La pauta reguladora del mismo.
El sistema de fuentes integrantes del Derecho vigente en Castilla durante los siglos de la Edad Moderna no difería formalmente del precisado, de manera oficial, desde fines de la Edad Media. Tenía su fundamento o pauta reguladora en aquella ley 1.ª del tít. XXVIII del Ordenamiento de Alcalá, pauta que sería corroborada sustancial-mente, a principios de nuestra época (1505) en la Ley 1.ª de las de Toro, leyes ambas incluidas en las recopilaciones oficiales del Derecho real castellano que se formarían durante la misma. Por ello puede afirmarse que la ordenación o tabla de fuentes prevista en estas disposiciones se mantuvo sin alteración hasta las reformas del siglo XIX.
A tenor de tal ordenación, el Derecho castellano debía integrarse por la articula-ción jerarquizada de diversos grupos o categorías de textos, aplicables según el siguien-te orden de prelación:
a) Legislación real y de Cortes.
b) Fueros municipales, en tanto se probara su uso.
c) Partidas.
d) Y en su defecto, formulación de consulta al monarca para que procediera a la resolución que estimare más oportuna.
Dentro de este cuadro formal, podemos destacar que, en principio, las fuentes predominantes en los siglos de la Edad Moderna serían las indicadas en los epígrafes a) y c), dada la creciente crisis y desuso de las incluidas en b). Y, en realidad, sólo las de a) ofrecerían, por su naturaleza, un efectivo desarrollo y aumento cuantitativo en el trans-curso de estos siglos, aparte de que, el recurso al monarca previsto en d) generara tam-bién nuevas disposiciones reales o, en su caso, del Consejo de Castilla.
Importa, por consiguiente, distinguir las características, volumen, alcance, vi-gencia efectiva, etc., de cada uno de los referidos elementos, cuidando, en su caso, de advertir las diferentes o peculiares manifestaciones de su formulación, como ocurre, por ejemplo, en las contenidas en el primer grado de dicho orden
2. La legislación real y de Cortes.
Sin duda alguna constituyó ésta, como en la Baja Edad Media y aun con mayor intensidad, el elemento fundamental del Derecho de Castilla. La legislación personal de los monarcas en sus diversas modalidades o la promulgada en el seno de las Cortes, así como los autos acordados del Consejo de Castilla, fueron prevaleciendo de hecho y de-recho sobre las demás fuentes, al amparo de la creciente vigorización del poder real y de la Administración central del reino.
En la presentación de estas fuentes es obligado distinguir la formulación directa u originaria de las mismas de su sucesiva recopilación o agrupación en cuerpos sistemá-ticos con carácter oficial (y eventualmente privado).
La actividad legislativa de los órganos supremos (rey, Cortes, etc.), se des-arrolló, en principio, bajo las mismas formas bajomedievales, pero pronto fue prevale-ciendo el tipo de las pragmáticas reales, con una copiosa producción respecto a los Or-denamientos de Cortes, a pesar de la reiterada petición de estas últimas contra el abuso de legislar sin ellas. Pero hay que contar, también, la pérdida de impulso que iría expe-rimentando este organismo público durante los Austrias, hasta quedar como puramente decorativo con los Borbones. Así, no es de extrañar que la escasez de Ordenamientos de Cortes que se advierte durante los reinados de la Casa de Austria se convirtiera en nula durante los de la Casa de Borbón, bajo la cual sólo se legisló mediante pragmáticas u otras disposiciones de menor rango (reales cédulas, provisiones, decretos, etc.), según precisaremos en su lugar. Se dio, pues, una cierta diferenciación entre estas dos etapas, que merece ser subrayada. En el período que comprende el reinado fecundo de los Reyes Católicos y los de la Casa de Austria, cabe señalar algunos ejemplos destacados de la legislación oficial que, como es lógico, solo mencionaremos aquí con mero carácter indicativo. A los pri-meros años del reinado de Fernando e Isabel corresponden dos importantes Ordena-mientos de Cortes, el de las celebradas en Madrigal (1476) y el de las de Toledo (1480), este último, principalmente, de trascendencia fundamental en orden a las reformas in-troducidas por los soberanos en el Derecho público castellano: instauración de la paz en el reino (con la creación de la Santa Hermandad) y decisivo empeño en organizar una recta administración de justicia, preocupación fundamental de su política interior.
No menos importante, aunque en otra esfera, resultó el Ordenamiento de leyes proyectado en los últimos años de la vida de Isabel (Cortes de Toledo de 1502) y que tuvo que ser aprobado ya en las Cortes convocadas por su hija Juana en Toro (1505). Las Leyes de Toro, así conocidas usualmente, constituyen la obra legal de mayor alcan-ce de los Reyes Católicos, preparadas cuidadosamente por una comisión presidida por el famoso jurista de la Corte Juan López de Palacios Rubios. formaban estas un grupo de 83 leyes dispuestas en orden correlativo, basadas en buena parte en la jurisprudencia judicial y en conjunto venían a introducir una importante renovación en el Derecho pri-vado de Castilla, en especial de familia y sucesiones, atendiendo principalmente a la aclaración de dudas y contradicciones surgidas por la aplicación simultánea del Derecho nacional (sobre todo Fuero Real) y Derecho común (Partidas).
Aparte de numerosas precisiones sobre aspectos particulares de los referidos órdenes familiar y sucesorio (sucesión hereditaria, filiación, mejora, retracto familiar, etc.) que se mantendrían ya en su mayor parte hasta nuestros días, las Leyes de Tororegulaban, por primera vez, dos nuevas instituciones surgidas de la práctica bajomedie-val: el testamento por comisario y los mayorazgos, estos últimos de una relevancia ex-traordinaria en el desarrollo y configuración de la sociedad hidalga castellana en los siglos de la Edad Moderna.
Al margen de esta ordenación sustantiva de Derecho privado, no debe olvidarse que en sus primeros capítulos las Leyes de Toro corroboraban el arriba mencionado orden de prelación de fuentes vigentes, previsto ya en el Ordenamiento de Alcalá, con expresa insistencia en el recurso al rey, en defecto de las señaladas como preferentes, y derogación de las disposiciones promulgadas en los años anteriores que toleraban una limitada invocación de doctrina de comentaristas de Derecho común.
Además de esta legislación de Cortes, los Reyes Católicos dictaron en su reinado una abundante serie de pragmáticas, algunas importantes y extensas, otras de menor fuste, pero a través de todas las cuales se iba estructurando la trama legal de la Monar-quía española. Resulta indispensable referirse por lo menos a dos de ellas: la Ordenanza sobre la abreviación de juicios (1499), por las que el procedimiento judicial común al-canzaba su figura definitiva, y, sobre todo, la Pragmática u Ordenanzas de Corregidores (1500), por la que se ordenaba con detalle y sistema el gobierno y la justicia locales centrados en aquella figura del Corregidor, delegado regio en las ciudades, generalizada desde las Cortes toledanas de 1480.
Menor interés ofrece, en este desarrollo legislativo de la Edad Moderna, la pro-ducción correspondiente a los reinados de la dinastía austriaca. Los Ordenamientos de Cortes y los Cuadernos de Peticiones se reducían fundamentalmente a la aprobación o denegación de los servicios o ayudas económicas solicitadas por los monarcas y apenas sí en alguno surgido de Cortes celebradas por Carlos V o Felipe II podía espigarse algún aspecto de interés netamente jurídico, como, por ejemplo, sobre la administración de justicia (Valladolid, 1518 y 1537) o sobre regulación de pósitos (Madrid, 1583). Más abundantes resultaban las pragmáticas y ordenanzas sobre cuestiones diversas, espe-cialmente de administración de justicia y asuntos económicos y financieros, profesiona-les, etc., pero, desde luego, sin el relieve de aquella legislación antes comentada de los Reyes Católicos3. La legislación reglamentista borbónica.
La legislación emanada de los Borbones durante el siglo XVIII ofrece unas ca-racterísticas peculiares, según antes se dejó insinuado. En primer lugar, conviene subra-yar que toda ella era ya de procedencia exclusivamente real (o del Consejo de Castilla), sin actuación alguna de las Cortes o sólo en muy rara ocasión. Otra característica impor-tante de esta legislación de los Borbones, después de la Guerra de Sucesión, sería la de tener un ámbito de vigencia general, de ser aplicable a toda la Monarquía española, uni-ficada ya como una entidad política nacional.
Esta legislación, plasmada en pragmáticas pero, sobre todo, en disposiciones de rango ejecutivo o provisorio (reales cédulas, ordenanzas, instrucciones, etc.) tenía en general un carácter profundamente reglamentista, estando ausente de la misma la formu-lación de conceptos o principios de gran amplitud o índole genérica, sustentadores de instituciones o figuras jurídicas con peculiar relieve, especialmente en el campo del De-recho privado. La legislación borbónica aparece como el instrumento destinado a orde-nar y regular las importantes y decisivas reformas que los monarcas (secundados por sus ministros) fueron introduciendo en la Administración del Estado, así en sus cuadros centrales como provinciales o locales y, especialmente, en el orden financiero, en gran parte de cuño francés. Por lo mismo, aquella se traducía, en general, dado el ambiente Sistema de fuentes del Derecho castellano en la Edad Moderna 4
de la época, en un abigarrado y espeso conjunto de disposiciones de gran extensión y prolijidad en su redacción, con un carácter eminentemente detallista y minucioso, atento a precisiones de índole burocrática, reflejo patente, en la esfera jurídica, de la mentali-dad barroca imperante a la sazón.
El espíritu de tal legislación revela, indudablemente, la orientación absolutista de la Monarquía y el carácter acentuadamente centralista impreso a la ordenación adminis-trativa estatal. Mediante aquella se puso el germen de la Administración pública moder-na, por lo menos en lo referente a su aspecto técnico, así como a la tradición de unos usos y prácticas curialescas, que se arrastrarían hasta muy entrado el siglo XIX.
Sería enojoso descender a la enumeración de ejemplos de estas copiosas fuentes de la legislación borbónica. Citemos tan sólo algunas de ellas más destacadas por sus objetivos, empezando por los mismos Decretos de Nueva Planta con que Felipe V esta-bleció la "nueva planta" o estructura organizativa de los antiguos reinos de la Corona de Aragón, incorporados plenamente a la Corona hispánica según el patrón castellano (1711 para Aragón; 1716 para Cataluña; 1715, 1717 y 1718 para Mallorca). Extraordi-nario alcance tuvieron las Instrucciones de Fernando VI para Intendentes y Corregidores (1749), reformada en tiempo de Carlos IV (1795); las Ordenanzas para el régimen de diferentes Audiencias y Chancillerías; las Reales Cédulas aprobatorias de las Ordenan-zas de los Consulados mercantiles, como las de Bilbao (1737); la Pragmática de Carlos III creando el "Oficio de Hipotecas" (1780), antecedente del actual Registro de la Pro-piedad, etc. En todas ellas y muchas más que podían añadirse a las mismas predomina, como puede verse, el carácter de reforma y organización administrativas.
4. Las recopilaciones oficiales de la legislación real.
Todo el precedente cúmulo legislativo, unido al que se mantenía vigente desde la Baja Edad Media, debía ser objeto de una labor recopiladora de gran vuelo en el trans-curso de la Edad Moderna, destinada a reunir, precisar y sistematizar el copioso caudal de fuentes consideradas con validez efectiva y, al propio tiempo, facilitar su utilización y consulta en la aplicación práctica del Derecho.
Podemos prescindir de algunas obras de este signo recopilador, realizadas con carácter privado, como, por ejemplo, el Libro de Bulas y Pragmáticas publicado en 1503 por el escribano Juan Ramírez (y reeditado posteriormente) en que se reproducían diversas bulas pontificias y pragmáticas de los Reyes Católicos, para fijarnos en la serie de las tres que podemos considerar como recopilaciones oficiales. a) El Ordenamiento de Montalvo.
La primera de ellas, aparecida en los decenios iniciales del reinado de los Reyes Católicos, tendría, como es lógico, todavía un contenido, en su gran mayoría, bajome-dieval. Por acuerdo de las Cortes de Toledo de 1480 los soberanos encargaron al viejo y experto jurista de la Corte Alonso Díaz de Montalvo la confección de una recopilación de las leyes del reino, la cual fue publicada en 1484 bajo el título de Ordenanzas Reales de Castilla, pero que vulgarmente se conocería con el nombre de su autor, según enun-cia la rúbrica del presente epígrafe.
Es dudoso si la obra de Montalvo recibió una aprobación oficial de los monarcas pero, en todo caso, se utilizó como tal en los concejos y tribunales, por indicación de los mismos.
La obra se componía de ocho grandes libros, subdivididos en títulos, que reunían en total más de mil leyes agrupadas por materias según un plan que, en líneas generales y en algunos títulos, guardaba semejanza con el de las Partidas. El contenido de la re-copilación se integraba por las leyes reales y Ordenamientos de Cortes promulgadas a partir de la Baja Edad Media (desde el de Alcalá de 1348, inclusive) y también, excep-cionalmente, de algún capítulo del Fuero Real más usado, todos ellos en tanto se con-servaban como vigentes a la sazónLos textos se reproducían literalmente, conservando incluso la fecha e indicación del soberano o reunión de las Cortes de su promulgación; pero la obra pareció defectuo-sa –tal vez precipitada por la alteración o mutilación de algunos textos, a veces mera-mente extractados- y sobre todo por el olvido de algunas disposiciones vigentes y la inclusión de otras derogadas o en desuso. El mismo pie forzado de su distribución por materias obligó a su autor a fraccionar con frecuencia las disposiciones reproducidas o a fusionar varias de ellas, a costa de su propio sentido. Así, con independencia de la utili-zación de este cuerpo y de las numerosas ediciones a la misma que se efectuaron duran-te los decenios sucesivos, la propia reina Isabel manifestaría en su testamento, como un deseo no satisfecho, el de reducir el fuero, los ordenamientos y las pragmáticas "en un cuerpo breve y ordenado", misión que debía realizarse por un prelado y varios juristas. Sistema de fuentes del Derecho castellano en la Edad Moderna 6 b) La Nueva Recopilación.
En cumplimiento del mandato de la reina, Fernando el Católico encargó a Lo-renzo Galíndez de Carvajal la realización de aquel empeño recopilador, pero este jurista no dejo ultimada su obra
Reemprendida ésta en tiempos de Carlos V por reiterados apremios de las Cortes (que denunciaban los defectos de la de Montalvo), sufrió un prologando proceso de ela-boración en el que intervinieron varios juristas sin que, en realidad, pudiera terminarse hasta principios del reinado de Felipe II, a cargo del licenciado Atienza.
La Nueva Recopilación, así llamada usualmente (aunque el título oficial fuera Recopilación de las leyes de estos reinos) fue promulgada solemnemente por el referido monarca en 1567, ordenando que solo se tuvieran por válidas las disposiciones incluidas en la misma. Seguía esta recopilación el plan fundamental de la de Montalvo, con su-presión de las disposiciones derogadas desde su promulgación y adición de las promul-gadas en el mismo intervalo (algunas tan importantes como las Leyes de Toro de 1505), formando en conjunto un cuerpo de nueve libros, subdivididos en títulos y bajo los que se agrupaban cerca de cuatro mil leyes. También de esta obra se realizarían numerosas ediciones hasta bien entrado el siglo XVIII, con mera inserción de las nuevas leyes en sus respectivos lugares; y asimismo, desde 1723, con la de los Autos Acordados del Consejo de Castilla, en volumen adicional. c) La Novísima Recopilación.
El transcurso del tiempo, unido a la también defectuosa elaboración de que ado-lecía la Nueva Recopilación, hacía necesario cada vez más pensar en una nueva obra o revisión de la misma. Pero, en realidad, durante el resto de los siglos XVI y XVII no se acometió ningún intento en este sentidoEntrado el siglo XVIII y bajo la dinastía borbónica, los aires reformistas de la época parecieron replantear esta necesidad revisoria, surgiendo diversos proyectos, ofi-ciales y particulares, que no llegaron por el momento a realización. Es interesante seña-lar que algunos de tales proyectos apuntaban hacia criterios distintos respecto al clásico de acarreo o yuxtaposición de preceptos, seguido por las anteriores recopilaciones, y se orientaban más bien hacia la nueva idea codificadora que empezaba a insinuarse en Eu-ropa, aspirando a la formación de un cuerpo más breve, donde se hallaran ya refundidos y simplificados los textos vigentes, con una redacción más clara y sencilla en lugar de la reproducción integral de sus originales. Manifestación destacada de este nuevo estilo la constituía la propuesta formada por el marqués de la Ensenada al rey Fernando VI en 1752, para formar un llamado Código Fernandino, bajo tal orientación; pero tanto este propósito como algún otro particular (así el Compendio de Código presentado por Gon-zalo de Rioja, alcalde mayor de Murcia en 1753) y, sobre todo, el proyecto de Código penal preparado por Lardizábal en 1770, por encargo del Consejo de Castilla, no alcan-zaron efecto alguno. Tampoco llegó a obtener aprobación el Suplemento a la Nueva Recopilación, encargado por el Consejo de Castilla en tiempos de Carlos III (1785) al mencionado penalista Lardizábal y que debía contener las disposiciones posteriores a 1745Ante tales frustraciones, ya en los albores del siglo XIX, Carlos IV encargó al relator de la Chancillería de Granada, Juan de la Reguera Valdelomar, la formación de una nueva recopilación que corrigiera y actualizara la de 1567, a la vista del proyecto que éste le había formulado, descartando el primer propósito de proseguir el Suplemento de Lardizábal. La obra fue terminada y publicada en 1805 bajo el título de Novísima Recopilación de las leyes de España, y no consistía, en esencia, sino en una reelabora-ción de la Nueva Recopilación, cuyo plan de distribución de materias apenas sufría alte-ración, y con las diferencias entrañadas por la adición de nuevas leyes aparecidas des-pués de la misma y supresión de las derogadas o que se juzgaba que no convenía consi-derar como vigentes. Así, la obra quedaba ampliada en un cuerpo de doce libros, com-prensiva de un número de cerca de seis mil leyes (algunas de ellas aplicables ya a toda España, lo que justificaba su título). Con todo, se disponía que en defecto de las allí contenidas pudiese acudirse como supletorias a las de la Nueva Recopilación.
Pero las deficiencias y errores advertidos en las anteriores recopilaciones se re-iteraban en ésta de manera más acentuada todavía, al punto de dar pie a que el famoso historiador y jurista MARTINEZ MARINA escribiera un acerado Juicio Crítico de la misma, donde con la mayor precisión y escrupulosidad señalaba puntualmente los de-fectos de toda índole en que había incurrido su autor: anacronismos, infidelidad en la transcripción de textos, inexactitud de citas, falsas atribuciones de autores, inclusión de leyes anticuadas o superfluas y preterición de otras vigentes, etc. Pero, además, el ata-que de MARTINEZ MARINA iba más a fondo, alcanzando a la propia idea de seguir con el viejo y desprestigiado sistema de recopilaciones, cuando ya en Europa se había iniciado francamente la nueva corriente codificadora, representada por el Código de Prusia y el primer Código –el civil- de la serie de los napoleónicos en Francia (1804).
Con todo, la Novísima Recopilación, a la que se añadió un Suplemento en 1808- fue rigiendo a lo largo del siglo XIX en la medida que se mantenían sus diferentes par-tes o libros por razón de las respectivas materias no codificadas todavía, e iba perdiendo vigencia progresivamente en aquellas otras que pasaban a ser objeto de sucesivas codi-ficaciones, hasta extinguirse con la aparición del último código, el civil, ya a finales de la centuria.
5. Los fueros locales.
La legislación real y de Cortes, con las sucesivas recopilaciones que la recogían y sistematizaban, constituían, pues, según se enunció más arriba, el primer elemento invocable y aplicable, dentro del orden prelativo de fuentes integrantes del sistema jurí-dico castellano, a tenor de aquellas disposiciones ya citadas, ordenadoras del mismo. En su defecto, disponían estos el recurso a los fueros locales en tanto y tan sólo en aquellos puntos en que se probara su uso, lo cual constituía evidentemente una condición desfa-vorable en orden a su vigor y subsistencia.
Las referencias aportadas por los estudios de GARCIA GALLO sobre este punto dejan entrever una progresiva crisis y decadencia de los fueros municipales castellanos, reducidos ya a usos o prácticas locales aisladas relativas a régimen agrario o pastoril (con carácter de mera costumbre, en tanto se precisare su uso efectivo, no su sola exis-tencia escrita, para ser alegadas en juicio). Ello se aprecia, sobre todo, a raíz de una con-sulta formulada a fines del siglo XVIII por el Consejo de Castilla a diversos municipios, sobre la vigencia de sus fueros. Caso más raro constituye la confirmación real en 1778 de la antigua costumbre o fuero de Baylio (comarca de Jerez de los Caballeros, en Bada-joz) sobre Derecho económico matrimonial... Con todo, la impresión, en estos siglos de Sistema de fuentes del Derecho castellano en la Edad Moderna 9
la Edad Moderna, de algún fuero municipal como el de Cáceres, podía dejar entrever alguna mayor aplicación en ciertos casos.
Hay que señalar, en cambio, por contraste, el vigor mantenido por el Fuero Juz-go –vigente en amplias zonas como León, Toledo y el Sur de España- y, sobre todo, el Fuero Real, en línea de los Derechos locales.
Estos dos textos, especialmente el último, escapaban, según la opinión dominan-te entre los juristas, a la carga de la prueba de su uso efectivo. Del primero constan tes-timonios de su aplicación reiterada hasta fines del siglo XVIII en Andalucía, siendo editado en distintas ocasiones; el Fuero Real había extendido su vigencia a numerosas localidades desplazando a sus respectivos fueros, y el favor de que gozaba en la Corte, desde la Baja Edad Media, le había conferido un valor casi general. En análoga situa-ción se hallaban las Leyes del Estilo, como resoluciones interpretadoras del mismo.
En el nivel de fuentes locales, aunque de menor rango, debemos registrar en los siglos de la Edad Moderna la profusión de ordenanzas municipales, es decir, de regla-mentaciones dictadas por los Concejos de las ciudades y villas para ordenar su régimen interior de gobierno, oficios, etc., cuestiones de policía rural y urbana especialmente. Para su validez solía requerirse la aprobación superior (Consejo de Castilla) o del señor jurisdiccional en los pueblos de señorío. A pesar de su modesta categoría dentro de la normativa jurídica, debe reconocerse el considerable valor de tales fuentes para el cono-cimiento de la vida local y de numerosos aspectos de economía vecinal, aprovechamien-tos comunales e incluso de relaciones señoriales y dominicales.
6. Las Partidas. La consulta al rey.
Ya sabemos que el código alfonsino había logrado desde el siglo XIV la consi-deración oficial de fuente supletoria de los dos primeros elementos arriba consignados en el sistema del Derecho castellano. El favor de los juristas hacia las Partidas, como plasmación y reflejo del Derecho común tan apreciado por ellos, aumentó progresiva-mente en estos siglos de la Edad Moderna, siendo objeto de numerosas ediciones y co-mentarios. Pero, sobre todo, puede decirse que su vigencia efectiva quedó consagrada con la edición oficial llevada a cabo, tras una revisión de sus versiones y variantes, por parte de uno de los más eminentes juristas de la época, Gregorio López (1555), quien la acompañó de una extensa e impresionante glosa, apostillando los diversos pasajes de cada una de las leyes del código. En estas glosas, fruto de prolongados años de prepara-ción laboriosa, se desplegaba el amplio saber romanista y canonista de su autor, inspira-do en las escuelas de comentaristas del siglo XIII al XVI; pero también cuidaba de seña-lar las concordancias con la práctica y las decisiones judiciales de la época. Se com-prende, por ello, que llegara a alcanzar una fama análoga a la que en otro tiempo había logrado la de Accursio respecto a los textos justinianeos, así como que en adelante todas las ediciones de las Partidas reprodujeran la formada por Gregorio López, acompañadas siempre de su glosa estimada, en cierto modo, como la Glossa Ordinaria del código alfonsinoEn último término, y en defecto de las fuentes anteriores, debía acudirse, como sabemos, a la consulta regia. Poco debemos añadir aquí a lo consignado en torno a este y análogos extremos para los siglos bajomedievales. Se advertía allí una propensión por parte de los juristas a rehuir esta consulta, invocando en su lugar, en la vida forensesdoctrinas de comentaristas del Derecho común, práctica que había alcanzado incluso una cierta tolerancia a través de diversas disposiciones reales de fines de la época me-dieval. También quedó expresado cómo esta práctica abusiva, proseguida durante los siglos de la Edad Moderna a pesar de la tajante prohibición de los Reyes Católicos, hab-ía llegado a promover una cierta reacción en diferentes medios, que ocasionaría la reno-vación por parte de Felipe V de viejas disposiciones preceptivas sobre las fuentes vigen-tes en Castilla y la obligatoriedad de la consulta regia. Nos remitimos al lugar mencio-nado donde se expone más ampliamente la situación planteada a este respecto.
Nos interesa sólo recordar aquí de que el hecho a estas consultas desembocaban con frecuencia en la resolución de Autos Acordados del Consejo de Castilla, fruto de las decisiones de sus miembros, por implícito o explícito encargo regio. El rango legal de estos Autos Acordados se exteriorizó con su inclusión adicional en las recopilaciones oficiales a partir del siglo XVIII, aparte de formar colecciones independientes.
Así, resumiendo el perfil del sistema de fuentes vigente en Castilla en los siglos que nos ocupan, a tenor de lo expuesto anteriormente, cabría afirmar que éste venía constituido prácticamente por las respectivas recopilaciones oficiales y las Partidas, con una participación, no menguada también, del Fuero Real. Las restantes fuentes no al-canzaban, en realidad, un relieve y valor parangonable con éstas.
7. Las Ordenanzas de los Consulados mercantiles.
Referencia marginal e independiente exigen de manera análoga a lo que se ad-vertía en la Edad Media las fuentes del Derecho mercantil castellano, representadas por las Ordenanzas particulares dictadas por los diferentes Consulados mercantiles o Uni-versidades de mercaderes. Fundados éstos en los albores de la Edad Moderna por los monarcas en diferentes plazas castellanas (Burgos, 1494; Bilbao, 1511; Sevilla, 1539...) no sin cierta inspiración en los Consulados marítimos mediterráneos (según de manera expresa se indicaba en la creación del Consulado burgalés), fueron dotados con el ejer-cicio de funciones judiciales a cargo de los propios miembros directivos de la corpora-ción (Prior y Cónsules). Además, recibieron autorización real para promulgar sus pro-pias Ordenanzas, reguladoras no sólo de aspectos orgánicos, sino también de relaciones diversas de la vida mercantil y marítima, previa la correspondiente aprobación regia tras el examen por el Consejo.
El proceso ordinario que presidió la historia formativa de estas Ordenanzas solía consistir en la formulación de sucesivos capítulos breves sobe materias concretas, que luego eran objeto de una refundición o recopilación más amplia, para ser continuadas después con nuevas redacciones. Especialmente dignas de mención son las Ordenanzas surgidas de los Consulados de Burgos, Bilbao y Sevilla, sobre todo las de los dos prime-ros. El Consulado de Burgos formó las suyas en 1538, constituyendo un conjunto de 90 capítulos, buena parte de ellos destinados a regular los seguros marítimos. Una redac-ción posterior de 1572 fue aprobada por Felipe II. La decadencia sufrida por la capital burgalesa como centro mercantil, entrado el siglo XVI, acarreó también la caída en des-uso de sus Ordenanzas consularesCarácter más dinámico y realista tuvo, desde su origen, como señaló GIBERT, el Derecho mercantil bilbaíno, cuyas ordenanzas aparecieron en forma reiterada desde los primeros decenios del siglo XVI, para recibir una redacción más general en 1531, am-pliada y reformada en 1560, con confirmación regia. Otros textos fueron surgiendo a lo largo del siglo XVII hasta llegar a la definitiva y sistemática recopilación de 1737, cons-tituida por 29 capítulos o títulos, bajo los que se agrupaban las numerosas leyes inte-grantes de la misma. Aparte de recoger Ordenanzas anteriores, se acusa en éstas la noto-ria influencia de las Ordenanzas francesas de Luis XIV sobre el comercio (1677) y so-bre la marina (1681) (ya traducidas al castellano), en especial respecto al tema de las sociedades y libros de los comerciantes y también ciertas fuentes de la legislación mer-cantil castellana, como las Partidas, y algunas disposiciones de Cortes.
Las Ordenanzas de Bilbao de 1737 contenían una amplia regulación de los segu-ros, averías, flete, etc., aparte de la tradicional organización del propio Consulado y al-canzaron una amplia difusión por España e Indias, pasando luego muchas de sus dispo-siciones a la Novísima Recopilación de Carlos IV (1805).
Menor importancia debe atribuirse a las Ordenanzas del Consulado de Sevilla, proyectado especialmente para el comercio con América. Dichas Ordenanzas fueron aprobadas en 1556 y formaban un cuerpo de 60 capítulos, utilizado (especialmente en la parte de seguros) en la Recopilación de las Leyes de Indias de 1680