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ECONOMÍA Y ECOLOGÍA
J Joorrddii R Rooccaa
Fiscalidad ambiental y “reforma fiscal ecológica” Jordi Roca Jusmet es profesor del Departamento de Teoría Económica de la Universidad de Barcelona y autor del libro lib ro Pactos sociales y política de rentas (Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1993). Ha publicado diversos artículos sobre economía laboral, política económica y economía ecológica en libros colectivos, entre los que destacan F. Miguélez y C. Prieto (eds.), Las relaciones laborales en España (Siglo XXI, 1991); M. Etxezarreta (coord.), La reestructuración del capitalismo en España, 1970-1990 (Fuhem/I (Fuhem/Icaria, caria, 1991); La larga noche neoliberal (Icaria, 1993); El desempleo en España. Tres ensayos críticos (Universidad de Castilla-La Mancha, 1996); Maastricht y el futuro de Europa (Ediciones del Serbal, 1997); y en revistas tanto académicas como de divulgación, entre las que cabe citar Energy Economics, Oxford Review of Economic Policy, Sociologie du Travail, Desarrollo Económico, Ecología Política y Mientras Tanto.
En el presente estudio se analiza el debate sobre los impuestos ecológicos o ambientales en los países de la OCDE (Organización de Cooperación y Desarrollo Económico). Se revisan los argumentos a favor de los incentivos económicos como instrumentoo de política ambiental y algunas experiencias particularmente instrument particularmente exitosas. Se discute la idea de la “reforma fiscal ecológica” como una propuesta más ambiciosa que la aplicación de la fiscalidad frente a un problema ambiental específico, y se analiza el concepto “doble dividendo” que ha aparecido en las propuestas de sustitución de impuestos sobre “bienes” por impuestos sobre “males”. El trabajo presta particular atención a los posibles efectos distributivos de diferentes propuestas de imposición ecológica.
ÍNDICE 1. Los impuestos impuestos ecológicos: ecológicos: un instrumento de política ambiental 2. La defensa defensa de de los economistas economistas de los incentivos económicos 3. La propuesta propuesta europea europea de la “ecotasa” “ecotasa” sobre el carbono 4. Los efectos efectos recaudadore recaudadoress de los impuestos ecológicos 5. La La reforma fiscal ecológica 6. La cuestión distributiva Notas Bibliografía
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miento de recursos y/o evitar los impactos asociados a la extracción y uso de los mismos. En realidad, los dos pro blemas —la —l a presión pres ión excesiva ex cesiva sobre recursos naturales escasos, renovables o no, y la generación de residuos y alteración de ecosistemas— están fuertemente interrelacionados. Intensidad en el uso de recursos y generación de impactos ambientales son en gran medida dos caras de la misma moneda.
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El presente estudio se refiere a los impuestos ecológicos en un sentido amplio; aunque en los ejemplos se describen principalmente impuestos sobre emisiones contaminantes, no sólo hemos de pensar en este tipo de impuestos sino también en los que gravan la extracción o uso de recursos naturales con su doble objetivo de desacelerar el agota-
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Los impuestos ecológicos: un instrumento de política ambiental
En una economía en la que la mayor parte de las decisiones económicas se producen a través del mercado, los impuestos ecológicos representan uno de los posibles instrumentos de política ambiental a través de los cuales puede influirse sobre los impactos ecológicos, reduciendo o eliminando determinados problemas (véase Jacobs, 1997: cap. 11).
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El mecanismo más obvio para influir sobre cuestiones ambientales es el de los cambios voluntarios de comportamiento. Puede darse el caso de que las empresas decidan voluntariamente reorientar sus actividades en un sentido favorable desde el punto de vista ecológico. En los campos del uso más eficiente de recursos y de la reutilización/ comercialización de residuos, seguro que encontraríamos muchos ejemplos de posibilidades de una doble ganancia, crematística y ambiental (situaciones que se han llamado de win-win), un tema al que ha dedicado mucha atención la llamada ecología industrial. También los consumidores podrían comportarse de forma más responsable y anteponer los deseos de conservar el medio ambiente a los intereses individuales egoístas. Sin embargo, los límites de estos cambios voluntarios de comportamiento son muy grandes. En general, no puede esperarse que las empresas voluntariamente adopten técnicas que aumenten sus costes monetarios, y la situación más frecuente —aunque no la única— es que solucionar o reducir los impactos ambientales (que representan daños para la sociedad pero no costes monetarios privados para los que los producen) aumenta dichos costes. Por el lado del consumo, además de los problemas de información y de la limitada gama de opciones que ofrece el mercado, tampoco puede esperarse que la mayoría de los ciudadanos se sacrifiquen de forma sistemática cuando actúan como consumidores, situación en la que es muy difícil que uno se resista a lo que un economista llamó la “tiranía de las pequeñas decisiones”, es decir, que nadie cambia de comportamiento porque su contribución personal a un problema colectivo es casi despreciable. El mecanismo de intervención pública más habitual es la regulación normativa, que consiste en poner normas sobre lo que empresas y consumidores pueden o no pueden hacer. Por ejemplo, la prohibición de determinadas sustancias o tecnologías, la exigencia de estudios de impacto ambiental antes de aprobar un proyecto público o privado, o los límites máximos de concentración de contaminantes en las aguas residuales o en los gases emitidos por una empresa. Otro campo de intervención a veces olvidado es el de la política presupuestaria desde la vertiente de los gastos. No se trata sólo de que las administraciones públicas gasten más o menos en intentar reducir los impactos ambientales (construyendo, por ejemplo, depuradoras de aguas o informando a la población de la necesidad de seleccionar los residuos domésticos), sino que también los criterios ambientales pueden impregnar toda la política de gasto; de particular relevancia son, aquí, los criterios de gastos en política de transporte y otras infraestructuras. Los impuestos ecológicos forman parte del grupo de los incentivos económicos o instrumentos de mercado (a veces llamados simplemente instrumentos económicos). La idea general es la de cambiar los precios relativos en función de los cuales empresas y/o consumidores toman sus decisiones. Aunque en general no existe forma razonable de medir en dinero los daños ambientales, los impuestos responden claramente a la filosofía “quien contamina, paga”. Como también responde a la misma idea la “responsabilidad civil” en materia ambiental, es decir, que los responsables de determinada decisión hayan de indemnizar a los que se ven afectados negativamente por ésta (incluso aunque no se haya infringido ninguna ley ni norma administrativa); o los sistemas de depósito o consigna que hacen que el consumidor tenga una penalización económica según su comportamiento (si, por ejemplo, se desprende de un envase de bebida, pierde el depósito a cuya devolución tiene derecho si devuelve el envase). En el caso de los permisos o derechos de contaminación comercializables, son las empresas las que asumen el coste de reducción de la contaminación, pero normalmente se plantea que los permisos iniciales se distribuyan gratuitamente, como ha ocurrido en la experiencia más conocida: el mercado de derechos de SO2 en Estados Unidos (Klaassen y Nentjes, 1997), país en el que significativamente tanto el debate como la
práctica sobre los incentivos económicos se ha orientado más a la creación de mercados de permisos de contaminación que a la implantación de impuestos. En el caso de los subsidios para reducir la contaminación, incentivo económico que podemos incluir también dentro del capítulo de gasto público, pasa lo contrario que en los impuestos: son los ciudadanos los que pagan a los contaminadores para que reduzcan la contaminación. (Hay otros subsidios que aquí son relevantes: los que se dan por otros motivos y que tienen efectos ecológicos negativos; casos claros son los subsidios a la explotación o adquisición de car bón, o las ayudas, más o menos encubiertas, a la energía nuclear).
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La defensa de los economistas de los incentivos económicos
El relativamente escaso uso de incentivos económicos en la política ambiental contrasta con la posición casi unánime, y ya planteada hace décadas, de los economistas teóricos sobre el tema. Desde este punto de vista, estos instrumentos serían la vía más eficiente de reducir la contaminación (véase, por ejemplo, Baumol y Oates, 1982).1 Los principales argumentos a favor de los instrumentos económicos son su flexibilidad —ya que permiten que cada empresa o ciudadano se adapte más o menos a la política según sus posibilidades particulares, reduciéndose el coste económico de alcanzar un determinado objetivo ambiental— y el hecho de que crean un incentivo permanente a reducir el impacto ambiental, a diferencia de las normativas, ante las cuales sólo importa cumplirlas o no cumplirlas. Estas dos ventajas pueden asociarse respectivamente con los términos “eficiencia estática” y “eficiencia dinámica”. Los argumentos anteriores son, en mi opinión, importantes y deben tenerse muy en cuenta, aunque sería un error concluir de forma general que los instrumentos económicos son siempre más deseables que las regulaciones normativas. Y ello por muchas razones, de las cuales señalaremos algunas. La primera es que la mejor alternativa en algunos casos es una simple prohibición. Si, por ejemplo, pensamos que lo mejor es descartar el uso de los CFC porque sus ventajas nunca justifican sus inconvenientes, la forma más rápida y controlable de hacerlo es prohibiéndolos. La segunda razón es que el argumento de los economistas parte del supuesto de que empresas y consumidores reaccionan de forma totalmente racional (en el sentido de optimizadora) frente a los cambios de precios, cuando las rutinas de comportamiento pueden llevar a que las reacciones sean muy lentas y a lo mejor es preferible forzar las cosas con regulaciones directas. Por último, es preciso destacar que la eficiencia a la que se refieren los economistas (minimizar los costes de adaptarse a una política) no es, ni mucho menos, el único criterio socialmente relevante a la hora de decidir sobre instrumentos alternativos. Las cuestiones de equidad social e incluso de valores morales también son importantes. Muchos de los que estamos de acuerdo en que frecuentemente la política ambiental puede hacer un buen uso del sistema de precios (que no es más que un sistema de racionamiento según la capacidad de pago), preferiríamos que, por poner un ejemplo, si se ha de limitar el acceso a un espacio natural se utilicen otros sistemas más igualitarios de racionamiento. En definitiva, hay argumentos relevantes a favor de los instrumentos de mercado,2 pero en ningún modo deberían llevar a una posición absoluta según la cual son siempre preferibles a otras formas de regulación. Ni, desde luego, tampoco deberían llevar a la conclusión de que los instrumentos 2
Jordi Roca
Fiscalidad ambiental y “reforma fiscal ecológica”
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Algunas experiencias prácticas de tributos ecológicos
Los tributos ecológicos están poco extendidos, pero existen muchas experiencias prácticas. A modo de ejemplo, explicaremos a continuación tres experiencias consideradas particularmente exitosas.3 El origen y características de cada una de ellas son suficientemente diferentes como para que valga la pena estudiarlas en detalle. Los ejemplos son, a pesar de su importancia, tributos que representan poca magnitud total (incluso nula en el segundo caso) en relación con el conjunto de ingresos públicos; ello no es en absoluto una crítica, en la medida en que, como se explica en el texto, el objetivo de los impuestos ecológicos no es en principio recaudar dinero sino cambiar comportamientos.
El impuesto sobre emisiones de SO2 en Suecia: un impuesto incentivador que genera ingresos no finalistas
El impuesto sobre las emisiones de NOx en Suecia: un “impuesto” neutral presupuestariamente
En Suecia existe, desde 1991, un impuesto que tiene por objetivo gravar las emisiones de SO2, uno de los responsables del problema de la lluvia ácida y que tiene la particularidad de que las emisiones importantes están muy focalizadas (especialmente centrales térmicas de carbón). Este impuesto también existe en otros países, si bien el aplicado en Suecia es el más elevado. En realidad, el impuesto grava indirectamente las emisiones a través del contenido de azufre de los combustibles utilizados. Los pequeños consumidores pagan el impuesto cuando adquieren el combustible (carbón o derivados del petróleo), y la carga fiscal depende del contenido en azufre del combustible. Sin embargo, los grandes consumidores han de pagar el impuesto directamente; en este caso, han de declarar qué cantidades de diferentes combustibles han utilizado y en función de ello pagar el impuesto, aunque pueden beneficiarse de deducciones según las medidas de reducción de emisiones que hayan adoptado y que serán comprobadas por los inspectores. De ahí que el impuesto sea efectivo no sólo estimulando cambios entre fuentes de energía sino también estimulando gastos para reducir las emisiones de azufre a la atmósfera generadas en la combustión. Así, una empresa i del grupo de grandes consumidores que utiliza los combustibles (b1i … bni) cuyo contenido de azufre es (s1 … sn) tendrá que pagar una cantidad igual a T i = t (s1 b1i + … + sn bni) – qi en donde t es la tasa por unidad (por ejemplo, por kilogramo) de azufre, s j es el contenido de azufre de cada tipo de combustible, b j es la cantidad utilizada de cada tipo de combustible, y q es la cantidad de reducción de emisión que se declara. Los ingresos, en el caso de Suecia, no están condicionados, no son finalistas, sino que van a formar parte de los ingresos generales del Estado (de hecho, este y otros impuestos ecológicos se implantaron, como luego comentamos, en el contexto de una reforma fiscal que disminuyó los impuestos sobre la renta). A diferencia de las emisiones de óxidos de azufre, en general bastante focalizadas en unos principales puntos de emisión, las de óxidos de nitrógeno proceden, en los países de la OCDE, principalmente del transporte por carretera, y por tanto la responsabilidad es mucho más difusa. El impuesto sobre las emisiones en Suecia (uno de los pocos países que tiene tal impuesto), que funciona desde 1992, se aplica, sin embargo, solamente a los grandes centros de emisión. Afecta a unas 180 plantas de producción en las que se obtiene energía a partir de la combustión; sobre todo, pero no sólo, centrales térmicas, ya que también se ven afectados centros de otros sectores como plantas químicas, papeleras e incineradoras de residuos. El sistema fue anunciado en 1990 para que las empresas adoptasen medidas antes de su introducción, lo que ya se tradujo en una disminución de en torno al 35% de las emisiones entre 1990 y 1992. Este impuesto tiene una particularidad destacable: su neutralidad fiscal, no ya en el sentido de que con él se reducen otros impuestos sino en el de que todo el dinero recaudado vuelve a las propias empresas afectadas, de forma que el conjunto de las empresas no paga nada, aunque se produce una redistribución entre ellas. Hay “neutralidad fiscal” global, pero la contribución neta de las empresas más contaminantes es positiva y la de las menos contaminantes es negativa (reciben dinero). Veámoslo con más detalle. Sean n empresas afectadas por el sistema que producen xi unidades de energía. El pago inicial de impuesto por parte de la empresa i será t ei, en donde t es la tasa impositiva en, por ejemplo, kilogramos de NO x, y ei las emisiones de la empresa. ¿Cómo se estima ei? En el caso de los óxidos de nitrógeno, la relación entre combustible utilizado y emisiones es mucho más compleja que en el caso del SO 2, ya que depende de múltiples factores tales como la temperatura de combustión. Se ofrecen dos posibilidades: instalar sistemas directos de medida o, en caso contrario, pagar suponiendo que las emisiones por unidad de energía son una cantidad fijada a un nivel muy superior a las emisiones unitarias promedio, lo cual incentiva la instalación de sistemas de medida. El conjunto de los ingresos se redistribuye entre las empresas según la participación de cada una de ellas en la energía total producida, es decir, ai = xi/(x1 + … + xn) = xi/X
En consecuencia, el “impuesto neto” será: T i = t ei – ai [t (e1 + … + en)] = t [ei – ai (e1 + … + en)] = t [ei – xi (E/X )] en donde E y X son las emisiones totales (las medidas más las estimadas) y la energía total obtenida respectivamente. (continúa) 3
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Algunas experiencias prácticas de tributos ecológicos
(continuación)
Fijémonos en que T i será positivo, nulo o negativo dependiendo únicamente de que las emisiones unitarias gravadas, ei/xi, sean superiores, iguales o inferiores a las emisiones unitarias medias E/X .
La tasa sobre vertidos industriales contaminantes a las aguas de Holanda: una tasa creada con finalidades recaudadoras
En la mayoría de los países europeos, las empresas y los consumidores de agua pagan desde hace décadas tributos finalistas (normalmente llamados tasas) destinados a recaudar dinero para financiar gastos públicos relacionados con el ciclo del agua y, en particular, para financiar los sistemas de depuración de las aguas. Aunque la finalidad de recaudación no es suficiente para hablar con propiedad de impuesto ecológico en el sentido aquí definido, el diseño y cuantía del tributo pueden convertirlo en tal. Un ejemplo en este sentido es el de Holanda, cuyo gravamen sobre la contaminación de las aguas fue introducido en 1970. La finalidad era esencialmente recaudadora. En palabras de dos expertos, “la característica distintiva del sistema holandés es que su uso como instrumento regulador ha sido ‘accidental’” (Bressers y Schuddeboom, 1994: 158), pero lo más relevante es que en la práctica tuvo efectos sobre la contaminación importantísimos. Inicialmente el tributo afectaba a las sustancias orgánicas según su demanda de oxígeno; la unidad en la que se basaba el impuesto era el “habitante equivalente” (HE), es decir, la cantidad de vertidos promedio per cápita de las unidades domésticas. Las familias y las muy pequeñas empresas (aproximadamente las que no superan las 5 HE) pagan una cuota fija según las unidades HE supuestas; las compañías intermedias (de menos de 1.000 HE) pagan una cuota según coeficientes establecidos en función de diversas variables (producción, materias primas utilizadas, número de trabajadores…) pero pueden optar por invertir en sistemas de medida que les permitan pagar según los vertidos efectivos. Es este último sistema, la medida directa de los vertidos, el que han de adoptar obligatoriamente las empresas mayores (aproximadamente de más de 1.000 HE). En 1986, en la mayoría de las áreas la tasa se extendió también a las emisiones de metales pesados. Según un informe, las emisiones de sustancias consumidoras de oxígeno de la industria manufacturera se redujeron entre 1975 y 1990 a casi la tercera parte de la cantidad inicial; las reducciones de los vertidos de metales pesados —tales como cadmio, zinc o cromo— habrían experimentado disminuciones aún más grandes (Hötte et al., 1995: 226-227, cuadros 15.2 y 15.3). En España, diferentes comunidades autónomas han diseñado de forma distinta el “tributo de saneamiento”, que sirve para cubrir los gastos de inversión y funcionamiento de las infraestructuras de depuración que gravan tanto el consumo doméstico como el industrial. En muchos casos, desde hace algunos años, las cantidades pagadas por los usos industriales sí tienen relación con la contaminación efectivamente generada, y por tanto pueden caracterizarse sin ambigüedad como tributos ambientales.
económicos son suficientes sin ir acompañados de otras actuaciones (lo que parecen sugerir a veces propuestas altisonantes como la de hacer que “los precios digan la verdad”). Por ejemplo, es obvio que las decisiones respecto a utilizar el transporte privado o público no dependen sólo —ni siempre principalmente— del coste relativo de ambas opciones, sino también de las características del transporte público (frecuencia, accesibilidad, comodidad…); también es evidente que las actitudes orientadas a un mayor o menor ahorro de agua no sólo dependen del sistema de tarifas, sino también de la mayor o menor conciencia de la escasez del recurso. Es fundamental destacar la principal característica para que un impuesto se pueda considerar un impuesto ecológico en el sentido aquí definido: que exista una relación clara entre el hecho sobre el que queremos incidir (emisiones contaminantes, uso de un determinado recurso…) y la base imponi ble. Por lo tanto, podemos decir que la recaudación de dinero no es en principio la finalidad de un impuesto ecológico; su finalidad es “extrafiscal”: incentivar cambios de comportamiento. Para poner un ejemplo en negativo: una tasa para la gestión de residuos municipales que recaiga igualmente sobre todos los ciudadanos o que se module por criterios que nada tengan que ver con la generación de más o menos residuos puede cumplir la importante función de recaudar dinero para un servicio público pero no tiene ningún efecto incentivador, puesto que el coste monetario marginal para una familia de generar más residuos es cero. De hecho, y esto es muy relevante para la discusión sobre la reforma fiscal ecológica, los objetivos de cambiar comportamientos y de recaudar
dinero pueden ser potencialmente contradictorios: un impuesto ecológico específico que funcione muy bien reducirá la base imponible de forma que la cantidad recaudada puede ser muy pequeña.
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La propuesta europea de la “ecotasa” sobre el carbono
Hace años que a nivel internacional se está discutiendo sobre posibles políticas para reducir los gases de efecto invernadero y, en particular, las emisiones de CO2, el principal gas causante de dicho cambio global. Los instrumentos económicos, impuestos a nivel mundial y sobre todo mercados de permisos de emisión generalizados, han sido planteados en el debate, pero en la práctica las negociaciones internacionales no han incluido tales propuestas en su agenda.4 Dichos instrumentos crearían un incentivo a todos los países, ricos y pobres, para reducir sus emisiones. Podrían dar lugar tam bién, al menos según algunas de las propuestas, a una transferencia muy importante de dinero (financiada con los ingresos impositivos o resultado de la compra de derechos de los pobres por parte de los países ricos si los derechos se distri buyeran de forma más o menos igualitaria). Así, podría qui4
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Fiscalidad ambiental y “reforma fiscal ecológica”
zás superarse, si existiese voluntad política por parte de los países ricos, la actual situación en la cual los países menos ricos se niegan, con toda la razón, a cualquier compromiso particular para limitar sus emisiones, dado que las emisiones históricas que han generado el problema han sido responsa bilidad del mundo rico.5 El caso es que no existe un instrumento económico que actúe a nivel mundial para hacer frente al problema del efecto invernadero. A nivel europeo se planteó con fuerza desde principios de los noventa la posibilidad de implantar un impuesto unificado sobre los combustibles fósiles que gravase todos ellos diferencialmente según las emisiones de carbono asociadas a su uso. Una de las ventajas de dicho impuesto es que, aunque el objetivo sea gravar las emisiones, se puede plantear como un impuesto sobre los combustibles en la medida en que las emisiones de carbono asociadas con la quema de los diferentes combustibles (mayores por unidad de energía cuando se quema carbón que cuando se queman derivados del petróleo y menores cuando se quema gas natural) son conocidas y hoy por hoy inevitables. Los problemas de control son así relativamente menores. El debate en la Unión Europea pasó por muchas vicisitudes. Fracasó su aprobación antes de la Cumbre de Río de Janeiro de 1992 (lo que llevó a la dimisión del comisario de Medio Ambiente Carlo Ripa di Meana), pero la propuesta volvió a cobrar fuerza los años siguientes y en mayo de 1995 se llegó a un borrador de Directiva según el cual se gravarían todas las energías no renovables de acuerdo con un impuesto mixto basado en un 50% en el contenido energético del combustible y en un 50% en su contenido en carbono, y que iría aumentando a lo largo de diversos años.6 Un valor de referencia frecuente en las diferentes propuestas era el de alcanzar en el año 2000 para el caso del petróleo un impuesto de 10 dólares por barril, lo que se lograría con un impuesto de unos 22 dólares por tonelada de CO2 (o de unos 81 dólares por tonelada de carbono)7 (O’Coonor, 1997); este valor y el hecho de que se preveían reducciones para algunas industrias dan idea de lo moderado de la propuesta.8 Finalmente, la oposición de algunos gobiernos, entre ellos el Gobierno español, abortó la iniciativa. Es preciso señalar que, aunque el Tratado de Maastricht representa un avance en política ambiental en la medida en que establece que las decisiones europeas en dicha materia requieren no la unanimidad sino una mayoría cualificada, el mismo Tratado establece dos importantísimas excepciones: cuando las decisiones afecten a la fiscalidad o a la cuestión energética sí se requerirá la unanimidad. La situación es, pues, que cualquier decisión sobre fiscalidad ecológica —o sobre planificación energética— puede ser bloqueada incluso por un único país de la Unión Europea. En el centro de la discusión sobre propuestas como la europea está la cuestión de la elasticidad-precio de la demanda. Si se encarece la energía y especialmente algunas fuentes de energía, ¿cuál sería la reacción de la demanda? ¿Cuánto disminuiría el consumo total de energía? ¿Y el de las fuentes de energía más contaminantes, como el carbón? Nos preguntamos, por tanto, por la elasticidad-precio de la demanda de energía pero también por las elasticidades-cruzadas de la demanda entre las diferentes fuentes de energía. No es fácil hacer buenas previsiones, pero de entrada un supuesto razonable es que los efectos de un aumento de los precios de la energía probablemente no serán importantes hasta pasado un tiempo. En otras palabras, la elasticidadprecio de la demanda es mayor a largo plazo que a corto plazo, lo que siempre es verdad y especialmente en un caso como el de la energía, donde los cambios importantes en la demanda pueden requerir inversiones a largo plazo. De particular importancia es que se mantenga una expectativa de aumento de los precios, ya que las expectativas sobre los precios futuros son las que afectan a las decisiones de inversión a largo plazo. Weizsäcker y Jesinghaus (1992) hablan de
cinco estadios de ajuste de los consumidores, con fronteras no claramente definidas pero que pueden distinguirse para el análisis y que en general requieren de menos a más tiempo para actuar:
Primero, simplemente los consumidores se ajustan para consumir menos energía (por ejemplo, dejan correr menos el agua caliente o se preocupan más de apagar la luz). En segundo lugar, el criterio de la eficiencia energética se vuelve más relevante al comprar bienes que consumen energía (coches, electrodomésticos…). Los oferentes de bienes desarrollan bienes más eficientes energéticamente para responder a la demanda (coches más eficientes, sistemas de calefacción más eficientes, casas más aisladas térmicamente…). Se impulsa la investigación y desarrollo de sistemas energéticos basados en energías renovables que sustituyen a combustibles fósiles. Por último, la localización de actividades, las infraestructuras y el modo de vida cambian para adaptarse a la situación de energía cara (sistemas de transporte público, menor distancia entre vivienda y trabajo, más producción local frente a importación de largas distancias, mayor descentralización de las actividades de ocio…).
Por otro lado, es importante subrayar que el efecto sobre la demanda no se refiere tanto a disminuciones de la demanda en términos absolutos como a disminuciones respecto a la tendencia previsible. La experiencia de los efectos de los shocks del petróleo de los setenta (en menos de una década los precios internacionales se multiplicaron por diez) en los países industrializados es ilustrativa, aunque tal experiencia debe evaluarse con cautela, porque las tendencias en el uso de energía dependen de muchos otros factores además del precio relativo, y no es fácil aislar el papel de éste. (Además, los aumentos de los precios internacionales en general no se trasladan inmediatamente y en la misma proporción a los precios de los consumidores). En la mayoría de los países de la OCDE las disminuciones significativas de la intensidad energética son algo posteriores al primer gran aumento del precio del petróleo y se prolongan hasta bien entrados los ochenta, a pesar de que desde 1981 el precio de la principal fuente energética, el petróleo, ya no aumentó sino que disminuyó (y en la segunda mitad de los ochenta se desmoronó). También podemos observar que el consumo total de energía en la OCDE sólo disminuyó —y muy ligeramente— algún año (aunque la disminución del uso de petróleo sí fue mucho mayor); en otras palabras, las mejoras en la intensidad energética se vieron en general más que contrarrestadas por los aumentos en la renta y la actividad económica.9 Otra referencia empírica interesante es comparar los consumos energéticos per cápita y los precios de la energía en diversos países relativamente similares en cuanto a nivel de renta. Esto es lo que hacen Weizsäcker y Jesinghaus con los consumos y precios de los combustibles utilizados para el transporte por carretera (que difieren mucho según la fiscalidad) en diferentes países ricos, mostrando que existe una correlación importantísima; por ejemplo, Estados Unidos, caracterizado por el mayor consumo per cápita, es también el país con un precio más bajo, mientras que Japón e Italia, con consumos per cápita de los más bajos, son los que tienen precios más elevados (1992: 32 y 33, figs. 5 y 6). Otro conjunto de cálculos, que más bien deben considerarse especulaciones más o menos sensatas e informadas, proviene de los modelos de previsión. Pearce, refiriéndose a determinados estudios (relativos algunos a Gran Bretaña, otros a Estados Unidos, otros a la OCDE y algunos incluso al conjunto del mundo), concluía que “impuestos sobre el car bono del orden de 100 dólares por tonelada de carbono, que para el precio de un barril de petróleo de 20 dólares supon5
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drían un aumento del 65%, parecerían ser adecuados para asegurar el ampliamente discutido ‘objetivo de Toronto’ de reducciones del 20% en el año 2005 respecto al nivel de 1988/90” (1991: 945). Aún más optimista es el estudio citado por Common (1995: 237) para el caso australiano, según el cual dicho objetivo podría conseguirse con un impuesto aproximado de 20 dólares la tonelada de CO2, lo que evalúa en un aumento de aproximadamente el 35% del precio del barril de petróleo (trabaja con un precio de referencia de 25 dólares el barril). El propio Pearce mostraba, sin embargo, gran cautela al extraer la citada conclusión dadas las limitaciones y la diversidad de resultados; consultando el cuadro 2 de su artículo (1991: 946) podemos ver que en la misma Gran Bretaña uno se encuentra estimaciones de aumentos de precios como aquellas a las que él se refería en sus conclusiones (o incluso menores) pero también mucho mayores. Son las estimaciones más pesimistas las que toma en consideración Jacobs (1997), quien no obstante señala algo fundamental: la elasticidad de la demanda de energía (y de los diferentes tipos de energía) no sólo depende del impuesto y precio resultante sino que podría reducirse radicalmente según cómo se gasten los ingresos obtenidos con el impuesto (una cuestión a la que luego volveremos).
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embargo, un impuesto elevado sobre el carbono es un ejemplo claro —si bien no el único— de un impuesto ecológico que generaría importantísimos ingresos para el sector público, aunque debe señalarse que, en igualdad de circunstancias, cuanto más efectivo sea el impuesto desde el punto de vista ambiental, menor será la recaudación. Un aumento de precios de una vez por todas podría llevar a unos ingresos que disminuirían con el tiempo (dado que la elasticidad a largo plazo es mayor que a corto plazo, aunque ello podría ser contrarrestado por otros factores como la mayor demanda energética asociada al crecimiento económico); un aumento sostenido del precio durante un largo período supondría, probablemente, ingresos fiscales crecientes —o al menos estables—, cumpliendo bien, al mismo tiempo, su objetivo principal. Por ejemplo, en España las emisiones anuales de CO2 son de más o menos 240 millones de toneladas. Un impuesto similar al que existe en Suecia para usos no industriales, que también afectase a la industria, comportaría, si no disminuyesen las emisiones, unos ingresos de aproximadamente 1,5 billones de pesetas, lo que representa aproximadamente un 2% del PIB y cerca del 20% de los impuestos indirectos. Si el impuesto fuese lo suficientemente eficaz como para reducir las emisiones en, por ejemplo, un 25%, los porcentajes anteriores se reducirían al 1,5% y el 15%. Otra cifra que puede dar una perspectiva sobre las capacidades recaudadoras de los impuestos sobre la energía en el caso español, es la suma total del valor añadido a precios de mercado de los sectores energéticos y de las importaciones energéticas (cuyo peso relativo ha disminuido radicalmente debido al abaratamiento del crudo de petróleo); juntos han supuesto en los últimos años (incluyendo los impuestos indirectos que son importantísimos en el caso de los derivados del petróleo pero que son negativos, porque dominan las subvenciones, en el caso del carbón) cerca del 8% del PIB español, lo que da una mag-
Los efectos recaudadores de los impuestos ecológicos
Ya he insistido en que el objetivo de los impuestos que aquí analizamos no es en principio el de la recaudación. Sin
Cuadro 2
Algunas experiencias europeas de impuestos sobre el carbono
El fracaso de la iniciativa europea no ha impedido que algunos países unilateralmente implantasen a principios de los noventa un impuesto sobre el carbono. Es el caso de Finlandia, Holanda, Noruega, Dinamarca y Suecia. Sin embargo, la cuantía del impuesto es en general bastante limitada y los efectos no son espectaculares, aunque los trabajos sobre el tema normalmente concluyen que son significativos con respecto a las tendencias que se habrían dado sin el impuesto. El argumento de los problemas de competitividad internacional ha jugado un papel relevante a la hora de frenar la cuantía del impuesto. Argumento particularmente fuerte, dado que un país individual se ve imposibilitado de poner impuestos específicos sobre los productos similares a los que internamente gravarían su producción; ni un país miembro lo podría hacer en el contexto de la Unión Europea ni tal política es considerada aceptable según las normas de comercio internacional que inspiran a la Organización Mundial de Comercio (Roca, 1997). En este sentido, es importante la experiencia de Suecia, país en el que en 1991 se implantó el impuesto sobre el carbono más elevado del mundo (de 250 coronas suecas por tonelada de CO2), en un momento en el que se tenía la expectativa de que no tardaría en salir adelante el proyecto europeo de un impuesto armonizado. El fracaso de la propuesta europea acrecentó la oposición de las empresas industriales, lo que provocó que en 1993 se redujese el impuesto a las industrias de forma radical, hasta representar el 25% del que grava a los consumidores. Así, en 1996 el impuesto sobre los consumidores era de 340 coronas suecas por tonelada de CO 2 y de 80 coronas para la industria, lo que al cambio actual sería más o menos 43 dólares y 10 dólares por tonelada (aproximadamente el doble y la mitad de la propuesta europea respectivamente). El bajo tipo impositivo para la industria reduce mucho el efecto del impuesto (adicionalmente, el transporte aéreo y el marítimo también están exentos del mismo). Además, no debe pensarse que el uso de energía se encareció según la totalidad del nuevo impuesto; en realidad, la reforma fiscal de 1991 redujo (en un 50%) los anteriores impuestos sobre la energía, que para los derivados del petróleo eran especialmente elevados, al tiempo que se introducía el impuesto que estamos analizando, el ya comentado en otro apartado sobre las emisiones de SO2, y el IVA sobre la energía. Lo importante es el cambio total de los precios comparando los dos sistemas fiscales; en conjunto, según los datos de un estudio referidos a 1991, los aumentos de impuestos serían del siguiente orden: un 133% para el carbón, un 103% para el gas natural y algo más del 55% para la gasolina (véase Olivecrona, 1995: 177, tabla 12.2).
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Jordi Roca
Fiscalidad ambiental y “reforma fiscal ecológica”
nitud de lo que aumentaría la recaudación fiscal si, por ejemplo, los precios globalmente llegasen a doblarse como consecuencia de una creciente fiscalidad. Los objetivos podrían ser aún mucho más ambiciosos. Así, Weizsäcker y Jesinghaus plantean (tomando el caso alemán como referencia) que “los impuestos verdes deberían recaer principalmente sobre inputs importantes ambientalmente, en especial sobre la energía. Los impuestos deberían conllevar un aumento de precios permanente de en torno a un 5% anual durante unos treinta o cuarenta años para los combustibles fósiles y la energía nuclear, así como para otros recursos naturales problemáticos” (1992: 9); los autores piensan que ello podría suponer que tales impuestos llegaran a representar unos ingresos del orden del 5 al 10% del PIB. Es cierto, como los autores afirman, que el hecho de que el aumento de precios sea significativo pero no espectacular cada año y de que las tendencias futuras sean claramente anunciadas, facilita mucho la adaptación de empresas y ciudadanos a los crecientes precios relativos. Sin embargo, aun así, puede dudarse de los escenarios planteados por los autores en el sentido de que quizás exageran las posibilidades de aumentar la eficiencia energética, por cuanto ven compatibles importantes crecimientos del PIB con grandes disminuciones en los consumos energéticos. Así, suponen diversos posibles escenarios tales como el siguiente: aumento del precio de los combustibles de un 7% anual, crecimiento del PIB del 3% anual (es decir, que en esos treinta años el precio de los combustibles se multiplicaría más o menos por 7,6 y el PIB por 2,4) y reducción del consumo de combustibles a menos de una tercera parte (ibídem: 49, fig. 13). No todos los estudios que evalúan las amplias posibilidades de recaudación mediante impuestos ecológicos se limitan a los impuestos sobre la energía. Así, el estudio de Repetto et al. (1992) referido a Estados Unidos se centra en tres ejemplos. Uno de ellos es también el impuesto sobre el carbono; en este caso plantea un valor de 40 dólares por tonelada de carbono (lo que equivale a sólo unos 11 dólares por tonelada de CO2 y unos 5 dólares por barril de petróleo) que se implantaría progresivamente. Los otros dos consisten en la generalización de impuestos sobre residuos urbanos basados en la cantidad efectiva de residuos generados siguiendo la experiencia de diversas localidades (los problemas de control de dicho tipo de impuestos son, sin embargo, muy grandes, especialmente en poblaciones de elevada densidad) y de los peajes para combatir los problemas de congestión provocados por el tráfico rodado. En el estudio se calcula que el impuesto sobre el carbono podría generar entre 30 y 40 mil millones de dólares, los impuestos sobre los residuos entre 5 y 10 mil millones, y los peajes contra la congestión del tráfico rodado entre 40 y 100 mil millones; finalmente, se cita toda otra batería de posibles impuestos sobre emisiones, productos problemáticos y extracción de recursos que en total podrían dar lugar a otros 40 ó 50 mil millones de dólares. En total, entre 115 y 200 mil millones de ingresos para las administraciones públicas, lo que representaría entre el 5 y el 9% de los ingresos totales de dichas administraciones según los datos que aportan los autores (ibídem: 1-2 y 11).
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gicos tengan un papel significativo en el conjunto de los ingresos públicos. Sin embargo, la propuesta, tal como generalmente se formula, va mucho más allá de la idea de dar un peso significativo a los impuestos ecológicos, y tiene otras dos características básicas.
El argumento del “doble dividendo”
La primera es que se plantea no sólo que los impuestos ecológicos tienen un efecto incentivador positivo, sino que se destaca el efecto desincentivador, y negativo, del resto de los ingresos públicos. Así, en uno de los libros —al que ya nos hemos referido— que más ha popularizado el término , Ecological Tax Reform de Weizsäcker y Jesinghaus, se lee lo siguiente: “En el caso de los impuestos sobre la renta, el del valor añadido o los impuestos a las empresas, a nadie se le ocurriría entenderlos como una penalización por algo indeseable. Más bien, el trabajo humano, la creación de valor añadido y la actividad empresarial son vistas como cosas altamente deseables para nuestra economía. Así, los economistas consideran que los impuestos sobre la renta o a las empresas, igual que el IVA que funciona en la Comunidad Europea, tienen un efecto negativo sobre la economía, aunque éste en general es aceptado en nombre de la incuestiona ble necesidad de gasto público” (1992: 18). Significativo es también el título del primer capítulo del citado estudio de Repetto et al. (1992): “Las ganancias potenciales de cambiar la carga fiscal desde los ‘bienes’ económicos a los ‘males’ ambientales”. La misma idea puede encontrarse en el último informe al Club de Roma publicado con el título Facto r 4 (Weizsäcker, Lovins y Lovins, 1997). Mi opinión es que la insistencia en los efectos económicos negativos de los actuales ingresos públicos es, al menos planteada de forma tan general, exagerada, o incluso en algunos casos tendenciosa. Parece como si el punto de referencia fueran unos mercados perfectamente competitivos que, si no fuese por los tributos públicos (y, por supuesto, por los daños ambientales que se mitigarán con los impuestos ecológicos), llevarían a unos precios eficientes. En realidad, los precios relativos dependen de multitud de factores, tales como el mayor o menor grado de competencia en cada sector o el mayor o menor poder de negociación de cada grupo de trabajadores; todos estos factores “distorsionan” los precios, y centrarse en el papel del Estado como único distorsionador de unos precios que de otra manera serían eficientes es incorrecto. Por otro lado, si de lo que se habla es de un impuesto como el que grava la renta, parece claro que tiene una función económica redistributiva —perfectamente legítima— que muchos consideramos positiva por cuanto reduce las desigualdades que produce el mercado. No comparto la idea de que gravar mucho a los que tienen salarios elevados es muy negativo porque desincentiva el trabajo, o que gravar las rentas de capital es muy negativo porque desincentiva el ahorro y la inversión; y no lo comparto por dos razones: porque pienso que se exageran estos efectos desincentivadores y, sobre todo, porque considero que para obtener el beneficio de la redistribución han de aceptarse (en caso de existir) ciertos costes económicos. Según el argumento, los beneficios de gravar “males” y los beneficios de dejar de gravar bienes se sumarían, y así se habla del “doble dividendo” que produciría una reforma fiscal ecológica (Pearce, 1991). Sin embargo, a raíz de la alusión que hizo al respecto el famoso Libro Blanco sobre el Crecimiento, la Competitividad y el Empleo de la Unión Europea (Comisión Europea, 1993), el término doble dividendo se ha asociado principalmente con la posibilidad específica de sustituir parte de las cotizaciones sociales por ecotasas. La idea, sugerente, es que si se encarece el precio de las energías contaminantes (o en general del uso de recursos naturales y/o de las emisiones contaminantes) y se abarata el coste del trabajo, se conseguirán dos objetivos socialmen-
La reforma fiscal ecológica
La reforma fiscal ecológica evoca, en principio, cualquier propuesta que plantee que —a diferencia de lo que pasa actualmente en casi todos los países— los impuestos ecoló7
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te deseables: una mejora ambiental y un aumento del empleo. No sólo se ha lanzado la idea, sino que algunos modelos han intentado cuantificar el impacto numérico de dicho cambio. Aunque no es claro que dichos modelos añadan nada sustancial a la idea de que el encarecimiento relativo de la energía puede producir una cierta sustitución entre energía y trabajo, podemos citar el artículo de Ma jocchi (1996), que recoge los resultados de varios de ellos. Estos estudios se centran en los efectos de la moderada propuesta que se debatía en la Unión Europea y trabajan con hipótesis según las cuales se establecería una ecotasa que comportaría una recaudación del orden de un 1% del PIB que se “reciclaría” —para utilizar el lenguaje del autor— a través de la disminución de otros ingresos públicos. El resultado prácticamente general de dichos modelos es que el empleo crecería —si bien en un porcentaje muy pequeño, del orden del 0,1 al 0,7%— y que si la neutralidad fiscal se estableciese reduciendo cotizaciones sociales, el aumento sería mayor en comparación con el de otras dos alternativas contempladas (reducción del impuesto sobre la renta o del IVA).
necesariamente ha de coincidir con el nivel “óptimo” de impuestos ecológicos en dicha área.
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La cuestión distributiva
La cuestión de los efectos distributivos de los impuestos ecológicos es tan compleja como importante. En primer lugar, a nivel teórico cabe decir que los efectos distributivos de los impuestos ecológicos (y de cualquier política ambiental) atañen tanto a los beneficios (¿quién se beneficia principalmente de la política?) como a los costes (¿quién asume los costes de la política?), costes que existen no sólo cuando se establecen impuestos sino también cuando se establecen regulaciones que aumentan los costes de producción y que alguien tiene que pagar. Sin embargo, el reparto de los beneficios es en general aún más difícil de establecer que el de los costes y en muchos casos los beneficiados son en gran parte las generaciones futuras y los habitantes de otros lugares del mundo diferentes de aquel en el que se soportan los costes de la política ambiental (éste es claramente el caso de las políticas para reducir el efecto invernadero) (Jacobs, 1997). Por lo que se refiere a cómo se reparten los costes de los impuestos ecológicos deberíamos distinguir dos casos, a pesar de que la frontera no es perfectamente clara.
La neutralidad en los ingresos
La segunda característica, muy relacionada con la anterior, es que los autores citados, seguramente en aras de un discutible realismo político, aceptan el discurso dominante según el cual el peso del Estado ya ha llegado suficientemente lejos y plantean como una cuestión casi de principios la “neutralidad en los ingresos”, es decir, que cualquier aumento en la imposición ecológica debería ir acompañado de una reducción equivalente de otros ingresos públicos. En estos tiempos en que se plantea frecuentemente que hay que reducir el papel del sector público en favor del papel del mercado, pienso que como mínimo debería quedar abierta la posibilidad de que nuevos impuestos sirvan para incrementar los fondos destinados a servicios socialmente útiles y que tengan nulo o poco impacto ambiental negativo. Por ejemplo, el debate europeo sobre el impuesto del carbono podría ligarse con otro debate, el de la insuficiencia presupuestaria de la Unión Europea; para los que ven con insatisfacción cómo se progresa rápidamente en la unificación de mercados y de moneda sin que prácticamente se avance en crear una estructura presupuestaria importante (el presupuesto de la Unión Europea constituye actualmente poco más del 1% del PIB del conjunto de los países miembros), la implantación de una ecotasa a nivel europeo puede representar un interesante mecanismo para dotar al presupuesto público europeo de relevancia macroeconómica.10 Además, los propios impuestos ecológicos justifican muchas veces gastos adicionales por dos motivos muy interrelacionados: para aumentar y acelerar los efectos de la política impositiva, y para reducir sus efectos sociales negativos. Así, por ejemplo, los efectos de un aumento de los precios de los combustibles fósiles se verán acrecentados si el gobierno difunde información sobre posibilidades de ahorro de energía, invierte en sistemas de transporte público, o subvenciona determinados programas de investigación y ahorro o directamente da subsidios a la comercialización de energías alternativas. Por lo tanto, nuevos ingresos ambientales pueden justificar y hacer más necesarios determinados gastos en política ambiental sin que ello signifique que comparta la idea de que los tributos ecológicos hayan de ser necesariamente “finalistas” (con lo que el nombre utilizado es normalmente el de tasa o canon y no el de impuesto). Entiendo que políticamente sea a veces más fácil conseguir apoyo para un tributo del cual se sabe exactamente en qué se gastará el dinero recaudado, pero mi opinión es que en general el nivel “óptimo” (dicho en lenguaje impreciso y sin referirse a la interpretación neoclásica del término) de gasto en un área de política ambiental (por ejemplo, en gestión de residuos) no
Nuevos
impuestos sobre bienes o actividades específicos
El primero es un contexto en el que se introducen nuevos impuestos (o se reforman algunos tributos para darles un carácter incentivador) que afectan a unos bienes o actividades muy específicos. Aquí difícilmente se puede generalizar, aunque el punto de partida es que con toda probabilidad cualquier impuesto indirecto, como son los impuestos verdes, acabará repercutiendo sobre los consumidores. Los efectos distributivos dependen obviamente del bien o actividad afectados, del diseño específico del impuesto y de si se esta blecen o no medidas compensadoras. Si lo que gravamos es un bien básico como el consumo de agua, es de esperar que el efecto será en principio regresivo, es decir, que proporcionalmente afectará más a los más pobres, porque la elasticidad de la demanda de agua respecto a la renta es probablemente positiva pero inferior a la unidad. Ahora bien, si establecemos una tarifa cero o muy baja para los consumos más básicos y luego establecemos una tarifa muy creciente a medida que sube el consumo, el efecto puede ser no sólo que se castiga a los derrochadores sino que proporcionalmente pagan mucho más los más ricos.11 Por otro lado, si al mismo tiempo subvencionamos sistemas de ahorro de agua para los más pobres, también podemos estar reduciendo los efectos sociales regresivos. Podrían multiplicarse los ejemplos. Si gravamos el uso del transporte privado, los efectos previsibles son más bien progresivos, especialmente si al mismo tiempo se dedican más recursos a subvencionar el transporte público.12 Nueva
fiscalidad sobre las energías no renovables y las emisiones de carbono
El segundo caso se asocia con el término reforma fiscal ecológica y normalmente tiene como componente principal una ele8
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Fiscalidad ambiental y “reforma fiscal ecológica”
vada fiscalidad sobre el uso de energías no renovables/emisiones de carbono. Las diferencias con respecto al caso anterior son dos. La primera, la magnitud de los tributos, que ya no pueden considerarse marginales y que ahora no sólo afectan a unos pocos bienes o actividades. La segunda es que en el centro de la discusión de los efectos distributivos se ha de situar también la cuestión de cuál es el uso de los nuevos ingresos tributarios.
especialmente a los sectores de menor nivel de renta, tanto si se trata de compensaciones específicas a los sectores de menor renta directamente afectados por el aumento de precios (por ejemplo, subvenciones para sistemas de calefacción más eficientes) como si se trata de gastos generales de carácter redistributivo. La segunda posibilidad es la de reducir otras partidas de ingresos . Como se sabe, los ingresos públicos de los países europeos dependen de tres grandes fuentes de recursos: las cotizaciones sociales, los impuestos directos y los impuestos indirectos. (En el caso español cada una de estas fuentes representa más del 10% del PIB, y el orden en el que aparecen citadas refleja su importancia relativa). Se abren, pues, tres grandes vías de reformas si se decide que el gasto público no aumente o aumente en una cantidad mucho menor que la correspondiente a la recaudación de los impuestos verdes.
Sobre los efectos distributivos de los cambios de precios inducidos. Por lo que se refiere al primer aspecto, existen
estudios que han intentado evaluar en algunos países el efecto que en los diferentes grupos sociales (clasificados por niveles de renta) tendría un impuesto sobre las emisiones de carbono. Los estudios iniciales se basaron en las compras de energía por las diferentes familias (un dato que normalmente se obtiene a partir de encuestas de presupuestos familiares). En el caso de Gran Bretaña se concluía que los efectos serían regresivos, porque el aumento de precios que soportarían los grupos de menor renta sería muy superior al de los grupos de mayor renta. Sin embargo, el resultado no podía generalizarse para todos los países europeos, y según un estudio comparativo los efectos regresivos serían apreciables en Irlanda y el Reino Unido mientras que los pagos fiscales adicionales serían prácticamente proporcionales al gasto total en Francia, Alemania, Italia, España y Holanda (Agencia Europea de Medio Ambiente, 1997: 36).13 Sin embargo, es necesario tener en cuenta otros efectos indirectos, ya que un encarecimiento de la energía afectaría a todos los sectores económicos. Para ello es necesario partir de tablas input-output con el objeto de conocer la intensidad de uso de las distintas fuentes de energía en la producción de los diferentes bienes y servicios: por ejemplo, por cada mil pesetas producidas en el sector textil, qué cantidad de las diferentes fuentes de energía se ha utilizado directa e indirectamente en su producción. Con este tipo de información y conociendo las estructuras medias de gasto de las familias según niveles de renta, podemos evaluar con razonable aproximación cómo se verá afectado el precio de su “cesta de la compra”. Además, hemos de tener en cuenta que los cambios en los precios relativos provocarán efectos de sustitución en el consumo (la propia estructura de consumo de los diferentes grupos sociales se alterará como consecuencia de los cambios de precios) e inducirán cam bios técnicos (si la energía se encarece, quizás se reducirá la cantidad de energía utilizada para producir un determinado bien). A los primeros estudios sobre el impacto distributivo de un impuesto sobre el carbono les han seguido algunos estudios más sofisticados basados en las tablas input-output y que en algunos casos han tenido en cuenta previsiones sobre la sustitución en el consumo (aunque no sobre el cambio técnico). Los estudios referidos a Gran Bretaña parecen confirmar el carácter regresivo del impuesto sobre el carbono en este país (si no se adoptan medidas compensatorias) (véase Symons, Proops y Gay, 1994), mientras que en el caso español un reciente trabajo concluye que el impacto total directo e indirecto del impuesto sería neutral en el sentido de que afectaría de forma más o menos proporcional al gasto para los diferentes grupos de renta (Labandeira y Labeaga, 1998).
Las opciones de reforma y sus efectos. La primera es la de reducir los impuestos directos, y en particular el impuesto sobre la renta, como efectivamente se hizo en Suecia (y en algún otro país) dentro del paquete de reforma de principios de los noventa, en el que se introdujeron diversos impuestos ecológicos. En la medida en que son los impuestos directos los que permiten diferenciar según niveles de renta y es en ellos en los que descansa la capacidad redistri butiva del sistema fiscal (mayor o menor obviamente en función del diseño concreto del impuesto), dicha vía de reforma puede ser muy regresiva y, en mi opinión, debería descartarse desde criterios de equidad. Sin embargo, no es descartable que una reducción de un impuesto directo como el que grava la renta beneficie a los contribuyentes de menores ingresos. Las otras dos alternativas son, en cambio, más interesantes. Una es la de reestructurar los impuestos indirectos de forma que ganen peso los impuestos ecológicos basados en la cantidad y tipo de residuos emitidos y de recursos utilizados, y pierdan peso otros impuestos indirectos como el IVA. Para decirlo gráficamente, siguiendo la expresión de Jacobs (1997), podríamos pensar en pasar de un impuesto sobre el valor añadido a un impuesto sobre la “contaminación añadida”, aunque debemos tener en cuenta que un impuesto de este tipo tendría bastantes costes de gestión y control y que en realidad no es tan fácil ni indiscutible (ni siquiera en términos teóricos) comparar los impactos ambientales, que son diversos e inconmensurables entre sí, que generan los diferentes bienes y servicios en todo su ciclo de vida. (El contenido energético o la intensidad en carbono son en cambio conceptos más definidos y fáciles de establecer, pero no abarcan ni mucho menos todos los impactos ambientales). ¿Cuáles serían los efectos distributivos de tal reestructuración? Es difícil responder sin un estudio específico sobre el diseño concreto del cambio. Hemos visto, por ejemplo, que los impuestos sobre el carbono tal vez sean en algún país algo regresivos respecto al gasto, aunque no parece que pueda generalizarse este resultado, mientras que el IVA sería en principio neutral si existiese un único tipo que afectase a todos los bienes y servicios por igual, pero como existen tipos diferentes que pueden introducir alguna progresividad la cuestión es más compleja.14 Queda, por último, la muy debatida propuesta de sustituir parte de las cotizaciones sociales (normalmente se plantean las que recaen sobre la empresa) por impuestos ecológicos. La idea es disminuir las cotizaciones que actúan como “impuestos sobre el empleo” por impuestos sobre la contaminación. Aunque no creo que los resultados en materia de ocupación fuesen en absoluto espectaculares, en mi opinión debe prestarse mucha atención a dicha propuesta. Por lo que se refiere al aspecto distributivo, creo que debe pensarse que las cotizaciones sociales de las empresas también recaen finalmente, como los impuestos indirectos, en los precios al consumidor. Se plantean, sin embargo, dos interrogantes. El
Sobre el destino de los nuevos ingresos tributarios. La segunda cuestión importante es que el estudio de los efectos redistributivos de la introducción de impuestos ecológicos (que son un tipo de impuestos indirectos) que representen entradas masivas de recursos para las administraciones públicas debe dar una importancia fundamental al análisis del destino de dichos recursos. Hay varias posibilidades, que no son en absoluto excluyentes. La primera posibilidad, ya apuntada (y en general no contemplada por los que insisten en la “neutralidad fiscal”), es la de gastar el dinero adicional, lo cual podría beneficiar
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primero es si en algunas propuestas no se está pensando en una forma encubierta de reducir los salarios reales (y redistribuir renta de los trabajadores a las empresas), como pasaría si las disminuciones de cotizaciones empresariales no repercutiesen en los precios y los salarios monetarios no se ajustasen a los aumentos de precios derivados de los nuevos impuestos ecológicos. El segundo, aún más importante, es que vivimos en momentos en que se está cuestionando fuertemente la viabilidad del Estado del bienestar y existe el peligro claro de que una disminución de las cotizaciones sociales sirva como argumento para recortar las prestaciones sociales para evitar un desequilibrio financiero. 15 En otras palabras, la concreción del argumento del “doble dividendo” en una disminución importante de cotizaciones sociales sólo sería compatible con el mantenimiento del nivel de prestaciones sociales públicas (tales como pensiones públicas o subsidios de desempleo) si previamente se acepta que dicho nivel no tiene por qué depender exclusivamente de las cotizaciones sociales, sino que puede apoyarse en gran parte en otros ingresos públicos.
6. Un tema debatido era el hecho de que gravar los combustibles fósiles representaba favorecer la energía nuclear, que (directamente) no provoca emisiones de carbono. Los posibles efectos de reducir un impacto ambiental a costa de provocar otro igual o más importante han de ser tenidos siempre en cuenta por la política ambiental. Por otro lado, el impuesto no se planteaba generalmente como ingreso de la Unión Europea sino como impuesto unificado pero de ámbito estatal. Así, la cuestión de si se recauda en el momento de la importación o extracción del recurso o de su comercialización a los usuarios finales es muy relevante: en el primer caso, los países con un importante sector extractor de combustibles fósiles o que sirven de paso a la entrada de importaciones energéticas serían los que más recaudarían. 7. Las estadísticas sobre emisiones de carbono se expresan a veces en unidades de carbono y a veces en unidades de CO2. La equivalencia es la siguiente: 1 tonelada de C equivale aproximadamente a 3,67 toneladas de CO 2. 8. Dada la situación del mercado de petróleo, si ahora se aplicase un impuesto de esta cuantía sólo se compensaría una parte de la caída del precio internacional experimentada desde principios de los ochenta. El precio del carbón se vería, en cambio, más afectado. 9. Según datos de la Agencia Internacional de la Energía, globalmente en el conjunto de los países de la OCDE entre 1973 y 1995 el uso total de energía primaria aumentó más del 25% a pesar de una disminución muy significativa de la “intensidad energética” (es decir, de la relación entre uso de energía y PIB). Sin embargo, el uso de petróleo sí disminuyó ligeramente (véase Agencia Internacional de la Energía, varios años). 10. Esto es lo que se planteaba en un reciente manifiesto de economistas europeos críticos con el tipo de integración europea que se está llevando a cabo y en el que un nuevo impuesto sobre la energía y un impuesto sobre las transacciones en divisas a nivel europeo se citaban como candidatos destacados para dar una mayor base financiera a las instituciones europeas (Memorandum of European Economists, 1997). 11. En el área metropolitana de Barcelona existe actualmente un importante conflicto con miles de familias que desde hace años no pagan los impuestos que se cobran en la factura del agua porque consideran abusivo el elevado precio de un bien tan básico. La solución al conflicto y al mismo tiempo el estímulo al ahorro de agua se verían facilitados si la estructura de precios se alterase de forma que los consumos muy básicos (que son los más inflexi bles al precio) fuesen mucho más baratos y el precio medio del metro cúbico aumentase mucho a partir de niveles de consumo superiores. Actualmente, el hecho de que exista una cuota fija relativamente importante provoca que para la mayoría de las familias la reducción del consumo en, por ejemplo, un 25% suponga una disminución de la factura de menos de un 25%. 12. Dicho sea sin caer en la visión habitual de que siempre se subvenciona el transporte público y no el privado. Se ha calculado que los gastos públicos totales ligados al transporte privado por carretera (principalmente, pero no sólo, infraestructuras) son algo superiores a todos los ingresos públicos (impuestos de carburantes, sobre la venta de vehículos, tasas de circulación…). El transporte privado por carretera, una de las actividades más generadoras de externalidades, no estaría pues gravado sino subvencionado (Estevan y Sanz, 1996, especialmente tabla 2, pp. 361-362). 13. Desde luego, puede argumentarse que dado que el ahorro en general aumenta con el nivel de renta, incluso un impuesto neutral respecto al gasto es regresivo respecto al nivel de renta. 14. Pero en España sí parece que el IVA efectivo es prácticamente proporcional respecto al gasto. Esto es lo que concluyeron en un estudio Mayo y Salas (1994) partiendo del IVA de 1989 y de la estructura de gasto según la Encuesta de Presupuestos Familiares de 1980-81. 15. En España la idea de que el sistema público de prestaciones sociales no asistenciales ha de basarse en el equilibrio financiero ha sido establecida por los llamados Pactos de Toledo. Véase una crítica en Roca (1996).
NOTAS 1. Muchos incluso plantean la que considero poco sensata posición, asociada con el término impuesto pigouviano, de que siempre es posible definir —aunque mucho más difícil de calcular— de forma objetiva el nivel de impuestos que corresponde a la contaminación óptima. 2. Dada la desmedida atención que algunos economistas han dedicado a la postura de Coase en su famoso artículo de 1960, “El problema del coste social” (Coase, 1994), vale la pena distinguir dos cosas muy diferentes. Una es discutir sobre “instrumentos de mercado” como un instrumento que el Gobierno tiene para influir en la situación ambiental, y otra muy diferente pensar en la peregrina idea de que puede hacerse frente a los problemas ambientales más relevantes (que representan “males públicos”) por la libre negociación entre los implicados. 3. Revisiones de experiencias de fiscalidad ecológica pueden encontrarse en Agencia Europea de Medio Ambiente (1997) y en Gale, Barg y Gilles (1995). Para el caso específico de la contaminación atmosférica, véase Cansier y Krumm (1997). 4. En las negociaciones internacionales (Kioto, 1997) se ha aprobado la posibilidad (aún sin concretar) de intercambios de derechos de emisión de gases de efecto invernadero para cubrir los compromisos, pero en absoluto un mercado generalizado en la línea de lo planteado por economistas de izquierdas; lo aprobado simplemente consiste en permitir que un país como Estados Unidos, comprometido en una irrisoria reducción, pueda incluso evitar ésta a cambio de una transferencia monetaria a un país como Rusia, comprometido a estabilizar sus emisiones (que con toda probabilidad disminuirán debido a la propia situación económica). Es un buen ejemplo de cómo un mismo instrumento económico puede beneficiar a unos u otros países según el contexto en que se plantee. 5. Puede pensarse también en la forma contraria de influir sobre las emisiones mundiales: no gravando éstas allí donde se utilizan los combustibles sino subiendo el precio de los recursos energéticos por parte de los países exportadores; ello exige, sin embargo, una estrategia en este sentido y una capacidad de coordinación por parte de los principales países exportadores, cosa que, en el caso del petróleo, se produjo en los años setenta (por motivos que desde luego nada tenían que ver con la política ambiental) pero que hoy no se da. Este aumento de los precios produciría —y ha producido cuando se ha dado— una transferencia de recursos de los países importadores a los países exportadores; aunque estos últimos son en general más pobres que los primeros, todos los países importadores se ven perjudicados independientemente de su nivel de renta. 10
Jordi Roca
Fiscalidad ambiental y “reforma fiscal ecológica”
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Jordi Roca, Fiscalidad ambiental y “reforma fiscal ecológica”, Cuadernos Bakeaz, nº 27, junio de 1998. © Jordi Roca, 1998; © Bakeaz, 1998. Las opiniones expresadas en estos trabajos no coinciden necesariamente con las de Bakeaz. Cuadernos Bakeaz es una publicación monográfica, bimestral, realizada por personas vinculadas a nuestro centro o colaboradores del
mismo. Aborda temas relativos a economía de la defensa, políticas de seguridad, educación para la paz, guerras, economía y ecología; e intenta proporcionar a aquellas personas u organizaciones interesadas en estas cuestiones, estudios breves y rigurosos elaborados desde el pensamiento crítico y desde el compromiso con esos problemas.
Director de la publicación: Josu Ugarte • Coordinación técnica: Blanca Pérez • Consejo asesor: Joaquín Arriola, Nicolau Barceló,
Anna Bastida, Roberto Bermejo, Jesús Casquette, Xabier Etxeberria, Adolfo Fernández Marugán, Carlos Gómez Gil, Rafael Grasa, Xesús R. Jares, José Carlos Lechado, Arcadi Oliveres, Jesús Mª Puente, Jorge Riechmann, Pedro Sáez, Antonio Santamaría, Angela da Silva, Ruth Stanley, Carlos Taibo, Fernando Urrutikoetxea • Títulos publicados: 1. Carlos Taibo, Veinticinco preguntas sobre los conflic- tos yugoslavos (ed. revisada); 2. Xabier Etxeberria, Antirracismo; 3. Roberto Bermejo, Equilibrio ecológico, crecimiento y empleo; 4. Xabier Etxeberria, Sobre la tolerancia y lo intolerable; 5. Xabier Etxeberria, La ética ante la crisis ecológica; 6. Hans Christoph Binswanger, Protección del medio ambiente y crecimiento económico; 7. Carlos Taibo, El conflicto de Chechenia: una guía de urgencia; 8. Xesús R. Jares, Los sustratos teóricos de la educación para la paz; 9. Juan José Celorio, La educación para el desarrollo; 10. Angela da Silva, Educación antirracista e interculturalidad; 11. Pedro Sáez, La educación para la paz en el currículo de la reforma; 12. Martín Alonso, Bosnia, la agonía de una esperanza; 13. Xabier Etxeberria, Objeción de conciencia e insumisión; 14. Jörg Huffschmid, Las con- secuencias económicas del desarme; 15. Jordi Molas, Industria, tecnología y comercio en la producción militar: el caso español; 16. Antoni Segura i Mas, Las dificultades del Plan de Paz para el Sáhara Occidental, 1988-1995; 17. Jorge Riechmann, Herramientas para una política ambiental pública; 18. Joan Roig, Guinea Ecuatorial: la dictadura enquistada; 19. Joaquín Arriola, Centroamérica, entre la desintegración y el ajuste; 20. Xabier Etxeberria, Ética de la desobediencia civil; 21. Jörn Brömmelhörster, El dividendo de la paz: ¿qué abarcaría este concepto?; 22. Luis Alfonso Aranguren Gonzalo, Educar en la reinvención de la solidaridad; 23. Helen Groome, Agricultura y medio ambiente; 24. Carlos Taibo, Las repúblicas ex yugoslavas después de Dayton; 25. Roberto Bermejo, Globalización y sostenibilidad; 26. Roberto Bermejo y Álvaro Nebreda, Conceptos e instrumentos para la sostenibilidad local; 27. Jordi Roca, Fiscalidad ambiental y “reforma fiscal ecológica” • Diseño: Jesús Mª Juaristi • Fotocomposición: ABD • Impresión: Grafilur • ISSN: 1133-9101 • Depósito legal: BI-295-94. Suscripción anual (6 números): 1.500 ptas. • Suscripción de apoyo: 2.250 ptas. • Forma de pago: Domiciliación bancaria (indique los
20 dígitos correspondientes a entidad bancaria, sucursal, control y c/c.), o transferencia a la c/c. 2095/0365/49/3830626218, de Bilbao Bizkaia Kutxa • Adquisición de ejemplares sueltos: estos cuadernos, y otras publicaciones de Bakeaz, se pueden solicitar contra reembolso (350 ptas. de gastos de envío) a la dirección abajo reseñada. Su PVP es de 250 ptas./ej.
Bakeaz. Centro de documentación y estudios para la paz, es un organismo de carácter no gubernamental, independiente y sin ánimo de
lucro. Está formado por un grupo de personas, vinculadas a los medios universitarios y pacifistas vascos, que intenta profundizar en el conocimiento de temas como la militarización de las relaciones internacionales, las políticas de seguridad, la producción y el comercio de armas, la relación entre economía y ecología, o la educación para la paz. Cuenta para ello con una biblioteca y hemeroteca especializadas, y con diferentes recursos pedagógicos, para así asegurar el objetivo de proporcionar información, recursos y asesoramiento. Asimismo, realiza estudios e investigaciones, publica trabajos propios o ajenos, organiza seminarios y cursos, y colabora con los medios de comunicación. Bakeaz • Avenida Zuberoa, 43 bajo • 48012 Bilbao • Tel.: 94 4213719 • Fax: 94 4216502 • E-mail:
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