SALA DE ESPERA
Costa y Wright roban una casa. Costa asesina a Wright y se queda con la valija llena de joyas y dinero. Va a la estación para escaparse en el primer tren. tren. En la sala de esper espera a una una se seño ñora ra se le sient sienta a a la izquie izquierda rda y le da conversación. Fastidiado, Costa finge con un bostezo que tiene sueño y que se dispone dispone a dormir, dormir, pero oye que la señora, como si no se hubiera dado cuenta, sigue sigue conversa conversando ndo.. Abre Abre entonce entoncess los ojos y ve, sentad sentado, o, a la derecha, derecha, el fanta fantasm sma a de Wrig Wright ht.. La seño señora ra atrav atravie iesa sa a Costa Costa de lado lado a lado lado con su mirada y dirige su charla al fantasma, quien contesta con gestos de simpatía. Cuando llega el tren Costa quiere levantarse, levantarse, pero no puede. Está paralizado, mudo; y observa atónito cómo el fantasma agarra tranquilamente la valija y se aleja con la señora señora hacia el andén, ahora hablando y riéndose. Suben y el tren parte. Costa los sigue con la vista. Viene un peón y se pone a limpiar la sala de espera, espera, que ha quedado comple completame tamente nte desierta. desierta. Pasa la aspiradora aspiradora por el asiento donde está Costa, invisible. LA MONTAÑA
El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en su butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie. - ¡Papá, papá!- llamó a punto de llorar. Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía. - ¡Papá, papá! El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña. LA MUERTE
La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos, pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago), la automovilista vio en el camino una muchacha que hacía señas para que parara. Paró. --¿Me llevas? Hasta el pueblo, no más--dijo la muchacha. --Sube--dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña. --Muchas gracias-dijo la muchacha, con un gracioso mohín—pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto! --No, no tengo miedo. --¿Y si levantas a alguien que te atraca? --No tengo miedo.