Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca1: RETORICA Y FILOSOFÍA I. LOGICA Y RETORICA2 Las reflexiones que presentamos aquí no son más que, esperamos, el prefacio de un trabajo que nos parece lo suficientemente importante para merecer todos nuestros esfuerzos. Ellas no se desarrollan en el marco de una disciplina existente, netamente caracterizada, que tenga sus problemas y sus métodos tradicionalmente definidos. Ellas no tienen en esta mirada nada de escolar. Situémolas diciendo que ellas están en el límite entre la lógica y la psicología. Su objeto sería el estudio de los medios de argumentación, distintos a los relevantes en la lógica formal, que permiten obtener o acrecentar la adhesión del auditorio a las tesis que se presentan a su asentimiento. Obtener y acrecentar la adhesión, decimos nosotros. En efecto, la adhesión es susceptible de intensidad más o menos grande: el asentimiento tiene sus grados, y una tesis una vez admitida puede no prevalecer contra otras tesis que vendrían a entrar en conflicto con ella, si la intensidad de la adhesión es insuficiente. A toda modificación de esta intensidad corresponderá, en la conciencia del individuo, una nueva jerarquización de los juicios. Se ve inmediatamente que nuestro estudio puede englobar, como caso particular, aquel del sujeto que delibera consigo mismo. Este caso podría a si mismo ser considerado como primordial. El parecería presentar, sin embargo, desde el ángulo donde nosotros enfocamos nuestro trabajo, dificultades todavía mayores que no se presentan en los casos de argumentación con el otro. El parece pues que debe beneficiarse más de los análisis de este último caso, de lo que el podría a su turno aclarar a éste. Por otra parte, el objeto de nuestra investigación no se nos presenta, de entrada, con la claridad que nosotros estaríamos tentados de darle. Tenemos la convicción de que existe un dominio muy basto, mal explorado que ameríta un estudio sistemático y paciente. Estamos preocupados, a la vez, por circunscribir, definir y comenzar nuestra investigación. Nos parece que esta triple demarcación, puesta al frente, corresponde mejor a nuestro propósito. Nuestra preocupación principal ha sido aquella de la lógica de los valores en la realidad social. Así nuestra investigación estará, por demás, centrada sobre la adhesión que se obtiene valiéndose de los medios de la argumentación. Por esto nosotros excluimos deliberadamente todo un conjunto de procedimientos que permiten obtener la adhesión sin utilizar la argumentación propiamente dicha. Excluimos, en primer lugar, la apelación a la experiencia - externa o interna. Nada más eficaz, sin duda, que decir a otro: “Mira y verás” o “observa y sentirás”. No consideramos esto como un punto de la argumentación. Pero la experiencia bruta será, de una vez , juzgada insuficiente como medio de prueba; uno de los interlocutores la 1 Chaim perelman y l. Olbrechts Tyteca: Rhétorique Et Philosophie (Pour une théorie de L’argumentation en Philosophie), Cap.I. « Logique et rhétorique ». Traducción : Pedro Posada y Jairo Urrea. Versión preliminar. Junio de 2001, 2 Artículo aparecido en la Revue philosophique de la France et de l`étranger, Paris, enero-marzo 1950. Chaïm Perelman y L. Olbrechts Tyteca.
recusará y entonces, la cuestión se convierte en saber si la percepción en cuestión deberá ser admitida o no como un hecho. La argumentación pone las interpretaciones de la experiencia entera en juego, y los procedimientos utilizados para convencer al adversario serán evidentemente parte de nuestro campo de estudio. Este sería el caso en el que el comerciante pretende defender la pureza de un brillante donde el comprador ve los reflejos amarillentos, o en el que el psiquiatra se opone a las alucinaciones de su enfermo, o el caso del filósofo que expone sus razones para oponer la objetividad a la apariencia. El criterio de lo que constituye un hecho no será sin embargo establecido de una vez por todas. Nosotros no adoptaremos una separación fija, a la manera de Kant, entre lo que es dado al entendimiento y lo proviene de él mismo. El aporte del sujeto será concebido como variable, como pudiendo ser objeto de una profundización incesante a medida que se afina la crítica filosófica, o, que los resultados de la investigación científica necesiten una revisión en un dominio particular, o, en el conjunto del conocimiento. La distinción entre el hecho y la interpretación resultará entonces de la observación: su criterio será la insuficiencia del acuerdo entre los interlocutores y la discusión que de ella resulte. Hay otros procedimientos para obtener la adhesión que serán igualmente excluidos de nuestro estudio; que son aquellos en los que apelamos a la acción directa, la caricia y el regalo, por ejemplo. Pero desde que se razone sobre la caricia y el regalo, desde que uno lo promete o la rechaza, estamos en presencia de un procedimiento de argumentación relevante para nuestra investigación. El conjunto que nosotros vamos a estudiar podría sin duda ser objeto de una investigación psicológica, ya que el resultado a que tiende la argumentación es un estado de consciencia particular, una cierta intensidad de adhesión. Pero nuestra preocupación es la de asir el aspecto lógico, en el sentido más amplio de la palabra, de los medios puestos en obra, a título de prueba, para obtener ese estado de consciencia. Por esta vía nuestro objetivo se diferencia del objetivo que se propondría atender una psicología que se dedicara a los mismos fenómenos. Una distinción clásica opone los medios de convencer a los medios de persuadir, los primeros son considerados como racionales, los segundos como irracionales, los unos se dirigen al entendimiento; los otros, a la voluntad. Para aquel que se preocupa del resultado, persuadir es más que convencer: la persuasión agrega a la convicción la fuerza necesaria que suele conducir a la acción. Abramos la enciclopedia española. Donde se nos dirá que convencer no es más que un estado - lo esencial es persuadir, es decir conmover el alma para que el auditor actúe conforme a la convicción que uno le ha comunicado.3 Veamos sobre todo a los autores americanos que se han esforzado por dar consejos, sobre todo judiciales, del arte de influenciar al público o de conciliar a los adversarios. Dill Scott nos dirá que no hay que forzar la adhesión a la conclusión de un silogismo que se esgrime como cuando se amenaza con un revólver. “Cualquier persona firmará un cheque por mil dólares si un revólver está apuntando sobre su cabeza, y es amenazado de muerte a menos que firme. La ley, sin embargo, no podrá forzarlo a pagar este cheque, bajo el presupuesto de que él ha firmado bajo presión. Un hombre convencido por la transparente fuerza de la lógica es 3 Enciclopedia Universal, V. “Oratoria”.
probable que evite la misma acción que parecería ser el único resultado natural de las convicciones así aseguradas.” 4 Para estos autores, la psicología contemporánea habría mostrado, contrariamente al punto de vista tradicional, que el hombre no es tanto un ser lógico como un ser de sugestión.5 Por el contrario, para el que se ciña a una tradición que prefiere lo racional a lo irracional, apelando a la razón más que a la voluntad, la distinción entre convencer y persuadir será también esencial, pero serán los medios, y no los resultados los apreciados, y el primado se le dará a la convicción. Escuchemos a Pascal: “Las personas no ignoran que hay dos modos para que las opiniones sean aceptadas por el alma, que son las dos principales fuerzas, el entendimiento y la voluntad. La más natural es la del entendimiento, por la que uno no debería jamas consentir más que verdades las demostradas; la más común, aunque contra la naturaleza, es la voluntad;...este punto de vista es bajo, indigno y extraño; por lo que todo el mundo lo desaprueba. Cada uno hace profesión de no creerlo y al mismo tiempo de no animar a que se le de mérito” 6. Escuchemos también a Kant: “La creencia ( das Füwahrhalten) es un hecho de nuestro entendimiento susceptible de reposar en principios objetivos, pero que exige también causas subjetivas en el espíritu de aquellos que juzgan. En tanto que ella es evaluada por cada uno, con los medios de la razón, su principio es objetivamente suficiente y la creencia se llama convicción. Si ella no tiene mas fundamento que la naturaleza particular del sujeto, se llama persuasión. La persuasión es una simple apariencia, porque el principio del juicio que está únicamente en el sujeto es tenido por objetivo. Por tanto, un juicio de este género no tiene más que un valor individual y la creencia no puede ser comunicada.7 .... Yo no puedo afirmar, es decir, expresar como un juicio necesariamente válido para cada uno, mas que lo que me ha producido la convicción.. Yo pienso guardar para mi la persuasión, si me parece bien, pero yo no puedo, ni debo darle valor más allá de mi mismo.”8 Kant opone, de una parte, convicción, objetividad, ciencia, razón, realidad, y de otra, persuasión, subjetividad, opinión, sugestión, apariencia. Para él, sin lugar a dudas, la convicción es superior a la persuasión. Sólo ella es comunicable. Sin embargo, si uno considera a individuos aislados, la persuasión es más ajustada a estos que la convicción, en el sentido en que ella se adhiere más totalmente al ser. Para los racionalistas, hay una superioridad de la convicción y, desde este punto de vista, Pascal es considerado como un racionalista. Pero, tanto en Pascal como, por otra hparte en Kant, surge una dificultad: que es el lugar que le dan al conocimiento
4 Walter Dill Scott, Influencing men in business. The psychology of argument and suggestion, Second Edition, New York, Ronald Press Cy, 1916,. 31. “Any man will sign a note for a thousand dollars if a revolver is held against his head and he is threatened whit death unless he signs. A man convinced by the sheer force of logic is likely to avoid the very action which would seem to be the only natural result of the conviction thus secured”. 5 Walter Dill Scott, ibid, pp. 45-46. 6 Pascal, Obras, edic. La Pléiade, “De l’art de persuader” p. 375. 7 Kant, Critique de la raizón pure, Trad. TREMENSAYGUES et PACAUD, Paris, Alcan, 1927, p. 635. 8 Ibid., p. 635.
religioso, que para ellos no podría sustentarse en el dominio del entendimiento. Pascal se ve obligado a corregir, de algún modo, su desprecio de la persuasión: “ Yo no hablo aquí de verdades divinas, que me harían caer en el arte de persuadir, porque ellas son infinitamente superiores a la naturaleza. Solo Dios puede ponerlas en el alma, y de la manera que a él le plazca. Yo se que él puede hacer que ellas entren del corazón al espíritu y no del espíritu al corazón, para humillar ese super poder del razonamiento.”9 Dijimos que Pascal atenúa su desprecio de la persuasión. Se podría sostener que él no está haciendo esto y que, por el contrario, él lo acentúa excluyendo de ella a las verdades divinas. La intervención de la gracia no es más que una grave brecha en la jerarquía convicción - persuasión. Ella se encuentra también en Kant y por el mismo motivo. A esta dificultad que evade el racionalista creyente le corresponde una dificultad análoga en el racionalista no creyente: ésta se sitúa en el dominio de la educación, en el de los juicios de valor y las normas. Ella aparece como la imposibilidad a apelar a medios de prueba puramente racionales; diferentes de aquellos que deben ser admitidos en el dominio de las normas y los juicios de valores. No les queda más que, a todos loa racionalistas, ciertos procedimientos de acción que son indignos de un hombre que respeta a sus semejantes, y que no deberían ser utilizados, aunque lo son frecuentemente, y son aquellos en los que la acción sobre “el autómata” que entran en el espíritu sin que el lo piense, como dice Pascal 10, son los más eficaces. El sentido común, como la tradición filosófica, nos impone, de cualquier modo, una distinción entre convencer y persuadir que equivale a la diferencia entre razonamiento y sugestión. Pero, ¿puede satisfacernos esta distinción? Precisar la oposición entre convicción y persuasión exigiría la determinación de los medios de prueba que son considerados como convincentes, los otros serán calificados como medios de persuasión, cualquiera que sea el dispositivo lógico con el que ellos se emparenten. Ahora, si nosotros somos más exigentes en cuanto a la naturaleza de la prueba, veremos crecer el campo de la sugestión en proporciones insospechadas. Esto es a lo que ha llegado el autor holandés Stokvis quien, en un estudio reciente y profusamente documentado, consagrado a la psicología de la sugestión y de la autosugestión11, está tentado a acercar a la sugestión toda argumentación no científica. A esto es a lo que han llegado también muchos trabajos sobre la propaganda donde el lado emotivo, sugestivo, del fenómeno es considerado como esencial y sólo él es tenido en cuenta. En el límite, toda deliberación en una asamblea, todo alegato, todo discurso político o religioso, la mayor parte de las exposiciones filosóficas, no actuarían más que por sugestión, y el dominio de ésta se extendería a todo lo que no pueda basarse bien sea en la experiencia, o bien sea en el razonamiento formal. 9 Pascal, Obras, edic. La Pléiade, “De l’art de persuader” p. 375. 10 Pascal, Obras, edic. La Pléiade, Pensées 470(195), p. 961 (de. BRUNSCHVICG, 252). 11 Berthold Stokvis, Psychologie der suggestie en autosuggestie, Lochem,1947
Al contrario, si nosotros no somos muy exigentes en cuanto a la naturaleza de la prueba, tenderemos a calificar de “lógicas” a una serie de argumentaciones que no responden a las condiciones que los lógicos consideran que rigen su ciencia actualmente. Esto es lo que sostienen los defensores de otras disciplinas. Cardozo, el jurista americano 12, por ejemplo - sospecha de que no se perciba el lado móvil del derecho, y el rol que juega la ambigüedad de sus conceptos – dirá que la “lógica deductiva” se aplica a cierto grupo de razonamientos jurídicos: pareciéndole que, en su propio espíritu, las innovaciones jurídicas solo entrañarían argumentaciones extra lógicas, mientras que serían lógicos los razonamientos basados en la interpretación tradicional. Muchos juristas utilizan así el término “lógica” en una acepción vaga e imprecisa. O esta extensión del dominio de la lógica no es ya compatible con las concepciones de la lógica moderna. Esto asi, el intento de dar el mayor énfasis a la sugestión, deja a la lógica una parte que los lógicos actuales no están dispuestos a aceptar. Este examen nos invita a concluir que la oposición convicción-persuación no puede bastar cuando surgen los esquemas de un racionalismo estrecho y se examinan los diversos medios de obtener la adhesión de los espíritus. Se constata entonces que ella es obtenida por una diversidad de procedimientos de prueba, que no pueden ser reducidos ni a los medios utilizados en la lógica formal, ni a la simple sugestión. De hecho, el desarrollo de la lógica moderna data del momento en que, para estudiar los procesos de razonamiento, los lógicos se dedicaron a analizar el modo de razonar en las matemáticas; esto es, a un análisis de los razonamientos utilizados en las ciencias formales, las ciencias matemáticas, del que resultó la concepción actual de la lógica; lo que implica que toda argumentación que no es utilizada en la en las ciencias matemáticas no aparecerá tampoco en la lógica formal. ¿Si este análisis de las ciencias formales ha sido tan fecundo, no podría emprenderse un análisis semejante en el dominio de la filosofía, del derecho, de la política y de todas las ciencias humanas? ¿Este no tendría por resultado más que sustraer a la argumentación usada en estas ciencias a una asimilación a los fenómenos de sugestión – que aquí implica generalmente alguna desconfianza -, o a una asimilación a la lógica, que en su estructura actual, debe necesariamente repudiar este género de razonamientos? ¿En las disciplinas de las ciencias humanas, no se podrían tomar los textos que son considerados tradicionalmente como modelos de argumentación, y extraer de ellos experimentalmente los procedimientos de razonamiento que son considerados como convincentes? Es verdad que las conclusiones a las que conducen esas exposiciones no tienen la misma fuerza constriñente que las conclusiones de las matemáticas, pero ¿es necesario, por ello, decir que ellas no tienen ninguna, que no hay un medio de distinguir el valor de los argumentos de un buen o mal discurso, de un tratado de filosofía de primer orden o de una disertación de principiante? ¿y no podrían sistematizarse las observaciones así hechas? Habiendo emprendido este análisis de la argumentación en un cierto número de obras, especialmente filosóficas, y en ciertos discursos de nuestros contemporáneos, hemos caído en cuenta, en el curso del trabajo, de que los procedimientos que nosotros 12 Benjamín N. Cardozo, The paradoxes of legal Science, Columbia University Press, 1928,
buscábamos estaban, en gran parte, en la Retórica de Aristóteles; en todo caso, las preocupaciones de éste último se aproximaban extrañamente a las nuestras.
Esto fue para nosotros a la vez una sorpresa y una revelación. En efecto, la palabra “retórica” había desaparecido del vocabulario filosófico. No se encuentra en el Vocabulaire philosophique de Lalande13, mientras que términos conexos a la filosofía o casi fuera de uso, son debidamente presentados. En todos los dominios, el término “retórica” evoca sospechas y se le relaciona generalmente con un error. Pio Baroja, queriendo describir el humorismo que el apreciaba, no encontró antítesis más adecuada que la de oponerse, a todo lo largo de un ensayo lleno de inspiración, a la Retórica, ornamental y fija14. Sin embargo, en los últimos cien años, los tratados de retórica no han abundado. Más aún, los autores creen deber excusarse en sus prefacios por consagrar sus esfuerzos a un tema totalmente indigno. No se oculta siempre que no hay otra razón para dar, si no es que la materia es objeto de enseñanza. Esto es, que es por la protección oficial de los reglamentos que la retórica parece sobrevivir15 Por otra parte, casi siempre los autores no saben muy bien en qué consiste el objeto de su obra; muchos confunden, sin ton ni son, el estudio del silogismo con el de las figuras de estilo. Esto no quiere decir que ellos carezcan todos de gusto, cultura o de inteligencia, pero el objeto de sus esfuerzos parece ocultarse a su apreciación. Uno de los últimos autores que ha aportado algo de constructivo en la retórica, el arzobispo inglés Whately, escribió en 1828, que se sentía también obligado de presentar excusas al público. Pero los términos son dignos de meditarse. En verdad que ellos pueden animarnos a perseverar en nuestra empresa. He aquí cómo se expresa Whately en la introducción a sus Elements of Rhetoric : El título “Retórica” pienso que es mejor mantenerlo en su totalidad, como él es designado en el artículo de la Encyclopaedia;16 aunque éste en algunos aspectos está abierto a la objeción. Al lado de este hay uno más comúnmente empleado para referirse solo a un discurso público, que incluso es apto para sugerir a muchos una idea asociada a la mera declamación, o al artificio deshonesto. En efecto el asunto [la retórica] puede estar solo algún grado por encima de la lógica en la estimación popular; la una es generalmente considerada por el vulgo como el arte de los sabios de engañar con sus frívolas sutilezas; la otra como el de embaucar a la multitud mediante mensajes rebuscados”.17 13 5ª edit., Paris,1947 14 Pio Baroja, La caverna de humorismo, Madrid, Rafael Caro Raggio, 1920, p.p. 50,87,89,111,137,201,280. 15 Eugène Magne, La rhétorique au XIX siècle, Paris, 1838, Préface, p.5; “En el Journal de línstruction publiqhe se dice, en 1836, que la retórica, sin la protección oficial de los reglamentos universitarios, estaría muerta en Francia actualmente”. 16 Se trata de un artículo del mismo tema publicado por Whately en la Encyclopaedia metropolitana 17 Richard D. D. Whately, Elements of Rhetoric, Oxford, 1828, Préface, p. I: The title of “Rhetoric” I have thought it best on the whole to retain, as being that by which the article in the Encyclopaedia!* is designed; though it is in some respects open to objection. Besides that it is rather the more commonly employed in reference to public speaking alone, it is also apt to suggest to many mains an associated idea empty declamation, or of dishonest artifice. The subject in indeed stands perhaps but a few degree above logic in popular estimation; the one being generally regarded by the vulgar as the art of bewildering the learning by frivolous subtleties, the other,
O nosotros sabemos como la lógica se ha desarrollado al menos por los últimos cien años, dejando de ser una repetición de viejas fórmulas, y como ella ha devenido en uno de los brazos más vivos del pensamiento filosófico. ¿No tenemos el derecho de esperar que, utilizando para el estudio de la retórica el mismo método que se ha usado en la lógica, el método experimental, podríamos igualmente reconstruir la retórica y obtener rendimientos interesantes? Iremos más lejos, pues tenemos bases para creer que el estado actual de la investigación filosófica y las nociones nuevas que ella permite elaborar, son particularmente propicias para este trabajo. Volvamos, por un instante, a Aristóteles, en la Retórica, donde, hemos dicho, se aproxima bastante a nuestros problemas. Es así que, mientras en los Analíticos, Aristóteles se preocupa por los razonamientos concernientes a la verdad, y sobre todo a lo necesario, “la función de la Retórica”, nos dice, “es la de tratar sobre aquellas materias sobre las que deliberamos y para as que no disponemos de artes específicas, y ello en relación con oyentes de tal clase que ni pueden comprender sistemáticamente en presencia de muchos elementos ni razonar mucho rato seguido”18 La retórica tendría también, según Aristóteles, una razón de ser, sea a causa de nuestra ignorancia de la manera técnica de tratar un asunto, sea a causa de la incapacidad de los auditores de seguir un razonamiento complicado. De hecho, su objeto es el de permitirnos sostener nuestras opiniones y hacerlas admitir por otro. La retórica no tiene, así, por objeto la verdad, sino lo opinable que Aristóteles confunde a menudo con lo verosímil.19 Destaquemos enseguida que esta concepción que funda la retórica sobre la ignorancia y sobre lo probable, en vez de lo verdadero y lo cierto –y que no deja ningún lugar a juicios de valor- la pone, en un primer momento, en un estado de inferioridad que explicaría su posterior declive. ¿En lugar de ocuparse de la retórica y de las opiniones engañosas, no valdría más, en ayuda de la filosofía, tratar de conocer la verdad? La lucha entre la lógica y la retórica es la transposición, en otro plano, de la oposición entre la aleteia y la doxa, entre la verdad y la opinión, característica del siglo V a J.C. La introducción de la noción de juicio de valor cambia el aspecto del problema, y es una de las razones por las cuales, hoy, el estudio de la retórica podría ser repensado sobre nuevos presupuestos. Nos inclinamos, por otro lado, a creer que este estudio podría aclarar la noción misma de juicio de valor, el cual la filosofía ha adquirido el derecho de citar, al parecer, de forma definitivamente aceptada; pero tal noción es muy difícil de dotar de características precisas, susceptibles de un acuerdo suficiente.
that of deluding the multitude by spurious falsehood. * Se trata de un artículo sobre el mismo asunto publicado por Whately en La Enciclopaedia metropolitana. 18 Aristóteles, Retórica, libro I, 1357 a. ( Trad. Quintin Racionero, Gredos, p. 182). 19 Ver Aristóteles, Retórica, Libro I: Tópicos, Libro I, Libro VIII; Primeros analíticos, II.
En todo caso, aquella nación ha modificado el campo de la relación “ lógica – retórica”, y no permite más la subordinación de la segunda a la primera. Veremos más adelante qué otras consecuencias resultan de la introducción de la nación de juicio de valor en el debate. Esto es lo que, de paso, nos permitirá aclarar y justificar las dificultades surgidas para los antiguos en la comprensión de los géneros oratorios. En efecto, para los antiguos había tres géneros oratorios: el deliberativo, el judicial y el epidíctico. El deliberativo trata de lo útil y concierne a los medios de obtener la adhesión de las asambleas políticas; el judicial trata sobre lo justo y concierne a la argumentación ante los jueces; el epidíctico es aquel representado por los panegíricos de los griegos y los laudatio fúnebris de los latinos, trata de el elogio o la censura, la belleza o la fealdad, pero, en qué se convirtió esto? Es aquí donde los antiguos se encontraron con un gran obstáculo20. Se recuerda el caso de Quintiliano. En oposición a Aristóteles el cree que el género epidíctico no está limitado al mero dar placer a los auditores, pero los argumentos que él proporciona son falibles y confusos; Quintiliano ve, sobre todo, que la existencia del género “muestra bien el error de aquellos que creen que el orador no habla más que de materias dudosas”21 En efecto, para la Antigüedad – si se exceptúa la tradición de los grandes sofistas – nada es más cierto que la apreciación moral. En tanto que los géneros deliberativos y judiciales suponen un adversario, un combate en el que se trata de obtener una decisión sobre un asunto problemático, y que el uso de la retórica se justifica por la incertidumbre y la ignorancia, ¿ cómo extender el género epidíctico, a las cosas ciertas, incontestables, y a las que ningún adversario replica? Los antiguos no podían ver lo que este género implicaba, no sobre la verdad, sino sobre los juicios de valor a los que uno se adhiere con una intensidad variable. Será siempre importante confirmar esta adhesión, recrear una comunión sobre el valor admitido. Esta comunión, si no determina una elección inmediata, si determina, al menos, las elecciones virtuales. El combate que libra el orador epidíctico es un combate contra las objeciones futuras, es un esfuerzo por mantener el lugar de ciertos juicios de valor en la jerarquia o, eventualmente, conferirle un estatus superior. Desde esta mirada, el panegírico es de la misma naturaleza que la exhortación, uno de sus más modestos parientes.. Así, el género epidíctico es central en la retórica. No vemos netamente el fin del discurso epidíctico, los antiguos estaban igualmente inclinados a considerarlo, únicamente, como una suerte de espectáculo, orientado al placer de los auditores y a la gloria del orador, por la valoración de las sutilezas de su técnica. El deviene también un fin en sí mismo. El mismo Aristóteles no parece captar el aspecto escénico, pomposo, del discurso epidíctico. No percibe que las premisas sobre las cuales se apoyan los discursos deliberativos y judiciales, cuyo objeto le parece tan importante, son juicios de valor. Ahora bien, estas premisas, es necesario que el discurso epidíctico las sostenga, las confirme. Este es el rol, además, del panegírico que en los discursos más familiares tienen por objeto la educación de los infantes. Su objeto es idéntico en todos los grados.
20 Cicerón, De Oratore, libros I, 31; II, 10-12. 21 Quintiliano, Institution Oratorie, trad. Henri Bornecque, Paris, Garnier, Tomo I, lib. III, cap. VII, § 3, p. 373.
Se encuentra este obstáculo en el enfoque de lo epidíctico por Whately. Y esto no es de extrañarnos. El le reprocha a Aristóteles el haberle atribuido mucha importancia a un género que no tiene otro objetivo que suscitar la admiración por el orador 22. Nuestro autor, evidentemente, no se ha preocupado por acercarse al elogio de la exhortación sagrada. No hay duda de que el discurso epidíctico puede tener por efecto dar valor a aquel que lo pronuncia. Esta es una consecuencia frecuente. Pero, al querer ser el fin mismo de discurso, uno se arriesga a ser blanco del ridículo. Esto es lo que dice la Bruyère incisivamente: El que escucha se constituye en juez del que predica, para condenar o para aplaudir, y no es convertido más por discurso que lo favorece que por el que lo contradice 23 - ellos son tocados al punto de entender en su corazón, por el sermón de Teodoro, que éste aún más bello que el último por el pronunciado24 . Sin duda, el orador es el punto de mira y una cierta gloria puede serle concedida. Pero, mirado de cerca, veremos que, para pronunciar el discurso epidíctico, que puede darle esta gloria, el orador deberá tener un prestigio previo, prestigio debido a su persona o a su oficio. Quien esté privado de él no puede pronunciar un panegírico sin ridículo o vergüenza. Uno no le exige ninguna justificación a aquel que trata de defender a un inocente o de defenderse a sí mismo, pero uno exigirá a aquel que vaya a pronunciar un elogio fúnebre, que tenga esa cualidad – aunque es suficiente, evidentemente, que ella exista a los ojos de los auditores, por poco que ello pueda parecernos objetivamente. Del mismo modo que un niño que fuera a moralizar a sus hermanos mayores, sería objeto de rechiflas. Si, por tanto, el discurso epidíctico puede tener y ha tenido por consecuencia la gloria del orador, esto no es porque el no tenga otro fin: del mismo modo que el heroísmo no puede tener por consecuencia la reputación, porque no exista otro fin para el heroísmo. Nos topamos aquí con el problema general de la distinción entre el fin y la consecuencia, esencial en el dominio de la argumentación retórica, y sobre el cual volveremos más adelante. Es esta incomprensión del rol y la naturaleza del discurso epidíctico – el que, no olvidemos, existe realmente, y es imposible no atenderlo – lo que ha animado el desarrollo de las consideraciones literarias en la retórica y ha favorecido, entre otras causas, el desmembramiento de ellas en dos tendencias: la una filosófica, que busca integrar en la lógica las discusiones sobre asuntos controvertibles, en tanto que inciertos, y donde cada uno de los adversarios busca mostrar que su opinión es la verdadera o la verosímil; y la otra, literaria, que busca desarrollar el aspecto artístico del discurso y se preocupa sobre todo por los problemas de la expresión. La primera tendencia pasaría por Protágoras y por Aristóteles, diciendo que “la verdad y lo que se le parece dependen de la misma facultad”25 hasta llegar al arzobispo Whately.
22 Richard D. D. Whately, Elements of Rhetoric, Oxford, 1828, III Parte, cap. I,§ 6, p. 198. 23 La Bruyère, Oeuvres, ed. La Plèiade, Caractères, De la chaire, 2, p. 456. 24 Ibid, II, p. 460. 25 Aristóteles, Rhètorique, Liv I, 1355ª, trd Mèdéric Dufour, Collection des Universités de France, París, 1932.
La segunda pasaría por Isocrátes y nuestros maestros de estilo hasta llegar a Jean Paulhan26 y a I. A. Richards27. En este desmembramiento de la retórica encontramos, de alguna manera, un aspecto, que nos interesa, de los avances de la lógica y la sugestión en el dominio de la argumentación. Pensamos que todavía hay que destacar el lazo entre nuestras preocupaciones y la retórica, tal como Aristóteles la concebía; deseamos – aunque el se inclinó por una lógica de lo verosímil – servirnos del término “retórica” para designar lo que se ha dado en llamar la lógica de lo preferible. Precisaremos, como hemos dicho antes, que no creemos útil, actualmente, interesarnos en todos los factores que influyen en el asentimiento y que nuestra meta será, en cierto modo, más limitada que la de la Retórica de Aristóteles. No olvidemos que ciertos capítulos de su Retórica, pertenecen netamente, hoy en día, al dominio de la psicología. Vamos, repitámoslo, a estudiar los argumentos mediante las cuales se nos invita a adherir a una opinión mejor que a otra. Basta leer los trabajos contemporáneos para ver que los que se ocupan de la argumentación en el dominio ético o estético no se pueden limitar a aquellas pruebas admitidas en las ciencias deductivas o experimentales. Ello nos obliga a entender la palabra “prueba” comprendiendo en ella lo que llamaríamos pruebas retóricas. No citaremos mas que dos obras características de esta mirada, las que elegimos porque tocan muy de cerca nuestro problema. La de la señora Ossowska, quien analiza finamente el asunto de las pruebas en materia de normas morales, pero que, no pudiendo resolverse definitivamente, a no fundar tales normas en absoluto, es contrariada (contradicha) por lo que ella considera como “falsas pruebas”, “pseudo pruebas”28, y la de Stevenson, quien ve la necesidad de admitir los “substitutos de prueba” 29 y en la cual los esquemas de discusión en materia ética presentan un interés directo para nuestra investigación. Es forzoso también entender el sentido de la palabra “prueba”, - del que se ocupan las ciencias humanas, donde es dispuesto para englobar todo lo que no es sugestión pura y simple, - que la argumentación utilizó bien a partir de la lógica, bien a partir de la retórica. Es, sin embargo, por oposición a la lógica, que se llegará mejor a caracterizar los medios de prueba particulares que llamaremos retóricos. Trataremos entonces de indicar algunas de estas oposiciones. La retórica, en nuestro sentido del término, difiere de la lógica por el hecho de que ella se ocupa no de la verdad abstracta, categórica o hipotética, sino de la adhesión. Su fin es el de producir o acrecentar la adhesión de un auditorio determinado a ciertas tesis y su punto de partida será la adhesión de este auditorio a otras tesis. ( Anotemos de una vez por todas que si nuestra terminología utiliza los términos de “orador” y “auditorio” es por simple comodidad de la exposición, y que es necesario englobar bajo estos vocablos todos los modos de expresión verbal, tanto hablada como escrita). 26 Cf. Jean Paulhan, Les fleurs de Tarbes ou la terreur dans les lettres, Gallimard, 1941. 27 Cf. I. A. Richards, Mencius on the maind, London, Kegan Paul, Trnch, Trubner and Co., The Philosophy of Rhetoric, Oxford University Press, 1936. 28 M Ossowska, Podstawy Nauki o Moralnosci (Les Fondements d’une science de la morale), Varsovia, Czytelnik, 1947, p.p. 132-133. 29 Charles L. Stevenson, Ethicas and Language, New Haven, Yale University Press, 1945, p.27.
Para que la argumentación retórica pueda desarrollarse, es necesario que el orador valore la adhesión del otro y que aquel que habla sea oído por aquellos a quienes se dirige: es necesario que el que desarrolla su tesis y aquel al que va a ganar formen ya una comunidad, y esto, por el hecho mismo del vínculo de los espíritus en su interés por un mismo problema. La propaganda, por ejemplo, implica que uno valore el convencimiento, pero este interés puede ser unilateral; a lo que apunta la propaganda no es necesariamente al deseo del oyente. Por tanto, en un primer estadio, antes de que la argumentación se consiga verdaderamente, se tendrá que recurrir a los medios necesarios para forzar la atención: no serán sólo los de la retórica. El hecho mismo de interesar a otro en una cierta cuestión puede ya requerir de grandes esfuerzos de argumentación: pensemos por ejemplo en el célebre fragmento de los Pensamientos en el que Pascal busca convencer al lector de la importancia del problema de la inmortalidad del alma30. ¿Es valioso o no que uno sea escuchado? Discusión que podría requerir, ella misma, de una argumentación para justificar su comienzo; y así, de condición previa en condición previa, el debate parecería deber remontarse indefinidamente. Esta es la razón por la cual toda sociedad bien organizada posee una serie de procedimientos con el fin de permitir que la discusión comience: las instituciones políticas, judiciales, educativas, poseen estas condiciones objetivas previas. Ellas tienen como ventaja, además, ligar mínimamente a los participantes: las instituciones diplomáticas, por ejemplo, permiten intercambios de puntos de vista que comprometerían mucho más fuertemente a las personas de a lo que estarían llamadas por su función. Puesto que la argumentación retórica busca la adhesión, ella depende esencialmente del auditorio al que ella se dirige, porque lo que será admitido por un auditorio no lo será por otro; y esto concierne no solamente a las premisas del razonamiento sino al encadenamiento de aquel, y en fin, al juicio mismo que será dado sobre la argumentación en su conjunto. Nosotros tocamos aquí ciertas cuestiones esenciales. Frecuentemente, lo que ciertos autores califican de “pseudo-argumento” 31 son los argumentos que producen el efecto, y no lo deberían producir, según la convicción de aquel que los estudia, porque éste no hace parte del auditorio al cual ellos van dirigidos. Puede ser, así mismo, que el propio orador no haga parte de este auditorio. Es posible, en efecto, que uno busque obtener la adhesión basándose en premisas que uno no admite como válidas para sí mismo. Esto no implica hipocresía, porque uno puede haber sido convencido por otros argumentos diferentes a los que pueden convencer a las personas a las que uno se dirige. Quintiliano, jurista de profesión, no podía ignorarlo, porque, pedagogo cuidadoso de hacer de su institución oratoria una escuela de virtud, creía que debería enseñarse a conciliar estas tres exigencias que él temía fuesen a pesar de todo contradictorias: verdad del orador, sinceridad, y adaptación a las características de los diversos auditorios32.
30 Pascal Oeuvres, edit. La Pléiade, Pensamientos, 334 (C 217), p. 910 (ed. Brunschvicg, 195) y 335 (C 217), p. 911 (ed. Brunschvicg, 194). 31 Véase más arriba, Mme Ossowska. 32 Véase Quintiliano, Institution oratoire, libro III, cap. VII, VIII; libro V, cap. XII; libro XII.
En realidad, un libre pensador podrá perfectamente exaltar la dignidad de la persona humana ante auditores católicos con la ayuda de argumentos que se apoyarán en la tradición espiritual de la Iglesia, a pesar de que no son aquellos que lo impresionan a él mismo. Se puede también, por otra parte, haber sido convencido por la evidencia. Ahora bien, si la retórica no se ha de ejercer cuando el hecho parece imponerse a todos, ella debe intervenir cuando sólo uno de los interlocutores admite esta evidencia y ha fundado sobre ella su convicción. Aquí tampoco se trata de hipocresía. Un importante capítulo de la retórica, basado enteramente en la noción de acuerdo, combinada con la de auditorios particulares, será el de las pruebas admitidas explícitamente por el adversario a medida que la discusión avanza. Por el mismo hecho de que las exija, el interlocutor señalará su acuerdo con su carácter probatorio y les dará un valor eminente. El orador podrá hacerlos prevalecer. Esto es lo que hizo el sagaz industrial americano, quien, antes de entablar una discusión importante, hizo que sus adversarios colocaran sus objeciones en un tablero negro33. Reclamar los argumentos determinados equivaldría a poner las condiciones de su adhesión. Estamos aquí en un dominio característico de la argumentación retórica. Dos auditorios merecen una atención especial en razón de su interés filosófico. Aquel constituido por una sola persona y el constituido por la humanidad entera. Cuando se trata de obtener el asentimiento de una sola persona, uno no puede, por la fuerza misma de las cosas, utilizar la misma técnica de argumentación que se utiliza delante de un gran auditorio. Es necesario asegurar a cada paso el acuerdo del interlocutor plateándole preguntas, respondiendo a sus objeciones; el discurso se transforma en diálogo. Esta técnica socrática, opuesta a la de Protágoras, es también la que utilizamos cuando deliberamos solos y consideramos los pros y contras de una situación delicada. La ilusión que produce este método consiste en que, por el hecho de que el interlocutor admite cada eslabón de la argumentación, uno cree no estar en el dominio de la opinión sino en el de la verdad, y uno está convencido de que las proposiciones que se exponen están mejor fundadas que la argumentación retórica, donde no es posible hacer la prueba de cada argumento. El arte de Platón ha favorecido la propagación de esta ilusión y la identificación, en los siglos posteriores, de la dialéctica con la lógica, es decir, con una técnica que se ocupa de la verdad y no de la apariencia, como lo hace la retórica34 El auditorio universal tiene como característica, que no es jamás real, actualmente existente, que no está tampoco sometido a las condiciones sociales o psicológicas del medio próximo, que es completamente ideal, un producto de la imaginación del autor y que, para obtener la adhesión de semejante auditorio, uno no puede servirse mas que de premisas admitidas por todo el mundo o al menos por esa asamblea hipercrítica, independiente de las contingencias del tiempo y del lugar, a la cual uno supuestamente se dirige. El autor debe además ser incluido él mismo en este auditorio que no será convencido mas que por una argumentación que se pretende objetiva, que se base sobre 33 Citado por Dale Carnegie, en Public speaking and influencing men in bussines; p. 344, de la traducción francesa de Maurice Beerblock y Marie Delcourt, Liége, Desoer, 1950. 34 Para la historia de la dialéctica véase Karl Durr, Die Entwicklung de Dialektik, Dialectica, vol. I, pp. 45-62.
los “hechos”, sobre lo que es considerado como verdad, sobre los valores universalmente admitidos. Argumentación que dará a su exposición una carácter científico o filosófico que no poseen las argumentaciones dirigidas a los auditorios más particulares. Pero, ya sea discutiendo simultáneamente con muchos interlocutores, o discutiendo con un adversario, uno busca convencer a también a las personas que asisten a la discusión, del mismo modo del mismo modo se llega necesariamente al auditorio universal, aquel al que uno está considerado a dirigirse coincide, de hecho, con un auditorio particular que uno conoce y que trasciende cualquier oposición de la que uno es consciente actualmente. De hecho, nosotros fabricamos un modelo de hombre, - encarnación de la razón, de la ciencia particular que nos preocupa o de la filosofía – al que buscamos convencer, y que varía con nuestro conocimiento de los otros hombres, de otras civilizaciones, otros sistemas de pensamiento, con lo que admitimos poseer hechos indiscutibles o verdades objetivas. Esta es la razón, por lo demás, por la cual, cada época, cada cultura, cada ciencia, y también cada individuo tiene su auditorio universal. Cuando uno está abocado a dirigirse a tal auditorio, puede también excluir a ciertos seres que no admitirían nuestra argumentación, a los que calificaríamos de animales o de monstruosos que nos harían renunciar a convencerlos. Nosotros juzgamos a los hombres a partir de los juicios de valor que ellos emiten; nos cuidamos también de juzgarlos a partir del valor que ellos conceden a nuestra argumentación. Ampliando nuestras exigencias, pasamos en realidad del auditorio universal al auditorio de elite. Es así como Pascual admite que solo los buenos pueden comprender como él la necesidad de las profecías : “... Los malos, tomando los bienes prometidos por materiales, se extravian, a pesar del tiempo predicho claramente, y los buenos no se extravian. Porque la inteligencia de los bienes prometidos depende del corazón , que llama “bien” a lo que ama; pero la inteligencia del tiempo prometido no depende del corazón”.35 Si el carácter del auditorio es primordial en la argumentación retórica, la opinión que este auditorio tiene del orador juega un papel muy importante, lo no cuenta en la lógica. En la argumentación retórica es imposible escapar a la interacción entre la opinión que el auditorio tiene de la persona del orador y la que tiene de los juicios y argumentos de este último. Que uno llame competencia, autoridad, prestigio a esta cualidad del orador no juega jamás como una gran constante; siempre y en cada instante del tiempo, ella estará influenciada por las aserciones mismas que debe apoyar. En lógica, como en ciencia, nosotros podemos creer que nuestras ideas son la representación de la realidad, o experiencia de la verdad, y que nuestra persona no interviene en nuestras aserciones; la proposición no es concebida como un acto de la persona. Pero lo que distingue precisamente a la retórica, es que la persona ha contribuido a valorar la proposición por su misma adhesión. Una proposición vergonzosa lanza el oprobio sobre el que la ha enunciado y la honorabilidad del que la enuncia le da peso a una proposición. Acusar a nuestro turno a aquel que nos acusa, dice Aristóteles, “porque sería absurdo que el acusador fuese juzgado indigno de confianza y que sus palabras mereciesen confianza”36 Esta interacción no está limitada a los juicios morales o éticos. Ella se extiende al conjunto de la argumentación: de la misma manera que la personalidad del orador garantiza la seriedad de la argumentación, inversamente una argumentación falsa o mal 35 Pascal, OEuvres, edición. La Pléiade, Pensamientos, 589 (17), p. 1019 edición, Brunschvicg, 758). 36 Aristóteles, Retórica, libro III, cap. XV.
dirigida disminuye la autoridad del orador. El prestigio del orador no procede más que de la medida en que cada cual se lo conceda. Un acrecentamiento del prestigio puede resultar de los discursos, pero, a cada enunciado, una parte de ese prestigio es puesta en riesgo. Existen, siempre, esos casos extremos en los que esta interacción entre la afirmación y la persona que la emite no cuentan; esto es, de una parte, cuando lo enunciado concierne a un hecho objetivo; de otra, cuando la persona que la afirma es considerada como perfecta. “Un error de hecho hace caer en ridículo a un hombre sabio”, nos dice La Bruyère37; “un hecho es más respetable que el señor alcalde” nos dice el proverbio. El hecho – a condición de ser reconocido unánimemente como tal, subrrayémoslo – se impone sin sufrir rechazo. Él constituye uno de los límites donde la interacción entre la persona y el juicio no entra en juego. Este es también el punto donde salimos de la retórica porque la argumentación cede el paso a la experiencia. Más, existe también el otro límite de la interacción: todo lo que Dios dice o hace no puede ser más que lo mejor posible; el acto o el juicio no actúan sobre la persona. En este límite también estamos fuera del campo de la retórica. ¿Pero qué sucede cuando lo que es calificado como un hecho se opone a lo que es calificado como divino? Leibniz nos propone una hipótesis. Queriendo probar que la memoria no debe necesariamente sobrevivir al hombre, él imagina que “uno podría formar una ficción, poco adecuada a la verdad, pero al menos posible, que sería que un hombre el día del juicio final creyera haber sido malvado, y que lo mismo pareciera a todos los otros espíritus creyentes, quienes fuesen llamados para juzgarle, sin que en verdad lo fuera: ¿osaríamos decir que el supremo y justo juicio, que sería todo lo contrario, podría condenar esta persona y juzgarla contra lo que él siente? Sin embargo parece que esto se seguiría de la noción que vosotros dais de la personalidad moral. Uno diría quizás, que si Dios juzga contra las apariencias, él no será muy glorificado y herirá de pena a los otros pero podrá responder que él es por sí mismo su única y suprema ley y que los demás deberían juzgar en este caso que ellos se han engañado”38 Uno ve también que, para Leibniz, si Dios se opone a lo que se ha considerado como un hecho, aquel será calificado como “apariencia”, es decir que nosotros estamos aquí en plena argumentación retórica. En lugar de aceptar la solución de Leibniz, uno podría argumentar de manera inversa y sostener que lo que ese Dios no es Dios y que trata de una atribución engañosa de la cualidad del Ser perfecto. Notemos aquí el interés que presentan para nuestro estudio todos los razonamientos puestos como causados por el Ser perfecto. Estos son siempre los razonamientos en el límite que permiten discernir la dirección de los razonamientos más usuales. La interacción entre el orador y sus juicios explica suficientemente el esfuerzo que hace el orador por ganarse, a favor de su persona, las simpatías del auditorio. Se comprende así la importancia del exordio en retórica, especialmente cuando se hace ante un auditorio no universal, mientras que – en lógica – el exordio es inútil. Esta interacción entre el que habla y lo que él dice no es más que un caso particular de la interacción general entre el acto y la persona, que no solamente afecta a todos los 37 La Bruyère, Oeubres, edit. La Pléiade, Les caractères, Des jugements, 47, p. 379. 38 Leibniz, Nuevos ensayos sobre el entendimiento, Oeuvres, ed, Gerhardt, 5º vol., Berlin,1882, p. 226.
participantes en el debate, sino que constituye el fundamento de la mayor parte de los argumentos utilizados; estos no son, ellos mismos, más que un caso particular de una argumentación más general aún, por tanto, de la interacción entre el acto y la esencia. Uno encuentra aquí toda la filosofía tradicional concerniente a las relaciones fundamentales. Las técnicas utilizadas para disociar el acto y la persona – disociación siempre limitada y bastante precaria – y orientadas a frenar la interacción, serán interesantes objeto de estudio. Vamos a ver que existen dos límites donde la interacción no funciona, el hecho y la persona divina. Pero entre estos dos extremos se ubican los casos en los que la intensidad de la interacción es disminuida gracias a una serie de técnicas sociales. Podríamos destacar, entre éstas últimas, el prejuicio. En gran medida, los actos serán interpretados siguiendo un prejuicio favorable o desfavorable, y no reaccionarán más, como deberían hacerlo, sobre la estima que se acuerda a la persona que los realiza. Se deriva la necesidad de recurrir a una contra-técnica: aquel que vaya, por ejemplo, a censurar un acto deberá mostrar que sus juicios no están determinados por un prejuicio desfavorable. Nada más eficaz a este efecto que prodigar a aquel que uno va a criticar un cierto número de elogios. Vemos inmediatamente que estos no son, en retórica, pura condescendencia o amabilidad, como lo serían si estuvieran insertos en el marco de una argumentación puramente formal. Lo que distingue, por otra parte, a la lógica de la retórica, es que, mientras que en la primera se razona enteramente al interior de un sistema dado, supuestamente admitido, en una argumentación retórica todo puede ser siempre puesto en cuestión; uno puede siempre retirar su adhesión: lo que se acuerda es un hecho, no un derecho. Mientras que, en la lógica, la argumentación es constriñente (contraignanate, concluyente, ¿?) ella no es constriñente en retórica. Uno no puede estar obligado a adherir a una proposición u obligado a renunciar a causa de una contradicción en la que uno estaría atrapado. La argumentación retórica no es concluyente, porque ella no se desarrolla al interior de un sistema en el que las premisas y las reglas de deducción son unívocas y fijas de modo invariable. A causa de las características del debate retórico, la noción de contradicción debe ser reemplazada por la de incompatibilidad. Esta distinción entre contradicción e incompatibildad recuerda, en cierto modo, la distinción leibnizana entre la necesidad lógica, en la cual la oposición implica contradicción, y la necesidad moral. Las verdades necesarias de Leibniz son aquellas que ni las personas, ni Dios mismo, pueden modificar; este es un sistema dado de una vez por todas. Esto no es igual en la necesidad moral, donde uno no encuentra más que incompatibilidades y donde un elemento siempre puede ser modificado. “Esta necesidad no apunta en contra de la contingencia; no es aquella que uno llama lógica, geométrica o metafísica, en las cuales oposición implica contradicción. M. Nicole se ha servido en alguna parte de una comparación que no está mal apuntalada. Uno considera imposible que un magistrado, prudente y grave, que no haya perdido el
sentido, hiciese públicamente una gran extravagancia, como serían, por ejemplo, la de correr desnudo las calles, para hacer reír39. Va de suyo que la imposibilidad de la que habla M. Nicole es una imposibilidad puramente moral, una incompatibilidad. Estas incompatibilidades, características de la argumentación retórica, son manifiestamente dependientes de lo que uno considera como una voluntad. Uno las pone y uno las quita. Cuando un primer ministro afirma que si tal proyecto de ley no es aprobado, el cargo quedará vacante, él establece una incompatibilidad entre el rechazo del proyecto y su permanencia en el poder. Esta incompatibilidad es el resultado de su decisión y no es inconcebible que se pueda levantar, mientras que, ante una contradicción, no podría siquiera inclinarse. Esta distinción no existiría, evidentemente, para una filosofía, en la que no habría mas que juicios de valor, como fue, quizás, la de Protágoras, cuya insignia, que caracterizaría a los sofistas, sería, no el haber ocupado el lugar de la retórica, sino el de haber querido reducir la lógica a la retórica. Del mismo modo que hemos visto que existe una serie de técnicas para modificar el lazo entre el acto y la persona, uno descubriría una serie de técnicas para levantar las incompatibilidades y para rechazar aquellas que nos tratan de imponer o de presentar como necesarias. Esas técnicas son aquellas que, en el individuo, deberían ayudar a la solución de los conflictos psicológicos.40 El dilema clásico de obligación general de escapar o capitular, extensamente comentado por los antiguos, 41 se refiere a una incompatibilidad puesta y presentada como necesaria. Para presentar la incompatibilidad como necesaria, se afirma generalmente que ella está dada para cualquiera, es decir, que uno le atribuye el estatus de un hecho al que la voluntad no se puede oponer. Si, entonces, la incompatibilidad puede siempre ser superada, si uno siempre puede esperar modificar las condiciones del problema, en retórica uno no está jamás condenado al absurdo. Hay, sin embargo, una noción que, en retórica, juega el mismo rol que el absurdo en lógica: es el ridículo. En el ejemplo de M. Nicol, citado por Leibniz, no es absurdo que el magistrado prudente y grave recorriera las calles de la ciudad totalmente desnudo para hacer reír, pero esta hipótesis es ridícula. Si algún adversario consiguiera, por su argumentación, convencernos de haber incurrido en el ridículo, él habría casi ganado la partida. Aquel que afirma que, por nada del mundo, mataría a un ser vivo, y a quien uno le mostrara que su regla le impide tomarse un antiséptico para matar los microbios, deberá, para no dejarse acusar de ridículo, limitar el marco de su afirmación. Y lo hará de una manera que uno no puede precisar de entrada. Es así, que en una discusión, dos adversarios que buscan convencerse el uno al otro pueden ambos ver sus opiniones modificadas por el punto de vista del contendiente. Ellos terminan en un compromiso que será diferente tanto de la tesis del uno como de la del otro, a lo que no se puede llegar si razona al interior de un sistema deductivo fijado unívocamente.
39 Leibniz, Essais de Teodicea Oeuvres, éd. Gerhardt, 6 vol., Leipzig, 1932, p.284. 40 Cf. Un interesante capítulo de Florian Znaniecki, de la Universidad de Poznan, en The laws of social psychology, University of Chicago Press, impreso en Polonia, 1925. 41 Cf. Rhétorique à C. Herennius, Libro. I, capítulo. XV; Cicéron, De Inventione, Libro II, capítulo. XXIV.
Esta delicada noción de compromiso, que no es tanto un contrato como una modificación recíproca de los juicios de valor admitidos por los interlocutores, uno no sabría expresarlo mejor de como lo hizo el poeta Robert Bowning al final de Bishop Blougram`s Apology. En un largo monólogo, que es en realidad un diálogo, obra magistral de argumentación, el obispo sin fe intenta justificarse ante su interlocutor que lo desprecia. Uno y otro salen modificados de su confrontación, aunque tanto uno como otro pudiesen parecer triunfantes. El obispo concluye, según al poeta: On the whole, he thought, I justify myself On every point where cavillers like this, Oppugn my life: he tries one kind of fence – I close – he’s worsted, that’s enough for him; He’s on the ground! If the ground should break away I take my stand on, there’s a firmer yet Beneath it, both of us may sick and reach42 Ya que, en lógica, la argumentación es constriñente, una proposición una vez probada hace superflua toda otra prueba. Por el contrario, en retórica, la argumentación no es constriñente, un grave problema se presenta a cada interlocutor: aquel de ampliar la argumentación. En principio, no hay un límite para la acumulación útil de argumentos y no puede decirse, de entrada, que pruebas serían suficientes para determinar la adhesión. Uno estará así justificado a hacer uso de argumentos, que serían no solamente útiles si uno de ellos fuese admitido, pero que se excluyen de algún modo. Esto es lo que hace, por ejemplo, Mister Churchill, juzgando la política de gobierno de Baldwin, cuando nos dice: Los partidos o los hombres políticos deberían aceptar ser derrocados antes de poner a la nación en peligro. Por añadidura, no existen ejemplos en nuestra historia de que a un gobernante le hayan sido rechazadas por el Parlamento y la opinión las medidas de defensa necesarias43. Existe sin embargo, en retórica, un peligro mayor que en la lógica al utilizar malos argumentos. En efecto, en lógica, la falsedad de una premisa no modifica para nada la verdad de una consecuencia, si ella es probada por otras vías. La verdad de esta última proposición queda, independientemente de esas falsas premisas. En retórica, por el contrario, la utilización de un mal argumento puede tener un resultado nefasto. Decir, por ignorancia o torpeza, a un auditorio que es partidario de una revolución, que tal medida, a la que el auditorio estaría inclinado, por demás, a adherir, disminuye la probabilidad de una revolución, puede tener un efecto exactamente contrario al que se había esperado. De otra parte, lanzar un argumento que el auditorio estima dudoso puede perjudicar, lo hemos visto, a la persona del orador, y, por lo mismo, comprometer toda su argumentación. Si la argumentación retórica no es constriñente, es porque sus condiciones son mucho menos precisas que las de la argumentación lógica. En la misma medida en que ella no 42 Robert Browning, Poems, Oxford Univ. Press, 1919, “Bishop Blougram´s Apology”, p. 152 43 Wiston Churchill, Mémoires sur la deuxième guerre mondiale, Paris, Plon, 1948, t. I, p, 112
es formal, toda argumentación retórica implica la ambigüedad y la confusión de los términos sobre los cuales ella se levanta. Esta ambigüedad puede ser reducida en la medida en que uno se aproxime al razonamiento formal. Pero, a menos que se llegue a un lenguaje artificial, como el que puede resultar del acuerdo de un grupo de sabios especialistas en una ciencia determinada, la ambigüedad subsistirá siempre. La condición misma de la argumentación constriñente es la univocidad, en tanto que la argumentación social, jurídica, política, filosófica, no puede eliminar toda ambigüedad. Mientras que por largo tiempo se ha creído que la confusión de las nociones y la polisemia de los términos, serían defectos. Un sociólogo tan preocupado por la confusión como Pareto44, y quien se defiende a cada página de toda apreciación peyotariva, no puede resolverse a estudiar las nociones confusas sin ridiculizar su uso. De donde el débil poder constructivo de su análisis se opone a su valor crítico innegable. En el momento actual, en diferentes dominios, se considera que la indeterminación de los conceptos es indispensable para su utilización. El problema de la interpretación, en derecho, es, hoy en día, estudiado en conexión estrecha con los problemas del lenguaje45 En razón de su alcance filosófico, el análisis que M. E. Dupréel 46 ha hecho de la noción confusa será particularmente fecundo para nuestro objetivo. Él será, con el análisis de los juicios de valor, uno de los indispensables instrumentos de estudio de la retórica. Más, nosotros pensamos que, recíprocamente, el análisis de la argumentación podría aportar alguna claridad sobre la génesis y la disociación de ciertas nociones confusas. En efecto, no queremos que la afirmación de que lo confuso es indispensable o irreductible pueda ser considerada como un llamado a sustraerlo a toda investigación. Por el contrario, nuestro esfuerzo apunta a comprender cómo es manejada la noción confusa, cuál es su rol y su alcance. Este esfuerzo tendrá por resultado, sobre todo, pensamos, mostrar que las nociones que se consideran generalmente como absolutamente claras no lo son más que por la eliminación de ciertos equívocos determinados. Lejos de complacerse con la confusión, se trata de impulsar el análisis de las nociones tan lejos como sea posible, pero con la convicción de que este esfuerzo no puede conducir a una reducción de todo el pensamiento a elementos perfectamente claros. No solamente determinar el sentido de las nociones, sino además la intención de aquel que habla, la significación y el alcance de lo que se dice –en tanto que problemas fundamentales de la retórica en los que la lógica formal, basada en la univocidad, no se ha de preocupar. Pongamos un ejemplo bien simple y suficientemente claro. Se trata de un pasaje de La Bruyère: 44 Wilfredo Pareto, Tra,ite de sociologie genéralé, trad. Pierre Boven, 2 vol., Payot, 1917-1919. 45 Véase R. L. Drilsma, de woorden der wet of the wil van wetgever, Proeve eener bijdrage tot de leer der rechtsuitlegging uitgaande van Raymond Saleilles en François Gény, amsterdam, N. V. Noordhollandsche uitgevers Maatschappij, 1948. El autor se apoya en los trabajos de los linguístas y principalmente en Anton Reichling S. J., Het woord, Numegen, 1935; Het handelingskarakter van het wood, De Nieuwe Taalgids, XXXI, 1937, p.p. 308-333 46 E. Dupreel, La logique et les sociologues, Rev. De l`Institut de Sociologie, Bruxelles, 1924, extracto de 72 páginas; La pensée confuse, Annales de l´École des Hautes études de Gand, t. III,Gand, 1939, pp. 1727. Reproducido en Essais pluralistes, Paris, Presses Universitaires de France, 1949.
Si algunos muertos regresaran al mundo y ellos vieran sus apellidos, y sus tierras mejor situadas, con sus castillos y sus antiguas mansiones poseídos por gentes cuyos padres
podrían ser sus aparceros, qué opinión podrían hacerse de nuestro siglo?47 El señor Benda, en su prefacio a la edición de La Pléiade, interpreta este pasaje como una declaración neta a favor de la inmovilidad de las clases. Puede ser. Pero, como en toda afirmación de este género, es decir que parte de una apreciación hecha por otro, podemos ver, ya sea un juicio desfavorable donde triunfan los nuevos ricos, ya sea un juicio desfavorable sobre los muertos que juzgarían desfavorablemente este siglo; para el lector del señor Benda se introduce una instancia adicional: el puede juzgar al señor Benda por el juicio categórico que hace sobre La Bruyere quien juzga a los hombres que juzgan su siglo, y así sucesivamente, en razón de la interacción entre la persona y sus juicios. Las consideraciones que preceden nos parecen suficientes para poder afirmar que el dominio de la argumentación retórica no puede ser reducido por un esfuerzo, cualquiera que sea, para reducirla, sea a la argumentación lógica, sea a la sugestión pura y simple. El primer intento consistiría en hacer de la argumentación retórica una lógica de lo probable. Pero, cualesquiera que sean los progresos que aún pueda hacer el cálculo de probabilidades, la aplicación está limitada a un dominio donde las condiciones han sido determinadas con una precisión suficiente. O, hemos visto, en retórica, es necesario excluir esta determinación. La segunda tentativa consistiría en estudiar los efectos sugestivos producidos por ciertos medios verbales de expresión, y en reducir a estos efectos toda la eficacia de los procesos no lógicos de argumentación. Tentativa que puede ser fecunda, pero que dejaría escapar el aspecto de la argumentación que nosotros queremos precisamente poner en evidencia. Lo que es exacto, es que entre los procedimientos de argumentación que hemos encontrado, un cierto número son cercanos a los procedimientos de una lógica de la probabilidad: esto son notoriamente la prueba por el ejemplo, los argumentos basados sobre lo normal, sobre la competencia. En el otro extremo nos encontramos una serie de procedimientos destinados sobre todo a aumentar la intensidad de la adhesión por lo que nosotros la llamaremos la impresión de presencia o de realidad. En este grupo colocamos la analogía bajo sus diferentes formas, y notablemente la metáfora. Su rol en retórica es primordial. Nosotros encontramos también que la mayoría de los procedimientos que, bajo el nombre de “figuras” han sido clasificadas y reclasificadas por siglos. Su eficacia literaria no ha sido jamás desconocida. Pero su significación como elemento de la argumentación está lejos de haber sido suficientemente analizado. Este grupo de argumentos, que nosotros llamaremos “argumentos de presencia”, es el más descuidado por todos aquellos que minimizan el rol de lo irracional. El rol de la presencia no puede ser reducido a los razonamientos sobre lo probable. La diferencia entre estos dos dominios podría ser aproximada a la diferencia que hace Bentham entre 47 La Bruyère, Oeuvres, ed, La Pléaide, Paris, Les Caracères, Los bienes de la fortuna, 23, p. 202, y la nota de J. Benda, p. 709.
“aproximación” y “certeza”. M. Lewis la considera como extraña y lamenta que Bentham no se abstenga de decir que nosotros deberíamos estar razonablemente menos preocupados del futuro en razón de su grado de lejanía, independientemente de la duda más grande que aqueja en general a lo que está más lejano. Olvidando el factor presencia, M. Lewis se asombra, y califica a éste de “concepción anómala”48 Es entre esos grupos extremos que se organizarán los procedimientos que nosotros consideramos como esencialmente retóricos y que caracterizan a la retórica, en tanto que lógica de los juicios de valor. Existe, en efecto, una serie de procedimientos de calificación y descalificación que constituyen, efectivamente, el arsenal de la retórica. Nosotros reencontraremos en este grupo toda la argumentación filosófica basada sobre lo real y lo aparente, sobre los fines y los medios, sobre el acto y la esencia, sobre lo cuantitativo y lo cualitativo y otras parejas de oposiciones consideradas como fundamentales. . Estos procedimientos no han sido, hasta el presente, objeto de análisis, en tanto que medios de argumentación; porque, las concepciones dominantes de la retórica no podían hacerle lugar. Es este estudio de los procedimientos lo que constituirá, probablemente, el más novedoso aporte de una retórica, tal como nosotros la concebimos. No sólo existen los procedimientos que pueden ser utilizados para obtener un efecto deseado, sino, además, que ellos funcionan, a veces, independientemente de la intención del autor. Así, uno califica o descalifica afirmando que donde se vería una diferencia de naturaleza, no hay más que una diferencia de grado, o viceversa. Cuando el general Marshall luchó recientemente contra la reducción del 25% de los créditos para Europa que quería imponer, el congreso Norteamericano, el afirmaba que no se trataría ya de “reconstrucción”, si no de “asistencia”, es decir, que el gesto de los norteamericanos cambiaría no tanto de grado, como de naturaleza. En este caso, la descalificación sería avalada por el general Marshall. Inversamente, un análisis de la tolerancia que tienda a mostrar que ella es una cuestión de grado, y que en toda sociedad existen normas en razón de las cuales, el conformismo es exigido y otras dejadas a la apreciación de cada uno, tendientes a disminuir la diferenciación entre dos regímenes considerados el uno como tolerante, y el otro como intolerante. Esta atenuación de la diferencia puede producirse, así mismo, en los casos donde el autor del análisis estime personalmente que ella es considerable. Porque el mecanismo puede ser puesto en acción, sea voluntariamente, sea independientemente de la voluntad de aquel que analiza la noción. Un procedimiento usual de descalificación consiste en relativizar un valor, diciendo que este que lo se considera ahora como un valor en si, no es más que un medio. Aquí también el mecanismo puede funcionar independientemente de la voluntad del autor. Esta es la desgracia que le cayó a Levy-Brhul quien, a pesar de sus retractaciones más sinceras, fue acusado de desvalorizar la moral porque en La morale et la science des moeurs, el mostraba que la moral no es más que un medio para buscar el bienestar social. La depreciación resultante de que algo sea considerado como un procedimiento49, es una de las formas mayores de descalificación. Esto es algo que la retórica ha sufrido mucho en sí misma.
48 Clarence Irving Lewis, An analysis of Knowledge and Valuation, La Salle, Illinois, 1946, p. 493. 49 N de los Tr.: Procédé, alude tanto a una forma de comportamiento frente al otro, como a un procedimiento técnico, y , aún, a un artificio procedimental; creemos que este último significado es el que mejor se acomoda al uso que aquí hace Perelman.
En materia social, la conciencia del hecho de que algo es un procedimiento es suficiente para quitarle toda eficacia. El hombre virtuoso es respetado; pero si uno encuentra que su comportamiento está determinado únicamente por el deseo de ser respetable, uno calificaría a este, no de virtuoso sino de pretensioso. Proust nos dice, a la vez, que hay que hacer y la inutilidad de hacerlo si el acto es percibido como un procedimiento: “ de la misma manera que si un hombre se lamentara de no ser lo suficientemente buscado por la gente, yo no le aconsejaría hacer más visitas, mantener listo un buen equipaje, le diría que no acepte ninguna invitación, que viva encerrado en su casa, de no dejar entrar a ninguna persona, y ellos harían fila frente a su puerta. O más bien, no se lo diría. Pues es una manera segura de ser buscado que no tendrá éxito, la cual, como aquella de ser amado, da resultados únicamente cuando no se la adopta a propósito, cuando, por ejemplo, uno guarda cama porque está gravemente enfermo, o cree estarlo, o se está escondiendo adentro a una amante, a la que se prefiere a todo el mundo.” 50 Todo el arte está acechado por esta descalificación. Necesidad del procedimiento, peligro del procedimiento, justificación y rechazo del cliché, terrorismo y crítica del terrorismo. Nada menos que Paulham a sentido ese vaivén sutil 51. Parece que las renuncias en el arte son necesarias, en gran parte, por esta ineficacia que marca el procedimiento que es percibido como tal – además de otras razones profundas y también pertinentes 52. Sin embargo, aunque la percepción del procedimiento disminuye su eficacia, esta no es una regla absoluta: la fórmula ritual que podría ser considerada como una suerte de cliché, toma su prestigio y su dignidad de su misma repetición, y de que ella es percibida como procedimiento. De la misma forma que el sujeto puede, en el tratamiento psiquiátrico, desear la sugerencia que le será hecha. Y el soldado que parte al combate puede someterse voluntariamente al discurso patriótico, muy poco original, que le será dirigido; del mismo modo el paseante fatigado se dejará arrastrar por una marcha cantada. Se observará, tal vez, que el caso en el que la argumentación retórica pierde menos su eficacia, cuando es percibida como procedimiento, es aquel del discurso epidíctico, o de lo que se le aproxima, es decir, el caso en el que existe ya una cierta adhesión a las conclusiones que solamente debe ser reforzada. Habrá lugar, pensamos, para investigar cuándo, y en qué condiciones, la argumentación retórica, percibida como procedimiento, puede conservar su eficacia. Notemos, a este respecto, que un acto es percibido como procedimiento siempre que uno no le encuentre otra interpretación o que aquella sea menos plausible: es necesario entonces servirse de la retórica para combatir la idea de que esto pertenece a ella. Un primer procedimiento – muy conocido y usado, pero muy eficaz- es el de insinuar desde el exordio que uno no es un orador 53. Aunque, aquí también, se necesita alguna prudencia, y no es sin razón que Dale Carnegie critica esos jóvenes elevados debutan mediocremente anunciando que ellos no saben expresarse. 54 Nuestra clasificación de los procedimientos de la argumentación –escalonados de la lógica a la sugestión- permitirá, tal vez, justificar esas divergencias de opinión: entre más los procedimientos se acerquen a la lógica, menos nefasta será su percepción como procedimientos; y entre más se acerquen a la sugestión, esto será más nocivo.
50 Proust, a la recherche du temps perdu, N. R. F., París, 1923, t. VI, 2: La prisionnère, p. 228 51 Véase J. Paulhan, Les fleurs de Tarbes, Paris, N. R. F., Gallimard, 1941; Braque le Patron, GénovaParís, Éditions des trois collines, 1946. 52 Véase E. Dupréel, “Le renoncement”, Archives de la Société belge de Philosophie, fasc. No. 2, 2do année, Bruxelles, 1929-30. Reproducido en Essais pluralistes, París, Presses Universitaires de France, 1949. 53 Véase Qintiliano, Institution oratoire, trad. Henri Bornecque, Paris, Garnier, liv. IV, chap. I, 8. 54 Dale Carnegie, Public Speaking and influencing men in Business.
La parte de eficacia de los procedimientos de la argumentación, es particularmente sensible en la actividad literaria. La alternancia de los procedimientos no es, de ningún modo, contradicción o paradoja; entre esta contamos, evidentemente, la supuesta ausencia de procedimiento, la espontaneidad que sucede a la vista cuando ella ha perdido su fuerza persuasiva. Porque la espontaneidad, en si misma, pierde su eficacia desde que ella es percibida como procedimiento, y debe ser reemplazada por otra cosa Toda retórica que se ligue a las formas particulares de pensamiento o de estilo, y que no intente generalizar, tanto como sea posible, sus conclusiones y abarcar el conjunto de la argumentación sobre los valores, corre el riesgo de volverse rápidamente obsoleta. Nosotros diremos que la corrección es para la gramática, y la validez es para la lógica, lo que la eficacia es para la retórica. Lo que uno no cree sin embargo es que nuestra meta sea la de indicar los medios de engañar al adversario, de distraer su atención, de privarle de su control por medio de artimañas mas o menos ingeniosas. Pero, si sólo se toma en cuenta la eficacia, ¿tendremos un criterio que nos permita distinguir entre el éxito de un charlatán y el de un filósofo eminente? Este criterio, evidentemente, no podría ofrecer una norma absoluta, en tanto que la argumentación retórica, hemos dicho, no es nunca indiscutible. ¿Cuál será entonces la garantía de nuestros razonamientos? Esta será el discernimiento de los auditorios a los que se dirige la argumentación. Por ello, en vista del interés que presenta, para el valor de los argumentos, el cuidado de dirigirse a un auditorio universal. Este es el auditorio al que se dirigen los razonamientos más elevados de la filosofía. Hemos visto que este auditorio universal no es, en sí mismo, más que una ficción del autor y toma sus características de las nociones de éste. Sin embargo, dirigirse a este auditorio, constituye, en el caso de un espíritu honesto, el esfuerzo máximo de argumentación que le puede ser exigido. Los argumentos que nosotros analizaremos serán también aquellos que los espíritus más correctos, y, diríamos, sobretodo los más razonables, no podrían dejar de utilizar cuando se trata de ciertas materias, tales como la filosofía y las ciencias humanas Contrariamente a Platón, lo mismo que a Aristóteles y Quintiliano, quienes se esforzaron por encontrar en la retórica razonamientos semejantes a los de la lógica, no creemos que la retórica no sea más que un expediente menos seguro, que se dirige a los ingenuos y a los ignorantes. Hay dominios como aquellos de la argumentación religiosa, de la educación moral o artística, de la filosofía, o del derecho, en los cuales la argumentación no puede ser más que retórica. Los razonamientos válidos en la lógica formal no pueden aplicarse en los casos en los que no se trata ni de juicios puramente formales, ni de proposiciones con un contenido tal que la experiencia sea suficiente para establecerlos55. La vida cotidiana, familiar o política nos brindará una muestra de argumentación retórica. El interés de esos ejemplos cotidianos estará en la aproximación que ellos permiten con los ejemplos tomados de la argumentación más elevada de los filósofos y los juristas.
55 La inducción, siendo, desde nuestra mirada, un razonamiento complejo, que combina procedimientos retóricos con inferencias lógicas y un llamado a la experiencia; no la hemos tenido en cuenta en nuestros análisis preliminares, estimando que su examen no puede ser fructífero mas que después de una exposición detallada de los medios de la prueba retórica.
Habiendo así intentado delimitar el campo de la argumentación retórica, de ver su objetivo y las características que la diferencian de la argumentación lógica, comprendemos mejor, al parecer las causas del declive de la retórica. De momento, si uno cree que la razón, la experiencia o la revelación pueden zanjar todos los problemas -al menos de derecho sino, de hecho- la retórica no puede ser mas que un conjunto de procedimientos para engañar a los ignorantes. Si la retórica ha podido ser, durante toda la Antigüedad clásica, la base de la educación de la juventud, es porque los griegos vieron ella algo más que una mera explotación de la apariencia. La retórica había sufrido un terrible ataque por parte de Platón, pero ella resistió. Esto no fue porque, como creía Cicerón, Sócrates y Platón fuesen enemigos de la elegancia del lenguaje, sino que fue a nombre de la verdad que se entabló esta lucha. El triunfo del dogmatismo, a partir del platonismo, seguido del estoicismo, y continuado en fin por el dogmatismo religioso, implica un nuevo golpe a la retórica, la reduce cada vez más a no ser otra cosa que un medio de exposición. En efecto, en la medida en que triunfa un monismo de los valores, la retórica no puede desarrollarse. Este monismo transforma los problemas de valores en problemas de verdad. Sin duda alguna, se encontrará tanta argumentación retórica en los escritos de los teóricos dogmáticos como en aquellos de cualquier otra época, pero esta argumentación no puede ser considerada más que bajo el ángulo de la verdad. El humanismo del Renacimiento ha podido preparar una renovación de la retórica en el sentido amplio de la palabra. Pero el criterio de evidencia, ya fuera la evidencia personal del protestantismo, la evidencia racional del cartesianismo o la evidencia sensible de los empirístas, no podían más que descalificar a la retórica. Leibniz creía que “el arte de conferenciar y disputar tendría necesidad de ser totalmente refundado”56. Pero el vio en la retórica un mal aliado para los fines de la inteligencia 57 El no descuidó lo verosímil de Aristóteles, pero le reprochó haberlo reducido a lo opinable, mientras que existe una probabilidad que deriva de la naturaleza de las cosas 58; lo que Leibniz desea es una especie de cálculo de probabilidades análogo a la apreciación de las presunciones en derecho59. Lo que no apunta a una lógica de los valores. Tambien el racionalismo ha reducido la retórica al estudio de las figuras de estilo.El esfuerzo de Whately no pudo hacer nada por ella. El mismo, ligado por su dogmatismo, estaría muy lejos de la tendencia relativista como para darle el verdadero lugar a la retórica. El atribuye a la retórica, al menos como espresión, un estudio de los argumentos que se convierte en un estudio lógico. A pesar de Whately entonces, la retórica se limita cada vez más a ser un estudio de los procedimientos literarios. Y, como tal, el romanticismo termina descalificandolo. Schopenhauer se interesó vivamente, en un momento dado, por los métodos de la discusión. Aunque el vio sobretodo los artificios que consideraba de mala ley, entabló un estudio que el consideraba original. Pero el renunció y lo abandonó sin publicarlo por sí mismo 60, tratando este asunto muy deprisa. En realidad, ella se integra mal en sus concepciones filosóficas.
56 Leibniz, Oevres, ed. Gerhardt, 5º vol., Berlin, 1882, Nouveaux essais sur l`entendement, p. 399. 57 Leibniz, Ibid., p. 308. 58 Leibniz, Ibid., p. 353. 59 Leibniz, Ibid., p. 445-448 60 Este estudio figura bajo el título de Eristische Dialektik das Arthur Schopenhauer, Sämtliche Werke herausgegeben von Dr. Paul Deussen, 6º Band, herausgegeben von Franz Mockrauer, München, Piper Verlag,1923. Véanse también las alusiones de Schopenhauer a este trabajo en Parerga und Paralipomena y el capítulo sobre la Retórica en Die Welt als Wille und Vorstellung.
Hoy en día cuando nosotros hemos perdido las ilusiones del racionalismo y el positivismo y que nos hemos dado cuenta de la existencia de las nociones confusas y de la importancia de los juicios de valor, la retórica debe devenir un estudio vivo, una técnica de la argumentación en los asuntos humanos y una lógica de los juicios de valor. Esta lógica debe permitirnos, principalmente, precisar la noción misma de juicios de valor. Creemos, en efecto, cada vez más, que los problemas de valores no se conocen más que en función de la argumentación frente al otro. La retórica es inmoral, se ha dicho, porque ella permite sostener el pro y el contra –y cuánto este reproche molestó a Quintiliano61. Las opiniones más opuestas pueden mostrar una evidencia plausible cuando cada una se expone y se explica así misma, no es más que encontrando y comparando lo que cada una puede decir contra la otra y lo que ella puede decir en su defensa, que se hace posible decidir cual de ellas tiene la razón62
El juicio claro es aquel que decide después de haber entendido el pro y el contra. Podríamos decir que la retórica, más que formar al litigante, debe formar al juez. Lo que hay de desagradable en la idea del alegato, es que éste es unilateral, cerrado a los argumentos del adversario, a menos que sea para refutarlos. Para el litigante, las conclusiones son conocidas y no se trata más que de encontrar los argumentos que las apoyen. Pero lo que el alegato no puede hacer es separarse de su contexto, del alegato de la parte contraria. En un ambiente relativista no hay más que pro y contra independientes: hay una formación incesante de sistemas nuevo que integran ese pro y ese contra. Este es el sentido de la responsabilidad y de la libertad en los asuntos humanos. Aquí donde no hay ni posibilidad de elección ni alternativa, no ejercemos nuestra libertad. Esta es la deliberación que distingue al hombre del autómata. Esta deliberación trata sobre lo que es esencialmente obra del hombre, sobre los valores y las normas que él ha creado, y que la discusión permite promover. El estudio de los procedimientos de esta discusión puede desarrollar en el hombre la consciencia de las técnicas intelectuales de las que se sirven todos los que elaboran su cultura. Es por que ella es una obra verdaderamente humana que, creemos, la retórica ha conocido su máximo brillo en las épocas de humanismo, tanto en la Grecia antigua como en los siglos del Renacimiento. Si nuestro siglo debe abandonar positivamente el positivismo, el tiene necesidad de instrumentos que le permitan comprender la realidad humana. Por alejada que ella parezca, nuestra preocupación coincide, puede ser, por su intención, con las primeras tentativas de Bacchelard, o con las búsquedas de los existencialistas contemporáneos. Se trataría de una preocupación parecida por el hombre y por lo que escapa a la jurisdicción de una lógica puramente formal y de la experiencia. Creemos que una teoría del conocimiento, que corresponda a este clima de la filosofía contemporánea, necesita integrar en su estructura los procedimientos de argumentación utilizados en todos los dominios de la cultura humana, y que, por esta razón una renovación de la retórica estaría conforme con el aspecto humanista de las aspiraciones de nuestra época.
61 Quintiliano, Institution Oratoire, liv II, capítulo XVII, pag 30 y siguientes. 62 J.Stuart Mill, Syslème de logique, traduccido de la sexta edición inglesa por Louis PEISSE, 2 vol., Paris, 1866, t. I, Prefacio, p. XXII.