La escuela episcopal.
A partir de mediados del siglo XI, la cultura y la transmisión del saber experimentaron un profundo cambio, ligado a las transformaciones socioeconómicas sobrevenidas en Occidente entre los siglos XI y XIII. En la Alta Edad Media, las escuelas monásticas fueron los centros del saber por excelencia, a los cuales se añadieron, a partir de Carlomagno, las escuelas catedralicias y episcopales, que poco a poco fueron superando en importancia a las primeras. En el siglo XII, la escuela catedralicia era la institución escolar urbana por excelencia. Bajo la autoridad del obispo y de su canciller, alrededor del claustro catedralicio se impartían unos conocimientos básicamente orientados a las preocupaciones religiosas. La calidad de esa enseñanza estaba determinada por los profesores, así como también por el prestigio de la catedral. Prácticamente todos los hombres importantes del mundo de la cultura del siglo XII estuvieron ligados a ellas, ya como obispos, ya como responsables. Poco a poco, algunas de esas escuelas fueron adquiriendo notoriedad por alguna de las enseñanzas impartidas en ellas. Las escuelas catedralicias o colegiales tenían un carácter de educación puramente eclesiástica. Todos sus estudiantes y profesores eran clérigos o aspirantes a tales, es decir ordenados en algún grado, y los estudios que realizaban eran puramente verbales. Las matemáticas nunca se enseñaron en estas escuelas, con la única excepción del cálculo de fechas y fiestas movibles. Los vestigios que quedaban de esta ciencia se basaban en el modelo pitagórico-platónico, o sea que se utilizaban como simple medio para investigar el plan subyacente del universo. Los conocimientos y técnicas exigidos por la vida práctica se desarrollaron por otros caminos: los gremios Durante los siglos XI y XII, las escuelas catedralicias tomaron la tarea de suministrar una educación profana más extensa. Durante el siglo XII, los eruditos que instruían en estas escuelas desarrollaron su interés por cuestiones referidas a la clasificación y al contenido de los estudios, con el motivo de atribuirles un mayor sentido práctico que atendiera a las necesidades de la vida diaria. Algunas escuelas empezaron a adoptar un carácter más corporativo, y en el transcurso de un siglo, dieron lugar a una nueva entidad: la universidad o “studium generale”, como se nombro en sus comienzos.
Su aparición obedeció a la imperiosa necesidad de dar una formación adecuada a juristas, maestros y clérigos que integraban las administraciones cada vez más complejas de la Iglesia y el Estado. En las escuelas catedralicias se utilizaba el método escolástico. La lectura escolástica se distinguía fundamentalmente de la que se hacía en los monasterios, no sólo por el hecho de que la segunda era cultivada especialmente por monjes, sino también porque el transcurso y la interpretación teológica de la misma tenían su lugar en la ordenación monástica de la vida y del día, en el contexto de la institución monacal y de su actividad litúrgica y espiritual.