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Capítulo 16 LA CONSTRUCCIÓN DEL PODER COLONIAL EN LOS ANDES CONSOL OLID IDA ACIÓN CIÓN DEL DEL SIST SISTEM EMA A COLO COLONI NIAL AL 16.1. LA CONS
Como hemos analizado en páginas anteriores, el impacto de la conquista en el mundo andino no fue homogéneo; no se produjo al mismo tiempo en todos los territorios ni alcanzó el mismo grado g rado de intensidad. Así, si la resistencia incaica contra los españoles logró ser efectiva en las zonas bajas de la región cuzqueña hasta casi finalizar el siglo XVI, en otras áreas la participación decidida de algunos curacas o señores étnicos a favor de los españoles dio por concluida la fase de conquista en fechas mucho más tempranas. Con el proceso de construcción de la dominación do minación colonial sucedió lo mismo: tam poco fue homogéneo en el espacio ni en el tiempo. En general, fue largo, difícil, doloroso y cruel con la población andina; pero si en algunas regiones las estructuras coloniales de poder parecieron estar consolidadas en el segundo tercio del siglo XVI, en cambio, en otras zonas su construcción se prolongó mucho más en el tiempo, llegando incluso al siglo XVIII. Si tuviéramos que señalar un momento de inflexión que marcase definitivamente el establecimiento del poder colonial, éste fue sin duda la reorganización general ordenada ejecutar por el virrey Francisco de Toledo. Entre 1569 y 1581 dictó el grueso de las disposiciones mediante las cuales el régimen colonial y el sistema de dominación español quedaron consolidados en la mayor parte del espacio andino. Tras las revueltas de encomenderos y primeros conquistadores, tratando de esta blecer un poder cuasifeudal y en buena medida independiente del de la Corona, la remisión desde la corte de enérgicos administradores y pacificadores logró afianzar una cierta presencia de la autoridad real en la región. Los administradores admini stradores usaron toda su fuerza para imponerla: desposeyeron de sus encomiendas y cargos en el gobierno de las ciudades a los viejos conquistadores que se mostraran desafectos con la Corona, y aplicaron mano dura contra los sublevados; concedieron un buen número de prerrogativas a los «nuevos» españoles que fueron llegando una vez finalizadas las fases más agudas de la conquista, utilizando para ello los cargos concejiles y las encomiendas arrebatadas a los anteriores siempre que se sujetasen a las nuevas normas y preceptos que se fueran emitiendo; eliminaron por la fuerza y sin contemplaciones lo que ellos consideraron «el peligro mestizo» (especialmente los hijos y descendientes
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de conquistadores), desterrando o encarcelando a los que creyeron que eran sus principales líderes; y entraron a fondo en el complicado asunto de las autoridades indígenas, haciéndose con su control mediante su reconocimiento como tales si aseguraban su lealtad a la nueva administración. Algunos de estos funcionarios enviados por el monarca, como el virrey conde de Nieva o el presidente de la Audiencia de Lima, Lope García de Castro (ambos en la década de 1560), promovieron una serie de reformas que impactaron profundamente en el caótico desorden que se vivía en toda la región. Un desorden producto de una conquista tan traumática, en un territorio tan extenso y tan poblado, que dejó cientos de fuegos encendidos que parecían no se extinguirían jamás. La realidad andina de la segunda mitad de siglo XVI estaba marcada por un sinfín de desastres. Marcada por la guerra sin cuartel declarada entre «viejos» y «nuevos» por el poder local, la posesión y transmisión de las encomiendas, las concesiones mineras o el mantenimiento del servicio personal de los indios, una guerra que acaparó toda la actividad política, social y económica durante décadas y desde Bogotá hasta Chile. Una realidad marcada por la catástrofe indígena: la población moría a borbotones ante la aparente impasibilidad de las autoridades, perdiéndose recursos fiscales y una mano de obra imprescindible para los mayestáticos proyectos imperiales. Y marcada por una Iglesia deshilvanada, todavía reducida a un puñado de conventos conventos muy poderosos, convertidos convertidos mitad en chancillerías mitad en fortalezas de las órdenes religiosas en guerra entre sí, pugnando por consolidarse como grandes propietarias de tierras e indios, enfrentadas con los obispos seculares que intentaban imponer su autoridad en sus diócesis mediante sínodos y concilios, tratando de regular una evangelización tan frágil como inevaluable en su intensidad. Por último, una realidad marcada, por unas jefaturas indígenas —panacas imperiales incluidas— tan quebradas como paralizadas y confusas, que pretendían pactar la conservación de su autoridad, prestigio y preeminencias tradicionales, directamente con la Corona, frente a las imposiciones y al desdén con que eran tratadas por los nuevos dueños de la tierra, muchos de ellos particulares recién llegados y desconocedores de tantos elementos como componían aquel mundo complejo. Prueba de este desorden en que vivía la región fue el asesinato del vir rey conde de Nieva (en las averiguaciones sobre lo sucedido tuvieron tuv ieron que echar tierra tierr a por encima ante la imposibilidad de llegar llegar al fondo del asunto). En la corte tomaron conciencia conciencia de que la tarea de construcción de un espacio colonial al modo y medida que deseaba —y necesitaba— el el monarca español, era poco menos que una quimera si no se adoptaban las más drásticas medidas. Y eso fue lo que hicieron. Porque el resultado de la política desarrollada hasta entonces fue que el régimen colonial establecido había terminado adecuándose a la realidad de ese caótico mundo andino posterior a la conquista, acomodándose al conjunto de poderes allí consolidado. Los informes llegados a la corte hablaban de un totum revolutum de autoridades reales sin experiencia, enfrentadas a encomenderos nuevos y viejos, a antiguos miem bros de los cabildos y nuevos vecinos de las ciudades, a corregidores cor regidores recién nombrados, a autoridades indígenas (también «viejas» y «nuevas»), a poderosos frailes, a nuevos obispos, a españoles advenedizos y recientes en las Indias, a mestizos reclamantes de sus derechos, a mineros solicitantes de más mano de obra para el laboreo de los socavones, que, amenazaban con detener la producción, a comerciantes que trataban por todos los medios de evadir el monopolio comercial y no pagar impuestos, a
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indígenas que se morían a miles cada día sin que nadie hiciese nada por evitarlo, a otros indígenas que permanecían alzados en las fronteras y en clara insumisión ante el violento proceso de aculturación… Si relacionamos esta situación con la continua y constante presión ejercida por Felipe II para que aumentaran en cantidad y periodicidad las remisiones de metales desde América hacia España (unos metales que constituían la clave de su política europea e imperial), llegaremos a la conclusión de que el destino de los territorios americanos en poder de la Corona española estaba escrito: mano dura y nueva política. Dicho de otro modo, lo que parecía necesitarse, en opinión de los administradores metropolitanos, era reorganización administrativa, pacificación general, control sobre la iglesia y los eclesiásticos, reacomodo del papel de las autoridades indígenas, reu bicación y protección de la población aborigen abori gen para evitar su desaparición y con ella la de la mano de obra, aumento de la presión fiscal, incremento de la producción minera, organización del espacio… Y exactamente éstas fueron las principales pri ncipales tareas encargadas a Francisco de Toledo por Felipe II cuando lo nombró virrey y visitador general de Perú en 1569. Evidentemente, el propósito de esta visita era conocer la realidad, poner remedio a la catástrofe política peruana y asegurar e incrementar las remisiones de plata. La visita tiene gran importancia porque nos ha permitido conocer con bastante aproximación la realidad andina (especialmente la de la población indígena) en una coyuntura tan difícil como fue la segunda mitad del siglo XVI, y medir el impacto de la conquista sobre estas sociedades. Las actuaciones de Toledo, Toledo, recogidas en unas Ordenanzas Generales de d e Gobierno, tuvieron una gran trascendencia; tanta que todavía los historiadores estamos en proceso de ir conociendo conociend o y estimando sus alcances. En efecto, todas sus medidas se basaron en extraer de la población indígena el máximo posible de excendente, que constituyó en adelante el auténtico producto colonial; una extracción que pasaba, obviamente, por la aplicación de las medidas más coactivas y exactivas. exactivas. La riqueza de las Indias eran y serían en adelante los indios, y sobre ellos había que actuar. Entre los más importantes aspectos a destacar de estas medidas toledanas figuran: la regulación del cargo de corregidores de indios; el nuevo papel asignado a los curacas y caciques; el establecimiento de las reducciones y comunidades indígenas; y la fijación de las tasas de tributos y cuotas de mitayos que debían aportar las poblaciones aborígenes. Éstos fueron los pilares sobre los que se construyó el sistema colonial, marcando en adelante la historia de la región andina. El cargo de corregidor de indios había sido una invención de su predecesor, Lope García de Castro, pero Francisco de Toledo fue quien puso las bases para, desde esta figura administrativa, hacerse con el control fiscal, productivo y policial de la población andina. El corregidor de indios era un figura creada ex profeso como autoridad especial, exclusiva y propia de los naturales; debía encargarse de la administración de justicia entre los indios en cada distrito, velar por su «protección», cuidado y evangelización, y, sobre todo, recaudar el tributo. En la práctica se constituyó en un intermediario entre indígenas, curacas, encomenderos y curas o frailes doctrineros, un intermediario interesado, obviamente, lo cual se demuestra por el hecho de que cuando se pusieron a la venta buena parte de los empleos y cargos públicos en Perú, desde fechas muy tempranas del siglo XVII, éste fue uno de los más vendidos y por el que algunos pagaron verdaderas fortunas. Sus razones tendrían.
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La posición central ocupada por el corregidor de indios, en el vértice de las actuaciones sobre los indígenas, le confirió un extraordinario poder sobre ellos, de manera que, desde los inicios, se transformó transfor mó en el más importante factor de la exacción de sus recursos, tanto materiales como humanos. En palabras de un contemporáneo, los corregidores eran «la principal y más dañina polilla de los indios, que todo les roban hasta su extenuación». El corregidor era nombrado por el monarca o por el virrey aunque, como hemos indicado fue uno de los más apetecibles de la larga lista de cargos públicos puestos a la venta entre particulares. Tenía su residencia fijada en el pueblo de españoles cabecera del distrito (a tal fin el territorio andino fue dividido en circunscripciones llamadas corregimientos). Esta división espacial se llevó a cabo a partir de una cantidad de tributo fijada (la tasa) que debía ser aportada por la población indígena contenida en cada partido: es decir, un numero concreto de tributarios censados y tasados de los que se extraería, además, el salario del corregidor. Cada comunidad tenía fijada una tasa o cantidad de tributo a pagar anualmente. El corregidor de indios tenía a su vez la obligación de aviarles —a precios moderados, se indicaba— de aquellos bienes y productos que necesitaran para su subsistencia, mediante los l os llamados «repartos» «repar tos» de mercancías, cuya adquisición por parte de la comunidad tenía carácter forzoso. Así surgió un mercado coactivo cuyo ámbito se extendió por toda la región. Obviamente, estos repartos obligatorios se transformaron enseguida en parte par te fundamental del expolio indígena. La política toledana de fragmentar la l a sociedad andina en dos universos u niversos separados, la «república de los españoles» (con su problemática propia y su legislación) y la «república de los indios» (igualmente con su normativa impuesta desde la actuación de los corregidores), vino acompañada de un conjunto de disposiciones que pretendieron evitar la dispersión habitacional en que vivía esta población. Fruto de un profundo desconocimiento del trabajo comunitario y recíproco de los diferentes ayllus en los distintos microambientes ecológicos o archipiélagos productivos, Toledo obligó a la población indígena a «vivir en policía» en «reducciones» « reducciones» de pueblos de indios, porque pensaba que así sería más fácil controlarlos, tasarlos y manejarlos. Estas reducciones tuvieron un efecto aún más devastador que la conquista sobre esta población, como ahora explicaremos. Por imposición y coacción, los diversos d iversos ayllus y parcialidades se vieron obligados a abandonar el uso de la verticalidad, y compelidos a habitar y a trabajar solo determinados nichos ecológicos, aquellos en que fueron situados a la fuerza por Toledo, con lo que la complementariedad productiva quedó quebrada y la subsistencia de las nuevas poblaciones entró en crisis absoluta. Lo que antes conseguían por intercam bios recíprocos en el interior del ayllu o entre diversos ayllus, ahora debían obtenerlo en el mercado colonial (con la consiguiente monetarización de sus economías, abandonando o redimensionando el sistema de trueque), o a través de la compra obligada de productos al corregidor a los precios que éste dispusiera. La compulsiva dislocación de las formas de organización del trabajo indígena, de su ubicación en el medio natural y de sus formas de relación, tanto dentro como fuera del ayllu, ocasionándoles la transformación de su economía natural en economía colonial, vino acompañada además por el establecimiento de la tasa de tributo. En la visita general efectuada por Toledo, los indígenas fueron agrupados en sus nuevos pueblos (normalmente (no rmalmente en la zona quechua, es decir, lejos de las alturas de la sierra,
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donde sería más difícil controlarlos), debiendo abandonar el resto de sus nichos ecológicos y concentrarse en un pueblo que mantenía las características de las villas de españoles: plaza central, iglesia, casa del cabildo indígena, calles trazadas a cordel, etc. Allí se les entregaba una tierra comunal que debían cultivar para, con sus frutos, pagar el tributo. Una vez asentados, se contabilizaba el número de varones, varones, que pasa ban a ser considerados «indios originarios» de tal comunidad y, en función de su número, quedaba «tasada» en una cantidad de tributo a pagar anualmente al corregidor. Junto con esta tasa se fijaba también el contingente anual de d e varones que la comunidad debía poner a disposición de la Corona para las mitas (trabajos temporales) que se les exigieran, a fin de ser remitidos donde y cuando se les ordenara. Reducción a comunidades, tasa de tributo y cuota mitaya fueron tres novedades fundamentales que recayeron sobre la población indígena y que trastornaron por com pleto el universo andino. Las reducciones a pueblos de indios originaron el colapso de las formas de producción, relación y articulación prehispánicas, generando profundas crisis de subsistencia, quedando esta población todavía mucho más indefensa ante los embates de las epidemias occidentales. Por otra parte, estas medidas originaron la huida de muchos indígenas de sus ayllus y parcialidades para librarse del tributo y de las mitas. En la documentación aparece la expresión «fugas de indios» como un fenómeno común en amplias zonas del territorio; la «relocalización» de grandes grupos de población fueron una forma cotidiana de resistencia. Algunos intentaron marchar a sus lugares de origen, bien porque eran mitimaes incaicos que deseaban regresar a sus tierras, o bien porque, al encontrarse en el momento de la gran reorganización trabajando en nichos ecológicos lejanos de sus ayllus, fueron encuadrados y mezclados por Toledo con comunidades que no eran las suyas; todos formaron parte de una multitud errante que fue ubicándose donde y como pudo. Unos fueron a las nuevas ciudades de españoles a trabajar como sirvientes o artesanos. Otros recalaron en los pueblos de indios ya establecidos en calidad de «indios forasteros»: es decir, no pertenecían a la comunidad, no tenían derecho a las tierras comunales, no pagaban tributo ni tenían obligaciones mitayas, pero estaban dispuestos a trabajar en lo que qu e les saliera al camino. La comunidad los lo s recibía como tales «forasteros» porque representaban un aporte en mano de obra que liberaba a los «originarios» de una parte de la carga laboral. Normalmente les arrendaban parcelas de las tierras comunales, y con esta renta la comunidad podía pagar una parte del tributo, o los mandaban como mitayos a sueldo de la comunidad, com pletando la cuota mitaya y librando así a algunos algu nos comuneros, o los ponían a realizar otros trabajos que los originarios no podían cumplir. Eran «indios de segunda» en el interior de la comunidad, pero su papel fue muy importante. Estos forasteros, cuyo número a veces era superior al de comuneros originarios, fueron un producto no deseado, pero parte sustancial del sistema colonial. Conforme vamos conociendo con más detalle este período vamos avizorando que el sistema de reducciones impuesto por Toledo no tuvo todo el éxito que se suponía. La realidad fue, en mayor o menor grado, diferente. Pero todo ello no rebaja un ápice el impacto sobre la población andina, en especial sobre las antiguas autoridades autorid ades indígenas. Antes hemos comentado que parte de la política de la Corona en este asunto, dada la difícil coyuntura coyuntura que atravesaba la región, fue basar el reconocimiento o desconocimiento de estas autoridades en la lealtad que
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hubieran demostrado hacia la monarquía española y al nuevo régimen. Los curacas, por tanto, se vieron compelidos a aceptar el conjunto de las nuevas medidas coloniales si querían continuar ejerciendo como tales. Las disposiciones de Toledo, en su afán por poner cortapisas a todo lo que recordara al «tiempo de la conquista», se encaminaron a evitar la transmisión por herencia de estas jefaturas, rompiendo así aparentemente los viejos linajes. Eso dio al virrey más capacidad de maniobra en este asunto, nombrando o destituyendo a los curacas desafectos o dudosos con el nuevo orden, pero conllevó la insumisión de muchos caciques que protestaron o se alzaron contra el sistema. Estos caciques fueron perseguidos y reemplazados por otros más dóciles y prácticos, que enseguida constituyeron sus nuevos linajes y aceptaron la situación. En general, la mayoría de las antiguas autoridades decidió someterse, y apoyó la normativa que permitía que los indígenas «originarios» grosso modo eligieran a sus pro pias autoridades. Por tanto, utilizaron toda su influencia en el interior de las comunidades, y, con el apoyo de las autoridades coloniales, fundamentalmente del corregidor y del cura doctrinero, los curacas más pactistas con el nuevo régimen consiguieron permanecer al frente de sus indios eso sí, transformándose en un eslabón fundamental de la cadena expoliadora y explotadora de sus convecinos, y construyendo desde sus linajes una suerte de ahidalgamiento más o menos hereditario, bajo el paraguas protector de un «pacto» bien sui generis con el rey, mediante el cual éste sería quien les conferiría la autoridad frente a sus indios. Los curacas pudieron mantener algunas prerrogativas sociales y económicas: por ejemplo, quedaron exonerados del pago del tributo y del servicio de la mita, y conservaron el usufructo de una parte del trabajo comunal en su provecho (indios «pongos» a su servicio). Una de las habilidades de Toledo fue conseguir vender la idea (a su vez revendida por los curacas en el interior de sus comunidades y consumida obligatoriamente por los «originarios») de que la obligatoriedad del tributo y de la mita equivalía al reconocimiento por parte del rey de la propiedad de la tierra comunal. Por tanto, pagar el tributo y atender la mita constituía una especie de pacto entre la comunidad y la Corona por el derecho a la tierra. Las comunidades indígenas, a pesar de ser una invención de Toledo, basada en el derecho castellano, considerando escasamente las tradiciones andinas, vino a sustituir de alguna manera al espíritu y la esencia de los viejos ayllus; los comuneros se aferraron a sus nuevas señas de identidad con tal de salir adelante, y, como habían hecho desde hacía siglos, crearon y reinventaron los mecanismos que les permitieron sobrevivir en este disparatado nuevo mundo que se les vino encima. Así, si los «originarios» constituyeron el núcleo vertebrador de las comunidades, los forasteros aportaron con la renta de sus alquileres una parte sustancial del tributo; la comunidad y sus curacas aprendieron a hacer frente a las nuevas leyes de un mercado monetarizado, a adquirir metal para sus compras, a trajinar sus productos e intercambiarlos como bienes coloniales, a zafarse en la medida de lo posible de la presión de los corregidores, y, especialmente, a pleitear en defensa de sus intereses aprovechando las quiebras y los resquicios del sistema jurídico colonial. Otro aspecto muy importante de las reformas toledanas concernía a la Iglesia. Y ello en dos vertientes: por una parte, Toledo debía consolidar el papel del virrey como cabeza del Real Patronato sobre la Iglesia en la región; es decir, poner en práctica el poder que tenía sobre los nombramientos eclesiásticos. Intentaba así liquidar los pleitos entre las diversas órdenes religiosas por quedarse con las mejores tierras y
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la mayor cantidad posible de indios (que obviamente dejaban de tributar, lo que iba en desmedro de las arcas reales), y evitar las tormentosas disputas entre obispos y frailes por el control de los pueblos y parroquias más ricas de los Andes, quedando el virrey como patrono de todos ellos y, por tanto, con autoridad para mediar en sus dis putas, lo que significaba establecer un claro derecho de intervención. Pero, por otra parte, introdujo en el seno de las comunidades indígenas la figura del cura o fraile doctrinero. En cada comunidad, Toledo impuso un responsable de la doctrina, evangelización y salud espiritual de los indígenas, pagado por éstos mediante las obtenciones que recibiera por la dispensación de los sacramentos, y por un sueldo (sínodo) que abonaría la Real Hacienda. El doctrinero se encargaría además de estar atento ante cualquier síntoma de idolatría o de pervivencia de los viejos cultos y, llegado el caso, cortarlo de raíz, de manera que la doctrina constituyera un camino de penetración de las nuevas formas políticas y culturales del régimen colonial, que el indígena debía aceptar como parte sustancial de los preceptos de la vida cristiana. Pero, sobre todo, el doctrinero sería un elemento que contrarrestaría la fuerza que en las comunidades tenían corregidores y los curacas. En su opinión, sería más difícil que tres se pusieran de acuerdo para «robarle la plata al Rey». Evidentemente sucedió, pero se suponía que a las autoridades al menos llegarían noticias de lo acontecido. Los conflictos entre las órdenes religiosas y los obispos seculares por designar a los doctrineros fueron asunto de todos los días, en la medida en que las rentas e influencias que un doctrinero obtenía y ejercía sobre la comunidad podían ser aún más altas que las del corregidor. En general, y salvando los abundantísimos pleitos que surgieron entre doctrineros, corregidores y curacas, lo cierto es que vino a producirse una triangulación más o menos armónica entre los tres agentes coloniales y, repartiéndose amigablemente los beneficios, alcanzaron con facilidad los acuerdos necesarios para fijar y controlar muy de cerca la extorsión y la explotación de los recursos indígenas desde el mismo corazón de la comunidad. Evidentemente, sin que ello acarreara una sustanciosa mengua del tributo real. Si ello sucedía, entonces habría intervención, lo que no convenía a ninguna de las partes. Por esta razón, en los archivos judiciales de los departamentos andinos sólo se encuentran pleitos de ésta época cuando alguno de estos tres agentes denunciaba a los otros, lo que normalmente termina ba por salpicarlos a todos. De ahí que este tipo de asuntos se resolvieran en el seno del grupo sin mayores alharacas. En todo caso sólo cabía la protesta de la comunidad, y en tal supuesto, los tres agentes del expolio argumentaban en su contra como un solo hombre, de modo que casi siempre el expediente dormía el sueño del olvido en los archivos, que es donde ahora los encontramos. La avidez de muchos de estos doctrineros formó parte del imaginario andino de este período, y no sólo por parte de los indígenas, sus principales afectados. Como cita Bernard Lavallé, algún virrey escribió que el «cebo» de los beneficios económicos alcanzados en las doctrinas era el principal motivo de buen número de vocaciones religiosas en los Andes; algunas doctrinas parecían en vez de «casa de Dios, casa de contrato»; y que, según un obispo, «si se las quitasen [las doctrinas] no quedaría fraile en las Indias, porque no vienen acá más que a esto». Sin duda un tanto exagerado, pero no deja de manifestar un estado de opinión. Las mitas constituyeron el último pilar que culminaba este proceso tan complejo, traumático y opresivo puesto en marcha por Toledo a fin de consolidar el régimen colonial en los Andes. Bajo la excusa de que se trataba de un sistema que permitía asa-
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lariar a la población indígena y ayudarla a pagar el tributo, al mismo tiempo que mejorar sustancialmente la producción minera y las remisiones de metal a España, las mitas se impusieron como la panacea que permitiría definitivamente consolidar el régimen fiscal. En 1545 se había iniciado la explotación de las vetas de plata de Potosí, considerada —con razón— la reserva de metal más importante de América del Sur. Pero, aunque luego lo estudiaremos más detenidamente, la falta de mano de obra impedía multiplicar su producción. No sólo eran necesarios trabajadores indígenas para «labrar» (excavar) los socavones, sino para trabajar en los «ingenios», donde se molía el mineral y se llevaba a cabo el «beneficio» (proceso químico de amalgamación del mineral de plata con mercurio para obtener el metal). Toledo calculó que en Potosí eran necesarios cerca de catorce mil trabajadores anuales, por lo que estableció dieciséis provincias mitayas de donde debía extraerse esta mano de obra, situadas desde el sur del Cuzco hasta Potosí a lo largo del camino hacia las minas. Estas provincias debían entregar anualmente la séptima parte de su población originaria o tributaria al sistema mitayo. Se dividían en tercios, es decir, que cada indígena debía marchar a Potosí los cuatro meses cada año que le correspondiera; en el caso de que no hubiera indios suficientes, la comunidad podría contratar indios libres (en este caso utilizaban a los forasteros). Cada contingente debía ir al mando de un responsable llamado «capitán de mita» y, una vez en Potosí, eran divididos en grupos para las diversas faenas y reci bían un salario diario por su trabajo (salario que el capitán de mita, por encargo de su curaca, se encargaba de que trajeran de regreso a la comunidad para pagar el tributo, cuando no lo retiraba él directamente del minero pagador). Como vemos, la extorsión sobre la población indígena era completa: como mano de obra, sacaban adelante la producción de plata; como asalariados, recibían una cantidad que también acababa en las arcas reales mediante el tributo. Al sistema mitayo de Potosí se unió enseguida el de las minas de Huancavelica, de donde se obtenía el azogue (mercurio) necesario para la amalgamación de la plata. De manera que la cantidad de mitayos que iban y venían por los caminos de la región fue cada vez mayor. Por tanto, las exacciones tanto en metálico como en trabajo efectuadas sobre la población indígena mermaron considerablemente sus posibilidades de supervivencia e imposibilitaron en un alto grado que pudieran organizarse para hacer frente a un sistema tan coactivo. Así se explica en parte la brutal crisis demográfica que asoló a la región durante la segunda mitad del siglo XVI y buena parte del XVII. Era, sencillamente, un régimen de explotación imposible de soportar. Además, los pueblos de base agrícola tuvieron que reestructurar su producción hacia el mercado en vez de hacia el autoconsumo y la autosuficiencia económica, produciendo sólo aquello que podría venderse en los mercados coloniales, a fin de obtener la plata suficiente con que pagar el tributo y dejando siempre para después la producción de alimentos para subsistir. Aquellas comunidades con acceso a productos relacionados con la ganadería tuvieron que articularse en torno a la producción textil, también destinada al mercado colonial, adquiriendo allí los bienes de consumo indispensables, mucho más caros y monetarizados; otras, especialmente las provincias mitayas, debieron enviar mucha gente a trabajar a las minas a fin de salarizarlos y pagar con esta renta la tributación. Así pues, la fuerza de trabajo que podía utilizar la población indígena para asegurarse la supervivencia quedó supeditada a los requerimientos del régimen impositivo
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colonial: bien para abonar la tasa, o bien para atender los cupos mitayos. Mientras, buena parte de la tierra comunitaria debía ser alquilada a los indios forasteros, para acudir también al pago del tributo; la producción de éstos, al tener que pagar el arrendamiento en metálico a la comunidad, también iba destinada al mercado, con lo cual la subsistencia de las comunidades tuvo que asegurarse cada vez más fuera de su economía natural y más en la órbita de la economía mercantil. En todos estos cambios, los curacas jugaron un papel muy importante, como ya hemos indicado. Cada curaca recogía el tributo de sus indígenas tasados, obtenido de mil y una maneras, y lo entregaba al corregidor. En muchas ocasiones, los curacas, especialmente tras la desaparición por muerte de buena parte de su comunidad, solicitaron una «retasa»: es decir, que se contaran de nuevo los indios originarios que realmente existían, y se les fijara el tributo y los cupos mitayos en función de éstos y no de los que tenían en la visita de Toledo, que fue cuando se les tasó, antes de que la crisis demográfica afectara a los Andes con toda su virulencia. En cambio, otros curacas no les interesaba la «retasa» porque corrían el peligro cierto de que les contaran a los forasteros como originarios, en cuyo caso la tasa de tributo en vez de bajar ascendería. Algunas autoridades coloniales también quisieron hacer retasas, alegando que ciertas comunidades tenían más indios de los que figuraban en su tasa de tributo, porque «echáronlos al monte cuando acudió el Sr. Visitador». En general, este tema de las retasas fue una espada de Damocles que pendió sobre todos y que pocos se atrevieron a emplear. Pero no cabe duda de que el curaca manejó estos asuntos con la suficiente holgura como para no quedar en entredicho ni ante su comunidad ni ante las autoridades coloniales. Normalmente fue uno de los grandes beneficiados: hacía las veces de reorganizador del esfuerzo colectivo, como garante ante las autoridades coloniales de que el tributo anual se pagaría completo y en plazo; se encargaba de manejar los alquileres de las tierras comunales y el trabajo de los forasteros; de vender en los mercados coloniales la producción comunal; de aviar el transporte de estos productos hacia las zonas donde adquirirían mejor precio. De ahí el papel protagonista que tuvieron las autoridades indígenas en el interior de sus comunidades, un papel en el que el juego de alianzas y estrategias con el corregidor y con el doctrinero, o con el encomendero, resultó en ocasiones tan importante para ellos como tan letal para los indígenas. En resumen, el sistema impuesto por Toledo significó realmente la desestructuración del mundo antiguo y la constitución de un sistema de explotación integral de los recursos, basado fundamentalmente en la coacción sobre los indígenas, considerados desde entonces, como escribió un virrey de Perú, «el origen de la república y el alma de estos reinos». Las repercusiones sobre la población andina fueron terribles. Sería difícil hallar otra época en la historia de la humanidad comparable (quizás se le aproximen las más recientes estadísticas sobre el impacto del sida en África) con la hecatombe demográfica que provocó la invasión europea en los Andes. Según los estudios de Noble David Cook para la región andina, de los casi veinte millones de aborígenes que la habitaban antes de la conquista, un siglo después habían disminuido en un 90 por 100. Un verdadero colapso demográfico. Ciertamente no fue homogéneo: en las zonas bajas el desastre fue mayor y muy rápido, debido al impacto inmediato y letal de las enfermedades transmitidas por los europeos; en la cordillera, gracias precisamente al poblamiento disperso y a su clima más austero, este
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declive fue más lento. Pero si los indígenas serranos consiguieron sobrevivir mejor a las epidemias que los de la tierra caliente, en cambio el régimen colonial, con la desestructuración a que los sometió en sus formas y modos de vida, tuvo finalmente el mismo efecto, aunque más prolongado y de más difícil cuantificación. La explotación intensiva del indígena como recurso fundamental del régimen colonial fue la más mortífera de las epidemias. 16.2. EL ESPACIO ECONÓMICO ANDINO El funcionamiento de este espacio económico ha sido estudiado y analizado, entre otros autores, por Carlos Sempat Assadourian. Él es el autor de un esquema que explica en detalle el papel que la minería y la aparición de la mercancía dinero, es decir, la plata, jugaron en la articulación de este espacio. La minería se convirtió muy pronto en el eje en torno al cual giró la economía colonial. Y no sólo de cara a las exportaciones de metal con destino a Europa. Como es bien sabido, el oro y la plata fueron el combustible del motor que movió los intercambios a través del Atlántico: metales por mercaderías europeas; y mercaderías europeas por metales. Pero, además, el oro y la plata generaron en el interior del espacio andino un mercado de vastas proporciones que constituyó la médula del desarrollo de la región. Los grandes complejos mineros, fundamentalmente Potosí y Huancavelica (com plementarios como ya hemos explicado) y otros reales de minas (lugares donde se extraía el mineral y se producía la amalgamación), fueron los polos de atracción de la mayor parte de la producción interna en el espacio colonial andino. La producción minera, como hemos señalado, obligó a la mercantilización de la producción agraria al monetarizar los mercados, pero obligó también a que existieran especializaciones productivas (textiles, vinos y aguardientes, o mulas, por ejemplo), localizadas en algunas áreas, que intensificaron la circulación de bienes y de mercancías. Esta demanda generada en los centros mineros necesitó el concurso de productos procedentes de regiones muy diversas y distantes, que comenzaron a producir para ellos, y amplios circuitos de abastecimiento que desembocaban y convergían allí donde la plata manaba. Productos como maíz, carne (tanto de ganado en pie como de carne salada o «charqui»), trigo, vinos, papas, chuño, coca, azúcar, frutas y verduras, pescados, maderas, sebo, textiles, aparte los animales de carga necesarios para el transporte (mulas y llamas), y mercurio desde luego, se acopiaron y circularon a corta, media y larga distancia. Además, la demanda fue incrementándose conforme aumentó la población congregada en torno a estos reales de minas. En Potosí, por ejemplo, llegaron a vivir más de cien mil personas: gentes de lejanas provincias acudieron sin cesar a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI y primeras décadas del XVII atraídas por la plata, los salarios y las posibilidades de enriquecimiento, o por salir de la miseria; a los que hay que sumar los miles de mitayos que acudían cada año. Las cantidades de vituallas y otros bienes de consumo requeridos para abastecerlos crecieron tanto que muchas regiones comenzaron a producir casi exclusivamente de cara a ese mercado, alcanzando algunas un alto nivel de especialización. Al obtener a cambio de estos productos su valor en plata, su trasiego se extendió por un área muy dilatada que alcanzaba prácticamente todo el cordón andino: por ese espacio económico circularon desde paños de la zona de Quito hasta mulas de Córdoba del Tucu-
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mán. El consumo indígena, que ahora debía resolverse en el mercado, necesitó tam bién de esa misma plata para su funcionamiento: productos tradicionales como la coca, el maíz, los propios tejidos autóctonos, fueron escalas donde el metal se detuvo, donde se le asignó valor, se intercambió y siguió su camino, creando riqueza y generando el gran circuito del que hablamos. Un doble circuito en realidad: el de la economía natural y el que involucraba a productos hacia el mercado colonial, pero ambos bien relacionados entre sí. Esto quiere decir que si antes, en la economía natural desarrollada por los indígenas, el valor de un producto venía a evaluarse en función de su provecho en el juego de los intercambios recíprocos, ahora, este valor tradicional quedaba deformado por el que alcanzaba según las leyes de la oferta y la demanda en el mercado colonial; o lo que es lo mismo, por su abundancia o escasez en un momento y lugar concretos, adquiriendo su valor en «metal». Y un valor, además, cambiante o mutante en el espacio y el tiempo, con lo que los productos, en busca de su mejor precio, tenían que recorrer a veces grandes distancias hasta encontrar sus valores óptimos, normalmente en los centros mineros, donde la plata (por su abundancia) se hallaba en sus valores mínimos, y los bienes y productos (por su escasez) alcanzaban los más altos. Este inmenso ir y venir de bienes y metales, a veces recorriendo miles de kilómetros y extensas provincias, es lo que se ha venido en llamar el espacio de la circulación: el transitado por los productos en busca de su mejor realización en metal; y por el metal tratando de encontrar su máximo valor de cambio. Es cierto que una buena parte de esta plata en manos de comunidades, productores y artesanos indígenas, fue acaparada por la Real Hacienda mediante el cobro del tributo y de otros impuestos y exacciones: ese era el propósito de la Real Hacienda y del proyecto colonial; pero otra buena cantidad, antes de finalizar en el fondo de las arcas reales, recorría los mil y un vericuetos de los circuitos serranos, creando un espacio económico articulado, de grandes magnitudes y consolidada actividad. En estos años asistimos a un conjunto de cambios trascendentales en los modos de producción andinos: la organización de la producción fue radicalmente transformada por las modificaciones que introdujo la economía colonial. Eso no significa que la economía tradicional, la que podríamos denominar economía de los intercambios o economía natural, desapareciera por completo; las dos coexistieron, pero la segunda quedó muy determinada por la primera. Y, en ambas, la participación indígena fue fundamental. Incluso el excedente, que con mil y una dificultades pudo ser obtenido por parte de esta población indígena, acabó de alguna manera funcionando y com portándose bajo patrones coloniales, como hemos estudiado en las páginas precedentes. Ese fue el objetivo de las exacciones que pusieron en marcha la administración y los particulares: arrebatar también esta plata a los indios que, según decían, era mucha más de la que se podía imaginar, usando para ello tanto las leyes coloniales como las del mercado. Además de ser la base fundamental de la economía productiva como mano de obra en la minería, en las haciendas agrícolas o ganaderas y en los obrajes textiles, los indígenas, insertos en la economía colonial con base al patrón metal, fueron también objetivo de la rapiña colonial en cuanto demostraron ser capaces de producir un excedente dinerario de importancia. Hay que advertir que no siempre fue la plata el combustible que movió esta maquinaria. En una primera fase, la economía del oro aportó el impulso inicial. Parecía ser el único objetivo de la invasión. Una vez que finalizaron los repartos del botín de la
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conquista y los conquistadores no hallaron con facilidad viejas tumbas de señores prehispánicos que desenterrar, la búsqueda del oro continuó en los lugares donde los indígenas tradicionalmente lo habían hallado. Hasta allí llevaron mano de obra forzada mediante la encomienda, o utilizaron esclavos africanos que los mineros compraron en los puertos del Caribe. Estas labores se realizaron normalmente en lavaderos o «placeres» de oro en las orillas de los ríos, primero en las Antillas y luego en el continente, sobre todo en la actual Colombia (Chocó, Antioquia, Popayán). Era lo que se llamaba el «oro de batea», pues con este instrumento, cerniendo la arena de los ríos, era como se hallaba. Hubo también minería del oro trabajando las vetas de mineral: por ejemplo en Pamplona y Cartago en Colombia, en las famosas minas de Zaruma en Ecuador, en las de Carabaya del Perú, o en Chile central y meridional (Valdivia)… Hasta estos lugares, los encomenderos enviaron a sus indios como parte del servicio personal con que debían tributarles, o para que éste se lo pagaran en metal. Por eso muchos encomenderos iniciales figuran en las fuentes históricas como mineros cuando no eran más que explotadores de indígenas. Así sucede en muchos lugares, como por ejemplo en los asientos de Santa Bárbara, en Cuenca. Siendo como eran las máximas autoridades de los primeros cabildos urbanos, consiguieron que muchos indios considerados «vagamundos» fueran «encaminados» a las minas, como en el caso de Zaruma, donde se vivió una auténtica fiebre del oro. En las minas colombianas de Mariquita usaron mitayos, reclutados a la fuerza tam bién por los cabildos, o mediante disposiciones que obligaban al envío de indígenas desde las zonas más pobladas, como Tunja, por ejemplo. En Antioquia los mineros adquirieron esclavos, normalmente comprados de contrabando y a buen precio en Cartagena de Indias, ante la ausencia de otra mano de obra en la región. Igual sucedió en el Chocó durante el siglo XVIII. En general, la salarización de esta economía del oro sólo se llevó a cabo en regiones muy concretas, como Popayán, y ya en fechas muy tardías. Pero el ciclo del oro fue corto, porque la cantidad de este metal hallada y acopiada fue descendiendo paulatina y constantemente, mientras que la minería de la plata no hizo sino crecer en volumen e importancia económica. Utilizando cifras para el conjunto de la región andina, la producción de oro ya había sido alcanzada por la de plata en 1540, y en el año 1600 significaba sólo el 10 por 100 del valor de la producción minera de América del Sur. Sólo en Nueva Granada y Chile, el oro continuó siendo importante, incrementándose su producción en el siglo XVIII. Por tanto, la plata fue, desde mediados del siglo XVI, el metal característico de la economía colonial andina. Sobre todo por su abundancia frente a otros metales y porque, con ella, se confeccionó el bien mueble por excelencia: la moneda de plata. El rápido y fácil enriquecimiento y el regreso a Europa con estos bienes, que constituían el ideal del español indiano, sólo podía conseguirse con un producto que funcionara por igual en las economías europea y americana, y cuyo valor tuviera una cierta equiparación en ambas. Para ello era necesario que la segunda se metalizase, lo que evidentemente se consiguió con las reformas toledanas. A partir de ahí todos trataron de acumular metal, procurando que su valor de cambio ascendiese. Para ello era necesario hallar el mejor lugar donde esta plata minera se «realizase» (adquiriera valor monetario) con el máximo de beneficio. Y ese lugar se hallaba sin duda en el circuito europeo. Por eso toda la plata intentaba allegarse a los puertos americanos tratando de salir del continente para acabar en Europa; tanto la plata del rey como la de los par-
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Zaragoza Antioquia
Mariquita
Novita Pupayan
Barbacoas
Pasto Azogues
Cuenca
Zamora
Zaruma
Chachapoyas Hualgayoc
Huamachuco Huancavelica
Cerro de Pasco
Carabaya Castrovirreina Chucuito
Laicacota
Oruro Cailloma Huantajaya Porco
Chayanta Potosí
Lipez
Océano Pacífico
Copiapó
Oro Plata Mercurio
Valdivia
MAPA 16.1. PRINCIPALES YACIMIENTOS MINEROS DE LA REGIÓN ANDINA (SIGLOS XVI-XVII)
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ticulares. Potosí era el gran monedero de los Andes, y Europa el gran mercado para la «realización», pero antes la plata trasegaba por toda la región andina, generando un espacio económico de vastas proporciones. La minería de la plata fue así fundamental en el desarrollo económico colonial tanto en el interior como en el exterior del espacio americano. Pero para que la minería de la plata abasteciera y atendiera a una demanda tan amplia, debía ser intensiva. Dado que la plata se encuentra en vetas y mezclada con otros minerales, era necesario construir socavones y someterla a un proceso de purificación, por lo que se necesitaba una gran cantidad de mano de obra, organizada y continua. Las mitas toledanas aportaron esta mano de obra en las cantidades requeridas. El ejemplo y modelo de esta economía minera andina fue sin duda el desarrollado en torno a Potosí, del que luego nos ocuparemos. La producción agraria fue también muy importante, y en todo momento estuvo íntimamente relacionada con la minería. En un principio, con el sistema de encomiendas, el encomendero recibía del rey (o de las autoridades locales, aunque luego esto se modificó a raíz de las sublevaciones de conquistadores) un conjunto de indígenas para que los evangelizara, enseñara y «protegiera», y a cambio éstos debían retribuirle con un tributo anual: eso era, a grandes rasgos, la encomienda. Según fuera la naturaleza de este tributo, el impacto de la encomienda en el mundo andino fue mayor o menor pero siempre determinante, y evolucionó con el tiempo. En una primera fase, el encomendero recibía el tributo en forma de trabajo: fue el llamado «servicio personal» de los indios a su encomendero, luego legalmente «abolido» por sus muchos abusos. Posteriormente se transformó en un tributo en especie: debían entregar al encomendero una parte de su producción, lo que obligó a la población indígena a incrementarla para satisfacer sus demandas; su cuantía no estaba claramente determinada, por lo que estuvo sujeta a los pactos y acuerdos que establecieran el encomendero, el curaca y los propios indígenas. Por último, muchos encomenderos prefirieron que les abonasen este tributo directamente en plata; para ello era necesario que los mercados agrarios estuviesen más desarrollados, y que los excedentes de las comunidades pudiesen transformarse en metal, especialmente ciertos productos como la coca, los animales y los tejidos. Sea como sea, la relación entre encomenderos y encomendados vino a constituir un híbrido de todas estas formas de tributación, al margen de lo que dictase la normativa. El orden de las cosas en el espacio colonial andino poseía ya su propia dinámica. Estos excedentes indígenas —producidos obligatoriamente para pagar el tributo, tanto agrarios como manufacturados (textiles)— eran introducidos por el encomendero en el mercado colonial, en las ciudades y en los reales de minas, buscando transformarlos en metálico, su objetivo final. Pero esto no era fácil al principio. Muchos encomenderos se quejaban de que, al haberse sustituido el tributo en trabajo por el tri buto en especie, toda la renta que obtenían de «sus» indios eran costales de papas y maíz, o varas de tejido basto, y que no eran recompensa suficiente por las «penalidades padecidas en la conquista». Esta primera generación de encomenderos fue dejando paso a la siguiente, que inter pretó de una manera diferente la coyuntura que atravesaban. Conforme los mercados de productos agrarios crecieron y se multiplicaron con el desarrollo de la minería, los encomenderos comprendieron que les convenía intervenir con más fuerza en la producción indígena, en la medida que los bienes recibidos por el tributo podían y debían ade-
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cuarse a las posibilidades de su transformación en plata en los mercados. Por tanto, la producción indígena, bajo la presión de los encomenderos, tuvo que, por así decirlo, «occidentalizarse». Las comunidades hubieron de abandonar los productos tradicionales propios de su economía de autoconsumo y dedicarse a aquellos que, como el cereal (sobre todo trigo), las gallinas, los cerdos o las ovejas, por ejemplo, se vendían a buen precio en los mercados coloniales, obteniendo plata a cambio de los mismos. Los encomenderos (o los más avezados de entre ellos en la nueva realidad posterior a la conquista) poco a poco fueron organizando y controlando una parte cada vez mayor de la producción indígena, mediante la imposición de los productos que debían entregarles como tributo, que ahora podían destinar íntegramente a los mercados de los pueblos y ciudades. Por otra parte, estas presiones de los encomenderos sobre la producción indígena aceleraron los cambios en la textura de los mercados (cada vez más metalizados) y trastornaron también parte del consumo indígena, puesto que los nativos tuvieron que acudir a los mercados para conseguir aquellos productos que necesitaban para complementar su subsistencia, en la medida que los bienes que producían eran cada vez más específicos. Es lo que algunos autores han denominado el cambio del policultivo característico de la verticalidad por el monocultivo de productos de la tierra (papa, maíz, azúcar, coca, camélidos, lanas, algodón, etc.) de cara a su venta. La mano de obra que las comunidades necesitaban para mantener sus cultivos de autoconsumo tuvo, por tanto, que reducirse considerablemente, al ser empleada en esta producción especializada hacia el mercado, o en las minas (también enviadas por el encomendero), o para trabajar las chacras y pequeñas propiedades que «sus señores» poseían en los alrededores de las ciudades. Así es como hallamos una mano de obra cada vez menos autosuficiente y más dependiente del mercado colonial. Por tanto, existió un claro desplazamiento de la producción natural hacia la producción colonial y mercantilizada, superponiéndose gradualmente a la economía tradicional de las comunidades. Así pues, los cambios en los consumos indígenas originaron que la producción de los ayllus y parcialidades tuviera que adaptarse a estos nuevos hábitos, cada vez más extendidos, porque no podemos dejar de considerar que una parte muy importante de la población consumidora, tanto en las ciudades como en los reales de minas, era también indígena. Por tanto, no hay que pensar que el mercado colonial andino estuviera conformado mayoritariamente por productos occidentales. La presencia en estos mercados de los «productos de la tierra» no disminuyó, sino que aumentó; eso sí, sujetos a una mercantilización con base —aunque matizadamente— en el patrón metalífero. Los productos tradicionales aparecen mezclados con los occidentales, pero constituyeron todavía durante años la médula de la producción agraria andina, y buena parte de ellos fueron objeto todavía de trueques e intercambios tradicionales. En la segunda mitad del siglo XVI fue posible hallar en los Andes un mercado agrario en formación, aunque de muy lento desarrollo, que fue consolidándose a lo largo del XVII. La existencia de este mercado explica el lento pero efectivo tránsito de la encomienda a la hacienda agraria; un proceso que atravesó dos fases: una de renta encomendera, que va creciendo conforme la producción se va dirigiendo al mercado, y otra ya específicamente de renta de la tierra. Estos encomenderos emprendedores a los que antes nos referimos fueron los mejor preparados para realizar esta transición, porque conocían los resortes de la producción y los entresijos de los mercados, y sabían de las posibilidades y conveniencias que ofre-
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cía trasladar la renta encomendera hacia otra aportada por una producción agraria específicamente destinada al mercado. No todos emprendieron el camino, por supuesto, pero los que lo hicieron comenzaron a cambiar el paisaje agrícola andino. Entre las razones más importantes para que se llevara a cabo este tránsito de la encomienda a la hacienda hay que considerar que después de 1550, y por causas que ya conocemos, disminuyeron las concesiones de encomiendas en el Perú nuclear, que con Toledo llegaron a ser prácticamente nulas, puesto que lo que la Corona pretendía era crear el máximo posible de comunidades que le tributaran directamente, eliminando la renta encomendera. Por tanto, las máximas autoridades coloniales aplicaron la política de no repartir en lo posible más indios e incrementar en cambio los repartos de tierras, intentando que la población se asentase y aumentara la producción agraria para el abasto de las minas. Una segunda razón para esta lenta pero efectiva aparición de la hacienda es que la producción indígena impulsada por los encomenderos, como ya explicamos, tuvo cada vez más dificultades para abastecer a unos mercados coloniales en expansión; al fin y al cabo, era una producción que sólo trataba de satisfacer las demandas de los encomenderos. De esta manera, algunos españoles, encomenderos o no, descubrieron la rentabilidad de las empresas agrarias porque la demanda no hacía sino crecer, y decidieron lanzarse a la adquisición de tierras destinadas a este fin; tierras sobre todo y al principio, volcadas hacia la producción cerealera, trigo especialmente, que alcanzaba un alto valor entre la población española; y tierras tam bién situadas en lugares cercanos a los mercados o en las rutas de abastecimiento de ciudades y minas. Efraín Trelles ha mostrado que el tránsito de la encomienda a la hacienda se realizó simultaneando ambos universos, el occidental y el indígena: hubo encomenderos que siguieron con el viejo sistema de exigir trabajo, productos y renta indígena, pero a la vez realizaron inversiones importantes para fundar haciendas y establecer estancias destinadas expresamente al mercado colonial. Lucas Martínez de Vegazo fue uno de estos encomenderos, a la vez hacendado, minero y comerciante, con encomiendas y propiedades repartidas por todo Perú y el Alto Perú. La tercera razón para que este tránsito terminara por consolidarse fue que el auge minero, y con él el incremento de los precios agrarios a partir de los años setenta, hizo cada vez más rentables la tierra y sus productos. Como ya hemos comentado, la empresa agraria, al igual que tantas otras cosas en el mundo andino colonial, surgió a consecuencia del gran turbión provocado por el espectacular desarrollo minero. Ahora bien, ¿cómo se dieron y coordinaron los tres elementos fundamentales para la existencia de estos emprendimientos agrarios, es decir, la propiedad de la tierra, la mano de obra y el capital necesario para su puesta en marcha?. En cuanto a la propiedad de la tierra, se puede afirmar que el proceso de su adquisición no fue homogéneo en toda la región. En algunos lugares la Corona repartió, entre algunas personas importantes (por su lealtad demostrada en momentos difíciles o por influencias políticas ante los primeros virreyes), tierras antaño pertenecientes al inca y ahora consideradas de propiedad real. En otras ocasiones, y en las zonas de frontera, concedió tierras por méritos de guerra, como premio a tal o cual entrada, o incluso organizó éstas precisamente para ir asentando población con la promesa de repartirlas entre los participantes. Pero la forma más común entre los españoles de obtener fundos agrarios fue a través de las llamadas «mercedes de tierras» o «mercedes reales». Medidas en caballe-
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rías, fanegas, o peonías, estos lotes de tierras fueron concedidos por los cabildos entre sus vecinos en el momento de su fundación. Aparte del solar para edificar la casa en el centro de la ciudad, a los vecinos se les entregaba una merced (especie de chacra, parcela o huerta) en el extrarradio de la villa, para que en ella cultivaran productos de primera necesidad que asegurasen el consumo familiar. Estas mercedes fueron ampliándose en número a medida que crecieron las necesidades de abasto. No sólo se dedicaron al consumo doméstico; muchas mercedes se pusieron en producción de cara al mercado local o regional, solicitando los vecinos más y más tierras que los cabildos normalmente concedieron, salvo las que conformaban los ejidos de las ciudades, conocidos como «propios». Las mercedes se fueron alejando del caserío urbano, otorgándose mediante licencias que el cabildo o los particulares solicitaban al virrey o al presidente de la Audiencia, en lugares conocidos por su fertilidad y fácil acceso (valles, quebradas, orillas de los ríos, pastizales de altura, etc.). Los límites difusos de las jurisdicciones de estas ciudades permitieron que se concedieran mercedes a veces en puntos muy alejados, lo que casi siempre se hizo en perjuicio de la población indígena, ya que cuando se establecieron las comunidades de Toledo perdieron las mejores tierras, que fueron otorgadas a los españoles. Posteriormente, y en operaciones que pretendían concentrar las propiedades, bien por agregaciones o bien por compraventas, comenzó a crearse un cada vez más activo mercado de tierras. Buena parte de estas transmisiones se realizaron como com praventa, pero también pudieron adquirirse propiedades por cobros de deudas, por traspaso, o, en el caso de la Iglesia, por donaciones y disposiciones testamentarias. Así, la formación de este mercado de tierras corrió paralelo al desarrollo productivo, siendo, sin duda, una consecuencia del fortalecimiento de los mercados agrarios. En otras zonas, más allá de las ciudades, las reducciones a pueblos de indios llevadas a cabo con los viejos ayllus provocaron que mucha tierra antaño trabajada como parte de los archipiélagos productivos quedase también «libre», y algunos encomenderos o hacendados la ocupasen sin más. La crisis demográfica originó también la existencia de muchas tierras aparentemente baldías, que fueron poco a poco puestas en producción por los españoles conforme crecía la demanda de productos agrarios. Por último hay que señalar que buena parte de la tierra de las nuevas haciendas la consiguieron sim ple y llanamente por apropiación de los dominios indígenas, según consta en los archivos judiciales de toda la región andina: a veces por ocupación directa del hacendado e invasión de las tierras de las comunidades; otras mediante contratos fraudulentos con el curaca; por el no pago del tributo o por las deudas contraídas por la comunidad con el corregidor en los repartos de mercancías; o porque el curaca vendía directamente parte de la tierra comunal, aunque estaba prohibido, poniéndose de acuerdo con el hacendado y el corregidor, si es que éstos no coincidían en la misma persona. Todas estas tierras, normalmente mal halladas, tendieron a regularizarse mediante un proceso jurídico llamado «composiciones de tierras»; es decir, componer la pro piedad mediante escritura pública. Y dado que toda la tierra era del rey, él daba la oportunidad de realizar estas composiciones mediante, claro está, el pago de los derechos correspondientes. A finales del siglo XVI se dictaron las primeras órdenes reales de aplicación general que mandaban componer las situaciones de ilegalidad o alegalidad en que se hallaban buena parte de las tierras. Es lo que jurídicamente justificaron como «saneamiento de la propiedad» y que se transformó en un nuevo ingreso para las arcas reales. Con la excusa del necesario aumento productivo para garantizar
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y mejorar el abasto de las ciudades y minas, las composiciones significaron una forma de legalizar estas invasiones y usurpaciones anteriormente descritas. Asimismo, aquellas comunidades indígenas que no pudieron demostrar el uso de una parte de sus tierras (por las mil y una razones que a lo largo de estas páginas hemos descrito) vieron cómo estas parcelas fueron declaradas baldías, de nuevo realengas (propiedad del rey) y prestas a ser ocupadas por los hacendados que, mediante las composiciones, acabaron por hacerlas de su propiedad. Estas medidas generaron un enorme número de abusos, y es en ellos donde residen los orígenes de la propiedad agraria en muchas regiones de los Andes. Las invasiones siguieron, y las composiciones de tierras se repitieron a lo largo del período colonial, con alcances provinciales o virreinales, y realizadas tanto a instancias de parte (cuando los particulares necesitaban regularizar situaciones de hecho) o cuando el rey requería dineros con urgencia. En este proceso de adquisición y concentración de la propiedad hay que considerar el papel fundamental jugado por la Iglesia, a través de los conventos, los curatos, las parroquias, los obispados o los cabildos catedralicios. A mediados del siglo XVI, la Iglesia era la principal propietaria de tierras en toda América; y en los Andes, las órdenes religiosas fueron prácticamente los únicos propietarios de importancia en algunas regiones. Donaciones, limosnas, o legados testamentarios están en el origen de estas propiedades, pero también hay que indicar que existieron adquisiciones, embargos por deudas contraídas por particulares mediante los préstamos que las instituciones eclesiásticas les hicieron, ocupación de tierras de comunidad por los doctrineros, o establecimiento de haciendas en las zonas de misión. Mucha tierra, pues, en manos de la Iglesia, que además no pagaba impuestos y que motivó, por este asunto, un pleito monumental entre la administración civil y la eclesiástica que duró todo el período colonial. De ahí que desde finales del siglo XVI existiera la clara determinación de las autoridades políticas en tratar de reducir el poder terrateniente de la Iglesia, especialmente el de las órdenes religiosas, aunque fuese favoreciendo a los obispados. Detrás del proceso de secularización de las doctrinas, característico del siglo XVII, y de las reales cédulas para que no existieran conventos con menos de ocho frailes, debemos hallar el problema de la concentración de la pro piedad agraria en manos de las órdenes. Han sido varios los autores que han estudiado el funcionamiento de estas pro piedades eclesiásticas en la región andina: desde pequeñas chacras hasta grandes extensiones. Como luego veremos, conventos, parroquias y obispados no sólo se hicieron con la tierra, sino también con una mano de obra indígena fiel y forzadamente adscrita a la misma. La importancia de estas propiedades llegó a su cenit, en cuanto a productividad económica y espíritu empresarial, con los jesuitas, a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Queda claro que la mano de obra necesaria para desarrollar la cada vez más importante producción agraria en los Andes fue aportada por la población indígena. De hecho, la localización física de estas haciendas se relacionaba directamente con la cantidad de mano de obra de que dispusiera la región o el área en cuestión. Mano de obra para las haciendas que adoptó múltiples formas que también evolucionaron con el tiempo, desde las más simples a las más complejas. Desde la que aportaba la encomienda como servicio personal, hasta el peonaje prácticamente como lo conocemos en nuestros días. O combinándose varias a la vez.
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Los hacendados-encomenderos mantuvieron los servicios personales mucho más allá del fin de las encomiendas. Tantos indios tenían que trabajarles tantos meses. La existencia de la hacienda parecía estar concatenada con la fijación de la mano de obra a la misma, por lo que fueron utilizados todos los mecanismos pertinentes. Junto a este servicio personal en trabajo, los hacendados siguieron recibiendo tributo en especie; y de variadas formas: a veces en productos que les señalaban y que trabajaban en sus tierras, y que el hacendado vendía luego junto con los suyos; otras, en productos de la propia hacienda, de los que los indígenas tenían que aportar una cantidad esti pulada por cosecha, como un «montón de tarea»; tributo incluso aportado con otros productos que llevaban de fuera, normalmente por recolección, como la leña o la fruta, o de elaboración artesanal: quesos, charqui, pescados ahumados, lanas, textiles… Todos estos bienes no sólo acababan en el mercado, sino que también se consumían en el interior de la hacienda, generándose una especie de autarquía, de manera que la autosuficiencia de los trabajadores eliminaba la necesidad de realizar mayores inversiones por parte del propietario. En general, la diversificación de las tareas en el interior de la hacienda conllevó una cierta especialización de la mano de obra: unos trabajaban en el molino, o en el trapiche, o en el pastoreo, o en el cardado de las lanas. También hubo esclavos, normalmente en las haciendas dedicadas a la caña de azúcar, en la costa, y nunca o casi nunca en las haciendas de la sierra porque la inversión para comprar esclavos frente a los costes inexistentes de la mano de obra indígena hacía de la esclavitud un lujo inútil. En las plantaciones de caña, estos esclavos recibían un lote de tierra dentro de la hacienda que tenían que cultivar para su subsistencia. Para la mano de obra estacional e intensiva, normalmente en siembras y cosechas, acudían a las mitas, que fueron concedidas por algunos cabildos para las mercedes reales, pero que luego trasvasaban a sus haciendas. Las mitas permitían solucionar el problema de la necesidad de mano de obra estacional, pero al conllevar la obligación de pagar un jornal (aunque muy bajo) a los mitayos, abrieron el camino del trabajo asalariado. En ocasiones fueron los curacas los que enviaron indios de sus comunidades a las haciendas «puestos a ganar»: pastores, peones, unos continuos, otros estacionales. Conforme la crisis demográfica fue haciéndose notar, el trabajo asalariado se fue imponiendo: el incremento de la población mestiza, de los indios forasteros que se adscribieron a las haciendas, incluso de algunos antiguos yanaconas, fue generando un sector laboral de trabajadores teóricamente «libres» que tuvo en la hacienda su marco de desarrollo (de hecho el número de yanaconas creció extraordinariamente, sobre todo en el Alto Perú). La hacienda constituyó en su seno un núcleo de población fijado —o mejor dicho anclado— a la propiedad, donde las relaciones entre hacendados y peones deben ser caracterizadas como de servidumbre cuando no de semiesclavitud. Por lo común, los peones recibían una parcela (obviamente de la peor tierra) para que la cultivaran, y de ella debían alimentarse ellos y sus familias; las mujeres también estaban obligadas a realizar cierto tipo de trabajos, que iban desde el servicio doméstico en la Casa Grande, a la cría de pequeños animales (cuyes, gallinas, cerdos), que debían entregar crecidos, engordados y multiplicados, junto con los derivados de éstos (leche, huevos, queso); los peones así «concertados» o «conchabados» debían trabajar en las tareas que se les asignara a lo largo del año. No existía una norma prefijada, pero en algunos casos, la relación entre días trabajados para la hacien-
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da y para su economía familiar podía llegar a ser de diez a uno y aún más desequili brada. Estos trabajadores vinieron a denominarse en algunos lugares «huasipungos» (trabajadores de la casa) o genéricamente yanaconas. Es evidente que toda esta mano de obra resultaba gratuita para el hacendado. En otras ocasiones, cuando la hacienda avanzaba sobre las tierras de una comunidad hasta casi absorberla por entero, estos tratos se establecían con los comuneros o con el curaca. Entonces todas las formas laborales se mezclaban, y la comunidad aca baba ligada a la hacienda por mil y un lazos, algunos tradicionales (incluso utilizando los viejos mecanismos de la reciprocidad y la redistribución, aunque completamente asimétricos, repartiendo entre el peonaje o los «colonos» parte del excedente que no se vendía), mediante el «pongaje» (la comunidad ofrecía al hacendado ciertos indios para ciertas tareas); o utilizando mecanismos de tipo religioso (el hacendado era el padrino de sus indios, el que pagaba las fiestas, construía la capilla, abonaba el salirio del cura). Era como si la hacienda hubiera reemplazado a la comunidad. Algunos peones podrían llegar a sentirse más seguros en la hacienda que en su pueblo de origen, pero ello no indica nada a favor del hacendado, sólo explica hasta qué punto el asalto contra las comunidades por parte de éstos y de la administración colonial había tenido éxito. Peones que, en algunos casos, no decían ser de la comunidad o del pueblo tal, sino «pertenecer» a la hacienda cual. Así, la mano de obra libre asalariada quedó reservada para algunos oficios que en muchos casos el hacendado los retribuyó también en especie con el excedente productivo. Esta realidad nos sitúa en el último elemento necesario para la existencia de una empresa agraria: el capital, no sólo para su puesta en marcha sino para alimentar la producción mediante reinversiones de las utilidades. ¿Fue realmente la hacienda andina una empresa capitalista? Este tema ha generado uno de los debates más interesantes en la historiografía del período. La hacienda andina aparece como una institución dual: simultaneaba una faceta capitalista y otra feudal. Hubo inversiones y reinversiones, pero también mucha mano de obra fijada por relaciones serviles. Como indica Rolando Mellafe, las haciendas «parecían» capitalistas estudiadas como empresas productivas pero, a su vez, «parecían» feudales por las relaciones personalistas y paternalistas que generaron en su interior, especialmente referidas a la mano de obra que en ellas trabajaba y vivía. Claro está que esto se refiere a las haciendas grandes. En las más pequeñas, que coexistían con las anteriores, el modelo se reproducía a una escala menor, pero en la medida en que tenían menos posibilidades de capitalización, de inversión, y para fijar la mano de obra, fueron más dependientes de la mano de obra asalariada y, por tanto, estuvieron casi siempre pendientes de sus problemas de financiación. Todo lo cual obliga a considerar que no existió un modelo único, y que diversos tipos de haciendas funcionaron a la vez y en una misma región. Lo que parece claro es que el desarrollo de los mercados hizo crecer la demanda de productos agrarios, y con ella el tamaño de las propiedades. Por ello, en las zonas costeras azucareras y en los valles serranos mejor ubicados hacia las grandes ciudades y centros mineros, la gran hacienda acabó por ser el modelo más exitoso. Encomenderos y dueños de mercedes reales de tierras tuvieron dificultades para conseguir el capital necesario y realizar las obras mínimas que permitieran comenzar a producir (regadíos, galpones, sembraderas, bancales), conseguir herramientas, pa-
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gar algunos salarios, o comprar animales de carga o tiro… Unos y otros (los segundos en mayor grado) tuvieron que recurrir a préstamos e hipotecas a fin de conseguir este capital inicial, casi siempre de la Iglesia, que los otorgaba a cambio de censos sobre la propiedad o la producción. Rara fue la hacienda, grande o pequeña, que no acabara gravada con estos préstamos en diferentes grados, con lo que no fueron pocas las propiedades que terminaron en manos de la Iglesia cuando algunos de estos emprendimientos entraron en crisis y fueron embargados. Eso explica, como ya hemos indicado, la gran concentración de bienes raíces que encontramos en manos de la Iglesia americana, normalmente los conventos de las órdenes. Buena parte de los ingresos que la Iglesia recibía por vía de testamentarias, donaciones, mandas pías, etc., fueron el capital financiero que permitió el arranque de la actividad agraria, un capital que se retroalimentó con los censos e hipotecas con que quedaron gravadas muchas de estas propiedades. Las haciendas utilizaron estos capitales en función de su tipología. No existió tam poco en esto un modelo homogéneo. En todo caso hay que diferenciar entre las que se dedicaron con preferencia a la producción agrícola y las que se especializaron en la producción ganadera. Estas ultimas recibían el nombre de «hatos», si eran pequeñas, o «estancias», si eran de mayores dimensiones. Las estancias, en principio, requerían menor capital inicial y menos mano de obra que las haciendas. Al fin y al cabo, se trataba de ocupar una tierra que, en muchos casos, ni siquiera era necesario tener en propiedad, ni estar situadas en zonas densamente pobladas. Incluso fue corriente el uso de pastizales «comunes». En las mercedes reales podemos hallar derechos de pastos que no conllevaban la propiedad de la tierra, la que correspondía a otra persona. El ganado europeo fue incorporado con gran velocidad: ovejas, corderos y cabras no hicieron sino crecer en número. También existieron rebaños numerosos de «carneros de la tierra» (llamas). El ganado porcino se desarrolló con facilidad, y cerdos, puercos o chanchos se transformaron pronto en unos animales casi tan andinos como los camélidos. Más adelante se desarrolló el ganado mayor, bovinos y equinos, destacando la cría de mulas, cuya venta fue creciendo hasta adquirir unas dimensiones impresionantes. En algunas «tabladas» (llamadas así las ferias de ganado mular) venían a venderse cerca de cincuenta mil mulas al año. Lo que caracterizó a los emprendimientos agrarios andinos en este período fue su diversificación. El propietario intentaba evitar el monoproducto no sólo para conjurar riesgos, sino sobre todo porque la hacienda tendía a establecerse como una unidad de autosuficiencia. Acabaron por ser empresas mixtas: mitad haciendas, mitad estancias. Pero debemos anotar que, conforme el modelo fue evolucionando, fue mayor su adaptación al medio andino. Y en este proceso, la hacienda acabó descubriendo, en la búsqueda de mejorar la producción, el horizonte vertical: halló de nuevo el valor de los archipiélagos productivos, de la interacción entre diversos nichos ecológicos que permitían diversificar las producciones. Poco a poco, a lo largo del siglo XVII y luego en los siglos XVIII y XIX, en este largo tiempo de evolución de la hacienda andina, dejó de intentarse la concentración de la propiedad porque era poco operativa. La hacienda tenía un núcleo central: en él se ubicaba «el casco», es decir, la «casa grande», la capilla, los almacenes, las casas de los peones, los molinos o trapiches. Normalmente se situaba en un lugar central, en la zona de quechua (donde se radicaba la zona destinada a la producción de panllevar, el maíz y el ganado porcino); su producción iba dirigida directamente al mercado urbano. Pero luego existían, coordinadas con esta
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propiedad central, otras tierras ligadas y situadas en lugares diferentes (algunos incluso muy distantes), donde se realizaban otro tipo de actividades: el pastoreo, por ejem plo, en áreas de altura, o se dedicaban a viñedos o frutales (en algunos valles protegidos), o se plantaba y molía caña de azúcar (en zonas más calientes). Y en cada una de estas unidades productivas las formas laborales eran diferentes, según el medio en que se desenvolvían sus actividades y el destino de su producción. Esta hacienda articulada la hizo difícilmente vulnerable a los efectos de las crisis por las que atravesó la región. En esos momentos, la hacienda se replegaba sobre sí misma, y la población que dependía de ella encontraba refugio bajo el manto del señor hacendado, un explotador a la vez que un patriarca. Esta ambivalencia de la hacienda andina permitió que perdurara en el tiempo, consolidando un largo ciclo temporal en el que buena parte de la vida de los pueblos andinos quedó encerrada tras las pircas de las haciendas. Los hacendados, los propietarios, conformaron un estereotipo también de larga pervivencia: la aristocracia de la tierra. Primero encomenderos, luego propietarios de tierras y señores de indios, a la vez comerciantes, algunos con inversiones en la minería, miembros de los cabildos urbanos, compradores de cargos públicos, corregidores, incluso oidores de las reales audiencias, curas, frailes, canónigos, hasta obispos, eran a la vez productores, exportadores, importadores, controlaban la población local, la propiedad de la tierra, la mano de obra, la plata y su circulación, los precios, los productos tradicionales y los occidentales (del trigo a la coca), compadres de los señores étnicos y patriarcas abusivos de sus indios, esta aristocracia de la tierra construyó tupidas redes familiares basadas en el prestigio de sus viejos apellidos (una maraña de tíos, sobrinos, hermanos y primos), y mantuvo no menos complejas relaciones clientelares creadas al amparo de sus esferas de influencia, hasta conformar un poder casi absoluto en la sierra y en la costa, tan enérgico como eficaz y, sobre todo, así lo creyeron ellos, imposible de sustituir. Eran el corazón del orden colonial. Junto a la hacienda, la otra gran empresa colonial andina del período fueron los «obrajes» (conjunto de telares semiindustriales). El aumento en la demanda de textiles favoreció el crecimiento de la ganadería lanar, sobre todo de ovinos y llamas, que alcanzó cifras elevadas a finales del siglo XVI; y ésta a su vez impulsó el establecimiento de nuevos telares que produjeron masivamente tejidos y ropas con destino al mercado colonial. La producción textil creció a lo largo del siglo XVII en algunas regiones (como los valles de Quito y Riobamba) cuatro y cinco veces por encima de los valores alcanzados a finales de la centuria anterior. También en Perú y el Alto Perú, paños, bayetas y en general textiles bastos, destinados mayoritariamente al consumo de sectores populares y campesinos, fueron producidos en grandes cantidades. Muchas de las razones que aludimos para explicar los cambios producidos tras la conquista en la producción agraria, evolucionando de los modos y métodos prehispánicos a los coloniales, sirven también para aclarar cómo se produjo el tránsito de la producción textil elaborada de modo tradicional a la desarrollada en los obrajes coloniales. Si algunos textiles confeccionados por las comunidades formaron parte del tributo que se vieron obligados a entregar a los encomenderos y que éstos mercantilizaron, posteriormente estos mismos encomenderos, al igual que sucedió con los productos agrícolas, impulsaron y obligaron a realizar una serie de transformaciones en la producción textil indígena para adecuarla al mercado colonial, logrando que, poco a
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poco, cambiaran también sus hábitos de consumo y que los tejidos se comercializasen en vez de producirse en las comunidades dentro del régimen de autosuficiencia. La combinación de estos cambios en el consumo con el aumento de la cantidad de lana a disposición de los tejedores generó que la producción se incrementara. Por otra parte, en la medida en que los textiles andinos no afectaban al mercado de tejidos europeos (fundamentalmente los «paños de Castilla», que constituían una buena parte de las importaciones americanas), y que no iban destinados a la población española sino a la indígena, fueron fomentados por la administración colonial, «para vestir a tantos indios desnudos como vagan por los campos, de los que hacen buenas com pras»; además de que podía obtenerse con ellos una importante cantidad de plata mediante el establecimiento de los impuestos convenientes. En los Andes existieron obrajes desde fechas muy tempranas (ya en la década de 1540) que rápidamente se multiplicaron, aplicando en parte la tecnología castellana que bajó de los barcos (adoptando tornos, telares y peines), y en parte la tradición indígena, sobre todo en lo referente al teñido y a los diseños; y naturalmente la mano de obra, que fue aportada por los naturales. Un obraje estaba conformado por un conjunto de habitaciones o «cuarteles» donde se llevaban a cabo las diversas fases de elaboración de los tejidos, desde el lavado de la lana, el cardado, el ovillado (en tornos), el teñido (en pailas calientes o frías, según el producto usado), el tejido (en talares de peine y corredera), o el enfur tido (en el batán, para apelmazar los hilos). El obraje se situaba normalmente cerca de un río o curso de agua, que servía para el lavado, para las tinturas o para mover las paletas del batán (una maquinaria de madera que movía una serie de mazas que servían para golpear y enfurtir los paños). Algunos obrajes que no tenían batán recibían el nombre de chorrillos. En todos ellos se fabricaban ponchos, roanas, mantas, medias, sombreros de lana, costales, etc., destinados al mercado indígena de los pueblos ciudades, y a los reales de minas, que, por estar situados normalmente a gran altitud, necesitaban abundante ropa de abrigo. A finales del siglo XVII y a lo largo del XVIII, los obrajes se desarrollaron aún más, produciendo también textiles finos y tejidos de calidad que acabaron por hacer com petencia a las manufacturas castellanas. De ahí que el mercado de prendas de lujo (encajes flamencos, ruanes, cambrais, tafetanes) acabaría siendo copado por los textiles del norte europeo, ingresados normalmente vía contrabando por los puertos del Caribe, porque para el resto de los textiles los obrajes americanos fueron suficientes. Los paños quiteños, o los cuzqueños, alcanzaron muy justa fama y definitivamente desbancaron a los textiles procedentes de Castilla, más caros y muchas veces de peor calidad. Al igual que con la hacienda agrícola, inicialmente fueron los encomenderos los mejor situados para establecer los primeros obrajes, porque ya manejaban una cuota importante de mercado y porque controlaban la mano de obra indígena, aparte de poseer el capital necesario para afrontar la gruesa inversión requerida. Montar un obraje no era precisamente barato. A estos encomenderos se unieron pronto otros socios, por lo común gente del comercio. Como en el caso de la hacienda, buena parte de estos capitales iniciales fueron aportados por la Iglesia mediante hipotecas y censos, con lo que muchos de estos establecimientos industriales quedaron fuertemente gravados desde sus inicios. Algunos de estos encomenderos se fueron transformando en empresarios, y conformaron un grupo de propietarios de obrajes en el
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que coincidían hacendados, mineros, comerciantes, funcionarios públicos (no pocos corregidores, que luego vendían los paños en los «repartos» forzosos), miembros de los cabildos o autoridades eclesiásticas. Sin embargo, no todos los obrajes fueron de particulares, los hubo también de comunidad, sobre todo en los valles del actual Ecuador. En estos casos, era una comunidad indígena la que lo establecía, mantenía y trabajaba, usando sus beneficios para el pago del tributo. Por lo general, la comunidad ponía a su frente a un administrador español y el curaca jugaba un papel esencial como contratista de la mano de obra, vendedor de los tejidos, acopiador de las lanas y organizador del pastoreo de los animales (si eran de la comunidad), en un proceso de occidentalización que le llevó en ocasiones a hacerse con la propiedad del obraje. Estos obrajes de comunidad, en los que algunos han querido ver meritorias iniciativas indígenas, fueron en realidad inducidos por el sistema colonial, convirtiendo la comunidad en una empresa donde el régimen de explotación fue, como mínimo, similar al de los obrajes de particulares. Estos establecimientos padecieron siempre carencias de mano de obra. Pocos eran los que querían contratarse en ellos. Se trataba de un trabajo duro, y los salarios no eran altos; por el contrario, fueron mínimos, comparados con los que podían obtenerse en la minería. Por eso trabajar en ellos se entendió casi siempre como una obligación (porque así lo fue en realidad), donde no se acudía si no era por coacción y forzadamente. Primero usaron a los indios de encomienda, luego a los de mita, e incluso hubo presos trabajando en los telares y batanes. Mujeres, niños, ancianos, tullidos, que no tenían otra vía de escape o no podían ser empleados de otro modo, acababan allí, pero conformaron un importante sector de la economía andina, y sus textiles formaron parte de la nube de productos que circularon arriba y abajo de la sierra en el gran espacio de la producción, la circulación y el mercado que constituyó el mundo andino durante largos años. Un espacio de la circulación que necesitó de otro factor fundamental para su desarrollo: el transporte de todos estos productos agrícolas, mineros, ganaderos o textiles, tanto desde las zonas productoras a los mercados, como hacia las zonas de consumo; o, para los circuitos de la plata, desde los reales de minas a los puertos, cargando metal, y desde ellos hasta los mercados y centros de consumo, acarreando los productos europeos. El espacio económico andino quedaba, pues, delimitado no sólo por los lugares de producción y consumo, sino también por el espacio de la circulación. Y en ese espacio de la circulación debemos diferenciar dos tipos de acarreo: el general, ya definido en las líneas anteriores, tanto en el interior de la región andina como hacia el exterior (las conexiones con los puertos); y el específico de algunos productos, con una serie de itinerarios y recorridos concretos. Estos últimos son los que Luis Miguel Glave ha denominado el «espacio del trajín», referidos fundamentalmente al vino y a la coca destinados a los mercados mineros altoperuanos de Potosí y Oruro. Regresando una vez más a la encomienda, en ella hallamos las raíces de estos movimientos de personas y bienes. El tributo al encomendero incluía a veces el trans porte de los productos que lo componían hasta las zonas de mercadeo. Y en ocasiones, no sólo de este producto, sino que el transporte en sí mismo se exigía como tri buto: los indios debían acarrear también la producción del encomendero. De nuevo observamos a la fuerza laboral indígena puesta al servicio de la economía colonial.
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Océano Atlántico
CUZCO Urcos
Quispicanchi CANGALLA
Accha
o c i f í c a P o n a é c O
Cacha SICUANI
Lurucache Chuquicahuana Chungara
Océano Atlántico
AYAVIRI
Yauri
Pucará
HUANCANE L a g o
Hatun colla CHUCUITO
AREQUIPA
T i t i c a c a Juli
Pomata
Llaja
ZEPITA Moquegua
Huarina Pucarani
Huaqui
LA PAZ
Tiahuanaco
Machaca Coquiaviri Caquingora Callapa
VIACHA Calamarca Hayo Hayo
TOTORA
COCHABAMBA
Sica Sica ORURO
CARA COLLO GUAYANTA
Lago Poopo
Colquechaca
Challapata
Océano Pacífico
Tinguipaya
LA PLATA
POTOSÍ
MAPA 16.2. EL «ESPACIO DEL TRAJÍN» AL NORTE DE POTOSÍ
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Ello obligaba, además, a que la comunidad tuviera que hacerse cargo del mantenimiento de todas estas personas que se hallaban «sirviendo» fuera, restando fuerza productiva y aumentando sus dificultades para tributar y autoabastecerse. En buena manera estas obligaciones de transporte las hizo aún más dependientes del mercado colonial. Acarreos que se medían en cantidad de mercancía transportada, a veces a «lomo de indio», mediante los «cargadores» (una de las figuras más terribles y crueles de los primeros años coloniales, y que conllevaron la muerte por extenuación de miles de indígenas), a veces en los «carneros de la tierra» (rebaños de llamas) que la comunidad debía proporcionar, alimentar y conducir. Estos servicios fueron posteriormente incorporados a la hacienda, y entraron en el juego de las obligaciones de los indígenas con o sin remuneración. Como parte del trato entre hacendados y peones (sobre todo en los casos de huasipunaje, conciertos, conchabos o contratos con alguna comunidad o con indígenas forasteros), los traba jadores se obligaban a entregar varios «pongos» al año con sus animales para ir a vender la producción de la hacienda a los mercados que se les indicase, aunque podían incorporar también parte de la suya propia. Estos pongos no recibían salario. En otros casos, el hacendado contrataba las cargas, a porcentaje, a una serie de transportistas indígenas que comenzaron a vender este acarreo como una especialización laboral. En otras ocasiones, en los envíos de mitayos de las comunidades a los puntos adonde habían de cumplir el trabajo (las minas, casi siempre), que coincidían con puntos de mercado, remitían mercancías junto con éstos para venderlas, o incorporaban productos de algunos hacendados por el camino cobrando una comisión. El acarreo de productos fue, con el tiempo, adoptando cada vez formas más complejas. Un negocio en el que comenzaron a participar mestizos y blancos a medida que fue creciendo en amplitud e intensidad con la incorporación del animal que más se popularizó en estas rutas: la mula. El abasto de los centros mineros, en especial Potosí, generaba cifras extraordinarias: las fanegas de trigo y maíz que llegaban cada año a esta ciudad superaban las decenas de miles y a veces la centena de miles. Y desde lugares lejanos. Cantidades similares de papa y chuño eran también enviadas. Y miles de cabezas de ganado en pie. Todo ello utilizando los sistemas de transporte a los que anteriormente nos hemos referido. Eso habla de una gran movilización de caravanas de llamas, recuas y tropas de mulas por todo el espacio andino. Muchos de estos productos se vendían en los reales de minas a cambio de plata, parte de la cual era invertida en comprar otros productos, normalmente «bienes de la tierra» (azúcar, sal, carne o pescado salado, fruta seca, maíz selecto, harinas, aguardientes, o cordobanes, tocuyos, sombreros de vicuña, velas de sebo) en zonas productoras especializadas, y se volvía con ellos vendiéndolos a lo largo de la ruta. Es decir, este trajín de mercancías no se limitaba al transporte: iban comprando y vendiendo, de manera que la circulación de productos fue generando un cada vez más importante movimiento económico a lo largo y ancho de este espacio, que, con el tiempo, se fue ampliando. La coca fue uno de los productos básicos del trajín, como ha demostrado Luis Miguel Glave. Tras la conquista su consumo creció de manera extraordinaria. No sólo era un producto tradicional o ritual, sino netamente colonial y de uso cotidiano, incluso fomentado. El oidor Matiezo, de la Audiencia de Lima, opinaba que «tratar de quitar la coca es querer que no haya Perú». No sólo por el mucho «gasto» que «de ella
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hacen los indios» o lo elevado de sus impuestos, sino porque la coca servía como moneda para los indígenas y circulaba por toda la región. Poseía un alto valor de cam bio: adquiriendo coca podían obtenerse luego otros muchos productos, intercambiándolos por ella. Pero además, como la población indígena que trabajaba en las minas (principal consumidora de coca por sus efectos sobre la fatiga laboral y la altura) la compraban pagando en metal, coca acabó por ser sinónimo de plata contante y sonante. Llevar coca al mercado representaba hacerse con grandes cantidades de metal. Del mismo modo, vendiendo la coca en los pueblos de indios se obtenían productos de posterior venta en los mercados mineros, con lo que siempre se acababa consiguiendo plata. La hoja de coca procedía fundamentalmente de las llamadas «haciendas cocaleras» o «chácaras», situadas en las zonas calientes de la jurisdicción del Cuzco, en Huanta o en los valles cercanos a La Paz, lugares de extracción tradicional durante el incario. Muy pronto cayeron en manos de españoles, que comprendieron el gran negocio que significaban; muchos de ellos fueron corregidores, que movieron todas sus influencias hasta hacerse con ellas. La coca se llevaba en cestos transportados por llamas a los reales de minas, donde se consumían anualmente ingentes cantidades. Algunos datos apuntan la cifra de cien mil cestos de coca comprados al año en Potosí, es decir, casi cuatro toneladas, valorados en más de un millón de pesos. El viaje desde Paucartambo (Cuzco) hasta Potosí duraba entre tres y cuatro meses, en grandes arrías de llamas que transportaban los cestos, conducidos por indígenas trajineros que cobraban un salario por cada viaje, y que a su vez entregaban a su curaca. Junto con estos cestos circulaban además, a la ida y a la vuelta, un buen número de otros productos, a cargo de tratantes (normalmente mestizos) que completaban las operaciones. Otros productos típicos del trajín fueron los vinos y aguardientes. Se producían en los valles costeros del sur peruano (Ica, Pisco, Moquegua o Arequipa) y norte chileno, y también se desplazaron a largas distancias hasta sus mercados, las ciudades andinas y, sobre todo, los reales mineros. El vino, envasado en las llamadas «botijas peruleras» de barro y taponadas con pez, ascendía hasta las alturas andinas y puneñas y allí se vendía en grandes cantidades: más de 50.000 botijas por año en Potosí, lo que suma un total de más de 400.000 litros. Dado que cada llama podía llevar dos botijas de estos vinos, el cálculo mínimo de estos camélidos entrando por el arco de Tarija de Potosí asciende a 25.000 llamas, lo cual da idea del volumen de estos trajines. Otro producto transportado a larga distancia y fundamental para la economía andina fue el mercurio. Su itinerario no transcurría sólo por la región andina. Una parte del mismo fue transatlántico. Como ya hemos comentado, el método de amalgamación con azogue introducido por Toledo hizo crecer extraordinariamente la producción de plata en Potosí y en otros asientos mineros, pero el mercurio debía llevarse desde España. La gran mina peninsular era Almadén, en la actual provincia de Ciudad Real. Allí se envasaba en pellones o botijas, se trasladaba en mulas hasta Sevilla, donde era embarcado en la flota camino de Panamá, en los llamados «galeones de Tierra Firme». Desde Nombre de Dios (y luego Portobelo) era transportado en trenes de mulas hasta Panamá, y allí de nuevo reembarcado hasta Lima en la Armada de la Mar del Sur, remontando los Andes hasta llegar finalmente a Potosí. Más de diez mil kilómetros. Y eso año tras año, porque que si este flujo de azogue se interrumpía, la producción de plata se detenía inexorablemente. De ahí la importancia de encontrar
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en América una mina de cinabrio (el mineral del cual se extrae el mercurio). Finalmente esta mina fue hallada: Huancavelica, en la sierra central del Perú. De allí salieron cientos de llamas y mulas cargando mercurio hacia Potosí. De cualquier manera, la irregularidad de la producción de azogue en Huancavelica, y sus dificultades de ex plotación, originaron que el trasiego de mercurio desde Almadén no se interrumpiera. El mercurio era estanco real. Eso significaba que se vendía medido y a un precio tasado que debían pagar al rey los dueños de los ingenios (azogueros) donde se amalgamaba el mineral de plata. Dado que este mercurio era comprado en cantidades conocidas por la Real Hacienda por cada azoguero, y se sabía la proporción de plata que se obtenía por cada quintal de mercurio, era posible conocer cuánta plata habría beneficiado el comprador. Así pues, servía como mecanismo de control fiscal. Si un azoguero pedía mucho mercurio y entregaba poca plata, podía significar dos cosas: o no estaba declarando toda la plata que obtenía, evadiendo el quinto real; o estaba revendiendo el mercurio, lo que estaba prohibido, porque entonces alguien estaba sacando plata en piña; es decir, sin entregar a la Casa de la Moneda y, por tanto, sin pagar el impuesto correspondiente. Estos trajines del mercurio desde los puertos hasta los reales de minas fueron encargados a personas que cobraban por su transporte. Normalmente eran empresarios españoles que a su vez subcontrataban a indígenas con sus respectivos animales. Era otra forma de obtener beneficios por parte de los curacas y mestizos que acabaron controlando estos trajines, y un negocio redondo para los españoles, porque las diferencias entre lo cobrado y los costes reales casi siempre eran muy sustanciosas. En resumen, los trajines muestran la existencia de una gran circulación de todo tipo de productos. Una gran circulación que significaba que el mundo andino comenzaba no sólo a recuperarse del gran impacto de la conquista, sino que, aun envuelto en un universo de explotación y de sobrecarga del esfuerzo indígena, era capaz de remontar el gigantesco drama que significó 1532 y elaborar fórmulas propias de desarrollo. Una última advertencia para terminar de aclarar en sus particularidades, ni siquiera mínimamente, este mundo tan complejo: de lo escrito hasta ahora podría deducirse que el espacio andino quedó monetarizado a lo largo del siglo XVII, en la medida en que la mayor parte de la producción y del consumo se mercantilizaron. Se trata de una sensación engañosa. Aunque la documentación de este período así puede manifestarlo, la realidad, como siempre, es mucho más compleja. Los intercambios fueron la base más común de las relaciones económicas entre los diversos productores indígenas intercambios en los cuales el trueque fue fundamental. Es cierto que la quiebra de la autosuficiencia económica en los pueblos y comunidades obligó a adquirir en el mercado productos que antes producían por sus pro pios medios, como tantas veces hemos comentado. Pero estos productos, dado el cada vez mayor nivel de especialización productiva a que se vieron abocados, pudieron todavía intercambiarse más o menos recíprocamente. Se trataba de productos obviamente no pertenecientes al ámbito occidental (ésos quedaban limitados al mercado en metal, por los menos en los primeros años), sino productos de mayoritario consumo indígena. Ahora bien, ¿estos trueques fueron verdaderamente recíprocos, según el viejo sistema precolonial, donde ayni y tinku tenían sentido? Ahora, los nuevos conceptos de costo, precio, oportunidad, demanda y oferta, hicieron su aparición, deformando los valores anteriores. Así, aunque aparentemente encontremos comunidades o grupos que «intercambian sus productos o truecan sus bienes», en ellos existió una
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clara noción de relación entre estos bienes: cuántas papas por tanto maíz. Más com plicado aún: cuántos cerdos por tantas llamas; o más aún: cuántas gallinas por tantas papas. Y todavía más: el cuánto está mediatizado por el cuándo y el dónde. Que existieron y funcionaron esta serie de conversiones nos cabe poca duda, a raíz de los documentos que muestran estas transacciones desde épocas muy tempranas. Pero pronto aparecieron los valores monetarios como instrumento de medición del precio de las cosas. Primero fueron algunos productos de consumo generalizado, como por ejemplo la coca, que actuaban como «moneda de la tierra». Eran un patrón común de conversión: tanto maíz por tanta coca, y viceversa. Así pues, existía una regulación tradicional de los intercambios naturales a la que se sumaron poco a poco otras novedades. Conforme el patrón moneda de plata comenzó a extenderse, los productos adquirieron un valor medido en metal; y aunque éste no existiera, los bienes podían intercambiarse usándolo: si una llama costaba tantos reales, y unos quintales de papa valían tantos reales, era posible saber cuántos quintales de papas se necesitaban para comprar llamas, por ejemplo. No tenía por qué existir físicamente la moneda para que las transacciones pudieran efectuarse. Eso, además, nos lleva a explicar cómo es posi ble que la monetarización impactara tan pronto sobre los precios en los mercados coloniales, siendo tan escasa su presencia física en ellos. La moneda se usaba, pues, como patrón de conversión, y pocas veces físicamente, porque la avidez de los españoles (de la Corona y de los particulares) por hacerse con la mayor cantidad de plata posible que existiera en manos de los indios, la hacía desaparecer rápidamente de la circulación, por más que los indígenas intentasen acopiarla. Pero el mercado andino no necesitó en buena medida la existencia física del metal. Los intercambios de productos se dinamizaron igual. La plata era una unidad de cuenta. Al parecer, la existencia de plata contante se redujo a determinados ámbitos (quizá el pago de la coca u otros productos en los reales de minas, o para la compraventa de tierras en el resto de las regiones) y es mucho más probable que el uso de la moneda fuera más simbólico que real: una unidad de cómputo del valor de los productos, que luego eran intercambiados por otros de valores semejantes. Por todas estas razones volvemos a insistir en que el espacio económico andino desde finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVIII fue mucho más dinámico de lo que podría suponerse. Es cierto que el sistema colonial acabó por consolidarse en la sierra, en la costa y en las yungas andinas; pero también es cierto que acabó por integrar en sí mismo y hacia fuera un espacio económico de magnitudes todavía difíciles de evaluar. 16.3. EL MODELO MINERO ANDINO: P OTOSÍ Un viejo refrán advertía: «Si no hay minas, no hay Perú». Y otro afirmaba: «Sin indios, no hay Indias». En otras palabras, la minería constituía el alma de la vida colonial andina, y la mano de obra indígena los andamios que soportaban su estructura. Potosí fue sin duda el mayor centro de la actividad minera de toda la América colonial; el generador de una realidad que afectó a la región andina en múltiples aspectos. Un potosino del siglo XVIII, Bartolomé Arzans y Ursúa, definía a la ciudad y a su cerro en estos términos:
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El famoso, siempre máximo, riquísimo e inacabable Cerro de Potosí; singular obra del poder de Dios; único milagro de la naturaleza; perfecta y permanente maravilla del mundo; alegría de los mortales, emperador de los montes, rey de los cerros, príncipe de todos los minerales … atractivo de los hombres; imán de sus voluntades; basa de todos los tesoros; adorno de los sagrados templos; moneda con que se compra el cielo; monstruo de riqueza; cuerpo de tierra y alma de plata.
La ciudad, la más grande y poblada de todo el continente americano a finales del siglo XVI, había sido levantada en muy pocos años a 4.000 metros de altitud en las faldas del llamado Cerro Rico, el Súmac Orko (Cerro Hermoso en quechua), que se yergue 800 metros por encima de Potosí: una gran montaña roja que domina los contornos. El primitivo asiento minero se construyó sobre un pampón inhóspito, seco, frío y muy ventoso. Y ahí quedó la ciudad. En ella apenas llueve, y si lo hace es en verano, precipitando granizo o nieve. No hay árboles ni pastos, pues en esas altitudes nada se produce; todo tenía y tiene que ser llevado de fuera y desde muy lejos. Sólo en algunos y pequeños valles cercanos, Cayara o Tarapaya, a 3.500 metros, podían cultivarse productos para el abasto de la ciudad, pero resultaron del todo insuficientes. Los vientos helados que vienen desde el salar de Uyuni barren sus calles y sus plazas, y en la noche el frío es intenso. Estas circunstancias tan adversas fueron, no obstante, las que determinaron y conformaron la realidad de Potosí: fue el lugar, de toda América, donde más plata fue extraída, beneficiada y convertida en moneda y lingotes sellados. Por ello se transformó en un símbolo: la ciudad minera por excelencia; y en un emblema: el de la riqueza a cuya sombra se movía el mundo. Para lograr todo esto hubo que des plazar hasta allí una gran cantidad de población, la que la producción minera requería, y todos los productos necesarios para abastecerla. Las vetas de mineral en el Cerro fueron conocidas por los españoles en 1545. Los cantumarka, indígenas locales, fueron rápidamente reducidos y utilizados en las faenas del cerro y en la construcción de las primeras casas. Unas casas levantadas aquí y allá, en plena ladera, sin ningún orden, puesto que lo importante para los improvisados mineros era sacar la plata y marcharse rápido de allí. El español Diego Centeno fue uno de los primeros en registrar una veta a su nombre, y junto con un tal capitán Santandía y otro llamado Pedro Cotamito fundaron la villa, agregando poco a poco más y más indios. Por tanto, el Potosí de esos años iniciales apenas fue sino una aldea minera. Sin embargo, a los dieciocho meses de la primera explotación ya se habían levantado 2.500 casas, y en el primer censo del virrey Toledo, a principios de lla década de 1570, la cifra de habitantes llegaba a 120.000. Un crecimiento desmesurado. La ciudad se dividió en dos sectores muy diferenciados: el barrio de los indios (llamado la ranchería) y la Villa de españoles. El Cerro Rico de Potosí es un gran cono de origen volcánico, en cuyo interior se halla otro cono invertido donde se encuentra la plata. En la cima se hallaron treinta y cinco vetas de mineral muy rico, que se ramificaban hacia el interior en seis grandes grupos. Arriba, la mayor riqueza, el mineral más puro en plata, que se fue agotando con facilidad y prontitud. Hacia abajo, adentro del Cerro, el mineral menos rico, al que resultaba más difícil de acceder y cuyo beneficio era más complicado. Por eso fue necesario escarbar el cerro, perforarlo, hundirse en sus entrañas siguiendo estas vetas. Luis Capoche, otro minero afamado, llamó al Cerro «verdugo», de tanta gente como devoró. Los derrumbes fueron continuos, ya que escasamente se trazaron galerías
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GRÁFICO 16.1. PRODUCCIÓN DE PLATA EN EL DISTRITO DE POTOSÍ, 1550-1735 Marcos 10.000 100
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FUENTE: Peter Bakewell, 1988.
ordenadas, y los socavones siguieron sin más el recorrido de las vetas; la silicosis fue otro grave problema, al inhalar polvo en tan prolongadas jornadas como permanecían los trabajadores indígenas en su interior; así como los resfriados, producidos en el tránsito de los «apires» (indios cargadores de mineral; apirii, «cargar», «arrear») desde las profundidades del socavón (a veces a más de treinta grados de temperatura) hasta el exterior de la mina (la «canchamina»o explanada que se abre en la boca del socavón), muchas veces y por las noches a varios grados bajo cero. El trabajo en el socavón era particularmente duro. Los apires cargaban el mineral, envuelto en mantas que anudaban sobre el pecho, desde el fondo de las galerías (verticales, siguiendo las vetas) hasta la canchamina. Ascendían y descendían por escaleras de soga y travesaños de madera, en ocasiones a más de trescientos metros de profundidad, iluminándose apenas con una vela de sebo. Las pulmonías y las caídas fueron causas muy importantes de mortalidad, especialmente con los indios nuevos de mita, que llegaban sin experiencia y que constituían la mayor parte de estos apires. En todos los socavones se generalizó el trabajo por «montones», en dos turnos iguales de doce horas, uno diurno y otro nocturno. Los patrones exigían, más que un tiempo de trabajo, una cierta cantidad de mineral acarreada del interior del socavón a
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la canchamina, o transportada hasta el ingenio de molienda: eran los llamados «montones de tarea» que debían entregar por cada semana de trabajo. Conforme bajaba la calidad del mineral hacía falta aumentar su cantidad para obtener la misma plata, por lo que los montones exigidos fueron cada vez mayores. Los apires no eran los únicos indígenas que trabajaban en el socavón; existieron otras muchas especializaciones: los «cortadores» o barreteros, que sabían seguir la veta e ir creando el túnel de perforación, con lo que no eran mitayos sino indios a sueldo llamados «mingas»; los «pallires» ( palli, «lo que sobra»), que clasificaban el mineral en la canchamina descartando la ganga y arrojándola cerro abajo, formando grandes «desmontes» o «colas de minas», (algunos de estos pallires eran mujeres); los «siquepiches», que recogían el mineral caído en tan largo camino; los «pirquires», haciendo muros o pilares; los «pongos», a veces jefes de apires o porteros en los socavones; los «cumiris», arrieros de mulas o llamas, etc. Incluso una buena cantidad de estos indios, en sus jornadas libres de mita, subían al Cerro a escarbar en los desmontes (eran los «palladores». Pallar , «rebuscar»), o directamente a robar o sacar mineral que habían escondido, y esto lo hacían las noches de los sábados y domingos, que era cuando no se trabajaba. Eran los llamados «kajchas»(valientes). Cuando los minerales eran de alta ley, es decir, en los inicios de la explotación del Cerro, y las vetas estaban prácticamente al descubierto en su cima, la obtención de la plata se realizó mediante el sistema de las «huayras» ( huayra, «viento»). Así se llamaban los primitivos hornos de fundición realizados por los indígenas. Eran una especie de grandes cazuelas perforadas (llamadas huayrachinas) que se instalaban en las faldas del Cerro Rico; en ellas se depositaba el mineral y el combustible (normalmente pasto de altura, «ichu») y, con la fuerza del viento, el fuego acababa por fundir el metal. Cuenta la crónica de Cieza de León que los indios ponían a arder tantas huayras en la noche que parecían luminarias de Navidad, como si todo el Cerro lo festejase. Durante casi dos décadas, la plata de Potosí fue extraída y fundida por los indígenas mediante este sistema. Otro cronista, Reginaldo de Lizárraga, describía así la operación: Cuando los metales eran de muy buena calidad no los fundían los españoles, sino los indios, que se los compraban y beneficiaban … al señor de la mina. Desta manera el señor de la mina tenía su mayordomo que della tenía cuidado de hacer que los indios o yanaconas barreteros labrasen y sacasen el metal a la boca de la mina, adonde cada sábado llega ba el indio fundidor, mirábalo, concertábase por tantos marcos y al otro sábado infaliblemente le traía la plata concertada; estos indios llevaban el metal a sus casas, y lo beneficiaban, y fundían … El metal cernido y lavado echábanlo a boca de noche en unas hornazas que llaman guairas, agujereadas, del tamaño de una vara, redondas, y con el aire que entonces es más vehemente, fundían su metal … Había a la sazón … más de 4.000 guairas, que por la mayor parte cada noche ardían, y verlas de fuera y aun dentro del pue blo no parecía sino que el pueblo se abrasaba … Los indios fundidores ganaban plata, y los señores de las minas no perdían.
Los primeros trabajadores en el Cerro y, por tanto, los primeros habitantes de la ciudad (aparte de los pocos españoles que la poblaron en 1545), fueron estos indígenas que acudieron a explotar el mineral mediante el sistema de huayras: eran los llamados «huayradores». Acudieron muchos por la facilidad con que podían llevarse la plata a sus tierras, aprovechando el conocimiento que tenían de la técnica de fundi-
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ción, y que los primeros españoles que habían registrado las vetas no iban desde luego a trabajarlas ellos mismos. Estos españoles no eran mineros ni querían serlo; sólo querían la plata del Cerro. Una buena parte de éllos pactaron con los huayradores indígenas, que no solamente fundían el metal y se quedaban con su comisión, sino que le ofrecían a veces un dinero en metálico por la mano de obra necesaria para extraer el mineral del cerro: el huayrador pagaba al español con mina registrada un marco por semana por cada indio que entrara a trabajar la veta, o dos por semana e indio si la veta era muy rica. Es decir, los huayradores, que contrataban indios para ponerlos a trabajar, demandaron cada vez más mano de obra de las jurisdicciones vecinas. Muchos encomenderos y curacas comenzaron a mandar a sus indios hasta el Cerro a fin de que ganaran jornal en plata pagados por los huyradores, de manera que el sistema de huayras indígenas contó pronto con la mano de obra necesaria para lograr un gran desarrollo. Parece que los primeros en llegar en número importante, con sus curacas al frente, fueron los carangas, procedentes de Oruro. Con esta plata pagaban el tributo en sus comunidades de origen. Igualmente, los huayradores pagaban también a los encomenderos españoles llegados de fuera de la ciudad medio marco por semana por cada indio que les cedieran, de manera que estos encomenderos enviaban a sus agentes con sus indios hasta Potosí y obtenían jugosos beneficios sin moverse de su casa. Sus indios les proporcionaban una renta directa. Junto a los huayradores, otros indígenas manejaban también buena parte de la producción: eran los «indios vara», llamados así porque alquilaban al español propietario de una mina un pedazo de la veta medida en varas para labrarla por su cuenta. Aparte del alquiler, que se fijaba en función de lo que de ese pedazo pudiera sacarse, el vara se comprometía a dar al español una especie de propina o «yapa» si lo que aparecía era especialmente rico. Esta yapa (casi siempre un pedazo de mineral) se llamaba «cacilla» (regalo, de balde o propina), y el español que lo recibía lo mandaba huayrear o vendía a los huayradores. Estos indios vara alquilaban a su vez varias cuadrillas de indios para trabajar el pedazo de veta que tenían arrendado. Unas veces, lo que hallaban lo beneficiaban en sus propias huayras, y otras lo vendían a los huayradores en una plaza de la primitiva ciudad, llamada del Khatu (lugar de cambio o trueque), quienes luego lo beneficiaban. Muchos de estos vara y huayradores eran yanaconas, es decir, hombres del servicio del inca antes de la conquista, no sujetos a tributo ni dependientes de ningún curaca, y poseían técnicas cualificadas en el beneficio y en los socavones porque solían ser antiguos especialistas mineros. En el período de las huayras, desde el descubrimiento del Cerro en 1545 hasta la época de Toledo, buena parte de la plata discurrió por los circuitos indígenas. La población potosina estuvo así conformada desde el principio por una gran cantidad de naturales llevados hacia allí por los curacas, los encomenderos o establecidos por su propia cuenta. La década de 1570 fue el principio del fin de las huayras, debido al agotamiento de las vetas más ricas. Al bajar la pureza del mineral, la simple fundición no bastaba para obtener el metal. Era necesario aplicar un nuevo sistema. Éste fue el de la amalgamación con azogue (mercurio) y fue el virrey Toledo quien lo impuso. Con la amalgamación cambiaron mucho las cosas en Potosí: aumentó la extracción, porque ahora se podían refinar minerales más secos (menos puros), de medio o bajo grado de
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plata; se produjo una mayor especialización del trabajo, sobre todo en los ingenios de molienda y beneficio; se impusieron las mitas para allegar la mano de obra necesaria; y terminó la participación directa de los indígenas en el proceso productivo y en los beneficios que de él obtenían; proceso que pasó a ser controlado íntegramente por los españoles y por la Corona, en la medida que ésta era la que concedía los derechos de excavación y fiscalizaba las entregas de mercurio, fundamental para el beneficio de los metales. El sistema de amalgamación no solamente necesitaba mercurio: era imprescindi ble la construcción de todo un complejo industrial, compuesto por tres elementos: las lagunas, para embalsar el agua que movería los molinos donde se trituraría el mineral; la ribera, que conduciría el agua hasta los ingenios; y los ingenios de molienda y amalgamación, donde finalmente se obtendría la plata. Un último eslabón de la cadena se tornaba imprescindible: la Casa de la Moneda, donde se producía el quintado de la plata (toda la plata extraída del Cerro estaba obligada al pago del quinto real, la quinta parte, que quedaba para el rey) y la acuñación, bien en moneda, bien en lingotes (barras), que irían sellados con el cuño real. Toda la plata que circulase de otro modo, sin sellar o en forma de piña (plata en bruto), significaba que no había sido quintada; por tanto, era ilegal y debía ser confiscada. Estudiemos estos elementos uno por uno. Al impulsar el sistema de amalgamación, el virrey Toledo ordenó la construcción de un complejo de lagunas capaces de almacenar el agua del período de lluvias y abastecer durante todo el año a los ingenios de molienda. El lugar elegido para estas obras fue la sierra de Kari-Kari, elevada sobre la ciudad y con una fuerte pendiente hacia ella. Una sierra cuyos numerosos valles glaciares permitían construir represas a la entrada de los mismos para contener el agua procedente de arroyos y quebradas. Las lagunas comenzaron a obrarse en 1573; en 1585 había ya siete, llegando hasta un máximo de 32 en 1621, dando agua siete meses al año. Algunas eran impresionantes: la de Chalviri, de 1574, tenía un muro de 238 metros de longitud, una profundidad de ocho y un perímetro de más de cuatro kilómetros. Posteriormente, las lagunas se conectaron entre sí sumando una capacidad de agua embalsada superior a los diez millones de metros cúbicos y desaguando en la ribera que llevaba el agua hasta los ingenios mediante un canal de 27.000 varas de longitud. Estas lagunas de Kari-Kari constituyen uno de los grandes complejos hidráulicos de la América colonial, en cuyas obras trabajaron miles de mitayos. Desde el complejo de lagunas había que llevar el agua a la zona de molienda. Aprovechando el cauce de un arroyo que bajaba desde la serranía, se labró un canal que llevara el agua a cada uno de los molinos que se establecieron en sus orillas. Este canal fue llamado la «Ribera de los Ingenios del Santo Cristo de la Veracruz». Otros tantos miles de mitayos acarrearon piedras y cortaron la roca para el paso del agua. De la Ribera principal salían los acueductos particulares de las refinerías, para finalmente, tras mover el molino, volver el agua al canal principal y seguir a otro ingenio situado aguas abajo de la Ribera, atravesando la ciudad de parte a parte durante más de diez kilómetros; una ribera que separaba, además, la ranchería de los indios de la villa de españoles. El proceso de amalgamación fue lo que transformó la vieja aldea minera en la Villa Imperial de Potosí. Los ingenios fueron el alma de la ciudad, y tanta fue su importancia que, después, de 1570 los potosinos más ricos dejaron de llamarse mine-
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ros para denominarse a sí mismos «señores de minas e ingenios», conformando el Gremio de Azogueros de Potosí, la flor y nata de la sociedad. Cada ingenio se estructuraba a partir de varios patios. En uno se situaba el molino y en otros existían estanques de poca profundidad, divididos en retículos mediante tabiques de madera (de ahí su nombre, «cajones»), donde se realizaba el proceso de amalgamación, mezclando el mineral molido con el mercurio y diversas sales y sulfatos. Cuando se aplicó el método de Alonso Barba, un minero onubense, que exigía calentar la mezcla, los cajones se construyeron sobre hornos, pasando a recibir el nombre de «buitrones». Sin embargo, lo más característico del ingenio, lo que más sobresalía en altura y tamaño, era la máquina de molienda. Un gran soporte de piedra y argamasa llamado «castillo» cobijaba la gran rueda de palas (a veces de más de veinte metros de altura) sobre la que caía el agua procedente de la Ribera. Esta rueda movía una o dos «cabezas de ingenio», un conjunto de mazos o martillos que golpeaban el mineral hasta triturarlo completamente sobre una base de piedra. El trabajo en el ingenio, aunque necesitaba de una mayor especialización que en el socavón, requería igualmente una cantidad importante de mano de obra que se obtenía de la mita —especialmente para la carga y el acarreo—, o mediante trabajadores a sueldo (mingados) para algunas tareas. En torno a los ingenios vivía una nutrida po blación, compuesta por los indígenas trabajadores, que se empleaban como «morteros», «repasires» o mezcladores (amalgamadores de la mezcla con los pies), lavadores o «tinadores», leñateros, carboneros, horneros, laguneros, más los maestros azogueros, y todos con sus respectivas familias. Como algunos de estos ingenios estaban dentro de la ciudad —ya que la Ribera la atravesaba de parte a parte—, los ingenios de molienda y beneficio pertenecieron plenamente al Potosí urbano, dotando a la ciudad de un carácter industrial que nunca perdió. Hacia 1595, el complejo de la Ribera había alcanzado su apogeo, con más de 108 ingenios funcionando. En 1603 había 78 ingenios y otros 17 en los valles de Tarapaya; y en 1610 molían 140 «cabezas» (ejes de molienda). El año 1624, la Ribera contaba con 124 cabezales y 944 martinetes (mazos). En 1654, los ingenios disminuyeron a 68, y a principios del siglo XVIII sólo quedaban 60, que es la cifra con las que se llega, más o menos, a finales del período colonial. Existieron, entre otros, los llamados Ingenio del Rey, Quintanilla, Pampa-ingenio, Quintu-mayo, Ichuni, La Marquesa, Vilapaloma… De muchos de ellos aún quedan sus ruinas enhiestas frente a los vientos potosinos; otros aún siguen funcionando. La Ribera, como todo complejo industrial y como todo en Potosí, era extraordinariamente dependiente de multitud de avíos que debían llegar de fuera. El agua era clave en el proceso: si no llovía se paraba la molienda; y si llovía mucho se corría el peligro de que reventasen las lagunas, lo que alguna vez sucedió, provocando una catástrofe en la ciudad. Otra preocupación permanente del azoguero era asegurarse el mercurio suficiente y a buen precio, bien de Huancavelica, bien de la lejana Almadén, en España, o aun desde Alemania o Italia, para que no se detuviera la amalgamación. Uno de los trajines más considerables —por las distancias recorridas— de la historia colonial fue el del mercurio; a él haremos referencia después. Otros insumos también eran importantes: el combustible, escaso en una región sin madera; ésta y el carbón llegaban de lejos, pero se usaron también el ichu, la yareta y la bosta de llama (uchja, en quechua), que se recogía como verdadero tesoro, secada y empacada; las pieles,
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bien de vacunos, que llegaban desde el sur, y de llama; el hierro, utilizado como reactivo en la amalgamación o para la construcción de herramientas, que venía enteramente desde España; las mulas para el acarreo de los minerales, que llegaban en un número altísimo desde Tucumán. Grandes troncos usados en la construcción de la maquinaria de los ingenios (el eje de transmisión, la viga, por ejemplo, que llegaba a medir entre cinco y siete metros de largo) venían del Pilcomayo o de Mizque, arrastrados por decenas de indios y animales. Otras maderas provenían de los valles calientes de Pitantora, Guainicora y Guaicoma. El abasto de los insumos industriales potosinos era una compleja operación logística realizada normalmente a larga distancia, y con costos realmente elevados. Peter Bakewell cita que, en 1590, una viga de cabeza de ingenio podía llegar a costar en Potosí casi dos mil pesos, una fortuna. Según un testigo, Luis Capoche, en el Hospital Real de Potosí morían muchos indios al año por accidentes laborales (aparte, obviamente, de los que fallecían a pie de obra). En 1574, López de Velasco escribió que el hospital estaba lleno de indios mancos y descalabrados por los ingenios. El trabajo en el molino era peligroso, toda vez que debía extenderse el mineral bajo las almadanetas (martilletes) y recogerlo ya triturado sin detener la maquinaria, para no perder agua. El polvo desprendido, además, producía silicosis entre los trabajadores. Otra causa común de enfermedad y muerte en los ingenios era el envenenamiento con plomo y con mercurio (los indios se azogaban, dicen las fuentes) en el proceso de purificación. Los repasiris amalgamaban con los pies desnudos en los cajones, en contacto directo con el mercurio, y durante largas jornadas. En el frío del invierno, los indios del lavado de mineral trabajaban de diez de la mañana a cuatro de la tarde, de mayo a agosto, puesto que todo en los ingenios se realizaba en función del flujo de agua que les llegara. En 1630 se hablaba, como en las minas, de dos turnos de doce horas. Era, desde luego, un trabajo muy duro. Y toda esta fuerza laboral fue aportada por la población indígena. Indios de encomienda, mitayos y mingados fueron los artífices del «milagro» potosino, aunque nadie pareció reconocerlo. Antes del establecimiento de las mitas, ya lo hemos comentado, buena parte de los indios que llegaron a Potosí lo hicieron enviados por sus encomenderos «a trabajar y ganar para ellos». Aunque tal uso de los indios encomendados estaba prohibido, fue masiva su utilización, a veces con sus propios curacas al frente. A partir de cierto momento, que tiene que ver con los intentos de la Corona por disminuir el poder de los encomenderos, no se permitía el servicio personal de los indios ni el pago del tri buto en trabajo. Pero igual siguió sucediendo, alegando los encomenderos que los indios se les iban por su cuenta. El virrey de Lima encargó una averiguación a un minero potosino, Juan Polo de Ondegardo, en 1550, y vino a comprobarse que ya en esas fechas (apenas a los cinco años del descubrimiento de las minas) cinco mil de los indios que trabajaban en el Cerro, con los huayradores o los vara, eran indios de encomienda, y pertenecientes a más de ciento treinta encomenderos. Aunque Polo de Ondegardo tenía instrucciones del virrey La Gasca de devolver a todos los indios de encomienda a sus repartimientos de origen, pocos se quisieron ir, e incluso algunos manifestaron que no se irían aunque se les ordenase. Alegaban que en Potosí comían más y mejor que en sus tierras, pues llegaban productos de todas partes que ellos podían comprar, y vestidos que ponerse, y ganarse su plata con los jornales, y que hasta sus mujeres parían más hijos y más sanos que en sus pueblos de origen.
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La mercantilización de la economía andina estaba pasando de una fase inicial a una cierta consolidación, tanto para los indígenas como para el encomendero, que recibía el tributo en plata y seguramente sin quintar. En pocos años más, estos indios de encomienda, efectivamente, no volvieron a sus pueblos de origen, de manera que cuando Toledo comenzó con las reducciones ya no pudo contar con ellos para conformar los nuevos pueblos de indios y quedaron definitivamente en Potosí como indios libres a jornal. El mismo Polo de Ondegardo informaba que esos cinco mil indios no estaban solos, sino con sus familias, y que en total sumaban entre veinte y veinticinco mil. Potosí fue, por tanto, una gran ciudad indígena mucho antes que una villa de españoles. Muchos de estos indios de encomienda, o los enviados por sus curacas, llamados «hatun-runa» (hombres de la tierra), a fin de ganar un jornal que luego llevarían hasta la comunidad, querían efectivamente pasar a ser yanaconas, es decir independizarse de su encomendero o de su curaca y quedarse trabajando en Potosí. Los yanaconas habían sido durante el incario unos siervos o criados (yana) del inca exentos de otro servicio. Tras la conquista, estos indios «libres» que se habían quedado en Potosí dijeron ser yanaconas, exentos de obediencia a ningún curaca ni a ningún encomendero, sino, en todo caso, al rey. Dada su especialización en tareas mineras, fundamentalmente en el trabajo con las huayras o en los socavones con los indios vara, el número de yanaconas en estos primeros años no hizo sino crecer. Simplemente se buscaban un señor español (siempre los había dispuestos), se ponían a su servicio (a cambio de una renta) y procuraban —mezclados en la multitud de la ranchería— que no les encontrase su curaca o su encomendero y les obligase a entregarles el salario que obtenían con su trabajo. En 1572, Toledo dada la proliferación de yanaconas no tributarios, obligó a que pagaran a la Corona. Los hizo, de alguna manera, yanaconas reales. Muchos de ellos se especializaron en tareas concretas, sobre todo barreteros y refinadores, o se encargaron de la producción agrícola en los valles cercanos. Con el tiempo cada vez hubo menos encomenderos propietarios de minas, y la demanda de mano de obra de los huayradores y varas disminuyó, al bajar la producción de las huayras; con lo cual el número de indios enviados por los encomenderos de otras zonas menguó también. Pero ya era conocido el camino para muchos indígenas: aún antes de las mitas, la po blación potosina era, mayoritaria y fundamentalmente, nativa. Los yanaconas, muy potosinizados e hispanizados, fueron el primer elemento vertebrador de la ciudad, y los que en verdad marcaron la pauta y la impronta del originario Potosí. Así, Bartolomé Arzáns escribió que la plata estuvo en manos de los indios durante más de veinte años, hasta que Toledo transformó a los españoles, hasta entonces rentistas y arrendadores de indios, en mineros, con la implantación del método de la amalgama. Luis Capoche, otro minero, anotaba con razón que al principio «los indios poseían la riqueza del reino». Todo esto cambió cuando los propietarios de las minas entraron a trabajarlas directamente, contratando ellos mismos a los indios y, sobre todo, utilizando el cupo de mitayos que Toledo les concedió. La mita fue entonces el otro factor que, junto con la amalgamación, trastornó com pletamente el mundo potosino que hasta entonces se había ido construyendo. El número de mitayos enviados a la ciudad desde el plan de Toledo evolucionó con el tiempo. Los virreyes hacían nuevos repartimientos periódicamente para ir ajustando la cantidad no a las necesidades de las minas (los azogueros siempre pidie-
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ron más y más), sino en función de lo que podía sacarse de los distritos mitayos, muy afectados por la crisis demográfica andina; y porque cada vez fue mayor la resistencia que maiftesaron a ir a Potosí, especialmente desde los distritos más alejados, ya que las comunidades se hallaban exhaustas, no solamente por tener cada vez un menor número de originarios sino porque con las obligaciones del pago del tributo y las demás exacciones necesitaban disponer en sus pueblos de toda la fuerza de trabajo. Entre 1573 y 1650 se hicieron doce ajustes del número total de mitayos, así como de su reparto por los diferentes distritos, oscilando entre los 14.000 indios anuales en 1578, a los poco más de 12.000 en 1633. A finales del siglo XVI, según Peter Bakewell, la mita anual había disminuido, en números reales, por debajo de los 6.000 indios anuales. De todas formas, y considerando la terrible caída demográfica a la que se vio sometida la población indígena, era una barbaridad. Este número, llamado «mita gruesa», era el total de mitayos anuales que debían ir a servir a Potosí, y se dividía en tres turnos iguales, llamados «mita ordinaria». Con ello se pretendía que ningún indígena trabajara más de cuatro meses. De las provincias mitayas —a veces bien lejanas, a más de mil kilómetros, como Quispicanchis, Canas o Canchis, en la región cuzqueña— se dirigían a Potosí cada año los indios dispuestos por sus curacas, en función del cupo tasado para la comunidad. Cada remesa iba al mando de un capitán de mita, un responsable indígena, por cada uno de los distritos mitayos. Al llegar a Potosí, los mitayos eran asignados a un dueño de mina para el socavón, o a un azoguero para el ingenio, y se hospedaban en la ranchería más o menos juntos los de una misma comunidad. La división en tres turnos de la mita gruesa debía permitir al mitayo trabajar sólo cuatro meses al año, quedando libre de servicio (un período llamado «huelga») el resto del tiempo y pudiéndose dedicar a sus propias actividades. Pero esto apenas fue así más que sobre el papel. Otras fuentes dicen que trabajaban una semana sí, dos semanas no, u otras alternativas similares, porque los capitanes de mita tenían que entregar cada semana en las minas o en los ingenios el cupo de hombres de su distrito especificado en el reparto. Con lo cual tenían que echar mano de un indio que hubiera tenido su semana de huelga o de otro que no la hubiera tenido, sin respetar las rotaciones. En resumen, iban sacando para sus cuotas a los trabajadores que podían encontrar en los barrios de la ranchería; por eso interesaba a los capitanes de mita que los indios de su comunidad y distrito mitayo viviesen todos juntos en el mismo barrio, porque así era más fácil «sacarlos». Conforme disminuyó el numero de mitayos reclutados en las provincias de origen, más difícil fue mantener la rotación: menos indios para idénticos cupos de trabajo significaba más trabajo para todos. En efecto, trabajaban mucho más de cuatro meses, seguramente en un régimen de dos o tres semanas sucesivas y una de huelga. El lunes se hacía el reparto de los mitayos entre los azogueros y mineros, y el martes empezaba el trabajo hasta el sábado, normalmente en turnos de doce horas, descansando el domingo. Los patrones se quejaban de que los domingos los indios se emborrachaban, y el reparto de los lunes se hacía con dificultad porque los indios no aparecían o llegaban tarde. Según Capoche esto sucedía porque los capitanes de la mita eran los primeros que se «machaban» (emborrachaban). Los sueldos fijados para los mitayos, y que tenían que serles abonados por sus patrones, eran reducidos, comparados con los demás trabajadores. Oscilaban entre los
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tres reales y medio al día en el trabajo en socavón y los dos y tres cuartos en el ingenio. Dados los precios en Potosí, especialmente de los productos básicos, estos sueldos apenas si alcanzaban para comer. Si además consideramos que cada mitayo vivía en la ranchería con su familia, definitivamente no era posible ni siquiera la alimentación con estos salarios; es decir, el mitayo debía emplearse por su cuenta durante el tiempo de huelga para poder subsistir. Pero era toda la familia la que debía ponerse al trabajo, mujeres y niños incluidos, en actividades como pailliris en las canchaminas, en los ingenios, o en el sector de los servicios en la ciudad. Reginaldo de Lizárraga escribe que «todos [los indios] con hijos e mujeres llegan a 30.000, y ninguno hay, si quiere trabajar, que no gane plata; hasta los niños de seis a siete años, mascando maíz para hacer levadura para chicha, la ganan». Los mitayos quedaban, además, sometidos a otro negocio por parte de los azogueros: muchos de ellos vendían los cupos que les correspondían a otros mineros. A veces, y conforme bajaban los beneficios de explotación, las minas o ingenios se vendían o alquilaban no por su valor intrínseco, sino por el cupo de mitayos que tuviesen asignado. Si una veta quedaba exhausta, su dueño vivía de alquilar los mitayos que le correspondían. Luis Capoche anotaba que estas operaciones eran corrientes, aunque estaba prohibido, y que incluso los azogueros se jugaban los cupos a los naipes. Los indios de mita funcionaron, por tanto, como moneda; porque la falta de mano de obra y el hecho de que los mitayos resultaran mucho más baratos que los indios de salario (mingas), los hizo todavía más preciados. El mismo Capoche escribe que en Potosí se vendían semanalmente 1.300 mitayos como carneros de carga. La mita fue decayendo por las razones ya apuntadas. Hacia 1650, sólo ochocientos indios se presentaron de mitayos, y otros ochocientos se habían redimido en dinero, un mecanismo que pronto se fue generalizando. El descenso demográfico en el área cercana a Potosí entre 1570 y 1620 fue devastador; se calcula que por encima del 70 por 100: guerras, epidemias de viruela, sarampión, gripe, alfombrilla (una variedad del sarampión), mermaron a la población indígena; y la concentración de gentes yendo y viniendo agravó el contagio. Por esta razón (el descenso real de los mitayos), la mano de obra contratada, los llamados indios «mingas», acabó superando a los indios de mita. A diferencia de lo que tradicionalmente se ha pensado (que la mayor parte de la mano de obra en Potosí era mitaya), la contratación de mingas no hizo sino crecer. Además de porque la mita, en general, no alcanzó a satisfacer la demanda de mano de obra, sucedía que si un curaca no podía completar el cupo de mitayos, pagaba al patrón la plata necesaria para que éste contratara mingados hasta llenar el cupo. Eso era lo que se llamaba «entregas en plata», o «poner indios en el bolsillo», o dar «indios de faltriquera». Muchos dueños de socavón o de ingenios acabaron por guardarse esta plata como si se tratara de una renta más, sobre todo en el siglo XVII, pues para muchos era de mayor provecho quedarse con este dinero que emplearlo en extraer un mineral cuyo valor a veces oscilaba demasiado. Los curacas obtenían el metálico para pagar a los españoles vendiendo los productos de sus comunidades, que llevaban a la ciudad, incluido el ganado (llamas); y con los beneficios que obtenían de «colocar» mitayos de huelga como mingas contratados; o con otros trabajos no mineros que realizaban en la ranchería y en la villa de españoles. Todo este movimiento económico aparece como renta minera; una renta que podía llegar a ser para el azoguero tan importante como la que obtenía con la explotación directa del mineral.
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Muchos de estos indios mingas eran mitayos de huelga, como hemos indicado. Se reunían en la plaza de la ciudad y allí esperaban que llegase un patrón a contratarlos para el purificado. Para la extracción los buscaban en la ranchería, en su parroquia res pectiva, pues también existía alguna especialización por grupo étnico y tipo de actividad. Cobraban por adelantado y exigían una cantidad más alta que la paga de mita. Si les llamaba un curaca que no fuera el suyo para completar el cupo mitayo, recibían la plata de este curaca, más la paga de la mita que les abonaba el patrón. Además, si poseían un cierto nivel de especialización en el trabajo, también recibían mineral como parte del pago. Por eso, los mitayos quedaron para los trabajos más duros, fundamentalmente apires en las minas y repasires en el ingenio. Los sueldos de estos mingados oscilaban entre los 4 reales-día en la mina y 4,25 reales en el ingenio, más la coca en algunos casos y algo de mineral en otros. Cada vez fue mayor la diferencia en salarios entre mingados y mitayos. Comparando el número de unos y otros, obtenemos que si una mita ordinaria era de 4.000 hombres (que no se daba completa como ya sabemos), los mingas trabajando en los ingenios eran unos 5.200 (unos setenta por ingenio) y en socavón otros 200 o 300. Así, los mingas eran más de la mitad de la mano de obra empleada en la minería de Potosí; a los que deben sumarse los mingas contratados en recuperar azogue en los ingenios, extraer y transportar sal, hacer carbón, arrear los rebaños de llamas con mineral desde el Cerro a los ingenios, etc., que debían ser otros mil o mil quinientos. Otros muchos indígenas no venían a Potosí a trabajar en las minas o ingenios, sino en busca de una gran variedad de oportunidades que surgían en la ciudad: dejaban de ser hatunrunas y pasaban a ser yanaconas o ventureros, y a vivir en la ranchería, en viviendas más acomodadas que las de los mitayos; se dedicaban al transporte, a la venta de coca, vino, alimentos y vestidos, a cortar madera para combustible, o como carboneros, hortelanos, kajchas… También muchas mujeres trabajaban de palliris en las canchaminas o buscando mineral suelto en las colas; en la Plaza del Khatu, cerca de la iglesia matriz y de la plaza principal, en la villa de españoles, vendían el mineral que recogían en el Cerro o como producto de los pagos no metálicos. Los negros, en comparación, fueron pocos, unos cinco mil a comienzos del siglo XVII, la mayor parte de ellos esclavos domésticos, aunque también existieron artesanos o trabajadores libres en las chacras ubicadas en los valles cercanos a la ciudad. Los costos de la esclavitud aplicada a la producción minera, frente a mitayos y mingados, fueron tan elevados que ningún azoguero quiso realizar inversiones en este rubro. Además, por la mucha altitud, los esclavos africanos ofrecían un bajo rendimiento en los trabajos más pesados. Con toda esta población indígena, Potosí llegó a ser la ciudad más importante de la América colonial y una de las más grandes del mundo, con más de cien mil habitantes hacia 1620, alcanzando esta posición a menos de un siglo de su establecimiento, y demostrando que la minería fue un claro determinante de la realidad colonial de la región andina. Por eso, muchos autores contemporáneos, a la hora de escribir sobre Potosí, lo primero que anotaban era su tamaño, como Vázquez de Espinosa, por ejemplo: Es la mayor población que hay en todas las Indias … y por lo menos coge más sitio que Sevilla con todos sus arrabales; tendrá la villa más de 4.000 vecinos españoles, que son los dueños de minas e ingenios, mercaderes y otros tratantes, que viven en la villa de asiento,
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sin [contar] otros muchos mercaderes entrantes y salientes, y otros españoles sueltos que en aquel reino llaman soldados honrados, y la verdad es que muchos de ellos son gente perdida, que importara más que trabajaran o buscaran su vida de otra suerte porque éstos son las mayores causas de las inquietudes que suele haber en aquel reino … Siendo como queda dicho este sitio inhabitable … la cual [ciudad] está extendida por arrabales y naciones de indios, por cuestas y barrancos que llaman guaycos, donde habrá mas de 80.000 indios, sin [contar] niños ni mujeres, que unos han ido por la riqueza de la tierra a vivir y poblar en ella, donde largamente buscan su vida, trabajando en el Cerro, en las minas e ingenios y otros menesteres…
El censo elaborado por Toledo ofrece una población de casi 120.000 habitantes. Es decir, en esas fechas ya se habían allegado muchas gentes a la ciudad, en especial indígenas atraídos por los beneficios de las huayras o por los salarios que pagaban los indios varas. De esta manera, las mitas no fueron el único factor del desarrollo demográfico potosino, sino una de sus causas. A comienzos del siglo XVII, en la Descripción de la villa y minas de Potosí , se cita la existencia de entre 50.000 y 80.000 indios. Otros datos aportados por Peter Bakewell muestran que en esas fechas la ranchería tendría más o menos 12.000 casas, donde vivirían 30.000 mujeres y niños y 30.000 trabajadores; unos 12.000 serían mitayos; contratados en socavón e ingenios, 8.000; 10.000 con oficio o sirviendo a españoles; en tránsito de 8.000 a 10.000; y otros 10.000 sin asignación especial. Para dar una idea del tamaño de esta población debe tenerse en cuenta que la capital del Virreinato, Lima, sólo tenía en el año 1600, 15.000 habitantes, la mitad de ellos indígenas, y no llegó a los 60.000 hasta el año 1800. En 1611, el presidente de la Audiencia de Charcas, Ruíz Bejarano, realizó otro censo en Potosí, resultando 114.000 habitantes. Se dividían del siguiente modo: forasteros de España 4.000; 3.000 españoles nacidos allí; indios 65.000; criollos 35.000, y negros 6.000. Todavía en 1684, Melchor de Navarra y Rocaful, duque de la Palata y virrey de Lima, escribía: «Ni la guerra, ni las minas, ni las pestes han acabado el gentío». Pero lo prolongado de la crisis productiva del siglo XVII originó un descenso considerable de la población. Ya a finales del XVIII las cosas habían cambiado mucho. Cuando Carrió de la Bandera, autor de uno de los primeros libros de viajes por el continente, el Lazarillo de ciegos y caminantes , visitó Potosí en 1779, la población era tan sólo de 22.272 habitantes, de los cuales 12.866 eran indios. En 1787, el intendente Pino Manrique anotaba por su parte 24.206 almas, la mayoría indios y cholos, señalando que buena parte de ellos vienen y se van con la mita. La ranchería de los indios ocupaba en el momento de máximo esplendor más del 70 por 100 del espacio urbano, y albergaba a más de 100.000 indígenas (a finales del siglo XVI). En muy pocos años, adaptándose a la nueva realidad mitaya, acabó dividiéndose en catorce parroquias de indios: diez al norte de la Ribera, en la parte del Cerro (lo que era la vieja ranchería); dos en las alturas del camino a La Plata; y otras dos insertas en la villa de españoles (San Lorenzo, donde estaban los carangas, y San Bernardo, donde se instalaron desde el principio los quillacas). Cada parroquia tenía su alcalde indígena, y un régimen similar al resto de las doctrinas andinas. En las diferentes parroquias —de las que estaban excluidos mestizos, españoles, criollos y negros— se distribuían los grupos étnicos que iban llegando cada año en los contingentes mitayos y, obviamente, los de cada parcialidad que se iban quedando en Potosí. De manera que estas parroquias constituyeron una especie
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de mapa étnico andino, donde se conservaban culturas, usos, comidas, vestimentas y lenguas diferentes, actuando diversos mecanismos de protección entre los miembros de una misma parcialidad, ayllu o comunidad. Realizando un esquema simplificado de estas parroquias y sus habitantes, obtenemos una interesante división étnica que muestra esta complejidad potosina a la que nos referimos. Si los españoles hablaban de la ranchería como un todo, a finales del siglo XVII, la diversidad era, en cambio, su principal característica : • Parroquia de San Martín: Indios lupaca. • Parroquia de San Benito: Los colla de Urcosuyu e indios de Cochabamba (Sora). • Parroquia de Santa Bárbara: Los colla de Umasuyu. • Parroquia de San Pedro: Los pacaja de Umasuyu. • Parroquia de La Concepción: Los pacaja de Urcosuyu. • Parroquia de San Cristóbal: Los cara cara. • Parroquia de San Francisco el Chico o de los Naturales: Indios charca. • Parroquia de San Lorenzo (en la Villa de españoles): Los caranga de Oruro. • Parroquia de Nuestra Señora de Copacabana: Los Tiwuanaco (Pacaja Urcusuyu). • Parroquia de San Juan: Los lupaca que no cabían en la parroquia de San Martín. • Parroquia de San Pablo: Indios de Charca, y los cara cara que no cabían en San Francisco el Chico y en San Cristóbal. • Parroquia de San Sebastián: En ella vivían al principio los canchis de Quispillache. Luego llegaron los quillaca, echados de San Bernardo. Algunos canchis tuvieron que irse a la parroquia de Santiago. • Parroquia de Santiago (antiguo San Agustín): Los canchis que estaban en San Sebastián, desplazados por los quillaca de San Bernardo. • Parroquia de San Bernardo (en la villa de españoles): Los quillaca, que cuando se convierte en parroquia de españoles se van a San Sebastián. En lo referente a la producción hay que indicar que, en general, desde el descu brimiento del Cerro hasta la época de la reorganización del virrey Toledo en los década de 1570, la producción de plata fue disminuyendo conforme bajaba la calidad del mineral, ya que las huayras sólo permitían fundir los metales más puros y enseguida escasearon. Desde 1570, por imposición de Toledo, se introdujo el sistema de amalgamación con mercurio, y el salto productivo conseguido fue espectacular. En el período 1573-1582, cuando se utilizó la ganga abandonada en los desmontes de los años anteriores y aparecieron nuevas vetas y, además, comenzaron a llegar contingentes de indios mitayos, fue cuando realmente se produjo el despegue de la producción, alcanzando cifras fabulosas, que dieron inicio a la leyenda de Potosí. El año de mayor producción fue 1592, con mas de 220 toneladas de plata declarada. A partir de 1620 en adelante comienza una crisis lenta pero continua, en la medida que disminuye la calidad del mineral, y especialmente porque se agotan las vetas fácilmente accesibles en la cima del Cerro. También por la disminución en la llegada de mitayos, cada vez más difíciles de reclutar dada la atroz crisis demográfica que tan gravemente afectó al mundo andino. A lo largo del siglo XVII aparecieron nuevas vetas
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en las laderas del Cerro, que si bien no eran muy grandes sí eran fáciles de trabajar, y ello originó temporales repuntes productivos. De todas formas, a Potosí siguió llegando plata no sólo del Cerro Rico sino desde otros distritos, como Porco, Berenguela, y en general Lipes, Sica Sica, San Antonio del Nuevo Mundo y San Antonio de Padua, en la década de 1650; y de Oruro a partir de 1607, el segundo gran centro de la minería de plata de toda la región después de Potosí a lo largo del siglo XVII. Por eso no puede afirmarse que la producción fuera tan escasa, sino que no podía compararse con las cifras de vértigo alcanzadas a finales del siglo XVI. Esta tendencia a la baja duró hasta la década de 1720, en que las cifras son similares a las alcanzadas antes de aplicar la amalgamación. En la segunda mitad de siglo se produjo una recuperación productiva como resultado de la aplicación de nuevas técnicas, por las mayores facilidades financieras que la Corona concedió a los mineros (como la creación del Banco de San Carlos) y porque los envíos de azogues adquirieron mayor regularidad por la ruta de Buenos Aires. Algunos de los problemas, como las inundaciones en las galerías conforme se baja ba al pie del Cerro, intentaron solucionarse con la construcción de socavones de desagüe, como el Real Socavón, excavado entre 1779 y 1790, o con la recuperación del azogue sobrante, con la técnica de barriles que quiso desarrollar la famosa expedición del barón de Nordenflicht. Sin embargo, a pesar de que el repunte productivo efectivamente se produjo, nunca se alcanzaron los años míticos de finales del siglo XVI y principios del XVII, ni la ciudad respiró el ambiente de gloria, infierno y purgatorio que vivió en esos años. Los azogueros propietarios de ingenios constituyeron la élite social y económica potosina, y llegaron a reconocerse más de ochenta de ellos engrosando el Gremio de Azogueros de Potosí. El gremio fue el rector de la vida económica, social y política de la ciudad. Desde los mismos fundadores, Villarroel, Centeno… hasta los míticos Capoche, Corzo, López de Quiroga, Otavi, Serrano, todos constituyeron la aristocracia formal y real de Potosí. Y todo pasaba por ellos, la riqueza y la ruina, la vida y la muerte de la ciudad y en la ciudad. El Gremio de Azogueros, al amparo de la Cofradía del Señor de la Veracruz, creó, adoptó y extendió el que consideraron verdadero espíritu de Potosí. Un gremio que no dudó en aplicar las medidas más drásticas, aun a costa de llevar el hambre y la ruina a toda la ciudad si así lo consideraban necesario en defensa de sus intereses de clase, como sucedió, por ejemplo, cuando les reclamaron el pago al contado del mercurio que se les suministraba, y amenazaron con cortar la producción. El gremio se dirigió a la morada de los oficiales reales y a ellos les entregaron las llaves de todos los ingenios de la Ribera: que muela el rey, les dijeron, mandando «al lagunero cerrase las compuertas de las lagunas y no diese agua a la Ribera». Hasta los curacas indígenas intercedieron a favor de los azogueros, pues sin éstos la ruina era absoluta. No tardó mucho en llegar desde Lima la orden de que siguieran dándoles azogue al fiado. No pagarían, pero los ingenios volverían a moler. Posteriormente, cuando la crisis del Cerro comenzó a afectar la producción, buena parte de los ingenios se fueron alquilando, originándose la aparición de nuevas categorías en el gremio entre propietarios y arrendatarios. No debe suponerse que se trataba de un grupo armónico y homogéneo. Estuvieron en permanente conflicto. Las famosas guerras entre vicuñas (andaluces y criollos) y vascongados (vascos y montañeses) caracterizaron la vida política, social y económica de Potosí durante la primera mitad del siglo XVII, siendo un reflejo de hasta dón-
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de afectó la crisis de producción a una sociedad potosina acostumbrada al siempre más y más. La puesta en marcha del proceso de amalgamación necesitó de una fuerte inversión inicial, que sólo quisieron realizar los que abandonaron el carácter rentista que tuvieron las primeras explotaciones. Una combinación de inversión propia y de préstamos de comerciantes, transformó en industriales a algunos de los concesionarios de socavones. El que no aceptó este reto fue devorado por el tiempo y sustituido por nuevos empresarios, normalmente procedentes del comercio. Hay que indicar que la puesta en marcha de un ingenio necesitaba una inversión mínima de entre treinta mil y cincuenta mil pesos, y que el término inversión parecía ser una mala palabra para muchos de estos mineros. En vista del éxito de la amalgamación, una parte de los primeros beneficios se reinvirtieron. Además, los aviadores, que proporcionaban lo necesario para poner en marcha la industria, firmaron contratos con los azogueros y recu peraron con grandes ganancias sus inversiones. Esto animó a otros a financiar nuevos emprendimientos. Aparecieron también los rescatadores, que prestaban dinero y rescataban del minero la plata en bruto, encargándose ellos de terminar el proceso (pagar el quinto, llevarla a la Casa de la Moneda, venderla, etc.), también con grandes beneficios. Por último, hubo préstamos de comerciantes directamente en plata. Todo este sistema conllevó a que los agiotistas, en cualquiera de sus formas, se hicieran con una parte importante de la producción, cuando no directamente con las explotaciones, transformándose ellos mismos en azogueros. Hay que indicar que una de las características de este grupo de azogueros fue su perenne endeudamiento, tanto con la Corona (por el mercurio que siempre compraban al fiado y luego no pagaban) como entre ellos mismos y con los aviadores. La deuda de particulares con la Corona por el azogue llegó a ascender a casi dos millones y medio de pesos después de 1610, y apenas menguó. A lo largo del siglo XVII, muchos de los mineros y azogueros más viejos de la ciudad quedaron en manos de prestamistas y agiotistas que, finalmente, acabaron expropiando ingenios y socavones y conformaron buena parte de la segunda generación de azogueros. Lizárraga escribe sobre estos préstamos usurarios: «Perdíanse los hombres a remate (préstamos a subasta); conocí quien así había perdido más de 100.000 pesos; otros 80.000, otros menos, conforme a las veces que la hacían… [siendo muchas] las contrataciones usurarias que se tratan y se inventan, con muy poco temor de Nuestro Señor y menos de sus conciencias». Estos cambios originaron tales conflictos entre las familias potosinas, entre «vie jos» y «nuevos», entre «gentes de la tierra» y «forasteros», que marcar en Potosí una línea de continuidad familiar desde el siglo XVI al XVIII resulta muy difícil. Las guerras entre los azogueros, y en el seno de cada una de las familias, fueron una de sus características de clase y grupo. Los problemas de transmisión de los bienes y pro piedades, las estrategias matrimoniales desarrolladas para enlazar con éxito a hijos e hijas en el interior de los grupos de propietarios, los adulterios y amancebamientos, los problemas con la justicia, el manejo de las propiedades agrícolas, la presión de las deudas y de los prestamistas, los conflictos por asegurarse la mano de obra, las ventas de mitayos, los litigios por la propiedad de socavones y vetas, por acaparar el azogue, las deudas de juego, los honores mancillados, y un larguísimo etcétera, forman parte del retrato de la vida social de la élite potosina, que acabó por construir un modelo de comportamiento social y político que causaba asombro a quienes, desde fuera, se introducían en este laberinto de pasiones que era Potosí.
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Todos estos conflictos tenían que ver, sobre todo, con la ubicación social que los actores (viejos y nuevos) de este conglomerado de poder, pudieron o quisieron lograr en cada una de las distintas coyunturas por las que atravesó la sociedad potosina. Así, eran corrientes los pleitos entre eclesiásticos y civiles sobre sitios de preferencia en las procesiones o celebraciones. O en las elecciones gremiales, como el conflicto de los sastres, que estuvieron varios días ensartándose a espadazos por las calles; o en los conventos a la hora de elegir priores o superiores, especialmente los agustinos; los problemas surgidos con los comerciantes portugueses, sobre los que algunos potosinos vertieron tales acusaciones de judaizantes que acabaron muchos de ellos en la Inquisición de Lima, eliminando la competencia por este cruel camino; el problema de los autóctonos potosinos contra los forasteros, «vagabundos y pícaros que infectan la villa»; los conflictos por causa de mujeres, fueran esposas, novias, hijas, amantes, madres, según Arzáns debidos al exceso en las pasiones… Todos los hombres de pro en la villa iban armados con una panoplia de armas, pistolas, espadas, dagas, peto o coraza; y no había dama que no guardase su pomo de veneno o aún su daga o puñal damasquinado; alguno iba a todos lados con una guardia de arcabuces, y montábase la pelea en cualquier momento, según narra Bartolomé Arzáns, como si se tratara de una crónica negra: Los bandos, pendencias y muertes de los apasionados de esta Villa se continuaban con notables escándalos. En la plazuela del Rayo, en una cruel refriega que tuvieron peruanos y andaluces de una parte, y de la otra ciertos aragoneses, castellanos y manchegos, mataron a don Pedro Nestares, deudo del presidente difunto, a Marcos Sobrino y a otros cuatro hombres de una y otra parte. Los criollos y vascongados no estaban quedos por su camino: dondequiera que se topaban uno a uno, cuatro a cuatro o más a más, se acuchillaban, herían y mataban sin que las justicias pudiesen impedirlo. Estando un día en una de las casas de la plazuela de San Lorenzo o de la Cebada festejándose con un sarao estas dos naciones, riñeron por amores y celos unas mujeres que allí estaban, de que resultó formarse una cruel pendencia entre todos los del festín, en que unos eran maridos y otros de tendencias ilícitas. Dieron de puñaladas a una de las mujeres que habían motivado el alboroto, de las cuales cayó muerta, y otra de una pequeña rotura de cabeza que le dieron fue ocasión para que dentro de 15 días también muriese. Los hombres andaban allí dentro tan encarnizados peleando unos con otros que no fue posible en más de una hora ponerlos en paz la mucha gente desinteresada que lo procuraba.
Otro motivo de conflicto fue el desempeño de cargos y oficios públicos. Entre los relacionados con la minería estaban la Alcaldía Mayor de Minas, cuyo titular era además veedor de los ingenios de Potosí, una especie de juez civil y criminal de primera instancia en casos de minería. Llegó a haber hasta tres veedores. Estos oficios los pagaban los mitayos —cómo no— a través de la Caja de Granos (un grano = 5 maravedíes, por mitayo y día). Además, de la citada caja salía también el pago a otros cargos, como el protector de naturales; el corregidor de Potosí, que recibía de esta caja un salario extra por subir dos veces por semana al Cerro, supervisando la entrega de las mitas; seis capitanes de mita de «las provincias indias»; varios alguaciles que cuidaban la entrada a los socavones y ayudaban a recolectar los granos; y hasta se abonaba un suplemento al sacristán de la iglesia Matriz por tocar la campana al amanecer como señal del comienzo del trabajo.
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Como se observa, absolutamente todo salía del trabajo indígena. Potosí organizó en su entorno la economía andina, pero fue la población indígena la que constituyó el secreto del milagro de la ciudad, de su cerro y de su plata. Un secreto a voces no siem pre desvelado. 16.4. U NAS ÚLTIMAS PALABRAS SOBRE LA CRISIS DEL SIGLO XVII EN LA REGIÓN ANDINA. ¿REALIDAD, REFLEJO O INVENCIÓN? Buena parte de los analistas de este período, especialmente aquellos más proclives a aportar una visión de la historia americana volcada hacia la historia europea o construida a partir de la misma, han querido ver en los procesos que tuvieron lugar en este largo siglo siglo XVII, por lo menos hasta 1750, muestras inequívocas de una recesión existente en el interior del mundo económico colonial; en la medida en que las remisiones de metal y otros productos procedentes del mundo andino y con destino a los mercados europeos disminuyeron notablemente, considerando las cifras alcanzadas a finales del siglo XVI, y considerando el escaso interés por los avatares de la política metropolitana que, en general, las sociedades americanas mostraron a lo largo de estas décadas; décadas que algunos autores, seguramente más proclives a las que han querido ver como épocas de epopeya (la conquista o la independencia), han considerado como «los años oscuros» del tiempo colonial. Un análisis más pormenorizado de los datos disponibles y, sobre todo, un giro copernicano en el planteamiento inicial, nos pueden llevar a obtener interesantes conclusiones. Giro copernicano en el sentido de considerar que la historia americana, aunque dependiente en muchos aspectos de las coyunturas atravesadas por Europa en los mismos períodos, estuvo dotada de especiales particularismos que la constituyen como un universo autónomo, en un ciclo propio, con factores internos que la hicieron evolucionar. Y giro copernicano también que nos puede llevar a entender que fue en este «tiempo oscuro» cuando se fraguaron las relaciones de dominación (externas e internas), las estructuras de poder político, social, económico y cultural que han caracterizado a la historia de América Latina no sólo en la época colonial, sino tam bién en su contemporaneidad. Si analizamos, por ejemplo, los proyectos imperiales de la Corona española res pecto de sus dominios coloniales, podríamos observar en qué medida se cumplieron: si este grado de cumplimiento fue satisfactorio, o si por el contrario, la frustración imperial fue la que generó y transmitió esta sensación de «crisis» general, porque, desde luego, ha de quedar claro que una cosa ha de ser la «crisis» imperial, y otra muy diferente la «crisis» de los territorios americanos. Los proyectos imperiales, realizando una simplificación, se orientaron en primer lugar a conseguir cada vez más nutridas y continuas remisiones de metales hacia España, incrementando para ello la producción de plata, para lo cual se dotó de mano de obra gratuita a los azogueros mediante las mitas y del mercurio necesario a precios tolerables para sus economías, a pesar del inmenso esfuerzo que significaba llevarlo hasta las minas. Se basaron también en el aumento de las recaudaciones fiscales por los productos importados desde Castilla, que debían favorecerse reforzando el mono polio comercial y evitando el desarrollo de la agricultura y los textiles autóctonos. También en lograr que el gasto administrativo americano fuera mínimo, para lo cual
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debían establecerse mecanismos de autofinanciación de todas las actividades de un «Estado colonial» que a base de reducirse nunca existió como tal. Proyectos imperiales que pasaban por la liquidación de los poderes locales y regionales, dotando a las autoridades delegadas de fuerza y decisión para acallarlos y obligarlos a la lealtad y la obediencia: las Indias eran dominios del rey; la idea de «reinos» o «provincias» fue posterior, y más parece una adecuación forzada a la realidad que perteneciente a la concepción inicial. Por último, figuraba entre los proyectos imperiales la necesidad de someter a la Iglesia y, sobre todo a su inmenso poder económico en América, a la autoridad real, mediante el Patronato Regio, de manera que la evangelización constituyese un mecanismo de construcción de una nueva cultura, en la que lo político y lo religioso se encontrasen íntimamente unidos, y donde los eclesiásticos sirvieran a manera de funcionarios estatales al servicio de una misma causa, en la medida que el temor a Dios y al rey, al gran poder de Dios y del rey, viniera a ser la representación del primero en el segundo. Como hemos analizado en las páginas anteriores, la mayor parte de estos alineamientos políticos se intentaron llevar a cabo por parte de los administradores coloniales enviados por la Corona a la región andina; todas las medidas descritas parecieron ponerse en marcha; pero los resultados obtenidos fueron muy diferentes de los cálculos realizados y de los objetivos propuestos. ¿Ésta fue la crisis del siglo XVII?, ¿acaso los territorios americanos no respondieron a las expectativas que la Corona trazó sobre ellos? Algunos de los historiadores que nos hemos dedicado a este tema, analizando la realidad andina del período, nos preguntamos, acordándonos de la canción de Supertramp: Crisis, what’s crisis ? Esta famosa y supuesta crisis americana del siglo XVII, ¿no será acaso un reflejo historiográfico de la crisis que, efectivamente, atenazó a la monarquía española a lo largo de esta centuria? ¿No será una visión eurocéntrica de dos realidades diferentes a las que se las quiere concatenar, como si la monarquía española fuera un todo homogéneo e indesmontable, imposible de descomponer en piezas separadas e independientes? ¿No será resultado de la frustración imperial porque América, efectivamente, no dio a la Corona lo que se esperaba de ella? La respuestas no son sencillas ni, seguramente, poseemos la suficiente base de investigación como para dar respuestas categóricas. Pero es evidente que los argumentos utilizados hasta hoy para demostrar la existencia de tal crisis merecen una revisión y puesta al día. Desde luego no es éste el lugar para hacerlo, pero parece necesario apuntar algunas cuestiones que aclaren un poco el panorama y, sobre todo, que despejen dudas y susciten reflexiones sobre estos interrogantes. Un primer elemento de análisis han sido las remisiones de metales. Todos los autores coinciden en que, manejando cifras oficiales, es decir, registros de navíos remitidos con metales desde la región andina hacia Europa, las cantidades de metal disminuyeron a partir de 1620, tanto la plata del rey como la de particulares. Entre las causas se apuntan la bajada productiva potosina, la crisis de población, el descenso en la demanda europea de metales, etc. Y como consecuencia de esta disminución en los flujos de plata se habría producido también una disminución en las exportaciones europeas con destino a América y, por tanto, una contracción general del mercado. Naturalmente, las malas condiciones de la política española, de la propia monarquía, habrían imposibilitado reformar en la metrópoli y en América el mal estado de las cosas.
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Todos estos aspectos han sido o están siendo puestos en discusión, especialmente a partir de múltiples trabajos en los cuales se muestra cómo el contrabando, tanto el realizado por los extranjeros como por las fullerías sobre las normativas del monopolio que realizaron los propios comerciantes españoles, no hizo sino crecer a lo largo del período. Con seguridad disminuyeron las remesas de plata hacia Europa, especialmente la del rey, pero no en tan alto grado como la propia administración manifestaba. Es más, debieron existir momentos a lo largo del siglo XVII en que hubo notables repuntes, si no de la plata oficial, sí desde luego de la plata de particulares. Eso reflejaría mucho más las estadísticas de producción de Potosí, al que, por cierto, se le unieron en este siglo los metales procedentes de Oruro, Lípez, y otras minas peruanas y altoperuanas. La suma de todas ellas no resultó en absoluto despreciable. Otra cosa es si esa plata llegaba a España y si lo hacía oficialmente, o acababa en las arcas del rey. En otro orden de cosas, la población indígena lentamente dejó de disminuir y permaneció estancada después de 1630-1640 en algunas regiones e incluso se recuperó en otras. Pero los mestizos y los blancos crecieron en valores absolutos y porcentuales. Igual sucedió con negros y, sobre todo, con mulatos y castas. Así pues, existió un repunte demográfico en la región, ciertamente más localizado en aquellas zonas donde la población se había ido concentrando desde finales del siglo XVI. En todo caso, la lenta recuperación de la población indígena fue compensada positivamente con el desarrollo de los demás sectores. Ello significó, como hemos visto, un mayor fortalecimiento de los trabajadores asalariados sobre los forzados, y el aumento de la demanda en los mercados andinos, cuya producción local y regional estaba perfectamente en condiciones de atender, y necesitaba mucho menos que antes las importaciones castellanas. Y esto es un cambio relevante respecto de la situación anterior. Si puede detectarse, efectivamente, una disminución en la producción minera (siempre comparada con las cifras de finales de siglo XVI, y sujeta a un movimiento de puntas de sierra), en cambio la producción agrícola aumentó. Es un síntoma bastante interesante de que el mundo andino no se desplomó durante el siglo XVII: debió de producirse un repliegue hacia la hacienda, y seguramente una desmonetarización, un regreso hacia la economía natural, pero ya hemos comentado anteriormente que ésta era la norma general; nunca hubo mucha moneda correteando los caminos y ahora, además, era más rentable que circulara por la región andina antes de embarcarse. En otras palabras, existían dos circuitos y los dos fueron aprovechados por los grupos económicos regionales. Respecto de la producción, si hubo contracción en los mercados, ésta pudo descomponerse en unidades más pequeñas y tendió a la autosuficiencia, pero el sentido de la hacienda andina era exactamente éste. Cuanto más se diversificó, cuanto más nichos ecológicos distintos ocupó y en la medida que obtuvo un mejor acceso a una mano de obra más dispuesta, mayor fue su éxito y su arraigo. La crisis del siglo XVII, como tal crisis europea, específicamente española, no mantuvo en la región andina ni sus mismas pautas ni sus mismos comportamientos. En todo caso deberíamos hablar de este largo siglo XVII como el de la autonomía económica. Analizando rubros diferentes a la minería (y aun incluyendo a ésta, aunque de forma más regional y menos centralizada en un solo foco productivo), debemos afirmar que la economía andina creció. Los intercambios regionales aumentaron, las redes mercantiles fueron cada vez más tupidas y estuvieron más aceitadas en productos y en metal que supo retenerse mejor.
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En todo caso fue una crisis de la política y de la administración colonial en cuanto a pérdida de capacidad de hacerse con estos recursos, al no obtener mayores ingresos fiscales de todo este movimiento; al no impedir que el metal no acuñado y por tanto no quintado circulara con mucha libertad desde Cartagena de Indias a Buenos Aires; al no evitar que el contrabando de productos europeos no españoles saturaran los mercados, mientras los productos de Castilla resultaban extraordinariamente caros y de peor calidad; al no prohibir, por ejemplo, que la mita, auspiciada por la Corona, acabara por entregar más plata líquida a los mineros que lo que ingresaba la Real Hacienda por los quintos de acuñación; al no prevenir que los paños de Quito, por ejemplo, o los tocuyos, o los ponchos cuzqueños, terminaran siendo de mayor calidad que los castellanos, perdiendo la mayor parte de su cuota de mercado; al no contener el espectacular crecimiento de los gastos de defensa, ante una presencia de buques extranjeros que, para colmo, no sólo parecían ser los dueños de las costas, sino que, en realidad, lo eran. Es decir, un Estado ineficiente, una administración desorganizada en un espacio inmenso e inabarcable, y unos funcionarios corruptos en muchos casos que, bien por nombramientos poco adecuados, bien por efecto de la venta de cargos, o bien por la aplicación de la máxima de pan para hoy y hambre para mañana, acabaron por hacer de la maquinaria burocrática imperial un paquidermo atascado en un lodazal, donde la realidad, el orden colonial, el orden de las cosas, fue siempre por delante del sistema estatal, atenazado en su propia maraña de necesidades. Funcionarios que, además, acabaron formando parte de los grupos que detentaban el poder a escala regional y local, cuyos intereses resultaban antagónicos en buena medida con los de una monarquía cada vez más lejana. Si ante todo este cúmulo de despropósitos de la administración colonial, el mundo andino pudo desarrollarse en sus propias claves en una especie de autarquía, en modo alguno puede achacársele ni la crisis ni sus causas. Ante lo que pareció ser una crisis ajena, pudo seguir adelante. BIBLIOGRAFÍA Abecia Baldivieso, V., Mitayos de Potosí en una economía sumergida, Barcelona, 1988. Andrien, K. J., Crisis and Decline. The Viceroyalty of Peru in the Seventeenth Century , Alburquerque, 1985. —, «El corregidor de indios, la corrupción y el estado virreinal en Perú. 1580-1630», Revista de Historia Económica, n.º 3, 1986. Armas Asín, F., La construcción de la Iglesia en los Andes. Siglos XVI - XX , Lima, 1999. Ares Queija, B., «Mestizos, mulatos y zambaigos. Virreinato del Perú, siglo XVI», en B. Ares Queija y A. Stella, eds., Negros, mulatos, zambaigos. Derroteros africanos en los mundos ibéricos , Sevilla, 2000. Arroyo, E., La hacienda costeña en el Perú. Mala, Cañete. 1532-1968, Lima, 1981. Assadourian, C. S., «La mercancía dinero en la formación del mercado interno colonial. El caso del espacio peruano. Siglo XVI», en E. Florescano, comp., Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América Latina. 1500-1975 , México, 1979. —, El sistema de la economía colonial. Mercado, regiones y espacio económico, Lima, 1982. —, «Intercambios en territorios étnicos entre 1530 y 1567, según las visitas de Huánuco y Chucuito», en O. Harris, B. Larson y E. Tándeter, La participación indígena en los mercados surandinos. Estrategias y reproducción social. Siglos XVI a XX , Cochabamba-La Paz, 1987.
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