En Miguel Dalmaroni y Geraldine Rogers (editores). Contratiempos de la memoria en la literatura argentina. La Plata: EDULP, 2009, pp. 15 a 37.
NB: los apartados de lectura obligatoria para la Unidad 1 del Programa 2013 son "La lengua muerta del pasado" y "Trauma, resto y presentización".
Lo que resta (un montaje) Miguel Dalmaroni
Porque la nominación de un acontecimiento […] es siempre poética: para nombrar un suplemento, un azar, un incalculable, hay que abrevar en el vacío de sentido, en la carencia de significaciones establecidas, en el peligro de la lengua. Hay por consiguiente que poetizar, y el nombre poético del acontecimiento es lo que nos lanza fuera de nosotros mismos, a través del aro encendido de las previsiones. Alain Badiou (90)
Las vanguardias artísticas y el cine exploraron, como sabemos, las posibilidades del montaje y lo pensaron como un modo de nominar el acontecimiento, lo que poco después sería retomado y expandido por toda una tradición crítica que seguramente tiene en su centro a Walter Benjamin. Los fragmentos que siguen se confían en buena medida a los efectos del montaje como método crítico porque el conjunto rodea una hipótesis que pide alguna clase de montaje: la que sostiene que –tal como la conocemos, es decir en los contextos tramados por la dominación– “literatura” refiere no sólo a una serie de prácticas y dispositivos culturales sino además a una clase de acontecimiento que, como en otras experiencias emparentadas con la del arte, resta. El resto es ese “suplemento”, ese “incalculable”, que se efectúa y nos afecta como tal porque nunca hay para él, en rigor, una memoria de “significaciones establecidas”. El linaje de la hipótesis podría remontarse hasta la antropología de ese Marx que, impugnado por “joven” o “romántico”, propuso que la condición humana residía en su carácter excedentario; e incluye a pensadores del resto más recientes como Lacan, Derrida, Agamben, Georges Didi-Huberman, entre los principales, o a Jorge Panesi y Tamara Kamenszain en la crítica argentina. Todos, de un modo u otro, se han preguntado qué resta al otro lado del “aro encendido de las previsiones”.
I. Restos de la literatura “He olvidado quién soy” El lector de Si esto es un hombre recordará sin dudas el sitio clave que ocupa la literatura en el relato. Hacia los días de la primavera de 1943, es decir promediando el lapso de los once meses de su cautiverio en el Lager, Primo Levi ubica un episodio de intensa ambigüedad, uno de los pocos momentos de auténtica dicha –quizás el más dichoso– y a la vez de la más siniestra y fatal premonición. Se trata del capítulo titulado “El canto de Ulises”, sobre cuyo final el narrador cree entrever, “en la intuición de un instante, tal vez el porqué de nuestro destino, de nuestro estar hoy aquí” (Levi, Si esto 147). Mientras caminan acarreando juntos la marmita del rancho del mediodía, el Pikolo Jean –que habla con fluidez el alemán y el francés– pide a Levi que le enseñe italiano, y éste lo hace utilizando fragmentos del Canto Vigésimo Sexto del “Inferno”, donde a pedido de Virgilio, Ulises narra la historia de su muerte. Dante nos ofrece el relato del funesto final y del castigo eterno que ha recibido el personaje homérico debido a su compulsión de arrojo, a la insensatez del último y más temerario de sus viajes: traspasar las columnas de Hércules para conocer la parte prohibida del mundo (Ulises navega por el Atlántico hasta las antípodas y se encuentra con la montaña del Purgatorio, vedada a ojos de los vivos, ante la que entonces naufraga y perece por designio divino). Pero en el testimonio de Levi, ese sentido explícito del texto se halla completamente trastrocado, y no porque el autor –un italiano ilustrado– pudiese ignorar la interpretación casi universal y clásica de uno de los pasajes más célebres de la Comedia que, evidentemente, se contaba entre sus preferidos. Se trata, en cambio, de una alteración substancial del significado del episodio producida por su presentización, es decir por su ocurrencia en el presente y por el presente del contexto de enunciación: el sueño imposible de libertad por parte de un judío esclavizado en los campos de exterminio del nazismo. La substitución del significado del texto que, sin presentarla en lo absoluto como tal, Levi recuerda haber hecho durante la caminata, es muy clara: Ulises es quien, fuerte y audaz, ha roto una atadura y se ha lanzado a sí mismo “más allá de una barrera”. “Nosotros –agrega Levi– conocemos bien ese impulso”. El lector de Si esto es un hombre ya sabe bien que “nosotros” significa sin lugar a dudas los condenados, los no-hombres, los muertos vivos de Auschwitz. Y que la “barrera” es el cerco electrificado del campo. De entre los versos y fragmentos que –a diferencia de
otros que no puede reconstruir– Levi recuerda bien mientras camina con su amigo enseñándole la lengua del Dante, está el que reza: “misi me per l´alto mare aperto” (Inferno, XXVI, 100; Levi, Se questo 121): De éste sí, de éste estoy seguro, estoy en condiciones de explicárselo a Pikolo, de distinguir por qué misi me no es je me mis, es mucho más fuerte y más audaz, es una atadura rota, es lanzarse a sí mismo más allá de una barrera, nosotros conocemos bien ese impulso. La alta mar abierta: Pikolo ha viajado por mar y sabe lo que quiere decir, es cuando el horizonte se cierra sobre sí mismo, libre, recto y simple, y no hay más que olor a mar: dulce cosa ferozmente lejana. (Levi, Si esto 145)
Pocas líneas antes, cuando se dispone a iniciar la peripatética lección de lengua italiana para su amigo, Levi se ha preguntado: “… El canto de Ulises. Quién sabe por qué me he acordado de él” (144). El lector atento ya sabe que ha sido a causa de la “playa” y el “agua”, presentizados la primera por un accidente imprevisto de memoria sensorial involuntaria, la segunda por la lengua italiana misma: cuando sale del agujero en que está trabajando para hacer el camino del rancho, Levi se refiere al “esplendor del día”, anota que “Estaba templado”, y que “el sol levantaba de la tierra grasienta un ligero olor a barniz y a alquitrán que me recordaba una playa cualquiera de mi infancia” (143). Durante el primer tramo de la caminata, los dos amigos se cruzan con “Limentani, el romano”, de cuyo diálogo con Levi, Jean retiene y “repite riendo” algunas palabras: “—Zup-pa, cam-po, ac-qua” (144). El impulso de fuga de Ulises –ya no la memoria cultual y reproductiva de la recitación de Dante– no viene de ninguna parte sino que irrumpe por lo presente –un olor, una conversación– y produce un ahora tendido a su por venir. Por eso, de ningún modo es un juego retórico, sino el acontecer de una operación activa, el hecho de que “un agujero en la memoria” de Levi elimine como “no utilizable” el fragmento en que Ulises se culpa de haber sobrepuesto su ardiente deseo de conocer el mundo a las virtudes domésticas debidas a Laertes, a Penélope y a su padre anciano (145). El desafío de esos valores de la sensatez, igual que el de traspasar el non plus ultra de Hércules en el umbral del Mediterráneo, son descubiertos con fervorosa urgencia, como por primera vez, por el narrador; resultan consecuencias libertarias del argumento con que Ulises arenga a sus viejos marineros como a una fila de Häftlinge que no quisieran resignarse a las cámaras de gas: “Fatti non foste a viver come bruti / Ma per seguir virtute, e conoscenza” (Inferno XXVI, 119-120 ; Levi, Se questo 122). En la relectura mental de Primo Levi cautivo en Auschwitz, la arenga del
rey de Ítaca para convencer a sus hombres de transgredir la interdicción divina no conserva nada de esa pragmática artera con que el Ulises de Dante recuerda haberla pronunciado. A la inversa, suena a oídos del judío cautivo “Como si yo lo sintiese también por vez primera: como un toque de clarín, como la voz de Dios. Por un momento, he olvidado quién soy y dónde estoy” (Levi, Si esto 146). Misi me: fuera de mí, soy Ulises arrojándome al otro lado de las alambradas. Pero también el final del canto del héroe ha sido invertido en la experiencia de Levi: el castigo contra el que se arroja Ulises es fatal en los dos casos, pero mientras para el Ulises de Dante es un final merecido y dictaminado por Dios, en las memorias de Primo Levi se trata de la más injusta inminencia de una condena a muerte. No es por el recuerdo letrado, sino en el acontecimiento sin pasado del infierno nazi que la literatura sabida de memoria se rehace en el exceso de un presente que testifica un fuera de sí.
“El ancho desierto” Uno de los pasajes posiblemente más recordados del Don Segundo Sombra de Güiraldes es el percance de Fabio con el cangrejal, en el capítulo XV de la novela. El cangrejal marca el fin de la tierra firme, es una señal macabra de la muerte y es su agente. Pero el cangrejal de la novela de Güiraldes es al mismo tiempo, y tal como se lo interpretó, una representación figurativa de la ciudad. De la ciudad moderna de los años veinte, ya ocupada por la política de masas y por las tecnologías de la modernización: un mundo nuevo que el gaucho anacrónico, muerto y fantasmal de Güiraldes repudia y teme (Pastormerlo). Dombey e hijo, la novela de Dickens, también está protagonizada por una adolescente. Las peripecias de la trama, que se ensañan con la suerte de Florence, ponen a la muchacha no una sino dos veces en una situación sin nombre: se encuentra de pronto perdida y sola en medio del ajetreo confuso y acelerado de las calles populosas del Londres industrial, un territorio de relaciones nuevas de cuyo contacto se mantuvo alejada por la reclusión doméstica y las tradiciones de clase. Y entonces, tras describir “el estrépito y el tumulto de la batalla diaria” en las calles, Dickens anota esta frase: “She [Florence] thought of the only other time she had been lost in the wide wilderness of London –though not lost as now–” (412-413) (Recordó la otra ocasión única en que
había estado perdida en el ancho desierto de Londres –aunque no tan perdida como ahora–).1 Los acontecimientos históricamente relevantes –digamos– a que aluden las dos novelas son los mismos: eso que la revolución industrial y la revolución democrática han hecho de la ciudad. Pero hay entre las dos imágenes una diferencia sustancial, diría incluso drástica, debida no sólo a que casi setenta años separan un texto de otro: Güiraldes inventa un símil pampeano del sentido común cultural; le hace descubrir al reserito Fabio Cáceres lo que el autor y el lector ya sabíamos, es decir lo que la memoria ya sabía: que la ciudad moderna es un hormiguero humano. El cangrejal es un símil del hormiguero, que es un símil de las calles ciudadanas transformadas por la modernidad. Pero además, el discípulo de Don Segundo –ese maestro del pasado– resuelve su aversión de una vez: el encuentro con el cangrejal no se repite, porque lo ya sabido permite codificarlo, echarlo al acervo cristalizado de la memoria (allí mismo de donde provino). En cambio, para aprehender el espesor real de la experiencia Dickens se deshace del sentido común, como si lo ignorase a medias: para esa experiencia nueva que aún no es historia sino, más bien, un inquietante advenir de lo no vivido, inventa una figura capaz de producir el mismo efecto de desconcierto, una figura hasta ese momento inexistente, jamás dicha en la lengua sociable de la memoria: para la racionalidad o para el sentido común, la Londres del siglo XIX, la Londres que ya hasta comenzaba a ser atravesada por ferrocarriles urbanos, resulta impensable bajo la figura de un extenso páramo o un ancho desierto: en “wilderness” resuena de modo secundario la imagen de la “jungla”, pero la palabra refiere primero y directamente a un territorio deshabitado e inculto. Dickens sabe, digamos, que puede haber efectuación artística de la materia real del acontecimiento, sólo si se abandona el pasado que nos sujeta en las cadenas de lo decible, en la repetición que hace de nosotros marionetas más o menos dóciles de una memoria ventrílocua. Por eso, por supuesto, los lectores ilustrados contemporáneos de Dickens sostuvieron, convencidos, que sin dudas escribía mal. No se trataba, claro, de una cuestión de gramática: Dickens entendió que para dar cuenta de la experiencia de abandono y de soledad extrema de quien de buenas a primeras se ve solo en medio de la metrópolis moderna, había que activar artísticamente una figura que produjese una incongruencia severa entre lo perceptible y lo sentido (es decir una figura restante). La 1
Debo mi interés en la novela y en este segmento a los análisis que Williams le dedicó, especialmente en El campo y la ciudad (291 y ss.).
frase “Dickens escribía mal” significaba Dickens no escribe como se ha escrito, nada de lo escrito está escrito así, no hay archivo de una escritura semejante. Pero además, la Florence de Dickens no configura esa forma paradojal de la experiencia de la ciudad la primera sino la segunda vez que se pierde, y en esa segunda oportunidad el extravío es aún mayor que antes (“though not lost as now”); la repetición establece la persistencia, diríamos la substancia restante del conflicto, que resulta confirmada por el modo en que el relato la nomina: “desierto”, esto es una inapropiada metáfora contrario sensu; no “hormiguero” u otro símil del estilo, esto es no una metáfora recta, destinada al intercambio aproblemático. A la vez, lo que hace Florence cuando, esa segunda vez, deja emerger la nominación paradojal de la experiencia es recordar la primera vez. El recuerdo, así, lejos de dar sentido al presente mediante lo sabido, es la efectuación donde insiste la resistencia de lo inaudito. Que aquella primera vez esté cronológicamente en el pasado se vuelve, así, irrelevante, porque el acontecimiento, como ciertas pesadillas, resta: a la memoria le falta el nombre que permita hacerlo pasar, dejarlo atrás. Los dos textos proponen configuraciones de un conflicto, no su supresión. Pero mientras la de Güiraldes es una memoria edificante, porque es una configuración de la certidumbre, la de Dickens es una memoria del trauma, porque la incongruencia sobra allí ante nosotros y sigue perturbando.
“La verdad de la experiencia temporal” Lo que sigue es el breve relato de un episodio privado y se supone que verídico, y dice así: Hace algunos meses, un amigo de la infancia me vino a visitar para hablarme de problemas personales que experimentaba en una forma por demás dramática y acerca de los cuales quería conocer mi opinión. Me hizo un relato que yo calificaría de faulkneriano, del cual, en un principio, no entendí nada, aunque disponía de casi toda la información indispensable. Al cabo de unas cuantas horas, empecé a comprender: mi amigo me contaba, al mismo tiempo, tres o cuatro historias homólogas y entrelazadas, es decir, la suya propia, la de su relación con su esposa, fallecida pocos años antes, de la cual sospechaba que lo había engañado con su hermano mayor; la historia de su hijo, la de la relación de este último con su novia, a la que reprochaba su falta de “seriedad”; la historia de su madre, observadora silenciosa y misteriosa de estas historias, más algunas historias secundarias. No
identificaba cuál de las dos historias principales, es decir la suya propia o la de su hijo (en la cual estaba en juego el futuro de la relación entre el padre y el hijo a través del futuro de la explotación y de la propiedad), era la más dolorosa; cuál servía para enmascarar a la otra o para contarla en forma velada, gracias a la evidente homología entre ambas. Lo que sí es seguro es que toda la lógica del relato descansaba en la ambigüedad permanente de las anáforas (nunca supe si los pronombres “él”, “éste” o “ella”, entre otros, se referían a él mismo, a su hijo, a su esposa o a la novia del hijo, sujetos todos ellos intercambiables, cuyo carácter sustituible formaba la base misma del drama que él experimentaba). Ahí vi con toda claridad hasta qué punto las historias de vida lineales, con las cuales se conforman a menudo los sociólogos y etnólogos, son artificiales. Y las investigaciones en apariencia más formales de Virginia Woolf, Faulkner, Joyce o Claude Simon me parecen ahora mucho más “realistas” (si esta palabra tiene algún sentido), más verdaderas desde el punto de vista antropológico, más cercanas a la verdad de la experiencia temporal, que los relatos lineales […]. (Bourdieu 152)
La narración está tomada de una entrevista al sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien se aplicó durante décadas a desmitificar las ilusiones de la crítica literaria cultual, y a describir las determinaciones sociológicas del arte moderno entendido como el terreno de una lucha política en el contexto de la división capitalista del trabajo. Contra las expectativas que, así considerada, una autoría como la de Bourdieu pudiese anteponer, me interesa subrayar en el relato, sobre todo, el espesor empático de la escena, narrada por quien ha sido tocado y perturbado por ella: la primera persona nos confiesa un trance de intimidad, de la suya propia, por contigüidad con la confesión de otro muy próximo, la confesión dramática de un amigo de la infancia. Porque, a pesar de que el narrador toma distancia analítica rápidamente, hay un momento en que necesita suspenderla –no importa si aquí de modo más o menos artificioso o deliberado– para que sus lectores podamos ver el momento del trance en que, conmovido por la aparición de eso para lo cual el otro no encuentra palabras, él tampoco entiende nada. El momento en que al analista Bourdieu la falta que resta, sin más, se le presenta, el momento en que, como suele decirse, se le queman los papeles de lo que cree saber y poder y en que, a la vez, todo lo pasado –su biografía común con el amigo– se agolpa en la irrupción del encuentro y de su imprevista intensidad. La operación analítica, que es posterior al trance –calificar de “faulkneriano” el relato del amigo– puede derrapar más o menos inadvertidamente en una reducción formalista o realista, pero viene a declarar, a su vez,
que ha sido cierto arte lo que ha permitido dar nombre a la experiencia. Mejor, la literatura –la de Faulkner en este caso– es el atajo que encuentra Bourdieu para reconocer y hacernos reconocer que la experiencia, ese momento en que el sujeto está transido, no tiene nombre y a la vez no ceja de pujar por hablarse. En efecto, ¿qué significa o qué resuelve la calificación “faulkneriano”, más que la adscripción analógica del trance a un nombre propio, a una firma cargada de prestigio cultural, es decir de supersticiones ideológicas? En la confesión de Bourdieu, el argumento formalistarealista tiende a camuflar el hecho de que, como en el relato de su amigo, cuando esa descomposición del sujeto se produce ya no sabemos, ya no podemos entender –lo mismo que en ciertos puntos de las novelas de Faulkner o de Virginia Woolf– nada. Lo que la literatura nos dice, lo que –más bien– la literatura nos hace, así, es pasarnos por un trance en que la subjetividad y su pasado no pueden ya hablarse sino abrir sus flancos de fuga. Hay desujeción, porque no hay lengua social o cultural disponible –porque ya no hay sentidos heredados ni tradiciones dadoras de significado– para el momento en que la distancia ha quedado suprimida, el momento en que yo (el que narra la confesión del otro) es el otro (el amigo de la infancia). El símil formalista de Bourdieu, luego, no descifra el sentido, apenas nos propone la ocurrencia de una familiaridad retórica o formal: suena como Faulkner. El que narra la confesión del amigo no nos dice (¿no puede decirnos?) qué opina del drama y, luego, pragmática y prescriptivamente, cuál sería su final, su final feliz o trágico pero posible. El relato del trance resta y, por contraste, señala una falta en el análisis de Bourdieu. Falta saber qué hacer con esa sobra. La literatura, nos revele o no algo que no sepamos de nuestra condición histórica, se ocupa antes que nada de suspendernos en la incertidumbre. Precisamente, es de lo que se trata en el ejemplo del relato angustiado del amigo: el estilo faulkneriano, la literatura, a diferencia de lo que pasa con el relato lineal de la sociología, resulta preferible para dar cuenta del espesor real de lo vivo porque dispersa, mezcla, confunde, y suspende el telos narrativo, la moraleja o el mero final, el cierre o la clausura. El arte, afectando los recuerdos y los vestigios en la intensidad de su coagulación súbita en presente, nos pone en una situación efímera pero indeleble de algo que resulta incómodo nominar como libertad, sin dudas demasiado perturbadora para que dure y se establezca.2
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Aquí conviene aclarar que la noción de “resto” es discontinuista, y por tanto ajena e incluso antagónica a la “durée” bergsoniana, tal como lo plantea el Benjamin que comentamos más adelante.
II. Restos de la crítica La lengua muerta del pasado Que el pasado es una calificación con que carga de modo inexorable nuestra posibilidad de darnos experiencia es algo que, parece, la filosofía –o las filosofías del tiempo– sabrían desde siempre. Aunque la experiencia no sea sólo simbólica es, entre otras cosas, una materia configurada por la argamasa de los símbolos y, dichas o calladas, de las palabras. Así, por más que siempre empuje el hoy y prefigure lo porvenir a veces de un modo muy poderoso y sin advertirlo, no habría palabra ni escritura ni literatura que no esté atada fatalmente también al pasado, aunque más no fuera al pasado inmediatísimo la conjetura que acabamos de pronunciar o de imaginar, pongamos por caso, acerca del futuro más remoto. Lo que experimentamos es lo que hablamos y que, a la vez, se nos habla: pasando al ritmo de su propio transcurrir, será siempre lo sido antes de lo que ahora –en un ahora que, dicho, ya pasó– esta constituyéndonos. Nuestras palabras estarían condenadas (o destinadas, según se mire) a la Historia y sus Lenguas, es decir a las previsiones y a los juegos de un orden dado, aun cuando dejen emerger entre brumas lo más otro, lo del todo otro; y las sentencias con que el presente del indicativo regala poder político al que sabe (“la fuerza que actúa sobre un cuerpo es directamente proporcional a su aceleración”, “Dios es uno y trino”, “todo contrato de compra y venta de personas es un crimen”, digamos, y así) serían apenas conjeturas acerca de lo que habrá de ser según lo que ya ha sido y recordado en el presente ficcional de la gramática de la ciencia, de la religión o de la ley, allí donde siempre habla lo previsto, el pasado. Y aun así, también se ha no sólo entrevisto sino hasta insistido con énfasis en que las cosas podrían darse de otro modo: toda una tradición de pensamiento crítico o filosófico que empezó mucho antes de que la llamada “modernidad” bautizase de “arte” a ciertas actividades, todo un linaje de testificaciones del pensar, digamos, viene hablándonos de una ocurrencia, un suceder difícil de nombrar, algo que encontraría en la literatura y en el arte no sus predios exclusivos pero sí algunos de sus casos menos escurridizos. El nudo de ese raro evento sería una pura, una imposible emergencia presente de la falta que, lejos de escaparse como arena de las manos, resta latente en esa cosa que nos perturba y nos toca en lo que llamamos obra de arte. Como si dijésemos: el arte viene a advertirnos que sólo ocurre (que no ocurre otra cosa que) una guerra entre pasado y
presente, una batalla incesante entre lo dicho y lo indecible que sin embargo se obstina en ser hablado y mostrado y empuja y se difiere, por lo tanto, a una inminencia, temida o deseada pero aún vacía . Entre las sagradas escrituras de nuestra biblioteca más fatigada hay un texto de Marx, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, que en un puñado de figuras iniciales trazó las bases de una teoría materialista del tiempo; o mejor: una teoría prescriptiva, política y anti-cronologicista de la historicidad, la experiencia real del tiempo como una inminencia que puja contra un pasado que la oprime y amenaza reducirla a sí, un pasado que amenaza con evitar que ocurra lo que parece ya producirse. Producirse, ocurrir: soltarse los lazos de lo ya sabido, dicho y sucedido. Me permito recordar una vez más esas figuras del texto de Marx. La primera señala un olvido de Hegel. Marx recuerda que Hegel habría escrito que “los hechos y personajes de la historia se producen, como si dijéramos, dos veces. Pero –avisa Marx– [Hegel] se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez como farsa” (15). En la prosa mordaz e injuriosa de Marx, la farsa es por supuesto la reproducción, el retorno fastidioso de lo ya sabido, de lo que una y otra vez ya ha sido. La tragedia, en cambio, es el nombre literario del acontecimiento, aquello de lo cual puede decirse sin titubeos que en efecto ocurre. Para Marx, no podría decirse en rigor que haya hechos “históricos” que se produzcan por segunda vez, porque si en lugar de meramente repetirse algo en efecto se produce, ya no pertenece al pasado: trágico, acontece. Es puro presente-futuro. Marx agrega pocas líneas más adelante: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos” (15). Para Marx estamos muertos. Si somos lo vivido, somos muertos. Lo vivo, lo que hace tales a los vivos, es en cambio lo que aún no ha sido –en el texto de Marx, la disposición “a revolucionarse” (15, énfasis mío)–. Por eso lo vivo que hay en los vivos conduce al miedo, dice Marx, al temor de esos muertos que somos, el temor de eso muerto –es decir de eso ya dicho, sabido, sucedido– que la Historia ha hecho de nosotros (digamos, y si nos tomamos en serio una crítica radical de nuestra condición histórica, como lo es la de Marx: yo, Sujeto). La segunda figura del texto es una figura lingüística. Marx dice que ese muerto de miedo, ese vivo que –oprimido por el pasado– disfraza de vejez venerable su disposición a revolucionarse, “es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo”. Únicamente será capaz de asimilar “el
espíritu del nuevo idioma” y de “producir libremente en él cuando se mueva dentro de él sin reminiscencias y olvide en él su lengua natal” (16). Digamos: Lutero habría alcanzado a vivir en Lutero sólo cuando, olvidado del disfraz del apóstol Pablo con que el miedo de Lutero invistió la inminencia de lo vivo que latía en él contra sí, fue nomás Lutero. Nada cambia, es decir nada ocurre, nada acontece si se sigue hablando “la lengua natal”, que es la lengua muerta de la Historia. Por eso Marx completa esa serie de figuras cuando escribe que la revolución del presente-futuro (en su caso la revolución del siglo XIX)
“no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir […] La
revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos” porque el “contenido” del acontecimiento, si es tal, “desborda la frase” disponible, desborda la poesía ya escrita. Es entonces y sólo entonces –al efectuar un acto poético que, en tanto tal, no tiene pasado– cuando puede decirse que “los hombres hacen su propia historia” (17). Creo que no es difícil notar que en Marx, entonces, el acontecimiento sólo se efectúa como falta: es lo ausente que eso que vive en lo que aún no somos demanda, eso ausente que lo vivo pide a gritos ensordecidos por el miedo. Diría: se trata del acto poético, es decir de la efectuación poética y no de la poesía efectuada. De un futuro que se hace presente en la demanda o la compulsión en que vive lo vivo (es decir, un futuro incumplido porque, cumplido, ya hubiese pasado). Marx ya había adelantado esta lógica de su teoría del tiempo en los Manuscritos de 1844, cuando criticaba al comunismo primitivo y a quienes lo levantaban como “una prueba histórica, una prueba en lo existente” del inminente alumbramiento del comunismo; ese “ser pasado” –subraya Marx– del comunismo “contradice la pretensión” de la inminencia futura del comunismo (142). En tanto pasado, parece decirnos la lógica de Marx, no puede ocurrir: solo podría repetirse como farsa, se diría. La cuestión nos devuelve a la Florence de Dickens porque nos hace notar que en el episodio –que literal y narrativamente se repite– no hay repetición sino restancia: el acontecimiento sin nombre sigue estando allí, como si el tiempo no hubiese pasado, hasta que el habla insistente del relato, la segunda vez, le da ese “nuevo idioma” imposible. En la novela, la “lengua natal” de la cultura (que, por supuesto, Dickens conoce bien) juega su imprescindible papel porque –como en la confrontación de Marx– está allí para confesar una y otra vez su impotencia, para que la poética del acontecimiento se ajenice de ella como de lo Otro del pasado. De modo que las
insistencias de Marx proponen no una mera o simple discontinuidad, sino una discontinuidad problemática y contenciosa entre pasado y presente: el uno se agolpa contra su propia monoglosia para que el otro hable, y el momento de la comparación sintomatiza la ocurrencia del conflicto que pide y anuncia la amenaza de lo que viene. La experiencia de Levi aquel día narrado en “El canto de Ulises” presenta, como puede verse, un movimiento parecido: así como “desierto” nomina en Dickens lo contrario de lo que significa para el archivo de la lengua, la recitación presente de los versos dice para Levi una transgresión deseada y libertaria, es decir de signo contrario a la transgresión pecaminosa del Ulises de Dante, y a la vez probada como imposible, impensable desde el interior de lo vivido en el Lager. Aquí no hay disfraz con las prendas literarias del pasado, porque lo que se conserva y se repite es nada más que algunos restos del material pero no su contenido. Aquí el contenido, precisamente, ha desbordado la frase disponible y por eso la fragmenta por el trabajo selectivo del olvido.
El silencio elocuente del sentir La fórmula “structure of feeling” que inventó Raymond Williams para nombrar “la experiencia real” que algunas prácticas como la literatura y el arte son capaces de testificar, tiene de modo deliberado esa gramática que en español traducimos con el gerundio: lo que se está viviendo (y no lo que, en cambio, se piensa, se cree, o se cree saber que se está viviendo). En algunos momentos decisivos de la obra de Williams, la literatura y el arte se definen o, más bien, se figuran, como “presente”, como resto presente y como “experiencia” de presente (esto es, como experiencia en su sentido de acontecimiento, no de saber acopiado). En 1954, Williams escribió que cada vez que comparamos una obra de arte con “la totalidad social observable”, algo siempre sobra (“Preface” 21-22). En La larga revolución reiteró la hipótesis del arte como resto (57) y agregó que no es nunca el sustituto de ningún otro tipo de comunicación, porque expresa algo que ningún otro elemento de la organización social puede expresar: “la vida real” (58). “Más allá de cierto punto”, dice Williams, ese presente vivo, que sólo en prácticas como el arte despunta y es perseguido, “difícilmente pueda ser comunicado, y a veces ni siquiera descripto” (44); “una experiencia que al parecer no es comunicable” sino en el modo del arte que, en rigor, ya no sería “comunicación” sino pura “cualidad de presencia” (46). La estructura del sentir, eso que sólo es mientras, no representa entonces el horizonte de socialidad del que la literatura da cuenta. Es, por el contrario,
eso que el arte actúa contra su horizonte de socialidad, y que en 1973 Williams convierte en el propósito mismo del trabajo crítico: no describir ni explicar lo sucedido, sino “sentir el cambio” (El campo 32). Actuar y ser actuado por lo presente que irrumpe en la experiencia de lo inminente. Poco después, en 1976, definiría “experiencia presente” como un sinónimo de la efectuación total del ser social, “el tipo más pleno, abierto y activo de conciencia” que “además del pensamiento incluye el sentimiento” y se caracteriza, así, por “una autenticidad e inmediatez incuestionables” (Palabras clave 138-140). Al año siguiente Williams publicó Marxismo y literatura, el texto donde de modo más definido proporcionó su definición culturalista, historicista o post de “literatura”: una distinción operada por la compartimentación burguesa de los discursos para controlar “la multiplicidad del acto de escribir” en el contexto de específicas relaciones de dominación. Sin embargo, en ese mismo libro, Williams muestra a la vez que esa definición civil y profiláctica de literatura no es la que más le interesa. Porque, también en este libro, sigue siendo en prácticas del tipo del arte y la literatura que resulta posible “la innegable experiencia del presente”, la experiencia de la “presencia viviente”, esto es del ser-real-material-para-nosotros (Marxismo 150). “La producción del arte no se halla nunca ella misma en tiempo pasado” y consiste en ciertas “presencias” que tienen “la primacía” de la realidad (151). Es en tales presencias y sólo en ellas donde emergen “las tensiones experimentadas, los cambios y las incertidumbres, las formas intrincadas de la desigualdad y la confusión” que “se hallan en contra” no sólo de “la reducción” sino hasta del “propio análisis social” (152). La conjetura central es también aquí la de la inminencia, porque se trata “a menudo [de] una inquietud, una tensión, un desplazamiento, una latencia: el momento de comparación consciente que aún no ha llegado, que incluso ni siquiera está en camino” (153, énfasis mío). “Experiencias, para las cuales las formas fijas no dicen nada en absoluto” porque se trata siempre de “cambios de presencia” (154), para cuyo reconocimiento “el tiempo pasado” es “el obstáculo más importante” (155). Para el Williams de Marxismo y literatura, “el verdadero contenido social” del arte y la literatura es esa “articulación de presencia” que se halla “en el mismo borde de la eficacia semántica”, nunca en su interior (158 y 157). En la prolongada entrevista que mantuvo con los jóvenes de la New Left Review y que se publicó en 1979, Williams puntualizó que “la estructura del sentir siempre existe en el tiempo presente, gramaticalmente hablando” y que penetra lo que se percibe sin cesar como “una ancha extensión oscura”, que persigue “ver lo que no es visible”, “la realidad
básica de la sociedad que ciertamente no es empíricamente observable”, “el nuevo sentido de lo oscuramente incognoscible” (Politics 163; 171, traducción nuestra). Y cuando sus entrevistadores le plantearon sus severas reservas acerca de esa noción de experiencia tan “plena”, “auténtica” e “inmediata”, es decir tan sospechosa, Williams respondió: “one has to seek a term for that which is not fully articulated or not fully confortable in various silences although it is usually not very silent. I just don`t know what the term should be” (168). Menos como disculpa que como insistencia en su testimonio de sí, Williams parece estar rodeando la obstinación de ese silencio no silencioso, eso para lo que no dispone de lengua porque resta una vez que se han agotado los catálogos de tradiciones, códigos y decires disponibles para darle nombre; parece estar diciendo que de esa falta –más aún, de esa primera persona del singular que sólo puede decir: no sé– es precisamente de lo que se trata. Como si dijésemos: es en ese punto, cuando su hablar la experiencia se queda sin lengua, donde resta la presencia irreductible y por venir de lo real que Williams se resiste a impugnar como mistificación (porque ve allí y mientras la siente, el nudo de lo material). Literatura y arte testificarían, así, un modo de ocurrencia capaz de soltarse de lo social, de sacarse de encima la lápida verborrágica de un pasado que “oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. Pura inmediatez de lo que emerge y se presenta por su falta, el arte tocaría así el horizonte imposible de la desujeción: inutilizar las mediaciones, suprimir el intercambio y, entonces, cortar el discurrir del discurso. Ese espesor severamente asocial del arte –que no quiere pasado, que no quiere el pasado con que la civilización inventa subjetividad– es en Williams la clave de bóveda de una teoría sociológica de la literatura. Lo que “se hace presente” por el arte y en el arte, entonces, no tiene nombre mundano, social, dado y dicho, y sólo puede ser conceptualizado a tientas –igual que en la literatura– con figuras como silencio, resto, falta. En términos a la vez gramaticales y filosóficos, digamos, el arte sobra y resta porque, siendo, aún no ha sido. Por eso mismo, es en la voz de la teoría que se dice falta de palabras capaces de nombrar eso, donde la teoría se justifica ya no como tal –pues se desdice por su propia voz– sino, más bien, como predio de la experiencia y como su testificación. Sólo de ese modo y en ese evento, literatura y arte encontrarían así una teorización vacía pero obstinada que no se les sustraiga y que ocurra. Pero ¿si el presente es “resto” y “sobra”, proviene entonces de un antes, como el efecto presente de un cierto pasado o, en todo caso, de algo que no ha dejado de ocurrir y sigue haciéndolo, como el doble extravío de Florence por las calles de Londres?
Trauma, resto y presentización Uno de los nudos de los debates teóricos y críticos sobre “memoria” debe ser identificado en torno de los alcances que se conceden a la noción de “trauma”: al respecto, puede notarse que el carácter traumático es considerado un rasgo excepcional, irregular o intermitente del pasado en las investigaciones que siguen un impulso pragmático funcional a políticas de la socialidad, un impulso que –en grados diversos– siempre incluye un propósito terapéutico y edificante: entre las más conocidas, la teoría de Dominick LaCapra se previene contra la prescripción de una “cura” del trauma, pero no puede suprimir una sospecha metódica hacia la “empatía” y aboga con claridad a favor de la “distancia crítica” propiciada por la “elaboración”. De modo explícito, la perspectiva de La Capra está gobernada por lo que él llama una “ética”, más bien próxima a una pragmática obsedida por la normatización y por el imperativo de operar políticamente en los contextos posibles de democracia sobre comienzos del siglo XXI. Atravesado por una compulsión de repetición que vuelve su prosa llamativamente reiterativa en cuanto a la vigilancia sobre cualquier desborde, La Capra reduce el universo deseable de la experiencia social y cultural a las necesidades, responsabilidades y exigencias de lo que llama “la vida social”; esta noción parece corresponderse con un presente no traumático, es decir ajeno a la dominación social real, en que una y otra vez se demanda de víctimas y victimarios una entrega a la “reconciliación” y hasta al “perdón” y casi nunca, en cambio, una política de justicia, sentencias y cumplimiento de condenas. Completamente ajena a un consensualismo semejante es la perspectiva de Elizabeth Jelin, que –con resonancias del “trabajo del sueño” freudiano- propone la figura de los “trabajos de la memoria” y acentúa así el carácter procesual y conflictivo, fracturado o paradojal de toda elaboración del trauma; en este sentido, se ubica entre los estudios sociológicos orientados por un impulso políticamente constructivo e identitario que sin embargo no impide pensar y repensar la incertidumbre. A su vez, en no pocos recorridos críticos donde la consideración del arte, la literatura, la experiencia poética o la escritura son centrales, alguna figura del trauma como irrupción o como energía restante ha sido pensada también casi como un sinónimo de la condición de la memoria (pienso, entre tantas, en investigaciones como las de Benjamin, Derrida, Agamben, Didi-Huberman; o, fuera de filiaciones con la tradición psicoanalítica, en
términos de “conflicto” o de “violencia” en teorías como la williamsiana de “tradición selectiva”). En estas teorías es recurrente alguna variante de la figura sintomática del resto en tanto excedencia de falta y vacío que el vestigio no colma (“something remains”, en las formulaciones de Williams; “reste” y “restance” en Derrida). Por una parte, el vestigio ya no resta porque permite que la memoria inicie su construcción bajo la imagen de lo que un sujeto repone: con lo que el vestigio descubre, devuelve e inicia la restitución de algo afectado por la pérdida, el ocultamiento o el secreto. En cambio, el resto como falta supone –incluso cuando pueda entreverse en un borde del vestigio- que algo se sustrae siempre a la memoria en el trance de una contingencia incalculada que no obstante irrumpe: la inminencia del resto, lejos de llenar un vacío ya visto (ya totalizado), abre otro. Como señala Didi-Huberman cuando cita a Farge a propósito de una noción abierta de archivo, “el archivo no es un stock [y…] representa constantemente una carencia” porque cada contingencia que nos descubre abre una grieta en algún relato, versión, estereotipo o expectativa previa, “una fisura en la historia concebida, una singularidad provisionalmente incalificable” (Imágenes 150). No se trata de algo que estuviese antes de su ir abriéndose, no antes de su inquietar lo disponible y restar en el presentarse de su por venir aún ausente. Mediante una figura semejante, Rancière ha caracterizado las prácticas artísticas, que “juegan un papel en la partición de lo perceptible, en la medida en que suspenden las coordenadas ordinarias de la experiencia sensible y reenmarcan la red de relaciones entre espacios y tiempos, sujetos y objetos, lo común y lo singular” (“La política de la estética” 3, énfasis mío). Así, cierto tipo de acontecimientos –los que fue reuniendo el psicoanálisis, o los que se presentan en prácticas que la modernidad distinguió como “arte” y “literatura”, entre otros– darían a las nociones de trauma y de restancia del trauma los alcances de la más larga duración, casi antropológicos, y las pondrían en el papel de motor conflictual de la experiencia social histórica. En este punto, resultan especialmente convincentes estudios como el de Agamben, que mientras reafirma la tesis de Auschwitz como un unicum, sostiene mediante un trabajo teórico ejemplar que la “situación extrema” tiene la tendencia paradójica a convertirse en la “situación normal”, que Auschwitz representa así la situación “de la inmanencia absoluta, la de ser ‘todo en todo’” y que, consecuentemente, “la filosofía puede ser definida como el mundo contemplado en una situación extrema que se ha convertido en regla” (Lo que queda de Auschwitz 50-51). A este principio de análisis se arriba, a su vez, desde una teoría traumática de la subjetividad que recoge las lecciones de la filosofía del lenguaje y de la experiencia del
poeta moderno: “la constitutiva desubjetivación de toda subjetivación” (129). El sujeto y, por tanto, la cultura, no se constituyen sino en y por la falta de eso que, en consecuencia, resta y trauma. La indagación de esta perspectiva, así, puede proseguirse recordando ciertas iluminaciones de Benjamin, que conducen a no confundir la noción de lo restante – trauma o energía reprimidos- con una idea plana, lineal o cronográfica de pasado. Desde nuestra perspectiva (que no es original en este punto, por supuesto), conviene mantener problematizada la idea según la cual lo restante viene del pasado o está en el pasado; por el contrario, el resto puede pensarse como eso que el pasado deja siempre fuera de sí para constituirse como tal (y que, por tanto, lejos de haber pasado, acontece en su estar ocurriendo; o, para retomar una paráfrasis lacaniana conocida, eso que no termina de no ocurrir); por tanto, lo restante está siempre entre el vacío de su presentarse y el porvenir de su inminencia, precisamente porque no ha sido sentido, es decir no puede hablarse en participio pasado pasivo (sólo podría ser sospechado, entrevisto, temido o esperado en la gramática también lacaniana del futuro anterior que retoma, entre tantos, Derrida: lo que habrá sido). Una perspectiva como ésta parece llamar a un uso espacial, y no temporal-lineal, de algunas figuras del psicoanálisis. El “síntoma”, en el sentido en que lo retoma Didi-Huberman –corte, herida, suspensión, desborde de los órdenes de la representación y de la narración (Didi-Huberman, Ante el tiempo 43-47)– no sería entonces tanto un retorno de lo reprimido como, más bien, la irrupción de una inminencia; si retornase, lo emergente sería una reproducción del pasado; pero el inconsciente, como se sabe, es un territorio ajeno a la noción misma de temporalidad. Por supuesto, la lengua y la narratividad nos obligan o nos acostumbran a decir que el pasado vuelve, que el pasado se hace presente. Lo que me interesa notar es que esa fórmula es, en un punto, autocontradictoria; nos obliga a tributar a una concepción cronicista de la temporalidad, según la cual algo reprimido un día de octubre del año pasado y que reemerge hoy, viene del pasado. Lo que conviene razonar o figurarse, más bien, es que algo reprimido un día de octubre del año pasado es lo inminente que resta transcrónico, discrónico o heterocrónico: lo que –difiriente más que diferido- impide que lo real pase, interrumpe el curso y lo pone a inconsistir. Una figura crítica del “resto” que reúna lo que tiene en común con otras como la de “trauma” y la de energía
excedentaria, nominaría no tanto lo que vuelve como lo que puja por advenir, lo que – sin sitio en la temporalidad articulada, está estando por presentarse.3 Por supuesto, esta hipótesis cita al Benjamin que en “Sobre algunos temas en Baudelaire” retoma a Freud mediante la distinción que hace Theodor Reik entre “recuerdo” y “memoria”. “El recuerdo” que apunta a la “desmembración de las impresiones” y “es destructivo”, hace las veces en Benjamin de lo que aquí he rodeado con la figura del resto; mientras “la memoria”, que “es esencialmente conservadora”, se corresponde con lo que aquí anotamos como “pasado”, sentido, disponible (129). Para Benjamin, “recuerdo” son esas imágenes que, como en Proust, “no atienden a ninguna seña de la consciencia e irrumpen en ella de modo inmediato” (129). El recuerdo, estímulo o shock –esa irrupción inmediata e imprevista– es justamente “lo que no ha sido ‘vivido’ explícita y conscientemente, lo que no le ha ocurrido al sujeto como ‘vivencia’” (129). En cambio, cuando “el shock quede apresado, atajado de tal modo por la consciencia, dará al incidente que lo provoca el carácter de vivencia en sentido estricto. Esterilizará dicho incidente (al incorporarlo inmediatamente al registro del recuerdo consciente) para toda experiencia poética” (131). Y Benjamin explica esa esterilización en términos de una reducción a pasado: la “memoria” cumple su función defensiva y conservadora asignando “al incidente, a expensas de la integridad de su contenido, un puesto temporalmente exacto en la consciencia” (132, énfasis mío). Memoria aparece allí, entonces, como una función del olvido, no viceversa. “En su defecto”, es decir cuando, como en Baudelaire, el incidente no es reducido a “vivencia”, “se instalaría el terror”. Baudelaire –el artista, el poeta– es quien precisamente, “antes de ser vencido, grita de espanto”. Es quien está “abandonado al espanto” de esa pura irrupción de lo restante (132). Igual que en Proust o en las novelas de Julien Green, donde ninguna “vivencia”, donde nada “vivido” reemplaza la “presentización” de unas “visiones” que “se quedan ante la aterrada mirada del que despierta” (“Tres iluminaciones” 120, énfasis mío). Como ese linde entre el sueño y la vigilia, lo que resta en la literatura –como en otras experiencias con que está emparentada- puja por dar habla a eso que el sujeto de la cultura no cuenta o que sigue dejando fuera cuanto más cree haberle puesto nombre y haberlo puesto en la cuenta. Por supuesto, con la lucidez 3
La figura de la “energía excedentaria” procura condensar una lectura del Marx que ya comentamos antes: ese para el cual el rasgo distintivo o “genérico” de lo humano reside en cierto conjunto de impulsos que dan curso a deseos que de ningún modo satisfacen necesidades sino que están, justamente, fuera y por encima de la necesidad. En consecuencia, para una antropología que, como la de Marx, pivotea en la idea de dominación, ese excedente siempre es traumático porque siempre ha sido, de diversos modos históricos, sofocado, alienado, reprimido (esto es, expulsado de lo vivible en la temporalidad).
obstinada del sobreviviente que decide testificar de por vida, ésta ha sido una de las principales insistencias de Primo Levi, desde la primera hasta la última página de la Trilogía de Auschwitz.
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