EMOCIONES Y SALUD
Enrique G. Fernández-Abascal y Francesc Palmero
I.- LAS EMOCIONES Y LA SALUD 1.- Emociones y salud Enrique G. Fernández-Abascal y Francesc Palmero 2.- Medición en ciencias de la salud Pilar Jara y Jesús Rosel 3.- Desarrollo emocional y salud familiar Rosa Ana Clemente Estevan y Lidón Villanueva Badenes 4.- Control, defensa y expresión de las emociones: Relaciones con la salud y la enfermedad Antonio Cano Vindel, Agustina Sirgo y María Benigna Díaz Ovejero II.- LA ANSIEDAD 5.- Ansiedad: aspectos básicos y de intervención Juan José Miguel Tobal y María Isabel Casado 6.- Técnicas para reducir la ansiedad en pacientes quirúrgicos Jenny Moix Queraltó 7.- Ansiedad y sexualidad. Una revisión conceptual y empírica José Cáceres Carrasco 8.- Trastornos de sueño y ansiedad Mariano Chóliz Montañés III.- LA IRA Y LA HOSTILIDAD 9.- Ira y hostilidad: aspectos básicos y de intervención Enrique G. Fernández-Abascal y Francesc Palmero 10.- Trastornos cardiovasculares y factores emocionales Enrique G. Fernández-Abascal y María Dolores Martín Díaz 11.- Ira y hostilidad: Evaluación e implicaciones en el tratamiento psicológico de pacientes infectados por VIH Manuel S. Moscoso y María Paz Bermúdez IV.- LA TRISTEZA Y LA DEPRESIÓN 12.- Tristeza y depresión: aspectos básicos y de intervención Elena Ibañez, Francesc Palmero, Francisco Martínez y E.G. Fernández-Abascal 13.- Aspectos emocionales del proceso de morir Ramón Bayés y Joaquín T. Limonero 14.- Depresión, ansiedad y dolor crónico Miguel A. Vallejo Pareja y María Isabel Comeche Moreno 15.- Respuestas emocionales, enfermedad crónica y familia F. Javier Pérez Pareja V.- EL ESTRÉS 16.- El estrés: aspectos básicos y de intervención Enrique G. Fernández-Abascal 17.- Mecanismos cognitivo-conductuales en la ansiedad y el estrés César Avila y María Antonia Parcer 18.- Control percibido y estrategias para afrontar el estrés: Influencias sobre la salud Jordi Fernández Castro 19.- La alexitimia, un factor de riesgo para el padecimiento de los efectos patógenos del estrés Francisco Martínez Sánchez
Relación de participantes
Agustina Sirgo (Universidad Complutense de Madrid) Antonio Cano Vindel (Universidad Complutense de Madrid) César Avila (Universidad Jaume I de Castellón) Elena Ibañez (Universidad de Valencia) Enrique G. Fernández-Abascal (Universidad Nacional de Educación a Distancia) F. Javier Pérez Pareja (Universidad de las Islas Baleares) Francesc Palmero Cantero (Universidad Jaume I de Castellón) Francisco Martínez Sánchez (Universidad de Murcia) Jenny Moix Queraltó (Universidad Autónoma de Barcelona) Jesús Rosel (Universidad Jaume I de Castellón) Joaquín T. Limonero (Universidad Autónoma de Barcelona) Jordi Fernández Castro (Universidad Autónoma de Barcelona) José Cáceres Carrasco (Universidad de Deusto y Servicio Navarro de Salud) Juan José Miguel Tobal (Universidad Complutense de Madrid) Lidón Villanueva Badenes (Universidad Jaume I de Castellón) Manuel S. Moscoso (University of South Florida, EEUU) María Antonia Parcer (Universidad Jaume I de Castellón) María Benigna Díaz Ovejero (Universidad Complutense de Madrid) María Dolores Martín Díaz (Universidad Complutense de Madrid) María Isabel Casado (Universidad Complutense de Madrid) María Isabel Comeche Moreno (Universidad Nacional de Educación a Distancia) María Paz Bermúdez (Universidad de Granada) Mariano Chóliz Montañés (Universidad de Valencia) Miguel A. Vallejo Pareja (Universidad Nacional de Educación a Distancia) Pilar Jara (Universidad Jaume I de Castellón) Ramón Bayés (Universidad Autónoma de Barcelona) Rosa Ana Clemente Estevan (Universidad Jaume I de Castellón)
Índice PRESENTACIÓN
I.- LAS EMOCIONES Y LA SALUD Capítulo 1. Emociones y salud 1. INTRODUCCIÓN 2. PROCESO EMOCIONAL 3. DESENCADENAMIENTO EMOCIONAL 4. ACTIVACIÓN EMOCIONAL 5. MANIFESTACIÓN EMOCIONAL 6. CONCLUSIONES Capítulo 2. MEDICIÓN EN CIENCIAS DE LA SALUD 1. INTRODUCCIÓN 1.1. Indicadores subjetivos de salud 1.2. Estado de salud 2. NECESIDAD DE MEDICIÓN DE LA SALUD 3. CARACTERÍSTICAS QUE DEBE REUNIR LA MEDICIÓN 3.1. Fiabilidad 3.2. Validez 4. ESTRATEGIAS DE MEDICIÓN 4.1. Los autorregistros 4.2. Las escalas 4.3. La entrevista 4.4. La observación 5. CUESTIONARIOS ESTANDARIZADOS EN MEDICIÓN DE SALUD 5.1. Medición del bienestar físico 5.2. Medición del bienestar psicológico 5.3. Medición del bienestar social 6. NUEVAS PERSPECTIVAS EN MEDICIÓN DE LA SALUD Capítulo 3. DESARROLLO EMOCIONAL Y SALUD FAMILIAR 1. CAMBIOS EMOCIONALES CON EL DESARROLLO. DIFERENCIAS INTERINDIVIDUALES 2. LA RELACIÓN DE APEGO Y SUS MANIFESTACIONES EMOCIONALES 3. EL TEMPERAMENTO COMO FUNDAMENTO DE LA CONDUCTA EMOCIONAL 4. LA COMUNICACIÓN, EL LENGUAJE Y LA AUTOCONCIENCIA EMOCIONAL 5. EMOCIONES Y PROBLEMAS INFANTILES 6. A MODO DE RESUMEN Capítulo 4.
CONTROL, DEFENSA Y EXPRESIÓN DE EMOCIONES: RELACIONES CON SALUD Y ENFERMEDAD i
1. INTRODUCCIÓN 2. ESTILO REPRESIVO DE AFRONTAMIENTO 3. REPRESIÓN DE EMOCIONES Y ÁREAS ESPECÍFICAS DE SALUD 3.1. Represión de las emociones y actividad autonómica 3.2. Represión de emociones y trastornos cardíacos 3.3. Represión de emociones y nivel de cortisol 3.4. Represión de emociones y sistema inmune 3.5. Represión de emociones y cáncer
II.- LA ANSIEDAD Capítulo 5. ANSIEDAD: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN 1. LA ANSIEDAD: SIMILITUDES Y DIFERENCIAS CON OTROS CONCEPTOS 2. CONCEPTUALIZACIÓN DE LA ANSIEDAD 2.1. Enfoque psicodinámico y humanista 2.2. El conductismo clásico y el enfoque experimental-motivacional 2.3. Primeras teorías rasgo-estado desde el enfoque de la personalidad 2.4. Aportaciones desde el enfoque de la personalidad a partir de los años 60 2.5. Introducción de las variables cognitivas 2.6. Modificación de la concepción unitaria de la ansiedad 3. ANSIEDAD Y PATOLOGÍA 3.1. Ansiedad y trastornos psicofisiológicos 3.2. Los trastornos de ansiedad 4. EVALUACIÓN DE LA ANSIEDAD 4.1. Registro psicofisiológico 4.2. Técnicas de observación 4.3. Autoinforme 5. TÉCNICAS DE REDUCCIÓN DE ANSIEDAD 5.1. Técnicas dirigidas a la reducción de la activación 5.2. Técnicas basadas en la exposición 5.3. Técnicas cognitivas 5.4. Programas terapéuticos o tratamientos combinados Capítulo 6.
TÉCNICAS PARA REDUCIR LA ANSIEDAD EN PACIENTES QUIRÚRGICOS 1. ESTRATEGIAS PARA LA REDUCCIÓN DE LA ANSIEDAD Y FACILITACIÓN DE LA RECUPERACIÓN EN PACIENTES ADULTOS 1.1. Infraestructura 1.2. Rutina hospitalaria 1.3. Técnicas psicológicas 2. ESTRATEGIAS DIRIGIDAS A DISMINUIR LA ANSIEDAD Y FACILITAR LA RECUPERACIÓN DE PACIENTES PEDIÁTRICOS 2.1. Infraestructura 2.2. Rutina hospitalaria 2.3. Técnicas psicológicas
Capítulo 7.
ANSIEDAD Y SEXUALIDAD: UNA REVISIÓN CONCEPTUAL Y ii
EMPÍRICA 1. INTRODUCCIÓN 2. REVISIÓN DE CONCEPTOS 2.1. Ansiedad 2.2. Sexualidad 3. REVISIÓN DE RESULTADOS 3.1. La ansiedad como inhibidora de las respuestas sexuales 3.2. La ansiedad como aumentadora de la excitación sexual 3.3. Estudios clínicos 4. INTEGRACIÓN Y CONCLUSIONES Capítulo 8. ANSIEDAD Y TRASTORNOS DEL SUEÑO 1. PREÁMBULOS 2. EL SUEÑO Y SUS TRASTORNOS 2.1. Un breve acercamiento a la experiencia dormida 2.2. Los problemas del dormir 3. SUEÑO Y ACTIVACIÓN 3.1. Arousal fisiológico y dificultades del dormir 3.2. Activación cognitiva 3.3. Sobre la relevancia de la distinción entre activación fisiológica y cognitiva 4. ANSIEDAD E INSOMNIO 5. ANSIEDAD Y OTROS DESÓRDENES DEL SUEÑO 6. EL SUEÑO DE LAS EMOCIONES
III.- LA IRA Y LA HOSTILIDAD Capítulo 9. IRA Y HOSTILIDAD: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN 1. INTRODUCCIÓN 2. CARACTERÍSTICAS DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD 2.1. Los desencadenantes emocionales 2.2. La activación fisiológica 2.3. El afrontamiento 3. EL SÍNDROME AHI 3.1. La agresión 3.2. La hostilidad 3.3. La ira 3.4. El proceso emocional de la ira 3.5. Modelos explicativos de la unión entre el síndrome AHI y la salud 4. LA EVALUACIÓN DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD 5. LA INTERVENCIÓN EN LA IRA Y LA HOSTILIDAD 5.1. Estrategias específicas de intervención 6. CONCLUSIONES Capítulo 10. TRASTORNOS CARDIOVASCULARES Y FACTORES EMOCIONALES 1. DEFINICIÓN Y DELIMITACIÓN 2. INCIDENCIA Y PREVALENCIA 3. SINTOMATOLOGÍA iii
4. FACTORES DE RIESGO DE LOS TRASTORNOS CARDIOVASCULARES 4.1. El patrón de conducta Tipo A 4.2. Ira y hostilidad. El síndrome AHI 4.3. Reactividad cardiovascular 5. INTERVENCIÓN EN LOS FACTORES EMOCIONALES 5.1. Intervención preventiva 5.2. Tratamiento de la enfermedad coronaria Capítulo 11.
IRA Y HOSTILIDAD: EVALUACIÓN E IMPLICACIONES EN EL TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DE PACIENTES INFECTADOS POR VIH 1. INTRODUCCIÓN 1.1. Diferencias conceptuales entre la ira y la hostilidad 1.2. Importancia del estudio de la ira y la hostilidad en la salud 2. LA IRA COMO UNA RESPUESTA EMOCIONAL BAJO CONDICIONES DE ESTRÉS 2.1. Evaluación cognitiva 2.2. La experiencia y la expresión de la ira 2.3. Relación entre la ira, la hostilidad y la infección por VIH 3. EVALUACIÓN DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD 3.1. La distinción estado-rasgo 3.2. La expresión de la ira: ira contenida e ira manifiesta 4. TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DE PERSONAS INFECTADAS POR EL VIH 4.1. La ira dentro del proceso de contratransferencia 4.2. La ira y la hostilidad como reacción al diagnóstico positivo de infección por VIH 5. RESUMEN Y CONCLUSIONES
IV.- LA TRISTEZA Y LA DEPRESIÓN Capítulo 12.
TRISTEZA Y DEPRESIÓN: ASPECTOS INTERVENCIÓN 1. INTRODUCCIÓN 2. APORTACIONES DE LA PSICOLOGÍA A LA SALUD 3. EVALUACIÓN DE LA TRISTEZA Y LA DEPRESIÓN 4. INTERVENCIÓN EN LA TRISTEZA Y LA DEPRESIÓN
BÁSICOS
Y DE
Capítulo 13. ASPECTOS EMOCIONALES DEL PROCESO DE MORIR 1. EL MIEDO A LA MUERTE 2. LOS CUIDADOS PALIATIVOS 3. MIEDO, DOLOR Y SUFRIMIENTO 4. EVALUACIÓN DEL SUFRIMIENTO 5. EL PROBLEMA DE LA MUERTE HOSPITALARIA EN EL MUNDO OCCIDENTAL 6. CONCLUSIONES Capítulo 14.
DEPRESIÓN, ANSIEDAD Y DOLOR CRÓNICO iv
1. EL PROBLEMA DEL DOLOR CRÓNICO 1.1. Definición y delimitación del problema 1.2. Incidencia y prevalencia de los problemas de dolor crónico 1.3. Sintomatología y alteraciones en los trastornos de dolor crónico 2. RELACIONES ENTRE EMOCIÓN Y DOLOR 2.1. Modelo explicativo 2.2. Efectos de la emoción sobre el dolor 3. EVALUACIÓN Y TRATAMIENTO DE LOS ASPECTOS EMOCIONALES IMPLICADOS EN LOS PROBLEMAS DE DOLOR CRÓNICO 3.1. Evaluación de los aspectos emocionales 3.2. Tratamiento de los aspectos emocionales Capítulo 15. RESPUESTAS EMOCIONALES, ENFERMEDAD CRÓNICA Y FAMILIA 1. INTRODUCCIÓN 2. ALGUNAS VARIABLES RELEVANTES EN EL ESTUDIO DE LAS ENFERMEDADES CRÓNICAS 2.1. La enfermedad considerada como variable experimental 2.2. Tipo de enfermedad crónica 2.3. La edad. El momento del ciclo vital 3. ENFERMEDAD CRÓNICA Y APOYO SOCIAL 3.1. Apoyo social y adaptación a la enfermedad 3.2. La familia del paciente 3.3. La pareja 3.4. Los amigos, compañeros de estudios y/o compañeros de trabajo 3.5. Relación entre el enfermo crónico y el personal sanitario. Cumplimiento de las prescripciones terapéuticas 4. LA HOSPITALIZACIÓN 5. PROPUESTA DE UN PROGRAMA SEMIESTRUCTURADO DE APOYO A FAMILIARES DE NIÑOS/AS CON ENFERMEDADES CRÓNICAS 6. A MODO DE CONCLUSIONES
V.- EL ESTRÉS Capítulo 16. EL ESTRÉS: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN 1. INTRODUCCIÓN 2. CARACTERÍSTICAS DEL ESTRÉS 2.1. Los desencadenantes del estrés 2.2. El proceso 2.3. El afrontamiento 2.4. La activación fisiológica 3. RELACIÓN ENTRE ESTRÉS Y SALUD 4. EVALUACIÓN DEL ESTRÉS 5. INTERVENCIÓN EN EL ESTRÉS Capítulo 17.
MECANISMOS COGNITIVO-CONDUCTUALES EN LA ANSIEDAD Y EL ESTRÉS 1. MECANISMOS PSICOLÓGICOS EN EL ESTRÉS v
2. EL MODELO DE PERSONALIDAD Y EMOCIÓN DE GRAY 3. ESTRÉS A PARTIR DE UNA ELEVADA ACTIVACIÓN DEL SISTEMA DE INHIBICIÓN CONDUCTUAL 3.1. Inhibición e incertidumbre 3.2. Sensibilidad al castigo 3.3. Conclusiones 4. ESTRÉS A PARTIR DE UNA ELEVADA ACTIVACIÓN DEL SISTEMA DE ACTIVACIÓN CONDUCTUAL 5. CONCLUSIONES Capítulo 18.
LAS ESTRATEGIAS PARA AFRONTAR EL ESTRÉS Y LA COMPETENCIA PERCIBIDA: INFLUENCIAS SOBRE LA SALUD 1. PRIMERA TESIS: SER O NO SER... 2. SEGUNDA TESIS: UNA ORACIÓN PARA NO ABRIR LA BOTELLA 3. TERCERA TESIS: EL IDEAL ESTOICO 4. CONCLUSIÓN: Y A MÍ... ¿QUÉ ME CUENTAS?
Capítulo 19.
LA ALEXITIMIA, UN FACTOR DE RIESGO PARA EL PADECIMIENTO DE LOS EFECTOS PATÓGENOS DEL ESTRÉS 1. INTRODUCCIÓN 2. LA ALEXITIMIA 2.1. Revisión histórica del concepto 2.2. Características 2.3. Etiología 2.4. Evaluación 2.5. El procesamiento de estímulos emocionales en la alexitimia 3. ALEXITIMIA Y ESTRÉS 3.1. Respuestas al estrés en alexitímicos 3.2. Reactividad fisiológica al estrés en la alexitimia 4. CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA ÍNDICE DE MATERIAS
vi
CAPÍTULO 1
EMOCIÓN Y SALUD Enrique G. Fernández-Abascal y Francisco Palmero 1.- INTRODUCCIÓN Las emociones son procesos que se activan cada vez que el organismo detecta algún peligro o amenaza a su equilibrio (Palmero y Fernández-Abascal,1998); son, por lo tanto, procesos adaptativos, que ponen en marcha programas de acción genéticamente determinados, que se activan súbitamente y que movilizan una importante cantidad de recursos psicológicos. Pero las emociones, como tales procesos adaptativos que son, no son estáticas, sino que cambian en función de las demandas del entorno, por acción de la experiencia. La principal función de la emoción es la organización. Organización de una actividad compleja en un lapso de tiempo muy breve, con la finalidad de anticiparse a las consecuencias. Así, las emociones alteran otros procesos psicológicos como la percepción, la atención, activan la memoria, movilizan cambios fisiológicos, planificación de acciones, comunicación verbal y no verbal, motivan a la acción, etc. Y las emociones son precisamente las que coordinan todos estos recursos psicológicos en un momento dado, para dar una repuesta rápida y puntual a una situación. 2.- PROCESO EMOCIONAL Veamos esquemáticamente los rasgos fundamentales de este proceso emocional, que pueden verse representados en la Figura 1.1. Como puede apreciarse, el proceso se desencadena por la percepción de unas condiciones internas y externas, que llegan a un primer filtro que FIGURA 1.1 Representación del proceso emocional
-1-
suponemos formado por un proceso dual de evaluación valorativa. Como consecuencia de esta evaluación tiene lugar la activación emocional, que se compone de una experiencia subjetiva o sentimiento, una expresión corporal o comunicación no verbal, una tendencia a la acción o afrontamiento y unos cambios fisiológicos que dan soporte a todas las actividades anteriores. Sin embargo, las manifestaciones externas de la emoción o los efectos observables de la misma, son fruto de un segundo filtro que tamiza las mismas. Así, la cultura y el aprendizaje hacen que las manifestaciones emocionales se vean sensiblemente modificadas, de esta manera, las experiencias subjetivas que recogemos mediante autoinformes pueden ser una exageración, minimización o incluso negación de las mismas, lo mismo ocurre con lo que observamos mediante la comunicación no verbal, la observación de la conducta manifiesta o, incluso, en las respuestas fisiológicas. 3.- DESENCADENAMIENTO EMOCIONAL La conceptualización multinivel del proceso de valoración emocional tiene una larga tradición y constatación en el estudio de la emoción. Lo único que ha ido cambiando con el tiempo son las diversas formas de denominación que se les ha aplicado, en función de la orientación utilizada en su estudio (vease el trabajo de Robinson, 1998, para una amplia revisión sobre el tema). Nosotros presumimos que el proceso de evaluación valoración actúa como un primer filtro en el desencadenamiento emocional. Este filtro cumple un doble papel, por una parte, realiza una evaluación de la situación en función de características afectivas y, por otra, realiza una valoración de la situación en función de su significación. Scherer (1984) establece una diferenciación entre el estadio afectivo subjetivo y el proceso de valoración cognitiva de estímulos, fundamentada en la diferenciación que existe en sus mecanismos de regulación. Así, el estado afectivo subjetivo estaría regulado por el sistema de registro, mientras que el proceso de valoración cognitiva lo estaría por el sistema de información. A su vez, estos dos componentes emocionales tendrían funciones distintas: el primero permitiría evaluar el ambiente, mientras que el segundo lleva a cabo la reflexión y el registro. El primer componente o filtro afectivo de este doble proceso se compondría, según Scherer (1988, 1990), de una valoración de la novedad de la situación, es decir, se determina si hay un cambio en el patrón de estímulo externo o interno, particularmente si ocurre una situación nueva o esperada (probabilidad y predecibilidad). Y de una valoración del agrado intrínseco, es decir, una determinación de si una situación es agradable, incluyendo tendencias de acercamiento, o desagradable, incluyendo tendencias de evitación/huida; basado en rasgos innatos o en asociaciones aprendidas. Esta primera evaluación se realizaría de forma automática mediante procesos preatencionales (Öhman, 1994). El segundo componente o filtro de significado se compondría, también según Scherer (1988, 1990), de una valoración de la significación, en la que se valora si la situación es pertinente a metas importantes o necesidades del organismo (relevancia), si el resultado es consistente o discordante con las metas esperadas o planes de acción (expectativa), y si es conducente u obstructivo para alcanzar las metas respectivas o satisfacer las necesidades pertinentes (tendencia). Así mismo se valoraría el afrontamiento, es decir, se determina la causalidad de un evento del estímulo (causalidad) y el afrontamiento potencial disponible al organismo, particularmente el grado de control sobre la situación (control), el poder relativo del organismo para cambiar o evitar las consecuencias a través de lucha o huida (poder/capacidad), y el potencial para el ajuste al resultado final vía la reestructuración interior (ajuste). Y, por último, las normas que determinan si la situación, particularmente una acción, es conforme a las -2-
normas sociales, convenciones culturales, o expectativas de otros significantes (normas externas), y si es consistente con normas interiorizadas o con las normas que forman parte de su autoimagen (normas interiores). Este segundo componente o filtro de significado, desde la perspectiva de Smith y Lazarus (1993), estaría formado por la valoración cognitiva de los componentes de la valoración y del núcleo de temas relacionados. Consiguientemente el significado subyacente a cada emoción tendría tres niveles de análisis, que representarían complementariamente las vías de la conceptualización, de la valoración del significado y las características individuales específicas. ! El primer nivel de análisis, que es de tipo molecular, recoge los componentes de la propia valoración y describe los juicios específicos hechos por una persona para evaluar una situación de daño o beneficio particular. TABLA 1.1 Núcleo de temas relacionados para cada emoción EMOCIÓN
NÚCLEO DE TEMAS RELACIONADOS
Alivio
Condición penosa o incongruente que ha cambiado para mejor o ha desaparecido.
Amor
Desear o participar en un afecto, aunque no sea necesariamente correspondido o reciproco.
Ansiedad
Enfrentamiento a una amenaza incierta, existencial.
Asco
Tomar o estar demasiado cerca de un objeto o idea “indigesta” (metafóricamente hablando).
Celos
Resentimiento contra una tercera persona por la perdida o el miedo a perder el apoyo o afecto de otro.
Compasión
Ser conmovido por el sufrimiento de otro, con el deseo de ayudarle.
Culpabilidad
Haber transgredido un imperativo moral.
Envidia
Desear lo que otra persona tiene.
Esperanza
Temerse lo peor, pero esperando que mejore la situación.
Felicidad
Hacer progresos razonables hacia la consecución de una meta.
Ira
Una ofensa degradante en contra mía o de los míos.
Miedo
Un peligro físico, inmediato, concreto y abrumador.
Orgullo
Intensificación del auto-concepto por ganar méritos para conseguir un objeto o meta valiosos, bien por uno mismo, o bien por alguna persona o grupo con quien uno se identifica.
Tristeza
Haber experimentado una pérdida irrevocable.
Vergüenza
Fracaso en alcanzar un “yo ideal”.
! El segundo nivel de análisis, que es molar, recoge el núcleo de temas relacionados y combina los componentes de la valoración individual dentro de “resúmenes”, o quizá más adecuadamente, configuraciones organizadas de significados relacionados denominados núcleo de tema relacionado. Un núcleo de tema relacionado es simplemente el daño o beneficio central que subraya cada una de las emociones negativas y positivas, es decir, cada tipo de emoción tiene un núcleo de tema relacionado propio. Así, por ejemplo, el núcleo de tema relacionado de la ira -3-
es “una ofensa degradante contra mí o los míos”, o para el caso del miedo “un peligro físico, inmediato, concreto y abrumador”. En la Tabla 1.1 se recogen los núcleos de temas relacionados de las principales emociones (Lazarus, 1994). ! Por último, habría que añadir un tercer nivel de análisis, que recogería el componente individual de valoración, en el cual se recogen las cuestiones específicas evaluadas en la valoración, el núcleo de temas relacionados captura eficientemente la relación central de significado derivada de la configuración de respuestas a esa valoración de cuestiones, que difiere para cada emoción. Este último nivel de análisis nos explicaría los sesgos en las valoraciones, es decir, las actitudes cognitivas que preparan a una persona en particular para dar preferentemente una respuesta emocional en concreto y no otras. En la Tabla 1.2 se presentan los componentes que intervienen en el proceso de valoración cognitiva según Lazarus. TABLA 1.2 Componentes de la valoración Primera valoración Relevancia motivacional Congruencia motivacional
Segunda valoración Responsabilidad Potencial de afrontamiento enfocado al problema Potencial de afrontamiento enfocado a la emoción Expectativas futuras
Los componentes implicados en la valoración primaria son el de la relevancia motivacional y el de la congruencia o incongruencia motivacional. ! La relevancia motivacional es una evaluación que alude a los compromisos personales y al grado en que la situación es relevante para la persona. Es el primer responsable de que se produzcan respuestas emocionales -que pueden ser tanto positivas como negativas-, cuando la situación implica relevancia motivacional. Por contra, si la situación es motivacionalmente irrelevante no se producirá ninguna respuesta emocional. ! La congruencia motivacional se refiere a si la situación es consistente o inconsistente con los deseos y las metas de la persona. Cuando la situación es motivacionalmente congruente el resultado será una respuesta emocional positiva, mientras que si la situación es incongruente el resultado es una respuesta emocional negativa. Por su parte, los componentes de la segunda valoración son la responsabilidad, el potencial de afrontamiento enfocado al problema, el potencial de afrontamiento enfocado a la emoción y las expectativas futuras. ! La responsabilidad determina quién o qué (uno mismo, otra persona o alguna cosa) es el responsable del mérito (si es congruente motivacionalmente) o de la culpa (si es motivacionalmente incongruente) en función de los resultados de la situación y, por lo tanto, quién o qué podría ser objeto del esfuerzo para enfrentarse a la situación. ! Los dos componentes de potencial de afrontamiento se corresponden con los dos tipos de recursos o medios para reducir las discrepancias entre las circunstancias y, los deseos y motivaciones que uno tiene. El potencial de afrontamiento enfocado al problema o capacidad de enfrentarse al problema, implica evaluaciones acerca de la habilidad de la persona para actuar directamente sobre la situación y solucionarla o para llegar a un acuerdo con los deseos de la persona. -4-
! El potencial de afrontamiento enfocado a la emoción, se refiere a las perspectivas percibidas de ajustarse psicológicamente a la situación modificando la interpretación de la misma, los deseos o las propias creencias. ! Las expectativas futuras se refieren a las posibilidades, de realizar cambios en la situación actual o psicológica, que podrían hacer que la situación pareciese más o menos congruente motivacionalmente. Por otra parte, dentro de este primer filtro también habría que considerar las disposiciones relativamente estables en el tono emocional proporcionadas por los rasgos de personalidad y que explicarían parte de las diferencias individuales. Tradicionalmente se ha venido considerando y sosteniendo que determinados rasgos de personalidad influencian directamente el procesamiento emocional; sin embargo, la revisión actual de la evidencia existente no avala tal propuesta y, por contra, se acerca más a una consideración de los rasgos de personalidad como variables mediadoras o moderadoras del procesamiento emocional (ver Rusting, 1998). No obstante, una excepción a estos hechos viene marcada por los estilos emocionales de represión y sensibilización, y su efecto sobre el procesamiento de la información emocional (Krohne, 1993); así, las personas represoras son las que intentan evitar o retirar la atención de los estímulos amenazantes, mientras que las personas sensibles son las que continuamente supervisan el entorno para detectar la presencia de tales estímulos. Tales estilos parecen guardar una alta relación con los rasgos de ansiedad y de deseabilidad social (Weinberger, Schwartz y Davidson, 1979). Así pues, en su conjunto el primer filtro de evaluación valorativa es el responsable del reajuste de las emociones a nuevas condiciones adaptativas o demandas del entorno, pero también es el responsable de que las emociones pierdan en un determinado momento su carácter adaptativo y se tornen perjudiciales para la salud. Y, es precisamente el segundo componente de este filtro o filtro de significado, el que hace que determinadas personas desarrollen actitudes cognitivas emocionales que favorecen la aparición de un tipo de emoción sobre otras. Así, estas actitudes emocionales funcionan reduciendo los umbrales necesarios para producir un tipo de respuesta emocional concreto (Ekman, 1994). De este modo, las actitudes se comportarían como estados de hipervigilancia, que permitirían un alto grado de exploración del medio ambiente, pero que al mismo tiempo conllevarían una atención selectiva y una amplificación de determinadas informaciones del entorno, lo cual facilitará que se disparen respuestas emocionales ante situaciones que en caso contrario serían consideradas como neutras y no conllevarían respuesta emocional. Por lo tanto, estas actitudes cognitivas producen una focalización de la atención hacia ciertos estímulos considerados como relevantes, dando prioridad a su procesamiento y prejuzgando el entorno, lo cual prima la aparición de un tipo de respuesta emocional frente a otras. De igual forma, la actitud cognitiva emocional produce también sesgos en los procesos de aprendizaje, los cuales facilitan una mayor retención de hechos relacionados con la emoción implicada, que la que se produce con otras situaciones emocionales de diferente tono. Sesgos en la activación de la memoria, que producen una recuperación selectiva de la misma, caracterizada por el recuerdo de información asociada con la condición emocional responsable de la actitud. Y sesgos interpretativos, que hace que situaciones ambiguas sean procesadas precisamente dándoles una significación emocional, que en el caso de no existir tal actitud raramente se producirían. Estas actitudes cognitivas emocionales parecen producirse preferentemente ante emociones de tono negativo frente a las positivas. Posiblemente por la ley de asimetría hedónica (Frijda, 1988) que hace que las emociones de tono negativo tengan una mayor duración temporal que las positivas y por lo tanto esto facilite su desarrollo. Las actitudes cognitivas emocionales comparten muchos elementos comunes con las -5-
emociones, especialmente en lo que se refiere al tono o la valencia (ver Tabla 1.3) pero tienen una duración temporal mayor; así, mientras que las emociones son respuestas puntuales y sus efectos son fásicos, las actitudes son estados más mantenidos en el tiempo y sus efectos son tónicos. La especificidad de la reacción es alta en el caso de la emoción y está producida por unas situaciones bien definidas y discretas, frente a las actitudes que tienen una especificidad más baja o intermedia y que están producidas por unas situaciones contextuales. El origen de las emociones es inmediato en el tiempo y el espacio, mientras que la de la actitud es próxima pero más vago. Por último, y quizás la más importante de las diferencias se encuentra en el umbral de disparo, que se ve sensiblemente reducido en las actitudes frente a las emociones. TABLA 1.3 Características de las emociones y sus actitudes cognitivas Características
Emoción
Tono Duración
Actitud cognitiva
Valencia positiva o negativa Fásica
Tónica
Discreta
Contextual
Origen
Inmediato
Próximo
Umbral
Medio
Bajo
Especificidad
Así, en uno de los casos que nos interesan, el verse sometido en un lapso relativamente breve de tiempo a repetidas situaciones que producen la respuesta emocional de miedo, daría lugar al desarrollo de una actitud cognitiva de ansiedad (Rosen y Schulkin, 1998). De este modo, el miedo que está producido por un peligro presente e inminente, por lo que se encuentra muy ligado al estímulo que lo genera, pasa a desarrollar un estado mantenido de ansiedad, caracterizado por una agitación, inquietud y zozobra parecidas a la producida por el miedo, pero carente de un estímulo desencadenante concreto. También se ha definido la ansiedad como un miedo sin objeto, aunque esto no siempre se cumple ya que a veces está asociada a estímulos concretos, como ocurre en caso de la ansiedad social. La distinción entre ansiedad y miedo podría concretarse en que la reacción de miedo se produce ante un peligro real y la reacción es proporcionada a éste, mientras que la ansiedad es desproporcionadamente intensa con la supuesta peligrosidad del estimulo, es una respuesta mantenida en el tiempo y que se dispara con gran facilidad. En lo que se refiere a la respuesta emocional de ira, su continua repetición en cortos periodos de tiempo da lugar al desarrollo de su actitud cognitiva que es la hostilidad. La respuesta de ira se produce puntualmente cuando un organismo se ve bloqueado en la consecución de una meta o en la satisfacción de una necesidad; mientras que la hostilidad implica una actitud social mantenida de resentimiento, que conlleva respuestas verbales o motoras implícitas mezcla de indignación, desprecio y resentimiento. Por último, en lo que se refiere a la respuesta emocional de tristeza y el desarrollo de actitudes emocionales de depresión subclínica. La tristeza es una respuesta emocional que se produce como consecuencia de sucesos que son considerados como no placenteros y que denota pesadumbre o melancolía; y, por su parte, la depresión conlleva pensamientos irracionales de tipo negativo, dado que el contenido del pensamiento tiene una carga emocional negativa para el -6-
sujeto, y errores en el procesamiento de la información que le llevan a percibirse como una persona poco valiosa y poco eficaz. 4.- ACTIVACIÓN EMOCIONAL En lo referente a la activación emocional, como ya se ha expuesto anteriormente, la respuesta emocional es de carácter multifactorial e implica diversos efectos. Así, se produce una experiencia o efecto subjetivo, una expresión corporal o efecto social, un afrontamiento o efecto funcional y un soporte fisiológico. La experiencia subjetiva se refiere a las sensaciones o sentimientos que produce la respuesta emocional, cuya principal temática es el placer o displacer que se desprende de la situación. Así, en el caso del miedo se genera aprensión, desasosiego y malestar, su característica principal es la sensación de tensión, preocupación y recelo por la propia seguridad o por la salud, habitualmente acompañada por la sensación de pérdida de control. En el caso de la ira se producen sentimientos de irritación, enojo, furia y rabia; también suele ir acompañada de obnubilación, incapacidad o dificultad para la ejecución eficaz de los procesos cognitivos y focalización de la atención. Por su parte, la tristeza produce sentimientos de desánimo, melancolía, desaliento y pérdida de energía; focaliza la atención en las consecuencias de la situación en el ámbito interno y es una aflicción o una pena que da lugar a estados de desconsuelo, pesimismo y desesperación que desencadenan sentimientos de autocompasión. La expresión corporal se refiere a la comunicación y exteriorización de las emociones mediante la expresión facial y otra serie de procesos de comunicación no verbal tales como los cambios posturales o la entonación. Además, la expresión emocional cumple otras funciones como la de controlar la conducta del receptor, ya que permite a este anticipar las reacciones emocionales y adecuar su comportamiento a tal situación. La expresión facial de la respuesta emocional de miedo se caracteriza por la elevación y contracción de cejas, de párpados tanto superior como inferior y tensión en los labios. En el caso de la ira, su expresión facial se caracteriza por unas cejas bajas, contraídas y en disposición oblicua, tensión del párpado inferior y una mirada prominente. Por último, en el caso de la tristeza, su expresión facial esta caracterizada por ángulos inferiores de los ojos hacia abajo, piel de las cejas en forma de triángulo y descenso de las comisuras de los labios. El afrontamiento se refiere a los cambios comportamentales que producen las emociones y que hacen que las personas se preparen para la acción, es decir, al conjunto de esfuerzos cognitivos y conductuales, que están en un constante cambio para adaptarse a las condiciones desencadenantes, y que se desarrollan para manejar las demandas, tanto internas como externas, que son valoradas como excedentes o desbordantes para los recursos de la persona (Lazarus y Folkman, 1984). El afrontamiento es, por lo tanto, un proceso psicológico que se pone en marcha cuando en el entorno se producen cambios no deseados o estresantes, o cuando las consecuencias de estos sucesos no son las deseables. La principal preparación para la acción de la respuesta emocional de miedo es la facilitación de respuestas de escape o evitación ante situaciones peligrosas; si la huida no es posible o no es deseada, el miedo también motiva a afrontar los peligros; en cualquier caso es una respuesta funcional que intenta fomentar la protección de la persona. El afrontamiento de la ira cumple a una variedad de funciones adaptativas, incluyendo la organización y regulación de procesos internos, psicológicos y fisiológicos, relacionados con la autodefensa, así como para la regulación de conductas sociales e interpersonales; su principal preparación para la acción es un impulso para atacar con la finalidad de eliminar los obstáculos que impiden la consecución de los objetivos deseados y que generan frustración. La mayor parte de los trabajos sobre las consecuencias de la tristeza, parecen indicar que esta reduce la actividad -7-
de la persona por focalizarla hacia uno mismo y para prevenir así el que se produzcan traumas y se facilita la restauración de energía; también se ha considerado que prepara para la realización de autoexámenes constructivos, con lo que la reducción de la actividad se vería facilitado (Cunningham, 1988); por último, cumpliría funciones de cohesión con otras personas, comunicandolas que no se encuentra bien y reclamando de esa forma ayuda (Averill, 1979). Por último, el soporte fisiológico se refiere a los cambios y alteraciones que se producen en el sistema nervioso central, periférico y endocrino. De todos estos cambios, los más estudiados son los que refieren a los sistemas somático y autónomo (Cacioppo, Klein, Berntson y Hatfield, 1993). Los principales cambios fisiológicos de la respuesta emocional de miedo tiene su efecto sobre el sistema nervioso autónomo, en forma de respuestas fásicas, y se concretan en importantes elevaciones de la frecuencia cardiaca, las mayores de todas cuantas se producen en respuesta a una situación emocional; de la presión arterial sistólica y diastólica, también de una gran magnitud; de la salida cardiaca; de la fuerza de contracción del corazón; de la conductancia de la piel que es un indicador de descargas de la rama simpática del sistema nervioso autónomo, con incrementos tanto en su nivel general, como en el número de fluctuaciones espontáneas. Reducciones muy marcadas en el volumen sanguíneo y la temperatura periférica, como indicadores de una importante vasoconstricción, lo que es especialmente evidente en la palidez de la cara, produciendo la típica reacción de miedo de quedarse “helado” o “frío”. Así mismo, se producen efectos sobre el sistema somático tales como elevaciones fásicas en la tensión muscular, que generalmente afecta a todo el cuerpo, y aumentos de la frecuencia respiratoria, que son acompañados de reducciones en su amplitud, es decir, se produce una respiración superficial e irregular. Todo ello favorece en un primer instante la sensación de “paralización” o “agarrotamiento”, y seguidamente proporciona el tono muscular adecuado para iniciar una huida o evitación de la situación desencadenante. Por último, el miedo puede desembocar en ataques de pánico que son condiciones extremas de “bloqueo” o de miedo profundo, que se muestran acompañadas de una actividad fisiológica inusual que implica hiperventilación, temblores, mareos y taquicardias, así como sentimientos altamente catastrofistas y de pérdida total del control de la situación. Los cambios fisiológicos que acompañan a la respuesta emocional de ira se producen sobre el sistema nervioso autónomo y se concretan en importantes elevaciones de la frecuencia cardiaca; de la presión arterial sistólica y diastólica; de la salida cardiaca, aunque en menor grado que el visto en el caso del miedo; y de la fuerza de contracción del corazón. Elevaciones de la conductancia de la piel, con incrementos en su nivel y especialmente marcados para el caso del número de fluctuaciones espontáneas, siendo la emoción que más fluctuaciones produce. Así mismo, produce reducciones tanto en el volumen sanguíneo como en la temperatura periférica, como consecuencia de una importante vasoconstricción. En lo referente a los efectos producidos sobre el sistema somático, aparecen elevaciones en la tensión muscular general y aumentos de la frecuencia respiratoria, sin que se manifiesten cambios en la amplitud. La ira también produce aumentos en las secreciones hormonales, especialmente en la noradrenalina, lo que proporciona un incremento de la energía y posibilita el acometer acciones enérgicas. Por último, se produce una elevación en la actividad neuronal, caracterizada por una elevada y persistente tasa de descarga neuronal. Por último, los efectos fisiológicos de la tristeza se producen sobre el sistema nervioso autónomo y se concretan en moderadas elevaciones de la frecuencia cardiaca, ligeros aumentos de la presión arterial tanto sistólica como diastólica, incrementos en la resistencia vascular, elevaciones de la conductancia de la piel (con incrementos en el nivel mayores de los que se producen en el caso del miedo o la ira) y reducciones en la salida cardiaca, el volumen sanguíneo -8-
y moderados descensos de la temperatura periférica (vasoconstricción). Así mismo, se producen efectos sobre el sistema somático tales como elevaciones en la tensión muscular general y cambios en la amplitud de la respiración sin alteraciones en su frecuencia. También, se produce una elevación en la actividad neurológica, que se mantiene de forma prolongada. 5.- MANIFESTACIÓN EMOCIONAL El segundo filtro, que controla la manifestación de las emociones, está basado en el aprendizaje y la cultura, y es el responsable del control emocional mediante la inhibición, exacerbación o distorsión que puede manifestar la respuesta emocional (Levenson, 1994). Este filtro ha sido denominado de formas diversas a lo largo de la literatura antropológica, donde ha sido ampliamente estudiado; así, Levy (1973) lo denomino “reglas regulativas” para referirse a cómo se debe manifestar o expresar una emoción como consecuencia de la influencia cultural en la persona, y Heider (1991) usó el término de “reglas de despliegue” para referirse a este mismo proceso. En cualquier caso, parece que parte del proceso de socialización y maduración incluye la adquisición de un autocontrol y un control externo sobre como pueden manifestarse las emociones, y que actúa en dos direcciones, bien controlando ciertos efectos emocionales para que se produzca un incremento en la manifestación emocional, o bien un déficit en determinados componentes de la respuesta emocional. Estos mecanismos socioculturales de control emocional actúan sobre todos los elementos que configuran la respuesta emocional; así, las experiencias subjetivas que observamos mediante técnicas de autoinforme son influenciadas o filtradas por diferentes sesgos e incluso por los estilos emocionales de represión y sensibilización. De tal manera que en determinados contestos se van a reprimir estas manifestaciones emocionales, no siendo sinceros en los autoinformes, y en otros se van a exagerar para pedir ayuda, apoyo o por deseabilidad social. Estas distorsiones pueden ser tanto controladas como involuntarias, pero en cualquier caso ejercen un control emocional que es aprendido, como puede observarse en los cambios que se produce en la manifestación emocional a lo largo del desarrollo desde un recién nacido hasta una persona madura. Mediante el control emocional, la expresión corporal de las emociones adquiere un papel funcional o social en lo que podemos observar mediante la comunicación no verbal. La expresión de las emociones es en su origen una respuesta no instrumental, puesto que es respondiente, es decir, se produce de forma involuntaria. No obstante, bajo los efectos del aprendizaje y la cultura, este papel puede alterarse adquiriendo un carácter instrumental, cuando con ello se produce una función comunicativa de las emociones. Acercándose en ese momento en su funcionamiento al propio afrontamiento (Camras, 1994). En lo referente a la conducta motora que podemos observar como manifestación del afrontamiento, el filtro del aprendizaje y la cultura también ejercen importantes modificaciones. De tal manera que se produce un paso del afrontamiento automático u original, propio y característico de cada una de las emociones, a un afrontamiento extendido, más cercano a una solución de problemas que a un patrón de conducta automático. La base de este cambio está en que el afrontamiento no garantiza la solución de la situación problemática que lo desencadenó, por lo tanto todo afrontamiento tiene que adaptarse a las condiciones del entorno en las que se desarrolla. Pero los procesos de afrontamiento extendidos así desarrollados tienden a sobregeneralizarse, es decir, todo afrontamiento que ha sido utilizado con éxito en la resolución de una situación emocional, tiende a ser utilizado con persistencia después de desaparecer el problema que originó su movilización e incluso se mantiene ante nuevas situaciones en las que no es funcional su utilización. De forma equivalente, si un afrontamiento fracasa, la sobregeneralización puede llevar a dejar de utilizarlo ante situaciones frente a los que sí sería -9-
funcional su uso, pudiendo llegar incluso a generar situaciones de indefensión. Es precisamente por este hecho del afrontamiento, su tendencia a la sobregeneralización, por lo que se desarrollan los estilos de afrontamiento, es decir, formas personales características de afrontamiento. De tal modo que todas las personas desarrollan sesgos o formas preferidas en su manera de responder ante las emociones. Las dimensiones a lo largo de las cuales se desarrollan estas formas de afrontamiento extendido (Fernández-Abascal, 1997) son, en primer lugar, el método utilizado en el afrontamiento, dentro de los cuales tendríamos los estilos de afrontamiento activo, que movilizan esfuerzos para la solución de la situación; los estilos pasivo, que se basa en inhibir toda actuación; y los estilos de evitación, que intentar evitar o huir de la situación o de sus consecuencias. En segundo lugar tenemos la focalización del afrontamiento, que da lugar a los estilos de afrontamiento dirigidos al problema, que intentan controlar las condiciones responsables del problema; los afrontamientos dirigidos a la respuesta emocional, que pretenden controlar la propia respuesta emocional; y los afrontamientos enfocados a modificar la evaluación inicial de la situación, que focalizan el esfuerzo en obtener más información para analizar con más profundidad la situación. Por último tenemos el tipo de actividad movilizada en el afrontamiento, que puede ser actividad cognitiva o actividad conductual. En el Tabla 1.4 se recogen las estrategias concretas de afrontamiento, fruto de la combinación de los diferentes estilos de afrontamiento posibles. En el capítulo 16 de esta misma obra se tratan todos estos aspectos con un detalle mayor. TABLA 1.4 Relación entre estrategias y estilos de afrontamiento COGNITIVO ACTIVO
PASIVO
EVITACIÓN
EVALUACIÓN
Reevaluación positiva
Reacción depresiva
Negación
TAREA
Planificación
Conformismo
Desconexión mental
EMOCIÓN
Desarrollo personal
Control emocional
Distanciamiento
CONDUCTUAL ACTIVO
PASIVO
EVITACIÓN
EVALUACIÓN
Supresión actividades distractoras
Refrenar el afrontamiento
Evitar el afrontamiento
TAREA
Resolver el problema
Apoyo social al problema
Desconexión comportamental
EMOCIÓN
Expresión emocional
Apoyo social emocional
Respuesta paliativa
Por último, en referencia al soporte fisiológico que podemos observar mediante el registro de respuestas fisiológicas, se pensó durante mucho tiempo que éste se modificaría de igual manera y sentido que los sesgos, que como hemos visto, se producen en las otras manifestaciones emocionales. Así, se llega a desarrollar el concepto de “especificidades individuales de respuesta”, que hace referencia a formas características y personales en la activación fisiológica emocional, una especie de estilo o patrón de respuesta propio de cada persona. Los estudios recientes de Marwitz y Stemmler (1998), ponen de manifiesto la debilidad de este concepto ya que la especificidad individual de respuesta aparece tan sólo en un 33% de las personas y, además, su estabilidad temporal sólo afecta a un 15% de las mismas. La mayoría de los datos existentes parece señalar que esta actividad depende más de la intensidad emocional y del tipo de -10-
afrontamiento movilizado, que de la propia emoción o los sesgos a ella asociados. 6.- CONCLUSIONES Desde esta conceptualización del proceso emocional, los dos filtros que producen modificaciones sobre el patrón prototípico de las emociones, son los responsables de la adaptación de éstas a nuevas condiciones, pero también son responsables de la disfuncionalidad de las mismas. Así, estos filtros pueden actuar de forma funcional, es decir, modificando el patrón de respuesta emocional para adaptarlo adecuadamente a nuevas condiciones; de forma no funcional, es decir, no adaptando la respuesta emocional a las nuevas condiciones del entorno; y de forma disfuncional, es decir, produciendo respuestas desadaptativas y perjudiciales para la salud de la persona. Cuando el primer filtro de evaluación valorativa actúa de forma disfuncional y el segundo filtro de aprendizaje y cultura actúa de forma no funcional, se dan las condiciones responsables de que se produzcan múltiples problemas clínicos, en el sentido amplio del término; es decir, cuando el primer filtro produce respuestas desadaptativas y el segundo filtro no controla su manifestación, se originan problemas clínicos debidos a causas emocionales. Mientras que cuando el primer filtro actúa de modo no funcional y el segundo filtro actúa de modo disfuncional, es cuando se producen problemas de salud. Estas respuestas emocionales desadaptativas pueden ser las desencadenantes de crisis o coadyuvantes de las mismas, responsables de las recaídas y también, de forma inversa, las propias emociones desadaptativas pueden ser consecuencia de la perdida de la salud. No podemos dejar de mencionar que las emociones, especialmente las de valencia positiva, también pueden jugar un importante papel en el mantenimiento de la salud, por una parte ejerciendo cambios fisiológicos saludables y contrarios a los ejercidos por las emociones negativas (Fredrickson y Levenson, 1998); y, por otra parte, porque en función del “proceso oponente” cambian el tono emocional y eliminan las influencias perniciosas de las emociones negativas. Sin duda, las emociones más estudiadas en el contexto de la salud son el miedo/ansiedad, la ira/hostilidad y la tristeza/depresión. Pero, a la hora de hablar de problemas de salud, es preciso también mencionar otro proceso adaptativo como es el estrés, que guarda una alta relación con los procesos emocionales. La relación entre estrés y emociones es compleja y bidireccional. En primer lugar, el estrés en su fase de valoración da lugar a respuestas emocionales, tanto positivas como negativas, y por lo tanto se entremezcla con éstas. Y, en segundo lugar, en el proceso emocional cuando no se dispone de forma de afrontamiento adecuada se produce una respuesta de estrés. Así pues, el estrés y las emociones se entremezclan entre sí y esto es especialmente crítico cuando se ve afectada la salud. Por lo tanto es imposible abordar el estudio de la relación entre emociones y salud sin tener en cuenta el estrés. En los siguientes capítulos se pretende pasar revisión a los tópicos más importantes de la intersección entre emociones y salud, organizando esta revisión precisamente en función de los procesos emocionales implicados.
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CAPÍTULO 2
MEDICIÓN EN CIENCIAS DE LA SALUD1 Pilar Jara y Jesús Rosel 1. INTRODUCCIÓN La consideración de la salud como objetivo de estudio ha permitido la evolución del concepto desde perspectivas puramente biológicas hacia planteamientos más globalizadores (Ballester, 1996). En este sentido, la Organización Mundial de la Salud (OMS, 1948) define la salud como el “...total bienestar social, psicológico y físico”. De esta definición podrían resaltarse fundamentalmente dos aspectos: por un lado, la consideración de la salud en tanto que constructo tridimensional, con lo cual, si el objetivo es medir dicho constructo, debería tenerse en cuenta cada uno de los componentes, así como su interacción; por otro lado, la OMS enfatiza la consideración de la salud desde una perspectiva positiva, como indica el enfoque del “bienestar”, y no como la simple ausencia de enfermedad. En efecto, esta segunda parte alude al término de salud desde una perspectiva que se enmarca puramente en la dimensión de salud positiva, hecho que implica la sustitución de la clásica acepción de “salud hace referencia a ausencia de enfermedad”, por la representación de la eficacia total de la mente, el cuerpo y el ajuste social. Por tanto, la anterior definición representa un intento para superar la tradicional tendencia del modelo biomédico en favor de la consideración de la salud desde una perspectiva positiva, en la que se enfatiza el estado de bienestar del individuo, que incluye aspectos emocionales, sociales y de adecuación de lo que puede considerarse la conducta habitual del individuo. Este salto desde el planteamiento puramente objetivo (consideración de la presencia de una determinada sintomatología asociada a alguna enfermedad física, morbilidad, mortalidad, limitación para realizar la actividad habitual, etc.) hacia una perspectiva subjetiva, en la que resalta la importancia de conocer y/o medir cuál es la percepción que el propio individuo tiene de su salud en cada uno de los diversos estados de bienestar, y por ende de lo que se denomina la propia calidad de vida, provoca la necesidad de delimitar algunos conceptos que han ido apareciendo. Tal es el caso de los “indicadores subjetivos de salud”, o el “estado de salud”. 1.1. Indicadores subjetivos de salud Si preguntásemos a distintos individuos acerca de su estado de salud, posiblemente encontraríamos que hay sujetos que, aun gozando de una salud objetivamente buena, manifiestan no encontrarse bien, pudiéndose apreciar incluso, como señalan Blazer y Houpt (1979), que ese sentimiento no tan positivo que experimentan puede interferir apreciablemente en su actividad habitual. En contraposición, también encontraríamos otros sujetos que, a pesar de sufrir aparentemente ciertos problemas físicos, manifiestan encontrarse satisfechos con su calidad de vida (Goldstein y Hurwicz, 1989). Afirmaciones como las que acabamos de enumerar ponen de relieve cuán incompletos son los informes sobre salud cuando vienen basados exclusivamente en medidas objetivas (morbilidad, mortalidad, etc.). Esta manifiesta carencia de la medición objetiva se complementa incluyendo una perspectiva subjetiva de medición de la salud, desde la que se pide al individuo que explique cómo experimenta su estado de bienestar y de salud, esto es, cómo siente la dimensión psíquica; cómo nota la dimensión física; cómo percibe la dimensión social. La consecuencia de esta evaluación da como resultado una valoración personal del estado de ajuste 1
Algunos datos e ideas expuestos en este capítulo han sido obtenidos de la ayuda de la Dirección General de Investigación Científica y Técnica PB93-0660, y de la ayuda del Fondo de Investigaciones Sanitarias 94/1536. -12-
y funcionamiento global. Este enfoque está basado en la experiencia subjetiva del dolor, asumiendo que la experiencia individual del malestar no puede medirse por medio de test objetivos, y que esas percepciones, así como los sentimientos que suscitan, no influyen en la manifestación de la enfermedad (Fitzpatrick y cols., 1984). Por lo tanto, es obvio que este enfoque hace que el sujeto participe activamente en la toma de decisiones clínicas en las que quedan reflejadas las necesidades reales de cada individuo (Wennberg, 1990). Para ello, se pide información sobre la sintomatología experimentada, su estado funcional, la autopercepción de su estado de salud, así como los sentimientos que experimenta en relación con su estado. En definitiva, el sujeto a quien se pretende atender participa activamente en la confección de un plan terapéutico, partiendo del presupuesto de la importancia de la “psique” como una contribución a las manifestaciones fisiológicas, así como del hecho de que cada individuo tiene su propia experiencia y su particular reacción al dolor. Una definición del enfoque subjetivo podría ser: “la percepción que posee cada individuo en relación con la gravedad de su enfermedad, o la propia sensibilidad hacia ésta” (Becker, 1974). Por tanto, es la operativización del concepto de salud desde la perspectiva del autoinforme. 1.2. Estado de salud Este concepto hace referencia a cómo se encuentra la salud de un sujeto cuando se considera en conjunto su situación de bienestar físico, psíquico y social. En este sentido, una observación longitudinal de la combinación de los tres aspectos enumerados daría como consecuencia el conocimiento del nivel basal del estado de salud del sujeto, en tanto que la observación transversal de las citadas áreas permitiría establecer el estado de salud de los individuos en un momento concreto que pudiera interesar particularmente al investigador. Obviamente, cada una de las tres áreas de salud deberá considerarse conformada por un número determinado de componentes, cuya observación dependerá en cada caso de los objetivos de medición, pero que, en definitiva, nos conducirá al conocimiento del estado de salud, ya sea general o particular. 2. NECESIDAD DE MEDICIÓN DE LA SALUD Cualquier profesional del campo de la salud debería tener entre sus competencias la observación sistemática de los aspectos implicados en la salud de sus pacientes, ya sea desde perspectivas globales, ya desde parcelas particulares propias de cada especialista. Para ello, es necesario partir de distintas estrategias de observación que permitan acercarse tanto como sea posible a la realidad que se pretende estudiar, sin perder de vista que el fin último es el establecimiento de conclusiones para acceder al mejor conocimiento del campo en cuestión. Es decir, que permitan intervenciones con mayores perspectivas de éxito cuando sea posible, o la mejora hasta donde se pueda de la calidad de vida de individuos en situaciones extremas. En la distancia que media entre la observación y la intervención adecuada se podrían establecer una serie de escalones que convendría considerar. Precisamente, la medición es el primer escalón a tener en cuenta, dado que, como indica Stevens (1951), en la medición de la salud los investigadores y los clínicos deben asignar números para que representen propiedades de presencia o ausencia de salud, de modo que permitan evaluar aquellas dimensiones de la salud del paciente que en cada momento pudieran trazarse. En cualquiera de los casos, sea cual fuere la estrategia o los objetivos perseguidos con la medición, se pueden establecer al menos tres aspectos que la hacen necesaria: a) Desde la perspectiva del científico y/o del clínico: si una de las actividades fundamentales de la ciencia es la medición de los dominios conceptuales, sin una posibilidad de -13-
medición de la salud sería prácticamente inviable la obtención de estrategias que pusieran de manifiesto lo acertado o equivocado de los planteamientos teóricos. b) Desde la perspectiva del paciente: el hecho de que el sujeto que se encuentra en un determinado estado de salud sea un sujeto activo, participando en la medición del mismo, permite en algunos casos que su colaboración le ofrezca la posibilidad de conocer y “controlar” el proceso por el que está atravesando. En según qué casos, esta posibilidad implica una motivación especial del sujeto hacia aspectos positivos de conducta. c) Desde la perspectiva económico-social: el hecho de contar con estrategias cada vez más sofisticadas para la medición y análisis de datos en relación con algunas áreas de salud, permite avanzar en el conocimiento y la predicción de determinados aspectos, de tal modo que la inversión en campañas preventivas será siempre menos onerosa que el hecho de abordar el tratamiento. 3. CARACTERÍSTICAS QUE DEBE REUNIR LA MEDICIÓN 3.1. Fiabilidad Cuando cualquier intento por obtener información acerca de alguna variable pasa por el proceso de medición, hay que tener en cuenta determinadas consideraciones, entre las cuales existen algunas que tienen que ver básicamente con el instrumento de medida que pueda utilizarse. Así pues, si se considera que la/s variable/s a medir no se ha/n modificado de forma diferencial entre los individuos que conforman la muestra, es decir, si se asume la estabilidad de la variable en distintos momentos, debe asegurarse que también se produce estabilidad entre los valores obtenidos en la medición. Esta característica, que se debe dar en cualquier medición, se conoce con el nombre de fiabilidad, y está basada en la coherencia observada en ciertos supuestos, como pudiera ser el hecho de que si hoy se mide la inteligencia de un individuo con un determinado instrumento, la medida que ese mismo individuo obtenga mañana con el mismo instrumento deberá ser aproximadamente la misma. La obtención de la fiabilidad de un instrumento de medida se realiza a través del coeficiente de fiabilidad, que, de modo muy genérico, podría definirse como la correlación entre las puntuaciones obtenidas por los mismos individuos en dos formas paralelas (X y X’) de un test. Si bien, no es absolutamente necesario obtener el coeficiente de fiabilidad partiendo de estrategias paralelas, dado que existen otros métodos (test-retest, dos mitades) que también hacen viable su obtención (un estudio más detallado de aspectos que pueden resultar interesantes en relación con este concepto pueden encontrarse en Muñiz, 1992). 3.2. Validez En otro orden de cosas, y siguiendo con el planteamiento de las consideraciones que han de guiar cualquier proceso de medición, ha de tenerse en cuenta, además de lo fiable del instrumento de medida, su validez. Desde una perspectiva muy general, este hecho implicaría considerar el grado de confianza que se puede depositar en las inferencias extraídas a partir de una estrategia determinada de medición. Los métodos de validación utilizados generalmente en ciencias de la conducta son la validez de contenido, la validez de constructo y la validez predictiva, si bien existen otras posibilidades, como pudieran ser: la validez factorial y la validez discriminante-convergente. La validez de contenido hace referencia a la necesidad de considerar que el instrumento de medición esté compuesto por una muestra adecuada y representativa de ítems que cubran todos los aspectos del contenido de aquello que se pretende medir. Por tanto, a ser posible, convendría que cualquier instrumento de medición tuviese en cuenta todas las áreas de contenido -14-
que pudieran ser importantes, considerando, además, que el número de ítems de cada área estudiada sea un reflejo de la importancia de dicha área. Algunos investigadores (Friedman, 1983; Mosier, 1947; Nevo, 1985; Turner, 1979) recomiendan que los manuales den información de un tipo particular de validez de contenido, que se conoce como validez aparente, y que no es más que el hecho de que el instrumento de medida dé la impresión de que sirve para lo que se le considera. Un fundamento consistente para tener en cuenta este tipo de validez se basa en el hecho de que la motivación del sujeto para cumplimentar un cuestionario se incrementa si el contenido del mismo refleja exactamente lo que se pretende observar. Si este hecho no se produce, es decir, si se utiliza un cuestionario con escasa validez aparente, los individuos que deben responderlo pueden encontrar el instrumento como algo innecesario o poco relacionado con sus metas, con lo cual su participación suele ser, en el mejor de los casos, pobre. La validez de constructo hace referencia a la necesidad de que un instrumento de medición sirva para captar la evidencia empírica de la existencia de un determinado constructo que previamente ha sido bien delimitado en el plano teórico. Clásicamente, se ha recurrido a los procedimientos de análisis factorial y al empleo de la matriz multirrasgo-multimétodo como vías metodológicas para poner de relieve la validez de constructos psicológicos. El primer procedimiento, análisis factorial, permite obtener la validez factorial. Esta técnica de análisis multivariado de datos consiste básicamente en obtener un número de factores que agrupe a un número mayor de variables teniendo en cuenta su grado de correlación. De este modo, se consigue explicar el comportamiento de lo observado desde planteamientos más parsimoniosos. El segundo procedimiento, el uso de la matriz multirrasgo-multimétodo, permite obtener la validez convergente-discriminante. Esta estrategia de análisis parte de una matriz de correlaciones para distintos constructos, que han sido medidos con distintos métodos. Si aparece un alto grado de correlación para un mismo constructo observado desde distintos métodos podría concluirse que existe validez convergente, en tanto que, si la correlación entre las medidas de un constructo tomadas desde métodos distintos es baja se hablaría de validez discriminante. La validez predictiva indica en qué grado un instrumento de medida puede utilizarse como estrategia para predecir el comportamiento de una variable determinada, a la que se toma como criterio. Generalmente, este tipo de validez se obtiene mediante el cálculo de la correlación entre las puntuaciones obtenidas con el instrumento de medida y el criterio, siendo este último el que plantea problemas en muchos casos, debido a la dificultad que supone su definición y su traducción en ítems concretos. A su vez, este tipo de validez puede dar lugar a lo que se conoce como validez concurrente, cuando se registran al mismo tiempo la medición mediante el instrumento considerado y el criterio; validez de pronóstico, cuando las medidas del criterio se realizan algún tiempo después de la medición mediante el instrumento elegido; validez retrospectiva, cuando se aplica antes la medición del criterio que la medición con el instrumento seleccionado. 4. ESTRATEGIAS DE MEDICIÓN La adecuada elección del instrumento a utilizar como estrategia para aprehender la realidad de un estado de salud es una condición necesaria para conseguir que dicha empresa se realice con éxito. Así, previamente convendría considerar algunos detalles, como pudieran ser, por destacar algunos, el hecho de tratar de definir si lo que se pretende medir es un aspecto muy concreto de salud o si el objetivo es contar con un instrumento que abarque un amplio espectro de posibilidades. Además, deberíamos conocer en qué tipo de medidas se basa cada instrumento, deberíamos conocer también la sensibilidad del mismo para con el constructo que pretenda -15-
medirse y para con la población objeto de estudio, considerando, además, en qué escala de medida va a llevarse a efecto la medición (nominal, ordinal, de intervalo o de razón). Esta variedad de consideraciones que podrían darse en la medición de salud nos conduce a plantear al menos cuatro estrategias a seguir: el autorregistro, el uso de cuestionarios (a la medida o estandarizados), la entrevista y la observación en ambientes naturales. Cada una de ellas cubrirá una parcela de las distintas necesidades de medición que en cada caso pudieran precisarse, en tanto que el uso combinado de algunas de ellas podría permitir un detalle exhaustivo del tema en estudio; en cualquier caso, como plantean Webb, Campbell y Schwarzt (1966), la estrategia óptima de medida consiste en medir el mismo fenómeno desde distintos planteamientos. En las líneas que siguen se hará un recorrido por las cuatro estrategias de medición aludidas; no obstante, se profundizará un poco más en el apartado de escalas debido a que, por sus características, puede ser un sistema de recogida de información especialmente interesante. 4.1. Los autorregistros Esta estrategia consiste en la anotación del estado de salud por parte del propio individuo, es decir, el sujeto es observador y observado al mismo tiempo. Posee la ventaja de ser fácil de aplicar y requerir muy poca interpretación por parte del investigador; en contrapartida, cuando se requiere de mucho tiempo para llevar a cabo la auto-observación se puede producir el abandono por parte del sujeto. El uso de esta estrategia debería considerarse cuando ocurra alguna de las siguientes circunstancias: en primer lugar, cuando el investigador necesite obtener evaluaciones subjetivas de determinadas experiencias, como por ejemplo pudieran ser las sensaciones que experimenta un individuo durante la convalecencia de una enfermedad, para conocer su estado de bienestar; en segundo lugar, cuando el investigador desee medir los cambios que se producen en el estado de salud, bien debidos a la propia evolución de lo observado, bien debidos al efecto que pudiera producir un determinado tratamiento aplicado con anterioridad. La medición de la salud por medio de autorregistros puede abordarse desde distintas consideraciones: a) El investigador trata de medir el concepto de interés mediante un solo ítem; de este modo, se le pide al sujeto que describa su estado de salud a través de una sola pregunta como, por ejemplo, “¿Cómo describiría su estado de salud?”: “muy bueno, bueno, normal, malo o muy malo”. Si deseásemos medir el cambio en el tiempo podríamos preguntar al sujeto acerca de su evolución o deterioro, dándole alternativas como: “mucho mejor, ligeramente mejor, igual, ligeramente peor, mucho peor”. Esta estrategia de medición puede ser útil para valorar globalmente algunas manifestaciones de la salud, como pudiera ser la evaluación de intervenciones específicas que se hayan realizado (Doll, Black, Flood y McPherson, 1993). Sin embargo, no deberían considerarse cuando se desea valorar condiciones más complejas, dado que en estos casos puede suceder que mientras determinados aspectos pueden haber mejorado, es posible que existan otros que se hayan deteriorado. Por tanto, si utilizamos esta estrategia como valoración de un cambio en el estado de salud, deberíamos considerarla cuando existan variaciones en un solo síntoma, por ejemplo el dolor. b) El investigador trata de medir un concepto determinado por medio de varias preguntas para que el sujeto realice su autoinforme; si las respuestas emitidas acerca del mismo concepto no se utilizan de modo aditivo o ponderadamente, nos encontraríamos ante lo que se conoce como una batería de medidas de autoinforme, mientras que, si las respuestas pueden ponderarse o sumarse, estaríamos ante una escala de autoinforme. Las baterías y las escalas generalmente permiten al paciente informar de sus avances o sus retrocesos en distintas variables que pueden -16-
considerarse de interés. De este modo, el paciente puede expresar el desarrollo de su salud con mayor precisión, a la vez que podría registrar su sintomatología estableciendo una línea base si utiliza esta estrategia repetidamente; así, podría pedirse a un paciente en rehabilitación que indique, por ejemplo, diariamente: ¿Cuánta dificultad ha tenido para?: Levantarse
ninguna 9
alguna 9
mucha 9
total 9
Acostarse
ninguna 9
alguna 9
mucha 9
total 9
Subir escaleras
ninguna 9
alguna 9
mucha 9
total 9
Bajar escaleras
ninguna 9
alguna 9
mucha 9
total 9
Este tipo de estrategia tiene algunas ventajas, como son su rápida y fácil cumplimentación y, sobre todo, el hecho de permitir que se haga una representación de los cambios que se van produciendo en el estado de salud que se esté midiendo. 4.2. Las escalas Podríamos definir una escala como un conjunto de ítems que miden una variable, mientras que por ítem se hace referencia a cada una de las preguntas planteadas. Así, generalmente, se trata de medir la misma variable mediante distintos ítems (que posteriormente se suman o se ponderan) con el fin de garantizar el menor error posible en la medición de la variable. Las fuentes en las que basarnos para elaborar ítems y escalas pueden, y deben ser, múltiples; podríamos destacar: a) Los objetivos propios de la investigación.- Es preciso tener claro qué se desea medir y con qué motivo. Para ello, es recomendable definir la/s variable/s a estudiar y hacer un listado con los objetivos (y si es posible, con las hipótesis) de la medición a realizar. b) Escalas confeccionadas por otros investigadores.- Hemos de considerar que otros profesionales han abordado con anterioridad el trabajo que nosotros tratamos de realizar, por tanto, conviene buscar escalas que ya hayan sido elaboradas, para, de este modo, comprobar qué ítems se ajustan mejor a las necesidades y al propio objetivo de estudio. c) La observación (ya sea de origen clínico o de campo).- Las escalas sistematizan las observaciones comprobadas por el investigador. Muchos teóricos e investigadores (Moos, 1984; Kruis y cols., 1984) han sido buenos observadores de la realidad, transformando sus observaciones en investigaciones, hipótesis o teorías que posteriormente han puesto a prueba. d) Entrevistas con otros expertos.- La relación con profesionales puede ser de lo más valioso, porque su conocimiento orientará de forma rápida acerca de los avances recientes e importantes en aspectos teóricos y metodológicos del campo de investigación. Además, el experto puede considerarse como una fuente de conocimientos colaterales sobre el tema de trabajo, de manera que aclare dudas, redefina conceptos y ayude en la logística de la elaboración o de la aplicación de la escala de medición. En este apartado es conveniente considerar a cuántos expertos se pretende consultar, en qué orden, y cómo filtrará la información recibida, de manera que todo ello pueda mejorar la escala final, actualizando los epígrafes de la escala pensada inicialmente. La secuenciación de las distintas fuentes en las que podemos basarnos para la elaboración de una escala no es óbice para pensar que cada alternativa sea excluyente del uso de las demás. Más bien, la adecuada integración de todas ellas supone un buen procedimiento para asegurar que los ítems incluidos en la escala constituyen una muestra fidedigna del comportamiento a medir. -17-
Esta estrategia de medición es una de las más utilizadas como mecanismo de recopilación de datos en las ciencias de la salud debido, entre otras cosas, a que puede ser un sistema económico si se tiene en cuenta la razón entre la obtención de datos y el tiempo invertido. No obstante, la elaboración de cuestionarios a la medida requiere un considerable esfuerzo previo por parte del investigador; en este sentido, conviene aclarar el mecanismo que puede o debe seguirse para confeccionar un cuestionario a la medida. En líneas generales podríamos indicar los siguientes pasos: 1.- Acotar exactamente cuáles son los objetivos que subyacen a las hipótesis del investigador, para definir el /las área/s en las que pretendemos medir la salud. 2.- Elaborar un conjunto de ítems que pueden ser representativos del área seleccionada en el punto anterior. 3.- Elaborar un primer borrador del cuestionario, redactando los ítems y sus correspondientes alternativas de respuesta, para evitar posibles “sesgos” de respuesta; para ello, se pondrá especial cuidado en la forma y el contenido de cada ítem. 4.- Realizar un ensayo a modo de pre-test en el que se tratará de comprobar, por un lado, que los sujetos que responden entienden lo que se les pregunta, que los ítems no poseen ambigüedad, y que no hay preguntas mal formuladas; por otro lado, comprobar qué preguntas planteadas se responden por casi todos los sujetos, o cuáles no responde casi nadie, para observar si resultan discriminativas. Este primer ensayo debería llevarse a cabo preferiblemente en una pequeña muestra de sujetos que pertenezcan a la población que más tarde se pretende medir, aunque en muchos casos se recurre a otros colegas que pueden ayudarnos a encontrar algunos matices a considerar. 5.- Corrección del primer ensayo teniendo en cuenta todas las eventualidades que se desprendan del apartado anterior, suprimiendo o reformulando los ítems que no cumplan los criterios marcados; de este modo, se estructura el cuestionario nuevamente y, caso de ser necesario, se realiza una segunda prueba que permita asegurar que los problemas detectados anteriormente han desaparecido. 6.- Se administra el cuestionario a una muestra de la población que trata de medirse y, una vez obtenidos los datos, es aconsejable considerar una serie de propiedades psicométricas que permitirán utilizar dicho cuestionario adecuadamente; tales consideraciones serán las siguientes: a) Comprobar la consistencia interna de la escala. Para ello, se puede recurrir a la correlación ítem-escala, y/o a los coeficientes métricos, tales como el alfa (") de Cronbach, o los de Kuder-Richardson, entre otros. b) Comprobar el poder discriminatorio de la escala. En este caso se puede utilizar, por ejemplo, el coeficiente delta (*). c) Para el caso de considerar encuestas multiescala, sería conveniente comprobar que cada ítem está en su correcta escala; para ello, se puede realizar un análisis factorial de los ítems (exploratorio o confirmatorio), teniendo en cuenta además que la consistencia interna de cada ítem es más elevada con su escala que con cualquiera de las demás. d) Comprobar la fiabilidad, validez y la función de información de cada escala. Si la escala no cumple alguno de los anteriores requisitos debería reelaborarse. 7.- Una vez comprobado que los pasos anteriores dan resultados satisfactorios, administraremos el cuestionario, cuantificaremos la escala total, y baremaremos el test. El seguimiento de los apartados anteriores puede considerarse como el mecanismo general para la confección de escalas o cuestionarios tendentes a la medición de la salud; sin embargo, es preciso detenernos momentáneamente en el modo de abordar alguno de los apartados anteriormente citados. -18-
Así, en lo referente a la elaboración de ítems, ha de tenerse e cuenta que la formulación adecuada de preguntas es la premisa necesaria si se desea obtener respuestas válidas. Existen algunas consideraciones que deben ser reseñadas. En primer lugar, hay que hacer preguntas sobre un solo tema, evitando preguntas con “doble contenido”, dado que cuando se preguntan dos cosas simultáneamente cabe la posibilidad de que, supuesta la aseveración “Me siento cansado y desanimado”, el hecho de indicar que se está de acuerdo con la aseveración, no dé información acerca de si sólo está cansado, si sólo está desanimado o si se encuentra en ambos estados. La planificación adecuada del anterior ejemplo consistiría en formular dos preguntas: “Me siento cansado” y “Me siento desanimado”. Este tipo de cuestiones dobles en las que se difumina el contenido de la respuesta es una amenaza para la fiabilidad y para la validez del ítem. En segundo lugar, se tiene que controlar la utilización de “jerga técnica”, puesto que el contenido de estos términos, común a los profesionales, suele, en unas ocasiones, ser incomprensible para la gente en general, mientras que, en otras ocasiones, no significa lo mismo (p. ej.: una persona “hipertensa” en el contexto médico será una persona con alta presión arterial, en tanto que en otros contextos puede hacer referencia a que se encuentre tensa físicamente o incluso con conflictos de tipo psicológico. En ocasiones se utilizan eufemismos para evitar términos no deseados (p. ej.: “exitus” en la jerga médica significa fallecimiento). En cualquiera de estas situaciones procede reformular el ítem de modo que se utilice un lenguaje común que permita comprender exactamente lo que se pretende preguntar. En tercer lugar, hay que evitar la ambigüedad de términos que pueden tener significados distintos para diferentes personas. También conviene precisar los términos espaciales o temporales; en el siguiente ejemplo: “¿Cuántas veces ha ido a la consulta de un psicólogo este año?”, puede entenderse como desde hace un año o como desde el primer día de enero. En cuarto lugar, se aconseja utilizar palabras neutras, evitándose preguntas que contengan términos con carga afectiva. Las palabras referidas a cualificación implican aspectos valorativos sobre el contenido que se plantee. También deberían evitarse términos valorativos en cuestiones sobre dinero, relaciones familiares, relaciones sexuales, etc. En quinto lugar, es preferible el uso de expresiones afirmativas, antes que negativas. Siempre que sea posible, las frases deberían enunciarse desde una perspectiva positiva, evitando términos como “no”, “nunca”, “jamás”, “raramente”, o prefijos como “in-”. Por ejemplo, en la cuestión “El trasplante no es una buena terapia para quien no le funciona un órgano”, la respuesta en desacuerdo producirá desconcierto en cuanto a la consideración del desacuerdo con que el transplante no sea una buena terapia; en tanto que la formulación en sentido positivo como “El transplante es una terapia adecuada para quien necesita un órgano” da lugar a menor confusión para responderla. En sexto lugar, es aconsejable la utilización de ítems de corta longitud, a ser posible formulados a partir de una sola frase lo más corta posible, pues parece probado que se incrementa la comprensión por parte del respondiente, y que también produce un incremento en la fiabilidad del ítem, mientras que una frase larga implica un esfuerzo de memoria por parte de quien responde, dificultando de este modo su comprensión. Los ítems más fidedignos son los que poseen una longitud menor de 20 letras (Holden y cols., 1985). En séptimo lugar, hay que hacer un intento por formular la pregunta del modo más comprensible que se pueda. La tradición psicométrica aconseja que el texto de los ítems esté redactado para un nivel lector de doce años, aunque en ocasiones resulta difícil prescindir de términos concretos relacionados con aquello que se pretende medir -p. ej. “marcapasos”-, por lo que, en estos casos, previamente ha de definirse del modo más claro posible el significado de -19-
dichos términos. En octavo lugar, convendría tener en cuenta alguna estrategia que evitase sesgos por parte del respondiente. En este sentido, ha de considerarse: ! El efecto que pueden producir preguntas socialmente no deseables. Éstas son preguntas en las que los individuos tienden a simular su comportamiento real, disminuyendo o aumentando la frecuencia y/o la intensidad del comportamiento por el que se les pregunta. Algunos autores (Sudman y Bradburn, 1982; Lee y Renzetti, 1990) han encontrado que las preguntas no deseables socialmente guardan relación con temas sobre enfermedad (cáncer, de transmisión sexual, etc.), conducta ilegal o desadaptativa (evasión de impuestos, consumo de drogas, etc.) y situación económica del respondiente (ingresos, propiedades, ahorros, etc.). En definitiva, aspectos que un individuo puede considerar como parcelas privadas. No obstante, también cabe la posibilidad de encontrar el sesgo en la dirección contraria cuando aparece la tendencia a dar respuestas más favorables de lo que en realidad se produce. En esta ocasión podrían nombrase aspectos como el cumplimiento ciudadano, conocimientos culturales, compromisos morales y responsabilidades sociales. ! El impacto de preguntas con efectos “de techo” y “suelo”. Hay ocasiones en las que el planteamiento de una pregunta (porque es muy fácil o muy difícil, porque presenta gran deseabilidad o indeseabilidad social, etc.) hace que la mayoría de los entrevistados respondan a este ítem posicionándose en uno cualquiera de los extremos de la escala de respuesta. Así, si se pregunta a una persona: ¿Cuál es su opinión sobre la donación de órganos, ¿está usted a favor o en contra?:
9
9
9
9
9
9
9
Completamente en contra
En contra
Ligeramente en contra
Ni a favor ni en contra
Ligeramente a favor
A favor
Completamente a favor
Muchas personas tienden a responder “Completamente a favor” (el 68%), mientras que muy pocas personas responden “en contra” (el 4%), con lo cual el ítem no resulta discriminativo (Rosel y cols., 1996). Una solución a este problema puede consistir en desplazar la respuesta “neutra” hacia el lado de la escala de respuesta en el que aparecen menos frecuencias de respuesta: 9 9| 9 En contra
Ni a favor ni en contra
Completamente a favor
Dejando que la persona se posicione dentro de la escala, advirtiéndole dónde está el centro. Otra posible solución sería utilizar una respuesta fuera de la escala, pero por el lado en el que aparece la mayor frecuencia:
9
9
9
9
9
Completament En Ligerament Ligerament e en contra contr e en contra e a favor a
9 ... 9 A Completament ... Sin duda: favor e a favor ... ¡Absolutame nte a favor!
Si bien esta solución puede presentar problemas de posterior medición (¿qué puntuación asignar a la respuesta “Sin duda: ¡Absolutamente a favor!”?), es un buen procedimiento para ubicar a las personas a lo largo del continuo de una escala, disminuyendo el efecto “de techo” o “de suelo” en su caso. Afortunadamente, es posible aminorar el efecto de estos sesgos, -20-
formulando varias preguntas que incluyan diferentes compromisos de respuesta (en nuestro caso: “¿Donaría usted sus propios órganos?”, y “Si falleciera un familiar suyo muy próximo y se lo solicitasen, ¿donaría los órganos de este familiar?”), haciendo posteriormente un “análisis de clases latentes” (Rosel y cols., 1995; Ato y López, 1996) o un “análisis factorial”, reubicando a cada persona en una escala única que incluye a las de las preguntas planteadas. Hay otros riesgos de sesgo de respuesta muy tratados en la literatura: el efecto del “halo”, por el que si se pregunta sobre una persona, cuando destaca en un aspecto importante para el interrogado, hay una tendencia a impregnar los demás aspectos de su comportamiento con la valoración del aspecto importante; la tendencia hacia la media; el efecto de aquiescencia o tendencia a responder con el “sí señor”; el efecto de respuestas “de eco”, muy frecuente en los niños, por el que se tiende a dar la última categoría de respuesta planteada; etc. En cualquier caso, los lectores interesados en profundizar en estos temas pueden consultar algún manual clásico de psicodiagnóstico en el que podrá constatar formas de comprobar estos posibles sesgos y de poner los correspondientes sistemas de control. En cuanto a la elaboración de posibles alternativas de respuesta, hemos de considerar qué formato es el más adecuado según los objetivos trazados. En líneas generales, existen dos formatos de respuesta: el formato de preguntas abiertas y el formato de preguntas cerradas. Las preguntas abiertas son aquellas en las que se deja al individuo la posibilidad de responder detalladamente a una cuestión. Un ejemplo de pregunta de este tipo sería: “¿Qué opina del trato que ha recibido durante el parto por parte de su ginecóloga?............”. Las respuestas así obtenidas exigen un esfuerzo particular de codificación y, normalmente, tienden a dar lugar a escalas de categorías cualitativas. Además, en la mayoría de los casos se necesita mucho tiempo para responder y para codificar este tipo de cuestionarios. Todas estas razones hacen que este formato de respuesta sea poco aconsejable, abogando en favor del de preguntas cerradas. Las preguntas cerradas son aquellas en las que existe un sistema preestablecido de opciones de respuesta, el cual se aconseja sea extenso para que pueda incluirse el mayor número posible de respuestas. Esta alternativa plantea distintas posibilidades que se abordarán a continuación: Escalas categóricas; son aquéllas en las que se ofrecen varias alternativas cerradas de respuesta. Pertenece a esta categoría el siguiente ejemplo: “Si duermo menos de seis horas me duele la cabeza”. Las respuestas pueden ser: “En desacuerdo”
9
“De acuerdo”
9
o bien,
9
9
9
9
9
9
Completamente en desacuerdo
En desacuerdo
Ligeramente en desacuerdo
Ligeramente de acuerdo
De acuerdo
Completamente de acuerdo
Las críticas a esta modalidad de alternativas de respuesta son fundamentalmente de tipo metodológico y conceptual. Las críticas metodológicas cuestionan el uso de categorías en lugar de un continuo, argumentando que muchas de las variables que se miden son continuas y han sido artificialmente categorizadas. En cuanto a las críticas conceptuales, éstas se focalizan hacia el error de medición cuando una persona se sitúa en el límite entre dos opciones, dado que apuntan hacia el desconocimiento de la ubicación de los límites entre las opciones de las escalas. La categorización se realiza para simplificar la medición, y serán los valores de fiabilidad y validez de cada ítem, así como los de la escala, los que determinarán la adecuación o inadecuación del -21-
instrumento. Escalas continuas; son aquellas en las que las alternativas de respuesta se pueden ubicar a lo largo de un continuo que puede ir de cero (completamente en desacuerdo) a diez (completamente de acuerdo), de modo que el respondiente evalúa su posición entre ambos extremos. Las respuestas en escalas continuas se pueden dar verbalmente o mediante papel y lápiz en escalas de analogía visual, como las que a continuación se muestran: “Atender bien a la familia exige mucho tiempo”
9
9
0 Completamente en desacuerdo
10 Completamente de acuerdo
El respondiente ha de poner una señal (como una línea vertical, o una “x”) en el punto de la línea horizontal donde se ubique su situación personal respecto de la pregunta. Se pueden buscar analogías visuales que faciliten al respondiente su respuesta, como p. ej.: partir la línea en un número de segmentos iguales (normalmente 10 segmentos) con el fin de facilitar al respondiente la ubicación de su respuesta. Con personas de bajo nivel cultural (o incluso con niños) se pueden buscar analogías simples, como una escalera o un termómetro (orientadas verticalmente), o una serie de caras (Katz, 1944). Por ejemplo, en el caso de personas con dolor: “Su dolor de estómago hoy ha sido”:
9
9
Insoportable
No he sentido ningún dolor
Este tipo de escalas ha sido criticado por su falta de fiabilidad, si bien la fiabilidad aumenta cuando se utilizan múltiples indicadores, es decir, varios ítems, y su fiabilidad se podría comprobar mediante una matriz multirrasgo-multimétodo. En cualquier caso, resultan de fácil comprensión para el encuestado, y son útiles en el caso de aplicarse a una muestra que incluya personas con bajo nivel cultural. Por último, dentro del apartado correspondiente a las escalas, nos parece interesante dedicar una líneas a conocer algunos procedimientos para medir actitudes. Ttales procedimientos podrían agruparse en tres posibilidades: las escalas Likert, las escalas Guttman y las escalas Thurstone. Escalas Likert (1932). Son aquellas en las que cada persona responde indicando su posición entre el “completamente en desacuerdo” hasta el “completamente de acuerdo” (el segundo ejemplo propuesto en el apartado de escalas categóricas es una escala Likert). La principal ventaja de este tipo de escalas es la de su flexibilidad, dado que permiten dejar un término central neutro. Además, admiten desde un mínimo de tres niveles de respuesta hasta cuantos se desee, recomendándose que la escala sea simétrica. Escalas Guttman (1941). Son un tipo de escala en la que las alternativas de respuesta están representadas por una escala unidimensional, llamada escalograma, conformada por los ítems jerarquizados de mayor a menor intensidad. Sirva como ejemplo el supuesto en el que se desea elaborar una escala sobre los efectos del dolor de cabeza en la actividad del paciente: 1) ¿Siente usted dolores de cabeza? Sí 9 {1} No 9 {0}. 2) Cuando siente dolor de cabeza, si está realizando una actividad física simple (caminar, comprar, etc.) ¿ puede continuar realizándola? Sí 9 {0} No 9 {1}. -22-
3) Cuando siente dolor de cabeza, ¿puede realizar tareas simples de tipo cotidiano? Sí 9 {0} No 9 {1}. 4) Cuando siente dolor de cabeza, ¿puede seguir con su ritmo habitual de trabajo? Sí 9 {0} No 9 {1}. 5) Cuando siente dolor de cabeza, ¿puede continuar la actividad que esté realizando en ese momento sin necesidad de tumbarse o relajarse? Sí 9 {0} No 9 {1}. La escala así elaborada se organiza en un cuadro de doble entrada en el que las filas representan los ítems y las columnas las personas que han sido encuestadas. Ha de notarse que, para evitar errores, se marca con un cero (0) la falta de síntomas perjudiciales para el encuestado, mientras que se marca con un uno (1) la presencia del síntoma disruptivo para el encuestado. Supóngase que en nuestro caso sobre el dolor de cabeza se tuviesen las personas A, B, C, D, E y F, que dan las siguientes respuestas: Personas Ítems 1) 2) 3) 4) 5)
A (0) (0) (0) (0) (0)
B (1) (0) (0) (0) (0)
C (1) (1) (0) (0) (0)
D (1) (1) (1) (0) (0)
E (1) (1) (1) (1) (0)
F (1) (1) (1) (1) (1)
En esta escala, la persona con más gravedad de síntomas sería la F, mientras que quien presenta menos síntomas es la persona A. La idea de la jerarquización de la escala implica que si una persona afirma padecer el síntoma al que se refiere un ítem, también responderá en el mismo sentido a los ítems en los que se hace referencia a síntomas más leves. En la práctica, se crea un “banco de ítems”, y se disponen los ítems y las personas en el cuadro de doble entrada semejante al anterior, sumándose luego los síntomas presentados por las personas. Así, si “n” es el número de personas y “p” el número de ítems, el ítem que tenga mayor suma de síntomas será el que más gente lo padece, y la persona que tenga mayor número de síntomas es la que, en teoría, estará más grave. Una vez sumados los síntomas, se organizan los sujetos según el número de síntomas. Así, en nuestro caso, se pondría a las personas que presentan “p” síntomas, después a las que presentan “p-1”, hasta llegar a “0” síntomas. Las preguntas que no sigan una disposición jerárquica serían eliminadas, hasta dejar una escala con menos de “6" jerarquías (normalmente con cuatro jerarquías es suficiente). Este sistema de escalograma de Guttman puede servir a los efectos diagnósticos y terapéuticos, puesto que, si se administra una escala Guttman con contenidos referidos al síndrome que se desea escalar en un grupo de personas, el orden de intensidad de la escala puede servir como referencia terapéutica para iniciar el tratamiento de una persona determinada, desde el ítem más simple que es capaz de modificar, hasta el más complicado para dicha persona. Escalas Thurstone (Thurstone y Chave, 1929). Se elaboran seleccionando un elevado número de aseveraciones (entre 100 y 200) sobre el tema a investigar. Estas aseveraciones son escritas en tarjetas fácilmente manejables; una vez elaboradas las tarjetas, se decide cuántos niveles de respuesta de actitud (desde “completamente de acuerdo” hasta “completamente en desacuerdo”) tendrá cada aseveración. Después se encuesta individualmente a un conjunto de jueces que colocan cada tarjeta en uno de los niveles de respuesta. Una vez que se ha encuestado a los jueces, el investigador ha de decidir qué aseveraciones son representativas de cada nivel de -23-
actitud; para ello se utiliza el método de la “concordancia de respuestas”, seleccionándose aquellas aseveraciones (normalmente entre 15 y 20) que han sido colocadas en el mismo nivel de respuesta por la mayoría de los jueces, y que además hayan tenido escasa variabilidad de respuesta entre los jueces. Así, cada aseveración es puntuada conforme al orden en la escala. Una vez elaborada la escala con el conjunto de aseveraciones, se presenta a los sujetos con quienes se va a realizar la investigación, y la instrucción de respuesta es que elijan dos o tres aseveraciones con las que estén de acuerdo. Cada sujeto es valorado con la puntuación media de sus elecciones, la cual denota su posicionamiento relativo respecto al tema de investigación. Por último, dentro del apartado de escalas, es conveniente que el lector conozca cómo puede cuantificar una escala a partir de los ítems. Una vez elaborada la escala y aplicada a una muestra representativa de la población, surge la duda sobre cómo cuantificar el total de la escala en función de las respuestas ofrecidas a cada ítem. Existen varias aproximaciones, entre las cuales destacaremos las siguientes: a) Suma de los ítems. En este sistema se realiza la suma simple del número de respuestas dadas; es el procedimiento más utilizado, pero también es el más impreciso desde un planteamiento psicométrico. b) Ponderación de los ítems. Mediante este sistema, se pide a varios expertos que cuantifiquen la importancia de cada ítem respecto al peso total que ese ítem puede tener en la escala. En los casos de temas complejos que requieren la discriminación de expertos, así como en los temas sobre los que no hay investigación previa o criterios externos claros, puede ser un buen procedimiento de cuantificación de la escala total. c) Regresión sobre un criterio externo. En el caso de aplicar una escala a una muestra de la que se conoce cuál es su puntuación en el campo objeto de medición, se puede hacer una ecuación de regresión con el fin de ponderar cada ítem en función del correspondiente coeficiente obtenido: b0 + b1x1 + b2x2 + ... + bjxj = y, en esta ecuación, b0 es la constante de la ecuación, b1, b2, ..., bj son los distintos coeficientes asociados a la correspondiente valoración de cada ítem x1, x2, ..., xj, los valores de los coeficientes b0, b1, b2, ..., bj han de ser estimados, y sirven como elementos de ponderación para sucesivas aplicaciones de la escala. d) Ponderación mediante coeficientes factoriales. Un sistema estadísticamente correcto consiste en realizar el análisis factorial de los ítems de la escala, en el que se ha de comprobar que todos ellos componen un solo factor. Además, se puede calcular el coeficiente factorial de cada ítem respecto del factor, y obtener la puntuación factorial de cada persona; de este modo, el coeficiente factorial es la ponderación del ítem respecto de la puntuación total de la escala. El sistema de extracción factorial más adecuado para la obtención de la puntuación final es el de “análisis de componentes principales”. Si se transforma cada valor de los ítems (x1, x2, ..., xj) en sus correspondientes puntuaciones tipificadas (z1, z2, ..., zj, teniendo cada z una media igual a cero y una desviación típica igual a la unidad), se pueden obtener unos coeficientes asociados a cada ítem (c1, c2, ..., cj), mediante los que se calcula la puntuación factorial (f) de cada persona: c1z1 + c2z2 + ... + cjzj = f Si bien cada sistema de cuantificación puede tener sus inconvenientes, es preciso decidir el procedimiento más adecuado con relación a la cuantificación final de cada persona en la escala elaborada. De esta manera, se pueden preparar los datos adecuadamente para su baremación respecto de la población. La medición en las ciencias de la salud (sobre todo cuando se desea comprobar cómo se comporta la población respecto a un tema, o cuál es la posición relativa de una persona en una puntuación determinada) es un ámbito de trabajo y de investigación que requiere la colaboración -24-
de expertos en ciencias de la salud y de expertos en psicometría. A partir de esta colaboración ha de asentarse la investigación y el desarrollo de nuestra materia. Precisamente, fruto de algunas de estas colaboraciones son los cuestionarios estandarizados que actualmente existen circulando entre los profesionales de la salud. Debido a la importancia que puede tener el conocimiento de dichos cuestionarios, más adelante dedicamos un apartado para tratar sucintamente algunos de los que más relevancia tienen en nuestros días. 4.3. La entrevista Esta estrategia de recogida de datos está basada en la conversación del investigador con el sujeto del que se va a recabar el estado de salud. La estructura, el contenido y la forma en que se obtengan los datos dependerá de la pauta de entrevista que hayamos definido en cada caso. Si atendemos a la estructura de la entrevista, ésta puede ser categorizada entre dos extremos: estructurada y no estructurada. El uso de una u otra estrategia dependerá de los objetivos que en cada momento se haya trazado el investigador. La entrevista estructurada, en sentido estricto, consiste en leer al entrevistado las preguntas que se hayan diseñado para obtener la información que se precisa y anotar cada una de las respuestas que emita el entrevistado. En esta variedad de entrevista, tanto las preguntas como las respuestas deben ser lo más ajustadas al guión que se utiliza. Esta estrategia tiene las ventajas de poder recabar la información precisa en poco tiempo y, además, se es absolutamente uniforme en la información recogida en todos los individuos. Sin embargo, entre los inconvenientes deberíamos citar el hecho de que la dirección ejercida a lo largo de la entrevista puede sesgar la información, entre otras cosas porque el entrevistado no siempre utiliza sus “propias palabras” para expresarse. La entrevista no estructurada, en su acepción más amplia, consiste en dar las mínimas orientaciones por parte del entrevistador para que el entrevistado manifieste ampliamente cuáles son sus problemas. El hecho de que sea el propio entrevistado quien exprese sus problemas hace que este tipo de entrevista, en términos generales, no facilite información sesgada. Sin embargo, es una estrategia que requiere mucho tiempo, y no se obtiene siempre la misma información en todos los casos. Es obvio que las dos definiciones que se han apuntado marcan los dos extremos de un continuo en el que podría darse cualquier entrevista con diferentes grados de estructuración. Dicha estructuración podría venir definida por matices como los que se apuntan a continuación: 1.- La existencia o no de una serie de preguntas. 2.- Cómo se lleve a cabo el registro de la información. 3.- Cómo sean las preguntas. 4.- La clase de control que ejerza el entrevistador. Si atendemos a la forma de realizar la entrevista, ésta puede ser “cara a cara” o mediante comunicación a distancia (p.ej.: telefónicamente). Las entrevistas “cara a cara” tienen la ventaja de que el entrevistador puede captar un amplio abanico de expresiones no verbales y de este modo completar las manifestaciones verbales. No obstante, en la otra cara de la moneda se encuentra el hecho de que este tipo de entrevistas suele ser, en general, costosa en medios y tiempo, debido a la necesidad de desplazamientos del entrevistador o del entrevistado, y, en ocasiones, el hecho de tener al entrevistador delante produce en los individuos la tendencia a reservar información que pueden considerar personal. Las entrevistas a distancia pueden resultar un método más barato que el anterior para recabar información, pero tiene sobre todo una desventaja fundamental, y es que el -25-
desconocimiento del entrevistador puede invalidar las respuestas que se le ofrecen, por lo que resulta de sumo interés que en estos casos el entrevistador se identifique tanto personal como institucionalmente, facilitando al entrevistado cuantos datos desee con objeto de que se eliminen las reservas que puedan tener a la hora de responder. En cuanto a cómo registrar la información de la entrevista, puede adoptar formas tan variopintas como se desee, desde tomar anotaciones, hasta el registro magnético o en vídeo. Estas últimas tienen una ventaja común, y es que la interpretación que extraiga un investigador después de su estudio puede estar abierta a otros profesionales; no obstante, cada una de las alternativas tiene sus propias ventajas e inconvenientes, por lo que, dependiendo de los objetivos de la medición, se habrá de considerar una forma u otra. El registro en notas libres puede dar lugar a datos sesgados, puesto que el entrevistador es quien establece suposiciones sobre lo que ha escuchado, y no existe manera de que otros profesionales accedan a la información de “primera mano”. El registro en notas estructuradas permite registrar la información en áreas establecidas; además, si aquéllas están tomadas en registro inmediato, la credibilidad de las anotaciones es alta y, por tanto, incrementa la validez de la entrevista. Aunque, nuevamente, el entrevistado puede considerar algún grado de intromisión y afectar a sus respuestas. El registro en vídeo es una estrategia con la que se obtiene gran cantidad de información de la entrevista, de tal modo que facilita la observación de actitudes no verbales de comunicación, a la vez que permite la reconstrucción de transcripciones auditivas de interacción. Además, en la actualidad es un sistema relativamente adaptable a los presupuestos de la investigación. Sin embargo, en el polo opuesto permanece el hecho de que la cámara puede producir en determinados casos la coacción sobre el individuo, lo que, en el peor de los casos, puede llevar a la negación a participar en la investigación, o a la alteración del desarrollo normal de la entrevista. El registro en cinta magnética favorece la posibilidad de una transcripción detallada del contenido de la entrevista, pero, como sucedía con el vídeo, los entrevistados pueden limitar sus expresiones por temor al uso posterior que pueda darse a su contenido. 4.4. La observación La observación es una estrategia de obtención de datos relativos a la salud en la cual se requiere que un observador se sitúe en la posición adecuada para captar y anotar directamente los hechos que se producen en relación con el objetivo de estudio. Existe en la actualidad una gran cantidad de mecanismos para abordar la observación (Anguera, 1987). Entre los distintos enfoques desde los que se puede abordar esta estrategia de medición de la salud se pueden encontrar: quién realiza la observación, cuál es la situación en la que se lleva a cabo y cuáles son los recursos que se utilizan. Atendiendo a quién realiza la observación, podemos encontrar que sea el mismo individuo quien la lleve a efecto, o que sea un observador externo quien realice las tareas de observación. En el primer caso, es decir, cuando es el mismo individuo quien realiza la observación, ya comentamos anteriormente, en el punto dedicado a los autoinformes, las ventajas e inconvenientes derivados de esta posibilidad. En el segundo caso, es una segunda persona quien realiza el registro, con lo que se produce un mayor nivel de objetividad, y sobre todo tiene la ventaja de que la posibilidad de realizar las observaciones tal como se diseñan es mucho mayor que en la autoobservación. En cualquiera de los casos, si hay una segunda persona registrando aspectos relativos a la salud, debe considerarse cuál será la postura que dicho observador tomará en relación con el -26-
entorno de la observación. En este sentido, distinguiremos cuatro posibilidades: 1.- Que el observador participe en la situación de estudio sin dar a conocer sus intenciones de observación, de este modo se reduce la posibilidad de cambio de comportamiento por parte del sujeto observado. Este supuesto se encuentra en el límite de la ética. 2.- Que el observador participe en la situación de estudio dando a conocer su identidad y sus pretensiones. 3.- Que el observador no participe, pero sí interactúe con el resto de participantes. 4.- Que el observador no interactúe en absoluto con el resto de participantes. Si fijamos la atención en las situaciones de observación, encontramos la posibilidad de hacerlo en su situación natural o en el laboratorio; tanto una como otra son apropiadas para el estudio del estado de salud, dependiendo, como siempre, de los objetivos diseñados en cada caso. En líneas generales, la principal ventaja de la observación en laboratorio estriba en la posibilidad que éste brinda para establecer un riguroso control sobre variables externas que pudieran influir en las observaciones, además de la posibilidad de la disposición de infraestructura que facilite los registros observacionales, con lo que se consigue una gran validez interna. Sin embargo, como era previsible esta situación observacional puede inducir a que el fenómeno observado se modifique precisamente por lo artificial del entorno, lo cual deriva en verdaderos problemas de validez ecológica. En cuanto a la utilización de recursos para la observación, debe distinguirse aquellas situaciones en las que lo observable es tan patente que no requiere de ninguna instrumentación, como pudiera ser la observación en el cambio de color de la piel ante determinadas alteraciones hepáticas o determinados aspectos del comportamiento humano. Ahora bien, hay ocasiones en las que la observación es bastante complicada si no se cuenta con determinado instrumental (p. ej.: un sistema de vídeo), lo que hace que este tipo de observaciones no sólo sea posible sino que además permita aprehender determinados detalles, aunque ha de tenerse en cuenta que el uso de este material distorsionará en mayor o menor medida lo observado si el sujeto es conocedor de dicha circunstancia. En contrapartida, si no se utiliza instrumental, se producirá menor distorsión en lo observado, lo cual es especialmente ventajoso cuando se trata de observar el comportamiento humano, aunque a veces es menos distorsionante un magnetófono o un vídeo que un observador tomando notas. A continuación se presentan esquemáticamente algunas ventajas e inconvenientes que se dan en las cuatro estrategias a las que nos acabamos de referir. VENTAJAS INCONVENIENTES - Acceso directo a las experiencias subjetivas. - Puede dar medidas sesgadas. AUTO-REGISTROS - Es económico. - El registro puede ser impreciso. - Hay poca intromisión. - No se pueden perfilar las respuestas. - Acceso rápido a la información. - Puede haber un alto grado de - Puede recogerse información de sujetos no abstención. CUESTIONARIOS conocidos (uso de correo/teléfono). - Se requiere un determinado nivel cultural para responder. - El entrevistador controla las abstenciones. - Es un sistema caro. - Se pueden perfilar las respuestas. - Deben realizarla expertos. ENTREVISTA - Se controla la estrategia de recogida de - El entrevistador puede influir en las información. respuestas.
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OBSERVACIÓN
- Da medidas objetivas. - Acceso indirecto a experiencias del - Los registros suelen ser precisos. sujeto. - Hay ajuste entre lo planificado y lo - Intromisión en el ambiente del sujeto. observado. - Es caro en medios y tiempo.
5. CUESTIONARIOS ESTANDARIZADOS EN MEDICIÓN DE SALUD La cantidad de aspectos a observar cuando se trata de la salud permite que cada investigador ajuste a sus necesidades particulares y confeccione “a la medida” diferentes cuestionarios con los que pueda abordar los objetivos de su estudio; para ello, podrían considerarse los aspectos enunciados en el apartado 4.2. Sin embargo, existen escalas ya confeccionadas para distintos fines. En las siguientes líneas se intentará exponer varios cuestionarios que pueden utilizarse en el ámbito de la medición de la salud. Si bien algunos no están todavía adaptados a nuestra lengua, pueden servir como guía para determinadas mediciones. Teniendo en cuenta las áreas que abarca la definición de salud, pueden considerarse las mismas como criterio para clasificar los cuestionarios ya elaborados. 5.1. Medición del bienestar físico Los instrumentos que a continuación se comentan están básicamente referidos a aspectos físicos, aunque en algunos casos se consideran otras posibilidades conjuntamente. 5.1.1. Index of Activities of Daily Living (ADL), desarrollado por Katz, Ford, Moskowitz, Jackson y Jaffe (1963), y perfeccionado posteriormente por Katz, Ford y Chinn (1966), Katz, Vignos y Moskowitz (1968), Katz, Dows y Cash (1970), Katz, Akpom y Papsidero (1973), Katz y Akpon (1976), está dirigido a personas adultas, especialmente ancianos y enfermos crónicos. Trata de describir su estado de salud a partir de un índice en el que se recogen distintos aspectos básicos de la vida cotidiana (alimentarse, vestirse, bañarse, etc.), así como el grado de necesidad de cuidados requeridos (categorizado en cinco puntos, desde ninguna necesidad hasta necesidad de atención en cama) por el paciente. En cuanto a las propiedades psicométricas, ha de resaltarse que, aun siendo una escala ampliamente utilizada entre los clínicos, debe realizarse más investigación respecto a su validez y fiabilidad, si bien, hay evidencia de su validez predictiva (Katz y Akpom, 1976; Brorsson y Asberg, 1984). 5.1.2. Índice de Barthel, desarrollado por Mahoney y Barthel (1965), está dirigido principalmente a pacientes hospitalizados por alteraciones neuromusculares, musculares u óseas. Trata de medir la habilidad funcional de los pacientes antes y después del tratamiento. Se basa en una escala de razón que completa el clínico o el observador, y cubre aspectos básicos de cuidado, como movilidad de la cama a la silla, alimentación, incontinencia, aseo personal, etc. En cuanto a su fiabilidad, mediante el procedimiento test-retest,Granger, Albrecht y Hamilton (1979) obtienen un valor de 0.89 en adultos incapacitados. Respecto a la validez, Wylie y White (1964) encuentran que es un buen predictor de la mortalidad entre pacientes con apoplejía, así como del periodo de convalecencia y progresos en el hospital. Granger, Albrecht y Hamilton (1979) obtienen correlaciones entre -0.74 y -0.90 con su escala “PULSES”. Se pueden encontrar algunas ampliaciones de este índice en Granger, Albrecht y Hamilton (1979), en Fortinsky, Granger y Selzer (1981), y en Granger y McNamara (1984). 5.1.3. Quality of Well-Being Scale (QWBS), desarrollada para operativizar un modelo de política de salud general, está basada en la consideración de cuatro aspectos: sintomatología, -28-
movilidad, actividad física y actividad social. Puede utilizarse en la población general y aplicarse a cualquier tipo de alteración (Toevs, Kaplan y Atkins, 1984; Bush, 1984; Bombardier, Ware, Russell y otros, 1986). En líneas generales, combina la mortalidad con estimaciones de calidad de vida; precisamente, este aspecto es la principal novedad de esta escala comparada con las anteriores, dado que incluye la muerte y considera este dato para mejorar las estimaciones y pronósticos acerca del estado de salud de la población. Por contra, posee la desventaja de ser un instrumento de medida muy complejo que requiere un determinado grado de formación para aplicarlo. Algunos autores (Kaplan y Bush, 1982; Kaplan, Bush, Berry, 1976 y Bush, 1982) han encontrado índices de fiabilidad de 0.90, 0.93 y 0.98 respectivamente. En relación con la validez de contenido, Kaplan, Bush y Berry (1976) encuentran una correlación de -0.75 entre QWBS y número de síntomas informados, en tanto que obtienen una correlación de 0.96 entre QWBS y el número de problemas crónicos de salud. 5.1.4. Sickness Impact Profile (SIP), que, según Deyo, Inui, Lininger y otros (1982), es uno de los mejores instrumentos desarrollados para medir el estado de salud percibido, está dirigido a amplios grupos demográficos y culturales en los que se desee conocer el impacto de la enfermedad en la actividad diaria (Bergner, Bobitt, Carter y Gilson, 1981). Se trata de un instrumento para medir la salud general, y está diseñado para percibir diferencias en el estado de salud, enfatizando la propia percepción de la enfermedad sobre la alteración en sí misma. En este instrumento se consideran preguntas sobre funcionamiento físico del individuo, bienestar emocional y funcionamiento social. Concretamente, hace referencia a doce áreas: sueño, reposo, conducta de comer, deambulación, movilidad, emociones, afectos, vida familiar, interacción social, comunicación, trabajo y tiempo de ocio. Se ha aplicado en distintos lugares del mundo, Estados Unidos, Reino Unido, Australia, etc., así como en muestras con distintas enfermedades: pacientes con problemas cardíacos (Fletcher, McLoone y Bulpitt, 1988), en evolución de las personas con trasplante de corazón, en pacientes con artritis reumatoide (Platto, O'Connell, Hicks y Gerber, 1991), en sujetos con hipotiroidismo. Esta variedad de aplicaciones permite la obtención de un amplio conjunto de medidas con las que realizar muchas comparaciones entre grupos. La fiabilidad test-retest es alta, oscilando entre 0.88 y 0.92; la consistencia interna también es alta, y se encuentra entre 0.81 y 0.97 (Bergner, Bobitt, Carter y Gilson, 1981). Los autores que acaban de citarse encuentran también resultados satisfactorios en cuanto a la validez convergente y discriminante. Además de los citados, existe una amplia gama de cuestionarios que miden aspectos similares a los que acaban de indicarse. Sin ánimo de ser exhaustivos, podrían nombrarse además los siguientes: El Nottingham Health Profile (NHP), que mide el estado de salud percibido por el paciente antes y después de intervenciones quirúrgicas, abarca seis áreas para la medición de la salud: movilidad física, dolor, sueño, energía, reacciones emocionales y aislamiento social. Hunt, McKenna y Williams (1981) y Hunt (1986) encuentran un índice de fiabilidad entre 0.71 y 0.88. En relación con la validez, existen estudios que permiten hablar de la existencia de validez de contenido y de criterio (Hunt, McEwan y Mckenna, 1986) El Health Assessment Questionnaire (HAQ), que mide las consecuencias de la enfermedad, clasificándolas en cinco posibilidades: mortalidad, incapacidad, malestar, tratamiento tóxico y coste económico. Trata de medir la habilidad funcional de los enfermos a través de nueve -29-
componentes: vestirse/arreglarse, levantarse, comer, andar, higiene, logros, control, actividad externa y actividad sexual. Es un buen cuestionario para medir el nivel funcional de los individuos, y han sido ampliamente comprobadas su fiabilidad y validez (Fries, Spitz, Kraines y Holman,1980; Fitzpatrick, Newman, Lamb y Shipley, 1989). Hay dos adaptaciones a la población española, realizadas por Esteve-Vives y Battle (1991) y por Campos, Navarro, Prieto y Toyos (1992). 5.2. Medición del bienestar psicológico 5.2.1. Montgomery-Asberg Depression Rating Scale (MADRS), desarrollada por Montgomery y Asberg (1979), tiene la ventaja de su brevedad de administración, y trata de medir aspectos psicológicos como: tristeza manifiesta, tristeza percibida, incapacidad para sentir, dificultad para concentrarse, tensión interna, pesimismo, ideas de suicidio, lasitud, sueño y apetito reducido. En cuanto a las propiedades psicométricas de la escala, no existe unanimidad, dado que, aunque los autores encuentran buenos resultados en su fiabilidad, otros autores (Williams, 1984; Cooper y Fairburn, 1986) consideran que los ítems y el procedimiento de puntuación ponen en entredicho la fiabilidad de la escala. Respecto a la validez, también hay opiniones discrepantes, en el sentido de que los autores encuentran una correlación de 0.70 con el Hamilton Rating Scale, mientras que Cooper y Fairburn (1986) encuentran medidas parecidas entre grupos de bulímicos y de depresivos, entre los que, obviamente, se dan síntomas diferentes. 5.2.2. Hamilton Depresion Scale (HDS), desarrollada por Hamilton (1959, 1967), requiere cierta experiencia para su aplicación, y es especialmente completa para la medición de aspectos somáticos, si bien no debe utilizarse para diagnosticar, por sí sola, la depresión. En general, cubre los siguientes aspectos: agitación, insomnio, enlentencimiento, ansiedad (psíquica y/o somática), sintomatología (gastro-intestinal, somática en general, de carácter sexual alteraciones menstruales-), humor deprimido, sentimientos de culpa, ideas suicidas, trabajo y actividad, intuición, hipocondría y bajo peso. La valoración psicométrica del instrumento pone de relieve que, a pesar de ser una escala muy popular, debería utilizarse con cautela, debido a la cantidad de ítems que miden problemas somáticos (Williams, 1984). A pesar de lo cual, Hamilton (1967) y Rhem (1981) encuentran un coeficiente de fiabilidad que oscila entre 0.80 y 0.90. En relación con la validez, se ha encontrado una validez concurrente de 0.70, especialmente con la escala de Beck. Además, Hamilton (1967) encuentra que la escala discrimina entre hombres y mujeres, en el sentido de que las mujeres obtienen mayores valores en depresión que los hombres. 5.2.3. Beck Depression Inventory (BDI), diseñado por Beck, Ward, Mendelson, Mock y Erbaugh (1961), su confección está basada en una escala Guttman, y, como en el caso de la anterior escala, no debe utilizarse para diagnosticar, por sí sola, la depresión. Los síntomas y actitudes que parece medir hacen referencia a los siguientes aspectos: pesimismo/desaliento, tristeza, insatisfacción, sensación de fracaso, culpa, ideas de suicidio, sensación de esperar castigo, retractación social, llanto, irritabilidad, indecisión, distorsión de la propia imagen, enlentecimiento en la actividad, preocupación somática, baja libido, bajo peso, anorexia, fatiga, insomnio. Beck, Steer y Garbin (1988) sugieren que esta escala pone de relieve un síndrome general de depresión compuesto por tres factores intercorrelacionados: actitudes negativas hacia uno mismo, comportamiento deteriorado y alteraciones somáticas. -30-
Distintos análisis de fiabilidad (Beck, Ward, Mendelson, Mock y Erbaugh, 1961; Beck, 1970; Gallagher, Nies y Thompson, 1982; Beck, Steer y Garbin, 1988) ponen de manifiesto la bondad de este instrumento. En cuanto a la validez, diversos estudios enfatizan su validez discriminante y su validez concurrente; además, correlaciona con otras escalas, como la de Hamilton (Carroll, Fielding, y Blash, 1973) y el Minnessota Multiphasic Personality Inventory (MMPI). Es una escala que puede utilizarse tanto en ambientes clínicos como entre la población general. 5.2.4. General Health Questionnaire (GHQ), está formado por una amplia gama de ítems referidos a enfermedades psiquiátricas (particularmente ansiedad y depresión), teniendo la ventaja de que el propio paciente puede completarlo. Permite la detección de muchas enfermedades psiquiátricas, aunque, por sí solo, no debe usarse para realizar diagnósticos clínicos. Hay evidencia de relaciones directas entre el número de síntomas reseñados por el sujeto en el GHQ y la severidad de enfermedades psiquiátricas (Goldberg y Huxley, 1980); también hay estudios que evidencian la validez predictiva de la escala (Goldberg, 1985; Williams, 1987). En relación con la fiabilidad, se observan buenos resultados, tanto por el método de mitades (0.95), como por el procedimiento test-retest (0.51-0.90). Hay algunos estudios en los que, a partir de la obtención de correlaciones que oscilan entre 0.77 y -0.93, se pone de relieve su consistencia interna a partir del a de Cronbach. Además de los citados, y de otros ya clásicos (como el STAI de Spielberger, que se reseña más pormenorizadamente en el capítulo dedicado a la emoción de Ansiedad), hay otros cuestionarios con los que se puede medir también la depresión y la ansiedad. Entre ellos podría citarse el Hospital Anxiety and Depression Scale (HAD) y el Symptoms of Anxiety and Depression Scale (SAD). Existe, además, una serie de cuestionarios que están orientados específicamente hacia personas de la tercera edad, concretamente podría citarse el Geriatric Mental State (GMS), que se encuentra traducido al español. El Mental Status Questionnaire (MSQ), con el que puede medirse la orientación espacial y la memoria. Una forma reducida del anterior da lugar al Abbreviated Mental Test (AMT). 5.3. Medición del bienestar social 5.3.1. Inventory of Social Supportive Behaviours (ISSB), diseñado por Barrera (1981), está dirigido a un gran número de sectores poblacionales. Esta escala trata de medir la ayuda que un individuo ha recibido durante el mes anterior. Para ello, mide cuatro tipos de apoyo: emocional, instrumental, valoración informacional del apoyo y socializante. Uno de los problemas detectados en este cuestionario es que, en ocasiones, algunos ítems pueden medir o no sucesos reales de la vida inmediata de quienes responden, y, en otros casos, más que el apoyo de los que responden, mide los recursos disponibles de quienes se supone apoyan al individuo. Existen trabajos que evidencian una buena fiabilidad del cuestionario (Barrera, 1981; Barrera y Ainlay, 1983; Valdenegro y Barrera, 1983). Sin embargo, debido a determinados problemas relacionados con la interpretación de la escala, convendría realizar más investigación en relación a la fiabilidad del cuestionario. Con respecto a su validez, Barrera (1981) y Sandler y Barrera (1983) defienden la existencia de validez de constructo a partir de correlaciones que oscilan entre 0.38 y 0.41, encontradas entre la escala y una medición de sucesos cotidianos. Otros estudios (Barrera y Ainlay, 1983 y Stokes y Wilson, 1984), utilizando un análisis factorial exploratorio, llegan a la misma conclusión, encontrando tres factores: guía, apoyo emocional y -31-
apoyo tangible. 5.3.2. Social Support Questionnaire (SSQ), desarrollado por Sarason, Levine, Basham y Sarason (1983), trata de medir dos aspectos: por un lado, la disponibilidad de apoyo social, entendida como la percepción que tiene un sujeto de la existencia de un número de personas con las que contar cuando sea necesario; por otro lado, la satisfacción que cada sujeto experimenta con dicho apoyo. La idea en la que se basa este cuestionario plantea que la salud de los individuos se encuentra directamente relacionada con el grado de ajuste que éste tenga con su medio ambiente. Desde esta perspectiva interactiva sujeto-ambiente, la adaptación o capacidad del individuo frente a situaciones estresantes que se le planteen o que él mismo pueda crearse tiene una especial relevancia para su salud. Algunos estudios sobre la fiabilidad del cuestionario encuentran coeficientes a de 0.97 para la disponibilidad de apoyo y de 0.94 para la satisfacción con el apoyo social. En cuanto a su validez, los autores encuentran validez de constructo, y obtienen valores moderados para la validez predictiva (Sarason, Levine, Basham y Sarason, 1983). 5.3.3. Social Network Scale (SNS), basada en un trabajo de Hirsch (1980), ha sido posteriormente desarrollada por Stokes (1983). Hirsch (1980) consideraba que el apoyo estaba basado en la interacción que afecta a la habilidad de relación: guía, refuerzo social, ayuda, socialización y apoyo emocional. Por su parte, Stokes (1983) basó la escala en cuatro dimensiones de redes que juzgó importantes: tamaño de la red, número de personas cercanas al respondiente, número de familiares en la red y densidad de la misma. La medición se realiza pidiendo al sujeto que especifique el conjunto de interacciones con los miembros de la red en cinco áreas de actividad mantenida, así como el grado de satisfacción que conllevan dichas interacciones. Además, debe indicarse qué personas son familiares, y a quiénes pediría ayuda en caso de emergencia. No se han realizado análisis completos de fiabilidad y validez. Entre los problemas destacables de esta escala se encuentra el hecho de que no se considere un índice de la proximidad geográfica, o la frecuencia de contactos con los miembros de la red, y que no distinga entre diversos tipos de familiares o la naturaleza de los contactos (instrumental, etc.). 5.3.4. Family Relationship Index (FRI), desarrollado por Moos y Moos (1981) y Billings y Moos (1982), que trata de medir el apoyo intra-familiar. Está conformado desde tres aspectos: cohesión, mide en qué medida están comprometidos, ayudan y sustentan unos miembros de la familia a otros; expresividad, que mide hasta qué punto los miembros familiares están motivados para expresar directamente sus sentimientos; y conflicto, que mide hasta qué punto los miembros de la familia expresan agresión, conflicto o ira. Billings y Moos (1981) y Holahan y Moos (1981) encuentran un valor alto para la consistencia interna del cuestionario (0.89). En fiabilidad test-retest, Moos y Moos (1981) y Caldwell (1985) encuentran valores entre 0.52 y 0.89. En lo relativo a su validez, no hay referencias de su validez predictiva para la escala completa, si bien Billings y Moos (1982), en un estudio longitudinal, ofrecen resultados de validez predictiva para la subescala de relaciones familiares. Otras escalas que pueden ser reseñadas a la hora de medir el bienestar social son las siguientes: Interpersonal Support Evaluation List (ISEL), desarrollada por Cohen, Mermelstein, Karmach y otros (1985), trata de medir la disponibilidad percibida de apoyo en cuatro áreas: -32-
ayuda material, hablar de los problemas con los demás, comparaciones con los demás, personas con las que se colabora. Los autores indican la existencia de fiabilidad y validez. Self-Steem Scale (SSS), desarrollada por Rosenberg (1965), está basada en una escala Guttman, y trata de medir autoestima. El autor indica la existencia de buena fiabilidad para la escala, además de validez predictiva para la depresión, y validez de constructo. 6. NUEVAS PERSPECTIVAS EN MEDICIÓN DE LA SALUD En líneas generales, cada una de las estrategias que se han expuesto permite aprehender el estado de salud de un individuo en un momento concreto de su vida. Este hecho permite organizar las observaciones en diferentes grupos a los que se supone en distintas graduaciones evolutivas del estado de salud que se pretende observar. Desde esta perspectiva, la observación se inicia cuando el estado de salud ya se encuentra alterado, de tal forma que se trata de encontrar retrospectivamente cuál pudo ser la causa que motivó este estado. En sí mismas, estas premisas producen distorsiones cuando se trata de observar relaciones entre causas y efectos. Así, es muy fácil que se produzcan sesgos, ya sea cuando se trata de identificar la ocurrencia de un acontecimiento (posible cambio en el estado de salud), ya cuando se trata de evaluar la propia percepción, tanto de dicho acontecimiento, como de las propias respuestas (posibles síntomas). Un procedimiento que puede resolver problemas como el que acabamos de enunciar es la focalización hacia los estudios longitudinales, en los que se procede al estudio de la salud desde una perspectiva secuencial que permite anclar el punto de partida en individuos sanos desde ese buen estado de salud actual hacia la valoración de posibles modificaciones de dicho estado a lo largo del tiempo. Desde este enfoque, se registra/n la/s variable/s tomando sus valores en unidades temporales constantes y equiespaciadas, dando lugar a series de tiempo cuyo análisis puede abordarse en función de cuál sea el objetivo que guíe los intereses del profesional. Al respecto, pueden resaltarse distintas razones: a) Cuando el objetivo es simplemente conseguir una descripción de las características que envuelven al proceso en estudio (p.e. observar cómo es la evolución del estado de salud de un sujeto con una patología determinada). En este nivel se pretende comprobar cuál es la dinámica interna que subyace a cualquier proceso de salud, así como el funcionamiento de una sintomatología particular. Por tanto, se trata, de un estadio meramente descriptivo en el que las diferentes mediciones permiten acercarse al conocimiento objetivo del desarrollo del proceso que se pretende medir. b) Cuando el objetivo de análisis pretende construir modelos causales que expliquen la conducta de una determinada sintomatología en relación con otro/s síntoma/s, así como el desarrollo de modelos estructurales de conducta de salud que, tomado como hipótesis, justifique las observaciones. c) Cuando las pretensiones de la medición vienen orientadas hacia el pronóstico del comportamiento de los síntomas en relación con algún proceso de salud. En este orden de cosas, se considera que, tanto en el caso de la descripción de la conducta, como en el caso de la construcción de modelos causales, el comportamiento de la sintomatología en el futuro se basará en el conocimiento que se tenga del comportamiento de ésta en el pasado. d) Por último, cuando el profesional pretende el control del proceso de salud que generan las observaciones. Este control del proceso de salud puede ser planteado desde dos perspectivas: por un lado, observar las posibles modificaciones que aparecen en la sintomatología, tomada secuencialmente, cuando se alteran algunas condiciones, p.e. cuando se aplica algún tratamiento; y, por otro lado, establecer sistemas de intervención dirigidos a regular el proceso de salud hacia metas preestablecidas. -33-
En líneas generales, la medición de la salud desde la perspectiva secuencial hace necesario considerar que la información recogida conlleva determinadas características que han de tenerse en cuenta, como pudiera ser el hecho de que se están recabando datos del mismo individuo a lo largo del tiempo, hecho que plantea la no independencia entre las observaciones y, por ende, seguramente un alto grado de correlación entre los valores medidos. Este hecho orienta la medición hacia estrategias de análisis particulares que consideren tales aspectos. Así pues, cuando alguno de los cuatro objetivos que se han enumerado en líneas precedentes guían la medición de la salud, los procedimientos mediante los que abordar la medición y el análisis de los datos así derivados se encuentran recogidos en diferentes estrategias analíticas, como pudieran ser los modelos ARIMA (Box y Jenkins ,1970, 1976), el mecanismo de cointegración (Johansen, 1988), o los análisis de supervivencia. Esta estrategia de medición, ampliamente demandada, tanto desde una perspectiva general, como en el área de la salud en particular (McCain y McCleary, 1979; Hartman, Gottman, Jones, Gardner, Kazdin y Vaught, 1980; Kasl, 1987; Kobasa, 1988; DeFrank, 1988; Frese y Zapf, 1988; Arnau, 1981,1986,1995; Vallejo, 1986, 1996; Bono, 1994, Jara, 1995; Rosel y Jara, 1996), permite identificar la presencia de factores de riesgo para la salud o, en su caso, la aparición de algunos trastornos, así como las relaciones existentes entre factores de riesgo y trastornos o enfermedades; pero, además, permite también obtener conclusiones bastante fidedignas en torno a los estudios que puedan plantearse en el terreno de la salud, donde en ocasiones es bastante difícil establecer relaciones causales a partir de situaciones no experimentales, debido a la imposibilidad, en muchos casos por pura ética, de llevar a cabo experimentación. En definitiva, la medición de la salud desde la perspectiva longitudinal permite hipotetizar con mayor fiabilidad y validez determinadas relaciones causales en su ámbito, por lo que parece pertinente animar a los distintos profesionales implicados en esta parcela del conocimiento hacia su utilización.
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CAPÍTULO 3
DESARROLLO EMOCIONAL Y SALUD FAMILIAR Rosa Ana Clemente Estevan y Lidón Villanueva Badenes El cambio emocional desarrollado durante las épocas infantiles afecta al bienestar de la familia en la medida en que los miembros de ésta se comprometen, también emocionalmente, al crecimiento humano de los niños nacidos en su seno. Los miembros adultos de los grupos familiares se responsabilizan, como individuos de una especie, de socializar a sus recién nacidos dentro del grupo de los humanos. Este compromiso lleva acarreado el de acoger las características innatas de los recién nacidos, entre ellas las manifestaciones emocionales, y conducirlas de forma adaptada, económica y con garantías de éxito, de acuerdo con las exigencias de la sociedad adulta en la que la familia desea socializar al nuevo bebé. De cómo se produce esta adaptación, de los procesos cognitivos, sociales y afectivos que la acompañan, así como de sus consecuencias para la salud psicológica del niño y del resto de los miembros familiares, tratarán las próximas líneas. Para un mejor desarrollo de este capítulo se ha creído conveniente organizarlo en dos subapartados. El primero de ellos, compuesto a su vez por cuatro epígrafes, trata de introducir al lector en algunos de los planteamientos que subyacen al desarrollo emocional. Se han considerado especialmente los cambios emocionales que experimenta el niño en su desarrollo y las referencias al apego como manifestación emocional que capitaliza las relaciones afectivas entre adultos y niños. Asimismo, se han tenido en cuenta las características de estilo de comportamiento infantil que se reconocerían como temperamentales o de personalidad, y la socialización de las emociones mediante su comunicación a terceros. La segunda parte del capítulo se corresponde con las implicaciones problemáticas asociadas a la regulación emocional. En este sentido, se han tenido en cuenta los trastornos derivados de una excesiva e inadaptada expresión de las emociones (externalizantes), los trastornos relacionados con la inhibición emocional (internalizantes), y los problemas procedentes de sentimientos de soledad en el niño que impiden la comunicación de emociones a los demás. 1. CAMBIOS EMOCIONALES CON EL DESARROLLO. DIFERENCIAS INTERINDIVIDUALES Si bien Darwin propuso que la expresión de las emociones era innata y universal, resulta paradójico comprobar cómo las primeras propuestas emocionales no tenían formulación evolutiva. Sólo más tarde, en años relativamente recientes, los científicos se han sentido interesados por estudiar el cambio emocional infantil, especialmente si hacemos referencia a su investigación más molecular y detallada. Se podrían resumir en dos las propuestas teóricas existentes en la actualidad para explicar las emociones infantiles y su desarrollo. La primera es la llamada teoría de las emociones diferenciales, cuyos representantes más conocidos son Izard y Malatesta (1987). Esta opción teórica propugna la existencia en el inicio de la vida de algunas emociones básicas de carácter innato. A medida que el niño crece, estas emociones fundamentales se van modificando y diferenciando, de forma que el resto de las emociones culturalmente conocidas van siendo progresivamente ejercidas y reconocidas a lo largo del segundo y tercer año de vida. Este enfoque teórico, en la medida en que hace hincapié en la emocionalidad innata, orienta al estudioso de las emociones infantiles, hacia aspectos maduracionales y estructurales. La segunda propuesta teórica es la conocida como de los sistemas dinámicos, en la cual las principales aportaciones proceden de Fogel y sus colaboradores (Fogel, Nwokah, Dedo, -35-
Messinger, Dickison, Matusov y Holt, 1992). Según sugiere esta teoría, la emociones no están provocadas por programas innatos propios, sino que una serie de componentes innatos se desencadenan como resultado de los modos de interacción de unas personas con otras. Las emociones surgirían, por tanto, fruto de la interacción entre el niño y su ambiente. Como puede observarse tanto para una opción como para la otra, las experiencias emocionales humanas se enraizan en procesos más o menos generales e interactivos, pero ligadas siempre a tiempos previos al nacimiento. Descriptivamente, las emociones se desarrollan a lo largo de los tres primeros años de vida. No parece posible describir emociones concretas en los primeros momentos tras el nacimiento, sin embargo se sabe que en momentos muy próximos al nacimiento los bebés demuestran sentir interés, disgusto y felicidad o contento. Otras emociones primarias que aparecen entre dos/tres meses y seis meses son la cólera, la tristeza, la sorpresa, la angustia y el miedo. Está demostrado empíricamente cómo desde el nacimiento los bebés muestran interés mirando fijamente a un estímulo que atrae su atención. Además, se sabe que el interés de un niño hacia un objeto o estímulo, desciende con el paso del tiempo y se recupera cuando un nuevo estímulo entra en acción. Estas fases de cansancio y activación han sido y están siendo muy productivas de cara a lanzar nuevas hipótesis sobre el desarrollo sensorial y perceptivo. En lo que respecta al disgusto, éste puede provocarse como respuesta a sabores agrios u olores desagradables (Rosenstein y Oster, 1988). Sin embargo, las expresiones emocionales negativas no están bien diferenciadas en los primeros momentos de vida infantil. No hay una asociación clara entre estímulos y expresiones emocionales, de forma que el disgusto, el miedo, la cólera o la angustia, etc., no son claramente observables en respuesta a elicitadores concretos. La sonrisa es la prueba expresiva de los estados emocionales positivos. Como señal de felicidad y contento no tiene elicitadores claros y, como es bien conocido, en los primeros momentos se sonríe incluso durante el sueño. A los tres meses, la sonrisa tiene claramente valor social y, por tanto, de respuesta y provocación a las otras personas del entorno. En cualquiera de ambos casos, también en los primeros momentos, la sonrisa es siempre un facilitador de las interacciones positivas con los demás. El miedo suele provocarse experimentalmente con algún objeto amenazante, ruidos, abismos visuales o la presencia de un extraño. Según datos de Scarr y Salapatek (1970), los niños apenas muestran miedo antes de los siete meses a ninguno de estos elicitadores; sin embargo, a partir de los siete meses, los mejores elicitadores fueron la desaparición de su madre y el abismo visual. Los niños de más de dos años y durante toda la infancia tienen miedo a la oscuridad, los monstruos, los malos sueños y a los peligros físicos. En la pubertad, el sentimiento de miedo y temor es prácticamente semejante al de los adultos. La interpretación de las expresiones emocionales de los otros, también es, si no innata como pensaba Darwin, sí muy precoz. Casi todos los autores están de acuerdo en aceptar que con mucha rapidez los niños copian o imitan tempranamente las expresiones emocionales básicas expresadas con la cara (especialmente de su adulto cuidador), de forma que demuestran tener un cierto grado de comprensión intermodal de las expresiones de los otros (Field, Woodson, Greenberg y Cohen, 1982). Por ejemplo, Sorce, Emde, Campos y Klinnert (1985), realizaron un experimento usando “un abismo visual superable” mediante el que comprobaron cómo niños de doce meses capaces de superarlo no se animaban a hacerlo si sus madres al otro lado mostraban expresiones de miedo, mientras que la mayor parte de los niños cuyas madres mostraban rostro feliz se animaron a cruzar. Otras emociones reconocidas como secundarias están ligadas al desarrollo cognitivo y no -36-
aparecen de forma incipiente hasta el segundo año de vida, por ejemplo: la vergüenza, la pena, la culpa o el orgullo. Estas emociones secundarias exigen el reconocimiento de sí mismo, así como de las reglas de conducta que permiten autoevaluarse cognitivamente. Dado pues el casi innegable carácter innato de las emociones tempranas o de sus componentes y su valor fundamental para la interacción interpersonal, las diferencias individuales surgen de las posibilidades que los niños y sus compañeros de vida familiar tienen de regularlas y controlarlas, de socializarlas, en definitiva, en un sentido más adaptado y aceptable para la convivencia. Varios factores intervienen en esta posibilidad de regulación. Sin duda, son la edad, el género y las variables educativas del medio familiar las más importantes de entre ellas. La edad demuestra ser un buen elemento para predecir la mejora de las posibilidades del control emocional infantil. Tanto los gritos, como los llantos o las rabietas son mucho más frecuentes en niños pequeños que entre mayores. Actualmente ya no es tan frecuente, pero las viejas descripciones de los cambios evolutivos hacían referencia a épocas en la temprana infancia de negativismo, disrupción, conflictividad, como evolutivamente normativas, que un nuevo ciclo de edad contribuía a suavizar (Gesell e Igl, 1972). Por otro lado, algunos desarrollos emocionales normativos para una edad son índice de patología en otra. Esto ocurre, por ejemplo, con la afectividad extrema hacia el adulto de apego; de tal forma que estar enmadrado podría ser un buen síntoma de apego seguro a los dieciocho meses, pero sería indicativo de sobredependencia emocional si el niño tuviera seis años. Muchos sucesos evolutivos tienen valor por las repercusiones funcionales que plantean para el control del exceso emocional y para la socialización de la expresión de las emociones. Así, comenzar a gatear, controlar la posición de sentado y, por supuesto, caminar, permiten al bebé conseguir objetos por sí mismo, desplazarse hacia donde está su juguete preferido o ir hacia su madre, sin necesidad de llorar o gritar para conseguir los mismos resultados. De forma todavía más relevante, llegar a desenvolverse aceptablemente en la lengua de su medio, como se verá más adelante, es sin duda el instrumento más importante de los que se producen con el cambio evolutivo, que conlleva la posibilidad de modificar la forma de expresión de las emociones. Si son capaces de comprender y expresarse, aunque sea de forma poco fluida o incipiente, los niños descubren la posibilidad funcional de regular la acción de los otros mediante el uso de enunciados lingüísticos. La edad no sólo suaviza y socializa los procesos emocionales, sino que, en muchos casos, contribuye a variarlos y, si existen problemas en el medio, colabora a su empeoramiento. De esta forma, los problemas de carácter oposicional, en general más frecuentes en los niños pequeños (su prevalencia patológica es de entre 6-9 %), se van trasformando en casos especiales, en problemas más graves de conducta, a medida que los niños se van haciendo mayores. De la misma forma, la agresión, la expresión de la cólera y el ejercicio externo de una emocionalidad descontrolada se pueden ir afianzando con la edad si las circunstancias del medio son adversas. Por otra parte, la ansiedad y las manifestaciones emocionales de tristeza y angustia aumentan con la edad. Según datos de Achenbach, McConaughy y Howell (1987) se registran aumentos de la preocupación paterna por estos problemas entre tres y ocho años. Por su parte, los preadolescentes informan de una mayor ansiedad social que los niños más pequeños, y esto parece relacionarse con el hecho de que los preadolescentes se preocupan más por los factores de auto-representación típicamente asociados con la ansiedad social, por ejemplo, la evaluación de la propia conducta por los demás (Crick y Ladd, 1993). Otros autores destacan su aumento hasta la adolescencia o incluso hasta edades adultas. -37-
Únicamente los problemas de ansiedad o angustia por la separación son más frecuentes en los niños pequeños, los propios procesos evolutivos explican estas variaciones con la edad. La angustia de separación debe estar superada, tal como comentaremos en páginas posteriores, a los cinco años; edad en la que la socialización infantil pasa por solucionar estos problemas de separación. En la práctica, resulta frecuente que los monitores y responsables de campamentos o colonias informen de algunos niños que sienten en exceso la ansiedad por la separación y el reencuentro, sin embargo, este tipo de ansiedades (estar triste después de finalizar una visita paterna, necesitar llamar por teléfono, etc.) demuestra temor ante la pérdida de la protección paterna, pero es cada vez más raro a medida que se acerca el niño a la pubertad. Empíricamente muchos investigadores encuentran diferencias entre las experiencias emocionales descritas por niños y niñas, es decir diferencias en función del género (Brody y Hall, 1993). Creemos que en buena medida las diferencias son atribuibles a diferencias en la socialización y crianza que ambos géneros reciben culturalmente. Los datos indican que las niñas tienen tendencia a expresarse con más frecuencia emocionalmente, son más propensas a demostrar sus estados emocionales, tanto facial como verbalmente. Los niños por el contrario, tienen tendencia a ser menos expresivos y a ejecutar acciones como desahogo emocional. Probablemente, por razones educativas, o por la adaptación de los géneros a los estereotipos, el ejercicio de formas de expresión externalizantes es muy permeable a las diferencias de género, de forma que las niñas registran significativamente muchos menos procesos agresivos que los niños en cualquiera de los ambientes en los que han sido evaluados. En realidad, existen pocos trabajos que hayan estudiado las manifestaciones de la agresión en las chicas, la mayoría de los estudios sobre conductas externalizantes escogen exclusivamente muestras de género masculino (Pope, Bierman y Mumma, 1991; Bierman, Smoot y Aumiller, 1993). La explicación de esta escasa incidencia o reconocimiento de la agresión en las niñas puede deberse a que éstas presentan un tipo de agresión más sutil e indirecta, difícilmente observable (French, 1990). Por otra parte, la expresión de cólera por parte de las chicas no parece estar muy acorde con las expectativas de expresión del afecto de nuestra cultura, y esto se refleja en la manifestación diferencial que de la agresión hacen chicos y chicas. En un estudio reciente, Crick y Grotpeter (1995) han probado empíricamente la diferenciación entre la agresión exhibida por el género masculino (de tipo abierto: agresión física, verbal), y la mostrada por el género femenino (de tipo relacional). Esta agresión de tipo relacional consiste fundamentalmente en atentar contra las amistades y sentimientos de pertenencia al grupo de otras personas. Por ejemplo, negándole la palabra, aislándola, extendiendo rumores sobre ella, etc. Sin embargo, respecto a la ansiedad son las niñas las que claramente presentan mayores niveles, acentuándose las diferencias a medida que aumenta la edad. Como en otras experiencias emocionales, las diferencias podrían explicarse por las diferentes expectativas que las convenciones sociales, tienen de ambos sexos. Así, probablemente los chicos se sientan igual de ansiosos en situaciones sociales, sin embargo son más reacios a admitirlo y a mostrarlo que las chicas. Finalmente, el propio control externo, así como las técnicas educativas que ejercen los adultos que cuidan a los niños, contribuye a que estos vayan interiorizando y asumiendo la adecuación social entre los sucesos y la expresión emocional manifiesta. Esta socialización de las emociones viene dada por diversos mecanismos que tienen lugar en el contexto familiar y en el contexto de los iguales: la imitación de un modelo, el refuerzo, etc. Por ejemplo, los bebés de madres deprimidas muestran más expresiones de tristeza, probablemente porque imitan aquello que ven con más frecuencia (Pickens y Field, 1993). Las diferentes técnicas de aprendizaje explicarían, como ya explicó Watson, la expresión diferencial -38-
de algunas emociones. Así, el miedo desproporcionado a los animales o a la oscuridad, que demuestran tener algunos niños (Genovard, 1982), sólo se explicaría por condicionamientos indeseables que, dada la edad del niño, se han producido en el seno familiar. Por otro lado, también parece un hecho comprobado el que las madres refuerzan con mayor frecuencia las expresiones de placer en sus bebés, que las muestras de dolor (Keller y Scholmerich, 1987). Todas estas experiencias cotidianas son las que ayudan al niño a identificar y a etiquetar las emociones, a través de expresiones faciales y del lenguaje empleado por los padres: “Pareces enfadado”, “!Qué contento estás hoy!”... Por todo esto, las características ambientales que rodean al niño son otro factor de regulación de la expresión emocional. Intentando probar las razones de las diferencias individuales respecto al temperamento, algunos autores han encontrado cambios en los niños en función del ambiente familiar. El estudio más serio, en este sentido, es el llevado a cabo por Belsky, Fish e lsabella (1991), los cuales encontraron cambios en las expresiones emocionales positivas y negativas en niños de entre tres y nueve meses a partir del examen de una serie de variables paternas. En particular, encontraron que los niños que empeoraron en el grado de expresión de su emocionalidad tenían padres que demostraron estar menos positivamente orientados hacia sus matrimonios antes de que los niños hubieran nacido, así como hacia el propio hecho de tener hijos. A la inversa, los niños que mejoraron pertenecían a grupos familiares más afectuosos, con madres que demostraban ser más responsivas y armoniosas. En otro estudio (Cummings, 1987), se demostró cómo la exposición a demostraciones emocionales diferentes variaba el comportamiento interactivo-agresivo de dos niños que estaban jugando juntos, de forma que los comportamiento agresivos aumentaban en los niños que inmediatamente antes habían sido testigos de argumentos de enfado y cólera de un adulto. La interacción agresiva aumentaba en las parejas de niños que habían observado varias veces la expresión emocional negativa del adulto. Si bien este experimento se realizó con adultos extraños, todo hace suponer que algo semejante pueda ocurrir si los adultos son familiares. Mediante el modelado los niños pueden aprender que la agresión es una buena vía para solucionar conflictos, además pueden aprender a interpretar como aceptables propuestas que, en otros niños de otras familias menos emocionales, tienen carácter neutral. Por supuesto, las convenciones del ambiente extra familiar también contribuyen a la socialización de las emociones. En un principio, las emociones del bebé se corresponden fielmente con la realidad, pero con el tiempo aprenden a controlar los sentimientos. Según Vasta, Haith y Miller (1996), estos intentos de encubrir las emociones provienen de una comprensión creciente de las reglas de expresión emocionales de su cultura. Por ejemplo, los chicos pueden percibir como expectativas de su cultura el que no es muy adecuado que exhiban sus sentimientos, mientras que en las chicas la expresión emocional sí es aceptable. Estos argumentos se ven claramente afianzados si añadimos las aportaciones que se derivan de las diferencias culturales en la expresión de la emocionalidad. Así, por ejemplo, se suele describir a los niños y adultos orientales como más inhibidos y controlados que los niños y adultos occidentales. Sus diferencias se atribuyen a la valoración positiva que la cultura oriental hace del autocontrol y de la inhibición conductual (Chen, Rubin y Sun, 1992). Los propios padres se muestran más preocupados cuando el comportamiento indeseable de sus hijos coincide con áreas valoradas por la cultura en la que viven. Así, los padres de los niños de Kenia parecen estar más preocupados por los problemas de ansiedad o miedo en sus hijos, mientras que los padres de los niños americanos describen fundamentalmente problemas de desobediencia o contestaciones (Weisz, Sigman, Weiss y Mosk, 1993). La interpretación de estas diferencias es, a juicio de los autores, la combinación entre los comportamientos infantiles y las -39-
expectativas paternas entre las dos sociedades, así mientras los niños americanos crecen en ambientes permisivos, los niños de Kenia sufren una crianza mucho más estricta y controlada. 2. LA RELACIÓN DE APEGO Y SUS MANIFESTACIONES EMOCIONALES El apego, como relación afectiva que conecta biológicamente a las criaturas con sus cuidadores, es el sentimiento fundamental que proporciona la base segura sobre la que desarrollar emociones positivas y controlar y socializar las emociones negativas. Bajo la relación de apego subyacen, probablemente, las emociones más positivas e intensas que los humanos sentimos durante toda nuestra vida. La afirmación anterior, que parece exagerada, no lo es tanto si pensamos que es el tipo de vínculo que mantiene apegadosrelacionados a los recién nacidos con los adultos (especialmente con uno) que le rodean. Estos, a cambio, se ocupan de su alimentación, cuidado y crianza; sin embargo, a pesar de que estas funciones son fundamentales resultan, con toda probabilidad, las menos importantes de los beneficios que el apego genera para la criatura. El apego exige el contacto corporal, el intercambio de emociones y de recursos simbólicos. El amor entre individuos que se desarrolla es la base sobre la que se asientan las diferencias entre el mundo de objetos y el mundo humano (Trevarthen, 1993), también los inicios de la comunicación y posteriormente el propio lenguaje de la comunidad (Bloom, 1989). En definitiva, el apego es el sentimiento que mantiene y da energía a la relación entre las criaturas y los adultos próximos y que, por tanto, contribuye a apoyar la transformación de los primeros en individuos socializados. Como es bien conocido, Bowlby usó este término para explicar la tendencia de las criaturas humanas, así como la de los mamíferos en general, a relacionarse emocionalmente con sus adultos próximos. Los autores que tras Bowlby han investigado sobre este tema se han interesado especialmente en las implicaciones que las relaciones de apego tempranas tienen en el posterior desarrollo emocional, especialmente en lo que hace refencia a la separación de la figura de apego, a las tipologías de la vinculación y a los problemas de la carencia o la escasa vinculación. Según describe la teoría del apego, esta relación se ocupa de mantener el necesario contacto con la persona de apego para conseguir su protección y cuidados, es por esto por lo que la separación de la figura de apego activa las manifestaciones emocionales de alarma (gritos, llantos, etc.), la conocida habitualmente como angustia de separación o emoción cuya ejecución conductual busca conseguir restaurar la proximidad de la figura de apego. Además, por la relación que liga el subsistema emocional con el subsistema de exploración, la separación provoca un descenso de la exploración y en general de todo tipo de actividad cognitiva (el juego espontáneo o las vocalizaciones, por ejemplo). Los niños necesitan estar seguros de la proximidad de su figura de apego para desarrollar todas sus competencias activo-cognitivas. En numerosas ocasiones los niños son separados de forma traumática de sus figuras de apego: hospitalizaciones, internamientos, escolaridad, etc. En general, siempre que se trate de niños que se encuentran en la segunda mitad de su primer año de vida, y hasta que la edad infantil permite la construcción y utilización cognitiva del llamado “modelo interno activo” (Goicoechea, 1991), las consecuencias de la separación serán la explosión emocional, la búsqueda activa de su figura de apego y el cese de las conductas exploratorias. Basándose en las consecuencias de la separación, Mary Ainsworth, una de las seguidoras de Bowlby, ha investigado acerca de las correlaciones entre la calidad de la relación que el adulto dispensa al niño o niña y el tipo de vinculación que como resultado se establece. Así las madres que responden a las propuestas infantiles, que son sensibles a sus demandas, accesibles a sus necesidades y cooperadoras en las actividades conjuntas, durante el primer año de vida de un -40-
niño, tienen más probabilidades de que su hijo desarrolle una relación de apego seguro (Lamb, Thompson, Gardner y Charnov, 1985); mientras que adultos menos atentos, sensibles y cooperadores podrían contribuir a desarrollar en sus hijos vinculaciones inseguras, bien sean ansiosas u hostiles. Según los datos que aporta la literatura, el apego seguro (aproximadamente un 65% de los bebés reacciona de esta forma) se caracteriza por la confianza en la persona de apego; la tolerancia a medios extraños y la exploración libre y confiada siempre que su cuidador/a esté presente; así como las reacciones angustiosas cuando su figura de apego desaparece y de alegría cuando la recuperan. Por el contrario, los apegos inseguros parecen trasformar a los niños en personas más indiferentes a la presencia o ausencia de su cuidador/a, no dan muestras de tristeza cuando su madre se va, ni de alegría al recuperarla (Clemente y Goicoechea, 1996). Las implicaciones clínicas y patológicas que se derivan de estas diferencias en la vinculación han sido numerosas. Exponemos a continuación las relacionadas con la depresión infantil y el maltrato. En páginas posteriores, y relacionándolas con el temperamento infantil, se comprobará el efecto de la relación vincular en la interacción con los iguales. Desde la teoría del apego, la relación padres-hijo constituye un factor de riesgo para la depresión. Por ejemplo, un niño que desarrolle una relación de apego inseguro tiene mayor probabilidad de percibir el mundo como impredecible o amenazante, y por lo tanto mostrar una menor competencia, una menor exploración del medio y una mayor indefensión (Armsden, McCauley, Greenberg, Burke y Mitchell, 1990). Esta desesperanza puede generalizarse a la vida en general, lo cual produce una pérdida de la autoestima del sujeto y propicia la aparición de depresión clínica. Este hecho puede verse agravado por dificultades con los iguales, ya que se ha comprobado cómo los niños depresivos desarrollan una menor actividad social y expresan en menor medida emociones y afectos (Kazdin, Esveldt-Dawson, Sherick y Colbus, 1985). Ahora bien, ¿qué vinculación hacia sus adultos desarrollan los niños con contactos interpersonales difíciles y escasos?, ¿qué ocurre con aquellos niños que viven en hogares caóticos donde las interacciones interpersonales no existen o son agresivas? Si analizamos los escasos vínculos que se establecen entre padres e hijos, en los casos de maltrato, éstos se pueden clasificar en al menos tres diferentes patrones de relaciones de apego. Según Díaz Aguado (1996), existen, en primer lugar, niños sin vínculos estables, es decir, niños que son o han sido abandonados por sus adultos, han vivido en instituciones o han cambiado muchas veces a lo largo de sus cortas vidas de adultos protectores; en segundo lugar, niños que viven en familias caóticas e imprevisibles en las que no existe organización ni ningún tipo de relación pautada (por ejemplo, niños en hogares en los que existen problemas de drogodependencia); y finalmente niños que mantienen relaciones con los adultos, pero que éstas se producen de forma violenta. Cabe comentar, en respuesta a las interrogantes anteriores, uno de los casos más dramáticos relacionado con la escasa vinculación paterno-filial: la violencia en el seno familiar que da como resultado los niños maltratados. Estos casos se manifiestan a través de omisiones por parte de los padres en cubrir necesidades básicas (alimento, aseo físico), así como omisiones en satisfaccer necesidades superiores (afecto, protección), llegando incluso en algunos casos al maltrato físico activo. La negación, el ocultamiento de estas situaciones (la llamada conspiración del silencio), así como la nula expresión emocional de los sentimientos que atraviesan todos los miembros familiares, son algunas de las características básicas de esta situación. Si se piensa, tal como nosotros mantenemos, que las emociones son instrumento de expresión de los humanos y por tanto funcionales en la interacción interpersonal, se entenderá cómo es posible reconocer que ciertas emociones atípicas surgen y se mantienen en ambientes -41-
atípicos, donde son funcionalmente útiles para la interacción. Una de las propuestas más repetidas por los autores es aceptar que las personas que expresan cólera en sus interacciones con los demás suelen obtener provecho del ejercicio de esa emoción, por ejemplo, consiguen imponer sus opiniones a los miembros más débiles de su familia o de su grupo de amigos. Los niños que son agresivos, con frecuencia se han criado en hogares con padres agresivos donde los gritos, la agresión y las propuestas coléricas son funcionales. En estos hogares la expresión fuerte e incontrolada de los deseos y sentimientos suele ser lo habitual y además llega a convertirse en la herramienta aprendida por el niño que después tiende a utilizar en otros ambientes. El niño considera la violencia como un patrón común de relación, y en ocasiones como la única forma de llamar la atención de sus padres. 3. EL TEMPERAMENTO COMO FUNDAMENTO DE LA CONDUCTA EMOCIONAL A pesar de la variabilidad de opiniones respecto al significado del temperamento en la explicación del cambio infantil, así como la falta de unanimidad en definir sus características y efectos (Goldsmith y Alansky, 1987), analizamos su valor como elemento personal que permite entender el estilo de respuesta infantil ante la estimulación del entorno. Suele ser más explícito reconocer en el temperamento infantil el estilo de acción: cómo se actua o cómo se responde a algo. Sería por tanto uno de los constructos psicológicos que más contribuye a la unicidad del ser humano. Campos, Barret, Lamb, Goldsmith, y Stenberg (1983) aseguran que el temperamento está basado en las mismas estructuras innatas que organizan la expresión de las emociones. El modelo de temperamento que más se aproxima a este tipo de sugerencias innatistas es el propuesto por Buss y Plomin (1975). Este modelo, de concepción biologicista, considera el temperamento como aquellos rasgos de la personalidad que se manifiestan tempranamente. Muestra además, una de las relaciones más conocidas entre las manifestaciones del temperamento y la emocionalidad. Según estos autores el temperamento de un bebé puede evaluarse, básicamente observando sus reacciones emotivas y activas a partir de cuatro dimensiones: emocionalidad, sociabilidad, actividad e impulsividad. La primera dimensión, hace referencia explícita a la relación que nos ocupa, especialmente en referencia a las emociones negativas. Los niños con fuerte temperamento serían aquellos que muestren excesivas reacciones de llanto, cólera o intranquilidad. La sociabilidad también está próxima al comportamiento emocional, en la medida en que evalúa el grado de deseo interactivo que muestra el bebé, así como la frecuencia de iniciativas y respuestas a situaciones de contacto con otros. La actividad hace referencia a la activación general del sistema motor. La relación con la emocionalidad se establece por las referencias a la ejecución motriz con que suelen finalizar los procesos emocionales. Finalmente, la impulsividad evalúa el tiempo de reacción, la rapidez con que se responde (mediante acciones y emociones) a los estímulos del medio. El papel del temperamento infantil se considera una primera aportación que puede resultar decisiva si algunos factores ambientales contribuyen a acrecentar sus efectos en un sentido indeseable. En general, los temperamentos difíciles de los niños se transforman en muy problemáticos cuando éstos viven en hogares con problemas económicos, con estrés social, lo que a su vez se alía con la mala relación familiar. En ocasiones los padres no tienen suficiente tranquilidad emocional como para controlar a sus hijos de forma sistemática, organizada y con propuestas de modelos correctos, puesto que la propia situación socio-económica que ellos viven les impide ocuparse de sus hijos y por tanto afrontar el problema de un temperamento difícil con -42-
unas mínimas garantías de éxito. Se han encontrado algunas evidencias que relacionan temperamento infantil con las prácticas educativas paternas, de forma que se produce interacción recíproca entre un actuante y otro. Es bastante probable que bebés muy llorones y con tendencia al desconsuelo pongan a prueba en cada momento las capacidades de interacción de su adulto cuidador, de manera que si éstos son rígidos, y poco receptivos, podrían desarrollar apego inseguro con más probabilidad que otras madres más flexibles, capaces de activar comportamientos positivos en sus hijos (Mangelsdorf, Gunnar, Kestenbaum, Lang y Andrews, 1990). De cualquier forma, y generalizando contextos interactivos, el temperamento infantil y el tipo de lazo afectivo que se establece con los padres, constituye a su vez una variable predictora del tipo de relaciones que el sujeto establece con sus iguales. La interacción del niño con los padres moldea las expectativas que posee sobre los demás sujetos con los que puede interactuar. Por lo tanto, un niño que posea una relación de apego segura desarrollará un “modelo operativo” o imagen responsiva de sus padres, que hará que desarrolle expectativas positivas sobre los demás, las cuales a su vez elicitarán con más probabilidad respuestas positivas de los demás hacia él (Elicker, Englund y Sroufe, 1992). Por otra parte, una relación de apego negativa se transferirá a las relaciones con los demás, ya que incluso se ha comprobado cómo los altos niveles de afecto negativo entre padres e hijos se asocian con una menor habilidad para manejar las emociones negativas. Se puede decir que el niño aprende patrones específicos de emociones en el seno familiar, que luego utiliza en las interacciones con los iguales (Calkins, 1994). A este respecto, Rubin y Coplan (1992) explican en un modelo teórico no comprobado empíricamente, el desarrollo en el niño de problemas de adaptación con sus iguales. Estos autores establecen dos vías que conducen al aislamiento y al rechazo entre los iguales: la vía del apego hostil y la vía del apego inseguro y ansioso. La primera de estas vías comienza cuando los padres perciben a su bebé como molesto, hiperactivo y de carácter difícil. Estos bebés normalmente desarrollan relaciones agresivas y poco responsivas con sus padres, marcadas por un afecto negativo en comparación con los bebés sin problemas. Y esto es precisamente lo que predomina en sus posteriores interacciones con los iguales: hostilidad, ira, agresión, impulsividad, etc. Si tenemos en cuenta que la agresión es una de las principales causas de rechazo entre los iguales, no es de extrañar que este niño agresivo acabe siendo rechazado. Este rechazo implica como consecuencia una exclusión, un aislamiento del grupo, cuyo pronóstico a largo plazo sería la aparición de trastornos externalizantes. Respecto a la segunda vía de aislamiento y rechazo, esta comenzaría a partir de bebés con predisposición biológica para presentar un umbral de activación especialmente bajo ante diversos estímulos sociales o no sociales. Las reacciones de los bebés ante los estímulos, los cambios o novedades, pueden molestar a los padres, quienes reaccionarían de forma insensible, no responsiva y poco afectuosa. Esto crearía unas relaciones inseguras, ansiosas y de inhibición con los padres, que posteriormente se extenderán al contexto de los iguales, mostrando una conducta aislada frente al grupo. La secuencia posterior sería la siguiente: el niño se aísla del mundo de los iguales, pierde oportunidades para desarrollar las habilidades derivadas de la interacción con los iguales, y por tanto continúa reforzando su aislamiento. El niño aislado acaba siendo rechazado, con pronóstico de trastornos internalizantes a largo plazo. Como puede comprobarse, a pesar de que Rubin y Coplan (1992) consideran principal la influencia continua del temperamento infantil en las relaciones futuras que el niño establece, también es evidente la importancia del lazo padres-hijo (apego) como prototipo de posteriores relaciones.
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4. LA COMUNICACIÓN, EL LENGUAJE Y LA AUTOCONCIENCIA EMOCIONAL Según la mayoría de los autores, la expresión de algunas emociones es uno de los primeros sistemas de comunicación utilizados por los bebés con sus cuidadores. Así, la necesidad de comida, cuidado, limpieza o amor, o al menos las señales interpretadas de alguna de estas formas por los adultos-as cuidadores, están funcionalmente expresadas por unidades comunicativas que los niños son capaces de emitir y los adultos de interpretar. Los estudios empíricos han demostrado cómo los llantos, gritos, eructos, arrullos, movimientos de la boca, ojos o frente, es decir un buen repertorio de conductas expresivas orales o gestuales, tienen emisión universal -por parte de los recién nacidos- e interpretación universal rápida y eficaz por el lado del adulto interlocutor. Así, según informan Izard, Heubner, Risser, Mc Guinnes y Dougherty (1980) los escolares son ya capaces de identificar con porcentajes que rondan el 70% de éxito las expresiones de felicidad, tristeza y sorpresa, y con porcentajes algo menores, pero significativos, la cólera y el disgusto. Ahora bien, es evidente que, dada la escasa diferenciación de los comportamientos infantiles, el valor interpretativo de estas expresiones emocionales tiene significado funcional o pragmático, es decir sirven para ser atendidos, escuchados o jaleados, y sin duda, tienen extraordinario valor adaptativo para la supervivencia de la especie. Cuando el niño, aproximadamente durante su segundo año de vida, empieza a ser capaz de adentrarse en la lengua de su comunidad, la posibilidad de comunicar más exactamente su emocionalidad, así como de interpretar con mayor diferenciación las de los demás, mejora. Pueden hablar acerca de lo que les ha producido miedo o alegría sin tener que expresarlo únicamente mediante movimientos faciales. Algunas de las primeras palabras frecuentes entre nuestros niños tratan de adentrarse en este mundo emocional, ofreciendo posibilidades a los niños de decir lo que sienten, y a los padres de mejorar los instrumentos para el control de los excesos emocionales. Así, “susto”, “pupa”, “tonto”, “feo”, son holofrases que se utilizan como instrumento para mejorar y diferenciar diferentes emociones que es necesario expresar de forma socializada hablando acerca de ello- cuanto antes. Dunn y Brown (1991) comentan en qué medida cuando se es capaz de expresarse verbalmente, aunque sea de forma muy sencilla y pobre, los padres consiguen evitar pataletas, rabietas, gritos y llantos a base de la apropiación que el niño hace del significado de las palabras que va aprendiendo. Según algunos autores (Johnson, 1988), los niños en edad preescolar ya son conscientes de sus estados mentales: saben cuándo están tristes, cuándo quieren algo o cuándo han cometido un error. Generalmente poseen estas emociones mucho antes de poder expresarlas verbalmente. Sin embargo, es con el lenguaje como se ofrecen pruebas evidentes de autoconciencia emocional. Hacia los dos años, casi todos los niños emplean palabras para los estados perceptivos “veo”, “oigo”, y volitivos “quiero”; sin embargo, las referencias a estados emocionales son más escasas. Principalmente los términos se refieren a emociones básicas como felicidad, tristeza, enfado y miedo, tal como se ha comentado en el párrafo anterior (Wellman, Harris, Banerjee y Sinclair, 1995). También parecen ser más frecuentes las referencias al “yo” que las referencias a los demás. Esto es importante puesto que significa que los niños, al principio, son conscientes de sus estados emocionales, y posteriormente, interpretan la conducta de los demás proyectando sus propios estados mentales en los otros (Harris, 1992). Progresivamente los términos emocionales se amplían a conceptos como sorpresa y odio, y se atribuyen a muñecas, dibujos, etc., en el juego simbólico (Wolf, Rygh y Altshuler, 1984). Además, los niños comienzan a hablar sobre las causas y las consecuencias de la emoción, lo cual refuerza la hipótesis de que los niños a partir de 2-2.5 años poseen una concepción de la emoción -44-
como experiencia subjetiva (Wellman et al., 1995). Es decir, no poseen únicamente una concepción objetiva de la emoción (apoyada en expresiones faciales, situaciones, conductas, etc.), sino que se refieren también a los sentimientos subjetivos y emocionales de ellos mismos y de los demás. Asimismo, parece ser que estas referencias a las emociones preceden a las referencias cognitivas de pensamientos y creencias: creer, pensar, saber, las cuales constituyen el cuerpo de la teoría de la mente. En muchas ocasiones, esta autoconciencia emocional, así como el reconocimiento de las emociones de los demás, se encuentran alterados a la par que las relaciones sociales del niño. Esto se debe precisamente al hecho de que una buena interpretación de las emociones de los demás en una situación social concreta, o una adecuada expresión de nuestros sentimientos ante los demás, constituyen condiciones básicas para un equilibrado desarrollo de las relaciones sociales. Cuando estas capacidades fallan, encontramos niños que no saben reconocer pistas sociales, que no son empáticos, que no expresan sus emociones de forma adaptativa y que, por lo tanto, van sufriendo un importante deterioro en su vida social. Por ejemplo, Casey y Schlosser (1994) encuentran que los niños con desórdenes externalizantes (agresivos, propensos a las rabietas) son menos capaces de entender sus emociones que los niños sin trastornos. Generalmente dan razones menos sofisticadas y menos precisas respecto a sus propios sentimientos y son menos capaces de recordar los sucesos que han provocado las emociones. También Goldman, Corsini y deUrioste (1980) hallaron diferencias en tareas de emparejamiento de fotografías con diferentes emociones (asustado, contento, etc.), en función del estatus sociométrico del niño. Aquellos niños con pobres relaciones con los iguales (rechazados) ejecutaban peor la tarea que aquellos niños con buenas relaciones con sus iguales (populares y bien adaptados). Pero no solo existe un escaso reconocimiento de las emociones propias y de los demás por parte del sujeto rechazado, sino que incluso, cuando existe, este reconocimiento está sesgado, ya que atribuyen emociones negativas e intenciones hostiles a los demás con mayor frecuencia de la esperada. 5. EMOCIONES Y PROBLEMAS INFANTILES La relación entre cambios emocionales y trastornos psicopatológicos es un tema de investigación reciente, si bien siempre han existido referencias globales a la relación entre expresión emocional y conducta problemática. Una de las hipótesis con más posibilidades, lanzada por Tomkins en 1970, es la que considera la asociación entre una emoción y un desorden, de forma que cuando un niño tenga un problema, una emoción se convierte en prominente. Esta propuesta podría ser operacionalizada como que un niño depresivo experimenta más tristeza que otras emociones, o que experimenta más tristeza que otras personas. Tomkins usó un ejemplo muy frecuente, el que hace referencia a la ansiedad por la separación que sufren los niños que son hospitalizados y separados de sus figuras de apego durante la época de construcción de estos vínculos. Esos sujetos habitualmente asocian las batas blancas del personal sanitario que les atendió cuando no estaban sus padres con personas indeseables y que provocan miedo, incluso cuando los episodios de separación ya han pasado. Los niños mantienen un recuerdo de temor asociado a estímulos del medio que habitualmente no deberían provocar respuestas tan fuertes. Una segunda propuesta menos exclusiva establece que los niños con problemas reaccionan ante los sucesos con respuestas emocionales desviadas de forma que sus reacciones no se parecerían a las de otros sujetos no problemáticos. Esta opción mantiene que las asociaciones entre estímulos desencadenantes y emociones respondidas son inusuales y no apropiadas. Finalmente, una última opción, que parecería ser la más aceptada, especula sobre la posibilidad de que los niños con trastornos psicopatológicos no regulen satisfactoriamente su -45-
sistema emocional, de forma que sus respuestas son más intensas, fuertes y largas que las de la población media, de forma que sus comportamientos y acciones resultan desmesurados para la mayor parte de los que conviven con ellos. Así, sus enfados son excesivamente fuertes y desajustados a la elicitación. La conexión entre emociones y trastornos se basa en la premisa básica de considerar las emociones como instrumentos de intercambio para la vida social. Así, la sonrisa es, además de un signo de emoción positiva o de felicidad, una señal de cooperación; la cólera suele ser una emoción negativa que puede expresar conflictos interpersonales; el miedo es una emoción que se interpreta conductualmente como signo de evitación de la interacción y puede generar ansiedad y angustia. Por lo tanto, tal como comentábamos en el apartado 4, la propia autoconciencia emocional, así como el reconocimiento de las emociones de los demás, son capacidades prácticas necesarias para unas adecuadas relaciones sociales. Precisamente los niños con problemas carecen de esto. Muestran dificultades en la decodificación y en la regulación de emociones, realizan interpretaciones de éstas poco precisas y en ocasiones sesgadas, y emplean mucho más tiempo en estas tareas que otros niños sin problemas. Y precisamente si algo caracteriza a las emociones y a los intercambios sociales diarios es la rapidez con que se llevan a cabo. En general se tarda entre 0 y 4 segundos en manifestar las emociones, a más largo tiempo solemos hablar de “humor” como un estado emocional más permanente y finalmente de acciones y conductas que se ejercen hacia los demás o hacia nosotros mismos. Estas acciones resumen y finalizan el proceso emocional. Por ejemplo, los niños suelen consolarse y hacerse daño los unos a los otros. Ambas acciones contrarias son resultado de procesos emocionales: sentir piedad o tener deseos de desahogarse llevando a cabo acciones molestas para manifestar un estado de ánimo. El hecho de hacer daño a los demás, de intentar llamar su atención, así como las tendencias contrarias: aislarse, intentar pasar desapercibido, etc., constituyen la manifestación conductual de dos grupos de problemas relacionados principalmente con la regulación emocional, los cuales trataremos a continuación. Actualmente, las dificultades infantiles se conceptualizan en dos grandes grupos de manifestaciones conductuales: trastornos internalizantes y externalizantes (Achenbach y Edelbrock, 1984). De forma muy semejante, en años anteriores se solía hablar de dos grupos de trastornos del comportamiento: el neurótico temeroso, emocional, y el antisocial agresivo, mentiroso y desobediente. Una de las primeras expresiones teóricas sobre estos dos grandes grupos de trastornos es la que aparece en el trabajo neopsicoanalítico de Horney de 1954 (citada por Newcomb, Bukowski y Pattee, 1993), y que refleja muy bien la significación de cada uno de ellos. Según esta autora, existen tres formas de reacción del niño ante el ambiente que se reflejan conductualmente en la manifestación de agresión, de aislamiento y de conducta prosocial. Estas formas de reacción o estrategias pueden desembocar en armonía con el ambiente (conducta prosocial), en conflicto con éste (agresión o trastornos externalizantes) o en aislamiento (trastornos internalizantes). Las distintas reacciones o emociones se denominan conductas “hacia”, “en contra” y “de huida”, respectivamente. En primer lugar, los trastornos externalizantes representarían una expresión inadaptada y desmesurada de emociones de cólera, hostilidad y afecto negativo, a través de conductas como la agresión, el robo, las mentiras, etc. Es decir, la emoción se externaliza principalmente a través del “movimiento”, ya sea físico (pegar, hacer el payaso, no estarse quieto), como verbal o gestual (gritar, insultar, quejarse, exagerar, etc.). Es por esto por lo que diversos autores se refieren a ellos utilizando denominaciones diferentes, como problemas de conducta, agresión no socializada, conductas no controladas, o conductas externalizantes, (Serbin, Schwartzman, Moskowitz y -46-
Ledingham, 1991). Todos estos nombres subrayan la falta de regulación emocional. Por ejemplo, un niño agresivo que no controla sus emociones y no sabe expresarlas de forma adecuada, ante la regañina de su profesor, en vez de intentar hacerlo mejor, puede descargar su cólera estropeando el trabajo de su compañero. Bajo todos estos nombres se agrupan conductas como la agresión física, la disruptividad y la búsqueda de atención (Achenback y Edelbrock, 1984). Otros autores conceptualizan las mismas conductas bajo nombres diferentes; así Pope, Bierman y Mumma (1991), señalan la agresión, la hiperactividad y la inatención-inmadurez, como componentes de las conductas no controladas. Según estos autores, la agresión consistiría en conductas arrogantes y crueles, la hiperactividad, en un pobre control de los impulsos y en conductas disruptivas en clase, y la inatención-inmadurez, en un pobre control de las emociones, que da lugar a labilidad emocional (ponerse como loco fácilmente, portarse como un niño pequeño, etc.). No obstante, todos estos términos de los distintos autores pueden equipararse: la agresión, la hiperactividad (o disruptividad), y la inatención-inmadurez (o búsqueda de atención). En segundo lugar, los trastornos internalizantes están basados en emociones de tristeza, ansiedad y temor, las cuales se reflejan en conductas de evitación, de aislamiento y de reclusión (Rubin y Mills, 1988). Este grupo de trastornos se ha denominado problemas de personalidad, conductas internalizantes o hipercontroladas. En este caso, y a diferencia de los trastornos externalizantes, las emociones negativas no se expresan a través del “movimiento” ni a través de una manifestación desmesurada, sino que el sistema de regulación emocional funciona “al máximo”, es decir, regula las emociones inhibiendo cualquier tipo de manifestación conductual externa que no sea la de evitación de todo contacto social. Este tipo de respuestas constituye lo que Asendorf (1991) llamó “inhibición”, la cual parece predecir dificultades con los iguales debido a la ausencia de interacción y, por lo tanto, a la ausencia de los beneficios que de ella se desprenden. También Kagan (1989) ha estudiado a los niños inhibidos o cohibidos, y sostiene el hecho de que la inhibición es un rasgo temperamental innato que se hace evidente únicamente en ciertas situaciones. Continuando con el término más amplio de trastornos internalizantes se han establecido distintos subtipos de éste (al igual que ocurre con los trastornos externalizantes). En concreto, parecen existir dos tipos de aislamiento que es necesario diferenciar (ver 3.1). Younger y Daniels (1992) se refieren a ambos tipos de aislamiento de la siguiente forma: el aislamiento pasivo consiste en la propia tendencia del niño (debido a sus características personales) a aislarse del grupo de iguales, a pesar de la oportunidad de interactuar con ellos. Estas características personales incluyen tristeza, hipersensibilidad, timidez y autopercepciones negativas sobre la competencia social. El sujeto aislado es infeliz, demasiado tímido, sus sentimientos son heridos fácilmente, etc. Este aislamiento pasivo sería la expresión pura de la “hiperregulación” de las emociones, típica en los trastornos internalizantes. Por otra parte, el aislamiento activo consiste en la tendencia del grupo de iguales a rechazar al niño, a pesar del posible deseo de éste/a de interactuar con el grupo. En este caso, no hablamos tanto de emociones individuales ni de características personales, sino del sentimiento de aceptación del grupo hacia el niño, con lo cual este aislamiento activo sería comparable al fenómeno del rechazo entre iguales.
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TABLA 3.1 Tipos de aislamiento y sus características diferenciales ORIGEN EJEMPLOS CONSECUENCIAS AISLAMIENTO C a r a c t e r í s t i c a s No quiere jugar, Problemas internalizantes: depresión, ansiedad. PASIVO específicas del sujeto está triste... (timidez, ansiedad) AISLAMIENTO Conductas de evitación Le eligen el último Dificultades académicas, ACTIVO del grupo para los juegos... delincuencia, etc. Según Rubin y Mills (1988), la necesidad de diferenciar ambos tipos de aislamiento proviene fundamentalmente de las diferentes consecuencias que implica cada uno de ellos. El aislamiento activo está asociado a desajustes a largo plazo, como dificultades académicas, delincuencia, posibles psicopatologías adultas. Sin embargo, el aislamiento pasivo no predice este tipo de consecuencias, sino más bien problemas internalizantes, como depresión y ansiedad. Otra de las manifestaciones problemáticas relacionadas con las emociones consiste en los sentimientos de soledad expresados por el niño. Esta situación incluye vivencia de emociones negativas, y sentimientos de soledad y de insatisfacción social frecuentemente anlizados con respecto a las relaciones con los iguales. Generalmente más de un 10 % de los niños en edad escolar manifiesta mediante autoinforme tener sentimientos de soledad (Asher, Hymel y Renshaw, 1984). El niño puede quejarse de que se encuentra sólo, de que no tiene a nadie con quien hablar, etc. Pero siempre desde una perspectiva subjetiva, ya que estos sentimientos no tienen porqué corresponderse con la realidad objetiva, por ejemplo con el número real de amigos que tiene un niño, sino más bien se corresponde con variables como la calidad o intimidad de esas amistades, el estilo atribucional que impere en las relaciones sociales, etc. En un principio, se encontraron estos sentimientos de soledad e insatisfacción social de forma más notoria en aquellos niños que eran rechazados por sus iguales. Sin embargo, estudios posteriores (Crick y Ladd, 1993) han demostrado que estos sentimientos también están presentes en niños bien adaptados, o incluso populares dentro de su grupo de iguales. Este dato resulta muy significativo, ya que de este modo la aceptación social dentro del grupo de iguales se descarta como variable única y determinante en el sentimiento de soledad. Diversos autores han intentado explicar el desarrollo de la soledad. Así Rubin, LeMare y Lollis (1990) afirman que las dificultades sociales relacionadas con el aislamiento y una inhibición a nivel social pueden crear las condiciones que llevan a la soledad. Por otro lado, Asher, Parkhurst, Hymel y Williams (1990) han propuesto un modelo en el que se combina mayor variedad de elementos que conducen al sentimiento de soledad: una conducta aislada socialmente, una escasa aceptación del grupo de iguales, escasos amigos y un estilo atribucional desadaptativo, es decir, atribución del éxito a causas externas y atribución del fracaso a causas internas. Desde esta última formulación se explica el hecho de que tampoco los niños bien adaptados o los niños populares (pero con un estilo atribucional desadaptado o con numerosas relaciones poco satisfactorias) “estén a salvo” de estos sentimientos de soledad. Sin embargo, en este problema no hay que olvidar que los padres y los hermanos del niño pueden actuar de “amortiguadores” emociales cuando las cosas no van muy bien con el grupo de iguales. Este apoyo familiar ayudaría a mitigar esa sensación subjetiva de soledad e insatisfacción social. 6. A MODO DE RESUMEN En las páginas que preceden, hemos pretendido esbozar una posible relación entre temas -48-
que, hoy por hoy, fluyen desde ríos paralelos aunque se ve, en la lejanía, su probable confluencia futura. Las características personales infantiles que conforman los elementos constitucionales de las primeras relaciones interpersonales son, sin duda, materia decisiva para establecer las condiciones de las primeras pautas de interacción. A partir de ellas, los adultos en los contextos de crianza, ejercen sus funciones educadoras intentando socializar a los pequeños en las condiciones más aceptables para su posterior vida como adultos adaptados. La interacción interpersonal entre niño y adulto, o del niño con sus iguales, deviene en instrumento que consigue modificar las características infantiles hacia el control de la emocionalidad inmadura y poco aceptable socialmente. El capítulo se detiene especialmente en describir algunos de los problemas más específicos que plantea la ejecución motriz (exteriorización) de las emociones negativas, así como los conflictos que la interiorización de algunas manifestaciones emocionales ocasionan a los niños que las padecen y a los miembros familiares que conviven con ellos. Por último, y para acabar este capítulo sobre desarrollo emocional y salud familiar, simplemente queremos señalar el gran empuje que actualmente experimenta el tema del desarrollo emocional del niño. El incremento de publicaciones específicas es constante, así como las referencias socioemocionales que se apuntan sobre temas que en décadas pasadas se consideraban ajenos a estos contenidos, baste citar, a título de ejemplo, las nuevas aportaciones sobre las implicaciones de los conflictos emocionales en el desarrollo de la memoria, del lenguaje, o de la inteligencia. La necesaria interconexión entre temáticas cognitivas y emocionales empieza a ser moneda corriente en los tratados sobre desarrollo y cabe esperar que en un futuro próximo muchos de los temas hoy todavía inconexos empiecen a estar sólidamente relacionados entre sí por el bien de la explicación global del funcionamiento humano.
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CAPÍTULO 4
CONTROL, DEFENSA Y EXPRESIÓN DE EMOCIONES: RELACIONES CON SALUD Y ENFERMEDAD Antonio Cano-Vindel, Agustina Sirgo y Mª Benigna Díaz-Ovejero 1. INTRODUCCIÓN Vamos a comenzar a desarrollar este capítulo recordando algunos fenómenos elementales sobre las emociones, que nos van a servir para introducirnos en uno de los campos hoy más estudiados sobre las relaciones entre “emociones y salud”: el control o represión de emociones y enfermedad (Cano-Vindel, Sirgo y Pérez Manga, 1994; Miguel-Tobal, Casado, Cano-Vindel y Spielberger, 1997; Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1997). La alegría, el miedo, o la ira son emociones naturales que se dan en todos los individuos de las más diversas culturas. Poseen un sustrato biológico considerable. Son esencialmente agradables o desagradables, nos activan y forman parte de la comunicación con los demás. A su vez, las emociones pueden actuar como poderosos motivos de la conducta. Además de ser importantes para el bienestar/malestar de los individuos y cumplir una función social en la comunicación, las emociones están íntimamente relacionadas con diversos sistemas fisiológicos que forman parte del proceso que podríamos denominar “salud-enfermedad”. Por otro lado, las emociones influyen sobre la salud y la enfermedad a través de sus propiedades motivacionales, por su capacidad para modificar las conductas “saludables” (ejercicio físico moderado, dieta equilibrada, descanso, ocio, etc.) y “no saludables” (abuso de alcohol, tabaco, sedentarismo, etc.) Pero, veamos qué son las emociones. Las emociones son reacciones que surgen ante determinadas situaciones y que vivimos como una fuerte conmoción del estado de ánimo o de los afectos (Cano-Vindel, 1989). Esta vivencia suele tener un marcado acento placentero o displacentero (desagradable), y va acompañada por la percepción de cambios orgánicos, a veces intensos. Por lo general, estos cambios orgánicos se caracterizan por una elevada activación fisiológica, especialmente del sistema nervioso autónomo y del sistema nervioso somático; pero afectan también a otros sistemas, como el endocrino o el inmune. Al mismo tiempo, esta reacción puede reflejarse en expresiones faciales características, por ejemplo de alegría, tristeza, o miedo, así como en otras conductas motoras observables, tales como movimiento, posturas, voz, etc. (Cano-Vindel, 1995, 1997). Por lo tanto, hay tres tipos de manifestaciones en una reacción emocional, que es lo mismo que decir que las emociones se muestran a través de un triple canal de respuesta (Lang, 1968): (1) subjetivo o experiencial, (2) fisiológico o somático y (3) motor o expresivo. A pesar de que, por lo general, se alcanza un alto índice de covariación entre los tres sistemas de respuesta (cognitivo, fisiológico y motor), hay ocasiones en las que las manifestaciones emocionales a través de los mismos no son concordantes, de manera que no siempre se encuentran respuestas de intensidad similar en los tres en una determinada reacción emocional, de ahí que se piense que se trata de tres sistemas parcialmente independientes. Veamos un ejemplo. Un individuo que se encuentra en una situación fóbica -para él-, y responde con una intensa reacción de miedo, mostrará en general respuestas de gran intensidad en los tres sistemas; pero, por ejemplo, si se encuentra en una situación social, es posible que quiera inhibir sus respuestas observables, y quizá pueda conseguirlo, en cuyo caso se producirá una discordancia entre las manifestaciones en los tres sistemas de respuesta, pues encontraremos miedo subjetivo, alta activación fisiológica, pero no respuestas observables. -50-
Esta discordancia entre los tres sistemas de respuesta tiene importantes implicaciones para el estudio de la emoción, así como para la evaluación y modificación de reacciones o desórdenes emocionales. La experiencia emocional, lo que pensamos y sentimos durante una reacción emocional, se suele clasificar según tres ejes o dimensiones fundamentales: placer-desagrado, intensidad y grado de control (Schmidt-Atzert, 1985). En otras palabras, las emociones suelen provocar sensaciones muy agradables o muy desagradables, pueden ser más o menos intensas y el grado de control que tenemos sobre ellas es también variable (Cano-Vindel, 1989). El término “emociones negativas” ha cobrado mucha fuerza en los últimos años, y se refiere a las emociones que producen una experiencia emocional desagradable, como son la ansiedad, la ira y la depresión, las tres emociones negativas más importantes. Por el contrario, el término “emociones positivas” se refiere a aquellos procesos emocionales que generan una experiencia agradable, como la alegría, la felicidad o el amor. Hoy en día hay datos suficientes para afirmar que las emociones positivas potencian la salud, mientras que las emociones negativas tienden a disminuirla (Martínez-Sánchez y Fernández Castro, 1994). Por ejemplo, en periodos de estrés en los que tenemos que responder a una alta demanda de nuestro ambiente desarrollamos muchas reacciones emocionales negativas y, cuando nos encontramos bajo estos estados emocionales negativos, es más probable desarrollar ciertas enfermedades relacionadas con el Sistema Inmune (como la gripe, u otras infecciones ocasionadas por virus oportunistas), o adquirir determinados hábitos poco saludables que a la larga pueden minar la salud (Cano-Vindel, Miguel-Tobal, González e Iruarrizaga, 1994). En cambio, el buen humor, la risa, la felicidad, ayudan a mantener e incluso recuperar la salud (Lefcourt y Martin, 1986; Nezu, Nezu y Blissett, 1988). Se han estudiado mucho más las emociones negativas (y sus relaciones con trastornos de salud) que las positivas. Dentro de las primeras, una de las reacciones emocionales que más se ha estudiado es, sin duda, la ansiedad (Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1994), considerada como estado emocional asociado a múltiples trastornos, especialmente los trastornos de ansiedad (Miguel-Tobal y Cano-Vindel, 1995) y los trastornos psicofisiológicos (Miguel-Tobal y Casado, 1994). Una segunda emoción negativa que está siendo ahora más estudiada es la ira, por su relación con los trastornos cardiovasculares (Miguel-Tobal y Cano-Vindel, 1992; Miguel-Tobal y cols., 1997). Por último, la tristeza-depresión, como emoción natural, se considera que es precursora de la depresión como patología, la cual cursa por lo general con niveles altos de ansiedad (Sanz, 1991). Para preservar a la conciencia del malestar producido por una emoción desagradable, las personas cuentan con diversos mecanismos de control emocional (Cano-Vindel, Díaz-Ovejero y Miguel-Tobal, en prensa); así, por ejemplo, podemos usar estrategias de afrontamiento que cambien la situación que provoca la emoción, o bien podemos usar otras tácticas que reduzcan la intensidad de esa reacción emocional. Estas estrategias de afrontamiento son actividades, unas veces de tipo cognitivo y otras de tipo conductual, que podemos desarrollar y pueden ir encaminadas a modificar la situación que provoca la emoción o a reducir la intensidad de la reacción emocional (Lazarus y Folkman, 1986). Existen muchas clasificaciones y tipos de afrontamiento (cognitivo vs. conductual, dirigido a cambiar la situación vs. dirigido a reducir la emoción, activo vs. pasivo, etc.-Lazarus y Folkman, 1986), pero no vamos a entrar en ellas, pues aquí sólo nos interesa el que se ha dado en llamar “estilo represivo de afrontamiento” (Weinberger, Schwartz y Davidson, 1979; Cano-Vindel y cols., 1994). El control o represión de experiencias emocionales desagradables, para eliminar un -51-
malestar importante, puede tener consecuencias peligrosas para el individuo. Por un lado, puede estar relacionado con cambios en el Sistema Inmune y, por tanto, influir sobre el proceso saludenfermedad. Existen algunos datos, que analizaremos después, que apuntan hacia una cierta inmunodepresión por parte de los sujetos represores que intentan eliminar las experiencias emocionales desagradables. Por otro lado, si se eliminan algunas emociones negativas, se están eliminando también poderosos motivos de la conducta de una persona, pues las emociones pueden actuar como motivos de la conducta (en general, tendemos a buscar emociones positivas y huimos de las emociones negativas). Así, por ejemplo, una persona puede no reconocer que tiene cáncer, con lo cual se evita el distrés y el malestar que produce pensar en su salud, su futuro, las consecuencias de su enfermedad, etc.; pero, como contrapunto, esta persona no seguirá las prescripciones médicas, porque no está preocupada por algo que no ha procesado: los datos que apuntan claramente hacia un diagnóstico de cáncer y que él no quiere ver. Existen algunos datos de investigaciones que señalan que los sujetos con un estilo represivo de afrontamiento no aceptan el diagnóstico de cáncer (es “como si no se lo quisieran creer”), no siguen las prescripciones médicas, reciben dosis menores de quimioterapia, y esto puede afectar negativamente a su esperanza de vida (Bonadonna y Valagussa, 1981). Pero, veamos en qué consiste eso que se dado en llamar “estilo represivo de respuesta” o “estilo represivo de afrontamiento”. 2. ESTILO REPRESIVO DE AFRONTAMIENTO La formulación inicial de Freud de 1915 sobre defensas inconscientes se centró en la represión de sucesos específicos en la memoria. Sin embargo, en formulaciones posteriores el concepto de represión se refiere a la inhibición de la capacidad para experimentar emociones (Weinberger, 1990). El estudio científico de la represión comenzó hace ya más de sesenta años como recuerdo diferencial de sucesos agradables y desagradables (Jerslid, 1931), pero a lo largo de esos años ha sido estudiado también como defensa perceptual (Bruner y Postman, 1947a, 1947b), rasgo de personalidad (Page y Markowitz, 1955; Gordon, 1959), estilo de afrontamiento (Weinberger y cols., 1979), etc. Los principales intentos de medida y evaluación de este constructo como dimensión de personalidad no comenzaron hasta los años cincuenta y sesenta (Eriksen, 1954; Carlson, 1954; Page y Markowitz, 1955; Gordon, 1959), con la combinación de ciertas escalas del MMPI (Minnesota Multiphasic Personality Inventory). La combinación de estas escalas dio lugar al solapamiento de ciertos ítems, con lo que las puntuaciones aparecían infladas; por este motivo, Byrne (1961) estableció un nuevo sistema de puntuación, con lo que quedó establecida la escala R-S, que evaluaba individuos situados en los dos polos del continuo represión-sensibilización, describiéndose a los individuos represores como aquellos que bloquean cualquier información amenazante o estresante y los sensibilizadores como los que dirigen su atención hacia esa información. El empleo de esta escala presentó algunos problemas, ya que aparecía una correlación muy alta (.87) con el rasgo de ansiedad (Golin, Herron, Lakota, y Reineck, 1967), lo que proporcionó dudas sobre su capacidad para distinguir sujetos con un estilo represivo de afrontamiento y los verdaderamente bajos en ansiedad. Para resolver este problema, Weinberger y cols. (1979) propusieron la combinación de dos escalas: la Escala de Ansiedad Manifiesta de Taylor (1953) y la Escala de Deseabilidad Social de Marlowe y Crowne (1961). A partir de las puntuaciones obtenidas en ambas escalas, se forman cuatro grupos de sujetos: a) altos en Ansiedad y altos en Deseabilidad Social (ansiosos y defensivos) -52-
b) altos en Ansiedad y bajos en Deseabilidad Social (verdaderamente ansiosos) c) bajos en Ansiedad y bajos en Deseabilidad Social (verdaderamente no ansiosos) d) bajos en Ansiedad y altos en Deseabilidad Social (represores) Cuando se realizan registros psicofisiológicos con los cuatro grupos de sujetos se observa que, comparados con los tres grupos restantes, los sujetos represores aparecen con una mayor activación fisiológica, a pesar de estar informando de una menor experiencia de ansiedad. Así pues, los sujetos represores quedan definidos como personas con altas puntuaciones en deseabilidad social y bajas puntuaciones en ansiedad auto-informada, pero con altas puntuaciones en registros psicofisiológicos de medida (Weinberger y cols., 1979; Asendorpf y Scherer, 1983; Kreitler y Kreitler, 1990). Cabe preguntarse si estos sujetos represores intentan engañar al evaluador en los autoinformes y se les “detecta” con una escala de mentiras (medidas éstas como deseabilidad social) y mediante registros psicofisiológicos, o si, por el contrario, resulta que no tienen conciencia de su ansiedad, pero, para eliminar de su experiencia emocional los sentimientos, sensaciones y pensamientos desagradables, tienen que hacer un esfuerzo que se traduce en una alta activación fisiológica. Hasta la fecha, los datos acumulados apuntan sin ninguna duda hacia la segunda hipótesis, más que hacia la primera (Weinberger, 1990). Estos datos podríamos resumirlos en los siguientes puntos: El sujeto represor procesa la información de manera diferente a como lo hacen los sujetos verdaderamente bajos y los verdaderamente altos en ansiedad, manteniendo un patrón atencional automático evitativo respecto de estímulos ansiógenos; por el contrario, los sujetos verdaderamente ansiosos mantienen un patrón de aproximación al estímulo ansiógeno; mientras que los sujetos verdaderamente bajos en ansiedad no mantienen un patrón atencional fijo (Fox, 1993). El sujeto represor presenta tiempos de reacción más largos para estímulos emocionales y sexuales en tareas de asociación de palabras (Weinberger y cols., 1979). De manera consistente, el sujeto represor ha demostrado tener una peor memoria para sucesos estresantes o desagradables que el resto de los grupos (Davis y Schwartz, 1987); además, su primeros recuerdos suelen ser más tardíos; sin embargo, a veces, recuerda sucesos más tempranos, que ha vivido como altamente traumáticos. Cuando algún sujeto represor llega a la consulta del psicólogo clínico, no lo hace para ser atendido por un problema personal, sino para ayudar a otra persona (generalmente su pareja). A lo largo de las sesiones, claramente se manifiestan tres cosas: a) la escasez de experiencias emocionales negativas, aun en situaciones estresantes o emotivas; b) el esfuerzo por no experimentar emociones negativas, como la ira en situaciones de ofensa, la ansiedad en situaciones de amenaza, o la tristeza en situaciones de pérdida; y c) cuando al sujeto se le describe el estilo represivo de afrontamiento, manifiesta cierta sorpresa, aunque pronto reconoce este estilo como característico de su personalidad desde su infancia, y encuentra una explicación para su origen, explicación que suele coincidir con alguna experiencia emocional intensa y prolongada, para la que el citado estilo era una forma bastante adaptativa de afrontamiento. En 1989, formulamos una hipótesis explicativa sobre el comportamiento emocional del sujeto represor en los tres sistemas de respuesta (Cano-Vindel, 1989). Esta hipótesis se basa en el concepto de control de respuesta, así como en el concepto jamesiano de voluntariedad, y viene a afirmar que el sujeto represor intenta controlar todas y cada una de las respuestas que componen una emoción negativa. No obstante, el grado de control voluntario que posee sobre cada respuesta es muy diferente, con lo que conseguirá reducir unas pero no otras, lo que originará una alta discordancia entre los tres sistemas de respuesta. Así, se predice que el sujeto mostrará una -53-
alta activación fisiológica (que será mayor en las respuestas más involuntarias: primero las respuestas electrodérmicas, después la tasa cardíaca, respiración y tensión muscular), pero, en cambio, podrá controlar bien la experiencia emocional y la expresión abierta, observable, de su reacción emocional. Desde entonces, en todos los estudios realizados (Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1992; Cano-Vindel y cols., 1994; Cano-Vindel, Díaz-Ovejero y Miguel-Tobal, en preparación), se ha comprobado la hipótesis propuesta, encontrando que los sujetos represores presentan niveles más altos que los otros tres grupos en control emocional percibido, medido por el Inventario de Control, I.C. (Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1992), así como en rasgo de control, como variable de personalidad vs. neuroticismo, medido por el Cuestionario de Personalidad, C.E.P., de Pinillos (1964). Según Lazarus y Folkman (1986), en los individuos con estilo represivo de afrontamiento se viene observando una tendencia a la evitación defensiva de la experiencia de ansiedad, así como de otras experiencias relacionadas con emociones negativas. Creemos que, siguiendo el modelo de Lazarus y Folkman (1986), esta evitación de la experiencia de ansiedad debería estar producida por una tendencia de los sujetos represores a valorar las situaciones estresantes o ansiógenas de una manera poco amenazante, a la vez que deberían mostrar buenas estrategias de afrontamiento ante tales situaciones. Pusimos a prueba esta hipótesis con una muestra de 585 estudiantes de Psicología (CanoVindel y Miguel-Tobal, 1995), seleccionando los cuatro grupos habituales en este tipo de estudios: altos-bajos en ansiedad por altos-bajos en deseabilidad social (Weinberger el al., 1979). Llevamos a cabo una selección de sujetos extremos o puros, quedándonos con los más altos o los más bajos, tanto en ansiedad como en deseabilidad social, usando el criterio de corte de la media más 0.5 desviaciones típicas para los altos, y la media menos 0.5 desviaciones típicas para los bajos. De este modo, la muestra quedó reducida a 285 sujetos, de los que 68 eran sujetos verdaderamente bajos en ansiedad, 91 eran sujetos con potencial estilo represivo de afrontamiento, 82 eran sujetos verdaderamente altos en ansiedad, y 44 eran sujetos altos en ansiedad y en deseabilidad social. Los resultados confirmaron las hipótesis, pues encontramos que los sujetos represores presentaban una valoración menos amenazante de la situación de hablar en público, a la vez que indicaban un mayor uso de estrategias de afrontamiento activo y un menor uso de estrategias de afrontamiento evitativo. Estos resultados estaban en consonancia con el mayor grado de control percibido de la ansiedad en dicha situación por parte de los sujetos represores, quienes, así mismo, se autoevaluaban mostrando un rasgo de personalidad sobresaliente frente a los otros grupos en lo que se refiere a control o estabilidad emocional. De otro lado, algunos autores se han interesado por el tema de la inhibición o represión de las emociones y los pensamientos y sus repercusiones sobre la salud en general, aunque evaluando a los sujetos de un modo diferente. Pennebaker (1989, 1990, 1993) y Pennebaker y cols. (Pennebaker & Susman, 1988; Pennebaker, Kietcolt-Glaser & Glaser, 1988; Pennebaker, Barger, & Tiebout, 1989; Pennebaker, Colder, & Sharp, 1990; Pennebaker & Harber, 1993) definen a los sujetos represores como aquellos que fracasan al intentar expresar sus emociones y pensamientos o se fuerzan a contener una emoción fuerte, un pensamiento o una conducta. Por tanto, mediante el que evalúan a los sujetos se deriva de la expresión o no expresión de tales contenidos, con lo que la tarea consiste en analizar el contenido emocional de las divulgaciones o revelaciones de los sujetos. Para ello, el grupo de Pennebaker emplea dos métodos diferentes: uno consiste en hablar brevemente delante de un micrófono sobre eventos amenazantes o traumas, así como sobre un tema superficial, el otro método consiste en escribir acerca de experiencias -54-
traumáticas o temas superficiales durante 15-20 minutos diarios a lo largo de 3 ó 4 días consecutivos. Los sujetos que son evaluados como altos divulgadores presentan marcadores psicofisiológicos más bajos cuando están hablando de sucesos traumáticos que cuando hablan de temas superficiales, y, a largo plazo, presentan menos visitas a consultas médicas por enfermedad a lo largo del periodo comprendido entre los 2-6 meses siguientes. Como se puede observar, se están usando distintos términos y distintas concepciones para referirse a un mismo fenómeno: la falta de expresión y de experiencia emocionales que sufren algunos individuos, especialmente con las emociones negativas de ansiedad e ira. Pero, también se podrá observar el alto interés mostrado en el estudio de este fenómeno, debido a sus implicaciones teóricas, relacionadas con el estudio de la emoción, como prácticas, por sus repercusiones sobre la salud (Singer, 1990; Páez-Rovira, 1993). 3. REPRESIÓN DE EMOCIONES Y ÁREAS ESPECÍFICAS DE SALUD Una extensa literatura sugiere que los individuos se diferencian ampliamente en el grado de expresividad emocional. Si seleccionamos dos grupos extremos, unos serán emocionalmente expresivos y otros emocionalmente inexpresivos. Cincuenta años de investigación siguiendo este marco teórico han demostrado que los sujetos emocionalmente inexpresivos son fisiológicamente más reactivos a un variado número de estímulos que los sujetos expresivos. A su vez, algunos autores proponen que el vínculo de unión entre la inhibición emocional y el estado final de enfermedad podría ser esta intensificada reactividad fisiológica (Gross y Levenson, 1993). Esta correlación negativa entre las respuestas conductuales-observables y las respuestas fisiológicas se ha venido explicando, en algunos casos, a través de un modelo hidráulico que sugiere que cuando una emoción no es expresada externamente y es inhibida por el sujeto, será liberada por otra vía o canal no externo, teniendo, así, repercusiones físicas para el sujeto. La inhibición y el control de emociones están asociados a un gran número de problemas de salud (Ibáñez, 1991; Sandín, Chorot, Santed y Jiménez, 1995). Así, en los sujetos represores, se observa una mayor incidencia de determinados tipos de enfermedades, un número mayor de ausencias al trabajo propiciadas por motivos de salud, o un mayor número de asistencias a los Servicios de Salud con quejas por problemas reales. Aquí revisaremos algunos estudios que evidencian las repercusiones fisiológicas del estilo represivo de afrontamiento en algunas áreas concretas de salud. 3.1. Represión de las emociones y actividad autonómica Ya hemos mencionado cómo los sujetos represores muestran altos niveles de activación psicofisiológica, aun cuando informan de bajos niveles de ansiedad, medida a través de cuestionarios (Newton y Contrada, 1992). Cuando los sujetos represores son confrontados a un estímulo emocional muestran mayores niveles de conductancia de la piel y aumento de la tasa cardíaca. Según algunos autores, sucede todo lo contrario que en los sujetos expresivos, a quienes algunos llaman también sensibilizadores (Berry y Pennebaker, 1993). Muchos estudios sugieren que esta activación puede reflejar el trabajo de la inhibición conductual, es decir, los sujetos represores trabajan activamente para suprimir la expresión emocional. Así, Fowles (1980) hace una revisión de estudios en los que consistentemente se demuestra que cuando los individuos son forzados a suprimir o inhibir su conducta emocional aparecen aumentos específicos en la actividad electrodérmica. Este autor concluye diciendo que la actividad electrodérmica puede ser un buen marcador de la inhibición conductual. La inhibición activa, tanto verbal como no-verbal, de emociones requiere un esfuerzo, y -55-
éste produce un incremento en los niveles de la línea base de la activación fisiológica y del estrés físico. Así, algunos autores (Levenson, Carstensen, Friesen y Ekman, 1991; Gross y Levenson, 1993) vuelven a encontrar el mismo patrón de aumento en la conductancia de la piel y cambios cardiovasculares entre los sujetos que suprimen sus emociones. Del mismo modo, la inducción experimental de la supresión de pensamientos específicos se asocia con un incremento en la conductancia de la piel (Wegner, Shortt, Blake, y Page, 1990; Wegner, 1992). Véase un resumen sobre este tipo de estudios en la Tabla 4.1. [INSERTAR TABLA 4.1] Otro tipo de estudios trata de relacionar el fraccionamiento direccional de la respuesta cardíaca (Lacey, 1967) con la represión. Lacey (1967) manifestó que la deceleración de la tasa cardíaca está asociada con atención o "absorción ambiental" y la aceleración con "rechazo ambiental". Hill y Gardner (1976) interpretan esta diferenciación en las transacciones que un individuo hace con su ambiente en relación con los dos polos de la escala R-S de Byrne (1961). Los sujetos que se sitúan en el polo represor se caracterizan, no sólo por represión de la experiencia emocional, sino también, como ya hemos mencionado, por mecanismos de evitación, negación y racionalización de las experiencias amenazantes. Por su parte, los sujetos sensibilizadores se caracterizan por mecanismos de aproximación, intelectualización y rumiación. Así, los sujetos represores estarían asociados con una aceleración de la tasa cardíaca, mientras que los sensibilizadores lo estarían con un decremento de la misma. Hill y Gardner (1976) trataron de comprobar esta hipótesis, sometiendo a un grupo de sujetos sanos a la visualización de un vídeo con contenido amenazante. La hipótesis planteaba que los sujetos sensibilizadores mostrarían un patrón de aproximación a la información que el ambiente les ofrece, mientras que los represores mostrarían un patrón de evitación de esa información y negación de su existencia. El criterio empleado para conformar los grupos de sujetos fue un corte por la mediana de las puntuaciones obtenidas en la escala R-S de Byrne (1961). Los resultados confirman la hipótesis de que el estilo defensivo evaluado por esta escala está asociado con la dirección del cambio cardíaco en respuesta a un estímulo amenazante. La importancia e interés de este estudio radica en el hecho de que los resultados relacionan una dimensión de personalidad, evaluada mediante autoinforme, con la respuesta autonómica a una situación amenazante. 3.2. Represión de emociones y trastornos cardíacos Desde hace más de dos décadas, un buen número de estudios centrados en la influencia de los factores psicológicos, y en especial las emociones, sobre los trastornos cardiovasculares ha intentado demostrar que los sujetos con este tipo de problemas tienden a ser individuos competitivos, impacientes y hostiles. Es lo que se ha denominado patrón de Conducta Tipo A (Sánchez Elvira y Bermúdez, 1990). De todas estas variables, la que hoy en día mantiene más interés es la ira-hostilidad. Se ha observado que los sujetos con trastornos cardiovasculares reaccionan con ira ante las situaciones que valoran como una amenaza externa. Sin embargo, en muchas ocasiones esta ira no llega a manifestarse, sino que su expresión externa es controlada por el individuo. Existen muchos estudios que demuestran que en estos sujetos se encuentra un cierto estilo represivo de control de emociones (Miguel-Tobal y cols., 1997). Una de las teorías que se barajan para aclarar cómo los factores psicológicos afectan al desarrollo y progresión de los trastornos cardiovasculares es a través de la activación del Eje Neuroendocrino, Eje II (Valdés y De Flores, 1985; Labrador, 1992). Según esto, la respuesta fisiológica de un sujeto ante una situación de estrés sería una intensa y prolongada activación -56-
simpática, que produciría una importante liberación de catecolaminas, que sería la consecuencia más importante en la prolongada activación provocada por este eje, y se encontraría relacionada con los trastornos cardiovasculares. En estado de reposo, los sujetos represores muestran una presión sistólica más elevada que los sujetos no represores (Warrenburg, Levine y Schwartz, 1989). También se ha encontrado una mayor presión sistólica y un mayor aumento de la reactividad cardíaca como respuesta a una tarea de laboratorio que suponga reto o desafío mental (King, Taylor, Albright y Haskell, 1990). A partir de estos argumentos, puede deducirse el hecho de que la represión puede estar relacionada con el riesgo de trastornos cardiovasculares y coronarios, debido a los efectos que tiene sobre el Sistema Nervioso a través del incremento en la actividad del Sistema Nervioso Simpático como respuesta a las situaciones de estrés. Véase la Tabla 4.2. [INSERTAR TABLA 4.2] Otros autores están interesados en estudiar la relación entre estilo represivo y lípidos en sangre. Consideran que esta asociación puede representar un mecanismo más que explique la relación de la represión con los trastornos cardiovasculares. En concreto, hipotetizan que, comparados con los no represores, los sujetos represores presentarán un patrón lipoproteínico anormal (Niaura, Herbert, McMahon y Sommerville, 1992). Estos autores argumentan que su hipótesis se cumple, ya que se observa que el aumento en las lipoproteínas totales, lipoproteínas de baja densidad y triglicéridos está asociado con un aumento de la responsividad del Sistema Nervioso Simpático en las situaciones de estrés, la cual es característica de los sujetos represores. Con estas premisas, realizaron un estudio en el que controlaron las variables que pudieran tener efectos sobre el nivel de lípidos en sangre (lípidos totales, de baja densidad, de alta densidad y triglicéridos) en un grupo de sujetos sanos en quienes se consideraron las siguientes variables: edad, sexo, estilo de afrontamiento represivo, educación, ingresos, índice de masa corporal, consumo de tabaco, dieta y, en el caso de las mujeres, ingesta de anticonceptivos orales. Los sujetos fueron agrupados según las cuatro categorías propuestas por Weinberger y cols. (1979), después de aplicar las pruebas clásicas que definen el estilo represivo (cuestionarios de deseabilidad social y ansiedad). Los resultados indican que los sujetos masculinos represores muestran unos niveles más elevados de colesterol total en comparación con los otros tres grupos (sujetos verdaderamente no ansiosos, sujetos realmente ansiosos y sujetos ansiosos y defensivos a la vez), mientras que en las mujeres represoras aparecía el patrón opuesto, es decir mostraban niveles más bajos de colesterol que las de los otros tres grupos. Por lo tanto, si se toman los niveles de colesterol como medida de riesgo de las enfermedades cardiovasculares, parece que los hombres represores presentan mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares que los otros tres grupos. Otra cuestión a tener en cuenta aquí sería saber si el estilo represivo estaría ejerciendo alguna función protectora en las mujeres, ya que hemos visto que muestran el patrón opuesto a los hombres. Algunos autores (Frankenhaeuser, 1991) sugieren que el coste fisiológico de la adaptación a las demandas tiene que ser menor para las mujeres que para los hombres. De hecho, en comparación con los hombres, las mujeres muestran una respuesta diminuida de catecolaminas en este tipo de tareas. Por lo tanto, el estilo represivo de afrontamiento parece estar asociado con el nivel total de lípidos en sangre, pero este efecto parece estar mediado por la variable sexo. 3.3. Represión de emociones y nivel de cortisol Las hormonas glucocorticoides median o modulan un importante número de procesos. Por ejemplo, los glucocorticoides facilitan el afrontamiento óptimo ante la amenaza (Takahashi y -57-
Rubin, 1993); así mismo, tienen efectos moduladores sobre la percepción, el aprendizaje y la memoria (McEwen, Angulo, Cameron, Chao, Daniels, Gannon, Gould, Mendelson, Sakai, Spencer, y Woolley, 1992), y sobre las funciones inmunológicas, cardiovasculares y metabólicas (McEwen, y cols., 1992). Los altos niveles de glucocorticoides producidos por anormalidades en la función del eje hipotalámico-pituitario-adrenal también se han visto implicados en la depresión y en otros desajustes emocionales (Murphy, 1991). Así, numerosas investigaciones se han centrado en estudiar la relación entre cortisol (el glucocorticoide primario en humanos), ansiedad, distrés y otros indicadores de emociones negativas. Teniendo en cuenta las diferencias en la actividad autonómica que ya venimos apuntando entre sujetos represores y no represores, algunos autores sugieren que los sujetos represores deberían mostrar diferencias paralelas en la activación del eje hipotalámico-pituitario-adrenal, y predicen que los sujetos represores deberían presentar niveles basales más altos de cortisol que los sujetos no ansiosos y los verdaderamente ansiosos (Brown , Tomarken, Orth, Loosen, Kalin, y Davidson, 1996). Basan sus hipótesis en estudios anteriores que demuestran cómo los sujetos que usan estrategias flexibles de afrontamiento tienen niveles más bajos de cortisol que los que usan un estilo más rígido y menos adaptable (Brändtstädter, Baltes-Götz, Kirshbaum y Hellhammer, 1991; Ursin y Olff, 1993), características estas últimas de sujetos represores (Weinberger, 1990). Otros estudios han indicado la existencia de una asociación entre la tendencia a usar estrategias evitativas de afrontamiento y los altos niveles de cortisol (Ursin, 1987). Aunque estos efectos no han sido encontrados en todos los estudios, son relevantes, ya que los sujetos represores muestran un estilo represivo de afrontamiento que puede inhibir la experiencia de emociones negativas (Weinberger, 1990). Pues bien, en un reciente estudio, Brown y cols. (1996) investigaron esta hipótesis, evaluando los niveles de cortisol basal en un grupo de sujetos represores, un grupo de sujetos verdaderamente bajos ansiedad y un grupo de sujetos altos en ansiedad. Los resultados obtenidos vienen a corroborar la hipótesis: los sujetos represores y los sujetos altos en ansiedad tienen niveles de cortisol basal más altos que los sujetos bajos en ansiedad, siendo los niveles más altos para el grupo represor. La importancia de estos resultados radica en la relación del cortisol con el sistema inmune, pues se considera inmunosupresivo, actuando también como mediador en los altos niveles de glucosa (Jamner, Schwartz y Leigh, 1988), colesterol (Weinberger, 1990) y presión sanguínea (King y cols., 1990) de los sujetos represores. Del mismo modo, algunos autores (Dimsdale, Herd y Hartley, 1983) argumentan que, debido a su asociación con un desorden en la activación simpática, la represión puede aumentar el nivel de catecolaminas y cortisol circulantes, los cuales, a su vez, podrían contribuir a la movilización de ácidos grasos libres, disminuir la evacuación de triglicéridos y aumentar la síntesis de colesterol que realiza el hígado. Todo ello aumentaría el riesgo cardiovascular. 3.4. Represión de emociones y sistema inmune El estilo represivo ha sido asociado con un mal funcionamiento del Sistema Inmune (Sandín y cols., 1995), hecho éste que, a largo plazo, podría favorecer un aumento del riesgo de padecer algunas enfermedades como el cáncer, y, a medio plazo, un empeoramiento del diagnóstico de los trastornos por cáncer ya establecidos. Generalmente, esta inhabilidad para expresar emociones ha sido un predictor muy fuerte del empeoramiento del curso del cáncer. Pero, a partir de estos resultados no se puede generalizar, sin más, que la represión de emociones está de algún modo implicada en el mal funcionamiento crónico del Sistema Inmune. Además, como es bien sabido, no en todos los tipos de cáncer el Sistema Inmune actúa del mismo modo, -58-
ni tiene la misma función en su control y desarrollo; en algunos tipos de cáncer es el Sistema Hormonal el que juega el papel más importante, o, en cualquier caso, la interrelación ente el Sistema Inmune y el Sistema Hormonal (léase aquí, por ejemplo, cáncer de mama). Existe un problema metodológico importante a la hora de determinar si existe algún tipo de relación causal entre represión de emociones y cáncer, pues el estilo represivo de afrontamiento podría muy bien ser una consecuencia del diagnóstico de cáncer, más que un factor potencialmente cancerígeno. Se ha llevado a cabo ya algún estudio prospectivo que viene a señalar la ausencia de un perfil psicológico previo en mujeres que posteriormente desarrollarán un cáncer de mama, si bien se apunta ya una cierta tendencia a la racionalización de emociones y una clara antiemocionalidad (Bleiker, van der Ploeg, Hendriks y Ader, 1996). No obstante, al margen de estas aclaraciones y estos datos, de los que hablaremos con más detalle en el correspondiente apartado, también se han hecho hallazgos que relacionan el estilo represivo de respuesta con algunas variables del Sistema Inmune. Así, Esterling, Antoni, Kumar, y Schneiderman (1990) llevaron a cabo un estudio para comprobar la relación entre diferentes estilos emocionales y control del virus de Epstein-Barr. Hipotetizaron que los sujetos represores tendrían peor control sobre el virus, y, por lo tanto, mostrarían el mayor número de antígenos. Para ello, y siguiendo el modo de trabajo de Pennebaker y cols. (1988, 1989, 1993), se pidió a sujetos sanos que escribieran a un amigo cercano, y durante un período de 30 minutos, una carta sobre un suceso altamente estresante que les hubiera acontecido y que no hubieran relatado a mucha gente. En función del contenido emocional de estas cartas, que fue medido considerando el número de palabras con carga emocional que contenían los escritos, catalogaron a los sujetos como: altos reveladores de contenido emocional (sensibilizadores), reveladores medios de contenido emocional y bajos reveladores de contenido emocional (represores). Al mismo tiempo, los sujetos tenían que cumplimentar un cuestionario de personalidad (Millon Behavioral Health Inventory -Millon, Green y Meagher, 1982), que evalúa diferencias individuales en estilos de afrontamiento interpersonal. Según este cuestionario, los sujetos con puntuaciones elevadas en el estilo represivo muestran una necesidad interna de negar sentimientos negativos a sí mismos y a los demás, tienden a aparecer contentos de cara a los problemas, y pueden intentar complacer a los otros con conductas de auto-sacrificio, características todas ellas que, como hemos venido observando, definen a los sujetos represores. Por su parte, los sujetos con altas puntuaciones en el estilo sensibilizador aparecen como agresivos, dominantes, competitivos, seguros, tienden a tener un bajo nivel de tolerancia a la frustración y son rápidos en la expresión de sus sentimientos negativos. Los resultados mostraron que los sujetos altamente reveladores del contenido emocional negativo (sensibilizadores) tienen niveles más bajos de antígeno del virus de Epstein-Barr que los sujetos bajos reveladores de contenido emocional negativo (represores), siendo significativa esta diferencia. Los resultados nos señalan también que los sujetos represores, pero definidos así ahora a través del cuestionario de personalidad, muestran un nivel de antígenos del virus de Epstein-Barr significativamente más alto que el grupo de sensibilizadores. Del mismo modo, investigando la relación entre los sujetos represores-sensibilizadores (según el cuestionario de personalidad) y los “bajos reveladores”-“altos reveladores” de emociones negativas, se encontró, como era de esperar, un mayor número de sujetos bajos reveladores de emociones negativas en el grupo de sujetos represores, y un mayor número de sujetos altos reveladores de emociones negativas en el grupo de sujetos sensibilizadores. Ambas diferencias fueron significativas, con lo que se corrobora aún más la definición previamente ofrecida de estilo de afrontamiento interpersonal, evaluado éste a través del cuestionario de personalidad. -59-
Estudiando la interacción entre la medida de personalidad y la medida conductual (revelación de contenido emocional), se observó que, dentro del grupo de sujetos represores, no hubo diferencias en el número de antígenos en función de si eran altos o bajos reveladores de emociones negativas (como ya ha sido mencionado, hemos de tener en cuenta que, aunque dentro de este grupo la gran mayoría eran bajos reveladores de emociones negativas, también había algunos que pertenecían al grupo de altos reveladores de emociones negativas). Por otra parte, dentro del grupo de sujetos sensibilizadores, aquellos que aparecían como bajos reveladores de emociones negativas mostraban mayor número de antígenos, y los altos reveladores de emociones negativas menor número, diferencia que sí era significativa. Por lo tanto, se ve aquí una interacción "revelación de emociones negativas X estilo de afrontamiento interpersonal", pero que parece estar afectando sólo al grupo de sujetos sensibilizadores. Otros estudios de la misma índole demuestran que la revelación de contenidos emocionales negativos tiene efectos positivos en la respuesta blastogénica de los linfocitos-T a los mitógenos (Pennebaker y cols., 1988). La blastogénesis es la medida de proliferación de los linfocitos (células blancas) en respuesta a la estimulación provocada por sustancias ajenas al cuerpo (mitógenos). En este estudio se examinaron los efectos que tiene el hecho de revelar emociones negativas sobre la proliferación de los linfocitos T (tanto cooperadores como supresores) ante la presencia de Fitohemaglutinina (PHA) y Concavalina A (ConA), dos tipos de mitógenos diferentes: mientras que la PHA estimula la proliferación de linfocitos T-cooperadores, la ConA estimula tanto la proliferación de linfocitos T-supresores como linfocitos Tcooperadores. Los resultados demuestran que los sujetos bajos reveladores de emociones negativas (represores) tienen una respuesta linfocitaria menor ante la estimulación producida por la PHA y la ConA. Otros autores (Jamner y Schwartz, 1986) han propuesto una hipótesis que postula que la represión de emociones está asociada a una mayor actividad de los opioides endógenos en el sistema nervioso central. Así mismo, se sabe que los opioides endógenos y los corticoesteroides modulan la función inmune, de esto se sigue que, en presencia de niveles altos de opioides endógenos, los niveles altos de corticoesteroides podrían tener un efecto aditivo o sinérgico para reducir la inmunocompetencia, hecho que vendría indicado por una gran reducción en el nivel de monocitos (Janmer y cols., 1988). Ver resumen en la Tabla 4.3. [INSERTAR TABLA 4.3] 3.5. Represión de emociones y cáncer Desde hace ya más de una veintena de años, éste parece ser el campo más estudiado y en el que se están encontrando conclusiones más estables en lo que respecta a la influencia de la expresión de emociones y los problemas de salud. Revisando estudios sobre el impacto de los factores psicosociales en el cáncer -tanto en lo que se refiere al inicio como a la progresión de la enfermedad-, se llega a la conclusión de que es la inhabilidad para expresar emociones (especialmente ansiedad e ira), o el control emocional, el dato más característico entre los sujetos que padecen esta enfermedad (Stavraky, Buck, Lott, y Wanklin, 1968; Cox y MacKay, 1982; Greer y Watson, 1985; Temoshok, 1987). Otros autores cuestionan esta argumentación apelando a la heterogeneidad de los diferentes tipos de cáncer estudiados y a la evidencia de una cierta predisposición genética en algunos de ellos (Kiecolt-Glaser y Glaser, 1986). Se ha intentado acuñar la denominación de patrón de conducta Tipo C (por oposición al Tipo A y Tipo B) para definir las características que serían propias de los sujetos que padecen cáncer. Temoshok (1987) avanzó un modelo explicativo para integrar todos los factores -60-
psicosociales que venían encontrándose en sujetos que padecen cáncer. Según esta autora, éste sería un estilo de personalidad que se desarrolla a lo largo del tiempo como forma de afrontamiento, y se caracteriza por variables que definen a la persona como: cooperativa y apaciguada, no asertiva, paciente, sumisa a la autoridad externa y no expresiva de emociones negativas. En multitud de estudios se está encontrado que los sujetos con cáncer presentan un patrón de estilo represivo de afrontamiento. Veamos algunas conclusiones de los estudios llevados a cabo por nuestro grupo de investigación, en las que se dibuja el perfil psicológico del paciente con cáncer. Cano-Vindel y cols. (1994) encontraron que los sujetos con diversos tipos de cáncer, al ser comparados con un grupo control de sujetos sanos, equiparados en edad, sexo y nivel cultural, presentaban como grupo un patrón típico de potencial estilo represivo de afrontamiento, con baja ansiedad y alta deseabilidad social, resultando ser más altos en rasgo de control emocional (como variable de personalidad), así como en la variable control de la ansiedad ante las revisiones médicas, más bajos en la expresión de ira, y más altos en racionalización y anti-emocionalidad. Aproximadamente la mitad de los sujetos con cáncer presentaban un marcado potencial estilo represivo de afrontamiento (baja ansiedad autoinformada y alta deseabilidad social), y una cuarta parte de los sujetos presentaba un estilo defensivo de afrontamiento con alta ansiedad (alta ansiedad y alta deseabilidad social). Más recientemente (Sirgo, Díaz-Ovejero, Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1996), hemos encontrado que existe mayor incidencia de un potencial estilo represivo de respuesta en un grupo de mujeres con cáncer de mama al ser comparadas con un grupo control de mujeres sanas, emparejadas en edad y otra serie de variables socio-demográficas. Así mismo, en este estudio, el grupo de mujeres con cáncer presenta mayores puntuaciones en expresión y control de ira y en expresión de ira "hacia adentro", así como en racionalización de emociones y armonía (búsqueda de relaciones armónicas). Todos estos resultados son acordes con resultados previos (CanoVindel y cols., 1994), y manifiestan una preocupación constante por evitar quejas para no preocupar a familiares y personas allegadas. En otro estudio, Cano-Vindel, Sirgo, Díaz-Ovejero y Pérez-Manga (1997) compararon a un grupo de mujeres con cáncer de mama (N=34) con un grupo control (N=32), equiparando a ambos en edad y nivel cultural. Los resultados indican que las pacientes con cáncer presentan niveles más bajos de ansiedad en las ocho variables medidas por el I.S.R.A. (Miguel-Tobal y Cano-Vindel, 1986, 1988, 1994): ansiedad en los tres sistemas de respuesta -cognitivo, fisiológico y motor-, nivel general de ansiedad, y ansiedad ante cuatro tipos de situaciones o rasgos específicos -situaciones de evaluación, situaciones interpersonales, situaciones fóbicas y situaciones cotidianas. A su vez, las mujeres con cáncer de mama racionalizan más sus emociones, buscan más las relaciones armónicas (siendo más altruistas y auto-sacrificadas), y presentan un nivel igual de optimismo que el grupo control. Este perfil psicológico del grupo de mujeres con cáncer de mama supone una especie de estilo represivo de afrontamiento si tenemos en cuenta que muestra un nivel menor de ansiedad en las ocho variables estudiadas, aunque no se evaluó la deseabilidad social. En una investigación reciente, llevada a cabo con población española por FernándezBallesteros, Zamarrón, Ruiz, Sebastián y Spielberger (1997), también aparecen diferencias en el uso de la racionalidad y defensividad emocional. Las mujeres con cáncer de mama son más racionales y presentan una mayor defensividad emocional que un grupo control o que otro grupo de mujeres con lesiones benignas. Además de encontrar un patrón de respuesta emocional específico en los pacientes con -61-
cáncer, también se ha podido constatar en varios estudios que los pacientes menos expresivos, más defensivos, más racionales, presentan un peor pronóstico, con una menor esperanza de vida. Así, Jensen (1987), en un estudio prospectivo con 52 mujeres con historia de carcinoma de mama, trató de estudiar la incidencia y progresión del cáncer, y comparar estos datos con los de un grupo de 34 mujeres sanas. Dividió a los sujetos en tres grupos diferentes: mujeres que habían sido mastectomizadas y tratadas con quimioterapia y radioterapia, y que habían sufrido una recurrencia o metástasis del cáncer; mujeres con cáncer, pero sin recurrencia, que habían estado en período de remisión más largo que el grupo anteriormente mencionado; y, finalmente, un grupo de mujeres sanas sin historia de cáncer de mama. A estos grupos de mujeres se les aplicó una batería de pruebas, incluyendo las que iban destinadas a evaluar el estilo represivo de afrontamiento: deseabilidad social y ansiedad. Los resultados muestran que la combinación de altas puntuaciones en deseabilidad social y bajas puntuaciones en ansiedad aparecía de modo significativamente más frecuente entre el grupo de mujeres con cáncer que en el grupo de mujeres sanas, y, así mismo, de forma más consistente entre el grupo de mujeres con cáncer más avanzado, con recurrencias y metástasis. Este grupo de mujeres represoras presentó períodos más cortos de remisión; es decir, libres de tumor después del diagnóstico y tratamiento inicial, y en el período de seguimiento fue más probable encontrar que habían desarrollado una metástasis, o que habían sufrido un deterioro físico que incluso las llevaba a la muerte. En este marco de referencia, hay otros trabajos en los que también se observa que la represión de emociones aparece relacionada con el tiempo de supervivencia al cáncer de mama (Derogatis, Abelhoff y Melisaratos, 1979; Grossarth-Maticek, Bastiaans y Kanaziv, 1985; Temoshok, Heller, Sagebiel, Blois, Sweet, Di Clemente y Gold, 1985). Ver resumen en Tabla 4.4. [INSERTAR TABLA 4.4] Todas estas características se están encontrando en estudios comparativos. Es decir, hay una mayor incidencia de personas represoras de emociones en el grupo de sujetos con cáncer que en los grupos control. Además, dentro del grupo de sujetos con cáncer, los represores son los que tienen peor pronóstico en su enfermedad. Este estilo de afrontamiento tendría ciertas implicaciones de cara al desarrollo de la enfermedad, no sólo en el ámbito fisiológico, sino que podría ocurrir que los represores actuasen de modo tal que rechazasen o hiciesen inefectivos los beneficios de la ayuda profesional. De hecho, estos sujetos son descritos como más pasivos, presentan menos quejas, y parecen tener un umbral más alto para la percepción de la experiencia dolorosa que los sujetos no represores, con lo que, incluso necesitándola, no van a demandar ayuda profesional en la misma medida que lo hace el resto de sujetos. Del mismo modo, acudirán más tarde a las revisiones médicas, por lo que el estadío en el que se encuentre el cáncer cuando sea diagnosticado será más avanzado que el del grupo de sujetos no represores. Es indudable que la quimioterapia y el resto de los tratamientos médicos han conseguido importantes avances contra el cáncer, aumentando la supervivencia. Bonadonna y Valagussa (1981) encontraron tasas diferenciales de supervivencia para mujeres que recibían más del 85%, entre el 84% y el 65%, o menos del 65% de las dosis de ciclofosfamida y metotrexate recomendadas en su tratamiento para el cáncer de mama. Los sujetos represores corren el riesgo de no recibir el tratamiento médico en las dosis recomendadas. Para finalizar, nos queda referirnos de nuevo al valor causal que se le ha dado a la represión de emociones y cómo se ha entendido ésta. De un lado, y en función del tipo de estudios que tomemos en consideración, algunas variables relacionadas con la represión emocional -62-
aparecen como causa o factor causal del desarrollo del cáncer (en los pocos estudios prospectivos llevados a cabo), al encontrarse en mayor grado en sujetos que vemos cómo posteriormente desarrollan cáncer; de otro lado, este estilo represivo aparece como forma de afrontamiento ante un diagnóstico de una enfermedad que es altamente estresante, una amenaza a la que se ven sometidos los sujetos que desarrollan tal enfermedad (estudios retrospectivos), ya que no se puede deducir que estos sujetos presenten este tipo de estilo de personalidad antes de haber desarrollado el cáncer, sino que, más bien, puede entenderse como consecuencia del diagnóstico. De algún modo, la controversia entre los estudiosos del tema se centra en este punto, en tanto que, en función de la postura que se adopte, las implicaciones en el ámbito aplicado serán diferentes. Parece inapropiado aseverar que el estilo represivo sea el causante del desarrollo del cáncer, pues las relaciones que existen entre el Sistema Inmune, el Sistema Hormonal y el Sistema Nervioso están aún por descubrir, pero sí se sabe que estos sistemas están incidiendo de alguna manera en el desarrollo del cáncer. En cualquier caso, debemos adoptar una aproximación multicausal al desarrollo del cáncer, y de modo general a todos los problemas de salud en los que hemos visto que la represión y supresión de emociones está implicada. Dentro de esas causas que propiciarían su desarrollo se encontrarían, entre otros, los factores genéticos, los factores medioambientales y también los factores psicológicos. La forma represiva de afrontamiento sería un factor de riesgo que, de modo aditivo, estaría aumentando el poder acumulativo del resto de factores. Ya hemos dado algunas pinceladas sobre los efectos que parece producir un estilo represivo de afrontamiento en el Sistema Inmune o al nivel de la actividad autonómica. Es decir, que sí se puede hablar de un estilo de personalidad que propicie el desarrollo del cáncer y otros trastornos de salud, pero sumado a más factores de riesgo. En cualquier caso, y refiriéndonos ahora específicamente al cáncer, la importancia de los factores psicológicos será diferente para los distintos tipos de cáncer. Así, el cáncer de tipo hormonal, como el de mama, se verá más influido por variables de tipo psicológico que otros de otra índole. De otro lado, el hecho de que en los estudios retrospectivos aparezcan consistentemente más sujetos represores entre las personas con cáncer bien pudiera ser debido, como hemos mencionado, a una respuesta de afrontamiento lógica ante el diagnóstico. En ese caso, el estilo represivo es una consecuencia del diagnóstico, consecuencia entendida en el sentido de que es el resorte de afrontamiento que se activa en el sujeto al encontrarse en esa situación de amenaza extrema, aunque otro sujeto podría responder de un modo diferente en esa misma tesitura. Al mismo tiempo, esa forma de afrontamiento es parte de un círculo vicioso, en tanto que las repercusiones fisiológicas serían todas las que ya hemos comentado, y ya vimos cómo dichas repercusiones propiciarían un agravamiento y progresión del cáncer.
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TABLA 4.1 Represión emocional y actividad autonómica ESTUDIOS ! Berry y Pennebaker (1993) sujetos confrontados a estímulo emocional ! Fowles (1980) sujetos forzados a suprimir su conducta ! Levenson y cols. (1991)
AUMENTO EN SUJETOS REPRESORES conductancia de la piel tasa cardiaca actividad electrodérmica conductancia de la piel tasa cardiaca conductancia de la piel tasa cardiaca conductancia de la piel conductancia de la piel
! Gross y Levenson (1993) sujetos que suprimen emociones ! Wegner y cols. (1990) ! Wegner (1992) inducción experimental de supresión pensamientos específicos
de
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TABLA 4.2 Represión emocional y trastornos cardiacos ESTUDIOS ! Warrenburg y cols. (1989) ! King y cols. (1990) tarea de laboratorio que suponga reto ! Niaura y cols. (1992) ! Dimsdale y cols. (1983)
! Hill y Gardner (1976)
AUMENTO EN SUJETOS REPRESORES Presión sistólica en reposo reactividad cardíaca presión sistólica nivel de colesterol (decremento en mujeres) niveles de cortisol niveles de catecolaminas (ácidos grasos, triglicéridos, síntesis de colesterol en el hígado) tasa cardíaca
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TABLA 4.3 Represión de emociones y sistema inmune ESTUDIOS ! Esterling y cols. (1990) ! Pennebaker y cols. (1988) ! Jamner y Schwartz (1986) ! Jamner y cols. (1988)
CARACTERÍSTICAS EN SUJETOS REPRESORES mayores niveles de antígeno del virus de Epstein-Barr disminución de linfocitos T ante ConA y PHA (mitógenos) hipótesis de opioides endógenos decremento del nivel de monocitos
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TABLA 4.4 Represión emocional y cáncer ESTUDIOS ! Stavraky y cols. (1968) ! Cox y McKay (1982) ! Greer y Watson (1988) ! Temoshok (1987) ! Jensen (1987) ! Derogatis y cols. (1979) ! Grossarth-Maticek (1985) ! Temoshok (1985) ! Cano-Vindel y cols. (1994)
SUJETOS REPRESORES inhibición en la expresión de emociones, especialmente ira (y ansiedad, por definición) acuña patrón Tipo-C más represores entre grupo con cáncer de mama más avanzado menor supervivencia de los sujetos con estilo represivo
grupo cáncer: más represores, más control, racionalización, antiemocionalidad, menos expresión de ira (y ansiedad)
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CAPÍTULO 5
ANSIEDAD: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN Juan José Miguel-Tobal y María Isabel Casado 1. LA ANSIEDAD: SIMILITUDES Y DIFERENCIAS CON OTROS CONCEPTOS Desde las primeras décadas de este siglo, la ansiedad ha ocupado un lugar destacado en la literatura psicológica, debido fundamentalmente a que la ansiedad es considerada como una respuesta emocional paradigmática que ha facilitado la investigación básica en el campo de las emociones en general, permitiendo el desarrollo de técnicas aplicadas a prácticamente la totalidad de los ámbitos de la psicología actual (Miguel-Tobal, 1990). Sin embargo, las investigaciones en el área de la ansiedad se han encontrado a lo largo de su historia con dos grandes problemas: por una parte, la ambigüedad conceptual del constructo “ansiedad”, y, por otra, los problemas metodológicos para abordar la ansiedad de forma operativa. Desde el punto de vista del marco teórico, todas las escuelas psicológicas se han preocupado en mayor o menor grado por el estudio de la ansiedad, encontrando formulaciones desde líneas psicodinámicas, humanistas, existenciales, conductistas, psicométricas, hasta las más recientes teorías cognitivas y cognitivo-conductuales. Toda esta diversidad de enfoques hace muy difícil definir qué es la “ansiedad” de forma unánime, agravándose, aún más, el problema si consideramos que ésta ha sido abordada en múltiples facetas: como reacción emocional, respuesta, experiencia interna, rasgo de personalidad, estado, síntoma, etc., sin que se establezca un límite claro entre los distintos planteamientos. A su vez, existe una gran confusión terminológica, ya que, bajo la etiqueta de ansiedad, la literatura científica ha englobado otros términos que en muchos casos se han utilizado de forma indistinta con el término ansiedad, como es el caso de angustia, estrés, temor, miedo, amenaza, frustración, tensión, arousal. En esta línea, son muchos los autores que han tratado de clarificar las diferencias entre los distintos conceptos (Lazarus, 1966; Cattell, 1973; Borkovek, Weerts y Berstein, 1977; Bermúdez y Luna, 1980; Ansorena, Cobo y Romero, 1983; Miguel-Tobal, 1985; Casado, 1994), pero, en la práctica, se han empleado y se siguen utilizando frecuentemente como términos intercambiables. Señalemos, no obstante, las diferencias entre ansiedad y alguno de estos términos. Ansiedad y miedo Habitualmente se ha definido la ansiedad como una emoción cercana al miedo o como un subtipo de miedo. El miedo es considerado tradicionalmente como una reacción emocional producida por un peligro presente e inminente, encontrándose por lo tanto ligado al estímulo que lo genera, mientras que la ansiedad es más bien una respuesta de anticipación de un peligro futuro, indefinible e imprevisible, siendo la causa más vaga y menos comprensible que en el miedo (Marks, 1986). Según esta concepción, el miedo puede ser definido como la ansiedad ante un estímulo determinado, y, a su vez, la ansiedad se definiría como el miedo sin objeto. Sin embargo, esta diferenciación, no puede ser mantenida en el caso, entre otros, de la fobia. El trastorno fóbico o fobia específica es clasificada en el DSM-IV como un trastorno de ansiedad, y es definido como “... un miedo intenso y persistente a objetos o situaciones claramente discernibles y circunscritos, ante cuya exposición se provoca casi invariablemente una respuesta inmediata de ansiedad que puede adquirir la forma de una crisis de angustia situacional o más o menos relacionada con una situación determinada. El diagnóstico es correcto sólo si este comportamiento de evitación, miedo o ansiedad de anticipación en relación con el estímulo fóbico...”. Por tanto, vemos cómo en la propia definición del trastorno de fobia específica ambos -68-
términos se solapan, haciendo imposible mantener la diferenciación propuesta. Podemos recurrir entonces a otro elemento diferenciador entre miedo y ansiedad: la proporcionalidad, esto es, el miedo sería más bien una reacción proporcionada al peligro real u objetivo, mientras que la ansiedad reflejaría una reacción desproporcionadamente intensa (Bermúdez y Luna, 1980). Según este criterio, la clave diferenciadora podría ser la concordancia en intensidad entre la reacción emocional y la amenaza real que para el organismo supone el objeto o la situación. Así, si el estímulo no representa un peligro real proporcional a la reacción, podríamos hablar de ansiedad (desproporcionadamente intensa), mientras que, si el peligro es real y proporcional a la reacción, podríamos hablar de miedo. Sin embargo, esta diferenciación clásica entre miedo y ansiedad referida al peligro real u objetivo que supone el estímulo no es fácil de mantener en nuestros días. En la actualidad, existe un acuerdo generalizado en entender el miedo y/o la ansiedad como resultante del peligro percibido y por tanto subjetivo. Así, por ejemplo, un perro podría ser interpretado por algunos individuos como un peligro real y por otros, como un estímulo neutro en el sentido de no amenazante. Si variamos características objetivas del estímulo (el perro), como el tamaño, la proximidad de éste, o ciertos movimientos o conductas, habría un mayor número de sujetos que podrían percibirlo como amenazante (perro grande, cercano, gruñendo, etc), o como no amenazante (pequeño, lejano, moviendo la cola, etc). En cualquier caso, no existiría una reacción común a todos los sujetos, ni podríamos decir si el estímulo es objetivamente amenazante o no. Nos parece que diferenciar constructos psicológicos en función de características como el tamaño del perro no es especialmente acertado (Casado, 1994). Concluyendo sobre este punto, miedo y ansiedad pueden ser considerados como sinónimos en la mayor parte de los casos, aunque siga existiendo una preferencia por el empleo de un término u otro en función de la “peligrosidad real del estímulo”, distinción que sólo puede mantenerse en los extremos de un continuo, pero que no daría explicación de la reacción a una gran parte de estímulos. Como ya hemos señalado, no es la peligrosidad objetiva, sino la percepción subjetiva la desencadenante de la reacción, coincidiendo en este punto la práctica totalidad de las orientaciones actuales (Casado, 1994). Ansiedad y angustia La utilización de ambos términos ha generado gran confusión a lo largo de nuestro siglo, utilizándose en muchos casos como sinónimos y en otros muchos como conceptos diferentes. López Ibor (1969) intentó hacer una distinción entre ambos conceptos, ansiedad y angustia, teniendo en cuenta distintos elementos: En la angustia: (1) predominan los síntomas físicos, (2) la reacción del organismo es de paralización, de sobrecogimiento y (3) el grado de nitidez de captación del fenómeno se encuentra atenuado. En la ansiedad: (1) predominan los síntomas psíquicos, sensación de catástrofe, de peligro inminente, (2) es una reacción de sobresalto, tratando de buscar soluciones al peligro, siendo más eficaz que la de la angustia, y (3) el fenómeno se percibe con mayor nitidez. Pero, desde este intento han pasado casi tres décadas, y en la actualidad se torna imposible mantener dichas diferencias. En nuestros días, dentro del concepto de ansiedad, se hace referencia a patrones de respuesta en los que se incluyen tanto los síntomas psíquicos o cognitivos como los conductuales y físicos, que en principio pudieron ser atribuidos con preferencia a la angustia. Volviendo a hacer referencia al DSM-IV, el trastorno de ansiedad denominado trastorno de angustia (entre cuyas características esenciales destaca la presencia de crisis de angustia recidivantes e inesperadas) es traducido al castellano del término inglés “panic disorder”, hecho que, lejos de ayudar a distinguir entre ambos conceptos, lo complica enormemente. De hecho, los -69-
problemas derivados de la traducción de términos, o el desdoblamiento de un término por traducción a otra u otras lenguas, han sido señalados por distintos autores como una de las causas de la confusión terminológica del concepto ansiedad. El término alemán “Angst”, utilizado por Freud para describir un afecto negativo y una activación fisiológica desagradable, es traducido al inglés como “anxiety”, mientras que en español y en francés tuvo una doble acepción, ansiedad y angustia en el primer caso y anxiété y angoisse en el segundo. Con el desarrollo de la psicología, y la aparición de las distintas escuelas y enfoques, ambos conceptos se fueron separando al ser utilizados con preferencia por distintas orientaciones. Así, en la actualidad, el término ansiedad es utilizado con preferencia por la psicología científica, y el término angustia por las orientaciones psicoanalíticas y humanistas. Es decir, en último extremo, nos estaríamos refiriendo a la misma reacción desde perspectivas teóricas diferentes (véase Miguel-Tobal, 1985, 1990). Ansiedad y arousal Según Epstein (1967), el arousal es considerado como un componente común a toda motivación y estimulación. Un incremento de arousal puede ser producido por estimulaciones no relacionadas con la ansiedad. El arousal sería una reacción del organismo ante cualquier forma de estimulación intensa, habiendo sido definido generalmente como nivel general de activación, que sería común a las distintas emociones y no específico de la ansiedad. Bajo un estado emocional elevado, la reacción fisiológica estaría causada por la activación general, mientras que la experiencia subjetiva del individuo etiquetaría cognitivamente la emoción específica que se esté sintiendo. Desde este punto de vista, la ansiedad podría definirse como el arousal provocado específicamente por una percepción de peligro. Ansiedad y estrés La distinción más compleja en la actualidad, y a la vez la más importante por la frecuencia de utilización de ambos términos, es la que se puede establecer entre ansiedad y estrés. Ambos términos son tratados con frecuencia como procesos intercambiables, incluso en la literatura especializada, debido principalmente al gran número de elementos comunes. Para Endler (1988), el concepto de estrés se superpone al de ansiedad, y los dos términos se han utilizado frecuentemente de forma intercambiable. Lazarus y Folkman (1984), más partidarios del uso del término estrés, señalan: “...Los libros continúan apareciendo con títulos en los que el término ansiedad sustituye al de estrés, o bien se utilizan ambos términos, reflejando así la tendencia a confundirlos... “. Y son estos mismos autores quienes, al hacer un recorrido histórico por el concepto de estrés, señalan que autores como Freud, Dollar, Miller, May, Taylor, Spence o Spielberger, entre otros, utilizaron, según su punto de vista, el término ansiedad en lugar de estrés (Lazarus y Folkman, 1984, pág. 29). De esta forma, y aunque en su origen pudieron ser términos más diferenciados, un gran número de elementos característicos del concepto de ansiedad van a ser integrados bajo el concepto de estrés. Esto es, en muchas ocasiones nos vamos a encontrar con el mismo elemento de estudio conceptualizado de forma diferente y proveniente de campos distintos, aunque, en última instancia, sigue refiriéndose al mismo hecho. Sin embargo, no faltan voces que, desde distintas líneas, buscan las fronteras que separen ambos términos. Desde la psicofisiología, rama que ha venido utilizando preferentemente el término estrés, se ha puesto un especial énfasis en los aspectos fisiológicos de la respuesta de estrés, considerando la ansiedad como el puro sentimiento subjetivo asociado al distrés, junto con otros como intranquilidad y agresividad. Para autores como Taylor (1986), el término estrés haría referencia principalmente a la situación, mientras que la ansiedad, junto con otras reacciones -70-
emocionales como ira o depresión, se consideraría una reacción ante eventos estresantes. En esta misma línea, Lazarus (1966) conceptualiza la ansiedad como una emoción de estrés, en oposición a emociones de tono positivo como el amor o la alegría. Otras emociones de estrés podrían ser la ira, la depresión, la culpa y los celos. Bensabat (1987) describe la ansiedad como una expresión corriente del estrés. Sostiene, así mismo, que la ansiedad y el estado de estrés crónico se confunden. Así, para este autor, “la ansiedad es una causa de estrés y el estrés crónico es una causa de la ansiedad” (pág. 56). Spielberger (1972) sugiere que los conceptos de estrés y miedo pueden utilizarse para indicar fases temporales diferentes de un proceso que lleva a la evocación de una reacción de ansiedad. Para Spielberger (1976), el término estrés debería denotar las propiedades objetivas de los estímulos de una situación, y el término miedo debería referirse a la percepción que realiza la persona de una situación como peligrosa para ella. Ambos elementos llevarían finalmente a la reacción de ansiedad. En todos estos intentos por diferenciar ambos términos aparece un déficit común: no tomar en consideración todos los elementos que ambos conceptos han ido integrando a lo largo de su historia, o, dicho de otro modo, en todos los casos se parcelan los conceptos de ansiedad y estrés, y algunos aspectos que en la práctica podrían ser considerados como intersección entre ambos conceptos pasan a ser característicos de uno u otro conjunto. El hecho de hacer hincapié en la respuesta fisiológica del estrés no debe suponer que la ansiedad no conlleve dicho elemento. Así, desde la perspectiva actual de la ansiedad, tal y como ya puntualizaron hace más de diez años Ansorena y cols. (1983), debemos considerar que todas aquellas alteraciones asociadas al distrés forman parte del componente fisiológico y motor de la respuesta ansiosa, junto con el componente cognitivo (ideas, expectativas, sentimientos de carácter negativo o disfórico, etc.). E incluso, de acuerdo con el propio Lazarus (1966), las emociones de estrés incluyen tres grandes componentes: afecto subjetivo o experimentado, acción o impulso hacia la acción, y cambios fisiológicos. Y, en el sentido opuesto, tampoco sería correcto intentar diferenciarlos limitando el término estrés exclusivamente al estímulo externo o a las características objetivas de la situación. Este hecho implicaría olvidar que, cuando Selye introduce en 1936 el concepto de estrés en el ámbito de la salud, hace referencia a una respuesta inespecífica del organismo. En resumen, podríamos decir que los términos de ansiedad y estrés pueden distinguirse o ser términos diferenciados cuando se trabaja de forma parcelada con ellos, poniendo especial énfasis en determinados elementos que son considerados como parte de uno o de otro de forma puntual. Ahora bien, considerados de forma global, podemos decir que ambos términos han ido integrando elementos que pudieron ser en principio más definitorios de uno que de otro, pero que en la actualidad son compartidos por ambos. En definitiva, creemos que los términos de ansiedad y estrés están abocados en su desarrollo a seguir líneas paralelas con innumerables entrecruzamientos. 2. CONCEPTUALIZACIÓN DE LA ANSIEDAD Tras esta primera aproximación al término de ansiedad y su diferenciación con otros términos, realizaremos un breve recorrido por la evolución paulatina que ha experimentado este constructo a la hora de ajustarse a los sucesivos cambios teóricos. Para exponer la evolución sufrida por el concepto de ansiedad, hemos llevado a cabo una separación en dos períodos, cuya línea divisoria se sitúa en la década de los años 60. El primer período se extiende hasta los años 60, destacando tres grandes líneas: el enfoque psicodinámico y humanista, el conductismo clásico y el enfoque experimental-motivacional, y las primeras teorías rasgo-estado desde el enfoque de la personalidad. A partir de los años 60, el estudio de la ansiedad cobrará un nuevo y espectacular auge con la incorporación de una serie de cambios que revolucionarán el concepto. -71-
Fundamentalmente, serán tres: las aportaciones desde el enfoque de la personalidad, la introducción de las variables cognitivas, y la modificación de la concepción unitaria de la ansiedad. 2.1. Enfoque psicodinámico y humanista Freud elabora a lo largo de su vida tres teorías de la ansiedad. En su última formulación, Freud (1926) diferencia tres tipos de ansiedad: Ansiedad real, que es la ansiedad que aparece en las relaciones del yo con el mundo exterior. Es una señal de advertencia de un peligro real situado fuera del sujeto que experimenta la ansiedad. Ansiedad neurótica, que ocurre cuando el yo intenta satisfacer los instintos del ello, pero las exigencias de los mismos le hacen sentirse amenazado, temiendo que el ello se escape del control del yo. Ansiedad moral, que ocurre cuando el super-yo presiona al sujeto ante la amenaza de que el yo pierda el control sobre los impulsos, apareciendo una ansiedad en forma de vergüenza. Las teorías de Freud tuvieron una gran repercusión en su momento, siendo seguidas por autores que, aunque compartían la mayoría de las ideas básicas, diferían en el papel asignado a la libido, al inconsciente y a los mecanismos de defensa. Las escuelas humanistas y existenciales también otorgarán un papel central al constructo de ansiedad, cuyo elemento común es la consideración de la misma en tanto que resultado de la percepción de peligro por parte del organismo. 2.2. El conductismo clásico y el enfoque experimental-motivacional Frente al discurso psicoanálítico y humanista aparecen nuevos modelos que intentarán un acercamiento más experimental y operativo. El estudio de la ansiedad se enriquece con las nuevas teorías aparecidas en el campo del aprendizaje. Desde esta línea, la ansiedad será conceptualizada básicamente de dos formas: como una respuesta clásicamente condicionada y como un impulso (drive) que motiva la conducta del organismo. Partiendo de una concepción ambientalista, y utilizando preferentemente los términos de miedo y temor, Watson y la escuela conductista en general conceptualizan la ansiedad como una respuesta conductual y fisiológica a una estimulación o situación externa al sujeto. La ansiedad será definida principalmente como un subtipo de miedo, un impulso o drive aprendido. Desde este tipo de planteamientos, Hull (1921, 1943, 1952) considera la ansiedad como un impulso motivacional responsable de la capacidad del sujeto para emitir respuestas ante una estimulación. En años sucesivos, muchos autores estudian la ansiedad siguiendo los principios del condicionamiento clásico o instrumental. 2.3. Primeras teorías rasgo-estado desde el enfoque de la personalidad Partiendo del estudio de la ansiedad como una característica de personalidad surgen las primeras teorías rasgo-estado, destacando las formulaciones de Cattell y Scheier (1961). Las primeras formulaciones, que encontrarán su pleno desarrollo a partir de los años 60, defienden la necesidad de diferenciar dos elementos en el concepto de ansiedad. De esta forma, entienden la ansiedad como un rasgo o característica de personalidad, definida como la tendencia individual a reaccionar de forma ansiosa, o como un estado, definido como un estado emocional transitorio que fluctúa en el tiempo. Desde esta perspectiva, es digno de ser destacado el énfasis otorgado a la psicometría como instrumento para poder identificar y medir el constructo de ansiedad. 2.4. Aportaciones desde el enfoque de la personalidad a partir de los años 60 El primer gran cambio proviene del estudio de la ansiedad en el campo de la personalidad, distinguiéndose tres aportaciones relevantes: a) Desarrollo en plenitud de las teorías rasgo-estado de la mano de Spielberger. -72-
Spielberger (1966a, 1972) pone especial énfasis en la distinción entre estado y rasgo de ansiedad. Para él, toda teoría de la ansiedad debe partir de esta diferenciación, tanto desde un punto de vista conceptual como operativo. Considera el estado de ansiedad como un estado emocional transitorio, o condición del organismo humano, que varía en intensidad y fluctúa en el tiempo. Esta condición se caracteriza por ser subjetiva, por la percepción consciente de sentimientos de tensión y aprensión, y por una intensa activación del sistema nervioso autónomo (Spielberger, 1966b). El nivel de un estado de ansiedad deberá ser alto en circunstancias que sean percibidas por el individuo como amenazantes, independientemente del peligro objetivo. La intensidad de un estado de ansiedad sería baja en situaciones no estresantes, o en circunstancias en las que, aun existiendo peligro, éste no sea percibido como amenazante. El rasgo de ansiedad es definido como una característica diferencial individual relativamente estable en cuanto a la propensión a la ansiedad. En función de esa característica idiosincrásica individual habrá diferencias en la disposición para percibir estímulos situacionales como peligrosos o amenazantes y en la tendencia a responder ante tales amenazas con reacciones de estados de ansiedad. En suma, el rasgo de ansiedad puede ser considerado como el reflejo de las diferencias individuales en cuanto a la frecuencia y la intensidad con las que los estados de ansiedad se han manifestado en el pasado, y en cuanto a la probabilidad de que tales estados sean experimentados en el futuro. b) Las aportaciones de las teorías situacionistas. Frente a las teorías rasgo-estado aparece un grupo de autores, entre los que destaca Mischel, quien, en su obra “Personalidad y evaluación” (1968), argumenta que la respuesta de ansiedad depende directamente de las características de la situación, más que de las variables de personalidad del sujeto. Para este enfoque, dentro de la línea conductual a la que hicimos referencia en el período anterior a los años 60, la conducta es principalmente aprendida, siendo el aprendizaje (por condicionamiento clásico, por condicionamiento operante, o por aprendizaje vicario) el responsable del desarrollo y mantenimiento de las mismas. Así, el enfoque situacionista propone el estudio de las variables ambientales como determinantes de la conducta, defendiendo que ésta sólo se puede predecir y explicar a través de las condiciones antecedentes y consecuentes que se dan en la situación en la que se emite dicha conducta. c) La aparición de las teorías interactivas. De la mano de autores como Bowers (1972, 1973), Endler (1973) o Endler y Magnusson (1974, 1976), las teorías interactivas vienen a conjugar las aportaciones de los dos enfoques anteriores. Desde esta nueva aproximación, la conducta ansiosa se explica a partir de la interacción entre las características de personalidad y las condiciones situacionales. Por sí solos, ningún factor personal ni situacional determinan la conducta de forma aislada. Surge así un acercamiento de posturas enfrentadas que aceptarán puntos comunes. Pero, además, desde este prisma, la ansiedad pasa desde la consideración de rasgo de personalidad unitario a ser entendida de forma multidimensional, defendiendo la existencia de áreas situacionales específicas ligadas a diferencias en cuanto al rasgo de ansiedad. Se formula entonces la Teoría Interactiva Multidimensional de la ansiedad, en la que el rasgo es concebido de forma multidimensional (Endler y Okada, 1975; Endler, Magnuson, Ekehammar y Okada, 1976; Endler y Magnusson, 1976a, 1976b). Esta teoría encuentra el complemento perfecto en la Hipótesis de la Congruencia, formulada por el propio Endler en 1977, y que afirma que, para que la interacción rasgo x situación provoque un estado de ansiedad, es necesario que el rasgo sea congruente con la situación amenazante. 2.5. Introducción de las variables cognitivas -73-
Como segundo elemento del cambio que, a partir de los años 60, revolucionará el concepto de ansiedad destaca el papel prioritario que tomarán las variables cognitivas, dando lugar a la aparición del enfoque cognitivo-conductual. Aunque con anterioridad a los años 60 surgieron autores como Tolman (1932), que destacaron la importancia de las variables cognitivas, hasta esta década no se imponen de forma generalizada y contundente. En esta década, aparecen formulaciones como la de Lazarus (1966), centrada en el concepto de estrés y los procesos de afrontamiento, o las de Beck (1976) y Meichenbaum (1977), en los años 70, que enfatizarán la relevancia de los procesos cognitivos, no sólo en sus formulaciones teóricas, sino especialmente en sus programas terapéuticos. Sin duda, la mayor contribución del enfoque cognitivo ha consistido en desafiar el paradigma E-R que se utilizaba para entender la ansiedad. Este paradigma estaba asentado en una argumentación mecanicista de causa-efecto. Desde el enfoque cognitivo se afirma que los procesos cognitivos intervienen entre el reconocimiento de una señal aversiva y la respuesta ansiosa. 2.6. Modificación de la concepción unitaria de la ansiedad El tercer elemento de cambio introducido a partir de los años 60 se refiere a la modificación de la concepción unitaria de la ansiedad, y al desarrollo de la idea de un triple sistema de respuesta. La concepción de activación general había sido el sustento de casi todas las líneas teóricas y experimentales desarrolladas hasta entonces. Bajo este prisma, la ansiedad fue considerada como un constructo unitario. A partir de la década de los 60, este constructo unitario se revela inapropiado e ineficaz para dar explicación a los nuevos hallazgos. Se va delineando entonces con claridad el concepto de especificidad, que será clave para el desarrollo y proyección de las teorías multidimensionales. Así, una de las teorías que con más fuerza se impone es la teoría tridimensional de Lang (1971). Con ella, desde el punto de vista de respuesta emocional, la ansiedad va a ser considerada, no como un patrón unitario de respuesta, sino como un triple sistema, en el que interactúan las respuestas cognitivas, fisiológicas y motoras, respuestas que pueden mostrar una escasa correlación entre ellas. Respecto a esa escasa correlación, incluso entre los distintos índices de un mismo sistema de respuesta, se acuñan términos como desincronía o fraccionamiento de respuesta. En este orden de cosas, hay que reseñar el año 1967 como uno de los hitos históricos, ya que aparece el trabajo de Lacey. Dentro de la concepción multidimensional de la activación, que sugiere la existencia de patrones diferentes de respuesta, este autor (Lacey, 1967) defiende el fraccionamiento direccional de respuesta. A partir de estos cambios, se definen conceptos como la estereotipia situacional, que hace referencia a la capacidad que tienen algunos estímulos o situaciones específicas para producir patrones específicos de respuesta, y estereotipia individual, que se refiere al hecho de que los sujetos difieren entre sí en sus respuestas fisiológicas, y que el patrón de respuesta de cada sujeto permanece relativamente estable a través de distintas situaciones. Recogiendo las distintas orientaciones propuestas, la ansiedad puede ser definida como “una respuesta emocional, o patrón de respuestas, que engloba aspectos cognitivos, displacenteros, de tensión y aprensión; aspectos fisiológicos, caracterizados por un alto grado de activación del sistema nervioso autónomo y aspectos motores, que suelen implicar comportamientos poco ajustados y escasamente adaptativos. La respuesta de ansiedad puede ser elicitada, tanto por estímulos externos o situacionales, como por estímulos internos al sujeto, tales -74-
como pensamientos, ideas, imágenes, etc., que son percibidos por el individuo como peligrosos y amenazantes. El tipo de estímulo capaz de evocar la respuesta de ansiedad vendrá determinado en gran medida por las características del sujeto (Miguel-Tobal, 1990). En la Tabla 5.1 se recogen los síntomas característicos del estado de ansiedad, manteniendo la diferenciación según el triple sistema de respuesta ------------------------INSERTAR TABLA 5.1 -------------------------3. ANSIEDAD Y PATOLOGÍA El estudio de la relación entre emociones y enfermedad es un área de investigación relativamente reciente, si nos referimos a la utilización de una metodología rigurosa y al desarrollo y puesta en marcha de programas combinados y efectivos de tratamiento. Sin embargo, la idea de interrelación entre lo mental y lo corporal ha estado presente a lo largo de la historia de la humanidad, aunque es a partir del siglo XIX cuando tiene lugar una investigación continuada. En las últimas décadas, y de la mano de disciplinas como la medicina psicosomática, la medicina conductual, la psicología de la salud y la psicofisiología, se ha ido acumulando una gran cantidad de datos que explican y matizan la relación entre los factores psicológicos y la salud y la enfermedad físicas. Dentro de estos factores psicológicos, cobran especial importancia las emociones. Las reacciones emocionales, tales como la ansiedad, presentan correlatos fisiológicos que, bajo la influencia del sistema nervioso, son el resultado de complejos mecanismos que afectan a las secreciones glandulares, a los órganos y tejidos, a los músculos y a la sangre. Cada vez son más los estudios que muestran la relación entre la ansiedad y diversos trastornos, como los cardiovasculares, los digestivos, e incluso los derivados de un mal funcionamiento del sistema inmunológico. Las distintas orientaciones desde las que se ha trabajado y se trabaja en este campo mantienen un denominador común, sosteniendo que la ansiedad puede influir sobre las funciones fisiológicas, y contribuir a la aparición o exacerbación de numerosos trastornos. Desde todas estas orientaciones se argumenta que la ansiedad influye negativamente sobre la salud, favoreciendo los procesos de enfermedad de formas muy diversas. Hay que señalar, no obstante, que en esta hipótesis de trabajo ha actuado de trampolín la transformación del concepto de enfermedad y las propias enfermedades en sí mismas. A mediados del siglo pasado, aproximadamente tres quintas partes de las muertes en los países desarrollados eran causadas por enfermedades infecciosas: tuberculosis, disentería, cólera, diarreas, malaria, neumonía, etc. Todas ellas debidas a las precarias condiciones de vida. De modo progresivo, en su mayor parte, estas enfermedades fueron adecuadamente controladas mediante el tratamiento de aguas, alimentos, programas públicos de inmunización, prevención y control ambiental (Terris, 1980). Sin embargo, otras enfermedades vinieron a sustituir a las anteriores en el impacto sobre la mortalidad. Enfermedades como las cancerígenas, las cardiovasculares, y más recientemente las llamadas enfermedades inmunológicas y degenerativas crónicas, como el Alzheimer, que en gran medida podrían ser consideradas como enfermedades relacionadas con la forma de vida o la conducta de los individuos, son las que en la actualidad tienen mayor repercusión sobre la población. De esta forma, en la década de los 60 se comienza a tomar conciencia de la necesidad de intervenir en la prevención de dichas enfermedades, y con ello de la necesidad de trasformar el modelo médico tradicional en un modelo biopsicosocial que tenga en cuenta, no sólo los factores -75-
biológicos, sino también los psicológicos, los sociales y los conductuales en la génesis y mantenimiento de las enfermedades. Independientemente del modelo del que se parta, las emociones tildadas de negativas, como la ansiedad, se han ido considerando de forma indiscutible como una de las variables a tratar y controlar en el nuevo concepto de salud, estando cada vez más asentado el papel o los distintos papeles que juegan como factores de riesgo de enfermedad (Fernández Castro, 1993; Fernández Castro y Edo, 1994a; Martínez Sánchez y Fernández Castro, 1994). Veamos los más importantes: En primer lugar, cada vez de forma más tajante, la investigación remarca a las emociones que sistemáticamente han sido consideradas, como la ansiedad, el estrés, la ira, como factores de riesgo capaces de desencadenar una enfermedad. Desde Selye (1936), pionero en investigar la implicación del estrés en la etiología de numerosas enfermedades, hasta autores como Lazarus y Folkman (1984), que introducen la importancia de variables cognitivas tales como la forma de interpretar y afrontar las situaciones problemáticas, muchos autores inciden en la importancia del estado emocional como factor de riesgo para la génesis de la enfermedad somática. Pero, en segundo lugar, un paso aún más importante ha sido el hecho de considerar que el papel de las emociones no quede restringido a un simple –que no menos importante- factor precipitador o causante de la enfermedad, sino también como variable responsable del desarrollo, agravamiento y cronificación de la misma. Muchos son los estudios que así lo confirman en enfermedades como el asma (Isenberg y col. 1992), el dolor de cabeza (Martínez-Sánchez y cols. 1992), las enfermedades cardiovasculares (Rosenman y cols. 1976), la hipertensión (Fernández Abascal y Calvo, 1987), la úlcera (Casado, 1994), el cáncer (Spiegel y cols. 1989), distintas enfermedades de carácter inmunológico (Ader y cols. 1991), o incluso en procesos como la recuperación postquirúrquica (Moix, 1994). En tercer lugar, la ansiedad va a representar un factor de riesgo muy especial cuando se torna crónica, ya que en este caso afecta además a la salud de un modo indirecto, ya que induce a la ejecución de hábitos conductuales poco saludables, tales como el consumo de alcohol, el consumo de tabaco, una dieta rápida, poco variada y con exceso de grasas, la falta de ejercicio físico, etc. En cuarto lugar, se está comenzando a asumir que la ansiedad puede ser considerada como un nuevo factor de riesgo en otros ámbitos, ya que puede distorsionar la conducta del paciente en cuanto a su trato con el personal sanitario y con su propia familia, e incluso influir negativamente en el cumplimiento de las prescripciones médicas. El paciente puede tomar decisiones y actitudes que interfieren en su proceso de curación (Martínez Sánchez y Fernández Castro, 1994). Diversos estudios señalan, por ejemplo, cómo pacientes oncológicos muestran una gran ansiedad ante los síntomas derivados del tratamiento, llegando incluso al abandono del mismo (Blasco, 1992). La adhesión al tratamiento se torna también clave en trastornos como la hipertensión, las úlceras, los trastornos dermatológicos, y en todas aquellas enfermedades en las que la sintomatología no es estable, y el abandono del tratamiento se incrementa cuando la sintomatología decrece. 3.1. Ansiedad y trastornos psicofisiológicos Sin duda alguna, en esta relación entre ansiedad y enfermedad, el mejor campo de estudio ha sido, y sigue siendo, el de los denominados clásicamente trastornos psicosomáticos o psicofisiológicos (Miguel-Tobal y Casado, 1994). Las primeras formulaciones psicológicas de los trastornos psicosomáticos partieron de planteamientos psicodinámicos. Uno de los pioneros en resaltar la relación entre determinadas enfermedades y características particulares de personalidad fue Dumbar (1943). Desde ese momento, surgen numerosos intentos por delimitar los rasgos de -76-
personalidad asociados a determinados trastornos psicofisiológicos. Así, podemos señalar la popular y reiterada idea de que la úlcera péptica es típica de sujetos ambiciosos, trabajadores, y que poseen una alta motivación de logro. En una de las primeras formulaciones psicológicas sobre alteraciones psicosomáticas, elaborada por Alexander (1950), se defiende la relación entre distintos rasgos de personalidad y ciertos trastornos somáticos. Posteriormente, otros investigadores interesados en el papel de los distintos factores psicológicos y de personalidad en los trastornos psicofisiológicos, no satisfechos con las formulaciones psicodinámicas, comienzan a trabajar centrando su atención en variables que puedan ser medidas de forma más precisa y objetiva. Desde planteamientos situacionistas, se defendió la existencia de variables no específicas, destacando especialmente los llamados sucesos vitales (Holmes y Rahe, 1967). Ya en la década de los ochenta, diversos autores (Friedman y Booth-Kewley, 1987; Holroyd y Coyne, 1987) reelaboran la relación entre procesos psicológicos y trastornos somáticos. Y, con la inclusión de las variables cognitivas, muchos han sido los autores que han ido trabajando en la relación entre características cognitivas y salud. Esta suma y posterior interacción de elementos ha dado como resultado el hecho de que una de las características básicas de los trastornos psicofisiológicos sea el carácter múltiple de su etiología. Este hecho dificulta el estudio de dichos trastornos, si tenemos en cuenta que los distintos y variados factores desencadenantes pueden adoptar múltiples combinaciones, haciendo que el peso específico de cada factor sea diferente en cada caso, así como la interacción resultante. Junto a este hecho, no debemos olvidar que dichas combinaciones pueden variar a su vez en función del estadio evolutivo en que se encuentre el trastorno. El interés por los factores determinantes ha potenciado su investigación. Se ha hecho hincapié principalmente en los factores genéticos, los factores fisiológicos, los factores psicológicos o rasgos de personalidad y los factores ambientales. Todos ellos, y principalmente el peso de la interacción como elemento de predisposición del individuo a padecer una determinada enfermedad, han de ser tomados en consideración si se quiere obtener una comprensión global de estos trastornos. Dicha multidimensionalidad es el gran mérito de la investigación psicológica actual en este campo. 1. Los factores genéticos: El papel de la herencia o factores genéticos en la predisposición a padecer una enfermedad ha sido considerado como uno de los elementos importantes en los trastornos psicofisiológicos. La investigación centrada en resaltar la importancia de los factores genéticos se ha llevado acabo principalmente con sujetos biológicamente relacionados (familias, gemelos), con poblaciones consideradas de alto riesgo por presentar antecedentes familiares de enfermedad, con poblaciones infantiles en las que la contribución ambiental es mínima, y con sujetos que, aunque genéticamente no relacionados, comparten un mismo ambiente. 2. Los factores fisiológicos: Existe un amplio número de investigaciones y de modelos explicativos de los trastornos psicofisiológicos que consideran que las consecuencias derivadas de la respuesta fisiológica a las situaciones de ansiedad y/o estrés son la causa principal que incide en el desarrollo de dichos trastornos. El desarrollo de la experimentación biomédica y los avances en psicofisiología han permitido, en parte, el progresivo desarrollo de esta línea de investigación. Estos modelos, basados en general en las consecuencias que puede provocar la exposición a situaciones de estrés, parten de un presupuesto común: el organismo, para realizar su actividad diaria, necesita cierto grado de activación fisiológica. Por lo tanto, estaríamos ante una respuesta positiva y adaptativa. No obstante, el panorama cambia cuando se introducen dos nuevos elementos: por una parte, el organismo no puede mantener de forma constante un ritmo de activación por encima de sus posibilidades; por otra parte, en el medio en el que se desarrolla el hombre actual se va perdiendo ese sentido de adaptación, ya que es poco probable que un evento -77-
capaz de desencadenar tal reacción desaparezca mediante una acción de ataque o huida, en el sentido planteado por Cannon (Cardona y Santacreu, 1984). En el mundo actual, la forma habitual de responder ante el evento ansiógeno o estresante es mediante la respuesta cognitiva de afrontamiento. Estas respuestas cognitivas no consumen el incremento de energía movilizada, generándose de esta forma el problema de la acumulación excesiva de energía o tensión no empleada. Estos dos factores pueden dar lugar a la sobrecarga de determinados órganos, pudiendo desencadenar trastornos diversos. Por lo tanto, la probabilidad de que un trastorno psicofisiológico se desarrolle aumentará con el incremento de la frecuencia o la duración de la respuesta de activación provocada por la propia situación ansiógena, o por la situación considerada como tal por el sujeto. 3. El papel de las variables psicológicas: Esa evaluación subjetiva de amenaza a la que acabamos de hacer referencia será la clave que una los factores fisiológicos y los psicológicos. La forma en la que el sujeto interprete y valore una situación determinará, en parte, la frecuencia, la duración y la intensidad de la respuesta fisiológica. Es aquí donde entran en juego los factores psicológicos y/o emocionales, entre los que la ansiedad ha jugado siempre un papel pionero y paradigmático. La hipótesis básica que relaciona la ansiedad y los trastornos psicofisiológicos parte del hecho de que los sujetos con altos niveles en rasgo de ansiedad interpretarán un mayor número de situaciones como amenazantes, por lo que se verán expuestos con mayor frecuencia a situaciones que les generen estados de ansiedad. En última instancia, este hecho implica una mayor y más frecuente activación fisiológica, y por lo tanto mayor probabilidad de desarrollar trastornos psicofisiológicos. La consideración conjunta de todos los elementos descritos ha potenciado una interesante y fructífera investigación básica desde la orientación psicológica, permitiendo que en los últimos años se diseñen tratamientos efectivos para la modificación de las consecuencias negativas derivadas de la relación entre la ansiedad y la enfermedad. En esta línea, es de destacar la puesta en marcha de programas terapéuticos combinados de intervención en distintos trastornos, en los que se compaginan técnicas médicas tradicionales con distintas técnicas psicológicas, con resultados altamente positivos (Casado, 1994; Miguel-Tobal y cols. 1994; Miguel-Tobal y Casado, 1996). 3.2. Los trastornos de ansiedad Por todo lo señalado hasta el momento, podemos afirmar que la ansiedad es un elemento central en buena parte de otros problemas relacionados con la salud, dando lugar a que las personas con problemas de ansiedad llenen las consultas de atención primaria en los hospitales y centros de salud. Pero, centrándonos ahora más directamente en el campo de la psicopatología, la ansiedad no sólo va a constituir la base de los denominados trastornos de ansiedad, sino que va a estar asociada frecuentemente a la depresión, y en general a los distintos trastornos considerados como neuróticos, a buena parte de los trastornos psicóticos, y, como hemos visto, a una amplia variedad de trastornos psicofisiológicos. A ello hay que añadir el papel destacado que la ansiedad juega en los trastornos sexuales, en las conductas adictivas, en los trastornos de alimentación, etc., y los recientes hallazgos acerca de su influencia sobre el sistema inmunitario, potenciando su debilitamiento. En última instancia, la ansiedad patológica se va a manifestar de distintas formas: en crisis bruscas y episódicas, de forma persistente y continua, como consecuencia de una fuerte situación de estrés, ante estímulos temidos, como consecuencia de ideas recurrentes y/o rituales, asociada -78-
a otro tipo de trastornos (depresión, trastornos psicofisiológicos, psicóticos, sexuales, conductas adictivas, trastornos de alimentación, etc.) En las páginas siguientes nos centraremos exclusivamente en los denominados trastornos de ansiedad, trastornos que suponen por sí mismos la patología más frecuente. La clasificación de dichos trastornos ha sufrido múltiples variaciones en los últimos años. En la DSM-III (APA, 1980) se recogían siete trastornos agrupados en tres categorías: 1) trastornos fóbicos, que incluían la fobia simple, la fobia social y la agorafobia; 2) estados de ansiedad, donde se agrupaban la ansiedad generalizada, el trastorno de pánico y el trastorno obsesivo-compulsivo; 3) estrés postraumático, caracterizado por una ansiedad excesiva como consecuencia de un hecho traumático. Posteriormente, en la DSM-III-R (APA, 1987), o la CIE-10 (OMS, 1992), y mas reciente mente en la DSM-IV (APA, 1994), los trastornos de ansiedad son sometidos a distintas clasificaciones en las que se observan sucesivos cambios. El número de trastornos se amplía, en algunos casos por desdoblamiento de anteriores epígrafes, o por la adopción de nuevos criterios diagnósticos que confieren entidad propia a nuevos trastornos. Como cambios más notables en la DSM-IV, podemos señalar los siguientes: la fobia simple pasa a denominarse fobia específica como en la CIE-10; la fobia social incluye el trastorno por evitación de la infancia del DSM-III-R; se clarifica la distinción entre obsesión y compulsión; se diferencian los criterios diagnósticos del ataque de pánico y de la agorafobia, presentándose por separado al principio de la sección; el trastorno de ansiedad generalizada incluye al de ansiedad excesiva en la infancia del DSM-III-R; el trastorno de ansiedad debido a enfermedad médica, denominado trastorno de ansiedad orgánica en la DSM-III-R, es ahora recogido en esta sección; y, por último, el trastorno de ansiedad inducido por sustancias, que era recogido dentro del trastorno de ansiedad orgánica en la DSM-III-R, cobra ahora entidad propia, variando su código en función del tipo de sustancia. Siguiendo la DSM-IV, se diferencian o describen doce trastornos de ansiedad (ver Tabla 5.2). Pero, dado que en el contexto de todos ellos pueden aparecer ataques de pánico (crisis de angustia) y agorafobia, los criterios para el diagnóstico de estas dos entidades se exponen por separado al principio de la sección. Pasemos a realizar una breve descripción de estas dos entidades y de los trastornos de ansiedad propiamente denominados. ! Ataque de pánico o crisis de angustia: Se caracteriza por la aparición súbita de síntomas de aprensión, miedo intenso o terror, acompañados habitualmente de sensación de muerte inminente. Aparecen también durante estos ataques otros síntomas, como falta de aliento, palpitaciones, opresión torácica, sensación de atragantamiento o asfixia y miedo a perder el control o volverse loco. ! Agorafobia: Se caracteriza por la aparición de ansiedad o comportamiento de evitación en lugares o situaciones donde escapar puede resultar difícil o embarazoso, o bien donde sea imposible buscar ayuda en el caso de que aparezca un ataque de pánico o síntomas similares. ! Trastorno de pánico sin agorafobia: Se caracteriza por ataques de pánico repetidos e inesperados que causan un estado de ansiedad permanente en el paciente. ! Trastorno de pánico con agorafobia: Se caracteriza por ataques de pánico y agorafobia de carácter recidivante e inesperado. ! Agorafobia sin historia de trastorno de pánico: Se caracteriza por la presencia de agorafobia y síntomas similares en un individuo sin antecedentes de ataques inesperados de pánico. ! Fobia específica: Se caracteriza por la presencia de ansiedad clínicamente significativa como respuesta a la exposición a situaciones u objetos temidos, pudiendo dar lugar a -79-
comportamientos de evitación. ! Fobia social: Se caracteriza por la presencia de ansiedad clínicamente significativa como respuesta a situaciones sociales o actuaciones en público del propio individuo, lo que, también en este caso, suele dar lugar a comportamientos de evitación. ! Trastorno obsesivo-compulsivo: Se caracteriza por la aparición de obsesiones (ideas recurrentes, persistentes, absurdas y generalmente desagradables, que aparecen con gran frecuencia sin que el individuo pueda evitarlas) que causan ansiedad y malestar, provocando compulsiones (comportamientos repetitivos y estereotipados que se realizan en forma de rituales), cuya finalidad es neutralizar dicha ansiedad. ! Trastorno por estrés postraumático: Se caracteriza por la reexperimentación de acontecimientos traumáticos, síntomas debidos al aumento de activación o arousal, y comportamientos de evitación de los estímulos relacionados con la situación traumática. ! Trastorno por estrés agudo: Se caracteriza por la aparición de síntomas similares al trastorno por estrés postraumático, que aparecen inmediatamente después de un acontecimiento altamente estresante. ! Trastorno por ansiedad generalizada: Se caracteriza por la presencia de ansiedad y preocupaciones de carácter excesivo y persistente durante al menos seis meses. ! Trastorno de ansiedad debido a enfermedad médica: Se caracteriza por síntomas de ansiedad que se consideran secundarios a los efectos fisiológicos directos de una enfermedad subyacente. ! Trastorno de ansiedad inducido por sustancias: se caracteriza por síntomas de ansiedad secundarios a los efectos fisiológicos directos de una droga, fármaco o tóxico. ! Trastorno de ansiedad no especifica: Acoge a aquellos trastornos que se caracterizan por la ansiedad o evitación fóbica que no reúnen los criterios diagnósticos para ser clasificados en alguno de los apartados anteriores. ---------------------------INSERTAR TABLA 5.2 --------------------------Los trastornos de ansiedad suponen la patología más frecuente entre la población. Tomados en su conjunto, son mucho más frecuentes en las mujeres que en los varones, presentando las primeras una tasa de prevalencia-vida aproximadamente 2’5 veces superior a la de los varones. Robins, Helzer y Weissman (1984) indican una tasa de prevalencia-vida del 19’5% para las mujeres y del 8% para los varones. Solamente la fobia social y el trastorno obsesivocompulsivo parecen presentar tasas de prevalencia similares en ambos sexos. Aunque existe un acuerdo bastante consistente sobre cuáles son los trastornos de ansiedad y sus características definitorias, en muchos casos no existe una clara línea divisoria entre unos y otros, solapándose frecuentemente los distintos trastornos, y, en ocasiones, éstos con la depresión. De hecho, la tasa de prevalencia de comorbilidad en los trastornos de ansiedad es del 68%, según el Munich Follow-up Study (Wittchen, 1987), lo que implica que dos de cada tres afectados por un trastorno de ansiedad presentan, además, algún otro cuadro clínico. Todos estos datos ponen de manifiesto la importancia de la relación entre ansiedad y salud, relación que se extiende mucho más allá de los denominados trastornos de ansiedad. 4. EVALUACIÓN DE LA ANSIEDAD La ansiedad precisa para su evaluación de diversos métodos, los cuales pueden ser agrupados en tres categorías capaces de reflejar su naturaleza tridimensional: cognitiva, fisiológica y motora. Esta tridimensionalidad se traduce en el empleo de técnicas de autoinforme, técnicas -80-
de registro fisiológico y técnicas de observación. Estas medidas no deben ser consideradas como equivalentes, ya que los resultados obtenidos mediante uno de dichos métodos no han de reflejarse necesariamente con el uso cualquiera de los otros. El método más utilizado es el autoinforme, debido principalmente al alto coste y a las limitaciones de aplicación que supone el uso de la observación y del registro fisiológico. Así, la observación sólo permite la evaluación de la respuesta motora y el registro fisiológico, por su parte, proporciona exclusivamente medidas de naturaleza fisiológica. Por el contrario, el autoinforme facilita la medida directa de la respuesta cognitiva y la medida indirecta de algunos tipos o categorías de respuestas motoras y fisiológicas. Pero veamos de forma más detallada cada uno de estos tres métodos. 4.1. Registro psicofisiológico La evaluación psicofisiológica es un procedimiento de observación que permite obtener información sobre procesos psicofisiológicos y procesos psicológicos encubiertos, que difícilmente pueden ser evaluados de otra forma. Es decir, se trata de un conjunto de técnicas que valiéndose del registro de la actividad fisiológica nos permite recoger información relevante en la búsqueda de la relación existente entre determinadas condiciones psicológicas y la actividad fisiológica. La evaluación directa de las respuestas fisiológicas supone el uso de los registros psicofisiológicos. El registro de las respuestas fisiológicas pasa por cinco fases: detección de la señal que proviene del organismo, transformación de la señal en señales eléctricas, amplificación de las mismas, registro y conversión de la señal registrada en formas que facilitan su análisis e interpretación (Fernández-Ballesteros y Calero, 1993). Se han utilizado registros muy diversos en la evaluación psicofisiológica de la ansiedad: frecuencia cardiaca, respuesta electrodérmica, frecuencia respiratoria, tensión muscular, presión arterial, etc., siendo los más utilizados la frecuencia cardiaca y la respuesta electrodérmica. Con respecto a la frecuencia cardiaca, parece bastante comprobado que ante estímulos generadores de ansiedad se produce un aumento, lo que la ha llevado a ser una de las respuestas fisiológicas de la ansiedad más fiables. Sin embargo, como con cualquier otro índice fisiológico para su correcta evaluación hay que tener en cuenta varios elementos: ! Su relación con variables cognitivas o perceptuales no controladas por el evaluador ! La especificidad individual que hace que algunos sujetos muestren decrementos en su frecuencia cardiaca ante estímulos ansiógenos ! La especificidad situacional ante alguna situación ansiógena que provoca respuestas de desaceleración Un conocido ejemplo en el que interactúan la especificidad individual y situacional es la reducción de tasa cardiaca con que muchos individuos reaccionan ante la presencia de estímulos tales como la sangre, heridas abiertas, inyecciones y otros estímulos relacionados. Con respecto a las respuestas electrodérmicas se han utilizado registros de potencial, resistencia y conductancia. De manera muy simplificada podemos resumir que cuando se produce un aumento de ansiedad se incrementa la conductancia o disminuye la resistencia. En la actualidad existe una acusada tendencia a utilizar prioritariamente registros de conductancia electrodérmica, siendo casi inexistentes en la investigación de los últimos años las medidas de potencial. Las medidas fisiológicas presentan, como método de medida en general y como evaluación de la respuesta fisiológica de la ansiedad en particular, varias ventajas: ! Es una medida relativamente libre de la influencia voluntaria del sujeto, debido a la naturaleza involuntaria de buena parte de las respuestas fisiológicas. -81-
! Su medida a través de métodos objetivos la convierten en un sistema de evaluación altamente fiable. Pero también es de señalar algunos de sus inconvenientes: ! La influencia de posibles variables intermedias dificulta la atribución de los datos obtenidos a las condiciones experimentales empleadas. ! La discordancia entre distintas medidas del sistema de respuesta fisiológico puede ser tan alta como la existente entre los tres sistemas de respuesta. ! La necesidad de personas especializadas en psicofisiológía y de una instrumentación adecuada, generalmente costosa. ! Las limitaciones para llevar a cabo registros que permitan la medida en ambiente natural o in vivo. En resumen, los registros psicofisiológicos constituyen el instrumento directo de medida de la respuesta fisiológica de ansiedad. Sin embargo, pese a su “naturaleza objetiva y fiable” comparten muchos de los problemas de las medidas de autoinforme y observación: especificidad de los estímulos, influencia de las características de la demanda, estereotipia de respuesta, especificidad situacional, etc. Estos problemas hacen necesario emplear siempre estas técnicas de forma controlada, con la utilización de varios índices de respuesta, y sin perder de vista sus ventajas y limitaciones. Una revisión más extensa sobre este tema puede verse en Fernández-Abascal y Roa (1993), o Fernández-Abascal y Palmero (1995). 4.2. Técnicas de observación El método observacional constituye el mejor modo de evaluar las conductas motoras de ansiedad. Para evaluar dichas respuestas se han desarrollado técnicas de observación conductual que pueden clasificarse en directas e indirectas (Borkovec, Weerts y Berstein, 1977; Rowan y Eayrs, 1987; Miguel-Tobal, 1995b): Respecto a las medidas directas, el método más recomendable es la observación y el registro directo de las conductas manifiestas de ansiedad en el ambiente o contexto natural en el que éstas se presentan. Sin embargo, la falta de control sobre la situación por parte del observador se presenta como una de las limitaciones más frecuentes de este método, al impedir la comparación válida entre los sujetos. Para evitar este problema, se han desarrollado escalas de observación que se utilizan ante situaciones estandarizadas de laboratorio, en las que jueces cualificados registran las conductas mediante la observación directa. La situación ansiógena se genera mediante instrucciones, con estímulos temidos en vivo, o a través de medios audiovisuales. Las medidas indirectas se han centrado principalmente en el componente de evitación y escape característico del comportamiento fóbico. Estos procedimientos han sido ampliamente empleados ante un gran número de estímulos fóbicos específicos, como arañas (Taylor, 1977), gatos (Whitehead, Robinson, Blackwell y Stutz, 1978), alturas (Ritter, 1970), claustrofobia y agorafobia (Emmelkamp y Emmelkamp-Brenner, 1975; Emmelkamp y Wessels, 1975; Emmelkamp, Kulpers y Eggeraat, 1978). Sin embargo, pese a la utilización de estos métodos indirectos para la observación de la conducta motora de ansiedad, no deben ser considerados más que como una medida aditiva a la evaluación directa del componente motor (Miguel-Tobal, 1995a). 4.3. Autoinforme El autoinforme puede ser considerado como una derivación de la auto-observación (Fernández-Ballesteros, 1980), ya que se refiere a la información verbal que un individuo -82-
proporciona sobre sí mismo o sobre su comportamiento. Mediante el método de autoinforme podemos evaluar los tres sistemas de respuesta: de forma directa -y única- el sistema cognitivo, y de forma indirecta los sistemas fisiológico y motor, pudiendo ser estas dos últimas medidas contrastadas con los datos obtenidos mediante el registro fisiológico y la observación. Con respecto a la forma de clasificación de los autoinformes, si bien no existe un acuerdo unánime, se tiende a incluir bajo este rótulo aquellas técnicas e instrumentos mediante los cuales el sujeto proporciona información sobre sí mismo: la entrevista, el autorregistro y los cuestionarios, inventarios y escalas. La entrevista supone un intercambio, cara a cara, entre dos personas, una de las cuales pide información y la otra se la brinda (Fernández-Ballesteros, 1993). Según su grado de estructuración, la entrevista puede ser clasificada en: no estructurada (se intenta ir al hilo de la exposición del cliente, limitándose el entrevistador a reflejar sus verbalizaciones, y tratando de ser lo menos directivo posible), semiestructurada (preguntas abiertas, o pautas e informaciones a cubrir, que han sido fijadas previamente), y estructurada (lista de preguntas con una frecuencia y orden prefijado). La entrevista suele ser la técnica guía de evaluación, obteniéndose con ella los datos necesarios para decidir qué instrumentos utilizar a la hora de obtener más y mejor información. A través del autorregistro, es el propio sujeto quien recoge y registra la información referida a su conducta, una vez ésta ha ocurrido. Cada vez con más frecuencia, se utilizan autorregistros que contemplan la evaluación de los tres componentes de la respuesta de ansiedad (cognitivo, fisiológico y motor). Por último, y con respecto a los cuestionarios, inventarios y escalas, hay que señalar que, en conjunto, son términos referidos a autoinformes estructurados que se presentan de forma impresa. La distinción entre los tres conceptos es muy confusa. Se ha señalado que los cuestionarios conllevan respuestas dicotómicas (si/no, verdadero/falso), mientras que las escalas suponen una forma de respuesta en la que hay que anotar el grado de conformidad según una escala ordinal o de intervalo, pudiendo presentar los inventarios ambas posibilidades de respuesta (nominal u ordinal) (Fernández-Ballesteros, 1993). Sin embargo, en la práctica, la denominación de los instrumentos no se acoge a estos requisitos, siendo utilizados los tres términos como sinónimos. En adelante utilizaremos el término cuestionario para referirnos de forma genérica a las tres modalidades. Los cuestionarios son el método de medida más frecuente en la evaluación de la ansiedad. Podemos dividirlos en diferentes categorías, según el enfoque a partir del cual son construidos: ! Enfoque de rasgos: desde este enfoque, se evalúa la ansiedad como una variable intrapsíquica y relativamente estable, que explica y predice el comportamiento del individuo. Los ítems hacen referencia a respuestas del sujeto, sin tener en cuenta los aspectos situacionales, e interpretando la respuesta a los mismos como manifestación del rasgo de ansiedad. Han sido los cuestionarios más criticados, especialmente desde el modelo conductual, debido a la naturaleza asituacional que supone la concepción del rasgo, o a las características internas relativamente estables que explican el comportamiento del sujeto. Cuestionarios representativos de este enfoque son la Escala de Ansiedad Manifiesta -MAS- de Taylor (1953) y el Inventario Estado-Rasgo de Ansiedad -STAI- (Spielberger, Gorsuch, y Lushene, 1970). ! Enfoque conductual: se hace especial hincapié en los aspectos situacionales para explicar y predecir la conducta de un sujeto. Los ítems incluyen situaciones o estímulos que el sujeto debe valorar, señalando en qué medida le producen una determinada respuesta de miedo, temor o ansiedad, o la frecuencia o intensidad con las que el sujeto responde ante situaciones o estímulos concretos. Cuestionarios representativos de este enfoque son los denominados en -83-
nuestro país Inventarios de Miedos o de Temores (Fear Survey Schedule -FSS-), como el FSS I, de Lang y Lazovik (1963), el FSS II, de Geer (1965), y el FSS III, de Wolpe y Lang (1964). En este tipo de cuestionarios, las respuestas de los sujetos son consideradas como muestras de conducta, y no como signo de una disposición interna o rasgo. Este aspecto, que se supone que es el postulado básico de la evaluación conductual mediante autoinforme, con frecuencia no se cumple. Así, no es extraño encontrar que se aconseje sumar las puntuaciones en un FSS (lo que implica la suma de una misma respuesta ante distintas situaciones o estímulos), o valorar la severidad de una patología sumando la frecuencia de aparición de distintos síntomas (como sucede en los repertorios clínicos) y comparar el resultado con los valores obtenidos en distintas muestras. No creemos recomendable este modo de proceder, al menos desde el modelo conductual, ya que el resultado no deja de ser la valoración de una tendencia general transituacional. En definitiva, existe una marcada divergencia entre los principios teóricos que rigen la utilización de los cuestionarios conductuales y el empleo que se hace de éstos. (MiguelTobal, 1993). ! El enfoque interactivo: generalmente utiliza cuestionarios denominados S-R (situaciónrespuesta), en los que los elementos describen una serie de situaciones y respuestas a las que el sujeto debe contestar señalando la frecuencia o intensidad con las que dichas respuestas aparecen ante las situaciones propuestas. Por tanto, este tipo de cuestionarios permite la evaluación, tanto de las respuestas, como de las situaciones, y especialmente de la interacción entre ambas. Este enfoque supone la integración de los dos enfoques anteriores, asumiendo que la conducta viene determinada por la interacción de ambos elementos, situación y características internas del sujeto. La información obtenida por este tipo de cuestionarios es de gran valor para el análisis funcional, ya que aporta datos del componente situacional, del componente de respuesta, y específicamente de la interacción entre ambos. Cuestionarios representativos de este enfoque son el S-R Inventory of General Trait Anxiousness, de Endler y Okada (1975) y el Inventario de Situaciones y Respuestas de Ansiedad -ISRA-, de Miguel-Tobal y Cano (1986, 1988, 1994), si bien, este último, además del modelo teórico interactivo (en cuanto al formato y áreas situacionales), considera el modelo tridimensional o de los tres sistemas de respuesta propuesto por Lang (1968), lo que permite evaluar por separado la frecuencia de respuestas cognitivas, fisiológicas y motoras ante distintas situaciones, y obtener un perfil de reactividad individual. Por último, quisiéramos hacer referencia a algunos autoinformes que, desde los distintos enfoques, han sido elaborados para su utilización específica en la evaluación de distintos trastornos de ansiedad. Entre ellos se encuentran los siguientes: la Social Avoidance and Distress Scale, y la Fear of Negative Evaluación Scale (Watson y Fiend, 1969), para la evaluación de la fobia social y la ansiedad ante la evaluación; el Maudsley Obsessional-Compulsive Inventory (Hodgson y Rachman, 1977), creado para la evaluación del trastorno obsesivo-compulsivo; la Anxiety Disorders Interview Schedule-Revised -ADIS-R (Di Nardo, Barlow, Cerny, Vermilyea, Himadi, y Waddell, 1985), entrevista estructurada cuya finalidad es el establecimiento del diagnóstico diferencial entre distintos trastornos de ansiedad siguiendo los criterios del DSM-III y el DSM-III R. Una información más extensa sobre evaluación de la ansiedad a través de autoinforme puede consultarse en Miguel-Tobal (1993, 1995b). Relación entre métodos y respuestas evaluadas Al hablar de evaluación de la ansiedad, y tras la descripción de los tres métodos empleados, es conveniente enfatizar el hecho de que no deben ser nunca considerados como equivalentes, ya que los resultados mostrados por un método no se reflejan necesariamente con -84-
el empleo de otro. Nos estamos refiriendo aquí a la baja concordancia entre distintos métodos de medida, a la que habría que añadir la escasa correlación entre los tres sistemas de respuesta, fenómeno denominado desincronía y/o fraccionamiento. Pero, si bien son ya clásicos los numerosos estudios que confirman la escasa correlación entre los tres sistemas de respuesta (Paul y Berstein, 1973; Rachman y Hodgson, 1974; Borkovec, Weerts y Bernstein, 1977; Lombardo y Bellack, 1978; Rachman, 1978; Hugdahl, 1981; Himadi, Boice y Barlow, 1985, 1986; etc.), es necesario señalar que generalmente en la mayor parte de ellos se realiza la comparación simultánea de diferentes conductas evaluadas por distintos métodos, confundiéndose, de este modo, método y conducta. Por ejemplo, si contrastamos los datos obtenidos por un sujeto en un autoinforme de ansiedad (de contenido cognitivo) con los datos de registro fisiológico (tasa cardiaca o respuesta electrodérmica) y obtenemos una baja correlación entre ambos, no es posible determinar si dicho fenómeno se debe a que las respuestas están poco relacionadas, a que los métodos empleados no son equivalentes, o a ambas cosas a la vez. De hecho, en investigaciones como la de Martín-Javato (1986), en la que, a través de distintos métodos, se evalúan las mismas conductas, los resultados demuestran que las correlaciones aumentan. En cualquier caso, y debido a los problemas de la desincronía de respuesta, consideramos que, para evaluar correctamente una variable de naturaleza tridimensional como la ansiedad, es imprescindible la medida de las tres respuestas (cognitiva, fisiológica y motora) mediante los tres métodos señalados: autoinforme, registro fisiológico y observación. No obstante, siendo realistas, hemos de admitir que es una práctica muy poco utilizada, debido al coste, tanto económico como de tiempo, que implica. Por ello, siempre que no sea posible la alternativa anterior, creemos que lo más acertado es la evaluación directa de las respuestas cognitivas e indirecta de las respuestas motoras y fisiológicas a través de medidas de autoinforme, aunque hay que tener en cuenta que el número de respuestas fisiológicas y motoras evaluables mediante autoinforme es limitado, pues se circunscribe a aquellas de las que el sujeto tiene clara percepción (por ejemplo, no tendría sentido tratar de evaluar mediante autoinforme las fluctuaciones de la presión sanguínea ante una determinada situación). Por otro lado, se debe tener en cuenta que tanto el registro fisiológico como la observación conductual solamente pueden ser utilizados para un tipo de respuestas: fisiológicas y motoras respectivamente. Una amplia revisión sobre estos aspectos puede encontrarse en Miguel-Tobal (1993). 5. TÉCNICAS DE REDUCCIÓN DE ANSIEDAD Existen numerosas técnicas, e incluso variantes de éstas, de características muy diferentes, hecho que hace difícil su exacta clasificación. Tratando de simplificar, podemos agruparlas en función de su objetivo principal, dando lugar a tres categorías: ! Técnicas dirigidas a la reducción del nivel de activación. Entre ellas se encuentran las técnicas de relajación, el entrenamiento en el control de la respiración y las técnicas de biofeedback. ! Técnicas basadas en la exposición. Aquí se enmarcarían un conjunto amplio de procedimientos dirigidos a exponer al paciente (de forma imaginada o real, gradual o intensa) a los estímulos o situaciones provocadores de ansiedad. Aquí se incluyen la desensibilización sistemática, las distintas formas de exposición, la implosión e inundación y el modelado. ! Técnicas cognitivas. Agrupan un conjunto muy variado de procedimientos que tienen como finalidad la modificación del comportamiento a partir del cambio de las cogniciones. Se incluyen en esta categoría, entre otras, la terapia cognitiva de Beck y la inoculación de -85-
estrés. Debemos señalar que, a pesar de que hemos incluido las distintas técnicas en una u otra categoría, éstas no son incompatibles ni excluyentes, de forma que una técnica cognitiva puede facilitar la exposición y actuar eficazmente en la reducción de la activación; así mismo, la relajación, por ejemplo, puede facilitar el cambio cognitivo y hacer la exposición más fácil. Por otro lado, existen técnicas de difícil clasificación, como, por ejemplo, el entrenamiento en habilidades sociales. Es preciso también puntualizar que, debido a la propia naturaleza multidimensional de la ansiedad, actualmente los tratamientos dirigidos a los denominados trastornos de ansiedad, así como a cualquier otro trastorno que curse con síntomatología de ansiedad, se basan en programas terapéuticos que combinan distintas técnicas. 5.1. Técnicas dirigidas a la reducción de la activación Las técnicas incluidas en esta categoría tienen como objetivo común enseñar al paciente a conseguir estados de relajación que le sirvan para combatir la activación psicofisiológica o excitación excesiva característica de los estados de ansiedad. Entre ellas, podemos destacar las técnicas de relajación, las técnicas de control de la respiración y las técnicas de biofeedback. Técnicas de relajación Se puede considerar técnica de relajación a cualquier procedimiento cuyo objetivo es enseñar a una persona a controlar su propio nivel de activación sin ayuda de recursos externos. La utilización de la relajación se basa en el hecho de considerarla como una respuesta incompatible o antagónica con los efectos fisiológicos producidos por la ansiedad y la activación mantenida. Estas técnicas surgieron en el ámbito clínico como procedimientos adecuados para el tratamiento de problemas con una base de ansiedad, pero posteriormente su ámbito de actuación se ha extendido, permitiendo que, además de por su eficacia terapéutica, sean valoradas por su papel preventivo o de mejora de la calidad de vida. Los efectos producidos por la relajación han sido constatados en repetidas ocasiones, siendo contrarios a los efectos de la tensión o activación mantenida (Lehrer, Woolfolk, Rooney, McCann y Carrington, 1983). Entre los cambios psicofisiológicos destacan: aumento de la vasodilatación arterial; disminución de la frecuencia respiratoria y aumento en la intensidad y la regularidad del ritmo respiratorio; disminución de la actividad simpática general; disminución de los niveles de secreción de adrenalina y noradrenalina; disminución del metabolismo basal; disminución de los índices de colesterol y ácidos grasos en plasma; incremento del nivel de leucocitos, con mejora en el funcionamiento del sistema inmunitario; incremento en los ritmos alfa y theta cerebrales (Labrador, Cruzado y Muñoz, 1993). Por supuesto, algunos de los cambios más importantes, rápidos y perceptibles para el sujeto son los cambios subjetivo-cognitivos. En esta línea, queremos resaltar que mediante la relajación se produce, además de los efectos directos sobre las respuestas fisiológicas, un efecto positivo sobre el estado de ánimo del sujeto. La relajación favorece la aparición de un estado de ánimo más positivo, tranquilo y estable. A su vez, este estado subjetivo puede influir considerablemente en el procesamiento de la información y en los procesos de memoria. Es decir, un sujeto “relajado” tenderá a percibir con más frecuencia las distintas situaciones con un menor grado de amenaza subjetiva, lo que le permitirá enfrentarse a ellas de una forma más ordenada y efectiva. Las técnicas de relajación constituyen una pieza fundamental del arsenal terapéutico, tanto por su frecuencia de uso, como por los óptimos resultados que proporcionan. En la actualidad se -86-
dispone de un amplio espectro de técnicas de relajación que abarca, desde las que están basadas en la meditación, hasta las que instruyen al individuo para tensar y relajar sus músculos mediante ejercicios simples, pasando por las técnicas de hipnosis y de imaginación dirigida. En lo referente a la utilidad diferencial de las distintas técnicas de relajación, los resultados ponen de relieve que no existen diferencias en cuanto al efecto conseguido. Las técnicas más utilizadas en la actualidad son la relajación muscular progresiva de Jacobson (1929) y el entrenamiento autógeno de Schultz (1932) en sus distintas versiones abreviadas (Wolpe, 1958; Berstein y Borkovec, 1973; Lehrer, Woolfolk y Golman, 1986; Lichstein, 1988), que permiten un aprendizaje más rápido. También existen distintas combinaciones a partir de ellas. Técnicas de control de la respiración. La respiración es una función involuntaria y automática de la que habitualmente no somos conscientes. Mediante la respiración llevamos oxígeno a todas las células del organismo y eliminamos el dióxido de carbono, de forma que una respiración inadecuada producirá una oxigenación defectuosa de los tejidos, dando lugar a un mayor gasto cardíaco y al aumento de la tensión muscular, lo que facilitará la aparición de sensaciones de ansiedad. La respiración lenta y profunda favorece la ocurrencia de la relajación, y puede contrarrestar los efectos nocivos de la hiperventilación y de sus consecuencias. La mayoría de las técnicas actuales de control de la respiración tienen su origen en el yoga, a partir del cual se desarrollan diversos procedimientos simplificados. La técnica completa del yoga para controlar la respiración engloba tres ciclos, que deben reducirse a un sólo movimiento lento, rítmico y continuo. Estos son: la respiración abdominal o diafragmática, la respiración costal o torácica y la respiración clavicular. La respiración abdominal o diafragmática es la más profunda y la que proporciona una mayor oxigenación, siendo la más utilizada en los entrenamientos de control de respiración. Las técnicas de respiración son de gran utilidad para el tratamiento de los distintos trastornos de ansiedad, siendo especialmente indicado su uso en aquellos trastornos, como el ataque de pánico, en los que la respiración (o la hiperventilación) tiene un papel fundamental. Biofeedback Se considera como procedimiento de biofeedback cualquier técnica que utilice instrumentación para proveer información inmediata, precisa y directa a una persona sobre la actividad de sus funciones fisiológicas, de este modo se facilita la percepción de las mismas con el fin de someterlas a control voluntario. Habitualmente se proporciona información sobre funciones fisiológicas de las que el individuo no tiene una clara percepción (respuestas vasculares, ondas cerebrales, actividad de los músculos lisos, etc.). Por lo tanto, es una técnica de intervención dirigida a identificar ciertos procesos y/o respuestas fisiológicas con el objetivo de conseguir su control voluntario, inicialmente con la ayuda de instrumentación pertinente, y posteriormente sin el uso de dicha instrumentación, cuando y donde sea necesario. En definitiva, con las técnicas de biofeedback se pretende enseñar al paciente a ejercer un mayor control y autodominio sobre sus respuestas fisiológicas. Entre los tipos de biofeedback más utilizados destacan los centrados en la percepción de la actividad muscular (electromiograma –EMG-), de la actividad electrodérmica, de la frecuencia cardíaca, del volumen sanguíneo, de la presión sanguínea y de la temperatura periférica. Estas técnicas se han utilizado preferentemente en el tratamiento de diversos trastornos psicofisiológicos (por ejemplo, cefaleas o dolores tensionales de cabeza), facilitando al paciente -87-
información inmediata sobre los cambios fisiológicos que están teniendo lugar (siguiendo con el ejemplo de las cefaleas, se utilizaría biofeedback de la actividad electromiográfica o tensión muscular en el músculo frontal), y enseñándole a controlarlos. En el tratamiento de la ansiedad se ha utilizado principalmente biofeedback de la conductancia electrodérmica, de la frecuencia cardíaca y de la tensión muscular, enseñando al paciente a reducir su actividad y facilitando así la relajación. 5.2. Técnicas basadas en la exposición Son un conjunto de técnicas que tienen como denominador común el hecho de enfrentar al paciente con la situación temida y habitualmente evitada. Dicha exposición puede llevarse a cabo de forma gradual o brusca, con el paciente acompañado por el terapeuta o solo, previamente relajado o sin relajación, ante estímulos y situaciones imaginarios/as o reales. La combinación de estas variables dará lugar a distintas técnicas o procedimientos. Es importante resaltar que el empleo de las distintas técnicas de exposición debe contar con el total acuerdo por parte del paciente. Esto es especialmente importante en el caso de las técnicas en las que se lleva a cabo una exposición prolongada, sin evitación o retirada, a situaciones generadoras de altos niveles de ansiedad. Sin este acuerdo y convencimiento previo, la aplicación de las técnicas sería probablemente percibida como un castigo, más que como un procedimiento útil para resolver sus problemas. Como fase previa al empleo de cualquiera de las técnicas comentadas, se deben explicar de forma clara los objetivos de la técnica, sus características y los pasos a seguir, informando también de las posibles técnicas alternativas. Generalmente, existe una preferencia por parte del paciente hacia las técnicas que suponen una exposición gradual y hacia los procedimientos que incluyen la relajación entre sus elementos. Consiguientemente, son éstas las más utilizadas en la práctica clínica. En conjunto, las técnicas de exposición son altamente eficaces en aquellos trastornos, como la fobia específica, la fobia social, la agorafobia, o incluso el trastorno obsesivo compulsivo, en los que el paciente responde con altos niveles de ansiedad ante estímulos identificables, mostrando conductas de escape o evitación que le ayuden a reducir su ansiedad momentáneamente. La desensibilización sistemática. Es una de las técnicas más clásicas y representativas de la terapia de conducta dirigida a reducir la ansiedad y eliminar las conductas de evitación. Puede ser considerada como una de las técnicas que más tempranamente se incorporaron a los procedimientos terapéuticos de la modificación de conducta (Wolpe, 1958), especialmente dirigida al tratamiento de las fobias específicas. Hemos clasificado esta técnica entre las de exposición, ya que, bien de forma imaginaria, bien ante estímulos reales, la desensibilización sistemática implica la exposición a los estímulos temidos. El procedimiento es el siguiente: (1) entrenamiento en relajación, (2) elaboración de una jerarquía en la que se ordenan de forma gradual los estímulos generadores de ansiedad, comenzando por los más suaves y finalizando por los más intensos, (3) fase de desensibilización propiamente dicha, que, en esencia, consiste en relajar al sujeto y presentarle sucesivamente los elementos de la jerarquía, hasta que es capaz de imaginarlos sin que se produzca respuesta de ansiedad. Para una descripción detallada sobre esta técnica y su procedimiento de aplicación, puede consultarse Cruzado, Labrador y Muñoz (1993). Actualmente, existen distintas variantes de esta técnica, como, por ejemplo, compaginar -88-
la desensibilización imaginada con una lista de situaciones reales a las que el paciente debe exponerse por sí mismo a medida que vaya superando los distintos elementos de la jerarquía. También es más frecuente cada vez la utilización de algún instrumento de registro psicofisiológico (generalmente una medida de conductancia electrodérmica) que nos suministre información sobre los cambios fisiológicos mientras el paciente imagina los elementos de la jerarquía. Exposición in vivo Se expone al paciente a situaciones reales sin relajación previa. Puede realizarse de forma gradual o exponiéndole directamente a situaciones que generan una gran ansiedad. En la exposición in vivo gradual se afronta, por etapas, la situación real temida, siguiendo un orden de dificultad creciente. Como puede observarse, este procedimiento es muy similar a la desensibilización in vivo; la diferencia estriba en que aquí el individuo no está relajado, y debe mantener la exposición durante períodos largos de tiempo hasta que las manifestaciones de ansiedad se extingan. En la exposición in vivo no gradual, el paciente se enfrenta a una situación real provocadora de un alto nivel de ansiedad, eliminando los comportamientos de evitación y permaneciendo en ella largos períodos de tiempo. En este orden de cosas, la investigación actual ha puesto de manifiesto que la exposición prolongada a los estímulos temidos es más efectiva que la exposición breve, recomendándose sesiones de aproximadamente 2 horas de duración. La exposición in vivo ha sido considerada por algunos autores como el método de elección en el tratamiento de las fobias (Crowe, Marks, Agras y Leitenberg, 1978), observándose resultados muy superiores a la desensibilización sistemática en el caso de la agorafobia (Zitrin, Klein, Woerner y Ross, 1983). Implosión e Inundación En la implosión se enfrenta al paciente de forma imaginaria, y sin relajación, con la situación generadora de ansiedad, hasta que la ansiedad se extingue. La situación debe ser altamente provocadora de ansiedad, no siendo necesario el realismo en su descripción. La duración de la exposición imaginaria debe ser prolongada (como mínimo una hora). La inundación consiste en una exposición prolongada al estímulo o situación real, siendo su procedimiento idéntico al de la exposición in vivo que hemos descrito anteriormente. Modelado Cuando se emplea esta técnica, el terapeuta precede al paciente en la exposición a la situación real, mostrándole cómo debe actuar, sirviéndole de guía y modelo, y reforzando posteriormente la actuación del paciente. Para poner en marcha esta técnica, se elabora previamente una jerarquía graduada de situaciones generadoras de ansiedad, procediendo desde las menos intensas hasta las más intensas. Existen dos variantes: el modelado participante, en el que el terapeuta se expone a la situación ansiógena real, mostrando al paciente el comportamiento adecuado; y el modelado encubierto, en el que se realiza una representación imaginada de la conducta deseada, suministrando el terapeuta las instrucciones adecuadas. Entrenamiento en habilidades sociales Aunque esta técnica es de difícil clasificación, la hemos encuadrado entre las técnicas basadas en la exposición, ya que de una manera u otra se incluyen formas de actuación que suponen afrontar y exponerse a las situaciones temidas. -89-
Este entrenamiento se utiliza especialmente en los casos de fobia social, y en aquellos otros en los que el paciente muestra un pobre repertorio de habilidades en las situaciones de tipo social. Supone la combinación de una serie de técnicas, entre las que destaca el modelado, que tienen como finalidad dotar al individuo de un conjunto de habilidades adecuadas que le permitan exponerse con éxito a las situaciones interpersonales y sociales. Existen multitud de variantes, pero todas ellas incluyen: el modelado, el ensayo conductual, el feedback y el refuerzo. Además de estos elementos, se combinan distintas estrategias (por ejemplo, afrontar situaciones múltiples, emplear interlocutores diferentes, realizar el entrenamiento en grupo, etc.) dirigidas a facilitar el empleo de las habilidades aprendidas en la consulta en contextos sociales más amplios. Para una revisión más completa de las técnicas de exposición, puede consultarse Labrador, Cruzado y Muñoz (1993). 5.3. Técnicas cognitivas Bajo el rótulo de técnicas cognitivas se agrupan actualmente un gran número de procedimientos terapéuticos, de procedencia muy diversa, que tienen como común objetivo la modificación de las cogniciones (pensamientos, expectativas, creencias, esquemas mentales, etc.). Parten del supuesto de que las distorsiones cognitivas están en la base de la mayor parte de los trastornos psicológicos, siendo, por tanto, necesaria su modificación para el tratamiento del trastorno. Está bien demostrado que los pensamientos pueden guiar la conducta e influir de forma importante en las emociones, ocasionando los pensamientos negativos (por ejemplo, las ideas catastróficas de las personas con ansiedad generalizada), un notable malestar psicológico y la aparición de comportamientos poco adaptativos. Entre las técnicas de mayor repercusión se encuentran la terapia cognitiva de Beck (1976), la solución de problemas (D'Zurilla y Goldfried, 1971; D'Zurilla y Nezu, 1982; D'Zurilla, 1986; D'Zurilla, 1988), y el entrenamiento en inoculación de estrés (Meichenbaum y Cameron, 1972). La terapia cognitiva de Beck Beck (1976) considera que los trastornos emocionales aparecen como consecuencia de deficiencias o fallos cognitivos, que conducen al individuo a interpretar la realidad de una forma errónea o desajustada. Su trabajo inicial se centró en la depresión, haciéndose célebre su expresión “tríada cognitiva”, para referirse a los fallos o errores cognitivos más importantes de estos pacientes: pensamientos negativos sobre uno mismo, visión negativa del presente, pesimismo sobre el futuro. Posteriormente, la terapia ha sido adaptada para su empleo en los trastornos de ansiedad, destacando la importancia de los pensamientos automáticos de carácter negativista, los esquemas y los pensamientos deformados. La terapia cognitiva de Beck se estructura en dos fases. En la primera, se trata de identificar los pensamientos negativos, entrenando al paciente en diversas estrategias para conseguirlo. En la segunda, la actividad del terapeuta se centra en la modificación de los pensamientos negativos previamente identificados. Durante muchos años, esta terapia ha dado magníficos resultados en el tratamiento de la depresión, convirtiéndose en el procedimiento terapéutico más utilizado en ese campo. Su adaptación para ser aplicada a los trastornos de ansiedad es relativamente reciente; sin embargo, los resultados obtenidos hasta el momento le auguran un futuro prometedor. Solución de problemas Solución de problemas en el contexto social de la vida real se refiere al proceso cognitivo-90-
afectivo-conductual a través del cual un individuo identifica o descubre medios efectivos para enfrentarse con los problemas que se encuentra en su vida diaria. Por lo tanto, puede ser considerada como una técnica general de afrontamiento. El entrenamiento en solución de problemas tiene como finalidad enseñar al paciente a hacer frente a los momentos o situaciones que le resultan problemáticos. Se han desarrollado diversos programas de entrenamiento que abarcan distintas etapas, pero básicamente coinciden en la inclusión de cinco fases para la solución de problemas (D'Zurilla y Goldfried, 1971; D'Zurilla y Nezu, 1982; D'Zurilla, 1986; D'Zurilla, 1988): 1. Orientación general u orientación hacia el problema 2. Definición y formulación del problema 3. Generación de alternativas 4. Toma de decisiones 5. Ejecución de la solución y verificación Cada componente o fase del proceso tiene un determinado propósito o función. Se espera que, cuando se apliquen los cinco componentes de una forma eficaz a un problema, maximicen la probabilidad de descubrir y llevar a cabo la solución más adaptativa. El orden de las cinco etapas representa una secuencia lógica y práctica para el entrenamiento y para una aplicación sistemática y adecuada. El entrenamiento en inoculación de estrés Donald Meichenbaum, creador de esta técnica, es uno de los autores que más relevancia ha tenido en el desarrollo de la terapia cognitivo-conductual, debido fundamentalmente al éxito y difusión alcanzados por la técnica que aquí comentamos, y por la técnica de autoinstrucciones, de la que también es autor. La primera descripción de la técnica se produce a principios de la década de los setenta (Meichenbaum y Cameron, 1972); desde entonces, Meichenbaum ha seguido trabajando en el perfeccionamiento y la aplicación de la misma (Meichenbaum, 1975, 1977, 1985). La inoculación de estrés consiste en un plan de entrenamiento en el que se combinan distintas técnicas, tales como relajación, modelado, autoinstrucciones, etc. La idea base o punto de partida consiste en dotar al individuo de una mayor resistencia y capacidad para afrontar situaciones aversivas. Al igual que con la vacuna en el contexto médico, con esta técnica se pretende inocular al individuo para crear, en palabras de Meichembaum, “anticuerpos psicológicos”, que le permitan manejarse de forma más efectiva ante situaciones ansiógenas o estresantes. La inoculación de estrés es útil para la prevención y el tratamiento de numerosos problemas clínicos y no clínicos. El procedimiento consta de tres fases o momentos que, en un principio, se denominaron fase educativa, fase de ensayo y fase de aplicación, pero que actualmente han pasado a denominarse: fase de conceptualización, fase de adquisición de habilidades y ensayo, y fase de aplicación y consolidación. En cuanto a las técnicas a emplear, éstas varían de un caso a otro, utilizando aquellas que mejor se ajusten al individuo concreto. Este hecho permite considerar la inoculación de estrés como un tratamiento altamente individualizado. El entrenamiento en inoculación de estrés se ha empleado con éxito en un gran número de problemas, entre los que se incluyen los siguientes: ansiedad interpersonal, ansiedad ante exámenes, ansiedad a hablar en público, diversas fobias (volar, fobias múltiples, etc.), temores infantiles, dolor, cefaleas, etc.; y en muy diversas poblaciones: enfermos de cáncer, pacientes con dismenorrea, víctimas de violaciones y ataques terroristas, grupos profesionales (personal de -91-
enfermería, maestros, policías, militares, atletas, etc.), mostrando en todos los casos una alta efectividad. La inoculación de estrés se ha convertido en un instrumento terapéutico de gran interés, ocupando un lugar destacado en el arsenal terapéutico de la psicología científica. 5.4. Programas terapéuticos o tratamientos combinados En los tratamientos psicológicos en general, y en los dirigidos a los trastornos de ansiedad en particular, se ha observado en los últimos años una creciente tendencia a combinar de forma ordenada las distintas técnicas, formando programas terapéuticos que han puesto de manifiesto su superioridad sobre la utilización individual de cada una de las técnicas. En la elección de las técnicas a combinar para la elaboración de los programas terapéuticos juega un papel fundamental la naturaleza multidimensional de la ansiedad, ya que en la programación de un tratamiento no debemos olvidar cuál es el perfil de ansiedad que presenta el paciente con respecto al triple sistema de respuestas. Dicho de otro modo, cuál es su sistema de respuesta (cognitivo, fisiológico o motor) más alterado. Así, cuando existe un predominio del sistema cognitivo, deben utilizarse por su eficacia técnicas como la terapia cognitiva o el entrenamiento en inoculación de estrés. Cuando el predominio es del sistema fisiológico, la relajación y la desensibilización sistemática muestran una mayor eficacia. Por último, si el sistema más alterado es el motor, aparecen como más eficaces las técnicas de exposición in vivo y el entrenamiento en habilidades sociales (Miguel-Tobal y Cano, 1994). Estos descubrimientos han dado lugar a que en la actualidad se realicen tratamientos “a medida”, adecuados a las características de cada individuo, que pueden servir de guía a la hora de combinar distintas técnicas con el objetivo de elaborar un programa terapéutico eficaz. En la misma línea, cuando se trata de elaborar un programa terapéutico dirigido a un número amplio de personas, lo mejor es combinar o agrupar técnicas de alta efectividad sobre cada uno de los sistemas de respuesta; por ejemplo, terapia cognitiva con relajación y exposición in vivo. De esta forma, se potencian los efectos de cada una de ellas y se cubren todas las posibilidades de las diferentes formas de reacción individual.
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TABLA 5.1 Síntomas cognitivos, fisiológicos y motores del estado de ansiedad (Miguel-Tobal, 1996) SÍNTOMAS COGNITIVOS DEL ESTADO DE ANSIEDAD Se refieren a pensamientos, ideas e imágenes de carácter subjetivo, así como a su influencia sobre las funciones superiores: - preocupación - inseguridad - miedo o temor - aprensión - pensamientos negativos: inferioridad, incapacidad - anticipación de peligro o amenaza - dificultad para concentrarse - dificultad para tomar decisiones - sensación general de desorganización o pérdida de control sobre el ambiente, acompañada de dificultad para pensar con claridad SÍNTOMAS FISIOLÓGICOS DEL ESTADO DE ANSIEDAD Son consecuencia de la actividad de los distintos sistemas orgánicos del cuerpo humano - síntomas cardiovasculares: palpitaciones, pulso rápido, tensión arterial elevada, accesos de calor - síntomas respiratorios: sensación de sofoco, ahogo, respiración rápida y superficial, opresión torácica - síntomas gastrointestinales: náuseas, vómitos, diarrea, aerofagia, molestias digestivas - síntomas genitourinarios: micciones frecuentes, enuresis, eyaculación precoz, frigidez, impotencia - síntomas neuromusculares: tensión muscular, temblores, hormigueo, dolor de cabeza tensional, fatiga excesiva - síntomas neurovegetativos: sequedad de boca, sudoración excesiva, mareo, lipotimia SÍNTOMAS MOTORES DEL ESTADO DE ANSIEDAD Se refieren a comportamientos observables consecuencia de la actividad subjetiva y fisiológica: - hiperactividad - paralización motora - movimientos repetitivos - movimientos torpes y desorganizados - tartamudeo y otras dificultades de expresión verbal - conductas de evitación
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TABLA 5.2 Clasificación de los trastronos de ansiedad en la DSM-IV 300.01 300.21 300.22 300.29 300.23 300.3 309.81 308.3 300.02 393.89 300
Trastorno de pánico sin agorafobia Trastorno de pánico con agorafobia Agorafobia sin ataque de pánico Fobia específica Fobia social Trastorno obsesivo-compulsivo Trastorno por estrés postraumático Trastorno por estrés agudo Trastorno por ansiedad generalizada Trastorno de ansiedad debido a enfermedad médica Variable Trastorno de ansiedad inducido por sustancias Trastorno no especificado de ansiedad
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CAPÍTULO 6
TÉCNICAS PARA REDUCIR LA ANSIEDAD EN PACIENTES QUIRÚRGICOS Jenny Moix Queraltó2 Someterse a una intervención quirúrgica es, sin duda, una situación muy distinta al resto de acontecimientos que solemos vivir a lo largo de nuestra vida, por el alto grado de incontrolabilidad que supone. De hecho, dejamos en manos de otras personas, a menudo desconocidas, nuestro cuerpo, nuestra salud y en última instancia nuestra vida. Por ello, no es de extrañar que la ansiedad sea la emoción más común que sufren los pacientes quirúrgicos. Reducir la ansiedad que padecen las personas que deben ser intervenidas quirúrgicamente debe convertirse en uno de los principales objetivos de los profesionales de la salud, no sólo porque experimentar esta emoción es algo negativo en sí mismo sino porque dicha ansiedad afecta negativamente a la recuperación postquirúrgica. Cada día son más numerosos los estudios que apuntan que los pacientes que sufren más ansiedad antes de la operación son los que se recuperan con más dificultad. En general, se ha mostrado que la ansiedad puede afectar a diferentes indicadores de recuperación como: el dolor, la toma de analgésicos y sedantes, la adaptación psicológica, las náuseas, las complicaciones, la fiebre, la presión sanguínea y la duración de la estancia hospitalaria. Dado que, como se ha demostrado en varios estudios, la disminución de la ansiedad implica la disminución de la estancia hospitalaria, y teniendo en cuenta el elevado coste que supone un día en el hospital, otro de los motivos por los que la reducción de la ansiedad se debe convertir en un objetivo primordial es el econónomico (Devine y Cook, 1986; Johnston y Vögele, 1993; Sobel, 1995). La conveniencia de la redución de la ansiedad en pacientes quirúrgicos se convierte todavía en más patente si pensamos que la disminución de la estancia hospitalaria podría contribuir a solucionar el problema de las largas listas de espera que se producen en los hospitales de nuestro país. Asimismo, como comentan Martínez y Valiente (1994), el tratamiento psicológico del paciente quirúrgico (que se basa en gran medida en proporcionarle información) es también necesario por motivos judiciales dado que el consentimiento informado se ha convertido en un derecho del paciente. Así pues, tras constatar que reducir la ansiedad ante la cirugía comporta grandes beneficios, tanto de tipo humano como económico, en las siguientes páginas describiremos las principales estrategias que se han demostrado eficaces para conseguir dicho objetivo. La descripción de estas técnicas se dividirá en dos grandes apartados. En el primero describiremos las estrategias para disminuir la ansiedad en pacientes adultos, y en el segundo haremos referencia a las técnicas dirigidas a los pacientes pediátricos. 1. ESTRATEGIAS PARA LA REDUCCIÓN DE LA ANSIEDAD Y FACILITACIÓN DE LA RECUPERACIÓN EN PACIENTES ADULTOS Las estrategias que se pueden emplear para reducir la ansiedad se pueden catalogar en tres distintos niveles de actuación:
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Este trabajo ha sido realizado gracias a la ayuda PB94-0700 de la Dirección General de Investigación Científica y Técnica (DGICYT). -95-
1.- Infraestructura 2.- Rutina hospitalaria 3.- Técnicas psicológicas 1.1. Infraestructura La infraestructura se refiere sobretodo a la arquitectura y a la decoración del hospital. Diversos estudios nos sugieren que algunas estrategias para disminuir la ansiedad podrían consistir en realizar cambios en el contexto físico del hospital. Uno de estos trabajos es el realizado por Ulrich (1984). Este autor, estudiando un grupo de 46 pacientes que debían someterse a una colecistectomía, comprobó que aquéllos que se encontraban en una habitación con vistas a un paisaje natural necesitaron menos analgésicos y menos días para ser dados de alta. Probablemente el hecho de tener una ventana distraía y relajaba a los pacientes. Por tanto, este estudio sugiere la conveniencia de tener en cuenta en el diseño del hospital la construcción de ventanas, pero no por un motivo estético sino porque se traduce en una mejoría y redución de la estancia hospitalaria. Otro de los estudios que indirectamente nos sugiere ideas respecto a la infraestructura del hospital es el realizado por un grupo de especialistas de salud mental de Chicago. Según esta investigación, las mujeres de edad avanzada que poseen una fuerte convicción religiosa, comparadas con aquellas que carecen de fe, tienen una recuperación más rápida y una menor tendencia a la depresión tras ser sometidas a cirugía por una fractura de cadera (Vanguardia, 18/1/91). La idea que nos sugiere este estudio es la de crear un espacio para prácticas religiosas dado que, como queda demostrado, la religión es una técnica de afrontamiento que consigue buenos resultados en personas muy creyentes. Aunque en algunos hospitales antiguos ya existe este espacio, se prescinde del mismo cada vez más. Los dos trabajos expuestos solamente son dos ejemplos de la importancia que puede tener el contexto físico en el estado emocional y la recuperación. Sin embargo, existen muchos otros aspectos que deberían tenerse en cuenta en el diseño de los hospitales con el fin de conseguir la tranquilidad y distracción de los pacientes. 1.2. Rutina hospitalaria La rutina hospitalaria se refiere a asuntos como la organización interna o los horarios. Son muchos los estudios que nos sugieren la conveniencia de realizar cambios en la rutina hospitalaria para mejorar el estado emocional y la recuperación de los pacientes. Dos investigaciones han puesto de relieve que los sujetos que comparten la habitación con una persona ya operada disfrutan de una más fácil recuperación que aquéllos que la comparten con alguien que todavía no ha sido intervenido (Kulik y Mahler, 1987; Kulik, Moore y Mahler, 1993). Normalmente, las razones por las que se asignan las habitaciones a los enfermos suelen ser meramente burocráticas, sin embargo este estudio apunta la necesidad de tener en cuenta las características de los enfermos para llevar a cabo esta asignación. Se ha comprobado que el apoyo social, evaluado a partir del número de visitas por parte de la pareja del paciente, reduce el dolor y la estancia hospitalaria (Kulik y Mahler, 1989). Teniendo en cuenta estos hallazgos, se deberían modificar los regímenes de visitas de algunos hospitales. En un estudio realizado con pacientes quirúrgicos, Leske (1996) comprobó que si los familiares de los mismos eran informados en repetidas ocasiones del curso de la intervención quirúrgica mientras ésta se estaba llevando a cabo, se encontraban menos ansiosos y presentaban una presión sanguínea y frecuencia cardíaca menor. Esta práctica desgraciadamente no es usual -96-
en la gran mayoría de hospitales. En vista de estos resultados parece claro que una mayor información durante la operación resulta una práctica muy conveniente. Además de estas tres sugerencias indicadas en el presente apartado existen muchas otras modificaciones que se deberían introducir en las rutinas hospitalarias, las cuales deberían ser el resultado de un detallado análisis del hospital teniendo en cuenta siempre las necesidades de los pacientes 1.3. Técnicas psicológicas Uno de los primeros trabajos, ya clásico, en el que se observó la importancia del “tratamiento psicológico” para facilitar la recuperación fue el realizado por Egbert, Battit, Welch y Bartlett en 1964. En este estudio se comprobó que un grupo de pacientes que había recibido la visita del anestesista el día anterior a la operación, comparado con un grupo al que sólo se le habían administrado barbitúricos, necesitó menos días para recuperarse, menos analgésicos y sufrió menos ansiedad. Desde el estudio de Egbert y colaboradores, las investigaciones que se han realizado con el fin de comprobar la eficacia de las técnicas psicológicas para reducir la ansiedad y facilitar la convalecencia han sido numerosas (véase, López-Roig, Pastor y Rodríguez-Marín, 1993). Las técnicas psicológicas empleadas son muy variadas. En este apartado intentaremos describirlas agrupándolas en cinco grandes grupos. Técnicas cognitivas: En este apartado incluiremos aquellas técnicas cuyo principal objetivo ha consistido en alejar los pensamientos negativos respecto a la operación. ! Apoyo psicológico. Llamamos técnica de apoyo psicológico a aquélla que se basa principalmente en crear un clima de confianza para poder hablar con el paciente de forma distendida sobre sus preocupaciones acerca de la operación. Aunque de todas la técnicas que describiremos ésta es la menos estructurada, su aplicación también facilita la recuperación (Moix, Casas, López, Quintana, Ribera y Gil, 1993; Shindler, Shook y Schwartz, 1989; Viney, Clarke, Bunn y Benjamin, 1985) ! Distracción cognitiva. Esta técnica fue usada en el estudio de Pickett y Clum (1982). Según la descripción de estos autores, la técnica consistió en la asociación de 10 imágenes de la operación seguidas de 10 imágenes que dirigían la atención del paciente a una situación relajante. Los efectos conseguidos fueron: la reducción de la ansiedad y del dolor. ! Reestructuración cognitiva. Esta técnica se basa en la sustitución de los pensamientos negativos respecto a la intervención y hospitalización por otros positivos. Esto es, consiste en mostrar al sujeto los aspectos positivos de la intervención, como “aprovecharé para descansar, leer,...” (del Barrio, 1994; Lozano, 1996). ! Recordar. Esta técnica se utilizó en la investigación de Rybarczyk y Auerbach (1990) con personas mayores de 65 años y consistió, o bien en recordar acontecimientos positivos pasados; o bien en recordar ocasiones en las que gracias a la habilidad del sujeto se había superado con éxito algún obstáculo. Ambos procedimientos se mostraron efectivos. Los beneficios consistieron en la disminución de la presión sanguínea y de la ansiedad. ! Imaginación guiada. Durante la imaginación guiada, el paciente ha de realizar un viaje mental por todo el cuerpo hasta la herida y una vez allí imaginarse el proceso normal de curación. Esta técnica, junto con la relajación, se utilizó en el estudio de Holden-Lund (1988). Los resultados indicaron que los pacientes a los que se les aplicó esta terapia sufrieron menos ansiedad, liberaron menos cortisol y presentaron menos eritemas en la herida. -97-
! Hipnosis. La hipnosis es otra de las técnicas que se ha utilizado en el ámbito de la cirugía. En este campo se utiliza sobre todo con el fin de tranquilizar al paciente antes de la operación, y también para sugestionarlo de que va a ser un éxito y que la recuperación será fácil y rápida. Esta técnica se ha utilizado también con el fin de disminuir la cantidad de anestesia necesaria para la intervención (Rauscher, 1985). Los beneficios conseguidos mediante la hipnosis son muchos, por ejemplo la disminución de la ansiedad, de los analgésicos, de los días de estancia hospitalaria, de las complicaciones, etc. (Véase la revisión de Blankfield, 1991). Técnicas conductuales El objetivo de las técnicas conductuales es la colaboración activa del paciente en su recuperación. ! Relajación. Habitualmente se entrena al paciente en técnicas de relajación antes de la intervención quirúrgica y se le anima a que las practique diariamente durante su convalecencia. Como señalan diversos autores (Leserman, Stuart, Mamish y Benson, 1989; Lozano, 1996; Manyande, Chayen, Priyakumar, Smith, Hayes, Higgins, Kee, Phillips y Salmon, 1992; Markland y Hardy, 1993), los beneficios conseguidos mediante esta técnica son muchos: disminución de la ansiedad, reducción de la ingesta de analgésicos, disminución de la presión sanguínea y de la frecuencia cardíaca, etc. ! Desensibilización sistemática. Esta técnica se basa en la relajación pero además el paciente debe visualizar los aspectos que le producen ansiedad de forma ordenada. Esto es, primero debe imaginarse la situación menos estresante. Cuando logra encontrarse relajado imaginando esta situación, debe visualizar la segunda que más le amenaza, y así sucesivamente (del Barrio, 1994). ! Modelamiento. Consiste en la visualización de un vídeo donde se muestra a un paciente afrontando correctamente las diferentes etapas de la hospitalización. Dado que se utilitza principalmente con niños lo describiremos en el apartado dedicado a éstos. ! Suministro de instrucciones conductuales específicas para facilitar la recuperación. Las instrucciones conductuales que se facilitan a los pacientes dependen mucho del tipo de operación a la que han de someterse. Sin embargo, en general podríamos decir que éstas suelen hacer referencia a cómo debe moverse, toser, y respirar profundamente el paciente después de la intervención. Aunque muchos de estos consejos ya suelen darse por parte de las enfermeras o médicos, éstos no suelen facilitar de forma tan sistemática ni prestan tanta atención al factor motivación para llevarlas a cabo como cuando estas instrucciones forman parte de técnicas psicológicas. Los beneficios que se obtienen al suminstrar estas instrucciones son difíciles de evaluar puesto que normalmente dichas instrucciones forman parte de técnicas paquete donde se combinan diferentes métodos para facilitar la recuperación. Técnicas informativas La técnica más utilizada con pacientes quirúrgicos se basa en informar a los pacientes acerca de la operación y la hospitalización. Esta técnica posee diferentes modalidades que vienen determinadas por cómo y qué tipo de información se facilita. Respecto a la forma de suministrar información, se pueden utilizar folletos, cassettes, vídeos, o hacerlo mediante la simple conversación. En cuanto al contenido, existen dos clases de información. Una es la que hace referencia al procedimiento, es decir, se informa al paciente sobre la naturaleza de las diferentes fases: pre, intra y postquirúrgica. El segundo tipo de información se centra en las sensaciones que probablemente el paciente sentirá, como son: dolor, somnolencia, rigideces, etc. Evidentemente, -98-
en muchos casos la información hace referencia tanto al procedimiento como a las sensaciones. La eficacia de las técnicas informativas depende en gran medida del estilo de afrontamiento de los pacientes. Diversas investigaciones (Auerbach, Martinelli y Mercuri, 1983; Greene, Zeichner, Roberts, Callahan y Granados, 1989; Ludwick-Rosental y Neufeld, 1993; Miller y Mangan, 1983; Shipley, Butt, Horwith y Fabry, 1978; Shipley, Butt y Horwitz, 1979) demuestran que la información produce efectos beneficiosos a los pacientes “vigilantes” (sujetos que normalmente intentan superar las situaciones estresantes obteniendo la máxima información sobre ellas), mientras que incluso puede provocar efectos contraproducentes en personas “evitadoras” (sujetos que no suelen querer ningún tipo de información, e intentan superar la ansiedad sin pensar en el problema). Técnicas combinadas En los apartados anteriores hemos comentado técnicas de un sólo componente, pero en muchos casos estos componentes se combinan. Así podemos utilizar por ejemplo la relajación junto con técnicas informativas, apoyo psicológico más intrucciones conductuales, etc. Una técnica que podemos considerar combinada ya que incluye tanto elementos cognitivos como conductuales, es la de la “Inoculación al estrés” que, igual que en otros ámbitos, también se aplica en cirugía, y se muestra efectiva (Amir, Zlotogorski y Isac, 1990; Wells, Howard, Nowlin y Vargas, 1986). Técnicas intraoperatorias Dentro de esta categoría encontramos técnicas muy distintas a las descritas hasta el momento, puesto que éstas se aplican durante el periodo intraoperatorio, mientras el paciente se encuentra totalmente anestesiado. Estas técnicas se basan en la idea de que es posible el procesamiento de la información durante la anestesia general. De hecho, varios estudios confirman esta hipótesis (véase la recopilación de Bonke, Fitch y Millar, 1990). Uno de los estudios realizados a este respecto es el de Jelicic, Wolters, Bonke y Phaf (1992). Esta investigación se llevó a cabo con 81 pacientes que debían ser sometidos a una intervención bajo anestesia general. Estos pacientes fueron distribuidos al azar en dos grupos: el experimental, al cual, durante la anestesia, se le repitió frecuentemente a través de auriculares dos nombres de frutas (pera y banana) y dos nombres de colores (amarillo y verde); el control, al que sólo se le administraron sonidos del mar. Una vez despertados de la anestesia, se les preguntó si recordaban algo de lo sucedido durante la intervención. Como podemos suponer, ningún paciente recordaba nada de lo ocurrido. Cuando se les pidió que dijeran los primeros nombres de frutas y colores que “les vinieran a la cabeza”, el grupo experimental señaló, de forma significativa, un mayor número de veces los nombres reiterados durante la anestesia que el grupo control. Si, como parece indicar el estudio anterior, existe algún tipo de procesamiento de la información durante la anestesia, es lógico que se hayan diseñado técnicas terapéuticas basadas en este descubrimiento. Estas técnicas consisten en sugestionar al paciente, normalmente mediante auriculares, mientras el paciente está anestesiado, con que tendrá una fácil y rápida recuperación. Uno de los trabajos en los que se comprueba que este tipo de técnicas es eficaz es el de Evans y Richardson (1988). Estos autores utilizaron el método de las sugestiones intraoperatorias con 39 mujeres que debían someterse a una histerectomía. Estas mujeres fueron repartidas al azar en dos grupos: al grupo experimental se le facilitó sugestiones terapéuticas a través de auriculares; al grupo control también se le colocaron auriculares pero el cassette no contenía ningún mensaje. Los resultados indicaron que las mujeres del grupo experimental estuvieron menos días en el -99-
hospital, tuvieron menos fiebre, sufrieron menos trastornos intestinales y fueron evaluadas como más recuperadas por parte de las enfermeras. Todavía son pocas las investigaciones realizadas en esta línea y, en algunos casos, los resultados son contradictorios. Por ello, aunque aún es pronto para sugerir que se incorporen estas técnicas en la rutina hospitalaria, los resultados son suficientemente alentadores como para proseguir los estudios en este campo. 2. ESTRATEGIAS DIRIGIDAS A DISMINUIR LA ANSIEDAD Y FACILITAR LA RECUPERACIÓN DE PACIENTES PEDIÁTRICOS Durante los últimos días tus familiares están algo nerviosos, sabes que es por algo relacionado contigo pero no te imaginas exactamente por qué. Sin darte muchas explicaciones te llevan a un edificio en el que nunca habías entrado antes, te resulta totalmente extraño, la gente que trabaja en este lugar va corriendo de un lado para otro, vestidos de una forma rarísima, además está todo lleno de aparatos que no sabes para qué sirven. Lo único que sabes es que vas a estar algunos días en este lugar, que en muchas ocasiones estarás solo entre estos desconocidos y, que por lo que te imaginas, te van hacer algo desagradable, muy doloroso. Te han dicho que te someterán a una intervención para arreglarte los ojos, y por lo que te han explicado, interpretas que te los deberán extraer para poder arreglarlos. El pánico se apodera de tí, sin duda alguna tus familiares quieren castigarte por algo que has hecho mal. Salvando todas las distancias que puedan existir, algunos niños experimentan de esta forma su primera experiencia de hospitalización. No es de extrañar, pues, que algunos pacientes pediátricos intenten escaparse antes de la operación. Son muchos los aspectos de la hospitalización y la intervención que preocupan a los niños. Evidentemente, estas preocupaciones difieren mucho según la edad de los niños, como puede observarse en la siguiente tabla (Ziegler y Prior, 1994). Edad 0-12 meses 1-3 años
4-5 años
6-12 años
13-18 años
Estresores Ansiedad por separación Ansiedad por lo desconocido Ansiedad por separación Ansiedad por lo desconocido Falta de ambiente y rutinas familiares Ansiedad por separación Miedo a la mutilación y al dolor Hospitalización como castigo Miedo a la mutiliación y al dolor Hospitalización como castigo Miedo a la muerte Preocupación por la imagen corporal Pérdida del control y la independencia Amenaza de cambio en la imagen corporal Limitación de las actividades físicas Miedo al rechazo de los amigos Miedo a la muerte
En muchos de los casos las preocupaciones de los niños no son reales sino simplemente producto de su imaginación. Por ejemplo algunos niños que deben ser sometidos a intervenciones oftalmológicas creen que se les “sacarán” los ojos, o pacientes que deben ser operados de fimosis imaginan que se les “cortará” todo el pene. Ante este hecho, es evidente que informar a los niños -100-
correctamente para evitar este tipo de interpretaciones no es algo solamente recomendable sino que se convierte en un asusto urgente y totalmente necesario. Otro motivo que convierte a la preparación psicológica de los niños en una cuestión imprescindible es la necesidad de paliar las graves consecuencias de la post-hospitalización. La ansiedad de los niños antes de la operación afecta negativamente a su recuperación, los niños que sufren más ansiedad prequirúrgica son los que, una vez dados de alta, sufren más trastornos emocionales y conductuales (agresividad, depresión, eneuresis, encopresis, conductas regresivas, etc.) trastornos en los habitos de alimentación y sueño, y más problemas de tipo somático (dolor, infecciones, cicatrización lenta, etc.) (Lumley, Melamed y Abeles, 1993; Valdés y Flórez, 1995). Incluso existen casos de niños que sufren crisis de ansiedad caraterizada por ataques de pánico, sudor, palpitaciones, rasgos catalépticos y en algunas ocasiones alucinaciones visuales (Valdés y Flórez, 1995). Evitar la ansiedad de los niños durante su hospitalización y prevenir los posibles trastornos posteriores son dos motivos que confirman la conveniencia de la preparación psicólogica, pero existe un tercer motivo no menos importante: sus experiencias médicas futuras. Esto es, según sea la experiencia de la hospitalización que viva el niño, así será su futuro en cuanto a las situaciones médicas se refiere (Breitkopf, 1986; Lumley, Melamed y Abeles, 1993), pues una experiencia negativa puede provocar en el niño miedo permanente hacia los médicos y enfermeras. Por tanto, preparar psicológicamente al niño no sólo le ayudará a afrontar lo mejor posible la hospitalización presente sino futuras situaciones parecidas. La preparación psicológica no sólo supone ventajas para el paciente y sus familiares, sino también para el personal sanitario. Es mucho más fácill y agradable trabajar con personas tranquilas y colaboradoras que con pacientes nerviosos. Ante la necesidad de preparar psicológicamente a los niños y sus progenitores para afrontar la operación y la hospitalización, la pregunta que se formulan muchos profesionales de la salud es: ¿cómo conseguirlo? Como en el caso de los pacientes adultos, existen tres niveles distintos de actuación para conseguir que el niño viva la experiencia de la hospitalización e intervención lo mejor posible: 1.- Infraestructura 2.- Rutina hospitalaria 3.- Técnicas psicológicas 2.1. Infraestructura La infraestructura se refiere, como ya hemos comentado, sobretodo a la arquitectura y a la decoración del hospital. Es evidente que el contexto físico en el que se encuentra el niño influye en cómo vive la experiencia. No es lo mismo para un niño encontrarse en un edificio oscuro y lleno de imágenes religiosas que en un lugar donde entra el sol y las paredes están cubiertas con dibujos de Mikey Mouse. Otro aspecto de la “decoración” del hospital que se debe tener muy en cuenta es la colocación de ciertos utensilios (como agujas, por ejemplo) que pueden aumentar la ansiedad de los niños. Estos utensilios se deben intentar colocar en lugares que estén fuera de su campo de visión. Los aspectos de la infraestructura que deben tenerse en cuenta para que el niño esté a gusto son muchos, pero requiere una especial atención el espacio donde el niño espera para entrar en el quirófano, dado que aquí vivirá uno de los momentos más estresantes de toda su hospitalización. Existen hospitales en los que los niños que esperan para entrar en el quirófano ven a los que salen del mismo, la mayoría de la veces con manchas de sangre, tiritando o quejumbrosos. No es difícil imaginarse que esta situación es del todo desagradable y muy angustiosa para el niño que se encuentra esperando. Por tanto, se debería evitar que los niños que -101-
esperan puedan ver a los que salen del quirófano, ya sea mediante modificaciones en la arquitectura del lugar o, ya que en muchos casos ello no es posible, mediante biombos o soluciones más factibles. 2.2. Rutina hospitalaria Como ya hemos indicado anteriormente, la rutina hospitalaria se refiere a asuntos como la organización del personal sanitario o los horarios. En muchos casos los horarios, por ejemplo, se establecen atendiendo en mayor medida a las necesidades de organización interna que pensando en el paciente. Muchas madres se quejan, no sin razón, que cuando el niño está dormindo después de haberle costado mucho tiempo conseguirlo debido al dolor, la enfermera lo despierta para tomarle la temperatura. Éste es sólo un ejemplo de lo poco que se tienen en cuenta, para según qué tipo de rutinas, las necesidades del paciente. Estas necesidades fueron estudiadas en la investigación de Kristjánsdollir (1995), en la que se interrogó al respecto a 34 progenitores de niños hospitalizados. Muchas de las necesidades expresadas hacían referencia a asuntos referentes a la rutina hospitalaria, como por ejemplo: posibilidad de permanecer con el niño las 24 horas, participar en los cuidados del niño (limpieza, temperatura, etc.), facilidad para poder contactar con los médicos una vez en casa, posibilidad de dormir en el hospital y preferencia de una sóla persona (siempre la misma) cuidando al niño. Respecto al deseo de los padres de cooperar en el cuidado de los niños, se han realizado varios estudios que apuntan la conveniencia de que esto se lleve a cabo. Según estas investigaciones el hecho de que los padres colaboren (previamente entrenados) comporta beneficios tanto de tipo sanitario como económico, ya que se reduce el riesgo de problemas psicológicos, la estancia sanitaria y el coste de la misma (véase: Valdés y Flórez, 1995). Aunque la colaboración de los padres no está excenta de inconvenientes (interfiere en la organización del servicio, puede aumentar la ansiedad de los padres en algunos momentos, etc.), éstos pueden disminuir con una correcta preparación. Es conveniente que los padres formen parte de la rutina hospitalaria no sólo realizando tareas de enfermería, sino estando presentes durante los procedimientos dolorosos o estresantes intentado calmar y distraer a sus hijos. Uno de los momentos en los que se recomienda que los padres estén presentes es durante la inducción de la anestesia (Glazebrook, Lim, Sheard y Standen, 1994), aunque respecto a este punto las opiniones son controvertidas ya que depende mucho del tipo de organización del hospital y sobre todo del “tipo” de padres. Por tanto, se requieren estudios donde se investigue qué tipo de entrenamiento deberían recibir los padres al respecto o qué soluciones alternativas podrían existir. Una solución alternativa podría radicar en que una enfermera que conociera al niño fuera la encargada de acompañarlo. No es necesario decir que una mejora muy importante en este sentido consistiría en disminuir al máximo posible el tiempo de espera antes de entrar al quirófano, aunque desgraciadamente en la mayoría de los casos no es factible por motivos de tipo práctico. También es aconsejable que los padres estén presenten cuando el niño se despierta, en el estudio de Bru, Carmody, Donohue-Sword y Bookbinder (1993) comprobaron que los padres que se encontraban con el niño al despertar sufrían menos ansiedad que aquellos que no se encontraban presentes en ese momento. 2.3. Técnicas psicológicas Además de cambios en la infraestructura y en la rutina hospitalaria, se debería incluir la aplicación de algunas técnicas psicológicas con el fin de disminuir la ansiedad de los niños y también la de sus padres. Las técnicas psicológicas que se han demostrado efectivas son muchas, a continuación describiremos las más estudiadas. -102-
Transmitir información a los pacientes pediátricos. Ante la información sobre la operación y la hospitalización, no todos los pacientes muestran las mismas actitudes. En el caso de los pacientes quirúrgicos adultos nos encontramos, en un extremo, con pacientes que muestran una actitud denominada “evitadora”, que no quieren ningún tipo de información, ya que ésta les produce ansiedad, y, en el otro extremo, con pacientes con actitud “vigilante”, que buscan constantemente información para tranquilizarse. Con los pacientes pediátricos sucede lo mismo. Por tanto, dado que es difícil aconsejar la cantidad idónea de información que se debe transmitir, la mejor solución consitiría en dar la oportunidad al paciente para que solicite la información que desee, y darle la que pida, ni más ni menos, para lo cual es aconsejable crear un ambiente de confianza con el paciente a fin de que nos pueda preguntar todo lo que le preocupa. La información a los niños se puede suministrar de diversas formas: medios audiovisuales, folletos informativos, cuentos, libros para colorear, etc. En el caso de los pacientes pediátricos, en algunas ocasiones y dependiendo fundamentalmente de la edad de los niños, lo más adecuado es dar la información a los padres puesto que ellos son los que mejor se la pueden transmitir. De todas formas, y como más tarde explicaremos, no sólo es necesario indicar a los padres sobre qué aspectos deben informar a sus hijos, sino también sobre cómo deben hacerlo. En el estudio de Kristjánsdollir (1995) los padres entrevistados expresaron que la información que querían recibir era la referente a: - Los procedimientos a los que se sometería al niño - Estado de la enfermedad del niño y pronóstico - Cómo cuidar al niño una vez dado de alta - Conocer rápidamente los resultados de las pruebas - Conocer el día del alta y los posibles cambios Por tanto, éstos son los puntos esenciales que se deben tener en cuenta cuando se informe a los padres. En este estudio se puso también de manifiesto que los padres no sólo querían que la información fuera trasmitida oralmente sino también por escrito. Otro punto importante que se debe tener en cuenta respecto a la información es que, aunque en muchos casos se oculta información o incluso se engaña a los niños con la intención de tranquilizarlos, esta forma de actuación, en algunas ocasiones, puede tener consecuencias muy negativas. Esto es, no es aconsejable utilizar frases como “no te va a pasar nada” o “no te va a doler”. Si engañamos al niño, nunca más va a confiar en nuestras palabras, por lo que estará constantemente en tensión. Derrickson, Neef y Cataldo (1993) llevaron a cabo un estudio de carácter experimental en el que mostraron que lo más apropiado es “señalizar” al niño los momentos de “peligro”. Este trabajo se realizó con un bebé de 9 meses. En la cuna de este paciente se incorporaron un timbre y un foco. Se realizó un diseño que constó de cuatro fases o tiempos (diseño ABAB). En la segunda y cuarta fase (fases B) cada vez que se le iba a practicar al niño un procedimiento doloroso (succión nasal, oral y traqueal, inyecciones y administración de medicación) se le señalizaba previamente mediante la emisión de un sonido y mediante una luz roja. En las fases primera y tercera (fases A) no se señalizaban los procedimientos dolorosos. Mediante la observación del niño, se pudo comprobar que en las fases en las que los procedimientos dolorosos eran señalizados (fases B), éste emitía más comportamientos positivos (sonreir, mirar al cuidador,...) y menos negativos (chillar, llorar,...) que en las otras fases (A). Los autores sostienen la hipótesis de que estos resultados se deben a que, en las fases en las que el peligro está señalizado, cuando no existe señal alguna el niño puede relajarse, mientras que, en las fases en las que nunca se señaliza el peligro, el bebé está constantemente en tensión, porque no sabe qué le va a suceder. Si generalizamos los resultados de este experimento, llegaremos a -103-
la conclusión de que es más apropiado indicar a los niños cuándo van a sentir dolor, porque de esta forma confiarán más en nosotros y podrán estar relajados cuando no se les indica ningún “peligro”. Es usual que los niños reaccionen del mismo modo (gritos, llantos, etc.) ante procedimientos dolorosos (inyección) y no dolorosos (radiografia, electrocardiograma); si avisamos sobre el momento en que el niño va a sentir dolor, los ayudaremos a distinguir entre ambos tipos de procedimiento. Cuando le indiquemos la posibilidad de sufrir dolor al niño, debemos tener en cuenta que la palabra “dolor” posee connotaciones muy negativas y, por tanto, será más apropiado hablar de sensaciones. Es decir, en lugar de decirle al paciente “vas a notar dolor” es más conveniente decirle al niño: “vas a notar una sensación de calor” o “como si te pellizcara”, etc. Modelado El modelado es sin duda la técnica más utilizada para preparar a los pacientes pediátricos. Esta técnica consiste en que el niño, y en algunos casos también los padres, deben contemplar una cinta de vídeo o diapositivas en las que se muestra cómo un niño y sus padres afrontan correctamente todas la etapas de la hospitalización. Se trata de que los niños y sus padres aprendan por imitación cómo deben actuar en los momentos más difíciles de la hospitalización: el ingreso, la sepación padres-niño, las inyecciones, el dolor, etc. En estas películas nunca se plasma ninguna imagen que pueda impresionar demasiado, como son los procedimientos propiamente quirúrgicos. El modelado puede ser de dos formas: pasivo y activo. En el modelado pasivo, niños y padres se limitan a visualizar la película, mientras que en el modelado activo los niños deben imitar el comportamiento del protagonista en el mismo momento en que ven la película. Un ejemplo de comportamiento que imitan los niños es el de relajación o formas de respiración profunda para disminuir la ansiedad y calmar el dolor. Aunque varios estudios muestran la efectividad de ambas formas de modelado para reducir la ansiedad de padres e hijos, y para aumentar los comportamientos cooperativos (Ellerton y Merriam, 1994; Faust, Olson, y Rodríguez, 1984; Melamed y Siegel, 1975; Pinto y Hollandsworth, 1989; Campbell, Berry y Lamberti, 1995), el modelado activo parece ser más eficaz (Klingman, Melamed, Cuther y Hermecz, 1984). El juego médico Otra de las técnicas que incluyen muchos programas de preparación para la cirugía consiste en jugar con el niño. Para llevar a cabo estos juegos se suele utilizar material inofensivo propio del hospital (máscaras, jeringuillas, etc.) y muñecos anatómicos. Estos juegos permiten que los niños expresen sus emociones a través de los muñecos de una forma socialmente más admitida. Durante el juego el adulto indica al niño que señale la parte del muñeco que le van a operar, con lo que se puede conocer en muchos casos las ideas erróneas de los niños y modificarlas. Por ejemplo, muchos niños indican cómo va a ser la cicatriz señalando un área exageradamente extensa del muñeco, en este caso la utilización del muñeco nos puede ayudar para corregir al niño e indicarle exactamente el tamaño y el lugar de la cicatriz. Los muñecos también pueden ser utilizados para explicar a los niños algunos procedimientos médicos, como las inyecciones o la inducción de la anestesia. Otra ventaja que presentan estos juegos es que permiten al niño familiarizarse con muchos de los objetos que verá durante su hospitalización, lo cual es sumamente importante si pensamos en lo nuevo y extraño que resulta el ambiente hospitalario para la mayoría de los niños. La eficacia de estos juegos se ha demostrado en varios estudios (Edwinson, Arnbjornsson y Ekman, 1988; Ellerton y Merriam, 1994; Twardosz, Weddle, Borden y Stevens, 1986). -104-
El dibujo Como ya hemos apuntado, la gran imaginación que poseen los niños les lleva en muchos casos a imaginar la operación como un acto totalmente cruel. Animar a los niños a que dibujen cómo creen que será la operación es una forma sumamente útil para conocer cómo imagina el niño la operación, para, a partir de aquí, modificar sus ideas erróneas (Jover, Ponce, Viladoms y Admetlla, 1983). En muchos de los dibujos se pueden apreciar jeringuillas de tamaños exagerados, cicatrices que casi abarcan todo el cuerpo, y otras distorsiones parecidas. Visita al hospital. En algunos programas de preparación también se incluye la visita al hospital (Ellerton y Merriam, 1994; Lizasoain y Polaino, 1995). A los niños se les muestran las diferentes secciones, comentando la rutina hospitalaria con el fin de familiarizarles con el hospital. Distracción Las personas no somos capaces de procesar, de forma consciente, dos informaciones al mismo tiempo. Esto es, no podemos prestar atención a dos estímulos diferentes paralelamente en el mismo instante. Partiendo de esta evidencia, si cuando sentimos dolor logramos que nuestra atención se dirija a otra información diferente al dolor, la experiencia consciente de dolor disminuirá o incluso desaparecerá. Por tanto, es conveniente entrenar a los niños a distraerse, es decir; a prestar atención a algo diferente al dolor. Existen varias técnicas basadas en la distracción: - Ejercicios de respiración. Se debe entrenar al niño a respirar profundamente, para ello, y según la edad del niño, se pueden utilizar diferentes metáforas (por ej: “imagínate que eres una rueda y te están hinchando, ahora la rueda se desincha haciendo un pitido”). Es muy útil hacerle respirar profundamente o soplar durante las inyecciones dado que de esta forma no está tan atento a las sensaciones que produce la inyección. Igualmente, se ha comprobado que puede resultar sumamente provechoso para distraer al niño y conseguir que llore menos y se encuentre más tranquilo, animarle a que hinche un globo antes y durante las inyecciones (Blount, Bachans, Powers, Cotter, Franlkin y Chaplin, 1992; Manne, Bakeman, Jacobsen, Gorkinkle y Redd, 1994). Ponemos como ejemplo las inyecciones como procedimiento doloroso en el que se deben utilizar ejercicios de respiración ya que, sin duda, es uno de los acontecimientos más estresantes para el niño. Como afirma Palomo (1995), este acontecimiento, relativamente sencillo, simboliza para el niño su estancia en el hospital. En un estudio realizado por Moix y colaboradores (1996) se comprobó que el miedo a las inyecciones predecía la ansiedad del niño en la antesala del quirófano. Esto es, los niños que normalmente tienen más miedo a las inyecciones eran aquellos que se encontraban más nerviosos antes de entrar al quirófano. Por tanto, si queremos reducir la ansiedad en un momento tan importante deberemos primero tratar el miedo a las inyecciones. - Centrar la atención en objetos de la habitación (por ejemplo, “mientras te pongo la inyección cuenta las baldosas que hay en aquella pared”). - Libros con actividades (por ejemplo, “encuentra donde está el gato en este libro”). - Cuentos. Otra forma de distracción consiste en contar cuentos mientras los niños son sometidos a procedimientos dolorosos de larga duración. Es conveniente describir detalles como: olores, colores, sabores y sensaciones en general, para que el niño logre “sumergirse” en la historia y olvidar el dolor. Esta técnica se investigó en el estudio de Smith, Barabasz y Barabasz (1996), en donde se la denominó hipnosis. En esta investigación se comprobó que los niños hipnotizables conseguían grandes logros con esta técnica. Concretamente disminuía su dolor y -105-
ansiedad ante procedimientos médicos dolorosos. - Actividad verbal. Para que el niño se distraiga, también es útil hacerle contar, aumentando la dificultad según la edad (por ejemplo, de dos en dos, de tres en tres, al revés). Para lograr la distracción del niño también podemos animarle a que nos explique temas de su interés, como su programa de televisión favorito. - Intentar que el niño tenga un rol activo en las situaciones en las que sea posible. Si el niño participa, además de distraerse, sentirá que tiene más control sobre la situación. Relajación La técnica de relajación es útil por sí misma y también para ayudar a potenciar los efectos de la distracción. En otras palabras, es más fácil que el niño preste atención a nuestras palabras si se encuentra relajado que si está agitado. Por tanto, en algunos casos, antes de aplicar las técnicas de distracción anteriormente descritas, será conveniente utilizar la relajación. Para que la relajación sea óptima se debe disponer de 10 a 20 minutos. El niño debe encontrarse en una posición cómoda y se deben evitar las interrupciones. Esto es, el ambiente debe favorecer la relajación. Con voz tranquila y suave se debe ir indicando al niño que tense un grupo de músculos hasta su grado máximo y seguidamente que los relaje saboreando esta sensación. Se puede empezar por pies, piernas, brazos... hasta llegar a los músculos de la cara. Los ejercicios de respiración antes descritos le ayudarán a relajarse. Tal y como nos aconseja Palomo (1995), si el niño tiene menos de 7 u 8 años, se puede utilizar la técnica “Robot-muñeco de trapo”. En primer lugar, el niño debe actuar como un robot de forma rígida y tensa, y a continuación como un muñeco de trapo de forma floja y relajada. Entrenamiento a los padres En el caso de los pacientes pediátricos, los padres juegan un papel primordial. La ansiedad de los niños es, la mayoría de las veces, el reflejo de la ansiedad que sienten sus padres. Por ello, una técnica de algunos programas de preparación para niños consiste en entrenar a sus padres en relajación u otras técnicas de control del estrés (Zastowny, Kirschenbaum y Meng, 1986) . Es muy importante que los padres sean conscientes de que la ansiedad de sus hijos depende en buena medida de su comportamiento. A los padres no solamente se les debe dar información sobre todos los puntos sobre los que pregunten, sino que también se les debe aconsejar sobre cómo transmitir esta información a sus hijos. A continuación vamos a enumerar algunos de los consejos que es conveniente dar a los padres: ! No engañar a su hijo respecto a ningún punto para no perder su confianza. Hay padres que incluso mantienen en secreto la noticia de la hospitalización hasta el mismo momento del ingreso. No es necesario decir que, en este caso, a los niños les cuesta volver a creer en la palabra de sus padres. ! Dedicar un tiempo al hijo para que éste formule todas las preguntas sobre los aspectos que le preocupan. No dar más información que la que el niño solicita. Recordemos que, como en el caso de los adultos, existen niños evitadores a los que la información no les calma sino que les produce ansiedad. Por consiguiente, tampoco es conveniente abrumar a los niños con información que no desean. ! Cuidado con el vocabulario y con excesivos detalles que producen confusión y ansiedad. Por ejemplo, si le indicamos al niño que le van a practicar “una extracción de sangre”, él se puede llegar a imaginar, como ya ha sucedido en algunos casos, que le van a extraer toda la sangre del cuerpo. -106-
! Dejar expresar los sentimientos. Evitar frases como “los valientes no lloran”. Es convieniente comentar con el niño, una vez concluida la fase quirúrgica, cómo ha vivido la experiencia, así se puede ayudar al niño a que interiorice la experiencia de forma positiva y a modificar todos los “fantasmas” asociados con la intervención. ! Acompañarlo el mayor tiempo posible durante la hospitalización. ! Suavizar los momentos de separación. Durante la hospitalización existen momentos en que los padres deben separarse de sus hijos, como cuando el niño debe dirigirse al quirófano. Muchos padres dan fuertes abrazos y besos a sus hijos como si no los fueran a ver nunca más, lo cual, evidentemente, debe evitarse. Se debe procurar no actuar de una forma demasiado especial. Una buena forma de actuar es decirle al niño que tenemos preparado un cuento, un juego o cualquier cosa que le gusta para cuando salga del quirófano, decirle esto implica suponer que el niño va a volver, cosa que, en algunos casos y según la edad, los niños no ven como totalmente segura. ! Confeccionar la maleta adecuada. Es aconsejable llevar el muñeco preferido del niño o juegos que puedan distraerle. ! Traer algún regalo que pueda distraerle es aconsejable, pero no es necesario traerle un regalo cada día ya que se convertiría en una situación demasiado especial. ! Resaltar los aspectos positivos de la intervención. Los padres deben explicar a sus hijos las ventajas de ser operados y sobre todo vigilar que sus hijos no vivan la experiencia quirúrgica como un castigo, un sentimiento muy común en los niños. En algunos casos, estas creencias pueden derivarse de algunas referencias anteriores al hospital (por ejemplo, “si no te portas bien, irás al hospital”). ! Aumentar la confianza en los médicos y personal sanitario en general. En muchos casos los niños pueden contemplar a los médicos más como técnicos que como personas. Intentar cambiar esta imagen. Igualmente intentar dar a los niños una imagen más familiar y menos técnica del hospital, por ejemplo presentándoselo como una gran casa (con cocina, lavabos, camas, etc.). ! Juegos, cuentos, dibujos sobre el hospital y la operación pueden ayudar al niño a expresar sus preocupaciones y a los padres a conocer las ideas de los niños, y así tener la oportunidad de modificarlas. También es conveniente explicar a los padres que, en muchos casos, después de la hospitalización se producen conductas problemáticas en el niño como: trastornos en el sueño o en la alimentación, comportamientos regresivos (por ejemplo, el niño se vuelve a chupar el dedo), enuresis, ansiedad, depresión, etc. Es importante indicar a los padres que no se preocupen en exceso en el caso de que el niño presente alguno de estos trastornos, ya que en la mayoría de los casos son pasajeros, y sólo si perduran durante mucho tiempo requieren la consulta a un especialista. Habitualmente, cuando los padres hablan con los médicos de la operación de su hijo se encuentran tensos y esta tensión provoca que no puedan asimilar toda la información que se les trasmite por simple que ésta sea. Por este motivo es aconsejable que al terminar la entrevista con los padres se les facilite un folleto con los consejos citados para que, una vez en casa, puedan leerlos con tranquilidad. Teniendo en cuenta que cada día se practica, en mayor medida, la cirugía ambulatoria, entrenar a los padres como hemos descrito adquirirá más importancia cada vez, ya que la recuperación de sus hijos dependerá en gran parte de los cuidados que les den. Programas de educación extrahospitalaria La preparación psicológica para la hospitalización no sólo se puede llevar a cabo con niños -107-
que deben ser o están hospitalizados, sino también con aquellos que quienes no está previsto ningún tipo de hospitalización. Elkins y Roberts (1984) comprobaron la efectividad de un programa extrahospitalario. Este programa consistía en que los niños iban a un hospital simulado e interactuaban con el personal y los equipos médicos. Asimismo tenían la oportunidad de preguntar todas sus dudas. Comparando a los niños que habían participado en este programa con niños de un grupo control, pudieron comprobar cómo los primeros tenían más concociemientos médicos y obtenían menos puntos en una escala de miedos relacionados con asuntos médicos. Este estudio demuestra que sería del todo recomendable que en los ayuntamientos o en los colegios se programaran actividades de este tipo.
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CAPÍTULO 7
ANSIEDAD Y SEXUALIDAD: UNA REVISIÓN CONCEPTUAL Y EMPÍRICA José Cáceres Carrasco 1. INTRODUCCIÓN Muchos autores (por ejemplo, Masters y Johnson, 1970) consideran la ansiedad como un elemento determinante en la etiología de las diversas disfunciones sexuales, tanto masculinas como femeninas. Sin embargo, por lo que sabemos hoy en día, la relación existente entre la ansiedad y la disfunción sexual es, cuando menos, ambigua. Algunos clínicos, y también investigadores, mantienen que los niveles altos de ansiedad generalizada interfieren con la vivencia placentera de la sexualidad. Otros, por el contrario, piensan que no es tanto la ansiedad generalizada como la ansiedad específicamente relacionada con temas sexuales la responsable de las dificultades sexuales (Cooper, 1969). Además del contencioso ansiedad generalizada Vs ansiedad específica, otra cuestión a tener en cuenta es la de si es la ansiedad la responsable de las disfunciones sexuales, o, al contrario, ésta sería secundaria a las disfunciones sexuales y el consiguiente trastoque experimentado en el contexto relacional. Algunos investigadores se preguntan si la ansiedad y la disfunción sexual se encuentran necesariamente asociadas en la misma persona o, por el contrario, existen diferencias individuales al respecto (Kockoctt y cols., 1980). Parte de esta confusión podría estar motivada por lo complejo y ambiguo de los conceptos de ansiedad y sexualidad. Lang (1979) ha argumentado que la ansiedad puede tener implicaciones diversas (subjetivo-cognitivas, fisiológicas y comportamentales) que no necesariamente covarían. Las reacciones de cada uno de estos componentes podrían encontrarse bajo el control de mecanismos biológicos diferentes, o podrían haber sido adquiridos a través de diferentes mecanismos de aprendizaje. Así mismo, el concepto de sexualidad implica mecanismos diferentes. Tradicionalmente, se ha venido englobando bajo el concepto de sexualidad aspectos-fases diferentes (deseo, excitación, orgasmo-eyaculación,...). Probablemente, cada una de estas fases esté también siendo controlada por mecanismos subyacentes diferentes. No debemos olvidar, así mismo, que el propio concepto de emoción no deja de ser un constructo hipotético que intenta explicar, más o menos globalmente, un conjunto de reacciones generadas en un sujeto en sus intentos por adaptarse al entorno cambiante, y a veces adverso, en que le toca vivir, y que no se trata de compartimentos estancos. El objetivo de este capítulo es revisar, en un intento de clarificación, cada uno de estos conceptos, así como revisar los resultados de diversos estudios empíricos que nos permitan clarificar lo complejo de esta interacción. 2. REVISIÓN DE CONCEPTOS 2.1. Ansiedad La ansiedad se puede definir como un sistema biológico de alarma que se activa en momentos de peligros potenciales. Se convierte en anormal cuando el conjunto de respuesta es demasiado fuerte, dura un tiempo excesivo, o llega a aparecer en situaciones que se saben no peligrosas o incluso sin provocación alguna. -109-
La ansiedad se acompaña de síntomas que implican hiperactividad somática autonómica y cognitiva. A pesar de la existencia de considerables diferencias individuales, se ha identificado un patrón consistente de respuestas fisiológicas (Gray, 1982). En el miedo intenso, la primera respuesta está dominada por el sistema nervioso parasimpático: la persona nota que el corazón “se le para”, y puede sentir desvanecimiento y flojedad. Sin embargo, pronto predomina el tono simpático: aparece sudoración, el corazón se acelera, los miembros se agitan, y la respiración se hace más profunda (Gellhorn, 1965). En situaciones de menos temor, las respuestas autonómicas se derivan de las influencias mezcladas de los sistemas simpático y parasimpático: se experimenta un aumento de la actividad de las glándulas sudoríparas, por la estimulación de los nervios simpáticos cutáneos; la frecuencia cardíaca y la presión arterial se activan, como consecuencia de la activación simpática y/o la inhibición parasimpática; los síntomas gastrointestinales y relacionados con la micción, como la necesidad de orinar, las molestias abdominales y retortijones, y el deseo de defecar están causados por la activación parasimpática (Marks, 1987). Durante las situaciones de estrés, el individuo tiende también a hiperventilar, y la hipocapnia resultante puede dar lugar a vasoespasmos cerebrales, lo que provoca mareo, sentimientos de despersonalización, y a veces desvanecimientos. En ocasiones, la alcalosis respiratoria produce espasmos musculares e hiperestesias. El miedo agudo se asocia también con un incremento en la secreción de hormonas específicas. Así, el cortisol se libera merced a la influencia de la hormona adrenocorticotropa. Las terminaciones nerviosas simpáticas liberan noradrenalina, y se produce adrenalina por la activación simpática de la médula suprarrenal. Se sabe, también, que la adrenalina responde más que la noradrenalina a la estimulación psicológica. Sin embargo, la secreción aumentada de estas dos hormonas no es específica de la reacción de ansiedad, sino que se da en todas las condiciones de alerta aumentada, incluyendo la alegría y felicidad (Frankenhauser, 1979). Algunos efectos ansiolíticos de las benzociacepinas se suelen explicar por el incremento de la inhibición GABAérgica de las neuronas diana serotoninérgicas en el sistema límbico. Así pues, diversos datos directos e indirectos indican el posible papel de los mecanismos serotoninérgicos en la patogenia de la ansiedad (Coplan y cols. 1992; Muller, 1988). Quizá sea éste el mecanismo mediante el cual se produce un aumento de las disfunciones sexuales durante el tratamiento con antidepresivos, especialmente los inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina. Al respecto, Balon y cols. (1993) manifiestan que un 48,4 % de los pacientes con trastornos de ansiedad y un 37 % de los pacientes con trastornos afectivos, que incluyen los antidepresivos en su tratamiento, demuestran un importante grado de disfunción sexual. Stein y cols. (1992) llegan a recomendar medicación serotoninérgica en el tratamiento de las obsesiones sexuales, de las adicciones sexuales y de las parafilias. Experimentos en animales y algunos datos limitados de estudios con seres humanos indican que la activación de las neuronas noradrenérgicas del locus ceruleus se asocia a manifestaciones comportamentales relacionadas con el miedo y la ansiedad (Norman y cols., 1990). Por lo que a la ansiedad sexual se refiere, éstas son algunas de las acepciones que suelen incluirse al referirse a la misma: 1.- Temor a no reaccionar adecuadamente. 2.- Distracción de las señales sexuales al fijarse en las demandas de la pareja o en la producción propia de señales asexuales (falta de erección, lubricación,...). -110-
3.- Más genéricamente, proceso cognitivo que incluye estilos personales de procesamiento de la información, del contenido de los pensamientos propios, y de la percepción del comportamiento y de la reacción fisiológica propios. 4.- Rasgo pervasivo de personalidad, o forma peculiar de reacción de un individuo, limitado a contextos sexuales. 5.- Una reacción psicobiológica que potencia las dificultades, especialmente en las fases erectivas y orgásmicas, a través de su intervención en los mecanismos autonómicos periféricos. Grupos de investigadores diferentes en laboratorios diferentes han abordado cada uno de estos componentes, quizá creyendo, con ello, referirse al proceso total de ansiedad. A nuestro entender, esta confusión terminológica es en gran medida responsable de la contradicción existente en algunos de los resultados obtenidos. 2.2. Sexualidad Deseo Sexual Aunque el público en general seguramente entienda lo que se quiere decir al hablar de “estar caliente o cachondo/a”, muy pocos serán conscientes de las dificultades que implica definir qué sea el deseo sexual. ¿Hemos de entender por deseo sexual la facilidad-predisposición para iniciar o invitar un contacto sexual, o la preparación de un individuo para aceptar las propuestas sexuales que reciba de los demás, mecanismos, ambos, bien diferentes entre sí? Son muy pocos los autores que han intentado medir esta dimensión separadamente del resto de la secuencia sexual (erección, excitación, orgasmo, eyaculación,...). Quizá, una de las excepciones la representa Wilson (1988), quien operativiza el deseo sexual en la dimensión de fantasías-pensamientos sexuales libres, independientes de estímulos externos o asociados con otro tipo de actividad sexual (masturbadora, coital,...), subagrupándolas en cuatro apartados (exploratorias, íntimas, impersonales y sadomasoquistas). Mantiene que esta dimensión tiene una alta correlación con la frecuencia orgásmica y el impulso sexual general. Por su parte, Smith y Over (1991), tras proponer un cuestionario de fantasías sexuales para hombres, mantienen que posiblemente las fantasías sexuales estén mediadas por procesos diferentes de aquellos implicados en otro tipo de fantasías o ensoñaciones diurnas. Bases biológicas Si el concepto de deseo sexual está pobremente definido, cabe esperar que la fisiología subyacente al mismo sea también pobremente entendida (Riley y cols., 1986; Bancroft, 1988). Los andrógenos parecen estimular el deseo sexual, la prolactina, inhibirlo. Los estrógenos, aunque es probable que no tengan un efecto directo sobre el deseo sexual femenino, podrían, indirectamente, aumentar en la mujer deficitaria en estrógenos el sentimiento de femineidad. No sabemos muy bien qué neurotransmisores centrales aumentan el deseo, aunque sí se sabe que el 5-HT (hidroxitriptamina), o serotonina, seguramente lo inhibe. La hiperprolactinemia se ha asociado típicamente con un deseo sexual inhibido. La prolactina, que se encuentra bajo el control del sistema dopaminérgico, aumenta cuando la actividad dopaminérgica es insuficiente. Suele ser difícil distinguir hasta qué punto la inhibición del deseo sexual es el resultado de la prolactina en sí misma o de la actividad dopaminérgica subyacente. Bancroft y Wu (1982), tras analizar la responsividad sexual de sujetos hipogonádicos ante estímulos visuales y ante fantasías, y compararla con la de sujetos normagonádicos, descubren que aquéllos reaccionan menos sólo ante la estimulación fantaseada, ligando así el posible papel -111-
jugado por las hormonas en la responsividad sexual normal, y el posible desligamiento de la reactividad sexual ante estímulos sexuales visuales de la acción hormonal. Excitación sexual Aunque el término excitación sexual se utiliza ampliamente, y también parece ser comprensible para cualquiera, su sentido preciso no está tan claro, tendiendo a cubrir una gran variedad de mecanismos fisiológicos y psicológicos que se organizan en fases diferentes. La analogía con el hambre puede facilitarnos la comprensión de su complejidad. Ambos mecanismos dependen de procesos bioquímicos (hipoglucemia en el caso del hambre), psicológicos (aprendemos a tener hambre y a excitarnos) y externos, pues ambos procesos pueden activarse e incrementarse por la influencia de los estímulos externos (vista, olfato y otros,...). Mecanismos subyacentes Los mecanismos subyacentes a la excitación sexual, especialmente en lo que a los cambios genitales se refiere, tienen que ver con importantes fluctuaciones cardiovasculares y hemodinámicas, que facilitan el flujo de sangre a la zona pélvica. En este proceso parecen colaborar dos submecanismos: uno, mediante el cual se dilatan activamente las arterias, y un segundo, por el que, también activamente, se cierran las válvulas venosas. Estructuras semejantes se han descrito en la pared vaginal. Hay estudios en los que, al analizar los resultados obtenidos tras la implantación de electrodos en el cerebro de monos, se pone de relieve que existen lugares excitadores e inhibidores en el cerebro implicados en el control neural de estos mecanismos vasculares. Eyaculación/orgasmo De todas las fases sexuales, el orgasmo sigue siendo la más misteriosa y la menos entendida. Implica toda una serie de cambios genitales y extragenitales (musculares, cardiovasculares, respiratorios y sensaciones somáticas,...), así como un estado alterado de conciencia. Mecanismos subyacentes Seaman y Langworthy (1938) ya planteaban la existencia de un centro de la eyaculación en la médula espinal lumbar, que produce la emisión a través del influjo simpático de las dos primeras raíces lumbares, y la eyaculación a través de impulsos parasimpáticos de la vía sacra (niveles 2-4). Posiblemente, también participan en el proceso de la eyaculación las contracciones ischio y vulbocavernosas y el contractor de la uretra. No está claro hasta qué punto estos mecanismos medulares dependen de acontecimientos centrales. En algunos primates existen lugares en el sistema límbico cuya estimulación produce erección y eyaculación, seguida de un estado de quietud. Al respecto, Heath (1972) registró con electrodos implantados en un hombre y una mujer, ambos epilépticos, descargas localizadas en el área septal, asociadas con el orgasmo. En cuanto a los mecanismos neurales implicados en el orgasmo, Geer y Quartaro (1976) hipotetizan la existencia de una marcada activación parasimpática durante la fase vasocongestiva, y un incremento en la activación simpática al comienzo de la fase orgásmica, incremento que remedaría la descarga simpática durante la fase de eyaculación en el caso del varón. Varias sustancias, especialmente los antiandrógenos y algunos tranquilizantes, pueden provocar el fracaso en la eyaculación.
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Bases hormonales Hace muchos años, Ford y Beach (1951) ya señalaron que en los animales más evolucionados biológicamente la conducta sexual está menos determinada por los factores hormonales, teniendo más importancia los factores de aprendizaje y los factores ambientales. No obstante, la conducta sexual de la mayoría de los subprimates está controlada en gran medida por factores hormonales. En la hembra, la conducta sexual parece depender de las hormonas ováricas, y el patrón de hormonas implicadas parece variar de una especie a otra. En las hembras carnívoras (perras y gatas) se requiere la presencia de los estrógenos. En los roedores se requieren estrógenos y cambios progestagénicos. En el macho, los determinantes hormonales son mucho menos variados que en la hembra, dependiendo casi exclusivamente de los andrógenos, fundamentalmente de la testosterona, y ello independientemente de la especie. En el macho, los lugares de acción de los andrógenos pueden ser fundamentalmente tres: ! El sistema límbico del cerebro, especialmente el hipotálamo anterior. ! La médula espinal, que facilita los reflejos que provocan la erección y la eyaculación, reflejos que dependen de los andrógenos. ! El pene, que en la mayoría de los animales posee derivaciones nerviosas que aumentan su sensibilidad, derivaciones dependientes también de los andrógenos. Interrelación de esteroides y aminas cerebrales y conducta sexual Los dos principales tipos de aminas cerebrales son: las indolaminas, de las cuales la serotonina o 5-HT es la principal, y las catecolaminas, de las cuales la dopamina, la noradrenalina y la adrenalina son los principales ejemplos. La interacción de estas hormonas es compleja, y los datos conocidos hoy en día están lejos de ser concluyentes. Bancroft (1983) mantiene que, en las especies subhumanas, la 5-HT inhibe la conducta sexual en el macho y en la hembra. La adrenalina inhibe la conducta sexual en la hembra y tiene efectos inciertos en el macho. La noradrenalina aumenta la actividad sexual en la hembra y posiblemente no afecte al macho. La dopamina parece inhibir la conducta sexual femenina y excitar la masculina. La relevancia de estos datos y su extrapolación a los primates, incluyendo al hombre, no está clara. El hecho de que mujeres adictas a las anfetaminas tengan un mayor grado de disfunciones sexuales es consistente con el hecho de que existan influencias diferenciales de la dopamina en el hombre y en la mujer, dado que la anfetamina es un agonista dopaminérgico. El estudio de la prolactina ha recibido mucha atención en los últimos años. La hiperprolactinemia se ha reconocido como una de las causas de las disfunciones erectivas y de la falta de interés sexual en el varón. La prolactina podría afectar el funcionamiento sexual a través de varios mecanismos. En primer lugar, los niveles altos de prolactina podrían tener un efecto inhibidor en los centros sexuales; en segundo lugar, el incremento en los niveles de prolactina podría afectar de manera adversa el funcionamiento sexual a través de un efecto secundario, consistente en la reducción de los niveles de testosterona en plasma. A todo ello hay que añadir que un incremento en los niveles centrales de 5-HT aumentará la secreción de prolactina. Esta revisión breve de los mecanismos biológicos subyacentes a ambas emociones (ansiedad y excitación sexual), lógicamente, nos induce a pensar en una cierta semejanza y también en algunas incompatibilidades entre ambas. Como señalan Heiman y LoPiccolo (1989), determinados programas de tratamiento incluyen estrategias de entrenamiento para incrementar la activación fisiológica (por ejemplo, a las mujeres preorgásmicas se les enseña a “engañar a su propio organismo”, incrementando su tensión muscular, aumentando el ritmo respiratorio,...) para -113-
facilitar el salto orgásmico, provocando reacciones comunes (por ejemplo el “mareo” orgásmico y la “despersonalización” del ansioso). (¡Ni que decir tiene que una y otro vivirán experiencias fisiológicas posiblemente semejantes de manera muy diferente!). Desde planteamientos empíricos y conceptuales, los estudios y modelos de emoción propuestos por diversos investigadores y teóricos podrían ayudarnos a clarificar y explicar la naturaleza de la interacción de ambas emociones en un sentido o en otro. Así, según Schachter y Singer (1962), en último extremo, sería la etiquetación cognitiva final de un proceso de activación fisiológica indiferenciada y común en algunos aspectos la que determinaría la reacción emocional resultante, bien como ansiedad, bien como excitación sexual. Por su parte, Lang (1995), por lo que a la expresión emocional se refiere, integrando datos de Konorsky (1967) y Dickinson y Dearing (1979), propone la existencia de dos sistemas motivacionales opuestos, aversivo y atractivo, cada uno de ellos activado por un número diferente, pero igualmente amplio, de estímulos incondicionados. Estos subsistemas supuestamente tendrían “conexiones inhibitorias recíprocas”, que modularían nuevas respuestas a inputs de estímulos incondicionados, y tendrían como base diferentes circuitos neurofisiológicos en el cerebro, fundamentalmente subcorticales. La activación no tendría un sustrato separado, sino que, más bien, reflejaría variaciones en cuanto a actividad metabólica o neural de ambos subsistemas: apetitivo y aversivo. Así pues, las demandas tácticas del contexto podrían moldear los diferentes estados emocionales. Todos estos estados emocionales se organizarían en función de una base motivacional. En este sentido, la valencia afectiva y el sistema de activación serían las dimensiones estratégicas existentes tras el mundo emocional. Las dimensiones apetitiva (de acercamiento) y aversiva (de evitación) competirían por los procesadores de salida del cerebro. Pero, dado que una configuración estimular podría tener un valor evocador multidimensional y doble (un varón podría percibir a una mujer como especialmente atractiva, pero a la vez amenazante-demandante), podrían producirse “conflictos”, según la terminología de Neal Miller (1944), en los cuales la resolución conductual vendría determinada por la fuerza relativa de la activación correspondiente a cada una de las valencias motivacionales. La sexualidad y el miedo alcanzarían niveles semejantes en el eje de activación. Sin embargo, ambas emociones ocuparían cuadrantes diferentes en el eje apetitivo, encontrándose el sexo en el lado placentero y el miedo o la ansiedad en el lado desagradable. De ahí la supuesta conexión de inhibición recíproca. De hecho, los primeros proponentes de sistemas terapéuticos, tales como la desensibilización sistemática, que defienden un modelo de inhibición recíproca, proponían, bien la relajación, bien la adopción de respuestas consumatorias, bien la evocación de respuestas sexuales, como comportamientos “naturales” inhibidores de la ansiedad. 3. REVISIÓN DE RESULTADOS 3.1. La ansiedad como inhibidora de las respuestas sexuales Numerosos investigadores han intentado validar la interacción existente entre el concepto de ansiedad, el concepto de estrés, y la reactividad sexual. Uno de los primeros en investigar la relación causal existente entre aspectos cognitivos y la excitación sexual fisiológica fue Geer (Geer y Fuhr, 1976). Estos autores intentan estudiar y verificar la afirmación propuesta por Masters y Johnson en 1966 en el sentido de que “la erección peneana puede verse interferida cuando se introducen estímulos asexuales, aunque se continúe simultáneamente la estimulación sexual externa directa sobre los genitales”. -114-
En un estudio ingenioso, evalúan el papel de la distracción en la responsividad sexual, sugiriendo que este fenómeno -la distracción- podría representar otra explicación tan plausible del éxito de determinadas estrategias terapéuticas como la técnica de la pinza, en el tratamiento de los eyaculadores precoces, o la de subyacer, en el caso de los individuos con dificultades erectivas que se concentran demasiado en evaluar su ausencia de respuesta durante la ejecución sexual. Estos pensamientos, al ser no eróticos, actuarían como interferencia-distracción, y reducirían tal erección. La inversa de la distracción, la atención, el grado con el que un individuo puede fijarse en determinados estímulos, es igualmente importante, asumiendo que, para que se produzca la excitación sexual ante estímulos no genitales (visuales, auditivos,...), debiera ocurrir un complejo proceso atencional. Si este complejo proceso atencional se ve interferido, la respuesta fisiológica sexual se verá también disminuida y abortada. En un experimento elegantemente diseñado en el que participaron 31 sujetos varones voluntarios, Geer y Fuhr (1976) demostraron que el grado de distracción presentada correlacionaba perfectamente con el grado de respuesta fisiológica genital ante una serie de grabaciones auditivas eróticas. Estos autores concluyen que cuanto mayor es el grado de distracción o de interferencia menor es el nivel de excitación. Farkas y cols. (1979), utilizando como sujetos a 32 varones funcionales, dirigen sus investigaciones a dilucidar los efectos del foco atencional sobre algunos de los apartados señalados más arriba: demandas de ejecución y efectos de la distracción. Sus resultados indican, también, los potentes efectos de la distracción durante el proceso de la tumescencia, aunque dicha distracción no pareció tener efectos en la apreciación subjetiva del individuo. Las demandas de ejecución no son importantes a la hora de distraer la erección; sin embargo, sí lo es la combinación de las demandas de ejecución y la distracción. Por otra parte, estos autores señalan que el tipo de estímulos utilizados -películas explícitamente sexuales-, así como el grado de claridad sexual, tienen un marcado efecto en la apreciación subjetiva, sin que ello repercuta en la tumescencia fisiológica. Lange, Wincze y cols. (1981) dirigen sus objetivos hacia la clarificación de los efectos de las demandas de ejecución, de la distracción y de la activación autonómica del sistema simpático. Los sujetos fueron 24 varones voluntarios, todos ellos estudiantes, y sus resultados indican que las demandas de ejecución, la focalización atencional y la automonición de respuestas erectivas no limitan ni influyen en la magnitud de tales respuestas. El incremento de la activación autonómica simpática, provocada mediante la inyección de una solución de adrenalina, pareció facilitar el proceso de detumescencia tras haber reaccionado a los estímulos presentados, aunque no inhibió el proceso de tumescencia ante estos estímulos. Otros autores (Barlow y cols., 1983; Beck y cols., 1983, 1987; Beck y Barlow, 1986a, 1986b) han estudiado los efectos del foco atencional en la pareja o en uno mismo a la hora de reaccionar sexualmente, y ello tanto en sujetos funcionales como disfuncionales. Sus resultados, aunque especialmente complejos, son muy reveladores. De manera esquemática, se pueden resumir del siguiente modo: ! Focalizar la atención en las reacciones sexuales propias disminuye la reactividad sexual, aunque este hecho sólo ocurre si los estímulos ante los que se supone reaccionamos son poco excitantes, pero no cuando los estímulos poseen una elevada intensidad erótica. Así, ambos grupos, funcionales y disfuncionales, al focalizar la atención en su reacción genital, reaccionan con una mayor tumescencia sólo cuando su pareja demuestra un alto nivel de excitación. ! Cuando se les pide que se fijen en el nivel de excitación de la pareja, cuando éste es ambiguo se produce el nivel más alto de tumescencia. ! Si se les pide que se fijen en la excitación de la pareja, y ésta exhibe un nivel alto de -115-
excitación, los sujetos funcionales consiguen sus niveles más altos de tumescencia, mientras que los sujetos disfuncionales consiguen los niveles más altos de tumescencia si se les pide que se fijen en su propia excitación, tal como hemos señalado más arriba. Cuando estos sujetos -los disfuncionales- no se fijan en su propio nivel de excitación, y sólo prestan atención a la excitación de su pareja, un alto nivel de excitación de la misma parece inhibir la excitación del sujeto y su propia tumescencia. Abrahanson y cols. (1985), trabajando con sujetos normales y disfuncionales, valoraron los efectos de la distracción en el proceso de tumescencia ante películas de alto y bajo contenido erótico. Sus resultados sugieren que un elemento distractor neutro reduce la tumescencia en los sujetos normales, pero no afecta a los sujetos disfuncionales. Estos autores sugieren que sus resultados debieran interpretarse como denotadores de la existencia de diferencias cualitativas en las respuestas cognitivas de los sujetos normales y disfuncionales. Otros investigadores (Heiman y Rowland, 1983; Heiman, 1980; Morokoff y Heiman, 1980) estudian la interacción de varios de estos aspectos en una muestra de mujeres, incluyendo, también, mujeres funcionales y disfuncionales, y a éstas antes y después de un tratamiento. Su principal objetivo es estudiar la interacción entre aspectos fisiológicos, “afectivos negativos” (culpa, ansiedad, vergüenza,...), y “afectivos positivos”, y su influencia en la reacción subjetiva y fisiológica ante fantasías eróticas, películas y audiograbaciones. Sus resultados incluyen los siguientes: ! Las mujeres casadas fueron menos responsivas ante estímulos eróticos que las no casadas, al menos en la primera presentación de los mismos. ! Se observó menor responsividad sexual, tanto fisiológica como subjetiva, ante las fantasías que ante los estímulos eróticos externos. ! Los niveles altos de excitación fisiológica correlacionaban mejor con la apreciación subjetiva de excitación, y eran más tendentes a ocurrir en un contexto afectivo positivo. ! El contexto pareció ser un componente importante a la hora de determinar tanto la reacción fisiológica como la afectiva. Estos autores estudian también los mismos aspectos en una muestra de hombres, considerando igualmente las respuestas de los funcionales y las de los disfuncionales. Intentan, de nuevo, estudiar de una manera integrada los aspectos afectivos y los fisiológicos en los patrones de respuesta sexual de estos hombres. Así, treinta hombres, divididos en dos grupos: uno de funcionales y otro de disfuncionales, que presentaban dificultades erectivas fundamentalmente, fueron instruidos para crear dos sets mentales: por una parte, se intentaba crear un set de demanda de ejecución en uno de ellos, mientras que en el otro no se planteaba dicha demanda; por otra parte, se instruía para que focalizasen la atención en sus propias sensaciones positivas, o para que adoptasen un papel de espectador de su propia reacción o ausencia de la misma. Consecuente con lo expuesto hasta ahora, se esperaba que, en el grupo de sujetos disfuncionales, las demandas de ejecución inhibiesen las respuestas de excitación, mientras que las instrucciones para focalizar la atención en sus propias reacciones aumentarían tal reacción fisiológica. Los estímulos presentados fueron dos cintas audiograbadas con voz femenina, en las que se describía, de manera explícita, actividades heterosexuales o instrucciones para generar fantasías propias. Los resultados para la muestra de sujetos disfuncionales indican lo siguiente: ! Demostró menos excitación genital ante fantasías autogeneradas. ! Demostró menos excitación sexual subjetiva ante las cintas audiograbadas y ante las fantasías propias. ! Captó un mayor número de señales corporales y genitales asociadas con la tumescencia peneana. -116-
! Informó haber experimentado menos afectos positivos (confortable, relajado curioso,...) y más afectos negativos (nervioso, enfadado, agresivo,...). ! Obtuvo puntuaciones más altas en ansiedad, depresión, sensibilidad interpersonal, reacciones paranoides, psicoticismo,... ! Su reacción sexual se vio inhibida por las instrucciones generadoras de demanda de ejecución, al contrario de lo que ocurrió en el grupo de sujetos normales, en el que las demandas de ejecución posibilitaron el aumento de su reacción fisiológica. Estos autores sugieren que sus resultados indican que las intervenciones clínicas debieran orientarse, no sólo a hacer que el hombre deje de atender y de focalizar la atención en su falta de erección, sino también a desarrollar una receptividad externa orientada hacia el estímulo y hacia la pareja, hechos que implican la consideración de los aspectos interactivos de la pareja. Plantean que, en el caso de un contexto sexual, cuando a un mensaje verbal determinado, sea éste cual fuere, se responde con curiosidad, relajación, o interés, la situación se vivirá como facilitadora de la excitación sexual. Sin embargo, si el mensaje se responde con nerviosismo, enfado, o ansiedad, la situación será vivida como inhibidora de toda excitación sexual. Por lo tanto, en último extremo, será el procesamiento de determinadas señales y mensajes dentro del contexto sexual lo que determine el valor erótico o no erótico de dicho contexto para una persona. Hale y cols. (1990) midieron las respuestas peneanas de 54 varones ante grabaciones de vídeo de naturaleza erótica mientras recibían información de la siguiente naturaleza: ! Feedback neutro. ! Feedback que señalaba la posibilidad de recibir una descarga eléctrica, descarga que, en realidad, nunca recibieron. ! Feedback que señalaba que su nivel de excitación sexual durante la línea base había sido inferior al normal. Estos autores concluyen que en aquellos sujetos a quienes se indujo a preocuparse por su bienestar físico (amenaza de shock), o por su propia “hombría” (feedback negativo), se observó un menor nivel de excitación. Sugieren que las diferencias de sus resultados frente a los obtenidos en experimentos parecidos realizados por Barlow y cols. (1983) -sección posterior-, pudo deberse fundamentalmente a la edad de los sujetos: más jóvenes los de Barlow y cols. (1983) y adultos de la comunidad en el estudio de Hale y cols. (1990). De cualquier forma, no queda claro en qué medida sus efectos inhibidores se deben a la “ansiedad provocada”, o a la “distracción” obligada de los estímulos eróticos. De modo resumido, todos estos datos sugieren varios temas importantes: 1.- Las altas demandas de ejecución no tienen por qué ser necesariamente antisexuales. Su valor vendrá determinado por la reacción emocional ante estas demandas y el sentido que puedan tener para quien las recibe. Así pues, podría ser que no fuesen "las demandas de ejecución" las que diferencian a los sujetos funcionales de los disfuncionales, sino los diferentes estilos cognitivos que les llevan a percibir acontecimientos ambientales como "amenazas", y la forma en la que estos estilos cognitivos influyen y determinan la posterior reacción fisiológica. 2.- Los hombres disfuncionales podrían beneficiarse más al focalizar su atención en la receptividad de su pareja, y no tanto al intentar ignorar pasivamente su ausencia de respuestas genitales. 3.- Las respuestas genitales, las reacciones cognitivo-afectivas, y el funcionamiento psicológico general son factores que interactúan en la expresión de la sexualidad humana. La comprensión de cómo se pueden facilitar o inhibir tales respuestas dependerá de los esfuerzos que -117-
hagamos para evaluar e integrar todos estos factores. 3.2. La ansiedad como aumentadora de la excitación sexual El sistemático análisis experimental de los efectos de los diversos componentes del concepto genérico de ansiedad ha proporcionado una serie de resultados reveladores y quizá contraintuitivos con algunas situaciones clínicas: que la ansiedad, no sólo no inhibe, sino que puede llegar a aumentar la responsividad sexual. Así, Hoon y cols. (1977) demostraron que, tras haber presenciado películas sobrecogedoras y evocadoras de ansiedad, un grupo de mujeres sexualmente funcionales reaccionaba más (mayor vasocongestión vaginal) ante subsiguientes estímulos eróticos que si la película que se les había presentado previamente era de naturaleza neutra y no evocadora de ansiedad. Wolchik y cols. (1980) replicaron parcialmente el estudio anterior con una muestra de sujetos varones, obteniendo resultados similares. Para poner a prueba las críticas planteadas por Wolpe (1978) a este tipo de resultados, en el sentido de que la mayor responsividad sexual observada podría entenderse como consecuencia de los efectos de alivio de la tensión, y no argumentando que la ansiedad activamente aumentaba tal reacción, Barlow y cols. (1983) diseñaron un experimento en el que se intentaba provocar la ansiedad mediante la amenaza de una descarga eléctrica presentada de manera simultánea, que no anteriormente, a la estimulación erótica. Esta amenaza, independientemente de que fuera contingente o no a la producción de un cierto nivel de erección, produjo un mayor grado de tumescencia que en los sujetos de un grupo de control que no habían experimentado tales amenazas. En estudios subsiguientes de este equipo de investigadores (Beck y cols., 1987, 1986a, 1986b) se examinaron los efectos que producía la amenaza de shocks de intensidad variable (por encima o por debajo del nivel de tolerancia del propio sujeto), y los resultados sugieren que los efectos de la ansiedad están en función de su intensidad, de manera que un nivel medio limitaría el grado de tumescencia, algo que no ocurriría con niveles bajos o altos. En este estudio emplearon también una serie de tareas cognitivas para determinar si los efectos observados de la ansiedad venían mediatizados por el hecho de que el sujeto se viera forzado a focalizar su atención fuera de los estímulos eróticos. Las implicaciones del estudio sugieren que los niveles medios de ansiedad producen un incremento de la ejecución en tareas cognitivas, algo que ya sugerían Yerkes Dodson en 1908, pero que esto ocurre a expensas de la reactividad sexual únicamente si se dan dos tipos de demandas cognitivas al sujeto: sexuales y no sexuales Al estudiar los efectos de la ansiedad y del foco atencional sobre la reactividad fisiológica de hombres disfuncionales y de un grupo funcional de control, Beck y Barlow (1986a, 1986b) concluyen lo siguiente: ! Que, en el caso de los sujetos funcionales, la amenaza de una descarga eléctrica contingente con un nivel predeterminado de erección disminuye el grado de erección. ! Que, en el caso de sujetos disfuncionales, la ansiedad así generada, así como las demandas de ejecución, provocan los niveles más altos de tumescencia. Aunque estos resultados parezcan contrarios a la “lógica clínica”, sí serían concordantes con las argumentaciones fisiológico-cognitivas de la emoción (Schachter y Singer, 1962), en el sentido de que lo que cualifica un determinado estado emocional, en este caso la excitación sexual, sería un nivel de activación fisiológica indiferenciada y una etiquetación cognitiva. Beggs y cols. (1987) indican que, para remedar la situación clínica, lo importante en este tipo de estudios debiera ser la naturaleza de los estímulos ansiógenos. Ellos utilizaron como estímulos ansiógenos eventos de naturaleza sexual, considerados como tales por sus sujetos, 19 -118-
mujeres funcionales. Concluyen que el grado de vasocongestión vaginal de las mismas aumentó en presencia, tanto de estímulos ansiógenos (apresuramiento, dolor, ausencia de control propio sobre la situación, ira y desengaño en relación con la pareja), como de estímulos placenteros (besos, caricias bucogenitales, estimulación del pecho,...), pero este aumento fue menor ante los estímulos “ansiógenos”. 3.3. Estudios clínicos En el ámbito de la clínica, Norton y Jehu (1984) hacen una excelente revisión de estudios relacionados con el tema de la interacción entre la ansiedad y la responsividad sexual. Revisan un gran número de artículos, en su gran mayoría estudios de casos únicos o estudios más sistemáticos que no incluyen los oportunos grupos de control, que han utilizado procedimientos de relajación o desensibilización sistemática en el tratamiento de las diversas disfunciones sexuales. Sus conclusiones generales indican que estos programas de tratamiento parecen ser eficaces a la hora de reducir los componentes asociados a la ansiedad relacionada con la disfunción sexual, pero tal reducción no supone una mejoría en el funcionamiento sexual del sujeto. Ello fue especialmente cierto en lo que a las disfunciones orgásmicas femeninas se refiere. No mejores resultados han obtenido aquellos autores y clínicos que han intentado mejorar sus programas de tratamiento con la inclusión de ansiolíticos en los mismos, tal es el caso de Carney, Bancroft y Mathews (1978). Muy al contrario, Riley y Riley (1986), en un estudio doble ciego con mujeres como sujetos, ponen de relieve que dosis relativamente bajas (2, 5 y 10 mgs.) de diazepam (Valium), un ansiolítico usado por un alto porcentaje de la población, administradas poco antes de la actividad sexual, inhiben la respuesta orgásmica (tanto la apreciación subjetiva de placer como su latencia, llegando, incluso, a interferir totalmente con su aparición en las dosis más altas). Algo semejante ocurre en el caso del alcohol, una sustancia razonablemente ansiolítica. Niveles de concentración en sangre mayores de 0,05 mgs./ml. suprimen la respuesta erectiva en muchos sujetos, y posponen o eliminan la respuesta eyaculadora en otros. (Farkas y Rosen, 1976; Wilson, 1977). Por lo que a la eyaculación precoz se refiere, se había defendido de forma recurrente que los sujetos considerados eyaculadores precoces poseían una excesiva sensibilidad frente a la estimulación erótica, no siendo capaces de percibir las sensaciones que anteceden al orgasmo, quizá debido a procesos distractivos o de ansiedad. Sin embargo, Strassberg y cols. (1987, 1990) proponen un modelo causal psicofisiológico, defendiendo que los sujetos que presentan la eyaculación precoz suelen tener, por una parte, un reflejo eyaculador anormalmente alto; es decir, eyacularían ante niveles más bajos de excitación que los sujetos normales, y, por otra parte, tienen períodos más largos de abstinencia sexual. Estos autores (Strassberg y cols., 1990) no encontraron ninguna diferencia entre eyaculadores precoces y no precoces en cuanto a los niveles de ansiedad -medida a través de escalas “likert”- ante situaciones sexuales de masturbación o coitales, poniendo de relieve que ambos grupos exhiben un grado moderado de ansiedad. En otro orden de cosas, tal como hemos planteado anteriormente (Cáceres, 1997), diversos pacientes, especialmente determinados sujetos parafílicos (por ejemplo realizadores de llamadas obscenas), tienden a aumentar la frecuencia de su conducta problemática precisamente en fases de ansiedad aumentada. Otros sujetos (por ejemplo, algunos exhibicionistas) no llegan a transgredir, a no ser que en su contexto se encuentren determinados factores de riesgo (por ejemplo el coche patrulla de la policía municipal). Es más, algunos sujetos parafílicos (por ejemplo -119-
los masoquistas) llegan a investir con características erógenas ciertos mecanismos fisiológicos internos supuestamente inhibidores (mecanismos de dolor), mientras que otros transgresores sexuales (por ejemplo, los violadores) llegan a convertir señales externas de dolor y de ansiedad en estímulos de excitación sexual. 4. INTEGRACIÓN Y CONCLUSIONES En un intento de integrar algunos de los resultados de los estudios descritos en secciones anteriores, Barlow (1986) propone un modelo de trabajo (ver la Figura 7.1), del cual se pueden derivar importantes implicaciones clínicas en el caso de los varones disfuncionales, pero que, en cierta medida, se podría también extender al caso de la mujer. -------------------------Insertar la Figura 7.1 -------------------------En resumen, los datos conseguidos hasta el presente, aunque no nos permitan presentar un cuadro comprensivo definitivo de la situación, sí nos animan a cuestionar algunas ideas preconcebidas, y a redefinir las diversas teorías propuestas hasta el presente acerca del funcionamiento sexual, tanto en su dimensión adaptativa como en la disfuncional. Diversos aspectos relacionados con la reacción de ansiedad no tienen por qué inhibir la reactividad sexual. El componente cognitivo distractivo a la hora de procesar señales fisiológicas sexualmente activadoras parece ser el componente con mayor capacidad de interferencia. Los estudios que se diseñen en el futuro para clarificar este cuestionamiento debieran considerar los siguientes aspectos: ! Ser especialmente cuidadosos en la selección de los sujetos. ! Asegurarse de que entre los parámetros que se evalúan se incluyen, siguiendo la terminología de Bancroft (1988), por una parte, “la ventana cognitiva”, preguntándoles a los sujetos lo que piensan, cómo interpretan las señales sexuales, y cómo generan sus imágenes mentales internas; por otra parte, “la ventana afectiva”, preguntándoles cómo se sienten, cuál es su estado de ánimo; por último, “la ventana psicofisiológica” (Cáceres, 1990). Quizá, todo ello nos ayude a perfilar mejores modelos neurofisiológicos de los sistemas cerebrales apetitivo y aversivo, y cómo ambos se relacionan con los mecanismos básicos de atención (Lang, 1995).
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FIGURA 7.1 FUNCIONALES (feedback positivo)
DISFUNCIONALES (feedback negativo)
Demandas de ejecución sexual implicitas o explícitas (por ejemplo pareja “animada” u otros contextos) nos lleva a una expectativa general de ejecución (erección). Expectativas y afecto positivo
Expectativas y afecto negativo
Percepción de control e informe correcto del nivel de erección
No percibe existencia de control sobre erección. Infraestima el nivel de erección
Foco atencional en señales eróticas
Foco atencional en consecuencias de "no funcionar" u otros temas no eróticos
Aumento de la Activación autonómica
Aumento de la Activación autonómica
Cada vez más foco atencional eficaz en señales eróticas
Mayor foco atencional en consecuencias de no funcionar
reacción adecuada
reacción inadecuada
ACERCAMIENTO
EVITACIÓN
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CAPÍTULO 8
ANSIEDAD Y TRASTORNOS DEL SUEÑO Mariano Chóliz Montañés 1. PREÁMBULOS En ocasiones, tanto la conciliación y mantenimiento del sueño, como la calidad de éste y la ausencia de fenómenos que lo perturben se convierte en una empresa de difícil conclusión, habida cuenta de los múltiples eventos que pueden perjudicarlo. Y es que el sueño, motivo básico por lo imprescindible, necesario para el buen orden de tan gran número de funciones tanto psicológicas como orgánicas, se ve afectado y aún disminuido, cuando no alterado, por la presencia de numerosas manifestaciones de diversa índole. Es evidente que las reacciones emocionales, en cuanto experiencia que afecta al individuo en un tan amplio espectro de su existencia, van a influir y condicionar el dormir en sus más amplias manifestaciones. De entre todas ellas, la ansiedad posiblemente sea una de las más perturbadoras, tanto para conseguir dormir, como para mantener un sueño reparador. A la difícil relación entre ansiedad y sueño nos vamos a referir especialmente en nuestra exposición, si bien debemos hacer constar sobre la inconveniencia, por inviable, de desligar absolutamente las reacciones de ansiedad de otras experiencias afectivas como depresión por ejemplo. En estos preámbulos previos a la exposición en los que nos encontramos, bueno nos parece detenernos siquiera someramente en la descripción de algunas de las características principales del sueño alterado que puedan enmarcar nuestro trabajo. Omitimos hacer referencia a las propias de la ansiedad, por cuanto han sido abordadas con profundidad en este mismo manual. 2. EL SUEÑO Y SUS TRASTORNOS 2.1. Un breve acercamiento a la experiencia dormida Con la excepción de las etapas evolutivas correspondientes a la primera infancia y con frecuencia en la vejez, los estados de sueño y vigilia acontecen en el ser humano caracterizándose como un ciclo bifásico marcadamente circadiano. Si bien parece que el ritmo endógeno correspondería a un periodo de veinticinco horas (en lugar de veinticuatro), diferentes zeitgebers, es decir, sincronizadores externos, de los que la luz es el más significativo (aunque no debemos olvidar la presencia de otros indicadores ambientales) se encargan de ajustar el periodo de este ciclo al tiempo que le cuesta a la Tierra girar en torno al astro solar. Sabido es que el sueño no es un fenómeno homogéneo, sino que transcurre a lo largo de diferentes etapas de mayor o menor activación que cumplen cada una de ellas una función diferente en la recuperación biológica o de las propias funciones mentales. Podemos distinguir dos tipos de sueño: el sueño lento (también denominado NoREM, o sincronizado) caracterizado por presentar una disminución armónica de la mayor parte de funciones fisiológicas en diferente grado de profundidad (fases 1 a 4, según el grado de activación sea mayor o menor) y el sueño paradójico (también denominado REM, o desincronizado), en el que existe una actividad cerebral característica de estados de vigilia, al tiempo que una hipotonía mucho mayor que en las fases lentas, aparición de ensoñaciones, etc. La deprivación de sueño, bien sea total (impedir que alguien duerma nada), o selectiva (imposibilitar que aparezca alguna etapa característica) tiene una serie de consecuencias molestas y perjudiciales para el sujeto, lo que daría cuenta de la relevancia de las mismas en el buen orden del funcionamiento orgánico y psicológico. Cuando se priva totalmente de sueño la necesidad de éste se hace cada vez más urgente cuanto más tiempo -122-
transcurra sin dormir (si bien existen variables moduladoras como la temperatura corporal), al tiempo que se presenta una alteración de funciones perceptivas, cognitivas (memoria y atención principalmente) y de psicomotricidad fina. Si es la fase 4 la que se priva, lo habitual es la presencia de malestar vago e impreciso, al tiempo que un característico efecto rebote, en el que durante el sueño cada vez aparece antes la fase que hemos impedido su aparición. Por último, cuando lo que se pretende es que no se presente la fase REM, lo más relevante son las reacciones afectivas que ello provoca, especialmente de ansiedad e irritabilidad, así como dificultad de concentración y un claro efecto rebote, lo que, de nuevo, es significativo de la necesidad de esta etapa para el buen funcionamiento psicológico y orgánico (ver Palmero, 1995 para una revisión sobre función y privación del sueño). A pesar de lo evidente del efecto producido sobre las reacciones afectivas como consecuencia de la privación de sueño, el grado en que éstas se ven afectadas depende también de otras variables como los propios ritmos circadianos, la actividad manifestada, presencia de eventos ambientales y otras como la ingestión de alimentos, por ejemplo (Smith y Maben, 1993). 2.2. Los problemas del dormir El objeto del trabajo que presentamos es mostrar la relación entre problemas de sueño y reacciones emocionales, de ansiedad principalmente. Bueno será, entonces, que previo a desarrollar nuestra exposición, nos detengamos simplemente en enumerar las principales disfunciones que ocurren en el periodo de dormir para, a continuación, centrarnos en las que consideramos que pueden tener una relación más significada con dichas reacciones afectivas. Resulta paradójico el hecho de que el sueño, siendo como es tan necesario para la supervivencia y el buen orden del funcionamiento psicológico y orgánico, y habida cuenta de los más que perniciosos efectos que tiene el mal dormir, presente un abanico tan amplio de trastornos y disfunciones como el que vamos a reseñar, y que pueda ser afectado por tan gran número de eventos (físicos, biológicos, emocionales, cognitivos, conductuales, o de cualquier otra índole). Por lo general, el proceder taxonómico de los trastornos del sueño se ha construido en función de si se trata de alteraciones en la propia actividad del dormir (disomnias), o si se caracteriza por la aparición de fenómenos más o menos perturbadores que acontecen durante el sueño (parasomnias). Las disomnias principales son: a) trastornos en el inicio o mantenimiento del sueño (TIMS), tradicionalmente definidos como insomnio; b) hipersomnias y c) trastornos del ciclo de vigilia-sueño. Por su parte, las parasomnias se clasifican en primarias y secundarias, según sean fenómenos que aparecen únicamente durante el sueño, o se trate de manifestaciones que, pese a no ser exclusivas de este periodo, se facilita su presentación durante el dormir. La Tabla 8.1 resumen la clasificación más aceptada de los trastornos del sueño, que fue realizada en 1979 por la Asociación de Centros de Trastornos del Sueño (Association of Sleep Disorders Centers). --------------------Insertar Tabla 8.1 ---------------------3. SUEÑO Y ACTIVACIÓN 3.1. Arousal fisiológico y dificultades del dormir Habida cuenta de la relación entre activación (tanto fisiológica como cognitiva) y ansiedad, bueno es que nos detengamos sobre alguno de los temas más relevantes en la investigación sobre el sueño, como es el de la relación entre activación y problemas de sueño. Uno -123-
de los argumentos comúnmente asumidos es el hecho de que un exceso en el nivel de activación perjudica considerablemente la calidad del sueño y dificulta tanto la conciliación como el mantenimiento del mismo. Así, la conocida “hipótesis de Monroe” (Monroe, 1967) defiende el que los insomnes se caracterizan por un grado de activación simpática más elevado que quienes duermen con normalidad, hasta el punto de que sería posible distinguir entre ambos por las diferencias presentadas en su patrón de arousal fisiológico. Un argumento lógico y parsimonioso como el descrito fue bien recibido en los ambientes científicos de la época, debido a que el hecho de que los insomnes presenten mayor arousal fisiológico parece coincidir con la evidencia de que las deficiencias en la conciliación del sueño son agravadas por una activación somática excesiva. Del mismo modo, el que procedimientos terapéuticos cuya finalidad sea la de reducir el nivel de activación (tales como la relajación o biofeedback) hayan demostrado su eficacia en el tratamiento del insomnio, (Hauri, 1981; Hauri y cols., 1982; Rickers y cols., 1986; Sanavio, 1988), no parecía sino corroborar este aserto. Según Monroe (1967) los insomnes se caracterizarían especialmente por presentar en vigilia tasas más elevadas de conductancia de la piel, temperatura rectal, y frecuencia respiratoria, a la vez que una cantidad de movimientos mayor. Esta diferencia sería especialmente marcada al final del día (precisamente cuando el arousal debe ser menor para facilitar la conciliación del sueño), debido a que los insomnes carecerían de mecanismos eficaces para reducir los niveles de activación tan elevados que los caracterizan. A pesar de la lógica de estos argumentos, no se ha podido evidenciar con semejante claridad un patrón psicofisiológico característico de los trastornos en inicio y mantenimiento de sueño, ni siquiera en lo que se refiere a la cualidad del mismo. El hecho de que la relajación y otros procedimientos sean terapéuticamente eficaces para favorecer el sueño, no demuestra que sus beneficios se deban exclusivamente a la reducción de la activación fisiológica. Así, técnicas como la relajación, cuyo supuesto mecanismo de acción en la intervención en insomnio es la reducción de la activación excesiva, son eficaces en favorecer el sueño, a pesar de que los insomnes no manifiesten un estado de arousal autonómico elevado en el momento de disponerse a dormir (Lichstein y Rosenthal, 1980). No obstante, es bien cierto (y ello se ha confirmado experimentalmente en diversas ocasiones) que la dificultad en conciliar el sueño produce aumentos significativos de los índices de activación simpática incluso en personas que no padecen insomnio habitualmente (Hauri, 1979). Quienes sufren de tan incómodo padecimiento como el que estamos reseñando, tampoco manifiestan un grado mayor de activación simpática durante los periodos de vigilia que aquéllos que suelen dormir plácidamente, por lo que antes de utilizar procedimientos destinados a la reducción de la activación general durante el día con la finalidad de dormir bien por la noche debería demostrarse que efectivamente el sujeto presenta un grado de arousal fisiológico más elevado de lo normal. Más concretamente, uno de los aspectos más significativos es que los insomnes son más reactivos fisiológicamente ante las amenazas y tienen menos capacidad para eliminar los pensamientos intrusivos, que a su vez producirán mayor activación somática. Este arousal fisiológico impedirá la aparición del sueño y facilitará el que el sujeto se preocupe por su incapacidad de dormir, lo que hará aumentar todavía más la activación simpática y así sucesivamente.... Lichstein y Fannning (1990) confirmaron este postulado en un estudio muy agudo. Se trataba de una investigación sobre polisomnografía, en la que se comunicó a los sujetos que iban a disponerse a dormir en el laboratorio que el polígrafo al que estaban conectados los electrodos es posible que tuviera algún tipo de cortocircuito y se produjera una descarga eléctrica durante el sueño. Quienes padecían insomnio habitualmente manifestaron mayor reactividad fisiológica evaluada mediante el registro de la conductancia de la piel, así como mayor número -124-
de movimientos musculares, mientras que quienes no padecían trastornos del sueño consiguieron relajarse más fácilmente Uno de los indicadores fisiológicos más característicos, útiles a su vez para discriminar entre los periodos de sueño y vigilia, son los cambios en ventilación que se producen durante las fases inciales y previas al dormir. Muy sugerente es el hecho de que los propios cambios en ventilación como consecuencia de las reacciones de ansiedad son los contrarios a los que aparecen en el inicio del sueño. El inicio de este periodo coincide con un incremento en la resistencia de las vías respiratorias, hipoventilación y elevación de la presión arterial de CO2 (Dempsey y Skatrud, 1988; Phillipson y Bowes, 1986). Por contra, la hiperventilación no solamente forma parte de la sintomatología de la ansiedad, sino que puede ser la causa de ataques de pánico impelidos por la alcalosis producida al disminuir la pCO2 (Bonn, Readhead y Timmons, 1984; Ley, 1985, 1987). A su vez, la acidosis, reflejada en un aumento de pCO2, redunda en depresión del snc, por lo que producirá disminución de la ansiedad y aumentará la somnolencia. Los niveles bajos de pCO2 no solamente están relacionados con ataques de pánico, sino que además sirven de feedback que induce a retención de la respiración, reducción de pH, vuelta a niveles normales de CO2 y finalización del propio ataque de pánico (Ley, 1992). Este tipo de evidencia sería relevante a la hora de la intervención en insomnio si integramos dentro de un procedimiento terapéutico algún tipo de estrategia conductual (tal como ejercicios de respiración) que facilite el incremento de la presión parcial de dióxido de carbono, con la consiguiente reducción de la activación fisiológica en los momentos previos al dormir (Chóliz, 1995). Siguiendo con los procedimientos de intervención basados en reducción de la activación, Espie (1991) recoge en un ya clásico estudio, los resultados de treinta y dos investigaciones en los que se compara la eficacia de diferentes procedimientos basados en la relajación, tales como desensibilización sistemática, condicionamiento clásico, biofeedback y técnicas de relajación muscular progresiva y autógena. La mayoría de tratamientos coinciden en que todos los procedimientos son más eficaces para facilitar el sueño que el grupo control o la lista de espera, pero no hay diferencias significativas en los resultados terapéuticos entre ellos. Las principales conclusiones a las que llega refiriéndose a los procedimientos basados en relajación son las siguientes: ! Los tratamientos basados en reducción de la activación son más eficaces que el placebo o los grupos control sin tratamiento en la intervención en el insomnio. Estos resultados son corroborados tanto mediante autorregistro del sueño, como mediante evaluación de la actividad electroencefalográfica. ! No se han encontrado diferencias significativas en la eficacia terapéutica entre los principales procedimientos basados en reducción de la activación. ! Los resultados obtenidos son estadísticamente significativos, pero clínicamente modestos. Se requieren investigaciones más rigurosas. Por regla general, los tratamientos basados en reducción de la activación suelen estar acompañados por otras técnicas conductuales destinadas a modificar hábitos y cogniciones que afectan al sueño, lo que incrementa la eficacia terapéutica, aunque a nivel experimental confunde sobre el porcentaje de varianza explicada por parte de los diversos ingredientes de la terapia. Los procedimientos así descritos suelen ser considerablemente eficaces y más apropiados en muchos casos que el tratamiento farmacológico convencional que, pese a mostrar un efecto más rápido que las técnicas psicológicas, dichos beneficios terapéuticos desaparecen antes, no se consolidan en periodos de seguimiento posterior (McClusky, Milby, Switzer, y Williams, 1991) y, por contra, suelen presentarse efectos secundarios indeseables tales como dependencia, tolerancia, perturbación de las fases de sueño y alteraciones considerables en la actividad diurna. -125-
3.2. Activación cognitiva Como hemos puesto de manifiesto, si bien es cierto que una activación fisiológica excesiva dificulta la conciliación del sueño, no parece que quienes padecen insomnio de forma crónica manifiesten un arousal más elevado, o que éste sea la única causa de su trastorno de sueño. Incluso los tratamientos destinados a disminuir tal excitación fisiológica no obtienen los beneficios terapéuticos exclusivamente por la reducción de los parámetros de activación simpática. En este sentido, es preciso tener en cuenta otra de las variables implicadas en el concepto de activación, como es la activación cognitiva, es decir, la presencia de pensamientos recurrentes intrusivos que aparecen en la situación relacionada con el sueño y cuyo contenido hace referencia directamente a la dificultad en conseguir conciliar el sueño, a la deficiente calidad de éste, o a las consecuencias desagradables de este patrón desarreglado. Tales pensamientos intrusivos están directamente relacionados con la dificultad de aparición del sueño. Para Coren (1988) es precisamente la activación cognitiva la responsable de la dificultad en conciliar el sueño, de forma que si se pudiera evaluar independientemente de la fisiológica, ello tendría un valor muy sugerente en el tratamiento del insomnio. No obstante, según este autor, dado que el insomnio es un problema recurrente y de larga duración, no sería descabellado asumir que el problema que lo genera no estaría relacionado con la actividad inmediata predormital, sino con la hiperactividad cognitiva como una predisposición conductual estable. Siguiendo esta lógica desarrolló el cuestionario APS (Arousal Predisposition Scale) (Coren, 1988) para evaluar la activación cognitiva, con el propósito de diferenciar entre quienes tienen problemas de sueño de los que duermen con normalidad y que sirviera, a su vez, no solamente como instrumento de evaluación de disfunciones de sueño, sino también del arousal cognitivo. Con este procedimiento de autoevaluación (de formato de contestación tipo “Lickert”) se pretendería distinguir entre los diferentes tipos de insomnio a quienes padecen este trastorno debido a un problema de hiperarousal cognitivo (ver Tabla 8.2). --------------------Insertar Tabla 8.2 ---------------------Los resultados obtenidos de los diferentes análisis estadísticos en el desarrollo de la prueba y en un estudio de validación posterior hacen pensar que se trata de un instrumento con un buen valor predictivo de algunos trastornos del sueño, tal y como puede verse en la Tabla 8.3. --------------------Insertar Tabla 8.3 ---------------------No obstante, se trata de un cuestionario que todavía no ha superado diferentes corroboraciones experimentales por parte de investigaciones externas a las del propio autor de la prueba, por lo que los resultados deben ser tomados con la debida cautela, máxime cuando otros investigadores han puesto de manifiesto que lo que caracteriza a quienes padecen insomnio es la presencia de pensamientos intrusivos en el momento de disponerse a dormir y no tanto un estilo de pensamiento peculiar de los insomnes que se manifieste habitualmente. Según estos últimos planteamientos, en los momentos previos al sueño los insomnes estarían ocupados por pensamientos intrusivos difíciles de evitar, pensamientos que aparecerían con mayor frecuencia en esta población que en quienes no padecen este trastorno y que también concurrirían con alteraciones en el estado de ánimo (Borkovec, Lane y Van Oot, 1981; Levey y cols., 1991). De acuerdo con estos postulados, Espie, Brooks y Lindsay (1989) realizaron, a su vez, la factorización de un instrumento para determinar las variables que perturban el sueño y obtuvieron un primer factor de “ansiedad mental” que explicaría un 40% de la varianza. Tal factor estaba -126-
formado por ítems tales como: “soy incapaz de mantener la mente en blanco”, o “mi mente no puede dejar de dar vueltas al mismo pensamiento”. Estos autores concluyen, en general, que las cogniciones presentes en los momentos anteriores al sueño son más negativas e inquietantes en las personas que padecen insomnio que en quienes duermen bien. Así pues, y en lo que se refiere a la relevancia de los pensamientos intrusivos en la dificultad de dormir, dicho trastorno no se produciría por el hecho de que se presente una actividad mental intensa en sí, sino por la cualidad subjetiva de los pensamientos que aparecen, lo que vendría corroborado por trabajos como los de. Haynes, Adams y Franzen (1981), en el que se puso de manifiesto que la implicación en tareas aritméticas complejas en los momentos previos al sueño no interfería en su conciliación. Es en estos postulados en los que se fundamentan las técnicas cognitivas de intervención del insomnio, tales como la supresión articulatoria, uno de los procedimientos que han mostrado su eficacia en combatir el insomnio, y cuyo mecanismo de acción es impedir la aparición de pensamientos intrusivos (Levey, Aldaz, Watts y Coyle, 1991). Basada en el modelo de memoria de Baddeley, en concreto en la limitación funcional de la memoria de trabajo, esta técnica ha demostrado su eficacia para bloquear la aparición de pensamientos intrusivos que dificultan el sueño. Tal procedimiento consiste en la repetición de una serie de fonemas con una frecuencia de tres o cuatro por segundo, con la finalidad de que acaparen completamente la memoria de trabajo e impidan la aparición de cualquier otro proceso de pensamiento. El ritmo de repetición de los fonemas es importante, habida cuenta de que una frecuencia demasiado lenta puede posibilitar la aparición de pensamientos intrusivos, pero si la repetición acontece de forma excesivamente rápida es posible que se produzca un exceso de activación. Para convencer al paciente de que con este procedimiento se impide la aparición de pensamientos intrusivos es conveniente hacer una demostración consistente en realizar esta tarea al tiempo que se intenta resolver una operación sencilla, tal como descontar de tres en tres desde un número dado. La tarea aritmética por sencilla que ésta sea se convierte en una empresa dificultosa, o incluso imposible, evidencia que puede esgrimirse en favor del argumento de que tampoco será posible ningún otro tipo de actividad mental, como la aparición de pensamientos intrusivos que impidan dormir, que son los que se presentan con frecuencia en insomnes. Con independencia de la implicación ideológica, la lógica del control de los procesos psicológicos implicados es la misma que la de los mantras utilizados en meditación para el control mental, una de cuyas aplicaciones características es, precisamente, el optimizar la calidad del sueño. Este tipo de control de pensamiento estaría especialmente indicado para conciliar el sueño a lo largo de la noche, con posterioridad a un despertar nocturno, habida cuenta de que en ese momento los pensamientos intrusivos que puedan aparecer son menos coherentes y más fáciles de bloquear con este tipo de técnicas que si la activación es elevada, como en el momento de acostarse. Respecto al procedimiento de la supresión articulatoria en sí, y si bien es preciso un mayor número de trabajos experimentales, algunas de las indicaciones a tener en cuenta son las siguientes (Levey y cols., 1991): a) es preferible repetir las sílabas que escucharlas en una grabación, b) deben tener alguna vocal, c) deben emitirse sin un ritmo fijo (para evitar automatización) y d) deben carecer de significado. 3.3. Sobre la relevancia de la distinción entre activación fisiológica y cognitiva Los argumentos postulados acerca de la conveniencia de distinguir entre activación fisiológica y cognitiva en referencia a la etiología del insomnio estriban en su posible utilidad a la hora de determinar el procedimiento de intervención más apropiado en cada caso. El tipo de activación determinaría las características del tratamiento. En concreto, para quienes presenten pensamientos intrusivos se recomendarían técnicas cognitivas (supresión articulatoria, intención paradójica, detención de pensamiento o reestructuración cognitiva), mientras que quienes se -127-
caractericen por un arousal autonómico más elevado deberían mejorar su problema con técnicas psicofisiológicas como la relajación o el biofeedback. No obstante, a nuestro entender esto induce a pensar que se ha pasado de una hipótesis en la explicación del insomnio basada en un exceso de activación psicofisiológica (“hipótesis de Monroe”) a una predisposición causada por un patrón de hiperactivación cognitiva, o al menos que ciertos tipos de insomnio se caracterizarían por un excesivo arousal somático, mientras que en otros la variable principal sería un flujo de pensamientos intrusivos. Y hay que destacar que el hecho de que no se haya demostrado que unas técnicas sean superiores a otras puede reflejar el que, o bien no se han distinguido correctamente los diferentes tipos de insomnio en función de su patrón de activación, o bien que en realidad dicho patrón no sea un factor con un poder de discriminación, ni a nivel etiológico, ni terapéutico. No es que los diferentes procedimientos de intervención no muestren diferencias en el grado de eficacia terapéutica, sino que técnicas supuestamente indicadas para la reducción de la activación fisiológica, como las de biofeedback, también modifican la actividad cognitiva, por ejemplo. En trabajos como los de Sanavio (1988) en los que se distinguieron diferentes tipos de insomnio en función del grado de activación (fisiológica o cognitiva) y se aplicaron técnicas específicas para reducir cada tipo de arousal, la conclusión principal va en la línea de que no solamente todos los procedimientos fueron eficaces en los dos tipos de insomnio, sino que incluso los insomnes que presentaban pensamientos intrusivos más frecuentes y amenazadores se beneficiaron más de las técnicas de biofeedback que de las propiamente cognitivas, técnicas éstas que fueron especialmente eficaces cuando la dificultad para conciliar el sueño dependía de la aparición de pensamientos ansiógenos no muy intensos en los momentos previos al dormir. Para estos autores, a pesar de la especificidad en los resultados que se producen mediante ambos tipos de intervención (fisiológicos unos, cognitivos otros), no podemos decir que un tratamiento sea más eficaz que otro en el tratamiento del insomnio, ni siquiera en los casos en los que el retardo en la conciliación del sueño se deba especialmente a excesiva activación fisiológica y utilicemos técnicas de biofeedback o relajación, o por contra, se deba a la aparición de múltiples pensamientos intrusivos ansiógenos y elijamos como intervención intención paradójica o supresión articulatoria. Así, según las conclusiones de autores como Sanavio (1988), no parece adecuado, entonces, dividir a los pacientes previamente en función de su tipo de activación (cognitivo o fisiológico) a la hora de elegir un tratamiento específico para el insomnio, ya que ambos procedimientos reducen el nivel de hiperactivación general. En ambos casos el sujeto percibe que domina la situación y ello reduce la magnitud de las consecuencias catastróficas del problema, con lo que se reduce aún más la ansiedad (y por lo tanto la activación) que le genera el no poder conciliar el sueño. Quizá haga falta el análisis de variables moduladoras tan relevantes como los efectos del condicionamiento en la conciliación del sueño, habida cuenta tanto del hecho de que activación y somnolencia pueden tratarse como una respuesta condicionada, como por la evidencia de la eficacia de las técnicas conductuales en el tratamiento del insomnio. 4. ANSIEDAD E INSOMNIO Una vez que nos hemos detenido suficientemente en la descripción de los estrechos vínculos entre activación y problemas de sueño, vamos a centrarnos más específicamente ahora en la relación entre ansiedad e insomnio ya que, de entre todos los trastornos del sueño, posiblemente sea en éste donde la ansiedad ejerce una influencia más evidente. Podemos llegar a asegurar que un estado de ansiedad de una intensidad moderada produce casi invariablemente dificultad para conciliar el sueño. Al mismo tiempo, el retardo en conseguir dormir puede favorecer la aparición de pensamientos intrusivos referentes a las consecuencias perniciosas que -128-
conlleva una deficiente calidad o cantidad del sueño y sobre lo necesario del dormir para la propia salud o para encontrarse bien al día siguiente. Tales pensamientos no hacen sino generar un estado de activación más elevado, tanto fisiológica como emocionalmente, incrementando la respuesta de ansiedad y cerrando un círculo vicioso que empeora las condiciones para conciliar el sueño. La relación expuesta entre ansiedad y dificultad para conseguir dormir todavía es más patente para quienes padecen insomnio crónico, y ello no es debido a que los insomnes presenten niveles de ansiedad diurna mayores que quienes no tienen este padecimiento, sino porque en realidad las reacciones de ansiedad les perjudican más a la hora de disponerse a dormir (Chambers y Kim, 1993). Cuando aparecen conjuntamente insomnio crónico y ansiedad estado no solamente se agrava la dificultad del inicio y mantenimiento del sueño, sino que se empeora la calidad de éste, favoreciéndose los efectos indeseables asociados al insomnio. De hecho, parece que el cansancio diurno característico de los insomnes tiene mucha más relación con la ansiedad sufrida por el individuo que por la propia ausencia de sueño (Chambers y Kim, 1993). De la misma forma, y para completar el lamentable círculo vicioso, el insomnio es uno de los síntomas comunes en la mayor parte de los trastornos por ansiedad (trastorno por angustia, trastorno por ansiedad generalizada, trastorno por estrés postraumático, trastorno por ansiedad excesiva, etc.), de manera que quienes padecen alguna de estas alteraciones ven afectada seriamente su capacidad para conciliar el sueño. En lo que se refiere a la relación entre trastornos por ansiedad e insomnio, mención aparte merece el caso del trastorno por estrés postraumático, habida cuenta de las marcadas consecuencias que tiene sobre el sueño. Caracterizado por la aparición de síntomas psicológicos como consecuencia de un evento estresante intenso, que no aparece con frecuencia, pero que tiene un poder ansiógeno para cualquiera que lo sufre (lo que se denomina evento vital estresante), quienes lo han padecido pueden tener sueños recurrentes desagradables sobre dicho evento, o cualquier otra forma de rememorarlo. El sueño puede verse alterado y aparecer dificultades en la conciliación o mantenimiento del mismo. Del mismo modo, los insomnes que además sufren trastorno por estrés postraumático presentan patrones de sueño más alterados, movimientos corporales, mayores síntomas de ansiedad y fatiga diurna que quienes padecen insomnio pero no sufren trastorno por estrés postraumático (Innan, Silver y Doghramji, 1990). Para constatar la relevancia de la ansiedad en los trastornos en inicio o mantenimiento del sueño, con la finalidad adicional de establecer qué tipo de factores serían los más relevantes y en qué orden de importancia, Moffitt y cols. (1991) realizaron cinco análisis de regresión múltiple de acuerdo con las cinco quejas más importantes sobre el sueño. Como puede verse en la Tabla 8.4, donde se indican las variables principales implicadas en cada una de dichas quejas, así como el orden de importancia de las mismas, la ansiedad es la más relevante, ya que no solamente es la única variable que aparece implicada en las cinco quejas, sino que, además, es la principal en tres de ellas, en otra está en segundo lugar y solamente en lo que se refiere al consumo de pastillas figura en un tercer lugar. Su significación está por encima de cualquiera otra somática o psicológica (dolor, problemas de salud, depresión, o edad) y explica mayor porcentaje de varianza que las demás respecto a la pérdida de sueño, o a la deficiente calidad de éste. --------------------Insertar Tabla 8.4 ---------------------No obstante, si bien se trata de resultados acordes con la literatura y el hecho de señalarlos aquí se justifica porque es un interesante análisis de regresión múltiple, el procedimiento seguido en la evaluación de la ansiedad es deficiente, en el sentido que en este estudio no se utilizó una prueba de evaluación adecuada, sino que se trataba simplemente de una encuesta general que -129-
constaba de dieciocho ítems en los que se reflejaban los diferentes problemas físicos y psicológicos que se introdujeron en el análisis de regresión. Así pues, los resultados de este trabajo no deben ser tomados como definitivos, sino simplemente como ilustrativos de la relevancia que puede tener la ansiedad en los problemas de sueño que, en cualquier caso sería preciso demostrar experimentalmente, a pesar de que se trate de una hipótesis coherente con los postulados teóricos en que nos basamos y que posea una evidencia empírica muy amplia. Existe un amplio consenso en considerar que tanto la capacidad de predicción como de control de las consecuencias perniciosas de los eventos ambientales o del propio comportamiento son dos de las variables principales en el estudio de la ansiedad, responsables en alguna medida de la aparición o exacerbación de los problemas que conlleva este fenómeno. Relacionado con ambas, es preciso señalar que los insomnes no suelen padecer problemas en retardo del sueño todos los días, sino que lo sufren en una proporción determinada (si bien ésta puede ser extraordinariamente elevada). No obstante, lo más común es que no tengan posibilidad de predecir cuándo van a poder dormir bien o qué noche van a padecer los inconvenientes de tan molesto trastorno. Carecen de predictibilidad sobre la aparición de su problema. Por otro lado, cuando intentan obstinada y firmemente conciliar el sueño se produce un grado de activación mayor que dificulta el dormir, a pesar de los denodados intentos por conseguirlo, lo que no es sino evidencia de la carencia de controlabilidad sobre su trastorno. Pero la relación entre ansiedad y problemas de sueño no solamente se manifiesta en la dificultad de conciliar y mantener un sueño de calidad cuando el sujeto es prisionero de su angustia, sino que el mal dormir puede ser la principal causa de los problemas emocionales del día siguiente y ésta es la queja capital de los pacientes que con frecuencia no pueden caer plácidamente en los brazos de Morfeo. Las quejas y malestar subjetivo se extienden al día siguiente a esferas como dificultad para mantener la concentración y atención, alteraciones en el estado de ánimo, o cansancio (Hauri, 1979). El círculo se cierra de nuevo, al constatarse que estas molestias dolientes se emiten con mayor vehemencia por quienes manifiestan características de personalidad neuróticas o preocupaciones excesivas lo que, según algunos autores, favorecería que aparecieran en estos individuos las consiguientes disfunciones del sueño. A su vez, y para que el problema quede redondo, las alteraciones emocionales del día siguiente son una de las variables más relevantes en la dificultad de conciliar el sueño para las personas que alternan periodos de insomnio con los de dormir normal (Coyle y Watts, 1991). Para finalizar y reforzar todavía más si cabe la evidencia de la relación tan consistente entre ansiedad e insomnio, únicamente haremos referencia a un apunte, cual es el hecho de que la mayoría de procedimientos de intervención del insomnio tienen que ver con el manejo y control de la ansiedad y ello tanto los que se refieren a técnicas farmacológicas como de psicoterapia. Prácticamente todos los hipnóticos especialmente las benzodiacepinas, que son los fármacos más utilizados durante muchos años en el tratamiento del insomnio, tienen tanto efectos sedantes como ansiolíticos. Por lo general, la curva dosis-efecto de estos productos se caracteriza porque a dosis bajas ejercen acción ansiolítica y son utilizados en algunos trastornos por ansiedad, mientras que cuando la concentración de sustancia es elevada se produce sedación, por lo que son prescritos para los problemas de sueño (Smirne, 1993; Pagot, 1993; Lavoisy, 1992; Declerck, 1992; Post, 1991). Por su parte, los procedimientos conductuales tradicionales de reducción del estrés suelen ser las técnicas de elección indicadas para recuperación del sueño. De hecho, y como ya hemos puesto de manifiesto anteriormente, han demostrado eficacia en el tratamiento del insomnio procedimientos tales como técnicas de relajación (por sí mismas, o integradas en un paquete terapéutico) (Gustafson, 1992; Jacobs, 1993), técnicas de modificación de conducta (Lacks, 1987; Espie, 1991; Chóliz, 1994), o procedimientos de biofeedback (Hauri, 1981; Hauri, Percy, -130-
Hellekson, Hartmann y Russ, 1982; Naifeh, Kamiya y Sweet, 1982) 5. ANSIEDAD Y OTROS DESÓRDENES DEL SUEÑO Si bien en el tema que nos ocupa, la relación entre ansiedad e insomnio ha sido el tópico más estudiado, no deja de ser cierto que muchas otras disfunciones del sueño tienen un vínculo más que relevante con las reacciones de ansiedad, y a ello nos vamos a referir a continuación, tomando como ejemplo algunas de las parasomnias más significativas Las parasomnias se caracterizan por ser fenómenos atípicos que acontecen durante el sueño y de los cuales el sujeto no suele ser consciente al despertar. Pueden tratarse de eventos que solamente ocurren durante el periodo de dormir (parasomnias primarias), o de fenómenos que, si bien pueden suceder también en vigilia, es durante el sueño cuando se favorece su aparición (parasomnias secundarias) (Miquel, Pérez, Mesejo, Cases y López, 1995). Con independencia de que sea cierto el que todavía se precisa más investigación experimental acerca de la relación entre los procesos emocionales y estos fenómenos, una hipótesis plausible es que reacciones como la ansiedad favorecen la aparición de algunos de los más característicos, como pesadillas, sonambulismo, terrores nocturnos, o enuresis. a. Pesadillas. Las pesadillas consisten en ensoñaciones de contenido terrorífico y, de cualquier manera, ansiógeno, que cursan con un incremento moderado en la activación fisiológica (taquicardia, taquipnea y diaforesis) (Mahowald y Ettinger, 1990). Es habitual que estos sueños altamente emotivos sean recurrentes y que el contenido aterrador se repita en diversas ocasiones (Kales y Soldatos, 1980). A diferencia de los terrores nocturnos y de los ataques de pánico, las pesadillas suelen aparecer en la fase REM y, en concreto, alrededor de tres horas después del inicio del sueño. Se trata de una experiencia que se recuerda mejor que los terrores nocturnos y que los propios sueños normales y afectan más que éstos al estado emocional del día siguiente (Kales, Soldatos, Caldwell, Charney, Kales, Markel y Cadieux, 1980). Son un problema relativamente frecuente, con inicio en la infancia, generalmente antes de los diez años. Tradicionalmente se acepta que existe una marcada relación entre pesadillas y ansiedad, si bien los estudios adolecen de dificultades metodológicas que obligan a ser cautos en estas conclusiones. Lo que sí puede afirmarse es que los procedimientos terapéuticos más eficaces son los que se basan en la reducción de la ansiedad que generan estas ensoñaciones terroríficas. A pesar de que no existe mucha evidencia experimental en lo que se refiere al tratamiento de las pesadillas y, de cualquier manera, el número de trabajos es mucho menor que los dedicados a trastornos como el insomnio, parece que existe una cierta evidencia en que los procedimientos más apropiados se basan en el principio terapéutico de la exposición a los eventos ansiógenos, en concreto, desensibilización sistemática y escenificación (rehearsal relief). Mediante la desensibilización sistemática se pretende que el sujeto describa pormenorizadamente los contenidos, sensaciones y reacciones afectivas que le generan las pesadillas más comunes, de manera que dicha descripción detallada sea la base para el establecimiento de la jerarquía de situaciones ansiógenas, de forma similar a la forma de proceder terapéuticamente con esta técnica ante cualquier otro trastorno por ansiedad. La relación entre ansiedad y esta parasomnia se manifiesta por el hecho de que cuando el contenido terrorífico de la pesadilla está relacionado con alguna fobia, la resolución de ésta suele suponer la desaparición de estas ensoñaciones aterradoras (Marks, 1986). No obstante, el procedimiento más característico de la intervención en pesadillas es la escenificación, que consiste en recordar y relatar el contenido de la pesadilla de forma completa varias veces, siguiendo fielmente la trama argumental, pero finalizando de forma agradable. La escenificación es una de las formas tradicionales de entrenamiento en el control de los sueños, -131-
utilizada desde antiguo en diferentes civilizaciones para modificar el contenido de las ensoñaciones y, de cualquier manera, para intervenir sobre la carga emocional que suponen. Asumimos que los principios en los que se basa este procedimiento serían exposición, asociación y sensación de competencia. Mediante la exposición, uno de los principios fundamentales a la base de múltiples técnicas de control de la ansiedad, se favorece el que el contenido de la pesadilla se convierta en menos terrorífico, disminuyendo su componente ansiógeno característico, que es la variable más relevante en esta parasomnia y la que suele desencadenar el resto de sintomatología. La asociación favorece que durante el sueño aparezcan una cadena de pensamientos, imágenes o sensaciones menos disruptivas, o que incluso lleguen a ser placenteras. Es una suerte de entrenamiento en control del pensamiento que favorezca que durante el sueño aparezcan con facilidad contenidos, imágenes o sensaciones agradables (o al menos no displacenteras), en lugar de los propios y desagradables de las pesadillas. Por último, la sensación de competencia, que también es uno de los componentes responsables del éxito terapéutico de los trastornos por ansiedad, favorece que el sujeto presente menos ansiedad anticipatoria y no perciba la situación de forma amenazadora. Dicha sensación de competencia, que se consigue al entrenar a que la ensoñación tenga un buen final, es para algunos autores el componente terapéutico principal en este caso (Bishay, 1985), si bien, nosotros entendemos que estos tres principios son los más relevantes en el éxito de la intervención y que se precisa investigación experimental que determine el porcentaje de varianza explicada por cada uno de ellos. b. Terrores nocturnos. Los terrores nocturnos se caracterizan por la emisión de un grito acompañado de un más que elevado grado de activación simpática, verbalizaciones, pánico y actividad motora. El sujeto se encuentra en un estado confusional del que no suele despertar y que no recuerda al día siguiente. A diferencia de las pesadillas, suele presentarse en fase NoREM (generalmente fases profundas del primer tercio de la noche) y no aparecen ensoñaciones, en todo caso alguna imagen repentina y momentánea. La etiología del trastorno no está claramente establecida, si bien se presentan con mayor frecuencia en la infancia que en la edad adulta, siendo, por lo general, una parasomnia que desaparece con la edad. Conviene distinguirla de alguna forma de crisis epiléptica temporal, u otra forma de epilepsia atípica, así como de un estado confusional de origen farmacológico. Como hemos comentado, si bien la etiología no está claramente establecida, parece que quienes presentan tendencia al padecimiento de terrores nocturnos, éstos se exacerban en los momentos de estrés. c. Ataques de pánico durante el sueño. Muy relacionado con las parasomnias que acabamos de comentar está el hecho reportado en diferentes estudios de que “no es infrecuente” el que aparezcan episodios de ataques de pánico durante la noche en pacientes que padecen crisis de angustia habitualmente (Uhde y cols., 1984; Taylor y cols., 1986) (En Mellman y Uhde, 1989). Los ataques de pánico durante la noche representan una manifestación común pero escasamente entendida de ataques de pánico “espontáneos”. (Mellman y Uhde, 1989) , que suele venir acompañado con la presencia de insomnio y sueño intranquilo. El hecho de que los ataques de pánico durante el sueño sean un concomitante de las propias crisis de angustia diurnas los define como una parasomnia secundaria, donde el dormir facilita la aparición de una sintomatología similar a la que tiene el propio sujeto en horas de vigilia y que provoca el despertar durante el sueño, merced a una intensa actividad fisiológica que no tiene relación con eventos ambientales o cognitivos. El que se presente especialmente durante las fases 2 y 3 (es decir, durante sueño NoREM) lo distingue de pesadillas y terrores nocturnos, si bien el aspecto principal es su relación con la presencia de síntomas de agorafobia, depresión mayor, trastornos funcionales y buena respuesta a los tricíclicos, lo que condujo a sospechar que -132-
se tratara de un subgrupo de los trastornos de pánico. El análisis del hipnograma durante los ataques de pánico nocturnos confirma no sólo que suelen aparecer en fase NoREM (en concreto, durante la fase 3), sino que en la mayoría de los casos el momento crítico se produce en una etapa de descenso en profundidad hacia sueño delta, lo que da pie a algunos autores a mantener que la explicación causal de estos ataques de pánico debe ser fisiológica, no cognitiva (Mellman y Uhde, 1989). Se trata ésta de una relación paradójica, habida cuenta de que la aparición de ataques de pánico diurnos viene precedida por un incremento en arousal basal y ello tanto en los que se producen de forma espontánea, como los inducidos experimentalmente por inyección de lactato sódico. No obstante, el hecho de que inducción en relajación pueda instigar ataques de pánico diurnos ya ha sido puesto de manifiesto en algunos casos de propensión a crisis de angustia (Heide y Borkovec, 1983)(En Mellman y Uhde). Mellman y Uhde (1989), aunque de forma tentativa, hipotetizan que puede existir una relación entre el incremento de latencia de la primera fase REM y los ataques de pánico durante el sueño, incluso que es posible que dichos ataques aparezcan poco después de dicha fase REM. Esto sería congruente con el hecho de la relación manifestada entre la propensión a sufrir ataques de pánico y algunas formas de depresión, que también se presentan con incrementos en latencia REM. Por último, no hay que desdeñar el supuesto de que los ataques de pánico durante el sueño estén relacionados con actividad ansiosa diurna, e incluso con presencia diurna de ataques de pánico. En la Tabla 8.5 se presenta la comparación de algunos de los parámetros de sueño más relevantes en un mismo sujeto entre una noche normal y otra en la que se ha sufrido algún ataque de pánico. --------------------Insertar Tabla 8.5 ---------------------Como puede observarse, los parámetros de sueño más relevantes son normales, excepción hecha de la latencia de la fase REM, que es más breve en las noches de pánico. Ni siquiera la frecuencia más elevada de movimientos presenta diferencias significativas. Se trata de unos resultados interesantes, habida cuenta de los escasos trabajos en los que se han realizado polisomnografías durante los episodios de ataques de pánico. Una de las hipótesis más extendidas es la que defiende que quienes manifiestan habitualmente ataques de pánico nocturnos también se caracterizan por una predisposición a trastornos de pánico durante la vigilia y presentan con mayor frecuencia a lo largo de su vida sintomatología ansiosa, así como vulnerabilidad a enfermedades crónicas fruto de disfunciones, tanto simpáticas como límbicas o centrales, trastornos por ansiedad y otros trastornos afectivos (Labbate y cols, 1994; Rosenbaum y cols., 1988(en Labbate)). No obstante, ésta se trata de una hipótesis a confirmar, habida cuenta de que los estudios en los que se presenta son trabajos en los que se evaluó de forma retrospectiva la presencia de estas crisis de pánico durante el sueño y no se midieron de forma objetiva en laboratorios de sueño. El análisis de trastornos de ansiedad durante la infancia también suele ser retrospectivo. Bajo dichas premisas, se hipotetiza que la presencia de ataques de pánico durante el sueño sería un indicador de diathesis constitucional para trastornos por ansiedad, lo que indicaría que dichas disfunciones serían más severas si se presenta este trastorno. No obstante, como acabamos de comentar, habida cuenta de que este tipo de conclusiones se basan en estudios retrospectivos y sobre los que no existe hasta el momento suficiente literatura que lo confirme (Labbate y cols., 1994), estas formulaciones, por sugerentes que parezcan, deberán corroborarse -133-
experimentalmente antes afirmar categóricamente postulados de este tipo, con independencia de que la idea de poder presentar factores predisponentes a trastornos psicosomáticos sea una empresa coherente con el modelo diathesis para los trastornos de pánico. d. Sonambulismo. El sonambulismo se caracteriza por la realización de actos motores diversos, que incluyen desde incorporarse en la cama y caminar por la casa, hasta actuaciones de mayor complejidad, si bien no suele haber despertar ni conciencia o recuerdo posterior. Se estima que el sonambulismo afecta en torno a un 15% de la población infantil y a un 2% de los adultos, pudiéndose distinguir dos tipos. Una de las manifestaciones, la más frecuente, se caracteriza por aparición en infancia, con una posible predisposición familiar y desaparición posterior en la pubertad. La otra forma, menos común, es la aparición a partir de los diez años de este tipo de manifestaciones cuando no habían estado presentes anteriormente. En este último caso suelen ser reactivas, o venir inducidas por algún tipo de alteración y es habitual la presencia concomitante de manifestaciones psicopatológicas (Gaillard, 1990). Al igual que los terrores nocturnos, los episodios de sonambulismo aparecen en las fases más profundas del sueño. Respecto a la relación con las reacciones emocionales, el sonambulismo en la infancia no es indicativo de la presencia de alteraciones afectivas, si bien los episodios de estrés exacerban su aparición y ello es especialmente cierto en los adultos. Los factores que incrementan la proporción de estadios 3 y 4, tales como procesos febriles intercurrentes, deprivación de sueño y administración de psicotropos pueden inducir a la aparición de episodios de sonambulismo (Huepaya, 1979). Muy relacionado con esto, el procedimiento de intervención más común, como es la administración de benzodiacepinas, se fundamenta en que, aparte de los efectos ansiolíticos que pueden mitigar las reacciones de estrés que induzcan los episodios de sonambulismo, suelen tener como efectos secundarios la reducción de la fase 4 de sueño, con la consecuente minimización de los episodios de sonambulismo. No obstante, nos parece ésta una medida excesivamente desproporcionada en la intervención terapéutica, habida cuenta de los efectos indeseables que el consumo de benzodiacepinas tiene a medio plazo. En su lugar deberemos atender a medidas de control ambiental para evitar posibles accidentes (poner barreras en escaleras u otros lugares peligrosos, cerrar ventanas y puertas con dispositivos costosos de abrir, etc.) y utilizar otros procedimientos conductuales menos intrusivos. Uno de los procedimientos que estamos estudiando en la actualidad (Chóliz, en preparación) se basa en los efectos que tiene la siesta sobre la profundidad del sueño nocturno. Sabido es desde hace tiempo que determinado tipo de siestas contienen una proporción muy elevada de sueño lento (Webb, 1975) y que es menester tener en consideración este hecho en los casos de insomnio, ya que dicha práctica puede dificultar el dormir en estos pacientes (Chóliz, 1994), al no precisarse de forma tan inmediata las fases de sueño profundo. Éste es, precisamente, el fundamento de una posible técnica de tratamiento del sonambulismo, que se basa, por un lado en que esta parasomnia aparece generalmente en las primeras fases de sueño lento y, por otra, en que el efecto terapéutico de las benzodiacepinas es debido fundamentalmente a que tienen como uno de sus múltiples efectos secundarios la alteración de las fases más profundas de sueño. Ante la evidencia de que algún tipo de siestas producen un sueño nocturno más superficial, al menos en las primeras etapas, es de suponer que, dado que el sonambulismo aparece especialmente en las primeras fases profundas del sueño nocturno, una práctica pautada de siestas controladas terapéuticamente puede mitigar, o al menos reducir la frecuencia de los episodios de sonambulismo (Chóliz, en preparación). En cualquier caso, y en el supuesto de que pudieran acontecer alguno de estos durante el periodo de siesta, siempre es más fácil de controlar y prevenir sus efectos indeseables si otras personas pueden estar alertas. Este mismo argumento ha sido sugerido para la intervención en terrores nocturnos (Ferber, 1985) que, como hemos indicado, aparecen en periodos de sueño similares al -134-
sonambulismo. En definitiva, y para concluir este apartado, que a pesar de que desde diferentes posiciones teóricas se asume que los eventos traumáticos, potencial o realmente peligrosos afectan tanto a la conciliación del sueño como a la aparición de alteraciones en el mismo (tales como pesadillas), no hay mucha investigación experimental al respecto. Se trata habitualmente de estudios correlacionales y argumentos basados en la evidencia clínica. Una de las explicaciones comunes es que los problemas cotidianos (preocupaciones habituales, miedos concretos, etc.) son uno de los factores que más influyen en los trastornos del sueño Dollinger y cols, 1988). Eventos traumáticos, tales como la muerte por un rayo de un compañero mientras jugaban a fútbol, no sólo puede incrementar los miedos específicos ante inclemencias de la naturaleza, sino que también dificulta la conciliación del sueño y facilita la aparición de pesadillas recurrentes (Dollinger, 1986). La cuestión a dilucidar, no obstante, es el hecho de si hay susceptibilidad individual diferencial a verse afectado por este tipo de eventos en función de características como el neuroticismo, por ejemplo. 6. EL SUEÑO DE LAS EMOCIONES El registro psicofisiológico de la actividad del durmiente es útil no sólo para conocer posibles patrones alterados de sueño, o para constatar de qué forma afectan las reacciones emocionales al buen dormir, sino que se convierte también en una técnica oportuna para la evaluación de las propias disfunciones afectivas. Así, el hipnograma se convierte en un instrumento útil tanto para la evaluación de los problemas de sueño como en el propio psicodiagnóstico clínico, ya que pueden establecerse perfiles diferenciales de diversos síndromes en base a las características que manifiestan en algunos de los parámetros del sueño más relevantes. Mediante el hipnograma se suministra información rápida y fiable de la organización, estructura y calidad del sueño mediante el análisis de variables tales como la cantidad: total de minutos de sueño, número de despertares nocturnos y eficiencia del sueño (tiempo dedicado a dormir dividido por el tiempo que pasa en la cama). A pesar de la utilidad de estas variables, que son, por otra parte, las más utilizadas en la intervención psicológica de problemas de sueño, es preciso analizar otras propiamente psicofisiológicas para obtener una información adecuada sobre las características del periodo de dormir, especialmente en lo que hace referencia a su continuidad. Las más utilizadas en la investigación experimental son las siguientes: ! Latencia de la primera fase REM (tiempo que le cuesta aparecer una vez que el sujeto se ha dormido). ! Número de cambios a diferentes fases. ! Duración de los episodios REM. ! Eficiencia de los episodios REM. ! Fragmentación de los episodios REM. ! Eficiencia de las etapas NoREM. ! Fragmentación de las etapas NoREM. Y de entre las aplicaciones más relevantes de los estudios de polisomnografía debemos reseñar el intento de categorizar como entidades nosológicas diferentes a distintas formas de trastornos por ansiedad y diversas formas de depresión, en función del patrón psicofisiológico diferenciado del hipnograma. Una de las evidencias más firmemente constatadas a lo largo en la literatura es el hecho de que en la depresión endógena la latencia de la primera fase REM es mucho menor que en sujetos normales, o que en quienes padecen otra patología (Thase y cols., 1984)(en Lund y cols). Incluso que cuanto mayor sea la reducción en la latencia de aparición de la fase REM, más severas -135-
serán las reacciones depresivas que se constatan. Esta relación así establecida no aparece ni en quienes no manifiestan ninguna patología, ni en algunas otros disfunciones de ansiedad (Hauri y cols., 1989) (en Lund y cols). Es más, en los estudios polisomnográficos, quienes manifiestan ansiedad generalizada presentan una latencia de primera fase REM no solamente mayor que los depresivos, sino incluso más larga que los normales, latencia que va disminuyendo posteriormente en noches sucesivas. Son estas diferencias las que para algunos autores revelan la diferencia a nivel biológico entre los síndromes ansioso y depresivo (Lund y cols, 1991) , que se corrobora por el hecho de que los pacientes que manifiestan un trastorno de ansiedad primaria no presentan latencia REM corta aunque también se vean afectados simultáneamente por un trastorno por depresión mayor. Si bien las diferencias en latencia de primera fase REM es la evidencia constatada en un mayor número de trabajos para distinguir diferentes síndromes, podemos destacar otras diferencias entre ansiedad y depresión primaria endógena, por ejemplo, por el hecho de que en esta última se caracteriza por una densidad mayor de movimientos oculares en la primera fase REM (Sitaram y cols., 1984), o una frecuencia más elevada de despertares tempranos (Matthew y cols., 1982). Respecto a las diferencias entre depresivos y no depresivos, parece que no solamente se ciñen a las constatadas en el histograma, sino que son de relevancia otras como el hecho que los depresivos suelen tardar más tiempo en conciliar el sueño, se despiertan antes por la mañana y con mayor frecuencia durante la noche. En condiciones normales los despertares nocturnos suelen acontecer en periodos NoREM, pero durante los episodios depresivos no es inusual despertares en periodos REM, lo que hace disminuir la eficiencia de esta fase del sueño, llegando a verse afectada el triple que en condiciones normales (Merica, Blois, Bovier y Gaillard, 1993). La fragmentación de la etapa NoREM, sin embargo, no sufre modificaciones. Además, durante los periodos de depresión suele aparecer un ciclo NoREM-REM adicional a los normales, ciclo adicional que no se presenta siquiera en los insomnes, por ejemplo. Para evidenciar la íntima relación entre trastornos afectivos y sueño solamente haremos mención de la existencia de una serie de trabajos antiguos sobre el tratamiento de depresión endógena con deprivación de sueño y sin fármacos antidepresivos, tratamiento que, sin embargo no resulta tan eficaz (o por lo menos los resultados son equívocos) respecto a depresión neurótica (Pflug y Tölle, 1971) ((En Larsen y cols, 1976) ); Larsen y cols, 1976). Alrededor del 25% de los pacientes con depresión endógena mejoran después de tres a seis noches de privación total de sueño, si bien nunca se produjeron más de dos privaciones en una misma semana. Los resultados todavía resultarían conservadores, habida cuenta de que solamente se suele privar de sueño durante más de una noche en los casos en los que hubiera mejoría después de la primera deprivación, o en quienes, a pesar de no tener éxito en la primera noche en vela, manifestaban su deseo de continuar con esta práctica. En los estudios a los que nos referimos, el éxito terapéutico se produjo en depresión bipolar y unipolar y tanto si se trataba de depresiones recurrentes como de un primer acceso de este trastorno. Parece que los resultados son más esperanzadores si el cuadro clínico aparece con afecto depresivo, retardo psicomotor y ansiedad y algo menos si se presenta agitación (Pflug y Tölle, 1971). Si analizamos las disfunciones de sueño características de algunos de los trastornos específicos de ansiedad, podemos observar, por ejemplo, que tanto en la ansiedad generalizada como en la agorafobia con ataques de pánico son comunes las disfunciones del sueño y una característica disminución de la proporción de ondas lentas, si bien no aparecen las variaciones en REM que caracterizan la depresión endógena (Mellman y cols, 1989) (en Arriaga y Paiva, 1990). La mayor parte de distímicos tienen el mismo patrón de disfunciones en EEG durante el -136-
sueño que los ansiosos: tienen fases REM similares, incluída la latencia REM y porcentaje de la misma, pero hay diferencias en eficiencia del sueño, tiempo total de sueño, porcentaje en fases 3, 4, 3+4 y despertares. Los ansiosos se diferencian de los normales en que tienen menor eficiencia del sueño, mayores porcentajes en fase 2 y despertares y menores porcentajes en fases 4 y 3+4. Tienen peor cualidad del sueño los ansiosos y depresivos que los normales, pero no se diferencian entre sí. En general, y respecto a las características del sueño en los trastornos por ansiedad, los resultados más significativos son los siguientes (Arriaga y Paiva, 1990): ! Aparecen con frecuencia quejas relativas a la calidad del sueño, quejas que también son comunes en otras alteraciones afectivas, como en depresión. ! Los trastornos por ansiedad cursan con dificultades tanto en conciliar como en mantener el sueño (frecuentes despertares), presentándose diferentes formas de insomnio, si bien la más común es el retardo en el inicio del sueño. ! La arquitectura del sueño está sensiblemente alterada, concretada por una disminución de las etapas de sueño lento en beneficio de un incremento en la proporción de fase 2. ! A pesar de que algunas de las disfunciones por ansiedad más características (ataques de pánico, agorafobia, etc.) presenten patrones electroencefalográficos similares durante el sueño, no todos los trastornos por ansiedad manifiestan una respuesta EEG similar. Así, como hemos visto anteriormente, los ataques de pánico se caracterizan por latencias REM más cortas, menor densidad REM, presencia de movimientos durante el sueño y retardo más acusado en conciliar el sueño que los normales (Uhde y cols., 1984; Dubé y cols., 1986) (En Papadimitriou). ! En quienes padecen un trastorno obsesivo-compulsivo es frecuente la disminución del tiempo dedicado a dormir, así como la presencia de despertares tempranos y de menor latencia REM que normales, pero similar a la dilación característica de la depresión primaria (Insel y cols., 1982) (En Papadimitriou). ! Por último, por los datos obtenidos en el hipnograma, parece que los ansiosos se acomodan con mayor facilidad a las condiciones del laboratorio de sueño que los depresivos (Papadimitriou y cols., 1988). En resumen, por lo general no hay muchas diferencias en arquitectura del sueño y disfunciones en el mismo entre ansiedad y depresión, excepción hecha de la latencia de sueño REM entre depresión y algunos tipos de trastornos de ansiedad.
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TABLA 8.1 Principales disomnias A.- TRASTORNOS DEL CICLO VIGILIA-SUEÑO 1.- Transitorio: a.- Síndrome del cambio rápido del huso horario (jet-lag). b.- Modificación del ritmo vigilia-sueño habitual. 2.- Persistente: a.- Cambios frecuentes del ciclo vigilia-sueño. b.- Síndrome de fase de sueño atrasada. c.- Síndrome de fase de sueño adelantada. d.- Síndrome de ciclo vigilia-sueño no circadiano. e.- Ciclo vigilia sueño irregular. f.- Otras.
B.- TRASTORNOS POR EXCESIVA SOMNOLENCIA (HIPERSOMNIAS) 1.- Psicofisiológica: a.- Transitoria y situacional. b.- Persistente. 2.- Asociada a trastornos fisiológicos: a.- Trastornos afectivos. b.- Otros trastornos. 3.- Asociada al consumo de alcohol y drogas: a.- Tolerancia o abstinencia de estimulantes del s.n.c. b.- Consumo de depresores del s.n.c. 4.- Asociada a dificultades respiratorias durante el sueño: a.- Apnea de sueño. b.- Síndrome de hiperventilación alveolar. 5.- Asociada a mioclono nocturno y síndrome de piernas inquietas: a.- Mioclono nocturno. b.- Síndrome de piernas inquietas. 6.- Narcolepsia. 7.- Hipersomnolencia idiopática. 8.- Asociada a otras condiciones médicas, tóxicas o ambientales. 9.- Asociada a otras condiciones: a.- Síndrome de somnolencia intermitente: ! Síndrome de Kleine-Levin. ! Síndrome asociado al ciclo menstrual. b.- Sueño insuficiente. c.- Borrachera de sueño. d.- Otras. 10.- Sin anormalidades: a.- Sueño duradero. b.- Quejas subjetivas, sin datos objetivos. c.- Otras.
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C.- TRASTORNOS DEL INICIO Y MANTENIMIENTO DEL SUEÑO (INSOMNIO) 1.- Psicofisiológico: a.- Transitorio y situacional. b.- Persistente. 2.- Asociado a trastornos psiquiátricos: a.- Trastornos de la personalidad. b.- Trastornos afectivos. c.- Otras psicosis funcionales. 3.- Asociado a uso de drogas y alcohol: a.- Retirada de depresores del s.n.c. b.- Uso continuado de estimulantes del s.n.c. c.- Uso continuado o retirada de otras drogas. d.- Alcoholismo crónico. 4.- Asociado a trastornos respiratorios: a.- Apnea de sueño. b.- Hipoventilación alveolar. 5.- Asociado a mioclonía y síndrome de “piernas inquietas”: a.- Insomnio producido por mioclonía nocturna. b.- Insomnio producido por “síndrome de piernas inquietas”. 6.- Asociado a otras condiciones médicas, tóxicas, ambientales. 7.- Insomnio de inicio en la infancia. 8.- Asociado a otras condiciones de insomnio: a.- Interrupciones de la fase REM. b.- Registros polisomnográficos atípicos. c.- Inespecíficos. 9.- Pseudoinsomnio: a.- Periodo corto de sueño. b.- Quejas subjetivas de insomnio, sin fundamento real. c.- Inespecíficos.
D.- DISFUNCIONES APARECIDAS DURANTE EL SUEÑO (PARASOMNIAS)
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1.- Fenómenos primarios del sueño: parasomnias primarias: a.- Asociados al sueño NoREM: ! Sonambulismo. ! Terrores nocturnos. b.- Asociados al sueño REM: ! Pesadillas. ! Parálisis de sueño. ! Alucinaciones hipnagógicas. ! Trastorno de conducta asociado al REM. c.- Miscelánea: ! Bruxismo. ! Enuresis. ! Movimientos periódicos del sueño. ! Somniloquia. ! Movimientos rítmicos del sueño. 2.- Fenómenos secundarios al sueño: parasomnias secundarias: a.- Del sistema nervioso central: ! Crisis epilépticas convencionales. ! Fenómenos paroxísticos nocturnos de difícil clasificación. ! Paseos nocturnos episódicos. ! Distonía hipnogénica paroxística. ! Despertar paroxístico aislado. ! Cefaleas. b.- Fenomenos cardiopulmonares: ! Arritmias cardiacas. ! Angina de pecho nocturna. ! Asma bronquial nocturno. c.- Fenómenos gastrointestinales: ! Reflujo gastroesofágico. ! Espasmo esofágico difuso. ! Deglución anormal. d.- Miscelánea: ! Ataques de pánico. ! Calambres musculares nocturnos. ! Hemoglobinuria paroxística nocturna.
TABLA 8.2 Elementos del APS (Arousal Predisposition Scale) 1. Soy una persona tranquila. 2. Me pongo nervioso cuando tengo que hacer varias cosas a la vez. 3. Los cambios repentinos de cualquier índole me producen una reacción emocional inmediata. 4. La reacción emocional perdura incluso dos o tres horas después de que ha desaparecido la causa que las ha provocado. 5. Soy una persona nerviosa e intranquila. 6. Mi estado de ánimo se ve fuertemente influenciado al acceder a un lugar nuevo. 7. Me excito fácilmente. 8. Mi corazón late con fuerza durante un tiempo después de que algo me haya conmovido. 9. Me afectan emocionalmente eventos que otras personas consideran neutros. 10. Me asusto fácilmente. 11. Me siento frustrado fácilmente. 12. Sigo conmovido o impresionado durante un tiempo después de ver una buena película.
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TABLA 8.3 Datos de los estudios de validación del APS (datos tomados de Corel, 1988) Trastornos de sueño
Estudio inicial (n=196)
Valoración posterior (n=693)
Retraso en la conciliación del sueño
0,35**
0,31**
Despertares nocturnos
0,40**
0,32**
Despertar temprano
0,16*
0,17**
Pesadillas
0,38**
0,32**
Inquietud
0,36**
0,29**
Cansancio diurno
0,35**
0,31*
Alteración global del sueño
0,51**
0,45**
0,84
0,83
Coeficiente alpha
** *
p<0,001 p<0,05
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TABLA 8.4 Principales variables implicadas en la quejas sobre el sueño Las quejas más relevantes fueron las siguientes: a. “Consumo pastillas que me ayuden a dormir”. b. “Me despierto muy temprano”. c. “Estoy en vela la mayor parte de la noche”. d. “Me cuesta mucho tiempo conciliar el sueño”. e. “Duermo mal por la noche”. a
b
c
d
e
Variable principal
Edad
Salud física
Ansiedad
Ansiedad
Ansiedad
2ª variable más importante
Dolor
Ansiedad
Dolor
Dolor
Salud física
3ª variable más importante
Ansiedad
Edad
Finanzas domésticas
Dolor
4ª variable más importante
Finanzas domésticas
Peso
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TABLA 8.5 Características del EEG durante el sueño en los mismos pacientes, en función de la aparición de ataques de pánico durante la noche (tomado de Mellman y Uhde, 1989) Medida
Pánico durante el sueño
Ausencia de pánico en sueño
p
Tiempo de sueño total (en min.)
368,8
369,3
ns
Eficiencia del sueño
81,3
82,2
ns
Latencia sueño (min.)
27,8
24,0
ns
Latencia REM (min.)
101,2
69,9
0,05
% REM
20,7
23,6
ns
% fase 1
8,0
5,1
ns
% fase 2
65,0
63,3
ns
% delta
7,0
7,9
ns
Movimientos (min.)
10,2
14,1
0,1
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CAPÍTULO 9
IRA Y HOSTILIDAD: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN Enrique G. Fernández-Abascal y Francesc Palmero 1. INTRODUCCIÓN La ira y la hostilidad son dos denominaciones generalmente utilizadas para referirse a un mismo proceso: la clásica emoción de ira o cólera. Es fácil encontrar argumentos en los que se defiende que la ira y la hostilidad pueden ser consideradas como dos emociones altamente relacionadas entre sí, cuya principal diferencia radicaría en la duración temporal e intensidad que caracteriza la respuesta de cada una de ellas. Desde este punto de vista, la ira sería considerada una respuesta emocional muy breve pero muy intensa, mientras que la hostilidad tendría habitualmente una duración mucho mayor en el tiempo y su intensidad sería considerablemente menor (de hecho, la hostilidad puede ser considerada como una actitud derivada de la emoción de ira, aunque en ocasiones puede también ser causa de dicha emoción). En cualquiera de los casos, es frecuente encontrar en los textos especializados la referencia clara al constructo "ira- hostilidad", posibilitando que sean denominadas como ira caliente, para referirse a la propia ira, y como ira fría, para referirse a la hostilidad. Por otra parte, también ha habido sistemáticas alusiones a la especificidad de la ira y a la especificidad de la hostilidad; es decir, ha habido argumentos perfectamente esgrimidos en los que se defiende que una cosa es la ira y otra, más o menos diferente, pero otra al fin, es la hostilidad. Desde este segundo punto de vista, quizá fuese pertinente aclarar que el hecho de considerar como entidades separadas las variables de ira y hostilidad no significa necesariamente su completa independencia. Es más, creemos que existe una clara relación entre ellas, relación que tiene que ver con los relativamente recientes esfuerzos por localizar la interrelación entre cognición y afecto. De este modo, se podría pensar que la ira, como tal, es la parte afectiva, subjetiva, de un proceso emocional, al que se podría denominar "proceso emocional de ira", "proceso emocional de ira-hostilidad", etc., mientras que la hostilidad debe ser considerada como la parte cognitiva, actitudinal, de dicho proceso. A nuestro modo de ver, tal como hemos expuesto en el capítulo introductorio, existen tres claras dimensiones en el estudio de los procesos emocionales: una dimensión cognitiva, subjetiva, experiencial; una dimensión neuroquímica, fisiológica; y una dimensión expresiva, conductual, motora. Dentro de la primera de las dimensiones aludidas coexisten los factores subjetivos de la emoción, que implican la propia experiencia, el sentimiento, con los factores cognitivos, que implican una evaluación y valoración, una toma de decisiones, una actitud. No creemos que deba argumentarse que la ira es una emoción y la hostilidad otra emoción. Hablamos de un proceso emocional: la ira. Ahora bien, en ese proceso emocional, además de la dimensión fisiológica (constatable mediante las fluctuaciones en la secreción hormonal, las variaciones en los parámetros psicofisiológicos, etc.) y de la dimensión más observable o expresiva (constatable mediante la simple observación de la conducta motora, los gestos, etc.), existe una dimensión subjetiva, con claras connotaciones afectivas, que puede ser considerada como el sentimiento de la ira (erróneamente, se pensó en algunas ocasiones que esa faceta de la emoción, y sólo ‚sa, constituía la propia emoción de ira), y una dimensión actitudinal, con claras connotaciones cognitivas, que hace referencia a la hostilidad. Por lo tanto, la hostilidad es una parte (la cognitiva) del proceso emocional de ira. Aunque en una determinada situación se produzcan respuestas que puedan llevar a pensar en la similitud conceptual, la ira y la hostilidad no son equiparables sin más. Ciertamente, guardan una estrecha relación, aquella que se deriva de la conexión existente entre el todo y una de sus partes. -144-
En cualquiera de los casos, para el tema que nos ocupa en este momento, lo verdaderamente importante tiene que ver con la implicación del proceso emocional de ira en la salud. En este orden de cosas, es en la interacción de la dimensión subjetiva y la dimensión cognitiva donde se encuentra el núcleo básico de este proceso emocional y de su potencial influencia sobre la salud de una persona, ya que las percepciones, evaluaciones y valoraciones que dicha persona realice cada vez que se enfrenta a una determinada situación, así como la actitud basal que exista en ella cuando recibe la estimulación, van a configurar en gran medida la cualidad y la intensidad de la hipotética emoción que experimentará. Pero, por otra parte, el estado afectivo basal de una persona, es decir, el afecto que está experimentando cuando se enfrenta a una determinada situación o estímulo, también influye de forma considerable en la percepción, evaluación y valoración que realizaráde la mencionada situación. En suma, resulta bastante ineludible la referencia a la interacción entre aspectos afectivos y aspectos cognitivos. Lo que tratamos de decir es que como las emociones, en tanto que procesos, implican también aspectos cognitivos, podemos hablar de hostilidad como una parte del proceso emocional de ira. Pero, más adelante especificaremos con algún detalle estas características diferenciales. Otro de los aspectos de inter‚s cuando se estudia la repercusión de la emoción de ira sobre la salud tiene que ver con la forma de afrontamiento derivada de su ocurrencia. Así, la forma natural de afrontamiento en esta emoción es la agresión, en cualquiera de sus posibles modalidades. Sin embargo, como esta conducta sólo se permite cuando concurren circunstancias extremas, estando socialmente penalizada y rechazada en cualesquiera otras tesituras, se produce un fenómeno peculiar, cual es la acumulación de energías y tensión que no pueden ser consumidas por el organismo. La consecuencia parece lógica: se produce una mayor o menor repercusión interna. Cada vez que una persona se enfrenta a una situación que le produce ira el organismo se prepara de forma automática, involuntaria, homeostática, para hacer frente a esa situación. La preparación del organismo implica la ya clásica reacción de alarma formulada por Walter Cannon, con la movilización de las energías disponibles. Esas energías se consumirán cuando se consume la conducta de lucha o de huida. Los vestigios ancestrales de nuestros antepasados, que llegan hasta nosotros a través de la carga gen‚tica, hacen que nuestro organismo siga movilizándose para la lucha cada vez que nos enfrentamos a situaciones que pueden suponer un peligro, una amenaza o, incluso, un desafío. En estas circunstancias, sigue desencadenándose la reacción de alarma, con los consabidos incrementos de tensión y energía. Pero, por desgracia para nuestro/s organismo/s, y por fortuna para nuestra propia evolución y crecimiento, ya no es necesario consumir de forma violenta toda esa energía con luchas y peleas contra quien, o aquello que, la generó. Ahora somos más prudentes a la hora de evaluar los riesgos -si es necesario huimos, o nos hacemos los desentendidos-, más pulcros y elegantes a la hora de "atacar" -utilizamos la ironía y el sarcasmo-, más listos (que no, necesariamente, inteligentes) a la hora de enfrentarnos -utilizamos argumentos verbales para domeñar al adversario-, etc. En suma, ahora hay una parte de la energía generada que no es exteriorizada. Esa energía puede llegar a ser perniciosa si no encontramos la forma de suprimirla o de exteriorizarla de una manera socialmente aceptada. Quizá, la evolución cultural ha ido más rápida que la evolución biológica. Hay todavía desajustes entre el funcionamiento básico de nuestro organismo y el funcionamiento de nuestra sociedad y nuestra cultura. 2. CARACTERÍSTICAS DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD A partir de lo comentado en el apartado anterior, parece claro que cabe la posibilidad de abordar el estudio de la ira desde cualquiera de las dimensiones que la conforman. Ese estudio sería correcto, pero no exhaustivo. Por esa razón, es fácil encontrar trabajos que tratan de establecer la repercusión de la hostilidad sobre la salud, y estudios que tratan de dilucidar la misma -145-
repercusión de la ira; otra cosa es que en estos trabajos se mida realmente el proceso emocional de ira como un todo, pues parece que lo que están midiendo es una mezcolanza de variables subjetivas y variables cognitivas, esto es, sentimiento o experiencia y hostilidad. 2.1. Los desencadenantes emocionales Las situaciones desencadenantes de la ira se refieren habitualmente a condiciones o situaciones en las que somos heridos, engañados o traicionados; situaciones que tienen que ver con el ejercicio de un control físico o psicológico en contra de nuestra voluntad; situaciones en las que nos vemos bloqueados y se nos impide alcanzar una meta que consideramos que nos pertenece o a la que tenemos derecho. Así, la ira tiene que ver con el hecho de ser testigos de abusos que cometen otras personas, con la intrusión de extraños en nuestros intereses, con la degradación personal, con la traición de la confianza, o con la frustración de una motivación. Es decir, la ira se desencadena ante situaciones que son valoradas como injustas o que atentan a los valores morales y a la libertad personal; situaciones en las que otras personas nos transmiten abusos verbales o físicos; situaciones en las que se ejerce un control externo o coacción sobre nuestro comportamiento y aspiraciones (Hoshmand y Austin, 1987). Así mismo, también pueden actuar como desencadenantes de la ira la estimulación aversiva, tanto física, como sensorial o cognitiva, o la falta de un mínimo de estimulación, como ocurre ante una situación de inmovilidad o la restricción física o psicológica. Por otra parte, hay situaciones que podrían llegar a provocar directamente la hostilidad, situaciones en las que se produce violencia física, situaciones en las que percibimos o atribuimos a otras personas actitudes de irritabilidad, de negativismo, de resentimiento, de recelo o de sospecha hacia nosotros o hacia personas queridas de nuestro entorno. Podríamos decir que la hostilidad tiene características "contagiosas", puesto que se desencadena cuando nos sentimos objeto de la hostilidad de otras personas. 2.2. La activación fisiológica Los principales efectos fisiológicos de la ira se reflejan sobre el sistema nervioso periférico (autónomo y somático). Así, en el caso del sistema nervioso autónomo, se producen respuestas caracterizadas por importantes elevaciones de la frecuencia cardiaca, de la presión arterial sistólica y diastólica, de la salida cardiaca y de la fuerza de contracción del corazón. Así mismo, también se producen reducciones, tanto en el volumen sanguíneo, como en la temperatura periférica, ambas como consecuencia de una importante respuesta de vasoconstricción. Se producen también elevaciones en las medidas de conductancia de la piel, con incrementos en su nivel tónico, que son especialmente marcados para el caso del número de fluctuaciones espontáneas o respuestas no específicas, siendo la emoción que más fluctuaciones o respuestas produce. En lo referente a los efectos producidos sobre el sistema somático o musculatura periférica, aparecen elevaciones en la tensión muscular general y aumentos en la frecuencia respiratoria, sin que se manifiesten cambios en la amplitud de la misma. Además, la ira también produce importantes incrementos en la secreción hormonal, particularmente en lo que respecta a las catecolaminas de la médula suprarrenal. Estos incrementos se reflejan en una modificación sustancial del nivel de adrenalina y noradrenalina, fundamentalmente de esta última. Por último, también se produce una elevación en la actividad cortical, caracterizada por una intensa y persistente tasa de descarga neuronal. Todos estos cambios permiten que el sujeto en cuestión experimente una sensación de energía y fuerza que, si las circunstancias llevan a ello, le permitiráacometer acciones enérgicas. Es decir, la ira produce una sensación de energía o impulsividad, de necesidad subjetiva de actuar física o verbalmente de forma intensa e inmediata para solucionar de forma activa la situación -146-
problemática. Se vive de una forma aversiva, desagradable e intensa, y se la relaciona con la impaciencia por actuar. Los efectos fisiológicos de la hostilidad son básicamente similares a los de la ira, aunque más moderados en intensidad y más duraderos en el tiempo y resistentes a la habituación. Los principales cambios en el sistema nervioso autónomo se reflejan en elevaciones de la frecuencia cardiaca, de la presión arterial tanto sistólica como diastólica, y del nivel de la conductancia de la piel, mientras que se observa una disminución del volumen sanguíneo y de la temperatura periférica. Los efectos sobre el sistema somático se concretan en una elevación tónica de la tensión muscular general y en un incremento del número de respiraciones. 2.3. El afrontamiento Aunque, generalmente, y tal como venimos exponiendo a lo largo del capítulo, la ira es considerada como una emoción negativa, pues, entre otras cosas, interrumpe la conducta que se esté realizando en el momento de producirse, ocasiona agitación e interferencia cognitiva, desencadena una expresión negativa hacia los otros, etc., también hay que señalar los aspectos positivos que posee. La ira es útil. Cumple múltiples funciones adaptativas, incluyendo la organización y regulación de procesos internos, psicológicos y fisiológicos, relacionados con la auto-defensa, así como la regulación de conductas sociales e interpersonales. Como acabamos de señalar, la ira produce una importante movilización de energía para las reacciones de auto-defensa o de ataque, caracterizadas por un alto vigor, fuerza y resistencia. Por lo tanto, el principal afrontamiento relacionado con el proceso emocional de ira tiene que ver con un impulso para atacar, No obstante, hay que señalar que no siempre la ira culmina con la conducta de agresión, ya que hay ocasiones en las que la prudencia y el control impiden la ejecución del afrontamiento. En estos casos, la ira puede desempeñar otro tipo de funciones, pues puede inhibir las reacciones indeseables de otras personas e incluso evitar una situación de enfrentamiento. Para ello, una persona manifiesta la hostilidad que, además de ser claramente motivadora de las conductas de agresión, también puede hacer desistir a los potenciales antagonistas de emprender otro tipo de acciones más abiertamente ofensivas. En cualquiera de los casos, culmine o no en agresión, la ira debe ser canalizada. El afrontamiento de la ira se puede producir canalizando esa energía hacia el exterior, canalizándola hacia el interior, o ejerciendo un control sobre dicha energía y manifestándola de un modo social y personalmente adaptativos. Así pues, el afrontamiento de la ira puede dirigirse hacia el exterior, es lo que se denomina "ira hacia el exterior". Este tipo de afrontamiento implica la reacción airada y externa enfocada a resolver la situación desencadenante de la respuesta emocional. La ira se expresa hacia otra persona o hacia algún objeto del entorno (agresión), que son considerados como responsables de la situación provocada, o simplemente se expresa sin intención de agredir (expresión de ira). Sin embargo, la gran presión social que se ejerce sobre los comportamientos agresivos (cuando la ira provoca una conducta de agresión) y sobre las manifestaciones encolerizadas y airadas (cuando la ira que se manifiesta no va dirigida a dañar a nada ni a nadie, sino que es sólo una explosión enérgica de la presión acumulada en el interior) hace que se potencien otros afrontamientos alternativos, tales como la supresión o represión de dichas manifestaciones, o como la reconducción de las mismas. En el caso del afrontamiento de la ira consistente en la supresión o represión de las manifestaciones emocionales, hablamos de lo que se denomina "ira hacia el interior". Esta forma de afrontamiento se refiere a la movilización de las acciones, no para solucionar el problema que ha causado la emoción, sino para suprimir la manifestación externa de la propia emoción. El -147-
resultado es que la persona se irrita consigo misma y no con la verdadera causa desencadenante de la emoción de ira. La energía generada por la emoción de ira no se expresa, pero repercute internamente. La emoción y su tensión no desaparecen, tan sólo dejan de ser externamente observables. En tercer lugar, en el caso del afrontamiento de la ira consistente en la reconducción de la energía y las manifestaciones derivadas de dicha emoción, hablamos de lo que se denomina "control de la ira". Esta forma de afrontamiento se refiere a los intentos que realiza la persona para controlar los aspectos relativos a la experiencia y expresión de la ira. Es decir, el afrontamiento tiene como objetivo, no sólo impedir la exteriorización incontrolada y desadaptativa de la emoción de ira, esto es, que las demás personas no perciban su estado emocional (Spielberger, Krasner y Solomon, 1988), sino también la racionalización y el control de la situación desencadenante de la emoción. No obstante, cuando no se consigue controlar y reducir los niveles de ira, se pueden producir reacciones más intensas de descarga emocional, tales como gritos, maldiciones, golpear objetos, etc. En última instancia, queda claro que la agresión es una de las posibilidades de afrontamiento cuando se produce la emoción de ira. Quisiéramos detenernos un momento en este aspecto. Por una parte, tal como acabamos de exponer, la agresión es sólo una forma de afrontamiento, y no la única, en las situaciones de ira. Hay otras formas de afrontamiento más evolucionadas y adaptativas; más económicas y saludables; más inteligentes e ingeniosas. Pero, por otra parte, también hay que reseñar que no todas las conductas de agresión representan un tipo de afrontamiento derivado de la emoción de ira. Hay múltiples clasificaciones acerca de un término tan clásico ya como la agresión. Nosotros nos remitiremos a una de las más esenciales y básicas, aquella que considera dos formas típicas de agresión: la agresión col‚rica o emocional y la agresión instrumental. En el primer tipo de agresión hablamos de la conducta derivada de la emoción de ira, conducta que tiene como objetivo causar daño a algo o a alguien. En el segundo tipo de agresión hablamos de una conducta cuyo objetivo no es producir daño, sino la eliminación de los obstáculos que impiden la consecución de los objetivos deseados, para impedir que ocurra la frustración. No obstante, la relación existente entre la ira, la hostilidad y la agresión, estáúltima en sus dos manifestaciones conceptuales (que no observables, pues las dos son conductas de agresión), se establecerán en el siguiente apartado. 3. EL SÍNDROME AHI Con la emoción de ira ha sucedido lo mismo que con las restantes emociones: se ha tratado de analizar la interconexión entre los componentes afectivo, cognitivo y conductual. En el caso de la emoción que nos ocupa, dichos componentes hacen referencia a la Ira (entiéndase en su dimensión subjetiva o experiencial, y no como el proceso emocional completo), que sería el componente afectivo, la Hostilidad, que sería el componente cognitivo, y la Agresión, que sería el componente conductual. Por esta razón, de modo sistemático se alude a la ira en términos de a la hostilidad en términos de "actitud" y a la agresión en té1rminos de "conducta destructiva". Se ha estudiado la interrelación de estos tres factores porque, en muchas ocasiones, la ira lleva a la hostilidad y a la agresión. Es decir, la ira y la hostilidad pueden ser abordadas conjuntamente con una de las formas más llamativas de afrontamiento: la agresión. Al respecto, el inter‚s de algunos investigadores se ha centrado en la definición de los tres componentes o elementos esenciales que acabamos de señalar, acuñando el denominado "AHA Syndrome" (Spielberger, Johnson, Russell, Crane, Jacobs y Worden, 1985; Johnson, 1990a; Smith, 1994). El "Síndrome AHA" (A: Anger -ira-, H: Hostility -hostilidad-, A: Aggression -148-
agresión-), que en nuestro idioma puede ser acuñado como "Síndrome AHI" (A: Agresión, H: Hostilidad, I: Ira), adquiere su especial relevancia a partir de los resultados de un estudio epidemiológico que encontró una mayor prevalencia de accidentes coronarios en los sujetos hostiles que se encolerizan con facilidad y resuelven su activación emocional a través de conductas agresivas directas. Refiriéndose al Síndrome AHI, Smith (1994) opina que "la naturaleza claramente cognitiva de este tema y las connotaciones conductuales de la tendencia a la acción, ponen de manifiesto la dificultad a la hora de establecer definiciones conceptuales completamente distintas de ira, hostilidad y agresión". Sin embargo, estimamos que sí se pueden establecer ciertas diferencias que ilustrarán la naturaleza básica del constructo denominado Síndrome AHI. 3.1. La agresión Según Smith (1994), la agresión podría reflejar una respuesta impulsiva, resultado de la frustración y de la activación de la ira, o un intento de influir en otros y obtener resultados deseables. Desde esta perspectiva, el término "agresión" puede resultar ambiguo y llevar a la confusión, ya que no toda frustración lleva a la agresión. En el mejor de los casos, la frustración incrementa la probabilidad de que aparezca la conducta de agresión, pero no se trata de una relación causal y directa. Al respecto, Berkowitz (1989) ha planteado que la frustración puede desencadenar la conducta de agresión sólo cuando el sujeto experimenta un importante afecto negativo. Es decir, si la no consecución de una meta u objetivo no produce en la persona en cuestión una emoción negativa es muy poco probable que dicha persona lleve a cabo la conducta de agresión. Ahora bien, cuando el fracaso en la consecución de un objetivo produce un afecto negativo entran en juego los factores cognitivos, que permitirán al sujeto el análisis de las expectativas generadas, de las condiciones ambientales existentes, y de los resultados obtenidos. A partir de dichos análisis, caben dos posibilidades: por una parte, que el resultado produzca la emoción de miedo, cuya consecuencia serála huida o el escape de la situación, o la modificación de las expectativas relacionadas con la obtención del objetivo implicado; por otra parte, que el resultado produzca la emoción de ira, cuya consecuencia incrementaráconsiderablemente la probabilidad de que ocurra la conducta de agresión. A nuestro modo de ver, el término agresión queda mejor definido si lo utilizamos para hacer referencia a las conductas abiertas o manifiestas, típicamente consideradas como las acciones de ataque, las destructivas o las dañinas. Pero, también puede ser considerada como una respuesta de agresión aquella conducta de omisión voluntaria y consciente que hace que alguien reciba un estímulo aversivo. O, lo que es lo mismo, por una parte, hablamos de conducta de agresión cuando alguien, de forma intencionada y con ánimo de causar daño, administra una estimulación aversiva a alguien o a algo; y, por otra parte, seguimos hablando de conducta de agresión cuando alguien, también de forma intencionada y con ánimo de causar daño, con su silencio o inactividad para informar o avisar, deja que alguien o algo reciba una estimulación aversiva. Hablamos, en suma, de agresión por acción y de agresión por omisión, ambas de modo consciente, pudiendo manifestarse de forma física, ya sea directa o indirecta, activa o pasiva, y de forma verbal (Smith, 1994). Es ‚ste un tipo de agresión en el que asumimos la existencia previa de un sentimiento de ira, que desencadena la motivación, necesidad o impulso de causar daño. En esta forma de agresión estápatente, y es el factor fundamental, el deseo o propósito de causar daño a otro organismo u objeto. Sin embargo, como señalábamos anteriormente, es posible encontrar otra forma de agresión, que posee connotaciones instrumentales. Esta otra forma de agresión es sólo un medio para conseguir un objetivo. No hay intención ni propósito de causar daño, sólo inter‚s por conseguir una meta. Estádirigida a la eliminación de obstáculos entre el agresor y una meta. -149-
Como es evidente, puede producirse daño también a alguien o a algo, pero, desde un punto de vista conceptual, este daño es secundario (Johnson, 1990c). Además de esta distinción esencial entre agresión emocional y agresión colérica, como indicábamos, ha habido varios intentos para clasificar los subtipos de la conducta de agresión en función de diversos criterios, tales como los aspectos motivacionales, los de control estimular, los relacionados con la dirección o destino de la agresión, con la forma de la agresión, con la naturaleza funcional de la agresión, con la especificidad del sujeto agredido, etc. (Bandura, 1973; Averill, 1982; Megargee, 1985; Smith, 1994). 3.2. La hostilidad El proceso emocional de ira implica un sentimiento displacentero que genera una actitud (la hostilidad), que, a su vez, puede producir un impulso apremiante por hacer algo que elimine o dañe al agente que provocó aquel sentimiento displacentero. Esta marcada característica de preparación para la acción hace que la hostilidad posea un importante carácter motivador. Tal como hemos comentado en otro trabajo (Palmero, Espinosa y Breva, 1994), parece un hecho bastante constatado que la hostilidad puede ser considerada como una variable multifacética y de difícil conceptualización, de tal suerte que generalmente se admite que es un constructo en el que coexisten varios componentes (Buss y Durkee, 1957; Smith y Frohm, 1985; Siegman, Dembroski y Ringel, 1987; Barefoot, Dodge, Peterson, Dahlstrom y Williams, 1989; Swan, Carmelli, y Rosenman, 1991; Barefoot, 1991; Burns y Katkin, 1991; Carmelli, Swan y Rosenman, 1991; Helmers, Posluszny y Krantz, 1994). Como muestra de esta complejidad, hay autores (Buss, 1961) que describen la hostilidad como una actitud que implica una implícita respuesta verbal; otros (Plutchik, 1980) la consideran como una mezcla de ira y disgusto, asociada con indignación, desprecio y resentimiento; e incluso otros (Saul, 1976) la consideran como una fuerza motivadora. A pesar de las diferencias entre los autores a la hora de definir la hostilidad, sí parece un hecho aceptado en la actualidad que esta variable o constructo estáconformada por un núcleo cognitivo de creencias y actitudes negativas y destructivas hacia los demás, tales como odio, rencor y resentimiento (Johnson, 1990c). Como señala Barefoot (1991), este núcleo cognitivo ha sido considerado como el componente central y quizáúnico del concepto de hostilidad. Por otra parte, en algunas ocasiones, la hostilidad puede actuar como motivadora de conductas agresivas y de venganza (Johnson, 1990a). Así pues, la hostilidad es una actitud que implica la transmisión social de resentimiento, y que incrementa la probabilidad de que se desencadenen respuestas verbales o motoras con un claro tinte de agresión. Esta tendencia, intento o reacción conductual va dirigida a destrozar algún objeto, o a injuriar o agredir a alguien, pudiendo ir acompañada dicha tendencia o conducta de un sentimiento de ira. Además, y esta es una de las características más importantes, la hostilidad es una actitud mantenida, duradera, en la que se dan cita el resentimiento, la indignación, la acritud y la animosidad. Es una actitud cínica acerca de naturaleza humana en general, pudiendo llegar al rencor y la violencia en determinadas situaciones, aunque lo más frecuente es que la hostilidad sea expresada de modos muy sutiles, que no violen las normas sociales. La hostilidad implica creencias negativas acerca de otras personas, así como la atribución de que el comportamiento de estas otras personas es antagónico o amenazador para nosotros. La "atribución hostil" se refiere precisamente a la percepción de las otras personas como potenciales agentes amenazantes, por lo que los sujetos que experimentan la hostilidad son muy proclives a manifestar reacciones agresivas contra dichas personas. En este orden de cosas, Barefoot (1992) plantea que esta -150-
atribución hostil incrementa la probabilidad de que la conducta de los demás pueda ser interpretada como antagónica o amenazante, y puede servir como justificante de la hostilidad que se manifiesta de cara a las conductas antagónicas de los demás. Este autor establece una distinción entre "cinismo" y "atribuciones hostiles". Así, el cinismo haría referencia a "las creencias negativas acerca de la naturaleza humana en general", mientras que las atribuciones hostiles se referirían a "las creencias de que la conducta antagónica de los otros estádirigida específicamente hacia uno mismo". 3.3. La ira El último elemento del "Síndrome AHI", según el orden de aparición en su curiosa denominación, es la ira o cólera. La ira es considerada, en general, como una emoción displacentera que consiste en sentimientos que varían en intensidad, desde la irritación al enfado, furia o rabia, y que están causados por la indignación y el enojo que sentimos al vernos vulnerados en nuestros derechos. Algunos autores (Izard, 1977; Diamond, 1982) describen la ira como una respuesta emocional primaria, que tiene lugar cuando un organismo se ve bloqueado en la consecución de una meta o en la satisfacción de una necesidad. Otros autores enfatizan la importancia de aspectos particulares para referirse a esta emoción. Así, Buss (1961) plantea en su definición que las reacciones de ira incluyen componentes faciales, esqueletales y autonómicos; por su parte, Feshbach (1964) considera la ira como un estado indiferenciado de activación emocional; Kaufman (1970) la define como una emoción que implica un estado de activación física, que coexiste con actos fantaseados o intencionados, y que culmina con los potenciales efectos perjudiciales a otras personas. Novaco (1975) enfatiza los factores fisiológicos y cognitivos en su consideración de la ira como un estado o reacción emocionales. En cualquier caso, cuando hablamos de la ira como elemento del Síndrome AHI, nos referimos a los sentimientos, los cuales constituyen el componente subjetivo o experiencial del proceso emocional de ira, y se acompañan de forma característica de incrementos en la activación del Sistema Nervioso Simpático y del Sistema Endocrino, tensión en la musculatura esqueletal, expresiones faciales características, patrones antagónicos de pensamiento y, a la vez, tendencias a comportarse de forma agresiva. Este complejo emocional resulta más fácilmente elicitado por aspectos de relación; es decir, por situaciones interpersonales y sociales (Johnson, 1990b; Smith, 1994). En ocasiones, la ira también va acompañada de obnubilación, incapacidad o dificultad para la ejecución eficaz de los procesos cognitivos y para la focalización de la atención en los obstáculos externos que impiden la consecución del objetivo o que son considerados responsables de la frustración. Dada la relación sistemática entre las reacciones de ira con las situaciones en las que se produce una transgresión o violación de los dominios personales y de las reglas sociales, con mucha frecuencia ha sido considerada como una emoción "moral". Así pues, se trata de una emoción que se produce ante situaciones de ruptura de compromisos, de promesas, de expectativas, de reglas de conducta y de todo lo relacionado con la libertad personal. Junto con el miedo, la ira es de las emociones más intensas o "pasionales", al tiempo que es potencialmente la más peligrosa, ya que su propósito funcional se relaciona con la destrucción de las barreras del entorno. Es una emoción muy "explosiva", que en situaciones extremas puede llegar a generar reacciones de odio y violencia, tanto verbal como física (Fernández-Abascal y Martín, 1994), pudiendo actuar como un poderoso agente motivacional que impulsa a la persona a llevar a cabo conductas de agresión. Por otra parte, al hablar de ira cabe diferenciar entre su experiencia y su expresión. La -151-
experiencia de la ira, que hace referencia a la característica subjetiva, variará en intensidad, frecuencia y duración. La expresión de la ira no es más que una respuesta transaccional a las amenazas del medio que sirve para regular el displacer emocional experimentado (Harburg y cols., 1973). Como hemos indicado en el punto correspondiente al afrontamiento de la ira, se han identificado tres estilos o formas de afrontar dicha emoción (Johnson, 1990c): (1) supresión de la ira (Anger-In), que se refiere al estilo de afrontamiento de la ira de aquellos individuos que experimentan frecuentemente intensos sentimientos de enfado pero tienden a suprimirlos antes que a expresarlos física o verbalmente; (2) expresión de la ira (Anger-Out), que ocurre cuando la frecuente experiencia de ira es expresada o manifestada por el individuo en conductas agresivas físicas o verbales dirigidas hacia los demás o hacia los objetos del entorno; y (3) control de la ira (Anger Control-Reflection), que se refiere a un modo de afrontar la ira en el que el individuo intenta controlar los sentimientos de enfado, e intenta resolver el problema que los ha provocado. 3.4. El proceso emocional de la ira Hablar de la ira, del mismo modo que se habla de cualquiera otra emoción, implica la referencia clara y explícita al ámbito de los procesos. En la Figura 9.1 ofrecemos nuestra perspectiva del proceso emocional de la ira. [Insertar Figura 9.1] Es decir, el proceso podría ser como sigue: la percepción de un estímulo (interno o externo) implica una evaluación (cognición) e implica un estado afectivo previo (afecto), aquel que posee el sujeto cuando recibe el estímulo; tras esa evaluación, si el estímulo cumple los requisitos para ser considerado como un desencadenante de la emoción de ira, la persona experimenta dicha emoción (sentimiento), reacciona fisiológicamente de manera concordante con la experiencia emocional (fisiología), genera una disposición actitudinal de hostilidad (cognición), y se activan las tendencias de acción que, eventualmente, podrían dar lugar a una de las formas de afrontamiento, aquella que se encuentra relacionada con la expresión abierta de dicha emoción en forma de conducta de agresión. En cuanto a la respuesta fisiológica, viene definida por el incremento en la activación simpática, y debe ser considerada como el factor más próximamente relacionado con las eventuales lesiones y enfermedades. En cuanto a la hostilidad, también produce incrementos en la respuesta fisiológica y en las tendencias de acción. En cuanto a las tendencias de acción, los efectos de la ira y la hostilidad producen un impulso o motivación para la conducta de agresión, que se encuentra modulado o tamizado por las propias posibilidades (recursos) del sujeto potencialmente agresor: si ‚ste estima que sus posibilidades son reducidas o nulas no llevaráa cabo la conducta de agresión, pero se produciráun incremento en la hostilidad (también podría ocurrir un incremento en el sentimiento de ira), por el contrario, si estima que sus posibilidades son elevadas analizarála pertinencia de llevar a cabo la conducta de agresión (factores sociales, personales, etc.). Así, cuando no es pertinente llevar a cabo la conducta de agresión, el sujeto anularádichos impulsos, pero, al igual que en el contexto de las posibilidades, se produciráun incremento de la hostilidad (también podría ocurrir un incremento en el sentimiento de ira); si, por el contrario, el sujeto estima que es pertinente la conducta de agresión la llevaráa cabo. Tanto cuando el sujeto estima que sus posibilidades no le permiten llevar a cabo la conducta de agresión, como cuando es la pertinencia el factor que impide ejecutar dicha conducta, se produce un incremento en la hostilidad y un eventual incremento en el sentimiento de ira, con lo cual se produce también un incremento en la respuesta fisiológica, mediada ‚sta por los efectos de los incrementos en la ira y en la hostilidad. Por otra parte, aprovechando la distinción que hemos establecido anteriormente entre la -152-
agresión emocional y la agresión instrumental, en la Figura 9.1 también se recoge otra posibilidad interesante mediante la que una persona puede llevar a cabo la estrategia de afrontamiento relacionada con la agresión sin experimentar la emoción de ira. En este orden de cosas, cabe la posibilidad de llevar a cabo la conducta de agresión como un medio o instrumento para conseguir un objetivo o meta. Cuando dicho objetivo se consigue, ahí muere el proceso. Pero, cuando se fracasa en el intento, se produce frustración (asumimos que el objetivo o meta es valioso para el sujeto en cuestión, y asumimos también que sus expectativas de conseguirlo eran aceptables cuando menos). La frustración puede producir un afecto negativo relacionado con el miedo, cuya consecuencia es la huida, la evitación, el escape. La frustración también puede producir un afecto negativo relacionado con la ira, con las consecuencias de experiencia subjetiva de dicha emoción, incremento de la hostilidad, y, eventualmente, tendencias de acción agresiva que, al igual que en la primera parte del proceso, pueden desencadenar una conducta de agresión. De este modo, aunque el proceso implica muchas más respuestas y variables (fisiológicas, sociales, etc.), vemos cómo una forma de agresión no emocional puede llevar a una agresión airada, col‚rica, emocional. Quizá, la guerra pueda ser un ejemplo de lo que acabamos de señalar. En definitiva, aunque la presencia de la emoción es, temporalmente hablando, muy breve, como breve puede ser también la expresión de la emoción en forma de conducta de agresión, las consecuencias cognitivas de la emoción de ira, esto es, la característica actitudinal que adquiere la denominación de hostilidad, son más duraderas. Por ello, desde el punto de vista de la investigación, parece más pertinente estudiar la hostilidad, pues es la característica de la emoción de ira que mejor refleja la situación de este proceso emocional. Además, es ‚sa también la razón por la que múltiples estudios que tratan de relacionar la emoción de ira con la salud se centran en la importancia de esta variable actitudinal. En este mismo sentido se manifiesta Houston (1994) cuando plantea que, a la hora de entender cómo una variable psicológica puede influir para precipitar la aparición de una enfermedad particular, lo más sensato es recurrir a aquellos aspectos considerados como más estables a trav‚s del tiempo. Así, aunque la ira y la agresión, a pesar de ser variables relativamente transitorias, puedan participar también en la etiopatogenia de ciertos trastornos (enfermedades cancerígenas, enfermedades cardiovasculares, etc.), la hostilidad es la variable del proceso emocional de la ira que, con su característica de parámetro afectivo-cognitivo de larga duración, mejor se presta para entender la relación entre emociones y salud. La hostilidad es una actitud que puede permanecer en el tiempo sin que se repita la estimulación que la propició (Johnson, 1990a). 3.5. Modelos explicativos de la unión entre el síndrome AHI y la salud Existe una gran evidencia estadística de la asociación entre el síndrome AHI y la salud. Ahora bien, la dificultad surge a la hora de intentar explicar el mecanismo de unión entre un proceso psicológico y la salud. Algunos de los modelos explicativos más defendidos son los siguientes: El Modelo de Vulnerabilidad Constitucional o Somatopsíquica, planteado por Krantz y Durel (1983), es el primero que intenta explicar convincentemente dicho mecanismo de unión. En este modelo se propone un mecanismo que pone en conexión los rasgos de personalidad y la enfermedad. Esta perspectiva se basa en las diferencias biológicas individuales como causa de las manifestaciones biológicas y conductuales de la ira, la hostilidad y la agresión. Según este planteamiento, la personalidad y la enfermedad no se encuentran causalmente relacionadas, sino que tienen que ser consideradas como los coefectos de una causa común: la diferencia individual biológicamente basada. En la Figura 9.2 puede verse representado este modelo de forma esquemática. [Insertar Figura 9.2] -153-
El modelo de Reactividad Psicofisiológica, formulado, entre otros autores, por Smith y Brown (1991) y Smith y Christensen (1992), constituye una argumentación que se encuentra implícita y explícita en muchos de los planteamientos que tratan de explicar la unión entre procesos psicológicos, en este caso ira-hostilidad, y enfermedad. Como su nombre indica, en este modelo se expone como factor fundamental la excesiva respuesta psicofisiológica a las demandas del medio ambiente. Concretamente, se defiende que las personas hostiles experimentan episodios de ira con más frecuencia, y se hallan más a menudo en un estado de vigilancia de su medio ambiente. Por consiguiente, existe una asociación entre ira y vigilancia, hecho que provoca un importante incremento de las respuestas cardiovasculares y neuroendocrinas, las cuales se encuentran en la base del inicio, desarrollo y mantenimiento de diversas enfermedades. En la Figura 9.3 se presentan de forma esquemática las principales propuestas de este modelo. [Insertar Figura 9.3] El Modelo de Vulnerabilidad Psicosocial, formulado también por el equipo de Smith (Smith y Frohm, 1985; Smith y Christensen, 1992), plantea que la ira y la hostilidad crónica están asociadas con una variedad de características, relaciones y conductas no saludables, tales como un bajo apoyo social y un alto nivel de conflictos interpersonales, tanto en el ámbito familiar como en los ámbitos laboral y social. Precisamente, son estos perfiles negativos los que podrían aumentar el riesgo de enfermedad, pues, si bien no parecen intervenir de forma directa, sí lo hacen impidiendo o reduciendo la acción positiva de los agentes y medidas de prevención de las enfermedades. En la Figura 9.4 se presenta el esquema de la propuesta realizada desde esta perspectiva. [Insertar Figura 9.4] El Modelo Conducta-Salud, formulado por Leiker y Hailey (1988), propone que las personas hostiles incrementan su riesgo de enfermedad debido a sus pobres o inexistentes hábitos de salud. Varios autores han encontrado una importante relación entre las elevadas puntuaciones de hostilidad y la falta de ejercicio físico, el poco cuidado personal, los episodios frecuentes de ingestión de bebidas alcohólicas y la importante e intensa dedicación a los juegos de azar (véase Smith y Christensen, 1992). En este mismo orden de cosas, en otros estudios se encuentra una clara e importante asociación entre altas puntuaciones en instrumentos que miden ira y hostilidad y consumo de tabaco e ingestión de alcohol (Shekelle, Gale, Ostfeld y Paul, 1983; Koskenvuo, Kapiro, Rose, Resnaiemi, Sarnaa, Heikkila y Langivanio, 1988). En la Figura 9.5 se representan esquemáticamente los principales descubrimientos y aportaciones realizadas desde este modelo. [Insertar Figura 9.5] El Modelo Transaccional, formulado por Smith y Pope (1990), puede ser considerado como una integración y extensión de las aproximaciones basadas en la reactividad psicofisiológica y en la vulnerabilidad psicosocial. Concretamente, hemos visto que el modelo de reactividad¡ psicofisiológica se centra en las respuestas asociadas con la ira y la hostilidad, hemos comentado que el modelo de vulnerabilidad psicosocial se centra en las pobres relaciones sociales derivadas indirectamente de la ira y la hostilidad; pues bien, el modelo transaccional describe las consecuencias sociales o efectos que la ira y la hostilidad provocan de modo directo. Así, desde este modelo se considera la ira y la hostilidad son procesos que generan estrés. Es decir, no se trata de que los sujetos que crónicamente experimentan mucha ira y mucha hostilidad sufran más conflictos interpersonales y tengan menos apoyo social, sino que estas personas crean esas características en su medio ambiente social mediante sus pensamientos y acciones. Posteriormente, las respuestas fisiológicas disfuncionales surgen de dos clases de situaciones: por una parte, las personas hostiles despliegan una alta reactividad en respuesta a los estresores sociales comunes a todas las personas, pero, por otra parte, tales personas también despliegan esta importante -154-
reactividad psicofisiológica en respuesta a los estresores adicionales que ellos han creado. En la Figura 9.6 puede verse una representación esquemática de este modelo. [Insertar Figura 9.6] 4. LA EVALUACIÓN DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD En lo referente a la evaluación la ira y la hostilidad, son muchos los instrumentos de medida que existente, la gran mayoría de ellos basados en procedimientos de autoinforme (FernándezAbascal y Martín, 1995a). En la Tabla 9.1 se recogen los principales instrumentos que se utilizan para la evaluación de la ira, tanto en el campo de la investigación como en el de la salud. A pesar de tal diversidad de instrumentos y del considerable esfuerzo realizado en los últimos años, para la creación de medidas fiables, es necesario señalar la existencia de un problema de falta de validez de la mayoría de ellos. Debido principalmente al poco margen de tiempo que existe desde su construcción hasta ahora para la validación con estudios longitudinales que confirmen su validez predictiva para el empleo en al campo de la salud. El "Inventario de Control de la Ira", es un instrumento de carácter clínico, que esta compuesto de diez subescalas que comprenden: ver abusos en otros, intrusión, degradación personal, traición de la confianza, malestar, control externo y coacción, abuso verbal, abuso físico, trato injusto y bloqueo de metas. La "Escala de Autoinforme de Ira", es también un instrumento de origen clínico, que mide cinco subescalas: conciencia de ira, expresión de ira (expresión: general, física y verbal), culpabilidad, condenación de la ira y desconfianza. Las "Escalas de Ira de Framingham", desarrolladas para la investigación en el campo de la salud, miden cuatro aspectos de la ira: síntomas de ira, ira hacia dentro, ira hacia fuera y comunicación de la ira. La "Escala de Ira Hacia Dentro y Hacia Fuera de Harburg", tiene su origen en el campo de la investigación de la salud, consta de tres clasificaciones en la forma de producir la expresión de la ira: ira hacia dentro, ira hacia fuera y reflexión. El "Inventario Multidimensional de Ira", es un instrumento construido para estudiar empíricamente la multidimensionalidad de la ira. Comprende cinco escalas: ira hacia dentro, ira hacia fuera, rango de situaciones elicitadoras de ira, punto de vista hostil, e ira general. El "Inventario de Ira de Novaco", es un instrumento que recoge un amplio rango de situaciones susceptibles de provocar ira, de especial valor clínico y que proporciona un índice global del nivel de ira. Existe una adaptación de la misma realizada por Martín y FernándezAbascal (1994a). El "Inventario de Reacciones", es un instrumento de origen clínico, la principal información que aporta es la identificación de situaciones y estímulos específicos generadores de ira. El "Inventario de Expresión de la Ira Estado-Rasgo" (STAXI), es un instrumento desarrollado para el estudio empírico de la ira, que consta de ocho escalas: estado de ira, rasgo de ira, temperamento airado reacción airada, control de la ira, ira hacia fuera, ira hacia dentro y expresión de ira. Existe una traducción experimental realizada por TEA ediciones. La "Escala Subjetiva de Ira", es un instrumento de carácter clínico en el que se evalúan la responsibidad a nueve situaciones potenciales de ira. Como concusión a los instrumentos de medida de la ira, nos encontramos con dos grandes instrumentos: el más tradicional que es el "Inventario de Ira de Novaco", y uno de reciente aparición el "Inventario de Expresión de la Ira Estado-Rasgo (STAXI)" que esta centrado en torno a él una gran cantidad de investigación y estudios. La diferencia fundamental entre ambos -155-
es, que si bien el primero tiene tras de sí una mayor historia de uso en el campo de la investigación y la salud, solo proporciona una puntuación global de ira; mientras que el STAXI proporciona información sobre ocho escalas de valoración de la ira, especialmente las que se refieren a formas alternativas de afrontamiento de la misma. En la Tabla 9.2 se recogen los instrumentos más significativos de cuantos existen para la evaluación de la hostilidad. El "Inventario de Hostilidad de Buss-Durkee", es un instrumento utilizado tanto en la clínica como en la investigación en el campo de la salud. Se compone de siete subescalas: asalto o ataque, hostilidad indirecta, irritabilidad, negativismo, resentimiento, sospecha o recelo y hostilidad verbal. Existe una adaptación de este instrumento realizada por Martín y Fernández- Abascal (1994b). La "Escala de Hostilidad de Cook-Medley" (Ho), es un instrumento que tiene su origen en el campo de la selección de personal y posteriormente se ha utilizado en el campo de la salud. Inicialmente solo proporciona una puntuación global de hostilidad, aunque diversos trabajos puntan a la existencia de diferentes factores que configurarían esta prueba. Blumenthal, Barefoot, Burg y Williams (1987) señalan la existencia de cuatro dimensiones: hostilidad, estilos de afrontamiento poco eficaces, neuroticismo y pobre ajuste social. Por otra parte Barefoot, Dodge, Peterson, Dahlstrom y Williams (1989) proponen cinco factores: cinismo, sentimiento hostil, respuestas agresivas, atribución hostil y evitación social. El "Cuestionario de Hostilidad y su Dirección", es un instrumento clínico, que además de una puntuación total de hostilidad posee cinco escalas relativas a la dirección de la hostilidad: hostilidad hacia fuera, criticismo de otros, proyección de hostilidad engañosa, auto-crítica y culpabilidad. La "Escala de Hostilidad Manifiesta", es un instrumento originario del campo de la investigación que posteriormente ha sido utilizado en el campo de la salud, proporciona una puntuación que refleja la fuerza para expresar la hostilidad. Los "Inventarios de Hostilidad E-R" se refiere a dos formas paralelas, la H-YU-65-A y la HUI-65-A, de un instrumento desarrollado para investigar la contribución de la persona, las situaciones y su interacción en la conducta hostil observada. El "Cuestionario de Agresión", es un instrumento desarrollado para el estudio empírico de los diferentes componentes de la hostilidad, estáconstituido por cuatro subescalas: agresión física, agresión verbal, ira (componente emocional) y hostilidad (componente cognitivo). La "Entrevista Estructurada", es el único instrumento que no esta basado en autoinforme, sino que es en parte observación y en parte entrevista, Aunque en su origen fue desarrollada para la medida del patrón de conducta Tipo A, incluye una medida de hostilidad con tres dimensiones: el potencial de hostilidad, la ira dirigida hacia fuera y la ira dirigida hacia dentro. Además de los indicios que podemos obtener con los datos obtenidos mediante los instrumentos de autoinforme anteriormente expuestos, existe otra serie de indicadores sobre la hostilidad que pueden obtenerse fácilmente, mediante entrevista. Estos indicadores pueden ser de tres tipos. En primer lugar, los que se basan en las manifestaciones psicomotoras y comunicación no verbal durante la entrevista. En segundo lugar, los que se basan en pruebas comportamentales que podemos realizar por medio de algunas preguntas con la finalidad de observar el comportamiento, más que el contenido de las respuestas. Y, por último, determinados datos de su biografía, representativos a la forma habitual de comportarse, que nos señalan cuáles son sus reacciones emocionales más frecuentes. - Manifestaciones psicomotoras: La persona muestra una expresión facial con características de agresión y hostilidad (en los músculos de los ojos y mandíbula). -156-
Presenta un tic característico, semejante a sostener el borde del labio inferior con los dientes, llegando casi a enseñarlos. Muestra manifestaciones hostiles, talas como una risa discordante. Utiliza el puño para golpear la mesa o un uso excesivamente fuerte de manos y dedos. Presenta una voz explosiva, alta y frecuentemente desagradable. Uso frecuente de obscenidades. Muestra irritación y rabia cuando se le pregunta acerca de algún episodio pasado en el que se encolerizó. - Pruebas comportamentales directas: El entrevistador reta o cuestiona la validez de algún comentario o comportamiento del que haya informado. (Reacciona de una manera hostil o desagradable?. El entrevistador pregunta acerca de su punto de vista sobre política, racismo, sexismo, competidores. (Responde con generalizaciones casi airadas?. - Contenidos biográficos significativos: Informa de su facilidad para irritarse, si tuviera que esperar por cualquier razón o conducir detrás de un coche que circula demasiado lentamente para él. Muestra desconfianza general sobre los motivos de actuación de otras personas, por ejemplo desconfianza del altruismo. Informa que, casi siempre que participa en cualquier tipo de juego, le gusta ganar, incluso cuando lo hace con niños pequeños. Sin embargo, de nuevo son los autoinformes que permiten una aplicación colectiva los preferidos en el campo de la intervención preventiva, en este sentido el "El Inventario de Hostilidad de Buss-Durkee" es el utilizado para la medida de la hostilidad, y nos proporciona una medida global de hostilidad y 7 subescalas (Asalto, Hostilidad Indirecta, Irritabilidad, Negativismo, Resentimiento, Sospecha y Hostilidad Verbal). 5. LA INTERVENCIÓN EN LA IRA Y LA HOSTILIDAD En primer lugar realizaremos unas breves consideraciones acerca de las peculiaridades de este tipo de intervención, para pasar a continuación a revisar las principales estrategias de intervención en la ira y la hostilidad. Cuando se tratan problemas de ira o hostilidad, es altamente aconsejable el prestar una atención especial y negociar los limites de la confidencialidad de ciertos aspectos ‚ticos y legales. Por ejemplo, se deben clarificar aspectos generales del quebranto de la confianza sobre temas como abuso de menores, acciones peligrosas y/o agresivas, actividades ilegales y abuso de sustancias. Hay que tener en cuenta que el especial clima terapéutico que se crea con los pacientes con actitudes hostiles y frecuentes episodios de ira, ya que estos pacientes pueden ser más abrasivos, activos, desafiantes e intimidatorios, y por el contrario, menos complacientes y aceptantes que otro tipo de pacientes. Por último, no debe olvidarse que el objetivo último de la intervención es el control o establecer un autocontrol sobre la ira y la hostilidad, y no su total eliminación, ya que estas emociones cumplen unas funciones adaptativas e instrumentales que no deben ser eliminadas. 5.1. Estrategias específicas de intervención En el tratamiento de la ira y la hostilidad, hay dos bloques de técnicas y dos momentos de intervención claramente diferenciados. Por un lado tendríamos las estrategias de choque o de -157-
primera actuación, como son la intervención sobre el autocontrol personal y la disrupción e interferencia de las respuestas de ira. Y, por otro lado, en segundo momento la intervención de consolidación y prevención mediante el entrenamiento en habilidades de afrontamiento pasivas, la reestructuración cognitiva, el entrenamiento en solución de problemas y el entrenamiento en habilidades comportamentales. A.- Estrategias de choque: Incremento del autocontrol personal. A partir de la propia evaluación de la ira y la hostilidad, o mediante la utilización de alguna técnica de intervención, como la autoobservación, es preciso aumentan la conciencia del paciente sobre su comportamiento frente a la ira. Muchos pacientes muestran un grado de conciencia muy reducida sobre su respuesta de ira y hostilidad, lo que hacen que su incremento sea uno de los primeros objetivos de la intervención. El aumento de la conciencia mediante la autooboservación y el autocontrol lleva a generar cambios sobre la forma en que el paciente emplea sus habilidades de afrontamiento. Disrupción e interferencia de respuestas de ira. Esta fase del tratamiento tiene como finalidad la utilización de un conjunto de estrategias que pretenden desorganizan o interferir activamente con la activación de la ira y la hostilidad. El objetivo es la interrupción temporal de la actividad que se esté realizando, para evitar así las explosiones airadas o agresivas y, de esta manera, se permita que disminuya la activación, permitiendo recobrar el control emocional de la situación. Una de las posibles técnicas a utilizar es la interrupción temporal negociada, que puede ser utilizada de modo unilateral, con una retirada individual, o de modo bilateral, cuando las dos personas implicadas en la respuesta emocional pueden acordar la retirada temporal. Otra posible estrategia es buscan una demora en la respuesta, para reducir o evitar la activación de la ira y, así, dar tiempo para buscar alternativas de respuesta más constructivas. Como por ejemplo contar hasta diez, o mejor hasta cien, antes de responder cuando se encuentra desbordado por la ira o la hostilidad. Otra estrategia comprende la utilización de la técnica de la parada del pensamiento, para interferir con la ira, sus rumiaciones y refrenar la activación emocional. Por último, hay un conjunto de intervenciones de interferencia de respuesta implican actitudes paliativas, visualizaciones y auto-verbalizaciones. Estas son especialmente apropiadas cuando la persona es incapaz de abandonar y/o dejar la situación provocativa. Las estrategias de interferencia de respuesta son relativamente simples, pueden ser introducidas inicialmente y se integran fácilmente con otras intervenciones. B.- Estrategias de consolidación: Habilidades de afrontamiento pasivas. El entrenamiento en habilidades de afrontamiento pasivas, mediante técnicas de desactivación (relajación, respiración, meditación, etc.) es una estrategia de intervención que desarrolla habilidades con las que el paciente puede reducir activamente tanto la activación emocional, como la fisiológica y, de ese modo, recobrar una sensación de calma y control. A su vez, esta calma y control pueden llevar al paciente a obtener una perspectiva diferente y emplear otras habilidades de afrontamiento. Reestructuración cognitiva. La dirección de intervenciones de cambio cognitiva proceso de la información de ira-engendrada, pre-juiciada, que es, contenido cognitivo y errores de proceso y esquema negativo subyacente. Estas estrategias son apropiadas para los elementos cognitivos de la ira y la hostilidad y para valorar como estos contribuyen a los otros sistemas de respuesta. Desde el punto de vista clínico, tenemos siete procesos cognitivos diferentes, que ocurren frecuentemente y necesitamos atender en el caso de la ira: la probabilidad de baja estimación, pensamientos de demanda coactivos, catastrofización, sobregeneralización, pensamiento -158-
categórico e inflamatorio, pensamiento dicotómico y atribuciones sobe las intenciones y motivaciones de otros. Entrenamiento en solución de problemas. El entrenamiento ayuda a los pacientes a definir afrentas y frustraciones como problemas que deben ser resueltos y en resolverlos de forma constructiva. Entrenamiento en habilidades comportamentales. Mientras que algunas personas no poseen habilidades para la resolución de problemas, otros carecen de repertorios comportamentales con los que manipular provocaciones inevitables. 6. CONCLUSIONES Siegman (1994) considera que necesitamos distinguir entre diferentes dimensiones de hostilidad, diferentes modos de afrontamiento con ira y sus consecuencias para la salud. Necesitamos distinguir entre ira, hostilidad y conducta agresiva, determinar como estos constructos están relacionados los unos con los otros. Conocer más sobre la relación entre ira, hostilidad y las variables de estilo de vida, y conocer más acerca de los mecanismos de mediación y fisiopatológicos que están implicados en esas relaciones. Los instrumentos de valoración son una parte crítica del estudio de los efectos de la ira y la hostilidad sobre la salud, pero instrumentos mal diseñados pueden llevar a fracasos en los estudios debido a los errores de medida. Igualmente los investigadores pueden encontrar e interpretar erróneamente asociaciones si sus medidas están confundidas con otros atributos psicológicos (Barefoot y Lipkus, 1994). Hay un especial problema en la medida de ira y hostilidad debido a que hay numerosas definiciones y conceptualizaciones de estos constructos, y todos los teóricos no están de acuerdo sobre su terminología. Los instrumentos a menudo también proponen cuestiones complejas o requieren respuestas en formatos que no son familiares para mucha gente. Debido a que ira y hostilidad son disposiciones evaluadas negativamente, los individuos pueden estar motivados a negar o fallar para reconocer sus propias tendencias antagonistas (Paulhus, 1984). Este fenómeno tiene un interés aparte de su implicación en la medida, debido a que se ha sugerido que aquellos quienes son defensivos acerca de su hostilidad están situados en conflicto psicológico que resulta en niveles altos de riesgo para la salud (Jamner, Shapiro, Goldstein y Hug, 1991). Hay un grupo de respuestas que pueden afectar la validez de las medidas. La tendencia de los sujetos ha presentarse ellos mismos de una forma más deseable socialmente, y ello es especialmente importante para las medidas de ira y hostilidad. La conclusión a la que llega Johnson (1989) después de recoger las sugerencias de varios autores, es que los resultados contradictorios pueden deberse a que los investigadores en esta área no incluyen medidas que distingan entre intensidad de ira-hostilidad como un estado emocional, o diferencias individuales en ira-hostilidad como un rasgo de personalidad, y también es debido a la variedad de medidas utilizadas y en muchos casos pobremente validadas (Riley y Treiber, 1989).
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CAPÍTULO 10
TRASTORNOS CARDIOVASCULARES Y FACTORES EMOCIONALES Enrique G. Fernández-Abascal y María Dolores Martín Díaz 1. DEFINICIÓN Y DELIMITACIÓN La función básica del sistema cardiovascular es conducir hacia los tejidos el oxígeno y otras sustancias nutritivas, eliminar los productos residuales y transportar sustancias tales como las hormonas desde una parte a otra de nuestro organismo. Interviene en otras funciones, como la regulación de la temperatura basal corporal. Para que todas estas funciones sean llevadas a cabo de una manera adecuada, es necesario que el corazón bombee bien la sangre, que las arterias la distribuyan, que los capilares faciliten el intercambio de los materiales entre la sangre y los tejidos, y que las venas y vasos linfáticos recojan la sangre, el agua, los electrólitos, las proteínas y otras sustancias, devolviéndolas al corazón. Cualquier alteración del corazón y de los vasos tiene interés, no sólo por la patología que encierra en sí misma, sino también por los problemas de regulación general que puede acarrear como consecuencia del fallo de aporte de sangre y oxígeno a los tejidos. Los trastornos cardiovasculares comprenden una amplia gama, ya que afectan al corazón y a todo el sistema vascular. La etiología subyacente es la enfermedad de origen congénito, reumático, hipertensivo o isquémico. Presentar una clasificación exhaustiva sería sumamente complejo y amplio, por lo que en la Tabla 10.1, y siguiendo a Soler y Bayés (1986) y Wilson y cols. (1991), ofrecemos una aproximación orientativa de los trastornos, dividiéndolos artificialmente según dos criterios amplios: por una parte, las enfermedades del corazón, y, por otra, las del sistema vascular. No obstante, hay que indicar que algunos trastornos, como la aterosclerosis y la hipertensión arterial, son propios de ambos sistemas, ya que el corazón está compuesto por un sistema vascular de riego. Como muestra de la cantidad y variedad de trastornos, Friedman y Child (1991), dentro del bloque de cardiopatías congénitas, recogen 61 de ellas incluidas en varios grupos, y contemplan otras dos más no incluidas en su clasificación. Creager y Dzau (1991), dentro de las enfermedades vasculares de las extremidades, contemplan 25 en total, clasificándolas en tres grupos, enfermedades arteriales, enfermedades de las venas y trastornos linfáticos. Bayés y Oter (1986) consideran en total 32 tipos de arritmias, y así podríamos seguir con clasificaciones, subclasificaciones y tipos de cada trastorno cardiovascular. (Insertar Tabla 10.1) No obstante la existencia de un amplio número de trastornos, como el tema que nos ocupa tiene que ver con las emociones y su relación con los trastornos cardiovasculares, nos centraremos en aquellos en los que se ha podido demostrar una asociación significativa entre emociones y enfermedad, debiendo reseñar que son los siguientes: la aterosclerosis, la hipertensión esencial, la cardiopatía isquémica, la angina de pecho, y el infarto de miocardio. La aterosclerosis representa un proceso patológico localizado en una determinada zona de la arteria. Ha sido definida por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como “una combinación variable de cambios en la pared de las arterias (distinguiéndolas de las arteriolas), consistentes en una acumulación de lípidos, carbohidratos y complejos de calcio, asociados a cambios en la capa media arterial (placa de ateroma)” (García y Tomás, 1986, p. 437). La patogenia de la aterosclerosis depende de una secuencia precisa de eventos que ocurre por una interacción entre los elementos formes de la sangre y los lípidos de la pared arterial. Cada uno de estos elementos puede ser modificado o acelerado por los factores de riesgo. La arteriosclerosis es el proceso natural de envejecimiento de las arterias. Dicho proceso se caracteriza por un -160-
engrosamiento de la íntima, con pérdida de elasticidad y aumento del diámetro y del contenido en calcio celular. La isquemia está producida por la deprivación de oxígeno y la eliminación inadecuada de los metabolitos. La isquemia del miocardio se debe casi siempre a una disminución del flujo sanguíneo a través de las arterias coronarias. Por este motivo, las manifestaciones clínicas y las consecuencias anatomopatológicas de la isquemia coronaria se denominan indistintamente cardiopatía isquémica o enfermedad coronaria. La OMS (véase García y Tomás, 1986) aceptó como sinónimos los términos cardiopatía isquémica y cardiopatía coronaria, pero no el de cardiopatía aterosclerótica, ya que la afección cardíaca aguda o crónica, secundaria a una reducción o supresión del aporte sanguíneo al miocardio, motivado éste por una disminución del calibre de los vasos del sistema arterial coronario, puede ser de origen orgánico fijo y/o de origen funcional (espasmódico) transitorio. Las manifestaciones de la cardiopatía isquémica pueden presentarse bajo diversas formas: angina estable o crónica, angina inestable, infarto de miocardio, insuficiencia cardíaca crónica, arritmias y bloqueos y muerte súbita. Las tres últimas aparecen con frecuencia como complicaciones de la angina o el infarto. Los episodios de isquemia miocárdica pueden ser de muy larga duración o intensidad, en cuyo caso suponen la necrosis del tejido afectado (infarto de miocardio), o de intensidad variable pero relativamente breve (isquemia aguda transitoria). El infarto de miocardio es, entonces, la consecuencia de una oclusión coronaria aguda que reduce de manera drástica y persistente el flujo sanguíneo miocárdico, hasta provocar alteraciones metabólicas en la vida celular. El término infarto de miocardio designa la necrosis aguda de origen isquémico de una zona circunscrita al músculo cardíaco. Salvo raras excepciones, constituye una complicación de la ateromatosis coronaria, dando lugar a una enfermedad aguda caracterizada por la tríada: dolor precordial, alteraciones electrocardiográficas y elevación de los enzimas plasmáticos. La angina de pecho es el dolor, opresión o malestar generalmente torácico que es atribuible a una isquemia miocárdica transitoria. La lesión fundamental en el infarto de miocardio es la necrosis isquémica, ausente en la angina de pecho, en la que, por la menor duración e intensidad de la isquemia, no se llega a la muerte celular. La angina se clasifica en los siguientes tipos: angina de esfuerzo, angina espontánea o de reposo y angina mixta. La hipertensión arterial la define el Comité de Expertos de la OMS como una elevación crónica de la presión sanguínea sistólica, de la diastólica, o de ambas en las arterias (Nolla y cols. 1986). Según la OMS, se define arbitrariamente como presión arterial normal del adulto una presión arterial sistólica igual o inferior a 140 mmHg, junto con una diastólica igual o inferior a 90 mmHg. La hipertensión arterial queda definida en el adulto como una presión sistólica igual o superior a 160 mmHg y, además, o independientemente, una presión diastólica igual o superior a 95 mmHg. Los valores que se encuentran entre los señalados se clasificarían como hipertensión límite (Mann, 1986). Pese a los progresos alcanzados en el conocimiento de los mecanismos que controlan la presión arterial, en un 90-95% de los casos la etiología es desconocida. A los pacientes con una hipertensión sin causa conocida se les considera que tienen hipertensión primaria, esencial o idiopática. La hipertensión es una enfermedad progresiva y de etiología múltiple, existiendo una interacción entre la conducta y el sistema cardiovascular (Obrist y cols., 1986). La hipertensión arterial es uno de los más importantes factores de riesgo cardiovascular. Las principales complicaciones cardíacas que presenta son la insuficiencia cardíaca y la cardiopatía isquémica. Otras complicaciones que presenta la hipertensión se producen en el plano cerebral: hemorragia cerebral, enfermedad oclusiva de grandes y pequeños vasos, amaurosis fugaz, y encefalopatía hipertensiva; en el plano ocular: retinopatía hipertensiva; o en los planos renal y vascular: aneurisma disecante. -161-
2. INCIDENCIA Y PREVALENCIA Según las estimaciones de la OMS (Gyarfas, 1992), los trastornos cardiovasculares provocan en los países industrializados el 50% de todas las muertes, constituyendo la primera causa de mortalidad; en los países en vías de desarrollo ocupan el tercer lugar, con un 15% ó 16% aproximadamente. En cuanto a la incidencia por áreas geográficas, en Europa Oriental la mortalidad ha aumentado en las dos últimas décadas. En América del Norte, Europa Occidental, Japón, Australia y Nueva Zelanda, estas enfermedades son aún las más mortíferas, a pesar de la tendencia decreciente que se viene observando desde los años 70 (por ejemplo, en Estados Unidos han disminuido un 40% en las tres últimas décadas). Los estudios más detallados y documentados son los realizados prospectivamente. Uno de los más importantes, el “Framingham Study of Coronary Risk”, realizado con una población de 5.127 personas a lo largo de 26 años de seguimiento, arroja datos tan importantes como los siguientes (Lerner y Kannel, 1986): Del total de estas personas, hubo 1.240 sucesos cardiovasculares, 752 hombres (60%) y 488 mujeres (40%). En los hombres, el infarto de miocardio fue la principal expresión de trastornos cardiovasculares, con un 43% del total de sucesos; el 39% fue angina de pecho, un tercio de los cuales fue concurrente con el infarto; la muerte súbita se produjo en el 10%, y la insuficiencia coronaria en el 8%. En las mujeres, más de la mitad de todos los trastornos cardiovasculares fueron de angina de pecho; el infarto de miocardio constituyó el 30% de los sucesos; la muerte súbita y la insuficiencia coronaria comprendieron algo menos del 10%. En nuestro país, el trabajo pionero sobre factores de riesgo y epidemiología en la población adulta lo iniciaron Abadal, Vintró y Bernat en 1968, centrándose en la población laboral de Manresa (véase Plaza y cols., 1989). En el ámbito nacional, uno de los pocos estudios centrados en algún trastorno cardiovascular fue el realizado por López-Sendón y cols. (1990), teniendo como objetivo analizar la incidencia del infarto de miocardio en España. Participaron 102 hospitales, incluyendo un total de 10.390 pacientes. El número total de pacientes ingresados con infarto agudo de miocardio se estimó en 32.900/año, sin considerar los que fallecieron antes de llegar al hospital ni los que no recibieron asistencia hospitalaria. No obstante, existen varios proyectos de estudios de epidemiología en el ámbito de las comunidades autónomas de nuestro país. Uno de ellos, el proyecto Euzkadi, cuyo objetivo es conocer la prevalencia de la enfermedad arteriosclerótica y los factores de riesgo en la Comunidad Autónoma Vasca. La muestra que se ha estudiado está conformada por 4.800 varones (de entre 25 y 64 años), seleccionados al azar. La prevalencia de la enfermedad arteriosclerótica ha sido del 69 por mil. De este porcentaje, el infarto de miocardio comprende el 28 por mil, la angina de pecho el 21 por mil (12 por mil típica y 9 por mil atípica), la insuficiencia arterial (isquemia) de los miembros inferiores el 13 por mil, y los accidentes cerebrovasculares de origen presumiblemente arteriosclerótico el 7 por mil. La prevalencia de cardiopatía isquémica (angina típica más infarto) aumentó con la edad: 6% entre los 25 y 34 años, 22% entre los 35 y 44 años, 43% entre los 45 y 54 años, y 84% entre los 55 y 64 años (Iriarte y cols., 1991). Otro dato que podríamos tener en cuenta es el número de ingresos en 64 unidades coronarias tomadas del total de los 133 hospitales españoles que disponen de dichos servicios. En estas unidades, el volumen asistencial en 1987 fue de 30.408 enfermos ingresados; de ellos, 12.039 (41,3%) fueron por infarto agudo de miocardio, 5.986 (38,2%) por angina de pecho, y el resto (20,5%) por otras patologías. Para hacernos una idea de lo que suele ocurrir con los pacientes que han sufrido un infarto de miocardio, podemos ver los datos obtenidos por Brackett y Powell (1988) del “Recurrent -162-
Coronary Prevention Project”, realizado con 1.012 pacientes que habían sufrido este trastorno. Después de 4,5 años de seguimiento, se produjeron 23 muertes cardíacas súbitas, 87 recurrencias cardíacas no fatales, y 870 sujetos no sufrieron ninguna recaída cardíaca. 3. SINTOMATOLOGÍA Los síntomas producidos por las enfermedades cardíacas suelen derivar de la isquemia miocárdica, de alteraciones de la contracción o relajación del miocardio, o de la existencia de un ritmo o frecuencia cardíaca anormales (Braunwald, 1991). Las manifestaciones clínicas debidas directamente a la elevación de la presión arterial son muy escasas. Únicamente puede considerarse como síntoma específico una cefalea retrooccipital al despertar -que, incluso, puede llegar a despertar a la persona en cuestión-, que suele presentarse con presiones diastólicas elevadas, aunque Williams (1991) indica que la cefalea sólo es característica de la hipertensión grave, y se localiza preferentemente en la región occipital. Otros posibles síntomas relacionados tienen que ver con los mareos, las palpitaciones, la fatigabilidad y la impotencia. Solamente cuando existen repercusiones orgánicas (cardiovasculares, cerebrales, retinianas o renales) aparece el cuadro clínico propio de las mismas (Nolla y cols., 1986). Durante mucho tiempo, el diagnóstico de la isquemia miocárdica aguda transitoria giró exclusivamente alrededor de la identificación del dolor isquémico o anginoso. Hoy sabemos que este dolor es sólo una de las posibles manifestaciones de dicha entidad clínica, ya que puede también manifestarse bajo la forma de disnea súbita, arritmia aguda o incluso ser asintomática. A pesar de todo, el dolor isquémico coronario es en la práctica el síntoma guía en la identificación del síndrome isquémico miocárdico, tanto en fases de esfuerzo como durante el reposo. Aunque los episodios de angina se producen típicamente como consecuencia del ejercicio o con la experiencia de emociones, y se alivian con el reposo, también pueden ocurrir en reposo y durante la noche, cuando la persona está reposando. El paciente puede despertarse por la noche con las típicas molestias precordiales y disnea (Selwyn y Braunwald, 1991). Con frecuencia, el dolor es de tipo visceral, profundo, pesado, fuertemente opresivo o constrictivo. Otras veces, sólo se manifiesta mediante una sensación de estrechez, opresión, peso o quemazón, sin que exista un componente doloroso (García y Tomás, 1986). El dolor es continuo, no pulsátil, de aparición y desaparición gradual. En ocasiones, puede acompañarse de sensación de falta de aire (disnea), o bien de sudoración abundante, palidez, nauseas y/o sensación de inestabilidad. La localización más frecuente se sitúa en torno al esternón, pudiendo ser percibido en toda la región o en cualquier punto entre el epigastrio y la faringe. Con frecuencia se irradia hacia el pectoral izquierdo o hacia ambos lados a la vez, hacia uno o ambos hombros, descendiendo por su cara interna o externa hasta la muñeca, o incluso hasta los dedos, de una o de ambas extremidades superiores; se puede irradiar también hacia la región laterocervical, hasta el maxilar inferior y los dientes, y hacia la región dorsal. Puede ocurrir que el dolor se presente únicamente en cualquiera de las zonas que acabamos de enumerar, o bien que, tras iniciarse en dicha zona, se irradie centrípetamente hacia la región del esternón. En cualquiera de los casos, en un paciente determinado, el dolor suele tener una localización bastante constante, cualquiera que sea ésta (García y Tomás, 1986). En el infarto de miocardio, el dolor retrosternal es el síntoma dominante. Este dolor es parecido al de la angina de pecho en lo que se refiere a cualidad, localización e irradiaciones, pero es mucho más intenso y prolongado. Aproximadamente la mitad de los pacientes con infarto de miocardio tienen pródromos de angina inestable (Pasternak y Braunwald, 1991). En algunos pacientes, la irradiación se manifiesta sólo por sensación de parestesia. El dolor suele aparecer en reposo, a menudo en las primeras horas de la mañana, alcanzando la máxima intensidad en pocos -163-
minutos, se prolonga por lo general más de 30 minutos, aunque puede durar horas o, excepcionalmente, días. El dolor se origina en las terminaciones nerviosas del miocardio isquémico que rodea al tejido infartado. Aunque el dolor es el síntoma más frecuente de presentación, al menos entre el 15% y el 20% de los infartos de miocardio son indoloros. A diferencia de la angina de pecho, se acompaña con frecuencia de manifestaciones neurovegetativas. Las nauseas y los vómitos pueden hacer acto de presencia, sobre todo si existe un componente vagal importante. En algunas ocasiones, aparece distensión o plenitud epigástrica, eructación dolorosa o necesidad imperiosa de defecar. A veces, la sudoración es profusa, y se acompaña de frialdad de la piel (Navarro y cols., 1986). Otras formas de presentación menos frecuentes, con o sin dolor, tienen que ver con la pérdida brusca de la conciencia, el estado de confusión, la sensación de gran debilidad, las arritmias, los signos de embolia periférica o simplemente un descenso inexplicable de la presión arterial (Pasternak y Braunwald, 1991). El infarto se presenta de forma atípica cuando las características del dolor son anómalas, o cuando se inicia con una complicación que domina el cuadro clínico (Navarro y cols., 1986). 4. FACTORES DE RIESGO DE LOS TRASTORNOS CARDIOVASCULARES La naturaleza de los trastornos cardiovasculares es compleja y no existe un único factor responsable de su aparición y desarrollo. Son trastornos multifactoriales, por lo que nos encontramos en la necesidad de hablar de “factores de riesgo” que parecen estar asociados con la mayor incidencia, tal como se ha demostrado epidemiológicamente. Según el “Informe del Comité de Expertos de la OMS”, elaborado en 1988, (véase Plaza y cols., 1991), las características por las que a un factor de riesgo se le atribuye un papel etiológico son: la presencia de dicho factor antes del comienzo de la enfermedad, la relación estrecha entre la magnitud del factor de riesgo y la enfermedad, el valor predictivo de dicho factor en poblaciones diferentes, la plausibilidad patogénica, y la reducción o eliminación de la enfermedad una vez haya sido reducido o eliminado el factor de riesgo. Para su estudio, se hace una división de los factores de riesgo en tres bloques, atendiendo al peso de sus componentes y al desarrollo en su estudio. Estos tres bloques, que vienen reseñados en la Tabla 10.2, son los siguientes: factores inherentes de riesgo, factores clásicos de riesgo y factores emocionales de riesgo. Los factores inherentes de riesgo resultan de condiciones genéticas o físicas que no pueden ser cambiadas aunque se modifique el estilo de vida. Los factores clásicos de riesgo son aquellos que tienen un mayor componente físico/biológico, y aquellos otros que, a pesar de poseer un mayor componente conductual que biológico, están ya establecidos como factores clásicos de riesgo. Dentro del grupo de los factores emocionales de riesgo, que son los que se tratan en el presente capítulo, se consideran el patrón de conducta Tipo A, los constructos de ira y hostilidad, la reactividad cardiovascular, y el apoyo social como factor preventivo. Estos factores de riesgo no se presentan aisladamente, sino que se influyen mutuamente, no pudiéndose delimitar finamente dónde comienza uno y dónde lo hace otro, y, además, interactúan con los factores clásicos de riesgo. (Insertar Tabla 10.2) 4.1. El patrón de conducta Tipo A El patrón de conducta Tipo A (PCTA) es un constructo epidemiológico que surge a partir de las observaciones que Friedman y Rosenman realizan de la conducta de sus pacientes cardíacos durante los años cincuenta (Matthews, 1982). Desde la introducción del concepto por Friedman y Rosenman, empieza un debate que ha sido de los más prominentes y controvertidos en el estudio psicosomático de la enfermedad coronaria (Byrne, 1987). -164-
Friedman y Rosenman (1974, p. 67) formularon la siguiente definición de PCTA: “Es un complejo particular de acción-emoción, que puede observarse en algunas personas comprometidas en una lucha relativamente crónica para lograr un número ilimitado de cosas de su medio ambiente en el menor tiempo posible, y, si es necesario, contra los esfuerzos opuestos de otras personas o cosas de su mismo ambiente”. En 1981, el “National Institute for Heart, Lung and Blood” de los Estados Unidos, reunió un amplio grupo de especialistas en ciencias biomédicas y conductuales, y aceptó el PCTA como un factor de riesgo independiente para los trastornos coronarios, con el mismo orden de magnitud que el riesgo asociado a cualquiera de los factores tradicionales, tales como la presión sistólica, el tabaco o el nivel de colesterol en suero (Review Panel on Coronary-Prone Behavior and Coronary Heart Disease, 1981). Este patrón se concibe actualmente como un perfil multidimensional, constituido por factores de diversa naturaleza. En esencia, está constituido por componentes formales (voz alta, habla rápida, excesiva actividad psicomotora, gesticulación y otros manierismos típicos), conductas abiertas o manifiestas (urgencia de tiempo, velocidad, hiperactividad e implicación en el trabajo), aspectos motivacionales (motivación de logro, competitividad, orientación al éxito y ambición), actitudes y emociones (hostilidad, impaciencia, ira y agresividad) y aspectos cognitivos (necesidad de control ambiental y estilo atribucional característico). 4.1.1. Unión entre el PCTA y los trastornos cardiovasculares A pesar de que la relación entre PCTA y trastornos coronarios es generalmente aceptada, los mecanismos que sostienen dicha relación no han sido del todo definidos (Lane, White y Williams, 1984). Dentro de los modelos, podemos hablar de cuatro enfoques distintos, aunque actualmente existen varias líneas de trabajo que intentan encontrar un nexo de unión entre el PCTA y los trastornos cardiovasculares. El “Modelo Interaccional Mecanicista”, en el que se considera que el PCTA hace referencia a un estilo característico de responder a ciertas clases de estímulos (desafíos, demandas o amenazas al control). La expresión de la conducta Tipo A está asociada a un aumento de la reactividad del sistema nerviosos simpático. Esta activación simpática contribuye al desarrollo y progresión de las lesiones ateroscleróticas. La reactividad fisiológica puede crear las condiciones, y proporcionar las materias primas para la enfermedad coronaria. Finalmente, la reactividad fisiológica en presencia de enfermedad coronaria puede precipitar manifestaciones agudas, tales como la angina, el infarto de miocardio y la muerte súbita. Algunos autores (Glass, 1977; Williams, 1975) abogan por este modelo. Se han propuesto diversas variaciones del mismo, asumiendo que el PCTA se encontraría elicitado situacionalmente. El “Modelo Interaccional Biológico”, en el que se argumenta que el PCTA refleja factores constitucionales (Krantz y cols., 1982; Krantz y Durel, 1983). Al igual que en el modelo anterior, las conductas manifiestas Tipo A y la reactividad fisiológica ocurren como respuesta a desafíos y demandas. Sin embargo, esas conductas y respuestas fisiológicas son vistas como coefectos de la misma causa. Este modelo contempla, al menos, algunas conductas Tipo A como el resultado más que la causa de los procesos fisiológicos. Algunas versiones de este modelo sugieren que la reactividad constitucional de ciertas personas puede ser más elevada de lo normal, de tal suerte que, ante su propia reactividad fisiológica, estas personas experimentarán un mayor aumento en las respuestas emocionales observadas, las cuales, a su vez, darán como resultado un aumento en la reactividad. El “Modelo Interaccional Biopsicosocial”, en el que, si bien, tal como ocurría en los dos modelos anteriores, los desafíos y las demandas elicitan la conducta Tipo A en personas -165-
predispuestas, también se considera, ahora en contraste con los dos modelos anteriores, que el PCTA no es simplemente una forma de conducta resultado de las situaciones estresantes, pues las personas Tipo A son capaces -quizá con bastante frecuencia- de generar desafíos y demandas adicionales en su medio ambiente (Smith y Anderson, 1986). El sujeto Tipo A sistemáticamente construye un medio ambiente que es rico, subjetiva y objetivamente, en aquellos estímulos conocidos que elicitan conductas abiertas Tipo A y aumentan la reactividad. El “Modelo Cognitivo de Aprendizaje Social”, propuesto por Price (1982), en el que se propone que el origen y mantenimiento de este patrón de conducta se explica desde una perspectiva cognitiva de aprendizaje social. La complejidad del comportamiento humano depende de la interacción de factores cognitivos, comportamentales y ambientales, pero son las cogniciones, y en particular las creencias, los aspectos que conforman la esencia de este patrón de conducta. Las cogniciones favorecen la existencia de una serie de creencias y miedos personales que son el núcleo central del PCTA, con lo cual favorecen el desarrollo del mismo, así como el exceso de reactividad fisiológica. En este modelo, Price (1982) contempla los factores implicados en la adquisición y mantenimiento de la conducta Tipo A, incluyendo los antecedentes y consecuencias medioambientales y personales. Otra aportación importante tiene que ver con la interacción entre persona y situación que se produce en el PCTA, de tal manera que las diferencias entre Tipo A y Tipo B son más pronunciadas bajo circunstancias particulares desafiantes. Las conclusiones del metaanálisis de Suls y Wan (1989) van en esta dirección: encuentran consistentemente una alta reactividad en presión sistólica en los individuos Tipo A. Otra línea de trabajo investiga los componentes específicos del tradicional constructo PCTA que están relacionados con la enfermedad coronaria. También se intenta averiguar la interrelación de los diferentes componentes de este patrón de conducta y su conexión con la enfermedad coronaria, aunque en este segundo punto se han realizado pocas investigaciones (Houston y cols., 1992). Pioneros en estas investigaciones son Matthews y cols. (1977), quienes, analizando factorialmente las puntuaciones de la Entrevista Estructurada obtenidas en el “Western Collaborative Group Study (WCGS)”, encuentran cinco factores, cada uno de ellos con características diferentes. Los análisis posteriores de las características individuales revelaron que la hostilidad y ciertos estilos de voz fueron los más predictivos de la enfermedad coronaria. Houston y cols. (1992) consideran que los individuos clasificados como Tipo A son heterogéneos en sus características, y no hay que ignorar que ciertas combinaciones o patrones de componentes pueden predecir el riesgo de enfermedad coronaria. Estos autores, reanalizando los datos del WCGS, encontraron que hay más de un patrón con características Tipo A que está relacionado positivamente con la incidencia de la enfermedad coronaria, más de un patrón que no está relacionado con dicha enfermedad, y más de un patrón que está inversamente relacionado, es decir, que podría ser considerado como un patrón protector. Sin ajustar los análisis para los demás factores de riesgo, el más relacionado con el riesgo de enfermedad coronaria es un patrón compuesto por las características de voz elevada y alta hostilidad; pero, cuando se ajustan los análisis para todos los factores, el más relacionado con el riesgo para la enfermedad coronaria es un patrón conformado por la combinación de la competitividad y la prisa, sin contener la variable de hostilidad. Este patrón resultó ser el más predictivo, y se sugiere que puede representar una hostilidad encubierta. Haciendo una revisión de los resultados de los principales estudios prospectivos, los datos nos llevan a la confirmación del PCTA como un factor de riesgo cardiovascular, y también como un agente que aumenta la ocurrencia de nuevos sucesos cardiovasculares cuando ya se ha tenido alguno. El primer estudio prospectivo diseñado para examinar el riesgo coronario del PCTA fue -166-
el WCGS (Rosenman y cols., 1975). Realizado con una muestra de 3.154 hombres libres de trastornos coronarios, y con un seguimiento de 8,5 años, pone de relieve que los sujetos que presentaban este patrón de conducta, diagnosticado mediante la Entrevista Estructurada, tuvieron el doble de probabilidad de desarrollar un trastorno coronario que aquellos otros sujetos diagnosticados como Tipo B. En el “Framingham Study of Coronary Risk” (Haynes, Feinleib y Kannel, 1980), realizado con una muestra de 1.674 individuos, y con 8 años de seguimiento se pudo observar una relación significativa entre PCTA -diagnosticado mediante la Escala de Framingham- y enfermedad coronaria. Concretamente, en mujeres con PCTA se encontró una incidencia del doble en enfermedad coronaria y del triple en angina de pecho comparadas con las mujeres Tipo B. Por su parte, en los hombres cuyas edades oscilaban entre los 45 y los 64 años de edad este patrón de conducta se asoció con una duplicación del riesgo de angina de pecho, de infarto de miocardio y de enfermedad coronaria en general; esta asociación fue independiente de los demás factores de riesgo. En un tercer gran estudio, el “Belgian-French Pooling Project” (Belgian-French Pooling Project, 1984), usando la Bortner Rating Scale para diagnosticar el PCTA, se encontró el doble de incidencia de trastornos coronarios en las personas cuyas puntuaciones se situaban en el percentil 75, o por encima, comparadas con las personas cuyas puntuaciones se localizaban en el percentil 25, o por debajo. Otros estudios prospectivos muestran semejantes resultados. Concretamente, en el estudio “Recurrent Coronary Prevention Project” (Brackett y Powell, 1988), realizado con una muestra de 1.012 pacientes que habían sufrido infarto de miocardio, durante 4,5 años de seguimiento, se observó que el PCTA -diagnosticado mediante la Entrevista Estructurada- fue un predictor independiente de muerte cardíaca súbita, pero no de muerte cardíaca no súbita. Sprafka y cols. (1990), con parte de los sujetos del “Minnesota Heart Survey”, encontraron una relación significativa entre el PCTA -diagnosticado mediante el Inventario de Actividad de Jenkins- y la prevalencia de la enfermedad coronaria, aunque esta prevalencia varió con las razas, siendo más altas las incidencias de la angina de pecho y del ataque cardíaco en personas de raza negra que en blancos. No obstante, hay que reseñar que algunos estudios no han sido positivos en sus predicciones con respecto a este patrón de conducta. Así, en el “Multiple Risk Factor Intervention Trial” (Shekelle y cols., 1985), realizado con una población de 12.700 hombres libres de trastornos coronarios al comienzo del estudio, tras un promedio de 7 años de seguimiento, el PCTA -diagnosticado mediante la Entrevista Estructurada y el Inventario de Actividad de Jenkins- no estuvo relacionado con la incidencia de la enfermedad coronaria. Tampoco se encontró este valor de predicción en el “Aspirin Myocardial Infarction Study” (Shekelle, Gale y Norusis, 1985), realizado con 2.070 hombres y 244 mujeres que habían tenido infarto de miocardio, el PCTA -diagnosticado con el Inventario de Actividad de Jenkins- no pudo ser relacionado con el riesgo de recurrencia de eventos coronarios mayores. Los resultados de la revisión llevada a cabo por Booth-Kewley y Friedman (1987) ponen de manifiesto que existe una relación entre PCTA y enfermedad coronaria y otras enfermedades oclusivas, siendo su efecto comparable al de otros factores de riesgo de la enfermedad. El diagnóstico realizado mediante la Entrevista Estructurada es mejor predictor que el realizado mediante el Inventario de Actividad de Jenkins, y los aspectos que más se relacionan con la enfermedad son la conducta inflexible y competitiva. Sin embargo, en la revisión del metanálisis realizado por Matthews (1988) no aparecen datos tan optimistas. Aunque se llega a la conclusión de que el PCTA, diagnosticado mediante la Entrevista Estructurada, está relacionado significativamente con la incidencia de la enfermedad coronaria a lo largo de los estudios, no se puede afirmar lo mismo cuando el diagnóstico se realiza -167-
con el Inventario de Actividad de Jenkins. A partir de la revisión de estudios sobre el PCTA y los trastornos coronarios realizada por Goldstein y Niaura (1992), estos autores resumen los datos de la siguiente manera “la evidencia epidemiológica sugiere que el PCTA es un factor de riesgo para el desarrollo de la enfermedad coronaria, pero la evidencia reciente indica que, cuando la enfermedad coronaria ya existe o el riesgo es alto, la presencia del PCTA global no incrementa el riesgo de tener posteriores sucesos mórbidos, excepto, quizá, muerte cardíaca súbita” (Goldstein y Niaura, 1992, p. 138). 4.2. Ira y hostilidad. El síndrome AHI Tal como se ha expuesto anteriormente (ver capítulo introductorio de este bloque temático), la ira, la hostilidad y la agresión conforman el síndrome AHI. Como se puede apreciar en la Figura 10.1, cada uno de sus elementos interacciona con los otros dos, y todos ellos en conjunto afectan negativamente a la salud. (Insertar Figura 10.1) La ira es una emoción negativa que conlleva, como cualquier emoción, su experiencia subjetiva o sentimiento, su activación fisiológica, su expresión facial característica y su afrontamiento, que se refiere a la tendencia o el impulso a la agresión. La hostilidad puede ser considerada como una variable multifacética, caracterizada por una tendencia a, o deseo de, infligir daño a otros, o la tendencia a sentir ira hacia otros (Smith, 1994). En parte, la hostilidad comparte características emocionales con la ira, tales como la activación fisiológica o el afrontamiento, pudiendo ser considerada como una actitud cognitiva que implica enemistad, denigración, cinismo y deseo de mal para otras personas. La agresión es el afrontamiento común de la ira y la hostilidad. En el entorno social en el que vivimos, este afrontamiento ha perdido la mayor parte de las veces su carácter adaptativo, y se ha convertido en una fuente de conflictos sociales y problemas que repercuten sobre la salud. 4.2.1. Unión entre el AHI y los trastornos cardiovasculares Se han propuesto diversos modelos para explicar el nexo de unión entre estas emociones y los trastornos cardiovasculares (ver su revisión en el capítulo sobre ira y hostilidad). El “Modelo de Vulnerabilidad Constitucional o Somatopsíquica”, de Krantz y Durel (1983), propone la existencia de diferencias biológicas individuales responsables de las manifestaciones psicológicas y comportamentales de la ira, la hostilidad y la agresión. El factor biológico subyacente es una hiperresponsividad del sistema nervioso simpático, la cual sería la responsable de la vulnerabilidad para el desarrollo de enfermedades cardiovasculares. Así pues, habría personas predispuestas biológicamente para tener unos mayores niveles de AHI, y como consecuencia serían más vulnerables al desarrollo de trastornos cardiovasculares. Por el contrario, habría otras personas biológicamente resistentes, que tendrían un menor riesgo o una prevención coronaria (Engel, 1977). El “Modelo de Vulnerabilidad Psicosocial”, de Smith y cols. (Smith y Frohm, 1985; Smith y Christensen, 1992), propone otra explicación del nexo de unión entre AHI y salud basada en la hostilidad interpersonal. Las personas más hostiles informan de un mayor número de conflictos interpersonales en el trabajo, en sus familias de origen, y en sus relaciones de pareja. Tal hecho tendría como consecuencia un bajo nivel de apoyo social y un elevado número de conflictos interpersonales, todo lo cual desencadenaría un mayor riesgo de desarrollo de enfermedades cardiovasculares. El “Modelo Conducta-Salud”, de Leiker y Hailey (1988), propone que las personas hostiles incrementan su riesgo de enfermedad cardiovascular debido a sus malos hábitos para la -168-
salud. Así, se ha encontrado una alta relación entre altos niveles de hostilidad y la falta de ejercicio físico, el bajo cuidado personal, episodios de incremento en la bebida, el consumo de tabaco y otras conductas perjudiciales para la salud cardiovascular. Precisamente, el estudio prospectivo epidemiológico “Coronary Artery Risk Development in Younh Adults” (CARDIA) ha puesto de manifiesto la relación entre hostilidad y el incremento de estas conductas de riesgo para la salud cardiovascular (Scherwitz y Rugulies, 1992). Adicionalmente, también se ha encontrado que estas mismas características del AHI contribuyen a una pobre adherencia a los tratamientos prescritos. El “Modelo de Reactividad Psicofisiológica”, de Williams, Barefoot y Shekelle (1985), propone que la hostilidad contribuye a la enfermedad cardiovascular por la manera en que las respuestas fisiológicas son aumentadas, incrementando la potencialidad patógena de los estresores. Este modelo sugiere que las personas hostiles experimentan con más frecuencia e intensidad episodios de ira, y están más frecuentemente en un estado de hipervigilancia ante el entorno social. La ira y la hipervigilancia se asocian con un incremento de las respuestas cardiovascular y neuroendocrina, lo cual contribuye al desarrollo de la enfermedad cardiovascular. Dadas las específicas características del síndrome AHI, los estudios de laboratorio han puesto de manifiesto que la reactividad cardiovascular se circunscribe a situaciones de estrés social, no apareciendo ante otro tipo de condiciones estresoras no sociales. En este orden de cosas, Averill (1982) ya había argumentado que la ira y la hostilidad frecuentemente representan intentos de regular o controlar las acciones de los otros. Es, precisamente, en esos intentos para influir sobre los otros donde se han encontrado los importantes incrementos en la reactividad cardiovascular (Smith y cols., 1989, 1990). Existen bastantes investigaciones que indican esta asociación. Entre ellas, los datos del estudio de seguimiento llevado a cabo en Detroit, con 1.006 personas, ponen de relieve que los sujetos con más alto nivel de expresión de ira muestran niveles más bajos de presión sistólica que aquellos sujetos con puntuaciones medias o bajas. Este resultado se repitió cuando se ajustaron los análisis para los factores de edad y peso (Gentry y cols., Chesney, 1982). Sin embargo, Christensen y Smith (1993) encuentran que, en una tarea de discusión de auto-revelación, los sujetos con puntuaciones altas en hostilidad obtienen unos niveles más altos de reactividad en presión sanguínea que los sujetos con puntuaciones bajas en esta emoción. El “Modelo Transaccional”, de Smith y Pope (1990), representa una integración y extensión de las aproximaciones basadas en la reactividad psicofisiológica y en los aspectos psicosociales. Así, postula que las personas hostiles, debido a sus expectativas y creencias sobre las intenciones y comportamiento de las demás personas, provocan un elevado número de conflictos interpersonales y pierden apoyos sociales; es decir, que ellos mismos crean esas características en su medio ambiente social a través de sus pensamientos y acciones. Por último, las respuestas fisiológicas patológicas surgen de la alta reactividad que despliegan estas personas hostiles ante los estresores sociales comunes a todas las personas, pero también ante los estresores adicionales que ellos han creado. En cada caso, la evidencia preliminar sugiere que todos estos modelos son plausibles, aunque todos ellos requieren mayor investigación. Por último, se están investigando los efectos interactivos que tienen otras variables. Entre estos predictores se encuentra la estabilidad y el nivel de autoestima (Kernis, Grannemann y Barclay, 1989); la defensividad (Jamner y cols., 1991); el recelo y la desconfianza (Williams y cols, 1980; Barefoot, Dahlstrom y Williams, 1983); el rol masculino (Eisler, Skidwore y Ward, 1988); la edad (Stoner y Spencer, 1987); el estatus social (Harburg, Blakelock y Roeper, 1979); la posibilidad de expresar o no las opiniones dentro de un medio ambiente (Engebretson, Matthews y Scheier, 1989). Otra de las líneas de trabajo que identifica la hostilidad como factor de riesgo de trastornos -169-
coronarios ha centrado su atención en la consideración de la hostilidad como componente del PCTA. Son ya varios los estudios en los que se ha encontrado que la ira y/o la hostilidad pueden ser tomadas como las variables de dicho patrón de conducta con capacidad para predecir los trastornos cardiovasculares (Haynes, Feinleib y Kannel, 1980; McDougall, Dembroski y Krantz, 1981; Dembroski y Costa, 1987; Hill y cols., 1987; Hecker y cols., 1988; Dembroski y cols., 1989). En este marco de referencia, Yuen y Kuiper (1991) llegan a la conclusión de que la hostilidad, la ira y la agresión pueden ser vistos como los componentes cognitivo, afectivo y conductual del PCTA, de tal suerte que las actitudes hostiles características del PCTA pueden formar un esquema cognitivo desadaptativo que, en conjunción con un amplio rango de sucesos medioambientales, produciría con más frecuencia e intensidad estados de ira. Además de la relación de la hostilidad con las variables de presión sistólica, diastólica y tasa cardíaca, se han establecido otras asociaciones interesantes. Así, se ha encontrado una relación positiva entre el nivel de hostilidad y la elevación del colesterol total en plasma (Weidner y cols., 1987), y entre hostilidad e incrementos en colesterol y epinefrina (Suarez y cols., 1991). Entre los estudios de seguimiento que aportan datos sobre la relación de la ira y los trastornos cardiovasculares, se encuentran los más conocidos y ya famosos, como el “Framingham Heart Study”, en el que, al cabo de ocho años de seguimiento de pacientes que habían sufrido trastornos coronarios, se encuentra una asociación entre la supresión de la manifestación de ira -medida con la Framingham Anger Scale- y los trastornos coronarios en trabajadores de cuello blanco con edad inferior a 65 años. En las mujeres con edades entre 55 y 64 años también se encontró significativa la puntuación de ira hacia dentro, siendo su puntuación más alta que la del grupo que no desarrolló trastornos. También fue significativa la puntuación de discutir sobre ira; concretamente, era más baja en el grupo con patologías; se establece, pues, una relación predictiva de la ira hacia dentro para los trastornos coronarios (Haynes, Feinleib y Kannel, 1980). Un estudio de seguimiento de 25 años, realizado por Barefoot, Dahlstrom y Williams (1983) con 255 médicos, dio una incidencia de enfermedad coronaria del 0,9 por mil en los sujetos que puntuaron por debajo de 13 en hostilidad, medida ésta mediante la Cook-Medley Hostility Scale (Ho), y del 4,5 por mil en los sujetos que puntuaron por encima de 13, siendo el promedio de mortalidad para quienes tenían puntuaciones por encima de la media 6,4 veces más alto que para aquellos que puntuaron por debajo de la media. Con los participantes del “Western Electric Study”, a quienes se les aplicó la anterior escala, se pudo apreciar que, tras diez años de seguimiento, las puntuaciones altas en hostilidad fueron predictivas de enfermedad coronaria, y seguían siéndolo, incluso de más trastornos, a los veinte años de seguimiento. En ambos momentos se controlaron los demás factores de riesgo (Shekelle y cols., 1983). Entre los trabajos que encuentran relaciones significativas y utilizan muestras de sujetos hipertensos, está el de Van Der Ploeg, Van Buuren y Van Brummelen (1985), realizado con una muestra de 104 pacientes con hipertensión esencial y un número igual de personas como grupo control. El grupo total de hipertensos (hombres y mujeres) mostró un nivel más alto nivel de estado de ira y de expresión de estado de ira que el grupo de normotensos. Cuando la comparación se efectuó por sexos, se pudo observar que los hombres hipertensos obtuvieron puntuaciones significativamente más altas que el grupo de control, tanto en estado como en rasgo de ira, y puntuaciones más altas en la expresión del estado de ira y temperamento que los normotensos. En el grupo de mujeres no aparecieron diferencias significativas. La escala utilizada fue el Inventario de Expresión de Ira Estado-Rasgo (STAXI). El reanálisis de los datos del WCGS, realizado por Houston y cols. (1992), muestra que las tasas de estilo hostil son importantes en la relación con la enfermedad coronaria. -170-
Los dos grandes metaanálisis de revisión sobre las conductas, factores de personalidad y emociones asociados con los trastornos coronarios, a saber, el de Booth-Kewley y Friedman (1987) y el de Matthews (1988), apuntan en sus resultados que la ira y la hostilidad son predictores significativos de los trastornos coronarios, con la matización de que, de las dos, la hostilidad presenta la más alta asociación. Las investigaciones han intentado establecer relaciones, no sólo con la incidencia de enfermedad, sino también con la severidad de la misma. En esta línea está el trabajo de Siegman, Dembroski y Ringel (1987), en el que se encuentra que las puntuaciones de hostilidad neurótica -medida con el Inventario de Hostilidad de Buss-Durkee- en pacientes con enfermedad coronaria, estuvieron inversamente relacionadas con la severidad de enfermedad; en cambio, las puntuaciones de hostilidad no neurótica estaban positivamente relacionadas con la extensión de la enfermedad. Para terminar, la importante conclusión a la que llega Johnson (1990b, p. 83) acerca de la ira y la hostilidad es que “la experiencia y la expresión (o la falta de expresión) de ira y hostilidad en formas extremas está asociada con un riesgo incrementado de enfermedad cardiovascular, así como con ciertos factores clásicos de riesgo de enfermedad cardíaca”. Esta conclusión de Johnson coincide con los datos de un estudio realizado por Fernández-Abascal y Martín (1994b) en varios grupos de la población española. Concretamente, los resultados muestran que las personas con trastornos coronarios (angina de pecho e infarto de miocardio) presentan las más altas puntuaciones en reacción de enfado-ira, ira hacia fuera (expresión de ira), rasgo de ira, ira hacia dentro y nivel de hostilidad global, que el resto de los grupos e personas sin trastornos cardiovasculares. 4.3. Reactividad cardiovascular El concepto de reactividad cardiovascular se refiere a los cambios que se producen en una variedad de parámetros psicofisiológicos en respuesta a los estímulos medioambientales (Smith y cols., 1989). Una exagerada responsividad cardiovascular a los estresores diarios y a cierto tipo de conductas y afrontamientos está implicada en el desarrollo de la expresión clínica de la enfermedad coronaria (Krantz y Manuck, 1984; Clarkson, Manuck y Kaplan, 1986; Van Egeren y Sparrow, 1989) y de la hipertensión esencial (Obrist, 1981; Fredrikson, 1991). Dentro de los patrones de respuesta existentes, hay un patrón particular de respuesta que implica la activación de la rama beta-adrenérgica del sistema nervioso simpático, y en el que Obrist (1981) y su equipo se han centrado intensamente por su especial relación con los trastornos cardiovasculares. La evidencia de la asociación entre la reactividad autonómica y neuroendocrina, y la enfermedad coronaria viene determinada por los datos obtenidos en investigaciones con animales, por los resultados procedentes de investigaciones prospectivas y de control de caso realizadas con humanos, y por las reseñas derivadas de los estudios experimentales que han examinado los correlatos fisiológicos de las conductas de riesgo coronario (véase Manuck y Krantz, 1986). Esta reactividad cardiovascular permanece más elevada incluso después de haber sufrido un trastorno cardiovascular. Así, en un estudio realizado con 30 pacientes diagnosticados de infarto de miocardio y 26 personas sanas, Sundin y cols. (1995) encuentran que, durante una tarea de aritmética mental, los sujetos infartados presentaban un patrón más consistente de activación betaadrenérgica que las personas sanas. 5. INTERVENCIÓN EN LOS FACTORES EMOCIONALES Dentro de los trastornos cardiovasculares, en los cuales los factores emocionales suponen un riesgo, elegimos la enfermedad coronaria en conjunto (angina, infarto de miocardio,...) para indicar la intervención en el tratamiento de las emociones. En este apartado no abordamos la -171-
intervención sobre los factores clásicos de riesgo, pues nos ceñiremos únicamente a la intervención en el PCTA y en las emociones. En función de las personas a quienes va dirigida la intervención en la enfermedad coronaria, ésta se ha desarrollado en dos niveles diferentes: por una parte, tenemos la intervención preventiva, basada en la reducción de los factores clásicos de riesgo y de los factores emocionales de riesgo; y, por otra parte, la intervención en la rehabilitación y tratamiento de personas que han padecido algún tipo de evento coronario (Fernández-Abascal, 1994). Ambos tipos de intervención comparten múltiples objetivos terapéuticos, pero también mantienen procedimientos diferentes, por lo que se desarrollarán de forma separada. 5.1. Intervención preventiva La prevención de la enfermedad coronaria debe incluir necesariamente intervenciones, tanto sobre los factores tradicionales y clásicos de riesgo, como sobre los factores emocionales de riesgo (Fernández-Abascal y Martín, 1995b). La aplicación de programas comportamentales con técnicas que garanticen la modificación del comportamiento es la alternativa eficaz para ayudar a la gente a cambiar los estilos de vida y las conductas, de modo que se reduzca el riesgo de desarrollar la enfermedad. En la Tabla 10.3 se recoge un esquema con los elementos que constituyen la propuesta de un programa preventivo comportamental. Para cada uno de los bloques que componen el programa, su aplicación puede realizarse de modo individual y en grupos. Hay un primer bloque de intervención para los factores clásicos de riesgo, sobre los que hay que actuar con un módulo específico, en el caso de que estén presentes en un sujeto concreto, y un segundo bloque de intervención para los factores comportamentales, que típicamente se ha centrado en el PCTA. Es importante resaltar que debe actuarse sobre cada factor de riesgo con su módulo, pues los efectos de estos entrenamientos son específicos, y los beneficios obtenidos en uno de ellos no tienen por qué generalizarse a los restantes. Todos los sujetos deben ser sometidos a un seguimiento de la efectividad de la intervención. (Insertar Tabla 10.3) Dentro del módulo del PCTA, el primer programa terapéutico lo publicó en 1974 Richard Suinn, y lo denominó “Programa de Administración de Tensión Cardíaca”. Otro enfoque en el tratamiento del PCTA de forma preventiva es el “Proyecto de Prevención Coronaria Periódica”, de Friedman y cols. (1982, 1986), que fue desarrollado durante cinco años con 900 personas Tipo A en el Hospital Mount Zion de San Francisco. La duración media de los programas de intervención es de unas 30 horas de entrenamiento, tal como se constata en el “Programa de Conducta de Proyecto Montreal”, de Roskies y cols. (1979), en la “Intervención Educativa para Tipo A”, de Curtis (1974), o en la “Terapia Multimodal de Comportamiento”, de Jenni y Wollersheim (1979). Independientemente del tipo de programa utilizado, se ha empleado una amplia gama de técnicas, consideradas como potencialmente útiles en reducir el riesgo del componente emocional en este patrón de conducta. En función del metaanálisis realizado por Nunes, Krank y Kornfeld (1987), las técnicas que poseen un mayor efecto preventivo son las siguientes: ! La “educación del riesgo Tipo A”, que es un procedimiento basado en sesiones educativas, en las que se informa sobre la asociación entre los comportamiento Tipo A y la enfermedad coronaria. Por término medio, este tipo de procedimientos es responsable de un 39% de los efectos positivos que se obtienen en los programas preventivos de intervención en los que es incluido. ! La “reestructuración cognitiva”, que es un procedimiento enfocado, en primer lugar, a la identificación de las cogniciones típicas del comportamiento Tipo A y del síndrome emocional de -172-
ira y hostilidad, y, en segundo lugar, a la modificación de tales cogniciones y síndrome emocional mediante su reestructuración. Este tipo de intervención parece aportar el 37% de los efectos positivos. ! La “imaginería”, que es una técnica que se basa en imaginar situaciones de alta activación y/o de confrontación, las cuales son utilizadas para practicar habilidades específicas de afrontamiento, desarrolladas mediante la relajación o la reestructuración cognitiva. La aportación de este tipo de técnicas en los programas de intervención preventiva es del 21% de los efectos positivos de los mismos. ! La “relajación”, que es el entrenamiento en alguna técnica de desactivación, entre las cuales las más utilizadas han sido los procedimientos basados en la relajación progresiva y en el yoga. El porcentaje de efectos beneficiosos debidos a este tipo de técnicas es del 18%. ! La “educación del riesgo coronario”, que es un procedimiento instruccional mediante el cual se educa a los sujetos en la relación entre los factores tradicionales de riesgo y el desarrollo de la enfermedad coronaria, excluyendo los factores emocionales de riesgo. Este tipo de intervención es responsable de un 18% de los efectos positivos. ! El “afrontamiento Tipo B”, que es un entrenamiento principalmente basado en la técnica del juego de roles, y que tiene como finalidad el desarrollo de habilidades de afrontamiento típicas del patrón de conducta Tipo B; es decir, estrategias de afrontamiento alternativas a las manifestadas por el sujeto Tipo A. Los beneficios de este tipo de entrenamiento son del 15% del total. En cuanto a las emociones de ira y hostilidad, aunque hay varios estudios que muestran datos relevantes respecto a la modificación de las reacciones de ira (Moon y Eisler, 1983; Deffenbacher y cols., 1987), esos tratamientos no fueron diseñados para alterar explícitamente la hostilidad y la ira predictivas de enfermedad coronaria, y no se educó a los sujetos en una relación comprensiva ente estas emociones y la enfermedad coronaria. Así, en el “Recurent Coronary Prevention Project” se encontró que el tratamiento del PCTA, que redujo los sucesos cardíacos, también redujo los niveles de hostilidad (Mendes De Leon, Powell y Kaplan, 1991), pero esos tratamientos no consideraban la ira y la hostilidad como factores de riesgo con entidad propia, sino que estaban integrados como componentes del PCTA. Algunos autores, como Dembroski y Costa (1987), sostienen que centrarse en la hostilidad y en sus componentes predictivos de enfermedad coronaria como blanco terapéutico puede ser más efectivo a la hora de prevenir la enfermedad coronaria en individuos con riesgo que hacerlo sobre el constructo PCTA. 5.2. Tratamiento de la enfermedad coronaria La OMS (véase Langosch, 1984) define la rehabilitación cardíaca como la suma de las medidas necesarias para proporcionar al paciente postinfartado las mejores condiciones físicas, psicológicas y sociales que le permitan recuperar una posición normal en la sociedad y una vida tan activa y productiva como sea posible. El papel de los factores comportamentales en la fase de tratamiento clínico de la enfermedad coronaria mantiene ciertas coincidencias, en problemática y en objetivos, con el programa preventivo anteriormente visto. Así pues, para evitar repeticiones, aquí nos referiremos exclusivamente a los aspectos diferenciadores, remitiéndonos al apartado anterior para todo lo referente a los demás aspectos. 5.2.1. Condiciones previas al tratamiento Hay un importante problema con respecto a la enfermedad coronaria que se escapa del propio programa de tratamiento, y que se corresponde con el segmento temporal que se inicia con la aparición del propio evento y dura hasta la iniciación del programa de intervención -173-
comportamental. Quizá, algunos de sus aspectos deberían haberse incluido dentro de los programas de prevención de la enfermedad coronaria, mientras que otros caen fuera de lo que son los programas de tratamiento coronario al uso. Pero, por seguir una secuenciación temporal en el proceso, hemos preferido incluirlos en este punto. Un primer aspecto de las condiciones previas al tratamiento se refiere al hecho de que, por una parte, muchas personas mueren de forma repentina como consecuencia de un infarto de miocardio u otras complicaciones de la enfermedad, y, por otra parte, alrededor de la mitad de ellas lo hacen en un plazo de una hora después de haber aparecido los síntomas agudos de dolor de pecho, falta de aire y fatiga. Según los trabajos de Moss y Goldstein (1970) y Gentry y Haney (1975), después de experimentar los síntomas de la enfermedad, las personas demoran la búsqueda de ayuda médica apropiada más allá de la primera hora crucial. Estas demoras en la llegada al hospital son consecuencia del tiempo empleado en la toma de la decisión, intervalo durante el cual los pacientes coronarios tienen que trabajar a través de una secuencia cognitiva compleja de percepción y reconocimiento de la naturaleza y severidad de sus síntomas, y la necesidad de tratamiento; y, así mismo, tienen que ajustar la comunicación con su cónyuge, familiar y/o amigos para solicitar asesoramiento sobre cómo tratar esos síntomas. Éste es el intervalo en el que los factores comportamentales juegan su papel más importante. La forma de abordar el problema de la negación de la enfermedad y de facilitar la toma de decisiones rápidas y efectivas ante la aparición de síntomas de la enfermedad coronaria se centra en educar al paciente sobre la sintomatología más común del infarto agudo (descrita anteriormente), y también, en la medida de lo posible, en involucrar a todas las personas del entorno que intervienen en este proceso de toma de decisión, lo que implica un amplio programa de educación para la salud. Un segundo aspecto de estas condiciones previas al tratamiento se refiere a las condiciones psicológicas (alteraciones emocionales) en las que se encuentra el paciente una vez ingresado en una “Unidad de Cuidados Coronarios”, y que pueden estar relacionadas con la morbilidad y mortalidad si no se atienden adecuadamente. Los estudios existentes ponen de manifiesto que estas condiciones psicológicas que aparecen en esta unidad se mantienen incluso al salir de ésta, aunque habitualmente sólo suelen durar entre uno y dos días, remitiendo por sí solas. Estas manifestaciones psicológicas pueden ser: A.- Ansiedad, que aparece en algún grado en un importante número de pacientes, concretamente, en torno al 80% de los casos. B.- Depresión, aproximadamente en el 58% de los casos. C.- Hostilidad, aproximadamente en el 22% de los casos. D.- Agitación, aproximadamente en el 16% de los casos. La ansiedad y la depresión, que, por su incidencia, son los dos problemas psicológicos más importantes de esta fase, no aparecen asociados en el tiempo. Así, la ansiedad se presenta en los primeros momentos de la fase aguda y va desapareciendo a medida que ésta se supera, mientras que los sentimientos depresivos comienzan su aparición al superar la fase aguda y van creciendo progresivamente a medida que el paciente se recupera, es dado de alta, y se reintegra a su casa. Precisamente, es en ese momento cuando la depresión puede llegar a convertirse en un problema importante. En todos estos problemas, además de las propias características del paciente y la severidad de la enfermedad, tienen especial relevancia las condiciones ambientales de la propia “Unidad de Cuidados Coronarios”, la información/especulación del paciente acerca del progreso de la enfermedad, y las secuelas que implicará.
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5.2.2. Programa de intervención El programa de intervención debe dar comienzo una vez terminado el tratamiento médico de la fase aguda, y debe realizarse en coordinación con el equipo médico que supervise el caso, o por un equipo interdisciplinario. El objetivo de esta intervención es la prevención de futuras reincidencias, para lo cual deberemos incidir sobre los factores de riesgo coronario, teniendo en cuenta que, en este caso, frente a los programas preventivos, dichos factores ya han conseguido provocar la enfermedad, por lo que la intervención debe ir dirigida a la obtención de los objetivos terapéuticos. El lugar donde se lleve a cabo el programa no es indiferente, por lo que es preferible desarrollarlo en conjunto con el equipo médico y en el mismo lugar donde se encuentre éste. Algunos puntos de este programa ya han sido revisados al hablar del programa de prevención. Nos centraremos en aquellos aspectos más específicos. En la Tabla 10.3, se recoge un esquema con los elementos que constituyen la propuesta del programa de tratamiento emocionalcomportamental de la enfermedad coronaria. Con excepción del módulo de tratamiento individual, la aplicación en cada uno de los bloques que componen el programa puede realizarse tanto de modo individual como en grupos. ! Módulo de Evaluación Psicológica La evaluación psicológica deberá aplicarse a todos los sujetos que vayan a participar en el programa de tratamiento. Se evaluará cada uno de los factores de riesgo y las variables psicológicas colaterales que aparecen en conjunto con la enfermedad. Se seleccionarán las consecuentes conductas objetivo, y se diseñará un programa de intervención para ellas. Como señalan Bueno y Buceta (1996), la evaluación inicial del paciente infartado debería incluir los siguientes apartados: a) factores de riesgo de infarto de miocardio, b) funcionamiento general, c) funcionamiento familiar, d) funcionamiento laboral, e) funcionamiento social, f) funcionamiento sexual, g) estado de ánimo tras el infarto, y h) actitud hacia la enfermedad. Dentro de los factores comportamentales, es interesante también la evaluación de los estilos de afrontamiento y los de tipo general relacionados con su salud. ! Módulo de Tratamiento Individual Esta línea de intervención funciona como un apoyo a los restantes módulos específicos. Al principio debe establecerse como una tutoría que dirige al sujeto durante su intervención. El aspecto rector debería ser el de la terapia de mínimo contacto, aunque en la práctica esto no suele ser así, porque no debe descartarse una intervención más extensa cuando el paciente presente otros problemas psicológicos colaterales a la enfermedad y desee atención y asistencia para ellos. ! Módulo de Adherencia al Tratamiento Este programa lo deben seguir todos los pacientes y tiene tres objetivos principales: 1) aumentar la adherencia al tratamiento médico, que, generalmente, será de tipo medicamentoso; 2) preparar al paciente para las intervenciones médicas dolorosas; 3) preparar al paciente para las intervenciones quirúrgicas y períodos de post-operatorio. En este programa puede utilizarse todo tipo de materiales para la información del sujeto respecto a su enfermedad y los tratamientos disponibles. Igualmente, puede utilizarse la autoobservación y programas de auto-control para mejorar la adherencia. La preparación para las intervenciones médicas añade a los factores anteriores la utilización de estrategias cognitivas de enfrentamiento, además de utilizarse procedimientos breves de relajación y/o pautas de sugestión. La adherencia al tratamiento comportamental también debe cuidarse en algunos casos, especialmente en aquellos en los que el paciente no entiende la finalidad de éste o lo rechaza por asociarlo con enfermedades mentales (Fernández-Abascal, 1994). ! Módulo de Reinserción Social -175-
Este módulo es de especial aplicación en los casos en los que se mantiene un severo tratamiento médico y/o se han producido fuertes incapacidades como resultado del proceso de su enfermedad (Fernández-Abascal, 1994). Se trata de señalar al sujeto sus verdaderas limitaciones y adaptarle socialmente. Si fuera necesario, junto a los programas de actividades y de entrenamiento en habilidades específicas, pueden utilizarse programas de información. Por último, junto a los demás contenidos de cualquier programa de inserción social, resulta de especial importancia considerar los aspectos laborales y sexuales.
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TABLA 10.1 Trastornos cardiovasculares ENFERMEDADES DEL CORAZÓN GRANDES SÍNDROMES CARDIOCIRCULATORIOS Insuficiencia cardíaca Edema agudo de pulmón Arritmias hiperactivas. Arritmias hipoactivas Hipertensión arterial Hipertensión pulmonar Hipotensión Shock Síncope Muerte súbita ENFERMEDADES PRIMARIAS DEL CORAZÓN, PERICARDIO Y GRANDES ARTERIAS Cardiopatías congénitas Valvulopatías Aterosclerosis Cardiopatía isquémica. Angina. Infarto de miocardio Enfermedades del miocardio Fiebre reumática Endocarditis infecciosa Endocarditis trombótica abacteriana Enfermedades del pericardio Tromboembolismo pulmonar (Cor pulmonale agudo) Cor pulmonale crónico Tumores y quistes cardíacos Enfermedades de la aorta torácica ENFERMEDADES SECUNDARIAS DEL CORAZÓN Enfermedades sistémicas Conectivopatías hereditarias Endocrinopatías Enfermedades renales Diselectrolitemias Enfermedades neurológicas Enfermedades hematológicas Enfermedades neoplásticas TRASTORNOS DEL SISTEMA VASCULAR
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Aterosclerosis Hipertensión arterial. Vasculopatía hipertensiva Enfermedades de la aorta Enfermedades vasculares de las extremidades. Enfermedades arteriales. Enfermedades de las venas. Trastornos linfáticos.
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TABLA 10.2 Factores de riesgo de trastornos cardiovasculares FACTORES DE RIESGO INHERENTE
FACTORES DE RIESGO CLÁSICOS
FACTORES DE RIESGO EMOCIONALES
- Edad (mayor edad más riesgo) - Sexo (varones mayor riesgo) - Diabetes - Historia familiar de trastornos cardiovasculares
- Colesterol y Triglicéridos (Lipoproteínas de baja densidad (LDL) mayor nivel más riesgo, Lipoproteínas de alta densidad (HDL) mayor nivel menos riesgo) - Acido úrico - Hipertensión arterial - Obesidad (el exceso de peso en el área abdominal aumenta el riesgo) - Falta de ejercicio físico - Cafeína - Tabaco
- Patrón de conducta Tipo A - Ira - Hostilidad - Reactividad cardiovascular
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TABLA 10.3 Intervención en los trastornos cardiovasculares INTERVENCIÓN PREVENTIVA EVALUACIÓN DE RIESGOS RIESGOS CLÁSICOS
RIESGO EMOCIONAL COMPORTAMENTAL
Anti-hipertensión Anti-tabaco Anti-alcohol Control dieta Ejercicio físico
Conducta Tipo A Ira Hostilidad
PROGRAMA DE INTERVENCIÓN EVALUACIÓN PSICOLÓGICA TRATAMIENTO INDIVIDUAL
TRATAMIENTO GRUPO ------------------> ADHERENCIA TRATAMIENTO ----- Anti-hipertensión ----- Anti-tabaco ----- Anti-alcohol ----- Control dieta ----- Ejercicio físico ----- Programa Tipo A ----- Tratamiento Ira-Hostilidad ----- Reinserción social
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FIGURA 10.1 El síndrome AHI
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CAPÍTULO 11
IRA Y HOSTILIDAD: EVALUACIÓN E IMPLICACIONES EN EL TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DE PACIENTES INFECTADOS POR VIH Manuel S. Moscoso y María Paz Bermúdez 1. INTRODUCCIÓN La ira y la hostilidad son emociones que se encuentran descritas en la filosofía, la literatura y la religión desde hace muchos siglos. Desde un punto de vista histórico, los efectos de estas emociones negativas han sido ampliamente enfatizados en la etiología de problemas psicológicos tales como las neurosis, la esquizofrenia y los procesos maníaco-depresivos. Sin embargo, en los últimos años, estas dos emociones están recibiendo la debida atención e importancia por parte de la medicina y la psicología de la salud. En la actualidad, la ira y la hostilidad representan un papel fundamental en los estudios acerca de la etiología y desarrollo de ciertas enfermedades, y en la elaboración de programas de tratamiento psicológico para contrarrestar los efectos negativos que estas emociones generan durante el desarrollo de la enfermedad y su natural proceso de deterioro físico y emocional (Moscoso, 1993, 1995a). Williams, Barefoot y Shekelle (1985) han sugerido que la hostilidad y la ira contribuyen al desarrollo de ciertas enfermedades, aumentando la actividad neuroendocrina, que, a su vez, causa irregularidades en el funcionamiento del sistema inmune, disminuyendo el umbral de vulnerabilidad de la persona enferma. Consideramos que éste es un tema central en el proceso de deterioro de los individuos afectados por VIH/SIDA. Es necesario que se potencie el desarrollo e implementación de estudios empíricos que corroboren dicha hipótesis. El objetivo principal de este capítulo es establecer la importancia que tienen la ira y la hostilidad en personas infectadas por el VIH, y hacer un breve análisis atribucional de la causalidad y formación de estas emociones dentro del proceso de interacción en la comunidad. Así mismo, también queremos destacar la diferencia entre ambos conceptos como respuestas emocionales a situaciones de estrés. Por último, se discutirán sus implicaciones en los procesos de evaluación y tratamiento psicológico. 1.1. Diferencias conceptuales entre la ira y la hostilidad Uno de los problemas observados dentro de esta línea de investigación y estudio es la ambigüedad y confusión que existen en cuanto a la utilización de los términos ira, hostilidad y agresión. Muchos autores tienden a referirse a estos conceptos de manera indiferenciada. Esta confusión conceptual queda claramente reflejada en la diversidad de operaciones realizadas en la evaluación de estas emociones y en la construcción de pruebas psicométricas cuya validez es seriamente cuestionada (Biaggio, Supplee y Curtis, 1981). La distinción propuesta por Buss (1961) entre cognición, afecto y conducta, nos ofrece un marco teórico muy útil. Desde este punto de vista, el concepto de ira se refiere a un estado emocional que incluye sentimientos que varían en intensidad, desde una ligera irritación o molestia hasta furia intensa o rabia, ocurriendo, por lo general, como respuesta a la percepción de provocación o maltrato. Así mismo, la ira, no sólo debe ser considerada como una reacción emocional, sino también como una predisposición de personalidad, permitiendo hablar de las diferencias individuales en la frecuencia e intensidad de esta emoción. (Spielberger y cols., 1985). Algunos autores consideran que la ira no funcional está mezclada con reacciones de defensa, por ejemplo la ira puede negarse, desplazarse, interpretarse o proyectarse en los demás. -182-
En otras ocasiones, la ira se manifestaría ante situaciones concretas, como sentirse criticado o cuestionado en su autoridad. Por otra parte, hay personas que se sienten encolerizadas de forma crónica, existiendo un gran número de situaciones capaces de provocarles con facilidad; estas personas sufren una especie de irritabilidad generalizada que les hace responder con un enfado más intenso y duradero (Deffenbacher, 1993). La confusión es aún mayor cuando nos referimos a la definición de hostilidad. La hostilidad puede ser entendida como la tendencia a desear hacer daño o sentir ira hacia otros (Chaplin, 1982). Otros autores la definen como un conjunto de actitudes, creencias y evaluaciones con relación a otros. Hostilidad implica la percepción de los demás como una fuente frecuente de provocación, maltrato y frustración, asumiendo como resultado la creencia de que los otros no merecen la confianza ni el respeto. Dentro de este marco teórico, Barefoot (1992) sugiere que el componente afectivo de la hostilidad incluye una variedad de emociones muy relacionadas, por ejemplo ira, enfado, irritabilidad y resentimiento. El componente cognitivo incluye creencias negativas hacia la naturaleza humana en términos generales. Por último, el componente conductual incluye una variedad compleja de manifestaciones antagonistas, falta de cooperación y agresión verbal y/o física. Debido a la interposición significativa de las definiciones de ira, hostilidad y agresión, así como también la variedad de procedimientos operacionales utilizados para evaluar estos conceptos por medio de instrumentos psicométricos, Spielberger y cols., (1985) se suele referir a ellos bajo la denominación conjunta de síndrome AHI (ver Fernández-Abascal y Palmero, presente obra). Es obvio que la ira se encuentra en el núcleo del síndrome AHI. Sin embargo, debemos indicar que ciertos aspectos de esta emoción son típicamente enfatizados en definiciones de hostilidad y agresión. Con el propósito de entender la naturaleza del síndrome AHI, Johnson, Spielberger, Worden y Jacobs (1987) desarrollaron un modelo básico que explica los mecanismos a través de los cuales la mayoría de las personas experimentan ira: la ira es definida como una respuesta psicofisiológica (que incluye sentimientos negativos, pensamientos de naturaleza antagonista y una activación fisiológica de aceleración) que es inducida por situaciones sociales en las que el individuo percibe la pérdida (o peligro de pérdida) de algo que le pertenece (un derecho, objeto material, salud, empleo o matrimonio), de manera arbitraria e injusta por acción de otros (persona, grupo o sociedad). Esta reacción de ira será experimentada intensamente cuando la pérdida ocurra inesperadamente, cuando sea percibida como excesivamente injusta, y cuando comprometa un aspecto altamente valorado por el individuo. La intensidad y duración de este episodio estará en relación directa con la cantidad de tiempo que se requiera para modificar dicha situación. En la literatura psicológica, la supresión de la ira es aceptada como una respuesta de afrontamiento a la provocación. En la medida en la que este tipo de respuesta se presente de manera usual a través de diferentes situaciones sociales, el individuo va a desarrollar un estado de resentimiento y hostilidad. Bajo estas condiciones emocionales, los procesos psicofisiológicos se estimulan en función de un conjunto de actitudes y creencias de naturaleza antagonista. El ritmo cardíaco y la presión sanguínea se elevan, lo cual produce una excitación del sistema nervioso central. Es decir, se experimenta un estado de ira sin lograr una adecuada forma de expresarla. De acuerdo con los estudios descritos por Johnson (1990), estas respuestas psicofisiológicas asociadas con la experiencia subjetiva de la ira pueden ser altamente nocivas para la salud, pudiendo ser entendidas como estresores específicos que alteran el balance bioquímco del organismo, así como también el funcionamiento del sistema inmune. Este autor afirma que la alteración del balance bioquímico del organismo causada por el síndrome AHI podría estar también asociada a ciertos tipos de cáncer. -183-
Tras un cuidadoso análisis de los estudios psicológicos disponibles acerca de la ira, la hostilidad y la agresión, Spielberger, Jacobs, Russell y Crane (1983) propusieron definiciones operacionales para cada uno de estos conceptos, las cuales merecen ser tomadas seriamente en consideración. Así, estos autores indican lo siguiente: “El concepto de ira se refiere a un estado emocional que incluye sentimientos que varían en intensidad, desde una ligera irritación o molestia hasta rabia o furia intensa. A pesar de que la hostilidad incluye usualmente sentimientos de ira, suele implicar un complejo conjunto de actitudes, lo cual puede provocar conductas agresivas encaminadas a la destrucción de objetos o a la producción de daño físico a los otros. Mientras los conceptos de ira y hostilidad hacen referencia a sentimientos y actitudes, el concepto de agresión implica generalmente una conducta punitiva o destructiva hacia otros” (p.160). 1.2. Importancia del estudio de la ira y la hostilidad en la salud La ira y la hostilidad son conceptos de gran importancia para entender el efecto de los factores psicosociales en el desarrollo de ciertas enfermedades. Numerosos estudios de investigación indican que la experiencia y la expresión de la ira contribuyen al progreso de algunos trastornos físicos, tales como la diabetes (DeShields y cols., 1989), el cáncer (Cox y MacKay, 1982), la hipertensión y las enfermedades coronarias (Diamond, 1982; Chesney y Rosenman, 1985; Spielberger y Moscoso, 1995), y el VIH/SIDA (Robins y cols., 1994; Brown, Schultz y Gragg, 1995). Esta aparente asociación entre ira y hostilidad con la salud genera un interrogante acerca de los mecanismos subyacentes a esa relación. Al respecto, se han considerado varias posibilidades: Un primer mecanismo de asociación entre ira y hostilidad y salud se refiere al modelo de vulnerabilidad psicosocial. En algunos estudios e investigaciones se indica que las puntuaciones elevadas en hostilidad se encuentran positivamente correlacionadas con niveles altos de conflictos interpersonales y niveles bajos de apoyo social (Scherwitz, Perkins, Chesney y Hughes, 1991). En este sentido, otros autores (Smith, Pope, Sanders, Allred y O’Keeffe, 1988) han puesto de relieve la existencia de este tipo de asociaciones dentro del contexto laboral y familiar, debido a que la ira interfiere con la la interacción personal, la concentración y la realización de tareas. Una segunda posibilidad de relación entre estas emociones y la salud se puede explicar a partir del modelo transaccional. Desde este punto de vista, las personas hostiles, no solamente responden a los estresores diarios con un mayor nivel de actividad neuroendocrina, sino que, en función de sus actitudes y creencias, pueden, además, generar un alto nivel de tensión y ansiedad durante el contacto con los estresores (Smith y Pope, 1990). Interpretar las acciones de los otros con desconfianza y anticipar la provocación y el maltrato genera un comportamiento antagonista, lo cual facilita el conflicto interpersonal en la vida diaria. El modelo transaccional nos ofrece una buena explicación del proceso biopsicosocial, a través del cual la hostilidad es considerada como un factor de riesgo para la adquisición de ciertas enfermedades, como, por ejemplo, los trastornos coronarios. Una tercera posibilidad de asociación se basa en el modelo de salud conductual. En este orden de cosas, Leiker y Hailey (1988) sugieren que los individuos hostiles podrían ser personas de alto riesgo para contraer enfermedades debido a sus muy pobres hábitos de salud, tales como un excesivo consumo de tabaco y de alcohol, la falta de entrenamiento físico y las pocas horas destinadas al sueño. Houston y Vavak (1991) plantean que las elevadas puntuaciones en hostilidad estaban significativamente relacionadas con el consumo de alcohol y con la conducción de vehículos en estado de embriaguez. De igual manera, la hostilidad está relacionada con otras conductas peligrosas que afectan a la salud, como, por ejemplo, el riesgo de contraer -184-
enfermedades venéreas y VIH/SIDA, debido a un alto índice de promiscuidad. Perkins, Leserman, Murphy y Evans (1993) encuentran que las puntuaciones altas en ira y hostilidad están asociadas con un alto índice de riesgo de contraer el VIH, debido al uso infrecuente del preservativo. Otros estudios de investigación indican que, debido a una actitud de desconfianza y de oposición, las personas hostiles podrían aplazar o ignorar la necesidad de tratamiento médico, además de evitar cumplir con las prescripciones médicas y continuar un tratamiento adecuado (Suls y Sanders, 1989). Esta demora a la hora de recibir tratamiento médico o de someterse a un diagnóstico por problemas físicos sin importancia aparente están significativamente asociadas con el desarrollo de enfermedades como la infección por VIH/SIDA, el cáncer y las enfermedades coronarias. 2. LA IRA COMO UNA RESPUESTA EMOCIONAL BAJO CONDICIONES DE ESTRÉS El término estrés es un concepto ampliamente utilizado, pero que puede llegar a suscitar considerable controversia. Hace algún tiempo, Hans Selye indicó lo siguiente: “El estrés es un concepto científico que ha sufrido el hecho de ser muy conocido y muy poco entendido” (Selye, 1976). Según el modelo propuesto por este autor, se define el estrés como una respuesta no específica del organismo a algún tipo de demanda con características negativas para el mismo. Selye se refirió a este patrón no específico con el nombre de Síndrome General de Adaptación (SAG), que, como es bien conocido, consta de tres fases: reacción de alarma, resistencia y agotamiento. De forma general, en la literatura psicológica disponible en este ámbito de estudio se acepta que la experiencia y la expresión de la ira y la hostilidad pueden ser consideradas como respuestas emocionales al fenómeno denominado estrés (Spielberger y Moscoso, 1996). Desde la perspectiva del síndrome general de adaptación, es posible que el estado de resistencia se acorte en la medida en que la experiencia de la hostilidad se mantenga exacerbada por episodios frecuentes e intensos de ira provenientes de estresores. Esta situación podría precipitar una crisis de adaptación que puede culminar en la fase de agotamiento, ocasionando una depresión de las funciones inmunes, particularmente en aquellas en las que participan los linfocitos CD4. A partir de estudios psicoinmunológicos, sabemos que estos linfocitos CD4 tienen implicaciones muy importantes en el caso de individuos que sufren de VIH/SIDA (Moscoso, 1994). En función de los estudios realizados por Johnson (1990), la experiencia de un episodio de ira genera un estado de alarma y un proceso de adaptación a la fase de resistencia sin peligro de llegar a la fase de agotamiento, debido a que un simple episodio de ira es experimentado por lo general de manera breve. Este mismo autor sugiere que la ira y la hostilidad contribuyen directa o indirectamente con un incremento en la activación del sistema nervioso simpático. Esta activación está asociada con enfermedades crónicas. Broman y Johnson (1988) han estudiado la implicación del grado de expresión de la ira como respuesta al nivel de estrés personal en el pasado y el presente en una muestra de 713 adultos en USA. Estos investigadores sugieren que la ira y la hostilidad juegan un papel primordial en los problemas de salud. Además, señalan que los sentimientos muy fuertes de ira y hostilidad cumplen una función vital en la gestación de estados de estrés en la vida diaria. Estos autores aportan cuatro conclusiones significativas: (1) la frecuencia con la que se expresa la ira hacia fuera, hacia otros, (ira manifiesta) podría servir como indicador de los eventos negativos de estrés de un individuo; (2) los eventos negativos de estrés fueron asociados con un elevado número de problemas de salud en dicha muestra; (3) el número de eventos negativos de estrés y la frecuencia en la expresión de ira hacia afuera (ira manifiesta) mostraron que, de manera independiente, eran indicadores de problemas de salud; (4) los sujetos de estudio que presentan los más altos niveles -185-
de ira muestran también los más altos grados de alteración emocional. Finalmente, estos autores concluyen que la ira es un factor de riesgo para los problemas de salud a través de su asociación con los eventos negativos y con el estrés. Estos resultados apoyan la hipótesis de que los individuos que muestran dificultades en el control de la ira son los más propensos a destruir sus propias fuentes de apoyo social y, en general, sus relaciones con otras personas, quienes, en circunstancias diferentes, podrían servir como mediadoras y como dispensadoras de ayuda en la relación que se establece entre los eventos estresantes y los potenciales problemas de salud que les pueden afectar. Desde el punto de vista de la teoría transaccional, el estrés psicológico es entendido como una forma particular de transacción entre la persona y su medio ambiente. Esta transacción incluye tres elementos básicos: el agente estresor, la percepción de amenaza, y la reacción emocional (Lazarus, 1966, 1993). Lazarus defiende que las transacciones de estrés se inician como resultado de cualquier situación o evento, el cual es percibido por el sujeto como potencialmente peligroso, dañino o frustrante, con lo cual esta situación o evento puede ser considerado como un agente estresor por ese sujeto. Cuando este agente estresor, en función de una evaluación cognitiva que la persona realiza de manera consciente o automática, es percibido e interpretado como una amenaza se desencadena una reacción emocional. 2.1. Evaluación cognitiva El concepto de evaluación cognitiva, elaborado inicialmente por Arnold (1960), y estudiado más ampliamente por Lazarus (1966, 1984), cumple un papel fundamental en el proceso de estrés. La evaluación cognitiva podría ser entendida como el proceso de negociación entre las demandas del medio ambiente y los recursos del individuo, determinando las consecuencias que esta persona va a experimentar. Este proceso de evaluación toma en consideración los valores, las creencias y la prioridad de metas del individuo, y tiene una función vital en cuanto a las reacciones de ira y hostilidad dentro del proceso de estrés. La evaluación cognitiva de un evento considerado como “amenazador” va a influir significativamente en el tipo de reacción emocional que esta persona va a experimentar. Así, un estímulo estresor está íntimamente relacionado con las reacciones de ira y hostilidad a través de la percepción de amenaza; igualmente, está relacionado también con las interpretaciones y atribuciones que este individuo pueda generar en el proceso de evaluación de dicho estresor. De esta manera, las reacciones de ira y hostilidad son el resultado del proceso de evaluar cognitivamente el significado de lo que en ese momento está poniendo en peligro nuestra seguridad, autoestima y estabilidad personal (Moscoso, 1996). La siguiente secuencia temporal de eventos simplifica este concepto:
En varios estudios se ha demostrado que las distorsiones cognitivas o las dimensiones del procesamiento sesgado de la información, que se presentan con mayor frecuencia en pacientes con irritabilidad crónica son: (1) estimar erróneamente las probabilidades, sobrestimando la probabilidad de hechos negativos y subestimando la probabilidad de hechos positivos; (2) atribuir erróneamente las causas, tendiendo a encontrar intenciones ocultas en lo que los demás dicen o hacen; (3) sobregeneralizar, utilizando constructos generales como siempre, nunca, todo... para -186-
valorar el tiempo y a las personas; (4) utilizar etiquetas de provocación, lo cual implica la codificación de hechos de forma negativa y a menudo grosera; (5) pensar de forma dicotómica, con lo cual la persona clasifica los acontecimientos según dos extremos -positivo o negativo- sin considerar posiciones intermedias; (6) actuar de modo egoísta, con lo que la conducta está marcada de forma exigente por deseos personales; (7) considerar los eventos de modo catastrofista, hecho que posibilita que los acontecimientos negativos se codifique de un modo dramático y muy negativo (Deffenbacher, 1993). 2.2. La experiencia y la expresión de la ira A pesar de que la mayoría de los investigadores en el área del estrés y las emociones están de acuerdo en que la experiencia y la expresión de la ira y hostilidad son reacciones a eventos estresantes, es necesario indicar que algunos han sugerido que estas reacciones pueden ser consideradas como respuestas transaccionales a la provocación, asociadas con relaciones interpersonales de carácter problemático (Averill, 1982; Megargee, 1985). Otros autores señalan que la reconstrucción de eventos externos –como, por ejemplo, las atribuciones realizadas acerca de las acciones e intenciones de los otros- sirven de base para la ocurrencia de las reacciones de ira y hostilidad (Harburg y cols., 1973; Novaco, 1975). Creemos que esta última hipótesis tiene implicaciones muy importantes con relación a la atribución e interpretación de la responsabilidad individual en la adquisición del VIH. Este análisis se desarrollará con mayor detalle en epígrafes posteriores. 2.3. Relación entre la ira, la hostilidad y la infección por VIH El control de la transmisión del Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH) requiere de un claro y preciso entendimiento de los factores psicosociales que, de una manera u otra, contribuyen al progreso de la epidemia y al incremento de los hábitos y las conductas de alto riesgo, los cuales, a la vez, precipitan un rápido deterioro de la salud de la persona que sufre esta enfermedad. Desde sus inicios, a comienzos de la década de los años ochenta, el VIH/SIDA emerge como un estresor con características muy peculiares, debido básicamente a tres razones importantes: (1) su naturaleza crónica, (2) al nivel de incertidumbre que este proceso genera en el individuo desde el momento en el que se le informa de su diagnóstico de seropositividad, y (3) al estigma social inherente a la epidemiología de esta enfermedad. Debido a estas condiciones, el hecho de tener que afrontar esta enfermedad y sus consecuentes efectos psicológicos negativos se presenta como uno de los retos más difíciles para el ser humano (Mays y Moscoso, 1995). Así pues, no es sorprendente que, durante este largo proceso, dichos individuos experimenten niveles significativos de ira y hostilidad como una forma de afrontamiento ante la notificación de seropositividad y ante los estresores característicos de la propia enfermedad. Ciertamente, estas emociones han sido observadas en personas con diagnóstico seropositivo que, además, sufren de hemofilia (Brown y cols., 1995). En una investigación sobre afrontamiento y adaptación, realizada con una muestra de 297 jóvenes seropositivos, estos individuos mostraron un significativo nivel de ira al recordarles su diagnóstico de seropositividad. Así mismo, Perkins y cols., (1993) señalan que la ira y la hostilidad pueden ser consideradas como indicadores de conductas de alto riesgo en una muestra de varones homosexuales seronegativos. Estos autores concluyen que los niveles elevados de ira están asociados con altos índices de riesgo (por ejemplo, el uso infrecuente del preservativo) y con un patrón de conductas autodestructivas. Finalmente, recomiendan la necesidad de intervenciones psicológicas en estos individuos que faciliten un mejor entendimiento de las formas adaptativas para controlar la ira. -187-
A pesar de que la comunidad científica ha aceptado la prevalencia de la ira y la hostilidad en personas VIH/SIDA, ciertos aspectos conceptuales de estas emociones requieren de más investigación y esclarecimiento empírico. Este mayor esfuerzo permitirá tener un mejor entendimiento de cómo estos individuos organizan sus procesos cognitivos -llámense interpretaciones, atribuciones, o evaluaciones de carácter personal-, los cuales originan estas reacciones emocionales durante el curso natural de su enfermedad. Consideramos importante preguntarnos en qué medida la ira y la hostilidad podrían acelerar la aparición de síntomas del SIDA, debido a una posible influencia de dichas emociones sobre el sistema inmune. Sabemos que existe una asociación positiva entre depresión y decremento en células CD4 (Perry, Fishman, Jacobsberg y Frances, 1992; Rabkin y cols., 1991). Sin embargo, desconocemos esta relación en el caso de la ira y la hostilidad. Existe un creciente interés por parte de la psicología y la medicina por responder a este tipo de pregunta. A pesar de este interés, los estudios de investigación acerca de la ira y la hostilidad en personas afectadas por el VIH y el SIDA no han recibido aún la debida atención como en los casos de la hipertensión arterial y las enfermedades cardiovasculares (Moscoso, 1995b). El estudio de la ira como factor de riesgo para la hipertensión arterial fue inicialmente señalado por Alexander (1939). Años más tarde, según los estudios acerca del patrón de conducta tipo A, el número de estudios sobre la ira y la hostilidad en la hipertensión, así como también en los problemas coronarios, se multiplicó significativamente. Esto no ocurre de igual manera en el área del VIH/SIDA. Actualmente, en la década de los noventa, se han iniciado estudios de investigación que establecen cierto tipo de relaciones entre la ira y la hostilidad y el VIH (Brown y cols., 1995; Robins y cols., 1994). Probablemente, este retraso se debe al hecho de que la epidemia VIH/SIDA tiene relativamente una corta existencia en comparación con las enfermedades mencionadas anteriormente. Por otro lado, una gran parte del apoyo económico en este campo de investigación y estudio ha sido dirigida, en un principio, a aquellos estudios en el campo de la medicina básica que se encuentran relacionados con el descubrimiento de la vacuna, así como también a los experimentos clínicos de tratamiento farmacológico. Desde el punto de vista psicológico, el esfuerzo e interés científico han sido dirigidos a los aspectos de prevención, así como al estudio de los estilos de vida relacionados con conductas de riesgo para la adquisición de esta enfermedad. Sin lugar a dudas, la ira y la hostilidad son dos emociones que se encuentran en el seno de esta enfermedad. La planificación de estrategias de tratamiento psicológico y programas de psicoterapia con el propósito de reducir la prevalencia de estos síntomas implica un mejor entendimiento de su etiología, particularmente desde el punto de vista social, debido a que la ira y la hostilidad son reacciones emocionales que se originan en el contexto de las relaciones interpersonales. De la misma manera, es muy importante comprender los mecanismos psicológicos (como, por ejemplo, evaluaciones cognitivas, interpretaciones, percepciones, atribuciones causales y estilos de afrontamiento del estrés) que estas personas emplean comúnmente en un desesperado esfuerzo por mantener un nivel adecuado de adaptación dentro del grupo cultural o de la sociedad en la que se desenvuelven. Con el propósito de posibilitar un mejor entendimiento acerca de las conexiones entre la ira, la hostilidad y el VIH/SIDA, es necesario hacer un análisis social-atribucional de la responsabilidad individual en la adquisición de esta infección. Quince años después del inicio de esta epidemia, la atribución de la responsabilidad personal y la culpa por parte de la sociedad hacia los individuos infectados por este virus no tiene precedentes en la historia de la medicina y de la psicología. Esto se debe básicamente a la epidemiología de la enfermedad. Se sabe que la transmisión del virus se encuentra asociada con ciertos grupos sujetos a censura social, en gran medida personas homosexuales, bisexuales, toxicómanos y sus parejas. Como resultado de esta -188-
situación, la infección por VIH está íntimamente relacionada con conductas sujetas a rechazo social, por lo cual la sociedad percibe a estos sujetos como responsables de sus consecuencias (Shultz y Schleifer, 1983). De este modo, asignar responsabilidad personal por la adquisición del virus es una lógica extensión del proceso de rechazo social, lo cual ha sido ampliamente reconocido en la bibliografía psicológica y médica (Haney, 1988). Pero, además, este proceso de asignar responsabilidad personal por adquirir el virus, no solamente tiene como consecuencias adversas la generación de ira y hostilidad por parte de las personas infectadas, sino también el distanciamiento y estigmatización por parte del sector de la comunidad que no sufre de este mal (Wolcott, Namir, Fawzy, Gottlieb y Misuyasu, 1986). Macks (1987) observó que, debido al estigma social, muchas personas infectadas por el VIH son rechazadas por quienes temen ser contagiados. El resultado de este rechazo social pone de relieve que los individuos afectados por el VIH no tienen las mismas oportunidades de participación en sus comunidades, con lo cual se les priva de una vida socialmente activa. Rounds (1988) encontró que la culpabilidad asignada a los homosexuales supuso una barrera para el desarrollo de los servicios médicos y psicológicos en áreas rurales de los Estados Unidos de América. De esta manera, el rechazo de personas con VIH suprime una respuesta de servicios médicos y psicológicos en el momento que más requieren de esta atención. Coates (1990) pone de manifiesto que el cuerpo médico no ha tomado un papel de liderazgo en cuanto a la educación acerca del SIDA. Dicho autor también indica que ello se debe a la actitud social hacia este tipo de pacientes. Somogyi, Watson-Abady y Mandel (1990) señalan que la “antipatía” sentida hacia pacientes con el VIH/SIDA, reflejada por el rechazo social, podría estar asociada con el poco interés por atender a este tipo de pacientes en la práctica privada. Considerando que este tipo de pacientes requiere de un extenso cuidado médico como uno de los servicios básicos, es realmente intolerable pensar que médicos y psicólogos eviten ofrecer sus servicios debido a este rechazo social hacia personas afectadas por el VIH. Como resultado de esta situación, observamos un elevado nivel de ira, hostilidad y aislamiento social en este grupo de personas. Este rechazo social hacia personas que están afectadas por VIH se debe a las atribuciones de responsabilidad inherentes en la epidemiología de esta enfermedad. La teoría atribucional sostiene que, en función de esta asignación de responsabilidad por dicha acción, se producen diversas consecuencias negativas. Una de estas consecuencias es el desarrollo de sentimientos negativos, particularmente la experiencia y la expresión de la ira y la hostilidad, no solamente por parte de la comunidad en general, sino también por parte de las personas a quienes se les ha asignado dicha responsabilidad. En la medida en la que esta ira y hostilidad son significativas en ambos sectores de la comunidad, las posibilidades de ofrecimiento de ayuda son menores. Este último aspecto ha sido verificado en un buen número de estudios e investigaciones (Reisenzein, 1986; Weiner, Perry y Magnusson, 1988). En este orden de cosas, Coates (1990) observó que, debido a estos sentimientos de hostilidad y aislamiento social, los pacientes infectados por el VIH tienden a no participar en los programas de salud pública. Así mismo, existe la evidencia empírica que indica que las personas homosexuales y bisexuales no muestran interés por los exámenes serológicos de detección del VIH bajo condiciones en las que se requiere un informe obligatorio (Kegeles, Coates, Lo y Catania, 1989). 3. EVALUACIÓN DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD En el pasado, la evaluación de la ira y la hostilidad se basó en entrevistas clínicas, en observaciones conductuales y en técnicas proyectivas; por ejemplo, entre estas últimas se encuentra la prueba de Rorschach y el test de Apercepción Temática (TAT). Los correlatos fisiológicos y conductuales de la ira y la hostilidad también se han investigado en un buen número -189-
de estudios. Sin embargo, la experiencia fenomenológica de la ira (por ejemplo, los sentimientos de ira) ha sido completamente ignorada en la investigación psicológica. Incluso más, la mayoría de las evaluaciones y mediciones psicométricas de la ira y la hostilidad tienden a confundir los sentimientos de ira con la expresión de la misma. La experiencia y la expresión de la ira son dos conceptos distintos fenomenológica y científicamente. Un análisis más detallado de este tema será presentado en las páginas siguientes. A comienzos de la década de los años cincuenta se elaboraron varias escalas psicométricas con el propósito de evaluar la hostilidad (Buss y Durkee, 1957; Caine, Foulds y Hope, 1967; Cook y Medley, 1954; Schultz, 1954; Siegel, 1956). En la construcción del inventario de Buss y Durkee para evaluar la hostilidad se utilizó una estrategia racional-empírica. Este inventario ha sido considerado como el instrumento que proporciona la medida psicométrica más completa de hostilidad. Al definir la hostilidad como un concepto multidimensional, Buss desarrolló ítems o reactivos que miden siete factores de este concepto, cada uno de los cuales se define como una subescala de hostilidad. A pesar de que el Inventario de Hostilidad de Buss y Durkee evalúa siete dimensiones, Bendig (1962) pudo identificar únicamente dos grandes factores, a los que se refiere como hostilidad manifiesta y hostilidad encubierta. Por su parte, Russell (1981) logró identificar tres factores significativos en el Inventario de Hostilidad de Buss y Durkee, a los que denominó: (a) neuroticismo, (b) hostilidad general y (c) expresión de ira. La necesidad de hacer distinciones entre la ira y la hostilidad fue reconocida a comienzos de la década de los años setenta con la aparición en la literatura psicológica de algunos instrumentos psicométricos para evaluar la ira, entre ellos el Inventario de Reacción de Ira (IRI) y el Inventario de la Ira (II). El primero de ellos, el IRI, fue desarrollado por Evans y Stangeland (1971), con el propósito de evaluar el grado de ira producido en situaciones específicas (como, por ejemplo, “cuando la gente empuja en la cola o línea de espera”). Similar al IRI en cuanto al concepto y la forma, el II, elaborado por Novaco (1975), incluye 90 ítems que describen incidentes que provocan ira (por ejemplo, ser calificado como “estúpido” o “mentiroso”). Debido a que el IRI se ha utilizado únicamente en dos o tres estudios de investigación en los últimos 25 años, la validez de constructo de este instrumento psicométrico no ha podido ser establecida de manera concluyente. Sin embargo, el Inventario de la Ira (II) ha sido utilizado en la investigación psicológica de manera más frecuente. Biaggio, Supplee y Curtis (1981) encontraron que no existe una correlación significativa entre este inventario y otras escalas que miden ira y hostilidad; además, en el intervalo de dos semanas, estos autores encontraron que el nivel de fiabilidad testretest de este instrumento fue únicamente de 0,17. Un problema muy común en los instrumentos psicométricos que se utilizan para evaluar la ira y la hostilidad -con la excepción del State-Trait Anger Expression Inventory de Spielberger (1988)- es que estas escalas confunden la experiencia y la expresión de la ira. Además, ninguno de estos instrumentos considera de manera explícita la importante distinción entre Estado y Rasgo. La subescala de “llegar a ser consciente” de otro instrumento, el Autoinforme de Ira (AI), es la que más se aproxima a examinar la medida en la que estos sujetos experimentan sentimientos de ira. Sin embargo, este cuestionario no logra evaluar la intensidad de estos sentimientos. Un importante número de ítems del Inventario de Hostilidad de Buss y Durkee se interesan, específicamente, por la frecuencia de la expresión de la ira (por ejemplo, “a veces me muestro iracundo”, “casi todas las semanas me encuentro con alguien que no me agrada”). A pesar de que estos ítems evalúan implícitamente diferencias individuales en cuanto a características de personalidad, la mayoría de los ítems del inventario de Buss y Durkee evalúan realmente actitudes hostiles (por ejemplo, resentimiento, negativismo, suspicacia), en lugar de sentimientos de ira. Parece ser que el fenómeno evaluado por estas escalas e inventarios es de naturaleza -190-
heterogénea y de gran complejidad. En una serie de estudios, algunos autores (Biaggio y cols., 1981; Biaggio y Maiuro, 1985) hicieron comparaciones de la fiabilidad, la validez concurrente, la validez predictiva y las correlaciones de estos cuatro inventarios que miden la ira y la hostilidad descritos anteriormente. Biaggio y colaboradores, concluyeron que la validez de estos instrumentos psicométricos es fragmentada, y la fiabilidad es bastante limitada también. Se sabe que la ira y la hostilidad cumplen un papel fundamental en el desarrollo y progreso de ciertas enfermedades. Por ello, la evaluación de estos conceptos por medio de instrumentos psicométricos que tengan un marco teórico coherente de trabajo es muy importante. Actualmente, se requiere un mayor número de pruebas que evalúen las diferencias entre la ira y la hostilidad como conceptos psicológicos, y, a la vez, tomen en consideración las distinciones entre estado y rasgo. 3.1. La distinción estado-rasgo La ira, como estado emocional, es una reacción transitoria a una transacción entre el individuo y el medio ambiente. En este caso, dicho estado emocional sugiere que un individuo siente o reacciona con ira en un determinado tiempo y lugar. La ira, como estado emocional, es una condición psicobiológica que incluye sentimientos subjetivos negativos, los cuales varían en intensidad, desde una pequeña irritación o molestia hasta furia o rabia intensa. A la vez, incluye una activación o estimulación del sistema neuroendocrino. Así mismo, este estado de ira fluctúa en un periodo de tiempo en función de las frustraciones, las percepciones de afrontamiento, la injusticia, o la provocación. La ira, como rasgo emocional, se refiere a las características de una persona en términos de disposición o tendencia a reaccionar como un individuo iracundo. Nos referimos a las diferencias individuales de personalidad, incluyendo intensidad y frecuencia de estados de ira, que se experimentan en un determinado periodo de tiempo. Cuando nos referimos a un individuo que es iracundo, estamos describiendo un rasgo, no un estado emocional. Los individuos con niveles elevados de rasgo de ira llegan a percibir un mayor número de situaciones que provocan ira (por ejemplo, molestia, irritación, enfado, furia) que aquellos sujetos con niveles bajos de rasgo de ira; es decir, los primeros son propensos a experimentar incrementos en estados de ira con mayor frecuencia e intensidad en situaciones de dificultad o frustración. El estado de ira y el rasgo de ira están íntimamente relacionados. El primero es provocado o percibido bajo ciertas condiciones situacionales; el segundo influye en esta provocación o percepción, incrementando o disminuyendo los umbrales para experimentar la ira. Cuando nuestro interés de estudio está fijado en la ira como un estado emocional, se asume un grado de variabilidad en la reacción. Cuando este interés está centrado en la ira como un rasgo emocional, se asume un grado de consistencia y estabilidad en la reacción. El único instrumento psicométrico disponible en la actualidad que considera en su formato la distinción estado/rasgo es el State-Trait Anger Scale, elaborado por Spielberger (1980). 3.2. La expresión de la ira: ira contenida e ira manifiesta La expresión de la ira fue inicialmente estudiada por Funkenstein, King y Drolette (1954). Estos investigadores presentaron condiciones experimentales de ira inducida en un laboratorio a un grupo de sujetos con el propósito de evaluar su presión sanguínea y su pulso. El grupo que abiertamente mostró cierto grado de ira durante el experimento y la dirigió hacia el investigador o hacia las situaciones de laboratorio fue clasificado como el grupo de ira manifiesta; aquellos que lograron suprimir la ira o la dirigieron hacia sí mismos fueron clasificados como el grupo de ira contenida. Esta distinción conceptual y operacional entre “ira manifiesta” e “ira contenida” ha -191-
sido reconocida ampliamente en el ámbito de los trabajos psicológicos y médicos como las dos formas de expresión de la ira. Siguiendo los procedimientos utilizados por Funkenstein y cols. (1954) en sus investigaciones sobre la expresión de la ira, otros autores continuaron esta línea de trabajo y llegaron básicamente a las mismas conclusiones (Averill, 1982; Tavris, 1982). Así mismo, es bien conocido que, cuando la ira es contenida, ésta puede experimentarse subjetivamente como un estado emocional que varía en intensidad y fluctúa en un periodo de tiempo, en función de las circunstancias que la provocan. Mientras que los pensamientos y reacciones relacionados con situaciones que provocan ira pueden suprimirse y, por tanto, no experimentar esta emoción de manera directa, la ira manifiesta, por lo general, incluye la experiencia de esta emoción y su expresión en alguna forma de conducta agresiva. Así mismo, la ira manifiesta puede expresarse a través de actos físicos (por ejemplo, rotura de objetos y ataques a otras personas) y de forma verbal, a través de críticas hacia otros, amenazas, e insultos. Considerando las autoevaluaciones realizadas por los propios sujetos de investigación en cuanto a la forma de expresar la ira después de ser tratados injustamente por un supervisor, un oficial de policía, o el propietario del inmueble, se clasificó a dichos sujetos en dos grupos: ira manifiesta e ira contenida. En diversos trabajos se pudo constatar la existencia de una relación significativa entre expresión de la ira y salud, demostrando que la ira manifiesta y la ira contenida tienen diferentes efectos sobre la presión arterial (Harburg, Schull, Erfurt y Schork, 1970; Harburg, Erfurt, Hauenstein, Chape, Schull y Schork, 1973; Harburg, Blakelock y Roeper, 1979; Harburg y Hauenstein, 1980; Gentry, Chesney, Hall y Harburg, 1981, 1982). En este mismo orden de cosas, Spielberger, Johnson, Russell, Crane, Jacobs y Worden (1985) han construido el State-Trait Anger Expression Inventory (STAXI). Este instrumento toma en consideración los conceptos de ira manifiesta e ira contenida. La ira manifiesta es definida en términos de la frecuencia con la que un individuo expresa sentimientos de ira de manera verbal, o muestra una conducta agresiva. Por su parte, la ira contenida es definida en términos de la frecuencia con la que un individuo experimenta y, además, suprime los sentimientos de ira. Esta distinción conceptual de la ira en sus dos formas de expresión ha recibido un amplio reconocimiento y aceptación en el ámbito psicológico relacionado con los aspectos de evaluación psicométrica. Más recientemente están realizando investigaciones con muestras multiculturales de origen iberoamericano, con el propósito de adaptar el STAXI y revisar la estructura factorial de la prueba original en sujetos de habla hispana (Moscoso y Reheiser, 1996a; 1996b). 4. TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DE PERSONAS INFECTADAS POR EL VIH El tratamiento psicológico y psicoterapia con individuos infectados con el VIH se ha enfocado por lo general a la reducción de la ansiedad y la depresión, la evaluación de las posibilidades de suicidio, y la consideración de aspectos existenciales del paciente, tales como aquellos relacionados con las evaluaciones del concepto de muerte. No tenemos conocimiento de estudios ni investigaciones que den a conocer la implementación de programas orientados a la reducción de la ira y la hostilidad, a pesar de su importancia en la mejora del estilo de vida de estas personas. Una excepción podría ser el trabajo de Kelly y cols. (1993), llevado a cabo con un grupo de pacientes depresivos, en el cual se encontró una reducción significativa de los niveles de hostilidad. La utilización de psicoterapia grupal de apoyo ha sido indicada como una técnica efectiva para la reducción de la ira y la ansiedad en el caso de individuos que han recibido el diagnóstico de su seropositividad hace muy poco tiempo (Crandles y cols., 1988). Después de la reacción natural de shock ante la noticia de ser portador del virus, estas personas reaccionan con un alto -192-
grado de ira, hostilidad y ansiedad (Gold, Seymour y Sahl, 1986; Brodie, Chaisson, Moss y Volberding, 1988). Estas reacciones de ira y hostilidad se dirigen muchas veces a la persona responsable de la infección o a la situación que propició el contagio. Con frecuencia se observa que dicha hostilidad se dirige a la comunidad en general. Por ello, puede ser más fácil para algunos de estos pacientes dirigir su ira hacia las personas a quienes tienen mayor acceso, siendo el psicoterapeuta una de ellas. El tratamiento psicológico para el control de la ira y la hostilidad en pacientes infectados de VIH debe estar dirigido al inicio de un autocontrol en el estilo de vida y de sus relaciones interpersonales (Moscoso, 1995c). Desde un punto de vista cognitivo-conductual, los principales componentes del tratamiento consisten en la reevaluación cognitiva, la utilización de técnicas de meditación y relajación, la solución de problemas y el afrontamiento activo. El tratamiento psicológico con pacientes infectados por VIH implica un elevado nivel de estrés. Ello es debido al elevado tono emocional y a los aspectos de carácter terminal que están implicados dentro el proceso terapéutico. Ser consciente de las respuestas de contratransferencia facilita enormemente la labor del terapeuta, favoreciendo de esta manera el tipo de ayuda que podemos ofrecer a estos pacientes. 4.1. La ira dentro del proceso de contratransferencia En función del grado significativo de ira y hostilidad que estos pacientes muestran dentro del proceso psicoterapéutico, es muy probable que el terapeuta pueda responder de diferentes maneras como una forma de contratransferencia. Una de estas formas es uniéndose a la respuesta de ira y hostilidad del paciente, lo que Racker (1957) define como “identificación concordante”. La otra posibilidad contratransferencial se presenta cuando el terapeuta es el objeto de la ira y la hostilidad del paciente. Generalmente, ante esta situación, el terapeuta abandona el proceso terapéutico para evitar la expresión de su propia ira y hostilidad hacia el paciente como una respuesta de contraataque. 4.2. La ira y la hostilidad como reacción al diagnóstico positivo de infección por VIH La preparación para el análisis de VIH, seguida del momento en el que se comunican los resultados del análisis de anticuerpos anti-VIH, son las situaciones que pueden proporcionar un mayor impacto emocional o un alto nivel de estrés en la persona. Siguiendo a Baratas y cols. (1996), la comunicación de los resultados comprende: la situación de espera de resultados, la transmisión del diagnóstico y la comunicación de ese diagnóstico a parejas, familiares y allegados. Como señalan algunos autores (Miller, 1988; Bayés, 1995), cuando una persona recibe un diagnóstico de seropositividad tras el análisis de VIH, aun cuando el resultado es algo esperado por haber reconocido que han existido prácticas o conductas de riesgo, se produce una importante reacción psicológica. La reacción inmediata es de un gran impacto emocional, al asociar el diagnóstico con la proximidad de la muerte. Los trastornos psicológicos que con más frecuencia aparecen asociados al diagnóstico de la infección por VIH son los estados de ansiedad, las distimias o las reacciones adaptativas prolongadas. En gran medida, esta reacción depende de diversos factores, tales como las expectativas de resultado positivo, el conocimiento sobre la enfermedad, la preparación previa ante ésta y la muerte, el estado de salud, los valores éticos, los apoyos o presiones sociales y familiares que el paciente pueda tener (Baratas y cols., 1996), o el grupo de riesgo al que pertenece el paciente (Ayuso y cols. 1991). Al respecto, en un estudio realizado por Ayuso y cols. (1991), mediante el cual se pretendía evaluar el tipo y la incidencia de las manifestaciones neuropsiquiátricas asociadas a la infección por VIH, se encontró que el trastorno por dependencia de sustancias distintas al alcohol fue el más frecuente, seguido de -193-
alcoholismo. En otros pacientes se detectó un trastorno adaptativo relacionado con la enfermedad, observándose que en algunas personas aparecían síntomas depresivos, en otras aparecían trastornos afectivos, en algunas otras se producía delirium, demencia o ambos. En un porcentaje reducido de personas de produjo un trastorno esquizofreniforme. Bajo este impacto, algunas personas se ven envueltas en un estado de confusión y desconcierto que se manifiesta en una clara desconexión de la realidad. Calvo (1995) describe esta reacción como “estado de shock”, en el que la mente parece estar en continua agitación, pasando de un tema a otro sin descanso, y planteando las mismas cuestiones repetidamente, dada la gran dificultad para ser comprendidas y el olvido que se produce en tan corto periodo de tiempo. En el estudio realizado por Ayuso (1991), se relacionó la ideación suicida con el diagnóstico de trastorno de personalidad anterior a la seropositividad. En este primer momento, otras personas manifiestan un llanto incontrolado (que, según Bayés (1995), no siempre debe ser interpretado como indicador de depresión, ya que también puede ser signo de liberación de emociones), temblor generalizado, e incluso reacciones agresivas; en otros casos, en opinión de Calvo (1995), la persona permanece quieta y muda. Algunos pacientes pertenecientes al grupo de riesgo más numeroso en España, el de los drogodependientes, continúan consumiendo drogas tras conocer la seropositividad, probablemente como forma de negación y desplazamiento de la agresividad (Ayuso y cols. 1991). Como señalan algunos autores (Miller, 1988; Bayés, 1995), otras de las reacciones psicológicas posteriores al primer momento de impacto son: miedo y ansiedad, depresión -en pacientes pertenecientes a los grupos de riesgo no usuarios de drogas por vía parenteral (Ayuso, 1991)-, ira y frustración, culpabilización y trastornos obsesivos. El hecho de que se produzca una respuesta emocional de ira y frustración tiene su origen en: a) la sensación de impotencia para vencer al virus; b) la necesidad de adoptar un nuevo estilo de vida lleno de límites y prohibiciones; c) la sensación de sentirse atrapado sin posibilidad de salida; d) la incertidumbre ante el futuro. 5. RESUMEN Y CONCLUSIONES Las investigaciones recientes en la profundización conceptual de la ira y la hostilidad han permitido hacer distinciones muy importantes entre estas dos emociones, lo cual ha estimulado notoriamente la elaboración y construcción de instrumentos psicométricos que permiten un nivel de evaluación más específica de estos conceptos. Así mismo, la distinción entre las consideraciones del estado de ira y el rasgo de ira permiten avanzar en el campo de la elaboración de pruebas psicológicas que intenten evaluar la ira. El estudio científico y sistemático de la ira y la hostilidad nos ha permitido entender la importancia de estas dos emociones en la salud general del individuo. Los trabajos empíricos en psicología de la salud, así como también en medicina conductual, han revitalizado una hipótesis psicosomática bastante antigua: que la ira y la hostilidad cumplen un papel muy importante en la etiología de enfermedades que amenazan la vida de una persona, tales como el cáncer y las enfermedades coronarias. Es muy probable también que la ira y la hostilidad sean factores psicosociales que aceleren el deterioro de las personas diagnosticadas con VIH. En nuestra opinión, el estudio de la ira y la hostilidad en el caso de individuos seropositivos puede ser entendido de una manera más objetiva desde las perspectivas del modelo transaccional del estrés y del análisis atribucional. Como indicáramos anteriormente, desde los trabajos psicológicos se sugiere que las atribuciones de responsabilidad forman una base para marginar en la comunidad a los individuos infectados por el VIH, lo cual, a su vez, genera un elevado índice de ira, hostilidad y aislamiento social en estas personas. Es importante entender que esta interacción del individuo y su comunidad es de naturaleza -194-
bidireccional, lo cual tiene serias implicaciones para la intervención psicológica. Así, existe la necesidad de examinar empíricamente la medida en la que esta atribución de responsabilidad puede tener influencia en los programas y servicios psicológicos que se ofrecen a estos pacientes. Así mismo, se ha de observar en qué medida estos procesos atribucionales afectan a la relación terapéutica. Finalmente, es importante indicar que la intervención con pacientes infectados por VIH es, sin lugar a dudas, muy difícil y compleja. Además de la ira como un elemento de contratransferencia, existen otros factores que se pueden tomar en consideración, tales como los sentimientos del terapeuta en cuanto al estilo de vida del paciente, sea éste homosexual o toxicómano.
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CAPÍTULO 12
TRISTEZA Y DEPRESIÓN: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN Elena Ibáñez, Francesc Palmero, Francisco Martínez-Sánchez y Enrique G. Fernández-Abascal 1.- INTRODUCCIÓN El título de este capítulo trata de resumir las aportaciones que se van a realizar en el mismo. De la emoción normal y habitual que denominamos tristeza pasaremos a la patología de la misma, la denominada depresión, para concluir en la necesidad de intervenir psicológicamente cuando las personas sienten que padecen eso que los clínicos denominamos Depresión. Sin embargo, no queremos comenzar este capítulo sin hacer una breve incursión en por qué son tan importantes las emociones en la actualidad, en una sociedad que se ha descrito a sí misma como «post-emocional» por un lado, y por otro lado como «terapéutica». Para ello, debemos entender que si la Salud no fuese tan importante en el mundo de hoy, si el cuerpo no hubiese adquirido un papel protagonista en la denominada sociedad Post-moderna, dejando a un lado su visión como mera encarnadura del alma, en términos de Michel Foucault, la tristeza, la depresión, en definitiva todas aquellas emociones negativas que corroen las entrañas de los individuos, no habrían adquirido tanta importancia y habrían permanecido, como debería ser, en el limbo de las injusticias. Pero la sociedad actual, la post-modernidad como le dicen, no sólo convirtió al cuerpo en nuestra tarjeta de visita sino que además fomentó su exhibición en lugares públicos y privados y, al hacerlo, permitió una mayor percepción de nuestras emociones y de los estragos que estas pueden hacer en «nuestras carnes»; las emociones negativas, la pérdida de sentimientos, el sentimiento de vacío que reflejan los cuerpos “light” se convirtió pronto en Depresión y, por tanto, en objetivo prioritario de la intervención psicológica, convirtiéndose los psicólogos en los nuevos sacerdotes que podían acabar con el hastío y la tristeza de la postmodernidad. 2.- EL NUEVO PARADIGMA DE LA PSICOLOGÍA DE LA SALUD Se discute, sin llegar a grandes conclusiones, sí la Psicología de la Salud es una nueva disciplina o si no es nada más que la Psicología Clínica transformada en Medicina Comportamental que, como no le gustaba el nombre, prefirió denominarse Psicología de la Salud. Evidentemente, existen opiniones para todos los gustos, como muy sabiamente puso de manifiesto el Profesor Pelechano y otros en la monografía publicada a este respecto en Análisis y Modificación de Conducta, y, aunque éste no es el lugar más indicado para establecer las razones por las que nos inclinamos a pensar que la Nueva Psicología de la Salud no tiene nada que ver con la Vieja psicología Clínica, sí vamos a intentar establecer las bases en las que se sustenta el nuevo paradigma de la Salud, en tanto en cuanto pensamos que sirven, también, para explicar por qué la depresión constituye una de las patologías más sobresalientes de la Sociedad Contemporánea. De todos es sabido que, desde Hipócrates, la melancolía se consideró una característica permanente y estable de las personas —el carácter melancólico; asimismo dicho carácter se asociaba al padecimiento de diversas enfermedades tanto físicas —el Cáncer— como psíquicas —la Melancolía. Es decir, aún cuando se puede argumentar que el punto de vista hipocrático probablemente perjudicó la aparición de la psicología clínica como disciplina independiente, lo cierto es que en aquella época —finales de Grecia— no se planteaba, en el ámbito de la salud/enfermedad, una división tan radical como la existente en nuestros días entre «lo físico» y «lo mental», «lo normal» y «lo patológico». Fueron necesarios muchos años de historia para que -196-
hoy en día, quizás en una época tan final como aquella, se pueda volver a plantear la unidad psicofísica a nivel de lo normal y lo patológico. Esto se debe, fundamentalmente a la aparición del Nuevo paradigma de Psicología de la Salud (ver Tabla 12.1) que al mismo tiempo que iguala Salud con Mente-Cuerpo-Espíritu se diferencia del viejo en los siguientes aspectos (Peck y Bezold, 1992): TABLA 12.1 Paradigmas en Psicología de la Salud VIEJO PARADIGMA
NUEVO PARADIGMA
La Salud es un problema corporal La Salud es igual a ausencia de enfermedad Examina a Individuos El modelo es Causal Se focaliza en lo patógeno Es Alopática Dominada por los Médicos Centrada en el enfermo Hospitalizado Modelo Bio-médico Producción masiva
La Salud es espíritu, mente y cuerpo La Salud es igual a talento y realización Examina a Sociedades Modelos Multifactoriales Punto de Vista Sistémico Holista Orientada hacia el consumidor Centrada en el paciente ambulatorio Modelo Bio-Psico-Social Personalizada
Como podemos ver en la Tabla 12.1, la psicología clínica tradicional seguía, en cierta medida, el patrón del viejo paradigma y no sólo eso sino que además tomaba como analogía, aún sin quererlo, el punto de vista de la Medicina tradicional. Tenemos así como el problema consiste en sustituir lo físico por lo mental y lo patológico por lo desadaptativo o anormal. Dicho de otra manera, para la psicología clínica la Salud es un problema mental o psicológico en lugar de un problema corporal, indudablemente la Salud implica adaptación en lugar de ausencia de enfermedad, se focaliza en individuos, busca en los antecedentes de la conducta las posibles «causas» o mantenimiento del problema —modelo causal centrado en la conducta problema— lo patológico, los tratamientos pueden considerarse tanto alopáticos como omeopáticos, está dominada por el psicólogo —es el experto en técnicas terapéuticas—, se centra en el cliente, sigue cualquiera de los modelos experimentales sustentados por la Psicología de su época, y aún cuando plantea la individualización de los tratamientos, las técnicas terapéuticas son las mismas para todos los clientes y prácticamente para todos los problemas. Por otro lado, el nuevo paradigma de Salud se sustenta fundamentalmente en una concepción global de la Persona; a este respecto, si tenemos en cuenta los procesos de globalización, no es raro que se plantee que la Salud es también un tema espiritual —sobre todo si tenemos en cuenta el concepto de espiritualidad de la Sociedad Postmoderna, mental —recordemos que vivimos en la Sociedad «Psi» y corporal —es especialmente relevante, en este caso, el nuevo concepto que se está teniendo del cuerpo. Junto a ello, el nuevo paradigma de la Salud persigue más que el antiguo la calidad de vida del hombre, su bienestar subjetivo, y para ello nada mejor que centrarse en el grado de satisfacción que una persona obtiene con el desarrollo de sus capacidades así como con su vida en general. La autorealización es más importante, a este respecto, que la motivación de logro o que la competencia personal o profesional. Además es más importante el grupo que el individuo. Las patologías, en general, tanto -197-
físicas como mentales, afectan a determinados grupos y no sólo eso sino que además los enfermos se asocian para conocer más y defenderse mejor de sus patologías. La epidemiología de las enfermedades es más importante que la causalidad de las mismas, el modelo epidemiológico va sustituyendo al etiopatogénico, y las asociaciones de enfermos sustituyen al profesional como experto. Al mismo tiempo que la ciencia y el conocimiento sobre la salud se fragmenta en distintas áreas —bioquímica, genética, inmunología, etc.— los modelos se hacen más Multifactoriales y plurales sin que realmente pueda existir un experto capaz de sintetizar y encontrar una base para ese tipo de conocimiento. El clínico se va convirtiendo en un pragmatista que aplica técnicas que, a su vez, cada vez están más alejadas de lo que sería un conocimiento auténtico. Por otro lado, el nuevo paradigma al centrarse en una perspectiva sistémica y holista permite analizar la salud y la enfermedad de una forma estructural y dinámica al mismo tiempo. Analiza, por un lado, los distintos sistemas que están alterados, pero asimismo tiene en cuenta las distintas interacciones existentes entre ellos. Así, por ejemplo, en el campo de la psicología clínica tradicional se esté dando una gran importancia hoy en día tanto a los trastornos de la personalidad como al estudio de la personalidad premórbida, por ejemplo la personalidad depresiva, y a los factores de personalidad —bien del terapeuta bien del cliente— que influyen en el éxito o fracaso de una determinada intervención psicológica, entendiendo que la personalidad es el concepto que mejor permite integrar el funcionamiento del individuo como una totalidad múltiple en el sentido que Stern le dio a este concepto. También desde la perspectiva del nuevo paradigma de la Salud se considera al enfermo como un usuario —consumidor— de los distintos servicios de salud. De hecho, como veremos posteriormente, el tratamiento combinado —fármacos más intervención psicológica— para la Depresión es una de las estrategias más utilizadas y recomendadas hoy en día. En este sentido el enfermo no sólo utiliza diversos servicios sanitarios sino que además se ve atendido, más que en ningún otro momento, por un auténtico equipo sanitario que se ocupa de las diversas parcelas que necesita para su tratamiento. Se estudia así, tanto al funcionamiento emocional y social del enfermo como el estado fisiológico y evolutivo de su enfermedad, al mismo tiempo que se tienen en cuenta tanto sus estrategias de afrontamiento como su habilidad para conseguir un apoyo social eficaz. Por otro lado, las asociaciones de enfermos son auténticas asociaciones de consumidores, en las mismas no sólo se apoya al enfermo y a su familia sino que además se le facilita información sobre su enfermedad, sobre asistencia técnica, sobre ayudas económicas y sociales y un amplio etcétera. Indudablemente un modelo, tal y como lo hemos descrito, se sustenta obligatoriamente en una consideración bio-psico-social del individuo; dicho de otra manera, el nuevo paradigma de la Salud no es Bio-Psico-Social porqué se preocupe o integre los aspectos bio-psico-sociales del enfermar sino porque implica un cambio en su concepción del individuo y de la Sociedad. Si se prefiere decirlo de otra manera, la psicología de la Salud actual no es psicología de la salud por la definición que plantea de salud y enfermedad sino porqué presenta las características que hemos señalado anteriormente y, en ese sentido, se aleja radicalmente de las visiones tradicionales tanto de la Medicina como de la psicología clínica. 3.- DE LA TRISTEZA A LA DEPRESIÓN. ASPECTOS BÁSICOS En la Psicología Post-moderna se tiende a considerar a las emociones como «roles sociales transitorios», y por tanto conceptos sin significado fuera del contexto en el que se producen. Sin embargo, cuando se analiza la aparición de estados emocionales se tiende a recurrir a los procesos psicológicos en los que parecen sustentarse; de este modo, y a partir de la célebre polémica entre la primacía de la cognición o del afecto tiende a considerarse que no existe emoción sin -198-
pensamiento y, también se podría decir, que no existe pensamiento sin emoción; o dicho de otra manera, el pensamiento racional y/o no-emocional sería aquel en el que no hay primacía de ningún estado emocional con lo que le prestamos más atención al pensamiento que a la emoción que le acompaña, de ahí que podríamos decir que el pensamiento racional es un tipo de pensamiento emocionalmente neutro. Si esto es así, la tristeza y también la depresión serían pensamientos racionales que se acompañan de un estado emocional triste y/o depresivo, lo cual equivaldría, en terminología de Beck, a hablar de pensamientos irracionales de tipo negativo dado que el contenido del pensamiento tiene una carga emocional negativa para el sujeto. No está tan claro, aunque desde nuestro punto de vista parecería lógico, afirmar que los pensamientos que se acompañan de un estado emocional alegre y/o excesivamente alegre serían pensamientos irracionales de tipo positivo, lo cuál explicaría de alguna manera la aparición de los estados maníacos. [Insertar Figura 12.1] Lo que sí parece claro, en un intento de unificar las distintas teorías Psicológicas existentes acerca de la Depresión es que, como se señala en la Figura 12.1 (esquema modificado de Greer y cols. 1995) los cambios bruscos en el estado de ánimo suelen producirse a partir de la percepción que el sujeto tiene de sus circunstancias ambientales; dicho de otra manera existen acontecimientos, situaciones, personas, etc. capaces de alterar el estado de ánimo del sujeto y, una vez que éste se ha producido empiezan a aparecer una serie de errores en el procesamiento de la información que le llevan, inevitablemente, a percibirse como una persona poco valiosa y poco eficaz. Es decir, el sujeto tiende a maximizar las dificultades que se plantean a su alrededor (por ejemplo, puede comenzar a darse cuenta o a percibir que la vida es injusta únicamente para él –Falacia de Justicia-- o bien a creer que los demás piensan mal de él –Lectura del Pensamiento— y así, una serie de pensamientos automáticos negativos que es necesario modificar a la hora de realizar un tratamiento. 4.- LA EVALUACIÓN DE LA DEPRESIÓN Desde la aparición de la escala de Moore (1930), se han dado importantes avances en la evaluación psicométrica de la psicopatología afectiva. Lo que en un principio constituyó un intento de solución para paliar los escasos índices de fiabilidad diagnóstica interjueces, se ha convertido en uno de los campos de la evaluación psicológica más prolíficos -y útiles-, tanto para la Psicología, la Psiquiatría y la Atención Primaria. Los procedimientos de evaluación psicológica de la depresión persiguen la obtención de información cuantitativa, rápida, estandarizada y mínimamente distorsionada, que permitan establecer diagnósticos más fiables, así como pautas terapéuticas más acertadas mediante la elección de los procedimientos y técnicas de tratamiento adecuados a la especificidad del paciente. Con este fin se han desarrollado numerosas pruebas de autoinforme, entrevistas diagnósticas estructuradas y escalas de valoración observacionales que permiten identificar, describir y clasificar la patología, así como la eficacia de los distintos tratamientos psicológicos y farmacológicos a lo largo del proceso terapéutico (Sánchez, 1992; Wetzler y van Praag, 1989). El proceso evaluativo permite múltiples abordajes, entre los que destacamos: 1) él enfoque categórico, nosológico o tipológico, orientado a la clasificación diagnóstica dentro de los ejes descritos en el DSM-IV (APA, 1994) o en la CIE-10 (World Health Organization, 1992); en este proceso, el clínico ha de clasificar al paciente dentro de una categoría diagnóstica definida por la nosología vigente. Además de las ventajas obvias que presenta, es preciso señalar la simplificación a la que irremediablemente tiende (van Praag, Korf, y Kakke, 1975); 2) el enfoque funcional o dimensional, está dirigido a la valoración del grado de intensidad de los diversos componentes del -199-
estado psicopatológico. Por otra parte, si atendemos a las técnicas de evaluación, en la actualidad se dispone de un amplio arsenal de instrumentos y procedimientos que ofrecen valiosa información a lo largo de las distintas fases del proceso diagnóstico y terapéutico, atendiendo a este criterio podemos clasificarlos en: 1) entrevistas estructuradas, permiten un diagnóstico categorial que se adecua a los criterios nosológicos estandarizados, 2) escalas de observación heteroaplicadas, que se desarrollan durante el proceso de la entrevista global estructurada del paciente, y son administradas por un clínico capacitado, 3) pruebas de autoinforme, constituyen un heterogéneo conjunto de técnicas e instrumentos que incluyen los denominados cuestionarios, inventarios y escalas. Dentro de este grupo pueden identificarse las pruebas o instrumentos generales (por ejemplo, el MMPI) que, además de otros constructos psicológicos, evalúan el estado afectivo, así como las pruebas específicas de evaluación de la patología afectiva (por ejemplo, el Inventario de Depresión de Beck). TABLA 12.2 Instrumentos utilizados para la evaluación de la depresión NOMBRE
Tipo
AUTOR
Instrumentos Generales Symptom Checklist 90 (SCL-90)
AI
Derogatis, 1983
Minnesota Multiphasic Personality Inventory (MMPI)
AI
Hathaway y McKinley, 1943
Millon Clinical Multiaxial Inventory (MCMI)
AI
Millon, 1983
Diagnostic Interview Schedule (DIS)
EE
Robins y cols., 1981
Structured Clinical Interview for DSM-III
EE
Spitzer y cols., 1986
General Health Questionnaire
AI
Langer, 1962
Beck Depression Inventory (BDI)
AI
Beck y cols., 1961
Zung Self-Rating Depression Scale
AI
Zung, 1975
Center for Epidemiological Studies Depression Scale
AI
Radloff, 1977
Carroll Rating Scale for Depression (CRSD)
AI
Carroll y cols., 1981
Schedule for Affective Disorders and Schizofrenia (SADS)
EE
Endicott y Spitzer, 1978
Hamilton Rating Scale for Depression (HRSD)
EO
Hamilton, 1960
Modified Hamilton Rating Scale for Depression (MHRSD)
EO
Miller y cols., 1985
Bech-Rafaelsen Melancholia Scale
EO
Bech y Rafaelsen, 1980
Montgomery-Asberg Depression Rating Scale (MADRS)
EO
Montgomery y Asberg, 1979
Instrumentos Específicos
Siendo: AI = Autoinforme; EE = Entrevista estructurada; EO = Escala de observación. Siguiendo esta clasificación, expondremos los principales instrumentos y procedimientos de evaluación de la depresión en adultos (ver Tabla 12.2), conscientes de la dificultad y escasa utilidad que tendría realizar una revisión exhaustiva de las numerosas pruebas existentes. Es -200-
preciso señalar que cada modelo o teoría de la depresión utiliza una serie de variables centrales que le permiten explicar el origen, mantenimiento y cronificación del trastorno; cada uno de estos modelos (Beck, Ellis, Abramson, etc.), utiliza consecuentemente diversos instrumentos para la evaluación de los constructos nucleares que sustentan el modelo, para una revisión sobre el tema puede consultarse Bas y Andrés (1996). Por último, una revisión de los instrumentos de evaluación de la depresión en niños, puede consultarse del Barrio y Moreno (1996). 4.1.- Entrevistas estructuradas La difusión de sistemas nosológicos aceptados universalmente (DSM-III, DSM-III-R, DSM-IV, CIE-9, CIE-10) ha posibilitado el incremento en la fiabilidad diagnostica. A su amparo se han desarrollado entrevistas estructuradas (básicamente, una lista de conductas, síntomas y acontecimientos a explorar, así como algunas reglas que sirven de guía para dirigirla y registrar los resultados obtenidos) que permiten la inclusión fiable de los pacientes dentro de una categoría diagnóstica. Entre las entrevistas estructuradas que valoran psicopatología general destaca la Entrevista clínica estructurada para el DSM-III-R, SCID, (Spitzer, Williams y Gibson, 1987). Otro instrumento, la Escala de Esquizofrenia y Trastornos Afectivos, SADS, (Endicott y Spitzer, 1978) está muy difundida en el ámbito de la investigación, si bien, en la práctica clínica es poco utilizada, ya que requiere dos horas aproximadamente para su cumplimentación, además de una preparación específica por parte del clínico. Otro modelo de entrevista estructurada, basada también en el DSM-III, es el Protocolo de Entrevista Diagnóstica, DIS, (Robins y cols., 1981). Por último, al amparo de las modificaciones en los criterios diagnósticos que se recogen en el DSM-IV, se dispone de un nuevo Manual de diagnóstico diferencial (First, 1996), así como de una revisión del procedimiento de Entrevista clínica (Olhmer, 1996). 4.2.- Escalas de observación heteroaplicadas Las escalas de observación son instrumentos heteroaplicados en las que el clínico evalúa principalmente la gravedad de la patología, obteniendo información en torno a las dimensiones más relevantes del trastorno (Wetzler y van Praag, 1989). Son especialmente útiles en pacientes con serios problemas de concentración o con dificultades para comprender el lenguaje escrito. El resultado de estos procedimientos depende, en gran medida, de la experiencia y práctica del clínico en el uso del sistema diagnóstico y en la administración del tipo de entrevista estructurada. Desafortunadamente, el prolongado tiempo que requiere su aplicación desaconseja en ocasiones su uso; además, diversos sesgos cognitivos y emocionales propios del trastorno pueden condicionar la información que se obtiene a lo largo del proceso, así por ejemplo, los deprimidos tienden a recordar mejor los acontecimientos negativos que los positivos (Matt, Vázquez y Campbell, 1992). La escala de observación más utilizada es la Escala para la Evaluación de la Depresión de Hamilton (HRSD), publicada en 1960, si bien la versión más utilizada es la más breve de 1967, debido probablemente a la elevada correlación interjueces obtenida en varios estudios. Está compuesta por 17 ítems que evalúan la gravedad de los síntomas que presenta el paciente en una escala que va de 0 a 2 para unos ítems y de 0 a 4 para otros. Una importante característica es que valora más los síntomas somáticos y comportamentales que los psicológicos y cognitivos. Se considera que la puntuación de corte, a partir de la cual estamos ante una depresión ligera, es de 18 puntos. Entre sus características es preciso destacar su sensibilidad a los cambios ocurridos durante el tratamiento, así como sus destacadas propiedades psicométricas (Senra y Polaino, 1993), así, por ejemplo Hamilton señala una elevada correlación inter-evaluadores (0,90). Se -201-
recomienda su uso exclusivamente a terapeutas entrenados puesto que los criterios de evaluación están poco especificados, siendo difícil diferenciar entre intensidad y frecuencia de cada síntoma; ha de utilizarse para valorar pacientes diagnosticados previamente de depresión, con el objeto de obtener un índice de la intensidad de los síntomas y cuantificar su evolución (Conde y cols., 1988). Se conoce una versión posterior de la escala (Bech y cols., 1981), que incluye una subescala de melancolía. A partir de la escala de Hamilton, se desarrolló la Escala Modificada de Hamilton para la Evaluación de la Depresión (MHRSD), de Miller, Bishop, Norman y Maddever (1985). En esta versión, que consta de 25 ítems agrupados en las 17 categorías de la HRSD, se describen con mayor precisión los ítems y los criterios de valoración; además, se incluyen ítems que valoran diversos síntomas cognitivos, así como el grado de melancolía. Es preciso señalar que su cumplimentación no exige tanta cualificación como la escala de Hamilton. También partiendo de la escala de Hamilton (HRSD) se creó la Escala de Melancolía de Bech-Rafaelsen, (Bech y Rafaelsen, 1980). Se trata de una escala heteroaplicada de 11 ítems en los que se valora, en una escala de 0 a 5 puntos, la presencia de síntomas depresivos. Vázquez (1995) recomienda su uso especialmente en pacientes graves. Por último, la Escala de Evaluación de la Depresión de Montgomery-Asberg, (MADRS) (Mongomety y Asberg, 1979), fue desarrollada con el fin principal de valorar los cambios producidos durante el tratamiento de la depresión; está compuesta por 10 ítems que se valoran en una escala de 0 a 7 puntos. Se considera 9 la puntuación de corte. La fiabilidad interevaluadores es alta, oscilando entre 0.89 y 0.95 (Conde y cols., 1988). Una versión en castellano puede encontrarse en Conde y Franch (1984). 4.3.- Pruebas de autoinforme Pueden considerarse como un tipo de auto-observación, mediante el cual el paciente provee información sobre sí mismo y su comportamiento; son, con mucho, el método de evaluación con una mejor razón coste-eficacia, proveyendo una gran cantidad de información en un tiempo razonable, tanto para el paciente como para el clínico. Además permiten obtener niveles aceptables de fiabilidad y validez (Plutchik, y van Praag, 1987). No obstante conviene tener en cuenta que están sujetos a numerosas fuentes de error, que provienen tanto de la construcción y estructura del propio instrumento (Fernández-Ballesteros, 1991), como de las distorsiones o sesgos de respuesta del sujeto (Fernández-Ballesteros, 1992). TABLA 12.3 Puntos de corte más utilizados en las principales escalas de evaluación de la depresión (Tomada de Vázquez, 1995). Rango
No depresión
Depresión ligera
Depresión moderada
Depresión grave
BDI
0-63
0-9
10-15
16-23
24-63
HRSD
0-52
0-6
4-17
18-24
25-52
Bech-Rafaelsen
0-44
0-5
6-14
15-25
26-44
SDS
20-100
20-35
36-51
52-67
68-100
HAD
0-42
0-7
-
-
-
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De entre los diferentes autoinformes, el más utilizado es el Inventario de Depresión de Beck, BDI (Beck, 1961; Beck y cols., 1979). Del BDI, inicialmente desarrollado en un formato heteroaplicado, existen diversas formas, transformándose sus 21 ítems en la forma de autoevaluación más difundida; si bien existe una versión abreviada de 13 ítems no se recomienda su utilización puesto que el índice de errores de clasificación es superior al de la versión de 21 ítems (Kendall y cols, 1987). Sus propiedades psicométricas son aceptables, siendo, en la versión española, el coeficiente alfa de Cronbach de 0,82, y la fiabilidad test-retest tras un mes de intervalo de 0,72 (Vázquez y Sanz, 1991), concordantes con los informados por Beck, Steer y Garbin (1988) tras revisar numerosos estudios. EL BDI se caracteriza por evaluar preferentemente síntomas cognitivos (desesperanza, pérdida de autoestima, etc.), congruentemente con los postulados que sostiene su modelo cognitivo en el que las distorsiones cognitivas, los pensamientos automáticos y la aptitudes disfuncionales contribuyen al mantenimiento del trastorno (Beck y cols., 1979). Se considera que puntuaciones mayores de 10 puntos son indicativas de la existencia de depresión (véase la Tabla 12.3). Una versión en castellano del BDI puede encontrarse en Conde, Esteban, y Useros (1976). Es preciso señalar que esta escala no está orientada al diagnóstico de la depresión, sino a la cuantificación de la intensidad de sus síntomas (Vázquez, 1986). La Escala de Depresión de Zung (SDS), Zung (1965), consta de 20 frases relacionadas con la depresión que evalúan prioritariamente la frecuencia de los síntomas emocionales y fisiológicos, por encima de los cognitivos (por ejemplo, “Me siento triste”). Existen diversas versiones españolas de esta escala (Conde y Franch, 1984) que posee propiedades psicométricas destacables (Conde y Esteban, 1975), cada vez menos utilizada (Vázquez, 1995) ya que no parece sensible a los cambios producidos en el tratamiento. Se dispone también de un modelo de entrevista clínica semiestructurada, “The Depression Status Inventory” (Zung, 1972), que cuantifica la severidad de los síntomas apreciados por el clínico, ajustándose al SDS. A partir de la escala de Hamilton (HRSD) se desarrolló la Escala de Carroll para la Evaluación de la Depresión, (SRSD), Carroll y cols. (1981), compuesta por 52 ítems que amplían el espectro de síntomas del HRSD, estando indicada principalmente para valorar la severidad del trastorno. Los autores señalan que puntuaciones superiores a 10 indican la existencia de depresión. 4.4.- Otros procedimientos de evaluación Existen otros procedimientos de evaluación de la depresión, además de los fisiológicos (principalmente el Test de la supresión de la dexametasona), mediante el empleo de las denominadas Escalas Analógicas Visuales y de las Listas de Adjetivos. Las Escalas Analógicas Visuales consisten en una línea en la que los extremos representan el nivel máximo y mínimo de depresión que experimenta el sujeto. Se interroga al sujeto sobre cuál es su estado de ánimo, expresado en un punto en el continuo que representa la escala. Si bien tienen ventajas asociadas a su simplicidad e inmediatez, por contra, carecen de valor diagnóstico. Vázquez y Ring (1993) hallaron una correlación de 0.70 entre los resultados de la estimación del nivel de estado de ánimo obtenidos con esta escala y los resultados del BDI. Por su parte, las Listas de Adjetivos, consisten en instrumentos que valoran el estado de ánimo, solicitando al sujeto que elija, de entre una amplia lista, los adjetivos que mejor describan su estado de ánimo, de entre ellos destaca la Lista de Adjetivos Depresivos de Lubin (Lubin, 1967) compuesta por 128 ítems que diferencian significativamente sujetos normales de los depresivos.
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5.- INTERVENCIÓN EN LA TRISTEZA Y LA DEPRESIÓN En primer lugar nos referiremos a los principales objetivos que deben guiar la intervención tanto en la tristeza como en la depresión (F32.x y F33.x del DSM-IV y CIE10), para pasar a continuación a revisar las principales estrategias y técnicas terapéuticas que se utilizan en su tratamiento. La finalidad u objetivos del tratamiento de la tristeza y, especialmente, de la depresión se centran en modificar los siguientes tipos de efectos: ! Los efectos de carácter cognitivos, que son principalmente referidos a las creencias de tipo irracional, a las atribuciones catastrofistas, a la atención selectiva sobre acontecimientos negativos y a la autocrítica. ! Así mismo, también deben modificarse los efectos comportamentales referidos a la pasividad, el aislamiento, la escasez de situaciones gratificantes y la confrontación deficitaria con los problemas de carácter práctico. ! Los efectos afectivos específicos, tales como el llanto, y otras respuestas emocionales que pueden verse involucradas, tales como la ansiedad, la culpabilidad, la vergüenza o la ira. ! Los problemas relacionados con la perdida de motivación general y la creación de situaciones de excesiva dependencia. ! Y, por último, también será necesario intervenir sobre los síntomas somáticos que pueden aparecer asociados, tales como alteraciones de la alimentación y el sueño, pérdida del interés sexual y cansancio crónico. No todos estos efectos tienen que aparecer en un caso concreto, sino que en función de los que aparezcan como más relevantes deberá priorizarse la intervención. 5.1.- Estrategias específicas de intervención El primero de los objetivos de la intervención, sobre los efectos de carácter cognitivo, es la eliminación de las creencias de carácter irracional, que pueden abordarse mediante reestructuración cognitiva. Hay que prestar especial atención a lo que Beck (1976) denomina la “triada cognitiva”, es decir, la imagen de sí mismo como inútil, el presente como algo imposible de realizar y el futuro como carente de positividad. Las atribuciones catastrofistas puede abordarse mediante las técnicas de atribución de responsabilidad de Rehm (1988). La atención selectiva mediante técnicas de focalización. Y la autocrítica también mediante reestructuración cognitiva. En lo referente a la intervención sobre los efectos comportamentales negativos, todos ellos se pueden abordan globalmente mediante el desarrollo de programas de actividades, dentro de los cuales debe planificarse con especial cuidado un incremento significativo de las actividades satisfactorias. Con respecto a los sentimientos asociados, hay que identificar y reestructurar los pensamientos de tristeza y desesperanza, establecer un control sobre la expresión de la tristeza, y potenciar la realización de actividades distractoras para los momentos de crisis. La motivación también mediante la programación de actividades, buscando que estas sean especialmente reforzantes. Y por medio de experimentaciones con comprobación de hipótesis. Por último, con respecto a los síntomas somáticos solo será necesario su actuación específica sobre ellos cuando estos no van desapareciendo con las intervenciones sobre los objetivos anteriormente expuestos.
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FIGURA 12.1
CAMBIOS EN EL ESTADO DE ANIMO Precipitantes Lógicos Errores
Evaluaciones Distorsionadas
Pensamientos Automáticos Negativos
Maximización Minimización Dificultades Recursos Sesgos Cognitivos recordar información
Análisis Falta de Expectativas Causal Estrategias Resultado Pobres Falso
Atribuciones Internas de Fracaso
CAMBIO DE HUMOR -205-
CAPÍTULO 13
ASPECTOS EMOCIONALES DEL PROCESO DE MORIR Ramón Bayés y Joaquín T. Limonero 1. EL MIEDO A LA MUERTE Aun cuando la muerte forma parte irrenunciable de la condición humana y suscita intensas emociones, hasta hace pocas décadas han sido escasos los trabajos que la han estudiado desde un punto de vista psicológico (Kastenbaum y Costa, 1977) o que la han utilizado como un fenómeno natural a través del cual investigar las reacciones emocionales (Limonero, 1996). Las emociones negativas, como el miedo, son características de la mayoría de los mamíferos y suele considerarse que han evolucionado para favorecer la adaptación al medio y mejorar la supervivencia de las especies (Darwin, 1872, Izard, 1993; MacLean, 1990, Myers, 1992). El miedo ante un predador prepara a nuestro organismo para huir del peligro; el miedo a una lesión nos protege del daño; el miedo a las represalias del contrario controla nuestra ira. Se cree, por tanto, que el miedo -lo mismo que el dolor- posee una misión biológica importante al actuar, en la mayoría de circunstancias, como un instrumento eficaz para preservar la vida, o los objetos, ambientes y personas por los que sentimos aprecio. De hecho, la función última de todas nuestras reacciones de dolor, o de miedo ante un posible daño, es conseguir que se restaure el equilibrio biológico alterado o que ni siquiera llegue a alterarse. Algunas personas afortunadamente muy pocas- padecen una terrible enfermedad que consiste en la imposibilidad de sentir dolor y todas ellas mueren muy jóvenes, no porque la enfermedad sea mortal en sí misma, sino debido a que la insensibilidad las coloca ante un contínuo riesgo (Vila, 1996). Y, posiblemente, si consiguen sobrevivir algunos años se lo deban únicamente al miedo. Existen miedos, a los que suele llamarse biológicos, que, para aparecer, sólo precisan de un débil o prácticamente nulo aprendizaje, como son el miedo a las serpientes y a las arañas y, sobre todo, el miedo a la muerte. Cuando Hebb (1980) mostró por primera vez a un grupo de chimpancés la cabeza moldeada en arcilla de un miembro de su especie, los primates fueron presa del pánico y su reacción fue similar a la de las personas que descubren el cadáver de un ser humano descuartizado. Por otra parte, a lo largo de nuestra historia personal en el seno de una cultura determinada, a través de numerosas y complejas asociaciones e interacciones con la muerte de seres humanos y con el proceso que la precede, aprendemos a sentir miedo de objetos, personas, situaciones o fenómenos, diferentes de aquellos que causan miedo a otros miembros de nuestra propia especie, comunidad o familia. Así, un enfermo en situación terminal puede tener múltiples miedos y temores relacionados tanto con la sintomatología física que padece como con los tratamientos que se le aplican, la pérdida de sus funciones psicológicas y papeles sociales, un posible castigo divino y, cómo no, puede sentir miedo de la misma muerte. Por ello, tal como veremos más adelante, el único medio de conocer qué cosas concretas inquietan o producen temor a un enfermo ante la proximidad de la muerte, será preguntándole por los síntomas, comportamientos y situaciones que personalmente considera que amenazan o pueden amenazar su integridad psicológica o corporal, o su propia vida. A pesar de que existen algunos antecedentes, y de que psicólogos históricamente reconocidos, como Fechner (1836) o Wiliam James (1910), se han ocupado de la muerte, es posible que el primer intento estructurado de acercarse al tema desde la psicología, haya sido el simposio organizado por Feifel en 1956, bajo los auspicios de la American Psychological Association, titulado El concepto de muerte y su relación con el comportamiento (Cfr. Feifel, 1990). Durante las décadas de los años sesenta y setenta, trabajos como los de Kübler-Ross -206-
(1969), Templer (1970), Kastenbaum y Aisenberg (1972), y Parkes (1972), o la aparición de la revista OMEGA en 1969, se han ocupado también del problema, aunque probablemente no se ha generalizado el interés por la investigación científica del tema de la muerte, incluyendo los aspectos emocionales que conlleva, hasta el advenimiento del movimiento multidisciplinario Hospice, liderado por Cecily Saunders, y la posterior y rápida expansión por todo el mundo de los denominados cuidados paliativos. En nuestra opinión, quizá sea Claude Bernard quien mejor resuma, en su fecunda labor profesional (Bernard, 1865), la doble dimensión, clínica y científica, de una actividad permanentemente dedicada a la búsqueda de conocimientos para dar soluciones a los problemas de sus enfermos. Claude Bernard nos señala el difícil camino de integrar la ciencia y la clínica en la labor profesional cotidiana, camino que, en el caso del sufrimiento humano, tan oportunamente nos ha recordado Cassel (1991) al señalar que la relación personalizada del profesional sanitario con el paciente debe encontrarse en estrecha simbiosis con la moderna tecnología y creciente especialización biomédica, y no considerarse como una alternativa de segundo orden. Considerando a Bernard (1865) y a Cassel (1991) como dos faros paradigmáticos susceptibles de iluminar nuestra labor, trataremos de resaltar en estas páginas la necesidad de individualizar el proceso de morir, ya que, como ya señaló Webster en 1612 (Cfr. Nudland, 1993), “... la muerte tiene diez mil puertas distintas para que cada hombre encuentre su salida”, a la vez que no olvidamos que la investigación científica de las emociones suscitadas por la proximidad de la muerte nos puede proporcionar herramientas evaluativas y terapéuticas que pueden ayudar al clínico a desempeñar su labor paliativa con mayor eficacia. Es interesante señalar que, recientemente, Testa y Simonson (1996a), en un artículo publicado en The New England Journal of Medicine que ha encontrado ya un eco considerable entre la clase médica (Buchholz, 1996; Bradlyn y Pollok, 1996; Meran, 1996), señalan la importancia que revisten los aspectos subjetivos en otro concepto -calidad de vida- que, como los de sufrimiento y soporte emocional, cada día son más valorados por los profesionales sanitarios: “Desde el momento en que las expectativas que conciernen a la salud, y la habilidad para afrontar las limitaciones y minusvalías, pueden afectar considerablemente la percepción que las personas tienen de su propia salud y su grado de satisfacción con la vida, dos personas con el mismo estado de salud pueden tener una calidad de vida muy diferente (pp. 835)”. Posteriormente, estos mismos autores (Testa y Simonson, 1996b) remachan el clavo: “Cuando se les pide a los pacientes que nos indiquen su estado de salud, en sus respuestas usan juicios subjetivos” (p. 522). 2. LOS CUIDADOS PALIATIVOS Morir -excepto en los accidentes, crisis inesperadas y muertes violentas- es un proceso cuya principal característica es la pérdida progresiva, aunque no siempre predecible, de control sobre uno mismo, el ambiente y el curso de los acontecimientos. Las unidades de cuidados paliativos, nacidas para hacer frente a los problemas que presentan los enfermos que ya no responden a los tratamientos curativos, no son un lujo de nuestra sociedad sino una respuesta a la pregunta de la muerte, pregunta aparentemente olvidada, oscurecida, disfrazada, distanciada u ocultada, durante largo tiempo por la consumista cultura occidental, pero a la que todos habremos de responder algún día (Cassem, 1974). Tras la reciente universalización de las ideas y proyectos formulados hace ya algún tiempo por Cicely Saunders (1966, 1967, 1984) y la cristalización en muchos lugares del mundo del movimiento Hospice, el nuevo camino que muestran los cuidados paliativos se está imponiendo en nuestra sociedad. Este camino es, y debe ser, multidisciplinario y en él el control de los factores emocionales juega un papel destacado (Arranz y Bayés, en prensa; Bayés, Arranz, Barbero y -207-
Barreto, 1996). Partiendo del concepto de Saunders (1984) de “dolor total”, que integra componentes de dolor “físico, mental, social y espiritual”, el movimiento Hospice -rebautizado por Mount como cuidados paliativos- ofrece atención biológica, psicológica, social y espiritual, tanto al paciente en situación terminal como a los familiares que lo atienden. La Organización Mundial de la Salud define los cuidados paliativos como “el cuidado activo de los pacientes cuya enfermedad no responde al tratamiento curativo” (WHO, 1987), y proporciona algunas normas prácticas de actuación a los profesionales sanitarios. Dichas normas señalan, en palabras de Johnson y Abraham (1995), que los cuidados paliativos: 1º) Afirman la vida y contemplan la muerte como un proceso natural, y en ningún caso deben acelerarla o retrasarla. 2º) Proporcionan alivio del dolor y otros síntomas perturbadores. 3º) Incorporan los aspectos psicológico y espiritual al cuidado del paciente. 4º) Ofrecen soporte a los pacientes para que vivan tan activamente como les sea posible la última etapa de su existencia. 5º) Proporcionan soporte a los familiares durante la enfermedad del paciente y en el momento de la muerte del mismo. A escala internacional quisiéramos destacar la aparición en las décadas de los años ochenta y noventa de las revistas: Journal of Palliative Care, en 1985, y Palliative Medicine, en 1987, de algunos artículos importantes sobre el tema del sufrimiento (Cassel, 1982) y de la comunicación con el enfermo oncológico en situación terminal (Maguire y Faulkner, 1988a, 1988b), así como la publicación de numerosos libros, en especial del Oxford texbook of palliative medicine (Doyle, Hanks y MacDonald, 1993). En nuestro país, los pioneros han sido Jaime Sanz, quien crea en 1984 una unidad de cuidados paliativos en el Departamento de Oncología Médica del Hospital Marqués de Valdecilla de Santander -reconocida oficialmente como tal en 1987- y Xavier Gómez-Batiste y Jordi Roca, quienes establecen en 1986 en el Hospital de la Santa Creu de Vic (Barcelona) un programa de atención domiciliaria para enfermos de cáncer en situación terminal, y en 1987 una unidad de cuidados paliativos. Aunque pronto surgen nuevos emprendedores -Porta, en Lérida, GómezSancho, en Las Palmas, Núñez-Olarte, en Madrid, García-Conde y Pascual, en Valencia, etc.- y se crean unidades de cuidados paliativos en hospitales de todo el territorio español (Sanz, 1992). Finalmente, es preciso señalar, por su importancia, organización y coherencia, la red de cuidados paliativos establecida en Cataluña (Gómez Batiste, Borrás, Fontanals, Stjernswärd y Trias, 1992). Hitos importantes en el desarrollo de las unidades de cuidados paliativos en España han sido: a) la fundación, el 20 de mayo de 1989, de la Societat Catalano-Balear de Cures Pal.liatives, b) la celebración en Vic (Barcelona), en marzo de 1992, del Primer Congreso de Cuidados Paliativos de Cataluña, con la participación de destacados especialistas extranjeros (Doyle, Parkes, B. Saunders, Stjernsward, Twycross, Ventafrida, etc.), c) la fundación, en enero de 1992, de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, d) la publicación, en 1993, de la guía “Cuidados Paliativos: Recomendaciones de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos” (Sanz, Gómez-Batiste, Gómez Sancho y Núñez Olarte, 1993), a instancias del Ministerio de Sanidad y Consumo, e) la celebración en Madrid, en febrero de 1994, del 1er Congreso Internacional de Cuidados Paliativos, f) la aparición, en 1994, de la revista multidisciplinaria Medicina Paliativa, g) la celebración en Barcelona del Symposium “La atención hospitalaria al enfermo moribundo” (Morlans y Abel, 1995), h) la celebración en Barcelona, en Diciembre de 1995, del IV Congreso de la Sociedad Europea de Cuidados Paliativos y del 1er. Congreso de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, i) la publicación de los libros: Tratado de medicina paliativa y de soporte en el enfermo con cáncer (González Barón, Ordóñez, Feliu, Zamora, y -208-
Espinosa, 1996) y Cuidados paliativos en oncología (Gómez-Batiste, Planas, Roca y Viladiu, 1996). Como puede observarse por los datos que acabamos de citar, el movimiento de cuidados paliativos es muy reciente. Es preciso subrayar que a pesar de sus constantes proclamas de multidisciplinariedad, lo cierto es que, hasta el momento, ha tenido una fuerte impronta biomédica y un claro objetivo aplicado -proporcionar el mayor bienestar posible a los enfermos en situación terminal, en especial a los enfermos oncológicos- al cual se ha tendido, en general, de forma empirista. Personalmente consideramos que, dado que uno de sus principales instrumentos de trabajo para enfrentarse al problema de la muerte es el apoyo emocional (Arranz y Bayés, en prensa), los análisis y estrategias utilizados podrían y deberían beneficiarse de los descubrimientos que, desde la Psicología Básica, Psicología Social y Psicología Clínica, se han realizado y continuan haciéndolo en el campo de las emociones (Fernández-Abascal, 1995; Moltó, 1995; Páez, 1993). En este momento, estamos convencidos de que algunos de los hallazgos, hipótesis y modelos de autores como Lazarus y Folkman (1984) o Lang (1968), por ejemplo, pueden servir -y de hecho, aun sin conocerlos, en parte ya los utilizan intuitivamente algunos autores procedentes del campo de la medicina- para ayudar con mayor eficacia a afrontar y disminuir el sufrimiento de los enfermos en situación terminal e incrementar su grado de bienestar. 3. MIEDO, DOLOR Y SUFRIMIENTO A medida que una enfermedad grave -como, por ejemplo, el cáncer o el SIDA- avanza hacia un final temido e irreversible, las personas que la padecen tienen, esencialmente, dos tipos de miedo: A) Miedo a sufrir la acción de estímulos físicos desagradables sobre su organismo: dolor, disnea, debilidad, parálisis, etc, sobre todo si se cree que dicho padecimiento ya no cesará jamás, y B) Miedo a experimentar pérdidas de carácter psicosocial (Arranz, Barbero, Barreto y Bayés, en prensa) que pueden concretarse en cosas, funciones y/o relaciones con personas: ! Que el enfermo antes tenía, ahora no tiene y cree que ya nunca podrá recuperar. ! Que todavía tiene pero teme perder para siempre. ! Que nunca ha tenido, quisiera tener y a las que debe renunciar definitivamente. Como dijo Nietsche y nos ha recordado recientemente Klagsbrun (1994), lo que supone un sufrimiento intolerable para el ser humano es “tener una experiencia desagradable que cree que no tendrá fin”. Cuando a este miedo -que se siente como una amenaza para la propia vida y/o la integridad de la persona, tanto de tipo biológico como psicosocial o espiritual- se une la percepción subjetiva de impotencia para controlarlo, se produce sufrimiento. Cuanto más intensa se percibe la amenaza y menor la sensación de control percibido, mayor es el sufrimiento. A u n q u e a veces se utilicen indistintamente dolor y sufrimiento, no son términos conceptualmente equivalentes. La International Association for the Study of Pain (IASP) define el dolor como “una experiencia sensorial y emocional desagradable, asociada a lesiones tisulares reales o probables, o descrita en función de tales daños” (Cfr. Merskey, 1979). Como subrayan Chapman y Gravin (1993), la definición de la IASP sugiere la intervención de, como mínimo, dos tipos de proceso: a) sensorial, que facilita al cerebro informaciones de tipo espacial, temporal y cuantitativo; y b) emocional, que puede colorear dicha percepción sensorial en forma de amenaza. En esta misma línea, Fordyce (1994) defiende que es imperativo distinguir entre dolor y sufrimiento, y, de esta forma, separar “el dolor como una señal” de las reacciones y emociones que manifiestan las personas que “padecen dolor”. -209-
En el presente contexto, quizá también valga la pena señalar que la influencia de los factores psicológicos en la percepción de dolor ha sido reconocida por muchos autores (Baines, 1990; Fordyce, 1976; Penzo, 1989; Saunders, 1984; Twycross y Lack, 1990; Wall y Melzack, 1984). En un trabajo ya antiguo, Beecher (1956, 1959) mostró dramáticamente la importancia de los factores psicológicos en la modulación del dolor al comparar los datos procedentes de 150 soldados estadounidenses que habían sido heridos en la playa de Anzio durante la Segunda Guerra Mundial, con los de otros 150 pacientes civiles de la misma edad, que vivían en Estados Unidos, sometidos a una intervención quirúrgica que afectaba de forma similar a su organismo. Mientras que sólo el 32% de los primeros manifestó que el dolor que experimentaban era lo suficientemente intenso como para precisar tratamiento analgésico, el 83% de los segundos solicitó dicho tratamiento. A juicio de Beecher, “no existe una relación directa simple entre la herida per se y el dolor experimentado. El dolor se encuentra determinado, en gran parte, por otros factores y, en este caso, es de suma importancia el significado que adquieren las heridas para los afectados”. Para los soldados, las heridas estaban asociadas a la vuelta al hogar y al alejamiento de la guerra; para los civiles, las mismas sólo poseían connotaciones negativas. Dolor y sufrimiento, por tanto, no son términos sinónimos. No todas las personas que padecen dolor sufren, ni todas las que sufren padecen dolor. Las personas que padecen dolor —escribe Cassel (1982)— declaran frecuentemente que sufren únicamente cuando su origen es desconocido, cuando creen que no puede ser aliviado, cuando su significado es funesto, cuando lo perciben como una amenaza. En otras palabras, el dolor se transforma en sufrimiento cuando se teme su prolongación o intensificación en el futuro sin posibilidad de control. En este sentido, una mujer, al dar a luz a un hijo deseado, tiene dolor pero no sufre si cree que alcanzará su objetivo; por otra parte, si una persona pierde a un ser querido no existe daño biológico pero sufre intensamente. Recordamos que, hace ya años, Lazarus (1966) distinguía entre tres clases de estresores: los que producían daño, los que causaban amenaza y los que suscitaban reto. Para Lazarus, daño hace referencia a un mal psicológico que ya ha sucedido; amenaza, a la anticipación de un daño que todavía no ha tenido lugar pero que puede ser inminente; y reto, a la consecuencia de una demanda difícil que nos sentimos con fuerzas para afrontar mediante la movilización de nuestros propios recursos (Lazarus, 1993). El daño y la amenaza producen sufrimiento; el reto, sólo en el caso de que el control sea dudoso y el resultado incierto. En nuestra opinión, posiblemente hayan sido Chapman y Gravin (1993) quienes hasta el momento han efectuado un análisis más depurado del sufrimiento ante la proximidad de la muerte, en una línea que, en sus aspectos fundamentales, nos recuerda la teoría de Lazarus y Folkman (1984) sobre la emoción. En efecto, Chapman y Gravin (1993) definen el sufrimiento como “un estado cognitivo y afectivo, complejo y negativo, caracterizado por la sensación que experimenta la persona al encontrarse amenazada en su integridad, por el sentimiento de impotencia para hacer frente a esta amenaza, y por el agotamiento de los recursos personales y psicosociales que permitirían afrontarla” (pp. 38). Recordemos brevemente que, de acuerdo con Lazarus, la naturaleza de la respuesta emocional vendría determinada por la evaluación subjetiva de la situación y no por las características objetivas de la misma, y que dicha evaluación tiene dos componentes: una evaluación primaria, en la que el sujeto aprecia si la situación es beneficiosa o perjudicial para él, y una evaluación secundaria, en la que el sujeto analiza los recursos de que dispone para afrontar dicha situación en el caso de que la juzgue como una amenaza. Resumiendo lo que llevamos dicho, en nuestra opinión, una persona sufre cuando: a) experimenta un daño físico o psicosocial importante, o teme que acontezca algo que percibe -210-
como una amenaza para su existencia personal y/u orgánica; y b) al mismo tiempo, cree que carece de recursos para hacerle frente (Bayés, Arranz, Barbero y Barreto, 1996). Es interesante subrayar que Schröder (1996), en un trabajo empírico recientemente realizado con enfermos en situación terminal, ha descubierto que la percepción de amenaza y la percepción de control se encuentran estrechamente asociadas y que, en la práctica, parecen presentarse -lo mismo que las evaluaciones primaria y secundaria de Lazarus- no de forma consecutiva sino simultáneamente. La sensación de amenaza y el sentimiento de impotencia son subjetivos. El sufrimiento, por tanto, también lo será. Por otra parte, no debemos olvidar que el sentimiento de amenaza -y el miedo- se poducen siempre con referencia al futuro. De esto se desprende que la mera observación de lo que pasa -un índice de Karnofsky o un listado de los síntomas que padece una persona- no serán datos adecuados para valorar el sufrimiento que experimentan los pacientes. El mismo acontecimiento -un diagnóstico de cáncer, similar intensidad de dolor, o de sensación de pérdida de una función corporal o de un ser querido- no produce la misma sensación de amenaza en todas las personas, ni todas ellas poseen los mismos recursos para hacerle frente. Lo importante, desde el punto de vista del apoyo emocional, no son los síntomas que tiene o percibe un enfermo, ni la similitud de la situación en que se encuentra -la misma fase de la misma enfermedad- en relación con otros enfermos, sino el grado de sensación de amenaza que alguno de estos síntomas, la constelación de varios de ellos, o la situación en su conjunto, le producen a él personalmente. Los síntomas que padece el enfermo pero que no le suscitan amenaza aunque en muchos casos posean una gran utilidad para llevar a cabo un diagnóstico o seguir el curso de un tratamiento- no deberían merecer, en la mayoría de los casos, una atención prioritaria desde el punto de vista del soporte emocional y la paliación del sufrimiento. En este sentido, lo importante no son los síntomas en sí mismos sino las percepciones que éstos suscitan en los enfermos. El modelo de intervención integral que proponemos (Bayés y cols., 1996) consta de los elementos y secuencias siguientes: una estimulación experimentada como desagradable por el enfermo, sea biológica -por ejemplo, dolor, disnea, etc.- o psicosocial -por ejemplo, soledad, sensación de pérdida, etc.- es percibida por el enfermo como una amenaza importante para su persona o su bienestar. Ante dicha amenaza, el sujeto evalúa sus recursos y, si se siente impotente para hacerle frente, esta situación le genera sufrimiento. Dicho sufrimiento, por una parte, puede amplificar la intensidad o presencia del síntoma, lo cual, a su vez, subraya la importancia de su falta de control sobre la situación y aumenta el sufrimiento. Por otra parte, este sufrimiento no ocurre en el vacío sino que se produce en una persona con un estado de ánimo concreto. Si éste es ya ansioso, depresivo o irritable, lo potenciará; si no lo es y el sufrimiento persiste en el tiempo, puede fácilmente conducirlo hacia la ansiedad, la depresión o la ira (Figura 13.1). -----------------------------------------------------------------------INCLUIR APROXIMADAMENTE AQUÍ LA FIGURA 13.1 -----------------------------------------------------------------------En la medida en que se acepta este modelo, el mismo puede servir de guía para mejorar la eficacia de las intervenciones terapéuticas que se lleven a cabo. De acuerdo con él, si se pretende disminuir el sufrimiento del enfermo e incrementar su bienestar será preciso: a) Identificar en cada momento aquellos síntomas -biológicos, psicosociales o espiritualesque son percibidos por el paciente como una amenaza importante, estableciendo su grado de priorización amenazadora desde el punto de vista del paciente. b) Compensar, eliminar o atenuar dichos síntomas. Se trata, en gran parte, del clásico “control de síntomas” llevado a cabo por los médicos y el personal de enfermería, y referido, en especial, a aquellos síntomas que preocupan a cada paciente concreto. Si no es posible conseguirlo -211-
y, en todo caso, paralelamente, será necesario tratar de suavizar la amenaza que representan para el paciente, incrementando, por ejemplo, su percepción de control sobre la situación al facilitarle una información verdadera tranquilizadora. Es preciso mencionar que, ocasionalmente, un buen control de síntomas físicos puede suponer la substitución del sufrimiento debido a dichos estímulos por el sufrimiento causado por la aparición de estresores psicosociales o espirituales, que incluso puede ser de mayor intensidad al permitir al enfermo una contemplación más realista de su situación vital. En otras palabras, el deseable y necesario control de síntomas biológicos puede conducir al paciente, en algunos casos, a descubrir un significado o sentido a su vida pero, en otros, puede intensificar su sufrimiento (Gregory, 1994; Schröder, 1996). c) Detectar y potenciar los propios recursos del enfermo, con el fin de disminuir, eliminar o prevenir su sensación de impotencia. Complementariamente, será necesario tratar de aumentar su percepción de control sobre la situación. Es importante señalar que la experiencia con enfermos en situación terminal muestra que, en general, estas personas son capaces de contribuir de un modo activo a su proceso de tratamiento, y que poseen recursos suficientes para hacer frente a la amenaza de la enfermedad y a la sucesión de pérdidas que ésta conlleva, incluida la propia muerte. d) En el caso de que el estado de ánimo del enfermo presente características ansiosas o depresivas, habrá que utilizar las técnicas específicas adecuadas -farmacológicas y/o psicológicaspara modificarlo o compensarlo, mejorando de este modo su grado de bienestar. Si se considera que el paciente se adapta bien a su situación, se analizará la conveniencia de utilizar, con carácter preventivo, algunas estrategias que impidan la ulterior aparición de estados negativos de ánimo -ansiosos, coléricos o depresivos- Asimismo, se planteará en este caso la posibilidad de proporcionar al paciente estimulación positiva y reforzante, susceptible de incrementar su bienestar. En otras palabras, siempre que sea posible, no se tratará sólo de eliminar o paliar el sufrimiento sino de aumentar la gama de satisfactores, proporcionando, en la medida de lo posible, alegría, deseo de vivir con intensidad el presente -si la amenaza se da en el futuro, vivir el presente alejará la amenaza, ya que será incompatible con ella- y, obviamente sin mentir, esperanza. Esta última, lo mismo que la amenaza, también tiene lugar en tiempo futuro y es, además, incompatible con ella. Por tanto, el objetivo del soporte emocional no será sólo evitar o paliar el sufrimiento sino proporcionar al paciente bienestar en el presente y, si es posible, algún objetivo realista en su futuro -quizá un reto- como puede ser, en algunos casos, la posibilidad de morir con dignidad. Desde un punto de vista funcional, el modelo de sufrimiento al que nos hemos referido puede ampliarse, prácticamente sin variación, tanto al cuidador principal y a sus familiares -en especial, en la prevención y atención del duelo- como a los miembros del equipo sanitario que se hacen cargo del enfermo -para prevenir y/o atenuar el burnout-, aun cuando, obviamente, el tipo de síntomas desagradables desencadenantes percibidos como amenazadores, los contenidos de la exploración, las pautas de evaluación y las estrategias psicológicas que se utilicen deban ser, en cierta medida, diferentes (Bayés y cols., 1996). 4. EVALUACIÓN DEL SUFRIMIENTO De los tres componentes de las emociones propuestos por Lang (1968) hace más de 25 años, en los estudios que se lleven a cabo sobre el tema de la proximidad de la muerte deberemos desestimar, de entrada, la evaluación de la dimensión fisiológica, tanto por razones éticas, como por encontrarse, en la mayoría de casos, fuertemente contaminada por los efectos de la enfermedad que padece el paciente y de los tratamientos que se le administran. Por otra parte, los datos proporcionados por la observación de la dimensión verbal-motora espontánea parece que -212-
poseen poca utilidad para la evaluación del sufrimiento (Schröder, 1996), ya que algunas personas pueden sufrir intensamente tras silencios e inmovilidades impenetrables para el mero observador. Para conocer si un enfermo está sufriendo, las causas de su sufrimiento y su intensidad -lo mismo que para determinar su grado de bienestar o calidad de vida- (Bayés, 1995; Buchholz, 1996; Limonero, 1994; Limonero y Bayés, 1995) será necesario hablar con él, preguntarle, es decir, profundizar, de forma casi exclusiva, en la dimensión cognitivo-experiencial. En cuanto a la evaluación del sufrimiento, debemos señalar que el instrumento adecuado debe reunir las características siguientes: a) poseer carácter subjetivo, ya que son subjetivas la percepción de amenaza y la evaluación de los recursos para hacerle frente. b) ser fácilmente comprensible para la mayoría de enfermos en situación terminal, ya que muchos de ellos se encuentran débiles y padecen posibles pérdidas o deterioros cognitivos. c) no ser invasivo ni plantear a los enfermos nuevos problemas o sugerirles posibilidades amenazadoras en las que no han pensado. d) ser sencillo y rápido de administrar. e) poderse aplicar repetidamente, sin pérdida de fiabilidad, con el fin de obtener datos longitudinales comparativos, y permitirnos conocer hasta qué punto son eficaces nuestras intervenciones para mejorar el bienestar de los enfermos y disminuir su sufrimiento. Es preciso recordar que las percepciones de los pacientes, tanto en el caso de enfermos oncológicos sometidos a quimioterapia curativa (Griffin, Butow, Coates, Childs, Ellis, Dunn y Tattersall, 1996) como en el de enfermos en situación terminal (Sanz y cols, 1993), son variables y pueden cambiar con rapidez. En el campo sanitario, nos gustaría señalar que nuestro modelo ideal de instrumento de evaluación -que hacemos extensivo a la evaluación de los aspectos subjetivos de los enfermospuede compararse, por su sencillez y ductilidad de aplicación, con el termómetro clínico, el cual nos indica si la temperatura sube, baja, o se mantiene estacionaria, y nos proporciona con ello un dato valioso sobre la evolución de la enfermedad, pero no nos explica el porqué. Una temperatura alta puede tener su origen en una infección grave o en un simple resfriado sin importancia. La medida que nos proporciona el termómetro es sólo una señal, un toque de campana. Si deseamos saber la causa de la fiebre tendremos que explorar al paciente, pedir análisis complementarios, etc. En cuidados paliativos, conocemos cuatro instrumentos que consideramos que reúnen las condiciones antes mencionadas: a) el índice de Karnofsky, mediante una escala observacional como medida de funcionalidad motora; b) la evaluación del dolor a través del desplazamiento de un cursor que autorregula el propio paciente sobre una escala analógica visual de 100 mm; c) The Edmonton Symptom Assessment System, para la evaluación sistemática de síntomas (Bruera, Kuehn, Miller, Selmser y MacMillan, 1991); y d) la percepción subjetiva del paso del tiempo como medida de malestar (Bayés, Limonero, Barreto y Comas, 1995). Estamos convencidos de que, a pesar de todos sus problemas y limitaciones, estos instrumentos nos abren un camino por el que será necesario seguir y profundizar. En nuestra opinión, los instrumentos de calidad de vida diseñados para enfermos crónicos -como el EORTC, por ejemplo- o los que poseen un número elevado de ítems, no son adecuados para la evaluación de los enfermos en situación terminal (Bayés, 1991). 5. EL PROBLEMA DE LA MUERTE HOSPITALARIA EN EL MUNDO OCCIDENTAL En Noviembre de 1995 se han dado a conocer los resultados de una amplia investigación llevada a cabo en Estados Unidos con más de 9.000 enfermos hospitalizados con un proceso avanzado de una o varias enfermedades letales, y con una tasa media de mortalidad del 47 ! en -213-
un periodo de seis meses (Support, 1995). El estudio constaba de dos fases: la primera consisitía en un análisis sistemático de cerca de 4.500 pacientes de estas características admitidos en cinco hospitales universitarios; la segunda, en una intervención realizada en un número similar de pacientes por enfermeras especialmente entrenadas con el objetivo de mejorar la calidad de la atención prestada. La envergadura del trabajo realizado queda de manifiesto por el coste que ha supuesto, 3.500 millones de pesetas (Miller y Fins, 1996). Algunos de los resultados más llamativos de esta investigación son, a nuestro juicio, los siguientes: a) El 38% de los pacientes de la primera fase pasaron un mínimo de 10 días en una unidad de cuidados intensivos. b) El 50% de los pacientes conscientes que murieron en el hospital padecieron dolor entre moderado e intenso al menos la mitad del tiempo que permanecieron en el hospital. c) El 25% de los pacientes de ambas fases murieron en el hospital. d) La intervención llevada a cabo por enfermeras especializadas con el fin de mejorar la situación no consiguió su propósito. e) La comunicación entre los médicos y los pacientes fue escasa y deficiente. Ante esta realidad -se pregunta Lo (1995)- aun cuando cada una de las intervenciones biomédicas realizadas podría posiblemente justificarse como una respuesta a una complicación tratable, ¿tomaron los médicos en consideración, antes de llevarlas a cabo, el pronóstico global del paciente, o hasta qué punto el enfermo deseaba someterse realmente a terapéuticas extremadamente agresivas? Los datos obtenidos confirman que una gran proporción de los enfermos graves ingresados en los hospitales norteamericanos no reciben un tratamiento adecuado para mitigar su dolor, y se ven obligados a pasar por un costoso y prolongado proceso de muerte, caracterizado por el uso de una avanzada tecnología biomédica invasiva -en lo que se ha llamado “encarnizamiento terapéutico”- y un impacto emocional considerable, tanto en el enfermo como en sus familiares o en los propios profesionales sanitarios que los atienden. Los cálculos realizados a partir de los datos de esta investigación permiten estimar que el 40% de las personas que mueren en Estados Unidos reúnen las mismas características de enfermedad y severidad que los enfermos estudiados (Support, 1995). En la otra cara de la moneda, Christakis y Escarce (1996) señalan que cada año 200.000 pacientes son ingresados, también en Estados Unidos, en unidades de cuidados paliativos -en las que reciben, además de otros tipos ayuda, un soporte emocional adecuado- pero la media de supervivencia en ellas es sólo de 36 días, y el porcentaje de pacientes que fallecen antes de que se cumplan los 7 días de su ingreso es del 15,6%. Estos autores recomiendan que se incremente el número de enfermos ingresados en las unidades de cuidados paliativos y que éstos se incorporen a ellas mucho antes; sin embargo, como señala Lynn (1996), esta propuesta puede ser difícil de llevar a la práctica debido a la incertidumbre del pronóstico, sobre todo, en muchas enfermedades no cancerosas: demencias, cardiopatías, obstrucción pulmonar, SIDA, etc. No deberíamos olvidar que Christakis y Escarce (1996), en el mismo artículo antes citado, mencionan que si bien el 15,6% de los enfermos ingresados en una unidad de curas paliativas -en su mayoría oncológicos y de más fácil pronóstico- fallecen en un plazo de 7 días tras su ingreso, un 14,9% vive más de los seis meses previstos. Entre nosotros, diversos autores (Limonero, Bayés, Espaulella y Roca, 1994; Porta, 1996) han mostrado la dificultad de efectuar pronósticos precisos incluso en enfermos de cáncer en situación terminal, sobre todo cuando el pronóstico sobre la estimación de vida es superior a un mes. A juicio de Lynn (1996), las unidades de cuidados paliativos se encuentran aceptablemente adaptadas a las necesidades de los enfermos oncológicos en situación terminal, pero es improbable -214-
que sus actuales programas de actuación se adecuen a otros grupos de enfermos que igualmente precisan de una ayuda multidisciplinaria en la que son prioritarios, entre otros, el soporte emocional y espiritual al enfermo y a su familia, y en cuyo tratamiento la avanzada tecnología biomédica ocupa, en general, un lugar muy secundario. Miller y Fins (1996) descubren interesantes analogías en los procesos de nacer y de morir. Estos autores señalan que en nuestras sociedades occidentales el advenimiento de un niño se ha visto acompañado en los últimos años de notables cambios en los conocimientos y comportamientos de los futuros padres, muchos de los cuales siguen con detalle las fases del embarazo y se preparan y adiestran para el momento del parto, con el fin de ser capaces de facilitar al recién nacido los cuidados que precisa. Para estos padres, la evolución del feto y el acto del nacimiento han dejado de ser un misterio para convertirse en algo “natural” que suele seguir una evolución predecible. Sin embargo, hace tan sólo un par de décadas la mayoría de las mujeres pasaban su embarazo y llegaban al parto sin preparación alguna, el padre no podía asistir al nacimiento de su hijo y, a menudo, durante el parto, se administraba a la madre anestesia general. Esta casi completa medicalización del embarazo y el parto se ha ido desvaneciendo con el tiempo y, como acabamos de señalar, se ha “naturalizado” el proceso de nacer. En contraste con el embarazo, el parto y las primeras etapas de un recién nacido, la muerte y el proceso de morir no siguen, en general, una pauta típica. No existe una ruta clara hacia la muerte (Lo, 1995; Nudland, 1993), aunque el final de algunas enfermedades degenerativas, como el cáncer, pueda ser hasta cierto punto predecible (Limonero y cols., 1994). Teniendo en cuenta estas dos realidades de la condición humana, Miller y Fins (1996) sugieren que en los hospitales: a) Se reestructuren los cuidados que se prestan a los enfermos en situación terminal, con el fin de incluir a los pacientes y a sus familiares en programas de preparación para las complejas y difíciles decisiones que deben tomarse, en muchas ocasiones, a lo largo del proceso de morir, y en la etapa del duelo. b) Paralelamente a las unidades de cuidados intensivos -que priorizan la utilización de la tecnología avanzada y cuyo objetivo es intentar la curación o la supervivencia del enfermo a cualquier precio- existan unidades de cuidados paliativos centradas en el cuidado del enfermo, lo cual facilitaría, en los casos en que fuera oportuno, la adopción de decisiones con pleno conocimiento tanto para el propio enfermo como para sus familiares. En resumen, la propuesta de Miller y Fins supone promover en la población una educación para la “naturalización” de la muerte y del proceso de morir -es decir, la atenuación, a través de la información, de las intensas reacciones emocionales negativas-, de la misma manera que en las últimas décadas se ha desarrollado una educación para la gestación y el advenimiento de los bebés. Personalmente, creemos que en dicha educación para la muerte deberían considerarse obviamente prioritarios tanto el estudio de las emociones que acompañan el proceso como la práctica del soporte emocional (Arranz y Bayés, en prensa). 6. CONCLUSIONES El proceso de morir suele ir acompañado de intensas reacciones emocionales que, a pesar de su importancia, hasta épocas recientes ha sido escasamente estudiado desde el campo de la psicología. La aportación que presentamos sólo pretende facilitar al psicólogo el acceso a nuevas vías de reflexión, investigación y aplicación práctica en el difícil e interesante campo interdiscisciplinar de las emociones y la salud, situándonos específicamente dentro del contexto de la proximidad de la muerte. -215-
Consideramos que el renovado interés actual de la psicología básica por el estudio científico de las emociones, así como la inclusión de psicólogos clínicos en muchos equipos multidisciplinarios de cuidados paliativos, abren en nuestro país una vía que tendrá una gran trascendencia teórica y práctica en un futuro inmediato. Estamos convencidos de que las modernas teorías de la emoción nos ofrecen caminos de solución a través de los cuales probablemente será más fácil “naturalizar” el proceso de morir y proporcionar un soporte emocional eficaz que ayude a muchos enfermos y a sus allegados a recorrer, con menor temor y sufrimiento, la última etapa de la existencia.
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FIGURA 13.1 (Bayés, Arranz, Barbero y Bareto, 1996)
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CAPÍTULO 14
DEPRESIÓN, ANSIEDAD Y DOLOR CRÓNICO Miguel A. Vallejo Pareja y María Isabel Comeche Moreno 1. EL PROBLEMA DEL DOLOR CRÓNICO 1.1. Definición y delimitación del problema El dolor es una experiencia que, casi sin excepciones, todo ser humano sufre en diferentes momentos de su vida. Desde bien pequeños aprendemos que el dolor es una señal de alarma que nos avisa de qué cosas son peligrosas o de que algo anda mal en nuestro organismo. Aprendemos también a asociar el dolor con otros síntomas de enfermedad y daño corporal y a buscar ayuda para que remedien nuestro mal. Finalmente, también aprendemos que lo normal es que cuando la herida cura y los demás síntomas remiten, el dolor desaparezca con ellos. El dolor cumple, por tanto, una función biológica, adaptativa. Los extraños casos de analgesia congénita sirven para ilustrar precisamente este valor del dolor (Sternbach, 1968). Estas personas, incapaces de sentir dolor, no aprenden a discriminar qué cosas pueden hacer o cuáles deben evitar y, en consecuencia, sufren numerosos accidentes a lo largo de su infancia. Además, el hecho de no percibir dolor como uno de los primeros síntomas de alarma de enfermedad, suele conducirles a acudir en busca de remedio cuando el proceso está ya avanzado y se reconoce por la aparición de otros síntomas (Melzack y Wall, 1982 y 1988). El tipo de dolor hasta aquí descrito, el dolor agudo, tiene una finalidad beneficiosa para la integridad del organismo, al funcionar como una señal de alarma que nos avisa de que se ha producido una herida o de que estamos enfermos. Además, este tipo de dolor tiene carácter temporal ya que lo habitual es que vaya remitiendo con el tratamiento adecuado de la herida o enfermedad y desaparezca finalmente cuando acaba el proceso de curación. Pero el dolor no siempre cumple esa función adaptativa. Existen múltiples casos, como el dolor de miembro fantasma o la neuralgia post-herpética, en los que la percepción de dolor se prolonga mucho más allá del momento final del proceso de enfermedad o la curación de la herida. En otras ocasiones, como es el caso de la mayoría de las cefaleas, puede no haberse producido ninguna herida ni conocerse daño orgánico responsable del dolor. En estos casos, el dolor no cumple ninguna función útil para el individuo, muy por el contrario, cuando sigue persistiendo durante meses e incluso años, es decir cuando se cronifica, el dolor pasa a ser un martirio que condiciona toda la vida del paciente y de quienes se encuentran a su alrededor. Vemos pues que, a diferencia de la temporalidad característica del dolor agudo, el dolor crónico tiene un carácter persistente, ya que, o bien se extiende durante largos períodos de tiempo tras el proceso de curación (seis o más meses), o bien aparece y desaparece de forma recurrente sin que se conozca la causa orgánica que lo provoca o mantiene. 1.2. Incidencia y prevalencia de los problemas de dolor crónico La relevancia del dolor crónico como tema de estudio puede quedar avalada por los datos sobre la prevalencia de los diferentes síndromes de dolor crónico en la población, así como por las consecuencias socio-económicas que su padecimiento supone. La mayor parte de los trabajos que proporcionan datos de este tipo se basan en encuestas realizadas en amplias muestras de población, en diferentes países. Quizá, el más conocido de todos ellos sea el Informe Nuprin (Taylor y Curran, 1985). Se trata de una encuesta realizada por teléfono, sobre una muestra de 1.254 personas, representativas de toda la población estadounidense mayor de 18 años. Los resultados de este trabajo mostraron una alta prevalencia -218-
de los diferentes síndromes de dolor en la población en general. La cefalea se reveló como el tipo de dolor más frecuente entre los norteamericanos, ya que un 73% de los encuestados informaban haber padecido uno o más episodios durante los doce meses anteriores. Le seguía en importancia el dolor de espalda (56%), los dolores musculares (53%) o articulares (51%), el dolor de estómago (46%) y el dolor perimenstrual en las mujeres (40%). Al considerar sólo aquellas personas que manifestaban haber padecido dolor más de cien días por año (período que según algunos criterios indica ya cronicidad), el dolor articular mostraba ser el más prevalente (10%), seguido del dolor de espalda (9%), la cefalea (5%) y el dolor muscular (5%). Según este informe, con excepción del dolor articular, cuya prevalencia se incrementaba con la edad, los demás tipos de dolor se daban más frecuentemente en las personas jóvenes, siendo más habituales en las mujeres que en los hombres. El padecimiento de dolor estaba también relacionado con la ocupación laboral, con una mayor frecuencia en los desempleados, trabajadores a tiempo total y madres que trabajan fuera del hogar. También parecía guardar relación con ciertos estilos de vida, siendo las personas que decían hacer ejercicio regular, no fumar, beber poco o nada y no ver la televisión, las que informaban padecer menos dolor. Algunos estudios epidemiológicos más recientes, realizados en otras muestras de población, presentan resultados parcialmente discrepantes. Por ejemplo, Andersson y cols. (1993) informaron de los resultados de una encuesta realizada en Suecia mediante un cuestionario remitido por correo, con una muestra de 1.806 sujetos. El 55% de los encuestados decía haber padecido dolor de forma persistente durante más de tres meses y el 49% durante más de seis. El dolor se localizaba más frecuentemente en la zona del cuello y hombros (30,2%), seguida de la zona lumbar (23,2%). La prevalencia del dolor variaba con el nivel socio-económico, encontrándose la mayor frecuencia entre los trabajadores. Centrándose únicamente en el dolor lumbar, Girolamo (1991) revisó doce trabajos realizados en Estados Unidos, Israel y algunos países europeos (Dinamarca, Holanda, Suecia, Italia y Finlandia) que estudiaban la prevalencia de este tipo de dolor. Los datos globales indican que entre el 50% y el 75% de los sujetos decía haber padecido dolor lumbar en algún momento de su vida. Aunque en la mayor parte de los casos el dolor desaparecía antes de llegar a cronificarse, en aproximadamente el 5% de los encuestados el dolor persistía durante más de tres meses. La mayoría de los episodios de dolor lumbar ocurrían entre los 25 y 55 años, y no parecía haber unas claras diferencias entre sexos. También se informa de una relación entre el padecimiento de dolor lumbar y ocupación laboral, con una mayor prevalencia en los sujetos que desarrollan trabajos que requieren esfuerzo físico. Con respecto a las cefaleas, Stang y Osterhaus (1993) informaron de los datos relativos al padecimiento de migraña en Estados Unidos, procedentes de la Encuesta Nacional de Salud de 1989. Los resultados mostraban que un 4% de la población padecía migraña, lo que representaba cerca de 10 millones de estadounidenses. La mayor prevalencia se daba entre los 25 y 44 años, siendo 2,5 veces más frecuente en mujeres que en hombres. También en una encuesta realizada en Finlandia, con una muestra de 22.809 adultos (Honkasalo y cols. 1993), se encontraron diferencias en función de la edad y el sexo. Mientras que sólo un 2,5% de los hombres padecían migraña, las mujeres migrañosas representaban por término medio el 10% de la población, siendo el período de máxima prevalencia (11,5%) el comprendido entre los 40 y 49 años. Respecto a España, no se dispone de estudios epidemiológicos que señalen la prevalencia de los diferentes síndromes de dolor en la población. Sólo se conocen algunos estudios de menor alcance que informan de la prevalencia de la cefalea en algunas muestras muy localizadas. Por ejemplo, Puente (1989) estudió la ocurrencia de cefalea entre los pacientes que acudían a un Centro de Salud de Madrid. De los 537 pacientes encuestados, sólo 30 se quejaron de cefalea, lo -219-
que supone un 5,6% de la muestra total de sujetos que acudieron a consulta médica. De los pacientes que padecían cefalea, el 66% decía tener uno o más episodios a la semana (3,7% de la muestra total). El 87% eran mujeres y el 13% hombres, siendo el intervalo de edad más afectado el comprendido entre los 21 y 30 años, en el que estaban encuadrados el 36% de dichos pacientes. En otro trabajo realizado con población española (Castro, 1990) se estudió la prevalencia del dolor de cabeza en una muestra de 1.155 estudiantes de la Universidad de Santiago de Compostela. Un elevadísimo porcentaje de estudiantes (el 95%) decían haber padecido algún episodio de cefalea a lo largo del año anterior a la realización del estudio, presentándose una frecuencia de uno o más episodios por semana en el 24% de los sujetos. El 72,4% de los estudiantes afectados eran mujeres, mientras que el 27,6% eran hombres. De los estudios de prevalencia reseñados cabe concluir, por una parte, las notables diferencias encontradas en los resultados de dichos trabajos, posiblemente debidas a la utilización de diferentes criterios metodológicos, por ejemplo, la consideración del padecimiento de un sólo tipo de dolor en unos estudios y de diversos tipos simultáneamente en otros. Por otra parte, y a pesar de las diferencias señaladas, es de destacar la gran magnitud que el problema del dolor crónico tiene en las diferentes muestras estudiadas. Un dato que de forma consistente aparece en todos los trabajos es la mayor ocurrencia del dolor, en general, en las mujeres que en los hombres. Aunque con pequeños matices según los estudios y el tipo de dolor, también parecen consistentes los datos que señalan la mayor frecuencia de problemas de dolor crónico entre la población trabajadora. Una vez comprobada la magnitud del problema del dolor crónico, vamos a detenernos brevemente en las consecuencias económicas y sociales que su padecimiento genera. A pesar de las dificultades que supone su cuantificación, las consecuencias económicas parecen ser especialmente relevantes en el caso del dolor crónico, ya que, a los gastos directos en concepto de consultas médicas, pruebas diagnósticas o fármacos que estos pacientes generan, debe añadirse la importante partida de gastos indirectos que representan los días de trabajo perdidos a causa del dolor. Respecto al primer tipo de datos, resulta poco menos que imposible calcular los gastos directos que supone el dolor crónico en nuestra sociedad. Como ejemplo de este tipo de gastos, baste con señalar que la estimación que Castro (1990) realiza sobre la cantidad de envases de analgésicos no narcóticos y antimigrañosos vendidos en España durante el año 1989 supera los noventa millones de envases. Otra importante fuente de gastos es el absentismo laboral que se produce a causa del dolor. Según el Informe Nuprin (Taylor y Curran, 1985), a partir de los datos obtenidos en la muestra estudiada, se estimaba que, en total, los estadounidenses habían perdido más de 4.000 millones de días de trabajo por culpa del dolor. Considerando únicamente la población de trabajadores a tiempo total, se producían al año un total de 550 millones de jornadas completas perdidas de trabajo por culpa del dolor, lo que representa aproximadamente 5 días por persona y año (Keefe y Williams, 1989). El dolor lumbar parece ser el problema de dolor crónico que más gastos genera en los países desarrollados, debido principalmente a la gran incidencia de este tipo de dolor entre la población trabajadora. Por ejemplo, Webster y Snook (1990) calcularon que en Estados Unidos el coste total del dolor lumbar en 1986 ascendió a 11.000 millones de dólares (algo menos de un 1 billón y medio de pesetas al cambio actual del dólar). De este importe, los costes médicos representan sólo una tercera parte, mientras que las indemnizaciones suponen las dos terceras partes restantes del gasto. También resultan impactantes los gastos provocados por el padecimiento de migraña en -220-
ese país. Stang y Osterhaus (1993) informaron de un total de 74,2 millones de días por año en los que se producía una restricción de actividad por culpa de la migraña. La falta de productividad derivada de tal restricción ocasionaba unos gastos estimados en 1.400 millones de dólares por año (más de 175.000 millones de pesetas). Junto a los problemas económicos, mínimamente esbozados, que cualquier tipo de dolor crónico genera, debe considerarse el impacto que su padecimiento tiene sobre la vida del sujeto. Es evidente que el dolor resulta aversivo para la persona que lo sufre. En consecuencia, dicho padecimiento, sobre todo cuando es continuo o repetitivo, condiciona muchas de las actividades de la vida del paciente: sus relaciones laborales, familiares, sociales, el tiempo de ocio, etc. No resulta pues extraño que, en las familias en las que algún miembro sufre dolor de forma crónica, el resto de los integrantes acusen su influencia. En este sentido, Dura y Beck (1988) constataron que, en las familias en las que la madre padecía dolor crónico, las propias pacientes, sus esposos y sus hijos mostraban más elevados niveles de depresión que los de las familias que no tenían problemas de dolor. Además, como señala Girolamo (1991) refiriéndose al caso de la lumbalgia crónica, estos pacientes frecuentemente manifiestan problemas de ansiedad, depresión, abuso de bebidas alcohólicas y tranquilizantes, junto a una mayor insatisfacción laboral, aunque, por otra parte, no se conoce si estos problemas son causa o efecto del dolor. En definitiva, el dolor crónico parece ser un problema relevante de estudio, tanto por el número de personas a las que afecta, como por las tremendas consecuencias económicas (jornadas perdidas de trabajo, dinero gastado en fármacos, pensiones de invalidez, etc.) y sociales que genera. 1.3. Sintomatología y alteraciones en los trastornos de dolor crónico El padecimiento del dolor crónico genera un gran número de cambios en el comportamiento habitual del paciente, cambios que son tanto más importantes e incapacitantes en función de la gravedad del problema. El grado de afectación es máximo cuando además está relacionado con un proceso terminal, como es el caso del dolor neoplásico, o cuando impide severamente la vida laboral de la persona. En otros tipos de dolor, como algunas cefaleas, neuralgias, etc., las alteraciones, siendo importantes, pueden permitir al paciente el mantenimiento de sus actividades cotidianas. Como punto de partida, puede decirse que la percepción de incapacidad, malestar, pesimismo, etc., en relación con la solución del problema, es el origen de la mayor parte de las alteraciones, pudiendo ir, como se ha señalado más arriba, desde situaciones incapacitantes a problemas como el insomnio, la falta de deseo sexual, etc., que hacen aún más penoso el padecimiento del dolor. Desde la perspectiva más grave, puede considerarse la incapacidad, y el malestar generado por ésta, como una de las principales consecuencias del dolor. Kerns (1996) resalta la importancia de estos factores asociados al dolor, destacando la poca utilidad de centrarse sólo en medidas del dolor, sin tener en cuenta los cambios que éste produce. Esto es especialmente evidente cuando la incidencia y el coste de la incapacidad asociada al dolor son tan elevados; cuando se ha demostrado una cierta independencia entre la percepción del dolor, la incapacidad y el malestar (estrés, ansiedad) asociado a ésta; y, finalmente, cuando se demuestra que los programas de tratamiento pueden reducir, no sólo el dolor, sino también dicha incapacidad. La disminución de la actividad física, social y laboral constituye una de las fuentes más importantes que relacionan incapacidad y dolor. La asunción del rol de enfermo y la inmovilidad, como forma de tratamiento y prevención del dolor, son asumidas, no sólo por el enfermo y su familia, sino también por algunos médicos. Esto es especialmente grave en problemas como la -221-
lumbalgia, que tiene una gran repercusión laboral. Debe resaltarse que es incorrecta la suposición de que el aumento de actividad produzca un aumento del dolor. Diversos trabajos lo han puesto de manifiesto (Linton, 1985; Estlander y cols., 1993), y no hacen sino evidenciar que se trata, no de un hecho, sino de una expectativa errónea que genera en el paciente pasividad, disminución de su percepción de autocontrol y autoeficacia, la asunción del rol de enfermo y la práctica desaparición de la actividad en su repertorio habitual de comportamiento. Estas expectativas sobre el efecto de la actividad física se suman a los cambios producidos por la baja percepción de autoeficacia (French y cols., 1992), y al hecho de que el paciente centre la atención de forma casi exclusiva sobre el dolor, lo que produce un mayor grado de incapacitación y potencia los efectos de pasividad y bajo estado de ánimo. El papel de estos cambios cognitivos es fundamental en la génesis de la depresión generada por el dolor (Estlander, 1996). Finalmente, el dolor produce también cambios fisiológicos que pueden generar efectos negativos sobre la actividad del paciente y sobre el mismo dolor. El aumento de la tensión muscular esquelética, la vasoconstricción periférica, debida a los desajustes autonómicos ligados a la percepción del dolor, son cambios que pueden perpetuar el dolor y también generar o potenciar otros trastornos psicofisiológicos. 2. RELACIONES ENTRE EMOCIÓN Y DOLOR Las relaciones entre dolor y estado emocional han sido objeto de numerosas investigaciones, siendo comúnmente aceptada la existencia de una interacción entre ambos fenómenos, es decir, que el estado emocional influye en la percepción de dolor y que, a su vez, el dolor influye en el estado emocional consecuente. La vinculación entre dolor y estados emocionales positivos, como optimismo, alegría o humor, ha recibido poca atención. No obstante, algunos autores resaltan la beneficiosa influencia de estas emociones en la modulación del dolor, y proponen su potenciación como estrategia de tratamiento (Turk y cols., 1983; Philips, 1988 y Hanson y Gerber, 1990). Por el contrario, numerosos trabajos se han ocupado de estudiar las relaciones entre dolor y emociones negativas, especialmente ansiedad y depresión. La distinción entre aspectos emocionales negativos y dolor no siempre está claramente delimitada. Y es que el dolor constituye en sí mismo un estado emocional negativo, como lo demuestra el hecho de que, al definir el dolor, el Comité de Taxonomía de la "International Association for the Study of Pain" (IASP), lo describa como: "Una sensación y experiencia emocional desagradable asociada con daño real o potencial, o descrita en términos de tal daño" (IASP, 1979, pág. 250, negrillas añadidas). 2.1. Modelo explicativo El dolor, la percepción de dolor, está íntimamente relacionada con cambios emocionales negativos. El dolor es, simplificando, un suceso altamente aversivo, por lo que generará cambios emocionales acordes con la naturaleza y valor del suceso. En general, como comentábamos, puede decirse que la relación entre dolor y emoción es bidireccional, aunque es la experiencia de dolor la que genera, en principio, los cambios emocionales y no a la inversa. Esto no quita, como se verá más adelante, para que ciertas emociones, o estados emocionales, puedan incidir en el dolor, a pesar de que, en principio, no estén originadas por el dolor. Las relaciones dolor-emoción se ven afectadas, además, por la naturaleza del dolor. El dolor agudo y el dolor crónico afectan de manera distinta a las emociones. Las características del dolor agudo suponen una alta focalización de la atención sobre el dolor y un elevado componente -222-
autonómico que apenas se traduce en un estado emocional definido. El aumento de la activación autonómica y la ansiedad, junto a una duración limitada de la experiencia dolorosa y una relativamente rápida reducción significativa del dolor, son las características esenciales en la ocurrencia y curso terapéutico de esta modalidad de dolor. En cambio, el dolor crónico, debido a su duración, estabilidad, y menor eficacia de la terapéutica dirigida a su control, sí genera unos cambios emocionales persistentes. En la Figura 14.1 se puede observar un modelo que representa las relaciones existentes entre la emoción y el dolor, centrándose, como en la totalidad de este capítulo, preferentemente en el dolor crónico. En primer lugar, cabe recordar y destacar que el dolor es una actividad perceptiva. Como toda actividad perceptiva, depende del grado de atención prestada a las características sensoriales de la estimulación, a la intensidad de ésta, a los factores asociados, etc. Naturalmente, cuando una persona tiene un dolor, por ejemplo un dolor de cabeza, una neuralgia, o un dolor producido por un tumor, las características del prpio dolor hacen que éste se “imponga” atencionalmente sobre cualquier otra actividad o fuente de estimulación sensorial. Esta saliencia o “imposición” es característica del dolor; sin embargo, el grado en que la atención se centra en el dolor puede variar y verse afectado por los cambios emocionales relacionados con el FIGURA 14.1 Modelo Emoción-Dolor
dolor. En segundo lugar, el dolor como resultado de un conjunto de actividades biológicas y fisiológicas tiene su propio sistema de autorregulación natural. Dicho sistema de modulación nociceptiva, a cargo fundamentalmente de sustancias como los opiáceos endógenos, y monoaminas como la serotonina, está a su vez en directa relación con el sustrato neuroquímico de las emociones. Por tanto, las emociones pueden favorecer o dificultar el sistema natural de regulación o modulación del dolor. El dolor como desencadenante de cambios emocionales implica una evaluación o -223-
valoración cognitiva de la propia percepción de dolor. Sólo cuando el dolor es valorado como negativo o indeseable, y la intensidad de dicha valoración es alta, las emociones generadas son más negativas. En general, parece obvio que el dolor siempre es valorado negativamente. Esto es cierto; sin embargo, la intensidad de dicha valoración no es siempre la misma. Por ejemplo, las creencias religiosas pueden hacer que el dolor pueda tener un sentido que reduzca la inicial y lógica valoración negativa. Esta valoración también puede verse matizada por factores culturales y personales, de modo que las experiencias negativas son consideradas con mayor naturalidad, resignación y resistencia a la frustración. El papel de la valoración es especialmente importante en la caracterización de los cambios emocionales. El hecho de que el dolor persista por largos periodos de tiempo, resulte incapacitante en diversos ámbitos de la vida del paciente, y tenga una respuesta pobre a los tratamientos convencionales, hace que la valoración del dolor se torne más compleja, por la pluralidad de factores implicados en él. Las emociones más directamente relacionadas con el dolor, cuando éste es valorado negativamente, son el miedo y la tristeza. Ambas emociones quedan justificadas en una visión exclusivamente negativa del problema, y llevan a un conjunto de cambios fisiológicos, cognitivos y conductuales que pueden caracterizarse clínicamente con los rótulos de ansiedad y depresión. Como se comentará más extensamente en los siguientes apartados, tanto la ansiedad como la depresión producen un agravamiento en el problema del dolor. Este agravamiento se ve producido, principalmente, por la actitud pasiva, la reducción de la actividad general, la adopción del rol de enfermo, de incapacitado, etc. Todos estos cambios afectan negativamente al paciente en general, y también dificultan seriamente la solución del problema del dolor. Otra emoción que suele estar asociada a la valoración cognitiva del dolor, y a la que se le ha prestado menor atención, es la ira. Algunos autores (Berkowitz, 1990) consideran que la respuesta natural al dolor, incluso sin mediación cognitiva, es la ira. La respuesta inmediata ante un suceso injusto (el dolor) y que afecta a la propia dignidad de la persona en su mayor intimidad sería, por tanto, la ira. Esta respuesta automática, sin intervención cognitiva, provocaría un estado difuso y flotante de ira, que daría lugar a cambios de estado de ánimo, que tienen una consistencia mayor que los que están asociados a cambios emocionales ante episodios concretos (Izard, 1991). La ira se va a expresar mediante rasgos o factores de predisposición como la hostilidad, o más comportamentalmente mediante la agresión. También, desde un punto de vista clínico, como es conocido, la ira puede ir dirigida hacia el propio paciente, hacia los demás, o, como punto intermedio entre ambas, manifestar la agresividad pasiva. Esta agresividad, como señalan Fernández y Turk (1995), supone una comunicación a los demás de la ira en términos encubiertos, no cooperativos, a diferencia de la expresión manifiesta de la ira. En principio, como se ha señalado, la ira sería la forma natural de reaccionar del paciente de dolor crónico. Sin embargo, la aceptación de esta emoción, y consiguientemente su expresión, es más problemática que otras emociones. En efecto, parece socialmente más aceptado el reconocimineto y expresión de una emoción como el miedo o la tristeza que la ira, principalmente por motivos de deseabilidad social. En consecuencia, muchos pacientes rechazan o niegan la existencia de dicha emoción (Corbishley y cols., 1990), y en consecuencia de su expresión. Esto ha sido constatado en distintos pacientes de dolor en los que se ha observado cómo la ira, además de factor emocional característico, es negada por ellos (Tschannen y cols., 1992), y cómo esto no ocurre en los sujetos normales, quienes no niegan sus sentimientos de ira o agresión (Franz y cols., 1986). Siendo la ira la respuesta emocional que caracteriza al paciente de dolor crónico, en la mayoría de los casos la ira sería negada por el paciente y expresada de forma indirecta a través de -224-
la propia expresión del dolor, con lo que el cuadro clínico se muestra más confuso y abigarrado. Como se observa en la Figura 14.1, la inhibición de la expresión de la ira podría, a su vez, a través del miedo y la tristeza, producir un nivel de ansiedad, y especialmente de depresión, característico de los pacientes de dolor crónico. Además, la represión de la ira afecta negativamente al buen funcionamiento del sistema inmunológico, y reduce la eficacia del sistema de modulación nociceptiva, facilitando por tanto la depresión y el dolor (Beutler y cols., 1986). Cuando la ira se expresa, además del fuerte rechazo social que ocasiona, produce un sinnúmero de problemas. Algunos autores (Leiker y Hailey, 1988) se refieren a la hostilidad cínica para describir una forma de comportamiento de los pacientes de dolor crónico que mantienen una actitud de desconfianza y resentimiento que dificulta, si no impide, la relación terapéutica. La alternativa más adecuada es la regulación de la ira. Esto es, buscar una expresión adecuada y positiva de ésta. Se trata de abordar la situación negativa y desagradable de padecer un dolor crónico como un medio para aprender y ser capaz de resolverlo eficazmente, sin reprimir las emociones. Naturalmente, no es una tarea fácil, pero un enfoque del problema en esta línea sería de gran ayuda terapéutica. El uso del humor, como actitud y como estrategia de afrontamiento, puede ser útil. Así, podría expresarse la ira y la hostilidad de un modo socialmente tolerable y constructivo, facilitando, al mismo tiempo, estrategias de afrontamiento. Weisenberg y cols. (1995) han constatado la utilidad del humor como medio de aumentar la tolerancia al dolor en una tarea de dolor inducido experimentalmente. Posiblemente, éste sea un camino a explorar, aunque, como estos autores señalan, el efecto del uso del humor parece ser más de naturaleza distractiva que cognitiva. El factor atencional resulta ser central en la modulación del dolor. Como se comentó más arriba, el hecho de que la percepción de dolor requiera un determinado nivel de atención, hace que la reducción de éste, mediante emociones, pensamientos, actividades, etc., redunde en un beneficio inmediato en la intensidad del dolor percibido. Es por esta vía por la que distintas emociones y actividades no relacionadas con el dolor parecen ejercer un efecto positivo, produciendo una reducción del dolor (ver Figura 14.1). En este sentido, cabe destacar que tradicionalmente se ha considerado que el miedo y la ansiedad producían una disminución del dolor. La propuesta de Bolles y Fanselow (1980) fue muy sugerente, puesto que, con argumentos biológicos y de comportamiento adaptativo, defendía una inducción de la modulación del dolor mediante la generación de miedo y ansiedad. Esto planteaba la paradoja de que el dolor podría ser reducido por la ansiedad y el miedo que producía el mismo dolor. Los conocimientos actuales apoyan en parte la posición de Bolles y Fanselow (1980): el miedo y la ansiedad pueden reducir el dolor, pero sólo cuando dicho miedo y/o ansiedad está/n producido/s por una situación que no tiene que ver con el dolor. Por contra, la ansiedad derivada del dolor produce un aumento en la percepción de éste. Recientemente (Janssen y Arntz, 1996), se ha desentrañado en parte el medio por el que esas situaciones ajenas al dolor que provocan miedo o ansiedad reducen el dolor. Ejercen su efecto positivo porque disminuyen el foco de atención sobre el dolor; así, el hecho de atender de forma intensa (hasta el extremo de provocar ansiedad) a una situación ajena al dolor, produce la reducción de éste. Por otro lado, también resulta posible que el aumento en la liberación de opiáceos endógenos ligados a la exposición a la situación ansiógena facilite el sistema de modulación antinociceptivo (Arnsten y cols., 1983 y Chapman y Turner, 1988). Por tanto, siempre que no estén relacionadas con el dolor, las emociones pueden ejercer un efecto positivo, desde el punto de vista atencional y de modulación nociceptiva. La actividad general no relacionada con el dolor ejerce también ese efecto modulador a -225-
través de las vías antes señaladas. Como ejemplo, baste recordar la llamada “cefalea de fin de semana”, que ocurre cuando el nivel de actividad se reduce drásticamente. En estas condiciones, el nivel de estimulación y de respuesta emocional se ven reducidos hasta el punto de bajar los niveles de aquellas sustancias implicadas en la modulación del dolor, como la serotonina y los opiáceos endógenos, con lo que los episodios de dolor pueden desencadenarse y mantenerse más fácilmente. Esta relación entre los cambios emocionales y las crisis de cefalea, especialmente de cefaleas vasculares, ha sido constatada desde diversas perspectivas (Harrigan y cols., 1984). 2.2. Efectos de la emoción sobre el dolor Los cambios emocionales ligados a la percepción de dolor, así como el efecto positivo que la vivencia de ciertas emociones tiene sobre el dolor, ejercen su influencia a través de dos cuadros de conocida importancia clínica: la ansiedad y la depresión. Tal y como quedó señalado en la Figura 14.1, cuando no hay un adecuado manejo de los cambios emocionales producidos por el dolor, la concurrencia de la ansiedad y la depresión afecta de un modo determinante a la percepción del dolor. Por contra, un control y expresión adecuados de los aspectos emocionales ligados al dolor va a hacer que ni la ansiedad ni la depresión acontezcan, como problema clínico, lo que permite un mejor enfoque terapéutico del dolor crónico. 2.2.1. La emoción como factor de riesgo para padecer dolor 2.2.1.1. La ansiedad como factor de riesgo La influencia de la ansiedad en la percepción de dolor ha sido poco estudiada con sujetos clínicos. Algunos de los trabajos que investigan estas relaciones han sido estudios correlacionales realizados mediante cuestionarios en amplias muestras de población. Un ejemplo de este tipo de trabajos es el que llevaron a cabo Jones y Page (1986), poniendo de relieve la existencia de correlaciones positivas de pequeña magnitud, aunque estadísticamente significativas, entre ansiedad rasgo y frecuencia y severidad de la cefalea. La mayoría de los trabajos que estudian el papel de la ansiedad como factor de riesgo de padecer dolor han sido investigaciones de laboratorio. Un amplio grupo de estos trabajos se ha centrado en el estudio del efecto que tiene la inducción de ansiedad sobre el dolor percibido. Por ejemplo, Malow (1981) señalaba que el nivel de dolor informado por los sujetos estaba relacionado con el nivel de ansiedad inducida. En algunos trabajos (Weisenberg y cols., 1984; Dougher y cols., 1987), se observa que solamente se produce el incremento en la percepción de dolor cuando la inducción de ansiedad está relacionada con el dolor. Cornwall y Donderi (1988) contrastaron los niveles de tolerancia al dolor, umbral de dolor y dolor informado en tres condiciones: ansiedad relacionada con el dolor, ansiedad no relacionada con el dolor e instrucciones. Los autores informan de un mayor nivel de dolor en las dos condiciones de ansiedad que en la de instrucciones. Sin embargo, en contra de los estudios anteriores, no se encontraron diferencias significativas en función de la relevancia de la ansiedad. Siguiendo esta línea de trabajo, algunos autores (Al Absi y Rokke, 1991; Arntz y cols., 1991) investigan la influencia del foco atencional y el tipo de estímulo ansiógeno sobre la percepción de dolor. Estos autores señalan que, cuando la atención de los sujetos se focaliza hacia un estímulo ansiógeno relacionado con el dolor, se incrementa la percepción de dolor, mientras que, cuando la atención se focaliza hacia alguna tarea no relevante para el dolor, se reduce la respuesta de dolor. En esta misma línea de trabajo, Arntz y Jong (1993) observaron recientemente que el nivel de dolor informado por los sujetos estaba más relacionado con la situación de atención o distracción hacia el dolor que con el nivel de ansiedad inducida. Finalmente, estos autores -226-
apuntan que es el foco atencional, y no el nivel de ansiedad del sujeto, el que influye sobre su percepción de dolor. Pese a la lógica precaución al generalizar estos datos no procedentes de pacientes de dolor crónico, las ideas aportadas en estos trabajos apoyarían la conveniencia de utilizar estrategias cognitivas de focalización de atención en el tratamiento del dolor. Dada la relación entre ansiedad y dolor, relación evidente en la mayor parte de los trabajos revisados, parece coherente la utilización de técnicas de reducción de ansiedad en el tratamiento de los problemas de dolor. De hecho, como ya se ha indicado, este tipo de técnicas son las estrategias psicológicas de tratamiento del dolor más frecuentemente utilizadas en la clínica, formando parte también de la mayoría de los paquetes de tratamiento que se aplican de forma estándar (Blanchard y Andrasik, 1985; Philips, 1988). Lo paradójico del caso es que, a pesar de la probada eficacia de las técnicas de reducción de ansiedad para aliviar los problemas de dolor, los mecanismos de dicha eficacia permanecen poco claros. Una explicación clásica (Chapman y Turner, 1986) consiste en suponer que la ansiedad produce un incremento en la actividad simpática, lo cual tiene como consecuencia la liberación de epinefrina en los terminales sinápticos, y la sensibilización o activación de los nociceptores, junto a un incremento en la tensión muscular de la zona dañada. Por este motivo, se supone que la mejoría observada en los pacientes de dolor que practican técnicas de reducción de ansiedad está mediada por una disminución en la activación simpática. Sin embargo, muchos trabajos demuestran que los efectos que la relajación y el biofeedback tienen sobre la reducción del dolor no parecen estar mediados exclusivamente por una disminución de la activación simpática, sino que es evidente la importante mediación de variables cognitivas, como la focalización de la atención anteriormente citada. Otros autores, por el contrario, proponen que la activación autonómica característica de la ansiedad y el miedo, la respuesta de huida o lucha, inhibe la respuesta de dolor (Wall, 1979; Bolles y Fanselow, 1980). Es decir, la respuesta de miedo aparece en el momento de producirse el daño, posibilitando que el sujeto ponga en funcionamiento las estrategias adecuadas para solucionar el problema. El dolor aparece posteriormente, cuando el problema está solucionado, y la ansiedad y activación asociadas disminuyen. Esta inhibición del dolor en presencia de la ansiedad explicaría la información de ausencia de percepción de dolor por parte de los soldados heridos en el campo de batalla, así como la aparición del dolor cuando, una vez a salvo, desaparece el miedo. 2.2.1.2. La depresión como factor de riesgo A diferencia de lo que sucedía con la ansiedad, en el estudio de la depresión como factor de riesgo de padecer dolor se han realizado muy pocos experimentos de inducción de depresión en laboratorio con sujetos análogos, posiblemente por las dificultades que entraña la inducción del estado de ánimo depresivo. A este respecto, Zelman y cols. (1991), utilizando el método de inducción de humor de Velten (1968), encontraron que el humor de estado de ánimo depresivo afectó a la disminución en el tiempo de tolerancia al dolor que mostraban los sujetos, pero no al nivel de dolor informado. En el grupo de trabajos que estudian la prevalencia de dolor crónico en pacientes de depresión, se comprueba que, en general, el dolor es una de las quejas más frecuentes en los pacientes deprimidos. No obstante, el nivel de dolor informado por los pacientes de depresión varía ampliamente de unos estudios a otros. Por ejemplo, Ward y cols. (1979) informan que el 100% de un grupo de 16 pacientes moderadamente deprimidos padecieron dolor persistente durante más de seis meses. Porcentajes inferiores encuentran otros autores, como Lindsay y Wyckoff (1981), quienes, en un grupo de 196 pacientes deprimidos, encontraron que el 59% -227-
padecía dolor durante más de tres meses. Un porcentaje similar ha sido localizado por Von Knorring y cols. (1983) en una muestra de 161 pacientes con trastornos depresivos, de los que el 21% padecían dolor severo y el 36% dolor ocasional. En un estudio que comparaba el dolor informado por pacientes de depresión y por sujetos sanos utilizados como control (Mathew y cols., 1981), se encontraron problemas de cefalea en el 76,5% de los pacientes de depresión comparado con el 39,2% de los controles, y dolor de pecho en el 37,3% de los pacientes depresivos comparado con sólo un 5,9% en los sujetos sanos. A pesar de la disparidad de datos, resulta evidente, por tanto, que los pacientes de depresión muestran una gran prevalencia de problemas de dolor crónico, y que ésta resulta ser superior a la mostrada por la población general. En otro grupo de trabajos se establecen comparaciones entre pacientes de dolor crónico deprimidos y no deprimidos en variables relacionadas con la experiencia de dolor, tales como la intensidad, el nivel de actividad, las conductas de dolor o el grado de interferencia que supone el dolor en su vida. En algunos de estos trabajos la relación entre depresión e intensidad de dolor no resultó significativa (Marbach y cols., 1983; Parker y cols., 1983; Kerns y Haythornthwaite, 1988). Por el contrario, en otros estudios se ha encontrado que, comparados con los sujetos control, los pacientes de dolor crónico mostraban una relación positiva entre depresión e intensidad del dolor percibido, junto a menores niveles de actividad (Keefe y cols., 1986; Brown y cols., 1989; Doan y Wadden, 1989). También Haythornthwaite y cols. (1991) encontraron que los pacientes de dolor crónico deprimidos informan de mayores niveles de intensidad de dolor, más interferencia debida al dolor y mayor cantidad de conductas de dolor que los pacientes no deprimidos. A pesar de las discrepancias encontradas entre estudios, posiblemente debidas a las diferencias en las muestras de pacientes estudiados y a la variedad de instrumentos de diagnóstico utilizados, la prevalencia media de dolor crónico en pacientes de depresión podría cifrarse en torno a un 60%. Esta cifra, además de confirmar la relación entre dolor crónico y depresión, sería indicativa del elevado riesgo de padecer problemas de dolor crónico que muestran los sujetos depresivos. 2.2.2. La emoción como factor de mantenimiento del dolor 2.2.2.1. La ansiedad y el miedo como factores de mantenimiento del dolor Una de las más frecuentes manifestaciones de ansiedad en los pacientes de dolor es el miedo a que cualquier actividad o movimiento incremente el dolor. Según Lethem y cols. (1983), este miedo al dolor llevaría a la evitación de todas las actividades potencialmente productoras de dolor, situación que, con el paso del tiempo y en virtud de mecanismos operantes, conduciría a la característica limitación de actividad observada en los pacientes de dolor crónico. Esta relación entre miedo al dolor y conductas de evitación, así como la consecuente equivalencia funcional de ansiedad y dolor, ha sido defendida por algunos autores (Philips y Jahanshahi, 1985; Philips, 1987). Por último, Waddell y cols. (1993) proponen que son las creencias de miedo-evitación, relacionadas específicamente con la actividad física y el trabajo, las que influyen en la limitación de actividad observada en los pacientes de dolor crónico de espalda. Estos autores encontraron que las creencias de miedo-evitación respecto al trabajo daban cuenta del 23% de la varianza de la incapacidad observada en tareas cotidianas, y del 26% de la varianza de la pérdida de trabajo. 2.2.2.2. La depresión como factor de mantenimiento del dolor -228-
El hecho de que muchos de los síntomas y conductas habituales en los pacientes de dolor crónico sean, a su vez, característicos del estado de ánimo depresivo, puede plantearnos la duda de si ambos problemas están interrelacionados causalmente, o si la presencia de la alteración emocional estaría funcionando como un factor de mantenimiento del problema de dolor. En efecto, las influencias entre dolor y depresión, una vez el problema del dolor se ha cronificado, parecen responder mejor a la forma de relación circular, responsable del mantenimiento de ambos problemas, que a la forma de relación lineal. Por ejemplo, las conductas iniciales de búsqueda de soluciones para el problema del dolor, al no producir las soluciones esperadas, irán desapareciendo y siendo sustituidas por actitudes pasivas y sentimientos de incontrolabilidad e indefensión, propios de los trastornos depresivos (Abramson y cols., 1978). A su vez, el estado de ánimo depresivo subsecuente potenciará el mantenimiento del dolor mediante la interacción entre el propio dolor, las limitaciones conductuales características de los pacientes depresivos y las cogniciones negativas auto-referidas, tan frecuentes en este estado de ánimo (Hanson y Gerber, 1990). Un punto de vista alternativo en la relación dolor-depresión, que podría considerarse como complementario de la perspectiva cognitivo-conductual referida, sería el aportado por la biología. Desde esta perspectiva, se sostiene que ambos síndromes son interdependientes, debido a la semejanza en los procesos biológicos que en ellos se producen (alteraciones en la liberación y modo de acción de ciertas aminas biogénicas, como serotonina y norepinefrina, disminución de endorfinas, incremento de cortisol, etc.). Este modelo biológico se ha visto apoyado por la evidencia de que los antidepresivos tricíclicos son también eficaces en el alivio de muchos de los problemas de dolor crónico (Butler, 1984; Feinmann, 1985). En definitiva, parece que ambos trastornos, depresión y dolor crónico, están tan ampliamente relacionados, tanto desde el punto de vista psicológico como biológico, que una vez instaurados resulta muy difícil desvincular la influencia del uno en el padecimiento del otro. 2.2.3. La emoción como consecuencia del dolor 2.2.3.1. La ansiedad como consecuencia del dolor De los dos estados emocionales negativos más estudiados como consecuencia del dolor, la ansiedad ha sido tradicionalmente asociada con las crisis de dolor agudo, mientras que la depresión ha recibido mayor atención como una consecuencia del dolor crónico. Es frecuente encontrar que los pacientes que sufren algún trastorno que produce dolor agudo manifiesten signos de ansiedad. En realidad, la ansiedad y el miedo asociados al dolor son, en algunos casos, positivos para el sujeto, ya que le motivan para buscar ayuda médica. Sin embargo, en otros casos pueden producir el efecto contrario: el sujeto evita acudir a consulta por miedo a que descubran que el dolor es síntoma de algún grave trastorno (Hanson y Gerber, 1990). La ansiedad se considera una consecuencia tan común en los procesos que cursan con dolor agudo (como post-operatorios, partos, etc.), que en muchos casos se previenen los efectos negativos de su aparición mediante el entrenamiento en técnicas de reducción de ansiedad, como la relajación (Lamaze, 1970). Aunque con menos frecuencia, ansiedad y miedo aparecen también en algunas ocasiones como consecuencia de los procesos de dolor crónico. No resulta extraño encontrar que el paciente de dolor crónico, aunque ya no se alarme por la sensación de dolor, se muestre temeroso ante la imposibilidad de encontrar soluciones a su problema, la dificultad para manejar el dolor, o las consecuencias que a largo plazo se derivarán de su incapacidad. En un amplio grupo de trabajos se han estudiado las relaciones entre ansiedad y dolor en -229-
experimentos de laboratorio con sujetos análogos, induciendo primero dolor y midiendo a continuación los cambios en el estado de ansiedad. En general, en estos trabajos se comprueba la existencia de una relación positiva entre dolor percibido y nivel de ansiedad informada (Dougher, 1979; Weisenberg y cols., 1985; Ahles y cols., 1987; Malow y cols., 1987). 2.2.3.1. La depresión como consecuencia del dolor El estado emocional que más frecuentemente aparece como consecuencia de los problemas de dolor crónico es la depresión. Aunque algunos autores hipotetizan que el dolor de etiología desconocida es siempre consecuencia de una depresión enmascarada (Blumer y Heilbronn, 1982), la hipótesis más ampliamente aceptada en este ámbito es que la depresión es una consecuencia del dolor crónico y las limitaciones que supone su padecimiento (Hendler, 1984). Según esta perspectiva conductual, la depresión sería una consecuencia lógica del estilo de vida característico de los pacientes de dolor crónico: evitación de las actividades que podrían incrementar el dolor (laborales, sociales, de ocio, etc.) y pérdida de los reforzadores que con ellas obtendrían. Además, las conductas de evitación de los pacientes de dolor crónico, lejos de parecerse a la evitación activa de los pacientes fóbicos, acaban asemejándose a la evitación pasiva de los depresivos (Arntz y Schmidt, 1989). Una forma de averiguar la medida en que la depresión es una consecuencia del problema de dolor es mediante el estudio de la prevalencia de problemas depresivos en los pacientes de dolor crónico. En este tipo de trabajos existen grandes diferencias entre estudios, encontrando porcentajes que oscilan entre el 10% informado por Pilowsky y cols. (1977), y el 100% referido por Turkington (1980). Según Romano y Turner (1985), estas diferencias podrían deberse a la disparidad de criterios utilizados en el diagnóstico de la depresión, siendo escasos los estudios en los que se utilizan sistemas diagnósticos estandarizados, como el Research Diagnostic Criteria (RDC; Spitzer y cols., 1978) o el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, tercera edición (DSM-III; American Psychiatric Association, 1980). Sin embargo, aun en los casos en los que se utilizan estos criterios, la prevalencia informada también difiere ampliamente, fluctuando entre el 87% (Lindsay y Wyckoff, 1981) y el 25% (Kramlinger y cols., 1983). Sullivan y cols. (1992) proponen que la falta de consistencia en este tipo de estudios podría deberse a la combinación de diferentes síndromes bajo el título común de pacientes de dolor crónico. Para maximizar la homogeneidad de las muestras de estudio, revisan los trabajos que informan sobre la prevalencia de depresión exclusivamente en pacientes de lumbalgia. Según los criterios del DSM-III, la prevalencia de depresión mayor en pacientes de lumbalgia crónica oscila entre el 32% encontrado por Katon y cols. (1985) y el 5% informado por Fishbain y cols. (1986). Además, en este último estudio existe un 51% de la muestra que presenta algún síntoma depresivo (un 23% trastorno distímico y un 28% trastorno de ajuste), con lo que el porcentaje total de pacientes con alguna sintomatología depresiva asciende al 56%. Utilizando el RDC, la prevalencia del trastorno depresivo mayor en pacientes de lumbalgia crónica es considerablemente más elevada: entre el 21% informado por France y cols. (1986) y el 45% encontrado por Krishnan y cols. (1985). Si se consideran conjuntamente los restantes tipos de trastornos depresivos diagnosticados según el RDC, la prevalencia total asciende hasta el 82% en los dos trabajos citados. Otros estudios que utilizan también este sistema diagnóstico muestran una prevalencia total de trastornos depresivos en pacientes de lumbalgia crónica en torno al 63% (Atkinson y cols., 1986; Kramlinger y cols., 1983). En los trabajos que utilizan el Inventario de Depresión de Beck (BDI; Beck y cols., 1961) para estimar la prevalencia de depresión en pacientes de lumbalgia crónica, también se encuentra una amplia disparidad de resultados en el porcentaje de pacientes que muestran depresión ligera: -230-
26% en el estudio de Love (1987), 44% en el de Atkinson y cols. (1988) y 78% en el de Sullivan y D'Eon (1990). En la mayor parte de los estudios citados, los pacientes proceden del ámbito clínico, estando algunos incluso internados en clínicas de tratamiento de dolor. Con el fin de maximizar la representatividad de los datos aportados en cuanto a la prevalencia en la población general, Magni y cols. (1990) presentan datos extraídos de una encuesta llevada a cabo en una amplia muestra de población. El 23,6% de los pacientes que informaron padecer dolor crónico musculoesqueletal fueron identificados como deprimidos. Magni y cols. (1992) realizaron nuevos análisis con parte de los datos de la citada encuesta, encontrando que, en los pacientes hispanos de la muestra, el dolor abdominal estaba asociado con síntomas depresivos y depresión clínica. En un trabajo recientemente publicado (Magni y cols., 1993), estos autores analizan los datos del seguimiento, realizado con un intervalo de 8 años. Un 32,5% de los sujetos que informaban padecer dolor en la primera encuesta se mostraban libres de él en el seguimiento. Por el contrario, el 59% de los sujetos que informaban padecer dolor en el seguimiento no lo tenían inicialmente. Respecto a la prevalencia del dolor en el seguimiento, el 16,4% de los sujetos con dolor crónico padecían también depresión, comparados con el 5,7% de los sujetos sin dolor crónico. En varios de los trabajos que establecen comparaciones entre pacientes de dolor y sujetos sanos, se ha encontrado un mayor nivel de depresión en pacientes de cefalea que en sujetos sin dolor (Crisp y cols., 1977; Ziegler y cols., 1978; Andrasik y cols., 1982). En otro estudio (Marbach y Lund, 1981), no se encontraron diferencias significativas en las puntuaciones de depresión entre pacientes de dolor facial y sujetos control sin dolor. En definitiva, a través de este conjunto de estudios se podría confirmar la existencia de relación entre dolor crónico y depresión. Por una parte, la prevalencia media de depresión en pacientes de dolor crónico se aproxima al 50%. Por otra parte, esta media coincide con los datos observados por Magni (1987), quien también descubre que en la mayoría de los trabajos esta prevalencia oscilaba, por término medio, entre el 30% y el 60%. Finalmente, queremos destacar que, tal como señalan Keefe y cols. (1992), uno de los mayores problemas en la investigación de las relaciones dolor-depresión tiene que ver con el hecho de que en gran parte de los trabajos se utilizan diseños correlacionales, que sirven para documentar el grado de conexión encontrada entre ambos síndromes, pero no la dirección causal de tal relación. Sólo algunos trabajos presentan diseños innovadores, con análisis estadísticos destinados a aportar nuevos datos acerca de las relaciones causales entre ambos trastornos. En este sentido, Brown (1990), usando un diseño prospectivo y análisis estructural, estudió las relaciones temporales entre dolor y depresión durante un período de tres años y medio a intervalos de seis meses. Este autor encuentra que, durante el último año del estudio, los resultados muestran claramente un modelo causal, en el que el dolor predice el estado de ánimo depresivo. Por otra parte, Rudy y cols. (1988), utilizando el análisis de sendas (path analysis), encontraron que no existe un camino directo entre dolor y depresión, ya que variables como la interferencia en la vida del paciente y el auto-control estarían mediando entre ambos trastornos. Utilizando también análisis de sendas, Smith y cols. (1988) encontraron que, en pacientes artríticos, algunas distorsiones cognitivas mediaban entre la severidad del trastorno de dolor y la depresión. Los resultados de los trabajos que estudian la relación causal entre dolor y depresión, aunque limitados por su exiguo número, apoyan los postulados del modelo cognitivo-conductual respecto a que la depresión es una consecuencia del dolor crónico, mediada por variables cognitivas y conductuales.
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3. EVALUACIÓN Y TRATAMIENTO DE LOS ASPECTOS EMOCIONALES IMPLICADOS EN LOS PROBLEMAS DE DOLOR CRÓNICO Como se ha señalado en los apartados precedentes, la influencia de la emoción sobre el dolor, principalmente a través de la concurrencia de la ansiedad y la depresión, tiene claros efectos sobre el riesgo a padecer el dolor, su mantenimiento, y la facilidad para verse influido por la propia experiencia de dolor. Es preciso reiterar que, si bien el dolor se ve afectado por la ansiedad, la depresión y otros cuadros clínicos relacionados con las emociones, mantienen una clara independencia. Es posible evaluar y tratar la ansiedad o la depresión en un problema de dolor crónico sin que ello lleve a la eliminación del dolor. En otras ocasiones, el dolor puede verse reducido y no hacerlo la ansiedad y la depresión, por estar mantenida/s ésta/s por factores escasamente relacionados con el dolor. No obstante, este último supuesto es menos frecuente, ya que en la mayoría de las ocasiones los cambios emocionales están originados por la experiencia de dolor. Este intento por delimitar, evaluar y tratar las vías de relación entre los aspectos emocionales, el dolor y los cambios comportamentales ha dado lugar a múltiples investigaciones. En general, tal como se ha comentado más arriba, se puede señalar que mantienen una cierta independencia. De Gagné y cols. (1995) realizaron un análisis factorial confirmatorio utilizando tres cuestionarios frecuentemente aplicados a la evaluación del dolor crónico: el cuestionario de dolor de McGill (Melzack, 1975), el cuestionario multidimensional de West Haven-Yale (Kerns y cols., 1985) y el inventario de depresión de Beck3 (Beck y cols., 1988). Estos autores ponen de relieve que se pueden agrupar en cuatro factores diferenciados y que abordan las siguientes áreas: estrés emocional, apoyo social, dolor percibido y capacidad funcional. La diferenciación entre los distintos factores pone de manifiesto que se da una coexistencia entre los aspectos emocionales y el dolor, lo que recalca la necesidad de un abordaje multidimensional y, a menudo, diferencial del problema del dolor. 3.1. Evaluación de los aspectos emocionales La ansiedad, la depresión y la ira son los aspectos emocionales más frecuentemente evaluados. Para la evaluación de la ansiedad se ha utilizado preferentemente el STAI-R, y para la depresión el inventario de Beck. La evaluación de la ira ha sido menos frecuente, posiblemente por conducir en algunos casos a la ansiedad o a la depresión. Se ha utilizado el Perfil de Estados Emocionales (McNair y cols., 1971), que facilita una puntuación sobre ira-hostilidad; el Inventario de Expresión de la IraEstado (Spielberger, 1988), así como la Escala de Expresión de la Ira: escala AX (Spielberger y cols., 1985). En menor medida, también se han utilizado cuestionarios más generales, como el MMPI, o el SCL-90. 3.2. Tratamiento de los aspectos emocionales Los cambios emocionales originados por la experiencia de dolor se abordan facilitando estrategias de afrontamiento del problema, iniciadas con una información adecuada a la capacidad de comprensión del paciente sobre las características e importancia del problema. El entrenamiento en inoculación de estrés para el control del dolor (Turk y cols., 1983) es una muestra del modo de abordar este problema: a) facilitar información sobre las
3 Una versión española de este cuestionario puede consultarse en el texto: Comeche, M.I., Díaz, M.I. y Vallejo, M.A. (1995) Cuestionarios, inventarios y escalas. Ansiedad, depresión y habilidades sociales. Madrid: Fundación Universidad Empresa.
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características del dolor, con el fin de eliminar ideas irracionales y reducir el miedo; b) señalar cómo la valoración cognitiva, las expectativas, etc., tienen una influencia emocional inmediata, posibilitando la aparición de cambios emocionales negativos (estrés, ansiedad, incapacidad de control, depresión, etc.); y c) posibilitando finalmente estrategias para afrontar estos cambios, tanto desde un punto de vista cognitivo-evaluativo, como atencional, fisiológico y comportamental. Este esquema es igualmente válido para la expresión de otras emociones como la ira. Su detección, aceptación y expresión de modo regulado constituyen la principal indicación terapéutica. Finalmente, queremos reseñar la importancia de potenciar emociones positivas y su expresión, en tanto que pueden ejercer un papel beneficioso, no sólo sobre las emociones generadas por el dolor, sino sobre el dolor mismo. El aumento de actividades, la exposición a ambientes estimularmente ricos, el afrontamiento de distintos problemas con eficacia, etc., contribuyen a incrementar la percepción de control sobre situaciones problemáticas, y a conseguir una mejor optimización de los sistemas fisiológicos implicados en la modulación del dolor: el sistema de analgesia opiácea, así como distintos elementos en íntima relación con el sistema inmunológico, o con el sistema general de regulación fisiológico-emocional.
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CAPÍTULO 15
RESPUESTAS EMOCIONALES, ENFERMEDAD CRÓNICA Y FAMILIA F. Javier Pérez Pareja 1. INTRODUCCIÓN A principios de siglo, la mayoría de las enfermedades graves eran de naturaleza infectocontagiosa. La duración de las mismas era relativamente corta, es decir, en cuestión de semanas las personas sanaban o morían. Sin embargo, gracias al avance de las técnicas y conocimientos biomédicos, en estos años hemos podido conocer mejor los mecanismos de la enfermedad infectocontagiosa, de manera que, al menos en los países occidentales, ésta ha llegado a controlarse y a dejar de ser un problema de salud pública. Igualmente, dichos avances nos han permitido combatir enfermedades y dolencias de todo tipo, prolongando las expectativas de vida de la población general y las esperanzas de supervivencia de la población enferma en particular. Todo ello ha dado lugar al incremento en el decurso temporal de los trastornos de salud, y por ello, actualmente, la mayoría de las enfermedades son de naturaleza crónica. Es decir, enfermedades que se desarrollan, persisten o recurren durante un prolongado periodo de tiempo. Es evidente que la enfermedad, o los trastornos crónicos, vienen definidos por su larga duración. Sin embargo, esta dimensión no basta para caracterizarlos. En sentido estricto, la miopía, como trastorno, una vez diagnosticada acompaña al miope, en la mayoría de los casos, durante toda su vida. Ahora bien, lo que diferencia a la miopía de un trastorno como el asma, es su carácter incapacitante. Es decir, si bien la dimensión temporal nos permite catalogar como crónicos un amplio abanico de trastornos, va a ser el grado de incapacitación la dimensión que determine la aparición de problemas comportamentales, fundamentalmente emocionales, y por tanto, la oportunidad de la intervención psicológica. Tal como señalan Kelly y Field (1996), la estrecha conexión entre los aspectos biológicos y sociales y psicológicos, determinan el concepto del “yo” (self) y de la propia identidad. Por ello, en los casos de enfermedad crónica estos aspectos pueden ser profundamente alterados. Igualmente, las enfermedades crónicas aparecen, se mantienen o se agravan en función de las conductas individuales, así como de los estilos de vida de quienes las padecen. Sin embargo, pese a que los hábitos de vida son comportamientos voluntarios y que dichos hábitos constituyen el factor de mayor peso en la salud / enfermedad, la mayoría de las personas siguen percibiendo la salud y la enfermedad como aspectos de su vida sobre los cuales no tienen ningún control. Pelechano, Sosa y Capafóns (1991) señalan que no existen diferencias significativas en el “locus de control” interno entre personas con enfermedades crónicas y población normal. Igualmente, dichos autores señalan cómo los enfermos crónicos tienden a culpar a los demás de los fracasos sociales sufridos con mayor frecuencia que el resto de la población. Por otra parte, si bien se ha indicado que en los últimos años las principales causas de muerte se encuentran estrechamente relacionadas con los comportamientos voluntarios, no podemos olvidar que todavía persisten algunas enfermedades causadas por virus y bacterias. En este punto es necesario señalar que no existe una total falta de control sobre estas infecciones, dado que la exposición a las mismas está determinada, en gran parte, por la conducta. Este es el caso paradigmático del SIDA, enfermedad de origen infeccioso, que se desarrolla como enfermedad crónica, y cuya prevención se asienta, fundamentalmente, en comportamientos individuales. Asimismo, en los enfermos crónicos, tal como indica Rodríguez Marín (1995) se produce -234-
una quiebra importante en una de las variables que se consideran un componente esencial de la calidad de vida: el estado de salud. Numerosos autores incluyen la condición física de los pacientes, su bienestar psicológico y la ejecución de actividades como componentes de la calidad de vida de los enfermos, pero, en cambio, pocos son los que incluyen el funcionamiento social o el apoyo social en sus definiciones de calidad de vida, aunque los resultados de algunos estudios indican que la calidad del apoyo social puede ser un buen indicador de la calidad de vida de los mismos (Campbell, 1976, Shaw, 1977). Las enfermedades crónicas, con frecuencia, no sólo producen alteraciones físicas, sino también sociales y psicológicas (Moos, 1977). Esta cuestión, cobra especial relevancia si atendemos al hecho de que, tradicionalmente, los cuidados del enfermo han tendido a limitarse a los aspectos físicos de su enfermedad, considerando los aspectos emocionales y psicológicos de la enfermedad como un mal menor (Taylor, Abrams y Hewstone, 1988), y, por tanto, no prioritario, abandonándose a la suerte de la buena disposición del personal sanitario que, sin embargo, no siempre se encuentra preparado personal y profesionalmente para atender estas necesidades. La enfermedad crónica requiere una importante tarea de adaptación. En términos de enfermedad, el enfermo debe: 1.- Afrontar el dolor y la incapacitación. 2.- Afrontar, si es el caso, el ambiente hospitalario, así como los procedimientos diagnósticos y terapéuticos. 3.- Desarrollar relaciones adecuadas con el equipo sanitario. 4.- Aprender estrategias para afrontar los tratamientos médicos, que se suelen prolongar durante mucho tiempo, incluso de por vida. Asimismo, la enfermedad crónica requiere tareas tales como: 1.- Preservar el equilibrio emocional. 2.- Presentar una autoimagen satisfactoria. 3.- Conservar las relaciones con la familia, amigos y demás contextos de relación social. 4.- Prepararse para un futuro incierto. 5.- Reincorporarse, en la medida de lo posible, a la actividad cotidiana: escuela, trabajo. La realización de estas tareas dependerá, al menos en parte, de la fase en que se encuentre la enfermedad; y por otro lado, del modo en que la persona perciba su enfermedad -como una amenaza, como un reto, etc.- (Lazarus y Folkman, 1986). Cualquier enfermedad puede producir estrés en cuanto implica una interrupción repentina de las funciones habituales. Puede que el enfermo tenga que afrontar una hospitalización y separación prolongada de su familia y amigos, así como dolor e impotencia, cambios permanentes en su aspecto o en su función corporal, un futuro inseguro e imprevisible, incluyendo la posibilidad de muerte. De cualquier modo, el carácter estresante de la enfermedad depende de muchos factores, entre los que destacan: 1. Su forma de aparición: repentina e inesperada, lenta y evolucionada, manifiesta o insidiosa. 2. Su intensidad y gravedad. 3. Las etapas propias de la enfermedad en cuestión. 4. Y la duración de la misma. Sin embargo, tal como señala Nichols (1984), el estrés psicológico asociado a la enfermedad es difícilmente evaluable, puesto que el enfermo tiende a negarlo aunque parece estar presente, en mayor o menor medida, en la gran mayoría de los enfermos. En este sentido, se ha -235-
evidenciado que, con frecuencia, el estrés asociado a la enfermedad se manifiesta en: ansiedad, depresión, culpa, desamparo, desesperación, vergüenza, disgusto, ira y otros estados emocionales negativos. Asimismo numerosos estudios indican que determinadas enfermedades pueden producir con mayor probabilidad que otras reacciones emocionales y problemas psicológicos. Así, por ejemplo, las infecciones virales como la hepatitis suelen ir seguidas de depresión (Lipowski, 1967), así como los problemas cardíacos, de colitis ulcerosa, asma, neurodermatitis, anemia, desórdenes endocrinos y tumores malignos. Igualmente, Neary (1976) tras una revisión de la literatura sobre el tema, indica que la reacción mas común al fallo renal es la depresión, y que en un tercio de los casos de enfermedades crónicas se produce ansiedad e irritabilidad. Por otra parte, el cáncer de mama y la mastectomía producen altos niveles de estrés en muchas mujeres, muchas veces acompañados de un estado de animo deprimido. Trastornos que parecen mantenerse al menos durante el año posterior a la intervención quirúrgica. Este tipo de respuestas es el resultado de la apreciación del acontecimiento de la enfermedad como estresante, es decir, de su evaluación como amenaza, daño, pérdida o desafio, y la carencia de recursos adecuados para afrontar las demandas del acontecimiento. Esta valoración puede elicitar estados emocionales negativos, entre los cuales la ansiedad y la depresión son los mas habituales. Aunque la ansiedad no sólo puede aparecer como resultado directo de la apreciación de estrés, sino que también puede hacerlo en fases posteriores como consecuencia del fallo del ajuste realizado, o de la posibilidad de recurrencia del acontecimiento (recidiva), incluso puede aparecer si la persona no puede afrontar correctamente la depresión o la pena (Wilson-Barnett, 1979) que aparece como consecuencia del acontecimiento doloso. Además no hay que olvidar que la misma situación de enfermedad hace problemática la puesta en marcha de los mecanismos fisiológicos o psicológicos de ajuste a la situación, así como de la emisión de las respuestas de afrontamiento correspondientes. Los enfermos, por otra parte, son una población especialmente vulnerable ante estresores que en otras poblaciones producen pocos efectos negativos. Por tanto, la capacidad para resolver los problemas asociados al diagnóstico de una enfermedad crónica depende de una gran variedad de factores, que incluyen características personales, de edad, inteligencia, desarrollo emocional y autoestima, así como las implicaciones y repercusiones de la enfermedad en la propia vida. Igualmente, la enfermedad no sólo produce estrés en la persona que la padece, sino que tiene efectos estresantes, en mayor o menor grado, en los familiares del enfermo. La dinámica de las relaciones intrafamiliares se ve afectada por la enfermedad y, en su caso, por la hospitalización de uno de los miembros de la familia, produciéndose cambios en las relaciones familiares habituales. Estos cambios constituyen por sí mismos una fuente de estrés que se suma a la propia situación del enfermo. Cuando la enfermedad es crónica las características estresantes se incrementan, así como su impacto de perturbación social. Las enfermedades largas pueden incluso conducir a discordias familiares, a menudo relacionadas con problemas económicos, o por la resistencia por parte de algunos de los miembros de la familia a participar en el cuidado del enfermo. Sin olvidar que las relaciones afectivas y sexuales pueden verse seriamente afectadas en el caso de la pareja, y que los roles paterno filiares pueden sufrir alteraciones de importancia. Aspectos que señalamos simplemente a modo de ejemplo, sin ocultar que la realidad puede ser mucho más compleja. Como se ve, la calidad de vida del enfermo crónico depende, en gran medida, de su nivel de adaptación a la enfermedad, al tratamiento y a los efectos de una y de otro. Asimismo, la adaptación, desde una perspectiva psicológica se refiere a la capacidad de la persona para -236-
mantener niveles óptimos en su calidad de vida y en su funcionamiento social (Rodríguez Marín, 1995). Si bien, este último se reduce significativamente durante la hospitalización y durante las sucesivas crisis que pueden ir apareciendo en el decurso de enfermedades tales como el cáncer o el SIDA. Aunque hasta el momento nos hemos referido a las implicaciones emocionales en términos genéricos, no podemos obviar el hecho de que los niños presentan distintos problemas que los adultos ante la misma enfermedad. Todos los autores están de acuerdo en señalar diferencias en función del momento del ciclo vital. Por supuesto, las enfermedades que requieren mayores ajustes físicos causan más problemas que aquellas enfermedades que implican pocas restricciones en el funcionamiento físico. Por otra parte, el entorno, igualmente, puede contribuir al incremento del estrés o, por el contrario, servir como fuente de ayuda y confort. Autores tales como Taylor (1987) y Rodríguez Marín (1995), enfatizan el hecho de que dado que el personal sanitario asume todo el control de medios, recursos y movilidad de los pacientes, la persona hospitalizada debe pedir todo lo que necesita o desea, unas veces con éxito, otras sin él, lo cual devalúa su autoconcepto y aumenta su nivel de dependencia. La hospitalización conlleva un obligado cambio de hábitos comportamentales, de manera que la persona hospitalizada pierde su contexto habitual, y, al mismo tiempo, la separación de su contexto familiar, social y laboral o escolar implica una pérdida de apoyo social, tanto de la cantidad como de la calidad de contactos personales, de comportamientos y de refuerzos. Con lo cual las probabilidades de incrementar las conductas de dependencia, así como las de estado de ánimo deprimido, son muy altas. Cabe precisar que la enfermedad crónica y la hospitalización pueden ser especialmente problemáticas en aquellos casos en los que los enfermos son niños. En primer lugar, los niños no comprenden totalmente la naturaleza del diagnóstico y del tratamiento, de modo que aparecen estados emocionales tales como la confusión. Segundo, dado que los niños no participan de forma activa en su autocuidado y tratamiento, la familia debe participar en su cuidado y prescripciones terapéuticas mucho más que en los casos en los que el enfermo es un adulto. Tercero, frecuentemente, los niños, debido a las exigencias de los tratamientos, generan sentimientos de soledad, e igualmente se pueden ver expuestos a procedimientos que les provocan miedo, lo cual, a su vez, puede producir problemas de adaptación. En términos generales, estos niños muestran una amplia variedad de problemas conductuales, tales como mostrarse rebeldes y retraídos con los demás, baja autoestima, etc. Estos problemas suelen agravarse en aquellas familias en las que no existen estilos de comunicación y de resolución de conflictos adecuados (Minuchin, Rosman y Baker, 1978). En este sentido, se ha encontrado que la expresión de las emociones, así como los contactos y el apoyo social, están significativamente relacionados con la supervivencia de los enfermos oncológicos. Otra de las cuestiones básicas en el caso particular de los enfermos oncológicos son los efectos secundarios a la quimioterapia, así como la anticipación de síntomas. Con frecuencia, los síntomas relacionados con los tratamientos oncológicos (nauseas, vómitos, mareos, etc.) se han considerado como un mal menor, puesto que la prioridad es, si no la curación del enfermo, sí, al menos, incrementar el periodo de supervivencia del mismo. Sin embargo, es obvio que tales síntomas inciden negativamente en la calidad de vida del enfermo oncológico, y, como se ha demostrado, está fuertemente relacionada con la evolución de la enfermedad y, por tanto, con la supervivencia. De hecho, la ansiedad anticipatoria que generan determinados tratamientos oncológicos (quimioterapia, radioterapia) tiene como consecuencia que algunos enfermos se resistan a sesiones de segundo nivel. Por otra parte, tal como indican autores como Kolbe y cols. (1986) y Bayés (1991), se ha -237-
comprobado que el estado de ánimo y la actitud frente a la vida, la enfermedad o la muerte, inciden significativamente en la salud de la persona, en su calidad de vida y en la evolución de algunos procesos mórbidos como el cáncer. Cuestiones que pueden depender, al menos en parte, del modo en que se perciba la hospitalización que, en términos generales, tal como indica Rodríguez Marín (1995), aparece como: 1. Un estresor cultural: la persona debe aceptar nuevas normas, valores, etc. del ámbito hospitalario que, con frecuencia, difieren bastante de su vida cotidiana. 2. Un estresor social: porque el papel del paciente hospitalizado entraña elementos que presionan fuertemente sobre la identidad psicosocial de la persona, y las interacciones sociales en un hospital pueden llegar a ser una importante fuente de estrés por sí mismas. 3. Un estresor psicológico: porque puede introducir desde fenómenos de disonancia entre dos o mas fenómenos cognitivos a situaciones de dependencia extrema. 4. Un estresor físico: debido a que la mayoría de las percepciones físicas del hospital (olores, ruidos, etc.) y el propio entorno físico del mismo pueden causar emociones negativas en la mayoría de los pacientes. Nuevamente, merece especial mención el caso de la hospitalización de niños dado que se estima que entre el 20 y el 36% de los niños/as hospitalizados muestran reacciones adversas, entre las que destacan las conductas de dependencia, quedarse en cama, desarrollo de miedo extremo, y ansiedad como la respuesta emocional más habitual. Si bien hay que señalar que aunque muchas de estas reacciones pueden ser observadas durante el tiempo en que el niño/a está hospitalizado, a menudo las respuestas problemáticas a la hospitalización no se hacen evidentes hasta que regresa a casa, y se prolongan durante meses. Durante mucho tiempo se ha creído que las reacciones negativas a la hospitalización por parte de los niños se debían, casi exclusivamente, al miedo o ansiedad por la separación de su familia. Sin embargo, el hospital mismo, dadas sus características (tener que permanecer en cama, "nada que poder hacer”, falta de color, etc.) puede producir sentimientos de soledad y abandono (Terrassa y Pérez Pareja, 1996). 2. ALGUNAS VARIABLES RELEVANTES ENFERMEDADES CRÓNICAS
EN
EL
ESTUDIO
DE
LAS
2.1. La enfermedad considerada como variable experimental El análisis de la relación entre el estrés y la enfermedad se puede hacer desde dos puntos de vista: 1. Considerando al estrés y otras variables psicosociales como agente causal o coadyuvante en la génesis y desarrollo de la enfermedad. En este caso, dichas variables producirían cambios fisiológicos que conducirían al desarrollo de la enfermedad, y afecterían igualmente a la conducta de la persona, a consecuencia de lo cual se produciría o facilitaría la enfermedad. 2. Considerando a la enfermedad como agente de cambio psicosocial y fuente de estrés, tal como señalamos en el apartado anterior. Es decir, desde el punto de vista experimental, la enfermedad, en función de las variables psicosociales, podría considerarse bien como variable dependiente o bien como variable independiente. En el primer caso (VD), suponemos que el estrés afecta al sistema biológico y, por tanto, a la salud. La respuesta fisiológica al estrés es una activación generalizada del organismo que implica una liberación de hormonas (fundamentalmente catecolaminas y corticosteroides). La -238-
liberación de dichas hormonas durante la activación en la situación estresante puede alterar el funcionamiento del sistema inmune, produciendo efectos inmunosupresores. En este sentido, la acción de los estímulos estresantes sobre la actividad del sistema inmunológico se manifestaría con la aparición de en fenómenos alérgicos, infecciones, enfermedades inmunitarias y formación de neoplasias (Valdés y Flores, 1985). De cualquier modo, cuando se produzca una relación directa entre estrés y enfermedad, hay que resaltar la importancia de la vulnerabilidad biológica previa. Es decir, probablemente ni el estrés por sí mismo, ni la vulnerabilidad biológica por sí misma, puedan explicar la enfermedad, sino que sea la interacción entre ambos factores la responsable del desarrollo de algunas enfermedades. Igualmente y tal como hemos señalado, el estrés afecta a la conducta provocando cambios en ella que, a su vez, perturban la salud de la persona (por ejemplo, ante acontecimientos tales como la ruptura matrimonial la persona puede dejar de comer con normalidad, dormir mal, incrementar el consumo de alcohol y/o tabaco, etc.), lo cual va en detrimento de la salud y puede conducirle a la enfermedad. Se ha demostrado que las personas que presentan altos niveles de estrés tienden a desarrollar conductas que incrementan la posibilidad de enfermar y tener accidentes (Wiebe y McCallum, 1986). Por ultimo, el estrés puede producir también conductas de enfermedad. En aquellos casos en los que el estrés genera trastornos como ansiedad, depresión, fatiga, insomnio, problemas de atención, etc., algunas personas interpretan estos problemas como síntomas o signos de enfermedad y muestran conductas de enfermedad, como buscar tratamiento y ayuda médica. Por otra parte, hay que recordar que muchas personas con alto riesgo de experimentar situaciones estresantes no desarrollan enfermedades de este estilo. En consecuencia, debemos plantearnos cuestiones tales como ¿cuál es la evidencia de la relación estrés/ enfermedad?, o ¿en qué enfermedades está implicado el estrés?, o ¿qué mecanismos pueden intervenir para establecer la conexión entre estrés y enfermedad? En cualquier caso, la premisa central subyacente en la asociacion entre estrés y estado de salud es que el estrés tiene un efecto supresor en el funcionamiento del sistema inmune. En este sentido, numerosas investigaciones han demostrado que una gran variedad de estresores afectan a la respuesta inmune tanto en animales como en humanos. En el segundo caso, cuando la enfermedad actúa como agente de cambio psicosocial y fuente de estrés (VI), los efectos dependerán de la valoración que la persona haga de su enfermedad, la definición de las tareas de adaptación necesarias, y la elección y eficacia de las técnicas de afrontamiento; es decir, el comportamiento de una persona ante la crisis que supone la enfermedad se ve influido por tres grupos de factores (Moos, 1977): 1.- Socio-demográficos y personales: edad, sexo, posición económica, inteligencia, madurez emocional y cognitiva, autoestima, creencias religiosas o filosóficas, enfermedades previas y experiencias de afrontamiento previas. 2.- Relacionados con la enfermedad: clase y localización de síntomas, duración, etc. 3.- Ambientales: condiciones físicas (espacio personal disponible, grado de estimulación sensorial) y sociales (relaciones con los familiares, apoyo social, normas y expectativas culturales). Tal como hemos señalado con anterioridad, afrontar la enfermedad implica tratar de adaptarse a la nueva situación, de modo que se puede hablar de un conjunto de tareas de adaptación que se ha de plantear en su proceso de afrontamiento, cuyo objetivo es la restauración del equilibrio, readaptación, o la consecución de un nuevo equilibrio. Además, la enfermedad crónica pone de manifiesto aspectos tales como el papel del apoyo familiar y social en general y la participación del propio enfermo en su tratamiento. -239-
2.2. Tipo de enfermedad crónica Parece evidente que la naturaleza de la enfermedad crónica ha de ser una variable fundamental a la hora de afrontar el estudio de la misma. Con independencia de la mayor o menor importancia que la base genética y las condiciones (vulnerabilidad) biológicas puedan ejercer sobre cualquier trastorno de salud de naturaleza crónica, una primera aproximación nos permitiría distinguir entre: A. Trastornos graves de origen claramente genético. Como es el caso de la fibrosis quística (F.Q.). B. Trastornos de mejor pronóstico, como la diabetes o los respiratorios (asma, efisema pulmonar), o los cardivasculares (hipertensión). C. Trastornos degenerativos de peor (mal) pronóstico, como las neoplasias y el SIDA. D. Por último, trastornos crónicos de los denominados “mentales”, tales como la esquizofrenia; o, mejor, “las esquizofrenias”. Sin ánimo de ser exhaustivo, desearía desarrollar algunos aspectos, tal vez novedosos, de los trastornos enumerados. 2.2.1. Trastornos “claramente” de origen genético: la fibrosis quística La fibrosis quística o mucoviscidosis es una enfermedad genética muy grave y frecuente en la raza blanca. Su incidencia aproximada en España es de 1/3.500 nacimientos. El régimen terapeútico que deben seguir estos pacientes es bastante complejo, aunque básicamente se desarrolla en el ámbito de la familia. Con frecuencia, dichos enfermos precisan periodos de hospitalización. Entre las medidas terapeúticas cotidianas, se incluyen: dieta estricta, medicación oral muy frecuente, fisioterapia diaria y uso constante de aerosoles. Todo ello, implica gran dedicación y disponibilidad para el cumplimiento de la terapia. Gracias a los recientes avances de la genética, las expectativas de vida de las personas con F.Q. han aumentado considerablemente, llegando la mayoría a la edad adulta. Pero esta enfermedad, es progresiva y comporta mayores limitaciones en la adolescencia y en la edad adulta. La mayoría de estudios, sugieren que un gran número de niños y adolescentes con F.Q. presentan dificultades de adaptación y alteraciones cognitivo-conductuales. También es frecuente el incumplimiento de las prescripciones terapeúticas, en especial la fisioterapia, o de las medidas dietéticas. En el trabajo realizado por Forns y cols. (1996) en el que se estudiaba la población española (Cataluña), se han encontrado problemas y parámetros similares a los de otros países, y se destaca un cierto nivel de incremento en las respuestas de ansiedad de los niños con F.Q. frente a la población normal, y una baja autoestima. En esta linea, un grupo de investigadores (Pérez Pareja y cols., 1996) venimos desarrollando un programa similar en el ámbito de la isla de Mallorca, y los problemas detectados son de igual naturaleza, siendo uno de los más importantes el ajuste emocional de los padres (familia). En este sentido la frecuente aparición de pensamientos relacionados con la anticipación de la muerte del hijo, producen costantes incrementos de las respuestas de ansiedad y la aparición de estados de ánimo de depresión, sobre todo en los primeros meses trás el diagnóstico. 2.2.2. Enfermedades crónicas de mejor pronóstico Para ejemplificar este grupo de trastornos, me centraré exclusivamente en los respiratorios. La bronquitis crónica, el enfisema y el asma, constituyen el grupo de trastornos respiratorios -240-
agrupados bajo el término: afecciones respiratorias crónicas inespecíficas (ARCI). Su etiología no es muy conocida, aunque los síntomas principales de todos ellos son similares: tos, falta de respiración y expectoración de flema. Igualmente, existen algunas diferencias notables entre los mismos; por ejemplo, los pacientes asmáticos presentan periodos asintomáticos que en principio son más largos que los periodos con síntomas, mientras que en el caso de la bronquitis crónica y el efisema los síntomas permanecen casi constantes y tanto de día como de noche. El asma, constituye uno de los trastornos de salud que más estudios ha generado en los últimos años. Ello es debido, fundamentalmente, tanto a su enorme incidencia en las sociedades occidentales, como al gran gasto que supone para los sistemas de salud públicos. Asimismo, las variables psicológicas que pueden actuar sobre el asma como factor de riesgo (el denominado origen psicogénico de algunas crisis asmáticas), así como la influencia que el asma como trastorno crónico puede ejercer sobre los aspectos de adaptación comportamental de las personas, han suscitado la atención de muchos investigadores. El asma, pues, representa un buen ejemplo de la introducción de la Psicología en el tratamiento de las enfermedades pulmonares (Vázquez y Buceta, 1996). Sin embargo, tanto del efisema como de la bronquitis crónica se se sabe bastante menos. Ahora bien, tal como señalan Donker y Sierra (1993) la mayoría de problemas psicológicos que presentan este tipo de enfermos son la ansiedad, la depresión y la sensación de desamparo. Según los mismos autores, la ansiedad que presentan los pacientes con ARCI se manifiesta a través de síntomas afectivos y emocionales (irritabilidad, frecuentes cambios de humor, sentimiento de culpa, etc.), pérdida de capacidad de concentración, dificultades en la atención, así como todo un conjunto de síntomas fisiológicos (dolor de cabeza, trastornos digestivos, insomnio, etc.). Por último, tal vez uno de los problemas más importantes y comunes a todos los trastornos que he denominado “de mejor pronóstico” se refiere a la adherencia/no adherencia a los distintos tratamientos, entre los que se encuentran los ejercicios de fisioterapia. Tal como manifiestan la mayoría de médicos especialistas, la interrupción del tratamiento farmacológico y de los programas de fisioterapia son mayoritariamente los factores responsables de las crisis agudas de estas enfermedades. Igualmente, hacen hincapié en la importancia que tendría para prevenir dichas crisis el aprendizaje de comportamientos y síntomas anticipatorios por parte del paciente y de sus familiares. 2.2.3. Enfermedades de peor (mal) pronóstico No es este el momento para desarrollar un tema tan extenso como el del cáncer, ya que ha dado lugar a toda una subespecialidad de la Psicología. Me limitaré, por tanto a señalar sólo algunos aspectos de definición. Siguiendo a Holland (1993, 1996) la Psicooncología se presenta como una especialidad orientada al estudio de dos dimensiones psicológicas del cáncer: 1. El impacto del cáncer sobre las funciones psicológicas del paciente, la vida familiar del paciente y sobre el personal que trabaja con este tipo de pacientes. 2. El papel que las variables conductuales y psicológicas (fundamentalmente las de naturaleza emocional) tienen sobre el riesgo de padecer cáncer y sobre la supervivencia de los pacientes. Estas dos dimensiones, desde mi punto de vista, son generalizables a cualquier tipo de trastorno crónico. Sin embargo y para el caso del cáncer, desarrollaré un poco más detenidamente los aspetos relacionados con los problemas de ajuste psicosocial en el apartado 2.3.
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2.2.4. La enfermedad mental crónica. La esquizofrenia No voy a extenderme en este punto, pues este trabajo no contempla este tipo de trastornos. Sin embargo, no parece adecuado considerar a los mismos de manera independiente. Mucho menos desde una concepción biopsicosocial de los problemas de salud, y desde la consideración de la unicidad del ser humano más allá de los dualismos cartesianos. Con independencia de los aspectos específicos de este trastorno, pienso que, al menos desde el punto de vista conceptual, la esquizofrenia debe de considerarse como una enfermedad crónica más. 2.3. La edad. El momento del ciclo vital Es indudable que la edad, el momento del ciclo vital en el que se recibe el diagnóstico de una enfermedad crónica, junto con el diagnóstico de la misma, va a ser fundamental para la vida del enfermo y de sus familiares. La mayoría de nosotros estamos dispuestos a asumir un diagnóstico de asma en nuestros hijos, sin embargo, si el diagnóstico fuera de cáncer.... Igualmente, si el diagnóstico de cáncer se refiere al abuelo de ochenta años no tiene la misma repercusión que si éste se realiza al nieto de siete. Y, por último, no se vive de igual manera la enfermedad crónica cuando se es niño que cuando se es joven, adulto o anciano. Siguiendo a Rowland (1993), a continuación desarrollaré un modelo sobre la evolución y adaptación a la enfermedad neoplásica en adultos. Dicho modelo es relativamente reciente ya que la mayoría de los trabajos se han realizado para niños y adolescentes. En apartados anteriores ya hemos señalado algunos aspectos diferenciales de la enfermedad crónica en los niños. Igualmente, en próximos apartados aparecerán más cuestiones sobre los mismos, pero, como ya he señalado, la existencia de un gran número de trabajos relativos a estas edades me han decidido a obviar este momento evolutivo en este apartado. Solamente señalar, que en los trabajos que venimos realizando con niños y adolescentes hospitalizados con cáncer hemos comprobado como característico la aparición casi unánime de miedos, ansiedad y estados depresivos (Terrassa y Pérez Pareja, 1996), sobre todo en los más mayorcitos. Volviendo a los adultos, en dicho momento, lo social está incrementado y lo biológico en impás o decadencia. Como lo social depende del contexto cultural no podemos hablar de un modelo unitario. Dentro del modelo para adultos podemos distinguir varias etapas: adulto joven (19 a 30 años), el adulto maduro (31 a 45), adulto mayor (46 a 65) y anciano (66 y más). A. El adulto joven (Tumores más comunes: Hematológicos: leucemia, Hodgkin y linfomas. Testículo en varones y pecho en mujeres. Osteosarcomas y cerebral): La transición desde la adolescencia a la edad adulta se asume que ocurre sobre los 20 años, y está marcada por la madurez física y psicológica. Uno de los objetivos fundamentales de esta etapa es la consecución de la autonomía social y afectiva. A menudo, la aparición de cáncer en jóvenes adultos, tiene grandes repercusiones en el desarrollo de su mundo afectivo, en el trabajo y en el mantenimiento de su independencia. Frecuentemente la apariencia física y la fertilidad quedan comprometidas. Debido a que la supervivencia es cada vez mayor, las secuelas psicológicas crónicas se dilatan y adquieren mayor importancia. A continuación, señalaremos las más frecuentes. Por una parte, aparecen problemas para mantener relaciones interpersonales y para establecer nuevas (miedos y fobias sociales). Asimismo, durante los tratamientos es necesario depender de otros, por ello, pueden aparecer sentimientos de ira que a veces se demuestra rechazando o colaborando poco con el tratamiento. En estos casos la familia puede tender a -242-
sobreproteger al paciente y fomentar las escasas demandas de independencia y, como consecuencia, se pueden incrementar los problemas emocionales. Por otra parte, el diagnóstico de cáncer influye sobre las expectativas educativas y profesionales del joven adulto, dando lugar al miedo (ansiedad) de no poder alcanzar los logros profesionales y personales trazados. Igualmente, la imagen corporal e integridad personal pueden verse afectadas, dando lugar a problemas relacionados con la disminución del atractivo, la capacidad de elicitar afectos en los demás, y la capacidad para establecer y mantener relaciones sexuales. En estos casos es frecuente la aparición de ansiedad y depresión. B. El adulto maduro (tumores más comunes: pulmón, pecho, colon y recto, útero, ovario, páncreas, cerebro y sistema nervioso, entre los sólidos. Leucemia y linfomas, entre los hemáticos): Este periodo se caracteriza por el crecimiento personal y la consolidación de la carrera y las metas sociales. Quizás es el periodo más estable del ciclo vital, debido, en gran medida, a que en este momento la vida está centrada en la crianza de los hijos y la mejora laboral. En estos enfermos aparece una gran preocupación por la familia y por la convivencia con la pareja, así como por aspectos sociales, financieros y educacionales. En estos casos, los sentimientos pueden oscilar entre la ira y la desesperación, tanto en el paciente como en su familia (pareja), sobre todo en función de las expectativas de supervivencia. Asimismo, las responsabilidades suelen ser asumidas por la pareja y ciertas metas vitales y laborales pueden alterarse o abandonarse. Como en el caso anterior, aparecen problemas ligados a la imagen corporal e integridad personal. C. Adulto mayor (tumores más comunes: sólidos: pulmón, pecho, colon y recto, próstata, páncreas, ovario, útero, estómago y cerebro): En este periodo de la vida existe una enorme variabilidad en la experiencia y adaptación a los cambios emocionales y sociales que se producen. Asimismo, al final de este periodo se puede notar pérdida de memoria y/o de las capacidades intelectuales, acompañados de cambios en la sexualidad e identidad psicosexual. Todo ello conduce a un ajuste de expectativas ante la realidad y cambios de metas. En este periodo también se producen alteraciones en las relaciones, aunque ciertas preocupaciones como la crianza de los hijos o las económicas, son menores que en el periodo anterior. Los pacientes pueden quedar invalidados para vivir solos y pasar a depender de su pareja o de los hijos. Como en el periodo anterior, y sobre todo en los años más tempranos, pueden aparecer sentimientos de ira y frustración ante la interrupción de logros y los cambios en la imagen corporal y la integridad. Algunos pacientes tienen un riesgo muy alto de desarrollar serias dificultades psicológicas, incluida la depresión y las ideas de suicidio. Además, el incremento de la introspección y la reflexión características de este periodo vital potencian el menosprecio de la vida produciendo una tendencia a “cerrarse en sí mismo” y dejarse morir, abandonar. D. Por último, en el anciano, y dependiendo de la edad y las características individuales, el diagnóstico de cáncer puede ser el menos dramático de todo el ciclo vital, viviéndose en muchos casos como el fin lógico de la existencia. 3. ENFERMEDAD CRÓNICA Y APOYO SOCIAL 3.1. Apoyo social y adaptación a la enfermedad Existe un gran número de definiciones de apoyo social, algunas de las cuales se basan en aspectos específicos del apoyo (ayuda material, intercambio de información, satisfacción de -243-
necesidades sociales básicas, etc.); otras lo definen simplemente de forma descriptiva o, incluso, las hay que introducen los aspectos emocionales. En cualquier caso, la mayoría de conceptualizaciones del apoyo social pueden agruparse bajo dos dimensiones primarias: 1. Cuantitativa vs. cualitativa. 2. Apoyo instrumental vs. apoyo expresivo. Habitualmente, el apoyo social tiene connotaciones positivas, pero, sin embargo, supone una implicacion de otras personas, lo que, en ocasiones, tendrá efectos negativos (ejemplo, un determinado tipo de apoyo social durante la rehabilitación puede crear dependencia y dificultar la recuperación). Por otra parte, las distintas investigaciones realizadas han demostrado una relación entre el apoyo social y la recuperación de la enfermedad, si bien los diseños utilizados no pueden demostrar una relación de causalidad. Aún así, se ha observado que: 1. Los postinfartados con mejor recuperación tenían esposas que habían recibido ayuda de más fuentes de apoyo durante el periodo de recuperación. 2. Las buenas relaciones sociales están asociadas con una supervivencia más larga de lo esperado sobre la base del pronóstico en pacientes oncológicos terminales. 3. La disponibilidad percibida del apoyo social está negativamente relacionada con el nivel de depresión. Si bien hay que señalar que cuando el apoyo social se convierte en “sobreprotección” parece tener efectos negativos. 3.2. La familia del paciente Cuando se diagnostica una enfermedad el problema no sólo afecta al enfermo sino también, y en distinto grado, a todos los miembros de su familia. Las respuestas por parte de la familia, así como el tipo de problemas que puedan aparecer, dependerán, en gran parte, de la severidad de la enfermedad en términos de ruptura con su estilo de vida, así como de la eficacia de las estrategias de afrontamiento a la nueva situación que posea. Igualmente, hay que señalar que la familia puede constituir un estresor adicional para el enfermo. En cuanto a los factores relacionados con la enfermedad, el pronóstico y las limitaciones que pueda implicar en el desarrollo de actividades físicas y emocionales determinan parcialmente el grado en el que se altera la vida de la familia. Asimismo, el tratamiento puede tener efectos inmediatos y a largo plazo en la familia en términos de malestar que produce, complejidad y dificultad implicadas en su administración, su frecuencia y sus efectos secundarios. Estos aspectos resultan de especial importancia si tenemos en cuenta que el papel desempeñado por la familia permite que el paciente responda a su enfermedad en términos de indefensión o la afronte de forma activa, influyendo también sobre su autoimagen y autoestima. El modo en que responde la familia de los pacientes es altamente variable (Hansen y Hill, 1964). Cuando una familia tiene dificultades para aceptar la realidad de la enfermedad e intenta afrontarla negando sus serias implicaciones, el paciente presenta más probabilidades de experimentar un incremento de ansiedad; mientras que las familias que están junto al paciente favoreciendo el hablar abiertamente acerca de sus miedos y preocupaciones, facilitan la adaptación a la nueva situación. En este sentido se ha encontrado que las familias que poseen las habilidades necesarias para comunicarse, y que son cohesivas pero flexibles en sus roles, son capaces de utilizar sus recursos, tomar decisiones orientadas a abordar el problema, identificar los estresores, aceptarlos y afrontarlos adecuadamente. Por contra, las familias con problemas internos suprimen la comunicación, adoptan una posición individualista orientada a culpar a los otros, ejercen su rol -244-
rígidamente, se muestran poco afectados, hacen poco uso de sus recursos, presentan dificultades para entender el estrés que están experimentando y, posiblemente, utilicen la negación para afrontarlo. De cualquier modo, cuando se comunica el diagnóstico de una enfermedad de un miembro de la familia, la familia se encuentra con una variedad de respuestas psicológicas resultantes que incluyen separación y pérdida, expresión emocional, reajustes de los valores y alteración del sistema familiar. De tal forma, la familia aparece como un paciente "adicional" o "secundario" puesto que deben adaptarse al estrés producido por la enfermedad de uno de sus miembros. En este sentico, Minuchin (1974) y Minuchin y Fishman (1981) caracterizaron la adaptación de la familia a la nueva situación en tres fases: 1. Fase aguda: al conocer el diagnóstico todos los miembros reaccionan incrementando en las respuestas de ansiedad. Algunos familiares pueden presentar más ansiedad que el propio paciente. Pero a la vez, también es un momento de movilización. La disponibilidad de información exacta en este momento es crítica para ayudar a la familia a pasar de una respuesta afectiva a una respuesta efectiva. En ocasiones, con el objeto de proteger al paciente, en muchas familias disminuye la comunicación y se crea una “conspiración de silencio”. “Conspiración” que suele tener efectos negativos en las relaciones familiares y en el bienestar de la persona. Los mecanismos del periodo “agudo” incluyen no sólo el tratamiento inicial, sino que también contempla las recidivas, así como las complicaciones inesperadas. 2. Fase crónica: momento en que los miembros de la familia pueden manifestar problemas tales como ira, ansiedad y/o depresión. “La familia se siente so1a en el momento que más lo necesita”, y, con frecuencia, intenta distraerse de sus propios problemas orientando su conducta hacia el enfermo. 3. Resolución: en aquellos casos en los que el desenlace es la muerte, ésta afectará de distinto modo a cada uno de los miembros de la familia en función de sus características personales y recursos, e, igualmente, su impacto será distinto en función de la disrupción que cause esta pérdida en el funcionamiento de la familia. Las repercusiones que todo ello puede tener confieren gran importancia a la necesidad de evaluar el funcionamiento psicosocial de la familia, puesto que la pronta identificación de problemas y la atención apropiada a los mismos pueden marcar la diferencia entre una buena y mala adaptación a la nueva situación. En cuanto a la atención que se puede prestar a las familias con el objeto de facilitar una buena adaptación destaca la comunicación, la cual constituye un elemento básico para reducir la ansiedad. Sin embargo, la comunicación con la familia, con frecuencia, exige al personal sanitario tener que repetir la misma información muchas veces. En este sentido, hay que señalar que, habitualmente, son los médicos quienes informan acerca del diagnóstico, tratamiento, etc. No obstante, dado que se tiende a procesar y entender só1o una pequeña parte de la información recibida, es importante que otros miembros del equipo sanitario pregunten y determinen si la información ha sido bien entendida, lo cual repercute positivamente en la satisfacción de la atención sanitaria, así como en la reducción de la ansiedad. Asimismo, en aquellos hospitales que cuentan con psicólogos, es importante que exista una estrecha comunicación entre éstos y el personal sanitario en general, puesto que prodrá proporcionar información sobre la adaptación de la familia a la nueva situación, así como sobre características de la misma que pueden estar interfiriendo en el tratamiento; y, lo más importante, pueden indicar tanto a los médicos como a las enfermeras las vías mediante las cuales acceder a la familia y sobre la cantidad de información que está puede tolerar. Es decir, el estrés de la familia -245-
puede reducirse considerablemente con un equipo multidisciplinar cohesivo, bien organizado y cooperativo, y que cuente entre sus miembros con especialistas en ciencias de la conducta. De cualquier modo, debido a determinadas carencias, en ocasiones es aconsejable recurrir a especialistas para reducir el estrés, aprender a resolver problemas, tomar decisiones o para modificar los patrones inadecuados del sistema familiar. 3.3. La pareja En el caso de los enfermos adultos crónicos la mayoría suelen vivir en pareja. De manera que el foco fundamental de la vida afectiva (exceptuando a los hijos) y la mayor fuente de refuerzos emocionales provienen de la pareja. Biskup y Bandelow (1996) han elaborado un cuestionario para evaluar la percepción de la pareja durante el padecimiento de enfermedades crónicas, singularmente de tipo coronario. Dichos autores señalan la existencia de cuatro factores bipolares en dicha percepción: dependencia-independencia (autonomía); optimismo vs. pesimismo (se refiere a la resignación frente a la esperanza en relación a los condicionantes físicos/orgánicos); anticipación y expectativas positivas vs. negativas, en relación a la repercusión social; y, por último, motivación dirigida a uno mismo o a la pareja vs. motivación de logro respecto a uno mismo o respecto a la pareja. De este modo, resulta de capital importancia el tipo de reacción y de ajuste que se vaya realizando a lo largo del decurso/transcurso de la enfermedad. En los apartados precedentes, tanto en el referido a variables relevantes en el manejo de las enfermedades crónicas como en el anterior (la familia), ya han aparecido algunos de los aspectos más relevantes y aplicables al que nos ocupa. Por ello, sólo añadiré algunas cuestiones relativas a las relaciones sexuales. Son de sobra conocidos los trabajos que relacionan la inhibición de las relaciones sexuales en los enfermos con trastornos cardiovasculares crónicos (caso de los hombres) y en las enfermas de neoplasias mamarias con y sin mastectomía. En el primer caso, la mayoría de autores relacionan la posible inhibición sexual con el miedo a padecer una crisis cardiaca, singularmente un infarto, durante la actividad amatoria. En el caso de las mujeres con cáncer de mama, el tema se relaciona con la supuesta pérdida de “atractivo sexual” que va a influir en una disminución de la autoimagen corporal y de la autoestima, dando lugar a una inhibición en la aproximación sexual al menos durante el primer año la tumoroctomía o mastectomía. En muchos casos, se ha comprobado que aunque la actividad sexual se reanude la mayoría de estas mujeres eluden que sus compañeros acaricien la zona corporal herida, tanto si la mama ha sido extirpada como si sólo se ha practicado la extracción del tumor. En este sentido, la cirujía de reconstrucción o “estética” ha permitido a muchas parejas el control y reducción de este tipo de problemas. 3.4. Los amigos, compañeros de estudios y/o compañeros de trabajo En este apartado he querido distinguir las tres situaciones que se pueden presentar de manera más estándar. En primer lugar, hemos de señalar que gran parte de las relaciones amistosas del enfermo crónico van a depender de la propia actitud que mantenga el enfermo hacia los amigos, y, en segundo lugar, del grado de incapacitación que la propia enfermedad suponga para la vida social del enfermo. Si la enfermedad supone largos periodos de hospitalización, así como incapacidad laboral, el enfermo habrá perdido una fuente de refuerzos de gran importancia. En estos casos, las sensaciones de pérdida y la aparición de alteraciones en el estado de ánimo son frecuentes y en -246-
algunos casos de gran importancia, siendo por ello imprescindible el tratamiento psicológico especializado. Asimismo, el enfermo no sólo pierde el contacto directo con personas de su entorno, sino, lo que resulta más importante, se ve privado de su medio habitual de relación social como es el trabajo. En el caso de los niños, nos encontramos con dos factores esenciales. Por una parte, el absentismo escolar propicia un cierto aislamiento ya que el niño se ve privado del núcleo fundamental para el aprendizaje de las habilidades sociales y de interacción; por otra, a medida que los niños con enfermedades crónicas tales como asma, diabetes o fibrosis quística van creciendo las interacciones con los grupos de iguales van cambiando. De manera que toda una serie de comportamientos preventivos y profilácticos (por ejemplo: no fumar, no estar en ambientes cerrados y cargados de humos, etc.) van siendo relegados para no quedar marginados de los grupos de compañeros. En estos casos, o bien el niño para seguir cumpliendo las normas terapeúticas se aísla socialmente, lo cual empieza a desarrollar respuestas de ansiedad, estado de ánimo depresivo y baja autoestima; o bien, le ofrecemos alternativas para poder mantener sus hábitos saludables en una situación social cambiante. En otro aspecto, es indudable que el absentismo escolar puede influir en el desarrollo intelectual y personal, disminuyendo las posibilidades de adaptación social y laboral en el momento de incorporarse al mundo adulto. 3.5. Relación entre el enfermo crónico y el personal sanitario. Cumplimiento de las prescripciones terapeúticas La investigación en el campo del cumplimiento de prescripciones ha evidenciado una alta tasa de incumplimiento de las prescripciones y regímenes terapeúticos por parte de los enfermos (DiMatteo,1979). El término “incumplimiento” sugiere que el fallo radica en el paciente, si bien se ha demostrado que este fenómeno depende en gran parte de la relación “profesional de la saludenfermo”, en el sentido de que el cumplimiento se incrementa drásticamente cuando aumenta la satisfacción del paciente con un trato amigable y cálido por parte del personal sanitario (Stone, 1979, Spacapan, 1987); así como cuando existe una adecuada comunicación de los profesionales de la salud con los enfermos y sus familiares, puesto que permite conseguir la implicación del paciente en su tratamiento y cuidado. Es importante hacer notar que cuanto mas específico sea el mensaje, cuanto mejor se concreten las instrucciones respecto al cómo, cuándo y dónde actuar, mayor es la probabilidad de que resulte eficaz y de que se mantenga a largo plazo (Taylor, 1986). Los estudios indican que los profesionales tienden a subestimar la importancia de la información sobre el diagnóstico y pronóstico, y sobreestimar la importancia de la información sobre el tratamiento, aunque esta tendencia no parece conducir a dar una información consistente y completa sobre los fármacos utilizados. Los pacientes, por el contrario, desean información sobre el diagnóstico, el pronóstico y las causas de su enfermedad. De igual modo, hay diferencias importantes entre la cantidad de información que el paciente desea obtener y la que el profesional está dispuesto a dar. En este aspecto, llama la atención el hecho de que el 80% de los enfermos terminales saben que van a morir y quieren hablar de ello, mientras que el 80% de los médicos se niegan a ello y piensan que los pacientes no deberían ser informados (Weinman, 1981). Muchos creen que deberían dar só1o buenas noticias y que, si no hay ninguna, es mejor no decir nada. Es posible que ello facilite el trabajo del profesional, puesto que dar malas noticias es un asunto difícil y, a menudo, cargado de emocionalidad. Sin embargo, para el paciente “ninguna noticia” significa “no buenas noticias” y eso es una invitación al miedo. Mientras que una información clara facilita la buena comunicación, -247-
la falta de la misma genera incertidumbre y ésta, ansiedad, depresión y miedo. Dos objeciones frecuentes por parte de los profesionales sanitarios a dar información son: falta de tiempo, y la falsa creencia de que los enfermos no quienen tener información. La primera creencia está sustentada por la experiencia de que el paciente que recibe alguna explicación es más probable que tienda a responder con más preguntas que el paciente que no recibe ninguna explicación. La segunda creencia tiene su base en el hecho paradójico de que, justo por no dar información, se conduce al paciente a una mala interpretación y a la adopción de un rol pasivo en la interacción con el personal sanitario. Por su parte, esta pasividad es interpretada por el profesional sanitario como una indicación de desinterés. Muchos pacientes, además, no preguntan porque temen la reacción del personal sanitario, creen que les molestará, que no se fían de su juicio, etc. Asimismo, pocos pacientes creen que el personal sanitario desea que le hagan preguntas, y, por último, en este tipo de situaciones, pocos pacientes tienen la destreza sufciente para ordenar sus pensamientos con claridad y articular suficientemente sus preguntas. Sin embargo, el intercambio de información conlleva elementos actitudinales. Los pacientes atribuyen una motivación positiva al profesional que les proporciona información abundante y clara. El profesional que se toma tiempo para informar al paciente es considerado por éste como sincero, preocupado por sus problemas, interesado y dedicado. De este modo, la satisfacción del paciente es uno de los determinantes más relevantes del cumplimiento de las prescripciones terapeúticas. La importancia del problema del incumplimiento de los tratamientos en el marco de la salud es bastante evidente si tenemos en cuenta que, cuando menos, un tercio de los pacientes no los cumple. Ese incumplimiento hace ineficaz el tratamiento prescrito, produce un aumento de morbilidad y mortalidad, y aumenta los costos de la asistencia sanitaria. El incumplimiento, además, proporciona una información falsa al profesional de la salud. Se calcula que en el caso de las enfermedades agudas las tasas de incumplimiento son aproximadamente del 20%, mientras que en las crónicas alcanza el 45%; y en el caso de regimenes terapeúticos que consisten en cambios de hábitos o estilos de vida la tasa de incumplimiento es todavía mayor. Hay que tener en cuenta que tales porcentajes subestiman el incumplimiento puesto que los estudios se suelen hacer con pacientes que desean participar, por lo que se puede suponer que son pacientes “más motivados” en todos los sentidos, también para cumplir. Pero además el cumplimiento puede ser parcial, de modo que el paciente no se considera no cumplidor cuando se le pregunta. La conducta del cumplimiento se puede definir como la acción de una persona que responde a las recomendaciones médicas o sanitarias -en términos de ingestión de medicamentos, seguimiento de dietas, o realización de cambios de vida- en la medida en la que coincide con el consejo médico o sanitario. La conducta de incumplimiento incrementa su probabilidad cuando las prescripciones no son curativas sino profilácticas o preventivas. Situación que se produce muy frecuentemente en enfermedades crónicas (por ejemplo: los ejercicios de fisioterapia y respiración en enfermedades respiratorias). Asimismo, el incumplimiento es más frecuente cuando el tratamiento se refiere a problemas de salud asintomáticos. Por el contrario, en enfermedades que se manifiestan con síntomas dolorosos o incómodos será muy probable que el paciente cumpla el tratamiento, si este alivia los síntomas, porque el alivio del síntoma es un reforzamiento negativo de la conducta de cumplimiento. Por otra parte, en los trastornos crónicos el paso del tiempo y la disminución de la sintomatología aguda favorece la habituación y la pérdida de sensación de amenaza. En efecto, se ha podido comprobar que en enfermos operados de tumores cancerosos, tras el ajuste inicial -248-
y una vez eliminados los tratamientos más agresivos (quimioterapia, radioterapia, iridioterapia, etc.) ha aparecido una tendencia a minimizar la dolencia y a prescindir de algunos comportamientos preventivos, como por ejemplo, cambios en la dieta. 4. LA HOSPITALIZACIÓN En los enfermos crónicos, los ingresos hospitalarios pueden ser frecuentes y ser originados, tanto por el padecimiento de una crisis aguda, como por la necesidad de recibir tratamientos, realizar diagnósticos o hacer seguimientos del curso de su enfermedad. La hospitalización impone un cambio de vida y normalmente es un acontecimiento indeseado y no planificado, y tiene fuertes características estresantes, comenzando por el propio marco físico y arquitectónico ya que la mayoría de hospitales no son muy alentadores. La característica fundamental del enfermo hospitalizado es la dependencia. Dependencia que incluye tanto la obediencia de las instrucciones dadas por el personal sanitario como el cumplimiento de las rutinas generales del hospital. Por otra parte en la mayoría de los casos, la hospitalización constituye un acontecimiento vital estresante. La persona que ingresa está enferma, y por ello, sus recursos de afrontamiento del estrés y de la enfermedad están reducidos. Con frecuencia, los pacientes ya ingresan ansiosos y/o deprimidos como consecuencia de su propia condición de enfermos, se enfrentan con una perspectiva preocupante y no conocen su propio futuro, sin olvidar el abandono de sus actividades habituales. El ingreso hospitalario no alivia el estado emocional del paciente, sino que tiende a incrementarlo negativamente (Franklin, 1974). Los trabajos realizados sobre las repercusiones emocionales resultantes de la hospitalización indican que tanto el ingreso como la estancia hospitalaria causan efectos negativos, tales como depresión y ansiedad. Rodríguez Marín y cols. (1989), han evidenciado que el nivel percibido de estrés por hospitalización es un buen predictor del grado de ansiedad y depresión de los pacientes. Mención especial merece el caso particular de la hospitalización de niños, dado que se estima que entre el 20 y el 36% de los niños hospitalizados manifiestan reacciones adversas, entre las que destacan las conductas de dependencia, como quedarse en cama, y el miedo extremo. Aunque muchas de estas reacciones pueden ser observadas durante el tiempo que el niño/a está hospitalizado/a, a menudo las respuestas problemáticas a la hospitalización no se hacen evidentes hasta que se regresa a casa, y su presencia puede prolongarse durante meses, tal como señalamos en apartados anteriores. La ansiedad es la respuesta emocional negativa más habitual ante la hospitalización. En edades tempranas (entre 2 y 4 años) la ansiedad puede manifestarse en un deseo de estar con la familia cuanto sea posible, incluso más allá de tal posibilidad. Los niños de entre 3 y 6 años pueden presentar trastornos relacionados con el sentimiento de ser rechazado, abandonado e incluso castigado por la familia. Entre 4 y 6 años, los niños pueden manifestar su ansiedad presentando nuevos miedos, tales como miedo a la oscuridad o al personal sanitario. A veces, igualmente, la ansiedad puede manifestarse con síntomas físicos como dolor de cabeza o de estómago. En cambio, en los niños mayores (6-10 años) la ansiedad puede hacer que se muestren más irritables. Finalmente, los adolescentes, parecen presentar problemas asociados al hecho de tener que “exponerse” a desconocidos, aunque, realmente, todos los niños pueden sentirse confusos y temerosos ante los procedimientos diagnósticos y terapeúticos. Por otra parte, la mayoría de autores señalan que los niños que han recibido información directa de los médicos y enfermeras se muestran mas cooperativos así como más dispuestos a seguir el tratamiento. En general, es aconsejable ofrecer a los pacientes, incluso implícitamente, la posibilidad -249-
de restringir parte o toda la información en la toma de decisiones médicas a aquellas personas que ellos designaran. Es decir, la participación en la toma de decisiones médicas se debe restringir a ellos mismos, o compartirla con los parientes más significativos de acuerdo con sus hábitos y deseos. Involucrar a la familia es especialmente importante en el caso de pacientes con niveles disminuidos de responsabilidad (niños, mayores o pacientes incompetentes). La preparación psicológica de los parientes así como de los pacientes es crucial, ya que contribuirá de forma significativa a la capacidad del paciente y de la familia para adaptarse al diagnóstico de una enfermedad crónica, sobre todo si es de peor pronóstico y/o si además, afecta a niños. Igualmente, dicha preparación ayudará a sobrellevar el estrés del tratamiento y a lograr un grado mayor de adhesión al mismo, así como una mejor adaptación y anticipación de los posibles desajustes conductuales a lo largo del tiempo. Por todo ello, creemos que es de gran interés la construcción, aplicación y validación de programas de apoyo psicosocial a familias con enfermos crónicos en su seno para que desde los servicios de salud, hospital y fundamentalmente atención primaria, y a través de dichos programas, contribuyamos al incremento de la calidad de vida de estos pacientes y sus familias. 5. PROPUESTA DE UN PROGRAMA SEMIESTRUCTURADO DE APOYO A FAMILIARES DE NIÑOS/AS CON ENFERMEDADES CRÓNICAS A modo de ejemplo y esquemáticamente, proponemos el programa que de manera estandarizada venimos aplicando y desarrollando en estos últimos años (Pérez Pareja y Terrassa, 1995). El programa dota a los familiares de estrategias que no sólo les servirán para sobrellevar de una forma más positiva la enfermedad del niño/a, sino que también les ayudará a afrontar mejor sus problemas cotidianos, emocionales, etc. Este programa ofrece asistencia y tratamiento integral y personalizado para lograr: A) Prevenir que el/la niño/a con una enfermedad crónica presente una larga serie de déficits en las áreas social, ocupacional, económica, de autocuidado y de ocio, de forma que se consiga una socialización y adaptación de la forma más normalizada posible. B) Ofrecer apoyo psicológico a los familiares y personas allegadas, a fín de fomentar el aprendizaje de las habilidades necesarias para saber convivir con la enfermedad, de forma que exista un clima familiar positivo. C) Incidir en la propia enfermedad, incrementando los periodos libres de síntomas y disminuyendo la agudeza y frecuencia de las recaídas. D) Disminuir la posible aparición de problemas emocionales asociados a la enfermedad, tanto por parte del niño/a como de los familiares. Dado que tanto la familia como los miembros de cada núcleo familiar tienen problemáticas diferentes, el tratamiento debe ser individualizado. Por otra parte, los programas deben ser específicos para los diferentes tipos de enfermedades crónicas, y estar en función de la edad de aparición, la sintomatología y los problemas asociados, y de la evolución propia de cada enfermedad. A continuación, aparecen las diferentes fases del programa, así como los objetivos para cada una de ellas: 1. Fase de evaluación inicial, para conocer las condiciones psicosociales del paciente y su familia. 2. Fase de información. En esta fase se informa a los padres sobre el origen, los síntomas, el curso y el tratamiento de la enfermedad que padece el niño/a. 3. Fase de entrenamiento de estrategias de afrontamiento en función de los distintos problemas planteados (relajación, autoinstrucciones, inoculación, etc). 4. Fase de manejo de contingencias. En esta fase se trata de controlar las posibles variables -250-
que puedan incidir en el bienestar del niño y también incrementar las conductas preventivas y de adhesión al tratamiento. 5. Fase de entrenamiento en habilidades de comunicación. 6. Fase de entrenamiento en resolución de problemas. 7. Fase de reevaluación. En este paso se evalúa el cambio terapéutico producido por la intervención. 8. Fase de seguimiento. Tras la finalización del programa, se comprueba el mantenimiento de los logros terapéuticos y, en su defecto, se subsanan los fallos. Para ello, en futuras elaboraciones, se prevé la posibilidad de introducir sesiones recordatorias y/o de refuerzo/s específico/s para cada caso. Pensamos, que la generalización de este tipo de programas debidamente validados y estandarizados en protocolos claros y específicos pueden contribuir decididamente a decrementar las emociones y conductas negativas asociadas a la enfermedad crónica y a incrementar la calidad de vida de estos enfermos y sus familiares. 6. A MODO DE CONCLUSIONES Como hemos visto en los apartados precedentes, los problemas de ajuste emocional, personal y social a la enfermedad crónica son múltiples y complejos. Dicho ajuste va a depender de las distintas variables relacionadas con la propia enfermedad, con el momento vital de la persona que la padece y de las redes de apoyo social del enfermo (familia, amigos, compañeros y personal sanitario). Así mismo, hemos podido hacer hincapié en los ajustes especiales que exijen la hospitalización y el ambiente hospitalario. Todo ello nos ha permitido señalar la gran importancia que tiene el apoyo psicológico para la adaptación del enfermo crónico. Sin embargo, hemos de insistir en el hecho de que dicho ajuste es un proceso que, en la mayoría de los casos, continúa durante el resto de la vida del enfermo y, por tanto, de su familia. En última instancia, pensamos que es fundamental la construcción de programas estandarizados, fiables y válidos para apoyar psicosocialmente a los enfermos crónicos y a sus familiares.
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CAPÍTULO 16
EL ESTRÉS: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN Enrique G. Fernández-Abascal 1. INTRODUCCIÓN El primer punto que es necesario abordar, es el de diferenciar éste proceso de los restantes procesos emocionales que se han visto en los apartados anteriores. El estrés es un proceso adaptativo y de emergencia, necesario para la supervivencia de la persona, que en su funcionamiento genera emociones, pero que no es una emoción en sí mismo. Las diferencias entre el estrés y las emociones la podemos encontrar en que estas últimas, son desencadenadas por un tipo de situaciones muy específicas y concretas, mientras que el estrés se desencadena ante cualquier tipo de alteración en las rutinas cotidianas. En que las emociones poseen unos efectos subjetivos o sentimientos propios de cada una de ellas, mientras que el estrés carece de tales efectos. En que las emociones tienen una expresión facial y corporal típica de cada una de ellas, mientras que el estrés tampoco posee tales características. Por último, en que las emociones se caracterizan por poseer una forma de afrontamiento propia para cada emoción, mientras que el estrés moviliza una amplísima gama de posibles formas de afrontamiento. El origen del término “estrés” parece provenir del vocablo distress, que en inglés antiguo tenía un significado equivalente al de “pena” o “aflicción”, pero que con el uso ha perdido parte de su primera sílaba (“dis”), hasta convertirse en el actual de stress. El vocablo estrés fue tomado por Selye de la física, donde se utiliza para referirse a la fuerza que actúa sobre un objeto y que, al rebasar una determinada magnitud, produce la deformación, estiramiento y/o destrucción del objeto. Para Selye el estrés es la respuesta inespecífica del organismo ante cualquier exigencia. Es decir, el estrés no se refiere a la demanda ambiental, como parecería desprenderse de su origen en la física, sino que se refiere a sus consecuencias. Se trata de un proceso en origen adaptativo, que pone en marcha una serie de mecanismos de emergencia necesarios para la supervivencia y sólo bajo determinadas condiciones sus consecuencias se tornan negativas y perjudiciales para la salud. Desde esta perspectiva, podemos definir el estrés como un proceso psicológico que se origina ante una exigencia al organismo, frente a la cual éste no tiene información para darle una respuesta adecuada, activando un mecanismo de emergencia consistente en una activación psicofisiológica que permite recoger más y mejor información, procesarla e interpretarla más rápida y eficientemente, y así permitir al organismo dar una respuesta adecuada a la demanda. 2. CARACTERÍSTICAS DEL ESTRÉS 2.1. Los desencadenantes del estrés Una revisión de los principales tipos de desencadenantes del estrés, que se han utilizado para su estudio e investigación, nos puede proporciona una primera aproximación a la comprensión de los estresores. Así, en la literatura científica aparecen ocho grandes categorías de estresores: las situaciones que fuerzan a procesar información rápidamente, los estímulos ambientales dañinos, las percepciones de amenaza, la alteración de funciones fisiológicas (enfermedad, drogas, etc.), el aislamiento y el confinamiento, los bloqueos en nuestros intereses, la presión grupal y la frustración. Por su parte, para Lazarus y Folkman (1984), el estrés psicosocial es una relación particular entre el individuo y el entorno, que es evaluado como amenazante o desbordante de sus recursos y que pone en peligro su bienestar. Estas características de los estresores ha hecho que -252-
se les considere como acontecimientos con los que tropiezan las personas. Estos desencadenantes implican cambios en las rutinas de la vida cotidiana de las personas, roturas con sus automatismos, lo que provoca nuevas condiciones y necesidades ante las cuales la persona tiene que valorar su forma de responder. La taxonomía de los desencadenantes del estrés, se ha realizado en función de la significación que tiene los cambios en la vida de una persona. Así, cabría hablar de tres tipos de desencadenantes psicosociales, a los que habría que añadir una última categoría con los desencadenantes de naturaleza biogénica: En primer lugar tendremos los estresores únicos o cambios mayores, que hacen referencia a cataclismos o cambios dramáticos en las condiciones en el entorno de vida de las personas, y que habitualmente afectan a un gran número de ellas. Dentro de esta categoría se incluirían: las situaciones bélicas; las víctimas del terrorismo; las víctimas de la violencia (violación, maltrato, etc.); las enfermedades terminales y situaciones de cirugía mayor; la migración y el desarraigo; las catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, cataclismos, etc.); y los sucesos altamente traumáticos (divorcios, pérdidas familiares, etc.). En segundo lugar están los estresores múltiples o cambios menores, que se refieren a cambios significativos que afectan solo a una persona o a un pequeño grupo de ellas, y que se corresponden con acontecimientos que suelen hallarse fuera del control de las personas. Dentro de esta categoría se incluirían: muerte de un ser querido, una amenaza a la propia vida, una enfermedad incapacitante o la pérdida del puesto de trabajo; o también a otros tipos de acontecimientos que están fuertemente influidos por la propia persona, como es el caso de los divorcios, tener un hijo o someterse a un examen importante. La última categoría de estresores psicosociales son estresores cotidianos, que se refieren al cúmulo de molestias, imprevistos y alteraciones en las pequeñas rutinas cotidianas. Y que corresponden a una serie de pequeñas cosas que pueden irritarnos o perturbarnos en un momento dado. En esta categoría se incluirían: los problemas de tipo práctico (perder algo, un atasco de tráfico, quedarse sin dinero, etc.); los sucesos fortuitos (fenómenos meteorológicos, rotura de objetos, etc.); y los problemas sociales (discusiones, decepciones, problemas familiares, etc.). Además, existen los estresores biogénicos, que son mecanismos físicos y químicos que disparan directamente la respuesta de estrés, sin la mediación de los procesos psicológicos. Ejemplo de este tipo de desencadenantes son determinadas sustancias químicas, tales como las anfetaminas, la fenilpropanolona, la cafeína, la teobromina, la teofilina o la nicotina, y ciertos factores físicos, como los estímulos que provocan dolor, el calor extremo o el frío extremo. 2.2. El proceso El estudio del estrés como un proceso psicológico, aborda a éste como una serie de subprocesos cognitivos y emocionales, que van entrando en funcionamiento a medida que se procesa la información proveniente del exterior y/o del propio organismo. Este proceso, como se representa en la Figura 16.1, se compone de dos grandes bloques. En primer lugar, se produce un procesamiento de tipo automático por medio de los mecanismos pre-atencionales, que en función de las características físicas de la propia estimulación, es el responsable de poner en funcionamiento una respuesta emocional ante el estresor. Seguido de un segundo bloque de procesamiento controlado, que cumple las funciones de identificación, valoración y toma de decisiones frente al estresor. Este segundo bloque que corresponde a los procesos mediacionales controlados, supone un proceso perceptual individualizado y vulnerable a predisposiciones biológicas, factores estructurales, historia personal de aprendizaje, experiencias previas y fuentes disponibles de afrontamiento. -253-
-----------------------------------Insertar Figura 16.1 -----------------------------------Así pues, dentro de los factores implicados en el proceso del estrés, podemos distinguir varios componentes: La reacción afectiva, que forma parte de la valoración automática de la situación o del desencadenante del proceso. Corresponde a una primera evaluación automática, o automatizada por el uso, de la situación en términos de sí es amenazante o no para el organismo. Esta evaluación automática es muy rápida, corresponde a lo que Öhman (1986, 1993) denomina “reacción afectiva”, y es predominantemente afectiva y no consciente. Esta reacción afectiva está constituida por el patrón de respuesta funcional de orientación-defensa. Estos dos patrones son en cierta medida antagónicos entre sí y aparecen ante condiciones ambientales inespecíficas, antes de que sean procesadas. Una respuesta de orientación corresponde a un proceso fisiológico/cognitivo de respuesta emocional de curiosidad o aceptación de los estímulos, preparando el organismo para su recepción y análisis; mientras que una respuesta de defensa corresponde con una respuesta emocional negativa o de rechazo de los estímulos, preparando el organismo para defenderse de ellos. En lo que se refiere el proceso controlado, Smith y Lazarus (1993) postulan que los elementos fundamentales que configuran la valoración cognitiva tienen tres niveles de análisis: los componentes de la valoración, el núcleo de temas relacionados y las diferencias individuales. A.- Los componentes de la valoración, configuran el primer nivel de análisis, que es de tipo molecular, y que describe los juicios específicos hechos por una persona para evaluar una situación como daño o beneficio particular. B.- El segundo nivel de análisis, que es molar, recoge el núcleo de temas relacionados y combina los componentes de la valoración individual dentro de “resúmenes”, o quizá más adecuadamente, configuraciones organizadas de significados relacionados denominados núcleo de tema relacionado. Un núcleo de tema relacionado es simplemente el daño o beneficio central que subraya cada una de las emociones negativas y positivas, es decir, cada tipo de emoción tiene un núcleo de tema relacionado propio. Así, por ejemplo, el núcleo de tema relacionado de la ira es “una ofensa degradante contra mí o los míos”, o para el caso del miedo “Un peligro físico, inmediato, concreto y abrumador”. C.- Por último, tendremos un tercer nivel de análisis, que recoge el componente individual de valoración, en el cual se describen las cuestiones específicas evaluadas en la valoración, el núcleo de temas relacionados captura eficientemente la relación central de significado derivada de la configuración de respuestas a esa valoración de cuestiones. Además hay otra diferenciación importante a tener en cuenta en el proceso de valoración propuesto por Lazarus y cols. y es la existencia de dos momento o dos pasos a la hora de realizar la valoración: En un primer momento tiene lugar la valoración primaria que concierne al “sí” y el “cómo” una situación es relevante para el bienestar de la persona. En ella la persona decide si los resultados que se prevén en una situación dada tendrán consecuencias para su bienestar de forma positiva, negativa o, por el contrario, son irrelevantes. Y, posteriormente se realiza, la valoración secundaria que se refiere a los recursos y opciones de la persona para hacer frente a la situación. En ella la persona decide sobre lo que debe o puede hacer, tras la evaluación de la situación. Los componentes implicados en la valoración primaria son la relevancia motivacional y la congruencia o incongruencia motivacional. La relevancia motivacional es una evaluación que alude a los compromisos personales y al grado en que la situación es relevante para la persona. Mientras que la congruencia motivacional se refiere a sí la situación es consistente o inconsistente -254-
con los deseos y las metas de la persona. La primera valoración o valoración de las demandas de la situación es un proceso mediante el cual la persona evalúa las demandas de la situación y realiza cambios en su forma de actuar en función de como él la valora. Hay tres tipos de valoración del medio y sus demandas, la valoración irrelevante, la valoración benigno-positiva y la estresante. Estas tres categorías no son excluyentes entre sí, y toda condición tendrá un cierto grado de las tres. A.- La valoración como irrelevante de una condición estimular, hace referencia a los casos en los que se valoran las demandas del entorno como indiferentes, que no conllevan implicaciones para la persona y/o no tiene interés por sus consecuencias. La reacción emocional que se produce en este caso es neutra y agota el proceso. B.- La valoración como benigna-positiva de una condición estimular, se produce en los casos en los que se evalúa el medio y a las demandas de este como favorables para lograr o mantener el bienestar personal. Esta valoración conlleva una respuesta emocional placentera, tal como alegría, felicidad, amor, etc., no desencadenando la respuesta de estrés. Es poco usual que una condición sea evaluada como totalmente benigna o positiva. C.- Por último, la valoración de las condiciones estimulares puede clasificar a estas de estresantes, las cuales a su vez pueden valoradas de tres formas diferentes: ! La valoración estresante que implica daño o pérdida, se produce cuando la persona tiene algún prejuicio ante esta condición por haber sufrido anteriormente algún tipo de lesión física, daño social o deterioro en su autoestima. La valoración de una condición dentro de esta categoría supone la inmediata movilización del patrón de respuesta de estrés, sin que tenga que mediar ningún otro proceso cognitivo-emocional. ! La valoración de una situación como generadora de amenaza, se produce por la anticipación de daños o pérdidas, que aún no le han ocurrido a la persona, pero que él prevé que pueden acontecer si no hace algo para evitarlo. Así pues, implica la valoración del potencial lesivo del estresor, al tiempo que moviliza emociones negativas y la segunda valoración para buscar un afrontamiento anticipativo. ! La valoración de una situación como desafío supone, como en el caso anterior, una anticipación de daños o pérdidas, pero en este caso valorando los recursos necesarios para dominar la situación. Así pues, implica la valoración de la capacidad de control de la situación, al tiempo que moviliza emociones positivas y la segunda valoración. Las valoraciones de amenaza y desafío no son excluyente entre sí, es decir, muchas condiciones estresantes son en parte valoradas como amenaza y en parte como desafío. Por lo tanto, la respuesta al estrés no es general o unitaria, sino que se diversifica según los resultados de la primera valoración. Por su parte, los componentes implicados en la segunda valoración son la responsabilidad, el potencial de afrontamiento enfocado al problema, el potencial de afrontamiento enfocado a la emoción y las expectativas futuras. La responsabilidad determina quién o qué (uno mismo, otra persona o alguna cosa) es el responsable del mérito (si es congruente motivacionalmente) o de la culpa (si es motivacionalmente incongruente) en función de los resultados de la situación y, por lo tanto, quién o qué podrían ser objeto del esfuerzo para enfrentarse a la situación. Los dos componentes de potencial de afrontamiento corresponden con los dos tipos de recursos o medios para reducir las discrepancias entre las circunstancias y, los deseos y motivaciones que uno tiene. El potencial de afrontamiento enfocado al problema o capacidad de enfrentarse al problema, implica evaluaciones acerca de la habilidad de la persona para actuar directamente sobre la situación y solucionarla o para llegar a un acuerdo con los deseos de la persona. Y el potencial de afrontamiento enfocado a la emoción, se refiere a las -255-
perspectivas percibidas de ajustarse psicológicamente a la situación modificando la interpretación de la misma, los deseos o las propias creencias. Por último, las expectativas futuras se refieren a las posibilidades de realizar cambios en la situación actual o psicológica, que podrían hacer que la situación pareciese más o menos congruente motivacionalmente. La segunda valoración es una valoración de recursos, que corresponde con la apreciación del repertorio de comportamientos o habilidades necesarias para hacer frente a la situación estresante. En esta fase el proceso se moviliza cuando se ha producido una valoración estresante como amenazante o desafiante, es decir, una valoración de que hay que actuar sobre el medio para evitar el daño. La valoración se centra en evaluar si puede hacer algo para enfrentarse con éxito a la situación, es decir, se anticipa la capacidad de los recursos de afrontamiento. Por lo tanto, esta valoración está condicionada por las capacidades y recursos, que la persona posee; al tiempo, que el resultado de esta valoración está muy determinado por la valoración primaria, pues el que la persona valore que puede controlar o no una situación de estrés depende directamente de las demandas percibidas en ésta. El resultado de esta segunda valoración puede ser que la persona posea estrategias eficaces para evitar el daño, en cuyo caso se movilizará la siguiente fase del proceso que es la movilización de las propia respuestas; o bien, que no posea estrategias eficaces para evitar el daño anticipado, lo cual movilizará la respuesta de estrés y agotará el proceso cognitivo-afectivo. En cualquier caso se va a producir un proceso de reevaluación, es decir, de replanteamiento de la primera valoración a la luz de los recursos que existen para enfrentarse a la situación. Por último, tiene lugar la fase de selección de la respuesta, es la elección que la persona realiza, de acuerdo con las valoraciones que ha hecho anteriormente, de entre las posibles respuestas que puede utilizar, la que estima más adecuada para hacer frente a las demandas percibidas. Las respuestas seleccionadas para actuar pueden ser o bien específicas para esa situación, o bien generales que sirven para una amplia gama de situaciones. Si no se dispone de ninguna respuesta de estos dos tipos, el sujeto o bien despliega una nueva respuesta o permanece pasivo desencadenando la respuesta de estrés. 2.3. El afrontamiento El afrontamiento es una preparación para la acción, que se moviliza para evitar los daños del estresor. Por lo tanto, el afrontamiento es un conjunto de esfuerzos tanto cognitivos como comportamentales, constantemente cambiantes, que se desarrollan para manejar las demandas específicas externas e internas, que son evaluadas como excedentes o desbordantes de los recursos del individuo. Son muchas las formas en que se puede concretar el afrontamiento, es decir, hay múltiples estrategias de afrontamiento que pueden utilizarse frente al estrés. En La Tabla 16.1 se recogen las dieciocho estrategias de afrontamiento del estrés, que han sido definidas a lo largo de la literatura científica (Fernández-Abascal, 1997). -----------------------------Insertar Tabla 16.1 -----------------------------El uso de estrategias de afrontamiento no siempre es positivo, incluso aunque tenga éxito en eliminar el estresor, es decir, el afrontamiento siempre tiene un precio. El coste que pagamos por el uso del afrontamiento se concreta en: fatiga, sobregeneralización y efectos secundarios del propio afrontamiento. Por una parte, si el afrontamiento es un esfuerzo cognitivo y/o conductual, independientemente de que la estrategia de afrontamiento seleccionada tenga éxito o no en -256-
eliminar el estresor, el proceso en sí mismo conlleva una fatiga. Fatiga que puede llegar a tener las mismas consecuencias negativas que el propio estresor, ya que las demandas prolongadas de respuestas de afrontamiento agotan la capacidad psíquica y limitan los recursos de persona. Por otra parte, cuando una estrategia de afrontamiento es utilizada con éxito frente a un estresor determinado, se persiste en su uso en nuevas situaciones en las que aun no ha demostrado su eficacia. Es la tendencia a sobregeneralizar el uso de estrategias de afrontamiento que anteriormente han tenido éxito, aunque en esas nuevas situaciones puede que no sea la más adecuada e incluso puede ser contraproducente. De forma equivalente, aunque inversa, si una estrategia de afrontamiento fracasa, la sobregeneralización lleva a dejar de utilizarla ante situaciones en las que si pudiese ser exitosa, pudiendo llegar incluso a generar situaciones de indefensión. Esta tendencia a la sobregeneralización lo que hace es reducir progresivamente nuestras capacidades de afrontamiento. Por último, el propio afrontamiento, aunque sea exitoso, puede ser pernicioso en sí mismo. En algunos casos el proceso de afrontamiento es directamente patógeno, como en el caso del afrontamiento activo para personas con riesgos coronarios, ya que su empleo provoca la activación del sistema cardiovascular, agravando su problemática. En otros casos, el proceso de afrontamiento interfiere con la salud, como por ejemplo cuando el control es difícil de ejercer, que tiene como efecto secundario el generar altos niveles de ansiedad y de activación simpática, semejantes a los que producen los estímulos aversivos incontrolables. Basándose en esa tendencia a la sobregeneralización en el uso de estrategias de afrontamiento, se producen formas personales o estilos de afrontamiento, que son la forma característica y relativamente estable que las personas tienen de enfrentarse a las situaciones estresantes. Englobando los datos existentes en la actualidad sobre los estilos de afrontamiento (Fernández-Abascal, 1997), podemos decir que existen tres dimensiones básicas a lo largo de las cuales se sitúan los diferentes estilos de afrontamiento posibles, estas dimensiones son: A.- El método empleado en el afrontamiento, dentro de la cual podemos distinguir: ! El estilo de afrontamiento activo, es decir, aquél que moviliza esfuerzos para los distintos tipos de solución de la situación ! El estilo de afrontamiento pasivo, es decir, aquél que se basa en no hacer nada directamente sobre la situación, sino simplemente espera a que cambien las condiciones. ! El estilo de afrontamiento de evitación, es decir, el que se basa en intentar evitar o huir de la situación y/o sus consecuencias. B.- La focalización del afrontamiento, dentro de la cual podemos distinguir: ! El estilo de afrontamiento dirigido al problema, es decir, a manipular o alterar las condiciones responsables de la amenaza. ! El estilo de afrontamiento dirigido a la respuesta emocional, es decir, a reducir o eliminar la respuesta emocional generada por la situación. ! El estilo de afrontamiento dirigido a modificar la evaluación inicial de la situación, es decir, a la reevaluación del problema. C.- La actividad movilizada en el afrontamiento, dentro de la cual podemos distinguir: ! El estilo de afrontamiento cognitivo, es decir, aquel cuyos principales esfuerzos son de tipo cognitivo. ! El estilo de afrontamiento conductual, es decir, aquel cuyos principales esfuerzos están formados por comportamiento manifiesto 2.4. La activación fisiológica Una de las principales consecuencias del estrés es la respuesta de ataque o huida, o -257-
reacción de alarma, definida por Cannon (1932). Esta reacción de ataque o huida, es un mecanismo de emergencia que ante una amenaza y en un período muy corto de tiempo -pocos segundos- energiza el organismo capacitándolo para responder de forma adecuada ante la amenaza, atacando o huyendo de la misma. Los componentes de esta respuesta son principalmente fisiológicos y corresponden a una descarga del sistema nervioso autónomo mediante su rama simpática, lo cual activa una serie de órganos diana de forma directa y facilita la liberación de hormonas por la médula suprarrenal -adrenalina y noradrenalina- que a su vez actúan sobre los mismos órganos diana y sobre otros periféricos que carecen de inervación simpática directa. Al mismo tiempo se incrementa la activación del sistema somático, aumentando el tono muscular y la frecuencia respiratoria. El resultado final de esta reacción de alarma es un aumento en la dilatación bronquial y en la capacidad respiratoria general, lo cual junto con una elevación de la frecuencia cardiaca, produce un mayor flujo de oxígeno a todos los órganos, especialmente al cerebro y músculos, para facilitar una mejor toma de decisiones y ejecución; redistribución de la sangre circulante y liberación de glóbulos rojos en la sangre, para prevenir hemorragias; una dilatación pupilar y un aumento de la atención y eficacia perceptiva, especialmente de la visión. Es decir, una preparación para afrontar un ataque o una huida. Selye, que dedicó sus estudios sobre el estrés precisamente a sistematizar sus consecuencias, recogió los planteamientos de Cannon y los integró dentro de lo que definió como el patrón de respuesta al estrés, conocido como síndrome general de adaptación. El síndrome general de adaptación es un patrón de respuesta no específica que implica un esfuerzo del organismo por adaptarse y sobrevivir. Es un síndrome o conjunto de reacciones que conforma un patrón típico de respuesta. Este patrón es general, frente a las reacciones locales -síndrome local de adaptación- producidas por agresión, por ejemplo física o química, a un órgano específico. En el caso del síndrome general de adaptación, la agresión se produce mediante los sistemas perceptivos no locales y la respuesta es independiente del tipo de agresión. Y, por último, es adaptativa por cuanto siempre implica un esfuerzo del organismo para sobrevivir. La reacción de alarma, que se produce en primer lugar, y que es la forma de reaccionar el organismo cuando se ve expuesto ante condiciones para las que no está adaptado. Esta reacción a su vez tiene dos momentos o fases, la de choque, que es la reacción inicial e inmediata corresponde con la reacción de ataque o huida de Cannon-; y la de contra-choque, que es una reacción de rebote, y se produce por efectos de los mecanismos homeostáticos, que intentan contrarrestar los efectos del choque y retornar al organismo a los niveles previos al inicio de la respuesta. La activación que se produce durante esta fase se debe a la activación de los ejes neural y neuro-endocrino, que se exponen posteriormente. El estado de resistencia, al que se llega cuando las condiciones estresantes se mantienen en el tiempo y el organismo se encuentra ante la imposibilidad de mantener de forma continuada la activación que implica una reacción de alarma ante un estresor. Cuando la reacción de alarma no ha sido suficiente para eliminar el estresor y éste se mantiene, el organismo pasa a la fase de resistencia, que en muchos aspectos es una adaptación de la de alarma, pero que le permite seguir manteniendo unos altos niveles de activación fisiológica. La activación que se produce durante esta fase se debe al eje endocrino. La fase de agotamiento, si persiste el mantenimiento de las condiciones estresoras, el seudo-equilibrio obtenido en la fase de resistencia se pierde, produciéndose el agotamiento del propio organismo por falta de reservas para seguir manteniendo estos niveles de activación, llegando en sus últimos extremos al estado de coma y muerte del mismo. Si antes de haberse pasado a la fase de agotamiento del síndrome general de adaptación, -258-
éste se ve interrumpido por la a parición de un nuevo estresor, la consecuencia será que no se producirá fase de contra-choque o de resistencia, sino que se iniciará de nuevo una fase de choque que puede llegar a pasar directamente a la fase de agotamiento. Además de las reacciones fisiológicas, estas fases van acompañadas de respuestas emocionales. Así la primera de estas fases puede ir acompañada de emociones tanto positivas como negativas, sin embargo las siguientes fases dependientes del eje endocrino van acompañadas casi exclusivamente de emociones negativas, como consecuencia de un aumento en el cortisol circulante en sangre. Como hemos visto las consecuencias fisiológicas del estrés, definidas en el síndrome general de adaptación, es genéricamente un aumento general de la activación del organismo, aunque esta activación dependiendo de la fase implicada tendrá como responsable la activación selectiva de diferentes mecanismos neurales, neuro-endocrinos y endocrinos. Estos mecanismos, ejes o sistemas de respuesta son diferentes, aunque complementarios entre sí, y dependen de la duración e intensidad de las condiciones desencadenantes. El eje neural, se refiere a los tres sistemas nerviosos, implicados por este eje y que corresponden con los sistemas nerviosos simpático, parasimpático y somático. Estos tres caminos son los primeros que se activan en la respuesta de estrés debido a que su vía de actuación es completamente neural. La estimulación simpática causa un efecto excitador en ciertos órganos e inhibidor en otros. Análogamente la estimulación parasimpática unas veces excita y otras inhibe. Estos dos sistemas de cuando en cuando actúan recíprocamente, cuando la estimulación simpática excita un órgano determinado, la parasimpática suele inhibirlo. Sin embargo, la mayor parte de los órganos están controlados sobre todo por uno de los dos sistemas. El efecto de la activación del sistema nervioso autónomo es rápido, pero no sostenido, debido a la incapacidad del mismo para liberar de forma continuada los neurotransmisores, mediadores del cambio de actividad en los órganos terminales. Por último existe evidencia de que el sistema somático es también un blanco principal de la activación inmediata de la respuesta de estrés. Esta activación si es excesiva puede producir multitud de disfunciones neuromusculares así como una excitación límbica incrementada y por lo tanto una activación emocional aumentada. El eje neuro-endocrino, entra en funcionamiento para mantener la respuesta de estrés durante un período más prolongado de tiempo. El sistema neuro-endocrino, que es un sistema mixto neural y endocrino. La estimulación simpática activa la médula suprarrenal que constituye la parte central de las glándulas suprarrenales, estas glándulas están situadas sobre el polo superior de cada riñón; esta activación provoca la liberación de grandes cantidades de noradrenalina y adrenalina hacia la sangre circulante. Aproximadamente el 20% de la secreción es de noradrenalina y el 80% de adrenalina, aunque las proporciones relativas de estos dos productos pueden cambiar según las condiciones fisiológicas. Su efecto es un incremento en la actividad adrenérgica somática y las consecuencias son funcionalmente idénticas a las que produce la inervación simpática directa, excepto en que sus efectos duran de 5 a 10 minutos porque estas hormonas se eliminan lentamente de la sangre. El eje endocrino, es el tercero en entrar en funcionamiento y produce las respuestas al estrés más prolongadas. Este eje puede subdividirse a su vez en cuatro subejes. El más importante de los cuales es el eje hipófiso-córtico-suprarrenal. La organización de la respuesta córticosuprarrenal se realiza a tres niveles: el hipotálamo, la hipófisis y la propia corteza suprarrenal. La actuación del eje hipófiso-córtico-suprarrenal favorece la producción de glucocorticoides (cortisol y corticosterona) en las células de la capa fasciculada de la corteza suprarrenal, esta producción se realiza gracias a la acción de la hormona adrenocorticotropa (ACTH) -hormona de la hipófisis anterior-, que una vez en sangre alcanza estas células suprarrenales, interactuando con los -259-
receptores específicos para favorecer la esteroidogénesis a partir del colesterol y producir los glucocorticoides. El cortisol ejerce un feedback negativo sobre la producción de ACTH por parte de la hipófisis, sin embargo en situaciones estresantes este sistema de control se anula y los niveles de ACTH y cortisol llegan a valores muy superiores a los normales, en estos casos la estimulación nerviosa hipotalámica aumentada prevalece sobre la acción inhibidora de los corticoides plasmáticos. El eje hipófiso-gonadal también se ve afectado por las situaciones de estrés, las hormonas sexuales, tanto masculinas como femeninas están controladas por el sistema hipotalámicohipófisis, por la acción del estrés la testosterona en los hombres disminuye y en la mujer la disminución de las hormonas ováricas se traduce frecuentemente en amenorrea. Otras respuestas hormonales que sufren modificaciones como consecuencia del estrés es con aumentos considerables la prolactina, la hormona del crecimiento, la tirotropina y la tiroxina, la insulina sufre una disminución aunque tiende a aumentar en una segunda fase. 3. RELACIÓN ENTRE ESTRÉS Y SALUD En el apartado anterior hemos dando por válido el supuesto de Selye de que la respuesta al estrés es general, es decir, indiferente de las condiciones estresantes y de las personas que las producen. Aunque esa forma de respuesta al estrés debería ser la habitual, esto no siempre es así puesto que existen dos fenómenos, complementarios entre sí, que pueden distorsionar este principio. Tales fenómenos son la especificidad situacional y la estereotipia individual, que nos hablan de respuestas preferidas al estrés distintas del patrón general de respuesta definido en el síndrome general de adaptación. El fenómeno de la especificidad situacional se refiere a la existencia de patrones de activación psicofisiológica adecuados a situaciones estimulares particulares. Es decir, que determinadas características de las situaciones provocan una forma particular de respuesta psicofisiológica en todas las personas, distinta del síndrome general de adaptación. Así por ejemplo, las situaciones en las que se produce la “visión de sangre”, producen un patrón de respuesta que en buena medida es contrario al síndrome general de adaptación. El responsable de la especificidad situacional es una preparación genética para responder a determinadas situaciones. El fenómeno de estereotipia individual en la respuesta, hace referencia a la forma característica de responder cada persona con su sistema fisiológico. Así por ejemplo, ante una situación de estrés como es “preparar exámenes” no todas las personas responden igual, unos generan molestias de estómago, otros dolores de cabeza, etc.; y además esas personas tienen a responder siempre de la misma manera ante diferentes situaciones de estrés. En contraste con la especificidad de respuesta a las situaciones, este concepto muestra que cada sujeto en particular puede llegar a desarrollar una forma personal de respuesta al estrés. Aunque especificidad de respuesta y estereotipia individual, pueden parecer conceptos contradictorios, no lo son. Así, la especificidad de respuesta hace referencia a la tendencia de respuesta ante un estímulo por parte de un grupo de personas; mientras que la estereotipia individual, hace referencia a la tendencia de respuesta de una persona ante un grupo de situaciones estimulares. Pero además, como hemos mencionado ambos conceptos son complementarios ya que estos fenómenos se producen por interacción de ambos, es decir, estas especificidades tienden a producirse en determinadas personas y determinadas condiciones. Ambos fenómenos, aunque con mayor insistencia en el segundo de ellos, son los que se han propuesto como responsables de los efectos negativos que el estrés tiene sobre la salud. Veamos los principales modelos que nos proponen la unión entre estrés y salud. -260-
El primer modelo es el de la respuesta estereotipada de Sternbach (1966), según el cual una frecuente activación de la respuesta de estrés daría lugar a que se desarrollase un fallo en los mecanismos homeostáticos de un determinado órgano, produciendose desde ese momento una respuesta estereotipada, lo que haría que apareciera siempre el mismo patrón de respuesta ante cualquier tipo de condiciones, y con lo cual ese órgano diana llegaría a dañarse por efecto del estrés (ver Figura 16.2). ------------------------Insertar Figura 16.2 ------------------------Lachman (1972) propone un modelo de predisposición debido a factores genéticos y ambientales. Según este modelo el desarrollo de una respuesta estereotipada en un órgano diana se debería, por una parte, a una predisposición biológica, que harían que el órgano genéticamente más débil sea el que antes sufra los efectos negativos del estrés y; por otra parte, que factores de tipo ambiental (la alimentación, los traumatismos físicos y los procesos infecciosos) harían que en un determinado momento un órgano tenga menor capacidad de soportar el estrés y genere una estereotipia de respuesta (ver Figura 16.3). -----------------------Insertar Figura 16.3 -----------------------El modelo conductual de Stoyva (1976) toma como punto de partida el modelo de respuesta estereotipada de Sternbach. Dada cualquier situación, aunque esta sea transitoria, en la que se dé una alta frecuencia de respuesta al estrés, un fallo en los mecanismos homeostáticos o una respuesta estereotipada, tendrá como consecuencia la aparición de unos síntomas que se manifestaran en un contexto social, síntomas que van a ser susceptible de recibir refuerzo social -atenciones, cuidados, etc.- lo cual va a ser el responsable de potenciar y mantener tal estereotipia de respuesta al estrés (ver Figura 16.4). -----------------------Insertar Figura 16.4 ------------------------El modelo de disrregulación de Schwartz (1977) que propone como responsable a situaciones de estrés autogeneradas por la interpretación que la persona realiza de la situación, es decir, por las expectativas, el estado de ánimo y los pensamientos, que le hacen responder con una alta intensidad ante situaciones que carecen totalmente de peligro. Todo ello llevaría al fallo homeostático, la respuesta estereotipada y sus efectos nocivos sobre la salud de los órganos diana (Ver Figura 16.5). -----------------------Insertar Figura 16.5 -----------------------Estos procesos, que no son excluyentes entre sí, son los responsables de que todas las personas no seamos iguales ante el estrés. Como consecuencia de ello nos encontramos que unas personas trabajan mejor cuando están bajo condiciones de estrés, que otros desarrollan una ulcera de estómago o que otras sufran un infarto de miocardio. En la Tabla 16.2 se presentan los trastornos psicofisiológicos que más frecuentemente aparecen asociados al estrés y que son consecuencia de la alteración del síndrome general de adaptación. -------------------------Insertar Tabla 16.2 --------------------------261-
4. EVALUACIÓN DEL ESTRÉS El estrés, al ser un proceso complejo, presenta formas de evaluación parciales enfocadas a los diferentes momentos y elementos del propio proceso (una revisión más exhaustiva puede verse en Fernández-Abascal y Martín, 1995c). Así nos encontramos con procedimientos de medida mediante autoinforme de los desencadenantes del estrés, los correlatos cognitivo-afectivo o el afrontamiento; que es en los aspectos que nos centraremos aquí. Pero además existe toda una serie de procedimientos de evaluación psicofisiológica que se escapa de los objetivos de este capítulo (Fernández-Abascal y Roa, 1993). En la Tabla 16.3 se recogen los principales instrumentos de medida de desencadenantes psicosociales del estrés. TABLA 16.3 Medida de los desencadenantes del estrés Instrumento
Autores
La Escala de Reajuste Social
Holmes y Rahe (1967)
La Escala de Experiencias Vitales
Sarason, Johnson y Siegel (1978)
La Escala de Contrariedades
Kanner, Coyne, Schaefer y Lazarus (1981)
El Inventario de Experiencias Vitales Recientes para Estudiantes Universitarios
Kohn, Lafreniere y Gurevich (1990)
El instrumento pionero y, al mismo tiempo, el más extendido es la “Escala de Reajuste Social” de Holmes y Rahe (1967). La escala consta de una lista de 43 sucesos vitales ordenados de más a menos estresante, aunque no todos los sucesos estresantes tienen que producir cambios indeseables, algunos de ellos son considerados como cambios positivos. Esta escala ha sufrido varias críticas, entre ellas que no permite a los individuos valoraciones subjetivas de la situación estresante (Lazarus y Folkman, 1984; Sarason, Sarason y Johnson, 1985). Otros investigadores han argumentado que los acontecimientos estresantes indeseables son mejores predictores de enfermedad que los deseables (Paykel, Prusoff y Uhlenhuth, 1971) visto el énfasis de Holmes y Rahe considerando cualquier cambio, deseable o indeseable, como estresante. Otros autores consideran que las molestias menores o acontecimientos diarios de menor importancia son predictores más importantes de enfermedad que los acontecimientos vitales principales (Kanner, Coyne, Schaefer y Lazaras, 1981). Por último, Hudgens (1974), considera que 29 de los 43 sucesos de esta escala son frecuentemente síntomas o consecuencias de trastornos físicos. La “Escala de Experiencias Vitales” de Sarason, Johnson y Siegel (1978) consta de 57 elementos con contenidos similares a los de la escala anterior. Los elementos se evalúan separadamente respecto a dos criterios: deseabilidad e impacto. Una de las críticas que se le hace a esta escala por Brown (1989) es que en la práctica la mejora predictiva aportada por esta escala ha sido mínima, ya que sigue utilizando la suma de acontecimientos vitales ocurridos en un determinado intervalo temporal. La “Escala de Contrariedades” de Kanner, Coyne, Schaefer y Lazarus (1981) mide sucesos diarios menores. Originariamente desarrollaron dos inventarios separados pero relacionados, la propia Escala de Contrariedades y la Escala de Excitaciones. El solapamiento existente entre los acontecimientos vitales y las molestias diarias, fue explicado por Lazarus (1984) como una evidencia de que los acontecimientos vitales tienen algunos efectos en las rutinas diarias, pero que -262-
la mayoría de las rutinas diarias son independientes de los acontecimientos vitales. Algunas críticas que se recogen de esta escala son las de Kohn, Lafreniere y Gurevich (1990) que indican que los elementos presentan contaminación por reflejar problemas de salud físicos y psíquicos. El “Inventario de Experiencias Vitales Recientes para Estudiantes Universitarios” de Kohn, Lafreniere y Gurevich (1990), su especificidad se justifica, según sus autores, en primer lugar a que son una población muy utilizada en investigación y por las peculiaridades de la experiencia en la universidad, lo que les hace idóneos para desarrollar medidas especiales en el área del estrés. En la Tabla 16.4 se recogen una serie de auto-informes que nos permiten explorar correlatos cognitivo-afectivo del estrés, mediante la evaluación de variables emocionales, fisiológicas y de personalidad en él implicadas. TABLA 16.4 Medida de los efectos del estrés Instrumento
Autores
El Inventario de Conductas de Salud
Millon, Green y Meagher (1982)
El Inventario de Estrés y Síntomas
Everly y Sobelman (1987)
El Perfil de Estrés
Derogatis (1980, 1987)
El “Inventario de Conductas de Salud” de Millon, Green y Meagher (1982) es un instrumento desarrollado con el objetivo de facilitar los pasos requeridos para formular un plan de tratamiento del estrés. Para Everly y Sobelman (1987) se trata del mejor de los inventarios de amplio espectro de esta clase. El “Inventario de Estrés y Síntomas” de Everly y Sobelman (1987), es un instrumento que valora 20 estados cognitivo-afectivos que correlacionan altamente con la activación de las respuestas de estrés. El “Perfil de Estrés” de Derogatis (1980, 1987), es un instrumento que valora respuestas emocionales, variables mediacionales, de personalidad y sucesos medio-ambientales. En la Tabla 16.5 se recogen los principales instrumentos de medida del afrontamiento, así como las estrategias de afrontamiento que explora cada uno de ellos. Como puede verse se recogen la tipología de Meichenbaum y Turk (1982); el “Inventario Multidimensional de Afrontamiento” de Endler y Parker (1990); el “Inventario de Tipos de Afrontamiento” de Folkman, Lazarus, Dunkel-Schetter, DeLongis y Gruen (1986); el “Catálogo de Afrontamiento” de Schreurs, Willige, Tellegen y Brosschot (1987); el COPE o “Estimación del Afrontamiento” de Carver, Scheier y Weintraub (1989); el “Inventario de Estrategias de Afrontamiento” de Holroyd y Reynolds (1982); el “Inventario Breve de Propensión a la Enfermedad” de Eysenck (1991) y el “Inventario de Estrategias y Estilos de Afrontamiento” de Fernández-Abascal (1997). Como puede apreciarse hay una gran variedad tanto en el número de estrategias que oscila entre tres y dieciocho, como en la terminología utilizada para definirlos. ---------------------------Insertar Tabla 16.5 ---------------------------5. INTERVENCIÓN EN EL ESTRÉS La modificación de los efectos negativos del estrés, deberán abordarse siguiendo la misma secuenciación temporal en que hemos visto que se desencadena el proceso del estrés. De esta manera, habrá que intervenir en primer lugar sobre los desencadenantes, mediante procedimientos -263-
conductuales tales como las técnicas de “control estimular” y de “autocontrol”; posteriormente, sobre los procesos de valoración cognitiva y afectiva, mediante procedimientos de intervención cognitiva tales como las técnicas de “solución de problemas” y de “reestructuración cognitiva”; y, por último, sobre las propias consecuencias del estrés, mediante procedimientos de intervención fisiológica tales como las técnicas de “desactivación” y “biofeedback”. Aquí nos centraremos exclusivamente en las técnicas destinadas a actuar sobre las consecuencias de estrés, ya que se trata de procedimientos de intervención desarrollados específicamente para intervenir en el estrés y sus alteraciones emocionales; mientras que el resto de los procedimientos de intervención son de uso más general. Tenemos en primer lugar las técnicas de desactivación que son procedimientos que tienen como finalidad el reducir los niveles de activación fisiológica, es decir, producir estados de relajación. Estas técnicas pueden actuar de dos modos diferentes, o bien modificando directamente la propia activación fisiológica, o bien modificando los efectos que la actividad cognitiva tiene sobre ella. Estos dos tipos de procedimientos se basan en vías de acción diferentes. Pero a su vez, la manipulación de los niveles de activación fisiológica se puede realizar mediante: ejercicios de tensión-distensión o mediante ejercicios de respiración. Aunque la mayoría de los procedimientos de relajación mezclan estos tres tipos de estrategias, podemos clasificar las técnicas de desactivación en función del peso que dan a cada uno de estos elementos en tres categorías: las basadas en ejercicios de tensión-distensión, las basadas en procedimientos de respiración, ambas a su vez manipularían directamente la activación fisiológica, y las basadas en procedimientos de imaginación mental. En la Tabla 16.6 se recogen las principales técnicas de desactivación, clasificadas en función de esta categorización de los procesos de inducción. TABLA 16.6 Técnicas de relajación según los procedimientos de inducción Tensión-distensión ! Relajación progresiva ! Programa de entrenamiento en relajación ! Secuencia de entrenamiento en relajación ! Tranquilidad refleja
Respiración ! Respiración diafragmática ! Meditación Zen ! Yoga
Imaginación ! Entrenamiento autógeno ! Relajación controlada por sugestión ! Auto-hipnosis ! Respuesta de relajación ! Relajación condicionada al metrónomo
En segundo lugar, tenemos las técnicas de biofeedback o de retroalimentación biológica, que son un conjunto de técnica que permiten la búsqueda y desarrollo de estrategias para establecer un autocontrol sobre determinadas actividades fisiológicas. El biofeedback se basa en medir la actividad fisiológica del órgano diana, es decir, la que se encuentra alterada como consecuencia del estrés; la cual no es perceptible para la persona, y a continuación se amplifica esa actividad para que puedan discriminarse los cambios que se produzcan en la misma por mínimos que estos sean y, por último, se le muestran tales cambios mediante un sistema visual o auditivo, para que pueda aprender a controlarlos. ---------------------------Insertar Tabla 16.7 --------------------------El entrenamiento que se realiza con el biofeedback consta de tres partes. En primer lugar, hay que hacer una “búsqueda de estrategias” entre los recursos de la propia persona, para encontrar por ensayo y error la más mínima modificación de la actividad fisiológica que es objeto -264-
de entrenamiento. Es la fase en sentido estricto de biofeedback. En segundo lugar, hay que “entrenar las estrategias” para conseguir gradualmente mayores cambios en la actividad, cada vez más rápidos y bajo el control voluntario de la persona entrenada. En último lugar, hay que “generalizar el entrenamiento” es decir, que la persona consiga ejercer el control sobre su actividad fisiológica sin la necesidad de que esta sea reflejada por el instrumento de feedback, de tal modo que pueda utilizar lo aprendido en cualquier condición, especialmente cuando se encuentre ante una situación estresante para contrarrestar y anular las consecuencias no deseadas del estrés. En la Tabla 16.7 pueden verse las principales actividades que son objeto de entrenamiento mediante procedimientos de biofeedback. Así pues, mediante los procedimientos de desactivación y de biofeedback podemos modificar las consecuencias negativas del estrés y, restaurar la respuesta inicial y adaptativa que es el síndrome general de adaptación.
-265-
TABLA 16.1 Estrategias de afrontamiento utilizadas frente al estrés Estrategias
Características
Reevaluación positiva
Se refiere a las estrategias de afrontamiento activo enfocadas en crear un nuevo significado de la situación problema, intentando sacar todo lo positivo que tenga la situación
Reacción depresiva
Comprende los elementos correspondientes a sentirse desbordado por la situación y a ser pesimista acerca de los resultados que se espera de la misma
Negación
Significa una ausencia de aceptación del problema y su evitación por distorsión o desfiguración del mismo en el momento de su valoración
Planificación
Hace referencia a la movilización de estrategias de afrontamiento para alterar la situación, implicando una aproximación analítica y racional al problema
Conformismo
Significa tendencia a la pasividad, la percepción de falta de control personal sobre las consecuencias del problema y la aceptación de las consecuencias que puedan producirse
Desconexión mental
Se refiere al uso de pensamientos distractivos para evitar pensar en la situación problema
Desarrollo personal
Que incluye elementos sobre la consideración del problema de una manera relativa, de autoestímulo y de un positivo aprendizaje de la situación, centrándose sobre todo en el desarrollo personal
Control emocional
Se refiere a la movilización de recursos enfocados a regular y ocultar los propios sentimientos
Distanciamiento
Implica la supresión cognitiva de los efectos emocionales que el problema genera
Supresión de actividades distractoras
Significa un esfuerzo en paralizar todo tipo de actividades, para centrarse activamente en la búsqueda de información para valorar el problema
Refrenar el afrontamiento
Se refiere al aplazamiento de todo tipo de afrontamiento hasta que no se produzca una mayor y mejor información sobre el problema
Evitar el afrontamiento
Implica no hacer nada en previsión de que cualquier tipo de actuación puede empeorar la situación o por valorar el problema como irresoluble
Resolver el problema
Se caracteriza por decidir una acción directa y racional para solucionar las situaciones problema
Apoyo social al problema
Se refiere a la tendencia a realizar acciones encaminadas a buscar en los demás información y consejo sobre como resolver el problema
D e s c o n e x i ó n comportamental
Implica la evitación de cualquier tipo de respuesta o solución del problema
Expresión emocional
se caracteriza por canalizar el afrontamiento hacia las manifestaciones expresivas hacia otras personas de la reacción emocional causada por el problema
Apoyo social emocional
Se refiere a la búsqueda en los demás de apoyo y comprensión para la situación emocional en que se encuentra envuelto
Respuesta paliativa
Se caracteriza por incluir en su afrontamiento elementos que buscan la evitación de la situación estresante, es decir, intenta sentirse mejor fumando, bebiendo o comiendo
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TABLA 16.2 Trastornos psicofisiológicos asociados al estrés Sistema afectado
Tipo de trastorno
Cardiovascular
! Enfermedades coronarias ! Hipertensión esencial ! Taquicardias ! Arritmias ! Migraña vascular ! Enfermedad y síndrome de Raynaud
Sexual
! Impotencia ! Coito doloroso ! Dismenorrea ! Alteraciones de la activación sexual
Dermatológico
! Dermatitis atópica ! Prurito ! Psoriasis
Gastrointestinal
! Ulcera péptica ! Dispesia funcional ! Colitis ulcerosa ! Síndrome de intestino irritable
Muscular
! Dolor neuromuscular ! Cefalea tensional ! Tics y temblores musculares ! Bruxismo ! Dolor miofacial
Respiratorio
! Asma bronquial ! Síndrome de hiperventilación
Endocrino
! Hiper e hipotiroidismo ! Síndrome de Cushing
Inmunológico
! Depresión de la respuesta inmune
-267-
TABLA 16.7 Actividades entrenadas con biofeedback en el tratamiento de trastornos psicofisiológicos Actividad objeto de entrenamiento
Trastornos psicofisiológico
Presión arterial sistólica y diastólica
Hipertensión esencial
Frecuencia cardiaca
Arritmias cardiacas
Respuesta vasomotora arteria temporal
Migraña vascular
Temperatura periférica
Enfermedad y síndrome de Raynaud
Respuesta vasomotora del pene
Impotencia sexual masculina
Presión y temperatura paredes vaginales
Dismenorrea funcional
Pletismografía vaginal
Vaginismo
Temperatura periférica
Psoriasis
pH estomacal
Ulcera péptida Acidez gástrica
Presión esófago
Reflujo esofágico Espasmo esofágico
Presión colon
Colon irritable Diarrea funcional
Presión esfínter anal externo
Incontinencia fecal
Actividad perianal
Incontinencia urinaria
Actividad muscular
Tensión muscular
Músculos frontal y trapecio
Cefalea tensional
Músculo esternocleidomastoideo
Tortícolis
Músculos masetero y temporal
Bruxismo
Músculo masetero
Dolor miofacial
Resistencia del aire en la respiración
Asma
Ondas cerebrales theta
Insomnio
-268-
FIGURA 16.1 PROCESOS AUTOMÁTICOS
PROCESOS CONTROLADOS
+))))))))))))))))))), * Reevaluación * 64444444444P4444444444444444444P444444444444444444444444447 5 ? * 5 5 +))))))))))))))))))), +)))))2))))))), +))))))))))))), 5 5 *Primera valoración * * Segunda * * Selección * 5 5 /)))))))))))))))))))1 * valoración * *de respuesta * 5 5 *Irrelevante: * /)))))))))))))1 /)))))))))))))1 5 5 * desinterés * *Evaluación de* *Afrontamiento* 5 5 * emoción neutra * *estrategias * *dirigido al * 5 5 /)))))))))))))))))))1 *de * *problema * 5 5 *Benigna-positiva: * *afrontamiento* * /)O)))))), 6444444447 5 * bienestar * *y * * * 5 * 5ReacciónK))<5 * emoción placentera* *expectativas * *Afrontamiento* 5 * 5afectiva5 5 /)))))))))))))))))))1 *de * *dirigido a * 5 * +))))))), 5))))))))5 5 *Estresante: * *resultados: * *la emoción * 5 * *ENTRADA/))<5Percep- 5 5 * * * * * /)O)), * .)))))))5ción y 5 5 * Amenaza (previsión* * Hay * * * 5 * * 5atención5 5 * de daño) * * estrategias * * * 5 * * 944444L448 5 * Desafío (previsión/)<* eficaces /)<* * 5 * * > * 5 * de dominio) * * * * * 5 * * * * 5 * _ _ _ _ _ _ _ _ _ * * _ _ _ _ _ _ * * _ _ _ _ _ _ * 5 * * * * 5 * * * * * * 5 * * 644444444447 * * 5 * Daño o pérdida * * No hay * * No hay * 5 .)))3))<5Respuestas5 * * 5 * (prejuicio ya * * estrategias * *afrontamiento* 5 +))3))<5 verbales K), * * 5 * acaecido) * * eficaces * * * 5 * * 944444444448 * * * 5 .))))))))0))))))))))- .))))))0))))))- .)))))0)))))))- 5 * * 644444444447 * * * 94444444444P44444444444444444444P444444444444444P4444444448 * .))<5Respuestas5 * * * * ? ? * +))<5 motoras K)1 * * * 64444444444444444444444444444444444444447 * * 944444444448 * * * .<5 Síndrome general de adaptación K))))))))- *
TABLA 16.5 Estrategias de afrontamiento e instrumentos de medida Meichenbaum Turk (1982)
y
Endler y Parker (1990)
Folkman, Lazarus, DunkelSchetter, DeLongis y Gruen (1986)
Schreurs, Willige, Tellegen y Brosschot (1987)
Carver, Scheier y Weintraub (1989)
Holroyd y Reynolds (1982)
Eysenck (1991)
Frenández-Abascal (1997)
Autorreferente
Tarea
Confrontación
Reacción depresiva
Afrontamiento activo
Problema
Hipoestimulación
Reevaluación positiva
Autoeficaz
Emoción
Distanciamiento
Respuesta paliativa
Planificación
Reestructurado
Hiperexcitación
Reacción depresiva
Negativista
Evitación
Autocontrol
Evitación pasiva
Supresión de distractoras
Ambivalente
Negación
Búsqueda de apoyo social
Apoyo social
Refrenar el afrontamiento
Apoyo social
Autónomo
Planificación
Resolución activa de problemas
Apoyo social por motivos instrumentales
Auto-denigrante
Racional
Conformismo
Huida-evitación
Expresión de emoción e ira
Apoyo social por motivos emocionales
Psicopático
Desconexión mental
Planificación
Cogniciones confortantes
Desahogar las emociones
Desarrollo personal
Desconexión conductual
Control emocional
Desconexión mental
Distanciameinto
Aceptación responsabilidad
de
Reevaluación positiva
la
y
espera
actividades
Reinterpretación positiva desarrollo personal
y
Evitación afrontamiento
del
Supresión de actividades distractoras
Negación
Refrenar el afrontamiento
Religión
Evitar el afrontamiento Resolver el problema Apoyo social al problema D e s c o n e x i ó n comportamental Expresión emocional Apoyo social emocional Respuesta paliativa
-270-
FIGURA 16.2 Modelo de respuesta estereotipada
-271-
FIGURA 16.3 Modelo de predisposición
-272-
FIGURA 16.4 Modelo conductual
-273-
FIGURA 16.5 Modelo de disrregulación
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CAPÍTULO 17
MECANISMOS COGNITIVO-CONDUCTUALES EN LA ANSIEDAD Y EL ESTRÉS César Avila y Mª Antónia Parcet 1. MECANISMOS PSICOLÓGICOS EN EL ESTRÉS Con excesiva frecuencia vivimos experiencias estresantes que podemos explicar con todo tipo de detalles. Sin embargo, el estrés es un concepto difícil de definir y cuantificar. La razón de esta dificultad estriba en la heterogeneidad existente en los mecanismos de percepción y respuesta a los diversos acontecimientos aversivos. A pesar de ello, el estrés es un concepto tremendamente útil para el estudio de los factores psicológicos que contribuyen al desarrollo de la enfermedad. Diversos problemas de salud, entre los que podríamos citar el asma, el infarto de miocardio y alteraciones gastrointestinales e inmunológicas, se han visto retrospectivamente asociados a experiencias vitales estresantes (McEwen, 1995). Clásicamente se ha venido atribuyendo la relación entre estrés y enfermedad a una alteración de la homeostasis, es decir, el estrés suponía una amenaza para el mantenimiento de la homeostasis fisiológica (Selye, 1976). Recientemente, se ha realizado una descripción distinta de la conexión entre el estrés y la enfermedad basada en el concepto de alostasis, que refleja la posibilidad de que se produzcan cambios fisiológicos relevantes, manteniendo la homeostasis, por la continua demanda de incremento de la actividad (Sterling y Eyer, 1988). Este sistema alostático se basa en la acumulación de diversos acontecimientos aversivos o desafiantes que conduce al desgaste de los órganos y tejidos, y que causa, a largo plazo, la enfermedad (McEwen, 1995). El presente capítulo tiene el objetivo principal de describir dos mecanismos psicológicos de percepción y respuesta al estrés cuya acción no tiene siempre como consecuencia la supresión del mismo, sino el incremento de la probabilidad de tener nuevos acontecimientos estresantes en el futuro. Estos mecanismos de círculo vicioso (el estrés conduce a más estrés) facilitarán la acción del mecanismo alostático que lleve a la enfermedad por múltiples experiencias aversivas. Creemos, por tanto, que investigar los mecanismos cognitivo-conductuales que conducen al estrés será un buen sistema para poder conocer las consecuencias que produce en los individuos. La exposición que realizaremos de los mecanismos cognitivo-conductuales que predisponen al estrés se basará en el marco que hemos ido desarrollando en los últimos años, y se moverá dentro de unos parámetros concretos que queremos delimitar previamente. En primer lugar, el concepto de estrés que nos interesa no se relaciona con el estrés producido por hechos relevantes concretos que afectan a casi todo el mundo (por ejemplo, muerte de un ser querido, traumas físicos o pérdida del empleo), sino que nos interesa el papel de aquellos estímulos que cotidianamente provocan pequeñas reacciones de alerta y plantean problemas para resolver, y que, por lo tanto, no son percibidos de la misma forma por todos los individuos. Se trata del estrés será causado básicamente por la presencia de estímulos aversivos para el individuo. En segundo lugar, la aproximación teórica que llevaremos a cabo se centrará en la diferente predisposición a percibir y responder de forma determinada al estrés en función de los diversos rasgos de personalidad. Esta aproximación contrasta con otras que insisten en la importancia del análisis de cada acontecimiento estresante en sí mismo (Lazarus y Folkman, 1984). Entre las teorías de personalidad, destacaremos y expondremos brevemente el modelo de personalidad de Gray, que nos servirá para poner los cimientos del planteamiento teórico que desarrollaremos. El capítulo quedará estructurado en tres partes distintas. En la primera, expondremos brevemente el modelo neuropsicológico de Gray en el que hemos basado nuestro trabajo, y que será el hilo conductor del capítulo. En la segunda parte expondremos los mecanismos cognitivoconductuales que conducen al estrés en personalidades ansiosas. Por último, la tercera parte estará dedicada a exponer un modelo cognitivo-conductual que explica hasta qué punto una alta sensibilidad a la recompensa puede predisponer al estrés.
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2. EL MODELO DE PERSONALIDAD Y EMOCIÓN DE GRAY El trabajo de Gray desde finales de los años 60 ha tenido como objetivo global describir las bases neuropsicológicas de la emoción, centrándose especialmente en el sistema límbico y sus conexiones (Gray, 1982, 1995). Sus trabajos se han basado en la mayoría de los casos en la investigación animal, pero sus aportaciones teóricas se han aplicado directamente al campo de la emoción y la personalidad humana. El modelo de Gray postula la existencia de tres sistemas independientes que interaccionan en el control de la conducta emocional. Estos tres sistemas difieren en cuanto a los estímulos que son capaces de activarlos, las emociones que generan y los aprendizajes que median. El más relevante para el estudio del estrés es el Sistema de Inhibición Conductual (SIC), que se activa en presencia de estímulos que señalan la posibilidad de recibir estímulos aversivos o no recompensas, y estímulos nuevos. Según la descripción de Gray (1982), el SIC tiene dos modos distintos de funcionamiento: el modo comprobador y el modo control. En el primer caso el SIC actúa como un comparador, monitorizando toda la información ambiental con el objetivo de detectar información relevante que pueda activarlo (en concreto, estímulos aversivos y estímulos que no coincidan con las expectativas). La activación del SIC supone un cambio a modo control por el que se genera un estado de ansiedad que tiene como manifestaciones conductuales la inhibición del programa motor apetitivo que se esté llevando a cabo, y el incremento de la activación y la atención hacia el ambiente. La activación del SIC en modo control genera las emociones de miedo (en el caso de estímulos aversivos y nuevos) o frustración (en el caso de estímulos de no recompensa), lo que promueve, respectivamente, los aprendizajes de evitación pasiva y extinción. Un segundo sistema relevante es el Sistema de Aproximación o Activación Conductual (SAC). Este sistema se activa en presencia de estímulos condicionados de recompensa o señales de seguridad promoviendo una conducta de aproximación hacia el estímulo para conseguir las características positivas asociadas al mismo. Este sistema genera las emociones de esperanza (en el caso de señales asociadas a recompensa) y alivio (para las señales de seguridad), interviniendo, respectivamente, en los aprendizajes de recompensa y evitación activa. El sistema, sin duda, menos desarrollado es el Sistema de Lucha/Huida, que se activa en presencia de estímulos incondicionados aversivos promoviendo las reacciones de lucha o huida. Este sistema produce las emociones de ira y terror. Según el modelo de Gray, en su aplicación teórica a humanos, las diferencias individuales estables en el nivel de activación y respuesta de cada uno de estos sistemas emocionales dan lugar a tres dimensiones básicas de personalidad ortogonales. La descripción neuropsicológica de estos tres sistemas de control emocional llevó a Gray a proponer que los rasgos básicos de la personalidad humana tenían que depender de su funcionamiento diferencial. De esta manera, las diferencias individuales en el funcionamiento del SIC, del SAC y del Sistema Lucha/Huida se relacionan con las dimensiones básicas de personalidad de Ansiedad, Impulsividad y Psicoticismo, respectivamente (Gray, 1981, 1987a). Aunque la adscripción de la tercera dimensión al Psicoticismo de Eysenck es una mera tentativa hasta el momento, las dimensiones de Ansiedad e Impulsividad han servido para desarrollar o derivar una gran cantidad de investigación. A pesar de la enorme aceptación que el modelo de Gray tiene en general, no se debe olvidar que las bases neuropsicológicas del mismo se han desarrollado a partir de investigación animal, y que, por tanto, su aplicación en humanos requiere un trabajo de adaptación. En ese sentido, uno de los principales requerimientos para realizar ese trabajo es tener instrumentos psicométricos que nos permitan estudiar el nivel de activación de los sistemas emocionales propuestos por Gray. El desarrollo del Cuestionario de Sensibilidad al Castigo (SC) y Sensibilidad a la Recompensa (SR) cumple ese objetivo ya que incluye dos escalas que contienen ítems diseñados para medir la actividad del SIC y del SAC (Torrubia, Avila, Moltó y Grande, 1995). Las escalas cumplen los requisitos de fiabilidad y consistencia interna de forma similar a otras escalas de personalidad, así como también muestran una aceptable validez de constructo en relación a las dimensiones de personalidad propuestas por Eysenck (ver Torrubia et al., 1995, para una información más concreta). A partir del modelo de Gray, desarrollaremos los dos mecanismos psicológicos que -276-
facilitan la continua interacción de una persona con acontecimientos aversivos o estresantes. El sistema principal que participa en ambos mecanismos es el SIC: mientras en el primer caso se basa en la acción directa de este sistema, el segundo mecanismo requiere una fuerte activación inicial del SAC. Una aproximación similar a la que proponemos en este capítulo la derivó Cloninger (1986) de sus observaciones clínicas. Cloninger propuso la existencia de dos vías distintas que conducen a la ansiedad crónica, es decir, a tener una mayor probabilidad de entrar en contacto con estímulos aversivos que generen reacciones de miedo y alerta. La primera surge por la alta activación del SIC que produciría una hipervigilancia y una predicción excesiva de sucesos aversivos, es decir, sería el mecanismo básico por el que la ansiedad rasgo predispone al estrés. La segunda vía sería la que se iniciaría en una alta activación de un sistema similar al SAC, que conduciría a hipovigilancia y a un déficit en la predicción de sucesos aversivos que conduciría al estrés. En ambos casos el estrés es la consecuencia de una discriminación errónea de las situaciones de peligro y seguridad: en el primero, el exceso conduce a la predicción excesiva de posibles peligros, mientras que en el segundo, el sujeto no aprende a predecir los posibles peligros, por lo que la percepción no esperada de ellos incrementa el nivel de activación somática. La consecuencia de este déficit en la discriminación es la sensibilización, es decir, que se produzcan reacciones de defensa ante estímulos neutros tras tenido hecho ante estímulos aversivos. En este capítulo nos basaremos en una aproximación totalmente distinta para llegar a conclusiones similares a las obtenidas por Cloninger a partir de observaciones clínicas. Nos basaremos en investigaciones realizadas básicamente en el laboratorio utilizando muestras de estudiantes universitarios clasificados según sus puntuaciones en escalas de personalidad (en la mayoría de los casos nos basaremos en trabajos propios realizados con el Cuestionario de Sensibilidad al Castigo y a la Recompensa). A partir de ellas, describiremos dos sistemas de procesamiento de la información aversiva que conducen al estrés. 3. ESTRÉS A PARTIR DE UNA ELEVADA ACTIVACIÓN DEL SISTEMA DE INHIBICIÓN CONDUCTUAL El nivel de activación del SIC se ha asociado a distintos estados emocionales (Brebner y Martin, 1995; Torrubia et al., 1995). Tal como se ha indicado antes, los sujetos con un SIC hiperactivo tienen una mayor ansiedad rasgo que predispone hacia los estados de ansiedad y hacia el estrés. En cambio, los sujetos con un SIC hipoactivo tienen mayor tendencia hacia la felicidad. Brebner y Martin (1995) obtuvieron correlaciones de -0'60 y -0'56 entre la escala SC y los cuestionarios de felicidad Personal State Questionnaire y Oxford Happiness Inventory. Tal como se deriva de la descripción que realiza Gray, las diferencias individuales en la activación del SIC dependen de dos aspectos relevantes independientes. Estos son, por un lado, el nivel de sensibilidad a las señales de castigo, que se podría definir como el umbral a partir del cual el SIC pasa de actuar de modo comprobador a hacerlo en modo control. Este factor se relaciona con la función de comparador del SIC que, sin duda, es el aspecto más controvertido del modelo de ansiedad de Gray (Eysenck, 1992). El segundo aspecto que modula las diferencias individuales es el nivel de inhibición conductual producido por el estímulo aversivo cuando el SIC está activado en modo control. En el modelo de Gray se enfatiza más el papel de la inhibición porque en investigación animal generalmente los estímulos aversivos son percibidos como tales por la mayoría de los sujetos. Sin embargo, en sujetos humanos el papel de la sensibilidad es, por lo menos, tan importante como el de la inhibición, ya que la mayoría de los estímulos aversivos no son universales. Expondremos por separado ambos componentes dependientes por el SIC. 3.1. Inhibición e incertidumbre La presencia de estímulos aversivos o nuevos genera una inhibición conductual por la que se suprimen los programas motores apetitivos que se estén llevando a cabo en ese momento. La inhibición conductual se puede considerar como un patrón de conducta estable que se puede observar en animales, desde ratas hasta primates (Suomi, 1985). En humanos, los trabajos muestran la existencia de diferencias individuales estables en el grado de inhibición desde edades muy tempranas (Asendorpf, 1989; Kagan, Reznick y Snidman, 1988) que predisponen a padecer -277-
trastornos de ansiedad (Biederman et al., 1990). La inhibición conductual en humanos se debe conceptualizar de forma más amplia que en el campo animal debido a la mayor complejidad de las situaciones y a la mayor mediación de variables cognitivas. En este sentido, diversos trabajos muestran que la respuesta más probable de sujetos con elevada ansiedad en situaciones aversivas no es siempre la inhibición conductual, sino aquella que la situación experimental marca como más aceptable (Geen, 1987, Wallace, Bachorowski y Newman, 1991). A pesar de estas excepciones, en la mayoría de las situaciones la respuesta más aceptable es la inhibición conductual que impide que una respuesta sea castigada. El mejor escenario para estudiar las diferencias individuales en inhibición conductual son las situaciones que plantean conflictos atracción-evitación, es decir, aquellas en las que una única respuesta puede conducir a recompensa o a castigo. Un buen ejemplo son los deportes que conllevan riesgo como el paracaidismo, ya que saltar puede suponer una recompensa (disfrutar del salto) o un castigo (tener un accidente). Por tanto, en estas situaciones hay que escoger entre emitir la respuesta que lleva a recompensa o evitar hacerlo por miedo al castigo. Los exámenes de elección múltiple reales realizados por los estudiantes nos proporcionaron un buen sistema para estudiar los conflictos atracción-evitación (Avila, Moltó, Segarra, y Torrubia, 1995). Cada pregunta tiene varias alternativas de respuesta y sólo una es correcta. Por tanto, en estos exámenes se plantean continuos conflictos atracción-evitación ya que responder a una pregunta puede suponer una recompensa si es correcta (sumar un punto) o un castigo si es errónea (perder una fracción de punto). En los exámenes existen dos tipos de errores: respuestas incorrectas y omisiones. El análisis de 1576 exámenes nos ha mostrado que los sujetos con altas puntuaciones en la escala SC tienen una mayor probabilidad de cometer errores de omisión, mientras que los que tienen bajas puntuaciones en la escala SC tienen mayor probabilidad de emitir respuestas incorrectas (Figura 17.1). Por tanto, los sujetos con un SIC hiperactivo tienen mayor tendencia hacia la inhibición conductual cuando la respuesta puede implicar recompensa y castigo. -------------------------------Insertar aquí la Figura 17.1 -------------------------------La inhibición conductual no genera las mismas consecuencias que la emisión de respuestas. La diferencia que creemos que es más relevante entre ambas situaciones es el grado de información: en la mayoría de los casos responder produce un mayor nivel de información (sea positiva o negativa) que inhibir la respuesta. Ese aspecto es relevante ya que la incertidumbre generada por la inhibición es un buen caldo de cultivo para las preocupaciones, manteniéndose, de esa manera, un contacto continuo con la situación aversiva. Pongamos por ejemplo, una persona que quiere pedir una cita a otra persona (arriesgándose a recibir un sí o un no). Emitir la respuesta genera información que soluciona (bien o mal) el problema, pero no pedir la cita mantiene las ganas de hacerlo y la incertidumbre acerca de la respuesta. Por tanto, la inhibición genera estados aversivos de incertidumbre y preocupación. 3.2. Sensibilidad al castigo Los mecanismos cognitivo-conductuales específicos que sirven para demostrar las diferencias en sensibilidad al castigo están lejos de estar consistentemente establecidos. Gray (1981) derivó de sus trabajos la hipótesis de condicionabilidad por la que los sujetos con un SIC hiperactivo tendrían una mayor facilidad para aprender relaciones aversivas que aquellos que tienen un SIC hipoactivo. Son numerosos los trabajos que han mostrado esa relación utilizando diversos paradigmas que incluyen el condicionamiento operante verbal (Gupta y Shukla, 1989), el laberinto mental de Lykken (Torrubia, 1983), problemas aritméticos (McCord y Wakefield, 1981), tareas de búsqueda visual y recuerdo de números (Boddy y Carver, 1986), y tareas de detección visual (Derryberry, 1987). Todos estos trabajos plantean situaciones de aprendizaje aversivo y muestran que los individuos ansiosos (o neuróticos introvertidos) tienen un mejor aprendizaje que los no ansiosos. Esta mayor capacidad para establecer relaciones aversivas implica estrictamente una mayor predictibilidad de las situaciones aversivas que puedan aparecer en el -278-
futuro, lo que generará, en principio, un mejor afrontamiento de la situación, y un menor estrés. Sin embargo, diversos trabajos han aportado datos que evidencian la existencia de mecanismos facilitadores del estrés continuado que se derivan de la mayor condicionabilidad a estímulos aversivos de los sujetos con un SIC hiperactivo. Destacaremos a continuación algunos de los factores más relevantes que modulan la sensibilidad al castigo. 3.2.1. Cancelación de asociaciones apetitivas Un procedimiento que hemos utilizado para el estudio de la ansiedad son las tareas de elección. En estas tareas los sujetos deben escoger continuamente entre dos respuestas que se plantean y que se asocian a diferentes contingencias de aprendizaje. Con este procedimiento hemos investigado las diferencias individuales en resistencia a la extinción (Avila, 1994). La tarea consistía en dos fases que eran completadas sin interrupción. En la primera los sujetos tenían que realizar una conducta de elección entre dos programas de reforzamiento distintos pero equivalentes en cuanto a la magnitud de recompensa obtenida. En la segunda fase se seleccionaba al azar una de las dos respuestas para que no fuera nunca más recompensada, mientras que la otra permanecía recompensada de forma idéntica que en la primera fase. Se utilizó el número de veces que se emitía la respuesta que nunca era recompensada en la segunda fase como índice de resistencia a la extinción. Los análisis mostraron que los individuos que puntuaban alto en la escala SC tenían una menor resistencia a la extinción que los que puntuaban bajo. Por tanto, los sujetos con un SIC hiperactivo cancelan antes las asociaciones positivas generando una mayor tendencia hacia el pesimismo. En este sentido, la no recompensa actúa de forma similar a como lo hacen los estímulos aversivos. 3.2.2. Cancelación de asociaciones aversivas Otro de los mecanismos que pueden ser generadores de estrés es la facilidad para la cancelación de relaciones aversivas cuando las contingencias desaparecen. Torrubia et al. (1995) realizaron un trabajo que mostraba cómo los sujetos con una alta puntuación en la escala SC tenían una mayor dificultad para cancelar una relación aversiva que los que puntuaban bajo. El procedimiento consistió en la ejecución de una tarea apetitiva continua de discriminación en la que se recibía recompensa (dinero) por cada respuesta. Tras 200 ensayos, en la segunda fase mediante instrucciones se establecía una relación aversiva por la que si se realizaba la respuesta apetitiva en presencia de un estímulo determinado (un círculo de color rojo) se recibía un estímulo aversivo (sonido intenso). El círculo rojo aparecía en un 10% de los 200 ensayos de que constaba esta segunda fase, mientras que en el 90% restante los sujetos continuaban emitiendo la misma respuesta apetitiva ante círculos de otros colores distintos. Todos los sujetos aprendieron de forma rápida a inhibir la respuesta apetitiva en presencia del color rojo. Una vez finalizada esta fase, el sujeto recibía instrucciones que indicaban que nunca más aparecería el estímulo aversivo (ni en presencia del círculo de color rojo ni en presencia de cualquier otro estímulo). En esta tercera fase se observó que los sujetos con altas puntuaciones en la escala SC respondían de forma mucho más lenta en presencia del color rojo que los que tenían bajas puntuaciones, mostrando una mayor dificultad para cancelar relaciones aversivas. 3.2.3. Generalización de los aprendizajes aversivos La generalización es un procedimiento por el que el aprendizaje realizado ante un determinado estímulo discriminativo se transfiere a otros estímulos nuevos por la relación de semejanza que guardan con el estímulo original. Brebner (1991) propuso que la generalización de sucesos aversivos era una de las fuentes más importantes de estrés en personalidades caracterizadas por una alta ansiedad o introversión. Utilizando una versión diferente de la tarea explicada en el apartado anterior, hemos llevado a cabo un trabajo que muestra las diferencias individuales en generalización a partir de un condicionamiento inhibitorio. Un grupo de 63 estudiantes universitarios completaron esa tarea con algunas diferencias: no se realizaron fases ni se incluyeron instrucciones que explicaran la contingencia aversiva. Por tanto, los sujetos debían aprender por ensayo y error que la presencia -279-
de un círculo azul (no rojo como en el caso anterior) señalaba la posibilidad de recibir un castigo en el caso de emitir la respuesta (en este caso, el castigo era pérdida de puntos reduciendo el marcador a la mitad). Tras 200 ensayos, y una vez aprendido que se debía inhibir la respuesta en presencia del círculo de color azul, se procedió sin interrupción ni instrucciones a la fase de generalización. En esta fase se presentaban tres tipos de ensayos: 146 fueron ensayos neutros con colores no azules, 18 fueron ensayos con el color azul original en los que se castigaba la respuesta apetitiva, y, por último, 36 fueron ensayos de generalización con 6 colores azules similares al original (la respuesta, en caso de producirse, era recompensada). Los resultados globales aparecen en la Figura 17.2, y mostraron que el grupo de altas puntuaciones en la escala SC tiene una mayor generalización que el grupo de bajas puntuaciones, ya que realizaban un mayor número de inhibiciones en presencia de colores parecidos al original. ------------------------------Insertar aquí la Figura 17.2 ------------------------------Esta mayor capacidad de generalización es un sistema ilimitado de transformación de estímulos neutros en amenazantes. En situaciones interpersonales cotidianas la posibilidad de generalización de unas a otras (ya sean aversivas o apetitivas) es mayor que en el laboratorio, ya que los estímulos discriminativos que las señalan son más inciertos. Por tanto, la mayor generalización de estímulos aversivos mostrada por los sujetos con un SIC hiperactivo puede conceptualizarse como un sistema de incremento del número de estímulos amenazantes. 3.2.4. Contracondicionamiento Un último procedimiento mediatizado por el SIC es el contracondicionamiento, es decir, la capacidad para eliminar las propiedades aversivas de los estímulos por la asociación con estímulos apetitivos que se presentan posteriormente. La técnica del contracondicionamiento sirve, por tanto, para reducir la aversividad de los estímulos convirtiéndolos en estímulos apetitivos secundarios (Gray, 1987b). En un estudio previo, Avila y Torrubia (en preparación) mostraron que los sujetos con un SIC hipoactivo tenían una mayor probabilidad de desarrollar expectativas de recompensa después del castigo. A partir de este trabajo, hipotetizamos que el contracondicionamiento, es decir, la mayor facilidad para asociar estímulos aversivos a estímulos apetitivos posteriores, podría ser el mecanismo por el que los sujetos con un SIC hipoactivo mantendrían las expectativas positivas después de la estimulación aversiva. Para probar esta hipótesis, desarrollamos un procedimiento de contracondicionamiento utilizando una versión diferente de la tarea de elección explicada anteriormente. La tarea planteaba dos alternativas de respuesta: emitir la respuesta A producía una recompensa de pequeña magnitud (ganar puntos), mientras que la respuesta B producía siempre un castigo pequeño (perder puntos). Sin embargo, la realización de la respuesta B se asociaba también a una recompensa muy superior por la primera respuesta A realizada tras dos ensayos, es decir, el castigo se asociaba a la obtención posterior de una mayor cantidad de puntos. El aprendizaje de esa contingencia suponía recibir castigos, pero era la mejor estrategia para conseguir el mayor número de puntos. Los resultados mostraron que los sujetos con bajas puntuaciones en la escala SC emitieron un mayor número de respuestas castigadas que los que tenían altas puntuaciones, es decir, aprendieron mejor el contracondicionamiento (Figura 17.3). Este mecanismo tiene implicaciones relevantes para reducir el estrés asociado a los estímulos aversivos. -----------------------------Insertar aquí la Figura 17.3 -----------------------------3.2.5. Mecanismos cognitivos en la ansiedad Desde principios de los 80, el estudio de los mecanismos cognitivos de la ansiedad ha revolucionado el conocimiento y la investigación sobre la etiología y el mantenimiento de la ansiedad y los trastornos de ansiedad. La mayoría de estos trabajos se basan en la utilización de -280-
dos tipos de muestras: estudiantes clasificados en su nivel de ansiedad rasgo (utilizando normalmente el cuestionario STAI) o muestras clínicas de pacientes con trastornos de ansiedad. Diversas tareas cognitivas de atención y memoria han sido administradas a estos grupos para conocer los sesgos que presentan en el procesamiento de información. El resultado típicamente obtenido es que los pacientes con trastornos de ansiedad y las personalidades ansiosas muestran sesgos atencionales hacia el procesamiento de palabras que guarden relación con amenazas (por ejemplo, cáncer, fracaso, ridículo, etc). En cambio, los resultados no han sido tan consistentes cuando se utilizaban tareas de memoria del material amenazante (Eysenck, 1992; Mathews y MacLeod, 1994). Las tareas típicamente utilizadas en los estudios de sesgos atencionales en ansiedad, y que han obtenido resultados consistentes, son: 1. Stroop emocional (ver Williams, Mathews y MacLeod, 1996, para revisión). Esta tarea es una modificación del clásico procedimiento Stroop en el que se utilizan dos listas: una de palabras con significado amenazante y la otra de palabras con significado emocional neutro. Las palabras están escritas con diversos colores y la tarea del sujeto consiste en nombrar el color con el que están escritas. El resultado típicamente obtenido es que los sujetos con mayor ansiedad tardan más tiempo en nombrar los colores de las palabras con significado amenazante que el grupo de baja ansiedad. Este resultado se interpreta como indicador de que los sujetos con alta ansiedad tienen una mayor dificultad para ignorar la información amenazante de los estímulos cuando ésta no es relevante para la tarea. 2. Tareas sobre atención espacial (MacLeod y Mathews, 1988). En esta tarea presentan durante unos segundos dos palabras, una con significado amenazante y otra no, situadas una 3 cm por encima de la otra. En los ensayos clave, la desaparición de las palabras va seguida de la aparición de un estímulo objetivo que sustituye a una de las dos palabras. Los resultados típicamente obtenidos muestran que los sujetos con elevada ansiedad detectan más rápidamente el estímulo objetivo cuando sustituye a una palabra amenazante, mientras que los individuos con baja ansiedad lo detectan antes cuando sustituye a la palabra neutra. Este patrón es interpretado como un indicativo de que los sujetos con elevada ansiedad tienen mayor probabilidad de dirigir su atención hacia estímulos amenazantes, mientras que los de baja ansiedad parecen dirigirla lejos de esos estímulos. 3. Sesgos interpretativos (Mathews, Richards y Eysenck, 1989; Richards y French, 1992). Estas tareas utilizan dos palabras homófonas, o un homógrafo siempre que el significado de uno de los dos componentes sea amenazante y el otro emocionalmente neutro. Utilizando diversos procedimientos que plantean situaciones ambiguas, los diversos trabajos muestran la existencia de sesgos interpretativos hacia la información amenazante en los sujetos de elevada ansiedad. En definitiva, estos estudios cognitivos muestran que la elevada ansiedad rasgo se asocia a un procesamiento selectivo dirigido fundamentalmente a la detección y el procesamiento de estímulos con significado amenazante. Este proceso parece cumplir algunos criterios de automaticidad, es decir, que se podría afirmar que el sujeto no puede evitar atender y procesar más los estímulos amenazantes (aunque Wells y Matthews, 1994, han puesto en entredicho que se cumplan estrictamente los criterios de automaticidad). En cambio, los sujetos con baja ansiedad muestran el patrón opuesto, ya que parecen tener una mayor tendencia a dirigir su atención lejos de los estímulos amenazantes. Entre las aproximaciones a este proceso que se han realizado desde la psicología de la atención, queremos destacar la llevada a cabo por Derryberry y Reed (1994). Basándose en un procedimiento clásico utilizado por Posner (1980), estos autores han mostrado que la diferencia entre sujetos de alta y baja ansiedad se debe a la diferente capacidad para "desengancharse" de estímulos amenazantes: todos los sujetos detectan de forma parecida los estímulos amenazantes, pero los sujetos de baja ansiedad se "desenganchan" antes de ellos, es decir, desplazan su atención lejos de ellos. Estudios en niños de 4 meses (Rothbart, Posner y Boylan, 1990) y estudiantes universitarios clasificados según la escala SC (Poy, 1996) coinciden en mostrar que la capacidad para "desengancharse" de estímulos nuevos periféricos es mayor en el grupo de baja ansiedad, lo que conlleva un menor procesamiento de dichos estímulos. Esta mayor capacidad se ha interpretado como un sistema de defensa para reducir el estrés producido -281-
por esos estímulos en personalidades no ansiosas. 3.3. Conclusiones Los diversos aspectos revisados parecen confirmar la idea de que los individuos con alta y baja ansiedad procesan la información aversiva de forma diferente. Estas diferencias dependerían de la actividad del SIC, aunque los mecanismos cognitivos propuestos son más complejos y precisos que los descritos por Gray. El funcionamiento atencional sería básico a la hora de determinar esas diferencias. Actualmente, la función de la atención se relaciona con la realización de la mejor selección de los estímulos presentes para llevar a cabo la acción (Allport, 1987). En este sentido, el sistema atencional de las personalidades ansiosas está orientado hacia una más rápida detección y codificación de la información para poder predecir mejor en el futuro cuándo aparecerá un estímulo aversivo. En cambio, en las personalidades con baja ansiedad el sistema atencional se dirige lejos de la información aversiva para poder reducir inmediatamente el estrés asociado a ella. De estas diferencias se deriva que las personalidades ansiosas estén más pendientes de la información ambiental que las no ansiosas, ya que cualquier estímulo nuevo es potencialmente amenazante (Eysenck, 1992). Estos sesgos atencionales hacia la información amenazante facilitarán el establecimiento de asociaciones aversivas y la cancelación de apetitivas debido al mayor procesamiento de señales aversivas. Ese mayor procesamiento también facilitará otros dos procesos descritos: la generalización de esas asociaciones con lo que se transferirán las propiedades aversivas a situaciones neutras, y la mayor dificultad para cancelarlas al estar mejor aprendidas. En las personalidades ansiosas con un SIC hiperactivo, todo este mecanismo formará un círculo vicioso: el procesamiento de información amenazante generará un mayor procesamiento de información amenazante en el futuro. Este proceso, por tanto, conducirá a una excesiva predicción de sucesos aversivos, lo que predispondrá al estrés por acumulación de situaciones aversivas. Por último, esta mayor tendencia al contacto con situaciones aversivas en personalidades ansiosas también se asociará a un mayor nivel de inhibición conductual, que generará incertidumbre y estrés. También es importante destacar que la baja ansiedad no se asocia simplemente a una menor capacidad para establecer asociaciones aversivas. Anteriormente, hemos aportado indicios que nos llevan a sostener la hipótesis de que la baja ansiedad se relaciona con un sesgo atencional que rechaza el procesamiento de las propiedades aversivas de los estímulos. Este rechazo produciría una mayor facilidad para el contracondicionamiento y una mayor dificultad para cancelar asociaciones positivas, lo que generaría optimismo y felicidad. 4. ESTRÉS A PARTIR DE UNA ELEVADA ACTIVACIÓN DEL SISTEMA DE ACTIVACIÓN CONDUCTUAL Intuitivamente, no parece existir una relación directa entre una alta sensibilidad a la recompensa (un alta actividad del SAC) y estrés. No obstante, el razonamiento esgrimido por Fowles (1987) bastaría para establecer esa relación. Para explicarlo, es necesario suponer que toda toma de decisión acerca de la realización de una conducta se produce en situación de conflicto atracción-evitación, es decir, cuando la respuesta apetitiva tiene un riesgo de producir consecuencias aversivas. En su análisis de la teoría de Gray, Fowles argumentaba que los individuos con un SIC hiperactivo serían evitadores del riesgo, es decir, intentarían no emitir respuestas que les condujeran a situaciones estresantes. De hecho, la descripción del SIC implica la inhibición de respuestas que puedan tener consecuencias aversivas. En cambio, la búsqueda de recompensas de los sujetos con SAC hiperactivo les conducirá a buscar el riesgo, es decir, a tener una mayor probabilidad de enfrentarse cotidianamente a situaciones aversivas. En conclusión, la búsqueda de recompensas se asocia a un incremento tanto en la obtención de recompensas como de situaciones aversivas, lo cual genera estrés. Por tanto, se podría argumentar que los individuos con una alta sensibilidad a la recompensa serían más capaces de predecir las consecuencias apetitivas que las aversivas que se podrían producir tras sus respuestas. Recientemente, Patterson y Newman (1993) han descrito el mecanismo cognitivoconductual que podría ocasionar el déficit en la predicción de sucesos aversivos que generaría el -282-
estrés. Ellos relacionaron este mecanismo con el concepto de desinhibición, que ilustra una incapacidad para aprender de las consecuencias aversivas que produce nuestra conducta. Esta desinhibición tendría como consecuencia el incremento de probabilidad de enfrentarse a situaciones aversivas, lo que a individuos con un SIC de actividad normal produciría estrés. Sus trabajos se basaron en una tarea de discriminación go/no go en la que se tenía que aprender, por ensayo y error, cuándo se debía responder y cuándo inhibir la respuesta (Newman, Widom y Nathan, 1985). La tarea utilizaba 10 números de dos cifras que se repetían en 8 ocasiones. El sujeto debía aprender a responder ante la mitad de esos números para obtener recompensa (ganar dinero) y a inhibir la respuesta ante la otra mitad para no recibir un castigo inmediato. No se proporcionaba ninguna información si el sujeto no respondía. Diversos trabajos han encontrado que los sujetos impulsivos con una SAC hiperactivo muestran una mayor dificultad para aprender qué números se asocian a castigo, es decir, para inhibir respuestas que pueden ser recompensadas (Avila et al., 1995, Experimento 1; Newman et al. 1985; Thornquist y Zuckerman, 1995). En un trabajo posterior, Patterson, Kosson y Newman (1987) mostraron que este déficit de aprendizaje se debía a una menor reflexión (una menor cantidad de tiempo procesando la información) tras recibir el castigo que disminuía la probabilidad de aprender qué estímulo discriminativo predecía el estímulo aversivo. A partir de estos trabajos, Patterson y Newman (1993) propusieron un mecanismo de cuatro fases que explica el déficit en la predicción de sucesos aversivos que caracteriza a los sujetos con un SAC hiperactivo en conflictos atracción-evitación: 1. Aprendizaje de un patrón de respuesta apetitivo que conduce a recompensa. Todo el mundo es capaz de aprender ese patrón de respuesta, pero siguiendo el modelo de Gray, las personalidades que se caracterizan por tener un SAC hiperactivo aprenderían antes esa relación, se activarían con mayor intensidad en presencia del estímulo discriminativo que marca la posibilidad de realizar esa respuesta y estarían más preparados para ejecutarla. En definitiva, en esta primera fase se aprende una relación apetitiva que genera en los individuos con un SAC hiperactivo una focalización de los recursos atencionales en los estímulos relevantes y una mayor tendencia hacia la emisión de respuestas. Es importante resaltar que en estas diferencias se basa todo el mecanismo que propondremos. 2. Un suceso aversivo se produce tras la emisión de la respuesta apetitiva. La presentación inesperada de un estímulo aversivo después de la respuesta apetitiva produce dos reacciones en todos los sujetos mediadas por el SIC: incremento automático del procesamiento de la información e incremento de la activación porque una expectativa positiva no se ha cumplido. El elemento clave de los dos es el incremento de activación, que es superior en los sujetos con un SAC hiperactivo (véase Wallace et al., para explicación), y que conduce a un mayor vigor en las respuestas que se llevarán a cabo posteriormente (Gray, 1987b). En el caso de los sujetos con un SAC hiperactivo, estas respuestas consisten en reacciones de defensa en busca de la recompensa más que en un incremento del procesamiento de la información propio del SIC. 3. Déficit de modulación de respuesta. La modulación de respuesta se relaciona con la reflexión (incremento del procesamiento de la información) producida tras un suceso inesperado o aversivo. Generalmente, la modulación de respuesta consiste en una reacción de coping pasivo por la que se analizan las causas del estímulo aversivo, y que tiene como objetivo el incremento de la probabilidad de predecir en el futuro cuándo volverá a aparecer el estímulo aversivo. Esta reacción caracteriza especialmente a los individuos con un SIC hiperactivo. En cambio, los sujetos con un SAC hiperactivo mostrarán déficits de modulación de respuesta debido a que la mayor tendencia a buscar recompensas les conducirá a perseverar en el patrón de respuesta apetitiva. Estos déficits se deben a que el incremento en la probabilidad de responder impulsivamente tras los sucesos inesperados reduce la posibilidad de reflexionar y de predecir en el futuro el acontecimiento aversivo. 4. Naturaleza de los déficits de aprendizaje. La menor reflexión retrospectiva tras los estímulos aversivos descrita en el fase anterior produce un déficit en el aprendizaje del mecanismo causal que los produce. La consecuencia es que los sujetos con un SAC hiperactivo guardan en la memoria un menor número de asociaciones aversivas en situaciones en las que se está -283-
respondiendo para obtener recompensa. Esa menor cantidad de asociaciones aversivas generará una menor reflexión prospectiva cuando el sujeto deba procesar señales que avisen de sucesos aversivos, produciendo un déficit en la predicción de esos sucesos, y facilitando el comportamiento impulsivo, perseverativo y buscador de recompensas. En resumen, el modelo explica el mecanismo por el que se producen los déficits de inhibición de respuestas motivadas apetitivamente en individuos con un SAC hiperactivo. La consecuencia final del modelo es que estos sujetos muestran un déficit en la predicción de sucesos aversivos cuando responden por recompensas. Para aplicar el modelo al campo del estrés, tenemos que pensar que la mayoría de nuestras respuestas en la vida cotidiana tienen un componente apetitivo (aunque sea pequeño). Según el modelo de Cloninger, que hemos explicado anteriormente, ese déficit conduce a recibir de forma inesperada númerosos estímulos aversivos (sobre todo si pensamos que la búsqueda de recompensas se asocia a conductas de riesgo) generando estrés. El modelo se podría aplicar a diversas conductas de riesgo para la salud. Pongamos el ejemplo de fumar, una conducta tremendamente reforzada apetitivamente, ya que la mayoría de los cigarrillos que se fuman se asocian a recompensa inmediata. Según el modelo, los individuos con un SAC hiperactivo tendrán una mayor dificultad para modificar el hábito de fumar aun a pesar de padecer algún problema de salud o de las campañas publicitarias. En ambos casos, los estímulos aversivos serían menos capaces de producir una modulación de respuesta y un cambio de hábitos, ya que prevalecería el componente apetitivo. Los datos parecen confirmar esa hipótesis en hábitos como el fumar (Pérez y García-Sevilla, 1986) y el consumir café (Pérez, 1986). 5. CONCLUSIONES En los últimos años el estudio de los mecanismos de interacción entre cognición y emoción ha evolucionado enormemente. Esta línea de trabajo se basa en la idea de que las dimensiones de personalidad (que predisponen a determinados estados emocionales) se asocian a diferentes formas de procesamiento de la información. En nuestro análisis de la relación entre estrés y enfermedad, hemos señalado la importancia del concepto de alostasis, que ilustra cómo a partir de la acumulación de diversos sucesos estresantes se desarrolla la enfermedad. Nuestra propuesta se basa en la descripción de mecanismos cognitivo-conductuales de respuesta a estímulos aversivos por los que ciertos rasgos de personalidad facilitarían la acción del mecanismo alostático. Por una lado, la personalidad ansiosa (con un SIC hiperactivo) tiene un sesgo hacia el mayor procesamiento de la información aversiva, lo que conduce a predecir excesivamente la posibilidad de aparición de esas situaciones en el futuro. Por otro lado, la personalidad impulsiva (con un SAC hiperactivo) tiene un sesgo hacia el mayor procesamiento de la información apetitiva, lo que le conduce a infraestimar la posibilidad de recibir estimulación aversiva por sus respuestas. En ambos casos, se producirá un déficit, por exceso o por efecto, en el aprendizaje de relaciones aversivas que incrementará el contacto con ellas.
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CAPÍTULO 18
LAS ESTRATEGIAS PARA AFRONTAR EL ESTRÉS Y LA COMPETENCIA PERCIBIDA: INFLUENCIAS SOBRE LA SALUD Jordi Fernández Castro4
Este trabajo parte de dos supuestos, defiende tres tesis y llega a una conclusión. El primer supuesto del que parte es que el estrés es un proceso, es decir una sucesión de cambios interrelacionados entre sí, que se dan tanto en el individuo como en su entorno y que se desarrollan en pos del mutuo ajuste; esto significa que el estrés no se puede reducir solamente ni a una reacción orgánica, ni a un estado emocional, ni a una apreciación cognitiva. El segundo supuesto es que la influencia del estrés sobre la salud sigue diversos caminos por medio de distintos mecanismos psicológicos y fisiológicos. La primera tesis expone que dada una fuente concreta de estrés no se puede predecir prácticamente nada sustancial acerca de su impacto biológico y psicológico, a menos que se conozca el grado de control que se puede ejercer sobre esa fuente de estrés. La segunda tesis es que las formas de afrontar el estrés más adaptativas a largo plazo son las que desarrollan el máximo grado de control posible -tanto sobre la situación como sobre las propias emociones- dentro de lo permitido por las circunstancias externas y por las habilidades del sujeto, especialmente cuando la fuente de estrés es el padecer una enfermedad, ya sea por su pronóstico grave, su carácter crónico o la incapacidad que causa. La tercera es que adoptar las formas más adaptativas de afrontar el estrés depende mucho, aunque no exclusivamente, de las creencias sobre la propia capacidad de hacer frente con éxito a las dificultades que surgen en la vida en general, creencia denominada competencia percibida. La conclusión pretende ayudar a la promoción de las formas saludables de afrontar el estrés en general, y el provocado por padecer una enfermedad en particular, y es que se debería determinar qué puede hacer cada uno por sí mismo (sea poco o mucho) para combatir la fuente de estrés, enseñando y motivando a realizar dicha actividad salvando las barreras cognoscitivas que se oponen a dicho objetivo, la mayor de las cuales es posiblemente creer que uno mismo no tiene la competencia adecuada para llevar a cabo estos esfuerzos. Primer supuesto: El estrés no existe... El concepto de estrés adolece de una enojosa falta de una definición aceptada por los propios especialistas. Esta indefinición se hace más patente cuando se compara el uso del término que se hace en los diferentes campos aplicados. Una revisión rápida de la literatura especializada nos revela, de inmediato, que la naturaleza de aquello que se considera estrés puede cambiar profundamente según el punto de vista de cada autor. En este sentido se puede hallar hasta cinco diferentes clases de definiciones de estrés, según se considere el estrés como: a) una condición ambiental como, por ejemplo, estar en paro, haber perdido el cónyuge, estar enfermo o tener demasiado trabajo. b) una apreciación personal de la situación en que uno mismo se halla, como sentirse angustiado por creer que no se podrá encontrar empleo o por creer que la enfermedad que se padece tendrá un desenlace fatal o sentirse agobiado por las tribulaciones habituales de la vida cotidiana. c) una respuesta a ciertas condiciones ambientales, bien de carácter fisiológico, como un aumento en el nivel de corticoesteroides o catecolaminas plasmáticas, o bien psicológica, como un incremento en el estado de alerta o una respuesta de huida.
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Este trabajo ha sido realizado gracias a la ayuda PB94-0700 de la Dirección General de Investigación Científica y Técnica (DGICYT). El autor quiere agradecer a Tomás Blasco y a Jenny Moix sus pacientes y valiosos comentarios y a Lluís Captevila su oportuna ayuda. -285-
d) una relación de desequilibrio entre las demandas ambientales y la competencia para cumplir con ellas como tener un trabajo por debajo de la cualificación profesional adquirida o, por el contrario, responsabilidades que exceden los propios recursos para hacerlas frente. e) una consecuencia nociva concreta derivada de alguna de las anteriores; por ejemplo: trastornos psicofisiológicos, depresión, insomnio, irritabilidad o bajo rendimiento. Sin embargo, no parece nada malo que no haya una definición de estrés aceptada por todos. Paterson y Neufeld (1989), por ejemplo, han señalado que muchas ideas complejas tienen límites laxos y que una definición demasiado rigurosa podría llegar a la arbitrariedad, por lo que proponían dejar el estrés como algo vago pero, definiendo con precisión los conceptos específicos que engloba el término. En otro lugar hemos intentado realizar esta tarea definiendo y ordenando los conceptos específicos que contiene el término estrés (Fernández Castro y Edo, 1996) cosa que no vamos a repetir aquí. Aunque a modo de resumen podría exponer que dentro de eso que se llama estrés, se podría distinguir un núcleo, unas consecuencias y unos moduladores (ver Figura 18.1). (Insertar la Figura 18.1) El núcleo estaría constituido por los elementos imprescindibles para que haya lo que se llama estrés; es decir, una fuente de estrés (compuesta por una situación objetiva y su apreciación subjetiva), las reacciones orgánicas que suscitan estas fuentes de estrés y la forma de afrontarlas, junto con los estados emocionales que experimenta el individuo sometido a dichas fuentes de estrés. Todo ello influyéndose mutuamente entre sí y no dispuesto en una cadena causal de tipo lineal. Las consecuencias del estrés serían las repercusiones de este núcleo sobre el rendimiento (académico, laboral, deportivo, etc.) o sobre la salud. En muchas ocasiones se identifica el estrés con un menoscabo del rendimiento, de la salud o de ambos, cosa que no es correcta, el hecho que la experiencia de estrés sea desagradable, no quiere decir que el estrés, o lo que sea, sea nocivo. El caso es que el proceso de estrés influye en la salud pero no de forma exclusiva, sino combinándose con el estado general de salud del individuo y con la exposición a los agentes patógenos: microorganismos, tóxicos, etc. Es decir no se puede identificar estrés con patología o considerarlo como una causa exclusiva de la patología (ver para una discusión más detallada: Martínez Sánchez y Fernández Castro, 1994). El estrés afecta también al rendimiento, tanto físico como intelectual, pero esta influencia, como en el caso de la salud, no depende únicamente del grado de estrés experimentado sino también, por ejemplo, de la dificultad de la tarea o de la capacidad general de resolverla que tenga el individuo. Es más, en muchas ocasiones el estrés tiene efectos beneficiosos e incluso es indispensable para la adaptación. El hecho que en muchas ocasiones sea difícil establecer la línea divisoria entre los efectos beneficiosos o nocivos de lo que hemos llamado el núcleo del estrés (ver Fernández-Abascal, 1996) no justifica identificar estrés con patología. Dejando aparte el núcleo del estrés y sus consecuencias, existe una serie de factores que influyen mucho en el estrés, y que son los denominados moduladores, es decir factores imprescindibles para determinar y predecir cual será el curso del proceso de estrés, pero sin tener un efecto causal directo. Hay moduladores de carácter social, como el apoyo que se puede recibir una persona en dificultades y las pautas culturales que canalizan y predisponen la apreciación de las fuentes de estrés, y otros de carácter personal como las creencias, las competencias, la experiencia y los rasgos de personalidad. Estos moduladores existen aunque el individuo no esté sometido a estrés y le afectan probablemente siempre, pero en las situaciones de estrés pueden destacar por ser capaces de determinar a casi todos los elementos que constituyen el núcleo del estrés y, por tanto, también a sus consecuencias nocivas o beneficiosas. En resumen si echamos un vistazo al la Figura 18.1 y nos preguntamos en qué cuadradito se podría colocar la palabra estrés, podríamos decir que en todos y en ninguno, ya que el estrés sería todo el proceso. Muy posiblemente las confusiones de definición a las que hemos aludido antes se producen cuando se identifica el estrés con uno de sus componentes particulares (la apreciación de amenaza, por ejemplo, los sentimientos de desesperación o algún trastorno -286-
psicofisiológico). El hecho de tomar la parte por el todo podría estar en el origen de la confusión. Y para acabar con el primer supuesto, una observación que servirá para pasar a exponer el segundo. Las consecuencias negativas sobre el rendimiento o sobre la salud pueden ser a su vez nuevas fuentes de estrés, con lo que se cierra un ciclo que nos puede ayudar a ver más claramente que el estrés en un proceso y no un hecho puntual. La enfermedad puede ser tanto una consecuencia (parcial como hemos dicho ya) del estrés o una causa del mismo y de las dos maneras lo vamos a considerar de ahora en adelante. Segundo supuesto: ... y si existe el estrés, no es uno sino más de tres Posiblemente, la asociación entre estrés y patología venga del hecho que los primeros trabajos sobre estrés pusieron de manifiesto que si se prolongaba podía ser nocivo para el organismo y constituir un verdadero peligro para la salud (Selyé, 1936, 1956). A medida que se ha ido demostrando que las preocupaciones, la percepción de amenaza, el conflicto, la incertidumbre y otros hechos psicológicos pueden ser capaces de suscitar las mismas reacciones orgánicas que las fuentes físicas de estrés, ha ido cobrando fuerza la hipótesis que el estrés, ya sea iniciado por condiciones físicas o psicológicas, es dañino para la salud puesto que suscita condiciones orgánicas que, si son prolongadas o intensas, pueden dejar el organismo inerme ante cualquier tipo de agresión (infecciosa, tóxica, traumática, etc.). Sin embargo este modelo no es el único que se puede postular, sino que se puede identificar al menos cuatro vías (Fernández Castro, 1993, Fernández Castro y Edo, 1994a, Sandín, 1993) de relación entre estrés y patología que voy a exponer brevemente: El estrés aumenta la vulnerabilidad del organismo. Como acabamos de decir es la vía de acción más conocida implica sistemas fisiológicos de respuesta como el eje hipofisiario-adrenal y el eje neurovegetativo que, a su vez, afectan al sistema inmune (Bayés, 1994). Estos efectos no constituyen un factor patógeno concreto sino que consisten en un aumento inespecífico de la vulnerabilidad de los organismos ante cualquier agente patógeno con el que entre en contacto eventualmente. Junto a este efecto inespecífico general, también hay evidencia de efectos específicos, en los que un tipo particular de experiencia de estrés representa un riesgo para una enfermedad concreta. Es el caso del patrón A de conducta, en el que una tendencia a vivir intensamente situaciones de estrés marcadas por la hostilidad y la competición con otras personas está relacionada con la enfermedad coronaria (Rosenman, Brand, Scholtz y Friedman, 1976; Valdés y Sender, 1994; Palmero, Espinosa y Breva, 1994) El estrés afecta a los hábitos saludables. Se ha podido demostrar que las situaciones de estrés pueden afectar a la salud, no sólo por sus efectos orgánicos sino porque alteran las hábitos saludables de las personas sometidas a estrés (Wibe y McCallum, 1986; Fernández Castro, Doval, y Edo, 1994). Las personas con estrés crónico tienden a hacer menos ejercicio físico, descuidan sus hábitos higiénicos y las precauciones ante el contagio de enfermedades, dan vueltas a sus preocupaciones mientras realizan otras actividades potencialmente peligrosas como conducir y duermen y comen peor. Cada uno de estos cambios por si sólo podría llegar a explicar muy bien la relación entre estrés y enfermedad, con más razón cuando se combinan dos o más. El estrés puede agravar enfermedades que ya existen. El estrés no solamente es un riesgo para enfermedades futuras, sino que también puede agravar enfermedades previas, bien convirtiendo episodios esporádicos en estados crónicos, bien aumentado la frecuencia o intensidad de las crisis (Penzo, 1990). Estos efectos se producen mediante los mismos mecanismos que en el primer caso, los ejes hipofisiario-adrenal y neurovegetativo, con la diferencia crucial que esta activación fisiológica no se desarrolla de la misma manera en un organismo sano sino un organismo que sufre ya un proceso patológico. El estrés distorsiona la conducta de los enfermos. La apreciación de una enfermedad como un riesgo grave para la integridad física o incluso la vida propia, las limitaciones impuestas por una dolencia crónica, el dolor o la incapacidad son fuentes de estrés ante las cuales las personas no reaccionan sólo orgánicamente sino también con una reestructuración tanto de sus hábitos cotidianos como de sus esquemas vitales. En muchos casos el estrés desencadena -287-
conductas que pueden ser perjudiciales para la salud como, por ejemplo, demorar la visita al médico ante el miedo que un bulto sospechoso sea un cáncer, abandonar la quimioterapia del cáncer a causa de la angustia y malestar que produce, renunciar a operaciones quirúrgicas menores- como las dentales- por el miedo al dolor, negar la gravedad real de la enfermedad, etc. Todo ello aleja a los enfermos de la mediación y de las pautas higiénicas y dietéticas indicadas y, por lo tanto, puede ser un peligroso agravante de la enfermedad (Bayés, 1985). A partir de estos cuatro modos básicos de relación entre estrés y enfermedad se puede describir interacciones más complejas entre factores psicológicos y procesos biológicos como es el caso del análisis de Blasco (1994) de los vómitos y las nauseas asociados a la quimioterapia; que presentan un panorama fascinante e inasequible a esquemas simples. 1. PRIMERA TESIS: SER O NO SER... ¡Ser o no ser; he aquí el problema! ¿Qué es más noble para el espíritu, sufrir los dardos y los golpes de la insultante Fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas?. Sin duda alguna este pobre Hamlet era un angustiado; dudaba entre sufrir y actuar y continuaba divagando sobre cuál de sus opciones era más moral. Pero qué acierto en el planteamiento porque, al menos en nuestra opinión, cuando se trata de infortunios, penas y calamidades, lo más importante es ser o no ser; o dicho de otra manera actuar o sufrir, vamos a ver por qué. Durante mucho tiempo la investigación básica sobre el estrés ha consistido en el estudio de las reacciones vegetativas, endocrinas e inmunitarias a una amplia serie de fuentes físicas de estrés (Ver Gray, 1993) como los agentes tóxicos, el calor o el frío excesivo, una alimentación insuficiente y otras cosas más, aunque de entre todas ellas destacan, sin duda, dos: producir dolor en los animales mediante estimulaciones eléctricas e inmovilizarlos físicamente durante períodos prolongados de tiempo. Así se podía estudiar la relación entre la intensidad, la cualidad, la duración o la frecuencia de los estímulos y los diversos cambios orgánicos por ellos inducidos. Esta forma de estudiar el estrés revela una concepción reactiva o, dicho en otras palabras, que el estrés consiste en unas reacciones concretas ante unos hechos dañinos para el organismo que se relacionan mediante una función lineal directa. Este modelo también se ha aplicado a los humanos, introduciendo un elemento nuevo, que es la representación psicológica de las condiciones nocivas o de cualquier tipo de amenaza; de manera que se puede llegar a producir todos estos cambios vegetativos, endocrinos e inmunitarios sin que están realmente presentes fuentes físicas de estrés. Dicho de otra manera: la diferencia entre animales y humanos sería que fuentes simbólicas producen los mismas reacciones que las físicamente nocivas, aunque en ambos casos el modelo es reactivo. Este modelo reactivo, sin ser falso, es totalmente insuficiente tanto para explicar cómo reaccionan ante el estrés las personas, como para explicar las reacciones orgánicas de los mamíferos no humanos ante fuentes físicas de estrés puesto que desde finales de la década de los sesenta y el principio de la siguiente se realizaron una serie de experimentos que pusieron de manifiesto que las reacciones orgánicas de los animales ante el estrés no dependían únicamente de las condiciones a las que eran expuestos sino también de la conducta que realizaban ante ellas. Vamos a exponer algunos de estos trabajos. Una línea de trabajo especialmente destacada fue la llevada a cabo por Jay M. Weiss en la Universidad Rockefeller. Weiss, Stone y Harrell (1970) trabajaron con un aparato compuesto por una especie de banco con tres cajitas en las que introducía una rata en cada una de ellas. A dos de los animales se les ponía un electrodo a través del cual se aplicaban estímulos eléctricos. El circuito estaba hecho de tal manera que los dos animales siempre recibían la misma corriente, mientras que el tercero no recibía corriente sino que tan sólo estaba encerrado en la cajita tanto tiempo como sus dos compañeros a modo de control. Volviendo a los dos primeros, aunque ambos estaban sometidos al mismo dolor, uno de ellos podía empujar una palanca con lo que desconectaba la corriente eléctrica, es decir un animal podía ejercer control sobre el estímulo y el otro no. A lo largo de las sesiones experimentales los animales que podían apretar la palanca lo hacían cada vez que se les presentaba el estímulo, y con ello también se beneficiaba el otro animal -288-
que recibía los mismos estímulos pero no podía apretar nada. Es decir, los dos sufrían lo mismo pero sólo uno actuaba. El resultado fue que ambos padecieron tal grado de estrés que se pudieron detectar importantes alteraciones bioquímicas en su cerebro, pero los cambios sufridos por los animales sin control fue muchísimo mayor. Es decir: el impacto de las fuentes de estrés sobre el organismo depende, al menos, de la magnitud de la propia fuente y del control que se pueda ejercer sobre dicha fuente. Además de los trabajos de Weiss que hemos citado como ejemplo destacado, a esta idea se ha podido llegar siguiendo diferentes estrategias experimentales, registrando diversos parámetros fisiológicos y siendo los sujetos experimentales tanto animales como sujetos humanos. Por ejemplo Obrist (1981) comparó las situaciones en la que se requería afrontar de forma pasiva o activa las situaciones aversivas. El afrontamiento pasivo es el que se produce cuando el sujeto no puede ejercer control y solamente puede soportar lo mejor posible la situación aversiva, mientras que el afrontamiento activo es aquél en el que el sujeto puede realizar una acción para controlar la situación. Obrist descubrió que el afrontamiento activo, en igualdad con el resto de condiciones con el pasivo, da lugar a una activación cardiovascular que se hace patente en una frecuencia cardíaca y una presión sanguínea mayores. Efectos similares se pueden hallar en la corticosterona (Herrmann, Hurwitz y Levine, 1984), en las respuestas inmunitarias (Sklar y Anismar, 1979) y, en el caso de los humanos, la actividad electrodérmica (Fernández Castro, Carasa, Torrubia y Tobeña, 1988). Mención especial merece también el fecundo trabajo sobre control y estrés de Martin E.P. Seligman y su larga lista de discípulos de la Universidad de Pennsylvania. Seligman (1981) también halló que el estrés incontrolable es mas grave que el estrés controlable -siendo la magnitud del estímulo la misma-, pero además, ha podido demostrar que los efectos negativos de la falta de control no se reducen a las reacciones orgánicas, sino que abarcan también cambios cognoscitivos, motivacionales y emocionales. A partir de sus trabajos Seligman ha defendido que las personas son capaces de aprender que las fuentes de estrés son incontrolables, efecto al que llama indefensión aprendida, y que tiene efectos relativamente permanentes, de tal manera que las personas con indefensión aprendida pueden seguir mostrando formas pasivas de afrontar situaciones que en realidad serían controlables. Incluso en el campo del tratamiento de los trastornos de ansiedad, donde los modelos reactivos han tenido tanta aceptación, han surgido voces que defienden la idea que lo esencial es el grado de control. Destaca especialmente el meticuloso trabajo de Eifert, Coburn y Seville (1992) en el que sostienen que los procesos de extinción, habituación, inhibición recíproca o contracondicionamiento, a pesar de estar muy acreditados, no dan cuenta de todos los aspectos de los métodos clínicos de reducción de la ansiedad utilizados actualmente; por el contrario sostienen que los cambios en la percepción de control son los responsables de la mejora en los trastornos de ansiedad. Esta idea está apoyada en una cuidadosa revisión de un gran número de trabajos que demuestran que para superar este tipo de trastornos es crucial creer que se puede controlar los siguientes factores: a) las respuestas fisiológicas en situaciones de ansiedad, b) los estímulos o situaciones que provocan la ansiedad y c) la propia conducta de exposición a dichos estímulos o situaciones. En fin, todos estos datos fortalecen la idea que a partir de una fuente concreta de estrés no se puede predecir prácticamente nada sustancial acerca de sus consecuencias vegetativas, endocrinas, inmunitarias, cognoscitivas, motivacionales y emocionales, a menos que se conozca el grado de control que se puede ejercer sobre esa fuente de estrés y si realmente se afronta de manera activa o pasiva. 2. SEGUNDA TESIS: UNA ORACIÓN PARA NO ABRIR LA BOTELLA Dios mío concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor de cambiar las que pueda y la sabiduría para establecer la diferencia. Estas palabras provienen de oración compuesta por el teólogo Rienhold Niebuht y que fue adoptada en Estados Unidos por la organización Alcohólicos Anónimos. Traduciendo la oración a la jerga de los psicólogos actuales sería que en situaciones incontrolables, la mejor estrategia de afrontamiento sería la -289-
aceptación pasiva y en situaciones controlables, en cambio, lo más adecuado sería plantearse una estrategia para afrontar activamente la fuente de estrés. Las personas más adaptadas serían, según esto, las capaces de discriminar las situaciones potencialmente controlables de las que no lo son. ¡Ay, si fuese tan sencillo! ¡Qué bien si se pudiera sintetizar de una manera tan clara lo que se debe hacer! Desgraciadamente, es muy posible que la forma en que las personas afrontan las penalidades de la vida sea algo más complicada que lo reflejado en estas, a pesar de todo, sabias palabras y voy a intentar explicar por qué. Para empezar, el control no es un concepto unidimensional. Cuando se trata de experimentos de laboratorio es relativamente fácil establecer la diferencia entre poder accionar un botón que controla un estímulo aversivo y no tener ninguna posibilidad de hacerlo. En las situaciones de la vida cotidiana, se puede ejercer control de varios modos diferentes y hay situaciones que no se pueden controlar de una manera directa, pero si de otra distinta por ejemplo enfocándola desde una punto de vista diferente. En la Tabla 18.1 aparecen tres clasificaciones diferentes de los tipos posibles de control propuestas por Averll (1978), por Miller (1979) y por Thompson (1981), como podrá observar el lector, aunque no hay coincidencia total entre las tres, queda claro que los caminos para controlar las situaciones aversivas o amenazantes son diversos y variados. (Insertar la Tabla 18.1) Por otra parte, los esfuerzos para controlar las situaciones aversivas dependen de la valoración, necesariamente subjetiva, de la capacidad y de los recursos que tiene uno mismo para hacer frente a la situación. Esta es la operación cognoscitiva denominada apreciación secundaria y forma parte del modelo de afrontamiento del estrés propuesto por los psicólogos Richard S. Lazarus y Susan Folkman de la Universidad de California, responsables del Berkeley Stress and Coping Project que ha sido sin duda alguna el grupo más influyente en el desarrollo de la investigación sobre el estrés humano especialmente entre 1979 y 1989. Si hay varias maneras de ejercer control, no es posible dividir el afrontamiento solamente en activo o pasivo. Lazarus y Folkman (1986) formularon una definición de afrontamiento que ha llegado a ser clásica y que permite muchas más posibilidades, para ellos el afrontamiento está constituido por aquellos esfuerzos cognitivos y conductuales constantemente cambiantes que se desarrollan para manejar las demandas específicas externas y/o internas que son evaluadas como excedentes o desbordantes de los recursos del individuo (p.164) Es preciso destacar dos aspectos de esta definición, el primero es que se refiere al esfuerzo de hacer frente a las situaciones que provocan el proceso y no al resultado de dicho esfuerzo, es decir afrontar quiere decir intentar solucionar un problema de forma satisfactoria pero no necesariamente conseguirlo, y el segundo es que manejar, en esta definición, significa tanto dominar o controlar, es decir resolver activamente el problema planteado, como también minimizar, tolerar, evitar, sortear o aceptar el problema, las emociones desatadas por el problema, o bien ambas cosas. Cuando las situaciones son infinitas y las formas de actuar ante ellas innumerables, surgen preguntas obvias, por ejemplo: ¿Existen unas formas de afrontar el estrés más sanas que otras? ¿Cuáles son éstas? ¿Podemos seguir manteniendo que el impacto sobre la salud que tiene un proceso de estrés depende de la forma concreta de afrontamiento que desarrolle el sujeto? Y si es así, ¿Cómo predecir las consecuencias del estrés a partir de la manera en que se afronta? Para poder saber algo sobre la eficacia de todas estas diferentes formas de afrontar el estrés se debería, primero, clasificarlas y ordenarlas reduciendo el abanico de posibilidades a unas cuantas, pocas, formas generales de actuar para así poder investigar posteriormente su impacto en la salud y la adaptación. La medida y evaluación de las estrategias de afrontamiento ha sido una tarea ardua, que aún no se ha resuelto de forma satisfactoria para todos los especialistas. Cuando se intenta medir el afrontamiento, el primer problema que aparece consiste en escoger entre una descripción general con validez universal, a costa de poca precisión y otra más potente y precisa pero circunscrita a grupos concretos de personas sometidas a una misma fuente de estrés, como por ejemplo personas que deben afrontar un primer diagnóstico de cáncer, una intervención quirúrgica, o sufren una enfermedad crónica como la artritis o la diabetes. -290-
En el primer caso, para obtener descripciones generales hay que observar a la población general ante problemas diversos. En un principio muchas investigaciones sencillamente preguntaban sobre la forma de actuar en general ante los problemas. Las respuestas dadas ante este tipo de preguntas son totalmente inconsistentes y actualmente prácticamente no se usa este método. Hay dos alternativas a las preguntas generales. Una consiste en pedir a los sujetos que contesten un cuestionario en donde hay una lista de posibles formas de afrontar los problemas pero pidiendo que hagan constar lo que hicieron realmente ante un hecho productor de estrés que hayan pasado recientemente y que deben hacer constar. Otra alternativa es plantear una serie de situaciones de estrés comunes, que todos los sujetos o bien han pasado o bien han podido vivir de cerca y preguntar cómo responderían ante ellas, por ejemplo si tuviesen una enfermedad grave, perdiesen el empleo, tuviesen una discusión con un familiar o se tuvieran que presentar a un examen o entrevista para obtener un empleo. En todo caso, parece que la primera alternativa sigue siendo la más usada. Aún hay que tomar otra decisión, que consiste entre optar por una estrategia deductiva o inductiva. En el primer caso se trata de definir ciertas categorías hipotéticas mutuamente excluyentes y que, en conjunto, representen una relación exhaustiva de todas las posibles respuestas de afrontamiento, en consonancia, evidentemente, con una teoría que la sustente. Se trata, por supuesto, de comprobar si estas categorías cuadran con las respuestas observadas en grupos de personas estudiadas. Estas taxonomías tienen la ventaja de ser lógicamente simples y coherentes y simétricas. Otra ventaja es que son suficientemente generales para cubrir diferentes personas y situaciones. Los problemas para esta manera de proceder surgen cuando no son contrastadas empíricamente o cuando las categorías en principio diferentes aparecen con altas correlaciones entre sí. Este tipo de investigaciones se realiza, en general, desglosando cada categoría, en varias afirmaciones particulares que la concreten como pensé en el problema como un reto, recé o pedí consejo a un pariente o a un amigo. La vía inductiva consiste sencillamente en examinar qué hace la gente ante un problema específico o general, a veces partiendo de listas abiertas de posibles formas de afrontamiento y mediante técnicas estadísticas ir descubriendo agrupaciones empíricas de respuestas que revelen estrategias generales. Lazarus y su grupo de Berkeley desarrollaron un cuestionario para evaluar el afrontamiento llamado Ways of Coping (WOC) (Folkman y Lazarus, 1980, 1988). En su versión del año 1988 este cuestionario constaba de 63 ítems que podían ser agrupados en ocho escalas de modos generales de afrontamiento. Pero de este cuestionario se han hecho una gran cantidad de versiones diferentes, añadiendo y suprimiendo ítems - desde 46 hasta ochenta o más -, obteniendo además una extraordinaria diversidad de factores que va desde dos hasta catorce. Aliaga y Capafons (1996) han expuesto un completo panorama de las vicisitudes por las que ha atravesado este cuestionario. Si se contrasta la cantidad de investigaciones realizadas en pos de una clasificación de las formas generales de afrontar el estrés y el acuerdo obtenido en los resultados, el balance es realmente desalentador por la confusión que produce. La consecuencia es que los especialistas más destacados han hecho cada uno su versión propia del WOC quitando o añadiendo ítems e introduciendo cambios de detalle; quizás las versiones más citadas sean el CSI (Coping Scale Inventory) de Tobin, Holroyd y Reynolds (1984) , la versión del WOC de Vitaliano, Russo, Carr, Maiuro y Becker (1985) y el COPE de Carver, Scheier y Weintraub (1989). Para no hacer esta exposición inútilmente minuciosa, voy a describir brevemente tan sólo una de ellas, el CSI; simplemente a modo de ejemplo que valga por todos puesto que ofrece una taxonomía deductiva de modos de afrontamiento general que ha demostrado tener consistencia empírica aceptable y una utilidad indiscutible tanto para la investigación como para la intervención en los trastornos de estrés, pero haciendo constar que no es ni la única ni, mucho menos, la definitiva. El CSI elaborado por Tobin, Holroyd y Reynolds (1984) y reformulado por Tobin, Holroyd, Reynolds y Wigal (1989) es un cuestionario de autoinforme constituido por 72 ítems diseñado para evaluar conductas y pensamientos realizados ante fuentes específicas de estrés. A los sujetos se les pide que describan en uno o dos párrafos un suceso provocador de estrés; que -291-
puede ser bien uno cualquiera, bien uno relacionado con algún problema particular sugerido por el entrevistador. Después deben rellenar el CSI reflejando en una escala de 5 niveles (de nada hasta mucho) el grado en el que han realizado cada ítem ante el problema descrito antes. El cuestionario contiene 14 subescalas: 8 primarias, 4 secundarias y 2 terciarias (Figura 18.2). Fueron obtenidas a partir la rotación jerárquica de Wherry en un análisis factorial de un conjunto de ítems consistente en una selección de ítems del WOC más otros redactados específicamente por los autores a partir de sus hipótesis. (Insertat la Figura 18.2) Las escalas primarias consisten en estrategias específicas de afrontamiento en respuesta a las fuentes de estrés y son las siguientes: Resolución de Problemas (cambiar la fuente de estrés), reestructuración cognitiva (cambiar el significado de la situación), contacto social (buscar apoyo en amigos y familiares), expresar emociones (dejar ir las emociones y comunicarlas), evitación del problema (negar la existencia del problema y evitar pensar o actuar en relación a él), pensamiento desiderativo (tener fantasías en las que todo se soluciona fácilmente), retraimiento social (guardarse los sentimientos para sí y evitar los contactos sociales) y autocriticarse (echarse la culpa a uno mismo y reprocharse los errores pasados cometidos). La escalas secundarias son cuatro: aceptación centrada en el problema que incluye la resolución de problemas y la reestructuración cognitiva, aceptación centrada en las emociones que comprende el contacto social y la expresión de las emociones, el rechazo centrado en el problema a la que corresponden la evitación del problema y el pensamiento desiderativo y, finalmente, el rechazo centrado en la emociones que está íntimamente relacionada con el retraimiento social y el autocriticarse. Finalmente los factores terciarios son dos. El primero es Aceptación que comprende los dos factores de aceptación ya sea centrado en el problema, ya sea centrado en las emociones. Los autores usan el término engagement, que significa algo así como compromiso y tiene mucha relación con el concepto de aproximación como opuesto a evitación. En la primera versión de este instrumento los autores denominaban a este factor cambio, puesto que aceptar que hay un problema implica alterar algo de la transacción entre individuo y su entorno, ya sea la situación, su apreciación, las emociones o las conductas. El segundo factor terciario es el de Rechazo y abarca los dos factores que implican rechazo bien del problema, bien de las emociones. La palabra inglesa usada por los autores para este factor es disengagement que aparte de rechazo también significa desentenderse de algo; también tiene algo que ver con el concepto de negación y el de evitación. En la primera versión se le denominaba estabilidad puesto que las estrategias incluidas en este factor tienen en común el no hacer nada, el intentar eludir el hecho que no se puede continuar manteniendo la situación anterior al inicio del problema. Como ya se ha señalado antes, los autores del CSI han realizado diversos estudios sobre la fiabilidad de la escala, y la solidez de su estructura factorial, y también han comprobado la validez de criterio (discrimina entre depresivos y normales, neuróticos y normales y enfermos y sanos). Asimismo, han explorado la validez de constructo del CSI, comprobando que cuanto más autoeficacia muestran los sujetos, usan más estrategias de resolución de problemas y menos de evitación del problema (Tobin y cols., 1989). Dentro del grupo de intentos de clasificación de estrategias de afrontamiento no generales sino específicas a problemas concretos, destaca la desarrollada por Moorey y Greer (1989) para personas que han de hacer frente a un diagnóstico de cáncer. Esta tipología aunque se refiere a una fuente de estrés muy específica tiene gran interés para poder conocer cómo las personas, en general, hacen frente a sus preocupaciones y problemas. Este modelo se basa en la teoría Transaccional de Lazarus y la descripción de cada estrategia incluye un conjunto particular de apreciación cognoscitiva inseparable de la propia estrategia de afrontamiento y consisten en: ! Espíritu de lucha. Interpretan el diagnóstico como un reto ante el que hay que crecerse, perciben un alto grado de control sobre la situación, tienen una visión optimista del pronóstico y sus estrategias de afrontamiento típicas son la búsqueda moderada de información, intentar tener -292-
papel protagonista en la recuperación e intentar proseguir con la vida actual. El tono emocional es positivo, aunque manifiestan una ligera ansiedad. ! Evitación o negación. No aprecian ninguna amenaza en el diagnóstico. Tienen una visión del pronóstico optimista y su estrategia de afrontamiento consiste en minimizar la enfermedad y sus síntomas. Su tono emocional es sereno. ! Fatalismo. Tienen una visión del diagnóstico que se traduce en una amenaza moderada. No perciben ninguna posibilidad de control. Se plantean aceptar el desenlace de la enfermedad, sea bueno o malo, con dignidad. Sus estrategias de afrontamiento se centran en la aceptación pasiva y no despliegan ningún tipo de estrategias dirigidas al problema. ! Indefensión y desesperanza. Ven el diagnóstico como una amenaza terrible y segura. No perciben ninguna posibilidad de control. Son pesimistas respecto el pronóstico. Sus estrategias de afrontamiento se reducen a expresar su desesperación sin mostrar ninguna iniciativa dirigida al problema. Su tono emocional es depresivo. ! Preocupación ansiosa. Ven el diagnóstico como una gran amenaza. Experimentan una gran incertidumbre sobre si se puede ejercer control o no sobre la situación. Su visión del pronóstico se caracteriza también por la incertidumbre respecto al futuro. Sus estrategias de afrontamiento son la búsqueda compulsiva de seguridad (búsqueda excesiva de información y medicinas alternativas), la rumiación y la excesiva atención a los síntomas físicos dirigidos a detectar la recaída. Su tono emocional se caracteriza por la ansiedad. Heim (1991) ha realizado un laboriosa investigación consistente en un metanálisis de las investigaciones sobre formas de afrontamiento y cáncer. Seleccionó un reducido número de investigaciones que ofrecían garantías de solidez metodológica y tradujo las categorías y definiciones de las formas de afrontar el diagnóstico de cáncer a un único código y luego a comprobar cuáles habían sido las más favorables y cuales las peores para el curso de la enfermedad. Este estudio lo realizó por separado para el ajuste o adaptación psicosocial como variable dependiente y para el curso -biológico- de la enfermedad; quizás lo más interesante es que las estrategias más y menos efectivas coincidían en un alto grado. Las estrategias más adaptativas en el mayor número de investigaciones fueron tomar una actitud activa en el cuidado de la enfermedad (Informarse, consultar, seguir escrupulosamente consejos médicos, etc.), buscar el apoyo emocional y profesional de toda aquella persona dispuesta a cuidar o a escuchar al paciente, y mostrarse optimista. Por el contrario, las estrategias que en ningún caso fueron buenas ni para el ajuste psicosocial, ni para el curso biológico de la enfermedad fueron resignarse, pensar que no se puede hacer nada, aislarse socialmente y dar vueltas continuamente a las preocupaciones. A pesar que, como vemos, tenemos algunos instrumentos consistentes para medir la manera de afrontar el estrés y su impacto sobre la salud, aún hay dificultades que no se han superado del todo. Quizás una de las principales es que las personas no hacen una sola cosa a la vez, quizás intenten varias simultáneamente o algo respecto las emociones y otra cosa diferente respecto el problema. Por otro lado la gente también puede cambiar su forma de afrontar los problemas de forma sucesiva, por ejemplo: intentar luchar con todas sus fuerzas durante un tiempo, luego sumirse en la depresión y, después, vuelta a luchar. Quizás algo realmente nuevo que hace frente a esta dificultad lo podemos encontrar en el reciente trabajo de Smith y Wallston (1996) en el que estudiaron perfiles de afrontamiento en enfermos de artritis y sus niveles de adaptación psicológica y social. Para ello utilizaron un cuestionario basado en el WOC y el COPE ya citados, pero con la novedad de que el resultado no es una medida única, ni una estrategia predominante, sino un perfil formado por la puntuación en cada una de las once estrategias contempladas y expresado como desviaciones respecto la media de todo el grupo Analizando estadísticamente estos perfiles con métodos multivariantes obtuvieron cuatro agrupaciones diferentes en las que podían ser clasificados cómodamente todos los pacientes estudiados. Los cuatro perfiles que obtuvieron fueron afrontamiento activo, en el que las escalas que miden las estrategias activas tienen una puntuación algo superior al resto, afrontamiento pasivo, que es la inversa del perfil anterior, afrontamiento mínimo, en el cual los enfermos puntuaban muy bajo en todas las escalas y autocrítica, en que los sujetos puntuaban alto en casi todas las -293-
estrategias pero sobresaliendo, y mucho, en la de autocrítica. Es interesante comprobar que todos los pacientes realizan todas las estrategias en algún grado y que alguna de ellas como las prácticas religiosas o el pensamiento desiderativo estaba muy extendida en todos los grupos y que el aislarse o el luchar directamente eran las menos usadas. Los sujetos clasificados dentro del grupo afrontamiento mínimo eran los que, en general, partían de unos niveles de dolor inferiores. Por otro lado, el resto de los grupos tenían niveles similares de intensidad de dolor e incapacidad provocada por la enfermedad. Analizando el ajuste psicosocial controlando el grado de dolor y la gravedad de la enfermedad, hallaron que los sujetos de los grupos activo y mínimo mostraban mayor adaptación que los del grupo pasivo y de autocrítica. Adoptando un punto de vista necesariamente general y salvando casos concretos, las estrategias activas en las que las personas hacen todo lo que pueden para solucionar el problema, y aún en el caso que realmente no sean muy efectivas, son las que permiten una mayor adaptación, es decir el mayor bienestar y calidad de vida posibles dada la situación objetiva que impone la enfermedad. Aquellos casos en los que negar el problema o evitarlo sea beneficioso, lo mismo que aceptarlo con fatalismo, nos remite a situaciones en las que objetivamente no hay nada que hacer y en los que el no atender al problema al menos reduce la excitación emocional del paciente, cosa sin duda alguna no es nada malo. ¿A qué conclusión podíamos llegar que incluyese estos dos datos? Pues, sencillamente, a que las estrategias de afrontamiento serán más adaptativas cuantos más activas sean dentro de las posibilidades de control que ofrezca cada situación, o enfermedad, en concreto. 3. TERCERA TESIS: EL IDEAL ESTOICO El hombre no se ve turbado por los acontecimientos, sino por la visión que tiene de ellos. Éste es un viejo aforismo de Epícteto. No es ni mucho menos la única enseñanza que nos legaron los antiguos filósofos estoicos pero sí la más conocida; no en vano actualmente decir que alguien es un estoico quiere decir que acepta las desgracias sin inmutarse y que actúa tanto ante lo bueno como ante lo malo con la misma dignidad. Y es precisamente lo que, después de muchos trabajos y sesudas reflexiones, han descubierto los psicólogos del siglo XX: que el impacto emocional de lo que nos pasa depende de la apreciación cognoscitiva que nos hacemos de ello y no de sus características objetivas. ¿De qué depende que la gente afronte bien o mal el estrés? ¿De factores situacionales o personales? Al igual que los estoicos, la respuesta que voy a proponer mira hacia las personas y no hacia las situaciones, la gravedad de las enfermedades o la incapacidad que producen. Se ha propuesto muchas ideas sobre qué tiene las personas que se adaptan bien a las situaciones de estrés: la autoestima (Coopersmith, 1969), la extroversión (Amirkhan y Risinger, 1995), el optimismo (Scheier y Carver, 1985), el locus de control interno (Rotter, 1954). También se ha propuesto características que tienen las personas que se adaptan mal como por ejemplo la represión (Byrne, 1961; Cano, Sirgo y Pérez, 1994) o la alexitimia (Sifneos, 1972; Martínez Sánchez, 1995). Voy a defender ahora que el concepto de Competencia Percibida puede ser especialmente útil para explicar por qué unas personas se adaptan bien a situaciones de estrés y minimizan su impacto en la salud mientras que otras, no. No creo que sea el único factor sino que sencillamente es uno de los más importantes y que, como es una creencia, puede ser modificado para poder ayudar a la gente sometida a situaciones de estrés a adaptarse más satisfactoriamente. La competencia personal percibida, o más sencillamente competencia percibida, es una creencia general sobre el grado en el que uno mismo es capaz de conseguir aquellas metas u objetivos deseados. Las personas con competencia percibida alta creen que, en general, son capaces de ir superando las dificultades de la vida de forma razonablemente satisfactoria. La competencia percibida implica un locus de control interno puesto que este último es una creencia en que lo que acontece en la vida depende de las acciones de cada uno y no de factores como el azar, la suerte u otros más poderosos, pero con algo más que es la creencia en que uno mismo es capaz de hacerlo. La competencia percibida tiene mucho en común con la expectativa de -294-
autoeficacia (Bandura, 1987; Villamarín, 1990); pero mientras que ésta es una expectativa contextual, es decir el grado en el que una persona cree que será capaz de realizar una conducta concreta en un momento determinado; la competencia percibida es una creencia general. La competencia percibida tal como la ha definido Wallston (Wallston, 1992; Fernández Castro y Edo, 1994b). es muy similar al concepto de competencia personal de White (1959); al de dominio de Pearlin, Menaghan, Lieberman y Mullan (1981) y al de autoeficacia general (Shwarzer, 1994). Smith, Dobbins y Wallston (1991) estudiaron la relación entre competencia percibida y adaptación psicosocial en un grupo de personas aquejadas de artritis, puesto que en esta situación se da un ajuste psicosocial bajo y también una gran variabilidad individual. Su hipótesis era que la competencia percibida era el mediador entre la enfermedad y la adaptación psicosocial. entrevistaron a un grupo de más de doscientos pacientes aquejados de artritis tres veces a lo largo de un año medio. Se evaluó el dolor referido, la incapacidad social, las creencias de control, el apoyo social, la competencia percibida, la sintomatología depresiva y la satisfacción vital. Los autores analizaron tanto las relaciones entre dichas variables en cada uno de los tres momentos, como su evolución a lo largo del tiempo. Los resultaron dieron un buen espaldarazo a la hipótesis que la competencia percibida juega un papel mediador entre los antecedentes que en este caso serían su los problemas de salud (dolor, incapacidad, etc.) y la adaptación psicosocial; es decir, ausencia de depresión y satisfacción vital. Analizando cada uno de las momentos puntuales de la investigación, la competencia percibida mostraba una correlación tanto con los antecedentes como con las consecuencias, pero la relación más fuerte y directa se halló entre la competencia percibida y las medidas de adaptación psicosocial. Si se examinan los datos a lo largo de la duración del estudio, se pudo demostrar que los pacientes que mantuvieron una competencia percibida alta, a pesar de los cambios en dolor e incapacidad, siempre manifestaron mayor adaptación psicosocial que el resto de la muestra. Sin embargo, dado que no pudieron demostrar que los cambios en los antecedentes (gravedad de la enfermedad) durante la primera mitad del período son los responsables de los cambios en la adaptación en la segunda mitad, la hipótesis no pudo ser corroborada totalmente, aunque tampoco rechazada. En todo caso lo que se pudo ver fue que las duras condiciones que imponen la gravedad de la enfermedad junto con otros factores aún desconocidos pueden tener consecuencias negativas en la adaptación psicosocial del paciente en la medida en que deterioren la competencia percibida, ya que si ésta permanece incólume la adaptación parece ser buena. Veamos el papel que puede representar la competencia percibida ante una fuente de estrés totalmente diferente. Fernández Castro, Rovira, Jiménez y Torralba (1996) compararon dos grupos de padres y madres, uno de los grupos se caracterizaba por tener un hijo con una discapacidad que le obligaba a asistir a un centro de educación especial. Ambos grupos estaban igualados respecto la edad, el sexo y el número de hijos. Los datos obtenidos mediante un cuestionario revelaron que los padres de hijos con necesidades especiales manifestaban algunas diferencias notables con el otro grupo, como por ejemplo en el grado de atención que requerían sus hijos, sin embargo no hubo diferencias en absoluto en el estrés percibido por los padres y madres de ambos grupos. Por otro lado también se administró a los participantes una adaptación española de la escala de competencia percibida usada por Smith y cols. (1991), al dividir todos los participantes en el estudio en personas con competencia percibida alta o baja, sin tener en cuenta si los hijos tenían discapacidades o no, se observó que las personas con una competencia percibida baja manifestaban un estrés percibido mayor ante los problemas causados por el cuidado de sus hijos. Estos resultados sugieren que puede llegar a pesar más las características y creencias de las personas sometidas a estrés, que la gravedad y características de la propia situación que lo origina. En una muestra de estudiantes sin ningún problema de salud específico, también se ha podido hallar una estrecha relación entre competencia percibida y manifestaciones de estrés (Fernández Castro, Álvarez, Blasco, Doval y Sanz, 1996) y además también pudimos comprobar que existía una alta correlación entre la competencia percibida y el locus de control interno. Por medio de correlaciones parciales pudimos demostrar que la competencia percibida predice mejor las manifestaciones de estrés, que el locus de control. -295-
Incluso se ha constatado el papel modulador de la competencia percibida también en las reacciones afectivas puntuales ante situaciones de estrés. Sanz, Villamarín y Álvarez (1996) realizaron una investigación en la que un grupo de noventa y seis sujetos fue sometido a una prueba de razonamiento aritmético bajo diversas condiciones de incentivo y observaron que el grado de competencia percibido modula los cambios experimentados por los estados emocionales ante las diversas situaciones. También parece que tiene un papel mediador en la percepción de la amenaza ante el fracaso. ¿Qué estoy intentando explicar? ¿Que la competencia percibida es un curalotodo psicológico perfecto? Pues no, la competencia percibida tiene mucho que ver con la buena adaptación a las situaciones de estrés pero no la asegura. La competencia percibida es solamente una creencia general que no produce directamente la adaptación psicosocial, posiblemente, lo que pasa es que las personas con una competencia percibida alta tienden a afrontar el estrés de manera activa y por lo tanto a adaptarse mejor. Ferguson, Dodds, Ng y Flannigan (1994) han expuesto muy bien esta idea, han demostrado que se puede diferenciar empíricamente entre las expectativas de autoeficacia concretas, por ejemplo de salvar una dificultad, y las creencias generales que son más abstractas y, también, más estables. Las expectativas de autoeficacia son los precursores más inmediatos de las conductas dirigidas a afrontar activamente el estrés y se forman a partir de la experiencia propia y vicaria, la persuasión verbal y las propias sensaciones orgánicas (Bandura, 1987; Villamarín, 1994). En igualdad de condiciones, es muy probable que las personas con una competencia percibida alta pueden formar estas expectativas antes que las personas que se vean así mismas como incompetentes. Ferguson y sus colaboradores argumentaron, además, que las situaciones de estrés son, casi por definición, nuevas, extrañas, ambiguas o inciertas y que justamente por esta razón las expectativas específicas y los hábitos aprendidos anteriores no sirven de mucho. Sin embargo, las creencias generales en la competencia personal, al no depender de contextos concretos, pueden tener mucha importancia para motivar los esfuerzos de afrontar activamente las situación de estrés y adaptarse a ellas cuando los recursos habituales son insuficientes. La competencia percibida también tiene sus limitaciones. La competencia percibida obtenida por autoinforme, tal y como hemos explicado podría ser una ilusión, Alloy y Abramson (1988) han demostrado que la ilusión de control, en contextos experimentales, es un fenómeno que afecta a la mayoría de la gente, la ilusión de control es sencillamente creer que se controla algo que en realidad es producto del azar. Por lo tanto una competencia percibida alta en situaciones claramente no controlables podría ser poco adaptativo. Helgeson (1992) en una investigación sobre la adaptación de enfermos crónicos, descubrió que la competencia percibida es buena cuando la amenaza (la gravedad potencial objetiva de la enfermedad) es moderada o grave, pero de dudosa utilidad ante pequeñas contratiempos de salud, puesto que en este caso se dedica innecesariamente a controlar amenazas sin importancia. También descubrió que, en los enfermos que estudió, no aparecía el fenómeno de ilusión de control en términos absolutos sino que la creencia de control sobre la enfermedad es beneficiosa siempre y cuando no sea extremadamente mayor que el control que realmente se puede ejercer. La conclusión que se desprende de estos trabajos es que una competencia personal alta (incluso cuando no sea del todo realista) podría ser una creencia que facilitase la formación de expectativas de autoeficacia altas y el desarrollo de estrategias de afrontamiento activas especialmente cuando las personas están en situaciones nuevas en las que no tienen una experiencia personal directa. Es posible que la competencia personal alta no sea beneficiosa cuando la gente se propone alcanzar metas o superar dificultades poco importantes y cuando la diferencia entre sus creencias y la realidad sea extremadamente grande. 4. CONCLUSIÓN: Y A MÍ... ¿QUÉ ME CUENTAS? ¿De qué nos sirve todo lo que he ido exponiendo a lo largo de este capítulo? ¿Qué importancia práctica tiene estudiar la percepción de control, las estrategias de afrontamiento y la competencia percibida? ¿Qué aporta este conocimiento a la mejora de la atención a la salud? Cada vez está más fuera de duda la íntima relación entre las emociones humanas y la salud; -296-
sin embargo esta idea aún tiene que superar algunos escollos importantes antes de dar todos los frutos prácticos que entraña. Richard Lazarus (1985) ha utilizado el término frivolización de la angustia para glosar una dificultad para el progreso del estudio de las emociones y su impacto sobre la salud; la frivolización de la angustia consiste en suponer que la aflicción y la tristeza que producen los avatares de la vida, especialmente las enfermedades, son un producto de un fallo personal, de una falta de entereza ante las dificultades o sencillamente a una especial de debilidad del carácter. La consecuencia de este punto de vista es que se coloca a los angustiados la etiqueta de débiles o, como máximo, dignos de compasión, y se desdeña la posibilidad de tratar la aflicción y la angustia como un objetivo prioritario dentro del tratamiento integral del enfermo. Tratar el estrés no es un asunto trivial, pues no solamente es la mejor vía para promover la adaptación psicosocial y la calidad de vida, sino que es, indiscutiblemente, una manera de prevenir una gran cantidad de enfermedades e incluso de favorecer la curación o retrasar el curso de enfermedades que ya se han desarrollado. En este último punto son esperanzadores trabajos como el de Fawzy, Fawzy, Hyun, Elashoff, Guthrie, Fahey y Mortn (1993) en el que una intervención psicológica tuvo un efecto sustancial en la tasa de supervivencia de un grupo de pacientes oncológicos recién operados. Aunque los efectos negativos del estrés sobre la salud posiblemente son producto de no haberlo afrontado correctamente, y que esto último depende de ciertos factores personales como la competencia percibida, no se puede decir que la gente sea culpable de su ansiedad, agobio o aflicción. En todo caso, es producto de unas creencias poco adaptativas; pero las creencias pueden cambiarse. En la mayor parte de los tratamiento contra el estrés, ya sea en el terreno de la prevención con personas sanas, ya sea en pacientes con alguna enfermedad declarada, el énfasis siempre está en la reducción de la ansiedad, posiblemente por mimetismo con las técnicas desarrolladas para tratar los trastornos de ansiedad. Pero las personas afligidas por el estrés, no son como los pacientes ansiosos sino que tienen un problema real, más o menos serio pero real. Posiblemente se podría avanzar mucho en la eficacia de los tratamientos del estrés intentando aumentar la capacidad de las personas para intentar afrontar activamente el estrés. La conclusión de este trabajo es que, sin olvidar reducir la ansiedad, habría que orientarse hacia el incremento de la competencia percibida todo lo que permitan las circunstancias de la situación y de la persona. Hay que enseñar a los individuos lo que pueden hacer para solucionar sus propios problemas o combatir su enfermedad, aunque sea muy poco lo que se pueda hacer, es preciso dar a esta implicación toda la importancia que se merece e impulsarla entre las personas que pasan por trances de estrés. En el caso de los enfermos, aunque es absolutamente necesaria un confianza total en la actuación médica, ello no es incompatible con el protagonismo el paciente. Entrenar a las personas en técnicas de relajación para hacer frente al estrés puede ser valioso quizás más como forma de aprender que puede hacer algo para luchar contra las amenazas, la incertidumbre y la angustia que le guarda el futuro que por el hecho de llegar a conseguir unos minutos, u horas, de desactivación biológica.
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CAPÍTULO 19
LA ALEXITIMIA, UN FACTOR DE RIESGO PARA EL PADECIMIENTO DE LOS EFECTOS PATÓGENOS DEL ESTRÉS Francisco Martínez Sánchez 1. INTRODUCCIÓN Sorprende comprobar cómo hasta bien entrado el siglo XIX los científicos no establecían relación causal alguna entre cerebro y emoción; de hecho, se creía que las emociones tenían su asiento en diversos órganos internos (corazón, pulmón, hígado y vesícula biliar). Por extrañas que hoy puedan parecernos estas creencias, no dejaban de tener un fondo de verdad, ya que los médicos habían observado que las emociones intensas influían en los órganos internos; así por ejemplo, Beaumont (1833) demostró que el miedo y la ira producían efectos sobre la mucosa gástrica. Posiblemente fuera el carácter manifiesto de los cambios fisiológicos paralelos que acompañan a ciertas emociones intensas, ya descritos por W. James (1890) hace más de un siglo, el motivo de la elección de la emoción por parte de los primeros investigadores, de entre el conjunto de los procesos psicológicos, como factor etiológico potencial de diversas enfermedades. Con el tiempo, y al amparo del impacto de numerosos trabajos, especialmente de quienes difundieron los efectos del estrés (Selye, 1936), se han multiplicado las investigaciones en torno a esta área, convirtiéndola en una de las más prolíficas y de más alta integración multidisciplinar de cuantas ocupan a los científicos. Sin embargo, a pesar de los avances logrados, y más allá de las evidencias capaces de proveer los estudios correlacionales y epidemiológicos, tanto la medicina como la psicología se han visto desprovistas de argumentos sólidos para explicar las polimorfas relaciones entre emoción y salud, de hecho, cabe preguntarse si actualmente algún modelo posee el estatus de paradigma. Durante gran parte de este siglo, la investigación psicosomática se realizó al amparo del paradigma del conflicto intrapsíquico propuesto por el psicoanálisis. La hipótesis sobre la que se asentó sostuvo que la tensión psicológica, causada por los conflictos emocionales de carácter inconsciente, inducía un estado de hiperactividad fisiológica capaz de provocar la disfunción del órgano en aquellos sistemas constitucionalmente vulnerables. Sin embargo, este paradigma se ha revelado más una propuesta “apoyada en imágenes que en explicaciones” (Valdés, 1983). Tal vez por ello, los modelos que han tratado de dar explicaciones en torno a la relación causal existente entre las emociones y la salud, apenas han coincidido más que en sostener la capacidad de las emociones para influenciar las funciones somáticas. En las últimas décadas se han acumulado sólidos apoyos, especialmente epidemiológicos (Barefood, Dahlstrom y Williams, 1983), a las diversas hipótesis que atribuyen a los factores emocionales un papel variable en la etiología de múltiples alteraciones somáticas (O'Leary, 1990). Se constituyen las respuestas emocionales, de esta manera, en factores de riesgo para la salud, en su calidad de agentes capaces de influenciar las funciones somáticas de muy diversas maneras que, además, inciden en diferentes momentos del proceso de enfermar (Fernández Castro y Edo, 1994). Se han postulado diversos constructos teóricos, orientados a explicar la capacidad predictiva que la expresión y/o la represión de las emociones tienen sobre la morbilidad y mortalidad de ciertos trastornos (Pennebaker, 1995), entre ellos destacamos la supresión de la ira (Chesney y Rosenman, 1985), la inhibición emocional (King y Emmons, 1992), el patrón de conducta tipo A (Rosenanm, 1991; Palmero y Codina, 1996), el síndrome ¡AHI! (FernándezAbascal y Martín, 1994a), el estilo represivo de afrontamiento (Weinberger, 1990), la ambivalencia de la expresión emocional (King y Emmons, 1990) y, por último, la alexitimia (Taylor, 1994). Todos ellos comparten la característica común de ser descriptores de los estilos de expresión y afrontamiento de la respuesta emocional. Centrándonos en este último constucto, la alexitimia, se ha postulado investigar las -298-
disfunciones en la identificación y expresión de las emociones como uno de los mecanismos capaces de esclarecer las relaciones que se establecen en el complejo binomio emoción-salud (Taylor, 1984). Esta propuesta supone desplazar el interés desde la magnitud (intensidad, frecuencia y duración) de la estimulación a la que se ve sometido el individuo, hacia los procesos cognitivos, moduladores en última instancia de los continuos procesos adaptativos. De esta manera se propone una alternativa a las simplistas concepciones que establecen una relación lineal cuasiproporcional entre emociones negativas y patología somática, a la vez que se postula que las relaciones entre agentes patológicos y trastornos psicosomáticos no son simples, ni por supuesto lineales (Martínez-Sánchez y Fernández Castro, 1994). Contrasta esta orientación con el escaso interés que las relaciones entre emoción y cognición han despertado entre los psicólogos cognitivos hasta hace apenas veinte años; de hecho, algunos autores (Acosta, 1990) se han hecho eco de la dificultad que presenta encontrar los términos “afecto” o “emoción” en los índices temáticos de revisiones sobre ciencia cognitiva hasta los años ochenta. En este trabajo, a la vez que se introduce brevemente el concepto de alexitimia (sintomatología, hipótesis etiológicas, instrumentos de evaluación, así como su hipotético papel en la etiología de diversos trastornos) conceptualizándolo como un trastorno emocional en el procesamiento de la información afectiva, así como en la regulación de los afectos (Taylor, Bagby y Parker, 1997); se postula su consideración como un factor de riesgo para el padecimiento de los efectos patógenos del estrés, en su calidad de alteración en la modulación de la activación fisiológica en respuesta al estrés. Se propugna el estudio de la alexitimia como un área de interés potencialmente útil en el estudio de las relaciones entre Emoción, Cognición y Salud, con la intención de que su estudio favorezca el desarrollo de un paradigma capaz de integrar la investigación multidisciplinar, así como el bagaje teórico, clínico y experimental acumulado por las Ciencias de la Conducta y Biomédicas a lo largo de décadas de investigación. Subyace en esta propuesta la tesis que sostiene la necesidad de avanzar en el conocimiento de los determinantes de la conducta humana -de los Procesos Psicológicos Básicos-, para dar respuesta a los retos presentes y futuros en la atención a la salud que la sociedad nos plantea (Fernández Castro, 1993). 2. LA ALEXITIMIA 2.1. Revisión histórica del concepto Diversos antecedentes prefiguran la primera formulación del concepto de alexitimia, todos ellos tienen en común la originalidad de atribuir a la identificación y expresión emocional un importante papel en la génesis de la enfermedad funcional, en un momento en que el conflicto intrapsíquico era utilizado por la medicina psicosomática y la psicología como el principal mecanismo explicativo de los trastornos psicosomáticos “clásicos” (Alexander, 1950). En 1948, Ruesch informó que los pacientes psicosomáticos mostraban una “personalidad infantil” caracterizada por una deficiente capacidad simbólica de expresión emocional, marcada dependencia y expresión a través de canales somáticos y de acción. Por su parte, McLean (1949) coincide en señalar, además, su aparente incapacidad para verbalizar emociones, especulando en torno a lo que denomina “lenguaje del órgano”, un mecanismo por el cual en situaciones de estrés esta incapacidad tendría su cauce expresivo a través de la somatización, y cuyo origen atribuye a una supuesta alteración neurológica causada por la disfunción de las conexiones entre el sistema límbico y los centros corticales. Ya en la década de los cincuenta, tanto Horney (1952) como Kelman (1952) repararon en el peculiar estilo cognitivo de estos pacientes, y lo que es más importante, diferenciaron la estructura que caracteriza a los alexitímicos de los rasgos propios de las neurosis, atribuyendo el trastorno a un mecanismo de defensa. Más tarde, Marty y de M'uzan (1963) observaron en estos -299-
pacientes una estructura de personalidad, denominada “la pensée opératoire”, caracterizada por una reducida capacidad de fantasía, así como un lenguaje y un peculiar estilo cognitivo orientado hacia los detalles externos, además de un tipo de pensamiento limitado a la reproducción de los detalles de acciones pasadas sin añadir el matiz subjetivo alguno a su descripción. La descripción de las manifestaciones sintomáticas de un grupo formado por 20 pacientes psicosomáticos, de los cuales 16 presentaban características alexitímicas, supone la primera formulación estructurada del trastorno (Nemiah y Sifneos, 1970); de ellos, los autores destacan principalmente (en contraposición a los neuróticos) su marcada dificultad para expresar verbalmente los sentimientos, así como para someterse a una terapia clásica, dadas sus dificultades de expresión verbal y manejo simbólico en la comunicación de los afectos con el terapeuta; lo que Freedman y Sweet (1954) denominan gráficamente “analfabetos emocionales”. Por último, en el Congreso Europeo de Investigación Psicosomática de 1976 se difunde y define con mayor precisión el término (Brautingam y von Rad, 1977). 2.2. Características La alexitimia -etimológicamente, ausencia de palabras para expresar las propias emocioneses un constructo hipotético multidimensional, formulado en la década de los setenta por Sifneos (1972) para describir una compleja constelación de manifestaciones cognitivo-afectivas observadas en pacientes aquejados de alteraciones psicosomáticas, y cuya prevalencia se estima en torno al 8 por ciento en varones y del 1,8 por ciento en mujeres (Shipko, 1982), así como en el 30 por ciento de los pacientes con trastornos psicopatológicos (Smith, 1983). Se considera (Ayuso, 1993; García-Esteve, Núñez y Valdés, 1988; Martínez-Sánchez, 1995; Taylor, 1984) que quienes padecen altos niveles de alexitimia muestran una alteración caracterizada por: 1) Dificultad para identificar emociones, sentimientos y afectos. Esta indiferenciación entre los distintos estados emocionales se produce no solo respecto a los propios estados del individuo, sino también con relación al reconocimiento (facial, vocal o conductual) de las manifestaciones emocionales en otros sujetos. 2) Dificultad para describir emociones, sentimientos y afectos. Esta alteración tiene su expresión en una marcada dificultad para verbalizar las emociones y describir a los otros todo lo referente al ámbito de lo afectivo y subjetivo. 3) Dificultad para diferenciar los sentimientos de las sensaciones corporales que acompañan a la activación emocional. Las manifestaciones fisiológicas asociadas a la activación emocional son atribuidas erróneamente a síntomas físicos vagos, equiparándolas a la emoción misma. En situaciones emocionales intensas, el alexitímico refiere simplemente la existencia de malestar físico, incapaz de describirlo con precisión. 4) Constricción en los procesos simbólicos. Se aprecia una reducida capacidad de fantasía, rememoración y manejo simbólico de las emociones y afectos. El alexitímico se caracteriza por un pensamiento concretista, un hilo discursivo parco y desprovisto de tintes afectivos, así como por unos pobres y rígidos ademanes (TenHouten, 1994). 5) Estilo cognitivo caracterizado por una preocupación hacia los detalles y acontecimientos externos. Su lenguaje se caracteriza por la parquedad de referencias abstractas y simbólicas, por el contrario, aparece repleto de detalles estériles y monótonos, limitado a describir los detalles de sus conductas en ausencia de coloración afectiva. 6) Utilización de la acción como estrategia de afrontamiento en situaciones de conflicto. Se cree que la manera de resolver el estado emocional displacentero -la activación física indiferenciada que percibe- se reduce exclusivamente a la realización de conductas directas (Blanchard, Arena y Pallmeyer, 1981). Lesser (1985) refiere una serie de características que permiten identificar los rasgos alexitímicos en la clínica: 1) el paciente parece “recitar” (más que describir adecuadamente) de manera aburrida y -300-
monótona sus síntomas físicos, sin relacionarlos en ningún momento con situaciones o contextos emocionales capaces de elicitarlos, ni referir antecedentes de estrés. 2) la incapacidad de caracterizar y describir con claridad las sensaciones corporales. 3) la falta de conciencia, o dificultad para relacionar proporcionalmente a su magnitud, sobre la importancia de los estresores -y los procesos adaptativos en general-, como antecedentes o consecuentes de los diversos estados emocionales. 4) la incapacidad para describir los afectos y sentimientos asociados a cualquier contexto, situación o proceso. 5) con frecuencia, estas características están presentes en sujetos que han padecido eventos traumáticos de gran intensidad. 6) el sujeto suele mostrarse aparentemente conforme y participativo en el tratamiento, sin embargo no suele responder de acuerdo a lo esperado. Estas características son conceptualizadas dentro de un patrón o rasgo de personalidad expresado a través de un continuo que correlaciona positivamente con el neuroticismo y la depresión (Hendryx, Haviland y Shaw, 1991), la ansiedad (Bagby, Taylor y Atkinson, 1988) y en sentido contrario con la extroversión (Parker, Bagby y Taylor, 1989) y la capacidad para experimentar emociones positivas (Prince y Berenbaum, 1993); por otra parte, diversos autores (Horton, Gewirtz y Kreutter, 1992), entienden la posibilidad de que la alexitimia pueda considerarse también como un “estado” emocional -alexitimia secundaria- consecuente a la depresión y/o la ansiedad (Hendryx, Haviland, Shaw y Henry, 1994), así como a diversos trastornos crónicos psicopatológicos y somáticos. En este contexto se dispone de poca información relativa a los niveles de estabilidad de la alexitimia a lo largo del tiempo, se desconoce también su margen de variabilidad en función de las contingencias situacionales, así como su rango de covariación en relación con otras variables emocionales a las que se sabe que está relacionada, tales como la ansiedad (Martínez Sánchez, Sánchez, Castillo, Gordillo y Ortiz, 1996). Existen informes (Freyberger, 1977; Ketikangas-Järvinen, 1987) que apuntan a la existencia de cambios discretos en el nivel de alexitimia contingentes con la mejora de los trastornos somáticos a los que se haya asociada, así como otros que no observan cambio alguno (Schmidt, Jiwany y Treasure, 1993). El único estudio que ha realizado un seguimiento longitudinal de los niveles de alexitimia (Salminen, Saarijärvi, Äärela y Tamminen, 1994) informa que éstos no experimentan cambios significativos a lo largo de un año, a pesar de que otros índices de evolución clínica sí varían significativamente recogiendo las mejorías clínicas de un grupo formado por pacientes con trastornos psicopatológicos. A pesar del valor clínico y heurístico de este constructo, es preciso señalar que diversos autores han considerado parsimoniosa su utilización, puesto que diversas variables psicológicas, algunas de ellas con gran tradición en investigación, pueden dar explicación del fenómeno alexitímico; en esta línea Mayer y Salovey (1993) proponen interpretar los fenómenos relacionados con la alexitimia dentro de una alteración en la “inteligencia emocional”, un subtipo de la inteligencia social, conceptualizado como la habilidad para procesar y regular, fiable y eficientemente las emociones. Por su parte, Lolas (1989) considera la necesidad de desarrollar un eje diagnóstico de la expresión o comunicación de sentido emocional como una dimensión estable y necesaria dentro de la nosología psicopatológica. Este autor valora más adecuada la consideración de la alexitimia como una parte del continuo de la descripción de sentido emocional, “gran parte del debate (en torno al concepto de alexitimia) se ha desviado de manera errónea a la búsqueda de la especificidad de rasgos alexitímicos (en los pacientes psicosomáticos), cuando el aspecto central es situar en primer plano (...) una característica de comunicación con capacidad descriptiva en el diagnóstico, pronostico y tratamiento (del trastorno psicosomático). Una óptica sistémica del constructo sugiere que debe ser considerado como un trastorno en la interacción, más que un estado o un rasgo” (Lolas, 1989, p. 216). -301-
Diversos autores (García-Esteve, Núñez y Valdés, 1988; Lesser y Lesser, 1983) aconsejan, con buen criterio, ser prudentes a la hora de relacionar el concepto de alexitimia con los trastornos psicosomáticos, a la espera de nuevas investigaciones que clarifiquen sus relaciones. 2.3. Etiología Si bien hasta el momento no existe una hipótesis unánimemente aceptada sobre el origen de esta alteración, son al menos cuatro las teorías elaboradas en torno a su etiología. Las explicaciones neurofisiológicas la atribuyen a una inhibición de la transmisión límbiconeocortical. Existen diversas hipótesis convergentes al respecto; así, recientemente se ha descrito un incremento en la actividad de ciertas estructuras límbicas implicadas en la regulación de la expresión de las emociones predominantemente por vías motoras, frente a las áreas que las regulan a través del uso de la expresión verbal (Gur et al., 1995). Septien et al. (1992) refieren las similitudes sintomatológicas entre alexitímicos y sujetos a los que se ha efectuado una comisurectomía provocando la falta de conexión interhemisférica; hasta tal punto se supone plausible esta hipótesis que Kyle (1988) se refiere a los alexitímicos como “comisurectomizados funcionales”. En esta línea, Zeitlin, Lane, O'Leary y Schrift, (1989) han realizado diversos trabajos con alexitímicos, interpretando en base a una desconexión funcional interhemisférica su ejecución en diversas tareas que evalúan especialización hemisférica cerebral. En conexión con esta hipótesis, complejos procedimientos de registro de los movimientos oculares laterales durante el procesamiento de la información parecen confirmar que el trastorno puede estar asociado a la dominancia de la lateralización izquierda cerebral (Parker, Taylor y Bagby, 1992). Mientras que las teorías genéticas (Heiberg y Heiberg, 1978) sostienen la existencia de un componente hereditario en el trastorno, las teorías de corte sociológico subrayan la importancia de los patrones culturales y sociales (Kirmayer, 1987) en la expresión lingüística de las emociones y la sintomatología asociada a la activación emocional. En esta línea, se sabe que la alexitimia está determinada por diversos factores socioculturales, ya que se han identificado más alexitímicos entre mujeres que entre hombres, así como entre las clases populares. Por último, las teorías dinámicas -recordemos que el concepto tiene un origen psicodinámico- lo atribuyen a un complejo mecanismo de “fijación pregenital” de la personalidad. 2.4. Evaluación La alexitimia es un constructo hipotético de difícil evaluación. Desde la década de los setenta se han desarrollado numerosos instrumentos de medida, desde los basados en las observaciones de la conducta del sujeto en la entrevista clínica, tales como el Alexithymia Provoked Response Questionnaire de Krystal, Giller y Cicchetti (1986), y el Beth Israel Hospital Psychometric Questionnaire (BIQ) de Sifneos (1973), hasta autoinformes tales como el SchallingSifneos Personality Scale-Revised (SSPS-R) de Sifneos (1986); el Analog Alexithymia Scale de Faryna, Rodenhauser y Torem (1986), la Escala de Alexitimia del Minnesota Multifasic Personality Inventory (Kleiger y Kinsman, 1980), y el SAT 9, de Cohen, Auld y Demers (1985). Numerosos estudios (Bagby, Taylor y Atkinson, 1988; Norton, 1989) han mostrado serios problemas relativos a la fiabilidad y validez de muchas de estas escalas. Sobre la base de este hecho se desarrolló la Escala de Alexitimia de Toronto (TAS), de Taylor, Ryan y Bagby (1985); diversos estudios han valorado la fiabilidad y validez de la escala en diferentes culturas (Sriram, Chaturvedi, Gopinath y Subbakrishna, 1987). La última versión de esta escala (Bagby, Parker y Taylor, 1994), la TAS-20 muestra una solución factorial compuesta por tres factores coherentes con el constructo: (1) dificultad para identificar sentimientos, (2) dificultad para describirlos, y (3) pensamiento orientado a lo externo; posee unas notables propiedades psicométricas, tanto en la evaluación de poblaciones no clínicas (Bagby, Parker y Taylor, 1994; Martínez-Sánchez, 1996a) como psicosomáticas (Bagby, Taylor y Parker 1994).
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2.5. El procesamiento de estímulos emocionales en la alexitimia Desde el ámbito disciplinar de la psicología de la emoción se ha interpretado la alexitimia como un fenómeno de carácter predominantemente cognitivo (Martínez Sánchez y Fernández Castro, 1994), potencialmente capaz de ofrecer información en torno a las relaciones entre emoción y cognición (Martínez Sánchez, 1995); a este respecto, recientemente se han validado experimentalmente gran parte de las premisas conceptuales que subyacen al constructo, especialmente las referentes a las alteraciones del procesamiento de la información emocional. Estos estudios apuntan a la existencia de una serie de disfunciones, entre las que destacan: 1) dificultad para procesar información afectiva de carácter no lingüístico, tal y como se ha demostrado en tareas de presentación taquitoscópica de estímulos no lingüísticos (Dewaraja y Sasaki, 1990); esta alteración es especialmente manifiesta a la hora de identificar información emocional transmitida a través de expresiones faciales (McDonald y Prkachin, 1990). Este mismo hecho ha sido observado por Parker, Taylor y Bagby (1993) quienes presentaron fotografías de nueve emociones distintas a 131 mujeres y 85 hombres pidiéndoles que describieran las emociones que representaban; los resultados señalan las dificultades que entraña esta tarea a los alexitímicos. 2) dificultad para discriminar entre distintos estados emocionales. Bagby, Parker, Taylor y Acklin (1993) mostraron cómo los alexitímicos presentaban dificultades para distinguir entre diversos estados emocionales y afectivos, valorados mediante tareas en las que se utilizan descriptores verbales del estado de ánimo. 3) déficit en el procesamiento verbal de estímulos emocionales. Lamberty y Holt (1995) observan alteraciones específicas en el desarrollo de las habilidades verbales relacionados con la descripción de estados emocionales complejos en sujetos con altos niveles de alexitimia. De la misma manera, Nuñez, Valdés, García y Marcos (1986) aprecian una menor inteligencia verbal (medida con la subprueba de Wechsler), aunque no estadísticamente significativa, en un grupo de alexitímicos. 4) patrones atencionales específicos de la información emocional. Utilizando una variación del procedimiento experimental Stroop (tarea experimental frecuentemente utilizada para estudiar los procesos atencionales), Martínez Sánchez y Marín (1997a) comprobaron que los sujetos con altos niveles de alexitimia tenían dificultades para procesar estímulos emocionales en la conocida tarea nombre-color, siendo menos selectivos a los estímulos que evocaban activación emocional que los sujetos con bajos niveles de alexitimia; es más, en otro estudio se comprobó posteriormente cómo este efecto es especialmente acentuado ante estímulos descriptores del estado de ánimo (Martínez Sánchez y Marín (1997b). Este mismo efecto ha sido también comprobado en diversos trastornos relacionados con la alexitimia, como en el caso de pacientes con trastornos de pánico (McNally, Riemann y Kim, 1990). 5) procesamiento no simbólico de la información visual. Basándose en las propuestas conexionistas del grupo que propugna la posibilidad de modelizar el funcionamiento de ciertas funciones cerebrales mediante el Procesamiento Distribuido en Paralelo (Rumelhart y McClelland, 1986), Montreuil y Jouvent (1989) desarrollaron una prueba basada en este modelo cognitivo, dirigida al análisis de los patrones de procesamiento (analítico vs. global) de dos grupos de sujetos, un grupo de pacientes psicosomáticos y otro de control. Los resultados (Montreuil et al., 1991) mostraron que el grupo “psicosomático” analizaba la información visual de manera inmediata, lógica y no simbólica, de acuerdo a las características de los alexitímicos. Los autores interpretan estos resultados sobre la base de la hipótesis de la existencia de una “comisurectomía funcional” que justificaría las diferencias en el procesamiento de la información. 6) dificultades en la propiocepción visceral de las manifestaciones fisiológicas asociadas a la activación emocional. Se ha puesto de manifiesto la falta de fiabilidad de los alexitímicos para estimar diversos parámetros físicos asociados a la activación emocional tales como la tasa cardíaca (Sachse, 1994; Näring y van der Staak, 1995); por el contrario, se ha apreciado (Pauli et al., 1991) que los sujetos con trastornos de ansiedad perciben con mayor fiabilidad su tasa cardíaca que los sujetos normales. -303-
7) patrones específicos de activación cerebral en respuesta a estímulos afectivos. Tanto Parker, Taylor y Bagby (1992) como Berembaum y Prince (1994), atribuyen las deficiencias de los alexitímicos para interpretar la información emocional relevante a una disminución de la actividad cerebral hemisférica derecha. Estos hallazgos son concordantes con las diversas evidencias que han mostrado el papel del hemisferio cerebral derecho en el procesamiento de la información emocional (Silberman y Weingartner, 1986), por ejemplo, en la expresión facial de las emociones (Mandal y Singh, 1990) o en el reconocimiento de sonidos emocionales tales como el llanto o la risa (Bradshaw, 1989). 3. ALEXITIMIA Y ESTRÉS 3.1. Respuestas al estrés en alexitímicos Diversos estudios han descrito la frecuente asociación entre los trastornos asociados al estrés y la alexitimia, este es el caso de los trastornos por estrés postraumático (Krystal, Giller y Cicchetti, 1986; Zeitlin McNally y Cassiday, 1993), estrés cotidiano (Kohn et al., 1994), etc. A raíz de esta observación, Martin y Phil (1985) formulan la denominada “hipótesis del estrés” que sostiene que la presencia de características alexitímicas supone un factor de riesgo capaz de agravar las repercusiones patógenas del estrés, propiciando las condiciones favorables para el desarrollo de trastornos que cursen con el estrés. El proceso acaecería, en situaciones de adaptación, por la confluencia de una serie de procesos (véase Martínez Sánchez, 1996b): 1) la limitada conciencia afectiva y el patrón de afrontamiento orientado a la acción, junto a la dificultad para diferenciar los sentimientos de las sensaciones corporales que acompañan a la activación emocional, favorecen la amplificación, retroacción y el prolongamiento de los componentes somáticos de la activación emocional (Lane y Schwartz, 1987). 2) las deficiencias en la habilidad para modular el nivel de activación simpática y reaccionar de manera adecuada (homeostática), en el plano cognitivo, fisiológico y conductual, que permita la resolución y el afrontamiento adecuado del estado emocional displacentero. 3) la disociación entre respuestas fisiológicas y subjetivas incapacitan al sujeto para percibir la activación como una señal interna indicadora de la existencia de procesos de adaptación, por tanto, el sujeto tendería a seguir expuesto a sus efectos patógenos al carecer de la información precisa, no solo para realizar un afrontamiento dirigido a la emoción, sino también hacia el problema, o en su caso para poner en marcha estrategias de evitación o huida. -------------------------------------------------------------------------------------------------Insertar Figura 19.1 -------------------------------------------------------------------------------------------------La Figura 19.1 recoge esquemáticamente un modelo explicativo de los mecanismos implicados en la reacción adaptativa y alexitímica al estrés; como puede apreciarse, el proceso no adaptativo implicaría la disfunción en los procesos que permiten integrar adecuadamente la reacción afectiva, junto a la valoración cognitiva para favorecer un afrontamiento eficaz y, por tanto, restituir la homeóstasis al sistema, permitiendo modular contingentemente la activación fisiológica a las circunstancias que se demandan. Este proceso habría de entenderse, a nuestro juicio, más como el fruto de la interacción entre los rasgos alexitímicos y el estrés, que en términos sumatorios. Cobra especial importancia, en este contexto, la incapacidad del sistema para mantener el equilibrio en el funcionamiento, favoreciéndose su disrregulación (Schwartz, 1983; Weiner, 1989). Este concepto supone la existencia de una serie de procesos (atenuación, distorsión, demora y desconexión) opuestos a la autorregulación que acaecen en situaciones de desequilibrio (por ejemplo, a causa del estrés), y en los que los procesos de activación fisiológica son regulados por un mecanismo de feedback negativo, encargado de restablecer al organismo a un estado de equilibrio; si por el contrario no se produce la autorregulación correctora, el prolongamiento de la hiperactivación simpática podría jugar un papel de factor de riesgo, capaz de incrementar la -304-
morbilidad del sistema. La consideración del organismo regulado por una compleja jerarquía de susbistemas autorregulados permite vislumbrar las complejas relaciones entre sistemas; así, existen evidencias de que el sistema neuroendocrino no sólo puede influir en la regulación de la función inmune, sino que también éste puede ejercer una función recíproca sobre las funciones neuroendrocrinas (Blalock, 1989). La confluencia de los factores que contempla el modelo propiciaría las condiciones somáticas (autonómicas, endocrinas e inmunes) facilitadoras del trastorno, en conjunción con el resto de factores de riesgo individuales y en interacción con los factores ambientales; a este respecto, numerosos estudios han informado el hallazgo de relaciones significativas entre alexitimia, síntomas y patologías somáticas en un amplio espectro de patologías asociadas a etiología emocional: abuso de sustancias psicoactivas (Kauhanen, Julkunen y Salonen, 1992); trastornos por estrés postraumático (Zeitlin, McNally y Cassiday, 1993); trastornos de pánico (McNally, Riemann y Kim, 1990); anorexia nerviosa (Ayuso y Baca, 1993); cáncer (Todarello et al., 1989); dolor crónico (Chaturvedi, 1988), hipocondríasis y somatización (Kauhanen, Julkunen y Salonen, 1991), etc. Este modelo supone un intento por reinterpertar el trastorno desde una óptica psicológica, encuadrándolo dentro de los trastornos emocionales y entendiéndolo como el resultado de un déficit en los procesos afectivos, producto de la escasa asociación entre representaciones cognitivo-conductuales y actividad fisiológica que se produce dentro de los esquemas cognitivos responsables de mediar en las respuestas afectivas. A su vez, esta conceptualización permite entender esta alteración como independiente de otros fenómenos emocionales con los que se encuentra relacionada, tales como las dimensiones represión-sensibilización (Byrne, 1964), la ansiedad, etc. En última instancia, y dentro de la investigación de las relaciones entre emoción y cognición, los fenómenos que describimos se han interpretado como una apoyatura de la posición que defiende la independencia entre cognición y emoción propuesta por Zajonc (1984), entendiéndose como manifestaciones fruto de la incapacidad para realizar valoraciones situacionales más allá de niveles básicos (“valoraciones cognitivas primarias” en los términos propuestos por Lazarus), así como a un déficit para valorar la propia capacidad de afrontamiento en el continuo proceso transaccional de valoración y afrontamiento. Por otra parte, es importante señalar que si bien la alexitimia podría jugar un importante papel como marcador premórbido, el trastorno se encuentra asociado a diversas categorías diagnósticas y presente en los diversos momentos del proceso de enfermar, por lo que no tiene por qué vincularse con carácter exclusivo a los trastornos psicosomáticos. Por ello, la utilización de la alexitimia como sinónimo de “síntoma” asociado a las alteraciones psicosomáticas se ha estimado errónea (Lesser y Lesser, 1983); por el contrario, parece más adecuado su consideración como factor de riesgo, capaz de incrementar la susceptibilidad al trastorno. Esta hipótesis podría explicar los estudios, como el de Greenberg y Dattore (1981), en que no ha podido demostrarse su carácter de predictor premórbido. 3.2. Reactividad fisiológica al estrés en la alexitimia La reinterpretación que proponemos del fenómeno alexitímico, en términos de un déficit en los procesos afectivos, de carácter primordialmente cognitivo, despierta especial interés en el estudio de las relaciones entre emoción y salud, dada su vinculación, junto a los fenómenos de represión emocional, a diversos problemas de salud física y mental (Páez, 1993). Diversos estudios parecen confirmar en el trastorno la existencia de un proceso de disociación entre las representaciones cognitivo-conductuales y fisiológicas, a la vez que confirman la existencia de altos niveles de activación en fases tónicas (Pandey y Mandal, 1996). El primero de los trabajos que observó este hecho fue realizado por Nemiah, Sifneos y Apfel-Savitz (1977); los autores estudiaron los patrones de consumo de oxígeno de sujetos con altos niveles de alexitimia y controles normales en estados de relajación, así como durante fases de inducción -305-
experimental de estrés. Los resultados mostraron patrones diferentes de consumo de oxígeno en ambos grupos, hecho interpretado como muestra tanto de los altos niveles de reactividad fisiológica de los alexitímicos, como de sus dificultades para reducir los niveles de activación en fases de ausencia de estimulación. Martin et al. (1986) estudiaron la posibilidad de predecir las características alexitímicas. El procedimiento consistió en valorar diversas respuestas fisiológicas (EMG frontal, tasa cardíaca, amplitud de volumen del pulso) y psicológicas en situaciones de relajación, anticipación, control y recuperación de un estresor. Los resultados mostraron que los sujetos con altos niveles de alexitimia mantenían altos niveles de activación simpática, incluso en fas fases de recuperación tras la exposición a los estresores, por lo que se ponía de manifiesto la deficiente capacidad de modulación de la actividad simpática en respuesta a las demandas del entorno. Martin y Pihl (1986a) valoraron diversas respuestas fisiológicas (EMG frontal, tasa cardíaca y amplitud de volumen del pulso) y psicológicas (ansiedad y reacciones afectivas) en situaciones de estrés y recuperación. Los resultados, concordantes con los informados anteriormente, mostraron que los sujetos con altos niveles de alexitimia mantenían altos niveles de activación simpática, incluso en fases de relajación tras la exposición a los estresores. En la Figura 19.2 puede apreciarse cómo las correlaciones entre las variables fisiológicas y subjetivas son menores en los sujetos con altos niveles de alexitimia durante el periodo de recuperación (p.<.05), evidenciando la disociación entre ambos tipos de respuestas; en la Figura 19.3 se observa cómo la correlación entre las respuestas EMG y la tasa cardíaca son significativamente superiores durante la fase de estrés (p.<.01) y recuperación (p.<.05) en el grupo de baja alexitimia, que las obtenidas por el grupo de alta alexitimia. Este efecto evidencia la existencia de un desajuste cardio-somático (Obrist, 1981) en el grupo con altos niveles de alexitimia, por cuanto el nivel de activación simpática se mantiene inalterable durante ambas fases, al contrario que en el grupo de baja alexitimia en el que se produce una recuperación satisfactoria en la fase de recuperación, poniendo de manifiesto la predominancia de la actividad parasimpática. ---------------------------------------------------------------------------------Insertar Figuras 19.2 y 19.3 --------------------------------------------------------------------------------En diversas ocasiones se han tratado de replicar estos trabajos, así, Papciack, Feurestein y Spiegel (1985) valoraron la posible desconexión entre respuestas fisiológicas y subjetivas al estrés en alexitímicos. Los autores predecían que el grupo de mujeres clasificadas como “alexitímicas” tardarían significativamente más tiempo en recobrar los niveles fisiológicos basales, y a su vez se mostrarían menos reactivas en términos subjetivos al estrés que las normales. Los resultados mostraron que ambos grupos manifestaron incrementos significativos en la tasa cardíaca, presión sanguínea y niveles EMG frontales durante la fase de inducción experimental de estrés, sin embargo, al contrario de las predicciones, ambos grupos no difirieron respecto a sus respuestas subjetivas al estrés. No obstante, el grupo de alexitímicos mostró niveles tónicos significativamente superiores de tasa cardíaca. Más tarde, Rabavilas (1987) seleccionó grupos con niveles altos y bajos de alexitimia en sujetos con trastornos psicopatológicos, y los sometió a un procedimiento de valoración de la actividad electrodermal en respuesta a diversos estímulos. Los resultados pusieron de manifiesto que los sujetos con altos niveles de alexitimia exhibían niveles superiores de fluctuaciones espontáneas en los niveles de conductancia, mayor amplitud en la respuesta, así como niveles más lentos de recuperación a estímulos novedosos. Sin embargo, los resultados no pudieron validar la existencia de disociación entre respuestas subjetivas y fisiológicas. Hyer, Woods y Boudewyns (1990) exploraron también la relación entre alexitimia y activación fisiológica en un grupo de excombatientes de Vietnam aquejados de un trastorno por estrés postraumático. Al revisar los episodios traumáticos de cada individuo, obtenidos de su propia historia clínica, se comprobó que los sujetos con niveles superiores de alexitimia mostraron menores incrementos en la tasa cardíaca entre los periodos de estrés y línea base. -306-
Por último, Wehmer, Brejnak, Lumley y Stettner (1995) sometieron a un grupo compuesto por setenta y dos estudiantes a un conjunto de imágenes capaces de provocar reactividad emocional. Los resultados pusieron de manifiesto que los sujetos con niveles superiores de alexitimia tendían a mostrar también niveles superiores de tasa cardíaca en la línea base, así como a responder con niveles inferiores de tasa cardíaca y respuesta electrodermal durante la exposición a las imágenes emocionales. 4. CONCLUSIONES A la luz del estado actual de la investigación en esta área, puede concluirse que los individuos que presentan dificultades para identificar y expresar emociones muestran altos niveles de activación fisiológica; éste podría ser el mecanismo explicativo que daría cuenta de su alta prevalencia en el padecimiento de trastornos psicosomáticos. La reinterpretación del trastorno que aquí se propone, desde una óptica psicológica, encuadrándolo dentro de los trastornos emocionales y entendido como el resultado de un déficit en los procesos afectivos, permite su consideración en calidad de factor de riesgo para el padecimiento de los efectos patógenos del estrés, en sujetos en los que confluyan las características atribuidas al fenómeno alexitímico. La utilidad clínica del conocimiento, evaluación y tratamiento, de los fenómenos descritos es indudable, ya que tanto en las consultas de Atención Primaria como en la Clínica Psicológica los rasgos alexitímicos aparejados a la sintomatología somática constituyen una parte importante del trabajo clínico. Posiblemente sean las consultas de Atención Primaria donde más frecuentemente aparezcan los pacientes con rasgos alexitímicos, pacientes sin patología orgánica verificada, y de los que se sospecha etiología psicológica o psiquiátrica a sus demandas de atención y tratamiento (Goldberg y Bridges, 1988). El coste económico de estos procesos asistenciales, normalmente infructuosos, supone una gravosa carga para los limitados presupuestos de los servicios sanitarios (Shaw y Creed, 1991; Simon et al., 1995), por cuanto muchos de los que refieren síntomas somáticos “vagos” presentan en un alto porcentaje trastornos predominantemente emocionales, especialmente Trastornos Somatoformes, de Ansiedad y Afectivos (Lipowski, 1988), y en los que en una proporción significativa la alexitimia juega un destacado papel, en su calidad de factor predictor premórbido, factor iniciador y mantenedor del trastorno y/o indicador pronóstico de la respuesta terapéutica al tratamiento.
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