Literatura y violencia en la línea de fuego
A UGUSTO UGUSTO ESCOBAR MESA Universidad de Antioquia
La violencia política partidista colombiana que tuvo lugar entre 1947 y 1965 fue, para la clase dominante, un estigma que ha pretendido borrar por todos los medios. Esta clase propició p ropició el clima de conflicto y desencadenó esa especie de guerra civil que se prolongó sin cuartel por espacio de casi veinte años y produjo aproximadamente aproximadamente doscientas mil muertes, más de dos millones de exilados, cerca de cuatrocientas mil parcelas afectadas y miles de millones de pesos en pérdidas (Lemoine citado por Oquist, 84). Por los efectos que trajo, la Violencia ha sido el hecho socio-político e histórico más impactante del siglo XX y, y, quizá, también el más difícil de esclarecer en todas sus connotaciones, en razón de los múltiples factores que intervinieron en su desarrollo. Son numerosas las explicaciones que se han dado, dado, sin que pueda afirmarse que tal o cual responde a todos los interrogantes propuestos. Las tesis que la explican van desde las económicas, sociales, históricas, hasta las psicológicas, morales, culturales y étnicas. Todas ellas revelan, de un lado, la abundante literatura que se ha producido al respecto
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y, del otro, que el fenómeno de la Violencia resulta más complejo de lo que supusieron, en su explicación, cada uno de los estudiosos de la misma. Durante veinte años de violencia se instaura el imperio del terror en los campos y poblados, se despoja al campesino de la tierra y de sus bienes, o se le amenaza para que venda a menos precio. Se asesina selectivamente o de una manera masiva; la sevicia o la tortura contra las víctimas no tiene límite, se amedrenta a los trabajadores descontentos. Se produce un éxodo masivo hacia las ciudades, refugio temporal de los desheredados que pronto engrosan la marginalidad y se convierten en problema social por el abandono en el que se los deja. ¿Por qué, se pregunta el protagonista de El Cristo de espaldas, tanto ensañamiento contra un pueblo que no generó tal estado de cosas?: ¿Qué les va ni les viene a los miserables... con que en las ciudades manden unos y gobiernen otros? ¿Para qué buscarlos y perseguirlos como a bestias feroces? ¿Por qué quieren los ricos resolver sus problemas a expensas de los pobres, y los fuertes a costa de los débiles, y los que mandan, con mengua y para escarnio de los que obedecen? [149-150].
La desmemoria fue adoptada por algunos intelectuales para eludir la realidad que se les evidenciaba de mil formas y/o para evadir cualquier responsabilidad. Con el olvido, el país se quedó sin historia o con una cortada a machetazos; historia desvirtuada o ignorada en las versiones oficiales. Pero el pueblo no ha podido olvidar lo ocurrido, ya que el tiempo de la muerte no ha dejado avanzar el tiempo de la vida. El espectro de la muerte multiplicado le ha recuperado la memoria. Es ese el senti-
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miento que una mujer del pueblo de La mala hora de García Márquez refleja límpidamente y se lo enrostra al teniente-alcalde que ha traído el terror al pueblo, siguiendo “órdenes superiores”: –¿Hasta cuándo van a seguir así? –preguntó el alcalde. La mujer habló sin que se le alterara su expresión apacible. –Era un pueblo decente antes de que vinieran ustedes... No esperó el café. –“Desagradecidos” –dijo. Les estamos regalando tierra y todavía se quejan. La mujer no replicó, pero cuando el alcalde atra vesó la cocina... murmuró inclinada sobre el fogón: –Aquí será peor [en los terrenos del cementerio]. Más nos acordaremos de ustedes con los muertos en el traspatio [77-78].
La literatura colombiana, generalmente ausente del acontecer social y como producto mediocre de una cultura dominada y dependiente –salvo unas cuantas excepciones–, no pudo marginarse del movimiento sísmico de la Violencia. Esta se le impone y la impacta aunque de una manera desigual y ambigua. En una primera etapa, la literatura sigue paso a paso los hechos históricos. Toma el rumbo de la violencia y se pierde en el laberinto de muertos y de escenas de horror. Se nutre y depende absolutamente de la historia. Pero poco a poco, a medida que la violencia adquiere una coloración distinta al azul y rojo de los bandos iniciales en pugna, los escritores van comprendiendo que el objetivo no son los muertos, sino los vivos; que no son las muchas formas de generar la muerte (tanatomanía), sino el pánico que consume a las próximas víctimas (Bedoya y Escobar, 34-52). Lentamente, los escritores se despojan de los
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estereotipos, del anecdotismo, superan el maniqueísmo y tornan hacia una reflexión más crítica de los hechos, vislumbrando una nueva opción estética y, en consecuencia, una nueva manera de aprehender la realidad. Lo que sorprende es que un país sin ninguna tradición narrativa configurada, en menos de veinte años, es decir, entre el Bogotazo en 1948 y 1967, fecha de aparición de Cien años de soledad , se publiquen tantas novelas sobre el tema. Nunca antes se había escrito tanto y de tan heterogénea calidad sobre un aspecto de la vida socio-política contemporánea colombiana. Desde el punto de vista de la historiografía literaria, este hecho marca un hito y funda una tradición cultural que continúa hasta el presente (Escobar, 1987; Gilard, 61-76). La literatura que trata el fenómeno de la Violencia se puede precisar, en un sentido, como aquella que surge como producto de una reflexión elemental o elaborada de los sucesos histórico-políticos acaecidos antes del 9 de abril de 1948 y desde la muerte del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, hasta las operaciones cívico-militares contra las llamadas “Repúblicas Independientes” en 1965 y la consecuente formación de los principales grupos guerrilleros aún hoy en armas. En otro sentido, como aquella literatura que nace, en una primera fase, tan adherida a la realidad histórica que la refleja mecánicamente y se ve mediatizada por esos acontecimientos cruentos, para dar paso a otra literatura que reelabora la Violencia ficcionándola, reinventándola, generando otras muchas formas de expresarla. Hasta ahora se ha llamado “literatura de la Violencia” a toda la literatura que se ha escrito con relación a dicho fenómeno, sin establecer diferencia alguna en cuanto a la calidad estética, ni a la manera de tratar dicha temática en las novelas que se
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escribieron antes y después del Plebiscito Nacional en 1958. La mayoría de las novelas que se publicaron antes de 1958, que coinciden de manera peculiar con la aparición de El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez en la revista Mito, no van más allá de la mera clasificación de novelas testimonio, llamadas “de la Violencia”. Una buena parte de las que se luego editan abordan ese tema de una manera más crítica y reflexiva. Una y otra novelística muestran, por medio literarios o paraliterarios, el testimonio vivo, la cosmovisión de una comunidad desgarrada y la historia de sus protagonistas. Cuando decimos que es una literatura de la Violencia y otra que hace una reflexión literaria sobre ella, lo hacemos para distinguir su doble carácter: Literatura de la Violencia. La llamamos así cuando hay un predominio del testimonio, de la anécdota sobre el hecho estético. En esta novelística no importan los problemas del lenguaje, el manejo de los personajes o la estructura narrativa, sino los hechos, el contar sin importar el cómo. Lo único que motiva es la defensa de una tesis. No hay conciencia artística previa a la escritura; hay más bien una irresponsabilidad estética frente a la intención clara de la denuncia [Piñero y Pérez, 145-158]. Es una literatura que denota la materia de que está constituida, es decir, relata hechos cruentos, describe las masacres y la manera de producir la muerte. Basta con mirar ese “operador de señalamiento” de novelas, como llama Barthes el título [Barthes, 74]. Los nombres de la mayoría de esas novelas de la Violencia enuncian la naturaleza de su materia narrativa y están ligadas a la contingencia de lo que sigue: Ciudad enloquecida (1951), Sangre (1953), Las memorias del odio (1953), Los cuervos tienen hambre (1954), Tierra sin Dios (1954), Raza de Caín (1954), Los días de terror (1955),
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La sombra del sayón (1964), Sangre campesina (1965). Cuando se
dice “novela de la Violencia” se pone de manifiesto de dónde viene esa literatura, su pertenencia; es decir, que se desprende directamente del hecho histórico. Entre la historia y la literatura se produce una relación de causa-efecto. Por eso la trama se estructura en un sentido lineal, en secuencias encadenadas por continuidad, que conducen ordenadamente de la situación inicial a las peripecias y de éstas al desenlace sin alteraciones. En consecuencia coinciden artificialmente la extensión del relato con la extensión temporal de los hechos, es decir, el tiempo de la historia es igual al tiempo de la enunciación [Genette, 77-78].
Entre 1946 y 1966 se pueden considerar tres etapas de violencia: la violencia oficial de origen conservador entre 1946 y 1953; la violencia militar de tendencia conservadora entre 1953 y 1958; y la violencia frentenacionalista de alternancia de los dos partidos tradicionales, desde 1958. En el cuadro de la página siguiente se aprecia el número de muertes en los diferentes gobiernos en la época de la Violencia, y el número de novelas que se publicaron durante cada período de gobierno. En esta novelística, tanto la experiencia vivida o contada por otros como el drama histórico depende de la reflexión y mirada crítica sobre la violencia que actúa como reguladora, y a la vez, como factor dinámico. Aquí no importa tanto lo narrado como la manera de narrar. Interesa el personaje como “estructura redonda”, en su estatuto semiológico (Hamon, 115-180). Lo espacio-temporal, instancia en que se desarrolla el texto narrati vo, está regulado por leyes específicas, algunas veces por el proceso mental de quien proyecta uno o varios puntos de vista
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sobre el acontecer. Es el ritmo interno del texto lo que interesa, que se virtualiza gracias al lenguaje; son las estructuras sintácticogramaticales y narrativas las que determinan el carácter plurisémico y dialógico de esos discursos de ficción. Es lo que se puede comprobar en novelas tales como: La mala hora (1960), El coronel no tiene quien le escriba (1958) y Cien años de sol edad (1967), de Gabriel García Márquez; Marea de ratas (1960) y Bajo C auca (1964), de Arturo Echeverri Mejía; El día señalado (1964), de Manuel Mejía Vallejo; El gran Burundún-Burundá ha muerto (1952), de Jorge Zalamea; La casa grande (1952), de Álvaro Cepeda Samudio. Es una literatura que se interesa por la violencia, no como hecho único, excluyente, sino como fenómeno complejo y di verso; no cuenta como acto sino como efecto desencadenante; transciende el marco de lo regional, explora todos los niveles posibles de la realidad. No se funda en la explicación evidente,
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sino en la certeza de que aquello (mundo, personajes, sociedad) que esté mediado por el conflicto, por lo social, no podrá ser representado sino como mundo ambivalente y problematizado. Gracias a ciertas mediaciones de tipo discursivo, se dan en estas novelas espacios de contradicción que impiden la aprehensión del texto en su primera lectura y obligan al lector a la relectura y a una contextualización obligada con la historia y con el fenómeno de sociedad de la época que refleja. La ambigüedad y la sugerencia invaden el texto e invitan al lector a su recreación. El interés reside, no en la acción ni en el drama que se vive al momento, sino en la intensidad del hecho, en la secuela que deja el cuerpo violentado (la tortura, la sevicia) o en el rencor que se aviva al paso del tiempo (García Márquez, 1959, 16). Para lograr una perspectiva así, se precisa de un distanciamiento de los acontecimientos, tanto temporal como emocionalmente. Son precisamente los escritores que vienen después de los de la generación “de la Violencia”, los que están mejor equipados técnica y estéticamente, y pueden escribir sobre ella de una manera más crítica y reflexiva. La hecatombe social de la Violencia adquiere tal relieve y sacude de tal manera que impide agarrarla en su justa medida. Resulta demasiado grande y compleja para poder asimilarla literariamente y darle cierto alcance universal. En algo más de medio centenar de “testimonios crudos, dimos –expresa Daniel Caicedo en 1960– lo que podíamos dar: una profusión de obras inmaduras”, obras donde se vuelca toda pasión posible, donde se testimonia el dolor de un pueblo (Caicedo, 71). Es la primera vez que los escritores colombianos se ponen a par con la realidad y con los conflictos y la angustia del hombre colombiano.
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La mayoría de los escritores que viven la Violencia no tienen la suficiente experiencia para testimoniarla con una cierta validez. El acontecimiento los seduce. Se quedan en el exhaustivo inventario de radiografías de las víctimas apaleadas o en la descripción sadominuciosa de propiciar la muerte. Otros –García Márquez lo indica– se sienten más escritores de lo que son y sus terribles experiencias sucumben a la [...] retórica de la máquina de escribir. Confundidos con el material de que disponen, se los traga la tierra en descripciones de masacres sin preguntarse si lo más importante, humana y por lo tanto materialmente, eran lo muertos o los vivos que debieron sudar hielo en sus escondites, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas [García Márquez, 1959, 16].
El drama está en la atmósfera de terror que genera tantos crímenes, en el alma de las víctimas como en la de los victimarios; en las vivencias de los perseguidos como en las de los perseguidores. No pocos ven en la Violencia el funcionamiento de un sistema bárbaro, semicapitalista, inhumano, pero no atinan a descubrir los mecanismos de ese funcionamiento. En estos novelistas se produce una crisis de identidad que no logran resolver. Esta se manifiesta en una práctica escritural que deja entrever el tipo de mediaciones que la cruzan, particularmente de tipo socio-ideológico, donde se observan no sólo visiones particulares de la realidad, sino también ciertas formaciones sociales que se interponen. Conscientes de su complicidad –aunque sólo fuese la complicidad del silencio– de su clase en el mantenimiento de una sociedad basada en la explotación de otras clases. Esos y
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otros escritores se alejan de ella, la repudian consciente, política y públicamente, y se solidarizan, por simpatía, con quienes van a ser sus personajes, pero no logran, en compensación, identificarse con ellos: pertenecen a otra clase, a otra mentalidad, a otra cultura cuyos símbolos no aciertan a descubrir o a interpretar. Se quedan, entonces, a medio camino, en una suerte de “tierra de nadie ideológica” que, sin embargo, resulta pertenecer a alguien: a la propia mentalidad de clase que pretenden condenar y abandonar (Adoum, 280). Aproximaciones
De la lectura de las novelas escritas entre 1949 y 1967 que abordan la violencia de diversas maneras, podemos sacar ciertas conclusiones estadísticas susceptibles de mayor precisión. De las setenta novelas conocidas que tratan de la Violencia: 54 (77%) implican a la Iglesia católica colombiana como una de las instituciones responsables del auge de la violencia; 62 (90%) comprometen a la policía y a los grupos parapoliciales (chulavitas, pájaros, guerrillas de la paz, policía rural) del caos, destrucción y muertes; 49 (70%) defienden el punto de vista liberal y se atribuye la Violencia a los conservadores; 7 (10%) novelas reflejan la opinión conservadora y endilgan la Violencia a los liberales; 14 (20%) hacen una reflexión crítica sobre la Violencia, superando de esta manera el enfoque partidista. De los 57 escritores, 19 (33%) habían escrito por lo menos una obra antes de su primera novela sobre la Violencia, 38 (67%) se inician escribiendo sobre ella. Concluyendo de manera tentativa, porque aún no se ha agotado toda la bibliografía que presumiblemente exista sobre
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el tema de estudio, se puede afirmar que, con la Violencia de mediados de siglo en Colombia: se produce por primera vez una literatura con particularidades propias, entendida como: [...] un sistema de obras ligadas por denominadores comunes, que permiten reconocer las notas dominantes de una fase. Estos denominadores son, aparte de las características internas (lengua, tema, imágenes), de ciertos elementos de naturaleza social y psíquica, aunque literariamente organizados, que se manifiestan históricamente y hacen de la literatura un aspecto orgánico de la civilización. Entre ellos distínguese: la existencia de un conjunto de receptores... sin los cuales la obra no vive; un mecanismo transmisor (un lenguaje traducido en estilos) que liga unos a otros. El conjunto de los tres elementos da lugar a un tipo de comunicación interhumana... y de interpretación de las diferentes esferas de la realidad [Cándido citado por Rama, 277-336].
Es la primera vez que se da una respuesta unánime y masi va de parte de los escritores por plasmar, casi de inmediato, dicho fenómeno. Se produce un número considerable de novelas sobre una misma problemática: la Violencia. Entre 1949 y 1967 se publican setenta novelas y centenares de cuentos. Incluidas las novelas que se han publicado hasta el presente, éstas pasan del centenar. En un corto lapso, menos de veinte años, cincuenta y siete escritores se dedican a escribir sobre un tema común que los afecta de alguna manera, contribuyendo así, consciente o inconscientemente, a despertar al país del aletargamiento cultural en el que había vivido por siglos, liberándolo, en algo, de un pesado sentimiento de frustración cultural. Nunca antes un
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motivo socio-histórico estimula a tantos escritores a recrearlo, escritores de todos los sectores de la sociedad (políticos, militares, médicos, sacerdotes, periodistas, guerrilleros, intelectuales y otros) que se comprometen en una misma labor: escribir sobre la historia política contemporánea, desde su propia óptica del mundo y con las herramientas literarias de que disponen. También por primera vez la literatura colombiana se integra plenamente a la realidad que la circunda; se toma conciencia de lo que implica el oficio literario y la necesidad de ahondar sobre la realidad histórica en la que se vive; urge acercarse a la corriente universal de la cultura sin relegar la propia, por el contrario, se la incorpora y profundiza; se estudian e internalizan los problemas inherentes al lenguaje y el manejo de las diversas técnicas narrativas. Se reconoce el oficio del escritor como una actividad exigente y exclusiva. Una nueva generación de escritores deja de mirarse en el espejo europeo o estadounidense como único parámetro de la cultura, para nutrirse de todas las vertientes y, particularmente, para mirarse en su propio espejo cultural. La literatura colombiana toma las armas que le pertenecen para reivindicar la historia de un pueblo, sus luchas, agonías, nostalgias y contradicciones. La literatura colombiana se levanta contra una cultura burguesa señorial, ficticia y simulada. Obras de referencia
Adoum, Jorge E. “Ideología y novela”. Latinoamérica. Anuario de Estudios Latinoamericanos. México: UNAM, 1981, 280. Barthes, Roland. S / Z . México: Siglo XXI, 1980.
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1954
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1. García Márquez, Gabriel. La hojarasca. Bogotá: S.L.B. 2. Jerez, Hipólito. Monjas y bandoleros. Bogotá: Paz. 3. Pareja, Carlos. El monstruo. Buenos Aires: Nuestra América. 4. Vélez, Federico. A la orilla de la sangre. Madrid: Coculsa. 5. Manrique, Ramón. Los días de terror . Bogotá: A.B.C. 1956
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1. Castaño, Alberto. El monstruo. Bogotá: El Nuevo Mundo. 2. Esguerra Flórez, Carlos. Tierra verde. Bogotá: Iqueima. 1958
1. Garcia Márquez, Gabriel. El coronel no tiene quien le escriba Bogotá: Revista Mito, No. 19. 2. Gómez V., Francisco. Cadenas de violencia . Cali: Pacífico. 3. González P., Francisco. Bienaventurados los rebeldes. Bogotá: Bibliográfica Colombiana. 1959
1. Eguza, Tirso de. Caos y tiranía. Medellín: Granamérica. 2. Jaramillo, Euclides. Un campesino sin regreso . Medellín: Bedout. 3. Franco Isaza, Eduardo. Las guerrillas del Llano . Bogotá: Librería Mundial. 1960
1. Bayer, Tulio. Carretera al mar . Bogotá: Iqueima. 2. Cartagena, Donaro. Una semana de miedo . Bogotá: El Libertador. 3. Echeverri Mejía, Arturo. Marea de ratas. Medellín: Aguirre. 4. González, Gustavo. Frente a la violencia. Medellín: Bedout. 5. Sanín Echeverri, Jaime. ¿Quién dijo miedo? Medellín: Aguirre. 6. Zapata Olivella, Manuel. La calle 10. Bogotá: Casa de la Cultura. 7. Gaviria, Rafael Humberto. La luna y mi fusil . La Habana: Tierra Nueva.
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1961
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1. Yarce Tabarés, Efraím. Secuestro y rescate. Medellín: Carpel Antorcha. 2. Zapata Olivella, Manuel. Detrás del rostro. Madrid: Aguilar. 1964
1. Ángel, Augusto. La sombra del sayón . Bogotá: Kelly. 2. Caballero Calderón, Eduardo. Manuel Pacho . Medellín: Bedout. 3. Echeverri Mejía, Arturo. Bajo Cauca. Medellín: Aguirre. 4. Mejía Vallejo, Manuel. El día señalado. Barcelona: Destino. 5. Ponce de León, Fernando. La castaña. Bogotá: Espiral. 6. Posada, Enrique. La bestias de agosto. Bogotá: Espiral. 7. Tovar, Efraím. Zig-zag de bananeras . Bogotá: Colombia Editores. 1965
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3. García, J. J. Diálogos en la reina del mar . Bogotá: Tercer Mundo. 4. Osorio, Luis Enrique. ¿Quién mató a Dios ? Bogotá: La Idea. 5. Osorio Lizarazo, J. A. Camino en la sombra . Madrid: Aguilar. 6. Botero, Jesús. Café exasperación. Medellín: Bedout. 1966
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