Cat D´Arossi Entre N apoleón apoleón y los t ulipanes ulipanes
¿Existe ¿Existe la felicidad? feli cidad?
Napoleón y los los tuli t ulipanes panes Título Origina Original l : Entre Napoleón © Cat D´Aros D´Aros s i
2010 20 10
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P ara: Rebeca y Ana, quienes comenzaron el círculo. Yolanda y Tamara, quienes le dieron forma. Camilla, Marina y François, quienes lo completaron. Porque los amigos son la familia que nos permitimos elegir, este libro va dedicado a ustedes, y a todos los quetzales que me enseñaron a volar.
Q uerido lector: En tus manos, posees un trozo de mí. De lo que fui, de lo que soy y de lo que espero ser.
Cat D´Arossi
“No ser nadie, sino tú mismo,
en un mundo que está haciendo todo lo posible, día y noche, para que seas alguien distinto, significa luchar la batalla más difícil que cualquier ser humano pueda enfrentar y nunca detenerse”
Edward Estlin Cummings
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Primera Parte
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Uno “ He cometido el peor pecado que una persona puede cometer. No he sido feliz”
Jorge Lui s Bor ges
P
equeñas gotas de sudor frío se deslizan por mi sien, se escurren a lo largo de mis pómulos y caen sobre el cuero negro del sofá,
estrellándose contra él como la lluvia en el asfalto. Jugueteo con los pulgares y agito una pierna impacientemente, mientras remuerdo mis labios carmesí, haciéndolos lucir blancos. Tengo una extraña sensación de incomodidad, no sé si sea porque estoy en medio de tres individuos que me aplastan las costillas o porque estoy nerviosa. Creo que es un poco de ambas. Después de todo, jamás imaginé encontrarme en una situación como esta: compartiendo el sofá con tres inadaptados sociales y frente a una psicóloga que no deja de tomar apuntes en su libreta marrón. Me siento estudiada, como un gorila verde encerrado en una jaula. El tipo que está a mi izquierda no ha parado de hablar en los últimos veinte minutos. Podría levantarme en este preciso instante para taparle la boca con sus calzoncillos y creo todos me darían las gracias, en especial la adolescente gótica que está sentada a un extremo del sofá. Ella sí que quiere mandarlo al diablo… 14
Bostezo con disimulo. Mi brazo derecho empieza a entumecerse, lo movería, pero los enormes senos de la mujer que está junto a mí me lo impiden.
– … y, entonces, le pregunté: ¿Qué pasa, Yasmin? ¿Por qué estás evitándome? Y ella dijo: no estoy evitándote, es solo que no aguanto tener una conversación contigo. ¿Pueden creerlo? Digo, sé que tengo un pequeño problema para controlar mi lengua, pero ella debería entenderlo. Creí que ha bía una chispa entre nosotros… Sí, mi brazo derecho no puede moverse, pero mi izquierdo está, realmente, considerando la posibilidad de callar a ese tipo con un buen golpe.
– … puedo soportar que no esté interesada en salir conmigo, pero ¿qué tiene Barry, del Departamento de Archivos, que no tenga yo? – No conozco a Barry, pero, si tuviera que elegir entre él y un papagayo con forma humana, no sólo me quedaría con Barry, sino que lucharía por él como una tigresa en celo.
– Algo me dice que están teniendo amoríos en el trabajo, y eso va en contra del código laboral…
– ¡De acuerdo, Ted! – exclama la doctora Scheffer, alzando la voz con autoridad – Has llenado tu espacio de veinte minutos, continuaremos en la próxima sesión… Dios bendiga los límites de tiempo de los loqueros.
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– … quiero que sigas practicando los ejercicios de autocontrol que te enseñé la semana pasada. ¿Está bien? – Ted mueve la cabeza de arriba a abajo. Por su semblante de pesadumbre, deduzco que aún tenía muchas cosas que contarnos sobre su miserable existencia.
– Excelente. Ahora, es el turno de nuestra nueva participante: Helena – Doy un respingo de alarma. La doctora Scheffer me observa con total atención, como si esperase que yo le contara el verdadero motivo por el cual la gallina cruzó la calle.
– ¿Qué te trae a nuestra terapia grupal de autoayuda? – Me rehúso a contestar. No por carecer de respuesta, sino porque aún no estoy segura de que mi problema sea, en realidad, un problema.
– Comencemos por lo básico – continúa ella, al notar mi escasa voluntad de romper el hielo – ¿Cómo fue tu infancia? – ¿Mi infancia? Fue tan buena que me parece mala.
– Bastante normal, creo yo – – Adelante – – Mis padres me enviaron a la escuela más costosa de la ciudad. Querían que me codeara con niños adinerados…
– Prosigue – – Cuando cumplí los 16, mi madre quiso enviarme a un internado agustino en París… aunque yo deseaba ir a Londres – 16
Detengo el relato para dejar escapar un disimulado suspiro de lamento. Londres. El Big Ben… el London Eye… los soldados que no pueden moverse…
– ¿Y qué sucedió? – pregunta la doctora Scheffer, curiosa ante mi silencio.
– Lo que suele suceder cuando no se es huérfano – respondo, en tono sarcástico. La mujer ignora mi chiste y toma apunte en su libreta. ¿Acaso no tiene sentido del humor?
– ¿Cómo fue tu vida en ese colegio? – Una vez más, permanezco callada. Los Campos Elíseos… el Arco del Triunfo… las excursiones a la Catedral de Notre Dame… los 175 actos que, según el padre François, son pecado, y otras 80 excursiones a la Catedral… ¡Voilá la France!
– No puedo quejarme – Vuelve a tomar nota. ¿Habrá notado que estoy mintiendo? No creo. Es psicóloga, no consultante del tarot.
– ¿Y a qué te dedicas? – indaga, aumentando su interés. – Soy subastadora – – ¡Oh, subastadora! ¿Cómo va eso? – – Muy bien… bien… creo – Por tercera vez, la mujer posa el bolígrafo sobre el papel. Me inquieta el hecho de que esté analizándome; por lo general, soy yo quien disfruta analizando a los demás.
– ¿Qué me dices de tu familia? ¿Cómo son ellos? – 17
– ¿Mi familia? Pues… Dudo. En 20 años, jamás he podido hallar la descripción adecuada; todas son demasiado benévolas.
– Mi abuelo es subastador retirado, al igual que mi padre – – ¡Ah, es una tradición familiar! – – Algo así – – Ya veo. ¿Qué hay de tu madre? – ¿Mamá? Es la encargada de invertir el dinero.
– No trabaja – … Al menos que pueda considerarse un trabajo el despilfarrar los ingresos monetarios…
– ¿Ama de casa? – – Definitivamente – La doctora Scheffer acomoda la espalda en el reclinar del asiento.
– ¿Y qué tal el plano amoroso? – – Bueno… salgo con alguien hace un par de meses – – Háblame al respecto – ¿Que hable de mi vida sentimental? ¿Es eso necesario? – Su nombre es Patrick – – Continúa…
Continúa. Prosigue. ¿Qué me cuentas de eso? ¿Qué hay de aquello? ¿Es lo único que esa mujer sabe decir? Mi concepción de la psicología acaba de ser cruelmente violada por el interrogatorio simplón del que soy objeto. – Es empresario. Su familia tiene una cadena de hoteles… 18
– ¿Patrick Watson - Creek? ¡Oh, eres Helena Fakker! –
¡Magnífico! Ahora, mi nombre aparecerá en la portada de Magazine Gossip con la doctora Scheffer dando testimonio de la inestabilidad emocional que me condujo a su terapia. Creo que necesitaré un abogado. – Sí – respondo, entre dientes, apesadumbrada por mi falta de
reserva. Un momento; para algo ha de servir el contrato de confidencialidad. Al fin y al cabo, las terapias con los loqueros son como las confesiones sacramentales, y se supone que ningún religioso debe andar por ahí, contando tus pecados a diestra y siniestra…
– ¿Y cómo va su relación? – – Eh… ¡bien! Muy bien. Patrick es… maravilloso – La doctora Scheffer vuelve a tomar nota. Quisiera saber qué tanto ha podido discurrir sobre mí con ese incómodo método inquisitivo.
– Creo que ya han sido suficientes preguntas, Helena. Ahora, quiero que nos cuentes por qué estás aquí – Inclino la mirada, no para huir de su pregunta, sino de la inminente respuesta. El ocaso abraza el cielo con osadía, puedo saberlo porque se filtra el matiz naranja por la ventana de cristal. El suelo se pinta con el reflejo de la tarde… esa tarde que siempre enfría mi alma, convirtiéndola en toneladas de hielo que se desprenden y van a dar a la boca de mi estómago.
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Un molesto nudo se forma en mi garganta y la aprisiona, como aquellos tediosos nubarrones de invierno que enclaustran al sol detrás de sus cuerpos etéreos. Comienza a emerger esa insoluble tristeza, de la nada, y se aferra a mi pecho, como una dolorosa enredadera de espinas. Estoy aquí porque algo me falta. Cada noche, el sueño se rehúsa a envolver mis ojos. Doy giros desesperados y exhaustivos sobre la cama, tratando de hallar un rincón donde no me sienta sola. Los días han comenzado a parecerme monótonos y deprimentes… iguales, unos a otros. Intento ignorar esta nostalgia sin fundamento, pero, cada vez que trato de contenerla, el frágil manto de mi corazón se desgarra y gotas de rocío lastimero se cobijan sobre mis párpados. No soy feliz, y a eso se resume mi presencia en este acogedor consultorio de Manhattan... El súbito timbre del teléfono móvil me pone los nervios de punta. Parpadeo repetidamente y sacudo la cabeza, queriendo volver a la realidad.
– Lo siento, olvidé apagarlo – me excuso, mientras intento hallar el móvil en el interior de mi bolso negro. Mi mano se topa con la chequera, el monedero y las tarjetas de crédito, antes de encontrar el teléfono entre las llaves del auto y el espejo de bolsillo. El identificador de llamadas me causa estremecimiento. Ojeo mi reloj de pulso… ¡llevo media hora de atraso! Me disculpo con la doctora Scheffer y le digo que regresaré en otra ocasión, lo cual, 20
probablemente, no haga, ya que no pienso pagar para que una mujer me interrogue como si fuese sospechosa de un crimen. Salgo del consultorio, reprendiéndome a mí misma por haber perdido el tiempo de una manera tan tonta. ¿Acaso he olvidado que soy una adulta racional y que, por ende, la felicidad no es más que un tabú? ¿Cómo se me pudo ocurrir sentarme junto a cuatro desconocidos para compartir mis inquietudes sobre la vida? Y pensar que todo este embrollo surgió por un escrito del siglo pasado… Felicidad . ¡Joder! ¿En qué estaba pensando cuando me pregunté si era feliz? Cualquier persona con dos dedos de frente que quiera mantener el balance emocional de su vida, sabe que no debe preguntarse tal barbaridad. Yo soy una persona con dos dedos de frente… o lo era, hasta que me topé con una dichosa carta atribuida a Borges. Y digo dichosa en sentido irónico. Pienso que nadie debería escribir semejante cosa y hacerla pública, de manera que no apruebo a Borges, por el contrario, condeno su revelador manuscrito como algo sumamente perjudicial para los que preferimos vivir en la ignorancia supina, respetando las normas de la sociedad y manteniendo una buena conducta estereotípica. ¿Qué hay de malo en hacer lo que todo el mundo hace? Poner el trabajo y, por ende, al dinero, en primer plano. Dejar a los amigos y al amor de último, porque son como el viento: vienen y van…
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¿Qué hay de malo en querer tener las cosas bajo control? No salir sin haber revisado el pronóstico del clima, por ejemplo. Creo que Borges no tenía idea de lo que hablaba. Era un anciano próximo a su muerte, deliraba, eso es todo.
Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima, trataría de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho, tomaría muy pocas cosas con seriedad... Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos. Iría a lugares a donde nunca he ido…
Tendría más problemas reales y menos imaginarios. Yo fui una de esas personas que vivió con sensatez cada minuto de su vida. Claro que tuve momentos de alegría, pero, si pudiera volver atrás, intentaría tener, solamente, buenos momentos. Por si no lo saben, de eso está hecha la vida: sólo de momentos. No te pierdas el ahora. Yo era uno de esos que nunca iba a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas. Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano. Si pudiera volver a vivir, comenzaría a andar descalzo a principios de la primavera y seguiría descalzo hasta concluir el otoño. Contemplaría más amaneceres y jugaría con más niños, si tuviera, otra vez, vida por delante…
Pero ya ven, tengo 85 años, y sé que me estoy muriendo. 22
ajo del auto, aseguro la puerta y cruzo la calle a paso rápido. Me detengo unos instantes para admirar el impetuoso letrero que se levanta sobre la marquesina. Casa de Subastas Fakk er No dice Casa de Subastas Helena, de modo que no me pertenece. No es mi esencia lo que me mantiene atada a ella, sino mi apellido. Cruzo el umbral de la puerta, atravieso el recibidor y entro al auditorio; no hay un solo espacio libre en las quince hileras de butacas. Noto que algunas personas murmuran entre sí al verme llegar, supongo que critican mi demora. Es lo que mejor se les da: criticar.
– Lo siento, se me hizo tarde – – Hola, cariño – Patrick se inclina para darme un beso. Han pasado varios meses y, aun así, no termino de acostumbrarme a él…
– Espero que tengas una buena excusa – La voz de mi madre posee un incómodo tono de hosquedad. No tengo intenciones de contar a nadie sobre mi visita a la doctora Scheffer, así que miento diciendo que el tráfico era una locura.
– ¿El tráfico te detuvo una hora? Eso no tiene sentido, vivimos a quince minutos de aquí… 23
Maldición. Mi coartada acaba de ser desmantelada. – También hubo un accidente – – ¿Qué clase de accidente? – – Un auto arrolló a una cebra –
Maldición. Mi nueva cortada es tan estúpida…
– ¿Cebra? ¡Pero el zoológico está del otro lado de la ciudad! – ¿Por qué dije cebra? Ovni hubiese sido más creíble. El abuelo me observa con suspicacia, pero no hace comentarios. Sospecho que me someterá a un interrogatorio profundo en cuanto tenga la oportunidad. Mi madre ladea la cabeza con desaprobación, es evidente que no cree ni media palabra de lo que he dicho.
– No hay tiempo para discusiones ridículas – interviene papá, como por encargo divino – 45 minutos de atraso, es más que suficiente. Helena, sube a la tarima y comienza con la subasta… Helena, haz esto y haz aquello. Es tu deber, tu responsabilidad, aunque no hayas movido un dedo para adquirirla y aunque no tengas el mínimo interés en llevarla a cabo. ¿Londres? ¿Para qué quieres ir a Londres? ¡Francia es la cuna del pensamiento moderno! Montesquieu, Diderot, Voltaire, todos eran franceses. ¡Tu madre es francesa! Irás a París. ¿Estudiar dibujo? No lo necesitas. Tu deber es hacerte cargo del negocio familiar…
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Antes de cumplir los 17, ya había hecho un doloroso descubrimiento en mi vida: mi futuro estaba planeado y poco importaba mi voluntad. Londres fue tirado a la basura como un trapo viejo. Obviamente, le eché la culpa a Montesquieu y a sus amigos enciclopedistas. Mi empleo, la profesión que ejercería hasta llegada la vejez, había sido escogido sin mi consentimiento. Opté por culpar al abuelo de mi abuelo y a su maldito sueño de tener una casa de subastas. Está en la naturaleza humana el querer buscar culpables, nos alivia saber que la responsabilidad no recae sobre nosotros… Alea iacta est. La suerte estaba echada, y no había nada que yo pudiera hacer al respecto. ¿Rebelarme? Jamás habría sido capaz de hacerlo, mi familia había invertido mucho dinero en mi educación y yo sentía la necesidad de corresponderles. Sí, lo sé… tener conciencia es un asco. En fin. Me dejé esclavizar y opté por afiliarme a la política del hombre de las cavernas: vivo atado de manos y pies en la oscuridad de una cueva, no conozco el fuego y no tengo interés en hacerlo. Me conformo con lo que tengo a mano, no intento ver más allá de lo debido, porque sé que la luz lastimaría mis ojos. No hago preguntas ni analizo mi existencia. Simplemente, estoy aquí. Observo lo que se me es permitido y sigo el ejemplo de mis compañeros, quienes nunca se quejan por no poder salir al exterior. Soy un esclavo satisfecho. Eso, hasta que apareció Borges…
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– Lote n° 225. Primera carta de Napoleón a Josephine. Despierto lleno de pensamientos sobre ti. Tu retrato y la intoxicada tarde que pasamos ayer, han dejado mis sentidos en la agitación. ¡Dulce, incomparable Josephine, qué efecto extraño tienes en mi corazón! ¿Estás enojada? ¿Veo tu mirada triste? ¿Estás preocupada? Mi alma duele de pena, y no puede haber descanso para ti, amada. Pero, ¿todavía hay más guardado para mí, cuando, rendido a los sentimientos profundos que me abruman, dibujo desde tus labios, desde tu corazón, un amor que me consume con fuego? – Hago una pausa y elevo la mirada, sólo para darme cuenta de que el auditorio entero tiene los ojos puestos en mí.
– La subasta abre con una oferta de 100 mil – anuncio, afanada por deshacerme de la incómoda sensación que me produce el tener cientos de miradas apuntándome. Un sonoro cuchicheo se apodera de la sala. La esposa del senador Jones le susurra algo; el hombre se limita a observarla con el rabillo del ojo, mientras gira el tronco para echar un vistazo al auditorio. Nadie ha levantado la mano. Su mujer le da un codazo en la costilla, haciéndolo sobresaltarse. Él la mira con nerviosismo. En su mano derecha, sostiene un cartel con el número 484. Comienza a erguir el brazo…
– ¡100 mil! – exclama un sujeto regordete, sentado en la parte trasera del salón. 26
El peluquín falso, las gafas cuadradas, el bigote abundante… es Lipin Coles, uno de los empresarios más reconocidos del país. Tiene fama de ser un excéntrico irremediable.
– El señor Coles ofrece 100 mil, ¿alguien está dispuesto a superarlo? – cuestiono, mirando de reojo al senador Jones. El pobre parece estar siendo reprendido por su esposa, ya que se estremece cada vez que ésta se inclina sobre su oído para murmurarle. El cuchicheo persiste.
– ¡170 mil! – Un hombre vestido de vaquero, levanta el número 315 y lo agita con efusividad.
– Esa es una oferta muy decente, señor – comento, a manera de cumplido. El vaquero sonríe con una pizca de arrogancia y le dirige una mirada desafiante a Lipin Coles. El empresario le devuelve el gesto. Las cosas van a ponerse feas…
– ¡200 mil! – El senador Jones intenta secar el sudor de su frente con la manga del saco, mientras mantiene el brazo levantado con el número 484.
– ¡225 mil! – vocifera un hombre calvo, en la tercera fila. – ¡240 mil! – riñe una mujer pelirroja, sentada junto a la primera dama. El farfullo consume el auditorio. Lipin Coles frunce el entrecejo con inquietud; el vaquero le da un golpecito al borde de su sombrero 27
blanco, y, en la segunda fila, el senador discute en voz baja con Marta Jones. Me pregunto qué ha traído a esta gente a la subasta de hoy… a la de hace una semana… tres meses… ¡a las subastas de los últimos 10 años! ¿Qué satisfacción puede brindarles el invertir su dinero en este tipo de cosas? Puedo entender el consumismo tecnológico, los vicios, las apuestas. Incluso, puedo justificar la prostitución como la necesidad que tiene el hombre de recibir afecto, pero ¿subastas? ¿Qué clase de persona gasta miles de dólares en algo que sólo servirá para adornar su sala? El inconfundible siseo de la puerta me hace levantar la vista. Una desconocida acaba de entrar al salón; de espaldas, intenta ajustar el cerrojo sin hacer ruido. No puedo ver su cara, pero tiene un hermoso cabello azabache, largo y liso, que se agita mientras gira la cerradura. Da media vuelta, y nuestras miradas chocan entre sí con tal intensidad que percibo un efímero fulgor consumiéndome los ojos…
– ¡270 mil! – La voz de Lipin Coles me parece distante y vaga, como un pensamiento olvidado que no me molesto en escuchar. Siento que mi conciencia es arrancada súbitamente y contenida en ese inexplicable cruce de sentidos.
– ¡300 mil! – El resto del mundo ha dejado de importarme. ¡Ya ni siquiera sé si estoy despierta! Una profunda calidez me abraza el pecho, como la 28
acogedora toga del alba que consume el frío de la noche. De pronto, ella pestañea, y, apartando su mirada de la mía, camina tras la última hilera de asientos, donde no puedo verla.
– ¡350 mil! – Mi frágil mente es arrastrada con violencia de vuelta a la subasta. La realidad me abruma. Ladeo la cabeza disimuladamente; mis ojos se niegan a dejar de buscarla…
– ¡500 mil! – El vaquero agita su brazo con desesperación. Tiene semblante de angustia y su cara luce sudorosa. Me observa de manera suplicante, mientras sacude el cartel 315 sobre su cabeza. Miro a Lipin Coles; el tono rojizo de sus pómulos y el entrecejo fruncido con aire malhumorado, me hacen suponer que no tiene una oferta mejor que la de su rival.
– ¡500 mil a la una, a las dos…! – – ¡785 mil! – Un inesperado bramido proveniente de la segunda fila, me interrumpe en el último instante. ¿Dijo 785 mil? No puedo evitar que una expresión de pasmo se dibuje en mi rostro. La señora Jones sujeta con fuerza el brazo de su marido, manteniéndolo en el aire. Por un momento, tengo la impresión de que el senador está siendo manipulado. La multitud enloquece. El vaquero baja su cartel y, quitándose el sombrero, se recuesta al asiento con resignación.
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– ¡785 mil a la una, a las dos, y a las tres! Primera carta de Napoleón a Josephine, vendida al senador Jones… y a su esposa.
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Dos ¡Qué cosa tan extraña es la felicidad! Nadie sabe por dónde , ni cómo, ni cuándo llega. Y llega por caminos invisibles, a veces cuando ya no se le aguarda. H enrik Johan I bsen
M
i mundo ha sido ineludiblemente alterado. La notable felicidad que consume a la señora Jones, el pálido
semblante de su marido, la frustración que invade al vaquero, el enfado que Lipin Coles desborda con refunfuños… todo me parece ajeno, apartado y ambiguo. Sin saber por qué, la busco entre la multitud. Un incontrolable desasosiego por hallar su mirada, perturba mi respiración. Nada de esto tiene sentido…
– ¡Helena! – La voz de mi madre me hace recuperar la consciencia. La veo haciéndome señas para que deje la tarima. ¿Por qué sigo en la tarima?
– Estuviste maravillosa – exclama el abuelo, haciéndome un gesto de cariño en la mejilla. Me limito a sonreírle.
– ¡Helena! – 31
Doy media vuelta. Una mujer esbelta, de labios carnosos y brillante pelo negro se aproxima con aire malicioso. Viste un traje carmesí, de escote provocador. Conozco esa mirada de suspicacia intimidante, y nunca me ha agradado…
– Betty Tale – saludo, aparentando cortesía. – Debo felicitarte por tu lectura, fue… inspiradora – Noto una pizca de ironía en su comentario, pero, por el bien de las dos, fingiré demencia. – Gracias – – Betty, querida, estás radiante – mi madre la saluda con ese
presuntuoso beso europeo que siempre me hace dudar de mi posición geográfica - ¿Quién ha diseñado tu vestido? – – ¿Quién va a ser? Filipo – – Lo supuse, tiene el porte Materazzo -
Dios las crea y ellas se juntan. – Dime, Helena ¿qué se siente estar en el quinto lugar? – – ¿Quinto lugar? – – Deberías leer las revistas locales más a menudo. Patrick y tú
ocupan la quinta posición en la lista de parejas con mejor trasfondo económico – Así que ahora nos galardonan por tener dinero y asistir a eventos sociales tomados de la mano… ¿Qué se supone que debo hacer, brincar sobre una pierna? – Fantástico – ironizo, levantando las cejas.
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– Me preguntaba si no te molesta concederme una entrevista -
No, no me molesta. De hecho, me hastía.
– Sería un honor – mascullo, haciendo un esfuerzo por colocar mi educación de antemano.
– ¡Magnífico! ¿Dónde está tu novio? – Giro la cabeza de un lado a otro. Acabo de darme cuenta de que Patrick no está.
– Dijo que volvería pronto. Espera un rato – sugiere mi madre. Odio cuando hace sugerencias, en especial, porque yo termino afectada.
– Lo haría si pudiera – Betty ojea su reloj – pero tengo un compromiso dentro de media hora. ¿Te parece si lo dejamos para otro día? –
– ¡Por supuesto! – Una mueca de recelo en la cara de mi madre, me hace sospechar que mi alegría es evidente.
– Nadine, te veo en el salón de belleza… o en el spa – El doble beso vuelve a repetirse y, dando media vuelta, Betty Tale se marcha. ¡Qué alivio me da ver su petulante existencia alejándose de mí! Las carcajadas de Marta Jones resuenan en la entrada del auditorio. Parece jactarse del cuadro con marco plateado que lleva entre las manos. ¡Ahí va el nuevo utensilio decorativo de la esposa del senador! Seguramente, lo colocará en la sala, cerca del vestíbulo,
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para que todo el que llegue de visita se revuelque de envidia al verlo…
– Menos mal que siguen aquí – La voz de Patrick resuena a mis espaldas. De haber aparecido diez segundos antes, me habría visto obligada a responder las incómodas preguntas de la señorita Tale. ¡Bendito sea el hombre que inventó el reloj! ¿O debería bendecir a Dios, por inventar el tiempo? Doy media vuelta… La vida se detiene ante mis ojos. El hermoso resplandor de sus pupilas, sumerge mi mundo en un dulce delirio de irrealidad. Ahí está ella, mirándome fijamente, como si supiera que, por alguna razón, inquieta mi universo.
– Helena, te presento a Sophie. Mi prima – – Es un placer conocerte – Ella sonríe con dulzura y extiende la mano derecha.
– Encantada – respondo, tratando de ocultar mi perplejidad. Nos damos un ligero apretón de manos. Su piel acaricia mi muñeca suavemente, y, en un delicado desliz, nuestros dedos se entrelazan provocando tal calidez que mis latidos se descontrolan.
– Ellos son Harold y Nadine Fakker. Les presento a mi prima… He dejado de pensar; mi realidad está contenida en su presencia. El hermoso cabello azabache que brilla con las luces del salón, la tierna sonrisa que remarca sus pómulos color rosa, las dos estrellas verde oscuro que tiene por ojos y que me desnudan el alma con lentitud… 34
– El señor Abraham Fakker – – ¡Ah, pero todos me llaman Apu! – Parpadeo una y otra vez, en un tenue esfuerzo por reprimir las emociones que se desbordan dentro de mí.
– Sophie es la hija de mi tío Charles, el encargado de los hoteles en Inglaterra… lo cual explica el apretón de manos –
– ¿No crees que es demasiado pronto para comenzar con tu crítica a la reserva inglesa? – le cuestiona ella, entre dientes.
– No – responde Patrick, en tono juguetón. – ¿Así que has venido desde Gran Bretaña? – la faceta inquisitiva de mi madre, cobra vida.
– Sí. De hecho, fue algo de último momento: era mi padre quien debía venir a la reunión de junta directiva, pero surgió un imprevisto y me ha pedido que le reemplace… ¿Qué está pasándome? ¿Por qué me resulta tan inquietante su mirada? ¿Y qué es ese aroma que emana de su cuerpo, parecido al perfume de la brisa primaveral?
– Debiste avisarme que llegarías hoy. Habría ido por ti al aeropuerto –
– No hacía falta, conozco la ciudad – – Es tu primera vez en Nueva York – – Sí, pero me gusta leer los folletos turísticos… Sophie me sonríe con ternura. Le devuelvo el gesto, aunque con algo de timidez.
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– ¿Y cuánto tiempo te quedarás? – inquiere mi padre, acomodándose la corbata.
– Sólo un par de días. Tengo que volver a Londres el domingo por la tarde, de modo que, Patrick, tienes poco tiempo para mostrarme el sueño americano –
– ¡Puf! Ésta vez tendré que fallarte. Mañana temprano viajo a Tokio, para cerrar el trato con Harusame –
– ¿Hablas en serio? – Patrick asiente. Sophie deja escapar un bufido de decepción.
– ¿Entonces tendré que pasar toda una semana dando vueltas en el lobby del hotel? –
– Lo siento, cariño. Aunque… ¿Han sentido esa misteriosa presión que suele sentirse cuando estamos convencidos de que van a pedirnos un favor?
– … Helena conoce toda la ciudad, estoy seguro de que le encantaría darte un recorrido. ¿Cierto, linda? – El corazón me da un vuelco. Su mirada vuelve a desviarse hacia mí, atrapándome en un perturbado mar de emociones que torna violentos mis latidos. Un cosquilleo me recorre el cuerpo, haciéndome dar un salto que procuro disimular.
– Eh… bueno… yo… – balbuceo. – Podrían ir al MET – sugiere Patrick, rodeándome los hombros con un brazo.
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La sensación de su mano frotando mi piel, me resulta algo incómoda.
– Tu prima sólo tiene un par de días para conocer Nueva York, no creo que quiera perder el tiempo en un museo…
– De hecho – interviene ella, entrecerrando los ojos con una pizca de provocación – Adoro los museos…
Infinitas gotas de agua se deslizan, suavemente, en la cristalina ventana de mi habitación. La primera lluvia del año ha ocultado las estrellas con lúgubres cortinas grises, que se alzan, tiranas, en el firmamento. Detesto las noches frías, que, en su despiadado afán por entumecer mi cuerpo, me hacen recordar que no hay nadie junto a mí para abrigarme. Siempre he tenido problemas para dormir. Miedo, tal vez. No a la oscuridad de la noche, sino a la de mi alma. Sí, a mi alma, como suele pasarle a todos los adultos cuando llegan a la madurez y se dan cuenta de que no pueden seguir ahogando la voz de sus corazones con tal de seguir los consejos de la razón. Porque una cosa es hacer lo correcto y, otra, hacer lo normal. Yo, por ejemplo, he llevado una vida normal, pero completamente incorrecta. Y sí, estoy al tanto de mi error, pero una cosa es saberlo y, otra, querer corregirlo.
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La lluvia se hace cada vez más intensa, reflejándose el parpadeo de los relámpagos en la nítida alfombra del dormitorio. Doy vueltas sobre la cama, de un lado a otro, intentando sofocar la cotidiana nostalgia que me mantiene en vela. Mi recámara acostumbra ser más solitaria por las noches, cuando la penumbra me obliga a convivir conmigo misma, sin poder refugiarme en la calidez del balcón. Y, cuando a tal desgracia me veo sujeta, es decir, cuando debo estar a solas con mi moribundo yo interno, sólo hay algo que logra apaciguar la desgraciada sensación de amargura que me consume: Napoleón. No, no son delirios de una mente perturbada por el poco dormir y el mucho pensar. Son las cartas de Napoleón a su amada Josephine el único abrigo que me resguarda de la tormenta. Enderezándome poco a poco, extiendo el brazo para encender la lamparilla. Tomo el libro de solapa gris que yace inánime sobre la repisa, y lo abro en la tercera página.
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Italia, 1796 No he pasado un día sin amarte; no he pasado una noche sin estrecharte en mis brazos; no he tomado una taza de té sin maldecir la gloria y la ambición, que me tienen alejado del alma de mi vida. En medio de las tareas, a la cabeza de las tropas, al recorrer los campos, mi adorable Josephine está sola en mi corazón, ocupa mi espíritu, absorbe mi pensamiento. Si me alejo de ti con la rapidez de la corriente del Ródano, es para volver a verte más pronto. Si, en plena noche, me levanto para trabajar, es porque ello puede adelantar, en algunos días, la llegada de mi dulce amiga … Adiós, mujer, tormento, dicha, esperanza y alma de mi vida, que amo, que temo, que me inspira sentimientos tiernos que me llaman a la naturaleza y movimientos impetuosos tan volcánicos como el trueno. Yo no te pido amor eterno ni fidelidad, sino, simplemente, la verdad … franqueza ilimitada. El día que me digas - te amo menos será el último día de mi amor, o el último de mi vida.
Napoleón 39
–
E
l mundo está sumido en la perdición. ¡No deberían
publicar este tipo de cosas en los medios! – se queja mi madre, indignada.
En la mano derecha, sostiene la portada del News Follower, uno de los periódicos más leídos de la ciudad.
– Es lo que llaman libre albedrío – justifica Apu, con aquella inmutable serenidad.
– Yo lo llamo pecado – – Nadine tiene razón, papá. No hay excusa para las aberraciones –
– Aberración es una palabra muy fuerte – replica el abuelo. – ¡Es una ofensa para Dios! ¿Cómo quiere que lo llamemos? – Modernismo – Mi madre deja caer el periódico sobre la mesa. Finalmente, luego de 10 minutos presenciando la misma discusión, logro ver la portada del tabloide: Aprueban matrimonio homosexual en el estado de California.
– Harold, tu padre está endemoniado – – Mi padre no está endemoniado – – ¡No estoy endemoniado! – – ¡Entonces deje de decir blasfemias! – – Blasfemia también es una palabra muy fuerte – 40
– Ya es suficiente, los dos – gruñe mi padre – ¿Qué no podemos desayunar tranquilamente? –
– Helena, dile a tu abuelo lo errado que está – refunfuña Nadine Fakker, en un tono lo suficientemente agresivo como para hacerme entender que debo apoyar su posición.
– Papá, ¿podrías revisar el…? – Soleado – – ¿Y en la tabla de…? – Los Yankees – – ¿Qué hay de…? – ¡Helena! – Doy un respingo y vuelvo los ojos hacia la mujer que me dio la vida. Tal parece que fingir sordera, en esta ocasión, no es una alternativa viable.
– La biblia dice que es pecado, Apu – murmuro, al caer en cuenta de que es imposible rehuir el asunto. Odio tener que darle la razón a mi madre, pero es la única manera de ahorrarme una agobiante perorata sobre la voluntad divina. La meteoróloga del News Follower ha pronosticado un hermoso día de sol y los Yankees van ganando la serie; haré lo que sea para defender este corto momento de paz espiritual. Mamá le dirige al abuelo una mirada triunfante. Parece quedar satisfecha con mis palabras, puesto que da el diálogo por terminado y abre su tema preferido: la vida ajena.
– El hijo del senador Jones acaba de comprometerse – 41
– ¡Ya era hora! Un hombre de su edad que aún vive en casa de sus padres, no es bien visto –
– Que sea hombre no tiene nada que ver, Harold. También aplica a las mujeres – Su comentario cae sobre mí como un balde de agua fría, haciendo que me atragante con el zumo de naranja. ¿Es mi imaginación o pretender insinuar algo? ¡Adiós, paz espiritual!
– Patrick es un caballero, como pocos. No se me ocurre un mejor partido. ¡Estela! –
– Bueno, debo admitir que me agrada. Parece un hombre decente – corrobora papá.
– ¿Qué opinas, Helena? Si él tuviera intenciones de casarse contigo, aceptarías sin pensarlo, ¿no es cierto? –
– No sé si esté preparada para casarme… – ¡Pero por supuesto que estás preparada, tienes 30 años! No pensarás quedarte soltera… No, eso ni en broma. ¿Qué diría la gente? ¡La prensa nos destrozaría! –
– Nadine, no exageres – espeta mi padre, sin apartar la mirada de la sección de economía.
– ¿Quién exagera? Yo no exagero. Esos columnistas difamadores que trabajan en los periódicos locales, no dejarían pasar la oportunidad para escribir atrocidades sobre nosotros. ¿O has olvidado la humillación que tuvo que soportar Mary Eth Albright? ¡Estela! – 42
– Lo que le pasó a la señorita Albright, fue lamentable – murmura Apu.
– ¿Lamentable? ¡Fue humillante! No la culpo por haberse mudado a las Islas Canarias. ¡Estela! –
– ¿ Madame? – – Tuve que llamar tres veces – – Disculpe, Madame, pero… – Mi té adelgazante y mis barras de avellana – – En seguida – Estela sale del comedor a la velocidad del rayo. No deja de sorprenderme su fortaleza para aguantar semejantes atropellos día tras día.
– ¿Ves a lo que me refiero, Helena? – exclama mi madre, haciendo un ademán despectivo – Un buen matrimonio pudo haber salvado a nuestra mucama de tener que limpiar inodoros para sobrevivir –
Cambio de emisora y me encuentro con una vieja canción de Los Beatles: la vida es la serie de cosas que van sucediendo cuando estás ocupado haciendo otros planes…
Estaría de acuerdo con ellos, de no ser porque, indudablemente, me hizo falta hacer más planes.
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Tengo 30 años y he llegado a un punto en el cual no sé en qué punto estoy. Mi vida se ha convertido en una sarcástica paráfrasis de la Divina Comedia: a mitad del camino, en una selva oscura me encontraba, porque mi ruta había extraviado… Yo no sé repetir
cómo entré en ella, pues dormido me hallaba en el punto que abandoné la senda verdadera. ¿A qué se refería Dante? ¿A un turista europeo extraviado en un oscuro callejón de Brooklyn, o a un hombre extraviado en la vastedad de su propia consciencia? Porque ambas cosas, debo decir, me resultan aterradoras. Vuelvo a cambiar de sintonía; no estoy de ánimo para canciones hippies. En mayo de 1967 fue publicado un artículo llamado “Conócete a ti mismo ”. La persona que lo escribió, dijo que todo hombre, a menos que sea un simple ente sin ambición y sin conciencia, a menos que sea un cretino, se enfrenta con seis preguntas fundamentales que debe resolver de alguna forma: ¿De dónde? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué? Y ¿a dónde? De dónde, cuándo, dónde, cómo, por qué y a dónde… ¡Pamplinas! Todo el mundo sabe que semejantes preguntas conllevan un colapso existencial que nos priva de la cordura. Es mucho más razonable que cada quien se dedique a lo suyo y no pierda el tiempo preguntándose por qué está vivo. La Gioconda es un buen ejemplo: no sabemos ni
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estamos, si quiera, cerca de averiguar el verdadero motivo de su sonrisa. Podemos suponer, como lo hacemos siempre que deseamos explicar lo inexplicable; diríamos, entonces, que la Mona Lisa sonríe porque está feliz, porque planea algo siniestro, porque, en ese momento, coqueteaba con el pintor, o, siguiendo el ideal feminista, que sonríe porque es mujer. Cualquiera de estos argumentos podría ser el correcto, o, quizás, ninguno lo sea. ¿Por qué seguimos preguntándonoslo? Han pasado 500 años y dudo que Da Vinci tenga intenciones de levantarse de la tumba para desentrañar el misterio. El problema es que el hombre ha olvidado que, algunas cosas, no fueron concebidas para explicarse. Vuelvo a cambiar de emisora, rogando, para mis adentros, que ésta vez me tope con algo consistente y digno de una adulta racional que conduce hacia el Museo Metropolitano de Arte. Un estudio reciente ha conducido a un importante descubrimiento sobre los elefantes: resulta que los mamíferos más grandes del mundo, y los únicos cuadrúpedos que no pueden saltar, no sólo le temen a los ratones, sino también a la picadura de las abejas. En el mismo estudio, se ha llegado a la conclusión de que los elefantes poseen una especie de alarma que los advierte cuando una abeja se aproxima…
¡Bienaventurados los animales clarividentes, porque nunca serán sorprendidos! ¿Era mucho pedir que Dios nos fabricara con una
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alarma anti - desdichas? ¿Algo que nos previniera de las desilusiones amorosas, los políticos mentirosos y las amistadas falsas? No, pensándolo bien, es mucho más cómodo aferrarse al beneficio de la duda…
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S
abes? Éste es uno de los mejores museos de arte en el
– ¿
mundo. Podríamos llamarlo: el Louvre de América –
– ¿Y has estado en el Louvre? – – ¡Oh, infinidad de veces! Estudié en París durante tres años – – La ciudad de las luces… ¡París es un pozo profundo! – – Cuando limpian un sótano, descubren otro; debajo hay una cripta y, más abajo, una caverna –
– Debajo de ella, un sepulcro, y, más abajo, un abismo – – ¿Te gusta Víctor Hugo? – – No es mi escritor favorito, pero sí, me gusta mucho – – ¿Quién es tu favorito? – – Antoine De Saint-Exupéry – – ¿El aviador? – Sophie asiente con la cabeza y bosqueja una sonrisa inocente que hace destellar sus ojos.
– No he leído ninguno de sus libros… excepto El pequeño príncipe – comento, mientras ingresamos al departamento de Arte Asiático.
– También yo – Observo a mi acompañante, perpleja. Medito la posibilidad de preguntarle cómo es que, siendo su escritor favorito, sólo ha leído una de sus obras, pero, antes de que pueda abrir la boca para decir algo, ella se detiene frente a un alucinante grabado que muestra un oleaje levantándose sobre la cima de una montaña.
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– La gran ola de Kanagawa – murmuro, dejándome embelesar por el cuadro.
– ¿Qué crees que significa? – me pregunta. – Es arte impresionista – – ¿Y qué crees que significa? – repite. Su interrogante me desorienta. He venido al Museo Metropolitano de Arte cientos de veces; Patrick suele conformarse con una ficha técnica y mi madre se enorgullece de poder diferenciar una acuarela de un gouache. Pero a Sophie no le interesan los formalismos, sino el significado de la pintura. Su esencia… su razón de ser. Observo el cuadro en silencio durante unos instantes. Esa imponente ola se acerca al Monte Fuji con aire amenazador, como si deseara tragárselo de un bocado.
– Lo inevitable – contesto, luego de unos segundos. Ella entrecierra los ojos con incredulidad.
– ¿Qué ves tú? – le pregunto, poniéndome a la defensiva. – Esperanza – Mi sensación de pasmo surge con presteza. La imagen de un tsunami acechando la costa de Japón, no me resulta, para nada, esperanzadora.
– Si observas con atención – continúa ella – notarás que el cielo está despejado – Volteo en dirección al lienzo, escudriñándolo con la mirada. El violento mar se agita envolviendo tres barcas entre las olas. La cresta de agua se alza contra la cima del monte, produciendo un 48
cuadro abrumador, pero, a pesar del turbulento océano y del tono grisáceo sobre la cumbre del Fuji, el firmamento luce despejado.
– ¿Cómo perder la esperanza, si aún hay luz en el cielo? – La benevolencia de sus palabras me sobrecoge de tal manera que un vaivén hace brincar mi corazón. ¿Cómo es posible que jamás haya notado ese pequeño detalle? O, mejor dicho, ¿cómo es que Sophie pudo notar ese pequeño detalle? Una persona normal no se fija en el color del cielo: se supone que está demasiado ocupada visualizando la catástrofe marina. ¿O acaso a alguien le importa de qué tamaño es la cabeza de Van Gogh en su Autorretrato? No, es la ausencia de su oreja lo que nos interesa. Retomamos el paso en total mutismo, pero, curiosamente, y en contra de lo que suele pasarme durante los espacios tácitos prolongados, no me siento incómoda, sino reconfortada. Aquí, vagando en los pasillos del ala sur, contemplando, paradójicamente, mundos antiguos al alcance de mi mano, hallo en el silencio al más sublime de los lenguajes. Pienso que podríamos permanecer calladas durante horas sin riesgo a que ninguna de las dos sufriese, en algún momento, de un ataque de histeria causado por el terrible miedo que los humanos le tenemos a la ausencia de la palabra. No obstante, es mucho más grande mi sed de conocimiento que mi habilidad para hablar sin abrir la boca, de manera que reanudo la plática. 49
– ¿Y cómo es el negocio de los hoteles? – – Muy fructífero, supongo. No sé mucho al respecto – – Creí que trabajabas con tu padre – – No. Renuncié a mi patrimonio hace un par de años, cuando me di cuenta de que no me apetecía invertir mi vida en algo así –
– Oh… Y… ¿Qué dijo tu familia? – – Mi abuela estuvo en el hospital 8 días, luego de sufrir una crisis nerviosa; mi abuelo fingió estar agonizando para tratar de persuadirme y mi padre amenazó con dejarme sin apellido. Lo tomaron bastante bien – responde, haciendo gala de la inherente destreza que poseen los británicos para la ironía. Dejo escapar un resoplido de gracia, mientras inclino la mirada con aire pensativo. La imagen de Sophie y el término bohemia forman una perfecta correlación en mi mente.
– ¿Y en qué decidiste invertir tu vida? – le pregunto, luego de tomarme unos instantes para imaginármela vestida de gitana.
– Soy fotógrafa. Tengo mi propia revista en Londres – – ¡Suena fascinante! – exclamo, con admiración – ¿Cómo supiste que era la profesión adecuada para ti? –
– Bueno… Sophie se lleva las manos a los bolsillos de su pantalón vaquero y, encogiéndose de hombros, como quien no termina de entender lo que está a punto de afirmar, responde: 50
– Un día abrí los ojos y me di cuenta de que, algunas cosas, no pueden explicarse con palabras –
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Tres "Hay personas que nos hablan y que no escuchamos; personas que nos hieren y no dejan cicatriz, pero hay personas que, simplemente, aparecen en nuestra vida … y nos marcan para siempre" Cecil ia M eir eles
engo un sueño, un sólo sueño… seguir soñando. Soñar con la libertad, con la justicia, con la igualdad… ¡y ojalá ya no tuviera
necesidad de soñarlas! Soñar a mis hijos, grandes, sanos, felices; volando con sus alas, sin olvidar nunca el nido. Soñar con el amor, con amar y ser amado, dando todo sin medirlo, recibiendo todo sin pedirlo. Soñar con la paz en el mundo, en mi país, en mí mismo, ¡y quién sabe cuál es más difícil de alcanzar! Soñar que mis cabellos, que ralean y se blanquean, no impidan que mi mente y mi corazón sigan jóvenes y se animen a la aventura. Sigan niños y conserven la capacidad de jugar. Soñar que tendré la fuerza, la voluntad y el coraje para ayudar a concretar mis sueños, en lugar de pedir por milagros que no merecería. Soñar que, cuando llegue al final, podré decir que viví soñando, y que mi vida fue un sueño soñado en una larga y plácida noche de la eternidad. 52
Mi abuelo cierra el libro y suspira con nostalgia. Parece que él soñaba con lo mismo. Son casi las ocho, el ocaso pinta las nubes y un agradable viento del norte hace bailar nuestros cabellos. Ninguno lo dice, pero, desde la terraza, ambos nos sentimos como el rey y la reina de la ciudad que nunca duerme. Él tiene un cetro: aquél misterioso libro que ha comenzado a leer por las tardes. Yo, en cambio, tengo un computador portátil en el que intento realizar un tedioso informe de ventas. Tal vez sea más acertado decir que él es el rey y, yo, la plebeya.
– Qué hermosa lectura, ¿no crees, Helena? – – Sí, preciosa – respondo, sin apartar la vista del monitor. – Y, a propósito – Apu acomoda la espalda en su vieja silla de caoba – La cebra… ¿sobrevivió? – Lo miro con nerviosismo. Sabía que, tarde o temprano, el tema saldría a colación, pero tenía la esperanza de que no fuera hoy… ni mañana… ni el próximo mes. Pongo en código rojo a mis neuronas y les ordeno pensar en algo para escabullirnos de ésta. Rápidamente, surgen ideas: 1. Decirle que la cebra murió. ¿Cuántas posibilidades hay de que hubiese sobrevivido? 2. Decirle que, aunque recibió un fuerte impacto, el animal se constituyó como un verdadero ejemplo de la selección natural . 53
3. Contarle que nunca hubo tal accidente y que el motivo de mi retraso fue una cita con la loquera, donde pretendía hallar la razón por la cual me siento tan infeliz. 4. Fingir demencia. Todas las ideas me parecen estupendas, a excepción la tercera, claro está. Luego de analizar y re analizar, me decido por la segunda, ya que está científicamente respaldada por Darwin.
– ¿Sabes, querida? Nunca he dudado de tu inteligencia, pero debo admitir que la historia de la cebra es una de las cosas más estúpidas que he escuchado – Su comentario me toma tan desprevenida que soy incapaz de defenderme. Aunque, mentalmente, le doy la razón: era un momento crucial y necesitaba hallar una rápida excusa para contener a mi madre. ¡A problemas necios, soluciones ridículas!
– No tengo pensado atormentarte para que me digas la verdad, he vivido muchos años y sé reconocer los momentos en los que debo tragarme mis preguntas… pero me aliviaría mucho saber que todo está en orden. ¿Lo está? –
– Por supuesto – – ¿Segura? – – Sí – – Bien – Intercambiamos miradas silenciosas. Ninguno toma la palabra; yo sé que miento y él sabe que miento, eso es todo, cualquier comentario está de más. 54
– Abuelo, ¿puedo hacerte una pregunta? – – Desde luego – – ¿Es normal sentirse… triste? – – Eso depende – – ¿De qué? – – Del motivo de tu tristeza – – ¿Y si te dijera que lo desconozco? – – Respondería que es imposible – – ¿Qué es imposible? – – Desconocer el motivo de tu tristeza – Permanecemos callados, mientras el tono rojizo del crepúsculo se desciñe en formas abstractas y el suave murmullo del viento pasa rozando nuestros oídos.
– Yo… – Creo que es buen momento para hablarte de algo – interrumpe él, con un tono enérgico poco usual – Y espero que puedas perdonarme la demora –
– Bueno, yo… – Helena, estoy preocupado – – ¿Preocupado? – – Por ti. Por tu futuro – Me sorprende que estemos teniendo esta conversación. No tengo 17 años, ni una vida por delante; al contrario, tengo 30 y he llegado a lo que la mayoría de las personas considera la madurez. De modo que,
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¿cuál es el objetivo de esta plática? ¿No habría sido más atinado tenerla hace… qué se yo… 10 años, quizás?
– He comenzado a creer que nos equivocamos – continúa, pasando por alto mi expresión de desconcierto – No te dimos opciones, ni la oportunidad de elegir tu propio camino – Sigo pensando que ya es demasiado tarde para esta charla, aunque, en definitiva, tengo curiosidad por saber cuándo cayó en cuenta de su error.
– Siento esta… zozobra… este peso de conciencia, por no haberte apoyado con esa disparatada idea de aventurarte a Londres –
– Sí, pero… – Tú querías ser dibujante, una profesión bastante dudosa, debo decir, pero… ¡Já! ¡Hay tantas cosas dudosas que terminan siendo indudables! – Unas cuantas carcajadas secas acompañan su último comentario. Por alguna extraña razón, un puñado de agujas de veinte centímetros ha comenzado a bordarme el pecho.
– Dios sabe que he tenido una vida muy afortunada y que no me quejo de ella, pero también sabe que estoy arrepentido de todas las cosas que jamás tuve el valor de hacer. Y créeme, si pudiera volver a vivir, no desperdiciaría el tiempo de la manera que lo hice… ¿Qué es esto? ¿Borges se ha apoderado del cuerpo de mi abuelo? 56
– Sí, he vivido infinidad de aventuras y he aprendido mucho. Algunas de mis lecciones fueron a golpes; otras no me causaron ningún dolor, pero llegaron demasiado tarde, cuando ya no podía hacer nada para ponerlas en práctica. Es, precisamente, una de esas lecciones tardías de la que me siento obligado a prevenirte – Estoy atónita. El legítimo Apu fue abducido por una nave extraterrestre sin que me diera cuenta y sustituido por un ser de apariencia física idéntica, pero con el espíritu de un escritor argentino. ¿Debería llamar a los Hombres de Negro o contactar al Hangar 51?
– Helena, lo que he aprendido es que el verdadero sentido de la vida se reduce a una sola cosa: la búsqueda de la felicidad. He aprendido que, ésta búsqueda, puede llegar a tomar mucho tiempo, y que el tiempo, querida mía, es demasiado corto – Hace una pausa para humedecerse los labios, y continúa:
– Soy tan viejo que me cuesta recordar lo que he dicho o hecho en el pasado, de forma que, si en algún momento, dije algo que pudiera ir en contra de los tres principios que acabo de revelarte, quiero que lo olvides. ¿De acuerdo? – A falta de la lucidez necesaria para hacer que mis cuerdas vocales funcionen, me limito a asentir con la cabeza.
– Y, en cuanto a tu pregunta… – el abuelo clava sus fatigados ojos en los míos. La sombra que precede la noche, le cubre 57
con un manto oscuro, pero el brillo de su mirada es tan intenso que desplaza la penumbra – Nunca, bajo ningún precepto, puede ser normal –
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Italia, 1796
No le amo , en absoluto, por el contrario… le detesto. Usted es una sin importancia, desgarbada, tonta Cenicienta. Usted nunca me escribe; no ama a su propio marido. Sabe qué placeres sus letras me dan, pero, aun así, no ha escrito seis líneas informales a las corridas. ¿Qué hace todo el día, señora? ¿Cuál es el asunto tan importante que no le deja tiempo para escribir a su amante devoto? ¿Qué afecto sofoca y pone a un lado el amor, el amor tierno y constante que usted me prometió? ¿Qué nuevo amante reina sobre sus días, y evita darle cualquier atención a su marido? ¡Josephine, tenga cuidado! Una placentera noche, las puertas se abrirán de par en par y ahí estaré… Estoy muy preocupado, mi amor, por no recibir ninguna noticia suya; escríbame rápidamente sus páginas, páginas llenas de cosas agradables que llenarán mi corazón de las sensaciones más placenteras. Espero, dentro de poco tiempo, estrujarla entre mis brazos y cubrirla con un millón de besos bajo el Ecuador.
Napoleón
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– ¿
uál es tu historia favorita? –
– ¿Te refieres a mi libro preferido? – – No necesariamente. Hablo de tu historia favorita, ya sea que la hayas leído o que alguien te la contara –
– En ese caso, hay muchas historias que me parecen fascinantes, pero, antes de que insistas para que elija una, te diré que me quedo con Napoleón y Josephine –
– ¿Es tu historia favorita? – – Ajá – – ¿Por qué? – – Es sencillo: creo que representan el amor verdadero – – Pensaba que ambos habían sido infieles – – Sí, lo fueron, pero eso no define su relación – – ¿No lo hace? – – Por supuesto que no. Al menos que creas que un fruto echado a perder significa que el árbol ha dejado de ser fértil –
– No, no lo creo – – Entonces, sabrás reconocer que Napoleón y Josephine se amaron intensamente, a pesar de sus infidelidades, y que ése amor puede comprobarse leyendo sus cartas –
– Lo reconozco, pero bajo ninguna circunstancia puedo aceptar que representen el amor verdadero. Para amores verdaderos, está mi historia favorita – 60
– Y me encantaría escucharla – – Dicen que, en la antigua Persia, existió un príncipe locamente enamorado de una doncella. Un día, le llegó la noticia de que ella había sido asesinada, así que montó su corcel blanco y cabalgó durante horas, hasta llegar a una escarpada lo suficientemente profunda, desde la cual se lanzó. Cuando su cuerpo se estrelló contra el suelo y su sangre quedó esparcida en la tierra árida, brotó un tulipán rojo, como símbolo de su amor perfecto, verdadero y apasionado. Es por eso que, en la cultura popular, el tulipán rojo significa declaración del amante arriesgado –
– Tienes un concepto muy romántico del amor verdadero – susurro.
– Y tú, uno muy condescendiente – Conmutamos miradas de complicidad y nos detenemos frente a un afiche, en el Planetario Hayden del Museo de Historia Natural. El universo está formado por 100 mil millones de galaxias y se extiende 13 mil millones d e años luz en cada dirección… ¿Debería creer esto? Como buena católica, me siento obligada a refutar cualquier dato científico que atente contra la teoría creacionista; es lo que la iglesia nos ha enseñado. Como aquella vez en que la Santa Inquisición estuvo a punto de quemar a un tipo por atreverse a decir que la tierra giraba alrededor del sol… 61
¿Cuál era su nombre? ¡Ah, sí! Galileo. Y sin embargo, se mueve…
– ¡Papi, quiero ver el Big Bang! – – ¡Derek, no corras, o acabarás con un hueso roto! – Un niño de 6 o 7 años pasa junto a nosotras a tal velocidad que me cuesta distinguir el color de su cabello. Siento compasión por el hombre que le persigue, dando trastabillones. Volteo en dirección a Sophie y, fingiendo que me he olvidado de nuestra plática, le pregunto:
– ¿Te gustaría ver la creación del universo que tomó más de seis días? –
El público entra y se coloca alrededor de un gran ocular que yace en el centro del teatro. Aquél niño y su padre logran ponerse en primera fila dando empujoncitos sutiles, lo cual causa cierta molestia en el resto de los espectadores y frustra mi plan de querer hacer lo mismo. Me conformo con un espacio angosto en la segunda hilera, entre un hombre de altura mitológica y una hermosa fotógrafa londinense que no deja de sonreírme. Como he dicho antes, mi condición de católica fiel a la causa me impone una conducta subjetiva en cuanto a temas científicos. Y es que, francamente, no imagino qué feligrés estaría dispuesto a aceptar que desciende de primates tan agraciados como los del Planeta de los Simios. Resulta más estético suponer que fuimos creados a
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imagen y semejanza de Dios. De ésa manera, podemos imaginar a Dios a nuestra imagen y semejanza. ¿Qué pasó antes del nacimiento de nuestro universo? Muchos científicos imaginan que hubo un vacío, existiendo por sí mismo o dentro de un universo mayor. En ese vacío sin forma, las burbujas del espacio, mucho más pequeñas que los átomos, fueron naciendo y desapareciendo de nuevo. Hace 13 mil millones de años, una de esas pequeñas burbujas creció y, repentinamente, se disparó en una gigantesca explosión, llamada Big Bang…
Un fuerte estruendo provoca que algunos miembros del público se sobresalten. Una mujer deja escapar un gritito ahogado que me resulta mucho más aterrador que los efectos de sonido. El grandulón que está junto a mí se tambalea de forma amenazante, haciendo que tema por mi seguridad. ¿Cuánto puede pesar un hombre de casi dos metros? ¿Cien, ciento cincuenta kilos? Me aplastaría antes de poder gritar: ¡Auxilio, Goliat está cayendo! Observo a Sophie con el rabillo del ojo. Me llama la atención el semblante risueño de su faz, parecido al del pequeño que está del otro lado de la sala… El espacio en sí estalló en fuego cósmico, dando a luz a toda la energía y la materia en nuestro universo. La expansión llevaba,
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consigo, nubes de materia. El universo se enfrió al tiempo que se expandía. La gravedad j untó enormes grupos de materia… las
semillas de lo que serían las galaxias. Dentro de ellas, se formaron las primeras estrella s… Estrellas, como las que brillan en sus ojos. Diminutos luceros verdes que me roban el aliento, al punto de hacer que mis latidos se detengan por fracciones de segundo. No puedo dejar de mirarla, aun sabiendo que, el hacerlo, desencadena un torbellino de emociones inexplicables que suspende mis sentidos en el tiempo y el espacio. Un impulso acérrimo por tomarla de la mano acecha mi mente… mi consciencia… mi cuerpo. Me remuerdo los labios con nerviosismo, incapaz de centrar mi atención en otra cosa. ¡No existe nada más en lo que pueda centrar mi atención! Ni el Big Bang, ni el teatro, ni el público. Sólo estamos Sophie y yo, en la creación del universo, en medio de las nubes de materia y las estrellas nacientes. No existe la noción del tiempo, sino lo inf inito… la absoluta perfección de nuestros cuerpos separados por veinte centímetros… Veinte centímetro que quisiera desaparecer con un tenue soplo. Hoy en día, usando telescopios de microondas, aún podemos ver el resplandor del Big Bang a nuestro alrededor... Me apresuro a girar la cabeza de vuelta al ocular, pero no tiene caso, continúo sintiendo aquella incontrolable palpitación queriendo atravesarme el pecho. Basta con su aroma surcando el leve aire que 64
roza mis mejillas. Basta con la cercanía de nuestras manos, que se tocan a propósito con tal de acariciarnos la piel. Lucho contra mi voluntad, rehusándome a fijar la mirada en su silueta. Trato de convencerme de que mis sentimientos son normales, que no hay razón para perder la calma y que, a pesar de los gritos incesantes que golpean las paredes de mi alma, Sophie no despierta, en mí, nada fuera de lo común… Nada. Un aplauso resonante prorrumpe en el teatro, tomándome por sorpresa. El espectáculo ha finalizado de golpe, dejándome desorientada y sin recuerdo alguno de media narración. ¿Ya han terminado de crear el universo?
– Fue una exhibición fantástica – comenta ella, mientras bajamos las escalinatas. Su mirada luce encantadora, como la de una mujer inglesa que recorre Nueva York por primera vez.
– ¿Eh? Sí… lo fue – Opinaría más al respecto, pero mi posición es la de una guía turística cautivada por la mujer inglesa a la que está mostrando Nueva York por primera vez.
– Es curioso que haya un planetario en Manhattan, con lo difícil que es ver las estrellas desde una ciudad como ésta – añade, manteniendo aquél entusiasmo infantil.
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– Sí, es cierto. Muy pocas veces logramos ver más que la luna –
– ¿Sabes? Algún día veré la caída de la noche en un rincón apartado… En medio de Asia y Europa –
– ¿Asia? – – Sí. Sueño con ir a Kazajistán – Nunca sentí devoción por la geografía, pero el hecho de no saber en dónde rayos está Kazajistán me hace sentir ignorante.
– Descuida, pocas personas saben que existe, aunque es ocho veces mayor que Alemania – se apresura a decir, al notar mi momento de crisis intelectual.
– Oh… y ¿por qué quieres ir a ese sitio? – – Sólo por los tulipanes – – ¿Tulipanes? – – Crecen en las estepas de Kazajistán. Siempre he querido fotografiarlos… ¿Planea hacer un viaje a un país que el 90% de la población mundial no conoce, sólo para fotografiar una planta que puede encontrar en cualquier floristería? ¿Acaso está demente?
– Eso es una locura – Cuando caigo en cuenta de mis palabras, éstas ya han sido emitidas por mis cuerdas vocales, atravesado el aire en forma de ondas, llegado a los oídos de Sophie y procesadas por su cerebro; de manera que está consciente de que pongo en tela de juicio su cordura. Para mi sorpresa, no luce ofendida. 66
todos – responde, responde, con la misma – Es lo que dicen todos – conmiseración de quien explica una fórmula aritmética a un niño por décima vez – vez – Pero Per o yo no no lo lo veo de esa e sa manera. Los tulipanes de Kazajistán no pueden compararse con el resto. Ell Ellos son dife difere rentes, ntes, han cre c recid cidoo en un un paraj para je desolado, desolado, dond do ndee todo todo apuntaba apuntaba a que que pereci perec ieran… era n… Te parecerá parec erá extraño, pero creo que son como una buena lectura antes de irse a dormir dormir – Su comparac comparaciión me aturde. aturde. ¿Una ¿ Una buena buena lectura ec tura antes de irse irse a dormi dormir? ¿A ¿Aca caso so comparte mi mi probl problema de insom insomni nio? o? De Dese sear aríía pregun preguntárselo társelo,, pero no creo qu quee sea s ea un un tema tema de de con c onversaci versación ón lo suficientemente discreto como para ser sostenido entre dos adultas racionales. Todo el mundo lo sabe, es la primera norma de convivencia social: nunca discutas tus problemas con nadie, al menos menos qu quee ésa és a persona forme forme parte de tu círculo círcu lo de confia c onfianza nza.. ¿La razón ra zón?? Es senci se ncillla: los sere se ress hum humanos anos tenemos te nemos un defec def ecto to de fábri fábrica ca,, cuando le le preguntamos preguntamos a algui alguien por su esta estado do de ánimo ánimo espera es peramo moss una respues respuesta ta posi posititiva, va, no estamos es tamos progra programados mados para recibir lamentaciones y, al no saber cómo reaccionar, sufriríamos un cortocircuito. De manera que recurrimos a la mentira y decimos: lugar de: mi vida es una estoy bien, bien , gracias gracias por preguntar preguntar , en lugar un a porqu po rquería ería y necesit necesito o desahog desahogarm armee contigo… contigo… Sophi Sophiee parece pare ce darse dars e cuenta de de lo lo difí difícil cil que me resul re sulta ta dar da r continu continuiidad a nues nuestra tra charla, charla, ya que, luego luego de obser observarme varme con expectativa durante varios segundos, decide facilitarme las cosas. 67
Patrick? – – ¿Cómo va tu relación con Patrick? – Retra Retracto cto lo di dicho, eso es o no es facil fa ciliitar las cosas. cosa s. ¡Qué bueno bueno que estoy es toy program programada ada para respond responder er esa pregu pregunt nta! a!
– Muy bien. Patrick es un hombre maravilloso – amas? – – – ¿Lo amas? Maldi Maldita sea, se a, mi mi progra programación mación no da para tanto. ta nto. Doy por por senta sentado do que que debo recurrir a la función manual, antes de que mi avión caiga al triángul triánguloo de las Bermud Bermudas as y sea transporta tra nsportado do a la dimensión desconocida. desconocida. especial… – Es una persona muy especial… amas – – Pero no lo amas – Eso no fue lo lo que dij dije – – Eso – Fue lo que quisiste decir sin tener que decirlo –
– ¿Eh? Bueno… yo… La mirada desafiante de Sophie congela mis músculos, haciendo que me detenga en plena plena vereda. fuerte – – Supongo que… espero llegar a sentir algo más fuerte – murmuro, posando la vista sobre su boca. Una parte de mí, mí, enloqu enloquec ecee porque porque sus labi labios os húmedos húmedos besen bese n mi cuello. La otra, lucha con brío con tal de hacerme recuperar el juicio. El tronar de los los cláxones cláxones me parece pare ce tan ta n lejano com c omoo el sonido sonido de una una gota de agua cayendo al suelo. A penas y puedo notar las siluetas de los transeúntes tra nseúntes que que cruzan la la ace a cera ra y los improperio mproperioss que dos dos taxi ta xista stass se gritan en la bocacalle.
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Sophie da un paso al frente y entrecierra los ojos, como si estuviese preparándo preparándose se para para capturar capturar un un borreg borregoo ino inofensi fensivo vo.. ¿Soy yo ese borrego? qué? – pregunta, pregunta, con tal perspicacia – Algo más fuerte, ¿como qué? – que termino ahogándome con mi propia respiración. Abro la la boca con insi insiste stenci ncia, a, queriendo hallar hallar el valo valorr neces necesar ariio para respond responder er,, per peroo no no logro logro dar más más qu quee inúti inútilles bocanadas bocanada s de de ai a ire. re . Mi cora corazón está es tá a punto de estal esta llar y un hormigueo hormigueo consta constante nte di dibuja buja círculos en las palmas de mi mano. se nsaciión de de que que el e l mundo mundo se deti det iene – ene – suelto, suelto, al fin, en – La sensac un hil hilo de voz simil similaar al suave sua ve murmull murmullo de dell vie viento que se filtra filtra por mi mi ventana a medi medianoche. anoche. Mi pecho se abrasa entre e ntre llllamaradas amara das de fuego fuego sal sa lvaje vaje qu quee se extienden extienden dentro de mí mí como granos de arena are na en el desierto. El place placent ntero ero im impu pullso de sentir sentir sus ded dedos os acariciand acariciandoo mi mi piel piel desnuda, desnuda, es tan ta n agresiv agre sivoo e imp impetuoso etuoso como su mira mirada. da. No control controloo mis mis pensami pensamiento entos, s, ni mi mi vol volun untad tad… … Soy, tan sólo, una mujer cuyo corazón ha sido arrebatado por una hermosa extranjera de origen inglés. Una súbita ventisca hace descender un pétalo dorado que se estrella contra mi meji mejillla . Sophi Sophiee se apresura apre sura a leva levantar ntar la la mano y, y, acar ac ariiciando mi mi pómul pómuloo bajo la la excusa exc usa de de retirar re tirar la hoj hojiilla, pregunta: pregunta: sientes? – – ¿Aún no lo sientes? – Trago Tra go sal sa liva con dificul dificulta tad, d, tembl temblando ando ante la la cál cá lida caricia ca ricia que emana del roce de nuestras piel pieles es.. 69
segura – – respondo, respondo, al borde de la locura. – No estoy segura Ella retira el brazo, con el pétalo de oro entre el índice y el pulgar; lo lanza al viento con la gracia de quien libera una paloma y bosqueja una sonrisa comprensiva. es tás segura – segura – concluye, concluye, retomando el paso – paso – Significa Significa – Si no estás que no ha sucedido – sucedido – La veo alejarse lentamente, danzando su cabello negro en errantes espirales de brisa pícara. En un esfuerzo sobrehumano, rompo los dos bloques bloques de hielo hielo invisibl nvisiblee que me me mantení mante nían an arra ar raiigada al a l asfa as fallto de la vereda; tomo un hondo suspiro, me enjugo la frente con el antebrazo, y la sigo, procurando que la distancia que nos separa no sea se a imp imposi osibl blee de recorrer. rec orrer.
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Cuatro “Si quieres ser feliz, como me dices, no analices, muchacho…
n o analices” Joaquín B ar tr ina
e estaba esperando – – – ¿A mí? –
– ¿Ya está listo el informe de ventas? – – Eh… no, aún no – – ¿Cómo? ¡Pero si llevas una semana trabajando en él! – – Dame un poco más de tiempo – – ¿Tiempo? No tengo tiempo, Helena. Necesito ver esas cifras antes de arriesgarme a invertir en la bolsa –
– ¿Desde cuándo inviertes en la bolsa? – – No cambies el tema – – No estoy… – ¡El informe, Helena, el informe! – – ¿El…? ¡Oh, sí! Iré a terminarlo – – ¿Qué sucede contigo? Parece que alguien te golpeó en la cabeza con un sartén – 71
– Estoy bien. Sólo… iré a terminarlo – Ignoro la mirada desconfiada de mi progenitor y subo a mi alcoba. Pienso que es inconcebible la manera en que soy recibida en mi propio hogar: bastó con poner un pie en el vestíbulo para que mi padre saliera disparado del estudio y me abordara al final de la escalera exigiendo su maldito informe de ventas. No hubo saludos, ni preguntas sobre mi día turístico. De hecho, creo que pude haber sido asaltada o agredida por un grupo de delincuentes y, al llegar a casa, lo primero que habría escuchado sería la frase informe de ventas conjugada con el verbo terminar . Echo seguro a la puerta, lanzo mi bolso sobre la cama y me dirijo al escritorio, donde yace la pura encarnación del tedio: mi computador portátil. Es cierto que llevo una semana trabajando en lo mismo, pero no es mi culpa que, fortuitamente, me haya topado con la carta de Borges el mismo día que comencé a preparar el informe, como tampoco es mi culpa que ese escrito haya sido tan abrumador que me hizo desarrollar un complejo de rechazo a todo lo que guarda relación con mi empleo. De manera que, si mi padre busca culpar a alguien por el atraso de su inversión en la bolsa, yo postulo a Jorge Luis Borges y al momento de crisis coexistencial que atravesó a los 85 años. ¿Que es ridículo culpar a un escritor que ni siquiera pertenece a este siglo? ¿Y qué otra cosa puedo hacer? Es mi naturaleza.
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Reviso el documento página por página, sin poder hacer nada para evitar la frustración que me apremia. ¿Cómo terminé malgastando mi vida tras un escritorio, llenando un estúpido cuadro de ingresos? En momentos como éste, cuando la nostalgia que anuda mi garganta es lo suficientemente dolorosa como para hacer que mis párpados se humedezcan, suelo preguntarme qué habría pasado si hubiese tenido agallas para seguir mis sueños. Imagino que tendría más tiempo para alzar la vista y maravillarme con el hermoso vuelo de las gaviotas surcando el atardecer. Imagino que notaría, más a menudo, la ausencia de las estrellas en el cielo neoyorquino. Me sentaría bajo la luz del alba para ver el encuentro del horizonte con el sol. Viajaría para dibujar la sombra que refleja el Big Ben cuando el crepúsculo cae sobre Londres, y, estando ahí, pasearía a orillas del Támesis mientras leo los sonetos de Shakespeare. Me detendría justo cuando el ocaso envuelve el firmamento y, en medio de ese juego de luces, una sonrisa de satisfacción haría gala en mi rostro, porque, sólo entonces, tendría la certeza de que estoy viva… Yo quería ser diferente a lo que soy, pero me di cuenta de que es más fácil convertirnos en algo que no deseamos y más fácil vivir si no le pedimos mucho a la vida. Despertamos más temprano de lo que queremos, sin ninguna motivación para levantarnos de la cama, más que el miedo a lo que podría suceder si rompemos la rutina. Así que hacemos un esfuerzo y dejamos que nuestros pies toquen el suelo. Tratamos de convencernos de que es un nuevo día, que todo irá bien… que, por la
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noche, nos parecerá ridículo el haber buscado excusas para quedarnos bajo las sábanas. Intentamos amansar nuestra frustración pensando que, sin importar lo detestable que sea nuestro trabajo, nuestra familia, nuestros amigos, incluso nosotros mismos, siempre habrá alguien mucho más miserable… Como la desdicha ajena nos sirve de consuelo, terminamos dándonos la razón. Ignoramos el vacío que llevamos dentro y ponemos frente a la vida, queriendo aparentar que todo está bien. Aunque se trate de un engaño, nadie tiene por qué enterarse. ¿Una farsa patética? ¿Un engaño cruel? Puede ser, pero es la única manera de que las cosas funcionen: fingiendo que funcionan.
Me toma toda la tarde completar el cuadro de ganancias, lo cual es una tontería, ya que hacían falta menos de diez cifras. Reviso mi reloj de mano; son poco más de las siete. Imprimo el informe y se lo llevo a mi padre, con la esperanza de que me deje tranquila de una buena vez. Al bajar las escaleras, advierto la silueta de una mujer en el diván de la estancia. No tardo en darme cuenta de que es Betty Tale, quien zarandea una pierna con inquietud mientras se retoca el maquillaje. ¿Qué hace esa detestable periodista sentada en el mueble italiano de mi casa? ¿Por qué no fui avisada con tiempo de su presencia? Habría
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tenido oportunidad de escapar por la ventana y no regresar hasta que se hubiese marchado… Suelto un bufido de fastidio y bajo los dos últimos escalones. Odio el diseño arquitectónico de este edificio: es necesario cruzar la estancia para llegar al estudio.
– Betty Tale – saludo, entre dientes, haciendo un esfuerzo por ocultar mi contrariedad.
– ¡Helena! – – No sabía que estabas aquí – continúo, mientras intento deslizarme con rapidez hacia el otro lado de la sala – ¿Has venido a ver a mi madre? –
– Sí. Iremos al teatro… – Suena maravilloso; que tengan una linda velada – – Escuché que tu novio está de viaje… Betty se acomoda en el diván, de forma que su malévola mirada se clava directo en mis ojos.
– Asuntos de trabajo – contesto, sin dar tregua a mi intento de huida.
– ¿Cuándo regresará? – – En dos días – – Ya veo… Por cierto, ¿hace cuánto salen? ¿Siete, ocho meses? –
– Nueve – – ¿Y cómo va su relación? –
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¿Está tratando de hacerme una entrevista o son delirios de una mente paranoica?
– Muy bien, gracias por preguntar – respondo, con cierta aspereza.
– ¿Sabes, Helena? A mucha gente le parece extraño que aún no te hayas comprometido. Eres una mujer hermosa y de buen status social; si yo fuera tú, me daría prisa… cuando los rumores estallan, difícilmente puedes controlarlos – Me detengo a dos pasos del estudio. He visto documentales sobre el comportamiento animal muchas veces y suelo enorgullecerme de ser una criatura civilizada que no recurre a la violencia para solucionar nimiedades. Pero, teniendo a Betty Tale frente a mí, observándome con esa arrogancia provocadora, desearía olvidar la evolución que ha tenido mi especie y convertirme en una bestia salvaje, sólo para mostrarle lo importante que es respetar el territorio de los demás.
– Gracias por tu consejo, lo tendré en cuenta – Giro apresuradamente y, sin dejarle decir media palabra, entro al estudio y aseguro la puerta con esmero, aun sintiendo que la sangre me hierve de cólera.
– ¿Estás bien, querida? – pregunta el abuelo, al ver mi estado de exasperación.
– Hay una alimaña en la sala – – ¿Todavía no se marcha? – refunfuña mi padre, dando un golpe al escritorio.
– No, todavía no. Toma, el informe – 76
Le entrego la resma de hojas y me desplomo en el canapé de cuero marrón, junto a Apu, mientras disfruto haciéndome ideas de lo divertido que sería ver a Betty Tale siendo evacuada del edificio por el servicio de control anti plagas.
– 285 mil más 750… ajá… estas cifras se ven muy bien – – ¿Qué tal tu paseo con la prima de Patrick? – susurra el abuelo, con la ternura de un padre que desea averiguar cómo estuvo el primer día de escuela de su hija.
– Fue muy… interesante – respondo, notando que el cuerpo se me estremece con sólo pensar en Sophie.
– Menos el pago mensual de la electricidad… – Me alegra oír eso – – Sumando las dos últimas ventas… – Abuelo, ¿sabes dónde queda Kazajistán? – – ¿Kazajisqué? – – Kazajistán – – ¿Uh? Kazajis… Kazajistán, Kazajistán… Supongo que ha de estar muy cerca de Afganistán y Pakistán. ¿Por qué me lo preguntas? –
– Curiosidad, solo eso… – ¡1 millón 650 mil! – suelta mi padre, en un estruendoso alarido que me causa espanto.
– Buenas cifras, Harold, muy buenas cifras – confirma el abuelo, poniéndose de pie para caminar hacia el ventanal del estudio. 77
– Creo que podríamos invertir un 10 o 15 por ciento en la bolsa –
– ¿Desde cuándo inviertes en la bolsa? – ¡Vaya, así que no soy la única que tiene dudas en cuanto a eso!
– No invierto en la bolsa, papá, pero creo que es buen momento para hacerlo y, ahora que tocamos el tema, quiero hacerte una propuesta… Apu se distrae viendo la caída de la noche. Se inclina hacia la ventana, moviéndose de un lado a otro para captar el cielo en su totalidad; se pone de puntillas y vuelve a inclinarse. A simple vista, parece que se encuentra en medio de una danza aborigen para invocar al Dios de la lluvia.
– ¡Ejem! Mi padre carraspea con impaciencia, tratando de recuperar su atención. Luego de varios intentos, lo logra.
– Como te iba diciendo, podríamos ganar mucho dinero invirtiendo el 10 por ciento de las últimas ganancias –
– ¿Tú crees que valga la pena arriesgarse? La bolsa es un terreno muy escabroso –
– Por supuesto que vale la pena. Confía en mí – Me apresuro a dirigirle al abuelo una mirada de advertencia, como queriendo decirle: si yo fuera tú, no lo haría. Él parece comprender mi lenguaje no verbal, pero, misteriosamente, se atiene a guiñarme un ojo.
– De acuerdo, toma el diez por ciento – 78
Hago una mueca de espanto, preguntándome qué demonios tiene Apu en la cabeza para atreverse a confiar en los dotes inversionistas de mi padre, quien, hace menos de un año, nos hizo perder 50 mil dólares cuando quiso probar suerte en el hipódromo. ¡Rocinante ganará, es un buen caballo; corre como un judío queriendo escapar de un nazi! Sí, claro… El abuelo sonríe con serenidad, quizá para hacerme ver que tiene todo bajo control y, retomando su danza aborigen, pronostica:
– Hoy será una buena noche para ver las estrellas –
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C
ualquiera con más de un año residiendo en la Gran Manzana, sabe que ver las estrellas en el centro de la ciudad es tan poco
probable como ver al monstruo del Lago Ness surcando el Canal de Panamá. Pero, ¿a quién le importan las probabilidades? ¿A la gente racional? ¡Pamplinas! Dejémoslas a un lado tan sólo por un momento. No porque sean irrelevantes, sino porque, debido a algún motivo que aún intento descubrir, sentí la necesidad de hallar una excusa para ver a Sophie y, esa excusa, fue prometerle que la llevaría a un sitio donde podría ver las estrellas… Por cierto, cuando digo: sentí la necesidad , me refiero a esos indescriptibles flashes de la vida en los que un ataque de ansiedad se apodera de nosotros y nos lleva a cometer actos que, luego, nos parecen de lo más tontos y, aún peor, hacen que sintamos vergüenza de nuestro coeficiente intelectual. De modo que, por consideración al orgullo y a la dignidad que, vagamente, acompañan a las personas que nos hemos sentido más estúpidas que el resto, evitemos hablar de probabilidades y centrémonos en necesidades. Mi necesidad, se llama Sophie. Sophie Watson – Creek. Admiro el errático movimiento del agua, que tirita y se esparce en ondas sin final. Las luces del puente de Brooklyn se reflejan sobre el East River, creando una aurora boreal que centellea ante mis ojos, hablándome en una lengua que hace mucho tiempo olvidé. A lo
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lejos, se levantan los colosales rascacielos de Nueva York; monstruosos gigantes indiferentes que nunca se quedan a oscuras. El viento sopla dando tenues caricias a mi piel, escucho el canto de la noche susurrándome al oído, y el murmullo de las aguas despidiéndose de la costa. A mi lado, está ella, silenciosa, como las pocas estrellas que tiritan en el infinito. Sobre nuestras cabezas, la luna, vestida de un blanco tan intenso que mis ojos se entornan con sólo levantar la vista. Deslizo la mano sobre la barandilla de metal, tersa y fría, como el piso de mi balcón durante la madrugada. La silueta de Sophie, flota a mis pies, doblándose y estirándose cada vez que el agua vibra por el roce del viento.
– ¿Por qué crees que las estrellas son tan difíciles de ver en Nueva York? –
– Por la contaminación lumínica – respondo, con simpleza. – No creo que sea el único motivo. Pienso que también es culpa del código laboral – Arqueo las cejas por instinto, preguntándome si la mujer que está de pie, junto a mí, estuvo ingiriendo alguna sustancia tóxica antes de nuestro encuentro.
– ¿Qué te hace pensar eso? – indago, algo temerosa de que su respuesta pueda ser más descabellada que su comentario.
– El neoyorquino promedio trabaja un tercio de su vida. ¿En qué crees que utiliza el segundo tercio? –
– ¿Vacaciones? – 81
– A algún paraíso tropical, o a Europa, pero nadie se detiene a ver las estrellas, porque están demasiado ocupados reponiéndose de la rutina diaria. Aunque siguen ahí, brillando igual que siempre, ya no pueden verlas –
– ¿Dices que no se trata de un asunto atmosférico, sino de una ceguera intencional? –
– Lo que digo es que el ser humano moderno vive con los ojos cerrados, he ahí la razón de que tropiece tan a menudo – Sophie sonríe levemente y se deja caer en una banca, frente al barandal. La imito. Intercambiamos miradas suaves, interrumpidas, tan sólo, por el cautivador baile de su cabello negro, que se columpia hacia mi rostro formando espirales.
– ¿Siempre quisiste ser subastadora? – me pregunta, apoyando la cabeza al respaldar del escaño.
– No… no en realidad – Mi respuesta aviva su interés, pero finjo no darme cuenta de que espera un relato detallado.
– Helena, ¿estás consciente de que, hasta ahora, no hemos hablado de ti? –
– Eso es porque no hay mucho de qué hablar – – O porque hay demasiado – Le doy la razón guardando silencio.
– Menos mal que tenemos toda la noche – agrega, encogiéndose de hombros.
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La historia de mi vida podría resumirse en una sola palabra: basura. Y sí, podría buscar sinónimos para hacerla menos desagradable, pero, entonces, ya no estaría hablando de mi vida. Con la mirada de Sophie adherida a mí, como una estaca en el corazón de un roble, se me hace imposible continuar evadiendo el tema.
– Quería ser dibujante – – ¿Y qué pasó? – – Mi familia tenía otros planes para mi futuro… – El negocio familiar – – Precisamente – resoplo con melancolía – Yo deseaba estudiar en Londres, pero, en lugar de eso, mis padres me enviaron a París. Creyeron que alejándome de mi sueño olvidaría el asunto y entraría en cintura –
– Y… – Y funcionó – Sophie guarda silencio durante un rato, lo cual en el fondo le agradezco, ya que me da algo de tiempo para desatar el nudo de mi sufrida garganta.
– Si tanto lo deseabas, ¿por qué no luchaste por ello? – pregunta con sutileza, como si temiera que sus palabras pudieran lastimarme.
– Llevarle la contraria a mi familia implicaba demasiado. En la vida, hay que saber cuándo colgar los guantes –
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Y, el mejor momento para hacerlo, es al principio. De esa manera, nos ahorramos una fatiga tremenda.
– ¿Aún sueñas con ser dibujante? – – Todos los días – Presiento que mi semblante inspira verdadera compasión, ya que Sophie cambia de tema en seguida, probablemente para evitarme un colapso depresivo.
– Este lugar tiene una vista increíble. Gracias por traerme – – No es nada – – ¿Sueles venir muy a menudo? – – No, casi nunca – – Es una lástima, tiene un aire romántico – – No hay mucho tiempo para el romanticismo en la vida neoyorquina –
– En la vida en general, diría yo. Me parece una verdadera calamidad que el mundo haya perdido la iniciativa en el amor. ¡Con suerte, aún se regalan flores! –
– ¿Flores? – repito, algo incrédula – Son ese tipo de cosas lo que yo llamo falta de iniciativa –
– ¿No te parecen románticas? – – Sí, mucho, pero pienso que es un detalle simplón. ¿Cuán profundos pueden ser los sentimientos de una persona que se limita a expresar su afecto con tan poca cosa? –
– ¿Y cómo lo harías tú? – pregunta, en un sospechoso tono inquisitivo que hace juego con su mirada perspicaz. 84
– Una carta... – ¿Como Napoleón y Josephine? – Exacto – Yo no te pido amor eterno, ni fidelidad, sino, simplemente, la verdad… franqueza ilimitada. El día que me digas - te amo menos -
será el último día de mi amor, o el último de mi vida. ¿Podría, una simple flor, decir tanto?
– Si tuviera que elegir entre Napoleón y un ramo de flores, sin duda me quedaría con Napoleón –
– Entonces – ultima ella, con sutileza – ¿Unas cuantas palabras dulces escritas en un trozo de papel, serían la clave para ganar tu corazón? – Bajo la vista con rapidez, queriendo huir de aquellos intensos luceros evanescentes que penetran mi calma y consumen mi universo. El mundo parece contraerse, dilatarse y fraccionarse, una y otra y otra vez. Todo lo que, en un estado de consciencia normal, es, y debe ser inánime, ha comenzado a tambalearse peligrosamente dentro de mi campo visual. Puede que sean alucinaciones causadas por la falta de aire, o por la lista absurdamente infinita de sentimientos irracionales que me azotan cuando Sophie está cerca... Una violenta ráfaga de viento helado se aprovecha de mi quietud y golpea, estropea, maltrata mi cuerpo. Me cruzo de brazos, en un 85
intento por aplacar el frío, pero continuó estremeciéndome sin control. Entonces, un ala tibia surge de la nada y desciende, reposándose en mis hombros. Levanto la mirada; veo a Sophie cubriéndome con su chaqueta de lana gris. Le digo que no es necesario, pero ella toma mi mano entre las suyas y comienza a frotarla suavemente, como si buscase calentar las gélidas yemas de mis dedos. Los pálpitos de mi corazón se disparan a tal velocidad que el pecho me ruge como un volcán furiente a punto de caldear su fuego espeso. No hay suelo bajo mis pies, y, si lo hay, he dejado de sentirlo. Ya no veo las luces de los rascacielos neoyorquinos, ni el reflejo de las luminarias del puente sobre el East River… Mi realidad es Sophie, Sophie y la luna llena que irradia nuestros cuerpos, haciendo parecer que nada más importa, que nada más existe, ni puede existir, si no es entre nosotras. Cierro los ojos, pero, aún en la efímera sombra que lo envuelve todo, sigo viendo el resplandor de sus pupilas centelleando frente a mi persona. Entreabro los párpados y me acerco, me acerco, me acerco… y, por cada centímetro que mi cuerpo resquebraja, un hormigueo me acaricia el pecho, el estómago, las manos, la esencia… Continuó inclinándome tenuemente hacia ella, en medio de un contradictorio revuelo de ideas que ni siquiera yo logro comprender. Dudo.
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La razón me prohíbe seguir con esta locura. Me advierte que, si lo hago, estaré cometiendo un error del que viviré arrepintiéndome por el resto de mis días, y aún después de ellos. De modo que me exige desistir; tomar mi bolso, marcharme a la velocidad de la luz, permanecer algún tiempo aislada, reponiéndome de la vergüenza interna; cortarme el cabello y comprar ropa … ya que los adultos somos como los automóviles: nos sentimos nuevos con tapicería nueva. Sus mejillas rosáceas liberan una cadena de sentimientos pasivos que me incitan a la ternura. Contemplo su aspecto frágil y dulce, como el de un pétalo flotando en medio del mar en una sosegada mañana de primavera, y entonces, cuando empiezo a sumergirme, aunque voluntariamente, en un recóndito mundo surrealista, me detengo, lucho contra mí misma, y me alejo.
– Deberíamos irnos – – Pero… – ¡Qué noche tan fría! Pescaremos una gripe si continuamos aquí – Me pongo de pie y tomo mi bolso. El mundo sigue dando trastabillones amenazantes en forma de vaivén. Doy media vuelta y, sin dar tiempo a que su melodiosa voz se manifieste para doblegar mi voluntad, emprendo camino a paso largo, con la errónea convicción de que, tomando distancia, podré evitar lo inevitable.
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Cinco “Si no recuerdas la más ligera locura en que el amor te hizo caer, no has amado lo suficiente ” William Shak espear e
A
–
ntes de continuar, quiero advertirle que conozco muy
buenos abogados –
– ¿A qué viene eso? – – A que, si la prensa llega a enterarse de lo que voy a contarle, la demandaré –
– ¡Oh, ya veo! – la doctora Scheffer acomoda la espalda en el sillón del consultorio – Bueno, no creo que sea necesario llegar a esos extremos –
– ¿Puede asegurarlo? – – Desde luego – – Bien – Me froto las manos y recorro, con la mirada, el rostro de cada uno de los presentes. Pienso que es una locura el haberme decidido a compartir esto con tres desconocidos y una psicóloga de Nueva York, pero, aun así, no tengo contemplado dar marcha atrás. 88
En el fondo, deseo, no, necesito ser escuchada. Tomo dos respiros hondos, sintiendo cómo un escalofrío prolongado me sacude el cuerpo; absorbo una última bocaza de aire frío y, con la misma pesadumbre de un niño que ha sido obligado a confesar una terrible jugarreta, murmuro:
– Creo que me he enamorado... de la prima de mi novio – Bien, finalmente lo he sacado. Lo he pensado, considerado, aceptado y, al final, lo he sacado. Pero, ¿qué rayos…? Debo haber perdido la cabeza, no hay otra explicación para que me encuentre aquí, divulgando mi intimidad a los cuatro vientos. Quien dijo que hablar aliviaba los pesares del alma, no era más que un desquiciado… un maldito y perfecto desquiciado. De pronto, siento que me he trasladado a un campeonato de tiro al blanco, y no me molestaría en lo absoluto, de no ser porque yo soy el blanco. La mujer de senos voluptuosos, la joven gótica de aspecto amenazador y el hombre que tiene problemas para permanecer callado; todos me observan atentamente. Incluso la doctora Scheffer ha perdido la voz. ¿Cómo lo sé? Porque lleva casi diez segundos abriendo la boca sin emitir sonido alguno.
– Y no digo que sea… ya sabe… Realmente, no lo soy. Es más, aunque quisiera serlo, no podría, porque me iría al infierno –
– No te irás al infierno por ser lesbiana, Helena – – No, no soy… eso – 89
– Pero acabas de confesar que estás enamorada de la prima de tu novio –
– Bueno, sí, pero… – No te preocupes, es normal atravesar un proceso de negación –
– No atravieso ningún proceso… – Dime, ¿es la primera vez? – – ¿De qué habla? – – Del autodescubrimiento. ¿Es la primera vez que te sientes atraída por una mujer? –
– Eh… De acuerdo, esta conversación empieza a tornarse incómoda.
– ¿Cuántos años tienes? – – 30 – – ¿30? ¡Vaya que has tardado! La mayoría descubre su inclinación en la adolescencia –
– Creo que no me ha entendido. No soy… lesbiana – La doctora Scheffer frunce el entrecejo y se inclina hacia adelante, como si creyera que, estableciendo un contacto visual más atinado, logrará hacerme salir del armario.
– ¿Han tenido acercamiento físico? – Hago una mueca de confusión.
– Esa es una pregunta compleja – respondo, queriendo zafarme del recuerdo de mis labios aproximándose a los de Sophie. 90
– No, no lo es, pero tomaré tu actitud esquiva como un SÍ – Maldición.
– ¿Qué es lo que te atrae de ella? – – Pues… yo… en realidad no lo sé – – ¿Es agradable? – – Sí, mucho – – ¿Atractiva? – – De una forma indescriptible – susurro, con tal suavidad que incluso a mi alma le cuesta escucharme – Y tiene una manera muy extraña de ver las cosas – añado, precipitadamente – Es como si nada pudiera detenerla, aun cuando sus ideas no sean más que ilusiones descabelladas. Creo… creo que está algo loca –
– ¿Loca? – – Sin duda alguna – – Suena peligroso – la doctora Scheffer toma apunte de mi declaración, como si pensara que de ello dependerá la resolución de un futuro crimen pasional.
– Esto podrá parecer extraño – advierto, en un suspiro lánguido – Pero, ¿alguno de ustedes sabe dónde está Kazajistán? – Las cuatro cabezas se menean de un lado a otro, acompañando el gesto de negación con miradas interrogativas.
– ¿Qué hay de la contaminación atmosférica? ¿Creen que esté relacionada con el código laboral? – 91
El desconcierto no da tregua. Debí suponer que nadie en su sano juicio sería capaz de ver el mundo de la manera que Sophie lo ve. Ella es como un pez rebelde que nada contra la corriente sin importar en qué dirección vaya el banco, o a dónde pueda llevarla su osadía… Sophie. Pienso en ella y, de pronto, me doy cuenta de que hay más en mí de lo que imaginaba. Más sentimientos, más emociones, más capacidad de perder la cordura y de, estando loca, no desesperar. Sophie. Su nombre resuena dentro de mí al igual que la melodía de un piano tocado en el silencio de la noche. Acaricia, estremece las paredes de mi alma, como el viento que choca contra una puerta agrietada por el paso de los años. Sophie. El simple recuerdo de sus pupilas esmeralda avivándose bajo el resplandor de la luna, agita mi respiración y transforma mi hálito en jadeos exagerados que superan el tic tac del reloj de la pared. Hace poco más de una semana, era mi crisis depresiva lo que me obligaba a exponer mi identidad frente a la doctora Scheffer y sus pacientes. Era lo pesado y doloroso de mi tristeza lo que me había traído a este sitio. Pero hoy, el motivo de mi presencia es, de cierta forma, ajeno a mi propia voluntad, ya no se trata de aquél vacío inexplicable que apuñalaba mi pecho durante el alba, ni de aquella soledad ambigua que me impedía conciliar el sueño por la noche. Ahora, todo se reduce a Sophie Watson – Creek. A sus ojos, al aroma de su cabello, a la suavidad de su piel, a las curvas de su
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cadera, a los pómulos remarcados de sus mejillas, a su busto, a sus piernas, incluso a sus dedos y a cada una de sus uñas… Ahora, es la silueta de aquella mujer inglesa lo que consume mi pecho durante el alba y se posa entre mis ojos por la noche, haciéndome imposible cerrar los párpados… convirtiendo mi vida, por irónico que parezca, en una insoportable, pero plácida extensión de su delicado cuerpo.
– ¿Cómo puede, una persona, estar segura de que se ha enamorado? – La doctora Scheffer me observa con perplejidad, encandilándosele los ojos en breves intervalos que aparecen y desaparecen al ritmo de sus latidos. Al cabo de un rato, cuando logra digerir la complejidad mi pregunta, suelta un bufido y se tantea la quijada con el índice, como quien medita la posibilidad de hacer un largo viaje en coche.
– El amor – murmura, entornando la vista – es un tema complicado, pero, aunque suene contradictorio, también es relativamente simple – Cruza una pierna y, frotándose la barbilla, continúa:
– En una ocasión, leí la historia de un hombre que se dejó dar una paliza con tal de recibir primeros auxilios de la mujer a la que amaba. Él la describe como la paliza más tormentosa y dulce que le han dado en la vida, pero que no se me entienda mal, no es la tunda lo relevante, sino el propósito de la misma –
– Eh… 93
– Lo que intento decir, Helena, es que el amor nos lleva a cometer estupideces que, al final, terminan pareciéndonos no tan estúpidas. Tú me preguntas cómo puede, una persona, estar segura de que se ha enamorado; pues bien, te diré que se basa en la cantidad de estupideces que esté dispuesta a cometer –
– Y si esa persona no está dispuesta a cometer estupideces – intervengo – Si, por nada del mundo, está dispuesta a tomar riesgos… ¿Significa que no está enamorada? – La doctora Scheffer guarda silencio. Su mirada, estoica como el cielo nocturno y fulminante como el sol veraniego, penetra mis pupilas sin reparo. Toca algo dentro de mí… descubre algo dentro de mí. ¿Qué? No afirmo nada con contundencia, pero sospecho que, ante su ágil y aguda vista, se ha rasgado el velo que ocultaba, o pretendía ocultar, aquél sentimiento indomable y falto de razón… Mi amor por Sophie. Parpadea, vuelve a ser una psicóloga común cuyo consultorio no es lo suficientemente ostentoso para la exquisita Manhattan. Sólo hay algo que ha cambiado: ahora sabe lo que debe responder.
– No – susurra, esbozando una leve sonrisa de benevolencia – Significa que no sabe amar –
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Italia, 1796
Te envío tres besos: uno a tu corazón, otro a tu boca y otro a tus ojos.
Napoleón
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A
lguna vez han sentido ese pálpito incontrolable que hace
¿
temblar las manos, o aquella ansiedad penetrante que socava el estómago?
¿Han sentido, en algún momento de la vida, aquél vacío en las entrañas que logra paralizar su cuerpo sin que puedan hacer nada para evitarlo? Si lo han sentido, entonces comprenderán por qué no he tocado el timbre. Comprenderán por qué llevo diez minutos aquí, de pie, dando vueltas de un lado a otro, surcando la alfombra del corredor, sin poder tocar el timbre. No es que no sepa lo que hallaré, al contrario, lo sé perfectamente, he ahí la razón de que mis piernas tiemblen y mi aliento retumbe a lo largo y ancho del pasillo. Poso la mano derecha sobre la puerta, queriendo sentir más allá del madero, queriendo encontrar, en la absoluta calma, el repicar de sus latidos atravesando la pared. Y lo encuentro, o imagino encontrarlo, y, aunque sólo lo imagine, me parece tan real como el hormigueo que ahora me sube del vientre al cuello y del cuello a las extremidades. Inhalo, exhalo, inhalo, exhalo. Mi pecho sube y baja abruptamente, cada vez con más violencia. Oprimo los párpados, hasta que las córneas comienzan a dolerme y manchones oscuros surgen de la
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nada, danzando frente a mí. Van dibujando su faz, trazándola en medio de las sombras, bosquejando su belleza… ¡Ni siquiera en la oscuridad puedo ocultarme de su rostro! Entonces, en medio de aquel ensimismamiento, mis frágiles dedos se someten a la voluntad de mi corazón y, tiritando excitadamente, tocan el timbre. Retrocedo, pero no más de un paso, porque la puerta se abre de par en par antes de que logre huir.
– Helena… Permanezco callada.
– No te esperaba – Continúo en silencio.
– Adelante – Entro sin emitir sonido. Entro, incluso, sin poder mirarla a los ojos.
– ¿Quieres – me pregunta – una taza de té? – Muevo la cabeza de un lado a otro.
– ¿Zumo de naranja? – Vuelvo a negarme.
– Bien… pues… toma asiento – – Prefiero quedarme de pie, gracias – Sophie no responde a mi gesto de indiferencia, al menos no en primera instancia. Quizá, por sentirse incómoda, o quizá, para no acrecentar mi incomodidad. Un ruido intermitente prorrumpe en la habitación; son gotas de agua golpeando el ventanal de vidrio. Ha comenzado a llover.
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Inhalo y exhalo repetidas veces, queriendo mitigar la incontrolable ansiedad que me pide a gritos recorrer su cuello con mis dedos. Reposo la mirada sobre su boca, tratando de imaginar que mis pupilas son capaces de rozar sus labios, sus húmedos y perfectos labios de tulipán carmesí…
– ¿A qué has venido? – murmura, y su voz roza mi cara. – No estoy segura – – Pero… has de tener una idea – – Sí, la tengo – – ¿Y cuál es? – – Una muy poco racional… Un relámpago estrepitoso corta el eco de mis palabras, causándome tal susto que termino, involuntariamente, acercándome a ella; sintiendo su cálido respirar en mi rostro y el ardor de su mirada atravesándome el alma. ¿Puede algo – me pregunto – ser más fuerte que esto? ¿Puede haber algo – insisto – más parecido al amor? Mi pálida y temblorosa mano acaricia su mejilla. Me acerco. Dibujo círculos bajo sus párpados de nieve. Me acerco aún más. Toco sus labios. Me acerco… y la beso. La beso como jamás había besado a nadie: con la certeza de que el pecho se me calcina. Todo fluye, como el agua entre las manos, como la tinta en el papel, como la arena en las dunas. Ojos cerrados, labios húmedos, dedos que rozan la piel bosquejando declaraciones… todo fluye con absoluta perfección, con absoluta belleza. 98
Mi mano se ciñe a su cuello, a su nuca, y sube, entrelazándoseme los dedos en su cabello lacio, presionándola levemente contra mi boca. Su índice recorre mi pómulo con suavidad, como si temiera hacerme daño, como si yo fuese la más preciada de sus joyas. Y ahí, donde nuestras pieles se funden, donde sus caricias derriten mi ser, finalmente lo siento. Siento que el mundo se detiene. Podría quedarme así para siempre. Podría quedarme así hasta que la luna caiga del cielo y el sol deje de brillar… pero abro los ojos lentamente, y retrocedo, mirándola con temor. El frío de la lluvia traspasa el ventanal y estremece mi cuerpo. Vuelvo a retroceder, sintiendo cómo su hálito se torna débil a medida que me alejo y cómo sus pupilas van perdiendo la luz. Inevitable e impredeciblemente, corro hacia la puerta y abandono la habitación. Corro sin parar, dejando las huellas de mis zapatos adheridas a la alfombra, dejando trozos de aliento gélido esparcidos en el aire, pero llevándome su beso como fuego ardiente derramado sobre mis labios.
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Segunda Parte
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Seis “ La felicidad es darse cuenta de que nada es de masiado importante”
Antonio Gala
T
–
iene ojeras. ¿Ha dormido bien? –
– Sí, claro… Fahrim me mira con incredulidad. Ambos sabemos que miento, pero es, en definitiva, muy temprano para iniciar una discusión.
– Haremos un trayecto de cuatro horas hasta Kapchagai. Puede que mi amigo, Said, sepa dónde encontrarla… Encontrarla. Por alguna razón, esa idea ha comenzado a parecerme aterradora. ¿Qué pasará si no quiere verme? ¿Qué pasará si ha dejado de amarme?
– Dormiremos en una casa de huéspedes de la localidad. Tengo entendido que son muy cómodas, aunque me siento obligado a advertirle sobre los mosquitos… Por otro lado, están aquellas palabras escritas al final de su última carta: 101
Entre Napoleón y los tulipanes Entre Napoleón y los tulipanes... he leído y releído la misma frase durante los últimos seis meses. Cuesta creer que aún no logre desentrañarle el sentido.
– ¿Está poniendo atención? – – Sí, por supuesto – – ¿De qué le hablaba? – – De los mosquitos, hablabas de los mosquitos – Fahrim frunce el ceño con una pizca de enfado. Temo que el asunto de los mosquitos forma parte de un pasado remoto.
– Said, señorita Fakker, le hablaba de mi amigo Said – – ¡Oh, claro! Por favor, continúa – – Trabaja en el parque acuático de Kapchagai, pero también es un botánico cualificado. Por cierto, no tendrá problemas para comunicarse con él: habla su idioma… Entre Napoleón y los tulipanes. No dejo de darle vueltas al asunto. ¿Qué relación puede haber entre una cosa y la otra? ¿Qué tiene que ver uno de los emperadores más grandes de la historia con una flor originaria de las estepas kazajas? ¿En realidad tiene sentido el hallarme aquí, en un país extraño y cuya lengua desconozco, con la única finalidad de seguirle el rastro a una mujer que no veo hace más de cinco años? No… creo que no tiene sentido.
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Abandonamos el hostal poco antes del alba, pudiendo presenciar, al inicio de nuestro viaje en coche, el encuentro del horizonte con el sol. Sin importar los bucles de tiempo que se han tragado mis días, el amanecer sigue siendo el mismo de hace seis años: sume la tierra sin dejar nada, más que espectros de su silueta. Reflejos de su cuerpo que, al pasar junto a mí, murmuran: Sophie, Sophie, Sophie. Fahrim no tarda en colocar su disco de Edith Piaf. Innegablemente, estuve contemplado el averiar la radio del coche mientras dormía, pero lo cierto es que nada me relaja tanto como la buena música francesa. De hecho, mi problema, me atrevo a decir, es el relajamiento, ya que he adoptado la manía de utilizarlo como excusa para pensar en ella. En ella, en Napoleón y en los tulipanes, claro está…
– Señorita Fakker – comenta él, ladeando la cabeza al ritmo de la melodía.
– ¿Sí? – – Aún no termina de contarme cómo llegó aquí – – Es cierto – respondo, bajando la mirada – Dime, ¿te interesa saberlo? –
– Sólo si no le molesta recordarlo – contesta, observándome con el rabillo del ojo.
– No, no me molesta. ¿Dónde hemos quedado? – – En el beso, desde luego –
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– Oh – murmuro, extraviando la vista en el horizonte infinito de la carretera – El beso…
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odo lo que necesitaba saber, ya lo sabía. Lo supe en cuanto mis labios tocaron los suyos, en el momento que nuestra respiración se tornó incontrolable. Supe que la amaba con locura y, aún peor, que difícilmente podría recuperar el juicio. Cuando Patrick volvió, tuve que fingir que nada había sucedido. Que no me agobiaba tocarlo y que sus besos no eran demasiado cutres. Lo habían sido siempre, pero ahora más que nunca. Debí haberle dicho la verdad, debí decirle que había encontrado el verdadero amor, o, al menos, algo parecido, porque, si bien era cierto que Sophie despertaba, en mí, sentimientos irracionales e incontenibles, nada me aseguraba que estuviese realmente enamorada de ella. Y, al negarme a aceptar que lo estaba, reparé en hacer lo que los adultos solemos hacer cuando nos hallamos frente a un problema que no deseamos contemplar como un problema: sobrellevarlo. Pasará – me dije – Es algo temporal y efímero… Un simple capricho… mera curiosidad por aquello que nunca experimenté en la adolescencia…
Pero, entonces, llegaron los mensajes. Cada mañana, tarde y noche, la voz de Sophie resonaba en el contestador. Algunas veces, pedía encontrarnos; otras, que devolviera sus llamadas; pero había ocasiones, y estas eran las que más me costaba ignorar, en las que simplemente decía: no tengas miedo. No tengas miedo… parecía estar convencida de que, repitiéndolo lo
suficiente, lograría llevarme a su lado. ¡Cuánta razón tenía! De no haber sido porque procuré enfriar mi corazón, no habría resistido su primer mensaje, soportado el segundo, 105
amortiguado el tercero, ignorado el cuarto, contemplado el quinto, y el sexto… ¡Ah, el sexto! De haber sabido que sería el último, me habría ablandado un poco…
Pero no. No respondí ninguno de ellos, no devolví ninguna de sus llamadas, no dejé de sentir miedo y días más tarde, cuando Sophie regresó a Londres, pensé: todo terminó. Es mejor así…
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rago saliva y parpadeo con énfasis, como esperando que todo haya terminado para cuando vuelva a abrir los ojos, pero los abro y las cosas siguen igual. Los adinerados ríen tan falsamente que me provoca asco su hipocresía; mi madre se esfuerza por mantenerse a la altura de Betty Tale, y, de pronto, siento pánico, porque no logro ver cuál de las dos es más superficial. Algunos no aprendieron el arte de aparentar y prefieren mantenerse en un rincón, bebiendo, mientras se lamentan por tener que estar en un lugar que no desean y en un momento vulnerable. Otros, simplemente están cansados, tan cansados que no tienen fuerza para seguir fingiendo, así que se retiran a la mesa del ponche y permanecen ahí la mayor parte de la velada. Claro que también están los que se han visto obligados a formar parte de un mundo que no comprenden y que nunca comprenderán, porque está más allá de su entendimiento. Están los aprendices, los hijos de políticos y empresarios que recorren el salón, sedientos de un poder que jamás logran controlar, porque siempre son ellos los controlados. Y, por último, están los que imploran quedarse ciegos, pero que siguen despertando todas las mañanas, en el mismo lugar, con la misma sensación de vacío que les impedía dormir la noche anterior… ¿Qué es lo más triste de ellos? Que terminan acostumbrándose.
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Suelto un resoplido de exasperación y me refugio en la copa de whisky que el mesero, tan acertadamente, acaba de ofrecer a los invitados. Nunca he sido fanática del licor, pero la idea de entrar a un estado de irreverencia donde, eventualmente, sea incapaz de recordar mis penas, me resulta tentadora.
– ¿Helena? – Las tripas me dan un giro de 360 grados antes de volver a su sitio.
– ¿Doctora Scheffer? – – ¡Qué sorpresa! – De hecho, la palabra exacta sería: infortunio.
– ¿Qué hace aquí? – indago, en tono algo brusco. – Mi esposo – responde, señalando a un hombre alto y fornido que platica con tres caballeros de saco y corbata – ¿Y tú? –
– ¿Yo? – – ¿Qué haces aquí? – – Mi novio – contesto, sin molestarme en buscar a Patrick entre el gentío.
– Oh… La doctora Scheffer se inclina hacia adelante con aire de chismorreo. – ¿Seguiste mi consejo? –
No sé qué me resulta más incómodo, si el hecho de secretear o el aparente tema del secreteo.
– ¿Hablaste con ella? – Definitivamente, el tema del secreteo.
– Sí, por supuesto – 108
Mentira.
– ¿No te sientes mucho mejor? – – Absolutamente – Mentira.
– Y dime, ¿has logrado aclarar tu mente? – – Sí… mucho – Mentira. Quinto mandamiento: no rendirás falso testimonio. Esta plática me llevará al infierno.
– Así que has tomado una decisión, en cuanto a… – Sí… Un estrépito repentino causado por el descorche de una botella de champán, me hace dar un sobresalto.
– Hice lo que tenía que hacer – – ¿Y qué tenías que hacer? – – Lo correcto, obviamente – La doctora Scheffer me observa con tal curiosidad que, por un instante, me siento como una rareza de la creación.
– ¿Sabes cuál es la trampa más grande de la vida? – me pregunta – Nos esforzamos en dar importancia a un centenar de cosas, sólo para caer en cuenta, al final, de que nada es demasiado importante... Nada, excepto la felicidad – Me limito a guardar silencio. Trato de digerir su comentario; trato, más bien, de omitir su complejidad, por miedo a que pueda llenarme de coraje para hacer algo que, bajo ningún precepto, debo hacer.
– ¿Cómo está ella? – 109
– Se ha marchado – – ¿De vuelta a Londres? – Muevo la cabeza en señal de afirmación.
– ¿Y eres feliz con eso? – ¿Feliz? ¡Qué palabra tan curiosa, tomando en cuenta que no existe! No, no existe. A no ser que piensen que una persona puede estar satisfecha en todo momento, o al menos la mayoría del tiempo, estarán de acuerdo conmigo cuando digo que no hay felicidad , sino una serie de eventos que nos llevan a una dicha temporal.
– ¡Eleonor! – Los estrepitosos gritos del esposo de la doctora Scheffer me producen alivio. ¿Se puede escoger un momento más oportuno para interrumpir una conversación que en el meollo de ésta? Dios bendiga a los hombres imprudentes.
– Hola… Eh... Probando, uno, dos. ¿Me escuchan? – Medio salón gira en torno a la tarima principal, donde un hombre rubio y elegante intenta ganar la atención del público dándole golpecitos a la cabeza del micrófono.
– ¿Podrían, por favor, darme un minuto de su tiempo? – Los invitados dejan a un lado sus interesantes pláticas sobre economía y giran la cabeza en dirección a mi novio, cuya frente luce tan sudorosa como la de un maratonista.
– Yo… – Patrick me mira fijamente – Quiero hacer algo esta noche – continúa, sacándose un pequeño cofre del bolsillo – Dicen que no es fácil encontrar una persona con la que, 110
realmente, nos sintamos a gusto. Ya saben, alguien con quien puedas ser tú mismo… Por Dios, que no sea lo que estoy pensando.
– … es por eso que, cuando finalmente la encontramos, no debemos dejarla ir… Ha de ser el whisky, el whisky ha comenzado a producirme alucinaciones.
– Helena… Alucinaciones aterradoras.
– … cuando te conocí, supe que serías alguien importante en mi vida… O, quizá, he sufrido un choque etílico y esto es parte de un sueño experimentado en la camilla de un hospital.
– … supe que estábamos conectados de alguna manera… Tal vez, he entrado en coma.
– … ahora, comprendo ésa conexión y estoy decidido a forjarla… Despierta, despierta, por favor, por favor.
– … ¿quieres casarte conmigo? – De pronto, siento como si me golpearan el estómago con un saco de patatas, mientras mi cuerpo se tambalea colgado a la cima del Empire State. Entro en pánico. Miro a mi madre con el rabillo del ojo. ERROR . Lo único que encuentro, es una mujer con semblante de desquiciada, moviendo la cabeza de arriba a abajo, poniendo en peligro la seguridad de su nuca. Observo a mi padre. ERROR . El 111
pobre parece compartir mi estado de shock; no es de gran ayuda. Doy un último giro de córneas. Me topo con el rostro de Apu, pero no hay señas ni articulaciones mudas, sólo una sonrisa. ¿¡De qué me sirve una sonrisa!? Sí o No… Casarse o No Casarse… ¿Qué es esto? ¿Una versión contemporánea del monólogo de Hamlet?
– ¿Helena? – No puedo casarme con Patrick. ¡No lo amo! Pero tampoco puedo romperle el corazón frente a Betty Tale, eso sería condenarlo a la humillación pública. Podría, simplemente, desmayarme…
– Cariño… … pero eso sería retardar lo inevitable.
– … ¿estás bien? – De modo que sólo hay un camino.
– ¿Helena? – – Yo… ¡No te amo!
– … necesito pensarlo – Una cadena de murmullos se apodera del salón, seguida de los flashes fotográficos de la prensa y una movilización considerable de periodistas, encabezada por Betty Tale y su camarógrafo.
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Sí, los veo, son los jinetes del Apocalipsis cabalgando hacia mí, en aras de degollarme viva… Un momento. Creo que, esta vez, sí es el whisky. Le dirijo una última mirada a Patrick, como queriendo decirle: lo siento, y, sin molestarme en esperar la avalancha de los medios, me colo entre la multitud y huyo, al igual que huiría un venado asustadizo de una manada de lobos hambrientos.
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–
umillante. ¡Fue humillante! –
Nadie hace comentarios.
– ¿En qué pensabas, Helena? ¿Acaso… acaso te has vuelto loca? – El silencio continúa.
– Rechazar a Patrick frente a todo el mundo… ¡frente a los medios! – Me niego a pronunciar palabra. – Es preciso que lo llames. ¡No, llama a Betty! Sí, la llamarás
y te retractarás en cadena nacional –
– No lo haré – – ¿Qué dices? – – Que no lo haré – Mi madre se detiene en el centro de la estancia y me echa una mirada suplicante, como si creyera que todo se trata de un complot cuyo objetivo es matarla de un infarto.
– Pero…pero… ¿por qué? – – Necesito pensarlo – – ¿Pensar? No hay nada que pensar. Patrick es el hombre de tu vida –
– No, mamá, es el hombre que tú quieres imponer en mi vida. Hay una diferencia abismal –
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– Helena tiene razón; la decisión, es suya. Si no quiere casarse, que no se case –
– Gracias, abuelo – – ¿Qué está diciendo? ¿Realmente desea ver a su única nieta quedarse solterona? –
– El hecho de que no se case con Patrick Watson - Creek, no quiere decir que vaya a quedarse solterona. Aún es joven –
– ¡Tiene 30! – – Los 30 son la flor de la madurez – – Pues su flor ya ha comenzado a marchitarse… – ¡Mamá! – – ¡Sólo digo lo que pienso! – – Hija… – la voz de mi padre prorrumpe en el gran salón, entrecortada y temblorosa – Creo que debes casarte con él –
– Harold, no es correcto que te pongas de lado de tu esposa – – No estoy poniéndome de su lado, es sólo que… creo que debe… casarse –
– No me casaré. Lo siento, pero no lo haré – – ¡Helena, deja de comportarte como una niña caprichosa! – – Querer controlar mi vida no me hace una niña caprichosa, mamá –
– Dios bendito… Santa Madre de Jesús… ¿Cuándo se ha nublado tu horizonte? – ¿Mi horizonte? No tengo ningún horizonte. He vivido descarriadamente, siguiendo los sueños de otras personas y 115
brincand brincandoo con el brazo brazo ext e xtend endiido do,, como como si en realidad realidad me im impo porta rtara ra alcanz alca nzar arllos. Me dej de jé conv c onver ertitirr en e n un prototipo prototipo del ser humano humano moder moderno. no. Aquél Aquél que busca seguri se guridad dad e imi imita ta lo que hac ha ce la la mayoría, mayoría, porqu porquee le aterra ser di diferente… Por primera vez en mi asquerosa vida, soy capaz de ver quién reside en esta e sta masa de carne car ne insíp insípiida, que se sal sa lva de la putrefac putref acció ciónn debido al conjunto de órganos pegajosos que mantienen mi cuerpo funcionando... Soy Helena Fakker, una mujer maniacodepresiva de 30 años que se niega niega a admi a dmitir tir su inminente nminente inclinac nclinaciión sexual se xual por mi miedo a ser s er destrozada por la prensa, o aún peor, por el tridente de Satanás. Soy Hel He lena Fakker, una una mise misera rabl blee infe infelliz que acaba ac aba de darse dars e cuenta de que no ha sido más que un títere en la obra de teatro de su vida. Dios…cómo duele haber perdido el tiempo... madre – – Hija, por favor, hazle caso a tu madre – insistas, stas, pap papá, á, ya ya he tom tomado una una decisión decisión – – – No insi – Pero…
– Harold, déjala tranquila. Mi nieta no necesita casarse con ningún ningún multi multimill milloonario nario para para subsistir –
– Pero… – Helena, cariño, haz lo que te plazca. Sabes que tienes mi apoyo incondicional… incondicional… quebrados! ebrados! – – – ¡Estamos qu
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Alto. Suspensión absoluta de sentidos en el tiempo, espacio y dimensión. Todo se detiene, lentamente, hasta quedar inanimado. Incluso las manecillas del reloj parecen estar en reposo. De no ser porque el rostro de mi madre aún no presenta aquella tonalidad propia de la asfixia, juraría que ha dejado de respirar. decir – pide pide el abuelo, esforzándose – Repite lo que acabas de decir – por por mantener mantener las piernas piernas fij fijas en el piso. piso.
– Estamos en la quiebra... No tenemos dinero – ¿P or qué qué no tenemos te nemos dinero? dinero? – – ¿Por – Yo no sabía que… Harold – – Limítate a responder, Harold – Mi padre oprim oprimee la mandíbul mandíbula, a, como si creyer cre yeraa que, manteni mante niendo endo las palabras dentro de su boca, puede cambiar la realidad. ¡¿D ónde de está es tá el e l dinero?! dinero?! – – – ¡¿Dón perdí – – Lo perdí – perdiste? – – – ¿Lo perdiste? Apostando – – Apostando – Apu contiene la respirac re spiraciión y mi mi madre se lllleva una mano a la garganta. Pod P odrí ríaa jurar qu quee bu busc scaa estrangu es trangullarse. ars e. continúa mi padre – padre – Pensé Pensé – Tuve problemas… en la bolsa – continúa que, apostando, podría recuperar lo que había había perdido… lo qu quee apostaste? – apostaste? – inquiere inquiere el abuelo, con voz – ¿Qué fue lo temblorosa.
– Mi capital… y el de Nadine –
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¡¿Q ue hiciste hiciste qu qué? é?!! – grita – grita mamá, mamá , ponie poniendo los ojos ojos como – ¡¿Que platos platos de po porcelan rcelana. a.
– Y… los títulos de propiedad – Harol rold, d, ¿pero ¿pero eres ere s imb imbéc éciil? – vuelve vuelve a gruñir mi madre, – Ha rechinando los dientes. títulos os de propieda propiedadd de la casa ca sa?? – pregunto, pregunto, aunque, en – ¿Los títul el fondo, ya conozco la respuesta. Mi padre mueve la cabeza de arriba a abajo. aún? – – ¿Y cómo es que no nos han echado aún? – Logré hacer hace r un trato pa para ra que… – Logré c uánto?? – interrumpe interrumpe el abuelo, comenzando a – ¿Un trato de cuánto ponerse ponerse pál páliido do..
– Un millón… ¡¿ Un mil millón de dól dólar ares es?! ?! – – vocifera vocifera mi madre, arrancándose – ¡¿Un los cabellos desenfrenadamente. millón era todo lo que te teníamos níamos en el banco – banco – vacila vacila – Un mil Apu, desplomándose sobre el diván de la sala – sala – De De manera que… qu e… ¿no tenemos tenemos aho a horros? rros? – El silencio de mi padre indica afirmación. menos no has tocado toca do las las accio ac ciones nes del negocio negocio… … – Al menos Harold desorbita la mirada. cierto? – – ¿No lo has hecho, cierto? – Continúa desorbitada, queriendo esquivar los ojos saltones del anciano anciano que yace yac e frente fre nte a sus narices. narices.
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te nido do qu quee ceder ce der mi mi parte. par te. ¡Pero ¡P ero podemo podemoss recup rec upera erarl rla, a, – He teni sólo…! – Un grito desgarrador me aturde los tímpanos. Mi pobre y desahuci desa huciada ada madre madre se lanza lanza sobre su marido, marido, echa ec ha un mar mar de lágrimas. Dime – sol sollloza – que que no nos has dejado en la calle – calle – – Dime – Papá Pa pá no no respo res pond nde. e.
– ¡Júrame que no seremos el hazmerreír de la comunidad! – Sigue sin haber respuesta. queda? – – pregunta pregunta Apu, en tono apenas – ¿Cuánto dinero nos queda? audible.
– Lo suficiente para sobrevivir un tiempo – ¿Cuánto tiempo? tiempo? – – ¿Cuánto que… un par de meses mes es – Yo… creo que… par de meses?! meses? ! – repite repite mi madre, cuyos ojos casi no – ¡¿Un par pueden pueden verse verse entre los mancho manchones nes negros negros dej dejado adoss por por su maquillaje corrido. cuando – añade añade él – él – despidamos despidamos a Esther, – Siempre y cuando – cancelemos la membrecía del club, del salón de belleza, del gimnas gimnasiio, de la la boutique, boutique, de los… Otro Otr o chill chillido agudo me penetra penetra los los oídos, oídos, haci hac iéndome senti se ntirr que un un clavo es enterrado bajo mi sien. Segund Segundos os más tarde, Nadi Na dine ne Fakker está aferra afe rrada da a mi mi cintu cintura ra y moja mi vestido turquesa con sus lágrimas.
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– Por favor – suplica – por lo que más quieras… ¡cásate con Patrick! –
– ¿Qué? – – Si la prensa se entera de que estamos arruinados, sería… sería la peor vergüenza de nuestras vidas –
– No puedes pedirme que me case por dinero, mamá – – ¡Te lo imploro, Helena! Hazlo por tu familia… ¡hazlo por el mismísimo Dios! – gimotea, mientras el río de su llanto le empapa la cara y se escurre, goteando sobre la alfombra roja – ¡Ten compasión de tu madre, de la mujer que te dio la vida! – insiste, dejándose caer de rodillas – Helena… Helena, hija… Me lo debes...
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e casó por dinero? –
– No es algo de lo que esté orgullosa – – ¿Pero cómo pudo hacerlo? Me refiero a dormir durante seis años junto a un hombre que no amaba –
– Créeme, yo me hago la misma pregunta todos los días – – ¿Qué hay de ella? ¿La dejó ir tan fácilmente? ¿No intentó detener su matrimonio? –
– Por supuesto que lo intentó – – ¿Y cómo? Porque, obviamente, no dio resultado – – Bueno, es que… – ¿Asistió a la boda? ¿Estuvo presente cuando se casó con Patrick? –
– No, no estuvo ahí – – ¿Por qué? – – Porque yo se lo pedí – Fahrim hace una mueca de incomprensión.
– Sabía que tenerla cerca me haría dar marcha atrás – añado, queriendo justificarme.
– Ya veo – murmura mi intérprete, volviendo la vista al camino – Pero sigo sin entender –
– ¿Qué es lo que no entiendes? – 121
– ¿De qué manera pretendía Sophie impedir su boda, hallándose del otro lado del mundo? – Dejo escapar un bufido de gracia y, desviando la mirada al horizonte con aire nostálgico, respondo:
– Ella recordó mi historia favorita –
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aviar. Es preciso que haya caviar –
– Y langostinos – – ¡Langostinos, por supuesto! ¿Qué opinas, Helena? – – Me da igual – – ¿Cómo que te da igual? Discúlpanos un momento, Randall – El organizador de eventos da media vuelta y se aleja unos cuantos pasos. Por alguna razón, tengo el presentimiento de que guarda la distancia suficiente para no perderse ni un detalle de la plática.
– Podrías mostrar un poco más de interés – – ¿Cómo? No tengo interés alguno – – Helena, es tu boda… – Madre – farfullo, exasperada – Haz lo que quieras, ¿sí? – Para mi alivio, el sonido del timbre amortigua su voz justo cuando se proponía reñirme.
– Llaman a la puerta – musito, ansiosa por atender al desconocido, pero oportuno visitante. Ignoro la mirada furiente de mi madre y camino hacia la entrada, feliz de poder alejarme del pesado y fastidioso ambiente pre – matrimonial, que ha venido absorbiendo mi calma durante las últimas semanas. 123
– ¿Puedo ayudarlo? – pregunto, cuando, al girar el pestillo de metal, me topo con un empleado de la oficina de correos.
– Busco a la señorita Helena Fakker – – Soy yo – – Firme aquí, si es tan amable – El hombre me ofrece un bolígrafo y señala con el dedo una línea vacía, al pie de un formulario de recibo.
– Bien… ya está – El desconocido me entrega un sobre sellado, esboza una sonrisa de amabilidad y se aleja, bajando las escalinatas. Algo desorientada por el reciente episodio, me refugio en una esquina del recibidor, fuera del alcance de mi eufórica madre, y doy vuelta al misterioso paquete. El corazón me da un brinco salvaje cuando mis ojos se topan con el remitente. Sophie Watson – Creek Mayfair, Londres Inglaterra Sophie… El eco de su nombre, recitado por alguna fuerza interna, sacude mi entorno, incluyendo los jarrones italianos que mi padre mandó traer de Milán para presumir a sus amigos del club de póker. Una carta de Sophie – me digo, a mí misma, como queriendo ayudar a que mi consciente lo asimile. 124
¿Qué debo hacer? – auto cuestiono, caminando en círculos alrededor de la mesa de centro. Vuelvo a ojear el nombre del remitente. Cabe la posibilidad de que sea una ilusión… un engaño de mis sentidos, basado en el ferviente deseo de mi alma… Sophie Watson – Creek Mayfair, Londres Inglaterra No tiene caso, es evidente que la carta ha sido enviada por ella. Eso, o he perdido definitivamente la poca cordura que me quedaba. Me detengo junto a la mesa de caoba y coloco el sobre a un lado del arreglo floral. Luego, retomo mi caminata en círculos, esta vez teniendo las manos libres para arrancarme los cabellos con desesperación. ¿Por qué me ha enviado una carta? Pudo llamar… aunque no habría contestado… O pudo arreglárselas para enviarme un correo electrónico… a unque, probablemente, no lo habría leído…
Tomo el sobre de golpe, incapaz de resistir un segundo más sin saber qué hay plasmado entre las líneas caligráficas que, ligeramente, se aprecian a través del envoltorio blanco. Rasgo el papel, en absoluto éxtasis, y despliego la carta con ansiedad.
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Londres, Mayo 20 Querida Helena El recuerdo de tus labios rozando los míos, me persigue en cada parpadeo. La brasa cálida que encendió mi pecho cuando nos besamos, aquella tarde, continúa ardiendo dentro de mí…
consumiendo cada trozo diminuto de mi vida. Quisiera pensar que aún piensas en mí. Quisiera pensar muchas cosas, y, entre esas cosas, quisiera, no pensar, sino creer que no has decidido entregar tu vida a alguien que no amas. Aun así, sin importar lo mucho que me hiera tu inmutable actitud de indiferencia y tu inútil intento por sepultar nuestros escasos momentos de magia, debes saber que no hay hora, minuto ni segundo en que tu sombra no golpee mi pecho, reclamando la total atención de mi alma. Debes saber, dentro de esta última revelación, que no hay hora, minuto ni segundo en que mi alma no se halle sumergida en el abismo de tu memoria… en el néctar agridulce de
tu recuerdo. Helena, ¿acaso nunca aprendiste a sentir? ¿Acaso tu corazón no se detuvo cuando la humedad de mis labios se derramó sobre tu boca? Con absol uta entrega y apego a tu pensamiento…
S. WC
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– ¿
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na carta de amor? –
– Sí – – ¡Qué mujer tan ingeniosa! – exclama Fahrim, golpeando el timón del coche con la palma de la mano – Realmente ingeniosa – Me limito a sonreír con melancolía, como sonreiría una mujer solitaria al recordar uno de los pocos momentos de su vida en que llegó a sentirse completa.
– ¿Qué pasó después? – inquiere mi intérprete, lleno de curiosidad.
– ¿Te parece si continuamos con la historia luego? – – Ah… claro – responde, echándome un vistazo mal disimulado – ¿Se encuentra bien? –
– Sí. Estoy bien – Giro de medio lado sobre el respaldar del asiento, quedando mis pupilas, irritadas por la falta de sueño, en dirección a la ventanilla. Polvo, tierra y estepas. Kazajistán podría contenerse en tres palabras, pero he aprendido que no es correcto etiquetar las cosas en envases pequeños. Eventualmente, se desbordan.
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Tal es el caso de este país. Hace un par de semanas, no había más que infinitas extensiones de tierra cubiertas de hielo. Hoy, ese hielo ha sido reemplazado por cientos, no, miles de tulipanes salvajes que se agitan con el viento, saludando a los forasteros que pasan de largo. Viéndolos así, a través del cristal de la ventana, empiezo a darme cuenta de que Sophie no estaba demente por querer venir a este sitio. Empiezo a entender que Sophie, aquella mujer que, en cierto momento, creí desequilibrada, siempre ha estado mucho más cuerda que yo.
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Siete “ Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos
buscan su casa sabiendo que tienen una ” Voltaire
M
e inclino hacia el parabrisas del auto y observo más allá de la vidriera. Frente a nosotros, se erige una marquesina
escrita en kazajo que, obviamente, no termino de comprender, porque ni siquiera empiezo a comprenderla.
– Es el parque acuático de Kapchagai – indica Fahrim, al percatarse de mi vaguedad intelectual.
– Oh… Sigo a mi acompañante hasta el interior del edificio, realizando todo el recorrido en silencio. No hago preguntas sobre la credibilidad de su amigo; estoy tan desesperada por hallar a Sophie que, aún si el contacto fuese un psicópata asesino, no dudaría en escuchar lo que tiene que decir. Caminamos durante un lapso aproximado de diez minutos, que, a mi parecer, transcurren con la lentitud de una hora. Sólo puedo pensar en tener a Said al frente, en interrogarlo meticulosamente y hacer que me diga dónde puedo encontrar a una fotógrafa inglesa de ojos verde oscuro. 129
– Debe estar preparada para recibir una negativa – advierte Fahrim, mirándome por encima del hombro.
– Lo estoy… Mentira. No estoy preparada para recibir negativas, no en estas circunstancias. He dado la vuelta al mundo con el solo propósito de mirarla a la cara y decirle aquello que ha estado contenido en lo más recóndito de mí durante seis años. Recibir otra negativa, sólo daría cuerpo a la idea de resignarme y volver a Nueva York para pelear un trozo de mi vida en una corte, con Patrick. Al final del pasillo, nos detenemos frente a una oficina, cuyo gafete de identificación, para variar, también está escrito en kazajo.
– Es el despacho de Said – explica mi traductor, procurando evitar que vuelve a sentirme ignorante – ¿Lista? –
– Sí – Fahrim llama a la puerta, una voz responde desde el otro lado de la pared y, acto seguido, mi compañero gira el cerrojo. El umbral se despeja lentamente, dando lugar a un escritorio, dos sillas, un librero y una pecera enorme, donde alcanzan a verse unos cuantos aleteos despreocupados. No tardo en percatarme de la presencia de dos grandes círculos blancos que adornan el cristal. Dos círculos blancos con una pigmentación negra en el centro. Fahrim entra al despacho; lo sigo. Aquellos misteriosos círculos empiezan a moverse de forma ascendente, acercándose a la boca de la pecera, como si buscaran escapar. Siguen subiendo, más y más, hasta que… 130
– ¡Said! – Entonces, me doy cuenta. Los círculos blancos no son más que un par de ojos distorsionados por la reflexión del vidrio. Un par de ojos que, con suerte, habrán recibido la visita de una mujer británica hace poco tiempo. Fahrim y su amigo se dirigen unas cuantas palabras en ruso, interrumpidas, únicamente, por abrazos enfáticos y palmaditas en la mejilla. Yo, aunque impaciente y al borde de una crisis de ansiedad, permanezco callada junto a la puerta, contemplando la escena y orando para que no sea demasiado larga. Al cabo de unos instantes de mutua expresión afectiva, Fahrim parece recordar el motivo de nuestra visita y el escaso tiempo que mi despechado ex - esposo me ha concedido antes de la audiencia.
– Said, te presento a la señorita Helena Fakker – – Es un placer – – Mucho gusto – Nos damos un ligero apretón de manos.
– Por favor, pónganse cómodos. ¿Desean algo de beber? Hay una máquina expendedora en el pasillo –
– Yo estoy bien. ¿Helena? – – No, gracias – – Bien… – Said se apoya al respaldar de cuero marrón – ¿En qué puedo ayudarlos? – Contrario a lo que había imaginado, me apresuro a mirar a Fahrim, esperando que sea él quien tome las riendas del asunto. 131
– Buscamos a una amiga fotógrafa que ha venido a Kazajistán por los tulipanes salvajes. Pensamos que pudo haber pasado por aquí, tomando en cuenta que está el Oris Teni… Tina…
– El Iris Tenuifolia – – Sí, exacto – – Ya veo – Said se retoca la barbilla – Con que una fotógrafa…
– Se llama Sophie. Sophie Watson – Creek… – Es londinense – añado, tratando de ignorar las palpitaciones violentas que responden a la sola evocación de su nombre.
– Sophie… Sophie Watson – Creek, de Londres – repite Said, como si intentara memorizarlo para alguna utilidad futura – Lo siento, no recuerdo a nadie con ese nombre –
– ¿Está seguro? – – Completamente – – Quizá si la describo, pueda hacer memoria – insisto, poniéndome al borde de la silla – Es alta, delgada, de tez clara y ojos verdes, aunque pudieron haberle parecido negros si los vio bajo la sombra. Tiene el cabello lacio y azabache –
– Hum – Said se rasca la cabeza con esmero – No, no la recuerdo. Lo siento mucho –
– Tal vez fue con otra persona. ¿Cuántos botánicos hay en este pueblo? –
– De hecho, hay varios… 132
– Pero Said tiene muy buena fama. Todos los fotógrafos que llegan a la zona buscando tulipanes, se asesoran con él – intercede Fahrim, al ver que empiezo a ponerme terca.
– Puede que Sophie no lo supiera. Puede que haya ido con alguien más –
– La señorita Fakker tiene razón, no soy el único amante de los tulipanes en Kapchagai. Es más, tengo la dirección de unos cuantos colegas… debe estar en algún sitio… si me dan un minuto… Said se inclina, abre el cajón del escritorio y saca un bloque de papeles terriblemente desordenados.
– Creí haber escuchado que estaba preparada para recibir negativas – murmura Fahrim, cuya voz es casi apagada por el sonido del papelero siendo revuelto.
– Mentí – respondo, desvergonzadamente. – Ha de estar por aquí, denme un segundo … – Señorita, tiene que dejar a un lado la obstinación – insiste él, queriendo reprenderme.
– Estoy tan consciente de ello como la tortuga está consciente de que necesita ser más rápida –
– Pero la tortuga es lenta por naturaleza – – Exacto…
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E
s un hecho que las cosas no siempre salen como lo esperamos, y que, cuando esto sucede, recurrimos a un sinfín de
alternativas para hacer que funcionen como teníamos previsto. El problema radica en que éstas alternativas no siempre resultan y, siendo así, ¿dónde ampararse al final del día? ¿A la puerta de qué botánico volver a llamar, sólo para asegurarme de que no recuerda haber conocido a Sophie? Ése es uno de los problemas más grandes del ser humano: saber que hay momentos en los que puede intervenir, conocer la existencia de momentos en los que no puede hacer nada, pero no saber diferenciar una cosa de la otra. Es por eso que ignoro negativa tras negativa. Es por eso que hago oídos sordos a las palabras de Fahrim, que me ruega salir de mi trance para darme cuenta de que llevamos cinco horas recorriendo Kapchagai sin encontrar ni un solo rastro de ella. He ahí la razón por la cual, aún bajo el cuadro escarlata del atardecer, me niego a retirarme sin haber visitado a todos los botánicos de la lista… El único inconveniente de amar profundamente a alguien es que, luego de un tiempo, dejamos de ver la línea divisoria entre esa persona y nosotros, y esa persona.
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– ¡¿Cómo que una semana?! ¡Ése no era el acuerdo, Alice! – La recepcionista me echa una mirada sagaz.
– ¡No puedo volver, aún no he terminado! – Mis gritos parecen alarmar a los huéspedes que se pasean por el lobby; algunos intercambian miradas nerviosas y optan por marcharse al comedor o a la terraza.
– ¿No podrías hablar con él? Intenta persuadirlo Comienzo a dar vueltas de un lado a otro, enrollándome el cordón del teléfono en el índice derecho para aplacar la inminente cólera.
– ¡Pero teníamos un trato! – – Disculpe, ¿podría bajar la voz? – me pide la recepcionista, un tanto enojada por mi falta de prudencia.
– Señorita Fakker… Extiendo la mano para indicar a Fahrim que me encuentro en medio de una conversación poco amena y prefiero no ser interrumpida.
– Entonces, ¿no hay nada que hacer?... ¿Ni siquiera un par de días?... ¿No?... Sí, claro… Entiendo… Ahí estaré … Adiós – Cuelgo el teléfono y me inclino para darme de frentazos con el mostrador.
– ¿Qué sucede? – pregunta Fahrim, sin detenerse a pensar en lo peligroso que puede ser interrogarme en un momento susceptible.
– Patrick se las ha arreglado para adelantar el juicio. Tengo una semana para volver a Nueva York – respondo, haciendo un esfuerzo por acarrear mi pesada vida hasta el sofá del 135
recibidor – Aún no puedo creer que quiera alejarme de Josephine – agrego, desplomándome sobre los cojines.
– Las personas cometen estupideces cuando están enojadas – – Lo que Patrick está haciendo no es una estupidez, es una venganza. Una venganza sucia y retorcida –
– ¿Ha intentado hablar con él sin abogados de por medio? – – Por supuesto que lo he intentado. No ha servido de nada – Fahrim se sienta a mi lado con intenciones de brindarme apoyo moral, o al menos así es como interpreto las palmaditas rígidas que ha comenzado a darme en el hombro. Palmaditas que bien podrían dislocarme un hueso.
– Quizá deba resignarme – murmuro, extraviándome en mis propios pensamientos – Tal vez, lo mejor sea volver a casa –
– ¿Quiere darse por vencida? – cuestiona él, atónito ante mis palabras.
– Llevamos semanas enteras viajando de un lado a otro, sin tener idea de dónde encontrarla, y, francamente, comienzo a creer que es mejor así. Puede que ella ni siquiera desee verme. Puede que haya venido a este lugar para olvidarme –
– ¿Qué le hace pensar eso? – Trago saliva y bajo la mirada. El contacto visual sólo es agradable cuando se habla de cosas agradables.
– Dejó de escribirme – respondo, juntando los pulgares. – ¿Cuándo? – – Hace un par de meses… 136
Coloco los antebrazos sobre las rodillas y continúo:
– Ha de haberme olvidado. Después de todo, los sentimientos no son eternos –
– Es cierto, no lo son, pero bien pueden durar tanto como un vida humana o, al menos, como parte de ella – comenta Fahrim, arrugando la frente – Años, meses, días… ¿realmente importa? ¿No cree, usted, que debería ser más relevante lo que se siente, en lugar del cuándo o el cómo? – Su interrogante me toma desprevenida; no respondo.
– ¿Realmente piensa – insiste, al cerciorarse de que no pretendo abrir la boca – que una persona puede olvidar, con tanta ligereza, a quien estuvo enviando cartas de amor durante años? –
– Ciertamente – me atrevo a afirmar. – En ese caso, ¿por qué se tomó la molestia de venir hasta aquí? – Suspiro, fatigada por la intensidad de la plática. Ni siquiera deberíamos estar hablando sobre esto. ¡Le pago a Fahrim para que sea mi intérprete, no mi terapeuta personal! Estiro el cuello. Mis pupilas se encuentran con el florero de la recepción, de cuya boca salen cinco tulipanes rojos. Declaración del amante arriesgado…
Una daga me atraviesa la garganta.
– ¿Por qué vino, señorita? – insiste él, ansioso por escuchar mi respuesta. 137
– Vine... – contesto, recorriendo los pétalos rojos con la mirada – porque estaba dispuesta a cometer estupideces…
Dejo a Fahrim en la pequeña sala del lobby y me retiro a mi habitación, bajo la excusa de que un terrible dolor de cabeza amenaza con perforarme el cráneo. Dando trastabillones de cansancio, mi cuerpo se desploma al borde de la cama. Mis brazos y mis piernas tienen tal pesadez que mi espinazo se dobla a la altura del pecho, haciendo que me encorve. Ciño las manos al término de las sábanas, arrugando la tela a medida que mis dedos y mis uñas se incrustan en ella y la traspasan, adhiriéndose al colchón. Cabizbaja, me pierdo en las espirales del mosaico gris; me dejo, más bien, seducir por ellas, con la esperanza de que ello evada el torbellino de emociones que se avecina. Oprimo las sábanas, más y más, como un mecanismo represor del sufrimiento, pero, cada confín de mi insignificante cuerpo, sabe que no da resultado. Sabe que ella, inevitablemente, sumerge los centros de mi mundo. Unos golpecitos leves sobre el cristal de la ventana me hacen levantar la vista. Son gotas de agua, que caen y se estrellan contra el vidrio, escurriéndose con lentitud en la superficie transparente. Mis ojos se topan, en el mismo cuadro, con una réplica del florero que adorna la recepción... una réplica desde la cual se asoman diez 138
tulipanes rojos, que parecen estar ahí con el único objetivo de enloquecerme. Declaración del amante arriesgado…
Permanezco ahí, inmóvil, tácita, sumergida en el sublime, pero doloroso recuerdo de Sophie. Oprimo la mandíbula, trago saliva, entierro las uñas en el cobertor de la cama… Todo es inútil. Los labios han comenzado a temblarme, pequeñas lágrimas saladas se forman sobre mis párpados y la cadena indescriptible que me lastima la boca del cuello, está a punto de romperse. Parpadeo. Los diez tulipanes rojos continúan hiriéndome con su presencia… penetran, acuchillan mi pecho… me arrancan el alma. Duele más que mil agujas enterradas en el corazón. Amarla, recordarla, intentar olvidarla… duele por igual. Me llevo las manos a los oídos, caigo sobre mis muslos y lloro. Lloro de tristeza, de frustración, de arrepentimiento. Lloro sin vergüenza ni reserva alguna, gimiendo y tiritando sin control, halándome los cabellos. Me tumbo sobre la cama y cierro los ojos; las húmedas lágrimas empapan mi rostro como rocío primaveral sobre las hojas del jardín. Dejo que el frío de la tempestad abrace mi cuerpo desolado y así, cuando la noche comienza a envolver el firmamento, llenándome de nostalgia, lloro hasta sentirme seca… hasta sentir que ya no siento.
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Ocho “El amor es el significado ultimado de todo lo que nos rodea. No es un simple sentimiento, es la verdad… la alegría que está en el origen de toda creación”
Rabindr anath Tagore
L
a llama incandescente del alba pasa desapercibida en el obstinado cielo grisáceo. La lluvia de la noche anterior continúa
arremetiendo los espacios del hostal, extinguiendo la calidez de sus rincones y volviendo gélido el aliento de los huéspedes. Gota tras gota, el sonido del agua golpeando el pórtico me sumerge en un trance involuntario, donde, para mi desgracia, termino dándome cuenta de lo sola que estoy. Podría culpar a la tempestad, por elaborar esta fachada deprimente que únicamente sirve para acentuar mi tristeza; podría culpar a Patrick, que, en su faceta de ex – marido despechado, ha optado por demandarme para quedarse con la custodia de nuestra hija. Podría echarle la culpa a mi abogada, Alice, por estar condicionada a darme malas noticias… o podría, simplemente, culpar a Sophie, por
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haberme cautivado de modo tal que no consigo apartarla de mi mente. El hecho es que no tiene caso buscar culpables; aún si los hubiera, seguiría estando sola. Quizá, así es como debe ser... – pienso, mientras dibujo formas en el vidrio empañado de la ventana – Es el precio que debo pagar por haberla dejado ir una vez: dejarla ir dos veces… para siempre...
Nadie presta atención cuando bajo las escaleras con un puñado de cartas en la mano, a nadie parece importarle quién las escribió, ni con qué propósito lo hizo, pero las cosas cambian cuando me acerco a la chimenea con paso firme y arrojo el papelero al fuego. Entonces, medio salón, repentinamente, sienten interés en el asunto; interés que procuro ignorar, puesto que ansío deshacerse lo más pronto posible de todo aquello que me mantenga atada a Sophie.
– ¿Por qué estás quemando todo ese papelerío? – me interroga una anciana canosa y de ojos pronunciados, cuyo acento no logro identificar.
– Ha dejado de tener valor – respondo. – ¿Es por eso que te quedas de pie, contemplando cómo el fuego lo consume? – La miro con nerviosismo. No contesto.
– Siéntate, la lumbre no va a irse a ningún lado –
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La mujer da unas cuantas palmaditas sobre el cojín del sofá, invitándome a tomar asiento junto a ella. Decido acoger el ofrecimiento, más por educación que por voluntad propia.
– ¿Facturas? – pregunta, en ese tono de inmutable tranquilidad, propio de los adultos mayores.
– No – – ¿Notas de condolencia? ¿Ha muerto algún familiar? – – No – reitero. – Ya veo – murmura, clavando la mirada en la fogata – Entonces, son cartas de amor… El corazón me sube a la garganta. ¿Cómo pudo adivinarlo? ¿Quién es esta mujer? ¿Acaso se trata de una clarividente nómada que vaga por el mundo haciendo alarde de sus poderes? ¿Qué vendrá después? ¿Pronosticará mi muerte? Un momento… ¿qué está haciendo ahora? ¿Puede leer mis pensamientos o, aún peor, manipularme a su antojo para convertirme en una esclava del tráfico de órganos? No hace falta decir que he entrado en pánico.
– ¿Cómo…? – ¿Lo supe? ¡Oh, fue sencillo! Tu semblante lo dice todo – Gira hacia mí, pero esquivo su mirada. Clavo los ojos en el ascua.
– ¿Ha terminado? – indaga, sutilmente. – Jamás empezó… El fuego absorbe el papel, poco a poco, distorsionando las líneas escritas en tinta negra. 142
– Las cartas de amor siempre me han parecido muy románticas – comenta ella, entrecruzando las piernas y llevándose los nudillos a la quijada – Todos los grandes amantes de la historia se enviaban cartas de amor… Víctor Hugo y Adéle Foucher, Allan Poe y Hellen Withman, Carlota y el joven Werther, Napoleón y Josephine... Aunque, algunas personas, no logran ver el romanticismo en la infidelidad de los dos últimos. Mi nieta, por ejemplo, lo cree inconcebible –
– ¿Tiene una nieta? – Lo cierto es que no me importa, pero, con tal de cambiar el tema, finjo estar interesada.
– Sí. ¡Es un tesoro! – exclama la mujer, juntando las manos como quien da las gracias a Dios – ¿Tú tienes hijos? –
– Sí, una niña – – ¿Cuál es su nombre? – – Josephine – – ¡Ah, como la amante de Napoleón! – Bosquejo una sonrisa y asiento con la cabeza. Josephine... mi pequeña Josephine. No la he visto en dos meses; ya echo de menos perseguir ese cabello rubio en la vereda del Central Park o escuchar aquellas preguntas complejas que ni siquiera soy capaz de responder… Pestañeo. En la chimenea, sólo alcanzan a verse muñones de papel carbonizado. 143
– ¿Sabes por qué son tan románticas las cartas de amor? – continúa la anciana.
– ¿Por qué? – – Son símbolos. Símbolos de la pasión, del deseo… de la esperanza que todo ser humano deposita en el destino para hallar a la otra mitad de su alma. Al contrapunto de sí mismo. Una carta puede revelar, entre líneas angostas, todo lo que una persona jamás podría decir, ni aunque tuviera toda la vida para hacerlo – Hace una pausa, toma aire y añade:
– Espero que guardaras, al menos, una, o no tendrás un objeto material para recordar lo mucho que eres amada… y lo mucho que amas – La impresión que sus palabras me causan, sólo puede compararse con el choque de dos locomotoras a 250 kilómetros por hora… a no ser que una locomotora no pueda alcanzar esa velocidad, en cuyo caso, apelaré a la imaginación. Guardo silencio, pero durante ese espacio tácito se da un intercambio de miradas donde, sea por simple alucinación o por verídico suceso, caigo en cuenta de un factor que me aturde: aquella anciana tiene unos preciosos ojos verde oscuro, que parecen negros a simple vista…
– ¡Al fin la encuentro! – El exclamo de Fahrim me arrastra a la normalidad.
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– La he buscado por todas partes. Tengo malas noticias: tormenta – ¿Tormenta? ¡Qué disparate!
– Suena disparatado, lo sé, pero es lo que han dicho los expertos – continúa, adivinándome el pensamiento – No dejará de llover en tres o cuatro días –
– ¿Y eso qué significa? – – Que tendremos que aguardar hasta que el tiempo mejore… – Pero debo tomar un vuelo el sábado, o no llegaré a tiempo para la audiencia –
– Cuatro días, señorita Fakker… llegará – replica, echando un vistazo a la desconocida mujer que me acompaña – ¿Ha conocido a alguien? –
– ¡Oh, sí! – me apresuro a contestar – Ella es… – ¡Señora Gresham! – los gritos de la recepcionista irrumpen en el lobby, haciéndome imposible terminar la frase – ¡Su nieta está al teléfono, desea hablarle! –
– ¡Ah, mi querida! – exclama la mujer, sonriendo plácidamente – Disculpen, debo tomar esa llamada. Fue un placer… La anciana se pone de pie y, cantoneando la cintura con elegancia, se aleja rumbo al mostrador. La sigo con la mirada, aún sorprendida por la peculiaridad de sus ojos.
– ¿Qué es todo eso? – pregunta Fahrim, colocándose de cuclillas frente a la chimenea. 145
– Símbolos de la pasión, el deseo y la esperanza – – ¿Eh? – – Son cartas – – ¿Las cartas de Sophie? – – Ajá – – ¿Las ha echado al fuego? – – Sí – – Pero… pero… ¿por qué? – balbucea, haciendo un ademán de desconcierto.
– Es una de esas extrañas costumbres humanas. Pensamos que las cosas se acaban cuando las vemos arder –
– ¿Y se acaban? – – No – contesto – Pero es un buen inicio… No niego que mi voz se quebranta con facilidad, ni que, en lo superfluo de mi ser, una cuchilla punzante, atravesando mi esencia, hace que sienta deseos de llorar. Tampoco niego, por razones obvias, que cada minuto de mi vida se ha convertido en un tormentoso tic tac regresivo, cuyo fin, de una manera u otra, sólo apunta a ella… Pero todo eso, aunque no lo niegue, ha dejado de tener importancia, porque no son las cartas de Sophie lo único que el fuego consume, sino también mis deseos de encontrarla. Aquí, viendo las llamas impetuosas que hacen resplandecer mis pupilas, renuncio a ella definitivamente. Me despido de su recuerdo, 146
consciente de que ello puede significar la suspensión permanente de mis latidos y el término de mi vida. Fahrim, que hace unos instantes ha tomado asiento a mi lado, no emite palabra alguna. Puede que esté al tanto de mi momento reflexivo, o puede que no tenga nada que decir. Clavo la mirada en el carbón ardiente, en las cenizas que han suplantado los trozos de papel. Respiro hondo, los veo ser destruidos por el ascua; parpadeo, me despojo de ellos… de su significado. Fahrim continúa en silencio. Lo miro con el rabillo del ojo, preguntándome qué pasa por su mente. Es entonces cuando lo recuerdo: aún no conoce toda la historia.
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Nueve “El amor es como Don Quijote: si recobra el juicio, es que está para morir”
Jacint o Benavent e
Nueva York, Octubre 25 Querida Sophie:
Nueve. Esa es la cantidad de cartas que te has molestado en enviarme, aun cuando no respondí las ocho anteriores. ¿Acaso no hay manera de fatigar tu necedad?
Helena
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C
on el tiempo, dejé de leer. Los libros ahora me parecían armas de doble filo, objetos contenedores de ideas que podían llegar a resultar lesivas para mi estabilidad emocional. Suficiente había
tenido con Borges y su pronóstico de lo que sería mi vida si continuaba actuando conforme a la razón, no necesitaba toparme con otro escrito de esa estirpe… no ahora, cuando estaba a punto de casarme.
Mis colecciones de Shakespeare, Jane Austen, Neruda, e, incluso, el libro recopilatorio de las cartas Napoleónicas, fueron cuidadosamente guardados en una caja de dimensiones abrumadoras y donados a la Biblioteca de Nueva York. Sólo dos libros permanecieron en mi poder: La Biblia y Los Relatos de Edgar Allan Poe . Ambos eran lo suficientemente
aterradores como para
evitar que cancelara la boda.
– Tenemos tres opciones de vajilla: la italiana, la española y la inglesa. La primera, como pueden ver, es ideal para la recepción: elegante, pero discreta. La segunda, tiene un peculiar acabado que la hacer ser un tanto brillante, por lo que no la recomiendo para las bodas matutinas. Y la tercera, nos remonta a la época victoriana del pueblo británico… ¡Ah, ese irresistible aroma a antigüedad! – Randall suspira prolongadamente.
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– Sé que es una decisión difícil – continúa, a modo de condolencia – Pero necesito una respuesta hoy mismo –
– Helena, ¿cuál prefieres tú? – La inglesa.
– Todas son muy lindas – – ¿Deseas quedarte con las tres? – – ¿Eh? ¡No, no es eso! – respondo, tomando a Patrick de la mano – ¿Sabes qué? Elige tú –
– ¿Segura? – Meneo la cabeza de arriba a abajo.
– De acuerdo. Nos quedamos con la inglesa – – ¡Magnífica elección! – vocea Randall, levantando las muestras de la mesa – Será una boda inolvidable –
– ¿La inglesa? – lo cuestiono, rascándome la nuca. – Un gesto de cortesía para mi tío Charles – – ¿Tu tío Charles? – – Sí, el hermano de mi padre – – ¿Vendrá a la boda? – – Desde luego – responde Patrick, como si mi interrogante careciera de consistencia.
– Y... – carraspeo disimuladamente – ¿Tu prima también vendrá? –
– ¿Sophie? – – Sí, Sophie – – Es lo más probable. ¿Por qué? – 150
– ¡Curiosidad! – farfullo, bosquejando una sonrisa falta de credibilidad.
– Helena… Mi abuelo entra al comedor dando pasos largos, con el teléfono en una mano y las llaves de mi auto en la otra.
– ¿Estás lista? – – ¿Lista? – repito, aún nerviosa por el tema de los posibles invitados.
– Para la subasta – responde, colocando las llaves sobre la mesa para acomodarse el cuello de la camisa.
– ¡Ah, sí, por supuesto! – – Entonces vamos. No podemos llegar tarde… Levanto la vista; mis ojos chocan con la hermosa vajilla inglesa que Randall sujeta entre las manos. Aquellas terminaciones en los bordes, hechas con la delicadeza de una pluma; el resplandor que ilumina el fondo cuando los haces de luz se escabullen por el ventanal; la suavidad con que los dedos se deslizan sobre la impecable superficie…
– ¿Me permiten un minuto? – susurro, fuera de mí misma. Dejo el comedor y salgo a la estancia, aún afectada por la vajilla victoriana. Sigilosamente, reviso los rincones para asegurarme de que no hay nadie escondido tras los muros; me saco una carta del bolsillo, tomo un bolígrafo de la repisa y escribo: P.D: ¿Puedo pedirte que reconsideres el venir a la boda? 151
R
ecuerda: no bajes de los 50 mil por nada del mundo – – – Entendido –
– Y, si hay algún pez gordo… – Debo dejarlo nadar. Sí, ya lo sé, abuelo. Relájate – Le doy a Apu un abrazo cariñoso. Debo aceptar que siento pena por él: verse obligado a subastar objetos que han pertenecido a nuestra familia por generaciones, y todo debido al cabeza hueca que tiene por hijo… es lamentable. Claro que ninguno de los presentes, a excepción de los Fakker, sabe que el artículo subastado forma parte de la colección familiar… Eso sería desatar las malas lenguas. Me desprendo de Apu y subo al estrado, consciente de que el bienestar económico de la familia, y psicológico, en el caso de mi madre, dependen de mí. Abro el cartapacio colocado sobre el podio. Tengo la mala costumbre de no informarme sobre los artículos que he de anunciar con antelación, lo cual explica por qué mi rostro adopta una expresión de susto cuando leo la primera línea de la hoja. Dime. Jorge Luis Borges
Retrocedo con temor. Conozco ese poema, sé cómo empieza y cómo termina, por lo tanto, también sé que no puedo leerlo. 152
No soy capaz, me quebraría… Apu me hace señas para que abra la subasta. Muevo la cabeza de un lado al otro, queriendo transmitirle mi indisposición, pero parece no captar el mensaje.
– ¿Qué esperas? – pregunta. – No puedo hacerlo – mascullo, inclinándome hacia la parte baja de la tarima.
– ¿Qué es lo que no puedes hacer? – – Esto. Yo… no puedo leer esto – – ¿Necesitas anteojos? – – No… – ¿Qué sucede, entonces? – Le imploro con la mirada, mientras intento hallar las palabras adecuadas para decirle que soy propensa a sufrir crisis maniacodepresivas cuando hago contacto con Borges. Esta teoría, evidentemente, es una locura, lo cual explica por qué no hallo la forma de exponerla. Dos, cuatro, ocho segundos transcurren… Nuestras miradas continúan fijas, la una en la otra, sin que nuestros labios articulen sonido. Diez, doce, catorce… Apu no me facilita las cosas... Me doy por vencida.
– Olvídalo – concluyo, enderezando la columna.
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Sujeto el micrófono con determinación, tratando de convencerme a mí misma de que un escritor que yace tres metros bajo tierra no puede alterar mi equilibrio mental de ese modo.
– Lote n° 520. Dime; Jorge Luis Borges – Carraspeo con énfasis.
– Dime, por favor, dónde no estás, en qué lugar puedo no ser tu ausencia; dónde puedo vivir sin recordarte, y dónde recordar sin que me duela. Dime, por favor, en qué vacío no está tu sombra llenando los centros; dónde mi soledad es ella misma, y no el sentir que tú te encuentras lejos. Dime, por favor, en qué camino podré yo caminar sin ser tu huella; dónde podré correr, no por buscarte, y dónde descansar de mi tristeza. Dime, por favor, cuál es la noche que no tiene el color de tu mirada…
Hago un alto. La voz me tiembla y los dedos, que permanecen aferrados a la hoja de papel, se estremecen como la cuerda de un violín defectuoso.
– Dime, por favor, cuál es la noche que no tiene el color de tu mirada; cuál es el sol que tiene luz, tan solo, y no la sensación de que me llamas. Dime, por favor, dónde hay un mar…
Mis ojos se humedecen como las paredes de un balcón desnudo en una noche serena. Como el rocío se adhiere al zócalo de las esquinas, las lágrimas se incrustan en mis párpados, esperando el mínimo pestañeo para desbordarse de ellos como el delta de un río. 154
– … dónde hay un mar que no susurre, a mis oídos, tus palabras. Dime en qué rincón nadie podrá ver mi tristeza, y cuál es el hueco de mi almohada que no tiene apoyada tu cabeza…
Es todo. Las pupilas me arden tanto que no resisto mantener los ojos abiertos. Pestañeo, y las lágrimas brotan y se deslizan por mi rostro, humedeciendo el papel... haciendo que la tinta se corra y dibuje malformaciones de mi dolor.
– Dime, por favor, cuál es la noche que vendrás para velar tu sueño… que no puedo vivir, porque te extraño - trago saliva
para contener el llanto – y no puedo morir, porque te quiero… Suelto un resoplido de agotamiento y, con toda la reserva que la situación me permite, me enjugo las lágrimas con el pulgar derecho e intento fingir que no he sido protagonista de melodrama alguno.
– ¡La subasta abre en…! – El sonido de la puerta del auditorio, ahoga mis palabras. Alzo la mirada automáticamente, buscando descubrir qué clase de persona tiene la osadía de entrar a un evento privado cuando éste ya ha dado comienzo. Los brazos de la puerta se abren de par en par, dando paso a la silueta de una mujer cuyo rostro es ocultado por el reflejo del sol. Sin embargo, logro ver su cabello: largo, lacio y oscuro, como la noche.
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Da uno, dos, tres pasos, y su identidad comienza, poco a poco, a ser de conocimiento público. Cuatro, cinco, seis; alcanzo a ver la mitad de su cara a través del manto de luz blanquecina. Veo, o imagino ver un par de ojos verde olivo, que, a simple vista, lucen negros. Pestañeo; la figura continúa acercándose. Vuelvo a pestañear. Aquellos ojos se niegan a apartarse de los míos. Pestañeo nuevamente, esta vez, prolongando el cierre de mis párpados y sintiendo que el aire me falta. Sophie…
Me tambaleo. ¿Eres tú, Sophie? Cuando me doy cuenta, mi cuerpo reposa sobre el piso helado y mis pupilas, clavadas al cielorraso del edificio, dibujan aquella silueta en el aire, justo antes de perder el conocimiento.
156
Y
a había tenido este sueño. No lo recuerdo, pero siento que lo había tenido; como un Deja Vú, o una corazonada. Así que no
me cuesta deducir dónde estoy, ni a dónde quiero llegar. Sé que este es un campo abierto y que, los manchones rojizos que resaltan entre el pasto verdoso, no son otra cosa que tulipanes… cientos de tulipanes. Mis dedos rozan los pétalos al pasar junto a ellos. Mis piernas y rodillas, también sienten el cosquilleo de la hierba… pero nada se compara al revoloteo de las mariposas que me envuelven el corazón, a medida que me aproximo a ella.
Ella, que aparenta ser inalcanzable, incluso para el tiempo, y que permanece inmóvil y distante, sin importar cuántos pasos dé en dirección suya. Ella, la obsesión de mi horizonte; el amor de mi vida, del cual me separa un océano de declaraciones de amantes arriesgados.
–
Sophie…
No hay respuesta a mi llamado.
– Debo decirte algo... Sus labios no se mueven.
– –
Yo… Helena, Helena… despierta –
– Aún no, debo decírselo – – Abre los ojos, Helena – 157
–
Pero…
– Ábrelos Sé que había tenido este sueño. No lo recuerdo, pero siento que lo había tenido…
– ¡Está volviendo en sí! – La voz de Patrick me zumba los oídos. Aún puedo escuchar, aunque vagamente, el deslizar de mis pasos atravesando la hierba.
– ¡Retrocedan, déjenla respirar! – indica una voz grave, que asocio con mi abuelo. Lentamente, voy desplegando los párpados. La luz me lastima los ojos, me hace querer volver a la oscuridad, pero, cuando recobro la conciencia y recuerdo el motivo de mi colapso, me incorporo con rapidez y giro la cabeza de un lado a otro, buscando su cara entre la multitud curiosa.
– Helena, ¿te encuentras bien? – – ¿Dónde está? – – ¿Dónde está quién? – Apu luce alarmado. Es probable que tema por mi lóbulo temporal, occipital, parietal y todas esas cosas que, según la ciencia, hay en lo que llamamos cráneo…
158
– Ella – contesto, algo enojada, como si todos los presentes tuvieran la obligación moral de saber a quién me refiero. Patrick y mi abuelo intercambian miradas de preocupación. Hablo de Sophie – se me ocurre decir, pero cambio de idea al percatarme de que estaría poniéndome en evidencia.
– Hablo de la persona que acaba de entrar al salón – insisto, quedando tiesa repentinamente.
– ¡Oh! ¿Te refieres a… Sophie, espero escuchar.
– … la señorita Rogers? – ERROR . Una mujer asoma la cabeza entre el gentío y me dirige una sonrisa caritativa, de esas que solemos dirigir a alguien con quien hemos tropezado por la calle. Su cabello es largo y liso, pero, y esto es algo que realmente me consterna, no es azabache, sino rubio. Sus ojos, por otro lado, tampoco son verde olivo, sino verde claro, tan claro que nadie podría, jamás, confundirlos con el negro. Nadie, al menos que esa persona hubiese ingerido toxinas, o perdido el juicio por amor… como yo.
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Diez “La dicha de la vida consiste en tener, siempre, algo que hacer,
alguien a quien amar y alguna cosa que esperar” Thomas Chalmers
Londres, Noviembre 2 Amada Helena:
Mi necedad es sólo comparable con el deseo de tener tu frágil cuerpo entre mis manos. De modo que la respuesta es no; no hay manera de fatigarla.
S.WC
P.D: Dame tres razones para no asistir a la boda. Entonces, lo consideraré.
160
P
atrick había comprado un apartamento en la zona más lujosa de Manhattan. Yo a penas y estaba dispuesta a casarme, he ahí la razón de que no haya opinado en lo absoluto respecto al sitio en
el que viviríamos. Al menos, claro, que la frase “es muy bonito” pueda considerarse una opinión de peso. La boda sería a finales de diciembre, no porque Patrick y yo lo hubiésemos acordado, sino porque a mi madre le parecía una buena idea. Naturalmente, a mi madre le parecían buenas todas sus ideas, incluyendo el haberle suplicado a su única hija que contrajera matrimonio por interés. Ésta, tengo la impresión, se presentaba ante ella como la mejor idea de su vida. El caso es que Nadine Fakker no había escogido finales de diciembre sólo por tratarse de una fecha bonita, por el contrario, la verdadera razón era que comenzábamos a quedarnos sin dinero suficiente para fingir que no estábamos en la ruina. O, como mi madre prefería decir: atravesando un “ligero” inconveniente económico.
– ¿Por qué tengo que empacar? Aún falta mes y medio – – El tiempo pasa volando, Helena. Es preferible que tengas todo listo – Intento convencer a mamá de que no es necesario arreglar valijas con tanta anticipación, pero es un hecho que, a mamá, no se le puede convencer de nada que vaya en contra de su propio juicio. De 161
manera que, luego de unos tormentosos minutos de inútil discusión, doy mi brazo a torcer y subo al dormitorio. Había jurado que no entraría a mi alcoba más que para dormir o cambiarme de ropa, puesto que corría el riesgo de toparme con las cartas de Sophie sobre el escritorio, y, por consecuente, también me arriesgaba a pensar en ella. Obviamente, ya es demasiado tarde para serle fiel a ese plan. Mi necedad es sólo comparable con el deseo de tener tu frágil cuerpo entre mis manos. De modo que la respuesta es no; no hay manera de fatigarla. ¡Pero qué atrevida! ¡Qué carta tan insopor tablemente… seductora! Me apresuro a doblarla y dejarla en su sitio, consciente de que no tengo la fortaleza emocional para leerla más de dos veces. Abro el armario de par en par, tratando de decidir qué cosas debo empacar primero. Mis ojos se topan con una pequeña caja marrón, colocada sobre la primera tablilla del mueble. No recuerdo que estuviese ahí por la mañana. Guiada por la curiosidad, me pongo de puntillas, extiendo los brazos y la bajo, ansiosa por descubrir qué hay en su interior. Al ponerla sobre la cama, detecto un trozo de cinta adhesiva con la letra de mi madre: Chucherías
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Mi curiosidad aumenta en crescendo. ¿Qué ¿Q ué es lo lo que mi madre consi c onsidera dera una chucherí chuche ría, a, y, aún a ún más más intrigante, ntrigante, por qué qué está e stá,, dicha dicha chucherí chucher ía, en la repi r episa sa de mi armari armar io? Desempolvo la caja con la palma de la mano y desprendo la cinta, separando las hojas de cartón que mantenían sellada la cajeta. El hígado me sube al cuello. Saco la vieja libreta y abro la primera página. Propiedad Propied ad de d e Helena Fakker Fakker
Paso as o a la la segun se gunda, da, y me me encuentro e ncuentro con un dibuj dibujoo de de King King Kong en la cima del Empire State. Paso a la tercera: un bosquejo de la Torre Eiffel. La cuarta cuarta es un di dibujo bujo de de Pega sobrevol volaando el Olimpo. Pegaso so sobre La quinta: quinta: una répl ré pliica muy atinada de La de La Creación Creació n de Adán Adán, de Miguel Ángel… Continúo pasando las hojas, una tras otra, esforzándome por recordar el momento momento exacto xac to en que dibuj dibujéé todo aquel aque llo. Por lógic ógica, debió ser se r antes antes de marcharme marcharme a Parí Pa rís, s, ya que que la últi última ma página página está e stá en e n blanc blanco, o, bajo bajo el títu títullo: Big Ben, Londres
Pliego la libreta y deslizo la mano sobre la solapa gastada. Mi madre debió catalogarla como una chuchería mi entras yo estaba chuchería mientras ocupada siendo exorcizada por el Padre François. 163
Es una lástima que haya tardado tantos años en darme cuenta de que tener tene r sueños propios, propios, ajenos a los los de nuestra nuestra famil familia , no es un un pecado, pecado, sino sino una una bendi bendición ción..
164
Nueva Nuev a York, Noviem Noviembre bre 14 Estimad Estimadaa Sophi Sop hie: e:
¿Quéé es lo que ¿Qu qu e de d eseas de mí? A penas pe nas y nos n os conocemos; conocemos; no estás al tanto de mis poca po cass virtudes virtudes ni n i de mis mis múltiples múltiples defectos d efectos.. ¿Cóm ¿Có mo ppue uedes des insinuar insinuar que me me quieres? q uieres?
Helena
P.D. Razón n° 1: La bo boda da coincide con las fiestas de fin f in de año. año.
165
L
os exorcismos no han de ser reales, y, si lo son, no han de haber resul re sultado tado conmigo. conmigo. De lo lo contrari contra rio, o, ¿cóm ¿c ómoo se exp e xpllica que aún a ún sepa se pa dibuj dibujar ar??
Trazos frágiles, delgados, como el borde de la luna; y trazos fuertes, gruesos, como la sombra de una mano reflejada en la pared… Aún sé cómo dar dar forma a las líneas, neas, y cómo hacer hacerllo de tal ta l manera que el resultado sea más que líneas con forma. Froto el índice sobre el papel, dándole cuerpo al contorno de los ojos. Pinto las pupilas con un semitono oscuro, dejando cabida a la posi posibi billidad de qu quee su s u iri iriss no sea negro, negro, sino sino verde. verde. Recorro sus labios bien bien defi definidos, nidos, desl des lizo mis mis dedos sobre ellos. ellos. Me dejo llllevar eva r por por el soni sonido do del lápi lápizz friccio friccionan nando do el pap papel el;; po porr el aroma aroma del del grafito grafito penetrand penetrandoo mi mis sentido sentidos… s… querida? – – ¿Qué tienes ahí, querida? – Apu corta corta mi mi esta es tado do de éxtas éxtasiis, al igual igual que una tijer tijeraa de jardi ar diner neríía corta una cinta de inauguración. – miento, ento, cerra ce rrando ndo la libreta libreta de – Reviso la lista de invitados – mi un golpetazo. Mi abuelo admira la puesta de sol que cae sobre la terraza, inund nundaando las copas copas de de los los edificio dificios. s. Oc Ocul ulto to el dibuj dibujoo a un un lado lado del asiento e intento quitar los residuos de grafito de mis dedos. Helena – susurra susurra él é l. – Helena – ¿Sí? – – ¿Sí? – ¿Está s segura de lo qu quee haces hac es?? – – ¿Estás 166
– ¿A qué te refieres? – le pregunto, dejando el asunto de mis dedos sucios.
– Al matrimonio. ¿Estás segura de querer casarte con Patrick? – Intercalamos miradas silenciosas durante un rato, dándole tiempo al crepúsculo para pintar el trozo de cielo restante.
– La decisión ya está tomada – – ¿Y quién la tomó? – insiste – ¿Harold, en el momento que nos dejó en la calle? ¿Tu madre, cuando suplicó de rodillas que te casaras por dinero? ¿O yo, cuando me quedé callado? –
– Abuelo – interrumpo, posando mi mano sobre la suya – La decisión era mía, y yo decidí casarme –
– ¿Estás completamente segura de querer hacerlo? – vuelve a preguntar, frunciendo el ceño.
– Completamente. No te preocupes por mí – Apu sonríe con ternura, besa la palma de mi mano y entra a casa. Tomo un respiro hondo, saco la libreta de su escondite y la abro en la última página… donde el título “Sophie”, reemplaza el “ Big Ben”, tachado de lado a lado.
167
Londres, Noviembre 23 Mi adorada Helena:
Temo informarte que tus esfuerzos por hacer que disminuya mi interés en ti, son tan inútiles como pretender que un farol puede igualar el brillo de una estrella. ¿Acaso posees una virtud que deba serme revelada, aparte de tu capacidad para hacer que te ame con locura? ¿O es que tienes un defecto más grande que el de no responder a las súplicas de mi corazón, cuando grita tu nombre por la noche? Dudo que haya virtudes o defectos comparables, y aún si los hubiera, cerraría los ojos para no verlos.
S.WC
P.D: Tu primera razón no es consistente. Inténtalo de nuevo.
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Nueva York, Noviembre 29 Mi obstinada Sophie:
¿Qué es lo que te propones lograr con esto? Mi boda será dentro de un mes y ninguna de tus cartas, por hermosa y cautivadora que sea, me hará cambiar de opinión. Debes entender que nuestro pasado no puede convertirse en nuestro presente. No es correcto ni aceptable. Por favor, olvídate de mí.
Helena
P.D. Razón n° 2. Nueva York no es seguro en época navideña.
169
Londres, Diciembre 5 Mi dulce e insoportable Helena:
¿Realmente deseas que me olvide de ti? ¿Te haría feliz saber que mi pecho ya no palpita de más cuando el viento susurra tus palabras? En ese caso, pongamos fin a esto de una buena vez. Aparentemos que jamás sucedió nada entre nosotras. Finjamos que no te amo y que tú no finges no amarme. Sólo hay algo que te pido como garantía: tu rechazo. Dime que no sientes nada por mí y todo habrá terminado.
S.WC
P.D: Aún te hace falta una razón.
170
Nueva York, Diciembre 12 Sophie:
No siento nada por ti.
Helena
P.D. Razón definitiva: Te odio y no deseo verte.
171
Londres, Diciembre 18 Querida Helena:
Eres una mentirosa.
S.WC
P.D: También te quiero.
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Once “Que un ser humano ame a otro ser humano, es, quizá, la tarea más
difícil que nos han encomendado. El objetivo principal, el examen final, la obra para la cual, todo empeño precedente, no es más que una mera preparación” Rainer M ar ía Ri lke
–
H
ola, Patrick –
– Hola – – Yo… quisiera hablar con Josephine – – Aún duerme, Helena. Son las cinco de la mañana en Nueva
York – – ¡Oh, cuánto lo siento! ¿Te desperté? – – No. Ya estaba despierto – Bien... Yo… Supongo que llamaré luego – – De acuerdo – – Adiós, Patrick – – Adiós –
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Es curioso, desde cierto punto de vista, el hecho de que los seres humanos seamos propensos a perder la capacidad de hablar. Es tan curioso, me atrevo a decir, como el tema de Dios. No el Dios que la religión nos impone, sino el Dios verdadero; aquél que, de ser tal y como la iglesia profesa, contradeciría su propia voluntad cada vez que respiramos. Este Dios, en el que creo ciegamente, no sabe de reglas ni órdenes que estén por encima de la felicidad de sus hijos. Este Dios, al que veo en todas partes, no ha creado leyes que limiten el amor, porque, simple y llanamente, él, más que nadie, sabe que el mundo, sin amor, no es nada. Este Dios, al que desearía haber descubierto antes, es tan hermoso como el resplandor de la luna llena reflejado en las pupilas de un niño, y resulta que me ama, tal y como soy, porque me ha creado a su imagen y semejanza… Me retracto, entonces, pues acabo de caer en cuenta de que sólo hay una cosa que convierte, el tema de Dios, en algo curioso: que aún haya personas que no lo encuentran. Dejo el teléfono sobre la mesita de noche y me acerco a la ventana; han pasado dos días y aún llueve. Dicen que el Todopoderoso actúa de manera misteriosa, pero ¿por qué querría mantenerme anclada a este puerto? ¿Con qué fin, con qué propósito? Encontrarla – susurra mi yo interno. Ignoro su hipótesis. Estoy convencida de que encontrar a Sophie está más allá de la lista de eventos posibles. Es más, aunque quisiera
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creer en ello, aunque cerrara los ojos e intentara, con todas las fuerzas de mi corazón, convencerme de que es posible, la imagen de Patrick saliendo del juzgado con la custodia de Josephine en el bolsillo continúa encabezando mi lista de eventos a corto plazo. De modo que cierro los ojos y oprimo los párpados, no para tratar de hacerme creer que aún puedo llegar al amor de mi vida, sino para pedirle a Dios que deje de actuar de manera misteriosa y ponga fin a esa terrible tormenta. Me recuesto al vidrio de la ventana, dejando que el vaho de mi aliento empañe el cristal. Entonces, miro hacia el pórtico y veo a la señora Gresham sentada en una mecedora de madera, con un abrigo y una bufanda arrimada al cuello. ¿Qué hace ahí? Una persona de su edad no debería exponerse al sereno de la lluvia. Espero que guardaras, al menos, una, o no tendrás un objeto material para recordar lo mucho que eres amada … y lo mucho que amas…
Sus palabras resuenan en mi cabeza, entrecortadas e intermitentes, como las gotas de agua que se precipitan del otro lado del cristal. Camino hacia la pequeña cómoda, situada en un rincón estratégico de la recámara para cubrir una grieta en la pared que, sospecho, es obra de las polillas. Abro el primer cajón y extraigo un sobre blanco, cuyo contenido no revelo hasta haberme sentado en la cama.
175
Londres, Abril 29 Helena, mi eterno y único amor:
Si tan solo las estrellas fueran capaces de igualar tu belleza… Si tan solo la luna pudiera compararse contigo…
Pero no, no hay creación que logre cautivarme como tú lo has hecho. No hay estrella que brille lo suficiente para merecer mi corazón, ni luna que consiga detener el tiempo de la misma manera que tu solo recuerdo lo hace. Helena, mi alma no reconoce a nadie como su otra mitad, a nadie, excepto a ti, amada… distante… inalcanzable, como el vie nto que
intentamos retener entre los dedos, pero que se escapa, porque no ha sido creado para atraparse. ¿Acaso eres tú como el viento? ¿Acaso no hemos sido creadas para atraparnos, la una a la otra? Mi amor por ti continúa latiendo con furia, como las olas que se estrellan contra los peñascos de la ribera… como el viento que sucumbe las copas de los árboles, y que
traspasa las paredes de mi alcoba para traerme recuerdos tuyos. Helena, mi dulce y amada Helena… has tocado lo más profundo de
mi alma, y debes saber que ya no estoy dispuesta a pasar un día más lejos de ti. Decide, amor mío. Entre Napoleón y los tulipanes...
S.WC 176
Entre Napoleón y los tulipanes. Decide, amor mío. Decidir. Dejo caer las manos sobre los muslos, con la carta aún entre los dedos. Veo las palabras escritas en algún rincón de mi mente, siendo mecanografiadas frente a mis ojos, pero sin pertenecer a la realidad tangible. Decide… Entre Napoleón y los tulipanes…
Entre el amor distante y el amor pleno. Entre una carta… y una declaración de amante arriesgado. Al fin. Al fin lo he comprendido.
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Doce “No hay disfraz que pueda, largo tiempo, ocultar el amor donde lo hay, ni fingirlo donde no lo hay”
F r ançois de la Rochefoucaul d
D
icen que el tiempo es la fórmula mágica para olvidar. Dicen que,
incluso los sentimientos más profundos, caen abatidos ante el paso de los años, y que no hay nada que la distancia no pueda sanar. Dicen que al amor no se escapa de la grieta que separa la historia del presente… pues bien, quien sea que lo dijo, estaba
equivocado, porque
yo seguía amando a Sophie más allá del tiempo y la distancia. Seguía impacientándome cada vez que sus cartas llegaban; daba vueltas alrededor de la estancia, preguntándome si debía o no rasgar el sobre…
si debía o no darme motivos para amarla más de lo que ya lo hacía. Pero las cosas habían cambiado en los últimos meses. No había recibido ninguna carta suya. Ninguna, luego de la última, aquella cuya frase final no lograba comprender y que, por ende, no había respondido.
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“¡Vuelo, Zorbas! ¡Puedo volar!”, graznó el ave, desde la vastedad
del cielo gris. El humano acarició el lomo del gato. “Bueno, gato, lo hemos conseguido” dijo, suspirando. “Sí, al borde del vacío, comprendió lo más importante” maulló
Zorbas. “¿Ah, sí? ¿Y qué fue lo que comprendió?” “Que sólo vuela el que se atreve a hacerlo”
Cierro el libro y lo coloco junto a la lamparilla de noche. Josephine no me pide otra historia, por lo que deduzco que se encuentra profundamente dormida. Me deslizo con rotundo cuidado sobre la cama, procurando no perturbar su sueño. Le acomodo el cobertor, de manera que su cuello y pies queden protegidos. Me acerco para darle un beso en la frente, hago un último esfuerzo por acurrucarla y salgo de la habitación, dejando la puerta entreabierta, por si el “duendecillo naranja” vuelve a aparecer. – ¿Está dormida? – pregunta mi esposo, al verme entrar a la
alcoba. – Sí – – ¿Crees que debamos dejar la puerta abierta? – 179
– ¿Por si viene llorando a media noche? – – Ajá – – Sí, creo que sí – respondo, metiéndome bajo las sábanas…
Sí, sí. Sé lo que piensas. ¿Cómo podía dormir junto a Patrick todas las noches, estando enamorada de Sophie? Bien, te diré que me he hecho la misma pregunta un millón de veces, y sólo hay una respuesta a la que logro llegar: Patrick, mi esposo, terminó convirtiéndose en mi mejor amigo. Nunca pude amarlo, porque nunca me plantee hacerlo. Sé que no habría tenido caso. De manera que, luego de seis años acarreando un matrimonio falto de amor, que jamás dejó de parecer una convivencia entre buenos amigos, sólo había dos cosas que Patrick y yo compartíamos: la cama y Josephine. Claro que la segunda era mucho más importante que la primera. La segunda era, definitivamente, lo único que importaba.
– No olvides que el recital de mañana es a las 11 – murmuro,
girando hacia mi lado de la cama.
180
– No lo he olvidado – responde él, volteándose hacia el lado
opuesto. El silencio nocturno rodea nuestro lecho. Ese típico silencio incómodo que abunda entre dos personas que ya han olvidado cómo hablar entre ellas. Y sí, sólo hay una forma de mitigar dicha quietud, la misma que todos los adultos solemos usar: – Buenas noches, Patrick – – Buenos noches, Helena –
Huir.
181
N
o logro recordar lo que sucedió exactamente, ya que fue uno de esos momentos en los que no podemos distinguir la
realidad de los sueños. Aun así, poseo recuerdos vagos de lo acontecido aquella noche: el timbre del teléfono; el reloj de la habitación marcando las dos de la mañana; la voz de Patrick, que, adormecido, hablaba con la persona del otro lado de la línea; la expresión sobresaltada de Josephine cuando la sacamos de la cama y le dijimos que todo estaba bien, pero era necesario ir al hospital…
¡Como si Josephine, a sus seis años, no supiera que ir al hospital es antónimo de
! No recuerdo haber hablado mientras Patrick conducía. Quizás lo hice, quizás le pregunté qué era lo que mi madre había dicho con exactitud… o puede que no abriera la boca.
¿Cómo saberlo?
– ¡Helena, por aquí! – vocifera mamá, al vernos cruzar el
umbral de la entrada. – ¿Cómo está? – es lo primero que pregunto.
182
– Ha recobrado el conocimiento, pero aún no nos dicen si va a
mejorar – responde ella, bajando la voz para evitar que Josephine escuche. – ¿Podemos verlo? – – Sólo por turnos – – Doctora Millatovick, a Pediatría… – ¿Va a morir alguien? –
¡Esa es mi hija! El don de la deducción… – No, cariño, nadie va a morir – contesto, acariciando su
melena rubia. – Pero esto es un hospital y la señorita Margaret dice que en
los hospitales matan a la gente – Patrick y yo intercambiamos miradas de desaprobación. No hay duda de que la maestra de primer grado tendrá que escuchar unas cuantas quejas en la próxima reunión de padres. – ¡Ah, Helena! –
El inconfundible tono del doctor Bloom me hace girar automáticamente. – Ha preguntado por ti – informa, acomodándose las gafas de
aro blanco – Ven conmigo… Lo sigo sin pronunciar palabra, a pesar de tener miles de preguntas dándome vueltas en la cabeza. 183
El caso es que, en situaciones como ésta, prefiero creer . Creer que todo se solucionará, que la señorita Margaret es una loca menopáusica, que las estadísticas médicas no son más que un complot de la Organización Mundial de la Salud… Quiero creer que todo esto es un sueño, y que, cuando despierte, las cosas seguirán estando en el mismo lugar. Tan reacias al cambio como yo. Deseo preguntarle al doctor Bloom cuáles son las probabilidades de que se recupere, no obstante, ¿y si responde que no las hay? Entonces, tendría que afrontar la realidad. El hecho de que no estoy soñando… – Papá, ¿por qué estamos aquí? – escucho susurrar a
Josephine. Patrick responde algo que no logro discernir. En parte, por el timbre de voz con que lo dice, y, en agregado, porque mi atención está inmersa en la bata blanca que se ciñe a la espalda del doctor de la familia. De pronto, Bloom se detiene, da media vuelta, sonríe levemente y señala la habitación 105. Echo un vistazo a Patrick por encima del hombro. Él, mi madre y Josephine han tomado asiento en las bancas del corredor. Giro hacia el doctor Bloom. Nuevamente, deseo preguntarle cuáles son los pronósticos… Deseo hacerlo, pero no tengo valor…
184
– No te preocupes – me dice, manteniendo aquella sonrisa de
tranquilidad – Se pondrá bien, fue sólo un mal susto – Sus palabras me alivian profundamente. Tanto que, dos segundos más tarde, entro a la habitación sin ningún tipo de complejo… pero eso no evita que la escena me atemorice. El tanque de oxígeno, las máquinas conectadas a su pecho, el sonido de aquél aparato que indica el ritmo del corazón… ¿Moriría si, en este preciso momento, fueran retirados todos y cada uno de esos artefactos? ¿Depende del tanque de oxígeno, o de esos tentáculos que se aferran a su pectoral para monitorear el funcionamiento de su sistema cardíaco? Me cuesta asimilarlo. Me cuesta asimilar que, el hombre frente a mí, es el mismo que he contemplado, siempre, como el más fuerte del mundo. Dios… ¡qué corta es la vida! ¡Qué efímero es el tiempo, y los momentos felices! Y yo, ¿qué he hecho? ¿En qué he invertido mi existencia? Cuando llegue mi hora, ¿podré morir en paz? – Helena – susurra él, estirando la mano hacia mí.
Me acerco a paso rápido. – Hola, papá – – Hola, cielo…
Tomo la mano de mi abuelo y me siento al borde de la cama. – Deseaba hablarte – dice él, sonriendo con dulzura – Harold,
hijo, déjanos a solas – agrega, dirigiéndose a mi padre. – Estaré afuera, por si me necesitan…
Papá besa la frente de Apu, abandona la habitación y cierra la puerta. 185
– ¿Cómo estás? – – Perfectamente. ¡Ni siquiera sé por qué me han traído aquí! – – Abuelo, tuviste un infarto. ¿A dónde querías que te
llevaran? – – ¡A ningún lado, cariño! Si era mi destino morir, habría
muerto aquí o allá, pero habría muerto – – Bueno, al parecer, no era tu destino…
El semblante de Apu se torna serio; el entrecejo fruncido y los ojos entornados. – Helena – murmura, repentinamente – Ningún hombre vive
para siempre, pero hay algo que sí puede llevarse al momento de su partida, y, ése algo, es la satisfacción de saber que halló la felicidad – El viento azota las ramas de un árbol crecido junto a la ventana, haciendo que las hojas golpeen el cristal. – Afortunadamente, yo he sido feliz. He cometido infinidad de
errores y estoy orgulloso de algunos, porque me han conducido a sitios a los que jamás habría llegado por mi cuenta – Un destello ilumina su mirada. – Tú, Helena, eres la mayor de mis felicidades. Mi logro, mi
huella… En tus ojos, veo reflejada mi niñez y mi juventud; mis derrotas y mis victorias – 186
Oculta mi mano entre las suyas y me observa detenidamente, tratando de cerciorarse de que presto atención. – Todo eso me lleva a querer hacerte una pregunta. Pregunta
que, espero, sepas contestar con toda la sinceridad posible – – Desde luego – respondo, intrigada. – ¿Eres feliz? – – ¿Feliz? – repito, como si la interrogante fuera demasiado
complicada como para asimilarla de un tiro. – Sí, feliz –
¿Que si soy feliz? ¡Pero qué pregunta tan extraña! Todo el mundo sabe que no existe la felicidad, sino momentos que nos hacen felices… – ¿Qué sientes cuando abres los ojos por la mañana y ves a
Patrick junto a ti? – Un vacío atroz… – Yo… me siento… satisfecha –
Dios, ¿por qué nos hiciste lo suficientemente listos como para mentir? – Querida, tengo 82 años y acabo de sufrir un infarto. ¿Insistes
en tratar de engañarme? – Suelto un resoplido de desilusión. Dios, ¿por qué no nos hiciste lo suficientemente listos como para mentir a los ancianos? 187
– Me siento…
Lo miro a los ojos. No tiene caso querer pasarme de lista con él: descubriría que estoy mintiendo, reformularía su interrogante, intentaría volver a mentir, me descubriría nuevamente y aquello terminaría siendo un círculo vicioso cuyo final es inminente… la verdad. De modo que he desistido de mentir, porque, aún si lo lograra, ¿qué conseguiría con ello? Fingir que la realidad no es real, no la vuelve irreal. – Me siento vacía – respondo, al cabo de un largo silencio.
Apu sonríe bondadosamente, de la misma manera que acostumbro sonreír a Josephine cuando tropieza jugando y se hace raspones en las rodillas. – Vacía – vuelve a decir, acariciándome la mejilla con el
pulgar – Como si algo te faltara… Helena, mi niña, ¿qué es lo que te hace falta? – Meneo la cabeza y aprieto los dientes; he comenzado a llorar. – Yo… creo que me hace falta un tulipán –
Mi abuelo suelta una carcajada estrepitosa, al tiempo que unas cuantas lágrimas brotan de sus pupilas y mojan las sábanas del hospital. Para mi sorpresa, no pide que ofrezca una respuesta más lógica; ni siquiera pide que le explique el verdadero significado de
188
semejante locura. Simplemente, sonríe, sonríe con amor, y, dándome palmaditas en el muslo, susurra: – Entonces, ve, hija… ve y busca ese tulipán…
189
~~~
∞
~~~
A
–
sí fue como llegué aquí – concluyo, acercando las manos al fuego para calentarme.
– Pero, ¿cómo supo que Sophie estaba en Kazajistán? – – Cuando decidí buscarla, llamé al Hotel Watson – Creek, en
Londres, y pedí su dirección. La recepcionista dijo que estaba fuera del país… un viaje indefinido a un país asiático de nombre raro – – Y usted lo dedujo todo – – Precisamente – – Ya veo –
Fahrim entrecruza los brazos. – ¿Qué hay de Patrick? ¿Cómo terminó su relación? – – Le confesé cada palabra – – ¿Se refiere a…? – – Sophie – – ¿Sólo eso? – – Sólo eso – – ¿De modo que no le contó el verdadero motivo de su
matrimonio? – Me distraigo admirando las chispas de fuego candente que saltan y se precipitan de un leño a otro.
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¿Acaso no temen caer fuera de la chimenea y apagarse? ¿O es que hay, entre esas pequeñas luces, alguna pareja de amantes arriesgados? – Hay secretos que deben seguir siendo secretos –
Fahrim no dice nada. Pienso que es una de esas personas bendecidas con el don de saber cuándo es oportuno callar. Han pasado tres días y la tormenta, finalmente, ha cesado. El aire continúa siendo frío e incómodo, como suele ser luego de una lluvia prolongada. El reloj de la estancia marca la 1:00 a.m. ¡Nunca he podido dormir antes de la 1:00 a.m.! Solía aplacar mi trastorno de sueño con la lectura, pero eso cambió cuando, dicha lectura, se convirtió en una fuente rebosante en recuerdos de Sophie. Bostezo. Buena señal, significa que ya puedo irme a la cama… Tengo la extraña manía de no poder dormir si antes no bostezo, al menos, una vez. – Mañana todo habrá terminado – pronostico, con la vista fija
en el carbón. – ¿Está segura de querer marcharse? – – Absolutamente – – En ese caso, rezaré por usted – comenta Fahrim, en voz baja. – ¿Por mí? – – Sí, para que el arrepentimiento no le impida vivir en paz…
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–
H
ola, cielo –
– Hola, mamá – – ¿Las estás pasando bien en casa de tu padre? – – Sí. ¡Hoy iremos al festival del barrio chino! – – Suena maravilloso. No te separes de papá, ¿vale? – – Vale… – Bien – – Mamá… – ¿Sí? – – ¿Cuándo vas a volver? – –
Muy pronto, Josephine –
– ¿Y lo has encontrado? – – ¿Qué? – – El tulipán…
Sonrío levemente, mientras tomo aire para responder a su pregunta. – No… no lo he encontrado – – ¡Pero Apu dijo que lo necesitas para ser feliz! –
Hago una mueca de conmoción. No cabe duda de que los niños son las criaturas más cercanas a Dios. – Te tengo a ti, y eso es más que suficiente…
La voz de Patrick hace eco del otro lado de la línea, pero no consigo entenderle.
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– Papá dice que debemos irnos – – Ah… de acuerdo. Te quiero, hija – – También te quiero. Y, mamá… – ¿Sí? – – Cuando pierdo mi libreta de dibujo, siempre está bajo la
cama. Quizá debas volver a buscar – Dejo escapar una risa breve y coloco los pies en el suelo, donde el gélido piso me enfría los calcetines. – Haré el intento – respondo, con voz quebrantada – Adiós,
Josephine – – Adiós…
Cuelgo el teléfono y apoyo las manos al borde de la cama. Es una lástima que Sophie no sea una libreta de dibujo… Libreta. Me pongo de pie y rebusco entre la muda de ropa empacada en mi valija. Ahí la encuentro, a un costado del maletín. Abro la primera página… Propiedad de Helena Fakker Voy pasando las hojas, una por una, cuatro a cuatro, seis a seis, hasta llegar a la última, y en esa instancia, me detengo, respiro y acaricio las líneas del dibujo… despidiéndome de ella para siempre.
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Trece “El amor, para que sea auténtico, debe costarnos”
M adr e Teresa de Calcuta
S
i pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima cometería más errores. No intentaría ser tan perfecta, me relajaría más. Sería más tonta de lo que he sido, de hecho, tomaría muy pocas cosas
con seriedad. Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más atardeceres… iría a lugares a donde nunca he ido… ¡Tendría más problemas reales, y menos imaginarios! Yo he sido una de esas personas que vive con sensatez cada minuto de su vida. Claro que he tenido momentos felices, pero, si pudiera volver atrás, intentaría tener, solamente, buenos momentos, porque ahora entiendo que de eso está hecha la vida: de momentos. Si pudiera volver a vivir, aprendería a amar con estupidez, en lugar de ser infeliz con inteligencia. Perseguiría mis sueños, arriesgaría mi cordura, leería más novelas de amor y menos manuales de uso. Aprendería a no aprender cómo ser un adulto racional, porque me he dado cuenta de que ser un adulto racional puede alejarnos de lo que más amamos. Borges, si yo pudiera volver a vivir, te tomaría más en serio... 194
– Estamos a veinte horas de Astana, pero a una de Almaty. Le
aconsejo que tome su vuelo ahí, o no llegará a tiempo para la audiencia del lunes – No hago comentarios. Intento aprovechar los pocos minutos que me quedan en este lugar, y eso puedo hacerlo, únicamente, estando callada. – Subiré las maletas al coche…
Me cruzo de brazos y admiro el horizonte. El cielo despejado, las estepas lejanas… allá, donde no alcanza la vista. No ha sido tan malo – pienso – Después de todo, fue un viaje agradable. Alguien sale del hostal, lo sé porque escucho el tintineo del sonajero de la puerta. No giro la cabeza para investigar quién es, aunque estoy en todo mi derecho, tomando en cuenta que las ruedas de la valija del desconocido huésped levantan polvo suficiente para bloquearme las vías nasales. Aún si no pude encontrarla – continúo reflexionando – Aún si vuelvo a casa tan sola como el día que partí, seguiré teniendo su última carta... El recuerdo de lo mucho que fui amada, y lo mucho que amé. – Disculpe, ¿es usted el conductor? –
Una voz familiar resuena a través de la cortina de polvo. – ¿Quoi? – inquiere un hombre. – ¡Ah, vous parlez français! – – Oui – 195
– Excuse moi. ¿Êtes vous le conducteur? – !Oh, no, Je ne sui pas! –
Al fin y al cabo, ¿qué es el amor? ¿Un sentimiento mutuo? ¿Un contrato? No. El amor es libre, amamos porque deseamos hacerlo, y cuando ya no lo deseamos o no podemos, todo termina, pero sabemos que ocurrió. Sabemos que fue real, haya durado lo que haya durado... – Disculpe, caballero. ¿Es usted el conductor? – se repite la
interrogante. – ¿Conductor? ¡No, para nada! – – ¿Está seguro? – – Por supuesto, señora mía –
Los instantes que parecían detenerse en el tiempo, dándonos un par de segundos para enamorarnos más. La agitación, el insomnio, las fantasías... ¿A dónde van a parar esos recuerdos, cuando es preciso olvidarlos para no convertirnos en ellos? O, mejor dicho, ¿a dónde vamos a parar nosotros, cuando no deseamos olvidarlos? – No lo entiendo – insiste aquella voz, notablemente
contrariada – Mi conductor debería estar aquí… – Señorita Fakker – Fahrim toca mi hombro – ¿Lista? – – Sí – respondo, dando media vuelta.
Entonces, mis ojos descubren a una anciana de mejillas salientes y expresión de angustia. Su mano derecha se aferra a un maletín de viaje y, su izquierda, a la cintura del vestido.
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– ¡Es usted! –
Mi alarido la toma por sorpresa. Al menos, eso deduzco, considerando el brinco de espanto que sacude sus hombros y las dos o tres hebras de cabello que se le erizan. – ¡Ah, hola, querida! – responde la señora Gresham, una vez
recuperada del susto – ¿Te marchas? – – Sí. Al igual que usted, por lo que veo – – ¡Todo lo contrario! – exclama, llena de frustración – El
chofer que han contratado para mí, no aparece – Fahrim murmura algo en ruso… o kazajo… ¡quién sabe! Aún si me hablaran en la lengua élfica de J. R. R. Tolkin, yo, probablemente, seguiría pensando que es el idioma nacional. – ¿A dónde va? – cuestiono, mientras una parte de mí
contempla la necesidad de tomar una que otra clase de ruso… o kazajo… o élfico… – No muy lejos. A las afueras de Almaty – – Nosotros vamos a Almaty. Si gusta, podemos llevarla… – ¡Te lo agradecía inmensamente! –
Fahrim enciende la radio y pone su disco de Edith Piaf. Si se tratara de cualquier otro músico, le reñiría el hecho de haber viajada durante semanas escuchando el mismo timbre de voz. Pero es Edith Piaf. ¿A quién no le gusta Edith Piaf?
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– ¡Ay, me encanta Edith Piaf! – comenta la señora Gresham,
hundiéndose en el cabezal de la tapicería – Me recuerda a mis días de juventud, paseando en los Campos Elíseos – – ¿Ha estado en París? – le pregunto, volteando hacia el
asiento trasero. – Claro que sí… ¡ París es un pozo profundo! Cuando limpian
un sótano, descubren otro; debajo, hay una cripta y, más abajo, una caverna – – Debajo de ella, un sepulcro, y, más abajo, un abismo…
Completo la frase por inercia, lo cual me aturde, ya que, inevitablemente, recuerdo aquel día en el Museo Metropolitano de Arte, con Sophie… – ¿Le gusta Víctor Hugo? – indago, en un hilo de voz que
hace a Fahrim apartar la mirada de la carretera para asegurarse de que no estoy estrangulándome con el cinturón de seguridad. – Es uno de mis escritores favoritos – contesta ella. – Está pálida – advierte mi compañero de viaje – Me detendré
para que tome un respiro… – No, no hace falta – – Insisto, Helena. Tiene usted muy mala pinta – – Es un mareo sin importancia. No te preocupes – – ¿Segura? – – Sí –
Fahrim frunce el ceño a modo de discordancia, pero no discute.
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La melodía francesa inunda el coche: … Yo te veo en todas partes, en el cielo; te veo en todas partes, en la
tierra. Tú eres mi oscuridad y mi sol, mi noche, mi día, mis nubles claras…
– A propósito, creo que no nos hemos presentado
formalmente… – ¡Oh, qué descuido de mi parte! – se apresura a decir – Soy
Catherine Gresham – – Helena – – ¿Helena? – – Sí, Helena –
Su vista se entrecierra por unos segundos. – Igual que Helena de Troya – murmura, como queriendo
hablar consigo misma – Parece que todas las Helenas son objeto de amor apasionado – continúa, manteniendo aquél tono de reserva que me impide hacer comentarios, por no saber si está hablando conmigo o con su sombra. – Y… – Fahrim se une a la conversación – ¿Dónde vive,
señora Gresham? – – Nací y crecí en Irlanda, pero me mudé a Inglaterra siendo
muy joven… ¡Ajá! Eso explica el acento indefinido. – De modo que es inglesa –
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– Me gusta decir que soy anglo – irlandesa… – Claro. A mí me pasa lo mismo, nací en Turquía pero crecí
en Kazajistán. Cuando me lo preguntan, prefiero decir que soy tanto turco como kazajo…
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Catorce “El tiempo es muy lento para los que esperan; muy rápido para los
que tienen miedo; muy largo para los que se lamentan; muy corto para los que festejan, pero, para los que aman, el tiempo es eternidad" William Shak espear e
–
M
uchas gracias por haberme traído. ¡No saben el favor que me han hecho! –
– Fue un placer, señora Gresham, pero… – echo un vistazo
alrededor – ¿Está segura de quedarse aquí, en medio de la nada? – La anciana mujer imita mi gesto de preocupación y gira en torno al paraje. Por lo visto, no se había percatado de que estamos en una llanura desolada, donde no hay más que estepas y un poste de aluminio indicando los kilómetros que hacen falta para llegar a Almaty. – Hay un coche por allá – indica Fahrim, señalando un árbol
fornido, del otro lado de la calle. – ¡Es el auto de alquiler! – vocifera ella – Menos mal. Por un
momento creí que me había extraviado –
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Siento la incontrolable necesidad de preguntarle por qué está, su auto de alquiler, abandonado en semejante rincón de la nada, pero Fahrim disuelve mi voz con su timbre varonil: – Déjeme llevar su equipaje – – Gracias, muchacho. ¡Han sido tan amables! ¿Cómo puedo
devolverles el favor? – – No hace falta… – Déjenme presentarles a mi nieta, ella encontrará una manera
de agradecerles – – Bueno, tenemos algo de prisa – respondo, tratando de no
hacerlo parecer un desplante – Además – me apresuro a añadir – No veo a nadie en ese coche – – Sí, lo sé. Mi pequeña ha de estar en las estepas – – ¿En las estepas? – repito, forzando la vista con tal de
distinguir alguna figura humana en el campo repleto de puntos coloridos. – Sí. Es fotógrafa…
Mis pulmones se quedan sin aire por una fracción de segundo, tiempo que basta para que mi cuerpo se entumezca y el pecho me aplaste el corazón, dejándome en un estado en el cual no logro saber si estoy consciente o drogada con algún sedante para caballos. – ¿Cómo… – susurro, con los ojos clavados en lo que parece
ser una silueta femenina; allá, a lo lejos – cómo se llama su nieta? –
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Fahri Fahrim regr regreesa la la valij valija al suelo y ciñe ciñe la mira mirada da al al prado de la estepa, buscando la causa de mi extraño comportamiento. – Sophie – Sophie – contes contesta ta la la seño se ñora ra Gresham – Gresham – El El nombre de mi
nieta es Sophie. ¡Insisto en que la conozcan, es un amor! Ha venido, únicamente, por los tulipanes. Tiene una revista de sitios que todo ser humano debe visitar… Las palabra palabrass de de la señora se ñora Gresham Gresha m se tornan lejanas lejanas y difíci difícilles de comprender. Carentes de sentido o propósito. – Cuando me dijo que vendría a Kazajistán, me sentí algo
desorientada. ¿Dó pre gunté… té… ¿ A ¿Dónd ndee está Kazajistán?, Kazajistán?, le pregun dónde vas, Helena? – Helena? – No es, hasta su int interrog errogante, ante, que que me doy doy cuenta cuenta de de al a lgo go:: he comenzado a cruzar la calle y camino rumbo a la estepa. A lo lo lejos, ejos, me parece pare ce oír oír que Fahrim suel sue lta una car c arca cajjada… ada… pero ¿quién sabe? Estoy demasiado ocupada internándome en el campo como para para saberl saber lo. Voy surcando la hierba, rozando los tulipanes dorados, lilas y rojos. Aquelllo lo habí Aque habíaa vivi vivido do antes, ante s, en un sueño… sue ño… o tal tal vez no. Extiendo la mano y dejo que mis dedos toquen el pasto crecido; húmedo, húmedo, por la mist mister eriiosa lluvia uvia de los los últi últimos mos cuat cua tro dí días. as . De no haber hab er sido po porr esa esa tormenta tormenta no habría llegado hasta aquí… Me acer ac erco co más más y más más,, dando pasos pasos silenc silenciiosos. Tengo la la impre mpresió siónn de que, si Sophie nota mi presencia, comenzará a alejarse, como en aquel sueño que me parece haber tenido.
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Las gotas de de agua se escurre es currenn entre mis mis manos. manos. La hierba hierba da de de latigazos a mis piernas, penetrando la tela de mi ropa y humedeciendo mi piel desnuda… desnuda … De pronto, me paro en seco, a tres metros de distancia y contemplo cómo el viento sac s acude ude su cabel abe llo, dibuj dibujando ando círcul rc ulos os involuntar nvoluntariios que hipnotizan mi realidad. Ella permanece de pie, junto a un tulipán rojo, sin quitarle la vista de enci encima. ¡Si ¡Sinn pestañea pesta ñear, r, si qui quier era! a! Sil Silenci enciosa, como la la noche calmada, pero pero tan bel bella como la la llama llama de una vela en en una una habitac habitaciión oscura. Se inclina, nclina, toma una foto y se aparta apa rta.. El reflejo re flejo dorado de del sol, sol, que comie omienza a ocultarse ocultars e bajo las las montañas montañas infin infiniitas, tas, ilumina umina su sombra sombra.. Dese De seoo move mover los labios, bios, deci dec irle algo, algo, por lo lo menos… menos … pero se me es imposibl imposiblee. He pe perdido rdido la la voz; no, mejor dic dicho, he pe perdido rdido las palabras. palabras. P alabras… alabras … ¡qué cosa tan inútil nútil! ¡Como si pudiér pudiéramos amos usarl usar las para decir todo lo que deseamos decir! Una ráfaga ráf aga de de viento viento inexpli nexplicable, y digo digo inexpli nexplicabl ca blee porque no puede puede decirse decirse con seguri seguridad dad de de dónde dónde sali salió, desprend desprendee el tul tulipán de la tierra, haciéndolo volar metro y medio, justo entre nosotras… y haciendo que Sophie levante la vista. ¡Nuestras miradas se funden con la misma pasión de dos galaxias devorándose en el centro del universo! El tiempo se detiene, los sonidos se vuelven huecos, el suelo se despedaza y me traga los pies… pies …
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– Helena – Helena – la la voz le sale con dificultad – ¿Qué… ¿Qué… qué qué haces
aquí? – aquí? – pienso – – buscar Qué difícil dif ícil es – pienso buscar las las pala p alabras bras adecuadas para decir algo qu quee no tiene tiene palabras. palabras. – Yo…vine porque… tengo algo que que decirte – decirte – respondo, respondo,
atropelladamente. Hass dado la vuelta al mundo mundo sólo para para dec deciirme al a lgo? go? – – – ¿Ha – Sí – Sí –
¿qué es? – pregunta, pregunta, absolutamente confusa. – Y… ¿qué “Te “Te amo”. Díselo, Helena Hele na..
¿Te am a mo? Pero, Pe ro, ¿y si s i ha ha dejado dejado de quererme? quererme? No tiene tiene impo importan rtanci ciaa lo que que ella sienta, sino sino lo que tú te te has atrevido a sentir. sentir. ¡Por supuesto que tiene importancia! No he venido aquí para marcharme con las manos manos vacías… ¿Y qué q ué pretende pre tendes? s? Has estad e stadoo espe e sperando rando tener tene rla frente a ti para decirle de cirle lo que q ue llevas dentro. dentro. ¿Cómo ¿Cómo lo harás h arás sin abrir a brir la boca? Otra Otr a ráfa rá faga ga de viento, viento, desl des liza el tul tulipán sobre la la hier hierba ba mojada mojada,, estrellándolo contra las suelas de mis zapatos. Dicen que, en la l a antigua Persia, Persi a, existió un príncipe locamente enamorado de una doncella... doncella...
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Sin pensarlo dos veces, me agacho, tomo la flor y camino en dire direcc cciión a Sophie, Sophie, trata tra tando ndo de disim disimul ular ar el tembl temblor or que me estremece el cuerpo cuerpo.. Un día, le llegó la noticia noticia de que que su amada había ha bía muerto, así a sí que montó su corcel corcel blanco bl anco y cabalgó durante horas, hasta ha sta llegar a una escarpada escarpad a lo suficient suficientemen emente te profunda, desde la l a cual se lanzó... l anzó...
El tono rojizo rojizo que pinta pinta el cielo cielo de la tarde ta rde,, cae sobre el e lla, convirtiendo onvirtiendo cada ca da centímetro de su figura figura en un imán imán irre rresistibl sistible que me hechiza el alma. Cuando su cuerpo se estrelló contra contra el suelo suel o y su sangre sangre quedó esparc espa rcida ida en la la tierra árida, árida , brotó un tulipán rojo, como símbolo símbolo de d e su amor perfecto, verdadero y apasionado...
Me detengo a poca distancia de su boca. Lo suficientemente lejos como para mover los brazos, pero tan cerca que puedo sentir los latidos de corazón. Es por p or eso que, en la l a cultura cul tura popu po pula lar, r, el tulipá tuli pánn rojo signif s ignifica ica “ declaración “ declaración del amante arriesg ado” a do”
Extiendo la mano, sujetando la flor entre mis dedos. Los ojos de Sophie se encienden, como perlas de cristal en el fondo del océano, 206
pero ella permanece inmóvil, distante; enloqueciéndome con su silencio. – Si ya no sientes nada por mí, lo entenderé y sabré vivir con
ello – los párpados se me inundan y el corazón me late cada vez con más fuerza – Aun así, he venido a decirte que te amo como jamás creí poder amar a alguien, y que no ha pasado un día en que tu recuerdo no me sacuda la vida. Fue… dejarte ir… Jamás he podido olvidarte… Si pudiera volver en el tiempo, yo… Sophie posa el índice derecho sobre mi boca, cerrándome los labios con delicadeza. Sonríe. Su mirada resplandece aún más. Levanta un brazo lentamente, toma la flor de mi mano, desliza los dedos sobre mi cara, y dice: – Me alegra que hayas elegido los tulipanes…
Nuestras siluetas se unen en una sola mancha negra reflejada sobre el pasto, apenas visible en la penumbra de la noche, y ahí, donde nuestros labios se tocan, el mundo deja de girar y la luna sale de entre las nubes, ansiosa por ver a dos amantes arriesgados. Querido lector, tú, que seguramente recorres estas líneas en la calidez de tu hogar, un sitio al aire libre o algún confín apartado, en medio de dos mundos, has de saber que tengo un mensaje para ti: Entre Napoleón y los tulipanes, quédate, siempre, con los tulipanes.
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