Garavaglia y Marchena. Capítulo 16: LA CONSTRUCCIÓN DEL PODER COLONIAL EN LOS ANDES LA CONSOLIDACION DEL SISTEMA COLONIAL
El impacto de la conquista en el mundo andino no fue homogéneo: no se produjo al mismo tiempo en todos los territorios ni alcanzo el mismo grado de intensidad. Así, si la resistencia incaica contra los españoles logró ser efectiva en las Zonas bajas de la región cuzqueña hasta casi finalizar el siglo 16. En otras áreas la participación decidida de algunos curacas o señores étnicos a favor de los españoles dio por concluida la fase de conquista en fechas mucho más tempranas. Con el proceso de construcción de la dominación colonial sucedió lo mismo: tampoco fue homogéneo en el espacio ni en el tiempo. En general, fue largo, difícil, doloroso y cruel con la población andina: pero si en algunas regiones las estructuras coloniales de poder parecieron estar consolidadas en el segundo tercio del siglo xvi, en cambio, en otras zonas su construcción se prolongó mucho más en el tiempo, llegando incluso al siglo xviii. Si los tuviéramos que señalar un momento de inflexión que marcase definitivamente el establecimiento del poder colonial, éste fue sin duda la reorganización general ordenada ejecutar por el virrey Francisco de Toledo. Entre 1569 y 1581 dictó el grueso de las disposiciones mediante las cuales el régimen colonial y el sistema de dominación español quedaron consolidados en la mayor parte del espacio andino. Tras las revueltas de encomenderos y primeros conquistadores, c onquistadores, tratando de establecer un poder cuasifeudal y en buena medida independiente del de la Corona,la remisión desde la corte de enérgicos administradores y pacificadores logró afianzar una cierta presencia de la autoridad real en la región. Los administradores usaron toda su fuerza para imponerla: desposeyeron de sus encomiendas y cargos en el gobierno de las ciudades a los viejos conquistadores que se mostraran desafectos con la Corona, y aplicaron mano dura contra los sublevados: concedieron un buen número de prerrogativas a los nuevos españoles que fueron llegando una vez finalizadas las fases más agudas de la conquista utilizando para ello los cargos concejiles y las encomiendas arrebatadas a los anteriores siempre que se sujetasen a las nuevas normas y preceptos que se fueran emitiendo: eliminaron por la fuerza y sin contemplaciones lo que ellos consideraron «el peligro mestizo» (especialmente los hijos y descendientes de conquistadores), desterrando o encarcelando a los que creyeron que eran sus principales líderes; y entraron a fondo en el complicado asunto de las autoridades indígenas, haciéndose con su control mediante su reconocimiento como tales si aseguraban su lealtad a la nueva administración. Algunos de estos funcionarios enviados por el monarca, como el virrey conde de Nieva o el presidente de la Audiencia de Lima, Lope García de Castro (ambos en la década de 1560), promovieron una serie de reformas que impactaron profundamente en el caótico desorden que se vivía en toda la región. Un desorden producto de una conquista tan traumática, en un territorio tan extenso y tan poblado, que dejó cientos de fuegos encendidos que parecían no se extinguirían jamás. La realidad r ealidad andina de la segunda mitad de siglo sigl o xvi estaba marcada por un sinfín de desastres. Marcada por la guerra sin cuartel declarada entre «viejos» y «nuevos» por el poder local, la posesión y transmisión de las encomiendas, las concesiones mineras o el mantenimiento del servicio personal de los indios. Una guerra que acaparó toda la actividad política, social y económica durante décadas y desde Bogotá hasta Chile. Una realidad marcada por la catástrofe indígena: la población moría a borbotones ante la aparente impasibilidad de las autoridades, perdiéndose recursos fiscales y una mano de obra imprescindible para los mayestáticos proyectos imperiales. Y marcada por una Iglesia deshilvanada, todavía reducida a un puñado de conventos muy poderosos, convertidos mitad en chancillerías mitad en fortalezas de las órdenes religiosas en guerra entre sí, pugnando por consolidarse como grandes propietarias de tierras e indios, enfrentadas con los obispos seculares que intentaban imponer su autoridad en sus diócesis mediante sínodos y concilios, tratando de regular una evangelización tan frágil como invaluable en su intensidad. Por último, una realidad marcada, por unas jefaturas indígenas (panacas imperiales incluidas) tan quebradas como paralizadas y confusas que pretendían pactar la
conservación de su autoridad, prestigio y preeminencia tradicionales, directamente con la Corona, frente a las imposiciones y al desdén con que eran tratadas por los nuevos dueños de la tierra, muchos de ellos particulares recién llegaron y desconocedores de tantos elementos como componían aquel mundo complejo. Prueba de ese desorden fue el asesinato del virrey Conde de Nieva, por lo que tomo conciencia de la necesidad de tomar drásticas medidas y eso fue lo que hicieron. Porque el resultado de la política desarrollada hasta entonces fue que el régimen colonial establecido había terminado adecuándose a la realidad de ese caótico mundo andino posterior a la conquista, acomodándose al conjunto de poderes allí consolidado. Si relacionamos esta situación con la continua y constante presión ejercida por Felipe II para que aumentaran en cantidad y periodicidad de las remisiones de metales desde América hacia España (unos metales que constituían la clave de su política europea e imperial), llegaremos a la conclusión de que el destino de los territorios americanos en poder de la Corona española estaba escrito: mano dura y nueva política. Dicho de otro modo, lo que parecía necesitarse, en opinión de los administradores metropolitanos, era reorganización administrativa, pacificación general, control sobre la Iglesia y los eclesiásticos, reacomodo del papel de las autoridades indígenas, reubicación y protección de la población aborigen para evitar su desaparición y con ella la de la mano de obra, aumento de la presión fiscal, incremento de la producción minera, organización del espacio... Y exactamente éstas fueron las principales tareas encargadas a Francisco de Toledo por Felipe II cuando lo nombró virrey y visitador general de Perú en 1569. El propósito de esta visita era conocer la realidad, poner remedio a la catástrofe política peruana y asegurar e incrementar las remisiones de plata. La visita tiene gran importancia porque nos ha permitido conocer con bastante aproximación la realidad andina de la segunda mitad del siglo XVI, y medir el impacto de la conquista sobre estas sociedades. Las actuaciones de Toledo, recogidas en unas Ordenanzas Generales de Gobierno, tuvieron una gran trascendencia. Todas sus medidas se basaron en extraer de la población indígena el máximo posible de excedente, que constituyó en adelante el auténtico producto colonial; una extracción que pasaba, obviamente, por la aplicación de las medidas más coactivas y exactivas. La riqueza de las Indias eran y serian en adelante los indios, y sobre ellos había que actuar. Entre los más importantes medidas toledanas figuran: la regulación del cargo de corregidores de indios; el nuevo papel asignado a los curacas y caciques; el establecimiento de las reducciones y comunidades indígenas; y la fijación de las tasas de tributos y cuotas de mitayos que deberían aportar las poblaciones aborígenes. Estos son los pilares sobre los que se construyó el sistema colonial, marcando en adelante la historia de la región andina. El cargo de corregidor de indios había sido una invención de su predecesor, Lope García de Castro, pero Francisco de Toledo fue quien puso las bases para, desde esta figura administrativa, hacerse con el control fiscal, productivo y policial de la población andina. El corregidor de indios era una figura creada ex profeso como autoridad especial, exclusiva y propia de los naturales; debía encargarse de la administración de justicia entre los indios en cada distrito, velar por su «protección», cuidado y evangelización y recaudar el tributo. En la práctica se constituyó en un intermediario entre indígenas, curacas, encomenderos y curas o frailes doctrineros, un intermediario interesado, obviamente, lo cual se demuestra por el hecho de que cuando se pusieron a la venta buena parte de los empleos y cargos públicos en Perú, desde fechas muy tempranas del siglo XVII, éste fue uno de los más vendidos y por el que algunos pagaron verdaderas fortunas. Sus razones tendrían.
El corregidor era nombrado por el monarca o por el virrey aunque, como hemos indicado, fue uno de los más apetecibles de la larga lista de cargos públicos puestos a la venta entre particulares. Tenía su residencia fijada en el pueblo de españoles cabecera del distrito (a tal fin el territorio andino fue dividido en circunscripciones llamadas corregimientos). Esta división espacial se llevó a cabo a partir de una cantidad de tributo fijada (la tasa) qué debía ser aportada por la población indígena contenida en cada partido: es decir, un número concreto de tributarios censados y tasados de los que se extraería, además el salario del corregidor. Cada comunidad tenía fijada una tasa o cantidad de tributo a pagar anualmente.El corregidor de indios tenía a su vez -la obligación de aviarles —a precios moderados, se indicaba— de aquellos bienes y productos que necesitaran para su subsistencia, mediante los llamarlos repartos de mercancías, cuya adquisición por parte de la comunidad tenía carácter forzoso. Así surgió un mercado coactivo cuyo ámbito se extendió por toda la región. La política toledana de fragmentar la sociedad andina en dos universos separados la «república de los españoles», con su problemática propia y su legislación y la «república de los indios» (igualmente con su normativa impuesta desde la actuación de los corregidores), vino acompañada de un conjunto de disposiciones que pretendieron evitar la dispersión habitacional en que vivíaesta población. Fruto de un profundo desconocimiento del trabajo comunitario y reciproco de los diferentes ayllus en los distintos microambientes ecológicos o archipiélagos productivos, Toledo obligó a la población indígena a «vivir en policía» en «reducciones» de pueblos de indios, porque pensaba que así sería más fácil controlarlos, tasarlos y manejarlos. Estas reducciones tuvieron un efecto aún más devastador que la conquista sobre esta población. Por imposición y coacción, los diversos ayllus y parcialidades se vieron obligados a abandonar el uso de la verticalidad, y compelidos a habitar y a trabajar solo determinados nichos ecológicos, aquellos en que fueron situados a la fuerza por Toledo, con lo que la complementariedad productiva quedó quebrada y la subsistencia de las nuevas poblaciones entró en crisis absoluta. Lo que antes conseguían por intercambios recíprocos en el interior del ayllu o entre diversos ayllus, ahora debían obtenerlo en el mercado colonial (con la consiguiente monetarización de sus economías, abandonando o redimensionando el sistema de trueque), o a través de la compra obligada de productos al corregidor a los precios que éste dispusiera. La compulsiva dislocación de las formas de organización del trabajo indígena, de su ubicación en el medio natural y de sus formas de relación, tanto dentro como fuera del ayllu, ocasionándoles la transformación de su economía natural en economía colonial, vino acompañada además por el establecimiento de la tasa de tributo. En la visita general efectuada por Toledo, los indígenas fueron agrupados en sus nuevos pueblos (normalmente en la zona quechua, es decir, lejos de las alturas de la sierra, donde sería más difícil controlarlos), debiendo abandonar el resto de sus nichos ecológicos y concentrarse en un pueblo que mantenía las características de las villas de españoles: plaza central, iglesia, casa del cabildo indígena, calles trazadas a cordel, etc. Allí se les entregaba una tierra comunal que debían cultivar para, con sus frutos, para el tributo. Reducción a comunidades, tasa de tributo y cuota mitaya fueron tres novedades fundamentales que trastornaron por completo el universo andino. Por otra parte, estas medidas originaron la huida de muchos indígenas de sus ayllus y parcialidades para liberarse del tributo y de las mitas. Unos fueron a las nuevas ciudades de españoles a trabajar como sirvientes o artesanos. Otros recalaron en los pueblos de indios ya establecidos en calidad de “indios forasteros”: es decir, no pertenecían a la comunidad, no tenían derecho a las tierras comunales, no pagaban
tributo ni tenían obligaciones mitayas, pero estaban dispuestos a trabajar en lo que les saliera al camino. Eran “indos de segunda” en el interior de la comunidad, pero su papel fue muy importante. Estos forasteros,
cuyo número a veces era superior al de comuneros originaros, fueron un producto no deseado, pero parte
sustancial del sistema colonial. Conforme vamos conociendo con más detalle este periodo vamos advirtiendo que el sistema de reducciones impuesto por Toledo no tuvo todo el éxito que se suponía. Pero todo ello no rebaja un ápice el impacto sobre la población andina, en especial sobre las antiguas autoridades indígenas. Antes hemos comentado que parte de la política de la Corona en este asunto, dada la difícil coyuntura que atrasaba la región, fue basar el reconocimiento o desconocimiento de estas autoridades en la lealtad que hubieran demostrado hacia la monarquía española y al nuevo régimen. Los curacas, por tanto, se vieron obligados a aceptar el conjunto de las nuevas medidas coloniales si querían continuar ejerciendo como tales. Las disposiciones de Toledo, se encaminaron a evitar la transmisión por herencia de estas jefaturas rompiendo así aparentemente los viejos linajes. Eso dio al virrey más capacidad de maniobra en este asunto, nombrando o destituyendo a los curacas desafectos o dudosos con el nuevo orden pero conllevó la insumisión de muchos caciques que protestaron o se alzaron contra el sistema. Estos caciques fueron perseguidos y reemplazados por otros más dóciles y prácticos que enseguida constituyeron sus nuevos linajes y aceptaron la situación. En general la mayoría de las antiguas autoridades decidió someterse y apoyó la normativa que permitía que los indígenas «originarios» grosso modo eligieran a sus propias autoridades. Por tanto, utilizaron toda su influencia en el interior de las comunidades y con el apoyo de las autoridades coloniales, fundamentalmente del corregidor y del cura doctrinero, los curacas más pactistas con el nuevo régimen consiguieron permanecer al frente de sus indios, eso sí transformándose en un eslabón fundamental de la cadena expoliadora y explotadora de sus convecinos, y construyendo desde sus linajes una suerte de ahidalgamiento más o menos hereditario. Los curacas pudieron mantener algunas prerrogativas sociales y económicas: por ejemplo, quedaron exonerados del pago del tributo y del servicio de la mita y conservaron el usufructo de una parte del trabajo comunal en su provecho (indios «pongos» a su servicio). Una de las habilidades de Toledo fue conseguir vender la idea (a su vez revendida por los curacas en el interior de sus comunidades y consumida obligatoriamente por los «originarios») de que la obligatoriedad del tributo y de la mita equivalía al reconocimiento por parte del rey de la propiedad de la tierra comunal. Por tanto, pagar el tributo y atender la mita constituía una especie de pacto entre la comunidad y la Corona por el derecho a la tierra. Así, si los «originarios» constituyeron el núcleo vertebrador de las comunidades, los forasteros aportaron con la renta de sus alquileres una parte sustancial del tributo: la comunidad y sus curacas aprendieron a hacer frente a las nuevas leyes de un mercado monetarizado, a adquirir metal para sus compras, a trajinar sus productos e intercambiados como bienes coloniales a zafarse en la medida de lo posible de la presión de los corregidores y, especialmente, a pleitear en defensa de sus intereses aprovechando las quiebras y los resquicios del sistema jurídico colonial. Otro aspecto muy importante de las reformas toledanas concernía a la Iglesia. Y ello en dos vertientes: por una parte, Toledo debía consolidar el papel del virrey como cabeza del Real Patronato sobre la Iglesia en la región: es decir poner en práctica el poder que tenía sobre los nombramientos eclesiásticos. Intentaba así liquidar los pleitos entre las diversas órdenes religiosas por quedarse con las mejores tierras y la mayor cantidad posible de indios y evitar las tormentosas disputas entre obispos y frailes por el control de los pueblos y parroquias más ricas de los Andes, quedando el virrey como patrono de todos ellos y, por tanto, con autoridad para mediar en sus disputas, lo que significaba establecer un claro derecho de intervención. Pero, por otra parte, introdujo en el seno de las comunidades indígenas la figura del cura o fraile doctrinero. En cada comunidad, Toledo impuso un responsable de la doctrina, evangelización y salud espiritual de los indígenas, pagado por estos mediante las obtenciones que recibiera por la dispensación de los sacramentos, y por un sueldo que abonaría la Real Hacienda. El doctrinero se encargaría además de estar atento ante cualquier síntoma de idolatría o de pervivencia de los viejos cultos y, llegando el caso, cortarlo de raíz, de
manera que la doctrina constituyera un camino de penetración de las nuevas formas políticas y culturales del régimen colonial, que el indígena debía aceptar como parte sustancial de los preceptos de la vida cristiana. Los conflictos entre las órdenes religiosas y los obispos seculares por designar a los doctrineros fueron asunto de todos los días; las rentas e influencias que el doctrinero obtenía y ejercía sobre la comunidad podían ser más altas que las del corregidor. A pesar de los continuos pleitos vino a producirse una triangulación más o menos armonía entre los 3 grandes agentes coloniales, repartiéndoselos beneficios y poniéndose de acuerdo para fijar y controlar muy de cerca la extorsión y explotación de los recursos indígenas desde la misma comunidad. Las mitas fueron el último pilar del proceso complejo, traumático y opresivo puesto en marcha por Toledo a fin de consolidar el régimen colonial en los Andes. Con la excusa de tratarse de un sistema que permitía asalariar a la población indígena y ayudarla a pagar el tributo, al mismo tiempo que mejorar sustancialmente la producción minera y las remisiones de metal a España las mitas permitieron definitivamente consolidar el régimen fiscal. En 1545 se había iniciado la explotación de las vetas de plata de Potosí, considerada la reserva de metal más importante de América del Sur. Pero la falta de mano de obra impedía multiplicar su producción. No sólo eran necesarios trabajadores indígenas para «labrar» (excavar) los socavones, sino para trabajar en los «ingenios», donde se molía el mineral y se llevaba a cabo el «beneficio» (proceso químico de amalgamación del mineral de plata con mercurio para obtener el metal). Toledo calculó que en Potosí eran necesarios cerca de catorce mil trabajadores anuales, por lo que estableció 16 provincias mitayas de donde debía extraerse esta mano de obra, situadas desde el sur del Cuzco hasta Potosí a lo largo del camino hacia las minas. Estas provincias debían entregar anualmente la séptima parte de su población originaria o tributaria al sistema mitayo. Cada indígena debía marchar a Potosí los cuatro meses cada año que le correspondiera. Cada contingente debía ir al mando de un responsable llamado «capitán de mita» y, una vez en Potosí, eran divididos en grupos para las diversas faenas y recibían un salario diario por su trabajo (salario que el capitán de mita, por encargo de su curaca, se encargaba de que trajeran de regreso a la comunidad para pagar el tributo). Como vemos, la extorsión sobre la población indígena era completa: como mano de obra, sacaban adelante la producción de plata; como asalariados, recibían una cantidad que también acababa en las arcas reales mediante el tributo. Al sistema mitayo de Potosí se unió enseguida el de las minas de Huancavelica, de donde se obtenía el mercurio necesario para la amalgamación de la plata. Por tanto, las exacciones tanto en metálico como en trabajo efectuadas sobre la población indígena mermaron considerablemente sus posibilidades de supervivencia e imposibilitaron en un alto grado que pudieran organizarse para hacer frente a un sistema tan coactivo. Así se explica en parte la brutal crisis demográfica que asoló a la región durante la segunda mitad del siglo XVI y buena parte del XVII. Además, los pueblos de base agrícola tuvieron que reestructurar su producción hacia el mercado en vez de hacia el autoconsumo y la autosuficiencia económica, produciendo sólo aquello que podría venderse en los mercados coloniales, a fin de obtener la plata suficiente con que pagar el tributo y dejando siempre para después la producción de alimentos para subsistir. Aquellas comunidades con acceso a productos relacionados con la ganadería tuvieron que articularse en torno a la producción textil, también destinada al mercado colonial, adquiriendo allí los bienes de consumo indispensables mucho más caros y monetarizados; otras, especialmente las provincias mitayas, debieron enviar mucha gente a trabajar a las minas a fin de salarizarlos y pagar con esta renta la tributación. Así pues, la fuerza de trabajo que podía utilizar la población indígena para asegurarse la supervivencia quedó
supeditada a los requerimientos del régimen impositivo colonial. Mientras, buena parte de la tierra comunitaria debía ser alquilada a los indios forasteros, para acudir también al pago del tributo: la producción de éstos, al tener que pagar el arrendamiento en metálico a la comunidad, también iba destinada al mercado, con lo cual la subsistencia de las comunidades tuvo que asegurarse cada vez más fuera de su economía natural y más en la órbita de la economía mercantil. En todos estos cambios, los curacas jugaron un papel muy importante. Cada curaca recogía el tributo de sus indígenas tasados, obtenido de mil y un maneras, y lo entregaba al corregidor. En muchas ocasiones, los curacas, especialmente tras la desaparición por muerte de buena parte de su comunidad. solicitaron una «retasa»: es decir, que se contaran de nuevo los indios originarios que realmente existían, y se les lijara el tributo y los cupos mitayos en función de éstos y no de los que tenían en la visita de Toledo, que fue cuando se les tasó. En cambio, otros curacas no les interesaba la «retasa» porque corrían el peligro cierto de que les contaran a los forasteros como originarios, en cuyo caso la tasa de tributo en vez de bajar ascenderían. Pero no cabe duda de que el curaca manejó estos asuntos con la suficiente holgura como para no quedar en entredicho ni ante su comunidad ni ante las autoridades coloniales. Normalmente fue uno de los grandes beneficiados: hacía las veces de reorganizador del esfuerzo colectivo, como garante ante las autoridades coloniales de que el tributo anual se pagana completo y en plazo: se encargaba de manejar los alquileres de las tierras comunales y el trabajo de los forasteros: de vender en los mercados coloniales la producción comunal: de aviar el transpone de estos productos hacia las zonas donde adquirirían mejor precio. De ahí el papel protagonista que tuvieron las autoridades indígenas en el interior de sus comunidades, un papel en el que el juego de alianzas y estrategias con el corregidor y con el doctrinero, o con el encomendero, resultó en ocasiones tan importante para ellos como tan letal para los indígenas. En resumen, el sistema impuesto por Toledo significó realmente la desestruccuración del mundo antiguo y la constitución de un sistema de explotación integral de los recursos basado fundamentalmente en la coacción sobre los indígenas. Las repercusiones sobre la población andina fueron terribles. Sería difícil hallar otra época en la historia de la humanidad comparable con la hecatombe demográfica que provoco la invasión europea en los Andes. Un verdadero colapso demográfico que no fue homogéneo: en las zonas bajas el desastre fue mayor y muy rápido, debido al impacto inmediato y letal de las enfermedades transmitidas por los europeos; en la cordillera, gracias precisamente al poblamiento disperso y a su clima más austero, estedeclive fue más lento. Pero si los indígenas serranos consiguieron sobrevivir mejor a las epidemias que los de la tierra caliente, en cambio el régimen colonial, con la desestructuración a que los sometió en sus formas y modos de vida tuvo finalmente el mismo efecto, aunque más prolongado. La explotación intensiva del indígena como recurso fundamental del régimen colonial fue la más mortífera de las epidemias. 16.2. EL ESPACIO ECONÓMICO ANDINO
Carlos Sempat Assadourian, autor de un esquema que explica en detalle el papel que la minería y la aparición de la mercancía dinero, es decir la plata, jugaron en la articulación de este espacio. La minería se convirtió muy pronto en el eje en torno al cual giró la economía colonial. Y no sólo de cara a las exportaciones de metal con destino a Europa. Como es bien sabido, el oro y la plata fueron el combustible del motor que movió los intercambios a través del Atlántico: metales por mercaderías europeas; y mercaderías europeas por metales. Los grandes complejos mineros, fundamentalmente Potosí y Huancavelica y otros reales de minas, fueron los polos de atracción de la mayor parte de la producción interna en el espacio colonial andino. La producción minera obligó a la mercantilización de la producción agraria al monetarizar los mercados, pero obligó también a que existieran especializaciones productivas textiles, vinos y aguardientes o mulas, por ejemplo, localizadas en algunas áreas, que intensificaron la circulación de bienes y de mercancías.
Esta demanda generada en los centros mineros necesitó el concurso de productos procedentes de regiones muy diversas y distantes, que comenzaron a producir para ellos, y amplios circuitos de abastecimiento que desembocaban y convergían allí donde la plata manaba. Productos como maíz, carne (tanto de ganado en pie como de carne salada o «charqui»), trigo, vinos, papas, chuño, coca, azúcar, frutas y verduras, pescados, maderas, sebo, textiles, aparte de los animales de carga necesarios para el transpone (mulas y llamas), y mercurio desde luego, se acopiaron y circularon a corta, media y larga distancia. Además, la demanda fue incrementándose conforme aumentó la población congregada en torno a estos reales de minas. En Potosí. Por ejemplo llegaron a vivir más de cien mil personas: gentes de lejanas provincias acu-dieron sin cesar a lo largo de la segunda mitad del siglo xvi y primeras décadas del xvii atraídas por la plata, los salarios y las posibilidades de enriquecimiento, o por salir de la miseria: a los que hay que sumar los miles de mitayos que acudían cada año. El consumo indígena, que ahora debía resolverse en el mercado, necesitó también de esa misma plata para su funcionamiento: productos tradicionales como la coca, el maíz los propios tejidos autóctonos, fueron escalas donde el metal se detuvo donde se le asignó valor, se intercambió y siguió su camino, creando riqueza y generando el gran circuito del que hablamos. Este inmenso ir y venir de bienes y metales, a veces recorriendo miles de kilómetros y extensas provincias, es lo que se ha venido en llamar el espacio de la circulación: el transitado por los productos en busca de su mejor realización en metal; y por el metal tratando de encontrar su máximo valor de cambio. La organización de la producción fue radicalmente transformada por las modificaciones que introdujo la economía colonial. Eso no significa que la economía tradicional la que podríamos denominar economía de los intercambios economía natural, desapareciera por completo; las dos coexistieron, pero la según quedó muy determinada por la primera. Y, en ambas, la participación indígena fue fundamental. Ése fue el objetivo de las exacciones que pusieron en marcha la administración los particulares: arrebatar también esta plata a los indios que, según decían, era mucho más de la que se podía imaginar, usando para ello tanto las leyes coloniales como la del mercado. Además de ser la base fundamental de la economía productiva como mano de obra con la minería, en las haciendas agrícolas o ganaderas y en los obrajes textiles, los indígenas, insertos en la economía colonial con base al patrón metal, fueron también objetivo de la rapiña colonial en cuanto demostraron ser capaces de producir un excedente dinerario de importancia. Hay que advertir que no siempre fue la plata el combustible que movió esta máquina. En una primera fase, la economía del oro aportó el impulso inicial. Parecía el único objetivo de la invasión. Una vez que finalizaron los repartos del botín de conquista y los conquistadores no hallaron con facilidad viejas tumbas de señores pre-hispánicos que desenterrar, la búsqueda del oro continuó en los lugares donde los indígenas tradicionalmente lo habían hallado. Hasta allí llevaron mano de obra forzada mediante la encomienda, o utilizaron esclavos africanos que los mineros compraron en los puertos del Caribe. Hasta estos lugares, los encomenderos enviaron a sus indios como parte del servicio personal con que debían tributarles, o para que éste se lo pagaran en metal. Pero el ciclo del oro fue corto, porque la cantidad de este metal hallada y acopiada fue descendiendo paulatina y constantemente, mientras que la minería de la plata no hizo sino crecer en volumen e importancia económica. Sólo en Nueva Granada y Chile, el oro continuó siendo importante, incrementándose su producción en el siglo XVIII. Por tanto, la plata fue a mediados del siglo XVI, el metal característico de la economía colonial andina. Sobre todo por su abundancia frente a otros metales y porque con ella, se confeccionó: la moneda de plata. Era necesario que la economía americana se metalizase, lo que se consiguió con las reformas toledanas. A partir de ahí todos trataron de acumular metal, procurando que su valor de cambio ascendiese. Para ello era necesario hallar el mejor lugar donde esta plata minera se «realizase» (adquiriera valor monetario) con el máximo de beneficio. Y ese lugar se hallaba sin duda en el circuito europeo. La minería de la plata fue así
fundamental en el desarrollo económico colonial tanto en el interior como en el exterior del espacio americano. Pero para que la minería de la plata abasteciera y atendiera a una demanda tan amplia debía ser intensiva. Dado que la plata se encuentra en vetas y mezclada con otros minerales, era necesario construir socavones y someterla a un proceso de purificación, por lo que se necesitaba una gran cantidad de mano de obra organizada y continua. Las mitas toledanas aportaron esta mano de obra en las cantidades requeridas. El ejemplo y modelo de esta economía minera andina fue sin duda la desarrollada en tomo a Potosí. La producción agraria en todo momento estuvo íntimamente relacionada con la minería. En un principio, con el sistema de encomiendas, el encomendero recibía del rey un conjunto de indígenas para que los evangelizara, enseñara y “protegiera”... y a cambio éstos debían retribuirle con un tributo anual. En una primera fase, el encomendero recibía el tributo en forma de trabajo: fue el llamado «servicio personal» de los indios a su encomendero, luego legalmente «abolido» por sus muchos abusos. Posteriormente se transformó en un tributo en especie: debían entregar al encomendero una parte de su producción, lo que obligó a la población indígena a incrementarla para satisfacer sus demandas. Por último, muchos encomenderos prefirieron que les abonasen este tributo directamente en plata: para ello era necesario que los mercados agrarios estuviesen más desarrollados, y que los excedentes de las comunidades pudiesen transformarse en metal. Estos excedentes indígenas eran introducidos por el encomendero en el mercado colonial, buscando transformarlos en metálico, su objetivo final. Pero esto no era fácil al principio muchos encomenderos se quejaban de que, al haberse sustituido el tributo en trabajo por el tributo en especie, toda la renta que obtenían de «sus» indios eran costales de papas y maíz, o varas de tejido basto, y que no eran recompensa suficiente por las «penalidades padecidas en la conquista». Esta primera generación de encomenderos fue dejando paso a la siguiente, que interpretó de una manera diferente la coyuntura que atravesaban. Conforme los mercados de productos agrarios crecieron y se multiplicaron con el desarrollo de la mina, los encomenderos comprendieron que les convenía intervenir con más fuerza en la producción indígena, en la medida que los bienes recibidos por el tributo podían y debían adecuarse a las posibilidades de su transformación en plata en los mercados. Los encomenderos fueron organizando y controlando una parte cada vez mayor de la producción indígena, mediante la imposición de los productos que debían entregarles como tributo, que ahora podían destinar íntegramente a los mercados de los pueblos y ciudades. Por otra parte, estas presiones de los encomenderos sobre la producción indígena aceleraron los cambios en la textura de los mercados y trastornaron también parte del consumo indígena, puesto que los nativos mueran que acudir a los mercados para conseguir aquellos productos que necesitaban para complementar su subsistencia, en la medida que los bienes que producían eran cada vez más específicos. Existió un claro desplazamiento de la producción natural hacia la producción colonial y mercantilizada, superponiéndose gradualmente a la economía tradicional de las comunidades. Por tanto, no hay que pensar que el mercado colonial andino estuviera conformado mayoritariamente por productos occidentales. La presencia en estos mercados de los productos de la tierra no disminuyó, sino que aumentó, Los productos tradicionales aparecen mezclados con los occidentales. En la segunda mitad del siglo XVI fue posible hallar en los Andes un mercado agrario en formación, aunque de muy lento desarrollo, que fue consolidándose a lo largo del XVII. La existencia de este mercado explica el lento pero efectivo tránsito de la encomienda a la hacienda agraria; un proceso que atravesó dos fases: una de renta encomendera que va creciendo conforme la producción se va dirigiendo al mercado, y otra ya específicamente de renta de la tierra.
Estos encomenderos emprendedores, fueron los mejor preparados para realizar esta transición, porque conocían los resortes de la producción y los inconvenientes de los mercados y sabían de las posibilidades y conveniencias que ofrecía trasladar la renta encomendera hacia otra aportada por una producción agraria específicamente destinada al mercado. Entre las razones más importantes para que se llevara a cabo este tránsito de la encomienda a la hacienda hay que considerar que después de 1550, disminuyeron las concesiones de encomiendas en el Perú nuclear, que con Toledo llegaron a ser prácticamente nulas, puesto que lo que la Corona pretendía era crear el máximo posible de comunidades que le tributaran directamente, eliminando la renta encomendera. Por tanto, las máximas autoridades coloniales aplicaron la política de no repartir en lo posible más indios e incrementar en cambio los repartos de tierras, intentando que la población se asentase y aumentara la producción agraria para el abasto de las minas. Una segunda razón para esta lenta pero efectiva aparición de la hacienda es que la producción indígena impulsada por los encomenderos, tuvo cada vez más dificultades para abastecer a unos mercados coloniales en expansión: al fin y al cabo, era una producción que sólo trataba de satisfacer las demandas de los encomenderos. De esta manera, algunos españoles, encomenderos o no, descubrieron la rentabilidad de las empresas agrarias porque la demanda no hacía sino crecer, y decidieron lanzarse a la adquisición de tierras destinadas a este fin. La tercera razón para que este tránsito terminara por consolidarse fue que el auge minero, y con él el incremento de los precios agrarios a partir de los años setenta hizo cada vez más rentables la tierra y sus productos. Ahora bien, ¿cómo se dieron y coordinaron los tres elementos fundamentales para la existencia de estos emprendimientos agrarios, es decir, la propiedad de la tierra, la mano de obra y el capital necesario para su puesta en marcha?
En cuanto a la propiedad de la tierra, se puede afirmar que el proceso de su adquisición no fue homogéneo en toda la región. En algunos lugares la Corona repartió, entre algunas personas importantes, tierras antaño pertenecientes al inca y ahora consideradas de propiedad real. En otras ocasiones, y en las zonas de frontera, concedió tierras por méritos de guerra, como premio a tal o cual entrada, o incluso organizó éstas precisamente para ir asentando población con la promesa de repartirlas entre los participantes. Pero la forma más común entre los españoles de obtener fundos agrarios fue a través de las llamadas «mercedes de tierras» o «mercedes reales, estos lotes de tierras fueron concedidos por los cabildos entre sus vecinos en el momento de su fundación. Aparte del solar para edificar la casa en el centro de la ciudad, a los vecinos se les entregaba una merced, especie de chacra parcela, para que en ella cultivaran productos de primera necesidad que asegurasen el consumo familiar. Estas mercedes fueron ampliándose en número a medida que crecieron las necesidades de abasto. No sólo se dedicaron al consumo doméstico; muchas mercedes se pusieron en producción de cara al mercado local o regional, solicitando los vecinos más y más tierras que los cabildos normalmente concedieron, salvo las que conformaban los ejidos de las ciudades. Comenzó a crearse un cada vez más acuso mercado de tierras. Buena parte de estas transmisiones se realizaron corno compraventa pero también pudieron adquirirse propiedades por cobros de deudas, por traspaso o en el caso de la Iglesia, por donaciones y disposiciones testamentarias. La formación de este mercado de tierras corrió paralelo al desarrollo productivo Siendo sin duda una consecuencia del fortalecimiento de los mercados agrarios. Por último, hay que señalar que buena parre de la tierra de las nuevas haciendas la consiguieron simple y llanamente por apropiación de los dominios indígenas, a veces por ocupación directa del hacendado e invasión de las tierras de las comunidades: otras mediante contratos fraudulentos con el curaca: por el no
pago del tributo o por las deudas contraídas por la comunidad con el corregidor en los repartos de mercancías o porque el curaca vendía directamente parte de la tierra comunal, aunque estaba prohibido. En este proceso de adquisición y concentración de la propiedad hay que considerar el papel fundamental jugado por la Iglesia, a través de los conventos los curatos las parroquias, los obispados o los cabildos catedralicios. A mediados del siglo XVI la Iglesia era la principal propietaria de tierras en toda América. Donaciones, limosnas, o legados testamentarios están en el origen de estas propiedades, pero también hay que indicar que existieron adquisiciones por deudas contraídas por particulares mediante los préstamos que las instituciones eclesiásticas les hicieron, ocupación de tierras de comunidad por los doctrineros, o establecimiento de haciendas en las zonas de misión. Mucha tierra, pues, en manos de la Iglesia, que además no pagaba impuestos y que motivó por este asunto, un pleito monumental entre la administración civil y la eclesiástica que duró todo el periodo colonial. De ahí que desde finales del siglo XVI, existiera la clara determinación de las autoridades políticas en tratar de reducir el poder terrateniente de la Iglesia, especialmente el de las órdenes religiosas, aunque fuese favoreciendo a los obispados. Queda claro que la mano de obra necesaria para desarrollar la cada vez más importante producción agraria en los Andes fue aportada por la población indígena. Mano de obra para las haciendas que adoptó múltiples formas que también evolucionaron con el tiempo. Los hacendados-encomenderos mantuvieron los servicios personales mucho más, allá del fin de las encomiendas. La existencia de la hacienda parecía estar concatenada con la fijación de la mano de obra la misma, por lo que fueron utilizados todos los mecanismos pertinentes. Junto a este servicio personal en trabajo, los hacendados siguieron recibiendo tributo en especie: y de variadas formas: a veces en productos que les señalaban y que trabajaban en sus tierras, y que el hacendado vendía luego junto con los suyos; otras, en productos de la propia hacienda, de los que los indígenas tenían que aportar una cantidad estipulada por cosecha, como un «montón de tarea»: tributo incluso aportado con otros productos que llevaban de fuera, normalmente por recolección, como la leña o la fruta, o de elaboración artesanal: quesos, charqui, pescados ahumados, lanas, textiles. En general, la diversificación de las tareas en el interior de la hacienda conllevó una cierta especialización de la mano de obra: unos trabajaban en el molino, o en el trapiche o en el pastoreo, o en el cardado de las lanas. También hubo esclavos, normalmente en las haciendas dedicadas a la caña de azúcar, en la costa, y nunca o casi nunca en las haciendas de la sierra porque la inversión para comprar esclavos frente a los costes inexistentes de la mano de obra indígena hacia de la esclavitud un lujo inútil. En ocasiones fueron los curacas los que enviaron indios de sus comunidades a las haciendas «puestos a ganar»: pastores, peones, unos continuos, otros estacionales, conforme la crisis demográfica fue haciéndose notar, el trabajo asalariado se fue imponiendo: el incremento de la población mestiza, de los indios forasteros que se adscribieron a las haciendas, incluso de algunos antiguos yanaconas, fue generando un sector laboral de trabajadores teóricamente «libres» que tuvo en la hacienda su mareo de desarrollo. Por lo común, los peones recibían una parcela para que la cultivaran, y de ella debían alimentarse ellos y sus familias; las mujeres también estaban obligadas a realizar cierto tipo de trabajos, que iban desde el servicio domestico en la Casa Grande, a la cría de pequeños animales,(cuyes, gallinas, cerdos) que debían entregar crecidos, engordados y multiplicados, junto con los derivados de éstos (leche, huevos, queso); los peones así «concertados» o «conchabados» debían trabajar en las tareas que se les asignara a lo largo del año. No existía una norma prefijada, pero en algunos casos, la relación entre días trabajados para la hacienda y para su economía familiar podía llegar a ser de diez a uno y aún mas desequilibrada. Estos trabajadores vinieron a
denominarse en algunos lugares “huasipungos., (trabajadores de la casa) lo genéricamente yanaconas. Es
evidente que toda esta mano de obra resultaba gratuita para el hacendado. En otras ocasiones, atando la hacienda avanzaba sobre las tierras de una comunidad hasta casi absorberla por entero, estos tratos se establecían con los comuneros o con el curaca. Entonces todas las formas laborales se mezclaban. y la comunidad acababa ligada a la hacienda por mil y un lazos, algunos tradicionales incluso utilizan-do los viejos mecanismos de la reciprocidad y la redistribución aunque completamente asimétricos, repartiendo entre el peonaje o los «colonos» parte del excedente que no se vendía) mediante el «pongaje» (la comunidad ofrecía al hacendado ciertos indios para ciertas tareas;); o utilizando mecanismos de tipo religioso (el hacendado era el padrino de sus indios, el que pagaba las fiestas construía la capilla. abonaba el salado del cura). Así, la mano de obra libre asalariada quedó reservada para algunos olimos que en muchos casos el hacendado los retribuyó también en especie con el excedente productivo. Esta realidad nos sitúa en el último elemento necesario para la existencia de una empresa agraria: el capital no sólo para su puesta en marcha sino para alimentar la producción mediante reinversiones de las utilidades ¿Fue realmente la hacienda andina una empresa capitalista? Este tema ha generado uno de los debates más interesantes en la historiografía del periodo. La hacienda andina aparece como una institución dual: simultaneaba una faceta capitalista y otra feudal. Hubo inversiones y reinversiones, pero también mucha mano de obra fijada por relaciones serviles. Encomenderos y dueños de mercedes reales de tierras tuvieron dificultades para conseguir el capital necesario y realizar las obras mínimas que permitieran comenzar a producir (regadíos, galpones, sembraderas, bancales), conseguir herramientas, pagar algunos salarios o comprar animales de carga o tiro. Unos y otros (los segundos en mayor grado) tuvieron que recurrir a préstamos e hipotecas a fin de conseguir este capital inicial, casi siempre de la Iglesia que los otorgaba a cambio de censos sobre la propiedad o la producción. Eso explica, la gran concentración de bienes raíces que encontramos en manos de la Iglesia americana normalmente los conventos de las órdenes. Fueron el capital financiero que permitió el arranque de la actividad agraria. Las haciendas utilizaron estos capitales con función de su tipología. No existió tampoco en esto un modelo homogéneo. En todo caso hay que diferenciar entre las que se dedicaron con preferencia a la producción agrícola y las que se especializaron en la producción ganadera, estas últimas recibían el nombre de «hatos», si eran pequeñas, o «estancias», si eran de mayores dimensiones. El ganado europeo fue incorporado con gran velocidad: ovejas, corderos y cabras no hicieron sino crecer en número. También existieron rebaños numerosos de «carneros de la tierra» (llamas). El ganado porcino se desarrolló con facilidad y cerdos, puercos o chanchos se transformaron pronto en unos animales casi tan andinos como los camélidos. Más adelante se desarrolló el ganado mayor bovinos y equinos. El propietario intentaba evitar el monoproducto no sólo para conjurar riesgos sino sobre todo porque la hacienda tendía a establecerse como una unidad de autosuficiencia. Acabaron por ser empresas mixtas: mitad haciendas, mitad estancias. Poco a poco, a lo largo del siglo XVII y luego en los siglos XVIII Y XIX en este largo tiempo de evolución de la hacienda andina, dejó de intentarse la concentración de la propiedad porque era poco operativa. La hacienda tenía un núcleo central: en el que se ubicaba «el casco», es decir, la «casa grande», la capilla, los almacenes, las casas de los peones, los molinos o trapiches. Normalmente se situaba en un lugar central en la zona de quechua (donde se radicaba la zona destinada a la producción de panllevar, el maíz y el ganado porcino): su producción iba dirigida directamente al mercado urbano. Esta hacienda articulada la hizo difícilmente vulnerable a los efectos de las crisis por las que atravesó la región. En esos momentos, la hacienda se replegaba sobre sí misma, y la población que dependía de ella
encontraba refugio bajo el manto del señor hacendado, un explotador a la vez que un patriarca. Esta ambivalencia de la hacienda andina permitió que perduren en el tiempo. Los hacendados, los propietarios, conformaron un estereotipo también de larga pervivencia: la aristocracia de la tierra. Primero encomenderos, luego propietarios de tierras y señores de indios, a la vez comerciantes, algunos con inversiones en la minería, miembros de los cabildos urbanos, compradores de cargos públicos corregidores, incluso oidores de las reales audiencias, curas, frailes, canónigos hasta obispos eran a la vez productores exportadores, importadores, controlaban la población local, la propiedad de la tierra, la mano de obra, la plata y su circulación, los precios los productos tradicionales y los occidentales (del trigo a la coca) compadres de los señores étnicos y patriarcas abusivos de sus indios. esta aristocracia de la tierra construyó tupidas redes familiares basadas en el prestigio de sus viejos apellidos (una maraña de tíos, sobrinos, hermanos y primos), y mantuvo no menos complejas relaciones clientelares creadas al amparo de sus esferas de influencia hasta conformar un poder casi absoluto en la sierra y en la costa, tan enérgico como eficaz y, sobre todo, así lo creyeron ellos, imposible de sustituir. Eran el corazón del orden colonial. Junto a la hacienda, la otra gran empresa colonial andina del periodo fueron los «obrajes» (conjunto de telares semi industriales). El aumento en la demanda de textiles favoreció el crecimiento de la ganadería lanar, sobre todo de ovinos y llamas, que alcanzó cifras elevadas a finales del siglo xv y ésta a su vez impulso el estable-cimiento de nuevos telares que produjeron masivamente tejidos y ropas con destino al mercado colonial. La producción textil creció a lo largo del siglo xvii en algunas regiones. Si algunos textiles confeccionados por las comunidades formaron parte del tributo que se vieron obligados a entregar a los encomenderos y que éstos mercantilizaron, posteriormente estos mismos encomenderos, al igual que sucedió con los productos agrícolas, impulsaron y obligaron a realizar una serie de transformaciones en la producción textil indígena para adecuarla al mercado colonial. Logrando que poco a poco cambiaran también sus hábitos de consumo y que los tejidos se comercializasen en vez de producirse en las comunidades dentro del régimen de autosuficiencia. Un obraje estaba conformado por un conjunto de habitaciones o «cuarteles» donde se llevaban a cabo las diversas fases de elaboración de los tejidos, desde el lavado de la lana el cardado, el ovillado (en tornos), el teñido (en pailas calientes o frías, según el producto usado), el tejido (en talares de peine y corredera), o el enfurtido (en el batán, para apelmazar los hilos). El obraje se situaba normalmente cerca de un río o curso de agua que servía para el lavado, para las tinturas o para mover las paletas del batán (una maquinaria de madera que movía una serie de masas que servían para golpear y enfurtir los paños). A finales del siglo XVII y a lo largo del XVIII, los obrajes se desarrollaron aún más, produciendo también textiles finos y tejidos de calidad que acabaron por hacer como competencia a las manufacturas castellanas. Al igual que con la hacienda agrícola, inicialmente fueron los encomenderos los mejor situados para establecer los primeros obrajes, porque ya manejaban una cuota importante de mercado y porque controlaban la mano de obra indígena, aparte de poseer el capital necesario para afrontar la gruesa inversión requerida. Sin embargo, no todos los obrajes fueron de particulares los hubo también de comunidad, sobre todo en los valles del actual Ecuador. En estos casos, era una comunidad indígena la que lo establecía, mantenía y trabajaba, usando sus beneficios para el pago del tributo. Estos obrajes de comunidad en los que algunos han querido ver meritorias iniciativas indígenas fueron en realidad inducidos por el sistema colonial, convirtiendo la comunidad en una empresa donde el régimen de explotación fue, como mínimo, similar al de los obrajes de particulares. Estos establecimientos padecieron siempre carencias de mano de obra pocos eran los que querían contratarse en ellos. Se trataba de un trabajo duro, y los salarios no eran altos; por el contrario, fueron
mínimos, comparados con los que podían obtenerse en la minería. Por eso trabajar en ellos se entendió casi siempre como una obligación (porque así lo fue en realidad), donde no se acudía si no era por coacción y forzadamente. Primero usaron a los indios de encomienda, luego a los de mita, e incluso hubo presos trabajando en los telares y batanes. Mujeres, niños, ancianos, tullidos, que no tenían otra vía de escape o no podían ser empleados de otro modo, acababan pero conformaron un importante sector de la economía andina, y sus textiles formaron parte de la nube de productos que circularon arriba y abajo de la sierra en el gran espacio de la producción, la circulación y el mercado que constituyó el mundo andino durante largos años. Un espacio de la circulación que necesitó de otro factor fundamental para su desarrollo: el transporte de todos estos productos. Y en ese espacio de la circulación debemos diferenciar dos tipos de acarreo: el general, ya definido en las líneas anteriores, tanto en el interior de la región andina como hacia el exterior (las conexiones con los puertos); y el específico de algunos productos, con una serie de itinerarios y recorridos concretos. En buena manera estas obligaciones de transporte las hizo aún más dependientes del mercado colonial.Acarreos que se medían en cantidad de mercancía transportada a veces a «lomo de indio», mediante los «cargadores», a veces en los «carneros de la tierra» (rebaños de llamas) que la comunidad debía proporcionar, alimentar y conducir. Estos servicios fueron posteriormente incorporados a la hacienda, y entraron en el juego de las obligaciones de los indígenas con o sin remuneración. En otros casos, el hacendado contrataba las cargas a porcentaje a una serie de transportistas indígenas que comenzaron a vender este acarreo corno una especialización laboral. El acarreo de productos fue, con el tiempo, adoptando cada vez formas más complejas. Un negocio en el que comenzaron a participar mestizos y blancos a medida que fue creciendo en amplitud e intensidad con la incorporación del animal que más se popularizó en estas rutas: la mula. Eso habla de una gran movilización de caravanas de llamas, recuas y tropas de mulas por todo el espacio andino. Este trajín de mercancías no se limitaba al transporte: iban comprando y vendiendo de manera que la circulación de productos fue generando cada vez más importante movimiento económico a lo largo y ancho de este espacio que con el tiempo se fue ampliando. La coca fue uno de los productos básicos del trajín. Tras la conquista su consumo creció de manen extraordinaria. La coca servía como moneda para los indígenas y circulaba por toda la región. Poseía un alto valor de cambio. Otros productos típicos del trajín fueron los vinos y aguardientes. Otro producto transportado a larga distancia y fundamental para la economía andina fue el mercurio. Su itinerario no transcurría sólo por la región andina. Como ya hemos comentado, el método de amalgamación con azogue introducido por Toledo hizo crecer extraordinariamente la producción de plata en Potosí y en otros asientos mineros, pero el mercurio debía llevarse desde España. Si este flujo de azogue se interrumpía, la producción de plata se detenía inexorablemente. De ahí la importancia de encontrar América una mina de cinabrio (el mineral del cual se extrae el mercurio). Finalmente esta mina fue hallada: Huancavelica, en la sierra central del Perú. Aunque el trasiego de mercurio desde Almadén no se interrumpiera. El mercurio era estanco real. Eso significaba que se vendía medido y a un precio tasado que debían pagar al rey los dueños de los ingenios (azogueros) donde se amalgamaba 'el mineral de plata. Dado que este mercurio era comprado en cantidades conocidas por la Real Hacienda por cada azoguero y se sabía la proporción de plata que se obtenía por cada quintal de mercurio, era posible conocer cuánta plata habría beneficiado el comprado. Así pues, servía como mecanismo de control fiscal. Si un azoguero pedía mucho mercurio y entregaba poca plata podía significar dos cosas: o no estaba declarando toda la plata que obtenía, evadiendo
el quinto real; o estaba revendiendo el mercurio que estaba prohibido, porque entonces alguien estaba sacando plata en piña; es decir, sin entregar a la Casa de la Moneda y por tanto, sin pagar el impuesto correspondiente. Estos trajines del mercurio desde los puertos hasta los reales de minas fueron encargados a personas que cobraban por su transporte. Normalmente eran empresarios españoles que a su vez subcontrataban a indígenas con sus respectivos animales. Era otra forma de obtener beneficios por parte de los curacas y mestizos que acabaron controlando estos trajines, y un negocio redondo para los españoles, porque las diferencias entre lo cobrado y los costes reales casi siempre eran muy sustanciosas. En resumen, los trajines muestran la existencia de una gran circulación de todo tipo de productos. Una gran circulación que significaba que el mundo andino comenzaba no sólo a recuperarse del gran impacto de la conquista, sino que aun envuelto en un universo de explotación de sobrecarga del esfuerzo indígena era capaz de remontar el gigantesco drama que significó 1532 y elaborar fórmulas propias de desarrollo. Una última advertencia para terminar de aclarar en sus particularidades, ni siquiera mínimamente, este mundo tan complejo: de lo escrito hasta ahora mirra deducirse que el espacio andino quedó monetarizado a lo largo del siglo sur en la medida en que la mayor parte de la producción y del consumo se mercantilizaron. Y se trate una sensación engañosa, es mucho más compleja. Los intercambios fueron la base más común de las relaciones económicas entre los diversos productores indígenas; intercambios en los cuales el trueque fue fundamental. Es cieno que la quiebra de la autosuficiencia económica en los pueblos y comunidades obligó a adquirir en el mercado productos que antes producían por sus propios medios. Pero estos productos, dado el cada vez mayor nivel de especialización productiva a que se vieron abocados pudieron todavía intercambiarse más o menos recíprocamente. Se trataba de productos obviamente no pertenecientes al ámbito occidental. La moneda se usaba pues como patrón de conversión y pocas veces físicamente porque la avidez de los españoles (de la Corona y de los particulares' por hacerse con la mayor cantidad de plata posible que existiera en manos de los indios la hacía desaparecer rápidamente de la circulación, por más que los indígenas intentasen acopiarla. Pero el mercado andino no necesitó en buena medida la existencia risita del metal. Los intercambios de productos se dinamizaron igual la plata era una unidad de cuenta. EL MODELO MINERO ANDINO: POTOSI
La minería constituía el alma de la vida colonial andina, y la mano de obra indígena los andamios que soportaban su estructura. Potosí fue sin duda el mayor centro de la actividad minera de toda la América colonial: el generador de una realidad que afectó a la región andina en múltiples aspectos. El primitivo asiento minero se construyó sobre un pimpón inhóspito, seco, frio y muy ventoso. En ella apenas llueve y si lo hace es en verano, precipitando granizo o nieve; fue el lugar de toda América donde más plata fue extraída, beneficiada y convertida en moneda y lingotes sellados. Por ello se transformó en un símbolo: la ciudad minen por excelencia: y en un emblema: el de la riqueza a cuya sombra se movía el mundo. Para lograr todo esto hubo que desplazar hasta allí una gran cantidad de población, la que la producción minera requería, y todos los productos necesarios para abastecerla. Las vetas de mineral en el Cerro fueron conocidas por los españoles en 1545. Los cantumarka, indígenas locales, fueron rápidamente reducidos y utilizados en las faenas del cerro y en la construcción de las primeras casas. Unas casas levantadas aquí y allá en plena ladera sin ningún orden, puesto que lo importante para los improvisados mineros era sacar la plata y marcharse rápido de allí. A los dieciocho meses de la primera explotación ya se hablan levantado 2.500 casas, y en el primer censo del virrey Toledo a principios
de la década de 1570 la cifra de habitantes llegaba a l20.000. Un crecimiento desmesurado. La ciudad se dividió en dos sectores muy diferenciados: el barrio de los indios (llamado la ranchería) y la Villa de españoles. El trabajo en el socavón era particularmente duro. Los apires cargaban el mineral envuelto en mantas que anudaban sobre el pecho, desde el fondo de las galerías (verticales. siguiendo las vetas) hasta la canchamina. Ascendían y descendían por escaleras de soga y travesaños de madera, en ocasiones a más de trescientos metros de profundidad, iluminándose apenas con una vela de sebo. Las pulmonías y las caldas fueron causas muy importantes de mortalidad, especialmente con los indios nuevos de mita, que llegaban sin experiencia y que constituían la mayor parte de estos apires. Los patrones exigían, más que un tiempo de trabajo, una cierta cantidad de mineral acarreada del interior del socavón a la canchamina, o transportada hasta el ingenio de molienda: eran los llamados «montones de tarea» que debían entregar por cada semana de trabajo. Conforme bajaba la calidad del mineral hacía falta aumentar su cantidad para obtener la misma plata. Cuando los minerales eran de alta ley, es decir, en los inicios de la explotación del Cerro, y las vetas estaban prácticamente al descubierto en su cima, la obtención de la plata se realizó mediante el sistema de las «huayras». Así se llamaban los primitivos hornos de fundición realizados por los indígenas. Eran una especie de grandes cazuelas perforadas que se instalaban en las faldas del Cerro Rico: en ellas se depositaba el mineral y el combustible y, con la fuerza del viento, el fuego acababa por fundir el metal. Los primeros trabajadores en el Cerro y, por tanto, los primeros habitantes de la ciudad, fueron estos indígenas que acudieron a explotar el mineral. Acudieron muchos por la facilidad con que podían llevarse la plata a sus tierras, aprovechando el conocimiento que tenían de la técnica de fundición, y que los primeros españoles que habían registrado las vetas no iban desde luego a trabajarlas ellos mismos. Estos españoles no eran mineros ni quedan serlo; sólo querían la plata del Cerro. Junto a los huayradures otros indígenas manejaban también buena parte de la producción: eran los «indios vara», llamados así porque alquilaban al español propietario de una mina un pedazo de la veta medida en varas para labrarla por su cuenta. En el periodo de las huayras., desde el descubrimiento del Cerro en 1545 hasta la época de Toledo, buena parte de la placa discurrió por los circuitos indígenas. La población potosina estuvo así conformada desde el principio por una gran cantidad de naturales fletados hacia allí por los curacas los encomenderos o establecidos por su propia cuenta. La década de 1570 fue el principio del fin de las huayras debido al agotamiento de las vetas más ricas, al bajar la pureza del mineral, la simple fundición no bastaba para obtener el metal. Era necesario aplicar un nuevo sistema. Éste fue el de la amalgamación con azogue (mercurio) y fue el virrey Toledo quien lo impuso. El sistema de amalgamación no solamente necesitaba mercurio: era imprescindible la construcción de todo un complejo industrial compuesto por tres elementos: las lagunas, para embalsar el agua que movería los molinos donde se triturada el mineral; la ribera, que conducirla el agua hasta los ingenios y los ingenios de molienda y amalgamación, donde finalmente se obtendría la plata. Un último eslabón de la cadena se tomaba imprescindible: la Casa de la Moneda, donde producía el quintado de la plata (toda la plata extraída del Cerro estaba obligada al pago del quinto real. la quinta parte, que quedaba para el rey) y la acuñación, bien en moneda, bien en lingotes. Al impulsar el sistema de amalgamación, el virrey Toledo ordenó la construcción de un complejo de lagunas capaces de almacenar el agua del periodo de lluvias y abastecer durante todo el año a los ingenios de molienda.
De la Ribera principal salían los acueductos particulares de las refinerías, para finalmente, tras mover el molino, volver el agua al canal principal y seguir a otro ingenio situado aguas abajo de la Ribera, atravesando la ciudad de parte a parte durante más de diez kilómetros; una ribera que separaba además la ranchería de los indios de la villa de españoles. Como algunos de estos ingenios estaban dentro de la ciudad —ya que la Ribera la atravesaba de parte a parte—, los ingenios de molienda y beneficio pertenecieron plenamente al Potosí urbano, dotando a la ciudad de un carácter industrial que nunca perdió. Los yanaconas habían sido durante el incario unos siervos o criados del inca, exentos de otros servicios, tras la conquista los indios libres, que habían quedado en Potosí dijeron ser yanaconas exentos de obediencia a ningún curaca, a ningún encomendero, sino en todo caso al rey. Así Bartolomé Anáns escribió que la plan estuvo en manos de los indios durante más de 20 años, hasta que Toledo transformó a los españoles, hacia entonces resumas y arrendadores de indios. en mineros, con la implantación del método de la amalgama. Los sueldos fijados para los mitayos que tenían que serles abonados por sus patrones, eran reducidos comparados con los demás trabajadores. Los negros, en comparación, fueron pocos, unos cinco mil a comienzos del siglo XVII, la mayor parte de ellos esclavos domésticos aunque también existieron arte-sanos o trabajadores libres en las chacras ubicadas en los valles cercanos a la ciudad. Los costes de la esclavitud aplicada a la producción minera, frente a mamas y mitigados, fueron tan elevados que ningún azoguero quiso realizar inversiones en este rubro. Además, por la mucha altitud, los esclavos africanos ofrecían un bajo rendimiento en los trabajos más pesados. Con toda esta población indígena. Potosí llegó a ser la ciudad más importante de la América colonial y una de las más grandes del mundo, con mis de cien mil habitantes hacia 1620, alcanzando esta posición a menos de un siglo de su establecimiento. y demostrando que la minería fue un claro determinante de la realidad colonial de la región andina.