LO QUE VI Y LO QUE SÉ DE LA REVOLUCIÓN DE TRUJILL0 Félix león echagüe
CART CAR TA AL AL LEC LECTOR TOR Panamá, 13 de Diciembre de 1933. Sr. Dr. Don Alejandro Nureña de la Flor. México, D. F. Mi estimado amigo y camarada: Hace mucho tiempo que dejé el fusil subversivo, para dedicarme a buscarle calor a mi vejez. Tú sabes que por mis correrías revolucionarias me he quedado sin nada, y lo que es más grave, sin poder volver a mi Caracas, en donde me parece imposible que aún se soporte la presencia de un salvaje como Juan Vicente Gómez. Pero, no me arrepiento de lo hecho, cuando se ha visto tanto valor para arrostrar la muerte y tanta generosidad para perdonar la vida. Los que hemos sufrido la barbarie de Gómez, nos sentimos solidarios con todos los pueblos que en el mapa de América figuran
como víctimas de siniestras dictaduras. Acabo, mi querido Alejandro, de llegar del Perú, a donde fui después del fracaso de mi intento revolucionario con el General Uribe. Traigo un hijo de seis años, nacido en Lima. No quiero alargar esta carta relatándote mi residencia en el país hermano, porque los papeles que te adjunto te darán razón de todo ello. Son los originales de un libro que te pido lo edites, como un tributo de mi parte a la hospitalidad que he tenido en el Perú, y porque ahora que lo he abandonado, creo que ese pueblo es mi segunda patria y, y, por lo tanto, debo cumplir con un alto deber d eber de gratitud, publicando lo que yo he presenciado, he visto, he sentido en la valiente ciudad de Trujillo, en los instantes más angustiosos de su historia política. Sobre ese movimiento, titulado por la reacción política del Perú como sublevación comunista, nada se ha escrito que pueda ser una expresión de la verdad, y si se ha dicho algo, ha sido con el pánico que hace ocultar injustamente el nombre de los verdugos para exhibir solo el nombre y el apellido de las víctimas. Testigo involuntario de esa jornada, en donde por poco me toca mi ración de plomo, siento en lo más profundo de mi ser esta necesidad de hacer justicia a una acción popular, popular, en la que el derecho estuvo de parte ue los que, dentro del corto plazo de cinco días, fueron, a la vez, vencedores y vencidos. Se ha calumniado. Se ha subalternizado ese movimiento, pero te juro que muchas veces, cuando me pongo a pensar en los actos de valor, valor, de nobleza, de respeto, de camaradería que yo vi allí, tengo la mala intención de creer que en el mundo no existe más justicia que la que uno puede hacerse por mano propia.
La Revolución de Trujillo tuvo su justificación, y así como hizo de su derecho un fantástico atalaya de libertad, también por designios superiores, esa justicia se trocó en el calvario de su propia libertad. Y como he vivido en el Perú, como he comido el pan del destierro en ese país, no puedo permitir que ahora que salgo de allí, en e n esta América se ignore la verdad de un suceso de imponderable grandiosidad y merecedor de la época frondosa de los Bello y de los Díaz Mirón. Cumplo, pues, como te digo d igo con ese gran deber, entregando por tu conducto, con tu ayuda y con el e l apoyo de tu situación, estos recuerdos para los pueblos del mundo. En Trujillo he vivido momentos muy agradables. He sido hospedado y atendido con el más hermoso desinterés. Por largos años, siempre encontré trabajo y ayuda, muchas veces hasta económica, de mis relacionados, y en todas partes por donde fui, era considerado, no como un extranjero, sino como un ciudadano peruano. perua no. En cambio, yo no he podido aun pagar esa hospitalidad. Ahora que estoy lejos, ausente quien sabe si para siempre, quiero cumplir con esa obligación moral, de testimoniar ante ef mundo un acontecimiento que es de gran interés para nuestra América, ya que esa acción de armas fue efectuada a nombre del Partido Aprista Peruano, que lo forman la gran mayoría de la costa, de la sierra y de la montaña del Perú. Dejo esta edición a tu criterio, pero a la vez exijo de ti una apreciación que me anticipe el favor del público, ya que siendo para ti el viejo revolucionario venezolano, soy para mis lectores un perfecto desconocido intelectual. Quiero que su título sea: “LO QUE VI Y LO QUE SÉ DE LA REVOLUCIÓN DE TRUJILLO”. (Relato de d e un militar
venezolano testigo de la sublevación). Pero eso sí, querido Alejandro, que el libro vaya por toda América y el mundo, porque tengo arraigado en mí, el deseo de que se sepa que en el Perú hay una juventud formando un Partido Político, un Gran Partido, que sólo la mentalidad de Haya de la Torre puede amparar disciplinariamente a costa de innumerables sacrificios, escribiendo vibrantes páginas en su historia política y elevándolas a un tono especial de sublimidad con la sangre de sus héroes. Con la fe de siempre en nuestra causa, con el anhelo de que estos relatos sirvan de ejemplo para la juventud americana, dejo en ti, como siempre, mi amistad y mi cariño invariables. Tuyo, Félix León Echagüe Coronel del Ejército Venezolano.
A LOS LECTORES
Unas palabras de presentación
Es posible que Dn. Rufino Blanco Fombona, aun recuerde del Coronel Félix León Echagüe. Más o menos, desde la época en que el ilustre literato venezolano abrió combate contra la tiranía de Gómez, el Coronel Echagüe había, por varias veces, intervenido en escaramuzas armadas, con fatales resultados para muchos de sus compañeros y para él mismo, si es que no logra fugar de la Rotonda, perdiéndose en el laberinto de nuestra América India. Y no lo vi más desde esa fecha. Hay muchos venezolanos a quienes el impulso de su aventura los ha llevado a formar parte de infinitas correrías políticas en Centro y Suramérica. Con Sandino estuvieron algunos en La Segovia. Para otros, el mapa de América del Sur ha sido su último reducto material. Hoy,, resulta que el Coronel León Echagüe, ha estado en el Perú, Hoy y me alcanza para su publicación los originales de este libro, sobre cuyo valor intelectual, adrede, no quiero hacer referencia, porque trae sobre sí una finalidad mucho más elevada que un triunfo literario: es la de rendir homenaje a la tierra que cobijó al fugitivo, abriéndole franca hospitalidad en su huida después de un fracaso revolucionario que puede ser el último. Conozco a muchos escritores peruanos. Entre ellos a Gastón Roger, a Carlos Manuel Cox, a Manuel Seoane, a Bustamante y Ballivián, a Blanca Luz Brum, etc. Nada menos que con Lleras Camargo en Colombia, y con García Monje, en Costa Rica, hemos conferenciado largo sobre la labor que realiza Haya de la Torre en el Perú. Ahora, siento una gran alegría de ser portavoz de un libro, que, precisamente, hace
honor al Partido Aprista del que es Jefe Víctor Raúl Haya de la Torre, en el que militan muchos amigos míos y en cuya lucha participan los Jefes, no desde la altura, como es convencional y reglamentario en nuestra América, sino bajando al llano, entrando entrando a las cárceles y abriendo el sendero del sacrificio como cualquier anónimo h ijo del pueblo. Por eso, siento alegría de servir en esta oportunidad al compañero Coronel León Echagüe, ayudándolo en su homenaje al pueblo peruano, cuya historia política seguimos muy de cerca todos los que en este continente nos dedicamos a la lucha social. Estos relatos de León Echagüe, han sido escritos en el mismo lugar de la contienda. Él fue un testigo presencial de la Revolución de Trujillo, que tantas inocentes víctimas le cuesta al Perú. Esa acción a cción pretendió ser desfigurada a base de una inicua campaña de difamación. La diplomacia del Perú se prestó cínicamente para ello, ya que la totalidad de sus miembros pertenecen al Partido reaccionario y fueron nombrados por el régimen que ellos, ciega y obstinadamente, han defendido ante el pavor de nuestra América. León Echagüe ha traído un hijo del Perú. Los seis años de ese pequeño, son testigos elocuentes del amor y el cariño que le profesa a ese pueblo. pu eblo. Por eso, y porque su estadía en la tierra de González Prada y de Mariátegui ha sido muy amable para él, se cree en el deber de decir la verdad ante el mundo, trayendo a un encuadernado editorial los relatos que titula “LO QUE VI Y LO QUE SÉ DE LA REVOLUCIÓN DE TRUJILLO”. Posiblemente, nada verídico se ha escrito aun sobre este particular. particular. León Echagüe hace un estudio completo de la situación del Perú. Para Para llegar al capítulo de d e la revolución
de Trujillo, Trujillo, se desdobla en una serie de consideraciones políticas desde la época en que gobernaba don Augusto B. Leguía. Antecedentes y causales de muchos aspectos de la política peruana. Referencias de hombres. Historia de los partidos. Anotaciones, fechas, etc. Si el libro afloja en específicos incidentes de índole personal, en cambio asume en su totalidad el carácter de un formidable relato histórico que, como obra literaria, tiene posiblemente de ficiencias, pero en cambio, como una tradición abre muchos aspectos para una documentación muy importante. Como todo pueblo joven, el Perú está llamado a cumplir su cometido histórico en estos momentos de grandes transformaciones sociales. Allí, como en Chile, en Cuba y en México, se siente a intensidad de ese materialismo histórico de que habla Marx. Acosada por el colonialismo feudal, la juventud, inevitablemente, tiene que sentir la necesidad de evadirse de ese ambiente, de renovar, de transformar construyendo un nuevo Estado sobre las ruinas del conservadorismo criollo. Ese es el plan del Aprismo, generalizado en toda su acción a cuya resistencia se prepara la oligarquía con los resultados que todos conocen, siempre a base de una injusticia bárbara y a costa del dolor de la peruanidad. León Echagüe apunta en su obra algunas censuras a la política peruana. Pretendiendo ser imparcial y sereno en estos relatos, se ha revestido de toda la sangre fría necesaria para poder abordar las cuestione cuestioness de que trata con la mayor sujeción a la verdad. Pero, fatalmente, la verdad que existe en la historia de ese pueblo ha señalado dos flancos: el del sacrificio y la justicia para el Aprismo —que es la gran mayoría popular— y el del verdugo y la injusticia representados por el
conservadorismo peruano. Como militar. León Echagüe trata en esta obra de la cuestión técnica de la defensa revolucionaria de Trujillo. Ese movimiento, según nuestro relator, se perdió por falta de dirección militar. El orden civil lo impuso el mismo pueblo, pero la disciplina militar, la orientación técnica faltó, porque los directores del movimiento, fatalmente, perdieron la vida al iniciarse la sublevación. Hay interesantes, sugestivos y emocionantes capítulos en este libro. Es un magnífico homenaje al Perú. No al Aprismo en particular, sino a la Nación en general, porque si es cierto que una gran mayoría popular de ese país forma el Aprismo, en cambio, en los sectores adversarios, tiene forzosamente que existir el desconocimiento de la doctrina de ese Partido, debido al espíritu timorato y asustadizo de unos y a la falta de aptitud de otros, fomentado por la campaña de “El Comercio”, de propiedad de unos señores Miró Quesada, de procedencia colombiana, quienes han servido de vehículo para tergiversar el verdadero espíritu del Aprismo. Muchos que han intervenido en el Gobierno del General Sánchez Cerro, leyendo este breviario suscrito por un extranjero, llegarán a la recapacitación, y, quizás, al arrepentimiento ante tanta barbarie de parte del Estado y frente a la valentía y nobleza de su víctima: el pueblo. Cumplo pues un deber, anteponiendo a este relato valioso, el aporte de mi amistad, para mi ilustre amigo, el Coronel Félix León Echagüe, que muy bien ha sabido captar la exaltación civil del pueblo hermano, en la famosa jornada reivindicacionista de Trujillo. Alejandro Nureña de la Flor México, D. F.— F.— Enero 20 de 1934.
CAPÍTULO I Cómo era el Perú cuando yo llegué Cuando llegué al Perú, en Febrero de 1920, don Augusto B. Leguía era el prototipo del gobierno democrático. Mimado por la juventud, querido por el pueblo y adulado por los elementos representativos de la aristocracia peruana. Puedo decir que llegué en época inmejorable. Por lo tanto, muy propicia para mí, que era un fugitivo revolucionario que, salido de mi pueblo, acosado por la persecución, buscaba un refugio para ordenar mi vida y rehabilitar mi situación. En el Perú de Leguía, los años se deslizaban con una tranquilidad maravillosa. Había dinero y trabajo. Por lo tanto, pude dedicarme a diferentes actividades comerciales. Conocí. Me relacioné con muchos hombres públicos y con muchos militares peruanos, teniendo siempre en estos elementos muy favorable acogida por mi condición de militar, y quizás, por ese romántico espíritu de hospitalidad que se dispensa en el Perú a todo aquel que se ha rebelado contra su gobierno, ya sea en Chile, en Colombia o cualquier otro país de esta América beligerante e inquieta. A pesar de mi firme resolución de dedicarme por entero al trabajo, pues en mi país habían quedado mi anciana madre, mi mujer y mis h ijos sin más amparo que la esperanza que el hijo, el marido y el padre ausente, les dejara en su huida precipitada, a pesar,
pues, de esta circunstancia, mi inquietud, la inquietud del hombre acostumbrado a la lucha y al fragor de los acontecimientos políticos de Venezuela, Venezuela, no podía acabarse ni con el dolor de la ausencia, ni con la pobreza que cada día exigía de mí, mayor rendimiento en favor de mi personalidad. Arrastrado por este algo interior, me vi obligado a husmear en todos los corrillos, en todos los círculos limeños. Cada día me iba haciendo de mayores y mejores relaciones que más tarde, cuando la desesperación me señaló un límite dentro de las circunstancias políticas del país hermano, ¡quién había de pensarlo! me sirvieron como un madero de salvación dentro de ese oleaje tenebroso de barbarie que me propongo relatar. relatar. Leguía dio a su gobierno una pompa y un fastuo maravillosos. Si habían sectores descontentos, pasaban desapercibidos entre el ruido del champán de los banquetes y de las orquestas de los festivales oficiales, fiestas en las que participaban todos aquellos personajes de la alta clase social de la ciudad, que más tarde tuve oportunidad de conocer como soberbios enemigos del “oncenio”. (Oncenio se denomina a los once años de gobierno leguiísta). Muchas veces, este espectáculo político de Lima me hizo pensar en el terrible y trágico tirano que dejaba en Venezuela y este risueño, inteligente y popular dictador que había en ese diminuto hombrecito que fue don Augusto B. Leguía ¡Cómo se equivoca y se engaña la humanidad! Y vinieron los períodos reeleccionarios. Leguía no abandonaba su posesión. En el Perú, aparte de la aparente crisis política de que se hablaba ya en los círculos universitarios y obreros,
había trabajo. La preocupación del gobernante era dar ocupación a millones de brazos que se movían al impulso de esa mal encaminada inteligencia política y financiera del gobierno peruano. Leguía, como todos los tiranos, se preocupaba de halagar al elemento militar y los militares del Perú veían en Leguía el prototipo del hombre que podrá sostenerles una situación especial dentro de todos los accidentes de la historia de un pueblo. Militares, marinos y policías se sentían dueños, amos y señores de de la situación.
Huelgas y conatos revolucionarios Dentro de este ambiente bordeó el régimen leguiísta el 23 de mayo de 1923. En esta fecha se produjo un acontecimiento que hizo estremecer al gobierno de Leguía. Así como los militares gozaban de los favores del dictador dictador,, los frailes y curas, los succionadores del espíritu del pueblo y parte de la economía peruana, también eran halagados por el tirano. En estas circunstancias, Leguía quiso hacer una demostración especial a la beatería. Pretendió efectivar la consagración del Perú al Corazón de Jesús. Fue entonces que la juventud y los obreros salvaron la dignidad nacional, tomando actitudes rebeldes que el gobierno dominó con la violencia. En este acto es cuando se siente mecer el gobierno por la acción ejecutiva de un estudiante. Haya de la Torre, insurge con una valentía abrumadora, dominando todos los sectores sociales, en contra de este “atentado” del gobierno. Lima se estremece. El Perú se agita. El futuro f uturo Jefe del Partido Aprista precipitaba al régimen a tomar medidas de defensa, def ensa, que se epilogaron con diversos hechos de sangre y la deportación de él y muchos otros estudiantes que a su lado habían izado la bandera de la rebelión. Libre de esta amenaza, Leguía se sintió absolutamente fuerte para abordar muchos problemas universitarios, dejando de lado la presuntuosa consagración del Perú al Corazón de Jesús. Sin embargo, las huelgas no faltaron en los años posteriores. También el gobierno usó de la fuerza para dominar estas situaciones y aún mayores para ahogar esporádicos motines y levantamientos militares sin mayores consecuencias.
¿Qué hacía la prensa? En el Perú no había prensa. Los periódicos que circulaban estaban sometidos a los dictados del gobierno. Los escritores, los periodistas, los intelectuales contrarios al régimen, estaban en las cárceles o deportados. Sólo existía “El Comercio”, para referirme al diario más antiguo del Perú. Pero esa existencia no era un tránsito digno dentro de la agonía nacional. Era el vergonzoso tránsito de la complicidad y el miedo. Sus propietarios los señores Miró Quesada, enemigos de Leguía, jamás se atrevieron atrevier on a criticar ni a comentar siquiera, con independencia, los desaciertos del gobierno. Veladamente, en muy pocas oportunidades se refirieron a “los caprichos del régimen”. Pero nunca se sintió la actitud noble, gallarda, valiente del periodista honrado y de verdad. Leguía contemplaba estos escamoteos quizás si con condescendencia y con piedad. Jamás atentó contra ellos. Al contrario, los Miró Quesada recibieron muchos bene ficios del Tirano. En la mejor forma, acaso por una ironía del destino, Leguía pagó generosamente y por adelantado, la sañuda campaña de que fue víctima su persona cuando ya caído, era apenas una sombra política dentro de una celda del Panóptico, contra la que se cebó toda la impotencia espiritual del Comandante Sánchez Cerro y sus amigos. Mi gira al norte de esa República Corría el año de 1929, en Diciembre tuve que salir al norte del Perú. Así conocí Trujillo, Trujillo, el pueblo p ueblo donde había de sentir más tarde la emoción más brava de mi vida de
soldado y de aventurero político. político. Trujillo es una población de aspecto simpático. s impático. Tiene unos 30 o 35 mil habitantes. Muchos edificios importantes. importante s. Es el centro de las actividades agrícolas del valle de Chicama, en donde la firma Gildemeister y Cía. moviliza fuertes capitales. También es el centro de las actividades de una poderosa firma americana que explota unos asientos mineros, impulsando estas dos empresas y los asientos azucareros de Chiquitoy, Roma, Chiclín, Cartavio, etc., la vida de esta importante población del norte del Perú. En esta ciudad encontré un buen negocio. Era el tráfico de frutas. Yo tenía dos camiones. Rápidamente los abrumé con un fabuloso cargamento de piñas, con el que hice mi entrada triunfal a Lima el 17 de d e Enero de 1930. Este viaje de prueba, que dio resultados favorables, hizo que repitiera las incursiones. La situación económica del Perú había variado. Se hacía escaso el trabajo en los tiempos que me refiero. Entonces ya se notaba el descontento popular. El trabajador, el negociante habían de multiplicarse para poder obtener un jornal o una utilidad que cubriera las exigencias de la vida. Amigos y relaciones comerciales Por la misma índole de mi negocio hube de tener muchas relaciones en Trujillo. Gente de toda clase. Braceros de las haciendas, pequeños agricultores, comuneros, chauffeurs, comerciantes, dueños de periódicos, etc. Fue en esta época que conocí a Agustín Haya de la Torre, el hermano del Jefe del Aprismo y una de las principales figuras de la revolución de Trujillo. En
estos continuos viajes conocí también a Antenor Orrego, al Dr.. Federico Chávez, a los hermanos Dr herma nos Spelucín y a infinidad de gente que me sería largo enumerar. Debo declarar, en honor de la verdad, que estos diferentes núcleos de la población de Trujillo forman algo maravilloso por su fraterna bondad. Viéndolos en la intimidad en sus hogares, en el trabajo, en los corrillos de amigos, no se podía imaginar que muchos de ellos, la gran mayoría, fueran protagonistas de una de las páginas más fuertes de la historia política del Perú. La caída del Gobierno de Leguía A fines de Agosto del año 30, se produjo la caída del gobierno de Leguía. Por tal acción, asume el poder un militar que hasta ese momento era casi un anónimo de las filas del Ejército. Se llamaba Luis M. Sánchez Cerro. Era Comandante de Infantería y tenía a su mando un cuerpo de Ejército. Al pronunciarse en la ciudad de Arequipa, población situada en el sur del Perú, comienza su figuración política. Los 6 meses de gobierno del Comandante Sánchez Cerro Una vez Sánchez Cerro en el poder, en su calidad de Jefe de una Junta Provisoria de Gobierno, su actuación se distinguió por cierta energía que, más o menos, armonizaba con el anhelo del país. Diversos desplantes y gestos independientes le hicieron simpático y prometedor para el futuro peruano. El mismo hecho de desconocer a la Junta que dejara deja ra el Sr. Sr. Leguía, presidida por el General Manuel María Ponce, fue motivo para que la juventud
y el pueblo peruano lo impusiera como Jefe de gobierno. Yo presencié la llegada del Comandante Sánchez Cerro a Lima. Nunca vi mayor cantidad de pueblo. Pero debo hacer notar a mis lectores que este acto apoteósico no era la demostración hacia la persona o hacia el individuo, sino al personaje político del momento. Fatalmente el Comandante Sánchez Cerro se engañó. Subiendo en condiciones tan preciosas de popularidad y simpatía traicionó los anhelos peruanos, imponiéndose en desa fiante actitud de dictador. El pueblo del Perú, que leyó su Manifiesto de Arequipa, se creyó en el deber de ofrecer al firmante la oportunidad más brillante de cumplirlo. Fatalmente los meses pasaron, iniciándose las masacres y los abaleamientos. Hay sableaduras y atentados en la Universidad, en Mal Paso, en Oyolo. Se cambiaron los personajes, pero los métodos se impusieron en la administración con todos los vicios, sobrepasando la experiencia del gobierno anterior. anterior. A la caída de Leguía, el APRA hizo su aparición en la arena política. Este Partido joven, formado por Haya de la Torre Torre en el extranjero, nace con tal impulso que el gobierno se asusta y le corta el tránsito libre en la República. Aún más... Niega la reintegración de Haya de la Torre a su país. Se apresa. Se clausura la prensa aprista. Se cierran locales políticos. La violencia se impone como programa frente a la estupefacción de la conciencia del pueblo que en pocos meses, veía su desengaño. Estos errores, agregados a la decisión de elegirse Presidente, que había hecho pública el Comandante Sánchez Cerro, lo trajo por tierra. En febrero del año
se produce una sublevación militar en Arequipa, secundada por las guarniciones de Piura, Cajamarca, y Chiclayo en el norte del Perú, todo lo que fue epilogado por un certero golpe del Comandante Gustavo A. Jiménez, que toma Palacio, cuando el Comandante Sánchez Cerro había huido dejando su precipitada fuga el gobierno en manos del Presidente de la Corte Suprema de Justicia de Lima Dr. Leoncio Elías. No es posible, nunca por nunca, detener la trayectoria que puede tomar un hombre cuando desde el llano alcanza una situación como la que tuvo este militar de la noche a la mañana. La nueva Junta de Gobierno Marzo amanece con una nueva Junta de Gobierno en el Estado del Perú. Es el Jefe el Sr. David Samanez Ocampo. Un hombre tranquilo, de edad, conocedor de la situación que debía afrontar. afrontar. Es a este ciudadano a quien coloca el Comandante Jiménez, como garantía para detener el descontento militar del sur del Perú. A esta Junta le tocó controlar la jornada electoral del año 31 que trataremos en seguida. Las elecciones del 11 de octubre de 1931 Durante todo el año 31 vivió el Perú momentos de inquietud política de fuerte tensión emocional. La Junta del Sr Sr.. Samanez Ocampo, hubo de vérselas con no pocos levantamientos y motines que fueron dominados por el carácter, la astucia y la energía e nergía del Comandante Jiménez. El 11 de octubre es el día fijado para la justa electoral. El aprismo llevaba como candidato a la Presidencia de la República al Sr. Haya de la Torre y el Civilismo, el viejo
partido de los terratenientes y acaudalados peruanos, llevaba como bandera de sugestión y promesa política al Comandante Sánchez Cerro. La lucha fue tremenda. Frente a frente estas dos fuerzas, la popular y la del dinero, hubo muchas veces necesidad de despejar a tiros una dificultad. Los apristas fueron victimas de muchos atentados con bajas irremplazables, en sus filas. Nada menos que en Lima, meses antes de las elecciones, cae un candidato del aprismo bajo la traidora bala ba la de lo loss se señor ñores es civil civ ilis ista tas. s. La acción acci ón popul pop ular ar del apris apr ismo mo era sonora, fuerte, incontenible. Me cupo en suerte asistir
al recibimiento de Haya de la Torre Torre en Trujillo. Autorizado por la Junta de Gobierno su ingreso al país, hizo el viaje a Lima visitando Tumbes, Piura, Chiclayo y Trujillo. A fines de julio, llegó a Trujillo, su ciudad natal. No sabría describir la magnitud de tal acontecimiento. Fue algo superior a toda expectativa y a toda ponderación. También presencié la entrada del Jefe Aprista a Lima. Este Partido movilizó una fuerza popular abrumadora. Por estos síntomas, por esa inquietud y ese fervor apristas de toda la República peruana, el triunfo del Sr. Haya de la Torre parecía algo indiscutible. Si con alguien hubiera jugado a la suerte en este acontecimiento, de mil amores habría expuesto algo, poniéndome de lado de los apristas. Pero la realidad fue otra, cuando se practicó el cómputo electoral. El triunfo fue del Comandante Sánchez Cerro. Yo, como extranjero no quiero hacer perder la línea de conducta de este libro, quedándome a opinar sobre la legalidad o ilegalidad de d e este concurso. Sólo puedo consignar aquí que el Partido Aprista Peruano desconoció la legalidad legalida d de esas elecciones destacando las irregularidades habidas en Lima y muchos puntos del Perú y protestando contra la parcialidad del Jurado Nacional. Los apristas recurrieron a la Junta de Gobierno. Este organismo dio su evasiva refiriéndose a la autoridad inapelable del Jurado Nacional de Elecciones, presidido por el Fiscal Fisca l de la Corte Suprema, Dr Dr.. Araujo Álvarez. Álvarez. Desde este momento quedaba señalada la posición del aprismo frente a la presidencia del ComandanteSánchez Cerro.
El 8 de diciembre Cuando en el Perú se habla del 8 de diciembre en política, se entiende que se trata de la fecha que asumió el poder el Comandante Sánchez Cerro. Esta fecha marca una etapa muy profunda en la historia política del país hermano. La resistencia popular que se hizo al gobierno en diferentes puntos de esa República, sirvió de base para que el
amante gobernante se pronunciara usando la violencia como método democrático de mando. En el norte, en el sur, en el centro, aisladamente se producen vibrantes movimientos de protesta. Acaso la intuición popular del norte, principalmente, manifestada en bien organizadas huelgas políticas, anunció a la República la jornada que mis ojos espantados presenciaron en todo el Perú, durante los 16 meses trágicos del gobierno del Comandante Sánchez Cerro. Yo sabía que en el norte del Perú había aprismo. Durante mis viajes, tuve oportunidad de notar la in fluencia aprista de Pacasmayo, Chiclayo, etc., pero en ninguna parte como en Trujillo, Trujillo, pueblo pu eblo en donde nació naci ó Haya de la Torre Torre y residencia resid encia de sus padres y demás familiares. Este arraigo era natural, pero contrastaba con Piura ciudad natal del Comandante Sánchez. El hecho de que el Presidente hubiera nacido allí era considerado de importancia, solamente, para una ínfima clase social de Piura. Las demás se manifestaron votando por sus contrarios. fl
CAPITULO II Sánchez Cerro gobierna 16 meses La iniciación del gobierno del Comandante Sánchez Cerro tenía un saldo poco halagador. El ambiente había sido caldeado, cada vez que las circunstancias obligaban a éste a tener intervenciones de oratoria política. Las amenazas de destrucción al aprismo y a todos sus adversarios menudeaban, primero
en su casa política, luego desde Palacio. En determinada ocasión, recuerdo mucho escuché de labios del Comandante una amenaza de pulverización y destrucción, que me produjo muy mal efecto. Esta conducta lo llevó a la desesperación desesperación y hasta la muerte, porque no es concebible que la destrucción y la pulverización se pueda producir así porque si, contra un electorado de más de cien mil votantes, sin que antes detenga ese absurdo el alucinante braz br azoo de un fa faná náti tico co y la re reac acci ción ón ju just stiificada de ese electorado en gesta revolucionaria triunfante o decisiva. Lo que siempre me llamó la atención es que estando el Comandante Sánchez Cerro, asesorado por mentalidades del conservadorismo clásico, éstos, conocedores del ambiente, no hubieran podido controlar sus desbordes y más bien dieran la impresión exterior de ser los autores o inspiradores de esas tropelías que en Sánchez encontraron un obcecado ejecutor. Los 16 meses fueron una ininterrumpida cadena de desaciertos políticos y administrativos. Los miembros de la Unión Revolucionaria, nombre éste con que se disfrazó el Partido Civil Peruano, una vez llegados al Poder, cometieron todo género de peculados, abusando desmesuradamente de su situación de poder y de mando, expulsando de sus puestos a antiguos y meritorios empleados públicos, sin respetar el tiempo de servicios ni la capacidad de los funcionarios, reemplazando reempl azando a éstos ésto s con elementos inexpertos ine xpertos y, y, por lo tanto incapacitados y huérfanos de toda moralidad y todo principio de orden, pues sólo llevaban el anhelo de lucrar a la sombra de esa situación. El poder judicial sufrió también serios golpes de esta política. Individuos inmorales reemplazaron a
probos magistrados, solamente por el hecho de haber hecho al Presidente determinado e inolvidable favor electoral. El Ejército y la Marina no se vieron libres de los absurdos políticos del régimen. Muchos Jefes y O ficiales fueron alejados de sus cargos, enviados al a l retiro, o a las prisiones, o al extranjero. En cada militar de quien el Comandante Sánchez Cerro no había recibido una adulación, veía un enemigo. Por lo tanto, creía urgente aniquilarlo. La persecución en las filas de los servicios armados se hizo tremenda. Se dieron ascensos en pago de delaciones. La desmoralización más completa la injusticia más honda, y la más incierta indisciplina abarcaron todos los poderes y todos los espacios de importancia del tránsito republicano. La barbarie contra la cultura Es caso típico en la tiranía atentar contra la cultura de los pueblos. En el Perú, apenas subió al poder el flamante gobernante, fueron clausurados periódicos, deportados y apresados muchos intelectuales, poetas, escritores, médicos, ingenieros, etc. La universidad fue declarada en receso y en estado de reorganización, oficializando el gobierno la fuga de los estudiantes al extranjero en busca de lo que se les negaba en su país. En resumen, todo lo que significaba cultura sufrió el pisotón de la barbarie gubernativa de los 16 meses en la hermana república del Perú. El Presidente Sánchez Cerro pretendió quedarse solo y gobernar únicamente con los suyos, ayudado por el diario “El Comercio” y los periódicos de la l a Unión Revolucionaria, a fin de que el pueblo ignorara sus errores. En parte
lo consiguió, pero dentro de la situación de terror y persecución, circulaban por toda la República periódicos apristas e independientes que denunciaban todas las especulaciones y todos los atropellos de que eran e ran víctimas los enemigos políticos del gobernante. Las oficinas de Correos y Telégrafos Telégrafos en el Perú eran el refugio de los incondicionales al régimen, quienes se encargaban de la violación más descarada de los mensajes postales y telegráficos. La política parlamentaria La Asamblea Constituyente fue la guarida de todos los contrasentidos jurídicos del Perú. Elegidos sus miembros en los comicios del once de octubre de 1931, el Jurado Nacional de Elecciones, dirigido por el vocal Dr. Araujo Alvares, trató de ofrecer mayoría al nuevo gobierno. Fue así como anuló muchos procesos electorales del norte, del centro y del sur de la República. Este método vio la mayoría deseada, pues, caso de no haberlo hecho así, se habría presentado el curioso espectáculo de que el régimen del Comandante Sánchez no habría tenido mayoría en el Parlamento ya que la mayor parte de los elegidos eran de filiación política contraria al gobierno. Armado el organismo legislativo en esta forma, el Partido Aprista fue como minoría absoluta al Parlamento. Habían también representantes de filiación descentralista y socialista, pero desde sus primeras intervenciones se notó su indecisión y su desorientación hizo comprender a los apristas que estaban terriblemente solos dentro de ese mare magnum de fantasías nacionales.
Se mutila al Parlamento El ambiente formado dentro de la Asamblea era de gran belicosidad. Los disturbios y los incidentes se repetían a diario. Los apristas defendían sus posiciones observando enérgicamente, y con altura de miras, los diferentes asuntos que ponía la mesa de discusión. Había que ver como era eso. De un lado, la mayoría formada por adictos al Comandante Presidente. De otro los apristas. Las L as intervenciones de muchos de los primeros invitaban a risa. Por momentos, la desesperación por su impotencia ante la abrumadora lógica de la oposición, hacía que los de la mayoría usaran de duras palabras y de dicterios personales como el único elemento de defensa. En muchas sesiones los revólveres prendieron alarma inusitada cuando ya los tinteros y la beligerancia de los puños no eran suficientemente ofensivos para satisfacer los odios. Recuerdo mucho la gama más interesante de este Parlamento. Unos diputados chochos, los Sres. Diez Canseco v un Comandante Tirado. La incapacitación tenia su representante, más alto en un Sr. Medelius. La cobardía y el afeminamiento en un Sr. Herrera. La locura desorbitada e incontrolada en un Sr. Flores y la suspicacia más subalterna en unos señores Sayán. Balbuena, Revilla, Benavides, Canseco, etc., para no citar más que a los menos, ya que para los más me falta tiempo y paciencia. Las leyes de emergencia El nuevo gobierno había instruido a sus autoridades para que las persecuciones y los atropellos tuvieran actualidad. En casi todas las provincias del Perú, el hecho era inaudito. La fatiga telegráfica no daba margen
para que los delitos llegaran a la capital. Se asaltaban casas. Se apresaba. Se clausuraban periódicos. Todo lo más grave que puede hacer una autoridad lo practicaban esos hombres con una serenidad y un ensañamiento digno de esos momentos de irreflexiva irref lexiva pasión. Pero, el gobierno necesitaba legalizar estos actos, y para el efecto, obtuvo de la Asamblea Constituyente la dación de leyes de rigor. Contra esas leyes se irguieron los apristas en el Parlamento. Denunciaron ante el país los atropellos de las autoridades en provincias y denunciaron ante el mundo entero lo que se proponía el gobierno al amparo de esas leyes. El pueblo que más sufrió estos desmanes fue Trujillo. Conociendo el gobierno la fuerza aprista de esa e sa población, se procuró autoridades especiales. Un desengañado político fue a la Prefectura y algunos Jefes de Policía, escogidos entre lo peor y lo más funesto, abrumaron a la ciudadanía con las torturas y otros procedimientos salvajes que rechaza rechaz a toda civilización y toda cultura. Los pueblos de Paiján y Chocope, distritos de la provincia de Trujillo, sufren un día abaleamientos con un saldo de nueve muertos el primero y violaciones de muchas mujeres el segundo. Un Teniente de Policía provoca este incidente y lo apaga entre descargas de fusilería. Estos delitos fueron denunciados en el congreso por los representantes apristas de Trujillo, pero las autoridades fueron premiadas y mantenidas en sus puestos en pago de tanto “heroísmo” y tanta lealtad. Estos hechos y otros que relataré, sirvieron de lastre para la gran hoguera de julio de 1932.
Una Pascua trágica Haya de la Torre se había establecido en Trujillo. Desde allí orientaba a la ciudadanía peruana en el cumplimiento de su doctrina política. Atendiendo a su ideología y a su programa el aprismo procuraba cultura y preparación para los pueblos, mientras que el conservadorismo gobernante se entregaba a festivales sangrientos. La asechanza sobre Trujillo y sobre la vida de Haya de la Torre Torre cerraba un círculo macabro. En el local aprista de esa localidad se efectuaban actos de educación y armonía cultural. Haya de la Torre, Torre, desde su ciudad natal, era la antena difusora de toda la orientación política de su partido frente a las invasiones salvajes del gobierno. Llegó la víspera de Pascua. En Trujillo, como en todo el Perú, esta víspera se celebra con cierto regocijo imponderable. Una gran multitud, en especial mujeres y niños, llenaban los templos y los oratorios particulares con el objeto de oír la tradicional misa del Gallo, que se celebra a las 12 de la noche. Había un aletear de campanas. Y muchos pensaron esa noche pasar una dulce pascua con empanaditas y biscochuelos, ignorando la sorpresa organizada entre los pasillos de las grandes mansiones civilistas. En el local del Partido Aprista se había preparado un chocolate para agasajar al Sr Sr.. Haya de la Torre. Las autoridades tuvieron conocimiento de ésto y se propusieron clausurarlo, provocando un incidente que unificara esa actitud. Pocos minutos antes de las 12, dos camiones con gente de la hacienda Chiclín y varios soldados vestidos de civiles, recorrieron la población, dando vivas a Haya de la Torre y mueras al Presidente Sánchez Cerro.
Una vez terminado este preámbulo, las tropas de línea y la policía salieron a la calle armados de fusiles. Rodearon la manzana donde está ubicado el local aprista y sin más, sin advertencia alguna, sin intentar ingresar y pedir su desocupación, abrieron un nutrido fuego de fusilería. f usilería. El pánico fue terrible. Los gritos de las mujeres y las protestas de los hombres, unidos a los llantos de los niños que estaban dentro del local no fueron suficiente freno para detener el impulso victimador de los asaltantes. Los fusiles seguían su parloteo trágico, ante este hecho, los apristas organizaron su defensa. De las ventanas y los techos volaban piedras y ladrillos, pero esas manos, esos brazos y esos cuerpos heroicos caían atravesados por las balas de los soldados. El pavor causado por el ruido de las piedras y ladrillos, prendió un pánico terrible entre los atacantes. Ante la amenaza de supuestas bombas que veían llegar en esos inexplotables proyectibles, el instinto de defensa se adueñó con tal violencia de ellos, que más tarde los fusiles disparaban a diestra y siniestra, sin control alguno, haciendo impactos fatales en muchos transeúntes, los que eran ocultados para evitar el recuento de las víctimas. Así se sostuvo la situación hasta las 5 de la mañana. Con la luz del día, reconquistaron el valor y la serenidad y al alcanzar la puerta del local, innumerables piedras, esparcidas en la calle, les hicieron equivocar el paso, así como en el peso de la noche el temor les había h abía equivocado su misión. Habían muchos heridos y muchos muertos. Entre ellos mujeres y ancianos, pero eso no tenía importancia para los invasores. Las miradas de los Jefes y las autoridades estaban
pendientes de otra cosa, y cual no sería su sorpresa al ver que entre los innumerables heridos y presos que salían del local del Partido, entre los hombres, las mujeres y los niños, faltaba uno, sólo uno, el Jefe del aprismo, el Sr. Haya Haya de la Torre, Torre, para quien había sido preparada esta cacería trágica. Una escena de heroísmo Entre los heridos hubo uno cuyo último gesto no puedo olvidarlo todavía. Al tomar el local la policía, encontró a un herido en estado de gravedad. Se llamaba Domingo Navarrete. Tenía tres balas en el cuerpo. En vista de su estado, se le hizo conducir al hospital. Este hombre sobrevivió ocho o nueve días. Fue asistido por varios médicos, que se empeñaron infructuosamente en salvarlo. El día de su muerte reaccionó favorablemente. Esa reacción, esa mejora que antecede, por lo general, a la muerte. En posesión de tal energía, hizo llamar a su esposa y a sus hijos y delante de los guardias que lo custodiaban, de las madres de caridad que lo asistían, de los compañeros apristas que rodeaban su lecho y ante la estupefacción de los demás heridos de esa sala, hizo que su mujer y sus hijos se alinearan a lo largo de su cama. Con voz enérgica, último rezago quizás de tanto dolor, dolor, pausada y serenamente le dijo a su mujer: “Júrame que tanto tú como mis h ijos serán siempre apristas, y cuéntales en el hogar, cuando estén grandes, como me han asesinado los enemigos de mi Partido. No te aflijas. El Aprismo triunfará...” Bañados en lágrimas la mujer y los h ijos, realizaron la conmovedora escena de jurar ante el esposo y el padre
moribundo, con el brazo izquierdo en alto, cumplir con su última voluntad. Muchos de los presentes, religiosas, soldados y heridos, enjugaron esa inevitable lágrima de dolor que provocan las heroicas escenas de valor popular. popular. Domingo Navarrete había sido uno de los tantos apristas que defendió el local de su partido. Murió a los pocos minutos de terminada esta escena. El gobierno sordo a la justicia En esta noche trágica también cayó un español que vive aun en Trujillo con el brazo’ mutilado por una bala de fusil. Estos acontecimientos fueron denunciados en el Parlamento por los diputados apristas. Los pocos periódicos independientes que quedaban en la República, publicaban fotograbados y relación de los hechos. Se pidió la destitución y el enjuiciamiento de las autoridades culpables, pero el gobierno, sordo a estas peticiones, obstinado en su afán de destrucción, sostuvo a las autoridades contra la repulsa y el dolor natural de la población que lloraba la ausencia del hijo, del padre o del hermano. Antes bien, las autoridades abrieron instrucción militar contra los apresados y contra el Sr. Haya de la Torre, Torre, por el delito de conato de rebelión armada. Desde este momento se acentúa el abuso y la persecución. Se tortura, se confina, se deporta, violentándose más y más ese fermento nacional de justicia que en todos los tonos se dejaba sentir en la República. Se mutila al Congreso La protesta de los apristas en el Congreso, por todos estos hechos, ponía en situación desesperante
al gobierno. Autor de tanta tropelía y tanto crimen, no sabía como hacer frente a las denuncias sucesivas de la oposición. Por lo tanto, sentía la necesidad de silenciar esas voces. ¿Cómo hacerlo? Quizás un balazo, muchos balazos, como en Trujillo, podrían resolver el problema, pero también como en Trujillo podría fracasar. Sentía el pánico natural de que al producirse el asalto, los apristas sindicados como blanco no fueran encontrados por la nerviosa desesperación de los fusiles y el pueblo, la gran masa de pueblo que respaldaba esa opinión fuera una vez más la víctima propiciatoria de los absurdos del gobierno.
Entonces resuelve tomar una medida salvadora. Don Luis Flores, un abogado representante a Congreso, es llamado al Ministerio de Gobierno y Policía. Con este personaje, fanático partidario del Presidente, se cometió la mutilación del Parlamento. 22 representantes apristas y un descentralista fueron embarcados en calidad de deportados al extranjero. Sin juicio, sin acusación, sin respetar la inmunidad parlamentaria, se les atropella y aleja de sus representaciones, dejando dej ando a la Asamblea Constituyente del Perú en las apasionadas manos de la mayoría gobiernista. Este acto de violación de la soberanía popular ha sido uno de los más graves delitos jurídicos que pesan sobre el gobierno de los 16 meses, pues al mutilar el Congreso, dejó a muchos pueblos sin representación legal, abriendo así la trocha para la prosecución de su carro político, entre la exuberante odiosidad pública con que aureoló su personería constitucional. Invito a que serenamente sume el lector todos los errores que vengo relatando y vea si ésto, si muy poco de ésto, si una sóla cosa de ésto, puede o no pesar sobre un pueblo para lanzarlo a excesos de gran magnitud. Si un gobierno vuelve la espalda a su pueblo para gobernar con los fusiles, estos mismos fusiles son la primera fuerza que lo impulsa al desborde y, por consecuencia, a la caída inevitable. Los pueblos no pueden puede n soportar el látigo eternamente, porque al fin y al cabo, ese vellón de docilidad aparente se alza en insaciable instinto de liberación, y cuando un pueblo insurge, los látigos y los fusiles no son suficientes elementos para detener su acción ejecutiva y de justicia.
Una ligera visión panorámica Mientras tanto, parecía por estos síntomas que el Perú, inevitablemente, se adelantaba hacia el abismo. Muchos ciudadanos que fueron partidarios del gobierno, habían virado hacia la oposición. La situación era desesperante. La gente honrada no podía hacerse cómplice de tanto peculado, de tanta calumnia, de tanto crimen, de tanto dolor y de injusticia tanta. Y los sitios que abandonaban los hombres de honor eran ocupados por improvisados, cuya ineptitud, pero fidelidad al régimen, les hacía acreedores a tales posesiones. Hasta nosotros, los extranjeros, sufrimos la locura de este régimen. No había tranquilidad para nadie. Yo estaba viviendo largos días en Trujillo, porque mis viajes se dificultaban cada vez más, restringiéndome la libertad de acción que necesitaba por diferentes acusaciones policiales. Sin embargo, no hacía más que desempeñar el papel de espectador. espectador. Persecución y arresto del Jefe Aprista El Sr. Haya de la Torre salió de Trujillo entre gallos y media noche. Según el rumor público, un representante a Congreso, miembro de la mayoría civilista y pariente del Prefecto de Trujillo, condujo al Sr. Haya de la Torre hasta Lima en su carro particular. Fue una sorpresa para la policía de Trujillo, que lo custodiaba y lo tenía cerrado como dentro de un límite de sanidad rigurosa, el que se anunciara en los periódicos su arribo a la capital. Pero a los pocos días de llegado a Lima, el Jefe del Aprismo tuvo que esconderse, pues su persecución se acentuó más. Se organizó una cacería desenfrenada. Se ofrecía gratificaciones pecuniarias al que denunciara el paradero del Sr Sr.. Haya, el que
en el momento menos pensado daba su alerta en la ciudad con un Manifiesto que es una pieza política de gran valor para la historia política de ese pueblo. Las acusaciones del Líder Máximo, como se le llama en el Perú, fundamentadas en ese documento contrastaban con el apasionado instante que vivían las esferas oficiales. Dejando sentado un alto principio jurídico, hacía un llamado a la ciudadanía hacia la conducta seguida por su partido frente a los desbordes del Poder Ejecutivo. Al fin, un día de esos que no faltan en la historia de los hombres, por efecto de una denuncia, cae el Sr. Haya en poder de la policía. Sobre este particular, el gobierno que todo lo atropellaba tuvo un incidente con el General Cabral, Ministro de México en Lima, dando por resultado el rompimiento de relaciones con ese país. El levantamiento naval Un día amanece el gobierno con la noticia de que la Escuadra se había sublevado. Efectivamente, breves días después de apresado el Sr. Sr. Haya, se sublevó la tripulación de de uno de los barcos de de guerra surtos en la bahía del Callao. Reclamaban una mejor atención en el rancho y más cumplimiento en el pago de sus propinas. Pero, la coincidencia del levantamiento con la prisión del Sr. Haya de la Torre, hizo que el gobierno del Comandante Sánchez Cerro explotara esta situación y calificara el movimiento como una rebelión aprocomunista. Fracasada la sublevación por delación de un marinero cuyo acto pagó generosamente el gobierno, o por la traición de los demás compañeros, el resultado fue que desde ese momento, quedó legalizado el crimen político en el Perú. Por decretos
especiales se formó la primera Corte Marcial que había de juzgar este delito. En la historia del de l país hermano se recuerda el nombre de ocho marineros. Todos jóvenes. Estos fueron fusilados por mandato de esa Corte. El acto fue presenciado por el propio Ministro de Gobierno, doctor Luis A. Flores, y se llevó a cabo en la histórica isla de San Lorenzo. Estos marinos, mientras eran llevados del Callao a la Isla indicada para ser fusilados, iban serenos, conversando y resueltos a afrontar la situación con dignidad. Murieron dando vivas a la libertad y mueras a los tiranos y se dice que alguno de ellos, quizás todos, levantaron sus brazos izquierdos en señal de esperanzada liberación.
El Perú se estremeció de dolor y de espanto. Una ola de indignación surgió por todos los pueblos. En recuerdo a la valiente actitud de estos mártires, el Perú los reverencia con actos públicos que nadie se atrevería a impedir impedir,, porque en la conciencia de todos está que la culpabilidad con que se les cargó solo existió en la premeditación de sus verdugos. Otro héroe civil Poco tiempo después, una detonación perfora el ébano del cuerpo del Comandante Sánchez Cerro, en el templo de Miraflores, balneario de la ciudad de Lima. Un hombre simpático, un joven de 20 años, apellidado Melgar, descendiente de poetas y de valientes, sale al encuentro del tirano en momentos en que alcanzaba éste el centro de la Iglesia, y enérgico y sereno, apuntándole con su revolver, le dispara. El Presidente, al verlo, trata de huir, y desesperadamente se favorece entre los asistentes y las columnas del templo, pero la certera bala de Melgar lo alcanza perforándole caja torácica. Melgar es perseguido a balazos dentro de la Iglesia y cogido con un impacto en la cabeza. Otra Corte Marcial, con instrucciones especiales, lo condena a muerte, alcanzando esta misma pena el Dr. Juan Seoane, por el delito de ser pariente de Melgar y hermano del diputado aprista por Lima, don Manuel Seoane. En ese mismo proceso se involucra a otro miembro del Partido Aprista. Al escritor y poeta don Serafín Delmar. El conocimiento de la sentencia produjo estupor en la sociedad y el pueblo de Lima. Los condenados y
muchos testigos fueron sometidos a torturas con el objeto de que acusaran al Jefe del Partido Aprista y a determinados elementos políticos, como inspiradores de este atentado, expresión del descontento nacional. Si el crimen de los 8 marineros en San Lorenzo encontró a la ciudadanía en cierto estado de pavor que le hizo impotente para pedir por ellos, en cambio, cuando Melgar sanó de la herida, la sociedad y el pueblo de Lima se ponen de pie para salvar a este héroe civil y a sus compañeros de condena. Diversas manifestaciones se producen en este sentido. Y hasta
el gobierno fueron llegando pedidos de conmutación de la pena, del Cuerpo Religioso y de las Matronas de la Capital de la República. Al fin después de muchas angustias, esta se produce y en la papeleta de d e condenados estos tres muchachos exhiben en su debe veinte años de prisión. Ferocidad, ferocidad y más ferocidad Por ese entonces, todo era ferocidad en el Perú. En provincias la vida se hacía insoportable. El gobierno asustado de su propia obra, sólo veía enemigos y revolucionarios. Por todos los rincones surgía el fantasma de la rebelión. En reuniones sociales, en actos religiosos, en espectáculos deportivos, en funciones teatrales, creía el gobierno encontrar complotados. Y quizás, si era cierto, pero no precisamente estaban los conspiradores en donde él creía. El Perú ardía en una sola fogata revolucionaria. Cada ciudadano conspiraba como mejor podía. Y desesperado y angustiado el gobierno, contrató los servicios de toda clase de aventureros extranjeros, hombres y mujeres, para que en cada pueblo practicaran investigaciones investigaciones tendientes a dar con el hilo del complot, dándose por supuesto muchos casos en que no pudiendo hacer algo los aventureros, fraguaban levantamientos, a fin de recibir las gratificaciones de mil o dos mil soles en el reparto hermanable con cada autoridad superior de los departamentos. Con estos hechos, las cárceles se llenaban. Trujillo era acosado por la ferocidad de las autoridades que actuaban con consigna. Allí no había freno para tanta injusticia. Todos los movimientos ciudadanos eran controlados. La ciudad parecía en estado esta do de sitio. Hombres, mujeres y niños, todos sufrían los rigores de los encargados enca rgados
de guardar el orden constitucional. Este pueblo que había sufrido abaleamientos y humillaciones a granel, vivía en un estado latente de protesta. La acción muda de su protesta se dejaba sentir en las calles, en los bares, en los cines, en todas partes. Sin embargo, la vida parecía seguir su ruta normal. No había para que alarmarse, y así, con esta conciencia impuesta por el terror, las autoridades dormían sus laureles conquistados con tantos esfuerzos, a costa de tanta sangre y de tanto dolor.
CAPITULO III La revolución de Trujillo Trujillo En el Perú se vivía dentro de un ambiente de conspiración. En Lima la beligerancia política aumentaba, en Chiclayo se repudiaba al régimen. En Cajamarca, lo mismo. En Arequipa. En el extranjero, desde donde los deportados realizaban una campaña maravillosa haciendo llegar al Perú en mil formas el eco de una propaganda violenta y decisiva. Era el mes de junio de 1932. A fines llegué a Trujillo Trujillo y en el primero de Julio, salí para Laredo, en busca de algún negocio. Estuve cerca de tres días y quería ganar tiempo, allí para salir pronto y llegar a Lima antes del 20 de ese mes, fecha en que se decía iba a producirse un levantamiento en Lambayeque y Cajamarca por el norte, y en Arequipa y Tacna, por el sur. El 4 debí recibir mi carga, pero por no se qué inconvenientes el dueño del artículo no pudo cumplir y mi viaje se retrasó. Ante este hecho, pensé salir a Trujillo, el 7. Mientras
tanto hice un viajecito a Pacasmayo, llevando llevando carga para la Casa Grace, y de regreso, el seis, por la noche, me preparaba para recoger mi carga y partir al día siguiente muy temprano. Dejé mis cosas arregladas y salí a tomar algo en un bar muy conocido en la ciudad con el nombre de 606. No encontré a persona amiga alguna con quién poder charlar, y después de comer en un restaurante que hay frente a dicho bar, me encaminé a la plaza de armas a hacer un paseo antes de irme a dormir. Había frío. Minutos antes de las once, entré al Bar Americano, situado en una de las esquinas de la Plaza, a comprar cigarrillos. Al salir por la puerta que da a la calle “Progreso”, me sorprendió ver al Gobernador Vergel, Vergel, conversando con el abogado N. Echevarría, en la puerta del periódico “La Nación” de propiedad de don Rafael Larco Herrera, copropietario de la Hacienda Chiclín. Me acerqué un poco y oí más o menos lo siguiente: Supongo, le dijo Vergel, que ya sabrás que hoy estalla la revolución? —No— le contestó el Dr. Echevarría. No sé nada. —Bueno. Vengo Vengo a informar al Prefecto. Me ha contestado que la revolución la estoy haciendo yo. —Y cómo sabes ¿Dónde has averiguado? —Yo lo sé de muy buena fuente. Ya me oyes. Ponte a buen recaudo. Con esta noticia me fui donde el propietario del Bar B ar Americano, Americano, y éste incrédulo, me contestó: —Hace muchos días que se viene diciendo lo mismo. Salí del bar. En la plaza noté cierta inquietud. Los autos corrían en diferentes direcciones. Como yo estaba
preocupado, quise averiguar con alguien, pero no había ningún conocido. Sabía del dolor de ese pueblo y podía muy bien producirse la revolución ante la incredulidad de las autoridades. Caminé algunas cuadras y fui hacia mi alojamiento dispuesto a dormir y resuelto a estarme allí, pasara lo que pasara... La madrugada del 7 de julio Conocedor del ambiente perfectamente hostil para el gobierno y haciendo deducciones mil sobre diversas causas justificativas de una acción violenta, pensaba en esos instantes, bajo el dominio del insomnio, que los militares al fin se habían puesto de acuerdo y haciendo alarde de generosidad y justicia, se decidían en esta madrugada por ir a la revolución, no obstante que, como decía adelante, se tenía fi jado un levantamiento levantamiento para el día 20 de julio. Trujillo, en donde existe una fuerza aprista 100 x 100, tenía que ser el centro de una rebelión. Un movimiento militar allí, tendría el respaldo de una gran masa civil que, sin vacilaciones, se presentaría para tomar el fusil al lado de los iniciadores de la gesta revolucionaria. Y habiendo escuchado de labios de la misma autoridad la posibilidad de un movimiento armado, no me quedó la menor duda de que en esos momentos se estaba bordeando una situación completamente revolucionaria dentro de la ciudad. Yo he sido revolucionario toda mi vida. Yo Yo se cuál es e s la antesala de un movimiento de esa naturaleza. Por eso, me parecía oler ese extraño síntoma que me ha sido familiar fa miliar.. Los pueblos hacen como que duermen. Se quedan como en éxtasis, haciendo sueño con un ojo, mientras con el otro están vigilantes y alertas. Metido en la celda de mi habitación, sentí ese sacudón de
inquietud que ya experimentara cuando joven, muy joven, en mi lejana patria, en la que dejando a un lado a mi madre y a mis hermanos, me lanzaba en la aventura de una revuelta contra el tirano Juan Vicente Gómez. Hasta llegué a sentarme varias veces en la cama sobresaltado. Atento a todo rumor y cavilando sobre si debía lanzarme a la calle o quedarme allí dominando el desenfrenado tropel de mis nervios que pugnaban por abrirse en desesperada carrera de liberación. Con el peso de la madrugada y fatigado por efecto del viaje y por el desbocado trajinar de mi pensamiento, sentía mis párpados caer cajo el imperativo del sueño. No sabría decir si llegué a echar un “cachorro” (Cachorro se dice en el Perú al acto de echar un pequeño sueño). Pero si puedo decir que, como tocado por una fuerza eléctrica, violentamente me desperté. Eran las dos de la mañana. Detonaciones lejanas me hicieron poner de pie. Saltando de mi cama, me lancé al balcón para escuchar mejor. mejor. Ni el frío, ni el temor de ser blanco de una bala indiscreta detuvieron mi estado de ánimo. Hoy, Hoy, serenamente pienso que pude cometer la locura de participar de ese romántico gesto libertario, porque los hombres que nos hemos batido, que hemos hecho vida de campaña, para volver a ser gente pacífica y moderada, hemos de pasar por muchos filtros de experiencia, pues acostumbrados a esa impulsión frenética de la pólvora, cualquier asonada parece que nos llama, exigiendo la contribución beligerante de nuestras personas. No hay duda: la costumbre es ley. La sucesión de los disparos, que desde el balcón los escuchaba mejor, me dieron la seguridad de que la revolución había estallado. No en otra forma se expresaba ese
crepitar de pistolas. Pero, siendo este un convenido movimiento militar, ¿quiénes se batían? Los disparos se oían por donde está ubicado el cuartel O’Donovan. Y ya no sólo eran las pistolas las que hablaban con lenguaje trágico. También También fuertes detonaciones de fusiles gravitaban en el espacio. Entonces hice una nueva deducción. Me dije: bien puede ser una revuelta netamente popular. Recordé las palabras del Sr. Vergel. Las extrañas correrías de los autos al dar las 11 de la noche en los relojes públicos. No hay duda afirmé, esta es una revolución aprista. En estos momentos posiblemente, están atacando el cuartel. Del interior del Hotel llegaban ruidos de pasos y de voces hasta mí. En el deseo de saber noticias, me adelanté al grupo que se había formado en el “hall”, en donde un señor de Huamachuco, unos viajeros limeños, otras gentes que no conocía, un jovencito trujillano y el Administrador, comentaban los sucesos, que en este instante se desarrollaban en un sector de la ciudad. Indagando sobre el particular,, nerviosamente, me contestaron: particular —Ha estallado la revolución. Generalizamos la charla sobre este asunto que para unos era imprevisto y para otros, esperado. Algunos aseguraban que el día anterior les habían noticiado de él, y que por esa razón, desde muy temprano se habían recogido a sus habitaciones. Por lo visto, dentro del Hotel muy pocos habían podido conciliar el sueño, pues habían sufrido como yo la misma nerviosidad e incertidumbre. —No le quepa a Ud. la menor duda. Los apristas han tomado el cuartel y aquí hay para largo—. Mis deducciones quedaban así confirmadas.
Una inspección callejera Invitados por mí, salimos con el huamachuquino, el jovencito de Trujillo y un viajero a la calle. Los demás se quedaron ofreciéndonos esperar nuestro regreso. No faltó alguno que calificó nuestra salida como una imprudencia. El fin de cuentas es que salimos, casi atropellándonos. En la calle no había una alma. Ni un policía. Nada. Todo era soledad y penumbra, y silencio, salpicado por las detonaciones de los fusiles que por momentos arreciaban.
Del hotel “Astro” (que es donde siempre me alojaba) avanzamos pegados a la pared, hacia la Plaza de Armas, lugar en que está ubicada la Prefectura, P refectura, con el objeto de ver si podíamos orientarnos sobre lo que acontecía. La plaza estaba desierta y la Prefectura cerrada. Entonces tomamos el jirón Independencia, en una de cuyas cuadras queda el Cuartel de Policía. También reinaba la más absoluta tranquilidad. Los disparos habían cesado. Pensé entonces que todo había fracasado y que. de un momento a otro se llenaría la calle de soldados. En estas circunstancias, para evitarnos trastornos con la policía, haciendo la mar de conjeturas, volvimos a nuestro hotel, en donde el resto de pasajeros, los empleados, etc., formando grupos nos esperaban ansiosos de noticias. Nosotros “lateamos” un poco y chanceamos después con alguno de ellos, asegurándoles que habíamos estado en el teatro de las operaciones. Hasta describimos de scribimos la forma cómo se había producido y dominado el motín. Para matar el frío uno de los pasajeros, que estaba muy nervioso, nos invitó a tomar un pisco y nos disponíamos a beber el tercero, festejando el acontecimiento, cuando violentamente una red de detonaciones nos hicieron volver a la verdad. La revolución no había terminado. En el cielo, la luz del nuevo día se afirmaba y era testigo de esta realidad. Señor, dicen que hay revolución. Ahora si que era serio el asunto. La tregua había sido dada, y con la aurora, el brío de los revolucionarios se había fortalecido. El traqueteo de los fusiles, puntualizado, de
tiempo en tiempo, con fuertes detonaciones como de bombas, nos hicieron calcular que la ciudad de Trujillo era teatro de uno de los más recios combates por la libertad del Perú. Yo estaba inquieto. Los nervios me traían y me llevaban. No estaba en mí. Tenía Tenía ansia de ver aquello. De contemplar con mis propios ojos esa maravillosa chispa de oro en que se bañan las bocas de los fusiles cuando vomitan desesperados plomos de libertad. Serían las seis y media de la mañana, cuando el muchacho trujillano que con nosotros hizo la excursión de la madrugada, dándose cuenta de mi estado, resueltamente me dijo: —Vamos a ver que pasa señor. Yo lo acompaño... Con este joven, casi un niño, cuyo apellido no recuerdo, salimos a la calle nuevamente, tomando hacia el jirón “Progreso”. En la misma esquina nos fue dada la primera noticia. Venía un lechero cabalgando su burro. Al preguntarle que pasaba, nos contestó: —Dicen que hay revolución, señor, y que los apristas han tomado el cuartel O’Donovan O’Donovan.. ¡La Revolución! ¡La Revolución! ¡La Revolución! Con este dato avanzamos hacia el Mercado. Ya Trujillo estaba de pie. En este sector de la población había un movimiento extraordinario. Muchos carros se precipitaban a lo largo de las calles en distintas direcciones. Se notaba cierta ansiedad en las caras de las gentes. Había cesado el fuego. Unos corriendo entusiastamente, y otros con recelo, avanzaban hacia el lugar de los sucesos. Nosotros también llevábamos llevábamos la misma dirección. Llegamos hasta la Plaza P laza del Recreo. Allí nos detuvo el paso un piquete de la Guardia Civil. Cabalgados sobre nerviosos potros, alardeaban una autoridad que casi
no tenían. Volvimos sobre nuestros pasos. La característica de la población era otra. Grupos de gente, indistintamente situados, comentaban la sorpresa. En las esquinas, en las puertas de las casas, se habían formado corrillos de jóvenes y viejos, hombres v mujeres entre los que se contaban no pocos niños. Los primeros se hacían aparecer como héroes de esta jornada, las muchachas se frotaban las nerviosas manos pendientes de la charla. Hacían pública su inquietud, su temor. Viéndome pasar, algunas también creían sin duda que yo venía del campo de operaciones... Con mi acompañante seguíamos a lo largo del jirón en busca de algún conocido que nos diera pormenores. porme nores. Así llegamos nuevamente al Mercado y entramos a tomar un café. Sentí su sabor a tono con los instantes que vivíamos. De todas maneras, muy sabroso. El Mercado estaba lleno de gente. Miles de personas entraban y salían. Los corrillos se agrandaban. Todos Todos sabían lo mismo y todos se interrogaban sin embargo. Había la alegría de unos y la tristeza de otros. Por ratos se oían voces que anunciaban: ¡La Revolución! ¡La Revolución!... ¡La Revolución!... Los apristas han tomado el O’Donovan. Terminábamos de tomar nuestro café, cuando un grupo de gente entró gritando por una de las puertas: —Ya vienen los revolucionarios. Ya entran a la ciudad. Con las mismas salimos, arrastrados por el entusiasmo y la curiosidad de esas gentes... La llegada de los parlamentarios En la calle, tomamos dirección hacia el e l jirón “Independencia”. Al llegar a la esquina de la cuadra en que está la Comisaría,
vemos que, violentamente, se detiene un auto en la puerta y bajan de él é l 6 hombres del pueblo, perfectamente perfe ctamente armados de fusiles. Resueltamente penetran al cuartel. Esta es la primera impresión grá fica que recibo de la revolución. Juro que se me inundaron los ojos de lágrimas, cuando vi este espectáculo hice memoria sobre ciertas escenas parecidas que había dejado olvidadas al salir de Venezuela, Venezuela, quizá si para siempre. Esos hombres eran los parlamentarios que venían a exigir la rendición del cuartel. Seguidamente, llegaron tres y cuatro carros más. Todos con revolucionarios, que, precipitadamente, se bajaron y entraron al local. Atraídos por este espectáculo, gruesos grupos de pueblo se situaban en las inmediaciones. Yo también me quedé parado allí, y es en estos precisos momentos que escucho de los labios de esta gente los primeros gritos de ¡Viva la Revolución! ¡Viva Haya de la Torre! ¡Viva el Perú libre! La rendición de la policía El Comisario de Policía era un Capitán Carbajal, si mal no recuerdo. Ante la situación había puesto su tropa en pie de guerra, pero no estaba seguro del personal. Dentro de él existía mucha simpatía por el movimiento. Por consiguiente, una resistencia violenta se hacía peligrosa e incierta. Tres cuartos de hora estuvieron los parlamentarios dentro de la Comisaría. Exigían la rendición de todo el personal y la entrega de las armas. El Capitán Carbajal se resistía diplomáticamente, y más bien ofrecía su concurso a los revolucionarios, pero con la
condición de que lo dejaran al frente de su tropa. Los ajetreos seguían. En vista de la incierta actitud de ese jefe, los parlamentarios se retiraron. Todos los miramos pasar en silencio. Por más que hubiéramos querido reconocerlos, estos hombres estaban des figurados... El grueso de revolucionarios invade la ciudad En este preciso instante, una espesa ola de polvo se levanta lejos, más allá del parque “Bolognesi”, en la avenida que conduce ai cuartel O’Donovan, anunciando a la inquieta ciudad de Trujillo la entrada del grueso de revolucionarios. En medio, recortando ese telón plomizo, parecía que el monumento al héroe de Arica, en una alternativa histórica, nuevamente, con su pistola encendida de fe y patriotismo, estuviera a la cabeza de esos hombres, guiándolos hacia el triunfo de sus ideales libertarios. Nosotros ganamos tiempo avanzando hacia el encuentro de los rebeldes. No sabría describir tanta belleza. La impresión que recibo abarca tantos matices maravillosos que, dentro de d e todo mí conocimiento gramatical, no encuentro palabras para hacer una precisa descripción de esta jornada, plena de sugerencias heroicas. Estos hombres, formados en compactas columnas civiles traían sobre sus rostros una expresión extraña. Esa expresión de terror, de grandeza, de amor esperanzado, de lucha, que hay en todo forjador después de una victoria. La mala noche, el fragor del combate, el anhelo de muchos laureles de justicia para curar sus propias carnes mordidas por los fieros lebreles de la tiranía, les daban cierta marcialidad,
cierta gravedad en el paso lento y soberbio, que yo, uniéndome a ellos, les seguí en su desfile inicial. Delante, venía arrastrado, un cañón Krupp. En seguida, caídos por el peso de la derrota, acaso por el peso de la incomprensión de ese instante histórico que vivía el país, arrepentidos quizás, caminaban los Jefes y O ficiales del O’Donovan en condición de prisioneros. Más atrás otro cañón Krupp cerraba la marcha, que luego se abría en un oleaje de ciudadanos y una chiquillería entusiasta y febril. ¡Qué mirar de hombres! ¡Cuántas pupilas he visto agrandarse ante la esperanzada realidad de ese momento! El polvo, estrechamente hermanado con el sudor, ponía su maquillaje trágico en esas caras. Sus ropas desgarradas en unos, manchadas en otros, y muchos con kepis y polacas de oficiales o soldados. Todos, casi todos, armados de fusiles. Inundaron la urbe con un aire de heroicidad divino. Era un cuadro de la Comuna. Era la nota plástica de una escena maravillosa de la Revolución Francesa. No pocos venían bañados en el rojo de esa tinta indómita y salvaje que corre por las venas del indio peruano. La sangre de sus propias heridas, y la de sus compañeros, que habían muerto en el primer choque, les habían favorecido con sus manchas gloriosas. El sacrificio, el anhelo, el sueño mal alimentado por la persecución y el odio, habían tenido su recompensa magnífica para estos sedientos de libertad en esas manchas de sangre, en ese fusil que portaban, en ese kepí militar, en los galones de esa polaca que caía severamente sobre sus humildes pantalones de trabajadores. Al ver así, a estos hombres, sentí mis labios secos y rajados por la
emoción del combate y la sal de la pólvora. La sed, sed, la verdadera sed sed que se siente en los campos de batalla. La pólvora, la bala indolente indolente y fría que abre trochas de muerte en los cuerpos humanos, provoca una sed salvaje, abrumadora, incalculable. Esa misma sed, en menor grado, la sienten todos los luchadores porque la sequía de esas heridas es para el compañero compañero,, para el camarada, un acicate de aguerrida desesperació desesperación. n. Pero, estos soldados civiles no fueron recibidos con aplausos. Cada uno de ellos era portador de un entusiasmo valeroso y dominador. Cada uno de ellos era auroleado con nerviosas sonrisas femeninas, pero, para ninguno había el premio del aplauso frenético, del grito enardecedor y compensador de todos los momentos de dolor y de angustia que dejaban recorridos. Eran solamente los fieros revolucionarios que marchaban en busca de la etapa final. Y quienes los mirábamos, sentíamos pavor ante tanta heroicidad con la voluble galantería de un aplauso. Así los vi llegar. Así me uní a ellos. Así los seguí por esa calle y los dejé pasar y dispersarse entre el mapa de las operaciones revolucionarias por realizarse. La toma de la Comisaría Pero al llegar a la cuadra donde está la Comisaría, los parlamentarios informan sobre el resultado de su misión. La marcha se interrumpe apenas. Deliberan los rebeldes y resuelven caer a sangre y fuego sobre el reducto policial. La decisión está tomada. No hay barrera suficiente para contener a estos valientes, que vienen de jugarse la vida con elementos más fuertes y mejor preparados. Hermanados en la fe del éxito futuro, enlazados por una sola esperanza, avanzan haciéndose más compacto ese pueblo
en actitud fragorosa. Sin voz de mando, ni cornetín de señal, abren fuego contra el Cuartel de Policía. El desbande de los curiosos y la gritería de las mujeres, fue el clarín anunciador de ese segundo encuentro. Yo mismo, impulsado por ese instinto natural del peligro, ya visto y palpado de cerca, abandoné mi sitio y me puse a buen recaudo, a la vuelta de la esquina. Sin embargo con el oído, seguía atento la intensidad del fogueo. Un poco más tarde, todo había terminado en esa cuadra. Nuevos parlamentarios se desprenden de la columna revolucionaria y resuelven la situación. La Comisaría se rinde con un saldo en contra de seis soldados heridos y dos muertos. El Capitán Carbajal y el resto de su tropa se plegaron a los revolucionarios. Hacia la Prefectura Consumado este triunfo, los rebeldes avanzan hacia la Prefectura, en donde están las autoridades políticas y en donde también se habían refugiado otros Jefes y O ficiales del Ejército, con 50 hombres de tropa en actitud defensiva. Antes de llegar a la plaza, los revolucionarios se dividen en varios grupos, posiblemente con el fin de atacar dicho local por sus distintos flancos. Mientras tanto, otro grupo se dirige a la casa del Sr. Agustín Haya de la Torre, a la del Sr. Augusto Silva Solís, y otros dirigentes del Partido Aprista, a solicitarles su colaboración en el movimiento libertario cuya primera etapa estaba cumplida. El Sr. Haya de la Torre y sus compañeros llegaron en varios automóviles a la Plaza de Armas. Fueron
recibidos dentro de un severo ambiente revolucionario. Solicitada su colaboración, debían contestar a esa masa, en forma categórica. Conferencian con los que hacían de Jefes, y entonces, un grupo de rebeldes es destacado hacia la Prefectura con el objeto de pedir su rendición... Pasan los minutos, que golpean su angustia dentro de esos corazones que, poco a poco van sintiendo la frialdad de lo que habían hecho. Muchos ojos siguen con ansiedad las agujas del reloj público que demoran y se hacen lentas en su designio fatal. Yo mismo estaba preocupado y nervioso. Metido entre todos esos desconocidos, me hallaba sólo, porque mi compañero se había extraviado desde el ataque a la Comisaría. Media hora después, en el asta del edificio del despacho prefectural era izada una bandera blanca y los parlamentarios regresaban, informando a la muchedumbre la rendición de este reducto con todas las autoridades, oficiales y soldados, y con el encargo del Prefecto La Riva, que deseaba hablar con el Sr. Haya de la Torre y los dirigentes del movimiento. El ingreso a la Prefectura La presencia de nuevos grupos de simpatizantes apristas, entre los que se distinguía un gran número de mujeres, saludó la noticia de la rendición de la Prefectura con una algarada multitudinaria de fantásticas proporciones. Los vivas al Jefe del Aprismo, a la Libertad, al Perú se redoblaban con inusitada alegría. Hombres, mujeres y chiquillos formaban una sola masa dentro de la plaza, haciendo cada vez más imponente el espectáculo popular del movimiento. ¡Pobres! Hacían público su entusiasmo; engañándose con la
toma del local prefectural, sin imaginarse que lo grueso, lo decisivo de la campaña, lo más rudo de la jornada estaba aun por discutirse... Seguido de esta multitud, Haya de la Torre ingresa a la Prefectura. Dentro, mientras éste conferencia con el Prefecto La Riva, los revolucionarios aclamábanlo como Prefecto y al Sr. Silva Solís como Subprefecto de la revolución. Si mal no recuerdo, los rebeldes habían solicitado al Sr. Alberto Cárdenas que asumiera la Intendencia acompañando al Sr. Haya de la Torre en esta etapa de responsabilidades populares, pero, parece que se negó, aduciendo como razón principal que sufría de sordera, lo que le imposibilitaba para misión tan delicada. Garantías para todos No obstante el estado de ánimo de los triunfadores ningún adversario capturado como prisionero fue tocado. Ni siquiera se oyó un destemplado muera para para alguno de ellos.Losprisionerostraídos traídosdelO’Donovanylosqueestabandentro del local prefectural tenían toda clase de garantías. Este hecho me hizo buena impresión impresión pero, debo declarar, en honor a mi conciencia revolucionaria, que como método insurrecto es desastroso. Para la misma defensa de la revolución es indispensable la eliminación de adversarios peligrosos, como los que estaban allí, muchos de los que en su carácter de militares habían participado en las tropelías del régimen del Comandante Sánchez Cerro. Conforme avancemos en el relato mis lectores se darán cuenta del resultado funesto para la revolución, como consecuencia de esa debilidad de carácter, de ese sentimentalismo que revelaron poseer, en grado máximo, los insurgentes de la madrugada del 7 de julio.
Quizás si el hecho mismo de que el Prefecto, Sr. La Riva, y el Subprefecto, Sr. Carranza, estuvieran muy poco tiempo al frente de sus cargos, fue un motivo para que los revolucionarios consideraran dicha administración política como moderada en comparación con la barbarie de sus antecesores. El pueblo aun en sus máximas exaltaciones, sabe hacerse justicia. Quizás si en ese pueblo sufrido por tantos rigores había cierto sentimiento de gratitud para estas autoridades que aun cuando eran los representantes de un dictador, dentro del medio habían desarrollado una actividad más o menos atinada, y quizás si tendiente a sostener una situación de más tranquilidad. Y los Srs. La Riva y Carranza, acompañados del Secretario de la Prefectura, abandonaron el local. La multitud les abrió paso; pero las nerviosas y desconfiadas miradas de esos hombres tuvieron el salvoconducto de un silencio, con el que alcanzaron la calle para perderse en la ciudad. Un poco más tarde Serían las 10 de la mañana más o menos. La multitud seguía creciendo dentro del perímetro de la Plaza. Era un oleaje fantástico que se mecía al impulso de las canciones apristas y vivas. Llegaban comisiones de obreros de las haciendas. Otro tanto hacían h acían los pueblos cercanos. Todos ofreciendo su concurso personal a la revolución. Yo estaba metido allí. Entre esa muchedumbre que, cantando, hacía su revolución. Por Por largos momentos participé del entusiasmo que acicatea generosamente el corazón a impulsos de la emoción y el ímpetu renovador.
Es desde aquí y dentro de esta hora cuando el ensordecedor griterío popular invoca la presencia del Sr. Haya de la Torre. El “Cucho” como lo llaman familiarmente en Trujillo, salió a uno de los balcones de la Prefectura y desde allí habló al pueblo. Vestía terno azul y su semblante recién rasurado había asumido una severidad en la que me pareció leer toda la tragedia de ese pueblo descansando ahora sobre la inteligencia y el corazón de ese muchacho. Callados los aplausos, dijo que gustoso había aceptado la responsabilidad de su cargo, porque sabía que el movimiento estaba respaldado por la influencia de un Partido Político doctrinario y que hasta ese momento sólo había dado ejemplos ele sacrificio y dignificación. Pidió respeto y disciplina como la garantía máxima que los revolucionarios deberían dar a la ciudad. Recomendaba orden y exigía de cada aprista el cumplimiento de su deber. Me parece que aun lo oigo decir: “Todos “T odos a sus puestos, compañeros”... Sus palabras eran interrumpidas por los gritos y los aplausos de la multitud, y el nombre de Haya de la Torre, volaba de labio en labio, como una bandera de fervor y de liberación. ¿Dónde están los jefes de la revolución? Esta era la pregunta que me hacía sabiendo que el Sr. Haya había sido traído de su domicilio para llevarlo a la Prefectura. Acosado por esta curiosidad, me dirigí a un grupo de rebeldes preguntándoles por los jefes del movimiento. Uno de ellos mirándome fi jamente a los ojos, como desconfiando, secamente, me dijo: —¡Han muerto!...
Entonces, viendo que nada podía sacar en claro por allí, salí de la plaza con intenciones de irme hasta el Cuartel O’Donovan, pero, al llegar a la esquina del Progreso e Independencia, me encontré con un conocido a quién nuevamente indagué sobre lo que yo necesitaba conocer. conocer. Me cogió del brazo y nos encaminamos al Hospital. Íbamos en silencio. Ni él ni yo teníamos gana de hablar. Mi necesidad ahora era muda. Este muchacho estaba pasando por un instante de inquietud tal, que no quise interrumpirla con mi conversación. Por el camino iba pensando que los Jefes estarían heridos, lo que no me parecía extraño, ya que siempre ha de haber dispuesta una bala ba la pa para ra un Je Jefe fe.. Ante la puerta nos detenemos. Un numeroso grupo de revolucionarios estaban entregados en la dolorosa tarea de bajar los heridos y los muertos de varios camiones que interceptaban la calle. Era una mezcla de civiles y militares. Soldados y obreros eran transportados en una confusión admirable. En estos trances todos eran iguales. Eran hombres, eran humanos que habían caído defendiendo diferentes posiciones. Esto no había sido olvidado por los luchadores enfervorecidos por los acontecimientos, sino que mis bien habían tenido la serenidad de recapacitar que los hombres, en los dinteles y dentro de la muerte, olvidan todas las diferencias humanas. Al fin después de muchos rodeos, pudimos entrar. Hacia el ala izquierda, en una sala amplia, tendidos en el suelo, estaban varios cadáveres. Eran soldados y civiles muertos. Nuevamente insistí con mi acompañante para que me llevara donde los Jefes y éste, avanzando unos
pasos y señalándome dos cadáveres me dijo: —Aquí están los Jefes. Búffalo y Calderón... —¿Qué cosa?— le dije, en tono por demás alarmado. —Si señor ambos han muerto y el tercer Jefe Montoya esta gravemente herido. —¿Pero porque ha pasado ésto. ¿Qué han hecho estos hombres? ¿Cuál es el futuro de este movimiento? Por toda respuesta, un joven trigueño se me acerca y en tono amenazante me pregunta: —¿Ud. es aprista? Yo tuve que decirle que sí y que estaba recién llegado de Lima. Entonces me dejaron tra ficar libremente por el Hospital. El auxilio Aprista El Hospital se llenaba de gente. Heridos y muertos. Relacionados. Curiosos. Todos deambulaban de un lado para otro en busca de amigos y parientes. Numerosos revolucionarios trataban de disciplinar el local haciendo constante vigilancia, pero ellos mismos tenían que ayudar a la Cruz Roja en los servicios de movilización y preparación de alojamiento. Yo quería charlar con los médicos o con alguna persona de las que conocía, pero todos estaban atareados. Daba gusto ver ese cuerpo médico aprista y esa Cruz Roja Aprista bien encajados dentro de su humanitaria misión. Se multiplicaban para atender a los heridos y procurarles toda clase ae auxilios. Un personal bastante bien posesionado de su labor y que mis tarde, pocos días después, hubo de llenar un maravilloso
asalto a un reducto, si los jefes caen en la refriega. Solamente la disciplina del elemento civil pudo arrojarlos a semejante aventura. ¿Quién fue Manuel Barreto Risco? Búffalo le decían por cariño. Era un hombre de la clase media. Yo le vi muerto. De aspecto simpático.
Su estado yacente no había deformado sus facciones. Quizás si respetara su gran valor, ese gran valor que lo llevó a la aventura de arrancar al Tirano una ciudad, de liberarla, de realizar su sueño fantástico de luchador y alucinado. Tenía una frente amplia, pelo castaño oscuro. Hombre robusto, caído en la plenitud de su vida. Búffalo debía tener 38 ó 40 años. Mis informantes me dijeron que había sido mecánico automovilista, muy querido en la ciudad. Su aspecto atrayente, de ojos claros y mirada vivísima. Siempre estaba sonriente. Aún en los momentos de mayor peligro, su boca estuvo lista para esbozar su natural sonrisa. Poseedor de una cultura fomentada en el estudio político, en los mítines y manifestaciones sabía usar de palabras encendidas y enfervorizadas. Este hombre, el Jefe de la Revolución de Trujillo, por irse hacia la muerte, dejó d ejó abandonado a su Partido entre la tragedia desesperada de su mujer y de sus hijos. ¿Quién era Miguel Calderón? Era el segundo Jefe de la Revolución. Le vi tendido al lado de Barreto. Estaba vestido de soldado. Era trigueño Alto, huesudo de pómulos bastante pronunciados. Tendría unos 36 años. Había sido artillero y fue licenciado con el grado de Sargento Primero en esa arma. Me cuentan que era muy aprista. Fervoroso y decidido aprista. Fue el asesor técnico de Barreto. De trató simpático, su presencia inspiraba respeto. Cayó en la toma del Cuartel O’Donovan, en la puerta misma donde la guardia le hizo el alto definitivo y mortal.
¿Quién era Montoya? El Tercer Jefe de la Revolución. Lo vi en su lecho, envuelto en ayes de dolor por las heridas que había recibido. Era un hombre maduro. De unos 60 años, de cabello cano, un poco chupado de cara y usaba bigote. Más bajo que alto, de manos encallecidas, pues había trabajado en las haciendas cañeras del valle, donde quemó los mejores años de su juventud. Rodeaban su cama su mujer, sus hijos y algunos parientes. Todos estaban en la verdad de su ausencia definitiva, pero si sentían algún dolor, era el dolor profundo de los ayes que exhala. Sin embargo,
estaban orgullosos de contarlo como uno de los principales elementos de la Revolución. Re volución. Tenía el vientre perforado por varios balazos y la pierna mutilada. Un caso de gravedad indiscutible. Los médicos habían agotado esfuerzos por salvarlo. El Destino fue más fuerte que la necesidad que había de conservarlo.
CAPITULO IV Un almuerzo y unas meditaciones Serían las dos de la tarde, cuando salí del Hospital un tanto fatigado. Tomé rumbo a mi hotel. Tenía seguramente en el rostro la impresión de todo lo que había visto y oído esa mañana. Avancé hasta mi cuarto y me lavé saliendo instantes después al comedor, con la intención de probar algún bocado. Ya sentado en mi mesa de siempre, sentí la necesidad de ahondarme en mis propias reflexiones. No tenía prisa para almorzar. Acaso no deseaba almorzar. Unas “lampadas” de caldo y un pedazo de carne fueron mi almuerzo. Para que había de preocuparme por esta costumbre, cuando dentro de mi cerebro danzaba una escalofriante preocupación. Me atenaceaba el futuro de esta revolución que había sentido nacer la noche anterior hasta verla convertida en la centrífuga social de ese pueblo ofendido y humillado por la política de un hombre irascible y anormal. Había visto muerto, en el Hospital, nada menos
que al Jefe de la Revolución. Este hombre preparó el plan de acción y trazó la conducta que habrían de seguir para defender la ciudad. Su plan había sido preparado de acuerdo con algunos clases de los cuerpos que estaban acantonados en Trujillo. Sus asistentes, sus íntimos en la revolución, sus segundos, habían desaparecido y el barco revolucionario quedaba expuesto al vaivén del oleaje de la situación. Y me preguntaba “¿Quién, entre los insurgentes, podrá tomar el puesto que había dejado Barreto para seguir adelante la jornada? Yo conocía al Sr Sr.. Haya de la Torre. Perfectamente ubicado en su puesto de Prefecto, P refecto, dando garantías y tomando precauciones en defensa del orden público. Pero el Sr. Haya no podía ser el Jefe de esa Revolución. Le faltaba carácter y le sobraba bonhomía. Le faltaban conocimientos tácticos, audacia, pero le sobraba pasión aprista, sentido de legalidad. Y para estos casos, la sangre fría, la serenidad debe ser violentada para reemplazar a la pasión y a la ansiedad. Sentía pena de ver que tanto heroísmo fuera sacrificado. La desaparición de los tres Jefes había creado un grave problema dentro del movimiento, que necesitaba una urgente y rápida solución. Para nadie es un secreto que un Ejército sin Comando está destinado a la inamovilidad y al fracaso. De allí nace aquello que el Comando, el Estado Mayor de un Ejército en campaña, use la retaguardia en defensa, no articular de cada uno de sus miembros, sino del ambicionado porvenir de esa campaña.Desdeluego, larevolucióndeTrujillo, Trujillo,sinunJefe,estaba e staba destinada a fracasar, si algún imprevisto militante no asumía su responsabilidad histórica con todas las ventajas indispensables para alcanzar el éxito y lograr la culminación del plan. Fatalmente, habían transcurrido algunas horas y nada se había
hecho por cubrir esa e sa falla. Todo Todo parecía como entregado e ntregado al valor de esos hombres, pero el valor individual tiene una ejecución limitada dentro de un plan militar. Todos los movimientos no van a obedecer al valor. Existen muchos factores. La audacia, la astucia, el cálculo, muchas veces la nerviosidad, pueden ser un implemento maravilloso para movilizar una acción de armas. Ya Ya en esta rebelión se había derrochado valor y entraba en un momento en que la serenidad debía reemplazar a este factor que, más tarde, también podría utilizarse como esencia primordial, y como elemento de composición general. Por lo tanto, había que pensar en que el papel por desempeñar era mucho más duro, mucho más fuerte, mucho más difícil todavía... La elocuencia de los hechos No obstante las dificultades de orden técnico precisado arriba, el Sr. Haya de la Torre, asesorado, por un buen número de rebeldes, procuró llevar adelante, acogiéndose a datos y referencias que alguna idea tenían sobre el plan de Barreto, la acción de conquista de nuevas posesiones. Por la tarde, los revolucionarios tomaron Salaverry, el puerto principal del departamento de La Libertad y la hacienda Laredo, inmediata a Trujillo, mientras que otros grupos intentaban la captura de la hacienda Casa Grande, el punto más importante del Valle Valle de Chicama para el e l ejecutivo revolucionario. Desgraciadamente, el destacamento de revolucionarios salido para este último sitio formado por elemento civil, sin ninguna malicia militar siquiera, guiado solamente por un gran entusiasmo, bien armado de fusiles, embarcaron, además, un cañón en uno de los carros de carga del ferrocarril
que debería deberí a conducirlos hacia hac ia el Valle. Valle. Así avanzaron hasta las cercanías de Casa Grande, hacienda que estaba ya defendida por un fuerte piquete de soldados, de policía, y desde allí, desde el carro, hicieron disparar el cañón produciéndose la consiguiente reacción de culata que lo impulsó al suelo, en donde quedó inutilizado para la acción decisiva que debió haber propiciado la actitud de los atacantes. Mientras tanto la policía contestó el disparo desde sus parapetos, provocando la consiguiente derrota de los revolucionarios de este sector. Bien pudo haber contribuido esto al fracaso del movimiento, porque si los rebeldes toman Casa Grande, el control de todo el Valle quedaba en sus manos, reforzando su masa aprista con elemento nuevo. Y, sobre todo en posesión de un gran sector de abastecimiento y de guía para el e l tráfico revolucionario y el equilibrio que necesitaba la defensa de Trujillo. Trujillo. El ejecutivo de la ciudad Mientras tanto, en Trujillo todo seguía su curso normal. El aspecto de la ciudad no había h abía sido alterado con otras incidencias. Por las calles y las plazas, numerosos revolucionarios, con el fusil terciado a la espalda, hacían resaltar su vestuario. El ejecutivo revolucionario actuando dentro de la Prefectura, formó la guardia Urbana a base de la policía del Estado que conforme tenemos anunciado, había quedado a órdenes del nuevo estado de cosas. Por parejas compuestas de un guardia del Cuerpo de Seguridad y dos soldados de la policía apristas, hacían la ronda en la ciudad. Se procuraba dar toda clase de garantías y evitar que se produjeran excesos. Principalmente para los pocos partidarios del Comandante
Sánchez Cerro que habían ha bían en Trujillo, Trujillo, pues durante du rante la dominación aprista, no se registró un solo atentado personal ni un asalto a casa particular alguna o establecimiento público. Se respetó, se consideró y se puso muy alto la cultura de ese movimiento, desfigurado por la conveniencia de sus enemigos. El segundo día de la revolución Amanece Trujillo en su segundo día de revolución. Desde muy temprano, me levanté y me eché a andar. Numerosos grupos de gente formábanse en las esquinas. La Prefectura era un entrar y salir de revolucionarios. Unos trayendo noticias, otros llevando órdenes. Hasta estos momentos nada se sabía del exterior, de las medidas que había tomado el gobierno para recapturar la ciudad y debelar el movimiento. Al menos eso me parecía, puesto que nada dejaba presagiar lo contrario. Pero habían revolucionarios que estaban alerta y muy esperanzados en las noticias que circulaban, de que Chiclayo se había sublevado lo mismo que Cajamarca y Lima. El tipo rebelde, perfectamente encuadrado dentro de su papel, no se queda esperanzado que se produzcan los acontecimientos mientras está en la cama. Él sabe que cualquier sorpresa debe encontrarlo de pie. y los revolucionarios de Trujillo estaban en actividad desde muy temprano pensando en el triunfo de su revolución... Una falla revolucionaria más Ya he dicho d icho que como militar, se que el revolucionario debe olvidar que existen la piedad y la nobleza. Señaló como falla
el hecho de que no se tomara una medida radical rad ical contra los apresados en el cuartel O’Donovan y en la Prefectura. Y nuevamente consideré como tal la circunstancia de que las dos imprentas civilistas “La Industria” y “La Nación”, no hubieran sido, sino destruidas, cuando menos capturadas y puestas a órdenes de la revolución. En este segundo día los muchachos voceaban en las calles “La Nación” y “El Norte”. Este último periódico aprista. El primero había tomado una actitud un poco sospechosa, relatando los acontecimientos. Trataba de hacer reflexionar a las masas, atrayéndolas hacia el convencimiento de que, habiéndose producido los hechos con gran cantidad de víctimas, era necesario evitar posteriores derramamientos de sangre. Además, hacía resaltar su esperanza en que el nuevo estado de cosas daría las suficientes garantías a todos los que las necesitasen y que para ello confiaban en los dirigentes del movimiento, etc. Había que ver que este diario, de propiedad del Sr. Larco Herrera, había combatido al aprismo fuertemente. Otro tanto había hecho “La Industria”, pero este diario de propiedad del Dr. Miguel Cerro, tío del Comandante Sánchez Cerro, no dio edición alguna. Había silenciado repentinamente su campaña llevada a cabo hasta el día mismo en que se produjo el movimiento. Estos voceros sirvieron, una vez fracasada la revolución, como cuchillos de dos filos contra los sublevados en Trujillo. “La Nación” llegó hasta el extremo de señalar a los asaltantes con sus nombres y apellidos y se alarmó cuando las damas de Trujillo, horrorizadas con las represalias de las
fuerzas del orden, pidieron piedad al Jefe de la Plaza para sus hijos, sus hermanos, sus padres, sus relacionados en lejano, y hasta en ningún grado familiar. Esta falla la condenaré siempre. Dichos periódicos, cuando menos, debieron sufrir una interrupción larga para evitar lo que hicieron cuando las fuerzas del orden entraron a la ciudad. Indigna labor de la prensa Tengo que hacer presente aquí, como un cálido homenaje a todos los hombres de prensa de nuestra América, que el gobierno del Comandante Sánchez Cerro se rodeó de periodistas, si es que puede considerarse como tales a quienes como los de “El Comercio” de Lima, “La “L a Nación” y “La Industria” de Trujillo, atacaron a la ciudadanía que no comulgó con sus ideas como a enemigos jurados de su patria, cebando en los caídos la impotencia de su propia tragedia moral. Creo sin equivocarme, que en ninguna parte del mundo se ha visto cosa semejante. Está en mi conciencia que debo señalarlos ante la consideración del Continente. Hacer lo que hicieron estos plumíferos, no es hacer periodismo. Es atacar a mansalva, es traicionar el concepto sagrado de una profesión que ha tenido tan grandes ejemplos en la historia de los pueblos. Denunciar a los perseguidos, calumniar a los inocentes, comerciar con la fuerza y hacer del espionaje un procedimiento legal, no es una labor periodística. Enfermo su espíritu por el odio, olvidaron en esos momentos y en muchos que se sucedieron después, la alta misión que deben desempeñar dentro de sus propios pueblos. Se extraviaron en sus pasiones,
se marearon en sus odios y, desesperadamente, por sostener un régimen que era insostenible por decoro nacional, por patriotismo, por sentimientos de profunda humanidad, se aventuraron en lo que yo considero una tragedia especulando con la posesión aventajada de que disfrutaban para hacer que la persecución y la muerte se desencadenaran, dejando tras de si el cuadro desolador que mis ojos presenciaron pre senciaron en Trujillo. Trujillo. Hay que ver cómo c ómo es la Venezu Venezuela ela de Juan Ju an Vicente Gómez. Góme z. Yo Yo conocí la Guatemala que gobernaba Estrada Cabrera. Todas las tiranías tienen sus periódicos. Todos Todos los dictadores tienen su prensa. Pero ninguna seguramente ha alcanzado mayor altura de ingratitud, de ignominia, de inhumanidad como la del gobierno de Sánchez Cerro. El odio yo lo he visto, cara a cara, venir hacia mí hasta morderme las carnes. Especialmente en actos revolucionarios, el odio orienta una situación, pero no la consolida. En el caso de Trujillo no fue el odio un atributo de los revolucionarios, sino de los periodistas. Estos usaron de los métodos más inicuos, más duros, más injustos hasta hacer que las condenas produjeran sus víctimas. Como viejo revolucionario, se que existen momentos en que se debe echar mano a medidas radicales para cimentar posiciones, pero también comprendo que los actos de rebeldía no se apagan abusando de procedimientos injustos. Si esto es unamedida para la milicia, mucho más se le debe d ebe exigir al periodismo, que es el llamado a procurar el equilibrio indispensable en los momentos en que las pasiones se desbordan de sbordan hasta violentar las barreras de la serenidad y la justicia para entregarse en las desenfrenadas orgías de sangre que orientaron la conducta periodística de esos órganos de la prensa trujillana.
“La Nación” llegó a publicar charlas telefónicas entre el Prefecto Sr. Haya de la Torre y los jefes revolucionarios en diferentes lugares del departamento. Charlas inventadas para
hundir no sólo a un hombre, sino capaces de aniquilar a una ciudad entera. Nunca he presenciado mayor locura. Mayor desenfreno. Mayor desesperación de hacer daño, de procurar el mal para aquellos que en un instante de debilidad, sino de hidalguía, respetaron esas imprentas, que dentro de un estado revolucionario debieron ser voladas en mil pedazos. No por espíritu de destrucción, sino por medida de precaución, en defensa de la misma jornada revolucionaria. Un caso patético Mi condición de hombre independiente dentro de la política peruana me da autorización para juzgar estas cosas y para protestar, en nombre de los más sagrados intereses de la cultura, contra hechos tan monstruosos como los realizados por los diarios de Trujillo. Yo conocí en uno de mis viajes al Dr. Federico Chávez, médico que gozaba de respetable posesión en su ciudad, tipo simpático, de gran cultura, y poseedor de un don de gentes extraordinario. Según sé, viajó mucho por el extranjero, y aparte de su profesión, destinaba algunas horas al estudio de las altas cuestiones sociales y a la literatura. Producido el movimiento, el Dr. Chávez no participó en él. Al menos, yo no lo vi por ningún lado. Mis averiguaciones no me llevaron hasta él. Y si así hubiera actuado, en su condición de médico, habría estado en los hospitales prestando su auxilio profesional a los caídos. Sin embargo, “La Nación” acusó a este ciudadano, fraguándole tal participación en la revuelta que la Corte Marcial lo condenó a muerte como a uno de los autores directos de la revolución.
Pero no he de cerrar este capítulo mientras que el anatema, se levante contra esos elementos que en el Perú atentan contra el honor de su propia patria. Esa obra es labor de desalmados. Es nada menos que hacer el triste papel de despenadores Por eso, sobre ellos pesó, no solamente el rencor de los perseguidos y los condenados, sino también el desprecio y la odiosidad de los mismos jueces, de los militares que, en nombre del gobierno del Comandante Sánchez Cerro, ocuparon a sangre y fuego la rebelde ciudad de Trujillo. Los jefes, que actuaron en las sentencias como jueces y en las persecuciones como autoridades, se asombraron, se espantaron de esa oleada de maldad. Más de una vez públicamente, declararon su repudio a esa labor cómplice de los crímenes que se cometieron en la ciudad. Pero todo no queda allí. Mientras “La Nación” cometía estos delitos “El Comercio” de Lima recibía ingentes tirajes del periódico trujillano que habían de servir de lastre para su campaña aniquiladora contra el aprismo. “El Comercio” era atendido con esas ediciones y haciendo alarde de un ilimitado cinismo transcribía las acusaciones, alcanzándolas no sólo a los sitios más apartados del Perú, sino llevándolas hasta el extranjero, a los cuatro puntos cardinales del universo, con macabro alarde de satisfacción. ¿Y ésto qué era? Acaso no había en todo un acuerdo mutuo. ¿Sería una colaboración inconsciente de “La Nación” de Trujillo para “El Comercio” de Lima? Seria tal vez el resultado de algo convenido al calor de la misma tragedia que se realizaba en la ciudad. El capitalismo tiene muchos recursos. Usa de todos los
hilos para poner en marcha su maquinaria de “derechos y responsabilidades”. Y en este caso, existía el antecedente de una política parecida, realizada por el Decano de la Prensa del Perú por más de ochenta años. Claramente se veía a “El Comercio” esquivar el cuerpo, afianzando las acusaciones en la responsabilidad del otro periódico. Instrumento o cómplice, lo cierto es que ambos hicieron daño y que la red siniestra de la muerte fue tejida en los artículos de esos periódicos que, a la sombra de una situación, comerciaron con la vida y el honor de los pueblos del Perú. El Capitán Rodríguez Manffaurt es nombrado Jefe Militar de la Plaza Por el periódico “El Norte” de esa misma tarde, me enteré que la Prefectura P refectura revolucionaria había nombrado a este militar del Ejército Peruano como Jefe de la Plaza y director de las tropas revolucionarias. Este nombramiento me pareció la medida salvadora de la revolución, porque pensé que los rebeldes, guiados por un técnico, por un militar que ostentaba el grado de Capitán, podrían salir adelante en la jornada iniciada la madrugada anterior. Al momento, sentí la necesidad de conocer a este Jefe. Quería ponerme en contacto con él. Quería hablarle y formarme un concepto del personaje que violentamente salía a la palestra, nada menos que con el titulo de Jefe del movimiento. Impulsado por esta necesidad, salí en busca de él, encaminándome hacia la Prefectura, en donde deduje que estaría a esas horas. Efectivamente en la Prefectura me enteré que el Capitán Rodríguez Manffaurt estaba en esos momentos
acompañado por su Estado Mayor, compuesto por un grupo de revolucionarios, dictando las medidas convenientes para la defensa de la ciudad, en vista del posible ataque de las fuerzas del Gobierno. Horas después, por un revolucionario amigo me enteré que el Jefe de la Plaza había ordenado la preparación de trincheras. En estos momentos, mi inquietud era mayor y casi no obedecía a otra cosa que a conocer al referido militar. Acompañado por varios amigos, también revolucionarios, me dirigí al sitio donde se había construido la primera trinchera, ubicada en el barrio de Mansiche. Serían las 5 de la tarde. Asombrado me quedé con la rapidez con que se había trabajado. Como militar, militar, practiqué un ligero estudio de este trabajo. En sí, la trinchera era algo perfecta. Suficientemente alta y espaciosa para que el combatiente actuara de pie y con toda libertad, pero contrastaba bastante su ubicación con la topografía de la ciudad. No era éste el sitio mejor para la defensa puesto que, delante, tenía mayores ventajas con que ayudar su posesión. Por lo tanto, este instrumento de seguridad para los revolucionarios debía dar resultados contraproducentes. Esta constatación causó en mí visible desagrado. Al momento indagué por el que había dirigido esta construcción. Me parecía imposible que el Capitán Rodríguez Mannffaurt, en su calidad de militar de alto grado, no tuviera el Ma menor concepto de la técnica que requiere una defensa. Sin embargo, él había dirigido la obra y en esos momentos estaba haciendo igual labor en diferentes lugares de la ciudad. Carecía en absoluto de idea y de experiencia profesional, pero demostraba demostr aba actividad. Al menos, esta fue la primera impresión que recibí del nuevo Jefe de la Revolución de Trujillo.
En otros lugares de la ciudad Fatalmente yo no podía ofrecer mi opinión sobre este particular, ya que el momento que se vivía era muy delicado. Hacer prevalecer una opinión mía comprobando mi calidad de militar, habría sido desautorizar a Rodríguez Manffaurt y procurarle quizás si hasta su muerte. Además, hubiera significado para mí el ingreso inevitable a la revolución. Con mis acompañantes me dirigí hacia la trinchera más próxima, ubicada al finalizar la calle “Progreso”. en el camino que va al balneario “Buenos Aires” Luego avanzamos hacia la que en “La Floresta” controlaba el camino que viene de Salaverry, y las de la Portada de la Sierra, en el barrio Chicago, desde donde dominaban lo caminos de Laredo y Casa Grande, informándome después que hubo otra detrás del Cuartel O’Donovan. Inspeccione estas construcciones. Estudié su ubicación y me di cuenta de la gravedad del caso. Todas estaban hechas cerrando las calles, envolviendo en un anillo a la ciudad. Pues técnicamente está previsto que, para defender un punto, una población, una casa, no es preciso meterse en el mismo punto, embotellarse en la población o atrincherarse dentro de la casa. Estas trincheras eran en mi concepto la amenaza más inminente que tenía la revolución. Los defensores de la ciudad quedaban anillados dentro de su propia defensa. No tenían comunicación exterior, ni vinculación inmediata con los distintos lugares en donde debían realizarse las operaciones. Prácticamente, para poder realizar una
defensa, es necesario ganar terreno al enemigo como medio ventajoso para su persecución, como también para que sirva de desahogo en los casos en que presione el adversario y tenga la defensa que recurrir a un repliegue forzozo, en donde el movimiento de las fracciones que forman la línea de combate, sería más eficaz por el elemento que dispone para reaccionar y cobrar ubicación. Un cuerpo de ejército que se abre en ala para formar el círculo de defensa de un fuerte, tiene que organizar detrás de su línea de fuego una segunda línea de emergencia, que es el refuerzo natural que se usa en todos los combates, desde tiempo inmemorial; procurándose el campo suficiente para que sus enlaces actúen con libertad, porque si una defensa se pretende hacer cerrando las calles, se encuentran e ncuentran los inconvenientes inconvenientes naturales que ofrece la misma defensa, es decir, la obligación de los recorridos extensos para los enlaces y, además, la falta de oportunidad para socorrer el punto flojo de la línea, que puede ser violentado y destruido mientras la ayuda hace el trayecto de una cuadra entera o de media ciudad para prestar apoyo a la parte atacada por el adversario. El Jefe de la Plaza Capitán Rodríguez Manffaurt, incurrió pues, en un absurdo, al intentar defender la población estableciéndose dentro de ella misma. Pero como militar no debió olvidar que toda defensa se hace fuera del límite de la posesión. Es decir, ha debido aprovechar de todas las ventajas que ofrece la campiña de Trujillo, y solamente como recurso desesperado, presentar combate dentro de la ciudad. Los alrededores de Trujillo ofrecen una magnífica defensa natural, y el Jefe Militar
de las fuerzas revolucionarias no quiso o no supo darse cuenta de ello, pues fuera del límite de la población tenía campo para emboscada y refugio para guarecerse, a fin de evadir el blanco ante la incursión de los aviones, y dentro de ella, la impotencia consiguiente que la experiencia del movimiento de Trujillo ha dado a los participantes en la revolución. Sé que en el mismo campo de operaciones, los Sargentos y los Licenciados del Ejército, que actuaban con los revolucionarios, discutieron al Capitán Rodríguez Manffaurt la ubicación de las trincheras, pero él, como Jefe de la Plaza; hizo prevalecer su criterio. Ya se imaginará el lector la desilusión que sufrí al constatar lo que dejo relatado. Desde ese momento, dudé de la eficacia de la defensa. Más tarde, el tiempo se encargó de darme la razón. Una razón dolorosa y cruel, que si alguna vez lamenté nunca como ahora, en que encontrándome lejos del Perú veo más claramente todo lo que se pudo hacer en favor de ese movimiento libertario. La visita de los aviones Al mediar la tarde de ese día, se destacó en el cielo la presencia de dos aviones, que a gran altura realizaban un recorrido de inspección. Largo rato estuvieron evolucionando. La gente los miraba con ojos recelosos, y hasta con miedo al principio, pero ganó confianza cuando vieron que pasaba el tiempo sin atentar contra la ciudad. Sin embargo instantes después, uno de ellos, volando sobre el cuartel O’Donovan, hizo disparos de metralla posiblemente en la creencia de que los revolucionarios
estuvieran parapetados allí. Pero como dije anteriormente, el Cuartel había sido deshabitado y el ataque no tuvo otro efecto que el susto de los vecinos de ese barrio. El bombardeo de Salaverry Un poco más tarde, cuando ya no quedaba en la ciudad más que el comentario de la fugaz visita de los aviones, una noticia telefónica de Salaverry dio a conocer que se había producido allí un bombardeo. Efectivamente, los aviones avistados en Trujillo, arrojaron sobre el puerto algunas bombas de poco poder, que caían dentro de la ciudad, habían producido sus primeras víctimas. Al saberse la noticia en Trujillo una protesta general se esparció por la ciudad. Se consideraba el hecho, no como un método natural de combatir la revolución, sino como un acto de venganza, en el que habían caído, como víctimas inocentes, mujeres y niños de la población porteña. Cada hombre era una fogata andando. and ando. Fue una lástima que el Capitán Rodríguez Manffaurt no hubiera sabido aprovechar las muchas condiciones favorables de ese movimiento para llevarlo a la victoria final. Una de ellas, la exaltación y la moral de los rebeldes. Nuevamente los aviones fatídicos La tarde agonizaba, cuando nuevamente, se delató en el cielo la presencia de los aviones gobiernistas, pero el cuadro cambió de aspecto. Ya su visita no fue mirada con los ojos desafiantes y burlones de la prime vez. Se consideraba esta nueva incursión como peligrosa.
Las máquinas dejaron oír en la ciudad su ruido trágico y fuertes detonaciones advirtieron a Trujillo que la situación iba cambiando. Lo que había pasado, se supo casi al momento. Los aviones, en el deseo de bombardear el Cuartel O’Donovan, en el que creían a las fuerzas rebeldes, habían formado hoyos de muerte por los alrededores. No se si esto se hizo h izo deliberadamente o por falta de pericia de los pilotos. Con esto, el pánico se dejó sentir en la población. La gente neutra, el elemento civil, compuesto por mujeres y niños, en su totalidad presintieron en sus cuerpos los resultados de la hazaña. Muchos vecinos abandonaron sus hogares, principal mente los que vivían cerca del Cuartel iban a los campos en la esperanza de alejarse del peligro, pues los aviones sentaron una amenaza de muerte en el claro y limpio cielo de Trujillo. Pero ya estaba anocheciendo y con la sombra los aviones volvieron a su campo de concentración en Chimbote. Ninguna medida de defensa Viendo bajar a las máquinas aéreas en el recorrido que hacen para efectuar sus bombardeos, me puse a pensar porqué motivo el Capitán Rodríguez Manffaurt no había disparado contra ellos. Teniéndolos a tiro de fusil, lo más conveniente hubiera sido hacerles el alto desde el primer instante y no ofrecerles confianza, hasta el extremo de que las máquinas voladoras iban y venían a lo largo y a lo ancho de la ciudad, en una tarea de inspección peligrosa para los mismos revolucionarios. Mientras tanto, la población se había atemorizado. Desde muy temprano la gente buscó refugio dentro de sus
hogares. Temían que el bombardeo se repitiera amparado por las sombras y protegido por la referencia que ofrecía el alumbrado alumbra do eléctrico, eléctri co, que no se tuvo la precaución de apagar. ap agar. Yo Yo mismo tuve que irme hacia mi hotel, sintiendo la intranquilidad general. Casi no pude dormir, alterados mis nervios por la amenaza en que estábamos de ser atacados por los aviones como había sucedido en Salaverry. Felizmente, durante la noche nada se dejó notar y el alborear del nuevo día me encontró casi vestido y listo para salir a la calle en busca de noticias, acicateado por el anhelo de enterarme de las perspectivas que habían en favor de la revolución. Las fuerzas del gobierno avanzan sobre Trujillo Por noticias telegráficas interceptadas, los Jefes revolucionarios estaban enterados de los movimientos del gobierno. Barcos de guerra habían salido del Callao con dirección a Salaverry, portando al regimiento N° 7, al mando del Mayor Miró Quesada, y varios cientos de soldados del Escuadrón de Policía. Este efectivo debía entrar por Salaverry. Los regimientos acantonados en Piura y Lambayeque, junto con la policía, entraron por Pacasmayo, mientras que el Regimiento N° 11 bajaba de Cajamarca por el interior del Departamento de La Libertad. Todo este elemente eleme nte venía en las mejores mejore s condiciones bélicas. Armamento nuevo, gran cantidad de munición. Actuarían de acuerdo con las naves de guerra y la escuadrilla de aviones que, al tanto de los movimientos de los revolucionarios ayudarían al avance sobre Trujillo. La condición de los insurgentes era grave. En situación completamente
diferente, tenían que hacer frente y procurar resistencia a un adversario que contaba con todos los medios necesarios para vencer. En el tercer día de la revolución, el aspecto de la ciudad era desconcertante. Se notaba una desolación abrumadora. Había perdido la característica de los primeros días. No había casi tráfico. Sólo se notaba que, en diferentes direcciones, los automóviles al servicio de la revolución salían en comisión, portando gente armada, órdenes o instrucciones. Pero todo esto estaba justificado. La presencia de los aviones y los rumores que el público alcanzaba a conocer, filtrados del Comando General había impresionado a la población, especialmente a las mujeres y a los niños, que se angustiaban con la amenaza de ser bombardeados en cualquier instante. Esta inquietud subsistente desde el día anterior, había alcanzado proporciones alarmantes, principalmente cuando en el cielo de Trujillo se oyó el trepidar de los motores aéreos a eso de las 12 del día, haciendo en sus continuas incursiones bomb bo mbar arde deos os pr prob obab able leme ment ntee si sinn co cons nsec ecue uenc ncia iass de dent ntro ro de la población. Posiblemente estas visitas tenían tenían el objetivo de proteger y orientar a las tropas que venían y también para controlar a los revolucionarios en sus movimientos de defensa. El combate de Salaverry Este puerto estaba fortificado. Los revolucionarios habían instalado sus cañones en el cerro, controlando desde la altura la situación del enemigo. Por lo visto, un desembarque de tropas en estas condiciones era completamente imposible; pero cuando los defensores se
preparaban para contener los movimientos de sus tropas que tomaban ubicación en las lanchas para alcanzar el muelle, una escuadrilla de hidroaviones inició el reconocimiento del puerto y, y, con el objeto de proteger al desembarque, se dispuso a combatir a los facciosos. A los pocos momentos de estas operaciones preliminares, se establece el primer contacto entre los rebeldes y las tropas del gobierno. Pero la acción de los aviones era Irresistible. Estando las posesiones de la defensa al descubierto la escuadrilla aérea inició un bombardeo cerrado, que los revolucionarios no pudieron detener con sus descargas de fusil. En tales circunstancias, no les quedó otro recurso que abandonar el puerto y replegarse sobre Trujillo, Trujillo, dejando franco el paso para que las tropas desembarcaran con facilidad. El combate de La Floresta Aprovechando el Jefe del 7 de este triunfo, dispuso lo conveniente a fin de que su unidad marchara en persecución de los fugitivos. Creyendo que los rebeldes huían en el más completo desorden y engreído por la situación, con sus tropas emprendió camino a Trujillo. Serían las 5 de la tarde, cuando el 7 cae en la emboscada. Fuertes y repetidas descargas de fusilería sorprenden a los vencedores, deteniéndoles el paso con abierta hostilidad. Los revolucionarios estaban en sus trincheras. Usaban sus parapetos. Desplegados en son de combate, barrían con los soldados del cuerpo hace momentos vencedor. vencedor. Llevaban adelantados varios cuartos de hora. Los aviones incursionaban nuevamente. Protegen a sus tropas, arrojando bombas que no producen efecto en
los revolucionarios. Nuevos ataques se realizan de parte de éstos. é stos. Tras Tras el estruendo, quedan hoyos profundos en los distintos flancos de las posesiones que tienen los defensores de fensores de la ciudad. Mientras tanto, ceden, aflojando terreno, abandonando los improvisados refugios, hasta declararse en derrota, fugando precipitadamente y dejando en el campo de batalla gran cantidad de heridos y muertos, casi el 50% de su numerario, y abandonando fusiles y ametralladoras con su respectiva dotación de fuego. Resuelto el encuentro en la forma que dejo descrito, había que pensar en la actitud de d e los vencedores. Había que imaginarse una persecución tenaz hasta aniquilar por completo a los derrotados. Totalmente Totalmente no fue así. La nobleza de los sublevados, que con valor habían defendido sus posesiones luchando, en situación inferior no exigieron del Jefe rebelde, Rodríguez Manffaurt la culminación de la jornada. En un combate uno de los dos combatientes debe vencer, y es natural que por propia defensa, acuda a toda clase de recurso para liquidar al adversario que se da a la fuga. Esto fue lo que no hizo Rodríguez Man ffaurt, está claro que el triunfo, solo y exclusivamente, se debió al coraje de los revolucionarios y una vez que comprobaron la huida del 7, se quedaron, quizá, esperanzados en que el movimiento había triunfado. Pero, si ellos se dan cuenta de la necesidad de una persecución, amparados como estaban por las sombras de la noche que ponían fuera de acción a los aviones, no habrían parado hasta la extinción completa del Regimiento vencido, tratándose como lo era, de uno de los cuerpos más leales al gobierno de Sánchez Cerro. El 7 tuvo la preferencia del Presidente, y fue por esta razón que se le envió a Trujillo con
instrucciones precisas y terminantes para tomar la ciudad. Por lo tanto, dejar en acción medio cuerpo del enemigo, era como entregarse de espaldas con las manos amarradas. El resultado fue fatal Estaba previsto cuando la reacción de esta unidad se produjo. El sitio de Trujillo Trujillo Mientras se iniciaba la noche, en la Floresta pisando los pasos a las desordenadas tropas del Mayor Miró Quesada, del Norte llegaban los regimientos de línea y la policía que sitiaron Trujillo. Trujillo. El despertar de la población fue de espanto, de fragor, de valentía, de dolor y de muerte. Las tropas del gobierno, comandadas por el Coronel Manuel Ruiz Bravo, habían rodeado la ciudad y por sus distintos flancos se entabló rudo combate. Las detonaciones de cañones, el traquetear de ametralladoras y las descargas violentas de fusilería, ofrecían un aspecto fantástico, dentro de la ciudad. Parecía que cada calle terminaba en una llameante charla de balas. A veces el silencio se hacía más aterrador y profundo en su sector. El oído experto, acucioso, estaba atento a los acontecimientos que habrían de producirse en ese lado y cuando se reiniciaba el fuego, volvía la normalidad el espíritu de los que, como yo, anhelaban un resultado favorable para la revolución. Las horas se sucedían impasibles ante la tragedia que se cernía sobre la ciudad. Perdido el control del tiempo, todo fue bala y bala. Era el tartamudeo desesperado del monstruo de la guerra. Los oídos querían sangrar, atenaceados por el eco fantástico de las detonaciones, por el zumbido de los
motores aéreos, por los golpes de las bombas que explotaban. Todo era sangre Todo era valor. Nunca presencié actos de tanto heroísmo. Conforme pasaban las horas, parecía que la resistencia era más encarnizada. A veces veces se notaba que algunos sectores de la ciudad cedían ante la presión del adversario, pero allí estaba la mutua cooperación, el espíritu colectivo que, abandonando un sitio iba hacia el que se debilitaba, dándole pujanza y fortaleciéndolo. Pero esto no podía proseguir. La lucha era desesperada de parte de los rebeldes. Las fuerzas del gobierno pisaban las primeras calles. Los revolucionarios hacían barricadas. Poco a poco, la defensa iba cediendo. Daba el lamentable paso atrás pero no volvía la cara. Estaba el pecho de muchos trujillanos valientes haciendo blanco a los disparos del enemigo. Reían los alucinados. Había fuego de victoria en sus pupilas. El grito seguía a las balas que harían carrera por el recalentado cañón del fusil. Y seguía cayendo gente. Seguía sembrándose de cadáveres la ciudad. La asistencia Sanitaria era impotente para atender a tantos. Faltaban manos. Faltaban fuerzas. Faltaba tiempo para auxiliar a los heridos. Y los muchachos, los vendedores de periódicos, sólo ellos se dedicaron a apertrechar a los combatientes, llevando del Cuartel General la munición que éstos no podían ir a buscar por no a flojar la resistencia. Dentro de este laberinto, embutidos en la desesperación de lo que se les iba de las manos, cada trujillano se volvió un combatiente. Sin Jefes porque ya no había Jefes, cada uno obedecía sus propias órdenes y el instinto de solidaridad los llevaba a la protección mutua. El compañerismo se dejó sentir en las trincheras de Trujillo, donde tantos hombres
cayeron con los brazos en cruz, donde tantos morían con el “Viva el Apra” entre los labios sedientos y cansados. Ya no había relevo. Ya Ya no había armonía en la defensa. La ciudad era defendida desde los árboles, desde los techos de las casas, desde las calles, trabándose lucha cuerpo a cuerpo casi, tratando de no ceder un metro de ella y procurando repeler al enemigo cuando gana algún sector. Era tarde, ya muy tarde, cuando se dejo sentir el declive del fogueo. Por un lado, por el de los atacantes, cedía el fuego. Apenas quedaban llameando escaramuzas por diversos flancos. Hasta que a las 7 de la noche, el silencio principió a invadir a la urbe, buscando refugio para su averiada osamenta sombría. Las fuerzas del Coronel Ruiz Bravo habían hecho alto al fuego. Los revolucionarios esperaban escondidos en la oscuridad que había en la ciudad, porque en esta vez no hubo luz eléctrica. Pero parecía que el ojo avizor del rebelde estaba atento en la sombra. No necesitaba luz para distinguir al enemigo. Parecía que lo conocía a la legua. Y contra él quemaba sus cacerinas mortíferas. Esa noche Eran las nueve de la noche. Desde mi alojamiento presentía que nadie había por ninguna parte. No obstante, el estado de la población daba el alerta con el tiro aislado del centinela inquieto o nervioso. En estas condiciones pasó toda la noche. Los revolucionarios seguían en sus sitios. Nadie los relevaba, porque todos estaban ocupados. Nadie dormía, porque ninguno tenía sueño. Y si dormía era el último sueño, el sueño de la muerte. Los heridos, en los hospitales improvisados, completaban la
armonía de pavor que ofrecía la ciudad. El vendaje trágico, con la mancha de sangre. El grito de dolor. La fiebre que violenta al enfermo hasta la locura, pintaban los cuadros más desgarradores que nunca mis ojos presenciaron. Jóvenes, muchachos, hombres, casi niños, estaban allí tendidos y muchos de ellos alertas al casquillo que se quemaba en la intermitencia de los minutos que dormía el silencio durante la noche en la ciudad. El enfermo grave se adormila en la madrugada. Diríase que la agitación de toda una noche pesara en ese instante de tiempo para descargar sobre sus ojos la túnica del sueño. Pero estos heridos de Trujillo no pudieron cumplir esa consigna de la naturaleza. Sus ojos no se cerraron más que breves instantes, primero, y eternamente después. El siguiente día El grito de plomo nuevamente se dejó sentir casi al llegar las cinco y media de la madrugada. Las tropas del gobierno estaban desplazadas, rodeando la ciudad. Durante la noche habían recibido refuerzos. Había elementos frescos para entrar en acción. Las ametralladoras habían sido dispuestas en lugares escogidos para hacer brecha al enemigo. Fuerzas de policía y fuerzas del ejército tenían anillada a la población, encerrados a los combatientes. Sólo quedaban dentro de ella un centenar de rebeldes. La mayor parte, conforme se fue presentando la situación iniciaron el desbande hacia la Sierra. Con más visión algunos se dieron cuenta de la gravedad del momento y la inutilidad de la resistencia y abandonaron la ciudad tratando de salvar la
vida y el fusil que la revolución había puesto en sus manos. Pero otros, ignorando el peligro, creían que a mayor esfuerzo, habría superior rendición para la causa y seguían luchando. Fatalmente, no sólo se necesitaba valor para vencer. Conforme avanzaba el día, el fuego se hacía más nutrido. Las ametralladoras se entregaron a una charla terrorífica con resultados fatales para ambos bandos. La muerte se hacía presente a cada momento. Tras de cada disparo, lo fatal hacía una conquista inevitable. Mientras tanto, conforme capturaban posiciones los atacantes las defendían con metralla. Así llegaron a tomar algunos edificios particulares y algunas iglesias. De lo alto de las torres disparaban, siendo contestados por los rebeldes, quienes lo que perdían en terreno parece que lo ganaban en valor. En la tarde, casi al entrar en la nueva noche, la ciudad estaba virtualmente en manos del gobierno. Por distintos lugares de la población, las fuerzas leales habían entrado, dejando muchos muertos tras sus pasos; pero aún en esta condición, durante toda la noche no cesaron los disparos. Los revolucionarios, vencidos vencidos casi, en la agonía de su jornada civil, abrían fuego constante contra los contrarios. Cumplían así su misión histórica. La trayectoria marcada a lo largo de los acontecimientos, era de consecuencias para la ciudad de Trujillo. Ya habían usado de métodos de venganza los soldados que entraban en la ciudad. Habían fusilado al que encontraban en su camino. Se habían hecho campo matando. Mejor dicho, se tomaba la población a sangre y fuego, cobrando diente por diente, d iente, ojo por ojo, el delito de sublevarse contra un gobierno que atentó abiertamente contra el derecho a la vida que tiene todo ciudadano.
¿Pero, quién durmió esa noche en Trujillo? Acaso con el resultado de la situación alguien tendría sueño en la ciudad? Sólo dormían los muertos. Aun los heridos agonizaban pidiendo noticias de la revolución. Este espíritu rebelde, que se había hecho carne en el pueblo, moría con él y sólo así se deduce que se haya derrochado tanto heroísmo y tanto valor revolucionarios. La rendición de Trujillo Trujillo Al fin cae Trujillo en manos de las fuerzas del gobierno. Parece que nada quedaba por hacer en la ciudad asolada por la muerte. Todo había terminado. Hasta los perros daban la impresión de sufrir el espanto que sentiría el hombre que sale a una calle, a una plaza pública y lo rodean la soledad y el silencio, en tal forma, que hasta el eco de sus propios pasos parece morderle los talones. Trujillo ha caído y su caída la siento dentro de mí. Es el amanecer después de una larga noche de indecisión y de terror. Conforme fue aclarando grupos de soldados, pelotones de tropa iban ingresando, desconfiados y en permanente alerta. Parecía que sólo escuchaban sus pisadas. Lo investigan todo. Sus ojos no descansan en la búsqueda del peligro. Avanzan listos a defenderse. Por otro lado, marchan otros soldados, pegándose a la pared, de uno en uno, procurando hacer el menor ruido posible, organizados contra cualquier sorpresa. Este es el espectáculo post-bélico de la ciudad. Entran las tropas del Coronel Ruiz Bravo. Allí mismo, en la soledad de las calles, se producen, con intermitencias, rápidas descargas de fusil. Ya no es
la defensa personal la que inspira ese trepidar de balas. Es la consigna. Parece que es una orden especial. Al que se le apresa, se le fusila. El que huye, también cae muerto. Para esos hombres no hay cuartel. No hay jueces. No N o hay códigos. Solamente existe la venganza, el desquite, el violento desahogo de su propia reacción. Y así caen varios hombres, varios cientos de hombres, culpables e inocentes, en una mancomunada responsabilidad histórica... Se suspenden las garantías Con la rendición de Trujillo. El gobierno ha obtenido un magnífico triunfo político. Tardaría mucho tiempo para que una nueva acción de armas se produzca en agravio del régimen que gobierna. Así lo consideraban los partidarios de Sánchez Cerro. Así lo consideró el mismo Sr. Sánchez Cerro. Con más confianza y seguros de la tranquilidad, los escasos miembros de la Unión Revolucionaria de Trujillo salen a tomar sol. Se sienten fuertes y seguros de su poder, y anhelosos de colaborar en la “pacificación”, se entregan a la búsqueda de rebeldes dentro de la ciudad. El primer paso de las tropas de “orden” fue suspender las garantías individuales. A la sombra de la Ley Marcial, se disparaba contra cualquier ciudadano que traficara sin el respectivo pasaporte firmado por la Comandancia General. Para salir, salir, para entrar entrar,, para moverse dentro de la ciudad, era preciso solicitar permiso al Coronel Jefe de las tropas del Gobierno. Yo mismo sufrí las consecuencias de esta orden. Queriendo aprovechar la calma, pretendí salir al sur y de hecho me capturaron. Tras largas gestiones con algunos militares, conseguí hablar con el General Ruiz Bravo
el que me entregó el salvoconducto que me hacía falta para abandonar la población. Así vivió Trujillo Trujillo por mucho tiempo. En un contraste digno de comentarse, puesto que a nadie se le puede ocurrir que una población en poder de revolucionarios, tenga más garantías que en poder de las tropas del gobierno. Durante los cinco días de la revolución no se molestó a nadie y el Comercio, la Iglesia, las autoridades depuestas y los partidarios del gobierno, tuvieron las su ficientes garantías. Mientras tanto estando la ciudad en manos de las fuerzas del “orden” se liquidó las garantías y la tranquilidad ciudadanas. La persecución y la muerte legalizadas Las tropas del Coronel Ruiz Bravo entraron con carta blanca a la población. Parecía que la palabra venganza era el principal objetivo de su labor. ¿Pero con que objeto? ¿Cuál era la mira del gobierno? ¿Acaso no habían sido suficientes las bajas tenidas en leal combate al ingresar a la ciudad?. El desenfreno tomaba cuerpo. La búsqueda de revolucionarios, la persecución y la muerte, se legalizaron. No se respetó el hogar. El dedo del soplón señalaba la casa y la víctima caía ante la boca insaciable de los fusiles. En vano suplicaban las mujeres, los niños, los ancianos. En vano imploraban las madres y las hermanos. No se respetó edad ni condición y así fue como muchos fueron llevados al campo del sacrificio para ser eliminados en nombre del “orden” y de la “constitucionalidad”. En Trujillo se ha matado gente sin compasión. Allí actuó en forma por demás ingrata y bárbara el Comandante Ricardo Guzmán Marquina, que por entonces
desempeñaba el cargo de Director de Gobierno en el Ministerio de Policía del Gabinete del Sr. Sánchez Cerro. Este militar y el Mayor Demaisson, cumplieron “órdenes especiales” del gobierno. Se centuplicaron las ejecuciones y para el caso no
exigían nada. Bastaba ser señalado por el soplón o exhibir un moretón en los brazos o en los hombros, para caer victimado sin piedad. Estos dos Oficiales se olvidaron de todo sentimiento. La conmiseración no hubo ocasión de conocerla bajo la dictadura militar de Trujillo. Esta es la más e ficiente prueba que se puede presentar de la forma como gobernó el Perú el Presidente Sánchez Cerro. El Coronel Ruiz Bravo no cumplió con su deber Tengo que repetirlo siempre, con el más grande dolor, ya que se trata de un militar de alta graduación en la República del Perú. El Coronel Manuel Ruiz Bravo, no cumplió con su deber como Jefe de las tropas que tomaron Trujillo. Absolutoenlalocalidadyrodeadode d emuchoscientosdesoldados bien armados debió, con hombría y decisión rebelarse contra las órdenes impartidas de Lima. No hace honor a ningún militar dejar campo para que los verdugos ceben su pasión política en la indefensa culpabilidad de un pueblo. Entre vencidos y vencedores, hay una ley. El respeto al valor, a la heroicidad. En Trujillo hubo muchas cosas nobles que respetar, pero el fanatismo político cegó a muchos hombres, hasta el extremo dé servir de ejecutores de órdenes inicuas y mandatos de un barbarismo cavernario. cavernario. El Coronel Ruiz Bravo, no tuvo valor entonces para oponerse a la serie de actos con que confirmó su salvajismo el régimen llamado de los 16 meses. No tuvo carácter para defender la vida de millares de ciudadanos, amenazada por la iracunda política. Yo, en su condición hago que Guzmán Marquina y Desmaisson desocupen la ciudad. ciudad . Yo Yo mismo hubiera impuesto el orden
y sostenido el derecho jurídico como norma política del gobierno. Yo mismo hubiera asumido la responsabilidad de hacer respetar a la ciudadanía y no servir de amenaza, de peligro como fatalmente fue porque al amparo de su prestigio y de su sombra, los delegados del gobierno ejecutaron, sentenciaron y exterminaron sin control, porque el Coronel Ruiz Bravo abandonó la ciudad después de mucha tragedia y como exponente de su desagrado por la conducta sanguinaria y brutal del gobierno del señor Sánchez Cerro. El baile de los Espectros Como un ejemplo del espíritu que hace caminar el organismo del Comandante Guzmán Marquina, voy a relatar la hazaña con que se distinguió en medio de tanto dolor. El gobierno nombróle Prefecto de Trujillo y salido Ruiz Bravo con parte de su tropa, organizó un baile, un fastuoso baile casi a los veinte días de la toma de la población. Los salones del Club Central se arreglaron como en los mejores días de festejos públicos, y por invitaciones especiales, obligó a numerosas familias de la ciudad a concurrir allí a baililar ba ar so sobr bree lo loss es espe pect ctro ros, s, so sobr bree lo loss ca cadá dáver veres es au aunn frescos de millares de hombres. Aquello parecía una orgía desenfrenada de máxima locura o de máxima inhumanidad. ¿Cómo se imagina nadie, que en una población donde habían tantas víctimas pudiera una clase social entregarse al jolgorio y a la danza? Esta actitud a ctitud del Comandante Marquina me indignó. Mentira me parecía que se hiciera tanto
escarnio con el pueblo. Mentira me parecía que se utilizara a esa sociedad que directa o indirectamente, había participado del dolor de la población. Ya se sabe que el Comandante Guzmán Marquina fue una autoridad absoluta en Trujillo. Hizo y deshizo a su antojo. Para él no hubo ley. Hubo la conveniencia política, el servilismo, el capricho, la adulación y el procedimiento incondicional y canallesco. Con un baile, rompióse el duelo que había en todos los corazones, humillando a esa sociedad, cuya inasistencia hubiera sido castigada con la cárcel, con el
atropello y quizás si hasta con la muerte, pues de un hombre que no tiene pudor para ser ejecutor de mandatos siniestros, no hubiera vacilado en eliminar varias decenas de personas, si el orgullo trujillano no se rinde a su vanidad y a su salvajismo. Y para terminar Para terminar hay muchas cosas por decir. Hay muchos aspectos de este movimiento que se quedan para después. Acaso para pronto. Quizás si para nunca. Tenemos una cuestión importante por plantear como problema vital de esta acción popular. La circunstancia de hacer Cuartel General Gener al de la revolución a una población como Trujillo. Cualquier estratega habría previsto su fracaso, si es que no existía la posibilidad de que la revolución fuera secundada en otros pueblos. Para un caso aislado, como fue, estaba a la mano la Sierra. He allí el mejor terreno para insurrección. Si producido el movimiento de Trujillo los revolucionarios salen al interior, posiblemente el gobierno habría caído, porque impotente para dominar la situación, el entusiasmo insurreccional habría invadido rápidamente otros sectores del Perú. Pero no fue así. Parece que el destino puso su dedo fatal sobre este hecho para que terminara como terminó: dejando cementerios improvisados en las ruinas de Chanchán, en donde se efectuaron la mayor parte de las ejecuciones. Allí, por mucho tiempo, ha existido como cuerpo de delito las osamentas humanas a medio sepultar. Cadáveres mal enterrados, fueron devorados por los perros y los gallinazos en banquetes pantagruélicos. Todo esto y algo más me queda por decir. Tengo
en preparación la segunda parte de este libro. Allí he recogido otros aspectos de la revolución. Otros aspectos interesantísimos y emocionantes por su realismo inmortal y único. Hechos de valor personales La responsabilidad del Capitán Carbajal. La verdad acerca de la muerte de los militares. Cómo cayó el Comandante Silva Cáceda y otros de sus camaradas. Cómo funcionaban las Cortes Marciales. Su ilegalidad jurídica. La influencia política en el organismo funcional de estos Tribunales. La actuación destacada de otros miembros del Ejército. Hay tanto que decir de este movimiento, que prefiero no seguir enumerando. Habría que desear que las rotativas marcharan a una velocidad estupenda para que el gran público de América conozca lo que yo conozco de esta acción de armas. Pero yo no escribo como elemento de fogata para que el odio se anime en el Perú. Todo lo que traigo dicho es la verdad. No existe más parcialidad que la just ju staa apre ap reci ciac ació iónn de los l os hec h echo hos. s. No N o soy so y apri ap rist sta, a, por p orqu quee soy so y extranjero, ni tengo compromiso alguno con el aprismo. Si lo hubiera tenido, habría intervenido en la revolución y quizás el fracaso no se habría producido. Me asiste esa confianza íntima. Si falto a mi modestia con esto que me perdone Dios. Esto que relato es la realidad más absoluta. Y si vengo a hacer historia, no es por vanidad. Es, como tengo dicho, por pagar mi deuda de gratitud con el Perú. Porque conozco que nadie ha publicado un libro concreto sobre este movimiento. Y seguro de que este volumen y el que tengo en preparación será el mejor aporte que puedo hacer en bien de esa querida tierra en donde tantos años he vivido con toda libertad, querido y respetado.
Considero que ha llegado el momento para que América vea un espejo en este movimiento de Trujillo. Las tiranías no pueden anteponer su subsistencia al sacri ficio de los pueblos. El señor Sánchez Cerro hizo mucho daño en el Perú. Y a la sombra del caudillo, se cometieron los mayores delitos. Todo esto no ha sido juzgado todavía, pero como posiblemente no habrán Tribunales que abran instrucción a alguien, o a algunos, por esos cargos, la publicidad cumple el rol que le corresponde, ajusticiando a los delincuentes. Si en estos momentos el Perú puede entrar en una era de paz y armonía mucho mejor. A veces el olvido suele ser la mejor sentencia. Y es posible que así suceda, porque la juventud no sabe odiar, y si odia, sabe olvidar con demasiada facilidad. Esta esperanza se levanta en mí, porque en el Perú la lucha es de edades. Los jóvenes propulsores del Aprismo contra los viejos del Partido Civil. Aquellos con toda su energía, sus conocimientos, su moralidad y éstos con toda su experiencia, su amoralidad, su legalismo particular. El bien de un lado, el mal de otro. Todo vitalidad y amor constructivo en un flanco, todo senectud y muerte en el otro. Este libro se ha estructurado con mi mejor anhelo de servir al Perú. El desprestigio que el gobierno del señor Sánchez Cerro pensó hacer del Partido Aprista, ha repercutido esencialmente contra todo el país. El concepto que he encontrado aquí de la tierra de Haya de la Torre es el más triste. Y yo ahora me encargo de esclarecer ese concepto, de levantar esos cargos. El daño que se pensó hacer al enemigo, ha rebotado sobre toda la nacionalidad y el salvajismo aquel que se hizo público, ya verán los lectores a que
sector peruano ha correspondido. El pueblo es todo nobleza y sus clases encumbradas, parapetadas en el Poder, hicieron gala de métodos que han sacrificado el noble concepto que se tenía del Perú. Quiero que este libro circule por América. Quiero que se borre esa mancha de sangre emanada de la acción borrascosa y turbulenta del sanchezcerrismo. A eso voy y pretendo seguir adelante, conforme las circunstancias me ayuden. Soy un hombre de bien. El único delito que he cometido es haber revolucionado contra Gómez. Soy un hombre viejo y la única edad que tengo es la de la juventud del Perú
Se acabó de imprimir este libro en la EDITORIAL “HORÓSCOPO”. El veinte de marzo de mil novecientos treinticuatro, bajo la dirección de su Director propietario y . fundador.