los rickshas (1) se abren todavía paso por entre la multitud, y en donde, en medio de un fárrago de perfumes y olores, los exóti cos productos de la isla — la caña de azúcar, limas, cacahuetes, guayabas, nueces moscadas, clavos de especia, ananás, cocos y aletas de escualos— son todavía expuestos para la venta, exacta mente como lo eran hace un siglo. Cerca del arruinado harén de Barghash, un cálido y transparen te mar lava la playa de coralino polvo, casi tan blanco como la nieve, y más allá de ella se extienden las verdes plantaciones de la isla. Durante la mayor parte del año un vaporoso calor envuelve a Zanzíbar, y por azul que esté el cielo, se detiene siempre la opre siva sensación de una cercana tronada. Al atardecer, cuando la mul titud se dirige en nutridos grupos hacia la playa para tomar un poco el aire, pálidas puestas die sol esparcen sus mortecinos reflejos sobre el océano, y poco después la Cruz del Sur aparece en la parte inferior del horizonte. En la creciente oscuridad, los barcos en el puerto dejan una fosforescente estela. Hay un pequeño museo en la ciudad, y en él pueden verse re tratos de los sultanes, una colección de cartas escritas por Speke, Grant y Livingstone, y la usual exhibición de artes y oficios locales. Es un excelente museo, espléndidamente acondicionado, y sin em bargo, mientras uno pasa junto a las vitrinas, nota que falta algo: las reliquias del tráfico de esclavos. Ciertamente, más de un cuadro de Tippu Tib pende de las paredes, y en un ángulo, un grueso par de cepos de madera, muy gastados por el roce de los miembros humanos que en otro tiempo aprisionaron, ha sido colocado sobre el suelo. Pero Zanzíbar desea apartar a la esclavitud de sus re cuerdos cívicos. La selva ha cubierto actualmente las cuevas subte rráneas donde los esclavos eran reunidos en grupos esperando ser exportados a ultramar, y apenas queda un vestigio del antiguo mercado de esclavos, que Grant describió como «un espacio trian gular rodeado de desvencijadas chozas bardadas con hojas de cocos, donde los desnudos esclavos permanecían sentados en absoluto silencio». La abierta plaza está allá, pero ha sido alterada de tal modo, que se hace imposible reconocerla. A un lado se alza la catedral anglicana, y el campanario con su categórico reloj britá(1 ) Rickshas: en los países de Oriente, cochecillo ligero para el transporte de personas, tirada por un culi.
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nico es un impedimento muy preciso para el recuerdo del terrible y fantástico pasado. El autor pasó algún tiempo examinando los archivos de la Misión de las Universidades Británicas en el Africa Central, que tuvo su casa central aquí desde 1864. Con una graciosa y legible escritura, el obispo Steeve y sus sucesores hicieron una detallada relación de sus vidas diarias, y por ella nos enteramos de que Susi, el fiel acompañante de Livingstone, fue bautizado con el nombre de David después de la muerte del explorador, que «M r. Stanley llegó anoche», que otra cañonera británica ha entrado en Zanzíbar con una nueva porción de niños esclavos libertados, los cuales van a ser puestos al cuidado de la Misión, que un prelado se ha ido y otro ha llegado, que tal y cuál era la orden del servicio de la Pas cua de Resurrección; y luego hay aún más anotaciones sobre los esclavos, su liberación, su bautismo, sus casamientos y sus de funciones. Página tras página las anotaciones continúan a través de los años, y ellas dan una vigorosa y vivida impresión del lento y tranquilo paso del tiempo, de la gradual estabilización de la vida de la isla, desde la salvaje época de las caravanas de esclavos hasta los actuales días de buques de turistas en el puerto y la usual partida de cricquet en el parque por las tardes. Es una extraña at mósfera. La teatralidad de Zanzíbar subsiste, pero ésta es ahora la de un teatro sin drama. En Bagamoyo, en la tierra firme, los efectos son algo más pro nunciados. En ese lugar se le muestra a uno el balcón desde el cual se cree que Emin cayó cuando arribó a la costa con Stanley en 1889, y allí cerca, junto al río, uno puede todavía gozar, con Burton, del «hondo y denso silencio de la noche tropical, quebrado sólo por el ronroneo del viejo cocodrilo en sus horas de descanso, el cua, cua de la garza nocturna, y los gritos y disparos de los guar dianes, los cuales conocen por los gruñidos de los hipopótamos, subiendo afanosamente por la margen, que aquéllos están abando nando su acuática morada para efectuar una visita a sus campos». Las antiguas rutas de las caravanas que conducían al interior han sido abandonadas desde hace mucho tiempo, pero aquí y allá, a lo largo del camino, uno se encuentra con ancianos que recuerdan muy bien los días de la esclavitud. En Mpwapwa, que era un importante puesto de parada, está enterrado uno de los infortunados compa ñeros de Stanley, y los africanos de unas veinte o treinta tribus di ferentes viven en el distrito. Estas gentes son los descendientes de esclavos o porteadores que, en su camino hacia la costa, aban donaban las caravanas o se los dejaba atrás a causa de las enfer medades. Como semillas esparcidas fortuitamente por el viento, han echado raíces, y se las han arreglado para sobrevivir como sea. D£sde M pw apwa, uno puede avanzar a l N o rte en d irección al lago V ictoria a través de la estepa de W em bere, la cual es la ruta
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que siguieron Emin y Stanley, o tomar el camino más generalmente usado, que conduce a Tabora. Nada de este país está enteramente domeñado todavía, pues uno oye aún historias de incursiones para apresar ganado, de contiendas entre las tribus, de matanzas con flechas envenenadas, y del «hombre león», el cual es un pobre dia blo que anda a gatas cubierto con una apolillada piel de león y al que se le enseña a rugir y saltar, ante un público de hechiceras, sobre algún desdichado niño, desgarrándolo y finalmente matándodo con un cuchillo. La embriaguez de la cual hablan todos los ex ploradores subsiste aún en las aldeas, y eUo indica que falta algo todavía en la vida de este hermoso país, que hay algún fundamental descontento que conduce a la desesperación y a la indolente ocio sidad. Fue aquí donde Burton escribió que la melancolía y la mo notonía tienden a dominar a los seres humanos en los más bellos lugares mientras que en los yermos esto ocurre raramente. Es un punto que impresiona fuertemente al viajero más adelante, cuando llega a los ásperos y áridos espacios del Sudán. Puede sentirse menos cómodo a medida que desciende por el río hacia Khartum, pero hallará que hay una cualidad estimulante en el aire la cual es el reverso de la flojedad y el tedio que invaden la existencia en los lagos ecuatoriales. La casa en donde se alojaron Livingstone y Stanley, en Tabora, ha sido fielmente reconstruida y transformada en una especie de museo, con mosquetes árabes y otros trofeos en las paredes. Al guien tuvo la idea de obtener facsímiles de los mensajes que Stan ley escribió aquí para el New York Herald después -de que los dos hombres regresaron a Ujiji, junto al lago Tanganika, y es muy sorprendente leer los excitantes titulares en estos alrededores: «E l doctor Livingstone ha sido hallado»; «E l famoso explorador está sa no y salvo.» Las palabras parecen detener el tiempo por un momen to, y no es difícil imaginarse a Livingstone sentado bajo el mango que se alza junto a la puerta de entrada, planeando el viaje que iba a conducirlo finalmente al origen del Nilo, en su piadoso des conocimiento de que no lo alcanzaría nunca y de que moriría en el transcurso de nueve meses. Aquí también, o de cualquier modo en un lugar cercano, Burton y Speke iniciaron su querella, y Speke partió solo a averiguar lo que había de verdad en los informes sobre la existencia de un gran lago hacia el Norte. Muanza, el lugar en que avistara por primera vez el lago Victoria, es actualmente un moderno puerto con casas de estilo europeo en la ribera, y villas e iglesias esparcidas por las pedregosas colinas en lo alto, y hay un servicio regular de bu ques para Uganda y Kenia al Norte. Pero en las distantes aldeas no ha habido cambios perceptibles desde 1858: los mangos origi nalmente plantados por los negreros, han alcanzado ya una gran altura, y los árabes aún se sientan con las piernas cruzadas bajo
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su intensa y fresca sombra en los pórticos de su choza de oscuro ladrillo, fistos son los delgados, corteses y serios hombres de ojos húmedos y oscuros, con una orla de negra barba alrededor de sus rostros, que tanto agradaban a Burton. Pero de nuevo el drama ha desaparecido; ya no trafican con esclavos y marfil, sino en cosas tales como paño de algodón y botones de plástico, y quizás, ocasio nalmente, en el algo ilegal cuerno de rinoceronte, el cual es aún considerado como un gran afrodisíaco en el Oriente. Desde Muanza, unos enarenados y empedrados caminos que apenas si marcan la ruta de Speke y Grant, conducen hacia de lante, alrededor de la orilla occidental del lago en dirección a Karagwe, pero de Bweranyange, la antigua capital de Rumanika, poco queda actualmente. El viajero, pasando por la cima de la colina, verá la extensión de agua que Grant denominó Windermere por su semejanza con el Lake District de Inglaterra, y el montañoso país que se despliega hacia Ruanda Urundi, pero las laderas que yacen a sus pies, están vacías. Un oscuro hueco en el terreno con árboles creciendo en torno de él, señala el sitio de la corte de Ru manika, y cerca de allí vese un extraño círculo de oxidados objetos de hierro introducidos en el suelo. Al aproximarse uno, se observa que son tambores de metal, anchas puntas de lanza, fle chas, estacas con ramajes parecidos a los extendidos dedos de una mano (probablemente para sostener lanzas), y encantadoras figu ras de hierro representando animales con cuernos, también de hierro, fistos son los símbolos atávicos de la raza, y se dice que datan del tiempo de Rumanika. Pero del palacio de cañas don de el rey solía recibir a Speke y a Grant, y más tarde a Stanley, y el espacio cercado en donde contemplaban las danzas de guerra a la luz de la luna, y la casa de las corpulentas esposas, no queda vestigio alguno; estas cosas, como las escenas de ficción de una novela, tienen ahora su realidad en los relatos de los explorado res únicamente. Fueron descubiertas sólo para ser perdidas de nuevo. Bukoba, la ciudad que Emin fundara en el borde occidental del lago, es un floreciente y alegre lugar de una reputación pésima; se dice que las mujeres de Bukoba son inusitadamente amables y afectuosas, y que hay una gran demanda de ellas en los burdeles indígenas del Africa oriental. Sea esto cierto o no, es un hecho que el viajero advierte aquí un aligeramiento en la atmósfera: los hombres y las mujeres sonríen y hacen señas mientras aquél pasa en su coche, y las ropas que llevan son brillantes y ondulantes ves tidos de algodón. La triste maleza de Tanganika ha sido remplaza da por espaciosos y verdes campos, y plantaciones de plátanos. El aire es caliente y húmedo — se dice que hay doscientas tormen tas al año en este extremo del lago— , y después de la lluvia tro pical las mariposas forman un acolchado cobertor de retacitos
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en tom o a los vaporosos charcos del camino. Luego aparecen los zarzales, salpicados aquí y allá por flores escarlata, y es obvio que uno ha atravesado una de las grandes rutas migratorias de las aves africanas — más de un millar de especies han sido observa das— , pues surgen en gran número al anochecer: grandes ban dadas oe cigüeñas de Aodin, airones, águilas, pelícanos, patos y gansos de muchas clases, y la penachuda grulla que clama mien tras vuela, como un solitario gato siamés. Esto es el umbral de Uganda. No queda mucha cosa de la capital de Mutesa en Rubaga. Sus siete coimas constituyen actualmente la ciudad de Kampaia, y su descendiente, el Kaoaita Mutesa II, gobierna (bajo la autoridad británica) un mundo de tiendas indias y cines, de estaciones de fe rrocarril y paradas de autoouses, de templos cristianos y produc ción comercial de té, café y plátanos. Los aviones de reacción que llegan de Europa proporcionan acaso a sus pasajeros una fugaz vislumbre de la fuente del Nilo en Jinja, pero Jmja es un lugar de flamantes bungalows de ladrillo como cualquier otra ciudad colo nial aincana, y la natural caída del río desde el lago está retenida con hormigón. Uno acue marchar hacia el Norte desde la fuente, siguiendo las huellas de apene, Grant, Cnaulé-Eong, Linant de tíeilefonds, Emin y Gorüon, y entrar en Eunyoro para ver el río como ellos lo vieron. Aun en 1959 era diuca para un vehiculo a motor seguir los toscos caminos conducentes a las cataratas de Karuma, donde el Nilo inicia su impetuoso curso en dirección Oeste hacia el lago Alberto. Samuel baaer y su esposa, al regresar aquí afanosamente tras la desastrosa batana de Masrnüi, aeoieron oe haber contemplado el n o con anvio, pues es una hermosa vista, una gran cresta de blan ca espuma avanzando mas alia de las verdes islas. Los hipopóta mos, saliendo a la superncie en los remolinos, parecen los caballos de una desordenada partida de ajedrez, y no se nan sentido todavía muy molestos por la nueva instalación generadora de fuerza eléctnca en la orilla. En un trecno de cincuenta millas después de este punto, el Nilo es apenas navegable, pero en la base de las cataratas de Murchison se ensancha formando una mansa y lenta corriente, con millones de pequeñas berzas verdes, la pista stratiotes, flotando en la superficie dei agua. Aquí nos hallamos en la región de los fuertes de Oordon y de Emin. Magungo, el pnmero de estos, está situado en la margen izquierda, justamente sobre la unión del rio con el lago Alberto, y ha sido muy desarraigado por las pisadas de los hi popótamos y por los elefantes que bajan al río a beber. Pero es wadelai, la capital de Ecuatoria bajo el gobierno de Emin, la que uno principalmente desea ver. No hay ningún camino hacia Wadelai; hay que trasladarse allá en lancha (siguiendo el río por
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unas cuarenta y cinco millas corriente abajo desde el lago Alberto), o avanzar incómodamente a través de los campos en un camión. Optando por la ruta de la vía terrestre en el mes de diciembre, el autor se halló separado del río por una gruesa pared de áspera hierba de más de dos metros de altura, que hacía la marcha muy lenta. No había ningún rastro de sendas, y la última aldea había sido dejada muy atrás. Por una o dos veces aparecieron mujeres indí genas. transportando agua a sus aisladas chozas, y al preguntarles si había algún camino hacia Wadelai negaban oue existiera tal lugar o se internaban de repente en la maleza. Nos pareció, por consiguiente, algo asombroso oue un alto y semidesnudo africano surgiera d o c o después frente al camión, y señalando con su negro dedo hacia la extensión de hierba que había por delante, lanzara una única y luminosa exclamación: «Emin Baiá.» Sin duda, la fa milia de este africano había vivido allí desde el tiempo de Emin, v de algún modo conservó el recuerdo de ese nombre durante casi tres cuartos de siglo. Evidentemente también, él se había imagina do que sólo algún asunto relacionado con Emin o con su fantasma, podía haber traído a un hombre blanco a aquel remoto lugar. En todo caso era impresionante y placentero oue se le hiciera recor dar a uno de aquella manera la continuidad de las cosas y, con toda seguridad, el verde esplendor del río con los campos de olumosos papiros en las dos márgenes se ofrecía pronto a la vista. Pero ¿dón de estaba Wadelai? Un montón de piedras señalaba el lugar, y encima de él había una placa con estas palabras: W AD E LAI pu esto
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1879-89
CU ARTEL GENERAL DE ECUATORIA E N TIEM POS DE E M IN BAJÁ
Pero la ciudad misma había vuelto casi enteramente a la selva. Todo lo que había quedado de las ordenadas calles, las casas de ladrillo de los oñciales, los descargaderos y los emplazamientos de cañones, era un montón de rojizos escombros ocultos baio la hierba. Hasta los altos muros y el foso que en otro tiempo rodea ban la guarnición se habían desplomado y no eran ahora más que una suave ondulación en el terreno. Ocurre alao muv parecido con todos los otros puestos junto al río; sólo en Dufilé, un poco más al Norte, donde Gordon y Gessi montaron sus buques arriba de los reciales, puede uno reconstruir fácilmente, entre las palmeras que han surgido desde entonces, el general contorno del fuerte. En este punto, el río ha sufrido un cambio. Sus reciales avan zan impetuosamente hacia las áridas extensiones del Sudán, y la influencia árabe empieza a hacerse sentir. La vegetación flotante
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puede todavía constituir un motivo de ligera inquietud para el via jero, aun cuando él la atraviesa ahora sobre la cubierta de un vapor con una nrotección de tela metálica a su alrededor para mantener a rava a los mosquitos. Al término del primer día — y desde Juba se necesitan casi tres días para alcanzar las claras aguas arriba de Malakai— , comprenderá muv bien por qué Baker llegó a escribir: «...Durante la profunda calma en estos vastos marjales, el senti miento de melancolía oue te invade, está más allá de toda descrip ción. El Nilo Blanco es una verdadera laguna Estigia.» Haber sentido tal enervadora calma en el húmedo v verde pá ramo debe haber sido desmoralizador: haber resistido allí la apro ximación de la muerte por el hambre v la fiebre, como lo hizo Gessi, es también algo cuvo terrible realismo nos aparta de su contem plación. La caña del papiro cuando se la ve por primera vez. o cuando aparece grabada en piedra sobre algún monumento éeipeio. parece una hermosa planta de delicadas hojas arqueadas oue for man un hierático diseño frente al cielo. Pero cuando se multiplica en una loca proporción, extendiéndose por centenares de millas cuadradas como un verde mar en todos los lados, el efecto es terri blemente deprimente y siniestro. Los canales por los que el vapor pasa tienen con frecuencia una anchura de cuarenta o cincuenta metros solamentte. v así el pasajero contempla interminables muros de entrelazados tallos, los cuales lo oprimen imaginariamente como las paredes de una prisión o un laberinto. Ni siouiera el agua del canal mismo es clara, va que desde hace nn año o cosa así. el jacinto de agua, esa planta acuática tan nrolífera. ha tomado pose sión del Nilo. Se extiende desde las márgenes en largos filamentos flotantes con una bonita flor morada, v aun cuando es desgarrada y cercenada por los zaguales de los buques, nunca parece extin guirse: antes bien, refuerza su arraigo en el río de año en año v podría, si no fuera atajada, llegar a obstruir de nuevo la corriente como en la época de Gessi. El Sudán meridional, con sus dunas de arena y su calor abru mador, ha sido aún más despiadado aue Ueanda con los vestigios del pasado. Cuando Winston Churchill. como ministro de las Co lonias, realizó este viaje Nilo abajo en 1907, Gondokoro era todavía un lugar importante, y encontró allí seis casas, chozas indígenas, un puesto de telégrafos, una prisión, una Audiencia y una compañía de los rifleros africanos del rey. Muv poco de todo esto queda aho ra, y el fuerte de Baker ha desaparecido enteramente. En Fashoda igualmente, todos los vestigios del campamento del capitán Marchand han quedado reducidos a polvo, y nada en la isla de Abba in dica que ella fuera en otro tiempo el origen del imperio del Mahdi. En Khartum, sin embargo, quedan más indicios del pasado. La tumba del Mahdi ha sido redificada en Omdurman, y la casa del califa ha quedado transformada en un museo. Desde aquí hay sólo
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una corta jomada hasta el campo de batalla, el cual permanece vir tualmente tal como estaba en 1898: una desigual extensión de árido y pedregoso vermo. La nueva ciudad de Khartum en la opuesta mareen del río tiene muv poca semejanza con la fortaleza que Gordon conociera. Hasta la estatua del general ha sido quitada en años recientes, y uno no puede tener absoluta seguridad de ha llar el mismo punto de la escalera del palacio donde se supone que permaneció cuando fue atacado. Pero desde la azotea la perspec tiva es casi la misma, y uno ve más o menos lo que Gordon vio: la débil silueta de chozas de barro de Omdurman en la margen opuesta, el yermo extendiéndose por todos lados para perderse en espejismos sobre el raso horizonte, y a los pies de uno el Nilo Azul llegando para unirse al Nilo Blanco. Aquí, más que en ninguna otra parte, el río revela su tranquila, lenta y poderosa fuerza. Ya el principal tributario, el Nilo Blanco, ha avanzado dos mil millas desde el centro de Africa, y es tan an cho, tan parecido a un lago, está tan lleno de barcazas y barcos de vela, que a uno se le hace difícil creer que la corriente tenga aún que recorrer otras dos mil millas antes de que alcance el mar. Pero el Nilo. en Khartum, es algo más que una gran arteria transmisora de vida a la árida arena: posee también una cualidad de tiempo, algo relacionado con el continuo movimiento del agua tal vez. Uno no se siente aquí muy distante de los soldados dé Wolselev y de Kitchener subiendo desde Egipto, de los guerreros del califa.' de Soeke disparando sobre los hipopótamos en los juncales, de Mrs. Baker lavándose su rubio cabello en esta misma agua, del Mahdi rezando en la isla de Abba, o de Livingstone, Gordon, Gessi y tantos otros que, de diferentes maneras, dieron su vida por el río; de Burton y Stanley, los cuales pusieron en juego su reputación por él, o aun de los centuriones de Herodoto y de Nerón. El río los reúne a todos. Cada uno de ellos fue arrastrado hacia él por una irresistible atracción, e importa poco que su noción de la corriente fuera la que se tiene en el actual siglo o la imperante en la época de Tolomeo. El Nilo parece ser impermeable a la mutación. Sigue fluyendo ahora, como ha fluido siempre, renovándose perpetua mente de año en año y de siglo en siglo, un incesante caudal de acti va agua suministradora de vida que se extiende sobre la mitad de Africa, desde el Ecuador hasta el Mediterráneo, y es todavía el río más importante de la Tierra.
Asolo, Italia, 1960.
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The Nile Quest, de Harry Johnston (Lawrence and Bullen, 1903) representa uno de los primeros esfuerzos para ofrecer una coordinada historia del rio, y pro bablemente constituye aún la mejor introducción general al tema. Mas para un estudio más completo uno debe, por supuesto, acudir a los libros de los explora dores. La mayor parte de éstos, si no todos, están actualmente agotados, y las primeras ediciones se han convertido en artículos para coleccionistas en las librerías de lance. Las obras principales, sin embargo, pueden hallarse en toda buena biblio teca, así como en las más especializadas colecciones conservadas por instituciones como la Royal Geographical Society de Londres. Es un placer examinar estas publicaciones: espléndidas, compactas obras que con frecuencia incluyen de dos a tres volúmenes, encuadernados en sólido cartón e impresas en grueso papel satinado con un tipo de letra grande y amplios márgenes. Las ilustraciones han sido, en general, sacadas de los toscos dibujos de los explo radores, los cuales han sido perfeccionados por artistas profesionales ingleses, y las fotografías de retratos son de una calidad que es usualmente superior a todo lo visto en los tiempos actuales. Los mapas, aun cuando a menudo erróneos, están bellamente trazados y se hallan contenidos en una gruesa cartera al ñnal del libro o plegados hacia fuera en una sólida hoja de tejido de lino. Muchos de los editores han abandonado hace tiempo el negocio, y en verdad que se habrían pronto arrui nado si hubieran continuado presentando tales ediciones en la época actual. Algunos de los libros más conocidos de esta clase son Last Journals, de Livingstone, Lake Regions of Central Africa, de Burton, Journal, de Speke, Alberl N'yanza, de Baker, Through the Dark Continent, de Stanley, y Through Masailand, de Thomson. Existen muchos más. Casi todos se distinguen por una cualidad de expresión que hacen una delicia el estudio de este tema. Luego hay una segunda clase de libros sobre la exploración africana y del N ilo, que son de fecha muy posterior y los cuales podrían ser descritos como obras clásicas, pues son el resultado de la específica erudición del siglo actual. Entre los mismos figuran Exploilation of East Africa, de Coupland, Gordon and the Sudan, de Alien, Livingstone, de Seaver, The Missionary Factor in East Africa, de O liver, The Mahdist State in the Sudan, de P. M . H olt, y el recientemente publicado Lugard, de Miss Margery Perham. Uno debe también mencionar aquí dos producciones anteriores que resultan familiares a todo entusiasta del A lto N ilo, Mahdism and the Egyptian Sudan, de Wingate, y los dos profusos tomos de The Uganda Protectorate, de Harry Johnston.
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Las cartas y los diarios de Gordon, los libros de los varios europeos que fue ron prisioneros de los mahdistas en el Sudán, y los innumerables relatos de mi sioneros, funcionarios del Gobi*rno y deportistas, caen aún dentro de otra cate goría, pues fueron escritos en su mavor parte después de aue los exploradores hubieran completado su obra v antes de que empezara el período de la enidHdn. La mayoría de estos trabaios son extremadamente personales, si bien no dejan de ser menos valiosos por ello. Uno podría quizás agruparlos bajo el título un poco vago de exploración secundaria. Apenas puede sorprender que con un torrente de escritura tan espontánea se produjeran muchas lagunas y superfluidades. De este modo los libros de grandes cacerías resultan muy tediosos por su trivialidad de concepto e infinita renetición, mientras que sabemos todavía muv poco realmente sobre la prehistoria del Nüo Blanco o hasta de los orígenes de las tribus que viven allí. Existe una vasta lite ratura sobre el tráfico de esclavos y una correspondiente escasez de libros sobre el conflicto del Islam y el Cristianismo en el Africa oriental v central, el cual es actualmente un tema mucho más vigoroso y con toda probabilidad continuará siéndolo. A pesar de todo, no hay ningún aspecto del río, va sea histórico, geográfico, antropológico, etnológico, zoológico, botánico o geológico, que no esté tratado someramente por tres publicaciones periódicas que se editan en África mismo: Tanganyika Notes and Records, The Upanda Journal v Sudan Notes and Records. Estando redactadas principalmente por funcionarios del Gobierno y otros aue han hecho su carrera en el Africa oriental y central, dan una descripción del país que inmediatamente se ha de admitir como auténtica. Echando mano de libros y publicaciones como éstas, y con la personal expe riencia de visitar casi todos los lugares aauí descritos, es, pues, como la presente obra ha sido compilada. Una referencia a las fuentes de información más detallada se hallará más abajo. Poco antes de la publicación de este libro recibí una encantadora carta de Mr. H . B. Thomas. En ella manifiesta: « E l problema de escribir con correcta ortografía los nombres propios africanos ha acortado sustancialmente mi vida a través de los años.» Puesto que una autoridad tan distinguida puede hacer una tal confesión, considero que debo limitarme a señalar aquí que no ha habido nunca ningún acuerdo general sobre el asunto. /Es Mohammed o Muhammad. o de alguna otra manera? /Debieran Bahr-el-Jebel, Bahr-el-Zeraf y Dar-es-Salaam llevar guiones o no? /Es Zobeir o Zebehr, Mahdi-ismo o Mahdismo, Mtesa o Mutesa, Mruli o M rooli? /Debiera Dufilé llevar acento? /Es Kamrasi más propiamente Kamurasai? La mayor parte de los arabistas y estudiantes de la historia de Africa responderán enfáticamente a tales preguntas, pero se advertirá que las respuestas difieren una de otra y a menudo grandemente. Ésta es una liza donde la preferencia personal parece ser de tanto peso como la erudición, y sólo el hábito, sea correcto o incorrecto, puede decidir la cuestión final. En estas páginas he usado la ortografía que parecía ser la más generalmente aceptada. N o pretendo la exactitud. Sólo deseo ser más claro.
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C a p ít u l o p r im e r o . — Entre las recientes obras, la vida de Burton ha sido tratada en una forma muy amena y briosa por Lesley Blanch, en The Wilder Shorts of Love (Murray, 1954), y por Seton Dearden, en The Arabian Knight (Barker, 1953), pero sus propios libros probablemente ofrecen la más viva perceoción de su carácter y aptitudes. Zanzíbar, City, Jsland and Coast (2 volúmenes, Tinsley Brothers, 1872) es una excelente reveladón de las peculiares inclinadones del autor. Esto es muy extraño. Se las ingenia para ser pedante, exuberante, malicioso, erudito y brillante, todo al mismo tiempo. El efecto sobre el lector es como si fuera precipitado colina abajo de una manera espasmódica: ora usa los frenos, ora la marcha a toda velocidad.
Capítulo I I . — The Lake Región: of Central Africa, de Burton (2 vols., Lonftmans Green, 1860), y 'What Led to the Discovery of the Source of the Nile, de Speke (Blackwood, 1863). describen enteramente la expedición al laso Tanganika, y su centenario en 1957 ha sido celebrado con un número especial de Tanganyika Notes and Records. Este último contiene un bosaueio notablemente bien ponderado e informativo de la vida de Burton, por R. C. H . Rislev, v una aprecia ción sobre Speke por el profesor Kenneth Ingham, del Makerere College. Sir John Grav, en época anterior presidente de sala en Uganda, d cual vive actualmente en Zanzíbar, contribuye también con un artículo sobre las primeras expediciones comerciales al interior, y al lector se le proporciona un magnífico mapa. En conjunto, esta publicación es una memorable realización. Capítulo I I I . — Aparte las obras clásicas como Uganda Protectorate, de Johnston (2 vols., Hutchinson, 1902), y Uganda, de H . B. Thomas y Robert Scott (O xford University Press, 1935), existe mucha información y útil especulación sobre la primitiva historia de los tres reinos, Koragwe, Buganda y Bunyoro, en las diser taciones de J. Ford y R. de Z. Hall, en Tanganyika Notes and Records (diciem bre 1947). y de sir John Grav. en el Uganda Journal (abril 1935, setiembre 1947, marzo 1951, setiembre 1951). El ensayo de H . B. Thomas «Giovanni Miani and the W hite N ile » ( Uganda Journal, abril 1939), Early Travellers in Acholi, de J. V . W ild (Nelson, 1954) y una nota sobre la historia de Uganda, por el capitán Hubert Foster del Servicio de Información del Ministerio de la Guerra (Foreign Office Correspondence respecting Zanzíbar, 1892, núm. 242), han sido también consultados. Mas para una descripción de los tres reinos tal como eran en los primeros años de la década de 1860, las fuentes más valiosas son, por supuesto, el Journal of the Discovery of the Source of the Nile, de Speke (Blackwood, 1863), y, en una proporción menor (su desarrollo es bastante lento), A Walk across Africa, de Grant (Blackwood, 1864). Estos dos libros nos ofrecen también la única descripción com pleta de su gran viaje hasta Gondokoro, donde fueron hallados por Samuel Baker, acontecimiento que él más tarde describió en su Albert N'yanza, Great Basin of the Nile (2 vols., Macmillan, 1866). Mr. y Mrs. Petherick, en su Travels in Centrad Africa (2 vols., Tinsley Brothers, 1869), ofrecen también, aun cuando de una ma nera comprensiblemente apenada, una relación del retorno de los dos exploradores a la civilización.
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C a p í t u l o IV . — The Nile Basin, de Burton y James M ’Queen (Tinsley Bro thers, 1864), fue publicado, algo cruelmente, sólo al cabo de unos cuantos meses después de la muerte de Speke. En él, Burton hace el relato de la reunión de Bath, y sigue muy estrechamente una segunda relación que publicó más tarde en su Zanzíbar. Otras referencias a su actitud con Speke entonces, se hallarán en Ufe of Sir Richard Burton, de su esposa (2 vols., Chapman and Hall, 1893), y True Ufe of Capí. Sir Richard Burton, de Georgiana M . Sisted (Nichols, 1896). La nueva teoría de Burton según la cual el N ilo procedía del lago Tanganika, fue expuesta en una disertación leída en la Royal Geographical Society el 14 de noviembre de 1864. Está reimpresa en The Nile Basin. «T h e Tim es», del 17 de setiembre de 1864, y de los días siguientes, ofrece una relación de la muerte de Speke y las pesquisas judiciales que se realizaron, así como sus propios comentarios sobre el asunto. Mrs. Dorothy Middleton, de la Royal Geographical Society, proporcionó muy amablemente una copia de la carta de Fuller al periódico en 1921. H . B. Thomas publica un artículo sobre la muerte de Speke en The Uganda Journal, de marzo de 1941.
C a p ít u l o V . — Baker of the Nile, de Dorothy Middleton (The Falcon Press, 1949), es el estudio más reciente aparecido sobre la vida del explorador, y ha sido igualmente consultado. E l resto de este capítulo está basado principal mente en su Albert N'yanza.
C a p ít u l o V I. — Las tres obras principales de Livingstone, Missionary Travels and Researches in South Africa (1857), Narrative of an Expedition to the Zambesi and ils Tributarias (1865) y Last Journals (1874) — cada una en dos volúmenes, y publicadas por John M urray— han sido consultadas, junto con Hoto I Found Uvingstone, de Stanley (Sampson Low , 1872). Las obras más importantes en estos últimos años sobre la vida del explorador son Livingstone’s Last Journey, del profe sor Coupland (Collins, 1945), y David Uvingstone, His life and Letters, de George
Seaver (Butterworth Press, 1957). La descripción de Stanley hecha por Gaetano Casad aparece en sus Ten Years in Equatoria and the Return with Entin Pasha (2 vols., Frederick Warne & Co., 1891).
C a p ít u l o V I I . — La d ta sobre las tribus del A lto N ilo está extraída
Heartb of Africa,
de The-
de George Schweinfurth (Sampson Low , 1873). E l comentario de Thomson sobre sus viajes aparecía en una carta escrita poco antes de que muriera en Londres en 1895 a su hermano, el reverendo J. B. Thomson. Hay una interesante nota referente a Ernest Linant de Bellefonds, y la petición de Stanley instando a que fueran más misioneros cristianos a Uganda, de H . B. Thomas en The Uganda Journal, julio 1934. En cuanto al resto, este capítulo está basado principalmente en Tbrough the Dark Continent, de Stanley (2 vols., Sampson L ow , 1878).
C a p ít u l o V I I I . — Los comentarios de sir Evelyn Baring sobre Ismail están sacados de su Modern Egypt (Macmillan, 1908), el cual constituye un valioso libro sobre todos los acontecimientos en Egipto y el Sudán desde los años de 1870 en adelante, hasta el fin de siglo y aun de más lejos. The Great Canal at Suez, de Percy Fitzgerald (Tinsley Brothers, 1872), ofrece una breve descripción de la empre
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sa y su pasado, pero el examen de los periódicos que enviaron corresponsales a la inauguración, especialmente el «N e w Y ork Herald», ha resultado algo decepcio nante. En modo alguno, sus muchas páginas de excelente impresión no logran transmitir el sabor de la jornada. Es muy de lamentar que Lady Dufi Gordon, la cual se hallaba entonces en el N ilo, no asistiera a los festejos, pues ella tenía revela doras cosas que decir sobre todo lo que vio en Egipto. Es especialmente mordaz sobre Ismail y la apurada situación de los labriegos. La expedición de Baker es enteramente descrita en su Ismailia, a Narrative of the Expedition to Central Africa for the Suppression of the Slave Trade (2 vols., Macmillan, 1874). Es uñ libro casi tan bueno como el Albert N'yanza. C a p ít u l o IX . — The Exploitations of East Africa, 1856-90, de Coupland (Faber and Faber, 1939), es un estudio muy completo sobre la carrera de K irk en Zanzíbar y cuestiones tales como el tráfico de esclavos y la incursión de McKillop. Las relaciones de K irk con Mutesa en Buganda son también tratadas por sir John Gray en el Uganda Journal, de marro de 1951. Una vigorosa descripción de Zan zíbar en el año 1870 se nos ofrece en Uganda and the Egyptian Sudan, escrito por los dos misioneros, el reverendo C. T. Wilson y R. W . Felkin (Sampson Low,' 1882). La descripción de E l Cairo por W inwood Reade se hallará en una introducción que escribió para Heart of Africa, del doctor Schweinfurth, y la cita de Stanley está sacada de su libro In Darkest Africa or the Quest, Rescue and Retreat of Emin, Governor of Equatoria (Sampson Low , 1890). La bibliografía sobre Gordon es vasta. Aparte del ensayo de Lytton Strachey en Eminent Victorians, los libros principales referentes a Gordon, que han sido consultados en la composición de éste y los subsiguientes capítulos son Gordon and the Sudan, de Bernard M. Alien (Macmillan, 1951), Gordon in Kartoum, de W ilfrid Scawen Blunt (Stephen Swift, 1911), y su Secret History of the British Occupation of Egypt (Unwin, 1907), Modern Egypt, Coronel Gordon in Central Africa, de Crómer, editado por George Birkbeck H ill (D e la Rué, 1881), Lelters of General C. G. Gordon to hit sister Ai. A. Gordon (Macmillan, 1888), la intro ducción a The Journals of Major-General C. G. Gordon, C. B., al Khartoum, editado por A . Egmont Hake (Kegan Paul, 1885), y Seven Years in the Sudan, de Rom olo Gessi (Sampson Low , 1892). Las polemísticas referencias al general, del co ronel C. Chaillé-Long, se hallarán en sus tres libros, Naked Truths of Naked People (Sampson L ow , 1875), Three Prophets (1884) y My Life in Four Conlinents (Hutchinson, 1912). Gordon and the Sudan, del doctor Alien, contiene una fascinante investigación de los errores — especialmente el error relativo a la fuerte incli nación de Gordon a la bebida— en el ensayo de Strachey. Evidencia, fuera de toda razonable duda, que Chaillé-Long estaba mintiendo. Las Sudan Notes and Records, Vol. X , 1927, contienen unas cartas de Gordon no publicadas hasta entonces, y H . B. Thomas posee un artículo sobre «G ord on en el lejano Sur, en Uganda» en 1876, en The Uganda Journal, abril 1938.
C a p ít u l o X . — Todos los libros citados últimamente han sido consultados para este capítulo, y además, Travels in Africa, del doctor W ilhelm Junker (3 vols., Chapman and Hall, 1890).
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C a p ít u l o X I. — Cromer en su Modem Egypt, y Blunt en su Secret History tratan, desde sus opuestos puntos de v is a , de la ocupación británica en Egipto. E l Mahdi y su alzamiento han sido excelentemente descritos en uno de los primeros libros sobre el tema. Mahdiism and tbe Sudan, de Wingate (Macmillan, 1891). Para una descripción del propio Mahdi y sus seguidores se ha contado con los libros escritos por los dos prisioneros austríacos — Ten Years1Captioity in tbe Mabdi’s Camp, del padre Joseph Ohrwalder (Sampson Low , 1892) y Fire and Sward in tbe toum, de Frank Power, el cónsul británico y corresponsal del «T im e s» (Sampson L ow , 1885), es un pequeño libro vigoroso y revelador. Ofrece un íntimo cuadro de la vida en Khartum en la época de la expedición de Hicks y durante la primera parte del asedio en 1884.
C a p ít u l o X I I . — Cromer, Blunt, Alien, Strachy y Frank Power en sus libros antes ciados, y el propio Gordon (en sus caras) tratan todos de los incidentes que condujeron a la adscripción de Gordon y su llegada a Khartum. La d ta de Winston Churchill está sacada de su libro The River War (Longmans Green, 1899).
C a p ít u l o X I I I . — Las mismas obras han sido de nuevo consultadas, aun cuando los propios Journals de Gordon ofrecen, por supuesto, la mejor relación del asedio.
C a p ít u l o X IV . — Wingate, como jefe del Servicio de Información en el Cairo, efectuó una larga y cuidadosa investigación sobre la caída de Khartum. Inte rrogó a testigos como Bordeini Bey, asistió al consejo de guerra que examinó el asunto en El Cairo, vio todos los documentos oficiales de la expedición de Wolseley, y él mismo tradujo del árabe las cartas del valor del Mahdi que llegaron a Egipto. Los resultados de e s a larga y concienzuda tarea aparecen en su libro Mahdiism and tbe Sudan, y en una disertación que escribió para las Sudan Notes and Records, en 1930. N o existen dos relaciones de la muerte de Gordon que concuerden exactamente. Aún en 1899 el comerciante alemán Charles Neufeld, en su obra A prisoner of tbe Kbaleefa, Twelve Years Captivity in tbe Sudan (Chapman and H all), desmentía absolutamente las declaraciones hechas por sus colegas prisioneros Slatin, Ohrwalder y otros. Niega, por ejemplo, que Gordon usara una pieza de artillería en la azotea del palacio, pero insiste en que luchó antes de que él muriera. En general, la descripción aquí ofrecida sigue a Wingate. La cita del misionero Alexander Mackay está extraída de Mackay of Uganda, de su hermana, publicado por Hodder and Stoughton en 1890.
C a p ít u l o X V . — Slatin, Ohrwalder y Neufel han hecho todos unas relaciones de primera mano sobre la vida en el Sudán en la época del califa, y Wingate ha confrontado las notas del Servicio de Información hasu 1890 en su Mahdiism and tbe Sudan. The Mahdist State in the Sudan 1881-98, del doctor P. M . H olt (O xford, 1958), es un estudio más destacado del mismo tema, compilado en gran parte a base de fuentes árabes.
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C a p ít u l o X V I . — Las principales obras consultadas sobre los últimos aíos del siglo en el Africa oriental y Uganda son The Missionary Factor in East Africa, de Roland O lived (Longmans Green, 1952), The Ráse of our East African Em pire, de F. D. Lugard (2 vols., Blackwood, 1893, y Lugard, The Years of Adventure 1858-98, de Margery Perham (Collins, 1956). Exploitation of East Africa, de Coupland, y Uganda, de Thotnas y Scott han sido ya mencionados. Uganda Protectorate, de Harry Johnston, abarca también mucho del mismo territorio. Las cartas de Alexander Mackay arrojan mucha luz sobre la vida en Buganda y los declinantes años de Mutesa. E l rey Mwanga y su ambiente son tratados por T . B. Fletchft en The Uganda Journal en el número de octubre de 1936.
C a p ít u l o X V I I . — In Darkest Africa, or the Quest, Rescue and Retreat of Emin, Governor of Equatoria, de Stanley, los varios libros de sus subalternos, y Emin Pasha, His Life and Work, compilado a base de sus diarios, cartas, apuntes
científicos y documentos oficiales por George Schweitzer, con una introducción de R. W . Felkin, nos ofrecen la más completa relación que probablemente hayamos podido tener jamás de esta expedición. Una especial referencia, sin embargo, debiera hacerse a The Other Side of the Emin Pasha Relief Expedition, de H . R. Fox Bourne (Chatto & Windus, 1891), pues revela la extensión de la animosidad hacia Stanley, que se despertó en Inglaterra. La vida de Emin en Ecuatoria es también descrita en detalle en una colección de sus diarios y cartas traducidas del alemán por Mrs. Felkin, y publicadas con el título de Emin Pasha in Central Africa, por George Philip en 1888.
C a p ít u l o X V I I I . — Las negociaciones de Emin con las compañías británica y alemana del Africa oriental en Bagamoyo son mencionadas en la Foreign Office Correspondence respecting Zanzíbar, 1890, núm. 37, y su muerte es mencionada por Schweitzer en su Emin Pasha, His Life and Work. La campaña de Omdurman es admirablemente descrita por sir Philip Magnus en su libro Kitchener, Portrait of an Imperialist (John Murray, 1958), y las referencias a Kitchener en. este capitulo están en gran parte extraídas de esa obra y de Modern Egypt, de Cromer. De las relaciones de primera mano tenemos The River War, de Winston Churchill (Longmans Green, 1899) — una fecha fantásticamente lejana para ser considerada por un autor viviente — , que seguramente ha de ser juzgada como una obra clásica de los relatos de guerras, y, entre una cantidad de otras relaciones, With Kitchener lo Khartoum, ac tj. W. Ptecvens (Blackwood, 1898). E l incidente de Fashoda ha sido descrito por la parte francesa con un comprensible sentimiento parcial, espe cialmente por Robert de Caix en su Fachoda: La France et l'Angleterre (Libraire Africaine et Coloniale, París, 1899) y Jacques Delbecque en La Vie du Giniral Marchand (Hachette, 1936). Su opinión sobre el caso ha sido integrada aquí con las relaciones ofrecidas por Cromer, Churchill y, más recientemente, por sir Philip Magnus. La comunicación de Wingate describiendo la muerte del califa fue pu blicada en la «London G azette» del 30 de enero, 1900, y un facsímile del docu mento ha sido muy amablemente proporcionado por Mr. D. W . King, el biblioteca rio del Ministerio de la Guerra en Londres. La cita de Harry Johnston está extraída de The Uganda Protectorate.
E p íl o g o . — La cita de Burton es de su libro
Lakt Regions of Central Africa.
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