B. Lida de MalMel *
INTRODUCCION AL TEATRO DE SOFOCLES 'i
(i
j-
j
,1V
^
P A E D O S S T U D IO
Esta Introà ícción al teatro de Sójf< las excepcionales dotes histórico-ci ría Ros·;. Lida de Malkiel, investigac tigio internacional, desarrolló la ma le?; listados Unidos, en especial en Berkeley, Uj or California, y recibió honores y distinciones ¡ tros de altos estudios en su especialidad. Sófocles fue, para ella, una compleja síntesis de nes: su poesía se nutre de experiencias centrales,! con los problemas últimos del ser y de la conductj El propósito de este libro es precisamente ser para la lectura de «el más homérico de los trágiel comentario en la revista Sur, Amado Alonso del sólo la lucidez y solidez de su crítica y la e| presentación de la Antigona, el Filoctetes y el sensiblemente concentrada en sus valores poéj además, el encanto de la exposición misma. Editorial Paidós se complace, pues, en publicí ción de esta «pequeña obra maestra», tan espeij estudioso de la literatura y que resultará de ij valor también para el lector que desee introduci mundo apasionante.
María Rosa Lida de Malkiel
INTRODUCCION AL TEATRO DE SOFOCLES
«k
ediciones PAEDOS Barcelona Buenos Aires
Cubierta de Julio Vivas
1.a reimpresión en España, 1983
© de todas las ediciones en castellano, Editorial Paidós, SA IC F; Defensa, 599; Buenos Aires. © de esta edición, Ediciones Paidós Ibérica, S. A .; Mariano Cubl, 92; BarceIona-21. ISBN: 84 -7509-229-2 Depósito legal: B -27.599/1983 Impreso en Romanyá/Valls Verdaguer, 1; Capellades (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain
INDICE
P r e f a c io
p ara
la
segu n d a
mundo Lida
e d ic ió n ,
por Ray7
I. Sófocles, poeta trágico
13
II. Antigona
34
III. Filoctetes
85
IV. Edipo rey
138
PREFACIO PARA LA SEGUNDA EDICION
Recuerdo a María Rosa, muy niña, inclinado el rostro —hora tras hora, domingo tras domingo, ve rano tras verano— sobre las páginas amarillentas de la Biblioteca Clásica: Homero y Virgilio, el teatro griego, los “líricos”, los “bucólicos” . . . Recuerdo su inverosímil intensidad de concentración y entusias mo, sus protestas contra el español ridículo de aquel Sófocles, las cordiales y admirativas carcajadas con que interrumpía su lectura de Aristófanes, su fasti dio (un fastidio muy articulado y fértil) cuando el traductor anotaba sobriamente al pie: “equívoco intraducibie” o, muy especial, cuando ciertos pasajes no aparecían en español siquiera, sino en pudibundo latín. Con cada obstáculo, redoblaba su voluntad de conocimiento inmediato, y muy pronto se sumer gió en el estudio del latín y del griego, y exploró, pluma en mano, las dos literaturas. Programa libre y gozoso, pero inexorable, con que en su espíritu se fue constituyendo una vastísima, nueva, personal biblioteca clásica, al par que se ejercitaban sus ex cepcionales dotes histórico-críticas. Esta Introduc ción a Sófocles sería, después, muestra admirable de cualidades que las grandes obras de María Rosa iban a llevar finalmente a tan rara excelencia. Obras ya no dedicadas a la literatura griega o a la latina, sino, como venía haciendo desde años antes, a la
8
M A R ÍA ROSA LIDA
acción y perduración de las culturas clásicas en las modernas. María Rosa, helenista. No es azar que vibraran de entusiasmo sus estudios ni que con tanta frecuen cia acudiese a su pluma, y a su conversación, el contraste entre el sentir clásico y el moderno. Ha bía en esto mucho más que el honrado afán de comprender las épocas lejanas con el necesario rigor histórico. Había una tensa, alarmada protesta con tra las seducciones —tan siglo xx— del irracionalismo fácil, de la pereza mental (y las inmoralidades y crueldades que suelen acompañarla), del arte con fuso e informe. Había una constante y a veces com bativa lealtad a valores intelectuales tan a menudo despreciados en zonas del quehacer humano que ni razón de ser tendrían si no se rigieran por ellos: adhesión que se expresaba en su afirmar y reafir mar, para el estudioso, los deberes de la observación estricta en lugar de la seudo-intuición, los deberes del conocimiento cuidadosamente documentado, con trastado y pensado en lugar de la “inspirada” seudoidentificación emocional. Pero eran las formas haraganas de la literatura moderna las que hacían a María Rosa invocar, ante todo, el modelo griego —congruencia, reflexiva construcción unitaria—; con tra tanta declamación y desahogo neorrománticos, palabreros y caóticos, subrayaba la sobriedad de aquella literatura de esencias. Es natural que hasta cierto punto justificara el auge de la novela policial Como exigencia de racionalidad, frente a “la novela al uso, desarticulada, sensiblera e indecente”, según escribe en carta a Alfonso Reyes (1959). Tema que la llevaba, en los conversados y animadísimos pá rrafos de esa misma carta, a prorrumpir graciosa
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
9
mente en vivas a Aristóteles, al Edipo rey y a los relatos detectivescos. Su afirmación del supremo intelectualismo del arte griego no excluye distinciones ni jerarquías. Ni siquiera Sófocles fue para ella el solo ejemplo de perfecta arquitectura dramática. Alguna carta suya de 1958 comenta una representación de la Orestía en el teatro griego de la Universidad californiana y exalta a Esquilo por el maravilloso equilibrio de su trilogía y “lo tremendamente teatral que es, con su gran escena de tribunal, votación, empate y des empate”. Pero sí fue Sófocles, para ella, una com pleja y portentosa síntesis de perfecciones, rebosante de vida aún hoy. Unidad de altísima tensión, en un juego de ambigüedades y terribles equívocos; unidad poética soberana que funde la nobleza del tono y —como es natural en "el más homérico de los trágicos”— el realismo de las circunstancias. Y María Rosa acude con toda conciencia a este difícil concepto de realismo, cuya validez reivindi caría firmemente, muchos años después y en muy otro plano, para el arte de Fernando de Rojas y, desde luego, para el de Shakespeare. A su vez la Introducción, ceñida a su oficio de guía para el lector de Sófocles, logra dentro de estos límites una ejemplar dignidad y unidad. Ardor y razonamiento estricto, ímpetu y sordina, todo con fluye en una magistral didáctica, sin didactismo que atraiga sobre sí la atención desviándola : del autor estudiado. Meses después de publicarse la Introduc ción, Amado Alonso la comentó en Sur. “Pequeña obra maestra”, la llamaba ahí con razón, y desta caba no sólo la lucidez y solidez de su crítica, no
10
M A R ÍA ROSA LIDA
sólo la excepcional presentación de la Antigona, el Filoctetes y el Edipo rey, tan sensible y fervorosa mente- concentrada en sus valores poéticos, sino ade más el encanto de la exposición misma. El lector lo apreciará sin esfuerzo. Percibirá, por lo pronto, la admirable antología que a lo largo del libro van formando los trozos —no sólo del teatro de Sófo cles— traducidos por María Rosa del griego, en un sobrio y vigilado español que sabe evitar por una parte todo meloso neoclasicismo y, por otra, el vicio opuesto, la moda opuesta: el falseamiento del tono originario por afán de cotidianidad y afectada cha bacanería. Pero el buen lector comprobará que el encanto de la exposición no se reduce a ninguna simple elegancia exterior. ¿No había fascinado a María Rosa, desde su adolescencia, la profunda com plejidad de un Píndaro, cumbre de lirismo y de invención mitológica, de misterioso “folklore” tra dicional y de elevada doctrina moral y religiosa, todo ello unificado por el canto infalible del poeta? No eran sueltas elegancias y exterioridades las que en sus autores buscaba y analizaba. No podían serlo, como que para ella la más alta poesía era, en primer lugar, mostración de experiencias humanas centrales y eternas. Concepción estética, y ultraestética, que María Rosa ha aplicado minuciosamente a la trage dia de Sófocles (y con extraordinaria elocuencia y vivacidad) como a un excelso paradigma, pero que es indispensable tomar en cuenta para comprender cabalmente la producción íntegra de la autora. Porque esa visión de la literatura suprema —esencialidad, humanidad permanente: clasicismo en su más acendrada significación— recorre en lo hondo toda la ingente obra crítica de María Rosa Lida de Malkiel.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
11
Experiencias centrales nutren la poesía de Sófo cles, no reducible a una serie de arranques líricos, sino enlazada con los últimos problemas del ser y de la conducta. La tragedia sigue siendo rito, y re zuma la crueldad del rito arcaico; pero Sófocles parece vislumbrar una concepción sobrecogedoramente “avanzada” de la vida y la responsabilidad del hombre. Todo esto se nos muestra en continuas comparaciones (y contrastes) con Homero y Esqui lo, con Platón, Heródoto y Píndaro. Inútil insistir en la magnitud y delicadeza de esta red de relacio nes, que no se limitan a la antigüedad clásica. Todo lector de María Rosa tendrá bien presente la increí ble maestría con que ha sabido ella seguir las rami ficaciones de la cultura clásica en la medieval y la moderna, sin excluir la de nuestro propio siglo. No es este el momento de recordar tantos de sus estu dios especiales, y tanta breve y certera observación incidental, sobre las literaturas de occidente, de Dante a Gracián, del Arcipreste a Bécquer, de la Chanson de Roland al Filoctetes de Gide, a la Elec tra de O’Neill o al Homero en Cuernavaca de Al fonso Reyes. Pasmosa es la pericia con que suele po'ner ante los ojos del lector los influjos indirectos, ocultos, desfiguradísimos después de haberse filtrado a través de quién sabe cuántas versiones sucesivas. Pero no conozco, en este sentido, pasaje más revela dor que aquel en que María Rosa, comentando la General estonia de Alfonso el Sabio, señala sus abun dantes traducciones y glosas de Ovidio y, refractados en ese prisma, trozos de la Eneida y de las Geórgicas, de Horacio y Lucrecio, de Tucídides y Homero. El Rey se detiene aquí, con admiración particular, ante la grave belleza de unos versos de la Metamorfosis, y los ofrece al lector en latín y a continuación en
12
M A R ÍA ROSA U D A
romance, “porque son buenos”. Es verdad, confirma sonriendo María Rosa: son buenos. Pues son aqué llos (Metam., I ll, 135-137) en que Ovidio advierte, a propósito de Cadmo y su efímera felicidad, que el hombre debe mantener fija la mirada en el último día, y que a nadie hay que llamar dichoso antes de su muerte y de sus funerales. Son buenos. El Rey medieval ensalza en ese momento, sin sospecharlo, lo que los versos de Ovidio han absorbido de la sabiduría griega, de la historia de Creso y la senten cia de Solón, que la tragedia de Sófocles recoge y transforma. Buenos versos, sí. “C'omo que son en efecto —concluye María Rosa— los versos finales del Edipo rey." R
aym undo
L id a
C
a p ít u l o
1
SOFOCLES, POETA TRAGICO De muchos artistas antiguos (Safo, Esquilo, Fidias, por ejemplo), lo que se sabe de su biografía es tan inseguro, tan escaso y externo, que no merecería discusión aparte: la obra es casi el único documento biográfico. En el caso de Sófocles la biografía es apenas más rica, no menos insegura ni menos exter na. Si vale la pena considerarla es porque, así y iodo, ha creado de Sófocles una silueta olímpica que a su ' vez, ha contribuido eficazmente a falsear la apreciación de su obra. Sófocles es un típico ateniense del siglo de Peri cles; mejor dicho: fue y tuvo todo lo que un típico ateniense de aquella edad hubiera deseado ser y te ner. Nace entre 497 y 496 antes de Cristo, hijo de un rico industrial (fabricante de armas), lo que en Atenas no estaba reñido con las amistades aristocrá ticas de que, en efecto, aparece rodeado. Atleta y músico, gana premios atléticos y de música. Nota blemente hermoso, le eligen para encabezar el coro de niños que celebró la victoria de Salamina (si no es leyenda). Es sociable, jovial y enamoradizo, como ilustran muchas anécdotas de buena fuente. De ca rácter afable y pacífico: en la mala vida literaria, sorprende la amistosa relación de Sófocles con Es quilo, el creador de la tragedia, a quien vence rui-
14
M A R ÍA ROSA LIDA
dosameme antes de cumplir treinta años.1 Así se desprende de Las ranas, la comedia de tema litera rio en que Aristófanes, a la muerte de Sófocles, pinta la peregrinación de Dioniso a los infiernos, en busca del mejor de los dramaturgos. En los infiernos, el viejo Esquilo ocupa el trono de la tragedia; cuando Sófocles llega, le besa y le da la mano y, a s.u vez, Esquilo le hace lugar en su trono. Pero no es menos cordial su actitud con el revolucionario Eurípides: pocos meses antes de morir, Sófocles vestía luto y en un ensayo introducía su coro sin la habitual co rona, en homenaje a Eurípides que acababa de mo rir lejos de Atenas, y con quien había estado en fecunda relación de enseñanza y aprendizaje. Siendo ateniense típico, claro es que participó en la vida pública. La inscripción de 443/442 conserva su nombre como presidente del tesoro del imperio ateniense; en 440 se le designa general “por su éxito en la representación de la Antigona”, dice un argu mento antiguo de esta tragedia; vuelve a serlo más tarde (en 426, como colega de Nicias). Seis años antes de morir (en 412), es uno de los diez conse 1 Plutarco, Cimón, VIII: “En m em oria de ese suceso [tras lado de los restos de Teseo a Atenas] se celebró una contienda de trágicos que se hizo célebre; porque habiendo presentado Sófocles, que aún era joven, su p rim er ensayo, como el arconte Afepsión, a causa de haberse m ovido disputa y altercado entre los espectadores, no hubiese sorteado los jueces del cer tamen, cuando Cimón se presentó con sus colegas en el teatro para hacer al dios las libaciones prescritas por la ley, no los dejó salir, sino que tomándoles juram ento los precisó a sen tarse y a juzgar, siendo diez en 'número, uno por cada tribu: as< esta contienda se hizo mucho más im portante por la mis ma dignidad de los jueces. Quedó vencedor Sófocles; y se dice que Esquilo lo sintió tanto y lo llevó con tan poco sufri miento. que ya no fue mucho el tiempo que vivió en A te nas . . . ” (Traducción de Antonio Ran?. Romanillos.)
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
15
jeros que se encargan del gobierno de Atenas, tras el desastre de la expedición de Sicilia, antes del establecimiento de la oligarquía; y muere a los no venta años, uno antes de la batalla de Egospótamos, que sella la derrota definitiva de Atenas en la gue rra del Peloponeso: hasta en esto feliz. El pueblo que le confería cargos políticos en tan avanzada edad le aplaüdió con entusiasmo. Hay rastro de desavenencia entre Esquilo y su ciudad, y Esquilo murió en Sicilia; Eurípides, en vida, no pa rece haber sido aclamado sino por una minoría de intelectuales, y también murió lejos de Atenas. Só focles venció veinticuatro veces en los certámenes trágicos y, según se afirma, nunca en tercer lugar. Una anécdota, típica de la inventiva griega,2 cuenta que murió repentinamente, de alegría, al recibir la noticia de una nueva victoria escénica. De su ad mirable vejez dan testimonio las siete tragedias con servadas, todas posteriores a los cincuenta, y princi palmente el Filoctetes, representado a los ochenta y siete años, y el Edipo en Colono, postumo. Cuentan además que era muy devoto y, vale la pena recor darlo, no de los dioses olímpicos, demasiado cerebra les, que figuran en sus dramas, sino particularmente de los dioses de la salud: hospedó en su casa a Asclepio, mientras se le preparaba templo digno en la ciudad, y le compuso un peán, cuando se introdujo eLculto del dios a raíz de la peste de Atenas. Por lo cual recibió, a su muerte, adoración como semi diós, mientras sobre su tumba, en las afueras de Atenas, una sirena simbolizaba el hechizo de su poe 2 Conservada por Plinio, H istoria natural, VII, 53: "Murie ron de a le g ría ... Sófocles y Dionisio, tirano de Sicilia, ambos al recibir la noticia de una victoria trágica."
16
M A R ÍA ROSA LIDA
sía. Los poetas cómicos, que no perdonaron a Peri cles ni a Sócrates, ni a Esquilo, y se encarnizaron con Eurípides, gastan con él rara cortesía, y uno de ellos, Frínico, escribía al año siguiente de su muer te: “(Bienaventurado Sófocles ( μάκαρ Σοφοκλήες ), varón feliz y sabio, que murió después de larga vida, después de componer muchas hermosas tragedias! Bueno fue su fin, y no padeció ningún mal.” Unos ochenta años más tarde se levanta en el teatro de Dioniso, en Atenas, su retrato ideal, la estatua de que probablemente es copia el majestuoso mármol del Museo Laterano, que le representa de pie, en vuelto en su manto, en perfecta belleza. Μάκαρ· Σοφοκλήες Pero al hombre moderno, romántico y sentimen tal, interesado menos por los resultados que por los procesos que conducen a los resultados, al hombre moderno que se complace en padecer y sobre todo en verse padecer, no le atrae esta vida de bonanza perpetua: le atrae un Homero ciego, un Camoens mendigo (o se los inventa); le sorprende como cosa prosaica encontrarse con que Virgilio era millona rio, y de la envidiable prosperidad de Sófocles in fiere contento superficial, estrechez de pensamiento: en una palabra, falta de sentido trágico de la vida. Y, lo que es peor, toma las obras de Sófocles para hallar en ellas la confirmación de esta caricatura plácida, originada en la interpretación arbitraria de los pocos hechos que corren como biografía del poeta. Otra causa, aparte la biografía, que ha contri buido a esta interpretación trivial de la obra de Sófocles es su relación con los otros dos grandes
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
17
trágicos. Esquilo y Eurípides dejan una impresión muy neta, y dócil al encasillamiento de la historia literaria. Esquilo, el creador de la tragedia, es el más lírico, el de dicción más oscura, a fuerza de querer verter en imágenes el contenido intelectual de su pensamiento; es el poeta del conflicto teoló gico y ético; el problema de la providencia, de la justicia, del crimen y su expiación en la sociedad es el tema central de la Orestia. Una generación más tarde, Eurípides, discípulo de Anaxágoras y amigo de Sócrates, dentro de un nuevo espíritu de crítica, examina las creencias y las convenciones de la socie dad y es así, genuino continuador de los problemas de Esquilo, cuyas soluciones empero traspone en la clave de su momento. Por su estilo, Eurípides, dis cípulo de los sofistas, es el más intelectual de los trágicos; dicho de otro modo, el más prosaico, y, como intelectual, cae a veces en la retórica y en el sentimentalismo, lo que le hace infinitamente acce sible y moderno. Todo esto explica que, si bien impopular en vida, por su espíritu de crítica y re beldía, es popularísimo desde el siglo iv. Su crítica, su esencial prosaísmo, le recomiendan a filósofos y ■oradores. Su enorme influencia se revela en el nú mero de obras conservadas: dieciocho, de unas cien to, mientras se conservan sólo siete bajo el nombre de Esquilo, que compuso unas noventa, y quedan siete completas de Sófocles, autor de unas ciento treinta. ¿Qué es lo que ha determinado esta selección y, en general, la de la literatura antigua? No un cri terio estético? Se han conservado las obras estudia das en la escuela. Lo mismo sucede ahora. Si Buenos Aires se convirtiese de improviso en objeto de ex cavaciones o investigaciones arqueológicas, las come
18
M A R ÍA ROSA LIDA
dias que se salvarían de Lope serían sin duda El mejor alcalde, el rey o la espuria y mediana Estrella de Sevilla y no El castigo sin venganza, Las paces de los reyes o La viuda valenciana, que no se estu dian en nuestros colegios. Ahora bien: en la Anti güedad la educación era fundamentalmente retó rica, destinada a formar hombres que hablasen bien en público. Por eso se ha perdido la lírica lisa y graciosa de Safo, y se han conservado los ochenta discursos de Dión Crisóstómo, modelos de prosa ática, tan impecables como vacuos. El orador ha llaba muchas útiles sugerencias en Eurípides; en cuanto a los otros dos trágicos, le bastaba conocer media docena de obras. Eurípides, pues, es el más leído en la Antigüedad y, principalmente, a través de las brillantes y detestables imitaciones de Séneca, influye en el teatro europeo moderno. El romanti cismo, con su gusto por lo enorme, con su antipatía por el razonamiento, aclama al fin a Esquilo como titánico precursor. Swinburne, hijo del romanticis mo, saluda en la Orestía “la obra espiritual más grande del hombre”. Esquilo, grandioso lirismo, pensamiento teológico y ético; Eurípides, pensa miento teológico y ético, fino espíritu prosaico. El encasillamiento es claro y satisfactorio. Pero no es fácil encasillar a Sófocles con relación a los otros dos trágicos; en rigor, en cuanto a su pensamiento, ni concuerda con ellos ni se les opo ne. Está aparte; podemos trazar su perfil por excluIsión: en Sófocles no predomina el soliloquio lírico; iel coro no debate a lo largo del drama la conducta ! de los dioses y de los hombres; tampoco hallamos la ! crítica viva y generosa de Eurípides, la discusión de los problemas del momento —forma de gobierno, esclavitud, guerra—. Para caracterizar a Sófocles los
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
,
19
historiadores de la literatura dicen que es el áureo medio entre Esquilo y Eurípides, que no tiene el entusiasmo del primero ni la duda del segundo, la oscuridad de aquél ni la locuacidad de éste, etc. Al llegar a la caracterización positiva leemos —en uno de los primeros intérpretes actuales de la cultura griega—3 juicios como éstos: “perfección formal, lú cida objetividad, piedad inconmovible y plácida, su verdadera fuerza no consistió en dramatizar proble mas”. Otros historiadores, no menos calificados, ha blan de su pensamiento tradicionalista, de su inge nuidad, claridad, gracia, de su inspiración más poé tica que moral o religiosa. Otros —la mayoría— se hacen lenguas de su proporción, mesura, armonía, etcétera, para justificar la reputación de que ha go zado. Dios, dice el Libro de Job, no necesita las mentiras de los hombres, y Sófocles no necesita los cumplidos de los helenistas. Hay una circunstancia de que debe partir toda apreciación del drama de Sófocles. Jae ger, en la obra citada, la formula así: “¿Cómo po demos explicar el hecho de que todas las tentativas de satisfacer el gusto de hoy, poniendo en escena a Esquilo y a Eurípides, han fracasado —aparte unas pocas representaciones experimentales ante audito rios más o mepos especializados—, mientras Sófocles es el único dramaturgo griego que mantiene su pues to en el repertorio del teatro contemporáneo?” El citado helenista y muchos otros antes y después ha llan la explicación de la actualidad de Sófocles en su talento como creador de caracteres. Encuentro esta respuesta insostenible. En nada son inferiores las criaturas de Esquilo y de Eurípides: Prometeo, 3 W. Jaeger, Paideia. Sófocles y el personaje trágico.
20
M A R ÍA ROSA LIDA
Etéocles, Clitemnestra, Medea, Fedra, Hipólito, y la maravillosa serie de villanos y villanas del teatro de Eurípides. Merece recordarse, además, que Aristó teles, casi todas las veces que menciona a Sófocles, lo hace para elogiarle por la estructura de su drama, no por los caracteres. El trazado de caracteres, aun que admirable, no es a todas luces mérito específico de Sófocles dentro de la tragedia griega. Por eso se ha buscado otra solución: la más difundida, la más influyente, es la que emitió en 1917 el helenista prusiano Tycho von Wilamowitz Möllendorff, hijo del más ilustre Ulrich von Wilamowitz Möllendorff, según la cual la perduración del drama de Sófocles en la escena moderna —su actualidad, digamos— se debe a su teatralidad. Se debe a que Sófocles, antes de componer una tragedia, escogía el argumento que le parecía capaz de producir más efecto teatral, y mientras la componía enderezaba todo su esfuerzo a obtener efecto teatral. Un ejemplo: al comienzo de su obra postuma Edipo en Colono, Sófocles pre senta una descripción del paisaje de ésta, su aldea natal, repetida luego en su más famosa oda coral. Pues bien: lo que se proponía Sófocles con ésta y otras descripciones era suplir la escenografía muy rudimentaria, como sabemos, en el teatro antiguo. “Al comienzo del Edipo en Colono —dice un pre cursor de Wilamowitz—4 se menciona el laurel, el olivo, las viñas y los ruiseñores de Colono y, a la distancia, los muros de Atenas, todo lo cual se pre sentaría al público en una ópera wagneriana, espe cialmente los ruiseñores.” Todo esto y mucho más dicen Wilamowitz y los suyos. En cambio, leemos * C. R. Post, The Dramatic A rt of Sophocles. H arvard Studies of Classical Philology, 1912, tomo XX1I1, pág. IIS.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
21
en Aristóteles, Poética, 1453&: “El argumento debe estar constituido de tal modo que, aun sin ver la obra [esto es, sin asistir a la representación, sin escu char los ruiseñores wagnerianos] el que oye cómo suceden las cosas, debe llenarse de horror y de com pasión por los hechos, que es lo que experimentaría cualquiera que oyese el argumento del Edipo." ¿Por qué, pues, vive hoy la obra de Sófocles? Creo que las impresiones formadas directamente en su lectura, no las generalizaciones a vuelo de pájaro, permiten contestar con una sola palabra: porque es clásica. Veamos ahora las principales notas de lo clásico, en cuanto sea posible separarlas. 1. Una es el humanismo. El arte clásico no sólo se ocupa exclusivamente del hombre, sino además de sus condiciones esenciales, anteriores, superiores a las circunstancias históricas variables, condiciones que, por consiguiente, sobreviven a todo cambio, perduran eternamente vivas en todo tiempo. 2. Otra nota de lo clásico es su verdad u objeti vidad, que los griegos dirían franqueza: el arte clá sico se encara con realidades, no con esperanzas ni con ensueños. En este sentido no es clásica la Divina Comedia, no es clásica la novela dé caballerías de Sir Thomas Malory sobre la muerte del rey Arturo, no es clásica la comedia de Menandro, conjunción de casualidades que corren fatalmente al desenlace feliz, ni la comedia española del Siglo de oro, ni el cine de hoy, con su realismo en ropas y zapatos, pero con su rigurosa justicia poética y su riguroso desenlace feliz. 3. El arte clásico —y ésta es su nota más evidente— es arte universal, no particular. No trata, diría Aris tóteles, de este hombre Calias, sino del hombre. Si tratase de este hombre Calias, con estas peculiari-
22
M A R ÍA ROSA LIDA
dades, producto de estas circunstancias, productor de estas reacciones, no sería arte humano en el sen tido apuntado. Ahora bien: lo que existe es sólo el hecho particular. El artista clásico nö acepta pasivamente los hechos particulares: es decir, pro cede ni más ni menos como procede el hombre de ciencia para formular una ley científica —porque también la ciencia es invento griego—. El arte grie go es selección y organización, es arquitectura. La vida, dice Macbeth (v, 6) es un cuento mal contado, “contado por un tonto, lleno de estrépito y furia, sin sentido”. El artista clásico lo cuenta bien, y en forma que destaca su sentido: en este aspecto el arte clásico es idealizador y universal. Por eso, en la extraordinaria economía del arte clásico se descu bren sentidos tan densos, y lo que se dice acerca de tal o cual héroe en un verso de Homero, de Pin daro o de Virgilio, despierta eco perenne y se cum ple tan hondamente en cada individuo. Por ejem plo: en el libro XVI de la Iliada, Sarpedón y Glau co, dos príncipes licios, combaten al lado de los troyanos. Sarpedón muere. Su amigo Glauco no ha podido defenderle, ni puede siquiera defender su cadáver porque tiene ej brazo derecho traspasado por una lanza. Entonces invoca a su dios, Apolo, y le dice (versos 515-16): “óyeme, Rey, ya estés en el opulento pueblo de Licia o en Troya, pues desde cualquier punto puedes escuchar al hombre que te llama en su aflicción.” Lo cual es perfectamente oportuno en la situación'de Glauco, pero es además la actitud humana de donde arranca la idea moral de Dios. O bien Pélope en la primera Oda Olím pica de Píndaro: después de una complicada bio grafía entre la tierra y el cielo, en la víspera de afrontar el peligroso certamen por la mano de Hipo-
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
23
damía, Pélope, junto al mar, invoca al dios de su niñez “a solas, en la tiniebla”, en la noche oscura de toda comunión religiosa. Entre los personajes, no ya secundarios, sino apenas ocasionales, de la Eneida, Virgilio presenta a Ripeo (II, 426), “el más recto de los troyanos y fidelísimo guardador de la justicia”. Sin embargo, este varón justo muere como uno de tantos en la destrucción de Troya, y el poeta comenta en tres palabras: Dis aliter visum, “a los dioses les pareció de otro modo”. ¿Quién puede saber —problema mucho más grave y eterno y pro fundo que el del incendio de Troya— qué es lo justo o lo injusto a los ojos de los dioses? Como humana, como verdadera, como universal, la poesía griega es la más clásica de todas y, dentro de ella, Homero y Sófocles —a quien los antiguos llamaron el más homérico de los trágicos— son los dos clásicos por excelencia. Por eso es Sófocles po pular en el momento clásico de Atenas, el siglo de Pericles, y por eso, pasado ese siglo, reconoce su grandeza el filósofo clásico, Aristóteles. Consideremos por separado, aunque claro es que no andan separados, forma y fondo en el drama de Sófocles. En cuanto a la forma, es muy clara la ori ginalidad de Sófocles; también en esto está aparte de Esquilo y de Eurípides. Las tragedias de Esquilo apenas tienen argumento: largos cánticos de los co ros cuentan los antecedentes, explican cuáles son las culpas de antaño que motivan las penas de hoy, se interrumpen para alternar en diálogo con el héroe o con algún otro personaje; la aéción es mínima y se desarrolla linealmente. Dentro de la producción de Eurípides, algunos dramas presentan argumento finamente dibujado: ante todo, la Ifigenia en Tau
24
M A R ÍA ROSA LIDÀ
ros, alabada por Aristóteles. Pero es un argumento novelístico, y de novela poco grata hoy: aventuras por mar y tierra, lances, encuentros y desenlace feliz. Si miramos de cerca, vemos que los dramas de Eurí pides con argumento esmerado, como esta Ifigenia, la Helena, la perdida y admirada Andrómeda, no son propiamente tragedias. Por el contrario, en sus grandes creaciones trágicas —Heracles furioso, Hipó lito, Las bacantes—es evidente que el poeta no se ha propuesto delinear un argumento cerrado; volunta riamente retrocede más allá de Esquilo, y emplea un rígido prólogo y epílogo, pronunciado por un personaje divino o semidivino que, como ha demos trado Gilbert Murray,5 implica un retorno delibe rado al origen ritual del drama y que, como nos atestigua Aristófanes,6 chocaba tanto a los contem poráneos como a nosotros. La obra de Sófocles es la antítesis de esta rigidez, de este desarrollo en línea recta. Su obra es ante todo un argumento cuida dosamente trazado; es ante todo-acción, y acción en griego se dice draina. Según Aristóteles, Poética, 1450a, la tragedia consta de seis elementos: esceno grafía, caracteres, argumento, dicción, música y pensamiento. El más importante de éstos es la com• Excursus on the R itu al Forms Preserved in Greek T ra gedy. Incluido en Themis, de Mis Harrison. e [.os acarnienses, v. 47 y sigs.: “Soy un inm ortal. Anfiteo fue hijo de Ceres y Triptólem o; de él nació Celeo; Celeo se casó con Fenáreta, mi abuela; de ésta nació Licino, que me engendró inm ortal. Únicamente a mí perm itieron los dio ses que pactase una tregua con los lacedemonios, etc.” El traductor, Federico B aráibar y Zumárraga compara, en nota, el comienzo de Ifigenia en Tauros: "Pélope, h ijo de Tántalo, cuando vino de líisa se casó con la h ija de Enomao, de la cual nació Atreo; de Atreo nacieron Menelao y Agamenón; éste se casó con la hija de T índaro; y yo, Ifigenia, fui el fruto de este himeneo.”
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE .SÓFOCLES
25
binación de los hechos, porque la tragedia no es imitación de personas sino de acciones, de vida, de dicha y desdicha. Y la dicha o desdicha se dan en las acciones. . . Así pues, los personajes trágicos no actúan para retratar caracteres, sino que incluyen al mismo tiempo los caracteres por causa de la ac ción. . . Si uno alinea una hilera de discursos que expresen carácter, bien compuestos en cuanto a dic ción y pensamiento, no realizará la función propia de la tragedia, pero la logrará la tragedia, muy in ferior en estos aspectos, que posea argumento, com binación de hechos. Además, los más grandes atrac tivos de la tragedia —peripecias y reconocimientosson partes del argumento. Aun otra prueba es que los principiantes logran éxito en la dicción y en los caracteres primero que en la combinación de los hechos, y así también casi todos los poetas primiti vos; el argumento, pues, es el principio y como el alma de la tragedia; en segundo lugar vienen los caracteres. Ahora bien: a juicio de Aristóteles y de cualquier lector, Sófocles es el mejor seleccionador, el mejor estructurador de hechos, el mejor argumen tista. Esto, que era vitalmente importante para el griego clásico, con su exigencia de construcción or gánica cerrada, en tensión, no atrae gran cosa al arte moderno romántico, que no posee ese estricto sentido de limitación. Compárese. con el Edipo rey o con el Filoctetes de Sófocles la informe novela ca balleresca o picaresca, ristra de ejemplos donde se suceden sin clímax aventura tras aventura, picardía tras picardía. Hoy, la novela introspectiva es un soliloquio psicológico sin principio ni fin, que co mienza y acaba arbitrariamente en cualquier punto de una biografía, o recortada artificialmente por un período de tiempo —las veinticuatro horas del
26
M A R ÍA ROSA LIDA
Ulysses de Joyce—, lo que subraya su ilimitación, su falta de forma, de selección, dentro de lo particular, En cambio, en el Edipo rey, el argumento es firme y muy sencillo en sus grandes líneas, pero se va articu lando con finos cambios e incidentes cuyo número, necesidad y coherencia sólo se revelan cuando se intenta narrarlo. Todas estas menudas desviaciones que trazan la curva del destino de Edipo son obvias, lógicas, todas convergen cada' vez más acelerada mente a hundir a Edipo con diabólica naturalidad. Por otra parte, en el drama esquiliano, Prometeo encadenado, el carácter del héroe es tan inmóvil como la roca a que está clavado; su rebeldía impa sible se expresa hasta el último verso en grandiosos, parlamentos. En las tragedias de Sófocles el carác ter de cada personaje es cosa viva; reacciona con · gran variedad ante cada recodo de la acción, guar dando siempre una unidad superior, la ley de su naturaleza, como diría Aristóteles. La impresión de sencillez lúcida, de naturalidad sin esfuerzo que da la obra de Sófocles se basa en una técnica muy sabia y detallista. Se ha comparado infinidad de veces el arfe de Sófocles con el de Fidias, su contemporá neo; y, ante la exquisita y compleja sobriedad del argumento del Edipo rey, no se puede menos de recordar las rectas columnas del Partenón, cuyos fus tes son en realidad superficies curvilíneas, con curva tura calculada para dar al observador la impresión de línea recta, que no le daría la recta verdadera. Esquilo y Eurípides son teólogos y moralistas; de fienden tesis y caducan con sus tesis. Claro que, además, son poetas y poseen valores que los sostie nen por encima de ese particularismo caduco. Se le ha reprochado a Sófocles su falta de sistema teo-
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
27
lógico y crítico, en una palabra, el no ser —como en efecto no es— poeta de tesis; y no se ha percibido bastante que es, en cambio, el poeta de la realidad humana universal. Dos ejemplos bastarán para co tejarlo con Esquilo y con Eurípides. El problema central de la trilogía de Esquilo, la Orestia, es cri men y castigo. El crimen es hereditario en la familia de los Atridas: en la primera tragedia de la trilogía, Clitemnestra mata a su esposo Agamenón; en la se gunda, Orestes, en castigo, mata a su madre Clite mnestra; en la tercera, las furias evocadas por la sombra de Clitemnestra acusan al matricida. Pero interviene la diosa razonable, Palas, la Virgen de Atenas, y da su veredicto: el matricida es absuelto porque, arguye la diosa que nació sin madre de la cabeza de Zeus, la madre es menos importante que el padre en la creación del hijo; para la sociedad, la muerte de Clitemnestra pesa menos que la de Aga menón. No son nuestros días los primeros en los que la seudociencia'sirve para reforzar un prejuicio
28
M A R ÍA ROSA LIDA
el Edipo en Colono, Edipo los maldice, provocado precisamente por su ambición y por el odio que se profesan. El mismo crítico que se lamentaba de que* Sófocles no hubiera disfrutado el acompañamiento de la música wagner-iana, se queja de que el poeta no exprese claramente cuál es el pecado que expía Filoctetes en sus diez años de enfermedad y soledad, V rastrea fatigosamente en anotadores y escoliastas la causa que Sófocles no quiso dar.7 Tampoco es más explícito sobre la locura que llena de deshonor a Ayante, ni sobre la desgracia que abate al resto de sus héroes y heroínas. Es evidente que Sófocles pinta sólo lo que ve, y lo que ve alrededor suyo es el mal. El origen moral que le asigna el hombre común (“Penas padeces: luego, culpas tienes”)8 y que se sublima en los Salmos y en Esquilo, da por sentado una correspondencia entre orden moral y orden material, correspondencia garantizada por la justicia divina. Pero todo esto es deseo e imagina ción humana, y Sófocles pinta realidades. Pinta la pena, no sabe nada del mito de la culpa. No es teólogo, sino religioso, es decir, tiene muy viva la conciencia de que εΓ hombre está rodeado de fuer zas extrañas que determinan su vida; los dioses son los amos, pero no amos justos y solícitos, como en Esquilo, sino amos de vías inescrutables. Edipo es valiente, generoso e insaciable en la búsqueda de la verdad; para el espectador es altamente ejemplar; pero, como en el caso de Ripeo, dis aliter visum: la tragedia de Sófocles demuestra valientemente que el destino del hombre no está determinado por la 7 G. R. Post, Obra citada, págs. 80, 105. s Fray Diego de Hojeda, La Cristíada, libro X, octava 49.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
29
lógica humana, y no responde a su conmovedora exigencia de justicia poética. Eurípides, como es sabido, se ocupó mucho de las mujeres. Medea es la tragedia femenina por ex celencia; es la tragedia del papel de la mujer en la sociedad y particularmente, de la mujer intelectual. Sófocles también se ha ocupado del problema feme nino: se conserva un extraño y doloroso fragmento de un drama perdido (Tereo), pero además cono cemos con fecha y argumento próximos, una trage dia entera, Las traquinias, o sea la tragedia cuyo coro está formado por doncellas naturales de Traquis. El planteo de esta tragedia de gineceo, de celos de viejas e infidelidades conyugales seniles, atiende mucho menos a lo social, es más básico. Sófocles presenta el momento en que Helena se transforma en Hécuba. La heroína, Deyanira, mu jer de Heracles, muy afectuosa, muy rendida, muy indecisa, muy tonta (por añadidura se cree fuerte y serena) es casi un personaje de comedia. Pero ha sido hermosa, y la han amado tres hombres semidivinos: Aqueloo, Neso y Heracles, que la ha ganado a los dos. Ahora tiene hijos adultos; es vieja, teme perder el amor de Heracles —y en efecto, lo ha per dido—. Y Heracles, el grande hombre que nunca para en casa, ocupado en sus doce trabajos en bene ficio de la humanidad, muere miserablemente enve nenado por el regalo qüe, con la mejor intención, le ha enviado su mujer, para reconquistar su amor. Es posible que muchos de los generosos versos de la Medea de Eurípides sobre la abyección social e inte lectual de las mujeres hayan caducado o caduquen alguna vez; el temible retrato de Deyanira cincuen tona es fisiológicamente eterno.
30
M A R ÍA ROSA LIDA
Como Sófocles no formula protestas, ni críticas, ni teoría alguna para justificar las vías de Dios con el hombre, y se limita simplemente a presentarlas, se le presume una feliz inconsciencia, “imaginación moral embotada, idealismo convencional, clásico en el sentido vulgar de la palabra” (Gilbert Murray): es decir, impecable y aburrido. Yo no creo en esta imagen del poeta trágico que no tiene precisamente sentido trágico de la vida. Volvamos a la imagen convencional del “bienaventurado Sófocles” y vea mos cómo la justifican o la rectifican los asuntos que escogió para sus tragedias. Sófocles todo proporción, paz, armonía. La trage dia más antigua de las conservadas parece ser el Ayante■ Ayante, en el ejército de los griegos reuni dos ante Troya es el segundo después de Aquileo, ' su pariente: es valeroso y recto; más de una vez ha salvado a los griegos; sin embargo, cuando Aquileo muere, los griegos otorgan su maravillosa armadura no a Ayante sino a Odiseo, el hábil consejero, favo rito de Palas. Ayante, airado, quiere matar a los jefes del ejército, castigar al vulgo de la tropa, ator mentar a su rival afortunado. Pero de pronto en loquece. En lugar de atacar al ejército acomete al ganado, degüella bueyes, atormenta a un carnero. ¡Con qué audacia roza Sófocles lo grotesco! En este momento comienza la acción de la tragedia. La diosa Palas saca de su tienda a su protegido, Odi seo, y le hace contemplar la humillación de su rival a quien escarnece en su presencia. (Odiseo se resis te; más tarde protegerá el cadáver de Ayante: muy de Sófocles es esa nobleza elemental, esa conciencia de solidaridad humana que llamamos espíritu caba lleresco.) ¿Por qué el horrible encono de la diosa con el noble Ayante? Sófocles no lo explica, lo pre
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
31
senta. Y el sabio Odiseo, al ver la degradación de su rival, ayer el más brillante campeón de Grecia, comenta (v. 125): “Veo que nosotros [los hombres, por oposición a la diosa que le ha invitado a refo cilarse con ese espectáculo] todos cuantos vivimos, no somos más que espectros o sombras leves.” Sófocles, hermoso y atlético, erguido en su estatua de mármol del Museo Laterano. Sófocles, como na die, ha puesto en escena en el Filoctetes la tragedia de la miseria física. Filoctetes, compañero de Hera cles, toma parte en la guerra de Troya. Una ser piente le ha mordido el pie; el hedor y los gritos horribles deciden a los griegos a abandonarle en una isla desierta; en ella pasará Filoctetes diez años, hasta que los mismos que le han abandonado vie nen en su busca, porque para tomar a Troya nece sitan su arco, heredado de Heracles. Diez años enlermo por una mordedura de serpiente. Cierto crí tico observa que Sófocles no especifica si la serpiente es común o sobrenatural y, de todos modos, los diez años le parecen una exageración.9 Pero las enfer medades, sin serpiente, duran diez años, y tienen origen sobrenatural, o sea, desconocido. Filoctetes pasa los diez años de su enfermedad en una isla de sierta. Por supuesto, quien padece diez años una enfermedad no necesita deportarse a una isla desier ta: ya está solo, bien solo, con su hedor y sus ayes inarticulados, sin alcanzar el origen de su mal, en gañándose con la esperanza de que sus enemigos padezcan como él padece, y sabiendo por lo demás, * E. W ilson, The Wound, and the Bow, Cambridge, Mass., 1941, págs. 275 y 276. Por lo demás, este estudio sobre el Filoctetes contiene muchas observaciones sagaces y originales.
32
M A R ÍA ROSA LIDA
que sólo a él y no a sus enemigos toca sufrir, inex plicablemente. Sófocles tuvo la vejez de un semidiós, lleno de fama, de honores, bien situado en la aristocracia de Atenas y, como huésped de Asclepio, recibe a su muerte, culto de héroe. En su tragedia postuma, Edipo en Colono, Sófocles ha pintado la vejez de un semidiós. Edipo, antes rey de Tebas, que ha vi vido a ciegas en el pecado y se ha arrancado los ojos al descubrirlo; Edipo viejo, ciego, andrajoso, importuno, pidiendo sin cesar la protección que ya le ha sido prometida, lleno de rencor y maldiciones, vaga acompañado de su hija, sin lugar en su propia ciudad, dependiendo de la caridad de un rey extran jero. Sólo que está profetizado —es decir, irra cional, misteriosamente es verdad incontrovertible— que su tumba será protección del territorio en que se halle. A último momento Tebas y Atenas se disputan encarnizadamente la persona del mendigo moribundo. Y el lector no puede menos que pensar qué terrible cosa sea la santidad. Este viejo irasci ble que ha cometido parricidio e incesto, que mal dice con furia al hijo que viene a pedirle protec ción, que anda errante con una hija que hace todo lo que la hija de un respetable ciudadano ateniense no debe hacer, este Mesías de infamia es el protec tor, y su tumba, vacía por añadidura, será el talis mán de Atenas. Sófocles, con su decantada serenidad, armonía y paz, pone a la vista del espectador los más graves problemas, sin pretender entenderlos ni explicarlos. Con el valor moral del artista clásico, con el sentido esencial y universal del arte clásico, Sófocles ha lle vado a la escena la locura de Ayante, la enfermedad
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
33
de Filoctetes, la vejez y santidad de Edipo y, pode mos agregar conociendo sólo siete de las ciento treinta obras que compuso: el envejecer de Deyanira, el crimen inconsciente del Edipo rey, el conflicto entre la familia y la sociedad de la Antigona, el rencor inextinguible de la agraviada Electra. Y de todas estas cosas verdaderas y terribles, ninguna, como dice el último verso de la menos celebrada de sus tragedias, ninguna hay que no sea Dios.
C a p ítu lo
II
ANTIGONA ¡I Un individuo, una persona, señala ya que la atención se desplaza del coro al protagonista. En Esquilo la desdibujada personalidad del Coro es el centro del drama y suele darle su nombre. En Sófocles, títulos como Las traquinias están en mino ría. Otro hecho externo que subraya el individua lismo de Sófocles: Esquilo despliega el conflicto trágico en toda una trilogía, y necesariamente, y^ que para él, el destino de un individuo es sólo un eslabón en la historia de un linaje; dicho de otro modo, su explicación de una vida individual exce de, alejándose de la realidad, esa vida individual, y necesita engarzarla en una unidad mayor. Pero lo real es este o aquel individuo que sufre; por eso Sófocles renuncia a la trilogía, unidad del linaje, para componer tragedias, unidad del individuo. Más aún: un individuo es materia tan rica, que el poeta multiplica episodios fuertemente marcados dentro de una tragedia, como en la Antigona, o halla en las fortunas de un mismo personaje mate ria para varias obras como en el Edipo rey y el Edipo en Colono, en el Filoctetes en Lemno (con servado) y en el Filoctetes en Troya (perdido). De las siete tragedias de Sófocles que han llegado hasta nosotros, tres versan sobre el ciclo tebano, pero
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SOFOCLES
35
fueron compuestas con muchos años de intervalo: unos diez median entre la Antigona, hacia 440, y el Edipo rey, unos treinta, entre éste y el Edipo en Colono. En el Ayante, Las traquinias, Filoctetes, los héroes se debaten contra fuerzas no humanas —locura, envejecimiento, enfermedad—; en la Anti gona la protagonista sucumbe ante la fuerza inhu mana creada por el hombre: el Estado, o como de cían los griegos, la ciudad, pues no conocían otra forma de Estado. Ése es el esquema de la Antigona, y sobre él se insertan otros conflictos relacionados: justicia e injusticia, el mandatario y la voz. popu lar, la autoridad de los viejos y la sabiduría de los jóvenes. Edipo, rey de Tebas, y su madre Yocasta, han tenido cuatro hijos: Polinices y Etéocles, Antigona e Ismena. Cuando Edipo ha advertido su crimen, no puede seguir en el trono; sus hijos deciden rei nar un año cada uno alternativamente; por sorteo el primer año le toca a Etéocles; mientras tanto Polinices se casa con la hija del rey de Argos; cuan do se cumple el año y su hermano no le cede el trono, Polinices, en unión con seis jefes argivos, ca pitanea una expedición contra Tebas. Los siete caudillos mueren, Polinices en combate singular con su hermano Etéocles, no sin dejarle también herido de muerte. El ejército argivo huye. En este punto comienza la tragedia de Sófocles. Creonte, hermano de Yocasta, asume el gobierno de Tebas; entierra a Etéocles, que murió defendiendo a su ciudad y pro híbe sepultar a Polinices, que vino a atacarla. Pero Antigona entierra a su hermano, sólo cuidadosa de cumplir la ley de la familia; Creonte, campeón de la ley de la ciudad, hace matar a Antigona, y asiste, en consecuencia, a la muerte de su hijo y de su mujer.
36
M A R ÍA ROSA LIDA
¿Cuáles son los antecedentes de este argumento? Antigona e Ismena aparecen en la poesía épica sobre el ciclo tebano, aunque no en conexión con la se pultura de Polinices. Una leyenda'local recogida por Pausanias, esto es, siete siglos después de Sófo cles, pero probablemente antigua, explicaba así el nombre “arrastramiento de Antigona” de cierto lu gar próximo a Tebas: Antigona y la argiva, esposa de Polinices, sin fuerzas para levantar el cadáver, lo arrastraron queriendo colocarlo en la pira de Etéocles, pero fueron sorprendidas. La esposa huyó; la hermana fue conducida ante el Rey y condenada a morir. Eso es todo; en realidad si, como afirmaba Heródoto, son Homero y Hesíodo los que fijaron las funciones y atribuciones de los dioses olímpicos, los poetas trágicos son los que dan forma a los mitos de los héroes. Antes de ser estructurado por los trágicos, el mito de Antigona o el mito de Prometeo es más informe que el cuentecito folklórico de San són, comparado con el majestuoso y helénico Samjbn Agonistes. Sófocles procedió con toda libertad y originalidad en la composición de esta tragedia, y ello resalta 'también en el paralelismo que guarda la Antigona con el Ayante, próximo en fecha, en lengua y en métrica·,, y literariamente inferior: el Ayante parece una version menos lograda de una misma fórmula trágica. En el Ayante, el héroe, deshonrado por su locura, se da muerte; su hermano Teucro defiende el cadáver y, con^a la oposición de los Atridas, je fes del ejército, pero con la generosa ayuda de su antiguo rival Odiseo, logra darle sepultura. Una sepultura es también aquí el punto de- partida de la acción trágica. En efecto, el culto del héroe celebrado ante su tumba es el factor más importante^si
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
37
no en él nacimiento, en el desarrollo de la tragedia griega. Además, la importancia de la sepultura era muy grande para el hombre vulgar de entonces, con su idea muy imprecisa de inmortalidad personal y con restos, probablemente nunca expresados en con ceptos, pero no por eso menos imperativos, de anti quísimos modos de pensar: el que está enterrado puede resurgir, como resurge la semilla depositada en tierra, pero el que no ha sido devuelto a la Ma dre Tierra no revivirá; el que carece de tumba carece hasta de la oscura inmortalidad de la espe cie. De ahí la importancia de la sepultura en el Ayante y en la Antigona, sobre todo en ésta donde, artísticamente, ha pasado de la posición episódica (que ocupa en tantas obras de Eurípides) a la esen cial. En ambas tragedias, además, la catástrofe es central, como en el Julio César de Shakespeare, sólo que en la Antigona la parte que sigue a la catás trofe está enlazada mucho más orgánicamente con la muerte de la heroína; la acción de César o de Antigona, posterior a su muerte, es tan de ellos, tan personal e importante como la que los ha lle vado a morir. La tensión, el planteo emotivo, es también mucho más fuerte en la Antigona. En él Ayante el hermano, un recio guerrero, en sólo un altercado con los Atridas, logra su propósito; aquí la hermana, única en su linaje, defiende el cadáver del hermano a costa de su propia vida. Ahora, una advertencia sobre la traducción. No conozco traducción aceptable de Sófocles en espa ñol. Las traducciones que circulan son tres: la de la editorial Prometeo, que es versión mediana de la versión francesa de Leconte de Lisie, lo que no sola mente significa una traducción de segunda mano,
38
M A R ÍA ROSA LIDA
sino de una segunda mano muy alejada del origi nal, ya que los traductores franceses-acostumbran explicar más bien que traducir, y en una obra anti gua hay mucho que explicar antes de dejarla clara y distinta como una idea cartesiana. Otra traduc ción es la de José Alemany Bolufer, incluida en la Biblioteca Clásica. Este traductor debió saber grie go porque, además de haber sido catedrático de esta lengua en la Universidad de Madrid, compuso una Gramática griega; lo que se puede afirmar sin vaci lación es que no entendía palabra de prosa literaria española y que poseía una rara inmunidad a la be lleza de la tragedia sofoclea. Una muestra al azar (pág. 209). El Coro piensa que acaso son los dioses quienes han cuidado de sepultarla Polinices, y así lo dice a Creonte: ¡Reyl a mí, en verdad, me brujulea el corazón hace ya rato si ese hecho ha sido promovido por algún dios. Y Creonte contesta con igual majestad: C a lla ..., no descubras que eres mentecato y viejo a la vez. Porque dices lo que no se puede aguantar, al indicar que los dioses tengan cuidado de lo que a ese cadáver se refiere. Por momentos, Alemany Bolufer es fiel al origi nal con fidelidad de principiante (“¿Estás enterada de algo que hayas oído?"), otras veces parafrasea lar go y tendido (Filoctetes, verso 36: ηυρεΐα = “astillas de las que sirven para encender fuego frotando”) y, por último, guarda demasiado resabio del diccio
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
39
nario latino (Filoctetes, verso 243 θρέμμα = “alum no”) o francés (Filoctetes, verso 294: ξΰλον τι θραΐσαι = “desgarrar leña”). Queda la traducción del Padre Errandonea, de la Biblioteca de clásicos griegos y latinos dirigida por Luis Segalá y Estalella, filoló gicamente muy superior. La traducción en sí es más ambiciosa que la de Alemany, pero el resultado es igualmente aciago. Para la lengua concisa del diá logo, Errandonea hace gala de emplear español co loquial. Así, por ejemplo, el tirano Creonte dice al Guarda·. “Pero ¡qué charlatán te ha criado tu madre!” para lo cual —demás está decirlo— en vano se rastrearía el original (verso 320). Continuamente llama a las heroínas, Antigona e Ismena, “estas chi cas”, “estas chiquillas”. Para traducir la lírica del coro, Errandonea echa mano de una lengua elabo rada con retazos de la jerga poética del siglo xvin. El “mar gris” del original se convierte en el “ponto espumoso”, y el "ábrego [o sea, viento del sur] in vernal” va a parar en “las alas del noto proceloso”. Errandonea ha salpimentado además su traducción de notas interpretativas excesivamente ingenuas e imaginativas y de indicaciones escénicas dudosa mente imprescindibles; cuando el tirano amenaza de muerte a un personaje, una acotación indica: “irritado”; cuando la heroína llora su condena, leemos: “afligida”, etcétera. Es que es muy difícil traducir del griego. Las lenguas modernas —no sólo las romances—se remon tan todas al sustrato común del latín en que toda Europa ha expresado su pensamiento durante el largo período de evolución y de igualación que es la Edad Media, y el latín clásico ha obrado luego como norma común. Por eso las lenguas modernas
40
M A R ÍA ROSA LIDA
son tail altamente traducibles Unas a otras. Pero no existe tal correspondencia con las ^lenguas clá sicas. Las lenguas antiguas conciben de 'distinto modo la relación de tiémpo y aspecto, de modo, de causalidad, de dependencia. Hay mil circunstancias que el pensamiento sintético de los antiguos con cibe trabadas y que nuestro pensamiento analítico ve independientes. (Y en esto reside lo educativo del aprendizaje de las lenguas clásicas: como no es posible la traducción literal, hay que volver a pen sar el texto clásico dentro del sistema gramatical, muy distinto, de las lenguas modernas.) Otra dificultad acecha especialmente a la traduc ción poética. Al traducir de lenguas vivas contamos con el sentimiento directo de la lengua hablada: ella nos dirá si tal expresión francesa o inglesa, que traducida literalmente resulta metafórica en espa ñol, la sienten los franceses o ingleses como imagen original, creación del autor,. o si se ha incorporado a la lengua y está en trance de perder su color, o si ha existido en el comiénzo de la historia de la expresión y ha palidecido ya del todo. Pero ese apoyo no existe en griego. Homero y, tras Homero, siglos de poetas llaman a la diosa Hera βοώπις y a Palas γλαυκώπις lo que alguna vez, cuando el pen samiento griego era más zoomórfico que antropo mórfico, quiso decir “ojos o rostro de vaca”, “ojos o rostro de lechuza”. Pero ¿qué sentido tiene el epíteto para el aedo homérico, para el contempo ráneo de Píndaro, de Eurípides, de Teócrito? ¿Es un epíteto ritual o descriptivo? ¿Ojos de. vacá u ojos grandes, ojos de lechuza u ojos penetrantes? El traductor siempre corre el riesgo de exagerar el
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
41
colorido del original o de dar un desteñido sus tituto.1 De toda la literatura griega el teatro es el género más hostil a la versión. Esquemáticamente, la tra gedia comprendía una parte recitada, que estilizaba dentro de- firmes convenciones la lengua hablada en Atenas. Este coloquio trágico es conciso y rotundo; el verso no se parte a menudo entre distintos inter locutores; huye de evocar demasiado la conversa ción de todos los días; tiene poco en común con el verso libre de Shakespeare, y menos aún con el octo sílabo de la comedia clásica española. Es, además, tan fuerte y austero que, como observa un insigne traductor inglés, vertido directamente parece frío o seco, lo que no es en su original.2 La otra parte de la tragedia era cantada: son los soliloquios del coro o el doliente diálogo entre el coro y un personaje. Difícilmente se podrá palpar mejor la diferente na turaleza del lenguaje de la acción y el del senti miento, que cotejando el habla de los actores y la del coro en la tragedia griega. La lengua empleada es la de la lírica coral (o sea, la de Píndaro y Baquílides), de base dórica —porque el griego mantiene para cada género literario la lengua convencional en que ha florecido por primera vez—; y la lírica coral ha surgido en dórico, el dialecto de la antigua Esparta, no por obra de los heroicos patanes de la Esparta belicosa, sino de los poetas asiáticos, de Eolia, contratados para enseñar a los espartanos a invocar a sus dioses. La lírica coral es poesía estró fica, de combinación métrica muy variada, en dórico 1 Véase sobre este punto el estudio de T . F. Higham in cluido en The Oxford Book of Greek Verse in Translation. 2 G ilbert M urray en su Euripides Translated into English Rhyming Verse, Londres, 1924, pág. x.
42
M A R ÍA ROSA LIDA
literario, comprensible y exótico a la vez, con homerismos, eolismos, jonismos, epítetos rituales, suntuo sos compuestos. Es una lengua, pesada, rígida, ar caizante, que prefiere la yuxtaposición a la subor dinación, el sustantivo al verbo, el estado a la acción. Lo que sigue es un ensayo de versión en prosa, lo más fiel que me ha sido posible. Antigona. — ¡Oh Ismena, compañera y propia hermana mía! De los males de Edipo ¿conoces alguno que Zeus no deje de cumplir en vida nues tra? Pues no hay calamidad tant dolorosa ni fatal, tan baja ni deshonrosa, que yo no haya visto entre los males tuyos y míos. Y ahora ¿qué bando es éste que, según dicen, acaba de pregonar el sobe- rano en toda la ciudad? ¿Oíste algo? ¿Sabes algo? ¿O se te oculta que males de enemigos marchan contra tus amigos? Ismena. —A mí, Antigona, no ha llegado pala bra alguna sobre los nuestros, ni grata ni dolorosa, desde que las dos perdimos a nuestros dos hermanos, que en un solo día murieron de mutua mano. Desde que se alejó el ejército argivo esta noche, nada más sé, ni si soy más feliz o más infortunada. Antigona. — Bien lo sabía, y por eso te he lla mado fuera de las puertas del palacio, para que tú sola me escucharás. Ismena. —¿Qué es? Que sin duda algún pensa miento estás forjando en tu ánimo. Antigona. —Pues de nuestros dos hermanos ¿no honra Creonte al uno con sepultura mientras des honra al otro? A Etéocles, según dicen, conforme al derecho, a la justa usanza y a la ley, ha ocul
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
43
tado en tierra, lleno de honra entre los muertos, allá abajo. Pero en cuanto al cadáver de Polini ces, miserablemente muerto, dicen que ha prego nado a los ciudadanos que nadie le esconda en tumba ni le lamente; que se le abandone sin lá grimas, sin sepultura, dulce tesoro de las aves que avizoran para devorarle. Tal, dicen, ha pregona do el buen Creonte, por ti y por mí —sí también por mí, digo—, y que aquí ha de venir para pre gonarlo claramente a: quienes no lo sepan. Y que no lo ha tomado como cosa de poca monta, pues a quien cometa algo de lo prohibido le aguarda morir apedreado en la ciudad por el pueblo. Así es; pronto mostrarás si naciste noble o si de nobles, ruin. Ismena. —¿Y qué, oh audaz? Si las cosas están en este punto ¿qué ganaré yo haciendo o des haciendo? Antigona. —Mira si te fatigarás conmigo, si con migo trabajarás. Ismena. — ¿En qué aventura? ¿A dónde ha ido tu pensamiento? Antigona.—Si cargarás el cadáver, en unión de esta mano. Ismena. —¿Piensas acaso enterrarle, cosa prohi bida a la ciudad? Antigona. —Es mi hermano y tuyo, aunque no quieras, y no me sorprenderás traicionándole. Ismena. — |Oh obstinada! ¿Contra la prohibi ción de Creonte? Antigona. —Ningún poder tiene para apartar me de los míos. Ismena. — ¡Ay de mil Piensa, hermana, cómo pereció, aborrecido e infame, nuestro padre por los yerros en que él mismo se sorprendió, y cómo
44
M A R ÍA ROSA LIDA
se arrancó los ojos con su propia mano. Luego su madre y mujer —doble nombre— con. entretejido lazo mutila su vida. Nuestros dos hermanos en un mismo día se dan muerte y cumplen los des dichados su común destino con recíproca mano. Ahora, mira cuánto peor pereceremos nosotras, que hemos quedado solas, si contra la ley que brantamos la sentencia y poder del monarca. De bemos pensar que somos mujeres; no podemos luchar contra hombres y, pues son más fuertes los que nos mandan, debemos obedecer en esto y aun en cosas más dolorosas. Yo pido a los que están bajo tierra que me otorguen perdón pero, como me fuerzan a ello, obedeceré a los que po seen el mando, porque el obrar con exceso nin guna sensatez tiene. Antigona. —Ni yo te lo mandaría ni, aunque quisieras hacerlo, tendría gusto en lo que hicieras conmigo. Pero, sea como te parezca, yo le sepul taré. Glorioso será para mí morir después de hacerlo: amada yaceré con él, con mi amado, por mi santo delito... Los retóricos llaman a esta contradicción (“santo delito”) oxymoron — “aguda necedad”, y espigan en Sófocles cantidad de ejemplos. Pero tal tipo de antítesis no es en Sófocles mero juego verbal. Pro bablemente bajo la influencia del pensamiento heracliteo, Sófocles concibe cada conflicto trágico como una coexistencia de opuestos: Ayante, ofendido por que no recibe el premio que le declare el primero entre los griegos, acaba por matarse para no ser irri sión de todos. Deyanira pierde a Heracles deseando recobrarle, y le mata con la sangre de un enemigo muerto hace mucho tiempo, el centauro Neso. En
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
45
Filoctetes el -adolescente Neoptólemo, que aborrece la mentira, es instrumento de una farsa que le su bleva. En Edipo rey, el protagonista empeñado en purificar a Tebas de la peste es él mismo el mias ma impuro que alimenta la peste. El “santo de lito” es la palabra clave de Antigona quien, por su reverente desobediencia, será enterrada viva, mien tras el cadáver de su hermano pudre insepulto. .. .por mi santo delito: ya que es más largo el tiempo que debo agradar à los de allá abajo que a los de aquí, porque allá yaceré siempre. Tú, si te parece, deshonra las leyes qué los dioses honran. Ismena. —Yo no las deshonro, pero he nacido incapaz de obrar contra la voluntad de los ciu dadanos. Antigona. —Escúdate, pues, en eso, pero yo iré a sepultar a mi hermano. Ismena. — ¡Ay triste! ¡Cuánto temo por tí! Antigona. —No te anticipes a temer por mí; pon a salvo tu destino. Ismena. —Por lo menos, a'nadie prevengas de esta obra; ocúltala en lo escondido, y lo mismo haré yo. Antigona. — \Oh, no! Habla alto. Mucho más aborrecida me serás si callas’'·y no lo pregonas a todos. Ismena. —Ardiente corazón tienes en cosas que hielan. Antigona. —Sé que agrado a quienes más debo agradar. Ismena. —Si es que puedes, pero dé imposibles te prendas.
46
M A R ÍA ROSA LIDA
Antigona. —Bien, cuando no tenga fuerzas, en tonces cesaré. Ismena. —De ningún modo se ha de ir a caza de imposibles. Antigona. —Sí así has de hablar, te aborreceré yo, y con justicia yacerás aborrecida del muerto. Pero deja que yo y mi mal consejo suframos este terrible mal, que no he de sufrir tanto que no muera con gloria. Apenas será necesario decir que el sentimiento de la gloria personal —otro aspecto del individualis mo— es un virus que los griegos introducen en el mundo, lo más opuesto al sentimiento del Salmista (“No a nosotros, Señor, no a nosotros sino a T i la , gloria”), al anonimato de la literatura bíblica y del arte medieval, inspirado en la religión de la Biblia. Ismena. —Si así te place, vé; pero sabe que sin juicio vas, aunque con razón cara a los que te son caros. Este prólogo —el frente, relumbrante desde lejos, que Píndaro aconseja poner al principio de toda obra— es típico del drama de Sófocles: es un diá logo, y es el punto de pártida del argumento, no mera exposición; no contiene personajes episódicos; no está ideado para psicologizar ociosamente los caracteres: la negativa de Ismena pone en movi miento la audacia de Antigona y la lleva a su muerte; así lo comprenderá luego Ismena, y de ahí procederá la intensidad de su arrepentimiento, de masiado tardío, ¿Cuál es el origen de estas dos figuras contrasta das? Es peligroso trazar influencias entre autores
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
47
antiguos, de cuya obra conocemos tan escasa pro porción. Generalmente se señala como punto de ■partida del desarrollo de estos dos caracteres el final apócrifo de Los siete sobre Tebas de Esquilo, don de, en presencia de las dos hermanas, se proclama la prohibición de sepultar a Polinices, y sólo Anti gona se declara pronta a violar la orden. Cuanto dista dicho punto de partida —caso de ser efectivode la realización de Sófocles es evidente de suyo, y resalta en el intervalo no menos vasto que separa a los “consejeros” sin nombre ni personalidad, que prohíben el entierro de Polinices en Esquilo, de la vigorosa figura del Creonte sofocleo. Además, en su Electra Sófocles ha creado una pareja semejante —Electra y Crisótemis—, no sugerida en el drama correspondiente de Esquilo, Las coéforas. Esa téc nica de contraste y gradación es característica de Sófocles. A la novedad de poner en. escena donce llas fuertes como Antigona y Electra, Sófocles agre ga, para que sirvan de cartabón para medir el contraste, las hermanas débiles o normales. La he roica y la normal se perfilan netamente desde este comienzo; lo esencial de la vocación trágica de An tigona está en el seguro y orgulloso paréntesis: “Sí, también por mi, digo”, y lo esencial de Ismena está en su recelosa huida dé la acción: “¿Qué ganaré yo haciendo o deshaciendo?” Lo trágico es que, sin vocación, la arrastrará la tragedia que anudan los demás. Pero la pintura está muy lejos de ser com pleta; no se completará hasta mucho más adelante, hasta que la débil tenga su momento heroico, y la fuerte su minuto de desfallecimiento. Nada más opuesto a lo que conocemos de Esquilo que este prólogo dialogado; ante todo porque en Esquilo el conflicto trágico rebasa al individuo, que
48
M A R ÍA ROSA LIDA
no es libre, sino queda supeditado a un planteo no ejecutado en su conciencia. Como Sófocles desecha la causalidad anterior al individuo, sus personajes son libres y por eso dramáticos, es decir, actuantes en grado eminente. Aquí están Ismena y Antigona, y el poeta subraya en el primer verso: “compañeras, propiamente hermanas”. Si el mal es herencia de un linaje, ambas tendrán igual suerte, pero no es así: Ismena, con la sabiduría biológica del individuo normal, evita la decisión que la llevará al mal; la heroica Antigona, la acepta sin vacilar. También la sana Crisótemis rechaza la muerte, mientras Electra, convertida en sólo un deseo de venganza, juzga que no es la muerte lo peor, sino no poder morir cuan do se lo desea (versos 1007-1008). En el prólogo, el poeta dramatiza el nacimiento de Antigona como personalidad trágica, la elección libre de su des tino —libertad— subrayada por la elección distinta que hace Ismena. Inútil será que en su minuto de desfallecimiento Antigona se considere eslabón fatal de un linaje: sabemos que, desde el primer momen to, ella sola se ha labrado su destino. Desde el pri mer momento, Antigona es rígida y segura de sí misma; segura de que la ley de la familia, más pri mitiva que la del Estado, es también, más santa, y pronta a morir por ella, con una palabra despectiva para el “terrible mal" que aleja a Ismena de hacer lo que cree justo. Las hermanas abandonan la escena. Entra el Coro, formado por los ancianos consejeros de Te bas, llenos de la alegría del reciente triunfo tebano. Antigona e Ismena han discutido su secreto en la noche misma, antes del amanecer; el Coro, jubiloso, aclama el rayo de sol de la liberación: falso júbilo, porque no han acabado todavía los males de Tebas,
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
49
y la exaltación deJ a victoria -llevará al nuevo sobe rano al exceso y. de ahí a nuevos males. Estas falsas bonanzas son características de Sófocles, y Sófocles logra la mayor perfección en su manejo en el Edipo rey: allí, cada aparente solución, aclamada gozosa mente por el Coro, provoca un nuevo descubri miento hasta llegar a la catástrofe (verso 100 y sigs.): Rayo de sol, luz la más hermosa entre las que han brillado ante Tebas, la de siete puertas: al £in apareciste, oh párpado del dorado día, y al llegar sobre las corrientes dirceas moviste a fuga, a la carrera, con más vivo freno, al hombre de claro escudo, que con todas sus armas había salido de Argos.
Recordemos lo dicho sobre la lengua del Coro. En esta estrofa hay en el original un solo verbo en modo personal; lo demás son participios, aposicio nes, epítetos compuestos que pasan al español en pesadas perífrasis. Los términos traducidos por “luz”, “corrientes”, “al llegar”, “hombre” y los epí tetos compuestos “la de siete puertas”, “de claro escudo” pertenecen exclusivamente a la lengua poé tica. “A fuga”, “a la carrera” son términos que Só focles desvía del sentido normal, figurado, con que se usan en prosa, y emplea en sentido etimológico. Esto basta para señalar el deliberado y constante esfuerzo del poeta trágico por estilizar su forma y apartarla de lo cotidiano, con intención comparable a la que explica, en parte, el uso de la máscara y del traje suntuoso y extraño del actor trágico. El Coro continúa describiendo en enredadas y pompo
50
M A R ÍA ROSA LIDA
sas imágenes la acometida y derrota del ejército argivo, y acaba exhortando —ya que “llegó la Vic toria, de gran nombre, que corresponde en amor a Tebas”— a recorrer los templos de los dioses, 'e in voca por último al risueño dios nacido en Tebas, Baco, a quien invocará simétricamente más adelan te, cuando se engañe por otra aparente solución de paz (verso 1117 y sigs.). El corifeo anuncia la en trada de Creonte (verso 155 y sigs.): Corifeo. — Pero he aquí que avanza Creonte, hijo de Meneceo, reciente rey del país, por recien tes azares de los dioses. ¿Qué plan prepara, ya· que convocó esta reunión de ancianos y la hizo llamar con público pregón? “Reciente rey por recientes azares”: expresiva es la insistencia del Coro en lo reciente de la investi dura de Creonte, que explica mucho de su conduc ta, su celo inflexible, su importancia. Porque Sófo cles, presidente del tesoro del imperio ateniense, va rias veces general, consejero, se sitúa despectivamente ante estos superhombres, los estadistas, que pasman al vulgo y a los sofistas que peligrosamente le ins tru yen sin educarle,.y en el Edipo rey pinta irónica mente hasta la aparatosa solicitud del buen gober nante. Es que ni el buen gobernante ni mucho me nos el gobernante común cuentan más que cualquier hombre ante lo único que cuenta: las manos de los dioses, como dice el Coro del Filoctetes (verso 176), las palmas entre las que se debaten en vano gober nantes y gobernados. Pero Creonte. llegado al podér, cree necesario definirse v. como los A tridas en
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
51
nes, frente al lenguaje lleno de osadas antítesis que vierte Antigona. Naturalmente, porque ella encar na h Familia....el individuo, .mientras O m níe rf jirp^ senta el Estado, una norma impersonal. A la luz de este lenguaje caracterizadoxvempleado para cada personaje, comprendemos una preciosa reflexión del mismo Sófocles sobre el desarrollo de su arte, que nos ha conservado Plutarco: 3 “Sófocles decía que, luego de haber agotado la grandiosidad de Esquilo, y después, la construcción patética y artificiosa de su propio drama, como tercera etapa había cam biado el tipo de su dicción por el que fuera más expresivo de los caracteres, que es el mejor”. Creon te. pues, abre la boca para anunciar la.seguridad que los dioses han otorgado a Tebas con la v ictoria —esa seguridad que engendra la exaltación y. la arrogancia que le perderán—, y para destacar su derecho al gobierno, y comienza su manifiesto y sus lugares comunes (verso 175 y sigs.): Creonte. — Imposible es conocer el alma, el pensamiento y el parecer de todo hombre antes de verle actuar entre cargos y leyes. Para mí, aquel que al regir toda una ciudad no se aferra a las mejores resoluciones, y por algún temor echa llave a su lengua, me parece detestable, ahora y antes; y a quien cree más importante a alguno de los suyos que su propia patria, a éste en nada le tengo. Yo, séame testigo Zeus que todo lo ve eternamente, yo no callaría si viera que la ruina y no la salvación marcha sobre los ciudadanos; s Los progresos en la virtud, 7. Para su interpretación, véase C. M. Bowra, Sophocles on His Own Development, en American Jou rn al of Philology, 1940, LXI, págs. 385-401.
52
M A R ÍA ROSA LIDA
jamás tomaré como amigo a un enemigo de la tierra, pues bien conozco que ésta es la que nos conserva, y que cuando ella navega erguida nos concillamos los amigos. Con tales normas en grandeceré yo la ciudad. “Engrandeceré yo la ciudad”, dice el erguido man datario, mientras el poeta piensa como en el Filoc tetes·. “¡Oh palmas de los dioses!” Pero la presun ción de Creonte no es cómica; Creonte no es un figurón (algunos tiranos de Eurípides sí lo son); profesa hasta el misticismo la religión de la patria; el decreto —ya lo conocemos— que a continuación promulga ante los viejos del Coro no se ensaña contra Polinices por odio personal. Claro que, como en la presentación de las dos hermanas, el personaje está enérgicamente esbozado, pero no acabado; se completará en el curso del drama. Creonte habla ahora con sincera convicción de la ley de la ciudady de la justicia de la ciudad; luego veremos cuánto de vanidad personal hay en esta augusta máscara impersonal; y cómo la lev de la ciudad vendrá a coincidir con 1¿ voluntad única del ^oHernantfc ,Si gue un breve” diálogo en que Creonte da por sen tada la colaboración que muy a regañadientes le otorga el Coro. Y en esto, un intermedio humorís tico: uno de los guardas encargados de impedir que se sepulte a Polinices viene a avisar al temible rey reciente que el cadáver ha recibido el rito prohi bido. Viene lleno de temor por su pellejo, lleno de vacilación, de locuaz balbuceo, viva antítesis de Antigona y de Creonte, tan valientes, firmes y de tan fuerte elocuencia. Este grotesco guarda que a puras idas y vueltas, en inacabable coloquio con su alma, recuerda al Lanzarote Gobbo del Mercader
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
53
de Venecia, es un dechado de la maestría de Sófocles en lo cómico que, felizmente, conocemos también por un drama satírico juvenil, Los rastreadores, del que se han salvado fragmentos considerables.4 Al oír la misteriosa noticia, el Coro se acoge a lo más iácil: “Rey, hace tiempo delibera mi pensamiento si no es esta obra movida por los dioses.” Pero Creonte no comparte sobre los dioses las ideas va gas de la piedad popular; no puede creerlos indi ferentes a la justicia de la ciudad (verso 280 y sigs.): ' Creonte. — Cesa, antes de que tus palabras me llenen de cólera, y seas hallàdo a la vez necio y viejo. Dices lo que no es soportable al decir que los dioses cuidan de este cadáver. ¿Acaso le sepul taron colmándole de honores como a su benefac tor, a él, que vino a poner fuego a las columnas 4 El argumento está tomado del Himno homérico a H er mes, que también inspiró a Horacio, Odas, I, 10, y a Ovidio, Metamorfosis, XX, verso 685 y sigs., Fastos, V, verso 663 y sigs. Hermes, todavía niño en mantillas, ha fabricado la prim era lira con la concha de una tortuga y ha robado la vacada de Apolo. Éste ofrece un prem io a quien le devuelva su ganado y, deseoso de obtenerlo, Sileno, padre de los sátiros, pone a sus hijos a la obra. Los sátiros q u e form an el coro —los rastreadores— siguiendo la h u ella de las vacas llegan hasta la gruta escondida donde m ora el niño dios. A llí los ha sor prendido un extraño son, el de la lira, y Cilena, la divina nodriza de Hermes, les dice que un anim al m uerto lo p ro duce. A la entrada de la gruta dialogan en este fragmento, de tan delicado lirismo retozón, la n in fa y loá sátiros incré dulos (texto de R. J. W alker,. The Ichneutae of Sophocles, Londres, 1919, versos 289-303): Cilena. — No desconfíes. Fielmente te sonríen las palabras de una diosa. Coro. — ¿Cómo me persuadiré de que así retum ba la voz del muerto? Cilena. — Persuádete: después de m orir tuvo voz la fiera que en vida fue muda.
54
M A R ÍA ROSA LIDA
de sus templos y a sus ofrendas, y a deshacer su tierra y sus usanzas? ¿O ves tú que los dioses hon ren a los malvados? No es posible. Creonte tiene de los dioses y de su pureza un con cepto más elevado que el del Coro y el de Antigona. Él es quien dice, contra el credo primitivo, que a los dioses no les llega mancha humana (verso 1044). No por impiedad, sino por una piedad más intelectual, más depurada que la del Coro, sabe que el entierro de Polinices es obra humana. Lo que recela ense guida Creonte, mandatario novel, es que ciudadanos ocultamente rebeldes a su autoridad hayan sobor nado a alguien para ejecutar el entierro ritual, y amenaza de muerte a los guardas si no revelan al culpable. Ÿ el Guarda, más chocarrero que nunca, feliz de haber escapado con vida esta vez, huye pro metiendo no volver más. Pero volverá. El Coro ve con ojos temerosos la exaltación de Creonte y su ferCoro. — ¿Cómo es su aspecto? ¿Largo, combado o corto? Cilena. — Corto como olla, y cubierto de manchado cuero. Coro. — ¿Es comparable a un gato o a un leopardo? Cilena. — G rande distancia hay, que es redondo y de patas cortas. Coro. — ¿No se parece, tampoco al icneum ón ni al can grejo? Cilena. — Tampoco es así. Busca otra traza. Coro. — ¿Es su forma, pues, como la del escarabajo cor nudo del Etna? Cilena. — Ahora te acercaste a lo que más se párece la alimaña. Coro. — ¿Qué es lo que tiene voz en ella? ¿Lo de dentro o lo de fuera? Di. Cilena. — Es su caparazón, herm ana montesina de las m u das madreperlas. Coro. — ¿No me dirías su nombre? Hazlo, si algo más sabes. Cilena. — A l animal llam a el Nifio, tortuga, y a la voz, lira.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
55
vor por un culto de nuevo cuño, el de la ciudad, por encima de los cultos antiguos. A solas entona el primer estásimo (verso 334 y sigs.): Muchos son los portentos, pero nada más portentoso que el hombre. Éste, aun en el ábrego invernal, cruza el m ar gris, pasando por las olas que so abren profundas alrededor; y a la más alta de las diosas, a la T ierra —inm ortal, infatigable—, agota año tras año con el ir y ven ir del arado, con el revolver de los caballos. La tribu leve de las aves, e l tropel de las fieras salvajes y las criaturas del mar envuelve en redes entretejidas de mallas, y lleva cau tiv a s el hombre, sapientísimo. Con sus astucias vence la fiera que vive en los campos [y recorre la montaña; somete al yugo que le rodea la cerviz al crinado caballo, y al incansable toro montaraz. Y se ha enseñado là palabra^ y el pensar, ligero como el viento, y el impulso que [ordena las ciudades. Y, provisto para todo, aprendió a h u ir los dardos de los hielos, crudos a la [intemperie, y los de malignas lluvias. Hacia todo fu tu ro m archa m unido; sólo para la m uerte no h allará huida, 6 Es característico de la diferencia entre el pensamiento de Sófocles y el esquiliano que en el Prometeo encadenado sea una criatura mitológica, el T itán , quien ha enseñado la cultura a los hombres, m ientras el coro de la Antigona enu mera realísticamente cómo el hom bre se h a enseñado por sí mismo todos los elementos que integran la cultura.
56
M A R ÍA ROSA LIDA
aunque ha discurrido la fuga de innum erables enfer m edades. Poseedor de arte ingeniosa —sabiduría que supera a la esperanza—, se desliza unas veces al bien, otras al mal. Si enlaza las leyes de su tierra y la justicia ju rad a p or los dioses, alto está en la patria. Pero no tiene patria quien por audacia se acompaña [del mal. No esté ju n to a mi hogar, n i piense igual que yo quien tal hace.
Así como los poetas cómicos, en la parábasis, em plean eL Coro como vocero de su opinión personal literaria o política, del mismo modo este primer cántico, en la escena sola, entrega al auditorio el mensaje del poeta, su norma para la interpretación del hombre, y de la tragedia que se está represen tando. Aquí sin duda, por lo menos en lo formal, Sófocles ha partido de Esquilo, porque, ante la mal dad de Egisto y Clitemnestra, el coro de Las coéforas (verso 585 y sigs.) medita admirado que la tierra, el mar y el aire crien fieras portentosas, pero que es más fuerte que toda fiera la audacia del hombre y el amor de la mujer. El Coro, de la Antigona, en forma exquisitamente articulada, despliega su visión pesimista de la cultura, de la sabiduría del hombre, que culmina en la creación del Estado y que muy difícilmente mantiene el delicado equilibrio de su obra maestra: Creonte, por ejemplo, insinúa el Coro, no sabe mantenerlo. El contenido de la oda coral de Sófocles apunta inequívocamente al ambiente de los sofistas. Ellos son, en efecto, los que interesados en el hombre y
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
57
sus instituciones inician la especulación sobre los orígenes de lá sociedad y de la cultura. Se conserva el título de un escrito de Protágoras sobre este tema. Una primera, que sepamos, y orgullosa poetización de estas conjeturas se halla en el Prometeo encade nado, en el relato de las enseñanzas con que el Titán ha suavizado la vida del.hombre. Sófocles, sin mos trar rechazo ascético de la cultura —rechazo que antes de los cínicos no aparece en el pensamiento griego—, advierte aquí a su espectador que los prefíones de Creonte no deben sobreponerse a la justicia jurada por los dioses, y que lasm aravillosas conquistas del Hombre ñ o '
la~réálrdadmoral y material anterior a las creado~ a ProtágorasT historiador de la cultura, no es la medida de todas las cosas. Vuelve el cómico Guarda, ya no puramente cómito, sino siniestro cuando en su vulgar cobardía se siente á salvo entregando a Antigona. Antes había sido enviado por sus compañeros, a pesar suyo, y su primera declaración era: “Yo no lo hice ni vi quién lo hacía.” Ahora vuelve lleno de su hazaña; él ha sorprendido a Antigona que lloraba ante el cadáver desnudo de su hermano, como se queja el pájaro cuando se halla despojado de su caro y dulce nido de los tiernos hijuelos, entretanto que del amado ram o estaba ausente,
porque la imagen de Sófocles acercará la de'· Homero y la de Esquilo al ruiseñor de las Geórgicas y de Garcilaso. El Guarda ha visto cómo Antígona vol vía a ejecutar el ritual del entierro y, con algún
58
M A R ÍA ROSA LIDÁ
escrúpulo cínicamente vencido, la trae para asegu rarse a sí mismo; y Creonte la increpa (versos 441442): Creonte. —A ti digo, a ti que bajás el rostro a l. suelo: ¿confiesas o niegas haberlo hecho? Antigona- —Digo que lo hice y no lo niego. Con característico arte en el retardo de la acción, en mantener en suspenso al espectador, Creonte interrumpe el áspero diálogo, para despedir al Guar da, y Juego se encara definitivamente con Antigona (verso 446 y sigs.): Creonte. —Dime, no largo y tendido, sino cor tando camino: ¿sabías que estaba pregonado no hacerlo? Antigona. —Lo sabía. ¿Cómo no lo había de saber? Bien claro estaba. Creonte. —¿Y te atreviste, sin embargo, a violar estas leyes? Antigona. —Porque para mí no era Zeus quien las había pregonado, ni la Justicia, que convive con Ion dioses de allá abajo, fijó tales leyes entre los hombres; ni pensaba yo que tus pregones ten drían tanta fuerza que tú, siendo mortal, pudieras sobrepasar las leyes no escritas e inconmovibles de los dioses. Porque no son de hoy ni de ayer, viven siempre, y nadie sabe cuándo aparecieron. Por temor de ningún hombre iba yo a quebran tarlas y recibir castigo de los dioses. Que había de morir, bien lo sabía. ¿Pues no? Aunque no lo hubieses pregonado. Pero si muero antes de mi tiempo, a ganancia lo tengo. Quien como yo vive entre muchos males ¿cómo no ha de salir ganan cioso si muere? Por eso, ningún dolor es para mí
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SOFOCLES
59
Ilegal' a este destino. Ver insepulto el cadáver del hijo de mi madre sí me afligiría, aquello no me aflige. Y si te parece que hago ahora necedades, quizá sea un necio aquel a quien parezco necia. Coro. —Bien parece la hija bravia de bravio padre. No sabe ceder a los males. El Coro, formado de ancianos amigos del padre de la heroína, interpone su palabra moderada entre la violencia de la protagonista y del antagonista. Por cierto que la bravia Antigona no agradece la media ción y enseguida le enrostrará francamente su silen cio acomodaticio. Antigona, ha dicho un critico, es una Cordelia con don de palabra 6 y, como en la elocuencia griega clásica, su apasionado empuje se apoya en una recia armazón de silogismos. Fuertes palabras y buena lógica caracterizan su oratoria. Dentro de la ciudad atemorizada por el rigor de Çreonte, Antigona, pura libertad individual que no se identifica con el linaje y se enfrenta con el Es tado, encarna la libertad de palabra, tan cara a la democracia de Atenas. jQué aplauso debió de pro vocar en el excitable público ateniense esta admi rable contienda en que Sófocles rechazaba la ense ñanza sofística acerca de la ley, hechura humana, voluntad del Estado, y salía en defensa de la norma ética inmemorial/ Poseemos un testimonio negati vo: en una obra tan austera como la de Tucídides, V, 105, escrita muchos años más tarde, cuando los enviados imperialistas conferencian con los magis trados melios y en forma típicamente tucididea, la conferencia a puertas cerradas sobre la suerte de una 6 J. W . Mackail, Lectures on Greek Poetry, Londres. 1926, pág. 161.
60
M A R ÍA ROSA LIDA
minúscula islita de las Cíclades se convierte en un diálogo filosófico sobre el derecho del más fuerte, el enviado imperialista parodia cínicamente estos versos de Sófocles sobre la ley que no es de hoy ni de ayer.7 Creonte, con la misma fuerza, con la misma inflexibilidad de Antigona, se enardece en el propósito de quebrar la voluntad igual que se le opone. G. Norwood, Greek Tragedy, Londres, 1942, pág. 138, insiste en que Antigona y Creonte encar nan dos caras de un mismo error de conducta. Só focles^ desdobla la figura trágica que peca por su celo obstinado en una Antigona, representante de lo individual, y un Creonte, campeón de lo social. 7 Otras menciones de la ley "no escrita”, “divin a”, en T ucí dides, II, 37 y III, 82. L a p rco cu p a ció n por la ley divina en oposición a la-h u m an a, crucial p ara Ia Antigona, es uno de los más meditados temas de Sófocles, y aparece repetidamente aun en las pocas obras conservadas, por ejem plo en Ayante, v. 1130, y Edipo rey, 865 y sigs. T a l oposición pertenece inequí vocamente a la esfera del pensamiento presofístico. T. B. L. Webster, An Introduction to Sophocles, O xford, 1936, pág. 28, ha llam ado la atención sobre la proxim idad de sentido y p ala bras entre el citado pasaje de Edipo rey y los siguiéntes frag mentos: Empédocles, 135: "La ley de todos está tendida, sin interrupción, a través del éter, de ancho reino, y de la in mensa luz [pero la ley h u m a n a ...”]; Heráclito, 114: “Para hab lar con sensatez, preciso es arm arnos con la inteligencia común a todos como una ciudad se arm a con la ley,· y mucho más fuertem ente. Porque todas las leyes humanas se sustentan de está sola divina.” La conexión entre este pasaje de la Antigona y el de Empédocles aparece señalada en el párrafo de la Retórica de Aristóteles, 1373&, que trata de la ley común o natural. Cuando las m onarquías de los herederos de A le jandro absorben el antiguo Estado-ciudad, las filosofías de la época desarrollan aquel antiguo concepto. La ley del ciuda dano del universo, en que piensan cínicos, estoicos, platónicos y neopitagóricos, h a de ser forzosamente un principio que rebase el código convencional de cada localidad griega. Aun para Filón, la ley viva está por encima de la T orá, la más perfecta de las leyes escritas.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
61
Pero no sólo a Antigona, pues ha visto a Ismena vagar por el palacio enloquecida, fuera de sí. El espectador que ha asistido al secreto coloquio de las dos hermanas sabe qué Ismena está arrepentida de no haber compartido la suerte de Antigona. Creonte, en su arrogancia, cree que la aflicción de Ismena deriva de haber incurrido también en falta con la ley de la ciudad, con su mando. Y al oír la amenaza, Antigona quiere apresurar el fin, para no arrastrar a Ismena en su ruina (verso 497 y sigs.): Antigona■—¿Te propones algo más que matar me, ya que me prendiste? Creonte. —Yo, nada más; si esto tengo, todo lo tengo. ' Antigona■—¿Pues por qué te detienes? Que así como ninguna de tus palabras me agrada ni" ojalá me agrade nunca, así mis palabras son desagrada bles para ti. Aunque ¿cómo hubiera podido po seer gloria más gloriosa que guardando en la tumba a mi propio hermano? A todos éstos po dría decirse que agrada mi acción, si el miedo no les hubiera echado llave a la lengua. Pero en muchas cosas es feliz la tiranía y, principalmente, en que le está permitido hacer y decir cuanto quiera. Creonte. —De todos estos cadmeos tú eres la única que lo ve así. A ntigona. —También éstos lo ven, pero por ti cierran la boca. Creonte. —¿No te avergüenzas de no pensar como ellos? Antigona. —No, porque nada afrentoso es reve renciar a los que han nacido de unas mismas entrañas.
62
M A R ÍA ROSA LIDA
Creonte. —¿Acaso no es también de una misma sangre el que murió frente a él? Antigona. —De una misma sangre, de la misma madre y del mismo padre. Creonte. —¿Cómo, pues, tributas honras impías para él? Antigona. —No dará este testimonio el cadáver. Creonte. —Sí, en verdad, si le honras a par del impío. Antigona. —Es que no es un esclavo sino un hermano el que murió. Creonte. —Devastando esta tierra,-y el otro ha ciéndole frente por ella. Antigona. —Sin embargo, la muerte, por lo me nos, desea leyes iguales. Creonte. —El bueno no ha de ser igual en premio al malo. Antigona. — |Quién sabe si allá abajo agrada esta justicial Creonte. —No, nunca es amigo el enemigo, ni después de muerto. Antigona-—No he nacido para compartir el odio, sino el amor. El conflicto entre la santidad de los pregones del mandatario y la santidad del cadáver del hijo de la propia madre, que defiende Antigona, se plantea en estos últimos versos al puro modo de Atenas, escuela de Grecia, escuela del mundo.8 Desechadas las circunstancias, abandonada hasta la voluntad de 8 En Tucidides, II, 41, Pericles concluye así el elogio de Atenas: “En suma, afirm o que toda la ciudad es la escuela de Grecia.” El epigrama fu n erario de Eurípides, atribuido también a Tucidides, dice: "Su p atria fue Atenas, Grecia de Grecia.”
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
63
influir sobre el interlocutor, el conflicto trasmuta su pasión en esencia lógica: “el bueno nn ha He ser igual en blema de la iusticia. el Droblema nara los hombres
dos igual paga? Cada acción humana es tan corripTeja, que, como todos sabemos, su perfecta justicia requiere ~lä~ cóltlpTensión de todos sus motivos, lo que rebasa la posibilidad del entendimiento humanoV ^QuicrT^sabe si aílá^abajo agrada esta justicial” vacila Antigona, y la justicia a que ella intuitivaj usticia del Padre que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos. No es extraño que se haya hablado del sentido evangélico del verso que cierra esta disputa: “no he nacido para compartir el odio sino el amor^ Ahora, en cambio, es corriente encontrar en comentarios y edi ciones la advertencia de que se lo ha interpretado falsamente —un anacronismo— al hallársele sentido evangélico y alcance moral universal. Pero es evidente que estç verso de densidad clásica jexpresa un sentido moral que hoy resulta inmediato para cualquier miembrcTdeTa cultura occidental. Es un sentido moral humano, en el mejor sentido de la ’palabra y, antes del Evangelio/ evangélico como es evangélica la moral de Platón en el Gorgias y en la República, 361-362. Si Ulrich von Wilamowitz Moellendorff, Wilhelm Schmid, Otto Stählin, Johannes Geffken, no reconocen en el verso en cuestión la norma moral del Evangelio, es porque no conocen el Evangelio, porque se sitúan a espaldas de la cullura occidental, a espaldas de Atenas y de Jerusalén.
64
M A R ÍA ROSA LIDA
Ahora, lamentablemente tarde, aparece Ismena, resuelta a compartir el castigo de la acción que temió cometer, para acompañar a Antigona; y An tigona, bravia, la rechaza duramente, para salvarle la vida —y, en efecto, luego aparece dirigiéndose sola al suplicio—, pero también, y Sófocles, lo hace sentir con no menos vivacidad, por horror a la fic ción sentimental, aun a la ficción generosa (verso 531 y sigs.); Creonte. —Tú, la que en casa como deslizada víbora bebías mi sangre sin yo advertirlo, sin sa ber que criaba dos fatalidades, dos derrocadoras de mi trono [¡ese trono reciente!], ven, dime ¿con fesarás haber tenido también tú parte en esta tumba o juras, no saber nada? . Ismena.—Yo lo he hecho, si ella lo confiesa; yo asumo y comparto la culpa, Antigona. —No te lo permitirá la justicia, pues no lo quisiste ni te di parte en ello. Y tras nuevas súplicas y nuevos desdeñosos recha zos (versos 554-555): Ismena. — ¡Ay de mí, desdichada! ¿No compar tiré tu destino? Antigona. — No, que tú escogiste vivir, yo morir. Creonte observa sorprendido el cambio de Isme na, que aparece de improviso tan “insensata” como lo ha sido siempre, desde que nació, su hermana Antigona: una heroína trágica no es, pues, conse cuencia accidental de un momento, sino resultado necesario de todos los momentos y circunstancias dé una vida. Y a su vez Ismena, en esta última pre-
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
65
senda suya en escena, nos entera de otro hecho no indicado hasta ahora: Antigona es la prometida del hijo de Creonte. Ismena es la que lo dice y lo hace valer, no Antigona, que parece haberlo olvidado, toda absorbida en el santo delito por el hermano muerto. Pero también Creonte, absorbido en su ley, prefiere olvidar este hecho y rechaza brutalmente a la prometida de su hijo: no sospecha que este hijo suyo será el lazo con que le prenderá la muerte de Antigona. Otra vez medita el Coro, proyectando en lo uni versal y eterno el conflicto que se desarrolla ante sus ojos: “Bienhadados los que no han probado la desgracia. Cuando por obra de un dios se estremece una casa, la fatalidad se arrastra sobre toda la estir pe. Asi el linaje de Edipo.” La desgracia, pues, ¿será herencia en un linaje, expiación de un crimen previo, como exige la justicia ingenua de Esquilo y del Salmista? No, el Coro clásico no sabe de eso; ve que hay casas estremecidas inexplicablemente, di vinamente, por la desgracia. Pero ve, además, que el hombre en su prosperidad pone por sí mismo el cimiento de su desgracia. Heródoto, amigo de Só focles y su corresponsal, sostiene que Dios envidia al hombre y ve con malos ojos al que quiere engran decerse sobrepasando su condición humana. Por eso, en las Guerras Médicas, ante la voluntad de poderío de los reyes de Persia, la victoria, inexplicablemente, es decir, divinamente, es de la pequeña Grecia. Só focles no sabe qué piensan los dioses; sólo sabe que el cielo es inconmovible y el hombre nunca más próximo a aniquilarse que cuando cegado por la prosperidad viola la limitación que es su ley (verso 604 y sigs.):
66
M A R ÍA ROSA LIDA
CORO
Zeus, ¿qué demasía hum ana p odría sujetar tu fuerza, de la que no se apodera el sueño, que todo lo envejece, ni los infatigables meses divinos? T ú, soberano que no envejeces con el tiempo, reinas en el deslum brante resplandor del Olimpo. Para mañana, para el futuro, como para el pasado,* esta ley bastará: en la vida de los m ortales no hay grandeza que penetre sin ruina.» Sí, porque la esperanza, que a muchos hace errar, para muchos hombres es goce, para muchos desengaño de livianos deseos. Avanza ju n to al que nada sabe, hasta que se quema el pie en vivo fuego. Con sabiduría ha revelado alguien esta ilustre palabra: lo malo parece noble a aquel a quien un dios lleva a su ruina. Brevísimo tiempo vive fuera de la ruina. * Es decir, p ara el hombre, ya que en los versos anteriores el Coro adm ira en Zeus su estar por encima del tiempo. » Análogo sumiso contraste plantea Píndaro al comienzo de la Nemea VI (que Sófocles im itó verbalm ente en su drama perdido Tereti), pero para afirm ar con aristocrático optimismo la alteza de los dones físicos y espirituales p or los que el hom bre se asemeja a la divinidad: Una es la raza de los hombres, una la de los dioses, de una misma m adre tomamos el aliento, pero fuerza en todo diferente nos aparta: nada somos, m ientras el cielo de bronce, firm e morada, permanece p ara siempre. Empero, en algo nos acercamos a los dioses, en alto entendimiento, en form a corporal, aunque no sepamos hacia qué meta nos ha marcado correr el destino, ya este día, ya en las velas de la noche.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
67
Brevísimo tiempo: sólo el tiempo de demostrar con nuevas reacciones que Creonte no conoce esta “ilustre palabra”. Llega Hemón, el hijo, el castigo de Creonte. Creonte quisiera no afrontar una nue va disputa, y Sófocles, amigo de jugar con aparien cias, hará que Hemón parezca concederle la concor dia en que quiere reposar (verso 632 y sigs.): Creonte. —Hijo, ¿acaso al oír la cabal sentencia de la que iba a ser tu desposada vienes aquí fu rioso contra tu padre? ¿O haga como haga siempre te soy querido? Hemón. —Padre, tuyo soy. Tú, con tus sanos consejos, enderezas mi vivir y yo los seguiré. Para mí, con razón, ninguna boda será de más cuenta que tu sabia guía. Creonte respira y elogia al hijo, no porque le obedezca a él, sino porque acata lo justo, la ley de la ciudad, y continúa recitando los lugares comunes que son su manual de gobierno: Quienquiera sea hombre de bien en su familia también será justo en la ciudad. Quienquiera co meta delito —ya violando las leyes, ya proponién dose mandar a los que ejercen el poder—, ése no es posible que logre de mí alabanza. Al que la ciudad establezca, a éste se ha de escuchar, en lo pequeño y en lo justo y en lo contrario. Estas palabras bastan para imaginarnos el horror que debía sentir por Creonte el público de Sófocles. Palabras que sólo podían decirse en Tebas, la ciu dad infame que en la edad heroica había violado toda moral; la ciudad traidora, cuya aristocracia
68
M A R ÍA ROSA LIDA
había hecho causa común con los persas en las Gue rras Médicas. ELtirano que pretende ser obedecido en lo justo y en lo contrario —el poeta ateniense no se atreve a nombrar este contrario por su horri ble nombre— no es admisible para el público ate niense que, como prueba de educación, canta a la mesa, pasándose la rama de mirto, la canción en alabanza de Aristogitón y Harmodio, los tiranicidas: Yo llevaré mi espada bajo el m irto ocultada, como Aristogitón y H arm odio hicieron cuando al tirano Hiparco m ataron, y en Atenas la igualdad de la ley restablecieron .10
La igualdad de la ley —quizá nunca una realidad, sólo un ideal ardientemente deseado, y por el que Atenas había de pagar muy pronto con aquel largo lamento que subió por sus muros cuando llegó la nueva del desastre de Egospótamos (Jenofonte, Historia griega, II, 2, 3). Pero en su mejor momen to, Atenas está tan prendada de su maravillosa y frágil creación —la igualdad de la ley— que no hay grande obra que no la celebre: Esquilo en Las Euménides, Heródoto en aquel grandioso debate sobre democracia, aristocracia y monarquía (III, 80 y siguientes), Tucidides en la oración fúnebre de Perieles, y mejor que nadie Eurípides en Las fenicias, en un soliloquio quizá nó muy oportuno para la marcha del drama, pero tan urgente para él· poeta como ,conmovedor para los lectores. io Traducción de los hermanos Canga Argüelles; el segundo verso fue modificado, para m ayor fidelidad.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
69
Aquí, nueva; antítesis, el hijo del tirano trae a là asamblea de nobles que por temor echan llave a la lengua; dos notas de Atenas: la voz de la ciudad que comprende también la del humilde, para quién es térrible el rostro del gobernante, y, por encima del trono y la autoridad, el buen juicio que vale más que todos los tesoros. Îs~tSmbiérr atenfense^eT de coro de Hemón, elogiado por Aristóteles (Retórica, 14186), que no dice palabra de su biografía —de su amor por su prometida—, aunque js_u padre y el Coro saben que es ése el impulso que mueve su claro planteo intelectual (verso 683 y sigs.): Padre, los dioses son los que hacen brotar en Ios-hombres el juicio, superior a todos los tesoros que existen. Que no dices bien, yo no podría ni sabría decirlo; pero también otros pueden tener razón. A mí toca naturalmente mirar todo lo que se hace o dice o se censura de ti. Parque tu ros tro es terrible al hombre del vulgo, cuando pro fiere palabras que tú no te alegras de oír. Yo, en la sombra, puedo escuchar cómo llora la ciudad a está doncella, la más inocente de todas las muje res, que muere por los más gloriosos hechos. .. ¿No es digna de recibir áurea recompensa? Tal es el oscuro rumor que en silencio va cundien d o ... No mantengas ahora en ti mismo un sólo temple, el de pensar que lo que tú dices y nada más. es lo acertado. Pues quien cree que él es el único que acierta o quien cree poseer lengua o alma como ningún otro, éstos al abrirse han sidp ~liillados hueros. No es vergüenza alguna para el hombre, aunque sea sabio, aprender mucho, y no tender demasiado la cuerda.
70
M A R ÍA ROSA LIDA
Estas y otras imágenes —el árbol, la nave: Horacio las recordará al predicar la dorada medianía— des arrolla Hemón para que Creonte, ceda en su celo por la ley de la ciudad y, por úllimo, la reflexión homérica de que lo mejor es ser· autor y lo segundo, seguidor del buen consejo. Creonte no cede; y lo curioso es que no insiste en su concepción de la justicia, si bien nombra como delito el hecho de Antigona. Al contrario del joven Hemón, que deja de lado su amor para hacerse portavoz del sentir de toda la ciudad, Creonte, que nó tiene juicio, su planta el problema con el sofisma personal: la ofen sa a su autoridad como padre y, luego, la ofensa a su autoridad como soberano. Aquí, cuando la voz de la ciudad critica en la sombra su decisión, Creonte muestra cuánto tiene de baja su adhesión a la ley de la ciudad en que pretendió fundarse: era sólo una palabra para cubrir su voluntad que, ensober becida por la victoria de Tebas, por el reciente Trono, no admite límite (verso 726 y sigs.): Creonte■—A mí, a ■mis años, ¿me enseñará a tener-juicio un mozo "de ésta^edacl·? Hemón. —En nada que no sea justó. Pero aun que soy joven,* no ñas de mirar la edad antes que las obras. La Antigüedad, como la voz popular, exalta la sabiduría de la vejez; las tragedias de Sófocles que conocemos son obras de su vejez. Sin embargo, aquí como en el Filoctetes de sus ochenta y siete'años, a ios jóvenes toca la sabiduría. Esta actitud paradó jica procede sencillamente de su antipatía a susti tuir las máximas recibidas, las teorías, a los hechos. A veces la sabiduría, que asociamos con la vejez, se
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
71
da, en efecto, en medio da la mocedad y del apasionamiento de Hemón. Con actitud semejante, un fragmento de una tragedia hoy perdida, el Alcmeón, :ifirma que, para el sabio, Dios expresa su palabra en enigmas, pero es maestro breve y sencillo para el rudo. También es excepcional, frente al aristo crático intelectualismo griego, este evangélico testi monio de Sófocles en favor de los pobres de espíritu (verso 730 y sigs.): / Creonte. —¿Es buena obra respetar a los que van contra el orden? Hemón. —Yo no te ordenaré que seas pío con los malvados. Creonte. —¿No ha sido ella presa de tal enfer medad? Hemón. —No, dice a una voz el pueblo de esta Tebas. Creonte. —¿Me dictará la ciudad lo que yo debo mandar? Hemón. — ¿Ves cómo es muy de mozo eso que has dicho? Creonte. —¿He de gobernar yo esta tierra al juicio de otro o al mío? Hemón. —No es' ciudad la que es ciudad de un solo hombre. No es con el juicio, tesoro superior a todos los que existen, con lo que Creonte puede hacer callar la, sabiduría de Hemón. Entonces le enrostra la cir cunstancia q u e Hemón, en su decoro juvenil, ha callado: su amor a Antigona (verso 748 y sigs.):' Creonte. —Todas estas palabras tuyas son en defensa de ella.
72
M A R ÍA ROSA LIDA
Hernán. —Y de ti, y de mí, γ de los dioses de allá abajo. ' Creonte. —Nunca, la desposarás mientras viva. Hemón. —Morirá, pues, y al morir dará muerte a alguien más. El altercado muestra a Çreonte en otro aspecto, menos digno que el de campeón impasible de la ley de la ciudad con que se presentó al principio, y presenta también en solo esta escena la rectitud en tusiasta del joven Hemón; pero, como el prólogo que introduce a Antigona e Ismena, no es un ejer cicio de virtuosismo psicológico. La franqueza de Hemón, como la timidez de Ismena, ponen en mo vimiento la acción y confirman a Creonte en su sentencia. A solas con el Coro, Creonte declara el género de muerte con que piensa castigar a Anti gona: enterrada viva, muerta en vida, ella que pre firió los muertos a los vivos, como compensación del cadáver de Polinices, en que Creonte defrauda a la Madre Tierra. Claro: no es sólo la obstinación ciega del tirano ni la defensa, por parte de Hemón, de la justicia jurada por los dioses, lo que ha llevado a esté fin, piensa el Coro. Lo que ha dado el último paso es la fuerza que él elegante intelectualismo de los poemas homéricos encarnó en la adorable y despre ciable Afrodita, pero que los siglos siguientes, no tan seguros de su dominio, conciben en forma mu cho menos personal y más témible. El Coro la teme, como la temía él viejo Sófocles, según la anéc dota que cuenta Platón en las primeras páginas de la República, y pone todo su temor en el himno qúe le dirige (verso 781 y sigs.):
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
73
Amor, invencible en el combate, Amor, que caes sobre las riquezas, que velas en las blandas m ejillas de una joven, y vas y vienes por el m ar y por agrestes guaridas: ninguno de los inm ortales puede h u ir de ti, ninguno- de los hombres, que duran un día, y el que te tiene enloquece. T ú arrastras por el escarnio la mente injusta de los justos, y tú también has movido esta querella entre hombres de una misma sangre. Vence el deseo que brilla en los párpados de la novia de dulce lecho, que se asienta poderoso a p ar de las grandes leyes, porque es deidad que juega invencible Afrodita.
En el siglo v a.C., bajo influencia de la filosofía de la naturaleza que Empédocles expone, todavía en verso homérico, Afrodita o Amor (Eros) pasa a ser la fuerza sobrenatural, apeñas personificada, que ejerce igual señorío sobre todas las criaturas. Amor ómnibus idem, repite Virgilio en Las geórgicas, al dar la forma definitiva a esta concepción de la An tigüedad. En Grecia, los trágicos son los que natu ralmente han moldeado tal concepción. Así Sófo cles, en este cántico a Afrodita o Eros como fuerza adversa al orden de la sociedad humana, así en un intenso fragmento, el más próximo a Las geórgicas, de una tragedia sobre Medea, donde exalta su di versidad y el rendimiento de todas las criaturas. Así en Las traquinias, las niñas del coro, para celebrar la fiereza de Afrodita, callan su victoria sobre los dioses y cantan, como remota leyenda oída ;i sus mayores, la lucha entre Aqueloo —a quien los
74
M A R ÍA ROSA LIDA
vasos pintan con cuerpo de toro y monstruoso ros tro humano— y Heracles, rivales en el amor de Deyanira (verso 517 y sigs.): Entonces hubo fragor de manos y de arcos, y son confuso de los cuernos del toro; y trenzados abrazos, y golpes funestos de frentes y jadear de uno y otro. Y la delicada y hermosa, en un: apartado otero estábase sentada, aguardando a su consorte. . . El disputado rostro de la novia aguarda acongojadamente, y de pronto se aleja de su m adre, como novilla sola.
En estilo propio de la oda coral,· los rasgos de la comparación se entremezclan con los de lo compa rado para acentuar cómo una misma fuerza mueve a dioses, a hombres y a los toros en celo: amor om nibus idem, dice la franqueza antigua. Virgilio se ha inspirado en estos pasajes pero, mucho más mo derno que Sófocles, pinta el combate de los toros rivales prestándoles sentimientos humanos, con ter nura a veces humorística, mientras el poeta griego subraya la animalidad en el hombre y en el semi diós. Los pasajes paralelos de Esquilo y Eurípides no destacan la animalidad. El pasaje de Esquilo es un fragmento de Las danaides, última tragedia de la trilogía de la que se ha.n salvado Las supli cantes. Afrodita misma habla y explica, con crudo antropomorfismo, cómo es ella agente de la vida en el mundo, desde las bodas del cielo y la tierra hasta el germinar de la hierba y de la espiga. Lo explica, no para retratar la realidad, sino para justificar
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SOFOCLES
75
(según se ba inferido) un cambio social, el de la sociedad matriarcal en la patriarcal, mediante la institución del matrimonio. El cántico de Eros lo pone Eurípides en boca de las doncellas que asisten al horrible amor que, muy a pesar suyo, avasalla a Fedra por el hijo de su esposo y, con característica alusión a lo actual, al orfismo que ganaba cada vez mayor ascendiente en tre los intelectuales de Atenas, el Coro se maravilla de que Eros no tenga aún santuario panhelénico, como el de Zeus olímpico en las márgenes del Alfeo o el de Apolo pítico en Delfos (verso 525 y sigs.): Amor, Am or que lanzas deseo a los ojos, e introduces dulce gracia en las almas contra las que mueves guerra, nunca te me aparezcas acompañado de mal, ni te me allegues desacompasadamente. Pues ni el dardo del fuego ni el de los astros sobrepasa al de A frodita, que arroja con sus manos Amor, hijo de Zeus. En vano, en vano ju n to al A lfeo y ~en las píticas moradas de Febo, la Hélade acumula siempre hecatombes. Y a Amor, tirano de los hombres, poseedor de las llaves de las gratísimas cámaras de Afrodita, no veneramos. .. n 11 Cf. Platón, El convite, 189c: "Me parece que los hombres no han percibido en absoluto el p od er del amor, pues en per cibiéndole hubieran levantado m uy grandes templos y altares, y le hubieran ofrecido riquísimos sacrificios, no como ahora, que nada de esto se hace y debiera hacerse ante todo.''
76
M A R ÍA ROSA LIDA
Después del cántico a Amor y a Afrodita, la muer te de Antigona, la prometida de Hemón, encerrada en su cámara de piedra, parece una boda mons truosa, y desde su primer lamento —porque ahora selamenta la fuerte Antigona—, ella misma entre lazacomo en desvarío imágenes de muerte e imá genes nupciales (verso 806 y sigs.): Vedme, oh ciudadanos de mi patria, que emprendo mi últim o viaje, y m iro por últim a vez y nunca más, la luz del sol. La m uerte que a todos adormece me lleva viva a la rib era de Aqueronte. No me han cabido en suerte bodas, no me ha celebrado ningún canto nupcial; con el Aqueronte me desposaré.
Sófocles se jactaba, según cuenta Aristóteles (Poé tica, 1460Ô), de crear sus caracteres como debían ser, mientras Eurípides sólo los creaba como eran. Tradicionalmente se ha interpretado este deber ser en sentido de ejemplar ético, pero es muy verosímil que Sófocles pensara en la creación artística de sus caracteres, y que, por ejemplo, una Antigona como debía ser significara una criatura tan esencialmente humana que, después de haber arriesgado impetuo samente la vida para cumplir el rito funerario fija do por la ley de la familia, tiene también ella un momento de debilidad o de normalidad, que subra ya el precio de su lucha y su sacrificio y, mientras dura ese momento, Antigona deplora, con la fran queza del arte clásico, las buenas cosas que aban dona en la tierra: la luz del sol, la amistad. Y está toda llena de la angustia^ de sús bodas malogradas;
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
77
lo mismo, otras heroínas trágicas^ Electra, Ifigenia, Polixena. Precisamente el humanista español Fernán Pérez de Oliva, al traducir libremente, por 1530, la Hécuba de Eurípides con el nombre de Hécuba tris te, da tono clásico a un trozo agregado haciendo hablar en términos parecidos a la doncella Polixena. Y don Leandro Fernández de Moratín comenta muy agrio: “Polixena parece una niña de colegio con mucha gana de casarse”,12 exactamente como aquel don Pedro, en quien se proyectó Moratín en la Comedia Nueva, amonesta a doña Mariquita: “Y si usted disimula un poco las ganas que tiene de ca sarse. . . ” Sófocles, como crea a sus personajes según deben ser, no disimula nada. Curiosa tragedia, la Antigona: es, según dicen, el drama de amor más antiguo de la literatura occi dental.13 En todo él, los enamorados ni se ven ni se dirigen la palabra. Antigona no nombra ni alude nunca a su prometido; al principio está demasiado consagrada al recuerdo de su hermano: Ismena será la que haga valer ante Creonte la conexión con su hijo. Luego, ante la muerte inminente, lo que la angustia —franqueza de Sófocles, nada sentimental ly Orígenes del teatro español, Catálogo histórico y critico de piezas dramáticas anteriores a Lope de Vega, n? 45. i 3 Es lástima que no pueda cotejarse con la Antigona de Eurípides, ya que ni los breves fragmentos conservados, ni las escasas alusionés dispersas en los escritores antiguos, ni las pinturas de los vasos, perm iten reconstruir su argumento con seguridad. Pero parece indudable que era un drama senti m ental de violentas peripecias, amores secretos, anagnórisis y elocuentes alegatos: Hemón, encargado p or su padre de dar m uerte a Antigona, la salvaba y tenia de ella un hijo que, identificado más tarde por Creonte, atraía peligró de muerté sobre sus padres.
78
M A R ÍA ROSA LIDA
no es haber perdido a Hemón, sino haber perdido el marido y el hijo que normalmente le hubieran tocado. Tampoco Hemón nombra a Antigona, pero en él, por fino matiz, el sentimiento sí es personal. El Coro y Creonte lo saben; por eso, aunque He món no invoque su amor a Antigona, sino la jus ticia de la causa de ella, su padre le zahiere con ese amor, y el Coro, siempre envuelto en presenti mientos, entona su himno a Eros que ha movido querella entre padre e hijo. Ahora, fríamente, como ancianos, los ancianos del Coro consuelan a la heroína (verso 817 y sigs.): Pero gloriosa y llena de alabanza vas al lugar donde se ocultan los muertos, sin herida de enfermedades que consumen, sin haber recibido el salario de la espada, sino por tu p ropia ley. Sí, única en tre los mortales, viva bajas a la muerte.
El Coro, como luego tantos comentadores, es el primero en sorprenderse de la debilidad de Anti gona. ¿Cómo? ¿Ahora llora, ahora elige el vivir, ahora no la consuela la gloria ganada y se lamenta como si no fuera ella la autora de su suerte? (verso 853 y sigs.): T e adelantaste hasta el extrem o de la temeridad, oh hija, y diste gran caída contra el alto pedestal de la justicia. Algún tributo paterno pagas.
Y Antigona se ase en su debilidad a esta piadosa y falsa justificación: sí, ella pertenece a la familia
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
79
maldita de Edipo y de Yocasta, y por culpa de esos padres de quienes se avergüenza, sin dejar de amar los, pierde la vida y sus justos goces. Creonte reaparece, apresurado, y ufano de la in geniosa muerte que ha discurrido. Él, defensor inte lectual de una religión más elevada que la del vulgo, se jacta: “Puro soy en cuanto a esta donce lla” (verso 879). Es puro, no tiene las manos man chadas. ¿Cómo no recordar la protestación en que, al enviar un reo a lá hoguera, los Reverendos Señores Inquisidores requerían al Señor Corregidor “que se oviesse piadosamente con el reo, e que non procediesse contra él a muerte ni a mutilación de miembros e efusión de. sangre, protestando como protestaban que si lo contrario fesiesse e muerte se le siguiesse al dicho reo, que sus reverencias fuessen sin culpa”? 14 Y ante Creonte, Antigona vuelve a ser la Antigona que eligió morir cuando Ismena eli gió vivir, vuelve a sostenerse en la memoria de su hazaña, pero no áspera, combativa, como al princi pio, sino suavizando su heroicidad con la mención de los cuidados supremos que ella y no otra tributó a los suyos (verso 891 y sigs.): ¡Oh tumba, oh alcoba nupcial, oh morada sub terránea que siempre me guardarás, adonde me dirijo hacia los míos, cuyo mayor número ha aco gido Perséfona entre los muertosl Yo, la última y con mucho la más infortunada, bajo antes de haberme llegado mi término de vida. Pero al ir, fuerte esperanza abrigo de que habré de llegar t* Documento reproducido por el P. Fidel Fita, "La verdad sobre el m artirio del santo Niño de la G uardia”. En el Boletín de la R eal Academia de la Htstoriç., X I (1887), pág. 107.
80
M A R ÍA ROSA LIDA
cara á mi padre, cara a ti también, madre, y cara a ti, hermano mío, pues a vuestra muerte, con mi propia mano os lavé y compuse y os rendí las libaciones sepulcrales. Antigona; que en la última disputa con su her mana había declarado: “Mi alma hace tiempo que ha muerto, para poder ayudar a los muertos”, ya está anticipada a su castigo, y tan lejos de los hom bres que sólo se dirige a la “morada que la ha de guardar siempre”, a “aquéllos a quienes más debe agradar”. Y se recrea en la suave evocación de la vida de familia: el padre, la madre, el hermano. Éstos simples versos poseen toda la esencialidad, la eternidad, el clasicismo sofocleos: no es el más allá que corresponde a tal o cual concepción religiosa, a la teología de este o de aquel siglo. Ni castigos ni xecoírípensas, ni sistema órfico ni misterios de Eleu sis. Es, mucho más hondo y humano, el simple sentimiento de que la vida de la familia perdura más allá. ¿Qué mayor recompensa para Antigona que muere por cumplir la norma de la familia? Estos versos, no líricos, sino en el metro más pro saico de la poesía griega, pintan la perduración de la familia, de lo cotidiano sin una nota falsa, con el mismo arte austero y contenido, como se ha observado, con que las estelas funerarias de Atenas escul pen la madre a quien la nodriza tiende el niño, la hermosa que examina la arqueta de joyas qué le presenta la criada, él cazador apoyado ert su vena blo, mientras el perro alza el hocico buscando la caricia acostumbrada. ; El Coro, que ha visto partir a Antigona, ejempli fica oscuramente el destino de los principales perso najes del drama con paralelos mitológicos. Antífona
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
81
se encamina a la gruta donde será enterrada viva: también Dánae sufrió prisiones, aunque atesoraba la progenie de Zeus, llovida en oro; también fue violento el fin de Licurgo, rey de los edones, que violó la divinidad de Dioniso, como Creonte viola las leyes inmemoriales y no escritas de los dioses. También en una playa remota, la mujer de Fineo, aunque de divina estirpe, vio lo que aquí mismo verá enseguida Eurídice, la mujer de Creonte: la desgracia de sus hijos por culpas paternas. Ahora llega Tiresias, el profeta ciego. Como He món trajo a la escena el rumor de la ciudad, Tire sias trae la voz de los dioses, manifiesta en la grasa derretida de los sacrificios, en la hiel de las vícti mas, en la humareda del altar. Creonte debe orde nar el gran desorden que ha cometido en las cere monias de los dioses: “A uno de los del mundo de arriba lanzaste abajo, a un alma viva estableciste deshonrosamente en la tumba. A un cadáver que pertenece a los dioses de allá abajo retienes aquí, despojado, sin ritos funerarios, sin santidad.” Pero Creonte, que no tiene juicio ni entiende la voz ra zonable de Hemón, tampoco se somete a la voz irracional de los dioses, y piensa que Tiresias es emi sario sobornado por los enemigos de su autoridad. Y el profeta se retira, nada majestuoso, irritado, amenazante, prediciéndole la ruina inmediata de su familia. Tiresias el ciego, así como las hermanas Antigona e Ismena, pertenece al ciclo épico y también, según parece, a la vena popular, como héroe de algún re lato de escasa dignidad literaria. Sófocles fue pro bablemente el primero en traerle a escena, aquí y luego en el Edipo rey. parece que le hubiera atraído
82
M A R ÍA ROSA LIDA
la figura del ciego, único en ver la.confusión.en_cjue vive la ciudad. Circunstancias políticas, nuevas eta pas de pensamiento, introducen en el espíritu múl tiple de Grecia la nota ascética que culmina en Pla tón, en su impaciencia por librarse del cuerpo y de los sentidos para ver claro y llegar al puro entender. “Sólo la mente ve, sólo la mente oye, lo demás es sordo y ciego”, había dicho Epicarmo, y una anéc dota —no veraz, pero, como todas las anécdotas griegas, bien trovada— cuenta que el filósofo Demócrito se quitó los ojos para ver mejor. Por lo de más, Sßfodfis, devoto, relacionado íntimamente con la institución de ciertos cultos, y adorado luego como semidiós, no ha derramado ni ternura ni res peto sobre el profeta. Siempre esgrime contra él la i acusación de que habla sobornaxlo, . por_.lu.cm. En verdad, el profeta siempre acierta, pero no inter viene aquí para salvar a Antigona, ni para defender la ley de la familia, sino para restablecer. pulcra mente el orden en los ritos de los dioses de arriba y de abajo; y en el Edipo r-ey su frialdad de hombre que sabe demasiado, hasta el hecho de tener él ra zón, le hacen infinitamente menos humano que el desdichado Edipo que le insulta sin razón. Creonte, pues, rechaza con hirientes palabras a Tiresias, pero al quedarse con el Coro parece que el eco de las amenazas del agorero se le agranda en el silencio, y de golpe toda su firmeza —que no era sino empaque— se desmorona, y el tirano se deja amonestar por el Coro como un niño. Los jó venes, Antigona y Hemón, mueren fieles al princi pio que han defendido; Creonte,. orgulloso de sutrono reciente, de su prudencia y de sus años, dedica ahora todos sus esfuerzos a deshacer lo que ha he cho; a toda prisa deja la escena para librar a Antí-
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
83
gona con sus propias manos, y proclama su derrota (versos 1113-1114): “Temo no sea lo mejor vivir guardando hasta el fin las leyes establecidas.” El Coro piensa que todavía está a tiempo de salvar el conflicto, y eleva su himno al dios tutelar de Tebas, que es también el dios de la tragedia, Dioniso. Es un himno rígidamente formal, con la enumeración de todos los lugares en que el dios se complace, con la alusión a los muchos nombres con que se lo ado ra. Es tan vano como la breve invocación al co mienzo de la tragedia, cuando el Coro, jubiloso por la huida del ejército argivo, creía que Tebás ya no tenía nada que sufrir. Llega un mensajero, muy envuelto en las máximas y lugares comunes que Só focles deja a cargo de los personajes secundarios. El mensajero cuenta que Creonte, ante todo, sepulta solícitamente a Polinices. Ironía sofoclea: no sólo porque Creonte ha labrado la tragedia por prohibir esa acción, sino porque el castigo mortal que ha decretado contra el enterrador de Polinices le to cará, y no levemente. Por enterrar al insultado cadá ver, Creonte llega tarde a todo, con trágico retardo. Acabado el rito piensa ir a rescatar a Antigona, pero ■ va es tarde: ella misma se ha dado muerte. Oye junto a ella la voz de su hijo y quiere entrar: tam poco llega a tiempo; Hemón se traspasa con su es pada. Y mientras narra el mensajero, ha llegado Eurídice, la mujer de Creonte, y pide muy serena el resto del relato y se va sin decir palabra. Silen cio ominoso en este drama de bocas elocuentes. El Coro y el mensajero temen, si bien la reina es tan discreta que quizá sólo se haya retirado para llorar al hijo dentro, como manda el decoro. No es así. Un mensajero de palacio viene bien pronto a abru mar con la noticia de la muerte de Eurídice a
84
M A R ÍA ROSA LIDA
Creonte, que vuelve a escena trayendo en sus brazos el cadáver del hijo, “insigne monumento" de su locura, dice el Coro. “Insigne monumento” quiere decir en griego, primariamente, "insigne tumba”. Sófocles, aun más que Esquilo, es maestro en el juego de palabras, en la ironía trágica que no es en él fórmula retórica —como no lo es el oxymoron “santo delito”— sino conciencia del poder terrible de la palabra que el hombre mismo se ha ense ñado, de la pequeña palabra que rompe a lanzazos la concordia, como dice Edipo en Colono.16 Una “insigne tumba” trae en sus manos Creonte, el que prohibió otra tumba. Y el Coro y_el poeta comen· tan implacablemente, ante el estadista que no supo realizar la obra maestra del hombre, la conciliación entre las leyes de la tierra y la norma jurada de Jos. dioses: “¡Ay, tarde padece que ves lo que es la jus ticial”
i» Verso 620. Cf. la misma expresión, “pequeña palabra”, en los versos 443, 569, 1116, ,1152 y 1163 de esa tragedia; en la Electra, 415, y en el Ayante, 1268.
C a p ít u l o
ÏII
FILOCTETES Locura, conflicto entre la ley de la familia y la ley de la ciudad, crimen, venganza, santidad: el tema de Filoctetes es mucho más elemental y coti diano, es la enfermedad, ni curable ni mortal, la enfermedad en sí. El tema parece tan escasamente trágico, a nuestros ojos, como el envejecimiento de Deyánira, núcleo de Las traquinias, pero los griegos conservaron en alto grado el don de maravillarse, de donde, según Platón y Aristóteles, nace el cono cimiento. Se ha señalado lo paradójico de que, al volver tras veinte años de ausencia, Odiseo necesite la intervención divina para transformarse en un viejo mendigo. Para nosotros lo sobrenatural es que Odiseo se mantenga como en el momento en que partió para Troya; veinte años de guerra y erranzas bastan para transformar naturalmente a un rey en un mendigo. Ese inexplicable “naturalmente” es el que Homero diviniza, muy consciente de su inexpli cabilidad. Sófocles, el más homérico de los trágicos, según el repetido dictamen de la Antigüedad, pone como centro de su drama el más vulgar de los inex plicables azares divinos: la enfermedad. La tragediái griega, particularmente la de Eurípides, conoce otros personajes enfermos —Alcestes, Fedra, Orestes, Télefo— pero en ellos la enfermedad es o bien realcé
86
M A R ÍA ROSA LIDA
patético, o bien resorte del argumento para hacer esto o aquello. Sófocles, devoto huésped de Asclepio y adorador de Alcón, ve la esencia trágica, sobre natural, en ese hecho tan frecuente que ha cesado de maravillar al hombre común. Pues, en efecto, parece que la concepción de Filoctetes como exclu sivamente el solo y el enfermo es pura creación sofoclea. La historia pertenece al ciclo épico, en donde Só1ocles se inspiró para la mayor parte de su obra. Los Cantares ciprios contaban cómo una serpiente había mordido el pie de Filoctetes, y los griegos, molestos por el hedor, le habían abandonado en la isla de Lemno; y la Pequeña Iliada contenía el oráculo del troyano Heleno sobre el cautiverio de Ilion y cómo guiados por él, trajeron de vuelta a Filoctetes, quien sanó gracias a los cuidados de Ma caón, hijo de Asclepio, y mató en singular combate a Paris. La historia, brevemente aludida en la Tlíada, II, 721-725, y en la Odisea, VIII, 219-220, reapa rece en una comparación de Píndaro (Piticas, I, verso 100 y sigs.) y en un ditirambo perdido de Baquílides. Con anterioridad a Sófocles, la habían llevado a la escena Esquilo y Eurípides, y sí bien estas tragedias se han perdido, algo se sabe de ellas gracias a la comparación que, Dión Crisóstomo (Discurso 52) hizo de los tres Filoctetes. En Esquilo, el Coro estaba formado por nativos de la isla, y lo mismo en Eurípides, sólo que en obse quio de la verosimilitud el racionalista explicaba ante todo por qué los lemnios no habían acompa ñado antes a Filoctetes, y hasta introducía a cierto personaje, Actor, como visitante acostumbrado del héroe. Sófocles suprime toda dificultad, pues su Coro está constituido por marineros de Néoptólemo
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
87
e insiste repetidamente (versos 2, 183, 221) en lo desolado de la morada del héroe. Consta también que en la tragedia de Eurípides una embajada troyana se presentaba para atraer a Filoctetes; Odiseo respondía entablando largo y hábil debate, y al fin el héroe se sobreponía a su sentimiento de odio para unirse a la patria griega. En ambas tragedias Odi seo entraba directamente en relación con su antigua víctima, pero Eurípides, en el prólogo, recitado por el mismo Odiseo (y parafraseado por Dión, Discur so, 59), volvía a rectificar a Esquilo, declarando que Atena había alterado el aspecto de Odiseo de modo que Filoctetes no pudiera reconocerle, y luego (se gún la misma paráfrasis) Odiseo se presentaba ante Filoctetes como amigo de Palamedes, perseguido por Odiseo, en situación análoga a la de Sinón en la Eneida, II. Sófocles mantiene en la sombra a Odiseo, alma de la intriga que se propone apode rarse de Filoctetes y de sus armas, e introduce al joven Neoptólemo como instrumento de sus planes interesados. Así, resta importancia al conflicto entre ofensa privada y bien público, y concentra la acción en tres caracteres: Odiseo y Neoptólemo, unidos por su intención, Neoptólemo y Filoctetes, unidos por el carácter: 1 el enfermo entre dos tipos humanos o, i En ambos casos Sófocles no evita solamente una incon gruencia lógica, como con mucho ingenio (y aun demasiado visiblemente) hace Eurípides, sino que plantea toda la acción en form a mucho más ‘‘como debe ser”, más realista y más trágica. Cf. también la anagnórisis ingenua de Electra y Orestes en Las coéforas, su crítica en la Electra de Eurípides, y el planteo radicalmente distinto de la Electra de Sófocles, donde la heroína reconoce a su herm ano porque es el único que la ha compadecido (versos 1200 y sigs.); anagnórisis "sin collares”, como dice humorísticamente Aristóteles, Poética, 1455a.
88
M A R ÍA ROSA LIDA
esquemáticamente, entre los dos tipos humanos; tres personajes frente a una oscura circunstancia, la en fermedad, no creada por el hombre. Sófocles ha hecho el drama mucho más elemental que sus dos predecesores. Decir que por este drama se debiera comenzar el estudio de Sófocles por ser su obra más representativa es, quizá, postular la tesis del elementalismo del poeta (bien que tal “esencialismo” clá sico sea un carácter innegable de Sófocles); lo que no se puede dejar de reconocer es que tal comienzo es instructivo, porque Filoctetes es la obra que más rotundamente echa por tierra la imagen olímpica del bienaventurado Sófocles. Lo primero que el poeta presenta en este drama singular es el escenario; no, por supuesto, para "su plir las decoraciones, igualmente rudimentarias en todo su teatro, sino porque la gruta en la isla des poblada,—el paisaje solitario y grandioso no tiene incentivo estético para el hombre anterior al Ro manticismo— es la proyección, en la naturaleza, de la soledad y desamparo de Filoctetes: Odiseo. —Ésta es la playa de la tierra de Lem no, toda rodeada del mar, no hollada ni habitada por mortales... Mira allí un peñasco de dos bocas, tal que en el frío da doble asiento al sol, y en verano la brisa envía sueño a través de sus 1 dos entradas. Poco más abajo, a la izquierda, ve rás quizá bebida de fuente, si todavía sé mantiene. La descripción prosigue —ahora es el miserable ajuar- , distribuida éntre las observaciones de Neopióiemo y las identificaciones de Odiseo:
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
89
Odiseo. —¿No hay dentro algún regalo que la haga habitable? Neoptolemo. —Ün montón de hojas apisonadas, como si alguien pasara la noche en ellas. Odiseo. — ¿Todo el resto está vacío? ¿Nada más está bajo el techo? Neoptolemo. —Una copa de madera, artificio de algún rudo artesano, y junto a ella astillas para el fuego. Odiseo.^ Eso que indicas es su tesoro. Neoptolemo. — ¡Ahí Además hace secar al sol unos andrajos llenos de hediondo pus. La acción comienza con las instrucciones de Odi seo para hacer desempéñar a Neoptólemo, desco nocido de Filoctetes e hijo de su admirado Aquileo, el papel más contrario a su naturaleza (verso 50 y siguientes): . Odiseo. —Hijo de Aquileo, para lo que aquí has venido, debes ser bravo y no sólo de cuerpo. Si algo escuchas que antes no oíste, presta ayuda, que como ayudante estás aquí. Neoptólemo. —¿Qué mandas, pues? Odiseo. —Debes engañar con tus palabras el ánimo de Filoctetes. Guando te pregunte quién eres y cuál es tu origen, di: “Soy hijo de Aquíleo”, esto no es preciso disimularlo. Di que nave gas a tus tierras, abandonando, la expedición marina de los aqúeos, a quienes odias con gran odio, porque después de invitarte con súplicas a que vinieras de tu patria —que éste era su único medio para cautivar a Ilion— cuando llegaste no se dignaron darte las armas de Aquileo a ti, que las pedías con, derecho, y se las entregaron a Odi-
90
M A R ÍA ROSA LIDA
seo. E impreca contra mí cuantos males quieras, los últimos entre los últimos; con esto en nada me afligirás, pero de no hacerlo, lanzarás dolor a to dos los argivos, porque si no fueren tomadas sus saetas, no es posible devastar el llano de Dárdano. . . Sé, niño, que nó has nacido para pronun ciar tales palabras ni para urdir males, pero, ya que es dulce posesión tener en las manos la vic toria, atrévete. Otra vez nos mostraremos justos. Ahora entrégate a la audacia por breve parte de un día, y luego en el tiempo restante proclámente el más pío de los mortales. Neoptólemo. —Hijo de Laercio, palabras que me duelo de oír aborrezco ejecutar. No nací para realizar nada con malas artes, ni yo ni, según di cen, el que me_ engendró., .Pero estoy pronto a traer este hombre a lá fuerza, no con astucias; pues con su único pie no nos someterá por fuerza a nosotros, que somos dds. En verdad, enviado como auxiliar tuyo, no me decido a que me lla men traidor, y quiero, oh rey, errar procediendo bien antes que triunfar con mal. Odiseo. —De noble padre vienes, niño. Tam bién yo, en un tiempo, cuando era joven, tenía ociosa la lengua y activa la mano; ahora, al salir a la prueba, veo que la lengua, y no las obras, todo lo manda entre los mortales. Así, pues, Odiseo ha venido al mundo con un natural que deja y toma a voluntad, conforme le guíe el provecho. Ahora trama una iniquidad, “otra vez nos mostraremos justos”. A los reproches de su víctima, expone su conducta, que evoca inmediata mente las declaraciones de los embajadores de Ate nas ante los magistrados melios (verso 1049 y sigs.):
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
91
Cuando se precisa semejante hombre, tal soy yo; y cuando es el momento de hombres justos y buenos, a nadie hallarás más pío que yo. Sí, mi carácter es desear la victoria de cualquier modo. Otros versos hacen justicia a su actividad y osa día (607 y sig., 637 y sig.). Es el carácter de Odiseo polo opuesto de la naturaleza inmutable de Hera cles o del noble Ayante, y así lo han concebido ya Píndaro (con quien coincide Sófocles, según queda señalado a propósito de la Nemea VI y del himno a Zeus de Ia Antigona). Para Píndaro, Odiseo es la antítesis a la suma de la filosofía de la vida expre sada en el aforismo "Apréndete, y sé como eres” (Pítica, II, 131), a cuya luz puede interpretarse la reflexión de Sófocles sobre su representación de los hombres “como deben ser”. Semejante caracteriza ción de Odiseo ¿emana de la actitud aristocrática V conservadora de Sófocles y alude a la habilidad inescrupulosa de un Temístocles o al ideal de la educación sofisticar1 Si la posición que ocupó Sófo cles en su ciudad presta asidero a esta interpreta ción, los repetidos contrastes señalados entre la bio grafía del hombre y la comprensión del poeta quitan importancia a tal origen. Sófocles no escribe a sueldo de la aristocracia, como Píndaro. Lo más probable es ver en este Odiseo, como en los Atridas del Ayante y en-el Creonte de la Antigona, los odia dos representantes del Estado, monstruo inmoral, no humano. A persuasión del dúctil Odiseo presenciamos el nacimiento del yerro de Neoptólemo: el adolescente se aparta de su ser, ofuscado por falso deber y falsa ambición. La iniquidad con que dioses y hombres
92
M A R ÍA ROSA LIDA
han tratado al noble Filoctetes —tan afín a su pro pia naturaleza— le harán desechar la razón cíe Esta do, volver a su natural, y superar desde él, con pureza juvenil, la villanía de Odiseo y el rencor de Filoctetes. Por ahora, en una larga esticomitia que por lo cortado y simétrico subraya el aspecto de duelo verbal (versos 100-123), Odiseo esgrime una respuesta resuelta para cada ingenuo e impaciente escrúpulo de su instrumento. Neoptólemo queda en escena para aguardar a Filoctetes; si tarda mucho en llenar su cometido —previene Odiseo— le enviará un servidor suyo en traza de navegante. Se presenta el Coro, formado de marinos de las naves de Neop tolemo, y que es apenas más que la proyección de la voz de su joven caudillo; apenas más que su voz, pero, más franca y alta, le dice lo que piensa o lo que no admite que piensa. Así, cuando Neoptólemo le muestra la gruta y explica que el enfermo está ausente, sin duda de caza, el Coro prorrumpe en un cántico piadoso que insinúa musicalmente la futura conducta de Neoptólemo (verso 169 y sigs.): Sí, le compadezco. Sin que ningún m ortal cuide de él, sin tener rostro compañero, desdichado, siempre solo, |Cómo padece salvaje enfermedad, y vaga sin tino en cada nuevo apremio! ¿Cómo pudo resistir el infortunado? |Oh palmas de los diosesl ί Oh lamentables linajes mortales los que no tienen mediana dicha! Éste, nacido de nobilísima estiïpe, no inferior a nadie, yace en vida privado de todo, abandonado de todos.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
93
: entre fieras de manchado o erizado pelaje, entre dolores y ham bre juntam ente, afligido, padeciendo los incurables pesares de la llaga que le devora. V Eco,' la de boca juguetona, la ' que a lo lejos brilla, pende de su amarga queja.
Soledad: en él drama esquiliano, la montaña grandiosa y sola materializa la aislada grandeza de Prometeo. Pero Prometeo es un titán. Aquí es un hombre, un hombre enfermo y atormentado el que padece à solas, sin coro de Oceánides, sin lazos so brenaturales que le encadenen a la piedra, sin bui tre mitológico. Sus tormentos son el hambre y el dolor, y la enfermedad es el castigo qué le remacha a las peñas. Sófocles llega a lo más primitivo de la pena trágica, a la enfermedad que degrada al hom bre; por eso sitúa a su héroe fuera de la sociedad humana, desamparado, entre fieras. Más adelante veremos cómo esas fieras —aun las que matan para comer—, cómo la caverna, el paisaje desolado e in humano pertenecen a su vida y están incorporados a su personalidad; son su sufrimiento y su degra dación. Al compasivo asombro del Coro, contesta Neoptólemo con juvenil suficiencia (verso 191 y sigs.): “Ninguna de estas cosas es maravilla para mí, pues divinos son —si es que, yo también algo entiendo— tanto aquellos sufrimientos de la cruel Crisa que se lanzaron sobre él, como su padecer de ahora sin que nadie le cuide: no es posible que no se deban, a solicitud de un dios, para que no tienda sobre Troya los dardos divinos e incom-
94
M A R ÍA ROSA LIDA
batibles antes de que llegue el tiempo en que está profetizada su victoria.” No creo que sea muy aventurado presumir que el poeta pinta aquí con una sonrisa la importancia recién adquirida del adolescente, gemela de la de claración de Telémaco (Odisea, XVIII, 228-229): “Ahora entiendo y sé todo, bueno o malo; antes era todavía niño (o necio).” No es Sófocles quien hace gala de lo simple y explicable de las situaciones humanas que escoge para sus tragedias. La pom posa declaración de*Neoptólemo es ilusoria: él, como los demás, no sabe nada. Sófocles hace muy ambi guas sus seguras palabras. En la Antigüedad los comentadores no sabían si la cruel Crisa era una isla donde se albergaba una serpiente, o una ninfa'des deñada que envió una serpiente sobrenatural. Por lo demás, ya en el Ayante, 186, Sófocles había en señado que todas las enfermedades son divinas. Lo curioso es que ningún adulto invoca el doble mo tivo divino, y el final de la tragedia, que pone al héroe en conexión con Troya, tampoco disipa la in explicable tortura de Filoctetes. El enfermo ve su mal (verso 260 y sigs.), los otros una vaga historia que justifica su indiferencia, y el mozo Neoptólemo recita satisfecho un cuento de nodriza que todo lo explica y nada explica (verso 1326). El Coro, na turalmente, no discute con su señor. Se limita a llamarle cariñosamente “niño” e “hijo”, y a seña larle que Filoctetes se acerca (verso 219 y sigs.): Filoctetes. — [Oh extranjeros! ¿Quiénes sois, que . con marítimo remo habéis abordado a esta tierra que no posee habitantes ni buenos puertos? ¿Cómo acertaría a llamar vuestra patria o vuestro linaje?
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
95
Y pues la hechura de vuestra ropa es griega, la más cara para mí, quiero oír vuestra voz. No va ciléis, aterrados por mi apariencia salvaje; com padeced a un desdichado, solo, abandonado, afli gido, y sin amigos, como veis; hablad, si como amigos' habéis llegado. Responded, no está bien que no alcance esto de vosotros, ni vosotros de mí. Neoptólemo. —Ante todo, extranjero, oye esto: somos griegos, ya que esto quieres saber. Filoctetes. — ¡Oh carísima voz! ¡Ah, recibir al cabo de largo tiempo la palabra de tal hombre! Hijo, ¿quién te arrimó aquí? ¿qué necesidad te condujo, qué impulso, qué viento amadísimo en tre todos? Dímelo todo para que sepa quién eres. Neoptólemo. —Nací en Esciro, rodeada por el mar; navego hacia mi patria. Me llaman Neoptó lemo, hijo de Aquileo. Todo, pues, lo sabes. Filoctetes. — ¡Oh hijo de amadísimo padre y de amada tierra, oh progenie del anciano Licomedes! ¿con qué motivo abordaste a esta tierra? ¿Desde dónde navegas? Neoptólemo. —Ahora navego desde Ilion. Filoctetes. —¿Cómo dijiste? Tú no te embar caste con nosotros al comienzo de la expedición contra Ilion. Neoptólemo. —¿Acaso tú también tomaste parte en esos trabajos? Filoctetes. — ¡Oh hijo! ¿No sabes, pues, a quién estás viendo? Neoptólemo. —¿Cómo puedo saberlo si jamás te he visto? Filoctetes. —¿Ni siquiera el nombre, ni siquiera oíste nunca la fama de mis males, con que perezco? Neoptólemo. —Ten por cierto que nada sé de lo que me cuentas.
96
M A R ÍA ROSA U D A
Filoctetes. — ¡Ay! ¡Cuán desdichado soy, ay de mí, aborrecido de los dioses! Ni rumor de que así me hallaba ha llegado a mi patria, ni creo que ha recorrido jamás la Grecia. Los que impía mente me arrojaron ríen en silencio, y mi enfer medad prospera siempre y avanza y se engrandece. ¡Oh hijo que tienes a Aquileo por padre! Míra me: yo soy aquél de quien quizás habrás oído, el señor de las armas de Heracles, Filoctetes, hijo de Peante, a quien los dos caudillos y el rey de los cefalenos arrojaron ignominiosamente, co mo ves... ¿Cómo sale al encuentro humano este hombre de diez años de soledad? Filoctetes sabe que su as pecto feroz ha de causar horror; más adelante (Verso 480 y sigs.) muestra conocer muy bien la reacción de las gentes a su enfermedad, cuando pide que le echen en cualquier parte, hasta en la sentina. Sólo al verse envuelto en el cariño de Neoptólemo cambia —sutil penetración del poeta— y se vuelve exigente y confiado. Una nota muy peculiar aparece en este diálogo: la del amor a la patria, entendida en un sentido más amplio y elemental que la forma acostumbrada y muy frecuente de amor a la ciudad de origen. La patria oficial, representada por los Atridas y por Odiseo, no ha atraído el respeto de Sófocles, tantas veces magistrado. Lo poco que se conserva de Es quilo contiene muestras de alta devoción por la ciudad (Los siete sobre Tebas, Los persas, Las Euménides), y Eurípides presenta varias figuras que encarnan este sentimiento hasta el propio sacrificio (Macaría en Los Heraclidas, Meneceo en Las feni cias, la heroína de la Ifigenia en Aulis, para recor
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
97
dar sólo lo que ha quedado). Pero Filoctetes no muestra orgullo por pertenecer a esta ciudad y no a todas las restantes, ni siquiera por pertenecer a Grecia, por oposición al Asia o a los pueblos bár baros, esto es, no griegos. Su sentimiento es más primitivo y duradero: lo que le conmueve es el traje griego y lo que le hace prorrumpir en apostrofes c!e cariño a las palabras que oye, al viento que ha traído a Neoptólemo, es la lengua. En una palabra: no es la ciudad-constitución lo que conmueve a Fi loctetes, sino la patria como unidad de cultura, con cepción muy superior por cierto a la de las infinitas Ciudades-Estados en que se fragmentaba la Grecia tlel poeta. El griego se presenta tan orgullosamenie acantonado en su pequeña ciudad, que el extran jero apenas figura en su poesía. Los carios en la ¡liada, II, 867, son los de voz extranjera, pero el griego es la lengua de aqueos y troyanos; en griego también se entienden, sin aludir a dificultad alguua, Odiseo y todas las gentes con quienes se encuen tra, y lo mismo sucede en la poesía uherior.- La 2 Las pocas alusiones reflejan el m ayor desdén hacia la ininteligible jerga de los extranjeros. En el Agamenón, versos 1043-1015, Clítemnestra achaca el obstinado silencio de Casandra a que sólo posee “lengua bárbara, desconocida, como chirriar de golondrina Y no es sólo la altiva Clilenineslra; Esquilo revela igual soberbia cuando contrapone, |por boca del Mensajero persa!, el ordenado peán de los griegos a la “algazara de la lengua de los persas” ( f .os ¡tersas, verso KIHV Pero en el Ayante (verso 1010 y sigs.), Sófocles, lejos de p re sentar como normal y correcta esa actitud, subraya con ella la ruindad de Agamenón, el villano de la obra, que enrostra al nobilísimo Teucro su condición de bastardo y semibárbaro: ‘‘¿.No entrarás en razón? ¿No aprenderás quién eres y traerás aquí un hom bre libre que trate tus asuntos ante nosotros en tu lugar? [como los metecos en los tribunales de Atenas], Pues si hablas tu. de nada me enteraré, que no cnliendo la lengua bárbara."
98
M A RÍA ROSA LIDA
Biblia está obsedida del extranjero, del extranjero en medio del pueblo, del pueblo que ha vivido como extranjero en cautiverio, de las gentes no co nocidas cuya lengua no entiende el pueblo, de la pena en tierra extraña. Pero la civilización griega, toda diseminada en minúsculas colonias sobre las costas del Mediterráneo, está tan segura de sí misma que a sus escritos no aflora la angustia de hallarse en tierra ajena. Fuera de Sófocles, apenas sabría mos, de juzgar por las obras literarias griegas, que pueda ser tan conmovedor oír la lengua en que están escritas. Del sentimiento patriótico de su época, vivísimo pero concentrado en la ciudad, Sólocles toma lo esencial: la unidad de cultura, que en Grecia y en Judea, más que en ningún otro pue blo, es la base de la nacionalidad. Todo este diálogo acentúa la exuberancia de Fi loctetes, evocadora eficaz de sus diez años de sole dad, la ternura con que llama “hijo” al joven caudillo a quien ve por primera vez. Pero Neop róJemo no contesta con la cortés y afectuosa fór mula de los jóvenes de la Odisea, “padre huésped”; la sequedad de sus breves réplicas traduce la mala gana con que representa su papel. El contraste va en ascenso patético. Filoctetes acoge con cariño en tusiástico al joven al oir que es hijo de su admirado compañero de armas: tanto mayor es su amargura al no obtener igual reconocimiento, y darse cuenta de que ha caído sobre él completo olvido. Quizás iin poeta con sentido cartesiano de la economía del drama hubiera suprimido este doloroso momento porque, al fin, si los griegos han olvidado humana mente al enfermo, un arbitrario —divino— oráculo se lo ha recordado, y en este momento todo el trá fago de Troya pende del abandonado. Como poeta
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
99
clásico, es posible que Sófocles piense en el caso universal del enfermo: el padecimiento no es un mérito que sirva para recordarle; la iniquidad de que se ha hecho víctima a Filoctetes, muy natural mente está bien pronto enterrada en olvido, para que el injuriador pueda vivir con todo sosiego. Se le recuerda cuando se le necesita despojar de lo único prácticamente valioso que le ha quedado. Ante esa losa de olvido, Filoctetes se presenta con ¡o que evidentemente le ha sostenido en los años de padecimiento, el recuerdo ele la amistad de He racles. “Yo soy el señor de las armas de Heracles” es su patético “yo vencí a los cimbrios”: Filoctetes necesita recapitular su real valor que le es tan cruel mente negado. Pero Sófocles es ante todo poeta dramático; cada verso, cuanto más perfecto en sí por su aislada be lleza, por su verdad psicológica, es más necesario en la construcción del drama. Este verso en que Filoctetes, convertido en un salvaje cuyo aspecto horroriza a los desconocidos, como él bien sabe, y olvidado por completo por los griegos, trata de ha cer sentir su verdadero valor, llama la atención sar cásticamente sobre el porqué de la presencia de Neoptólemo; opone la sinceridad y confianza del enfermo a la doblez interesada del mundo sano, de los hombres de acción y, consoladorameme, apun ta a la solución dada por el ejemplo del mismo Heracles. Los versos que siguen, en los que Filoc tetes describe sus privaciones, así como los restantes parlamentos de Filoctetesi presentan una calidad característica de esta obra: no son intelectuales —como lo es la defensa de la ley no escrita en la Antigona— ni sentimentales: son de un realismo purísimo, desnudo, que se refleja en la expresión
100
M A R ÍA ROSA LIDA
sin escoria y a la vez tensa de emoción; versos de soledad y de desamparo primitivos, símbolo quizá de más refinadas soledades. Hasta en los versos en que roza lo prosaico y parece pronunciar una tri vialidad sobre lo útil del fuego, el poeta acaba vi tando bruscamente hacia la dolorosa circunstancia personal del héroe (versos 298-299): “Este techo en que vivo, con el fuego, me proporciona todo —pero no la salud.” Neoptólemo cuenta ahora su agravio, que, como bien ha calculado su mentor, sella el afecto que su presencia y su nombre despiertan en el enfermo. Finge tan bien su ira contra Odiseo, que persuade de su sinceridad a Filoctetes y deja en el espectador la duda de que su ira no sea toda fingida. Pues sus palabras (versos 431-432: "Sabio luchador es, pero también los sabios muchas veces hallan trabas”) no se ajustan a su relato, según el cual Odiseo le ha arrebatado las armas paternas. Tales palabras sue nan a inconsciente amenaza, y descubren a un Neoptólemo que se desvía oscuramente de la tutela de Odiseo, y que condena ya la farsa tramada con tra Filoctetes, aun mientras desempeña en ella el primer papel. ¡Con qué avidez toma parte Filoctetes en el relato (y el Coro también, intercalando su mentida indignación en un decorativo llamado ;i la diosa asiática en cuya ofensa su señor ha sido despojado por los Átridas de las armas paternas), entremezcla reparos, recuerdos y preguntas sobre i'ntiguos compañerosl (verso 434 y sigs.): Filoctetes. —Dime, por los dioses, ¿dónde, pues, estaba entonces Patroclo, que era todo el amor de tu padre?
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SOFOCLES
1 01
Neoptólemo. —También éste había muerto; con una breve palabra te enseñaré todo: la guerra nunca prende de buena gana a un malvado sino siempre a los buenos. Filoctetes. —Uno mi testimonio al tuyo, y por eso mismo te interrogaré sobre un hombre indig no, aunque diestro y sabio por la lengua. ¿Qué es de él ahora? Neoptólemo. —¿Quién dices, no siendo Odiseo? Filoctetes. —No he dicho a éste. Había cierto Tersites que, cuando nadie le dejaba hablar, de cidía hablar, y no una vez sola. ¿Sabes si se halla vivo? Neoptólemo. —No le he visto, pero me he en terado de que todavía vive. Filoctetes. —Así había de ser, ya que ningún malvado perece jamás: bien cuidan de ellos los dioses y se complacen en hacer volver del Hades a los astutos y arteros, y envían siempre a los jus tos y buenos. ¿Cómo hay que entender esto, cómo alabarlo, si en el momento de ensalzar los dioses los hallo malvados? Nunca (que sepamos) ha expresado Sófocles tan descarnadamente su desconcierto ante la conducta de los dioses. Puesto que no hay en Grecia el rigo rismo de una Escritura y de un dogma, y como Só focles es poeta y no profesional del pensamiento, no parece discreto exigirle una teodicea compacta y co herente. Por otra parte, no porque no haya orga nizado sistemáticamente una teodicea en que inser Lar. esas palabras de Filoctetes, se las ha de tomar como simple exabrupto adecuado a este personaje, pero ajeno al pensamiento del autor. Como la opi nión de lo innoble de la guerra es verosímilmente
102
M A R ÍA ROSA LIDA
opinión del strategos Sófocles, la pregunta de Filocletes es también opinión del piadoso poeta, y no muy alejada de su habitual pesimismo, ni solitaria dentro de la escasa porción que se ha salvado de su obra. También al final de Las traquinias, el hijo de Heracles contrasta la piedad que merece su con ducta con el odio que suscita la de los dioses; in comprensible es el fin del héroe, y la desgracia que los personajes han atraído a ciegas, llevados por las mejores intenciones: todas obras incomprensibles de ZeUs. Se le niegan a Sófocles las palabras de Filoctetes por pensar que desentonan con la conoci da religiosidad del poeta, pero semejante pesimismo no es irreligiosidad: al contrario.3 A la irreligio sidad conduce el hallarse “demasiado cómodo en Sión” que Carlyle reprochaba a Sócrates. Profun damente religioso, Sófocles ve la acción divina en el desconcierto del mundo, que él acata sin tratar de reducirlo a su razón, con la sumisión y renuncia ele comprender que es básica en la actitud religiosa del Libro de Job, por ejemplo. En este punto las tragedias confirman la biografía: Sófocles es esen cialmente pío. Neoptólemo le expresa su decisión de retirarse a su patria y da órdenes para embarcarse. Filoctetes se ase a aquella esperanza, pero la súplica no sigue inmediatamente a la despedida de Neoptólemo: la preludia un levísimo acorde, la respuesta trivial de Neoptólemo, y después, con increíble fuerza y pa sión, Filoctetes lanza su ansia de evadirse (verso 466 y sigs.): » Lo comprueba Aristófanes, cuya ortodoxia no se puede poner en cuestión, en Los caballeros, verso 32 V sigs.: —"¿De veras crees que hay dioses? —Yo, sí. —¿Qué prueba tienes? —Que me aborrecen. ¿No es razonable?”
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
103
Filoctetes. -H ijo , ¿ya os embarcáis? Neoptolemo. —Sí, que la ocasión manda apres tar el viaje junto a la nave y no desde lejos. Filoctetes. —Hijo, ahora, por tu padre, por tu madre y por lo que tengas de caro en tu hogar, vengo a ti como suplicante: no me dejes así solo, abandonado entre estos males que ves y cuantos oíste que me rodean. Ayúdame. Gran molestia será transportarme, lo sé, pero toléralo, pues para los nobles aborrecible es lo vergonzoso y glorioso lo bueno. Si dejas de hacerlo, ello será para ti oprobio indigno, pero si lo haces, oh hijo, gran dísima recompensa de gloria, cuando llegue vivo a la tierra del Eta. Hazlo: la molestia no durará un día entero. Atrévete, llévame y échame en cualquier parte, en la sentina, en la proa, en la popa, donde menos moleste a los que te acompa ñan. Di que sí, hijo, persuádete, por Zeus mismo, patrono de los suplicantes; caigo de hinojos ante ti aunque, como lisiado, en mi désgracia ni puedo arrodillarme. No me dejes así abandonado, lejos de pisada humana. . . Ahora, pues a ti vengo, sé tú mi conductor, tú mi propio mensajero; sálva me, compadéceme; mira que todo está lleno de terrores y peligros para los mortales, y que les aguarda la buena fortuna, y la contraria. Tras una breve deliberación entre el Coro y Neoptólemo queda decidido, es claro, transportar a Filoctetes. La reacción de éste, aparte su alegría y gratitud, es curiosa: consiste en rendir homenaje a su odiosa morada y mostrarla en todo su horror κιsoportable. La identificación del héroe con su mar co hostil se realizará más adelante; ahora está frus trada por la aparición del enviado de Odiseo, que
104
M A R ÍA ROSA LIDA
llega para apresurar la acción de Neoptólemo. Dis frazado de mercader, cuenta que los griegos han despachado naves para perseguir a Neoptólemo y que el mismo Odiseo ha salido en busca de Filoc tetes, a quien ha prometido traer, por persuasión o fuerza. En este personaje disfrazado —teatro den tro del teatro— se ha querido ver la influencia de Eurípides y, en especial, del Filoctetes euripideo. En ese caso, otra vez más hay que señalar la diferencia de pensamiento y de estructura: allí el “disfraz” de Odiseo es obra de Atenea, explicada en el prólogo (algo así como la plumita de Mercurio y Sosias en el Amphitruo). Aquí no se necesita explicación —Odiseo lo hä anunciado en la primera escena—, ni intervención divina. Filoctetes, feliz con la promesa de Neoptólemo, muestra su horror a Odiseo que" lo utiliza como cosa dejándolo y tomándolo a volun tad,4 apremia el cumplimiento de la promesa y se dispone a llevar consigo la hierba que mitiga la fuerza de sus accesos y a recoger las preciosas fle chas. Al anuncio, Neoptólemo no reprime su fas cinación (verso 654 y sigs.): Neoptólemo. —Éste que ahora tienes ¿es de veras aquel famoso arco? Filoctetes. —Éste; no es otro el que cargo en mis manos. * Tam bién insinúa el poeta otra imagen degradante: Odiseo se propone apoderarse de Filoctetes y exhibirle en Troya, cdmo a animal cogido vivo. Lo dice el disfrazado Mercader (verso 614 y sigs.): “Asi que oyó la palabra del agorero, inm e diatamente prometió el hijo de Laercio traer a este hombre y m ostrarle a los aquivos.” Y repite el mismo Filoctetes (verso 028 y sigs.): “¿No es infam e la conducta del hijo de Laercio que con blandas palabras espera persuadirm e y mostrarme vivo en medio de los aqueos?"
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
105
Neoptólemo. —¿Será posible mirarlo de cerca y tomarlo en las manos y reverenciarlo como a un dios? Filoctetes. —Para ti sí, hijo. Tú tendrás esto y cualquiera de mis cosas que te sea de provecho. Neoptólemo. —En verdad lo deseo, pero tal es mi deseo que sólo si es justo querría cumplirlo; si no déjalo. Filoctetes, —Santamente hablas, y es justo, hijo, pues tú has sido el único que me otorgaste ver la tierra del Eta. Por ti veré a mi anciano padre, por ti a mis amigos; tú, cuando me hallaba bajo mis enemigos, me levantaste por sobre ellos. Des cuida: a ti te será otorgado tenerlo entre tus ma nos y darlo a quien te lo dio y jactarte de que eres el único de los mortales que por tu mérito lo has tocado, que yo mismo lo gané haciendo beneficios. Neoptólemo. —Entra, pues. Filoctetes. —Y te haré entrar, porque mi enfer medad ansia tomarte como protector. Qué piensa Neoptólemo mientras Filoctetes le elo gia por su pía conducta, cómo reacciona ante su nobleza y desgracia, eso, en su ausencia, lo despliega el primer estásimo, que desde lá estrofa inicial se ¿presura a afirmar resueltamente, contra la petu lancia de Neoptólemo (verso 191), el inexplicable conflicto que hace al inocente Filoctetes más casti gado que al culpable Ixión (verso 676 y sigs.): Lo oí contar, no, no he visto al que un día se acercó al lecho de Zeus, a quien el todopoderoso hijo de Cronos lanzó sobre las fugitivas ruedas.
106
M A R ÍA ROSA LIDA
De ningún otro de los m ortales sé, ni de oídas ni de vista, que haya afrontado destino más enemigo. Sin haber cometido nada, sin haber arrebatado nada, varón justo entre los justos, se consumía torpemente. M aravilla me sobrecoge cómo, cómo oyendo solitario el fragor de las olas que golpeaban en torno suyo, cómo retuvo la deplorable vida. A llí estaba solo, sin tener paso cercano ni ningún vecino a su m al en la comarca, ante quien llo ra r con respondido lam ento el sangriento pie, horriblem ente devorado; ninguno que le adormeciese con suaves hojas la sangre ardentísima que goteaba de las heridas del en durecido pie, si posible era arrancar algunas de la fé rtil tierra. Y entonces se arrastraba por aquí y por allí, revolviéndose como niño lejos de la nodriza, por cualquier lugar donde h allara alivio de su marcha, cuando le abandonaba la fatalidad que le roía el alma. No recogía el grano de la sagrada tierra, ni otros de que nos alimentamos los hombres que comemos
[Pan: sólo con los dardos alados de su veloz arco lograba sustento para su vientre. ¡Oh alma infortunadal Que en tiempo de diez años ni gozó de vino escanciado y se arrastraba siempre ansioso al agua estancada, si en alguna parte la percibía. Ahora que se ha encontrado con el h ijo de hombres de [bien, bienaventurado y grande será después de aquellos males;
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
107
en madero que atraviesa el mar, al cabo de muchedumbre de muchos meses, lo lleva a la morada de las ninfas melíades, ju n to a las playas del Esperquio, donde el varón de escudo de bronce [Heracles] se acercó a los dioses todos, , resplandeciente de fuego divino, sobre las laderas del Eta.
En' la estructura cíclica de la oda coral, la pri mera estrofa y la última antistrofa, bien unidas a la marcha de la acción, comentan líricamente la in comprensible calamidad del justo Filoctetes, y su liberación gracias a su encuentro con el virtuoso Neoptólemo que le devolverá a su patria, a esa mon taña donde, por haber píamente asistido a Heracles (dice el Coro como recapacitando sobre las pala bras mismas del protagonista, verso 670), Filoctetes ganó el disputado arco, y donde Heracles, el bené fico campeón de la humanidad, en la concepción de Píndaro que Sófocles comparte, aquí y en Las traquinias, purificado en el fuego de su pira, con quista la inmortalidad. ¿El Coro presta, pues, su complicidad a la doblez de su señor? Antes pare cería que él, que es el pensamiento de Neoptólemo, insinúa delicadamente la curva que va a describir la conducta del adolescente y que se exteriorizará una vez que contemple la intensidad del tormento físico de su víctima. En el interior del marco articulado con la acción dramática, el Coro repasa en detalle las desgracias de Filoctetes. La primera es haber escuchado a solas el fragor del mar. Porque entre los griegos hay dos modos de ver el mar: el mar útil y el mar enemigo. Como medio de tráfico y comunicación, el griego,
108
M A R ÍA ROSA LIDA
y no sólo el isleño o el litoral, no se siente seguro sino junto a él. Cleómenes, rey de Esparta, está a punto de marchar en auxilio de los jonios rebelados contra Darío, pero cuando su jefe, Aristágoras de Mileto, le indica la distancia a que deberán penetrar en el continente, no se hace esperar la negativa (Heródoto, V, 50): “¡Oh huésped de Mileto! Véte de Esparta antes de que se ponga el sol, pues no dices palabra bien dicha si quieres llevarnos a tres meses de camino del mar.” Darío deporta cerca de Susa, en el centro de Persia, a los cautivos de Eretria, y el epitafio de los desterrados, atribuido a Platón (Antología griega, VII, 256), termina: “¡Adiós, mar amada!” La emoción de los Diez Mil al volver a hallarse frente al mar en su retirada es la emoción de hallarse otra vez dentro del mundo griego. Sólo que el mar no está hecho a medida humana. Los griegos que necesariamente deben navegar el Mediterráneo lo saben bien. El terror de su fuerza hostil es una nota persistente en la poesía sincera de este pueblo de marinos: el mar es funesto aun junto al puerto (Antología griega, IX, 82), aun en la calma de los alciones (IX, 271); aun en una pequeña rada puede ahogarse el que escapó sus parajes más temibles: todo mar es mar (VII, 639). La tierra es madre y la mar, madrastra (IX, 23); la tierra y no el mar da larga vida (VII, 650). El navegante envidia desde su tumba la suer te quieta del pastor (VII, 636). La súplica del muerto es: “Aléjate de mí ocho codos, áspera mar, y encréspate y ruge cuanto quieras”, porque el ruido odiado de las olas atormenta al náufrago traspa sando su último descanso (VII, 284). El mar im placable habla eternamente al oído del muerto se pultado bajo el peñasco solitario (VII, 287), y esta
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
109
mar inhumana ha cercado a Filoctetes en su isla desierta, lejos de todas las conquistas de que se dotó el ingenio portentoso del hombre: la palabra, el pan y el vino, las medicinas. El Coro, resonador del pensamiento de Neopto lemo, compadece el sufrir de Filoctetes, y no bien acaba#de compadecerle de oídas cuando tiene de lante este mismo sufrir. Al principio, Filoctetes querría disimularlo, y hasta cuando no puede disi mularlo evita pronunciar su nombre, pero no logra sobreponerse a su dolor y desesperación, y prorrum pe en terribles imprecaciones, en gritos inarticu lados. Nunca se subrayará bastante la importancia de estos gritos inarticulados. En lo que se conoce de Esquilo, sólo las Furias rugen ininteligibles; los hombres se expresan lúcidamente siempre, por in tensa que sea su emoción. Ahora Filoctetes no halla palabras: esta irrupción del grito es especialmente elocuente en Sófocles, tan sensible a la “pequeña palabra” que el hombre se ha enseñado: Filoctetes, vencido por el dolor, recae en la impotencia animal de expresarse articuladamente. En el siglo xvm la falta de represión de Filocte tes era inexcusable: le enajenaba toda simpatía. Ya parecía poca cosa un tormento físico: el no sopor tarlo no era compatible con la dignidad trágica. Lessing, que sin duda sentía sinceramente la gran deza del arte de Sófocles, la defiende con razones que no valen mucho más que las necias objeciones que refuta: 6 la herida es sobrenatural, se suman s Laokoon, IV, 1: "Eligió una herida y no una enfermedad interna porque nos hacemos una imagen más viva de aquélla que de ésta, por dolorosa que sea. La brasa íntim amente sim pática que consumió a Meleagro, cuando su madre lo sacrificó en el tizón fatal a su cólera de hermana, resultaría menos
lio
M A R ÍA ROSA LIDA
soledad y toda clase de necesidades; los alaridos son disculpables en una persona de conocido valor; además, los que asisten a los de Filoctetes no tienen la conciencia muy limpia a su respecto, etc. Sí; en tre el Filoctetes y el lector moderno se yergue la ficción nórdica del hombre como animal natural mente valiente.8 El griego no se somete a esta fic ción, ni en la vida ni siquiera en el arte. “Yo no prometo ser capaz de luchar contra diez hombres, ni contra dos, y, de mí grado, ni contra uno lucha ría”, afirma el espartano Demarato (Heródoto, VII, '04). Un magistrado declara ante el tribunal que en la guerra de Corinto, cuando los jefes decidieron enviar ciertos destacamentos auxiliares “todos esta ban llenos de miedo —y con razón, jueces, pues era teatral que una herida. Y esa herida era un juicio divino. Un veneno más que n atural h a d a incesantes estragos en ella, etcétera.” En las palabras “menos teatral" asoma ya la oscura crítica mecanicista que h ipertrofió sistemáticamente Tycho von W ilam owítz M öllendorff. Bien nota W ilson (Estudio ci tado) que esa herida tiene poco de común con una lesión verdadera que ni dura diez años, ni acomete en accesos regu lares. Y sabemos que, a diferencia de los mitógrafos, Sófocles no da origen divino a la herida. El sentido obvio de la herida de Filoctetes, como símbolo de la enfermedad, lo da por esta blecido Lamb, The Convalescent (The Last Essays of Elia). Lessing ha perdido el don prim ero de m aravillarse ante, lo vulgar que poseían Homero y Sófocles, y por eso necesita dar prestigio sobrenatural a la herida. 8 Véase Livingstone, The Greek Genius and Its Meaning To Us. Oxford, 1939, pág. 85 y sig., cf. Aristóteles, Ética a Ntcámaco, H 15b: “Sería loco o insensible el hom bre que no temiese nada, ni el terremoto ni las olas, como cuentan de los celtas." Aristóteles reconocerla el reflejo de esta bravura insensata en la canción de gesta en que el arzobispo T urpín, con el cuerpo traspasado por cuatro lanzas, hiere más o me nos m ortalm ente a cuatrocientos' sarracenos y en que el pala dín Roldán y sus sesenta caballeros tienen a distancia a cuarenta mil paganos.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
I 11
terrible cosa, ya que se habían salvado poco antes con toda felicidad, de marchar a un nuevo peligro” (Lisias, XVI, 16). “¿Acaso los valientes no afrontan ia muerte, cuando la afrontan, por miedo de mayo res males?”, pregunta Sócrates en el Fedón, 68d. “Parece que los ciudadanos arrostran los peligros a causa de las penas y censuras o de los honores tijaclos por las leyes”, dice Aristóteles (Ética a Nicómaco, 1116a). En contraste con los guerreros de la epopeya medieval, los adalides homéricos tienen miedo, evitan el combate y huyen. Nadie negará a Héctor su título de valentía aunque (o quizá por que) el poeta ha pintado tan objetivamente cómo vacila, cómo tras angustioso deliberar consigo mis mo se impone hacer frente a Aquileo, y cómo, pese a su resolución, echa a correr en cuanto le ve acer carse (Iliada, XXII). Tampoco aminora su valor el verle desmayarse por el golpe de Ayante, volver en sí cuando los compañeros le rocían, hincarse para vomitar sangre en negras nubes y desmayarse nueva mente (Iliada, XIV). Sófocles no es menos realista que Homero y, tanto al presentar a Filoctetes deba tiéndose impotente contra su mal, como a Heracles que cuenta entre sus mayores males el que “gime y llora como una niña” (Las traquinias, 1071 y sigs.), subraya con la derrota de los héroes el peso inven cible del dolor. En el sueño que sigue al acceso, Filoctetes teme ser presa de los enemigos cuya venida se ha anun ciado; pero ahora tiene protector. Acude, pues, a Neoptólemo, que justamente está allí para engañar le, y pone en sus manos el arco, que justamente le viene a robar. El Coro invoca al sueño “que no sabe de dolor y no sabe de penas” y, mientras Filoctetes duerme, dialoga con Neoptólemo, esto es, Neoptó-
112
M A R ÍA ROSA LIDA
lemo dialoga con su conciencia, en versos agitados. Huir con el arco que Filoctetes le ha confiado es el primer pensamiento. No, se responde Neoptólemo, no puede embarcarse sin Filoctetes: pero Odiseo, en situación análoga (verso 1055 y sigs.), está resuelto a prescindir de Filoctetes. Si el adolescente no toma igual determinación es porque, en cierto modo, está uniendo su carácter (el verdadero, el que ha de puesto momentáneamente, persuadido por la razón de Estado de Odiseo) al natural generoso y leal de Filoctetes, y preparando la crisis en que volverá a hallarse a sí mismo. No le abandona, pues, y el enfermo, al despertar, apenas cree posible que no le haya abandonado (verso 867 y sigs.): Filoctetes. — ¡Oh luz que sucede al sueño, oh guardia de estos extranjeros, increíble a mis espe ranzas 1 Porque jamás, hijo, me jacté de que so portaras con tanta compasión mis males, de que permanecieras a mi lado y me ayudaras. No tu vieron ánimo para sobrellevarlo tan fácilmente los dos Atridas, esos buenos caudillos. Pero tu natu raleza, hijo, es noble e hija de nobles; poca cuenta hiciste de toda mi enfermedad, aunque lleno es taba de gritos y hedor. Y ahora, pues, parece que tengo cierto olvido y reppso del mal, hijo, .. .lan cémonos a la nave, y no detengamos el navegar. Neoptólemo. — Alegróme de verte, contra mi esperanza, mirando sin dolor y todavía respiran do, porque las señales que dabas frente a la des gracia del momento parecían de quien ya no vive. Ahora levántate y, si prefieres, éstos te lle varán, No hay que diferir el trabajo, ya que tú y yo decidimos obrar así. Filoctetes.—Te lo agradezco, hijo. Levántame como dices. Deja a éstos, no les atormente el mal
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
] 13
olor antes de lo debido: bastante fatiga les será la de convivir conmigo en la nave. Esta enternecedora confianza de Filoctetes, tan se guro del afecto de Neoptólemo, que sólo a él se atreve a infligir su hedor, es lo que hace rebosar la conciencia del adolescente (verso 895 y sigs.). Neoptólemo. — ]Ay! ¿Qué haré yo ahora? Filoctetes■—¿Qué hay, hijo? ¿Adonde se han desviado tus palabras? Neoptólemo.—No sé adónde he de volver la imposible palabra. Filoctetes. —¿Cuál es el imposible? No digas tal cosa, hijo. Neoptólemo. —Pues en este doloroso momento me hallo. Filoctetes. —El pesar de mi enfermedad ¿no te habrá persuadido a no llevarme más como tripu lante? Neoptólemo. —Todo es pesar para el que aban dona el propio natural y hace lo que no le cuadra. Neoptólemo descubre el principio de la moral presofística, continuado en parte en la socrática·, conocerse su propia naturaleza y ser fiel a ella. El instrumento de Odiseo se formula en sí mismo el conflicto entre fines y medios, ética y política, y en planteo más matizado que en la Antigona, donde ya es superior al del Ayante. No entra en juego la san tidad extrema de un muerto, ni se perjudica a Filoc tetes al traerle engañado a Troya. Por otra parte, tampoco se quiere asentar una ley absurda; Odiseo obra, justa o injustamente, para el bien de la coali ción griega, y Neoptólemo es muy sensible a este
114
M A R ÍA ROSA LIDA
patriotismo: es, en rigor, lo que le ha persuadido a prestarse a su desagradable papel. El contraste profundo se plantea entre la degradación que Odiseo político inflige a Filoctetes al abandonarle o buscarle, ni más ni menos como podría hacer con el propio arco, y el impulso natural que quiebra la conducta falsa que Neoptólemo se ha impuesto por su respeto —su falsa apreciación— del bien político sobre el individual. El cambio súbito revelado en aquellos últimos versos (895 y sigs.), precisamente porque no se expresa en razonamientos recitados en el escenario sino que aparece como reacción interna a los actos y palabras del engañado, se impone al espectador como reacción íntima y natural: el pla cer de decir la verdad, observa Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1151&, es el motivo natural que desen cadena el cambio de voluntad de Neoptólemo. Filoc tetes, que apenas había creído posible hallar al fin quien le compadeciera y soportara y restituyera a su patria, piensa sólo que Neoptólemo se desdice de su promesa. No es eso: el joven Neoptólemo habla, como en toda la obra, muy breve, muy razonable, muy desapasionadamente: toda la crisis interior, que está lejos de ser sólo un problema intelectual, se expresa sin embargo muy a la griega, con limpidez estrictamente intelectual, lo mismo por boca del adolescente Neoptólemo que por la del joven Hemón: Filoctetes ha de unirse a los aborrecidos Atridas y contribuir a la toma de Troya. En el brevísimo diálogo que sigue, Neoptólemo funda su decisión de no devolverle el arco en dos razones que realzan lo irracional de la obstinación de Filoc tetes (lo liberará de su mal presente y servirá al in terés general) y, por consiguiente, realzan la gene rosidad de Neoptólemo, quien acaba por abandonar
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
115
a sabiendas su decisión razonable por respeto a la voluntad del enfermo. Filoctetes no entiende razo nes y sólo sabe volverse de la maldad de los hombres a las rocas y a las fieras que forman parte de su soledad (verso 927 y sigs.): Filoctetes. — ¡Oh fuego, oh abominación, oh aborrecida obra de abominable astucial ¡Cómo me agraviaste, cómo me engañaste! ¿No te aver güenzas de verme, a mí, tu suplicante, tu im plorante? jOh cruel! Me tomaste el arco y me quitaste la vida. Devuélvemelo, te suplico; de vuélvemelo, te lo ruego, hijo. Por los dioses pa ternos, no me quites la vida. ¡Ay de mí, desdi chado! Ni me habla ya, y aparta los ojos como si nunca fuera a entregarlo. ¡Oh puertos, oh pro montorios, oh compañía de las fieras montesas, oh peñascos escarpados, ante vuestra habitual pre sencia —pues no sé de otro a quien decirlo— lloro las ofensas que me hizo el hijo de Aquileo. Juró llevarme a mi patria y me conduce a Troya. Me tendió su diestra y ha tomado y retiene mi arco, el arco sagrado de Heracles, hijo de Zeus, y quiere ostentarlo ante los aqueos. Como si se hubiera apoderado de un hombre vigoroso me arrastra por la violencia, y no sabe que está matando a un cadáver, sombra de sueño, imagen vana. Si yo tuviese fuerzas, no se hubiera apoderado de mí. pues ni siquiera así pudo hacerlo sino por fraude. Pero ahora, infortunado, caí en engaño. ¿Qué he de hacer? Devuélvemelo, pues; aunque sea ahora, vuelve en ti. ¿Qué dices? Callas. Nada soy, in fortunado. jOh peñasco de doble portal! Otra vez vuelvo hacia ti, despojado, sin sustento. Me marchitaré solo en esta caverna, sin matar con
116
M A R ÍA ROSA LIDA
esos dardos a ninguna alada ave, ni fiera que ronda la montaña; antes yo mismo, miserable, con mi muerte proporcionaré festín a quienes me ali mentaban, y aquellos a quienes antes daba caza me cazarán ahora. Con rescate de muerte pagaré, miserable, la muerte, por obra de quién no pare cía saber de maldad. Así perezcas —pero no, no antes de saber si volverás a cambiar de parecer. Si no, de mala muerte mueras. Neoptólemo vacila; su conciencia, expresada por el Coro, pregunta perpleja “¿qué hacemos?”, y él declara el proceso que ya se viene desarrollando en su alma: “Gran piedad hacia este hombre me ha penetrado, no ahora por primera vez sino yá hace tiempo.” Nuevas súplicas, más moderadas, de Filoc tetes, y nuevas vacilaciones de Neoptólemo, que cie rra este compás de espera identificándose con la misma pregunta del Coro: “¿qué hacemos?” En este momento se adelanta el representante de la razón de Estado para solucionar externamente, por la vio lencia, el conflicto. Odiseo no tiene empacho en reconocer que no obra por principios sino de acuer do con las necesidades de la patria. Odiseo ha abandonado a Filoctetes porque los griegos no po dían proseguir con él el sitio de Troya; Odiseo vie ne ahora a llevárselo, de grado o por fuerza, porque los griegos no pueden acabar sin él el comenzado sitio. Ni siquiera odia personalmente a Filoctetes, ni le guarda rencor por sus insultos (verso 997). El enfermó, exasperado, amenaza estrellarse contra los peñascos y, a la orden de prenderle que da Odiseo, responde con nueva invectiva (verso 1004 y sigs.):
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
117
Filoctetes■— ¡Oh manos! ¡Cuánto sufrís por falta de vuestro arco, y prendidas por este hom bre! ¡Oh tú que nada sano ni nada generoso discurres, cómo me engañaste, cómo me cazaste, tomando por escudo a este niño que yo descono cía, indigno de ti y bien digno de mí, que no supo sino hacer lo mandado, y que ahora demuestra pesar por las faltas que él cometió y yo sufrí! Tu alma perversa, siempre en acecho, bien lo amaes tró a ser sabio en maldades, aunque era incapaz por naturaleza y aunque no lo quería. Y ahora, desdichado, me has atado y piensas llevarme de esta playa en que me arrojaste sin amigos, soli tario, sin ciudad, cadáver entre los vivos. ¡Ahí ¡Así perezcas! Muchas veces lo he rogado para ti, peró los dioses no me conceden nada grato. Tú vives y te gozas, y yo me aflijo porque vivo miserable entre muchos males, mientras tú y los dos generales, hijos de Atreo, a quienes sirves en todo esto, os reís de mí. Y sin embargo tú nave gaste con ellos uncido por la astucia y la fuerza, y a mí, tod,o desdichas, que de mi voluntad navegué con ellos, capitán de siete naves, me arrojaron ignominiosamente ellos mismos, según tú dices, o tú mismo, según ellos. Y ahora ¿por qué me lle váis? ¿por qué me sacáis de aquí? ¿por qué causa? Yo nada soy, y para vosotros hace tiempo que he muerto. ¿Cómo, tú el más aborrecido por los dioses, ahora no soy para ti cojo ni maloliente? Si me embarco con vosotros, ¿cómo rogaréis a los dioses que consuman los sacrificios? ¿cómo segui réis libando? Que ésta fue la excusa para arro jarme. De mala muerte muráis, y moriréis por esta injusticia contra mí, si los dioses cuidan de la justicia, y sé bien que cuidan, pues jamás ha
118
M A R ÍA ROSA LIDA
bríais hecho esta navegación en busca de un hom bre infortunado si un divino aguijón no os llevara hacia mí. ¡Oh tierra patria y dioses que todo lo veis, castigad, castigad una vez, al cabo de tanto tiempo, a todos juntos, si en algo me compade céis! Lamentablemente vivo, pero si los viera muertos me parecería haber escapado de mi en fermedad. Ante Neoptólemo, Filoctetes muestra como poi reactivo a la nobleza y juventud del adolescente su propia nobleza y simpatía, y hasta le perdona su papel en el engaño; ante el adulto, el político Odi seo, el poeta desnuda implacablemente un Filocte tes de alma tan llagada como su pie. En su aban dono y miseria física, el enfermo ha recapacitado incesantemente sobre sus ofensas; su propio valer, las naves que ha llevado a Troya y cuyo número recuerda todavía con orgullo exacerban la amar gura de su situación, cuando se compara con Odi seo. Pero el tormento más punzante del enfermo y del vencido es figurarse la risa e indiferencia de los otros, los griegos que disimularon su odiosa injus ticia bajo capa de piedad ritual. En el primer en cuentro con los griegos, Filoctetes sabe que su aspecto es feroz e intimida; ahora vemos que, ais lado en el paisaje agreste de la desolada Lemno y torturado por su enfermedad, se ha alejado, y no sólo en lo físico, de la civilización. Esos diez años de soledad no han mejorado al héroe: los ha pasado llenando de maldiciones a sus enemigos, envenenán dose al pensar en su risa (por supuesto, no hay tal risa: los griegos no se ríen de él; lo han olvidado del todo hasta volver a necesitarle) y refocilándose con la imaginación en los males que les desea: en
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
119
vano, bien lo sabe, porque los dioses no le conce den nada grato.7 En rigor, mucho más valiente que ía escenificación del dolor físico, de su derrota bajo el dolor físico, que Lessing se sintió obligado a jus tificar frente a la norma reinante del buen gusto francés, es retratar el deterioro moral de Filoctetes, resultado accidental de sus circunstancias. Ninguno de los autores modernos que ha vuelto a dramatizar su historia ha tenido tal valor. El triple conflicto —enfermedad con sus consecuencias (soledad y ren corosa obstinación del héroe), rectitud de Neoptó lemo y razón de Estado de Odiseo—, sólo lo ha puesto ,en escena el poeta del siglo de Pericles. Por contraste con su grandeza y verdad, resalta lo endeble de un Chateaubrun (Philoctète, 1756) al explicar la evolución de Neoptólemo por amores de la bella Sophie, quien, acompañada de una confi dente, acompaña a su vez a su padre Filoctetes. El otro polo del fuerte realismo sofocleo es el dramita en prosa de André Gide, Philoctète ou fe traité des trois morales, 1898. En él, Gide a su imagen y se mejanza ha convertido al héroe griego, fortalecido con el recuerdo de la amistad de Heracles y el de las siete naves que condujo a Troya, en un literato profesional que renuncia voluntariamente a su arco para ganar la admiración del recalcitrante Ulises y para salvar su soledad —no la soledad sofoclea: el abandono- en que dejan los hombres a la víctima del sufrimiento “divino”—, esta su soledad de escri torio de artista, el invernadero en que florecen sus pulidas vaciedades. Si Gide ha tratado con livian 7 Neoptólemo, que simpatiza hondam ente con él, le advierte (verso 1321): “T e has vuelto salvaje.” C£. verso 791, en que Filoctetes desea para su enemigo su propia enfermedad, pero no en el pie sino en medio del pecho.
120
M A R ÍA ROSA LIDA
dad francesa el antiguo drama, no se puede dirigir el mismo reproche al poeta alemán Karl von Levetzow, autor de la tragedia Der Bogen des Philoktet, 1909, concebida sin duda como una réplica al Phi loctete de Gide, que se sacrifica a una virtud en que no cree. En la obra de von Levetzow, Filoctetes no presenta el menor rastro de escepticismo ni humo rismo; de su virtud no puede quedar duda ni al más tierno de los espectadores de una representa ción escolar de fin de año, para los que está desti nada dicha tragedia, a juzgar por su moralísimo argumento, y por la abundancia de máximas edifi cantes: “Neoptólemo, que aquí se presenta como hijo de Heracles, no devolverá a Filoctetes él arco por compasión; la altura y sabiduría del infortu nado y la nobleza de su alma le hacen imposible ejecutar el odioso acto por el cual ha venido a Lemno. Filoctetes, así que ha elevado al joven a esa cumbre de visión moral, le regala el arco y, de repente, Neoptólemo puede tenderlo, lo que nadie podía. ‘Sólo puede tender el arco aquel que eje cuta una acción digna de Heracles, su dueño.’ Neop tólemo parte jubiloso para conquistar Troya, Fi loctetes se precipita en el mar: ‘sin miedo y feliz en medio de la gran noche'.” 8 Es claro que, a lo menos en parte, el demérito de los Filoctetes mo dernos no corresponde tanto a los autores como a las épocas de las que son representantes. Chateaubrun ha amenizado con discreteos amorosos el deso lado argumento de Sófocles, porque la convención del teatro francés lo requería. El mismo Racine no la supera cuando, por ejemplo, con rara incom 8 K arl Heinemann, Die tragischen Gestalten der Griechen in der W eltliteratur. Leipzig, 1920. T om o 2, págs. 105 y 106.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
1 21
prensión del modelo a quien veneraba, provee al austero Hipólito de una amada, Aricie, originaria de la Eneida, VII, 762. De igual modo, para el drama de ideas (I) de von Levetzow, o para el pre ciosismo finisecular de Gide, no tiene cabida la miseria vulgar del solo y del enfermo. La acotación de Gide: “Des fleurs autour de lui percent la neige, et les oiseaux du ciel descendent le nourrir”, cielo y suelo de estampa devota, subraya, por su incon gruencia con el drama griego, el realismo de Sófo cles: el Filoctetes antiguo desespera de la vida cuan do le han robado el arco, porque sabe muy bien que las flores no brotan de la nieve, y que los pája ros del cielo no vienen a alimentar a nadie. Sólo el poeta antiguo no escamotea la realidad, ve la tragedia honda de la vida y no necesita dignificarla sustituyendo el pie ulcerado, la desolación, el ren cor, con amores y disertaciones sobre el arte y la virtud. Ni esta invectiva perturba al imperturbable Odi seo, que hasta desdeña responder a sus cargos, con firma una vez más su credo político, orientado exclusivamente a la consecución del fin, y se dice satisfecho con llevarse el arco y abandonar nueva mente a Filoctetes. El único leve hilo que el poeta tiende a la expectativa es que, aunque Neoptólemo prefiere aún el deber ante la patria al deber ante el individuo, y se dispone a seguir a Odiseo, deja a su séquito (el Coro), que lleva su voz y expresa su conciencia, junto al despojado Filoctetes. En amplia variación lírica (el kommós), entrecortada por los consejos mesurados del Coro, Filoctetes re anuda la enérgica y concentrada invocación a los testigos no humanos de su desgracia, proferida en las palabras que dirigió a Neoptólemo (verso 936
122
M A R ÍA ROSA LIDA
y sigs,, 952 y sigs.). Una vez más apela a la “caver na cálida y helada, en la cóncava peña” (verso 1081 y sig.) que ya no espera abandonar, a las “bestias aladas y a las manadas de fieras de ojos lucientes, que rondan la montaña” (verso 1146 y sigs.) a quie nes llama para que acudan, ahora que está inerme, a devorar su carne llagada. La incesante intervención del paisaje en esta tra gedia impone el examen de ese tema en lo que se conoce de las obras de Sófocles. No es, natural mente, el paisaje por el paisaje mismo, pura des cripción, pura contemplación estética de lo inani mado e inhumano. El arte griego es eminentemente humano. El paisaje de Sófocles, siempre interesado, traduce en términos de naturaleza las situaciones psíquicas de las tragedias. En la cumbre patética del Edipo rey, el héroe al reaparecer ciego en el escenario evoca los lugares que han determinado su vida: la montaña que en mala hora le acogió y el sombrío paisaje —camino, encrucijada, valle, en cinar— en que perpetró el parricidio. La breve in vocación de Ayante (versos 412 y sigs., 859 y sigs.) o de Antigona (verso 894 y sigs.), cuando van a mo rir, al paisaje en que han vivido, es una alusión esquemática a lo único que permanece de los años transcurridos. Las fuentes y el bosque de Tebas que’ han presenciado todos los días de Antigona son lo fijo y asible de su biografía; lo único que de su pasado no ha desaparecido y puede recibir invoca ción. En el mismo sentido se dirige Electra (verso 86 y sigs.) al sol y al cielo que son (en palabras'de Filoctetes, verso 939) la “presencia habitual” que la ha acompañado en sus años de espera, y que, en cierto modo, constituyen esos mismos años. El esce
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
123
nario hosco, fragoso, poblado de fieras aladas y fie ras de ojos lucientes es tan horrible como la vida c¡ue allí ha llevado Filoctetes, lejos de la civiliza ción, vida que, a diferencia de la de Robinson Cru soe, no es pintoresca, sino aborrecible, y no tanto por la enfermedad de Filoctetes, como porque el griego está demasiado cerca del “estado natural” para tener la perversión de echarlo de menos. Cuan do Filoctetes decide deponer su rencor y reintegrarse a la empresa que congrega el esfuerzo de todos los griegos, se despide de los diez años anteriores de soledad con un apostrofe ya no hostil, sino como idealizado en el recuerdo, a la naturaleza que le ha rodeado (verso 1453 y sigs.): Adiós, oh techo que has velado juntamente conmigo, ninfas de las aguas y de los prados, ru gido varón del mar, y peñas en cuyo abrigo mu chas veces se humedeció mi cabeza a los golpes del ábrego; muchas veces el monte Hermeo, cuan do estaba yo combatido por tempestades, me envió un lamento, eco de mi propia voz. Ahora joh fuentes, oh manantial Liciol os abandono, sí, os abandono, lo que jamás creí. [Adiós, llano de Lemno, rodeado del m ar. . . ! En el drama póstumo, exaltación de Atenas aco gedora y protectora del semidiós perseguido Edipo, el poeta que, a diferencia de Esquilo y de Eurípi des, no vivió fuera de Atenas, retrata su paisaje lleno de los dones no hechos por el hombre, en los versos que son hoy el trozo más conocido de su obra (Edipo en Colono, versos 668-719):
M A R ÍA ROSA LIDA
124 I Oh
extranjero!
Llegaste a esta comarca, abundosa en [caballos
el m ejor albergue de la tierra, el b rillante Colono. Aqui, más que en ninguna otra mansión se lam enta en lo espeso de los verdes valles, el agudo ruiseñor, m orador de la hiedra, oscura como el vino, y del no hollado follaje divino, poblado de fruto, no visitado del sol, libre de la ráfaga de toda borrasca. Por aqui siempre discurre el festivo Dioniso y pasa con sus divinas ayas. Merced al celeste rocío prospera día tras día el narciso de hermoso racimo, antigua corona de las dos grandes diosas, y el azafrán de dorado resplandor. Ni m erman las fuentes insomnes de las vagarosas corrientes del Cefiso, antes siempre, a toda hora, se lanza con puras aguas, rápido fecundador, a través de los llanos de la tierra de ancho pecho. No la han aborrecido los coros de las Musas, ni tampoco A frodita, la de riendas de oro. Hay en ella una planta, cual no he oído yo que h u b iera nunca en tierra asiática, ni en la grande isla dórica de Pélope; retoño que germina por si mismo, sin mano de hombre, terror de lanzas enemigas, que por modo prodigioso prospera en esta comarca: es el ram o de pálida oliva, n u trid ora de donceles. Nadie, ni joven n i vecino a la vejez, lo hará perecer ni lo destruirá; porque lo m ira la p upila que siempre ve de Zeus particionero y de Atenea, la de ojos penetrantes.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
125
O tra alabanza guardo, valiosísima, para esta ciudad m adre; el don del gran dios, m áxim o orgullo de esta tierra: don de buena cabalgadura, de buenos potros, de buena [mar. Pues tú, oh hijo de Crono, rey Poseidón, la asentaste en este orgullo, y en sus sendas creaste por prim era vez el freno, medicina de corceles, mientras el leño, bien guarnecido del remo ajustado a [las manos, salta m aravillosam ente en el m ar, siguiendo los pies infinitos de las nereidas.
Vale la pena de comparar otras versiones del pai saje patrio, ante todo la más amplia de las descrip ciones de ítaca (Odisea, XIII, verso 21 y sigs.): Necio eres, extranjero, o has venido de lejos si preguntas qué tierra es ésta, que no es tan escaso su renombre: muchísimos son los que la conocen, tanto los que viven a la aurora y al sol como los que viven a su espalda y a la tiniebla sombría. Áspera es, en verdad, y no apropiada al caballo; no es demasiado pobre, ni tampoco se extiende anchurosa. Nace en ella trigo indecible, nace vi no; siempre la cubre la lluvia y el floreciente ro cío ; es buena para cabras y vacas. Hay en ella madera de toda clase' y fuentes perennes. Y por eso, huésped, el nombre de i taca llega hasta Tro ya, aunque dicen que está lejos de la tierra aquea. El amor a la islita, marcado al comienzo y al fin en el orgullo de su renombre, tampoco está ausente de la descripción, y subraya sus recursos, superiores
126
M A R ÍA ROSA LIDA
a los que haría esperar su escasa superficie. Cuando Odiseo presenta su patria a los reyes de Feacia, el tono es más sentimental aún (IX, 26-27): “Aspera, pero buena nutridora de donceles: y yo, de cierto, no podría ver nada más dulce que su suelo.” Sófo cles, como Homero, mantiene, al celebrar su aldea Colono, la enumeración afectiva (si bien mucho más detallada que la de ítaca), de los elementos que integran el paisaje: ruiseñor, hiedra, vid, nar ciso, azafrán, el Cefiso, la oliva sagrada, el caballo, las naves. Pero la efusión sentimental no está geo métricamente reservada, como en Homero, a los primeros y últimos versos; colora toda la descrip ción, y explica la peculiaridad de este cántico com parado con el estilo habitual de Sófocles. Para cele brar su aldea, Sófocles ha necesitado una lengua mucho más ornamental, más pomposa, de mayor colorido, que contrasta con la limpidez y represión horacianas que son su norma de lengua.9 Donde se esperaría hallar la descripción del paisaje patrio es en una tragedia como Los siete contra Tebas, que pone en escena el riesgo mayor en la vida del EstadoCiudad. Lo que leemos es esto (verso 16 y sigs.): Debéis au xiliar... a vuestros hijos y a la tierra madre, nodriza amadísima, pues ella, cuando de niños os arrastrabais en su suelo benigno, acogió todo el pesar de vuestra crianza, y os nutrió como a sus moradores, embrazadores de escudo, para que algún día pagaseis lealmente esta deuda. Ni una sola nota descriptiva: la expresión “tierra madre” evoca una larga y tierna personificación, 9 Mackall, Obra citada, págs. 148-150.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
127
casi una alegoría. Análogamente, el exquisito elogio de Atenas en la Medea de Eurípides (verso 824 > sigs.) no contiene una sola nota descriptiva: De antiguo son afortunados los erecteidas, hijos de los dioses bienaventurados, nacidos de sagrada tierra, nunca devastada. Nutridos en la más gloriosa sabiduría, andan delicadamente, envueltos en el aire más sutil, allí donde, dicen, en un tiempo, las nueve Musas piérides crearon a la rubia Harmonía; donde es fama que Cipris, recogiendo las corrientes del Cefiso, de hermosas ondas, espiró sobre la comarca suaves brisas, y, ceñida siempre su cabellera de una perfum ada guirnalda [de rosas. envía a la Sabiduría séquito de Amores, auxiliares en toda excelencia.
Mito de Erecteo, mito del nacimiento autóctono de la población ática, la creencia de que el Atica era inexpugnable, la creencia de que al aire fino de Atenas se debía la finura del ingenio ateniense. A estos mitos y creencias corrientes en Atenas, como consta por varios testimonios, Eurípides agrega toda vía dos mitos de su invención, teñidos de orfismo: el nacimiento de Harmonía, merced a la reunión de todas las Musas en suelo ático, y la acción benigna de Afrodita sobre su clima, y subraya la delicada irrealidad del todo con el “dicen”, el “es fama". No queda nada local, nada tangible, lo cotidiano se ha transustanciado en creencia y mito, viejo y nuevo: no puede concebirse mayor contraste con el elogio de Colono. Varios dioses nombra el coro del Edipo: Dioniso, las Dos Diosa^, las Musas, Afrodita, Zeus,
128
M A R ÍA ROSA LIDA
y alude al mito de la contienda por la posesión del Atica en la cual Atenea hizo surgir la oliva y Posei don el caballo. Sófocles no dramatiza las acciones de los dioses, y en los últimos veinticinco versos, en lugar de describir el agón de los dos patronos de Atenas, se explaya en la pintura de sus dones: esto es, en la pintura de la realidad ateniense. Pero no encontramos en Sófocles la objetividad homérica; su paisaje está animado del sentimiento de la presencia divina (de la presencia de lo no-humano, si se quie re), que se impone fuertemente al griego ante el paisaje virgen, ante los prados “floridos y nó holla dos”, ante lo inaccesible, lo no tocado y no apro vechado por el hombre. Otra vez, pues, frente a la imagen personificada de Esquilo, frente a la idea lización etérea de Eurípides, Sófocles es el único que lleva la emoción de la tierra patria al paisaje literario, y la lleva con las dos notas características de todo su arte: acogida y no huida de la realidad, a la vez que reconocimiento, como parte de esa realidad, de un algo no humano y superior a lo físico. Ante la amenaza del hambre, implícita en la pér dida del arco, parece que Filoctetes hubiera olvi dado su mal, pero un nuevo acceso agrega su anti gua desgracia a la reciente, y el Coro vuelve a ex hortarle a que deponga su rencor y se reúna con ellos. Y el consejo benévolo del Coro, que repre senta el pensamiento de su caudillo, trae a escena a un Neoptólemo resuelto, restituido a su propia naturaleza, que se enfrenta triunfante con su mentoi político, empeñado en impedir la restitución del arco
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
129
en el intervalo, aquella sabiduría sin escrúpulo y esta fuerza con que Odiseo quiere hacer triunfar la exigencia pública sobre la del individuo, está en su alma definitivamente derrotada por la justicia de Filoctetes. Neoptólemo devuelve a Filoctetes su arco, no sin proponerle otra vez que se una con ellos para dar cabo a la guerra de Troya. En el momento de poner el arco en las manos de su due ño, sobreviene Odiseo, lleno de amenazas, blanco inmejorable del recuperado arco. Pero entre la ven ganza de Filoctetes y la cólera de Odiseo se inter pone la cordura de Neoptólemo. Entre el interés y la pasión de los adultos, el adolescente juzga clara, desinteresadamente, cabal dueño de sí mismo, des pués de su crisis; no permite que Odiseo reciba daño, y amonesta con juvenil superioridad a Filoc tetes, a quien se empeña en conducir a su verdadero destino (verso 1316 y sigs.): óyeme: el hombre ha de sobrellevar necesaria mente las fortunas que le otorgan los dioses; pero los que como tú yacen en voluntarios daños no merecen perdón ni compasión. Tú te has vuelto salvaje, no admites consejo, y si alguien te amo nesta, movido de benevolencia, le aborreces y le tienes por maligno enemigo. Con todo, hablaré: invoco a Zeus, custodio del juramento; escucha estas palabras y escríbelas en el interior de tu alma. Tú padeces esta enfermedad por un divino azar,10 porque [o: luego que] te acercaste al guar 10 έκ θείς τύχ η ς. Es curioso que la m ayoría de los traduc tores, guiados por sus ideas preconcebidas, suprimen el sus tantivo “azar” y destacan la idea contenida en el adjetivo: “por obra de los dioses”, "por castigo divino”, "por una divinidad", etc.
130
M A R ÍA ROSA LIDA
dián de Crisa, la serpiente veladora que a escon didas guarda el descubierto recinto, y sabe que nunca lograrás reposo de esta pesada enfermedad mientras no vayas de buen grado al llano de Tro ya, te encuentres con los Asclepíadas que moran entre nosotros, te alivies de esta enfermedad y seas, conmigo y con estos dardos, destructor de las torres de Ilion. . . Puesto que ya lo sabes, cede de buen grado, que es hermosa la ganancia: ele gido entre los griegos como único en excelencia, llegarás a las manos de la medicina y luego, por tomar a Troya, que tanto llanto ha costado, reco gerás altísima gloria. Otra vez recita formalmente el joven Neoptólemo la “causa” de los males de Filoctetes, que ninguno de los adultos hace suya; pero comparado con el momento, anterior a su crisis de madurez, en que ninguna de las circunstancias le causaba maravilla (verso 191), Neoptólemo es prudentemente más vago: hay un divino azar que ha convertido a Filoc tetes en víctima de la mística serpiente, guardia de un oscuro santuario, y de esa enfermedad contraída —como todas— por divino azar, sólo se librará vol viendo por su propio acuerdo a la civilización, “aprendiendo a no embravecerse contra los males” (verso 1387). A la respuesta quejumbrosa en que se obstina Filoctetes, Neoptólemo, el justo razonador, replica desalentado: “Afirmo que no comprendes” (verso 1389). Filoctetes, que se ha vuelto tan salvaje por dentro como por fuera, es quien se pierde al no comprender que su mal no procede al fin de los odiados Odiseo y Atridas sino del divino azar contra
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
131
el cual no vale embravecerse.11 Por haber olvidado Filoctetes esa preciosa norma del hombre civilizado, Homero ha dejado fuera de su poema al solitario y rebelde, pues sus héroes, si bien nada ascéticos, sa ben que “los hombres soportamos por necesidad, aunque afligidos, los dones de los dioses: porque sobre nuestra cerviz está el yugo” .12 La realidad es ésa, aunque Filoctetes se embravezca en su isla de sierta contra la inexplicable justicia de los dioses, y Prometeo, atado a su roca, insulte la ley de Zeus. Para Filoctetes, la enfermedad y el odio acumulado contra los griegos que le han aislado por su enfer medad son una misma cosa; por salvar su rencor prefiere continuar enfermo a la alternativa que le señala Neoptólemo y que, en el fondo, halla tan justificada que preferiría evadirse del dilema con la muerte (verso 1348 y sigs.), pero su rencor a los Atridas le inspira nuevos pretextos de desconfianza. ¿No acaban de despojar al mismo Neoptólemo de las armas paternas? Neoptólemo insiste paciente 11 Cf. el consuelo de Tecmesa en el Ayante, 970: “A manos de los dioses m urió, no a las de ellos” [los Atridas y Odiseo, sus enemigos humanos]; cf. también versos 1036-1037, final de Las traquinias; Edipo en Colono, 394: "Ahora te levantan los dioses, antes te perdieron”, es la explicación dada al viejo Edipo, lleno de am argura al verse tardíam ente solicitado por Tebas y Atenas. V er más adelante, pág. 206. 12 Himno homérico a Deméter, versos 216-217; la reflexión deriva de la Iliada, III, 64-66, en que Paris replica a los reproches de Héctor: “No me enrostres los amables dones de la dorada A frodita: en verdad, no es dable desechar los glo riosísimos dones de los dioses, todos cuantos ellos dieren; de su propio grado nadie los tomaría." Cf. Odisea, XVIII, 130 y sigs. Solón recuerda a los atenienses (Bergk, 13, versos 6364): “En verdad, el destino trae a los hom bres bienes y males: inesquivables son los dones de los dioses inm ortales.”
132
M A R ÍA ROSA LIDA
mente én su mejor consejo; es claro que su sentido de disciplina y colaboración no encuentra injusto que las armas estén én poder del hombre que se impone ante todas las cosas (aun ante la justicia, por ejemplo) el servir al Estado, y que quisiera acer car a Filoctetes a esa actitud. Filoctetes exige obs tinadamente que se le cumpla- la primera promesa de volverlo a su patria y, por otra parte, la solución del político, poner en marcha el destino a la fuerza, de nada vale. Neoptólemo sabe que Filoctetes debe venir por su propio acuerdo (versos 1332 y 1343), y como no lo consigue, cede ante el solo y el en fermo, y demuestra su piedad ofreciéndole el servicio que antes le pedía Filoctetes (“apoya ahora tu pa so”, verso 1403; cf. 889 y sigs.). Pero la responsa bilidad de su acto le llena de inquietud, que Filoc tetes quiere calmar prometiéndole la ayuda del arco de Heracles. Como evocado por estas palabras, en el momento de besar la tierra y partir, huyendo del destino, interviene el divino azar, la epifanía de Heracles. Antes de señalarle lo que ha de hacer y lo que no ha de hacer, Heracles pone a Filoctetes el ejemplo de su propio destino: como él, alcan zará vida gloriosa, pero a costa de trabajos; irá a Troya, curará, matará con el disputado arco a Pa lis, el culpable, y juntamente con Neoptólemo to mará la ciudad. Su última palabra aconseja, en el momento de la conquista, la pía reverencia que no envejece como envejecen los hombres. Ironía trá gica: los espectadores sabían bien, por el ciclo épico y por los poetas de la tragedia, que los griegos, y precisamente Neoptólemo, cometen el mayor insulto contra los dioses, pues no reverencian a los vencidos refugiados en sus altares. Ahora que el consejo de Neoptólemo resuena con la voz de Heracles, quien,
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
133
desde un comienzo, preside tácitamente el conflicto desencadenado alrededor de su arco, Filoctetes lo acata; la única dilación es la despedida a la caver na, a las fuentes, al ruido del mar, al eco, a su pasado, a sus diez años de padecimiento y soledad. De los dramas conservados de Sófocles, dos son los que ponen a los dioses en escena: el Ayante al principio, cuando. Atenea inexplicablemente se en saña con el héroe, y su rival Odiseo compadece la poquedad humana entre las manos ineluctables de los dioses; y el Filoctetes al final, para hacer cum plir al protagonista lo que repugna a su rencoi embravecido. En el drama de la vejez, la interven ción del hombre divinizado, Heracles, es simpática, mientras en el Ayante, la de la divina patrona de Atenas es odiosa. En ambos es igualmente arbitra ria. ¿Por qué no ha bajado antes Heracles a aliviar el padecimiento del inocente Filoctetes? Y desde un punto de vista más técnico: si Neoptólemo no ha necesitado dios para resolver su crisis de conducta, ¿por qué lo necesita Filoctetes, quien por añadidura ya admite lo difícil de negarse al pedido de su joven protector? La respuesta más fácil es excusar, ante el lector moderno, el empleo del deus ex machina, raro en Sófocles y frecuente en Eurípides, porque el personaje divino o semidivino, encargado de recitar el prólogo, representa uno de los elementos rituales originarios del drama,18 la aparición inicial y final del daimón, espíritu de vegetación cuya muerte y resurrección anual es el núcleo místico de la trage dia griega. Pero Sófocles está mucho más cerca de los. dioses homéricos que de los dionisíacos y, como 13 G ilbert M urray, Excursus on the ritu a l forms preserved in Greek tragedy, ap. J. E. Harrison, Themis, 1927.
134
M A R ÍA ROSA LIDA
a veces en Homero, sus dioses se proyectan como figuraciones personales de estados de ánimo. Si Aquileo vacila entre empuñar su espada o conten tarse con responder al Atrida de palabra, y al fin la prudencia triunfa sobre el impulso, Homero sabe que es porque Atenea ha bajado del Olimpo, ha tirado del rubio pelo del héroe, y le ha amonestado, consolándole con la promesa de una retribución de finitiva (Iliada, I, verso 188 y sigs.). Sófocles, con el animismo trágico con que adentra el paisaje en la vida de héroes y heroínas, proyecta como figuras sobrenaturales los estados de ánimo básicos que plantea el Ayante y soluciona el Filoctetes. El em pleo esencialmente dramático de ésta como de otras difíciles convenciones, es talento muy personal de Sófocles.14 Aun el lector moderno no necesita la nota al pie de la página para advertir cómo Hera cles está a medio camino entre un contenido de 14 Un ejemplo célebre es el caso de Yola en Las traquinias. La convención adm itía sólo el diálogo entre tres actores. Sófo cles introduce el cuarto, aunque nada revolucionariamente. En una escena capital de aquella tragedia, el coloquio se desenvuelve entre Licas, enviado de Heracles, que introduce a Yola, fingiendo ignorar que,es la riv al de su señora, el Men sajero que revelará a Deyanira cuanto sabe, y la bondadosa y confusa Deyanira, que acoge a Yola, compadecida de su destino de cautiva de guerra. Pero Yola, en verdad triunfante y no cautiva, orgullosa de su ju ven tu d y del poder que le presta, llena de desdén, no responde a las palabras benévolas de Deyanira: así m otiva Sófocles orgánicam ente el silencio del cuarto actor. Otro ejemplo de la misma naturaleza: la más cara de m adera del actor trágico no perm itía el juego expre sivo de las facciones. Observa R . C. Flickinger, The Greek T heater and its Drama. U niversity o f Chicago, 1936, pág. 222, que en la Electra, verso 1296 y sigs., para explicar la impasi bilidad de la heroína, luego de h aber hallado a su hermano, éste le aconseja fingir la misma aflicción, para engañar m ejor a Clitemnestra.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
135
conciencia y un personaje mítico: al cumplir con el rito de la partida a que le invita un Neoptólemo vencido por su propia piedad, el nombre de Hera cles ha quedado resonando y le ha evocado su ejem plo —“por estas asperezas se camina / de la inmor talidad al alto asiento”— y le sugiere desviar su conducta en el sentido que le ha indicado antes Neoptólemo. Su vida no ha de ser menos gloriosa ni menos dura que la del venerado amigo. El hecho de que Sófocles no haya dado forma psicológica moderna al cambio psíquico de Filoctetes habién dola dado al de Neoptólemo, es característico de su realismo, de su aversión a sistematizar y a esque matizar. El hombre razonable —Neoptólemo, que es joven y no ha sufrido diez años de enfermedad y olvido—15 puede solucionar lógicamente, por tran quilo raciocinio, el primer problema moral que se le plantea. Filoctetes, alejado de la civilización, con vertido por su dolencia en salvaje por dentro y por Cuera y hasta privado, en sus accesos, del don hu mano de la palabra articulada, se convence de golpe, por inspiración irracional, externa y sobrenatural aun para el mismo que la experimenta. Y la solu ción que, dada en el consejo de Neoptólemo y re chazada deliberadamente, acaba por imponerse, se diseña en el sentido caballeresco de Sófocles, que acentúa la línea caballeresca homérica. Como Aquileo ante Príamo, Filoctetes renuncia a su exceso de fuerza, a su rencor, para entrar en un pacto que dé cabida a todos: así nace la justicia que le permi tirá combatir junto a los demás adalides griegos. w Como observa finamente Norwood en la obra citada, pág. 162, Sófocles p inta en Neoptólemo al héroe antes de la experiencia, y en Filoctetes, al héroe después de la experiencia de la vida.
136
M A R ÍA ROSA LIDA
Esa justicia, base de la sociedad, se erige sobre el cercenarse el propio brío animal. Filoctetes depone su odio y, antiguo rebelde, acaba acatando (verso 1466 y sigs.) la grandeza del destino y la divinidad “que todo lo somete” —y aquí el epíteto no tiene nada de decorativo: condensa la lección del drama. El cambio es completo; el rebelde ha comprendido y se doblega; el solitario endereza su nueva vida por una tercera fuerza, el “consejo de los amigos”, el sentimiento que concentra la más alta emotividad de la vida griega y que para el viejo poeta se re suelve patéticamente en el recuerdo ejemplar de un amigo hace tiempo desaparecido y en el afecto por el rostro nuevo del adolescente, hijo de otro amigo muerto. El realismo y variedad, propios del arte sofocleos, quedan subrayados hasta en las últimas palabras proferidas en escena. No puede ser más claro el contraste con Eurípides y, particularmente, con su hábito de repetir en varias tragedias unas mismas fórmulas finales, ya la invocación a la Victoria, hecha en la persona del poeta que tan poco éxito oficial conoció en vida (Orestes, Las fenicias), ya la más frecuente recapitulación en abstracto (Alcestes, Andrómaca, Me dea: “Muchas cosas realizan in esperadamente los dioses; lo que parecía probable no se cumplió, y de lo improbable Dios halló la vía. Así acabó esta historia”). La recapitulación en abstracto de la historia representada no es sino una ilustración menor de la misma intención artís tica que lleva a Eurípides a dar a su drama estruc tura arcaica y fija, a acentuar, en una palabra, su carácter ritual. Esta repetida fórmula aumenta el carácter irreal, como de cuento remoto, de lo que se acaba de representar, y apunta con descarnado
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
137
intelectualismo al contenido de enseñanza encerrado en la antigua conseja. Sófocles, en cambio, se man tiene siempre más objetivamente enlazado con su tema; la lección que a veces desprende el Coro es una experiencia particular, y corresponde estricta mente al argumento. Pero en Filoctetes no hay si quiera ese subrayar del poeta maestro, y el drama termina con una partida llena de promesas, invo cando el favor de las ninfas marinas para la vida nueva en que se embarca el héroe.
C a p ít u l o
IV
EDIPO REY Una ingenua nota antigua observa que el título de rey agregado al nombre del Edipo se debe a que esta tragedia descuella sobre toda la poesía de Só focles.1 Aristides, Discurso 46, clama a Zeus y a los dioses al recordar que esta tragedia no obtuvo de los atenienses el primer premio. Aristóteles la cita muchas veces en la Poética como su ideal realizado; “Longino” como la sola obra que a ojos de un hom bre sensato compensa sobradamente toda una pro ducción irreprochable y mediana. Nada digamos de la admiración que ha despertado su lectura: su éxito en la escena moderna, desde la inauguración del teatro de Palladio en Vicenza (1585) hasta la ópera oratorio según texto de Jean Cocteau y música de Stravinsky, hasta las representaciones de Alexander Moissi y Max Reinhardt es un hecho único. Así, pues, su excelencia, reconocida por los que histó ricamente estaban más cerca de su obra y confir-· mada por su vitalidad escénica, la imponen como la obra más significativa de Sófocles, el poeta de la tragedia clásica, que lleva en ella al mayor grado i Aristóteles, “Longino” y uno de los argum entos de esta tragedia la llam an sencillamente Edipo. O tro breve argu mento antiguo da la verdadera razón: “El Edipo se titula ‘tirano’ para distinguirse y oponerse al Edipo en Colono."
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
139
su ideal artístico de humanidad esencial, de fran queza realista, de universalismo típico, expresado en densa y selecta economía formal. 1. Edipo rey es la tragedia del hombre como criatura social, nota que para los antiguos integra la esencia de su definición aun mucho más que para el mundo moderno, individualista. Las normas de la asociación humana que Edipo viola son tan ele mentales que, como si se tratase de una invariable realidad física, el hombre de todos los tiempos y civilizaciones actúa ante ellas con læ misma reacción. Pero convenciones son, y no realidad física, y Só focles subraya su naturaleza totalmente humana y arbitraria insistiendo en que Edipo ha matado a su padre y se ha unido a su madre sin saber la relación en que estaba con los dos. No son los hechos en sí los que se juzgan; es la relación entre sus actos, pro hibida por la sociedad, lo que dicta contra ellos la terrible sanción que destruye a Edipo. Lo que de termina la catástrofe de Edipo no son —en términos estoicos— las cosas, sino las relaciones de las cosas. Esas relaciones, esas puras convenciones creadas por el hombre, no por arbitrarias son menos reales, me nos ineluctables y agobiadoras que las realidades naturales anteriores al hombre, y por eso Sófocles las acata, como acata, valientemente, todo lo real. El crimen de Edipo, se ha dicho muchas veces y con razón, moralmente es tan poco delictuoso y so cialmente es tan imperdonable como la llaga he dionda de Filoctetes. 2. Esto conduce a su realismo o franqueza de poeta clásico, en ninguna parte más evidente que en el osado tema de este drama. Sófocles, que ha puesto en escena a Filoctetes prorrumpiendo en ayes animales de dolor, no vacila en presentar la máxima
140
M A R ÍA ROSA LIDA
culpa social _de-Edipo, y no como resultado de la maldición que pesa sobre su estirpe, sino ante todo de las acciones que ha cometido a ciegas. Muchos mitos de amor incestuoso ha presentado en el teatro la tragedia griega. Aristófanes reprocha a Eurípides “llevar al arte bodas impías” (Las ranas, verso 850) y los anotadores recuerdan, además de Hipólito, las tragedias perdidas sobre Pasífae, Aéropa, Cánace, Estenebea. Es claro que Eurípides no trata esos mi tos con la perversidad literaria de la poesía alejan^ drina, sino más bien como conflicto entre el orden social y la fuerza irracional del amor, pero el fuerte carácter erótico del asunto elegido y la penetrante simpatía con que lo dramatiza (testigo la noble Fedra) explican el reproche de Aristófanes. Nada de común tiene este tipo de tragedia euripidea con el Edipo: Sófocles ha apartado cuidadosamente toda insinuación erótica entre Edipo y Yocasta, y, ade más, el tabú que Edipo viola es mucho más, primitivo y extendido, por consiguiente más repulsivo, que el de Fedra o Estenebea. Por otra parte, como siem pre, Sófocles llega mucho más hondo en su rastreo: Edipo ha cometido la máxima culpa social, que ya parece violación de un hecho natural y no de una convención; pero por momentos el poeta insinúa cómo la máxima culpa está en la raíz de la relación normal. Así por ejemplo en la escena entre Edipo y Yocasta (verso 698 y sigs.), absolutamente única en lo que conocemos de la tragedia griega. Marido y mujer se presentan en la tragedia en conflicto (Clitemnestra-Agamenón, Medea-Jasón) o en amor (Helena-Menelao, Alcestis-Admeto), pero siempre en un ambiente claramente sentimental. Sófocles, rea lista, presenta una relación nada erótica. Yocasta aparece para poner paz entre el hermano y el mari-
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
141
do, a quienes separa como a niños poco razonables; averigua luego con cariñoso interés el motivo de la reyerta; con su desengañada experiencia trata de tranquilizar y sostener al colérico y muy débil Edipo, que derrama en ella todas sus penas y aprensiones. En verdad, ninguna exaltación trágica transfigura esta afectuosa confidencia conyugal; su sosegado realismo contrasta con el sombrío ambiente de la tragedia. Realismo, claro está, no porque en Yocasta retrate Sófocles las esposas atenienses, sino porque retrata “cómo debe ser” la esposa; la esposa “como es”, es sin duda la euripidea Deyanira.2 El respeto de Edipo por ella es, dice, superior al que siente por los ancianos del coro; el deseo maternal de ella, de hacerle desistir de su zozobra y su bús queda, no es menos evidente. Pero esta pareja de perfecta unión conyugal es la unión infame de ma dre e hijo; la esposa perfecta es la madre. Consu mada la tragedia, la amargura que aflige a Edipo es el destino de sus hijas y, también lo dice explí citamente, no el de sus hijos. Edipo justifica ante sus interlocutores (y ante su conciencia) esta predi lección por el desamparo en que como mujeres se verán Antigona e Ismena —aunque no parece menor el perjuicio que de su horrible nacimiento se siga a los varones. Por lo demás, idénticas desconcertantes insinua ciones se encuentran en otras tragedias. En el Edipo en Colono, muy posterior, las hijas no aparecen en la situación que el héroe indica aquí, pero siguen a su lado, y para ellas es todo ternura, como para 2. Cf. Jenofonte, Económico, III, 12. Sócrates pregunta: "¿Hay alguien con quien converses menos que con tu m u jer?" Y su interlocutor, un ateniense típico, responde: “O nin guno o no muchos, por cierto.”
142
MARÍA. ROSA LIDA
los hijos todo inexorable maldición. Análogas refle xiones sugiere la Antigona, extrañamente apasionada por su hermano y desapasionada por su prometido. Cuando Antigona decide arriesgar la vida por el hermano, no recuerda siquiera a Hemón, y en cam bio proclama su “santo delito” en palabras singular mente ambiguas: “amada yaceré con él, con mi amado”. En su último discurso, afirma que lio ha bría hecho igual sacrificio por hijos ni por marido, y se apresura a agrégar sus muy honorables razones. Estéticamente el trozo no tiene nada de satisfactorio. Goethe deseaba que un buen filólogo demostrara su inautenticidad, y los filólogos se han empeñado en complacerle. Pero hay pocos pasajes de la literatura griega menos discutibles textualmente: 3 Aristóteles lo cita con expresa aprobación de su raciocinio (Retórica, 1417a), y coincide con el contenido de la anécdota de la mujer de Intafrenes, narrada por Heródoto, III, 119, amigo de SófocleS. La justifi cación es folklórica y persiste en nuestros días, quizá por lo paradójico de poner sobre todos los amores el único amor no fisiológico, y como sobrevivencia del matriarcado en que el hermano mayor de la ma dre, y no el marido, era el jefe de la familia. Por su estructura corresponde exactamente al citado pa saje de Edipo rey en que el héroe explica la prefe rencia por sus hijas: Antigona proclama su exaltado amor al hermano, y luego añade una laboriosa jus 3 Excelente discusión en W ebster, A n Introduction to So phocles. Oxford, 1936, págs. 53-54. Muy atinado también Edmund W ilson, en su ensayo citado, sobre el tratam iento que recibió este pasaje a manos de S ir R ichard Jebl», el gran editor Victoriano de Sófocles. El mismo esquema —exaltación sentimental justificada conceptualm ente— aparece a propósito de la ceguera de Edipo, verso 1369 y sigs.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
143
tificación intelectual que, por contraste, resulta muy fría. ¿Baja estética del poeta o deliberada insinua ción de que, después de su exabrupto, la osada heroína''vuelve sobre sus pasos y ansiosamente ex plica su amor por el hermano? Yo no creo que sea aventurado suponerlo, ya que en la misma Antigona, versos 74-76, hay otro ejemplo idéntico después del verso “amada yaceré con él, con mi amado”. Con tra la observación de Goethe, el arte del poeta antiguo se revela el más profundo. Con única franqueza Sófocles ha presentado los toques morbosos que integran el carácter del hom bre normal, pero ninguna de sus obras es morbosa, como lo es, por ejemplo, la trilogía de O’Neill, Mourning Becomes Electra. El contraste entre esta version moderna de la Orestia y el Edipo rey es ins tructivo en más de un sentido. Pues se produce la paradoja de que en la obra del dramaturgo moder no, empapado de psicología freudiana, los persona jes proclaman a gritos en el tablado, con implacable análisis intelectualista, todos los impulsos oscuros que, según Freud, no afloran a la conciencia del hombre normal. El dramaturgo realista del psico análisis es en verdad el antiguo y no el moderno; los personajes del antiguo no expresan de palabra, sino por sus actos y actitudes, los impulsos que los agitan en lo hondo o, si fugitivamente les dan ex presión, retroceden a fundarlos en razones normales aceptables, como en los casos señalados. Exactamen te como los hombres y mujeres cuerdos, mientras los personajes de O’Neill que expresan su incon ciente con claridad meridiana no están tomados de la. realidad diaria sino de la clínica neuropática. 3. ¿Qué era Edipo antes de que los poetas del ciclo épico organizaran su historia y los trágicos
144
M A R ÍA ROSA LIDA
atenienses la fijaran definitivamente? Era un “espí ritu de vegetación”, un “daimon del año”, de esos que todas las primaveras mueren de muerte .infame, de esos en que el pensamiento primitivo, no dado a individualización intelectualista, reunió su reve rencia al antepasado muerto y su deseo de valerse de su poder sobrenatural para asegurar s¡u vida en la naturaleza, su bienestar. De sus orígenes como antepasado divinizado, conserva el daimon del año la asociación con la serpiente que en tantas diversas latitudes y culturas representa al muerto, ya como atributo (Hermes, Asclepio), ya como parte de su ser: así el biforme Cécrope, de cuerpo humano y cola de serpiente; y esa figuración es todavía per ceptible en el nombre del médico y mago Melampo (“pie negro”) y en el del rey pecador y salvador Edipo (“pie hinchado”), el cual conduce al griego, dado su característico intelectualismo, a forjar un nuevo detalle en la leyenda para explicárselo con claridad. Edipo es, míticamente, pues, una de esas criaturas de naturaleza contradictoria, impura y purificadora, cuyo esplendor y caída celebra la tra gedia ática. A diferencia de otros dáimones —Dioniso, Heracles—, está totalmente humanizado, y convertido en un tipo humano universal de conte nido infinito. También en este sentido vale la pena contrastar el realismo de Sófocles con el esquema tismo de O’Neill. Mourning Becomes Electra es la tragedia de la casa de Atreo reducida exclusivamente a su conflicto sexual. En la tragedia de Sófocles, la violación del tabú sexual constituye, como el “com plejo de Edipo” en el hombre normal, uno de sus elementos y no toda su vida psíquica. Cuando in vade toda la vida psíquica es un caso patológico, y no pertenece a la esencia-universal del hombre.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
145
Como ya se ha dicho, el crimen, de Edipo se agranda hasta lo monstruoso sólo al proyectarse en el terreno social. Frente a la rebeldía de la Mirra de Ovidio (Metamorfosis, X, 323 y sigs.), que subra ya apasionadamente la inexistencia objetiva de la prohibición social, el acatamiento de Edipo, más profundo, es simbólico dé la irrefutable realidad de las convenciones elaboradas por la cultura humana, con las cuales el hombre se ha redoblado la hosti lidad de la naturaleza. Además de la piedad y terror '(para hablar en términos aristotélicos) que excita Edipo por la especial naturaleza del delito que co mete, conmueve más aún la horrible inseguridad de su destino, la ignorancia de su verdadero ser, que Sófocles simboliza magistralmente en su vista y su ceguera. Edipo, generoso, altivo, prendado de la verdad, ha cometido el mayor delito y vive a ciegas en él hasta que el profeta ciego se lo revela: cuando llega la prueba palpable de su condición, él mismo será quien se arranque los ojos, con los que el hom bre no penetra su verdad, ciego entre las fuerzas del azar que le empujan: la culpa de Layo, la cólera de Febo, el oráculo desobedecido. . . Edipo, “ciego entre enemigos”,4 no es menos simbólico del hombre que el Edipo del psicoanálisis. A diferencia de casi todos los héroes trágicos, Edi po no hace nada en este drama (lo que implica una esencial contradicción: Edipo rey, obra maestra del teatro griego, es también la obra más alejada de sus orígenes rituales); lo hecho está todo cometido en el pasado; la tragedia, mucho más honda, está en que Edipo tendrá que reconocer sus lejanos hechos, salir de su engaño, y situarlos dentro de las normas 4 M ilton, Samson Agonistes, verso 68.
146
M A R ÍA ROSA LIDA
de la sociedad humana. Tampoco Prometeo “hace” nada, pero la enorme diferencia con Sófocles con siste en que Prometeo no padece sino injusta fortu na externa; -está persuadido más firmemente que nunca que ha obrado bien; el castigo mezquino de Zeus le agranda a sus propios ojos: no hay tragedia intima. Edipo, al reconocerse, tiene qup condenar toda su vida, y aun reconocer la razón de sus peque ños Opositores, de un Creonte, de un Tiresias.6 El derrumbe total del rey tan gloriosamente invocado al comienzo —la prueba de la fragilidad de las for tunas humanas— se ha venido preparando fatalmen te, con cada pensamiento de Edipo, con cada acto suyo. El primer hecho suyo que lo ha desencade nado es el haber nacido, ya que en el mito el oráculo prohibía a Layo tener hijos, y también en el sentido universal de la queja de Segismundo. El pesimismo extremo del poeta es bien conocido; en el Coro en que se ha creído oír más distinta su voj. misma, la menta con rara amargura, frente a la muerte “auxi liadora, igualadora”, los males de la vejez y, para fraseando un viejo sentir popular, afirma que la primera felicidad es no haber nacido y la segunda morir cuanto antes.6 Este pesimismo es el que in8 B. Snell, Aischylos und das H andeln im Drama, 1928, pág. 109. 8 Edipo en Colono, versos 1211-1248: Quien deja de lado la justa medida y desea viv ir m ayor porción, será para m( manifiesto cultor de insensatez. En verdad, los largos d(as muchas cosas acum ulan más vecinas del dolor que de la [alegría; no verás dónde está el placer si cae el hom bre en más edad de la debida. Auxiliadora, igualadora es al cabo la m uerte
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
147
íunde nuevo sentido a la prohibición del oráculo; ya sabemos que Sófocles no da importancia a la motivación anterior a Edipo mismo; su “culpa”, tan cruelmente expiada, es que no debía nacer y nació; desde entonces todo cuanto hace le lleva sin desvia ción al desastre. Toda tragedia digna de tal nom bre posee rico simbolismo; pero el Edipo, más que cuando se presenta el funesto destino, enemigo de bodas, enemigo de liras, enemigo de danzas. No haber nacido supera cuanto pueda decirse; pero, una vez nacido, lo m ejor es, con mucho, ir cuanto antes allí''de donde vinimos. Mientras está a nuestro lado la juventud con su carga de livianas locuras, ¿qué trabajoso golpe queda fuera? ¿qué fatiga le falta? Envidias, rebeliones, discordias, batallas y muertes; y al final es su suerte últim a la despreciable vejez, sin fuerzas, sin coloquios, sin amigos, en la que m oran juntos los males de todos los males. En ella está este desdichado, y no yo sólo, como acantilado abierto al cierzo, azotado por las olas. al que por todas partes acosa la borrasca; ast le acosan sin cesar terribles rompientes de desgracia: unas desde donde se hunde el sol, otras desde donde se levanta; éstas desde el rayo de mediodía, aquéllas desde la noche del norte. Otra alusión, nada idealizadora, a la vejez en el Ayante, verso 1017; la m uerte más deseable que la vida: Antigona, 465 y sigs., Electra, 821-822, 1007-1008; 1170; “la m uerte es el últim o médico de la enferm edad”, dice un fragm ento del Filoctetes en Troya·, cf. la invocación de Ayante, form ulada en oxymoron (verso 394): “ ¡Oh tiniebla, mi luz!"
148
M A R ÍA ROSA LIDA
ninguna otra, parece reflejar muchas facetas esen ciales del destino humano. Aristóteles da el argumen to del Edipo como ejemplo del que sin actualizarse en la escena infunde horror y piedad (Poética, 14536), después de haber señalado como función de la tragedia la purgación κάθαρσις) de esos afectos (144%), lo que equivale a considerarlg como mo delo de la creación, trágica, ya que reconoce (y no sólo en sentido freudiano) lo perfecto y completo de su κάθαρσις . Si para el racionalismo del Renaci miento, la cura del temor y la piedad por un espec táculo de terror y piedad, de que habla Aristóteles (que venía, de casta de médicos), era tan inconcebible expediente que Bernardo Segni, en su traducción de la Poética, Florencia, 1549, pág. 198,7 confiaba en asistir algún día a una hermosa tragedia, i fin de experimentar sus efectos, para el hombre del siglo X X, ducho en bucear más allá de lo consciente, es tan obvia que halla su mejor comentario —el mejor comentario de la fuerza trágica del Edipo rey— en las páginas en que el primer poeta filó sofo del siglo XX, sin nombrar a Aristóteles ni a Sófocles, expone la realidad profunda revelada en la escena trágica, “todo un mundo confuso de cosas vagas que habrían querido ser y que, por fortuna para nosotros, no han sido”: 8 ésa es, en primer tér mino, la emoción ante el Edipo rey. I 4. Ese efecto del Edipo, ejemplifica otra vez Aris tóteles (14626), se cumple en la mayor concentra ción formal. También en este sentido —perfección de la trama— el Edipo es la cumbre de la. tragedia griega y, a la vez, marca el mayor alejamiento de i Citado por Benedetto Croce, Estética, Bari, 1922, pág. 492. 8 Henri Bergson, Le rire, págs. 160-164, 169-170.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
149
sus orígenes rituales. El esquema primitivo de la tragedia se reducía al comentario lírico-narrativo (lírico por parte del Coro, narrativo por parte del actor) de los pasos del ritual; en el Edipo, la narra ción lineal del héroe y la responsión lírica del Coro han desaparecido para dar lugar a una composición unitaria, y cerrada. Lo perfecto de su arquitectura no es un molde impuesto al tema, antes es su refle jo, porque el conflicto mismo del Edipo presenta la oposición de compuestos en la unidad que carac teriza elementalmente todo el arte sofocleo. La unidad se le divide en un contraste inconciliable, la variedad múltiple se le plantea en esa unidad dual. El radical dualismo que está en la esencia del culto del daimon anual —viejo y nuevo, odiado y amado, perseguido y triunfante, muerto y resucitado— en carna para Sófocles el dualismo íntimo e irreducible que él ha percibido en todos sus problemas trágicos. Todas sus composiciones, y entre todas ésta, la más perfecta, están concebidas bajo la fórmula de la unidad que para el hombre es oposición insoluble: contraste, el oxymoron, la ironía están aquí en cada personaje, en cada paso del argumento y en el argu mento todo: ignorancia-conocimiento, realidad-ilu sión, grandeza-miseria, el sabio que resuelve el enigma de la esfinge ignora su propio ser, el parri cida se propone vengar a Layo “como si fuera su padre”, el contaminador de Tebas es su celoso pro tector. Muchos mitos trágicos han desdoblado intelectualísticamente la unidad mística del viejo y nuevo daimon, ante todo el mito de Las bacantes, con su Dioniso y su Penteo; Sófocles ha conservado la primitiva unidad dentro de un mismo héroe trá gico. Esta rica y fecunda unidad se refleja en la trama escénica que no dramatiza en abstracto
150
M A R ÍA ROSA LIDA
—como probablemente hizo Esquiló— el funciona miento de la maldición que pesaba sobre Layo y su linaje: Edipo el hombre, un solo hombre, es el héroe de Sófocles. El drama procede en forma cerrada. Con maestría exquista cada pequeño hecho impulsa con forzoso encadenamiento al resultado; las esce nas de mayor “teatralismo”, de más sabio trazado de caracteres, son también las que imprimen deci sivo rumbo a la acción.9 La acción, amplia y lenta al comienzo, acelerada al final (hasta que se retira Creonte, verso 677), recuerda la técnica del cuento popular, como también es típica del cuento popular la forma circular: la maldición recae en quien la pronuncia, las profecías se cumplen fatalmente, lo cual no arguye fe ciega en oráculos y agorerías de parte del poeta, como se suele inferir; el Edipo escrito para la mayor gloria del oráculo de Delfos es cosa tan fuera de razón como el Macbeth com puesto para prestigio de las brujas de Escocia. Lo que podría enseñar el drama es que en las enma rañadas peripecias de una vida entera —como insi núan los últimos versos de Coro— el poeta percibe un diseño, sin sentido mientras se ejecuta, claro al cerrarse el último día, diseño que sugiere la presen cia de una fuerza no humana que la hubiera orde nado previa y no caritativamente. Más que con el cuento popular es de regla la comparación del Edipo por su trama formal con la moderna novela de policía, como sugieren la extre ma economía y perfección lógica de todos los pasos 9 “Un drama como el Edipa rey está construido de tal modo que cada palabra, puede decirse, cuenta en el plan general, y la m itad de su belleza se estropea cuando se compilan ex tractos del todo.” C. M. Bowra, The Oxford Book of Greek Verse in Translation, pág. χχ νιι.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
1 51
del argumento que llevan al desenlace. La diferen cia que hace sentir paradójica la comparación, aun sólo en cuanto al argumento, es que en la novela policial el “crimen” está urdido a sabiendas por otro hombre, y el detective, generalmente ajeno a los móviles de los personajes, lo rastrea con desin terés intelectual, en el plano del acertijo, del pro blema de ajedrez o de álgebra. Aquí no hay cons trucción deliberada del “misterio”; el misterio es lo dado por la vida, resultado de factores que re basan al individuo que lo padece y que, sin propo nérselo y muy en su daño, lo rastrea, no por puro placer intelectual, sino vitalmente interesado en el bien de los suyos. La diferencia primordial que anula todo el paralelo es que en Sófocles el crimi nal es a la vez el policía, y cada impulso noble le acerca al reconocimiento que es su ruina. É’ues el contacto que ha sugerido la comparación c'on la novela policial es que, en efecto, el argu mento de una y otra culminan en un reconoci miento (o, para emplear el término de la Poética, en una anagnórisis), al cual tienden rigurosamente todos los pormenores en una y otra creación litera ria , 7 es responsable de la concentración de la trama. La diferencia (si hay que explicarlo) entre Sófocles y Sir Arthur Conan Doyle en este punto no perte nece a la categoría de sustancia sino a la de calidad. La novela moderna no va más allá de la simple identificación intelectual. Aristóteles nos sorprende dando a la anagnórisis una importancia esencial en tre los elementos de la tragedia: no es para él mero incidente (peripecia), sino punto crucial. Circuns tancias fortuitas han intentado dar validez universal al análisis de Aristóteles, basado en la experiencia literaria acumulada hasta el siglo iv. Mirando desde
152
M A R ÍA ROSA LIDA
esa falsísima specie aeternitatis, nada más descon certante que el esencialismo de la anagnorisis, que no sólo no es esencial en el drama moderno, sino qug taríipoco parece serlo, por lo menos en forma manifiesta, en buena proporción del antiguo. No es, pues, esencial, pero es eminentemente patética (Poética, 1450a), y lo sería sin duda pa/a el espec tador antiguo; para él, la familiaridad con la reli gión de los misterios mantendría viva la importancia ritual del reconocimiento del dios, que precede in mediatamente a la epifanía. También en su con cepción de la anagnórisis Sófocles toca la perfección del arte griego y a la vez el mayor alejamiento del ritual originario. El reconocimiento, más o menos episódico en Las coéforas y en la Ifigenia en Tau ros, se sitúa aquí en el centro del drama que, como ya se ha visto, es conflicto no de hacer sino de reco nocer lo hecho, y de ella depende la catástrofe (en sentido moderno) de la tragedia, vinculación orgáni ca que no pasa inadvertida para Aristóteles (1452a). Sófocles marca el mayor alejamiento del origen ri tual del drama en cuanto la humanización de este punto del drama es completa; la humanización no es externa como en Las coáforas o en el Ion, donde los personajes pierden cada vez más la estatura di vina y su identidad queda establecida por dijes, jo yas, ropas, rizos, descendientes todos de la cicatriz de Odiseo y antepasados de las joyas infantiles que con matemática precisión funcionan en la comedia de Menandro. No son éstas las anagnórisis que más satisfacen al crítico; “la mejor anagnórisis de todas es la que proviene de los hechos mismos, la sorpresa resulta de incidentes probables... Semejantes anag nórisis son las únicas que se cumplen sin señales ni collares” (1455a). De tales reconocimientos “sin se-
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
153
nales ni collares” el ejemplo por excelencia es el Edipo rey. Pero hay más: no sólo Sófocles prescinde de señales y collares sino que con audacia innova dora concibe en su acostumbrado planteo de unidad dualística la oposición entre descubridor y descu bierto. No son los fieles quienes descubren al dios; Sófocles ha humanizado socráticamente el viejo rito: es el hombre quien descubre al hombre; más aún, es el hombre quien se descubre a sí mismo, Edipo que reconoce su verdadero y pecaminoso ser; es —di ría el lector moderno prolongando la línea del pensamiento sofocleo— la conciencia que se asoma a la revelación de la subconsciencia. Aquel conflicto entre dios y hombres, más tarde entre distintos hom bres, se le plantea a Sófocles dentro de una misma alma, interiorizado, concentrado al máximo, siem pre en trágico e insalvable oxymoron·, en la bús queda policial de Edipo, lo más trágico está en que el detective febrilmente interesado en desenmasca rar al villano es el propio villano. No podemos regatear a esta maravillosa anagnorisis los términos del elogio de Aristóteles: “sorprendente y natural”, como la vida misma. Edipo. — Hijos, nueva progenie del antiguo Cadmo, ¿por qué, coronados de ramos suplican tes, ocupáis estos asientos? La ciudad rebosa de sahumerios, rebosa juntamente de cánticos y de lamentos. Hijos, pensé que no era justo enterar me por medio de mensajeros, y así he venido yo mismo, yo a quien todos llaman el famoso Edipo. Y tú, anciano, pues te cuadra hablar en nombre de éstos, dime con qué ánimo estáis aquí, ¿con temor o deseo? Que yo en todo quisiera ayudaros. Insensible sería si no me apiadase de tal súplica.
154
M A R ÍA ROSA LIDA
Estos trece primeros versos del protagonista dan las dos notas fundamentales de su carácter: su bon dad, reflejada en la simple y repetida palabra “hi jos”,. con que se dirige a su pueblo, y sú orgullo (“yo â quien todos llaman el famoso Edipo”) que, sin justificar precisamente el terrible castigo, suena ante oídos griegos como un fatídico reto a la me dianía del destino humano. En esta escena inicial, en la cumbre de la prosperidad, aparece adorado casi como un dios (y la oficiosa declaración del sacerdote, versos 31-32, confirma más que desmiente esa impresión). La ciudad doliente viene a apo yarse en él, que la ha salvado ya; y, en efecto, vol verá a salvarse a costa de su ruina y recordará al verle partir, repitiendo palabras de este prólogo, que ése es el Edipo que supo los famosos enigmas de la esfinge y era el hombre más poderoso de la ciudad. La mejor peripecia trágica —observa la Poética, 1453a— es la que lleva al héroe de la pros peridad a la desgracia por un pecado de ignorancia, y luego involuntario, compatible con un carácter noble, que permite la compasión del espectador. El ejemplo que satisface estes requisitos es justamente el Edipo (1453&), a tal punto que los comentadores sospechan con verosimilitud que el precepto está inducido de la práctica de Sófocles. La fábula trá gica por excelencia es la de Las bacantes de Eurí pides, y Eurípides arcaíza deliberadamente en cuan to a la estructura de la tragedia. Pero quien está más cerca de la raíz dionisíaca de la tragedia —cele bración ritual de la pasión del daimon del año— es el “olímpico” Sófocles: Edipo, pese a su humani zación, con su afecto paternal, con su celo y deseo de ayudar, es todavía el buen daimon que padece por el bien de su comunidad. Lo fecundo de este
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
155
lipo de divinidad se descubrió el día que se atri buyó a la víctima expiatoria amor a los hombres a quienes rescata con su muerte: se le convirtió en personaje trágico cuando su sacrificio dejó de ser rito forzado y externo para tornarse en acto volun tario,-Uno de los resortes patéticos de esta tragedia es que alrededor del drama íntimamente humano de Edipo, rondan no olvidadas memorias de su pa sado semidivino de phármakos redentor. Sacerdote. — ¡Oh Edipo, que posees el poder en mi tierra! Ves la edad de los que nos sentamos junto a tus altares: unos no tienen todavía fuerzas para largo vuelo; otros, sacerdotes agobiados poi la vejez: yo lo soy de Zeus; éstos, selectos entre los jóvenes; la restante coronada muchedumbre se asienta en la plaza, junto al doble templo de Pa las, y sobre la profética ceniza del Ismeno. Por que la ciudad, como tú mismo ves, zozobra ahora violentamente y no puede todavía levantar la ca beza del fondo del oleaje de sangre; perece en el grano fructífero de la tierra, perece en las gre yes que pacen, en los prados y en el parto estéril de las mujeres; y entretanto el dios que trae él fuego —la terrible peste— se ha lanzado a atacar a la ciudad y por él se vacía la mansión cadmea, y se enriquece con nuestros lamentos y-gemidos el negro infierno. Ni yo ni estos jóvenes sentados junto a tus altares te igualamos ahora a los dio ses, pero sí te juzgamos el primero en los casos de la vida y en los tratos con las deidades, pues con tu llegada libraste a la ciudad cadmea del tributo que rendíamos a la dura cantora [la Es finge], y esto sin informarte nada ni aprender nada de nosotros, sino que con ayuda de un dios
156
M A R ÍA ROSA LIDA
(así dice y piensa la ciudad) levantaste nuestra vida... Restaura en firmeza esta ciudad. Ya entonces nos proporcionaste fortuna con fausto auspicio, y ahora sé igual a ti mismo. Si has de reinar en esta tierra, si tuyo ha de ser el poder, mejor es reinar entre hombres que en tierra va cía, que nada es la torre ni la nave desierta de hombres que la habiten. ) Edipo. — ¡Oh lamentables hijos! Conocido, no desconocido, es lo que os acercáis a pedirme. Bien sé que todos sufrís, pero aun sufriendo, nadie hay de vosotros que sufra a la par mía. Pues vuestro dolor ataca a uno solo, en sí mismo, y a ningún otro, pero mi alma gime a la vez por la ciudad, por ti y por mí. No despertáis a quien dormía: antes sabed de cierto que mucho lloré, muchos caminos recorrí en las erranzas de mi pensamiento. Y he puesto en obra el único medio que encon tré, mirándolo bien, y fue enviar a Creonte, el hijo de Meneceo, mi cuñado, hacia las píticas moradas de Febo, para que averiguara con qué hechos o con qué palabras podría salvar la ciu dad . . . Cuando llegue, malvado seré si no ejecuto todo lo que el dios declare. En este prólogo dialogado, plástica obertura llena de expectativa, el pueblo que ora anonadado por una terrible calamidad y que por boca de su natu ral mediador, el sacerdote —figura de excepción en la tragedia griega, emanada justamente del ritual—, pide por todo remedio la protección del rey, revive una actitud muy primitiva, anterior al nacimiento de los dioses: asistimos, en efecto, al tránsito del invocado rey, que responderá a su pueblo y se sacrificará para salvarle, al dios paternal y redentor,
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
157
y el núcleo de la súplica toca también un resorte de la religiosidad antigua; el beneficio ya otorgado por el dios es garantía de su buena voluntad y prenda que le fuerza a otorgarlo nuevamente: “Ten piedad de mí.. . conforme a la multitud de tus pie dades.” 10 Aquí, fórmula irónica, pues esa primera salvación es para Tebas el comienzo de su mancha, y para Edipo la consumación de su pecado. El espejismo de los antecedentes literarios ha des cubierto en esta presentación dé la peste en Tebas la imitación del comienzo de la Iliada, en que Apolo venga la ofensa inferida a su sacerdote asolando el 10 Salmo LI. Hay muchos otros ejemplos en la literatura griega. Así Iliada, I, 453-455 ( = XVI, 236-238): “Ya me oíste antes cuando te r o g a b a ..., y también ahora cúmpleme este deseo.” V, 115-117: "óyeme, h ija de Zeus, el de la égida, si alguna vez acorriste benévola a m í y a m i padre en m ortal guerra, protégeme ahora”; X, 278-291: “Óyeme, h ija de Zeus, el de la égida, que siempre, en todos mis trabajos estás a mi lado y no se te oculta ningún m ovim iento mío: ahora más que nunca p ro té g em e... Óyeme también a mí, h ija de Zeus, acompáñame, como cuando acompañaste a Tebas a m i padre, el divino Tideo, .. .así ahora quédate a mi lado y guárdame.” Safo, I, 5 y 25: “Ven aquí, si ya otra vez oíste mi v o z . . ., ven también ahora.” Píndaro, Istmica VI, 42: "Padre Zeus, si a l guna vez oíste con buen ánim o mis súplicas, ahora, ahora te ruego.” Eurípides, Alcestis, 219-220: “H alla algún remedio para los males de Adm eto; proporciónalo, proporciónalo, pues antes lo proporcionaste.” Ifigenia en Tauros, 1082-1084: "|Oh reina, tú que en los valles de A ulis me salvaste de la terrible mano matadora de mi padre, sálvame también ah ora!” Aris tófanes, Los caballeros, 591-594: “ |Oh Palasl De cualquier modo debes, si alguna vez diste la victoria a estos hombres, dársela ahora.” Las tesmóforos, 1156-1157: “Si antes alguna vez nos escuchasteis, venid, llegad ahora.” Y en esta misma tragedia de Sófocles, versos 165-167, el Coro, al final de su plegaria, invoca a los dioses protectores Atenea, Artem is y Apolo: “Si ya, cuando la anterior fatalidad que se lanzó con tra Tebas, alejasteis la llam a de la desgracia, venid también ahora.”
158
M A R ÍA ROSA LIDA
campamento aqueo. El lúcido intelectualismo de la epopeya homérica lo explica todo ordenadamente, desde su comienzo, y enlaza con bien recortado antropomorfismo la acción humana y la participa ción divina: desacato del Atrida, súplica de vengan za, intervención de Apolo. No hay tal satisfactoria claridad en Sófocles: el drama, como ningún otro, que sepamos, de la escena ática, empieza con una realidad elemental, misteriosa. El lector de la Iliada sabe tan bien como el agorero Calcante que allí la peste es resultado del desmán de Agamenón, y los jefes reunidos en consejo aceptan la información, que satisface sin más duda el conflicto. Pero en la Tebas del drama sofocleo, ni el rey ni el pueblo pueden darse razón del mal, y la respuesta del oráculo, lejos de ser definitivamente satisfactoria, es la que pone en movimiento la tragedia. Distinta es también la presentación de la peste misma; lo que en Homero domina el cuadro es la grandiosa silueta del dios irritado que venga a su sacerdote (I, 43-49) lanzando contra el campamento sus fle chas letales; la descripción de la peste misma se reduce a enumerar las víctimas, animales y hom bres, y a presentar su resultado: las numerosas piras que arden sin cesar, todo ello en tres versos. La descripción de Sófocles es mucho más realista 11 y, hasta cuando se acerca a la personificación mitoló gica, el dios hostil no es la personalidad bien dibu jada de Apolo, sino la peste misma, divinidad que u Prueba interesante del realism o sofocleo frente a la idea lización homérica es que, m ientras Ia Iliada, con su tan seña lada censura m oral, reprueba a Aquileo porque ata por los talones y arrastra p or el polvo el cadáver de Héctor, el Ayante, 1029 y sigs., cuenta impasible cómo el Aquileo “como debe ser" quita la vida a H éctor con ese suplicio.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
159
no hiere con aljaba y arco de plata sino con el fuego de la fiebre (verso 27). Y la muchedumbre que naufraga sin poder levantar la cabeza del oleaje de sangre no es el soldado, responsable y destinado en su campamento a todo peligro, sino, inexplicable mente, el pueblo entero, de toda edad y condición. Lo más probable es que la descripción de Sófocles no se inspire en un libro sino en la realidad, en la peste que asoló a Atenas el segundo año de la gue rra del Peloponeso: no ficción literaria, pues, sino calamidad inexplicable, de las que, como la enfer medad o la locura, intrigan y fascinan al hermoso y olímpico Sófocles. Que la calamidad que estremeció la impasible objetividad de Tucídides no hiciese mella en el· poeta realista del Ayante y del Filoctetes apenas es creíble. Por lo demás, el misterio de la enfermedad, que llena este último drama, es una obsesión de Sófocles, que muchas veces, aun en el escaso tesoro conservado de su producción, medita sobre ella, ya para juzgarla mucho peor que la muerte (Ayante, verso 635; Antigona, 819; Edipo en Colono, 1663), ya para describir con complacencia toda suerte de miserias físicas (Las traquinias, 1084 y sigs., Ayante, 915 y sigs., 1017; Edipo rey, 1368; Edipo en Colono, 1215). Y no solamente en su labor poética: ahí está su biografía, que nos lo muestra devoto de los dioses de la salud, sacerdote de Amino y de Halón, huésped y cantor de Asclepio, aposen tado en Atenas a partir de la plaga historiada por Tucídides y Lucrecio. Inspirada muy probablemente en una circunstan cia real, la peste con que se abre el Edipo rey se dobla de valor simbólico, significativo de la mancha moral que contamina a Tebas. Tal simbolismo no es un agregado artificioso: para la mente primitiva,
160
M A R ÍA ROSA LIDA
antes de la concepción moral de la culpa, la peste es sencillamenteja faz física, del pecado social; para ella lo horrible del parricidio y del incesto está en que inevitablemente desencadenan la peste sobre toda la comunidad. E inevitablemente surge la san ción social: hay que aislar al parricida incestuoso que ha desencadenado la peste.. Cuando a este pri mitivo modo de pensar se sobreagrega.la condena moral del culpable —ya no meramente utilitaria—, . el hecho antes indiferente de que el violador del tabú pueda haber cometido su crimen sin saberlo, sin ser pasible, luego, de condena moral, aunque sometido siempre a la ley más primitiva de la con dena social, hace estallar el conflicto trágico. Cuando llega Creonte, Edipo le interroga en pú blico —recalca el poeta— porque no presume qiie haya nada que no pueda publicarse, y porque le mueve el amor a su pueblo, que en el ánimo del espectador compensa toda su culpa >involuntaria: “Habla a todos, pues es más grande el dolor que llevo por éstos que por mi propia alma.” Conmo vedoras razones y, a la vez, admirable justificación del escenario fijo del teatro griego, comparable a los ya señalados aciertos condicionados por las circuns tancias materiales con que contaba el poeta: la máscara inmutable de Electra o el cuarto acto de Las traquinias. En un diálogo lleno de sombríos equívocos, Creonte refiere la orden del oráculo —arrojar la contaminación del país matando a los matadores del rey Layo— y explica a Edipo cuanto se sabe en Tebas sobre la muerte de su predecespr. La única inverosimilitud del drama, es ésta en que Sófocles entera al espectador de los detalles de la muerte de Layo, que difícilmente estarían fijados
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
161
en la leyenda, y que el poeta necesitaba subrayar para entretejer toda la trama del reconocimiento. Precisamente porque el espectador tampoco ha te nido ante sus ojos estas minucias, porque las ignora a la par de Edipo, Aristóteles (Poética, 14546) dis culpa esta inverosimilitud. De las palabras de Creonte se desprende que todo lo que sabe Tebas del fin de Layo es la mentira piadosamente contada por el viejo pastor que salvó de la muerte a Edipo, niño de tres días: gran banda de salteadores, y no un solo hombre, acabó con el Rey. Y Edipo, en su ansia de averiguar y remediar, fija al punto su pen samiento en buscar a este hombre que posee la ver dad, y cuya palabra, arrancada muy a pesar suyo, hundirá irremisiblemente a aquél a quien salvó de niño. Si el asesinato de Layo no se vengó en su sazón, continúa Creonte, es que Tebas padecía la amenaza de la Esfinge, de que la libró Edipo; y Edipo, alentado con el recuerdo de aquel triunfo que le ha dado el trono, empeña seguro de sí mismo la confiada promesa de salvar a Tebas nuevamente (verso 132 y sigs.): • .Edipo. —Pues otra vez yo lo aclararé todo de raíz. Bien lo ha hecho Febo y bien habéis tomado sobre vosotros esta solicitud por el muerto y, como es justo, también me veréis como aliado para ven gar a esta tierra y, a la vez, al dios. Pues no borraré esta mancha por bien de amigos lejanos, sino por el mío propio porque, cualquiera que fuese el que mató a Layo, quizá con igual mano querría castigarme a mí. Defendiendo a aquél a mí mismo favorezco. Ea, hijos, cuanto antes le vantaos de estas gradas y alzad estas ramas supli
162
M A R ÍA RO SA LIDA
cantes; reúna alguien aquí todo el pueblo de Cadmo, que yo lo haré todo. Con la merced del dios, hoy nos veremos felices o habremos caído. Si el oxymoron no es en Sófocles simple figura retórica sino el módulo en que concibe el conflicto trágico, también la ironía pertenece a la esencia de su drama: el debatirse a ciegas del héroe trágico entre las palmas de los dioses se proyecta en escena en el contraste entre el sentido ilusorio con que profiere su palabra, y el mensaje inesperado, total mente contrario, que lleva verdaderamente en sí. Él Edipo rey representa la culminación en el manejo delicado y audaz de esta arte; también en los otros poetas se halla, y no sin poderosa resonancia, un tipo simple de ironía. Cuando, en el Agamenón de Esquilo, el héroe se niega a hollar el costoso tapiz de púrpura que la esposa ha tendido desde su carro hasta el interior del palacio, y que anticipa el rastro de sangre que pronto ha de dejar, y ella le tranquiliza con estas palabras: “Está el mar, ¿quién le agotará?” (verso 949), el público ve muy bien que Clitemnestra no alude a la riqueza acumu lada por los Atridas sino al crimen que es heredi tario en ese linaje y que se renueva en cada gene ración. También la ironía con que los personajes de Eurípides encubren sus acciones' (Hécuba, Medea, [figenia en Tauros, Helena, Las bacantes) es intere sada, y por eso, más aún que la de Esquilo, arti ficiosa y fría. Emparentada con este tipo es la de Ayante (verso 646 y sigs.), pero ya distinta, en cuan to no le sirve al héroe para secundar su provecho, sino para que la solicitud del coro no le estorbe su propósito de muerte. En el Edipo rey la ilusión es completa; el equívoco envuelve a todos los per
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
163
sonajes del drama. El sacerdote, en nombre de Tebas (versos 33-34), juzga a la desdichada y ciega víctima de los dioses, el primero en fortunas huma nas y el más sabio en las vías divinas. Edipo, para garantizar al pueblo su celo en la búsqueda de los asesinos de Layo, le asegura que obra en su propio interés, sin sospechar, él ni nadie, el sarcástico al cance de sus palabras, como no lo sospecha al decla rar que jamás ha visto a Layo (verso 105), al preguntar dónde podrá encontrarse el matador (ver so 108); como no lo sospecha el sacerdote que alude al fausto agüero con que Edipo ha salvado a Tebas y confía en que vuelva a salvarla; como no lo sos pecha Yocasta, cuando al describir a Layo, a ruegos de Edipo, le dice: “Su figura no distaba mucho de la tuya” (verso 745), o el Coro cuando presenta cortésmente la Reina al Mensajero que ha preguntado por Edipo (verso 928): “Ésta es su mujer y madre —y, separado por la pausa de la cesura,— de sus hijos.” Tal ironía, mucho más compleja y total, en vuelve compactamente a todos los personajes de] tablado, sólo visible para el espectador. Como en la vida real, el sentido verdadero de los actos escapa a los actores y, si perceptible, sólo lo es para las criaturas que contemplan el juego fuera de la es cena —para los dioses—. Por eso Sófocles carga de doble sentido irónico las escenas más importantes de esta tragedia; y los versos de personajes princi pales y secundarios rozan tantas veces ía verdad en un crescendo que para de golpe cuando el Edipo que creía ser reconoce al Edipo que es, en el choque violento de verdad e ilusión que da por tierra con su destino. La primera aparición del Coro, justificada por la orden de Edipo, da forma lírica y ritual a la angus-
164
M A R ÍA ROSA LIDA
dosa descripción, ya conocida, de la peste. En Es quilo, como es sabido, el Coro es la más importante de las voces trágicas, y su cántico es ante todo una larga plegaria informe, que fluye a lo largo del dra ma —la acción—. En Sófocles, y particularmente dentro de la perfecta arquitectura del Edipo rey, el Coro domina la escena sólo entre páso y paso de la acción, tan netamente que es verosímil ver en los cinco estásimos y los cinco episodios del Edipo rey el modelo vivo.que inspiró a la crisis peripaté tica (para la que el·' Edipo era la obra maestra del . teatro griego), el precepto de los cinco actos del dra ma que Horacio heredó y legó.12 Cada uno de estos interludios del Coro está vertido en un molde exac to, aquí la plegaria en su forma litúrgica estricta, de tres tiempos, desdoblados cada uno en estrofa ÿ antistrofa, conforme a las evoluciones simétricas de la danza del Coro. El primer tiempo expresa en la estrofa la incertidumbre y angustia que trae la or den del oráculo, “la hija de Zeus”, que manda cas tigar al asesino ignorado de Layo; 13 la antistrofa correspondiente invoca a Atenea, “hija de Zeus”, y a otros dioses patronos para que den a Tebas el so corro que ya antes le han prestado. El segundo tiempo de la plegaria describe líricamente, con pre ñado lenguaje, rico y decorativo, los efectos de la peste en la ciudad, enlazando sus dos mitades con la repetiéión inicial de la misma palabra: “Innume rables males’1, “perece innumerable la ciudad”. El último tiempo cierra el pensamiento circular de la 12 W . Kranz, Stasimon, 1933, pág. 203. 13 No es eso lo que el Coro, ingenuamente, esperaba del Oráculo, versos 278-279: "A Febo, que ordenó la búsqueda, tocaba declarar quién ha cometido el crimen." Las nuevas dificultades creadas p or la búsqueda inquietan al Coro.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
165
plegaria con nuevos llamados a los dioses, en los que se vislumbra aún su origen mágico; la estrofa trata de ahuyentar al dios maligno, de llevarlo al mar o al despoblado, mientras la antistrofa insiste en invocar a los dioses tutelares (versos 151-215): ¡O h voz de Zeus, de suave ¿Cómo vienes desde Delfos, a la esplendida Tebas? Me atormento, p alp ita de m iedo m i alm a oh peán delío, temerosa de
sonl abundosa en oro,
amedrentada, ti.
¿Qué pago m e exigirás, nuevo o repetido con el volver de los tiempos? Dfmelo, oh h ijo de la dorada Esperanza, R um or inm ortal. A nte todo, a ti invoco, h ija de Zeus, in m ortal Atenea; y a Artem is, tu herm ana, q u e posee nuestra tierra y y se asienta gloriosa en e l trono redondo del ágora, y a Febo, que de lejos flechea. ¡Salve, tres alejadores del m al, apareceos! Si ya, cuando la anterior fatalidad que se lanzó contra [Tebas, alejasteis la llam a de la desgracia, venid también ahora. ¡O h dioses! innum erables males soporto. T odo mi pueblo está enferm o y no h ay lanza de pensam iento con qué alejar el daño, pues n i crecen los retoños de la gloriosa tierra, n i en el parto soportan las m ujeres sanas fatigas. IM irai U no tras otro, como ave bien alada, se lanzan con m ás fuerza q u e el fuego furioso, hacia la p laya d el dios del ocaso.
M A R ÍA ROSA LIDA
En ellos perece innum erable la ciudad: en tierra, im placablemente, yacen sus hijos, trayendo m uerte, no compadecidos. Entretanto, p or aquí y p o r allá, las esposas y las canas [madres gimen ju n to a la rib era del altar, alzando súplicas p or sus funestos dolores. B rilla e l peán, y lam entable voz le acompaña. P or todo ¡oh dorada h ija de Zeus) envia el Socorro, de hermoso Tostro. Y al violento dios de la guerra que ahora, sin bronce de escudos, me quema, m e acomete tum ultuoso, haz que, desterrado, dé la espalda a la patria, lanzándose en inversa carrera, ya hacia la vasta estancia de A n fitrita, ya hacia la ola de T racia, y a su p u erto inhospitalario. Pues si algo perdona la noche, llega e l día p ara acabarlo. Consúmelo con tu rayo, oh p ad re Zeus, tú que riges la fuerza de los relámpagos, portadores de [fuego. R ey licio [Apolo] ¡o ja lá se distribuyeran tus dardos [invencibles, que p arten del curvo torzal de oro, como socorro y defensa, y los Igneos destellos de Artem is, con que se lanza p o r los m ontes liciosl E invoco a l de m itra de oro, cuyo nom bre es e l de esta tierra, a Baco Evio, faz d e vino, com pañero de las Ménades, p a ra que se acerque como aliado, abrasando con resplandeciente pino a l dios despreciable en tre los dioses.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
167
Ahora vuelve Edipo y dirige al Coro una gran alocución donde campea la ironía sofocléa subra yando con los más variados matices la absoluta ce guera en que se mueve el protagonista. En cada una de sus confiadas palabras, pronunciadas con inequívoco tono de superioridad, se desenvuelve ante el espectador el carácter de Edipo, generoso, emprendedor y seguro de sí mismo. El amor a sus súbditos tebanos es bien claro desde la primera pa labra de la tragedia, pero no lo es menos cómo Edipo subraya que él, el extranjero que ha llegado a Tebas después de la muerte de Layo, que nada supo de su historia, ni tiene que ver con ella, lo resolverá todo. Comienza por fijar recompensas para quien declare al culpable (verso 232: “Yo le cumpliré su ganancia, en mí le será guardada gra titud”) y terribles imprecaciones para el encubierto criminal, que se realizarán en él. Riñe suavemente al Coro, formado por ancianos de Tebas, por su negligencia: él, un extraño, será el campeón del rey muerto, olvidado por su pueblo (versos 258-266): Ahora, pues yo poseo el poder que aquél poseyó antaño, pues poseo su lecho y la mujer que él también fecundó y, si su descendencia no hubiera sido infortunada ,14 también tendríamos comunes los hijos (pero, en fin, el infortunio le acome tió), por todo esto, yo lo recorreré todo, y lucharé por él como por mi padre, tratando de apode rarme del culpable de su muerte. w Form a eufemística de expresar que no le ha sobrevivido h ijo que cuide de su hon ra y, a la vez, equívoco que alude a las desgracias que aguardan al h ijo de Layo, esto es, a Edipo mismo.
168
M A R ÍA ROSA LIDA
• La ironía, casi humorística al principio, cuando Edipo se destaca frente a los débiles tebanos, como el hombre capaz _y_práctico, despliega gradualmente su contenido de tragedia, hasta culminar dentro de los equívocos versos transcritos en el “como por rtii padre”, o en los versos finales en que invoca, para todos los que estén de acuerdo con sus medidas, la alianza de la Justicia y de los dioses, cuando preci samente su propia desventura plantea la más hon da contradicción con el concepto tradicional de la providencia divina. La recargada ambigüedad de este discurso —y de toda la obra— sugiere ominosa mente si toda palabra que sale de la boca del hom bre no tiene también dos filos, y si un espectador más avisado no sentiría piedad y horror ante la ab soluta oposición entre el sentido en que piensa el que la dice y su alcance real, como nosotros nos horrorizamos y apiadamos ante las ciegas palabras de Edipo. Para resolver el problema que Febo debió resol ver, Edipo en conformidad con el Coro llama—aL· profeta ciego Tiresias, y le ruega que ponga su in comparable ciencia al servicio de la ciudad, decla rando el nombre del asesino de Layo, ya que, anun cia el generoso Edipo, "hacer un hombre beneficios con su poder y ciencia es la más hermosa de las fatigas” (versos 314-315). Sólo que el dueño de ese saber que traza vías a la acción, tiene muy distinta estima de su valor: “jAy! jCuán terrible es el saber —responde el viejo profeta— cuando no rinde pro vecho al que sabet Bien lo sabía yo y lo he olvi dado, que si no, no hubiera venido aquí.” En vano quiere el profeta callar y retirarse, aún insinuando que le va mucho a Edipo en que se mantenga silen cio (.versos 329 y 331). Edipo, obcecado por su comΎ
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SOFOCLES
169
pasión a la ciudad, estalla en cólera furiosa. Nuevo rasgo, y muy importante para el carácter del pro tagonista: Edipo, además de saberse capaz y respon sable, es colérico y lo ha sido siempre; ése es el resor te de su vocación trágica. En el mito estaba profe tizado que Layo había de morir a manos de su hijo, pero si de hecho muere es, según Sófocles, porque Edipo no ha sabido refrenar su impulso de cólera ¡en la riña con los criados del Rey. Por esa cólera y precipitación —reverso de su apasionada generosidad y amor— Edipo, siempre ciego, piensa mal de Tire sias, y luego de Creonte, y luego de Yocasta. Si el profeta no quiere hablar, infiere Edipo, es que sobre él pesa la culpa del crimen (verso 345 y sigs.): Edipo. —Tal es mi cólera que no dejaré pasar por alto nada de lo que entiendo. Óyeme, pues: creo que tú concebiste el crimen y que, salvo el cometerlo con tus propias manos, tú lo ejecutaste. Y si tuvieras vista, diría que esta obra es toda tuya. Tiresias. —¿De veras? Pues yo te digo que te atengas a tu propio decreto, como proclamaste, y que desde este día no dirijas la palabra ni a éstos ni a mí, pues tú eres el impío profanador de esta tierra. ' Todo lo que tiene de humanitario el viejo profeta llega a no querer enterar a Edipo de su destino (bien sabe que, de todos modos, la infamia saldrá a luz: verso 341); la desatentada acusación del Rey le devuelve a su verdadero ser; ya se ha acabado su escasa piedad; seguro de su ciencia, arroja con sar casmo implacable su firme profecía, y triunfa en cada réplica de la ira y desconcierto del Rey, que se lan za en nuevas y falsas sospechas (verso 354. y sigs.):
170
M A R ÍA ROSA LIDA
Edipo. — ¿Tan desvergonzadamente proferiste esa palabra? ¿Y crees quizá que te librarás del castigo? Tiresias. —Libre estoy, porque abrigo la verdad que es mi fuerza. Edipo. —¿Quién te la ha enseñado? No por cierto tu arte. Tiresias. —Tú me la enseñaste, pues contra mi voluntad me has forzado a hablar. Edipo. —¿Qué palabras? Dilas otra vez, para que las comprenda mejor. Tiresias. —¿No entendiste antes? ¿o quieres ten tarme con tus palabras? Edipo. —No lo entendí como para saberlo; ha bla de nuevo. Tiresias. —Digo que tú eres el asesino que buscas. Edipo. —A fe que no dirás alegremente dos ve ces tal escarnio. Tiresias. —¿He de decir otros, pues, para que más te irrites? Edipo. —Cuanto quieras: vano será lo que digas. Tiresias. —Digo que no adviertes que vives en infame trato con la que más quieres, y que no ves a qué mal has llegado. Edipo. —¿Crees que repetirás eso y quedarás contento? Tiresias. —Sí, si algo vale la fuerza de la verdad. Edipo. —Vale, sí, pero no para ti; no para ti, que eres ciego de oídos, de entendimiento y de ojos. Tiresias. — ¡Desdichado tú, que me reprochas lo que pronto no habrá nadie que no te reproche! Edipo. —Te nutres de continua noche; no me
INTRODUCCIÓN AL TEATRO DE SÓFOCLES
1 71
podrás hacer daño, ni a mí, ni a nadie que vea la luz. Tiresias. —No quiere el destino que caigas bajo mi mano; basta Apolo, que se ocupará de ejecutar el golpe. Edipo. —¿Son de Creonte o tuyos estos ha llazgos? Tiresias. —Creonte no es desgracia para ti, tú eres tu propia desgracia. El corte nervioso y rápido del altercado convierte en diálogo moderno la antigua esticomitía que en Esquilo es principalménte responsión simétrica, su brayada en Eurípides con rigidez arcaizante. Pero, como queda dicho, no hay déspliegue de maestría técnica. Sófocles no tiene flaquezas de virtuoso y, cuando más admirable parece el aspecto formal o episódico de una· escena, más orgánico es el enlace con la arquitectura esencial del drama. Al final de este cambio de amenazas y sospechas, ha surgido en la mente de Edipo la conexión entre la increíble imputación de Tiresias y el hombre que medraría con la ruina de Edipo. Inútilmente niega Tiresias la conexión. Edipo se desboca, hallando en todo la confirmación de su precitada sospecha; y es forzoso que así sea, insinúa el poeta que traza aquí la cari catura del propio genio de Edipo: así como ha re suelto el enigma de la Esfinge con sus propias fuer zas, con la sola presteza de su ingenio, así Edipo confía resolver la angustia de Tebas, así se lanza a concebirlo todo según planes demasiado claros. En el teatro sofocleo cada personaje es unidad tan firme que preexiste al drama y en parte lo causa. Ya hemos visto que Creonte no se sorprende de la determinación de Antigona: desde su nacimiento la
172
M A R ÍA ROSA LIDA
sabía “insensata” (verso 562). El intrépido Edipo, que resuelve el enigma de Tebas, es el hombre que ha huido, insatisfecho, de Corinto para resolver el. suyo propio, el hombre siempre fecundo en conjeñiras (versos 124, 346 y sigs., 378, 1062), y que no pararaTiasta dar con la verdad, tanto más fascina dora cuanto más temible (verso 917). El viajero que encolerizado por un golpe mata a Layo y a su escolta, es el rey que ante la protesta de sus vícti mas (Tiresias, Creonte, el Servidor) reacciona uni formemente con la amenaza de poner las manos sobre ellos (versos 403, 623, 1152). Ahora, imagi nando que Tiresias le amenaza para desposeerle —como en Antigona |cuánto ciega, aun al buen go bernante, la inquietud por la posesión del reino!—, y favorecer al príncipe nativo Creonte, Edipo, orgu lloso de su anterior salvación de Tebas, increpa duramente al profeta, enrostrándole su incapacidad de entonces, y acumulando dicterios no nuevos sobre çl fraude y el lucro de los agoreros. Bien es verdad que el suceso los desmiente: lo que importa es que están pensados y proferidos a voces en la escena y que, a su vez, Edipo tenga razón cuando pregunta por qué él y no el agorero profesional salvó a Tebas de la Esfinge. La decantada adhesión del teatro de Sófocles a la profecía y al oráculo es un modo de sentar lo oscuro e irracional de la vida, y de ningún modo fe ingenua, como la de Píndaro, en la comu nicación sobrenatural con la divinidad. Hasta el hecho, trasmitido por úna anécdota, de que el poeta diera algún crédito a los sueños en la vida real, cuando no se sirve gran cosa de ellos como recurso artístico, apunta lo erróneo de la concepción crí tica que hace de su mejor tragedia una obra de propaganda de Apolo Délfico (verso 380 y sigs.):
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
173
Edipo. — ¡Oh riqueza, oh imperio, oh arte que superas toda arte, cuánta envidia se atesora en vosotras para la vida que todos codician! A causa de este mando que la ciudad puso en mis manos como dádiva y no por ruego mío, Creonte el fiel, el amigo antiguo, se me acerca a escondidas y ansia arrojarme de sí, en manejos con este hechi cero, zurcidor de intrigas, echacuervos astuto, que sólo ve su ganancia, aunque ciego para su arte. Porque, vamos, di ¿cuándo has sido tú adivino certero? Cuando la fiera [la Esfinge] entonaba aquí su canto ¿cómo no pronunciaste ante los ciu dadanos medio de salvación? Y cierto que des cifrar el enigma no era de hombre vulgar, sino requería ciencia . agorera. ■■Tú no te apareciste, nada sabías por los agüeros ni por obra de dios alguno. Yo vine, yo, el Edipo que nada sabe, y le puse fin, venciéndola con mi sabiduría, sin aprendizaje ele agüeros, yo, a quien tú ahora in tentas arrojar, con el pensamiento de quedarte muy cerca del trono ocupado por Creonte. Con lágrimas, pienso yo, has de purificar esta tierra tú, y el que contigo ha urdido esta trama; y si iio fuera por tu semblante de viejo, a fuerza de padecer conocerías qué propósitos son los tuyos. Coro. —A nuestro entender, nos parece que con cólera han sido dichas las palabras de Tiresias y las tuyas también, Edipo. Y no es esto lo que se necesita, sino examinar cómo daremos el mejor cumplimiento a los oráculos del dios. Tiresias. —Aunque tú eres el monarca, a ambos ha de concederse la igualdad en la respuesta: tam bién yo poseo ese derecho, pues no soy siervo tuyo, sino de Loxias [Apolo], y tampoco me em padronaré entre los protegidos de Creonte. Digo,
174
M A R ÍA ROSA LIDA
pues, ya que me has motejado de ciego: tú ves, pero no ves en qué males te hallas, ni dónde moras, ni con quién vives. ¿Sabes acaso cuáles son tus padres? Se te oculta que eres abominación de los tuyos, sobre la tierra y bajo tierra, y que la maldición de temible pie, maldición de doble filo, de tu padre y de tu madre, te arrojará un día de esta tierra a ti, que ahora ves bien y que luego verás tinieblas. ¿Cuál no será el puerto de tu clamor, qué paraje del Citerón no resonará pronto a tu lamento cuando adviertas la boda sin -refugio en que te embarcaste en tu propia casa, con feliz navegación? No sientes la muchedumbre de tus otros males, que te igualarán a ti contigo mismo y con tu hijos. Ahora, .acumula injurias contra Creonte y contra mi boca, que no hay mor tal alguno que jamás haya de ser aniquilado más vilmente que tú. La fría inhumanidad de Tiresias (inhumano, pues en contraste con el hombre normal nada hace y lo ve todo sin engañarse) despierta vivos reproches de Edipo, hasta el de necedad, al que el profeta res ponde dando nuevos sesgos a la inquietud más se creta de Edipo y al curso del drama (verso 435 y sigs.): Tiresias,—Así soy yo: necio según tu parecer, pero discreto para los padres que te engendraron. Edipo. —¿Qué padres? Aguarda. ¿Qué mortal me engendró? Tiresias. —El día de hoy te engendrará y te destruirá. Edipo. —Todo cuanto dices es oscuro e indesci frable enigma.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
175
Tiresias. —Esa misma fortuna es la que te ha perdido. Edipo. —Insúltame, que en esto que me repro chas me hallarás grande. Tiresias. — ¿No eras tú el mejor resolvedor de enigmas? Edipo. —No me importa, si ha salvado a esta ciudad. Tal profesión de generosidad destaca un rasgo esencial del héroe, ya no teóricamente sino en la prueba. La recapitulación que formula ahora Tire sias (versos 449-462), que detalla para el espectador los horribles cargos, subraya la incongruencia entre el carácter del héroe salvador y su inexplicable in fortunio. El Coro, portavoz de la impresión mo mentánea que surge del curso de la representación (y en este sentido es ciertamente el espectador ideal), se atormenta revolviendo esta antinomia básica del Edipo rey, y la expresa pintando en la primera par te la suerte del culpable que en vano trata de huir, con el símil del toro montaraz: como siempre en Sófocles, la imagen animalista más que lo físico, más que la descripción objetiva, realza lo misterioso, lo no humano de la criatura, de la montaña (verso 474 y sigs.): Desde el nevado Parnaso ha resplandecido Lina voz: “Rastread todos al hom bre desconocido”, pues vaga bajo la espesura silvestre, p or cavernas y peñascos, como toro solitario, miserable y con m iserable pie, evitando el oráculo del centro de la tierra, que con vida eterna revolotea a su alrededor.
176
M A R ÍA ROSA LIDA
La segunda parte de este cántico muestra que la \cludai ya se ha insinuado en su ánimo; el Coro se esfuerza en persuadirse que Tiresias es un hombre y puede equivocarse, pero, por debajo de su volun tad de hallarle en falta, corre la persuasión de su infalibilidad, y la probable ruina del rey amadolle mueve a una. promesa de adhesión que corresponde a la profesión de generosidad de Edipo (versos 510 y 511): "En la prueba le vimos sabio y bueno p ara la ciudad; por eso nuestra alma no le condenará nunca.”
Entretanto, Creonte, enterado de la acusación que le ha dirigido Edipo en su altercado con el profeta, viene a justificarse indignado. Todo es inútil. Edipo se aferra a su concepción de los hechos y no sufre reparos. Sólo la intervención de Yocasta y del Coro salvan a Creonte. Retirado éste, la Reina pregunta por el motivo de la querella y, al repetir Edipo la acusación del adivino, toma la palabra para ense ñarle su incredulidad,j que ella ha aprendido en sufrimientos anteriores a su vida con Edipo. Así, por distintos caminos —Edipo por su triunfo, Yo casta por su antiguo padecer—, el rey y la reina doblemente unidos desdeñan esta sabiduría no ra cional cuya exactitud verificarán con su propio ejemplo (verso 707 y sigs.): ( Yocasta. —Desembarázate de eso que dices, óye me y aprende que no hay criatura mortal que posea el arte adivinatoria, y de ello te daré su cintas señales. Una vez recibió Layo un oráculo —no diré que de Febo mismo, sino de sus servi dores—: era su destino morir a manos del hijo que naciese de él y de mí. Pero, como es fama,
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
177
ciertos salteadores forasteros le mataron en un lu gar donde se cruzaban tres caminos. No pasaron tres días del nacimiento del niño cuando aquél, atándole por las articulaciones de los pies, lo arro jó por otras manos a un monte inaccesible. Y así ni a él le cumplió Apolo que fuese matador de su padre, ni a Layo la calamidad que temía, mo rir a manos de su hijo. Asi se han realizado las voces de los adivinos. No te cuides nada de ellos; cuando un dios juzga necesaria una cosa, él mismo la revela. Una ironía trágica, no de palabras sino de situa ciones, hace que la confidencia en que Yocasta, a costa de su doloroso pasado quiere tranquilizar a Edipo, le evoque a él una escena de su propio pa sado que le acerca un paso a la temible profecía. Lleno de inquietud interroga a Yocasta sobre la muerte de Layo y, a su vez, responde al afectuoso interés de ella (verso 771 y sigs.): Edipo. —Ya que llegué a este extremo en mis zozobras, nada he de mezquinarte. ¿A quién me jor que a ti podría decirlo al pasar por tal trance? Era mi padre Pólibo de Corinto y mi madre la doria Méropa. Yo era tenido por el más impor tante de todos los ciudadanos hasta que me acon teció este caso, digno de admiración, indigno, en verdad, de mi inquietud. En un banquete,'Tin hombre lleno de embriaguezüñe dice, en medio del vino que yo era hijo supuesto de mi padre. Yo,. afligido, apenas me contuve^ durante ese día; ál siguiente me llegué a mi padre y a mi madre y les interrogué; ellos llevaron a mal el insulto del que había lanzado la palabra. Yo estaba contento
178
M A R IA ROSA LIDA
con la respuesta pero siempre me punzaba aquella injuria, pues había penetrado hondo. A escondi das de mi padre y de mi madre me encamino a Delfos, y Febo me despidió sin dignarse responder a las preguntas por las que había venido, pero me reveló otras desgracias, terribles y lamentables: que había de unirme con mi madre, que presen taría insufrible descendencia a los ojos de los hom bres y sería matador del padre que me había en* gendrado. Y yo, al oír tal, calculando por las estrellas el resto del camino, huí de la tierra co rintia, adonde jamás viese cumplido el oprobio de mis malignas profecías. En mi marcha llego a esos lugares donde tú dices que pereció el monar ca. Mujer, te diré la verdad. Cuando en mi ca mino estuve cerca de aquella triple senda, entonces se encontraron conmigo un heraldo y un hombre que iba en una carroza tiraSa por potros, como tú dices. El conductor y el mismo anciano me arrojaron violentamente del camino y yo, airado, golpeo al conductor que me apartaba. El ancia no, como lo ve desde el carro, aguarda que me acerque y me da en medio de la cabeza con su látigo de doble aguijón. No lo pagó igual. Inme diatamente, golpeado con el bastón por esta mano, cae de espaldas, rueda desde el medio de la ca rroza, y mato a todos. Si aquel forastero tenía algún parentesco con Layo ¿quién hay ahora más desdichado que yo? ¿qué hombre podría haber más aborrecido de los dioses? Ya que a ningún extranjero ni ciudadano le es lícito recibirme en su casa, ni dirigirme la palabra, y han de echar me de sus moradas. Y no otro que yo fue quien fijó estas maldiciones destinadas a mí mismo. Mancho el lecho del muerto con estas manos mías
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
179
por las que pereció. ¿No soy un malvado? ¿No soy todo infamia si debo partir desterrado y en mi destierro no me es dado ver a los míos ni po ner el pie en mi patria, o bien debo unirme con mi madre y matar a mi padre Pólibo, que me crió y me engendró? ¿No acertaría quien dijese que una cruda divinidad mueve contra mí estos ma les? Nunca |oh pura santidad de los dioses! vea yo tal día. Desaparezca de entre los mortales an tes de ver que ha caído sobre mí tan desastrada mancha. Lo que tortura ahora a Edipo es una sospecha infinitamente más leve que la realidad, la de ser el asesino de Layo, ya que, para cumplir con sus pro pias imprecaciones, deberá desterrarse y, por otra parte, el fatal agüero le prohíbe la entrada a Corinto, donde viven los que cree sus padres. Por eso, animado por el Coro, pone empeño en interrogar al único sobreviviente del séquito de Layo: esa entre vista, anunciada ya (verso 118 y sigs.) y destacada ahora, cerrará el argumento, dejando espacio sólo para la ceguera y la muerte. Y a su vez, Yocasta, que insistirá en evitar la entrevista definitiva, ahora, cuando todavía nadie conjetura su verdadero alcan ce, también preferiría que Edipo desistiese: de todos modos, arguye con amargura, dejando traslucir su no olvidado cariño por el hijo expuesto por Layo para satisfacer el oráculo —el hijo que tiene delan te—, aunque Edipo fuese el matador de Layo, no atina Delfos, pues predijo que el hijo de ella mata ría a Layo, y el desdichado no pudo hacerlo, pues murió antes que su padre. Hasta ahora todo son profecías cuyo cumpli miento no se ve cómo puedan realizarse frente a los
180
M A R ÍA ROSA LIDA
hechos encarados tal como los encaran los persona jes; en esta tragedia, como también en Las traquinias, Sófocles expresa una inquietud que ronda toda su obra: los oráculos se cumplen, tanto los más deseados como los más temidos, pero ]qué lejos de las vías imaginadas por el hombre se realiza cada promesa de los dioses! Aquí se sitúa el pasaje de interpretación más discutida: el Coro, tan descon certado como el espectador, no sabe qué pensar y cementa positivamente las palabras de su Rey, ne gativamente las de su Reina. Edipo ha expresado su horror a las profecías que le condenan a violar las santas leyes.no escritas (versos 827-828): la pri mera mitad del C'oro medita sobre ía inviolabilidad de estas leyes. Yocasta se empeña maternalmente en tranquilizar á Edipo tratando de inculcarle su pro pio desprecio y rencor al oráculo que le ha arran cado su hijo de tres días: el Coro no puede creei que los santuarios consagrados no administren de bida justicia, y pide una prueba que los justifique inequívocamente, sin presumir —como cuando en el cántico anterior se complacía en la pintura del cul pable acosado— que está suplicando al dios enemi go, “la cruda divinidad” a quien Edipo teme, que ejecute la ruina del soberano que ama (verso 863 y sigs.): I O jalá fuera mi destino llevar conmigo la santa pureza en mis palabras y en todas mis obrasl Para ellas están fijadas leyes de alto pie, engendradas en el éter celestial, , cuyo solo padre es el Olimpo, que no las engendró el ser m ortal de los hombres, ni jamás las adormecerá el olvido.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
18]
Grande es el dios que vive en ellas, y no envejece. La Violencia engendra a l tirano: la Violencia, si vanam ente se harta de muchos deseos, no oportunos, no convenientes, escala el más alto baluarte para lanzarse al precipicio de la desgracia, donde no puede servirse del pie. Ruego a Dios que jamás deshaga el certamen honroso [para la Ciudad. Siempre será Dios mi guía. Pero quien anda con desdén en las manos o en la boca, sin tem or de la justicia, sin venerar los sitiales de los dioses, ' m al destino arrebátelo en prem io a su m alhadada soberbia; si gana y no con justicia su ganancia, si ejecuta impiedades, si en su vanidad se aterra a las cosas intocables. En tales pasos, ¿qué hom bre alardeará todavía de rechazar de su alm a los dardos de los dioses? Si tales acciones merecen honra, ¿para qué estas danzas? No más iré a venerar el intocable centro de la tierra, ni al templo de Abas, ni a Olimpia, si esto no se cum ple exactamente, si todos los m ortales no lo señalan con el dedo. |Oh Zeus! T ú, poderoso, tú, que sobre todos reinas, si con razón así eres llamado, no escape esto n i a ti n i a tu poder, siempre inmortal. Pues arrumban los viejos y ruinosos oráculos de Layo; en ninguna parte brillan las honras de Apolo. Perece todo lo divino.
182
M A R ÍA ROSA U D A
Después de este estásimo que cierra la primera parte, bien trazada exposición de amenazas y temo res vagos que no se complican con la realidad, la acción corre con aceleración de cuento popular: las presunciones maduran y se discuten, los hechos de realización externa al héroe se precipitan uno tras otro; el primero —intervención fecunda del azar:en la búsqueda de Edipo— es la llegada del Mensa jero de Corinto con buenas nuevas que anuncia al Coro y a Yocasta, quien, deseosa de que Edipo re cobre su tranquilidad, ha vuelto a escena para ofrecer sacrificios a Apolo. Es difícil que otro poeta introdujese a una Yo casta que ofrece sacrificios al dios mismo a quien acaba de desautorizar. Pero esta Yocasta “como debe ser” está presentada, al igual de Antigona, Ffc loctetes y Edipo, con sus virtudes y con los vicios de sus virtudes. En contraste con Edipo, siempre en tensión fogosa hacia su doble fin —salvar a Tebas y descubrir la verdad—, Yocasta, femenina, mater nal, vive, como aconsejará enseguida (verso 979), “al azar”, desencantada por experiencia de los oráculos, pero propiciando al dios, si ello es nece sario para tranquilizar a Edipo, y lista a escárñecerlos si las circunstancias parecen desmentirlos y si, a su vez, eso es más eficaz para devolver la Calma al hijo-esposo. La verdad no le interesa y ella mis ma miente: no fue Layo, como ha contado (verso 718 y sigs.), sino la propia Yocasta quien entregó el niño de tres dias (verso 1173), y Edipo la com padecerá por ello (verso 1175). Pocos versos des pués (758 y sigs.), al contar cómo acordó al Servi dor, testigo de la muerte de Layo, su ruego de vivir lejos de la Tebas en que reina Edipo, recalca que era esclavo que merecía esta y mayor merced. En
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
183
efecto: ¿no era acaso el hombre en cuyas manos entregó al niño destinado a la muerte? La bondad señoril con que la Reina cumple el deseo de un viejo criado se nimba sombríamente de complicidad y crimen. Lo irónico es que ella ve antes que nadie la verdad; es la primera en advertir que Edipo ha asesinado a Layo y por eso quiere disuadirle de en trevistarse con él'Servidor (verso 848 y sigs.); cuan do, la primera también, reconoce en Edipo el hijo que ella sacrificó para que Layo viviera sin miedos, trata desesperadamente de detener su búsqueda, e impotente para ocultar la verdad como ha ocultado su testigo, el Servidor, y su pasado, huye a morir, incapaz de afrontarla. El Mensajero trae la ilusión dç desenlace feliz: en lugar del Servidor, acompañante de Layo, compa rece el Mensajero que anuncia cómo los corintios se disponen a alzar por rey a Edipo, pues ha muerto el viejo Pólibo. La Reina triunfa irónica, y se apre sura a llamar a Edipo, señalando la vanidad del oráculo que le atormentaba (verso 946 y sigs.): |Oh oráculos de los diosesl ¿Dónde estáis? Te meroso de matar a este hombre, hace tiempo se desterró Edipo y ahora por su fortuna murió, no a manos del R ey. . . Oye a este hombre, óyele y mira adónde paran los venerables oráculos del dios. Edipo oye y se satisface —no del todo—. Caracte rístico de Sófocles es variar la reacción de distintos personajes ante un mismo hecho. Yocasta está se gura en su descreimiento. Edipo, el hombre que ha vencido a la Esfinge y a quien ha sido dado el pen samiento para torturarse, sutiliza (verso 967 y sigs.):
184
M A R ÍA ROSA LIDA
Pólibo ha muerto, la tierra lo esconde, y yo estoy aquí sin haber tocado arma, a menos que no se haya consumido por echarme de menos, pues de este modo también habría muerto por mí. La razón y las afirmaciones de Yocasta le confir man en su desprecio de la sabiduría oracular. Sin embargo, queda la segunda parte del terrible vati cinio (verso 976 y sigs.): Edipo. —¿Cómo no ha de inquietarme el lecho de mi madre? Yocasta. —·¿Para qué ha de temer el hombre, si no tiene clara previsión de nada y la fortuna es dueña de sus actos? Lo mejor es vivir al azar^ cada cual como pueda. Tú no te llenes de temorpor las nupcias de tu madre, pues ya muchos mortales se han unido en sueños con sus madres.16 Y quien no tiene en nada estas cosas es quien vive mejor. Persuasivas palabras, simpáticamente humanas, en su esfuerzo intelectual por rechazar una arraigada superstición. Pero, por implacable ironía, la fábula de Edipo y Yocasta apunta al trasfondo de realidad de ese sueño y a la frágil sabiduría de las gentes 16 Entre ellos, Hipias, cuando, en compañía del ejército persa, se dirigía a Maratón (Heródoto, VI, 107), y lo in ter pretó como agüero favorable, que le entregaba el dominio de la tierra m adre común. Igual sueño con idéntica interpreta ción atribuyen Suetonio, Plutarco y Dión Casio a César; y Artem idoro, en su Onirocritica, lo tiene por agüero favorable para hombres públicos. Qué lejos está el pensam iento hondo y lim pio de Sófocles de la complacencia en lo morboso, p ro p ia dél arte alejandrino, lo señala la m aestría exquisita y malsana con que Ovidio analiza el sueño incestuoso de Biblis, Metamorfosis, IX, 468 y sigs.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
185
que no tienen en nada las cosas poco razonables. Edipo, como antes, aunque reconoce que las pala bras de ella son inobjetables, permanece en su aprensión, porque, como aún vive su madre Méropa, esa mitad del oráculo podría cumplirse. Ente rado el viejo Mensajero de los temores del Rey, se apresura a disiparlos con solicitud paternal. ¿No es él, acaso, el criado que hace muchos años salvó ya la vida al pequeño de tres días a quien ahora llama ‘‘hijo”, al actual rey de Tebas, a cuyo lado piensa envejecer feliz, según declara en candorosa confesión de egoísmo? (verso 1016 y sigs.): Mensajero. —Pólibo no tenía ningún parentesco contigo. Edipo. —¿Cómo dices? ¿No me engendró?... ¿Por qué, pues, me llamaba hijo? Mensajero. —Sábelo: en un tiempo te tomó como regalo de mis manos. Edipo. —¿Y tomándome así, de mano ajena, me amó tanto? Mensajero. —Persuadióle el no haber tenido antes hijos. Edipo. —¿ ΐ ή me compraste o me hallaste poi acaso y me entregaste? Mensajero. —Te encontré en los repuestos va lies del Citerón. Edipo. —¿Con qué fin recorrías esos lugares? Mensajero. —Allí apacentaba las manadas de la montaña. Edipo. —¿Eras pastor, de los que por salario recorren las tierras? Mensajero. —Sí, y en ese momento, hijo, fui tu salvador...
186
M A R ÍA ROSA LIDA
Edipo. —¿Me recibiste de otras manos? ¿No me hallaste tú mismo? Mensajero. —No, otro pastor te me entregó. Edipo. — ¿Quién fue? ¿Podrías indicarlo con tu palabra? Mensajero. —Sí, en verdad. Se decía uno de los pastores de Layo. Edipo. —¿Acaso' del que hace tiempo fue mo narca de esta tierra? Mensajero. —Precisamente. Era un pastor a su servicio. Edipo. —¿Vive todavía y podría verme? Mensajero. —Vosotros, los de la tierra, sois quienes mejor lo sabéis. Edipo. —¿Hay alguno, entre los que estáis aquí a mi lado, que haya visto al pastor que éste dice, ya en los campos, ya aquí? Indicadlo, que ha lle gado la sazón del descubrimiento. Coro. —Creo que no es otro aquel hombre de campo que ya antes te esforzabas en ver. Pero Yocasta es quien mejor podría decirlo. Edipo. —¿Conoces, Yocasta, a aquél a quien hace un instante deseábamos que viniera? ¿A él se refiere el Mensajero? Nuevas ironías erizan el diálogo: Edipo se da prisa a acelerar la sazón del descubrimiento; el Coro, inocente, remite al Rey a Yocasta para que informe sobre el Servidor, a quien ella misma ha entregado su hijo. Aquí se despliega el arte sofocleo de gra duar la posesión de la verdad: no hay dos que la posean en igual medida en un mismo momento. Al comienzo, cuando nadie osaría sospechar nada del Rey protector (cf. verso 276 y sigs., donde, con iro nía trágica, el Coro se excusa vehementemente de
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
187
toda sospecha de asesinato ante el verdadero asesi no), y toda la ciudad le invoca como mediador ante la divinidad, Tiresias, el ciego, posee la verdad en tera y la declara a su pesar cuando Edipo le acusa injustamente. También la posee el Servidor de Layo, que no aparece hasta el último paso del des cubrimiento. Más adelante Edipo comienza a cavi lar si será él el asesino de Layo, de quien no sos pecha que sea su padre, mientras Yocasta prefiere negar totalmente el hecho. Ahora ella ha compren dido que el niño de tres días que entregó para ex poner en el Citerón es Edipo. Edipo, el Coro, el Mensajero se mecen en esperanzas venturosas; ella, sola con su antiguo y su nuevo dolor, emprende la última lucha para resignarle a la ignorancia que le permitirá vivir feliz, al desprecio del oráculo —aun que la actitud en que ella persiste sea horriblemente falsa—. Todo en vano. Edipo nada sospecha. Ar dientemente empeñado en su problema, la resignada amargura con que Yocasta le contó su experiencia de los oráculos le ha hecho tan poca mella que no asocia con el relato de los pastores el del niño ex puesto. Pese a la insistente súplica de Yocasta, Edi po, tan orgulloso de su raciocinio, se empeña en ir adelante hasta llegar a la verdad toda. Al mismo tiempo, el poeta presenta la faz ingrata de Edipo, igualmente responsable del drama: en su precipi tación, Edipo toma la solicitud maternal de Yocas ta, empeñada en evitarle la mayor pena, por despe cho mujeril al enterarse de que no es hijo verdadero de los reyes de Corinto y, por primera vez en la tragedia, le responde con sarcasmo y despego (verso 1056 y sigs.):
188
M A R ÍA ROSA LIDA
Yocasta. —¿Qué importa quién diga? Nada te inquiete, ni quieras acordarte, que es inútil, de todas estas palabras. Edipo. — No puede ser que poseyendo estas se ñales no descubra mi linaje .16 Yocasta. —No, por los dioses, si en algo cuidas de tu propia vida, no lo averigües. Bastante pa dezco yo. Edipo. —Ten buen ánimo, que aunque sea tres veces esclavo, de madre esclava, hija de esclava, tú no resultarás vil. Yocasta. —Sin embargo, obedéceme, te lo supli co, y no lo hagas. Edipo. —No te obedeceré, e investigaré esto hasta la evidencia. Yocasta. —Mi pensamiento es benévolo y te digo lo mejor. Edipo. —Ese “mejor” precisamente es el que hace tiempo me atormenta. Yocasta. — |Oh infortunado! ]Ojalá nunca sepas quién eres! Edipo. —¿No irá allí alguien y me traerá al pastor? A. ella, dejadla que se deleite con su opu lento linaje. Y_ocasta. — ¡Ay desventurado! Éste es el único nombre con que puedo llamarte, y ya nunca más te he de dar otro. Coro. —¿Por qué, Edipo, se habrá retirado la Reina, precipitándose con salvaje dolor? Temo que de su silencio estallen desgracias. 18 Parecería que Edipo hablase consigo mismo, todo absor bido en su búsqueda, sin rep arar en el consejo de Yocasta. Cf. Antigona, verso 513: “Re una misma sangre, de la misma madre y del mismo padre." Anttgona repite las palabras de su interlocutor en un distraído “aparte” en que medita dolorosamente sobre la discordia de sus hermanos.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
189
Edipo. —Estalle lo que quiera. Yo deseo ver mi origen, por pequeño que sea. Ella quizá, so berbia como mujer, se avergüenza de mi bajo nacimiento. Pero yo me tengo por hijo de la For tuna bienhechora, y no quedaré deshonrado por ello. De esa madre soy, y las horas que conmigo nacieron me hicieron pequeño y grande. Tal soy, y nunca podría ser otro ni dejar de inquirir mi linaje. Sólo falta un paso, la entrevista con el pastor de Layo, anunciada y suspendida desde las primeras escenas, para dar con la verdad. Todavía queda tiempo para el engaño y el Coro se engaña y cele bra con cariño y maravilla los orígenes semidivinos de Edipo en el Citerón, la montaña santa de Tebas (verso 1088 y sigs.): 17 Si adivino soy y sagaz en m i pensamiento, no quedarás ipor el Olimpol no. quedarás, |oh Citerón! sin parte en la festividad de la lu n a llena de mañana No dejaré de enaltecerte como patria, nodriza y m adre de Edipo, i? R. W . Livingstone, The Exodos of the "Oedypus Tyran nus", en Greek Poetry and Life. O xford, 1936, pág. 163, señala finamente la “calidad mística, im aginativa, que hay en su temperamento e irrum pe cuando la tensión es extre ma”. Una muestra señalada se h alla en estos últim os versos orgullosos que ha pronunciado y en el com entario lírico si guiente, doblada de profunda ironía: Edipo envuelve amo rosamente en su imaginación a la m ontaña que le acogió y fue así el comienzo de su actual grandeza, y el Coro piensa que es hijo de un consorcio divino. Conocido su verdadero ser, Edipo se retirará como abom inable phárm akos purificador al Citerón, que será, sólo de este modo, origen de su divinidad y verdadera grandeza.
190
M A R ÍA ROSA LIDA
ni de dedicarte nuestra danza, pues diste auxilio a m i soberano. Salvador Febo, sea todo grato a tu voluntad. ¿Quién, hijo, quién de las inm ortales te dio a luz, unida a Pan, que recorre la montaña, o consorte de Loxias [Apolo], pues todas las cumbres agrestes le son caras? O bien el que reina en Cilena [Hermes], o bien la báquica deidad que m ora en las cimas de [los montes te recibió como hallazgo de una de las ninfas Heli coniades, con las que más retoza.
Y ahora se pone en escena el careo entre el Men sajero, lleno de buena voluntad para con Edipo —versión delicada del Guardia de la Antigona—, y el viejo Servidor de Layo que lo sabe todo, el único que sobrevivió al encuentro entre padre e hijo y que, al volver a Tebas y ver a Edipo en el trono, pidió a Yocasta que le enviara a cuidar de los re baños para alejarse cuanto podía de la vista de la ciudad (verso 756 y sigs.). Ahora, frente a Edipo y al Mensajero, no quiere hablar, se presenta como separado definitivamente de aquel hecho por todos los años que han pasado, pero la implacable memo ria del benévolo Mensajero le arranca concesión tras concesión (verso 1132 y sigs.): Mensajero. —Yo le haré recordar claramente lo que ignora. Bien sé que se acuerda de cuando él con dos rebaños y yo con uno pasábamos juntos tres semestres enteros, desde la primavera hasta el surgir de Arcturo. Durante el invierno yo me retiraba a mis rediles y él a los apriscos de Layo. ¿Es o no es cierto lo que digo?
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
191
Servidor. —Verdad dices |aunque hace tanto tiempol Mensajero. —Di, pues, ahora: ¿recuerdas que me diste un niño, para que lo criara yo como cosa mía? Servidor. —¿Y bien? ¿Para qué cuentas esa his toria? Mensajero. —Amigo, ves aquí al que entonces era niño. Servidor. —¿No te irás en mal hora? ¿No has de callar? Edipo. — ¡Ah, no le reprendas, anciano! Tu conducta, más qúe sus palabras, necesitan re prensor. Servidor. —¿En qué yerro, oh el mejor de los señores? Edipo. —No hablando del niño de quien éste cuenta. Servidor. —Es que habla sin saber nada, y en balde se fatiga. Edipo. —Tú, pues, ya que no de grado, a fuer za de lágrimas hablarás. Servidor. —No, por los dioses, no afrentes a un viejo como yo. Edipo. —¿No habrá nadie que a toda prisa le ate las manos a la espalda? Servidor. — ¡Desdichado! ¿Por qué? ¿Qué es lo que quieres saber? Edipo. —¿Le entregaste el niño que dice? Servidor.—Se lo entregué. ¡Ojalá me hubiese muerto ese día! Edipo. —A eso llegarás si no dices lo que debes. Servidor. —Y aun más, a fe, si lo digo. . . Edipo. —¿De dónde lo hablas tomado? ¿Propio era o de algún otro?
192
M A R ÍA ROSA LIDA
Servidor. —No mío, por cierto; de alguien lo recibí. Edipo. —¿De cuál de estos ciudadanos y de qué techo? Servidor. —No, por los dioses, señor, no averi gües más. Edipo. —Date por muerto si he de repetir la pregunta. Servidor. —Bien; era de la casa de Layo. Edipo. —¿Esclavo o nacido de su familia? Servidor. — ¡Ay de mí, que estoy al borde mismo de la palabra terrible de decirl Edipo. —Y terrible de oír. Pero fuerza es oírla. Servidor. —Suyo, sí, llamaban al niño. Tu mu jer, que está dentro, es quien mejor podría expli carte todo. Edipo. —¿Acaso ella te lo dio? Servidor. —Así fue, Rey. Edipo. —¿Para qué? Servidor. —Para que acabase con él. Edipo. —¿Ella, desventurada, que lo dio a luz? Servidor. —Por miedo de malignos oráculos. Edipo. —¿Cuáles? Servidor. —Era fama que mataría a sus padres. Edipo. —¿Cómo, pues, se lo entregaste a este anciano? Servidor. —De piedad, Señor, pues me pareció que se lo llevaría a otra tierra, allá de donde él era. Y él lo salvó para terribles males. Si eres tú el que éste dice, sabe que naciste con mal hado. Edipo. — ¡Ay! Todo ha salido claro. ¡Oh luz, así te contemple ahora por última vez! Pues veo que nací de quienes no debiera, casé con quien no era lícito, maté a quien no había de matar.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
193
Por su eficacia teatral, por lo que significa en el drama y más allá del drama, esta anagnórisis en que Edipo se enfrenta con el verdadero y desconocido Edipo, con el culpable de la muerte de Layo y de la peste de Tebas, buscado empeñosamente desde el comienzo, es la cumbre del arte sofocleo y su expre sión más genuina, por la límpida expresión, por el firme y escultural trazado. También aquí se encua dra dentro de la más honda y dolorosa ironía: el soberano entre dos siervos no es sino el niño mal dito de quien dos esclavos se apiadaron, para ha cerle sufrir mucho más. El daño que le hicieron entonces al salvarle sólo es comparable con el que le hacen ahora, al revelarle su ser; y la ironía se subraya por el amor que le profesan ambos, ahora como entonces. Como en la escultura de su siglo, las figuras, de grandiosa perfección a distancia, es tán exquisitamente acabadas en detalle. Nada más opuesto que los caracteres de los dos salvadores: 18 el Mensajero de la gran ciudad, optimista, activo, locuaz, modela el destino: él tomó el niño, él lo trajo, él lo entregó al rey de Córinto, él corre aho ra, lleno de cariño un poco egoísta, como de viejo, a recibir las albricias de las buenas nuevas que trae a) que es hoy rey de Tebas y, cuando le ve apesa rado, quiere aliviarle, con la misma solicitud con 18 Es inevitable el recuerdo de E l arbitraje, II, de Menan dro, en que el pastor Dao, hom bre de pocas palabras, encuen tra en el bosque al hijo recién nacido de Carisio, expuesto por su madre, y lo entrega al verboso carbonero Sirisco, quien se lo lleva para criarlo. Por el argum ento, Menandro parece haber seguido m uy de cerca la Alopa, tragedia perdida de Eurípides. Dentro del teatro conservado de Sófocles, consti tuye un paralelo al Mensajero y al Servidor del Edipo rey la pareja de Licas y el Mensajero, dibujada con fina varia ción psicológica en I.as traquinias.
194
M A R ÍA ROSA LIDA
que quitó los hierros que herían los pies del niño desamparado del Citerón. El Servidor, en cambio, es reservado y pasivo, y lejos de crear su destino aspira a huir de él. Ha recibido el niño con orden de matarle; pero se ha apiadado, y se ha satisfecho con alejarle, pensando conjurar así la profecía. Cuando la ve cumplida en la muerte de Layo, su pensamiento es, nuevamente, alejarse y callar. A pe sar suyo habla; y aun no deja de detenerse por última vez, antes de pronunciar la revelación deci siva (verso 1169: “¡Ay de mí, que estoy al borde mismo de la palabra terrible de decir!”). Sus últi mas palabras, vibrantes de grave y contenido afecto, son un noble ejemplo de la aristocrática reserva del gran arte griego. Dos Edipos se enfrentan mortalmente en esta anagnórisis: el Edipo que hace y el Edipo que ve y, por lejos que estén al comienzo del drama, mar chan inexorablemente al encuentro, determinados por actos anteriores a lo que se representa en esce na: el Edipo que no se deja aquietar por la duda y desesperanza de Yocasta y exige oír cuando el Ser vidor vacila en infligirle tanta pena es, ya lo sabe mos, el mismo que, no satisfecho con la respuesta de sus supuestos padres, acude al oráculo de Delfos, que lo lanza a nuevas aventuras. Del mismo modo, el Edipo que con sus arrebatos de generosidad y cólera pone en movimiento la tragedia, el que con su actividad envía a Creonte al oráculo, y se ade lanta a los pensamientos del Coro haciendo llamar a Tiresias, es el mismo que en el calor de la reyerta mató a Layo, el mismo que salvó a Tebas y obtuvo en fatal recompensa el reino y la mujer del rey muerto. En este choque muere el Edipo activo. Ya no hay acción ni argumento en el escenario; el Men-
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
195
sajero aparecerá para narrar lo acontecido en el in terior, y un Edipo contemplativo reaparecerá sólo para repasar y meditar sobre el panorama de su vida. Snell (Obra citada, pág. 159) ha comparado a los tres dramaturgos de Atenas desde el punto de vista de la relación entre hacer y conocer. La com paración puede pecar de indebidamente generali zada, siendo tan escasa la parte conocida de Esquilo y Sófocles, pero es hondamente válida para los dra mas elegidos como representativos. En Esquilo el pensar es intervalo interesado en la acción (se está haciendo esto, se delibera y luego se hace aquello), es un estado transitorio entre un comienzo activo y un activo fin. En Eurípides, se comienza tanteando y se acaba en un heroico u osado hacer. Edipo, en cambio, pasa de la acción segura de sí misma a la reflexión que entraña el derrumbe de su acción: dicho de otro modo, pasa de la ceguera al ver. En Sófocles el hacer desemboca en el pensar. Con su delicado arte de gradación, el poeta no trae directamente a escena al nuevo Edipo, el con templativo: el puro conocer y reconocer a que ahora está reducido el héroe, resuena previamente por boca del Coro girando entre dos polos: el de lo particular concreto —el de este hombre Edipo im perfecto, pero bueno, intensamente amado y mons truosamente atormentado—, y el de lo general abs tracto, el ejemplo, como el Coro mismo dice, del caso de Edipo para las generaciones de los mortales (verso 1186 y sigs.): |Oh generaciones de los mortales! ¡Cómo tengo vuestra vida p or igual a la nadal ¿Pues quién, quién logra más felicidad que la apariencia.. y tras la apariencia la caída?
196
M A R ÍA ROSA LIDA
Sí, ahora que poseo tu ejem plo y tu destino, tu destino ¡oh desventurado Edipol nada m ortal juzgo feliz. A lo más alto lanzaste tu saeta, y te apoderaste de la más bienhadada opulencia, |oh Zeus! cuando aniquilaste a la virgen agorera de curvas garras, y surgiste para mi país como torre contra la m uerte. Por eso te llamas mi rey y has recibido los mayores [honores, como señor de la gran Tebas. Ahora, ¿qué historia más miserable? ¿Quién más ligado a atroces fatalidades, a fatigas, por vicisitud de la vida? |Ay gloriosa cabeza de Edipol Un ancho puerto, un mismo puerto bastó a hijo y padre para caer como esposos. ¿Cómo, cómo pudo jamás, oh desdichado, sufrirte en silencio, durante tanto tiempo, el surco de tu padre? A tu pesar te descubrió el tiempo, que todo lo ve, y condena las imposibles nupcias de engendrador y en gendrado ¡Oh h ijo de Layo! ¡O jalá, ojalá no te hubiese visto nunca! Me lamento como quien derram a de la boca canto de plañideras. Pues, para decir lo justo, por ti recobré el aliento, por ti adormecí los ojos.
Muchas definiciones se han propuesto del Coro, erigiendo en esencia exclusiva lo que son notas no
INTRODUCCIÓN AL TEATRO DE SÓFOCLES
197
incompatibles, que aquí aparecen reunidas. En esta típica oda el Coro es sin duda el espectador ideal que expresa la reacción de las graderías ante las for tunas de Edipo, da validez universal a esta particu lar fábula trágica, como lo declara expresamente el final de la primera estrofa, y es también vocero del autor, de su profundo pesimismo que, por última vez, resuena en el Edipo en Colono (verso 1211), cuando, ante la miserable vejez del héroe, el anciano Sófocles deplora los males de la vejez. Pero en el drama de la madurez no es la lamentable miseria de la vida humana la que estremece dolorosamente al Coro, sino su horrible instabilidad, que ha an gustiado al bienaventurado Sófocles ya en el más antiguo de los dramas conservados (Ayante, verso 121 y sigs.). Todas estas actitudes se expresan en esta oda, no por encima del argumento —su univer salidad es, al contrario, en hondo— y, como especta dores llenos de interés por lo que acaban de pre senciar, el comentario lírico se adhiere a cada paso al drama. Si al recordar el inesperado descubri miento y protestarle de su piedad y gratitud, el Coro llama solemnemente, por primera y única vez “|Oh hijo de Layol”, el apelativo no es indiferente: ése era su verdadero ser, ignorado, buscado, recién des cubierto; ésa era la raíz de su tragedia. Involunta riamente, en el primer horror por los hechos que ha cometido el rey amado, el Coro repite la misma imagen del puerto ilícito con que Tiresias los había insinuado y, ahora que la vida activa de Edipo ha concluido, comprendemos el sentido de las palabras del odioso profeta (verso 425): “males que te igua larán contigCLmismo”. Es la formulación trágica de aquel acendrado precepto de Píndaro. “Apréndete, y sé como eres”: Edipo realizará su esencia —ser el
198
M A R ÍA ROSA LIDA
salvador de Tebas— como lo indica la insistencia del Coro en su gratitud por el vencido peligro de la Esfinge, pero no como rey glorioso, sino como la víctima expiatoria que ha aprendido que es. A la meditación del Coro sucede enseguida, ahora que ha cesado el drama que se representaba en el escenario —la revelación deliberada del matador de Layo e involuntaria de la identidad de Edipo—, la noticia de los hechos horribles que se cumplen den tro de palacio, para evadirse de ese insoportable conocimiento. La primera parte de la relación del Mensajero detalla con amargo realismo el anuncio que cabe holgadamente en un verso (1325): “Ha muerto la divina cabeza de Yocasta.” Edipo, sin saber que la Reina se hubiera ahorcado, como mis teriosamente guiado, irrumpe en la alcoba donde se mece suspendido su cadáver (versos 1268-1279): Mensajero. —Entonces arrancó de las ropas de Yocasta los broches de oro labrado que las ador naban, los alzó y se hirió las cuencas de los ojos, diciendo a voces estas palabras: “Pues no visteis el mal que sufría ni el que causaba, en las tinie blas veréis desde hoy a quienes no debía ver y no reconoceréis a quienes quisiera reconocer.” Así plañía, y alzando los broches muchas veces, no una sola, se hería los párpados; los sangrientos ojos empapaban la barba y no manaban gotas de sangre fresca, sino que a un mismo tiempo corría negra lluvia y sangriento granizo. Ya la leyenda presuponía este fin diferente para Edipo y para Yocasta (cf. Odisea, XI, verso 278): ella se mata inmediatamente, él debía sobrevivir hasta su mística apoteosis en Colono, y Sófocles
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
199
funda psicológicamente la difícil solución. Yocasta aparece en toda la tragedia, por efecto de su vida anterior, fatigada, sin rumbo, sin fe en los dioses ni en el orden que mantienen, sin atracción por la verdad. No es ella la vencedora de la Esfinge ni está poseída del incontenible ansia de conocer que hostiga a Edipo. Por eso no sobrevive. Edipo sí, porque es el hombre del pensar y saber. Edipo sobrevive para conocer y reconocerse, pero, para to mar posesión de sí, necesita primero arrancarse los ojos que le distraían de su búsqueda, que le han extraviado en lo que lleva de vida. En efecto, dos motivos se entrelazan en las escenas siguientes: el vivo horror de Sófocles a la miseria física —tan im portante elemento de su obra— que subraya lo grave del castigo que se ha infligido Edipo, y su convicción, que se va formulando gradualmente,19 de que es preciso librarse de los sentidos para alcanzar la sabiduría, convicción expresada en la anécdota de la República, 329be, y puesta insistentemente en escena en la persona de Tiresias, el profeta ciego. En las palabras que como queja fúnebre pronuncia Edipo al arrancarse los ojos, la ceguera es el castigo tie su ignorancia anterior, y por ella se condena a no ver a aquellos cuya vista le regocija y a ver con los ojos de la conciencia las dos figuras de remor dimiento, Layo y Yocasta. Ya aquí se perfila el valor simbólico de la mutilación —la ignorancia expiada por su equivalente, la ceguera—, pero el ~Üoro no lo recoge, abrumado de piedad por su rey, y éste destaca a su vez su nueva desgracia pintando sus nuevas sensaciones (versos 1309-1311): no sabe i» R. W. Livingstone, The Exodos of the “Oedypus Ti nnums". eil Greek Poetry and U fe . O xford, 1936.
200
M A R ÍA ROSA LIDA
adonde le llevan sus pasos, no sabe por dónde vuela fugitiva su propia voz, hasta dónde se ha abalan zado su mal genio. El Coro continúa el pensa miento de Edipo: hasta un desastre que no se puede escuchar ni ver. Así se insinúa la solución: sólo en el no oír y en el no ver podrá refugiarse Edipo, y él describe ahora su densa oscuridad, en la que sólo penetran el dolor físico actual y el recuerdo del mal pasado (verso 1313 y sigs.): |Ay tenebrosa nube mía, nube abominable, indeciblemente arrolladora, invencible e irremediablel |Ay de mí, una y m il vecesl |Cómo me traspasa juntam ente el dolor punzante de estos [aguijones y la memoria de mis desgracias!
En nuevos lamentos va surgiendo más claro el convencimiento de que esa noche sin sensaciones es S14 refugio (versos 1334-1339), mientras el Coro vuelve al punto de partida que le impone su piedad hacia el ciego, más fuerte que su raciocinio: “Más te valía no vivir que vivir ciego.” 20 Aquí se yergue Edipo con el mismo brío intelectual de Antigona en su último discurso, para justificar intelectualmen te su acción ante esta incomprensiva conmiseración: se ha arrancado los ojos para no ver ni en éste ni en el otro mundo las víctimas que hizo cuando veía, y del mismo modo se privaría de los demás sentidos (versos 1386-1390). Envuelto en su noche de refu gio, repasa su miseria (con el sentido de asociación 20 Apenas variante del verso 365 del Ayante·. "Más vale estar oculto en el Hades que enferm o sin razón."
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
201
sentimental del paisaje ya señalado en el Filoctetes), desde el momento en que el Citerón acogió al niño maldito hasta que la grandeza de sus males le da conciencia de la grandeza de sus fuerzas (versos 1391-1415): ¡Oh Citerónl ¿Por qué me recibiste? ¿Por qué no me tomaste y me mataste al punto, para jamás mostrarme ante los hombres de quienes había nacido? ¡Oh Pólibo, oh Corinto, oh antigua mo rada qué yo llamaba paternal En mí habéis nu trido .un esplendor que, como mal cerrada cicatriz, encubría desgracia. Y ahora hallo que soy mal vado e hijo de malvados. ¡Oh tres caminos y valle escondido, encinar y senda en la encrucija da, que de mis manos bebisteis la sangre mía, la sangre de mi padre! ¿Recordáis acaso qué hice allí y luego qué hice al llegar aquí? ¡Oh bodas, bodasl Me engendrasteis, y luego de engendrar me, nuevamente hicisteis brotar la misma simien te, y presentasteis padres, hermanos, hijos, sangre de una misma familia, desposadas, mujeres y ma dres, y las mayores abominaciones posibles entre los hombres! Pero, ya que no es bueno proferir lo que no es bueno cometer, por los dioses, ocul tadme cuanto antes en alguna parte fuera de aquí, . o matadme, o arrojadme al mar, donde nunca me veáis más. Id, dignaos tocar a un desdichado. Obedecedme, no temáis, que salvo yo, ningún mortal es capaz de soportar mis males. Ha llegado Edipo a lo más bajo del infortunio humano, al punto mismo en que, por cargar a sa biendas y deliberadamente con todos los males y las deshonras que los hombres temen, ve que su
202
M A R IA ROSA LIDA
fuerza es más que humana y, con la matemática de la redención, compensadora de todo èl mal que ace cha a los suyos. Aquel primer deseo de huir del contacto de los hombres (versos 1340 y 1410) se con vierte ahora en mística conciencia de su nueva vida, no sujeta a vulgares peligros, en la montaña que le pertenece de nacimiento (verso 1451 y sigs.): Déjame vivir —dice a Creonte— en los montes, allí donde está ese Citerón que me pertenece, el que mi padre y mi madre, cuando vivían, me fi jaron como señalada tumba, para que muera por mano de los que intentaron matarme. Bien sé que ni la enfermedad ni nada me destruirá, por que jamás me hubiera salvado, estando a punto de morir, sino para algún terrible mal. Pero corra mi destino, adondequiera corra. Queda por romper lo más difícil: el suave lazo que le une a sus hijos; y aquí, con la misma segura osadía de siempre, Edipo muestra sin rebozo su ex clusiva ternura para las hijas —intelectualmente jus tificada—. El sofisma intelectual de Edipo resalta porque Sófocles recuerda evidentemente los versos que la viuda de Héctor dirige al huérfano Astianacte (Iliada, XXII, 490 y sigs.): el compartir el alimento ¿por qué había de ser más peculiar de sus hijas que de sus hijos? Como siempre, Sófocles in sinúa tras cada acción un largo pasado que la enlaza orgánicamente con el carácter del personaje: Edipo, el esposo de su madre, ha preferido siempre a sus hijas, aun cuando no existía la excusa razonable de su mayor desamparo, que ahora alega (verso 1459 y sigs.):
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
203
Creonte, no agregues a tus cuidados el de mis hijos varones: son hombres, nunca les faltará me dio de vida, dondequiera estén. Pero a mis dos infortunadas y tristes niñas, para las que jamás se aderezó la mesa sin mi presencia, que siempre tenían parte en todo lo que yo tocaba, cuídame las; y, sobre todo, déjame tocarlas con mis manos y llorar mis males. Ea, Rey, tú que eres noble por tu nacimiento [y no impuro como yo, sugieren amargamente las palabras de Edipo], si las toco, me parecerá que son mías, como cuando tenía vista. ¿Qué digo? Por los dioses ¿no creo oír el llanto de mis dos amadas niñas? ¿No se ha com padecido de mí Creonte y me ha enviado las hijas que más amaba? ¿Es verdad? Creonte, —Verdad es. Yo soy quien lo ha dis puesto, conociendo el placer que ahora te darían por el que antes te daban. Edipo. —Así seas afortunado, y por este acto tu buen genio te guarde mejor que a mí. ¡Oh hijas! ¿dónde estáis? Venid, llegad a estas hermanas vuestras, mis manos; ellas os aparejaron ver así los ojos antes brillantes del progenitor que os en gendró, al cual ¡oh hijas! sin verlo ni entenderlo hizo padre el mismo campo en que había sido sembrado. Por vosotras lloro, ya que no puedo veros, cuando pienso en el futuro de la amarga vida que por fuerza os depararán los hombres. ¿A qué reuniones de ciudadanos iréis, a qué fies tas, de donde no volváis llorosas a casa, en lugar de compartir el espectáculo? 21 Y cuando lleguéis 2i Persiste el recuerdo homérico: así como un niño que tiene padre arrojará del festín al huérfano Astíanacte (Iliada, X X II, 496 y sigs.), así las dos hijas de Edipo no serán adm i
204
M A R ÍA ROSA L1DÀ
a sazón de bodas, ¿quién será, hijas, el que se arroje a cargar con tales oprobios que fueron la ruina de mis padres y serán a la vez la vuestra? Pues ¿qué mal falta? Vuestro padre mató a su padre, aró a la que le había dado a luz, y donde había sido sembrado, de ese mismo regazo de que había brotado, os cobró a vosotras. Así os afren tarán. ¿Y quién os desposará? Nadie, hijas: sin duda alguna habréis de consumiros estériles y so las. Hijo de Meneceo, Creonte, pues quedas como único padre de ellas —ya que los dos que las en gendramos, ella y yo, perecimos— no permitas que siendo de tu sangre vaguen mendigas y sin mari do, ni las equipares con mis desgracias, antes com padécelas, al verlas a tal edad abandonadas de todos, salvo en lo que a ti hace. Promételo, noble Creonte, dándome tu mano. A vosotras, hijas, si ya tuvierais cordura mucho os aconsejaría, pero rogad esto: dondequiera os toque vivir, lograd más feliz vida que la del padre que os engendró. Toda esta atención realista a las circunstancias a las que tendrán que acomodarse las hijas del Rey apunta al descenso de la tensión patética, usual en la tragedia ática. Edipo va inscribiendo su desgra cia, efecto de su conducta involuntaria, en el cuadro normal de la vida en la ciudad griega. Él, por sí, más que nunca desea estar a solas con sus delitos, lejos de la ciudad, aunque a la vez, con muy hu mana inconsecuencia, no se decide a desprenderse del abrazo de las hijas. Interviene Creonte, duro e tidas a las festividades religiosas colectivas, que llenaban tanto espacio en la vida griega, y sobre todo en la de las mujeres.
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
205
irreprochable: “No quieras dominar en todo, que ni las cosas en que dominaste te han acompañado toda la vida” (versos 1522-1523). Esta lección, la inestabilidad de la vida, es la tónica en que acaba la tragedia. Ante el hombre que lleva sobre sí el peso de todos los horrores y temores y que, para salvar a la ciudad humana, se encamina lejos de ella, a la soledad que es del animal y de Dios,22 los hom bres salvados gracias a su sufrimiento repiten su vieja y cansada sabiduría (versos 1524-1530): ¡Oh moradores de Tebas, nuestra patria! Ved: este Edipo que supo los famosos enigmas y fue el hombre más poderoso, cuya fortuna nadie entre los ciudadanos contemplaba sin envidia ja qué enorme ola de desgracia ha llegado! A nadie que sea mortal juzguéis feliz mientras aguarda el últi mo día, antes de que traspase la meta de la vida sin sufrir ningún dolor. Final opaco —“apagada toda pasión”, como en el Samson Agonistes—, pero no trivial, y que expresa además un pensamiento que obsede a Sófocles ya que, aparte de cerrar el Edipo rey, lo encontramos en un fragmento, en el comienzo de Las traquinias y, como núcleo del episodio de Solón y Creso, en las Historias de Heródoto, amigo del poeta. Aunque a ninguna tragedia pertenece más que a esta dramatización de la inseguridad de la vida, donde el im previsto cambio, la peripecia de dicha en desdicha 22 Aristóteles, Politica, 1253α: "El hombre es por n a tu ra leza anim al social, y aquel que por naturaleza, y no por azar, no pertenece a una sociedad, o es inferior o es superior al hom bre.”
206
M A R ÍA ROSA LIDA
(que constituye el orden normal del mundo según el Ayante, verso 646 y sigs., y el Edipo en Colono, verso 607 y sigs.) está destacada en su faz subjetiva, dentro de la conciencia del hombre que no es su agente sino su víctima. Porque el hombre no hace sus fortunas: las recibe. Pecado y expiación no se liquidan pulcramente dentro de la unidad ideal del linaje. No hay más que la unidad real del individuo que, por la ley de su carácter, hace tales o cuales actos, y esa actividad suya forma parte del gran azar que es todo el mundo y al que podemos desig nar también con los viejos nombres usuales: Zeus, los dioses. Los dioses son lo agentes únicos. Al presenciar el combate singular que decidirá de Tro ya, Príamo dice a Helena (Iliada, III, verso 164): “Para mí no eres tú la culpable, los dioses son los culpables” y Sófocles lo afirma desde la primera 23 hasta la última de sus tragedias conservadas. La última revisa, en efecto, el planteo del Edipo rey, casi treinta años anterior. Edipo (y el poeta) han envejecido y meditado. Al héroe del Edipo rey, abrumado por el descubrimiento, no se le representa la posibilidad de rechazar su culpa; aquí, a distan cia, puede ser más justo consigo mismo, y al res ponder a los extraños, interesados o curiosos, insiste en su inocencia. Tal evolución, que Sófocles pre senta como cumplida durante la vida de un solo hombre, en los años de miseria de Edipo, es la lar ga etapa en la historia de la moral que desplaza el foco de la atención desde el hecho en sí, que apri sa Ayante, verso 383: “Con el querer de Dios ríe el hombre y llora el hombre"; verso 970: “A manos de los dioses murió, no a las de ellos"; versos 1039-1040: “Yo digo que los dioses han tramado esto y tram an sicmpTe todos los sucesos de los hombres.”
INTRODUCCIÓN A L TEA TRO DE SÓFOCLES
207
siona en su realidad al agente, aunque involuntario, hasta la conciencia deliberada de los hechos. Un juramento, aun proferido a ciegas, como el de Hi pólito en la tragedia de Eurípides, obliga a quien lo pronuncia; un crimen involuntario exige retri bución; no por la culpa, sino retribución física, por la sangre derramada. Pero si los dioses son los auto res, arbitrarios y hostiles, de cuanto acontece, el hombre sólo es responsable de su acción espiritual, de lo que quiere, de lo que ama, de lo que sabe; y en su tragedia póstuma Sófocles traza la afirmación obstinada de la moral interior, en cuanto el viejo Edipo se desase enérgicamente de la moral mágica o ritual que aprisiona al hombre primitivo. “Me arrojáis por temor de mi nombre —dice Edipo a los ancianos de Colono (verso 264 y sigs.)—, no por temor de mí ni de mis obras, pues mis obras más las he padecido que cometido.” Más adelante, cuan do Creonte le enrostra el parricidio y el incesto, Edipo se defiende con la soberbia y franqueza de siempre. No es el arte ático, humano' y realista, el que se arrepentirá en polvo y ceniza de un pecado imaginario para sacar sin tacha a la justicia divina (verso 963 y sigs.): Arrojaste de tu boca muertes, bodas, desgracias que yo, miserable, sufrí a mi pesar, porque así lo quisieron los dioses. Quizá están airados desde hace tiempo contra mi lin aje24 ya que, en mí -4 No hay alusión precisa a que su desgracia sea expiación de las culpas paternas, de modo que, cuando menos en el balance de todo el linaje, quede a salvo el funcionamiento de la justicia de los dioses. Cf. en cambio Esquilo, Los siete contra Tebas, verso 742 y sigs., 842.
208
M A R ÍA ROSA LIDA
mismo, no podrías reprocharme ninguna culpa por lo que cometí contra mí y contra los míos. Y lo que aquí se desarrolla en acusación y defensa bien concertadas está dramatizado en un vivísimo instante de coloquio entre el protagonista y el Coro, que intercambia frases apenas completas, pero den sas de sentido (verso 537 y sigs.): Coro. — ¿P u d iste...? Edipo. — Pude sobrellevar horrores. Coro. — ¿Com etiste. . . ? Edipo. — No cometí. Coro. — ¿Cómo? Edipo. — Recibí un don.
Edipo se refiere a las bodas de Yocasta con que Tebas premió en mal hora su victoria sobre la Es finge. Para el espectador de Sófocles, nutrido en Homero, y para Sófocles, el más homérico de los trá gicos, se cierne sobre esta dádiva la ya mentada' reflexión de Paris sobre los dones irrecusables de los dioses, que nadie escogería por su propio que rer. En la apoteosis de Edipo muestra Sófocles más firme que nunca su concepción pesimista, ya que la santidad del héroe es otro tardío e inexplicable don de los dioses (verso 394): “Ahora te levantan.los dioses que antes te perdieron.” Toda esta sucesión de cosas imprevistas, desmesuradas e incomprensi bles, son lo que hacen las palmas de los dioses (Filoctetes, verso 176), son Zeus (Las traquinias, 1278), y entre estas vicisitudes anda tanteando el hombre, incapaz de verlas ni de preverlas. Cada situación de su vida es un juego irónico entre apa riencia y realidad, en el cual la palabra verdadera
INTRODUCCIÓN A L TEATRO DE SÓFOCLES
209
no es reconocida ni por el que la dice ni por el que la oye, en el cual quien más desea un hecho, no lo entiende cuando se realiza, y arrastra triunfalmente a su error al que ve claro (anagnórisis de Electra, verso 910 y sigs.) y en que el Edipo que supo los lamosos enigmas y salvó la Ciudad, la hace perecer con su ignorancia sobre sí mismo. “¡Oh tiniebla, mi luz!” dice un verso de Sófocles que se evade de su contexto (Ayante, 394). ¿Cómo conducirse en las tinieblas que son toda la luz que los dioses han dado al hombre para ordenar su vida? Los poetas de la Antigüedad rara vez han incurrido en confidencias o manifiestos. Sófocles no necesita abandonar ni interrumpir su arte para enumerarnos sus opiniones, pero ha legado su lección en el pró logo del Ayante, cuando pone en escena la misma escena trágica (verso 89 y sigs.). Es teatro sofocleo, en el que no falta ni el dios hostil, ni el mortal ciego que cree triunfar en el momento de su pér dida irreparable, que cree vengarse de su enemigo cuando le sirve de espectáculo; ni falta siquiera la ironía verbal, pues la escena termina con el deseo de Ayante de tener siempre igualmente propicia a la diosa que se goza en perderle. La diosa, que fuerza a Odiseo a presenciar el espectáculo de Ayan te enloquecido (de igual modo que el semidiós Sófocles nos presenta a sus torturadas y extraviadas criaturas), vuelta al discreto espectador, comenta (verso 118 y sigs.): Atenea. —¿Ves, Odiseo, cuán grande es la fuerza de los dioses? ¿Qué hombre hallaste más prudente que éste o más sabio para hacer lo oportuno?
210
M A RÍA ROSA LIDA
Y el mortal amado de los dioses responde: Ocliseo. —Ninguno, y me compadezco de su aflicción, aunque sea mi enemigo, porque está uncido a maligna fatalidad; y pienso tanto en su caso como en el mío, pues veo que nosotros, todos cuanto vivimos, no somos más que espectros o sombras leves. Como en el retablo del Ayante, también en la tragedia póstuma de Sófocles el rey justo de Atenas dice al mendigo que le pide amparo (versos 567568): “Bien sé que. soy hombre y no más dueño que tú del día de mañana”, y el mendigo, así equipa rado al joven y próspero Teseo, no es otro que el ciego Edipo, la visión trágica más alta de la inse guridad del hombre, "ciego entre enemigos”.