J. L. Mackie, "Evil and Omnipotence," Mind , New Series, Vol. 64, No. 254. (Apr., 1955), pp. 200-212. 1
El mal y la omnipotencia Por: J. L. Mackie University of Sydney Los argumentos tradicionales a favor de la existencia de Dios ya han sido minuciosamente criticados por los filósofos. Pero el teólogo puede, si así lo desea, aceptar esta crítica. Puede admitir que no es posible ninguna prueba racional de la existencia de Dios, y a pesar de ello resguardar lo central de su posición sosteniendo que la existencia de Dios se conoce de alguna otra manera no-racional. Sin embargo, creo que se puede presentar una crítica más elocuente partiendo del tradicional problema del mal. Ello permite mostrar no que las creencias religiosas carecen de sustento racional, sino que son positivamente irracionales, que partes fundamentales de la doctrina teológica son inconsistentes entre sí, por lo que el teólogo sólo puede mantener su posición al precio de rechazar la razón de manera mucho más extrema que en el caso anterior. Deberá estar preparado para creer no solo algo que no puede ser demostrado, sino algo que puede ser refutado partiendo de otras de las creencias que él mismo mantiene. El problema del mal, en el sentido en que utilizaré esa expresión, solo es un problema para quien cree que existe un Dios que es a la vez omnipotente y bueno. Y es un problema lógico, el problema de esclarecer y reconciliar cierto número de creencias: no es un problema científico que pueda resolverse a partir de futuras observaciones, o un problema práctico que pueda resolverse mediante una decisión o una acción. Estas aclaraciones son obvias; las menciono únicamente porque a veces son ignoradas por los teólogos, quienes en ocasiones evaden la formulación del problema del mal mediante observaciones como: “Bueno, ¿puede usted resolver el problema”; o “Se trata de un misterio que nos será revelado más adelante”; o “El mal es algo que debe ser enfrentado y superado, no algo sobre lo que debamos discutir”. En su forma más simple, el problema del mal es el siguiente: Dios es omnipotente; Dios es enteramente bueno; y sin embargo, existe el mal. Parece haber alguna contradicción entre esas tres proposiciones, de modo que si dos de ellas fueran verdaderas, la tercera sería falsa. Pero, al mismo tiempo, ti empo, las tres son parte esencial de la mayoría de las posturas teológicas: tal parece que el teólogo debe adherir a ellas, pero no puede adherir de manera coherente a todas ellas. (El problema no se les presenta únicamente a los teístas, pero aquí discutiremos la forma en que aparece para el teísmo corriente.) 1
Los números entre llaves indican la paginación del original (en inglés).
Sin embargo, la contradicción no surge inmediatamente; para revelarla necesitamos algunas premisas adicionales, o quizá algunas [201] reglas cuasi-lógicas que conecten los términos ‘bien (bueno)’, ‘mal (malo)’ y ‘omnipotente (omnipotencia)’. Estos principios adicionales son: que el bien se opone al mal de tal manera que algo bueno siempre elimina el mal en la medida en que es capaz de hacerlo y que no existen límites en cuanto a las cosas de las que es capaz un ser omnipotente. De ellos se sigue que algo bueno y omnipotente elimina el mal completamente, y de ahí que las proposiciones de que existe algo bueno y omnipotente y de que existe el mal resultan incompatibles entre sí. A. Soluciones adecuadas
Una vez planteado el problema, resulta claro que puede ser resuelto, en el sentido de que el problema no surgirá si renunciamos al menos a una de las proposiciones que lo constituyen. Si alguien está preparado para decir que Dios no es enteramente bueno, o no del todo omnipotente, o que el mal no existe, o que el bien no se opone al tipo de mal existente, o que existen límites para lo que un ser omnipotente puede hacer, el problema del mal no se le presentará (como tal) a esa persona. Hay, por lo tanto, varias soluciones adecuadas al problema del mal, y algunas de ellas han sido adoptadas, o casi adoptadas, por varios pensadores. Por ejemplo, algunos han estado dispuestos a negar la omnipotencia divina, y un grupo más numeroso ha aceptado mantener el término ‘omnipotencia’, pero restringiendo drásticamente su significado, señalando varias cosas que un ser omnipotente no puede hacer. Algunos han afirmado que el mal es una ilusión, quizá porque sostenían que todo el mundo de cosas mudables y temporales es una ilusión, y que aquello a lo que llamamos mal pertenece únicamente a este mundo; o quizá porque sostenían que, a pesar de que las cosas temporales son tal y como las vemos, aquellas cosas a las que llamamos malas no lo son en realidad. Algunos han dicho que lo que llamamos mal es solamente la privación del bien, y que no existe el mal en un sentido positivo, (en el sentido de) un mal que se opone al bien. Algunos han estado de acuerdo con Pope en que el desorden es armonía incomprendida, y que un mal parcial es un bien universal 2. El que alguna de estas cosas sea verdadera es, por supuesto, un asunto aparte. Pero todas ellas ofrecen una solución adecuada el problema del mal, en el sentido de que si aceptamos alguna de estas opciones, el problema no se presenta (aunque, claro está, ello nos deje con otros problemas a los que enfrentarnos).
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All nature is but art, unknown to thee;/ All chance, direction, which thou canst not see;/ All discord, harmony not understood;/ All partial evil, universal good;/ And spite of pride, in erring reason’s spite,/ One truth is clear, Whatever is, is right . (Pope, Alexander, Essay on Man . Epistle i. Line 289 -
http://www.bartleby.com/100/230.21.html.) – [Toda la naturaleza no es más que un arte que tú ignoras; / todo azar, intención que tú no logras ver; / toda discordia, armonía incomprendida; / todo mal parcial, bien universal: / Y a pesar del orgullo y de la razón que yerra, / una verdad es clara: todo lo que es, es bueno.]
Pero es bastante común que estas soluciones adecuadas sean adoptadas solo parcialmente. Podemos albergar la razonable sospecha de que los pensadores que restringen el poder de Dios sin abandonar el término ‘omnipotencia’ también creen, en otros contextos, que el poder divino es realmente ilimitado. Quienes [202] dicen que el mal es una ilusión pueden quizás pensar, inconsistentemente, que esa ilusión es en sí misma un mal. Y aquellos que dicen que “mal” es simplemente la privación de bien pueden quizá pensar, también de manera inconsistente, que la privación de bien es un mal. (Esta falacia es semejante a algunas formas de la “falacia naturalista” en ética, en la cual algunos suponen, por ejemplo, que “bien” es simplemente aquello que contribuye al progreso evolutivo, y que el progreso evolutivo es en sí mismo un bien.) Si lo que el primer verso del pareado de Pope quiere decir es que el “desorden” es solo armonía incomprendida, entonces -en atención a la consistencia- el “mal parcial” del segundo verso debería interpretarse como “aquello que, [considerado] de manera aislada, parece malo”, aunque sería más natural leerlo como “aquello que, [considerado] de manera aislada, es realmente malo”. De hecho, el segundo verso del pareado oscila entre dos posiciones: una según la cual el “mal parcial” no es realmente un mal, dado que solo la cualidad universal es real; y otra según la cual el “mal parcial” es realmente un mal, aunque uno pequeño. Debemos reconocer, por lo tanto, que además de las soluciones adecuadas hay soluciones inconsistentes, insatisfactorias, en las que una de las proposiciones que constituyen el problema es solo tibiamente rechazada. En estos casos, una de las proposiciones constitutivas es rechazada de manera explícita, pero esa misma proposición se vuelve a afirmar o se presupone de manera subrepticia en otras partes del sistema. B. Soluciones falaces
Además de las soluciones tibias, que a pesar de su rechazo explícito afirman implícitamente alguna de las proposiciones constitutivas, existen soluciones definitivamente falaces que mantienen explícitamente todas las proposiciones, pero que en el curso del argumento que se propone dilucidar el problema del mal implícitamente rechazan al menos una de ellas. De hecho, muchas de estas así llamadas soluciones pretenden eliminar la contradicción sin abandonar ninguna de las proposiciones constitutivas. No pueden sino ser falaces, como podemos ver por el mismo planteo del problema, pero no es tan fácil identificar en dónde reside en cada caso la falacia. Sugeriré que en todos los casos la falacia tiene la forma general que propuse más arriba: para resolver el problema se abandona una (o más) de sus proposiciones constitutivas, pero de tal manera que parezca que no se la ha rechazado, y que por lo tanto pueda ser afirmada sin calificaciones en otros contextos. En ocasiones se presenta una complicación adicional: la supuesta solución oscila entre, digamos, dos de las proposiciones constitutivas, de a ratos afirmando la primera mientras rechaza subrepticiamente la otra [203], y de a ratos
afirmando la segunda, pero abandonando subrepticiamente la primera. Tales soluciones falaces muchas veces se sustentan en un equívoco concerniente a las palabras ‘bien’ y ‘mal’, o en cierta vaguedad en la forma en que bien y mal supuestamente se oponen el uno al otro, o respecto de cuál es el verdadero alcance de lo que queremos decir con ‘omnipotencia’. Me propongo examinar algunas de estas así llamadas soluciones y exhibir en detalle sus respectivas falacias. Incidentalmente, también trataré la cuestión de si es posible alcanzar una solución adecuada mediante alguna leve modificación de alguna de las proposiciones constitutivas que, sin embargo, cumpla con los requisitos del teísmo corriente. 1. “El bien no puede existir son el mal” o “El mal es necesario como contraparte del bien.” En ocasiones se sugiere que el mal es necesario como contraparte del bien, que si no hubiera mal, tampoco podría haber ningún bien, y se dice que ello soluciona el problema del mal. Es verdad que esto apunta a una posible respuesta a la pregunta “¿Por qué debería existir el mal?” Pero solo al precio de introducir calificaciones a alguna de las proposiciones que constituyen el problema. En primer lugar, el decir que Dios no puede crear el bien sin crear simultáneamente el mal, marca un límite a lo que Dios puede hacer, lo que significa que o bien no es omnipotente, o bien existe (al menos) algún límite para lo que un ser omnipotente puede hacer. Se nos podría replicar que tales límites siempre están presupuestos, que la omnipotencia nunca ha sido equivalente a la capacidad de hacer lo que es lógicamente imposible, y que de acuerdo a esta postura la existencia del bien sin el mal sería una imposibilidad lógica. Efectivamente, podemos aceptar esta interpretación de la omnipotencia como una modificación de nuestra presentación original que no resigna ningún aspecto esencial del teísmo, y en mi discusión subsiguiente asumiré dicha modificación. Esta es quizá la postura teísta más habitual, aunque creo que al menos algunos teístas han mantenido que Dios es incapaz de hacer lo que es lógicamente imposible. En todo caso, muchos teístas han mantenido que la lógica misma es una creación o disposición divina: que la lógica es la manera en que Dios arbitrariamente elige pensar. (Esta posición, por supuesto, es paralela a la postura ética según la cual las acciones moralmente correctas son las que Dios arbitrariamente elige prescribir, y ambas enfrentan dificultades similares.) Y esa concepción de la lógica resulta claramente inconsistente con la afirmación de que Dios está limitado en sus actos por las necesidades lógicas –a menos que un ser omnipotente tenga el poder de limitarse a sí mismo, cuestión que consideraremos más adelante, cuando lleguemos a la Paradoja de la Omnipotencia. Por ello, esta solución del problema [204] del mal no puede adoptarse de manera consistente con la posición de que la lógica misma es una creación de Dios. Pero, en segundo lugar, esta solución niega que el mal se oponga al bien en el sentido que expusimos al principio. Si el bien y el mal son contrapartes (el uno del otro), algo que es bueno no “eliminaría el mal en la medida en que pueda hacerlo”. En efecto, esta
posición sugiere que, estrictamente hablando, el bien y el mal no son cualidades de las cosas. Tal vez la sugerencia consista en que el bien y el mal guardan entre sí una relación similar a la que hay entre lo grande y lo pequeño. Ciertamente, cuando el término ‘grande’ se utiliza de manera relativa para abreviar ‘más grande que tal o cual cosa’, y ‘pequeño’ se usa de modo correspondiente, la grandeza y la pequeñez son contrapartes, y ninguna puede existir sin la otra. Pero en este sentido la grandeza no es una cualidad, no es una característica intrínseca de ninguna cosa; y sería absurdo tratar de concebir un movimiento a favor de la grandeza y en contra de la pequeñez así entendidas. Tal movimiento se destruiría a sí mismo, dado que la grandeza relativa solo puede promoverse a expensas de la pequeñez relativa. Estoy seguro de que ningún teísta estaría satisfecho con una bondad divina análoga a esto –sería como si lo que el teísta desea promover no fuera el bien (lo bueno), sino lo mejor , como si tuviera el paradójico propósito de que todas las cosas fueran mejor que todas las demás cosas. Este asunto suele quedar oscurecido por el hecho de que, además de su sentido relativo, ‘grande’ y ‘pequeño’ parecen tener un sentido absoluto. No podemos discutir aquí si existe o no una magnitud absoluta, pero si existiera, podría haber un sentido absoluto para ‘grande’ (podría significar de al menos tal o cual determinado tamaño), y tendría sentido hablar de un ‘hacerse más grande’ (de un aumento de tamaño) de todas las cosas, de un universo todo entero en expansión, por lo que también tendría sentido decir que se puede promover la grandeza. Pero, en este sentido, que grande y pequeño sean contrapartes no constituye una necesidad lógica: cualquiera de ambas cualidades podría existir sin la otra. No habría ninguna imposibilidad lógica en que todas y cada una de las cosas fueran pequeñas, o todas y cada una de las cosas fueran grandes. Así pues, los términos ‘grande’ y ‘pequeño’ –ya en el sentido absoluto, ya en el relativo– resultan insuficientes para establecer una analogía como la que sería necesaria para fundamentar esta solución del problema del mal. En ningún caso se da que grandeza y pequeñez sean al mismo tiempo contrapartes necesarias y fuerzas mutuamente opuestas (o posibles objetos de aprobación o reprobación). Podría responderse que bien y mal son contrapartes necesarias en la manera en que lo es cualquier cualidad y su contrario lógico: se sugiere que únicamente puede darse la blancura si se da la no-blancura. Pero, a menos que el mal consista solamente en la privación de bien, bien y mal no son contrarios lógicos, y sería necesario algún otro argumento que muestre que se trata contrapartes en el mismo sentido que los auténticos [205] contrarios lógicos. Supongamos que tal argumento pueda ofrecerse. Aun así podría dudarse de la corrección del principio metafísico según el cual por cada cualidad debe haber una cualidad contraria real. Mi sugerencia es que no sería realmente imposible que todas las cosas fueran, digamos, blancas; lo cierto es que si todas las cosas fueran blancas sencillamente no advertiríamos su blancura, y careceríamos de la palabra ‘blanco’; solo percibimos –y nombramos– aquellas cualidades para las que (de hecho) hay cualidades contrarias reales. Si esto es así, el principio que dice que un término debe tener un contrario pertenecería únicamente a nuestro lenguaje o a nuestro
pensamiento: no sería un principio ontológico. Consecuentemente, la regla según la cual el bien no puede existir sin el mal no expresaría un tipo de necesidad lógica que Dios estuviera obligado a respetar. Dios podría haber dispuesto que todas las cosas fueran buenas, aunque (si lo hubiera hecho) nunca nos hubiéramos enterado de ello. Finalmente, aunque convengamos en que se trata de un principio ontológico, ello solo proporcionaría una solución al problema del mal si estuviéramos dispuestos a decir: “El mal existe, pero solo en la cantidad suficiente para servir de contraparte del bien”. Dudo que algún teísta pueda aceptar eso. Después de todo, la exigencia ontológica de que haya no-blancura podría cumplirse incluso si todo el universo fuera blanco, con la excepción de una minúscula superficie no-blanca. Y si adoptáramos la exigencia correspondiente que requiere la existencia del mal como contraparte del bien, una mínima dosis de mal resultaría suficiente. Pero en general los teístas no están dispuestos a afirmar, en todo contexto, que las cosas malas que suceden representan solo una ínfima y necesaria dosis de mal. 2. “El mal es necesario como un medio para el bien.” A veces se sugiere que el mal es necesario para el bien no como su contraparte, sino en la manera en que un medio es necesario para un fin. En su formulación más simple esto es poco plausible como solución del problema del mal, porque obviamente implica una severa restricción del poder de Dios. Que no se pueda alcanzar un determinado fin más que por un determinado medio sería una ley causal; por lo tanto, si Dios se ve obligado a introducir el mal como un medio para el bien, Dios está sujeto al menos a algunas leyes causales –lo que también entra en conflicto con lo que los teístas normalmente quieren significar por omnipotencia. Y esta noción de un Dios limitado por leyes causales también choca con la postura según la cual las mismas leyes causales son creación divina (posición esta mucho más popular que la que hace de las leyes de la lógica una creación de Dios). En efecto, el conflicto se resolvería si un ser omnipotente tuviera el poder de ponerse límites a sí mismo, una posibilidad que todavía debemos considerar. A menos que podamos dar una respuesta positiva a esta pregunta, la sugerencia de que el mal es necesario como un medio para el bien solo resuelve el problema del mal [206] negando una de sus proposiciones constitutivas, a saber: que Dios es omnipotente o que ‘omnipotente’ signifique lo que (normalmente) significa. 3. “El universo es mejor si incluye al menos algún mal que si no incluyera ningún mal.” Esta solución resulta ser mucho más importante, a pesar de que a primera vista parece una simple variante de la anterior: afirma que el mal puede contribuir a la bondad del todo en el que aparece, de modo que el universo como un todo es mejor tal y como está, con el mal que (de hecho) contiene, que lo que sería si no contuviera mal alguno. Esta solución puede elaborarse de dos maneras. Podría fundamentarse en una analogía estética, por el hecho de que el contraste contribuye a la belleza del conjunto;
una pieza musical, por ejemplo, puede incluir disonancias que de alguna manera aumentan la belleza de la obra como un todo. O, alternativamente, podría elaborarse partiendo de la noción de progreso, afirmando que el mejor ordenamiento posible del universo no consiste en un orden estático, sino progresivo; que la superación gradual del mal por el bien es mejor que una eterna supremacía del bien en ausencia de cualquier adversidad. Pero en cualquiera de tales casos, la solución suele partir del presupuesto de que el mal que da lugar al problema es mayormente lo que se llama el mal físico, es decir, el dolor. Hume, en su presentación –más bien tibia– del problema del mal, se concentra en los males del dolor y la enfermedad; sus detractores argumentan que la existencia del dolor y la enfermedad hace posible la existencia de la compasión, la benevolencia y el heroísmo, haciendo posibles los esfuerzos cada vez más exitosos de los doctores y los reformistas por superar esos males. De hecho, los teístas suelen aprovechar la oportunidad para acusar a aquellos que insisten en plantear el problema del mal de estar suscribiendo a una concepción vil y materialista de los bienes y los males, al equipararlos con el placer y el dolor, y también de ignorar los bienes más espirituales que pueden surgir del esfuerzo por superar el mal. Pero examinemos qué es lo que está sucediendo aquí. Llamaremos ‘mal de primer orden’ o ‘mal (1)’ al dolor y al sufrimiento [ misery]. A lo que contrasta con este mal, es decir, el placer y la felicidad, lo llamaremos ‘bien de primer orden’ o ‘bien (1)’. A este último lo distinguiremos del ‘bien de segundo orden’ o ‘bien (2)’, que es algo que de alguna manera emerge en una situación compleja que contiene como componente necesario el mal (1) – necesario en un sentido lógico, no meramente causal.(La manera exacta en que emerge dicho bien es irrelevante: en la versión más rudimentaria de esta solución, el bien (2) es simplemente el aumento de la felicidad en contraste con el sufrimiento, en otras versiones incluye la compasión con los que sufren o el heroísmo ante el peligro, sumados a la disminución gradual del mal de primer orden y el aumento del bien de primer orden.) También estamos presuponiendo que [207] el bien de segundo orden es más importante que el bien o el mal de primer orden; en particular, que (su valor) compensa con creces el mal de primer orden del que depende. Este es un intento particularmente sutil de resolver el problema del mal. Esta respuesta preserva la bondad y la omnipotencia de Dios basándose en que (desde un punto de vista lo suficientemente amplio) este es el mejor de todos los mundos lógicamente posibles, porque incluye los bienes importantes de segundo orden; pero al mismo tiempo admite que existen algunos males reales (el mal de primer orden). Pero, en esta respuesta, ¿el mal y el bien siguen siendo dos cosas que se oponen una a la otra? Claramente no en el sentido del que habíamos partido originalmente: aquí el bien no tiende a eliminar el mal en general. En lugar de eso, se nos ofrece un esquema más complejo. El bien de primer orden (por ejemplo, la felicidad [o el bienestar]) contrasta con el mal de primer orden (por ejemplo, el sufrimiento): ambos se oponen mutuamente de forma prácticamente mecánica; ciertos bienes de segundo orden (por ejemplo, la
benevolencia) tienden a maximizar el bien de primer orden y minimizar el mal de primer orden; pero la bondad de Dios no consiste en eso, sino en Su voluntad de maximizar el bien de segundo orden. A la bondad divina podríamos llamarla, por tanto, bondad de tercer orden, o bien (3). Aunque esto difiere de nuestra presentación original, podría sostenerse que se trata de un progreso respecto de aquella, porque ofrece una descripción más exacta de la manera en que el bien se opone al mal, y ello sin entrar en conflicto con la posición esencial del teísmo. Sin embargo, hay varias objeciones a las que esta solución podría tener que enfrentarse. En primer lugar, alguien podría argumentar que cualidades como, por ejemplo, la benevolencia –y, a fortiori, el bien o la bondad de tercer orden que promueve tales cualidades– poseen un valor meramente derivado, que no son bienes de un tipo más elevado, sino simplemente medios para alcanzar el bien (1), es decir, la felicidad, por lo que resultaría absurdo que Dios permita que el sufrimiento continúe existiendo simplemente para posibilitar virtudes tales como la benevolencia, el heroísmo, etc. Obviamente, esto es algo que cualquier teísta que adopte la actual solución se verá obligado a rechazar, pero dado que es posible hacerlo de manera bastante plausible, no insistiremos en este punto. En segundo lugar, de esta solución se sigue que Dios no es (en nuestro sentido) benevolente o compasivo; porque, de acuerdo a esta respuesta, Dios no se preocupa por minimizar el mal (1), sino únicamente por promover el bien (2); y esta es una conclusión que más de un teísta puede encontrar inquietante. Pero, y en tercer lugar, la objeción fatal es la siguiente. Nuestro análisis muestra claramente que es posible que exista un mal de segundo orden, un mal (2) que contraste con el bien (2) del mismo modo que el mal (1) contrasta con el bien (1). Este (mal de segundo orden) incluiría la malevolencia, la crueldad y la indiferencia, así como los estados en que el bien (1) disminuye y el mal (1) aumenta. Y si sostenemos que el bien (2) es el tipo de bienes que realmente importa, el tipo de bienes que Dios intenta promover, el mal (2) será, por analogía, el tipo importante de males, el tipo de males [208] que Dios –si fuera enteramente bueno y omnipotente– eliminaría. Pero es evidente que el mal (2) existe, y de hecho la mayoría de los teístas (en otros contextos) se ocupan de destacar la existencia del mal (2) por sobre la existencia del mal (1). Por lo tanto, el problema del mal debería plantearse en términos de mal de segundo orden, pero la solución actual es inútil contra esa formulación del problema. Pero se podría echar mano de esta solución una vez más, ahora en un nivel más alto, para intentar explicar la existencia del mal (2) –y la próxima solución que examinaremos hace precisamente eso, aunque con ayuda de algunas nociones adicionales. Sin embargo, en ausencia de tales nociones, la solución resulta poco plausible: por ejemplo, sería difícil afirmar que el bien que realmente importa es el bien
(3) –la clase de bienes que consistiría, por ejemplo, en el aumento de la benevolencia en proporción a la crueldad–, porque ello sería lógicamente imposible sin la existencia de algún mal de segundo orden. Pero incluso si pudiéramos explicar el mal (2) de esta manera, resulta bastante claro que habría algún mal de tercer orden en contraste con ese bien de tercer orden: y ya estaríamos en pleno camino hacia un regreso infinito, donde la solución de un problema del mal planteada en términos de mal (n), indicaría la existencia de un mal (n+1), lo que nos dejaría con el problema de explicar ese nuevo mal de nivel superior. 4. “El mal se debe al libre albedrío humano.” Quizá la más importante de las soluciones que se han propuesto para resolver el problema del mal consiste en sostener que la existencia el mal no ha de ser imputada a la divinidad, sino a los actos libres (independientes) de los seres humanos, a quienes Dios supuestamente ha conferido libre albedrío [ free will]. Esta solución puede combinarse con la anterior: el mal de primer orden (por ejemplo, el dolor) puede justificarse como un componente lógicamente necesario de un bien de segundo orden (por ejemplo, la compasión), mientras que el mal de segundo orden (por ejemplo, la crueldad) no estaría justificado, sino que sería imputable a los seres humanos, por cuyos actos Dios no puede ser responsable. Esta combinación permite evadir la tercera de mis críticas a la solución anterior. La solución del libre albedrío también hace uso de la solución anterior en un nivel superior. Para explicar por qué un Dios enteramente bueno dotó de libre albedrío a los hombres aunque ello diera lugar a importantes males, puede argumentarse que en general, a pesar de que en ocasiones actúen mal, es mejor que los hombres actúen libremente a que sean autómatas inocentes que actúan siempre de manera correcta pero absolutamente determinada. Es decir que aquí la libertad es considerada como un bien de tercer orden, y como algo más valioso que lo que podría ser cualquier bien de segundo orden (por ejemplo, la compasión y el heroísmo) si estos tuvieran lugar de manera determinística; y esta solución también presupone que los males de segundo orden, tales como la crueldad, son el acompañamiento necesario de la libertad, del mismo modo en que el dolor es una precondición lógicamente necesaria de la compasión. [209] Creo que esta solución es insatisfactoria sobre todo por la incoherencia de la noción de libre albedrío: esto es algo que no puedo discutir de la manera adecuada en el presente trabajo, aunque algunas de mis siguientes críticas abordarán el tema. En primer lugar deberíamos disputar el presupuesto de que los males de segundo orden son el acompañamiento lógicamente necesario de la libertad. Yo preguntaría: ¿Si Dios creó a los hombres de tal manera que en sus decisiones libres algunas veces elijan actuar bien y en otras actuar mal, por qué no podría haberlos creado de tal forma que siempre eligieran libremente el bien? Si no hay ninguna imposibilidad lógica en que un
hombre elija libremente el bien en una sola ocasión o en varias, no puede haber ninguna imposibilidad lógica en que elija libremente [hacer] el bien todas las veces. Por lo que Dios no tuvo que decidir entre crear autómatas inocentes o crear seres que, actuando libremente, algunas veces se equivocaran: tenía ante sí la posibilidad –obviamente preferible– de crear seres que actuaran libremente pero que no actuaran nunca mal. Está claro que la idea de un Dios que no se vale de esta [evidente] posibilidad es inconsistente con la idea de una divinidad a la vez omnipotente y enteramente buena. Si se nos replicara que esta objeción es absurda, que el hacer algunas malas elecciones es algo lógicamente necesario para la libertad, parece que aquí ‘libertad’ significaría completa aleatoriedad o indeterminación, incluyendo la indeterminación [randomness] respecto de los diferentes bienes y males; en otras palabras, las elecciones de los hombres y sus correspondientes actos serían “libres” solamente si no estuvieran determinados por su carácter. Solo bajo este presupuesto podría Dios eludir su responsabilidad por los actos humanos; pues para poder afirmar que Dios creó a los hombres tal y como son [ as they are] pero sin determinarlos a tomar malas elecciones, tendríamos que presuponer que las acciones de los hombres no están determinadas por sus actuales características. Pero si la libertad es aleatoriedad o indeterminación, ¿cómo puede ser una característica del albedrío (cómo es posible hablar de una voluntad libre)? Es más, ¿cómo podría esa libertad ser el bien más importante de todos? ¿Qué valor, qué mérito tendrían las elecciones libres si fueran meros actos aleatorios no determinados por la naturaleza de los agentes? En conclusión, para que esta solución resulte plausible es necesario confundir dos sentidos diferentes de ‘libertad’; uno justificaría la postura de que la libertad es un bien de tercer orden, cuyo valor es superior a (la existencia de) cualquier otro bien en ausencia de libertad; mientras que en el otro sentido, la (libertad como) mera aleatoriedad, nos eximiría de imputar a Dios la decisión de crear seres que en ocasiones actúan mal cuando podría haberlos creado de modo que siempre eligieran libremente actuar bien. Esta crítica es suficiente para desechar la solución anterior. Pero, además, persiste la dificultad fundamental de la noción de un Dios omnipotente que crea hombres con libre albedrío (con voluntades libres), porque si la voluntad o el albedrío de los hombres [210] son realmente libres, esto debe querer decir que incluso Dios es incapaz de controlarlos; es decir, que Dios ya no sería omnipotente. Podría objetarse que la libertad como don de Dios a los hombres no significa que no pueda controlar sus voluntades, sino que se abstiene de hacerlo. Pero, podríamos preguntar, ¿por qué se abstendría de controlar las voluntades malvadas? Si Dios pudiera hacer tal cosa, pero, siendo enteramente bueno, no lo hace, la única manera de explicarlo sería decir que aunque un acto sea libre e incorrecto (malo) no es realmente un mal, que el hecho de ser un acto libre es un valor que compensa ese mal, por lo que si Dios eliminara la maldad junto con la libertad, tendríamos una disminución de valor. Pero esto contradice completamente lo que los teístas sostienen en otros contextos. Por tanto, la actual
solución al problema del mal puede ser mantenida únicamente si se la interpreta como afirmando que Dios ha creado a los hombres libres de tal modo que Él mismo no puede controlar sus voluntades (su albedrío). Y esto nos lleva a lo que denomino la Paradoja de la Omnipotencia: ¿Puede un ser omnipotente crear cosas que él mismo no podrá controlar en el futuro? O, lo que es prácticamente equivalente, ¿puede un ser omnipotente establecer reglas a las que posteriormente deba él mismo someterse? (Ambas formulaciones son equivalentes en la práctica, porque el acto de fijar tales reglas podría verse como el acto de determinar que ciertas cosas queden fuera de su control, y viceversa.) La segunda de estas formulaciones es relevante en relación a algo que ya hemos mencionado: que un Dios omnipotente establezca (cree) las reglas de la lógica o las leyes causales, y luego esté limitado por esas reglas (es decir, no pueda actuar sino de acuerdo a esas reglas). Y está claro que se trata de una paradoja: la pregunta no puede responderse de manera satisfactoria ni por la afirmativa ni por la negativa. Si respondemos “sí”, de ello se sigue que si Dios realmente creara cosas que no puede controlar, o creara reglas a las que no puede dejar de someterse, desde ese momento dejaría de ser omnipotente: habría cosas que no puede hacer. Pero si respondiéramos “no”, estaríamos afirmando que hay cosas que no puede hacer, por lo que no sería omnipotente. No puede objetarse que la pregunta de la que surge esta paradoja sea una pregunta inapropiada. Tendría perfecto sentido afirmar que está en poder de un mecánico humano construir una máquina que (él mismo) no puede controlar completamente: si hay algún inconveniente en la pregunta, se debe a la noción misma de omnipotencia. Incidentalmente, lo anterior muestra que, aunque hasta ahora lo hemos enfocado desde el punto de vista de la teoría del libre albedrío, esto sigue siendo un problema para el determinista teológico. Nadie piensa que las máquinas posean libre albedrío, y sin embargo puede darse el caso de que las máquinas escapen al control de sus [211] creadores. El determinista podría argüir que cualquiera que crea (o construye) algo determina su modo de acción [ ways of acting], determinando, por lo tanto, su conducta ulterior: incluso el mecánico humano hace esto al elegir los materiales y la estructura de la máquina que está construyendo, y ello a pesar de que no sabe todo lo que puede saberse acerca de unos y otra; así, el mecánico determina, aunque es incapaz de prever, el comportamiento de su máquina. Y dado que Dios es omnisciente, y que su acto de creación es total, Él a un tiempo determina y prevé las maneras en que actuarán sus creaturas. Podemos aceptar este punto, pero eso es irrelevante. La cuestión no es si Dios determinó las acciones de sus creaturas en un principio, sino si posteriormente es capaz de controlar sus acciones, o bien si su creación original puede incluir cosas que posteriormente se encuentren más allá de su control. Incluso desde un punto de vista determinista, las respuestas “sí” y “no” resultan irreconciliables con la omnipotencia divina.
Antes de sugerir una solución a la paradoja, me gustaría señalar que existe una paradoja paralela: la Paradoja de la Soberanía. ¿Un soberano legal tiene el poder de dictar una ley que restringa su propio poder legislativo en el futuro? Por ejemplo: ¿Podría el parlamento británico aprobar una ley que prohíba a cualquier futuro parlamento socializar la banca, dictaminando además que esta ley quede más allá de cualquier futura apelación? ¿O podría el parlamento británico, que tenía soberanía sobre Australia en 1899, aprobar una ley (o una serie de leyes) dictaminando que para 1933 ya no tendría soberanía sobre ese territorio? Una vez más, ni la respuesta afirmativa ni la negativa resulta realmente satisfactoria. Si contestáramos “sí”, estaríamos admitiendo la validez de una ley que, si efectivamente fuera sancionada, determinaría que el parlamento ya no sería soberano. Responder “no” equivaldría a admitir que existe una ley que, a pesar de no ser lógicamente absurda, no puede ser válidamente sancionada por el parlamento; es decir, que el parlamento ya no tendría soberanía legal. La paradoja puede resolverse de la siguiente manera. Deberíamos distinguir entre leyes de primer orden, esto es, leyes que gobiernan las acciones de individuos y otras instituciones, con excepción la legislatura, y leyes de segundo orden, es decir, leyes acerca de leyes, leyes que gobiernan las acciones de legislatura misma. Consecuentemente, deberíamos distinguir dos órdenes de soberanía; una soberanía de primer orden (soberanía (1)), que consistiría en la autoridad ilimitada de sancionar leyes de primer orden, y una soberanía de segundo orden (soberanía (2)), que consistiría en la autoridad ilimitada para sancionar leyes de segundo orden. Si decimos que el parlamento es soberano, podríamos estar diciendo que todo parlamento en todo momento posee soberanía (1), o podríamos estar diciendo que el parlamento posee soberanía (1) y soberanía (2) en el momento presente; lo que no podemos afirmar sin caer en contradicción que es el parlamento presente posee soberanía (2) y que [212] todo parlamento en todo momento posee soberanía (1), porque si el actual parlamento tiene soberanía (2), puede utilizarla para suprimir la soberanía (1) de algún parlamento futuro. Lo que la paradoja muestra es que no podemos adjudicarle soberanía legal en un sentido inclusivo a ninguna institución cuya existencia se prolongue en el tiempo. La analogía entre la omnipotencia y la soberanía nos muestra que la paradoja de la omnipotencia podría resolverse de manera similar. Debemos distinguir entre omnipotencia de primer orden (omnipotencia (1)), que es el poder ilimitado de actuar, y omnipotencia de segundo orden (omnipotencia (2)), que es el poder ilimitado de determinar qué poderes de actuar tendrán las cosas (los seres) del mundo. De esta manera podríamos afirmar sin incoherencia que Dios en todo momento posee omnipotencia (1); pero, si esto es así, ningún ser en ningún momento tiene el poder de actuar independientemente de Dios. O podríamos decir que Dios en algún momento tuvo omnipotencia (2), y la utilizó para asignar poderes de acción independientes a determinadas cosas, por lo que a partir de ese momento ya no gozó de omnipotencia (1). Lo que nos muestra la paradoja es que no podemos adjudicarle omnipotencia en ningún sentido inclusivo a un ser cuya existencia se prolongue en el tiempo. Una solución alternativa de la paradoja sería negar que Dios es un ser cuya existencia se prolonga en el tiempo, negar que sus acciones estén localizadas en algún momento del tiempo. Pero
bajo este presupuesto (que presenta sus propias dificultades), ya no podemos asignar ningún significado a la afirmación de que Dios dotó a los hombres de una voluntad libre (libre albedrío) tal que ni Él mismo posee el poder de controlarla. La paradoja de la omnipotencia puede solucionarse ubicando a Dios fuera del tiempo, pero la solución del libre albedrío no puede rescatarse de la misma manera, y sigue siendo imposible sostener que Dios se limita a sí mismo por medio de leyes causales o leyes lógicas. Conclusión
De todas las propuestas de solución al problema que examinamos aquí, ninguna ha podido resistir la crítica. Puede haber otras soluciones que ameriten ser examinadas, pero este estudio sugiere enfáticamente que no hay ninguna solución válida para el problema del mal que no modifique al menos una de sus proposiciones constitutivas, y que cualquiera de esas modificaciones altera el núcleo de la posición teísta. Más allá del problema del mal, la paradoja de la omnipotencia nos ha mostrado que la omnipotencia divina en todo caso debe ser restringida de alguna manera, que no podemos adjudicarle omnipotencia incondicional (no cualificada) a ningún ser cuya existencia perdure en el tiempo. Y si Dios y sus acciones no están en el tiempo, ¿cómo podemos adjudicarle de manera significativa omnipotencia, o cualquier otro tipo de poder?