mismo porvenir y profundización de la vida común en democracia. Desde este punto de vista, la educación formal, socialmente delegada sobre el sistema escolar y las escuelas, no resulta sólo uno de los derechos esenciales que les ha de ser provisto y garantizado con calidad a todos los ciudadanos y ciudadanas. Es, al mismo tiempo, uno de los derechos más fundamentales, pues abre o cierra las puertas al acceso y participación efectiva y responsable a todas las demás esferas de derechos y deberes que hoy corresponden a un modelo aceptable de ciudadanía y sociedad. Cualquier proyecto escolar y educativo, por lo tanto, que pretenda ser congruente con estos principios, no puede ser sino un proyecto en el que la educación para una ciudadanía democrática habrá de figurar en el centro de sus propósitos, compromisos y actuaciones. Esta tarea y responsabilidad no quedaría bien tratada si fuera confinada a espacios particulares de la formación de los estudiantes, o adscrita a contenidos específicos, profesores u otros profesionales presuntamente especializados. Mucho menos, todavía, sí, por una inadecuada concepción teórica de la misma o por la difusión de sus contenidos y responsabilidades, hiciera bueno el adagio popular de "unos por otros la casa sin barrer". Al menos por principio, la educación para una ciudadanía democrática es la razón de ser y responsabilidad compartida de todos los sistemas escolares democráticos, de todos los niveles de los mismos y, por ende, de todos y cada uno de los centros y docentes. Un eje vertebrador del currículo y no, por tanto, una materia particular y quizás aislada. También, desde luego, formarse como ciudadanos vendría a ser uno de los aprendizajes, si no el aprendizaje esencial, que todos los alumnos ya ciudadanos y en proceso de capacitarse lo mejor posible para ejercer sus derechos y deberes, han de descubrir, vivir y alcanzar en su paso por la escolaridad. Ampliando debidamente la mirada, la educación para una ciudadanía democrática no le corresponde tan sólo a la educación obligatoria, sino a todos los tramos de la escolarización formal. Por muchas razones ahora bien conocidas, habría de proyectarse, desde luego, a lo largo y ancho del aprendizaje a lo largo de toda la vida que ahora se reclama. Es bien cierto, desde luego, que tanto los contenidos de los derechos y deberes de la ciudadanía, como los contextos en que han de crearse y ejercerse, hacen de tal empeño algo que excede ampliamente los estrictos confines de la escolaridad, sus instituciones y profesionales. La formación de y para una ciudadanía democrática es, así, un asunto que debe figurar en la agenda de las distintas esferas de la vida social si queremos pensarlas y sostenerlas sobre valores y principios éticos de la buena vida en común. Bien
entendida, esta demarcación de las propias responsabilidades escolares al respecto, el reconocimiento de esa construcción social de la educación para la ciudadanía democrática no merma en absoluto las contribuciones del curricula y las instituciones sino que la justifica todavía mejor y las coloca en una red deseable de corresponsabilidades, conciertos y deliberación social y política.