GERMAN J. BIDART CAMPOS WALTER F. CARNOTA
DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO Tomo I
SOCIEDAD ANONIMA EDITORA, COMERCIAL, INDUSTRIAL Y FINANCIERA
ISBN: 950-574-122-7 IMPRESO EN LA ARGENTINA Queda hecho el depósito que exige la ley 11.723 Copyright by Ediar Sociedad Anónima Editora, Comercial, Industrial y Financiera, Tucumán 927 6to. Piso. Buenos Aires 1998
DEDICATORIA A la Facultad de Derecho Y Ciencias Sociales de la U.B.A. marco de nuestra propia formación y magisterio.
Capitulo I INTRODUCCCION
1. La faena del comparatista no se agota en los textos escritos Un estado, y el derecho constitucional que hace de fundamento al plexo integro de su ordenamiento jurídicopolítico, son realidades sociales vivas y en movimiento, son fenómenos de convivencia, o sea, humanos. Lo social y lo político, al igual que lo jurídico, no se montan sino sobre lo humano. Por eso, el derecho constitucional comparado 1 ha de empezar profesando la creencia de que va a aproximarse a procesos políticos en dinamismo, a instituciones políticas en su efectivo funcionamiento, a un complejo de acciones e interacciones que protagonizan personas y grupos de personas, y un poder que es energía, fuerza y capacidad de acción titularizada e impelida por detentadores de poder que también son personas y grupos de personas. Ha de comprender que el derecho constitucional va mucho más allá de las normas formuladas expresamente y, acaso, codificadas en un texto sistemático. Ha de ahondar en las instituciones oficiales y en las que no lo son, en las que están descriptas en la constitución formal y en las que no lo están. 2 ha de buscar donde se toman las decisiones de poder, quién las influye o determina, quien las controla, como se las obedece. Ha de intentar entender la cultura política y el “ambiente” (“enviroment”) general que rodea a una organización política
determinada. Debe indagar de qué manera se ejerce el poder,
y para todo ello ha de atender a la frecuencia, regularidad y ejemplaridad de los comportamientos. Muchas veces no podrá descubrirlo con exactitud, porque se le cerrará el arsenal de datos fácticos más allá las tapas de una publicación que contenga el articulado de las constituciones y leyes. Allí deberá humildemente confesar que no ha podido verificar otra cosa. De ahí se originan las muchas dificultades con que a menudo se tropieza el comparatista. Pero siempre tendrá que conjugar su vocación de jurista con la de politólogo. Y será bueno que no se afilie a unidimensionalismos, como por ej., el normológico, porque aun sabiendo que tal vez en un caso dado sólo podrá examinar normas escritas, tendrá conciencia de que allí no ha agotado la totalidad del derecho constitucional de que se trate. Si es trialista, no escatimara buscar las valoraciones infiltradas en cada régimen como hechos, no poner bajo estimativa dikelogica al material que obtenga en su búsqueda de confrontación. Podrá dar, así, su testimonio sobre lo que prefiere o sobre lo que le parece mas adecuado en cada caso, cuidándose -¡eso sí!- de no fabricar recetas que impliquen para un país el consejo de tomar o desechar los modelos descubiertos en otro u otros. Deberá, por eso, tener sumo cuidado en no propiciar la “copia” o
imitación de instituciones –o caer en las “constituciones por encargo”, como Sieyes y Bentham - que, transplantadas de su realidad originaria a otra distinta, carecen de adecuado sustento fáctico.
2. Metodología de análisis El derecho constitucional comparado puede estudiarse de varios modos y con métodos diversos. A veces, una breve introducción general suele ser seguida por una exposición resumida y pormenorizada del derecho constitucional de cada país bajo examen, o de los llamados “centrales” (Estados
Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Francia, Suiza, España, en su momento la ex Unión Soviética, etc.) 3. Tal metodología de unidades políticas aisladas obliga al lector o al estudioso a extraer de las exposiciones parciales su propia comparación. Una vez que conoce cómo están formuladas o cómo funcionan las instituciones políticas en numerosos estados, trata de
buscar las coincidencias y las divergencias lo cual, evidentemente, exige un esfuerzo personal de confrontación y sistematización muy grande. Otro método consiste en abreviar al lector esa tarea. Para ello, y en vez de estudiar el derecho constitucional país por país, el autor o expositor brinda ya agrupadas las líneas comunes o similares de un grupo de estados, acusando también las diferencias. 4 No explica entonces, por separado, cómo es el derecho constitucional ruso, o británico, o francés, o norteamericano, sino qué estructuras parecidas encontramos entre todos ellos –si es que las hay- y qué estructuras disímiles. En suma, trata de dar ya elaboradas algunas tipologías empíricas que acusan uniformidad, analogía o denominadores comunes, aunque tal vez tales tipologías no alcancen a abrazar la totalidad de estados que hay en el mundo, sino sólo bloques de algunos –p. ej.: de la Unión Europea, del área de Latinoamérica, etc.- Esta síntesis presupone que quien la hace conoce más o menos de antemano una multiplicidad de regímenes de cuya comparación induce luego las tipologías empíricas, y de ese modo ahorra al destinatario de su trabajo tener que internarse previamente en cada régimen por separado. Se procura, de ese modo, articular una serie de “familias constitucionales”, de donde podrán inferirse los respectivos “parentescos”, “árboles genealógicos”, “filiaciones” y “aires de familia”. Es claro que el esquema deviene sinóptico, y menos
profundo que cuando se examina la totalidad de instituciones de un país, y luego de otro, y subsiguientemente de muchos; pero el resultado de un conjunto nos parece, al final, más provechoso. Se ve mejor el bosque, y no cada árbol que lo compone. Gana en visión panorámica lo que pierde en individualidad y detallismo. Es así como este segundo enfoque habría de conducirnos a estudiar los federalismos, los órganos de poder, las formas divisorias del poder, los partidos políticos, los sistemas de supremacía y control constitucionales, las declaraciones de derechos, los presidencialismos y parlamentarismos, etc 5.
En la opción metodológica, hemos preferido el último camino. Quien lo siga a través de estas páginas podrá dar su veredicto sobre el éxito del intento. Es claro que una cosa debe ser prevenida, y ello tanto para el método que escogemos como para el clásico de indagación separada de varios derechos estatales. Se trata de la advertencia de que el estudio del derecho constitucional comparado se hace normalmente sobre textos, es decir, sobre derecho escrito porque, pese a todas las dificultades, las constituciones y leyes de los diversos estados constituyen el material más accesible y menos discutible. En cambio, se torna complicado y dificultoso –a veces, inaccesible- conocer el efectivo funcionamiento de un régimen político, o sea, el derecho constitucional material 6. La falta de informaciones, la deformación de las que se ofrecen, el secreto de y sobre países que mantienen un notorio aislamiento, etc., impiden frecuentemente al observador ir más allá de las apariencias formales que acusan las normas formuladas explícitamente. Por otra parte, si a veces la caracterización del propio régimen dentro de cuya estructura se vive se vuelve muy complicada, ¡cuánto más lo será la connotación de regímenes ajenos a los que sólo accedemos en la superficie de sus codificaciones o por medio de fuentes secundarias! El peligro de una valoración pura o preponderantemente subjetiva hace temer asimismo sobre la cientificidad del análisis, cuestión que aqueja a las “ciencias blandas” en contraste con las “ciencias duras”. Se corre el riesgo de caer en trivialidades, o
en hacer periodismo en lugar de verdadera ciencia (“episteme”). Y qué no decir de los preconceptos de cuyo
despojo por parte del autor caben serias dudas. Un marxista empieza ya viendo de mala gana a las instituciones de las democracias capitalistas o liberales. Y viceversa. De modo que de entrada hemos de decirle al lector que, aun cuando pretendemos la mayor imparcialidad y objetividad, no somos asépticos porque somos hombres, y que sepan disimular si nuestras convicciones ahondan en algunos casos –que trataremos de evitar o reducir al máximo- el coeficiente de subjetividad.
Lo puramente descriptivo no puede pecar de subjetividad. Pero es del caso que con el método comparativo que hemos elegido, tenemos que hacer agrupaciones –v.gr., el de los estados totalitarios-. Y ya el hecho de encasillar a tal o cual régimen en el elenco de los totalitarismos –por ejemplo, Cuba- supone una toma de posición valorativa. Por eso, tememos que algunas de esas actitudes induzcan a mala voluntad por parte de los lectores que no comulguen con ellas. No importa, si es que tal enfoque valorativo subjetivo no va más allá de la envoltura tipológica, y si de inmediato se despeja el campo para entregarlo al cotejo meramente real.
3. Los tipos empíricos Todos los estados coinciden en una naturaleza común: la de ser organizaciones políticas de la convivencia social. Todos los estados son regímenes políticos. Todos los estados tienen una estructura jurídica que es, precisamente, su constitución o derecho constitucional en sentido material. Todos los estados cuentan con una población asentada territorialmente; con un poder; con un gobierno. En cuanto presentan tales rasgos comunes, todos participan de una fenomenología también común. Por eso, a riesgo de ser cargosos en la repetición, decimos que todos son estados. Creemos que esta advertencia que formulamos “ab initio” es
importante, dado que existen escuelas dentro del ámbito de la ciencia política que circunscriben la categoría estatal a su concreción histórica surgida con la Modernidad (“estado nación” o “nación -estado”). Pero la naturaleza común, la constancia y la permanencia de los perfiles esenciales que los hacen ser estados, se diversifican pluralmente en muy distintas situaciones y direcciones. Cada estado empírico es el que es, como cada ser humano es éste y no el otro: intransferible e incanjeable. La común esencia de estado se realiza en cada estado empírico con diferencias constitutivas. Tal la historicidad singularmente particularizada de cada estado. La esencia común es participada históricamente en la existencia individual de cada estado. De ahí que aun cuando cada estado
y todo estado son organización política, tienen una estructura jurídica, tienen elementos comunes (población, territorio, poder, gobierno), y una misma naturaleza, no podamos en cambio afirmar que la constitución de un estado sea la misma o igual que la de otro, o que el gobierno de este estado sea idéntico al de aquél, o que este régimen político coincida con aquel otro. La constitución de un estado es suya, y nada más que suya. En su dinámica, en su acción, en su desplegar, le pertenece por entero, malgrado si se ha seguido a tal o cual modelo para construir su entramado institucional. El gobierno de un estado es el de él y no el de otro. La manera y el estilo de convivencia de una población son propios de ella, etc. Esta imagen de singularidad, de existencia política individual, identifica y recorta a cada estado como el que es, dentro del pluralismo y el concierto de todos los estados empíricos que existen en el orbe. Reiteramos que habrá analogías, jamás igualdades. Notas comunes en la esencia, notas diferenciales en el modo de realizarse históricamente dicha esencia común en cada estado que de ella participa, parecen datos imprescindibles sobre los cuales encaballar un esquema de derecho comparado. Precisamente, la comparación presupone observar y confrontar los parecidos que se dan, no en la esencia común que pertenece a todos los estados, sino en las diferencias constitutivas que acontecen dentro de la misma esencia, o sea, en aquellos rasgos que son individuales, propios y singulares de cada estado empírico. No se trata de descubrir que todos los estados objeto de una comparación tienen cada cual su constitución, su población, su gobierno, etc., sino de ver y descubrir si la constitución de uno se parece ala constitución de otro, si la población de éste presenta o exhibe un modo de convivencia afín con la de aquél, si el gobierno de tal estado ofrece similitud orgánica o institucional con el de otro estado, y así sucesivamente. Y desde ya damos de nuevo por sabido que en esta comparación jamás vamos a encontrar identidades, sino a lo sumo semejanzas o analogías, por más que los parecidos se acentúen, como entre dos individuos gemelos sorprendemos un parecido muy marcado,
pero sabemos que son dos individualidades inconfundibles: Juan y Pedro. El eminente Georg Jellinek, después de señalarnos que en los fenómenos sociales no existe lo idéntico sino lo análogo7, propone los tipos empíricos como medio de conocimiento de las realidades políticas. El tipo empírico significa la unificación de notas entre los fenómenos 8 para elaborar una abstracción en la mente del investigador 9. Los tipos empíricos se forjan por vía inductiva, o sea, mediante una comparación de los estados particulares 10. En esta tarea, buscamos las notas coincidentes o comunes entre varios estados empíricos, y dejamos de lado las puramente individuales que se dan solamente en uno o en varios; por abstracción llegamos así a unificar en un tipo empírico todas las notas concordantes y generales. El resultado, como ya dijimos, es elaborar una abstracción mental. El tipo empírico no existe como tal: ha surgido por inducción al cotejar diversas realidades que tienen entre sí caracteres similares y notas individuales propias, de cuyo cúmulo se descartan las últimas y se agrupan unitariamente los primeros. En último término, el tipo empírico es una descripción útil para comprender las analogías en que concuerda una pluralidad de estados, y para hacer agrupamientos y categorías dentro de ese mismo pluralismo. Un ejemplo servirá para ilustrar el funcionamiento de los tipos empíricos. Podemos realizar una clasificación de estados en función de su esquema de gobierno, que puede ser presidencialista o parlamentarista. Para montar ese intento clasificatorio de las formas de gobierno, por ejemplo, del parlamentarismo, previamente hemos inducido los caracteres que tienen los principales regímenes en donde se verifican determinadas regularidades en el dialogo entre el órgano ejecutivo y el legislativo. Así, hay parlamentarismo en Gran Bretaña, en Escandinavia, en Alemania y en los estados del Benelux, revistiendo rasgos comunes todos ellos que los lo s hacen ser estados con gobierno parlamentario.
Es claro que, tal como ya advirtiese Jellinek 11, la comparación –como siempre pasa en la lógica con las generalizaciones, a partir del método inductivo- no puede llevarse demasiado lejos. Por de pronto, nuestro esquema se base fundamentalmente en estados de nuestros días, con muy escasas remisiones a épocas anteriores, como no sea –por ejemplo,- para ilustrar históricamente algunos datos contemporaneos12. Además, sólo donde existen bases históricas, políticas o sociales comunes (culturales, agregaríamos nosotros) será posible probar una concordancia, dice Jellinek 13. En suma, a la coexistencia temporal ha de añadirse cautelosamente el examen de estados que participan de una mínima cosmovisión común. Con todo, si la comparación llega a poner frente a frente a estados de cosmovisiones coetáneas pero discrepantes, la utilidad radica en que se pueden aprovechar la síntesis para elaborar tipos empíricos diferentes entre sí, como ocurre cuando se confrontan –y luego se contraponen- estados democráticos con estados totalitarios. Es decir, al no encontrar coincidencias, las discrepancias pueden guiarnos a la formulación de tipos antagónicos. Y eso es también un camino para enriquecer el conocimiento científico, porque el derecho comparado no debe alucinarse sólo con semejanzas. Tampoco debe atemorizarnos el descubrimiento de situaciones atípicas que hacen a la patología de las desviaciones políticas. Unos casos y otros benefician al poder de síntesis con que debe manejarse el investigador jurídico. Los tipos empíricos valen, pues, en tanto sepamos que lo que ellos nos muestran es así “por regla general”.
4. Los tipos ideales En nuestra iusfilosofia trialista, el derecho constitucional comparado no concluye en el examen indagatorio de la realidad. O sea, no se agota en el dato sociológico y normológico del cual extraemos los tipos empíricos. Es posible y conveniente algo más, mediante la penetración del ámbito del valor. Véase, por ejemplo, como del conocimiento de un tipo empírico podemos pasar a conocer que valoraciones comunes y predominantes aparecen
y subyacen en los regímenes de los que inducimos un tipo empirico14, y de inmediato poner ese material bajo nuestra estimativa a la luz del valor justicia 15. De alguna manera, el derecho constitucional comparado tiene capacidad para ascender al descubrimiento y conocimiento de tipos ideales. El tipo ideal es un tipo –arquetipo o prototipo- que forjamos o imaginamos mentalmente como modelo. El tipo ideal de estado o estado ideal es el estado perfecto tal como pensamos que debe ser el estado empírico. No es algo que es, sino que debe ser, nos dice Jellinek 16. Ahora bien: el tipo ideal puede a veces formularse especulativamente con sólo algunas pautas dikelógicas de modo atemporal y ahistórico: el estado que debería ser siempre y en todas partes de acuerdo a su modelo quedaría cristalizado en un molde de perfección propuesto a imitación en cualquier lugar y para cualquier época. Pero cualquiera entiende que ese universalismo cuasi angélico del tipo ideal –siempre uno y siempre el mismopredica una constancia del modelo que es muy difícil ofrecer con viabilidad de imitación, porque los estados son regímenes políticos encarnados y situados en circunstancias históricas que cambian, difieren, se transforman y se suceden. El estado empírico no es atemporal ni ahistórico, sino singular, y siempre acusa dinamismo, movimiento, acción. Los estados empíricos son, como las personas, unidades irrepetibles, y aunque el valor sea objetivo y trascendente, su conocimiento y su ingreso a la realidad son históricos. Parecería, entonces que, sin incurrir en el relativismo, fuera mejor para el derecho constitucional comparado trabajar no con un tipo ideal o dikelógico único e inmutable, sino con tipos ideales pluralizados de acuerdo a la época, al ambiente, a la circunstancia. Aquí, cada uno de esos tipos ideales tiene que formularse con ingredientes tomados del marco de la realidad, o sea, con elementos temporales e históricos. En este descenso del tipo ideal hacia la realidad, las variaciones sociales irán estructurando como tipo al mejor posible, al más deseable, al menos malo, etc. Al tipo ideal puro lo sustituye una serie de tipos ideales conformados al hilo de las valoraciones históricas de las comunidades políticas.
En este sentido, así como se nos ocurre indudable que el constitucionalismo clásico elaboró “su” tipo ideal con
elementos doctrinarios y facticos de los siglos XVIII y XIX, encontramos hoy tipos ideales diferentes en el marxismo, en las democracias contemporáneas, en el constitucionalismo social, en el islamismo, en los estados menos desarrollados, etc. Pero cuanto más carguemos de pautas a un tipo ideal, más achicaremos o angostaremos el margen de aplicabilidad de ese tipo, y cuanto más aligeremos de pautas (perfilando sólo las mínimas) más amplitud le daremos para extenderse a un grupo mayor de estados. Es la aplicación de la invariable regla lógica que señala que “a mayor extensión, menor comprensión” y viceversa.
Esta pluralidad de tipos ideales colinda con el derecho comparado, porque la formulación o imagen del estado deseable depende de representaciones y valoraciones colectivas que componen el orbe cultural sociológicamente existente en la individualidad de las sociedades confrontadas; o sea que pretende erigir un tipo ideal de estado como modelo para los estados empíricos de una determinada época histórica, de una determinada zona, de una determinada cultura, etc. Y en este sentido, al derecho constitucional comparado le interesan, tanto como los tipos empíricos, los tipos ideales que puede descubrir como operantes en la incitación al seguimiento dentro de una circunstancia histórica. Las valoraciones pueden compararse tanto como las instituciones y los hechos. Dicho de otro modo, al derecho comparado le incumbe conocer cómo diferentes tipos ideales trabajan realmente en la promoción de una variedad de regímenes apetecidos y deseables de acuerdo con las valoraciones sociales, cada cual en su área de influencia. De este modo, paralelamente a los tipos empíricos, aparecen los tipos ideales. Casi diríamos que en los primeros se inoculan y filtran las pautas y valoraciones que los segundos proponen y formulan como debidas para tramarse en el plexo ideológico y valorativo que funciona en cada estado empírico, y que por comparación entre la pluralidad que su suma proporciona, se nos suministran concordancias y analogías.
Cuando observando un conjunto de estados empíricos logramos verificar coincidencias ideológicas y valorativas, estamos habilitados para unificarlas como notas afines y comunes, y para sostener que entre todos esos estados hay participación o comunión en un tipo ideal que, de alguna manera, señaliza y perfila al tipo empírico. Una pequeña nota al pie de página en la clásica obra de Jellinek 17 nos propone dos géneros de tipos ideales: el que es producto de la libre especulación y el que consiste en construir tipos ideales tomándolos de estados que existen o de instituciones particulares de estados. Esta segunda clase tiene cabida, por lo menos, en el derecho constitucional comparado, y se aloja en el ámbito científico de su objeto. Y queda todavía otra acotación. Al tipo ideal que en una pluralidad como la expuesta puede someterse a descripción, el comparatista añade otro aporte: el de intentar la objetivación de un tipo ideal de estado para determinada franja que al derecho comparado le presenta cierta homogeneidad. Queremos que se distinga bien lo que ahora decimos. Hasta ahora, los tipos ideales se filtraban en el derecho comparado en cuanto eran operantes y promotores de una realidad. Se los analizaba porque las valoraciones comunes podían estudiarse con tanto rigor científico como el que preside la observación de los hechos, y porque esas valoraciones eran susceptibles de comparación al mismo nivel en que se comparan instituciones, normas o realidades. De aquí en más: ¿el comparatista excedería su estudio sobre los tipos ideales pergeñados al hilo de la confrontación y acaso subsumidos en los tipos empíricos, si estereotipara tipos ideales que, incluso sin previa inducción de la realidad, quisiera proponer como debiendo ser en tal o cual época y ámbito históricos? Así, podría esmerarse en formular un nuevo modelo de estado ideal para los estados empíricos subdesarrollados, o europeos, o afroasiáticos, etc. Y esa elaboración de tipos ideales librados al propósito de actuar como modelos, podría derivar de la pura especulación o de la experiencia recogida en el sector al cual se destinaran. Creemos que si el estudioso del derecho constitucional comparado abordara esa tarea, tampoco se evadiría
totalmente de la zona de su objeto científico, y seguiría militando en el campo de un conocimiento practico, porque perseguiría actuar sobre la realidad infundiéndole los criterios de valor del tipo ideal. No estaría realizando filosofía, porque su obra se encontraría posicionada hacia la acción.
5. ¿Qué se compara? El aporte del trialismo El nombre de derecho constitucional comparado lleva su acento en el mismo adjetivo: es una ciencia que se edifica sobre la comparación de los regímenes políticos, de las constituciones, de los estados. Compara realidades, compara normas, compara valoraciones sociales. De ahí que presuponga el estudio de más de un estado, porque sobre lo único o individual no recae ninguna comparación posible; se precisan, a lo menos, dos unidades para el análisis. A veces, el derecho comparado que se deshilvana estudiando separadamente cuatro, cinco o más estados, da la impresión de que analiza a cada uno aisladamente, sin ningún contacto con los demás. Si fuera así, no sería derecho comparado, sino una sumatoria de muchos derechos constitucionales particulares (ciencia de derechos extranjeros). Sin embargo, quienes siguen el método de explicar uno por uno el derecho constitucional de varios estados buscan proporcionar, aunque sea implícitamente, un cotejo entre todos, del que surjan semejanzas y diferencias, en forma tal que el pluralismo polifacético conduzca a una unificación, a una síntesis o a una contraposición de los sistemas conocidos. Con más patencia luce la comparación cuando se examinan, no los derechos constitucionales particulares o extranjeros en bloque, sino institución por institución en diversos regímenes, o cuando todavía de ese examen se extraen tipos empíricos. En este panorama, el derecho constitucional comparado visualiza fenómenos que acontecen en más de un estado y que, por ello, acusan regularidad o constancia, se repiten, se multiplican y se suceden. Por ejemplo: el comparatista encuentra el fenómeno de la división de poderes en numerosos estados, como detecta el bipartidismo, el partido único o el dominante, las presiones sobre el poder, los
golpes de estado y las revoluciones, etc. Otras veces, aquella regularidad se esfuma, porque el dato aparece irrepetido o con mucha rareza, pudiendo llegar a exhibirse como atípico. Aun así, y aunque lo no común evade la tipología, el ejemplo puede ser de mucha utilidad. Es claro que tanto en un caso como en el otro, la comparación necesita ser erudita, lo que quiere decir que tiene que procesar un sinnúmero de datos, de realidades, de normas, de valoraciones; el campo de conocimiento se presupone muy amplio y muy minucioso, con todos los inconvenientes y conflictos que la cantidad involucra. La comparación suele llevarse a cabo entre regímenes coetáneos, existentes entre fechas topes; por ejemplo, durante el transcurso del siglo XX, o aún en marcos cronológicos más estrechos. Pero nada impide, pese a los desniveles temporales, que la comparación trabaje retroactivamente, retrocediendo a la fecha inicial en muchos años, o en siglos. Ya entonces podría afirmarse que se compara el pasado con el presente. No es ese el camino que habitualmente seguimos nosotros. Más modestamente, nuestro visor se limita a la actualidad, en un eje más sincrónico que diacrónico, simultáneo antes que sucesivo. No obstante, queremos destacar que a medida que el comparatista refracta hacia atrás las confrontaciones, el derecho constitucional comparado se enreda con la historia constitucional que narra e interpreta la sucesión de hechos pretéritos. Y por este costado nos place destacar las conexiones interdisciplinarias que, a esta altura de nuestro exordio, ya afloran suficientemente: ciencia política, sociología política, historia constitucional, historia de las ideas políticas, etc. Si la mera comparación de normas constitucionales escritas deja una impresión fofa o desabrida, la comparación que emplea conductas y valoraciones cobra colorido y vigor, se desesteriliza y se vuelve ágil. Y si el comparatista sabe inocular dosis tomadas de la ciencia política, de la historia constitucional o de otros campos con parentesco, enriquece más su objeto de estudio y le da frescura y atractivo.
En general, cualquier programa de una materia jurídica introduce elementos de derecho comparado 18. Pero cuando en derecho civil, o comercial, o penal, se hace la referencia comparatista, se citan algunos artículos o textos del derecho alemán, o francés, o español. Es decir, se muestran las soluciones normativas que otros países dan a la institución bajo examen en el derecho argentino (el matrimonio, la letra de cambio, los delitos contra la propiedad, etc.). Ello es ilustrativo, pero da criterio de inercia, porque repara en lo que está escrito en una ley foránea. En cambio, cuando el derecho internacional privado rastrea como un tribunal del estado A (que debe aplicar derecho extranjero) procura dar una solución lo más parecida a la que daría el juez del estado B cuyo derecho imita, la cosa ya se vivifica, porque el conocimiento iusprivatista ahonda en el derecho vigente (que no es lo mismo que el derecho escrito) y en las probabilidades que de tal derecho se infieren. El derecho constitucional comparado ha incursionado en la confrontación de textos constitucionales y, a veces, o gradualmente, en la de la jurisprudencia o el derecho judicial. La denominación de regímenes políticos comparados – comparados –que se usa con frecuencia- ya muestra el sesgo hacia el contraste de realidades, y no sólo de normas formuladas. El campo parece, pues, predispuesto a comparaciones mejores, más exactas, y bastante acomodadas a visiones de tipo sociológico o valorativo. Con el trialismo, creemos que el derecho constitucional comparado puede lograr su éxito. En efecto, desde la visión trialista nuestro derecho constitucional comparado habrá de conjugar el análisis de hechos y conductas de normas –formuladas expresamente o no formuladas- y de valores. El campo de los hechos y conductas sólo se integrará –según ya lo dijimos- con aquellos que por revestir cierta regularidad y viabilidad de repetición, tengan ejemplaridad –o sea, funcionen como modelo provocador de seguimiento o reiteración-, sin perjuicio de que coincidan o no con las normas escritas. El campo de las normas formuladas expresamente será fácilmente constatable en las constituciones escritas pero el de las normas no
formuladas hallara tropiezo por la falta de constancia de las mismas, que únicamente podrán ser descubiertas aproximadamente en el derecho consuetudinario o espontaneo y en el derecho judicial a través de la captación lógica de conductas repetidas e imitadas. Por fin, el ámbito del valor nos demandará un doble enfoque: por un lado, habremos de detectar en cada institución examinada cuáles son objetivamente las valoraciones realmente prevalecientes en el derecho comparado, es decir, los valores que funcionan como hechos sociales con carácter universal o parcial; por otro lado, deberemos subjetivamente realizar nuestra propia valoración. 1
Entre la vastísima literatura publicada, recomendamos sobre el tema: Goldschmidt, Werner, La alonomologia (alias Ciencia del Derecho Comparado) , El Derecho, t. 77, pág. 861; Vanossi, Jorge Reinaldo, ¿Existe un derecho constitucional comparado? , El Derecho, t. 65, pág. 817. 2Dice Aron que el sociólogo analiza las reglas del juego político sin situar en posición privilegiada las reglas constitucionales en su relación con las no escritas, en tanto que el jurista empieza por precisar lo que la constitución ordena y sólo después observa de qué manera se explica ésta (Aron, Raymond, Democracia y totalitarismo, Barcelona, 1968, pág. 32). No es, en realidad, solamente el sociólogo quien debe actuar así; también el jurista. Lo que ocurre es que el positivismo apegado al derecho escrito nos trae acostumbrados a limitar el campo del derecho constitucional a la constitución formal, y a desprender al jurista de todos los datos sociopolíticos y de todo juicio de valor. Pero el jurista verdadero sabe sa be que q ue el e l derecho escrito es solamente un orden normativo formulado expresamente, y que el derecho no se agota en esa formalidad, porque fundamentalmente es una realidad consistente en hechos, conductas o comportamientos, y valoraciones. Como explica Lucas Verdú y Lucas Murillo de la Cueva, “…la geometría jurídica-estatal kelseniana es excesivamente formalista; conduce a una Teoría del Estado sin-elEstado y a un derecho constitucional que desconoce las realidades constitucionales subyacentes”. Conf. Lucas Verdú y Lucas Murillo de la Cueva, Pablo, Manual de Derecho Político , vol. I, Madrid, segunda edición, 1990, pág. 25. Por lo demás, en sistemas políticos como en el de Gran Bretaña, en donde las convenciones constitucionales y el derecho común asumen un papel relevante como fuente del derecho constitucional, ello se torna harto evidente.
3Goldschmidt,
art. cit., aborda el campo temático diciendo que: a) puede estudiarse derechos extranjeros sin compararlos sino casualmente (ciencia estricta del estudio de derechos extranjeros); puede una ciencia consagrarse al estudio de derechos extranjeros y facultativamente proceder a su comparación (etnología jurídica); puede dedicarse al estudio de derechos extranjeros y en ciertas partes obligatoriamente comparar los derechos extranjeros entre sí y con el derecho propio (alonomolgía); puede, en fin, estudiarse derechos extranjeros y compararlos obligatoriamente en toda su extensión (ciencia de derecho comparado). Entre las obras más difundidas que en nuestro idioma estudian el derecho constitucional comparado régimen por régimen, puede verse: García Pelayo, Manuel, Derecho constitucional comparado, sexta edición, Madrid, 1961; Linares Quintana, Segundo, V., Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, t. III, Buenos Aires, 1976; Sánchez Agesta, Luis, Curso de Derecho Constitucional Comparado, Madrid, séptima edición, 1980; Jiménez de Parga, Manuel, Los regímenes políticos contemporáneos, Madrid, sexta edición, 1983; Sánchez González, Santiago y Mellado Prado, Pilar, Sistemas Políticos actuales, Madrid, 1993; Ferrando Badía, Juan (coord.), Regímenes políticos actuales, tercera edición corregida y aumentada, Madrid, 1995; Planas, Pedro, Regímenes políticos contemporáneos, segunda edición, Lima, 1997. También podría ubicarse dentro de esta corriente metodológica, y ya fuera de nuestra órbita lingüística originaria, a Duverger, Maurice, Instituciones políticas y Derecho Constitucional , Barcelona, 1970; Hauriou, André, Derechos Constitucional e Instituciones Políticas , Barcelona, 1971; Finer, S.E., Comparative Government, Middlesex, 1980; Burdeau, Georges, Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, Madrid, 1981; Ortino, Sergio, Diritto costituzionale comparato, Bolonia, 1994. Conforme a García Pelayo, esta forma de análisis –que él denomina derecho constitucional comparado, diferenciándolo del derecho constitucional general- se preocupa de destacar singularidades y contrastes entre los derechos observados o entre grupos de ellos (ob. cit., pág. 20). 4Es el sistema que, en general, se observa en la Introducción al derecho comparado de Paolo Biscaretti di Ruffia, México, 1996. También, desde el ángulo de la ciencia política y abarcando un espacio geográfico más acotado, podría citarse la obra de Yves Mény, Politique compárée, tercera edición, París, 1991. Podría tomarse en cuenta lo que García Pelayo llama derecho constitucional general cuando afirma que mientras se interesa por los grupos jurídico-constitucionales en su singularidad y contraste frente a toros toro s grupos, el primero se preocupa solamente de las notas generales y comunes (ob. cit., pág. 22).
5Conf.
con Vanossi (art. cit.) cuando se refiere al derecho comparado entendido como el necesario punto de referencia para el mejor conocimiento de una o varias instituciones. 6En realidad, éste parece ser el campo donde ha de cultivarse la comparación, y no en el de las normas jurídico-constitucionales positivas pero no necesariamente vigentes (en este último sentido, v.: García Pelayo, ob. cit., pág. 20). Goldschmidt, desde el trialismo, apunta que con miras al derecho extranjero, sólo la dimensión sociológica funciona con autenticidad; las otras dos dimensiones (normológica y valorativa) se hallan comprimidas en la sociología: se sociologizan. Normas, imperativos y ordenamientos han de ser tenidos en cuenta exclusivamente en la forma en que son aplicados. Y hasta la valoración aparece tal cual en la realidad social se maneja (autor y art. cit.). 7Jellinek, Georg, Teoría general del Estado, Buenos Aires, pág. 22 8Jellinek, Georg, ob. cit., pág. 27. 9Jellinek, Georg, ob. cit., pág. 27. 10Jellinek, Georg, ob. Cit., pág 27. 11Ob. cit., pág. 27 12No obstante, Goldschmidt (art. cit.) anoticia que desde el ángulo visual de la alonomologia no existe diferencia entre derecho vigente y derecho derogado. 13Ob. cit., pág. 28. Similarmente, conf. Bielsa, Rafael, Metodología Metodología Jurídica , Santa Fe, 1961, pág. 57. 14Ello en cuanto la valoración de justicia parece en la realidad y se la estudia tal cual se maneja (Goldschmidt, ( Goldschmidt, art. cit.). 15Recuperamos así para el derecho comparado la plenitud de la dimensión dikelógica, poniendo los datos normativo y fácticos a la luz del deber ser ideal del valor justicia. Desde una perspectiva convergente, Rehbinder afirma que, “…el derecho comparado no
tiene objetivos científicos independientes sino que puede ser utilizado en cualquiera de las tres formas en que la ciencia jurídica opera –como una ciencia de la experiencia, una ciencia de las normas o una ciencia de valores”. Conf. Rehbinder, Manfred, The relationship between the sociology of law and comnpartive law: Epistemological reflections, reflections, en “Law and State”, vol. 18, Tübingen, 1978, pág. 134. 16Ob.
cit., pág. 25. 17Ob. cit., pág. 25, nota 1. 18No obstante, debemos hacer la advertencia de que el solo acopio de datos provenientes de derechos extranjeros no es comparación. Pero no debe confundirse ni equipararse el estudio de los derechos extranjeros con el derecho comparado, porque el primero es susceptible de llevarse a cabo sin irradiarse hacia el campo comparativo (v. Goldschmidt, Werner, art. cit.).
CAPITULO II
MARCOS GENERALES
1. Necesidad de su estudio en el derecho constitucional comparado El derecho constitucional comparado que nosotros propugnamos no se encuentra enclaustrado en las normas de la constitución documental. Por el contrario, fieles al realismo y al trialismo jurídico, visualizamos a un derecho constitucional de cara o solidario con la realidad existencial. Por eso podemos afirmar también que estado, en su sentido dinámico, es sinónimo no sólo a régimen político, sino a constitución en su acepción material o real. La preanotada dimensión existencial que le imprimimos al derecho constitucional comparado nos obliga a detenernos, siquiera brevemente, en los marcos en que se despliega su capacidad ordenadora y estructuradora. Sabemos que el derecho constitucional de cada estado es su causa formal, es decir, es aquel ingrediente aglutinante que lo informa, que le infunde organización y encuadre. Ahora bien, la pregunta clave a formular es ésta: ¿qué es lo que se organiza, estructura u ordena?
Para ello, tenemos que recurrir a los consabidos elementos del estado. Jiménez de Parga, entre los comparatistas, formula una muy acertada crítica a la conceptualización y al listado de estos elementos. La teoría clásica del estado, dice este autor, no se percataba –con alguna notable excepción, como Jean Dabin- de los matices de cada uno de ellos (territorio, población, poder, gobierno, derecho, etc.). En otros términos, no alcanzaba a distinguir que en el ámbito del régimen político cada uno de estos componentes tiene un rol diferente que cumplir. Así,
comenzaba con una gran dicotomía, que es segregar lo que denomina supuestos del régimen de sus principios estructuradores.1
Otros autores han optado o preferido por hablar, en vez de supuestos, de presupuestos, o de elementos de base, o de elementos materiales, invariablemente incluyendo entre éstos al territorio y a la población. Pero la separación está presente y la realidad que es su fundamento también. El poder, el gobierno, el derecho (prevalentemente el constitucional) van a venir a suministrar organización precisamente a la convivencia humana territorialmente asentada. Eso –y no otra cosa- es lo que se viene a ordenar. Por eso creemos que asiste mucha razón a Jiménez de Parga cuando realiza estas discriminaciones.
2. El territorio como uno de los supuestos del régimen político El territorio no es sólo un “elemento del estado”, tal como lo vislumbraban las construcciones comunes u ordinarias. Es también un supuesto del régimen político. Puede concebírselo como el marco físico, espacio geográfico o escenario en el cual se desenvuelve la acción política. No puede imaginarse un estado, ni siquiera empezar a hablar de él sin una sede o asentamiento territorial. 2 Piénsese, en clave comparada, en los ejemplos de los judíos para advertir que, hasta que no se logro territorio propio, no se pudo hablar de estado (Israel, 1948). Los palestinos en la actualidad se encuentran abocados a un proceso formativo similar, definiendo los limites que deberá tener el territorio de su estado, cualquiera sea la forma que eventualmente éste asuma (independiente, asociado a Jordania, confederado, etc.). Por lo demás, el territorio es relevante para el derecho constitucional formal –ya no sólo, como vimos, para el material- en la medida en que va a señalar las fronteras dentro de las cuales va a regir en plenitud. Ello se vincula,
claro está, con la independencia del estado, es decir, con la capacidad para desenvolverse en el concierto internacional sin tener que recurrir recurrir a otras instancias instan cias políticas superiores. Hay constituciones (como la de El Salvador de 1983 con sus reformas) que han especificado las fronteras del estado, y han petrificado ese reconocimiento, o sea, que es insusceptible de reforma. Otros textos, como el de Estonia de 1992 (siguiendo en este punto las aguas del de 1920) ya desde su art. 1 remarcan la independencia del estado que se comienza a organizar. 3 Otros prefieren definir en su primera clausula a la forma del estado, según sea centralizada o descentralizada, como Argentina en 1853 (federal). Francia en 1958 (unitaria), Namibia en 1990 (unitaria), Mozambique en 1990 (unitaria), Rumania en 1991 (unitaria), la República Checa en 1992 (unitaria), Bélgica con su reforma de 1993 (federal), Rusia en 1993 (federal). Sobre el particular, no debemos olvidar que según datos que recoge la ciencia política, generalmente ocurre que estados con gran cantidad de territorio (Estados Unidos, Argentina, Canadá, Brasil, México, Sudáfrica, Rusia, India, Australia) adoptan el federalismo como su forma estatal, mientras que estados de dimensiones reducidas, como Chile, Uruguay o los de Centroamérica, imprimen a sus organizaciones políticas el carácter unitario. De todas maneras, es dable observar que hay estados pequeños territorialmente hablando como Suiza y Bélgica, que han decidido darse estructuras políticas federales basadas en una suerte de federalismo cultural prexistente (diferentes lenguas, religiones, etc.). Además, debe computarse la tendencia que se advierte en el derecho constitucional comparado de la Unión Europea en el sentido de verificarse la descentralización política 4 aun en espacios relativamente chicos, más allá que se acepte el federalismo (Alemania, Austria y Bélgica), las regiones (Portugal e Italia), las comunidades autónomas (España) o la “devolución de poderes” (Gran Bretaña).
No hay tampoco un tamaño ideal, ni preconfigurado, ni predeterminado, de estado. La comunidad internacional encuentra que, por ejemplo, en la Asamblea de la Organización de los Estados Americanos (O.E.A.) tienen un voto tanto los estados-isla independientes del Caribe angloparlante (v.gr. Antigua-Barbuda, Barbados, Dominica, Granada, Santa Lucía, St. Kitts-Nevis, San Vicente y las Granadinas y Trinidad-Tobago) como México, Argentina, Brasil o Estados Unidos. Lo mismo puede decirse de la Organización de las Naciones Unidas (O.N.U.). Por ultimo, los mecanismos de integración regional también plantean desafíos cuasi-federales. 5 Como va dicho, los factores geográficos suelen ser incluidos por la doctrina entre los marcos, o presupuestos, o condicionamientos del régimen político. Algunos datos interesantes para la ubicación física de los estados y la geopolítica pueden ser los siguientes: a) Estados peninsulares: Suecia, Noruega, Dinamarca, India, Arabia Saudita, Corea del Norte y Corea del Sur, Turquía, Myanmar (ex Birmania), Italia, Grecia, Sudáfrica (en sentido lato, todos los que forman el cono sur de África), la antigua Indochina (actualmente: Tailandia, Camboya, Laos, Vietnam, Malasia), Argentina, Chile. b) Estados insulares: Gran Bretaña, Irlanda, Filipinas, Australia, Japón, Nueva Zelanda, Taiwán, República Malgache, Sri Lanka, Cuba, Jamaica, Haití, República Dominicana, Fidji, Chipre, Puerto Rico, Indonesia. c) Los estados más australes: Australia, República de Sudáfrica, Nueva Zelanda, Argentina, Chile, Uruguay. d) Los estados de mayor dimensión: Rusia, China, Brasil, Estados Unidos, Canadá, Australia, India, Argentina. e) Los estados más pequeños: Repúblicas de Centroamérica, Camboya, Uruguay, Haití, República Dominicana, los estados del Caribe angloparlante (Barbados, Granada, Santa Lucía, Jamaica, San Vicente y las Granadinas, etc.), Israel, Ecuador, Albania, Suiza, Austria y numerosos
estados de África (Malawi, Ruanda, Burundi, Lesotho, Benin, Togo, Gambia, etc.). f) Los estados de mayor dimensión en África: Sudán, Argelia, República Democrática del Congo (ex Zaire). g) Los estados cuyo territorio se extiende a más de un continente: la ex U.R.S.S.; actualmente, Rusia y Turquía. h) Estados con litoral marítimo: a más de los peninsulares y los insulares; repúblicas de Centroamérica, Estados Unidos, Canadá, México, Portugal, Francia, Turquía, China, Irán, Pakistán, Alemania, Polonia, Croacia, Albania, Marruecos, Egipto, Israel, Libia, Liberia, Senegal, Ghana, Somalía, Kenia, Benin, Costa de Marfil, etc. i) Estados mediterráneos (sin atender a que tengan o no salida al mar a través de ríos): Bolivia, Paraguay, Suiza, Austria, Chad, República Centroafricana, Zambia, Burkina Faso (ex Alto Volta), Uganda, Malawi, Botswana, Hungría, Afganistán, Nepal, Bután, Mongolia, etc.
3. El supuesto humano o población Otro de los elementos de base del régimen político es la población o conjunto humano. Los actores políticos son las personas y los grupos de personas. Toda acción política reconoce, como subtitula Seymour Martin Lipset a su libro más celebre, “un basamento social”. Los temas de las
actitudes y mentalidades políticas, de la participación y del consenso societales, hacen eclosión aquí. La cantidad de población –v.gr. la falta de ella- jugó un papel de primer orden en nuestra propia historia constitucional argentina, cuando los gobiernos iniciales de la organización institucional, siguiendo al pensamiento alberdiano, fomentaron la inmigración (la llamada “ley Avellaneda”), en concordancia con lo estipulado por el art. 25
de la constitución. Excesiva población ha dado lugar, por ejemplo, en China, a planes de control de la natalidad, con las consabidas polémicas políticas, sociales y ético-religiosas. Pero, al derecho constitucional comparado no le interesa solamente la cantidad de de población, sino también su calidad , con lo cual ingresa la problemática de su composición,
de su carácter mayoritario o minoritario, de la protección de las minorías, etc. Ya la célebre constitución de Weimar de 1919 (art. 113), como sobre todo la de Estonia de 1920 (arts. 12, 21 y 23) conferían tutela a las minorías lingüísticas. En el caso de Estonia, la protección se irradiaba a los grupos minoritarios étnicos y raciales. A partir de 1982 (desde la sanción de la “ Constitución Act”) y hasta el presente, el constitucionalismo canadiense ha
hecho denodados esfuerzos (evidenciados en acuerdos, consultas intergubernamentales y plebiscitos) para tratar de acomodar las demandas de la provincia francófona de Quebec, sin éxito hasta el momento. 6 A esos requerimientos se les han agregado los de los pueblos aborígenes canadienses (por ejemplo, las tribus inuit). Desde el mismo preámbulo, la constitución de Namibia de 1990 condena al “apartheid” . El no racismo es proclamado en el art. 1 de la constitución sudafricana de 1996, y la igualdad asume nuevas aristas –incluso las de la discriminación inversa o positiva- en el art. 9. La multietnicidad es remarcada en el preámbulo y en los arts. 1, 2 y 3 de la constitución de Laos de 1991. Una de las revisiones de la constitución portuguesa de 1976 logró incorporar un párrafo al art. 7 acerca del fortalecimiento de la “identidad europea”. Tanto el art. 1 como el art. 2 de la Constitución de
Bélgica de 1993 dan testimonio de un federalismo no sólo político, sino que se entrelaza con la coexistencia de las comunidades francesa, flamenca y alemana (fundamentalmente, las dos primeras). Con respecto al tema indígena, es de destacar que las constituciones de Brasil de 1988, Paraguay de 1992 y la reforma argentina en 1994 incorporaron normas tuitivas. 7 En el caso argentino, se llegó a incluir en la cláusula transitoria primera una disposición relativa al respe to del “modo de vida” de los habitantes de las Islas Malvinas.
Esta rápida hojeada nos demuestra que, en épocas de genocidio como los de los Balcanes y de Ruanda (por citar tan sólo los de la década de los noventa), también el constitucionalismo se ha preocupado –y desde hace bastante tiempo- por exaltar la diversidad cultural sin detrimento de la identidad. Un breve esbozo sobre la fisonomía poblacional del mundo nos indica que la población del planeta no llegaba a mil millones de habitantes hacia 1800. Estaba próxima a los dos mil sobre el año 1920, y a los tres mil en 1960. Para el año 2000 se estima en el orden de los seis mil millones, y la proyección para el año 2025 asciende a más de 8030 millones, mientras que en la actualidad supera los 5800 millones. La tasa de crecimiento demográfico arrojaba hacia 1960 el índice de 2,2% anual, habiendo h abiendo descendido a 1,95% en el quinquenio 1970-1975 y 1,48% en el lustro 1990-1995. Los estados que revelan mayor población son China con más de 1200 millones y la India –la democracia más populosa del mundo- con 950 millones. Entre los que registran más alta densidad, entendiendo por tal a la relación entre el número de habitantes y la superficie territorial, se encuentran los Países Bajos (381.3 hab. /Km2) y Bélgica (318 hab. /Km 2)
4. ¿Cómo cambia el ejercicio del poder? Su influencia en el derecho Ya vimos la incidencia del factor territorial o espacial y del poblacional en las elaboraciones constitucionales. ¿Algunas de estas transformaciones han hecho que se reajuste el ejercicio del poder? ¿Ha cambiado la praxis política? No hay dudas de que el estado aparece jaqueado desde dos frentes. Por un lado, los estados se van acercando cada vea más a bloques que comienzan siendo comerciales pero que podrían llegar a tener ulterioridades políticas (por ejemplo, Unión Europea, Mercosur, NAFTA, etc.). La tendencia hacia la integración regional, hacia la coordinación de políticas
comunes, hacia el desarrollo de espacios autónomos transnacionales, es cada vez más acentuada. 8 Algunos son más ambiciosos, y creen detectar una posible mundialización o globalización como meta a conseguir de una sumatoria de procesos integracionistas. De todas maneras, también hay grandes diferencias a computar ( las llamadas “asimetrías”) que hacen muy difícil lograr la plena articulación de sistemas políticos diversos con realidades socioeconómicas y culturales a veces muy distintas. Pero, por otro lado, se palpa una suerte de “implosión” en muchos estados, sobre todo aquellos conglomerados como la ex U.R.S.S. y la ex Yugoslavia que albergaban una multiplicidad de etnias en su seno. Los conflictos de los Balcanes, de Chechenya y de algunos otros en las ex republicas soviéticas del Cáucaso demuestran la inviabilidad e grandes estructuras, muchas veces artificiales, que no tenían un adecuado sustento histórico-social para su conformación. Los regionalismos y los nacionalismos han persistido también en Europa Occidental, como lo muestran las reivindicaciones vasca, irlandesa y corsa. Es decir, la existencia de una democracia liberal en funcionamiento no cancela la actuación de grupos que desean vivir fuera del sistema porque no comparten la idiosincrasia del mismo, los valores y las tradiciones propias que lo apoyan, y porque creen expresar otras diversas tan válidas como las anteriores. En suma, el poder se ha “transnacionalizado”, si cabe el
término, en el sentido de que los contactos entre los jefes de estado y de gobierno son cada vez más frecuentes, son más rápidas las formaciones de alianzas y de bloques –como también su desactivación- y que el mundo, en líneas generales, se halla mucho más interconectado que en cualquier etapa histórica previa. También, aunque parezca mentira, el poder se ha “localizado”, en cuanto hay mayor conciencia de “lo nacional”, de “lo regional” o de “lo local”, frente a un horizonte
multicultural y a contingentes inmigratorios que compiten por
escasos puestos de trabajo. Episodios de xenofobia y de racismo en Alemania, Francia, y en menor medida en Gran Bretaña y en Italia testean la eficacia del sistema democrático liberal para fomentar una cultura de tolerancia. Finalmente, y también en tren contradictorio, se observa el máximo avance de la democracia liberal, lo cual permitió en 1997 al presidente de Estados Unidos afirmar que más de la mitad del planeta (54,8% de los seres humanos, para ser exactos) vivía bajo regímenes democráticos. Empero, las conductas y las situaciones que se plantean en muchos de ellos desmienten una afirmación que podría pecar de ser exageradamente nominal o formal.
5. El derecho constitucional comparado como disciplina integradora Si hay una rama jurídica que está mejor posicionada para lograr síntesis integradora, es el derecho constitucional comparado. Captando analogías y diferencias, aprehendiendo datos culturales diversos, estableciendo patrones comunes, se logra el avance de los valores de libertad, de pluralismo político y social, y de solidaridad a los que debe aspirar toda comunidad.
6. Una visión panorámica e interdisciplinaria El derecho constitucional comparado, en cuanto analiza y confronta los ordenamientos jurídicos y los regímenes políticos existentes en el mundo, requiere de un conocimiento interdisciplinario de los marcos donde tales ordenamientos y regímenes se incardinan. El cuadro resulta amplísimo y, en consecuencia, difícil de ser abordado en su totalidad y plenitud. Modestamente hemos de procurar una prieta síntesis. Actualmente, no quedan en el planeta espacios políticos vacíos. No hay rincones ni ámbitos que no pertenezcan a algún estado. 9 El avance hacia lugares geográficos inhóspitos o inhabitables –como la Antártida-
demuestra que, por lo menos intencionalmente, y a veces realmente, los estados atrapan los sitios más inverosímiles, aunque de hecho no alcancen a poblarlos o dominarlos físicamente en su totalidad. Únicamente los mares y el aire son de jurisdicción libre en su mayor dimensión. Esto es importante por diversas razones. Por un lado, el expansionismo, la tesis del espacio vital, la apetencia de conquista, las hegemonías y los imperialismos, se han desarrollado a expensas de otros territorios y personas políticamente organizados. No quedan áreas que, por ser “res nullius”, ofrezcan cabida inocente a quienes aspiran a
prolongar la jurisdicción de un estado determinado. Por otro lado, esa hermeticidad política del mundo aproxima, intensifica, multiplica y rodea a una pluralidad de relaciones y contactos entre los estados en un espectro de acciones y reacciones sumamente complicado y ahora globalizado. Un poco como Dios –que está en todas partes- el estado (éste, aquél, el otro, cada uno, todos) está también ta mbién presente en todo el globo internacionalizado. Si una persona se evade de su estado, no tiene a dónde ir, no hay lugar en donde no se encuentre con otro estado. No hay zonas apolíticas. Eso significa que tampoco hay regiones neutras a la política; que lo que una persona hace en algún lugar de la tierra lo vincula e interesa al estado en cuya jurisdicción actúa. Anteriormente, un individuo o varios podían albergarse en territorios “res nullius” y desde allí planear y organizar un
operativo cualquiera. Ahora, ese obrar pone en juego al estado en cuyo territorio se prepara, y al otro hacia el cual ese accionar se dirige. Sólo queda el espacio interplanetario: el cosmos. Simultáneamente, la pluralidad de estados que compone la comunidad internacional como conjunto de todos ellos, tiene conciencia de que no puede subsistir sin una organización, organización que es internacional –extra o interestados- porque implica una jurisdicción vinculatoria para todos y porque a ella incumbe resolver los problemas que escapan al ámbito interno o repercuten externamente. Hay
jurisdicción internacional exclusiva, y jurisdicción internacional concurrente con la interna. En otro sentido, el mundo tiene la sensación de que se ha alcanzado un sentimiento universal de justicia. En cualquier parte donde mueren personas por hambre, por miseria, por guerra; o donde poblaciones inmensas carecen de alojamiento y educación; o donde tiranías apabullan y oprimen a sus súbditos, otras personas del mismo lugar y de otros juzgan que eso es injusto. 10 La valoración se proyecta hacia todos los confines del mundo, y abraza a todas las realidades que en él se desarrollan, sea por obra humana o por acción de fuerzas más o menos ajenas al ser humano. Esta sensibilidad racional para detectar lo justo de lo injusto significa un progreso dikelógico en relación con épocas pretéritas. En lo que apunta al derecho constitucional, hace que el visor se estire más allá de las fronteras de un país para aplaudir o criticar lo que pasa en otros, con el resultado a que de inmediato nos referimos. La labilidad de ese tipo de límites que fraccionan al derecho constitucional en tantos estados cuantos existen en el planeta, provoca mímesis y ósmosis. Hay una exportación y una importación, una imitación y una ejemplaridad extraterritoriales. Un régimen político puede y suele irradiar patrones hacia afuera, o absorber “ad -intra” los que refracta de regímenes ajenos. Si ello responde r esponde en primer lugar al hecho de que el derecho es un fenómeno social que se transmite y comunica, que se expande y se recepciona, ahora tal fenómeno encuentra facilidades insospechadas. Por de pronto, en la medida en que los medios de comunicación no se clausuran en una sola jurisdicción, sino que permiten rápidamente y a grandes distancias conocer, adaptar o rechazar lo que se hace o se vive en otros. Decimos que un vistazo panorámico al mundo contemporáneo puede resultar ilustrativo para enmarcar luego la comparación de los regímenes constitucionales. Ciertos daños demográficos, socioeconómicos, culturales, religiosos, políticos, etc., componen esta pintura interdisciplinaria. Ello no pertenece intrínsecamente al objeto
específico del derecho constitucional comparado, pero ayuda colateralmente esclarecerlo. Nadie se desinteresa por saber cómo es el mundo actual, y menos quienes aspiran a confrontar el pluralismo de sus organizaciones políticas. Las áreas mundiales – en cuanto a su configuración y entorno sociocultural y religioso- admiten agrupamientos diversos: a) el Lejano Oriente; b) el Cercano Oriente; c) el Sudeste Asiático y la India; d) África; e) Europa; f) Latinoamérica. Hasta no hace mucho, habría que haber incluido un rubro aparte para el llamado “bloque soviético”.
Estas áreas no son puramente geográficas; Europa se subdivide extracontinentalmente a Estados Unidos y parte de Canadá; la ex Unión Soviética anexó países de Europa (v.gr. Estados Bálticos) y de Asia (por ejemplo, Armenia); el Lejano Oriente y el Sudeste Asiático reciben la influencia china; el mundo islámico no sólo se focaliza en África sino en parte de la India, Indonesia, Irán, Afganistán, las ex repúblicas soviéticas del Cáucaso, etc., que pertenecen a Asia. Podría también hablarse de bloques varios: a) el atlántico de tradición grecorromana-cristiana, que absorbe un sud católico, un norte protestante, y un centro mixto, aparte del continente americano de habla inglesa y de filiación latina; b) el euroasiático, dividido en un sector de preponderante base eslava y un Lejano Oriente budista-confucionista; c) el Oriente Medio de cultura islámica y judía; d) el surasiático, budista, islámico e hindú; e) el pacífico del Lejano Oriente; y f) el africano. a)
El diseño político: Hace años, Barbos Young
señalaba la existencia de seis polos o centros de poder en el mundo: el de los intereses defensivos de los Estados Unidos, cuya representación nacional más fiel es el Pentágono; el de los “mandarines” que simboliza todo el poder chino o
de la raza amarilla; el de l os “cosacos” o ex poder soviético; el de los “califas” o poder árabe musulmán; el de los “rabinos” y el de los
“cardenales”. Algunos subsisten todavía; otros –
como el caso del soviético- han pasado a la historia a comienzos de la década de los noventa. Durante la llamada “Guerra Fría” (1945 -1990), muchos conflictos locales aparecieron opacados por la denominada “bipolaridad” entre los Estados
Unidos y la ex U.R.S.S. La desaparición de la Unión Soviética y de la tensión Este-Oeste ha hecho que Estados Unidos vuelva a ostentar el protagonismo de única potencia mundial, capaz de movilizar tropas en asuntos locales (Somalía, Haití), liderar coaliciones en conflictos internacionales (Golfo Pérsico, Balcanes) y asumir un rol relevante a través de sus inversiones en la economía de muchos países del mundo actual. Sobre esa base, quizás podría recapitularse la operatividad mundial de grandes centros de poder, que van desde lo material (por ejemplo, el dinero y la economía) hasta lo defensivo o agresivo (por ejemplo: fuerzas armadas) y lo ideológico (v.gr. el poder de las iglesias y religiones universales, especialmente la Católica Romana; la enorme gravitación de los medios de comunicación social que también se “globalizan”, etc.).
b) El diseño tecnológico y económico: Desde que comienza la primera revolución tecno industrial en el siglo XVIII hasta este último cuarto de siglo XX la aceleración del progreso técnico es impresionante. De la maquina a vapor, la tejedora y el ferrocarril se paso al motor eléctrico y de explosión, a la energía atómica o nuclear, a la astronáutica, los vuelos espaciales, el alunizaje, las “visitas” no
tripuladas a otros planetas (v.gr. Marte), los grandes descubrimientos matemáticos, físicos, biológicos, alimenticios, médicos, etc. Teléfono, telégrafo, radio, televisión, aviones, comunicaciones satelitales, calculadoras electrónicas, computadoras de diversas generaciones, las redes cibernéticas, asombrarían al hombre que tardó millones de años en avanzar
lentamente en el campo de la técnica. El ser humano de hoy se siente, de algún modo, poseedor de medios capaces de dominar y conquistar el mundo material y su propia vida, incluso más allá de la Tierra. No obstante el crecimiento pavoroso de la llamada sociedad de consumo y de las alienaciones que provoca, subsisten grandes márgenes de poblaciones a las que no llega la oportunidad de una mínima condición digna de vida humana. El gobierno por profesionales de la política, y la tecnoestructura estatal, no alcanzan a levantar el pedestal de despegue para grandes contingentes de seres humanos que yacen en postración injusta. No hay duda de que el auge tecnológico contemporáneo ha proporcionado medios, facilidades y crecimiento, pero por un lado esa mayor disponibilidad no ha alcanzado a todas las personas ni sectores sociales, y por el otro la tecnocracia ofrece sus peligros y sus riesgos para el ser humano. 11 La lucha del hombre contra la tecnología que lo aprisiona y lo enajena ha sido resaltada, entre otros, por Toynbnee. 12 Era espacial, sociedad postindustrial, era tecnológica, son todas expresiones que identifican un ciclo histórico de inusitado avance y explosión de la técnica sublevada contra los valores éticos o, por lo menos, deshumanizada. No hay duda de que la tecnología brinda ayudas contra la miseria, el hambre, la fatiga, la enfermedad, y que puede producir o produce prosperidad, desarrollo económico, alimentos, salud, ocio, descanso, bienestar, alivio. 13 Pero simultáneamente se señala con lenguaje apocalíptico la crisis coyuntural de nuestro tiempo con magnitudes catastróficas. El cambio producido y en vías de realización tiene, como el dios Jano, dos caras, una beneficiosa, otra maligna. En el mundo entero hay guerras refinadas por la técnica armamentista (v.gr. los kurdos in Irak, contra quienes se han
desplegado armas bacteriológicas); poblaciones sumergidas en la pobreza extrema y en condiciones infrahumanas de vida; explosión demográfica en ciertas áreas con escasez de alimentos; etc. Si todo ello es decadencia, ocaso, eclipse, o meramente transformación y trance hacia otra era, queda por averiguar. Pero nadie niega que haya una nueva situación que impele a la reconstrucción. No hay duda de que los países más pobres dependen en buena parte de la ayuda de los desarrollados y, dado que sus poblaciones viven en pobreza marcada o en la miseria, han menester de grandes inversiones y no tienen capacidad de ahorro. Ello opera en las estrategias y en las representaciones colectivas de manera disímil; por un lado, hay tendencia a abrir las fronteras para dar hospitalidad a inversiones de carácter foráneo; por otro, existe la solida convicción de que, aun con las integraciones comunitarias, hay que asegurar la llamada independencia económica interna. Los desfases de desarrollo económico-social entre países de bajos ingresos con respecto a los de ingresos altos es tal que conspira muchas veces para la autentica consolidación democrática. Son muchos los datos, elementos y perspectivas desde los cuales el derecho constitucional comparado puede extraer aportes, incluso para la valoración de todo cuanto guarda relación con el orden socio-económico. No en vano se ha hecho frecuente hablar de una constitución económica, seguramente porque las codificaciones constitucionales contemporáneas incluyen en su articulado –a veces en forma dispersa, y otras en un segmento especifico- normas, principios y valores sobre el régimen económico y sus adyacencias. Así, por ejemplo, la constitución de España trae un sector dedicado a los principios
c)
rectores de la política social y económica, donde no es difícil descubrir derechos conexos. El diseño de la seguridad : En otro orden de cuestiones y pese a la difusión que entre los denominados derechos de la tercera generación ha alcanzado el derecho a la paz, el mundo actual sobrevive con la pesadilla de dos guerras en nuestro siglo, y de múltiples conflictos armados y guerrillas que se esparcen por todos los continentes. La carrera armamentista ha originado gastos inusitados, y el tráfico de armas de todo tipo no se detiene. Los costos de las fuerzas armadas pesan en los presupuestos estatales, y desde hace años se filtran los grupos paramilitares y el narcotráfico en el escenario de las luchas. El propio bloque comunista –mientras existió como tal- no fue ajeno a antagonismos bélicos, testimonio de lo cual fueron las represiones soviéticas en Hungría y la primavera de Praga como agresiones de la ex Unión soviética a estados integrantes de su propia periferia. En América Latina, insumió mucho tiempo y esfuerzo tornar a las fuerzas armadas y de seguridad funcionales en relación a los ordenes constitucionales respectivos. La década de los ochenta hizo que cambiaran muchos gob iernos “de facto” latinoamericanos por órganos regularmente
electos y representativos. Empero, no esta saldada en muchas partes –v.gr. Chile- la espinosa cuestión de la “transición política” de un régimen a otro. Las
desapariciones forzadas de personas, el “costo humano” de la represión, la falta de cultura cívica apropiada para evitar golpes militares, el rol constitucional de los ejércitos, son todos temas pendientes de solución en varios países de esta región. d) El diseño sociológico: En lo que hace a los factores demográficos –amen de los datos que suministramos en este mismo capitulo al hablar de
la población del estado, a los que renviamos-, es de observar que el urbanismo y la concentración demográfica en las ciudades es también ascendente. Al comenzar el siglo XX no había más de diez ciudades que superaban el millón de habitantes. En la mitad de la centuria, se elevaban a más de sesenta, y en 1965 a cien. Hacia 1995, observamos catorce centros urbanos con más de diez millones de habitantes cada uno, encabezando enc abezando la lista Tokio con casi 27 millones, seguida por México D.F., y San Pablo con prácticamente 17 millones ambas. Algunos pronósticos de la O.N.U. han señalado que hacia el año 2010 más de la mitad de la población mundial vivirá en áreas urbanas. Todo esto obviamente influye en las conformaciones de los regímenes políticos. La sociología ha estudiado profusamente las conductas y los comportamientos del votante o elector urbano, en contraste con las tendencias del electorado rural. Además, las divisiones en muchos casos de suburbios relativamente acomodados y de “ghettos” en donde prevalecen la pobreza, la
marginalidad y la drogadicción también deben ser tenidas en cuenta a la hora de hacer evaluaciones sobre los sistemas políticos de nuestro tiempo. Con relación al factor religioso, la composición de los adherentes a los diferentes credos de la población mundial puede verificarse en cifras. Hacia 1996, de un total de 5400 millones de habitantes, casi 2000 millones pertenecían al cristianismo (con casi la mitad de ese número pertenecientes al catolicismo). El islam cuenta con 1100 millones de adeptos y el hinduismo con casi 800 millones. La incidencia de la religión será analizada con detenimiento en el capitulo sobre Estado e Iglesia en este mismo volumen, al que remitimos.
1Conf.
Jiménez de Parga, Manuel, Los regímenes políticos contemporáneos, op. cit., págs. 68 y ss. 2Se ha afirmado con certeza que el soporte territorial es tridimensional, comprendiendo también al espacio aéreo y al subsuelo, con lo cual es estado “puede enmarcarse una serie de metas, de fines, que trascienden a las diversas generaciones, proyectándose hacia el futuro”. Conf. Merino Merchán, José
Fernando, Pérez-Ugena Coromina, María y Vera Santos, José Manuel, Lecciones de Derecho Constitucional , Madrid, 1997, pág. 27. 3Como
señala López Guerra, “la relevancia del ámbito
territorial del Estado explica el que los textos constitucionales se ocupen de él específicamente en numerosos casos, sobre todo cuando existen o han existido disputas territoriales históricas. En estos supuestos, se define prolijamente la extensión y límites del territorio del Estado: así, la Constitución de Honduras (país cuyo territorio ha estado tradicionalmente amenazado por intervenciones y ocupaciones por parte de vecinos, y potencias coloniales) dedica un capítulo entero (cinco artículos, 9 a 14) a establecer la delimitación territorial de la República… En países s in conflictos territoriales, o con un ámbito territorialmente consolidado, los textos constitucionales no suelen referirse, o lo hacen someramente, a los límites del territorio. Tal es el caso de la mayoría de las Constituciones de Europa Occidental”. Conf. López Guerra, Luis, Introducción al Derecho Constitucional , Valencia, 1994, pág. 33. 4Conf.
López Guerra, Luis, Introducción (Las Constituciones Europeas en el momento actual), en Gómez Orfanel, Germán (ed.), Las Constituciones de los estados de la Unión Europea , Madrid, 1996, pág. 29. 5Obviamente, “el movimiento hacia una comunidad europe a está forzando la discusión sobre qué clase de arreglos institucionales implementarán mejor esta tendencia”. Conf. Heineman, Robert A., Political Science (An Introduction) , New York, 1996, pág. 29. Sobre el federalismo y la integración europea, puede consultarse el excelente volumen que editó la revista norteamericana Publius sobre Federalism and the European Union , núm. 4, vol. 26, Easton (Pennsylvania), 1996, con meritorios trabajos de Burgess, Bulmer, Metcalfe, Lodge, Starr-Deelen, Meehan, Pinder y Loughlin. 6Para ese proceso, ver Russell, Peter H., Constitucional Odyssey. Can Canadians be a Sovereign People? , Toronto, 1992; Ganon, Alain-G. Y Lachapelle, Guy, Québec confronts Canada: Two competing societal projects searching for legitimacy, en Publius número 3, vol. 26, Easton (Pennsylvania), 1996, pág. 177. 7Para un analisis de la normative indigena en América Latina, véase Clavero, Bartolomé, Multiculturalismo y Monoconstitucionalismo de lengua castellana en América , en Happy
Constitution. Cultura y lengua constitucionales , Madrid, 1997, pág.
237. 8Sobre
las nuevas dimensiones del constitucionalismo a partir del proceso de integración europea, consúltese a Weiles, J.H.H., European neo-constitutionalism: in search of foundations for the European constitutional order , en Political Studies, núm. 3 (especial),
vol. 44, Oxford, 1996, págs. 517 y ss. 9Ya desde hace tiempo se venía insinuando un mundo completamente interconectado. Decía hace un par de décadas Arturo Uslar Pietri: “Es tamos en un mundo universalizado totalmente por primera vez. Esta condición no existió nunca antes. Es cierto que antes los hombres hablaban del mundo, pero en el mundo de los antiguos era parcial y limitado. El mundo de los hombres de Occidente hasta la edad media era el Mediterráneo, y el mundo posterior empezó la expansión geográfica, era un mundo europeocéntrico desde el cual se establecían valores, coordenadas, términos de comparación. La primera vez en que realmente los hombres estamos enfrentados a una realidad global, a una verdadera condición ecuménica, es la de esta hora” (La Prensa, junio 2 de 1973,
pág. 7). Compárese con el pensamiento de Jorge L. Venturini, cuando decía que el mundo había padecido una fundamental “discronía”, o
sea, un desnivel de tiempos históricos entre sus partes. La discronía va desapareciendo rápidamente, afirmaba este autor. Los “pueblos islas” vivían tiempos históricos diferentes y se creían – siéndolo en muchos casos- autónomos y autosuficientes; García Venturini expresaba en su momento que cada vez más las diferentes áreas del globo iban siendo empujadas hacia un estadio básicamente isócrono (Filosofía de la historia, Madrid, 1972, pág. 202), entendiendo por isocronía un mismo tiempo histórico para todo el planeta (conf. García Venturini, Jorge, Politeia, Buenos Aires, 1978, pág. 255, nota núm. 3). Hoy en día esas profecías se han cumplido cabalmente y acentuado notablemente, con la “mundialización del estado” y los
fenómenos de regionalización y de interrelación cada vez más frecuentes. Los males localizados en una parte del mundo –v.gr. las crisis de las bolsas asiáticas- repercuten con suma rapidez e intensidad en otras porciones del planeta. Las situaciones ventajosas, por su parte, son conocidas y apetecidas por todos. Como expresa Wriston:
“La
convergencia
de
las
computadoras
y
de
las
telecomunicaciones nos ha transformado en una comunidad global, preparada o no. Por primera vez en la historia, pobres y ricos, el sur y el norte, el este y el oeste, la ciudad y el campo, están vinculados en una red electrónica global de imágenes compartidas en tiempo real. Las ideas se mueven traspasando las fronteras como se éstas no existiesen. En verdad, los usos horarios están siendo más
importantes que las fronteras”. Conf. Wriston, Walter B., Bits and Diplomacy, en Foreign Affairs, New York, número 5, vol. 76,
septiembre/octubre de 1997, pág. 175. 10Tal vez sea muy importante percatarse, para una buena visión comparatista, de lo que dice Julián Marías: el mapamundi nos muestra países ricos y países pobres, y nos tienta de tildar como universalmente injustas todas las desigualdades. Y eso no es exacto. Comenta muy bien el citado autor que lo que se llama “human o” o “infrahumano” tiene siempre un sentido concreto, circunstanciado,
histórico. “Dentro de ciertos supuestos, de las posibilidades y de la pretensión de una sociedad, ciertas formas de vida son infrahumanas, inaceptables, injustas”. Por eso, la comparaci ón no puede medir la justicia interna de cada sociedad con patrones teóricos generales. “Los países –dice Marías- que durante siglos se han esforzado por dominar la naturaleza, por ordenarse socialmente, por vivir según principios inteligentes y eficaces, tienen derecho a la prosperidad que han logrado, y en ello no hay la menor injusticia”.
No se puede, por ende, inducir valoraciones comunes de la confrontación de sectores harto distintos del mundo, ni trasladar las de una sociedad a otra. No porque sea imposible al hombre captar lo justo y lo injusto en cualquier rincón de la tierra con su sentimiento racional de justicia, sino porque la realización del valor justicia es histórica y situacional (“Sobre (“ Sobre la justicia social. El mapamundi ” mapamundi ” , La Nación, 8 de septiembre de 1974). Para comprender un poco mejor toda esta problemática puede tenerse en cuenta que las sociedades contemporáneas no son conformistas (v.: Goldschmidt, Werner, “La sociedad contemporánea: su conformismo y su concepción de la justicia” , en JUS, Revista Jurídica de la Provincia de Buenos Aires, 1974, núm. 23; ídem, su libro “ Justicia y Verdad” , Buenos Aires, 1978, pág. 498, especialmente págs. 503 y ss. 11V.: Bidart Campos, Germán J., El régimen político (De la “politeia” a la “res publica”), Buenos Aires, 1979; Cotta, Sergio, El desafío tecnológico , Buenos Aires, 1970; Aron Raymond, La era tecnológica, Montevideo, 1968; Ellul, Jacques, The technological society , New York, 1965; López, Mario Justo, Crisis, cambio ¿Nueva era?, Buenos Aires, 1975, pág. 22 y sus notas. Acerca de la incidencia de la revolución informática en los sistemas democráticos, véase en profundo ensayo de Schlesinger, Arthur (Jr.), Has Democracy A Future? , en Foreign Affairs, New York, núm. 5, vol. 76, septiembre / octubre de 1997, especialmente págs. 6/7. Daniel Bell enuncia algunos cambios provocados por la tecnología, como ser: el producirse más mercancías a menor costo, la tecnología viene a ser herramienta capital en el esfuerzo para mejorar el nivel de vida en el mundo; ha creado una nueva clase: la
del ingeniero y la del técnico; ha creado una nueva forma de pensar y una nueva definición de racionalidad; ha originado nuevas interdependencias económicas y nuevas interacciones sociales a raíz de la revolución en el transporte y las comunicaciones; ha alterado las perspectivas estéticas, sobre todo del espacio y el tiempo, etc. (Themeasurement of knowlege and technology , en: Sheldon, Eleanor y Moore, Wilbert, Indicator of social change, New York, 1968). 12Toynbee considera que asistimos a una tercera guerra mundial que consiste en la lucha de la personalidad humana contra la tecnología (Hacia el “nuevo mundo”, La Nación, mayo 7 de 1972). V., asimismo, Experiencias, Buenos Aires, 1972. Pero como señala Wriston, art. cit. En nota núm. 9, pág.182, “…pese a todos los avances avan ces de la ciencia y las maneras en que está cambiando el mundo, ella no rehace la mente humana o altera el poder del espíritu humano. No hay todavía un sustituto para el coraje y el liderazgo para enfrentar los nuevos problemas y oportunidades que nuestro mundo presenta”. 13V.:
Meadows, Dennis L. y otros, Los límites del crecimiento , México, 1972.
CAPITULO III
ORIGEN DE LAS CONSTITUCIONES
El derecho comparado puede también tomar a su cargo el examen del origen de las constituciones o, si se quiere formular de otra manera, el proceso o la génesis de formación de las mismas. Cuando toda la constitución o parte de ella es consuetudinaria o no formulada en normas expresas, aquel origen tiene que rastrearse históricamente en el curso de los comportamientos, los usos, las tradiciones, etc., y dentro de la realidad sociopolítica. Cuando se trata de una constitución codificada, o de leyes constitucionales dispersas, es más fácil conocer al autor e, incluso, establecer cronológicamente la fecha cierta de la formulación normativa; por eso, las constituciones escritas se citan con el año de aparición, o de vigencia inicial, al igual que las leyes constitucionales:
constitución de los Estados Unidos de 1787; de la ex Unión Soviética de 1977; de Weimar de 1919; Acta de Establecimiento, de Gran Bretaña, de 1701 y 1931, respectivamente; leyes españolas de Cortes y de organización del estado, de 1942 y 1966, respectivamente; constitución española de 1978, etc. Unas pocas constituciones se consideran otorgadas, es decir, “dadas” o establecidas por un gobernante que, por
autoridad propia, decide conferir al estado un documento escrito.1 Son cartas unilaterales entre las cuales se citan –por ejemplo- la constitución francesa de 1814, 2 es Estatuto de Calos Alberto de Cerdeña de 1848, la Constitución de Mónaco de 1911, etc. Otras pocas constituciones se reputan pactadas, o sea, surgidas de un acuerdo (que puede vincular al gobernante con la comunidad, al rey con el parlamento, o con grupos o cuerpos sociales, etc.); son creaciones consensuales y, entre ellas, se menciona a la francesa de 1830, la sueca de 1809, la noruega de 1814 y, ulteriormente, la de la V república francesa de 1958. 3 Podría incluirse entre la nómina de las constituciones otorgadas a las que, como claramente lo formulaba la de 1969 de la ex Republica Popular del Congo, son impuestas por el partido único (en el caso, el Partido Congoleño del Trabajo –P.C.T.-). No cabe duda de que en el constitucionalismo clásico han predominado los procedimientos populares. Según Raymond Aron, no existe régimen contemporáneo que no pretenda en cierta forma fundarse en la soberanía popular. Lo que varían son los procedimientos mediante los cuales se supone transmitida la autoridad del pueblo a unos seres reales. Por eso, lo que diferencia –a juicio de Aron- a unos regímenes d otros, son los mecanismos de elección de los jefes, las formas de designación de los poseedores del poder de hecho, y las modalidades según las cuales se s e va de la ficción de la soberanía a la realidad del poder. 4 Acá juega un rol preponderante la ideología, porque todas las doctrinas que asientan (teóricamente) la soberanía o el poder en el pueblo coinciden en hacer del pueblo la sede del poder constituyente. con stituyente.
En los textos escritos, resultaría extensísimo reseñar las formulas que atribuyen al pueblo (o a la nación) el origen y la autoría de la constitución formal. Véanse, si no, en una rápida hojeada histórica, las de Estados Unidos, Argentina, Weimar, Francia, Cuba de 1976, ex Unión Soviética de 1977, 5 Filipinas de 1986 o Sudáfrica de 1996. Esta apelación ideológica al pueblo puede tener un sentido científico rescatable a tenor de cierta iusfilosofía que no el del caso exponer en esta obra. 6 Lo que al derecho comparado le importa no es la referida iusfilosofía, sino la fuerza que, con independencia de la veracidad empírica o de la exactitud de la doctrina, juega la creencia colectiva sobre el origen popular de la constitución para estimulo de su legitimidad. No obstante, es cierto que – como apunta Wheare- el “pueblo”, “todo el pueblo” nunca ha elaborado una constitución ni nunca hubiera podido hacerlo. 7 Y eso todos los saben y lo comprueban. ¿Qué quiere decir, entonces, que la constitución emana del pueblo? Fácticamente, quiere decir algunas o varias de estas cosas: a) que el cuerpo electoral (que no se identifica con el pueblo) ha elegido a los miembros de una asamblea, de un cuerpo o de una convención que han redactado la constitución, b) que el cuerpo electoral se ha pronunciado mediante alguna forma general de consulta: referéndum; plebiscito, etc.; c) que en el caso de una federación, representantes de las entidades originarias han formulado la constitución federal; d) que directamente y en expresión teórica se ha imputado al pueblo la titularidad del poder constituyente. Sin perjuicio de este esquema, la realidad acusa también el origen de numerosas constituciones en la imposición de una fuerza armada, o en la fuerza política de un partido, o en el liderazgo carismático de un caudillo, o en la voluntad unilateral de un hombre poderoso. Estos orígenes a veces se entremezclan con procedimientos populares de autenticidad dudosa o de legitimidad precaria. De todos modos, el agrupamiento de constituciones en cuanto a su origen podría desdoblarse en: a) vías más o menos jurídicas por su formalidad; b) vías de hecho.
En la Commonwealth británica, Wheare ha podido destacar que las constituciones de los países miembros han sido “made in England” porque han dimanado del parlamento
del Reino Unido o de una orden del consejo del monarca. 8 Ello, a nuestro criterio, se explica históricamente por el papel que la “Colonial Office” britá nica tuvo, sobre todo a partir de 1945, en el proceso de descolonización. Como sea, la legitimidad de estos textos constitucionales –como acontece en muchos estados isleños del Caribe angloparlante y sucedió en Canadá hasta 1982- lo que podríamos denominar “dador fue exógeno. de la legalidad” fue Por fin, no falta el matiz religioso que, al margen del procedimiento teórico de formación de la constitución, remite a Dios la fuente ultima del poder y, con ello, la raíz de la propia p ropia constitución. No se trata de las invocaciones a Dios que aparecen en muchos preámbulos, sino de definiciones confesionales bien explicitas que hacen profesión de fe en el origen divino del poder. Así, la constitución de Irlanda proclama inicialmente en su preámbulo: “En el nombre de la
Santísima Trinidad, de quien procede toda autoridad y en quien deben inspirarse, en cuanto a nuestro fin último, todas las acciones de los hombres y de los estados”, para luego disponer en el art. 6, primer párrafo, “in limine”: “Todos los
poderes de gobierno, legislativos, ejecutivos y judiciales provienen, bajo la autoridad de Dios, del pueblo…”. A su vez, tanto el preámbulo como la normativa propiamente dicha en la Constitución iraní de 1980 comienzan con la frase: “ En nombre de Dios, el clemente, el mi sericordioso” sericordioso” , asemejándose a la estructura de los versículos del Corán. Tampoco, por último, faltan las referencias multiétnicas en los preámbulos del constitucionalismo comparado, como corresponde a los matices fuertemente pluriculturales de hoy en día. La Constitución de Namibia de 1990 (en la medida que prohíbe el apartheid y el colonialismo), y la de Laos de 1991 son prueba de ello. En calve similar, existen los pórticos preambularios netamente históricos, como la Constitución de
Croacia de 1990 (que hace alusión al “fundamento histórico”) y la Constitución vietnamita de 1992. Dentro de la gama de concepciones a que genéricamente hemos hecho referencia, podemos brevemente intercalar unas pocas citas preambularias. La constitución de la IV república francesa afirmaba: “La Asamblea constituyente ha adoptado; el pueblo francés ha aprobado; el presidente del gobierno provisional de la república promulga la siguiente constitución…”. La de la ex República Democrática Alemana de 1949 decía: “el pueblo
alemán ha dictado esta constitución”. La de Bonn del mismo año con sus reformas estipula: “El pueblo alemán, consciente
de su responsabilidad ante Dios y ante los hombres, animado por la voluntad de servir a la paz mundial como miembro pleno de una Europa unida y en virtud de su poder constituyente, se ha dado esta Ley Fundamental”. La de la ex Checoslovaquia de 1960 señalaba: “nosotros, el pueblo laborioso de Checoslovaquia, proclamamos solemnemente”. El Estatuto de Wetminster de 1931 expresa: “Su majestad el
rey, en unión y de acuerdo con los lores espirituales y temporales y con los comunes reunidos en el presente parlamento y por su autoridad, resuelve lo siguiente”. La japonesa de 1946 indica: “Nos el pueblo japonés, actuando a
través de los representantes debidamente elegidos en la dieta nacional”. La venezolana de 1961 alude a que el Congreso de
la República, requerido el voto de las Asambleas Legislativas de los Estados integrantes de la federación, ostenta la “representación del pueblo venezolano, para qu ien invoca la protección de Dios Todopoderoso”. La de Paraguay de 1992 consigna: “El pueblo paraguayo, por medio de sus legítimos
representantes
reunidos
en
Convención
Nacional
Constituyente…”, con cierta sincronía con la nuestra de 1853: “Nos los represen tantes del pueblo de la nación argentina
reunidos en congreso general constituyente…”. La de Estados Unidos: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos…”, que
tomó –entre otras- la constitución sudafricana de 1996. La de Cuba de 1976: “Nosotros, ciudadanos cubanos… adoptamos
por nuestro voto libre, mediante referendo, la siguiente constitución”. La filipina de 1986: “Nosotros, el soberano
pueblo filipino, implorando la ayuda de Dios Todopoderoso… ordenamos y promulgamos esta Constitución”.
Aunque irregularmente, también se han conocido en la historia comparada otras expresiones emergentes de episodios de fuerza (golpe de estado, revolución, etc.). Tales los bandos, las actas institucionales, los estatutos o las normas que, bajo cualquier nombre, suelen imponerse por los detentadores de poder invocando ejercicio de poder constituyente. Así: en Argentina (1966, 1972, 1976), Brasil (1964), Uruguay (1976), Cuba (1959), etc. No siempre se trata de
una
“construcción”
íntegra,
porque
a
veces
el
procedimiento se limita a determinadas normas, o se reviste de la apariencia de una enmienda o reforma. Si toda la variedad de orígenes hubiera de simplificarse en una tipología dicotómica, se llegaría a agrupar de un lado todos los procedimientos que se titulan democráticos o autónomos, y del otro a los que se rotulan autocráticos o heterónomos. Mientras éstos dan origen a constituciones o normas constitucionales impuestas por exclusiva voluntad de un detentador del poder, los primeros dan origen a constituciones o normas en cuya elaboración ha habido, con dimensión e intensidad variables, una participación (plena, mixta, reducida, etc.) de otros protagonistas provenientes de la comunidad en forma directa o indirecta. Es claro que la visión hasta acá propuesta parece estancarse únicamente en las constituciones escritas, o en leyes constitucionales. Ya dijimos que no es fácil, en cambio, determinar con precisión el origen de las constituciones consuetudinarias (v.gr. Arabia Saudita), o de los contenidos parciales formados materialmente por derecho espontaneo, o por derecho judicial, o por las transformaciones o deformaciones que las constituciones sufren por mutaciones constitucionales, etc. En todos estos procesos, sean lentos o acelerados, tan sólo podrá decirse que, sin mayor precisión de fechas, una o más conductas de los detentadores del poder han adquirido ejemplaridad, han funcionado como modelo y han logrado imitación ulterior. Aunque a veces se haya dado
en ese proceso cierta participación de los gobernados, siempre tiene que haber aparecido la presencia de algún titular de poder, con lo que, lata y brevemente, es posible afirmar que el origen de las constituciones consuetudinarias, o de las partes engendradas por fuentes distintas del derecho escrito, radica en actos cumplidos por los titulares de poder, o de alguna manera consentidos por ellos. Más allá del origen de las constituciones, el derecho constitucional comparado puede lograr acceso, a través de la historia constitucional, a los procesos que cronológicamente han precedido a la constitución. Una cosa y la otra no son lo mismo; por ejemplo; el derecho comparado tal vez descubra que una constitución federal proviene de una asamblea constituyente, con lo que señalará su origen democrático; pero por detrás de ese origen, puede auxiliarse históricamente para escrutar de qué manera y por qué causación tal constitución acogió la forma federal en vez de la unitaria. Es el caso de Argentina, donde el derecho constitucional comparado encuentra una génesis contractual del federalismo muy distinta del proceso federativo norteamericano, signado éste último por el intento de superar expeditivamente la atomización generada por los “Artículos de la Confederación”.
En esta misma indagación histórica se hace patente el origen histórico de muchas constituciones emergentes de hechos revolucionarios o violentos. No resulta exagerado afirmar que en su etapa fundacional o primigenia, todos los estados emancipados de una metrópoli después de una guerra o descolonizados a raíz de situaciones similares retroceden a un origen “revolucionario” de sus primeras constituciones en
sentido histórico (por ejemplo: Estados Unidos después de la independencia de 1776; muchos países latinoamericanos después de 1810, y afroasiáticos luego de 1945; Francia después de 1789; España después de 1936, Portugal a partir de 1974, Europa Central y Oriental después de 1989). En suma, se trata de ver si la formación constitucional de un estado proviene históricamente de un hecho de violencia antecedente, o si su formación ha tenido un origen
histórico pacifico. Cada vez que guerras internacionales, conflictos civiles, luchas intestinas, movimientos subversivos, o procesos revolucionarios han desembocado en el respectivo lugar en una formulación constitucional primigenia o en una nueva formación constitucional, estamos en el primer supuesto. Seguramente, un registro general acusaría mayoría para los orígenes históricos violentos. Entre los pacíficos, contaríamos a los estados de la Commonwealth independizados sin lucha previa con Gran Bretaña; a las constituciones de Italia y Alemania de 1947 y de 1949, respectivamente (bien que por detrás tenían el telón de fondo de la segunda guerra mundial); a la de España de 1978; a la “ola democratizadora” que ha caracteriz ado a la década del ochenta a nivel mundial (con particular intensidad en América Latina y en Europa Oriental, con la excepción de Rumania y de la ex Yugoslavia, etc.); en Sudáfrica luego de 1993. Este examen histórico, de por sí ajeno al derecho constitucional comparado, es no obstante de suma utilidad para conocer cuáles han sido las causas genéticas que condujeron a las formaciones constitucionales contemporáneas. Valoración Si prestamos atención a los enunciados del constitucionalismo contemporáneo harto difundida en favor del origen democrático o popular de las constituciones. Ello significa que, actualmente, en el plano de las creencias colectivas, los criterios de valor se encaminan u orientan a rechazar como injusta la imposición de una constitución por decisión unilateral y monocrática de los detentadores de poder. Salvo en periodos muy rígidos o en situaciones de excepción o transitoriedad, ni los detentadores de poder ni la comunidad valoran positivamente la adopción de una constitución sin cierto consenso popular que la legitime. Es difícil que fuera de esos casos especiales un autócrata confiese que su sola voluntad es el apoyo de la decisión constituyente. Ello no quiere decir que muchas veces las cosas ocurran de esa manera: quiere decir que aunque así acontezca, se echa mano
de una fórmula política que disfraza ideológicamente la realidad (por ejemplo, el famoso “cesarismo plebiscitario” del
que habla Karl Loewenstein). Y es allí donde palpita la valoración opuesta al procedimiento autocrático.
Debe tenerse en cuenta que la decisión constituyente depende realmente de que una voluntad social predominante esté en condiciones de aptitud para establecer y consolidar con eficacia la organización política de que se trate, por cuya causa una persona o un grupo pueden poner en acto el poder constituyente si disfrutan del suficiente consenso comunitario. Lo que a veces ocurre es que la comunidad discute a ese grupo o a esa persona el titulo en virtud del cual detentan la voluntad social preponderante. Y entonces el consenso flaquea por alguno de sus flancos, precisamente allí donde anidan valoraciones adversas. Los procesos de revolución y violencia canalizan también dicho tipo de valoraciones, con o sin éxito, pero siempre normalmente esos criterios de valor se inclinan a pretender o exigir alguna forma de participación comunitaria. Entiéndase que no se trata de las valoraciones acerca del contenido de una constitución, sino de las que recaen sobre el mecanismo o procedimiento mediante el cual se implanta la organización constitucional o se formula su descripción normativa. Aquí se aloja con toda fuerza uno de los temas centrales de la ciencia política de nuestro tiempo, que es la espinosa cuestión de la legitimidad . Nuestra valoración coincide con el procedimiento democrático, desde que reconoce la residencia potencial del poder constituyente en la comunidad, con la muy empírica consideración de que ese poder constituyente se localiza en acto en la persona o en el grupo que disponen de voluntad social predominante para hacer prevalecer su decisión con eficacia, y con suficiente consenso comunitario. La retroversión el poder constituyente a su ciclo originario o primigenio no nos parece justo sino en situaciones de particular excepcionalidad, cuyo detalle no es del caso teorizar en un marco de derecho comparado.
1”Octroyées”
las llama Biscaretti di Ruffa. Conf. aut., op. y ed.
cit., pág. 501. 2La
formula empleada por Luis XVIII es la siguiente: “…por el
libre ejercicio de nuestra autoridad real, concedemos y otorgamos a nuestros súbditos, en nuestro nombre y en el de nuestros sucesores, y para siempre”. Conf. Debbasch, Charles y Pontier, Jean -Marie, Les Constitutions de la France, París, 1983, pág. 115. 3Puede acontecer que ese consenso se vertebre con anterioridad en pactos preparatorios para una eventual constitución futura, o para la enmienda de la existente. Sobre esta última hipótesis, traemos a colación los Pactos de Olivos y de la Rosada respecto de la reforma constitucional argentina de 1994. 4Conf. Aron, Raymond, Democracia y totalitarismo, op. cit., pág. 47. 5Resulta interesante sobre el punto hacer un rastreo en el ámbito del derecho constitucional marxista. La de Cuba comienza su preámbulo aludiendo a “nosotros, ciudadanos cubanos… guiados… apoyados… decididos… conscientes… declaramos… adoptamos por nuestro voto libre, mediante referendo, la siguiente Constitución”,
para decir en el art. 3: “En la República de Cuba la soberanía reside en el pueblo, del cual dimana todo el poder del Estado”. la última soviética, también en su preámbulo, proclamaba que “el pueblo soviético, guiándose… apoyándose… aspirando… considerando… manteniendo… refrenda los fundamentos del régimen social y de la política de la U.R.S.S… los principios de organización y objetivos del
Estado socialista de todo el pueblo y los proclama en la presente Constitución”, y estatuía en su art. 2: “En la U.R.S.S. todo el poder pertenece al pueblo…”. 6Así,
la creencia de que no estando predeterminados por Dios ni por la naturaleza ninguna forma política concreta ni ningún sujeto titular de poder ni ninguna vía de trasmisión del poder, la capacidad de decidir sobre tales materas (poder constituyente) reside “in radice” en toda la comunidad, al no existir alguien titularizado “a priori” par detentarlo, y si pone en acto en el hombre o grupo que
con eficacia están en condiciones de imponer legítimamente su voluntad predominante con suficiente consenso popular. 7Conf. Wheare, K.C., Las constituciones moderas, Barcelona, segunda edición, 1975, pág. 73. Como explica Pace en una tónica similar, “…el poder constituyente consiste en un poder fáctico. Por
tanto, éste tendrá sólo aquellos límites procedimentales y sustanciales que el detentador del poder considerará, por motivos políticos, políticos, vinculante”. Conf. Pace, Alessandro, L´instaurazione di
Quaderni Constituzionali, año 17, núm. 1, Bolonia, abril de 1997, pág. 19, y su versión en castellano, La instauración de una nueva Constitución, unanuova Constituzione. Profili di teoría constituzionale,
Revista de Estudios Políticos, número 97, Madrid, julio – septiembre de 1997, pág. 19.
CAPITULO IV
CLASES DE CONSTITUCIONES 1.
Constituciones codificadas y dispersas
El constitucionalismo moderno puso en boga un tipo de constitucionalismo que hasta ese momento no era conocido: el de la constitución escrita o formal . Por constitución escrita o formal se entiende la que está formulada expresamente por escrito en una codificación; o sea, la unidad normativa sistematizada.1 Salvo el antecedente del Instrumento de Gobierno en Inglaterra durante la republica de Cromwell (1653), la primera constitución escrita ha sido la de los l os Estados Unidos de 1787, precedida precedida por las cartas constitucionales constitucionales de las colonias que se emanciparon en 1776 para crear cr ear en 1787 la federación (las Ordenes Fundamentales de Connecticut, las constituciones de Virginia, Pennsylvania y Massachussetts, entre otras). De inmediato, le suceden las constituciones de 1791 y las revolucionarias de Francia a partir de ese mismo año. El mimetismo provocado por este constitucionalismo ha conducido al fenómeno de que en la actualidad casi no hay estado que carezca de constitución formal o codificada, y muy pocos los que se manejan con una constitución no escrita o dispersa. Entre estas excepciones se hallan: Gran Bretaña, Israel, Arabia Saudita, Nueva Zelanda. Por su particularidad, diremos algo de cada una. Gran Bretaña es el típico ejemplo de un país que ha ido
creando, consolidando y renovando sus instituciones fundamentales a través del tiempo, sin codificar la normación respectiva. La constitución inglesa esta integrada en parte por la costumbre (derecho consuetudinario o “common law”) y la
jurisprudencia (o “case law”) y en parte por leyes escritas dispersas (derecho estatutario o “statute law”); dicho de otro
modo, un sector carece de normas expresamente formuladas, y otro sector las posee. Dentro de este esquema, suele hacerse una triparticion2 parcialmente divergente de la que ya examináramos: a) derecho escrito o “statute law”, llamado también “law of constitution”; b) derecho no escrito, llamados
usos políticos o convenciones constitucionales (conventions of constitution); c) “common law”, o sea la costumbre tal como ha sido aceptada, abonada e interpretada por los tribunales judiciales (“case law”). Entre las normas escritas, algunas retrotraen su antigüedad a muchos siglos atrás. Los comentaristas3 siguen incluyendo en la constitución británica a la Carta Magna de 1215 y, con posterioridad, la Petición de Derechos de 1628, el Acta de Habeas Corpus (1679), la Declaración de Derechos o “Bill of Rights” de 1689, y el Acta
de Establecimiento de 1701. Ya en nuestro siglo, se citan las siguientes leyes: Parliament Acts (1911 y 1949); 4 Statute of Westminster (1931); Ministers of the Crown Act (1937). Suele también agregarse a las Actas de Unión de Escocia e Irlanda (1707 y 1800), y como muy importantes, las sucesivas leyes electorales (1832, 1918, 1948, etc.), que sanearon al sufragio. La constitución inglesa es, propiamente, una constitución que responde a la tipología tradicionalhistoricista, en cuanto ha surgido, se ha modificado, y subsiste en sus estructuras fundamentales no por elaboración racional sino como producto idiosincrático de la comunidad. El tiempo, el uso, la ejemplaridad, han ido legitimado su vigencia y consolidando su curso. En suma, es un claro ejemplo de “constitución implícita” (“implied constitution”), que ha ido
evolucionando a través del tiempo. Con respecto a Israel ,5 dice Linares Quintana: “La constitución de Israel es inorgánica o dispersa, ya que no consta en un cuerpo orgánico y sistemático, sino que está integrada por un conjunto de leyes. Contrariamente a otros estados nuevos, los estadistas que organizaron Israel, en lugar
de establecer una constitución codificada u orgánica, prefirieron la adopción de leyes que paulatinamente fueron reglando los diversos aspectos de la estructura política israelí”.6 Entre dichas leyes, el autor menciona la “Law and Administration Ordinante” y la “Transition Law”. Ocioso es
recalcar en un sistema de estas características la importancia que tiene la interpretación judicial para desentrañar los “valores” existentes en la Declaración israelí de independencia de 1848 y en las leyes básicas, como señala Aharon Barak. 7 En el caso de Arabia Saudita, vemos un nítido ejemplo de un régimen tradicionalista montado sobre usos ancestrales (por ejemplo el rol que juega la monarquía o los consejos – “majlis”-) que no han requerido en lo medular expresión formal. Con respecto a Nueva Zelanda, sigue los lineamientos del “modelo de Westminster” de monarquía constitucional
parlamentaria, sin haber intentado codificarlo como otras ex colonias y dependencias británicas. En visión retrospectiva, cabe incluir en este agrupamiento a la España franquista (desde 1936 hasta 1977, cuando entró en vigor la Ley para la reforma política). En efecto, durante ese periodo se dictaron una sucesión de leyes fundamentales que, en su conjunto, denotaban la estructura del régimen político español de entonces: el Fuero del Trabajo (1938), la ley de creación de las Cortes (1942, con revisiones ulteriores), el Fuero de los Españoles (1945), la ley del referéndum nacional (1945), la ley de la jefatura del Estado (1947), la ley de principios del movimiento nacional (1958), la ley orgánica del Estado (1967). Cuando ya entramos en el campo común de la codificación constitucional, tropezamos con algunas diferencias que, sin ser demasiado importantes, resulta atractivo comentar. La llamada inflación constitucional lleva lleva a redactar textos minuciosos que, por supuesto, resultan muy extensos. Uno de los que presenta más largo articulado es el de la constitución de la India de 1950 con 395 artículos y ocho anexos, precedidos de un preámbulo. En también extensa la constitución de México y la de Italia, para no hacer referencia
a la derogada de Perú de 1979 (307 artículos) y sobre todo la brasileña de 1988. Este último texto, con 245 artículos y 200 normas transitorias es, al decir de Sartori, una “constitución
congestionada”,8 y ha quedado como paradigma del casuismo constitucional. Por último, citemos a la constitución colombiana de 1991, con 380 artículos y 60 disposiciones transitorias. Por el contrario, en su texto original, era breve la de Estados Unidos de 1787, que luego fue recibiendo reformas bajo el nombre de enmiendas añadidas al final del articulado primitivo. La parquedad aparece, asimismo, en la constitución argentina de 1853 (desdibujada con la reforma operada en 1994), en el estatuto fundamental italiano de 1848, en las leyes constitucionales francesas de 1875. No es del caso explicar las razones del reglamento constitucional y de la ampulosidad extensa de los textos. Tampoco de aportar nuestro punto de vista favorable a la sobriedad y brevedad de los mismos: una constitución escrita debe contener grandes previsiones generales de conjunto con aptitud de supervivencia, y no enfeudarse con la limitación temporal de una circunstancia. 9 Pero lo que sí hemos de remarcar es que el concepto de constitución formal –por apuntar precisamente más a la “forma” codificada que al
contenido de la codificación- ha dado pie para que las constituciones extensas vuelquen a su normación una serie de regulaciones que poco o nada tienen que ver –a veces- con la materia constitucional. Si es bueno o malo elevar a la jerarquía de normas formalmente constitucionales todas las que parecen más bien pertenecer a otros ámbitos, es cuestión opinable, y escapa al visor del derecho comparado, al que le es suficiente con acusar el hecho. Lo que sí debe decirse es que, habitualmente, la preferencia casi homogénea por la constitución formal responde en parte – fuera de las motivaciones ideológicas- a una razón empírica muy concreta: los estados nuevos que aspiran a integrar la comunidad internacional organizada (Naciones Unidas) suponen que la formulación codificada de
los principios constitucionales acordes con dicha organización les facilita su admisión porque hace fácilmente comprobable (al menos en la letra de las normas escritas) la adecuación del derecho interno al derecho internacional público. 2.
Las clasificaciones que confrontan norma y realidad
Y ya en este punto nos desviamos a otro por concomitancia. Es el relativo a las constituciones que en su sistematización normativa no ofrecen seguramente reparos ostensibles, pero que ocultan o disfrazan un régimen distinto. Que la constitución material o el régimen político pueden ser y a veces son diferentes y hasta opuestos a la constitución formal, no resulta una novedad para quienes con cierta dosis de empirismo verificamos que la realidad y la ley pueden transitar por caminos divergentes. Bastaría acudir a un ejemplo clásico para tener noticia de una constitución escrita que jamás fue derogada y que perdió vigencia paulatinamente hasta ser sustituida por una constitución material diametralmente contraria: es el caso del Tercer Reich alemán que, durante el régimen hitleriano, dio al traste con la constitución de Weimar 10 (debe tenerse presente, pese a todo, que cinco preceptos de este documento lograron reaparecer en la Ley Fundamental de Bonn de 1949). Quizás, aunque en menor escala, el fenómeno tuviera paralelo en la Italia fascista. A este fenómeno lo denominamos desconstitucionalización y es, entre las mutaciones constitucionales, la más grave, aguda y patológica. Seguramente, podríamos sindicar el caso de la Argentina durante el primer peronismo (1946-1955). La doctrina ha forjado una categoría especial de constituciones que puede servir para señalizar e involucrar esta cobertura interesada y ficticia de una realidad mediante un texto formal que no le corresponde. Loewenstein y Jiménez de Parga han llamado constituciones nominales a las que carecen de realidad existencial, o sea, las que no se aplican, total o parcialmente. El proceso político no se adapta a sus normas.11 Puede ser que ésa no haya sido la intención originaria del autor de la constitución, como puede ser que sí.
El caso a que nos hemos referido engloba el supuesto de que, sea desde el comienzo, sea a posteriori, una realidad opuesta a la constitución formal se camufla detrás de su apariencia y la utiliza como escudo para encubrir un régimen que le es compatible (Por supuesto que otros casos de constituciones nominales ofrecen desaplicaciones de la constitución por causas harto diferentes a la que ahora hemos ejemplificado). Al derecho comparado le importa en este punto generalizar –sin dar razón de las causas- las hipótesis de contradicción entre la realidad política de un país y su constitución escrita (constitución nominal o, eventualmente, desconstitucionalización). Tal falta de autenticidad y fidelidad aborda nada más que a nivel de “factum” suele p rovenir de hechos objetivos (sin perjuicio de las motivaciones subjetivas que impelen a los detentadores de poder para desaplicar la constitución). Generalmente, es la falta de madurez política, o el excesivo racionalismo de la constitución formal, o la contradicción con elementos de la estructura social subyacente, o la limitación apresurada de modelos inapropiados, o el afán de perfeccionismo, lo que en todo o en parte explica que muchos estados elaboren y sancionen constituciones formales inadecuadas o desajustadas con su realidad. Loewenstein no vacilaba –por ejemplo- en observar que Latinoamérica continuaba siendo el terreno tradicional en el que se asentaba la constitución nominal 12, afirmación que en líneas generales sigue siendo valida. Al respeto, cabe consignar que el ejemplo más elocuente en la década de los ochenta y comienzos de los noventa –que vio como se democratizaba el resto del continente, con excepción de Cuba- fue el de la constitución de Haití en 1987, de elegante estilo y presentación pero lamentablemente de escaso uso, al menos hasta la restauración de Aristide en 1994 y el recambio por Préval en 1996. A su lado, debe incluirse buena parte del constitucionalismo afroasíatico en los estados independizados en las décadas subsiguientes a 1945, cuya consolidación exige una etapa de aprendizaje durante la cual las constituciones formales parecen haberse apresurado mucho.
Como no es objeto del derecho comparado dilatar las explicaciones de este fenómeno, únicamente añadiremos que en ciertos casos la constitución nominal procura por lo menos cumplir una función docente, 13 proponiendo para el futuro un repertorio de normas programáticas destinadas a impulsar un proceso de cambio, con la ambición de tornarse aplicables a breve plazo cuando el crecimiento cultural, socioeconómico y político, etc., les confiera mayor viabilidad y factibilidad para su vigencia. A continuación de las constituciones nominales, Loewenstein y Jiménez de Parga se ocupan de las constituciones semánticas.14 En ellas, no hay disimulo ni ocultamientos. Son francas, pero sirven para estabilizar el dominio de los detentadores de poder. La constitución semántica –dice Jiménez de Parga- funciona de hecho con preconcebido: enmascarar el juego de las fuerzas políticas reales que detentan el poder. La constitución escrita se establece o se usa para asentar y perpetuar a una elite de poder; diríamos que par impedir la rotación, o para perpetuar el régimen. Loewenstein citaba como ejemplos, entre otros, las constituciones de los Napoleones en Francia y la de Fulgencio Batista en Cuba (1952). Nosotros añadiríamos todas las de la ex U.R.S.S. (1918, 1924, 1936 Y 1977), de China y de los otros estados marxistas, y la de Perón en Argentina en 1949, además de las de todos los “neopresidencialismos”
afroasiáticos que se han puesto a cubierto de una constitución que les sirva de pantalla. 3.
Criterios clasificatorios problemáticos: la originalidad y la perdurabilidad constitucionales
Loewenstein llama constitución originaria a la que contiene un principio funcional nuevo, verdaderamente creador y, por tanto, original para el proceso de poder y para la formación de la voluntad estatal, en tanto considera derivada a la constitución que sigue fundamentalmente los modelos nacionales o extranjeros. 15
No sería fácil encontrar numerosos prototipos de constituciones originales, porque una vez que determinada ideología alcanza difusión extraterritorial (aunque más no sea en un espacio o ámbito regionalizado), sus lineamientos de base son asumidos por las constituciones que participan de aquella ideología. En el constitucionalismo clásico irradiado a todo el mundo, tal vez sólo pudiera reputarse original a la constitución americana de 1787, y en el constitucionalismo social a las de México de 1917 y Weimar de 1919. Todas las demás, en cuanto dieron secuencia a sus patrones fundamentales, encuadrarían en la categoría de derivadas. En el mundo refractario al liberalismo político, habría sido original la constitución soviética posterior a la revolución de 1917, y derivadas las demás del mundo comunista. Si dela grandes matrices ideológicas descendemos a pormenores, ya no es demasiado simple ni fácil enrolar a las constituciones en una clase o en otra. ¿Tal vez predicáramos la originalidad en las de la Alemania nacionalsocialista (material y contraria a Weimar) e Italia fascista, o no? En cambio, si para considerar a cada constitución como originaria o como derivada nos circunscribimos a verificar si acoge o no una solución nueva dentro del marco de su propio país, la cuestión se simplificaría; una constitución sería originaria, cuando, aun adoptando un modelo extranjero o universal ya conocido en otros regímenes, lo implanta por primera vez como solución propia. La constitución cubana de 1959 sería, entonces, originaria dentro de Cuba (aunque no lo sería en el marco universal), porque receptó por primera vez al marxismo en su país, pero imitando al antecedente foráneo del mundo comunista. La de 1976, ya sería derivada. Inversamente, la de la Federación Rusa de 1993 sería también originaria, o la sudafricana de 1996. Normalmente la constitución de cada estado recién independizado es originaria respecto de él en cuanto en esa ocasión se da el primer seguimiento a un modelo antes allí inexistente.
Alguna doctrina recuerda la distinción de Alberdi entre constituciones de transición y creación, y constituciones definitivas y de conservación, habiendo calificado a las de Latinoamérica como pertenecientes a la primera especie. Las categorías dan bastante que pensar. Una constitución podría ser de transición cuando en la intención de quienes la establecen está destinada a servir de puente hacia un régimen futuro y a actuar de intermediaria con carácter temporario, como la “Pequeña Constitución” polaca de 1992, o la
sudafricana de 1993, que entró en vigor en abril ab ril de 1994 y que tenía carácter de interina. O podría ser de transición, con independencia de la intención del autor, cuando vista luego retrospectivamente, ha operado como nexo entre un régimen pasado y otro posterior. 16 Según el primer criterio, las constituciones de “dictadura del proletariado” serian de
transición entre un anterior régimen capitalista y otro futuro de socialismo integral y definitivo, según el dogma marxista. Igualmente, muchas de las constituciones de etapas revolucionarias o de cambio, que se aceptan provisoriamente, como vimos en los casos sudafricano y polaco, hasta la sanción de sendas constituciones en 1996 y 1997. Las constituciones de transición según la intención de sus autores pueden convertirse realmente en definitivas se porque no se accede al régimen que ellas debían promover y preparar, sea porque duran tanto que se convierten en definitivas, etc. En cambio, usando la ojeada retroactiva, una constitución nunca habrá sido de transición si no ha interconectado dos regímenes diferentes. La óptica alberdiana que vincula la transición con la creación nos está sugiriendo que una constitución es de transición cuando se instrumenta para crear un régimen que no existe al tiempo de ser establecida. Ello parecería enfocar la categoría de una constitución formal, especialmente en países recién advenidos a la vida independiente. Sin embargo, habrían de reputarse seguramente transitorias las constituciones que, en el tembladeral de la inestabilidad, se suceden y remplazan con frecuencia, como ocurrió en la Francia posterior a la revolución de 1789 hasta la III er republica, y en muchos países latinoamericanos que, como Venezuela, cuenta desde su
emancipación hasta hoy cerca de una veintena de textos constitucionales.17 ¿Cuándo una constitución sería definitiva y de conservación? Acá se nos ocurre que la mera intencionalidad del autor no basta, porque por más que éste la imponga con pretensión de que dure sin alteración, si luego la dinámica política la desplaza o la frustra no será definitiva ni conservadora. No obstante, debe tenerse en cuenta las tendencias hacia la petrificación que siempre inducen a cristalizar todo o parte del contenido constitucional para conservarlo incólume. De todos modos, creemos mejor catalogar una constitución como definitiva y conservador cuando contemplada mucho tiempo después y hacia atrás durante un prolongado lapso de vigencia, acusa supervivencia y eficacia en la consolidación de sus estructuras fundamentales; y con este sentido, serian tales las constituciones británica, norteamericana, la argentina de 1853, la mexicana de 1917 (no obstante sus numerosísimas reformas), etc. Dentro del campo de las pretensiones, cabe colacionar la intencionalidad de los regímenes marxistas que prevén su futuro con retención obligatoria del socialismo, tanto como la de las democracias que anhelan preservarse del totalitarismo. Aquí volvemos a la temática de los llamados “contenidos pétreos”.
Finalmente, debe decirse que hay constituciones muy nuevas que sólo admiten tipificarse a tenor de la intención de sus autores, porque cronológicamente tienen únicamente una fecha de origen que no suministra seguridad sobre su duración posterior, como ocurre con algunas recientes africanas. Sin embargo, cuando una constitución nueva viene a eslabonarse con otra u otras antecedentes dentro de una continuidad ideológica, puede clasificarse como definitiva o conservadora si mantiene o consolida el lineamiento fundamental de las anteriores; así, las constituciones de China comunista de 1982, después de las de 1954 y 1975, o la de Colombia de 1991 que mejora y planifica a la de 1886.
4.
Otro distingo controvertido: el patrón ideológico
También Karl Loewenstein ha propuesto la dicotomía entre constituciones ideológico-programáticas (o “cargadas” ideológicamente, o dotadas de un “programa” ideológico) y constituciones utilitarias (o ideológicamente neutrales). 18 El distingo no es para nada sencillo, ya que si bien es fácil encolumnar dentro de las primeras a las emanadas del constitucionalismo liberal –o, para el caso, del social o del derecho constitucional marxista-, no acontece lo mismo con las neutras. Los ejemplos que da Loewenstein se refieren, entre otros, a la constitución federal alemana de 1871 y a la de la IIIer república francesa. No obstante que el acento ideológico de nuestro tiempo es menor que en la época en que escribía Loewenstein, estamos convencidos de que toda constitución expresa, aunque sea larvadamente, o de una manera solapada, un plexo o conjunto de valores que configura su “techo ideológico” o “idea de derecho”. Pretender que un texto no resulta “ideológico” porque tiene, por ejemplo, una
deficitaria declaración de derechos o porque retacea algunos de ellos como los sociales, es otra manera de ser portador de una determinada ideología. La constitución chilena de 1980, detrás de su laconismo preceptivo, fue fruto –pese a sus enmiendas morigeradorasde la desacreditada “doctrina de la seguridad nacional”.
5.
¿Los partidos políticos como pauta clasificatoria?
Algunos han pensado que, dada la importancia que revisten hoy en día los partidos políticos dentro del régimen, podría vincularse la clasificación de sus sistemas (unipartidismo, bipartidismo, multipartidismo, etc.), con la de las constituciones. Claramente, aquellos esquemas que se enrolan en llamado “modelo de Westminster” de factura
británica, revelan una fuerte tendencia al bipartidismo, producto del mecanismo de la circunscripción uninominal. En
cambio, los marxistas –que reconocen el rol vanguardista del partido comunista dentro del régimen, como el tristemente célebre art. 6 de la constitución de la ex U.R.S.S. de 1977obviamente son unipartidistas. De todos modos, y más allá del establecimiento de alguna correlación, es mucho más relevante la vinculación entre sistemas electorales y sistemas de partidos, que entre éstos y un tipo determinado de constitución.
6.
Valoración integral
Si el siglo XIX y todavía más el XX han universalizado la tipología de la constitución escrita, nadie podrá negar que una valoración de similar dimensión subyace en la ideología favorable a la codificación constitucional. Las escasísimas excepciones confirman la generalidad de ese criterio de valor. Ahora bien, nos sentimos bastante seguros de que tal uniformidad valorativa arrastra mucho de costumbre, de hábito, de mimetismo adquirido, y que la fuerza de la ideología que originariamente pudo engendrar a la tipología formal ha decaído mucho. Sin haber quedado para nada desalojada del orbe cultural de las creencias socializadas, hoy comparte su sitio también universalmente con la convicción de que el solo hecho de formular por escrito, solemne y documentalmente una constitución formal, no es garantía absoluta de cumplimiento ni de eficacia hacia el futuro. Comenta Herman Finer que la constitución escrita no se respeta más, considerándola solemne y fundamental, que la constitución no escrita. Por otra parte, como ninguna constitución es tan detallada que la interpretación o la explicación sean innecesarias, Finer advierte que la constitución escrita no se puede tomar como la única evidencia de lo que es la constitución: ha de tomarse también en el sentido de las leyes que más tarde la han de definir y desarrollar (y ésa es una
lección para los argentinos, después de la reforma federal de 1994 y las notorias demoras congresionales en su despliegue reglamentario). Ninguna constitución –agrega Finer- ni la francesa, ni la alemana, ni la americana, ni la australiana, puede mantenerse por sí misma. Necesita un complemento. Y las leyes que sirven de complemento no son distintas de las que dicta un país que tiene constitución no escrita. Además – prosigue el autor- aunque la constitución esté escrita con cierto detalle, y aunque se complete con las leyes y la acción judicial, no se logra la seguridad de su significad de modo pleno. Existe una controversia por cada artículo, incluso para cada sentencia. Por un lado, pues, ya no se profesa la creencia unánime en la fuerza estructuradora de la norma, que en su momento pudo convencer de la bondad casi mágica de la constitución escrita. Por otro lado, salta a la vista que la realidad tiene una vitalidad arrolladora capaz de sobreponerse y exceder a esa constitución. En un tercer flanco, todos saben que la interpretación y aplicación de la misma, aunque al llevarse a cabo no subleve contra ella, originan una constitución material más amplia. El encanto de la escritura constitucional, entonces, merece unas valoraciones mucho más modestas que las que tuvo en el advenimiento y la euforia del constitucionalismo clásico. Para nosotros, la codificación constitucional no es ni mejor ni peor, en sí misma, que la ausencia de ella. Con todo, el mundo contemporáneo, desde las democracias liberales hasta el marxismo, desde los estados descolonizados hasta el post-comunismo de comienzos de la década de los noventa, todavía hace preferible la solemnidad documental de una constitución escrita que, al menos en su función docente, inspira normalmente un poco más de respeto y alguna dificultad mayor para despreciarla. 1Nosotros
equiparamos a la constitución escrita y a la formal, aunque parte de la doctrina considera a la primera como constitución documental con calidad de acto normativo solemne, y la segunda sólo como conjunto de normas diferentes de las legislativas ordinarias a causa de su procedimiento de elaboración más difícil (V.
Por
ejemplo
Biscaretti
di
Ruffia, Introduccion al derecho constitucional comparado , cit., págs. 500 y sig.). Tampoco involucramos en el tipo de constitución escrita al estado que formula mediante la escrita sus normas constitucionales, pero no las codifica en un cuerpo único. La llamamos, más bien, constitución dispersa. 2V.: Linares Quintana, Segundo V., Derecho constitucional e instituciones políticas , op. cit., t.III, pág. 37; Fernández Segado, Francisco, El régimen político británico , en Ferrando Badía, Juan, Regímenes políticos actuales, op. cit., págs. 70 y siguientes. Sobre las convenciones constitucionales, puede consultarse a Wilson, Geofrey P., Las convenciones y la constitución británica , en Landa, César y Faúndez, Julio, Desafíos constitucionales contemporáneos , Lima, 1996, págs. 193 y ss. 3V., por ejemplo, Jiménez de Parga, Manuel, Los regímenes políticos contemporáneos contemporáneos, op. cit., págs. 289 y ss. 4V., por ejemplo, la inclusión que efectúan Rubio Llorente, Francisco, y Daranás Peláez, Mariano, Constituciones de los Estados de la Unión Europea, Barcelona, 1997, pág. 268. 5Es interesante colacionar el pensamiento de David Ben Gurion en el período formativo del estado israelí; él entendía que la adopción de una constitución formal en esa coyuntura podía ser problemática en atención a la llegada de futuros contingentes inmigratorios. 6Conf. Linares Quintana, Segundo V., Derecho e instituciones políticas, ob. y vol. Cit., págs. 366 y 367. Sobre aspectos más puntuales de este régimen político, ver Lankin, Doris, Sistema jurídico, Jerusalem, 1961, y Rescigno, Francesca, Caracteristiche del ordenamiento político-instituzionale israelino: il ruolo dei partiti politici , en Studi parlamentari e di política constituzionale, núm. 112,
Roma, segundo trimestre de 199, págs. 5 y ss. 7Conf. Barak, Aharon, Judicial Discretion, New Haven, 1989, pág. 66. 8Conf. Sartori, Giovanni, Ingegneria constituzionale comparata, Bolonia, 1996, pág. 213. 9Ver Bidart Campos, Germán J., Pautas para la formulación normativa de una reforma constitucional, El Derecho, T. 61, pág. 1013. 10Ver Cot, Marcel, La conception hitleriénne du droit, Tolosa, 1938. 11Conf. Loewenstein, Karl, Teoría de la Constitución , Barcelona, 1979, pág. 218; Jiménez de Parga, op. cit., págs. 25/26. Sartori formula algunas disidencias terminológicas a esta clasificación. Ver, al respecto, Sartori, Giovanni, Elementos de teoría política, Madrid, 1992. Pág. 21. 12Conf. Loewenstein, Karl, op. cit., pág. 220.
13Decía
Gros Espiell, antes de la ola democratizadora en América Latina durante la década de los ochenta, que si la realidad política latinoamericana ha negado muchas veces las formulas democráticas, éstas se habían conservado teóricamente sujetas a una lejana y no siempre sincera admiración, lo que permitía que los textos constitucionales y las formulas democráticas que ellos aceptaban cumpliesen una función de docencia democrática que, aunque lenta y difícil, resultaba importante ( “El predominio del poder ejecutivo en América Latina”, ponencia presentada al Primer Congreso Latinoamericano de Derecho Constitucional, México, 1975). La profecía parece haberse cumplido en muchos casos. 14Conf. Loewenstein, Karl, op. cit., págs. 218 y sig.; Jiménez de Parga, Manuel, ob. cit., pág. 26. 15Conf. Loewenstein, Karl, op. cit., págs. 209 y ss. 16Se ha dicho que “el constitucionalismo en períodos de cambio político radical refleja una transicionalidad en sus procesos y compromisos normativos… La hechura constitucional generalmente
comienza con una constitución provisoria, con el predicado del entendimiento de constituciones subsiguientes y más permanentes”.
Conf. Teitel, Ruti, Transitional Jurisprudence: The Role of Law in Political Transformation , en Yale Law Journal, núm. 7, vol. 106. New Haven, mayo de 1997, pág. 2057. 17La correspondiente recopilacion puede verse en Mariñas Otero, Luis, Las constituciones de Venezuela, Madrid, 1965. 18Conf. Loewenstein, Karl, op. cit., págs. 211/213.
CAPITULO V RIGIDEZ Y FLEXIBILIDAD CONSTITUCIONALES 1.
La tipología y sus implicancias
Para la presente tipología, partimos del concepto de que una constitución es rígida cuando su reforma requiere de un procedimiento distinto al de las leyes ordinarias (y no necesariamente por un órgano diferente al legislativo común). Se comprende que cuando además de ese procedimiento especial, el mismo queda a cargo de un órgano que no es el legislativo común, la rigidez se acentúa o agrava, por razón de lo cual entre las constituciones rígidas hay grados de mayor o menor inflexibilidad.
Una constitución es flexible o elástica cuando puede reformarse mediante una ley común. En este caso, por supuesto, también el órgano reformador es el mismo que dicta las leyes ordinarias, es decir, el legislador. Aquí, pues, coinciden órgano y procedimiento. La rigidez es un rasgo propio del constitucionalismo moderno, perfilado con el objetivo “telos” común a todas las
técnicas de dicho constitucionalismo, que es el de brindar seguridad. En este caso, la seguridad de que la constitución no será cambiada o enmendada fácilmente radica en las trabas que el mecanismo especial de reforma presupone como garantía de conservación y estabilidad. Sin embargo, como es imposible descartar la notoria influencia del constitucionalismo británico en el constitucionalismo moderno, y como la constitución dispersa de Gran Bretaña es flexible y no rígida, es bueno examinar un poco su elasticidad, que aparece como excepción a una de las notas típicas de las constituciones actuales. Siempre ha solido proponerse como ejemplo de constitución flexible a la de Gran Bretaña, donde la constitución dispersa o no escrita puede ser reformada por una ley del parlamento, o sea, por el mismo procedimiento y ele mismo órgano existente para las leyes comunes. Formalmente, pues, no aparece la distinción tajante entre poder constituyente y poder constituido, entre constitución y leyes ordinarias. Sin embargo, la afirmación requiere algunas aclaratorias. En primer lugar, pese a decirse que el parlamento ingles lo puede todo menos cambiar un hombre en mujer, Carl Schmitt apunta que seria equivocado afirmar que Gran Bretaña puede transformarse en un estado marxista por simple acuerdo del parlamento. 1 Ello conduce a Vanossi a interpretar que las cuestiones que pueden asumir la entidad o importancia de lo que en otros países se practica mediante “reformas constitucionales”, en Gran Bretaña se someten a
decisión popular por medio de la disolución previa de la cámara de los comunes. 2 La modificación se lleva a cabo –es cierto- por una ley común, pero antes de sancionarse la ley que afecta contenidos institucionales de primer orden, la practica
(llamada
en
Gran
Bretaña
“convención
constitucional”, lo que es igual a derecho cons uetudinario o
espontaneo) obliga a que el parlamento se disuelva, y se convoque a una nueva elección. Esta apelación al cuerpo electoral introduce en la constitución flexible una nota equiparable a la rigidez, y permite a Friedrich 3 sostener que en Gran Bretaña el poder de reforma corresponde al electorado: sólo un referéndum puede sancionar el cambio constitucional. En efecto, a la competencia de enmienda constitucional por ley del parlamento se antepone la consulta al electorado, que resuelve la nueva composición partidaria pa rtidaria del cuerpo en una de sus cámaras teniendo en cuenta la posible producción de un cambio futuro. Allí residiría, entonces, la diferencia procesal entre las leyes que cambian contenidos constitucionales y las que no afectan esa materia. De todo este panorama se s e deduce que cuando se cita a la constitución británica entre las flexibles, es conveniente puntualizar las modalidades anotadas que jugarían realmente a modo de excepciones, y se aproximarían atípicamente al esquema de la rigidez. Habría, pues, un acercamiento o convergencia entre ambos tipos constitucionales. Ello, por otra parte, ya había sido agudamente observado por el propio autor de la clasificación, Lord James Bryce. 4 La sinopsis de rigidez y flexibilidad arroja el siguiente esquema comparativo: a) Constituciones rígidas: Son la inmensa mayoría. Por ejemplo: Estados Unidos, Argentina, Francia, Italia, Alemania, España, la de la ex U.R.S.S. (1936 y 1977) y las del otrora bloque comunista de Europa Oriental, la constitución filipina de 1986, la constitución brasileña de 1988, la constitución de Paraguay de 1992, la constitución de Sudáfrica de 1996. Normalmente, la rigidez acompaña al tipo de constitución escrita o codificada. Por excepción, un estado sin constitución codificada (o sea, con constitución
dispersa) como fue España entre 1936 y 1978 exhibía la nota de rigidez, y ello era así en cuanto las leyes llamadas fundamentales españolas –cuyo conjunto componía una constitución dispersa en cuerpos normativos aisladosrequerían que su reforma fuera sometida a referéndum popular.5 b) Constituciones flexibles: Gran Bretaña (con las salvedades anotadas), Israel, Nueva Zelanda. Anteriormente las francesas de 1799, 1814 y 1830; la constitución rusa de 1918. 6 Concurren situaciones de interpretación disímil. Mientras algunos catalogan a la constitución de Nueva Zelanda como escrita y flexible, otros como Mc Marthy y Cornford7 afirman que dicho estado carece de constitución escrita. c) Constituciones mixtas: El derecho comparado registra aisladamente casos de constituciones flexibles, pero conteniendo algunas clausulas rígidas. Se trata de tipos mixtos: parcialmente son flexibles en aquellos aspectos que se reforman por vía de la ley común, y parcialmente son rígidos en los que precisan un procedimiento distinto. Ejemplo: el art. 49 de la constitución de Barbados de 1966. Dentro de las constituciones rígidas, encontramos algunas que prescriben procedimientos más complicados de reforma según los casos. O sea que, dentro de la rigidez total, algunos supuestos de la constitución precisan todavía de un mecanismo de mayor rigor que otros para la enmienda. Así, por ejemplo, la constitución austríaca, la de Italia de 1947, la de Sudáfrica de 1996 Debe mencionarse el grupo de constituciones que exigen para la reforma de toda la constitución o de algunas de sus partes un referéndum obligatorio. Por ejemplo Japón, Irlanda, Venezuela, Suiza. Otras vedan la reforma constitucional mientras duran ciertas situaciones de emergencia (como por ejemplo, las de Francia de 1946 y de 1958 mientras sufra menoscabo la integridad el territorio, o la de Brasil de 1988).
En orden al procedimiento de reforma, 8 podemos hacer las siguientes puntualizaciones: 1) Para la iniciativa, hay estados que encomiendan su competencia a: a) el poder legislativo (Argentina, Irlanda, Sudáfrica); b) en forma concurrente entre el órgano ejecutivo y el legislativo (v.gr. Francia en la constitución vigente de 1958 y Brasil de 1988); c) admiten formas semidirectas (iniciativa popular, referéndum “ante legem”, etc.): por ejemplo Suiza. 2) Para la enmienda en sí misma (“amending power”), hay estados que encomiendan esa competencia a: a) un ad-hoc convencional (Argentina, Guatemala, una de las rutas alternativas que da la enmienda V en los Estados Unidos, ídem en Filipinas, etc.) o una asamblea (por ejemplo Francia en 1875); b) el propio parlamento, pero con mayorías especiales (por ejemplo, Irlanda de 1936, Italia de 1947, Alemania de 1949, Francia de 1958, España de 1978), sin perjuicio de que en muchos casos el proceso pueda o deba deb a ser completado con un referéndum. Por ultimo, hay constituciones federales que prevén alguna participación especial de los estados miembros en ciertas etapas de la reforma (ejemplo, Estados Unidos de 1787, Brasil de 1988). 2.
El problema de los “contenidos pétreos” y de las “cláusulas pétreas”
Podemos anticipar que por tales se entienden determinados enunciados o aspectos de una constitución que, o no pueden reformarse, o si se reforman no pueden abolirse o alterarse en su esencia. Acá vamos a referirnos solamente a los ingredientes insusceptibles de cambio que una constitución define expresamente como tales (“clausulas pétreas”), dejando de lado los que pueden ser también pétreos implícitamente (“contenidos pétreos”).
En este ultimo caso, sólo citamos –en nuestra opinión- la constitución argentina, para la cual son pétreos por tradición los contenidos que hacen a la forma
democrática del estado, a su forma federal, a la forma republicana de gobierno, y a la confesionalidad católica del estado, aun luego de la reforma de 1994. Entre las “cláusulas pétreas” encontramos la siguiente
gama: a) Se sustrae a la reforma la posible alteración de ciertos principios fundamentales, o del llamado “espíritu de la constitución”. Por ejemplo: articulo
112 de la constitución Noruega de 1814; art. 79, párr. 3 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949. b) Se sustrae a la reforma la posible supresión o limitación de la declaración de derechos; por ejemplo, art. 79, párr. 3 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949; art. 110 de la constitución griega de 1975; art. 60, parag. 4, IV de la constitución brasileña de 1988. c) Se sustrae a la reforma la supresión de la forma republicana: por ejemplo, art. 139 de la constitución italiana de 1947; art. 79, párr. 3 de la Ley Fundamental de Bonn; Título XVI “in fine” de la
constitución francesa de 1958 (al igual que lo contenía el art. 95 de la constitución de 1946); art. 110 de la constitución griega de 1975; art. 281 de la constitución de Guatemala de 1985. d) Se sustrae a la reforma la supresión de la separación de poderes. Por ejemplo: art. 60, parag. 4, III, de la constitución brasileña de 1988. e) Se sustrae a la reforma la supresión de la libertad de sufragio. Por ejemplo: art. 60, parag. 4, II, de la constitución brasileña de 1988. f) Se sustrae a la reforma la supresión de la forma federal de estado. Por ejemplo: constituciones brasileñas de 1891, 1934, 1946, 1969 y art. 60, parag. 4, I, de la constitución de 1988. g) Se sustrae de la reforma la supresión de la norma que prohíbe la reelección presidencial. Por ejemplo: art. 281 de la constitución guatemalteca de 1985, articulo 248 de la constitución de El Salvador de 1983 con reformas.
h) Se sustrae a la reforma las normas sobre el territorio estatal. Por ejemplo: los arts. 84 y 248 de la constitución de El Salvador de 1983 con sus reformas. Es interesante mencionar que, asimismo, hay petrificaciones temporales que impiden la reforma durante determinado lapso, o sea que la constitución en conjunto no pude ser enmendada en un número de años que cada texto establece. Como ejemplos históricos tenemos a Francia (constitución de 1791); Paraguay (constituciones de 1870 y 1940); Grecia (constitución de 1927); España (constitución gaditana de 1812); 9 Nicaragua (constitución de 1911); Argentina (constitución de 1853 antes de la reforma de 1860). Para determinados aspectos, hay petrificaciones temporales en Estados Unidos (art. 5, Constitución de Filadelfia). Enfoque valorativo En materia de rigidez o flexibilidad de las constituciones, creemos vislumbrar una valoración predominante en el derecho comparado a favor de la rigidez: la inmensa mayoría de las constituciones se enrola en esa categoría porque se estima que la constitución debe preservarse de la modificación fácil. Sin embargo, hay excepciones allí donde, percatándose que la rigidez sola no basta, se valora la estabilidad constitucional como un producto que depende más de factores ajenos al orden normativo que de la complicación de los mecanismos formales de enmienda. La valoración prevaleciente hacia la rigidez tampoco llega a mostrarnos uniformemente el grado de severidad que se considera debido para trabajar el procedimiento reformista; allí no parece funcionar una valoración común. Simultáneamente, puede detectarse otra valoración comunitaria que se da cuenta de la inutilidad de la rigidez cuando determinados detentadores de poder osan transgredir normas constitucionales y disfrazan con el formalismo de una enmienda lo que no podrían hacer sin enfrentarse con una prohibición. Tal es el caso de
reformas obtenidas para subsanar los obstáculos a una reelección presidencial, como ocurrió en Argentina con las enmiendas de los años 1949 y 1994, o en Perú en 1993. 10 De modo tal que aun el criterio de valor que prefiere la rigidez a la flexibilidad se da cuenta de que la primera puede ser esquivada o burlada cuando la maniobra política poderosa consigue doblegar un impedimento constitucional introduciendo una enmienda formalmente válida. Si por un lado no existe un criterio de valor parejo que señale, dentro de la rigidez, el procedimiento debido en todos los casos; y si por el otro la confianza en que la rigidez proporciona siempre seguridad contra el cambio no es unánime, una valoración intermedia refleja la conciencia dikelógica de que la frecuencia y la sucesividad de reformas fundamentales es dañina para la estabilidad. Ello significa que la duración y la persistencia de un determinado orden constitucional en sus estructuras básicas –y más allá de la letra de las normas escritas- se consideran buenas. Esta valoración no es compartida cuando un ordenamiento constitucional se reputa injusto y, por ende, necesitado de sustitución inmediata. En casos extremos, el derecho de resistencia a la opresión (receptado en algunos textos constitucionales) es valorado como superior a la necesidad de acatar el mecanismo rígido de reforma. Tampoco es compartida cuando hay una fuerte convicción de cambios sociológicos y económicos en comunidades subdesarrolladas. Todo ello demuestra que el criterio de valor favorable a las rigidez y a la estabilidad cede muchas veces a otra pauta dikelógica que se considera prioritaria, cual es la de remover injusticias notorias y promover situaciones más justas. En alguna medida, y tanto para las constituciones rígidas como para las flexibles, suele reconocerse una valoración que juzga como debido el mantenimiento de
algún contenido mínimo que, por razones históricas, ideológicas, utilitarias u otras, conviene conservar en el estilo del régimen. 11 En los estados no democráticos, los detentadores de poder instrumentan la rigidez según la ocasión y la conveniencia, lo que demuestra que la valoración favorable a la rigidez es débil, o esta ausente, o se subordina a otras valoraciones más intensas cuando entre éstas y aquéllas hay incompatibilidad de conciliación. Por ultimo, las valoraciones en torno de la rigidez funcionan muy conectadas con el respeto a la constitución, con la imagen que de ella se tiene, con los compromisos históricos, con la madurez de la conciencia política, con la endeblez de las instituciones, con las crisis, y con toda una gama de circunstancias de variada índole (culturales, económicas, internacionales, etc.). Nuestra valoración exigiría pormenores imposibles de detallar. Presupuesto un orden constitucional cualquiera que no sea intrínsecamente injusto, valoramos como buena su estabilidad. La rigidez puede coadyuvar a ello, pero suplementando a un cúmulo de factores de orden real, con lo que no podemos vivenciar que la rigidez, ni por sí, ni por siempre, responda a un criterio objetivo de justicia. Rigidez o flexibilidad serian más bien neutras, en el sentido de que, conforme a cada circunstancia, debe preferirse una u otra. Sin embargo, allí donde una constitución es rígida, un estándar valioso nos indica que la rigidez debe respetarse, para descalificar toda enmienda que se logra evadiendo el mecanismo previsto para su adopción. La petrificación o inalterabilidad de determinados contenidos nos parece justa si responde a razones consustanciadas con la estructura social, y mientras tales razones subsisten.
1Ver
la cita de Schmitt en Vanossi, Jorge R., Teoría Constitucional , vol. I, Buenos Aires, 1975, pág. 126. 2V.: Vanossi, Jorge R., ob. y pág. Cit. 3Ver la cita de Friedrich en Vanossi, Jorge R., ob. cit., pág. 185. 4Así, en Bryce, James, Constituciones flexibles y constituciones c onstituciones rígidas, Madrid, 1984, pág. 47, entre otros lugares, en donde destaca la elasticidad –no la inestabilidad- del tipo flexible. 5V.: Ferrando Badía, Juan, El régimen de Franco (Un enfoque político-juridico) político-juridico), Madrid, 1984, pág. 72. 6Sobre la flexibilidad en Nueva Zelanda, véase Wheare, K. C., Las constituciones modernas, ob. cit., págs. 20, 35 y 89. 7Conf. Mc Carthy, Thadeus y Cornford, P. A., El sistema judicial en Nueva Zelanda, Revista de la Comisión Internacional de Juristas, 2ª parte, vol. IX, núm. 1, edición especial 1968, junio de 1968, pág. 95. 8Sobre los procesos de enmiendas, puede consultarse Wheare, K. C., Las constituciones modernas, ob. cit., págs. 89 y ss. 9Art. 375; Ver también Sánchez Agesta,Luis, Historia del constitucionalismo constitucionalismo español, Madrid, 1984. Pág. 77. 10Sobre la idea releccionista en el proceso constitucional peruano de 1993, ver García Belaúnde, Domingo, La nueva constitución
del
Perú:
Poder
Judicial
y
Garantías
Constitucionales, en Landa, César y Faúndez, Julio, Desafíos Constitucionales Constitucionales Contemporáneos, ob. cit., pág. 40. 11Respecto
de largo mantenimiento de una institución tan “anacrónica” como la Camara de los Lores británica, sea dicho que: “Es evidente que el sistema de composición hereditaria
tiene sus defectos, serios defectos para ser más exactos, pero tampoco cabe duda que cualquier valoración ha de tener en cuenta que una nación como Gran Bretaña, cuya más alta magistratura es hereditaria con una legitimación inapelable, no puede ignorar la relevancia que el concepto de base hereditaria ha tenido durante mucho tiempo en el sistema constitucional de las Islas”. Conf. Ruiz Ruiz Juan José La democracia parlamentaria británica y el principio bicameral: La reforma de la Cámara de los Lores, en Revista de las Cortes Generales, núm. 37, Madrid,
primer cuatrimestre de 1996, pág. 171. Es que su heterogénea composición, en donde se mezclan aristócratas y personalidades relevantes
de
diversos
campos
sociales,
hace
que
“la
combinación de continuidad y cambio que caracteriza la historia del constitucionalismo británico” se encuentre “claramente demostrada en esta Cámara”. Conf. Torres Muro, Ignacio, Vida después de la muerte. La Cámara de los lores británica , en Pau I
Vall, Francesc (coord.), El Senado, Cámara de Representación Territorial, Madrid, 1966, pág. 142.
CAPITULO VI SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL 1.
Introducción
Obviamente, la razón de ser de una constitución ha sido poder inventar una instancia jerárquica superior sustraída de los vaivenes cotidianos del proceso político. La historia del constitucionalismo clásico o moderno, en definitiva, no ha sido otra cosa que entronizar el texto constitucional en la cima de la pirámide jurídica y, lo cual ha sido más dificultoso, lograr su plena eficacia o fuerza normativa. Cuando el constitucionalismo moderno forjó el tipo de constitución escrita o codificada, adosó a la constitución formal el rango de supremacía y el carácter de superley. La constitución venía a ser la ley máxima que está por encima de todas las otras. Esa superioridad significaba: a) que el poder de donde la constitución provenía –poder constituyente-, es distinto al poder del estado –poder constituido-, lo limita, lo subordina y lo condiciona; b) que a raíz de esa distinción, la constitución emanada del poder constituyente encabeza un orden jurídico jerárquico y graduado que exige la coherencia de una prelación a favor de la constitución suprema; c) que cuando ese orden de prelación se fractura, la norma o el acto infractorios de la constitución exhibe un vicio o defecto de inconstitucionalidad.
2.
Implicaciones constitucional
del
principio
de
supremacía
En primer lugar, la dicotomía de poder constituyente y poder constituido involucró la superioridad de la
constitución sobre la ley –o si se quiere, sobre el parlamento- la ley no debe contrariar a la constitución. Ello significa que la ley no puede modificar a la constitución, principio éste que coincide con la rigidez de la constitución, su reforma debe hacerse a través de un procedimiento diferente al de la ley común. La constitución flexible a la inversa, que puede enmendarse mediante una ley ordinaria, extravía la distinción formal entre poder constituyente y poder constituido, entre constitución y ley, bien que, pese a ello, también impide que normas o actos que no son leyes infrinjan la constitución. Todos los estados, pues, que han acuñado constituciones codificadas y las han revestido de rigidez, han acogido expresa o implícitamente el principio de la supremacía de la constitución. Los que, excepcionalmente, han acogido constituciones dispersas – por ejemplo: varias leyes constitucionales esparcidas sin codificación- a veces han rodeado también a esa serie de leyes de una rigidez similar a la de la constitución codificada, como en el caso de España entre 1936 y 1978. Con lo que el principio de supremacía también puede receptarse en estados sin codificación constitucional. No toda constitución escrita es rígida, ni toda constitución dispersa es flexible. 3.
Breve historia de la formulación del principio
La historia comparada muestra intentos previos a la experiencia de Filadelfia por sustraer a un documento del alcance de la legislación ordinaria; en otras palabras, dotarlo de fundamentalidad. Pero esa supremacía corría, por cierto, por otros andariveles. Es habitual poner como ejemplo de un estado que ignora la prioridad de su constitución dispersa sobe las leyes a Gran Bretaña, porque allí el parlamento o la ley gozan de pleno poder para hacer cualquier cosa –según se dice- menos cambiar un hombre en mujer. No obstante
que en Gran Bretaña funciona eficazmente todo un repertorio de limitaciones de la más variada índole que detiene la eventual desorbitación del poder parlamentario, es cierto que sus leyes carecen del marco de condicionamiento constitucional formal que advertimos en los países de constitución rígida. Ahora bien: tanto el no sancionado Agreement of the People (1647), cuanto el Instrument of Goverment de 1653 recibieron la noción de una ley suprema colocada fuera del alcance del parlamento y de las leyes, 1 cuando ya con anterioridad Coke había insinuado que en muchos casos el propio “Common Law” también limitaba a la ley. 2 Y la deposición, enjuiciamiento y ejecución (1649) del rey Carlos I se llevaban a cabo bajo acusación de que el monarca había violado las leyes fundamentales del reino. De ahí en más, y sin negar todo el peso de la tradición, del derecho consuetudinario y actualmente del comunitario, el parlamento inglés carece de una ley superior que cohíba su función legislativa,3 particularmente después de la Revolución Gloriosa de 1688 y el advenimiento de la monarquía constitucional. Habrá de esperares a la constitución norteamericana de 1787 para leer con precisión una norma como la de su art. 6, párr. segundo, que contiene la llamada “ supremacy clause” cláusula de la supremacía: “Esta Constitución y las
leyes de los Estados Unidos que se hagan en su consecuencia, y todos los tratados hechos, o que se hagan, bajo la autoridad de los Estados Unidos, serán la ley suprema del territorio; y los jueces en cada Estado estarán por ella obligados, sin perjuicio de cualquier disposición en contrario de la Constitución o de las leyes de los Estados”. El modelo pasó luego –entre otras- a la constitución argentina de 1853 en su art. 31, y sirvió de base al principio de supremacía allí donde éste fue acogido por el derecho constitucional comparado. He ahí un contraste sumamente importante: mientras que en los Estados Unidos rige el principio de la supremacía de la Constitución, en Gran Bretaña pervive la
pauta (con las excepciones que veremos luego, fruto de la aparición en escena del derecho comunitario europeo) de la primacía del Parlamento., Mal puede entenderse la temática de la supremacía y de los controles constitucionales si, como ya adelantásemos, se la desvincula del aporte francés sobre el distingo entre poder constituyente y poder constituido. No es el mismo órgano el que elabora o factura el documento constitucional –o eventualmente, el que lo reforma- del que gobierna, en cualquiera de sus tres departamentos de acuerdo a la división funcional de Montesquieu. Fue, en este sentido, al abad de Sieyes quien pergeñó esta doctrina hacia fines del siglo XVIII, y que ha dado un relleno ideológico rotundo y contundente a la supremacía. 4.
¿Por qué la constitución debe ser suprema y por qué debe controlarse el despliegue infraconstitucional?
El precedente desarrollo nos conduce a un primer interrogante, de alguna manera ya deslizado, que es pensar cuál es el motivo que impele a que la constitución sea suprema. Más problemático aún resulta confeccionar la teoría del control constitucional, que dejamos para el próximo capitulo. La primera cuestión se despeja si se tiene en cuenta que la constitución codifica los principios rectores del sistema político considerado –incluyendo, claro está, los derechos básicos de la persona y el diseño del plan de gobierno- y que ello traduce una idea de ingeniera política que redunda en beneficio de los destinatarios del poder político. Para el constitucionalismo clásico, sin dudas, la directiva que debía respetar la carta constitucional era la libertad del hombre. Sin mutar su naturaleza pero con un significativo cambio de enfoque, el constitucionalismo social sobreviniente a México y a Weimar entendió que la libertad con solidaridad era el eje vertebral por el cual debía pasar en el futuro todo emprendimiento
constitucional. El derecho constitucional marxista interpretó que otros eran los pilares sobre los que descansaría la matriz constitucional: la igualdad económica. Como puede apreciarse, no existe en el derecho constitucional comparado un único modelo de supremacía, por la sencilla razón de que existe pluralidad de esquemas ideológicos que la sostienen. Debe destacarse que las más dispares constituciones han elegido la pauta de la supremacía. En el caso de la ex U.R.S.S., se discutió en la literatura especializada si existía este principio o no. 4 Así, el art. 4 de la Constitución soviética de 1977 decía: “El Estado soviético y todos sus órganos actuarán sobre la
base de la legalidad socialista, asegurarán el orden jurídico y la protección de los interese de la sociedad y de los derechos y libertades de los ciudadanos. Las instituciones del Estado, las organizaciones sociales y los funcionarios estarán obligados a observar la Constitución de la U.R.S.S. y las leyes soviéticas”. En clave similar la
Constitución ch ina de 19822 estipula en su art.5: “El Estado salvaguarda la unidad y la autoridad de la legalidad socialista. Ninguna ley, disposición administrativa o reglamento de carácter local debe contradecir la Constitución. Todos los organismos del Estado y las fuerzas armadas, los partidos políticos y organizaciones sociales, las empresas e instituciones deben observar la Constitución y las leyes. Se exigirá responsabilidad por todo acto que viole la Constitución y las leyes. No se permitirá que ningún organismo o individuo disfrute de privilegios por encima de la Constitución y las leyes”.
En Cuba, la Constitución de 1976 con sus reformas contiene un enfoque sui generis en su art. 10: “Todos los
órganos del estado, sus dirigentes, funcionarios y empleados, actúan dentro de los límites de sus respectivas competencias y tienen la obligación de observar estrictamente la legalidad socialista y velar por el respeto a la misma en toda la vida de la sociedad”.
Por su parte, el art. 6 de la Constitución chilena de 1980 expresa: “Los órganos del Estado deben someter su
acción a la Constitución del Estado y a las normas dictadas conforme a ella. Los preceptos de esta Constitución obligan tanto a sus titulares o integrantes de dichos órganos como a toda persona, institución o grupo. La infracción de esta norma generará las responsabilidades y sanciones que determine la ley”. Paradojalmente, el texto
transcripto de esta Constitución no liberal es superior al del art. 4 de la Constitución chilena de 1925, como también demuestra amplitud de alcance al vincular expresamente a toda la actividad estatal y privada, como lo hacía el art. 8, segundo párr., de la Constitución turca de 1960. Otros documentos no liberales, como los hemos denominado por comodidad lingüística, hacen malabarismos para estipular un orden jerárquico de normas sin vulnerar el corazón mismo de sus creencias ideológicas. Por ejemplo: el principio cuarto de la Constitución iraní de 1980 señala: “El conjunto de leyes y
de reglamentos civiles, penales, financieros, económicos, administrativos, culturales, militares, políticos, entre otros, deben estar basados en los principios islámicos. Este principio se aplica de una manera general a todos los principios de la Constitución, a todas las otras leyes y reglamentos. La determinación de esta cuestión es competencia de los doctores del dogma miembros del Consejo de Vigilancia”.
La coyuntura política a veces ha sobreimpuesto el principio de supremacía constitucional a la tradición histórica, como vemos con ejemplos de la Constitución de Japón de 1946. En efecto, este texto refiere que: “esta
constitución será ley suprema de la nación, y ninguna ley, ordenanza, decreto imperial u otro acto de gobierno, en todo o en parte contrario a las disposiciones de esta constitución, tendrá validez” (art. 98). “El emperador o el regente, los ministros de estado, los miembros de la
dieta, los jueces y todos los demás funcionarios públicos tienen la obligación de respetar y defender esta constitución” (art. 99) . En función de la consecución de estos objetivos, viene el segundo planteo que se refiere al mecanismo de contralor para hace efectiva esa supremacía, lo cual nos remite en lo medular a un problema de órganos encargados de la inspección constitucional, que –como ya dijimos- veremos más adelante.
5.
¿Existen múltiples conceptos de supremacía en el derecho constitucional comparado?
Así como es sencillo poder visualizar un concepto formal de supremacía constitucional, que en líneas generales ha ido acompañando al desarrollo del constitucionalismo liberal, en sintonía de realismo jurídico es lícito reconocer la existencia de muchos conceptos materiales de supremacía. La acepción material apunta ala prevalencia de las mandas constitucionales rodeadas de un plexo valorativo que viene incorporado a toda constitución y que resulta inescindible de ella. No es lo mismo, en lo estructural, la supremacía en un Estado unitario (v.gr. Chile, como vimos) que en una Federación (como analizamos en Estados Unidos). No tiene la misma coloración la supralegalidad en Estados marxistas, en donde aparece teñida de las nociones propias de la legalidad socialista (la ex U.R.S.S. o China) que en sociedades fuertemente imbuidas del islamismo (el ejemplo que transcribimos de Irán). Para estas concepciones, el orden jurídico –incluso la propia constitución- acusa un matiz, mucho más instrumentalista que en los programas liberales, en donde la finalidad de frenar al poder es consustancial al régimen político y a la constitución que lo expresa.
Es fácil, por ejemplo, ejemplo, percatarse que en los estados marxistas la ideología de base se exalta como pauta suprema y enmarca en sus valoraciones toda la actividad estatal y privada. De ahí que más bien que de una supremacía de la constitución cabria hablar de una ideología supraconstitucional a la que, si no pueden ni deben contrariar las leyes, tampoco puede ni debe marginar la propia constitución formal. Si pensamos en que las constituciones marxistas admiten su reforma pero implícitamente presuponen que toda variación está sujeta siempre a respetar la realización de la sociedad socialista primero, y de la comunista después, 5 podemos parangonar la fuerza supraconstitucional de la ideología marxista con la fuerza que en Francia juega lo que allí se denomina “supralegalidad”, 6 o sea, ciertos principios que, con la independencia de su posible albergue en el texto de la constitución, le son superiores y prevalecen sobre ella misma (declaración de derechos, división de poderes y soberanía nacional). Otro tanto se puede decir del “Shari´a” (derecho coránico) en las sociedades islámicas.
Dijimos que la forma de estado es un factor a computar a la hora de evaluar la supremacía constitucional. En este sentido, en los federalismos la supremacía de la constitución toma un matiz peculiar, porque la relación de subordinación obliga a que los estados miembros ajusten sus ordenamientos constitucionales a ciertos lineamientos básicos de la constitución federal. Tal condicionamiento aparece –por ejemplo- en las constituciones federales de Estados Unidos, Argentina y México. Muy claramente lo especifica la Ley Fundamental de Bonn de 1949: “El ordenamiento constitucional de los Länder ha de conformarse a los principios del Estado de derecho republicano, democrático y social tal y como lo define la presente Ley Fundamental” (art. 28, párr. primero, “in limine”). Quiere decir que la constitución
federal –y con distinto alcance también otras normaciones derivadas de ella- prevalece sobre el derecho local –por de pronto, sobre las constituciones estaduales-.
Por otro lado, es de destacar la variedad de fuentes que un texto constitucional puede recibir. Así, la isla de Barbados, que en líneas generales acepta como el resto del
Caribe
angloparlante
el
llamado
“modelo
de
Westminster”, lo adapta en su Constitución de 1966,
contemplando en su art. 1 la supremacía del documento, impensable en la tradición jurídica británica: “Esta
Constitución es la ley suprema de Barbados y, sujeto a las previsiones de esta Constitución, si cualquier otra ley no es consistente con esta Constitución, esta Constitución deberá prevalecer y la otra ley será nula, en la medida de la inconsistencia”. Lo mismo puede decirse de Canadá (art. 52.1 de la Ley Constitucional de 1982), como ya lo adelantáramos. 6.
La supremacía en el campo de las conductas: la “auctoritas” constitucional
La supremacía de la constitución se eslabona con el respeto y la autoridad que la constitución inspira o inviste. Esta es una cuestión que excede y evade el marco de las normas, de las técnicas y de los controles, para afincarse en otro más huidizo, que es la de la valoración, la convicción y la obediencia comunitaria. Wheare se plantea el problema cuando aborda el tema de la autoridad a que puede aspirar una constitución. 7 Cualquiera sabe que los ingleses tienen más apego a su constitución dispersa y flexible –que no comulga con el principio norteamericano de la supremacía- que cualesquiera de los pueblos norteamericanos donde ese principio se halla definido y garantizado en el texto constitucional. Sea que la autoridad que a una constitución se reconoce por parte de la comunidad o de sus fuerzas sociales predominantes provenga de su origen, sea que se le derive de una base moral de consenso suficiente, el respeto y el acatamiento valen tanto o más que la técnica de una superioridad normativa o de un orden de prelación de normas. Se trata, entonces, de un problema de legitimidad en sentido sociológico, es
decir, de la representación colectiva que se forja en torno de la imagen de la constitución, de la idea que de ella se tiene. Cuando una sociedad dispone de ancho margen de adhesión a la imagen de lo que la constitución es y debe ser, hay conciencia colectiva de legitimidad. Este parece ser el caso de los norteamericanos. Cuando, a la inversa, no hay consenso sino disenso, la desavenencia entre distintos sectores sociales que discrepan sobre la legitimidad; porque cada uno posee una imagen irreconciliable con la de los otros, falla la autoridad y el respeto de la constitución; la constitución no puede reclamar adhesiones unánimes y la base para asentar su supremacía se torna precaria. Este parece ser el ejemplo de los países donde grupos más o menos importantes propician la violencia (ej. España y el separatismo (Canadá) para descuajar las instituciones fundamentales del sistema. En un paralelo sociopolítico, correspondería al tipo de lucha sobre o contra el régimen a que se refiere Maurice Duverger. Las mismas reflexiones caben cuando se trata de constituciones sectorialmente impuestas por un grupo o partido dominante al resto de la sociedad disidente. 7.
Continuación: Relación de la supremacía con los valores más íntimos de un régimen político
En la medida en que pueda darse por universalizada la imagen de una constitución suprema, podrá conjuntamente detectarse la valoración generalizada de que la codificación constitucional –o las normas dispersas que la remplacen- deben revestirse de superioridad y prioridad en relación con el resto del ordenamiento jurídico. Tal valoración anida la l a convicción de que es justo ju sto el orden de coherencia que impone la armonía de las normas y los actos inferiores con la constitución. Pero, a la vez, esa valoración comprende que la supremacía no asegura por sí sola la intangibilidad e inviolabilidad de la constitución, y constata en numerosos casos que mientras ciertos sectores sociales mitologizan al máximo a la constitución suprema, otros restan importancia a su
autoridad, y algunos desaprensivamente.
la
vulneran
bastante
Donde falta la codificación constitucional o el plexo de leyes que la sustituyen con categoría de supremacía, funciona a veces una valoración sucedánea que confiere a determinadas estructuras básicas el c arácter de “ley fundamental” que las preserva de la transgresión impune.
Tal parece ser el caso de Gran Bretaña. Al margen del formalismo de las normas constitucionales escritas, es también fácil encontrar una valoración que proporciona superioridad eminente a algunos principios o contenidos viscerales que se tienen por consustanciados con la ideología o la esencia histórica y permanente de un régimen. Tal es la valoración francesa en torno a la “superlegalidad”, o la que gira alrededor de
las clausulas pétreas allí donde éstas son reconocidas, o la ya mencionada de Gran Bretaña acerca de las leyes fundamentales del régimen, o la que en los países comunistas coloca al socialismo por encima de toda posible discusión. Si acaso nos parece que el derecho comparado no llega a dar noticia de que en todo el mundo se comparte la valoración común de que debe haber una constitución formal dotada de supremacía (o una serie de leyes dispersas que haga sus veces), sí parece en cambio bastante difundida la valoración de que en todo régimen debe existir un mínimo de principios y estructuras que, dotado de superioridad obliga a gobernantes y gobernados a depararle respeto y a no desafiarlo con apartamientos graves, habituales o escandalosos. El acatamiento a ese núcleo medular de la constitución material implica, pues, la estimativa dikelógica de que un rasgo de supremacía resulta bueno, justo y útil en todo régimen político. 8. La incidencia del derecho internacional público en el concepto de la supremacía constitucional
Claro está que el proceso de creciente constitucionalización del derecho internacional público no ha dejado inmune al principio de supremacía. El progresivo desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos ha calado hondo también en esta cuestión. La teoría dela supremacía fue elaborada y estructurada en un contexto universal en el que bien cabe decir que los estados eran concebidos como unidades políticas cerradas y replegadas sobre si mismas. Desde hace años (podríamos situarnos desde la segunda postguerra de este siglo) el derecho internacional público ha avanzado mucho en comparación con épocas precedentes, al igual que la política internacional. Resulta indudable, pues, que la forma de instalación de los estados en el ámbito internacional cobra hoy nuevos perfiles. Los estados siguen existiendo, sus ordenamientos internos –incluyendo a sus constituciones- también. Pero se les filtran contenidos que provienen de fuentes heterónomas o externas, o sea, colateralmente; entre ellas, el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho comunitario. 8 ¿Se ha extraviado o dejado de existir la supremacía de la constitución? Más bien, cabría sostener que hay un reacomodamiento de la misma. Los modos de adecuar la supremacía a esta nueva realidad son variables y propios de cada estado, como veremos enseguida. Pero tales soluciones parcialmente diferentes provienen de una solución interna, sea del poder constituyente, sea de la incorporación del estado a un tratado internacional, o a un sistema de integración comunitaria. En todas estas ocasiones, hay una previa prestación de consentimiento estatal mediante procedimientos que, de alguna manera, también dependen de su derecho interno. Creemos, pues, que la doctrina de la supremacía constitucional subsiste y que la constitución sigue siendo
suprema en cuanto siempre es fuente primaria y fundante del orden jurídico estatal y decide su prelación, 9 aunque ella misma –al establecer la gradación jerárquica de ese orden- ceda acaso el primer nivel al derecho internacional o al derecho de la integración. 9.
Soluciones a la incidencia del derecho internacional en el campo del derecho constitucional comparado
Cabe señalar que, en grandes trazos, se pueden contemplar cuatro modelos posibles en orden a la relación del derecho internacional con el derecho interno, y que influyen o gravitan de manera lógica sobre la idea de supremacía constitucional. Un primer modelo estaría dado por la supremacía del derecho internacional sobre todo el derecho interno incluida la propia constitución. Esta es la ruta que eligió la Constitución de los Países Bajos. En su reforma de 1995, las normas atinentes han quedado redactadas de la siguiente manera. El art. 92 consigna: “Mediante tratado o en virtud de un tratado podrán atribuirse competencias legislativas, administrativas y judiciales a organizaciones de derecho internacional público, a condición de observar, si fuese necesario, lo dispuesto en el artículo 91, párrafo tercero”. Este último segmento normativo indica: “Cuando un tratado contenga disposiciones contrarias a la
Constitución, las Cámaras no podrán dar su aprobación más que con los dos tercios al menos de los votos emitidos”. Los artículos reseñados dan un lenguaje similar al viejo art. 63 (ahora sin vigencia) de la misma Constitución: “Cuando lo exija el desarrollo del orden
jurídico internacional, podrá un tratado apartarse de los preceptos de la Constitución. En tal caso la ratificación sólo podrá conferirse de manera expresa, y las Cámaras de los Estados Generales solamente podrán aprobar el correspondiente proyecto de ley por mayoría de dos tercios de los votos emitidos”.
Un segundo modelo estaría dado por la prioridad de rango de los tratados de derechos humanos por sobre la constitución y por sobre todo el derecho infraconstitucional. Es la fórmula que consagra el art. 93, primera parte, de la Constitución de Colombia de 1991: “Los tratados y convenios internacionales ratif icados icados por el Congreso, que reconocen los derechos humanos y que prohíben su limitación en los estados de excepción, prevalecen en el orden interno”.
El tercer esquema se basa en la paridad de rango entre los tratados internacionales de derechos humanos y la constitución. Es el antiguo postulado que contenía el art. 105 de la Constitución peruana de 1979 (derogada en 1993) al decir: “Los preceptos contenidos en los tratados
relativos a derechos humanos, tienen jerarquía constitucional. No pueden ser modificados sino por el procedimiento que rige para la reforma de la constitución”. El art. 75, inc. 22, de nuestra constitución
revisada en 1994 guarda parecido con aquel enunciado. Un ultimo sistema estaría representado por la metodología seguida por el art. 10, segundo párr., de la Constitución española de 1978: “Las normas relativas a
los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.
10. Las llamadas “cláusulas de alienabilidad de la soberanía” y la supremacía constitucional
A diferencia del concepto de soberanía que manejo Jean Bodin, uno de cuyos caracteres era precisamente ser “inalienable”, desde la Segunda Guerra Mundial y en
función del creciente proceso de internacionalización que vimos “supra”, es de observar que la soberanía no es una
noción hermética complementos o
o cerrada, sino que permite amplificaciones. Estas nuevas
dimensiones se originan, como va dicho, por los fenómenos de integración, regionalización y globalización. Fue particularmente el derecho europeo de postguerra el encargado de elaborar cláusulas que permitiesen “ceder” cuotas o porcio nes de soberanía a organismos supraestatales. 10 En este orden de ideas, cabe mencionar al art. 24, párr. 1 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, al art. 20, párr. 1, de la reforma de 1953 a la Constitución de Dinamarca, al art. 49 bis de la Constitución del Gran Ducado de Luxemburgo agregado por la revisión del 25 de octubre de 1956, al art. 5 del cap. 5 del Instrumento de Gobierno sueco de 1974, al art. 28, párr. segundo de la Constitución española de 1978 y al art. 34 de la Constitución belga de 1993 (aunque el precedente ya existía desde 1970), además de la norma holandesa que ya analizáramos, entre otras. Estos dispositivos fueron antecedentes para la normativa inserta en el art. 75, inc. 24 de la constitución argentina que fuese incorporada por la reforma de 1994. Cabe destacar que el Tratado de Roma de 1957, fundante de lo que posteriormente se transformó en la Unión Europea, tiene bajo ciertas condiciones “efecto directo” sobre los ha bitantes de los estados miembros (Tribunal Europeo de Justicia, caso “Van Gend en Loos”,
1963),11 llegando así prácticamente a “constitucionalizar” dicho pacto de derecho internacional público. Al año siguiente, en el “leading case” “Costa c.Enel”, el mismo
Tribunal sentó las bases para la supremacía del derecho comunitario por sobre los derechos internos. 11. Valoración. Remisión Por su íntima relación con la problemática que abordaremos en el siguiente capitulo, reenviamos a la valoración que allí volcamos.
1
V.: Borgeaud, Charles, Etablissement et revision des constitutions en Amérique et en Europe, París, 1893, pág. 6. 2 Coke sostuvo en 1610 que de las reglas inglesas resultaba que cuando una ley del parlamento era contraria al “common law”, éste la limita o impone su invalidez (V.: Linares Quintana,
Segundo V., Derecho constitucional e instituciones políticas , cit.,t. I, pág. 495). No obstante, el precedente inglés se ubica en un contexto de la época y el lugar: la disputa entre la monarquía y el parlamento, y el intento de atribuir a la judicatura un control sobre la actividad normativa, tanto como sobre el monarca, para afianzar el criterio de que el “common law” era la misma razón encarnada en el derecho ingles. 3 Sin conocer el espíritu británico, podría sonar como absurda la afirmación de que el poder del parlamento es absoluto (Bledel, Rodolfo, Introducción al estudio del derecho público anglosajón, Buenos Aires, 1947, pág. 3). La constitución inglesa – dice May- no conoce las leyes de carácter constitucional porque el parlamento posee el derecho de establecer o modificar todas las leyes (May, Thomas Erskine, Traité des lois, privileges et usages du parlament, t. I, París, 1909, pág. 38). Empero, cabe rever una noción –supremacía parlamentaria- que reposa más en una “moral constitucional” que un sistema jurídico estricto,
frente a la disolución del imperio, la integración europea o el control fundado en la Convención Europea sobre los Derechos Humanos. Conf. Bell, John, Que représente la souveraineté pour un Britanique? , en Pouvoirs, núm. 67, París, 1993, págs. 107 y ss. También resulta extraño que algunos estados que respetan el “modelo de Westminster” acojan la noción de supremacía.
Sobre Canadá, se ha dicho que: “Lo realmente novedoso en el constitucionalismo canadiense es la existencia de una cláusula de supremacía constitucional”. Conf. Chacón Piqueras, Carmen María, La Carta de Derechos y Libertades canadiense: en camino hacia la diversidad provincial , en Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol núm. 16, Valencia, 1996, pág. 136. 4 En efecto, algunos comentaristas anteriores a 1977 –pero cuyas conclusiones eran extrapolables a ese texto ulteriorafirmaban que la constitución soviética tenía una fuerza jurídica especial, “consistente en que toda la labor legislativa corriente
se realiza en plena correspondencia con ella y ninguna ley puede contradecirla. Por lo tanto, en cierto sentido predetermina el carácter de las demás leyes del estado soviético” (v. Denisov, A.
y Kirichenko, M. Derecho constitucional soviético , Moscú, 1959, pág. 13). Pese a ello, había convicción entre los estudiosos del derecho comparado de que no era así: en la ex U.R.S.S. no
funcionaba la jerarquía normativa ni la supremacía de la constitución. La pluralidad de órganos de poder sin verdadera división de funciones, la conducción del partido comunista, la ausencia del control de constitucionalidad, etc., hacían perder a la constitución soviética su calidad de norma prioritaria, y originaban, más bien, un desordenado conjunto de disposiciones normativas que en rigor de verdad se encontraban en paridad correlativa. 5 V.: Biscaretti di Ruffia, Paolo, Introducción al derecho constitucional comparado , ob. cit., págs. 131 y 515, entre otras. 6 Véase los aportes de Louis Favoreau y de Georges Vedel sobre la relación entre “soberanía” y “supraconstitucionalidad”, en Pouvoirs, núm. 67, París, 1993, págs. 71 y 79, respectivamente. 7 V.: Wheare, K. C., Las constituciones modernas, ob. cit., pág. 57. 8 Sobre la relación de los ordenamientos jurícos de Alemania, Bélgica, España, Italia y Portugal respecto del Tratado de la Unión Europea, ver el volumen con diversas colaboraciones de constitucionalistas de cada uno de esos países ( Les constitutions européens et le Traité de Maastricht) la “Revue francaise de Droit Constitutionnel”, núm. 12 (1992), París, 1993. 9 V.:
Bidart Campos, Germán J., Manual de la Constitución reformada, t. I, Buenos Aires, 1996, págs. 339/349. En sentido convergente, sobre el carácter derivado de los poderes comunitarios, ver Rubio Llorente, Francisco, y Darana Peláez, Mariano (eds.), Constituciones de los Estados Unidos de la Unión Europea, Barcelona, 1997, pág. XVIII. 10 Rubio Llorente, ob. cit., pág. XIX hace referencia a las “cláusulas de apertura”. 11 Según
Duverger, esta sentencia pone de manifiesto que el tratado de Roma no era solamente un u n acuerdo contractual entre estados, sino la fundación de un “nuevo orden jurídico de derecho internacional”, fundado sobe instituciones cuyo
funcionamiento no interesa solamente a los estados signatarios, sino también a los ciudadanos de los países miembros. Conf. Duverger, Maurice, L´Europa degli uomini, Milán, 1994, pág. 99.
CAPITULO VII CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD
1.
Variedad terminológica y unidad conceptual
Quizás uno de los institutos más fecundos y a la vez más atractivos para la indagación comparada sea el destinado a preservar lo que se denomina la supremacía de la constitución que ya hemos examinado. Tal aspecto nos lleva a escudriñar en su multiplicidad de variantes todos los mecanismos que en el derecho constitucional están enderezados a aquel fin. No es pacifico el nombre a deparar al sistema protector de la constitución. Ya desde aquí el derecho comparado acusa multiplicidad de terminología. Hay quienes hablan de control de constitucionalidad o de revisión de constitucionalidad . Se trata de acentuar con estas palabras el examen que se hace sobre normas y actos de un ordenamiento jurídico para compararlos con la constitución y verificar si están o no de acuerdo con ella; y, por supuesto, para lograr algún efecto anulatorio en el caso de comprobar la infracción y la incompatibilidad. Con voces procesales, otros hablan de jurisdicción constitucional ; de una justicia constitucional; de un proceso constitucional , de una defensa de la constitución. De acuerdo con el sistema norteamericano, se ha difundido en su ámbito y en su órbita de influencia –por ejemplo: en varios sistemas de América Latina-, el concepto y la terminología de revisión judicial de constitucionalidad (“judicial review”). En cambio, por
gravitación de los sistemas austriaco y checoslovaco de los años veinte, y con creciente grado de ejemplaridad en Europa Occidental, Oriental, en algunos estados de América Latina y del mundo afroasiático, ha tomado curso la locución jurisdicción constitucional . Con uno u otro nombre, Fix Zamudio define lo que él prefiere mentar como justicia constitucional , diciendo que es el conjunto de procedimientos de carácter procesal por medio de los cuales se encomienda a determinados órganos del estado
la imposición forzosa de los mandamientos jurídicos supremos a aquellos otros organismos de carácter público que han desbordado las limitaciones que para su actividad se establecen en la misma carta fundamental. fund amental. 1 Nosotros diríamos que en su acepción más simple el instituto consiste en el conjunto de mecanismos o procedimientos mediante los cuales se comparan normas o actos de gobierno estatales o de particulares con la constitución suprema para constatar si están o no de acuerdo con ella, y para conseguir una decisión sobre el punto que surta determinados efectos a través de los cuales se mantenga o resguarde la supremacía de la misma constitución. 2.
¿Es el control un problema prevalentemente procesal?
Es innegable que la procesalística ha avanzado mucho en este campo en los últimos años: ha afinado métodos, procedimientos y acciones, que tornan el panorama del instituto muy rico y con matices muy diferenciados. Inexorablemente, ellos nos conducirían al análisis de la cuestión previa de si estamos en presencia de una problemática centralmente procesal que elude o escapa al campo del derecho constitucional comparado. Una primera aproximación de respuesta al tema planteado pasa por subrayar la importancia que ha asumido en la pasada década los estudios de una disciplina conocida como el derecho procesal constitucional;2 no deja esta materia de entrever que los canales y modos de actuación los suministra el despliegue infraconstitucional, concretamente procesal, que se hace de la temática en examen. Sin embargo, reconoce a la vez la indudable ascendencia constitucional de los asuntos en discusión. La justicia constitucional va a venir a actuar el principio de supremacía constitucional; sin este mecanismo, la
formula de la supralegalidad quedará vacía o desprovista de contenido por imposibilidad fáctica de su realización. Cada vez más se ha hecho carne en distintas partes del mundo que no basta la declaración escrituraria de derechos si no va acompasada de procedimientos aptos o idóneos para la hagan efectiva. En suma, las premisas básicas del constitucionalismo clásico o moderno que hemos estudiado como escritura, supremacía y rigidez no alcanzan por sí solos o no tienen virtualidad suficiente para funcionar cabalmente de manera autónoma. De ahí que interese sobremanera al derecho constitucional, y en lo que nos atañe al derecho constitucional comparado, pasar revista por los diferentes sistemas existentes de contralor de constitucionalidad. La sistematización que intentamos se complica porque los respectivos derechos constitucionales arbitran cada uno medios diversos en cuanto al órgano que cumple aquella tarea de contralor, en cuanto a los sujetos legitimados para provocar su ejercicio, en cuanto a las vías por las cuales el órgano puede ser impulsado, en cuanto a los ámbitos que se someten al control, y en cuanto a los efectos que produce el pronunciamiento de ese mismo órgano. 3.
Distintos órganos que realizan la inspección constitucional
Si tratamos de reducir a esquema la tipología, podemos decir que en cuanto al órgano hay dos grandes sistemas: a) el que radica la función de control de constitucionalidad en un órgano de carácter político; b) el que lo finca en el área de los tribunales de justicia. La tradición del primero nos viene de la Francia revolucionaria, donde entre otros precedentes cabe colacionar la propuesta de un jurado de la constitución – “jurie constitutionnaire” – proveniente de Sieyes, 3 que
tendría como misión juzgar las acusaciones de violaciones a la constitución y de declarar inconstitucionales los actos infractorios con el efecto de nulidad e invalidez. El antecedente paso a la constitución del año VIII en su senado conservador, a la del año 1852 y a las de 1946 y vigente de 1958. La tradición del segundo sistema – judiciario- arranca del constitucionalismo norteamericano, que ha encomendado a los tribunales judiciales el control de constitucionalidad en la medida necesaria para fallar las causas cuya resolución se vincula con normas o actos acusados de inconstitucionalidad. El famoso “leading case” de la Corte Suprema federal de Estados Unidos en “Marbury v. Madison” del año 1803 ha servido de base al
sistema, que gira en torno de un prolijo razonamiento del juez Marshall.4 Estados Unidos ha sido, así, el país desde el cual difundió su ejemplaridad el sistema de control jurisdiccional a cargo de los tribunales (sistema difuso), que cobra relevancia cuando se radica en ultima instancia en la Corte Suprema federal, cuyo rol de verdadero detentador de poder político parece indiscutible. 5 El marco procesal del juicio donde el control se verifica y donde, al dictarse la sentencia, se emite el pronunciamiento sobre la constitucionalidad, ha podido fundar sólidamente la opinión de que en el régimen norteamericano, y en los que le son afines, el examen de aquella constitucionalidad nace con ocasión de una litis, lo cual difiere mucho –o bastante- de los sistemas donde, sin composición procesal de un juicio, se verifica el control por vía de consulta o de manera preventiva. Cabe agregar que el modelo jurisdiccional experimentó una variante muy significativa con la creación del Tribunal constitucional checoslovaco (constitución de 1920) y del Alto Tribunal constitucional austríaco de Kelsen (constitución también de 1920). La idea de una jurisdicción especializada, que recibirá el mote científico de “control concentrado”, concentrado”, se vio acrecentada con el
Tribunal de Garantías Constitucionales de la España
republicana, en virtud del texto progresista de 1931 y hasta la instauración del franquismo. Con posterioridad a la II Guerra Mundial, se afincó la Corte Constitucional Italiana en 1948 (en virtud de la constitución del año anterior, y sobre todo a partir de 1956), el Tribunal constitucional federal alemán (por la Ley fundamental de Bonn de 1949), el Tribunal constitucional turco en 1961 (por la constitución de 1960), la Corte constitucional yugoslava (1963), el Tribunal constitucional chileno establecido en 1970, el Tribunal constitucional español (constitución de 1978), el Tribunal de Garantías Constitucionales peruano instaurado por la derogada constitución de 1979, y el portugués (constitución de 1976, revisada en el punto por la reforma de 1982). 6 El movimiento que venimos describiendo se difundió a Europa Oriental: Polonia (1985), Hungría (1989), Checoslovaquia (1991), Rumania (1991), Bulgaria (1991), Rusia (1991). 7 La idea ha sido tan potente que ha llegado a lugares tan dispares como Colombia (por la constitución de 1991), Andorra (por la constitución de 1993), Perú (que renace en la constitución de 1993), entre otros países.8 Este brevísimo panorama es realmente insuficiente para comprender los alcances de cada sistema, aparte de que el segundo – el judiciario- como vimos cuneta a su vez subdivisiones. Hemos pues, de profundizar más el asunto.
3.1. El control jurisdiccional Se denomina así porque se trata de una función propia de los jueces: el examen de constitucionalidad incumbe a los tribunales en su función de administrar justicia. Este sistema jurisdiccional, judiciario o judicial se desdobla, como ya adelantáramos, en dos: a) cuando todos los jueces están habilitados para ejercer el control en la medida que dentro de un proceso judicial deban aplicar, para dictar sentencia, una norma o un acto que se reputan inconstitucionales, el sistema es jurisdiccional
difuso o descentralizado; difuso porque, precisamente,
está disperso en la competencia de todos y de cada uno de los magistrados de justicia; b) cuando se establece un solo órgano o tribunal con competencia exclusiva, por manera que ningún otro juez puede controlar la constitucionalidad, en cuyo caso el sistema es jurisdiccional concentrado; concentrado porque se centraliza y unifica esa función en la competencia de un órgano especialmente habilitado, ante el cual se plantean exclusiva y directamente las cuestiones de constitucionalidad, o al cual le son elevados los procesos judiciales donde se suscitan. No puede obviarse que el derecho constitucional comparado reconoce en el esquema de contralor jurisdiccional la posibilidad de sistemas mixtos, en tanto y cuanto un tribunal constitucional como a su vez los jueces ordinarios tienen competencia para ejercer el control activado por diversas vías procesales, como es el caso de Perú y de Colombia. En el sistema jurisdiccional cobra realce y propiedad el término de jurisdicción o justicia constitucional con que se alude a la revisión o al control de constitucionalidad. Es decir, se radica este operativo de resguardo de la constitucionalidad en sede de la administración de justicia. Cuando el control judicial se halla diseminado en una jurisdicción dispersa del tipo norteamericano y argentino, algunos autores opinan que no existe en sentido estricto una jurisdicción constitucional, 9 la que en rigor sólo se configuraría en los supuestos de existencia de un organismo que, al estilo de la constitución de Austria de 1920, y de las actuales que hemos enumerado, monopoliza la competencia para pronunciarse en cuestiones de constitucionalidad. Sin embargo, creemos que la circunstancia de adherirse la revisión constitucional a los procesos judiciales comunes como una cuestión incidental o “prejudicial” respecto de la controversia
principal, no destruye la naturaleza jurisdiccional del control que, por versar sobre la constitucionalidad, le merece al sistema la denominación de jurisdicción constitucional . No obstante, es evidente que dicha jurisdicción se hace más patente en la categoría autónoma con un control que Calamandrei ha llamado concentrado, principal, general y constitutivo. 3.1.1.
El control jurisdiccional difuso o descentralizado
Para adentrarnos en esta clasificación, recordemos: a) que el mismo es un subtipo del control que llevan a cabo los jueces; b) que lo pueden realizar todos los jueces, de todas las instancias y de todos los fueros; c) que puede desembocar en la Corte Suprema que como interprete final de la constitución decidirá en definitiva sobre el punto en cuestión; d) que el marco es una contienda común u ordinaria donde incidentalmente se plantea la problemática constitucional. Este sistema nació, como ya dijimos, en los Estados Unidos. Pero es de hacer notar que la constitución federal de 1787 ni la Ley Judiciaria de 1789 contenían ninguna disposición al respecto. La facultad de la revisión judicial de la constitucionalidad de los actos aparece como una creación pretoriana (o sea, fuente de derecho judicial), fruto del famos o caso “Marbury v. Madison”, fallado por la Suprema Corte de los Estados Unidos en el año 1803. Si hacemos un poco de historia, caeremos en la cuenta de que los actores de esta contienda –no en el sentido procesal del término, sino en su dimensión sociológicaeran, en el mejor de los supuestos, bastante improbables para sentar las bases del “judicial review”. El contexto político en que se desenvolvió la causa hacia presagiar tal vez un grave conflicto institucional, un “choque de poderes”, un bloqueo interorgánico. En cambio, lo que
resultó de un modo mediato, fue todo lo contrario: un “re-equilibrio” para fortalecer aún más el s istema de
“frenos y contrapeso” que instauró la constitución
norteamericana. La Corte Suprema federal se transformó así en verdadera cabeza de un poder del estado. Como dijo algún historiador, Marshall logró que efectivamente “la Corte fuese Suprema”.
Resulta útil rememorar la plataforma fáctica que sustentó este caso. Para ello, hay que remontarse a los inicios del año 1801. El presidente John Adams, perteneciente al partido de los federalistas, estaba por concluir su mandato de cuatro años. Mientras el Colegio Electoral estaba ocupado en discernir su sucesión, el titular del ejecutivo norteamericano nombro a John Marshall, quien se desempeñaba como su secretario de estado, presidente de la Corte Suprema (“Chief Justice”),
obteniendo la pertinente confirmación senatorial. Pero he aquí que la administración saliente no tenía deseos de facilitar la gestión de Thomas Jefferson, del partido demócrata-republicano, que finalmente había logrado imponerse en el Colegio Electoral. Una de las formas de entorpecer la acción del gobierno entrante era dejar un poder judicial hostil (el llamado “court-packing”), práctica que luego se intentó repetir en la historia norteamericana durante la época de Franklin D. Roosvelt). Entre varias medidas, el congreso (aún en manos federalistas) autorizó al presidente a nombrar cuarenta y dos jueces de paz para el distrito capitalino por un período de cinco años. Luego de las respectivas propuestas y acuerdos del Senado, sólo quedaba despachar los los nombramientos –que ya estaban firmados y sellados-, tarea que incumbía al departamento de estado, que interinamente seguía desempeñando Marshall, quien ya había asumido la presidencia de la Corte Suprema. Como anecdóticamente relata Tribe, “el hermano de Marshall no tuvo tiempo de enviar la designación de Marbury antes de la asunción de Jefferson. El secretario de estado de Jefferson, James Madison, se negó a remitir
el nombramiento, lo que condujo a Marbury a demandar por vía de la acción de “mandamiento” ante la Corte Suprema”.
Marshall tuvo pues que decidir esta contienda, rodeado de fuertes presiones políticas. Empero, utiliza un método lógico-deductivo que segrega la cuestión en tres núcleos centrales. El primero se focalizaba en si Marbury tenía derecho el nombramiento cuya efectivización solicitaba. Esta pregunta es contestada por el juez –quien se expidió en nombre de la totalidad de la Corte –de modo afirmativo. El segundo se concatenaba con el anterior, y preguntaba si presupuesto el derecho de Marbury, éste tenía algún remedio o recurso, lo cual también es resuelto afirmativamente sobre el adagio del common law “where there is a wrong, there is a remedy” (“donde hay un agravio, debe haber un remedio”). El tercero, finalmente,
indagaba si esa acción era la de “mandamiento” que había interpuesto Marbury en los estrados de la Corte Suprema. A este interrogante Marshall replica negativamente, pues aunque Marbury había accionado de acuerdo con los preceptos de la Ley Judiciaria de 1789 que
lo
facultaba
a
deducir
el
“mandamiento”
directamente ante la Corte, esta preceptiva vulneraba el texto constitucional porque ampliaba inválidamente la competencia originaria del Tribunal estipulada en él de manera expresa. Congruente con su método silogístico, Marshall se planteaba una opción emblemática: o devenía suprema la ley, y la constitución se transformaba en un vano e inútil medio para contener un poder irrefrenable, o por el contrario, era suprema la constitución, y cabía descalificar la ley que la violentaba, como la Ley Judiciaria al permitir el “mandamiento” en instancia originaria. La acción resultaba, al resultar la ley repugnante con la constitución, improcedente. La célebre sentencia fue motivo de muchos comentarios, algunos de ellos críticos en el sentido de que Marshall había sacrificado a un correligionario político a fin de sintonizarse con las nuevas autoridades. Empero, lo
que ellos no advierten es que el juez Marshall, aun pareciendo ceder a determinados vientos políticos del momento, reservó para el poder judicial lo que iba a configurar su arma más poderosa: la declaración de inconstitucionalidad de una ley o de un decreto (lo que los franceses llaman “pouvoir d´empêcher”). Es de recordar
que la Corte americana no hizo de nuevo uso de esta atribución (pretoriana y declarada de oficio) hasta 54 años después, en el tristemente célebre caso “Dred Scott v. Sanford”, del año 1857. 11
La ausencia normativa expresa de tal potestad también es observable en el caso argentino. Pero como bien apuntan Vanossi y Ubertone, tal antecedente era conocido “al tiempo de sancionarse la Constitución
Nacional, y más aún al tiempo de la reforma de 1860, en cuyos debates ha quedado expresa constancia del verdadero papel que se le quería asignar al Poder Judicial. Por ello fue que la Corte argentina no tuvo necesidad de fundamentar y de argumentar como lo hizo Marshall en Estados Unidos la teoría del control jurisdiccional y de la naturaleza institucional del Poder Judicial. No hay una palabra al respecto. Se lo daba por conocido, aceptado y consumado que estaba presente en el momento en el cual se crea el Poder Judicial. Ello puede apreciarse especialmente en el caso “Sojo” de 1887, que es en cierta medida el equivalente argentino del caso “´Marbury v. Madison´”.12
En estos sistemas, entonces, por creación del derecho judicial los tribunales judiciales son competentes para controlar la constitucionalidad de las normas inferiores. El llamado “modelo americano” ha tenido recepción,
además de otras partes de América Latina, en Escandinavia y en Japón. Por lo demás, en algunos sistemas que podrían catalogarse desde cierta perspectiva como
“concentrados”
subsiste
en
algunos
supuestos
la
jurisdicción difusa (v.gr. Colombia y Perú). 3.1.2.
El control jurisdiccional concentrado
Es la otra gran subdivisión del tipo judiciario, y que como ya reseñáramos cada vez goza de mayor ejemplaridad en el derecho constitucional comparado. También a este modelo se lo denomina europeo por su ámbito de inicio y primigenio de irradiación; en efecto, se origino en Europa Central (Checoslovaquia y Austria) en el año 1920, resultando su inspirador, en el segundo de los países referidos, Hans Kelsen, quien era profesor de derecho público y de filosofía del derecho en la Universidad de Viena. Se contrapone, en la literatura comparada, a este esquema con el molde que hemos visto, esto es, el americano, proveniente del seguimiento que tuvo la sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos “Marbury v. Madison”.
¿Cómo se diferencia un modelo del otro? Louis Favoreu explica que: “En el sistema americano, la justicia
constitucional se confía al conjunto del aparato jurisdiccional, y no se distingue de hecho de la justicia ordinaria, en la medida en que todos los litigios, cualquiera sea su naturaleza, los juzgan los mismos tribunales y, en líneas generales, en idénticas condiciones. La dimensión constitucional puede hallarse presente en todos los litigios, y no precisa de un tratamiento específico: a decir verdad, no existe un verdadero contencioso constitucional… El modelo europeo es enteramente distinto. Lo contencioso constitucional, que se distingue de lo contencioso ordinario, es competencia exclusiva de un tribunal especialmente creado con este fin, el cual puede resolver, sin que pueda hablarse con propiedad de litigios, por recurso directo de autoridades públicas o jurisdiccionales, o incluso, de particulares, y sus
fallos tienen efecto de cosa juzgada”. 13 Concurre Hermann Schwartz al expresar: “Por oposición al sistema
difuso americano, el enfoque europeo se basa en concentrar el poder de revisar la constitucionalidad de la legislación en un tribunal especial que no es parte de la magistratura ordinaria y que no resuelve litigios convencionales, una función reservada a los tribunales ordinarios. De esa manera las reglas constitucionales concernientes a los tribunales constitucionales no aparecen usualmente en la sección judiciaria de las constituciones europeas sino en una sección aparte, luego de los artículos sobre la estructura del gobierno nacional”.14 Es dable remarcar el contexto socio-político en que se da el modelo concentrado o europeo, que es el de la primera post-guerra. Las experiencias históricas parecen demostrar que luego de grandes flagelos político-militares y de gobiernos dictatoriales, emergen con toda su fuerza los llamados “tribunales o cortes constitucionales”. Y ello
es así –en la primera y en la segunda postguerra europea, en la democratización del Sur de Europa en la década de los setenta, en el postcomunismo – en la medida en que ya no se confía en la capacidad de los jueces ordinarios por refrenar o contener al poder. Ha sido el profesor Mauro Cappelletti quien magistralmente describió esta falencia del juez ordinario europeo. “Los jueces de Europa continental – dice Cappellletti- son habitualmente magistrados “de carrera” poco aptos para asumir una tarea de control de las leyes, tarea que, como veremos, es inevitablemente creadora y va mucho más lejos de su función tradicional de “simples interpretes” y de “fieles servidores” de las leyes. La
interpretación misma de las normas constitucionales, y especialmente del núcleo central de éstas que es la declaración de derechos fundamentales o “Bill of Rights”, es normalmente muy distinta de la interpretación de las leyes ordinarias; ella requiere una aproximación que mal
se conjuga con la tradicional ´debilidad y timidez´ de un juez del modelo continental”. continental”. 15 Las denominaciones “Corte Constitucional”, “Tribunal Constitucional”, “Tribunal de Garantías Constitucionales”,
etc.) pueden variar, pero el diseño es –en lo medularmuy similar. Tal como adelantáramos, utilizan este sistema Austria (reimplantado en 1945), Italia, Alemania, España, Portugal, Andorra; 16 los países de Europa Central y Oriental que salieron del marxismo como Polonia (ya en 1985, cuatro años antes de la transición), Hungría, Rumania, Bulgaria, Eslovenia, Macedonia, Lituania, Eslovaquia, República Checa (constitución de 1992), Rusia; algunos países de América Latina como Chile, Colombia y Perú;17 y en otras latitudes como Egipto, Corea del Sur y Sudáfrica (ya en la constitución interina 1993). 18 Finalmente, debe apuntarse que en algunos sistemas el tribunal constitucional es un órgano extrapoderes que no forma parte dela estructura del poder judicial. 3.2. El control político
Por fin, analizaremos el denominado “control político”. Se entiende por tal el que realiza un órgano que no ostenta categoría de tribunal. Al margen de ejemplos históricos (como los del Soviet Supremo en el ámbito de la ex U.R.S.S. o el Consejo de la Revolución en Portugal entre los años 1976 y 1982), suele ubicarse a Francia como ejemplo de esta modalidad. En efecto, la integración de este Consejo sugiere un fuerte tinte político, en tanto que lo conforman nueve miembros, a razón de tres nombrados por el presidente de la República, tres por el presidente del Senado y tres por el presidente de la Asamblea Nacional, además de los ex presidentes de la República que son miembros por
derecho propio y vitalicio (art. 56, constitución de la V República de 1958). 19 El carácter de este organismo ha dado lugar a interminables debates y discusiones. Así, hay autores que defienden la naturaleza jurisdiccional del sistema, y afirman que sus miembros son “jueces constitucionales”
al igual que los de Alemania, España o Italia. Por el contrario, otros remarcan la índole excepcional de este órgano y la intención de los autores de la constitución de 1958, además de su peculiar composición. c omposición. 20 Para nosotros, el control francés es, sin duda, político, pese a que algunos comentaristas –como vimos- lo reputen jurisdiccional. Dentro del sistema francés, hay dos clases clas es de controles: uno “ex ante” o preventivo, y otro “ex post” o “a posteriori”. En el primero de los casos, hay supuestos
obligatorios, como el de las leyes orgánicas, que junto con los reglamentos parlamentarios deben necesariamente ser sometidos a la consideración del Consejo (art. 61, primera parte). Además, facultativamente podrán ser elevadas al Consejo las leyes ordinarias. Originariamente, quienes podían provocar esta inspección eran el presidente de la republica, el primer ministro, el presidente de la Asamblea Nacional o el presidente del Senado. A partir de una importantísima reforma llevada a cabo en 1974, se extendió tal legitimación activa a sesenta diputados o sesenta senadores (art. 61, segunda parte, en su redacción por ley constitucional 74-904 del 29 de octubre de 1974). Estas mismas personas pueden incitar al Consejo Constitucional a que revise un acuerdo internacional antes de su ratificación o aprobación (conf. Art. 54 con ulterior modificación incluida). En cuanto al control a posteriori , es muy puntual; el mismo puede darse en función del juego armónico de los arts. 34 (zona de reserva de la legislación) y 37 (zona de reserva del reglamento). Si el parlamento ha invadido la
esfera de acción reglamentaria, puede dictarse un decreto que enderece la cuestión, previa comprobación del Consejo Constitucional (conf. Art. 37, segunda parte). Este procedimiento es conocido como “deslegalización”.
También el Consejo Constitucional tiene funciones en materia del contencioso electoral (arts. 58 a 60), lo cual acentúa su matiz de órgano político. Hay controles políticos más difíciles de detectar. En Suiza, las constituciones de los cantones son revisadas por la Asamblea Federal antes de entrar en vigencia para verificar su ajuste a la constitución federal. Un sistema equivalente rigió en Argentina entre 1853 y 1869 por imperio del texto de la constitución de 1853, que obligaba al congreso federal a examinar las constituciones provinciales antes de su aprobación y vigencia. 21 4.
Tipología sobre la base de las vías procesales
Los sistemas en cuanto a las vías procesales por las que se provoca el control están subdivididos en varios tipos, cuya esquematización somera conduce a dos fundamentales: a) una vía directa, de acción o de demanda; b) una vía indirecta, incidental o de excepción. En la primera, se impele al órgano de control al solo efecto de que lo lleve a cabo, y de que emita un pronunciamiento que verse únicamente sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad puras de la norma que se ataca; en la segunda, se presupone la existencia de una causa o de un proceso judiciales cuyo objeto difiere del control puro, pero se intercala o inserta (incidentalmente) la cuestión de constitucionalidad en la medida restringida en que para fallar la causa es menester verificar si una norma o un acto que están involucrados en el mismo caso, son o no inconstitucionales. El control, en este caso, configura un aspecto indirecto o incidental del proceso principal, a diferencia de la vía directa en que dicho control es el objeto constitutivo y autónomo.
Los sistemas con filiación en el de los Estados Unidos – como, v.gr., el argentino- siguen el segundo camino. En la vía directa puede impulsarse mediante acción un verdadero proceso constitucional ad-hoc. Esta acción directa se ve plasmada en la constitución cubana de 1940 (como acción popular ), ), en la constitución italiana de 1947, en la Ley fundamental de Bonn de 1949, en la constitución uruguaya de 1952, en la constitución venezolana de 1961; también cabe reconocerles ese carácter al fecundo amparo mexicano, 22 al español sobre la base de lo dispuesto por la constitución de 1978, y a la acción de tutela colombiana de la constitución de 1991. Tradicionalmente, en Alemania se hace la distinción entre
el
llamado
“control
abstracto”
(“ abstrakte (“abstrakte
normenkontrolle”) normenkontrolle”) y el “control concreto” (“konkrete (“ konkrete normenkontrolle”), normenkontrolle”), siendo el primer caso una via de
acceso directa y titularizada por los órganos del poder mencionados en el art. 93 de la constitución federal; en al segunda hipótesis, se trata de un camino indirecto con ribetes singulares que analizaremos más adelante. Cabe destacar que en el derecho europeo se está dando una interesante transformación en punto al control abstracto de normas, que supondría un juicio de inconstitucionalidad pura deducido por una autoridad pública del estado. tal como refiere sagazmente López Guerra: “En sociedades donde existe un consenso político
básico sobre la constitución, y un reconocimiento reciproco de la legitimidad de las posiciones políticas mantenidas por los diversos partidos políticos, estén ene l gobierno o la oposición, resultan cada vez más escasas las imputaciones, frente a las mayorías parlamentarias, de conductas directamente lesivas de los mandatos constitucionales, mediante el planteamiento de recursos de inconstitucionalidad que, además, ponen en tela de juicio la misma imparcialidad de los Tribunales constitucionales, al situarles en el centro de
enfrentamientos políticos. En cambio, otros dos tipos de funciones de estos Tribunales salen a la luz, mutuamente interrelacionadas. En primer lugar, la defensa de los derechos fundamentales: tanto mediante los procedimientos de control de constitucionalidad respecto de leyes que los vulneren, como mediante el remedio de actuaciones administrativas, judiciales, o de los particulares, contrarias a ellos. Tal es la función ejercida mediante la vía procesal del recurso de amparo en España, o la queja constitucional den la Republica Federal de Alemania y en Austria: pero también, por una vía indirecta, mediante la cuestión de inconstitucionalidad, en todos los ordenamientos que la adminten”. 23
Agreguemos que el apuntado fenómeno ya había sido también identificado por Favoreu, al expresar: “En la actualidad, tres Tribunales constitucionales se asemejan cada vez más a “supertribunales de casación”: el alemán,
el italiano y el español. En efecto, el recurso constitucional alemán va esencialmente dirigido contra decisiones jurisdiccionales, y a menudo aparece como un tercer o cuarto grado de jurisdicción. La remisión italiana por el juez a quo hace que, cada vez más, el Tribunal constitucional juzgue casos civiles, penales y administrativos. El amparo español se solicita, sobre todo, contra decisiones jurisdiccionales. En lo esencial, pues, estos tribunales en los que deben extraer y examinar las cuestiones constitucionales”. 24
Es que entre la via directa y la indirecta puede intercalarse una tercera hipótesis: cuando el sistema en cuanto al órgano es jurisdiccional concentrado, los tribunales ante los cuales se sustancian procesos que anidan una cuestión de inconstitucionalidad no pueden resolverla, desde que hay un órgano único y especifico que monopoliza la competencia para ello; entonces, los magistrados ordinarios deben elevarle la causa constitucional, con cuyo pronunciamiento reciben en devolución el proceso para fallarlo. Tal es el sistema de
control que existe en Alemania cuando se impugnan leyes en casos concretos, en Italia, en España. Este supuesto intermedio –que podemos considerar como de elevación de la causa por el juez que conoce de ella al órgano especifico encargado del control- no es incompatible con el reconocimiento paralelo de una vía directa o de demanda. En rigor, se trata de una vía indirecta o incidental (porque la cuestión constitucional se adhiere como prejudicial a un proceso de cuyo objeto principal es otro distinto), pero que al funcionar en un régimen de jurisdicción constitucional concentrada impide al tribunal del caso decidir “per se” la cuestión
constitucional y lo obliga a remitirla al tribunal único que está habilitado para conocer de ella. 5.
Los ámbitos de control
También obviamente interesa al derecho constitucional comparado qué materias y qué actos son susceptibles de ser controlados por los mecanismos de la inspección constitucional. Podría comenzarse el tema diciendo, en líneas generales, que todo el derecho infraconstitucional siempre debería ser pasible de contralor constitucional, so pena de crear “islas” o “compartimentos estancos” que
quedarían de esa manera detraídos de la revisión. Como veremos, lamentablemente, existen –por obra de diversas fuentes, empezando por algunas constituciones y terminando por la jurisprudencia- esas áreas que conspiran contra la coherencia lógica de la teoría del control constitucional. Cuando los estados son federales, son revisables las constituciones provinciales o estaduales, en virtud del principio de supraordinacion y subordinación que existe dentro del federalismo. Con más razón, en los estaos unitarios (aunque tengan un grado de descentralización, como en Italia), los actos regionales pueden ser evaluados constitucionalmente.
Por lo demás, las leyes y los tratados internacionales que no tengan jerarquía idéntica o superior a la constitución son controlables, y así lo recepta el derecho comparado, con la excepción británica, en donde se verifica el principio de supremacía parlamentaria y se desdibuja por completo el contralor constitucional. Francia también es reacia al contralor constitucional de las leyes, una vez promulgadas, ni ante el Consejo Constitucional ni frente a otra jurisdicción, herencia de la premisa rouseeauniana en ele sentido de que la ley es expresión de la voluntad general y de que esta última es infalible. No hay duda de que los actos administrativos, sean éstos de carácter general (usualmente llamados “reglamentos”) o de alcance individual son materia
revisable. La temática se complejiza con los llamados actos de gobierno, actos políticos, actos institucionales o “cuestiones políticas no justiciables”. Una férrea y a la vez
errónea lectura del principio divisorio de las funciones del poder ha hecho que en muchos sistemas, desde Francia hasta los Estados Unidos y Argentina, se sustraigan estos rubros del control, cuando no existe un fundamento objetivo que legitime esa línea de acción. Resulta interesante analizar si el control constitucional puede recaer sobre las sentencias judiciales. En el derecho español funciona el contralor por conducto del recurso de amparo respecto de actos u omisiones de los órganos judiciales que hayan ocasionado la violación de un derecho o libertad fundamental, 25 lo cual imperfectamente operaria en Argentina con la doctrina de arbitrariedad de sentencias y pese a una prohibición legal sin sustento constitucional. Por ultimo, también debemos computar en el mapa del contralor constitucional a la actividad de los particulares. Hay sistemas, como el art. 86 de la constitución
colombiana de 1991 y del art. 43 de la constitución argentina de 1853-1994, que autorizan la tutela o el amparo contra actos provenientes de personas privadas. Un rubro que interesa mucho al derecho comparado de los últimos tiempos es el contralor que puede hacerse en relación con la inconstitucionalidad por omisión. Así como se visualiza con facilidad que la constitución es vulnerada cuando se realiza un acto que ella prohíbe, no es menos cierto que el plexo constitucional también padece cuando un órgano de poder o hasta un particular omite hacer lo que la norma de base manda. Allí también hay transgresión a la constitución, y las tendencias más actuales en el derecho constitucional comparado la han receptado.26 Si tuviéramos que mencionar textos que han dado acogida a esta institución, aludiríamos a la constitución portuguesa de 1976 (con su reforma, en el punto, de 1982), a la brasileña de 1988 y dentro del derecho publico provincial argentino al art. 207 de la constitución rionegrina de 1988. El examen de la omisión inconstitucional siempre es histórico y concreto, ya que debe ponderarse si el constituyente ha deparado cierto “margen” al despliegue infraconstitucional en cuanto a la exigibilidad inmediata, condicionada, diferida o discrecional de la actividad incumplida. Si bien una vez que se verifica la inconstitucionalidad por omisión, la desembocadura o conclusión es similar tanto en Portugal como en Brasil (se pone en conocimiento del órgano competente, es decir, un efecto meramente declarativo), es dable señalar que la constitución de Brasil fue más amplia que el modelo que sirvió de base –Portugal- en cuanto a la legitimación activa y el objeto. 6.
Los efectos del control
Por ultimo, hemos de indagar los sistemas en cuanto a los efectos que se operan una vez ejercitado el control y emitido el pronunciamiento por el órgano competente. También acá encontramos dos grandes grupos: a) el de los sistemas que restringen el efecto de la declaración de inconstitucionalidad al caso resuelto, y que por eso pueden llamarse limitados, inter-partes o para el caso, consistiendo el efecto –en realidad- en la no aplicación de la norma o del acto dentro del proceso y a las partes que en él han intervenido, pero manteniendo la vigencia de la norma general; b) el de los sistemas que proyectan el efecto de la declaración de inconstitucionalidad más allá del caso, y que por eso se pueden llamar amplios, ergaomnes o extra partes, consistiendo el efecto en la abrogación total o general de la norma o del acto. El efecto restringido juega, normalmente, en paralelo con los sistemas que en cuanto al órgano son jurisdiccionales difusos y en cuanto a la vía son indirectos o incidentales. El sistema amplio, por el contrario, se acopla habitualmente al sistema que en cuanto al órgano es jurisdiccional concentrado y en cuanto a la vía es directa o de acción. Como ejemplo clásico del primero se cita a Estados Unidos y a Argentina; como ejemplo del segundo, a Alemania, Italia España y Portugal. Pero esta dicotomía no debe desconcertarnos. Hay sistemas que adoptan el efecto limitado al caso, no obstante lo cual la declaración de inconstitucionalidad emitida en una sentencia del máximo tribunal adquiere una pauta de valor generalizado que la erige en “sentencia-modelo” capaz de obtener seguimiento o imitación, y susceptible –precisamente por la ejemplaridad que obtiene- de difundirse más allá del caso (v.gr. los fallos de la Corte Suprema Federal de Estados Unidos, país donde por esa razón algunos autores 27 creen descubrir un sistema de efectos generales o erga-omnes). Cuando las sentencias de la última instancia obligan en su
interpretación a todos los demás tribunales, podría vislumbrarse una modalidad moderada del efecto amplio. 7.
Llamativas expansiones constitucional
actuales
del
control
Por influencia de Kelsen subsiste el hábito de visualizar la función de control constitucional que descalifica a las leyes por su oposición con la constitución, como función de “legislador negativo”: negativo”: el legislador pone la ley en el
ordenamiento jurídico, y el tribunal constitucional que la declara inconstitucional o nula la retira y expulsa de ese mismo ordenamiento. En primer lugar, esta visión nos parece que sigue colocando al legislador y a la ley en el centro del poder público, y que por comparación y contraste busca señalar equívocamente el control judicial de constitucionalidad como algo que, por disimilitud, se da en considerar, en el reverso, una análoga función de legislador negativo. En segundo lugar, sabemos que el control constitucional no opera únicamente en el caso (negativo) de que el órgano competente declare una inconstitucionalidad o una nulidad constitucional. También hay y es control el que, en la desembocadura de su ejercicio, declara que la norma o el acto aparentemente inconstitucional, no lo son; es frecuente que, en Europa, los tribunales constitucionales realicen con esta perspectiva la denominada interpretación “conforme” a la constitución.
En tercer lugar, lo de legislador negativo hadado pie para que en los últimos años, y en contraposición, se hable en Europa del tribunal constitucional como “legislador positivo”. positivo”. En efecto, se están conociendo y
admitiendo en países como Italia, España y Alemania numerosas constitucionales que exceden en mucho a la función de control negativo (declarando inconstitucionalidades) y de control positivo (declarando
la constitucionalidad), porque penetran con mucha más intensidad en el ámbito del control clásico, a veces hasta sin que la constitución y las leyes del respectivo estado lo prevean expresamente. Se trata de sentencias que reciben denominaciones variadas: sentencias apelativas, integrativas, constructivas, por delegación, con admoniciones o mandatos al legislador, y hasta sentencias que recaen en omisiones inconstitucionales. 28 Para simplificar la explicación de este nuevo tipo de sentencias, cabe recordar que surten efectos “positivos” muy amplios en vez de “negativos”, como por ejemplo
cuando frente a una ley que concede ciertos beneficios a un sector de personas (las viudas) con exclusión o condicionamientos diferentes respecto de otro grupo (los viudos); supuesto ello, el tribunal constitucional mantiene la constitucionalidad mantiene la constitucionalidad del beneficio para aquéllos a quienes la ley lo otorga, pero señala que igual beneficio ha de merecer el sector diferenciado; también las sentencias que suprimen o eliminan una palabra o una frase del texto normativo, de modo similar al ejemplo anterior, para salvaguardar la igualdad (por ejemplo, equiparando la unión de hecho a la unión matrimonial); o cuando la sentencia señala que, entre varias interpretaciones posibles de una ley en torno de un texto constitucional, debe adoptare la única que satisface la constitucionalidad de la ley, y repeler las restantes; o cuando el tribunal encarga al legislador que modifique una ley para salvar su constitucionalidad y evitar la inconstitucionalidad; o cuando establece que una ley no es todavía inconstitucional, pero lo sería después de un cierto plazo si no se la adecuara a la constitución, para lo cual hasta se le fija ese plazo al legislador. Por fin, como vimos, en Portugal existe el control de las la s omisiones constitucionales, aun cuando la sentencia que así lo realiza se limita a comunicar al legislador la observación, sin que él tenga necesariamente el deber de colmar el vacío que provoca la ausencia de la ley a dictar.
Asimismo, hay supuestos supuestos en los que la sentencia que declara inconstitucional una norma, restablece la vigencia de la norma que por ella había quedado derogada. A este supuesto se lo llama “reviviscencia” de la norma inconstitucionalmente suprimida del ordenamiento, porque vuelve a incorporarse a él como consecuencia de la sentencia. No debemos omitir la hipótesis en que, una vez declarada la inconstitucionalidad de una ley, queda vedado al legislador reproducirla mediante el dictado de otra posterior igual o equivalente. Otra
modalidad
inconstitucionalidad”,
radica en
en los
la
dupla
sistemas
“nulidad donde
la
declaración de nulidad de la ley acarrea su derogación y, con ella, el vacío jurídico en el ordenamiento, para evitar lo cual la sentencia sólo dice que la ley es incompatible con la constitución sin modificarla, y por ende se mantiene en vigor, sin que tampoco revivan las normas anteriores a su vigencia. 29 Más allá del área del poder estatal donde la doctrina de cada país enrola a su tribuna o corte constitucional, lo cierto es que cuando expande su función de control con alguno o varios de los estilos precedentemente sintetizados, es válido extraer algunas conclusiones. a)
En primer término, se intensifica en la practica lo que la doctrina de la supremacía califica ahora, más bien, como fuerza o vigor normativo de la constitución, considerando que sus normas jurídicas y que la constitución es derecho: el “derecho de la constitución”. 30 Por ello, y en cuanto vincula y obliga, se la aplica, se la defiende, y se la hace efectiva a través del control; b) En segundo lugar, los tribunales constitucionales que ostentan el ya citado perfil de “legislador positivo” incitan a revisar el esquema clásico de la
división de poderes porque, evidentemente,
c)
d)
e)
f)
8.
despliegan un funcionamiento que jamás había sido previsto por los doctrinarios clásicos del principio divisorio dentro de la tríada tradicional; En tercer lugar, se suscitan – en el buen sentido del término- “tensiones” tensiones” entre la jurisdicción constitucional y el legislador, porque desde la primera se irradian efectos provechosos fuertes hasta las normas que ha dictado, o deberá dictar, o ha omitido dictar el segundo; Como rodeando todo lo anterior, se ciñe la esfera de absoluta discrecionalidad de la ley y el ordenamiento infralegal, en clara subordinación a la constitución; Cuando la jurisdicción constitucional toma también como parámetro de constitucionalidad a los tratados internacionales de derechos humanos en que el estado es parte, se fortifica el control constitucional por añadidura de la fuente internacional; Ello advierte en la medida en que también los tribunales constitucionales se inspiran y guían para la interpretación constitucional acudiendo a la jurisprudencia del tribunal supraestatal de derechos humanos cuya jurisdicción ha sido consentida por el estado respectivo.
Valoración
Aunque el mosaico que someramente hemos procurado diseñar ofrece disimilitudes y variantes, parece objetivamente fundada la apreciación que admite valoraciones cuasi universales que progresivamente se han enrolado a favor del control de constitucionalidad. Si bien en Gran Bretaña la valoración imperante estima innecesario articular un mecanismo de jurisdicción constitucional, hay que comprender que ello es así no porque desprecie la revisión constitucional en sí misma, sino más bien porque su cultura jurídico-política lo reputa superfluo.
Cualquiera sea el sistema que se acoja, detectamos con generalidad y globalmente la circulación de una valoración positiva, basada en la creencia de que el control constitucional, en cuanto defensivo de la supremacía y de la fuerza normativa de la constitución, modera los desbordes y vigila la constitucionalidad, como una nueva forma de hacer efectiva la finalidad que en el constitucionalismo moderno se ha asignado a la división de poderes dentro del esquema de una constitución suprema. Cuando se desciende a las particularidades de cada sistema, ya las valoraciones objetivas no coinciden ni se identifican, bien que su pluralidad no desmiente el piso mínimo en que se apoya todo sistema de jurisdicción constitucional, concentrado, difuso o mixto, cualesquiera sean las posturas en cuanto a las vías procesales, a los sujetos legitimados, a los ámbitos susceptibles de control, y a los efectos de las decisiones. Lo que de común y constante descubrimos en el paisaje múltiple es la valoración que reposa en la convicción de que las transgresiones constitucionales merecen –de un modo o de otro- el rigorismo correctivo. Nuestra valoración reconoce que el control depende de la cultura jurídica de cada sociedad, y de un conjunto de valoraciones adyacentes. Las abstracciones y los apriorismos son difíciles por esa misma razón. La propia valoración ha de recaer, más bien, en cada sistema o, en todo caso, en un modelo determinado., si la difusión de los tribunales constitucionales y de jurisdicción concentrada provocan adhesión, también creemos que no conviene valorarlos como el único o el mejor sistema para todos los países entre los actualmente conocidos; en verdad, allí donde no existen, pero donde funciona –como en Estados Unidos y Argentina- el control difuso, a lo mejor habrá en cada situación que empeñarse en buscar el perfeccionamiento y la ampliación del sistema vigente, antes que inclinarse por trasplantar modelos ajenos a la tradición propia.
De todos modos, si queremos generalizar la valoración propia podemos sugerir que, cualquiera sea el sistema, las la s legitimaciones para instar las vías previstas en cada uno deben ser lo más amplias y holgadas posibles; que las omisiones inconstitucionales deben ir alcanzando paulatinamente su inserción en los ámbitos sometidos a control, así como la actividad de los particulares en los sistemas donde no se acepta o cuesta canalizarla con interpretaciones forzadas; que preferimos –hasta por la razón muy empírica de tipo procesal para evitar el dispendio de los juicios múltiples- el efecto vinculante erga omnes o general de las sentencias que emanan de la última instancia habilitada para el control. Evitamos incurrir en idealismos axiológicos, sin abdicar de nuestra reacia convicción en torno de que la jurisdicción, el control y la interpretación constitucionales tienen que vigorizarse, hasta el extremo de no excluir área alguna de la actividad pública y privada, y de ir erradicando las teorías del “self -restraint” y de las cuestiones políticas no justiciables. 1 Conf.
Fix Zamudio, Héctor, Veinticinco años de evolución de la justicia constitucional 1940 – 1965, 1965, México, 1968, pág. 15. 2 Sagües afirma que el derecho constitucional constitucional procesal procesal es “un sector del derecho constitucional que se ocupa de algunas instituciones procesales reputadas fundamentales por el constituyente (formal o informal)”, mientras que el derecho procesal constitucional “se sitúa en el derecho procesal , y
atiende a los dispositivos (obviamente jurídicos) procesales destinados a asegurar la supremacía constitucional. El derecho procesal constitucional es, principalmente, el derecho de la jurisdicción constitucional , y tiene dos áreas claves: la magistratura constitucional y los procesos constitucionales”.
Conf. Sagües, Néstor P., Derecho Procesal Constitucional, Recurso Extraordinario, tomo I, Buenos Aires, 1992, págs. 4/5. Sobre la noción de proceso constitucional , puede consultarse Serra, María Mercedes, Procesos y Recursos Constitucionales, Buenos Aires, 1994. 3
Sobre el rastreo histórico del “Jurado Constitucional” de
Sieyes, ver Cedie, Roger y Leonnet, Jean,
El Consejo
Constitucional francés, en Revista de Estudios Políticos, núm.
146, Madrid, marzo-abril de 1966, pág. 68. 4 Puede citarse al respecto: Aja Espil, Jorge A., Lecciones de Derecho Constitucional, Constitucional, Buenos Aires, 1971, págs.. 210 y sig.; del mismo autor: Origen y desarrollo del control jurisdiccional en los Estados Unidos de Norteamérica, Buenos Aires, 1958; Abraham, Henry J., The judicial process, New York, 1993, págs. 301 y ss. 5 En este sentido, ver Sánchez Agesta, Luis, Curso de Derecho Constitucional Comparado , ob. cit., págs. 214/215; Toinet, Marie-France, Puissance ete faiblesses de la Cour Supreme, en Pouvoirs, núm. 59, París, 1991, pág. 17. 6 Conf. Favoreu, Louis, Los tribunales constitucionales, Barcelona, 1994, pág. 14. 7 Para una visión sobre dichos tribunales, consultar Schwartz, Herman, The new East European Constitutional Courts, en Howard, A.E. Dick (ed.), Constitution Making in Eastern Europe, Washington, 1993, págs. 163 y siguientes. 8 No debe desdeñarse, tampoco, la creación de salas constitucionales separadas en las Cortes Supremas de El Salvador (1983-1991), Costa rica (reforma constitucional de 19898), Paraguay (1992) y Ecuador (1993). Conf. Fix Zamudio, Héctor, Estudio Preliminar, en Biscaretti di Ruffia, Paolo, Introduccion el Derecho Constitucional Comparado, ob. cit., pág. 31; Sagües, Néstor P., La jurisdicción constitucional en Costa Rica, en Revista de Estudios Políticos, núm. 74, Madrid, octubrediciembre de 1991, pág. 474, quien denomina a este último control “tribunal especializado ´intra corte´”. 9 V.:
Fix Zamudio, Héctor, Veinticinco años de evolución de la justicia constitucional constitucional 1940-1965, cit., pág 15, nota 24. 10 V.: Tribe, Lawrence, American Constitutional Law , segunda edicion, Mineola (New York), 1988, pág. 26, nota 15; Shnayerson, Robert, The Illustrated History of the Supreme court of the United States, New York, 1986, pág. 75; Clinton, Robert L. Precedent as Mythology: The Case of Marbury v. Madison , en Supreme Court Historical Society Yearbook 1989, Washington, 1989, págs. 79/80. 11 V.: Goldinger, Carolyn, The Supreme Court at Work, Washington, 1990, pág. 327; Brigham, John, Judicial Review , en Hall, Kermit (ed.), The Oxford Companion to the Supreme Court of the United States, New York, 1992, pág. 467. 12 Conf. Vanossi, Jorge Reinaldo y Ubertone, Fermín Pedro, Control jurisdiccional de constitucionalidad, Buenos Aires, 1996, págs. 47/48. 13 V.: Favoreu, Louis, Los tribunales constitucionales, ob. cit., págs. 15/16.
14
V.: Schwartz, Herman, The New East European Constitutional Courts, ob. cit., pág. 165. 15 Conf. Cappelletti, Mauro, Nécessité et légitimité de la justice constitutionnelle, constitutionnelle, en Revue international de droit comparé, año 33, núm. 2, abril/junio de 1981, págs. 627/628. 16 Sobre el desarrollo de la jurisdicción constitucional especializada en la Europa Occidental de post-guerra, ver López Guerra, Luis, Introducción (Las Constituciones Europeas en el Momento Actual) , en Gómez Orfanel, Germán, Las Constituciones de los Estados de la Unión Europea , Madrid, 1996, pág. 27. 17 Para un panorama, país por país, de la situación de la inspección de constitucionalidad en América Latina, España y Portugal, véase el excelente “ Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional” , publicado por el ex Centro de Estudios Constitucionales de Madrid en 1997. 18 Una vez establecida la Constitución sudafricana de 1996, la Corte Constitucional procedió a su revisión y expresó que no podía declararla compatible con los “principios constitucionales originarios” (conf. sent. 23/96), lo cual generó un nuevo análisis –esta
vez favorable- y una ulterior promulgación con modificaciones en diciembre de 1996, para entrar en vigencia a comienzos de 1997. Conf. Philippe, Xavier, La Cour constitutionelle sudafricaine et le réglement des conflicts
politiques, en Revue française du droit constitutionnel, núm. 27,
París, 1996, págs. 461 y ss.; Darbon, Dominique, República Sudafricana. La institucionalización del estado , en (AA.VV), El estado del mundo (Edición 1998). Anuario económico y geopolítico mundial, Madrid, 1997, pág. 217. 19 Sobre
el Consejo Constitucional francés, entre la vastísima literatura existente, pueden consultarse los trabajos que sobre el tema se publicaron en el núm. 13 de la Revista Pouvoirs, París, 1980; también, Parini, Philippe, Les institutions politiques , París, 1984, págs. 230 y ss.; Abraham, Henry J., The judicial process, ob. cit., págs. 289/293; Favoreu, Louis, Los tribunales constitucionales, cit., págs. 102 y ss., Rohr, John A., Founding Republics in France and America (A Study in Constitutional Governance), Lawrence (Kansas), 1995, págs. 140 y ss.
V.: para esta tesis, por ejemplo, Terré, Francois, A Special Court of Law?, en Soe, Christian (ed.), Comparative Politics 95/96, Guilford (Conn.), 1995, pág. 66. En cambio, André Hauriou –v.gr.- reputa al órgano como jurisdiccional o cuasi jurisdiccional (Derecho constitucional e instituciones políticas, cit., pág. 637). 20
21
V.: Lozada, Salvador M., Normas de constituciones provinciales objetadas por el congreso nacional, El Derecho, t. 10, pág. 864. 22 Debe computarse, además, como muy significativas la reforma constitucional mexicana de 1994. En la inclusión realizada en la fracción II del art. 105, se contemplan las “acciones de inconstitucionalidad”, que no es otra cosa que una
vía directa de control constitucional. Sobre esta nueva institución, ver Fiz Zamudio, Héctor, Estudio preliminar , ob. cit., págs. 36/37; Cossio, Juan Ramón, La justicia constitucional en México, en AA.VV., Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional , cit., págs. 242 y ss. 23 Conf. López Guerra, Luis, Introducción (Las constituciones europeas en el momento actual), cit., pág. 28. 24 Conf. Favoreu, Louis, Los tribunales constitucionales , cit., pág. 141. 25 Conf. Gimeno Sendra, Vicente, Constitución y Proceso, Madrid, 1988, pág. 216; Favoreu, Louis, Los tribunales constitucionales, ob. cit., pág. 119. 26 Para este instituto, ver Bazán, Víctor, Un sendero que merece ser transitado: El control de la inconstitucionalidad omisiva, en Bazán, Víctor (coord.), Inconstitucionalidad por omisión, Santafé de Bogotá, 1997. 27
Una ley o precepto de ley federal declarado inconstitucional por el tribunal supremo –dice García Pelayopierde su validez en todo el territorio de la Unión (ob. cit., pág. 433). También Biscaretti di Ruffia, Paolo, Introducción al derecho constitucional comparado , cit., pág. 181, señala que el principio del “stare decisis” confiere a las sentencias del tribunal supremo
una eficacia que de hecho supera con creces la del caso singular. 28 Ver la obra colectiva Las tensiones entre el Tribunal Constitucional y el Legislador en la Europa actual, (Eliseo Aja, ed.), Barcelona, 1998. 29 Un detalle de los sistemas imperantes en Austria, Alemania, Italia, Francia, España, Portugal, más un estudio general preliminar y unas conclusiones abarcativas de los derechos individualmente analizados puede verse en la obra grupal cit. En la nota precedente. 30 V.: Bidart Campos, Germán J., El derecho de la constitución y su fuerza normativa, Buenos Aires, 1995.
CAPITULO VIII
DESDE EL CONSTITUCIONALISMO CLASICO A LA ACTUALIDAD
1.
El sedimento del constitucionalismo clásico, liberal o moderado
Si 1900 es no sólo una fecha cronológica de finalización de un siglo sino también de un mundo en sentido orteguiano, la aceleración del ritmo en los cambios que de ahí en adelante sobrevienen corrobora el aserto. Entre la primera postguerra y la conflagración de 1939-1945, nadie duda del viraje profundo que hace vibrar a los cinco continentes y, con ellos, al derecho constitucional. Desaparecidos el equilibrio europeo y la dispersión de varios centros de poder internacional esparcidos en Europa y América, la pluralidad compensada fue sustituida por dos grandes polos de poder en mundo, ya vaticinados por Tocqueville en “La democracia en América”: Rusia y Estados Unidos. 1
Durante cincuenta años, la era atómica, la industrialización en avance, la tecnología, el rol político de las masas y del proletariado, la difusión del constitucionalismo social, los totalitarismos, la descolonización, fueron algunos de los perfiles más importantes de un horizonte signado, a la postre, por la bipolaridad. Luego de la finalización d e la llamada “Guerra Fría”, con posterioridad a 1989, parecería haberse vuelto
a un mundo bipolar. En efecto, al triunfo político y económico norteamericano en la mencionada “Guerra Fría”, se ha venido a sumar la reunificación alemana, la
integración europea después del Tratado de Maastricht, el desafío chino, las democracias emergentes de África, Asia y América Latina, con lo cual por el momento ha quedado una sola potencia –Estados Unidos- pero muchos centros de poder, interconectados por las corrientes democratizadoras y la creciente globalización de la cultura y de los mercados.
Desde fines del siglo XVIII, las revoluciones americana y francesa, habían contagiado a su época con el constitucionalismo clásico o moderno. A partir de ese instante, los estados recepcionan formas políticas que, imbuidas de la atmósfera liberal individualista, procuraron un específico tipo de organización, encaminado a garantizar los derechos del hombre y su libertad personal. La racionalización del poder suponía limitarlo en aras de la seguridad individual para alcanzar aquel fin tuitivo de las libertades subjetivas. Por un lado, división de poderes (“grame of government”); por el otro, declaración de derechos (“bill of rights”). Ambas cosas formalizadas en una constitución codificada (los apodados “mínimos constitucionales”, volcados explícitamente en el art. 16 de
la declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789), 2 cuya escritura y cuya dificultad de reforma se pensaban suficientes resguardos para su vigencia y su estabilidad. Salvo la recepción del derecho romano en Occidente, ningún otro fenómeno jurídico había tenido la proyección alcanzada por el trasplante del constitucionalismo clásico desde su cuna originaria a los demás estados que asumieron su imitación. La burguesía y la clase media, y la estructura económica del capitalismo, sirven de contextos para acompañar esa propagación. La clase hasta entonces excluida de los privilegios propios de la nobleza y de la clerecía ve en el constitucionalismo nuevo la garantía de su libertad y de su participación política. A ello se adiciona el progreso técnico, la incipiente burocracia, la extensión de la educación a quienes antes no se beneficiaban con ella. Una cierta mitificación de la libertad y de la constitución formal hace imaginar a los seres humanos que el progreso ha alcanzado ya una altitud definitiva. Del siglo XVIII heredan la confianza absoluta en la razón como instrumento capaz de dominar al mundo, y también a la realidad política. El racionalismo había encandilado a las generaciones de la época con la aptitud para penetrar todos los ámbitos de la ciencia y del saber humano. La
razón humana ya no dejaba secretos por descubrir. También –claro está- iba a sentirse idónea para planificar al régimen político, para formular un cuerpo de reglas o normas susceptibles de encauzarlo, para describir y organizar el mejor sistema de convivencia social. La norma legal, desde la más excelsa al nivel de constitución escrita, se suponía dotada de fuerza estructuradora propia para lograr que la realidad fuera tal como la norma la describía. Todo ello en custodia de una estructura de poder ceñida a su competencia tutelar de la libertad. El absolutismo parecía herido de muerte con el constitucionalismo nuevo. No más desbordes, no más arbitrariedades, no más abuso ni exceso de poder. Un poder racionalizado, basado en la ley, iba a funcionar como mecanismo de relojería e iba a lograr el equilibrio espontaneo, tal como ocurría con las leyes físicas. Como resultado, la armonía liberal significaría el paraíso político definitivamente conquistado. De todo ello, y desprendiéndose del bagaje ideológico que le servía de apoyo y de clima, iba a quedar algo imperecedero y rescatable: la convicción de que la organización política debe funcionar de tal manera que la persona humana pueda vivir en dignidad con plenitud de derechos y de garantías para promover su desarrollo integral. El constitucionalismo clásico, superado o en crisis, desbordado o envejecido, vituperado o abolido, nos ha dejado un criterio de valor del que ya no es posible volver a tras sin detrimento de la justicia: el estado, cualquiera sea la dimensión de su poder y la estructura con que se organice para hacerlo eficaz y óptimo, ha de conciliarse con la libertad personal, conteniéndose y limitándose para facilitar el despliegue de esa misma libertad. El estado existe para la persona, y no viceversa ( personalismo) personalismo). A pesar de las reacciones contra el sistema liberal, éste ha dejado como conquista definitiva la creencia universal de que todo régimen ha de existir para beneficio del pueblo. La sensación de legitimidad
exige que el régimen esté dado en función del interés general. Por eso, mientras la democracia no siente la necesidad de probar su legitimidad, los estados no democráticos se preocupan por ganar la voluntad del pueblo y dar testimonio de sí mismos a través de la manipulación de la información, del aparato de la propaganda política, del partido único u oficial, etc. 3 Es claro que un mundo en renovación había de operar un impacto también de transformación en el derecho constitucional. Si el “pathos” de la libertad pudo ser el demiurgo del constitucionalismo clásico, el “pathos” de la
justicia lo es seguramente del constitucionalismo actual. Cuando millones y millones de seres humanos sufren hambre, desnutrición, miseria, analfabetismo, carencia absoluta de medios para sobrevivir y subsistir, la premura de los cambios requeridos confiere prioridad a las preocupaciones materiales y urgencia al problema del reparto equitativo de bienes y servicios, no sólo dentro de los países subdesarrollados sino en la esfera internacional. De ahí que el derecho constitucional como orden jurídico de cada estado quede en alguna medida rebalsado por el derecho internacional publico, porque a la humanidad entera y a la comunidad internacional organizada les interesa que las personas que cohabitan en cualquier parte del mundo dispongan de un mínimo de posibilidades para convivir y desarrollarse como tales. Muchos de los problemas que antes se clausuraban en la jurisdicción interna de los estados o, acaso, en su jurisdicción reservada, han sufrido desplazamiento a la jurisdicción internacional, por lo menos concurrente con la interna de los estados. No de otro modo se explica, en el plano moral, la docencia integradora de los últimos Papas –de la que las encíclicas “Populorum Progressio” de Paulo VI y “Redemptor Hominis”, “Laborem Exercens” y “Centesimus Annus” de Juan Pablo II son ejemplo
elocuente-, y en el plano jurídico la internacionalización y positivización de los derechos humanos (declaración universal de los derechos humanos de 1948 y los dos pactos internacionales de Naciones Unidas de 1966, uno
sobre derechos civiles y políticos, y el otro sobre derechos económicos, sociales y culturales). En este último aspecto, la preocupación por la efectiva vigencia de los derechos humanos deja de ser una cuestión puramente atinente al derecho interno o doméstico de los estados, para involucrar a la comunidad internacional toda. La arquitectura clásica del constitucionalismo y sus equilibrios, tanto como la afición por la racionalización del poder y de la vida política, por el dialogo y el control, por la participación, el consenso y la confianza, si bien no han perdido su valor, se ha debilitado bastante por la necesidad de rescatar de notorias condiciones infrahumanas a una masa de población mundial que no tolera demoras. La libertad necesariamente debe conciliarse con la justicia, con la igualdad y con la solidaridad. 2.
El “plus” del constitucionalismo social
Al no ser ésta una obra específicamente de historia, se nos escapa del objeto propio de la comparación la narración de la línea evolutiva del constitucionalismo moderno a partir de su irrupción masiva en el mundo y hasta el sesgo actual del constitucionalismo social. No obstante, algo de ese curso cae dentro de las fronteras del derecho comparado. En primer lugar, la ya señalada propagación universal del constitucionalismo clásico con su objetivo de seguridad individual, que edifica al estado sobre dos pivotes de sustento, cuales son la racionalización de un poder dividido en órganos y funciones, y la tutela de la libertad y los derechos individuales. Ambos aspectos tienen un vastísimo sector del mundo constitucional durante todo el siglo XIX, y mantiene su colorido a lo largo del XX. No obstante, los estados plegados al constitucionalismo clásico dan un paso más a contar de la primera postguerra, y perfeccionan sus organizaciones con la añadidura de los derechos económico-sociales, sin extraviar ninguno de los contenidos ya incorporados dentro del esquema
racionalizador del proceso constitucional moderno. 4 La constitución alemana de Weimar de 1919 con su papel de ejemplaridad, y dos años antes la constitución latinoamericana de México de 1917, se enrolan en esta nueva línea, cuyo diseño doctrinario es extraño a nuestro propósito. No lo es, en cambio, el recordar que en las constituciones formales de nuestra época, tan sólo la que retiene su originaria fisonomía dieciochesca –la de Estados Unidos de 1787- ha omitido recepcionar las declaraciones propias del constitucionalismo social. Aun las decimonónicas de Bélgica de 1831 (que en 1993 fue revisada para la adopción del federalismo) y de Suiza de 1874 han incluido nociones jurídico-sociales relativas al bienestar en el transcurso de sus varias reformas. 5 Al constitucionalismo social arriman su aporte ideológico tanto el neoliberalismo, la democracia social como la doctrina social católica. Sigue siendo un constitucionalismo personalista que adopta el “welfare state”, el estado de bienestar o estado social. 6
Es de recordar que al despuntar el siglo XX, las sociedades comenzaron a demandar una acción positiva del estado y una serie de prestaciones (“welfare rights”)
para subsanar la desigualdad socioeconómica de las personas que impedía el goce efectivo de la libertad y de los derechos. Para ello, se requería de un poder vigoroso y eficaz que optimizara las condiciones de vida y el desarrollo, para hacer posible un justo reparto de bienes y servicios. Se anhelaba, de ese modo, corregir los obstáculos que impedían –e impiden- a grandes sectores emerger de la pobreza, del analfabetismo, de la desocupación. Casi no hubo estado en el mundo que ignorase tales reivindicaciones. En América Latina, las constituciones de Uruguay de 1942 y de Brasil de 1946 prosiguieron la línea acogida un poco antes por la peruana de 1933 y la cubana de 1940, en tanto Argentina inserta una tímida norma social en la reforma de 1957, después de la experiencia
totalitaria del peronismo con la constitución de 1949 que, por no racionalizar el poder, tampoco fue signo de constitucionalismo social, pese a sus ampulosas normas escritas. El constitucionalismo europeo de postguerra, sobre todo las constituciones francesa de 1946, italiana de 1947, alemana de 1949 y con posterioridad, la portuguesa de 1976 7 y la española de 1978, 8 ahondan y profundizan esta veta, continuadas por otras en diversas latitudes (por ejemplo, Filipinas en 1986, Brasil en 1988, Mozambique de 1990, Colombia en 1991, Macedonia de 1991, Eslovenia de 1991, Rusia de 1993, reforma constitucional argentina de 1994, Sudáfrica de 1993 y 1996, etc.). Para constatar la expansión de esta nueva ideología y la tendencia a su afincamiento en el orden constitucional interno de los estados, puede desviarse la atención a un importante documento internacional cual es la llamada Carta Social Europea, firmada en Turín el 18 de octubre de 1961 y en vigor desde el 26 de febrero de 1965. Este instrumento se produjo en el seno del Consejo de Europa por los estados miembros del mismo. Por de pronto, dichos estados asumieron el compromiso de no adoptar decisiones internas contrarias a la política social instrumentada en la Carta; aunque tal obligación fuese de índole negativa, revelaba de por sí un programa progresivo de acción común en el que, por lo menos, hay acuerdo ideológico de base; los principios se adoptan solidariamente. Cada estado se obliga, además, desde la ratificación, a reconocer un mínimo de artículos o de cuarenta y cinco párrafos entre un total de diecinueve artículos. Cinco de ellos han de seleccionarse entre siete derechos fundamentales enumerados en la Carta, que son: derecho al trabajo, derecho sindical, derecho de negociación colectiva, derecho a la seguridad social, derecho a la asistencia social y médica, derecho de la familia a una protección social jurídica y económica, y derecho de los trabajadores migrantes y de sus familias a gozar de protección y asistencia.
En el arduo camino por la construcción europea dentro de lo que fue sucesivamente la Comunidad Económica Europea y luego la Unión Europea, se estableció en 1989 un dispositivo con análogo nombre del que vimos con anterioridad ( European Social Charter) con el objetivo vertebrado en 30 artículos de suministrar pautas comunes y uniformes acerca de salarios equitativos para los trabajadores, la movilidad laboral, los derechos sindicales, beneficios adecuados de la seguridad social, etc. Gran Bretaña manifestó sus serias discrepancias con estos parámetros, que demuestran “la arista social de la integración”.
Por el contrario, los estados enrolados en el denominado derecho constitucional marxista prefirieron abdicar del constitucionalismo clásico para enmascarar el reproche a la sociedad demoliberal burguesa y capitalista, y con al fachada de una redención de la clase trabajadora se alejaron de aquél cuanto del constitucionalismo social. 9 A nivel ideológico, el derecho comparado contemporáneo como hemos visto parece dar por incorporada al derecho constitucional la idea de derecho social (muchas constituciones, incluso, expresan configurar un “estado social”, como el art. 20 de la Ley
Fundamental de Bonn, al art. 1 de la constitución española de 1978, el art. 1 de la constitución de Colombia de 1991, el art. 1 de la constitución de Mozambique de 1991 o el art. 7 de la constitución rusa de 1993, por colacionar algunos ejemplos atinentes). Esto quiere decir que las valoraciones predominantes vivencian como debido en justicia que el estado remueva los obstáculos de orden real que empecen al disfrute pleno y general de los derechos. A la abolición de la opresión de los derechos humanos por parte del estado se viene a añadir como prioritario el otorgamiento por el mismo de una serie de prestaciones que hagan posible a los individuos el desenvolvimiento de su personalidad. Se postula
paralelamente una política socioeconómica favorable a la justicia social. Si el constitucionalismo escrito sigue acusando la tendencia a incorporar –a veces con inflación desmedidalas clausulas económico-sociales, la realidad de las constituciones materiales no corred pareja, porque muchas no alcanzan a efectivizar en la acción concreta lo que protocolizan en las declaraciones formales. Sea porque son normas programáticas a las que el legislador no implementa; sea porque los jueces no se atreven a darles funcionamiento en ausencia de reglamentación legal; sea porque la estructura socioeconómica no presta las condiciones fácticas de operatividad, etc., numerosas normas del constitucionalismo social permanecen en el rango de contenidos nominales de las constituciones, o en el de las meras expectativas para quienes aparecen como titulares de los derechos que ellas consagran. Tal vez las formulaciones hayan sido o sean prematuras, no obstante lo cual revelan en el campo de las valoraciones dikelógicas un progreso impetuoso hacia la justicia social –o justicia a secas- que a la larga hará de palanca para transformar las constituciones materiales rezagadas. La esterilidad inmediata de las cláusulas de política socioeconómica no frustra su carácter de oferta o programa de acción estatal. 3.
¿Un constitucionalismo en transformación?
Frente a la vasta cantidad de cambios que se han operado en la sociedad en tiempos recientes, particularmente en las áreas cultural, económica y tecnológica, algunos autores (como Pedro José Frías) han llegado a barajar la noción de un “constitucionalismo en transición”, de una suerte de “tercer tiempo” o de “tercera etapa histórica” que vendría a integrar al
constitucionalismo luego de las dos fases ya vistas: el clásico o liberal (fines del siglo XVIII y todo el siglo XIX) y el social (gran parte de la presente centuria).
La disquisición disquisición acerca de la existencia existencia de un tercer momento dista mucho de ser meramente teórico o académica, puesto que se vincula con las tendencias que pudiesen inducirse de los últimos textos constitucionales y de la “idea de derecho” que ellos expre san, de cara al tercer milenio. No parece descabellado plantearnos si se ha producido alguna renovación en la cosmovisión constitucional. Después de todo, el constitucionalismo social aparece demasiado vinculado al fenómeno histórico inmediato que le dio origen, esto es, la revolución industrial. El maquinismo, la cuestión obrera, el proletariado emergente, el despoblamiento rural, fueron todos temas que, ausentes de las constituciones decimonónicas, se filtraron y encontraron cabida a partir de Querétaro (1917) y de Weimar (1919) ya citadas. Dichas preocupaciones se tradujeron jurídicamente en tornar presente en la vida económicosocial a un estado hasta entonces en gran medida ausente, en la consagración de los llamados “derechos de segunda generación” (económicos, sociales y culturales), y en el
intento por armar un orden social más justo. Pero, como era lógico suponer, la articulación del denominado “welfare state” (estado de providencia o de bienestar)
trajo como consecuencia muchas veces serias restricciones a la libertad económica, generó desajustes en los mercados, alimentó grandes déficit presupuestarios y estimuló la falta de competitividad. Es así como hacia fines de la década de los setenta y comienzos de la de los ochenta, se gesta todo un fermento intelectual tendiente a revisar los postulados básicos del constitucionalismo social, que no es otra cosa que la vertebración jurídica del estado de bienestar. Surgen así dos modelos en disputa. De un lado, sobre todo en el mundo angloamericano de los ochenta, se ubicaron quienes creyeron detectar una
especie de “modelo constitucional post -moderno”. La
llamada post-modernidad reconoce una multiplicidad de aristas que van desde el campo filosófico hasta el económico, pasando por el político y el jurídico. Como sea, había en esta corriente comunes denominadores: una desactivación ideológica que, encaballada en el éxito del capitalismo liberal, ha permitido a uno de sus corifeos darse el lujo de hablar del “fin de la historia” (Francis
Fukuyama); una minimización del rol del estado; un repliegue de las políticas publicas en materia social y una mayor potenciación de los mecanismos auto regulatorios del mercado. 11 Así, desde la óptica del derecho constitucional comparado, encontramos propuestas de enmiendas constitucionales encaminadas a lograr el equilibrio presupuestario, como se proyectó en los Estados Unidos; textos más restrictivos en punto a derechos sociales, como el de la constitución chilena de 1980 y la peruana de 1993; la lentitud británica en adherirse a instrumentos europeos de integración político-social; la demora en la ratificación en América Latina del Protocolo de San Salvador de 1988, etc. Pero, como cabalmente indican los ejemplos que hemos examinado, se trata de movimientos que, sin perjuicio de poder reconocer una base de inspiración común, no lograron ejemplaridad suficiente para formar una nueva familia en el amplio espectro que hoy ofrece el derecho constitucional comparado. Es que parecería que, malgrado las críticas, las impugnaciones y las diatribas dirigidas en contra del constitucionalismo social, no se han podido borrar los “derechos de segunda generación” de la conciencia constitucional de los
pueblos.12 las encuestas y sondeos de opinión permanente y elocuentemente revelan que, por más cansado que el electorado se halle con respecto al gigantismo burocrático y a la ineficiencia que muchas veces trasunta el obrar estatal, no está dispuesto a tirar por la borda sus conquistas sociales. Eficacia en la gestión del estado, sí; desconstitucionalización de las facultades
económico-sociales y pérdida de la “ciudadanía social”, no. Dentro de este complejo y hasta contradictorio panorama ha asomado otro modelo que puede catalogarse como “constitucionalismo post -industrial”.13 Esta postura está fuertemente sintonizada con el realismo jurídico, puesto que reconoce las transformaciones que se vienen constatando en todos los órdenes de la existencia humana. Una de las principales características de esta vertiente constitucional es una franca explosión de derechos humanos, el famoso “derecho a tener derechos”. Pero
cabe apuntar que esta profusión de atribuciones reconocidas al ser humano no siempre se relaciona, como hace el constitucionalismo social en su versión pura o diáfana, con componentes prestacionales en sentido estricto. Irrumpen con toda intensidad los “derechos de tercera generación”: la protección al ambiente, los
derechos del consumidor, la preservación de la paz, la autodeterminación de los pueblos, la autonomía personal, la identidad y pluralidad culturales, etc., que convocan el estado a “hacer” más que a “dar”. Dentro de
una regulación bastante casuista, atiende y presta atención a lo social. Pero, dentro de esa perspectiva, no extravía ni pierde de vista a la persona humana por contemplar la sociedad. En la arena política, este constitucionalismo será netamente participativo; por eso, realza los mecanismos de democracia semi-directa tan en boga en el período interguerras. En el terreno económico, asume los desafíos tecnológicos y científicos propios de la hora actual, advirtiendo con sagacidad que la economía actual no se reduce a la fábrica ni mucho menos. Desde lo cultural, intenta lograr un equilibrio o balance entre el individuo y el grupo, admitiendo los derechos de las minorías sin cortapisas, prohibiendo la discriminación en todos los frentes y ajustándose a realidades multiculturales, como
las reformas constitucionales canadiense a partir de 1982 y belga de 1993. De alguna manera, estas constituciones que traen “un de todo para todos”, como la constitución de Colombia de
1991 o nuestra propia reforma constitucional de 1994, se hacen acreedoras a críticas por su ampulosidad y heterogeneidad normativas. Es que, por un lado, los nostálgicos del constitucionalismo clásico a ultranza prefieren reglas muy escuetas de presunta neutralidad ideológica que de ningún modo interfieren con el funcionamiento autónomo del mercado. Por el otro, quienes quedaro n anclados en el “viejo” constitucionalismo social, miran con desconfianza cierto tinte idealista del constitucionalismo post-industrial. Indudablemente, una sociedad compleja como la de nuestros días necesita de normas que la expresen la más fielmente posible. El constitucionalismo post-industrial está en mejores condiciones de aceptar este reto. Sin salirse por completo del encuadre del constitucionalismo social, el post-industrialismo ha incorporado nuevos sesgos que revitalizan y vivifican al antiguo tronco constitucional que, fuera de periodizaciones históricas más o menos acertadas, sigue siendo uno solo.14 4.
Breves lineamientos de historia constitucional
Al derecho constitucional comparado le resulta provechoso el auxilio de la historia constitucional, en cuanto ésta le permite conocer la parábola seguida por los diferentes procesos o movimientos constitucionales. En este sentido, y en cuanto el derecho constitucional comparado se vale fundamentalmente de derechos vigentes (aunque a veces le vienen bien, excepcionalmente, ilustrarse con ejemplos del pasado ), la historia constitucional más apropiada para su objeto es la que arranca del constitucionalismo moderno o clásico del siglo XVIII.
Durante mucho tiempo, tiempo, el moderno proceso proceso de constitucionalización expansiva tuvo uniformidad cultural y geográfica, en la medida en que cubrió la Europa que había constituido una comunidad de pueblos cristianos y la América que se había prolongado por su colonización; sólo a fines del siglo XIX y comienzos del XX llega alguna proyección suya al Asia, con la constitución japonesa de 1889 y con la de la República China de 1911. Un primer ciclo o ala de este constitucionalismo podría, entonces, cubrir el lapso que va desde la constitución norteamericana de 1787 hasta la primera guerra mundial que empieza en 1914. De él datan, y sobreviven, aunque con modificaciones diversas, además de la constitución de los Estados Unidos, entre otras, la de Noruega de 1814, la de Bélgica de 1831 con su importante reforma de 1993, la Suiza de 1848 y 1874, la de Canadá de 1867 con sus cambios trascendentes operados en 1982 y la de Australia de 1900, ésta última con crecientes posibilidades republicanas sobre todo luego del cónclave de comienzos de 1998 que ha decidido someter la cuestión de la forma gubernativa a un plebiscito. Aunque ya actualmente no se encuentran en vigor, han tenido relieve otras constituciones de este ciclo. Así, las revolucionarias de Francia entre 1791 y 1799; las napoleónicas entre 1799 y 1815; la española de Cádiz de 1812; las francesas de 1814, 1830 y 1848; la de Prusia de 1848; el estatuto de Carlos Alberto, o Albertino, del reino de Cerdeña, de 1848; las de la península balcánica (Grecia, Bulgaria, Rumania); las leyes constitucionales de Francia de 1875 (III er república); la de la Unión Sudafricana de 1909. En plena guerra mundial de 1914-1918, aparece el primer estado socialista del mundo con la Revolución Rusa de 1917, que se plasma en la constitución de 1918. A partir de la postguerra, el año 1919 inicia otra época que podemos prolongar hasta la segunda postguerra en 1945. Dentro de este ciclo, marcan hitos la constitución
alemana de Weimar del mismo año 1919; 15 la de Austria – elaborada por Hans Kelsen- de 1920; 16 la de la República Española de 1931; 17 la de Irlanda de 1937. Es ya la era de la racionalización del poder y del constitucionalismo social. Pueden también citarse las de México de 1017, de Finlandia de 1919, de la República Checoslovaca de 1920, de Estonia de 1920, 18 de Polonia de 1921, de Perú de 1933. Al mismo período histórico 1919-1945 corresponden los totalitarismos de Italia y Alemania, tipificados por el fascismo a partir de 1922 hasta el 25 de julio de 1943, y por el nacionalsocialismo a partir de 1933 hasta 1945, respectivamente. Asimismo, los autoritarismos de Portugal y de España (desde la constitución de 1926 hasta 1947 el primero, y desde la guerra civil de 1936 hasta la muerte de Francisco Franco en 1975 el segundo). El marxismo soviético formula también en esta etapa su constitución prototípica de 1936. En ella se inspirarán, en el lapso subsiguiente, las llamadas democracias populares y los estados socialistas de todo el planeta. El último ciclo se abre desde 1946 en adelante, en donde el constitucionalismo alcanza su máxima difusión y universalización. Le pertenecen, entre otras, las constituciones de francesas de 1946 y 1958; la de Japón de 1946; la italiana de 1947; la alemana de Bonn de 1949; la de Costa Rica de 1949; la de India de 1950; las de China comunista de 1954,1975, 1978 y 1982; la de Venezuela de 1961; la de Grecia de 1975; la portuguesa de 1976; la de Cuba de 1976; la de la ex U.R.S.S. de 1977; la española de 1978; la de Irán de 1980; la de Guatemala de 1985; la de El Salvador de 1983; la de Filipinas de 1986; la de Colombia de 1991; la de la República Checa de 1992; la de Paraguay de 1992; la de Vietnam de 1992; la de Perú de 1993; la de la Federación Rusa de 1993; las de Sudáfrica de 1993 y 1996; la de Polonia de 1997. En el mismo período aparecen –y desaparecen- las marxistas de Europa Central y Oriental de los estados satelizados a la
ex U.R.S.S., y hacen irrupción una multitud de constituciones de países descolonizados de África y Asia. Al primer ciclo (1787-1914), se lo puede atribuir una fisonomía bastante pareja y estable, como que empieza con la difusión y el auge del constitucionalismo clásico, y prosigue con su consolidación. Su tipo correspondería a lo que Biscaretti di Ruffia denomina estados de democracia clásica. Quizás sin echar mano de ningún rotulo, podríamos decir que la variedad de constituciones cronológicamente abarcadas en una teleología común: limitar el poder y asegurar la libertad . Dentro de este prisma que, por supuesto, también ofrece evoluciones, se afianza la ideología favorable a la libertad del hombre, al reconocimiento de sus derechos, a su progresiva participación política, a la división de poderes, etc., todo ello en el marco de una codificación rodeada de dificultades en su reforma. Entiéndase que de ninguna manera queremos decir que ello haya ocurrido en todos los países del mundo durante el periodo estudiado, sino que los estados que se organizan en ese lapso acogen generalmente en sus textos todas esas técnicas novedosas e, incluso, aunque con distinto alcance, las pautas elementales del liberalismo político. La uniformidad y la constancia del esquema se quiebran en el segundo ciclo, tanto por el hecho de que un ala del constitucionalismo clásico agrega elementos del constitucionalismo social sin apostatar de los originarios que subsisten desde el anterior ciclo, cuanto por la eclosión de los totalitarismos contemporáneos, de los autoritarismos, y de la conformación incipiente del estado comunista en Rusia. El constitucionalismo no gira ya en torno de un prototipo único, sino de varios modelos, algunos contrapuestos entre sí. Se constatan así los primeros casos de desconstitucionalización (por ejemplo: República de Weimar). El tercer ciclo acentúa aún más las diferencias del panorama general. Si es cierto que la formalidad de un
constitucionalismo escrito se expande a todos los rincones del orbe y que, por lo menos en la apariencia de esa misma formalidad, las normas escritas de las constituciones adoptan cierto mimetismo en la racionalización del poder y en las declaraciones de derechos, las discrepancias de ideología, de formas de organización, de status personales, etc., son harto profundas en la realidad de las constituciones materiales. La persistencia de estados democráticos que no han abandonado los moldes clásicos se mezcla con otros autoritarios, con muchos en vías de desarrollo, con los islámicos, con los socialistas. En los últimos años, la redemocratización de gran parte de América Latina, el colapso del comunismo en Europa Central, Oriental y en la ex U.R.S.S., el fin del “apartheid” en Sudáfrica, el
hiperdesarrollo de algunos estados del Sur de Asia, no ha implicado, en lo material, el seguimiento a una sola línea dentro del constitucionalismo, más allá de las constantes universales. La heterogeneidad dista mucho, pues, del cuadro homogéneo del constitucionalismo clásico. Quizás obviamente también porque el horizonte espacial que se contempla es mas dilatado. Nada patentiza mejor estar gran diversidad de modelos que la situación por la que atraviesan las ex republicas soviéticas de filiación musulmana. ¿Siguen a la potencia otrora dominante, esto es, Rusia, o recurren al fundamentalismo integrista iraní, o se vuelcan al secularismo turco? ¿Qué camino transitan en el post-comunismo? Decíamos, en cambio, que al finalizar el siglo XVIII y comenzar el XIX había tres grandes afluencias de irradiación, oriundas de Gran Bretaña, de Estados Unidos y de Francia. Al menos formalmente, algunos rasgos derivados de cada uno de esos aportes ha servido todavía hoy para perfilar instituciones descriptas en las constituciones formales en todo el mundo (ej. África). Por paradoja, el estado que tradicionalmente ha evadido la forma constitucional de la codificación y de la rigidez, y que todavía hoy retiene su vieja monarquía
histórica –Gran Bretaña-, ha jugado un papel fundamental en el constitucionalismo moderno. Las crecientes limitaciones que el parlamento inglés pretendió ir imponiendo e impuso al rey a su prerrogativa desde la edad media hasta el siglo XVIII fueron paliando el absolutismo monárquico y estructurando barreras de contención que desembocaron consuetudinariamente en una monarquía constitucional de forma parlamentaria. Un gabinete (con su primer ministro), responsable ante la cámara baja; el bipartidismo; un sistema electoral paulatina y progresivamente abierto; un régimen de derechos y de libertades garantizados dentro del maro del “rule of law ” (equivalente al estado de derecho.
Del constitucionalismo francés se hereda como aporte la división de poderes, la declaración formal de una serie de derechos individuales fundamentales y el principio teórico de la soberanía nacional. Estados Unidos, en fin, arrima el legado de su constitución escrita y rígida, con supremacía sobre el resto del ordenamiento jurídico, y con control judicial de constitucionalidad. Además, su forma de gobierno presidencialista, su división de poderes, su forma de estado federal y democrático, su congreso bicameral. Por eso, dentro de la inmensa variedad d formas que exhibe el derecho constitucional comparado en la ultima centuria, aun es dable advertir la influencia de esos tres esquemas organizativos. 5.
El cambio de contextos
Los contextos o acompañamientos del constitucionalismo moderno del siglo XVIII 30 no subsisten intangibles cuando se produce la transición al constitucionalismo de las últimas décadas. Se acaso se mantiene el contexto geopolítico de la contigüidad geográfica de los estados, los fenómenos, por
un lado de los nacionalismos y de los regionalismos, y por el otro, de la integración en bloques zonales (Unión Europea, Pacto Andino, Mercosur, NAFTA, etc.), proporcionan nuevas realidades sub y supra estatales. En lo que al clima se refiere, ya no se puede decir que los países del nuevo constitucionalismo disfruten generalmente de clima templado (Montesquieu dixit), porque la “constitucionalización” del mundo actual
abarca todos los continentes con su diversidad climática. El contexto económico ha hecho que la división interna en clases antagónicas se haya desplazado internacionalmente a enfrentamientos entre países desarrollados y no desarrollados. Por lo demás, ya no se trata de un constitucionalismo paralelo al ascenso de la burguesía y de la clase media, y asentado en el capitalismo liberal extremo, sino que intentas o procura incorporar a todos los estratos sociales, incluso mediante las llamadas “medidas de acción afirmativa o positiva”
(discriminar para igualar). Por un lado, entonces, el estado interviene en áreas que estaban vedadas en una concepción abstencionista de su rol. Por otra parte, los mismos estados marxistas que subsisten, como China, Cuba o Vietnam, no están tan seguros como antes –más allá de lo nominal- en el camino socialista emprendido. Esta ambigüedad se representa, por ejemplo, en el art. 15 de la constitución vietnamita de 1992, que consagra, para la organización económica, “un
mecanismo de mercado basado en la gerencia estatal y en la orientación socialista”. El contexto religioso cristiano ha desaparecido, no porque las sociedades que predominantemente agrupaban poblaciones de religión cristiana hayan cambiado masivamente de culto, sino porque la puesta en escena de Asia y África ha variado totalmente el panorama; en ese sentido, Afroasia registra baja proporción de cristianos en comparación con la masa
total de musulmanes, confucionistas, hinduistas, budistas, sintoístas, etc. En cuanto al contexto cultural , el derecho constitucional contemporáneo se encuentra con heterogeneidad de culturas, algunas muy disímiles a la occidental –pese a las colonizaciones europeas de Asia y de África-. En el contexto técnico, así como el constitucionalismo fue solidario con la primera revolución industrial, el de nuestros días lo es de la tecnología y la tecnocracia en impresionante auge, bien que son muchos los países – subdesarrollados o en vías de desarrollo- que están en inferioridad de condiciones en este punto respecto de los desarrollados. Si es que convencionalmente podemos admitir que el mundo de nuestro tiempo si sitúa cronológicamente en el cuarto movimiento de constitucionalización, 21 contado desde el inicio del constitucionalismo moderno con las revoluciones atlánticas americana y francesa de fines del siglo XVIII, debemos aseverar que la casi total descolonización del universo con la consiguiente independencia política de los nuevos estados, a lo que viene a sumarse el derrumbe del modelo soviético, ha provocado una difusión general del derecho constitucional clásico, por lo menos en cuanto a la aceptación de la codificación constitucional y a las formas políticas mínimas que se reputan indispensables para integrarse a la comunidad internacional. 22 1
Conf. Carnota, Walter F., Alexis de Tocqueville y la Constitución Administrativa, en El Derecho, tomo 121, pág. 938. 2 Sobre esta célebre norma, véase Troper, Michel L´interpretation de la Déclaration des Droits. L´exemple de l´article 16 en Droits (Revue française de theorie juridique),
núm. 8, París, 1988, págs. 111 y ss. 3 V.: Manoilesco, Mihail, El partido único, Zaragoza, 1938, pág. 82.
4 Entre
el múltiple material existente sobre el tema, que no es del caso cita extensamente y en su vastedad ahora, señalamos algunos: el trabajo de Jorge R. Vanossi, La materia económico social en las constituciones, presentado como relator en el Tercer Encuentro Argentino de Profesores de Derecho Constitucional (Vaquería, abril de 1977) y los trabajos incorporados al núm. 2, año 1978, “Derecho Comparado”, Revista de la Asociación Argentina de Derecho Comparado, Buenos Aires, 1978. También puede colacionarse a Sánchez Agesta, Principios de Teoría Política , Madrid, 1979, págs. 567 y ss.; Sagües, Néstor Pedro, su capítulo sobre Constitucionalismo social, en Tratado de Derecho del Trabajo dirigido por Antonio Vázquez Vialard, t. II, Buenos Aires, 1982; Vanossi, Jorge Reinaldo, El estado de derecho en el constitucionalismo social, Buenos Aires, 1987; Roche, Jean Y Pouille, André, Libertés Publiques, París, 1990, pág. 21; Arbos, Xavier, La crisis de la regulación estatal, en Revista de Estudios Políticos, núm. 71, Madrid, enero-marzo de 1991, pág. 259; Álvarez Conde, Curso de Derecho Constitucional, vol. I, Madrid, 1992, pág. 367; López Guerra, Luis, Introducción al Derecho Constitucional, ob. cit., c. VIII (págs. 159 a 171); Sánchez, Jordi, El Estado de Bienestar, en Carminal Badía, Miguel (coord.), Manual de Ciencia Política, Madrid, 1996, págs. 236 y ss.; Merino Merchán, José Fernando; Pérez-Ugena Coromina, María y Vera Santos, José Manuel, Lecciones de Derecho Constitucional , ob. cit., pág. 44. En los últimos años ha tomado carta de ciudadanía la expresión “constitución económica” (sobre todo en Italia), pa ra denotar la regulación de las cuestiones económico-sociales en los textos fundamentales. 5 V.: Sánchez Agesta, Luis, Curso de Derecho Constitucional Comparado, ob. cit., págs. 168 y 235. 6 Sobre El Estado Social y sus implicaciones , véase el primer capítulo que con ese título incluyó Manuel García Pelayo en su obra Las transformaciones del Estado contemporáneo, Madrid, 1982, págs. 13 a 82. 7 Conf. Bidart Campos, Germán J., La democracia social en la Constitución portuguesa (1976-1996) , en Bidart Campos, Germán J., El Derecho Constitucional Humanitario , Buenos Aires, 1996, págs. 195 a 213. 8 Ver Fernández Segado, Francisco, Filosofía Política y Filosofía Jurídica en la Constitución Española de 1978, Revista Jurídica de Buenos Aires, t. II, 1990, pág. 51; Bidart Campos, Germán J., La reforma constitucional de 1994 y la Constitución de España , en Bidart Campos, Germán J., El Derecho Constitucional Humanitario, ob. cit., pág. 182.
9
Sobre las diversas bases filosóficas del derecho constitucional marxista en comparación con el nuevo texto de 1993, ver Carnota, Walter F., La nueva Constitución rusa de 1993: entre el continuismo imperial y la intencionalidad democrática, en El Derecho, tomo 160, pág. 805. 10 V.: Carnota, Walter F., Nuevos perfiles del constitucionalismo social, Revista “Derecho del Trabajo”, 1992 B, págs. 2251 y ss. 11 Conf. Carnota, Walter F., art. cit. pág. 2254. 12 Una vision, en cambio, más esc éptica sobre los “derechos prestacionales” puede encontrarse en Epstein, Richard A., The Uncertain quest ofr welfare rights , en Bryner, Gary C., y
Reynolds, Noel B., Constitucionalism and rights, Provo (Utah), 1987, págs. 33 y ss. Como fue dicho en el texto principal, esta visión se filtró en algunas constituciones, como la chilena de 1980 y la peruana de 1993. Sobre esta última y su orfandad en esta materia, ver García Belaunde, La nueva Constitución del Perú, en Sánchez, Alberto M. (coord.), El Derecho Público Actual, Buenos Aires, 1994, pág. 109. 13 Conf. Carnota, Walter F., art. cit, pág. 2257, siguiendo la denominación que ha propuesto Juan Fernando Segovia. 14 Conf. Carnota, Walter F., art. cit., pág. 2259. 15-16-17 Véase la alusión de Biscaretti a las llamadas constituciones de “profesores” que, como la alemana de 1919, la austríaca de 1920 y la española de 1931 recibieron la colaboración de eminentes constitucionalistas para su redacción, como Preuss, Kelsen y Adolfo Posada, respectivamente (Biscaretti di Ruffia, Paolo, Introducción al derecho constitucional comparado, cit., pág. 513). 18
de
Expresan Blaustein y Sigler que la constitución de Estonia 1920
“se
ha
perdido
en
la
memoria
de
los
constitucionalistas… Sin embargo… es una de las constituciones más progresistas y liberales de todos los tiempos, e importante en el estudio comparativo. Su significación más grande está dada por su atención a una nueva clase de derechos humanos – los derechos grupales-. En la formulación constitucional de este ideal (y en algunos de otros aspectos), el documento de Estonia estuvo y está adelantado a su tiempo”. Conf. Blaustei, Albert P. y Sigler, Jay A., Introduction, en Blaustein, Albert P. y Sigler, Jay A. (eds.), Constitutions that made history, New York, 1988, pág. XVI. 19 Sobre la influencia de la constitución norteamericana en China, Taiwan, Corea, Japón, Australia y Tailandia, ver
Thompson, Kenneth W. (ed.), The U.S. Constitution and the Constitutions of Asia, Lanham (Maryland), 1988 20 V.: Hauriou, André, Derecho constitucional e instituciones políticas, cit., págs. 86 y sig. 21 A él se refiere Hauriou en: ob. cit., pág. 102. En sentido coincidente, Ferrando Badía, Juan, Presentación, en Ferrando Badía, Juan (coord.), Regímenes políticos actuales, ob. cit., pág. 28. 22 Es de destacar que el Tratado de Maastricht, que instituye la Unión Europea (7 de febrero de 1992), evoca en su disposición F.2 a las “tradiciones constitucionales comunes de los estados miembros”.
CAPITULO IX LAS MUTACIONES CONSTITUCIONALES
Al margen de los procedimientos formales de enmienda a las constituciones escritas, el derecho comparado puede esclarecer una serie abundante y notoria de transformaciones que no inciden en el texto escrito pero que, bajo el nombre de mutaciones constitucionales, son visibles en la constitución material. 1 Debe tenerse en cuenta, liminarmente, que la aludida constitución material, que es sinónimo de régimen político o de estado en un sentido dinámico, siempre es mas inclusiva o abarcadora, es decir, es más “grande” que
el código constitucional formal. Para captar el fenómeno baste recordar que la interpretación de la constitución formal hecha por los órganos de aplicación de naturaleza política, o por los tribunales judiciales (los llamados “operadores
de
la
constitución”);
los
usos,
las
convenciones, la constumbre, 2 el derecho espontáneo, los tratados internacionales , y las propias leyes de naturaleza materialmente constitucional, provocan un hontanar de fuentes que acoplan sus respectivas creaciones al derecho constitucional de cada país. 3 Ello hace que en muchísimas ocasiones la “lectura” que podamos hacer de un
instrumento constitucional hoy en día, difiera –y –y a veces sustancialmente- de lo que la fría previsión lexical
aisladamente considerada manda. Como en este ámbito no estamos, generalmente, dentro del marco del derecho escrito, el examen se dificulta. Con todo, sin pretender agotar el esquema, valen algunos ejemplos. Entre estas modificaciones no formales a la constitución –como vimos las llama Biscaretti- podemos citar: a) El desuso del veto regio por parte de la Corona británica respecto de las leyes del parlamento; b) El liderazgo creciente del poder ejecutivo como hecho mundialmente significativo, incluso en los parlamentarismos (por ejemplo, entre éstos, el del primer ministro británico); c) El progresivo vaciamiento de los federalismos, lo que también se ha denominado en la literatura comparada
“proceso
de
desfederalización”,
“dinámica del federalismo” o “ el declinar de los federalismos arraigados”. 4 Ello se ha visto no sólo
en el caso del anémico federalismo argentino, 5 sino también en Estados Unidos 6 y en Suiza. 7 d) La inactividad de los parlamentos en materia de leyes complementarias de cláusulas programáticas de la constitución, sobre todo en materia de derechos económicos, sociales y culturales. e) La práctica italiana de computar la mayoría de componentes de las cámaras a efectos del quórum entre los miembros en funciones, excluyendo a los legalmente ausentes. f) Las consultas de practica que la constitución francesa de 1946 imponía al presidente de la republica antes de nombrar al presidente del consejo de ministros, 8 y las que sin norma expresa lleva a cabo también el presidente de Italia a los mismos efectos. g) La práctica norteamericana que prohibía una tercera reelección presidencial, interrumpida por Franklin D. Roosvelt, y acogida ulteriormente en la enmienda XXII de la constitución.
h) La cooptación (el “dedazo”) del futuro presidente por el saliente en la practica mexicana de un partido dominante (el P.R.I.); i) La elección presidencial que la constitución de los Estados Unidos regula como indirecta, convertida prácticamente en directa a causa de los partidos políticos; j) El desuso de la facultad del jefe de estado para disolver anticipadamente la cámara de diputados durante la III er republica francesa a partir de 1877; k) El desuso de la renuncia ministerial después de un voto de desconfianza en la republica italiana; l) La formulación de los planes por el partido comunista en los regímenes de dicho signo, la cobertura delos cargos claves del gobierno y de la administración por afiliados del mismo partido y el rol predominante del “politburó” (v.gr. ex U.R.S.S.,
China); m) La alteración del reparto interno de competencias en los estados federales por medio de tratados internacionales a cargo del estado federal que regulan materias reservadas por la constitución a los estados miembros; n) El Acuerdo entre Argentina y la Santa Sede en 1966 regulando las relaciones entre el estado y la Iglesia de modo distinto al previsto en la constitución histórica de 1853 (con cambio formal a nivel fundamental recién en 1994); o) la existencia de “enclaves capitalistas” en regímenes comunistas (ejemplo, zonas económicas en el sur de la República Popular China ); p) el funcionamiento de los partidos políticos dentro de la dinámica del poder; q) la interpretación judicial en materia de gobiernos de facto; r) la no judiciabilidad de las “cuestiones políticas” por parte de los tribunales en Estados Unidos y Argentina; s) la pérdida de vigencia de la constitución y el surgimiento de una constitución material diferente
(proceso de desconstitucionalización) por ejemplo, en la Alemania nacionalsocialista entre 1933 y 1945 en relación con la Constitución de Weimar de 1919); t) el carácter realmente electivo del primer ministro británico, en razón de que la Corona designa como tal al líder del partido que ha obtenido la mayoría electoral (en Israel se sinceró la cuestión desde 1996); u) el mandato imperativo con que a veces los partidos ligan a los legisladores que son sus afiliados; v) las convenciones que en el derecho inglés dan funcionamiento a la forma parlamentaria de gobierno; w) la inaplicación total de la norma de la constitución argentina que prevé tres veces –a falta de una- el establecimiento por parte del congreso de la institución del juicio por jurados; x) la práctica de que en las monarquías parlamentarias el rey nombra ministros a los candidatos que le propone el primer ministro, de igual modo a como lo hace el gobernador general en muchos países de la Commonwealth británica (por ejemplo, Canadá); y) los usos y costumbres sobre el estatus y rol del presidente en la Cámara baja (“Speaker”) en Gran Bretaña9 y en los países de la Commonwealth británica; z) la institución del g abinete (“Cabinet”) en los Estados Unidos; aa) la facultad de control de constitucionalidad a cargo de los jueces norteamericanos (“judicial review”) a partir del caso “Marbury v. Madison” (1803), desde
donde adquirió ejemplaridad para sistemas (entre ellos, el argentino).
Valoración del constitucionales
fenómeno
de
las
muchos
mutaciones
¿Qué criterios de valor se engendran al hilo de las mutaciones? Tal vez podría pensarse que éstas no suscitan ninguno, y que se las contempla neutralmente. Sin embargo, son varias las consideraciones que la dikelogía nos sugiere en este campo. Para quienes valoran positivamente la supremacía de la constitución formal, serian disvaliosas las mutaciones que deforman o transgreden dicha constitución. Para quienes se enrolan en el realismo jurídico, toda mutación mostraría la vitalidad vigorosa de la praxis, el llamado poder normativo de lo fáctico; y por lo menos, advertiría sobre los desajustes entre constitución real y constitución formal. Quienes se apegan más a la costumbre que a la ley, coincidirán en preferir la fuerza de los usos a la letra de la norma. Con cierto eclecticismo, otros interpretarían que el ímpetu y el ritmo de la realidad constitucional sobrepasan siempre a la constitución formal, a veces completándola, otras acomodándola, otras violándola, otras arrumbándola en el desuetudo. Pero de un modo u otro, el fenómeno de las mutaciones nos alerta acerca de que las valoraciones no recaen únicamente en el campo de las normas escritas, sino que se extiende y debe extenderse al orden las conductas. Por otra parte, la secuencia de conductas que da origen a cualquier mutación nos percata de que la ejemplaridad y el seguimiento provienen de pautas adosadas a esas mismas conductas que se socializan rápidamente en la esfera del poder. 1
Sobre este fenómeno, ver Biscaretti di Ruffia, Introducción al derecho constitucional comparado, ob. cit., pág. 560 (en donde refiere las diversas modificaciones no formales de las normas constitucionales) ; Loewenstein, Karl, Teoría de la Constitución, ob. cit., pág. 164; Sagües, Néstor Pedro, El concepto y la legitimidad de la “interpretación constitucional mutativa”, E.D.88-869; Bidart Campos, Gérman J., Tratado de
Derecho Constitucional Argentino , t. I, Buenos Aires, 1993, pág.
116; López Guerra, Luis, Introducción al Derecho Constitucional , op. cit., págs. 57/58; Bidart Campos, Gérman J., Manual de la
Constitución reformada, Buenos Aires, tomo I, 1996, pág. 308;
Díaz
Ricci,
Sergio, Introducción a las mutaciones constitucionales, Separata del Tomo III de la Revista Jurídica, núm. 28, Universidad Nacional de Tucumán. 2 Para aplicaciones jurisdiccionales de la costumbre constitucional , ver Corte Suprema de Justicia de Panamá, sentencia del 19 de febrero de 1992 y Corte Suprema de Dinamarca, sentencia del 18 de abril de 1994. Sobre la temática de la costumbre, ver Orozco Henríquez, José de Jesús, El derecho constitucional consuetudinario, México, 1983. 3 Ver, al respecto, Carnota, Walter F., Reflexiones acerca del carácter incompleto de las constituciones , El Derecho, 25 de marzo de 1988. 4 Loewenstein, Karl, Teoría de la Constitución , op. cit., pág. 375. Ello, sin perjuicio, claro está, de la extensión en las últimas décadas de los mecanismos de descentralización política en Europa Occidental bajo diversos ropajes. Conf. López Guerra, Luis, Introducción (Las Constituciones de los europeas en el momento actual) , en Gómez Orfanel, Germán, Las Constituciones de los estados de la Unión Europea, op. cit., pág. 29. 5 Conf. Bidart Campos, Germán J., El federalismo argentino desde 1930 hasta la actualidad , en Carmagnani, Marcello (coord.), Federalismos latinoamericanos: México / Brasil / Argentina, México, 1993, pág. 389. 6 Para una reversión de tendencias centralistas en los Estados Unidos, ver Dunn, Charles W., Y Slann, Martin W., American Government (A comparative approach) , New York, 1994, pág. 118. 7 Una referencia sobre el proceso de centralización en Suiza con motivo de la introducción del “estado de bienestar” puede
verse en Sánchez Agesta, Luis, Curso de Derecho Constitucional Comparado, ob. cit., pág. 235. 8 Conf. Chevallier, Jean-Jacques, Histoire des institutions et des régimes politiques de la France de 1789 anos jours , París, 1985, pág. 600. 9 Conf. Bradshaw, Kenneth, y Pring, David, Parlament and Congress, Londres, 1973, pág. 51; Harvey, J. y Bather, L., The British Constitution, Londres, 978, pág. 158.
CAPITULO X EL DESARROLLO
Desde las últimas décadas, el derecho comparado toma en consideración dos cartabones de honda difusión, que son los de países desarrollados desarrollado s o industrializados, y países subdesarrollados o en vías de desarrollo. La presencia de Latinoamérica –incluida en el segundo grupo- y de muchos de los estados descolonizados de Afroasia –con igual ubicación- permitió configurar durante decenios el llamado “bloques del tercer mundo” como conjunto
normalmente compuesto por puebles que no han accedido al nivel desarrollista. El fin de la Guerra Fría y de la bipolaridad hacia 1989 hizo irrelevante la connotación política de ese “tercer mundo”, 1 empero, la realidad económica subyacente persiste e, incluso, en muchos casos se acrecienta. El esquema, de todos modos, ofrece numerosos riesgos. En primer lugar, se corre el de elaborar un modelo de desarrollo tomado de los países occidentales (“globalización”), y el de hacer las comparaciones en
torno de sus propios patrones. Con ello, el desarrollo quedaría enfeudado en el contenido de una particular forma histórica, y desde ese encuadre adquiriría el valor universal de una abstracción absoluta. El comparatista seria inducido, entonces, a reputar como desviaciones todas las líneas que no convergieran hacia el modelo propuesto con carácter universalmente válido. Ello, sin duda, haría susceptible al paradigma escogido de la crítica de ser etnocentrista, es decir, de erigir a la propia cultura como exclusiva vara de medición. En segundo termino, si la observación ya no arrancara de un apriorismo como el apuntado, sino que evaluara el grado de desarrollo según las vivencias dela comunidad bajo análisis, se avecinaría el peligro de considerar desarrollados a pueblos que, sin serlo, se sienten tales por el ínfimo grado de eficiencia con el cual se resignan. En tercer lugar, las dificultades abundan cuando hay que ponerse de acuerdo acerca de lo que es el desarrollo, también llamado progreso o modernización, termino este ultimo muy utilizado en China con Deng (así, en las “cuatro modernizaciones”) y
en México durante la gestión de Salinas de Gortari (1988/1994), por suministrar tan sólo dos ejemplos. El concepto, sin duda, ha surgido inductivamente una vez que se han abstraído las notas generales de las sociedades altamente desarrolladas y, por este costado, se tropieza de nuevo con los moldes occidentales, sobre todo primero de Gran Bretaña y luego de los Estados Unidos, sin descartar otras democracias liberales de Europa (v.gr. Unión Europea), con lo que los patrones socioculturales, políticos y económicos emergen de situaciones históricas concretas. Pero el comparatista se pregunta si no puede haber desarrollo de otro tipo que –por ejemplo- respete las bases tradicionales de los países no europeos y se adscriba a sus elementos propios. El caso de Japón aflora aquí con sus modalidades específicas, que ha consistido básicamente –desde la llamada “Restauración Meiji” del siglo pasado en adelante- en adaptar instituciones y mecanismos extranjeros sin renegar de su propia originalidad cultural. Además, guste o no, y en un mundo cada vez más interconectado, los países de América Latina, Asia, África que se hallan en vías de desarrollo, reciben el influjo de las sociedades altamente desarrolladas, y pese a la pretensión de conservar su idiosincrasia, sufren la tentación de imitarlas como modelos de evolución progresista. Tal es el mimetismo que provocan los procesos históricos de cambio, y a cuya impronta es difícil sustraerse. Son, sin duda, muy pocos los pueblos que vegetan en el conformismo o que se creen desarrollados sin serlo, por lo cual la aspiración y la tendencia a superar sus niveles los impele a mirar la imagen de los que han alcanzado mayores resultados. Un creciente impulso universal de justicia, y un incremento de pretensiones y necesidades en las poblaciones de casi todo el orbe, hacen de palanca a los programas de superación del arcaísmo local, y al trasplante de modelos importados. El ideal, entonces, se aproxima a los patrones conocidos
que, ciertamente, surgen de las realidades históricas de otras comunidades o de los esquemas racionalmente elaborados en torno de ellas. Tanto, pues, la frustración de los países subdesarrollados como el deseo de acelerar su fase de transformación, conducen a imitar los procesos seguidos en el mundo desarrollado. Como bien acota Calude Ake, las teorías del desarrollo usaron esquemas evolutivos que hicieron que las características de Occidente fuesen la meta deseada de la evolución social, lo cual implico que en el análisis final el desarrollo fue confundido con la occidentalización. 2 En un orden paralelo de ideas y de experiencias, cabe apuntar que en los pueblos menos desarrollados se opera actualmente un aumento de movilidad síquica o “empatía” (Lerner) en
virtud del cual visualizan situaciones sociales mejores que las propias por comparación con las que los medios de comunicación les permiten conocer del mundo desarrollado. Tal confrontación es la que suscita fundamentalmente el inconformismo con el nivel en el que están inmersos, y aquel otro que se aspira a alcanzar. Es allí, donde precisamente, no puede imponerse a dichos pueblos un tipo único de desarrollo a la manera occidental como única forma de cambio, debiendo, a la inversas, admitirse una serie de posibles transformaciones al estilo de cada continente, región, o país. Pero acá también aparece otra dificultad, y es la de ponerse de acuerdo acerca de si primero ha de atenderse a los aspectos económicos del proceso de cambio, y luego a los políticos, o al revés, o si se correlacionan, 3 dilema que ha aquejado últimamente a regímenes políticos tan diversos como el surcoreano, el taiwanés, el mexicano o el chileno. Hoy se admite que el desarrollo involucra un proceso múltiple que no se agota en la economía, sino que complica heterogéneamente ingredientes socioculturales y políticos.4 Paralelamente, como la inmensa mayoría de los países altamente desarrollados milita en el orbe político de la democracia denominada neocapitalista o
burguesa, se supone que dicha forma política es la idónea para engendrar el crecimiento económico. No se trata ahora de analizar prioridades, sino de enfatizar que el desarrollo y el despegue no son puramente económicos, pero suponen la evolución económica favorable,5 y el avance tecnológico e industrial . No se trata tampoco de
proporcionar recetas que signifiquen el trasplante de modelos históricos a los nuevos estados, pero sí de que el derecho constitucional y el derecho internacional aborden una política de cambio que mitigue y, a la postre, supere la injusta partición del mundo en países de alto desarrollo y países infradesarrollados. Finalmente, un enfoque bastante equivocado ha de dejarse de lado, y es el que atribuye el desarrollo a los países industrializados, y el subdesarrollo a aquéllos productores de materia prima. La tentación de suponer que los últimos son victimas necesarias y permanentes de la explotación de los primeros 6 induce a teorizar otra división que requiere ser eliminada. La constitucionalización de la idea de desarrollo Resta
señalar,
desarrollo”
ha
finalmente, sido
que
catalogado,
el
“derecho
debido
a
al su
conceptualización de factura reciente, como una facultad de “tercera generación”. La constitución brasileña de
1988, entre los objetivos fundamentales de la república federativa que tabula en su art. 3, menciona en su segundo apartado “garantizar el desarrollo nacional”,
directiva que se ve concretizada luego en diversas normas de esa ley fundamental (conf. Arts. 48, 58, 174, etc.). La necesidad de un desarrollo equilibrado se ve plasmada en la constitución filipina de 1986 que en su art. 2, cláus. décima, estatuye que “el estado deberá promover la justicia social en todas las fases fa ses del desarrollo nacional”.
En
una
visión
análoga,
la
reforma
constitucional argentina de 1994 insta al congreso federal a dictar normas conducentes al “desarrollo humano, al
progreso económico con justicia social…” (Art. 75, inc. 19), lo cual viene a completar nociones que había adelantado al tratar la cláusula ambiental ambiental en el art. 41 41 (“derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano…”). También el art. 75 inc. 17 recibe
esta inspiración. Piénsese que en estos documentos cobra relevancia ya no sólo el desarrollo personal (como en el art. 3 de la constitución italiana de 1947 o el art. 16 de la constitución colombiana de 1991) que se empalma con nociones de autorrealización y autonomía individuales, sino el colectivo y posible (“derecho al desarrollo sustentable”). sustentable”).
Valoración Hacia el fin del milenio parece haberse internacionalizado una valoración favorable al desarrollo, conexa con otra que postula el “derecho al desarrollo”.
De ahí en más , lo que está muy lejos de merecer o admitir una valoración colectiva de difusión amplia es la concepción de lo que debe entenderse por desarrollo y de cuáles son los contenidos que lo satisfacen, aunque acaso sea en forma mínima y esencial. Por supuesto, tampoco se detecta una valoración coincidente en torno de si el desarrollo ha de ser primordial y fundamentalmente económico, o si éste es suficiente para proyectarse con mayor amplitud hacia todas las personas, o si cuando no logra tal expansión pierde su verdadero sentido. Lo que sí parece aunar criterios axiológicos preponderantes es que el desarrollo económico funciona como una condición necesaria, pero no suficiente para el desarrollo humano integral. En las valoraciones sociales –no siempre acogidas en los elencos del poder político- es frecuente que, desde diversas posturas ideológicas, se acoja la vivencia de que los índices numéricos en torno de la riqueza de un país, de su producto bruto interno, de su producto per cápita, etc.,
no alcanzan para dar por objetivamente existente al desarrollo humano. En otros términos, esta valoración ausculta los resultados o la ineficacia del desarrollo no en las cifras o en las estadísticas puramente económicas, sino en el nivel y la calidad de vida de los seres humanos que conviven en una sociedad. Desde nuestra propia valoración, tenemos convicción firme de que el desarrollo humano requiere del desarrollo económico, pero lo excede. Quizá, el verdadero desarrollo humano como el derecho de la tercera generación se inserta en un real desarrollo social y económico, que no tolera las marginalidades ni las exclusiones sociales, y que al crecimiento y al progreso le fijan como destinatario indispensable al ser humano, a todos y a cualquiera. cualquier a. 1
V.: Lane, Charles, Let’s abolish the Third World , en Newsweek, abril 27 de 1992, pág. 43. 2 Conf. Ake, Claude, Development and underdevelopment, en Krieger, Joel (ed.), The Oxford Companion to Politics of the World, New York, 1993, pág. 240. Análogamente se ha expresado que “…en la vasta literature sobre desarrollo y modernización son perceptibles dos constantes: 1) el modelo occidental es directa e indirectamente el principal referente de comparación y 2) se aplican las grandes etapas de la historia occidental al área”. Conf. Aguilera de Prat, Cesáreo R., Las transacciones políticas , en Caminal Badía, Miguel (coord.) Manual de Ciencia Política , ob. cit., pág. 494. 3 Por
ejemplo en Italia es dable verificar v erificar que el mayor vigor de
la “comunidad cívica se relaciona estrechamente con los niveles de desarrollo económico y social”. Conf. Putnam, Robert D., Making Democracy Work (Civic Traditions in Modern Italy) ,
Princeton, 1993, págs. 152 y ss. 4 Tal como ha señalado la Declaración Final de la Conferencia Mundial de los Derechos Humanos de Viena de 1993, “…los
Estados tienen el deber, sean cuales fueren sus sistemas políticos, económicos y culturales, de promover y proteger todos los derechos humanos y las libertades fundamentales ”. Conf. Oraá Oraá, Jaime y Gómez Isa, Felipe, La Declaración Universal de los Derechos Humanos (Un breve comentario en su 50 aniversario) , Bilbao, 1997, pág. 74. Con esta referencia se intentó terciar entre los “universalistas” y los “relativistas
culturales” en materia de derechos humanos, debate que se
espeja en la temática del desarrollo. 5
Es indudable que “la democracia encuentra una óptima
palanca –pero no la única- en el desarrollo económico”. Conf. Bidart Campos, Germán J., Teoría General de los Derechos Humanos, México, 1989, pág. 314. Pero, como previene Travieso, “la existencia del mercado no asegura por sí mismo a la democracia”. Conf. Travieso, Juan Antonio, Los derechos humanos en la Constitución de la República Argentina, Buenos
Aires, 1996, pág. 148. 6 Como, por ejemplo, los famosos teóricos de la “dependencia”. Conf. Heineman, Robert A., Political Science (An Introduction), ob. cit., págs. 213/214.
CAPITULO XI ESTADO E IGLESIA 1.
Religión y política a fines de siglo
Uno de las salientes científicamente más interesantes que revela el derecho constitucional comparado de nuestro siglo XX es el relativo a las relaciones entre el estado y la iglesia o, en términos más amplios, la interacción entre la política y la religión. En efecto, la irrupción de ideologías totalitarias de sesgo netamente antirreligioso que moldearon regímenes políticos de análogo carácter (v.gr. el marxismo en sus diversas variantes), la afirmación de las posturas neutralistas oriundas del constitucionalismo clásico, una mayor concientización de los factores de índole cultural en los procesos de formación política, los aires de cambio originados por el Concilio Vaticano II, 1 el islamismo político, son todos elementos que han contribuido a remarcar la importancia del tema aquí en estudio. Al promediar el siglo, vemos que los ejes de la polémica giran muchas veces en torno a sostener la prevalencia de variables netamente económicas o el choque de diferentes cosmovisiones con anclaje decididamente
cultural. Nos explicamos. Por un lado, encontramos a autores como Francis Fukuyama que han profetizado “el fin de la historia”, 2 ante un supuesto triunfo inevitable del
capitalismo liberal. Aun dentro de este paradigma, es dable observar que hay excepciones a esa monocromía liberal-capitalista que se pretende esbozar: el nacionalismo y el fundamentalismo religioso. Desde otra perspectiva, Huntington destaca que el escenario de los conflictos presentes o futuros en la década de los noventa se ve teñido por coloraciones de neta connotación cultural, fenómeno que dicho cientista político norteamericano ha denominado, con bastante libertad lingüística, como “choque de civilizaciones”. civilizac iones”.
Precisamente ha sido Huntington entre los expertos contemporáneos uno de quienes más ha estudiado la incidencia del factor religioso dentro de los procesos de democratización integrativos de una “tercer ola”, 4 o sea, aquéllos que se verifican aproximadamente desde la revolución de los claveles en Portugal en el año 1974. En ocasiones, los politólogos habían creído detectar una relación causal entre protestantismo y democracia (así como Max Weber vislumbró la vinculación entre el protestantismo y el sistema económico capitalista). Sin embargo, Huntington demuestra con contundencia ejemplificativa (v.gr. las transiciones española, chilena o filipina, por citar experiencias provenientes de distintos continentes) que en nuestro tiempo ha sido el catolicismo el que en muchas instancias estuvo a la vanguardia de los vientos democratizadores. La influencia ya referida del Concilio, el trabajo pastoral de base, una mayor “horizontalidad” de la jerarquía eclesial, un notorio
énfasis en la temática de los derechos humanos, trajeron aparejado cambios significativos en sistemas políticos de tradición religiosa católica. A ello no han sido para nada ajenos los pronunciamientos pontificios en materia económico-social o en el terreno armamentista, cuyas admoniciones perfilan al Vaticano no sólo como cabeza
de la Iglesia fundamental. 2.
Católica
sino
como
actor
político
Los modelos constitucionales de la relación entre Iglesia y Estado
Cuando estamos frente a un texto constitucional determinado, debemos reparar en cómo se ubican o posicionan las diversas confesiones frente o cara al poder publico estatal. Ello, sin perjuicio claro está, de constatar en la respectiva parte dogmática o declaración de derechos si figura la libertad religiosa como una de las potestades subjetivas del ser humano. A) La sacralidad o estado sacro: En este modelo, existe una intensa comunicación entre el poder espiritual y el poder temporal, a punto tal que puede sostenerse que hay comunión de fines y de objetivos entre ambos poderes. Puede ocurrir, bajo este esquema, que el jefe de estado ostente asimismo el rango o dignidad de autoridad religiosa; que el ámbito de lo lícito se confunda con lo que la religión puede considerar pecaminoso; que más moderadamente sólo se consagre un status constitucional especial para el culto que predomine sociológicamente, etc. Dentro del amplio espectro que suministra el derecho constitucional comparado, el ejemplo más gráfico sin dudas lo suministra la constitución iraní (1980) surgida de la revolución islámica de 1979. Se advierte endicho texto una estructuración y concatenación metodológicas muy similares al Corán. Ello así, ya que tanto su preámbulo como su preceptiva, comienzan con la invocación: “En el nombre de Dios, el clemente,
el
misericordioso”.
También
sus
disposiciones
se ordenan numéricamente en “principios” –y no en artículos como se da en la usanza occidental-. La impronta teocrática queda claramente estampada en el segundo principio que contiene esta constitución, al estatuir: “La República islámica es un
sistema que reposa en la fe en: 1) Un Dios único (Alá) en su soberanía exclusiva… 2) La Revelación Divina y su rol fundamental en la expresión… 5) El imanato y
su dirección permanente y su rol fundamental en la prosecución continua de la Revolución islámica”. Resulta notable como la doctrina de la “guía” o “imanato” shiíta recibe concreta recepción en este
documento. Por otra parte, todo el orden jurídico estatal se halla supeditado al “derecho islámico” (Shari´a), al señalar el cuarto principio constitucional – que ya vimos al analizar la cuestión de la supremacía constitucional-: “El conjunto de leyes y reglamentos civiles, penales, financieros, económicos, administrativos, culturales, militares, políticos y otros deben estar basados en los preceptos islámicos”.
Un gran número de constituciones árabes ha reconocido oficialmente al Islam como religión del estado; tales los casos de Argelia (art. 2), Marruecos (art. 6), Túnez (art. 1 de la Constitución del 1 de junio de 1959), de Egipto (art. 2 de la Constitución de 1971), de Mauritania de 1961 cuyo art. 2 instituye que la religión del pueblo mauritano es la musulmana. Hechos políticos producidos en los últimos años en lugares tan dispares como Afganistán, Argelia, Egipto, Pakistán y Sudán parecen agudizar la tendencia de instalar con más vigor aún, postulados o pautas del derecho islámico en el ordenamiento jurídico estatal. De todas formas, la sacralidad no es patrimonio exclusivo del mundo islámico. En este orden de cosas, al Acta de Establecimiento de Gran Bretaña –de 1701- prescribe que quienquiera entres posesión de la Corona habrá de conformarse con la comunión de la Iglesia de Inglaterra (que es la Anglicana); la de Dinamarca dice que la Iglesia evangélica luterana en la Iglesia nacional y está, como tal, sostenida por el estado (art. 4); el rey debe pertenecer a ella (art. 6); la de Noruega ordena que la
religión evangélica luterana es la religión oficial del estado; los habitantes que la profesan deberán educar en ella a sus hijos (art. 2); el rey profesará siempre la religión evangélica luterana, la mantendrá y protegerá (art. 4). La fórmula de la “religión de estado”, también
se verifica en regímenes políticos de otras áreas geográficas. Así, el art.75 de la Constitución de Costa Rica
de
1949
expresa:
“La
Religión
Católica,
Apostólica, Romana es la del estado, el cual contribuye a su mantenimiento, sin impedir el libre ejercicio en la República de otros cultos que no se opongan a la moral universal ni a las buenas costumbres”. A su vez, el art. 43 de la Constitución
camboyana de 1993 estipula en su tercer párrafo que el budismo será la religión del estado. Como puede observarse, la sacralidad es un tipo que denota la confluencia de objetivos entre las organizaciones espiritual –iglesia predominante- y política –estado-. para nada implicará que se den todas sus notas características (por ejemplo, penetración de un derecho de base teológica) ni que no rija la libertad para la práctica de los demás cultos, problema empírico a analizar en cada caso, en cada época y en cada lugar. B) La secularidad o confesionalidad: Este esquema de diagramar la relación entre el estado y la iglesia representa, si se quiere una fórmula transaccional o de compromiso, dada en muchos supuestos por la coexistencia sociológica de un sector religioso mayoritario y de otros cultos importantes o cuya atracción bajo promesa de garantía de libre practica religiosa fuese relevante a los fines de un política inmigratoria. Al respecto, contienen normas expresas de reconocimiento a la Iglesia Católica las constituciones las constituciones de Argentina (el gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico, romano, conf. art. 2); Italia de 1947 (“El estado y la Iglesia Católica
son, cada uno en su propio orden, independientes y
soberanos. Sus relaciones se regulan por los Pactos Lateranenses. Las modificaciones de los Pactos, aceptadas por las dos partes, no requerirán procedimientos de revisión constitucional”) y de
España de 1978 (art. 16 párr.: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia y las demás confesiones”). Es decir que, como puede fácilmente cotejarse, se trata de un molde cooperativo entre la autoridad estatal y un credo predominante, que autoriza vínculos y comunicaciones entre ambas esferas.6 C) Laicidad o estado laico: Bajo esta modalidad, la política predica un descarte con respecto a la religión: ni al estado le interesa la suerte de los diversos cultos que actúan en el seno de la espontaneidad social, ni las iglesias se introducen en temas específicamente políticos. Podría decirse que en estos regímenes existe – o se intenta que exista- una separación tajante (el famoso “muro divisorio” del hablaba Jefferson) entre el orden temporal y el espiritual. Los mejores ejemplos en este sentido lo constituyen Estados Unidos y Francia, ambos sistemas con honda tradición laicista, aunque por razones bien distintas. En el caso norteamericano, la emigración desde Europa de contingentes de personas d las más variadas persuasiones religiosas a partir del siglo XVII, muchas veces como consecuencia, precisamente, de persecuciones de índole espiritual en sus respectivos lugares de origen, hizo que la heterogeneidad religiosa fuese consustancial con la sociedad colonial, sin perjuicio de que correspondía su afianzamiento o aseguramiento ante brotes o episodios de intolerancia.
Dentro del cuadro que hemos delineado, la enmienda I a la constitución de Filadelfia de 1787 – adopta cuatro años más tarde – indica liminarmente que: “El Congreso no dictará ninguna ley conducente
al establecimiento de religión alguna, ni para prohibir el libre ejercicio de ninguna de ellas…”. Hay suficiente
consenso interpretativo dentro del derecho constitucional norteamericano para entender que esta previsión normativa referida a la libertad religiosa se bifurca o divide en dos segmentos. El primero se relaciona con la neutralidad que debe caracterizar a la relación entre el estado y las iglesias: no se permite consagrar un credo oficial. Ésta es la llamada “Establishment Clause” (cláusula que veda el
establecimiento de una iglesia de estado; recordemos que el derecho británico hace precisamente lo contrario, erigiendo a la Iglesia Anglicana como culto oficial). La segunda parte hace alusión a un derecho subjetivo fundamental, que es la libertad de cultos (“Free Exercise Clause”). 7
Claro está que debates tan intensos que se han dado en los últimos años en los Estados Unidos como la cuestión del aborto, la desintegración del núcleo familiar o la crisis de “valores” en general, no
dejan de tener ni mucho menos repercusiones e incidencia desde el punto de vista religioso. De ahí que sea sumamente difícil –no decimos que imposible- lograr la tan mentada neutralidad, sin caer a veces en abierta hostilidad o antinomia hacia las creencias religiosas. Otro caso prototípico de laicidad es es el francés. En este orden de ideas, el art. 2 de la constitución de 1958 proclama enfáticamente. “Francia es una
República indivisible, laica, democrática y social que garantiza la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos sin distinción de origen, raza o religión y respeta todas las creenc ias”.8 Aquí la tradición laicista proviene directamente de la revolución de 1789 y de todo el bagaje cultural e ideológico –no exento de acendrado anticlericalismo durante su apogeo- que
ella contiene. Sobre el tema, cabe apuntar que esta línea se consolida con la ley del 7 de diciembre de 1905 de separación entre Iglesia y Estado, y la consagración de la laicidad en el texto de la constitución de la IVª república de 1946. Estos antecedentes fueron receptados por el documento vigente. Tal como vimos al abordar la experiencia norteamericana, la presunta indiferencia oficial de cara a la religión ha encontrado puntos conflictivos en asuntos tales como la educación confesional o las prácticas religiosas de las crecientes minorías musulmanas en diversas ciudades francesas. 9 en el año 1989, al celebrarse el bicentenario revolucionario, el gobierno socialista decidió priorizar en los festejos a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, para no adentrarse en aspectos más controvertidos de la revolución como – por ejemplo- la persecución religiosa. D) El ateísmo o estado ateo: Por último, creemos detectar un cuarto tipo en las relaciones estadoiglesia, que es el que proporciona el derecho constitucional marxista. Lo diferenciamos del anterior, porque aquí no es que exista indiferencia, alta de preocupación o desinterés por el dato religioso. Este modelo propone, basándose en la filosofía marxista de que “la religión es el opio de los pueblos”, lisa y llanamente la propagación y difusión
del ateísmo y del materialismo dialéctico. Es decir, va un peldaño más allá del estado laico, puesto que aquí el régimen político debe encarar no solamente la “no religión” sino la “anti -religion”.
Casi todas las constituciones marxistas exhiben este sesgo en mayor o menor medida. El art. 53 de la constitución de la extinta U.R.S.S. de 1977 garantizaba el derecho de propaganda atea, ya contemplado en el art. 13 del texto de 1918; el art. 24 de la constitución china de 1982 prevé que el estado
imparta
“…una
educación
en
el materialismo
dialéctico y el materialismo histórico”.
Muchas de las disposiciones del ateísmo han perdido vigencia con el advenimiento del postcomunismo. Así, la constitución de la Federación rusa de 1993, en su art. 14, primer párr., indica que Rusia es un “estado laico”, con lo cual pasa a integrar el tercer grupo dentro de la tipología que hemos estructurado. Sin tener relación con el eclipse del comunismo, vale recordar que una constitución fuertemente antirreligiosa como la mexicana de 1917 también superó mediante recientes reformas su primigenio ateísmo. 3.
La referencia preambularia a Dios
La invocación a Dios es frecuente en muchos preámbulos. Así, las constituciones de Argentina de 1853, Irlanda de 1936, Costa Rica de 1949, Ecuador de 1979, Brasil de 1988, Colombia de 1991, Sudáfrica de 1996, Polonia de 1997, etc.
4.
Libertad religiosa: remisión
El estudio de la recepción constitucional comparada de la libertad religiosa en su faz subjetiva se efectuará en el tomo II, al tratar los derechos personales. 5.
Valoración
Las descripciones antecedentes no permiten generalizar una valoración de base que sea común o similar en el derecho comparado. A los sumo, y aún así con numerosas ínsulas, podemos comprobar que ha ido progresivamente admitiéndose en las democracias el derecho de libertad religiosa, tanto en la libertad de conciencia cuanto en su proyección externa para las
prácticas cultuales. Los concordatos más recientes entre el Vaticano y algunos estados pueden testimoniarlo. Es elocuente, asimismo, la declaración “Dignitatis Humanae” sobre libertad religiosa del Concilio Vaticano II. En dicho documento se reconoce el derecho de la persona humana y de las comunidades religiosas de profesar una religión en privado y en público, sin interferencia alguna. Las valoraciones discrepantes provienen de dos sesgos: los estados que propagaron el ateísmo –ya muy diluidosy los que anidan fundamentalismos religiosos. Las derivaciones de estas dos posturas son múltiples, y comprometen la dignidad de la persona, la objeción de conciencia, la libertad de expresión e información, la educación, los derechos emergentes de la patria potestad, la no discriminación, la igualdad de los sexos, y, en muchos casos, la privacidad y la integridad corporal (casos de la circuncisión de las mujeres). Si de nuestra propia valoración se trata, hemos de decidirla a favor de la libertad religiosa amplia, para solamente admitir la preservación de la moral pública y de los derechos ajenos y, con razonable mesura, la eventual incriminación y sanción penales de conductas que, más allá de las ideas, resultan gravemente injuriosas para las distintas religiones que cuentan con adeptos en cada sociedad. 1 Para
un análisis de cómo los vientos conciliares incidieron en el oleaje democratizador, recúrrase a Huntington, Samuel P., Religion and the Third Wave , en The National Interest, núm. 24, Washington, D.C., verano de 1991, pág. 31. 2 Conf. Fukuyama, Francis, El fin de la historia y el último hombre, Buenos Aires, 1992. 3 Conf. Huntington, Samuel P., The clash of civilization?, en Foreign Affairs, núm. 3, vol. 72, New York, verano de 1993, págs. 22 y ss. 4 Conf. Huntington, Samuel P., art. y pág. cit. en nota núm 1. También véase del mismo autor su libro The Third Wave
(Democratization in the Late Twentieth Century , Norman
(Oklahoma), 1993, págs. 71 a 85. 5 Sobre la concepción islámica del estado, véase Kramer, Martin, Political Islam, Berverly Hills, 1980, págs. 23 y ss.; Zartman, I. William, Pouvoir et Etat dans l’Islam et l’Etat , París, 1982. 6 Este modelo cooperative también es adoptado por la nueva constitución polaca de 1997. 7 Conf. Carnota, Walter F., Distintas aristas de la libertad religiosa en los Estados Unidos (La Santería S antería versus el sacrificio de animales), en El Derecho, tomo 156, pág. 953. 8
Tal como expresa Koubi, en Francia “…la laicidad impregna
el sistema de derecho”. Conf. Koubi, Génevieve, La laicité dans le texte de la Constitution, en Revue du Droit Public et de la Science Politique en France et a l’etranger, sept. -oct.- 1997, pág.
1303. 9
Como se ha señalado, “…la democracia laica, por sí sola, no
es suficiente para una adecuada garantía de los derechos humanos, se requiere una fundamentación metafísica de éstos para obtener su necesaria protección”. Conf. Roca, María J., La neutralidad
del
Estado.
Fundamento
doctrinal
y
actual
delimitación en la jurisprudencia, en Revista Española de
Derecho Constitucional núm. 48, sept.-dic. 1996, págs. 271/272.
CAPITULO XII MONARQUÍAS Y REPUBLICAS
1.
Las monarquías en el concierto del derecho constitucional comparado
La realeza parece ser tan vieja como el mundo. Hasta que los científicos políticos elaboraron la clasificación de las formas de gobierno e introdujeron en ellas a la monarquía, ha de haber habido, sin duda, muchas más jefaturas investidas de las características ca racterísticas monárquicas. No en vano Polibio, que vivió en el siglo II a.C. y escribió su “Historia Universal”, relata al edificar su concepción sobre
las formas cíclicas de gobierno ( anaciclosis) que el primer tipo que se daba en la experiencia histórica era el
monárquico, del cual se iban derivando sucesivamente los demás. Que sus contemporáneos no lo supieran, o que nadie formulara su concepto, nada nos dice sobre su inexistencia. Cuando se empieza el análisis científico de las formas gubernativas en torno del problema de quién ejerce el poder, la tripartición de monarquía, aristocracia y democracia nos viene a señalar la primera como el gobierno de uno solo. 1 Sin duda, este criterio de discriminación en cuanto al número es muy pobre, y muy científico. Localiza aparentemente al poder y lo perfila como unipersonal o monocrático, pero se encuentra desmentido –por lo menos- en las antiguas diarquías y en las pluriarquías imperiales. Si se acude a la nota de ejercicio vitalicio y acaso hereditario, se desconoce la índole de la monarquía romana. Si se quiere descubrir en el hecho de que es monárquico aquel gobierno donde la voluntad estatal coincide con la voluntad sicológica de un hombre-rey (y no de una pluralidad de órganosinstituciones), ignora las monarquías llamadas constitucionales. La fortaleza del poder y del titular que lo detenta, tampoco viene al efecto; si ello es observable históricamente en monarquías imperiales como la del Negus de Etiopía, da al traste con el criterio cuando topamos con presidentes tan fuertes como reyes (Estados Unidos, Francia gaullista, México, etc.) o con dictaduras personalistas como las de Francisco Franco en España, Idi Amin en Uganda, el fallecido Mobutu en el ex Zaire o Fidel Castro en Cuba. Tal vez por eso tenga razón Xifra Heras cuando nos dice que la monarquía se define por un título, por un nombre, por un símbolo. “Por lo demás, no dice nada, no resuelve
ningún problema político fundamental. Es forma vacía, puro nombre”. 2 Coincide Loewenstein, al afirmar : “La monarquía, que en su tiempo estuvo imbuida por el misticismo del derecho divino, no es hoy sino un pálido reflejo de su pasado, como lo muestra la total racionalización y democratización de las instituciones
monárquicas en Europa Occidental. En los raros casos en los que se aproxima a la dictadura, la monarquía no se basa en la magia de la realeza, sino en los tanques y fusiles de las fuerzas armadas”. 3
Si nos preguntamos qué es la no-monarquía, caemos en idéntico pozo. Lo mejor es, pues, dejar de lado el contenido conceptual, y limitarnos humildemente a rastrear los regímenes que se definen como monárquicos. O sea, aquéllos en los que visiblemente hay un rey, una corona, un trono. Es que, como bien opina Wheare, la clasificación de las constituciones en monárquicas y republicanas ha perdido actualmente su importancia distintiva. “Apenas significa más que la denominación según la cual si el jefe del estado es un presidente, el estado es una república, y si el jefe del estado es un rey, el estado es una monarquía o un reino. Como de hecho la situación legal y los poderes de un presidente varían sobremanera en las constituciones republicanas, y también los poderes de los reyes en las monarquías, esta clasificación agrupa estados tan diferentes que resulta difícil hallar entre ellos algo más que una pequeña semejanza nominal”.4 Que en el mundo contemporáneo hay monarquías, es indudable. Pero que en las monarquías a las que estamos más acostumbrados –porque son las que mejor y más fácilmente conocemos- ese rey no es absoluto, o ese rey “reina sin gobernar”, también e s cierto. Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, las reyecías escandinavas, etc., etc., son monarquías a las que se reconoce como constitucionales y, dentro de este tipo, como parlamentarias.5 Llamaría la atención al poco avezado en la materia, oír afirmar que la forma de gobierno de Gran Bretaña –que tiene una corona- y la de Italia –que es una república- es la misma: el parlamentarismo. Sin embargo, es así. La diferencia estriba en que la jefatura del estado en Gran
Bretaña incumbe al monarca, y en Italia al presidente de la república.6 Conformémonos, entonces, con descubrir testas coronadas. Aun así, son muchos los destronamientos a computar en las últimas décadas: la monarquía griega, con la deposición de Constantino y la posterior proclamación de la república ratificada por el art.1, inc. 1, de la constitución de 1975; la monarquía afgana en 1973; el imperio de Haile Selassie en Etiopía en 1974; la monarquía laosiana en 1975; el imperio iraní del Sha al calor de la revolución islámica de 1979; con más antelación, las coronas de Italia (1947), Egipto (1952) y Burundi (1966). A cambio, se ha restaurado la monarquía en España a la muerte de Franco en 1975 y la de Norodom Shianouk en Camboya en septiembre de 1993 (el art.7, primer párr. de la constitución camboyana de 1993 específicamente dice: “El Rey de Camboya reina pero no gobierna”). Parecen
afincadas las de Gran Bretaña, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Suecia, Dinamarca, Noruega, Japón. Un extravagante ensayo fue desde diciembre de 1976 hasta septiembre de 1979 la transformación de la República Centroafricana en Imperio Centroafricano, convirtiendo a su presidente vitalicio Jean Bedel Bokassa en emperador con el título de Bokassa I. en 1979, fue derrocado y se volvió a la forma republicana de gobierno. Obviamente, en el cómputo ha bajado considerablemente la cantidad de monarquías en relación con las repúblicas. Piénsese que desde el siglo V hasta fines de la primer guerra mundial, con algunas pocas excepciones, la forma gubernativa europea por excelencia era la monarquía. En cambio, las ultimas incorporaciones en el seno de la Unión Europea, con la adición de Austria, Finlandia y Suecia en 1995, ha alterado el equilibrio paritario que existía entre repúblicas y monarquías, desnivelándose levemente (8 a 7) en favor de las repúblicas.
Con todo, la forma monárquica conserva, aun bajo ropajes parlamentarios, cierto hechizo y atractivo, lo cual ha hecho que eventualmente se barajen alternativas monárquicas –en el terreno de las hipótesis, por el momento- para muchos países de la Europa Central y Oriental que salieron del comunismo después de 1989 (v.gr. Bulgaria, Rumania, Albania, Serbia, etc.). Dice Jiménez de Parga que en las monarquías parlamentarias suele hacerse gala de que el rey reina pero n o gobierna. “Yo prefiero cambiar la receta: el rey no gobierna pero reina”, añade 7. Y ello por la importancia, el prestigio, el equilibrio que en el régimen tiene la investidura real, el hecho de reinar, la majestad de la corona. Quizás sea ello solamente una imagen, una idea, un símbolo, pero imagen, idea y símbolo sirven de cohesión y denudo de continuidad. Algo similar había manifestado Duverger con respecto a la monarquía británica cuando indica que su papel esencial “no es político, sino psicosocial”.8
Pese a sus altibajos recientes, la mayoría de los británicos no trocaría su monarquía por una republica. La primera y única –de Cromwell- está ya muy distante (siglo XVII), con una duración efímera de once años, y tuvo sus motivaciones especiales antes de asentares el parlamentarismo y el constitucionalismo, a raíz de la “Glorious Revolution” de 1688 y del “Bill of Rights” del
año siguiente. De las monarquías actuales en Europa podemos aseverar, en líneas generales, que gozan de prestigio y respeto; generalmente sortearon la crisis de la guerra obteniendo ratificación popular. La simplicidad y llaneza de la mayoría de la reyecías contemporáneas ha ayudado en mucho a estimular el consenso popular favorable a su supervivencia. Los gabinetes, los partidos políticos, los parlamentos y el electorado activo funcionan como fuerzas bien engranadas, con sustento social y estabilidad suficiente. 9
De todos modos, los modelos reales no tienen ejemplaridad fuera de sus ámbitos propios. Que la monarquía pueda conservarse allí donde existe, no significa que pueda imitarse seriamente donde carece de tradición. La restauración española de 1975 –y su posterior constitución de 1978- ofrece muy especiales perfiles y responde a una situación que, aparte de la tradición monárquica albergada en lo que los españoles han llamado su constitución interna, legitimada por los siglos, tiene raíces en la liberalización postfranquista, en el tránsito hacia la institucionalización y en el arbitraje desempeñado por el rey en concordancia con los mandatos de la constitución de 1978. De los países africanos advenidos a la independencia después del proceso de descolonización, ninguno ha optado por la forma monárquica, excepción hecha del pintoresco episodio ya referido del Imperio Centroafricano (19761979). Subsisten los tronos de Marruecos y de Lesotho, pero desaparecieron los de Egipto en 1952, Burundi en 1966 y Etiopía en 1974. En Asia, la tradición monárquica no ha tenido mejor ejemplaridad, fuera del caso de Japón y de la restauración camboyana ya citada. Dejaron el campo monárquico Afghanistán en 1973, Laos en 1975 e Irán en 1979; no obstante la existencia de otras monarquías en Jordania, Tailandia, Nepal, Bután, Kuwait (con una breve suspensión durante la ocupación iraquí en la Guerra del Golfo), Arabia Saudita, los emiratos de Qatar y Bahrein, los sultanados de Dubai, Omán, etc. Es de destacar que en el reino saudí-árabe y en los pequeños estados del Golfo Pérsico todavía persisten las monarquías absolutas.
Fuera de las tipologías clásicas, un enfoque realista de la ciencia política escarba en las formas republicanas la encarnación disfrazada de monarquías en dos sentidos. Uno seria el de las republicas monárquicas, 10 allí donde la apariencia republicana camufla el poder unipersonal absoluto de un solo gobernante, o acaso de un partido, como en China y en Cuba, en tanto existirían monarquías
republicanas en los estados donde la voluntad del rey oficialmente coronado no concentra el poder monocráticamente, como en Gran Bretaña, los estado del Benelux, los reinos escandinavos, etc. El otro sería el de los denominados monarcas temporales que, bajo el titulo de presidentes, acumulan o concentran el poder durante cierto tiempo limitado para ejercer una conducción vigorosa. Al fin y al cabo hay monarquías electivas en las que, como es el caso de Malasia el rey dura cinco años en su trono. Es así como Lowenstein habla de “neopresindecialismo”11 y André Hauriou colaciona los casos del presidente norteamericano; del canciller de Alemania Federal y del primer ministro ingles. 12 Puede referirse también el ejemplo de la presidencia en la Vª República que, en común con el primer ministro, Hauriou cataloga en la forma de diarquía desigual, 13 de Perón en Argentina, de Somoza en Nicaragua, de Marcos en Filipinas, de Stroessner en Paraguay, de las presidencias vitalicias de los Duvalier en Haití, de los “sexenios monárquicos” mexicanos antes del proceso de apretura
del P.R.I., de Sukarno en Indonesia, o de Idi Amin en Uganda. Contemporáneamente, podemos pensar en Daniel Arap Moi de Kenia, en Slobodan Milosevic en Yugoslavia, o en el presidente Suharto de Indonesia. De todos modos, el panorama universal revela, con escasas excepciones, que la monarquía absoluta en su tipo clásico ha desaparecido: los príncipes “legibus solutus” ya no existen, lo cual no significa que hayan
sucumbido todas las formas políticas sucedáneas. El absolutismo real defenestrado con la revolución inglesa de 1688 y con el constitucionalismo moderno tiene hoy otros herederos sin corona. Después de la primera guerra mundial sólo subsisten vigorosas las monarquías que han logrado coronar, como artístico remate, una democracia sin menoscabarla, dice Recasens Siches. De las demás coronas algunas se han derrumbado, y otras se bambolean en estado ruinoso. 14
En las formas monárquicas que se da en en llamar temperadas o constitucionales, y que son monarquías parlamentarias, se ha hecho carne –como ya vimos- el aforismo de que “el rey reina pero no gobierna”, 15
acentuando su rol social o político exento de efectivo poder y de responsabilidad política. El monarca putativo o decorativo ha cedido su sitio a otros protagonistas, pese a lo cual su simbolismo o su carisma puede ser más importante en tanto se apoye en una real legitimidad socialmente consentida, como parece ser el caso de las subsistentes monarquías europeo-occidentales. Una situación curiosa aparece en la Commonwealth británica, donde uno de los requisitos o rasgos típico de la comunidad radica en que sus miembros reconocen a la corona británica como cabeza de la asociación. 16 Esto es apenas también un simbolismo. Dentro de la Commonwealth hay estados que son verdaderamente monarquías (Malasia) y otros que son republicas (India). Al precedente republicano de la India, siguieron Pakistán, Ghana, Botswana, Nigeria, Kenia, Malawi, TrinidadTobago, Dominicana, etc. Pero hay una tercera categoría, en la que registramos a Australia, Canadá, Nueva Zelanda y muchos de los estados isleños del Caribe anglófono (v.gr., Barbados, Jamaica, Santa Lucía, etc.), donde hay un gobernador general que representa a la reina de Gran Bretaña, que es a la postre jefa de ese estado. cuando un
estado como Trinidad-Tobago pasa a ser república, la reina de Gran Bretaña deja de ser reina de ese estado. Como dijimos más arriba, el sentimiento monárquico se va disfumando del centro hacia la periferia, y no es de extrañar estas transformaciones, como la actual discusión en Australia sobre el cambio de su forma de gobierno. 2.
Las repúblicas en el constitucional comparado
ámbito
del
derecho
Si la monarquía queda hoy relegada a una forma vacía cuyo símbolo es el trono, la republica aparece como forma de gobierno “no -monárquica ”. Es decir, tampoco se
caracterizaría por contenidos positivos. No obstante, a la forma republicana –que ya acogió Montesquieu al lado de las monarquías y de los despotismos, con la subdivisión de republicas aristocráticas y democráticas- se la suele tipificar por algunos rasgos que consistirían en el origen electivo de los gobernantes, en su responsabilidad y control, en la duración periódica y renovada de sus cargos, en la publicidad de sus actos, en la división de poderes y en la igualdad ante la ley de todas las personas. Ahora bien: tales rasgos concurren en la mayoría de los estados que formalmente son repúblicas, pero ¿Quién negaría su constancia en muchos que técnicamente son monárquicos, aunque no se suman todos a la vez? ¿No hay acaso en Gran Bretaña elección popular par integrar la cámara de los comunes, de la que surge el gabinete a través de un juego intrincado de fuerzas políticas, como son el electorado activo y los partidos políticos? ¿Acaso el primer ministro y su gabinete no rinden cuentas a la cámara y son revocables por censura? ¿Acaso no hay alteración y rotación en el cargo de premier? ¿Y por eso vamos a decir que Gran Bretaña es república y no reino? Y todos estos interrogantes podrían repetirse respecto de todas las monarquías parlamentarias europeas, con lo que la forma republicana vendría a convertirse exclusivamente en la inexistencia de una corona real. Por ello, al igual que con la monarquía, registraremos únicamente las republicas que son tales formalmente por no tener un monarca, como colacionábamos las monarquías por el mero hecho de tenerlo. La forma republicana moderna aparece en los Estados Unidos de Norteamérica al establecerse la constitución de 1787, que erigió un poder ejecutivo unipersonal a cargo de un presidente. Con anterioridad, el interinato de Cromwell en Inglaterra ha sido señalado como la primera y única república, no sólo inglesa, sino anterior a la edad contemporánea (podría observarse a dicha afirmación la existencia de las repúblicas comunales italianas del
medioevo, como Venecia, para no retrotraernos a la res publica romana en la antigüedad). A poco de producida la revolución francesa, es abolida la monarquía e instaurada la primera republica que, bajo formas diversas, sobrevive hasta Napoleón. De ahí en más, la república norteamericana juega un rol de ejemplaridad para todos los estados que adoptan esa forma de gobierno. Sobre todo en América es acogida casi sin discusión para organizar los nuevos estados emancipados de sus metrópolis. Solamente Haití (18041806), Brasil y México conocieron formas reales bajo el nombre de imperio durante el siglo XIX. La polarizada tendencia que en la Argentina posterior a 1810 contrapuso un bando monarquista a otro republicano –en correspondencia con centralismo unitario y descentralización federal- nunca pasó de proyectos y alegatos favorables a la coronación de príncipes de las más diversas dinastías, y concluyó con el establecimiento de la republica federal. La mayor parte de los estados afroasiáticos que se liberaron de sus metrópolis en las ultimas décadas lo hacen acogiendo la forma republicana de gobierno, sin contar los que en Europa, África y Asia dan por abolida la monarquía. Algunos ya desde la primera post-guerra de 1914-1918. Fueron así desapareciendo los tronos de Alemania, el imperio Austrohúngaro, Bulgaria, Yugoslavia, Mongolia, Italia, Egipto, Grecia, Etiopía, Laos, Irán, etc. Transitoriamente, en 1931, España, hasta 1975. Las actuales repúblicas se dividen en presidencialistas y parlamentaristas, sin contar las escasas que han tomado gobierno de asamblea o gobierno colegiado. Entre las presidencialistas, la típica sigue siendo Estados Unidos y muchas latinoamericanas: México, Argentina, Uruguay, Brasil. Entre las parlamentaristas, Italia, Francia, India, Alemania.
Las republicas con gobierno de asamblea son escasas: algunos autores ubicaban dentro de esta categoría a los modelos de inspiración soviética. Las de gobierno colegiado: Suiza, y transitoriamente (constituciones de 1918 y de 1952) Uruguay. Pese a las modalidades propias y a las desfiguraciones históricas –algunas de las cuales, como las presidencia vitalicias o cuasi hereditarias que hemos visto del tipo de Uganda, Indonesia y Haití son totalmente extrañas a la forma republicanala republica parece ser universalmente aceptada. No hay monarquías que se limiten a un recambio de la familia real para sustituirla por una dinastía distinta. No hay monarquías que se instauren originariamente al proclamarse la independencia de nuevos estados. La republica queda, de este modo, estereotipada –aunque sea a veces con defectos- en el derecho constitucional comparado de los tiempos recientes. 3.
Valoración de conjunto
Al igual que en el caso de las relaciones entre estado e iglesia, la monarquía carece de entidad para hacer confluir valoraciones equivalentes en el derecho constitucional comparado. No hay, entonces, valoraciones universales en torno de monarquía y republica. Quedó claro que, las más veces, su existencia o subsistencia responden a razones muy localizadas en un sistema político, en su tradición, en su cultura política y en las valoraciones colectivas predominantes. Hemos visto que mientras algunos países destronan reyes –a veces con violencia-, otros restauran sus tronos o hay grupos significativos que añoran retornar a las formas reales. Quiere decir que en cada uno hay criterios distintos. Si tomamos en consideración las monarquías tradicionales, hoy ya atenuadas con formas parlamentarias y con regímenes electorales, podemos reputar que se da en
ellas una valoración favorable, o por lo menos, un criterio de valor no proclive a sus sustitución por la republica. Desde la afirmación de Jiménez de Parga en el sentido de que, a veces, más que decir: el rey reina pero no gobierna, cabe afirmar: el rey no gobierna pero reina, hasta la de Julián Marías propiciando modernizar la idea de que el rey es jefe de la sociedad más que jefe del estado, hay toda una gama de opiniones que muestra la vitalidad de las coronas en sociedades donde, lejos de despertar hostilidad, arraigan con suficiente consenso. Incluso, ideas y proyectos destinados a suprimirlas, sufren el revés en las votaciones. Podríamos afirmar que allí donde la monarquía se halla bien arraigada en la tradición cultural y política de la sociedad, hay motivos suficientes para preservarla y, acaso, hasta para reputar que configura un contenido pétreo implícito, cuya sustitución o alteración sólo habría de justificarse y legitimarse cuando la base social favorable a la monarquía desapareciera, se tornara hostil, o se volviera indiferente. Donde muchos tronos han desaparecido, se nos ocurre que quizás la resistencia haya sido más bien un repudio personal a quien los ocupaban, que a la misma monarquía en abstracto. De todos modos, la proliferación de las republicas parece acentuar con mayor difusión una valoración favorable a las mismas. América Latina no
tiene tradiciones reales, como no sean los efímeros imperios haitiano, los mexicanos de Iturbide y Maximiliano, o el más duradero de Brasil entre su independencia en 1822 y la republica de 1889. Ello significa, acaso, que se han extinguido hace ya mucho las valoraciones auspiciadoras de la monarquía (piénsese, si no, en el resultado adverso que en Brasil mereció la opinión monárquica en el plebiscito del año 1993, convocado en virtud del art. 2 de las disposiciones transitorias de la constitución de 1988) que, sin embargo, antes agitaron buena parte del constitucionalismo en la actual Argentina después de la revolución de 1810.
Con respecto al resto del continente americano, tanto Canadá como siete de los nueve estados independientes del Caribe angloparlante adoptan el gobierno monárquico (la formula de la Reina de Gran Bretaña como jefa de estado), merced al influjo recibido del “modelo de Westminster”.
En lo que hace a nuestra propia valoración, monarquía y republica son cuestiones que, en abstracto, resultan compatibles con la justicia y no pueden ser objeto de alternativa teórica. Es cada circunstancia tempoespacial la que hace preferible una u otra en el contexto histórico de cada sociedad. Es que las formas de gobierno –si acaso a la monarquía se la sigue formalmente incluyendo entre ellas- no pueden ni deben desconectarse ni independizarse de la singularidad de cada régimen. Las improvisaciones o innovaciones carentes de fundamento, o simplemente originadas en la imitación poca o nada racional de modelos que se importan i mportan de afuera, no suelen convocar adhesiones valorativas predominantes. El reparo por las confusiones semánticas lleva a Bouthoul a hacerlas presentes en relación con las monarquías, que van desde los despotismos asiáticos en los que el soberano divino o cuasidivino no encuentra límite alguno a su voluntad ni a su capricho, hasta las monarquías constitucionales y aquéllas en las que el rey reina pero no gobierna. Conf. Bouthoul, Gastón, Sociologie de la politique, París, 1967, pág. 88. Sobre la evolución de las manifestaciones históricas que ha asumido la monarquía (feudal, nacional, liberal), puede verse Ortino, Sergio, S ergio, Diritto costituzionale comparato , ob. cit., págs. 25/49. 2 Conf. Xifra, Jorge, Formas y fuerzas políticas , Barcelona, 1958, pág. 165. 3 Conf. Lowenstein, Karl, Teoría de la Constitución, op. cit., págs. 46/47 4 Conf. Wheare, K.C., Las constituciones modernas , op. cit., pág. 33. 5 Ver Jiménez de Parga, Manuel, Las monarquías europeas en el horizonte español , Madrid, 1966. Por lo demás, el vocablo monarquía constitucional puede llegar a resultar equívoco ya que, como dice Lavaux con un tinte tal vez demasiado 1
formalista,
“…toda
monarquía
es
por
naturaleza
‘constitucional’…”. Conf. La vaux, Philipe, Les monarchies: inventaire des types, en Pouvoirs, núm. 78, 1996, pág. 23. 6
“Hoy día una clasificación de constituciones en republicanas
y monárquicas da grupos tan heterogéneos que mejor ejemplifican diferencias que no analogías entre constituciones. Su mayor interés estriba en su ejemplificación del hecho de que los símbolos de la monarquía no son incompatibles con el gobierno libre y que los símbolos de una república no impiden la autocracia”. Conf. Wheare, K.C., Las constituciones moderas, op. cit., págs. 33/34. 7 V.: Jiménez de Parga, Manuel, ob. cit., pág. 19. Coincide Duverger cuando afirma: “En Gran Bretaña, en España, en
Escandinavia, la monarquía ha subsistido bajo una forma simbólica… una suerte de bandera viviente, de árbitro moral”.
Conf. Duverger, Maurice, Les monarchies republicains, en Pouvoirs, núm. 78, 1996, pág. 111. 8 Conf. Duverger, Maurice, Instituciones políticas y derecho constitucional , ob. cit., pág. 268. 9
Tal como expresa Rubio Llorente, “las monarquías europeas
son simplemente repúblicas coronadas”. Conf. Rubio Llorente,
Francisco, El constitucionalismo de los estados integrados de Europa, en Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 48, sept./dic. 1996, pág. 11. 10 V.: Abdala, Raúl Oscar, “ Monárquicos y republicanos”, La Prensa, 13 de mayo de 1974. 11 Conf. Loewenstein, Karl, Teoría de la Constitución, ob. cit., págs. 84 y ss. 12 Conf. Hauriou, André, Derecho Constitucional e Instituciones políticas , ob. cit., pág. 518. 13 Conf. Hauriou, André, ob. cit., pág. 520. 14 Conf. Recasens Siches, Luis, El poder constituyente , Madrid, 1931, pág. 134. 15 Aunque Jiménez de Parga diga bien que a veces es preferible decir que el rey no gobierna pero reina, cuando la función de reinar es importantísima ( Las monarquías europeas en el horizonte español, cit., pág. 19). 16 V.: Yardley, D.C.M., Introduction to British Constitutional Law, Londres, 1978, pág. 155.
INDICE Capitulo I INTRODUCCION
1. 2. 3. 4. 5.
1. 2. 3. 4. 5. 6.
La faena del comparatista no se agota en los textos escritos. Metodología del análisis. Los tipos empíricos. Los tipos ideales. ¿Qué se compara? El aporte del trialismo. Capítulo II MARCOS GENERALES Necesidad de su estudio en el derecho constitucional comparado. El territorio como uno de los supuestos del régimen politico. El supuesto humano o población. ¿Cómo cambia el ejercicio del poder? Su influencia en el derecho. El derecho constitucional comparado como disciplina integradora. Una visión panorámica e interdisciplinaria. Capítulo III ORIGEN DE LAS CONSTITUCIONES
Valoración
1. 2. 3. 4. 5. 6.
1. 2.
Capítulo IV CLASES DE CONSTITUCIONES Constituciones codificadas y dispersas Las clasificaciones que confrontan norma y realidad. Criterios clasificatorios problemáticos: la originalidad y la perdurabilidad constitucionales. Otro distingo controvertido: el patrón ideológico. ¿Los partidos políticos como pauta clasificatoria? Valoración integral. Capítulo V RIGIDEZ Y FLEXIBILIDAD CONSTITUCIONALES La tipología y sus implicancias. El problema de los “contenidos pétreos” y de las “cláusulas pétreas”.
3.
Enfoque valorativo.
1. 2. 3. 4. 5. 6.
Capitulo VI SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL Introducción. Implicaciones del principio de supremacía constitucional. Breve historia de la formulación del principio. ¿Por qué la Constitución debe ser suprema y por qué debe controlarse el despliegue infraconstitucional? ¿Existen múltiples conceptos de supremacía en el derecho constitucional comparado? La supremacía en el campo de las conductas: la “auctoritas” constitucional.
7. 8. 9.
Continuación: relación de la supremacía con los valores más íntimos de un régimen político. La incidencia del derecho internacional público en el concepto de la supremacía constitucional Soluciones a la incidencia del derecho internacional en el campo del derecho constitucional comparado.
10. Las llamadas “cláusulas de alineabilidad de la soberanía” y la supremacía constitucional.
11. Valoración. Remisión.
1. 2. 3.
Capitulo VII CONTROL DE CONSTITUCIONALISMO Variedad terminológica y unidad conceptual ¿Es el control un problema prevalentemente procesal? Distintos órganos que realizan la inspección constitucional.
3.1 El control jurisdiccional. 3.1.1. El control jurisdiccional difuso o descentralizado 3.1.2. El control jurisdiccional concentrado 3.2. El control político 4. Tipología sobre la base de las vías procesales 5. Los ámbitos de control 6. Los efectos del control. 7. Llamativas expansiones actuales del control constitucional. 8. Valoración.
1. 2. 3. 4. 5.
Capitulo VIII DESDE EL CONSTITUCIONALISMO CLASICO A LA ACTUALIDAD El sedimento del constitucionalismo clásico, liberal o moderno. El “plus” del constitucionalismo social.
¿Un constitucionalismo en transformación? Breves lineamientos de historia constitucional. El cambio de contextos Capitulo IX LAS MUTACIONES CONSTITUCIONALES
Valoración del constitucionales.
fenómeno
de
las
mutaciones
Capitulo X EL DESARROLLO La constitucionalización de la idea de desarrollo Valoración.
1. 2. 3. 4. 5.
1. 2. 3.
Capitulo XI ESTADO E IGLESIA Religion y política a fines de siglo Los modelos constitucionales de la relación entre Iglesia y Estado. La referencia preambularia a Dios. La libertad religiosa: remisión. Valoración.
Capitulo XII MONARQUIAS Y REPUBLICAS Las monarquías en el concierto del derecho constitucional comparado. Las repúblicas en el ámbito del derecho constitucional comparado. Valoración de conjunto.