a x t m o
ha ciudad del diablo amarillo y
otros otros ensayos ensayos del ciclo iclo en No Norteamérica
EDITORIAL PROGRESO MOSCU
INDICE IND ICE
E N N O R T E A M E R IC IC A
LA CIUDAD DEL DIABLO AMARILLO
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EL REINO DEL TEDIO
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“MQB”
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M IS INTER VIU S
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UNO DE LOS REYES REYES DE LA REPUBLICA REPU BLICA
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EL SACERDOTE DE LA MORAL
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LOS DUEÑOS DE LA VIDA
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RESPUESTA AL CUESTIONARIO DE UNA REVISTA NOR TEAM ERICANA
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Traducido del ruso ¡>or A. IIERRAIZ
Los reportajes y panfletos incluidos en el presente libro fueron escritos por Máximo Gorki en 1906, durante su estancia en los EE.UU. No fue el exotismo de las praderas y los rascacielos —de los que tan ta n to se escribía escr ibía por po r aquello aqu elloss años añ os— — lo que atrajo su atención. Gorki fue uno de los primeros que presentó la verdadera faz social de los Estados Unidos imperialistas, su antihumanismo, la mentira y la falsedad de la encomiada democracia norteamericana. “Yo veo por primera vez una ciudad tan monstruosa —escribía —escribía Gorki, refiriéndose a Nueva Nuev a York—, y jamás me han parecido los hombres tan míseros, tan esclavizados”. Los artículos que figuran en el ciclo “En Norteamérica” nos revelan con diafanidad esa peculiar maestría con que Gorki sintetizaba, de modo satírico, todos los fenómenos.
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EN NORTEAMERICA
La La ciudad del Diablo Amarillo
. .Sobre el océano y la tierra se cernía la niebla, densamente mezclada con con humo; una un a lluvia fina fin a caía perezosa perezosa sobre los oscuros edificios de la ciudad y sobre el agua turbia de la rada. En la cubierta del barco se habían reunido los emigrantes, mirando en silencio a su alrededor con ojos escrutadores de esperanza y de aprensión, de miedo y de alegría. — ¿Quié ¿Q uién n es ésa? —preg —pr egun untó tó en voz b a j a u n a much mu chac acha ha pola po laca ca,, a punt pu ntan ando do,, asom as ombr brad ada, a, a la esta es tatu tuaa de la L iber ib erta tad. d. Alguien repuso : — El dios n o r tea te a m e ric ri c a n o .. . La silueta maciza de la mujer de bronce está cubierta de orín verde desde la cabeza hasta los pies. El frío rostro mira, mira , cieg ciego o, a través de la niebla, hacia hac ia el desierto desierto del océano, como si el bronce esperasé del sol la vivificación de sus ojos muertos.*A los pies de la Libertad hay poca tierra; la estatua parece surgir del fondo del océano; su pedestal se diría hecho de olas petrificadas. Su brazo, muy elevado sobre el océano y los mástiles de los barcos, infunde a su postura belle be lleza za y u n a orgu or gullo llosa sa m ajes aj estu tuos osid idad ad.. P arec ar ecee que la a n tor to r cha que que aprie ap rietan tan fuertemente fuertem ente sus sus dedos dedos va a encenderse, encenderse, disipará el humo gris e inundará con largueza todo en torno con su luz cálida y radiante. Y alrededor del minúsculo pedazo de tierra, sobre el que se alza la estatua, enormes barcos de hierro resbalan por p or el agua ag ua del océano, como como monstru mon struos os ante an tedi dilu luvi vian anos os;; pequ pe queñ eñas as canoas can oas se desliz de slizan an veloces, lo mismo que tiburon tibu rones es hambrientos. Rugen las sirenas, semejantes a las voces de los gigantes en los cuentos, resuenan estridentes silbidos, chirrían las cadenas de las anclas, las olas del océano cha pote po tean an grave gr aves. s. Todo, alrededor, corre, se precipita, vibra intensamente. Las hélices y las ruedas de los barcos baten presurosas el agua, cubierta de una espuma amarilla y surcada de arrugas. Y se diría que todo —el hierro, la piedra, el agua, la madera— está lleno de protesta contra la vida sin sol, sin .
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canciones y sin felicidad, contra la vida prisionera de un penoso trabajo. Todo gime, todo aúlla, rechina, obedeciendo a no se sabe qué fuerza secreta, hostil al hombre. En todas partes, sobre el pecho del agua, surcada y rota por el hierro, ensuciada con manchas grasicntas de petróleo, llena de astillas y de virutas, de paja y de restos de comida, obra una fuerza maligna y fría, oculta al ojo humano. Severa y monótona, ella empuja toda esta máquina inmensa, en la que los buques y las dársenas no son más que pequeñas piezas, y el hombre un tornillo insignificante, un punto invisible en medio de los monstruosos monstruosos y sórdidos entrelazamientos entrelazam ientos de hierro, de madera, en el caos de los barcos, de los botes y de los “ferryboats”. Atontado, ensordecido por el estruendo, abatido por esta danza de la materia muerta, un ser bípedo, negro de hollín y de aceite, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, me mira extrañamente. Su cara está untada de una capa espesa de mugre grasienta, y no son los ojos de un hombre vivo viv o los que brillan en en ella, ella , sino el marfil mar fil blanco de los dientes. *
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El barco se desliza lentamente entre la multitud de las demás embarcaciones. Los rostros de los emigrantes se han vuelto extrañamente grises, se han embrutecido; y en todos los ojos aparece una mirada uniforme, borreguil. Los hombres siguen en la cubierta y miran silenciosos la niebla. Y en la niebla nace, crece algo inconcebiblemente enorme, lleno de un sordo rumor, que jadea al encuentro de los hombres con una respiración fétida y pesada, y en su ruido se escucha algo terrible, ávido. Es la ciudad, es Nueva York. En la orilla se alzan casas de veinte pisos, los “rascacielos”, silenciosos y oscuros. Cuadrados, sin ninguna pretensión de belleza, obtusos, los pesados edificio edi ficioss elévan elé vanse se al cielo sombríos sombríos y aburrido aburridos. s. En cada edificio se siente la altanera jactancia de su altura, de su fealdad. En las ventanas no hay flores, no se ve a ningún niño. . . D e lejo le jos, s, la ciudad parece parec e una un a eñor eñorm m|b 1¡S®idíbula, de dientes negros y desiguales. Respira, ex^j&^en^^ pelo nu
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bes de humo, y resopla, como un glotón aquejado de obesidad. Al entrar en la ciudad, uno siente que ha caído en un estómago de piedra y de hierro, en un estómago que se ha tragado varios millones de hombres y que ahora los tritura y digiere. La calle es una garganta resbaladiza y ávida, por la que resbalan hacia el fondo los pedazos oscuros del alimento de la urbe: los hombres vivos. En todas partes, sobre la cabeza, a los pies y al lado de uno, vive, retumba, festejando sus victorias, el hierro. Procreado por la fuerza del Oro, animado por él, envuelve al hombre con su tela de araña, lo aturde, le absorbe la sangre y el cerebro, le devora los músculos y los nervios, y crece, crece, apoyándose en la piedra muda, extendiendo más y más los eslabones de su cadena. Como enormes gusanos se arrastran las locomotoras, llevando tras de sí vagones; graznan, lo mismo que patos gordos, las bocinas de los autos; zumba, huraña, la electricidad; el aire sofocante está, como una esponja, impregnado de miles de sonidos estridentes. Aplastado contra esta ciudad sucia, manchado por el humo de las fábricas, el aire permanece inmóvil entre los altos muros cubiertos de hollín. *
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En las plazas y en los pequeños jardines públicos, donde las hojas polvorientas de los árboles penden muertas de las ramas, se elevan unas estatuas oscuras. Sus rostros están cubierto cubiertoss de una gruesa capa de suciedad; el polvo polv o de la ciudad obstruye sus ojos, que un día ardieron de amor a la patria. Estos hombres de bronce están muertos. Solitarios en la red de los “rascacielos”, parecen enanos en la sombra negra de los altos muros; se han extraviado en el caos de demencia que les rodea; se han detenido,*y, medio deslumbrados, brados, tristemente, tristem ente, el corazón corazón dolorido contemplan contem plan el ávido ajetreo de la gente gen te que se muev m uevee a y us pies. Los hombres, hombres, pequeños, negros, corren atareados aelante de las estatuas, y nadie vuelve los ojos hacia el rostro del héroe. Los ictiosauros del capital han barrido de la memoria humana el significado de los creadores de la libertad. Diríase que los hombres de bronce están embargados por una misma idea dolorosa: dolorosa: *
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— ¿Acas ¿A caso o era ésa la v ida id a que yo quería quer ía crear? crear? Alrededor hierve, como la sopa sobre el fuego, una vida febril; los pequeños hombres corren, se mueven, desaparecen en este hervidero, igual que granos de sémola en eí caldo, igual que astillas en el mar. La ciudad brama y devora a los hombres, uno tras otro, con sus fauces insaciables. Algunos de los héroes han dejado caer los brazos; otros los han levantado y los extienden sobre la cabeza de los hombres, advirtiendo: — ¡Deten ¡D eteneos eos!! Esto no es vid vi d a ; esto es una lo c u r a .. . Todos ellos están de más en el caos de la vida de las calles; todos ellos se encuentran fuera de su sitio en el feroz alarido de avidez, en la estrecha prisión de esta lúgubre fantasía de piedra, de vidrio y de hierro. Una noche, de pronto, descenderán todos de sus pedestales y' con pasos resonantes de hombres ofendidos, marcharán por las calles, llevando la angustia de su soledad fuera de esta urbe, hacia el campo, donde brilla la luna, donde hay aire y una apacible quietud. Cuando un hombre ha trabajado toda su vida para el bien de su patria, merece, sin duda, que se le deje en paz después de su muerte. *
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Por las aceras caminan apresuradamente los hombres, aquí y allá, en todas direcciones. Los poros profundos de los muros muros de piedra los absorben. absorben. El bramido triunfante triunfa nte del hierro, el estrepitoso aullido de la electricidad, el estruendo de la construcción de una nueva red de metal, de nuevos muros de piedra, todo eso ahoga las voces de los hombres, como la tempestad apaga en el océano los gritos de las aves. Los rostros de los hombres están impasibles, tranquilos; probablemente, ninguno de ellos siente la desgracia de ser esclavo de la vida, alimento de la ciudadmonstruo. Eñ su triste suficiencia se consideran los dueños de su destino; en sus ojos brilla a veces la convicción de su independencia, pero, por lo visto, no comprenden que es sólo la independencia del hacha en manos del carpintero, del martillo en manos del herrero, del ladrillo en manos del albañil invisible, que, sonriendo maliciosamente, levanta para todos una cárcel enorme, enorme, aunque estrecha. H a y muchos rostro rostross enérgicos,
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pero en cada rostro se ven, ante todo, los dientes. La libertad interior, la libertad del espíritu no brilla en los ojos de los hombres. Y esta energía sin libertad recuerda el frío fulgor de una navaja que no ha perdido todavía su filo. Es la libertad de los instrumentos ciegos en manos del Diablo Amarillo, del Oro. Yo veo por primera vez una ciudad tan monstruosa, y jamás jam ás me han ha n pareci par ecido do los hombres tan insig in signi nific fican antes tes,, tan esclavizados. Y a la vez, en ninguna parte les he encontrado tan tragicómicamente satisfechos de sí mismos como en este ávido e inmundo estómago de glotón, que cae por avidez en el idiotismo y que con rugidos salvajes de bestia devora cerebros y nervios. .. sfr
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Es doloroso y terrible hablar de los hombres. El vagón del “ferrocarril aéreo”, aullando y rugiendo corre veloz por los raíles entre los muros de las casas de la angosta calle, a la altura de los segundos pisos, envueltos uniformemente en las rejas de los balcones y de las escaleras de hierro. Las ventanas están abiertas, y casi en cada una de ellas hay siluetas humanas. Unas trabajan, cosen algo o hacen cálculos, la cabeza inclinada sobre los escritorios; otras están simplemente sentadas junto a las ventanas o, con el pecho apoyado en los alféizares, miran el paso de los vagones que de desfila sfilan n cada minuto ante sus sus ojos. Todos Todo s — viejos, jóve jó vene ness y niño ni ños— s— observan obse rvan el mismo mism o silenc sile ncio, io, la misma mism a calma calm a uniforme. Se han habituado a este ajetreo sin objetivo, se han habituado a pensar que hay un objetivo en todo esto. En los ojos no hay ni cólera contra el imperio del hierro ni odio a su triunfo. El paso fugaz de los vagones sacude los muros de las casas, hace sobresaltar los pechos de las mujeres y las cabezas de los hombres; los cuerpos de los niños, tumbados en los balcones metálicos, tiemblan, igualmente, habituándose a aceptar esta vida odiosa como algo normal e inevitable. En los cerebros, siempre sacudidos, es, probablemente, imposible que el pensamiento teja sus encajes audaces y bellos, es imposible el nacimiento de un sueño vivo, osado. Rápido, como un centelleo, aparece el rostro oscuro de una vieja con una blusa sucia y desabrochada. Dejando paso
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a los vagones, el aire, atormentado, envenenado, se lanza medroso a las ventanas; los cabellos canosos se agitan en la cabeza de la anciana, como las alas de un pájaro gris. La mujer cierra sus ojos plomizos y apagados. Desaparece. En los turbios interiores de las habitaciones se entrevé las barras de hierro de las camas, recubiertas de andrajos; sobre las mesas hay vajilla sucia y restos de comida. Se quiere ver flores en las ventanas, se busca a una persona con un libro en la mano. Los muros fluyen delante de los ojos, como fundidos, corren a vuestro encuentro igual que un torrente sucio; en la carrera veloz de la avalancha hormiguean penosamente los hombres mudos. Un cráneo calvo brilla opaco tras un cristal polvoriento y se balancea sobre un torno con un movimiento uniforme. Una muchacha esbelta, de cabellos rojos, sentada en una ventana, hace media, contando los puntos con sus ojos oscuros. La ola de aire empuja a la muchacha hacia el interior de la habitación, pero ella no aparta los ojos de la labor, no se arregla el vestido, agitado por el viento. Dos niños de unos cinco años construyen en el balcón una casa con astillas. La construcción se derrumba de la sacudida. Los niños recogen con sus manitas las finas astillas, para que no caigan a la calle por los itersicios de la barandilla del balcón, y tampoco ellos miran la causa que estorba su juego. Rostros y más rostros, rostros, uno tras tras otro, otro, aparecen apar ecen y desaparecen desapar ecen en las ventanas, como pedazos de algo muy grande, aunque roto y reducido a partículas de polvo triturado. Perseguido por la carrera loca de los vagones, el aire agita las ropas y los cabellos de los hombres, les golpea el rostro con una ola cálida y sofocante, les empuja, les aturde con miles de sonidos, les arroja a los ojos un polvo acre y fino, les ciega, les ensordece ensordece con u n 'so 's o n id o prolongado, prolongado, aullante, continuo. .. Para cualquier hombre vivo que piense, que forje en su cerebro cerebro sueños, cuadros, imágenes imág enes,, que tenga teng a deseos, qu quee añore, que quiera, que niegue, nieg ue, que espere; para cualquier hombre vivo todo esto —este aullido salvaje, este chirrido, este bramido, esta trepidación de la piedra de los muros, el temeroso tintineo de los cristales en las ventanas— sería un* estorbo. Indignado, el hombre saldría a la calle y rompería, destruiría esta abominación, el “ferrocarril aéreo”; haría
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callar el insolente alarido del hierro. El hombre es el dueño de la vida; la vida es para él, y todo lo que le impida vivir debe ser aniquilado. Los habitantes de las casas de la ciudad del Diablo Dia blo Amarillo soportan tranquilamente todo lo que mata al hombre. 95 *
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Debajo de la red de hierro del “ferrocarril aéreo”, en el polvo y en las inmundicias del pavimento, retozan silenciosamente los niños. Silenciosamente, porque, aunque se ríen y gritan igual que todos los niños del mundo, sus voces, como gotas de lluvia en el mar, se ahogan en el estrépito que viene de arriba. Parecen flores que una mano brutal hubiese arro jad ja d o por las venta ve ntana nass de las casas al fang fa ngo o de la call ca lle. e. Como alimentan sus cuerpos con las emanaciones grasicntas de la ciudad, están pálidos, amarillos, tienen la sangre envenenada, los nervios irritados por el siniestro clamor del metal herrumbroso, por el aullido lúgubre de los rayos esclavizados. ¿Acaso estos niños crecerán hombres sanos, audaces, orgullosos?, se pregunta uno. En respuesta, todo rechina, se ríe a carcajadas, chirria malévolo. Los vagones pasan a toda velocidad ante East Side, el barrio de los pobres, el basurero de la ciudad. Las hondas cunetas de las calles conducen a la gente hacia las profundidades de la ciudad, donde —piensa uno— existe un agujero enorme, sin fondo, una caldera o una marmita, a la que afluyen todos estos hombres y donde se les cuece para sacar de ellos oro. Las cunetas de las calles rebosan de niños. Yo he visto mucha miseria, conozco bien su faz verdosa, exangüe, huesuda. En todas partes he visto sus ojos, embrutecidos de hambre y ardorosos de avidez, astutos y vindicativos, o servilmente resignados y siempre inhumanos; pero el horror horror de la miseria de East Side es lo más lúgubre que conozco. En estas calles, abarrotadas de gente, como sacos de trigo, los niños, en el aire sofocante, saturado de un polvo acre, buscan ansiosamente las hortalizas podridas en los cajones de basura pegados a las aceras y las engullen en el acto con su moho.
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Cuando encuentran una corteza de pan podrido, el hallazgo provoca entre ellos una salvaje hostilidad; acuciados por el hambre, se pelean como cachorros. Cubren el pavimento en bandadas, lo mismo que palomas voraces; a la una de la madrugada, a las dos e incluso más tarde, siguen hurgando entre las inmundicias, microbios lamentables de la miseria, reproches vivos a la avidez de los esclavos ricos del Diablo Amarillo. En las esquinas de las calles sucias hay una especie de hornos o braserillos; en ellos se cuece algo; el vapor, elevándose al aire por un tubo estrecho, silba en el pequeño pito que lo remata. El silbido agudo y penetrante corta con su filo tembloroso los ruidos de la calle, se tiende interminable, como un hilo frío de deslumbradora blancura, se retuerce alrededor alrededo r de vuestra garganta, os embrolla embroll a las ideas en la cabeza, os enfurece, os empuja y, sin cesar un segundo, tiembla en el olor a podrido que devora el aire, tiembla burlón traspasando odiosamente esta vida que se hunde en el fango. La suciedad es el elemento que impregna todo: los muros de las casas, los cristales de las ventanas, la ropa de la gente, los poros de su piel, los cerebros, los deseos, las ideas.. . A lo largo de estas calles, las cavidades oscuras de las puertas recuerdan heridas purulentas en la piedra de los muros. Cuando uno ve los sucios peldaños de las escaleras, cubiertos de inmundicias, le parece que allí, en el interior de las casas, todo se ha descompuesto y supura, como en las entrañas de un cadáver. Y los hombres hacen pensar en los gusanos. . . Una mujer alta, de ojos grandes y oscuros, está de pie junt ju nto o a una puerta, puer ta, con un niño niñ o en los brazos; tiene tie ne la blusa blu sa desabrochada; su seno azul cuelga, fláccido, como una larga bolsa. El niño chilla, arañando con los d»dos el cuerpo flaco y hambriento de la madre, hunde la cara en el pecho, chupa ruidosamente, se calla un instante, grita de nuevo con más fuerza, golpea con las manos y los pies el pecho de la madre. Ella sigue de pie, tal que petrificada, y sus ojos, redondos como los de una lechuza, miran obstinadamente a un punto fijo. Se siente que esta mirada no puede ver otra cosa que pan. La madre aprieta con fuerza los labios y respira por la nariz, cuyos orificios se estremecen, aspirando el aire espeso, cargado de olores, de la calle; calle ; este este ser humano vive viv e del
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recuerdo de la comida que ha tragado ayer y sueña con el pedazo de de algo que tal vez coma un día. El niño grita, grita, agitando convulsivamente su cuerpecito pequeño y amarillo; ella no oye sus gritos, no siente los golpes... Un viejecito, largo y flaco, con cara de ave de rapiña, la cabeza gris al descubierto, entornando los párpados rojos de sus ojos enfermos, hurga cuidadosamente en un montón de basura, de donde saca pedazos de carbón. Cuando alguien se acerca a él, se vuelve torpemente, como un lobo, y rezonga algo. Un joven, muy pálido y delgado, apoyado contra el poste de una farola, mira con sus ojos grises a lo largo de la calle y de vez en cuando sacude su cabeza rizada. Sus manos están profundamente hundidas en los bolsillos del pantalón, y dentro de ellos se mueven, convulsos, los dedos... Aquí, en estas calles, se siente al hombre, se oye su voz, colérica, irritada, vengadora. Aquí el hombre tiene su rostro: hambriento, excitado, angustiado. Se ve que los hombres sienten, se nota que piensan. Hormig Ho rmiguean uean en las cunetas sucias, se rozan los unos contra los otros, como las inmundicias en un torrente de agua turbia; la fuerza del hambre les hace girar y moverse, exacerbando en ellos el deseo vehemente de comer algo. En la espera de la comida, soñando con el placer de saciarse, tragan el aire saturado de veneno, y en las profundidades tenebrosas de sus almas nacen ideas violentas, sentimientos astutos, deseos criminales. ¡Estos hombres parecen microbios patógenos en el estómago de la ciudad, y llegará un día en que la envenenen con los mismos tóxicos con que ella les alimenta ahora tan pródigamente! El joven de la farola sacude de vez en cuando la cabeza, apretando con fuerza los dientes hambrientos. Yo creo adivinar lo que piensa, lo que quiere: tener unas manazas enormes de fuerza terrible y unas alas a la espalda. Es para elevarse un día sobre la ciudad, hundir en ella las manos, como dos palancas de acero, y hacer de todo un montón de basura y de polvo: el ladrillo y la perla, el oro y la carne de los esclavos, el vidrio y los millonarios, el cieno, cieno, los idiotas, los templos, los árboles envenenados por la inmundicia y estos “rascacielos” estúpidos, todo, toda la ciudad reducirla a un
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montón, a una masa de cieno y de sangre humana, a un caos inmundo. Este terrible deseo es natural en el cerebro del jov jo v e n , como un absceso absce so en el cuerpo de un cacoqu cac oquími ímico. co. D o n de hay mucho trabajo de esclavos, no puede haber lugar para el pensamiento libre, creador. Allí pueden florecer sólo ideas de destrucción, las flores ponzoñosas de la venganza, la iracunda protesta de la bestia. Cosa comprensible: al deformar el alma del hombre, la gente no debe aguardar misericordia de él. El hombre tiene derecho a vengarse; este derecho se lo da la gente. * * * En el cielo turbio, cubierto de hollín, se extingue el día. Los enormes edificios se hacen aún más sombríos, más pesados. Aquí y allí, en sus oscuras entrañas, se encienden luces y brillan como los ojos amarillos de unas fieras raras, que deben velar toda la noche las riquezas inanimadas de estos sepulcros. Los hombres han terminado su jornada y, sin pensar para qué han hecho su trabajo, sin pensar si es necesario para ellos, corren rápidamente a dormir. Las aceras están anegadas en torrentes oscuros de cuerpos humanos. Todas las cabezas están uniformemente cubiertas de sombreros hongos y todos los cerebros —lo dicen los ojos— se han dormido ya. Ha terminado el trabajo, ya no hay en qué pensar. Todos piensan sólo para el patrono; para sí mismos no tienen nada que pensar: si hay trabajo, habrá pan y los placeres baratos de la vida. A excepción de eso, el hombre de la ciudad del Diablo Amarillo no necesita nada más. Las gentes van a sus lechos, en busca de sus mujeres, en busca de sus hombres, y por la noche,'en las habitaciones sofocantes, se besarán, pegajosos de sudor, para que nazca un nuevo y fresco alimento con destino a la ciudad. .. Caminan. No se oye reír a nadie, no hay un alegre murmullo de voces, y no brillan las sonrisas. Graznan los automóviles, restallan los látigos, cantan gravemente los cables eléctricos, los vagones trepidan. Probablemente, en algún sitio toca la música. Los mozalbetes vocean, chillones, los títulos de los diarios. El sonido innoble de un organillo y el gemido de
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algilion se funden en el abrazo tragicómico del asesino y del payaso de feria. Los pequeños hombres caminan abúlicos, como piedras que ruedan cuesta abajo... Enriéndense más y más luces amarillas; muros enteros refulgen con ardientes anuncios de cerveza, de whisky, de jabón, jab ón, de una nuev nu eva a hoja ho ja de afeita afe itar, r, de sombreros, de cig ci g a rros puros, de teatros. El estruendo del hierro, empujado en todas partes a lo largo de las calles por el ímpetu codicioso del Oro, no enmudece. Ahora, cuando en todos sitios arden luces, esc gemido continuo es aún más intenso, adquiere un sentido nuevo, una fuerza más atroz. I)c los muros de las casas, de los anuncios, de las ventanas de los los restoranes restoranes fluye flu ye la luz cegadora del Oro Oro fundido. Insolente y chillona, se agita triunfante en todas partes, hiere la vista, deforma los rostros con su frío resplandor. Su centelleo astuto está lleno del deseo agudo de extraer de los bolsillos de la gente las migajas ínfimas de su salario; articula sus guiños en palabras de fuego y con ellas llama en silencio a los obreros obreros hacia hac ia los deleit del eites es baratos, les ofrece ofr ece cosas cómodas. . . ¡(Jué terrible cantidad de luz hay en esta ciudad! Al principio esto parece bello, y, excitándoos, os alegra. La luz es un elemento en libertad, una hija altiva del sol. Cuando florece impetuosamente, sus flores palpitan y viven más bellas que todas las flores de la tierra. La luz purifica la vida, puede aniquilar lodo lo viejo, lo muerto e inmundo. I’eio ( liando en esta ciudad se mira a la luz, cautiva en 1 ansp.iivnles prisiones de cristal, se comprende que, como lodo, la luz está aquí esclavizada. Sirve al Oro, existe para el Oro y se halla hostilmente lejos de los hombres... Como lodo —el hierro, la piedra, la madera—, también la luz conspira conlra el hombre ; cegándolo, le llama: 1
- - ¡V e n aq uí !
Y le embauca: ¡Dame tu dinero! Los hombres acuden a su llamada, compran la bagatela que no necesitan y presencian espectáculos que les embrutecen. Se tiene la impresión de que en alguna parte, en el centro de la ciudad, gira con alaridos voluptuosos a horripilante velocidad una gran bola de Oro; ella esparce a través de las
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calles partículas de polvo, y durante todo el día los hombres las cazan, las buscan, las captan ávidamente. Pero llega la noche. La bola de Oro comienza a girar en dirección inversa, formando un ígneo torbellino sin calor, y arrastra hacia él a los hombres para obligarles a devolver el polvo áureo que han cazado durante el día. Los hombres entregan siempre más de lo que han tomado, y a la mañana siguiente, la bola de Oro ha aumentado de volumen, su rotación se hace más rápida, suena más alto el aullido triunfante del hierro, su esclavo, suena más ensordecedor el estrépito de todas las fuerzas domeñadas por el Oro. Y más codiciosamente, con mayor poder que ayer, la bola de Oro absorbe la sangre y el cerebro de los hombres, para que, al llegar la noche, esta sangre, este cerebro se convierta en un metal frío, amarillo. La bola de Oro es el corazón de la ciudad. En sus pulsaciones se encierra toda la vida; en el aumento de su volumen está todo su sentido. Para ello los hombres cavan días enteros la tierra, forjan el hierro, construyen casas, respiran el humo de las fábricas, absorben con los poros del cuerpo la suciedad del aire envenenado, enfermo; enfermo; para ello venden vend en su hermoso hermoso cuerpo. Este hechizo abominable endormece sus almas, hace de los hombres hombres instrument instrumentos os dóciles del Diablo Dia blo Am arillo, el mineral del que el Diablo obtiene infatigablemente el Oro, su carne y su sangre. *
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Del desierto del océano llega la noche y alienta sobre la ciudad con su respiración fresca y salina. Gomo miles de flechas la traspasan las luces frías; la noche llega cubriendo compasivamente con velos oscuros la íealdad de las casas, la ignominia de las calles angostas, ocultando la porquería de los andrajos de la miseria. El clamor salvaje de la ávida locura corre veloz a su encuentro, alterando su quietud; la noche prosigue su marcha y extingue poco a poco el insolente brillo de la luz esclavizada, cerrando con su mano suave las úlceras supurantes de la ciudad. Pero, al penetrar en el dédalo de las calles, la noche no tiene fuerzas para vencer, para dispersar con su fresco soplo
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las las emanaciones emanacion es deletéreas deletérea s de la ur urbe be.. La noche se frota i milra la piedra de los muros, calentada por el sol, repta por el hierro oxidado de los tejados, por la suciedad del pavimento, se impregna de polvo venenoso, absorbe los olores y, plegando las alas, se acuesta impotente, inmóvil, sobre los tejados de las casas, en las cunetas de las calles. De ella no quedan más que las tinieblas; la frescura y el frío han desaparecido. Se los ha tragado la piedra, el hierro, la madera, los pulmones sucios de los hombres. Ya no hay quietud en ella, ya no hay poesía... La ciudad se duerme en la atmósfera sofocante, gruñe como una bestia enorme. Ha tragado excesivo alimento durante el día; tiene calor, no se siente bien, ve pesadillas, terribles pesadillas. La luz, oscilando, se apaga, después de haber prestado su miserable servicio de provocador, de lacayo del reclamo. Las casas absorben a los hombres, uno tras otro, en sus sus entrañas de piedra. Un hombre flaco, alto, y encorvado se ha detenido en una esquina de la calle, y aburrido, con unos ojos incoloros, mira a derecha e izquierda, volviendo lentamente la cabeza. ¿A dónde ir? Todas las calles son idénticas, y todas las casas se miran unas a otras con las cataratas de sus ventanas turbias, se miran con la misma indiferencia, con la misma inercia... Una angustia sofocante oprime la garganta con su mano tibia, entorpeciendo la respiración. Sobre los tejados de las casas se cierne, inmóvil, la nube transparente de los efluvios diurnos de la ciudad maldita y desgraciada. A través de esta gasa, en las alturas inaccesibles de los cielos brillan opacas las plácidas estrellas. El hombre se ha quitado el sombrero, ha levantado la cabeza y mira hacia arriba. La altura de las casas de esta ciudad ha empujado el cielo más lejos de la tierra que en cualquier otra parte. Las estrellas son aquí pequeñas, solitarias. .. A lo lejos suena, alarmante, una corneta de cobre. Las largas piernas del hombre tiemblan de una manera rara y se dirigen hacia una de las calles; el hombre marcha lentamente, con la cabeza inclinada, moviendo los brazos. Ya es larde, las calles se vacían más y más. Pequeñas siluetas hu2-327
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manas solitarias desaparecen, como moscas, en las tinieblas. En las esquinas permanecen inmóviles los “policemen” de gorro gris, la porra en la mano. Mascan tabaco, moviendo lentamente las mandíbulas. El hombre pasa ante ellos, ante los postes telefónicos, ante las numerosas puertas negras de las casas, puertas negras que abren, soñolientas, sus fauces cuadradas. En alguna parte, lejos, ruge y retumba un tranvía. La noche se ha ahogado en las jaulas profundas de las calles, la noche ha muerto. El hombre camina, moviendo acompasadamente las piernas, y balancea su cuerpo largo y encorvado. En su figura hay algo que piensa y, aunque todavía vacilante, algo resuelto. .. Parece un ladrón. Es agradable ver a un hombre que se siente vivo en las redes negras de la ciudad. Las ventanas abiertas exhalan un olor nauseabundo de sudor humano. Ruidos sordos, incomprensibles, se extienden, soñolientos, en la oscuridad sofocante y angustiosa... La lúgubre ciudad del Diablo Amarillo se ha dormido y delira entre sueños.
El reino del tedio
Al llegar la noche, sobre el océano se eleva, de pronto, hacia el cielo una ciudad fantasmagórica, toda de luz. Miles de chispas rojizas rojizas fulguran ardientemente en las tinieblas, tinieblas, dibujando con un rasgo fino y preciso sobre el fondo oscuro del cielo torres esbeltas de castillos, de palacios y templos maravillosos de polícromo cristal. Una sutil trama de oro tiembla en el aire, entretejiéndose en diáfanos festones de llama y se fija, admirada de su hermosura, en los reflejos del agua. Es fantástico fantá stico e incomprensible incomp rensible el esplendor esplend or de ese fuego, que arde y no destruye nada; es indeciblemente bello su magnífico temblor, apenas perceptible a la vista, que di buja en la soledad del cielo y del océano el cuadro mágico de una ciudad de fuego. Sob Sobre re ello palpita palp ita un resplandor resplandor rojizo, y el agua refleja sus contornos en caprichosos lunares de oro fundido... Los juegos de la luz engendran sueños singulares: parece que allí, en los salones de los palacios, en el brillo deslumbrador de una alegría desbordante, suena, dulce y soberbia, una música que nadie ha oído jamás. Sobre las ondas de su curso armonioso armonioso flotan, como como estrellas aladas, los mejores pen pensasamientos de la tierra. Se entrelazan para bailar una danza sagrada y, fulgurando al abrazarse por un instante, dan nacimiento a una nueva llama, a un pensamiento nuevo. Di ríase que que allí, al lí, en la suave suav e tiniebla, tiniebla , sobre sobre el seno osciosc ilante del océano, se mece una gran cuna, maravillosamente tejida de hilos de oro, de flores y de estrellas, en la que, por la noche, descansa el sol. *
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El sol aproxima al hombre a la verdad de la vida. De día, allí donde antes brillaba un cuento de fuego, no se ve más que blancos y aéreos edificios. La niebla azul que exhala el océano se mezcla con el humo turbio y gris de la ciudad. Los edificios, blancos y ligeros, están envueltos en un velo translúcido; como en un espejismo, tiemblan seductores, llaman a entrar en ellos y prometen algo hermoso, reconfortante.
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Allá, detrás, se alzan pesadamente, entre nubes de humo y de polvo, las casas cuadradas de la gran urbe, y su rugido insaciable, ávido y hambriento resuena sin cesar. Este sonido obsesionante, que sacude con violencia el aire y el alma, este alarido continúo de las cuerdas de hierro, el clamor angustioso de las fuerzas de la vida, oprimidas por el poder del Oro, el silbido frío y burlón del Diablo Amarillo, todo este ruido hace huir de la tierra, aplastada y mancillada por el cuerp cuerpo o nauseabundo de la ciudad. Y los hombres hombres van al borde del océano, donde se elevan los bellos edificios blancos que les prometen el reposo y el silencio. Los edificios se apiñan sobre una larga lengua de arena, que, lo mismo que un cuchillo, se hunde profunda y cortante en las aguas oscuras. La arena esplende al sol con un brillo cálido y dorado, y, sobre su terciopelo, los edificios transparentes parecen finos bordados de seda blanca. Se diría que alguien ha llegado a la punta de la tierra y se ha sumergido en las olas, después de arrojar sobre su pecho los ricos ropajes que vestía. Uno querría aproximarse, pasar la mano por los suaves y delicados tejidos, extenderse sobre sus pliegues fastuosos y contemplar el desierto, donde los pájaros blancos aparecen y desaparecen rápidos y silenciosos, donde el océano y el cielo se han quedado adormecidos en el tórrido resplandor del sol.
Eso se llama Coney Island. Los lunes los diarios de la ciudad informan triunfalmente a sus lectores: “Ayer han visitado Coney Island 300.000 personas. Se han extraviado 23 niños”. .. . . . H ay que ir ir largo tiempo, entre el polvo po lvo y el griterío pie las calles, en el tranvía que pasa por Brooklyn y por Long Island, antes de que aparezca a nuestra vista la deslumbradora magnificencia de Coney Island. Y en cuanto el hombre llega a la entrada de esta ciudad de luz, queda deslumbrado. Cientos de miles de chispas frías y blancas le asaltan los ojos, y durante largo tiempo no puede distinguir nada, envuelto en el polvo resplandeciente; a su alrededor, todo se confunde en un torbellino impetuoso de espuma de fuego,
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todo gira, brilla y atrae. El hombre es aturdido de golpe; tanto brillo le aplasta la conciencia, desaloja de ella al pensamiento y hace del individuo un pedazo de la multitud. multitud. Embriagados y abúlicos, los hombres van a cualquier parte en medio del fulgor fulg or de las luces. En el cer cerebro ebro se insinúa in sinúa una nube de un blancor mate; una espera ávida envuelve el alma en un velo viscoso. Fulminada por el brillo, la multitud desemboca, como un torrente negro, en el lago inmóvil de luz, acosado aquí y allí por los sombríos confines de la noche. En todas partes brillan, frías y secas, pequeñas bombillas. Han sido colgadas de todos los postes y de todos los muros, de las jambas de las ventanas, de las cornisas; sus hileras iguales se extienden por la alta chimenea de la central eléctrica, arden en todos los tejados, arañan los ojos de los hombres con sus sus agujas afiladas afilad as de un brillo muerto. muerto. Los hombres entornan los ojos y, sonriendo desconcertados, se arrastra arrastran n lentamente por la tierra, como los pesados eslabones de una cadena enredada... El hombre tiene que hacer un gran esfuerzo para encontrarse a sí mismo en medio de la multitud, abrumada por un asombro en el que no hay alegría ni entusiasmo. Y el que se encuentra a sí mismo, ve que esos millones de luces engendran una luz melancólica que la desnuda todo y, creado la apariencia de una belleza posible, descubren en todas partes una fealdad estúpida y tediosa. Feérica desde lejos, la fantástica ciudad se eleva ahora como un absurdo dédalo de rectas líneas de madera, como una construcción barata, hecha de prisa y corriendo para divertir a los niños, como el trabajo calculado de un viejo pedagogo que, inquieto por las travesuras de los niños,, desea educar en ellos, incluso con juguetes, la sumisión y la humildad. Vemos decenas de blancos edificios, monstruosos en su diversidad, y en ninguno de ellos encontramos ni siquiera una sombra de belleza. Son de madera; la pintura blanca que los recubre se desconcha, y parece que todos padecen la misma enfermedad de la piel. Las altas torres y las bajas columnas se extienden en dos líneas mortalmente iguales y se aprietan unas a otras sin gusto. Todo aparece desnudo, despojado por el brillo impasible de la luz. La luz está en todas partes; no hay sombra en ningún sitio. Cada edificio se alza como un papanatas asombrado con la boca abierta. En el interior, una nube de humo, el agrio clamor de
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los cobres, el aullido del órgano y las siluetas oscuras de los que comen, beben y fuman. Pero al hombre no se le oye. En el aire fluye —chorro igual— el chisporroteo de la llama en las farolas, revolotean andrajos de música, el canto lamentable de los tubos de madera de los órganos y el silbido fino e incesante de los asadores. re s. Todo To do eso se funde en el obsesionante bordoneo de una cuerda invisible, gruesa, sumamente tirante, y si la voz humana irrumpe en este sonido continuo, parece un cuchicheo asustado. Todo, en torno, brilla insolente, poniendo al desnudo su aburrida fealdad.. . En el alma crece poderoso el vehemente deseo de un fuego vivo, rojo, floreciente, que emancipe a los hombres de la prisión del tedio de mil colores que taladra los oídos y deslumbra los ojos. .. Uno quisiera quemar todo este encanto, bailar locamente, alegremente, gritar, cantar en el juego impetuoso de las lenguas polícromas de la llama viva, en la fiesta voluptuosa de la destrucción de los esplendores muertos de esta miseria espiritual. Los hombres cautivos de esta ciudad son, realmente, cientos de miles. Sobre toda su enorme superficie, densamente erizada de jaulas blancas, en todas las salas de los edificios, los hombres se agolpan como nubes de moscas negras. Las mujeres embarazadas lleva lle van n con suficiencia suficie ncia el peso de su vientre. Los niños marchan silenciosos, abriendo la boca, y sus ojos deslumbrados pasean alrededor una mirada tan seria y tan concentrada, que se siente una pena dolorosa al verles alimentar su alma con una fealdad que para ellos es belleza. Las caras rasuradas de los hombres, sin bigotes, singularmente iguales entre sí, son graves e inmóviles. La mayoría de ellos ha traído aquí a sus mujeres y a sus niños, y se sienten como bienhechores de sus familias, a las que dan no sólo pan, sino también soberbios espectáculos. A ellos mismos les agrada también este brillo, pero son demasiado serios para expresar sus sensaciones; por eso aprietan uniformemente sus labios finos y entornando los ojos, miran ceñudos, como personas que no se asombran asombran de nada. Pero bajo esta impasibilidad impa sibilidad exterior, que quiere hacer creer en la experiencia de la vida, se siente el intenso deseo de probar todos los placeres de la ciudad. Y estos hombres serios, sonriendo con desdén y ocultando el alegre fulgor de sus ojos claros, montan a lomos de
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los caballos y los elefantes de madera del carrousel eléctrico; montan y, moviendo las piernas, aguardan impacientes el gran placer de correr por los raíles a toda velocidad, de volar por el aire, lanzando lanzand o ayes, y de deslizarse, silbando, hacia abajo. Después, una vez terminado este traqueteante viaje, de nuevo todos infunden un gesto de seriedad a su cara y van a otros placeres... Las atracciones son innumerables: en la cúspide de una torre de hierro se balancean lentamente dos largas alas blancas; de los extremos de las alas penden unas jaulas; en las jaula ja ulass hay ha y personas. perso nas. Cuando Cua ndo un una a de las alas ala s vuel vu ela a pe pesa sada da-mente hacia el cielo, los rostros de los hombres sentados en las jaulas se hacen tristemente serios, y todos ellos contemplan con la misma tensión, en silencio, los ojos desorbitados, desorbitados, la tierra que se aleja. Y en la jaula del otro ala, que, entretanto, desciende con precaución, los rostros de los hombres sonríen, ríen, y se se oyen chillidos de satisfacción satisfac ción qu quee recuerdan el alegre chillido de un cachorro, cuando se le deposita en el suelo, después de haberlo sostenido en el aire por la piel del cuello. Alrededor de la cúspide de otra torre vuelan barquillas; una tercera torre mueve, al girar, unas bolas de hierro; una cuarta, una quinta, todas se mueven, arden, os llaman con el grito mudo de su luz fría. Todo To do se balancea, balancea , todo clama, atruena y marea a los hombres, hombres, haciéndolos hacién dolos presuntuosamente aburridos, agotando sus nervios con la confusión de los movimientos y el brillo de las luces. Los ojos claros se hacen más claros aún, como si el cerebro palideciera, perdiendo su sangre en el loco ajetreo de la madera blanca, fulgurante. Y parece que el tedio, sucumbiendo bajo la opresión de la repugnancia que siente por sí mismo, gira, gira en una lenta agonía y arrastra en su danza melancólica a decenas de miles de seres seres humanos uniformemen uniform emente te negros, amontonándolos, como el viento amontona la basura de las calles, en montones inertes, y los dispersa de nuevo, y de nuevo los amontona.. . *
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También en el interior de los edificios esperan placeres a los hombres, pero estos placeres son serios, educan. Aquí se muestra el infierno con su orden implacable y la diversidad
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de los tormentos tormentos que aguardan a los que que atenían atení an contra la santidad de las leyes instituidas para ellos... El infierno es de cartón piedra de un color rojioscuro. Todo se halla impregnado de una mezcla refractaria y de un olor espeso y repulsivo de grasa. El infierno está muy mal hecho; puede provocar repugnancia incluso a los menos exigentes. Es una especie de caverna, caóticamente repleta de piedras y llena de una oscuridad rojiza. Sentado en una piedra, un Satanás con m aillot aill ot rojo rojo desfigura desfigur a con distintas muecas su cara flaca y oscura, y se frota las manos como el hombre que ha hecho un buen negocio. No debe sentirse muy cómodo, la piedra de papel en que está sentado cruje y oscila, pero él finge fin ge que no lo advierte, observando cómo cómo abajo, junt ju nto o a sus pierna pie rnass patizam pat izambas bas,, los demonio dem onioss torturan a los pecadores. He aquí a una muchacha que acaba de comprar un sombrero nuevo y se mira al espejo, alegre y feliz. Pero dos pequeños demonios, al parecer muy hambrientos, se acercan sigilosamente a ella por detrás, la agarran por las axilas; la muchacha grita. ¡Tarde! Los diablos la tienden en un canalón largo y liso, que desciende casi verticalmente hacia un foso, en el centro de la gruta; del foso sale un vapor gris, se elevan lenguas de fuego, hechas de papel rojo, y la muchacha, tendida de espaldas, se desliza por el canalón, con el espejo y el sombrero, hacia el foso. Un muchacho ha bebido un vaso de aguardiente. Los demonios le hacen bajar también inmediatamente al foso, bajo el piso de la escena. En el infierno hace un calor sofocante. Los demonios son pequeños y débiles; por lo visto, están terriblemente cansados de su trabajo, cuya monotonía les irrita tanto como su manifiesta inutilidad. Por eso no gastan muchos cumplidos con los pecadores, pecadores, y los lanzan al canalón como como si fuesen leños. Viépdoles, uno siente ganas de gritar: — ¡Basta ¡Bas ta de tonterías! tont erías! ¡Decl ¡D eclara araos os en hu huel elga ga,, muchachos! muchacho s! Una joven ha sustraído dinero del portamonedas de su acompañante, y en seguida los demonios se las entienden con ella, para satisfacción de Satanás, que agita alegremente las piernas y ríe gangoso y burlón. Los demonios miran con severidad, de reojo, al holgazán y arrojan furibundos a las fauces del foso de fuego a todos los que casualmente —por
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algo necesario o por curiosidad cu riosidad— — han entrado en el inin fierno. .. El público contempla esos horrores serio y silencioso. En la sala no hay luz. Un mozo fornido de cabeza rizada, con una gruesa chaqueta, pronuncia un discurso. Tiene una voz espesa y lúgubre de bajo y extiende el brazo hacia la escena. En su discurso afirma que si los hombres no quieren ser víctimas del Satanás patizambo de maillot rojo, deben saber que no se debe besar a las muchachas antes de casarse con ellas, porque a causa de ello las muchachas pueden convertirse en prostitutas; que no se debe besar a los jóvenes sin permiso de la Iglesia, porque a causa de ello pueden nacer niños y niñas; que las prostitutas no deben sustraer el dinero de sus clientes; que nadie, en general, debe beber vino y otros líquidos excitantes; que todo el mundo debe frecuentar las iglesias y no las tabernas, porque eso es más provechoso para el alma y más más barato.. . Habla monótonamente con aburrimiento, y, con toda seguridad, él mismo no cree que sea preciso vivir como se le ha mandado que predique. Y uno grita sin querer a los propietarios de esta sala para corregir divertidamente a los pecadores: — ¡Señores! ¡Si de dese sean an ustedes uste des que la moral mo ral infl in flu u y a en el alma del hombre, aunque no sea más que con la eficacia del aceite de ricino, paguen más a sus predicadores! Como epílogo de esta terrible historia, se ve surgir de un ángulo de la gruta gruta a un ángel bello hasta la repugnancia. repugnancia. Suspendido de un cable, avanza por el aire a lo largo de toda la gruta, sosteniendo en los dientes una flauta de madera, recubierta de papel dorado. Satanás, al verle, se zambulle, como una perca, en el foso detrás de los pecadores; se oye un crujido, las piedras de papel ruedan unas sobre otras, los demonios corren alegremente a descansar de su trabajo, cae el telón. El público se levanta y se va. Algunos se atreven a reír; otros, la mayoría, parecen absortos. Quizás piensen: — Si incluso inc luso en el infie in fiern rno o la v ida id a es tan re repug pugna nante nte,, tal vez no valga la pena de pecar. Los espectadores siguen adelante. En el edificio siguiente se le muestra “El mundo de ultratumba”. Es un gran establecimiento, también de cartón piedra. Representa unos subterráneos, por donde vagan sin rumbo las almas mal vestidas
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de los muertos. Se les puede guiñar el ojo, pero no pellizcarlas: es un hecho. Las almas deben aburrirse mucho en la oscuridad del laberinto subterráneo, entre los muros rugosos, regados por el frío chorro del aire húmedo. Algunas almas tosen de mala manera, otras mascan tabaco en silencio, escupiendo en el suelo su saliva amarilla; una alma, recostada contra un ángulo de la pared, fuma un cigarro. . . Cuando pasáis delante de ellas, las almas os miran a la cara con sus ojos incoloros y, apretando los labios, esconden, frioleras, las manos entre los pliegues grises de sus andrajos de ultratumba. Están hambrientas estas pobres almas, y, por lo visto, muchas de ellas padecen reumatismo. El público las contempla en silencio y, aspirando el aire húmedo, alimenta su alma con una triste melancolía que apaga el pensamiento, lo mismo que un trapo mojado y sucio arrojado sobre un carbón, que apenas arde. .. En otro edificio se presenta de buena gana “El diluvio universal”, que, como se sabe, fue organizado para castigar a los hombres por sus pecados.. . Y todos los espectáculos de esta ciudad tienen un fin: mostrar a los hambres lo que les valdrán sus pecados después de la muerte, enseñarles a vivir sobre la tierra en la sumisión y en el respeto de las leyes.. . Una sola cosa se predica en todas partes: — ¡No ¡N o se puede! puede ! Porque la abrumadora mayoría del público son trabajadores. .. * * * Pero es necesario hacer dinero, y en los rincones discretos de la esplendente ciudad, como en todas partes sobre la tierra, la corrupción se ríe desdeñosamente de la hipocresía y de la mentira. Por supuesto, está velada y, naturalmente, rezuma aburrimiento, ya que se destina “al pueblo”. Está organizada como una empresa lucrativa, como un medio de sacar el salario del bolsillo del hombre y, penetrada de la pasión del oro, es triplemente abyecta y repulsiva en esta ciénaga de tedio luminoso... El pueblo se nutre de ella. . . .. . Fluye el pueblo en un denso torrente, entre dos hileras ras de edificios e dificios vivam ente iluminados, cuyas cuyas fauces
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hambrientas le engullen al pasar. A la derecha se le intimida con los horrores de los tormentos eternos y se le persuade: — ¡No ¡N o peques! ¡E ¡Ess peligros peli groso! o! A la izquierda, en un “dáncing” espacioso, giran lentamente las mujeres, y todo dice allí: — ¡Peca! Es agrada agr adable. ble. . . Cegado por el brillo de las luces, seducido por el lujo barato, aunque fulgurante, embriagado por el ruido, el pueblo da vueltas en la danza indolente del tedio angustioso y va de buena gana, ciegamente, hacia la izquierda, hacia el pecado, y hacia la derecha, hacia los lugares donde se le predica la santidad. Esta marcha abúlica le embrutece con igual fuerza y es igualmente provechosa para los traficantes de la moral y para los vendedores de la corrupción. La vida está organizada de modo que el pueblo trabaje seis días y peque el séptimo, pagando luego por sus pecados, se confiese y pague por la confesión. ¡Y nada más! *
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*
Crepitan las luces como cientos de miles de serpientes irritadas. Y, lo mismo que oscuros enjambres de moscas, los hombres bordonean impotentes y tristes, se remueven lentamente, envueltos en las redes de la fina y centelleante tela de araña de los edificios. Sin apresurarse, sin una sonrisa en los rostros bien rasurados, trasponen perezosos todas las puertas, permanecen largo tiempo ante las jaulas de las fieras, mascan tabaco, escupen. En una enorme jaula, un hombre persigue a tiros de revólver y a fustazos implacables de un fino látigo a unos tigres de Bengala. Las hermosas fieras, enloquecidas por el horror, cegadas por las luces, ensordecidas por la música y los disparos, corren furiosamente entre los barrotes de hierro, rugen, gruñen. Sus ojos verdes centellean, tiemblan sus labios, enseñando coléricamente los colmillos, y, primero una garra, luego otra, se agitan, amenazadoras, en el aire. Pero el hombre dispara a los ojos de los tigres, y el sonoro estampido del cartucho sin bala, la escocedura dolorosa de los latigazos rechazan el cuerpo poderoso y flexible de la fiera hacia un rin-
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cón de la jaula. Temblando de la indignación, de la colérica angustia de los fuertes, ahogándose en las torturas de la afrenta, la fiera cautiva queda inmóvil un instante en su rincón y mira con unos ojos locos, agitando nerviosamente su cola en forma de serpiente. Mira. .. El cuerpo elástico se comprime en una bola prieta de músculos y vibra pronto a saltar al aire, a hundir sus zarpas en la carne del hombre del látigo, a desgarrarlo, aniquilarle. .. Se estremecen, como resortes, las patas traseras, el cuello se estira, las verdes pupilas despiden chispas de alegría de un rojo sangriento. Y en ellas se clava, como centenares de picaduras obtusas, las miradas incoloras de los rostros uniformemente amarillos que esperan fríos tras la reja de la jaula, fundidos confusamente en una mancha de cobre. Terrible en su inercia de muerte, el rostro de la multitud espera. También ella quiere sangre y la aguarda, la aguarda, no por venganza, sino por curiosidad, como una fiera domada hace tiempo. El tigre encoge la cabeza, dilata tristemente los ojos y recula con un movimiento flexible y ondulante de todo su cuerpo, como si una lluvia gélida hubiera regado su piel abrasada por la sed de venganza. El hombre dispara, hace restallar el látigo, grita como un demente, ocultando en sus gritos el miedo atroz que le inspira la fiera y su temor servil a no complacer al animal que admira tranquilamente los saltos del hombre y aguarda con el corazón en suspenso el salto fatal de la fiera sin comprender que en él se ha despertado un instinto ancestral: quiere quiere pelea, quiere quiere estremecerse estremecerse voluptuosam ente cuando cuando los dos cuerpos se entrelacen, cuando corra la sangre y caiga, humeante, al suelo de la jaula la carne desgarrada del hombre, quando se oiga un rugido, gritos... Pero el cerebro del animal está impregnado ya del veneno de las prohibiciones y los temores de todas clases. Y, aun deseando la sangre, la multitud tiene miedo; quiere y no quiere, y en esta oscura lucha interior encuentra un intenso placer: vive... El hombre ha asustado a todas las fieras; los tigres se refugian con su paso ondulante en el fondo de la jaula, y el
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domador, sudoroso, satisfecho de haber quedado hoy vivo, sonríe con unos labios blancos, tratando de ocultar su temblor, y se inclina ante la faz cobriza de la multitud, se inclina ante ella como ante un ídolo. La multitud muge, aplaude y se disuelve en oscuros pedazos, se dispersa, arrastrándose por el pantano viscoso del tedio que la circunda... Después de haber gozado del espectáculo de la lucha del hombre con las fieras, las bestias humanas parten en busca de otras distracciones. He aquí un circo. En el centro de la pista, un hombre, con sus piernas largas, arroja al aire a dos niños. Los niños suben y bajan sobre él como dos palomas blancas con las alas rotas; a veces fallan, caen al suelo y, mirando tímidamente la cara congestionada, vuelta hacia arriba, ba, de su padre o de su patrón, vuelv vu elven en a girar girar en el aire. A l rededor de la pista se ha aglomerado la multitud. Mira. Y cuando, sobre las piernas del artista, uno de los niños pierde el equilibrio, todos los rostros se animan súbitamente. Así el viento cubre de ligeros rizos el agua dormida de una charca sucia. Uno siente el deseo repentino de ver a un hombre ebrio con una cara alegre, a un hombre que caminara, que empu jase; jase ; quisier qui siera a oírl oí rlee cantar, cantar , vocif vo cifera erar, r, fe feli lizz de haber hab er beb bebido ido y deseando sinceramente otro tanto a todas las buenas gentes. .. Truena la música, desgarrando el aire. La orquesta es mala, los músicos están cansados; los sonidos de las trompetas revolotean incoherentes, como si cojearan, como si les fuese imposible una armonía regular: corren corren en línea lín ea quebrada, brada, empujándose, empujá ndose, adelantándose, adelantánd ose, derribándose unos unos a otros. Y no sabe uno por qué cada sonido aislado aparece en la imaginación como un pedazo de hojalata, al que se ha dado cierta semejanza semejan za con un rostr rostro o humano: recortada la boca, boca, recortados los ojos y el agujero para la nariz, pegadas unas largas orejas blancas. El hombre que blande su batuta sobre las cabezas de los músicos, que no le miran, toma esos pedazos de hojalata hoja lata por las orejas orejas y los los lanza furtivamente hacia arriba. Los pedazos chocan entre sí, el aire silba en las hendiduras de sus bocas, y nace así una música de la que hasta los caballos del circo, acostumbrados a todo, se apartan temerosamente, moviendo nerviosos sus orejas puntiagudas, como
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si quisieran sacudirse de ellas los punzantes sonidos de hojalata. .. Esta música de los pobres, creada para la diversión de los esclavos, engendra singulares fantasías. Se quiere arrancar su instrumento al músico que toca la trompeta más voluminosa y soplar en ella con con toda la fuerza fuerza de los pulmones, larga lar ga-mente, ruidosamente, terriblemente, de manera que todos se escapen de su prisión, perseguidos por el horror de ese sonido rabioso... Cerca de la orquesta hay osos en una jaula. Uno de ellos, gordo y pardusco, con unos ojos pequeños y picaros, está de pie en medio de la jaula y sacude acompasadamente la cabeza. Debe pensar: Se puede aceptar esto como razonable sólo si se me demuestra que todo ha sido aquí organizado a intento, para cegar, aturdir, deformar a la gente. Entonces, claro está, el fin justifica los medios... Pero si los hombres creen sinceramente que todo esto es divertido, ¡yo no creo ya en su inteligencia!. .. Otros dos osos están sentados el uno frente al otro, como si jugaran jugar an al ajedrez. U n cuart cuarto o rastrilla afanosamente afanosam ente la la paja en un rincón de la jaula, enganchándose en los barrotes con sus negras garras. En su hocico se lee un tranquilo desencanto. Por lo visto, no espera nada de esta vida y tiene la intención de echarse a dormir... Las fieras despiertan una atención viva: las miradas desteñidas de los hombres no pueden desprenderse de ellas, como si en los movimientos flexibles y fuertes del hermoso cuerpo de los leones y de las panteras buscaran algo hace tiempo olvidado. Se detienen ante las jaulas, introduce sus bastones entre los barrotes y, en silencio, como dedicados a una experiencia, los hincan en el vientre y en el costado de las fieras, observando: ¿qué pasará? Las fieras que no conocen aún el carácter de los hombres se enfadan, golpean con sus patas los barrotes de las jaulas y rugen, abriendo sus fauces temblorosas de cólera. Eso gusta. Protegidos por el hierro contra los golpes de la fiera, confiados en su seguridad, los hombres miran tranquilamente los ojos inyectados en sangre y sonríen satisfechos. Pero la mayor parte de las fieras no contestan a los hombres. Cuando reciben un golpe o un escupitinajo, se levantan pausadamente y,
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sin mirar al ofensor, se retiran al fondo de la jaula. Allí, en la oscuridad, yacen los fuertes y hermosos cuerpos de los leones, de los tigres, de las panteras y los leopardos, y sus pupilas redondas arden en la sombra con una luz verde de desprecio por los hombres... Y los hombres, después de mirarlas una vez más, se marchan y dicen: dicen: — ¡Qué fiera fie ra tan aburrida! . . . *
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Ante la orquesta, que toca con desesperado afán junto a la entrada semicircular de una boca oscura, ampliamente abierta, dentro de la que los respaldos de las sillas parecen hileras de dientes, hay un poste, y sobre el poste dos monos —la — la madre mad re y su cría— cría — , atados ata dos con una fina fi na caden ca dena. a. La cría se aprieta contra el pecho de la madre, cruzando a su espalda sus manos finas y largas de dedos minúsculos. La madre le aprieta fuertemente con un solo brazo, mientras que el otro, tendido hacia adelante, con los dedos contraídos nerviosamente, está dispuesto a arañar, a golpear. En los ojos de la madre, dilatados por la tensión, se lee con claridad una desesperación impotente, el sufrimiento agudo que causa la espera de una ofensa inevitable, una rabia y una angustia fatigadas. La mejilla apretada contra su pecho, la cría mira de soslayo a los hombres con un frío espanto en los ojos; por lo visto, el terror se ha apoderado del pequeño animal desde el primer día de su vida y se ha congelado ya en él para siempre. Enseñando los pequeños dientes blancos, la madre, sin retirar un instante el brazo que aprieta el cuerpecillo querido, rechaza continuamente con el otro brazo los bastones y las sombrillas que tienden hacia ella los espectadores de su tortura. Son numerosos los espectadores. Salvajes de piel blanca, hombres y mujeres con hongos y sombreros de plumas, que se divierten locamente al ver con qué habilidad la mona madre protege contra los golpes el pequeño cuerpo de su cría... La mona gira rápidamente sobre una superficie circular de las dimensiones de un plato; corre el riesgo de caer a cada instante bajo los pies de los espectadores y rechaza incansablemente cansablem ente todo lo que que se acerca a su cría. cría. A veces ve ces no tiene tiempo de parar el golpe; entonces chilla lastimera
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mente. Su brazo gira con rapidez, como un látigo, alrededor, pero los espectadores son tan numerosos, y cada uno de ellos tiene tantas ganas de golpear, de tirar a la mona por el rabo, por la cadena que lleva al cuello, que el animal no consigue rechazar todos los ataques. Y sus ojos pestañean lastimeramente; cerca de la boca aparecen unos pliegues de tristeza y de dolor. Las manos de la cría oprimen su pecho; se aprieta con tanta fuerza contra ella, que es difícil ver sus dedos en el pelo fino de la piel de la madre. Sus ojos miran fijamente las manchas amarillas de los rostros, las pupilas opacas de los hombres, a quienes su terror produce un pequeño placer. .. A veces, un músico dirige las estúpidas fauces de cobre de su trompeta hacia la mona y la salpica de un sonido estridente. El animal se contrae, enseña los dientes y mira al músico con una mirada de acero... El público ríe, hace signos de aprobación al músico. El hombre está contento y, un minuto después, después, repite su ocurrencia. Entre los espectadores hay mujeres. Seguramente, algunas de ellas son madres. Pero nadie pronuncia una sola palabra contra esta diversión perversa. Todos están satisfechos. .. Hay ojos que parecen a punto de estallar: tal es la intensidad con que se deleitan en el tormento de la madre y en el loco terror de la cría. Junto a la orquesta está la jaula del elefante. Es un señor de edad, con la piel gastada y brillante en la cabeza. Ha metido la trompa por entre los barrotes de la jaula y la balancea dignamente, observando al público. Y ese animal bueno y razonable debe decirse: — Por supuesto, supues to, esta est a cana ca nalla lla,, barrida barrid a hasta ha sta aquí por la escoba sucia del tedio, es capaz de burlarse hasta de sus profetas, según he oído decir a los viejos elefantes. Y, sin embargo, la mona me da lástima... He oído también decir que los hombres, como los chacales y las hienas, se descuartizan a veces entre sí; pero la mona no siente más alivio por ello, ¡n ¡no, o, no lo siente! siente! . . . . . . Mira uno uno esos esos dos ojos en los los que palpita palp ita el dolor dolor de una madre impotente para defender a su hijo, y los ojos
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de la cría, en los que ha quedado impreso un hondo y frío terror al hombre; mira uno a la gente capaz de divertirse con los sufrimientos de un ser vivo, y dice mentalmente a la mona: — ¡Perd ¡P erdón ónale ales, s, pobre animal! anim al! Con el tiempo tiem po serán m ej ejoores. .. Por supuesto, eso es ridículo y tonto. E inútil. Es poco probable que exista una madre capaz de perdonar los sufrimientos de su hijo; creo que ni siquiera entre los perros hay una madre así... Quizás sólo entre los cerdos... *
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Sí...
Así, pues, al llegar la noche, sobre el océano se enciende súbitamente la ciudad transparente, mágica, toda de luz. Arde largo tiempo sin consumirse sobre el fondo oscuro del cielo de la noche, reflejando su belleza en el amplio brillo d^ las olas de dell océano. / En la brillante tela de araña de sus edificios transparentes, decenas de miles de hombres grises, con los ojos incoloros, se arrastran tediosamente igual que los piojos en los harapos de un pobre. / Los ávidos y cobardes les muestran la abyecta desúudez de su falacia y la ingenuidad de su astucia, su hipocresía y la fuerza insaciable de su avidez. El brillo helado de la luz muerta pone en todas partes al desnudo una indigencia espiritual, que, centelleando triunfalmente, se ciCrne sobre todas las cosas cosas en torno torno a los ho m br bres.. es.. . / Pero los hombres han sido cegados/cuidadosamente, y beben con delicia, en silencio, el mal veneno que intoxica sus / almas. En una danza perezosa gira lentamente el tedio, debatiéndose en la agonía de su impotencia/ Una sola cosa es buena en la/audad de la luz: en ella puede uno llenar su alma, para toda la vida, de odio al poder de la estupidez.. .
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te
Mob
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. . . La ventana de mi habitación habitación da a una una plaza; plaza; cinco cinco calles vierten gente en ella todo el día, como sacos de patatas que se vaciaran. La gente se aglomera, corre, y de nuevo es absorbida por el esófago de las calles. La plaza, redonda y sucia, parece una sartén en la que se ha frito carne mucho tiempo sin haberla limpiado nunca. En este angosto círculo confluyen cuatro líneas de tranvías; casi cada minuto los vagones repletos se deslizan por los raíles, chirriando, estridentes, en las curvas. Los tranvías esparcen en su camino un estrépito inquietante y presuroso de hierro. Sobre los vagones y bajo sus ruedas, zumba, irritada, la electricidad. En el aire polvoriento se cierne el temblor enfermizo de los cristales de las ventanillas, el grito desgarrador de las ruedas al rozar contra los raíles. Aúlla sin tregua la música maldita de la ciudad: salvaje batalla de sonidos groseros, que se cortan y abogan entre entre sí y provocan una lúgubre y extravagan extra vagante te fantasía. . Una multitud de monstruos furiosos, armados de enormes íenazas, de cuchillos, de sierras y, en fin, de todo lo que puede'hacerse con el hierro, se ha acumulado —nudo de gusanos, oscuro remolino de vesania— sobre el cuerpo de una mujer, eñja que ha hecho presa con sus manos ávidas y a la que ha tirado al suelo, en el fango y en el polvo; desgarra sus senos, coha su carne, bebe su sangre, la viola y se bate incansable, cieg^ y hambrienta, sobre ella y por ella. ¿Quién es está, mujer? No se ve: ha sido aplastada, cubierta por la enormq masa color amarillo sucio de los que se han aferrado a ella\por todas partes, de los que aprietan contra contr a ella e lla sus cuerp cuerpo® o®.Jiu .Jiues esud udos os,, de los que adhiere adhi eren n a ella, ella , donde mejor pueden, suá^labios voraces y absorben sus jugos por cada poro del cuerpo.^. Embargados por la avidez insaciable saciab le de d e los hambrientos^ se apartan unos a otros otros de la presa, se baten, se patean, se fqmpen los huesos, se aniquilan entre sí. Todos quieren lo más posible y todos tiemblan en la fiebre de un miedo terrible a quedarse sin su trozo. Rechinan sus dientes, el hierro suena en sus manos. I^^tgemidos de dolor, los alaridos de avidez, los gritos de decepción, los aullidos
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de la cólera hambrienta se funden en un fúnebre clamor sobre el cadáver de la presa muerta, hecha jirones, violada por mil violencias, mancillada por todo el barro multicolor de la tierra. Y a este rugido salva sa lvaje je se suma en una ola el lamento miserable de los vencidos, de los que, apartados y hambrientos^ añoran repulsivamente la felicidad del hartazgo; luchar por esta felicidad es algo imposible para ellos, cobardes y débiles como son. Eso es lo que sugiere la música de la urbe. *
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Domingo. Hoy no se trabaja. Por eso, en muchos rostros se advierte una melancólica perplejidad, casi alarma. El día de ayer ha tenido un sentido simple y concreto: estos hombres han trabajado desde por la mañana hasta por la noche. A la hora de costumbre se despertaron, fueron a la fábrica, a la oficina, a la calle. Ocupa? ron, de pie o sentados, sus lugares habituales y, por lo tanto, cómodos. Contaron dinero, vendieron, excavaron tierra, Cortaron taron mader madera, a, tallaron tallaron piedra, piedra, talad taladraro raron n y forjaro forjaron: n: ^ b a jaro ja ron n con sus manos ma nos todo tod o el día. día . Fatig Fa tigad ados os como síémpre, se tendieron a dormir; dormir; hoy ho y se han despertado, despertado, y ociosidad les mira, interrogante, reclamando que al^6 llene su vacío. ' Se ha enseñado a trabajar a los hombres,/pero no se les ha enseñado a vivir, y, por eso, el día de descanso es para ellos un día difícil. Instrumentos plenamente capaces de crear máquinas, templos, enormes navios y minúsculas y hermosas bagatelas de oro, se sienten incapaces dq'llenar el día de algo que no sea su trabajo habitual y mecánico. Pedazos, piezas de un todo, están tranquilos y se sienten hombres en la fábrica, en la oficina, oficin a, en la tienda,' tienda,' donde, con otras otras piezas semejantes a ellos mismos, form^ñ un organismo completo, bien proporcionado, que con el jíigo vivo de sus nervios crea afanosamente valores, pero no,para ellos. Durante seis días de la sémana, la vida no tiene complicaciones: es una máquina enorme, y todos los hombres son sus piezas, cada uno conoce su puesto en la máquina, cada uno piensa que el rostro ciego jpsucio de la vida le es com %
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prensible y familiar. En cambio, el séptimo día —día de descanso y de ocio— la vida aparece a los hombres con el raro aspecto de un organismo desmontado. Se le desfigura el rostro, lo pierde. .. Los hombres se han dispersado por las calles, se han reunido en las tabernas y en los parques, han ido a la iglesia, se estacionan en las esquinas. Como siempre, hay movimiento, pero se tiene la impresión de que dentro de un instante o de una hora este movimiento va a detenerse ante algo: algo falta en la vida y algo nuevo pugna por aparecer en ella. Nadie tiene conciencia de lo que que siente, nadie nadi e puede expresar su sentimiento con palabras, pero todos notan el peso de algo inhabitual, inquietante. La vida ha perdido de repente todos sus aspectos mezquinos, familiares, como una encía que pierde sus dientes. Los hombres van por las calles, toman el tranvía, conversan. Exteriormente, todos están tranquilos, parecen comprenderse como siempre: en el año hay cincuenta y dos domingos, y ellos se han trazado trazado ya la costumbre costumbre de pasarlos de la misma manera. Sin embargo, cada uno de ellos siente que ya no es lo que era ayer y que también sus camaradas han cam biaafc^ Dentro de ellos, en algún lugar, hormiguea un absorbente vacío, y puede que en él resuene de pronto algo incomprensible, angustioso, terrible tal vez. .. El hoíhbre siente en sí mismo la posibilidad de una pregunta, lo qu^ provoca prov oca en él un deseo instint inst intivo ivo de esquivarla. varla. . . \ Involuntariamente, los hombres se aprietan unos contra otros, otros, se agrupad^ agrupad^ permanece perm anecen n silencio sil enciosos sos en las esquinas de las calles, miran entorno suyo; otros pedazos vivos se acercan a ellos, y la tendencia de las partes a formar un todo engendra la multitud. multitud. \ *
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. . . Sin prisa los hombres^e suman unos a otros. Como el imán atrae a las limaduras de hierro, a ellos les atrae y reúne la sensación de inquietante vacío que todos llevan en el pecho. Casi sin mirarse, se colocan hombro con hombro, se aprietan más y más, y en una esquina de la plaza se forma un cuerpo negro y compacto con multitud de cabezas. Som-
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bríamente silencioso, en tensión, aguarda casi inmóvil. Se ha formado el cuerpo, y en el acto surge el alma, aparece un rostro ancho, opaco, y centenares de ojos vacíos adoptan la misma expresión, miran del mismo modo, con una mirada expectante, llena de sospechas, que busca inconscientemente algo que le indica, medroso, el instinto. Así nace una bestia terrible de nombre obtuso: “Mob”, la multitud. *
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. . . Cuando Cuando pasa pasa por la calle ca lle alguien qu quee se distingue distingue en algo de los demás, que viste de un modo distinto o que anda demasiado de prisa para un hombre corriente, “Mob” le observa, volviendo hacia él sus centenares de cabezas y sondeándole con una mirada que todo lo penetra. ¿Por qué no viste vi ste ese ese hombre como todo el mundo? Es sospechoso. ¿Y qué puede hacerle ir con tanta prisa por esta calle en un día en que todo el mundo va despacio? Es raro. .. Pasan dos jóvenes y se ríen sonoramente. “Mob” aguza el oído. ¿De qué pueden reírse en esta vida, donde todo es incomprensible cuando no hay trabajo? La risa provoca en la bestia una ligera irritación hostil a la alegría. Unas cuantas cabezas se vuelven lúgubremente, siguiendo a la alegre pareja, gruñen... Pero la propia “Mob” se ríe al ver cómo el vendedor de periódicos se agita de un lado para otro en la plaza, rehuyendo los tranvías que se le echan encima por tres lados a la vez y amenazan con aplastarle. El susto de un hombre en peligro de muerte es algo que “Mob” comprende, y todo lo que ella ell a comprende comprende en la misteriosa agitación de la vid a la alegra... Pasa en automóvil un amo, conocido en toda la ciudad y hasta en el país entero. “Mob” le mira con un interés profundo. Sus miradas se funden en un rayo único, que proyecta sobre la cara seca, huesuda y amarilla del amo un opaco resplandor de respeto. Así miran a su domador los osos vie jos, jo s, domest dom estica icado doss y a en la infa in fanc ncia. ia. “Mob” “M ob” compre com prende nde al amo: es una fuerza poderosa. Es un gran hombre: millares de personas trabajan para que él viva, ¡millares! En el amo hay
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una idea absolutamente clara para “Mob”: el amo proporciona trabajo. En el tranvía va un hombre de pelo blanco, cuyas facciones son secas y los ojos severos. “Mob” sabe igualmen igual mente te quién es este hombre: hombre: acerca de él hablan habla n con frecuencia los periódicos como de un loco que quiere destruir el Estado, enajenar todas las fábricas a sus propietarios, enajenar los ferrocarriles, los barcos, enajenarlo todo.., Los periódicos dicen que ésa es una empresa insensata y ridicula. La masa mira al anciano con reproche, con una condena fría, con una despectiva curiosidad. Un demente es siempre algo curioso. “Mob” no hace más que sentir y ver. No puede transformar sus impresiones en ideas. Su alma es muda, su corazón es ciego. . . . Los hombre hombress andan, andan unos unos tras tras otros otros,, y es incomprensible, extraño, inexplicable adonde van y para qué. Son terriblemente numerosos y mucho más diversos que los trozos de hierro, de madera o de piedra, mucho más diversos que las monedas, las telas y todos los instrumentos con que ayer ha trabajado la bestia. “Mob” se irrita por ello. Confusamente intuye que hay otra vida, hecha de un modo distinto que la suya, con costumbres diferentes, una vida pictórica de algo desconocido y atrayente. La espera suspicaz de peligro se nutre lentamente de un sentimiento de irritación, que araña con sus finas agujas el corazón ciego de la bestia. Los ojos de ésta se hacen más turbios, el cuerpo macizo y amorfo se tensa visiblemente, se estremece embargado por una agitación inconsciente. .. Pasan fugaces los hombres, pasan volando los tranvías, los automóviles.. . En los escaparates de las tiendas excitan la vista unos objetos brillantes. No se sabe para qué sirven, pero atraen la atención, suscitan el deseo de poseerlos. .. “Mob” se enerva... Intuye vagamente que está sola en esta vida, sola y negada por todos los hombres bien vestidos. “Mob” advierte sus cuellos limpios, sus manos finas y blancas, sus rostros que brillan y refulgen de una apacible saciedad: se imagina sin querer la comida que tragan esas gentes cada día. Debe ser algo asombrosamente exquisito, cuando tanto les brilla la piel y los vientres se les redondean tan hermosos. ..
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“Mob” siente en sus entrañas una envidia que le picotea el estómago... En coches ligeros y costosos van mujeres bellas, ondulantes. Provocativamente recostadas en cojines, muestran sus pies diminutos. Sus rostros son como estrellas, sus bellos ojos llaman a los hombres a sonreír. — ¡Mirad ¡Mir ad qué be bella llass somos! — dicen dic en en su len le n g u a je mudo las mujeres. La multitud las mira atentamente y las compara con sus propias esposas. Muy huesudas o excesivamente gruesas, las esposas son siempre ávidas y están enfermas a menudo. Con frecuencia especial, les duelen las muelas y se les descompone el vientre. Y nunca cesan de reñir entre sí. “Mob” desnuda sensualmente a las mujeres de los coches, palpa sus senos y sus piernas. Y, al imaginarse el cuerpo de las mujeres m ujeres — desnudas, desnudas, ahito, elástico, nacarado na carado— —, “Mob” no puede reprimir un vivo sentimiento de admiración; cambia consigo misma palabras que huelen a sudor caluroso y grasiento, palabras breves y fuertes, como el bofetón de una mano sucia y pesada. . . “Mob” desea a la mujer. Sus ojos arden, envolviendo en una mirada ávida los cuerpos finos y poderosos de las bellezas que pasan fugaces. Resplandecen los niños, resuenan sus risas y sus gritos. Niños sanos de trajes limpios, de piernas rectas y bien formadas. Alegres caras color de rosa... Los hijos dé “Mob” son flacuchos y amarillos. Suelen tener las piernas torcidas. No se sabe por qué. Los niños patizambos abundan mucho. Debe ser culpa de las madres; seguramente guramente hacen algo mal al darlos darlos a lu z .. . Las comparaciones encienden la envidia en el corazón tenebroso de “Mob”. Ahora, a la irritación de la multitud se mezcla la hostilidad, que siempre crece abundante en el campo feraz de la envidia. El cuerpo negro y enorme mueve torpemente sus distintas partes, centenares de ojos observan atentos y punzantes todo lo que es desconocid desco nocido o e incompre inco mprensible nsible para ellos. “Mob” siente que tiene un enemigo astuto, fuerte, diluido en todas partes y, por lo tanto, inasible. Está ahí cerca y no está en ningún sitio. Se ha apoderado de todas las cosas
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suculentas, de las mujeres bellas, de los niños sonrosados, de los coches, de las sedas de vivos colores, y se lo da a quien quiere, quiere, pero no a “Mob”. “Mob” . A “Mob” la desprecia, la niega y no la ve, como ella no le ve a él. . . “Mob” busca, olfatea, lo observa todo. Pero no ve nada que se salga de lo corriente, y, aunque en la vida de las calles hay muchas cosas nuevas, desconocidas para ella, fluyen, pasan de largo sin rozar las cuerdas tirantes de su hostilidad, de su vago deseo de atrapar y de aplastar a alguien. En medio de la plaza hay un policía de gorro gris. Sus facciones rasuradas brillan como si fuesen de cobre. Este hombre es invenciblemente fuerte porque tiene en sus manos un palo corto, grueso, relleno de plomo. “Mob” lo mira de reojo. Sabe lo que es un palo; ha visto cientos de miles, y todos ellos son simples trozos de madera o de hierro. Pero en este palo —corto y romo— se encierra una fuerza diabólica, contra la que no se puede, contra la que es imposible alzarse. “Mob” es sordamente, ciegamente hostil a todo; se agita, dispuesta a hacer algo terrible. Y, sin querer, mide con los ojos el palo corto y romo... En los oscuros rincones de lo inconsciente nunca deja de arder el miedo. . . *
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La vida brama sin cesar, infatigable en su movimiento. ¿De dónde le viene esta energía cuando “Mob” no trabaja? Y con creciente precisión la masa siente su soledad, adivina el engaño e, irritándose más y más, busca perspicaz algo en qué poner la mano. Ahora se hace sensible e impresionable: no ocurre nada nuevo que pase Inadvertido para ella. Ahora se ríe con aspereza y maldad, y el hombre de gorro gris excesivamente ancho debe acelerar ei paso bajo los picotazos irónicos de sus miradas y el látigo de sus exclamaciones. Una mujer que cruza la plaza se ha levantado un poco la falda, pero, al ver con qué ojos mira sus piernas la multitud, en el acto, lo mismo que si 4
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alguien le hubiese golpeado en la mano, abre los dedos que sujetan la tela... En la plaza desemboca un borracho. Anda con la cabeza inclinada inclin ada sobre sobre el pecho, pecho, mascullando algo, y su cue cuerpo, rpo, corroído corroído por el vino, se balancea fofo, fofo , a punto cada segundo de caer, de estrellarse contra la calzada, contra los raíles. .. Lleva metida una mano en el bolsillo: con la otra agita un sombrero arrugado, polvoriento, sin ver nada. En la plaza, al desembocar en el feroz remolino de los sonidos metálicos, el borracho vuelve un poco en sí, se detiene y pasea en torno la mirada de sus ojos húmedos y turbios. De todas partes vuelan contra él tranvías y coches: se aproxima un largo hilo de cuentas oscuras. Suenan, irritados, los timbres de los tranvías para prevenirle, golpean las herraduras duras de los caballos contra la calzada, todo zumba, todo atruena, todo se lanza contra el beodo. “Mob” intuye la posibilidad de algo que tal vez le distraiga un poco. De nuevo funde sus centenares de miradas en un solo rayo y observa, aguarda... El conductor de un tranvía toca el timbre y grita algo al beodo, se inclina fuera del vagón con la cara roja de tanto gritar: el borracho le saluda amistosamente con el sombrero y va por los raíles, contra el tranvía. Echando atrás todo su cuerpo y cerrando los ojos, el conductor hace girar violentamente la manivela, y el vagón, dando una sacudida, se detiene con estrépito. . . El beodo sigue adelante. Se ha puesto el sombrero, y su cabeza se inclina otra vez hacia el suelo. Pero, detrás del primer tranvía, surge sin prisa un segundo y alcanza al borracho por las piernas. El beodo cae pesadamente, al principio en la red, y luego, poco a poco, se desliza hasta los raíles. La red le empuja, arrastra por el suelo su cuerpo destrozado. .. Se ve cómo chocan contra la tierra las manos y las piernas del borracho. Roja y sutil sonríe la sangre, igual que si quisiera atraer a alguien. . . Las mujeres, en el tranvía, gritan penetrantemente, pero en seguida todos los ruidos se apagan en el clamor espeso y triunfal triun fal de “Mob” : es como si si de pronto pronto alguien alg uien hubiese hub iese ten-
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dido un velo húmedo y grávido sobre ellos. El tintineo inquieto de los timbres, el chasquido de los cascos, el clamor de la electricidad: todo enmudece repentinamente de espanto ante la ola negra, la ola de la multitud, que se ha lanzado adelante con un rugido de fiera, golpeándose contra los tranvías, salpicándolos de espumarajos negruzcos, y ha empezado a trabajar. Se estremecen con un breve susto los cristales de las ventanillas del tranvía al romperse. No se ve nada. Unicamente palpita y se estremece el cuerpo enorme de “Mob”. No se oye más que su alarido, el grito de excitación con que manifiesta alegremente su presencia y su fuerza, el grito con que anuncia que, por fin, ha encontrado también en qué ocuparse. En el aire se agitan centenares de manos grandes, brillan decenas de ojos ávidos con el brillo de un hambre extraña y aguda. La sombría sombría “Mob” golpe go lpea a a alguien, algui en, lo desgarra, se venga. .. En la tempestad de sus clamores confundidos hay una palabra que estalla con más y más frecuencia, una palabra que silba y fulgura como un cuchillo largo y flexible: — ¡Lynch! Esta palabra tiene el don mágico de agrupar todos los deseos imprecisos de “Mob”, absorbiendo y concentrando todavía más sus gritos: — ¡Lynch! Algunas partes de la multitud se han subido a los techos de los vagones, y también allí el mismo clamor ondula en el aire, silbando como un látigo y serpeando blandamente: — ¡Lynch! ¡Lynch ! *
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En el centro de la multitud se ha formado un núcleo compacto, que ha absorbido algo, se lo ha tragado y avanza, desprendiéndose de la multitud, cuyo cuerpo denso, cediendo al impulso del centro centro y desgarrándose poco a poco, deja salir de sus entrañas esta bola negra: su cabeza, sus fauces.
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Entre los dientes de estas fauces oscila un hombre roto, ensangrentado: era el conductor del tranvía, como puede verse por los galones de sus andrajos. Ahora es un pedazo de carne mascada, carne fresca, bañada en una sangre roja y provocadora. Las fauces negras de la multitud lo llevan llev an y continúan continúan mascándolo, y sus brazos, como los tentáculos de un pulpo, envuelven este cuerpo sin rostro. “Mob” aúlla: — ¡Lynch! ¡Lynch ! Y se agrupa detrás de su cabeza, formando un cuerpo largo y compacto, dispuesto a tragar carne fresca en abundancia. Pero ante “Mob” surge, de pronto, el hombre afeitado de la cara de cobre. Con el gorro gris hundido hasta los ojos, se alza como una piedra gris en el camino de la masa, y, sin decir una palabra, levanta su palo en el aire. La cabeza de la multitud se mueve a derecha e izquierda, deseosa de evitar el palo, de eludirlo. El policía p olicía está inmóvil, inmóv il, el palo no s e . estremece estremece en su mano, y sus ojos, tranquilos y duros, no pestañean. Esta convicción de su fuerza envuelve con su gélido aliento el rostro ardoroso de “Mob”. Si un hombre solo se alza en su camino, si se opone a su deseo, pesado y fuerte como la lava, si permanece tan tranquilo, ¡eso quiere decir que es invencible! . . . “Mob” le grita algo a la cara, agita sus tentáculos, como si quisiera envolver en ellos los anchos hombros del policía; pero ya en su grito, aunque irritado, suena un acento de queja. Y cuando la cara de cobre del policía se ensombrece, cuando su mano levanta todavía más el palo corto y romo, el rugido de la masa se entrecorta de un modo extraño y su tronco se desmorona poco a poco, despacio, aunque la cabeza de “Mob” discute todavía, va de un lado a otro, quiere seguir arrastrándose. Se acercan sin prisa dos hombres más, armados de palos. Los tentáculos de “Mob” sueltan, impotentes, el cuerpo que envolvían. Y el cuerpo cae de rodillas, se desploma a los pies del representante de la ley, que extiende sobre su cabeza el símbolo corto y romo de su autoridad. .. La cabeza de “Mob” se disgrega también poco a poco; ya
no tiene cuerpo. Por la plaza se dispersan despacio, cansadas y abatidas, oscuras siluetas humanas: parecen las cuentas negras de un enorme collar esparcido en el círculo sucio de la plaza. Por los canalones de las calles van, silenciosos y sombríos, unos hombres rotos, dispersos. . .
MIS 1NTERVIUS
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Uno de los reyes de la república
. . . Los reyes del acero, acero, del petróleo y todos los los demás reyes de los Estados Unidos habían turbado siempre mi imaginación. Yo no podía figurarme que hombres que tienen tanto dinero fuesen como el resto de la gente. Pensaba que. cada uno de ellos tenía, por lo menos, tres estómagos y ciento cincuenta dientes en la boca. Estaba persuadido de que un millonario se pasaba el día entero, desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche, comiendo sin descanso. Devoraba los alimentos más caros: gansos, pavos, lechones, rábanos en aceite, puddings, cakes y otros man jares jar es exquisi exq uisitos. tos. Por la noch no chee estaba esta ba tan cansado can sado de trabaja tra bajarr con las mandíbulas, que daba orden a unos negros de masticar la comida y él se limitaba a tragarla. Por fin, perdía completamente sus energías y, empapado en sudor, jadeante, era llevado por los negros a la cama. Y a las seis en punto de la mañana siguiente comenzaba otra vez su vida de mártir. Sin embargo, incluso tal esfuerzo no le permitía engullir ni siquiera la mitad de los intereses que le producía su capital. Por supuesto, esa vida era muy dura. Pero ¿qué hacer? ¿Qué sentido tenía ser millonario si no podía uno comer más que un hombre corriente? Yo me decía que el millonario debía llevar ropa interior de brocado, calzar zapatos con los tacones claveteados de oro y cubrir su cabeza, no con un sombrero, sino con algo hecho de brillantes. Su levita, cosida del terciopelo más caro, ro, no tendría tendr ía menos de cincuenta pies de largo y estaría estaría adornada, por lo menos, con trescientos botones de oro. Los días de fiesta se pondría a la vez ocho levitas y seis pantalones. Por supuesto, eso sería incómodo y molesto... Pero, siendo tan rico, no podía vestirse como todo el mundo.,. El bolsillo del millonario se me aparecía lo mismo que un hoyo en el que era posible ocultar fácilmente una iglesia, el edificio del Senado y todo cuanto hiciese falta... Sin embargo, aun imaginándome la cabida del vientre de ese gentle man como la bodega de un buen barco, no lograba tener una idea exacta de la longitud de sus piernas y de sus pantalones.
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Pero yo calculaba que la manta bajo la que dormía no tendría menos de una milla cuadrada. Y si mascaba tabaco, sería, claro está, del mejor, y se llevaría a la boca, de golpe, unas dos libras. Y si tomaba rapé, debía aspirar, por lo menos, una libra cada vez. El dinero ha sido hecho para gastarlo... Los dedos de sus manos debían poseer una asombrosa sensibilidad y la facultad mágica de alargarse a voluntad: si el millonario, estando en Nueva York, venteaba que en algún lugar de Siberia había crecido un dólar, extendía la mano por encima del estrecho de Bering y arrancaba su planta preferida sin cambiar de sitio. Cosa rara, con todo eso, yo no podía imaginarme cómo era la cabeza del monstruo. Es más, la cabeza me parecía completamente superflua en aquella masa de músculos y de huesos, animada por el ansia de exprimir oro de todas las cosas. En general, mi idea del millonario no tenía una forma acabada. En una palabra: el millonario era, ante todo, unos brazos largos y elásticos. Envolvían todo el globo terrestre, lo acercaban a sus fauces negras y enormes y estas fauces succionaban, roían y masticaban nuestro planeta, regándolo de una ávida saliva, como si se tratase de una patata asada bien caliente... Podéi Po déiss imaginaros imag inaros mi sorpresa, sorpresa, cuando, al encontrarme con un millonario, vi que era un hombre de lo más corriente. Ante mí estaba sentado en un hondo sillón un viejo largo y seco, que tenía tranquilamente cruzadas sobre el vientre de dimensiones normales unas manos morenas y sarmentosas de tamaño corriente para un hombre. La apergaminada piel de su rostro estaba cuidadosamente rasurada; el labio inferior, caído en un gesto de cansancio, dejaba entrever unas mandíbulas perfectas, sembradas de dientes de oro. El labio superior —fino, afeitado y exangüe— estaba muy pegado a su aparato de masticar, y cuando el viejo hablaba, apenas si se movía. Sus ojos incoloros no tenían cejas, su cráneo mate carecía de cabellos. Hubiérase dicho que faltaba un poco de piel a aquella cara, y toda ella —rojiza, tersa e inmóvil— recordaba el rostro de un recién nacido. Era difícil determinar si aquel ser empezaba su vida o si se había acercado ya a su fina l... Vestía también como un simple mortal. Un anillo, el reloj y los dientes eran todo el oro que llevaba su persona. Todo ello, junto, debía pesar, probablemente, menos de media libra.
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En suma, aquel hombre hacía pensar en un viejo criado de una casa aristocrática de Europa. .. La habitación en que me recibió no deslumbraba por su lujo ni admiraba por su belleza. Los muebles eran macizos; eso es todo lo que podía decirse de ellos. “Seguramente, esta casa es visitada, a veces, por elefantes”, tal es la idea que suscitaban los muebles. — ¿Es ¿Es u s t e d .. . el millo mi llona nario rio? ? —preg —pr egun unté té sin dar crédito créd ito a mis ojos. — ¡Oh, sí! — me respon res pondió dió el v iejo ie jo,, afirm afi rman ando do,, c onv on v en en-cido, con la cabeza. Aparenté creerle y resolví poner inmediatamente las cosas en claro. — ¿Cuánta carne pu pued edee comer usted en el desayu des ayuno? no? — in quirí. — Y o no como carne carn e — re repl plicó icó— — . U n g ajito aj ito de nara na ranja nja,, un huevo, una tacita de té y nada más... Sus ojos inocentes de niño brillaron opacos ante mí, como dos grandes gotas de agua turbia, y yo no vi en ellos ni una chispa de mentira. — Está Es tá bien bie n — d ije ij e desco des conc ncert ertad ado— o— . Pero Pe ro sea se a usted uste d sin si n cero, dígame con franqueza cuántas v.eces come al día. — ¡Dos! — contestó con testó tranq tra nqui uilam lamen ente— te— . E l de desa sayu yuno no y el almuerzo. Eso es más que suficiente para mí. En el almuerzo, un platito de sopa, carne blanca y algo dulce. Fruta. Una taza de café. Un cigarro... Mi asombro crecía con la rapidez de una calabaza. El viejo me miraba beatíficamente. Recobré el aliento y dije: — Pero Per o si eso es verda ver dad, d, ¿qué hace ha ce usted con su dinero? Se encogió ligeramente de hombros, los ojos se le movieron en las órbitas y respondió: — Con él hago ha go más dinero. diner o. — ¿Para ¿Pa ra qué? — Para Pa ra hacer hac er más d in e r o .. . — ¿Para ¿Par a qué? — repetí rep etí yo. yo . Se inclinó hacia mí, acodándose en los brazos del sillón, y, con un matiz de curiosidad en la voz, me preguntó: — ¿Está usted ust ed loco? loco ? — ¿Y usted? — re respo spondí ndí yo con otra pregun pre gunta. ta. El viejo inclinó la cabeza y silabeó entre el oro de los dientes: 4-527
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— Es usted ust ed un jo v e n d iv e r t i d o .. . Qu Quizá izá sea se a la primera prime ra vez que veo a una persona así... Después de lo cual alzó la cabeza y, abriendo la boca casi hasta las orejas, empezó a examinarme en silencio. A juzgar por la serenidad serenid ad de su rostro, rostro, se consideraba un hombre plenamente normal. Advertí en su corbata un alfiler con un pequeño brillante. Si la piedra hubiera tenido el tamaño de un tacón, tal vez yo habría comprendido algo. — ¿A qué se de dedi dica ca usted? — me interesé inte resé.. — H ago ag o dinero din ero — re respo spond ndió ió lacón lac ónic ico, o, en enco cogi gién éndo dose se de hombros. — ¿Moned ¿Mo nedero ero falso fa lso? ? — excl ex clam am é alegr ale grem emen ente te;; me parecía par ecía que estaba a dos pasos de descubrir el secreto. Pero en aquel instante el viejo empezó a hipar quedamente. Todo su cuerpo se estremecía, como si una mano invisible le hiciera cosquillas en las axilas. Sus ojos no dejaban de parpadear. — ¡Qué divert div ertido ido!! — excl ex clam amó, ó, tranq tra nquil uilizá izánd ndose ose y verve rtiendo sobre mi rostro la dulzura de su mirada satisfecha—. Hágame alguna otra pregunta —dijo y, no sé por qué,'hinchó los carrillos. Después de reflexionar un poco, pregunté con firmeza: — ¿Cómo hace ha ce usted ust ed el dinero? diner o? — ¡Ah! ¡Comprendo! ¡Compr endo! — respon res pondió dió,, m ovie ov iend ndo o la cabe ca be-za—, Es muy sencillo, yo poseo los ferrocarriles. Los granjeros producen mercancías. Y o las transporto transporto al mercado. Calculo cuánto dinero hay que dejar al granjero, para que no muera de hambre hambre y pueda pued a seguir trabajando, y me quedo quedo con todo lo demás en concepto de tarifa por el transporte. Muy sencillo. — ¿Están ¿Está n los granj gra njero eross satisf sat isfech echos os de eso? — Pien Pi enso so que no todos tod os — declar dec laró ó el v iejo ie jo con senc se ncill illez ez i n f a n t i l — . Pero se dice di ce que todos tod os los hombres no están est án ni pueden estar nunca contentos de nada. Siempre hay tipos extravagantes, a quienes les gusta gruñir.. . — ¿El gobier gob ierno no no le m olest ol esta a a usted? — pr pregu egunt ntéé tím tí m idamente. — ¿El gobiern gob ierno? o? — repiti rep itió ó y se quedó pe pens nsat ativ ivo, o, fr frot otán ándo do-se la frente con los dedos; después, como si recordara de pronto alguna cosa, cosa, movió la cabeza—. cabeza— . ¡A h ! .. . Se refiere a ésos. .. de Washington. No, no me molestan. Son muy buenos muchachos... Entre ellos hay algunos de mi club. Pero los
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veo rara vez... Por eso suelo olvidarme de ellos. No, no me molestan —repitió y, lleno de curiosidad, me preguntó en el acto: — ¿Acas ¿A caso o h ay gobier gob iernos nos que impid im piden en a los hombres hombr es hacer dinero? Yo me sentí turbado por mi ingenuidad y su sabiduría. — N o — respon res pondí dí en voz vo z baja ba ja— — , no es eso lo que quería decir... ¿Sabe usted?, yo pensaba que, a veces, el gobierno debería prohibir el robo manifiesto... — ¡No! — obje ob jetó tó— — . Eso es ideal ide alism ismo. o. Aquí Aq uí esas cosas no se practican. El gobierno no tiene derecho a inmiscuirse en los asuntos privados... Mi modestia aumentó ante aquella tranquila sabiduría infantil. — Pero ¿acaso la ruina rui na de muchos mucho s hombres por uno solo es un asunto privado? —demandé cortésmente. — ¿La ruina? — repitió rep itió él, abriend abr iendo o mucho los ojos oj os— —. La ruina es cuando la mano de obra cuesta cara. Y cuando hay ha y huelga. huel ga. Pero nosotros tenemos a los emigrados. Ellos Ello s siempre hacen bajar el salario de los obreros y sustituyen de buena gana a los huelguistas. Cuando en el país haya bastante emigrados para que trabajen barato y compren mucho, todo irá bien.. Habíase animado un poco, y ahora se parecía menos a un viejo y un niño mezclados en una misma persona. Sus dedos finos y oscuros se agitaron y su voz seca martilleó con mayor rapidez mis oídos. — ¿El gobier go bierno? no? Quizá Qui zá esta cuestió cue stión n sea se a interes inte resant ante, e, sí. Un buen gobierno es necesario. El gobierno resuelve las siguientes tareas: en el país debe haber tanta gente como me haga falta a mí para que compre todo cuanto yo quiera vender. Debe haber todos los obreros que yo necesite. ¡Pero ni uno más! En tal caso no habrá socialistas. ¡Ni huelgas! El gobierno no debe recaudar impuestos elevados. eleva dos. Todo Tod o lo que que pueda dar el pueblo, lo tomaré yo mismo. Eso es lo que yo llamo un buen buen gobierno. gobierno. 'Pone de manifiesto su necedad, indicio seguro de que tiene conciencia de su grandeza —me dije—. Quizá sea, verdaderamente, un rey...” — N ec ecee sito si to — continu con tinuó ó el v iejo ie jo con un acento ace nto firme fir me y seguro— que el orden reine en el país. El gobierno contrata a 4
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bajo precio a distintos filósofo filó sofoss que todos los domingos, durante ocho horas por lo menos, inculcan al pueblo el respeto de las leyes. Si los filósofos no bastan para ello, se debe poner en acción a los soldados. Aquí lo importante no son los procedimientos, sino los resultados. El consumidor y el obrero están obligados a respetar las leyes. ¡Eso es todo! —terminó el viejo, jugueteando con sus dedos. “¡No, no es tonto, dudo que sea un rey!”, me dije y le pregunté: — ¿Está usted satisf sat isfec echo ho de dell gobier gob ierno no actual? Tardó un poco en responder: — H ace ac e menos men os de lo que podría. pod ría. Y o digo: digo : por ahora hay que dejar entrar a los emigrantes en el país. Pero aquí existe la libertad política, de la que ellos gozan. Eso hay que pagarlo. Que cada uno traiga consigo aunque no sea más que quinientos dólares. El hombre que posee quinientos dólares es diez veces mejor que el que tiene únicamente cincuenta. . . La mala gente, los vagabundos, los mendigos, los enfermos y demás vagos, no hacen falta en ninguna parte. — Pero Per o eso reducir red uciría ía la aflu af luen enci cia a de e m igr ig r a n tes. te s... . —di — dije je yo. El viejo asintió con la cabeza. — A nd ndan ando do el tiempo tiem po propond pro pondré ré que se les impid im pida a por completo completo el acceso acceso al p a ís .. . De momento, momento, que cada un uno o traiga un poco de oro... Es útil para la nación. Además, es necesario aumentar el plazo exigióle para la obtención de los derechos de ciudadanía. Posteriormente, habrá que suprimirlo por completo. Que los que deseen trabajar para los norteamericanos, trabajen; pero no hay por qué concederles derechos de ciudadanía norteamericana. Ya hemos hecho bastantes norteamericanos. Cada uno de ellos puede velar por sí mismo del aumento de la población del país. Todo eso es cosa del gobierno. El gobierno tiene que ser organizado de otra manera'. Todos sus miembros deben ser accionistas de las empresas industriales: entonces comprenderán mejor y más de prisa los intereses del país. Ahora Aho ra yo me veo obligad ob ligado o a comp comprar rar senadores para convencerles de que me son necesarias. . . diversas pequeñeces. Entonces eso no haría falta... Suspiró, estiró una pierna y añadió: — L a vida vi da se ve bien ún única icame mente nte desde des de lo alto alt o de una montaña de oro.
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Ahora que sus ideas políticas estaban ya suficientemente claras, le pregunté: — ¿Y qué pien pi ensa sa usted uste d de la religi reli gión ón? ? — ¡Oh! ¡Oh! — excla ex clam m ó, dánd dá ndos osee una palm pa lmad ada a en la rod ro d illa il la y moviendo enérgicamente las cejas—. ¡Pienso muy bien de . ella! La religión es imprescindible para el pueblo. Estoy sinceramente convencido. Yo mismo pronuncio los domingos sermones en la iglesia... Sí, ¿qué creía usted? — ¿Y qué es lo que dice dic e usted ust ed en sus sermones? — pr preegunté. — Todo To do lo que puede pue de decir dec ir en la igle ig lesi sia a un verd ve rdad adero ero cristiano, ¡todo! —respondió convencido—. Yo predico como es natural, en una parroquia pobre. Los pobres siempre necesitan una palabra buena y una enseñanza paternal... Yo ¡es digo... Su rostro adquirió por un instante una expresión pueril, pero en seguida apretó los labios y alzó los ojos al techo, donde unos amorcillos cubrían púdicamente el cuerpo desnudo de una mujer metida en carnes, cuya piel sonrosada recordaba la de un cerdo de Yorkshire. Sus ojos incoloros refle jaro ja ron n en su pr prof ofun undi dida dad d los abigar abi garrad rados os colores colore s de dell techo tech o y esplendieron con chispas multicolores. El viejo empezó dulcemente: — ¡H ¡Herm ermano anoss y herma her manas nas en el Señor! N o caig ca igái áiss en la tentación del astuto diablo de la envidia y apartad de vosotros todo lo terrenal. La vida en este mundo es efímera: el hombre es un buen obrero sólo hasta los cuarenta años; después de esa edad ya no le admiten en las fábricas. La vida es inestable. Vosotros trabajáis, y un movimiento falso de vuestras manos puede hacer que la máquina os rompa los huesos. Una insolación basta para matarle a uno. En todas partes os acechan las enfermedades, por doquier está la desgracia. El pobre es lo mismo que el ciego en el tejado de un edificio muy alto: vaya adonde vaya, terminará cayendo y estrellándose, estrellán dose, como dice el apóstol Jacobo, hermano del apóstol Judas. ¡Hermanos, no debéis apreciar la vida terrenal, que es obra obra del diablo, dia blo, ese ladrón ladró n de almas! ¡Vuestro reino, oh, amados hijos de Cristo, no es de este mundo! Como el reino de vuestro padre, está está en el cielo. cielo. Y si termináis vuestro camino terrenal humildemente, sin quejas, sin protestas, con resignación, él os admitirá en el Paraíso, os re-
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compensará con la dicha eterna por vuestros trabajos en la tierra. Esta vida no es más que el purgatorio de vuestras almas, y cuanto más sufráis aquí, mayor será la dicha que allí os espera, como ha dicho el propio apóstol Judas. Señaló al techo con el dedo, pensó un poco y prosiguió con voz firme y fría: — Sí, amados ama dos hermano herm anoss y herma her manas nas,, toda tod a esta est a v id a es fútil y vana si no la sacrificamos al amor del prójimo, cualquiera que sea. ¡No entreguéis vuestros corazones a los diablos de la envidia! ¿Qué podéis envidiar? Los bienes terrenales son espectros, juguetes del diablo. Todos hemos de morir, los ricos y los pobres, los reyes y los mineros, los banqueros y los barrenderos. En los umbríos jardines del Paraíso quizá los mineros sean reyes y el rey, escoba en mano, limpie los senderos del jardín de las hojas caídas y de los papeles que envolverán los caramelos con que habréis de alimentaros cada día. ¡Hermanos! ¿Qué se puede desear en la tierra, en este sombrío bosque del pecado, donde el alma vaga como un niño? Id al Paraíso por el camino del amor y de la mansedumbre, soportad calladamente vuestra parte de sufrimiento. Amad a todos, incluso a los que os humillen. . . Cerró otra vez los ojos y, meciéndose enel sillón, prosiguió: — N o prestéis prest éis oído oíd o a los lo s que exci ex cite ten n en vuestro vue stross cora co razozones el sentimiento pecaminoso de la envidia, mostrándoos la pobreza de unos y la riqueza de otros. Esas gentes son enviados del diablo. Dios prohíbe envidiar al prójimo. Y los ricos son pobres, son pobres de amor a ellos. ¡Amad al rico porque es un elegido de Dios!, exclamó Judas, hermano de Dios, gran sacerdote del templo. No prestéis oído a los que predican la igualdad y otros inventos del diablo. ¿Qué significa la igualda igua ldad d aquí, aquí, en la l a tierra? tierra? Esforzaos solame sola mente nte por ser iguales en la pureza del alma ante vuestro Dios. Llevad con paciencia vuestra cruz, y la resignación os aliviará el peso. ¡Dios está con vosotros, hijos míos; no necesitáis nada más! El viejo se calló. Abriendo la boca, que dejó ver el brillo de los dientes de oro, me miró con aire de triunfo. — A pr prov ovec echa ha usted uste d bien bi en la re reli ligi gión ón — observé. obse rvé. — ¡Oh, sí! Conozco Con ozco su valo va lorr — d ijo ij o — . Se lo repito: repit o: la re re-ligión es necesaria para los pobres. A mí me gusta. En la tierra, nos dice la religión, todo pertenece al diablo. ¡Oh, hom-
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bre, si quieres la salvación de tu ama, no desees ni toques nada aquí, sobre la tierra! Gozarás de la vida después de la muerte: ¡en el cielo todo será para ti! Cuando los hombres creen en eso, es más fácil tratar con ellos. Sí, la religión es como la grasa. Cuando más generosamente lubrifiquemos con ella la máquina de la vida, menor será la fricción de sus piezas y más fácil el trabajo del mecánico... “Sí, es un rey”, resolví y pregunté con respeto a aquel próximo descendiente de un porquerizo: — ¿Y usted ust ed se consi co nside dera ra cristiano? cristi ano? — ¡Oh, sí, natura nat uralme lmente nte!! — excl ex clam amó ó el v iejo ie jo con pr prof ofun un-da convicción— convicción— . Pero Pero — alzó una mano mano y dijo contundente— : yo, al mismo tiempo, soy norteamericano norteamerica no y, como tal, un moral moralis ista ta rigu roso.. roso .. . Su rostro adquirió una expresión dramática: frunció los labios, mientras que las orejas se le acercaban a la nariz. — ¿Qué quiere qui ere usted ust ed decir? decir ? . . . — inquirí, inqu irí, baja ba jand ndo o la voz. voz . — ¡Que esto quede qued e en entre tre nosotros! nosotr os! —me —m e advir ad virtió tió él tam ta m bién quedamente—. Para un norteamericano, es imposible reconocer a Cristo. — ¿Imposi ¿Im posible? ble? —musi —m usité té despué des puéss de un una a pausa. pa usa. — Por Po r supuest sup uesto o — me confir con firmó mó también tam bién en un h ilo il o de voz. — ¿Por qué? —le —l e pregu pre gunté nté despué des puéss de br brev evee silen sil encio cio.. — Fue Fu e h ijo ij o natura nat urall — el v iejo ie jo me guiñó gu iñó un ojo oj o y miró en torno—. ¿Comprende? En Norteamérica, un hijo natural no puede ser, no ya un dios, sino ni siquiera un funcionario. En la buena sociedad no se la admitirá. Ninguna joven querrá casarse con él. ¡Oh, nosotros somos muy severos! Y si reconociésemos a Cristo, tendríamos que reconocer a todos los hijos naturales como personas decentes... aunque fueran hijos de un negro y una blanca. Imagínese qué terrible sería eso, ¿eh? Seguramente, debía ser terrible. Los ojos del viejo cobraron un tinte verdoso y se hicieron redondos como los de una lechuza. Alzó con esfuerzo el labio inferior y los apretó contra los dientes. Por lo visto, pensaba que aquella mueca hacía su rostro más grave e imponente. — ¿Y no h ay forma for ma de que usted ust ed consid con sidere ere hombre hom bre a un negro? —pregunté, consternado por la moral de aquel país democrático. — ¡Qué ingen ing enuo uo es usted! — excla ex clam m ó com co m pasiv pa sivo— o— . Pero Pe ro
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¡si tienen la piel negra! Pero ¡si apestan! Nosotros linchamos a un negro, en cuanto sabemos que ha vivido con una blanca, como marido y mujer. Inmediatamente le echamos la soga al cuello y le colgamos de un árbol. árbol. . . Sin más ceremoni ceremonias. as. Nosotros somos muy severos cuando se trata de la moral. .. El viejo me inspiraba ahora el mismo respeto que se experimenta involuntariamente por un cadáver en descomposición. Pero, ya que había puesto manos a la obra, debía llevarla hasta el fin. Continué haciéndole preguntas, deseoso de acabar cuanto antes la tortura de la verdad, de la libertad, de la razón y de todo lo luminoso en que yo creo. — ¿Qué pien pi ensa sa usted ust ed de los social soc ialista istas? s? — Que ello el loss son, precis pre cisam ament ente, e, los servi se rvidor dores es de dell diablo dia blo —se — se apresuró apresur ó a respon res ponder der el v iejo ie jo,, dánd dá ndose ose un una a palm pa lmad ada a en la rodilla—. Los socialistas son arena en la máquina de la vida, arena que, penetrando por todas partes, impide el buen funcionamiento del mecanismo. Con un buen gobierno no debe haber socialistas. En Norteamérica nacen socialistas. Eso quiere decir que los hombres de Wáshington no tienen una visión absolutamente clara de sus tareas. Deben privar a los socialistas de derechos civiles. Eso sería ya algo. Yo digo que el gobierno gobiern o debe estar más cerca de la vida, Para Para ello, hay que elegir todos sus miembros entre los millonarios. Así pienso yo. — Es usted ust ed un hombre hom bre cons co nsecu ecuen ente te —le —l e dije. dij e. — ¡Oh, sí! — asint as intió ió con un m ovim ov imien iento to de cabeza. cabez a. D e su rostro había desaparecido por completo toda expresión infantil, y unas hondas arrugas surcaban sus mejillas. Tuve la ocurrencia de preguntarle acerca del arte: — ¿Qué pien pi ensa sa u s t e d ? .. . — comencé com encé,, pero él leva le vant ntó ó un dedo y dijo: — Los socia so cialis lista tass lle ll e v a n en la cabeza cab eza el ateísm ate ísmo o y en el vientre, el anarquismo. El diablo ha dado alas a su alma, las alas de la demancia y de la ira. . . Para la lucha contra los socialistas hay que tener más religión y más soldados. La religión, contra el ateísmo; los soldados, contra el anarquismo. Primero, verted en la cabeza del socialista el plomo de los sermones eclesiásticos. Si eso no le cura, ¡que los soldados dados le le llenen de plomo plomo el vientre! vientre! . . . El viejo movió, convencido, la cabeza y dijo firmemente: — ¡La fuerz fue rza a d el diab di ablo lo es grand gra nde! e!
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— ¡Oh, ¡Oh, sí! — accedí acc edí de buena bue na gana. gan a. Por primera vez observaba yo en una forma tan palpable la influencia del Diablo Amarillo, del Oro. Los huesos del viejo, secos y atenazados por la gota y el reumatismo, su cuerpo débil y exhausto embutido en un saco de vieja piel, todo aquel pequeño montón de basura vetusta vetust a hallábas hallá basee ahora inspirado por la fría y dura voluntad del Padre Amarillo rillo de la falsedad falsedad y de la depravación moral. moral. Los ojos del anciano fulgían como dos monedas recién acuñadas, y todo él se había hecho más fuerte y más seco. Ahora se parecía aún más a un criado, pero yo sabía ya quién era su amo. — ¿Qué piens pie nsa a usted ust ed de dell arte? —le —l e pregunt preg unté. é. Me miró, se pasó una mano por el rostro y borró de él la expresión de cólera bestial. De nuevo apareció en su fisonomía algo infantil. — ¿Qué ha dicho dich o usted? uste d? —pregu —p reguntó. ntó. — ¿Qué pien p iensa sa usted uste d de dell arte? — ¡Oh! ¡Oh! — contestó con testó tranq tra nquil uilam amen ente— te— . N o piens pie nso o en él; sencillamente, lo compro.. . — Y o lo sé. Pero quizá quiz á te teng nga a usted us ted sus opini op inion ones es y sus exigencias acerca de él. — ¡Ah! ¡Claro que tengo ten go mis exig ex igen encia cias! s!.. . . E l arte debe deb e ser divertido; eso es lo que exijo. Es necesario que yo me ría. Mi trabajo tiene poco de cómico. A veces hay que inyectar tar en en el cer cereb ebro ro un sedan sedante te.. . . Y a veces, veces, algo que que excite la energía del cuerpo. Cuando el arte se hace en el techo o en las paredes, debe despertar el apetito. . . Los anuncios hay que pintarlos con los colores mejores y más brillantes. Es necesario que el reclamo le agarre a uno por la nariz a una milla de distancia y le lleve en seguida adonde llama. Entonces justifica el dinero invertido. Las estatuas o los jarrones son siempre mejor de bronce que de mármol o de porcelana: los criados no rompen con tanta frecuencia el bronce como la porcelana. Están muy bien las peleas de gallos y la caza de ratas. Las he visto en Londres... ¡Muy bien! El boxeo tampoco está mal, aunque no debe permitirse que la gente se mate. .. La música ha de ser patriótica. Las marchas siempre son bonitas, pero las mejores son las norteamericanas. Norteamérica es el mejor país del mundo; por eso la música norteamericana es la mejor de toda la tierr tierra. a. La buena música música existe siempre donde dond e los hombres son buenos. buenos. Los norte-
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americanos son los mejores hombres de la tierra. Son los que tienen más dinero. Nadie tiene tanto dinero como nosotros. Por eso todo el mundo vendrá pronto aquí... Yo escuchaba perorar con suficiencia a aquel niño enfermo y pensaba, reconocido, en los salvajes de Tasmania. Se dice que también ellos son antropófagos, pero, no obstante, tienen desarrollado el sentimiento estético. — ¿Frecu ¿F recuenta enta usted ust ed el teatro? teat ro? — pr pregu egunté nté al v iejo ie jo escl es clav avo o del Diablo Amarillo para que dejase de alardear del país que él había profanado con su existencia. — ¿El teatro? tea tro? ¡Oh, sí! Y a sé que eso tambié tam bién n es arte —di — dijo jo con segur se gurida idad. d. — ¿Y qué le gust gu sta a a usted ust ed en el teatro? teatro ? — M e gusta gu sta que h aya ay a mucha mu chass jóv jó v e n e s damas de desco scotad tadas as y estar sentado más arriba que ellas —respondió después de meditar un poco. — ¿Qué es lo que le gusta gu sta más en el teatro? teatro ? — pregunt preg unté, é, desesperado. — ¡Oh! — excla ex clam m ó el v iejo ie jo,, abrien abr iendo do la boca boc a de orej or eja a a oreja—. Como es natural, las actrices, lo mismo que a todo el mundo... Si las actrices son guapas y jóvenes, siempre tienen talento. Sin embargo, es difícil adivinar a primera vista cuál es joven de verdad. ¡Disimulan tan bien! Yo comprendo que ése es su oficio. Pero a veces piensa uno: ¡ah, esa sí que es un pimpollo! Y después resulta que va por los cincuenta años y que ha tenido más de doscientos amantes. amantes. Es desagradesag radable. . . Las artistas del circo valen más que las del teatro. Casi siempre son más jóvenes y más ágiles... Por lo visto, era un entendido en la materia. Hasta yo, pecador impenitente, sumergido toda la vida en el vicio, me enteré por él de muchas cosas. — ¿Y le gusta gu stan n a usted ust ed los lo s versos? vers os? — pregun pre gunté. té. — ¿Los versos ver sos? ? — re repit pitió, ió, baja ba jand ndo o la vist vi sta a haci ha cia a sus sus zapatos y arrugando el entrecejo; reflexionó un poco y, levantando la cabeza con un movimiento vivo, me mostró de golp go lpee todos los dientes— dien tes— . ¿Los ¿Los versos? ¡Oh, ¡Oh, sí, me gustan mucho los versos! La vida será muy alegre cuando todo el mundo imprima en verso la propaganda comercial. — ¿Quién ¿Qui én es su poet po eta a pr pred edile ilecto cto? ? —me —m e apresur apr esuréé a p lan la n tear otra cuestión. El viejo me miró perplejo y preguntó silabeando:
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— ¿Qué ha dicho dic ho usted? Yo repetí la pregunta. — ¡Hum! . . . Es usted ust ed la mar de diver div ertid tido o — dijo di jo m oviendo, indeciso, la cabeza—. ¿Por qué voy a amar yo a un poeta? ¿Qué necesidad tengo de ello? — Perd Pe rdón ónem emee — barboté, en enju jugá gánd ndom omee el sudor de la frente— fren te— . Quería preguntarle pregun tarle cuál es su libro predilecto. predilec to. Exceptúo el carnet de cheques... — ¡Oh, eso es otra cosa! — convin con vino o el ancia an ciano no— — . Me gustan dos libros: la Biblia y el Libro Mayor de contabilidad. Los dos inspiran por igual el cerebro. Desde que los coge uno, se da ya cuenta de que encierran esa fuerza que da al hombre todo lo necesario. “Está burlándose de mí”, me dije, y escruté su rostro. No. Sus ojos disipaban todas las dudas que se hubiera podido tener en cuanto a la sinceridad de aquel niño. Hundido en el sillón, como la pulpa reseca de una nuez en su cáscara, se veía que estaba convencido de la verdad de sus palabras. — Sí — contin con tinuó, uó, mirán mi rándo dose se las uñ uñas— as— , esos libros libr os son muy buenos. Uno lo han escrito los profetas, el otro lo he escrito yo. En mi libro hay pocas palabras. En él sólo hay cifras. Cuentan lo que puede hacer el hombre si quiere trabajar honradamente y con ardor. Después de mi muerte, el gobierno debería publicar mi libro. Que la gente vea el camino que debe seguir para llegar a esta altura. Y con un gesto solemne, propio de un vencedor, el viejo trazó un círculo alrededor de sí mismo. Yo sentía que ya era hora de interrumpir la conversación. No todas las cabezas pueden permanecer indiferentes cuando se las patea. — ¿No ¿N o tendr ten drá á usted uste d la bond bo ndad ad de decirm dec irmee alg al g o de la ciencia? —pregunté en voz muy baja. — ¿La cienc cie ncia? ia? — dijo di jo,, leva le vant ntan ando do un dedo, ded o, con los ojos en el techo. Luego sacó el reloj, consultó la hora, cerró la tapa y, con la cadena enrollada alrededor de un dedo, balanceó el reloj en el aire. Después suspiró y dijo: — L a c i e n c i a . . . ¡Sí, y a sé! La cien ci encia cia son los libros. libro s. Si en ellos se escribe bien Je Norteamérica, los libros son útiles. Pero en los libros rara vez se dice la verdad. Esos... poetas que hacen los libros ganan poco, según creo. En un país donde rada uno está dedicado a sus negocios, nadie tiene tiempo
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para leer.. . Sí, los poetas se irritan porque no les compran los libros. El gobierno debe pagar bien a los escritores de libros. El hombre ahito es siempre bueno y alegre. Si hacen falta libros acerca de Norteamérica, hay que contratar a buenos poetas, y entonces se harán todos los libros que necesita Norteamérica... Eso es todo. — Su de defi fini nici ción ón de la cienc cie ncia ia es un poco poc o estrecha estre cha — sese ñalé. Bajó los párpados y se quedó pensativo. Después abrió de nuevo los ojos y prosiguió con seguridad: — Sí, los filó fi lóso sofo fos, s, los m a e str st r o s.. s. . . Eso también tam bién es cien ci en-cia. Los profesores, las comadronas, los dentistas, lo sé. Los abogados, los doctores, los ingenieros. All right! Eso es imprescindible. Las buenas ciencias.. . no deben enseñar cosas malas. . . Pero el profesor p rofesor de mi hija h ija me dijo una vez qu quee existían ciencias sociales.. . Eso no lo comprendo. Creo que es nocivo. La buena ciencia no puede ser hecha por los socialistas. En general, los socialistas no deben hacer la ciencia. La ciencia útil o divertida la hace Edison, sí señor. El fonógrafo, el cinematógrafo son cosas útiles. Pero cuando hay muchos libros atiborrados atiborrados de ciencia. ciencia . . . eso es una cosa superflua. Los hombres no deben leer libros que puedan despertar en su mente. . . toda clase de dudas. En este mundo todo marcha como es debido.. . Y no hay por qué mezclar los libros en los negocios. Me levanté. — ¡Oh! ¡Oh! ¿Se marcha ma rcha usted? uste d? — me preguntó preg untó.. — Sí — le d ije ij e — . Quizá Qui zá ahora aho ra que me marcho ma rcho acabará acaba rá explicándome usted qué sentido tiene ser millonario. Comenzó a hipar y a sacudir nerviosamente las piernas, en lugar de responderme. ¿No sería aquello su manera de reír? — ¡E ¡Ess un una a costumbre! — excla ex clam m ó recobra reco brando ndo el alien al iento to.. — ¿Qué es una costumbre? —pre —p regu gunt ntéé yo. — Ser m illo il lo n a r io .. . ¡Ser m illona illo nario rio es una costumbre! Reflexioné y le hice mi última pregunta: — ¿Pien ¿P iensa sa usted uste d que los vaga va gabu bund ndos os,, los fumado fum adores res de opio y los millonarios son fenómenos del mismo orden? Por lo visto, mis palabras le agraviaron. Abrió mucho los ojos, los coloreó con el tinte verde de la hiel y me respondió secamente:
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— Pien Pi enso so que está usted mal ma l educado. educ ado. — H asta as ta la vist vi sta a — le dije. dij e. Me acompañó amablemente hasta la puerta y se detuvo en lo alto de la escalera, examinando atentamente la puntera de sus zapatos. Ante su casa se extendía una plazoleta cubierta de césped espeso y bien cortado. Al cruzarlo, pensé con deleite que no volvería a ver a aquel hombre. — Hallo! —oí a mi espalda. V olví olv í la cabeza. cabeza. Seguía allí, en la terracilla, terracilla, mirándome. — D ígam íg am e — me pregu pre gunt ntó— ó— : ¿Tien ¿T ienen en ustedes uste des en Europa Euro pa algún rey de sobra? — ¡Me parec pa recee que sobran todos! — le respondí. respo ndí. Escupió hacia la derecha y dijo: — Pien Pi enso so tomar toma r a mi servic ser vicio io a una pare pa reja ja de buenos reyes, ¿eh? — ¿Para ¿Pa ra qué los quiere quie re usted? — Sería divert div ertid ido, o, ¿sabe? ¿sabe? Les ordena ord enaría ría boxear box ear a h í . . . Señaló la plazoleta que se extendía ante la casa, y añadió como preguntando: — Todo To doss los días, día s, de una a una y media, me dia, ¿eh? Despu De spués és del desayuno es agradable dedicar media hora al arte... Sí, estaría bien... Hablaba seriamente, y era evidente que haría todo lo que estuviese a su alcance con tal de ver cumplidos sus deseos. — ¿Qué falt fa lta a le hacen ha cen a usted ust ed los reyes para pa ra eso? — in quirí. — A qu quíí nadi na diee tiene tie ne aún nada na da parec pa recido ido — expl ex plic icó ó lacó la có-nico. — Pero Per o ¡si los reyes reye s se pe pele lean an ún única icame ment ntee con manos ajenas! —le repliqué, alejándome. — Hallo! —me llamó por segunda vez. Me detuve de nuevo. El viejo continuaba en el mismo sitio, con las manos en los bolsillos. Su rostro había adquirido una expresión soñadora. — ¿Qué desea? desea ? — le pregunt preg unté. é. Movió en silencio los labios y dijo lentamente: — ¿Y usted uste d qué piensa pie nsa:: cuánto podr po drían ían costarme costar me dos reyes para el boxeo, media hora cada día durante tres meses?, ¿eh?
El sacerdote de la moral
. . . Se presentó presentó bien bien entrada entrada la noche y, después después de pasear pasear por la habitación una mirada recelosa, inquirió en voz baja: ¿Podría hablar media hora a solas con usted? En el tono de su voz y en toda su figura magra, un poco encorvada, había algo de misterioso y de inquietante. Se sentó en la silla con precaución, como si temiese que el mueble no pudiera sostener sus huesos largos y puntiagudos. — ¿Puede ¿Pu ede usted ust ed bajar ba jar el stor? — rogó rog ó quedamen qued amente. te. — ¡Con mucho gusto! — d ije y cumplí cum plí inmed inm ediat iatam amen ente te su deseo. Me dio las gracias, inclinando la cabeza, designó con un guiño la ventana y añadió todavía más quedamente: — Siempre Siem pre me siguen. sigu en. — ¿Quiénes? ¿Quiéne s? — ¿Quiénes ¿Qu iénes van va n a ser? Los L os reporteros. Le miré con atención. Vestido muy bien, hasta con elegancia, producía, sin embargo, una impresión de pobreza. Su cráneo, calvo, anguloso, brillaba modesto y correcto. Un rostro escuálido, bien rasurado; unos ojos grises, que sonreían culpables, medio cubiertos por unas pestañas rubias. Cuando alzaba las pestañas y me miraba de frente, tenía yo la sensación de hallarme hallar me ante una especie de vacío nebuloso, poco profundo. Estaba sentado con las piernas recogidas bajo el asiento, la palma de la mano derecha sobre la rodilla, y la mano izquierda, que sostenía el sombrero hongo, colgando hacia el suelo. Los largos dedos, un poco temblorosos, de sus manos, sus labios apretados, de comisuras que el cansancio hacía caer, eran el indicio de que aquel hombre había pagado caro ¡su traje. — Permí Per mítam tamee que me presen pre sente te — dijo di jo después desp ués de suspirar y echar echar una mirada de soslayo a la ventana— ven tana— ; yo soy, por decirlo así, un pecador profesional... Fingí que no había oído sus palabras, y le pregunté con calma aparente: — ¿Cómo? — Y o soy so y un pecado pec adorr pr profe ofesio siona nall — repitió rep itió letra let ra por letra letr a
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y añadió—: Mi especialidad es delinquir contra la moral pública... ' En el tono con que pronunció esa frase no se advertía adver tía otra cosa que modestia; y ni en las palabras ni en el rostro capté yo la menor sombra de arrepentimiento. — ¿No ¿N o querrá querr á u s t e d . . . un vaso va so de agua? — le ofrecí. ofre cí. — ¡No, ¡N o, se lo agradezc agra dezco! o! — rehusó, rehusó , y sus ojos ojo s cu culpa lpable bless se detuvieron, sonrientes, en mi figura. — Creo que usted ust ed no me compre com prende nde de dell todo. todo . — Sí. ¿Por qué no? — repliqu rep liqué, é, oculta ocu ltand ndo o mi ignora ign oranci ncia, a, a la manera de los periodistas europeos, tras una mascara de desenvoltura. Pero, por lo visto, no me creyó. Balanceando su sombrero hongo y sonriendo con modestia, rompió a hablar: — L e expo ex pond ndré ré algun alg unos os ej ejem empl plos os concretos concr etos de mi acti ac tiv v idad, dad, para que usted usted comprenda comprenda quién quién soy y o . . . Suspiró y bajó la cabeza. Y de nuevo me asombró que en aquel suspiro no hubiese más que fatiga. — ¿Recuerd ¿Rec uerda a usted uste d — me dijo di jo,, balan ba lance cean ando do suavem sua vemen ente te su sombrero— que los periódicos hablaron de un hombre... es decir, de un borracho, de un escándalo en el teatro? — ¿Aque ¿A quell señor seño r sentad sen tado o en la pr prime imera ra fila fi la,, que en m itad de una escena patética se levantó, se puso el sombrero y comenzó a gritar pidiendo un coche? —pregunté. — ¡Sí! — confir con firmó mó él y añad añ adió ió amab am able leme ment nte— e— : Ese Es e soy yo. La gacetilla titulada “Un monstruo martirizador de niños” fui yo quien la provocó, igual que esta otra: “Un marido que vende a su mujer”. .. El hombre que persiguió en la calle a una dama, haciéndola proposiciones deshonestas, también soy y o . . . En una palabra palabra,, los periódico periódicoss hablan de mí lo menos una vez por semana y siempre que es preciso demostrar la corrupción de las costumbres.. . Dijo todo eso sin elevar la voz, muy claramente, aunque sin jactancia. Yo no comprendí nada, pero no quise dárselo a entender. en tender. Como todos los escritores, escritores, yo también finjo fin jo siempre qué la vida y los hombres no tienen para mi mas secretos que los cinco dedos de mi mano. — ¡Hum! — excl ex clam améé filo fi losó sófi ficc o— . ¿Y qué? ¿Le produc pro ducee a usted deleite semejante ocupación? — Cuando Cua ndo y o era jove jo ven n , eso me dive di vert rtía, ía, no lo oculto — contes con testó— tó— . Pero Per o ahora ahor a te teng ngo o y a cuare cua renta nta y cinco años, estoy casado, tengo dos hijas... En tales condiciones, es su
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mámente desagradable ser presentado dos o tres veces por semana en los periódicos como una fuente fuen te de vicio vici o y de depravación. Los reporteros le siguen a uno continuamente para que cumpla sus obligaciones con exactitud y puntualidad. .. Tosí a fin de ocultar mi perplejidad. Después pregunté condolido: — ¿Es eso en usted ust ed una enferm enf ermeda edad? d? Movió, denegando, la cabeza, agitó ante sí el sombrero como un abanico y replicó: — N o, es un una a profes pro fesión ión.. Y a le he dicho dich o a usted ust ed que mi especialidad son los pequeños escándalos en la calle y demás lugares públicos... Otros compañeros, en nuestro buró, se dedican dedic an a asuntos asuntos más serios e importantes: por ejemplo, ejemp lo, ofenden ofen den los sentimientos religiosos, seducen a mujeres y muchachas, roban sumas inferiores a mil dólares... —suspiró, miró en torno torno suyo suyo y aclaró— : Y otros otros actos actos contra la mom oral. .. Pero yo promuevo únicamente pequeños escándalos... Hablaba como un artesano habla de su oficio. La cosa empezaba a irritarme, y me informé sarcástico: — ¿Eso no le satis sa tisfa face ce a usted? — ¡No! ¡No ! — contestó conte stó senc se ncill illam amen ente. te. Su sencillez me desarmó y despertó en mí una viva curiosidad. Después de una pausa, le pregunté: — ¿Ha estado est ado usted en la cárcel? — Tr Tres es veces. vec es. A hora ho ra bien, bien , yo actúo, por lo común, d en en-tro del marco de la multa. Pero, claro está, las multas las paga el buró... —explicó. — ¿El buró? —rep —r epet etíí yo maqui ma quina nalm lment ente. e. — ¡Oh, sí! ¡Uste ¡U sted d conv co nven endr drá á conmi con migo go en que yo no puedo pued o pagar las multas! —exclamó sonriendo—. Cincuenta dólares a la semana es muy poco para una familia de cuatro personas. .. ,— Déjeme usted reflexionar un instante —le rogué, levantándome de la silla. — ¡Con mucho gusto! — accedió. acce dió. Me puse a recorrer la habitación, pasando y repasando ante él. Hacía un esfuerzo para recordar todas las formas de enfermedades mentales. Y, aunque quería determinar el carácter de su dolencia, no pude. Una cosa estaba clara para mí: aquello no era manía de grandezas. El me seguía con una
afable sonrisa en el rostro enjuto, extenuado, y esperaba pacientemente. — ¿De modo mo do que el buró? — le pregu pre gunté nté,, de deten tenién iéndo dom me frente a él. — Sí — dijo. di jo. — ¿Muchos emple em pleado ados? s? — En esta est a ciuda ciu dad, d, 125 hombres hombr es y 75 m u je r e s .. . — ¿En esta est a ciudad ciu dad? ? ¿O s e a . . . que tambié tam bién n en otras ciuciu dades hay burós? — ¡En todo el país, país , por supuesto! supuesto ! — replic rep licó, ó, sonri so nriend endo o condescendiente. Sentí lástima de mí mismo. — Pero Per o — pr pregu egunté nté v a cila ci lan n te te— — , ¿qué son. . . , a qué se dedican esos burós? — ¡Infr ¡In frin inge gen n las la s leye le yess de la moral! mora l! — respon res pondió dió él m odestamente y, levantándose de la silla para sentarse en una butaca, estiró los brazos y se puso a mirarme con manifiesta curiosidad. Por lo visto, le parecí un salvaje, y dejó de sentirse cohibido. “¡Diablos! —me dije—. No hay que dar a entender que no comprendo nada”. . . Y, fortándome las manos, exclamé con animación: — ¡Interesa ¡Inte resante! nte! ¡Muy interes inte resante ante!! . . . Pero Pe ro ¿para qué necesitan eso? — ¿Qué? — replicó rep licó sonrien son riente. te. — Esos burós que infr in frin inge gen n las la s ley le y es de la moral. mora l. Se echó a reír con la risa bonachona de un adulto ante la simpleza de un niño. Yo pensaba, contemplándole, que la ignorancia es, en efecto, el origen de todas las contrariedades de la vida. — ¿Uste ¿U sted d qué opina? opi na? ¿Hay ¿H ay que vivi vi vir? r? ¿Eh? — pregun pre guntó. tó. — ¡Sin duda! — ¿Y h ay que v ivir iv ir agrad ag radab ablem lemen ente? te? — ¡O ¡Oh, h, claro está! Se levantó, se acercó a mí y me dio una palmadita en el hombro. — ¿Y acaso es posib po sible le disfru dis frutar tar de la v ida id a sin transtra nsgredir las leyes de la moral? ¿Eh? Se apartó, me hizo un guiño, volvió a arrellanarse en la butaca, como un pescado cocido en un plato, sacó un cigarro y lo encendió sin pedirme permiso. Después prosiguió:
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— ¿A quién quié n le gustan gus tan las fresas con ácido fénico fén ico? ? Y arrojó al suelo la cerilla encendida. Siempre ocurre así: cuando el hombre se siente superior a su semejante, en el acto se convierte en un cerdo con relación a él. — ¡Me es difí di fíci cill comprende comp renderle! rle! — confes con fesé, é, mirán mi rándo dole le cara a cara. El sonrió y me dijo: — Yo tenía ten ía mejor me jor opini op inión ón de su t a le n t o .. . Cada vez más desenvuelto en sus modales, sacudió la ceniza del cigarro sobre el suelo, entornó los ojos y, siguiendo a través de sus pestañas las volutas de humo que despedía su cigarro, dijo con el tono de un hombre ducho en la materia: — Por lo que veo, veo , está est á usted ust ed poco poc o versad ver sado o en la m o r a l .. . — N o , algu al guna na vez ve z me he tropezado trope zado con ella el la — objeté obje té modestamente. Se quitó el cigarro de la boca, miró su extremidad y sentenció filosóficamente: — Golpe Go lpear arse se la frent fre ntee contra contr a la pared par ed no quiere quier e decir estudiar la pared. — Sí, esto es toy y de acuerdo. acuer do. Pero, Pero , no sé por qué, la moral me rechaza siempre, lo mismo que la pared rechaza una pelota... — ¡Ello de deno nota ta un de defec fecto to de educación educ ación!! — repuso sense ntencioso. — Es muy posib po sible le — conv co nvin ine— e— . El mora mo ralist lista a más fu furi ri-bundo que yo he visto era mi abuelo. Conocía todos los caminos que llevan al paraíso y no hacía más que exhortar a seguirlos a todos los que le rodeaban. Sólo él estaba en posesión de la verdad, y la metía celosamente a troche y moche en la cabeza de los miembros de su familia. Conocía al dedillo todo lo que Dios exige del hombre y enseñaba hasta a los perros y los gatos cómo conducirse para alcanzar la dicha eterna. Al mismo tiempo, era codicioso y malo, mentía siempre, se dedicaba a la usura y cruel como buen cobarde — rasgo espirit esp iritual ual propio prop io de todos todo s y cada ca da uno de los m orali or alisstas—, golpeaba a sus familiares, cuando tenía tiempo y ocasión, con lo que encontraba a mano y como quería... Yo probé a influir en mi abuelo, deseando endulzar su carácter: una vez tiré al viejo por la ventana; en otra ocasión, le gol
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pee con un espejo. La ventana y el espejo se rompieron, pero mi abuelo no se corrigió por ello. Siguió sin dejar de ser moralista hasta su muerte. Y desde entonces la moral se me antoja un poco odiosa... Tal vez usted me diga algo que pueda reconociliarme con ello —le indiqué. Sacó el reloj, miró la hora y dijo: — N o tengo ten go tiempo tiem po de darle da rle una c o n fe r e n c ia .. . Pero, Per o, y a que he venido a verle, es igual. Lo que se empieza debe ser terminad terminado. o. Quizá pueda usted hacer algo por m í . . . Seré Seré breve... Volvió a entornar los ojos y comenzó gravemente: — La moral mo ral es ne neces cesar aria ia para usted: ¡té ¡téng ngalo alo bien bie n p re re-sente! ¿Por qué es necesaria? Porque protege su tranquilidad personal, sus derechos y sus bienes; dicho con otras palabras, la moral defiende los intereses del “prójimo”. El “prójimo” es siempre usted y nadie más que usted, ¿comprende? Si su mujer es hermosa, usted dirá a todos los que le rodean: “No desearás la mujer de tu prójimo”. Si un hombre tiene dinero, bueyes, esclavos, asnos y si él mismo no es un idiota, será un moralista. La moral es conveniente para uno cuando tiene todo lo que necesita y quiere conservarlo para sí solo; no es conveniente si uno no tiene de sobra más que los cabellos en la cabeza. Se pasó la mano por su cráneo mondo y prosiguió: — L a moral mo ral es el guar gu ardi dián án de sus interese inte reses; s; y usted ust ed trata de inculcarla en el alma de los que le rodean. En la calle coloca usted a los guardias y a los policías; en el interior del hombre introduce toda una serie de principios, que deben arraigar en su cerebro y atenazar, ahogar, destruir en él todos los pensamientos hostiles a usted, todos los deseos que amenazan sus derechos. La moral es más rígida allí donde las contradicciones económicas son más evidentes. Cuanto más dinero tenemos, más severo es nuestro concepto de la moral. He aquí la razón de que en Norteamérica, donde hay tantos ricos, los millonarios profesen una moral de cien caballos de fuerza. ¿Comprendido? — Sí — d ije ij e — , pero p ero ¿qué falt fa lta a hacen ha cen los burós? — ¡Espere! — me cortó, leva le vant ntan ando do,, impo im pone nent nte, e, la mano—. Así, la moral tiene por finalidad inculcar en todos los hombres la idea de que deben dejarle a usted en paz. Pero si usted posee mucho dinero, tendrá múltiples deseos y plena
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posibilidad de satisfacerlos, ¿no es así? Sin embargo, la mayor parte de sus deseos no pueden ser realizados sin infringir los principios de la moral... ¿Qué hacer, pues? No se puede predicar a los hombres lo que uno mismo niega: esto es embarazoso, y, además, los hombres pueden no creerle a usted. No son todos imbéciles... Por ejemplo: está usted en el restorán, bebiendo champaña y besando a una mujer muy bella, áunque no es su esposa... Desde el punto de vista que usted considera obligatorio para todos, semejante ocupación es inmoral. Pero para usted mismo tal pérdida de tiempo es necesaria: cesaria: se trata de una agradab agra dable le costumbre costumbre suya, que le proporciona muchos placeres. Y ante usted se plantea el problema: ¿cómo conciliar la prédica de la abstención de los dulces pecados con el gusto que usted siente por ellos? Otro ejemplo: usted dice a todos: no robarás. Efectivamente, para usted sería muy desagradable que empezaran a robarle, ¿no es así? Pero, al mismo tiempo, aunque usted tiene dinero, siente unos deseos, irresistibles de robar un poco más. Tercer ejemplo: usted predica rigurosamente el principio de no matar. Porque usted estima la vida: es agradable, está llena de placeres. De pronto, los obreros de sus minas de carbón reivindican un aumento de salario. Usted, sin quererlo, llama a los soldados, y — ¡zás!— ¡zás!— unas cuantas docenas de obrero obreross son muertos. O no tiene usted dónde colocar sus mercancías. Señala usted ese hecho a su gobierno y le persuade de la necesidad de abrir para usted un nuevo mercado. El gobierno envía deferentemente un pequeño ejército a alguna parte de Asia o de Africa y satisface su deseo, después de acabar con varios cientos o miles de indígenas... Todo eso armoniza mal con sus prédicas del amor al hombre, de la abstinencia y de la castidad. Pero, al matar a los obreros o a los indígenas, usted puede justificarse invocando los intereses del Estado que no puede existir si los hombres no se subordinan a los intereses de usted. El Estado es usted, en caso, naturalmente, de que sea usted rico. La cosa le sería bastante más difícil cuando se trate de pequeñeces: el libertinaje, el robo, etc. En general, la posición del rico es trágica. Lb es absolutamente necesario que todos le amen, que todos se abstengan de atentar a la integridad de sus bienes, que nadie altere sus costumbres, que cada uno respete el honor de su mujer, de su hermana, de sus hijas. Al propio tiempo, él no necesita amar
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a los demás, abstenerse de robar, respetar el honor de las mu je r e s , etc. ¡Al contrario! Todo eso no hace más que poner trabas a su actividad personal y, sin duda alguna, es nocivo para el éxito de su trabajo. De ordinario, toda la vida del rico es una serie ininterrumpida de latrocinios; desvalija a miles de personas, personas, al país entero: entero: eso es necesario para el crecimiento del capital, es decir, para el progreso del país, ¿comprende usted? El rico pervierte a las mujeres por docenas: distracción sumamente agradable para una persona ociosa. ¿Y a quién ha de amar? Todos los hombres se dividen, para él, en dos grupos: los que él despoja y los que le hacen competencia en esta tarea. Satisfecho de su conocimiento de la materia, el orador sonrió rió y, arrojando a un rincón la colill co lilla a de su cigarro, prosiguió: Así, pues, la moral es útil al rico y nociva a todos los hombres, pero, al mismo tiempo, le es superflua a él e indispensable a todos los demás. Por eso los moralistas tratan de inculcar en la gente los principios de la moral, mientras que dios los llevan siempre por fuera, igual que las corbatas y los guantes. Además: ¿cómo persuadir a los hombres de la necesidad de someterse a las leyes de la moral? A nadie le conviene ser honrado entre bribones. Pero si le es a usted imposible persuadir, ¡hipnotice! Eso sale siempre bien.. . Sacudió la cabeza, como si confirmase sus palabras, y, haciéndome un guiño, repitió: — Si le es impos im posible ible persuad per suadir, ir, ¡hipnotice ¡hipn otice!! Después puso la mano en mi rodilla, escrutó mi rostro y, bajando la voz, continuó: — Lo que v o y a de decir cirle le ahora, ahor a, debe quedar qued ar entre nosotros. ¿De acuerdo? Asentí con la cabeza. — El buró en que estoy es toy empl em plea eado do se ocupa ocu pa de hipnot hip notiza izarr a la opinión pública. Es una de las instituciones más originales de Norteamérica: ¡téngalo presente! —dijo con orgullo. Volví a inclinar la cabeza. — U sted st ed sabe — sigui sig uió— ó— que nuestro nuest ro país pa ís no tien ti enee más má s " que un solo afán: hacer dinero. Aquí todo el mundo quiere ser rico, y el hombre no es para el hombre más que un material del que siempre se puede extraer unos granos de oro. Y toda la vida es un proceso de extracción de oro de la carne y
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de la sangre del hombre. En este país —como en todas partes, según he oído decir—, el pueblo es el mineral de donde se extrae el metal amarillo; el progreso es la concentración de la energía física de las masas, es decir, la cristalización en oro de la carne, de los huesos y de los nervios del hombre. La vida está estructurada de una manera muy sencilla... — ¿Es ¿Es su opinió opi nión n person per sonal? al? — inquirí. — ¡Oh, no! — excla ex clamó mó con orgu or gullo llo— — . Es, sencill sen cillam amen ente, te, fruto de la fantasía de no sé quién... No recuerdo cómo me ha venido a la cabeza. .. La utilizo solamente cuando hablo con personas... anormales... Prosigo... Aquí el pueblo no puede nunca entregarse a los vicios: no le queda tiempo libre. Las horas de trabajo intenso extenúan de tal modo al hombre, que ya no tiene fuerzas ni ganas de pecar en sus horas de ocio. Los hombres no tienen tiempo de pensar, no tieñéñTTuer zas para des d esear, ear, v l v c n c x clus'ivamcnte clus'ivamcnte de deLT LTTa Tafo foaT aTo~ o~^p ^pa ara~el~ Jrabajo, y eso" hace l¡u ~v k Íí T m úy“m úy“mbral. al. Tal Ta l vez en a lg u n a órSsfún',Tos días día s de~ fies fi esta ta,, Unos Uno s Taran rantos tos muchachos much achos cu cuel el-guen a un par de negros, pero eso no va contra la moral, porque el negro no es blanco y porque, además, aquí hay muchos negros de ésos. Cada uno de nosotros se conduce más o menos decentemente, y sobre el fondo gris de esta vida inmóvil, confinada en el marco estrecho de la vieja moral puritana, toda infracción de sus principios resulta violentamente, como una mancha de hollín. Eso está bien, pero es malo. Las clases altas de la sociedad pueden enorgullecerse de la conducta de las clases inferiores, y, al mismo tiempo, tal conducta, a la vez, cohíbe la libertad de acción de los ricos. Estos tienen dinero y, por tanto, el derecho a vivir como quieran, sin hacer caso de la moral. Los ricos son ávidos; los hartos, sensuales; los ociosos, depravados. La mala hierba crece en las tierras jugosas; el libertinaje viene de la saciedad. ¿Qué hacer, pues? ¿Negar la moral? Eso es imposible, ya que sería necio. Si os conviene que los hombres sean morales, sabed ocultar vuestros vicios. .. ¡Eso es todo! En ello hay muy poco de nuevo. . . Miró en torno suyo y bajó aún más la voz. — Pues, bien, los represen rep resentant tantes es de la alta alt a socie so cieda dad d de Nueva York han tenido una idea asombrosamente feliz. Han decidido fundar en el país una sociedad secreta para la infracción manifiesta de las leyes de la moral. Se ha reunido *.
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por suscripción un capital considerable y en diversas ciudades del país han sido abiertos —clandestinamente, claro está— burós para hipnotizar a la opinión pública. Se ha contratado a distintas personas, por el estilo de este humilde servidor de usted, y se les ha impuesto la obligación de perpetrar delitos contra la moral. Al frente de cada buró hay una persona segura y experta, que dirige el trabajo de los empleados y distribuye las tareas... Habitualmente, es el director de algún periódico... — ¡No comprend com prendo o los fine fi ness de dell buró! — observé obse rvé con tristris teza. — ¡Muy sencil sen cillo! lo! — replicó. rep licó. Y , de pronto, su rostro adoptó una expresión de inquietud y de expectación nerviosa. Se puso de pie y, llevándose las manos a la espalda, comenzó a ir y venir lentamente por la habitación. — ¡Muy sencil sen cillo! lo! — re repit pitió— ió— . Y a le he dicho dic ho que las c lala ses inferiores, por falta de tiempo, pecan rara vez. Pero es necesario que se viole la moral: no se puede consentir que sea una solterona estéril. Es preciso que siempre se alardee de moral, porque esto aturde a la gente y le impide oír la verdad. Si se arroja a un río una gran cantidad de astillas, entre ellas puede flotar inadvertido un gran madero. O si usted extrae la cartera del bolsillo de su vecino sin la debida precaución, pero concentra oportunamente la atención del público en un chiquillo que ha robado un puñado de nueces, eso puede salvarle del escándalo. Lo único que debe hacer usted es gritar muy alto: ¡al ladrón! Nuestro buró se ocupa de suscitar una multitud de pequeños escándalos para encubrir los grandes crímenes. Suspiró, se detuvo en el centro de la habitación y calló unos segundos.. . — Por ejem eje m plo, plo , en la ciudad ciu dad corre el rumor de que una persona respetada y honarable golpea a su mujer. El buró nos encarga inmediatamente a mí y a varios compañeros que peguemos a nuestras esposas. Y nosotros las pegamos. Las mujeres, mujeres, naturalmente, están están al tanto del asunto asunto y gritan como si las desollasen, todos los periódicos hablan de ello, y el alboroto que levantan hace olvidar los rumores acerca de la conducta del honorable caballero con relación a su esposa. ,;Otic importancia pueden tener los rumores, cuando hay a la vista ludios concretos? Otras veces se comienza a hablar del
soborno dé unos senadores. El buró organiza inmediatamente diversos sobornos de funcionarios de la policía y denuncia al público su venalidad. Los rumores vuelven a desvanecerse ante los hechos. Alguien de la alta sociedad ha ofendido a una mujer. mujer. Inmediatamente Inmediata mente en los resto restoranes ranes y en las calles se hace objeto de ofensas análogas a distintas mujeres. El acto perpetrado por el representante de la alta sociedad pasa completamente inadvertido entre el cúmulo de actos similares. Y así siempre y en todo. El robo en gran escala se diluye en el montón de pequeños latrocinios, y, por regla reg la general, gener al, todos los grandes delitos desaparecen bajo una multitud de hechos menudos. En ello consiste la actividad del buró. Se acercó a la ventana, miró cautelosamente a la calle y, después de sentarse otra vez en la silla, prosiguió en voz baja: — El buró colo co loca ca a la clase cla se superio sup eriorr de la socied soc iedad ad nort no rteeamericana al abrigo del juicio del pueblo y, mientras grita a voz en cuello acerca de la infracción de las leyes de la moral, aturde al pueblo con pequeños escándalos organizados para encubrir los vicios de los ricos. El pueblo se halla siempre en estado de hipnosis; no tiene tiempo para pensar por su cuenta, y sólo escucha a los periódicos. Los periódicos pertenecen a los millonarios, millon arios, el buró buró ha sido organizado organiza do también tambié n por ellos... ¿Comprende usted? Es algo muy original. .. Hizo una pausa y se quedó pensativo, hundiendo la cabeza en el pecho. — ¡Le esto es toy y m uy reconoc reco nocido ido!! — le d ije ij e — . M e ha comu co muninicado usted muchas cosas interesantes. Levantó la cabeza y me miró abatido. — Sí, claro, claro , es inter int eres esan ante te — silabe sila beó ó lenta len tam m en ente te,, abismado abism ado en sus pensamientos—. Pero esto comienza ya a fatigarme. Soy un hombre de familia, hace tres años construí una casita. .. Quisiera descansar un poco. Es duro mi trabajo. Mantener en la sociedad el respeto de las leyes de la moral no es cosa fácil, ¡créame! Vea usted, el alcohol me hace daño, pero debo embriagarme; quiero a mi mujer, me encanta la vida tranquila en el seno familiar, pero tengo que frecuentar los restoranes restoranes,, armar escándalos. . . y verme continuamente continuamente en los periódicos... aunque con un nombre supuesto, es cierto, pero sin embargo... Un día se descubrirá mi verdadero nombre, y entonces... tendré que abandonar la ciudad.,,
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Necesito un consejo. . . He venido a verle para conocer su opinión sobre mi asunto... ¡es tan complicado! — H able ab le usted ust ed — le propuse. — ¿Sabe? — comenzó com enzó,— ,— de desd sdee hace ha ce algún alg ún tiempo tiem po los re re-presentantes de las clases altas de la sociedad en los Estados del Sur eligen sus concubinas entre muchachas negras... Dos y tres a la vez. Se ha comenzado a hablar de ello. Las mujeres están descontentas de la conducta de sus maridos. Algunos periódicos han recibido cartas de esposas denunciando la conducta de sus esposos. Es posible que estalle un gran escándalo. El buró ha empezado inmediatamente a organizar cierto número de “contrahechos”, como nosotros los llamamos. Trece agentes, uno de ellos yo, deben tener sin pérdida de tiempo amantes negras. Dos y hasta tres para cada uno. . . Saltó nerviosamente de la silla y, aplicando la mano el bosillo de la levita, declaró: — ¡Yo no puedo pue do hacer ha cer eso! ¡Yo quiero a mi mujer. muj er. . . y, sobre todo, ella no me lo consentiría! Además, ¡si fuese una sola! — ¡Niég ¡N iégue uese! se! —le —l e aconsejé acon sejé.. Me lanzó una mirada compasiva. — ¿Y quién quié n me paga pa gará rá los cincuen cinc uenta ta dólares dóla res semana sem anales? les? ¿Y las primas en caso de éxito? No, guárdese usted ese consejo para s í . . . U n norteamericano no rehúsa rehúsa dinero ni n i siquiera al día siguiente de su muerte. Aconséjeme otra cosa. — ¡Me es difí di fíci cil! l! —le —l e dije. dije . — ¡Hum! ¿Dif ¿D ifíc ícil il por qué? U sted st edes es,, los europeos, europ eos, son muy frívolo frív oloss en cuestiones de moral. . . Conocemos C onocemos sus sus costumbres depravadas. Lo dijo con el acento de un hombre firmemente convencido de la verdad de sus palabras. — Escuche Escuc he — continuó cont inuó,, incli in cliná nánd ndos osee haci ha cia a m í— , probapro bablemente tiene usted amigos europeos. ¡Estoy seguro de que los tiene! — — ¿Para qué los necesita nece sita? ? —pregu —p regunté. nté. — ¿Para qué? — Retroce Ret rocedió dió un paso y tomó un una a actitud actit ud dramática—. Decididamente, yo no puedo encargarme del asunto de las negras. Juzgue usted mismo: mi mujer no me lo consentiría, y yo la quiero. No, no puedo... Sacudió enérgicamente la cabeza, se pasó la mano por el cráneo calvo y prosiguió, insinuante:
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— T a l vez pu pueda eda usted recomen reco mendarm darmee para par a este asunto a algún europeo. ¡Los europeos niegan la moral, se burlan de ella! Un emigrado pobre, por ejemplo. Le pagaré diez dólares a la semana, ¿está bien? Yo mismo me exhibiré en público con las negras... En una palabra, yo haré todo: de lo único que debe preocuparse él es de que nazcan hijos... Hay que resolver la cuestión hoy mismo, esta noche... ¡Piense usted en el escándalo que puede armarse si este asunto de los Estados del Sur no es ahogado oportunamente por toda clase de menuden men udencias! cias! Es necesario nece sario apresurarse si si se quiere que triunfe la moral... .. .Cuando hubo abandonado precipitadamente la habitación, me acerqué a la ventana y apliqué al cristal, para refrescarla, la mano magullada del golpe contra el cráneo de mi visitante. Detenido al pie de la ventana, me hacía unos gestos. — ¿Qué de desea sea usted? uste d? — pregun pre gunté, té, abriend abr iendo o la vent ve ntan ana. a. — ¡Se me ha olvi ol vid d ado ad o el sombrero! — dijo di jo modest mo destam ament ente. e. Levanté del suelo el sombrero hongo y lo arrojé a la calle. Y, al cerrar la ventana, oí esta proposición práctica: — ¿Y si doy do y quince qui nce dólares dóla res a la semana? sem ana? ¡Es una buena buen a remuneración!
Los dueños de la vida
— ¡Ven ¡Ve n conmi con migo go a las la s fu fuen entes tes de la verd ve rdad ad!! — me invi in vitó tó,, riéndose, el Diablo, y me llevó a un cementerio. Y mientras dábamos vueltas lentamente por los angostos senderos, entre las viejas piedras y las lápidas de hierro que cubrían las tumbas, el Diablo habló con la voz cansada de un viejo profesor harto de predicar en vano su sabiduría. — Bajo Ba jo tus plan pl anta tass — me d ijo ij o — yace ya cen n los artíf ar tífice icess de las leyes que te gobiernan; con la suela de tu bota pisas las cenizas de los carpinteros y de los forjadores que han construido una jaula para la fiera que hay dentro de ti. Y reía con una risa mordaz de desprecio por los hombres, bañando la hierba de las sepulturas y el moho de los panteones con el verdoso resplandor de la mirada glacial de sus ojos cargados de angustia. La tierra grasienta de los muertos se adhería en gruesos pegotes a mis pies. Era difícil andar por los senderos, entre los monumentos que coronaban las tumbas de la sabiduría humana. — ¿Por qué tú, hombre, hom bre, no te inclin inc linas as,, reconoc reco nocido ido,, ante las cenizas de los que han creado tu alma? —preguntó el Diablo con una voz parecida al soplo húmedo del viento de otoño, y sus acentos hicieron temblar mi cuerpo y mi corazón, rebosante de un angustioso desasosiego. desasosie go. Las ramas ramas tristes tristes de los árboles se balanceaban suavemente sobre las viejas sepulturas de los hombres, hombres, rozando, húmedas y frías, mi rostro. — ¡Rinde ¡Rin de p leit le ites esía ía a los moned mo nedero eross falsos fal sos!! Son ello el loss los que han producido nubes de pensamientos grises y mezquinos, calderilla de tu cerebro; ellos han creado tus costumbres, tus prejuicios y todo lo que constituye tu vida. Agradéceselo; ¡estos muertos te han legado una enorme herencia! Las hojas amarillas caían lentamente sobre mi cabeza y se deslizaban hasta mis pies. La tierra del cementerio absorbía, ansiosa, el alimento fresco: las hojas muertas de los días de otoño. — A qu quíí yace ya ce un sastre que re reve vestí stía a a las la s almas alm as humana hum anass de las pesadas casullas grises de los prejuicios. ¿Quieres verle?
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Yo incliné en silencio la cabeza. El Diablo golpeó con el pie en la lápida vieja, corroída por la herrumbre, que recubría una tumba y llamó: — ¡Eh, ¡Eh, tú, erudito! A r r ib a .. . La lápida se levantó y, exhalando un triste suspiro de barro inquietado, se abrió una tumba poco honda, como un portamonedas comido por la podre. En la húmeda oscuridad refunfuñó una voz: — ¿Quién despier des pierta ta a los muertos después desp ués de m ed edia ia-noche? — ¿Ves? — me pregunt preg untó ó sonrie son riente nte el D iabl ia blo o — ; los a rt rtíf ífiices de las leyes de la vida siguen siendo fieles a sí mismos hasta podridos. podridos. — ¡Ah, ¡Ah , es usted, usted , Patrón! Patró n! — dijo di jo el esqueleto^ esqueleto^ sentá se ntándo ndose se al borde de la tumba, e inclinó su cráneo vacío hacia el Diablo con aire de independencia. — ¡Sí, soy yo! — re respo spondi ndió ó el D iab ia b lo— lo — . T e traigo trai go a uno de mis amigos... Se ha embrutecido entre los hombres a quienes tú enseñabas sabiduría, y ahora ha llegado a su fuente para curarse de esta infección. .. Yo contemplaba al sabio con el respeto debido. Los huesos de su cráneo no tenían ya carne, pero la expresión de suficiencia no se había podrido aún en su rostro. De cada hueso irradiaba, como una luz opaca, la conciencia de pertenecer a un sistema óseo extraordinariamente perfecto, único en su género. .. — ¿Qué has hecho hech o tú en la tierra? ¡Cuéntano ¡Cué ntanoslo! slo! — propro puso el Diablo. El muerto, grave y orgulloso, se arregló con los huesos de sus manos los oscuros andrajos de su sudario y de su carne, que pendían miserablemente de sus costillas. Después levantó altivamente altivamen te los huesos huesos de la mano derecha al nivel niv el del hombro y, señalando con la articulación desnuda de un dedo las sombras del cementerio, habló impasible y monótono: — Y o he escrito diez gruesos grueso s libros libro s que han ha n infun in fundi dido do en los hombres la gran idea de la superioridad de la raza blanca sobre la raza de color. .. — Tr Trad aduc ucido ido al leng le ngua uaje je 4 e Ia verd ve rdad ad — dijo di jo el Diablo—, eso suena así: yo, solterona estéril, toda mi vida he hecho, con con la aguja roma roma de mi inteligencia intelige ncia y con con viejas vieja s hebras de lana de ideas usadas, gorros de tonto para los que
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gustan de mantener su cráneo en un lugar quieto y templado. .. — ¿No ¿N o tien ti enee usted ust ed miedo mi edo a ofen of ende derle rle? ? — pr pregu egunt ntéé en voz baja al Diablo. — ¡Oh! ¡Oh! — excla ex clam m ó él— él — . ¡Los sabios hasta ha sta en v ida id a oyen oy en mal la verdad! — Sólo Só lo la raza blanc bla nca a — contin con tinuó uó el sabio— sab io— ha podid po dido o crear una civilización tan compleja y establecer unos principios de moral tan severos. Esto lo debe al color de su piel, a la composición química de la sangre, como he podido demostra strarr y o .. . — ¡El lo ha demostrad demo strado! o! — repitió repi tió el Diab Di ablo lo con un a d e mán afirmativo de cabeza—. No hay bárbaro más convencido de su derecho a ser cruel que el europeo. .. — E l cristian cris tianism ismo o y el humani hum anismo smo han sido sid o creados cread os por los blancos —continuó el muerto. — Por la raza de los ánge án gele les, s, a quienes qui enes debe deb e perten per tenece ecerr toda la tierra rle interrumpió el Diablo—. Esta es la razón de que la tiñan tan celosamente de su color favorito: el rojo de la sangre.. . — Ello El loss han creado crea do una riquísi riq uísima ma literat lite ratura ura,, una técnic téc nica a admirable —enumeró el muerto, contando con los huesos de los ded os... — Tr Tres es decena dec enass de buenos buen os libros y un número núm ero incon inc ontab table le de armas para el exterminio de los hombres... —explicó, riéndose, el Diablo—. ¿Dónde la vida ha sido más fragmentada que entre esta raza, y dónde el hombre ha sido reducido a un nivel más bajo que entre los blancos? — ¿Quizá el Diab Di ablo lo no te teng nga a siempre siem pre razón? — pregun pre gunté. té. — El arte de los europeos europ eos ha alcan alc anzad zado o cimas inco in conm nmen en-surables —masculló el esqueleto, seco y aburrido. — ¡Quizá el D iab ia b lo quisiera quis iera equivocarse equiv ocarse!! — excla ex clam m ó mi acompañante—. Es fastidioso tener siempre razón. Pero los hombres no viven más que para nutrir mi desprecio. .. Las semillas de la trivialidad y de la mentira producen las cosechas más ricas de la tierra. Ahí delante tiene usted a un sembrador. Como todos ellos, no ha dado nada nuevo; únicamente ha resucitado los cadáveres de los viejos prejuicios, revistiéndoles de palabras nuevas... ¿Qué se ha hecho en la tierra? Han sido construidos palacios para unos pocos, iglesias y fábricas para la multitud. En las iglesias se mata a las al-
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mas; en las fábricas, a los cuerpos, para que los palacios sigan inquebrantables. Se envía a los hombres a las entrañas de la tierra en busca de carbón y de oro, y este trabajo miserable es retribuido con un trozo de pan, al que se añade plomo y hierro. — ¿Es ¿Es usted uste d sociali soc ialista? sta? —preg —p regun unté té al D iabl ia blo. o. — Y o quiero la armonía arm onía — me respon resp ondió dió— — . M e repugna repu gna que el hombre, este ser naturalmente entero, sea dividido en fragmentos minúsculos y se haga de él un arma para la mano codiciosa de otro. Yo no quiero esclavos; la esclavitud es algo que repugna a mi espíritu... Y por eso he sido arrojado desde lo alto del cielo. Donde hay autoridades, la esclavitud espiritual es inevitable; allí siempre florecerá opulento el moho de la mentira... ¡Que viva toda la tierra! Que arda todo el día entero, aunque por la noche no queden más que cenizas de ella. Hace falta que todos los hombres se enamoren un d í a .. . El amor amor,, como como un un sueño sueño maravilloso, aparece sólo sólo una una vez, pero en esta vez única reside todo el sentido del ser... El esqueleto se apoyaba en una piedra negra y el viento gemía dulcemente en la caja vacía de su costillar. — ¡Debe ¡De be tener tene r frío y sentirs sen tirsee incómodo! incóm odo! — d ije ij e yo al Diablo. — Me es agrad agr adab able le ver ve r a un hombre homb re de cien ci encia cia que se ha desembarazado de todo lo superfluo. Su esqueleto es el esqueleto de su idea... Veo qué original ha sido... Junto a él yacen los restos de otro sembrador de verdades. Despertémosle también. En vida, todos ellos aman el reposo y trabajan en la creación de normas para el pensamiento, para los sentimientos, para la vida: deforman las ideas recién nacidas y fabrican para ellas féretros cómodos y pequeños. Pero, al morir, quieren que no se les olvide... ¡Comprachicos, arriba! Le traigo a un hombre que necesita un féretro para sus pensamientos. Y, de nuevo vi aparecer ante mí, emergiendo de la tierra, un cráneo vacío y desnudo, desdentado, amarillo, pero, a pesar de todo, emanando satisfacción dejjL^ft¡|m£sDebía llevar ya mucho en la tierra: sus huesos caftc^^vpHjan^. Se puso en pie junto a la piedra piedra que que cu cubr bría ía// su/tqn iS ^ y J^ ls costill costillas as dibujá dibujárons ronsee sob sobre re la lápida negra negra cpm^ga cpm^ga loím ^ m V l uniforJ*? me de un chambelán. \ \ — ¿Dónd ¿D óndee guarda gua rda sus ideas? idea s? — pregunté! \
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— ¡En los huesos, hueso s, amigo am igo,, en los huesos! hueso s! En ello el los, s, las ideas ide as son como el reumatismo o la gota: penetran en la médula de los costillares. — ¿Cómo va mi libro, Patrón? Patrón ? —preg —p regun untó tó con un una a voz sorda el esqueleto. — ¡S ¡Sig igue ue espera esp erando ndo,, profesor pro fesor!! — respon res pondió dió el Diab Di ablo lo.. — ¿Es que los hombres hombr es y a no saben sab en leer? leer ? — v o lvió lv ió a pr preeguntar, el profesor después después de reflexio r eflexionar nar un poco. poco. — N o , conti co ntinúa núan n leye le yend ndo o tonter ton terías ías con mucho g u s t o .. . pero una tontería aburrida aburrida espera a veces vece s bastante tiempo tiempo antes de llamar su atención... El profesor —dijo el Diablo, volviéndose hacia mí— se ha pasado la vida midiendo cráneos de mujer para demostrar que la mujer no es un ser humano. Ha medido centenares de cráneos, ha contado los dientes, ha medido las orejas, ha pesado cerebros muertos. El trabajo con los cerebros muertos era la ocupación favorita del profesor; de ello hablan todos sus libros. ¿Los ha leído usted? — Para Pa ra ir a los templo tem ploss yo no paso por las tabernas taber nas — resres pondí—. Y, además, no sé estudiar al hombre en los libros: en ellos los hombres son siempre números quebrados, quebrados, y yo conozco mal la aritmética. Pero creo que un ser humano sin barba y con falda no es ni mejor ni peor que un ser humano con barba, pantalones y bigote. — Sí — afirm afi rmó ó el D iab ia b lo— lo — , la tr triv ivia iali lida dad d y la tonter ton tería ía penetran en el cerebro independientemente del traje y de la cantidad de cabellos en la cabeza. Pero, con todo, el problema de la mujer ha sido planteado de una manera sugestiva —y el Diablo se rió, como de costumbre. Siempre se ríe; por eso es agradable hablar con él. Quien sabe y puede reírse en un cementer cementerio io — ¡creedme! ¡creedme!— — , ama ama la vida y a los hom bres.. bre s.... — U nos, no s, para pa ra quienes qui enes la mujer mu jer es ne nece cesa saria ria ún única icame mente nte como esposa y como sierva, afirman que no es un ser humano —sig — sigui uió— ó— . Otros, sin renuncia renu nciarr a ut utili iliza zarla rla como mujer, muj er, queque rrían explotar en vasta escala su energía y afirman que sirve por completo para trabajar en todos los sitios igual que el hombre, es decir, para él. Naturalmente, los unos y los otros, una vez que kan Violado a una muchacha, no la admiten en su sociedad: esy^^seguros de que, después de haber tenido contacto, con d a H r a e d a mancill mancillada ada para para siem pre ... No, ¡la cuestión fememffiW|í\nuy divertida! Me gusta ver a los hom-
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bres cuando mienten candorosamente; entonces párecen niños, y uno tiene la esperanza de que crecerán con el tiempo. .. El rostro rostro del Diab Di ablo lo evidenc evid enciab iaba a que no quería decir nada halagüeño acerca de los hombres en el futuro. Pero yo mismo puedo decir de ellos muchas cosas poco halagüeñas en el presente, y, no deseando la concurrencia del Demonio en esta agradable agra dable y fácil fá cil ocupación, interrumpí su discurso: — Se dice di ce que a llí ll í adon ad onde de el mismo mis mo diablo dia blo no lleg ll ega, a, manda a la mujer, ¿es cierto? El se encogió de hombros y repuso: — Su Suel elee o c u r rir. ri r... . Si no h a y a mano ma no un hombre hom bre bastant bas tantee inteli inteligente gente y m iserable.. . — N o sé por qué, pero me parece par ece que ha de deja jado do usted uste d de amar el mal —observé. — ¡El mal ma l y a no exist ex iste! e! — respon res pondió dió,, suspirand suspi rando, o, el Diablo—. ¡Sólo hay vileza! En tiempos, el mal era una hermosa fuerza. Pero ahora... hasta se mata de un modo vulgar: en primer término, se maniata a la víctima. Ya no hay malvados; sólo quedan los verdugos. El verdugo es siempre un esclavo. esclavo . Es Es una mano y un hacha puesta puest a en en acción por la fuerza del terror, por los impulsos del miedo. .. Se mata a quie qu iene ness se se te m e.. e. . . Los dos esqueletos permanecían, juntos, sobre sus tumbas, y las hojas de otoño iban a caer, lentas, a sus huesos. El viento tocaba tristemente en las cuerdas de sus costillas y zumbaba en el vacío de las calaveras. Una sombra húmeda y olorosa miraba desde las órbitas profundas. Los dos temblaban. Yo tuve lástima de ellos. — ¡Que vuel vu elva van n a sus sitios! siti os! — d ije ij e a l D iabl ia blo. o. — ¡Eres hu huma mani nista sta inclus inc luso o en el cementer ceme nterio! io! — excla ex clam mó él—. El humanismo es más oportuno entre los cadáveres: aquí no molesta a nadie. En las fábricas, en las plazas y en las calles de las ciudades, en las cárceles y en las minas, entre los hombres vivos, el humanismo es ridículo y hasta puede suscitar un sentimiento de rencor. Aquí no hay nadie que se ría de él: los muertos están siempre serios. Y yo estoy seguro de que les agrada agrad a oír hablar del humanismo: es su hijo nonato. .. Y, sin embargo, no eran idiotas los que deseaban colocar en la escena de la vida esta bella decoración para ocultar el horror tétrico del martirio de los hombres, la fría
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crueldad de un puñado de fuertes. .. con la fuerza de la tonter eríía de to d os .. . Y el Diablo se rió con la risa estridente de la siniestra verdad. En el cielo sombrío sombrío titilaban las estrellas, las piedras negras se mantenían inmóviles sobre las tumbas dél pasado. Pero su olor a podredumbre filtrábase a través de la tierra, y el viento llevaba el aliento de los cadáveres a las calles dormidas de la ciudad, envuelta en el silencio de la noche. — Aquí Aq uí y acen ac en no pocos humani hum anistas stas — siguió sigu ió el Diab Di ablo, lo, señalando con un amplio gesto las tumbas que le rodeaban—. Algunos Algun os de ellos fueron hasta sincer sinceros os.. . . En la la vida vid a hay muchos errores divertidos, y quizá éste no sea el más ridícul o . . . Y junto a ellos, ellos, en paz paz y armon armonía, ía, yacen los los maes maestr tros os de la vida de un género distinto, los que trataron de colocar unos cimientos sólidos al viejo edificio de la mentira, levantado con tanta paciencia y tanto esfuerzo por miles de miles de muertos... De lejos llegaron los sonidos de una canción... Dos o tres gritos alegres fluyeron, estremeciéndose, sobre el cementerio. Sin duda, algún juerguista iba, despreocupado, hacia su tumba entre las sombras. — Bajo Ba jo esta est a pe pesa sada da losa los a se pudren pud ren altan al tanera erame mente nte las ce ce-nizas de un sabio que enseñó que la sociedad es un organismo semejante... al mono o al cerdo, no lé recuerdo. ¡Eso está bien para los que quieren considerarse el cerebro del organismo! Casi todos los políticos y los jefes de bandas de ladrones son partidarios de esa teoría. Si yo soy el cerebro, muevo las manos como quiero, siempre conseguiré aplastar la resistencia instintiva de los músculos a mi poder soberano. ¡Sí! Aquí yacen las cenizas de uno que exhortaba a los hombres a volver hacia atrás, hacia los tiempos en que se arrastraban a cuatro patas y comían gusanos. Y el sabio trataba de demostrar celosamente que ésos fueron los días más felices de la vida. Andar a dos pies, vestir una buena levita y aconsejar a los demás: dejaos crecer otra vez las lanas, ¿no es eso original? Leer versos, oír música, visitar los museos, recorrer en un día cientos de verstas y predicar para todos una vida simple en los bosques, a cuatro patas: ¡verdaderamente, no está mal! Y éste tranquilizaba a los hombres y justificaba su vida, demostrando que los delincuentes no son seres humanos, 6-527
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que son una voluntad mórbida, un tipo particular, antisocial. Son enemigos de las leyes y la moral por naturaleza; es decir, no hay que guardar miramientos con ellos. Sólo la muerte cura los crímenes. ¡Qué inteligencia! Cargar a uno solo los delitos de todos, calificándole previamente de receptáculo natural del vicio y de portador orgánico de la mala voluntad: ¿acaso ¿acaso está mal eso? eso? Siempre hay en la vida vid a alguien que que just ju stif ific ica a su monstruo mon struosa sa estructura, de defor forma mador dora a de dell alma. alma . Los sabios dan un sentido hasta al hecho de sonarse las narices. Sí, el cementerio abunda en ideas que podrían servir para una organización mejor de la vida en las ciudades... El Diablo miró en torno suyo. Una iglesia blanca, como el dedo de un esqueletocoloso, se levantaba en silencio del vergel fértil de los muertos hacia el cielo sombrío, hacia la muda llanura de las estrellas. Sobre las fuentes de la sabiduría, una masa compacta de piedras, revestida de la casulla del moho rodeaba esa chimenea, que expandía por los desiertos del universo el humo acre de las oraciones y de los lamentos humanos. El viento, saturado de un olor grasiento a podredumbre, balanceaba levemente las ramas de los árboles, arrancando las hojas muertas. Y las hojas iban a caer sin ruido sobre la morada de los artífices de la vida... — Ahor Ah ora a organiz org anizare aremo moss un pequeñ peq ueño o de desf sfil ilee de muertos, ¡un ensayo del juicio final! —anunció el Diablo, caminando delante de mí por un sendero sinuoso, entre los túmulos y las piedras— piedr as— . ¿Sabes ¿Sabes? ? ¡Habrá juicio juic io final! fina l! ¡S ¡See celebrará en la tierra y ese día será para ella el mejor de todos! Llegará el día en que los hombres se den cuenta de todos los crímenes que han cometido contra ellos los maestros y los legisladores de la vida, los que han desgarrado al hombre en pedazos minúsculos y absurdos de carne y de huesos. Todo lo que ahora vive bajo el nombre de persona, son fragmentos: el hombre entero no ha sido creado aún. Surgirá de la ceniza de las experiencias sufridas por el mundo y, después de absorber la experiencia del mundo como el mar absorbe los rayos del sol, arderá sobre la tierra lo mismo que otro sol. ¡Yo lo veré! ¡Porque yo estoy es toy creando al hombre, yo lo crearé! El viejo empezaba a alabarse un poco, cayendo en un lirismo impropio de un demonio. Yo no se lo tuve en cuenta. ¿Qué hacer? La vida deforma incluso al Diablo, corroyendo con sus tóxicos su alma bien forjada. Además, todo el mundo
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tiene la cabeza redonda y las ideas esquinadas, y cualquiera, al mirarse en el espejo se ve hermoso. Deteniéndose entre las sepulturas, el Diablo gritó con una voz imperativa de soberano: — ¿Quién ¿Quié n h ay aquí sabio y honrad hon rado? o? . . . Se hizo un instante de silencio; luego —de repente— la tierra se estremeció bajo mis pies, y fue como si montones de nieve sucia cubrieran los túmulos del cementerio. Como si miles de relámpagos la hubiesen hendido desde dentro o en sus entrañas se hubiera revuelto, convulsivo, un monstruo gigantesco. Todo alrededor se cubrió de flores de un amarillo sucio; en todas partes, exactamente como tallos de hierbas secas al viento, se balancearon los esqueletos, llenando el silencio con el roce de sus huesos y con los golpes secos de las articulaciones al chocar entre sí y contra las lápidas de las tumbas. tumbas. Empujá Em pujándo ndose se unos a otros, otros, los esqueletos treparon treparon sobre las piedras, por todos los sitios veíanse cráneos, parecidos a dientes de león, la densa red de las costillas formó una estrecha jaula alrededor de mí, temblaban tirantes las tibias bajo el peso de los huesos deformes de las pelvis, y lodo, en torno, bullía en una muda agitación... La risa glacial del Diablo apagó los vagos sonidos. — Mira, Mir a, han ha n salid sa lido o todos, todo s, ¡hasta el último! últim o! — d ijo ij o — . ¡Incluso los tontos de las ciudades están entre ellos! La tierra ha sentido náuseas y ha vomitado de sus entrañas la sabiduría muerta de los hombres... El húmedo rumor aumentaba rápidamente. Parecía que una mano invisible hurgaba ávida en la basura mojada, barrida por el portero hasta un rincón del patio. — ¡Fíja ¡F íjate te cuántos cuán tos hombres honrado hon radoss y sabios ha habido hab ido en la vida! —exclamó el Diablo, desplegando sus amplias alas sobre los miles de escombros que le ceñían de todas partes. — ¿Quién ¿Quié n de vosotros vosot ros ha hecho hec ho más bien bie n a los hombres? —pregun —preg untó tó en voz vo z alta. Todo crepitó en torno, igual que las setas cuando son fritas con crema de leche en una sartén grande. — ¡Perm ¡Pe rmíta ítame me pasar pas ar de delan lante! te! — gritó gr itó algu al guie ien n con anan gustia. ¡Soy yo, Patrón, aquí estoy! Yo he demostrado que la unidad es un cero en la suma de la sociedad. «•
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:— ¡Yo he ido id o más adelan ade lante te que él! — replicó repli có otro a lo lejos—. Y he enseñado que toda la sociedad es una suma de ceros y que por eso las masas deben someterse a la voluntad de los grupos. — ¡Y a la cabeza cabe za de los grupos grupo s se encuen enc uentra tra la unidad uni dad,, que soy yo! —gritó, solemne, alguien. — ¿Por qué usted? — resonar reso naron on con inquie inq uietu tud d algunas algu nas voces. — ¡Mi tío era rey! — ¡Ah! ¿Es al tío de vues vu estr tra a altez alt eza a a quien qui en le cortaron prematuramente la cabeza? — ¡Los reyes rey es pier pi erde den n la cabeza cab eza siempre siem pre a tiempo! tiem po! — re resspondieron orgullosos unos huesos descendientes de huesos que en tiempos se sentaron en el trono. — ¡Oh! — corrió un rumor de sati sa tisf sfac acci ción ón— —. ¡Entre nosotros hay un rey! Esto no ocurre en todos los cementerios. .. Los murmullos altaneros y el roce de los huesos se fundían en un solo ovillo, haciéndose más densos, más pesados. — Fíje Fí jens nsee ustede ust edes, s, ¿es ¿es cierto que los huesos hues os de los lo s reyes reye s son azules? —se apresuró a inquirir un esqueleto pequeño con . la columna vertebral torcida. — Perm Pe rmíta ítanm nmee que les diga. dig a. . . — empezó emp ezó sent se nten enci cios osaamente un esqueleto, montado sobre un panteón. — ¡El mejor me jor empl em plas asto to para par a los callos ca llos es el mío! — gritó alguien detrás de él. — Y o soy so y el arquite arq uitecto cto que. . . Pero un esqueleto ancho y bajo, apartando a todos con los huesos de sus brazos cortos y ahogando el murmullo de las voces muertas, gritó: — ¡Herma ¡He rmanos nos en Cristo! ¿No ¿N o soy so y y o vuestr vue stro o gale ga leno no espi es pi-ritual, no soy yo quien os ha curado con el emplasto de un dulce consuelo los callos del alma, originados por las zozobras de vuestra vida? — ¡No ¡N o h a y sufrim suf rimien ientos tos!! — m anife an ifestó stó,, irritad irr itado, o, algu al guie ien— n— . Todo existe únicamente en la imaginación. — E l arquitecto arqu itecto que ha inve in vent ntad ado o las la s puerta pue rtass bajas ba jas.. . . — ¡Y yo el p apel ap el matamosc mata moscas! as! . . . — . . . para par a que la gent ge ntee al entrar entr ar en la casa, incl in clin inar ara a forzosamente la cabeza ante el amo. .. —siguió, insistente, la voz.
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— ¿Acaso ¿A caso no me correspon corr esponde de a mí la primac pri macía, ía, he herm rmaanos? ¡Yo he dado de beber a vuestras almas, que ansiaban olvidar las penas, os he alimentado con la leche y la miel de mis reflexiones sobre la vanidad de todo lo terrenal! — ¡Todo ¡To do lo que exist ex istee ha sido estab est ablec lecido ido de una vez ve z para siempre! —bordoneó una voz sorda. Un esqueleto cojo, sentado en una piedra gris, levantó su pierna única y, extendiéndola, gritó no se sabe por qué: — ¡Seguro que es así! El cementerio se convirtió en un mercado, donde cada uno pregonaba su mercancía. En el oscuro desierto del silencio nocturno vertíase un río revuelto de gritos apagados, un torrente de inmundas alabanzas, de egoísmo asfixiante. Parecía que una nube de mosquitos girase sobre un hediondo pantano y cantara, gimiese y zumbara, llenando el aire de todos los miasmas, de todos los venenos de las tumbas. Todos se aglomeraban alrededor del Diablo, fijando en su rostro las órbitas negras y los dientes apretados, como si fuese un trapero. Resucitaban, una tras otra, las ideas muertas y revoloteaban en el aire, lo mismo que míseras hojas de otoño. ' El Diab Di ablo lo contemplaba este hervor con sus sus ojos verdes, y su mirada vertía una luz fría y fosforescente en los montones de huesos. Un esqueleto sentado en el suelo, a.sus pies, hablaba, elevando los huesos de sus manos por encima de la calavera y balanceándolos rítmicamente en el aire: — T o d a mujer mu jer debe pertene pert enecer cer a un solo h o m b r e .. . Pero en su rumor se integró otro sonido, como si las palabras de su discurso se entrelazaran de modo extraño con otras palabras. — ¡Sólo el muerto está en posesi pos esión ón de la verda ver dad! d! . . . Y otras palabras revoloteaban lentamente: — E l padre, padr e, dije di je yo, yo , es como una araña. . . — ¡Nues ¡N uestra tra v ida id a sobre la tierra tier ra es un caos de errores y un abismo de tinieblas! — Y o he estado est ado tres vece ve cess casado, casad o, y las tres por la l e y . . . — Dura Du rant ntee toda to da la v ida id a él te teje je incan inc ansa sabl blem emen ente te la tela tel a dell bienesta de bienestarr de de su su fa m ilia il ia .. . — Y cada ca da vez ve z con una sola so la mujer. . . Y de súbito apareció un esqueleto, que hacía rechinar
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penetrantemente los huesos amarillos y careados. El recién llegado elevó a los ojos del Diablo su cara semideshecha y manifestó: — ¡Yo he muerto de sífi sí fili lis, s, sí! ¡Pero, de todas formas, respetaba la moral! Cuando mi mujer me engañó, yo mismo sometí su infame proceder al juicio de la ley y de la sociedad. .. Pero fue echado hacia atrás, relegado a segundo término por otros huesos, y de nuevo, como el sordo aullido del viento en el interior de una chimenea, estallaron unas voces mezcladas: — ¡Yo he inven in ventad tado o la sill si lla a eléctric eléc trica! a! ¡Mata a los homhom bres sin hacerles sufrir! — Y o he consola con solado do a los hombres: más a llá ll á de la tumba os aguarda aguarda la bienaventu bienaventuranza ranza ete rn a.. . — El padre padr e da a sus hijos hi jos la vida vi da y los a lim li m e n t o s .. . el hombre se hace hombre después de ser padre, pero hasta entonces no no es más que que un miembro miembro de la fa f a m ilia il ia .. . Un cráneo de forma ovoide, con pingajos de carne en la cara, decía sobre la cabeza de los otros: — T° Pr°bado que el arte debe someterse a la suma de opiniones y de conceptos, de hábitos y de necesidades de la sociedad.. sociedad.. . Otro esqueleto, montado sobre un panteón en forma de árbol quebrado, repuso: — ¡La Libert Lib ertad ad puede pue de existi exi stirr únicam úni cament entee como anarquía! — El arte es un agrad ag radabl ablee remedio rem edio para par a el alma, alm a, harta de la vida y del trabajo... ^— ¡Soy yo quien afirmab afir maba a que la vida vi da es trabajo! trabajo! — se oyó desde lejos. — Que el libro sea bello, bel lo, como las cajitas caji tas de píldoras píld oras que venden en las farmacias... — Todo To doss los hombres deben trabajar, trabaja r, alguno alg unoss tiene tie nen n la obligación de vigilar el trabajo... De sus resultados goza todo el que está destinado a ello por sus cualidades y sus méritos... — E l arte debe ser hermoso y penetr pen etrado ado de amor al hombre. . . Cuando me siento fatigado, el arte me canta canciones de reposo... A mí —habló el Diablo— me gusta el arte libre, que no sirve más que a la diosa de la belleza y a ningún otro dios. 7
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Me gusta especialmente cuando el arte, como un joven casto que sueña con la belleza inmortal, inflamado por la sed de gozar de ella, arranca las vestiduras abigarradas del cuerpo de la vida... y la vida se le aparece lo mismo que una vieja libertina, con la piel ajada, llena de arrugas y de llagas. La ira insensata, la nostalgia de la belleza y el odio al pantano estancado de la vida, he ahí lo que yo amo en el arte. .. Los amigos de un buen.poeta son la mujer y el demonio. .. Del campanario partió un gemido de bronce, que se extendió sobre la ciudad de los muertos, oscilando suave e invisible en la sombra, como un gran pájaro de alas transparentes... El guardián nocturno, somnoliento, debía haber sacudido perezosamente, con una mano insegura y fláccida, la cuerda de la campana. El sonido de bronce flotó algún tiempo en el aire y murió. Pero antes de apagarse su última vibración, resonó un nuevo toque penetrante de la campana despertada de la noche. Se estremeció tenuemente el aire asfixiante, y a través del triste zumbido del bronce tembloroso se filtro el rumor de los huesos, el susurro de las voces secas. Y de nuevo escuché los tediosos discursos de la tontería importuna, las palabras viscosas viscos as de la vilez vi leza a muerta, el murmullo insolente de la mentira triunfante, el rumor irritado de la presunción. Revivían todas las ideas de que viven los hombres de las ciudades, pero no había ni una sola de las que pueden constituir su orgullo. Se oía resonar todas las cadenas herrumbrosas que aherrojan el alma de la vida, pero no resplandeció ni uno solo de los relámpagos que iluminan altivamente las tinieblas del alma humana. — ¿Dón ¿D ónde de están está n los héroes? héroe s? — pregu pre gunté nté al D iabl ia blo. o. — Son modesto mod estos, s, y sus tumbas han ha n sido olvi ol vida dada das. s. ¡E ¡En n vida les han oprimido y en el cementerio les aplastan los huesos muertos! —me respondió, agitando las alas para disipar el olor grasiento a podrido, que nos rodeaba como una nube oscura, en la que rebullían, iguales a gusanos, las voces grises y monótonas de los muertos. El zapatero decía que, de todos los hombres de su gremio, él era el primero con derecho a la gratitud de los descendientes: había inventado las botas de puntera estrechas. El hombre de ciencia que que había descrito descrito en su libro miles mile s de arañas, arañas, afirmaba que era el más grande de los sabios. El inventor de la leche artificial gemía irritado, apartando de sí al inventor
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del cañón de tiro tiro rápido, que explicaba exp licaba obstinadamente a todos los que le rodeaban el provecho de su trabajo para el mundo. Miles de sutiles y húmedos hilillos apretaban el cerebro, adhiriéndose a él como serpientes. Y todos los muertos, cualquiera que fuese el objeto de sus sus discursos discursos,, hablaban como moralistas estrictos, como carceleros de la vida, enamorados de su oficio. — ¡Basta! — dijo di jo el D iab ia b lo— lo — . Me aburre e s t o . . . Me aburre todo en los cementerios de los muertos y en las ciudades, cementerios para los vivos. .. ¡Eh, guardianes de la verdad! ¡A las tumba tumbas! s! . . . Lo gritó con la voz férrea del señor a quien repugna su poder. Entonces la masa gris cenicienta y amarilla de los restos mortales crepitó de pronto, giró y se agitó, como el polvo sacudido por un torbellino. La tierra abrió miles de fauces oscuras y, con un chasquido perezoso, como un cerdo harto, se tragó otra vez la comida que había vomitado para seguir digiriéndola... Todo desapareció de pronto, las piedras se removieron y se asentaron de nuevo firmemente en sus sitios. Sólo quedaba el olor asfixiante, que oprimía la garganta con una mano húmeda y pesada. El Diablo tomó asiento en una tumba y, apoyando los codos en las rodillas, rodeó sü cabeza con los largos dedos de sus manos negras. Sus ojos, inmóviles, se detuvieron en la lejanía oscura, en la masa de las piedras y de los sepulcros. cros. . . Las estrellas estrella s ardían ardía n sobre su cabeza. En el cielo esclarecido bogaban dulcemente los sones de bronce de la campana, despertando a la noche. — ¿Has ¿H as visto? vis to? — me d ijo ij o — . Sobre el terreno terren o moved mo vedizo izo,, emponzoñado y viscoso de todo este moho estúpido, de esta simple mentira y esta pegajosa trivialidad ha sido construido el edificio estrecho y sombrío de las leyes de la vida, la jaula en que los difuntos os han metido a todos como a borregos. .. La pereza y la cobardía de pensar refuerzan con flexibles anillos vuestra prisión. Los verdaderos amos de vuestra vida son siempre los muertos, y aunque os gobiernen hombres vivos, son los difuntos quienes les inspiran. Las tumbas son la fuente de la sabiduría de la vida. Yo afirmo que vuestro sentido común es una flor alimentada por el jugo de los cadáveres. Pudriéndose rápidamente en la tierra, el muerto quiere
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vivir para siempre en el alma del hombre vivo. Las cenizas finas y secas de los pensamientos muertos penetran libremente en el cerebro de los vivos, ¡por eso vuestros predicadores de la sabiduría son siempre predicadores de la muerte del espíritu! El Diablo levantó la cabeza, y sus ojos verdes se detuvieron en mi rostro como dos estrellas heladas. — ¿Qué se predic pre dica a en la tierra tier ra con las voces voc es más este es tent ntóóreas, qué se quiere afirmar en ella de un modo inmutable? El desmembramiento de la vida. Lo legítimo de la diversidad de situaciones para los hombres y lo necesario de la unidad de las almas para ellos. La uniformidad cuadrada de todas las almas, para que se pueda colocar cómodamente a los hombres como ladrillos, haciendo con ellos todas las figuras geométricas que convengan a unos cuantos dueños de la vida. Esta prédica farisaica de la conciliación del amargo sentimiento de los esclavizados con la voluntad cruel y embustera de los esclavizadores obedece al vil deseo de matar el espíritu fecundo de la protesta; esta prédica no es más que un miserable afán de construir construir con las piedras de la mentira una cripta para la libertad del espíritu. .. Amanecía. Y en el cielo, palidecido en la espera del sol, se apagaban poco a poco las estrellas. Pero los ojos del Diablo brillaban más y más. — ¿Qué es preciso pre ciso predic pre dicar ar a los hombres, hombre s, para que su vida sea bella y armoniosa? La uniformidad de las situaciones para todos y la diversidad para todas las almas. Entonces la vida será una mata de flores, unidas por la raíz del respeto de todos a la libertad de cada uno; entonces será una hoguera encendida en el terreno de un sentimiento de amistad común a todos y de un anhelo común a elevarse más. . . Entonces se enfrentarán las ideas, pero los hombres continuarán siendo camaradas. ¿Es imposible? ¡Esto debe ser, porque aún no ha sido! — ¡L ¡Lleg lega a el día! — sigui sig uió ó el D iabl ia blo, o, mirando mir ando hacia ha cia oriente—. Pero ¿a quién traerá venturas el sol si la noche duerme en el corazón mismo del hombre? Los hombres no tienen tiempo de acoger el sol; la mayoría de ellos quiere únicamente pan. Unos tratan de darlo en la menor cantidad posible; otros marchan solitarios, en el ajetreo de la vida, y buscan incesantemente la libertad sin poder encontrarla en
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medio de la lucha incansable por el pan. Y en su desesperación, infelices, enfurecidos por la soledad, empiezan a conciliar lo inconciliable. Y así se hunden los mejores hombres en el cieno de la grosera mentira, primero sin advertir sinceramente la traición a sí mismos, después traicionando a conciencia su fe, sus búsquedas... El Diablo se levantó y abrió, poderoso, las alas. — Me v o y yo también tam bién por el camino cam ino de mis esperanzas esper anzas,, al encuentro de las hermosas posibilidades... Y, acompañado por la triste canción de la campana —sonidos moribundos de bronce— voló hacia occidente... a -
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sí-
Guando referí este sueño a un norteamericano con más aspecto de hombre que otros, se quedó pensativo al principio y después exclamó, sonriente: — ¡Ah, ¡Ah , comprendo com prendo!! ¡El D iabl ia blo o era agen ag ente te de una comp co mpaañía de hornos crematorios! crematorios! ¡Claro que sí! sí! Tod T odo o lo que él dijo demuestra la necesidad de incinerar los cadáveres... Pero, ¿sabe usted?, ¡qué magnífico agente! Para servir a su compañía, hasta se aparece en sueños a los hombres...
Respuesta al cuestionario de una revista norteamericana
Ustedes preguntan: “¿Odia su país a Norteamérica?, ¿qué piensa usted de la civilización norteamericana?” El propio hecho de plantear tales preguntas y en tal forma encierra ya algo monstruosamente exagerado, hinchado al estilo norteamericano. norteamericano. Yo no puedo imaginarme a un europeo capaz de plantear semejantes preguntas para “ganar dinero”. Permítanme decirles que a la primera pregunta, lo mismo que a cualquiera otra, yo no tengo derecho a responder en nombre de los 150.000.000 de ciudadanos de mi patria, ya que carezco de la posibilidad de interrogarles qué piensan de su país. Supongo que incluso en los países cuya sangre es transformada en dólares por los capitalistas norteamericanos —en las Filipinas, en las repúblicas sudamericanas, en China y hasta entre los diez millones de hombres de color que habitan en los Estados Unidos— no habrá una sola persona de juicio que se arrogue el derecho a declararles a ustedes en nombre de su pueblo: “Sí, mi país, mi pueblo odia a los Estados Unidos, a todo su pueblo, a los obreros lo mismo que a los multimillonarios, a los hombres de color lo mismo que a los blancos; mi país odia a las mujeres y a los niños, odia los campos, los ríos, los bosques, los animales y las aves, el pasado y el presente del país en que viven ustedes, su ciencia y sus sabios, su técnica maravillosa; odia a Edison, a Luther Bur bank, a Edgar Poe, a Walt Whitman, a Wáshington y a Lincoln, coln, a Theodore Theod ore Dreiser y a Eugene O’ O’N N eil, eil , a Sherwood Anderson, a todos sus artistas de talento y al admirable romántico Bret Harte, progenitor espiritual de Jack London; odia a Thoreau, a Emerson, a todo lo que constituye los Estados Unidos y a todos cuantos viven en ellos”. No esperarán ustedes, así lo creo, encontrar a un idiota capaz de responder a su pregunta de un modo tan insensato, con tanto odio a los hombres y a la cultura. Pero, claro está, eso que usted llaman civilización de los Estados Unidos no despierta mi simpatía, ni puede desper-
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tarla. Creo que su civilización es la más monstruosa de nuestro planeta, porque ha desorbitado monstruosamente todas las múltiples y vergonzosas monstruosidades monstruosidades de la civilización europea. Europa está bastante trágicamente corrompida por el cinismo de la estructura de clase del Estado, pero, de todas maneras, en Europa es imposible aún un fenómeno tan pernicioso y absurdo como los multimillonarios y los millonarios norteamericanos, hombres que proveen de degenerados a su país. Ustedes, naturalmepte, recuerdan el asesinato de un muchacho en Boston por dos muchachos ricos: asesinato por curiosidad. ¿Y cuántos crímenes parecidos se cometen en su país por “snobismo”, por curiosidad? También Europa puede alardear de la falta de derechos y de defensa de sus ciudadanos, pero, con todo, todavía no ha llegado a una vergüenza como el asesinato de Sacco y Vanzetti. En Francia ha habido el “asunto Dreyfus”, igualmente muy ominoso, pero en Francia se pronunciaron en defensa del inocente Émile Zola y Anatole France y arrastraron consigo a miles de hombres. Después de la guerra, en Alemania ha aparecido una organización de asesinos, semejante al KuKluxKlan, pero allí los asesinos han sido capturados y juzgados, cosa que en su país no se estila; el KuKluxKlan mata, ultraja cínicamente a los negros, a las mujeres, y todo ello con la misma impunidad con que los gobernadores de los Estados persiguen a los obreros socialistas. En Europa no hay un fenómeno tan abyecto como la persecución de los hombres “de color”, aunque el viejo continente padece otra dolencia vergonzosa: el antisemitismo. Por lo demás, Norteamérica se encuentra asimismo contagiada de esta dolencia. La criminalidad crece también gradualmente en Europa, pero no ha llegado aún a lo que, juzgando por sus periódicos, ocurre en Chicago, donde, además de los bandidos de la Bolsa y de los Bancos, campan libremente por sus respetos los bandidos armados de revólveres y de bombas. En Europa tampoco son posibles batallas como las originadas en su país por la ley seca. Es inconcebible un alcalde que queme públicamente los libros de los clásicos ingleses, como los ha quemado el alcalde de Chicago. Yo no creo que Bernard Shaw hubiera tenido derecho a responder tan sarcásticamente a la invitación a visitar cual-
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quier otro país como respondió a O. G. Villard, director de Nation, cuando éste le invitó a ir a Norteamérica. Los capitalistas de todos los países son una tribu igualmente repulsiva e inhumana, pero los de ustedes son peores. Por lo visto, su avidez de dinero es más obtusa. A propósito: yo traduzco traduzco para mí mismo la palabra “businessman” por maniático. Piensen ustedes qué estúpido y vergonzoso es todo esto: nuestro hermoso planeta, que con tanto trabajo hemos aprendido a ornar y enriquecer, casi toda nuestra tierra se halla en las manos ávidas de un puñado insignificante de hombres, que no saben hacer otra cosa que dinero. Estos hombres obtusos transforman la soberbia fuerza creadora, que son la sangre y el cerebro de los sabios, de los técnicos, de los poetas, de los obreros, artífices de la cultura, nuestra “segunda naturaleza”, tura leza”, todo lo transforman en redond re dondelitos elitos de metal meta l amarillo y en talonarios de cheques. ¿Qué crean los capitalistas, además del dinero? El pesimismo, la envidia, la avidez y un odio que acabará destruyéndoles inevitablemdnte, pero que, al estallar, puede aniquilar también numerosos valores culturales. Su civilización, patológicamente hipertrofiada, les augura las mayores tragedias. Yo, personalmente, mantengo, claro está, el criterio de que la verdadera civilización y el rápido crecimiento de la cultura no son posibles más que si el poder político pertenece por completo al pueblo laborioso, y no a los parásitos que viven del trabajo ajeno. Y, claro está, recomiendo que se declare a los capitalistas hombres peligrosos para la sociedad, que se confisque sus bienes en favor del Estado, que se les traslade a alguna isla del océano para que acaben allí tranquilamente sus días. Esta es una solución muy'humana de la cuestión social, solución plenamente de acuerdo con el espíritu del “idealismo norteamericano”, que no es otra cosa que el candoroso optimismo de hombres que aún no han padecido los dramas y las tragedias que se llaman en general “historia de un pueblo”. (19271929)