Breves opiniones con imágenes
sobre
relatos
Sobre Sebald y Torres-García Entre otras cosas, los estudios culturales verificaron un cambio de jerarquía que se
había producido con anterioridad: la literatura carece de su pasada utilidad, cuando era usada para desentrañar lo social. Por primera vez, el discurso que pretendidamente abarcador abarcador sobre lo “latinoamericano “latinoamericano”” se presenta como una reflexión que no deriva deriva ni recibe préstamos directos de la literatura. Esto no es exclusivo del latinoamericanismo y sus nociones emparentadas, ya que en general el pensamiento contemporáneo tampoco encuentra excusas, traducciones o equivalencias en la literatura del momento. Buena parte de lo que entendemos como literatura se ha convertido desde hace décadas en algo oscuro e imprevisible, que rechaza las interpretaciones generales y tiende a construir sentidos parciales a partir de unidades fragmentarias (unidades no un sentido estructural sino más bien semántico). El último aporte visible de la literatura al latinoamericanismo ha sido el “boom” de los años 60, un momento de la novela regional que, fuera de las peripecias comerciales y políticas del fenómeno, consistió en buena medida en una derivación conceptual de la “literatura de carácter” de los años 40 y 50; novelas y ensayos que buscaban mostrar el carácter nacional profundo como una manera de poner de manifiesto la verdadera y a la vez escondida naturaleza naturaleza de nuestras nuestras sociedades. sociedades. Esa postulació postulación n de proximidad, proximidad, o de documentalismo, ahora está ausente como demanda de la crítica y como vocación de la literatura, y el paisaje es de disgregación. Así, para muchos escritores el latinoamericanismo ha dejado de ser o nunca fue una preocupación. Por ello, en lugar de hablar sobre lo que ha sido y sobre lo que no sabem sabemos os cómo cómo será será (si (si es que que algun algunaa vez vez suce sucede de), ), o sea los los anti antigu guos os o futu futuro ross latinoamerica latinoamericanismos nismos en clave literaria, literaria, voy a referirme referirme a dos obras muy diferentes que recurren sin embargo a operaciones estéticas afines. Sobre todo las propongo como ejemplo de los modos que a veces adopta la literatura para señalar de manera elusiva
aquello que la palabra escrita no puede poner en claro o, en caso extremo, cuando el mismo texto parece evadirse porque no se reconoce en el registro escrito. Esas formas más o menos menos embozadas, embozadas, que muchas muchas veces exceden la intención intención manifiesta del autor, apor aporta tan n senti sentido doss y form formul ulac acio ione ness ideo ideoló lógi gicas cas que que a su vez, vez, expa expand ndid idos os como como procedimientos, dejan huellas poco a poco convertidas también en ideologías ideologías estéticas. *** Desde nuestras primeras lecturas frecuentamos libros que tienen imágenes. Al principio es prob probab able le que que no sólo sólo las las haya hayamo moss vist visto o como como ilus ilustra traci cion ones, es, sino sino que que fuera fueran n verdad verdadero eross contra contrapla planos nos de realida realidad d en los cuales cuales las palabr palabras as compro comprobab baban an (nos (nos enseñaban) su índole representativa. Era la estrategia del libro para retenernos, y así evitar que lo apartáramos. apartáramos. Con el tiempo tiempo después después uno se acostumbra, acostumbra, las ilustracione ilustracioness ya no son necesarias necesarias y quedan, quedan, cuando aparecen, definitivamente definitivamente expuestas expuestas como una interpretación gráfica de lo que dice el texto. Sin esperarlo, esperarlo, un libro que leí hace poco y tardíamente tardíamente hizo que me preguntara preguntara por las variables relaciones entre relato e ilustración gráfica que un autor puede proponer y, a fin de cuentas, su obra disponer. El uso y la elección de imágenes no es un recurso accesorio o casual, en especial cuando la literatura muestra desde hace tiempo tantos obstáculos para interpelar su propia parte de realidad y materializarse a la vez como discurso estético. La autobiografía de Joaquín Torres-García, Historia Torres-García, Historia de mi vida*, vida *, es un libro que puede considerarse considerarse plano, sin demasiadas demasiadas tensiones ni costados costados problemátic problemáticos. os. Escrito en 1934, y pese a la cercanía, si bien tibia, aunque tardía, del artista con la vanguardia europea desde comienzos del siglo, el relato adopta el esquema memorialista como estrategia estrategia para organizar tanto la reconstrucci reconstrucción ón biográfica biográfica como el recuento recuento personal, personal, obviando los nuevos modelos literarios que en décadas previas habían ampliado la forma de epresentar el pasado y la psicología individual. Se publicó en Montevideo, en 1939 (hay una edición más reciente: Paidós, Barcelona, 1990, 235 páginas). En este libro, donde casi no aparece la historia política, Torres-García es un personaje construido con hondura moral antes que subjetiva, y con más necesidades prácticas o expresivas que pasiones estéticas. Por momentos parece la historia de vida de un artista
aquello que la palabra escrita no puede poner en claro o, en caso extremo, cuando el mismo texto parece evadirse porque no se reconoce en el registro escrito. Esas formas más o menos menos embozadas, embozadas, que muchas muchas veces exceden la intención intención manifiesta del autor, apor aporta tan n senti sentido doss y form formul ulac acio ione ness ideo ideoló lógi gicas cas que que a su vez, vez, expa expand ndid idos os como como procedimientos, dejan huellas poco a poco convertidas también en ideologías ideologías estéticas. *** Desde nuestras primeras lecturas frecuentamos libros que tienen imágenes. Al principio es prob probab able le que que no sólo sólo las las haya hayamo moss vist visto o como como ilus ilustra traci cion ones, es, sino sino que que fuera fueran n verdad verdadero eross contra contrapla planos nos de realida realidad d en los cuales cuales las palabr palabras as compro comprobab baban an (nos (nos enseñaban) su índole representativa. Era la estrategia del libro para retenernos, y así evitar que lo apartáramos. apartáramos. Con el tiempo tiempo después después uno se acostumbra, acostumbra, las ilustracione ilustracioness ya no son necesarias necesarias y quedan, quedan, cuando aparecen, definitivamente definitivamente expuestas expuestas como una interpretación gráfica de lo que dice el texto. Sin esperarlo, esperarlo, un libro que leí hace poco y tardíamente tardíamente hizo que me preguntara preguntara por las variables relaciones entre relato e ilustración gráfica que un autor puede proponer y, a fin de cuentas, su obra disponer. El uso y la elección de imágenes no es un recurso accesorio o casual, en especial cuando la literatura muestra desde hace tiempo tantos obstáculos para interpelar su propia parte de realidad y materializarse a la vez como discurso estético. La autobiografía de Joaquín Torres-García, Historia Torres-García, Historia de mi vida*, vida *, es un libro que puede considerarse considerarse plano, sin demasiadas demasiadas tensiones ni costados costados problemátic problemáticos. os. Escrito en 1934, y pese a la cercanía, si bien tibia, aunque tardía, del artista con la vanguardia europea desde comienzos del siglo, el relato adopta el esquema memorialista como estrategia estrategia para organizar tanto la reconstrucci reconstrucción ón biográfica biográfica como el recuento recuento personal, personal, obviando los nuevos modelos literarios que en décadas previas habían ampliado la forma de epresentar el pasado y la psicología individual. Se publicó en Montevideo, en 1939 (hay una edición más reciente: Paidós, Barcelona, 1990, 235 páginas). En este libro, donde casi no aparece la historia política, Torres-García es un personaje construido con hondura moral antes que subjetiva, y con más necesidades prácticas o expresivas que pasiones estéticas. Por momentos parece la historia de vida de un artista
que se consideró fuera del campo trascendente del arte, para ser más bien habitante permanente del espacio contradictorio e inestable donde las obras se convierten en mercancía y los artistas en artesanos. La vida del artista es un empeño de esfuerzos. Torre Torres-G s-Gar arcí cíaa prop propon onee un reco recorri rrido do velo velozz y a veces veces deso desord rden enad ado o por por episo episodi dios os familiares y experiencias de trabajo, amistades, desencuentros y cambios de residencia. El libro es sumamente sumamente ejemplificad ejemplificador or como autorrepresentaci autorrepresentación ón de un autodidacta, autodidacta, siendo desde siempre esta figura uno de los más fuertes modelos culturales del Río de la Plata, porque todo el tiempo pone en escena la perseverancia motor de las iniciativas. Hay pasajes de mayor densidad o irresolución, como varias transiciones forzadas, a veces resueltas demasiado rápido, y en tanto tales más elocuentes que lo literal. Sin embargo con las ilustraciones, puestas por el autor a lo largo del relato, el libro adquiere una complejidad de la que el texto escrito carece. Son dibujos del mismo Torres-García dond dondee vemo vemoss un vaiv vaivén én entr entree la alus alusió ión n gráf gráfica ica,, la docu docume ment ntaci ación ón y la simp simple le ornamentación. Por ejemplo, cuando menciona a su esposa Manolita pone un retrato suyo, al igual que en el caso de Roberto Payró o de Blasco Ibáñez. Hay un dibujo de la bahía de Río de Janeiro cuando se s e la refiere, así como de Nueva York, París, o alguna de las tantas casas que habitó. Son dibujos que él ha ido haciendo durante viajes y peripecias. Uno Uno pued puedee preg pregun untar tarse se por por el crit criteri erio o usad usado o para para subr subray ayar ar con con imág imágen enes es unas unas referen referencias cias y no otras; otras; y segura seguramen mente te predom predomina inan n allí, allí, sin noveda novedad, d, valora valoracio ciones nes culturales y relevancias narrativas. Pero es en los dibujos meramente “ornamentales” donde Torres-García sugiere tanto una lectura de su historia, que está escrita en tercera persona, como una etimología propia de su obra plástica. Porque hay episodios que se resuelven con la economía arbitraria del símbolo; el dibujo del ancla es el barco, o la travesía está representada por el salvavidas que lleva inscripto un itinerario. El relato tambié también n rememo rememora ra el descub descubrim rimient iento o de objeto objetos, s, muchos muchos de ellos, ellos, lógica lógicamen mente, te, traducidos a los signos habituales del sistema icónico de la pintura más conocida de este artista: hay una validación retrospectiva de los hallazgos, que tejen con su fama futura la trama trama que que en ese presen presente te los sostiene. sostiene. Así, TorresTorres-Garc García ía no solame solamente nte señala señala la importancia de esos objetos aparecidos en la infancia sino que los muestra tal cual como los dibujará siendo adulto. adulto. No sé si podría podría haber hecho de otro modo, pero lo concreto concreto
es que con estas incrustaciones su relato adquiere una profundidad que el testimonio por sí solo no brinda.
Hay también otro movimiento en las elecciones de Torres-García. Un ejemplo es el dibujo de la pipa que ilustra la frase dedicada al momento cuando el artista, en un viaje a Madrid, se inicia en el hábito. (De hecho, dada la relevancia otorgada por el texto a este tema, allí parece haber una inscripción que se nos escapa; es probable que en su entorno la personalidad de Torres-García estuviera fuertemente asociada a esta costumbre.) La ilustración del libro es de algún modo prueba de un objeto único, la primera pipa de Torres, pero sería un error considerarla representación del original. Tenemos un entrenamiento en la lectura de textos ilustrados y sabemos que no está allí para documentar sino para enfatizar un carácter cuyo valor no puede ser repuesto por la escritura de manera eficaz. Es aquí cuando el dibujo establece una relación irónica con el relato, porque es irrelevante como documento y a la vez inverificable como prueba, y al hacerlo subraya lo ocurrido (la pipa como adminículo derivado de Torres-García) y disuelve el acontecimiento (el momento cuando compra la primera pipa). Mientras tanto, cabe decir que en su obra pictórica más característica usó un régimen simbólico similar, imponiendo figuras que representan categorías abstractas o emblemas más o menos personales, afirmando el argumento en el orden de la secuencia gráfica y no en la profundidad del cuadro.
Esta peculiaridad narrativa de Torres-García como autobiógrafo me hizo recordar a otro autor, contemporáneo, que también busca trastornar la relación, a veces testimonial, entre relato y experiencia individual y, del mismo modo, intercala ilustraciones como forma añadida de hacer hablar lo escrito. Con una obra de registros mezclados y contenidos difusos, W.G. Sebald no asegura tampoco el estatuto de la propia escritura. Ignoramos en qué lugar del movedizo inventario de géneros se ubican sus libros: si son más que nada testimonios, confesiones, ensayos, impresiones, pensamientos, tratados, fábulas o sencillamente divagaciones. Que esta perplejidad no es para Sebald un obstáculo insalvable, sino al contrario un nuevo escalón con que se levanta un arte naturalmente complejo, lo demuestra la sutil y arbitraria función que adquieren las ilustraciones en sus relatos. Quien piense que esas láminas y fotografías, intercaladas cada tantas páginas en el medio de la escritura, tienen solo una función referencial, evidentemente se equivoca. En primer lugar, como en el caso de Torres-García, enseguida llama la atención la pertinencia de las elecciones: ¿por qué están ilustrados unos pasajes –objetos, sitios o personajes- y otros no? Pero al revés de aquél, en Sebald la selección a primera vista arbitraria de las figuras no se dirige, creo, a subrayar la importancia de lo graficado, sino que instaura, con la fuerza documental con que habitualmente se predica la imagen, una amenaza a la misma estabilidad con que se organizan las palabras, o sea el relato en su conjunto.
Por ejemplo, cuando en Los emigrados vemos la fotografía de un teas-maid , un artefacto inglés algo estrambótico, mezcla de tetera y reloj, podemos pensar que esta imagen está incorporada, sobre todo, como prueba de la existencia del aparato, quizá de otro modo difícilmente imaginable para quienes no lo conozcan. Pero cuando en Los anillos de Saturno, en los párrafos dedicados a la vida y a la historia natural de los arenques, vemos una lámina, extraída seguramente de una enciclopedia, con la figura de uno de estos pescados, dado que nada nos haría dudar de la existencia verdadera de esta especie pensamos si este énfasis referencial no será un exceso retórico que apunta a desestabilizar, en un género de por sí particularmente difuso, los lazos de verdad supuestos entre escritura y realidad. Desde el punto de vista de la escritura, la inclusión fotográfica del teas-maid resulta una operación de economía descriptiva; mientras que la lámina con el arenque es una redundancia referencial (surge un nuevo y autoconsumado relato producido por ese exceso). Redundancia que a su vez tiene un contrapunto melancólico cuando el narrador, después de describir cómo mueren antes de levantar las redes, admite que nunca sabremos lo que en verdad sienten los arenques durante el trance. Este obstáculo, la dificultad para saber con certeza lo que sienten o perciben los otros, sean animales, personas o cualquier otra cosa, es en definitiva el límite obvio de toda representación y se suma al texto como emblema de su propia e inevitable dificultad. Y de algún modo, esa oscilación entre redundancia icónica y necesidad documental se traslada a las palabras -como también podría decirse que proviene de ellas-, estableciendo un duelo entre lo decisivo y lo accesorio dentro del relato.
Es como si, de nuevo desde las vanguardias, se dijera que las narraciones literarias han llegado a tal punto de normalización constructiva (pese a la vigencia de sus infinitas variantes) que requieren de una validación externa de sus elementos para dotar de intensidad el significado de lo que transmiten. No me refiero a un juicio externo o a una instancia extrapolada, esa validación exterior no puede ser más que un procedimiento interior del texto, que debe definirse entre lo decisivo y lo accesorio, pero sin proponer claves acerca de ambos. Hemos visto de manera superficial cómo Torres-García, con o sin empeño, expone a través de las ilustraciones una gradación de sentido insólita respecto de lo que literalmente propone su relato. Y en el caso de Sebald suponemos que esas fotos a primera vista se dirigen a interrumpir la lectura, induciendo un efecto de realidad que trastorna el de las palabras, que por sí solas y como forma escrita se encuentran aparentemente en dificultades para crearlo. *** Hasta aquí las impresiones un poco apresuradas sobre estos dos casos. Creo que ambas propuestas resumen, pese a las diferentes distancias entre ellas, una operación literaria casi tradicional que, renovada, se convierte en estrategia cuando los recursos parecen limitados por el adocenamiento novelístico (Sebald), o cuando las restricciones técnicas amenazan los objetivos de representación (Torres-García). La idea de realidad, más que la realidad propiamente dicha, ha ingresado en estos textos bajo la forma de advertencia
crítica. En la medida en que esas inclusiones se conciben como pertenecientes a un orden mediana o completamente ajeno al de la escritura, producen un efecto desestabilizador, a su modo son anticipaciones críticas, aparatos levantados para resistir clasificaciones inmediatas y a la vez para disponer indirectamente su propia crónica, dibujando sus límites. He tomado estos ejemplos no tanto para sumar adeptos a la solución, buena o mala, que aportan, sino para mostrar, a través de sus procedimientos, el tipo de dificultad que la narración enfrenta en un mundo donde proliferan los relatos imbuidos y portadores de realidad. Subrayar los indicios de la propia artificiosidad literaria, como una forma de valerse de una realidad suficiente, parece ser un camino todavía apto que sin embargo no garantiza resultados. En todo caso lo que indican más claramente es que si hay algún tipo de continuidad literaria, donde intervienen nociones como tra dición, autor o género, ésta se instala en el oscilante campo de la deriva estética; o sea, también en el ámbito de las operaciones estéticas, donde se siguen dirimiendo buena parte de los significados y sentidos culturales del presente.
Leído en “The New Latin Americanism: Cultural Studies Beyond Borders”, conferencia internacional, Universidad de Manchester, 21-22 de junio de 2002; publicado como “Literature: Brief Notes on Stories with Images” en Journal of Latin American Studies vol. 11 N° 3, diciembre 2002, Londres, p. 295; y “Breves opiniones sobre relatos con imágenes” en página web de Beatriz Viterbo: www.beatrizviterbo.com.ar ).
Aventura y especulación Sobre Juan José Saer y El entenado Una forma de ver la literatura es decir que los escritores son coleccionistas por naturaleza; acopian los libros de otros como monedas reunidas según cada convención particular. Otros libros, o en todo caso otras historias de escritores. Esas colecciones difícilmente se muestran, a veces quizá nunca resultan asumidas así, en conjunto y como colección, por los mismos propietarios; son una galería difusa, intangible pero persistente, imposible de reconstruir. Desde hace largos años las obras de Juan José Saer forman parte de las distintas bibliotecas personales, inseguras, firmes, a veces ignoradas, de los escritores latinoamericanos, en última instancia la principal herramienta de la que cada uno se sirve cuando escribe sus propios libros. Esta presencia creció paulatinamente y no se sostuvo en las máquinas editoriales; de hecho todavía ahora, pese a que tiene un reconocimiento sustancial y mayor, la circulación de Saer sigue siendo sigilosa. Es una obra reconocida y secreta a la vez, que se fue tornando esquiva frente a las sucesivas modas de las últimas décadas, lo cual sirvió para hacerla más permanente.
Aún hoy es posible verificar la clave realista testimonial con que se leyeron los primeros libros: al comienzo de años 60, pocos proponían sobre Saer otra cosa que una muestra más estilizada y moderna de la habitual representación provinciana y semi rural. Después se agregó la asignación objetivista, que persistió más tiempo y terminó pasando como una temporada de pronóstico equivocado. Una y otra lectura se apoyaron en las ideas de tradición y ruptura, ambas presuponían intenciones estéticas excluyentes, y sin embargo convivieron largos años sin molestarse. Mientras tanto su obra crecería según coordenadas autónomas, desbordando estas y posteriores atribuciones, estableciendo un universo absolutamente particular. El mundo de Saer tiene por lo general un esquema de representación tan simple y transparente como tipificado: está el espacio, casi sin excepciones la zona santafesina, y están los personajes, miembros solidarios de un ciclo que a primera vista apunta a la concentración. En este sentido sería raro no encontrar constantes en un sistema que recurre a ellas para reproducirse; y sin embargo las constantes en Saer pertenecen a un orden extraño a las analogías. Me interesa entonces proponer otras formas de apreciación y bosquejar cómo una empresa de una identidad estética definida y elaborada como la de este escritor, hizo lo necesario para tornarse especialmente visible en las fisuras o pliegues de otras zonas de la literatura; y cómo ese mismo universo en apariencia cerrado precisó de quiebres para expandirse sin perjudicar la eficacia de su propia concentración. De todas las novelas de Saer, El entenado es de las más desviadas. Es lícito decirlo así, porque la idea de variación dentro de la continuidad y de recurrencia dentro de la dispersión es un principio central en su forma de composición literaria. Esta novela representa un desvío leve, no muy sinuoso, y por eso quizá ostensible. Llegó también en un momento particular: cuando empezaba a afirmarse la atención que se le prestaba a Saer, y cuando esa atención muchas veces reclamaba cada nuevo libro como guiño, una prueba de reincidencia en ese mundo concentrado de pocos personajes (y de pocos lectores). En este sentido, El entenado fue tanto prueba de fidelidad a un mandato de representación como puesta en escena de sus mismos límites y posibles opciones.
A veces los escritores viven la recurrencia como un peligro. Más bien, descubren el peligro cuando advierten que tienden hacia ella sin darse cuenta. La recurrencia es algo menos superficial que la repetición, pero no pertenece al campo de las intenciones. Es un imponderable, como la inclinación involuntaria de nuestra letra, que siempre se termina moldeando aunque tratemos de enderezarla. Digamos que Saer encontró con El entenado la forma de enfrentar aquel peligro, enmendando el problema: no un nuevo lugar, sino el mismo lugar en otro sitio de la historia; no una nueva historia, sino apenas una especulación. Especulación y geografía se afirmaron desde entonces como ejes principales del discurso saeriano. (Podríamos decir también: narración y naturaleza, pero sería generalizar demasiado.) Para Saer la narración es un registro especulativo que se levanta sobre el escenario natural; queda establecida una lucha de opuestos: la realidad, siempre densa y contradictoria, múltiple, y el deseo de desentrañarla por medio de un relato minucioso y a la vez aproximativo, incapaz. Hay una suerte de gesto épico, en el sentido de clásico, en la desconfianza de Saer frente a la representación verbal, porque esa desconfianza o impotencia dicta la forma plausible de lo que se postula como ingobernable. En Saer, desvío y continuidad tienen un valor relativo y en general una inspiración irónica. La ironía en este caso es un suplemento de sentido, apoyado por lo general en los significados establecidos por los libros anteriores. Ejemplo elocuente de esto es un comentario que aparece en El concepto de ficción, cuando Saer explica otro desvío, en este caso producido en La pesquisa: “Sin darme cuenta, había cambiado caballos por viejecitas, y estaba escribiendo otra vez la misma novela de siempre.” Es lógico encontrar en este libro una frase así. (Como varios otros escritores argentinos, Saer describe sus herramientas literarias, lo cual crea unas condiciones específicas de lectura.) Hay algunos aspectos donde detenerse en esta frase. El primer elemento, bastante visible por lo difundido de la fórmula, es la idea de “la misma novela de siempre” (como si uno hablara de la vida de todos los días: la misma comida de siempre, siempre el mismo cuento, etc.). Una confesión paradójicamente poco habitual en un escritor –salvo que se le conceda un valor especial a la repetición– o, lo más probable en este caso, que “la novela de siempre” sea una forma indirecta, poco grandilocuente, de referirse a una vasta obra, enmarañada y en proceso, que por su misma naturaleza o complejidad trasciende por eventuales los temas o motivos. También puede ser que se refiera a una novela inmóvil en medio de las distintas manifestaciones que adquiere según los libros; o sea, la idea de la obra única, de realización escalonada e inevitable para el escritor. Otro punto es el lugar que ocupa el procedimiento; “caballos por viejecitas” alude a una sustitución, y por extensión a una serie de decisiones de tipo técnico. Sin embargo el reemplazo tiene una importancia equívoca, porque si bien se produjo, ello no fue obstáculo para proseguir con la novela de siempre; o sea, el procedimiento se mantuvo más allá de los motivos elegidos, pero éstos se impusieron a aquél. Y por último, furtiva como una locución habitual, o como una apertura sin importancia o una breve disculpa, encontramos la aclaración “sin darme cuenta”, que remite a las acciones involuntarias, también raramente admitidas por los escritores (salvo los de vocación espontánea). Entonces tenemos poética, procedimiento y, en primer lugar,
inconciencia. Pienso que esta escena de escritura involuntaria no es más que eso: un cuadro montado por Saer para ironizar sobre otro de sus desvíos. Es una predicación de autoconciencia (la suya es una literatura basada en sus propios reflejos y resonancias, y que reverbera sobre sus mismas pautas), vestida con ropas de inconciencia y acto involuntario. La continuidad y la persistencia de los motivos, en Saer, no son otra cosa que el marco de lo discontinuo y de la tensión semántica acumulada, que requiere del desvío para sostenerse. Puede decirse que luego de una novela subrayada como Nadie nada nunca (subrayada la historia, la localización, la filiación literaria de los personajes y los presupuestos estéticos de la prosa), El entenado debía ofrecer una versión nueva del sistema, recostada en el pasado natural, digamos, aunque sin puntos de contacto posibles con la clave premoderna del realismo mágico. Para ello Saer va a la historia primera, al sustrato, a lo que había antes de que la historia efectiva borrara sus señales. (No me parece forzado mencionar aquí el mundo del realismo mágico; como modelo literario o como propalación de una versión cultural de América Latina, sólido en ambos casos, todavía no se analiza su impacto en los escritores que no adhirieron a sus presupuestos, pero que no renunciaron a una representación alternativa de la naturaleza y la vida rural, o de una modernidad no europeizada.) Saer entonces va muy atrás, a un momento previo a la existencia de Estado, pero también muy adelante, componiendo un personaje a quien el pasado le sirve de muy poco. En el siglo xx el pasado se convierte en algo tortuoso: la gente precisa y defiende su propia historia, la de su comunidad y cultura, pero no alcanza a distinguir el verdadero significado escondido en ellas; es un elemento necesario y al mismo tiempo trivial. El narrador de El entenado actúa como una conciencia contemporánea; es el complemento necesario para construir un relato cuya peripecia central transcurre fuera del tiempo histórico. (No era obligado que fuera así: un relato de Rodolfo Fogwill, Runa, invierte la fórmula: una conciencia primitiva describe las señales de la naturaleza actual; pero sí era inevitable que Saer prefiriera esa opción, como se verá más abajo.) Quizá una de las situaciones más enigmáticas y perdurables de El entenado sea aquella bastante indefinida, extraviada en la memoria del narrador y diluida en el tiempo cíclico en que vivió, cuando a veces se pone a andar por la aldea indígena que lo ha incluido como visitante. Es una escena reiterada, aunque no podríamos precisar la frecuencia porque a veces está referida, otras aludida y la mayor parte simplemente sobrentendida. Esos paseos otorgan una extraña entidad al observador, que penetra el núcleo de las cosas sin dejar de bordearlas, y a la comunidad, que es descripta en sus acciones más evidentes y sigue siendo impenetrable. Los paseos son acciones profundamente dramáticas, en el sentido de teatrales, y su naturaleza intrigante responde a que se trata de una conducta desacoplada en el tiempo y en el espacio, en la medida en que pertenece al mundo de las ciudades (y dentro de este mundo, a las ciudades de una época en particular, las modernas, aquellas que han sido escenarios de paseos desde las últimas décadas del sigo xviii). Incluso los miembros menos indiferenciados de la tribu, los que alcanzan un parcial atisbo de individualidad, por otra parte siempre momentáneo, son quienes andan, paseantes distraídos sometidos a los impulsos de la curiosidad. El paseo discrimina el espacio entre núcleos y bordes, entre zonas de agregación y de disolución, y crea también un simulacro de mundanidad.
Empero, ese sistema de vecindades, correlativo a la socialidad impuesta por los paseos, sólo se encuentra en la voluntad descriptiva del entenado: es una cadena de lugares, de casas y de áreas, de recorridos referenciados, que paradójicamente prescinde de eslabones. El lector asiste entonces a otro anacronismo: la aldea (no la tribu), a veces y de manera parcial, se despliega como una ciudad del futuro apenas esbozada; o mejor, como una aldea indígena del pasado recorrida por un visitante actual. Dibujada sobre la distante peripecia de Francisco del Puerto, e inspirada, por momentos irónicamente, en las narraciones etnográficas, El entenado es una novela construida desde el desajuste y la oscilación: el sistema de ideas que representa no corresponde a la época de la acción, y sin embargo las acciones obedecen al sistema de ideas. Las obras más importantes de la literatura argentina se apoyan en fallas similares, están desacopladas frente al tiempo o la geografía. Novela teatral, el primer y más visible escenario, en el que se despliegan los principales acontecimientos de esta historia, por otra parte sin demasiados testigos y casi siempre inasibles, es la conciencia del entenado y toma la forma del desajuste: el narrador consiguió ser él mismo cuando le tocó ser otro; y debe asumir una nueva versión, distinta de lo ocurrido y del presente, para preservar el significado del pasado. La creación de la propia historia (un hecho fatal y electivo al mismo tiempo) hace de este personaje un extraño héroe de la inteligencia, o de la sensibilidad, aunque carezca de los elementos para tener conciencia de ello. Desde sus primeros libros, los recuerdos han sido para Saer objeto de permanente y a la vez sinuosa atención. En ocasiones tema literario, otras recurso de composición, el recuerdo tiene una presencia diferenciada. Un poco como proustianos desencantados y otro poco como voluntariosos joyceanos, sus personajes no encuentran en el pasado una enseñanza psicológica particular, y tampoco predican a partir de él un sentido político claro que se aleje de algunos postulados básicos y generales, casi metafísicos, apoyados siempre en la complejidad de lo vivido. Los recuerdos a veces pueden ser arbitrarios, aunque eso no los hace más ciertos; al contrario, la memoria se ordena como un desarrollo conceptual antes que como una enumeración sensible; ese desarrollo modifica la experiencia, en ocasiones la contradice y casi siempre la corrige. Los personajes de Saer son incapaces de referir algo más allá de su inmediatez, mostrando una limitación que sin embargo los hace más verdaderos. Y esa verdad, o autenticidad, procede justamente de la inestabilidad de los recuerdos. Creo que en esa configuración problemática de los recuerdos individuales hay una propuesta sobre el difícil y vano uso de los relatos históricos; o más bien, una pregunta sobre la equívoca utilidad del pasado a la hora de representarlo. Hace años, cuando leí El entenado por primera vez. recordé sólo un personaje –entre los varios repetidos que pueblan los libros de Saer. También un sujeto solitario, como ese desarraigado grumete, dentro de aquella cohorte de nombres familiares que se alejan o vuelven y por lo general permanecen. Era el sindicalista Fiori, de Cicatrices, arrojándose por la ventana del palacio de justicia después de matar a la esposa. También es una novela de paseos, como Glosa y casi todas las de Saer; y Fiori, siendo un protagonista borroso pero esencial, tiene en común con el entenado una marca, o un peso frente al cual parece no tener escapatoria: ambos viven, están, a merced de la historia, que se concentra en ellos como si fueran personajes elegidos para una parábola
desconocida, o en todo caso apenas reconocible, pero de vocación suprema. No son meras víctimas, aunque tampoco conocen el libre albedrío; sus decisiones siempre son contadas y desde un principio carecen de brillo, parecen más bien inevitables, resultado de la falta de alternativas antes que de las prerrogativas de la libertad. El pasado los traspasa modificando su sustancia, pero no su condición. De algún modo son seres aproximativos cuya existencia está al servicio de los efectos indirectos de la historia, que asumen con despreocupación cotidiana. Hay otro autor que en el siglo pasado construyó seres en el borde delicado entre los acontecimientos colectivos y la interioridad, digamos, devaluada, demasiado expuesta a los arbitrios del exterior. Los personajes de Pavese no expresan la historia, sino que la ponen de manifiesto a través de la tortuosa manifestación cotidiana de sí mismos; seres sacrificiales a quienes les ha tocado actualizar ciertos mitos y que son una rara combinación de voluntarismo y fatalidad. En Pavese, sin embargo, el mundo subjetivo, casi siempre expuesto en clave moral, es la caja de resonancia de los dilemas de la vida tradicional frente a los costos de la vida moderna de las ciudades, atravesados también por el conflicto social. Saer recogió estos modelos de existencia en varios de sus libros, con El limonero real como máximo y tardío emblema de esa preocupación. Al igual que todos los préstamos en la Argentina, le costó caro, ya que su literatura, como puse más arriba, quedó durante varios años escondida bajo la etiqueta del realismo de provincia cuando no de la novela testimonial. Paradójicamente, esos mismos elementos retardatarios, para llamarlos de algún modo y darles una asignación similar a la que posiblemente reunieron en su momento, con el tiempo se configuraron de otro modo y le permitieron a Saer alejarse de los mandatos de la novela urbana en la Argentina, comprimida durante la segunda mitad de los años 50 entre las sublimaciones ideológicas de Eduardo Mallea y H.A. Murena, y las composiciones veristas de Bernardo Verbitsky y David Viñas, y con todas las derivaciones conocidas durante los años 60, muchas de las cuales hasta ahora no han tenido un gran resonancia estética. El año de 1956 parece singular: se dan a conocer Zama, de Antonio di Benedetto, y La ribera, de Enrique Wernicke. Ambas obras muestran preocupaciones contradictorias, pero que se apartan de los mandatos literarios derivados del clima o las instituciones de la época. No es casual que uno y otro provinieran también del interior del país, buscando superar el decálogo no escrito de vocación naturalista y la mirada hacia el pasado argentino como un manual de escuela. (Pero para esa época la novela no era toda la literatura; también estaba Borges, propietario de un género particular, su propia marca, un idioma derivado posteriormente en locutorio, o sea, en cabina de diálogos y guiños.) El primer libro de Saer aparecería pocos años después, recogiendo esa tensión que sólo una literatura renovada podía proponerse reflejar. Esa tensión asumió la forma especulativa de sus libros, introduciendo a la literatura argentina, y por ende a la de lengua castellana, en un viaje que lo tiene principal como navegador y de cuya aventura El entenado es muestra consumada de su perdurable belleza e intrigante complejidad.
La historia y condena
como
representación
Sobre Austerlitz, de W.G. Sebald Uno de los efectos más corrientes y menos advertidos de la literatura de W.G. Sebald es que pone a hablar a críticos y comentaristas de la experiencia de haber leído sus libros. Lectores experimentados de espíritu alerta apartan los instrumentos y admiten tener pocas defensas ante una propuesta que parece reinstalarlos en el lugar, para muchos hace tiempo perdido, de la admiración y el propio placer estético. De algún modo Sebald representa una sensibilidad de la época, en especial el desencanto frente al devenir político y cultural del pasado, y la impotencia ante los signos culturales derivados que forman el presente. A la vez, su forma de narrar es del todo contemporánea (pese a lo dudoso del significado de esta palabra), quizá no tanto por la composición de la mezcla, en cuyo rigor y equilibrio de todos modos parece único, sino por un hecho previo, que consiste en la misma naturaleza híbrida de su propuesta. Como ya es inconfundible para sus numerosos lectores, Sebald tiene una narración de estilo descriptivo y analítico, usa modos que parecen venir del tratado, del diario confesional, de la literatura de viajeros o del ensayo de ideas.
En la galaxia Sebald los matices, las asociaciones de conceptos y en general las resonancias de sentido se convierten en instrumentos de narrar; eso hace que sus relatos se revelen tan controlados, como probablemente lo están, y que por añadidura una clave los reúna en una atribución más amplia: parecen el resultado de un dispositivo de observación e interpretación que recorta y selecciona el mundo. Es un autor que lee las señales de la experiencia y la naturaleza mientras analiza sus significados; no hay programa demasiado vasto para ello o empeño demasiado grande. El efecto de esta constancia es contradictorio, porque muestra personajes de erudición desmedida y a la vez acotada, poseedores de vastos saberes que, quizá como fatal castigo a la vanidad, terminan dominados por una manía selectiva, que a su vez los empuja a la frontera de los conocimientos arbitrarios. Extraña combinación de sabios locos al borde de la disolución mental y desterrados con demasiado dolor a sus espaldas, estos héroes siempre quieren saber más, como si el conocimiento fuera una forma de expiación colectiva de la cual un oscuro mandato romántico los ha hecho depositarios. La principal novedad de Austerlitz , por lo menos respecto de los relatos anteriores, es su ademán de coronación, una cumbre alcanzada gracias al ascenso jalonado por los otros títulos. No es necesario forzar mucho la lectura para advertir el parentesco (de algún modo, uno de los efectos más desconcertantes de Sebald es que la escritura posee un grado de transparencia, o fluidez, inverso a la complejidad de sus temas; y creo que en esa tirantez entre transparencia y complejidad se explican las imágenes intercaladas en los textos, como si el mundo icónico, que de por sí toda escritura tiende a desechar, fuera el escenario donde se desmiente la propuesta en apariencia armónica del relato). Pueden verificarse en Austerlitz las estrategias que sostienen a las narraciones previas:
entre ellas, la errancia como escenario del discurso, los relatos de vida en tanto condensaciones de la historia, el pasado cultural o político como evidencia dormida que es preciso despertar (se supone que como crítica del presente, al estilo benjaminiano). Pero creo que al contrario de los libros anteriores, estas opciones en Austerlitz dan como resultado una forma inesperadamente cerrada. El libro que debería haber sido máximo termina siendo el libro mínimo, casi el compendio literario de las ideas del autor. Preguntarse por este paso, inesperado desde varios puntos de vista, no es una interrogación menor en la medida en que plantea nuevamente preguntas conocidas, pero no por eso fáciles de obviar, como las relacionadas con la representación de la historia, la ficcionalización del terror y la estetización de la memoria. 2
En una época de sensibilidades acotadas y escenarios parciales, esta novela responde sin embargo a un deseo abarcador; está alentada por una vocación de totalidad, y correlativamente tiende a predicar la historia política, técnica y cultural europea de una vasta época del pasado. Posee algo de tributo a los clásicos (la desgracia de su héroe, la representación de los escenarios, la acción de los personajes auxiliares, incluso la fatal coexistencia de pasado y presente que propone); y parte de la sorpresa que provoca quizá obedezca a su aspecto de artefacto vetusto, un poco refaccionado y otro poco original. No es usual encontrar propuestas así de enteras, por otra parte organizadas, como en este caso, de un modo bastante más tradicional de lo que varios de los lectores de Sebald, quizá partidarios de obras menos convencionales, habrían esperado. Este hecho produce obviamente un primer desconcierto, porque lleva a revisar ideas respecto de los libros anteriores y considerarlos como tentativas antes que como apuestas. Una de las cosas más impactantes de Austerlitz es la suerte de densidad conceptual que trama ideología, crítica e historia, donde consideraciones laterales o anécdotas secundarias obedecen, pese a la supuesta falta de jerarquía, a un delicado mecanismo que controla los distintos procesos de la acción o del desvío, con el probable objeto de componer una versión del siglo xx europeo. Por un lado está el niño judío de Praga que durante la ocupación nazi es puesto en un tren hacia Inglaterra, gracias a lo cual salva la vida, perdiendo sin embargo su identidad y los vínculos con la historia; por el otro, el proceso de recuperación de la memoria que este hombre enfrentará en la vida adulta, convertido en un crepuscular erudito de historia de la arquitectura. Hasta descubrir su pasado, Jacques Austerlitz vive con la sensación de haber sido incapaz de experimentar el avance del tiempo. Después, cuando comience a conocer la verdad y deba asumir la desgracia heredada, admitirá que la indiferencia con que se situaba frente al tiempo significaba resistencia: “me he opuesto siempre al poder del tiempo … con la esperanza de que nada de lo que la historia cuenta fuera cierto” (Una prueba del interés con que Sebald elabora los personajes es la literalidad para asumir sus propios rasgos, un poco a la manera de Thomas Bernhard, hasta tornarse excéntricos; así, como protesta silenciosa contra la progresión cronológica que imponen, Austerlitz, según afirma, jamás ha usado relojes.) Sin embargo el tiempo, denunciado como avance lineal pero asumido como un abanico de espacios irregulares donde se condensan, ocultan, disgregan o en general adquieren formas diferentes los hechos del pasado, es la sustancia que administra el curso de esta vida y el relato que se hace de ella.
Al describir la restauración progresiva de la memoria, Austerlitz también presenta el desarrollo de una sensibilidad que combina, como a veces ocurre con algunos héroes literarios, una inocencia intuitiva y un saber inútil. La confusión con la que Austerlitz busca aclarar los recuerdos que le llegan imprevistos es también una lucha cada vez más habitual con los objetos de su saber, aparentemente decididos, en un punto de la vida del personaje, a manifestarse liberados de su cualidad sólo filológica. Ello es así porque aún antes de conocer la verdad de su propia historia, Austertlitz “sabía” lo que había ocurrido, aunque en otro registro; no solamente en el plano de la memoria enmudecida y reprimida por el dolor, sino también como clave, traducido a su vastísimo conocimiento histórico y arquitectónico. Así, novela de hechos y sentidos demorados, de extensos desplazamientos verbales (minuciosos siendo económicos), el texto presenta una oscilación entre dos disposiciones: el ocultamiento y la revelación. La verdad se muestra en primer lugar disimulada, o más bien representada (por los signos de la cultura, el trabajo humano que consiste en borrar su propia barbarie); en segundo lugar ésta se pone de manifiesto, ahora como revelación de la historia política. Es un movimiento que resume la economía literaria de Austerlitz , y como tal acompaña los distintos planos de composición. Quizá la señal más visible de esa doble actitud, que como una doble moral literaria describe la superficie sólo para revelarla dominada por lo oculto, y se muestra fatalmente indecisa ante el momento a elegir, o sea instalarse en el pasado o en el presente, sea la llamativa forma como Sebald describe los paisajes del hombre, para llamarlos de algún modo, primero como implantes violentos y artificiosos sobre el mundo natural, para convertirlos enseguida en presencias más elocuentes que la propia naturaleza, sin cuyas implantaciones ésta no adquiriría su sentido, como si todo consistiera en un triunfo permanente del tiempo, que delega en el pasado el dominio de la actualidad. Porque el juego entre ocultamiento y revelación, en tanto avatares imponderables del espíritu (no es la voluntad en Austerlitz la que descubre o esconde, más bien lo hace el orden imprevisto de la subjetividad, cualquiera sea la cosa a la que obedece, ya sea el inconciente o la memoria), necesita los retrocesos hacia el pasado para fijar las continuidades que organizan esta representación de una vida. Por ello son frecuentes las transposiciones temporales mientras se sugieren relaciones que predican, a veces de un modo bastante evidente, el sentido histórico de la experiencia individual, y muestran una suerte de abolición del tiempo (probablemente para establecer un marco de profundidad y en especial para hace r creíbles ciertos modos de representación de la historia). Ocurre cuando vemos las reiteradas confrontaciones entre pasado y presente, y cómo éste queda subsumido en aquél (al igual que una nacionalidad condenada a no conocer el destierro): pinturas que muestran una escena aldeana de hace siglos, cuya acción invernal sigue ocurriendo, o herramientas ahora inertes que perpetúan sin embargo la labor para la que sirvieron y los hombres que las usaron. Como si se dijera: Todo producto de lo humano guarda las pruebas de lo que el hombre no es capaz de recordar, y pese a estar escondido, o ignorado, ese producto revela, denuncia y condena. No es una tesis que Sebald confiese, pero uno tiende a pensar que la propone. Porque entre sentido explícito y aludido están las relaciones sugeridas por los lazos entre experiencia personal y evolución histórica (al modo de las novelas realistas, cuando el individuo estaba atravesado por las fuerzas de la Historia). Así, la dedicación con que Austerlitz ha estudiado el auge del ferrocarril, con su sincronización de los relojes y edificación de terminales monumentales, remite obviamente al viaje en tren hacia el olvido, hecho a los cuatro años, y a la serialización
de la muerte durante el Holocausto, de la que el tren fue herramienta y metáfora. También, las antiguas fortificaciones que se visitan, objetos extravagantes que Austerlitz describe con indulgente ironía hacia los insensatos ejércitos que las construyeron, y a las que dedicó buena parte de su interés erudito, antes de convertirse en los equívocos museos actuales han sido los campos de concentración alemanes a los cuales tempranamente evadió. Cuando visita la ciudad de Terezin, en cuyo gueto su madre residió prisionera, Austerlitz va caminado y está a punto de seguir de largo debido al terreno bajo y la elevada vegetación que oculta las antiguas defensas de la fortaleza. Para describir el hecho señala que esa ciudadela parecía camuflada antes que fortificada –una comparación quizá reveladora de esos recursos a los que hecha mano la novela. Y en el paseo por Nurenberg, durante el trayecto que repite el recorrido hecho en la infancia, la contemplación de la multitud bien calzada invadiendo las calles céntricas remite, de nuevo sin decirlo, a los actos de masas del nazismo en auge que a su padre le había tocado ver en uno de sus viajes. La estación de Liverpool Street, en Londres, adonde llegó Austerlitz al comienzo de su exilio británico, se revela como el antiguo camposanto que fue hace siglos; del mismo modo como la Biblioteca Miterrand de París, a la que se dirige para buscar datos de su padre, esconde los antiguos galpones del municipio donde se clasificaban los bienes de los judíos deportados. Este balance entre vida encubierta y revelación, o entre cultura e historia, forma el régimen de la novela. No consiste en un mero recurso que Sebald guarde para los núcleos por así decir importantes o dramáticos, donde se concentra el pensamiento que la novela quiere transmitir y la emoción que busca arrancar, sino por el contrario esa oscilación domina también las circunstancias laterales, las asociaciones, los detalles y no en último lugar las acotaciones históricas o estéticas, que parecen justificar su presencia en el texto como pruebas de una tarea intelectual a través de la cual se resiste y pone de manifiesto la verdad. 3
El tiempo eternizado también llega hasta los animales, aptos para tener comportamientos culturales que aluden, describen o asimilan la conducta humana; y al hacerlo impregnan a las personas de vestigios de naturalismo. Así, las cacatúas de Andromeda Lodge, que “se parecían en muchas cosas a los hombres. Se las oía suspirar, reír, estornudar y bostezar. Carraspeaban antes de empezar a hablar …”, forman una arraigada familia desde su inmemorial exilio colonial. O los animales de la oscuridad que habitan en el nocturama del zoológico de Amberes, con cuya descripción comienza la novela, condenados con sus ojos grandes y penetrantes como los de pintores y filósofos a una penumbra eterna, que quizá anticipan (con un definido grado de explicitación que a Sebald seguramente le habría parecido impropio disimular, pero también innecesario subrayar) el dramático mundo de tinieblas, de luz macabra y artificial, y de impresiones irremediablemente extraviadas que mostrará la novela. Pueden traerse otros ejemplos: las empeñosas palomas mensajeras de Gerald Fitzpatrick, también los anticipatorios vuelos suicidas de las polillas con sus cuerpos sin corrupción a lo largo de los años, el inmaculado ganso de circo conmovido hasta la parálisis frente a los desarrollos musicales. Es como si lo único que pudiéramos encontrar en los animales fueran los signos entendibles, la lengua cultural que los revela como resonancia o metáfora del idioma humano, cosa que, a la larga, consuma nuestra incomprensión.
Cabe preguntarnos por lo que sostiene este compás entre apariencia y revelación, inocencia y sentido oculto, e impide que dejemos el libro a un lado como puede ocurrir con otros parejamente explícitos. Probablemente ello se deba a la singular idea sobre las biografías que parece tener Sebald: así como las historias personales son emanaciones del pasado político y social, la experiencia del personaje recupera atributos de verdad, y por lo tanto es pasible de arrancar una identificación perdurable, cuando sus peripecias se despliegan en clave cultural, letrada, como si se tratara de un relato intelectual. En este aspecto Sebald retoma una clave profunda de la subjetividad en la literatura del siglo xix, lo que sorpresivamente le otorga a sus composiciones un aire stendhaliano, cuando vemos cómo sus personajes pueden seguir siendo modelados por la fatalidad del choque entre historia y mundo interior. Sin embargo es una subjetividad casi abolida, cuyo único gesto de vindicación pasa por comprobar, antes de desaparecer, el vacío de lo que ha perdido. Hay un momento en que el protagonista de esta novela, como un Pécuchet desnaturalizado y trágico, se enfrenta a un objeto del pasado; e incapaz de vencer su resistencia invierte la dirección de la revelación: De Pilsen, donde nos detuvimos algún tiempo, sólo recuerdo, dijo Austerlitz, que salí al andén y fotogafíé el capitel de una columna, porque había desencadenado en mí un reflejo de reconocimiento. Sin embargo, lo que me inquietó al verla no fue si las formas complicadas del capitel … se habían quedado realmente en mi memoria cuando en su momento, en el verano de 1939, pasé por Pilsen en el transporte de niños, sino la idea, en sí absurda, de que aquella columna de hierro colado, en cierto modo devuelta a la vida, me recordaba y, si se puede decir así, dijo Austerlitz, daba testimonio de lo que yo mismo no recordaba (p. 223).
Austerlitz va rescatando de la memoria infantil escenas repartidas por la geografía europea. Los objetos luchan por revelarse, hay una concentración de sensaciones imprecisas y de percepciones contradictorias. Y el lazo que encuentra Austerlitz en ese remolino de sentimientos consiste en advertir que las cosas, no sólo los hombres, pueden guardar las marcas del recuerdo. Más que una creencia parece una intuición, pero es la clave de esta curiosa anagnórisis, que no se produce y sin embargo se verifica: que los objetos sean residuos de la memoria, y no al revés. Podemos remontarnos a Baudelaire si se trata de buscar los antecedentes posibles de esta idea. Una noción que en su momento puso en entredicho las posibilidades de representación realista, es en este caso recuperada por Sebald para darle un enigmático aliento. (En la literatura latinoamericana hay un caso de memoria asignada a los objetos –y eventualmente a los lugares o los animales o plantas. Pero no es un caso muy cercano a Sebald, salvo quizá por esa circunstancia y por compartir también la naturaleza cavilante de la escritura. Felisberto Hernández se sirve de esas memorias objetivadas para iluminar las relaciones entre sujeto y realidad. Al igual que en Sebald, es un recurso que llega a Felisberto desde Baudelaire, aunque en su caso mediado por el simbolismo (y un exponente tardío como Jules Supervielle), y no por Benjamin y su filosofía de la historia.) De hecho, buena parte de la sorpresa, grata o ingrata, que depara Austerlitz se relaciona con su veta arcaica. Sebald fue a recoger en la ideología literaria del siglo xix la composición del personaje, saltándose para ello buena parte de la literatura del siglo xx. Digo parte porque evidentemente da un salto parcial; así como esta novela es una confrontación de tiempos yuxtapuestos pero descentrados, los préstamos literarios de Sebald son también caprichosos y fragmentarios. Es curiosa la forma como por momentos los pone de manifiesto, de un modo tan abierto que la atribución altera la superficie del relato. No siempre son meras citas, alusiones o referencias más o menos
ocultas, sino impregnaciones pasajeras, como si un temblor transitorio sacudiera la escritura hasta el retorno a la normalidad. Una prueba de la seguridad con que Sebald usa este procedimiento es, digamos, la callada inocencia del texto para doblegarse ante el invitado. Así, cuando se trata de describir edificios judiciales o de relatar los primeros avatares praguenses de Austerlitz, ingresa la imaginación de Kafka; entonces nos parece estar leyendo, bajo otra forma y con otra voz, las organizaciones paranoicas o las escenas de delirio de sus cuadernos. Supongo que esta apropiación representa un cabal homenaje (como el tejido de procedencias diversas y referencias cruzadas, impregnado de Stendhal, Sciascia y por supuesto Kafka, en el relato “All’estero” perteneciente a Vértigo; o puede mencionarse también la historia balzaciana del coronel Chabert, retornado de la desaparición y la muerte después de muchos años, el último libro que leyera su madre y cuya lectura Austerlitz decide emprender cuando busca sin éxito rastros de su padre). Pero hay otra obra, en este caso contemporánea, con la que Austerlitz se contrasta y emparenta; El jardín botánico ( Le jardin des plants) presenta varias cosas en común, aunque también es cierto que no podría esperarse una novela más diferente. Las diferencias son fáciles de imaginar, Simon no cree aquí en la continuidad del relato y muy poco en la jerarquía de los acontecimientos; la división interior de las páginas, como si se tratara de una novela epigramática, refleja también que las historias encontrarán su lugar por sí mismas. Más allá de la composición, ambas novelas tienen en común un aliento abarcador, el deseo de quedar como muestra del siglo. Si bien Sebald hace un uso documental de El jardín, cuando describe el fuerte belga de Breendonk (y la historia del italiano Gastone Novelli, recluido y torturado por los alemanes, a la que Sebald añade una experiencia similar de Jean Améry), esta mención es más espesa que las habituales en él, con las que suele diseñar un aparato crítico del que el propio relato es nuevo documento. Novelli, que se esconde por 10 años en selvas sudamericanas junto a una tribu indígena, y ha decidido huir del contacto humano y pintará cuadros con distintas formas de la letra A como modulación variable de un mismo grito, es quien como un avance épico-crítico anuncia la dirección que tomará Austerlitz . Es menos una anticipación de las acciones que de los conceptos, porque delimita la zona de la realidad que el texto ha elegido representar. Hay otra cosa en común entre Austerlitz y Le jardin, es la forma de ubicarse frente a la historia. Como estas notas están siendo demasiado largas, una cita lo dirá rápido: Hace mucho tiempo que los cañones enmudecieron. Desde hace más de un siglo, sentada en lo alto de su monumental base de piedra protegida por guirnaldas de cadenas, adornada con emblemas y figuras alegóricas, la estatua de la reina Victoria sigue imperando en el centro de Calcuta, ataviada con su diadema y con un amplio vestido con pliegues y bordados de bronce. La mirada de los ojos de metal con pupilas ahuecadas en el rostro rechoncho, majestuoso y vagamente ofendido de la anciana dama de la eterna viudez parece perdida a lo lejos como la de una divinidad antropomórfica, mofletuda, cebada con pudding, como si envolviera más allá de las fachadas transportadas desde Londres hasta los pantanos a ese inconmensurable reino de islas, penínsulas, mares, estrechos, puertos, muelles, junglas, palmeras y desiertos de hielo o de arena donde nunca se ponía el sol, la base del monumento como rodeada por una invisible guardia de fantasmas con túnicas escarlatas, ministros cuáqueros, almirantes, dueños de plantaciones, banqueros con patillas, exploradores, traficantes de esclavos y vendedores de biblias” (p. 72).
Esta descripción de Simon (podría haber venido de Conrad en cuanto a su conciencia colonialista), relacionando los atributos corporales del monumento con las proporciones
del imperio que protege y vigila, así como derivando las comidas o costumbres de la reina en virtud de su aspecto, es de visible entonación sebaldiana. La estatua inaugura lo que es, metáfora política e histórica implantada en el corazón del Tercer Mundo, donde se concentran las fuerzas de la aglutinación y las de la destrucción. El discurso literario encuentra así sus propios límites cuando se trata de representar. Hay también entre las dos novelas un contrapunto respecto de la representación de la guerra y las escenas de batalla. A ambos autores les interesa el momento detenido, el instante que puede fijar el hecho, pero que invariablemente deja la sensación de frustración y desencanto literarios. En Austerlitz , Sebald recurre a un stendhaliano profesor escolar que describe el combate sin ya ilusiones de evitar los lugares comunes y las imágenes prefabricadas; en Los anillos de Saturno (como por ejemplo las ideas de impotencia frente al panorama de Waterloo), conocer la verdad del campo de batalla resulta imposible, y por ello se opta por representar la dificultad. Por su parte Simon, frustrado ante la fatal ineficacia de la descripción, para narrar el combate se sirve de las convenciones plásticas, proponiendo así una consistencia real de los hechos, como si de otro modo escaparan a la comprensión o incluso a la percepción: Se veía todo el campo como uno de esos planos de cartón en relieve que reproducen un campo de batalla como se ve en algunos museos con bosquecillos de algodón verde oscuro … Los obuses que estallaban también parecían bolitas de algodón gris azulado los soldados en sus galopes parecían minúsculos juguetes de plomo que podían ser derribados por un torpe movimiento de mano… (p. 36).
El diorama habría servido a Sebald para subrayar la imposibilidad de saber lo ocurrido, pero Simon lo usa como icono, ajustando la realidad al estatuto convencional de la representación. Simon dice “ocurrió como en un diorama”; Sebald dice “el diorama (el cuadro, la foto, el panorama, o incluso la película) no sirve para conocer la verdad”. A primera vista, en la medida en que describe una frustración (y en tanto tal hace más difícil el trance subjetivo), y de paso el hecho que la escena plástica señala pero él descarta por elaborado, se supone que Sebald da una versión más compleja de las posibilidades de representación. Pero creo que esta complejidad es tributaria del pasado, que la escena de la impotencia o del desencanto frente a los hechos o sus señales (una escena frecuente en buena parte de la literatura contemporánea), aspira más a actualizar una lógica y una moral de la representación que a rebatirla. En cambio la tesis de Simon, subsidiaria de “la vida imita al arte”, postula el diorama como una economía, es uno más de los dispositivos que el narrador tiene a mano para describir. En última instancia, uno y otro tienen ideas distintas acerca de la experiencia y su posible traducción literaria. 4
La lectura de Austerlitz deja también algunas preguntas sobre las relaciones entre historia y literatura. Tratándose de un tema como el del Holocausto y su secuela inmediata de muerte sistemática, reclusiones, deportaciones, exilios y pérdidas de identidad (tema que obviamente interpela también a los argentinos de un modo perentorio o en todo caso cotidiano), hay una frontera delgada entre recuperación de la memoria y reconstrucción de la historia. En tanto relato que busca despabilar la siempre pasiva conciencia de los alemanes respecto de lo ocurrido con su propia nacionalidad bajo el nazismo, Austerlitz fue recibido en Alemania con relativa indiferencia. Que este sea un aspecto importante de la circulación y del propio sentido del libro no debería sorprendernos, teniendo en cuenta precisamente la composición que hace Sebald de
estos personajes y de la historia, representados como desvíos más o menos ostensibles (pero elocuentes por su afinidad) respecto de figuras, historias y peripecias en general que se han construido desde el Holocausto. En este sentido, la idea de recuperación de la memoria es un postulado demasiado general tratándose de una novela que recurre a situaciones emblemáticas (en varias formas, como vimos) para referirse a hechos como los de la Segunda Guerra bastante reconstruidos por la cultura en general y dentro de lo cual Austerlitz aparece como una verificación más. La pregunta entonces sería si en verdad no hay opción, si la literatura debiera cancelar o suspender sus posibilidades de ruptura o renovación cuando se trata de “develar” la historia o “recuperar” la memoria. Pienso que la novela de Simon busca responder a esto, y que quizá el rescate que Sebald hace de ella en Austerlitz , buscando una probable afinidad y acaso un bien entendido reconocimiento, termina siendo un dibujo de sus propios límites, el pago al que lo ha empujado la ambición de su historia. En un plano más individual, creo que entre los enigmas de Sebald en relación con Austerlitz no está tanto cómo habrían sido sus futuros libros, sino el modo en que este último se combina con las ideas que podemos tener de los anteriores. Es curioso cómo la vindicación de una literatura difusa, abierta a la prueba y a la sorpresa, ha derivado hacia una propuesta obviamente compleja, con su propia y ganada fascinación, pero más compacta y conservadora de lo que muchos lectores quizá habrían esperado, como si a último momento (no por último sino por definitivo) hubiera caído en la trampa de su propia profundidad.
Publicado en El punto vacilante, Norma, Buenos Aires, 2005.
El intimista Sobre Joaquín Giannuzzi En un libro de 1962, el poeta escribió: “Hombre, vaso del universo”. El poema hablaba del viaje a la luna, que en ese entonces ya se percibía inminente. Quizá podría haber puesto “medida” en lugar de vaso, medida del universo, pero el impacto habría sido nulo, en especial porque más adelante se interroga sobre la forma como ese hombre, a su regreso, observará de nuevo las viejas cosas de la tierra, tales como los ritos cotidianos y los sentimientos que tenemos hacia los objetos. Los escritores se mantienen a una distancia controlada de las frases hechas y del lugar común; en todo caso no es posible asegurar que al poeta se le haya ocurrido en algún momento escribir “Hombre, medida del universo” y que después lo hubiese desechado. No obstante, de haber sido así, con la frase elegida invoca el clisé de un modo particular, lo alude y lo desestima. Uno podría decir que la literatura se basa en eso, en ponerse al costado de las palabras omitidas para mencionar a medias lo que ellas habrían dicho. Una labor de corrección, que en este caso va de la metáfora trascendente a la metáfora prosaica. Para muchos, el vaso es el recipiente ideal: sirve para beber (ahí se abren correspondencias con la idea de “medida”); sirve para mirar cuando es de vidrio, para distraerse con sus reflejos y también para poseer: o sea, el vaso contiene, es un cuenco. Y a la vez es algo que cobra verdadero sentido, aunque provisorio, cuando está lleno.
Este poeta reside en un suburbio del mundo, conoce por la prensa o la radio los avances de la carrera espacial; sabe, por formación y experiencia, del sueño trasnochado que siempre ha significado la luna para los seres humanos. Entonces piensa que algún día se producirá ese momento, y cuando ello ocurra el astronauta advertirá que no sabe mirar lo que ha dejado. Habrá un error imposible de catalogar, o por lo menos un nuevo hecho que sembrará de dudas las categorías conocidas: hasta lustrarse los dientes, como dice el poeta, no será lo mismo. (Vemos que aquí hubo otra decisión, el aseo rutinario de lavarse o limpiarse los dientes es reemplazado por un uso anticuado, o un afán vanidoso, mezcla de ardid cosmético y coquetería social. En los otros libros que publique, el poeta asociará los dientes a la ruina, por supuesto, y otras veces de nuevo al lustrado, como si fueran muebles, pisos, vajilla, automóviles u objetos de decoración.) Además, estamos ante un hecho previo al poema. Es cuando el poeta decide escribir sobre el viaje a la luna. Comienza diciendo “Se afirma en estos tiempos que la muerte del siglo / ha de tocar la luna…”. El poeta reconoce lo inevitable, probablemente piensa que es vano oponerse al progreso, aunque plantea sus dudas; así, el poema se explaya en proposiciones concesivas, como si dijera “sí, pero…”. De hecho, una de ellas es “Perfectamente: Hombre, vaso del universo…”. Esta forma de abordar un tema elevado que por la misma inminencia de su concreción está a punto de dejar de serlo, tiene algo de retórico en el sentido de precoloquial: parece la argumentación necesaria para sostener unas opiniones, que por otra parte no son del todo profundas, ni del todo trascendentes, pero que en algún momento serán proferidas. Son opiniones, digamos, sobrevenidas en el buen sentido de la palabra, desarrolladas a partir de lo que el poeta tiene a mano: probablemente las noticias de los diarios, las conversaciones de todos los días, algún vaso cotidiano y, abarcándolo todo, el lustre, la idea de superficie limpia y
brillosa, preocupación perenne, sabemos, de la clase media argentina de pasadas décadas. Estas opiniones del poeta rechazan la elocuencia (aunque de este modo adquieran una en particular) y lo eminente; se circunscriben al ámbito de la mesa en la que el poeta trabaja y llegan como máximo, tal cual numerosas veces da a entender cuando se refiere a ellas en tanto frontera o punto de observación, hasta el límite de la ventana. Así, parecen más bien simples apuntes razonados para fijar una idea o alguna experiencia. Casi toda su vida se dedicó al periodismo. Sabemos que era un pesimista compulsivo (tanto de la inteligencia como de la voluntad). En los poemas se distancia de las cosas que describe, se distancia también de sí mismo, como cuando elige representarse delante de un espejo, de un vidrio, en una fotografía, frente a un ser de otra especie (insecto, fruto, planta o animal), o cuando se refiere a sí mismo por sus iniciales. Esa distancia es el recurso para una transformación: el poema no es solamente una construcción verbal de naturaleza literaria, que debe cumplir unos requisitos internos de eufonía, prosodia o pertinencia lexical, sino que es también testimonio privado: la subjetividad vigilada (o, incluso, domesticada) por la vida de todos los días. Los poemas tienen el aliento del resumen y del diario íntimo. No es posible saber si el poeta se propuso mostrar, a través de sus libros publicados sin prisas ni pausas, una forma maquillada de diario. Sí es evidente que tuvo la intención constante, distraída en muy pocas ocasiones, de definir el borde exterior de su mundo privado. De algún modo, el poeta estuvo siempre acompañado por un fantasma; ese fantasma fue el alerta de su mundo íntimo, una y otra vez doblegado por la vida diaria y, (por qué debería ser de otro modo), por los mismos versos escritos para humanizarlo. Un “otro yo”, como la vieja caricatura del Dr. Merengue, sin clave picaresca ni verista. Así, ese borde exterior es la silueta de la intimidad, que se define según modos relativos y encuentra formas variables. Decir que es una tensión entre dos ámbitos, lo público y lo secreto, lo prohibido y lo permitido, o lo visible y lo vergonzante, es definirla pobremente, en especial porque según esto siempre habrá dos opuestos que se precisan para continuar. Tampoco la intimidad marca territorios fijos (y también en este sentido carece de dibujos que la puedan representar): el poeta la desplaza consigo del dormitorio al baño, del jardín a la calle, de la montaña a la ciudad; y a diferencia de otros escritores, tampoco la intimidad es una reverberación temporal, no tiene pasado, antepasado, ni prehistoria. Más bien parece un estambre, una extraña madeja deformada pero efectiva de la que el poeta no busca deshacerse. La intimidad se ovilla sobre una superficie conocida (o sea, la vida manifiesta y compartida); pero los hilos se esconden tras su propia envoltura. Es como si el poeta en cierto momento hubiera renunciado a descubrir, y a partir de entonces se esmerara por sopesar la intimidad: presentarla, enredarla un poco más, describirla y hasta denunciarla. Para quien ha dedicado la vida a escribir sobre sí mismo, esta estrategia significa una contención permanente. De todos modos nunca fue un poeta de arrebatos; incluso los énfasis se ven siempre demasiado medidos. Esta contención permanente lo convirtió en anticlimático, el estilo creó su objeto, esa especie de cálida intimidad vigilante a la que siempre sucumbió. Es una intimidad proclamada y escamoteada en el mismo movimiento, o sea, una puesta en escena. Muchas veces el poeta bordea el registro de lo confesional; y si algo lo detiene se tiene la impresión de que no es sólo el pudor o cierto mandato de lo conveniente (aquella tendencia a la contención), sino una suerte de pensamiento sintético que tiende a sacar conclusiones generales demasiado rápido, obviando las
peculiaridades individuales. Por un lado está el universo con sus leyes inmutables, la constante desmemoria de la naturaleza y su juego de suma cero gracias al cual todo es reabsorbido, por otro lado está el individuo, pequeño y, digamos, demasiado individual como para oponerse al mecanismo general. Entre ambos elementos se impone el primero como una fuerza apaciguadora e indiferenciada, quedando para el segundo la vida puntual, su acotada plenitud, prestada pero única. La languidez de la dalia, el ocaso del cuerpo, el accidente de auto, el disparo de José Asunción Silva, los cambios en la ciudad; todo reclama una protesta apagada que a veces se resuelve como consolación y otras como fracaso. Decepción, frustración, consuelo; el poeta reclama piedad. Por ejemplo, para todos aquellos que como él aprietan cada mañana el nudo de la corbata. No importa la vida interior, parece decirnos, quizá no exista; la intimidad es una empiria que él se ha propuesto testimoniar en clave esporádica, bajo la forma de apuntes versificados; es cerrar la puerta y escribir en la casa. De ahí el tono reflexivo, las descripciones y la recurrente cavilación. La disposición analítica sostiene el trabajo del intimista, y es su principal argumento de continuidad, porque lo íntimo puede ser también un préstamo; por ejemplo, todo aquello reunido dentro de un ambiente de intimidad. Acá el poeta se propone sumar al mundo. No el mundo abstracto, o el universo, del que se ha proclamado su vaso y por lo tanto ya tiene de su lado, sino el mundo material de la técnica, de la civilización de los hombres y de la historia. Entre ambos mundos está él. Con el planeta ruin no hay sintonía posible (como dice en uno de sus últimos poemas, “Por la democracia del napalm”); el poeta en este plano no despliega el misterio admirativo con que se apropia de lo natural (incluso cuando se trata de residuos de la técnica reinstalados en la naturaleza). Hay otro tipo de intimidad hacia, digamos, la organización de los hombres, y se articula alrededor de la burla, el sarcasmo, el reproche o cosas por el estilo, que parecen resolverse en quejas rematadas al final del poema como razonamientos domésticos, aquella ironía hogareña tejida de incredulidad, hoy un poco anacrónica, que se hace problemas ante la complicaciones de la vida cotidiana o lo inmanejable del crecimiento urbano, ante “La profundidad burocrática de la vida real”. Los pensamientos de entrecasa crean un clima de subjetividad práctica, muy alejada de la exaltación recóndita del lirismo. El individuo entonces se presenta a sí mismo como una sustancia hogareña, o más precisamente doméstica: el cerebro tiene paredes, puede estar abarrotado como un depósito; o, como dice textualmente el intimista, “El poeta se ha vuelto / un fenómeno discontinuo / jadeando en un rincón del dormitorio”. El peso existencial de ese organismo ha reemplazado al peso lírico; ello produce una intimidad más inmediata, más de todos los días y por lo tanto menos fabricada desde el punto de vista poético. En cuanto al mundo, para el intimista se divide en dos grandes grupos: cuerpos y objetos (o sea, seres y cosas). Ambos obedecen sin embargo a una única ley, la de la gravedad. En los libros del poeta se reitera la importancia del peso de las cosas, por lo general bajo la forma de destino: las cosas vivas resisten con su fuerza, pero una vez muertas sucumben al peso que las empuja hacia el suelo, e incluso más hondo, en una suerte de trascendencia temporal de lo enterrado. La condena de la ley de gravedad (la caída igualadora, o por ejemplo la dalia que declina) también se corresponde con una condena a la gravedad: el poeta no puede evadir su circunloquio, la forma adusta de tejer la intimidad mientas se derrumba el mundo: “Yace, sobre mi mesa / en la fría
integridad de su peso terrestre / mientras yo permanezco silencioso / imposibilitado / de oponer mi vida a su carnal exuberancia”. O si no, más grave aún: “La gravedad / fue nuestro único destino. Con todo el peso / caímos dormidos, en un círculo reventado, / y eso fue lo mejor que pudo sucedernos”. La caída, el círculo. El círculo reventado es la casa y a la vez el espacio solipsista del poeta, aquello que no puede identificar a menos que quiera ver disuelto su núcleo de intimidad; y no puede ser otra cosa que un espacio reventado, o sea, agotado y vencido a la vez; también deforme, rendido y bastante inútil. Es el perímetro abstracto de la intimidad y el concreto de la vida cotidiana, que dibuja el esquema del intimista. La fatalidad del peso y la ambigüedad de la gravedad se traducen también en la manera como el poeta se nombra a sí mismo: cuando elige sólo sus iniciales adopta una fórmula personal, que es la secuencia individual de letras, y apela al mismo tiempo a una norma general, o sea una denominación arbitraria, civil, suerte de credencial burocrática que lo condensa, como si el círculo reventado sólo admitiera objetivaciones. Es una ley de gravedad personal, porque no condesciende a utilizar el yo. La ausencia del pronombre aligera el peso subjetivo, pero como réplica hace más densa la presencia del intimista. Presencia y ausencia. El poeta concibe su presencia (digamos, su vida) como el preámbulo de la ausencia: el cuerpo caerá, después descenderá un poco más al ser enterrado, y luego, en un plazo propuesto por él mismo de una o dos generaciones, será olvidado. El olvido no produce temor, siendo que ambos estadios son bastante irrazonables. Dice en una autobiografía: “Un impostor que al mismo tiempo / se instalaba en el inodoro y fuera de la historia / cada mañana de esta tierra”. La presencia y la ausencia llevan a pensar en el movimiento que se teje detrás nuestro, y que a la vez nos empuja. Las palabras están puestas y van a permanecer, pero desde que han sido apenas escritas cuestionan al intimista; no su existencia o, digamos, su paso por el mundo, sino su deliberación para haber puesto aquello que hoy leemos. En otro poema, titulado“Alfonsina”, el poeta construye escenas y aditamentos de la intimidad superpuestos a una imagen desdoblada del individuo: no hay relación verificable entre la mujer que caminó hasta el mar y la sombra invisible que le dictaba sus versos al oído. Es una extraña figura duplicada; alguien escribe por detrás, o actúa por detrás; ambos seres son irreconciliables, o pertenecen a órbitas alejadas que entran en contacto de un modo inusual y por sobre todo inconvincente: “Leyendo estos versos no concibo, / la sustancia dramática pegada / a la materia histórica”. Y dice más adelante: “Ella debió ser un simulacro, / en todo caso un ensayo de lo viviente”. Simulacro, ensayo; el intimista obliga a repetir sus palabras, como si fueran el eco de una religión privada hecha de puertas bien cerradas, vida familiar, nostalgia y trabajo fijos. El simulacro, o sea el préstamo para la persona que escribe desde atrás, también escondida tras las iniciales, es el soporte de su testimonio privado, escandido en versos durante décadas. La intimidad, parece decir el intimista, es una construcción verbal que diseña en primer lugar su forma pública. La intimidad está hecha de nada, de tiempo pasajero, de pensamientos discutibles y de contrapuntos. Como es materia escondida demasiado habituada a manifestarse según dicta la prosa, es decir, adoptando un flujo incesante, el poeta decidió interrumpirla por medio de versos, y al hacerlo la apartó del campo del secreto y le dio su verdadero sentido testimonial, como explicación o variación de lo público. A lo mejor sin proponérselo, el poeta terminó componiendo una intimidad argentina; allí el intimista se distingue por sus flecos, sus puntos mal tejidos o
desprendidos y sus cabos sueltos, por la empresa obstinada y reticente de fabricar una interioridad con la misma sustancia de la que estuvo hecha la propia vida. Publicado en El punto vacilante, Norma, Buenos Aires. 2005.
La parte por el todo Alegato oriental Un fantasma acompaña al paisaje argentino, es la promesa de su reverso y la negación de su posibilidad. Un fantasma obediente que no deja de cumplir lo que promete, aunque siempre lo haga de manera parcial. Su presencia se conjuga en subjuntivo: es lo que pudo haber sido pero no es; es como si fuera; existe para que se vea como lo que sólo en cierta forma es. Esta metáfora elusiva que tiene la fuerza de una localización ideológica tuvo una de sus primeras apariciones en esos versos de José Mármol cuando el Peregrino compara las dos costas del Plata; rojo y sombras en una, luz y verdor en otra. Sin embargo por entonces ambas orillas estaban sometidas a las tiranías; eran, momentánea –y condenadamente– afines. Pero así de temprano se precisaba la existencia de planos complementarios. En su ensayo sobre Hudson ya Borges señaló la certera elección del Uruguay como escenario de La tierra purpúrea; desplazándolos hacia fuera de la Argentina, los hechos la aludían de un modo oblicuo y por eso mismo doblemente eficaz: está el plano real, en el que la historia ocurre en la Banda Oriental en la medida en que no sucede en la Argentina, y el plano virtual, la novela transcurre en Uruguay porque no puede suceder en la Argentina. Mucho después, Aira formalizó aún más la idea en su libro sobre Copi, refiriéndose a “El uruguayo” –cuando paradójicamente este relato representa el punto extremo de la operación a punto de desvanecerse–: el Uruguay es el locus metafórico por excelencia de la literatura argentina.
La literatura del país tiene larga experiencia de asignación de sentidos a espacios lejanos, y a espacios sin territorios también: Buenos Aires siempre tuvo a mano el desierto, luego el campo, más adelante el interior; los escritores extranjeros con duradera influencia tuvieron la misma Argentina; los argentinos, también Europa. Pero el Uruguay fue siempre la comarca ideal para señalar marcadamente lo distinto, lo que es parecido y por ello no puede ser igual, a lo sumo un poco equivalente. La Banda Oriental no solo ha sido objeto de operaciones literarias. En épocas de censura se escuchaba la radio uruguaya; antes, más allá de la hospitalidad para los disidentes de distintas fechas, fue pieza importante en la geopolítica gardeliana. Incluso Macedonio debió replicar haciendo honor al tópico: “Yo lo único que tengo de uruguayo es haber vivido toda la vida en Buenos Aires” contestó a la versión que lo hacía nacer en la otra orilla. Respuestas así no hacen más que rebajar la importancia de la nacionalidad y aumentar las reverberaciones del gentilicio. Es un gentilicio con el que los argentinos se sienten inclinados a coquetear, según la necesidad, en general para poner en práctica simulacros de identidad. Tanto es así, que a Uruguay los argentinos no viajan ni se trasladan; más bien se desplazan, predispuestos a algún tipo de consustanciación espiritual o, más sencillo, de descanso simbólico. Pero sabemos lo que el Uruguay es, conocemos los contrastes entre Montevideo y Buenos Aires, diferenciamos los uruguayos de los argentinos, sin embargo ignoramos las causas de nuestra fascinación frente a ese pueblo. Una fascinación donde se mezcla el respeto hacia lo admirable y la debilidad ante la actualización de la nostalgia. El arquitecto Pancho Liernur supo decir lo que se siente en las plazas y calles de Montevideo: “la presencia del pasado y especialmente la pertenencia a una comunidad”; o sea, podemos arriesgar, el pasado urbano argentino ya desarticulado y la presencia de
la comunidad uruguaya. Los argentinos no encontramos solo el pasado sin estridencia, sino también un presente que se contrasta con el de la otra orilla. Es conocida también la seducción que ha ejercido la Banda Oriental en amplios sectores medios y altos: un cambio de registro para la placidez veraniega, el refugio bancario y el juego de fin de semana. Los artistas, intelectuales y profesionales son en este caso cualquier cosa menos la excepción: el Uruguay es una arcadia en clave rioplatense, rincón hospitalario que se deja hurgar sin resistencia y teatro a escala real donde adoptar las ilusiones prestadas que recibe nuestra sensibilidad, ávida de que la bien asumida medianía sea por fin –y en especial de nuevo– protagonista. El Uruguay esconde también un núcleo de existencia pedestre y de sabiduría social, frente al que la literatura, o sea la creación, no permanece impávida. Cuando se trata del Uruguay las narraciones argentinas adquieren otro aire y asumen una escala mayor, los hechos se desarrollan con más profundidad, prometen un final dilatado y, por sobre todo, los personajes logran un perfil subjetivo más complejo, acorde con una tipología no vigilada por la historia política o el enfrentamiento social. La lista de autores argentinos que han tenido la debilidad de aludir al Uruguay o los uruguayos es larga, antigua y actual. Debajo de los textos se intuye la Banda Oriental como un paraíso sociológico y un remanso cultural, el seductor experimento imaginario hacia una Argentina sin populismos. Quizá esta sea la incógnita uruguaya, un blasón no-peronista que cautiva con su brillo discreto, ajeno a nuestra frustración histórica. Obviamente los hechos políticos actualizaron en la Argentina la lejana matriz de esta evolución. En tiempos de la “segunda tiranía” el refugio oriental recuperó buena parte del sentido que había descubierto durante la “primera”, o sea, no era tan solo el sitio donde esperar la caída o conspirar a favor de ella. Como dijera durante el sitio rosista Alejandro Dumas con entonación visionaria, “Montevideo no es solamente una ciudad, es un símbolo; no es solamente un pueblo, es una esperanza; es el símbolo del orden, es la esperanza de la civilización…”. Este diagnóstico tendría perdurable vigencia. En la segunda mitad de los años 1950, para quienes veían la caída del reciente peronismo como la restauración de una libertad usurpada, el Uruguay fue el sitio que tendía un puente eficaz con la vida previa aún no traumáticamente desviada por el impasse populista. Hay páginas de Silvina Bullrich y Estela Canto que así lo atestiguan. Una recordando, en su inocencia más tierna, un traicionero chapuzón en las aguas oceánicas de Punta del Este; otra detallando la inmutable personalidad de Montevideo pese a los cambios urbanos desde sus épocas de estudiantina. Estas recuperaciones adoptan la forma de la memoria infantil o la historia familiar, asignándole al territorio uruguayo una importancia decisiva en la calidad de la experiencia, sobre todo por el hecho de convertirla en una sustancia perdurable –aunque perceptible siempre de manera sorpresiva– pese al avance del tiempo. Insospechable de ternura retrospectiva, Gombrowicz entendió rápidamente de qué se trataba Montevideo. Sus palabras sirven como prueba inversa; donde ve un defecto es probable que muchos intelectuales argentinos viesen una virtud. Cierto jueves de finales de 1960 escribe estando de viaje: “¿Quietud? ¡Inquietud! Me inquieta un poco la falta total de ‘escalofrío metafísico’ en la capital uruguaya, donde ningún perro ha mordido jamás a nadie”. Pocos años después esta calma montevideana se vería afectada por unos delincuentes fugitivos de Buenos Aires, curiosamente en un libro aparecido a fines de los años 90.
Paradójica como toda novela de delitos, en Plata quemada las virtudes uruguayas subrayan sus promesas y escamotean los peligros: en la misma tranquilidad montevideana que aplaca a los fugitivos y los lleva a vivir como en un idilio, se esconde el testigo que tiene lista su denuncia ante la primera anormalidad. Montevideo es la sordina adecuada para el final de un drama que ha comenzado en Buenos Aires. Resulta ilustrativo que en esta novela sin año (el tiempo entre escritura, en los años 60, y publicación es tan dilatado que ambas fechas se contradicen) Piglia se sirviera de Onetti para comenzar un círculo que cerraría con “Homenaje a Roberto Arlt”. En realidad es el dibujo (más bien el fantasma) de la figura de Onetti quien le permite a la literatura argentina abandonar el peronismo –y junto con ello el obstáculo para la representación que significaba su fractura cultural– en tanto asunto a desentrañar. Y también es normal que esa tarea haya caído en manos de un uruguayo, el primer escritor que supo darle una continuidad más literaria que crítica a la obra de Roberto Arlt. Para los escritores argentinos, la literatura de Onetti se ha convertido en un icono de ideas y convenciones; si bien, como toda obra mayor, posee su núcleo inagotable de significaciones, diseña por adelantado muchos de los sentidos supuestamente ocultos que el Uruguay muestra a nuestros escritores. Y a la vez, ese universo fuertemente moral y esencialmente apolítico les ha permitido sortear algunas décadas y varios autores para recuperar a Arlt en clave paralela, sin máculas de experiencia populista. Es así como Onetti está unido a una visión argentina sobre el Uruguay que si bien no definió, y encontró dada, ayudó en cambio a tornar perdurable a través de la representación literaria. El Uruguay es una deriva, el sueño preservado de la Argentina imposible. Pocos relatos lo muestran de manera más elocuente que El Dock . Aprendizaje del dolor, de la maternidad y de la adultez, las personas de esta novela se desplazan –también– al Uruguay con todo lo suyo, en busca de las condiciones más ventajosas para encontrar sus verdaderas órbitas, al igual que planetas solidarios y contrastantes. Para ello, el régimen devaluado del entorno resultará decisivo: la indolencia de los nativos es una idiosincrasia pero también una forma de provincianismo; a la vez, tienen una vida gregaria que se resuelve según un nacionalismo de comunidad barrial. El Uruguay está formado por partículas que nunca llegan a convertirse en masa. Este mundo permeable a las comparaciones y lo suficientemente poroso como para llevar a la mimetización, o por lo menos al camuflaje, no solo contiene las claves del pasado que los personajes precisan develar, es también la contracara inofensiva de un país, la Argentina, donde el gesto primario de la política es sufrir o infligir la muerte como si se debiera obedecer algún mandato esotérico o religioso. La exquisita particularidad de las obras de Matilde Sánchez es que son viajes morales cuya condición de éxito reside en el aprendizaje. Hay una vigilancia afectiva, una presencia sentimental que se revierte sobre la narradora y así acompaña –y modera– lo que puede haber de fatal en las ideas. Hay un don trashumante que, como si obedeciera a un mandato flaubertiano, tan solo encuentra lo propio y determinante en el extranjero. ¿Pero qué es lo extranjero para un escritor? Es una creación. En esta fórmula tan simple quizá se esconda el intrincado secreto de Sánchez, de las pocas escrituras en Argentina que sigue poniendo en evidencia que la mueve una intencionalidad estética, y todos los sonares están dirigidos en esa dirección. Como en Hudson, también en El Dock se impone el regreso una vez alcanzado el equilibrio.