PSICOPATOLOGÍA, PSICOPATOLOGÍA, 14, 1º (1994), 18-22
INTERVENCIONES
SISTÉMICAS
ADOLESCENTES J. A. RÍOS GONZÁLEZ *
RESUMEN :
Se presenta un posible esquema para la intervención tera-
péutica con adolescentes. Tras los objetivos fundamentales del trabajo en esta etapa evolutiva se describen algunas estrategias basadas en la experiencia clínica y en la utilidad práctica de las mismas.
PALABRAS
CLAVE:
Adolescentes;
Estrategias
terapéuticas;
Objetivos
terapéuticos.
SUMMARY:
It's showed a possible abstract for therapeutic intervention with
teenagers. After first objectives of this work in this evolutive moment are described some ideas based in the clinic experience and their practical use. KEY WORDS:
Teenagers; Therapeutic plans; Theratpeutic objetives.
INTRODUCCIÓN
Los programas de intervención sistémica con adolescentes están muy presentes en todos los autores que se ocupan de una manera u otra de problemas de terapia familiar. Hacer una enumeración de todos ellos sería interminable y basta remitirse a la bibliografía básica de la que citamos algunos autores al final para encontrar abundantes referencias y trabajos sobre los distintos aspectos que se hacen presentes en cualquier consulta.
CON
* Profesor Titular y Terapeuta familiar. Facultad de Psicología. Universidad Complutense. Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación. Madrid.
Para nosotros, la intervención cuando el paciente es un adolescente puede estructurarse en torno a los puntos siguientes: 1. Objetivos fundamentales. 2. Modelos estratégicos. 3. Actitud terapéutica.
OBJETIVOS FUNDAMENTALES Sobre las bases de cuanto nos aporta la psicología evolutiva, a la que nos remitimos por razones de brevedad y en cuya concepción apoyamos lo que se expone a continuación; y conforme a nuestra experiencia docente durante trece años como profesor de la misma (Universidad Complutense, y la práctica clínica de casi treinta años «Stirpe», 1965...) creemos importante destacar los s iguientes objetivos: -
Consolidar la identidad personal.
-
Fomentar la autonomía.
-
Respetar la individuación.
-
Respaldar la independencia.
-
Permitir la expresividad afectiva.
-
Equilibrar la libertad.
Dentro de esta red hacen su aparición muchos cuadros clínicos que adquieren el sentido de expresión contestataria contra algo no aceptado o escasamente integrado en el propio yo. Es frecuente observar, que tras el síntoma hay una intencionalidad positiva que apenas si se vislumbra : la búsqueda afanosa del sí mismo, sin que logre encontrar el modo conveniente ni cl tiempo para alcanzarlo dentro de lo que es el modo de funcionar la familia concreta que lo acoge.
Un esquema de intervención con adolescentes, por consiguiente, puede organizarse en torno a ellos.
Veamos cada uno por separado,
a) Consolidar la identidad personal La terapia familiar se convierte aquí en un instrumento capaz de reforzar el proceso de adquisición de la identidad tal y como ha sido descrita por Erickson (1968) y que es admitida en todos los ámbitos de la psicología evolutiva como elemento reestructurante de la personalidad humana. Muchos padres ignoran la importancia de este proceso, y del Lugar que ocupan en el mismo como puntos de referencia para su realización. La identidad adolescente se asienta sobre el trabajo que supone que éste seleccione aquellos aspectos que fue incorporando a través de la observación, imitación y deseo de ser como los padres y que ahora desea conservar como válidos, así como que elimine aquellos otros que ya no le sirven. Esta tarea, que no deja de ser un cierto «asesinato del padre», ha de ser aceptada por los padres como un paso necesario y positivo y no como un mecanismo destructivo y hostil. Es más: los padres han de provocar esta función de manera sana, convencidos de que sólo con su realización el hijo podrá responder a las preguntas claves de su maduración. La primera pregunta se refiere a quién soy (yo y no quien sea e1 padre, la madre o cualquier otra persona significativa), qué quiero (yo y no lo que desea cualquier otra persona del entorno familiar), y de qué soy capaz (sin idealizaciones ni mitos, sino basado en la realidad que se descubre mediante el trabajo de elaboración del propio autoconcepto que discurre paralelo a la forja de la identidad). Prestarse a ser desplazado por cuanto necesita el hijo es un deber parental y al que siempre que se resiste seguirá un serio obstáculo para continuar la travesía hacia la madurez (Ríos González, 1980).
b) Fomentar la autonomía Entendiéndola como grado de seguridad en sí mismo, autosuficiencia y capacidad de tomar las propias decisiones (Moos, 1981), lo que supone que la familia propicie el ámbito
necesario para que tales objetivos puedan lograrse gradualmente. Es un área especialmente dañada de las funciones de desarrollo que ha de cumplir la familia. El trabajo del terapeuta puede ofrecer a los padres un modelo de actuación cuando facilite que el propio adolescente disponga de tal autonomía a lo largo del desarrollo de la terapia según se configura cada sesión celebrada. Las prescripciones y las tareas a encomendar, deben ocupar aquí un lugar destacado, dejando que sea el hijo quien empiece a marcarse metas en función de tal seguridad y capacidad de decidir por sí mismo.
c) Respetar la individuación Con mucha frecuencia, nos encontramos con conductas derivadas de la escasa capacidad de los padres para diferenciar a1 hijo en cuanto se relaciona con normas a dar, pautas a transmitir, premios a otorgar o castigos que conviene impartir. Es un hecho repetido que la familia no acepta lo que es «distinto» porque prefiere !a comodidad de educar a todos y en cualquier edad de la misma manera. Problemas de rivalidad fraterna, situaciones de celos infantiles, la no aceptación del escaso rendimiento escolar de un hijo, así como los cuadros más complejos de carencias afectivas o sentimientos de abandono, quieren verse como si tuviesen un único patrón de origen y génesis. Y se introduce aquí un error que hay que evitar a toda costa. Lo que han de empezar a ver los padres en estas situaciones es que el hijo que está afectado por tales dificultades en «ese hijo concreto» y no un hijo en abstracto. El respeto a la individuación llevará a comprender que. el hijo ya no es lo que era, ni ha de ser corno son otros con quienes se le compara. Ese hijo concreto tiene un modo peculiar de ser, de reaccionar, de funcionar. Y la adecuada utilización de los «territorios físicos» y «emocionales» ha de encontrar aquí su campo de aplicación (Ríos González, 1980, cap. IV, pp. 335-382).
d) Respaldar la independencia Si en la infancia se va preparando el camino hacia este objetivo, ahora es el momento de llevarlo a la práctica e incrementarlo en todas sus direcciones. Tal independencia debe entenderse como el resultado de la aceptación de aspectos ya descritos (autonomía, individuación, intimidad, necesidad de expansión,...) y en tal objetivo han de estar presentes los padres. El doble vínculo que se usa aquí es muy dañino, toda vez que los
padres aceptan racionalmente que el hijo llegue a esta encrucijada, mientras que en el terreno emocional y práctico no actúan de manera que sea posible su realización, El desafío que ha de realizar el terapeuta es una tarea imprescindible de cuya renuncia van a resentirse muy pronto las funciones que ha de desarrollar el sistema familiar
e) Permitir la expresividad afectiva Si la adolescencia puede verse como la encarnación del mundo efectivo, hay que dar cauce para su exteriorización espontánea. La familia no facilita la manifestación del mundo emocional y afectivo del hijo y la raíz de este tipo de comportamiento reside en que es más fácil permitir la expresión de los afectos que se sitúan en el polo positivo de este mundo (ternura, comprensión, amor...) que la de aquellos otros que forman parte del polo menos agradable de la esfera emocional (ira, rabia, hostilidad, hastío...). Las sesiones de terapia ofrecen muchas ocasiones para que esta expresividad sea una realidad. Lo que hay que conseguir es que el terapeuta esté preparado para ello, y no repita el modelo familiar que bloquea la aparición de este mundo interno de que estamos hablando. El terapeuta debe estimular la aparición de la intensidad afectiva, ya sea con la creación de momentos especiales para tal fin, ya sea dejando discurrir la interacción por estos senderos que hacen posible su presencia. El estímulo de la interacción verbal y no-verbal entre padres e hijos es una buena medida para que ellos mismos vayan construyendo el descubrimiento del mundo interno del otro. Y esto aunque a veces resulte molesto.
f) Equilibrar la libertad Es un viejo caballo de batalla entre padres e hijos, y una antiquísima polémica en el campo educativo que ha tratado de encontrar 1a solución a la antinomia «libertadautoridad». En la integración de ambas, se concreta el último eslabón de la lucha por la autonomía y la independencia. No puede, entenderse bien la libertad si no se aclara previamente en qué consiste y cómo se realiza el adecuado uso de 1a autoridad. Gracias a un enfoque correcto de ésta puede lograrse que la familia, como grupo humano consiga su estabilidad. Para Moos (1981), los elementos constitutivos de la estabilidad familiar residen en el orden y el control. Por el primero, la familia tiene una clara organización y estructura que posibilita la planificación de actividades y el reparto de responsabilidades.
Por el segundo, la vida familiar se ajusta a reglas y procedimientos clara y previamente establecidos. Cuando se olvidan o abandonan estas coordenadas, la libertad adquiere niveles que pueden desembocar en conflictos, mientras que si todo está lo suficientemente claro la libertad encontrará su contrapeso en una moderada dosis de autoridad expresada a través del orden y el control. Más allá de tales postulados, que algunas veces están claros en la mente de los que litigan, la clave para que ambas posturas puedan convivir sanamente reside en la clara definición de la autoridad de los padres. Esta definición tiene que lograrse a través de la - implantación de normas y pautas -claras y, lo que es más importante, de la claridad con respecto a lo que sucederá cuando tales normas no se cumplan. Saber á qué atenerse es muy importante para ejercer la libertad y esto, por desgracia, no está claro en muchas situaciones. El error de muchos padres está en ejercer la autoridad como un modo de limitar la libertad del hijo y no como un estímulo que haga viable el «augmentum» de la calidad personal que tiene el adolescente [Ríos González (1984), pp. 256-257, citando a Pinillos (1980), Harvey, Hund y Schroeder (1961)]. Que el adolescente sepa lo que se espera de él, pero que también tenga una idea exacta de lo que acontecerá cuando no cumpla tales expectativas. Si, como afirma Pittman (1987), la adolescencia es una situación difícil aún sin el agravante de una estructura familiar específica, se hace mucho más difícil cuando la estructura de ésta es confusa y negativamente limitan.
MODELOS ESTRATÉGICOS Y ACTITUD TERAPÉUTICA CON ADOLESCENTES Aparte del siempre necesario consejo de saber esperar el momento oportuno para intervenir eficazmente con adolescentes, no está de más insistir en la necesidad de establecer alianzas
con el paciente que está en esta edad para garantizar un mínimo de
eficacia en la tarea terapéutica. Una situación frecuente que hace necesaria la puesta en marcha de este modelo estratégico es cuando el adolescente viene con una actitud resistente y negativa ante la terapia.
Son esas ocasiones en que se capta inmediatamente que el adolescente viene
con todas las defensas perfectamente organizadas. La verdad es que constituyen un desafío para el terapeuta, sin negar que el adolescente hace bien en venir así. Lo
importante no es lo que haga él o como venga; lo más importante en estas situaciones es ver qué hacemos o cómo lo recibimos nosotros. Pretender romper sus barreras de un modo frontal es una forma evidente de perder el tiempo. Actuar así es desencadenar una escalada en la que terminará ganando él. Ante la frecuencia con que aparece este tipo de comportamiento actuamos así: redefinimos
la situación que les trae a terapia como una situación transitoria en la que
el problema reside en que no saben cómo actuar ante lo que les preocupa o afecta. En tal redefinición dejamos en un segundo plano al adolescente, y como si lo viésemos como un elemento más que está afectado por algo que no se deriva de él. El o ella «no está loco» (etiqueta con la que viene a la terapia o con la que ha sido calificado previamente), «no necesita nada especial» y «menos una terapia». Lo que «está mal» es algo que afecta a todos los que forman la familia: «están mal porque no saben qué hacer». Ante esta realidad «nosotros, los terapeutas, tenemos que ayudar a todos, especialmente a los padres, que son, según nos parece, los más preocupados». De este modo se pasa a un orden lógico diferente del que traía el adolescente que venía identificado como verdadero paciente. Y desde ahí podemos dar otro paso: «Tenemos que ayudar a tus padres, y cuando decimos "tenemos" no hablamos sólo de nosotros, los profesionales, sino también de ti, porque tú tendrás que ayudarnos a enseñar a tus padres para que empiecen a ser desde hoy el padre o la madre que tú necesitas, y ellos, naturalmente, no lo van a saber hasta que tú no lo digas claramente», De este modo se transmite a la familia que hay una parte de la realidad que se les escapaba: que el hijo adolescente está mal porque están mal otras cosas y que todo el origen del «mal» no está exclusivamente en él. Con ello, por otra parte, se les hace ver que lo que les afecta no es definitivo sino que será tan transitorio como sea la duración de la resolución de lo que ahora están pasando. Todo durará tanto como tarden en captar y modificar que los síntomas sólo están asegurando un compás de espera hasta conseguir un nuevo modo de relacionarse entre sí. La terapia en esta etapa vital ha de facilitar la comprensión de que el drama del adolescente
no reside solamente en él, sino que una parte del mismo -si es que seguimos
denominándole como tal- está en el entorno. Los padres han de empezar a ver que dicho drama reside en que al adolescente se le trata como a un niño al tiempo que se le exige como a un adulto. Y esto es un doble vínculo que impide crecer convenientemente.
No es menos urgente enseñar a los padres a respetar la intimidad del hijo. Desde ella se hará el descubrimiento de la identidad personal que ya hemos .citado, pero hay que poner los medios necesarios para que los padres vean cómo se respeta esa intimidad también en un contexto donde parece que lo natural es hablar de intimidades. Indagar más de lo debido, forzar confidencias más allá de lo correcto, obligar a sacar a la luz pública todo un mundo interno de vivencias y emociones, es un error que lleva al fracaso. Algunos modelos terapéuticos han resaltado la necesidad de verbalizar todo para resolver lo que es conflictivo. Y no lo vamos a discutir aquí. Pero cuando se trata de trabajar a nivel de toda la familia, hay que poner cotos a ese principio que es válido en las terapias individuales. Lo importante en la terapia familiar con adolescentes es que éste tome conciencia de sus vivencias y empiece a captar dónde residen sus propias contradicciones. Unas y otras son parte de sí mismo y ha de tratarlas como tales. Pero al mismo tiempo todas ellas, o las que él estime oportuno, deben quedar tan dentro como él mismo decida. Lo que debe hacer el terapeuta es enfrentar al adolescente con su propia realidad para que la interiorice y convierta en un agente de cambio personal hacia la madurez. Se plantea aquí un punto delicado como es el relativo al manejo de los secretos. Por una parte, es necesario que ciertos secretos no queden engarzados en la intimidad del adolescente como un factor molesto, pero al mismo tiempo es urgente que respetemos la existencia de ese lugar más recóndito de las vivencias del paciente. En cualquier caso puede actuarse así: - Ante un secreto manifestado pero del que desea que los padres no tengan conocimiento (cosa que puede suceder a partir de lo que nos transmite en una sesión individual o en la sesión que hacemos sólo con los hermanos), tenemos que garantizarle la guarda del mismo. -Si sospechamos que existe un secreto del que el adolescente no quiere hablar, y de cuyo mantenimiento pueden seguirse algunos daños posteriores, hemos de intentar establecer una alianza con él para que lo confíe con la seguridad de que lo vamos a mantener. - Si de tal secreto debemos sacar aplicaciones prácticas con vistas a posibles medidas, controles o ayudas de los padres, podemos transmitirles a estos cuáles han de ser las actitudes a tomar, aunque sin revelar las verdaderas causas de los consejos que les damos.
- Una manera de indicarle la necesidad de saber manejar adecuadamente sus propios secretos la debo a una de mis actuales coterapeutas (Zayda), quien cuenta a una niña que desea mantener un secreto ante nosotros mismos, que «existen dos tipos de secretos: los que nos alegran y dan satisfacciones, ante los cuales no debemos hacer nada por destruirlos, y aquellos otros que nos producen dolor o daño porque no soportamos tenerlos nosotros sin compartirlos con alguien; ante estos hay que buscar alguien a quien confiarle lo que nos ocurre, a fin de sobrellevarlo mejor con 1a compañía de otros». -
Cuando de nuestra hipótesis de la existencia de un secreto se sigan
dificultades para llevar adelante la terapia, podemos transmitir algo semejante a cuanto sigue: «Tenemos la impresión de que hay algo que quieres mantener oculto, y tienes derecho a ello; pero vamos a establecer una regla de juego: cuando tú veas que por alguna pregunta nos acercamos a ese terreno vedado, dilo para que no seamos más imprudentes de lo debido. Si alguna vez temes que nosotros estamos intentando entrar ahí, adviértelo también para que de éste modo tú quedes tranquilo y podamos seguir trabajando por otros derrote!-os». En cualquier caso el establecimiento de un límite facilitará no estar a la defensiva más allá de lo que es normal en toda terapia. Algo así: «No hace falta que digas lo que te preocupa o afecta» que es muy distinto de lo que le dicen padres y educadores. «Lo importante es que tú lo sepas y lo tengas todo lo claro que se pueden tener algunas cosas que nos afectan muy profundamente», para que comprenda que no entender lo que le pasa no es nada anormal ni raro. «Es importante que empieces a ver lo que te pasa, lo que provoca en ti, aunque de momento no sepas por qué te pasa así», que equivale a invitarle a entrar por la puerta mientras le descorremos el velo. «Si quieres lo dices, pero cuando tú quieras, como quieras y a quien quieras», ya que el adolescente ha de elegir el momento de confiarse a alguien y ha de decidir por sí quien debe ser ese alguien. No siempre va a elegir al profesional que han escogido sus padres. «Tú tendrás que decidir con quien y cómo y cuando quieres hablar de tus cosas, si es que lo crees necesario o útil», a fin de que no se vea forzado a seguir con nosotros. «Y mientras actúes así, tus padres te van a respetar», aunque sepamos que muchos padres no buscan este final como resultado de la intervención terapéutica que nos han pedido. La hostilidad que puede desencadenar este gesto hay que afrontarla como una parte más de lo que está incluido en los honorarios que le cobramos por nuestro trabajo.
Respetar la libertad del adolescente
aun en el caso que decida no continuar la
terapia iniciada es una parte de nuestra actitud. Porque muchos padres imponen la terapia contra la voluntad del hijo. En tales coyunturas no hay más remedio que transmitir con claridad lo que puede hacerse a partir de tal decisión: seguiremos trabajando con los padres y los hijos que deseen continuar, pero respetando el abandono del hijo-paciente que opta por el abandono. A lo sumo podemos solicitar de éste una última colaboración consistente en estar dispuesto a vernos cuando la marcha de la terapia nos obligue a tener que solicitarle algún tipo de información o datos. De este modo, quedará la puerta abierta para ulteriores llamadas si fuese el caso. Potenciar la interacción padres-hijo
dentro de la sesión para avanzar en lo que
supone la mejora de la comunicación interpersonal: «dile a tu padre, a tu madre, lo que piensas de él o ella, lo que te gusta de ellos, lo que te agradaría ver cambiar..., aprovechando que: ahora los tienes aquí, tan a mano»... Eliminar mitos
que se han ido levantando como barreras invisibles a lo largo de
muchos años, esos mitos que constituyen el origen de tantos silencios y el temor por destruir algo que no se sabe muy bien en qué consiste. Sobre la mitología de cada familia se edifican fidelidades y culpabilidades sobre las que se intenta que el hijo construya toda su vida futura. Es un nuevo error de los padres querer que el hijo se mantenga fiel a cosas que sólo pertenecen al pasado de los padres y no al presente y futuro de los hijos. De modo especial esas «fidelidades ocultas» que se agazapan en el interior de los conflictos más recalcitrantes (Rof Carballo, 1980). Elaborar la relativa adhesión a algunas fidelidades es una tarea importante y en la que hay que asegurar que junto a la eliminación de algunas cosas se garantice la permanencia de aquellas que van a constituir el «espesor histórico» que da consistencia y solidez a la biografía personal del ser humano (Marías, 1987). La tarea del terapeuta que trabaja con problemas adolescentes está en transmitirle a éste «sé fiel a ti mismo y ayuda a tus padres para que te ayuden a ser coherente contigo mismo». Casi nada de esto podrá lograrse si el terapeuta no adopta la actitud que le permita vivir y practicar que lo evolutivo es siempre transitorio. Desde ahí habrá de poner en juego una comprensión elevadora que no es perdonar todo y dejar hacer todo, una aceptación razonable de la complejidad de la etapa que trabaja y una aceptación razonable para saber acompañar al adolescente mientras vive y elabora sus experiencias. Este esquema, vivido por el terapeuta, ha de constituir una pauta educativa que recibirán los padres como posible
contexto para aprender a ser padres, objetivo para el que hay que encontrar el hueco en la terapia familiar. Una última actitud, en la que también intervienen elementos estratégicos, es la que facilite comunicar a la familia la necesidad de empezar a despsicopatologizar y despsiquiatrizar muchos síntomas que vienen revestidos de excesiva carga negativa. Desde esa percepción equivocada se hacen crónicas muchas situaciones y se culpabilizan modelos educativos que son correctos. Para ello es necesario recurrir a la redefinición del síntoma en términos evolutivos y, desde ahí, seguir avanzando. Hay que aclarar, sin embargo, que tal redefinición debe hacerse cuando se haya descartado con objetividad y rigor el carácter patológico de lo que nos presentan, pero que en muchas ocasiones es una tarea terapéutica que se abandona más de lo debido. Desde una dimensión de mayor normalización, la terapia familiar con adolescentes podrá discurrir por un camino que le ayude a realizar el tránsito desde esa tierra de nadie que le acoge ahora, hasta un territorio donde consolide la identidad como fundamento de la personalidad adulta suficientemente estructurada.
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