CUENTO
Lorrie Moore
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Referencial En may mayoo de 194 19488 la rev revista ista The New Yorker publicó por primera vez “Signos y símbolos”, que que con el tiempo formaría parte de varias antologías de cuentos de Vladimir Nabokov. Sesenta y cuatro cuat ro años año s después desp ués –en –e n mayo may o de 2012– The New Yorker publicó este cuento que Lorrie Moore reconoc reconocee como co mo tribut tributoo a “Signos y símbolos”. Al leer el cuento de Moore se evidencian las referencias que ella misma admite: la enfermedad del hijo, la visita al hospital psiquiátrico, el insomnio de los hombres, las fotografía fotog rafías, s, las l as carta cartas, s, las merm mermelad eladas as y la llama llamada da tele telefónic fónicaa –momento inolvidable en el cuento de Nabokov–. Al traducirlo, sin emba embargo, rgo, uno desc descubre ubre que el home homenaje naje va más allá de los temas compartidos y los detalles clave (que ya en sí no es poco): Moore reacomoda frases enteras, parafrasea situaciones y mezcla referencias sin dar necesariamente la impresión de abusar. La pareja pare ja rusa de “Sig “Signos nos y símb símbolos olos”” es e s el e l posi posible ble dev devenir enir de la de “Referencial” y, al mismo tiempo, estos son el futuro de los rusos. Pero queda la sospecha de que aún hay algo más. Maestros de la forma, tanto uno como la otra, ¿habrá contraintes no confesadas, mensajes sin descifrar en el homenaje de Moore? Como el joven personaje d e “Signos y símbolos”, Moore parece aquejad aque jadaa de una “man “manía ía refe referenc rencial” ial”,, no n o diag diagnost nosticad icadaa y sin embargo contagiosa, que nos hará encontrar referencias veladas a su cuento cue nto en el de Naboko Nabokov. v. ~ – Daniela Franco
or tercera vez en tres años, hablaron de qué regalo de cumpleaños sería conveniente para su hijo perturbado. De hecho, era muy poco lo que les estaba permitido llevar: casi todo se podía transformar en arma, así que la mayoría de las cosas debían dejarse en la recepción para ser llevadas más tarde, si así se solicitaba, por un asistente grande y rubio que revisaría de antemano las posibilidades lacerantes de los objetos. Pete había traído una cesta de mermeladas, pero en jarritas de vidrio y, por tanto, no permitidas. “Olvidé ese detalle”, dijo. Las jarritas estaban organizadas por color, de la naranja más viva a la ciruela Claudia y al higo, como si contuvieran las muestras de orina de una persona cada vez más enferma. Las van a conscar igual, pensó ella. Ya encontrarían otra cosa que llevar. Para cuando su hijo cumplió los doce, y empezó con su quedo y confuso hablar entre dientes, renunciando de
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paso a cepillárselos, Pete ya llevaba seis años en sus vidas, y ahora cuatro más habían pasado. El amor que le tenían a Pete era largo y sinuoso, con curvas escondidas pero sin ninguna parada de verdad. Su hijo lo veía como una suerte de padrastro. Ella y Pete habían envejecido juntos, aunque en ella se notaba más, con sus vestidos camiseros negros que llevaba para parecer más delgada y su pelo, ya encaneciendo, sin teñir y a menudo recogido con mechones colgando como las ramas de un sauce sauc e llorón. Una vez que su hijo había sido desvestido, encamisado e internado, ella, también, se despojó de collares, pendientes, pañuelos pañuelos –todas sus prótesis, le dijo a Pete, tratando de divertir– y los puso bajo su cama en una carpeta en forma de acordeón. No le estaba permitido llevarlas puestas en sus visitas, así que simplemente dejó de usarlas, en una especie de solidaridad con su hijo, una nueva viudez por encima de la viudez que ya poseía. A diferencia de otras mujeres de
su edad (que tendían a esforzarse demasiado, con lencería llamativa y joyas estridentes), sentía que ahora esa clase
a b o L a d é r d n A / S E R B I L S A R T E L : n ó i c a r t s u l I
de esfuerzo era ridícula, y enfrentaba el mundo como una u na amish mujer o quizá, aún peor, cuando la implacable luz de primavera alcanzaba su rostro, un hombre amish. Si iba a ser una señora mayor, entonces sería ¡una ciudadana del Viejo Mundo en toda regla! “Para mí, siempre te ves tan hermosa”, ya no decía Pete. Habían despedido a Pete durante la última recesión. En algún momento estuvo a punto de mudarse con ella, pero al ver que los problemas del niño empeoraban, cambió de idea. Decía que la amaba pero que no podía encontrar su lugar, ni en su vida ni en su casa. c asa. (No culpaba a su hijo. ¿O sí?) Veía Veía con una codicia un tanto obvia y comentarios amargos el cuarto de estar en donde su hijo, cuando aún estaba en casa, vivía entre grandes mantas, litros de helado vacíos, sus DvD y una Xbox. Dejó de saber a dónde iba Pete, a veces durante semanas. Consideraba un acto de vigilancia y apego el hecho de no preguntarle, de intentar no preocuparse. Una vez tuvo tanta necesidad de contacto físico que fue a la peluquería
de la esquina, La Trenza Estresada, solo a que le lavaran el pelo. En las contadas ocasiones en que volaba a Búfalo para ver a su hermano y familia, al llegar a los controles de seguridad del aeropuerto escogía ser inspeccionada manualmente en lugar de pasar por el escáner. –¿Dónde está Pete? –gritaba su hijo, cuando llegaba sola a visitarlo, con la cara púrpura de acné, hinchada y ancha por los efectos de los medicamentos que ya le habían cambiado, y luego cambiado otra vez, y ella decía que Pete estaba ocupado, pero que pronto, pronto, quizá la próxima semana, vendría. Un vértigo maternal se apoderaba de ella, el cuarto daba vueltas y las nas cicatrices en los brazos de su hijo parecían deletrear por momentos el nombre de Pete, la pérdida de los padres grabada primitivamente en un álgebra de piel. Con las vueltas de carrusel del cuarto, esas líneas blancas entretejidas recordaban al grati burdo de árboles y mesas de picnic en los lo s parques, con las palabras “ rock ” o “coño” grabadas torpemente por los jóvenes, con la “C” como tres cuartos de un cuadrado. La mutilación era un lenguaje. Y viceversa. A través de los cortes su hijo se hacía querer entre las chicas, muchas también se cortaban y rara vez veían a un chico hacerlo, y fue así que q ue se hizo popular en las terapias de grupo, algo que no le importaba y que quizá ni notaba. A veces, cuando nadie lo veía, se cortaba las plantas de los pies con el papel recién comprado para la clase de manualidades. En las reuniones de grupo, jugaba a leer las plantas de las chicas como si fueran palmas, anunciándoles la llegada de extraños y el paso al idilio –“piedilios” solía llamarlos– y a veces veía su propio destino en los cortes que ellas se habían hecho. Ahora ambos fueron a ver a su hijo sin las mermeladas pero con un libro de pastas blandas y papel de bordes barbados sobre Daniel Boone, escogido de su propia biblioteca, lo que estaba permitido, aunque su hijo pensaría que el libro contenía mensajes para él y creería que, aunque era la historia de una persona lejana, era también la historia de su propia aicción y heroísmo frente a toda suerte de yermo, derrota y rapto, que su propia propi a vida podría posarse sobre el libro, que era simplemente un armazón noble para la revelación de sus hazañas. Habría indicios en las palabras de páginas cuya suma correspondiera a su edad: 97, 88, 466. Habría otras referencias veladas a su existencia. Siempre las había. Se sentaron todos juntos en la mesa para visitas, su hijo dejó el libro a un lado e hizo un esfuerzo para sonreírles a ambos. Aún quedaba ternura en su mirada –la ternura con la que había nacido– incluso si en ella llegaba a relampaguear una furia dispersa. Alguien había cortado su cabello rojizo; o, por lo menos, lo había intentado. Quizá
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algún empleado de la clínica, no queriendo dejar de jar las tijeras a su alcance por un tiempo prolongado, había dado un tijeretazo rápido, luego un brinco atrás, se había acercado de nuevo, cogido, cortado y retirado de un salto. Eso es lo que parecía. Su hijo tenía un cabello ondulado que qu e debía cortarse con cuidado. Ya no tenía esa caída como de cascada, ahora era un casquete con remolinos saltones que posiblemente solo tenían importancia para una madre. –Entonces, ¿dónde andabas? –preguntó el chico c hico a Pete. –Buena pregunta –respondió Pete, como si al elogiarla pudiera hacerla desaparecer. Cómo podía alguien seguir cuerdo en un mundo así. –¿Nos echas de menos? –preguntó el niño. Pete no respondió. –¿Piensas en mí al mirar los árboles y sus negros capilares por la noche? –Supongo que sí –Pete le devolvió jamente la mirada para evitar revolverse en la silla–. Siempre espero que estés bien y que aquí te traten correctamente. –¿Piensas en mi mamá cuando observas las nubes y todo lo que abarcan? Pete guardó silencio otra vez. –Ya basta –calló a su hijo, que se volvió hacia ella camcam biando de expresión. –Parece que esta tarde habrá pastel para el cumpleaños de alguien –dijo el chico. –¡Qué bien! –dijo ella, sonriéndole. –Sin velas, claro. Ni tenedores. Tendremos que coger la crema del pastel y embarrárnosla en los ojos para cegarnos. ¿Has pensado alguna vez en cómo, en ese momento de las velas, el tiempo se detiene, incluso mientras los instantes se llevan el humo? Como las llamas del amor ardiente. ¿Alguna vez te has preguntado por qué tanta gente tiene cosas que no merece y cómo, para empezar, son todas cosas tan absurdas? ¿De verdad crees que un deseo puede hacerse realidad si nunca nunca nunca nunca nunca jamás se lo cuentas a nadie? En el trayecto a casa, no intercambiaron palabra; y al jarse en las las envej envejecidas ecidas manos de Pete, Pete, cerrada cerradass artríticaartríticamente en torno al volante –con esos pulgares que q ue conocía tan bien, colgando de forma casi simiesca– comprendió de nuevo la situación desesperada en la que estaban, aunque aunq ue sus desesperaciones eran independientes, no compartidas, y sus ojos sintieron la presión punzante de las lágrimas. La última vez que su hijo lo había intentado, su método había sido, en palabras del médico, de un ingenio macabro; lo podría haber conseguido, pero otra paciente, una chica del grupo, se lo había impedido justo a tiempo. Hubo que limpiar mucha sangre. Al principio, su hijo deseaba solo
un dolor de evasión, pero después de un tiempo lo que quería era abrir un agujero en sí mismo y huir por él. Para él la vida estaba llena de espías y de inquietante espionaje. Sin embargo, a veces los espías también huían y alguien tendría que perseguirlos por el campo ondulado de los sueños y las madrugadoras montañas del signicado que amanece, para poder, paradójicamente, escapar de ellos. Acechaba una tormenta y los rayos zigzagueaban rápidos y resueltos entre las nubes. Ella no necesitaba un ejemejem plo tan cruel de que los horizontes ho rizontes podían hacerse añicos, llenos de mensajes y códigos códi gos descifrados, y, sin embargo, ahí estaba. Entre los latigazos de los rayos comenzó a caer una nieve primaveral y Pete encendió los limpiaparabrisas, que despejaban semicírculos por los que podían asomarse al camino cada vez más oscuro que les esperaba. Sabía que el mundo no había sido creado para hablarle solo a ella y, sin embargo, como a su hijo, algunas veces las cosas lo hacían. Los frutales habían orecido prematuramente, por ejemplo: los huertos que acababan de pasar eran rosados, pero el calor precoz excluía a las abejas por lo que habría poco fruto. La mayor parte de las ores de los árboles caerían con esta misma tormenta. Cuando llegaron a su casa y entraron, Pete se miró de reojo en el espejo del vestíbulo. Tal vez necesitaba conrmar que era un ser vivo y no el fantasma que parecía. –¿Quieres beber algo? –preguntó con la esperanza de que Pete se quedara–. Tengo vodka del bueno. ¡Te puedo hacer un ruso blanco riquísimo! –Sólo vodka –dijo de mala gana–. Solo. Abrió el congelador para sacar el vodka, y al cerrarlo se quedó quieta un momento, mome nto, mirando las fotos que había pegado con imanes en la puerta del refrigerador. Cuando era todavía un niño de pecho parecía más feliz que el resto de los niños. Con seis años aún sonreía y hacía el payaso, moviendo alocadamente sus brazos y piernas en todas direcciones como destellos, exhibiendo sus dientes perfectamente separados, los bucles acaramelados de su pelo. A los diez tenía esa expresión vagamente taciturna y temerosa –aunque había luz en sus ojos– ojo s– y a sus encantadores primos a su lado. Ahí estaba, ya como adolescente regordete, abrazando a Pete. Y ahí, en el rincón, era otra vez un niño, en brazos de su circunspecto y atractivo padre, a quien no recordaba, porque había muerto hace tanto. Eso había que aceptarlo. Vivir no era una alegría apilada sobre otra. Era apenas la esperanza de menos sufrimiento, la esperanza jugada como un naipe sobre otra esperanza, el deseo de que bondades y compasiones aparecieran como reyes y reinas en un giro inesperado de la partida. Podías Podías tener o no las cartas en mano, no importaba: caerían de la misma forma. La ternura no entraba en el juego, excepto para perjudicar.
–¿No quieres hielo? –No –respondió Pete–. No, gracias. Colocó dos vasos de vodka en la mesa de la cocina. Se Se dejó caer en la silla frente a él. –Quizá esto te ayude a dormir –dijo. –No sé si hay algo que pueda ayudarme –respondió él, dando un trago. El insomnio era su peste. –Voy a traerlo a casa esta semana –dijo ella–. Necesita que le devuelvan devue lvan su hogar, su casa, su cuarto. No es un peligro para nadie. Pete dio otro trago, sorbiendo ruidosamente. Se daba cuenta de que él no quería mezclarse en esto, pero sintió que no quedaba otra más que proseguir. “Quizá podrías ayudar. Él te admira.” –¿Ayudar cómo? –preguntó Pete en un arranque de cólera. Luego el choque suave de su vaso contra la mesa. –Podríamos pasar pasar la noche con él por turnos –dijo con co n cautela. Sonó el teléfono. El Radio Shack de pared solía traer sobre todo malas noticias, así que su timbre, especialmente por las noches, la sobresaltaba siempre. Se contuvo para no estremecerse, pero aun así se encogió un poco, como anticipando un golpe. Se puso de pie. –¿Diga? –contestó a la tercera vez que sonó el teléfono, con el corazón latiendo lati endo fuerte. Pero la persona al otro lado de la línea había colgado. Volvió Volvió a sentarse–. Número equivocado, supongo –dijo y añadió–: Tal vez quieras más vodka. –Solo un poco. Después tengo que irme. Le sirvió un poco más. Había dicho lo que necesitaba decir y no quería tener que convencerlo. Esperaría que él tomase la iniciativa, con las palabras que esperaba e speraba oír. Sus amigos más crueles no dejaban de alertarla, pero ella creía que en el fondo Pete tenía un lado bueno y le era siempre paciente. ¿Qué más podía ser? El teléfono volvió a sonar. –Seguramente es telemarketing –dijo él. –Lo odio –le respondió–. ¿Hola? –gritó al auricular. Esta vez, al colgar, echó un vistazo a la pequeña pantalla del teléfono que debía mostrar el número de la persona que llamaba. Volvió a sentarse y se sirvió más vodka. “Alguien llama desde tu apartamento”, dijo. Pete apuró el resto de su bebida. “Tengo “Tengo que irme”, irm e”, dijo levantándose. Ella lo siguió. En la puerta, lo observó cerrar su mano sobre la perilla y girarla con rmeza. Abrió la puerta por completo, bloqueando el espejo. –Buenas noches –dijo él. Su expresión se le había adelantado a algún lugar lejano. Lo abrazó con la intención de besarlo, pero él giró la
cabeza abruptamente y su boca bo ca acabó en la oreja de Pete. Recordó que la había evitado de la misma manera hacía diez años, cuando se conocieron y él se encontraba encon traba en un estado de traslape romántico. –Gracias por acompañarme –le dijo. –De nada –respondió Pete mientras bajaba apresuradamente hasta su coche, estacionado en la acera de enfrente. Ni siquiera intentó acompañarlo. Mientras cerraba con llave la puerta de la casa el teléfono te léfono volvió a sonar. Entró en la cocina. En realidad no había podido leer el identicador de llamadas sin sus anteojos y había inventado lo de que era el teléfono de Pete, aunque él lo había convertido en verdad de todos modos, esa es la magia negra de mentiras y suposiciones, ntas bien ejecutadas. Esta vez respiró hondo. Se plantó. –¿Diga? –contestó a la quinta vez que sonó el teléfono. La pequeña pantalla en la que el número debía verse estaba nublada, como por un velo, una página de papel cebolla que cubre una cebolla; cebol la; o más bien, la foto de una cebolla. Una representación encima de otra. –Buenas noches –dijo casi gritando. ¿Qué podría irrumpir? La pata de mono. Una dama. Un tigre. Pero no había absolutamente nada. ~ Traducción de Daniela Franco
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