La cultura del agua en la Roma
Vital para toda sociedad humana, el agua es para los romanos el símbolo de su existencia desde que Rómulo, el fundador de Roma, fue salvado por las aguas del Tiber y es la que les otorga su poder sobre las fuerzas natu rales y sobre los hombres. Este libro describe cómo los romanos utilizaron el agua para dar respues ta a sus necesidades inmediatas, pero también, cómo la emplearon para el placer y la frivolidad. Con una precisión que sorprenderá a los ingenieros y una simplicidad que maravillará a los profanos, el autor retrata la búsqueda obstinada de las téc nicas subterráneas y aéreas, que permitieron obtener el agua de las mon tañas, conducirla hasta las ciudades, purificarla, conservarla y evacuarla. Aparecen los romanos en su intimidad, con sus habladurías en torno a las fuentes, o en las letrinas, y sorprende su admiración por los emperadores que les construyeron termas suntuosas; encontramos también los cálculos de los ingenieros, sus sondeos, sus fracasos y sus logros y, sobre todo, la fuerza de voluntad de un pueblo que, para dominar la fuente de la vida, construyó a través de las llanuras y de los valles profundos los arcos pode rosos y elegantes de sus acueductos. Alain Malissard es profesor de latín en la Universidad de Orleans, Francia.
ALAIN MALISSARD
LOS ROMANOS Y EL AGUA Segunda edición revisada
Herder
Versión castellana de J o seph L ó pe z d e C a str o , de la obra de A la in M a l issa r d , Les romains et l'eau, Société d'Édition Les Belles Lettres, Paris 1994
Diseño de la cubierta: Ripoll Arias y Mercedes Galve
© 1994, Société d'Édition Les Belles Lettres, Paris © 1996, Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona Segunda edición 2001 La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Imprenta: H u ro pe Depósito legal: B - 7.476 - 2001 Printed in Spain
ISBN: 84-254-1938-7 H erder Código catálogo: REN1938 Provenza, 388. 08025 Barcelona - Teléfono 93 476 26 26 - Fax 93 207 34 48 E-mail:
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A los oyentes de la U niversidad abierta de Besançon, que presencia ron el nacimiento de este libro, y a los de la Universidad «del tiempo libre» de Orleans, que han asistido a su conclusion.
Aguas pletóricas de vida vienen a la urbe por sus viejos acueduc tos, danzan en los pilones de piedra blanca de sus numerosas plazas, se vierten en vastos y profundos estanques: su rumor diurno se vuel ve canto durante la noche, que es aquí majestuosa y estrellada, suave bajo la caricia de los vientos. Hay aquí jardines, inolvidables avenidas, escalinatas concebidas por Miguel Angel, amplias como cascadas, con peldaños que nacen uno de otro a modo de olas. Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta.
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Indice
Preámbulo.................................................................................... Introducción...............................................................................
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PRIMERA PARTE El agua de los usuarios 1. El agua útil. Casas e industrias................................................. El agua en la calle................................................................... Lacus y salientes. Lacus e insulae. Del lacus a la insula. Cadus y ánfora. Cubos y tinajas. El agua en casa....................................................................... Lavado de la ropa. Limpieza de la casa. Aseo. Palanganas, aguamaniles y objetos de plata. Abluciones. El agua en las cocinas. Agua y vino. Aqua mera (agua pura). Aqua calda (agua tibia) . El agua industrial................................................................... Los molinos de Barbegal. Los bataneros; El taller de Stephanus. 2. Elagua útil. Higiene y seguridad............................................. Seguridad urbana: los bomberos............................................. Creación.Organización. Cohortes y centurias. Stationes y excubitoria. (Cuarteles y puestos de guardia); En Ostia; En
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43 49 49 9
Bibliografía
Roma. El trabajo de los bomberos;Vigilancia: las rondas; Extinción del fuego: sofocándolo, formando cadena, con bombas. ¿Y los tubos?. Contención del fuego. Un instru mento simbólico. Higiene urbana: las letrinas...................................................... Letrinas domésticas. Letrinas públicas. Roma, ciudad sucia. ... pero bien drenada. 3. El agua de los placeres.............................................................. Agua ornamental..................................................................... Ornam entación de la casa; Comedores de verano; Fuentes.Jardines. Palacios imperiales; Palatino; Casa Dorada; Villa de Adriano. Los euripos. Agua y espectáculos................................................................... Naumaquias. Clepsidras. El órgano hidráulico. El agua espectáculo................................................................... Fuentes decorativas. Lugares dedicados a las ninfas; En las ciudades; En Roma. A. Lo útil y placentero. Baños y termas......................................... Cuartos de baño y balnea........................................................ Cuartos de baño sin comodidades. Los primeros baños públicos. Progresos: Calefacción de los balnea·, Cuartos de baño en las villas; Agua caliente; Éxito de los balnea. Método griego y práctica romana............................................. Nadar en agua fría. Un recorrido ritual. Desnudarse. Hombres y mujeres. Del tepidarium al frigidarium. El milagro de las termas.......................................................... Agripa. Nerón. Trajano. Un modelo canónico. Otro mundo............................................................................. SEGUNDA PARTE El agua de los ingenieros 5. Reservas de agua. Cisternas y otros depósitos.............................. Reservas privadas..................................................................... Compluvio. Impluvio. Cisternas. Reservas públicas..................................................................... 10
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94 101 101 109 115 120
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Bibliografía
Suministro. Decantación. Dimensiones. Construcción. Inconvenientes. Extracción del agua. 6.
Conducción del agua. Los acueductos....................................... Hallazgo del agua..................................................................... Agua pura. Embalses. Conducción del agua................................................................ Construcción de un specus. Cálculo de la pendiente. Continuidad de la pendiente. Muros y arcos. Superación de obstáculos.......................................................... Puentes. Sifones. Túneles. Algunos defectos. ¿Cuánta agua?......................................................................... Consumo. Caudal.
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7. Distribución del agua. Tuberías y depósitos............................ Entrada de los acueductos en Roma......................................... Arcas de agua (castella)·, Pompeya.Nimes.Una idea de Vitruvio. Canalizaciones......................................................................... De madera. De tierra. Tuberías de plom o................................................................... Los peligros del plomo. Fabricación de las tuberías. Reglamentación de los calibres. El suministro en Pompeya........................................................ Pilares. Fuentes. El terremoto. Grifos.
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8.
Evacuación del agua. Las cloacas........................................... Saneamiento y drenaje............................................................. Cuniculi. Cloacas y cuniculi. Ciudades modernas y antiguas................................................ Pompeya, ciudad antigua. Las ciudades modernas. El caso de Roma....................................................................... Una historia. Una obra eterna. Una obra imperfecta.
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TERCERA PARTE El agua del poder 9. Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma......................
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Bibliografía
Cuatro acueductos repupliarnos............................................... Acueductos y conquista. Un nuevo espíritu. La primera red. Cinco acueductos Julio-Claudios............................................. Augusto y Agripa. Una primera revolución. Claudio o la abundancia. Nerón y sus sucesores. Trajano o la segunda revolución............................................... Aqua Traiana. El informe de Frontino. Las reformas. De la conservación a la decadencia........................................... Nuevo ramal. Un último acueducto. Una larga superviven cia. El brazo de Vitiges. Una muerte lenta. 10. La administración de las aguas............................................... Organización administrativa................................................. La República. Un cónsul-edil: Agripa. Velut perpetuus cura tor. El curator aquarum. ...y su personal. Evolución de la cúratela. Gestion de los acueductos.......................................................... Construcción; Paso; Protección; Autoridades y particulares. Conservación. El sistema de adjudicaciones; Abusos y frau des. El ejército. Concesión de las aguas............................................................ La República. El Imperio; Concesiones gratuitas; ...pero vigiladas; ...y concesiones de pago. Fraudes; Prácticas ordi narias; Catón y Celio Rufo. Represión de los fraudes. El mecenazgo del agua............................................................ Ambigüedades republicanas; Apio Claudio Ceco. El mece nazgo; Los notables. Costo de los acueductos. Mecenazgo imperial. Epílogo........................................................................................ Bibliografía.................................................................................
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Preámbulo
A la par con los anfiteatros, los acueductos son sin duda los monumentos más representativos del poderío y la permanencia de Roma. Impresionantes por el número, la altura y la aparente solidez de sus arcos que aún se yerguen bajo todos los cielos, no constituyen, empero, sino la parte más llamativa y espectacular de un conjunto todavía más gigantesco. En efecto, el agua de los acueductos es ante todo la de los usuarios; satisface las necesidades cotidianas, abastece las indus trias, sanea las letrinas y las alcantarillas, protege deí fuego, sirve de espectáculo, fomenta el gusto por el lujo y reúne cada atarde cer a miles de personas en las fastuosas termas que les ofrecen los emperadores. Es también la de los ingenieros y técnicos, capaces de hacerla discurrir correctamente por trayectos a menudo acci dentados, distribuirla por las ciudades y evacuarla. Es, por últi mo, la de un poder e influjo que se afirman, a lo largo de la his toria de Roma, mediante la construcción de nuevas instalaciones y su financiamiento por una administración encargada de regir, mantener y supervisar la traída de aguas para regocijo del pueblo y gloria de sus príncipes. Sobre el uso del agua, sus técnicas y gestión, disponemos de datos diversos y abundantes. De cisternas, acueductos, alcantari13
Preámbulo
lias, fuentes, estanques, termas, etc., la arqueología nos brinda importantes vestigios y multitud de otros objetos, desde la trivial tubería de plomo hasta el aguamanil con incrustaciones de plata, pasando por la pila y el órgano hidráulico. Dos textos principa les nos hablan también del tema de las traídas de agua: el libro octavo de De Architectura, obra redactada a principios del siglo I de nuestra era por el ingeniero militar Vitruvio, y el tratado De Aquaeductu Urbis Romae, escrito por Frontino, a la sazón prefec to de las aguas de Roma, hacia el año 98 d. C.; este último libro ofrece especial interés por cuanto contiene, además de la historia y nomenclatura de los acueductos de Roma, una descripción, con frecuencia muy crítica, de la administración de las aguas en aquella época. Al lado de esos textos eruditos, a los que puede añadirse la Historia natural' que el sabio escritor Plinio el Viejo dedicó en el año 77 al emperador Tito, podemos mencionar la abundantísima información procedente de los antiguos historia dores, filósofos y dramaturgos; son los poetas, sin embargo, quienes mejor que nadie saben hablar del agua de cada día, la de las cocinas, los baños y las fuentes. Un tema como éste, relacionado con la vida cotidiana, la téc nica y la historia, se basta a sí mismo. Por tanto, no trataremos aquí de ríos o lagos, ni del mar, ni de manantiales y aguas medi cinales o sagradas. Sólo hemos pretendido seguir los meandros y el destino de un agua que los romanos, mejor que ningún otro pueblo de la Antigüedad, supieron someter a sus placeres y a su gloria, después de captarla para atender a lo necesario. Las aguas libres tienen otra historia.
1. En lo que sigue, las referencias a Vitruvio (De la arquitectura), Frontino (.Acueductos de la ciudad de Roma) y Plinio el Viejo (Historia natural) se harán sin mencionar el título de la obra. Salvo indicación contraria, todas las citas de autores antiguos proceden de la Collection des Universités de France (La traducción castellana es del traductor del presente libro.). Acerca de Frontino, véase infra, p. 252ss. 14
Introducción
El baño de Séneca El primero de enero de cada año, hiciera el tiempo que hicie ra, Séneca, célebre filósofo y consejero privado del emperador Nerón, se daba un baño en las frías aguas del aqua Virgo2, que alimentaban entonces las construcciones y termas del Campo de Marte y corren todavía hoy en la fuente de Trevi. Si aquella costumbre, a la que con la edad tuvo que renunciar el sabio estoico3, ilustra como ninguna el gusto de todos los romanos por lo espectacular, sugiere también entre los hijos de aquel pueblo «de tierra adentro», poco dado a la pesca en el mar y a largas navegaciones, una relación privilegiada con el agua, el agua dulce, la de los ríos, lagos y manantiales, la que brota del suelo y lo fertiliza, la que endurece el cuerpo del hombre en invierno y lo tonifica en verano, la que procura, junto con la vida, el bienestar y la salud viril. 2. Los romanos designaban con la misma palabra, «aqua», el agua y el acueducto. Así, ellos decían «agua de la Doncella» para lo que nosotros llamaríamos «acueducto de la Doncella» (aqua Virgo). En las páginas siguientes encontraremos muchos nom bres semejantes: aqua Appia, aqua Marcia, aqua Claudia, etc. Sólo dos acueductos lle van el nombre del río que los abastecía: el Anio vetus y el Anio novus. Sobre la historia de los acueductos de Roma y el origen de sus nombres, véase infra, p. 240ss. 3. Séneca, Cartas a Lucilio, 83, 5. 15
Introducción
El chapuzón invernal de Séneca mostraba que siempre es posible vencer los elementos naturales con el vigor moral y la disciplina de un cuerpo entrenado en la ejecución de movimien tos funcionales; prueba de arrojo y estoicismo, reflejaba también el inconsciente afán de un pueblo historiador por empaparse una y otra vez en sus «fuentes», en sus orígenes. El austero sena dor, que salía pálido y semidesnudo de aquella corriente límpida y fría, seguía siendo el héroe salvado de las aguas, fundador de Roma.
Un héroe salvado de las aguas Es bien sabido que Procas, rey de Alba, tuvo dos hijos y que Amulio, una vez destronado su hermano Numítor, mandó arro jar al Tiber a los dos gemelos que acababa de dar a luz su sobri na Rea Silvia. Tito Livio4 nos dice que, por un azar debido a la voluntad de los dioses, el río estaba entonces crecido, extendién dose mucho más allá de sus orillas y perdiéndose en un llano de indistintos perfiles. Al no poder acercarse a sus riberas, los escla vos depositaron la cuna de los niños en un agua estancada que se retiró sin arrastrarlos consigo, dejándolos junto a la higuera donde habían sido abandonados. Vino luego una loba, que les dio de mamar hasta la llegada a aquellos parajes desiertos del pastor que había de criarlos. Ya adultos, Rómulo y Remo mata ron a Amulio, devolvieron el trono de Alba a su abuelo Numítor y decidieron levantar una ciudad en el lugar mismo en que el río los había mecido, en vez de llevárselos. Roma fue así fundada por un héroe no «salvado de las aguas», sino «salvado por las aguas». Más tarde tendría la loba por emblema y preferiría siempre el agua de los lagos y ríos, rodeada y guiada por la tierra, a la imprevisible y peligrosa de los océa nos, sin orillas definidas. 4. Historia romana, 1, 4. 16
Introducción
Quedaba en adelante establecido un vínculo milagroso entre Roma y el agua dulce.
Un lugar pestilente El emplazamiento escogido por Rómulo carecía de los incon venientes de los puertos abiertos a las influencias nocivas que proceden del mar, pero era una zona inundable5; a buen seguro, sufría permanentemente de las emanaciones que producen las aguas estancadas 7 es posible que el Velabro deba su nombre al velo 6 de hum edad que envolvía con frecuencia una llanura donde juncos 7 cañas crecían casi tan bien como la hierba. La Roma de los primeros re7es no era en realidad más que una cié naga a lo largo de un río dominado por siete colinas, 7 ambos hermanos, uno encaramado en el Aventino 7 otro en el Palatino, debieron pensar más en el interés estratégico de aquellas alturas que en la salubridad de los bajos fondos que desde allí se divisa ban. Cuando Roma se desarrolló hasta el pie de sus colinas, fue preciso sanear el llano que más adelante ocuparía el Foro 7 reconducir al río el agua que la hacía inhabitable e insalubre. De ello empezó a ocuparse Tarquino el Antiguo. Cierto que, para avenar Suburra o el Velabro, aún sólo se trataba de abrir canales a cielo descubierto7; mas estos canales, al principio útiles, acaba rían por obstaculizar la expansión de la ciudad. Tarquino el Soberbio se propuso, pues, enterrarlos. De su reinado datan los primeros informes políticos 7 arquitectónicos sobre Roma 7 su agua, informes que bien podríamos calificar de «subterráneos».
5. Cicerón, De la República, 2,6, 11 : «El lugar que escogió (...) se mantenía salubre en medio de una región malsana.» 6. Velarium. Propercio (Elegías, 4, 9, 6) relaciona la palabra «Velabro» («.Velabra») con los navios que antaño circulaban por este lugar y con el verbo «velifi care» («navegar a vela»). 7. Tito Livio, Historia romana, 1, 38, 6. 17
Introducción
La lección del alcantarillado Para llevar a cabo las grandes obras que estimaba necesarias, Tarquino recurrió a los brazos y el ardor más o menos genuino de la plebe, que casi al mismo tiempo se vio obligada a dar los últimos toques al Capitolio, a instalar las gradas del Gran Circo y a construir la inmensa cloaca subterránea: «Dos empresas -dice Tito Livio- que a duras penas ha podido igualar nuestra munificencia moderna»8. Plinio el Viejo 9 añade, no obstante, que la plebe juzgó aque llas obras más agotadoras que magníficas; es cierto que parecían inacabables, dando la impresión de que su principal objeto era mantener a los trabajadores en la esclavitud. La empresa fue tan larga y penosa que muchos se suicidaron, desesperados de poder verla un día terminada. Tarquino mandó crucificar sus cadáveres para entregarlos así a la voracidad de los animales salvajes y exponerlos a la vista de todos. Los demás obreros aguantaron hasta el final. El resultado fue una gran alcantarilla, la famosa Cloaca maxima, cuyas galerías permitían el paso de una carreta. Sólo cinco años más tarde, en la época de Augusto y Agripa, se acometerían nuevas obras para transformarla considerable mente10. Completada así por Plinio, la historia de la Cloaca maxima adquiere, sin duda con razón, los rasgos de una fabulosa epope ya. Efectivamente, fue como el punto de partida de una aventu ra extraordinaria. Abriendo aquellos conductos, canales y cuni culi11, tan provechosos para el ulterior desarrollo de su agrono mía, los romanos descubrieron el arte de conducir el agua. Ahora bien, lo que se había hecho en un sentido podía hacerse en el otro: el agua podía ser sometida, al igual que los pueblos vecinos; bastaba con quererlo y consagrar a ello, en caso de nece sidad, sus fuerzas y su vida. 8. Id., 56, 2. 9. Plinio, 36, 107-108. 10. Infra, p. 230. 11. Infra, p. 218. 18
Introducción
El gueiTero del lago Al escoger para su ciudad un terreno repleto de manantiales y agua, Rómulo permitió a sus descendientes descubrir que el honor propio en nombre de Roma se defendía también en las cloacas, es decir, en el arte de construirlas y reorganizar el mundo del modo que más conviene a quienes lo poseen. Sobre aquel suelo saneado fue levantándose poco a poco una ciudad, primero de madera, luego de ladrillo y finalmente de mármol. En tiempos de Augusto, la higuera Ruminai, bajo la cual se había jugado el destino de Rómulo, desplegaba su ramaje entre monumentos, piedras y estucos; sólo algunos topónimos y el lago Curcio, en el centro del Foro, recordaban aún la antigua presencia de las aguas estancadas. Contábase 12 que, en aquel paraje, un día la tierra se había entreabierto y nada podía ya volverla a cerrar; los sacerdotes dijeron que, para colmar la brecha, era preciso hallar lo que cons tituía la fuerza del pueblo romano. Un joven y valeroso guerrero, llamado Curcio, se sacrificó para salvar la ciudad, arrojándose armado y a caballo en el foso, que pudo entonces llenarse de presentes y productos de la tierra; así, las armas resultaban ser la fuerza principal del pueblo de Roma y podían también servir para transformar milagrosamente el suelo. La aureola de Marco Curcio es indudablemente superior a la de los plebeyos suicidas, pero su papel no es muy distinto; con la entrega de su vida, todos ellos afirman el dominio de Roma sobre el suelo que la rodea.
Aqua ducta Si los vestigios eran relativamente raros, los recuerdos persis tían con tenacidad. En una carta dirigida en junio del 60 a su amigo Atico, Cicerón hace una breve alusión a «la Roma fangosa 12. Tito Livio, op. cit., 7, 6. 19
Introducción
de Rómulo»13, y el poeta Ovidio evoca en los Fastos la imagen de una mujer que desciende descalza hacia el foro, como en los tiempos en que crecían juncos y cañas; es porque allí existía, le habían dicho, «una ciénaga im practicab le con los pies calzados»14. Son éstos, claro está, simples modos de expresarse. Cicerón sólo menciona el fango de Rómulo para oponerse a la ciudad abstracta de Platón; en cuanto a Ovidio, lo que le interesa es mostrar el esplendor de los foros, el desvío del Tiber y los altares erigidos en suelo bien seco allí donde antaño no había sino agua. En efecto, desde fines de la República y mucho más aún en la época imperial, el agua estancada, en Roma, no era tanto la de los cenagales como la de los acueductos en reparación. El agua divina y misteriosa que un buen día salvara a Rómulo discurría aún por los lugares dedicados a las ninfas y otros para jes sagrados, mas los manantiales eran ahora hermosas fuentes y los ríos alimentaban enormes depósitos. Hacía ya mucho que el agua, antes salvaje y libre, acataba las decisiones del poder, seguía el trazado de los arquitectos, fluía por los canales de los ingenieros y se plegaba por doquier a las necesidades y deseos de un pueblo soberano. En adelante traída a Roma por nueve acue ductos a razón de 993 000 metros cúbicos al día15, saturaba los estanques públicos, llenaba las piscinas, alimentaba las cubas de tintoreros y bataneros, brotaba en los jardines, corría con profu sión en termas y baños, purificaba las letrinas e iba finalmente a verterse en las cloacas donde todo había comenzado. La conquista del espacio sólo fue al principio una victoria sobre aguas hostiles y glaucas. Fruto de una inteligencia organi zadora y dinámica, el sometimiento del agua llegaría a ser una de las formas de dominio sobre el mundo.
13. Cicerón, Cartas a Atico, 2, 1, 8. 14. Ovidio, Fastos, 6, 395-416. 15. Sobre los caudales reales, véase infra, p. 184ss. 20
PRIMERA PARTE El agua de los usuarios
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El agua útil. Casas e industrias
Hacia fines del siglo IV a. C., en los primeros tiempos de la gran República romana, los gobernantes em prendieron una tarea que veintitrés siglos más tarde quedaría aún por realizar en muchos lugares del mundo: decidieron que todos los ciudadanos de una ciudad cuyo destino prometía ser excepcional dispusieran diariamente de agua pura y no tuvieran ya que depender de las lluvias, del Tiber o de los manantiales. Sin imaginar que el agua pudiera llegar a convertirse en un lujo o un placer, sólo asigna ron a las primeras traídas la misión de ser útiles a la vida de los ciudadanos. En la mente de los romanos, este principio seguiría siendo válido en todo tiempo y, aun en la época de los jardines, termas y bosques decorativos, los acueductos llevaban con prio ridad el agua a las fuentes públicas cuyo número iría aumentan do sin cesar. El agua en la calle
Lacus y salientes Siempre más o menos semejantes entre sí, estas fuentes ordi narias se reducían a un pilón, casi siempre rectangular, provisto 23
El agua útil. Casas e industrias
de una columna de alimentación a la que, en Roma, desde Frontino, llegaban dos cañerías diferentes1. La ornamentación, existentes en todas ellas, era muy sencilla. Dichas columnas, dispuestas a modo de pilastras cuando la fuente estaba adosada a un muro, se elevaban sobre el borde mismo de la taza y apa recían adornadas con motivos estereotipados: ritones en forma de hocico, delfines, máscaras y a veces también ríos con ninfas o tritones; en algunos casos algo especiales, se veían también Silenos portadores de odres por donde se vertía el líquido, o sapos y fauces de pantera a imitación de las gárgolas con que las clases acomodadas adornaban los impluvios de sus casas2. Tales temas, tan evocadores como populares, recordaban incansable mente el carácter a un tiempo precioso, misterioso y sagrado del agua que la gente iba a buscar allí cada día. A través de los siglos y de fuente en fuente, los mismos motivos ornamentales han llegado hasta nosotros: por ejemplo en París, en el vestíbu lo de la estación de Lyon y el andén de los TGV, puede verse todavía una fuente de bronce adornada con un dios barbudo representando un río que retiene un delfín entre sus poderosos brazos; la única concesión al modernismo es que de las fauces abiertas del animal, en lugar de un chorro continuo de agua, la cabeza metálica de un simple grifo. Utilizando en este caso la parte para designar el todo, los romanos dieron siempre a sus fuentes el nombre de «pilones» (labra), en vez e «surtidores» (salientes) o fuentes propiamente dichas, y Tito Livio, por ejemplo, emplea el término labrum para referirse a cada una de las dos fuentes que Cornelio Escipión hizo instalar en el Capitolio el 190 a. C .3 Las más de las veces, sin embargo, la taza o pilón recibía el nombre de lacus, voz de amplísimo significado que se aplicaba a todo depósito o receptáculo para el agua y, por extensión, a todo objeto en forma de receptáculo, desde el estanque, la pila o el lagar hasta el sepulcro cristiano, pasando por el artesón de un techo y los ver 1. Infra, p. 254-255. 2. Infra, p. 134. 3. Tito Livio, 37, 3. 7. 24
El agua útil. Casas e industrias
tederos de basura que Catón el Censor mandó solar en el año 84 a C.4. Signo evidente de la frecuencia y trivialidad de aquellos pues tos de aprovisionamiento de agua que se encontraban por todas partes al recorrer las animadas calles de las ciudades, esa diversi dad de significados tendría de por sí escasa importancia si no hubiera contribuido a hacer que ciertas indicaciones, de aparien cia precisa, nos parezcan hoy confusas. Así, Plinio declara que Agripa mandó construir en Roma 700 lacus y 500 salientes, pero Frontino, que igualmente menciona los salientes de Agripa5, sólo habla de 591 lacus a los que añade 39 muriera(\ o sea, con toda probabilidad, 39 fuentes monumentales y decorativas a las que Suetonio, por su parte, da el nombre de «fastuosos lacus» («orna tissimos lacus»7). Lacus e insulae Así pues, si en la época de Frontino existían en Roma 591 fuentes públicas, a principios del siglo IV su número se elevaba a 1352 8, es decir, cerca de un centenar por cada uno de los catorce distritos. Este promedio es, con todo, bastante relativo. Así, en el Campo de Marte, mucho más extenso que las demás zonas, había 120 de aquellas fuentes, mientras que el barrio del puerto, con el Velabro y el Gran Circo, no poseía más que 20. La importancia de la cifra total no debe, pues, engañarnos. Indica ciertamente la continua presencia de una administración vigilante, mas no por ello es sinónimo de lujo o progreso. El 4. Id., 39, 44. En este pasaje, la palabra «lacus» podría también significar «depósi tos» o «cisternas». 5. Plinio, 36, 121; Frontino, 9, 9. Sobre Agripa, yerno de Augusto, y su obra, véase infra, p. 243ss.,265 ss. 6. Frontino, 78, 3. 7. Suetonio, Vida del divino Claudio, 20, 2. 8. Cifras procedentes de los Regionarios, la Notitia regionum urbis y el Curiosum urbis Romae regionum XIV, inventarios sistemáticos de los monumentos de Roma, que datan de la época de Constantino. 25
El agua útil. Casas e industrias
notable aumento del número de fuentes públicas estaba, en efec to, mucho menos vinculado al desarrollo del bienestar material que al de las insulae, grandes bloques de casas populares sin eva cuación, calefacción ni agua, en cuyos pisos se hacinaba una población cada vez más miserable. El barrio céntrico del Foro, donde espacios públicos y ricas residencias alternaban por todas partes con aquellas sórdidas insulae, disponía, pues, para una extensión muy inferior, de tantos lacus como el Cam po de Marte, y en este sentido se llevaba evidentemente la palma, con sus 180 fuentes, el barrio pobre y populoso del Trastevere. Estimar el lujo de una ciudad por el número de sus fuentes públicas, como se hace harto a menudo, equivaldría a evaluar el de una casa de pisos por la cantidad de puestos de agua existen tes en cada rellano. Aquellas 1352 fuentes de Roma evocan, de hecho, tanto la miseria y la promiscuidad como el lujo y la belleza: cuanto mayor iba siendo en la urbe la masa de pobres mal alojados, tanto más se dejaba sentir la necesidad de dispensar el agua en sus calles. En las ciudades modernas, a la inversa, pozos y fuen tes han ido desapareciendo a medida que aumentaba el número de viviendas en cuyos portales podía hasta hace poco leerse sobre una placa de esmalte azul: «Agua en todos los pisos.» Para la mayoría de los habitantes de Roma, no había por tanto más agua potable que la de las fuentes públicas. Modestas y familiares, aquellas fuentes de cada día solían llevar un nombre que las hacía aún más vivas y próximas a los hombres. Algunas lo derivaban de su emplazamiento, su ornamentación, su forma o cualquier otra particularidad. En Roma se conocían así la fuente del Esquilino (lacus Esquilinus) y la del conejo (lacus cuniclí), la fuente larga (lacus longus), la fuente cubierta (lacus tectus) o la fuente restaurada (lacus restitutus)·, otras, como la fuente de Servilio (lacus Servilii) o la de Pisón (lacus Pisonis), lle vaban quizá el patronímico de un generoso donante; otras, por último, como la fuente de la gallina (lacus gallinae) o la de los pastores (lacus pastorum), hacían con su nombre alusión a alguna antigua leyenda ya olvidada y a los tiempos remotos en que la ciudad aún no había devorado los campos vecinos. 26
El agua útil. Casas e industrias
En las ciudades bulliciosas y superpobladas, con calles sin placa y casas sin número, se barruntaba de lejos la presencia de los lacus por el rumor de sus aguas y los húmedos regueros que dejaban las ruedas de los carros. Todo el mundo los conocía por su nombre y constituían sin duda alguna puntos de referencia más precisos, si bien modestos, que los grandes monumentos; los ciudadanos se guiaban por las fuentes, se encontraban allí unos con otros, se daban cita junto a ellas. Omnipresentes e indispensables, eran como millares de corazones que latían cada día al compás de la ciudad y le daban vida. Alrededor de las fuentes se congregaban a todas horas, espe cialmente por la mañana desde el alba y al atardecer, las mujeres del vecindario; éstas acudían en busca del agua que necesitaban diariamente, como también los aquari? que comerciaban con ella. Allí se comentaban los sucesos de la víspera y los incidentes del día, se propalaban chismes y rumores, las gentes reían o se querellaban; tales lugares eran los puntos forzosos de encuentro para humildes y desheredados. En las fuentes se lavaba la ropa y se limpiaba la verdura, evitando así el trabajo de izar los cubos hasta los pisos; los mercaderes se instalaban en torno; en verano chapoteaban los niños y en invierno, con los dedos embotados y las manos enrojecidas, todo el mundo se apresuraba; caballos y mulos bebían del cubo, lleno hasta los bordes, que les tendían sus amos; allí se detenían con frecuencia extranjeros o paseantes desconocidos en el barrio, y más de una vez, sin duda, se habló de Cristo. Llegada la noche, el agua volvía a ser clara y tranquila, no enturbiada sino por el paso de la guardia o el de algún grupo de rufianes; arrastrando consigo todos los desechos del día, corría interminablemente sobre la piedra y murmuraba en la sombra, animada de una vida que parecía eterna.
9. Infra, p. 28. 27
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Del lacus a la ínsula Si en medio del tráfago de cada día todos podían concederse un momento de reposo junto a las fuentes, era también necesa rio repartir el agua y transportarla hasta el lugar de su consumo. Desde principios de la República, y especialmente en las casas ricas o en las grandes fincas, se confió esa dura labor a esclavos o a profesionales contratados para ello. «Desde el amanecer hasta ahora -dice Adelfasia en el Poenulus de Plauto- no hemos hecho otra cosa que lavarnos, frotarnos, secarnos...; y además nos han dado a cada una dos esclavas que se han pasado todo el tiempo lavándonos y relavándonos. Para llevar el agua, hemos empleado a dos hombres fuertes hasta reventarlos»10. La tarea era siempre m onótona, ingrata y difícil, y por eso, en otra comedia de Plauto, el intendente Olimpión amanaza a su rival Calino con convertirlo en aguador: «Te darán un ánfora, te indicarán el sen dero que has de seguir hasta la fuente y habrás de cargar con un caldero y ocho tinajas; si no está todo siempre bien lleno, seré yo quien te llene la espalda de latigazos. Haré que, a fuerza de llevar el agua, acabes con la espalda tan encorvada que puedan trans formarte en zambarco para los caballos»11. En las ciudades, la mayoría de los aguadores (aquarü) traba jaban por su cuenta y vivían con relativa holgura. No obstante, estaban muy mal considerados: volviendo sin cesar a los puntos de cita que constituían las fuentes, circulando constantemente por las calles, hablando con unos y otros, entrando con facilidad en las casas, conocidos por todos y conociendo ellos mismos a todos, no tardarían en granjearse una sólida y equívoca reputa ción de intermediarios para cualquier asunto. Durante el Imperio, su presencia fue haciéndose menos nece saria; los lacus se habían multiplicado, los pobres no tenían con qué pagar el trabajo de los aguadores y los ricos que aún carecían de agua en sus casas disponían de esclavos y sirvientas que iban a 10. Plauto, E l cartaginés, 217-224. 11. Plauto, Casina, 121-125. 28
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buscarla a la fuente. Habiendo pasado en cierto modo al servicio de las colectividades, los aquarii, que en las provincias llegaban incluso a agruparse en corporaciones, comenzaron a formar parte, junto con los porteros y barrenderos, del pequeño perso nal encargado de la guarda y mantenimiento de las insulae. A menudo jóvenes y fuertes, libres de sus movimientos y fácilmen te accesibles, conservaron intacta su fama de hombres siempre dispuestos a hacerse útiles. «¿Faltan amantes? Hay esclavos. ¿Faltan esclavos? Se fija un precio con un aguador, que vendrá enseguida»12. La ornamentación de una concha de plata13, llamada concha de Epona, que servía de pila de abluciones y en la que sólo podía verterse agua, nos muestra uno de aquellos aquarii en plena faena. Vestido con una corta túnica y con el cuerpo tenso, lleva horizontalmente sobre el hombro derecho una voluminosa ánfo ra; para equilibrarla bien, la sujeta contra el cuello pasando el brazo derecho por detrás, mientras agarra el recipiente por un asa con la mano izquierda. Así se presentaron sin duda ante los convidados los dos esclavos que irrumpieron súbitamente en la sala donde se celebraba el banquete de Trimalción: «De pronto entraron dos esclavos que parecían haberse peleado en la fuente, ya que todavía mantenían las ánforas apretadas contra el cue llo»14. Cadus y ánfora En torno del aguador, el orfebre ha grabado también dos gru pos de tres ánforas semejantes a la que aquél carga en su hom bro; ventrudas, con un extremo en punta y un ancho cuello, pertenecen a la categoría de los cadi. Habitualmente de arcilla y excepcionalmente de bronce, plata y hasta de ofita blanca u oro, 12. Juvenal, Sátiras, 6, 331-332. 13. Hallada en Rethel en 1980. Museo de Saint-Germain-en-Laye, inv. 85797. Sobre esta clase de conchas, véase infra, p. 36. 14. Petronio, Satiricon, 70, 4. 29
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aquellos jarrones tenían múltiples usos, sirviendo sobre todo para transportar agua o vino e incluso para conservar este últi mo: vino es lo que el buen Acestes mandó cargar en la nave de Eneas a punto de zarpar15, y tampoco era agua lo que bebieron los falsos amigos de Horacio cuando vaciaron sus cadi-6. De menor anchura y de cuello angosto y largo, las ánforas transportadas por las mujeres eran más finas y ligeras. Con el brazo levantado y plegado en elegante gesto, las sostenían verti calmente, dejando reposar sobre su hombro la panza de la vasija y apoyando la punta en el omoplato; esta postura, tantas veces ilustrada por pintores y escultores, sugiere más la quietud que el movimiento. En el aguador de la concha de Epona, la flexión de las piernas y la torsión del busto reflejan el esfuerzo y tensión de la marcha; sin doblegarse bajo la carga horizontal, el aquarius sólo evita quedar aplastado avanzando sin cesar con el cuerpo echado hacia adelante. Las mujeres, en cambio, estilizadas por el brazo que levantan sin tenderlo y por el ánfora que llevan enci ma, aparecen siempre como inmovilizadas en una belleza de cariátides. Llevando sobre la cabeza ánforas o cántaros similares, las mujeres africanas ofrecen todavía hoy a nuestra vista el espec táculo de esa belleza altiva, no pareciendo desplazar sino la inmovilidad de sus esbeltos cuerpos. Al igual que el cadus, el ánfora podía contener cualquier cosa. Cuando sólo servía para llevar agua, los griegos, más precisos en su vocabulario, la denominaban «hidria». Esta, inutilizable en un pozo, poco práctica en un manantial o un pilón, había naci do con las fuentes públicas a cuyo chorro se adaptaba perfecta mente su estrecha boca; por otra parte, la forma fina y larga de su cuello evitaba que el agua se derramara durante los desplaza mientos; levantar el ánfora por las asas, colocarla en el hombro y transportarla era en todo caso mucho menos fatigoso que cargar a fuerza de brazos con el peso de cubos rebosantes de agua que iba perdiéndose por el camino. Además de elegantes, las ánforas eran ergonómicas y funcionales. 15. Virgilio, Eneida, 1, 195-197. 16. Horacio, Odas, 1, 35, 25-28. 30
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Cubos y tinajas Los cubos descubiertos son en su mayoría de metal —plomo ordinario y tosco en Pompeya, hierro o bronce en otras partes- y provienen casi siempre de los talleres metalúrgicos de Campania. En la época romana eran todos hemisféricos y por ello estaban provistos de un pie. Muchos están decorados; se trata de cubos de ceremonia o situli1 que se utilizaban en los sacrificios y otros actos oficiales: el sitularius recibía en ellos la sangre de las vícti mas, y algunos ritos, en especial el de Isis, los empleaban para recoger el agua lustral; en estos cubos se echaban también los votos para elegir magistrados; en cuanto a los raros ejemplares de plata, como los que figuran en el tesoro de Chaource actual mente expuesto en el Museo Británico, probablemente sólo ser vían para mezclar el vino en las mesas de lujo. Pocos son, en cambio, los cubos de uso corriente que hoy se conservan 18 y que solían ser de m adera cercada de hierro. Presentes en todas partes, hasta en el equipaje de los legionarios, se destinaban a tareas menos nobles y más cotidianas: sacar agua del pozo, transportarla y guardarla en la estancia donde iba a utilizarse. El agua, una vez transportada a los distintos pisos de las casas, podía dejarse en el ánfora o cadus donde se había recogi do; en tal caso, el recipiente se colocaba sobre trípodes de hierro. No obstante, para hacerla más accesible, se prefería verterla en cubas o tinajas decapitadas (dolia)19 que servían de reserva y no se sacaban nunca de casa. En efecto, para el enfermo incapaz de salir, para el niño que aún no correteaba por las calles o para los pequeños lavados, el aseo, la cocina y la seguridad de los edifi cios, era necesario tener permanentemente a mano cierta canti 17. Situlus (aquarius) da la palabra francesa «seau», y «situla» la palabra italiana «secchia», ambas traducidas al castellano por «cubo». 18. El museo histórico de Orleans guarda, sin embargo, un bellísimo ejemplar galorromano. 19. El dolium es un recipiente de terracota. De forma oblonga y siempre de gran tamaño, con una ancha abertura, resulta difícil de transportar. Servía ordinariamente para almacenar líquidos o grano. 31
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dad de agua; por eso el intendente de la comedia de Plauto ordena a Calino, bajo pena de azotes, mantener constantemente llenos «un caldero y ocho tinajas». Si el caso lo requería, se extra ía el agua con pequeños cántaros o cacerolas, arrojándola luego, una vez utilizada, a otro depósito o directamente a la calle20. Junto con la cisterna alimentada por el impluvio, esas reservas existían también en las villas que no disfrutaban de una conce sión21; consistían en grandes cubas mamposteadas e instaladas en las cocinas, más o menos como las que pueden todavía verse en la «casa del Menandro», en Pompeya. El agua en casa
Dentro de las casas, el uso del agua variaba, claro está, con las cantidades disponibles y la clase social de sus ocupantes. En la villa de los Vettii se utilizaba una parte de los suministros del acueducto para regar las plantas del jardín22; en otros sitios se ali mentaban así lujosas fuentes y hasta riachuelos artificiales23; en las insulae menos sórdidas, solían reservarse algunos cántaros de agua para el riego de las flores con que se adornaban los balco nes. Esencialmente, sin embargo, el agua servía para atender las necesidades básicas de la higiene y vida de las personas; las jerar quías sociales aparecen aquí más en los instrumentos que en la naturaleza de los actos ordinarios. Lavado de la ropa El lavado de la ropa, por ejemplo, se reducía casi en todas partes al mínimo, consistiendo meramente en remojar y aclarar 20. Infra, p. 60-72 y 231-232. 21. Infra, p. 278ss. 22. Infra, p. 215 23. Infra, p. 75 y 83. 32
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las prendas ligeras, que se llevaban a la fuente si eran muchas. El jabón, tal como lo conocemos hoy, no hizo su aparición hasta los alrededores del siglo IV, y las manchas de grasa de los tejidos sólo podían quitarse con sustancias minerales o vegetales como la saponaria, la ceniza, o la tierra de batán, que exigían múltiples aclarados. Para quienes vivían en pisos sin agua ni evacuación, estos aclarados resultaban evidentemente imposibles. Para los más ricos, que disponían de mano de obra y cisternas bien ali mentadas, eran operaciones complejas y malolientes; sobre todo si se trataba de limpiar prendas de lana, debían o recurrir a los servicios de bataneros 24 o mostrarse menos exigentes que noso tros, como sucedía por regla general. Incluso en familia, costaba mucho trabajo lavar la ropa sucia, y la cortesía pedía que nadie fuera a cenar a casa de un amigo sin llevar su propia servilleta. Limpieza de la casa Lo mismo que para los lavados de ropa, el consumo de agua para la limpieza de la casa era también reducido. En las insulae, esta limpieza solía limitarse a un barrido en seco; los suelos de madera y más aún las paredes iban así recubriéndose de una mugre que favorecía la proliferación de toda clase de insectos, como los que encontró Gitón al esconderse bajo la cama de Encolpo: «Gitón se acurrucaba para evitar los golpes y, conte niendo la respiración por miedo a que lo descubrieran, sentía en su boca la caricia de las chinches»25. Al contrario, en las casas más ricas, la limpieza se convertía cada mañana en un zafarrancho de bayetas, escalerillas, escobas, esponjas y cubos. En el suelo, no obstante, solía echarse única mente serrín: «Pierdes la cabeza por miedo a que tu atrio, ensu ciado por un perro, ofenda la vista del amigo que llega, o a que tu pórtico esté lleno de barro, ¡siendo así que cualquier esclavillo puede en seguida dejarlo todo limpio con medio modio de 24. Infra, p. 44ss. 25. Petronio, Satiricon, 98, 1. 33
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serrín!»26. «Escobas ordinarias, trapos, serrín»27, todo ello no exi gía grandes gastos, salvo si uno deseaba, como Trimalción, vivir fastuosamente: «Los esclavos (...) -cuenta Encolpo- esparcieron por el suelo serrín teñido de azafrán y bermellón, y también, lo que yo nunca había visto, polvo de piedra especularía»28. El agua, pues, en razón de su coste o escasez, no se empleaba más para el lavado de mosaicos o mármoles que para el de suelos de madera. Aseo M ucho mayor era, en cambio, el consumo que de ella se hacía para la limpieza corporal, especialmente en forma de baños, que solían tomarse a la caída de la tarde y casi siempre fuera de casa; aun en Roma, esta costumbre llegó a extenderse de tal manera 29 que más podría asimilarse a una ceremonia colectiva que a una verdadera preocupación por la higiene indi vidual. En efecto, el aseo matutino de los romanos se reducía a muy poca cosa. A excepción de la casa de Diómedes, las villas pompeyanas no están provistas ni de baños ni de «cuarto de aseo» ad curam corporis, y el único consejo que Propercio da a Cintia para el momento de levantarse es el de «ahuyentar el sueño con agua pura»30. Tan frugales como expeditivos a este respecto, ricos y pobres no necesitaban por la mañana más que un fondo de palangana para mojarse un poco la cara y un vaso de agua que solían beber al despertarse. Después de este «desayuno» tampoco les hacía falta lavarse las manos, como lo dice literalmente Séneca: «Post quod non sunt lavandae manus»31. Tras esos gestos rituales, podí26. Juvenal, Sátiras, 14, 64-67. 27. H orado, Sátiras, 2, 4, 81-82. 28. Petronio, Satiricon, 68, 1. 29. Infra, p. 108ss. 30. Propercio, Elegías, 3, 10, 13. 31. Seneca, Cartas a Lucilio, 83, 6: «Una comida después de la cual no hay que lavarse las manos». 34
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an comenzar el día y terminarlo luego acudiendo a sus baños personales, si los tenían, o, mucho más a menudo, a las termas públicas. En casa, la higiene se limitaba al aseo íntimo de las mujeres y al de los niños de pecho. Tratándose de la limpieza del cuerpo, el agua se consumía, por así decirlo, más al por mayor que al detalle. «¡Vamos, esclavo, muévete! Dame las sandalias y el manto de muselina. Tráeme el amictus que me has preparado, pues voy a salir. Trae también agua corriente para que me lave las manos, la boca y los ojos»32. Palanganas, aguamaniles y objetos de plata Para tan reducidas necesidades bastaba poca cosa, y de ordi nario se utilizaban recipientes y otros objetos de barro; frágiles y sin valor, todos aquellos utensilios banales desaparecieron rápi damente y nuestros museos sólo conservan algunos raros ejem plares, apenas evocadores de una vida sin lujo ni aparato. A los romanos, con todo, les gustó siempre la vajilla elegante y los más ricos dedicaron sumas fabulosas a la adquisición de magníficas piezas de plata. Estos bienes les parecían tan necesa rios y preciosos que prácticamente nunca se separaban de ellos, hasta el punto de llevárselos durante sus viajes largos gastando para ello lo que fuera menester. Cuando César, por ejemplo, a raíz de su victoria en Farsalia entró en el campo de Pompeyo, del que acababa de apoderarse, encontró todavía expuestos ante la tienda de su adversario numerosos objetos de plata33; por su parte, Plinio el Viejo relata34 que su amigo Pompeyo Paulino, un arlesiano que en el siglo I llegó a ser gobernador de la Germania inferior, jamás emprendía un viaje sin incluir en su equipaje toda la plata que poseía, con un peso total de 12.000 libras, es decir, ¡cerca de cuatro toneladas! Probablemente en la misma época, Quinto Domicio Tuto, desconocido por lo demás, donó 32. Ausonio, Ephemeris, 2. 33. César, Guerra civil, 3, 96, 1. 34. Plinio el Viejo, 33, 143.
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al santuario de Mercurio Canetonense, en las Galias, un esplén dido juego de vajilla preciosa en el que figuraban algunas de las más hermosas piezas de la escultura antigua en metal35; también él se había ido de Roma llevándose toda la plata en el equipaje. Signo evidente y aun ostentoso de riqueza, que por ello mismo agradaba a los más ricos y poderosos, la vajilla de plata constituía también una excelente inversión financiera. Más segu ra que la moneda, afectada inevitablemente por las crisis, la plata conservaba siempre su valor; resultaba también más cómoda que los bienes inmuebles, ya que podía revenderse al detalle en caso de dificultades pasajeras, juego por juego o hasta pieza por pieza, según las necesidades del momento; así Antonio el padre, por ejemplo, dio a escondidas una jofaina de plata a uno de sus ami gos que le pedía ayuda36. Un bien tan valioso, que podía ofrecerse a los muertos, como en Boscoreale, y a los dioses, como en Berthouville, debía tam bién protegerse con sumo cuidado. En la casa del Menandro, en Pompeya, los propietarios ocultaron la plata con ocasión de unas obras para las que tuvieron que contratar trabajadores venidos de fuera; en Chaource, los objetos de plata fueron enterrados justo antes de la llegada de los bárbaros; en todos estos casos, tales tesoros no se descubrirían sino siglos más tarde, al roturar el terreno para su cultivo, emprender obras o efectuar excavacio nes arqueológicas. Hoy se encuentran ya al abrigo en nuestros museos... ¡Esperemos que por mucho tiempo! Aquella vajilla de lujo estaba evidentemente destinada a la mesa. Desde un punto de vista a la vez ritual e higiénico, existió siempre una estrecha vinculación entre las comidas y el aseo. Además de las piezas que servían para beber (copas y páteras) o comer (fuentes y cubiertos), había, pues, otras cuyo fin primor dial era contener agua. Tratábase sobre todo de aguamaniles de plata nielada, a veces con adornos de oro, platillos muy decora dos y jofainas de diversos tamaños. 35. Tesoro llamado de Berthouville (Eure), que actualmente puede verse en la sección de Medallas de la Biblioteca Nacional francesa. 36. Plutarco, Vida de Atitonio, 1, 2. 36
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Algunas de éstas eran de forma circular, pero a la mayoría, en honor a Venus, se les daba el aspecto de una concha (concha), nombre que llegó a ser común para este tipo de recipientes. Solían trabajarse con mucho esmero y tenían una anchura media de 30 a 50 centímetros; a menudo se adornaban también con medallones finamente cincelados. La concha de Epona, por ejemplo, lleva en su interior una representación de la diosa gala y por fuera la de un aguador37, m ientras que la jofaina de Chatuzange38, con rebordes en forma de canutillo, nos ofrece la elegante y refinada imagen de las Tres Gracias. Abluciones La mayor parte de esos objetos, junto a los cuales suelen encontrarse espejos, servían probablemente para el aseo diario de las mujeres y niños pequeños. Con frecuencia se utilizaban tam bién para las abluciones tradicionales antes de los banquetes o comidas importantes, aun cuando en tales casos las familias más distinguidas prefirieran el bronce o el vidrio. Los esclavos circulaban ante los lechos39 y vertían agua en las manos de los convidados con un aguamani. Esta agua caía en unos platillos bastante anchos (phialaê), que se colocaban deba jo, o simplemente en una jofaina. «Cuando por fin nos pusimos a la mesa -cuenta Encolpo- unos esclavos alejandrinos nos echa ron en las manos agua de nieve»40. De ordinario este servicio sólo se ofrecía una vez, pero podía reiterarse después de ciertos platos: al no haber tenedores era preciso emplear los dedos, por lo que esas abluciones suplementarias no siempre resultaban superfluas. Mucho más excepcional debía de ser, en cambio, el lavado de pies. Las jofainas de agua caliente y perfumada que Trimalción 37. Supra, nota 13. 38. Museo Británico, 6R, 1893, 5, 1,2. 39. Todavía en la Edad Media, se «reclamaba el agua» antes de una comida. 40. Petronio, Satiricon, 31, 3. 37
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manda traer a mitad del festín para remojar en ellas los pies de sus invitados, llegan a provocar incluso la indignación de Encolpo: «Me da vergüenza contar lo que sigue. Conforme a una costumbre inaudita para nosotros, unos jóvenes esclavos, con cabellos largos, trajeron en un recipiente de plata aceite per fumado con el que ungieron los pies de los convidados, después de recubrirles las piernas, desde el muslo hasta el talón, con guir naldas de flores»41. No es fácil saber si lo que choca aquí al narra dor es el carácter mismo de estas atenciones o el momento en que ocurren, ya que al comienzo del banquete, mientras unos esclavos vertían agua en las manos de los comensales, otros se ocupaban delicadamente de sus pies: «...arrodillándose a nues tros pies, nos quitaron con suma habilidad los padrastros»42. En Roma, este rito, menos relacionado con las comidas que el lava do de manos, quizá pareciera todavía demasiado oriental. De todos modos, en el Evangelio, tal como nos lo presenta Juan43, está muy ligado a la cena que comienza y es a la vez característi co de cierta forma extraordinaria de humildad y cariño. De hecho, ya vivieran en una domus o en una insula, los romanos de fines de la República y el Imperio mantenían ciertas costumbres que databan de mucho tiempo atrás. El caudal de los acueductos, la profusión de fuentes públicas y aun la abun dancia de conducciones privadas no los habían incitado a ser más pródigos en su consumo de agua para la limpieza de la casa, el lavado o el aseo personal. Cierto que la necesidad de transpor tar cadus o ánforas por las calles o llevarlos hasta los pisos contri buía no poco a esa parquedad entre los más pobres, pero en su vida diaria casi todos se com portaban de la misma manera, como si inconscientemente recordaran los tiempos ya lejanos en que Roma era todavía frugal. En realidad, el agua sólo se gastaba sin tasa en el lujo de los baños, en las fuentes públicas y en los jardines de gran boato44, es decir, en usos importados y recientes 41. Id., 70, 8. 42. Id., 31, 3. 43. Juan 13. 44. Infra, p. 75, 78-79, lOlss. 38
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que se habían como injertado en tradiciones ancestrales sin alte rarlas. En su vida de cada día, la mayor parte de los romanos seguían comportándose instintivamente como un pueblo de campesinos mediterráneos: el agua, elemento valioso y vital, era ante todo para beberse. El agua en las cocinas Indispensable para la vida, el agua se encontraba primera mente en las cocinas y servía para preparar los alimentos, que las más de las veces se hacían hervir. Sacada de las reservas o del grifo45, se vertía en marmitas, de las cuales la más corriente era la chytra, vasija de tierra que sólo podía mantenerse derecha sobre un trípode metálico, éste se colocaba con precaución directa mente sobre el brasero. La chytra, muy parecida a los caluns provenzales donde se cuecen todavía hoy las patatas, era siempre de arcilla ordinaria y el fuego la ennegrecía enseguida, por lo que no estaba nunca pintada ni decorada; así, «pintar una chytra» significaba, en el lenguaje popular, efectuar un trabajo tan vano como inútil. Además de la chytra, se empleaban en la cocina diversos tipos de cacerolas como el caccabus, el gaulus, en forma de barca, y en especial la olla propiamente dicha (olla), llamada también aula, aulula y aulularia. Este recipiente, que solía tener gran capaci dad, servía prácticamente para todo, incluso para guardar en él un tesoro, como lo hacía el avaro, de Plauto; sus múltiples aplica ciones culinarias le daban un carácter simbólico de mesa com partida y hospitalidad generosa: « Ubi fervet olla vivit amicitia»4
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pero la vajilla de barro siguió guardándose en un armario del tablinum47, y en la cocina de la casa de los Misterios pueden verse todavía las ollas ennegrecidas donde se preparaba la comi da de cada día. Agua y vino Como bebida, al agua se le asignaba en primer lugar y con bastante frecuencia la ingrata misión de «rebajar» el vino, que era demasiado espeso para poderse beber sin más. En los ban quetes, éste se traía solemnemente, junto con las copas, en gran des crateras decoradas o en suntuosos cubos de plata. En ocasio nes, sobre todo cuando se seguía la costumbre griega, el anfi trión mezclaba el vino en la cratera antes de servirlo; otras veces lo hacía en la mesa el propio invitado. Se echaba entonces el vino en la copa, sacándolo de la cratera con una especie de cucharón llamado cyathus, y cada cual lo mezclaba en la proporción que le convenía. Podía para ello utili zarse agua fresca, pero a menudo se prefería el agua tibia, esti mando que el vino tenía así mejor gusto y era más digestivo. Tal es el método que emplean los griegos descritos por Curculio («Gorgojo») en la comedia de Plauto: «...ésos que uno ve a todas horas bebiendo por las tabernas y que, cuando han logrado robar algo, beben caliente, con la cabeza tapada, y luego se van con aire tristón y medio borrachos»48. En las casas elegantes, los encargados del servicio del agua tibia o fresca solían ser esclavos especializados que podían tam bién hacer la mezcla para el comensal, aunque sin duda con modales algo más dicretos que el que en el festín de Trimalción se pone de pronto a imitar el canto del ruiseñor49. Y afortunado de aquel que no tenía que habérselas con un anfitrión tan inso lente y engreído como Virrón, a cuya casa fue un día a cenar 47. Sala que servía de recibidor, generalmente situada al fondo del atrio. 48. Plauto, El Gorgojo (Curculio), 289-294. 49. Petronio, Satiricon, 68, 3. 40
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Juvenal; al ricacho de la sátira le delectaban tanto los exquisitos manjares que tomaba como el mal trato que infligía a sus invita dos, aun privándoles de agua: «Ante Virrón está un joven escla vo, la flor de Asia... Tú, cuando tengas sed, mira hacia aquí y contempla a este Ganimedes gétulo. Un muchacho que vale tan tos miles de sestercios no sabe hacer la mezcla para pobres dia blos... Encargado de distribuir agua caliente o fría, ¿responde acaso a tus llamadas? Juzga indigno de él rebajarse a obedecer a un viejo cliente que se atreve a pedirle algo estando tumbado, mientras él permanece en pie»50. Aqua mera (agua pura) Durante las comidas y en la vida cotidiana, sobre todo en el momento del desayuno, el agua solía evidentemente consumirse pura. Sin embargo, por extraño que hoy nos parezca, los roma nos preferían bebería tibia en vez de fresca; el uso del agua fresca se limitaba en general a calmar los excesos gastronómicos o a refrescar las bebidas demasiado calientes. El odioso Virrón, cuyo «estómago siente ardores por el vino y la comilona», manda que le traigan «agua hervida, más fría que las nieves géticas»51. En agua fresca también, ya que ningún degustador la probaba, se disimuló el veneno que había de matar a Británico: «Sirvieron a Británico un brebaje muy caliente, todavía inofensivo, que había sido previam ente degustado; luego, como lo rehusaba a causa del calor, vertieron en él, mez clándolo con agua fría, un veneno que se propagó con gran rapi dez por todos sus miembros, hasta el punto de hacerle perder súbitamente la palabra y el aliento»52. Al propio Nerón le gusta ba beber agua primero hervida y luego enfriada en la nieve, a la cual solía dar el nombre de decocta. No obstante, cuando despo seído y acosado llega a la casa de Faón, sólo pide agua tibia: 50. Juvenal, Sátiras, 5, 55-56. 51. Id., 49-50. 52. Tácito, Anales, 13, 16, 2. 41
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«Allí, acuciado por el hambre y la sed, desdeñó el tosco pan que le ofrecían, pero bebió gran cantidad de agua tibia»53. Aqua calda (agua tibia) A menudo presentada en las comidas con una decocción de hierbas aromáticas, el agua tibia era en general muy apreciada en las mesas refinadas y se le daba tanta importancia que hasta exis tían aparatos, a veces muy complejos, para calentarla o mante nerla a buena temperatura. «Fabricamos com únm ente -dice Séneca—serpentines, calentadores de baño y aparatos de diversas formas con tubos de cobre de pared fina dispuestos en espirales descendientes; el agua circula por ellos varias veces en torno al mismo fuego, recorriendo un espacio cuya longitud basta para que alcance una alta temperatura; habiendo entrado fría, sale caliente»54. Se instalaban así en las cocinas, y aun en los comedores, unos fogoncillos especiales; los más sencillos tenían forma elevada y recibían el nombre de miliaria, por su semejanza con las piedras miliares de los caminos. Casi siempre se trataba de una especie de estufa cerrada con una cavidad de hierro en su parte baja, donde se colocaba el carbón; encima había un pequeño depósito de bronce para el agua, atravesado por la salida de aire caliente que venía del fuego. Todo ello solía estar muy decorado, en par ticular con pies entorchados y manillas en forma de animales. Otro aparato de este tipo se parecía a un campamento mili tar, con torres cuadradas en sus cuatro ángulos. El agua vertida en las torres corría por la doble pared que rodeaba el conjunto, calentándose gracias a un fuego que se encendía en el rectángulo central; luego se le daba salida por una pequeña espita situada obviamente en la parte inferior. Para no exponerse a la mala voluntad de esclavos como los del infame Virrón, o simplemente porque se prefería evitar las 53. Suetonio, Vida de Nerón, 48, 6. 54. Séneca, Cuestiones naturales, 3, 24, 2. 42
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molestias de un incesante servicio, podían también colocarse sobre una mesa calentadores que, como los samovares para el té, m antenían siem pre el agua tibia al alcance de la m ano. Calentada primero en las marmitas, calderos u hornillos de la cocina, el agua se vertía luego en aquellos aparatos portátiles y generalmente lujosos, algunos de los cuales pueden todavía con templarse en el museo de Nápoles. El más sencillo, de bronce, tiene forma de jarrón con una pequeña chimenea en el centro, por cuya parte alta se introducían las brasas; la ceniza se evacua ba por un cajón móvil que al desplazarse ventilaba el aparato; el agua, introducida por arriba mediante un embudo y recuperada por debajo, se mantenía así constantemente tibia a disposición de los convidados. Signo distintivo de comidas menos fastuosas que las de Trimalción, el agua caliente y mezclada con hierbas aromáticas se apreciaba prácticamente en todas partes. En los thermopolia, donde nunca se anunciaban «bebidas frescas», era en verano uno de los artículos menos caros y por tanto más vendidos; no cabe duda que ocupaban en aquellos bodegones el lugar de nuestros actuales tés y cafés más o menos azucarados. Cuando en el Rudens de Plauto Labrax sale del mar después de un naufragio, se queja de que Neptuno sólo ofrezca baños sin calefacción y no haya previsto ninguna taberna donde poder beber caliente: «No sirve -dice- más que bebidas frías y sala das»55. Puro producto de los frigoríficos, nuestro gusto por las bebidas frías es más bien antinatural; en Egipto, Marruecos o Turquía, cuando aprieta a fondo el calor, un vasito de té bien caliente con menta refresca mejor que una coca-cola fría. El agua industrial
Si las casas de los particulares gastaban al fin y al cabo poca agua, las industrias, en cambio, exigían una cantidad bastante 55. Plauto, La cuerda, 529-530. 43
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mayor, en especial la de los bataneros, que eran con mucho los más importantes consumidores. Los molinos de Barbegal La fuerza motriz del agua traída por los acueductos fue, hay que reconocerlo, muy poco utilizada. Sólo tardíamente, por ejemplo, se aprovechó la evacuación de las termas de Caracalla56, y todavía más tarde el aqua Traiana57, en las faldas del Janiculo, para hacer funcionar molinos. Constituyen también una excep ción las instalaciones de Barbegal, cuyos imponentes restos pue den verse aún cerca de Arlés. En una pendiente de 30°, con 20 metros de ancho y 61 de largo, se instalaron dos hileras de ocho molinos cada una, pro vistos de una batería de ruedas verticales bordeadas por una escalera de servicio. La producción diaria de esta verdadera fábri ca debía de ser considerable, aunque difícil de evaluar, y se desti naba a alimentar los ejércitos romanos; la fértil llanura de Arlés producía probablemente por sí sola la cantidad necesaria de trigo. La energía hidráulica venía de un acueducto especial, el acue ducto de Baux, que recogía las aguas procedentes de los manan tiales de los Alpillos; destinado primero al suministro de Arlés, se desvió enteramente su uso, a partir del siglo III, hacia la moli nería. En las cercanías de Fontvieille, sus evocadores y románti cos vestigios contribuyen todavía al encanto del vallecito de Ares en cuyo extremo, directamente en la roca, se había practicado una abertura por la que entraban las aguas para precipitarse por la pendiente donde se encontraban los dieciséis molinos.
56. Es posible, con todo, que el molino de las termas de Caracalla comenzara a funcionar desde la apertura del establecimiento. V. Les thermes romains (colección «École française de Rome», n°. 142), Paris 1991, p. 50. 57. «Agua Trajana», es decir, «acueducto de Trajano». Cf. p. ..., nota 2. 44
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Los bataneros La parte más penosa y espectacular de la actividad de estos trabajadores consistía en pisotear las telas recién fabricadas, para alisarlas y suavizarlas. Los bataneros desempeñaban un papel de primer orden en la vida económica romana y sus talleres están aún bien presentes en las calles de Pompeya y Ostia. Su labor tenía sobre todo por objeto desengrasar los tejidos de lana que les llegaban en estado bruto, pero se encargaban también de lavar y limpiar las telas y prendas de ropa que la clientela les confiaba. Del lavado de la lana bruta y la tintorería se ocupaban de hecho otros artesanos, que trabajaban en estre cha relación con ellos. Su tarea, larga y compleja, comprendía una serie de fases sucesivas y siempre iguales que exigían locales bastante amplios y numeroso personal. La lana bruta, impregnada todavía de la grasa de las ovejas, se limpiaba primero con agua caliente y saponaria; de ahí el nom bre de radix lanaria que se daba comúnmente a esta planta. Con la lana ya seca, se procedía a las operaciones de golpeo, cardado e hilado; por último se teñía y tejía. La tela así fabricada se entregaba entonces a los bataneros. Éstos la daban primero a lavar a esclavos especializados que la pisoteaban en pequeñas cubas o cavidades practicadas directa mente en el suelo. El agua utilizada se mezclaba con sal y orina para obtener un reactivo alcalino cargado de amoníaco. Una vez concluida esta operación esencial, aún había que tratar el tejido con tierra de batán, una arcilla desengrasante que la suavizaba, y luego enjuagarla varias veces, ponerla a secar, colgarla en largas barras, cardarla con todo esmero de arriba abajo, extenderla, si era blanca, sobre una campana de mimbre donde se quemaba azufre, aderezarla frotándola con tierras de color o greda, cepi llarla, tundirla y prensarla. Para esto último, un esclavo extendía con cuidado el tejido e iba soplando delicadamente sobre él agua que retenía en su boca, rodeándolo a veces de un halo de colores irisados. «Mira... un batanero en plena labor; mira cómo se llena de agua la boca y humedece ligeramente con ella las prendas extendidas con cordeles, y cómo luego en el aire así rociado sur 45
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gen diversos colores semejantes a los que solemos contemplar en el arco iris»58. Aun cuando no estuviera presente en cada etapa del proceso, el agua era necesaria en todas ellas y también para limpiar las cubas y otros receptáculos. Los bataneros, pues, la consumían en tales cantidades que solían disponer de traídas y hasta evacuacio nes particulares. En Forli, por ejemplo, un rótulo que anunciaba a los viandantes la existencia de uno de estos talleres muestra, entre una máquina de golpear tejidos y una campana de mimbre para azufrarlos, un conducto de agua que desciende de la m on taña. Y en Canossa, una fullonica estaba también provista de un sistema propio de traída de aguas: sobre la tubería de plomo, de 80 centímetros, por la que pasaba el agua sucia, vemos una esfe ra dentro de la cual un filtro móvil retenía los fragmentos de lana y otros tejidos. Desembarazada así de sus principales impu rezas, el agua iba a perderse en una especie de sumidero; de la inscripción que aún podemos leer en la esfera de plomo, «rei publicae Canusinorum curante Publio Graecidonio>P, se deduce con certeza que la instalación fue decidida por un municipio deseoso de evitar inundaciones malsanas y desechos contami nantes. El taller de Stephanus Pompeya nos ha legado cuatro establecimientos de fullones, y las pinturas que vemos en el vasto taller de L. Veranius Hypsaeus reflejan un ambiente que podría también convenir a la fullonica Stephanica, situada a la entrada de la calle de la Abundancia. La «propaganda electoral» que recubre el lado derecho del muro exterior indica ya la presencia y actividades de los batane ros en la ciudad y da el nombre probable del propietario del 58. Séneca, Cuestiones naturales, 1, 3, 2.é 59. «Propiedad de la república de Canossa, bajo la responsabilidad de Publio Gracidonio. » 46
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taller: «fullones universi rog(ant)... Stephanus rog(at)» («todos los bataneros piden... Stephanus pide»). Se entra en la casa por una amplia puerta que da a un atrio cuyo impluvium, con altos bordes y un rebosadero, fue manifies tamente transformado en estanque. Además lo desplazaron hacia la derecha, para ensanchar el camino de acceso y facilitar las entradas y salidas de la clientela. Al fondo, en el peristilo y detrás de un jardincillo, se observan tres grandes lacus escalona dos, rodeados por cinco cubetas fijadas directamente en el suelo. Todo ello sugiere que la casa había sido una simple vivienda hasta que sus propietarios, debido a los efectos del terremoto y los apuros económicos del momento, se vieron obligados a ven derla a un liberto, que se instaló con su familia en la parte alta y convirtió el resto en un taller. En efecto, los batanes ordinarios suelen presentar un aspecto más sistemático y funcional. En Ostia, por ejemplo, la pequeña fullonica de la calle de los Augustales muestra, al lado del dolium donde se recogían los ori nes60, una alberca central bastante rústica con las correspondien tes cubetas alrededor. El gran taller de la calle de la Fullonica está todavía mejor dispuesto: en el centro de un vasto conjunto rectangular hay tres grandes estanques, a lo largo de los cuales, por un solo borde, se abren cuatro espacios con siete cubetas en cada uno, tres en el fondo y dos a cada lado. Tanto en Pompeya como en Ostia, esas cubetas o lacunae fullonicae servían para pisar las telas. Las pinturas del taller de Hypsaeus nos muestran algunas que sólo se utilizaban para el ¡ enjuague; en las demás los obreros pisoteaban sin descanso una mezcla ácida y maloliente. Apoyándose en largueros de madera o en un múrete de separación, como vemos también en los frescos y una estela funeraria del museo de Sens, levantaban alternativa mente uno y otro pie. Séneca recomendaba, a guisa de ejercicio físico, ejecutar ese movimiento repetitivo que era como una forma vulgar de la extraña y obsesiva danza de los sacerdotes salios: «Hay ejercicios fáciles y breves que procuran una sana 60. Infra, p. 68. 47
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fatiga al cuerpo...: la carrera, el levantamiento de pesos, el salto de longitud y el paso de los salios o, en estilo irreverente, el zarandeo de los bataneros»61. El saltus fullonicus era sin duda alguna excelente para el corazón...¡si se practicaba en una atmós fera más sana que la de los batanes! En los grandes estanques con agua corriente y probablemente también en el impluvio pompeyano, reservado quizá para los tejidos más delicados, se procedía a enjuagar las telas y lavar las prendas traídas por clientes que no podían hacerlo bien en su casa. Para ponerlas a secar, Stephanus no necesitaba tenderlas en la calle, como se lo permitía la ley, ya que disponía de un atrio y un peristilo donde había instalado unas cuantas terrazas con pilares. Al aire libre y azotados por el viento, los tejidos de lana no tardaban en secarse y perder en parte el olor que inevitable mente habían dejado en ellos los curiosos ingredientes utilizados para el desengrase. Por último, como se sigue haciendo en nuestros días, las telas se planchaban en el gran pressorium que la gente veía funcionar desde la calle y cuyas llantas de hierro el turista puede también hoy ver al entrar. Comprar prendas de lana tejida y mantenerlas en buen esta do exigía un gasto considerable y se llevaba sin duda buena parte del presupuesto familiar. No obstante, resultaban indispensables, y por eso en Pompeya las fullonicae fueron restauradas con prio ridad después del terremoto62. Por eso también las corporaciones de bataneros eran en todas partes muy importantes y poseían gran fuerza económica. Dada su estrecha vinculación con el comercio de la lana, dedicaron, en Pompeya, a su patrona Eumaquia la hermosa estatua que nos permite hoy conocer los rasgos de esta diosa. Finalmente, los cánones que pagaban por su gran consumo de agua contribuyeron en no poca medida al mantenimiento de las fuentes y otras conducciones públicas. 61. Séneca, Cartas a Lucilio, 15, 4. 62. Pompeya fue asolada por un terremoto en el año 62, o sea diecisiete años antes de la gran erupción del Vesuvio.
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Seguridad urbana: los bomberos
Como lo había ya dicho claramente Frontino1, todas aquellas conducciones tenían por objeto, además de facilitar la vida de los particulares, garantizar la higiene y seguridad urbanas, eva cuando las inmundicias y protegiendo la ciudad contra el fuego. Utilizado para calentarse, iluminarse y preparar las comidas, el fuego era efectivamente, junto con el agua, uno de los ele mentos esenciales de la vida cotidiana, y la existencia en Roma de muchos fogoncillos o pequeños hogares bastante mal vigila dos explica en gran parte la frecuencia de los incendios. Para provocarlos, no siempre eran necesarios un Craso, que compra ba después los escombros y terrenos a bajo precio, ni un Nerón; bastaba sencillamente con que algunas brasas cayeran de un fogón mientras se calentaba la chytra, o que de alguna antorcha agitada con descuido, por la noche, se desprendieran unas cuan tas chispas, para que el fuego se declarara, propagándose prime ro por los pisos y luego rápidamente por una ciudad de calles angostas y casas de madera. «Al aproximarnos a la colina del 1. Infra, n. 47. 49
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Cispio -cuenta Aulo Geli-, divisamos un bloque de casas que era presa de las llamas; constaba de muchos pisos que alcanza ban cierta altura, y ya todo lo que se encontraba cerca ardía en un gigantesco incendio»2. Juvenal, por su parte, escribe: «Ya Ucalegón pide agua, ya traslada sus baratijas; ¡ya está ardiendo el tercer piso y tú no te has enterado!»3. Creación Obviamente los habitantes de los edificios donde ocurrían esos dramáticos accidentes intervenían siempre, pero los incen dios habían llegado a ser para todos una verdadera obsesión. La importancia y permanencia del peligro exigieron, pues, ya en época temprana, la creación en Roma de un servicio oficial y público de lucha contra el fuego. Organizado desde principios de la República, dependía de los tribunos y ediles y se confió a los tresviri capitales, llamados también nocturni por las rondas que debían efectuar de noche. Empero en aquel entonces los bomberos de Roma no constituían sino un puñado de esclavos, instalados junto a las puertas y a lo largo de las murallas para poder intervenir lo más rápidamente posible en todos los puntos de la Urbe. Reformando a la vez la estructura monumental y la adminis tración de una ciudad que no cesaba de crecer, Augusto, en el año 22 a. C., instituyó un cuerpo de seiscientos esclavos públi cos que dependían de los ediles curules, y ulteriormente, en el año 6 d. C., una militia vigilum a las órdenes de un praefectus vigilum al que Trajano, un siglo más tarde, daría un subpraefectus vigilum como adjunto. Así nacieron los bomberos de Roma, militarizados y subordinados a un prefecto especial.
2. Aulo Gelio, Noches áticas, ps. 15, 1,2. 3. Juvenal, Sátiras, 3, p. 198-200. 50
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Organización De hecho encargados de la vigilancia en sentido amplio -de ahí su nombre de vigiles-, debían proteger la ciudad contra el fuego y sim ultáneam ente contribuir a la seguridad pública. Desempeñaban, pues, una doble tarea: la de bomberos y policías municipales. En este último papel trabajaban mano a mano con la justicia, habiendo recibido atribuciones múltiples, aunque limitadas: podían, por ejemplo, castigar a los incendiarios y reprimir las negligencias en materia de protección contra el fuego; intervenían en los conflictos relativos al uso y propiedad del agua; vigilaban los baños públicos y termas; les competía también el arresto de esclavos fugitivos y el castigo de ladrones, depredadores y otros malhechores, siempre numerosos en Roma, especialmente a raíz de un incendio; sin embargo, no les estaba permitido pronunciar la pena capital, por lo que, tratándose de delitos graves, tenían que llevar el caso ante el prefecto de la ciudad. Para realizar todas esas tareas, tan numerosas como comple jas, el cuerpo de guardias o vigiles se apoyaba en una importante estructura administrativa. Su prefecto, que ocupaba en Roma el tercer puesto tras el prefecto del pretorio y el de la anona, tenía su propia sede y su tribunal en el Campo de Marte, concreta mente en el pórtico de Minucio, que compartía con el curador de las aguas4; a sus órdenes estaban, además de la clase de tropa, el subprefecto, encargado más bien de las cuestiones jurídicas e instalado en otro lugar, y los tribunos, centuriones y suboficia les. Cada tribuno, que como los centuriones disponía de un suplente en caso de enfermedad o de ausencia, agrupaba a su alrededor de él un gran número de adjuntos administrativos designados por el nombre de beneficiarii, es decir, titulares de un cargo: intendentes, secretarios, escribanos, mensajeros y hasta verdugos. El salario de todas estas personas dependía del aerarium’, alimentado a tal efecto por un impuesto- especial del 4. Infra, p. 267 ss. 5. Infra, p. 269-270. 51
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cuatro por ciento con el que el Senado gravaba la venta de escla vos. Dadas las muchas y diversas misiones encomendadas a los vigiles, esa estructura administrativa no era superflua; en efecto, había que mantener en buen estado un material considerable, garantizar la permanencia absoluta del servicio y ocuparse de todo lo referente a los siete mil hombres con que contó la militía vigilum desde su creación. Prueba de que la seguridad pública empezó a partir de enton ces a tomarse absolutamente en serio es que los guardias no se reclutaban ya entre los esclavos, sino entre los libertos. Debido a su fidelidad, su disciplina -nunca hubo entre ellos el menor amago de rebelión- y sin duda también a la simpatía de que gozaban entre la población, como la policía m unicipal en muchas de nuestras actuales ciudades, su condición social fue poco a poco mejorando: desde el 24 d. C. tuvieron acceso a la ciudadanía romana tras seis años de servicio, plazo que se redujo más tarde a tres años, y a fines del siglo II comenzaron a ser reclutados directamente entre los ciudadanos. Cohortes y centurias Enrolados para un período de dieciséis años, los vigiles de Roma se repartían en siete cohortes de mil hombres distribui dos a su vez en siete centurias. Aparte de los empleados adminis trativos, cada centuria incluía un abanderado, varios trompetas y un victimario encargado de los sacrificios que los bomberos ofre cían a Vulcano y sobre todo a Vesta, llamada en este caso Stata Mater6. Lo esencial del cuerpo estaba constituido por hombres con distintas especialidades. Así, los carcerarii, horrearii y balnearii, con misión directa de velar por el orden público, vigilaban res 6. Diosa de la llama y de la perennidad de los edificios, a la que estaban dedicados varios santuarios en Roma, véase., por ejemplo, Cicerón, Las leyes, 2, 28. 52
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pectivamente las cárceles, los depósitos de víveres y los baños; otros, más numerosos, se ocupaban de la lucha contra el fuego, habiendo recibido un entrenamiento específico ya para apagar los incendios, ya para limitar su extensión. Los vigiles disponían asimismo de un servicio médico perma nente, con ambulancias y cuatro médicos por cohorte; al igual que nuestros bomberos y socorristas, debían ser capaces de pres tar ayuda a las víctimas de todo tipo de accidentes y agresiones, así como a los heridos de resultas de un incendio. Especial mención merece aquí también el sebaciarius, cuyo nombre, que evoca la pez, se relaciona probablemente con las antorchas y la iluminación. Su servicio, que sólo duraba un mes? al cabo del cual cedía el puesto a uno de sus colegas, consistía quizá en iluminar a los guardias durante sus rondas nocturnas o en vigilar la iluminación de las calles, instituida de 210 a 215 por Caracalla cuando decidió abrir las termas durante la'noche7; efectivamente, la palabra figura con toda claridad en una ins cripción que data del año 2 1 5 , época a la que se remonta tam bién un soporte de antorcha, de bronce, encontrado en el Trastevere8. Stationes y excubitoria («cuarteles» y «puestos de guardia») Así organizados, los bomberos de Roma se repartían en la ciudad a razón de una cohorte por cada dos regiones1. El punto central, donde se hallaban la administración y el grueso del material, era un cuartel al que correspondían dos puestos de guardia, uno por distrito o regio; para dos regiones, pues, los bomberos-policías disponían de tres puntos fijos. 7. Infra, p. 126-127. 8. Infra, p. 55. 9. Desde Augusto, Roma estuvo dividida en 14 «regiones» semejantes a los barrios o distritos administrativos de nuestras capitales. 53
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En Ostia Uno de aquellos cuarteles, llamados stationes, ha sido encon trado en Ostia, ciudad donde la presencia de insulae, depósitos, almacenes y una heterogénea población de marinos hizo rápida mente necesaria la instalación de un puesto permanente de vigi les, Esto se llevó a cabo por orden de Claudio, y el cuartel, sin duda edificado bajo Domiciano, fue reconstruido en tiempos de Adriano, restaurado luego por Septimio Severo y Caracalla y finalmente abandonado durante el siglo III. A este cuartel, paralelo al antiguo curso del Tiber, se entraba por un vestíbulo, a uno de cuyos lados, por fuera, pueden hoy verse los vestigios de una taberna, con su hermoso suelo de mosaico, y al otro, en el interior, los de una letrina adornada con un pequeño larario. En el centro del edificio hay un anchuroso patio bordeado de pilastras, con dos grandes fuentes a la entrada. Al fondo, nos llama enseguida la atención una especie de altar dedicado a los emperadores, con un mosaico que representa el sacrificio de un toro. Vemos también un podio para las estatuas de los príncipes a quienes se debía la construcción y restauración del cuartel. Este altar, signo evidente de respeto, lo era igualmente de fideli dad y entrega sincera a una causa nacional. Acá y allá, se observan todavía restos de frescos en el piso que ocupaban las oficinas de la administración y las habitaciones de los guardias; todos estos locales daban al patio. Vivían allí sete cientos hombres, que de hecho pertenecían a las centurias de Roma; destinados a Ostia sólo por cuatro meses, regresaban a sus cohortes de origen en abril, agosto y diciembre. Estos mis mos hombres mantenían un puesto de guardia junto al puerto, donde se encontraban los más importantes depósitos de mercan cías. Ese vasto patio nos hace pensar en toques de diana, forma ciones apresuradas, actos solemnes en honor a dioses y prínci pes, etc. No obstante, a pesar de las fuentes -hoy sin agua-, de las tiendas y de las letrinas, es difícil imaginar la actividad de los vigiles y apenas se percibe su presencia. Dominada por el altar de 54
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los emperadores, la statio de Ostia sólo parece hecha para dar una imagen oficial y colectiva. En Roma Para sentirse más cerca de aquellos hombres y de su queha cer diario, tal vez sea mejor visitar el puesto de guardia (excubi torium) de la séptima cohorte, instalado en una casa particular que la administración compró o alquiló y que aún puede verse en el Trastevere, en el número 7 de la calle a la que ha dado su nombre. Sólo queda del mismo un pequeño patio central con un estanque en el centro y un mosaico en blanco y negro10; a este patio dan, además de un larario donde moraba el genio protec tor de la cohorte, varias puertas de acceso a corredores que con ducen a los almacenes, los baños, muy modestos, y las habita ciones, en las que pueden todavía contemplarse algunos frescos. El conjunto, por desgracia muy deteriorado desde su descu brimiento en 1866, permite con todo imaginarse bien el ambiente de estos puestos donde los hombres charlaban, reían y jugaban matando así el tiempo hasta que les tocara ir de ronda. El visitante evoca sin dificultad el bullicio de salidas, regresos, alertas, relevos, toda una vida a la vez arriesgada y monótona, que cobra todavía mayor relieve gracias a un centenar de inscrip ciones grabadas en los muros entre 2 1 0 y 2 1 5 d . C.; aunque los muros mismos no están ya en pie, el texto y forma de las pinta das ha llegado hasta nosotros tras una minuciosa labor realizada por los arqueólogos en el momento de las excavaciones. Nos enteramos así del nombre de la cohorte y el de los emperadores, pero sobre todo dichas pintadas nos acercan a los hombres que allí vivían e inscribían en las paredes de sus habitaciones que habían vuelto sanos y salvos, que todo les había ido bien, que el sebaciarius había hecho su ronda sin novedad o, más sencilla 10. Infra, p. 60. 55
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mente, que estaban cansados y pedían el relevo: «Lassus sum suc cessorem date»11. El trabajo de los bomberos Vigilancia: las rondas Los vigiles no se limitaban a intervenir cuando se había ya declarado un incendio, sino que, a partir de los puntos fijos que constituían los cuarteles y puestos de guardia, efectuaban rondas continuas tanto de día como de noche. Durante aquellas rondas de vigilancia, en las que tomaba parte el prefecto en persona, los bomberos sólo llevaban consigo lo indispensable para atender a lo más urgente. Teóricamente, en efecto, debían encontrar el agua en el lugar mismo del siniestro y lo único que necesitaban llevar consigo eran hachas y cubos, para actuar inmediatamente en espera de que los cuarteles, alertados por las trompas de los bucinatores, les enviaran refuerzos. Todo tumulto y toda alerta podían provocar su intervención, y así es cómo vinieron de repente a perturbar el banquete de Trimalción, ya bastante ridí culo sin necesidad de este nuevo incidente: «Los músicos ento naron una marcha fúnebre y para distinguirse, el siervo del encargado de las pompas fúnebres... sopló con tal fuerza que despertó a todo el vecindario. Entonces los guardias que vigila ban el barrio, convencidos de que ardía la casa de Trimalción, echaron súbitamente abajo la puerta y, con sus cubos y hachas, armaron gran alboroto en virtud de sus funciones»12. Si el fuego, a pesar de todo, seguía propagándose, llegaban refuerzos del cuartel o de los excubitoria más próximos. En caso de un incendio de gran envergadura, podía desplazarse el perso nal de varios cuarteles, y los custodes castellorum13 hacían llegar 11. «Estoy cansado, dadme un sustituto». 12. Petronio, Satiricon, 78, 5-7. 13. Responsables y guardianes de las arcas de agua. 56
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allí toda el agua disponible. Por su parte, los bomberos combatí an el fuego tratando a un tiempo de apagarlo y limitar su exten sión. Extinción del fuego: sofocándolo Para apagar el fuego, los vigiles disponían en primer lugar de centones, toscas mantas o piezas de tela cosidas unas con otras, que echaban sobre las llam as in ten tan d o así sofocarlas. Previamente las habían impregnado de vinagre, traído en odres especiales, lo cual era más eficaz que utilizar agua, pues el vina gre embebía mejor los centones y tardaba mucho más en evapo rarse. Estas técnicas, conocidas ya de antiguo, se inspiraban en los métodos de protección de las máquinas de asedio que los militares resguardaban de los dardos incendiarios recubriéndolas con pieles empapadas en vinagre. Para efectuar la operación descrita manteniéndose ellos mis mos a prudente distancia, los centonarii se valían de pértigas en cuyo extremo podían también colocarse esponjas igualmente impregnadas; con esas varas se golpeaban las llamas y se apreta ban las esponjas contra muros y paredes para mantenerlas húme das y hacerlas menos sensibles al fuego. Tales métodos, sin embargo, sólo daban resultados muy rela tivos. Por eso, además de emplearse vinagre y hasta arena, el agua seguía utilizándose con prioridad. De esto se ocupaban los aquarii y los siphonarii. Formando cadena En tiempo normal, y antes de que un incendio se declarara, los aquarii debían tener perfecto conocimiento de las reservas de agua del barrio en el que ejercían sus funciones; por ello trabaja ban en contacto permanente con sus colegas encargados de los acueductos y especialmente con los de las stationes aquarum14. Otra de sus misiones consistía en velar por que los particulares 57
El agua útil. Higiene y seguridad
tuvieran siempre a su alcance, en casa, una reserva de agua, lo que era obligatorio para cada habitante de Roma, so pena de graves sanciones. En caso de incendio importante, uno de los actos más senci llos era formar cadena y arrojar cubos de agua sobre las llamas. Podría muy bien pensarse que en estas cadenas participaban también todos los inquilinos, vecinos y habitantes del barrio, inevitablemente amenazados por la extensión del fuego. Mas no sucedía siempre así; en Nicomedia, la muchedumbre permanece pasiva15; en Roma, el emperador Claudio distribuye monedas para estimular el ardor de los presentes y suscitar voluntarios: «Durante un incendio que se declaró con violencia en el barrio Emiliano, [Claudio] pasó dos noches en el diribitorium16 y, como los soldados y la multitud de sus esclavos no bastaban para la tarea de sofocarlo, pidió ayuda a la plebe de todos los barrios por medio de los magistrados y luego, colocando ante sí unos cestos llenos de dinero, animó a la gente a cooperar, recompen sando a cada cual según sus méritos»17. En tales ocasiones, el trabajo de los aquarii consistía en man tener el caudal necesario de agua, suministrarla en cantidad sufi ciente a los socorristas, proporcionarles eventualmente material, organizar las cadenas y dirigir estas últimas hacia los puntos más sensibles para aumentar su eficacia. Con bombas Junto con esas cadenas, donde los hombres se pasaban de mano en mano cubos que iban vaciándose antes de llegar a su destino y cuyo contenido no podía nunca lanzarse muy lejos, se utilizaban también bombas de agua, de las que eran responsables los siphonarii. 14. Puntos de agua repartidos por la ciudad. Véase, infra, p. 254. 15. Infra, p. 63. 16. Vasto edificio construido por Agripa y Augusto en el Campo de Marte; en él que tenía lugar el escrutinio de votos durante las elecciones. 17. Suetonio, Vida del divino Claudio, 18, 2-3. 58
El agua útil. Higiene y seguridad
Inventado probablemente por Ctesibio en el siglo III a. C., descrito por Vitruvio y Herón18, el aparato en cuestión es pre sentado como una bomba contra incendios por el propio Herón y por Plinio el Joven19; Hesiquio la menciona en el siglo IV, e Isidoro de Sevilla da de la misma, en el siglo VII, una definición que nos ayuda a conocer también su potencia: «Llámase “sifón”a un instrumento por el que se sopla para lanzar agua. Los orientales lo utilizan: en cuanto se enteran de que arde una casa, corren allá con sus sifones llenos de agua y apagan el incendio. Proyectando el agua hacia las partes superiores de un local, limpian también los techos»20. Los griegos designaban aquella bomba por el nombre de antlia, pero el término más corriente era sipho. Vitruvio, por su parte, la denom ina machina ctesibia, es decir, m áquina de Ctesibio. Tal como él la describe, constaba de «dos cilindros gemelos provistos de tubos que, formando una horquilla, se les adaptaban automáticamente e iban a converger en un receptácu lo intermedio; dentro de cada cilindro había unos pistones bien pulidos y aceitados»21, que se accionaban por medio de una larga palanca. Al descender en un cilindro, estos pistones empujaban el agua hacia el recipiente interior, desde el que brotaba con fuerza por la parte de arriba. Dado que todos ellos subían y baja ban alternativamente en ambos cilindros y que un pistón se lle naba mientras el otro se vaciaba, el chorro expulsado, que podía tener un alcance de hasta veinte metros, salía sin interrupción. Si bien no eran exactamente iguales, aquellas bombas de agua se parecían mucho en sus detalles. Las más bellas, descubiertas en Bolsena, se hallan expuestas en el Museo Británico; otra, reconstituida en parte, figura en el Antiquarium municipal de Roma; otra, procedente de Belginum, se encuentra en Tréveris; otras, por último, pueden verse en Madrid y en el Vaticano. A excepción de la de Silchester, construida en metal y madera, 18. Vitruvio, 10, 7; Herón, Neumáticas, 1, 20-28. 19. Plinio el Joven, Cartas, 10, 33, 1-2. 20. Isidoro de Sevilla, Orígenes, 20, 6, 9. 21. Vitruvio, 10, 7, 1 y 3. 59
El agua útil. Higiene y seguridad
todas ellas, como dice Vitruvio, estaban enteramente hechas de bronce. Por lo demás, durante mucho tiempo han seguido utili zándose instrumentos muy semejantes en cuanto a su principio. Así, en la noche del 5 al 6 de junio de 1944, cuando los paracai distas norteamericanos tuvieron la mala fortuna de caer directa mente sobre Sainte-Mère-l’Église, vieron que el pueblo era presa de un violento incendio y todos sus habitantes estaban fuera for mando cadena, ocupados en llenar una bomba bastante similar a las antaño empleadas por los vigiles de Roma. De hecho, aquellos siphones sólo podían funcionar sumergi dos en un pilón que había de mantenerse constantemente lleno; ello no suprimía las cadenas de voluntarios, pero permitía lanzar el agua más lejos, a más altura y de manera más regular. La rela tiva complejidad de la maniobra y sobre todo el esfuerzo que ésta exigía hacían sin duda necesaria la presencia de cinco o seis siphonarii, mientras los aquarii se encargaban de alimentar ince santemente el aparato. ¿Y los tubos? El trabajo de aquellos hombres habría resultado mucho más fácil si hubieran tenido a su disposición, como en nuestros días, tubos flexibles, sólidos y acoplables entre sí. Mas no era tal el caso. No parece nada probable el uso de tubos de cuero, como se ha pretendido, y el único pasaje de Vitruvio donde se mencio nan ha sido a todas luces mal interpretado22. En cuanto a los tubos de madera de que habla Plinio23, los bomberos habrían podido eventualmente utilizarlos enchufándolos en las bocas horizontales de las fuentes. No obstante, debía ser muy difícil transportarlos, en vista de su longitud y peso; rígidos también y faltos de flexibilidad, no podían menos de exigir o interminables series de acoplamientos o un suministro de agua situado en el 22. Id., 8, 6, 8. 23. Plinio, 16, 81. 60
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eje exacto del fuego; en suma, todas las maniobras necesarias para instalarlos tenían que ser tan prolongadas y arduas que se nos antojan incompatibles con la urgencia que requieren siem pre tales intervenciones. En todos los casos, pues, había que llevar el agua hasta los focos del incendio, por lo que los cubos seguían constituyendo el material más importante de que disponían los bomberos para apagar el fuego. Por ello a estos últimos se les daba a menudo irónicamente el nombre de sparteoli, ya que los cubos o hamae de que se servían solían fabricarse de esparto recubierto con pez, para que fueran más ligeros: «Al ver el humo del banquete de Serapis, se dio la alarma a los sparteoli»24. Por las razones que acabamos de mencionar, el uso de la máquina de Ctesibio debía de ser también bastante limitado: era preciso transportarla, instalarla y ponerla en marcha; aun cuan do esta tarea pudiera ejecutarse con mayor rapidez que la de los tubos de madera, llevaba con todo más tiem po que el que empleaba el fuego para propagarse por los pisos y de un edificio a otro. Estos siphones fueron probablemente menos eficaces para combatir incendios que para achicar el agua de calas y fondos de cisterna u ofrecer el espectáculo de imponentes surtidores. El mosaico que decoraba el patio del excubitorium de la sépti ma cohorte representaba dos tritones, cada uno de los cuales sos tenía en la mano derecha un tridente y en la izquierda una antorcha; estas antorchas, una apagada y otra encendida, simbo lizaban el fuego. El tritón con la antorcha apagada personificaba también el mar, es decir, el agua que apaga el fuego. Pese a su abundancia en las villas romanas, el agua no desem peñaba sino un papel accesorio en la lucha contra los incendios, a veces tan violentos que no era posible acercarse lo bastante como para instalar a pocos metros de las llamas una bomba con su pesado pilón. Este artefacto sólo era eficaz al principio, cuan do aún no se había propagado el fuego; pero, si las llamas habí an tomado ya demasiado incremento, servía menos para apagar 24. Tertuliano, Apologética, 39, 15. 61
El agua útil. Higiene y seguridad
las que para contenerlas. Los vigiles tenían entonces que recurrir a otros medios para impedir la extensión del incendio: falcarii, uncarii y ballistarii destruían edificios enteros en un ambiente apocalíptico que hoy sólo puede comprenderse tratando de revi virlo. Contención delfuego Con los siphonarii y aquarii llegan al lugar del desastre los demás cuerpos de vigiles, que observan el progreso del fuego mientras se lanza sobre él toda el agua disponible. Los habitantes del edificio y los vecinos han luchado sin éxito contra las llamas, nacidas de una antorcha mal apagada o de un brasero volcado. Nada ha podido con ellas: ni cubos de agua, ni arena, ni vinagre, ni esponjas en la punta de pértigas, ni cento nes empapados. Vuelan ya pavesas que caen sobre las casas veci nas, donde algunos aquarii ayudan a los inquilinos a dominar los primeros focos secundarios. De pronto, comienzan a arder las escaleras exteriores y el fuego se propaga por toda la fachada. Los emitularii extienden por el suelo gruesos colchones para que desde lo alto de los pisos salten las personas que aún quedan pre sas en el interior. Pero, surgiendo de las ventanas, las llamas se apoderan instantáneamente de los balcones, tan próximos unos a otros en esas densas barriadas que toda la callejuela va ahora a arder por sus dos extremos a la vez. Sopla ya un viento de fuego. Para evitar la propagación del incendio, el prefecto y su estado mayor deciden echar abajo las casas y construcciones circundantes. Las cadenas se interrumpen, los aquarii retroceden para ocu par nuevas posiciones, los emitularii trasladan a las ambulancias y confían a los médicos a las personas que no se han atrevido a saltar desde los pisos. En las viviendas todavía intactas, pero ya amenazadas, los residentes recogen apresuradamente sus bienes más preciados y se precipitan hacia el exterior por las angostas escaleras rodeadas de chispas. En medio de un calor insoporta ble, del crepitar y rugir de las llamas cada vez más cercanas, de 62
El agua útil. Higiene y seguridad
los gritos, el pánico y una sofocante humareda, varios centenares de vigiles han comenzado ya a derribar todas las casas vecinas. Los falcarii rompen los balcones, arrasan las paredes interio res y socavan las vigas maestras. A continuación los uncarii, tre pando por escalerillas de mano, plantan en lo alto del edificio unos ganchos provistos de cables y tiran luego de éstos, con lo que la fachada se viene estrepitosamente abajo arrastrando en su caída suelos y techumbres. Para acelerar la operación, los ballis tarii acercan sus piezas de artillería; servidas por diez hombres, como en el combate, las ballestas lanzan sus proyectiles sobre las casas, que se derrumban por lienzos enteros. Una lluvia de car bonilla y ascuas se abate sobre los escombros de piedra y made ra, dando origen a nuevos focos que los aquarii tratan inmedia tamente de apagar, mientras otros vigiles bloquean las salidas para detener a desesperados y saqueadores. En todos los barrios, cuarteles y puestos de guardia, los res ponsables de las aguas permanecen alerta. Baños y termas son evacuados para facilitar la entrada de los aquarii; en cualquier momento pueden también utilizarse las piscinas y estanques de los particulares ricos. Si esta destrucción no lo detiene, el fuego puede acabar con casi toda la ciudad, como sucedió en los años 54, 64 y 80, pensamiento que aterroriza incluso a quienes, lejos del foco principal de las llamas, sienten ya su olor y empiezan a recibir las primeras cenizas, finas y grises. «Por fin, el sexto día -dice Tácito- lograron detener el incen dio en la parte baja de las Esquilias, derribando los edificios de una vasta zona para oponer a su continua violencia un llano des pejado y, por así decirlo, un cielo raso»25. Un instrumento simbólico Ya se tratara de apagar el fuego o de protegerse contra él, lo cierto es que todas las ciudades del Imperio no estaban tan bien 25. Tácito, Anales, 15, 40, 1 . 63
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equipadas como Roma y que tampoco en ellas podía siempre contarse con la solidaridad de la población. Así Plinio, dirigién dose a Trajano, escribe: «Mientras visitaba otra parte de la pro vincia, un gigantesco incendio destruyó en Nicomedia muchas casas privadas y dos edificios públicos... Su propagación se debió primero a la violencia del viento y luego a la inercia de los habi tantes del lugar, quienes, a decir verdad, permanecieron como espectadores inactivos y pasivos de tan gran catástrofe. Por si esto fuera poco, no disponían allí de ningún sifón público ni de ningún cubo, en suma, de ningún material para combatir los incendios»26. En tales casos extremos, la labor esencial de los bomberos consistía de hecho en limitar la extensión del fuego, más que en apagarlo. La magnitud del peligro y la necesidad de actuar con toda rapidez explican que hubiera tantos vigiles y que en sus cohortes los hombres encargados del manejo de los diversos úti les fueran siempre más numerosos que los que se ocupaban del agua. Al azar de las excavaciones, se han encontrado algunos de los instrumentos que servían para destruir las casas vecinas, en caso de incendio, y garantizar así la supervivencia de la ciudad. Aunque herrumbrosos y sin sus partes de madera, conservan bien su forma, y es sorprendente ver cómo ésta se ha ido mante niendo de siglo en siglo a través de generaciones de artesanos que seguían copiando el antiguo y fiable modelo. Hachas, marti llos, guadañas, podaderas, ganchos y sierras continúan asemeján dose a las herramientas que, desde hace sólo algunos años, expo nemos en nuestros museos etnológicos. Entre ellas, más aún que la bomba de agua o el cubo, la dolabra, pico por un lado y hacha por el otro, ha quedado como emblema y símbolo de nuestros modernos bomberos, a quienes bien podemos llamar «soldados del fuego».
26. Plinio el Joven, 64
Cartas,
10, 33, 1-2.
El agua útil. Higiene y seguridad Higiene urbana: las letrinas
El agua que corría por el suelo a raíz de un gran incendio iba a desembocar en las cloacas de la ciudad y contribuir a su higie ne después de defenderla contra el fuego. Para garantizar un mayor bienestar público y la limpieza -aunque relativa- de las calles, las autoridades estimulaban la buena voluntad del pueblo instalando vertederos de basura accesibles y letrinas lo bastante numerosas y agradables como para incitar a la gente a frecuen tarlas. Letrinas domésticas En las domus bien equipadas existían letrinas cuya forma nos recuerda la de los retretes que nosotros mismos hemos conocido hace tan sólo unos veinte o treinta años. Consistían casi siempre en una plancha o placa agujereada que descansaba sobre dos soportes de mampuesto; a veces también se limitaban a un sim ple agujero más o menos grande instalado en algún cuchitril, al pie de una escalera o en las dependencias, sin puerta las más de las veces. Si el recinto era demasiado oscuro, se colgaba en la pared una lamparilla de aceite que lo envolvía en un resplandor vago y humoso. Cuando la casa no disponía de agua, se abría un hoyo con un escape o trampilla para el vaciado; en caso contrario, la evacua ción se hacía junto con la de las cocinas y baños, al lado de los cuales solía colocarse la letrina, como en la mayoría de los apar tamentos modernos. En Boscoreale, por ejemplo, las letrinas se encontraban cerca del tepidarium17; en la fullonica Stephani, la casa de los Misterios y la Gema (en Herculano), estaban junto a las cocinas. Por otra parte, el hallazgo, en Pompeya, de grandes tuberías de terracota colocadas en el exterior de las paredes indi ca que la evacuación también podía hacerse, como es natural, desde los pisos. 27. Infra, p. Il4ss. 65
El agua útil. Higiene y seguridad
Letrinas públicas Al carecer de esas instalaciones, las insulae no podían eviden temente disponer de letrinas, por lo que sus habitantes debían recurrir ya a los orinales, llamados lasana o matellae, que daban pie a innumerables chistes y sátiras, ya a las letrinas públicas, designadas generalmente por el nombre de foricae. Públicas, o sea accesibles a cuantos deseaban utilizarlas, estas letrinas eran también colectivas: uno no podía instalarse en ellas a solas, encerrándose en un local individual al abrigo de miradas ajenas, como lo hacemos hoy en día. Casi siempre semejantes a las que subsisten, por ejemplo, en Ostia, junto a las termas del Foro, la mayoría se presentan como salas bastante espaciosas, a lo largo de cuyas paredes corre una banqueta de mármol con una serie de agujeros ovoides prolongados hacia adelante por una abertura más estrecha en forma de gota. En general podían sentarse allí al mismo tiempo de veinte a veinticinco personas, y la única precaución conforme a nuestros usos actuales es que se entraba, como en Timgad, por un vestíbulo o que una gran puerta impedía ver las letrinas desde la calle. Aquella promiscuidad, que hoy nos sorprende, no era el monopolio de las letrinas públicas. En Pompeya como en Ostia, raros son los retretes de un solo asiento; en el Palatino, la letrina imperial era de tres plazas, y la espléndida mansión de la plaza Armerina poseía tres salas del mismo tipo, la más pequeña para los niños, otra para los hombres y la tercera para las mujeres, como se deduce por los restos de un receptáculo que podría haber sido una especie de bidé. Para compensar la incomodidad de las casas populares y per mitir a la gente humilde, aun en tales sitios, saborear un poco la riqueza de las residencias privadas, las letrinas instaladas en la vía pública eran siempre lujosas. Los orificios practicados en el már mol de la banqueta estaban lo bastante distanciados unos de otros como para que el usuario pudiera depositar junto a sí sus objetos personales sin molestar al vecino. Un sistema de hipo caustos28, que todavía pueden verse en Roma cerca del Foro, 28. Infra, p. 104.
66
El agua útil. Higiene y seguridad
calentaba las salas en invierno; el suelo solía estar recubierto con losas de mármol o decorado con mosaicos; en las paredes había a veces nichos con estatuas que evocaban los azares, placeres o necesidades de la vida cotidiana: la Fortuna ( Tykhe) en Ostia, Baco en Sabratha, Esculapio en Lepcis Magna. Sobre todo, el agua fluía sin cesar por sendos canales situados respectivamente debajo y delante de los asientos; una fuente, levantada en medio de la sala como en Timgad o adosada a una pared como en Ostia, alimentaba abundantemente el conjunto, sirviendo tam bién para las indispensables abluciones, y acompañaba con el murmullo de sus aguas la charla de los usuarios. Muchos eran sin duda los hombres y mujeres que, en busca de equilibrio, acudían allí cada día a horas fijas para encontrarse en agradabye tertulia con otros «clientes» asiduos. Se hablaba de la comida y de la salud, se comentaba la ausencia de fulano o mengano, se intercambiaban recetas de cocina o remedios; como en las fuentes, los extranjeros o visitantes casuales eran objeto de especial atención. Algunos se daban allí cita, otros iban simple mente a pasar el rato o se quedaban rezagados adrede para ente rarse de los últimos chismes, tener algún encuentro interesante o incluso tentar la suerte y conseguir una invitación para cenar: «Vacerra pasa horas enteras en las letrinas y se le ve allí sentado todo el día: Vacerra tiene ganas de cenar, no de cagar»29. Antes de entrar, se le exigía al cliente un pequeño óbolo, cos tumbre que aún conocemos en nuestro país y a menudo nos escandaliza. Con este dinero se retribuían los servicios de los foricarum conductorei30, especie de arrendatarios fiscales a quienes se confiaba la vigilancia y salubridad de las letrinas. Sin duda con la misma firmeza de que hacen hoy gala esas señoras que todavía vemos en algunos de nuestros establecimientos públicos, aquellos funcionarios mantenían los locales en buen estado y especialmente la esponja que permitía salir limpio y se utilizaba con elegancia pasando el brazo y la mano por la ranura vertical abierta en la parte alta de las banquetas. 29. Marcial, Epigramas, 11, 77. 30. Juvenal, Sátiras, 3, 38. 67
El agua útil. Higiene 7 seguridad
Un ambiente tan convivial no incitaba, claro está, a expresar se con pintadas en las paredes. El escrito es siempre solitario, conviniendo más a la intimidad de una letrina privada como la de la casa de la Gema, en Herculano. Respetuosa de jerarquías y detalles, conmemorativa y solemne, la inscripción aquí encon trada está toda ella, como las más hermosas dedicatorias, imbui da del espíritu romano: «Apollinaris, medicus Titi imperatoris, hic cacavit bene»31. Las letrinas públicas existían en todas las ciudades, en núme ro proporcional al de habitantes. Roma contaba con 144 en el siglo IV, ofreciendo cuatro mil plazas a quienes no tenían la dicha de vivir en palacios o domus, pero poseían algunos ases. Sólo se han descubierto dos: una, muy visible detrás de los tem plos del Largo Argentina, aparece dispuesta longitudinalmente y está dotada de un canal muy profundo; la otra, entre el Forum Romanum y el Forum Caesaris, poseía un sistema de calefacción y a ella indudablemente acudían altos personajes, debido a la proximidad del lugar donde se desarrollaban sus actividades políticas o comerciales. Al levantarse el muro de Aureliano, a fines del siglo III, se contruyeron en la parte interior una serie de pequeñas letrinas que en adelante llevarían el nombre de necessaria·, sumándose a las que ya existían y constituyendo como un cinturón en torno de la ciudad, llegaron a ser 116, de las que sólo una subsiste actualmente en una cortina de muelle situada cerca de la Porta Salaria. Concebidas, como quien dice, a imagen de una ciudad que venía a menos y había ya perdido su antiguo esplendor, estas letrinas eran austeras y más funcionales que lujosas; como en las otras, sin embargo, el agua corría allí perm anentem ente y desempeñaba su papel purifícador arrastrando los excrementos humanos hacia las cloacas y el Tiber.
31. «Aquí cagó bien Apollinaris, médico del emperador Tito».
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Roma, ciudad sucia Pese a disponer de un vasto sistema de cloacas y fuentes32, Roma no era exactamente la ciudad salubre y limpia que uno podría figurarse sin más. En efecto, los canales de la Cloaca maxima no llegaban a todas las calles y, cuando pasaban a lo largo de grandes bloques de casas, sólo estaban conectados con la planta baja. Para desha cerse del agua sucia, había que bajar de los pisos y arrojarla en el sumidero más próximo o en la cuneta. El contenido de los ori nales (lasana) se depositaba en tinajas o cubas (dolid)^ que las empresas especializadas instalaban bajo las escaleras, en la parte inferior de los edificios, para recogerlo luego y venderlo como abono. Recipientes similares, únicamente destinados a recoger orina, se colocaban delante de las fullonicae que la utilizaban para su amoníaco34; a partir de Vespasiano, los bataneros hubie ron de pagar por estos orines un impuesto especial cuyo produc to, al decir del príncipe, no tenía mal olor35. Si es cierto que uno estaba obligado a ir a buscar el agua a los lacui36, no lo es menos que el uso de los do lia, de las letrinas públicas y de los sumideros suponía un civismo, un sentido de-la disciplina y un rigor que no eran precisamente característicos de la mayoría de la población. Ollas y orinales se vaciaban con fre cuencia por las ventanas, y el que se aventuraba por aquellas estrechas calles corría siempre el peligro de recibir en la cabeza, si no el recipiente mismo, al menos su hediondo contenido. No faltaban leyes, reiteradas una y otra vez, que prohibieran tales prácticas, pero éstas seguían siendo moneda corriente; de noche sobre todo, esos lanzamientos aéreos y anónimos eran, como dice Juvenal, tan peligrosos como frecuentes. «Te expones al reproche de negligencia y de no prever los accidentes súbitos, si 32. Supra, p. 23, e infra, p. 230ss. 33. Supra, p. 31. 34. Supra, p. 45. 35. Suetonio, Vida del divino Vespasiano, 23, 5. 36. Supra, p. 24. 69
El agua útil. Higiene y seguridad
te vas a cenar sin haber hecho testamento; pues, a decir verdad, el viandante tiene tantas probabilidades de morir cuantas son las ventanas abiertas donde la gente no duerme. No abriguéis más que un deseo, y ojalá éste se os cumpla: ¡que se contenten con lanzaros sólo el contenido de sus grandes vasijas!»37 Al no poder suprimir las causas, las autoridades trataron ulte riormente de limitar al menos las consecuencias, promulgando leyes que obligaban a pagar daños y perjuicios a las víctimas de tales abusos. Empero los textos, minuciosos y precisos, que regu laban las condiciones en que uno podía reclamar esa indemniza ción, no reconocían el concepto de perjuicio estético; es lógico que, en una sociedad donde se practicaba la compra y venta de esclavos, el legislador estimara que «el cuerpo de un hombre libre no tiene precio»38. Con sus angostos pasadizos y sus construcciones de madera, las tortuosas calles de los barrios populares de Roma carecían ciertamente de ese lustre y esa limpieza casi fría que uno podría imaginarse al contemplar el plano de la urbe expuesto en el Museo de la Civilización Romana o ciertas reconstrucciones tan pintorescas como ficticias. En aquellas calles, siempre peligrosas, reinaba la suciedad no menos que en las de los barrios bajos de nuestras actuales ciudades mediterráneas. A despecho de los edictos de César, no llegaron a pavimentarse todas y el servicio de barrenderos, del que eran responsables los ediles, nunca fun cionó correctamente. Ni siquiera Vespasiano, que mostraría más tarde grandes cualidades de administrador pero cuya carrera ape nas comenzaba entonces, pudo mejorar la situación: «Siendo edil Vespasiano, C. César [Caligula], furioso de que aquél hubie se descuidado el barrido de las calles, mandó a sus soldados que lo cubrieran de barro, esparciendo un buen montón en el plie gue de su pretexta»39. Las inmundicias se acumulaban así por todas partes y el agua sucia se evacuaba mal; en verano las calles 37. Juvenal, Sátiras, 3, 272-277. 38. Sobre estas cuestiones, véase, por ejemplo, J. Carcopino, La vie quotidienne à Rome à l'apogée de l ’E mpire, Paris 1939, p. 61. 39. Suetonio, op. cit., 5, 4. 70
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despedían un fuerte hedor y en invierno se embarraban por completo40. En los cruces, además, se am ontonaban enormes depósitos de basura, llamados trivia -de ahí nos viene la palabra «trivial»-, y aunque desde Catón41 el suelo de aquellos lacus esta ba más o menos pavimentado, su aspecto y olor eran segura mente insoportables. A esos montones eran arrojados, por la noche, los niños recién nacidos de quienes sus padres querían deshacerse42, y entre los prodigios que anunciaron a Vespasiano su futuro acceso al trono imperial, Suetonio menciona que «un día, mientras estaba almorzando, un perro extraño le trajo desde una encrucijada una m ano hum ana, que depositó bajo la mesa»43. En París, todavía en el siglo XVIII y aun a principios del XIX, se lanzaba también por las ventanas el contenido de todos los recipientes. En una sociedad aparentem ente más fina y galante que la nuestra, la única atención que se tenía con los que en aquel momento pasaban por la calle era gritarles antes: «Gare l’eau!» («¡Agua va!»). Tal era el grito tradicional. Y allí quedaban esas inmundicias hasta que una lluvia torrencial viniera a barrerlas y dejara limpias las calles en pendiente. En cuanto a las otras, las más numerosas, el chaparrón no hacía sino acarrearles un suple mento de basura, lo que, por otra parte, no parecía inquietar a nadie. París estaba continuamente infectado. Un ejemplo: «En tiempos de la Restauración se decidió “purgar” la pequeña cloaca de la calle Amelot, obstruida desde hacía cincuenta años; los siete primeros obreros que intentaron bajar quedaron completa mente asfixiados. A raíz de esto, la Academia de Ciencias envió a unos especialistas para que presidieran la operación. La limpieza duró siete meses, durante los cuales se retiraron 6.430 carretadas de materia sólida. El hedor despedido por este saneamiento era tan terrible que los habitantes del barrio emigraron en masa...»44 40. Juvenal, op. cit., 3, 247. 41. Supra, p. 24. 42. Juvenal, op. cit., 602-603. 43. Suetonio, op. cit., 5, 5. 44. G. Lenôtre, La France au temps jadis, Paris 1938. 71
El agua útil. Higiene y seguridad
Roma, ciudad bien drenada Sólo en parte, sin embargo, es aplicable a la Roma imperial esa imagen del París de Luis XVIII. En efecto, por descuidado que fuera el comportamiento de los parisienses, no era la única raíz del mal, pues la ciudad carecía de las conducciones e infraes tructuras suficientes para un buen desagüe. En Roma, en cam bio, la suciedad de los distritos populares no era la mayoría de las veces sino fruto de la negligencia y la incuria. Los millares de metros cúbicos de agua que traían a diario los acueductos y la inmensidad de las alcantarillas donde se producía sin cesar una intensa corriente de arrastre evitaban a la población, sobre todo desde Frontino, los inconvenientes de las emanaciones mefíticas: «Hasta las aguas evacuadas sirven para algo...; la atmósfera es más pura y hemos acabado con aquel aire que en tiempos anti guos dio siempre mala fama a la ciudad»45. En todas partes, pues, el agua pura arrastraba el agua sucia y no siempre los que huían de la urbe lo hacían a causa de sus malos olores: «Deja la abundancia y sus hastíos, y esos edificios cercanos a altos nuba rrones; renuncia a admirar la opulenta Roma con sus humos, sus riquezas y su ruido»46. Pese a sus sórdidas insulae y sus calles sucias, Roma era efecti vamente espléndida, y no contentos con sanearla, los acueduc tos reflejaban tam bién su magnificencia. Desde fines de la República, el agua, sin dejar de ser un elemento indispensable para la vida, fue convirtiéndose además en uno de los factores esenciales del bienestar y en la expresión casi obligada del fasto y la riqueza. Conducida primero ad usum, ad salubritatem et ad securitatem, se utilizaría igualmente ad voluptates41. 45. Frontino, 88, 3. véase también 111: El agua excedente no podía derivarse sin autorización, pues servía para mantener la higiene de la ciudad y purgar las cloacas. 46. Horacio, Odas, 3, 29, 9-12. 47. Según Frontino (1 y 23, 1), «la administración de las aguas (...) interesa tanto como la utilidad, higiene y aun seguridad de la urbe» («cum ad usum tum ad salubrita tem atque etiam securitatem urbis pertinens»)·, debe satisfacer «no sólo los usos y necesi dades del público y de los particulares, sino también sus placeres» («publicis privatisque non solam usibus et attxiliis, verum etiam voluptatibus»). 72
3
El agua de los placeres
En esta agua ad voluptates se reflejó, es cierto, el espíritu de una sociedad muy sensible a las jerarquías, pero deseosa, con todo, de ofrecer a las masas lo que el dinero y el poder procura ban especialmente a unos pocos. Así como hay obras de arte en colecciones particulares y museos, así también había en Roma, y en todas las ciudades que se le parecían, esplendores públicos y lujos privados. Agua ornamental
El agua inútil y refinada, señal de progreso y civilización, contribuía en primer lugar a crear ambientes u ornamentaciones que los príncipes empleaban para dar lustre a palacios y ciudades y los ricos para decorar sus mansiones, rivalizando en fasto y voluptuosidad. Ornamentación de la casa Por ejemplo, al describir por menudo su villa Laurentina, cerca de Ostia, Plinio comenta con cierto pesar: «A esas ventajas 73
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y esos encantos les falta, por desgracia, el agua corriente»1. Y Cicerón da estos consejos a su hermano Quinto: «Tendrás una casa de campo de maravilloso atractivo si le añades una piscina y algunos surtidores, con un seto bien verde alrededor de la pales tra»2. En aquellas nuevas residencias, concebidas todas ellas para el otium1 y una vida regalada, sólo quedaban ya el impluvio y los atrios a la moda de antañó1 como meras reliquias del pasado y también como reservas en caso de urgencia; ante todo se deseaba el agua corriente, y las cantidades juzgadas indispensables eran muy superiores a lo exigido para satisfacer simplemente las nece sidades de cada día. Los acueductos, pues, suministraban no sólo el agua de la cocina y los baños, sino también -y por puro delei te- la de habitaciones, comedores, piscinas y jardines. Así, en la villa que Plinio poseía lejos del mar, en Toscana, había frente a la columnata una piscina alimentada por una cas cada y, detrás, un estanque cuyo desagüe irrigaba un patio y sus plátanos. Por la calle principal del espacioso jardín discurrían arroyos artificiales; además de una gran fuente, se habían instala do allí también otras, más pequeñas, junto a varios asientos de mármol dispuestos para el descanso de los visitantes. En una de las estancias, adornada con pinturas, se oía el murmullo del agua que caía por estrechas tuberías en un pilón. Finalmente, en los balnearia había, además de las habituales bañeras, un pozo, otra piscina y un depósito de agua fresca5.
1. Plinio, Cartas, 2, 17, 25. 2. Cicerón, A su hermano Quinto, 3, 1, 3. 3. La palabra «otium», opuesta a «negotium», designaba un tiempo de asueto que se empleaba agradable y activamente lejos de los asuntos ordinarios y de la política. La «villa» era en sus orígenes una casa de campesinos; más adelante constituiría una finca rural con un importante sector residencial además de las instalaciones agrícolas; una gran mansión particular situada en la ciudad recibía más bien el nombre de «domus». 4. Plinio, Cartas, 5, 6, 15. 5. Infra, p. 95-96. 74
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Comedores de verano En cuanto al comedor de verano, al aire libre, brindaba pla ceres que no hubieran podido imaginarse doscientos años atrás: «Al fondo, una parra da sombra a un triclinio de mármol blan co; la parra descansa sobre cuatro pequeñas columnas de már mol de Caristo. Del triclinio, como si el peso del comensal en él instalado la hiciera brotar, cae agua por unos tubos sobre una losa con orificios, yendo a parar a un receptáculo de mármol pri morosamente trabajado que, gracias a un dispositivo invisible, permanece lleno sin llegar nunca a rebosar. La bandeja de entre meses y las fuentes voluminosas se colocan en el borde, mientras los platos ligeros van flotando de acá para allá en recipientes que representan navecillas y pájaros. Enfrente, una fuente da agua y luego la recoge, pues esta agua, lanzada primero al aire, cae sobre sí misma y desaparece en seguida por un sistema de aberturas que la absorben»6. Aunque no rarísimos, tales refinamientos eran relativamente excepcionales y su minuciosa disposición técnica los asimila más bien a aquellas deliciaé que sólo podían permitirse los más afor tunados. La mayoría de las casas ricas, no obstante, contaba con instalaciones que, no por ser más modestas, dejaban de reflejar el gusto por una vida delicada, sutil y discretamente ostentosa. Así, muchos comedores interiores estaban provistos de fuentecillas8, y el triclinio estival de la casa del Efebo, en Pompeya, se parece mucho, aun sin llegar a tal grado de exquisitez, al que con tanto orgullo describe Plinio. El emparrado de la casa del Efebo repo saba sobre cuatro columnas recubiertas de estuco y los lechos de mesa no eran de mármol, pero el lugar disfrutaba también del frescor de una fuente dispuesta en un nicho que tenía forma de templo. El agua de esta fuente llenaba primero una pequeña 6. Plinio, op. cit., 5, 6, 36-37. 7. Infra, p. 94-95. 8. Por extension, la casa («.domus«) llamada del mosaico de Neptuno y Anfitrite, en Herculano, y las propiedades («praedia») de Julia Felix, en Pompeya. El triclinio («tri clinium») era un lecho de mesa de tres plazas. 75
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alberca y luego, conducida por un estrecho canal, volvía proba blemente a brotar de la concha que sostenía una hermosa estatua de Pomona instalada entre las mesas. M uy cerca se extendía también un viridarium®, cuyo verdor y sombra se armonizaban sin cesar con el murmullo de las aguas. Fuentes Al lado de esas fuentes únicamente destinadas a realzar el pla cer de las comidas entre amigos, otras daban encanto y frescor a peristilos, jardines y patios. En Pompeya, Herculano y todas las zonas residenciales del Imperio, repetían, con infinitas variantes de materiales y colores, las mismas formas y tipos de ornamenta ción. Evocando a la vez el templo, la gruta y el arco de triunfo, se observa un nicho con bóveda de cascarón, casi siempre corona do por un frontón triangular y adornado con pasta de vidrio y mosaicos de colores vivos. Entre arabescos, festones, parras y ánforas, aparecen bellos motivos, a menudo dentro de rombos rodeados de conchas: un dios marino barbudo10, Neptuno y su tridente11, Venus con su concha, peces y patos12, etc. A derecha e izquierda del nicho, las pilastras reproducen a su vez los juegos abstractos de la rocalla, el mármol o las conchas13, a lo que se añaden máscaras14 o Gorgonas15 rematadas por amores alados16, hipocampos17 o cisnes afrontados18. 9. Bosquecillo o jardincillo con árboles. 10. Casa de la Gran fuente. 11. Casa del Oso. 12. Casa de la Pequeña Fuente. 13. Casa de la Pequeña Fuente. 14. Casa de la Gran Fuente. 15. Casa del Oso. 16. Casa del Oso. 17. Casa de la Pequeña Fuente. 18. Casa de la Gran Fuente. 76
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Cuando el espacio es exiguo, como en el jardincillo de la casa del Oso, el juego de sombras, luces y colores da una impresión de profundidad. En caso contrario, un estanque más o menos largo, apoyado en pilastras, prolonga el conjunto en sentido horizontal. El de la casa de la Gran Fuente es todo él de mármol. En el centro, un hilo de agua brotaba del convulso pez retenido toda vía por un amor alado; detrás de éste, en el fondo más oscuro del nicho y entre sombras rojiverdes, se divisa la cabeza de un dios marino; de su erizada barba surgía un chorro de agua que descendía a modo de cascada por los seis peldaños de una escali nata de mármol. A derecha y a izquierda, al pie de las pilastras, el agua salía a borbotones de la sonrisa o rictus de dos grandes máscaras dionisíacas. Violenta, graciosa o pletórica, el agua ani maba así con su movimiento y rumor los mosaicos y motivos pictóricos cuyos colores se perdían en ella sin cesar. De todo aquel frescor no queda hoy más que la piedra. Las líneas onduladas y rotas de los arabescos y festones siguen empe ro descendiendo hacia la glauca cavidad del nicho, donde la rocalla y los fondos verdes producen todavía la ilusión de una pila: la inmóvil vibración de la luz ha venido a reemplazar la agi tación de las aguas. Jardines El agua, fuente de placer, era a un tiempo fuente de vida cuando se utilizaba para el mantenimiento de viridaria, jardines, sotos y hasta pequeños parques donde el arte y la naturaleza apa recían siempre esplendorosamente aunados. Como el impluvio, el huertecillo, que antaño se extendía detrás de un sombrío atrio y que los propietarios hacían regar con parsimonia, no era ya más que un vago recuerdo; los nuevos jardines, aunque heredados de una larga y antigua tradición, se beneficiaban a su vez de la abundancia y exceso propios de la época. El agua no serviría ya sólo para alimentarlos, sino tam bién para organizarlos, embellecerlos y darles exuberancia bajo 77
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los rayos del sol; todo eran estanques, cascadas o fuentes, una profusión del precioso líquido que los jardineros empleaban rivalizando con los arquitectos: «También ahí brota una fuente, para luego perderse. En varios lugares se han colocado asientos de mármol (...); junto a los asientos hay fuentecillas; a través de todo el hipódrom o19 m urm uran arroyuelos conducidos por tuberías y dóciles a la mano que los dirige; sirven para regar, ya una parte del césped, ya otra, ya una tercera y a veces todas al mismo tiempo»20. En el pequeño viridarium de la casa de los Vettii se ven toda vía algunas tuberías de plomo destinadas únicamente al riego indispensable para la vida de las plantas. Pero, en las cuatro esquinas del peristilo que lo rodea, descubrimos también unos pilones redondos, y en los lados largos, sendas albercas rectangu lares en las que caían los finos chorrillos que brotaban artística mente de elegantes estatuas de mármol o bronce. En el centro de las domus, o alrededor de ellas, se acondicio naban así jardines y paseos en los que una naturaleza exuberante y sumisa instilaba un hondo sentimiento de paz y civilización. «Acá o allá un arriate de hierba, en otras partes sólo el boj dibu jando mil figuras (...) Pequeños hitos alternan con árboles fruta les y, en medio del refinamiento de la ciudad, surge súbitamente ante nosotros como un retazo de campo»21. La exuberancia de los macizos, el verdor y frescor de las enra madas, procedían, pues, menos de la tierra misma que de una voluntad de organizar la naturaleza al igual que las casas y ciuda des, y el agua que hacía prosperar árboles y plantas domesticadas venía de un manantial o río que el hombre había sabido llevar hasta allí. Eran «arroyos conducidos por tuberías» («inducti fistu lis rivi») los que alimentaban los jardines de Plinio, y un «río canalizado» («flumen ductile») el que refrescaba los de Marcial22; 19. En el jardín, lugar destinado a pasear. 20. Plinio, op. cit., 40. 21. Id., 35. 22. Marcial, 1 2 ,31,2. 78
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con el agua libre corriendo así por acueductos, los ricos acomo daban sus jardines como los príncipes el mundo. Palacios imperiales Paradójicamente, los refinamientos de los príncipes, y en especial los del Palatino, no fueron nunca descritos con tanta com placencia como los de Plinio, Polio Felix23 o M anilio Vopisco, en cuya residencia cada habitación tenía su fuente par ticular alimentada por el agua de la Marcia24. Es porque allí tales lujos se consideraban normales y no hacía falta hablar de ellos; a los poetas cortesanos, ocupados en cantar las alabanzas de los príncipes mismos y del esplendor de sus construcciones, les inte resaban poco las obras que otros podían también realizar. Palatino Del gran palacio que Domiciano se hizo construir al sudeste del Palatino, Estado25 y Marcial sólo mencionan, pues, la facha da principal: «Esa morada cuyo frontón topa con las estrellas es sin duda tan alta como el cielo, mas no es tan grande como el que la posee»26. Del agua, que se hacía llegar hasta el emperador mediante un acueducto especial, ni siquiera hacen mención. Para imaginarla, no tenemos hoy más que algunas bases e infra estructuras en medio de inmensos espacios casi vacíos. En la domus Flavia, que Domiciano mandó edificar para dar recepciones públicas, se recibía a los huéspedes privilegiados en un vasto salón al aire libre, rodeado de columnas, en cuyo centro había un magnífico estanque de forma octogonal. El comedor, ligeramente elevado sobre el conjunto, conserva todavía los res 23. Estacio, Silvas, 2. 24. Id., 1, 3, 37 y 66-67. 25. Id., 4, 2, 18-25. 26. Marcial, 8, 36, 11-12. 79
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tos de dos hermosos estanques elípticos con sus correspondien tes surtidores. En cuanto a los apartamentos privados del empe rador, a los que se daba el nombre de domus Augustana, estaban provistos de una verdadera isla de vegetación y frescor dispuesta en torno de un estanque con compartimentos semicirculares que ocupaba el centro de un peristilo de varios niveles; el nivel infe rior era un espacio de sombra y flores; desde el nivel más alto se disfrutaba de una espléndida vista del Gran Circo y de una gran explanada de plantas y agua. Comparadas a los delicados artificios descritos por Plinio o Vopisco, esas pomposas obras sólo dan la impresión de algo grandioso y confortable, con carácter oficial y en cierto modo burgués, clásico, pero sin duda un poco frío y en definitiva menos sutilmente rebuscado que aquellas de que se rodeaban personajes de rango inferior y menos sometidos a los deberes y precauciones que impone el poder. Pese a contrastar netamente con la relativa sencillez de la residencia Augustana, el palacio de los Flavios no utilizaba de hecho la abundancia de agua sino para construirse un ambiente más señorial que auténticamente significativo y fastuoso. En el Palatino, pues, el agua desempeñaba un papel apenas distinto del que se le asignaba en las ricas villas de Pompeya, y las connotaciones simbólicas y religiosas que se perciben aquí en las pequeñas grutas u otros lugares dedicados a las ninfas son en el palacio imperial casi menos conspicuas que en las fuentes con frontón, las rocallas y las estatuas portadoras de surtidores27. En realidad, el Palatino era demasiado exiguo; para instalarse a su vez en él, Septimio Severo tuvo que ampliarlo más tarde aprovechando el valle del Gran Circo y elevando esos gigantes cos muros de contención cuya fachada ornamental se conoce por el nombre de Septizodium. Los grandes palacios verdadera m ente imperiales se edificarían en otras partes: ya antes de Domiciano, Nerón había mandado construir su Casa Dorada entre el Opio y el Foro; después de Domiciano, Adriano se esta27. Infra, p. 97-99. 80
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blecería en Tibur. En la vasta superficie de aquellos nuevos pala cios que se asemejaban a los «paraísos» de los reyes de Asia, el agua, omnipresente, era más que un simple decorado, ya que servía también para reflejar el poder universal de quienes dispo nían de tales lugares. El agua de Nerón vinculaba simbólicamen te el mundo a su monarca; la de Adriano alimentaba su imagi nación y sus recuerdos. La Casa Dorada La residencia de Nerón, de trescientos metros de largo y noventa de ancho, daba a un parque de cincuenta hectáreas cuyas plantas y fauna recordaban a un tiempo la diversidad del m undo y el exótico encanto de las pinturas de Grecia y Campania. Este palacio dorado por el sol estaba concebido para servir de morada al nuevo Apolo Citarista y dios «cosmocrátor»; mezclando por doquier realidad y ficción, artificio y naturaleza, daba al agua un papel privilegiado que hacía del exterior como un reflejo del interior. Fuera había un lago, «semejante a un mar»2\ un gigantesco espacio consagrado a las ninfas y un sin número de surtidores; dentro, más surtidores en cada una de las estancias que rodeaban la gran sala octogonal, estanques y otro santuario para las ninfas alimentado incesantemente por una cascada, en el que una gruta de rocalla y piedra pómez evocaba al ingenioso Ulises y al sencillo Polifemo. El agua hacía así de lazo de unión entre el exterior, que se asemejaba a lo que ven los pintores, y el interior, donde se reconstituía el pausado movimiento de los astros y el sol; ele mento natural, conducido y ordenado por la industria de los hombres, realzaba el valor simbólico del conjunto situándolo en una fluida y movediza continuidad.
28. Suetonio,
Vida de Nerón,
31, 2. 81
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La villa de Adriano En su Casa D orada, N erón reinaba desde el corazón de Roma sobre las fuerzas cósmicas cuyo principio unificador esta ba simbolizado por el agua; en Tibur, lejos de la urbe, Adriano se veía a sí mismo, más sencillamente, como señor del universo humano, que había ya recorrido casi por completo en sus nume rosos viajes y del que reproducía los lugares más prestigiosos gra cias a la magia de sus construcciones. En las grandiosas y apacibles ruinas de la villa de Adriano, el visitante va así paseando desde el estanque del Pecile hasta el del Criptopórtico, deteniéndose sucesivamente ante el altar de las ninfas del teatro griego, el de la sala de las columnas dóricas y, junto a las termas, un tercer santuario, tan extenso que durante mucho tiempo se tuvo por un estadio. Se sienta luego cerca de la isla donde el príncipe daba refugio a su soledad encerrándose en la boquera de un canal; contempla por fin el crepúsculo en ese valle artificial donde, según lo han creído muchos, el emperador esteta quiso reproducir la imagen del templo de Serapis que viera en Canopo, con el largo canal por el que se llegaba hasta él. Este extraño edificio, con aires de gruta o santuario de ninfas, da enteramente al exterior como un escenario de teatro, siendo su única cobertura una alta y audaz semicúpula que, en un cro quis de Piranesi, se asemeja a una inmensa concha abierta hacia el cielo. El agua, llevada por un acueducto especial y distribuida gracias a un pequeño castellum, fluía por todas partes: en el fondo del hem iciclo, caía form ando una cortina de nueve metros de alto; alrededor, brotaba en ocho nichos rectangulares; delante, llenaba sin cesar un gran estanque bordeado por una columnata de cipolino. Los surtidores se irisaban con el cente lleo de los mosaicos amarillos y rojos que decoraban las paredes, y detrás del mármol gris, la agitada superficie del estanque refle jaba el verde y azul de las mil piececillas de cerámica que recu brían por entero la bóveda semicircular. El pretendido Serapeum, con todo, no era probablemente otra cosa que un extraordinario comedor de verano. Entre el murmullo de las cascadas y el movedizo resplandor de los colo 82
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res, uno cenaba en él contemplando el largo canal cuyas anima das márgenes y el reflejo entrecortado de las obras de arte recor daban en las noches cálidas los placeres y la vida del Canopo egipcio. Una de aquellas noches, el solitario Adriano encontró allí tal vez la desaparecida imagen de Antínoo, y el triclinio de las aguas, vacío ya de fiestas y comensales, tomó el aspecto de un misterioso santuario donde la efigie del bello adolescente ahoga do debía secretamente unirse a la de Osiris29. Los euripos Ostentación de poder o de riqueza, la abundancia de agua seguía siendo signo de influencia entre los hombres y de domi nio sobre los elementos naturales. Tan conscientes de ello eran los romanos que muy pronto los términos corrientes no les pare cerían ya adecuados para expresar lo que sentían en el fondo de sí mismos. Por eso dieron el nombre de «euripos» a los largos estanques en forma de canales que comenzaron a instalar a partir del siglo I a. C. en las villas y residencias privadas donde se dis ponía de suficiente espacio y de los medios necesarios. La palabra derivaba del griego, como casi siempre en tales casos, mas no por ser típicamente romano este exceso de voca bulario carecía de hondo significado. En efecto, entre Beocia continental y la isla de Eubea, el Euripo constituye un estrecho en el que el mar parece apresarse a sí mismo y cuyas aguas cam bian de dirección hasta diez veces al día. En todo tiempo ese flujo y reflujo llamaron poderosamente la atención: Aristóteles, según cuentan, se ahogó allí, desesperado de no haber entendido por qué la corriente se invertía de aquella manera, y esas mismas aguas inspirarían a Apollinaire uno de sus más bellos versos: «La vie est variable aussi bien que l ’Euripe» («La vida es variable al igual que el Euripo»)30. A través de un obvio simbolismo, la elec29. V .H . Lavagne, Operosa antra, Recherches sur la grotte à Rome de Sylla à Hadrien, Roma 1988, p. 595-616. 30. Alcools, Le Voyageur. 83
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ción del término reflejaba, pues, un orgullo sin matices: en los euripos construidos por Roma, aun en medio de las tierras, las aguas estaban amansadas. Cuando los estanques llegaron a multiplicarse en las casas de campo, se acometió también la tarea de conectarlos entre sí mediante pequeños canales. En Pompeya, por ejemplo, había en el centro del jardín de los Praedia de Julia Félix un hermoso euripo bordeado por nichos rectangulares o semicirculares donde los peces encontraban refugio; tres puentecillos de már mol permitían atravesarlo. En la casa de Octavio Cuartio, antes llamada de Loreyo Tiburtino, el euripo era de concepción más compleja. Tenía dos metros de ancho y constaba de dos ramales dispuestos en forma de T en el eje de una terraza; el más largo, apenas interrumpido por el pilón de una fuente y coronado por una pérgola, cruzaba todo el jardín; el otro, más corto, decorado con doce estatuillas, corría paralelo al pórtico y la terraza de la casa. En la confluencia de ambos canales, el agua viva salía en cascada de una gruta dispuesta sobre la terraza; en la base de la T había un primoroso biclinium’' y un altar para las ninfas del que aún quedan dos frescos, uno de los cuales representa a Narciso y el otro a Píramo y Tisbe. Cuando los habitantes de estas suntuo sas moradas paseaban al atardecer rodeados de tales ornamenta ciones e inmersos en la sabia armonía de sus jardines, podían sin duda, aunque sólo fuera por un instante, sentirse los sucesores consumados de aquella Grecia cuya elegancia admiraban y de la que habían como conquistado uno de los lugares más célebres. El primer euripo público fue construido en el año 58 a. C. por M. Emilio Scauro, que deseaba ofrecer el espectáculo de sus cocodrilos y probar así que Roma dominaba a la vez las aguas más remotas y quienes las habitaban32. Tratábase, sin embargo, de una construcción provisional, un euripus temporarius, cuya forma alargada se había probablemente escogido sólo porque permitía ver mejor los animales que allí se encontraban. 31. Lecho de mesa de dos plazas. 32. Plinio, 8, 96. 84
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El mayor y más hermoso de los euripos fue seguramente el que Agripa, responsable de las aguas de Roma, mandó disponer en sus jardines a la vez que se construían sus termas33. Al oeste de la via Lata, en medio de un vasto conjunto sombreado por plátanos y plantado de bosquecillos donde se habían colocado estatuas de animales, rielaba un gran estanque constantemente alimentado por el agua pura del aqua Virgo; el euripo recibía el líquido sobrante y lo llevaba hasta el Tiber atravesando todo el Campo de Marte. A la muerte de Agripa, sus jardines se abrie ron al público, que en verano acudía a bañarse en la piscina y pasear a orillas del canal por el que corría un agua sumisa. Entre la isla y el continente griego, el Euripo era además como una frontera cuyo paso dificultaban sus corrientes irregu lares. En el año 53 a. C., durante el espectáculo de un combate de elefantes en la pista del Gran Circo, algunos de aquellos ani males cargaron repentinamente contra el público llegando casi a romper las verjas de hierro que lo protegían. Así, deseando evitar tales incidentes durante los grandes juegos que ofreció seis años más tarde, César «mandó rodear la arena de fosos llenos de agua»34, que se abrieron ante las verjas y se llamaron también euripos; anchas y de una profundidad de tres metros, aquellas zanjas merecían bien su nombre, ya que como un limes separa ban dos mundos. Posteriormente Nerón las haría cegar y susti tuir por un muro de cuatro metros de alto; el espacio así ganado en la pista se utilizaría para ensanchar la explanada central, en medio de la cual se había de construir un nuevo euripo alimen tado en cada extrem o por fuentes en form a de delfines. Apresado entre esos lím ites que sim bolizaban O riente y Occidente, el euripo no era ya un simple estrecho, sino el océa no mismo: «Esos dos puntos simétricos indican la salida y la puesta del sol. Entre ambos se extiende el euripo, como la vasta superficie de los mares»35. En el corazón del Gran Circo donde 33. Infra, p. 115-116 34. Plinio, op. cit., 21. 35. Antología latina, 1, 197. 85
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evolucionaban sus carros y se congregaba su pueblo, Roma pare cía haber encerrado el mar. He ahí un hermoso símbolo, sin duda, pero nada más que eso, un símbolo, pues sólo gracias a una sabia escenificación arquitectónica podía así evocarse la inmensidad del océano. Las mentes realistas no se dejaban engañar por la mera apariencia de las palabras y sabían poner las cosas en su punto: «¿Habrá alguien a quien no le parezcan ridículos esos canales artificiales llamados “Nilos” o “Euripos”?», dice por ejemplo Atico al insta larse con Cicerón en la casa que éste poseía en Tusculum, para conversar tranquilamente en la isla, en medio del Fibrenov\ Agua y espectáculos
Traída por la habilidad de los hombres y controlada por ellos, el agua de canales y estanques seguía teniendo gran poder evoca dor, permitiendo a Lolio, por ejemplo, jugar a la batalla de Accio en el jardín de su padre: «Dos ejércitos disponen sus naves en sendas líneas; bajo tu mando, tus esclavos representan, como entre enemigos, la batalla de Accio; tu hermano es el jefe del bando contrario; vuestro estanque es el Adriático, y esto dura hasta el momento en que una rápida Victoria corona de hojas las sienes de entrambos»37. Naumaquias Lo que estimulaba la imaginación de poetas y jóvenes podía también avivar la de las muchedumbres y sus caudillos, y lo que sólo era juego de niños en un jardín se convertía entonces en reconstrucción espectacular e histórica durante la que se haría verdaderamente correr sangre humana. Bastaba para ello con 36. Cicerón, Las leyes, 2, 1. 37. Horacio, Epístolas, 1,18, 60-64.
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reducir el mar a un lago y hacerlo revivir a voluntad reprodu ciendo en él no ya olas o tempestades, sino las más grandiosas batallas navales. A estas reconstituciones, variante costosa y colo sal de los munera del anfiteatro, se les dio el nombre de naumaquias, por el que se designaban también los grandes estanques o lagos que hacían en tales casos las veces del Mediterráneo. El agua dejaba ya de ser mero elemento ornamental para transfor marse en instrumento mismo del espectáculo. A buen seguro, tales manifestaciones no eran posibles en un mar auténtico, y a este respecto la organizada en el año 40 a. C. por Sexto Pompeyo en el estrecho de Regio, justo antes de la batalla de Filipos, fue del todo excepcional, pues se asemejaba más a un «triunfo» que a una verdadera naumaquia y decidió realizarla un hombre que para manifestar su poderío no disponía de ningún otro sitio fuera del propio mar. En efecto, además de su carácter de espectáculo y su relación con los munera, la nau maquia suponía que su organizador tuviera el poder técnico y económico para simular la extensión marina llevando suficiente cantidad de agua a un lugar determinado. En tales casos, casi siempre fue necesario gastar sumas exorbi tantes para construir estanques o lagos especiales. Así, en 46 a. C., con miras a celebrar las primeras naumaquias de la historia, César mandó instalar en la pequeña Codeta, es decir, probable mente algún lugar situado más allá del Tiber, un lago provisio nal con la intención simbólica de levantar luego allí mismo «un templo consagrado a Marte, que había de ser el más grande del mundo»38. Posteriormente Augusto, heredero de una victoria naval y deseoso de conservar su recuerdo, contruyó cerca del Tiber, con motivo de la dedicación del templo de Marte Ultor, un emplazamiento destinado a perdurar. El lago artificial, que debía aquel año representar la bahía de Salamina, tenía 552 metros de largo y 355 de ancho. Para llenarlo hubo que cons truir un acueducto especial39; alrededor de la naumaquia se plan 38. Suetonio, Vida del divino Julio, 39 y 44. 39. El aqua Alsietina, que suministraba 24.000 m^ diarios y tomaba su agua a una distancia de 33 kilómetros, véase infra, p. 146. 87
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tó un bosque que más tarde recibió, el nom bre de nemus Caesarum y, por encima de la misma, se tendió un puente apro piadamente llamado pons Naumachiarius. En el año 59 Nerón celebraré allí sus Juvenalia y en el 80 Tito ofreció uno de los más suntuosos espectáculos de este género. Triunfo del hombre sobre la historia y el mar, las naumaquias, naturalmente, tenían que ser siempre algo extraordinario. En las primeras de todas ellas, César hizo que com batieran «naves de dos, tres y cuatro filas de remos, representanto dos flo tas, una tiria y otra egipcia»40, con un total de cuatro mil reme ros y dos mil combatientes. «Di al pueblo -dice Augusto- el espectáculo de un combate naval al otro lado del Tiber, donde hoy se encuentra el bosque sagrado de los Césares, en un estan que de 1800 pies de largo y 1200 de ancho. Se enfrentaron allí treinta trirremes o birremes provistos de rostros y muchos navios más pequeños; en aquellas aguas combatían, además de los remeros, unos tres mil hombres»41. La afluencia a semejantes espectáculos era tal que el emperador tuvo que «colocar guardias en la ciudad para que no fuera presa de los ladrones, pues no quedaba en ella casi nadie»42. En el año 52 el emperador Claudio había ya dotado a Roma con sus dos acueductos más espléndidos. Para la inauguración del largo desaguadero subterráneo del lago Fucino43, cuyas colo sales obras acababan de concluirse, quiso reflejar aún con más esplendor su poder absoluto sobre las aguas enfrentando allí «una flota siciliana y otra de Rodas, cada una de las cuales cons taba de doce trirremes»44. Pese a varios incidentes tragicómicos, el espectáculo resultó altamente simbólico: el tritón de plata, surgido repentinamente de las profundidades para dar la señal de combate, no acataba sino las órdenes del emperador, revesti do a la sazón de su manto de guerra, y parecía someter a la 40. Suetonio, op. cit., 39. 41. Res gestae, 23. 42. Suetonio, Vida del divino Augusto, 43. 43. Infra, p. 178-179. 44. Suetonio, Vida del divino Claudio, 21.
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omnipotencia de éste las aguas de un lago que sus súbditos habí an transformado en mar antes de desecarlo. Al contrario de una opinión bastante extendida, el mar no se reconstituyó sino raramente en anfiteatros inundables, y los ves tigios de traída de aguas descubiertos acá o allá sólo suelen ser tuberías de drenaje o desagüe. Aparte de los ingentes problemas técnicos que debían resolverse entonces, aquellas construcciones no tenían en general ni la profundidad ni la superficie necesarias para permitir evoluciones de tanta importancia. En el año 57 Nerón, deseando reproducir la batalla de Salamina en un circo, mandó construir en el Campo de Marte un gran anfiteatro de madera y el Coliseo, equipado con este fin, sólo fue inundado dos veces, primero por Tito y más tarde por Domiciano. Con todo, las naumaquias más espectaculares se celebraron siempre en el anfiteatro, porque allí podía hacerse aparecer y desaparecer el mar como en otras ocasiones se hacían surgir bos ques o selvas: «Quienquiera que fueres, tardío espectador venido de lejanos parajes para asistir hoy por vez primera a los juegos sagrados, no te dejes engañar por los navios de la Belona45 naval ni por olas semejantes a las de los mares. Ha poco no era esto sino tierra. ¿No quieres creerme? Espera a que Marte se canse de este combate marítimo; dentro de unos instantes dirás: “Antes estaba aquí el mar».46 En el año 57, el anfiteatro del Campo de Marte se llenó rápi damente de auténtica agua de mar poblada de peces y mons truos marinos. Ene 1 80, durante los juegos inaugurales del anfi teatro flaviano y de las termas, Tito hizo más todavía: recubrió primero el estanque de Augusto con un suelo de madera para el combate de gladiadores, al día siguiente lo hizo quitar para lan zar los carros y al tercer día lo llenó de agua para poder represen tar el enfrentamiento entre las flotas de Atenas y Corinto, al cabo del cual los atenienses, vencedores, habían de desembarcar en una isla de la que tomaban posesión, matando luego en masa a los prisioneros. 45. Hermana de Marte y diosa de la guerra. 46. Marcial, Espectáculos, 24. 89
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Aun cuando debía su poder a una victoria naval sobre roma nos y por ello tenía forzosamente que contar batallas griegas, el emperador de Roma se había convertido sin duda alguna en dueño de la tierra y las aguas. No contento con organizar por la mañana en la arena gigantescas y cruentas escenas de caza y con ducir ríos y torrentes adonde bien le parecía, se revelaba también capaz de reducir el mar e instalar a su pueblo en graderíos como en una costa. No obstante, la moda de las naumaquias desapareció con los Flavios. Era ciertamente expresión de la juventud y riqueza de un Imperio nacido de una victoria en el mar, que admiraba cada vez más a Grecia y aún podía dilapidar sus nuevos recursos. Ahora bien, para reinar sobre el mar como Neptuno, existían también otros medios, además de los naumachiarii'7. Clepsidras El agua, soporte privilegiado de grandiosos espectáculos, podía igualmente dar otras satisfacciones más sutiles y menos violentas. Desde la época de los griegos, su derrame regular en un recipiente colocado junto a los oradores servía, por ejemplo, para medir la longitud de los discursos, y este uso había llegado a ser tan habitual que no pocas veces los abogados se quejaban de que su adversario, al sobrepasar los límites prefijados, «les quitaba su agua». El sistema de las clepsidras, que de hecho funcionaban como relojes de arena, seguía empero siendo m uy rudim entario y nunca se podía estar seguro de que el agua cayera con regulari dad. Entre otros factores que a esto contribuían, la reducción del volumen contenido en el recipiente provocaba siempre un des censo de presión que disminuía inexorablemente la cantidad de líquido vertido. Para lograr una mayor precisión en el cálculo del tiempo, Ctesibio y los físicos griegos, estimando que la subi47. Soldados reclutados para combatir en las naumaquias. 90
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da del agua se controlaba con más facilidad que su descenso, imaginaron otro método que consistía no ya en vaciar vasijas, sino en llenarlas, y sus trabajos desembocaron en la construcción de verdaderos relojes de agua que, a partir del siglo II a. C., se convertieron en ornamento espectacular de las más lujosas resi dencias. Por ejemplo Trimalción, «hombre sumamente distin guido, tenía un reloj en su comedor y una persona encargada expresamente de tocar a intervalos un cuerno de caza para hacer le así saber en todo momento el tiempo de vida que había perdi do»48. En el aparato descrito por Vitruvio49, el agua se vertía por un orificio practicado «en un trozo de oro o una gema, pues estos materiales no se desgastan por el frotamiento del líquido que cae, ni pueden tampoco depositarse las partículas de suciedad capaces de obstruir el orificio». Al ir así llenando un recipiente, el agua provoca la elevación de un flotador al que «se ha fijado una varilla en contacto con un disco giratorio, estando la varilla y el disco provistos de dientes iguales». La varilla, al subir, hace girar el disco cuya rotación produce «desplazamientos regulares». Este movimiento podía también transmitirse a una aguja que recorría una esfera con cifras y designaba las horas de modo bas tante parecido al de nuestros relojes. La aplicación del mismo principio a engranajes más comple jos e im portantes perm itía fabricar toda suerte de aparatos espectaculares y animados cuya contemplación procuraba a sus propietarios tanto placer como el de los euripos y surtidores que adornaban sus jardines. Era posible, por ejemplo, reemplazar por una figurita la vari lla adaptada al flotador; al elevarse éste con el nivel del agua, indicaba «por medio de un bastoncillo y durante todo el día las horas previamente trazadas en una columna o pilastra adyacente. Si otras varillas y ruedas igualmente dentadas y movidas por el mismo impulso»50 comunicaban su movimiento a un torno pro 48. Petronio, Satiricon, 26, 9. 49. Vitruvio, 9, 8, 5-7. 50. Id., 5 y 6. 91
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visto de un silbato, la caída regular y brutal del recipiente en el agua producía un sonido agudo que señalaba las horas. Los relo jes de agua de los romanos podían así dar las horas mediante un silbido u otras señales sonoras, como la que resultaba de proyec tar piedrecillas que caían sobre címbalos. En tales casos no era ya necesario asignar perm anentem ente esta tarea a un esclavo, como lo hacía Trimalción. Además de esos relojes automáticos, existían los llamados «anafóricos», que indicaban las salidas y puestas del sol y repro ducían el movimiento del Zodíaco. Vitruvio describe confusa mente su principio51 y los arqueólogos han hallado fragmentos de esos mecanismos cerca de Salzburgo y de Gante. Tales perfec cionamientos procuraban, sin embargo, más placer que exacti tud, y los sistemas más ingeniosos no llegaron nunca a reflejar absolutamente las diferencias entre estaciones en la duración de las horas griegas y romanas52. Ello no fue óbice para que se admiraran en grado sumo la habilidad y precisión del trabajo de aquellos ingenieros, cuya técnica y realizaciones perdurarían tanto tiempo como los acue ductos. Todavía en el año 507 Casiodoro hizo construir para Gundibaldo, rey de los burgundios, un reloj de agua en el cual -maravilla aún mayor para un bárbaro que para un rom anosilbaban serpientes y piaban pájaros junto a un Diomedes53 que tocaba la trompeta a intervalos regulares. El órgano hidráulico A decir verdad, en aquellas asombrosas máquinas donde se utilizaba el paso del agua para hacer más llamativo el del tiempo, 51. Id., 8-14. 52. En verano como en invierno, griegos y romanos dividían el día y la noche en doce horas, cuya duración variaba con las estaciones. 53. Alusión probable a los «pájaros de Diomedes». Éste, perseguido por el odio de Venus a la que habla herido con ocasión del asedio de Troya, partió de Grecia para Italia. Durante la travesía, la diosa transformó a sus compañeros en pájaros que, acor dándose de su origen, huían de los extranjeros, pero volaban alrededor de los griegos. 92
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sólo podían recrearse los poderosos; en cambio los órganos hidráulicos, cuyo inventor fue sin duda también Ctesibio, con tribuyeron enseguida al placer de todos. Conocido modernam ente gracias a un hallazgo hecho en Aquincum54 y por numerosas representaciones figurativas cuyos ejemplos más bellos y famosos son la terracota de Cartago y el mosaico de Nenning, cerca de Tréveris, el hydraulus romano nos ha sido además descrito por Vitruvio, que intentó, «dentro de lo posible, exponer con claridad (...) un tema oscuro»55. El modo de funcionamiento de los órganos hidráulicos no resulta ni sen cillo «ni habitual y fácilmente inteligible, salvo para quienes tie nen alguna práctica en esa clase de cosas», dice el autor. Su prin cipio general era, sin embargo, bastante claro. Colocados a derecha e izquierda de una caja de bronce llena de agua, dos pistones, que se manejaban alternativamente para lograr un flujo continuo, hacían penetrar aire en un depósito en forma de embudo al revés, totalmente sumergido en la cuba y sin comunicación con ella salvo por la parte baja. El aire, intro ducido por los lados en ese depósito llamado pnigeus, sólo podía salir por arriba atravesando 4, 6 u 8 tubos dispuestos vertical mente y que un juego de teclas permitía abrir y cerrar a discre ción, produciendo entonces «sonidos que se emiten según las leyes de la música y con gran variedad de timbres». El órgano hidráulico no era, pues, más que un órgano neumático donde el agua sólo servía para regular la presión: conforme al principio de Arquímedes, subía a la cuba cuando ésta se llenaba de aire y vol vía a ella al escaparse el aire por los tubos; así permanecía siem pre constante la presión necesaria para emitir los sonidos. El hydraulus obtuvo rápidam ente un prodigioso éxito. Introducido desde el año 90 a. C. en los juegos musicales de Delfos, llegó muy pronto y en todas partes a ser imprescindible para animar tanto los actos públicos como las fiestas privadas. En el mundo romano, el entusiasmo por este instrumento era 54. Buda en Hungría. 55. Vitruvio, 10, 8, 6. 93
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general: el órgano acompañaba cortejos nupciales, desfiles de tropas, representaciones teatrales y hasta la muerte de gladiado res. Los ricos pugnaban por adquirir los últimos modelos y los pobres acudían en tropel a oír su música. Pocos días antes de su caída, Nerón se complacía en mostrar «órganos hidráulicos de un modelo enteramente nuevo», describiéndolos en «todos sus detalles» y explicando «el mecanismo de cada uno y la dificultad que tenía en tocarlo»56. El intratable Tertuliano pierde, al con templarlo, su aspereza de polemista: «Tantas piezas, tantas par tes, tantos caminos para las voces, tantas síntesis para los soni dos, tantos cambios de tono, tantas hileras de tubos con lengüe ta, ¡y todo ello en un solo cuerpo!»57. En Aquincum, todavía en el siglo IV, Aelia Sabina daba en público conciertos que podía ensayar en familia, ya que su marido era «organista asalariado de la segunda legión Adiutrix»58. Lo que en aquel entonces se admiraba, tanto como la destre za del artista y la brillantez de los sonidos, era lo complejo de los mecanismos y la perfección de su funcionamiento. Algo excep cional en una civilización que las más de las veces sólo asignaba al arte el cometido de embellecer las obras maestras de la técni ca, el órgano, costoso intrumento de placer y lujo, invertía los papeles poniendo la habilidad práctica al servicio de la belleza. El agua espectáculo
Aun si los relojes de agua podían al menos servir para dar una idea aproximada de la hora cuando no funcionaban los de sol, los inventos de Ctesibio respondían «no a una necesidad, sino a una búsqueda de diversión; como los merlos (...) a los que hace cantar el movimiento del agua, los ludiones, las figurillas que a un tiempo beben y se mueven»59, no eran más que graciosos arti56. Suetonio, Vida de Nerón, 41, 4. 57. Tertuliano, Del alma, 14, 6, 18. 58. C.I.L., 3, 10501. 59. Vitruvio, 10, 7, 4 y 5. 94
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lugios o «“deliciae” cuya función consiste en despertar nuestra sensibilidad embelesando ojos y oídos»60. Fuentes decorativas Esos placeres, con todo, se volvían a la vez más grandiosos y comunes cuando el agua, brotando hacia el cielo o chorreando por doquier entre los mármoles que animaba, se convertía de por sí en espectáculo. Efectivamente, todas las grandes ciudades del Imperio, construidas o sólo transformadas por los romanos, se adornaban con fuentes cuya única utilidad residía en su belle za y en procurar con su frescor a los viandantes la dicha de oírlas y contemplarlas. En la cuarta región de Roma, se encontraba una de las más famosas al borde de la vía Sacra, no lejos del Gran Circo y cerca del Coliseo, en el espacio donde Constantino mandó más tarde erigir su arco. Se le había dado la forma de uno de esos hitos junto a los cuales pasaban los carros, y el agua, empujada prime ro hasta arriba por una canalización interna, descendía luego en cascada por todos los lados cayendo en una pila dispuesta alrede dor. Esta fuente llevaba el nombre de Meta sudans, «la columna que suda». Punto fijo y pintoresco en medio de un barrio que se construía y modificaba sin cesar, era una atracción para curiosos y mercaderes, como aquel tubarius que, maltratando sin piedad los oídos de Séneca, ensayaba de continuo sus trompetas y flau tas61. No lejos de allí, en la ladera del Palatino que dominaba el Gran Circo, Septimo Severo hizo levantar a principios del siglo III el Septizodium, magnífica y espectacular fachada orientada al sur, donde surtidores y cascadas animaban constantemente la fijeza de las columnas y de los suntuosos balcones superpuestos, como puede todavía verse en un dibujo anónimo del siglo XVI. 60. Id., 9, 8, 4 y 10, 7, 4. 61. Séneca, Cartas a Lucilio, 56, 4. El «tubarius» era un fabricante de trompetas. 95
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Aunque no tan conocidas como la Meta sudans ni tan gran diosas como el Septizodium, centenares de otras fuentes ameni zaban así las calles de Roma. Junto al «pórtico de Pompeyo, de umbrosas columnas, [a Propercio no le gustaban] esas monóto nas hileras de plátanos y esos raudales que deja caer un Marón adormecido, ni en toda la Urbe el suave gorgoteo del agua, cuando de pronto el Tritón la aspira por la boca»62; pero, en el barrio del «elocuente Plinio», Marcial admira la fuente donde se ven el águila de Ganimedes y todos los animales que un Orfeo enteramente «rociado de gotas» embelesa con su lira en el centro de «un rutilante teatro»63. Lugares dedicados a las ninfas Si en la mayoría de aquellos lacus ornamentales el agua de los acueductos animaba así escenas que evocaban la presencia y el poder de los dioses, es porque el profuso esplendor de las fuentes se atribuía más o menos a la influencia de diosas fecundas y pro picias a las que se daban los nombres de Náyades, Linfas o Ninfas. De una u otra manera, los grandes lacus que instalaba Roma por todas partes acababan siempre por convertirse en nymphaed*1. En un principio, eran éstos simples rincones naturales ali mentados por una fuente cuyas generosas aguas manifestaban la benevolencia divina, mas poco a poco tales lugares fueron embe lleciéndose con los donativos de hombres agradecidos por haber alcanzado fortuna y poder. En el Foro la fuente de la ninfa Juturna, donde Cástor y Pólux abrevaron antaño sus caballos, recibió así muy pronto, además de la estatua de los Dióscuros, 62. Propercio, Elegías, 2, 32, 11-16. M arón fue el maestro de Baco. 63. Marcial, Epigramas, 10, 20, 6-9. 64. Traducida del griego, la palabra «nymphaeum» sólo aparece tardíamente en el vocabulario latino, designando al principio «una gruta dedicada a las ninfas y no una fuente monumental». Sin embargo, a partir del siglo II cobra un sentido mucho más amplio que es el que nosotros le damos aquí por comodidad. Véase Henri Lavagne, op. cit., p. 18 y 284-302. 96
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una hermosa pila de mármol y paredes con revestimiento reticulado. Cuando el agua primitiva reflejaba aún mejor su misterio brotando en el corazón de una caverna, las gentes se apresuraban a ocultar la piedra bruta bajo una decoración más lujosa. También cerca de Roma, en el fondo del valle de Egeria, se transformó de igual manera la fuente de las Camenas y, así como hoy protestamos contra la excesiva modernización de algunos parajes naturales, Juvenal lamentaba en su día que en «ese bos que del que han expulsado a las Musas, en esas grutas tan distin tas de las naturales», se echara ya de menos la proximidad de los dioses: «¡Cuánto más se sentiría la presencia de la divinidad en esas aguas si el césped las ciñera con su verdor y si los mármoles no degradaran la toba original!» . En las ciudades En las ciudades, al contrario, aunque el agua proviniera de un acueducto, se quiso a menudo recordar su misterioso origen evo cando mediante la arquitectura y el arte la imagen de la fuente o la oscura gruta de donde brotaba el líquido bienhechor. Las grandes fuentes que adornaban las ciudades se elevaron así con frecuencia en forma de medias cúpulas o se dispusieron en planos semicirculares a modo de ábsides y exedras. Mosaicos, pinturas y mármoles polícromos iluminaban el agua con sus múltiples reflejos, y las estatuas de los dioses del líquido elemen to se erguían mudas a la sombra del hemiciclo o al borde de las reverberantes pilas; podían ser cíclopes o delfines, ninfas o náya des, Afrodita u Océano, dioses marinos o ríos y aun divinidades más específicas como Icovellauna, en Metz, o Nemauso, en Nimes. Puesto que todo se transforma y cambia sin cesar en el espejo de las aguas, aquellos nymphaea eran monumentos ambi guos: sitios de lujo y frescor, de ensueño y contemplación, no alcanzaban aún el rango de templos, mas tampoco el de meras 65. Juvenal, Sátiras, 3, 16-20. 97
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fuentes y sólo servían para mostrar la belleza, abundancia y mis terio de las aguas. Con su hemiciclo y sus pilones a guisa de orquesta, la primitiva gruta se asemejaba de hecho a un teatro sin proscenio, donde la realidad se invertía como un reflejo. Instalados en el lugar de los actores, los espectadores veían ani marse en los graderíos, a través de una cortina de cascadas y cho rros, sus leyendas y sus dioses. Brindando el campo más amplio a la imaginación de arqui tectos y escultores, los nymphaea se distinguían siempre por su riqueza y a menudo también por sus dimensiones. El que en la Casa D orada se extendía ante el basamento del tem plo de Claudio alcanzaba 170 metros de longitud; los de M ileto y Lepcis Magna tenían tres pisos, y Libanios describe así el nymp haeum de Antioquía: «El santuario de las ninfas se eleva hasta el cielo y atrae todas las miradas por el esplendor de sus mármoles, la policromía de sus columnas y la riqueza de sus cascadas». Tales santuarios de ninfas, signos evidentes de refinamiento y cultura, se construían generalmente a lo largo de las arterias más importantes o en los barrios destinados al ocio, donde constituí an un complemento de calma y belleza. Aún quedan restos en Pozzuoli, ante el anfiteatro, en Ostia, detrás del teatro y en el decumanus, en Tréveris y en Metz, junto a las termas. Su carácter confusamente sagrado podía asimismo relacionarlos con otras divinidades. En Grecia, se cuidaban con particular esmero todos los que debían su existencia a viejas y venerables leyendas. Por ejemplo, la antigua fuente de Pireno, en Corinto, fue completa mente transformada por Herodes Atico que le añadió, hacia el año 150, unos arcos equilibrados tras los cuales se descubren todavía las primeras obras griegas. En Glanum, el nymphaeum completaba el templo de Valetudo; en Nimes, otro, cuya estruc tura puede verse aún bajo las construcciones de 1745, se instaló en el emplazamiento de un santuario dedicado a Nemauso.
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El agua de los placeres
En Roma Según los Regionariof6, Roma contaba con quince nymphaea en el siglo IV, y lo que aún puede verse de los mismos en los alrededores de la estación Termini da una idea bastante modesta de su antiguo esplendor. Con sus altas ventanas dando al cielo y su cúpula hundida, el seudotemplo de la Minerva sanadora es, después de la pirámide de Cestio y la Puerta Mayor, el primer monumento que se ofre ce a la vista del viajero que llega en tren a la urbe: las estatuas que poblaban los nueve ábsides han desaparecido; nada subsiste tampoco de los estucos, mármoles y pórfidos que decoraban el interior, y las paredes de ladrillo ennegrecido, separadas hoy del tráfico intenso de la calle por una pesada verja, no encierran ya otra cosa que piedras secas y papeles grasientos. No lejos de allí se observan todavía, en medio de la plaza de Víctor Manuel II, los corroídos vestigios del mymphaeum que Alejandro Severo hizo levantar, en el año 226, en el punto de llegada del aqua Julia. El monumento, de forma trapezoidal y erguido como un trofeo, poseía un vasto y elevado ábside por donde el agua discu rría hasta caer en dos pilones de mármol escalonados. Una columnata decorativa realzaba la belleza del lugar, y en sendos nichos situados en los extremos, se veían hermosas figuras escul pidas que, asociándose a la esbelta estructura del conjunto, val drían a éste el ser permanentemente llamado «Trofeo de Mario». En 1590 Sixto V mandó llevarlas al Capitolio, cuya balaustrada siguen aún adornando junto con las estatuas de Cástor y Pólux. En cuanto al magnífico monumento donde las aguas celebraban los triunfos, sólo es hoy un amasijo de ladrillos y cemento. Aquellos suntuosos nymphaea, cuyo encanto y esplendor sólo podemos imaginar pensando en las hermosas fuentes que en todas partes son sus herederas, rendían homenaje al agua vital haciéndola surgir para el deleite y la belleza. En Roma y en aquellas antiguas ciudades donde, como en nuestras grandes 66 . Supra,
p. 25, nota 8. 99
El agua de los placeres
metrópolis, el fasto se codeaba con la miseria, creaban espacios de lujo; los más pobres flirteaban allí con la abundancia y expe rimentaban, además del vago sentimiento de lo divino, la per manencia de un poder benévolo y la certidumbre de que el agua continuaría fluyendo sin tregua en los humildes lacus donde la medían por el peso de sus ánforas. La espléndida inutilidad de las fuentes decorativas les daba el agua como espectáculo; para usarla sin límites, tenían a su disposición las termas.
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Lo útil y placentero.
Baños y termas
En los primeros tiempos de la República, los romanos para lavarse sólo disponían de los escasos medios accesibles en las insulae; una jofaina, un aguamanos y un cubo les bastaban para sus rápidas abluciones. «La gente se lavaba cada día los brazos y las piernas (...) y sólo tomaba un baño completo los días de mer cado», dice Séneca1, y añade, fustigando las costumbres demasia do pulcras y refinadas de su tiempo, que el olor de los hombres era antaño el de la guerra y el esfuerzo y que uno se quitaba la mugre del sudor más que la de los perfumes. Cuartos
de baño y balnea
Cuartos de baño sin comodidades Las primeras casas que pudieron tener a la vez una cisterna y un desagüe se equiparon al principio con instalaciones rudimen tarias que un mediocre sistema de calentamiento obligaba a construir estrechas y sin muchas aberturas. Aquellos cuartos de 1. Séneca, Cartas a Lucilio, 86, 12.
Lo útil y placentero. Baños y termas
baño rústicos servían también a veces de letrinas y la palabra que los designaba, «lavatrina», acabaría por tomar, contrayéndose, el significado más restringido que se dio a la voz «latrina». Tal era todavía el caso en el siglo I o II d. C., por ejemplo en Embona (Agde), donde puede verse, al lado del depósito y en comunica ción directa con el colector, un pequeño recinto de 2,50 por 1,40 metros provisto de un único orificio de desagüe. Como hoy en muchos cuartos de baño italianos, el agua podía caer directamente al suelo y ser utilizada para limpiar el local o para múltiples lavados. En la casa de Trebius Valens, pese a estar pro vista de agua corriente, encontramos uno de los más antiguos balnearii de Pompeya, compuesto de dos salitas de apenas cuatro metros cuadrados cada una; la primera servía probablemente de vestuario y la segunda contenía la bañera, junto a la que estaba también el fogón; para conservar el calor, las dos salas recibían por toda iluminación la de un pequeño tragaluz que daba al pórtico, y las puertas de entrada sólo tenían cincuenta centíme tros de ancho. «La oscuridad les era necesaria a nuestros antepa sados —comenta Séneca- para poder estar bien calientes»2. En tales instalaciones el agua a veces bajaba de depósitos que se encontraban en el tejado, pero entonces sólo podía utilizarse en forma de duchas frías o, en verano, templadas por el sol; así pues, en la mayoría de los casos solía recogerse en una cisterna para calentarla antes de verterla en la bañera. Aquellos modestos cuartos de baño desparecieron a medida que las residencias fueron ganando en lujo y amplitud. Muy pronto, sin embargo, concretamente desde la aparición de los primeros baños públicos a principios del siglo II a. C., dejarían de funcionar salvo en casos de urgencia. En efecto, los estableci mientos colectivos, a pesar de sus iniciales imperfecciones, ofre cieron enseguida a los romanos lo que ni siquiera los más ricos podían permitirse en sus casas: el placer de un baño bien calien te en una atmósfera de relajación y ocio. 2.
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Séneca, id., 4.
Lo útil y placentero. Baños y termas
Los primeros baños públicos Obedeciendo a la triunfante moda del helenismo, estos baños recibieron un nombre traspuesto del griego, «balinea», contraído en «balnea», término que en singular, «balneum», designaba una instalación privada, mientras que en plural se refería a todo un establecimiento destinado únicamente a bañarse, con exclusión de cualquier otra actividad deportiva o cultural. Al principio, no obstante, sólo se trataba de pequeños lugares sin lujo alguno, abiertos y regentados por empresarios privados que invertían así su dinero en espera de beneficios. Como en las casas particulares, estas instalaciones carecían por largo tiempo de comodidades y sus dimensiones seguieron siendo reducidas en razón de los problemas planteados, hasta el siglo Ia . C., por el calentamiento y suministro del agua. En Pompeya, por ejem plo, el establecimiento que había de convertirse en las termas de Estabias, sólo dispuso durante mucho tiempo tan sólo del agua de un pozo profundo que una rueda hidráulica3 llevaba hasta un depósito colocado en las terrazas, y todavía hoy pueden verse en el sector norte unas cuantas salas estrechas y tenebrosas llamadas por los contemporáneos de Séneca «nidos de polillas»4. No lejos de allí, en las termas del Foro, la sala tibia se calenta ba con un soberbio brasero de bronce regalado por un tal Vaccula. En honor del donante, cuya generosidad se recuerda en los bordes, lo decoran vaquillas5, presentes también en las patas que lo completan. Pese a su lujo, esta calefacción no era eficaz; al ponerse al rojo con las brasas que en él se echaban, su irradia ción no debía superar la de nuestras actuales barbacoas; despi diendo por la sala grandes cantidades de gas carbónico, producía justo el calor indispensable para que los usuarios no experimen taran la sensación de frío al salir del baño, mas no el suficiente para hacerles transpirar. 3. Infra, p. 137ss. 4. Séneca, op. cit., 8. 5. El nombre del donante (Vaccula) es también el de la «vaquilla» (vaccula, dimi nutivo de vacca, «vaca»). 103
Lo útil y placentero. Baños y termas Progresos
Calefacción de los balnea La situación mejoró cuando, a comienzos del siglo I a. C., el genial hom bre de negocios C. Sergio O rata, natu ral de Campania, inventor también de la técnica de los criaderos de ostras, importó de Asia Menor el sistema de calefacción por el suelo. Levantando ligeramente el «piso», llamado por esta razón sus pensura, sobre diminutos pilares de ladrillo dispuestos regular mente, se creaba un subsuelo de unos 60 centímetros de alto que servía de cámara calorífera y recibía el nombre de hipocausto. En la pared externa y al mismo nivel que el hipocausto, se instalaba luego una especie de fogón cuyo tamaño variaba según la superficie de las salas que se debía caldear. Este fogón, deno minado «hipocauso», constaba esencialmente de un horno abo vedado, hecho en general de lava porosa y pavimentado con ladrillos. Por un lado, el horno daba a un recinto o pasillo de servicio donde había un espacio destinado a recibir las cenizas y almacenar el combustible. Por el otro, su arco de círculo se abría hacia el hipocausto, y el calor, irradiándose por entre los pilotes, se transmitía a toda la sala a través del suelo. El tiro y la evacua ción del humo se hacían a lo largo de la pared interna en la que se habían colocado ladrillos especiales provistos de tetones y por ello llamados tegulae mammatae, dejando así un hueco de pocos centímetros entre la pared principal y el tabique formado por dichos ladrillos. En cuanto a la suspensura, descansaba sobre una hilada de ladrillos anchos y consistía sobre todo en una capa de tejoletas recubierta de un paramento de mosaico o mármol. Este suelo, que solía tener hasta 80 centímetros de espesor, se calenta ba con lentitud y tardaba todavía más en enfriarse, manteniendo así la temperatura de la sala aunque los hornos estuvieran apaga dos o funcionaran al mínimo. El referido sistema de ladrillos con salientes tenía sin embar go la desventaja de empujar con frecuencia el humo hacia su punto de partida, el horno, con lo que se perdía una parte del 104
Lo útil y placentero. Baños y termas
calor que hubiera podido aprovecharse mejor. Más de un siglo después de la introducción de los hipocaustos, se pensó, pues, en sustituir las tegulae mammatae por tubuli, es decir, tubos de arci lla por donde el calor y el humo podían circular más fácilmente. En vez de instalarlos en un solo lado, se recubrieron con ellos todas las paredes, y las salas se encontraron así como metidas en una gran cámara de calorubrirse, pudieron también hacerse más claras: los antiguos «nidos de polillas» se convirtieron en grandes y hermosas estancias con «inmensas ventanas y monumentales claraboyas»6, por las que el sol entraba durante todo el día. Cuartos de baño en las villas La invención de Sergio Orata se utilizó primero en las casas de los ciudadanos más pudientes. Se multiplicaron así los cuar tos de baño instalados sobre hipocaustos y caldeados por un horno generalmente colocado junto a las cocinas. En lugar de dos estrechos y oscuros cuchitriles, aparecieron enseguida con juntos de cuatro salas, dando a veces, como en la casa de los M isterios, a un pequeño atrio reservado que las ventilaba haciéndolas aún más agradables. Pronto, no obstante, habían de superarse estos primeros refi namientos. Con los jardines, fuentes y comedores de verano, los balnearii llegaron efectivamente a ser uno de los lujos más pre ciosos y apetecidos. En el cabo de Sorrento, humeaban los baños de Polio Félix, «con doble cúpula»7; en su villa Laurentina, que no obstante carecía de agua corriente8, Plinio poseía «una mara villosa piscina de agua caliente en la que uno podía nadar mirando al mar»9; en Toscana, tenía también una gran piscina alimentada por una cascada y cuya agua podía calentarse cuando 6. Séneca, op. cit., 8 y 11. Aquellos inmensos ventanales estaban a veces provistos de doble vidriera, para mantener el aislamiento térmico. Véase Les thermes romains, op. cit., p. 70. 7. Estacio, Silvas, 2, 2, 56-57. 8. Supra, p. 73. 9. Plinio el Joven, Cartas, 2, 17, 11. 105
Lo útil y placentero. Baños y termas
el tiempo refrescaba, así como un vasto vestuario, un baño frío provisto de otros dos estanques, un baño tibio y un tercero caliente, en el que había «tres bañeras empotradas en el suelo, dos al sol y la otra un poco alejada de sus rayos directos, pero no de la luz»10. A la complejidad de aquellas instalaciones venía a añadirse, en las casas de algunos, la riqueza de una ornam entación a menudo ostentosa. Ya celebrada por M arcial11, la espléndida morada del liberto Claudio Etrusco inspiraría a Estacio, por ejemplo, una de sus más pomposas tiradas12, y Séneca no pierde ocasión de fustigar el lujo insolente de los nuevos ricos: «¡Cuántas estatuas, cuántas columnas que no sostienen nada y se han plantado ahí sólo por el afán de gastar, como mera decora ción! ¡Y toda esa cantidad de agua que chorrea en ensordecedo ras cascadas!»13 Durante dos siglos se realizaron progresos que aparecen con claridad en los tres establecimientos públicos que aún subsisten en Pompeya. En las termas del Foro, cuya sala tibia sólo dispone del brasero de Vaccula, la caliente está provista de hipocaustos y de tegulae mammatae·, estas últimas se encuentran también en el baño de las mujeres y en la totalidad de las termas de Estabias. En cambio, en las termas del Centro, cuya construcción sólo comenzó después del seísmo del año 62, los ladrillos con tetones fueron reemplazados por tubos de arcilla; la sala caliente, com pletada por otra más pequeña y todavía más caldeada, era clara y espaciosa: por un lado, recibía la luz del sol procedente de la palestra, por el otro, la iluminaban cinco ventanales que daban a un jardín.
10. Id., 5, 6, 23-26. 11. Epigramas, 6, 42. 12. Silvas, 1,5. 13. Séneca, Cartas a Lucilio, 86, 7. 106
Lo útil y placentero. Baños y termas
Agua caliente
A medida que los baños se hacían más confortables, resultaba también más fácil proveerlos de agua. Desde principios del siglo I d. C., todos los de Pompeya dependieron del acueducto de Serino14; la «bomba» de las termas de Estabias dejó de emplearse, y si las termas del Centro hubieran podido terminarse a tiempo, se les habría añadido una gran piscina al aire libre, algo semejan te, aunque de mayores dimensiones, a la que acababa de cons truirse en las de Estabias. El agua, recogida primero en una cisterna central, se condu cía por toda una red de tuberías de plomo o arcilla, ya directa mente a las fuentes o piscinas de las salas frías, ya a los depósitos secundarios de donde pasaba a las calderas. Éstas, instaladas justo encima de los hornos en cámaras revestidas con manipos tería para equilibrarlas y aislarlas, eran altas y estrechas. La parte inferior, expuesta a las llamas, era de bronce, y la superior de plomo, y el agua entraba por arriba y salía por abajo. Detalle importante, del que nuestros actuales calefactores se han percatado desde hace algún tiempo: pronto se puso en evi dencia que al sustituir cierta cantidad de agua caliente por la misma cantidad de agua fría, se aceleraba notablemente la refri geración del conjunto. Para mantener, pues, la regularidad de la producción de agua caliente ahorrando energía, se cuidaba de introducir sólo agua templada, haciéndola primero pasar por calderas intermedias colocadas en hilera no lejos del fogón, del que aprovechaban la irradiación indirecta. Un sistema muy inge nioso que funcionaba en las termas de Estabias y ha sido descri to por Vitruvio15, consistía incluso en recibir previamente el agua fría dentro de un depósito dispuesto encima de la caldera principal y que recuperaba lo esencial del calor no utilizado. Algunos hornos desempeñaban así una triple función: verti calmente, calentaban el agua; horizontalmente, mantenían en 14. C onstruido en la época de Augusto, el acueducto de Serino abastecía Pompeya, Nápoles y Miseno. 15. Vitruvio, 5, 10, 1. 107
Lo úcii γ placentero. Baños γ termas
primer lugar la temperatura de las bañeras y luego la irradiaban dentro de los hipocaustos y parietes tubulati. No había por tanto ningún despilfarro y, para mejor dominar el consumo de ener gía, quizá se instalara a veces un curioso intercambiador de calor como el que se ha creído reconocer en la sala caliente de las mujeres, en las termas de Estabias16. De hecho, se trataba de adosar al horno una especie de depósito semicilíndrico de bron ce en comunicación directa con la parte inferior de la bañera y cuya forma convexa se orientaba hacia arriba. El agua del baño, al enfriarse, descendía y entraba en la cuba, donde se calentaba rápidamente; ya caliente, tendía a subir de nuevo a la superficie y se reintroducía en la bañera por el conducto especial del depó sito. Si de veras existió tal dispositivo, hay que suponer que los bañistas permanecían impertérritos en el agua... En realidad, sólo debía funcionar cuando la bañera no se utilizaba, lo que le daba aún mayor eficacia, pues cuando se calentaba el agua sin nadie dentro podía hacerse con el mínimo gasto de energía. Exito de los balnea A dm inistrados por hom bres de negocios que se hacían mutuamente la competencia, los baños públicos fueron volvién dose poco a poco más confortables y amplios. Se abrieron tam bién a las mujeres, se enriqueció la ornamentación, se perfeccio naron los servicios y mejoraron las instalaciones interiores, de suerte que ni aun a los más ricos les desagradaba frecuentarlos. Por ejemplo, al describir su magnífica villa Laurentina, Plinio indica con satisfacción que está situada no lejos «de tres baños públicos, valioso recurso si no pudiera calentarse un baño en casa por lo imprevisto de alguna llegada o por falta de tiempo»17. Los balnea, pues, tuvieron siempre un notable éxito y su construcción continuó sin cesar, incluso en la época de las gran 16. F. Benoît, D.A.G.R., 3, 218, artículo Thermae. 17. Plinio el Joven, Cartas, 2, 17, 26. 108
Lo útil y placentero. Baños y termas
des termas, tanto en Roma como en las provincias. En la capital había ya 160 al desaparecer la República, y a mediados del siglo IV superaban el millar. Financiados por particulares que luego los explotaban o por proceres18 locales que los donaban a su ciu dad, eran más o menos suntuosos o estaban mejor o peor conce bidos. Como los «colosales baños» que los Claudiopolitanos «excavan más que construyen» en un valle, sin recurrir a un buen arquitecto19, podían plantear verdaderos problemas a los administradores de las provincias, y sus comodidades dejaban a veces mucho que desear. En Roma, por ejemplo, a los baños de Grylus, demasiado oscuros, o a los de Lupus, llenos de corrien tes de aire, sólo podían acudir, según Marcial20, los más pobretones y muertos de hambre. Método griego y práctica romana
Indudablemente, los avances técnicos contribuyeron a la pro liferación de los baños, mas con ello no hicieron sino reforzar una tendencia ya existente. Venidos de Grecia, donde sólo desempeñaban un papel secundario, los balnea procuraron desde el principio a los romanos el tipo de placer que mejor respondía a sus deseos y tradiciones. Nadar en agua fría A im itación de César, que vadeaba los ríos a nado y en Alejandría «nadó hasta el navio más próximo recorriendo un tre cho de 200 pies, con la mano izquiera en alto, para que no se le mojasen los escritos que llevaba, y sujetando con los dientes su manto de general»21, los romanos fueron siempre buenos nada 18. Infra, p. 292-293. 19. Plinio el Joven, op. cit., 39 (48), 5. 20. Epigramas, 2, 14, 11-13. 21. Suetonio, Vida del divino Julio, 57, 2 y 64. 109
Lo útil y placentero. Baños y termas
dores, aunque, temiendo el mar y sus incertidumbres, preferían zambullirse en el agua de los ríos. Marcial describe así los place res de que su amigo Liciniano iba a disfrutar en España: «Te bañarás en las olas tranquilas del tibio Congedo y en las apaci bles aguas de los lagos, morada de las ninfas; y si tus extremida des pierden por ello su vigor, las sumergirás de nuevo en el lecho poco profundo del Salo, donde se hiela el hierro»22. El agua del Salo, más fría, resultaba sin duda preferible, pues muchos con temporáneos de Marcial eran psychroluta’3, es decir, les gustaba el agua fría más que el agua templada; Séneca, por ejemplo, obser va con un dejo de nostalgia que al pasar del aqua Virgo, tan fres ca, donde iba en enero a nadar antes que nadie, al Tiber y a su bañera, se alejaba, a medida que envejecía, de los baños helados que solía tomar en su juventud: «Un paso más y estaré tomando baños de vapor»24. Ese gusto por el agua fría, que venía ciertamente de muy antiguo y estaba quizá relacionado con el frescor de las aguas vivas que bajaban de las montañas próximas a Roma, creció todavía más hacia fines del siglo I a. C., gracias a los éxitos de Antonio Musa, médico personal de Augusto. La fama de Musa comenzó a extenderse cuando en el año 23 prescribió al empera dor enfermo una cura de baños fríos que dio excelente resulta do25. Inm ediatam ente sus teorías se propagaron por toda la sociedad intelectual de Roma y, adoptadas también por Carmis de Marsella en tiempos de Nerón, tuvieron muy pocos detracto res. Entre éstos encontramos a Plinio, que escribía: «Aun en pleno invierno, metió a los enfermos en las piscinas. Vimos entonces a cónsules ancianos enorgullecerse de quedar ateridos de frío»20. Sin embargo, para mejor apreciar el efecto estimulante del agua fría, se estimaba oportuno calentarse primero con algún 22. Marcial, Epigramas, 1, 49, 9-12. 23. Es decir, en griego, personas aficionadas a los baños fríos. 24. Séneca, Cartas a Lucilio, 83, 5. 25. Suetonio, Vida del divino Augusto, 81. 26. Plinio, 29, 10.
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ejercicio físico o tomando un baño caliente. Para un pueblo pre ocupado por la higiene, parecía tanto más aconsejable combinar así la limpieza corporal con el «ponerse en forma» cuanto que, cuarenta años atrás, otro médico, Asclepiades de Prusa, había ya presentado la práctica regular de los baños como medio privile giado para deshacerse de los humores nocivos y luchar contra las enfermedades. Un recorrido ritual De esa manera quedaba científicamente explicada y médica mente justificada la afición natural de los romanos a lo que constituía el principio mismo de los balnea que habían descu bierto en Grecia, a saber, la alternancia entre el calor y el frío. Por ello, desde finales del siglo I a. C., la gente acudía a los baños tanto para lavarse como para mantener su equilibrio físico y procurarse además un placer que siempre se había tenido en alta estima. En cuanto a la gimnasia y la frecuentación de la palestra, tan importantes en la vida de los griegos, sólo se consi deraron ejercicios preparatorios para un recorrido ritual cuyas etapas debían ser respetadas. Desnudarse Lo más difícil, al principio, fue el paso por el apodyterium, o vestuario, donde había que desnudarse. Rígidos y de austeras costumbres, los romanos del siglo II a. C. eran también muy pudorosos y no estaba bien visto que un padre, por ejemplo, se mostrase desnudo ante su yerno o su hijo; con mayor razón, pues, parecía indecoroso bañarse en público. Para zambullirse en los ríos, los hombres llevaban al menos puesto el subligamentum, especie de calzoncillo anudado a la cintura, y si preferían quitár selo, se echaban enseguida al agua sin perder tiempo en la orilla para no exponerse a miradas ajenas. Entre los griegos, en cam bio, la práctica del ejercicio físico servía casi de pretexto para 111
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exhibir la propia desnudez en distintas poses, por ejemplo, al lanzar la jabalina, al tomar impulso para saltar o al correr por el estadio, y si el adjetivo «gimnástico» viniera del latín nudus en lugar de tener su origen en la voz griega gymnós, deberíamos más bien decir «nudístico». Precisamente en el gimnasio o en la palestra, los cuerpos magníficos de los jóvenes atletas se ofrecían sin pudor a la mirada de los espectadores, y el afán de belleza, de agradar y ser deseado, desempeñaba en el entrenamiento físico un papel tan importante como la noble ambición de ganar. Sin llegar a entregarse del todo a esa práctica sutil y sensual, las cos tumbres romanas se helenizaron no obstante en este campo tan deprisa como en los demás: poco a poco a nadie le dio ya ver güenza confiar su ropa en el apodyterium al esclavo encargado de vigilarla, ni entrar desnudo en las salas tibias donde comenzaban a tomarse los baños. Hombres y mujeres Pronto las reservas suscitadas por la desnudez entre varones llegaron a parecer tan arcaicas que la desnudez en sí dejó de plantear problemas, hasta el punto que las mujeres podían bañarse juntamente con los hombres. De ordinario, cuando las instalaciones lo permitían, las mujeres eran recibidas en salas aparte, iguales a las de los hombres y a veces caldeadas, como en las termas de Estabias, por un horno común que repartía el calor simultáneamente entre ambas secciones, según la recomenda ción de Vitruvio27. Con todo, en la mayoría de los casos los bal nea constaban de una sola serie de salas. Puede pensarse, claro está, que algunos de ellos se limitaban a una clientela exclusiva mente femenina o abrían a horas distintas, por ejemplo a la mañana para las mujeres y a la tarde para los hombres, mas no cabe duda que los baños mixtos fueron casi siempre la regla 27. «Hay que procurar también que el baño caliente para los hombres y el de las mujeres estén uno al lado del otro, porque así podrán calentarse con un mismo horno las cámaras de ambos» (Vitruvio, 5, 10, 1).
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general, tanto en los pequeños establecimientos como en los muy grandes cuya estructura era ciertamente doble28, pero que de todos modos sólo disponían de una única y vasta sala fría con una piscina al aire libre. «Contigo, Lecania -dice M arcial- jóve nes y ancianos se bañan completamente desnudos»29. La penumbra de las salas calientes y la promiscuidad de las piscinas alim entaron, desde luego, todos los fantasmas del rum or público, por lo que las mujeres que frecuentaban los baños mixtos cobraron enseguida mala fama: «¡Si Fabricio lo viera! ¡Si viera (...) a las mujeres bañándose con los hombres!»30. Y el austero Quintiliano comentaba: «Para una mujer, es indicio de adulterio bañarse con hombres»31. No obstante, a juzgar por las repetidas quejas de Marcial, parece que las cosas no estaban tan claramente definidas: «Bien quieres que me ocupe de ti, Saufeia, pero te niegas a bañarte conmigo (...) ¡Eres una gazmo ña!»32 Hubo sin duda inevitables excesos y algunos escándalos, por no hablar de la presión continua de todos aquellos a quienes chocaba ese flagrante abandono de las costumbres ancestrales. Adriano fue el primero en tratar de reglamentar el sistema, imponiendo horarios diferentes, pero tuvo tan escaso éxito que, después de él, Marco Aurelio se sintió obligado a tomar decisio nes análogas. Más tarde Heliogábalo las abrogó y Alejandro Severo volvió a ponerlas en vigor, aunque no con mejores resul tados, pues los cristianos seguían todavía echando pestes contra las termas... hasta que lograron en el año 320 que el concilio de Laodicea las prohibiera totalmente a las mujeres.
28. Infra, p. 116-117. 29. Epigramas, 7, 35, 5. 30. Plinio, 33, 153. 31. Institución oratoria, 5, 9, 14. 32. Marcial, Epigramas, 72, 1 y 8. 113
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Del tepidarium al frigidarium En todo caso y cualesquiera que fuesen las reglas y condicio nes de apertura de los baños públicos, los clientes iban primero a sentarse en los bancos de la sala tibia, llamada tepidarium, donde reinaba de ordinario una temperatura de 25 a 30 grados, con una higrometría del 20 al 40%. Una vez bien comenzada la transpiración, el bañista pasaba, cuando el establecimiento la poseía, a una sala más caliente, el laconicum si el calor era seco o el sudatorium si era húmedo, para entrar finalmente en el calda rium, una estancia en general rectangular donde la temperatura alcanzaba los 55 grados con una humedad del 80%. Allí se encontraba la gran bañera, provista de un refuerzo redondeado. En ella, que solía tener unos dos metros de ancho, cabían diez o doce personas y su agua se mantenía constante mente a una temperatura de 40 grados. Se le daban varios nom bres: «alveus», por su forma cóncava, «descensio», porque para meterse dentro había que descender después de pasar por enci ma del reborde, <
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que esperan puedan estar cómodos»iA. Una vez terminadas estas abluciones, los más prudentes preferían volver un rato al tepida rium para suavizar la transición, mientras los más audaces pene traban sin demora en el frigidarium, poniéndose inmediatamen te a nadar en el agua fresca de la piscina. En todas las variantes, el principio era siempre el mismo: se calentaban primero en la sala tibia, se lavaban luego con agua caliente y se bañaban por último en agua fría.
El milagro de las termas A una estructura tan sencilla podían naturalmente añadírsele muchas cosas: salas para jugar a la pelota (sphaeristeria) y otras (;unctoria) para abandonarse entre las manos expertas del masa jista o las más temibles del depilador; mármoles, mosaicos, obras de arte, surtidores, grandes piscinas para nadar al aire libre, vas tos espacios donde practicar deportes, paseos, pórticos, salones de descanso, «bares», bibliotecas, teatros y jardines, así como la presencia de una administración discreta y benévola, el acceso gratuito, el fasto y la belleza. En torno de aquel recorrido que aliaba la salud y la higiene con el placer, era posible crear autén ticos «paraísos» emulando a los de los príncipes o reyes de Persia y construir inmensas «casas del pueblo» que ponían al alcance de las masas el lujo y esplendor de las más ricas residencias priva das.
Esta idea, como otras muchas, vino de Agripa, que empero no hizo más que adoptar en Roma, en mayor escala, lo que ya existía desde hacía medio siglo en el sur de Italia y, por ejemplo, en Pompeya, en la vía de las Estabias. Entre los años 25 y 19 34. Vitruvio, 5, 10, 4. 115
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antes de nuestra era, Agripa mandó construir en el Campo de Marte un establecimiento cuyas proporciones, riqueza y disposi ción dieron origen en la urbe a una nueva raza de balnea. Por primera vez, el agua era suministrada por un acueducto espe cial35, todas las salas estaban dispuestas alrededor de una vasta rotonda de veinticinco metros de diámetro y en el exterior había un parque con un euripo y un lago artificial donde se podía nadar. Estas notables innovaciones hacían los baños de Agripa tan distintos de los demás que el nombre de balnea dejó de pare cer apropiado y se cambió por el de thermae, «termas», que en adelante designaría las instalaciones de gran extensión donde a la utilidad de las salas tibias o calientes se sumaban el lujo y el encanto de jardines y palestras. Balnea y thermae eran palabras griegas, pero, más que los baños, las termas evocaban el calor: el de los hornos, cada vez más numerosos, el de las salas, que no tardarían en rodearse de tubuli, el del agua de las bañeras -«Baño de agua hirviendo, baño de agua caliente, no veo ya la diferencia», dice Séneca36- el del ambiente y la decoración, el de los placeres de todo tipo que se ofrecían en su interior. Nerón Semejante programa le venía a Nerón como hecho a medida. Hacia el año 60 o 64, construyó a su vez termas que ocupaban junto a las de Agripa una superficie de tres mil metros cuadra dos. En el siglo III, Alejandro Severo las restauró por completo37 y sólo conocemos sus vestigios por los hermosos dibujos que Palladlo y Sangallo firmaron en el siglo XVI. Todo lleva a pen sar, no obstante, que las termas de Nerón fueron las primeras en utilizar el esquema que habían de adoptar rápidamente y sin excepción los establecimientos del mismo género. 35. El aqua Virgo. Véase infra, p. 246. 36. Cartas a Lucilio, 86, 10. 37. Infra, p. 256. 116
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En torno de los edificios se encontraban todas las instalacio nes utilitarias: estanques para recoger las aguas, calderas, fogo nes, almacenes para la madera, viviendas del personal, etc.; en el centro y contiguos, un caldarium, un tepidarium y un vasto fri gidarium que se llamó más tarde aula o basilica·, a derecha e izquierda de ese eje central, dos conjuntos simétricos y rigurosa mente idénticos con sendas palestras, vestuarios, salas a veces muy calientes y estancias destinadas a diversos usos, por ejemplo juegos, masajes o reposo. Las grandes salas centrales eran comu nes, de donde se deduce que ese desdoblamiento no tenía por objeto separar hombres y mujeres, sino sólo aumentar la capaci dad de los locales y facilitar la circulación dentro de los mismos. Así, en lugar de ir a los vestuarios volviendo sobre los propios pasos y cruzándose con los que venían en sentido contrario, se efectuaba en dirección única un recorrido que comenzaba en una palestra y acababa en el caldarium-, ya se dirigieran a la izquierda o a la derecha, los bañistas coincidían finalmente en la gran aula central, desde donde tenían acceso directo al vestuario por el que habían entrado. Al reunir por vez primera en un todo coherente la palestra griega y la práctica romana del baño, las termas de Nerón per feccionaban el modelo ideado por Agripa. Modificaban también su espíritu, pues el yerno de Augusto las dio a su pueblo a título individual38, mientras que Nerón integró claramente su cons trucción en un plan estatal bien concertado donde los placeres del pueblo representaban un medio de gobierno. «¿Hay algo peor que Nerón? ¿Y hay algo mejor que las termas de Nerón?», comentó Marcial39. Trajano La idea, en efecto, tuvo más éxito que el propio emperador. Las termas que Tito hizo simbólicamente instalar en el emplaza 38. Infra, p. 246 y 267. 39. Epigramas, 7, 34, 4-5. 117
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miento de la Casa Dorada, en el año 80, se construyeron con forme a los planos del tirano derrocado, y las que Trajano, acon sejado por el gran arquitecto Apolodoro de Damasco, inauguró en el mismo lugar el 20 de junio del año 109, afirmaban más netamente todavía el principio de la magnanimidad imperial40. Levantados en medio de un conjunto de jardines, pórticos y palestras que ocupaban una superficie de 110.000 metros cua drados, los edificios estaban ahora encerrados en un vasto recin to con cuatro puertas, lo que les daba cierta autonom ía. Llevaban el nombre del príncipe por cuya voluntad habían sido erigidos. Los baños propiamente dichos y su inmensa basílica central se distinguían así del mundo ordinario como los templos construidos en medio de los nuevos foros; protegidos por un verdadero limes y capaces de recibir a millares de personas, cons tituían un gigantesco y maravilloso mundo aparte. Un modelo canónico Ese modelo había de propagarse y las termas se convertirían, como los capitolios, en uno de los principales signos de la pre sencia romana. Empero, la diferencia entre ambas instituciones era considerable. Los capitolios, arcaicos en sus detalles, republi canos en su espíritu, altivos en su estructura, elevados y domi nantes, estaban consagrados a los dioses protectores. Las termas, en cambio, instaladas en superficies cada vez mayores, animadas por un gentío heterogéneo, lujosas y rebosando riquezas que era preciso defender, se ofrecían a hombres sometidos por un bené volo emperador-dios; los capitolios, en el corazón de las ciuda des, eran el símbolo de Roma; las termas, su imagen. Cuanto más amenazado se vio el Imperio, más se defendió, al parecer, reconstituyéndose fantasmagóricamente dentro de sus murallas, y cuanto más se redujo, mayores fueron las dimensiones de sus termas. 40. Infra, p. 294ss. 118
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Aparte de los suntuosos establecimientos de Bath (Aquae Sulis), en Inglaterra, o de Baia, en Campania, cuyas aguas vení an directamente de fuentes naturales41, se construyeron termas en puntos tan alejados entre sí como París, Viena, Arles, Lepcis Magna, Timgad, Djamila, Tréveris y Cartago. En la propia Roma, después de las de Nerón, Tito y Trajano, que Marcial42 llamó las triplices thermae se hicieron todavía ocho más en dos siglos. Obedeciendo siempre al canon establecido por Trajano, es decir, espacios cerrados y simétricos, las termas se asemejaban unas a otras y ofrecían así en todas partes las mismas garantías oficiales de lujo y comodidad. Fruto de las angustias y necesidades del Imperio, aparecieron casi todas bastante tarde: las grandes termas del sur, en Djamila, y las de Antonino, en Cartago, sólo datan de finales del siglo II; las de Arles, erigidas por Constantino, se construyeron en la pri mera mitad del siglo IV y las de Tréveris, comenzadas al mismo tiempo, ni siquiera llegaron a terminarse. Todas aquellas termas, portadoras de un mensaje imperial cada vez más insistente y beneficiándose, como las basílicas, de la experiencia acumulada y la audacia innovadora de los arqui tectos, elevaron sus bóvedas a tales alturas que el visitante que vaga, todavía hoy, por las grandiosas y sombrías ruinas de las ter mas de Caracalla, se siente abrumado por sus vestigios semiderruidos. A medida que ganaban en altura, aumentaba también su extensión: en 109 las de Trajano ocupaban un espacio de 110. 000 metros cuadrados, hacia el 217 las de Caracalla alcan zaron 140.000 m etros cuadrados, y hacia el 300 las de Diocleciano, las mayores de todas, podían recibir hasta 3.000 bañistas al día en una superficie de 150.000 , gracias a los esfuerzos y la sangre de 40.000 esclavos cristianos. Inmensas, lle naban entonces todo el espacio que actualmente se divisa, una vez atravesada la plaza del Cinquecento, al llegar a Roma por la estación de las Termas (Termini). A la izquierda, las columnatas 41. Recordemos que en este libro sólo tratamos del agua conducida artificialmen te por los acueductos. 42. Op. cit., 10, 51, 12. 119
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y la plaza de la República, rebosante de tráfico, han conservado la forma de exedra de las murallas del sudoeste; a la derecha, el museo de las Termas ha recubierto la entrada, uno de los dos vestuarios y los jardines; en medio, la sublime iglesia de Santa María de los Angeles, restaurada por Miguel Angel en el siglo XVI, ocupa el lugar del tepidarium y la gran basilica central, de los que aún nos recuerda el antiguo fasto y esplendor. Otro mundo
«Comparables a provincias por su extensión»43, las termas eran ante todo un olor, el del humo de la madera que se quema ba sin cesar. Aquel humo se arremolinaba sobre la ciudad los días de viento, dándole una atmósfera particular, casi perfuma da, imposible de encontrar en ninguna otra parte. Desde hacía mucho, en efecto, para evitar que el aire y el cielo se contamina ran por emanaciones demasiado grasas o sucias, sólo se emplea ba madera de abeto. Bosques enteros se consumían así en los continuos fuegos de todos los baños y termas, y el incesante aca rreo de árboles se sumaba cada día a los ya numerosos estorbos que dificultaban la circulación por las calles de Roma, una y otra vez y en cualquier estación del año, había que dejar paso en toda Italia a aquellos pesados carros cargados de leña y tirados por bueyes jadeantes rodeados de esclavos públicos que los azuzaban sin miramientos. La leña se almacenaba en depósitos destinados a este fin que, según la ley, debían siempre contener reservas para un mes por lo menos. Un enjambre de funcionarios espe cializados la repartía por los distintos establecimientos de la ciu dad; junto a las entradas de servicio, se disponía en montones que formaban hileras de centenares de metros, en torno de los cuales se agitaban constantemente esclavos ocupados en descar garla, apilarla y transportarla hasta los hornos. 43. Amiano Marcelino, Res gestae, 16, 10.
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No lejos de allí se erguían los últimos arcos de las nuevas traí das o acueductos especiales44 que suministraban el agua, que iba a verterse en depósitos tanto más colosales cuanto que las reser vas que se consideraban necesarias eran cada vez mayores. En las termas de Trajano, la cisterna hoy llamada Sette Salé5 tenía una capacidad de 7500 metros cúbicos; para las de Caracalla, se adosó al muro exterior una construcción de dos pisos con 64 salas paralelas que podían recibir hasta 80 000 de agua; en cuanto al depósito trapezoidal de las termas de Diocleciano, dividido en naves de distintos tamaños, alcanzaba una longitud de 90 metros y sus ruinas, denominadas Botte di Termini, eran todavía visibles a finales del siglo XIX. Conducida de las cisternas a las pilas y piscinas del estableci miento, el agua se utilizaba durante la noche para limpiar las grandes salas y finalmente se evacuaba hacia las letrinas y cloacas por las que discurría de continuo. La corriente de desagüe era tan fuerte que, en tiempos más tardíos, sirvió para hacer girar un molino en una de las estancias situadas bajo las exedras exterio res de las termas de Caracalla. Alrededor de aquellas instalaciones y aun fuera del recinto mismo, reinaban el desorden y el barullo de todos los pequeños comerciantes que proclamaban a voces su presencia y superiori dad: mercachifles especializados en peines o perfumes, vendedo res de bebidas, salchichas y pastelillos, «anunciando a gritos su mercancía, cada cual con un tono característico»46, alquiladores de toallas y sandalias, fabricantes de drogas, pomadas y ungüen tos, narradores de historias, echadores de buenaventura, filóso fos, astrólogos y comediantes, que iban luego a instalarse en los pórticos y en los hipogeos de las grandes salas de lectura o con versación. Entre la plétora de buhoneros y tenderetes circulaba toda una heteroclita muchedumbre de esclavos, prostitutas, deportistas llevando su estrígil o sus pelotas, guardias, forasteros asombra 44. Infra, p. 255ss. 45. Infra, p. 137. 46. Séneca, Cartas a Lucilio, 36, 2.
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dos, jóvenes ociosos, ladrones y parásitos en busca de una invita ción para cenar. «En las termas y los alrededores de los baños públicos, es cosa imposible librarse de Menógenes, aun emple ando para ello todos los medios»47. La gente se daba allí cita con sus amigos, topaba por casuali dad con ellos o simplemente se entretenía yendo de un puesto a otro. Algunos, los menos, sólo iban a oír un discurso, un recital poético o un concierto, otros trataban de ver a tal o cual perso naje influyente, otros, en fin, se limitaban a sentarse en las exe dras con un libro. Laterano iba «derecho a las copas y a los letre ros pintados en tela»48, que indicaban las tabernas; Sirisco gasta ba fortunas «en los bodegones donde uno come sentado alrede dor de los cuatro baños»49; Plinio el Viejo se mezclaba con la multitud mientras dictaba sus reflexiones a escribas. A menudo un liberto forrado de oro, rodeado de una legión de masajistas, entrenadores y alabanceros, condescendía a detenerse en la palestra o seguía su camino con gran pompa. «Ya Trimalción, todo embadurnado de perfume, se hacía secar no con lienzos corrientes, sino con toallas de suavísima lana (...) Luego, envuel to en una manta escarlata, lo instalaron en una litera precedida por cuatro corredores emperifollados de pies a cabeza»50. En oca siones, con gran despliegue de germanos y oficiales, el propio emperador pasaba por allí saludando con un gesto o una mirada a cuantos lo aclamaban; en aquella abigarrada muchedumbre, momentáneamente unida para expresarle su gratitud, y en aque llos suntuosos edificios que había puesto a su disposición, volvía cada vez a encontrarse con todo su Imperio. Junto a la entrada el olor era otro, un olor de vapores y fuego, de sudor y perfumes, de calor y agua, pero una vez franqueado el umbral, sólo quedaba una fantasmagoría de mármoles y estu cos, una impresión de basílica y palacio de los que el visitante podía por un tiempo imaginarse dueño. 47. Marcial, Epigramas, 12, 82, 1-2. 48. Juvenal, Sátiras, 8, 167-168. 49. Marcial, Epigramas, 5, 70, 4. Para Marcial existen, pues, las tres termas y «los cuatro baños». 50. Petronio, Satiricón, 28, 1 y 4.
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En los vestuarios, el cliente se sentaba en bancos con patas a menudo esculpidas, recubiertos de mantas y telas multicolores. Jóvenes esclavos iban y venían atentos y cargados de ropa que protegían contra pérdidas y robos colocándola cuidadosamente en nichos dispuestos en las paredes y separados entre sí por columnillas o pequeños atlantes de terracota. En las salas calientes, profusamente enriquecidas con un sin fín de estilos ornamentales, todo eran pilas, piscinas, asientos decorados, fuentes adornadas, cornisas, molduras y cincelados cuyas líneas corrían paralelas a las bóvedas y subrayaban las diversas formas arquitectónicas del interior. En los caldaria se elevaban ábsides y cúpulas acampanadas, en los tepidaria esbel tas bóvedas donde espejeaban miles de azulejos dando la ilusión de figuras vivas. La luz y el sol descendían por grandes aberturas redondas, penetraban por altos ventanales o atravesaban anchos vanos con vidrios coloreados. Las paredes se realzaban con estu cos y filetes de esmalte cuyos colores, a la par con las pinturas, evocaban paisajes boscosos, praderas y una vegetación exuberan te. El agua brotaba por doquier en cascadas o salía de grifos de plata. En las entradas más frescas, vestíbulos y pasillos, el suelo estaba recubierto de mármol blanco; las grandes salas lo tenían de mosaico, donde retozaban en amena compañía tritones, delfi nes, pulpos, peces, ninfas, náyades y todas las divinidades del mar y los ríos; en el fondo mismo de las pilas, bañeras y piscinas, parecían cobrar vida toda clase de flores, plantas acuáticas y motivos geométricos, animados por el perpetuo movimiento de las aguas. Al final del recorrido, en la gigantesca basilica central tan vasta y elevada como los palacios donde recibían los emperado res, se encontraba, al pie de pesadas columnas de granito y pórfi do, un inmenso foro recreativo adornado con magníficas obras de arte: el «Laoconte del Vaticano» en las termas de Trajano, el «Toro Farnesio» en las de Caracalla, los «Dióscuros del Quirinal» en las de Constantino, etc. Viniendo de la piscina o saliendo del tepidarium, una densa muchedumbre de hombres y mujeres, vestidos o semidesnudos, descansaban del ejercicio físico o deambulaban por mero placer a lo largo de la nave principal y 123
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de las laterales. Depilados, perfumados y relajados por los masa jes, dirigían distraídamente la mirada hacia las maravillas que los rodeaban, a menudo sin verlas, pero experimentando gracias a ellas un profundo sentimiento de paz y belleza. Al fondo, rodea da de pórticos superpuestos y como engastada en la luz del día, rielaba la piscina, siempre agitada y ruidosa, donde el lujo y el artificio de los hombres permitían nadar como en un agua natu ral, al aire libre, en medio de una vegetación constantemente cuidada por los jardineros del emperador. Por debajo y en torno de las salas, pletóricas de mosaicos y de agua, serpenteaban largos y angostos pasillos hacia los cuales se abrían, unas junto a otras, las rojas bocas de los hornos. En medio de su incesante ronquido y de un calor africano, iban y venían hombres desnudos y sudorosos que encendían los fogo nes al alba en plena oscuridad y activaban sin descanso las llamas lanzando leña durante todo el día. A la puesta del sol, con las hogueras ya a medio apagar, recogían las cenizas y las amontona ban en carros para distribuirlas entre los bataneros51; a veces, aunque más raramente, corría junto a los obreros un arroyuelo donde podían de tanto en tanto refrescarse y arrojar las basuras para que el agua se las llevase. Eran sobre todo galos, bretones o germanos vigorosos y rudos, pero ineptos para el oficio de gla diadores o demasiado cobardes para intentar ganarse la vida en el circo; acababan en general sus días bajo las termas, sin bañarse jamás y durmiendo en las dependencias que se les atribuían en común con los que se ocupaban del agua, los conductos o el mantenimiento de suelos y bañeras. En las termas de mayor importancia eran centenares, muchos hombres y algunas muje res obligadas a trabajar allí como ellos y atender también a su placer. Abajo, entre el ronroneo de los hornos y el barro de las cister nas donde se decantaba el agua de los acueductos, reinaba la 51. 124
Supra, p. 44ss.
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implacable jerarquía de Roma; arriba era otro mundo, en el que la promiscuidad y la desnudez repartían diferentemente las car tas. Aquí los hombres, aun disponiendo de esclavos personales que les daban masajes, los depilaban o los ayudaban a frotarse con el estrígil, o de medios para permitirse los refinados servicios de esteticistas y perfumistas, se mostraban sin sus fasces, insig nias o togas de ribetes púrpura. No ocupaban puestos aparte según su rango o su fortuna, como en los graderíos del teatro; en vez de afirmar su éxito social o su poderío, descubrían en toda su crudeza las formas de su cuerpo y los deseos reprimidos que a veces los agitaban. En las termas, todos los días eran Saturnales52, todos los días se invertían los papeles y se representaban escenas donde el cuerpo prevalecía sobre el poder y el espíritu sobre el dinero. Por un tiempo y en un espacio determinados, se abolía el orden social ordinario. En todos los rincones del Imperio era posible entregarse momentáneamente al placer de ser otro, o de mostrarse sin máscara alguna; en todas partes también se podía descubrir un nuevo disfrute: el de la belleza revelada de pronto por una mirada fugaz, una sonrisa o un gesto esbozado; el del espíritu, reflejado en el encanto de una conversación que se pro longaba; el de la fuerza física, exhibida en la palestra; y el más sencillo y accesible del cuerpo distendido por la caricia del agua caliente o fortificado por la súbita violencia del agua fresca. En las termas no había sino emperadores y reyes, pudiendo cada cual reinar sobre algo; a ellas se volvía una y otra vez para con vencerse de esto y renovar así el éxtasis de una vida inimitable y casi aventurera. El placer era tal que resultaba difícil resistir a la tentación de abusar de él. No bastaba ya únicamente la higiene; a falta de poder quitarse todo olor como en nuestros días, se quería oler bien, para lo cual se untaban con cremas y pomadas al salir del 52. Fiestas en honor a Saturno, que se celebraban en Roma a partir del 17 de diciembre. Durante aquellos días de festejos y libertad, los amos debían tratar a sus esclavos de igual a igual. 125
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baño y volvían más tarde allí para deshacerse de los perfumes. La limpieza llegaba a ser enfermiza. Los más se bañaban varias veces, después de la gran cena para digerir y antes para abrir el apetito. Trimalción acudía primero a las termas y luego llevaba a los invitados a sus baños personales; al emperador Cómodo le agradaba tanto el agua que iba diaria mente a bañarse hasta ocho veces y gobernaba, por decirlo así, desde su bañera; Caracalla decidió abrir sus termas las veinticua tro horas del día e iluminar de noche los accesos a las mismas. Aparte de estos excesos puramente «acuáticos», otras pasiones se despertaban también al salir de los baños. En lugar de volver tranquilamente a casa, muchos prolongaban el buen rato en las tabernas, donde recuperaban en vino el agua perdida en el suda torium.; otros iban en busca de jovencitos o jovencitas o se entre gaban ellos mismos a amores venales y casuales. En las grandes termas, se encontraban así fatalmente reunidos los tres principa les placeres de los que derivaba en aquella época a la vez el encanto y la brevedad de la vida: vino, amor y baños: «Balnea, vina, Venus corrumpunt corpora nostra, sed vitam faciunt»53. Por más que médicos sabios y competentes como Galeno prodigaran consejos de equilibrio y moderación, los baños pro ducían en la mente y el cuerpo un efecto tan liberador que inci taban a prolongar la euforia de un buen ágape con el estimulan te placer de la transgresión de reglas: «En plena digestión e hin chados hasta reventar, vamos a bañarnos, olvidando lo que con viene o no conviene (...), y, como la culpable tripulación de Ulises, rey de Itaca, preferimos un placer prohibido al interés de la patria»54. Los accidentes, pues, no eran raros, y en el delicioso espasmo provocado por el agua fría o en el éxtasis ardiente del caldarium, los placeres de la vida llegaban a veces a un brusco fin por hidrocución, ataque cardíaco o asfixia. Los vigiles se llevaban el cuerpo, y las aguas momentáneamente enturbiadas, recobra ban su limpidez... «El castigo te acecha cuando, atiborrado 53. «Los baños, el vino y el amor destruyen nuestro cuerpo, pero son la vida». ' 54. Horacio, Epístolas, 1, 6, 61-64. 126
Lo útil y placentero. Baños y termas
de comida, te quitas el manto y llevas al baño un pavo mal dige rido»55. El público acudía numeroso a las termas hacia la hora octava de Roma56, después del trabajo, en el momento ya más tranquilo en que el día empezaba a declinar sin perder todavía su anima ción: en verano, justo cuando el calor dejaba de apretar, y en invierno, con el cielo aún claro, cuando la temperatura del agua caldeada desde el alba llegaba al máximo y se propagaba con una plenitud apenas retardada. Hombres o mujeres pagaban para entrar un cuarto de as, moneda tan insignificante que hasta los más pobres podían siempre poseer unas cuantas. Los más jóve nes y bellos se desnudaban por completo, como los griegos. Previamente se habían ungido el cuerpo con un aceite espeso, habían corrido unos instantes junto a los pórticos y se habían calentado todavía más jugando entre tres a la pelota en la pales tra o tomando en la terraza-solárium un largo baño de sol. En la claridad difusa y como saturada de humedad de las salas cálidas, se abandonaban por fin a la ardiente caricia del agua que parecía disolverlos por fuera, procurándoles un sentimiento de libera ción que contrastaba deliciosamente con la necesidad de efectuar un recorrido siempre igual en su inevitable ritualismo. Se refres caban luego en pilas de granito como la que aún vemos frente al palacio Farnesio y en la que sigue corriendo el agua de Roma; antes se habían quitado el aceite y el sudor junto al gran labrum monolítico de pórfido, expuesto actualmente en la sala redonda del museo Pío Clementino. En los húmedos recodos de los pasi llos o en el denso silencio de las pequeñas estancias cuyo suelo de mármol estaba tan caliente que sólo podía pisarse con sanda lias de suela de madera, se veían fugazmente acosados por sonri sas y miradas portadoras de infinitas posibilidades de contactos y encuentros ambiguos. 55. Juvenal, Sátiras, 1, 142-144. 56. De las 14 al sol, o sea, para nosotros, las cinco de la tarde en verano y las cua tro en invierno. 127
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Acabado el periplo, unos se paseaban entre las obras de arte expuestas en los jardines y pórticos, otros se detenían en las representaciones o conciertos que se daban en el auditorio, otros más se dirigían a la inmensa y apacible biblioteca cuyos arcones llenos de libros estaban cuidadosam ente ordenados en esos nichos que todavía pueden contemplarse en las paredes de las termas de Caracalla. La mayoría se instalaba junto a los espume antes nymphaea, sentándose en las exedras frente al césped y los surtidores, o bajo los árboles cuya sombra comenzaba ya a alar garse. Con el cuerpo relajado y la mente libre, prolongaban hasta la noche la conversación iniciada entre los rumores de la gran basilica a punto de quedar envuelta en el silencio y la penumbra. En el vasto y diversificado mundo del que los romanos eran todavía dueños en el siglo III d. C., pasar por las termas se había gradualmente convertido en una exigencia diaria y la ocupación más frecuente de la tarde. Al caer del día, todas las clases sociales hacían en todas partes prácticamente lo mismo y al mismo tiem po: se congregaban, embelesadas, en las salas calientes de los baños. Desde que Agripa hizo gratuitos todos los establecimientos que dependían únicamente de él57, las termas funcionaban, de hecho, como un auténtico servicio público. En tiempos de la República, la gestión de los baños públicos incum bía a los ediles58, que se cuidaban, económicamente, de mantenerlos lim pios, a buena tem peratura y en orden59. Con el Imperio, la administración de las termas pasó a manos de curatores responsa bles del personal y encargados también de los suministros, el mantenimiento, la moral y la higiene. Las sumas anualmente invertidas en la construcción, mantenimiento y buena marcha de las termas superaban con mucho las posibilidades de los par ticulares más ricos, llegando incluso a ser tan considerables que a 57. Infra, p. 266-267. 58. Infra, p. 264. 59. Séneca, Cartas a Lucilio, 86, 10. 128
Lo útil y placentero. Baños y termas
menudo, en las provincias, el poder central había de recurrir al apoyo de capitales aportados por donantes voluntarios60. Al lado de este importante sector público, existía, con todo, un gran número de pequeñas empresas privadas, cuyas balnea, de dimen siones con frecuencia muy modestas, atraían a los originales que huían del gentío o a quienes, por múltiples motivos de orgullo o placer, sólo deseaban encontrarse con personas semejantes a ellos. Accesibles a la masa por un precio ínfimo, las termas no deja ban de tener detractores. Si es cierto que muchos alababan en ellas los logros de una civilización en continuo progreso, que fomentaba la higiene a la par con la cultura y el placer, otros, en cambio, denunciaban los peligros de un sistema embrutecedor y costoso para el Estado, que sólo buscaba dar gusto a la mayoría, favoreciendo la pereza y haciendo perder un tiempo precioso que hubiera podido aprovecharse mejor. Cualesquiera que fuesen sus ventajas o defectos, las termas estaban presentes, como hoy nuestros televisores, en todos los rincones del mundo romano. Su funcionamiento, los detalles de su organización, la calidad de sus servicios y las comparaciones entre unas y otras, diariamente en competencia, alimentaban las conversaciones del pueblo: los cambios y obras que en ellas se hacían eran objeto de polémicas y debates; al mejorarlas, agran darlas o construir nuevas instalaciones, los personajes públicos se daban a conocer y, acudiendo frecuentemente a ellas, mantenían su popularidad. Las termas transmitían así por todas partes los usos y costumbres de Roma, su cultura y modo de vida. Más efi cazmente que los espectáculos y con más facilidad que la lengua, contribuían a la unidad del Imperio difundiendo cada día un mensaje que, pese a no estar explícitamente formulado, era reci bido de la misma manera por pueblos muy distintos entre sí. Siendo la expresión más brillante, rica y consensual61 del poder imperial, constituían un factor tan eficaz de romanización 60. Infra, p. 292-293. 61. Algunos pueblos, como los judíos, utilizaron su repulsa de los baños como forma de resistencia contra Roma. 129
Lo útil y placentero. Baños y termas
que sobrevivieron a Roma. Los pueblos verían durante mucho tiempo en ellas el reflejo de un esplendor perdido; su recuerdo se mantiene vivo y, desde la iglesia del Redentor hasta la estación ferroviaria de W ashington62, su forma habita todavía nuestros monumentos. La termas han hecho eterna el agua de Roma. Sus ruinas y su imagen siguen evocando la historia de una conquista y el recuer do de una victoria, la de los ingenieros y los obreros cuyo discre to e incesante trabajo dieron a Roma el dominio técnico del agua.
62. La iglesia veneciana del Redentor, construida en el siglo XVI por Palladlo, se inspira manifiestamente en la arquitectura de las grandes termas. En cuanto a las esta ciones ferroviarias de Washington y Chicago, de principios del siglo XX, adaptan de manera magistral el mismo modelo a las necesidades modernas. 130
SEGUNDA PARTE El agua de los ingenieros
Reservas de agua.
Cisternas y otros depósitos
En los primeros tiempos de la República, es decir, en la época de los «viejos romanos» como Cincinato o los Camilos, Roma sólo disponía del agua que procedía directamente de la naturale za: la del Tiber, la que se sacaba de fuentes y pozos y la procura da por las lluvias. Abundante en invierno, escaseaba en verano cuando era más necesaria. Así, en previsión de eventuales sequías y para garantizar la continuidad del suministro, cosa que más tarde harían los acueductos, se recogía y conservaba la de lluvia. A falta de medios para conducirla y repartirla, se almacenaba. Fue aquella época, pues, la de las reservas y cisternas, antes de idearse otros métodos de traída.
Reservas privadas Las casas particulares se reducían en aquel entonces a una estancia única, con las paredes ennegrecidas por el humo; sin duda por este motivo se la llamaba atrium o «habitación negra». En el techo existía una abertura que comunicaba con el tejado, cuyas pendientes se inclinaban hacia el interior; el agua de llu via, al deslizarse por ellas, se recogía en una cubeta situada justo debajo. Por la puerta, perm anentem ente abierta en aquellos
Reservas de agua. Cisternas y otros depósitos
tiempos en que no había nada que robar, el viandante podía ver en hilera la cubeta, el hogar y la cama donde se perpetuaba la raza. En su rústica simplicidad, la casa encerraba así, junto con las personas, lo más necesario para la vida, o sea el agua y el fuego, y la citada abertura servía al mismo tiempo para que entraran el agua y la luz y saliera el humo. El fuego se instalaría ulterior mente en la cocina y la cama en otro lugar, que haría de alcoba y se tendría en la familia por una especie de santuario. La cubeta siguió donde estaba. Compluvio Todavía pueden contemplarse aquellos atrios, en Pompeya por ejemplo, en las villas más ricas y lujosas de principios del Imperio; sin embargo, habían ya dejado de ser habitaciones pro piamente dichas para convertirse en suntuosos espacios con jar dines y peristilos. Aun en esos tiempos más confortables, el com pluvium seguía abierto en el techo; según la época o el gusto de los arquitectos, se mantenía por medio de aguilones cruzados o se le daba mayor solidez con cuatro o más columnas. Los días de lluvia, el agua resbalaba por las vertientes del tejado derramán dose en los canalones, a menudo adornados con palmetas y antefxjos de terracota, brotando luego por gárgolas en forma de fauces de perro o de león y cayendo finalmente en el impluvium. Impluvio Este recipiente solía instalarse a ras del suelo, en el atrio, y sus dimensiones eran naturalmente proporcionales a las del complu vio del que formaba parte, completándolo. Estaba en general rodeado de un borde que lo distinguía del resto de la estancia, cuyo centro ocupaba. El fondo se recubría de mármol o de mosaico. 134
Reservas de agua. Cisternas y otros depósitos
Probablemente había que limpiar y fregar con frecuencia aquellos enlosados que hoy vemos siempre secos. En efecto, el agua allí recogida sólo podía evacuarse por un orificio situado siempre a unos pocos centímetros por encima del nivel más bajo; en el fondo, por consiguiente, se depositaban restos vegeta les, arenillas y toda clase de impurezas, que se prestaban además al desarrollo de musgos y abundante moho. Para evitar esas tareas fastidiosas e inevitablemente repetitivas, hubiera podido mantenerse vacío el impluvio cuando no llovía, mas esto habría sido privarse a la vez de un placer y de una pre sencia: el placer de descubrir, al refugiarse en la sombra del atrio, el frescor de un agua tranquila y su titilar a la luz que entraba por la abertura del tejado; la presencia de la riqueza y vida de cuya realidad y duración era símbolo esa misma agua. En vez de dejar secos los impluvios, se ponía el mayor interés en mantener los llenos; en tiempo de los acueductos, incluso se instalarían allí fuentes ornamentales cuyos surtidores o cascadas añadirían su canto al frescor ambiente. Cisternas La función decorativa, con todo, no era esencial. Los implu vios servían principalmente para recoger aguas que luego se con servarían en una cisterna y se utiyizarían a diario. Para evitar que se inundara la estancia en caso de lluvia demasiado fuerte, se abría en la parte superior de esas cisternas un agujero de desagüe que llevaba el líquido sobrante a la cloaca o a la calle. Su capaci dad, aunque en relación con las del compluvio y las posibilida des de recepción de la lluvia que ofrecían sus vertientes, solía ser escasa y se limitaba las más de las veces a unas cuantas decenas de metros cúbicos. En las casas ricas, cuyos propietarios no reparaban en gastos, se construía a veces una canalización suplementaria que permitía instalar la reserva de agua junto a las cocinas; en la mayoría de los casos, no obstante, la cisterna estaba colocada bajo el atrio y casi en contacto con la cubeta, habiendo sido ambas ciertamente 135
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instaladas al mismo tiempo. Así, el orificio por donde se sacaba el agua es hoy casi siempre visible al lado del impluvio; por pre caución, se cerraba con una rejilla y se le ponía también alrede dor un pequeño brocal (puteat) de mármol o terracota que con tribuía a la ornamentación del conjunto y, con su presencia sim bólica, indicaba asimismo el carácter precioso y aun sagrado del agua que había debajo. En Pompeya, todas las casas disponían de ese sistema de reserva de agua. En las más antiguas, como la casa del Cirujano, se instaló más tarde, al mismo tiempo que el impluvio que lo alimentaba; las más recientes y más ricas, pese a sus posibilidades de conectarse con las traídas públicas, lo conservaron en general, pudiendo apreciar su utilidad cuando el formidable terremoto del año 62 las privó de la abundancia y comodidad que les brin daba el acueducto instalado por Augusto a comienzos del siglo I.
Reservas públicas Todos los particulares, empezando por los habitantes de las viviendas pobres o insulaé, no tenían, empero, ni la posibilidad ni la suerte de poseer cisternas para uso privado, y como, por otra parte, las fuentes y pozos podían quedarse sin agua durante la estación seca, las autoridades se preocuparon desde muy pron to de dar al suministro del precioso líquido la regularidad que no le daba el clima. Para conservar, pues, la mayor cantidad posible de agua de torrentes o de lluvia, hicieron construir depó sitos públicos de gran capacidad que se llenaban por procedi mientos análogos a los de las cisternas privadas. Suministro Una vez instalados los acueductos, muchas de aquellas cister nas se conectaron con ellos y les sirvieron de depósitos de traída. 1. Supra, p. 23-24. 136
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Algunas se alimentaban entonces tanto de las aguas del acueduc to como de las que caían del cielo; otras, como la célebre piscina Mirabilis de Miseno, se construyeron ya dependiendo de los nuevos acueductos; otras, por último, se instalaron o siguieron funcionando sin que ninguna conducción viniera nunca a lle narlas, como en el caso de Firmum, en Italia, de Lepcis Magna, en Libia, y de la villa Jovis, en Capri. El turista que, tras una larga subida, se pasea entre las ruinas ardientes y polvorientas de la inmensa residencia que Tiberio se hizo construir en esa isla, se pregunta estupefacto cómo se llena rían aquellas colosales reservas y tiende fácilmente a imaginar toda una flota de navios especialmente preparados para trans portar el agua del emperador desde el continente, así como un largo cortejo de esclavos para llevarla luego del puerto hasta las cisternas. Si tal empresa, hoy realizada en las islas Eolias, hubiese podido tan siquiera concebirse en el siglo I, la habrían cierta mente mencionado con todo detalle Tácito o Suetonio, que jamás desperdician la menor ocasión de denunciar los excesos tiránicos del viejo emperador. Parece más razonable suponer que, como los depósitos de Firmum donde no vivía ningún poderoso personaje, los de la villa Jovis sólo debían alimentarse de agua de lluvia. El principio, por lo demás, es muy sencillo. En las viviendas privadas, el agua de lluvia caía primero en las vertientes del teja do, se concentraba luego en el impluvio y pasaba finalmente al depósito. En el caso de las cisternas públicas, que casi siempre estaban completamente cerradas, el agua resbalaba por la bóveda exterior, cuya parte central se construía ex profeso en forma de doble vertiente, e iba a caer directamente en la reserva; tales cis ternas no eran en realidad sino impluvios de colosales propor ciones2. 2. U n año con otro, la pluviosidad media en Capri viene a ser de unos 50 cm; la capacidad anual de recepción de una superficie impermeable de 1 es, pues, de 500 litros. Este rendimiento es evidentemente teórico, ya que del mismo habría que dedu cir sobre todo la cantidad perdida por evaporación, particularmente cuando las lluvias no son lo bastante fuertes como para producir un flujo rápido y continuo. Las cister nas, sin embargo, solían llenarse pronto, como lo prueba el siguiente pasaje de Flavio 137
Reservas de agua. Cisternas y otros depósitos
Cuando los tejados mismos no parecían ser suficientes para recoger todo el líquido, las superficies de recepción de las lluvias se ampliaban a menudo con terrazas, como en Marsella, y se podían también conducir a las cisternas las aguas torrenciales acumuladas en las plazas públicas. Este sistema se utiliza todavía en Africa del Norte con bastante frecuencia; en cuanto a la isla de Malta, donde no hay ni manantiales ni ríos, se asemeja, vista desde un avión, a todo un juego de superficies en cuesta destina das únicamente a alimentar las reservas de agua. Ciudades enteras podían así no disponer de otras aguas que las de la lluvia. En Solunto (Sicilia), el agua que se precipitaba por las pendientes magníficamente escalonadas que la conducían al mar Tirreno se recogía en muchos pequeños depósitos aún visibles en nuestros días y, detrás de la orchestra del teatro, un ingenioso sistema de canalizaciones en forma de araña alimenta ba una gran cisterna sostenida por pilares. En Córcega, la ciudad de Aleria tampoco dispuso nunca de un acueducto; una casa particular posee, no obstante, una cisterna de 30 metros cúbicos y en los baños existía un depósito de aproximadamente 150 metros cúbicos. Ha podido calcularse3 que la pluviosidad, pese a ser bastante escasa en esa región, suministraba al año una canti dad de agua prácticamente tres veces mayor que la que las reser vas podían contener. El procedimiento, pues, era eficaz y, si bien los acueductos alimentaron abundantemente la mayoría de las grandes ciudades y permitieron mantener reservas mucho más considerables, se siguió recogiendo el agua de lluvia siempre que se pudo y que se presentaba la ocasión. Así, muchos teatros, circos y anfiteatros producían ellos mismos parte del agua que necesitaban para su mantenimiento, sus fuentes o el placer de los espectadores, recu perándola en la pendiente que formaba la superficie de los gra(Guerra judía, 1, 286-287): «José (...) habría abandonado enseguida la fortaleza [de Masada] si no hubiera sido porque, a la caída de la noche fijada para hacerlo, se pro dujo una fuerte lluvia; una vez llenas de agua las cisternas, José no juzgó ya necesaria la evasión». 3. Véase T h . O ziol, «L’eau à A léria, Corse», en L ’eau et les hommes en Méditerranée, París 1987, p. 255-264. 138
Reservas de agua. Cisternas y otros depósitos
deríos. En Pompeya, por ejemplo, la orchestra del teatro estaba provista de un depósito capaz de contener 7.000 litros de agua, y en Orange había una cisterna en el ángulo del escenario. Decantación De dondequiera que proviniese, el agua sólo entraba en las reservas para salir de ellas y ser utilizada o consum ida. Considerando su lim pidez como criterio de excelencia, los romanos cuidaron siempre de clarificar las aguas quitándoles las im purezas visibles que pudieran contener en suspensión. V itruvio y Plinio subrayan repetidam ente este punto. Sin embargo, para «disponer de aguas mucho más salubres y agrada bles»4, no conocen otro método que la decantación, pues «el limo desnaturaliza el agua»5; si ese limo «encuentra otro lugar donde depositarse, el agua se volverá más clara y, ya sin olores, conservará su gusto natural»6. Ambos autores, sobre todo el pri mero, reconocen que la tierra y la arena pueden filtrar el agua, pero aparentemente no deducen de ahí ninguna aplicación prác tica. A buen seguro un filtro, para que sea eficaz, ha de limpiarse y cambiarse con frecuencia; ahora bien, no se ve cómo a la entrada de aquellas gigantescas cisternas hubieran podido colo carse y menos aún mantenerse filtros de arena u otros similares. Las grandes cisternas estaban provistas, no obstante, de rastri llos y rejas que impedían primero el paso de los residuos de mayor tamaño; además, su disposición era tal que el agua hubie ra podido depositarse en ellos purificándose ya en parte. Los pilares que sostenían las bóvedas de la piscina Mirabilis de Miseno la dividían, por ejemplo, en cinco naves longitudina les y trece transversales. Estos canales eran todos semejantes, pero el séptimo, es decir, el situado justo en el centro, tenía 4. Vitruvio, 8, 6, 15. 5. Plinio, 31, 36. 6. Vitruvio, 8, 6, 15. 139
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mayor profundidad que los otros, aproxim adam ente 1,10 metros de más, permitiendo evacuar por allí toda el agua en caso de necesidad. Este mismo canal constituía también como un pilón en cuyo fondo se depositaban las impurezas. Aunque la construcción datara de la época de Augusto, el sis tema de la piscina Mirabilis seguía siendo muy rudimentario y ciertamente sólo funcionaba con pleno rendimiento al efectuarse el desagüe; verdad es que aquel depósito no recibía sino las aguas ya filtradas del acueducto de Serino, destinadas probablemente menos al consumo que a cubrir las necesidades más generales de la flota. Era preferible, pues, que las cisternas estuviesen «acopladas de tal suerte que las impurezas se depositen en la primera y que, gracias a un filtro, el agua llegue pura a las siguientes»7. Así, el sistema más eficaz era sin duda el de depósitos escalonados y múltiples, dispuestos de manera «que sus aguas vayan decantándose al pasar de uno a otro»8. Encontramos de hecho este sistema, con algunas variantes y en todas las épocas, tanto en las cisternas que recogían el agua de lluvia como en las que recibieron ulterior mente las aguas ya purificadas de una traída más regular. En Roma, por ejemplo, la cisterna hoy llamada Sette Sale, que servía de reserva en el Oppio a las termas de Trajano, cons taba de com partim ientos dispuestos paralelamente y con el fondo algo inclinado; en total medía 56 metros de largo y 42 de ancho. El agua circulaba de un compartimiento a otro pasando por aberturas estrechas colocadas en zigzag; su velocidad iba así disminuyendo a la vez que se alargaba su recorrido, lo que facili taba el depósito de barros y légamos. En Firmum, pese a la mayor antigüedad de la construcción, el sistema era más complejo. Consistía en dos pisos de cámaras abovedadas que se alim entaban únicam ente de las lluvias y medían cada una 9 metros de largo, 6 de ancho y 5,20 de alto; en sentido horizontal, el agua circulaba por aberturas arqueadas 7. Plinio, 36, 173. 8. Vitruvio, 8, 6, 15. 140
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más anchas (2,45 metros) que altas (1,50 metros); de un piso a otro, pasaba por aberturas practicadas en el techo de una de cada dos cámaras. Encontramos en Roma este mismo procedimiento, más ela borado, en el punto donde el aqua Virgo desembocaba en el Pincio9. El agua del acueducto penetraba por el nivel superior en un primer recinto, que se comunicaba con otro situado justa mente debajo; en el nivel inferior, el agua debía primero llenar esta cámara y otra contigua, para subir de nuevo a la parte supe rior y entrar en una cuarta cámara desde la que iba a alimentar las termas de Agripa. El sistema es, como puede apreciarse, el del sifón de nuestros fregaderos; evacuada por arriba y circulando lentamente por abajo, el agua debía dejar en las dos particiones inferiores lo esencial de las impurezas que contenía. Asimismo, cerca de Pozzuoli, en la cisterna denom inada Cento Camerelle, en Dar-Saniat, junto a Cartago, en Dougga y en las muchas reservas de Africa del Norte y Siria, cualesquiera que fuesen los detalles del sistema utilizado, el principio de decantación no variaba: al agua se le daba un impulso suficiente para que circulara y lo bastante débil como para que permane ciera casi estancada; a continuación se recuperaba o transvasaba siempre por el punto más elevado. «Ahí es -dice Frontinodonde la corriente recobra en cierta manera su aliento»10. En todas partes esa respiración se facilitaba mediante abertu ras, pozos verticales o anchos vanos, que permitían una constan te circulación del aire; para sanear aún más la atmósfera, se man tenían dentro de las cisternas bancos de césped que se extendían al pie de los muros principales en gradas sobrealzadas. Una serie de escaleras y pasillos daban acceso a los numerosos esclavos y obreros especializados que se ocupaban del mantenimiento de las cámaras; las aguas se regulaban mediante compuertas y pozos de evacuación que las hacían salir por uno o varios desaguaderos o por todo un sistema de norias y ruedas hidráulicas. 9. Sobre los depósitos que atravesaban algunos acueductos, como el aqua Virgo o el Anio novus, y las cisternas en las que desembocaban la mayoría de los mismos, véase infra, p. 38-39ss. 10. Frontino, 19, 1. 141
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Dimensiones Las dimensiones y capacidad de las grandes cisternas solían, pues, ser considerables. Por ejemplo, las reservas de Albano, uti lizadas todavía en parte, podían contener 10 000 metros cúbi cos de agua, la piscina Mirabilis recibía aproximadamente 26 200 y la de Bordj Djedid, en Cartago, unos 30 000. La cisterna de Albano medía 123 metros de largo y 11 de ancho, y la que Constantino mandó construir en Constantinopla, conocida hoy por el nombre de Yerebatan Sarayi, tenía una longitud de 140 metros y una anchura de 70, siendo casi exactamente tan larga como el Foro de Pompeya, pero dos veces más ancha, y superan do ampliamente las dimensiones del edificio cuya construcción completó el mismo emperador junto al arco de Tito; en efecto, la basílica de Majencio y Constantino, a pesar de ser el mayor de los monumentos del Foro romano, sólo mide 80 metros de largo y 58 de ancho. Aún puede verse la piscina Mirabilis, aunque los turistas visi tan con más frecuencia Yerebatan Sarayi. Uno queda asombrado ante la impresión de fuerza y grandeza que producen tales obras. Las bóvedas se pierden en una vaga oscuridad, los pilares se ani man con los reflejos de un agua omnipresente, ruidos y voces se apagan, la penumbra y el frescor son las de un mundo que no parece ya sólo el de los hombres. En Miseno, los siglos y los movimientos telúricos han abierto brechas en los muros; por esas grietas se divisa a veces el cielo, por ellas también entra la luz en forma de rayos húmedos que van a estrellarse en las columnas, y lo que fue antro tenebroso de las aguas queda un momento transformado para el visitante en misterioso palacio de las ninfas. Construcción Si esas basílicas del agua pueden todavía impresionar a quien las descubre al cabo de tantos años, es porque reflejan entre otras cosas una excepcional maestría técnica, sin duda superior a la 142
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necesaria para la erección de los m onum entos públicos más conocidos. Circos, teatros, templos y termas, aun las mayores, se sostenían en cierto modo por sí mismos; las cisternas, en cam bio, debían además resistir a la presión interna del agua que tenían por función contener. Las fuerzas que se ejercían contra sus paredes no eran ya sólo las que actúan de ordinario en todos los monumentos cerrados, sino también las procedentes de un contenido cuyo empuje es proporcional a su volumen. A las difi cultades de construcción inherentes a ese problema venía a aña dirse la necesidad de concebir sistemas y circuitos de decanta ción, la de luchar contra los perniciosos efectos de una continua presencia del agua y la de impermeabilizar perfectamente las ins talaciones. La hermeticidad de las grandes cisternas dependía en primer lugar del esmero con que se realizaban las obras de albañilería. Cualquiera que fuese el opus utilizado, se recubrían luego las paredes con una espesa capa de argamasa que se impermeabiliza ba mezclando con la cal arena de tejas; tal era el opus signinum o mortero rojo del que Vitruvio y Plinio11 nos han dado, por decirlo así, las proporciones y la receta y que todavía se emplea ba en nuestros tiempos antes de la invención de los aislantes plásticos. Como el agua amenazaba con infiltrarse en el punto de unión de dos elementos separadamente fabricados, se ponía también dicha argamasa en todos los ángulos entrantes, forman do así un cordón que quedaba aprisionado en las junturas; aque llos burletes, que reforzaban la impermeabilidad, servían tam bién de juntas de dilatación. A menudo bien conservados hasta nuestra época y muy visibles todavía en la piscina Mirabilis, por ejemplo, tales sistemas de calafateo eran perfectamente eficaces y 11. Vitruvio, 8, 6, 14; Plinio, 36, 173. «Opus» designa aquí un tipo de argamasa. El «.opus caementicium» era, por ejemplo, un hormigón de piedras vaciado eñ un enco frado; el «opus signinum» («argamasa de Signia») deriva su nombre de la pequeña loca lidad de Signia, en el Lacio. Vitruvio nos habla así de su composición: «Primero hay que tener una arena muy pura y áspera; luego se rompen los cantos hasta reducirlos a trochos que no pesen más de una libra y se hace el mortero añadiendo cal, la más deflagrante posible, en la proporción de dos partes por cinco de arena». 143
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no diferían de los que se usaban también en las fuentes y albercas de dimensiones más reducidas o en los canales de los acue ductos. Desde el punto de vista de la construcción, se distinguen en general tres tipos de cisternas, que de hecho nada tienen que ver con una evolución cronológica y sólo constituyen diferentes maneras de resolver un mismo problema. El tipo menos frecuente y más espectacular es el de las cáma ras con pilares, cuyos mejores y más bellos exponentes son la pis cina Mirabilis, con 48, y los depósitos de Yerebatan Sarayi, con sus 336 columnas corintias. Esas impresionantes cisternas esta ban cubiertas por bóvedas de cañón en cuyos muros de arranque se abrían arcos apoyados sobre pilares; eran siempre subterráneas y el propio suelo aguantaba la presión del agua. De gran capaci dad, recibían el agua de los acueductos a los que servían de depósitos de traída, lo cual evitaba a los ingenieros el trabajo de instalar complejos sistemas de decantación. En realidad no eran más que inmensos receptáculos construidos cuando se querían acumular en un solo lugar importantes cantidades de agua. Mucho más a menudo se construían cámaras abovedadas sin pilares; al ejercerse en este caso una presión más fuerte contra las paredes interiores, se presentan generalmente en forma de gale ría con una bóveda de medio punto y son, como el depósito de Albano, bastante más largas que anchas. Su estructura misma reducía su capacidad real, no permitiéndoles recibir un excesivo volumen de agua, pero pronto empezaron a construirse en gru pos de varias unidades adyacentes o superpuestas, o ambas cosas a un tiempo, convirtiéndose así en el modelo más cómodo y efi caz desde el punto de vista de la decantación, a saber, el de las cisternas escalonadas o paralelas. Ese sistem a de cám aras paralelas, recom endado por Vitruvio12, ofrecía, en efecto, múltiples ventajas. Al permitir que el agua fuera pasando lentamente de una cámara a otra, se mejo raba y facilitaba la decantación; por lo demás, la presión del 12. Vitruvio, 8, 6 , 15. 144
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líquido así distribuido se fragmentaba, sin que por ello disminu yera el volumen total; no era ya pues necesario enterrar los depó sitos, que podían incluso instalarse en el punto más elevado de una vasta vivienda, como se ve, por ejemplo, en la villa Jovis. En este último caso, el agua que descendía de las grandes cisternas alimentaba bajo presión los baños privados que se encontraban en la parte inferior de la casa y al mismo tiempo quedaba tam bién resuelto el problema del desagüe. Finalmente, la disposi ción misma de dichas cámaras posibilitaba un suministro mixto: a veces el agua de un acueducto podía entrar en una cisterna mientras las lluvias seguían alimentando las restantes. Todas estas razones hacían que ese tipo de reservas fuera el más frecuente y extendido. Utilizado en Cartago y en Capri, lo encontramos también, adoptando formas diversas, en Firmum, en las Sette Sale de Roma, en las cisternas de Albano, en Dougga, en Regia Bulla y de manera más general en todas las regiones del Imperio con un régimen irregular de lluvias. Inconvenientes El empleo de las cisternas presentaba, con todo, numerosos inconvenientes. Como en las pequeñas reservas contiguas a los impluvios de las casas particulares y pese a lo ingenioso de los sistemas que perm itían la decantación, el constante depósito de barros y limos obligaba sin duda a Ijmpiar a fondo las instalaciones por lo menos una vez al año, lo que entrañaba grandes dificultades técnicas que necesariamente habían tenido que preverse al cons truir el edificio. Así, en la piscina Mirabilis, la evacuación se hacía a partir de la nave central, para lo cual era preciso desviar en aquel momen to la corriente del acueducto o dejar que el agua de desecho corriera por sí misma mientras seguía entrando el agua limpia. En las cisternas del aqua Virgo, se había colocado una rejilla de desagüe en la cámara inferior, que se encontraba exactamente debajo de la entrada; al abrise esa rejilla, el agua del acueducto la 145
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limpiaba gracias a la rapidez de su paso y, al mismo tiempo, se desecaban las otras dos cámaras. Las cisternas escalonadas o paralelas tenían así la ventaja de permitir la limpieza de cada ele mento sin tener nunca que vaciarse totalmente. En todos los casos, sin embargo, los esclavos encargados de este servicio y los que los dirigían se veían obligados a bajar hasta el fondo de los depósitos que, a falta de bombas verdadera mente eficaces, no llegaban a desecarse por completo. Tenían que trabajar entonces en medio del lodo, acumularlo y luego empujarlo hacia las salidas por las que el paso brutal del agua procedente de otra cámara o del acueducto podía al fin evacuar lo. En los alrededores de Roma, no lejos de la cisterna del Anio Novus, enormes cantidades de guijarros y arena atestiguan toda vía la importancia de las limpiezas que debían continuamente efectuarse. Tales depuraciones eran ciertamente imposibles en las cister nas sólo alimentadas por un agua de lluvia que había siempre que economizar. El trabajo hubiera resultado entonces suma mente difícil y largo, por lo que con toda probabilidad se dejaba en el fondo de los depósitos una cantidad cada vez mayor de agua que nunca se tocaba. Las reservas de Firmum fueron quizá abandonadas por haber llegado a un punto en que el exceso de sedimentos las hacía inservibles. Pese a los constantes esfuerzos de limpieza, los resultados debían ser a menudo mediocres y la depuración necesariamente incompleta. Sin duda por esta razón Plinio, que vivió en la gran época de los acueductos, se extrañaba de que quienes condena ban el uso de las aguas esta“cadas o perezosas prefirieran el agua de las cisternas a la corriente, y añade: «Los médicos reconocen que el agua de las cisternas tampoco es buena para el vientre y la garganta, a causa de su dureza, y hasta afirman que ninguna otra contiene mayor cantidad de limo o de insectos repugnantes»13. Vitruvio, por su parte, aconsejaba en este caso salar el agua para devolverle su sabor natural. 13. Plinio, 31, 31-34. 146
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Podríamos hoy responderles que había que enterrar muy pro fundamente las cisternas. Sabemos, en efecto, que el agua man tenida a una temperatura inferior a ocho grados conserva toda su pureza, sin que en ella pueda desarrollarse ninguna vida ani mal o vegetal; por ejemplo, ningún insecto ni moho han conta minado jamás las aguas que todavía actualmente siguen dur miendo en las cisternas de Yerebatan Sarayi, y a los turistas se les recomienda cubrirse bien antes de bajar a la oscuridad que las protege. Extracción del agua Fueran cuales fuesen el gusto y calidad del agua, aumentaban aún las dificultades cuando se trataba de extraerla de los depósi tos para su uso. En la villa Jovis o en Firmum, la instalación de las cisternas en lugares elevados permitía obtener un caudal bajo presión, pero la piscina Mirabilis, pese a haber sido excavada en la toba de la más alta colina de Bacoli, disponía de una sola sali da destinada únicamente al desagüe; el líquido, pues, empujado por ruedas hidráulicas, tenía que subir primero hasta la terraza, desde donde se conducía por canales a la ciudad y el puerto situados abajo. Asimismo en Pompeya, la cisterna, de dimensio nes más modestas (1 5 x 5 x 9 metros), que alimentaba las termas del Foro, estaba igualmente provista de una máquina elevadora que permitía también lograr cierta presión. Aquellas máquinas han sido descritas con bastante precisión por Vitruvio14. Su principio, a grandes rasgos, era siempre el mismo: el agua subía gracias a una rueda que la empujaba por un lado para verterla por el otro. El tympanum, por ejemplo, era una gran rueda de madera cuya parte externa constaba de com partimientos abiertos y en comunicación, por medio de radios, 14. Vitruvio, 10, 4. Los restos de una de esas ruedas se han encontrado al efectuar excavaciones en la Bolsa de Marsella (R. Guéry y G. Hallier, «Réflexions sur les ouvra ges hydrauliques de Marseille antique retrouvés sur le chantier de la Bourse», en L ’eau et les hommes en Méditerranée, Paris 1987, p. 270). 147
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con el eje central, que de hecho consistía en un cilindro hueco; los compartimientos se llenaban al pasar por el depósito inferior y luego, al subir e inclinarse naturalmente, derramaban el agua dentro del eje, que a su vez la vertía en el depósito superior. A la rueda podía también acoplársele una cadena ininterrumpida de cangilones o cubos que iban vaciándose en lo alto de su recorri do. Este último sistema, casi idéntico al de las norias, le parecía preferible a Vitruvio, ya que permitía llevar el agua más arriba. Otras veces se empleaba un aparato llamado caracol15, porque constaba de una serie de tubos arrollados en torno de un cilin dro, los cuales se llenaban espira por espira para vaciarse después en la parte superior. Sin embargo, ese modo de conducir verticalmente el agua de un depósito a otro no resultaba muy eficaz , por lo que en las grandes cisternas había que instalar varias máquinas superpues tas. Sacar el agua de las reservas por medio de esas ruedas hidráulicas debía, pues, ser siempre una operación lenta y onero sa, aun cuando los esclavos que las hacían girar incesantemente andando por su interior no costaran más que la mediocre comi da que se les daba. En cuanto a las bombas y en especial la de Ctesibio, también descrita por Vitruvio16, sólo podían transvasar cantidades de agua muy limitadas y su empleo no era rentable sino en las calas de los navios. Por esos motivos y por la imposibilidad de responder así cuantitativamente a todas las necesidades de la población, las cisternas sólo resolvían de manera imperfecta los problemas que planteaba el suministro de agua en las grandes ciudades. El espí ritu inventivo y organizador de los romanos no podía, pues, ceñirse a su uso exclusivo y pronto acabaría por relegarlas al desempeño de funciones sin duda útiles, pero secundarias. Siguiendo los ejemplos de otros pueblos y seguramente apo yándose también en la fabulosa experiencia de las cloacas que desde mucho tiempo atrás habían instalado en Roma, tuvieron enseguida la idea de no esperar a que les llegara espontáneamen 15. Vitruvio, 10, 6. 16. Supra, p. 191ss. 148
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te el agua, sino ir más bien a buscarla donde se encontraba para conducirla adonde les hiciera falta. Las ventajas eran evidentes: no tendrían ya que recurrir a las cisternas sino en los lugares desprovistos de acueductos o sólo para recuperar el agua no distribuida; comseguirían siempre un agua viva y más pura; podrían recibirla desde lo alto y aprove char así los efectos producidos por la presión; finalmente, la operación contribuiría a realzar el prestigio y la grandeza de Roma. Para ello bastaba con encontrar el agua, captarla y luego construir un canal en pendiente, con preferencia subterráneo, para conducirla al lugar de su consumo. Así concebido, aun cuando al principio no fuera una creación más autóctona que las cisternas, el acueducto se convertía de pronto en uno de los medios más favorables a la expresión del genio específico del pueblo romano.
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Conducción del agua. Los acueductos
Hallazgo del agua
La determinación del punto de partida de un acueducto dependía de múltiples y diversos factores, entre los cuales la dis tancia por recorrer o la índole de los obstáculos que debían superarse no eran los más importantes. Lo esencial consistía, efectivamente, en descubrir un lugar elevado donde el agua fuese siempre pura, abundante y regular. La abundancia saltaba a la vista y la regularidad se comprobaba con facilidad mediante una investigación local; encontrar agua pura resultaba más complejo. Agua pura Los romanos, en todo tiempo entusiastas de las mirabilia aquarum («maravillas de las aguas»), nada sabían, claro está, de microbios ni bacterias, mas no por eso ignoraban que un agua podía ser impura y mala para beber. Sin embargo, atentos a no captar sino un agua del todo segura, sólo les era posible juzgarla por los efectos que producía y el aspecto que ofrecía a la vista. Vitruvio aconseja1, por ejemplo, observar la apariencia y el estado de salud de los lugareños, pero los turistas que actual
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mente van a visitar la India o el valle del Nilo saben muy bien que han de evitar beber el agua que beben los nativos; bastaría un simple análisis bacteriológico para mostrarles las amebas y gérmenes contra los que no están inmunizados. El mismo autor dice también que la pureza de un agua se juzga por su transparencia y que un manantial está sin duda contaminado si en él crecen abundantes musgos y juncos; hoy, en cambio, casi llegamos a pensar que un agua donde la vegeta ción ha podido sobrevivir es probablemente sana, mientras su limpidez nos parece ser señal más de peligro que de pureza. En realidad, los avances conjuntos de la contaminación y de la ciencia han cambiado a fondo nuestras actitudes; hemos per dido el instinto que nos hacía creer en las virtudes de la natura leza, donde constantemente tememos descubrir los efectos per niciosos de nuestra tecnología. Necesitamos otras garantías; bebemos el agua pardusca de Nueva York y no nos atreveríamos ya a probar, como Chateaubriand, la de todos los grandes ríos con los que topamos por vez primera, pues sabemos que no sólo están cargados de historia. El agua es eterna, sí, mas su breve paso por nuestra época industrial nos la hace para siempre sos pechosa. Si es cierto que no podemos ya creer en métodos exclusiva mente naturales, nuestra presunción nos lleva, en cambio, a con siderar sin demasiadas reservas tales o cuales procedimientos empíricos en los que vemos una arcaica prefiguración de nues tras técnicas. Un agua de calidad, explica Vitruvio, no deposita ni limo ni arena en el fondo de los recipientes donde se ha hecho hervir y desaparecer: ¿no es esto como un anuncio de los complejos análisis a los que hoy se procede después de la evapo ración? Una buena agua, sigue diciendo el autor, no deja ningún rastro al pasar por un bronce de Corinto: y enseguida pensamos en la salinidad de las aguas corrosivas. En un agua pura, añade por fin, las verduras cuecen mucho más deprisa: nosotros sabe mos hoy que tal es el efecto de las aguas menos duras. Nos com 1. Vitruvio, 8, 4, 1-2. 152
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placen siempre esas comparaciones aproximadas que de hecho nos procuran una doble satisfacción, la de ver a los antiguos plantearse problemas y a los modernos hallar las soluciones. No cabe duda de que los romanos reconocían el agua potable con menos precisión científica que nosotros, pero también es verdad que les era más fácil encontrarla y que sus acueductos, aparte de los destinados únicamente a responder a las necesida des de la agricultura o la industria, sólo llevaban agua pura. Lo contrario, por lo demás, habría sido muy poco racional, ya que ante todo se trataba de abastecer a las poblaciones. No sin moti vo, pues, se extrañaba Frontino2 de que Augusto hubiera hecho traer a Roma un agua mediocre, sólo prevista para los jardines y las naumaquias, pero que se utilizó varias veces como agua de repuesto para la población mientras se reparaban los conductos que alimentaban el Trastevere. Obviamente, la captación de las aguas se hacía siempre con sumo cuidado. Si procedían de un río o de un lago, bastaba con instalar un canal de derivación en el mejor sitio de la orilla; tra tándose de un manantial, se recogían directamente en un gran estanque, pero los técnicos, en caso de necesidad, sabían reducir las pérdidas o encauzar las aguas de brote por medio de galerías o encañados subterráneos. Obras de este tipo son todavía visi bles en el punto de arranque de los acueductos de Lyon, Arles, Nimes y Saintes. Por su parte, Frontino3 nos dice que el agua del aqua Virgo nacía en un terreno pantanoso, dentro de un estan que cimentado para poder contener las aguas de manantial; aquel estanque de signinum recogía seguramente el agua de varias fuentecillas cuya existencia había sido en otros tiempos indicada por una niña, y al autor le parecen tan naturales los tra bajos de captación que ni siquiera menciona la habilidad de los constructores: «[Al acueducto] se le dio el nombre de Virgo, porque, al estar unos soldados buscando agua, una muchachita les mostró algunos manantiales que ellos siguieron y excavaron hasta descubrir una enorme cantidad». 2. Frontino, 11, 1-2. Sobre la del aqua Alsietina, véase infra, p. 246-248. 3. Id., 10, 5. 153
Conducción del agua. Los acueductos
Embalses Cuando no era posible garantizar absolutamente la regulari dad del suministro, sobre todo en las regiones áridas donde el régimen de fuentes y ríos se tenía claramente por incierto, los ingenieros no vacilaron nunca en construir embalses, creando así verdaderas cisternas al aire libre que se llenaban de modo esporá dico para vaciarse regularmente en el acueducto. Aún pueden causarnos asombro su número y variedad. En efecto, los embalses son para nosotros obras gigantescas que nos recuerdan a veces sucesos dramáticos; admiramos su grandiosi dad tanto como tememos su ruptura y constituyen a nuestros ojos los primeros signos de un desmedido orgullo de la técnica moderna. La idea misma del embalse es, no obstante, sumamen te sencilla y, aplicándola primero a las aguas que deseaban rete ner, los romanos la utilizaron después contra los bárbaros para frenar su avance: las largas ondulaciones del muro de Adriano se parecen mucho, por su principio y su forma, a las construccio nes de tierra, de siete metros de altura y en ocasiones hasta ocho cientos de longitud, que pueden descubrirse en Tripolitania, por ejemplo, y que permitían irrigar los campos que aún se cultiva ban en aquella época. Efectivamente, algunos embalses, incluso entre los más importantes como el de Habarqua, cerca de Palmira, o el de Homs (Emesa), también en Siria, que tenía dos mil metros de largo y una capacidad aproxim ada de noventa millones de metros cúbicos, sólo servían para cubrir las necesidades agríco las: desvío de pequeñas corrientes fluviales, irrigación propia mente dicha, retención de aluviones destinados a fertilizar las zonas desérticas, etc. Otros habían sido más especialmente con cebidos para suministrar agua a las grandes ciudades. En España, por ejemplo, tres grandes presas de tierra garanti zaban la regularidad del caudal de los acueductos de Toledo y Mérida. Los dos embalses de Mérida, con toda probabilidad construidos en tiempos de Trajano, medían respectivamente 194 y 427 metros de largo, con una altura de 15 metros en el primer caso y 12 en el segundo; en cuanto al de Toledo, cuyas obras se 154
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llevaron seguramente a cabo en el siglo II, tenía 14 metros de alto y 550 de largo. En todos estos casos se trataba de presas de gravedad, en las que la tierra podía reforzarse con muros inter nos y coladas de morrillo u hormigón. En Cornalvo, junto a Mérida, el embalse estaba provisto, río arriba y río abajo, de taludes que le permitían resistir tanto a la presión del agua, cuando se llenaba, como a su propio peso, cuando las reservas eran escasas o se habían evacuado. A su vez el embalse que puede todavía verse en Túnez, cerca de Kasserina (Cillium), mide 7 metros de ancho en la parte infe rior, 10 de alto y unos 150 de largo; el de Habarqua, aún más impresionante, se eleva hasta 20 metros y corta un valle de 365 de anchura. Dado el destino de estas dos últimas obras, no era posible construirlas de tierra, pues había que cerrar completamente los valles por donde corrían ríos caprichosos, con crecidas a veces violentísimas que ponían a prueba la solidez de la presa. Los embalses de Kasserina y Habarqua constan, pues, de resistentes paramentos y núcleos de manipostería que los asemejan no poco a las realizaciones modernas. Tendido a través del Derb, el embalse de Kasserina tiene la forma de una porción de arco de círculo y su parte convexa está naturalmente orientada río arriba; para su buen asentamiento, es vertical por el lado convexo y está inclinado por el otro; en la parte superior hay una vía de cinco metros de ancho que permi te también utilizarlo como puente; abajo, una abertura de dos metros, probablemente desprovista de compuertas, daba paso a las aguas que se dirigían al acueducto. A pesar de las apariencias, sólo se trataba aquí de una presa de gravedad; las de bóveda, cuya curvatura las hace todavía mucho más fuertes, son raras y tardías. A este tipo debía perte necer, no obstante, el pequeño embalse que en el valle de Baume retenía las aguas destinadas a Glanum. La existencia de tales obras, costosas y de prestigio, no se jus tificaba verdaderamente sino en las regiones donde los ríos podí an secarse al cesar las lluvias; son por tanto muy escasas en las zonas septentrionales y en Italia misma, donde nunca responden 155
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a necesidades públicas. Así, cerca de Sperlonga, se ha descubier to un pequeño dique destinado sin duda a llenar unas cuantas cisternas e irrigar los jardines locales; en cuanto a las construc ciones de Subiaco, en el Lacio, no tienen otro origen, como las cisternas de Albano, que los fastuosos caprichos de Nerón: tres embalses transformados allí en tres lagos abastecían la residencia que el emperador había mandado construir debajo; de ellos ape nas queda ya nada, pero sabemos que el más importante alcan zaba una altura de 39 metros. Muerto Nerón, aquellas obras, destinadas al placer de uno solo, pudieron servir a todos; en efecto, como el Anio novus había traído siempre mucho fango, Trajano dio la orden de «ir a buscar el agua al lago que se encuentra encima de la villa de Nerón, en Subiaco, donde es muy clara»4. Conducción del agua
De un punto que no debía ser ni demasiado alto, para evitar las interrupciones del suministro durante la estación seca, ni demasiado bajo, para impedir el arrastre de barros y légamos, el agua retenida por cualquier tipo de presa se conducía primero a un depósito donde se acumulaba y reposaba antes de partir hacia el acueducto propiamente dicho. En el caso más frecuente de no haberse necesitado ningún embalse, el proceso era obviamente el mismo, debiéndose siem pre acumular primero el agua para luego controlar su pendiente y caudal. Los estanques donde se recogía no eran distintos de las grandes cisternas, salvo por su capacidad más reducida, ya que no tenían por objeto conservar el agua, sino sólo recibirla por breve tiempo. Su función consistía generalmente en elevar un poco su nivel inicial, pero no eran más que estanques de limo (piscinae limariae) donde, «entre río y conducto»5, las aguas 4. Frontino, 93, 2. Sobre el Anio novus, véase infra, p.203 ss. 5. Id., 15, 2.
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debían ya decantarse antes de recorrer la distancia, a veces muy larga, que mediaba entre el «castellum»6 de salida y el de llegada. Construcción de un specus Entre esos dos puntos, el agua no circulaba por tuberías, que se reservaban para las traídas privadas o para atravesar valles haciendo de sifón, sino por un canal cubierto, del todo semejan te a una acequia, que los romanos llamaban specus, dándole así el mismo nombre que a una gruta, una sima o, en general, cual quier cavidad. Diga lo que diga Vitruvio7, el uso de tubos presentaba múlti ples inconvenientes. Primero, fuera cual fuese su material, había que soldarlos unos con otros, operación minuciosa cuyo éxito no estaba nunca enteramente garantizado. No siendo visible el interior y dado que el diámetro de los más grandes no pasaba de veintitrés centímetros, los lugares eventualmente obstruidos no habrían podido descubrirse sin destruir gran parte de la instala ción. El specus, al contrario, estaba hecho como de una sola pieza y se podía más fácilmente, si no por completo, garantizar su her meticidad; por su tamaño mucho mayor, ofrecía también bas tante más espacio al desplazamiento del agua y eran rarísimas las obstrucciones, si bien solían acumularse importantes depósitos de diversas materias; finalmente, era posible penetrar en su inte rior para efectuar las tareas regulares de mantenimiento. El specus de los primeros acueductos se construyó a veces al aire libre, pero pronto pasó a estar siempre cubierto. El agua, en efecto, debía protegerse del sol8 y circular lo mejor posible; ade más tenía que conservarse intacta, sin que los animales pudieran ir a bebería o las personas a sacarla. Según las regiones atravesa6. La palabra «castellum» designa un gran depósito o arca de agua (plural: «castella»), 7. Vitruvio, 8, 6, 4. Sobre las cañerías, véase infra, p. 198ss. 8. Id., 8, 6, 1: «ut minime sol aquam tangat». 157
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das por el acueducto, el specus estaba o excavado directamente en la roca o construido en el suelo, siendo subterráneo en su mayor parte; sólo en circunstancias especiales, debidas de ordinario a la necesidad de mantener la pendiente, podía colocarse sobre arcos o a ras de tierra. La forma de los specus romanos se ajustaba en general a un mismo modelo. El perfil era con frecuencia rectangular, en oca siones elíptico y excepcionalmente ovoide o trapezoidal; las gale rías tenían siempre suficiente altura como para que un hombre pudiera penetrar en ellas. El encachado se componía de una gruesa capa de hormigón con piedras, las paredes estaban m on tadas sobre pilares y todo ello recubierto de bóvedas de medio punto cuando el acueducto era subterráneo o de losas y hasta tejas si se elevaba a cielo abierto. Las dimensiones del conjunto dependían, con todo, de numerosos factores y por ello solían ser variables; por ejemplo, el specus del aqua Marcia sólo tiene 1,46 metros de alto por 61 centímetros de anchura útil, mientras que el del aqua Claudia mide 1,70 metros por uno y el del puente del Gard 1,80 por 1,30. La hermeticidad de la obra se lograba con aplicaciones de opus signinum, la famosa argamasa roja9 que encontramos en todas las instalaciones hidráulicas de los romanos; con ese mor tero se revestían el fondo y las paredes del canal hasta una altura que variaba según la corriente de agua, extendiendo en general unas cuantas capas de composición cada vez más fina; podía aca barse el trabajo pintándolo todo, como al parecer se hizo en el acueducto de Nimes. Si el espesor de la argamasa no solía pasar de 4 centímetros en los pilares, era en cambio mucho más varia ble en el fondo del canal; así, sólo alcanza 2 centímetros en el acueducto de Tremblay, pero llega a tener 13 en el de Cartago y hasta 18 en el aqua Marcia. Estas últimas cifras nos parecen excesivas; podría pensarse que los ingenieros romanos hacían entrar ampliamente en sus cálculos las posibilidades de erosión, cuyos riesgos eran sin embargo tanto menores cuanto que una 9. Supra, p. 143. 158
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costra calcárea, a veces considerable, venía con frecuencia a reforzar los efectos del mortero; pero probablemente el opus signinum se empleaba también como cemento, por lo que debía contribuir a la estabilidad de la pendiente y la solidez de toda la obra. Por otra parte, los specus, así construidos y recubiertos, no estaban totalmente cerrados: unos registros llamados «putei», «lumina»>o «spiramina» dejaban pasar el aire y la luz y permitían también la entrada de personas para limpiar el canal y conservar lo en buen estado. Cuando el acueducto estaba al aire libre, se reducían a una simple losa que se había hecho expresamente móvil. Si el specus se encontraba bajo tierra, esos puntos de acce so podían ser muy profundos y llevar en las paredes internas varias entalladuras para facilitar la bajada y la subida; a veces, como en Dougga, se añadían por fuera brocales que se elevaban a varios metros del suelo y adoptaban en la parte más alta la forma de conos o pirámides. Sus cierres eran diversos y a menu do originales: en Sens, un bloque de greda tallada en forma de tapón; en Ginebra, una placa de toba con asas practicadas en la piedra misma. Tratándose de túneles10, se utilizaban como regis tros los pozos que habían servido antes para extraer los materia les. Vitruvio, en un texto poco seguro, aconseja colocar esas aber turas cada 120 pies (35 metros) y Plinio cada 240 pies (70 metros11). La arqueología nos muestra, con todo, que en la prác tica las distancias no estaban tan determinadas; así, las encontra mos de 48 metros en Bujía, de un promedio de 250 en Bolonia y de 15 a 100 metros en Nimes. No coinciden, pues, ni los tex tos entre sí ni las realidades arqueológicas con ellos, siendo tam bién diferentes los datos arqueológicos. El caso es que la distan cia de un registro a otro dependía generalmente de consideracio nes tan numerosas como aleatorias, por ejemplo los distintos accidentes del recorrido o los métodos de construcción. 10. Sobre los túneles, véase infra, p. 177ss. 11. Vitruvio, 8, 6, 3; Plinio, 31, 57. 159
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Por toda la extensión de su Imperio, los romanos tendieron una red de specus de cientos y cientos de kilómetros. En Vienne, Arles, Metz y hasta en Roma, en las profundidades del aqua Virgo, muchos nos son todavía hoy accesibles, pero el más visita do es sin duda alguna el del puente del Gard, en Remoulins, cerca de Nimes. Un angosto sendero en las umbrosas pendientes del Gardon, por un lado, y por el otro escalones dispuestos en la estructura misma de la construcción, conducen desde la carretera hasta la cima del acueducto. El turista lo descubre entonces por la parte más estrecha y más alta; a derecha e izquierda, cincuenta metros más abajo, fluye y centellea en verano el Gardon, tachonado de luz y bordeado de rocas blancas, arbustos y diminutas playas pobladas de bañistas; a lo lejos, se extiende el carrascal hasta confundirse con el horizonte; con el olor del río y del tomillo, le llegan al visitante los gorgoteos y murmullos del agua. Ai borde del vacío, los más vacilan en avanzar por las losas planas del monumento, en el lugar mismo donde en otros tiempos se sin tiera Rousseau ciudadano romano, y el vértigo o el miedo los incitan más bien a bajar al specus. Uno se vería de pronto sumido en las tinieblas, si no fuera porque el sol y el aire penetran a sus anchas por la abertura de las losas que faltan. La galería es estrecha (1,30 metros) y lo bas tante alta (1,80 metros) como para poder mantenerse allí cómo damente de pie; las paredes constan de grandes bloques recu biertos de opus signinum, en los que además ha ido fijándose desde hace mucho tiempo una costra calcárea tan espesa que en algunos puntos reduce notablemente la anchura del canal. Cual arroyo suspendido, el agua corría allí por un suelo impercepti blemente en cuesta. Una ojeada más técnica y arqueológica12 nos revelaría algunos detalles sorprendentes. Si los ingenieros y arquitectos hicieron bien su trabajo, los maestros de obras, en cambio, con el apoyo 12. Véase G. Fabre, J.L. Fiches, Ph. Leveau, J.L. Paillet, Le pont du Gard, L ’eau dans la ville antique, Presses du C.N.R.S., Paris 1992, p. 76-78. 160
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de funcionarios más o menos corrompidos, obtuvieron proba blemente pingües beneficios comerciando con los suministros y falsificando o adulterando materiales; por ejemplo, la pintura roja, que en todas partes debía recubrir la argamasa, se empleó a veces como mero sucedáneo de esta últim a en el fondo del canal. El specus que puede así recorrerse en la cima del puente del Gard sólo es, sin embargo, una pequeña parte (275 metros) de la obra completa, que se extendía a unos cincuenta kilómetros atravesando diversos terrenos a los que se adaptaba continua mente. A lo largo de treinta y un kilómetros, en efecto, el canal estaba construido en el suelo y enterrado; durante nueve kilóme tros más, corría a ras de tierra y ofrecía el aspecto de una acequia cubierta; otros nueve pasaba sobre muros, arcos y puentes para cruzar el Gard y sus ríos tributarios; durante los cuatro últimos kilómetros, convertido ya en túnel, estaba directamente cavado en la roca y horadaba las colinas en lugar de rodearlas. Cubierto unas veces con bóvedas y otras con losas planas, al aire libre o subterráneo, el specus tomaba así formas variadas que no eran sino modalidades particulares de una sola estructura, y la misma agua que corría a cincuenta metros de altura sobre el Gardon atravesaba luego la colina en la que se apoyaban los arcos más altos. Cálculo de la pendiente Pese a sus distintas apariencias, el specus sólo era, en definiti va, un conducto sólido, estanco y continuo cuya construcción misma no planteaba mayores problemas. Las verdaderas dificul tades comenzaban cuando había que definir su inclinación y tra zar su recorrido. Conducir el agua significaba, en efecto, hacerla bajar controlando su velocidad, e instalar un specus equivalía a construir un canal en cuesta por donde el agua fluiría sin pre sión, únicamente en virtud de la gravedad. En primer lugar, pues, los sistemas de captación tenían que estar suficientemente elevados para que, considerando la distan 161
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cia por recorrer y la altura del punto de llegada, se lograra la pendiente óptima sin demasiados problemas técnicos. Así los acueductos de Roma parten de los montes de Túsculo, de la región de Braciano o, sobre todo, del valle del Anio, escogido con preferencia porásu relativa proximidad y su conveniente altura. Cuando la elevación parecía insuficiente, se hacía lo posi ble por aumentarla; en Sens, por ejemplo, puede verse que la función de los encañados por donde subía el agua de los manan tiales como por un pozo artesiano no consistía sólo en acrecen tar el caudal del líquido, sino también en elevar netamente su nivel. Había luego que disponer el canal de tal manera que la incli nación no fuese nunca ni excesiva ni demasiado débil: en el pri mer caso se corría el riesgo de provocar el desgaste prematuro del conducto o la destrucción de las instalaciones de llegada; en el segundo se entorpecía el flujo natural del agua, que podía estancarse al pie de las contrapendientes nacidas de su propio limo. Era preciso, pues, preocuparse de mantener en buen esta do el specus y a la vez conseguir que el agua fluyera con facilidad. Para trazar el recorrido del acueducto, los ingenieros roma nos, llamados libratores con relación a esa especialidad, puesto que calculaban la pendiente o libramentum, disponían de dos aparatos que conocemos gracias a los descubrimientos arqueoló gicos y a las descripciones que nos han dejado los teóricos; uno era la groma, que permitía tirar las indispensables visuales, y otro el chorobates, utilizado en los trabajos de nivelación. La groma aparece representada en dos estelas funerarias; asi mismo se ha descubierto en un taller de Pompeya un ejemplar bastante bien conservado13. El aparato es de metal y consta sobre todo de una cruz de cuatro brazos fijada lateralmente en un pie de unos dos metros; del extremo de cada brazo cuelga un hilo de plomo; la estabilidad del soporte se logra mediante un trípode o una gran punta plantada en el suelo, y un quinto hilo de plomo permite controlar su verticalidad. Instalado todo ello junto a un 13. Véase J.P. Adam, La construction romaine, París 1989, p. 11. 162
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punto de referencia bien horizontal, y a condición que el tiempo estuviera perfectamente en calma, esos cuatro hilos permitían al geómetra tirar cómodamente todas las visuales derechas u orto gonales necesarias para el trazado del acueducto. En cuanto al chorobates, especialmente destinado a determi nar las diferencias de nivel, sólo lo conocemos por la descripción que del mismo hace Vitruvio'4. Trátase aquí de una mesa de madera, de unos seis metros de longitud, cuyos extremos repo san sólidamente en dos patas verticales; su horizontalidad puede comprobarse con hilos de plomo colocados sobre placas de refe rencia o mediante un nivel de agua dispuesto en la parte supe rior y particularmente útil cuando hay viento que hace oscilar los plomos. La descripción de Vitruvio iba excepcionalmente acompaña da de un dibujo, que por desgracia se ha perdido; a ello se debe que no nos dé todos los detalles ni las instrucciones para el uso del aparato, cuya estructura es por lo demás relativamente senci lla. A esto obedece sin duda el que tantos científicos se hayan interesado en su funcionamiento; Newton y Perrault, por ejem plo, intentaron construir un chorobates, pero en definitiva la mejor reconstitución parece ser la de J.P. Adam15, si bien reduce notablemente sus proporciones (1,50 metros de largo en lugar de 6) y le añade unos orificios de mira de los que no habla Vitruvio. Es porque J.P. Adam estima que el instrumento se empleaba para tirar visuales de nivelación: el operador, según él, debía primero sujetar el chorobates en posición horizontal y luego mirar por el eje situado entre los dos orificios hacia la parte superior de un jalón colocado delante, a cierta distancia; la diferencia de nivel era así «siempre igual a la altura -conocidadel jalón menos la del “chorobates”»16, y el alcance dependía evi dentemente de la agudeza visual del observador. En esta hipóte sis, no obstante, el aparato debía funcionar más o menos como las dioptras o niveles de agua que, en opinión de Vitruvio17, 14. Vitruvio, 8, 5. 15. J.P. Adam, op. cit., p. 18-19. 16. Id., p. 19. 17. Vitruvio, 8, 5, 1. 163
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«inducen en error»; como añade que, «cuando gracias al chorobates se haya determinado bien el nivel, se conocerá la importan cia de la inclinación»18, podemos pensar que el aparato se utiliza ba desplazándolo cada vez y midiendo directamente en él los desniveles; en tal caso no harían ya falta ni las visuales ni los ori ficios de mira y se explicaría también mucho mejor su longitud. De todos modos, cualquiera que fuese el método empleado, había que seguir siempre el trayecto previsto para el acueducto trazando una línea horizontal imaginaria que se trasladaba a un plano; anotando a continuación la distancia entre esa línea y el suelo, tal como la había medido el chorobates, se obtenían las características del terreno a partir de las cuales los ingenieros podían establecer el recorrido definitivo del specus, determinar su pendiente y optar por hacerlo aéreo o subterráneo. Era ésta, pues, una labor lenta y minuciosa que requería no sólo delicadas manipulaciones y difíciles desplazamientos, sino también un sinfín de trazados, cálculos y apuntes bien verificados que debí an luego transcribirse con claridad en innumerables esquemas; teniendo además en cuenta que los instrumentos eran de por sí imprecisos y que la madera del chorobates, inevitablem ente expuesta al sol y a la humedad, debía por fuerza combarse, se comprenderá que los errores de cálculo se dieran con frecuencia y que la pendiente de los acueductos no pudiera ser absoluta mente continua. Así, desde que empezó a funcionar el acueduc to de Nimes, por ejemplo, se observó que el specus del puente del Gard se había colocado demasiado bajo y que el agua se esca paba por arriba19; inmediatamente hubo que desecar el acueduc to y elevar el encachado añadiéndole sesenta centímetros por ambos lados.
18. Id., 8, 5, 2. 19. G. Fabre y cols, op. cit., p. 18-19. 164
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Continuidad de la pendiente Los teóricos modernos estiman que el agua no puede fluir correctamente si la inclinación del terreno supera los 7,342 metros por kilómetro en suelo duro. La opinión de los especia listas antiguos, si de veras la conocemos con exactitud, parece ser bastante distinta. Plinio, en efecto, declara que la pendiente no debe ser nunca inferior a un sicilicus por cada cien pies, o sea 20 centímetros por kilómetro; según Paladio, no ha de bajar más de un pie y medio por cada ciento sesenta pies (9,37 metros por kilómetro); en cuanto al texto donde Vitruvio trata de esta cues tión, ha sufrido tantas alteraciones que unas veces leemos veinte centímetros (un sicilicus) y otras cinco metros (0,5 pies) por kilómetro20 (!). Más vale, pues, ver cuál era la pendiente real de los acueductos que aún subsisten parcialmente en nuestros días; empero los datos así obtenidos no siempre coinciden con los que nos proporcionan los autores clásicos, siendo además muy variables. Por ejemplo, la pendiente del acueducto de Nimes es, según los cálculos más recientes21, de 24,8 centímetros por kilómetro, la del acueducto de Vienne de 11,6 metros y la del de LyonCraponne llega a medir 16,8 metros. Si estas cifras no están, obviamente, por debajo de las normas que fijaron los antiguos, superan con mucho las establecidas por los modernos. No obs tante, sólo se trata aquí de promedios que suponen una pen diente regular y se obtienen dividiendo el desnivel entre el punto de partida y el de llegada por la longitud total, a veces supuesta, del acueducto; así, el specus de Nimes sólo desciende 17 metros en 51 kilómetros, mientras la inclinación del de Lyon-Craponne alcanza 420 metros en un recorrido de 25 kiló metros22. 20. Plino, 31, 57; Palladio, 9, 11; Vitruvio, 8, 6, 1. El sicilicus equivalía a un cuarto de pulgada, es decir, 0,6 centímetros. 21. G. Fabre y cols., op. cit., p. 58. 22. Infra, p. 173-175. 165
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Ahora bien, atendiendo a los detalles, las cosas se presentan de manera muy distinta. Así, algunos tramos del acueducto de Nimes no tienen más que 8 centímetros de inclinación, y el acueducto de Lyon-Gier, cuya pendiente media es de 146 centí metros, llega en ocasiones a descender sólo 6,59 centímetros. Aquí las medidas son muy inferiores tanto a las recomendadas por los antiguos como a las que preconizan los modernos. Cierto que no son éstos sino casos extremos, ya que la pendiente del acueducto de Nimes varía, según los sitios, de 49 a 30 centímetros, bajando a 8 centímetros sólo en muy cortas distan cias. En suma, aunque los specus tuvieran en general la misma forma, su inclinación podía ser diversísima. Las pendientes cam biaban no sólo de un acueducto a otro, sino también en el reco rrido de un mismo acueducto y dependían mucho más de la experiencia de los ingenieros y de los accidentes del terreno que de estimaciones teóricas. De hecho, el specus de los acueductos descendía siempre por una sucesión de pendientes que iban corrigiéndose unas a otras. Cuando la inclinación llegaba a ser muy pequeña, se podía, por ejemplo, aun a costa de un desvío, llevar el conducto hasta una colina para dar nuevo impulso a la corriente; cuando era excesiva, se prolongaba el recorrido o se construían «rellanos» que retardaban a intervalos el paso del líquido. Mediante un juego de planos repentinamente inclina dos, podían así provocarse, como en Cherchell o en el aqua Marcia, breves saltos de agua que iba a parar a depósitos, los cuales le permitían perder altura reduciendo al mismo tiempo su velocidad; esto último se lograba también construyendo curvas y sinuosidades parecidas a las que se observan en Fréjus en el momento en que el canal entra en la ciudad pasando sobre las murallas. Más que en establecer la pendiente, el arte de los inge nieros consistía en restablecerla de continuo, y hasta era posible, en obras de gran envergadura, modificar la de un acueducto que llevaba ya mucho tiempo funcionando. A propósito del aqua Marcia, por ejemplo, escribe Frontino: «El canal subterráneo que rodeaba los valles se ha abandonado para acortar el recorri do (...) y ahora esos valles se atraviesan sobre muros de conten 166
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ción y arcos»23. En este caso los constructores supieron perder en un trayecto más corto la altura que antes se perdía en uno más largo, es decir, aumentar de una sola vez la pendiente total. Ese arte de rectificar las pendientes explica en gran parte la longitud de los acueductos, que de hecho recorren distancias superiores a las que los separan de sus fuentes. Así, el acueducto de Nimes tiene 51 kilómetros de largo, pese a que la fuente del Eure sólo se encuentra a unos 20 kilómetros de la ciudad; el aqua Marcia prolonga hasta 63 kilómetros un trayecto que podría limitarse a 36, y la mayoría de los specus alargan de la misma manera su recorrido. La razón es que, por regla general, sólo alcanzaban su objetivo tras múltiples desvíos impuestos por la necesidad de dominar las pendientes, y los ingenieros hacían siempre cuanto podían por evitar construir esas obras artísticas que suscitan hoy nuestra admiración. De ordinario, pues, el acueducto no violaba el espacio. Descendía con toda naturalidad y se le hacía simplemente seguir las curvas de nivel de las regiones que atravesaba; en tales casos solía ser subterráneo y esta solución, la más sencilla y menos cos tosa, se prefería a las demás, aun cuando los constructores dispu sieran de medios para proceder de otro modo. Sólo si la pen diente era demasiado abrupta o el nivel demasiado bajo, si había que cruzar un río o un valle angosto o si se deseaba que el agua llegara a las ciudades desde mayor altura para facilitar su distri bución, surgía la necesidad de instalar el canal sobre un soporte. Este método, el más espectacular a nuestros ojos, era también el más raro, y a este respecto son muy características las cifras dadas por Frontino24 para cada acueducto de Roma: en un total aproximado de 405 kilómetros sólo se encuentran unos 52 kiló metros de arcos o muros de contención; la mayoría de los arcos se agrupaban por lo demás en los alrededores de la ciudad y sus siluetas semiderruidas se yerguen todavía hoy en el horizonte de la campiña romana. 23. Frontino, 18, 5. 24. Id., 5, 15. 167
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Muros y arcos Los romanos llamaban substructio al soporte a cielo abierto de un acueducto, pues se trataba de un simple muro que desempe ñaba el papel de zócalo y sólo servía para elevar el encachado del canal en un tramo más o menos largo de su recorrido. Se cons truía generalmente de opus caementicium, es decir, hormigón de piedras que se colaba en un encofrado; en caso de tener abertu ras, éstas sólo eran vías de acceso hacia los caminos cortados por el acueducto. Sin embargo, la masa de los materiales contenidos en tales construcciones las hacía caras y peligrosas cuando había que darles cierta altura, y así, cada vez que alcanzaban más de dos o tres metros, se las sustituía por arcos, de suerte que lo que antes era pesado y macizo se transformaba en algo más abierto y elevado, más sólido y más estético; de la substructio, o sea el muro de contención, se pasaba de este modo a las arcuationes o series de arcos, que recibían también el nombre de opus arcua tum. Para levantar esos arcos, los arquitectos empezaban por insta lar unos pilares dándoles cimientos estables y la altura necesaria y dejando provisionalmente libres sus impostas. Entre dos pila res colocaban luego una cimbra de madera apuntalándola verti calmente en el suelo y haciéndola descansar por los lados sobre las impostas; apoyándose en la cimbra, construían entonces un arco de piedra que servía ya de armazón y sobre el cual monta ban un encofrado en el que se colaba, horizontalmente y a lo largo de los pilares, el material de revestimiento del arco. Sobre esta base podían levantarse otros arcos, si se juzgaba necesario, o se colocaba directamente el specus. En realidad, los arcos sólo tenían por objeto elevar el conjunto de la obra; a todos se les daba la misma altura y en el último momento se establecía con toda facilidad la pendiente del canal haciendo los indispensables ajustes, que consistían en inclinar más o menos el nivel del enca chado sobre el soporte. Al viajero que sale de Roma por ferrocarril en dirección a Cassino le sorprenden la longitud y densidad de los arcos que aparecen sin cesar alrededor, como si la antigua vía de agua se 168
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complaciera en jugar con el tren; sus formas estilizadas corren a lo largo de los carriles, los cruzan por momentos, los rehuyen o se acercan a ellos, se pierden en un horizonte punteado de tejos para regresar y hundirse por fin en el suelo junto a la pequeña estación de Capinelle. Esas largas series de arcos, semejantes a las que llevaban a Roma el agua siguiendo el antiguo trazado de la Vía Apia o de la Vía Latina, se ofrecen aún por doquier a nuestra evocación del pasado; con ellas podemos recorrer dos kilómetros cerca de Lyon, cinco en los alrededores de Túnez y once en los campos de Minturno, en el Lacio; las encontramos en Tarragona, en el corazón de Roma y Estambul, en Efeso, Metz, Constantina, Fréjus... En las ciudades, pasan a veces por debajo de las mura llas y aun de las casas, que reposan sobre esas obras hoy casi enterradas. Con su elevación, su frecuencia y la regularidad tran quila y como infinita de su movimiento repetitivo, atestiguan, más que cualquier otro monumento, la presencia y permanencia de Roma. Sólo son, empero, el imponente soporte de una estre cha canalización de agua. Superación de obstáculos
Cuando los ingenieros establecían el trazado de sus acueduc tos, la naturaleza podía oponerles toda suerte de obstáculos: ele vaciones del terreno, ríos, valles, etc. Unas veces los evitaban, rodeando las colinas o cruzando los valles por su punto inicial, otras los salvaban directamente por medio de grandes obras; se atravesaban entonces las alturas abriendo túneles y las depresio nes tendiendo puentes o construyendo sifones. Puentes Si el acueducto estaba sostenido por arcos y el terreno se pres taba a ello, podía cruzar con facilidad las pequeñas depresiones o los riachuelos, como lo hace el de Nimes, al que bastan tres arcos para salvar discretamente la hondonada de Bornégre. En 169
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tal caso se doblaba o triplicaba el número de pisos para elevar el specus a la altura que hiciera falta. Los acueductos tomaban entonces la forma de esos audaces puentes cuya altura y perfec ción seguimos hoy admirando. Los puentes propiamente dichos eran, por supuesto, más altos que los arcos ordinarios. Para evitar el pandeo, es decir, la progresiva deformación lateral de los pilares que los sostenían, se reforzaban a menudo con tirantes o riostras; podían también hacerse más bajos o superponerse. Los puentes acueductos de dos pisos tienen con frecuencia treinta metros de altura; tal es el caso, por ejemplo, de Tarragona o Segovia; pero los de tres nive les son todavía más elevados: 33 metros de Chabet Ilelouine en Cherchell, 48,67 metros en el puente de Gard que de este modo gana por mucho a todos los demás. Cuando se contempla desde arriba, sobre todo en sentido contrario al de las corrientes del río, el puente del Gard asom bra por su estética y la impresión de ligereza y prestancia que producen sus arcos, a través de los cuales se divisa la claridad del cielo. La obra es, sin embargo, rigurosamente funcional y no presenta sino las características de un puente muy bien conce bido; lo admirable aquí es la técnica, por su necesidad misma, haya llegado a identificarse con la más perfecta elegancia. Tratábase, en efecto, de cruzar a la vez un hondo valle y un río sujeto a crecidas frecuentemente devastadoras; la profundi dad de la depresión explica, pues, la altura de la obra, y el carác ter del río su economía general. Se localizaron primero los pun tos más firmes y estables, colocándose luego los pilares sobre las bases rocosas más sólidas y elevadas, para que quedaran siempre fuera del agua durante el estiaje y se opusieran eficazmente a la presión del líquido en caso de crecida; para hacerlas también menos sensibles a las corrientes violentas, se las proveyó de taja mares en forma de estraves. Al mismo tiempo, se estrechaba y ahondaba el lecho principal del río, para poder cruzarlo de un salto, lo que explica la gran abertura (24,52 metros) del arco inferior central. Por últim o, como en el caso de las grandes pre sas, se le dio a todo el puente un trazado ligeramente curvilí neo, orientando la convexidad río arriba. 170
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Una vez bien implantada la base, se levantó encima una segunda serie de arcos, disponiendo sus pilares justo sobre los otros para darles mayor peso y aumentar así la masa y estabili dad de la obra. Sólo quedaba ya por instalar el specus y, como aún había que elevarlo siete metros, se colocó naturalmente sobre arcos, con lo que acabó por construirse, a 48 metros sobre tierra y en el tercer nivel, un acueducto como los demás. Así pues, la labor de los arquitectos no tenía otro origen que el deseo de dar solidez a sus construcciones, y el puente del Gard ha podido hincharse hasta el primer nivel e incluso a veces soportar terremotos sin que la obra haya sufrido la menor con moción desde hace veinte siglos. La parte inferior consta de varios bloques de hasta seis toneladas de peso, siendo en cambio mucho más ligero el pavimento que se encuentra bajo el specus-, los arcos inferiores son más abiertos y menos numerosos que los de la cima; los tres niveles se elevan unos sobre otros sin ningún enganche ni trabazón y van estrechándose progresivamente; la longitud de cada piso es mayor a medida que se reduce su eleva ción. Todos estos detalles, calculados por los técnicos, transpo nen en belleza lo que sólo era útil y necesario, haciendo del con junto una auténtica obra maestra de arquitectura funcional. «No se observa -escribía Stendhal al contemplar el puente del G ard- ningún indicio de lujo u ornamentación; los romanos construían estas maravillas no para suscitar la admiración, sino de modo natural y cuando les parecían útiles. Les era del todo ajena la idea eminentemente moderna de disponer las cosas para causar cierto efecto en el alma del espectador»25. Tan escasa era la preocupación estética de los constructores que ni siquiera se esforzaron por dejar la obra bien acabada en todos sus detalles. Los bloques que constituyen los pilares y las bóvedas se preparaban directamente en la cantera de la que se extraían; se tallaban y numeraban allí mismo según los planos y luego se transportaban hasta las orillas del Gard donde los maes tros de obra recibían el puente, por así decirlo, en piezas prefa 25. Stendhal, Memorias de un turista, Nimes, 2 de agosto de 1837. 171
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bricadas. Ahora bien, las cifras grabadas en la piedra para indi carles el emplazamiento exacto de los bloques pueden todavía verse con claridad en las claves; «FRS II» significa, por ejemplo, que el bloque debía colocarse a la izquierda en fachada y que era el segundo («frons sinistra. //»). Así como a nadie se le ocurrió recubrir o borrar esas señales, nadie tampoco se tomó el trabajo de quitar los saledizos destinados a sostener cimbras y andamios; las claves de los bloques siguen pues provistas de esos saledizos, que también se encuentran por todas partes en los pilares. Los bloques mismos sólo están bien pulimentados por su cara inte rior, donde este refinamiento era necesario para garantizar la homogeneidad de la construcción; por fuera, donde el mismo trabajo no hubiera obedecido sino a motivos estéticos, se deja ron sin pulir. En el puente del Gard, la aspereza del detalle se une al equilibrio de las proporciones para crear una armonía que se adapta al color de las piedras y al marco natural en que están colocadas. «El aspecto de aquella sencilla y noble obra me llamó la aten ción, tanto más cuanto que se encuentra en medio de un desier to donde el silencio y la soledad dan mayor realce al objeto y hacen la admiración más viva, pues el pretendido puente no era sino un acueducto. Uno se pregunta qué fuerza pudo transpor tar esas ingentes piedras tan lejos de toda cantera y aunar los brazos de tantos millares de hombres en un lugar inhabitado. Recorrí los tres pisos de aquella soberbia construcción en la que por respeto casi no me atrevía a poner los pies»26. Se produjo así lo que los arquitectos pretendían: el puente ha resistido; mas también lo que no habían especialmente buscado: se ha convertido en obra de arte. Tanto es verdad que, dejando cada vez sus señales en la piedra, generaciones de cofrades han venido a estudiarlo siglo tras siglo y han reproducido su técnica y belleza en los monumentos que construían en otras partes. M ientras el puente de Saint-Bénezet, de Aviñón, im itaba el esquema de los primeros constructores, los salientes de las claves, 26.].-]. Rousseau, Confesiones, libro 6 (1737). 172
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cuya única función era servir de sostén a las armazones, llegaron a ser para las iglesias románicas de los alrededores un motivo incansablemente repetido en la ornamentación de los arcos. Los emperadores-mecenas27, que a menudo quisieron dejar huellas visibles de su poderío uniendo lo espléndido a lo útil, lo consi guieron sin duda, pero quizá nunca de modo tan eficaz como la ciencia de los ingenieros de Nimes. Sifones Sucedía en ocasiones que, entre la fuente y el punto de llega da de un acueducto, los constructores toparan con lo que Vitruvio28 llamaba «valles perpetuae», es decir, depresiones tan profundas y anchas que parecían interminables. El primer cuida do de arquitectos y geómetras era probablemente evitarlas. No obstante, si el desvío que debían imponer al canal era excesivo o nuevos obstáculos les impedían hacerlo pasar por otros lugares, se veían en la obligación de cruzarlas directamente; en tal caso, al no poder tender un puente cuya construcción hubiera sido muy difícil y la solidez más que incierta, recurrían a los sifones. Basándose en el principio de los vasos comunicantes, el siste ma impropiamente llamado de sifones consiste en hacer bajar el agua hasta el fondo de un valle para que lo atraviese y luego, ya al otro lado, recobre por sí misma su nivel inicial. Para llegar a esto, se instala, corriente arriba, un primer depósito o cisterna de descarga donde se acumula el agua y, corriente abajo, un segun do depósito o cisterna de salida desde donde prosigue su recorri do; entre esos dos depósitos, el agua discurre por canalizaciones de plomo dispuestas en ambas pendientes. Con todo, han de tomarse varias precauciones. En primer lugar, es preciso deter minar cuidadosamente el emplazamiento de la cisterna de salida y no colocarla ni demasiado alta ni demasiado baja: a demasiada 27. Infra, p. 295ss. 28. Vitruvio, 8, 6, 5. 173
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altura no recibiría el agua que le está destinada y, de estar muy abajo, las aguas brotarían como de un geiser con peligro de hacer estallar el depósito. Para un mejor control del caudal, tam poco hay que conducir el agua por una sola tubería de grandes dimensiones, sino que ha de repartirse entre varias más peque ñas, cuyos codos y empalmes deben fabricarse con el mayor esmero. Finalmente, para protegerse contra los golpes del ariete, aminorar la altura de la caída y disminuir aún más la velocidad, hay que construir un puente sobre la vaguada y disponer el con junto de las canalizaciones en forma de U muy abierta, más que deV. Así, en el acueducto del Gier, en Soucieu-en-Jarrest, cerca de Lyon, la cisterna de descarga ofrecía el aspecto de un estanque abovedado de 1,54 por 4,60 metros en su interior; se elevaba a 4 metros sobre el suelo y sus paredes tenían un grosor de 24 centí metros. Por una serie de aberturas, cuatro de las cuales son toda vía visibles, salían nueve canalizaciones de plomo de 27 centíme tros de diámetro y atravesaban el fondo del valle pasando sobre un puente de veintitrés arcos, de los que se conservan nueve. Con sus 21 metros de alto y sus 202 metros de largo, el puente de Soucieu es sin embargo más pequeño que el de Beaunant, del que aún subsisten los dos tercios y que con treinta arcos cruzaba el Yzeron a 17 metros de altura en una longitud de 296 metros; en esta depresión, de 2,5 kilómetros de ancho, el agua bajaba y subía a 120 metros. La anchura de ambos puentes (8 metros de promedio) no es menos impresionante que su longitud y el número de sus arcos; los puentes-sifones, que debían servir de soporte no sólo a un canal, sino a seis o hasta diez conductos paralelos, eran efectivamente cuatro veces más anchos que los puentes-acueductos de importancia equivalente Los trabajos necesarios para la realización de tales obras eran no sólo considerables, sino también de una extrema audacia. En Craponne, por ejemplo, se construyó a 15 metros de altura un depósito a la vez de descarga y de salida; poráun lado recibía el agua de un primer sifón y por el otro la vertía en un sifón distin to; con una caída de 30 m primero y 90 metros después, se cru zaba así de una sola vez y con doble impulso una depresión de 6 174
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kilómetros de ancho. El mismo principio se aplicó, de modo aún más espectacular, en Turquía, cerca de Aspendos, donde se sucedían tres sifones para cruzar en tres veces el gran valle del Eurimedonte. La complejidad de tales instalaciones muestra que los inge nieros romanos dominaban bien el sistema, y Vitruvio, pese a interesarse más por los conductos mismos que por la organiza ción global del dispositivo, lo presenta incluso como el más apropiado para salvar importantes depresiones29. En la práctica, empero, la construcción de sifones no alcanzó nunca un gran desarrollo. Además de Roma, equipada ya con ellos desde 144 antes de nuestra era30, y Alatri, que dispuso de un sifón hacia el año 100 a. C., sólo parece que los tuvieron tres ciudades: Saintes, donde el C harente constituía un gran obstáculo, Aspendos, cuyo puente subsiste todavía, y Lyon, en cuya región se llegaron excepcionalmente a instalar ocho sifones. En efecto, la situación geográfica de Lugdunum era tal que los cuatro acue ductos que le suministraban el agua no podían hacerlo sino des pués de cruzar unos cuantos valles muy profundos; los acueduc tos de Brevenne y Craponne tenían, pues, un sifón cada uno; en el de M ont-d’Or había dos y el acueducto del Gier, que es tam bién el que mejor se conserva, contaba con cuatro. La recuperación del plomo hizo que desaparecieran por com pleto algunas instalaciones de las que no sabremos nunca nada; es cierto, sin embargo, que los ingenieros romanos no eran muy entusiastas de tales obras cuyos inconvenientes y flaquezas cono cían bien y cuyo buen funcionamiento no podía nunca garanti zarse del todo. De hecho el agua, aunque no circulara bajo altas presiones, descendía con fuerza cada vez mayor debido a su velo cidad, poniendo en peligro de ruptura las tuberías, aun cuando se reforzaran los empalmes con fundas de piedra en los codos más importantes. Por otra parte, la instalación de una gran red 29. Id., 8, 6, 4-6. 30. El aqua Marcia abastecía el Capitolio en 144 antes de nuestra era y el aqua Claudia el Palatino en tiempos de Domiciano. 175
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de conductos exigía un notable consum o de plom o; en Beaunant, por ejemplo, bubo que tender más de dos kilómetros de cañerías, y la cantidad de plomo que fue necesaria para cons truir la totalidad de los sifones de la región lionesa se estima en unas quince mil toneladas. Aquellas obras resultaban, pues, sumamente caras. En efecto, al precio de coste ya muy elevado del metal había que añadir el de una mano de obra obviamente mucho más especializada que la que bastaba para instalar un simple specus; no era ya cuestión, en este caso, de emplear esclavos o cualquier clase de obreros, sino un personal altamente cualificado en la fabricación, colocación y soldadura de un sistema de tuberías que no podía tolerar el menor defecto. Una vez construida la obra, había que vigilarla y mantenerla, ya que, a lo largo del recorrido del acueducto, los sifones constituían verdaderas gar gantas o secciones mínimas que requerían la continua presencia de equipos encargados de controlar la circulación del agua; para impedir la explosión de las cisternas de descarga, era preciso, en caso de crecida, abrir canales de desvío; cuando los ríos estaban bajos, y aunque no existiera prácticamente ningún riesgo para el sistema, había que asegurarse al menos de la continuidad de la corriente y tener siempre en marcha dos o tres tuberías a medida que iban cerrándose una tras otra las demás. En vista, pues, de los costos elevados y de la complejidad del mantenimiento, se comprende que los ingenieros se mostraran más bien reacios a utilizar un sistema cuyos defectos conocían a fondo; para decidirse a instalar un sifón, tenían que haber excluido previamente toda otra solución como inviable; así, en el acueducto del Gier, el sifón de Soucieu permitía ahorrarse dos puentes y un desvío de unos veinte kilómetros, y el de Beaunant evitaba la construcción de un imposible puente de dos kilóme tros y medio de largo y unos 140 metros de alto (!).
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Túneles Las elevaciones del terreno planteaban evidentemente tantos problemas graves de orden técnico como las depresiones; sin embargo, cuando no podían rodearlas y si la roca era lo bastante sólida, los ingenieros jamás vacilaban en cruzarlas de parte a parte, y por eso los túneles son mucho más numerosos que los sifones. Así, el specus de Nimes atraviesa el asperón en Sernhac y varias colinas en los alrededores de la ciudad, el del Gier pasa a veinte metros bajo la localidad de Mornant y tres de los grandes acueductos que abastecían Roma, el Anio novus, el aqua Claudia y el aqua Virgo, recorren bajo tierra un total aproximado de ochocientos metros; en el acueducto de Bujía, el famoso túnel de Toudja mide cuatrocientos 428 de longitud, y el que condu cía las aguas del Durance desde Jouques hasta Aix-en-Provence llegaba a tener varios kilómetros y se encontraba a veinte o trein ta metros bajo la meseta de Venelles. «Sólo quienes lo vieron pueden concebir la inmensidad del trabajo efectuado en la oscu ridad de las galerías, pues las palabras para describirlo resultan demasiado débiles»31. En general se excavaban los túneles progresando hacia el inte rior y extrayendo los escombros a medida que las obras avanza ban. Las galerías tenían que ser, pues, bastante espaciosas; por ejemplo, la del aqua Claudia, que pasa todavía bajo el monte Affliano, entre Tivoli y San Gericomo, tenía un metro de ancho y 2,3 metros de alto. Una vez abierta la galería, solía dársele un revestimiento de mampuesto, lo que puede sorprender en vista de la impermeabilidad y dureza de la roca; su objeto, sin embar go, era no tanto reforzar el canal como regular la pendiente, y en el fondo de los túneles se procedía como en la cima de los arcos, es decir, se inclinaba todo en el último instante jugando con la altura de la base. 31. Plinio, 36, 124. 177
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Cuando la galería por construir debía tener mucha longitud, se jalonaba primero en la superficie un trazado a lo largo del cual se abrían pozos hasta el nivel previsto; desde el fondo de esos pozos, se excavaban a continuación, utilizando el método ordinario, unos cuantos túneles que iban juntándose de perfora ción en perforación; podían así recorrerse bajo tierra distancias considerables y, si las obras comenzaban por ambos extremos a la vez, los progresos eran también mucho más rápidos. Esos pozos servían además para extraer los escombros, que se evacua ban por medio de una máquina parecida a la que puede verse en un bajorrelieve descubierto durante las excavaciones del emisario del lago Fucino: varios cabrestantes hacen girar un gran tambor alrededor del cual se enrollan dos cables en sentido inverso; en estos cables iban enganchadas dos pequeñas canastas de modo que, cuando una subía llena, la otra bajaba vacía. Horadar un túnel en la roca o la toba según el trazado defini do por los geómetras, respetando en conjunto la inclinación y sacando progresivamente los escombros, exigía de los ingenieros tanta organización, técnica y habilidad como construir un sifón. Las obras eran siempre largas, peligrosas y difíciles, y los fracasos sin duda numerosos: «Tenía yo una cita con Cilón de Venafro -escribe Cicerón-, mas aquel mismo día cuatro de sus compa ñeros y ayudantes habían quedado sepultados, en Venafro, en una galería subterránea»32. No conservamos el recuerdo de muchos de aquellos derrrumbamientos, hundimientos, despren dimientos de tierras y catástrofes de todo tipo que por fuerza debieron producirse, pero la malignidad de la historia y los aza res de la epigrafía nos han dejado a este respecto dos sorpren dentes relatos. En el año 52 d. C., el emperador Claudio organizó unos grandes festejos en el lago Fucino para inaugurar el canal de desagüe que acababa de construirse. «Aunque en él trabajaron todo el tiempo y sin interrupción treinta mil hombres»33, las 32. Cicerón, Correspondencia, A su hermano Quinto, 3, 1, 3. 33. Suetonio, Vida del divino Claudio, 20, 4. 178
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obras habían durado once años. El emperador, con todo, tenía motivos para estar orgulloso: el túnel medía 5,679 metros de largo, se habían abierto 42 pozos para excavarlo y, en cuanto empezara a funcionar, permitiría evacuar las aguas sobrantes del lago y sanear la zona, que podría más adelante ser cultivada. La fiesta fue grandiosa. Las calles, las colinas y hasta las cumbres de los montes, «escalonadas como en un teatro, se llenaron de una inmensa muchedumbre venida de los municipios vecinos y de la ciudad misma, por gusto del espectáculo o por deferencia hacia el príncipe»34. Acabado el espectáculo, se abrieron las compuer tas y, con gran estupefacción de los asistentes, no ocurrió nada: a todas luces la obra no era lo bastante profunda y el lago no se vació. Hubo, pues, que reanudar el trabajo, restablecer la pen diente y ahondar aún más el specus. Hechas estas correcciones, volvió a organizarse la fiesta un año más tarde y hasta se sirvió un gran banquete junto a la descarga del lago para que los nota bles pudieran admirar, mientras comían, los resultados de una técnica... que superó esta vez todas las esperanzas: «Se produjo un terrible pánico, porque la masa de las aguas, al precipitarse con violencia, lo arrastraba todo a su paso, hacía temblar cuanto se encontraba algo más lejos o, con su fragor y estruendo, sem braba el espanto entre la multitud»35. Sólo a la malevolencia de Tácito debemos el relato de esa des dichada aventura acaecida a un emperador que tantos autores se complacen en ridiculizar. En realidad, no se trató sino de un incidente de escasa importancia; globalmente las obras se lleva ron bien a cabo y, pese al carácter catastrófico de aquellas dos inauguraciones, el canal en cuestión, m ejorado luego por Trajano, seguiría funcionando sin problemas durante cinco siglos. Aún sería restaurado en 1870, y en nuestros días la llanu ra de Avezzano se extiende en el lugar del lago donde Claudio hiciera antaño naufragar navios36 e inundar banquetes. 34. Tácito, Anales, 12, 56, 3. 35. Id., 57, 2. 36. Supra, p. 88. 179
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Más graves y costosos fueron ciertamente los errores de cons trucción como los que dieron celebridad al acueducto de Saldae (Béjaïa, Bujía). En 137 d. C., Nonio Dato, ingeniero militar de la III legión augusta, de ordinario basada cerca de Lambesa, en N um idia, fue provisionalmente destinado a la provincia de Mauritania Cesarina con la misión de elaborar los planos de un acueducto que debía abastecer Saldae. Las obras previstas eran sin duda considerables y en particular el specus había de discurrir por un túnel de 428 metros bajo el puerto de El Abel, junto a la actual Toudja. El ingeniero hizo los cálculos de nivel, determinó el trazado del conducto, tomó medidas para que éste se instalara según los planos que había entregado al procurador de la época y regresó a su guarnición, de la que volvió al menos una vez para inspeccionar las obras que aparentemente progresaban sin plan tear mayores problemas. No obstante, en el año 151 el goberna dor Vario Clemente escribió al general comandante de la legión de Lambesa para pedirle que le enviara de nuevo a su oficial, ya que todo iba mal en el túnel: «Los salditanos se quejaban de sus canalizaciones y estaban a punto de abandonarlas, pues se había abierto la galería en una longitud superior a la de la montaña (!)». Nonio Dato partió sin demora; como los males nunca vie nen solos, fue atacado en el camino por bandidos que lo maltra taron y desvalijaron; a pesar de todo, llegó por fin, sin equipajes ni material, a casa del procurador Vario Clemente, que lo con dujo inmediatamente a la m ontaña donde el ingeniero pudo apreciar la amplitud del desastre. «Por encima de la montaña, de este a oeste, se había jalonado con piquetes un trazado riguroso, pero la excavación no se había ejecutado con exactitud» y los dos equipos encargados de abrir el túnel, comenzando cada uno por un extremo, no habían llegado a encontrarse; ambos se habían desviado hacia la derecha y, volviéndose prácticamente la espal da, parecían vagar sin fin bajo la colina que debían atravesar. Hicieron falta cuatro años más de trabajo y la intervención de una mano de obra proporcionada por la marina de Cherchell para enderezar el túnel. ¡Sólo en el año 154 pudo por fin el gobernador inaugurar el acueducto y suministrar el agua que los salditanos esperaban desde hacía casi quince años! Un túnel de 180
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428 metros había estado a punto de privarles definitivamente del precioso líquido. En cuanto a Nonio Dato, ya de regreso a su guarnición de Lambesa, hizo grabar sus desventuras y hazañas en una estela cuyo texto ha llegado afortunadamente hasta noso tros37. Bien recompensado por sus esfuerzos, se convertiría en uno de los raros ingenieros cuyo nombre conocemos. Algunos defectos En la construcción de sifones, puentes y túneles, tales inci dentes no fueron raros y los técnicos no siempre llevaron brillan temente sus obras a buen término. Un estudio atento del acue ducto de Cherchell ha podido revelar, por ejemplo, que el specus era con frecuencia muy frágil, hasta el punto de tenerse que modificar varias veces su trayecto38, y que los errores cometidos al construir el puente de Bouchaoun o el de Nsara fueron tan numerosos que hubo que decidirse a cruzar el río por otra parte39 o cambiar de itinerario y suprimir así el suministro de los barrios altos de la ciudad40. De hecho abundan los acueductos defectuosos como el de Cherchell; hoy todavía pueden observarse en ellos las modifica ciones de última hora, los cambios de nivel, las rupturas en la pendiente y toda clase de intervenciones de urgencia a raíz tanto de faltas cometidas por los ingenieros en las nivelaciones, de la mala coordinación de los equipos o de una elección poco afortu nada del terreno como de la incompetencia, negligencia o inde licadeza de los maestros de obras41. En 112, por ejemplo, Plinio el Joven, a la sazón gobernador de Bitinia, escribía a Trajano: «Señor, los nicomedios han gastado 3.318.000 sestercios en la construcción de un acueducto que no sólo ha quedado sin ter 37. C.I.L., VIII, 18122. 38. Ph. Leveau, J.L. Paillet, L ’alimentation en eau de Caesarea de Maurétanie et l ’aqueduc de Cherchell Paris 1976, p. 147. 39. Id., p. 56-63. 40. Id., p. 106-107. 41. Infra, p. 277. 181
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minar, sino que ha sido abandonado y aun demolido. Para un nuevo trazado han tenido que gastar 200.000 sestercios más; también han abandonado este segundo acueducto y ahora es necesario otro crédito para abastecer de agua a gentes que han derrochado ya tanto dinero»42. Trajano le respondió: «Hay que ocuparse de llevar el agua a Nicomedia (...) Pero, por Júpiter, has de poner el mismo celo en buscar a los responsables que hasta ahora han hecho perder tanto dinero a los nicomedios; no puede tolerarse que hayan comenzado y abandonado esos acue ductos repartiéndose luego los créditos»43. En general, los gran des monumentos romanos no fueron siempre tan sólidos como suele creerse, y la impresión de éxito asegurado de antemano que tenemos al verlos viene de que sólo se han conservado los mejo res; el suelo del Gran Circo cedió una vez bruscamente bajo los pies de miles de espectadores, el anfiteatro de Fidenes se derrum bó con el peso de la m uchedum bre y el teatro de Nápoles se vino también abajo en tiempos de Nerón, a poco de salir éste de una representación44. A los problemas de construcción se añadían todavía los de mantenimiento; al cabo de unos cuantos años, la madera se combaba, el agua se salía de los conductos, los arcos se torcían y los puentes se desplazaban con el choque de vientos y crecidas. En el caso particular de los acueductos, las dificultades se debían sobre todo a que el specus, si estaba enterrado, podía obstaculizar el flujo natural de las aguas; sometido a la presión del terreno, acababa por resquebrajarse o estallar. De todas maneras, se pro ducían importantes pérdidas de agua que sólo se sabían remediar reforzando cada vez y punto por punto la hermeticidad del inte rior, sin lograr nunca que desaparecieran por completo las fisu ras y escapes de agua. Así, en Roma, la puerta Capena estaba constantemente húmeda, «rezumando gruesas gotas»45, y a un 42. Plinio el Joven, Cartas, 10, 37, 1. Sobre el costo de los acueductos, véase infra, p. 293-295. 43. Id., 38. 44. Tácito, Anales, 4, 62-63 y 15, 33-34. 45. Juvenal, Sátiras, 3, 11; Marcial, Epigramas, 3, 47, 1. 182
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arco del aqua Virgo se le daba el nombre de Porta pluens (la puerta que llueve), porque de él caía una lluvia continua·, en invierno, la bóveda de ese arco llegaba incluso a recubrirse, por dentro, de una espesa capa de hielo cuya caída eventual ponía en peligro la vida de los que por allí pasaban46. Hasta la ley romana incluía en su definición de «aguas rebosantes» las que «rezuman de las arcas de agua o de las tuberías»47. La mayoría de las veces, sin embargo, las cosas ocurrían como en los tiempos de Claudio y Nonio Dato: ingenieros más com petentes reparaban los errores de sus colegas y las obras prose guían con nuevos equipos y sobre todo maestros de obras mejor vigilados; el mantenimiento mejoró también al hacerse cargo del mismo una administración cada vez más numerosa y especializa da. Así acabó Cherchell por tener su acueducto, el emisario del lago Fucino pudo funcionar, el túnel de Saldae sigue en su pues to y los campos de Roma o de Lyon están todavía poblados de impresionantes vestigios. Hasta podemos preguntarnos, especial mente en el caso de Roma, si la multiplicación de los acueductos no se debió por lo menos tanto al afán de rehacerlos siempre con mayor solidez como al continuo incremento de las necesida des del suministro de agua. El primer acueducto, el Appia , se construyó en el año 312 y el segundo, el Anio vetus, en el 272; pero en 144 a. C., «bajo el consulado de Servio Sulpicio Galba y Lucio Emilio Cotta, como los acueductos Appia y Anio, deterio rados por el tiempo, perdían cada vez más cantidad de agua, desviada indebidamente por los particulares, el Senado confió a Marcio, que era entonces pretor urbano, la misión de reparar los conductos y volverlos a poner a la disposición de todos (...). Además de arreglar las antiguas traídas, construyó un acueducto de capacidad aún mayor que la de los otros, al que se dio el nombre de Marcia, en homenaje a su constructor». Ciento once años después, en el 33 a. C., Marco Agripa «mandó reparar las canalizaciones del Appia, el Anio y la Marcia, que estaban casi en ruinas»48, y construyó a su vez el aqua Julia, completándolo 46. Marcial, 4, 18. 47. Frontino, 110, 1. 48. Id., 7, 1-3 7 9,9. 183
Conducción del agua. Los acueductos
trece años más tarde con el aqua Virgo. Nada, por consiguiente, ni los gastos ni la naturaleza, fue capaz de frenar la formidable expansión de los acueductos; tercos como el Senado en la época de las guerras de Aníbal, geómetras, arquitectos e ingenieros siguieron infatigablemente construyendo nuevas traídas de agua, corrigiendo en las antiguas los yerros de sus predecesores y repa rando en todo momento las injurias del tiempo49. ¿Cuánta agua?
A principios del siglo III d. C., todas las grandes ciudades del Imperio y la mayoría de las medianas estaban ya dotadas de uno y aun varios acueductos. De Colonia a Cartago y de Antioquía a Nimes, pasando por Metz y Pompeya, cientos de miles de metros cúbicos de agua venían así a distribuirse diariamente en las aglomeraciones urbanas: 6.480 en Pompeya, 17.000 en Cartago, 34.000 en Cherchell, 43.000 en Colonia, 76.000 en Lyon, 124.000 en Nimes, 1.127.280 en Roma... En la medida en que puede estimarse la densidad de las poblaciones, la canti dad suministrada por día y por habitante debía ser aproximada mente de 1 100 litros en Roma y 540 en Pompeya50. Estas cifras son a buen seguro considerables y netamente superiores a los promedios modernos, pues se ha calculado que una persona que vive sola en un piso de dos habitaciones consume 35 metros cúbicos de agua fría y 15 metros cúbicos de agua caliente al año, o sea unos 136 litros de agua diarios; esta cantidad se eleva a cerca de 400 litros por persona y por día si se tienen también en cuenta los servicios públicos de carácter colectivo: hospitales, bomberos, jardines, riego de las calles, etc. Así pues, nu estro consum o de agua, in ferio r al de Segodunum (Rodez) o al de Saldae (Bujía), que figuran entre los 49. Sobre las reparaciones que se hacían continuamente en los acueductos, véase infra, p. 275ss. 50. Para una población de un m illón de habitantes en Roma y 12.000 en Pompeya. 184
Conducción del agua. Los acueductos
más moderados, parece a primera vista mucho menor que el de nuestros antepasados del Imperio romano y esta diferencia sería sin duda todavía más llamativa si conociéramos exactamente el número de usuarios en las ciudades antiguas; el agua, en efecto, sólo se distribuía a los más ricos51 y, aun incluyendo en nuestros cálculos la de las grandes termas públicas, el consumo real por habitante debía estar muy por encima de los promedios genera les que grosso modo llegamos a establecer. Con todo, tenemos la impresión de que nuestros fregaderos, bañeras y lavadoras nos han creado necesidades mucho más importantes que las de nues tros antecesores y se nos echa hoy constantemente en cara que utilicemos el agua sin reparar en las consecuencias de su despil farro. No pocos se llevarían una agradable sorpresa al enterarse de que los romanos la derrochaban aún más que nosotros. Consumo
Por desgracia, si es cierto que somos cada vez más numerosos para una cantidad de agua que no podrá ya nunca aumentar y que al contaminarla vamos haciéndola menos disponible, sería en cambio erróneo creer que los ciudadanos utilizaban en su totalidad el agua suministrada por los acueductos. De hecho, como dice Estrabón52, eran «verdaderos ríos» los que penetraban en las ciudades, y las aguas, aun provisionalmente recogidas en los depósitos de llegada, corrían sin interrupción; si no se retenía y acumulaba en grandes cisternas, como en Estambul, Túnez o Miseno, el exceso de producción llenaba estanques y fuentes hasta rebosar e iba a perderse en las cloacas. La abundancia de esas aguas sobrantes (aquae caducae) era tal que estaban someti das a una legislación particular, siendo incluso, en tiempos de la República, las únicas que el Estado reservaba para usos priva dos53; como además en aquel entonces era necesario utilizarlas 51. Infra, p. 280ss. 52. Estrabón, Geografías, 5, 3, 8. 53. Frontino, 94, 3-6 e infra, p. 280. 185
Conducción del agua. Los acueductos
industrialmente, la cantidad de tales excedentes debía ser bastan te notable. Gran parte de lo que traían los acueductos no se con sumía, pues, en el sentido en que hoy lo entendemos y la divi sión de los metros cúbicos por el número supuesto de habitantes no es sino un reflejo moderno capaz de darnos una idea muy general del consumo, tanto más incierta cuanto que el suminis tro diario de un antiguo acueducto variaba con frecuencia y es muy difícil de conocer con exactitud. (Jíiuclcil Consiguientemente, el caudal medio de una de aquellas traí das debe siempre corregirse con arreglo a los cambios de esta ción y a menudo también a las diferencias en la calidad misma del agua. Cuando ésta era muy calcárea, la producción tendía por fuerza a disminuir debido a las costras que se formaban en los conductos y obstruían el specus. Por ejemplo, las tuberías de plomo que aún pueden verse en el museo de las Termas tenían un diámetro de 39 centímetros, reducido a 15 por las calcifica ciones, con lo que su sección pasa así de 600 a 176 cm^. En el specus, esos depósitos alcanzaban a veces tal espesor que pudie ron ulteriormente servir de verdaderas canteras: cerca de Roma, en el lugar llamado Le Campanelle, los acueductos proporciona ron así suficiente material para construir el Casale di Marzio, y en el siglo XII los monjes emplearon de manera análoga las con creciones del canal de Nimes para edificar iglesias en la región. Por regla general, no obstante, esas disminuciones del caudal, a menudo espectaculares, se debían menos al estrechamiento del conducto que a la rugosidad de sus paredes; el agua, en efecto, podía recuperar en altura lo que perdía en anchura, pero su velo cidad quedaba frenada por la multitud de pequeños obstáculos que iba encontrando en su camino. En Nimes, el caudal diario pasó así de 124.000 metros cúbi cos a 91.000 y más adelante a 14.500; en Colonia, de 43.000 a 27.000 y luego a 20.000; en Saintes, de 3.000 a 1.500 durante sólo cincuenta años. En esta última ciudad, los ediles se vieron 186
Conducción del agua. Los acueductos
obligados a construir una segunda traída de agua cuyo caudal, por los mismos motivos, descendió rápidamente de 11.000 a 2.200 metros cúbicos, frustrando las esperanzas que se tenían de multiplicar por cinco la producción total. En casos extremos como éste, construir un nuevo acueducto equivalía únicamente a sustituir un caudal por otro, lo que en realidad no implicaba ningún progreso en el suministro. Si a esos inevitables fenóme nos naturales se añaden los fraudes54 y los escapes de agua provo cados por el envejecimiento o los defectos de las estructuras, es claro que las cifras a menudo propuestas como estables y defini tivas resultan muy variables y más que sospechosas; tocante al acueducto de Nimes, por ejemplo, nos encontramos con evalua ciones unas veces tan optimistas y otras tan modestas que el lec tor atento no sabe a qué atenerse55. La verdad parece aquí impo sible de averiguar y nada justifica lanzar en absoluto cifras que harto a menudo se revelan efímeras. Aun en los casos en que los caudales podrían tenerse por con tinuamente estables, queda todavía un amplio margen de incertidumbre, pues los datos que poseemos provienen de estimacio nes establecidas por los arqueólogos mayormente a partir de la pendiente media de los vestigios y de las dimensiones de los conductos; son por tanto aproximadas y permiten sobre todo apreciar de una manera plausible la relativa importancia de tal o cual traída en comparación con otra. No obstante, en lo que se refiere a los nueve primeros acue ductos de Roma, tenemos una idea más exacta de los caudales gracias a Frontino56, que los calculó escrupulosamente para dar consistencia al informe administrativo que entregó en el año 97 al emperador Nerva57. Sin embargo, las cifras que cita fueron establecidas con arreglo a la sección de las tuberías por las que 54. Infra, p. 287ss. 55. J.P. Adam, op. cit., p. 267: 124.000; G. Fabre, op. cit., p. 32: 35.000. Sobre estos problemas, véase M. Bailhache, «Etude de l’évolution du débit des aqueducs gallo-romains», Journée d ’études sur les aqueducs romains (Lyon, 26-28 mayo 1977), Paris 1983. 56. Frontino, 64-73. 57. Sobre este informe, véase infra, p. 252ss. 187
Conducción del agua. Los acueductos
corría el agua, método que, como bien sabemos hoy, no puede dar resultados muy fiables si en el cálculo no se incluyen tam bién otros factores. Los técnicos lo presintieron ya por experien cia y el propio Frontino hace notar que «la fuerza del agua (...) incrementa el caudal por su velocidad misma»58. Los romanos, pues, aunque no sabían introducir matemáticamente en sus cál culos las nociones de carga, velocidad o frotamiento, tenían de las mismas un conocimiento empírico y trataban al menos de atenuar sus efectos. Por eso las mediciones se hacían no en plena corriente del specus, sino a la entrada de los depósitos de decan tación que se encontraban a lo largo del trayecto; para obtener medidas comparables, se practicaban aberturas calibradas que regularizaban el flujo del agua, estando probablemente todos los calibres sumergidos a doce centímetros de profundidad. A pesar de estas precauciones dictadas por la experiencia, los errores seguían siendo posibles y, sin desdeñar las cifras de Frontino, conviene admitirlas con algunas reservas; destinadas a detectar y reprimir los fraudes, son quizá más administrativas que verdade ramente técnicas. Por otra parte, aceptarlas sin discusión tampoco resolvería el problem a. F ro n tin o , en efecto, nos da sus m edidas en quinariaéS9, unidad de volumen que unos estiman en 40 metros cúbicos por día y otros en 22; desde luego esta última cifra pare ce muy pequeña, pero en todo caso las cantidades generalmente admitidas para esos nueve acueductos dependen a la vez de un cálculo todavía aleatorio y de una transposición controvertida. Como las indicadas por los arqueólogos, su único valor es en definitiva el de brindarnos un buen sistema de comparación. Nada nos permite, pues, afirmar con certeza que los romanos disponían realmente de más agua que nosotros por día y por habitante. La continua construcción de nuevas traídas podría incluso significar que, al menos en Roma, no llegaban a satisfa cerse del todo las necesidades; la frecuencia de las obras de man 58. Op. cit., 73, 6. Véase también 35. 59. Infra, p. 206-207 188
Conducción del agua. Los acueductos
tenimiento y reparación nos lleva a creer que el abastecimiento no era regular y, dada la organización de la sociedad, que tampo co era general. Decir, aun teniendo en cuenta los acueductos construidos después de Frontino, que en el siglo III d. C. cada habitante de Roma disponía de unos 1.100 litros de agua por día es basarse no sólo en cálculos globales o discutidos, sino también en una población probable y en un concepto demasia do moderno de la distribución. El asunto es tal vez de poca importancia y ni siquiera noso tros tenemos hoy un conocimiento general de nuestros propios medios de consumo. Lo esencial, al fin y al cabo, no es saber cuánta agua llega de hecho, sino si esa agua resulta suficiente y qué se hace con ella. Las fuentes, los baños y hasta los grifos nos informan a este respecto mejor que cualquier estimación teórica.
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Distribución del agua. Tuberías y depósitos
Cuando, después de un largo recorrido bajo tierra o sobre arcos, cruzando a veces valles o montañas, el agua llegaba por fin a las cercanías de una ciudad, se recogía primero en piscinae limariae, grandes cisternas cubiertas y en todo semejantes a las que ya había atravesado junto a su fuente. En ellas se la filtraba de nuevo antes de enviarla a la red más tupida de canalizaciones que la llevarían al término de su viaje. Estas instalaciones no eran absolutamente indispensables, y así en Roma, en tiempos de Nerva, sólo las tenían seis acueduc tos de los nueve existentes. «Ni la Virgo -escribe Frontino- ni el Appia ni la Alsietina tienen depósito, es decir, cisterna»1. El aqua Alsietina únicamente se destinaba a la naumaquia de Augusto2; en cuanto al Appia y la Virgo, las tenues rejillas de los castella de distribución bastaban probablemente para retener las impurezas que aún podían quedar tras su breve recorrido.
1. Frontino, 22, 1. 2. Supra, p. 178.
Distribución del agua. Tuberías y depósitos Entrada de
los acueductos en Roma
El problema que planteaba la llegada de los acueductos a Roma era ciertamente el de su gran concentración en un espacio reducido, y así las afueras situadas al este de la capital debían ofrecer un espectáculo impresionante. A mediados del siglo III, sólo la Alsietina y el aqua Traiana, que venían de la región del lago de Braciano, penetraban en la urbe por el oeste, y sólo el aqua Virgo, que procedía del nordes te, entraba por el norte. Los otros ocho acueductos, cuyos manantiales se encontraban mayormente en los montes Albanos, se acercaban a la ciudad por el este3 y las seis cisternas de decan tación mencionadas por Frontino se agrupaban todas «en la vía Latina, antes de llegar a la séptima milla»4, donde se había teni do que instalar un gran complejo hidráulico cuyo papel era esencial; por ejemplo, las aguas Tepula y Julia, hasta entonces conducidas por un mismo canal, iban a parar también a una misma cisterna, pero salían por dos specus distintos, lo que hacía «que el depósito de la Julia se considerara como fuente de la Tepula»5. En ese lugar, que era en realidad el punto donde los grandes acueductos salían a la superficie, se concentraban sin duda muchas obras específicas y oficinas administrativas en torno de las cuales vivían y hormigueaban centenares de escla vos, técnicos y fontaneros. Allí se regulaban los caudales, se transfería el agua de un acueducto a otro y se preparaba la distri bución para toda la ciudad, interrumpiéndola o modificándola cuando había que emprender obras de cierta envergadura; de allí también partían las derivaciones importantes, como la que abas tecía la villa de las Sette Bassi en la vía Tusculana o la gran resi dencia de los Quintili cuyos restos pueden todavía contemplarse en la vía Apia Antigua. Así como en las cercanías de nuestras grandes ciudades modernas va inexorablemente estrechándose la red de autopistas 3. Infra, p. 242ss. 4. Frontino, 19, 1. 5. Id., 68, 3. 192
Distribución del agua. Tuberías y depósitos
y vías férreas, de igual manera el espacio disponible en aquellos aledaños de Roma se restringía hasta el extremo de que los acue ductos llegaban a juntarse y superponerse unos a otros; los mis mos arcos llevaban así la Julia, la Tepula y la Marcia y había sido también necesario colocar el Anio novus sobre la Claudia, cuyos pilares, que no estaban previstos para aguantar ese peso suple mentario, fueron objeto de continuos trabajos de consolidación y reparación. Al este de Roma, pues, y en un trayecto de muy pocas millas, atravesando campos y jardines, los acueductos sobrealzados que corrían paralelos a la vía Latina y la cercana vía Labicana se tocaban, entrecruzaban y traslapaban en medio de granjas y viviendas cada vez más numerosas, y todo aquel entre lazamiento de specus superpuestos, arcos rezumantes y canales subterráneos incesantemente controlados, mantenidos y vigila dos por un verdadero ejército de «agentes de aguas» convergía en un lugar de reagrupamiento y selección que Frontino, volviendo a utilizar los nombres ya olvidados que descubría en los regis tros, llamaba todavía Vieja Esperanza, si bien este bello topóni mo había dejado ya de emplearse en aquella época de progresos rápidos y deseos prontamente satisfechos. En aquel punto, muy próximo a la Puerta Mayor, las grandes traídas de agua se dividían para penetrar en la ciudad y abastecer sus distintos barrios; parte de la Julia se desviaba así hacia las reservas del monte Celio, mientras los arcos de Nerón llevaban a los distritos cercanos al Palatino el aqua Claudia, cuya terminal sólo estaba a 265 metros de la Puerta Mayor. Ya pasando por encima de las calles o discurriendo por túneles bajo las colinas, ya escalando estas últimas hasta la cumbre por medio de sifones, ya finalmente atravesando las encrucijadas con sus arcos y puen tes decorados, los acueductos se ramificaban en todas las regiones de la urbe y, si el agua no se repartía siempre por igual, estaba al menos presente en la totalidad de sus distritos. Como los anfite atros o los templos, los acueductos formaban parte integrante del paisaje de Roma.
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Distribución del agua. Tuberías y depósitos
Arcas de agua (castella) En el centro de las ciudades, los specus se comunicaban con grandes depósitos que eran a un tiempo desembocadura de los acueductos y punto de partida de la distribución urbana; desde esas cisternas de repartición, el agua iniciaba un último recorri do que, no por ser en general más breve, era menos complejo y controlado.
Casi todas aquellas obras, y en especial las de Roma, han sido a la larga destruidas por el hom bre o por el tiem po. En Pompeya, con todo, junto a la puerta del Vesuvio, todavía puede verse el castellum en el lugar más alto de la ciudad, situado en el eje de la calle de las Estabias. Pese a las tres pilastras que adornan su fachada, se trata de una construcción maciza y sin verdadera estética; de plano trapezoidal, encierra una sala circular con una cúpula de 4,30 metros de altura y 5,70 metros de diámetro, donde se encuentra una cisterna de decantación bordeada por una pequeña galería. Para llegar hasta allí, el agua atravesaba dos filtros sucesivos, el segundo de los cuales era más fino que el pri mero; al salir, pasaba por encima de una barra de plomo situada a 25 centímetros del suelo y a continuación penetraba por tres conductos que la conducían a otras tantas canalizaciones de 25 y 30 centímetros, conectadas en la parte inferior de los muros frontales. Nimes
En Nimes, los muros han desaparecido por completo; sólo subsisten, en medio de las casas de la Rue de la Lampèze, la cis terna del castellum y sus dependencias. Protegidos por rejas y a veces recubiertos de hierbajos, esos restos sólo parecen estar ahí para ofrecer al visitante obstinado, que los busca y encuentra, el 194
Distribución del agua. Tuberías y depósitos
plano casi perfecto de una torre de distribución. La cisterna cir cular viene a tener el mismo diámetro que la de Pompeya; el agua entraba en ella por un conducto rectangular de 1,20 metros y salía por diez tuberías de 40 centímetros cada una, colocadas oblicuamente con relación al extremo del specus y pro vistas de rejillas para im pedir el paso de las im purezas. Destinado a repartir cantidades de agua mucho más importantes que las de Pompeya, el castellum de Nimes estaba también mejor equipado: su profundidad era bastante mayor (1 metro en lugar de 30 centímetros), la galería de servicio estaba provista de una barrera metálica y en la cisterna había tres vaciaderos que se uti lizaban durante los trabajos de limpieza o para evacuar las aguas sobrantes; una compuerta permitía además regular la cantidad de agua que salía del specus. En ambos casos, sin embargo, el sistema era el mismo: entrando por un lado y un solo conducto de gran tamaño, el agua salía por el extremo opuesto donde toda una serie de cana lizaciones ramificadas la llevaban a los distintos lugares en que había de utilizarse. Entre la entrada y la salida estaba evidente mente la cisterna, cuya capacidad variaba según la importancia y el caudal del acueducto. Con sus cinco metros de altura, el arca de agua de Pompeya, y sin duda también la de Nimes, no se parecía en nada a las nuestras, al no servir de reserva o depósito propiamente dicho; su única función era distribuir un agua que corría sin cesar, y el reparto sólo se hacía en tres direcciones: la de las fuentes públi cas, de vital interés para la totalidad de la población, la de las termas y otros grandes servicios del Estado y la de los particula res, entre los que figuraban, además de los ricos, las empresas y comercios que utilizaban agua. Esta distinción fundamental era muy antigua y jamás se modificó, puesto que Agripa, al reorga nizar las traídas de agua en Roma6, «determinó las cantidades que debían repartirse entre los servicios públicos, las fuentes y los particulares»7; también la emplea Frontino, añadiéndole sola 6. Infra, p. 243ss„ 266-267 y 281-282. 7. Frontino, 98, 2. Véase también 78-86. 195
Distribución del agua. Tuberías y depósitos
mente las necesidades de la casa imperial, cuando hace la síntesis del consumo de agua en la Urbe. Esa triple distribución se refleja con claridad en la triple sali da del castellum de Pompeya, de la que se estima ordinariamente que el tubo más grueso (30 centímetros) alimentaba las fuentes públicas y los otros dos, más pequeños (25 centímetros), las ins talaciones colectivas y los particulares. Las cosas no están tan cla ras en Nimes, pero nada impide creer que las diez salidas del cas tellum se reagrupaban en tres conjuntos: cuatro tuberías en el centro y tres a cada lado. De todos modos en esa ciudad, como en Pompeya y en Sidé, donde puede verse otra torre de agua bastante bien conservada, las salidas estaban todas situadas en el mismo nivel. Una idea de Vitruvio
Allá por la misma época en que se construían en Nimes o en Pompeya arcas de agua similares, es decir, en el siglo I d. C., Vitruvio hacía de esas instalaciones una descripción muy dife rente. «Cuando el agua llegue a las murallas de la ciudad, se hará un depósito con una triple cisterna para recibirla; a este depósito le serán adaptados tres conductos que penetrarán, conforme a una igual repartición, en las cisternas contiguas, de suerte que el agua que rebose de los compartimentos laterales vaya a verterse en el del centro. Así, en el compartimiento central se colocarán las tuberías dirigidas hacia todos los estanques y surtidores; del segundo se las dirigirá hacia los baños, por lo cual le será pagado a la ciudad un impuesto anual; y el tercero servirá para abastecer las casas particulares, sin perjuicio del consumo público»8. En vez de una sola cisterna de forma circular, el castellum poseería en adelante cuatro, necesariamente en forma de parale 8. Vitruvio, 8, 6 , 1 - 2 . 196
Distribución del agua. Tuberías y depósitos
lepípedos, tres de las cuales eran como cámaras o compartimien tos de distribución para poder establecer de antemano y con exactitud las cantidades destinadas a cada uno de los tres secto res fundamentales. A partir de la cisterna principal, que sólo ser vía de depósito de recogida, el agua pasaba de manera igual por cada uno de los tres compartimientos. Al llenarse el depósito principal, se llenaban, pues, dichos compartimientos simultáne amente, pero, cuando las dos cámaras laterales alcanzaban cierto nivel que se había determinado al construirlas, el agua sobrante se derramaba en la cámara central; si el acueducto traía agua en abundancia, todo el excedente se reservaba para las fuentes y las cloacas; en cambio, si el caudal disminuía, se producían los mis mos descensos de nivel en todas partes a la vez. En el texto jamás se habla de canalizaciones escalonadas con salidas dispuestas respectivamente en lo alto para los particula res, en medio para las termas y abajo para las fuentes públicas, con lo que, en caso de disminución de las reservas, se cerrarían primero los conductos del nivel superior, luego los del centro y nunca los de abajo. No se trataba, por consiguiente, de mante ner a toda costa y en detrimento de los demás servicios la ali mentación de las fuentes colectivas, aun cuando ésta se viera favorecida por la gran capacidad de la cisterna que se les atri buía, sino más bien de asegurar el equilibrio y fiabilidad del con junto. Cuantos pudieran pagar el suministro debían poder siem pre disponer de un máximo y mínimo fijos; en contrapartida, los fraudes les eran imposibles y su dinero se destinaría al mante nimiento de las instalaciones comunes, de las que todos podrían así beneficiarse9. El sistema imaginado por Vitruvio garantizaba, pues, la tran quilidad de unos proporcionando gran comodidad a otros y redistribuía el dinero redistribuyendo el agua; de hecho, preco 9. Ibid.: «De hecho, los particulares no podrán desviar el agua de uso público a partir del momento en que unos conductos especiales se la lleven directamente desde las fuentes. El motivo por el que he decidido esta repartición es que quienes hagan venir el agua a su casa de manera privada habrán de contribuir a la conservación de los acueductos pagando un impuesto a los recaudadores». 197
Distribución del agua. Tuberías y depósitos
nizaba una forma original y nueva de intervención del Estado. La arqueología no nos permite aún decir si esta idea llegó alguna vez a aplicarse concretam ente, pero en cualquier caso debe tenerse por un signo precursor de lo que podríamos llamar la segunda revolución hidráulica10, la que, sucediendo a la fase de las construcciones, pondría en primer plano la gestión, rentabili dad y eficacia de las traídas de agua y cuyo principal autor sería Frontino, en tiempos de Trajano. Privar primeramente de agua a los más emprendedores y por ende los más ricos y poderosos constituiría, desde la época de Vitruvio, un absurdo político, económico y social imposible de aceptar. Canalizaciones
Fuera cual fuere la técnica empleada para la distribución, el agua se conducía desde el castellum por canalizaciones: tubuli de madera o arcilla en unos casos, fistulae de plomo en otros. De madera
Las canalizaciones de madera eran con mucho las menos fre cuentes y se encontraban sobre todo en regiones montañosas y con bosques. Ademas de los pequeños troncos seccionados en los que bastaba con despejar un canalillo por donde el agua cir culaba al aire libre, se ven bastante a menudo, como al pie de la fuente de Argentomagus en el Indre, verdaderas tuberías fabrica das a partir de troncos bien rectos que se ahuecaban con largas brocas y se empalmaban luego mediante mandriles de cobre o de metal mantenidos por un soporte de arcilla o un dado de pie dra perforado. Aunque Plinio y Paladio11 atestiguan la existencia de este tipo de conductos, el procedimiento era rústico y su 10. Infra, p. 250 ss. 11. Plinio, 16, 224; Palladio, 9, 11.
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Distribución del agua. Tuberías y depósitos
empleo se limitaba sin duda a las pequeñas localidades que no requerían importantes redes de distribución. De tierra
Las cañerías de barro, mucho más numerosas, solían tener un diámetro de 16 a 20 centímetros y, según Vitruvio y Plinio12, un grosor de al menos 36 milímetros, que debía garantizar su soli dez. Las halladas en Ginebra, Limoges, Efeso o Estrasburgo son de terracota roja y tienen con frecuencia la forma de un cono o cilindro truncado, todavía presente en las canalizaciones medie vales descubiertas hace poco bajo el Louvre; de una longitud media de 50 a 70 centímetros, se ajustaban unas a otras median te el estrangulamiento de uno de sus extremos, y no es raro ver en la sección más estrecha una espiga que permitía un mejor empalme de los dos elementos. Vitruvio, que proponía de una manera teórica y casi provoca dora la sustitución del plomo por la piedra como antes había propuesto, para el specus, que se reemplazara la piedra por el plomo, juzgaba aquellas tuberías lo bastante resistentes para poderse emplear incluso en los sifones13; sólo había que darles un poco más de espesor y proteger especialmente los codos con ligaduras de cáñamo, haciéndolas también pasar por dados de pórfido perforados que podían igualmente servir de registros. Para lograr una perfecta hermeticidad, debían recubrirse las jun turas con «una capa de cal viva empapada en aceite, y se podía además, antes de introducir el agua desde su fuente, añadir ceni za para calafatear algunas ju n tu ra s aún no del todo herméticas»14. En teoría, pues, esas canalizaciones fueron siempre muy apre ciadas. Plinio estima que «no hay nada mejor que las tuberías de 12. Vitruvio, 8, 6, 8; Plinio, 31, 57. 13. Vitruvio, 8, 6, 4, y supra, p. 173ss. 14. Id., 8, 6, 8-9. 199
Distribución del agua. Tuberías y depósitos
barro»15, y Vitruvio ve en ellas, aparte de un precio de coste poco elevado, otras dos ventajas: «En primer lugar, en caso de encon trarse algún defecto en la instalación, cualquiera puede reme diarlo; por otro lado, el agua que viene de esas cañerías es mucho más sana que la que pasa por conductos de plomo»16. A decir verdad, ni la materia prima era cara ni la fabricación y el mantenimiento requerían una mano de obra especializada; la naturaleza misma de la terracota, en la cual la gente cocinaba y comía diariamente, inspiraba tam bién más confianza que el plomo, cuyos peligros se presentían. Los romanos, en efecto, no dudaban de que el plomo fuera malsano y aducían como prueba que de él salía el albayalde, «qUe pasa por ser nocivo para el cuerpo humano». Ahora bien, si el plomo engendraba un producto perjudicial, él mismo tenía que ser peligroso, como lo demostraba la mala salud de los obre ros que trabajaban con ese metal y «cuyo rostro aparecía invadi do por la'palidez»17. Así como se consideraba preferible comer en platos de cerámica, así también era mejor utilizar canalizacio nes del mismo material: resultaban más seguras y preservaban el sabor del agua. En la práctica, no obstante, las cañerías de barro no se emple aron las más de las veces sino para el riego de jardines, la instala ción de cisternas o la conducción de agua sucia; con esta última función se las ve casi siempre en las paredes de los edificios de Herculano o Pompeya. La eficacia del plomo, más sólido y maleable, y por tanto más adaptable a las eventuales sinuosida des del recorrido, hizo que se olvidara generalmente el temor que inspiraba.
15. Plinio, 31, 57. 16. Vitruvio, 8, 6, 10. 17. Id., 8, 6, 10-11. 200
Distribución del agua. Tuberías y depósitos Tuberías de plomo Los peligros del plomo
No parece «en modo alguno conveniente —escribe Vitruvio— conducir el agua por cañerías de plomo, si queremos tener un agua salubre»18. La condena, pues, era radical y los peligros rea les. Nosotros mismos contamos el plomo entre los productos tóxicos y desde hace ya mucho tiempo nuestras leyes, que tardan en eliminarlo del aire obligando a los automovilistas a emplear un carburante sin plomo, sólo toleran una ínfima proporción en el agua. Por su parte los romanos, que no obstante preferían el plomo a la cerámica, corrían el riesgo de verse afectados por las enfermedades llamadas saturninas, y ha podido demostrarse que las cantidades de plomo contenidas en los huesos de las víctimas de la erupción del Vesuvio, desenterradas en Herculano, eran muy superiores a las que hoy juzgamos excesivas: un promedio de ochenta y cuatro partes por millón en lugar de treinta a cin cuenta en el norteamericano actual más desfavorecido por su situación social y geográfica. Si atribuir a la presencia del plomo en el agua todos los males que aquejaron a los romanos, desde la gota hasta la demencia de los emperadores, y sin llegar a hacer de Claudio un intoxicado de nacimiento o de las Rosas de Heliogabalo'9 un símbolo de la decadencia saturnina del Imperio, hay que reconocer que existía en Roma toda una serie de manifestaciones patológicas provoca das por la ingestión de plomo. Una de ellas, la encefalopatía saturnina, menos citada que las demás y sin embargo bien cono cida, se revela por estados comatosos, delirios y ataques epilépti cos localizados o generalizados; los trastornos causados por esta forma especial de epilepsia son raramente mortales y hasta pue den llegar a disminuir o desaparecer del todo; a buen seguro, se 18. Ibid. J.-C. Jacquinet, director de investigaciones en el C.N.R.S., y el doctor M. Gastine han tenido la amabilidad de revisar este capítulo, por lo que les damos aquí las gracias. 19. Cuadro de Lawrence Alma-Tadema (1836-1912). 201
Distribución del agua. Tuberías y depósitos
asemejan bastante a los observados en muchos ilustres persona jes comiciales, empezando por Julio César. Sería exagerado creer que los romanos, inconscientemente, rendían una especie de culto al agua cuando rodeaban de un brocal el sitio donde alguien sufría de pronto un ataque de epi lepsia. Por una parte, las cisternas y canalizaciones que dependí an de los impluvios sólo se alimentaban de agua de lluvia; rica en carbonatos y bicarbonatos, esta agua no produce con el plomo sino otros carbonatos y bicarbonatos que se depositan formando rápidamente una capa protectora. En cuanto al agua de un pozo, por contener nitratos, nitritos o cloruros que pue den llegar a ser muy tóxicos al contacto con el plomo, hubiera podido resultar mucho más peligrosa, pero nunca se canalizaba. Hoy en día sabemos también que las reacciones que vuelven nocivo el encuentro del plomo con el agua sólo pueden tener lugar al aire libre; las cubas de plomo o las compuertas de plomo totalmente sumergidas en los pilones, así como el interior de las tuberías, no son, por tanto, ni agentes ni medios favorables al morbo, y tampoco contaminan el agua. El saturnismo de que pudieron sufrir los romanos no venía de sus canalizaciones ni el peligro residía en el agua, sino en la comida. Efectivamente, los vinos, las aceitunas y sobre todo los jarabes de uva, que servían muy a menudo para endulzar los pla tos, se maceraban en recipientes de bronce con el fondo recu bierto de un fino baño de plomo que Plinio llama «stagnum » («estañado»): «Una capa de stagnum aplicada a las vasijas de cobre las hace más agradables al paladar e impide que se forme en ellas el venenoso cardenillo»20. Las mezclas se descomponían lentamente al aire libre y los ácidos orgánicos de la fruta ataca ban entonces el metal, de tal suerte que, reproduciendo la receta y la experiencia, se han podido llegar a obtener proporciones de plomo de hasta ochocientos miligramos por litro (!). Vitruvio tenía pues razón en desconfiar del plomo, mas no en sospechar de las canalizaciones; el peligro no estaba en las 20. Plinio, 34, 160. 202
Distribución del agua. Tuberías y depósitos
fuentes, sino en el fondo de los recipientes y de las cocinas, peli gro que durante mucho tiempo se disimuló también en las sol daduras de plomo de nuestras primeras latas de conserva. El saturnismo no constituía así ni siquiera el justo tributo que debían pagar por sus fastos los ciudadanos opulentos cuya lujosa morada estaba bien provista de tuberías y cisternas; al contrario, afectaba indistintamente a cuantos poseían algo más que un simple recipiente de barro. Entre los desdichados que murieron en el año 79, hacinados en las calles de Herculano, muchos sin duda no conocían más que el agua viva de las fuentes; empero el plomo había ya invadido sus huesos y les preparaba una muerte más lenta que la que les sobrevino al intentar huir del torrente de lava que se abatía sobre su ciudad. Fabricación de las tuberías
M uy abundante en todo el m undo antiguo, el plomo se extraía principalm ente de las m inas de Cerdeña, España, Bretaña y el Macizo Central. El mineral se trituraba primero en molinos y luego se lavaba en estanques para eliminar las adhe rencias de tierra y hacer que el metal se depositara en el fondo. Ese metal era transportado a unos hornos y fundido, para sepa rar de él la plata que a menudo contenía21. El plomo finalmente obtenido sólo representaba, sin embargo, una pequeña parte de lo que en nuestros días se consigue por procedimientos muy parecidos; para colarlo se empleaban moldes de distintos calibres y a continuación largas caravanas terrestres lo encaminaban, en forma de lingotes cuidadosamente marcados, hacia los talleres que lo habían comprado para transformarlo en objeto manufac turado. En aquellos talleres artesanos diseminados por las provincias del Imperio, el plomo, fundido de nuevo en crisoles, se vaciaba en forma de láminas metálicas de un grosor de 5 a 15 milíme 21. Id., 34, 159 y 164-165. 203
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tros, las cuales se enrollaban luego en un mandril calibrado, de bronce, que se había calentado previamente. La soldadura entre los dos bordes de la hoja se hacía a veces con un simple martillo, pero más frecuentemente aproximando los dos filos y apretán dolos en una pestaña de arcilla por donde corría un hilillo de plomo; esta técnica explica el doble reborde que caracteriza las tuberías romanas y el aspecto generalmente piriforme de su sec ción; no se trataba, pues, sólo de un medio para reforzar su resis tencia a la presión. El acoplamiento de los tubos, que venían a medir unos diez pies de largo (2,90 metros), se hacía por medio de manguitos bastante cortos que se soldaban por ambos extre mos; la hermeticidad era así siempre casi perfecta y los riesgos de ruptura rarísimos en una utilización normal. Fruto de un trabajo especializado y propiedad de quien había corrido con los gastos, la tubería así acabada, sobre todo si era de gran diámetro, recibía con frecuencia, al igual que los productos de cerámica, una impronta que indicaba al menos el nombre de su dueño, ya se tratara de un particular, del emperador o de la colectividad como tal. Así, en un fragmento conservado en el museo de las Termas se lee: «Aureli Caesaris» (propiedad de Marco Aurelio), y las cañerías de Pompeya llevan también, en forma abreviada, la inscripción «Publ Pompe ( usibus publicis Pompeianorurn) ». En la impronta podía añadirse al nombre del propietario, el del monumento a que se destinaba la pieza, el del administrador responsable de toda la operación y hasta el del fabricante, de ordinario un esclavo o un liberto; en este caso el nombre, que solía ser banal y breve, iba seguido de la palabra que indicaba su hum ilde condición, «serv[us]» («esclavo») o «lib[ertus]» («liberto»), encontrándose así de pronto asociado con los prestigiosos títulos y nombres de <-
22. «Propiedad del emperador César Trajano Adriano Augusto (= Adriano) bajo la responsabilidad de Petronio Sura, procurador; obra del esclavo Marcial.» C.I.L., 15, 7309. 204
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Para que el interior del tubo quedara bien liso y no se reduje ra el calibre, la marca no se hacía en hueco, sino en relieve, aña diendo por fuera las letras. En un rincón del taller, cerca de los crisoles y hornos donde el metal se fundía y humeaba, un hom bre tenía ante sí toda una serie de mayúsculas de plomo que aco plaba en caliente para componer fórmulas y palabras sobre las tuberías que le traían a medida que iban acabándose. La tinta utilizada por escribas e ingenieros no estaba lejos; tal vez aque llos obreros llevaran también colgado a la cintura uno de esos tinteritos portátiles de los que conservamos tantos ejemplares. No obstante, jamás se les ocurrió reunir las letras en una placa y empaparlas en tinta para escribir toda una página en pergamino de una sola vez y repetir la operación cuantas veces hiciera falta. Aún no se dejaba sentir la necesidad ni había llegado la hora de inventar la imprenta; bien hubiera podido, sin embargo, nacer un día en alguno de aquellos sórdidos talleres donde los esclavos componían letra por letra su propio nombre colocándolo junto al de los emperadores. Esas cañerías de plomo, tan corrientes en el mundo romano, son las que todavía hoy seguimos pisando en las polvorientas calles de Pompeya; en los museos, pasamos ante ellas sin dete nernos, juzgándolas despreciables al lado de la belleza de las esta tuas y los mármoles. Nuestra mirada, en efecto, se posa distraí damente en esos tubos informes, desgastados y sucios, a menudo despedazados por los hombres y el tiempo, y los deja atrás como algo innoble, deslustrado y falto de todo esplendor. Para fabricarlos, empero, centenares de hombres perecieron accidentalmente al venirse abajo la mina en que trabajaban y otros tantos sufrieron el martirio haciendo girar los molinos que trituraban el mineral: Eran «seres enclenques, con la piel desga rrada por las lívidas marcas del látigo y la espalda magullada a fuerza de golpes, apenas cubierta, más que protegida, con un andrajo remendado (...). Tenían la tez terrosa y los párpados quemados por el lóbrego ardor de un humo espeso que los deja ba casi ciegos»23. Otros, centenares también, fueron gradualmen 23. Apuleyo, Metamorfosis, 9, 12, 3-4. Se trata aquí de esclavos que trabajaban en 205
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te perdiendo la salud a causa del saturnismo, al respirar día tras día los deletéreos vapores procedentes de los hornos: «Así, cuan do el plomo que se cuela comienza a fundirse, el vapor que exhala penetra en todas las partes del cuerpo y, consumiéndolas poco a poco, las priva de su energía sanguínea»24. Los hubo que vaciaron sin protección el plomo fundido en moldes de tierra, otros soportaron las consecuencias del calor y el frío durante lar gos y pesados acarreos por las vías del Imperio, otros más se pasaron la vida ajustando, martillando y soldando, otros por fin se dedicaron sin descanso a fabricar y colocar las letras con las que en ocasiones firmaron su obra. Cuando un esclavo o un liberto recibía así el extraordinario privilegio de darse como un complemento de existencia escribiendo su propio nombre, que daba de pronto públicamente reconocido el penoso trabajo de todos los plumbarii, aquellos hombres de lívido semblante; reco nocimiento servil, desde luego, marcado en un vil metal, el plomo, y destinado generalmente a desaparecer enseguida bajo tierra, mas a veces también don de eternidad, ya que, junto a la piedra y el mármol donde aparecen grabados los títulos de los poderosos, luce todavía el nombre de un esclavo en esta o aque lla vitrina de nuestros museos. Ese tubo de plomo sin belleza, colocado tras el vidrio e ilumi nado, es el símbolo de todos los sufrimientos que fácilmente olvidamos al admirar los logros de que fueron el precio. Reglamentación de los calibres
«El calibre de los tubos -dice Vitruvio- se establecerá en fun ción del caudal de agua»25. Tales calibres, que obviamente varia ban con las cantidades de agua conducida, se determinaron al principio de una manera empírica y casi anárquica; en realidad dependían de los requerimientos de los constructores, a quienes una molinería, y el que habla es Lucio, transformado en asno. 24. Vitruvio, 8, 6, 11. 25. Id., 8, 6, 4. 206
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ayudaban sobre todo en sus fraudes26, no respondiendo práctica mente nunca a una concepción estricta y definida. Allá por el año 33 a. C., Agripa acometió por primera vez la tarea de poner orden en aquel estado de cosas, quizá con la cola boración de Vitruvio. La nom enclatura que instauró estaba directamente relacionada con la fabricación de las tuberías, puesto que definía el calibre según la anchura y el peso de la lámina de plomo antes de darle forma27. Como más tarde lo haría notar Frontino, el sistema era impreciso de por sí, pues nadie podía estar seguro de que dos planchas de igual tamaño, soldadas en caliente por medio de rodetes, llegaran a tener exactamente el mismo calibre28. No obs tante, la nomenclatura de Agripa fue declarada oficial a su muer te, en el año 12 antes de nuestra era, y también en aquella época se adoptó la quinaria como unidad básica29. El nombre de «.qui naria», «tubo de 5», le venía de su diámetro que era de cinco quadrantes, o sea cinco cuartos de pulgada, y esa unidad servía igualmente de base a una progresión regular que iba de «cua drante» (0,4625 centímetros) en «cuadrante», del tubo de 5 (cinco «cuadrantes» o 2,3125 centímetros) al tubo de 15 (quince «cuadrantes» o 6,9375). 26. Infra, p. 287. 27. Vitruvio, 8, 6, 4: «Además, el tamaño de los tubos se determina según la anchura de las placas y el número de dedos que éstas miden antes de ser enrolladas en forma de cilindro. Y de hecho, si una placa mide cincuenta dedos, una vez transfor mada en tubo se dirá que el tubo es de cincuenta dedos, y así se hará también con el resto». 28. Entre la anchura de la placa y la circunferencia interior del tubo que de ella sale hay siempre una diferencia que aumenta, naturalmente, a medida que el diámetro es mayor; así, la circunferencia interior del tubo obtenido a partir de una placa de cinco pulgadas es de 3,92 pulgadas, pero medirá 15,70 si el tubo sale de una placa de veinte pulgadas. Se pensó también en completar la definición mediante una progre sión regular en virtud de la cual, para una misma longitud de diez pies, debían añadir se doce libras de peso por cada aumento de unidad en los calibres; muy racional en teoría y más o menos aplicable a los tubos pequeños, este último principio, que en realidad suponía el mantenimiento de un espesor constante, resultaba del todo absur do en los grandes calibres, que en tal caso no habrían podido resistir a las presiones que necesariamente les imponía su capacidad. 29. Frontino, 25, 1-2 y 4-5. 207
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Frontino asumió dicha nomenclatura en principio y fijó defi nitivamente la normalización de los calibres, aunque fundándola en dos sistemas distintos: del tubo de 5 al tubo de 15, los cali bres iban aumentando en diámetro, más allá, en sección. Se lograba así un escalonamiento racional y preciso que implicaba la existencia de 25 calibres corrientes30, pero que podía prolon garse a discreción según las necesidades. A comienzos del siglo II los romanos disponían, por consi guiente, de una nomenclatura normalizada. En su concepción, era bastante semejante a las normas establecidas actualmente en F rancia por la A F N O R (A sociación Francesa de Normalización); al igual que éstas, se basaba en que el cálculo ha de tener «valor universal» y en que «todo lo relativo a la medida debe ser fijo, inmutable y acorde consigo mismo»31. Pudieron así editarse tablas (commentarii) en las que los ingenieros, liberados ya de largos y trabajosos cálculos, hallaban con facilidad todas las relaciones entre caudales y calibres; con ello se ponía también coto a las fraudulentas manipulaciones de los constructores que desviaban a menudo el agua en provecho personal, «ya disminu yendo el tubo de 20 ( vicenaria), que utilizan para suministrar el agua, ya aumentando el tubo de 100 ( centenaria) o el de 125, que les sirven siempre para recibirla»32. Como el castellum de Vitruvio, los calibres de Frontino llevaban el sello de un concep to nuevo y racional de la traída de aguas. El suministro en Pompeya
Las redes de distribución del agua desde el castellum principal hasta el centro de las ciudades se conocen bastante mal; efectiva mente, en tiempos de escasez el plomo era un material muy 30. El más pequeño (quinaria) medía 2,3125 cm de diámetro y 3,6319 cm^ de sección; el más grande {fistula centenum vicenum) tenía una sección de 3,361375 dm^ por un diámetro de aproximadamente 23 cm. 31. Frontino, 34, 1. 32. Id., 33, 1. 208
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apreciado y a menudo las tuberías han desaparecido, como suce de con las juntas que servían para sujetar las piedras de los gran des monumentos. Es evidente, con todo, que el agua que salía del castellum corría primero por conductos cuyo módulo podía ser, como en Nimes o Pompeya, netamente superior a las normas. Aquellas canalizaciones, cada una de las cuales se destinaba desde su comienzo a una red determinada33, alimentaban las termas, las fuentes, los artesanos o los particulares por medio de tubos o colectores secundarios que se empalmaban directamente con ellas. En Pompeya, por ejemplo, el conducto que debía llevar el agua a los edificios públicos bajaba por la calle de las Estabias alimentando las termas centrales, las de las Estabias, los teatros y la palestra samnita; de él partían dos ramales, uno hacia la calle de la Fortuna y otro hacia la calle de la Abundancia para abaste cer respectivamente los edificios orientales y occidentales de la ciudad. La instalación, pues, no difería de las nuestras sino desde el punto de vista administrativo, ya que el castellum solía estar situado en un lugar alto y el agua, que había circulado por el acueducto gracias a la gravedad, llegaba a su destino bajo pre sión. En el exterior de algunas casas pompeyanas se ven aún las cañerías que llevaban el agua a los pisos. Según Estrabón34, el mismo sistema de sifones se utilizaba en muchas viviendas de Roma, y el poeta Horacio prefiere el agua «que salta murmuran do por la pendiente de un arroyo» a la que en las ciudades «pro voca el estallido del plomo»35; por lo demás, el riesgo de que reventaran las tuberías explica la importancia que se daba tanto al cálculo de sus calibres como al de los caudales de agua.
33. Supra, p. 195-196. 34. Estrabón, Geografía, 5, 3, 8: «Casi todas las casas poseen cisternas, sifones y fuentes inagotables». 35. Horacio, Epístolas, 1, 10, 20-21. 209
Distribución dei agua. Tuberías y depósitos Pilares
El problema era especialmente delicado en Pompeya. En efecto, el castellum principal, construido junto a la puerta del Vesuvio a 42,50 metros de altura, dista sólo 750 metros de la puerta de las Estabias, que se encuentra prácticam ente 32 metros más abajo; dado que la presión del agua aumenta aproxi madamente un baro por cada 10 metros de caída, no era posible conducirla hasta los puntos de utilización sino instalando series de sifones escalonados que iban frenando el impulso del líquido a medida que descendía. Así, en el trayecto de las tres canalizaciones principales se colocaron pilares de mampuesto provistos de ranuras por donde pasaban las cañerías. El agua subía por un lado y bajaba por el otro una vez perdida parte de su fuerza al llenar en lo alto una cuba de plomo llamada «castellumplumbeum». Gomo esas torres estaban colocadas a todo lo largo de la pendiente y eran cada vez menos elevadas, el agua descendía pasando por rellanos sucesi vos, llegando siempre al pie de cada pilar con una presión media de 1,5 a 2 baros. La distribución se hacía, por supuesto, a partir de las canalizaciones de bajada, en las cuales se habían instalado unas llaves que permitían interrumpir eventualmente el flujo del agua para efectuar limpiezas o reparaciones. En Pompeya pueden todavía verse trece de esos pilares. Estrechos y austeros, faltos evidentemente de sus conductos y con el pie apoyado siempre en una fuente, se yerguen en medio de las calles como grandes columnas grises. El más alto (6,75 metros) está en la calle de Ñola y el más bajo (1,60 metros) en la de la Abundancia; éste es el único que conserva su «castellum plumbeum », una cubeta de 6 milímetros de espesor en forma de paralelepípedo (56 x 65 x 65 centímetros), con llaves de bronce que permitían vaciarla. El primero de la serie, que se encontraba a sólo 139 metros del castellum principal, estaba ya 7 metros más bajo que éste, pero los ingenieros, quienes no siempre domina ban la nivelación36, le habían dado demasiada altura y no servía 36. Supra, p. 164. 210
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prácticamente para nada. Al final de la calle de Mercurio, se había preservado la estética y ahorrado un pilar utilizando el arco de Caligula, en cuyas pilas se disimulaban las tuberías; en su cima estaba también instalada una cubeta, invisible desde abajo. Al pie de este arco había dos fuentes, probablemente des truidas por el terremoto del año 62, de las que sólo quedan hoy los orificios de llegada del agua. Desde esas torres, el agua se distribuía casi únicamente a las termas, las letrinas y todos los edificios públicos, así como a los artesanos, en particular los bataneros, que la consumían en gran cantidad. Raros eran los particulares que podían pagarse una conducción privada; aparte de lo caro que esto les habría salido, disponían con facilidad del agua del acueducto, construido no hacía mucho, y de una red muy bien concebida de fuentes acce sibles al público. Fuentes
Tales fuentes, elementos esenciales de la distribución, se encontraban por doquier en Pompeya; había una cada ochenta metros más o menos y todas ellas formaban en la ciudad una red densa y homogénea que perm itía a cada habitante no estar nunca a más de cuarenta metros del agua. En la zona actualmen te explorada se han hallado unas cuarenta; trátase de pilas rec tangulares a caballo entre la calzada y la acera, rematadas por un cipo ornamentado de cuya parte alta manaba continuamente el agua. Las pilas son de lava, toba o mármol y todas tienen debajo un orificio de desagüe que hoy está obstruido; en el reborde superior, en cambio, hay un canalillo por el que el agua sobrante iba a verterse en la calle. Todo ello era perfectamente estanco; además, unos grandes bloques de piedra colocados en el lado que daba a la vía amortiguaban los eventuales choques con las ruedas de los carros. Fuentes similares existían también en otras ciudades de Italia, como Herculano o Pesto; se ven incluso en Bretaña y la Galia, pero no son ni tan frecuentes ni tan vistosas como en Pompeya. 211
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Siempre parecidas unas a otras, aunque distintas por los motivos que adornaban el cipo de donde el agua brotaba sin cesar -cabe za de anim al, escudo, rosetón, ánfora, Sileno, H erm es, Mercurio, etc.-, eran como el corazón permanente de una vida cotidiana en perpetua renovación. «A esas fuentes van las muje res llevando con altiva gracia el ánfora apoyada en un hombro o una cadera. Alrededor de ellas charlan animadamente, mientras sus pequeños, semidesnudos, hacen mil travesuras y se aprove chan de la inatención general para retozar en la pila»37. Como todas las canalizaciones de Pompeya, las que abastecí an esas fuentes estaban enterradas a sesenta centímetros de pro fundidad en las calles y aceras; el agua circulaba en el frescor del suelo y las cañerías sólo eran visibles en el momento en que esca laban las pilas o surgían al pie de las casas. En aquella ciudad sin manantiales ni pozos, el agua de las fuentes llegaba así como un constante milagro, y el cuerno de la abundancia elegantemente cincelado que da su nombre moderno a la calle principal expre saba con arte toda la prosperidad que el valioso líquido aportaba cada día. El terremoto
En el año 62, las fuentes dejaron bruscamente de murmurar en el silencio. El terremoto que acababa de asolar la ciudad había deteriorado la totalidad de la red: muchas pilas se vinieron abajo, las tuberías reventaron y el suministro quedó interrumpi do; los pompeyanos ricos tuvieron que recurrir a las cisternas que conservaban cuidadosamente bajo las losas de sus derruidos atrios. Para que la vida pudiera reanudarse, era preciso restablecer el abastecimiento de agua al menos en parte; a la vez que se restau raban los edificios públicos y que los ciudadanos ponían de 37. R. Étienne, La vie quotidienne à Pompéi, París 1966, p. 350. Sobre las fuentes, véase también supra, p. 23ss. 212
Distribución del agua. Tuberías y depósitos
nuevo en pie sus viviendas, se repararon el acueducto, los pilares y el castellum; por otra parte, en espera de poder abrir zanjas en las calles para volver a soldar las tuberías rotas, se instaló directa m ente a ras del suelo una red provisional de conductos de plomo que se protegían de modo precario colocándolos junto a fachadas o aceras, recubriéndolos con tejas y sujetándolos con algunos puntos de albañilería. Esos tubos son los que el visitante atento descubre hoy a veces entre las hierbas y el polvo. No debe por ello deducir, como alguien lo ha hecho, que «la instalación y el mantenimiento de los conductos se efectuaban a menudo con asombrosa negligencia»38; esas canalizaciones que serpentean por el suelo son no tanto un reflejo de la pereza meridional como la huella de una primera catástrofe de la que la ciudad apenas se había repuesto cuando sobrevino la segunda. La traída de agua a Pompeya se llevó a cabo en tiempos de Augusto, en el momento en que se construía el acueducto de Serino, que terminaba en Miseno y uno de cuyos ramales abas tecía la ciudad. Fue entonces cuando se hizo la desviación que llevaba el agua a 45 metros de altura, se edificó el castellum, se calcularon las pendientes, se colocaron los pilares, se instalaron todas las fuentes y se excavó el suelo para enterrar en él los con ductos, que habían de empalmarse allí mismo soldándolos junto con los manguitos. En el año 62, es decir, cincuenta o sesenta años más tarde, quedaría todo ello destruido por el terremoto. A raíz de este primer desastre, los pompeyanos, como hormigas, pusieron diligentemente manos a la obra durante diecisiete años, hasta que el agua pudo al fin correr de nuevo en abundancia por fuentes y batanes, aunque algo más escasamente en las termas y las viviendas privadas. Ninguna obra se había completado cuan do la ciudad, en el año 79, quedó sepultada bajo las cenizas que vomitó sobre ella el Vesuvio. La instalación, que tanta ciencia, trabajo y dinero había costado, no llegó así a durar un siglo. Después de la hecatombe, Tito mandó explorar sistemática mente la ciudad para recuperar, además de las estatuas del Foro 38. F. Kretzschmer, La technique romaine, Bruselas 1966, p. 55. 213
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y muchos objetos preciosos, las cañerías y cubetas de plomo de las fuentes, que eran las más accesibles. No obstante, como ante todo le interesaban las pinturas y obras de arte, quedó todavía mucho material que los arqueólogos de los siglos XVIII y XIX encontrarían al excavar la ciudad y dejaríann abandonado allí mismo o se llevarían sin mayores precauciones a los museos; desaparecieron así de Pompeya las últimas cubetas, grifos de bronce y tuberías de plomo. De la instalación de la ciudad, en la que tantas fuentes cantaban, no quedan ya sino restos de piedra seca y algunos tubos olvidados por los saqueadores. Grifos
En Roma, sin embargo, como en todas las grandes ciudades que, estupefactas, se enteraron del desastre o vieron pasar por el cielo una espesa nube de polvo y ceniza, el agua seguía manan do. Captada, conducida y distribuida, en todas partes podía ya medirse y controlarse para una mejor repartición; en todo momento también era posible modificar su curso por medio de compuertas o detener la corriente cerrando los grifos. En el fondo del lago de Nemi se ha encontrado uno de aque llos grifos que un navio transportaba junto con tuberías y otros materiales; concebido para acoplarse a los tubos de 90, se trata, pues, de un nonagenarius de 198 milímetros de diámetro que podría incluso servir actualmente. Otro, cuyo diámetro es de 250 milímetros, se exhibe en el museo de Ostia. Tales grifos, fabricados siempre con todo rigor, se parecen bastante a los nuestros: el macho y la cámara solían ser de bronce y se les había dado forma con un torno; la llave, si estaba trabajada, represen taba casi siempre una cabeza de animal, lo que explica su nom bre aun en nuestros días; por ejemplo, los alemanes lo llaman «Hahn » («gallo»), y la palabra francesa «robinet» es un diminuti vo de la voz medieval «robin» («carnero»). [El español «grifo», de origen griego, designa a su vez un animal mitológico. N. del T.] Claro está que no todos los grifos eran tan lujosos: el que aún puede verse en el jardín de los Vetii sólo posee una llave muy 214
Distribución del agua. Tuberías y depósitos
sencilla en forma de cruz; para regar plantas y flores aprovechan do el frescor de la noche, un esclavo iba probablemente a abrirlo al atardecer, como a veces nosotros lo hacemos todavía. Así pues, el agua de Roma, traída desde tan lejos por tantos hombres y con tanto trabajo, se consumía sin desperdicio. Sólo brotaba incesantemente en las fuentes, donde charlaban las mujeres y jugaban los niños, pero aun en este caso las aguas sobrantes, al correr por las calles, contribuían a la higiene y lim pieza de la ciudad: «Es indispensable -dice una ordenanza impe rial—que caiga de las torres una parte de su agua; además de ser esto importante para la higiene de nuestra ciudad, sirve para purgar las cloacas»39.
39. Citada por Frontino,
111, 2.
215
.8 Evacuación del agua. Las cloacas:
Todo, en efecto, se terminaba en las cloacas, como había comenzado. Al igual que el agua clara discurría por el acueduc to, las aguas negras eran arrastradas por las cloacas, lóbregos y misteriosos desagües por los que el líquido elemento volvía a la tierra de donde había salido. Su presencia subterránea suscita tanta admiración como la de los más altos specus, y la Cloaca maxima no es menos célebre que el puente del Gard. El fino hilillo de agua que en las ciudades brotaba de una fuente bastaba para apagar la sed, pero lo que no se bebía iba a perderse en un suelo propicio al desarrollo de hedores, miasmas y epidemias; para que la ciudad pudiera prosperar, hacía falta una corriente más fuerte y pletórica. El acueducto creaba la cloa ca, mas la cloaca daba su sentido al acueducto, y el agua que corría junto a las aceras era tan útil como la que servía para beber; ésta permitía vivir, aquélla sobrevivir: «Ni siquiera las aguas de desecho resultan ociosas, ya que suprimen las causas del aire viciado, contribuyen al buen aspecto de las calles y purifican la atmósfera»1. Al final de su recorrido y sin menoscabo alguno de su función nutricia y política, el agua recobraba así, al regre 1. Frontino, 88, 3. 217
Evacuación del agua. Las cloacas
sar a la tierra, el carácter sagrado que tenía en su fuente, volvien do a ser purificadora. Saneamiento y drañaje
El agua, de por sí, puede llegar a ser incómoda y hay que eva cuarla para sanear el ambiente, por lo que los romanos, herede ros de los etruscos, aprendieron en primer lugar a construir canalizaciones. De hecho existen en Italia muchas llanuras con poca pendiente y un subsuelo impermeable; para cultivar los campos y hacer más habitables los primeros núcleos de pobla ción fue necesario, pues, expulsar las aguas culpables de la infe cundidad de la tierra y la «pesadez» del cielo, como se decía en latín («.grave caelum»). Desde las obras acometidas por Claudio2 y sus sucesores para acabar con el lago Fucino hasta la supresión de las marismas Pontinas en 1930, la desecación de las tierras italianas fue siempre una gran empresa nacional destinada tanto a incrementar la extensión de los suelos fértiles como a reducir la frecuencia de fiebres y paludismos. Al principio, los romanos se contentaron con instalar en los campos canales a cielo raso, trabajo que, junto con la irrigación de los suelos demasiado secos y la apertura de pozos, constituyó sin duda alguna la prim era de todas sus obras hidráulicas. Efectivamente, el hombre, al abrir acequias, expresa una relación particular con el agua: cuando la ve seguir, vacilando a veces, el camino que le ha impuesto, la siente como algo vivo y al propio tiempo se descubre a sí mismo más fuerte. Con todo, aquellos canales, simples zanjas de fabricación relativamente cómoda y bastante rudimentaria, se limitaban a recoger las aguas superficiales sin llegar a evacuarlas; la pendien te solía ser demasiado débil y esas aguas acababan enseguida por estancarse formando largas y pestilentes charcas. Esto no fue óbice para que dichos canales siguieran utilizándose durante 2. Supra, p. 178. 218
Evacuación del agua. Las cloacas
mucho tiempo como técnica agrícola; Catón y Columela, por ejemplo, recomendaban todavía su uso para algunos tipos de plantaciones de árboles3. Cuniculi
Pronto, sin embargo, se echó de ver que era posible desecar con más facilidad la tierra excavando en ella galerías que la ave narían por dentro, lo cual parecía sobre todo indispensable en Etruria meridional y el Lacio. En efecto, estas regiones sólo dis ponen de una fina capa de tierra arable que descansa sobre den sas formaciones de toba y restos volcánicos diversos; al retener el agua de lluvia y atraer la que circula por debajo, la tierra se vuel ve pantanosa y sufre al mismo tiempo una fuerte erosión que tiende a arrastrarla hacia las partes más profundas. Para sanearla, pues, se instaló bajo las capas permeables y en la toba una red de pequeñas canalizaciones que debían desecar el suelo haciendo que por él circulara el aire y llevándose el agua. Llamadas «cuniculi», como los conejos, cuyas sorprendentes cualidades de mineros habían sido descubiertas por los romanos en España, esas galerías estaban provistas de registros que servían primero para extraer los escombros al excavarlas4 y luego se utili zaban como pozos de limpieza y ventilación; solían tener una bóveda circular cuando el suelo era firme y rectangular cuando era blando o había peligro de hundimiento. Los cuniculi cubrían a veces grandes distancias, constituyendo así verdaderos riachue los que reemplazaban bajo tierra los no existentes en la superfi cie, y otras se ceñían a un sector determinado, de ordinario las pendientes de una colina, recogiendo allí el agua para conducirla hasta los ríos y el fondo de los valles; colocándolos unos junto a otros y aun superponiéndolos, se trazaba así en el suelo un auténtico laberinto, lo que permitía cultivar campos situados, como si dijéramos, sobre un vacío sanitario. 3. Catón, De la agricultura, 43; Columela, 2, 2, 9. 4. Supra, p. 177-178. 219
Evacuación del agua. Las cloacas Cloacas y
cuniculi
La técnica de construcción de esas galerías subterráneas, tan parecidas a los specus y a los túneles, se aplicó muy tardíamente al alcantarillado urbano, y Roma sólo debe a su situación geo gráfica el haber sido desde muy pronto una ciudad colgante’. De hecho, al encontrarse sobre colinas que dominaban una región húmeda e insalubre, se la dotó por necesidad de un sistema que al principio sólo se había previsto para los campos. Su primera red subterránea fue ciertamente la de los cuniculi que conducían al Tiber las aguas recogidas en las pendientes del Viminal y el Esquilino, y la primera gran cloaca, atribuida por la tradición histórica a Tarquino el Antiguo6, parecía más apta para avenar tierras que para sanear ciudades: atravesando sucesivamente el Argileto, el futuro emplazamiento del Foro y el Velabro, barrios palustres cuya desecación era indispensable para el eventual desarrollo de actividades comerciales, dicha cloaca no fue duran te mucho tiempo sino un simple canal a cielo abierto que reco gía el agua estancada o resurgente para llevarla hasta el río. Sin embargo, gracias a esta primera instalación fue posible, en el año 600 a. C., edificar sobre un lecho inicialmente pedregoso la ciu dad que había de convertirse en el centro del mundo occidental. Este canal, al principio semejante a los de los campos, sólo se cubrió mucho después; todavía en el siglo II a. C., el gramático Crates de Mallos cayó en él por exceso de concentración intelec tual o por mera inadvertencia. El suelo edificable de Roma sólo se trató, pues, a los comien zos, como un suelo de cultivo. Por otra parte la ciudad, en tiem pos de los reyes etruscos y de los primeros grandes constructores, no era más que una aldea habitada por campesinos y pastores. Su única agua, venida de los manantiales y pozos, no podía bas tar, por abundante que fuese, para garantizar el buen funciona miento de una verdadera cloaca; era por tanto el agua del suelo, 5. Plinio, 36,104. 6. Supra, p. 17-18 e infra, p. 225-226. 220
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más que la de una ciudad, la que se evacuaba por una red de canales subterráneos que sólo habría más tarde que ampliar y mejorar para que pudiera pasar por ellos el torrente de los acue ductos. Por la densidad, número y solidez de aquellos cuniculi sobre los que un azar geográfico hizo que fuera edificada, Roma estaba así naturalmente predispuesta a poseer un día la mayor de las cloacas. En este sentido, como en tantos otros, era también excepcional.
Ciudades modernas y antiguas Para la mayoría de las ciudades antiguas que no disponían ya de galerías subterráneas y cuya estructura era a la vez anárquica y bien fija, evacuar el agua no significaba forzosamente poseer una gran cloaca. Desde luego, el desagüe no se efectuaba por el solo impulso de la corriente y, aun en caso de haberse construido un acueducto, con los gastos que esto suponía, resultaba en general imposible emprender nuevas obras semejantes a las de los reyes de quienes se conservaba un recuerdo casi mítico. A falta de poder abrir grandes zanjas en las calles, las autoridades locales se contentaban, pues, con instalar unas cuantas acequias o canalillos por donde el agua corría junto a las aceras arrastrando consi go gran cantidad de inmundicias; de ordinario estas aguas sucias se juntaban en el exterior de las murallas para ir a perderse en el mar o en un río, si no se utilizaban en el riego los campos. Pompeya, ciudad antigua
Al contrario de Roma, cuyo suelo era esponjoso, por así decirlo, Pompeya estaba en su totalidad edificada sobre un lecho de lava absolutamente impermeable. Tratándose por fortuna de una base inclinada hacia el mar, las aguas de desecho proceden tes de las cisternas y de los raros pozos que habían podido abrir se se dirigían a las murallas y el puerto siguiendo el trazado de 221
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las calles. Antes de la instalación del acueducto, esas aguas no eran lo bastante abundantes como para descender sin más fuerza que la propia, por lo que a veces se estancaban y evaporaban en el camino, dejando malolientes regueros que a la larga se espesa ban hasta convertirse en costras nauseabundas; todo ello despa recía cuando por fin estallaba una fuerte tormenta o cuando los bataneros, muy numerosos en la ciudad, vaciaban sus depósitos. En todas las grandes ciudades, el sistema venía a ser el mismo, como lo fue durante mucho tiempo el de nuestras aglomeracio nes «modernas»; por ejemplo, en el siglo XVIII París era todavía una ciudad sucia y pestilente por falta de agua, no para beber, sino para drenar las alcantarillas. En Roma, antes de los acue ductos, y en algunos de sus barrios, aun después de construirse las traídas de agua más importantes, la situación debía ser pare cida7. En Pompeya, cuando ya estuvo instalado el acueducto y el agua pudo alimentar día y noche todas las fuentes públicas, el aspecto de la ciudad cambió profundamente, mas no por ello fue modificada su infraestructura: ni se construyeron cloacas ni los ediles manifestaron la menor intención de hacerlo, incluso después de los estragos causados por el terremoto del año 62. El agua sucia continuó vertiéndose en la calle. Cuando provenía de los pisos, descendía por gruesas tuberías de arcilla8, aún visibles a lo largo de las paredes de las casas y a menudo empotradas para evitar choques y rupturas accidentales; la procedente de la planta baja se escapaba pasando por debajo de las aceras, y cuantos no disponían de un desagüe individual la arrojaban directamente sobre el pavimento. En cuanto a las letrinas, algunas siguieron evacuando sus aguas, como antes, en fosas o sumideros que se vaciaban con regularidad, pero para la mayoría se adoptó la cómoda solución de conectarlas directamente con la calle, barri da por la corriente limpia y continua de las aguas residuales del castellum.
7. Supra, p. 68ss. 8. Supra, p. 199. 222
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Así, en lugar de un tímido hilo de agua más o menos emba rrada, el pavimento recibía ya un flujo constante gracias al cau dal que le venía de las fuentes. Al turista que recorre hoy esas callejuelas blanquecinas y secas le cuesta trabajo representarse aquel dudoso chorreo con sus olores -y aun colores- intensos. Ye en su imaginación a niños y mujeres junto a las pilas de las fuentes, sin percatarse de que sólo podían acercarse a ellas por las aceras, y cree que esas grandes piedras dispuestas a través de la calzada no servían más que para los días de borrasca; tampoco se le ocurre que en tal caso hubieran sido superfluas y que se uti lizaban casi todos los días para cruzar a pie enjuto las calles, transformadas a veces en verdaderos ríos por el agua de letrinas, batanes o termas. Ni siquiera ofrecían esos bloques una total seguridad: al no existir entre ellos sino estrechos espacios por donde se deslizaban las ruedas de los carros, se acumulaban allí toda suerte de escombros y basuras que había que retirar a menudo para que las piedras permanecieran secas y las aceras no se inundaran. No obstante, los pompeyanos de cierta edad, que recordaban el pasado, sabían que aquella agua en la que a veces chapoteaban con sus carretas y mulos procuraba a la ciudad mayor higiene y limpieza que la débil y hedionda corriente de aguas semiestancadas que antaño discurría por esas mismas calles. La alcantarilla, en cambio, no descendía así hasta el mar. En efecto, con ocasión de unas obras efectuadas en el Foro, se cons truyó bajo el enlosado un canal subterráneo donde iba a parar el agua que venía de niveles más altos, cayendo por bocas abiertas al borde de las aceras, como en nuestros días; algunas de esas bocas pueden aún verse en varios lugares. El conducto finalizaba junto a las puertas de la ciudad, al pie de las murallas, y el agua pasaba por debajo de éstas para dirigirse al mar. La gran plaza y todas las calles situadas más abajo estaban, pues, tan secas como las de Herculano, cuya parte visible se encuentra también entre el Foro y el mar. Sin duda por esta razón hay allí menos fuentes y, aunque los chaparrones cayeran con la misma frecuencia, no se descubre en las calles ningún blo que de piedra para ayudar a cruzarlas. Herculano parece así más 223
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elegante y moderna que Pompeya, su vecina; pero, antes de afir marlo, convendría saber si la red de desagües se extendía tam bién más allá del Foro o sólo se limitaba a las partes más bajas de la ciudad. La respuesta sigue y seguirá todavía por mucho tiem po sepultada bajo sus edificios. Las ciudades modernas
Hacia fines del siglo I, era ya inconcebible que una ciudad importante no estuviera atravesada por una fuerte corriente de agua capaz de satisfacer ampliamente las necesidades de sus habitantes y de mantenerla limpia. Las construidas o reconstrui das en aquel entonces, que podríamos llamar modernas con rela ción a Roma o Pompeya establecidas casi cinco siglos atrás, poseían siempre, por consiguiente, un acueducto y una cloaca o desagüe subterráneo. Por ejemplo Timgad, edificada hacia el año 100 d. C., o sea en tiempos de Trajano y Frontino, es el prototipo mismo de las ciudades «cuadriculadas», ya que todas sus calles corren paralelas a dos avenidas principales y perpendiculares, una de las cuales, el cardo, tiene una orientación norte-sur y la otra, el decumanus, este-oeste. En cuanto a las alcantarillas, trazadas al mismo tiem po y con el mismo rigor que el plano de la ciudad, se presentan como galerías subterráneas de 0,80 centímetros a un metro de altura por 0,40 centímetros de ancho y pasan por debajo de todas las calles sin excepción. Esas galerías, a las que natural mente iban a parar todos los desagües urbanos, estaban provistas de registros de inspección, así como de unas cuantas bocas para recoger el exceso de agua en caso de chubascos o tormentas; directamente desde las calles tributarias del decumanus o desde este último, dichas aguas desembocaban en el canal colector, más ancho y profundo, que discurría bajo el cardo. Para mante ner y facilitar la corriente, sus encachados estaban algo inclina dos y se encontraban siempre en un nivel superior al del colector central, al que llegaban finalmente todos los desechos de la ciudad; un canal exterior los conducía entonces hasta los valles 224
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de los ríos vecinos cuyas crecidas los barrían y llevaban más lejos. Sistemas semejantes existieron en la mayoría de las grandes ciudades que fueron o construidas o enteramente rehechas en una época en que el acueducto y su corolario, la cloaca, forma ban como si dijéramos parte integrante de su paisaje. Por esta razón, muchas pequeñas localicades galorromanas se encontra ban mejor equipadas que algunas ciudades más importantes, pero más antiguas, las cuales, como Pompeya, vacilaban ante las dificultades y el costo de las obras. Así, el agua sucia se evacuaba desde hacía ya mucho bajo las calles de Arles, Metz o Vaison, mientras los habitantes de Amastris seguían aún reclamando a su gobernador la cobertura del canal a cielo raso que infestaba su ciudad en vez de purificarla9. En Saint-Romain-en-Gal, Tréveris, Nimes o Besançon, las galerías subterráneas tienen más o menos la misma forma y dimensiones que las que pueden verse en Timgad; ya estén recu biertas de tejas o de baldosas, ya posean bóvedas voladizas o de cañón, todas esas alcantarillas se asemejan unas a otras, parecién dose también a los specus y cuniculi cuyas formas primitivas imi tan por doquier. Herederas de una tradición milenaria, son ade más el símbolo de una nueva forma de urbanización en la que corren parejas la comodidad y la higiene y que aparece a nues tros ojos como muy moderna. Efectivamente, como antes decía mos, sólo a fines del siglo XIX dispondría París de una red de desagües análogos a los que mil años atrás se consideraban ya indispensables para una gran ciudad(!). El caso de Roma El caso de Roma es a la vez más complejo y más grandioso. A costa de importantes y dificilísimas obras, Tarquino el Antiguo, allá por el año 600 a. C., hizo habitable la zona del Foro. Quitó de allí las sepulturas, desecó la tierra y recubrió de 9. Plinio el Joven,
Cartas,
99 y 100. 225
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cantos rodados el suelo; con la erección de un templo dedicado a Júpiter Capitolino afirmó la unidad de la llanura y las tres coli nas del Quirinal, el Capitolio y el Palatino. Sin embargo, para que la ciudad pudiera extenderse holgadamente, quedaban toda vía por transformar en verdadera cloaca los desagües primitivos. Hacia el año 520, Tarquino el Soberbio emprendió, pues, la tarea de renovar el canal de su predecesor, que recorría una dis tancia aproximada de ochocientos metros desde el centro del Foro hasta el Tiber; para ello probablemente mandó ahondar aún más el cauce haciéndolo del todo subterráneo y recubrién dolo por completo de bóvedas de toba volcánica o piedra de Estabias. Aunque los encenagamientos sucesivos y las crecidas del Tiber nos impidan hoy conocer su altura con exactitud, podemos pensar que se trató de una obra de notable envergadu ra, ya que en adelante debía recoger, además de las aguas venidas de las colinas y el suelo, todas las inmundicias de una ciudad en pleno desarrollo y cuanto traían los nuevos canales, abiertos en su mayoría a cielo raso según el trazado de las calles. No obstan te, la evacuación seguía dependiendo del agua de las lluvias y de las fuentes. Una historia
De aquellas colosales obras surgiría la gran cloaca de Roma, la Cloaca maxima, que de hecho no fue sino la progresiva rees tructuración, en torno del gran canal, de toda una maraña más antigua de desagües y galerías adaptada sin cesar a las necesida des siempre crecientes de la ciudad. Su construcción fue larga y difícil, a buen seguro, pero tan grandioso el resultado que su huella quedaría impresa hasta hoy en las memorias y convertida por la tradición en algo inmenso y legendario. A Plinio, por ejemplo, le parecían los jardines colgantes de Tebas «menos extraordinario [s] que el paso de un río en pleno centro de la ciu dad»10, y cuenta que «Tarquino mandó dar a las galerías una 10. Plinio, 36, 94. 226
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anchura tal que por ellas habría podido pasar un carro bien car gado de heno»11. El sentido común de los romanos hizo sin duda que prefirieran transportar su forraje por las calles más que por las alcantarillas, pero la imagen empleada por Plinio sugiere un volumen, una forma y unas galerías elevadas y redondas que debían ser como calzadas a un tiempo rústicas y reales abiertas en el suelo mismo de la Urbe. Cerca del forum. Boarium («mercado bovino»), el gran alcan tarillado desembocaba en el Tiber, y durante mucho tiempo se creyó que la salida abovedada, visible aún bajo los muelles junto al puente Rotto, era uno de los más antiguos vestigios de Roma, a la par con la muralla de Servio Tulio; a esta idea contribuyó no poco el pesado arco, casi sumergido, que estimulaba poderosa mente la imaginación de quienes lo contemplaban: su bóveda, sólida y baja, forma parte de esas obras que uno tiende a calificar de eternas, y la gran mancha de sombra que proyecta a ras de las aguas parece abrirse hacia las entrañas de la tierra y la noche de los tiempos. Empero los arqueólogos modernos, menos impre sionables, saben ya que ni ese escape ni lo que subsiste acá o allá del gran canal fueron contemporáneos de los reyes: con sus cinco metros de diámetro, ese arco de claves superpuestas levan tado sobre el Tiber no es arcaico, y los trasdoses de las bóvedas del canal se encuentran también en sitios más altos que el pavi mento republicano del Foro. Lo que aún puede verse de la Cloaca maxima sólo data, pues, de la República tardía y aun de los tiempos de Agripa. La obra de los Tarquinos está al fin y al cabo menos presente en las piedras que en las mentes. Con todo, nos equivocaríamos al pensar que no fue duradera; los reyes etruscos dotaron a Roma de un alcantarillado digno de la gran ciudad en que había de convertirse: «La construcción sigue resistiendo (...). Por encima se transportan pesadas cargas sin que se desmoronen las galerías. Estas sufren los golpes de los edificios que se vienen abajo por sí mismos o a causa de los incendios; los terremotos resquebrajan el suelo, pero ellas se 11. Id., 36, 108. 227
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mantienen prácticamente incólumes después de los setecientos años que nos separan de Tarquino el Antiguo»12. Aún han trans currido diecinueve siglos desde que Plinio escribía esas líneas, ¡y las galerías siguen en pie! Cuando en el año 390 a. C. los galos arrasaron la ciudad, la cloaca subsistió. Pero cuando Camilo persuadió a los atribulados romanos a que restauraran su capital en lugar de ir a instalarse en Veyes, el entusiasmo fue tan grande que la reconstrucción se llevó a cabo en un total desorden. «Aquella premura hizo que se descuidara la alineado- de las calles y la gente no distinguiera entre el propio terreno y el ajeno: donde había un espacio libre se edificaba. Por ello las antiguas alcantarillas, primitivamente situadas bajo la vía pública, pasan hoy a veces bajo las casas par ticulares»13. La historia es bonita y hasta verdadera en parte; desde los orígenes, no obstante, el Foro y las primeras viviendas se establecieron sobre los desagües subterráneos, que posibilita ban su existencia. Roma entera, con sus casas y plazas, había descansado siempre sobre un vacío mucho más antiguo que ella misma, y sus reyes habían construido bajo tierra toda una red de túneles que nunca sería ya fundamentalmente modificada. En efecto, durante dos siglos no se efectuaron en las galerías otros trabajos que los de mantenimiento y limpieza, los cuales fueron sin duda suficientes hasta la llegada de los acueductos. La construcción del aqua Appia, en el año 312 a. C., tuvo sin duda una influencia beneficiosa, aunque muy limitada; el volu men de agua que aportaba no era considerable, pero contribuía indudablemente a una mejor evacuación de las aguas sucias. En cambio, al inaugurarse en 272 el Anio vetus, cuyo caudal era mucho mayor, pareció ya indispensable llevar a cabo importan tes obras en el alcantarillado. De entonces data seguramente el decreto que reservaba a las cloacas el agua sobrante de los acue ductos; por otra parte, si es cierto que las galerías recibían así una corriente más fuerte y regular, garantizando un desagüe más fácil, también lo es que eso mismo tuvo efectos negativos en los 12. Id., 36, 106. 13. Tito Livio, 5, 55, 4. 228
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edificios más vetustos. Además, los cuniculi de los barrios con nuevas fuentes resultaban ya demasiado estrechos y el fondo de los canales se enlodaba frecuentemente con los limos del suelo y las crecidas regulares del Tiber; por último, había que prever la construcción de un tercer acueducto, cada vez más necesario en vista de la extensión que iba tomando la ciudad y de las exigen cias de una vida más cómoda. Así, en 144 antes de nuestra era, comenzó a funcionar el aqua Marcia. En cuanto al alcantarillado, sólo en el año 184 a. C., es decir, casi un siglo después de la instalación del Anio vetus, se inicia ron, por orden de los censores P. Porcio Catón y L. Valerio Flaco, las obras necesarias para abrir nuevas galerías, una de las cuales pasaba por debajo del Aventino; se repararon también las más antiguas, se limpiaron todas y se hizo desembocar en el Tiber un nuevo emisario, más allá de la gran cloaca. Sin embargo, por im portantes que fueran tales obras, no cambiaron tan profundamente la fisonomía de la Cloaca maxi ma como las que se emprendieron unos noventa años más tarde para preparar la llegada de otros dos grandes acueductos y urba nizar Roma conforme a una nueva concepción. A partir del año 33 a. C., las galerías, que no se habían mantenido con regulari dad durante el turbulento período de finales de la República, fueron sistemáticamente restauradas por Agripa, que rehizo paredes y bóvedas, incluidas las del forum Boarium, y abrió bajo el Campo de Marte nuevos canales cuyo uso y estructura habían de ser distintos de los anteriores, según el augusto programa. Para purgar las galerías de las inmundicias y lodos que las obs truían, Agripa desvió el curso de siete ríos, haciendo converger sus aguas en las cloacas; él mismo inspeccionaba y dirigía las operaciones desplazándose en barca por los túneles; su obra pareció entonces aún más fabulosa que las de los reyes. Roma era así «una “ciudad colgante” bajo la cual se navegó durante la edilidad de Marco Agripa, que antes había sido cónsul. La atra viesan siete ríos desviados hacia ella, cuyas aguas rápidas como las de los torrentes los fuerza a arrastrar y llevárselo todo consi go. Además, cuando el agua de las lluvias acelera su curso, esos ríos hacen temblar los fondos y las bóvedas laterales. A veces 229
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reciben las aguas del Tiber, que refluyen en ellos, y dentro de los conductos libran fogosamente batalla las corrientes adversas»14. La capacidad y altura de las galerías suscitan aquí menos admiración que el poderío ya imperial de un hombre capaz de traerse a Roma ríos enteros y de circular por ellas a placer. Las cloacas, vagamente asimiladas a infiernos acondicionados por donde pasaban lentos y voluminosos acarreos, vienen a ser como la ilustración de un orden superior y omnipotente que domeña los elementos maléficos y reorganiza el m undo hasta en sus entrañas. Una obra eterna
Desde el reinado de Augusto, Roma dispuso, pues, de tres grandes redes de alcantarillas: la Cloaca maxima seguía drenan do, como siempre, el distrito del Foro; un segundo sistema, que desembocaba en el Tiber al norte de la gran cloaca, cubría la zona comprendida entre el Aventino y el Palatino; y la tercera red, que llegaba hasta el sur del puente Rotto, saneaba todas las construcciones del nuevo Campo de Marte. Cada uno de esos alcantarillados se organizaba en torno de un colector principal adonde iban a parar galerías subterráneas más pequeñas («cloaculae») que seguían el tradazo de las calles. La mayoría de los desagües desembocaban en canalizaciones secundarias que recogían también las aguas rebosantes y las de la lluvia por medio de bocas generalmente provistas de rejas y colo cadas a intervalos regulares. En viviendas, termas y patios, aque llas aberturas eran diminutas y solían estar muy ornamentadas; en la vía pública, eran siempre lo bastante anchas como para que una persona pudiera pasar por ellas, pues las utilizaban los obre ros encargados de la vigilancia y cuidado de los conductos, aun que a veces las aprovecharon también los sediciosos, bandidos, etc.; uno, por ejemplo, trató de arrojar por allí el cuerpo de 14. Plinio, 36, 104-105. 230
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Heliogábalo... demasiado voluminoso, desgraciadamente; ésa fue también la sepultura de san Sebastián. «¡A la cloaca con los dos cadáveres!¡El cadáver de Heliogábalo a la cloaca!»15.
Se construyeron asimismo bajo tierra cámaras de derivación semejantes a las de los acueductos, pero que en cierto modo fun cionaban al revés: las aguas sucias penetraban por varios canalillos y salían por uno solo, evidentemente más grande, una vez decantadas. Algunas de esas cámaras subterráneas eran de nota bles dimensiones, por ejemplo la Chiavica della Rotonda, descu bierta en el siglo XVI y todavía utilizada, que mide cuatro metros de ancho por tres de alto. Una obra imperfecta
Con todo, sería exagerado y aun falso creer que aquellas cloa cas resultaban tan eficaces como nuestros actuales alcantarilla dos, de los que no disponemos desde hace apenas un siglo. Por un lado, a pesar de la vigilancia y obras de mantenimiento, las galerías romanas se iban hundiendo poco a poco bajo el peso de los vehículos y debido a los choques y movimientos del terreno; así, en el siglo I a. C., Escauro tuvo que pagar una importante suma por el derecho de transportar por las calles de la capital las columnas de treinta y ocho pies con las que quería adornar su casa y, de todos modos, al traerlas desde Ostia, debían siempre evitarse las vías que reposaban sobre un suelo demasiado hueco. En Roma, por otra parte, los edificios, obviamente más numero sos que en Timgad o Pompeya, no estaban todos conectados con la cloaca o lo estaban sólo en parte; en el siglo IV, además de las 1.800 domus16 dotadas de comodidades que casi podríamos cali ficar de modernas, existían en la ciudad unas 47.000 insulae a las que no llegaba ningún conducto; ya se tratara de usos domés ticos o de letrinas, sólo tenían desagües directos las plantas bajas 15. A ntonin Artaud, Héliogabale ou l ’anarchiste couronné, Gallimard, N.R.F., Paris 1974, tomo 7, p. 136. 16. Supra, p. 74, nota 3. 231
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de las viviendas situadas en el trayecto mismo de las cloaculae·, los pisos y las insulae más apartadas carecían incluso de agua corriente. Por último, algunos barrios, como el Trastevere, que habría de esperar hasta 109 d. C. para recibir el agua de un acueducto, no llegaron nunca a poseer un verdadero alcantarilla do. Muchos habitantes de Roma se veían pues obligados a reco ger sus inmundicias y desechos en recipientes que iban a vaciar en los basureros más próximos, cuando no los arrojaban directa mente a la calle por las ventanas17. Ahora bien, por numerosas que fueran las imperfecciones de un sistema construido como nosotros hubiéramos podido hacer lo, pero con un espíritu totalm ente distinto del nuestro, no deben ocultarnos el esplendor y la fuerza de la obra. Bien cuida das y controladas, las cloacas duraron de hecho más tiempo que la ciudad, cada vez mayor y más bella, levantada sobre ellas. No había ya emperador ni prácticamente tampoco capital cuando, a fines del siglo V d. C., Teodorico designó a uno de los últimos curatores de las cloacas; éstas, a pesar de todo, no dejarían de funcionar hasta el siglo VIII, es decir, mil doscientos años des pués de su creación. Desde los primitivos cuniculi hasta las construcciones de Agripa, los romanos produjeron así bajo tierra, como oscura réplica de su red de acueductos, «una grandiosa obra maestra a la que contribuyeron, junto con la larga experiencia acumulada por los etruscos en el avenamiento de sus marismas, el arrojo y la paciencia del pueblo romano»18. Devolviendo al Tiber las aguas venidas de otros ríos, esa obra reflejaba también, al igual que los arcos, canales, sifones y puen tes, el extraordinario éxito de unos hombres cuya audacia y saber se aplicaban sin tregua a superar obstáculos y lograr lo que se proponían. A ejemplo de los artistas y artesanos, con quienes rivalizaban en paciencia y talento, aquellos ingenieros no firma ron sus obras, por lo que sus nombres no han pasado a la poste 17. Supra, p. 70. 18. Jérôme Carcopino, La vie quotidienne à Rome à l ’apogée de l ’E mpire, Paris 1939, p. 57. 232
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ridad; sólo una estela, como la de Nonio Dato15, o un epitafio, como el de Quinto Cándido Benigno, que era de Arles y murió en 250 d. C., los sacan a veces fugazmente de las sombras, brin dando así a los modernos la oportunidad de rendirles el tardío y respetuoso homenaje que merecen. A los dioses manes de Quinto Cándido Benigno, miem bro de la corporación de carpinteros de Arles, que se destacó por su ciencia y modestia en el arte de construir y a quien los grandes creadores han tenido siempre por maestro. Nadie fue más sabio que él, nadie lo superó en la construcción de máquinas ni en la conducción de las aguas. Fue un agradable anfitrión, que trató bien a sus amigos, una mente inclinada al estudio, un alma benévola. Cándida Quintina, a su muy amado padre, y Valeria Maximina, a su queridísimo esposo20.
Frontino, por su parte, escribe21: «A la gran masa de tantos y tan necesarios acueductos, comparad unas pirámides que a todas luces no sirven para nada, o las obras griegas, inútiles, aunque universalmente famosas». Desde el pozo original hasta la cister na pública o privada y más tarde el acueducto y la cloaca, la obra hidráulica de Roma es sin duda alguna notabilísima, pero el orgullo a un tiempo ingenuo e insolente del curator no está del todo justificado: mucho tiempo atrás, sabios como Arquitas, Ctesibio o Filón de Bizancio habían ya definido los grandes principios de la hidráulica y, en el siglo II a. C., por ejemplo, Herón de Alejandría propuso, para calcular con exactitud los caudales, soluciones que ni Vitruvio ni Frontino parecen cono cer o que aplican mal. Mucho antes de que naciera Roma, asirios, caldeos y egipcios supieron irrigar sus tierras y levantar diques. Los hebreos cons truyeron grandes depósitos en el subsuelo de Jerusalén22, y son bien conocidas las historias del canal de Ezequías23 y de las cis 19. Supra, p. 179ss. 20. Citado por F. Kretzschmer, op. cit., p. 57, y por G. Fabre, etc., op. cit., p. 62. 21. Frontino, 16. 22. Tácito, Historias, 5, 12. 23. Ese túnel de 533 metros fue abierto por dos equipos que iban al encuentro uno de otro; más afortunados que los de Saldae (véase supra, p. ... ss.) se encontraron en el punto fijado de antemano. Una inscripción de seis líneas en hebreo, grabada en la pared, celebra el acontecimiento; «El día de la perforación definitiva, los mineros 233
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ternas de Masada24. Los griegos dotaron de acueductos sus ciu dades más importantes; en Samos, el agua discurría por un largo túnel desde el siglo VI antes de nuestra era, y en 88 a. C., el general Curión, amigo de Sila y padre del tribuno César, arreba tó la Acrópolis de Atenas a las tropas de Mitrídates cortando las canalizaciones que abastecían la plaza fuerte. Los habitantes de Roma sólo disponían aún de dos acueductos cuando Eumenes (197-159 a. C.) dio a la ciudadela de Pérgamo una traída de agua que alineaba 200.000 cañerías en una longitud de 40 kiló metros y salvaba por el método del sifón una depresión de 200 metros (!). El acueducto no es, pues, ni mucho menos, algo específica mente romano. Como en el caso de la espada, que tomaron de los iberos, o del avenamiento de ciénagas, que aprendieron de los etruscos, la fuerza de los romanos consistió no tanto en inventar nuevas cosas como en incrementar y saber utilizar lo ya inventado. Lo específico de aquella nación fue más bien la mul tiplicidad de los acueductos, la enormidad de las distancias reco rridas por el agua, la abundancia de los caudales que se obtuvie ron y la audacia de las obras construidas para cruzar los obstácu los naturales; también le son propias la densidad de las canaliza ciones instaladas debajo y encima de una red cada vez más tupi da de «vías» y la importancia de los recursos humanos y pecunia rios que a ellas dedicó en todas las épocas de su larga historia; lo nuevo, sobre todo, fue el poder que dio a sus administradores y el especial papel político que sus gobernantes no dejaron nunca de atribuir al conjunto de aquellas obras. Para ello los romanos se beneficiaron de una coyuntura histó rica que situó el comienzo de su esplendor cuando los grandes descubrimientos helenísticos estaban ya hechos y sólo requerían, en definitiva, ser mejor explotados; a esta explotación aplicaron de inmediato sus principales cualidades, a saber, la gestión y administración de lo útil; por último, experimentaron una evo golpearon encontrándose m utuam ente, pico contra pico (...).» (trad. fr. de A.G. Barrois, Archéologie biblique, 1, p. 236-237). 24. Flavio Josefo, Guerra judia, 1, 286-287. 234
Evacuación del agua. Las cloacas
lución política tal que sus dirigentes llegaron pronto a ver en la multiplicación de los acueductos el mismo interés que antes habían encontrado en una fructuosa expansión territorial. La historia, el derecho y las concepciones de un Estado cada vez más atento al bienestar material de los ciudadanos contribuye ron así, tanto como los ingenieros, al prodigioso desarrollo de las técnicas del agua romana.
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TERCERA PARTE El agua del poder
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
En el año 312 a. C., «bajo el consulado de M. Valerio Máximo y P. Decio Mus, treinta años después del comienzo de la guerra samnita»1, el censor Apio Claudio Craso, llamado más tarde Caecus, procedió a la realización de un vasto programa de obras públicas. Como el poder de Roma empezaba a extenderse a las tierras de Italia meridional, mandó abrir y prolongar hacia Cam pania la gran calzada que todavía lleva su nom bre; al mismo tiempo hizo venir del este, profundamente enterrado para garantizar su seguridad, el primero de todos los acueductos romanos. Aun cuando no se construyeran una junto a la otra, la via Appia y el aqua Appia mostraban ya lo que había de ser en ade lante la política romana: mejorar las vías que permitirían entrar en Roma o salir de ella, procurando a la vez los medios para subistir en la capital; aireada así por sus accesos y abastecida de agua, la urbe no podía menos de crecer, a la par con los territo rios cada vez más extensos que iba dominando. 1. Frontino, 5, 1.
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
Desde los orígenes hasta la caída del Imperio, la historia de los acueductos está, pues, estrechamente ligada a la evolución de Roma; es como el reflejo, si no de la historia misma, al menos de sus grandes tendencias y, por así decirlo, de su espíritu. Cuatro
acueductos republicanos
Acueductos y conquista
Los primeros acueductos nacieron, por tanto, de la conquis ta, y las fechas son aquí sumamente características. Roma emprende en 327 a. C. la segunda guerra samnita, y la vía Apia nace en 312; Roma vence a Pirro en 275, y en 272 se construye el Anio vetus\ Roma arrasa Corinto y Cartago en 146, y el agua pura de la Marcia mana de las fuentes en 144; Roma extiende su poder a Asia en 129, y puede ofrecerse en 125 el pequeño complemento que le aporta la Tepula. Ya elocuentes por sí mismas, esas fechas se confirman aún durante los períodos que las separan. Entre la vía Appia y el A nio vetus pasan cuarenta años, y sólo diecinueve entre la Marcia y lß Tepula·. son los momentos felices y prósperos en que todo le sale bien a Roma y parece acelerarse su historia; en cam bio, los 128 años transcurridos entre el Anio vetus y la Marcia llevan impresa la negra señal de las guerras contra Cartago, como los 102 años de separación entre la Tepula y la Julia lleva rían la de las guerras civiles. Si las fechas de inauguración de los cuatro acueductos de la República, al igual que las de los pacíficos arcos de triunfo, jalo nan a pesar de todo las grandes etapas del expansionismo de Roma, es porque los romanos, a raíz de sus victorias, sintieron pronto la necesidad de dar a su capital un lustre en consonancia con la gloria que estaba adquiriendo y con los medios que esa misma gloria les proporcionaba. Al compás de los éxitos militares, los prisioneros de guerra llegaban en masa a los mercados de esclavos, aportando los bra zos necesarios para la realización de obras cada vez más grandio240
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
sas. El botín arrebatado a Pirro financió la construcción del Anio vetus, la batalla de Pidna, la toma de la rica Corinto y aun la de Cartago procuraron a Roma nutridos capitales a los que no tar darían en sumarse los tributos regularmente pagados por los paí ses que iba conquistando. En 289, como signo de unos tiempos de poderío y riqueza, Roma emitiría sus primeras monedas de bronce, en 269 sus didracmas de plata y en 214 los primeros denarios del mismo metal, que añadirían el dominio económico a su primacía militar. Un nuevo espíritu
Ahora bien, a la par con la afirmación del incontestable influ jo de Roma, iba propagándose un nuevo espíritu. El pueblo enriquecido, cuyas monedas llevaban ya la inscripción Dea Roma, deseaba mayores comodidades y más lujo, a ejemplo de los admirables modelos que le ofrecían abundantemente las ciu dades recién conquistadas de Sicilia y Asia. Las conquistas susci taban así nuevas necesidades, proporcionando a la vez los medios para satisfacerlas; el dinero y las ocasiones de gastarlo lle gaban al mismo tiempo. Tras los horrores e innumerables devastaciones de las guerras púnicas y pese a las profundas tensiones que provocaban en las mentes los obvios progresos del helenismo y de un nuevo estilo de vida, el poder político se veía por su parte obligado a hacer de Roma una capital que rivalizara ventajosamente con las grandes ciudades mediterráneas. Para responder a las nuevas exigencias, debía sentar las bases de un verdadero urbanismo y favorecer sin pérdida de tiempo el embellecimiento y expansión de una ciu dad que estaba convirtiéndose en dueña y señora del mundo; la tarea prioritaria consistía, por tanto, en mantener en buen esta do las canalizaciones existentes y restaurar las cloacas, llevar el agua a los barrios que aún no la tenían y aumentar notablemen te el número de fuentes y cisternas repartiéndolas bien por toda la ciudad. Roma asistió así no sólo al incremento de su pobla ción, sino también al engrandecimiento del Foro, la multiplica241
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
ción de fastuosas residencias, la extensión de su red de acueduc tos y una renovación general llevada a cabo sin reparar en gastos. «Como el crecimiento de la ciudad exigía visiblemente que se aumentara el suministro de agua, el Senado le encargó [a Marcio Rex] también de conducir allí todas las aguas que pudiera (...). Para aquellas obras se le votó a Marcio un crédito de 180 millo nes de sestercios y, puesto que la duración de su pretura no bas taba para terminarlas, el mandato le fue prorrogado un año»2. La primera red
Impulsada por una auténtica voluntad política, la extensión de los acueductos respondió de modo espectacular al aumento tanto de los recursos económicos como de las necesidades. El Appia captaba el agua sólo a 16 kilómetros de Roma, pero el Anio vetus recorría 73 kilómetros y la Marcia 91. Por otra parte, el Appia no suministraba más que 73.600 metros cúbicos de agua al día, mientras que el Anio traía 175.900 y la Marcia 187.600. A medida que Roma iba estando más segura de sí misma y temiendo menos que un enemigo viniera a destruir sus arcos, la longitud de los tramos construidos a cielo raso progre saba en proporción y pasó así de 90 metros para la Appia, o sea el 0,54 % del largo total del acueducto, a 10.000 metros para la M arcia , es decir, el 10,96 % de su trayecto. En cuanto a la Tepula, con sus dos kilómetros de largo y sus 17.800 metros cúbicos de caudal, no fue nunca más que un aporte complemen tario cuyo papel se limitaba a reforzar los demás suministros y responder a las necesidades de los barrios orientales de Roma a los que afluían continuamente nuevos pobladores. Tan largas como las que se construirían más tarde, las traídas de agua de la República eran solamente menos caudalosas y más bajas, «ya porque el arte de calcular los niveles no había sido aún llevado a la perfección, ya porque los acueductos se enterraban 2. Id., 7, 3 y 4. 242
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expresamente para evitar que fueran cortados por el enemigo, pues todavía se sostenían muchas guerras contra los italianos»3. De todas maneras, Roma tuvo ya suficiente agua a partir de 125 a. C. Cada nuevo acueducto servía o para alimentar un nuevo barrio o para subsanar las carencias de otros, e incluso el Capitolio y quizá también el Aventino estuvieron bien abasteci dos desde el año 144 gracias a la instalación de sifones4. Si bien sus ingenieros pecaron más por falta de audacia que de medios técnicos, la República supo llevar a buen término una obra fun damental y responder así a las exigencias de mayor bienestar por parte de sus ciudadanos sin caer en una ostentación y lujo exce sivos, dando a la Urbe una red tal de acueductos que en adelante no sería ya posible descuidarlos ni dejar de extenderlos. Cinco acueductos Julio-Claudios
La República construyó cuatro acueductos en dos siglos y medio. En el breve período de setenta y cinco años, los empera dores Julio-Claudios levantarían cinco más que no respondían ya a los progresos de la conquista, sino al incremento rápido y continuo de las necesidades de la capital. Augusto y Agripa
Las prim eras traídas de agua imperiales, instaladas por Augusto y su yerno Agripa5, llevaban el sello de la urgencia. En efecto, las sucesivas guerras civiles y el debilitamiento de la auto ridad central habían desorganizado a fondo la administración de un poder agonizante, y sin duda alguna el mantenimiento de los acueductos se había descuidado tanto como el de las cloacas6. 3. Id., 18,4. 4. Supra, p. 173ss, 5. Infra, p. 265ss. 6. Supra, p. 230. 243
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
Por otro lado, el retorno de la paz favoreció un flujo creciente de personas hacia la urbe, con lo que la nueva autoridad se vio aún más estimulada a demostrar su aptitud para restablecer el orden y prosperidad generales. A fin de acelerar las cosas y probable mente también de no agravar los problemas de hacinamiento que comenzaban a plantearse en los suburbios orientales de Roma, se acometieron primero obras de reparación más que nuevas y grandes construcciones. El aqua Julia , por ejemplo, se aprovechó de los arcos ya levantados de la Tepula, que sólo volvía a ser independiente a la entrada de la ciudad; lo único que el nuevo acueducto le añadió fueron los tres kilómetros que separaban las antiguas fuentes de las nuevas, así como un caudal suplementario de aproximada mente 48.000 metros cúbicos. La Alsietina se limitaba a condu cir hasta la naumaquia de Augusto, a orillas del Tiber, 15.680 metros cúbicos de agua no potable, e incluso el aqua Virgo, que rodeaba la ciudad para penetrar en ella por el norte y llegar directamente al Campo de M arte, no suministraba, con sus 100.000 metros cúbicos, una cantidad de agua comparable a la de los acueductos republicanos. Con esas tres traídas, cuya producción global ni siquiera lle gaba a la del Anio Vetus, Augusto y Agripa trataron sobre todo de mejorar la red ya existente completándola para hacerla más densa en todos sus sectores; sin duda les animaba el mismo espí ritu cuando decidieron dar también mayor alcance a los acue ductos dotándolos de nuevas fuentes y ramificaciones. Así, desde el año 33, el Anio vetus recibió un ramal suple mentario, llamado el Octavianum, que debía abastecer los distri tos del sudeste; a la Marcia se le añadió el rivus Herculaneus, que se dirigía hacia el Celio y la puerta Capena; la Julia fue prolon gada hacia el Viminal, y la Alsietina se completó con una exten sión, designada por el nombre de «form a Mentis», que servía para irrigar las tierras y jardines de las afueras. También se aumentaron los caudales siempre que se presentó la ocasión de hacerlo; el suministro del Appia y luego el de la Marcia se refor zaron así con nuevas tom as de agua, ambas denom inadas Augusta por ser obra del emperador, tras la muerte de Agripa. El 244
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
por ejemplo, recogía el agua de su nuevo ramal en el lugar llamado por esa razón «Los Gemelos». Tales medidas se situaban en la línea de la tradición republi cana; como la obra de Agripa en las cloacas, consolidaban y afianzaban los logros de la época precedente, cuyo espíritu respe taban fomentando en primer lugar lo que era de interés público. A la muerte de Augusto, Roma poseía, pues, un mayor número de acueductos en buen estado de funcionamiento y más de qui nientas fuentes. En este campo, como en los demás, el primer emperador aseguró una continuidad verdaderamente regenera dora. Appia,
Una primera revolución
No obstante, como toda la obra política de Augusto, esa con tinuidad, por real que fuera, llevaba en sí los gérmenes de un profundo cambio e iniciaba una auténtica revolución que trans formaría el interés público en placeres populares y la multiplica ción de los acueductos en favor imperial. El mismo espíritu que antaño incitara a pedir un mayor bienestar estimulaba ahora a ansiar el lujo, y las fuentes de Agripa, más monumentales y ornamentadas que las de la República, formaban ya parte de la perspectiva de los estanques, pórticos y jardines que un nuevo urbanismo instalaba con profusión. En los placeres del agua, cada vez menos útiles y más ostentosos, se ahogaba lentamente la antigua libertad. «Durante su edilidad7, Agripa mandó construir setecientos depósitos, instalar quinientas fuentes de agua viva y levantar ciento treinta arcas de agua; muchas de sus obras fueron de un lujo inaudito. En ellas hizo colocar trescientas estatuas de bronce o mármol y cuatrocientas columnas de mármol, todo ello en el transcurso de un año»8. En efecto, a la vez que afirmaba, en 33 a. C., el principio de la gratuidad de los baños que sólo dependían de él, multiplicaba 7. Infra, p. 265. 8. Plinio, 36, 121. 245
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
su número y reforzaba la administración central de las aguas, el nuevo poder se adueñó en cierta manera de los acueductos, que de pronto dejaron de pertenecer a todos para convertirse en pro piedad exclusiva de quienes los mandaban construir. El aqua Virgo, por ejemplo, sólo se instaló para abastecer el euripo y las termas con los que, al dedicarlos a la juventud γ el deporte, Agripa adornaba entonces el nuevo Campo de Marte9; la admi nistró, pues, un equipo especial que no dependía más que del yerno de Augusto, sin tener que rendir cuentas al Senado. Aun si la creación de aquella fam ilia Caesaris sólo constituía un prelu dio experimental de lo que llegaría a ser toda la administración de los acueductos, fue también el primer signo de un embargo imperial de los mismos, que iría rápidamente acentuándose. En cuanto a la Alsietina, que no sólo llevaba agua turbia, se construyó únicam ente para alim entar la naum aquia que Augusto estaba a punto de inaugurar junto al Tiber. Frontino parece sorprendido de aquella iniciativa: «Me cuesta trabajo comprender la razón que pudo inducir a Augusto, un empera dor tan sensato, a construir el acueducto de la Alsietina, que lla man Augusta; esa agua carece de todo atractivo y hasta es malsa na, por lo que en ninguna parte corre a disposición del públi co»10. No es difícil imaginar lo que Tácito habría escrito de haberse decidido a contar la historia de Augusto, ni la ironía con que habría comentado las excusas de Frontino: «Es posible, con todo, que en el momento en que emprendió la construcción de su naumaquia, no quisiera quitarles nada a las otras conduccio nes más sanas e instalara ésta mediante obras especiales, cedien do para la irrigación de los jardines vecinos y el uso de los parti culares el agua sobrante de la naumaquia»11. Lo cierto es que la Alsietina se construyó exclusivamente para permitir la organiza ción de juegos náuticos destinados a exaltar la batalla de Accio12: los placeres del pueblo justificaban ya los derechos del príncipe. 9. Supra, p. 115. 10. Frontino, 11, 1. 11. Ibid. 12 . Supra, p. 88. 246
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma Claudio o la abundancia
Sesenta y un años después de la puesta en servicio del aqua Virgo, fue por tanto Caligula, y no el Senado, quien decidió ini ciar la construcción de los dos gigantescos acueductos que coro narían la obra de los Julio-Claudios: el Anio novus y la Claudia. Ambos se terminaron tres lustros más tarde, «con el máximo esplendor»'3, y fueron inaugurados simultáneamente el 1 de agos to del 52 por el emperador Claudio, al cumplir éste 61 años. T iberio C laudio César, hijo de D ruso César Augusto Germánico, Sumo Pontífice, 12 veces investido del poder tri bunicio, 5 veces cónsul, 27 veces general victorioso, padre de la patria, hizo traer a la urbe el agua Claudia, a sus expensas, desde las fuentes llamadas Caerulea C urtia, a partir del miliar 45, el «agua del Nuevo Anio», a partir del miliar 6214.
y
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Beneficiándose a un tiempo de las ventajas de la «paz roma na» y de los progresos técnicos, los dos nuevos acueductos eran ya más altos, directos y abundantes en agua que sus predeceso res: así el Anio novus, el más elevado, cruzaba a treinta metros del suelo el valle de la Empolitana sobre un puente de trescien tos metros; luego se aproximaba a Roma pasando por arcos que alcanzaban a veces hasta 36 metros de altura15; aún se perfilan acá y allá, en la campiña romana, algunas siluetas cuya esbeltez y aislamiento las hace parecer frágiles y como más románticas. Ambas traídas de agua provenían del alto valle del Anio, por lo que en la mayor parte de su recorrido, y especialmente en los alrededores de Roma, seguían el mismo itinerario que los demás acueductos, a excepción del aqua Virgo. Para ganar espacio y mantener la elevación del Anio novus, se instaló su canal sobre los arcos de la Claudia, que con toda probabilidad no habían sido previstos para ese doble uso y tuvieron que restaurarse y reforzarse ulteriormente con mucha frecuencia. Los dos canales 13. Frontino, 13, 2. 14.Inscripción de la puerta Mayor. 15. Frontino, 15, 7: 109 pies. 24 7
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
superpuestos entraban en Roma cortando la bifurcación de la via Labicana y la via Praenestina y pasando sobre dos arcos que alguien tuvo la idea de disponer en forma de puerta triunfal; en lo alto de la puerta Mayor, sobre el ático así constituido por las paredes externas del specus, Claudio mandó colocar la dedicato ria de ambos acueductos, y sus sucesores grabarían allí más tarde las restauraciones que tendrían que hacer, transformando curio samente en título de gloria lo que más bien era indicio de fla queza en la construcción. César Emperador Vespasiano Augusto, Sumo Pontífice, 2 veces investido del poder tribunicio, 6 veces general victorio so, 3 veces cónsul, 4 veces designado padre de la patria, resta bleció p ara la u rbe, a sus expensas, las aguas C u rtia y Caerulea, traídas por el divino Claudio y que luego fueron, durante 9 años, interrumpidas y dispersadas. C ésar E m p e ra d o r T ito V espasiano, h ijo del div in o Vespasiano Augusto, Sumo Pontífice, 10 veces investido del poder tribunicio, 17 veces general victorioso, padre de la patria, censor, 8 veces cónsul, hizo renovar a sus expensas las aguas C urtía y Caerulea, traídas por el divino C laudio y luego restablecidas por el divino Vespasiano, su padre, cuan do la decrepitud de las obras, deterioradas ya en su base, dejaba escaparse el agua desde sus fuentes mismas16.
De todos modos, el aumento de los caudales diarios fue sor prendente17-. la República, con sus cuatro acueductos, había aportado 454.320 metros cúbicos de agua, mientras que las dos creaciones de C laudio venían a añadir de un solo golpe 373.800, produciendo cada cual un poco más que los tres acue ductos de Augusto reunidos. Se tenía la impresión de que el Amo entero corría ya por Roma. «Si evaluamos con exactitud el volumen de líquido que vierte en plazas públicas, baños, piscinas, canales, casas, jardines y resi dencias suburbanas, y teniendo también en cuenta las distancias 16. Inscripción de la puerta Mayor. 17. Sobre los caudales y las reservas que deben hacerse al respecto, véase supra, p. 184ss. 248
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
recorridas por el agua, la altura de los arcos, los túneles abiertos en las montañas y el relleno de los valles, convendremos en que jamás se vio mayor maravilla en el mundo entero»18. La obra de Claudio coronaba así de manera espectacular el trabajo iniciado desde comienzos del Imperio, y los nuevos acueductos constituirían en adelante la sólida y definitiva arma zón de una red que bastaría con hacer un poco más tupida en caso de necesidad. Nerón y sus sucesores
Nerón, por ejemplo, mandó construir después del año 64 los altos arcos que llevan su nombre y se yerguen todavía acá y allá en Roma entre la puerta Mayor y San Juan de Letrán. A la entrada de la ciudad, desviaban parte de las aguas de la Claudia para conducirlas a los barrios próximos al Celio y al Palatino y aumentar así sus defensas contra el fuego, pues aún estaba viva la memoria del gran incendio. La función principal de aquellos arcos, sin embargo, era abastecer el stagnum Neronis que ameni zaba, en el emplazamiento del futuro Coliseo, los jardines de la Casa Dorada; una vez colmado el lago, Domiciano pudo pro longarlos hasta el Palatino, donde se instaló un sifón al que ser vían de puente; los más bajos fueron restaurados en la época de Mussolini y siguen pasando por encima de la vía San Gregorio. Tales añadiduras, que hicieron mucho más densa la red de acueductos ya existente en Roma, reforzaban también las ten dencias que se dejaban sentir cada vez con mayor claridad durante el reinado de los Julio-Claudios: la abundancia era la que el lujo reclamaba, y el agua de las traídas corría tan copiosa por las fuentes públicas como por los estanques de los empera dores o las termas que iban multiplicándose por doquier en la urbe. Se construía con vistas no menos a la utilidad que al placer y, aunque no todos los príncipes apreciaran el fasto insolente de 18. Frontino, 36, 123. 249
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
un Nerón, al edificar a sus expensas («sua impensa») se arrogaban el derecho de pensar primero en los baños y estanques que cons tituían, en la cima del Palatino, el opulento encanto de los pala cios imperiales19. El agua viva, signo de fuerza y prosperidad, se imponía igual mente en todos los rincones adonde llegaba el poder de Roma, y muchas realizaciones provinciales, como el puente del Gard o los primeros acueductos de Lyon, datan probablemente de esa época20. Pero en las ciudades de provincias, cuyas pretensiones eran menores, la utilidad prevaleció siempre sobre un lujo que a menudo se limitaba al interior de las termas y la ornamentación de fachadas, fuentes o nymphaea·, más que en Roma, sin duda, el pueblo era allí sensible al carácter precioso y divino del agua. Trajano o la segunda revolución
Cuando, al final del siglo I, la dinastía de los Antoninos llegó al poder y Frontino comenzó a redactar el informe administrati vo que debía entregar al nuevo emperador Nerva, la red de acue ductos de Roma parecía haber alcanzado la perfección. La abundancia de agua se aseguró completando las principa les traídas con nuevas aportaciones como el rivus Herculaneus1', que venía a reforzar el Anio novus. Para evitar largos cortes en caso de obras importantes, se posibilitó también el paso de las aguas de un acueducto a otro por medio de grandes cisternas de trasvase y decantación, parecidas a la que aún puede verse hoy junto a Gallicano: de 47 metros de largo y 11 de ancho, hecha de ladrillos, recibía a un tiempo el agua de la Marcia, el Anio 19. Supra, p. 78ss. 20. El acueducto de Nimes fue probablemente construido, como los de Lyon, en tiempos de Claudio; en Lyon, sin embargo, es posible que el acueducto del Gier sólo date de la época de Adriano. Véase Y. Burnand, «La documentation épigraphique sur les aqueducs romains de la Gaule et de la Germanie romaines», Journées d ’études sur les aqueducs romains, Paris 1983, p. 67. 21. El mismo nombre (Rivus herculaneus) lo llevan a la vez un ramai del Anio novus y otro de la Marcia. 250
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma novus y la Claudia, que atravesaba cámaras separadas, aunque éstas podían ponerse en comunicación si se juzgaba necesario. Prácticamente todos los barrios de la ciudad quedaban así abas tecidos, y los omnipresentes arcos de Roma, a veces rezumantes, formaban ya parte del nuevo paisaje urbano. Empero persistían algunas zonas de sombra. El Trastevere, por ejemplo, no disponía de ningún acueducto autónomo y lo alimentaban únicamente, al término de su trayecto, un ramal de la Marcia, una prolongación de la Virgo y las ramificaciones tar días del Anio novus y de la Claudia. El barrio recibía, pues, lo que sobraba de los demás; por otra parte, los conductos que le llegaban lo hacían después de cruzar puentes que debían ser constantemente mantenidos en buen estado; las reducciones de suministro y los cortes eran por tanto frecuentes y a veces tan duraderos que había que recurrir entonces a las aguas próximas, aunque malsanas, de la Alsietina·. «Ahora bien, en el Trastevere es costumbre, cada vez que se reparan los puentes y se corta el suministro de los acueductos procedentes de la otra orilla, dar en sustitución el agua de la Alsietina, por necesidad, para abastecer las fuentes públicas»22. Además, en las cisternas de recepción los acueductos perdían a la vez su independencia y sus cualidades. El agua de la Claudia, de por sí muy pura, se estropeaba al mezclarse con la turbia y embarrada del Anio novus-, el paso repetido de un acue ducto a otro por los diversos estanques y specus se prestaba tam bién a muchos fraudes y errores, no llegándose a veces a saber adonde iba a parar el agua, de dónde venía y, sobre todo, a quién pertenecía23. En suma, los emperadores Julio-Claudios suministraron el agua con una abundancia y profusión tales que acabaron por provocar cierto desorden e incluso, en el barrio menos favoreci do del Trastevere, un sentimiento de injusticia. En posesión ya de lo necesario y de lo superfluo, los romanos quisieron en ade lante no verse ni siquiera por un momento privados de unas
22. Frontino, 11,2. 23. Id;, 72, 6 y 91, 1-3. 251
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
comodidades a las que se habían acostumbrado hasta el punto de considerarlas como un derecho básico. Se imponía, pues, una segunda revolución: la de la gestión. Aqua Traiana
A pesar de todo, Trajano, allá por el año 109, mandó cons truir un décimo acueducto que llevaría su nombre, pero que Frontino, muerto en 102, no llegó a conocer. Según las actuales estimaciones, debía tener un caudal aproximado de 118.000 metros cúbicos por cada veinticuatro horas y una longitud de 57 kilómetros más o menos. Su torre de distribución, provista toda vía de unos sesenta grandes conductos marcados, ha sido descu bierta junto a la puerta de San Pancracio, en el Janiculo, y la hermosa fuente Paulina sigue allí perpetuando su existencia. La originalidad del aqua Traiana consistía ante todo en tener su fuente al oeste de Roma, en el lago Braciano, y captar el agua, para que fuera más pura, no en el lago mismo, como lo haría más tarde el acueducto de Pablo V, sino en los muchos manan tiales que lo rodean; nuevo era también el hecho de dirigirse directamente al Trastevere y subsanar por fin en este barrio la falta de un acueducto autónomo. Restableciendo aquí, como en otras partes, cierta tradición republicana, el emperador financió la obra con el producto de sus recientes conquistas en Dacia, en 107; junto con los arcos de triunfo de Ancona o Benevento, el Foro y la célebre columna de Trajano, el aqua Traiana festejaba así la victoria sobre los dacios, a quienes se arrebató el oro y la plata indispensables para la recu peración económica y las grandes obras que darían a la urbe un nuevo y postrer esplendor. El informe de Frontino
El deseo de Nerva, como luego el de Trajano, era, con todo, afirmar su poder bajo el estandarte de la Libertas y colaborar más 252
Los acueductos γ la historia. El ejemplo de Roma
con el Senado para asegurarse de que nunca volverían aquellos tiempos de autocracia, horror y tiranía que Tácito había ya comenzado a describir. Para restaurar la confianza y mostrar que reinaba otro espíritu en el Palatino, era necesario reorganizar la administración central, por lo que se decidió, entre otras impor tantes medidas, introducir el rigor y la claridad en la gestión del agua de Roma. El instigador y artífice de las reformas fue naturalm ente Frontino, bien conocido en las altas esferas como funcionario íntegro y escrupuloso. Nom brado curator aquarum 2i, con la misión de definir la estrategia del nuevo régimen en este campo, procedió desde el verano del año 97 a una minuciosa inspección de los servicios cuya dirección acababa de asumir. El informe que entregó al nuevo emperador a principios del año siguiente proponía reformas que eran a un tiempo de carácter administra tivo y de alcance político, pues mostraban que el nuevo equipo estaba dispuesto a tomar medidas en relación con la ideología que defendía; por eso, dicho informe fue hecho público en marzo del año 98. Afortunadamente conservado con el título de De aquae ductu urbis Romae, nos permite hoy conocer en todos sus detalles las obras emprendidas. La «auditoría» de Frontino, abrumadora para sus predeceso res, puso muy pronto en evidencia el desorden que reinaba desde hacía mucho en la administración de las aguas de Roma. En el recorrido extraurbano de los acueductos, por ejemplo, los ribereños perforaban con toda impunidad las canalizaciones; al personal del Estado «se le distraía regularmente de su tarea con obras privadas»25; en las cisternas, por incompetencia, el Anio novus se mezclaba sin cesar con la Claudia, llegándose incluso a desperdiciar sin el menor reparo el agua pura de la Marcia·. «He podido comprobar que la Marcia misma, de tan agradable fres cor y limpidez, se utiliza para baños, lavanderías y otros menes teres que por decencia no me atrevo a citar»26. 24. Infra, p. 267. 25. Frontino, 17, 4. 26. Id., 91, 4. 253
Los acueductos γ la historia. El ejemplo de Roma
Apuntando desde el principio a una reestructuración y rea juste sistemático de los calibres de las tuberías27, el informe reve laba también la sorprendente y voluntaria inexactitud de los documentos de que disponía el servicio. Ni siquiera se sabía cuánta agua entraba en los conductos, e inspeccionando riguro samente los registros se descubrió que indicaban caudales de salida superiores en 1.263 quinariaé8 a los de entrada (!). Escribe entonces Frontino: «Asombrado de esto y juzgando que el principal deber de mi cargo consistía en cerciorarme de la honradez de la gestión de los acueductos y su caudal, me sentí vivamente estimulado a averiguar cómo se podía distribuir más agua que la que, por decirlo así, había en casa»25. El nuevo curator decidió, pues, medir el caudal en todas las cabezas de acueducto y rápidamente llegó a la conclusión de que el total de las entradas era muy superior a lo indicado en los documentos oficiales: en realidad se perdían cada día en Roma entre la fuente y la distribución 10.000 quinariae (400.000 metros cúbicos) de agua, es decir, los dos quintos de la produc ción global. Al «error de quienes desde el comienzo no habían puesto suficiente interés en evaluar el caudal de cada acueducto»30 se añadían manifiestamente los fraudes que hacía inevitables una administración demasiado laxista y la corrupción de los funcionarios encargados de las aguas. Las reformas
En tales condiciones, era obviamente necesario reestructurar a fondo el servicio de aguas para recuperar la producción real, mejorar la calidad de la distribución y hacerlo todo más rentable y eficaz. Las profundas reformas propuestas por Frontino y apro badas sin vacilación por Trajano, cuya política reforzaban, comenzaron a llevarse inmediatamente a la práctica. 27. Supra, p. 206ss. 28. Supra, p. 206. 29. Frontino, 64, 3-4. 30. Id., 74, 2. 254
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
En primer lugar, todo el personal fue llamado «al orden y al servicio del Estado»31, para lo cual se estableció una lista de tare as y se sometió a cada empleado a un control diario de los traba jos realmente ejecutados; al mismo tiempo se anotaban con exactitud y regularidad los caudales de entrada y salida de cada acueducto. «Todo lo interceptado por los fraudes de los fontane ros o dilapidado por negligencia» vino entonces a incrementar las cantidades de agua disponibles en Roma, y fue «como si se hubieran descubierto nuevas fuentes»32. Casi doblado por esas disposiciones, el volumen global de agua que recibía la urbe fue también mejor distribuido. Se refor mó el sistema de concesiones a los particulares, poniéndolas bajo la tutela única y benévola del em perador33, y se aum entó el número de cisternas, fuentes y arcas de agua accesibles al público. Para reforzar la seguridad de la capital y luchar con mayor eficacia contra los incendios34, se constituyeron en todas partes equipos capaces de hacer frente a circunstancias imprevistas, «a fin de poder enviar gran cantidad de agua de varios distritos al que de pronto la necesitara»35. Por otro lado, el agua «se repartió de una manera tan precisa que fue posible atribuir varios acueductos a los barrios donde hasta entonces sólo llegaba uno (...). Además, en la mayoría de las fuentes públicas de cada zona de la ciudad, tanto nuevas como antiguas, se instalaron dos bocas alimentadas por acue ductos diferentes, para que, si una de ellas dejaba accidental mente de funcionar, la otra la sustituyera y no quedara así inte rrumpido el servicio»36. Esta duplicación de los principales con ductos garantizaba la continuidad del suministro, como sucede en nuestros días con las estaciones de bombeo que poseen gru pos electrógenos utilizables en caso de fallos prolongados del 31. Id., 117, 4. 32. Id., 87, 1. 33. Infra, p. 283ss. 34. Supra, p. 57-58. 35. Frontino, 117, 3. 36 . Id., 87, 3 y 5. 255
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
sector y grandes depósitos de reserva por si se diera la circuns tancia, poco probable, de que la electricidad o los dispositivos de socorro dejaran de accionar las bombas. Se respondía así a una exigencia que es también propia de nuestras ciudades modernas y que ya Augusto formuló desde el comienzo de su reinado: en adelante el agua debía correr día y noche en todas las fuentes de Roma. Era menester, no obstante, que aquella agua fuese también de excelente calidad. Para ello se mejoró notablemente el Anio novus, efectuando en él importantes obras que le permitirían captar el agua pura del lago cercano a Subiaco. Asimismo se decidió «separar todos los acueductos y readaptarlos uno por uno, de suerte que la Marcia, en primer lugar, se utilizara entera mente para suministrar agua potable y luego a cada acueducto se le diera, según sus propias características, el empleo que le con venía; por ejemplo el Anio vetus, por varias razones y por captar el agua más abajo y ser así menos sano, serviría para regar los jar dines y para los usos menos nobles de la ciudad»37. Aun cuando la infinita solicitud del mejor de los príncipes se hiciera cargo de lo esencial, semejantes reformas resultaban muy costosas; había que tratar, pues, de reducir los gastos y aumentar considerablemente los ingresos. Volvió así a introducirse el anti guo impuesto sobre el agua, cuyo pago ya apenas se urgía, y los fraudes se castigaron a partir de entonces con fuertes multas38; para las grandes obras, se restableció el principio fundamental de la licitación, y al curator, cuyos poderes fueron notablemente acrecentados, se le recordó que «no hay que fiarse siempre de quienes intentan llevar a cabo una obra o hacerla durar; para determinar lo que debe ejecutarse sin demora, lo que puede aplazarse y también lo que deben realizar o los adjudicatarios o los obreros dependientes de él»39, debía consultarlo primeramen te tanto con los «arquitectos de su departamento» como con especialistas y técnicos ajenos a sus propios servicios. 37. Id., 92, 1. 38. Infra, p. 281-282. 39. Frontino 119, 3. 256
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
Aproximadamente medio siglo después de la instalación de los grandes acueductos de Claudio, las reformas de Frontino venían así a corregir los abusos derivados de la abundancia, mejorando también la calidad del agua y contribuyendo con ello a la higiene y seguridad públicas. Apoyadas por una firme voluntad política, fueron tan profundas y provechosas que a los sucesores de Trajano les bastaría ya, teóricamente, con mantener lo que habían heredado. Construidos entre 312 a. C. y 109 d. C., los acueductos seguirían aún funcionando durante otros cua tro siglos. De la conservación a la decadencia Nuevo ramal
Desde la primera mitad del siglo I, el cuidado de las traídas de agua existentes fue sin duda la tarea principal de los curatores, pero ocasionalmente el poder central mandaría todavía construir algunos acueductos de interés secundario. Trescientos sesenta años después de su inauguración, el viejo tronco siempre verde de la Marcia produjo, por ejemplo, un vástago que, hacia el año 207, M. Aurelio Antonino, apodado Caracalla, injertó en el depósito de la antigua traída para abaste cer sus grandes termas; sus restos se ven todavía a lo largo del viale Guido Bacelli. En los confines de la ciudad, el aqua Antoniniana cruzaba la vía Apia por el arco llamado de Druso, que Aurelio incorporaría más tarde a su muralla y que aún se descubre con deleite en el umbroso y verdeante frescor de la puerta de San Sebastián. Para utilizar esa derivación sin dismi nuir el rendimiento de la Marcia, Caracalla mandó también aumentar el caudal del acueducto, añadiéndole el agua del fons Antoninianus, que nacía cerca de Arsoli. El espíritu de Frontino quedaba bien lejos. El agua antes tan pura de la Marcia, alimentada en adelante por fuentes que quizá la estropeaban, volvía a los baños de los que había sido retirada dos siglos atrás. 257
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma Un último acueducto
Apenas acababa Caracalla de completar su derivación cuando Alejandro Severo elevó el undécimo y últim o acueducto de Roma, el aqua Alessandrina, que se inauguró en 226, o sea 117 años después del aqua Traiandí0. Ese lapso, que antaño había sido el de los tiempos de crisis, era ahora el de la abundancia, pero, si la construcción de un nuevo acueducto anunció antes el retorno a la prosperidad, la del aqua Alessandrina auguraba en cambio el advenimiento de días trágicos. A decir verdad, el nuevo acueducto no desmerecía de sus grandes predecesores. Incluso se beneficiaba de los últimos pro gresos de la técnica, y el uso del ladrillo le daba una ligereza de la que carecían los demás; recorría así lo esencial de su trayecto sobre hermosos arcos que podían alcanzar hasta 25 metros de altura, como en Case Calde y en Centocelle, donde eran respec tivamente 120 y 140. Sin embargo, nacido en las pendientes de los montes Albanos, sólo tenía una longitud de veintidós kiló metros y no aportaba cada día más que 22.000 metros cúbicos de agua, ampliamente suficientes para el cometido único al que estaba destinado: abastecer los baños. En efecto, después de penetrar en la ciudad por la puerta Mayor y bajar todo derecho hasta el Campo de M arte, desembocaba exclusivamente en aquellas termas llamadas “Alejandrinas» que el emperador había mandado construir encima de las de Nerón41. El último acue ducto de Roma era bello, no cabe duda, pero superfluo. A todas luces poco necesario, tenía empero la utilidad de los grandes símbolos. Su elegancia y gratuidad servían de fuerza y reflejaban el esplendor de Roma, aunque auguraban también su próximo ocaso. En aquellos tiempos de incertidumbre, hacían creer en el poderío y eternidad de una ciudad sobre la que se 40. Había en Roma, pues, once acueductos en el siglo III, y doce contando la Alsietina. Sin embargo, en la época de Constantino los Regionarios (véase supra, p. 25, nota 8) mencionan diecinueve y Procopio (Historia de los Godos, 1,19) habla todavía de catorce a finales del siglo V. Esto obedece a que entonces se confundían los acue ductos propiamente dichos con sus derivaciones. 41. Supra, p. 116. 258
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
cernían ya múltiples amenazas: mientras siguiera siendo capaz de levantar por puro placer monumentos espléndidos y sin obje to, Roma aún podía ofrecer al mundo la ilusión de su poder y aparecer como la más santa y justa, por ser la más bella. Al aline ar sin protección sus elevadas y regulares series de arcos, el aqua Alessandrina presentaba así a quienes se le acercaban la imagen de una formidable belleza, expresando toda la gloria de la urbe y sugiriendo la inmensidad de los recursos de que había logrado siempre disponer en el último instante cuando algún mal la amenazaba. Para conjurar los peligros por venir, Roma lanzaba al cielo, junto con el efímero centelleo de los surtidores, la provocación de sus cúpulas y arcos; en las fuentes y euripos42, donde veía constantemente reflejarse su lujo y magnificencia, la soberbia capital no era ya, sin embargo, más que la incierta imagen de sí misma. Aureliano tuvo pronto que protegerla con una muralla: los puentes acabaron por transformarse en pesados muros y los arcos por los que los acueductos cruzaban triunfalm ente las calles se convirtieron en plazas fuertes que se cerraban todas las noches. Inmóviles en el opaco vapor de sus termas, los romanos no miraban ya hacia afuera. Una larga supervivencia
El último acueducto expresaba, pues, lo que los romanos no dejarían ya de seguir haciendo: cuanto más se precisara el peli gro, más se abandonarían a los encantos y placeres que les brin daba el agua. En tiempos de la tetrarquía, al dividirse el Imperio creyendo todavía renacer, Diocleciano mandó construir termas aún más grandiosas que las de Caracalla43; para abastecerlas, desvió por última vez el antiguo curso de la Marcia hacia los arcos del aqua Giovia. En aquella misma época, las 591 fuentes que habían 42. Supra, p. 83ss. 43. Supra, p. 118. 259
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
constituido el orgullo de Frontino pasaron a ser 1.352, y el número total de establecimientos de baños, que eran ya 170 bajo el reinado de Augusto, se elevó a cerca de 950. Roma mul tiplicaba y ampliaba cada vez más los monumentos que mejor habían reflejado antaño la extensión de su poderío y, al reprodu cirlos sin tregua, aspiraba a la eternidad en el continuo flujo de sus aguas. Casi lo consiguió: el Imperio romano propiamente dicho se dislocó en el año 395, pero la urbe sobrevivió y el agua de los acueductos continuaría corriendo allí hasta un siglo después. Efectivamente, a fines del siglo V, Teodorico, rey de los godos, mantenía en buen estado las cloacas de Roma y hacía restaurar los specus, maltratados por el tiempo; la prestigiosa ciudad no había perdido casi nada de su administración; junto con sus habitantes, conservaba intactos sus baños, termas y fuentes, y los acueductos que seguían abasteciéndola no habían sido nunca cortados. El brazo de Vitiges
Lo fueron en el año 537. «Finalmente se oyó un chasquido; una enorme piedra rodó hasta abajo, estrellándose contra los arcos inferiores, y de pronto cayó del cielo una catarata, el río entero del acueducto que, cortado por medio, derramaba sus aguas en la llanura»44. Como Espendio, el bárbaro Vitiges, al ase diar la ciudad defendida por Belisario, cortó las traídas de agua para acelerar su rendición y hasta intentó utilizar el canal de la Virgo para entrar en la plaza fuerte; Belisario mandó entonces obstruir todos los specus desecados por los que el enemigo podía naturalmente pasar. Así perdió Roma sus acueductos. Curiosamente, Vitiges instaló sus 70.000 godos en el vago círculo de unos trescientos metros de diámetro que formaba la doble intersección de la Marcia y la Claudid 5; para protegerse a 44. Flaubert, Salammbô, cap. 12. 45. Supra, p. 193-194. 260
Los acueductos y la historia. El ejemplo de Roma
sí mismo y facilitar el asedio de la ciudad, se hizo fuerte en las extraordinarias series de arcos y pesados pilares que se erguían en aquel lugar, hoy todavía llamado Campo Barbarico. De esta suerte, los dos acueductos que más habían contribuido al esplen dor de Roma servían ahora de muro defensor a quienes venían a destruirla (!). La urbe no pudo, claro está, sobrevivir a los veinte años de guerra (535-555) que libraron en Italia los godos contra los grie gos de Bizancio; capturada y pillada varias veces por unos y otros, devastada y privada de su vida económica e infrestructura administrativa, fue poco a poco hundiéndose en la miseria hasta quedar por fin reducida a las dimensiones de una aldea cuyos habitantes levantaban sus casuchas sobre las ruinas de un esplen dor perdido. Desde mediados del siglo VI, no se tuvieron proba blemente ni los medios ni tan siquiera la necesidad de conservar los grandes acueductos. Muy atrás quedaban ya aquellas termas donde los hombres se daban cita y aquellas fuentes que servían de esparcimiento a las mujeres; volvieron los tiempos de los manantiales, pozos y aguadores. En Roma y en todo lo que había sido el Imperio, los canales subterráneos fueron lentamen te aplastados por el peso de escombros y ruinas; en cuanto a los acueductos al aire libre, herrumbrosos vestigios de un lujo impo sible, enlodados, agrietados, perforados, desmantelados por los buscadores de piedras, fueron desmoronándose uno tras otro en los baldíos campos que los circundaban. «Por doquier se elevan restos de acueductos y tumbas, ruinas semejantes a los bosques y plantas indígenas de una tierra hecha del polvo de los muertos y el desecho de los imperios»46. Una muerte lenta
El brazo de Vitiges asestó a Roma un golpe que no fue inme diatamente mortal. Así como el Imperio romano no moriría ver 46. 1804.
Chateaubriand, Voyage en Italie, Lettre à Monsieur de Fontanes, 10 de enero de 261
Los acueductos y ¡a historia. El ejemplo de Roma
daderamente sino en el año 395, así tampoco los acueductos de la urbe desparecerían del todo hasta 537. Su muerte fue mucho más lenta. Por ejemplo, el aqua Traiana, destruida por Vitiges, fue ense guida reparada por Belisario; cortada de nuevo por el lombardo Aistulfo, la restauró el papa Adriano I en 772 y luego Gregorio V en 846; todavía funcionaba en el siglo IX y, bajando siempre de las alturas del Janiculo, ponía en movimiento, probablemente desde el siglo VI, una serie de molinos para el trigo; más tarde seguiría suministrando agua, aunque de modo esporádico, al palacio del Vaticano. Destinada en un principio a abastecer el populoso barrio del Trastevere, renacería una vez más en el siglo XVII para convertirse en el acueducto de los papas (!). Hacia el año 1.000, no obstante, la mayoría de los acueduc tos romanos habían dejado en todas partes de funcionar. En la urbe misma llegaron a durar ochocientos años y su agonía fue de casi medio milenio; sólo en el siglo XVI el papa Sixto V devolve ría a la ciudad sus fuentes reanimando el aqua Alessandrina, que sería así el último de los antiguos acueductos y, con el nombre de aqua Felice, el primero de los modernos. A menudo deteriorados, pero más todavía obstruidos desde su cabeza por falta de mantenimiento, los acueductos no murie ron, pues, entre convulsiones apocalípticas o precipitaciones de piedra y agua; en aquellos campos gradualmente transformados en lagos y marismas, jamás se vieron grandes ríos surgir a borbo tones de los reventados specus.
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10 La administración de las aguas
El progreso en el arte de levantar arcos favoreció evidente mente el desarrollo de los acueductos, cada vez más numerosos y largos a medida que sus constructores se mostraban capaces de salvar cualesquiera obstáculos que la naturaleza pudiera poner en su camino. Mas esta técnica se conocía ya desde hacía mucho: desde el siglo II a. C., por ejemplo, el pons Aemilius cruzaba en Roma el Tiber por medio de un arco de veinticuatro metros. El origen de ese formidable desarrollo ha de verse más bien en la creciente riqueza del Imperio, el deseo de comodidades y sobre todo la gradual extensión de la «paz romana». La técnica permi tió construir mejor y más de prisa, pero el poder de Roma, al procurar la seguridad, posibilitó el dejar al descubierto sin riesgo muchos conductos que antes debían mantenerse ocultos para evitar su destrucción por eventuales enemigos. La larga y agitada vida de los acueductos, hecha toda ella de construcciones, reparaciones, ramificaciones, añadiduras y con solidaciones varias, dependía así no sólo del talento de los inge nieros, sino especialmente de una voluntad política eficaz y de la continuidad de una administración cualificada.
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La administración de las aguas Organización administrativa La República
En tiempos de la República, el pueblo elegía dos censores cada cinco años. Los elegía por su competencia y rigor, de ordi nario puestos ya de relieve en el desempeño de otros cargos, y su nuevo mandato duraba dieciocho meses. Su tarea consistía prin cipalmente en ordenar y organizar para los cinco años siguientes toda la vida moral, económica y social de Roma, estableciendo entre otras cosas un plan quinquenal de grandes obras públicas. En sus atribuciones entraban, pues, la construcción o amplia ción de monumentos, puentes, caminos y acueductos; cuando el caso lo requería y disponían de los fondos necesarios, podían, de acuerdo con el Senado, tomar la decisión de abrir una nueva vía o aumentar el número de traídas de agua. La única excepción a esta regla fue la Marcia, cuyas obras comenzaron por orden del pretor Marcio a quien los senadores habían confiado la renova ción de toda la red, descuidada durante el período de las guerras púnicas. Cuando los censores cesaban en su cargo, las obras adjudica das por ellos continuaban generalmente bajo la responsabilidad del poder ejecutivo, sobre todo de los ediles curules, magistrados municipales encargados de la gestión de la ciudad (cura urbis) y por ende de la administración de las aguas; esta parte más espe cífica de sus funciones, llamada ya entonces cura aquarum, con sistía en inspeccionar los trabajos de construcción, ocuparse de la conservación de los acueductos y, en general, velar ( curare) por el buen funcionamiento de la red de distribución empren diendo las obras necesarias y reprimiendo, bajo la autoridad del pretor, los fraudes que podían descubrir. Eran por tanto muy grandes personajes, llegados a la cima de su carrera y conocidos por su integridad, quienes decidían emplear el dinero del Estado para construir un acueducto. De su mantenimiento se encargaban dos hombres, aún jóvenes, nuevos en el cargo y deseosos de desempeñarlo con éxito; la juventud y la ambición administraban, pues, lo decidido por la sabiduría y experiencia. 264
La administración de las aguas
Con todo, la República sólo construyó cuatro acueductos y los mantuvo durante cerca de tres siglos. Por modesta que pare ciese, la tarea de los ediles era esencial y la importancia de su función se puso una vez más de manifiesto cuando Agripa la ejerció en el año 33 a. C. Un cónsul-edil: Agripa
En efecto, desde el 34 a. C., Octavio, dueño del Occidente, resolvió hacer en cierto modo visible el espíritu de sus reformas completando algunas de las obras comenzadas por Julio César y rem odelando al m ism o tiem po la urbanización de Roma. Semejante proyecto suponía obviamente la renovación total de acueductos y cloacas. Sin embargo, para mantener lo que estaba ya convirtiéndose en ficción de las instituciones republicanas, había que confiar las obras a un edil y, para garantizar su éxito, dicho personaje no podía ser otro que Agripa. Desde el principio de aquella aventura, M. Vipsanio Agripa sería, pues, el consejero inteligente y preferido de Octavio y también el hombre de todos los éxitos. Enérgico y autoritario, pero voluntariamente discreto y apagado ante el futuro empera dor, dirigió para éste la campaña de Perusa y, en el momento a que nos referimos, acababa de ganar la batalla naval de Nauloco. En el año 34 a. C., era cónsul junto con Octavio; ante el asom bro de los ciudadanos de Roma, volvió a asumir el cargo de edil en el año 33. Esto equivalía en apariencia a descender en una carrera tradi cional y jerarquizada, que no obstante desempeñaba ya cada vez menos su papel; mas también suponía elevar la edilidad a un plano superior al del consulado mismo y, sin suprimirla verdade ramente, situarla aparte antes de reformarla por completo; se trataba, además, de mostrar con claridad el valor que Octavio y su equipo atribuían al éxito de la empresa. Como nuevo edil, pues, el ex cónsul Agripa recibió la misión de ocuparse de las obras públicas, el agua y los juegos de Roma. Toda la reorganización de la ciudad pasó así a sus manos y, en el 265
La administración de las aguas
32 a. C., sus evidentes logros se celebrarían con magníficos jue gos que duraron 59 días. Después de Perusa y Nauloco, y justo antes de obtener en el año 31 la victoria decisiva de Accio, Agripa demostraba ya ser no sólo un excelente general, sino también un gran administrador. Al convertirse más tarde en yerno de Augusto, habría podido incluso sucederle si la muerte no le hubiera sobrevenido prematuramente, en el 12, a la edad de cincuenta y un años. «Capax imperii, nisi obiisset»1. Velutperpetuus curator2
Tras largos años de guerras civiles, el principal problema planteado en la urbe era a todas luces el del suministro de agua. Agripa le dio por tanto una prioridad absoluta. Ya se tratara de acueductos, cloacas, fuentes ornamentales o administración, su intenso dinamismo dejaría rápidamente desmantelada la antigua edilidad, que de republicana pasó enseguida a ser consular y ya casi imperial. Agripa decidió personalmente, por ejemplo, qué proyectos habían de llevarse a cabo, cosa que hasta entonces venían haciendo los censores. Hasta muy poco tiempo atrás, estos últi mos, deseando complacer a quienes los habían elegido y acabar brillantemente su carrera, solían costear juegos que ofrecían al pueblo, pero el nuevo edil se haría también cargo, junto con los juegos, de todas las obras que acometía, añadiendo también la gratuidad de sus propias termas y de las que había renovado. Construyendo y restaurando a sus expensas, introdujo así por vez primera el sistema de la largitio edilitia («generosidad edilicia»), política por principio, y popularizó el lema sua impensa, que puede leerse hasta tres veces al pie de las inscripciones de la puerta Mayor. Por último, aunque oficialmente su cargo no duró más que un año, continuó hasta su muerte siendo respon sable de lo que de hecho le pertenecía, y todo cuanto en la edili 1. «Capaz de llegar a ser emperador, si no hubiera muerto».
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La administración de las aguas
dad se relacionaba con las aguas quedó de esta suerte transfor mado en cura, función que durante la república sólo designaba una tarea particular confiada provisionalmente y para cuya eje cución se gozaba de gran autonom ía. D isponiendo así de amplios poderes que ejercía a su albedrío sin tener nunca que rendir cuentas al Senado, Agripa llegó efectivamente a ser «una especie de curador vitalicio de sus propias traídas de agua y fuentes monumentales»2. Sin embargo, esta apropiación, reforzada todavía más por la gestión privada del aqua Virgo, no era en modo alguno personal, estando vinculada a quien la autorizaba y validaba, es decir, a Octavio, que asumía el poder supremo; por ello los acueductos o sus ramificaciones se llamarían Octavianum, Julia o, más tarde, Augusta, pero nunca Vipsania. Inspirada en las tradiciones republicanas y concentrando estas últimas en el futuro princeps, la edilidad de Agripa instau ró, pues, un nuevo sistema administrativo que no tardaría en ser el del Imperio. E l curator
aquarum...
Al morir Agripa en el año 12 a. de J.C., todas las decisiones que había tomado fueron codificadas y agrupadas en un solo senadoconsulto que se publicó al año siguiente, «siendo cónsules Q. Elio Tubero y Paulo Fabio Máximo». Claro signo de la pri m era revolución de las aguas, ese texto fundam ental, que Frontino nos ha transmitido integralmente3, ponía en marcha un servicio imperial, la cura aquarum publicarum, dirigido por un comité de tres miembros cuyo presidente recibía, además de todos los honores debidos a su rango, los medios necesarios para el desempeño de su cometido.
2. Frontino, 98. 3. Id„ 100. 267
La administración de las aguas
El curator aquarum, auténtico ministro, era obligatoriamente un antiguo cónsul, y sus dos adjuntos, de rango senatorial, debí an en la mayoría de los casos haber ejercido la pretura. Tanto la elección del curator como la duración de su manda to, no determ inada por la ley, dependían esencialmente del emperador, aunque éste debía actuar de acuerdo con el Senado. El prim ero de los curadores fue Messala Corvino, a quien Augusto designó sin duda por haber compartido con Agripa los galardones de la guerra (praemia belli) y poseer por este motivo los Jardines de Lúculo, destinados a convertirse en uno de los puntos obligados de convergencia de los acueductos antes de su entrada en la ciudad. Instalado en el cargo el año 12 antes de nuestra era, lo ocupó durante cerca de veinticuatro años, como también lo haría el predecesor de Frontino, Acio Avióla, que fue curador entre 74 y 97 d. C. En cuanto a Frontino, cuya tarea consistió sobre todo en reformar la institución, sólo permanece ría un año en sus funciones; del 12 a. C al 97 d. C., la duración media de los mandatos fue de unos cuatro años. El curador de las aguas, de rango igual al de la anona4 y al de las vías, percibía importantes emolumentos, siempre calculados con relación al precio del trigo, y disfrutaba de vacaciones que le permitían ejercer su función durante sólo una parte del año. Su equipo, como el de sus colegas, constaba de ordenanzas, prego neros encargados de la comunicación, dos lictores que velaban por su seguridad cuando se desplazaba y tres jefes de departa mento, esclavos públicos altamente cualificados, uno de los cua les era secretario particular, otro arquitecto y el tercero secretario general para llevar los expedientes y registros. Cada uno de sus dos adjuntos disponía de una plantilla equivalente, lo que suma ba unas quince personas en la cumbre de la administración de las aguas de Roma. La gestión de los acueductos suponía, desde luego, la existen cia de muchos centros de supervisión {stationes aquarum) cuya sede principal, en el siglo IV, estaba instalada en el Foro, al pie mismo del Palatino, ocupando el estrecho espacio que mediaba 4. Alto funcionario encargado del abastecimiento de Roma. 268
La administración de las aguas
entre la fuente Juturna y el palacio imperial. En el siglo n, no obstante, dicha sede se encontraba, con el servicio de la anona, al sur del Campo de Marte, en el pórtico de Minucio. Además de las oficinas del curator y sus adjuntos, debían estar allí los archi vos y expedientes examinados minuciosamente por Frontino en el año 97, así como el plano preciso y detallado de los acueduc tos que el mismo Frontino había mandado establecer para poder «en cierta manera evaluar la situación de una sola ojeada»5 y tomar sus decisiones como si se hallara presente sobre el terreno. ... y su personal
Todos los aquarii («funcionarios de las aguas») de Roma esta ban naturalmente a las órdenes del curador. En la época de Frontino, se repartían en dos grupos de distinto origen histórico. Los empleados estatales, o familia publica, venían de la antigua familia propria6 de Agripa, transferida por Augusto al servicio público al crear la cúratela, y eran unos docientos cuarenta. En cuanto a los servicios del emperador, o familia Caesaris, fueron establecidos por Claudio en el año 52 y constaban aproximada mente de cuatrocientos sesenta empleados. Destinados a las mismas tareas, ambos grupos se organiza ban de igual manera y tenían también un personal semejante: obreros no cualificados, vigilantes de los depósitos, estuquistas, empedradores, intendentes encargados de la paga y administra ción, inspectores, etc. Los más favorecidos eran sin duda los empedradores, que colocaban los conductos bajo las vías y ace ras; por tratarse de trabajadores especializados, estaban mejor retribuidos y podían aún redondear su salario instalando dis cretamente, para quien se lo pidiese, tuberías clandestinas7. A cualquier grupo que pertenecieran, los obreros de las aguas se repartían en dos servicios, uno para el exterior de la ciudad y 5. Frontino, 17,4. 6 . Supra, p. 246. 7. Infra, p. 286-287. 269
La administración de las aguas
otro para el interior. Fuera de la urbe, las responsabilidades eran menores y el trabajo más duro y penoso. Dentro, las cargas eran más ligeras, pero obligaban a una mayor sujeción: distribuidos en permanencias instaladas en los puntos más sensibles y accesi bles de la red, los aquarii debían estar preparados para atender día y noche a las urgencias y garantizar la continuidad del sumi nistro: por ejemplo, tenían que cortar inmediatamente el agua si se rompía un conducto o desviarla de un barrio a otro en caso de incendio; estas tareas de seguridad, mantenimiento y conser vación, que los hacían indispensables para todos y en especial para los ricos, los exponían más que al resto de sus colegas a todo género de enredos y corrupciones. Ambos servicios, casi iguales y sometidos a la misma autori dad, sólo diferían por la administración que los retribuía. Los empleados de la fam ilia publica dependían del aerarium Saturni, es decir, del tradicional tesoro público adm inistrado por el Senado, mientras que el personal de la fam ilia Caesaris, más numeroso, estaba directamente a cargo del erario imperial, lla mado fiscus. Las dos cajas financiaban por igual los materiales necesarios: el aerarium proporcionaba las tabletas, hojas y placas de bronce destinadas a las oficinas de la cúratela, pagando tam bién a quienes trabajaban en ellas; el fiscus se hacía cargo de los gastos, mucho mayores, exigidos por la conservación e instala ción de cisternas, canalizaciones y arcas de agua. Retribuyendo, pues, a más de la mitad del personal y corrien do además con los gastos de buena parte de los materiales, incluido el plomo cuyo coste fue siempre m uy elevado, los emperadores, a partir de Claudio, lograron prácticamente con vertirse en dueños absolutos de las aguas de Roma. Sin llegar, como Zenón de Constantinopla, hasta hacer tatuar su nombre en la mano de los aquarii para impedir su empleo en otros tra bajos, dieron así a conocer el valor que atribuían al buen funcio namiento del suministro de aguas en su capital.
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Evolución de la cúratela Lo que estaba en juego era incluso tan importante que el emperador hubo de enfrentarse varias veces con el Senado. En el año 52, por ejemplo, Claudio puso al lado del curador, de rango senatorial, un procurador, que fue primero un liberto y luego un miembro del orden ecuestre. En teoría este procurador, de for mación puramente técnica y especializado en hidráulica, estaba subordinado al curator, pero de hecho gozaba de poderes más amplios, ya que no recibía otras órdenes que las del monarca. La cúratela conservaba así toda su importancia, mientras el curador iba perdiendo la suya y el emperador ejercía un control cada vez más personal de la administración. Los empleados y ordenanzas del curador fueron progresivamente pasando a otros servicios, los lictores desaparecieron y el curador mismo acabó por desem peñar su cargo «de acuerdo con las instrucciones de sus subordi nados»8. Ese «arrinconamiento» del curador duraría hasta el retorno, en el año 97, de emperadores deseosos de llevar los asuntos públicos en colaboración con el Senado. El nombramiento de Frontino, gran servidor senatorial del Estado, la investigación que se le encomendó, el tono de sus observaciones y las reformas resultantes9 son, también a este respecto, muy características de la segunda revolución de las aguas. A partir del año 97, pues, el curador recobró todos sus poderes; pero así como Claudio no había suprimido el cargo, tampoco ahora se suprimió el de pro curador, sino que se reformó, asignando a su titular tareas preci sas y haciéndole depender de quien no tenía que haber dejado nunca de ser su jefe. Así restaurado, el principio de la cúratela subsistiría hasta la caída de Rom a. No obstante, a com ienzos del siglo IV, Diocleciano sustituyó al curador y al procurador por un «consu lar de las aguas» (consularis aquarum ) y un adjunto encargado de 8. Frontino, 2, 1. 9. Supra, p. 252ss.
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los acueductos {comes formarum) que dependían directamente del prefecto de la ciudad, o sea del personaje más importante después del emperador; este último, por lo demás, no estaba ya casi nunca presente en la capital. La época era distinta y los títu los habían cambiado, pero la importancia del cargo, en aquellos tiempos en que se construyeron las mayores termas del Imperio, seguía siendo la misma. Gestión de los acueductos
Ediles, curadores o procuradores, todos los funcionarios encargados de las aguas recibieron siempre la triple misión de velar por la construcción de los acueductos, mantener regular mente en buen estado las canalizaciones y administrar las conce siones del agua. Construcción
La construcción o prolongación de los acueductos, empresa esencialmente política, se decidía en la cumbre misma del Estado10. Una vez establecido el trazado por los ingenieros, la primera tarea de los administradores consistía en liberar los terrenos en los que iba a instalarse el specus. Paso
Ahora bien, la propiedad privada de los ciudadanos de Roma era estrictamente inviolable y la legislación romana desconocía el concepto de expropiación por motivos de utilidad pública. Si el dueño de un terreno se negaba a permitir el paso de un conduc to o vender una parcela de su propiedad, no quedaban más que 10. Supra, p. 264. 272
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dos soluciones: o desviar el trayecto o comprar la totalidad de la finca; este proceder, que tanto dinero le costó a César, por ejem plo, al tener que ir comprando uno tras otro todos los antiguos atrios que ocupaban el solar donde había decidido construir su foro, resultaba, claro está, muy lento y oneroso. Para reducir los gastos respetando escrupulosamente la noción de propiedad pri vada, se optaba a veces por comprar todo el terreno de un parti cular y revendérselo después guardando sólo la parte prevista para la construcción y mantenimiento del acueducto. Según la solución escogida, reventa parcial o compra total, se determinaban luego con precisión los límites dentro de los cua les el Estado y los propietarios «gozaban respectivamente de ple nos derechos»11, o bien, en el segundo caso, se creaban vastos dominios públicos sometidos a un canon que iba a parar al aera rium y contribuía al pago de los funcionarios de las aguas. Los particulares podían también ser incitados a vender parcelas o autorizar el paso de los acueductos por su propiedad mediante una exoneración de los impuestos que pagaban ordinariamente; a cambio debían asumir ciertas obligaciones, como mantener y limpiar los canales; si no lo hacían, el Estado se reservaba el derecho de expropiar los terrenos contiguos al acueducto. Protección
Cualesquiera que fuesen las condiciones de su adquisición, las superficies ocupadas por el specus se ampliaban también con un cinturón protector de cinco pies de ancho (148,5 centíme tros) a cada lado de los canales subterráneos y de quince pies (445,5 centímetros), reducidos a cinco en la ciudad, a ambos lados de los arcos. Para preservar la integridad de los conductos y facilitar su conservación, se prohibían en esa zona toda clase de construcciones y plantaciones, especialmente de árboles, por el peligro que constituían sus raíces; en caso de infracción a esta 11. Frontino, 128, 1. 273
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regla, por negligencia o fraude, se arrasaba inmediatamente lo edificado o plantado y a los reponsables se les im ponía una multa. Sólo en el campo y de modo excepcional, se concedía «permiso para dejar en su sitio las viñas, los árboles incluidos en el recinto de una casa particular, los cercados con construcciones o sin ellas y los muros cuyos propietarios están autorizados por los curadores a no demoler»12; en este caso, sin embargo, debía grabarse de manera bien legible el nombre del curador en una estela o uno de los muros que quedaban en pie. En todas las demás circunstancias se aplicaba una legislación precisa y riguro sa que había ya sido reformulada varias veces13. Los límites más allá de los cuales entraba en vigor la prohibición se marcaban regularmente con cipos provistos de inscripciones parecidas a las halladas junto al acueducto de Venafro: «Jussu Imp(eratoris) Caesaris Augusti circa eum rivum qui aquae ducendae causa fac tus est octonos ped(es) ager dextra sinistraq(ue) vacuus relictus est»14. Autoridades y particulares Aun cuando tuvieran su origen en tradiciones a veces muy antiguas, la mayoría de esas reglas, que Frontino enumera al final de su informe, eran bastante recientes y no se habían esta 12. Id., 129. 10. 13. Frontino (129, 7) cita, por ejemplo, una ley del año 9 a. C.: «Si dentro de los límites presentes o futuros de un terreno existieran canales, conductos, arcos, cañerías, arcas de agua o cisternas de los acueductos públicos que llevan o llevarán agua a Roma, nadie en ese terreno, una vez aprobada la presente ley, podrá introducir, cons truir, cercar, plantar, levantar, colocar, disponer, arar, sembrar o arrojar nada, salvo lo necesario para construirlos y mantenerlos en buen estado, y a excepción también de lo permitido o prescrito por esta ley». Una inscripción descubierta en 1877 en la llamada «Piedra de Chagnon», que protegía los alrededores del acueducto del Gier (véase supra, p. 174-175), resume con firmeza lo esencial de dicha ley: «En virtud de la auto ridad del emperador César Trajano Adriano Augusto, nadie tendrá derecho a arar, sembrar o plantar en este espacio destinado a proteger el acueducto.» 14. C.I.L., X, 4843 = I.L.S., 5744: «Por orden de César Augusto Emperador, se ha dejado libre un terreno de ocho pies a derecha e izquierda de este canal destinado a conducir el agua.» 274
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blecido con precisión hasta la época de Agripa. La preocupación del legislador consistía manifiestamente en afirmar los derechos del sector público sin perjudicar nunca a los particulares; de hecho, el nuevo poder, para consolidarse, necesitaba satisfacer a la mayor parte de sus súbditos y al mismo tiempo atender a los considerables intereses de quienes más lo apoyaban en su empre sa y que en general poseían vastas fincas en los alrededores de Roma. Como era indispensable, una vez contruido el acueducto, tener acceso a él para efectuar las reparaciones de rigor, un senadoconsulto del año 11 a. C. recordaba, por ejemplo, el derecho de paso (jus actus) insistiendo en que su ejercicio no debía de ninguna manera causar daños en las propiedades: «Durante las reparaciones de conductos, canales y arcos (...) será posible, en las fincas privadas, recoger, tomar, extraer o transportar, confor me a una estimación honrada, tierra, arcilla, piedras, ladrillos, arena, madera y todo cuanto fuere necesario para las obras, siempre que cada uno de esos materiales, en la cantidad requeri da para las reparaciones y sin perjuicio de los particulares, pueda tomarse, extraerse o llevarse; asimismo, para el transporte de dichos materiales y para las reparaciones, se concederá a hom bres y vehículos, cada vez que haga falta, el libre derecho de paso por las propiedades particulares sin ocasionar a éstas perjuicio alguno»15. Conservación
La conservación de los specus era una necesidad permanente y exigía casi siempre más gastos y cuidados que su construcción. El natural desgaste, las trapisondas de los ribereños, los defec tos estructurales y los problemas técnicos inherentes a la concep ción misma de los acueductos16 obligaban a constantes interven ciones, y la regularidad de los caudales sólo podía mantenerse 15. Frontino, 125. 16. Supra, p. 18 Iss. 275
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gracias a una administración dotada de dirigentes eficaces y medios considerables. Dada la fragilidad de los canales, era pre ciso poder actuar con rapidez y también prever, pues había que atender a las urgencias de cada día y a la vez planificar las gran des reparaciones preventivas. Además, la mayoría de las obras importantes no se realizaban ni en pleno invierno ni durante el verano. Para los trabajos de albañilería, por ejemplo, debía evitarse que el calor, tan nefasto como las heladas, comprometiera el fraguado de la argamasa, que tenía que ser perfecto; en cuanto a las reparaciones de los conductos, las mejores estaciones para llevarlas a cabo eran tam bién el otoño y la primavera, cuando el agua parecía menos necesaria. En cualquier caso había que intervenir «con la máxi ma rapidez, habiéndolo preparado todo de antemano»17 y proce diendo acueducto por acueducto. El principio básico era siem pre cortar el agua lo menos a menudo posible y por poco tiem po; para mantener la corriente se instalaba a veces una canaliza ción de plomo que reemplazaba provisionalmente el specus de piedra, permitiendo así trabajar en seco. Tanto en tiempos de la República como durante el Imperio, las obras fueron continuas en la mayor parte de los acueductos, lo que explica su larga duración. Así, desde el siglo I a. C., la Marcia fue restaurada por los descendientes de Marcio Rex; Agripa, Augusto y Tito siguieron trabajando en ella en el siglo I d. C., Septimio Severo a fines del siglo II, Caracalla a comienzos del III y Diocleciano, Arcadio y Honorio durante los siglos III y IV. De refección en refección, de piedra en piedra, los acueduc tos vivieron, pues, transformándose sin cesar, y nosotros nunca los conoceremos sino en su estado último; con toda probabili dad, en los parcialmente conservados hasta nuestros días no queda ya nada de sus materiales de origen y, como en todos los monumentos de aquella época, lo único primitivo es su forma. 17. Frontino, 122, 3. 276
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El sistema de adjudicaciones A buen seguro, para llevar a cabo semejante obra no bastaba el personal del Estado. Tanto para conservar como para cons truir, hubo que recurrir, ya desde la República, a los servicios de empresas privadas, a las que se confiaban todas las grandes obras públicas. Una comisión económica evaluaba en primer lugar el costo de los trabajos que habían de efectuarse y los senadores fijaban el presupuesto. Los censores, o excepcionalmente los cónsules o los pretores, anunciaban luego una licitación para adjudicar las obras («locatio»); la empresa así escogida tenía todavía que reci bir, una vez inspeccionada, el visto bueno («probatio») de los censores mismos, si seguían en el cargo, o más frecuentemente el de los ediles. Las grandes empresas especializadas en la construcción y refección de cloacas (« redemptores cloacarum ») y acueductos («redemptores aquarum ») firmaban entonces un contrato con el Estado, comprometiéndose a respetar ciertas obligaciones. Se les imponía, por ejemplo, «tener perm anentem ente un número determinado de esclavos destinados a trabajar en las canalizacio nes extraurbanas y otro número también fijo para el interior de la ciudad»18; el nombre de esos trabajadores debía figurar en un registro oficial donde se indicaban igualmente las obras que se les habían asignado y los barrios o distritos en que esas obras se encontraban. Abusos y fraudes A fines de la República, con el desarrollo del lujo y los cre cientes costos de las campañas electorales, el sistema de adjudi caciones perdió no poco de su rigor inicial. A los numerosos fraudes y escamoteos de los empresarios venían a añadirse toda 18. Id., 96, 1. 277
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clase de sobornos y «gratificaciones» para granjearse la buena voluntad de los responsables de la opción, que más adelante, al cesar en su cargo, solían ser acusados de corrupción por sus adversarios políticos. Así Cicerón defendió a Fonteyo, sospecho so de «haberse aprovechado de la reparación de las vías para sacar dinero, ya al adjudicar las obras que habían de efectuarse, ya al aprobar las terminadas»19, y por otra parte acusó brillante mente a Verres de haber adjudicado la inútil refección del tem plo de Cástor por 560.000 sestercios en lugar de 80.000, sin más intención que la de repartirse la enorme diferencia con el contratista. «¿En qué consistía el trabajo? Ya lo habéis visto. Todas esas columnas blancas han sido previamente demolidas con una máquina que las ha echado abajo, sin ningún gasto, y luego montadas de nuevo con las mismas piedras. Tal es la obra que has adjudicado por quinientos sesenta mil sestercios. Y entre esas columnas hay algunas, te digo, que ni siquiera ha tocado tu con tratista; afirmo que en una, por lo menos, se han limitado a qui tar el antiguo revoque de estuco para aplicar uno nuevo»20. Los acueductos corrían ciertamente la misma suerte que las vías y los templos; al facilitar ese tipo de escándalos, el sistema de adjudicaciones, por lo demás económicamente fiable, llegó a ser una de las plagas de la democracia romana y aceleró con toda probabilidad su decadencia. Las empresas de construcción bajo contrato, muy florecientes en tiempos de la República, siguieron existiendo durante del Imperio y trabajaban entonces con los aquarii del sector públi co, cuya organización era manifiestamente una réplica de la que se imponía a los concesionarios del Estado. No obstante, los funcionarios de la cúratela se ocupaban más bien de la gestión general y el mantenimiento ordinario, siendo siempre el curador quien decidía lo que «habían de hacer o los adjudicatarios o sus propios obreros»21. 19. Cicerón, Para Fonteyo, 7, 1. 20. Cicerón, Segunda Verrina, 1, 145. 21. Frontino, 119, 3. 278
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El ejército Sin embargo, el recurso a las sociedades de redemptores resul taba muy costoso, por lo que, especialmente a partir del siglo II y sobre todo en las provincias, el Estado emplearía cada vez más el ejército, cuyo material y hombres no convenía dejar inactivos. Requeridas por la autoridad civil, las legiones estacionadas en todas las regiones del Imperio tendrían así a menudo la oportu nidad de utilizar en las traídas de agua toda la competencia de los leñadores, carpinteros, herreros, albañiles y hasta ingenieros que servían en sus filas. Dedicarlos a tareas que no eran ajenas a su misión equivalía a reconocer la importancia que habían llega do a tener los militares y a rentabilizar mejor el 50 o 60 por ciento del presupuesto nacional que se les asignaba. Como es natural, ese ejército bien entrenado, en especial cuando había tenido que vigilar las fronteras, y dotado de técni cos especializados en gestión, economía y construcción, sólo se empleó en los casos difíciles; se enviaba sobre todo en ayuda de las ciudades que no llegaban por sí solas a resolver sus proble mas. Desde finales del siglo I, contribuyó probablemente a la construcción del acueducto de Fréjus colocando las murallas en el nivel necesario; en el siglo II, intervino en Cesarea de Palestina y en Cherchell; en el siglo IV hizo lo mismo en Lambaesis (actual Tazoult) y ya sabemos en qué condiciones el ingeniero militar Nonio Dato abrió el túnel de Saldae22. Pese a los pocos ejemplos que conocemos, el papel desempeñado por la tropa en la construcción de acueductos fue sin duda más impor tante que las huellas que hoy subsisten de esa colaboración, y así, en el año 298, el retor Eumenes pudo, en Autun, dar las gra cias a los romanos en los siguientes términos:«Nos envían las legiones más generosas, sin recurrir a su invencible fuerza (...), queriendo (...) emplearlas en provecho nuestro para hacer que corra por las entrañas casi secas de nuestra agotada ciudad el agua cuyo suministro se había interrum pido y abrir también nuevas fuentes»23. 22, Supra, p. 23ss. 23. Eumenes, Panegíricos, 5, 4. Sobre el papel desempeñado por el ejército, véase 279
La administración de las aguas Concesión
de las aguas
La República
Las aguas así conducidas se destinaban en teoría al gran público y debían ante todo abastecer las fuentes instaladas en las calles24. No obstante, desde la construcción del primer acueduc to fue posible en Roma concedérselas a los particulares mediante el cumplimiento de ciertas condiciones bien definidas. Sólo se permitía, en efecto, el uso privado de las aguas sobrantes que caían de las pilas de las fuentes y que, por ello mismo, no perte necían a nadie ni servían para nada (aquae caducae); además, únicamente podían utilizarlas los propietarios de lavanderías o baños, que «pagaban al estado un arancel»15 sobre las mismas y corrían con los gastos de su transporte. Incluso puestas de esta manera en manos de particulares, seguían estando a la disposi ción de todos, pues enriquecían el erario público y favorecían un comercio del que todo el mundo se beneficiaba. En casos excepcionales y con la aprobación del Senado, el agua podía también conducirse gratuitam ente a las casas de algunos ciudadanos importantes. Aun así, pese a las apariencias, conservaba su carácter común, ya que el público continuaba dis frutando de un bien que le pertenecía por derecho propio y era como una recompensa análoga a la del Pritaneo, donde se aloja ban y comían gratis los grandes hombres de Atenas. Asimismo algunas fincas atravesadas por los acueductos y siempre situadas fuera de Roma gozaban de antiguas servidum bres de paso y sus dueños tenían derecho al uso del agua de los canales. Había empero muchas restricciones; así, estaba prohibi do utilizar máquinas, instalar tomas o practicar perforaciones y de hecho sólo podía aprovecharse lo que escapaba por las fisuras o recogerse directamente el agua en los manantiales o las cisterP.A. Février, «Armée et aqueducs», Journées d ’études sur les aqueducs romains, Paris 1983. 24. Supra, p. 23ss. 25. Frontino, 94, 4.
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La administración de las aguas
ñas cuando se encontraban al aire libre. Las cantidades recupera bles eran escasas y las sanciones muy fuertes en caso de abusos; por ejemplo, toda irrigación o tentativa de irrigación, aun efec tuada por un esclavo irresponsable, se castigaba con una multa de 100.000 sestercios26. A pesar de todo, el derecho a permitir el paso de los conductos de agua (Jus aquae ducendae) constituía de por sí una ventaja que incrementaba el valor de las fincas: «Cesio asegura que, tomando el agua, levantando un acta jurídica que garantice su propiedad e imponiendo a ese fundo una servidum bre, podemos en definitiva sacar, si deseamos venderlo, el precio que hemos pagado por él»27. El Imperio
Esos grandes principios fueron en apariencia aplicados por el Imperio, pero la abundancia general y el nuevo concepto del poder modificaron profundamente su espíritu. En primer lugar, el creciente número de acueductos permitió establecer tres sectores bien diferenciados de distribución28. Esta decisión de Agripa fue detallada todavía más por Frontino, que distinguía entre palacios y jardines imperiales, viviendas particu lares y servicios colectivos: fuentes y estanques ornamentales, cuarteles, grandes administraciones, edificios públicos como tea tros, circos, anfiteatros, termas, etc. A partir del año 11 a. C., las concesiones a los particulares, de las que antes habían sido responsables los ediles y sobre todo los censores, con la aprobación del Senado, no dependerían ya más que del emperador, o sea de la voluntad de uno solo. Percibidas siempre como un privilegio u honor que se otorgaba a quienes lo habían merecido, se convirtieron así en beneficia principis, es decir, favores, recompensas o beneficios con los que 26. Id., 129, 6 7 11. 27. Cicerón, Correspondencia, A su hermano Quinto, 3, 1,3. 28. Supra, p. 195-197 281
La administración de las aguas
el soberano gratificaba a su pueblo en prenda de estima o agra decimiento y en los que basaba parte de su poder. Concesiones gratuitas... Desde los tiempos de Agripa, el aumento de los caudales y el sistema de distribución compartimentada permitieron también tomar el agua directamente de los acueductos y hacer gratuitas las concesiones. Algo más tarde llegaría incluso a suprimirse del todo la antigua autorización de la República para utilizar las aguas sobrantes: «En cuanto a los excesos de agua, quiero que nadie los desvíe salvo quienes hayan obtenido la concesión de mí mismo o de los anteriores príncipes, pues es indispensable que caiga de los depósitos parte del agua que contienen, no sólo para mantener la higiene de nuestra ciudad, sino porque sirve igualmente para purgar las cloacas»29. Las concesiones fueron al propio tiempo sometidas a una reglam entación m uy estricta cuyo principio databa de la República y cuya aplicación recordaba constantemente la autori dad soberana del princeps. Las traídas privadas debían primero pedirse al emperador mismo, que expedía una patente de concesión; provisto de este documento, el curador hacía entonces lo necesario en sus pro pios servicios. «Quien desee desviar el agua para usos privados deberá obtener una concesión y entregar al curador una carta del emperador; el curador dará rápidamente curso a la concesión imperial y designará enseguida para ese cometido a un liberto imperial como procurador suyo»30. Los adverbios «rápidamente» y «enseguida» reflejan a buen seguro más la angustia y la escru pulosa buena fe de Frontino que la realidad: pasando de las ofi cinas imperiales a las del curador, a menudo ausente, y luego a las del procurador, que daba sus órdenes a un intendente, el cual 29. Frontino, 111. 30. Id„ 105, 1. 282
La administración de las aguas
las transm itía a un jefe de equipo cuyas obras en las calles dependían probablemente de una autorización del prefecto de la ciudad o del curador de las vías, si no de ambos, la petición debía por fuerza concretarse con una lentitud típicamente admi nistrativa. La concesión así otorgada era además rigurosamente perso nal, no pudiendo transferirse ni a los posibles herederos ni al comprador de la finca que disfrutaba del suministro. Esta dispo sición, de la que podría pensarse que permitía a los «servicios secretos» cerciorarse de las buenas intenciones políticas de los solicitantes, fue todavía agravada por Frontino al acabar éste con las concesiones perpetuas de que gozaban los establecimientos de baños: en la eventualidad de un traspaso, los nuevos propieta rios debían conseguir la renovación de los derechos necesarios para el funcionamiento de sus locales. De esta suerte las conce siones, que sin duda ponían orden en la distribución de las aguas urbanas, se convertían también en diplomas de civismo. Supuso un alivio, en cambio, la supresión de la costumbre de suspender automáticamente el suministro a la muerte del benefi ciario; a partir de Frontino, se concedería un plazo sistemático de treinta días para renovar la concesión procediendo a las for malidades reglamentarias. El agua podía así no cortarse nunca en una casa que, por herencia o compra, acababa de cambiar de dueño; por otra parte, los aquarii quedaban dispensados de emprender obras que el mantenimiento del privilegio hacía inú tiles y que incluso habrían tenido que volverse a empezar. Tratándose de una asociación, el problema sólo se planteaba al desaparecer el último de sus miembros. ... pero vigiladas... El derecho de disponer gratis del agua de los acueductos no significaba, empero, que el precioso líquido pudiera utilizarse con toda libertad y sin restricciones; naturalmente, la generosi dad imperial quedaba limitada por la razón del legislador. Fuera cual fuese la calidad del utilizador privado, los empal 283
La administración de las aguas
mes directamente efectuados en la canalización que le concernía debían controlarse con el máximo rigor. Las derivaciones sólo podían hacerse por medio de una tom a calibrada, llamada «calix», que la administración marcaba para atestiguar su ajuste a los caudales concedidos. «La toma es un calibre de bronce que se fija a la traída o el depósito y a la cual se adaptan las cañerías. Debe tener una longitud de al menos doce pulgadas y una aper tura (o sea capacidad de absorción) igual a la que ha sido deter minada. Esta toma se ha hecho así a propósito, pues el bronce, por ser rígido y difícil de doblegar, no podrá cómodamente ensancharse o encogerse»31. Algunos de esos calibres se ven hoy en el museo de las Termas o en el de Agrigento, y todavía hace pocos años subsistían tomas semejantes en las canalizaciones de los barrios viejos de Marsella. La instalación del calix era a su vez objeto de minuciosas prescripciones. Marcado por los servicios del procurador, sólo podían colocarlo niveladores acreditados (libratores), es decir, funcionarios especializados en la inspección y verificación de las medidas; los obreros, por su parte, debían instalar la toma en el sitio preciso y ajustar a la misma, por delante y por detrás, úni camente cañerías también marcadas. «El procurador hará que los niveladores marquen una toma calibrada con arreglo a la cantidad concedida; pondrá suma atención en la manera como se efectúen las medidas (...) y com probará por sí mismo la posición de la toma para que los nivela dores no tengan la posibilidad de validar una toma de apertura superior o inferior según su interés por las personas. Tampoco ha de dejarles fijar en esa toma cualquier cañería de plomo, sino sólo una de la misma sección que aquella para la cual se ha mar cado la toma»32. Para los grandes usuarios o los más pequeños que se entendí an entre sí, la distribución era también posible mediante arcas de agua privadas, que permitían a la vez llevar un control más estricto y regular mejor toda la instalación; esto explica sin duda 31. Id., 36, 3-5. 32. Id., 105, 4-5. 284
La administración de las aguas
el gran número de castella cuya presencia señala Frontino en Roma a fines del siglo I. En esas mismas condiciones el acueduc to podía igualmente alimentar cisternas o reservas privadas que se llenaban a petición del usuario y cuyo volumen se conocía con exactitud. Como los castella privados, tales cisternas se cons truían evidentemente a expensas de los particulares que debían beneficiarse de las mismas. Las concesiones, controladas por medio de las tomas o de arcas de agua, solían además estar lim itadas en el tiem po, pudiendo únicamente atribuirse para una temporada, algunos días o incluso unas pocas horas; estas restricciones, que se hacían constar en los registros de los curadores, se grababan en piedra o en las mismas cañerías, muchas de las cuales nos han conservado el recuerdo de las aquae quotidianae («agua para un día») o de las aquae estivae («agua para el verano»). Aunque en mal estado, una inscripción llega a darnos informaciones aún más precisas, por las que nos enteramos de que, en la finca de Aufidano, un parti cular llamado Julio Himeto tenía derecho cada día al agua de dos traídas entre la segunda y la sexta hora {«.aquae duae ab hora tertia usque ad horam tertiam »33). ... y concesiones de pago Si ese cuadro de repartición proviene de la región de Túsculo, como a veces se ha dicho, se refiere probablemente al aqua Crabra, que «todas las casas de campo de esa región reciben por turno, distribuida a horas fijas y en cantidades fijas»34 y median te la cual se abastecía la famosa villa de Cicerón; sin embargo, para obtener esa agua el gran orador pagaba un impuesto al que alude rápidamente en uno de sus discursos: «Pagaré un derecho en mis tierras de Túsculo por el aqua Crabra»35. 33. C.I.L., 6, 1, 1261. 34. Frontino, 9, 5. 35. Cicerón, De la ley agraria, 3, 2. 285
La administración de las aguas
Aquellas antiguas prácticas perduran acá o allá en nuestros días. En los alrededores de Salon-de-Provence continúan distri buyéndose de manera semejante las aguas para el riego; en las Huertas de Sevilla, la distribución, hasta hace pocos años, se hacía todavía en público; y en Valencia un «tribunal de las aguas» sigue dirimiendo al pie de la catedral los litigios relativos a la irrigación de los campos. En efecto, el agua gratuita sólo estaba destinada al placer de los ciudadanos que no comerciaban con ella. Artesanos, indus triales y hacendados debían en cambio pagar un arancel por las canalizaciones de cuyo uso disfrutaban; este impuesto, denomi nado «vertigal formae»i6, mantenía, teóricamente al menos, el principio republicano de la venta de las aguas excedentes. Para los simples particulares, ese vertigal existía también en las provincias: los decuriones de los municipios menos prestigio sos y ricos que Roma estaban obligados a vender el agua que no habrían podido dar gratis sin tener que aumentar considerable mente los impuestos. Seguían así aplicándose en el campo los principios que en Roma habían sido los de la República; a este respecto, la generosidad de los emperadores no iba más allá de los límites administrativos de la urbe. Fraudes
Tanto durante el Imperio como en tiempos de la República, la ambigüedad de un sistema por el que, según las circunstan cias, el agua se concedía o rehusaba, se recibía gratuitamente o se pagaba, favoreció desde muy pronto la aparición de numerosos fraudes y, consiguientemente, la instauración de un aparato represivo cada vez mejor estructurado.
36. Arancel por el conducto de canalización. «Forma» es una de las palabras utili zadas para designar las cañerías. 286
La administración de las aguas
Prácticas ordinarias
En las propiedades situadas fuera de la ciudad, algunas perso nas perforaban, por ejemplo, las canalizaciones que pasaban junto a sus terrenos, «de suerte que los acueductos públicos inte rrumpen su recorrido para atender a las necesidades de los parti culares o hasta regar jardines»37. En la ciudad, sobre todo, los aquarii del Estado practicaban derivaciones abusivas e instalaban empalmes clandestinos «pin chando» en varios puntos la traída principal o no cerrando las tomas antiguas cuando expiraba el plazo de una concesión; podían entonces vender el agua pública en provecho propio, trá fico que llegó a ser muy corriente. «Hay casi por toda la ciudad cañerías que recorren largas distancias bajo el empedrado. Me he dado cuenta de que esas cañerías estaban perforadas acá y allá por quien podría llamarse el “encargado de los pinchazos”, y a lo largo de su trayecto suministraban agua por medio de conductos particulares a cuantos deseaban utilizarla fraudulentamente, de modo que sólo un débil caudal llegaba a su destino para uso del público. La masa de agua así desviada resulta evidente tras la recuperación de una notable cantidad de plomo al quitar esa clase de empalmes»38. Sobornados por particulares ricos que disponían ya de conce siones, pero querían acrecentarlas todavía más, esos funcionarios podían también trampear con los calices destinados al control, por ejemplo colocándolos m uy abajo para que aspiraran más agua, no respetando sus calibres, insertándolos en tubos dema siado anchos llamados «cañerías volantes» o incluso, con la com plicidad de los intendentes, no instalándolos; en todos estos casos, los aquarii se repartían naturalmente las recompensas con arreglo a la importancia de los riesgos que corría cada cual y de los servicios prestados.
37. Frontino, 75, 3. 38. Id., 115,2-4. 28 7
La administración de las aguas Catón y Celio Rufo
Tales fraudes, practicados ya desde la República, suscitaron muy pronto la reacción de las autoridades. Así, en el año 184 a. C., C atón el Censor devolvió a sus legítimos usuarios la mayoría de las aguas clandestinamente desviadas, financiando las grandes obras que para ello emprendió con el solo producto de las multas impuestas a los infractores. En cuanto a Marco Celio Rufo, edil en tiempos de mayor relajación, tuvo menos suerte y no tanto éxito. Sin duda partida rio de Catilina, ciceroniano a pesar de todo, adicto a César y fiel a sus principios de popularii 9, se propuso en el año 50 a. C. luchar contra los abusos y tejemanejes de todo tipo que eran ya moneda corriente en Roma a finales de la República. Atacado con violencia por los aquarii, que veían sus fraudes en peligro, y en especial por quienes tenían medios para sobornar tanto a los funcionarios como a los políticos, tuvo que moderar sus afanes a causa de la guerra civil. No obstante, publicó un discurso que aún seguiría leyéndose siglo y medio después y del que Frontino nos ha transmitido el título y el sentido general: «Acerca de esa clase de abusos, nadie podría decir más y con mejores palabras que Celio Rufo en su discurso dirigido al pueblo e intitulado Los acueductos»A0.
Entusiasta y fogoso, apasionado, pero irreflexivo, Celio no pudo triunfar en su combate por un agua justa como tampoco lograría hacerlo más tarde, siendo pretor, en la lucha que emprendió contra los acreedores abusivos; destituido por el dic tador César, que adaptaba entonces sus principios a su nuevo poder, acabaría miserablemente sus días en los caminos de Italia mientras trataba de reclutar tropas contra el hombre que lo había abandonado. A fines del siglo I, los Catones no eran ya censores y la autoridad central no tenía ni los medios ni el deseo de fomentar nuevos disturbios reprimiendo los abusos. 39. Nombre dado en el siglo I antes de nuestra era a los que profesaban la tenden cia política encarnada principalmente por Mario y César. 40. Frontino, 76, 1. 288
La administración de las aguas
Hubo que esperar a que Augusto restableciera el orden y sobre todo a que los Antoninos reintrodujeran el espíritu repu blicano para asistir al vigoroso renacimiento del afán de comba tir los fraudes. Tan necesaria para administrar bien el agua como para conservar en buen estado los canales, la represión de los abusos llegaría incluso a convertirse, con Frontino, en una de las principales tareas del curador. Frontino mismo quiso coronar su obra con un llamamiento al rigor en este campo: «La legislación de la traída de aguas (...) tiene por objeto mantener a los parti culares dentro de los límites de la concesión lograda (...). Deseo que en el futuro no sea necesaria la ejecución de la ley, pero los deberes de mi cargo han de cumplirse aun a costa de rigurosas medidas»41. Represión de los fraudes
En la época de Frontino existía ya todo un sistema de inspec ción y represión que había ido materializándose poco a poco y del que el recién nombrado curador recordaba los puntos esen ciales para volverlos a poner en vigor tras tantos años de desidia e inercia. Fuera de la ciudad, la ley preveía, entre otras cosas, confisca ciones de tierras y multas a veces muy fuertes. En Roma, los edi les curules tenían poder para designar, en cada barrio, a dos vecionos encargados de la vigilancia y protección de fuentes y estan ques. Existían también decretos para perseguir a los aquarii por complicidad, condenar a los amos por delitos de sus esclavos y aun reconocer y aceptar la delación: «Toda infracción será casti gada, en cada caso, con una multa de 10.000 sestercios; la mitad de esta suma se entregará como recompensa al denunciante con siderado como el agente principal de la condena de quien haya transgredido el senadoconsulto, y la otra mitad irá a parar al era rio»42. También se reprimían el riego ilícito y la contaminación 41. Id., 94, 1 y 130, 1 y 4. 42. Id., 127, 2. 289
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de las aguas públicas: «Nadie contamine el agua consciente y malignamente dondequiera que brote para uso público. Si algu no lo hiciere, se le impondrá una multa de 10.000 sestercios»43. Desde comienzos de la República hasta el final del Imperio, la concesión de las aguas estuvo así imbuida de cierto espíritu que no cambió nunca en principio. A la par con el carácter público y colectivo del agua, se afirmó en todo momento y en voz bien alta la necesidad de protegerla contra cualquier empresa fraudulenta de los particulares; aqua publica, aqua populi roma ni·. el agua de los ciudadanos no podía ser ni desviada ni conta minada ni perturbada en su curso por individuos aislados; perte necía a todo el mundo y sólo el pueblo como tal debía primero disponer de ella en la abundancia de las fuentes o el esplendor de las termas. Sin embargo, antes de las reformas imperiales, el excedente de los acueductos se perdía o vendía. Después de esas reformas, sería m edido, controlado y generosamente repartido por el emperador; la intención -siempre presente- de no desperdiciar el agua pública seguía siendo republicana, su aplicación se volvía absolutista y el príncipe, al atribuirse la misión de dar y proteger las aguas, se consideraba semejante a un dios bienhechor. Reveladora de la transformación de los ideales, del cambio de las mentalidades romanas y de la evolución de los métodos y formas del poder, la gestión de las aguas de Roma fue siempre mucho más que un simple quehacer administrativo. El mecenazgo del agua Ambigüedades republicanas
Ya durante la República, cuando el interés general prevalecía claramente sobre los placeres privados, los ciudadanos ilustres podían no obstante disfrutar de derivaciones particulares44, con 43. Id., 97, 5-6. 44. Supra, p. 281. 290
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lo que se indicaba claramente la existencia de una jerarquía de aguas basada en el mérito de algunos y la gratitud de todos los demás. Paralelamente, las canalizaciones se convirtieron, desde la construcción del primer acueducto, en un medio privilegiado de promoción personal. A este respecto es del todo característico el caso de Apio Claudio Craso, «llamado más tarde Ceco»45. Apio Claudio Ceco Perteneciente a una de las más grandes familias patricias de Roma, la gens Claudia, que acabaría por fundar una dinastía de emperadores, y censor con C. Plantío en el año 312 antes de nuestra era, Apio Claudio Ceco no vaciló en engañar a su colega y obligarlo a dimitir dándole a «entender que él iba a hacer otro tanto». Una vez solo en el cargo, «hizo durar su censura, según dicen, mediante múltiples maniobras dilatorias»46 y logró por fin dar su nombre à la vía y el acueducto cuya construcción no había sido el único en llevar adelante. Por haber hallado las fuentes de la primera traída de aguas a Roma, C. Plantío sólo recibió el sobrenombre de Venox, que recuerda a un tiempo el cazador {yenor) y la veta acuífera {vena), pero tanto la vía Apia como el aqua Appia perpetúan la actuación de un hombre que comprendió enseguida el provecho personal que podría obtener del suministro de agua en la urbe. Gran señor arrogante y opulento, sañudo adversario de los plebeyos enriquecidos que en aquella época aspirában a cargos y honores, pero abiertamente protector de los pobres y deshereda dos, Apio Claudio se parecía ya mucho a los emperadores que, pese a su poderío ilimitado, se preocupaban de satisfacer a la plebe, deseando siempre ser generosos en los beneficios que le dispensaban, pero represivos con los ricos que trataban de abu sar de ella. 45. Frontino, 5, 1. 46. Id., 5, 3. 291
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El mecenazgo Granjearse la gloria y el favor popular llevando a cabo gran des obras públicas fue siempre una de las principales tentaciones de las más ricas familias romanas. Los Aemilii, los Sempronii, los Porcii y los Opimii, por ejemplo, aprovecharon la oportuni dad que les brindaba su censura o consulado para mandar cons truir las basílicas del Foro Romano, cuya imagen propagaban a menudo las monedas, y sus descendientes costearon luego esos edificios con su propia fortuna. Asimismo, en el siglo Ia. C., los nietos del pretor Marcio Rex emprendieron, enteramente a sus expensas, la restauración del acueducto que llevaba el nombre de su antepasado. Los notables Al actuar así, aquellas grandes familias prolongaban la larga tradición griega, y más tarde helenística, del mecenazgo o «euergesía», término por el que se designaba la actitud «benéfica»47de los notables acaudalados que dedicaban buena parte de sus inmensas riquezas a obsequiar a sus conciudadanos con fiestas suntuosas o levantar magníficos edificios en sus ciudades, no recibiendo a cambio sino más honores y la estima declarada de sus compatriotas; efectivamente, verse saludados con los títulos de ornator civitatis u ornator patriae era con frecuencia su única recompensa. En la época romana, el papel desempeñado por el mecenazgo en la construcción o restauración de los grandes monumentos públicos tuvo sin duda bastante importancia económica. Por ejem plo, cuando Herodes Atico hizo levantar al pie de la Acrópolis de Atenas el teatro donde aún se dan tantos espectácu los, o cuando Tiberio Claudio Capitón ofreció en Feurs uno del que sólo queda la dedicatoria, ambos permitieron a las autorida 47. En griego, «eit» significa bien; «ergeim significa hacer. 292
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des municipales utilizar para otras cosas el dinero disponible, que nunca fue inagotable. Por cuanto el mecenazgo revestía para los ciudadanos muy ricos un carácter obligatorio desde el punto de vista moral y social, hizo así con frecuencia las veces de impuesto sobre la fortuna, al redistribuir un poco las riquezas a cambio de honores. Teniendo por objetivo principal subrayar las cualidades de la ciudad donde vivían o habían nacido y su alto grado de civiliza ción, los mecenas centraban sobre todo su actividad en las cons trucciones de lujo o placer, que marcaban más fácilmente que otras la diferencia entre cultura y barbarie. Solían pues ofrecer al pueblo pórticos, odeones, gimnasios, baños, bibliotecas, basílicas o teatros, interesándose menos en obras utilitarias como puen tes, caminos o puertos. En cuanto a los acueductos, a la vez úti les y espectaculares, entraban ciertamente y de manera privile giada en su campo de acción; la empresa era sin embargo muy onerosa y hasta los más ricos no disponían sino en casos excep cionales de los fondos indispensables para llevarla a cabo sin otra ayuda. Costo de los acueductos Sabemos, por ejemplo, que el aqua Marcia costó 180 millo nes de sestercios en 144 a. C.48, y los acueductos de los Claudios 350 millones de sestercios en el año 52 d. C .49; hacia 150, Herodes Atico gastó 15 millones de sestercios para construir el pequeño acueducto de Alejandría de Tróade, y los habitantes de Nicomedia despilfarraron tres millones y medio en el año 112 sin ningún resultado positivo50. Aunque fuera posible trasponer con exactitud tales cantidades en nuestra moneda actual, las cifras obtenidas no nos dirían prácticamente nada concreto. El 48. Frontino, 7, 4. 49. Plinio, 36, 122. 50. Plinio el Joven, Cartas, 10, 37, 1. 293
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kilómetro del
aqua Marcia salía a 1.966.000 sestercios y el del a 2.248.000, pero ya se sabe que hubo muchas devaluaciones en Roma durante cerca de dos siglos y, teniendo en cuenta el carácter de la obra, los progresos técnicos y la ero sión de la moneda, puede incluso pensarse que el kilómetro del Anio-Claudia fue en definitiva el más barato: nuestros actuales multimillonarios eran antes millonarios, y los precios de 1.800 se han multiplicado hoy por diez o por veinte. Más vale, pues, tratar de hacer algunas comparaciones sin salimos de aquella época. Si se calcula que un pórtico venía a costar alrededor de 300.000 sestercios, unos baños cerca de 400.000 y que bastaron 100.000 para construir el Capitolio de Volubilis, se observa que los gastos ocasionados por la instala ción de un acueducto eran con mucho los más cuantiosos y sólo podían compararse con los exigidos por la construcción de vías: unos 340.000 sestercios por kilómetro en el siglo I d. C. Se comprende así la negativa de los responsables civiles a construir el acueducto de Alejandría de Tróade, ya que se habría entonces empleado para una sola ciudad el tributo pagado por otras quinientas; Herodes Atico corrió personalmente con los gastos de la obra, pero el caso parece haber sido excepcional. En tiempos de Claudio y Nerón, las mayores fortunas, como las de Narciso, Séneca o Pallas, se elevaban a unos 350 millones de ses tercios y no habrían por tanto bastado para financiar los dos acueductos y su mantenimiento casi permanente51. Fuera cual fuese su afán de ostentación, los particulares ricos no tuvieron pues casi nunca los medios para acom eter tales empresas, debiendo en general contentarse con pagar algunas secciones de los acueductos u ofrecer obras de arte más o menos espectacula res. Sólo el emperador, capaz de gastar, como Domiciano, 288 millones de sestercios en el dorado del Capitolio, podía llevar a buen término tan onerosas construcciones; el mecenazgo aquí tenía forzosamente que ser imperial. Anio-Claudia
51. Sobre el tema del costo de los acueductos, véase, por ejemplo, a propósito de las traídas de Nimes, G. Fabre, op. cit., p. 65-74. 294
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Mecenazgo imperial En esto también sirvió Agripa de modelo. Al hacerse perso nalmente cargo, en el año 33 a. de J.C., de toda la gestión de las aguas de Roma52, respetando así, como ciudadano romano, la costumbre de las grandes familias y de los ediles, se sumaba a una tradición de mecenazgo que seguirían después de él todos los demás emperadores. Muerto Agripa, Augusto, restaurador de vías y acueductos, «transfirió todas las concesiones de agua a la cuenta de sus favo res particulares»53 y el ftscus corrió en adelante con la mayor parte de los gastos54. Los emperadores donarían a partir de entonces lo que antaño financiaban los botines de guerra y las conquistas, reemplazando al pueblo triunfante y encarnándolo en lo que tenía de más prestigioso. Al ser ya los más poderosos y ricos, se convirtieron en los mecenas del agua: las palabras sua impensa («a sus expensas»), tres veces grabadas en la puerta Mayor, lo dan todavía a conocer55, y el suo sumptu («con sus pro pios fondos») marcado no lejos de allí por Gregorio XVI atesti gua que esa tradición se conservó por mucho tiempo. En vez de las críticas y escándalos que tales empresas provocarían hoy, aquellos enormes costos suscitaban entre el pueblo casi tanta admiración como las construcciones mismas: «A mi juicio, las tres obras romanas más magníficas y las que mejor reflejan la grandeza del Imperio son los acueductos, las vías y las cloacas, no sólo por su utilidad, sino también por los gastos que han exi gido»56. En las provincias, no obstante, el mecenazgo imperial no se ejerció nunca tan regularmente como en Roma. A los capuanos, Augusto les dio, a cambio de tierras atribuidas a los antiguos combatientes, «el agua llamada Julia (...), ventaja, entre todas, de 52. Supra, p. 266-267. 53. Frontino, 99, 3. 54. Supra, p. 269-271 55. Supra, p. 247ss. 56. Dionisio de Halicarnaso, Antigüedad romana (o Historia primitiva de Roma), 3, 67, 5. 295
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la que están más orgullosos»57; en Nicomedia58, Trajano aportó fondos personales; en Lyon, para el acueducto del Gier, Adriano proporcionó al menos los arquitectos55; en Saldae, A utun y Fréjus, el príncipe no prestó más ayuda que la de sus legiones; y en Nimes, eximió a la ciudad de impuestos favoreciendo con ello el flujo de capitales privados que se añadieron a los fondos públicos. Así, según las distintas épocas y circunstancias, el emperador financiaba la obra en su totalidad o en parte, o inclu so, como en Alejandría de Tróade, no intervenía en absoluto, dejando que el mecenazgo local tomara el relevo si disponía de medios para hacerlo. A pesar de esas restricciones, el emperador llegó a ser conside rado, aun en las ciudades más lejanas, como el príncipe todopo deroso de las aguas; sin él nada era posible en este campo, como lo expresa orgullosamente la inscripción hallada en las termas de Lepcis Magna: «El emperador Adriano garantizó la eternidad del agua. Q. Servilio Cándido la trajo a sus expensas»60. Al darlo todo sin reclamar nada, el príncipe, máximo mece nas, disponía de un poder tanto más digno de veneración cuan to que se aplicaba al elemento más beneficioso e indispensable. Dueño indiscutido del m undo, sometía los productos de la naturaleza a su voluntad benéfica, como dominaba las fieras en los juegos del circo. Encerrando los monstruos en un círculo de arcos o conduciendo el agua por una hilera de arcos, el anfitea tro y el acueducto reflejaban por igual el poderío del emperador y armonizaban en forma de placeres populares el espontáneo desorden de la tierra. El patrono de los tiempos republicanos, que distribuía diaria mente la sportulcf1 a sus clientes y trataba a veces de dar su nom bre a las obras que mandaba construir, se había convertido en un dios que no necesitaba ya del pueblo, pero que en su solici 58. Plinio el Joven, Canas, 10, 37, 1. 59. Véase P. Gros, La France gallo-romaine, París 1991, p. 101, y Y. Burnand, op. cit., p. 67. 60. Citado por G. Picard, La civilisation de l ’A frique romaine, p. 208. 61. En su origen, pequeña cesta con la que los patronos para distribuían presentes en especias o o dinero a sus clientes. 296
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tud deseaba profundam ente com placerlo. D iocleciano y Maximino, coemperadores muy a principios del siglo IV, dedi carían a sus queridos romanos («romanis suis») termas únicamen te destinadas a hacerlos felices: «Diocletianus et Maximinus thermas felices Diocletianas romanis suis dedicaverunt»62. Desde el censor de la República hasta el emperador mecenas, el agua necesaria pasó a ser fuente de felicidad y, como los capuanos de antaño, el pueblo de Roma sentiría ante la genero sidad de sus amos tanto orgullo como agradecimiento y placer. A partir del siglo I d. de J.C., la unidad del Imperio se basaría ya, pues, no sólo en la administración, la policía o el ejército, sino también en el dominio técnico de las aguas. Al igual que las vías, rectas y parecidas en todas partes, los acueductos, que seguían a veces el mismo trayecto, señalaban por doquier la pre sencia de una fuerza única u tutelar. En todas las ciudades podí an así verse estanques, fuentes y termas junto al Capitolio y el Foro; en todas ellas era posible disfrutar de los mismos placeres nacidos de una abundancia cuasi divina, incansablemente dis pensada por una autoridad poderosa y protectora. Este poder organizado sobre el agua de la naturaleza se con cretaba en Roma de una manera particularm ente llamativa. Aunque salida del río y de sus pantanosas orillas, la urbe recibía el agua de los acueductos que la tomaban en la montaña, y el Tiber sólo servía ya para el comercio y para llevar al mar el con tenido de las cloacas. Al pie del Capitolio se extendían el puerto y sus muelles, bajo el Aventino los depósitos de mercancías, y las necesidades llegaron muy pronto a ser tales que hasta el Campo de Marte, terreno de ejercicios y deportes naturalmente bordea do de playas, dejó de tocarse con el río. Como en nuestros días, el T ib er llegó a ser casi invisible, y lo que escribiría Chateaubriand a Fontanes en 1804 era ya cierto en la Roma de Augusto: «Pasa por un rincón de Roma como si no existiera; 62. C.I.L., 5, 1, 1130. 297
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nadie se digna echarle una mirada, no se habla nunca de él, no se ven sus aguas ni las utilizan las mujeres para lavar; corre furti vamente entre sórdidas casas que lo ocultan, para ir a precipirarse en el mar, avergonzado de llamarse il Tevere»63. Con centenares de navios sobre sus aguas y arrastrando ade más de sus desechos todos los de la ciudad, El Tiber imperial, atestado y contaminado, no contribuía en modo alguno a la estética urbana y ni siquiera ofrecía la calma un tanto provincial que procuran hoy sus riberas situadas algo más abajo. Lejos que daba ya la época en que la bella Claudia lo contemplaba desde su terraza devorando con la mirada a los jóvenes y apuestos bañistas que al atardecer compartirían con ella manjares y place res: «Tienes jardines a orillas del Tiber y los has arreglado con el mayor esmero en el lugar donde toda la juventud acude a bañar se; desde allí puedes cada día escoger tu dicha»64. Un siglo después de que Cicerón formulara esas acusaciones, los jóvenes no nadaban ya sino en piscinas y termas, el río sólo se manifestaba por sus catastróficas crecidas y toda el agua de Roma surcaba el cielo discurriendo por los acueductos. Allá como en otras partes, la naturaleza había perdido sus derechos: al cabo de una larga historia, había cedido ante el afán de comodidades, el talento de los ingenieros y la voluntad los príncipes.
63. Chateaubriand, Voyage en Italie, Lettre à Monsieur de Fontanes, 10 de enero de 1804. 64. Cicerón, Para Celio, 36. 298
Epílogo
En lo alto de las colinas levantaban sus templos los griegos de Atenas, Agrigento o Cumas; Roma tendía sobre las llanuras la extensa red de sus acueductos. Aquellas largas series de arcos eran el símbolo de su poderío y de la paz que brindaba a los pueblos conquistados; sólidas y obstinadas como su genio, maci zas y regulares como su lengua y rítmicas como su poesía, a un tiempo conquistadoras y pacíficas, iban derechas al corazón de las ciudades donde alcanzaban su plenitud en fuentes, estanques y termas. La historia de los acueductos es así el reflejo de las grandes etapas de la historia romana; desde los albores de la conquista, que fortaleció a Roma como la Marcia fundaría todo el sistema por venir, hasta los sobresaltos de la decadencia, no nos da a conocer los detalles de esa evolución, pero sí su espíritu. La fre cuencia y duración de los m onumentos consagrados al agua subrayan, más aún que las de los grandes edificios, el genio constructor de los romanos y su capacidad de organización: para construir, mantener y distribuir el agua. Roma creó, junto con los canales y baños, toda una trama administrativa y legislativa. Destinadas primero a mejorar las condiciones de vida de las personas y la salubridad de sus ciudades, las traídas de agua fue ron poco a poco convirtiéndose en emblema del Imperio y signo 299
Epílogo
evidente de la fuerza cósmica de los principios, inmensamente solícitos para con sus pueblos. De útiles pasaron a ser lujosas y hasta redundantes; en el esplendor de las fuentes y el calor de las termas, la satisfacción de las necesidades llegaría a ser nece sidad siempre insatisfecha. El agua de Roma, producto de un incesante y colosal trabajo, sigue durmiendo en lo más hondo de las cisternas de Estambul; un vendedor de helados se ha instalado a la sombra y frescor de la fuente Paulina donde brota todavía el aqua Traiana, el aqua Virgo continúa alimentando los bellos estanques de la plaza Navona y son sus aguas puras las que reciben, en la fuente de Trevi, la moneda que nos hará regresar un día a Roma. Pero en los pasillos subterráneos de las termas las luces se han apagado, las bóvedas se han venido abajo y la hierba crece dentro de los hipocaustos donde sólo se percibe el resplandor bermejo de las latas de Coca-Cola arrojadas por los visitantes. Como en Ostia, donde los enlosados solitarios y multicolores de las termas de Porta Marina no nos hablan sino de muchedum bre y grandeza, esos secos vestigios sólo nos recuerdan ya las lla mas y el fuego. El agua se fue de allí para siempre. Cisterna olvidada por los turistas a la entrada de las ruinas de Siracusa, cañerías retorcidas en el museo de Nem i, depósi to de derivación en el de Vaison, specus despedazado como para un estudio anatómico en el acueducto de Barbegal -ta n agra dable de contemplar, no obstante, en la suavidad de un atarde cer provenzal-, pilón lleno de barro endurecido en los baños de Herculano, nymphaeum desecado en Sida, bañera curiosamente abandonada entre las ardientes ruinas de Selinonte, el agua de Roma no vive ya sino en la piedra y, como en las grutas y roca llas de nuestros jardines públicos o en las columnas y estatuas convulsas de nuestras fuentes barrocas, sólo en la piedra nos recuerda lo eterno de su presencia.
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¿Has conservado alguna idea de Roma, querida Lou? ¿Cómo es en tu recuerdo? En el mío no quedarán ya un día sino sus aguas, esas aguas claras, preciosas y animadas que viven en stis plazas; y sus esca linatas que, semejantes a cascadas, sacan de modo tan singular un escalón de otro, como una ola de otra...
Rainer Maria Rilke Carta a hou Andreas-Salomé,
Roma, 3 de noviembre de 1903
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