Debiera haber Obispas
Rafael Solana
PERSONAJES:
MATEA, 40 años EUFROSINA, criada EL OBISPO, 60 años TOMÁS, 50 años AURORA, 40 años ENEDINA, 40 años COSME, 50 años JAIME, 30 años La acción en México, es una población de quince mil habitantes. Época actual. El primer acto en invierno, el segundo en primavera y el tercero en verano. ACTO PRIMERO La escena representa la sala de recibo en la casa de un cura de pueblo. Los muebles son sencillos, austeros, pasados de moda y hasta cierto punto modestos, aunque sin sacrificio de la comodidad. Podría tratarse de un juego de sofá, dos sillones y algunas sillas de bejuco, estilo vienés; alguna estantería con volúmenes del Año Cristiano y unas cuantas empolvadas obras de apologética; una mesilla, que pudo servir para que el señor cura compusiese sus sermones; en alguna rinconera un santo dentro de su campana de cristal, y por alguna parte otro en su peana; en la pared, un crucifijo pequeño, envuelto en una gasa; también una bendición papal, con marco, y algún retrato del Arzobispo reinante. Una puerta a la izquierda del espectador conduce a la recámara del señor cura, y otra, a la derecha, al comedor y otras habitaciones; al fondo una algo mayor da al patio por donde se va a la calle. Cuando se levanta el telón la escena está casi completamente a oscuras, y apenas puede adivinarse el bulto de los muebles, aunque una lamparilla mortecina parpadea delante de una de las imágenes. Por la puerta del fondo entra sigilosamente Eufrosina, cubierta con un oscuro rebozo; se acerca hasta el centro de la escena, un poco cargado a la izquierda, y toca suavemente a Matea, que, ahora lo vemos, se ha quedado dormida con la cabeza apoyada en los brazos, y qué está completamente vestida de oscuro, y se confunde con las sombras. EUFROSINA.- Señorita, señorita... señorita...
MATEA.- (Al despertar.) ¡Eh! despertar.) ¡Eh! Ah... dime, Eufrosina EUFROSINA.- Señorita... el señor Obispo acaba de llegar. MATEA.-El Obispo... ah, sí... ¿qué hora es, Eufrosina? Pásalo, dile que entre aquí... enciende la luz... me quedé dormida un momento. EUFROSINA.-¡Ha pasado usted tan malas noches! ¡Pobrecita! MATEA.-(Se MATEA.(Se levanta.) Pásalo levanta.) Pásalo inmediatamente... no lo tengas allí parado. EUFROSINA.-Sí, señorita. (Sale casi corriendo, y al salir enciende la luz, cuyo interruptor está cerca de la puerta del fondo. Ahora podemos ver que Matea es una mujer de edad intermedia, que podría lucir guapa si no estuviese tan por completo descuidada; en sus sienes se miran ya las primeras canas; su peinado es sencillísimo, liso y con chonguito; su vestido, de color más oscuro y neutro, gris, pardo, carmelita o azul marino, es de gruesa lana, de corte antiguo, modestísimo; lleva zapatos de tacón bajo, medias oscuras, y un pesado chal de estambre, o pelerina, de color negro. Su rostro refleja cansancio y sufrimiento. Trata por un momento de reponerse; se pasa la mano por el pelo; compone, superficialmente, el aspecto de su ropa; apenas un momento después entra el Obispo, precedido por Eufrosina, que le hace una profunda caravana; la criada, apenas iniciada la escena, hará mutis, a una indicación ligera que le hará con los ojos Matea. (Matea se adelanta a recibir al señor Obispo tomando su mano y besándola.) MATEA.-Señor Obispo... OBISPO.-¿Tan grave es el asunto, hija mía? MATEA.-No lo hubiera yo molestado a usted si no lo fuera. OBISPO.-¡Vaya, vaya vaya! (Comienza a quitarse algo del exceso de ropa que traía; abrigo, bufanda, sombrero, paraguas; queda, de todos modos, bien abrigado; con un suspiro.)Era suspiro.)Era de temerse... (Con un chasquido de lengua.) Era lengua.) Era de esperarse... MATEA.-¿Sabía usted algo, señor? OBISPO.-La salud del señor cura no era buena, hija... muchos trabajos, muchas fatigas, mucho estudio, de joven y muchas preocupaciones ahora, de viejo... además, los años... era... es decir, es... ¿es? (Matea hace un pequeño signo afirmativo y se lleva la punta del chal a los ojos.) Es más vicio que yo... y yo tampoco soy un pollito... el señor cura debe tener ahora mismo... pues... diez años más que yo... ya está bien, qué caramba, ya está bien. Todo se llega... yo también me acabaré, dentro de diez años; aunque yo estoy mejor conservado, más fuerte, y tal vez podría esperarse que... MATEA.-¿Quiere usted verlo ahora mismo, señor? Lo dejé dormir un poquito; tomó una pastilla. OBISPO.-No corre prisa, hija... ¿no corre prisa, verdad?... MATEA.-Pues... OBISPO.-Por más que... valdría más, no sea que... MATEA.-No corre mucha prisa, señor obispo, porque... porque... no se cómo decirle a usted... OBISPO.-¿Ya se confesó? MATEA.-Sí, señor... es decir... bueno, ya recibió la extremaunción, y fue absuelto.
OBISPO.-(Le ha molestado un poquito.) ¡Ah, OBISPO.-(Le poquito.) ¡Ah, vamos! En ese caso... MATEA.-Perdóneme usted, señor obispo; yo hubiera querido que usted mismo... pero como tardaba usted... OBISPO.-Bueno, bueno; no todo lo que se quiere se puede. Yo quería venir desde ayer; pero uno tiene sus ocupaciones. MATEA.-El padre Serafín, de emergencia... yo hubiera preferido esperarlo hasta que usted pudiera; pero había peligro... fue más seguro... el mismo padre Serafín me aconsejó. OBISPO.-Bien, bien, el padre Serafín está bien; ¿y él qué dijo? Yo creía que era quien había querido que viniese yo especialmente. MATEA.-El caso es, señor obispo, que él... no, no sé cómo decírselo a usted... OBISPO.-Dime lo que sea, hija, dímelo. MATEA.-Él ha sido hijo de confesión de usted, y usted conoce mejor que nadie su estado... usted mismo dice que ya esperaba... OBISPO.-¿La muerte? Siempre hay que estar en espera de la muerte. Puede llegar en el momento menos pensado, y ¡ay de aquel a quien sorprenda desprevenido! MATEA.-Sí, usted ya esperaba que él muriese, sabía que estaba débil... pero... ¡pero no esa muerte! ¡No ésa, Dios mío! OBISPO.-(Alarmado.) OBISPO.(Alarmado.) ¡Cómo! ¡Cómo! ¿Pues qué pasó? ¿Cuál es concretamente la causa de su muerte? MATEA.-La causa sólo los médicos la saben... la forma... ¡ay, señor, qué castigo de Dios tan espantoso! En estos últimos días, ni siquiera he permitido que vuelvan a verlo los médicos; sólo el padre Serafín y yo hemos entrado en esa habitación; sólo nosotros sabemos la verdad. OBISPO.-(Ya OBISPO.(Ya muy intrigado.) Pero intrigado.) Pero ¿cuál, cuál es la verdad? Hija mía, habla. MATEA.-El padre Feliciano, nuestro querido párroco, en estos últimos días de su gravedad, señor obispo... ha perdido la razón. OBISPO.-¡Ave María Purísima! MATEA.-No he querido que nadie lo supiese; nadie, sino nosotros; al mismo padre Serafín se lo he ocultado parcialmente, aunque logró darse algo de cuenta; no pudo haber confesión... el padre ya no ejercía dominio sobre su propia lengua... hubo absolución sin confesión... ¿eso vale, señor obispo? OBISPO.-Sin duda, hija, sin duda; el padre Serafín sabe muy bien lo que hace. MATEA.-A la gente le ha estado ocultando la gravedad del caso; el padre Serafín trajo los auxilios de noche y sin ser visto; esta gente es muy chismosa y muy alarmista... usted la conoce, señor... OBISPO.-Fui cura aquí hace muchos años, hija; la conozco, la conozco muy bien. MATEA.-No vienen, aunque sepan que está enfermo, porque a mí no me quieren... esto también lo sabe usted muy bien, señor obispo. OBISPO.-Lo sé perfectamente, hija; ésa era otra de las preocupaciones de este santo varón. Lo mataban las murmuraciones; pero yo bien sé que tú eres una buena mujer, y que él era... es... un santo... MATEA.-Quiero que usted lo vea ahora, y me aconseje. El señor cura va a morir muy pronto... no sé qué hacer... no sé qué partido tomar... aquí nadie me quiere... aquí no podría vivir... y sin embargo, ¿a dónde ir? Le dediqué mi vida, mis mejores
años, y ya ve usted, hoy que se va, me quedo como huérfana, sin padre ya, sin marido, sin hijos... OBISPO.-Conozco tu abnegación, mujer, tus sacrificios; sé lo que has sido para él... más que si hubieses sido su propia hermana... yo pensaré en ti, si él no pensó en ti en su testamento. MATEA.-¡Ay, señor! Aunque pensara... no tiene nada... esta casita, estos muebles, un poquito de ropa, sus libros... nada más, señor... en el corral unas gallinas y en el huertecillo unas matas... ni un centavo, señor... todo para los pobres... (Se lleva el chal a los ojos.) OBISPO.-Yo pensaré en ti entonces, muchacha; te conozco bien, y veré qué es lo que se puede hacer por ti. MATEA.-Y luego, qué testamento, señor obispo, si le digo a usted... inesperadamente... no se puede usted imaginar... completamente, completamente perdió las facultades mentales... usted lo va a ver dentro de un momento. He preferido advertirlo para que no sufra usted una dolorosa sorpresa... loco, completamente loco... OBISPO.-La misericordia de Dios sigue caminos que a veces no comprendemos, hija... Déjame... voy a verlo... déjame solo... conozco el cuarto... ¿Me reconocerá? MATEA.-No sé, señor... no sé si podrá reconocerlo a usted... sería un verdadero milagro... échele usted una buena bendición y rece por él... ha sido un santo... usted lo sabe mejor que nadie... OBISPO.-Déjame unos minutos con él, hija... déjame... (Entra en la recámara; Matea, que lo ha acompañado hasta cerca de la puerta, regresa al centro de la escena, gimiendo, y cae en la silla en que antes estaba; vuelve a bajar la cabeza sobre los brazos, y se ve que solloza. Un instante después, con cautela asoma don Tomás, uno de los personajes del pueblo; es un hombre de cierta edad, vestido con corrección, aunque a distancia de la moda; parece muy curioso; como su entrada no es notada tose ligeramente. Matea levanta la cabeza, lo ve, y compone sus facciones un poco.)... TOMÁS.-Buenas noches... me pareció ver... me pareció ver que había llegado el señor obispo; allí está fuera su coche, y quise entrar a saludar... ¿Está aquí el señor obispo? MATEA.-Sí, aquí está. TOMÁS.-(Vuelve TOMÁS.(Vuelve los ojos hacia todos los rincones de la habitación.) Quisiera habitación.) Quisiera presentarle mis respetos. MATEA.-Está con el señor párroco. No es posible verlo en estos momentos. TOMÁS.-Quisiera saludar al señor cura también; hace días que... MATEA.-El señor cura está enfermo y no se le puede ver. TOMÁS.-(Bastante TOMÁS.(Bastante sofocado.) Es sofocado.) Es decir, es decir que... es decir que el señor obispo ha venido a causa de la enfermedad del señor cura. ¿Tan grave así se encuentra? MATEA.-El estado de salud del padre Feliciano es bastante delicado. TOMÁS.-(Hacia TOMÁS.(Hacia la puerta del fondo.) Aurora, fondo.) Aurora, Enedina, es verdad, es cierto.
(Entra Aurora y Enedina, mujeres de la buena sociedad del pueblo. Se tiene la impresión de que hubiesen estado detrás de la puerta escuchando la anterior conversación.) AURORA.-Tenía usted razón, don Tomás... ENEDINA.-Se está muriendo, entonces... TOMÁS.-Más grave de lo que nos imaginamos tiene que ser, para que el señor Obispo haya venido. AURORA.-Y aquí lo tiene secuestrado esta mujer. ¿Ya lo vio un médico? MATEA.-Señora, ya lo vieron todos los médicos que tenían que verlo. Les ruego a ustedes que salgan; el señor cura no está para visitas. ENEDINA.-Hablaremos con el Obispo. Le diremos que usted lo tiene aquí como preso. ¡No habernos dicho que la enfermedad era grave, para que nos hubiéramos turnado a cuidarlo! AURORA.-Habráis venido todas la de la Vela Perpetua. ENEDINA.-Y las Hijas de María. TOMÁS.-Y los señores de la Adoración Nocturna. AURORA.-Ahora, por supuesto, harán que salga usted de la casa... ENEDINA.-Para que la confesión valga. MATEA.-(En pie, enérgica, firme, sin levantar la voz.) ¡Salgan de aquí, señores! El señor cura está muy enfermo, y el señor Obispo está con él ahora, y sus murmuraciones y sus chismes, que Monseñor conoce perfectamente, no tienen ningún eco en este lugar en este momento. AURORA.-Es capaz hasta de haberlo envenenado ella. ENEDINA.-Para heredarlo, por supuesto... TOMÁS.-(A las otras dos, pero lo bastante alto para que Matea lo escuche.) La presencia de es mujer en esta casa ha sido el escándalo de la feligresía por años; ahora el señor Obispo podrá un hasta aquí a esa situación embarazosa; la echará, obligará a nuestro venerado padre a prescindir de ella... y hasta es muy posible que se alivie el señor cura, una vez arreglado este asunto con Dios. AURORA.-Si no es que ella es la que le ha tenido así estos últimos días, con algún bebedizo. ENEDINA.-Algún opiáceo. (Matea abate la cabeza; le duele lo que escucha; pero no le importa ya; lo ha oído mucho.) TOMÁS.-No salgamos de aquí sin hablar con el obispo. (Entra en escena, por el fondo, don Cosme, el propietario más rico de la región; es de la misma edad de don Tomás pero mucho más distinguido.) COSME.-¿Entonces, es verdad? ¿Ha llegado el señor obispo porque nuestro cura párroco se nos muere? ¡No se habla de otra cosa en todo el pueblo! TOMÁS.-Sí, Monseñor está aquí, yo lo vi... vi el coche, allá fuera, y enseguida supuse... y como el señor cura estaba enfermo desde hace mucho días, y ni misas ha dicho, pues me imaginé... y le dije a mi mujer: voy a ver, p orque...
COSME.-Fue justamente doña Marta quien llamó por teléfono a mi mujer, y entonces mi mujer me mandó recado al casino. Evidentemente, no puede ser otra cosa; el señor obispo no nos visitaba desde las misiones del año... del año... AURORA.-Sí, hace años que no venía, y si no hubiese sido por una cosa urgente, como le dije yo a Matilde, la primera dama... ella quería venir a ver; pero su posición, como esposa del alcalde... además... (Mira a Matea.) ENEDINA.-Sí, además hay otras razones por las que las damas nunca venimos a esta casa... a no ser un caso de verdadera urgencia, como es lo de hoy. COSME.-¿Y creen ustedes que... vamos... creen ustedes que... se muera? TOMÁS.-Pues por lo que hemos visto... AURORA.-Podemos deducir que. . . ENEDINA.-Yo supongo que. . . TOMÁS.-Bueno, en realidad. . . en realidad no hemos visto nada. No hemos visto al señor cura. No hemos visto más que el coche del señor obispo, a la puerta. . . COSME.-(Autoritario, a Matea.) Es necesario que veamos al señor cura. MATEA.-El señor cura está encerrado con el señor obispo. No lo puede ver nadie. COSME.-Pues avise usted a Monseñor que estamos aquí, y que queremos entrar. MATEA.-Monseñor saldrá cuando lo considere conveniente, y entonces lo verán ustedes. TOMÁS.-Pero es que. . . COSME.-El tiempo apremia. MATEA.-En la situación en que se encuentra en estos momentos, estoy segura de que el señor cura apreciará más la compañía del señor obispo que la de ustedes. AURORA.-(Se acerca, curiosa, excitada.) ¿Quiere decir... quiere decir que de veras se está muriendo? ENEDINA.-(Se acerca también) ¿Qué es eso de la situación en que se encuentra? TOMÁS.-¿Es acaso que está agonizando? AURORA.-¡Dios mío! ¡Recemos algo! ¡Recemos un rosario... algo! ENEDINA.-Pero... aquí... con esa mujer... COSME.-Tienes razón. Sería mejor ir a la iglesia, llamar a la gente, tocar las campanas... TOMÁS.-¡Hagamos algo! ¡No podemos dejar morir a nuestro párroco así, sin meter siquiera las manos! AURORA.-¡Prendamos unas velas, al menos! (Matea ha permanecido imposible, hundida en sus propias reflexiones, estoica, abrumada por el dolor y, sin embargo, dueña de su entereza; no hace caso de lo que dicen los demás, ni de la inquietud de que ahora dan muestras.) ENEDINA.-Debiéramos violentar esta puerta. ¡A lo mejor ni está el allí el obispo! ¡Veamos por última vez a nuestro pasto! COSME.-¡Tal vez somos víctimas de un infame engaño! (Se dirige a la puerta de la recámara del cura; pero sólo da un par de pasos.) (Entra, suavemente, de la habitación interior, el obispo.)
OBISPO.-Hijos míos... eleven ustedes una oración por el alma de su cura párroco, que acaba de volar al cielo. (Matea tiene un acceso de dolor; hace el intento de avanzar; pero luego cae en la silla, hunde la cabeza entre sus brazos, y llora. Los demás se arrodillan y se persignan.) Ha sido la suya una muerte... (en un tono de voz un poco más bajo, mientras avanza hacia el centro de la habitación) ha sido una muerte extraña. COSME.-(Al igual que los otros, levanta la cabeza; la curiosidad puede más que la devoción; todos se han interrumpido en la oración que habían iniciado.) ¿Cómo, señor obispo? ¿Una muerte extraña? (Se pone de pie nuevamente.) TOMÁS.-(También se pone en pie.) ¿Una muerte extraña, ha dicho usted? ¿Qué debemos entender por eso? AURORA.-(También se levanta y se acerca.) ¿Un crimen, señor obispo? ¿Algún envenenamiento? ENEDINA.-(Mira juego.) ¿Y de quién sospecha usted? (Las dos se envuelven para mirar acusadoramente hacia Matea.) OBISPO.-Hijos míos... (con gran calma, lentamente, en voz baja.) ¿Conocéis a esta mujer? ENEDINA.-(Pequeño grito.) ¡Ay! ¡Ella, ella ha sido! AURORA.-¿Fue ella, señor obispo, es posible? TOMÁS.-Debimos sospecharlo. COSME.-Lo teníamos. OBISPO.-Esta buena mujer, que ha sacrificado su vida para estar al lado de ese santo que hoy ha volado al Paraíso, ha sido escogida tal vez por él debo de la Divina Providencia para una prueba extraña, una prueba difícil, una prueba que resistirían pocas de las de su sexo. COSME.-¿Una prueba, dice usted, señor? OBISPO.-(Con reiteración eclesiástica, como en sus sermones.) Una dura prueba... va a ser por esa prueba severa... AURORA.-¿La cárcel, quizás? OBISPO.-Sé que la conocéis todos; ha vivido aquí, ha recibido en este pueblo, ha morado al lado del señor cura muchos años... ¿Qué pensáis de ella? Quisiera saber... ENEDINA.-Esa mujer, señor obispo... OBISPO.-Habla, hija mía. ENEDINA.-Esa mujer... OBISPO.-¿Por qué te callas? Sigue, dime. Quiero saber cómo la juzgáis, en qué concepto la tenéis. AURORA.-Pues la verdad es que... OBISPO.-Vamos, hijos... ¿no os atrevéis a decirme lo que pensáis de ella? ¿Tan malo es? COSME.-Claro que seríamos mucho más libres de abrir a usted nuestro corazón sin ella no estuviese presente. OBISPO.-¿Sabéis algo malo de ella? TOMÁS.-Tanto como saber... pero sospechar, pues sospechar sí, señor obispo, y mucha gente aquí en el pueblo ha sospechado, Dios me perdone... OBISPO.-Dios le perdone a él, hijo mío, ahora que lo tiene, delante, y ten la seguridad de que quien tiene que juzgar los pecados de los hombres, los de este
hombre los está juzgando ya. ¿Ustedes también se han atrevido a juzgar, a poner en un hombre santo, venerable por su sagrado ministerio y por la pureza de su vida, un pensamiento sucio, una sospecha injuriosa? COSME.-Nosotros, padre, la verdad es que... bueno... somos humanos... AURORA.-En realidad se habló mucho de esos hace años... últimamente, pues... el padre era muy viejo, y ella, pues... ENEDINA.-Pero se quedó la costumbre; pensaba la gente, en aquel tiempo... OBISPO.-¿Qué gente, hija? ¿Lo pensabas tú? ENEDINA.-La verdad es que esta señora no nos fue simpática nunca. OBISPO.-Esta señorita, que ha sido una mártir, ha sufrido mucho por esa falta de caridad cristiana de ustedes; pero ahora, que la muerte del padre e ha visto rodeada de circunstancias tan excepcionales... ahora va a pasar ella por esa prueba tan difícil, y ahora sí podrán ustedes saber, y no solamente sospechar, cuál es el temple de esta alma. COSME.-¿Qué quiere usted decir, señor obispo? OBISPO.-Hijos, voy a hacerles una revelación extraordinaria... siéntense. (Todos se acomodan para oír bien al obispo; Matea levanta la cabeza y sigue con cierto interés, a distancia, la escena; entra, y se queda de pie cerca de la puerta, escuchando, Eufrosina, la criada.) TOMÁS.-(Con visible curiosidad.) Usted dirá, señor obispo. OBISPO.-Ustedes han podido perfectamente notar que desde hacía varios días el señor cura... ENEDINA.-Sí, señor; yo comulgo todos los días en la misa de siete, y... AURORA.-Ha oficiado el padre Serafín; ésa era la misa del señor cura... COSME.-Hará cuatro o cinco días. TOMÁS.-Y ni a confesar, ni a la hora santa, ni al rosario... OBISPO.-El señor cura ha estado recluido en esta habitación todos esos días, gravísimamente enfermo, y esta mujer no se ha despegado de su cabecera. (Lanzan todos ellos una mirada rencorosa hacia Matea.) El único que vino un poco después de que los médicos dieron por terminada su intervención fue el padre Serafín... y ahora yo, pues quiso Dios que fuese yo quien cerrara los ojos de este santo varón. AURORA.-(Se santigua.) ¡Dios lo haya perdonado! OBISPO.-El señor cura era... era el confeso de todos ustedes, supongo. COSME.-Sí, señor, de todos nosotros, y de nuestras esposas, y de nuestras hijas, y de una buena parte de la población. OBISPO.-Era, si se me permite decirlo así, como si en él tuvieseis depositados los tesoros de vuestro espíritu... sí, era como vuestro tesorero espiritual... como el banquero de nuestras almas... él llevaba los libros en que apuntan, en la tierra, el debe y el haber de vuestras conciencias... ¡aunque otros libros más cuidadosos se os llevan allá en el Cielo! (Un ademán lleno de unción.) TOMÁS.-(Con cierta alarma.) Sí, señor obispo, era como nuestro banquero espiritual, siga usted...
OBISPO.-En él depositabais todos vuestros bienes, y todos vuestros males... sigo hablando del espíritu... de la conciencia... en él teníais, por supuesto, toda vuestra confianza... COSME.-(Amoscado.) Toda, señor... el secreto de confesión es lo más sagrado que existe. OBISPO.-Ciertamente que así es; un confesor es como un banquero, pero muchísimo más que un banquero, porque los tesoros que se le confían son más sagrados que los bienes materiales, los bienes de fortuna. ¿Qué son los bienes de fortuna al lado de la salvación eterna, que es el asunto en que él entiende? ¡Nada, absolutamente nada! El confesor... ¡hmmm! Es un hombre de la más absoluta, de la más total confianza... el secreto de confesión, es verdad, tenéis la razón, jamás puede ser violado por un sacerdote... voluntariamente... TOMÁS.-¿Voluntariamente? OBISPO.-Quiero decir... suponed, suponed, hijos míos, por un momento, que habéis depositado vuestro dinero con un banquero honradísimo, la honestidad indubitable, de rectitud y de integridad indiscutibles... y que ese banquero, por un azar de la fortuna, por uno de esos extraños designios de Dios... fuese víctima... digamos fuese víctima de una enfermedad. AURORA.-¿Una enfermedad? ¿Cleptomanía? ENEDINA.-¿Amnesia? OBISPO.-Una enfermedad espantosa, la más horrible de que se vale el Señor para aplicar un castigo o para derramar el desconcierto entre sus hijos: la locura. COSME.-(En pie.) ¡La locura! OBISPO.-Imaginad que vuestro banquero se volviese loco, y, sin dolo, sin intención deshonesta, ni beneficio propio, sino por simple disparate de su mente mal gobernada y sobre la que ya no ejercería dominio, repartiese vuestro dinero, lo dilapidase, lo arrojaste al aire, lo fuese derrochando, lanzando por las calles, tirando... TOMÁ.-(En pie, sobresaltado.) ¡No es posible! OBISPO.-Calma, hijos míos, calma... no estoy haciendo sino suposiciones... no se ha vuelto loco ningún banquero, ni estáis en peligro de perder vuestras grandes o pequeñas fortunas... sé muy bien cuán dolorosa os sería una prueba como ésa... COSME.-(Se sienta. Se pasa el pañuelo por la frente.) Pero... esa insinuación, esa idea... OBISPO.-Dime, hijo... ¿no agradecerías tú el que alguna persona piadosa, si tu banquero se hubiese vuelto loco, lo encerrase, y ni le permitiera ir tirando por los caminos, por las calles y por las plazas, lo que no le pertenecía, tu propio dinero? ¿No agradecería que solamente lo dejara tirarlo dentro de una habitación... y con el menor número posible de testigos? (Matea ha seguido esta parte de la conversación con gran extrañeza; no es visita por los otros.) AURORA.-(Con angustia.) ¡Acaba usted, acabe usted, señor! ¡Díganoslo todo, no puedo aguantar más esta sospecha! ENEDINA.-No nos tenga en ascuas, Monseñor, díganos usted de una vez todo lo que tenga que decirnos.
OBISPO.-(Muy sereno.) Calma, hijas mías, calma... COSME.-¡Por caridad de Dios! OBISPO.-Este padre, a quien vosotros confesabais todos vuestros pecados, en quién teníais la confianza más completa, porque era para vosotros como un muro, estaba ligado por el más estrecho de los votos, y tenía que cumplir, aun a costa de su vida, con el ordenamiento que prescribe la inviolabilidad absoluta del secreto de confesión. Habrían podido fusilarlo, darle tormento, y no habría abierto la boca para decir una sola palabra de las que hubieseis dicho vosotros, en el sigilo del confesionario. COSME.-Así lo entendemos, señor; esa inviolabilidad absoluta, como usted dice, es la base en que sé finca el sacramento de la penitencia. OBISPO.-Esos votos ligaban al padre que os confesó, y también los ha hecho el padre que lo confesó a él, y también los he hecho yo, que si supiera algo de sus labios, algo que él hubiera sabido por confesión, tendría yo que guardármelo, y me lo llevaría a la tumba... quiero decir, si supiera yo de sus labios algo que él no hubiera querido decir, algo que él no hubiera tenido la voluntad de decir... pero que hubiese dicho... Se pueden decir cosas extrañas, sin quererlo, en ciertas circunstancias... en la anestesia, en el sueño, en el sonambulismo... sin duda ustedes conocen casos... TOMÁS-Acabe usted, padre. COSME.-Quítenos de esta agonía. OBISPO.-Y en la locura. ENEDINA.-¡La locura! OBISPO.-Pero la Iglesia nunca previó que llegasen a conocer los secretos de confesión... las mujeres. Las mujeres no hacen nunca votos de guardar un secreto, y la Iglesia, que lo sabe todo, sabe muy bien por qué. Ninguna mujer está ligada por un voto de sigilo, y si alguna llegara a enterarse... AURORA.-Pero no comprendo... OBISPO.-Comprenderás muy bien ahora, hija... esta mujer que acompañó al señor cura en los últimos días de su penosa enfermedad, que no se apartó de la orilla de su almohada, que le sirvió de noche y de día, fue el único testigo de todos los últimos actos de su mal, de todos sus desfallecimientos y de todos sus delirios; ella y nadie más que ella oyó todas sus últimas palabras, escuchó sus últimos discursos, recibió el torrente o el goteo de sus últimas quizás mal articuladas frases, porque, porque, hijos míos... COSME.-Sí, señor, díganoslo usted de una vez dígalo... OBISPO.-(Poniéndose de pie.) Porque el señor cura de esta parroquia, hijos míos muy amados... ¡ha muerto loco! TOMÁS.-¡Pero es posible! OBISPO.-Es muy posible, hijo; es perfectamente posible; lo he visto yo mismo, que le he acompañado en sus últimos minutos, y que le entregué con mis bendiciones en las manos del Creador, hace apenas uno momentos. Lo sé yo perfectamente... lo saben los médicos que lo atendieron... lo sabe el sacerdote que le impartió los últimos auxilios... y lo sabe esta abnegada mujer, a quien ha querido Dios pone en una situación tan extraña, tan insólita... y tan peligrosa para la salvación de su alma... y para la tranquilidad de todos ustedes.
MATEA.-(Ha escuchado toda la última parte de la conversación con gran sorpresa, pero sin hacer ningún movimiento; ahora todos se vuelven hacia ella, pero no la ven ya con rencor, sino con temeroso respeto.) Señor obispo, oremos. Recemos por el alma de este siervo de Dios, para que sea acogido en el Paraíso. OBISPO.-Sí, hija, recemos. Vamos todos a rezar un rosario por el alma del señor párroco; pero antes, Matea, quiero que me escuches y que me prometas seguir al pie de la letra todo lo que te voy a ordenar: No quiero que te vayas de este pueblo; quiero que permanezcas aquí, y que cuides su tumba, y que enciendas ante el altar de la Virgen de Guadalupe diariamente una vela, por él; quiero que conserves esta casa tan modesta, que él puso a tu nombre, y que pagó penosamente de sus lentos y miserables ahorros; quiero que tengas caridad y que perdones a las personas que te hicieron mal, que te ofendieron de pensamiento, palabras u obra, que convivas en este lugar cristianamente con los que fueron tus perseguidores. Te impongo este sacrificio por la memoria de aquel que nos está viendo desde el Cielo, y que se alegrará de que sepas cumplir con esta penitencia. Prométemelo, prométemelo ahora mismo, en este mismo lugar, casi en presencia de él, y en la de todas estas personas. ¿Me lo prometes, Matea? MATEA.-(Dominando al fin el rencor con que mira primeramente a todos los otros que se han arrodillado, baja la cabeza.) Sí, señor obispo, se lo prometo. OBISPO.-Bien, ahora (Matea se arrodilla también) vamos con mucha devoción a orar por él, y a pedirle a su Divina Majestad que quiera concedernos en la hora suprema la gracia que le ha concedido a él: (después de un ligero suspiro) porque Dios nos coja confesados. (Lo miran todos con algún desconcierto; el obispo, beatíficamente, el rostro iluminando por una sonrisa de beatitud, se va persignando.) En el nombre del Padre, del hijo, y del Espíritu Santo... Mientras lentamente va cayendo el TELÓN ACTO SEGUNDO CUADRO I Aunque el escenario es el mismo, mucho ha cambiado en él; sobre los muebles hay cojines de colores vistosos, y sobre la mesa y la cómoda hay flores; el librero ha sido cubierto con unas cortinillas de cretona floreada; allí está todavía el crucifijo, ya sin gasa; pero en vez del retrato del Arzobispo y de la bendición papal hay cuadros con alegres paisajes. También una jaula de pie, con un canario, en el lugar donde estaba el santo en la peana; el otro se conserva, en su capelo; es la mañana de un luminoso día de primavera. Al levantarse el telón la escena está desierta. (Eufrosina entra seguida de Aurora. Eufrosina parece ahora más joven que en el acto anterior. Va vestida con un traje barato; pero muy alegre, jovial y colorido.)
EUFROSINA.-Si está, señora; pase usted. Voy a llamarla. A de estar acabando de desayunarse. AURORA.-No, Eufrosina, no la molestes; yo espero aquí, déjala que acabe... ¿desayunándose, dices? EUFROSINA.-Sí, señora. La esposa del alcalde le mandó una calabaza en tacha, y el señor recaudador de rentas unos conejitos que mató esta mañana muy de madruga. Si quiere usted pasar al comedor... AURORA.-No, gracias, Eufrosina... ¿conque unos conejitos, eh? EUFROSINA.-Sí, señora; y el jefe de hacienda unas agachoncitas, pero ésas las vamos a hacer con arroz al mediodía; creo que salieron de cacería esta mañana; habrán matado muchacho, y no habrán sabido qué hacer. AURORA.-Y lo de la calabaza en tacha... habrá sido una calabazota muy grande y tampoco sabrían qué hacer con ella, ¿verdad? EUFROSINA.-Pues ya ve usted, señora... ayer, por ejemplo, la boticaria nos mandó un muslito de faisán dorado... AURORA.-¡Caramba, nada menos, faisán dorado! ¿Lo consiguió en algún parque zoológico? EUFROSINA.-Aquí atraviesan faisanes por todos los caminos, y ella lo sabe dorar muy bien, en mojo de ajo. Anoche tuvimos carne deshebra... AURORA.-¡Por Dios, Eufrosina, carne de cebra! EUFROSINA.-Carne deshebrada, y para hoy a mediodía, como plato fuerte, un regalo del dueño del hotel; tenemos en el horno un osso... AURORA.-¡Válgame Dios! ¿Un oso entero? EUFROSINA.-Un ossobuco que a mí me sale como a los propios ángeles; le digo a usted que es más buena la gente de este pueblo. El otro día que mataron un puerco en la presidencia, con motivo de no sé qué comicios internos del partido, tamaño bote de unto que nos mandaron, y carnitas, y sangre rellena. AURORA.-(Acercándose a verlo.) ¿Y en canarito? Éste no estaba la semana pasada. EUFROSINA.-Regalo de la hija del administrador de la fábrica; se lo trajo de la capital; y dice que ahora que vaya su papá a España le va a encargar una mantilla, qué sé yo qué, sí sevillana, o ¡qué sé yo qué cosa! (Entra, del comedor, Matea; lleva luto aliviado; un traje blanco estampado de negro, bastante vistoso, y que la favorece; ahora ya se peina de otro modo y las canas han desaparecido, o por lo menos no se notan; sus medias son muy finas y sus zapatos, de tacón alto; parece que se hubiera quitado veinte años de encima.) MATEA.-Buenos días, Aurora... ¿Por qué no pasó usted? ¿No le dijiste que pasara al comedor, Eufrosina? EUFROSINA.-Sí, señora, pero... AURORA.-No había necesidad, Mati... no había ninguna prisa. MATEA.-(Se ríe francamente.) Anda a tus quehaceres, Eufrosina, que has de hacer buena falta en la cocina... perdóneme, Aurora... no puedo acostumbrarme... todas ustedes con la misma cosa... a mí, la verdad, me da risa. AURORA.-Es un nombre de cariño, y se está usando... lo hemos visto en los periódicos.
MATEA.-Yo, como toda mi vida me he llamado Matea y así me ha dicho todo el mundo, pues no acabo de hacerme el ánimo, con el nuevo bautizo. AURORA.-Es que Matea es un nombre que... vamos, no diré que sea feo... al contrario, no es nada vulgar... tiene hasta distinción, si tú quieres... digo, si usted quiere... pero, pues... eso de Mati se nos hace más cariñoso, como más propio, ahora que usted ha parecido rejuvenecer tan notablemente. MATEA.-Me estoy quitando ya el luto; después de todo el señor cura no era nada mío... yo era una extraña... algo así como su ama de llaves... no diré que una criada, pero... AURORA.-¡Por Dios, Mati, no diga usted esas cosas! ¡Una criada! Una hermana, es lo que fue usted para ese santo varón. ¿Cree usted que no nos dábamos cuenta de cómo se sacrifico por él sus últimos momentos? MATEA.-¡Vaya, vaya! Le tenía yo ley... un buen hombre, un santo varón, usted lo ha dicho... pero no había yo de guardarle luto toda la vida, ni siquiera era de mi sangre. AURORA.-Hace usted muy bien; ya bastante se sacrificó... ¡y qué bonito vestido! ¿Se lo hizo usted misma? Porque las modistas de aquí, no... MATEA.-Muy a la orden. Un regalito que me trajo de México la... AURORA.-¿La hija del administrador de la fábrica? MATEA.-Sí, ¿cómo lo supo? AURORA.-Pues... porque es la única de nosotras que estuvo en México la semana pasada... digo, de las hijas de confesión del señor cura... que ahora venimos siendo algo así como entenadas de usted. MATEA.-Con esas cosas nada de bromas conmigo, por favor. Bastante sufrí ya. AURORA.-¡Oh, si lo digo en otro sentido... completamente distinto! MATEA.-¿Y a qué debo el honor de esta visita tan matutina? AURORA.-Pues... una insignificancia... algo que verdaderamente no tiene la menor importancia, pero que quiero que me permita usted... Anoche... después de que nos vimos en la serenata... ¿se acuerda usted de los aretes que llevaba yo?... MATEA.-¡Hmmm! Sí, creo que sí... ¿unos granatitos? AURORA.-Pues me los elogió usted con tanto entusiasmo, que luego me quedé pensando... después de todo, yo tengo otros, ésos casi ni me los pongo, y si a usted de verdad le gustaron... MATEA.-Sí, sí, ya recuerdo bien, muy bonitos. AURORA.-Pues me dije: ya que le gustaron, pues... (saca de su bolsa de mano un estuchito) pues quiero que me haga usted el favor de aceptarlos. Es un regalo de una buena amiga. MATEA.-¡No faltaría más! Me gustaron, sí, y se los elogié; pero de eso a... ¡Ah, no de ninguna manera! AURORA.-(Insinuante.) Permítame usted... ¡le van a ir tan bien! Y no puede dormir, pensando; yo decía: si le gustaron, pues... MATEA.-Pero cómo cree usted que yo... AURORA.-Vamos, Mati, no me haga menos a mí... Otras personas tienen la satisfacción de hacerle a usted algunos regalitos; no sé por qué yo no... después de todo, no soy ni más ni menos que los demás... que los demás hijos de confesión del señor cura; ya ve que desde que él se nos fue al Cielo todos hemos tomado el mayor empeño en hacerle a usted la vida llevadera en este pueblo... ya
que insiste usted en quedarse aquí, aunque oportunidades de marcharse no le han faltado. MATEA.-Tengo que cumplir la penitencia que me dio el señor obispo; ya ve usted, el pobre... se imaginaba que vivir al lado de ustedes iban a ser como un terrible castigo... y ya ve usted qué diferente ha sido, cómo ustedes se esfuerzan, como usted dice... AURORA.-Supe que el señor notario le quiso comprar a usted la casa en más del doble de su valor, y que le conseguía que un amigo de él le vendiera a usted, allá por la costa, una casa muchísimo más amplia, con jardín, con patio, con huerta, por ese dinero... todo eso era muy secreto; pero yo lo supe... ¡ah, qué secretos habrá que alguna vez no se sepan! MATEA.-Sí, así fue, en efecto... pero no pensé que llegara a saberlo nadie... alguna indiscreción... AURORA.-Sí, alguna indiscreción... no faltan las indiscreciones... son tan terribles las indiscreciones... las teme tanto toda la gente... ¡qué no estaría uno dispuesta a hacer por evitar... eso... como usted dice... una indiscreción! MATEA.-Pero no, me voy de este pueblo ni aunque me paguen diez veces el valor de esta pobre casa. ¿Dónde puedo yo ir que más valga? No tengo amigos, no tengo conocidos en ninguna parte. Aquí, ya lo ve usted... aquí los tengo a ustedes... AURORA.-(Enseñándole un puño apretado.) Sí, nos tiene usted aquí. MATEA.-Son ustedes muy amables, me hacen la vida placentera... tantas atenciones, tantos regalos. (Se acuerda de los aretes; indica la mesa; en tono indiferente.) Déjelos usted allí. Me acordaré mucho de usted cada vez que me los ponga. AURORA.-Para mí es un gran gusto, una gran satisfacción, y hasta... un gran alivio. Me los ponía muy poco... no quería que me los viera mi marido; fueron regalos... hmmmm, buenos, usted sabe... MATEA.-Sí, sí, comprendo. AURORA.-Porque usted sabe muy bien... MATEA.-Sí, sí; hablemos de otra cosa. Sé perfectamente. AURORA.-Pues por eso, yo dije: más vale... y no... ¿usted comprende? que fuera a saberse... para mí sería terrible... MATEA.-(Muy incómoda.) Sí, sí, por supuesto. AURORA.-Espero que nunca se sabrá, ni eso ni... (Eufrosina hace entrar a don Tomás y desaparece.) TOMÁS.-Buenos días, doña Mati... Aurora, buenos días. MATEA.-También usted madruga hoy, don Tomás... ¿pues que les dio? Hay algunos que ya regresaron de una cacería. AURORA.-Yo siempre voy a la misa de siete, ya saben. TOMÁS.-Hombre, esto no es madrugar; el sol ya va muy alto. No me imaginaba yo ir a encontrar a nadie aquí. Hasta venía pensando si usted no se habría levantado. MATEA.-¡Imagínese si no me iba yo a levantar! Esa misa de siete era del señor cura, y a esas horas tenía que estar, figúrese, vestido, rasurado, desayunado... AURORA.-¿Desayunado? Eso no es posible.
MATEA.-Bueno, relativamente... él en realidad se venía desayunando a las once; pero antes de su misa de siete, como estaba débil y viejo, tenía un permiso especial del Santo Padre para ingerir algunos alimentos, siempre que fuesen líquidos... TOMÁS.-¿Líquidos? ¿Y qué tomaba? MATEA.-En los primeros tiempos le hacía yo una tacita de alguna infusión; después acostumbró un vasito de leche; pero estos últimos años, desde que se compró su licuadora, pues... ¡de todo!: papaya, melones, unos h uevitos batidos con la leche, con canela y azúcar... todo líquido, todo se lo tenía que hacer yo; y me quedó la costumbre de levantarme temprano, aunque ya no tengo ninguna necesidad. TOMÁS.-Pues nada, nada... que yo no sabía qué hacer, andaba dando vueltas por allí, y de repente vi algo que me gustó, y me dije: creo que Mati no me despreciaría un regalito. AURORA.-(Curiosa, busca el paquete.) ¿Ah, de manera que trae un regalo? TOMÁS.-Una insignificancia, una nadería... AURORA.-A ver, a ver... TOMÁS.-(Enseñe las manos vacías.) No, si no es nada, sólo que... yo dije; pues... vamos, que me gustó, y que pensé en usted; en un... MATEA.-Pero hombre, don Tomás, cómo se fue a molestar; ya sabe que no me gusta que me regalen absolutamente nada. TOMÁS.-Es una nadería, verdaderamente, cosa de nada... pero se me ocurrió... (Se busca en el pecho, se saca la cartera, busca en ella, y encuentra al fin un papelito, que desdobla.) AURORA.-¿Qué es, don Tommy? TOMÁS.-Un huerfanito... un huerfanito para los cinco millones... me gustó el número, tuve la corazonada... total, no cuesta mucho... y quién quita, quién quita y en un rato de suerte... ¡purrum, un cuarto de millón para usted, se nos hace rica, se nos va a Europa, se nos pierde de vista! ¡Un rato de suerte puede tenerlo cualquiera! MATEA.-Y ya se habrá usted reservado otro cachito para usted, ¿no es cierto? Sólo así lo aceptaría, como para traer la suerte, por mera corazonada, como dice usted... TOMÁS.-No, no, no nada, nada. No hay que tentar demasiado a la Divina Providencia, no hay que pedirle por demás; yo, conque se lo saque usted, me conformo. ¡Nada sería para mí más venturoso que el que se lo sacara usted y fuera darse una buena paseada! MATEA.-Si de verdad cree usted que puede sacarse el premio, si le da en el corazón... guárdeselo, quédese con él, yo le agradezco dé todos modos la intención. TOMÁS.-No, no, Mati, se lo ruego. Consérvelo. Yo, bien sabe usted... quiero decir: bien sabe Dios, en mi negocio no me ha ido mal... me ha llegado dinero, bastante dinero, y algunos, pues... pues se lo agradeceré a la Divina Providencia; hago de cuenta que me lo saqué en la lotería... usted sabe... ¡Hmmm! MATEA.-Hace usted bien en ser agradecido. No deje de dar gracias a Dios por el dinero que le ha mandado, o que ha permitido que caiga en sus manos... todo ha sido cosa de la Providencia, es cierto. Si Dios no quisiera, pues no pondría a la
gente donde hay; pero Dios lo mismo da que quita; siempre hay que devolver algo a los pobres de lo que... en fin, haga usted caridades; es lo menos que se puede hacer en su caso. ¿Comprende usted? TOMÁS.-(Muy amoscado por la presencia de Aurora, que ha ido a hacerse la distraída con el canario.) Sí, sí, comprendo; haré muchas caridades, patrocinaré clubes de beneficencia... ¿es lo que se acostumbra, no?... pero que no sepa... ojalá que no se sepa... es precepto evangélico que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, ni la derecha sepa de dónde sacó la izquierda lo que... lo que... en fin... usted sabe muy bien... MATEA.-Les agradezco a los dos la visita tan mañanera, y los regalitos. TOMÁS.-¡Ah, Aurorita! ¿De manera que usted también trajo algún regalo? AURORA.-(Muy molesta.) Cosa de nada, un recuerdito... ya me iba... (Va a salir; se detiene, preocupada.) Pero mejor nos vamos juntos... vámonos por ahí, don Tomás... supongo que ya no tiene usted nada de que hablar con Mati, ni nadie de quien... mejor véngase usted conmigo. TOMÁS.-Sí, cómo no, Aurorita, vámonos por ahí, que aquí ya no tenemos nada de que hablar ni usted ni yo. MATEA.-Hasta la vista, y... no se pierdan... ya saben que me gusta mucho que me visiten, de vez en cuando... son ustedes personas tan finas, tan correctas, tan amables... (Ellos han salido haciendo caravanas. Matea regresa riendo, cerca del canario; entra Eufrosina.) EUFROSINA.-¿Y ahora qué fue, señorita? MATEA.-Esto empieza a ser ya demasiado, Eufrosina... más regalos... joyas... en cierto modo, hasta dinero... ¡y todos, todos, todos! EUFROSINA.-Hombres, mujeres, niños... MATEA.-Hasta los niños, tienes razón, hasta los niños me traen a mí manzanas, en vez de llevárselas a sus maestras, y idos de pájaros, cuando se van de pinta, y sus cachuchas llenas de capulines, de tejocotes, de tunas, cuando se roban por allí la fruta en las huertas. EUFROSINA.-Pero ¿por qué todo esto, señorita, por qué? ¡Todos estos bien que hablaban mal de usted, que yo los oía, y hasta se volteaban para no saludarla, y nunca querían venir aquí, y sólo en la vicaría veían al señor cura, por no encontrársela a usted! ¡Es la pura verdad, señorita; no se lo había yo dicho porque!... MATEA.-No, Eufrosina, no me lo habías dicho; pero no había ninguna necesidad de que me lo dijeras. Si yo me daba cuenta de todo; si no se recataban, no ocultaban su maldad, su desprecio, su maledicencia; si yo lo sabía todo muy bien, y todo lo sufría; si me tenían amargada la vida... EUFROSINA.-Y ahora, de pronto, desde que murió el señor cura, mire usted qué cambio... pero ¿por qué? No puedo entenderlo. ¿¡Por qué? MATEA.-Deja, Eufrosina, deja; no trates de entender nada. EUFROSINA.-¿Será por lo que dijo aquella noche el señor obispo? ¿Será que esa penitencia les ha mandado el padre Serafín, con el que ahora se confiesan? Que
sean buenos con usted para compensarla de lo mucho que la hicieron sufrir antes... MATEA.-No, muchacha, no es eso, no es eso... deja, no te esfuerces... no es necesario que todo lo comprendas. EUFROSINA.-(Se da con el puño cerrado en la frente, varias veces.) Pero es que no puedo, no me cabe en la cabeza... MATEA.-Anda, lo que has de hacer es irte a tu cocina, y estar muy al pendiente de la puerta; espero una visita de importancia: el señor presidente del partido. EUFROSINA.-(Alarmada.) ¡Ave María Purísima! ¿Ese comunista aquí, en la casa del cura? MATEA.-Vamos, Eufrosina, no digas tonterías; ni ese señor tiene nada de comunista, ni ésta es ya la casa del señor cura, sino la mía. Cuando venga... EUFROSINA.-No será comunista; pero es político, y todos los políticos son herejes... ¡pilas de veces que se lo oí decir al padre en sus sermones! MATEA.-Cuando venga me dejas sola con él, no dejas entrar a nadie más; tengo que hablar con él de un asunto grave; ¿me entendiste? EUFROSINA.-Sí, señorita, la dejo sola con él. Pero voy a estarme vivilla, no sea que... ¿eh? Es peligroso... no es gente de fiar... se lo digo yo, que estuve trabajando con el secretario del sindicato, y ¡ay Dios, niña!, no se imagina usted qué manotas más largas... (Entra don Cosme, vestido de mañana; mira hacia fuera, como despidiéndose de alguien. Oculta algo a su espalda.) COSME.-Temprano comenzó usted hoy a recibir visitas, Mati. MATEA.-Muy temprano, don Cosme; aquí se ha vuelto todo el mundo muy madrugador. ¿Usted no fue a la cacería? COSME.-No, Mati, yo me fui a caballo a dar una vuelta a mi finca de Corral de Piedras, que está cerca, porque me acordé que tengo allí unos rosales y pensé que con el rocío de la mañana estarían muy frescas las flores; quise traerle a usted las que estuvieran más bonitas... (Alarga el ramo de rosas que ocultaba detrás de sí.) MATEA.-(Hace seña a Eufrosina de que se apodere de ellas, y Eufrosina ejecuta la orden.) Pero don Cosme, para qué se fue usted a molestar. Ponlas en agua; llévaselas a la Guadalupana que tengo en mi recámara. (Ni las ha olido, ni tocado, casi no las ha visto; Eufrosina sale con ellas.) COSME.-¿Podré hablar con usted unos minutos... a solas? MATEA.-(Levanta los hombros.) Esto se ha vuelto últimamente la casa de tócame Roque. Es un entrar y salir de gente que no puedo garantizarle a usted nada. Ya ve usted: me levanto del desayuno, y no es usted el primero en solicitar audiencia en el día; además, espero a alguien. (Levanta la mano como para ir a consultar su reloj de pulsera; pero don Cosme se apodera de esa mano, con un gesto apasionado, y la besa.) COSME.-Mati... yo quisiera decirle algo que ya no puedo guardar secreto, porque no me cabe ya dentro del pecho; yo...
MATEA.-(Con gran calma retira la mano, se aleja un poco, indica a don Cosme un asiento, y ella toma otro, a cierta distancia.) Yo no soy de este pueblo, y no puedo comprender, a qué se debe, al agua, al clima, al ambiente, a los alimentos, a la raza... esa exageración de que son víctimas todos ustedes; todo lo toman tan por lo violento, les dan una importancia tan grande a las cosas... COSME.-(Se pasa a un asiento más próximo; vehemente.) Algunas cosas tienen verdadera importancia, aun cuando usted no las quiera ver así; el amor es un sentimiento que... MATEA.-(Hace poco caso de lo que él habla y sigue el hilo de sus propios pensamientos.) Al principio, cuando vengo yo aquí, con el señor cura, aquella hostilidad, aquella repulsa, aquella oleada de indignos y bajísimos chismes... ¡Siempre me pareció que era todo aquello tan exagerado, tan absurdo! COSME.-Corramos un denso velo sobre aquellos acontecimientos del pasado, y miremos sólo el día de hoy: cortemos las roas, como ha dicho Horacio; una nueva aurora... MATEA.-Si se detiene uno aunque sea por un momento a pesar... ¡hombre! Setenta años bien cumplidos tenía el señor cura cuando llegamos aquí... ¡setenta, sí, señor, aunque no los representaba, al principio! Pero luego, pues ya ustedes vieron cómo en cinco años se derrumbó, se convirtió en un verdadero anciano... no digo yo que por caridad cristiana, sino que por lógica, por conocimiento de la fisiología, por mero sentido común... no puede uno imaginarse por dónde se les vino a ocurrir... luego yo tampoco era ya ninguna criatura, ni estaba como para inspirar a nadie malos pensamientos... COSME.-¡Eso sí que no se lo permito a usted, Matea! Delante de mí, nadie habla así de usted... ¡ni siquiera usted misma! Usted está ahora mismo en la flor de la edad, es usted una breva que está gritando: ¡comedme! Y hace cinco años, si bien su manera de vestirse y de arreglarse, y su vida encerrada en la casa parroquial, no contribuían a subrayar sus encantos que luego ha revelado usted poseer... MATEA.-¿No le da vergüenza a usted, don Cosme, un hombre inteligente, de talento, de cultura, la perla del pueblo, como quien dice, haber sido también uno de los lenguaraces, de los murmuradores, de los que destrozaban en el casino las honras ajenas, la del señor cura, que de Dios goce, y que era un santo, y la mía? COSME.-La gente habla, especialmente en pueblos pequeños como éste; pero son charlas intrascendentes, inofensivas... uno oye decir, uno se fija en lo que oye... MATEA.-Y luego uno lo repite por allí, y lo refuerza, y tal vez lo aumenta... sí así es como se hacen en estos pueblos pequeños las reputaciones... y también así es como se deshacen. COSME.-Pero, le decía yo a usted, Mati, olvidemos todo eso... yo lo he olvidado ya por completo, y usted tiene pruebas de que el pueblo entero lo ha olvidado también, y de que si alguna vez hubo hacia usted... ¡hombre! No diré rencor, ni hostilidad, sino... bueno, pues... extrañeza, desconfianza, ignorancia... pues eso ya pasó; ahora es usted como una onza de oro para todo el mundo; La quisiera traer bajo palio, y le espían los anteojos para cumplírselos. MATEA.-Por eso, don Cosme, por eso digo que no entiendo qué les pasa a ustedes, que son tan exagerados, tan apasionados y tan injustos; antes por una cosa y ahora por la otra; ni había ningún derecho a que me trataran como me
trataron cinco años, ni hay ninguna razón para que se desvivan hoy tan ridículamente por agasajarme y por querer tenerme contenta. COSME.-(Algo sentido.) ¿Ridículamente, Matea? ¿Quiere usted decir que le parecemos ridículos quienes nos acercamos a usted inflamados de una pura y noble amistad... o tal vez de algún sentimiento todavía más profundo y más digno de respeto? MATEA.-Sí, don Cosme, me parece ridículo todo esto... me parecen ridículas las formas, y muchísimo más ridículo me parece el fondo. COSME.-¿Qué quiere usted decir? Me ha desconcertado usted, Mati. MATEA.-No nos hagamos tontos, don Cosme, y hablemos con las cartas boca arriba. Mire usted: yo acepto sus rosas, muy bonitas, muy frescas; pero no necesita usted pasar de allí; no trate usted de hacerme una novela romántica. COSME.-(Lastimando.) ¿Se burla usted de mis sentimientos? MATEA.-Usted es un señor casado, un padre de familia, a quien quedan perfectamente mal papelitos de galán joven como el que está tratando de hacer. COSME.-También un hombre casado puede tener el corazón abierto a las venturas del amor. Yo, por mi nombre, por mi posición y por el respeto que debo ante la sociedad a mi señora he cuidado mucho, en este pueblo, de salvar las apariencias, y jamás habría dado un paso que pudiera enturbiar los ojos de nadie la impresión que con todos mis actos he tratado de producir; pero una vez que una mirada perspicaz ha podido penetrar en lo profundo de mi conciencia, una vez que hay quien puede leer en el fondo de mi alma como en un libro abierto y quien conoce mis secretos, mi verdadera personalidad y mi vida, esa barrera ha caído, me siento hasta cierto punto liberado, ante esa persona, a la que me une cierta especie de complicidad, porque el compartir un secreto... MATEA.-No vaya usted más adelante, don Cosme. (Se levanta.) Hablemos claramente y no venga usted aquí, como todo el mundo, con misterios, con medias palabras, con enigmas, con eso de “cierto secreto” y eso otro de “cierta persona”;
Usted me agasaja y me adula, y se atreve a descararse conmigo tan cínicamente, porque cuenta con que yo conozco sus intimidades, conque sé sus pecados y leo sus pensamientos sin la careta de hipocresía que les pone ante todos los demás; y es usted tan petulante y tan vano, que ha llegado a pensar que el más valioso regalo que podría ofrecerme es el de su propia persona, el de sus atenciones y el de su florida palabra, con lo que espera usted deja atrás a los que me ofrecen obsequios materiales. COSME.-Algo hay de verdad en el fondo de lo que usted dice, aunque lo dice usted de una manera que yo no podría menos que considerarme ofendido sí... MATEA.-Pero yo desde ahora mismo le eximo de un galanteo que le resultaría a usted enfadoso, que a mí no me parece divertido, y para el que no tenemos edad ni usted ni yo. Usted quiere saber qué es lo que yo sé de usted, y quiere asegurarse... (Cosme se desconcierta.) Lo que usted quiere, es lo que quieren todos. Con usted puedo hablar más francamente porque usted es más ilustrado, y porque así le paro a usted los pies de golpe; pero le confieso que la perspectiva de tener que soportarlo a usted como galanteador me aterra. COSME.-Está usted echando grandes jarros de agua fría sobre mis entusiasmos.
MATEA.-Ahora bien: le quiero hacer notar a usted que si sé mucho o poco, de usted o de otras personas de este pueblo, buen cuidado tendré de no decirlo, ni darlo a entender, ni insinuarlo, ni con medias palabras ni con cuartos de palabra. COSME.-Pero algo sabe usted, ése es el hecho. (Se sienta.) MATEA.-Sí, sé bastante, sé mucho, sé muchísimo más de lo que nunca me hubiera podido imaginar que llagaría a saber, o siquiera a sospechar. COSME.-¿De mí? MATEA.-De usted, y de todos los demás que se han estado acercando a mí en estos meses; pero no intente usted sonsacarme nada, que no le proporcionaré a usted ni un solo detalle acerca de mis conocimientos. COSME.-Entonces el señor cura, en sus delirios... MATEA.-(Se levanta.) Son ustedes exagerados, ilusos, desorbitados, sin sentido común... ahora como antes... Antes supusieron que un venerable anciano era libidinoso y estaba poseído por la lujuria; hoy prefieren ustedes imaginárselo boquiflojo, parlanchín, locuaz... supondrán ustedes que en esos últimos días, que pasó allí, en esa habitación, a solas conmigo, me hizo verdaderos inventarios de todos los pecados del pueblo... COSME.-Pero... algo hubo de eso, ¿no es cierto? MATEA.-No espere que yo le diga si sé mucho o poco. Solamente quiero que me diga usted, aquí, como conversando usted y yo... ¿Qué motivos podría tener el señor cura para recordar en sus alucinaciones, en su locura, a algunos de sus hijos de confesión, o algunos de los pecados que hubiese oído en el tribunal de la penitencia? COSME.-¿Motivos? Pues... la locura misma... la locura no se ajusta a motivos... MATEA.-Confesaba a medio pueblo; digamos, cinco, seis mil almas... ¡no era cosa de que se pusiese a recitar los nombres de cinco mil pecadores, ni las cinco mil largas listas de sus falsas, por supuesto! COSME.-No, claro, de todos, no. Nadie ha pensado en eso; sería absurdo. MATEA.-Es decir... tendría que haberse acordado solamente de unos cuantos. COSMES.-Sí, sí, solamente de algunos. MATEA.-De los más importantes, o de los que hubiesen cometido pecados más atroces. COSME.-Sí, evidentemente... ésos habrían podido ser los que se fijaran más en su memoria. MATEA.-Bueno, pues son ustedes tan vanidosos que todos, absolutamente todos, se creen suficientemente importantes, o con pecados suficientemente gordos y escandalosos, como para que el señor cura los hubiese retenido en su memoria al flaquearle sus facultades mentales. No ha habido uno solo que piense: “Yo era un pecadorcillo corriente, vulgar, de poca importancia; ha debido de olvidarme”; no, ni
uno solo. COSME.-Me hará usted el honor de no negar, señorita Matea, que yo sí soy en este pueblo una persona de importancia. MATEA.-Sí, y también tengo que reconocer que sus pecados son los bastante robustos como para hacer mella. COSME.-¡Luego conoce usted algo, dígame usted! MATEA.-Más de una vez ha querido usted sonsacarme lo que sé, en muchas y muy largas conversaciones; confórmese usted con saber que sé mucho... sé tanto
que se horrorizaría usted si le pusiese delante y por sus nombres todo lo que de usted he llegado a saber. COSME-De mí y de todos. Tampoco los demás son unos ángeles. MATEA.-No, no son ningunos ángeles. Créame que si me viese yo en la situación de la mujer adúltera –y ya me pusieron ustedes en una parecida hace tiempo- a la hora que se buscase quién iba a tirar la primera piedra podría yo escribirles no unas cuantas palabras en la arena, por las que reconocerían lo mucho que ha llegado a saber del fondo de sus almas, sino un periódico mural con toda clase de secciones: la nota roja, la plana de adulterios, la de fraudes, estafas y abusos de confianza, y otras más, tan inconfesables, que ni título justo podría encontrarse para ellas. COSME.-Pero eso que usted sabe no lo sabrá nadie más. Yo quiero ser su amigo. Si como... como cortejador, como usted ha dicho, me rechaza usted, mi mano franca de amigo, al menos, acéptela. No volveré a incurrir en el... romanticismo... MATEA.-En la cursilería... COSME.-De traerle flores cortadas por mi propia mano al amanecer... pero sabrá usted de mí... le enviaré otros regalitos, menos... MATEA.-Menos baratones. COSME.-... menos sentimentales, y usted tendrá la bondad de recibirlos, porque quiero que cuente siempre ¡Siempre! Conque soy su amigo, su admirador, su... ¡lo que usted quiera! (Se ha puesto muy cerca de ella, rodilla en tierra, y busco una mano de Matea para besarla.) MATEA.-(Se levanta, se deja besar la mano.) Váyase tranquilo, don Cosme; le seguro a usted, eso sí puedo asegurárselo sin comprometerme a nada, que usted es la persona más importante del pueblo, y que sus pecadillos no son los más inocentes, ni los más triviales, ni los menos picantes... COSME.-Gracias, Matea, es usted muy amable... me adula usted... pero... pero, sin falsa modestia, creo que me da usted mi sitio. (Una inclinación de cabeza, ceremoniosa y satisfecha, y mutis.) (Matea se dirige hacia la habitación de la izquierda; pero al ir a entrar es detenida por Eufrosina, que aparece en la puerta del fondo.) EUFROSINA.-Señorita, allí tengo en la cocina a la señorita Enedina; me la llevé para allá con el pretexto de darle la receta de las tórtolas, porque vi que estaba usted muy ocupada con el señor... pero ya que se fue la visita... MATEA.-(Regresa al centro de la habitación, con gesto de resignación y cansancio; se sienta cerca de la mesita.) Pásamela, Eufrosina. Está visto que hoy no haré otra cosa que recibir tributos y escuchar las demandas de mis súbitos. EUFROSINA.-Sí, señorita. (Desaparece.) (Un momento después entra por la puerta del fondo Enedina.) ENEDINA.-¡Qué gordas están esas palomas! ¡Ojalá que yo me consiga unas iguales, para probar mañana la receta! ¿Entonces los ajos se doran en el aceite, o se ponen a cocer con el caldo?
MATEA.-Yo esas cosas ya... antes me gustaba hacerlo todo yo misma; el señor cura tuvo en un tiempo un paladar muy exigente; en los últimos años ya solamente sus migas, jugo de carne, huevos batidos en la leche, y anda vete de mi arte de cocinera. Se va empolvando una. A la cocina no he vuelto a entrar. Para lo que yo como sola, Eufrosina se basta; y hay lo que me mandan... ahora como de lo mejor que se guisa en todas las cocinas del pueblo. ENEDINA.-No lo dirá usted por mi cocadita de ayer, que no valía la pena. MATEA.-Estaba de chuparse los dedos. Gracias. ENEDINA.-La veo muy bien esta mañana, muy fresca, muy... MATEA.-Como las rosas de Corral de Piedras... el rocío de la mañana, será... ENEDINA.- O será el vestido ese, que no le conocía. MATEA.-No me lo había visto puesto; pero lo vio cuando lo desempacó Josefina, que me lo trajo de México. ENEDINA.-¡Ah, sí, es cierto, allí lo vi! No me acordaba... (Se produce un momento de silencio.) MATEA.-Supongo, Enedina, que n habrá usted venido a hablar de cocina y de trapos. Espero una visita, y... ENEDINA.-Hace mucho que quiero hablar con usted, y nunca la encuentro sola, ni en las tardes, ni en las noches... Quise ver si muy de mañana... parece ser que tampoco. MATEA.-(Con cansancio, bastante fría.) Tampoco. Ya ve usted, acaba de irse don Cosme; antes estuvieron aquí Tomás y Aurora, y, más temprano, los cazadores... me tengo que levantar como cuando ayudaba al señor cura a prepararse para la misa de siete, porque si no, un día me van a encontrar en camisón y con la cabeza llena de cohetes. ENEDINA.-Visitas... sociales, supongo. MATEA.-Sí... todos vienen a lo mismo que usted. ENEDINA.-¿A lo que vengo yo? Yo todavía no le he dicho a usted a qué vengo. MATEA.-No necesitaba usted decírmelo. Lo supongo. Antes era usted uno de mis más encarnizados enemigos; era de las personas que más ostensiblemente volvían la espalda si nos tropezábamos en la serenata, a la que iba yo tan pocas veces... ENEDINA.-No teníamos entonces una gran amistad. MATEA.-Tampoco la tenemos ahora. ENEDINA.-(Algo cortada por la frase tajante.) Es cierto; no la llamaría yo precisamente amistad; pero sí... MATEA.-¿Cuál sería la palabra adecuada? ENEDINA.-Digamos... trato social; eso puede implicar varias significaciones. MATEA.-Bien... trato social... me parece prudente. Ahora usted dirá qué clase de trato es éste. ENEDINA.-(Ahora se siente un poco más dueña de sí misma; se sienta.) Veo que esto ha cambiado... ese canarito, también lo había yo visto antes fuera de aquí, como el vestido... y esos cuadros... parece ser que todo el mundo se desvive ahora por hacerle a usted regalos. MATEA.-Imagínese usted, qué disparate. Se imaginan que los merezco.
ENEDINA.-Cada quién, ha sabido, viene y le ofrece a usted... lo que puede. MATEA.-Efectivamente... recibo desde una canasta de huevos o un ramo de flores, hasta una pulsera antigua, un corte de seda china... pero usted sabrá mejor que yo misma todo lo que me han regalado. ENEDINA.-Si, es cierto; y ahora yo también quisiera tomar mi turno; usted podría hacerle el regalo que usted prefiriese, el que usted soñase, el que no hubiera podido hacerle ninguna otra de sus... de sus nuevas relaciones. MATEA.-¿Más que los demás? ¿Y por qué más? ¿Por qué no igual que los demás? ¿Qué la hace pensar que pueda valer más para usted que para otros lo que yo tengo que... lo que yo tengo que callar? ENEDINA.-Podría gastar mi dinero en cualquier cosa, en hacer un viaje, en comprarme una alhaja, o una tierra, o trajes... pero no me interesa, nada de eso me atrae; como gusto, en cambio, con mucho gusto, lo gastaré en hacerle ese regalo que usted quiera; pero conmigo será usted más bondadosa que con los otros; conmigo será diferente... MATEA.-No sea usted presumida, señorita. Por muy graves que sean sus misterios, y sin duda lo son, no hace usted bien en menospreciar la capacidad de pecado del prójimo; está usted incurriendo en el feo pecado de soberbia, si cree usted que sus vicios son mayores que los de los demás... Mándame usted lo que quiera, el regalo que usted misma escoja... ni lo veré, ni lo contaré, si es dinero... lo aceptaré como he aceptado los de las demás personas, sin agradecerlo; estos regalos no los hacen ustedes por halagarme a mí, sino por descargar un poco su conciencia. Mándame lo que quiera, que de mi boca no saldrá absolutamente nada, se lo puedo asegurar a usted. ENEDINA.-Pero... usted no me ha entendido... MATEA.-No finjamos, señorita. Tengo ya mucha experienc ia, hace muchos días que tengo un desfile así constante; y todos vienen a lo mismo... ENEDINA.-¿A qué vienen todos? Dígalo usted. MATEA.-A comprar silencio. ENEDINA.-(Se pone de pie, se acerca.) Me ha entendido mal... yo no vengo a comprar silencio... a mí no me importa que mis pecados se sepan... grítelos, vocéelos usted; publíquelos, imprímalos... eso no me quita el sueño... Lo que no me deja vivir, lo que llena mi pensamiento de noche y de día es el afán de saber, de conocer los pecados de todos los demás... ¡yo le ofrezco más que todos, yo puedo darle lo que no han podido darle otros, usted pone precio! ¡Pero yo no quiero silencio, yo quiero conocimiento, quiero compartir con usted esos secretos, que desnude usted ante mí las almas de todos los otros, las de mis amigos, las de mis parientes, las de los desconocidos, todas... quiero saber, quiero conocer... pago lo que sea! ¡No quiero joyas, ni viajes, ni ropa, ni ninguna otra cosa! ¡Dígame usted, por favor, dígamelo todo! ¡Hable! (Ha caído de rodillas, suplicante, cerca de Matea, y busca sus manos.) MATEA.-(La mira con enorme sorpresa, casi con horror.) Esto... esto sí que no lo esperaba yo... esto... ENEDINA.-(Sedienta.) Porque usted sabe, usted conoce, usted está en el secreto. MATEA.-Sí... lo sé todo... lo conozco todo... y todo lo tengo apuntado en un libro... (reacción de gran alegría de Enedina, que besa las manos de Matea) pero... pero no esperaba poder sacarle tanto partido... a este libro...
CUADRO II (Han transcurrido sólo unos minutos desde el final del cuadro anterior. Matea está sentada ante la mesa, escribiendo algo en una libreta, con gran atención; un movimiento después asoma Eufrosina por la puerta y dice.) EUFROSINA.-Señorita... el señor secretario. (Lo deja pasar, mirándolo con gran curiosidadm y hace mutis.) JAIME.-(Avanza reconociendo un poco el lugar; deja el sombrero texano en alguna parte; tiene el tipo de un joven y listo abogado de providencia.) Señorita... perdóneme usted si la interrumpo... es para mí un placer... (Matea se vuelve y le dirige un mairada rápida; luego torna a escribir, hasta que termina y cierra su libreta; se ha producido un silenci de seis a siete segundos; se vuelve a él, y, sin levantarse, en tono neutro.) MATEA.-Pase usted, señir, considérese como en su casa. JAIME.-(Se ha cortado algo con la frialdad del recibimiento.) Grcias, señorita, estoy bien así. ¿Espero que no la incomode mi visita? Si soy inoportuno... MATEA.-No tenga cuidado. JAIME.-No había tenido hasta ahora oportunidad de conocer a usted, de tratarla... auqneu de vista, sí, en la plaza, en las serenatas. MATEA.-Voy poco a las serenatas. Mi luto, y antes... en fín, usted me dirá a qué debo el honor. JAIME.-Mi familia sí la conoce, entiendo... parece ser que co noce usted a mi señora. MATEA.-(Inclina un poco la cabeza, como tratando de recordar; levanta la libreta, la acaricia, la mira.) Hmmm... sí, sí, podría decirse, hasta cierto punto, que la conozco, que sé de ella... JAIME.-Por conducto de ella he sabido yo de usted. Usted comprenderá, yo nunca pongo un pie en la iglesia, como no sea para alguna ceremonia familiar muy íntima, y en el curato, pues, la verdad, nunca... MATEA.-Sí, sí, comprendo perfectamente. JAIME.-El caso es que, sin embargo, he venido oyendo hablar de usted últimamente, siempre con elogio... y me sentí tentado de trabar conocimiento con usted. MATEA.-Pues aquí me tiene usted, muy a la orden. JAIME.-Usted lo ignora que mi posición política en la población es, prácticamente... MATEA.-Sí, sí, sé muy bien cuál es su importante posición en la política local. Secretario regional del partido, me parece que es su título. ¡No es así? JAIME.-En efecto, sí, secretario regional del partido; pero...
MATEA.-Pero tiene usted mayor importancia que el presidente municipal, y al diputado que mandamos a la capital lo escogió usted. JAIME.-No precisamente... ¡Tanto como eso!... pero sí... MATEA.-Ya ve que lo conozco. Ahora, usted dirá. JAIME.-Hmmm.. ¿Me permite que me siente? Gracias. Quisiera hablar con usted, conocerla, formarme una idea de su persona, cambiar impresiones... MATEA.-Ya tiene usted seguramente alguna idea, puesto que me ha dicho que en su casa se me hace el honor de hablar de mí. JAIME.-Sí, y se habla bien. Mi señora parece tenerla a usted en alta estima. MATEA.-Hmmm... No puedo recordar exactamente por qué puedar ser.. en fin, por algo será, sin duda. JAIME.-Se pregunatará usted cuál es la idea de que yo... MATEA.-Sí, señor; eso es lo que me estoy preguntando desde hace cinco minutos. JAIME.-(Cambia de tono.) Bien; creo que debo hablar a usted francamente, con las cartas sobre la mesa. MATEA.-Hágalo, se lo ruego. JAIME.-(Se pone de pie nuevamente; se pasea un poco cuando habla.) Nuestro partido ha tomado la determinación de conceder a la mujer una plena participación en todas las actividades cívicas; los derechos de la mujer han sido consagrados... MATEA.-Le suplico que me ahorre un discurso político; pase usted, por favor, de las generalidades al caso concreto. JAIME.-Bien; en vista de que la rápida inteligencia y los profundos conocimientos de usted hacen innecesario un prólogo de carácter genérico, me concretaré: mi partido ha estado buscando, entre las de esta comunidad, una mujer que pudiera ser... MATEA.-(Es atacada por un violento golpe de risa.) ¡Esto sí que tiene gracia! ¡Pero si esto viene a ser, como si dijéramos, algo así como Lutero en manos de la Iglesia! JAIME.-No veo la oportunidad de tan ruidosa carcajadas. MATEA.-Tal vez me he adelantado un poco... es mi impaciencia, muy natural... ¡debo recibir tanta gente y tratar tantos negocios cada día! ¿Quiere usted decir que viene a solicitarme, o tal vez a comprarme, mis... conocimientos, acerca de quién podría ser la mujer más idónea en este pueblo, para ingresar a las filas de la política militante? ¡Qué magnífica idea! Abrir una agencia de informaciones confidenciales... JAIME.-No, señorita, no vengo a pedirle informes sobre otras personas, sino, aprovechando los que por otras personas tengo acerca de usted, vengo a ofrecerle que usted sea esa mujer. MATEA.-(Sería de pronto, se pone en pie.) ¡Pero esto es inaudito! JAIME.-No veo qué pueda tener de sorprendente. MATEA.-Yo soy una mujer sin cultura, sin letras. Y, hasta hace poco, sin relaciones, prácticamente ajena por completo a la vida de este pueblo. JAIME.-Usted lo ha dicho: hasta hace poco; ahora tiene usted las relaciones más valiosas y está ligada en la forma más estrecha a las principales personalidades del pueblo.
MATEA.-En todo caso... pudo ser el otro partido, el opuesto a ustedes el que tuviera esta idea, que de todos modos me parece... vamos, desconcertante. JAIME.-Tanto pero para el otro partido, si no fue él quien tuvo esta feliz idea. MATEA.-Yo vengo a quedar, en cierto modo, frente a ustedes; yo para ustedes, por el género de vida que hasta ahora he llevado, y por las relaciones que cultivo, vengo a ser la reacción, el partido clerical... JAIME.-Esto hace más vigorosa su posición y para nosotros más valiosa su ayuda. MATEA.-Yo con ustedes no tengo nada en común. Yo soy una vieja rata de iglesia y ustedes son el progreso, la revolución triunfante. Ni yo he puesto un pie en un mitín en mi vida, ni usted pisa jamás, como ya me dijo antes, el recinto sagrado... JAIME.-Todo lo que usted es lo que sé ya perfectamente; ahora soy yo quien pide ir al caso y abandonar las generalidades que ambos conocemos. MATEA.-Pero cómo pudieron pensar... JAIME.-No es un secreto para mí que usted ejerce una poderosa influencia sobre una gran parte, sobre parte muy importante de esta población; que usted podría llevar de la mano a mucha gente que a su vez tiene poder económico o fuerza de alguna otra índole para manejar grandes masas... MATEA.-Nunca lo había visto así. JAIME.-Los peones de cada hacienda, hasta ahora no hemos podido lograr completamente que vayan de buen grado donde queremos nosotros, adonde los mandan los jefes de sus grupos agrarios; ni tampoco podemos maniobrar libremente a los obreros de la fábrica, o con los de los pequeños talleres, ni con los dependientes del comercio; todos sienten más vigorosa y más directamente sobre ellos la influencia de los hacendados, de los industriales, de los comerdiantes y de los almacenistas que los emplean; y todos esos hombres, todos esos ricachos, a su vez, van a donde los llevan sus mujeres, y eso se va a marcar en lo futuro más fuertemente, cuando esas mujeres, que hasta ahora habían ignorado la política, o la habían descuidado, se interesen por ella y pretendan tomar en su desenvolvimiento parte activa. Nuestra clave está en apoderarnos de un motor capaz de mover a esas mujeres y de generar en ellas las fuerzas que no sean útiles. Esa fuerza, que tradicionalmente había venido siendo en casi todas las pequeñas comunidades mexicanas el cura, nos escapa, casi siempre, porque los curas suelen estar sujetos a otra ley, a la obediencia a personajes superiores con los que nos resulta difícil ponernos de acuerdo, o, como el presente caso, en nuestra población, se trata de infelices benditos incapaces de comprender nada ni de ver más allá de sus narices, y buenso sólo para decir la misa, repicar las campanas y rociar agua bendita sobre todo lo que les pongan delante. Ahora bien: en nustra pobalción ee poder tremendo sobre las mujeres y sobre algunos hombres, por circunstancias que no viene al caso invocar, ha caído en manos de usted. Usted tiene esa fuerza. Usted puede ponerla a nuestro servicio. Sólo se trata de llegar a un acuerdo, a un convenio que nos favorezca a todos. Usted dirá lo que quiere a cambio de poner bajo nuestro control esa fuerza. ¿Quiere usted un buen sueldo, y permanecer en la oscuridad? ¡O prefiere usted un título, un puesto ostentosos? Usted podría ser, si lo desea, con el apoyo de nuestra organización, y el cambio de que dé usted a ella el suyo para todo cuanto sea necesario, diputada por este distrito.
MATEA.-¡Diputada! JAIME.-¿Por qué no? Es usted hábil, inteligente, y sí, además, es dócil, que es la más importante de las virtudes en ese oficio... MATEA.-Y por el partido de ustedes... pero esto es tan increíble... sería tan absurdo... JAIME.-No es absurdo, señorita. Si conociera usted mejor la historia sabría que en grandes períodos de ella quienes han gobernado han sido las mujeres; pero no cuando ha habido reinas, que entoces han gobernado los hombres, según la popularizada observación de no recuerdo qué escritor, sino cuando han estado detrás del trono, o detrás de los sillones ministeriales; las favoritas de los monarcas, las esposas de los ministros, que daban cenas de estado, que tenían abiertos salones, han llevado las riendas del poder más de una vez, y las grandes decisiones de la historia de algunos pueblos se han tomado en la intimidad de alcobas conyugales. Usted, una virgen fuerte, sin necesidad de compartir su lecho con uno o más estadistas, puede ejercer mayor influencia que quienes han usado de esa clase de encantos de que usted está en el caso de poder prescindir. Usted tiene abierto, prácticamente, un gabinete de consultas al que vienen todos los poderosos del pueblo, o las que son más poderosas que ellos, porque los manejan a su antojo. Usted pede, desde aquí, mover todos los hilos, o directamente, en ciertos casos, o por conducto de esposas, hijas, amantes... MATEA.-Pero es que para un puesto de la naturaleza del que usted me propone hay en el pueblo tantas otras personas que parecería más lógico... hay esa profesora de secundaria, tan inteligente, y la señora arqueóloga, tan intéprida, y la viuda del coronel, y la dueña de la hacienda de... JAIME.-Señorita, nada me dirá usted que yo no sepa: la profesora, la arqueóloga, la doctora... ¡Pero si sólo les falta el bigote para ser hombres! Y hombres tenemos ya los que necesitamos. El sentido de la entrada de la mujer en política no estriba en la participación de las mujeres que menos parezcan serlo, sino, por el contrario, en la de las más femeninas, las que aporten algo nuevo y distinto a la vida política, con una manera de ser y de pensar diferente a la nuestra. Créanos usted que no es de trajes sastre de lo que necesitamos llenar nuestros salones de sesiones. MATEA.-¿Y no ha pensado usted en que tal vez a mí me tenga completamente sin cuidado la política? JAIME.-(Cada vez más vehemente.) Usted es una alma fina y delicada. Conozco lo mucho que hace ya, aunque trate usted de mantenerlo tan secreto. Si usted carece de ambiciones políticas, lo que por otra parte me parecería muy de acuerdo con el noble retrato que de su alma llena de generosidad me han pintado, tiene en cambio un corazón sensible, un alma caritativa... ¿ha medido usted todo el bien que podría hacer a los desamparados, a los pobres, a los niños, desde un puesto de importancia? ¿Ha pensado usted siquiera por un momento en todas las bendiciones que podría usted derramar sobre las clases necesitadas si fuesen puestos en sus manos les medios para ello? ¿Ha pensado usted en que podría convertirse en la santa de los descamisados? ¿Evita usted esa posibilidad? ¿Renuncia usted a esa aureola? MATEA.-Me hace usted flaquear... JAIME.-Usted podría emprender, si fuese diputada, o presidenta, que también desde la presidencia del municipio podría usted sernos de utilidad enorme, verdad
cruzadas de beneficencia; y eso, además de ser para usted una satisfacción incomparable, sería para nosotros una valiosísima propaganda. Usted llevaría de la mano a todo el pueblo a donde nuestro partido determinara llevarlo. MATEA.-¿No teme usted estar exagerando bastante mi influencia? ¿No teme haberse hecho demasiadas ilusiones acerca de esa fuerza que usted dice que tengo, y que no ha probado? JAIME.-(Un instante de silencio, se sienta; otro tono.) Si la he probado... De esta idea que le estoy pintando a usted yo me he reído a carcajadas, yo la he ridiculizado, yo la he combatido con toda la energía de que soy capaz... puedo confesarle a usted, porque usted lo sabe todo, porque con usted no hay secretos, que no estoy aquí por mi gusto ni estoy tratando de convencerla con razones que se me hayan ocurrido a mí... he venido por orden de mi mujer... ¡con que verá usted si he probado su fuerza! TELÓN ACTO TERCERO La misma decoración; pero ha habido nuevos cambios: en lugar del Crucifijo, un gran espejo de marco dorado; en luar del librero, un magnífico aparato de radio; en lugar de la mesa en que trabajaba el cura, una mesa chiquita y coquetona, y en vez de la austera silla cercana a esa mesa, una cómoda chaiselongue; cuando se llevanta el telón la escena está casi oscura; sólo se ve brilar una pequeña luz, como en el primer acto; pero no es de una veladora, sino del aparato de radio que funciona, suavemente, con música amable; por la puerta del fondo entra sigilosamente Eufrosina, vestida de criada elegante, de negro, con pequeño delantal blanco y cofia; se acerca hasta el centro de la escena, un poco cargado a la izquierda, y toca suavemente a Matea, que, ahora lo vemos, se ha quedado dormida en la chaise-longue; está vestida con una larga bata de encaje negro, algo transparente en la parte superior, y tiene los ojos cubierto con un antifaz negro para dormir, que se quitará muy pronto, tan luego como haya podido verse un poco, y dejará en la mesita. EUFROSINA.-Señorita, señorita... señorita... MATEA.-(Al despertar.) ¡Eh! Ah... dime, Eufrosina. EUFROSINA.-Señorita, acaba de llegar el señor obispo. MATEA.-(Se levanta de un salto.) ¿El obispo? Dile que pase inmediatamente, no lo tengas allí parado... he debido de quedarme dormida un instante... enciende la luz... (Al salir, Eufrosina enciende la luz. Matea al ver cómo va vestida, intenta cubrirse con algo; pero no encuentra nada a mano; se alisa el pelo, se compone un poco, y afronta la situación. Cuando el señor Obispo aparece en la puerta ella se adelanta ligeramente a recibirlo; pero no se atreve a tomar su mano y besarla.) OBISPO.-(Viene muy furioso; pero al ver a Matea se desconcierta bastante.) Matea... ¿eres tú?
MATEA.-(Va apagar el radio; parece algo confusa.) Sí, soy yo. (Ligera pausa, mientras él la observa sorpendido.) ¿Tan grave es el asunto, señor Obispo...? OBISPO.-¡Mucho ha cambiado esto en unos cuantos meses! ¡Mucho has cambiado tú misma! MATEA.-Algunos pequeños cambios sin importancia. OBISPO.-¡Muchos cambios, y muy graves algunos de ellos! ¡Esta habitación era muy diferente! MATEA.-Tenía el aspecto que le correspondía: el de la sala de la casa habitada por un anciano sacerdote. OBISPO.-¡Ahora tiene el aspecto del camerino de una artista de teatro! MATEA.-No conozco el camerino de ninguna actriz, Monseñor, y no puedo juzgar. OBISPO.-¡Tampoco los conozco, pero los he visto en el cine! ¡Tampoco los he visto en el cine! ¡Me imagino que así debe ser! MATEA.-Bien... es muy posible que esté usted en lo cierto, en ese caso... yo ni siquiera me los imagino. OBISPO.-Tengo que hablar muy seriamente contigo. MATEA.-Tome usted asiento, señor Obispo, y diga usted. OBISPO.-Lo que está pasando aquí es inaudito, es algo que no sabía yo que hubiese ocurrido nunca.. ¡tengo que poner remedio! MATEA.-Pero siéntese usted. Monseñor, siéntese usted. (Ella se sienta.) OBISPO.-¡Debí imaginarme que ocurría algo así! ¡Debí tomas medidas preventivas! ¡Y pensar que...! MATEA.-Cálmese usted, padre, y vaya usted por orden... ¿qué le han ido a contar? Porque es seguro que alguien le ha ido a calentar la cabeza con algún cuento. OBISPO.-Cuentos? ¡Sí, cuentos! Has de saber que tengo motivos para arder en la mayor indignación, y que... MATEA.-Ahora que ha vuelto, se ocupará usted de su diócesis, que ha estado bastante abandonada, convendrá usted en ello, padre, y todo irá otra vez derecho y por muy buen camino. OBISPO.-(Con el mayor asombro.) ¡Que he tenido abandonada mi diócesis! MATEA.-Sí, señor Obispo; mientras usted andaba por Roma, consiguiendo indulgencias, la organización aquí en sus terrenos ha dejado mucho que desear. OBISPO.-(No quiere creer lo que escucha.) ¿Es decir... es decir que ahora vas a ser tú la que me regañe amí, en vez de ...? ¡Pero esto es inconcebible! ¡Esto es muchísimo más de lo que yo había podido esperar! ¡Esto es el colmo! MATEA.-¿Regañarlo, señor Obispo? ¡Dios me libre! Sólo quiero recordarle que usted cometió un pequeño descuido al no mandarnos un nuevo cura párroco, después de que falleció el padre Feliciano. OBISPO.-Ha estado ejerciendo las funciones el padre Serafín, y me parece que... MATEA.-El padre Serafín es un infeliz, señor, y usted lo sabe muy bien. Un buen hombre, sí, cumplido y fiel cristiano; pero no tiene tamaños para manejar a esta gente. Ha debido usted hacer una elección más cuidadosa. Estoy segura de que lo hará usted ahora que ha vuelto, y que va a ocuparse nuevamente de sus fieles. OBISPO.-¡Ah, pretender parar el golpe convirtiéndote tú en acusadora! Pues debe saber que el Padre Serafín cuenta con toda mi confianza, y que tendrá todo mi
apoyo en el presente caso. ¡No faltaría más sino que fuera yo a dar oídos a una intriga! MATEA.-Es lo único que le pido a usted que no haga, señor obispo, dar oídos a una intriga... aunque sea una intriga blanca, de buena fe... porque el que ha ido a recibirlo con la historia de lo que pasa aquí ha sido el buenazo del padre Serafín, que es un pedazote de pan, pero que el pobrecito no ve más allá de sus narices. OBISPO.-Ten moderación en tu lenguaje cuando te refieras a un señor sacerdote, y recuerda que estás delante de un Obispo. MATEA.-Lo recuerdo muy bien, señor, y siento no haber sabido de su visita con tiempo para esperarle más apropiadamente vestida; pero a estas horas; y en mi casa, pues no esperaba yo... OBISPO.-Cualquier hora es buena para el asunto que me trae, que es la mayor urgencia. Vengo a llamarte a capítulo. MATEA.-Yo no soy enemiga del padre Serafín, señor; soy más bien su aliada, su mejor aliada; y espero que usted mismo lo comprenderá así cuando conozca la situación por sí mismo, y no nada más por lo que de ella hayan querido contarle. Y eso va a ser ahora. OBISPO.-Sí, va a ser ahora mismo; pero en una forma muy diferente de cómo tú te la imaginas. Yo no vengo aquí a que me critiques, ni a que juzgues tú sobre la oportunidad o la inoportunidad de mis viajes ni sobre el tino o la falta de tino de mis nombramientos; vengo como acusador, y tú vas a limitarte a defenderte de las acusaciones que yo te haga y a darme las explicaciones que yo te pida. MATEA.-Hable usted, señor Obispo; no deseo otra cosa. OBISPO.-(Arranca en forma de catilinaria.) ¿Me quieres hacer favor de decirme...? En primer lugar... ¿de dónde has sacado todo esto? Éste no es el mobiliario que te legó el señor cura, y me dijiste que el padre Feliciano no dejaba ni un solo centavo. ¿Con qué has comprado todos estos chirimbolos? MATEA.-No he comprado absolutamente nada. Todos son regalos de... mis amigos. OBISPO.-Muy costosos y muchos me parecen, para regalos de personas que de sobra sabemos tú y yo que no solamente no tenían ninguna simpatía, sino que... MATEA.-¿Y no le informó el padre Serafín que yo sola sostengo... sí, yo casi completamente sola, su obra de desayunos para niños pobres, y que nada más de la mitad de lo que necesitan sus señoras de San Vicente d Paul yo se los doy? OBISPO.-Sí, si, por supuesto que eso también me lo dijo. MATEA.-Bien. Son los ragalos de mis amigos. Pero tengo que conservar algunos, aquí, muy a la vista, para que sea ostensible que los acepto; lo demás, joyas, hasta dinero en efectivo, bien sabe el padre Serafín a dónde va. Cuando se necesitó reparar el altar del Socorro, yo... lo que nos mandaron pedir del arzobispado, extraordinario, para las misiones y lo del seminario... estas cosas son puro escaparate. La mayor parte, casi todo, se encamina inmediatamente a obras benéficas, por conducto del padre Serafín y con su absoluto beneplácito... ¿eso es todo lo que tiene usted que reprocharme? OBISPO.-Eso no tengo que reprochártelo, hija, y bien sabe Dios que te lo agredezco la intención; pero... ¿no estás comprado con ese dinero un perdón de algo malo que estás haciendo, dentro de tu conciencia? ¿Tú crees que con lícitos los medios de que vales para obtener ese dinero, que, aunque vaya a dar a las
manos de los enfermos, de los desvalidos, de los necesitados, es, y ti lo sabes perfectamente, un dinero mal habido? MATEA.-Señor Obispo: yo no sé nada de teología, ni jamás he entendido de cosa de iglesia nada, porque los sermones del padre Feliciano, que eran los que yo oía, bien sabe usted que no tenían ni pies ni cabeza y que todo se volvía un subir y bajar de San Agustín y un meter y sacar de Santo Tomás, San Jerónimo y San Buenaventura, pero sin nada de sustancia ni de cosa que pudiera llamarse instructiva; yo vine aquí para administrar, para llevar una libreta de debe y haber, y pesar el maíz y el frijol, el azúcar y el café, y contar los huevos y los chiles, como se dice, y de ese oficio de ama de llaves es de lo único que entiendo. Y no les puedo llevar a las gentes sus cuentas de penitencias ni de contricciones; se las llevo de abonos, de multas, de impuestos, que es dónde más les duele. Todo lo que me dan, usted, que lo inventó todo, sabe por qué me lo dana; sabe muy bien que se creen que así descargan su conciencia; ¿déjelos usted! A su propia manera se castigan; y lo que sí puedo asegurarle a usted es que yo los traigo más cortitos con esos atributos que ellos mismos se impusieron, que fueron ocurrencia de ellos, que el padre Serafín con mandarles a rezar coronas y triduos, y con echarles tantos credos más tantas salves, y docena más o docena menos de magníficas, de aves y de padre. OBISPO.-¡Cállate, hereje, que estás diciendo barbaridades! ¿Quién eres tú para opinar sobre cuál debe ser el castigo de los pecados! MATEA.-Ah, no, padre, eso sí que no. Yo no he inventado nada ni he puesto ninguna tarifa. Yo me limité a recibir, a quedarme muy calladita, y a dejar que el mundo corra. Es para bien, lo sé; mi conciencia no me acusa de nada malo. Esta conversión en pena económica de la pena corporal, de años y más años de fuego del purgatorio, ellos mimsmo la han ido elaborado, y yo no he llegado a decir esta boca es mía; pero para que usted me diga si lo que aquí se ha hecho solo, porque yo no he hecho nada, ha sido para bien o para mal, juzgue usted... ¿dejó usted allí fuera su coche, no es cierto? Bien, a estas horas todo el pueblo sabrá que está usted aquí; ya deben andar rondando, ya deben estar por allí. Mire usted, métase en ese cuarto, y óigalos. ¿Me autoriza usted a decir una pequeña mentira? Voy a decirles que no está usted aquí... voy a dejarlos hablar... óigalos usted. ¡Eufrosina! OBISPO.-Pero... ¿qué es esto? ¡Me vas a poner a espiar? ¿Por quién me has tomado? (Entra Eufrosina.) EUFROSINA.-Mande usted, señorita. MATEA.-¿Está cerrado el zaguán? EUFROSINA.-Sí, señorita. MATEA.-Ábrelo. Déjalo abierto. Quédate ahí afuera, y si alguien pregunta por mí, que pase; y si preguntan por el señor Obispo, dices que vino, pero que salió, y que volverá luego. ¿Entiendes? EUFROSINA.-Sí, señorita. (Mutis.) MATEA.-Déjame usted, señor Obispo... es una mentira tan chiquita... no le hará mal a nadie, y usted ya va a saber muchas cosas; pero ahora sí de primera mano, directamente, no porque se las vaya nadie a contar... El bueno del padre Serafín
ya sé que no tiene mala intención el pobrecito, ya sé que es un alma del Cielo... ¡pero sólo Dios sabe cómo le habrá ido a poner a usted la cabeza! OBISPO.-¡Figúrate! Lo menos que me dijo fue ya tú eras la obispa de esta diócesis, y que en este pueblo atabas y desatabas... MATEA.-Usted lo verá por sí mismo, pare. Pase, pase a esta habitación: y escuche. No tardará en venir alguien. Le aseguro a usted que estaban algunos en la puerta misma, rondando. OBISPO.-¿Ay, si alguien me viera metido en esto, qué vergüenza me iba a dar! ¿No se lo dirás a nadie, verdad, hija mía? MATEA.-Descuide, padre; sé guardar un secreto... ya me mandará usted un regalito. (El obispo entra en la habitación de la izquierda; la puerta queda levemente entreabierta. Apenas Matea ha vuelto a acomodarse en la chaise-longue, y ha tomado una revista, para entretenerse hojeándola, aparecen Aurora y don Tomás, que se asoman sigilosamente y luego entra.) TOMÁS.-¿Solita, Mati? Pensábamos que tendría usted visita... MATEA.-(Se hace la sorprendida.) ¡Ah, hola, don Tomás! ¿Qué tal, Aurora! ¿Qué andan haciendo? AURORA.-Nada.. pasábamos... pasábamos por aquí y quisimos entrar a saludar... MATEA.-Andaban dando la vuelta... ¿tan tarde? AURORA.-Sí, yo cené fuerte, y quise hacer un poquito de ejercicio. TOMÁS.-Yo estaba jugando una partida de tute en el casino, y salí a dar la vuelta a la manzana a ver sí me cambiaba la suerte. MATEA.-Pues yo ya me iba a acostar... como soy tan madrugadora. TOMÁS.-¿Y está sola? Creíamos que tenía alguna... MATEA.-¿Una visita? ¿A estas horas? AURORA.-Sí... una visita. MATEA.-¿Quién había de venir a visitarme a las diez de la noche? En este pueblo todo el mundo se acuesta a las ocho. TOMÁS.-Una visita de fuera... pensábamos que estaría aquí el señor Obispo. AURORA.-Como vimos allá afuera su coche... MATEA.-¡Ah, sí, es verdad! Esto aquí el señor Obispo. ¿Dejó su coche allá fuera? Es sin duda que no tardará en volver, para tomarlo allí mismo... salió a alguna comisión de su ministerio y es muy posible que vuelva a esta habitación dentro de poco. AURORA.-¿Habrá ido a la iglesia? TOMÁS.-¿A estas horas? Habrá ido más bien a ver al padre Serafín al curato. AURORA.-O a la botica, a buscar algún remedio. TOMÁS.-¿Ay, sí, como si no hubiera botica más grande en la ciudad! MATEA.-Probablemente habrá ido a algo relacioado con el asunto que lo trajo aquí. AURORA.-Debe de ser algún asunto importantísimo... apenas hace uno cuantos días que regresó de España... TOMÁS.-De Italia; fue a Roma. AURORA.-Pero de regreso se detuvo de incógnito en Barcelona, donde tiene un pariente.
MATEA.-Si, vino a algo sumamente importante. AURORA.-Algo que... ¿Se relaciona con usted? MATEA.-Hmmm... pues, en cierto modo... AURORA.-Es dcir que ha venido directamente a hablar con usted. MATEA.-Pues... sí, puede decirse que así ha sido. TOMÁS.-¿Acerca de nuestros...? MATEA.-Pues... sí, un asunto relacionado con sus... TOMÁS.-¡Ay Dios! Mati, por lo que más quiera, por lo que tenga en má aprecio... MATEA.-¿Qué, don Tomás? ¿De qué se asusta? TOMÁS.-¡Por Dios, mati, cómo no me voy a asustar! MATEA.-¿Pero por qué, señor? El señor Obispo es un sacerdote; tiene veinte mil cosas más de qué ocuparsee en su diócesis que en averiguar los pecados de los fieles de una de sus parroquias... y aunque los averiguara... él es sacerdote... los sacerdotes son como si no fueran de este mundo... nada más oyen llover y no se moja... haga usted, nada más, de cuenta, como si se hubiese confesado con él... ¿cuál es su apuro? ¿por qué tanta vergüenza? TOMÁS.-No, Mati, ni diga usted esas cosas. Una cosa es abrirse uno con su confesor, que bastante amargo pasa uno el trago, y otra que luego vaya agrandándose el círculo... no, no, no. Ni se le vaya a ocurrir a usted ni siquiera darle un norte... MATEA.-No se apuren... cuentan con mi discreción, con mi palabra... mejor dicho, con mi silencio... ¿o es que ya no me tienen confianza? AURORA.-Yo sí; pero.. ¿de veras vino a eso el señor Obispo? MATEA.-Anden, anden, tranquilíncense; además... TOMÁS.-Además, ¿qué, Mati? MATEA.-Además el señor Obispo sabrá por mi conducto que ustedes están muy corregido, que están muy cambiados, que ya no son igual que antes... AURORA.-¡Mati, por favor! MATEA.-Vaya usted a traerme un vaso de agua, don Tomás; pero vaya hasta la cocina, del cajón de la mesa saca la llave, abre el aparador, y de allí saca el vaso y lo limpia; la quiero fresquita, del filtro... aunque espere a que se llene el vaso gota a gota; no se apure... no me corre ninguna prisa. TOMÁS.-Sí, Mati, cómo no. Comprendo. (Mutis hacia el comedor.) AURORA.-(Con mucha excitación.) De verás, Mati, por lo que más tenga en aprecio... ¡ni se le vaya a usted a ocurrir! MATEA.-¡Pero qué tontería! ¡Por supuesto que no! AURORA.-Es que el Obispo, con su autoridad, podría mandarle a usted... MATEA.-Sería un feo pecado la desobediencia; pero la indiscreción sería mucho más feo; yo escogeré quedarme callada, pase lo que pase. AURORA.-¿Aunque se lo ordene muy enérgicamente? ¿Aunque la insiste y la presione? MATEA.-¿Pero qué se imagina usted al señor Obispo curioseando las cosas de ustedes? ¡Qué fantasía! Aunque me excomulgue, le aseguro a usted que Monseñor no sabrá ni media palabra acerca de usted, como no sea lo que escuche de labios de usted. AURORA.-¡Ya parece que iba yo a decirle nada! ¡Primero me muero de vergüenza!
MATEA.-Eso de la vergüenza es cosa que se va perdiendo; al padre Feliciano, que era su confesor, se la perdió usted; y después me la ido perdiendo también a mí. AURORA.-Sí, pero allí le paramos. ¿No le parece a usted más que suficiente? MATEA.-Bueno, y a su nuevo confesor, por supuesto; será el padre Serafín, supongo. AURORA.-Sí, pero no. Al padre Serafín sólo los pecados nuevos. De aquello que usted sabe, absolutamente nada. De todo aquello ya estoy perdonada... ¿O no? MATEA.-Sí, supongo que una absolución borra todos los pecados, si no se ve vuelven a cometer. AURORA.-Le juro a usted que no. Con el susto... a ese hombre, se lo juro, no lo he vuelto a ver. MATEA.-Eso va ganando su alma de usted... pero... ¿por qué una determinación tan enérgica, tan firme, no la había tomado usted antes? AURORA.-Antes ya ni apuro me daba; el padre me echaba sus bendiciones, que al fin ése era su oficio, y no me daba ningun susto. Con usted es muy distinto. Usted cualquier día amanece de malas, y ¡ay, Dios! Qué susto vamos a pasar muchos en este pueblo. MATEA.-Las mismas bendiciones podría echárselas ahora el padre Serafín. Es deber de su ministerio el perdonar. AURORA.-Sí, pero no crea... el susto siempre fue un susto... y, además, ahora también usted lo sabe todo. MATEA.-De todo lo nuevo no tengo que saber absolutamente nada. AURORA.-Cómo no. Nos hemos franqueado, nos hemos descarado con usted. MATEA.-Yo no le he podido... AURORA.-Y usted bien que nos ha tirado de las orejas. MATEA.-Sí, es verdad... si yo pudidera decir algo al señor obispo, lo único que le diría es que se han corregido mucho todos ustedes... mucho... pero... ¿sabe lo que se ha ocurrido para festejar el regreso de Monseñor? Que nos juntáramos todas y que le diéramos una sopresa: una corona para la Virgen de las Ermitas, por la que tiene él tanta devoción. Creo que podría ser cosa de unos diez mil pesos. Si hiciéramos una colecta. AURORA.-Yo la encabezo, con quinientos pesos; estoy segura de que Enedina dará mil, y quinientos la primera dama, y de dos a trescientos cuente usted a la recaudadora, a la coronela, a las de la fábrica... ¿diez mil pesos dice usted? ¡La semana entrante podemos llevársela al señor obispo, de sorpresa, el mero día de su santo! (Vuelve don Tomás, con un vaso de agua.) MATEA.-¿No hizo usted trampa, don Tomás? ¿Se llenó el vaso gota a gota? (Lo toma y lo deja sobre la mesita, sin probar el agua.) TOMÁS.-Gota a gota, Mati, y gota a gota me estoy vaciando yo, que un sudor se me va y otro se me viene nada más de imaginarme... AURORA.-Estamos haciendo una colecta... Mati quiere que le regalemos al señor obispo una corona. TOMÁS.-¿De flores?
MATEA.-De oro, para la imagen que trajo de España. Cosa de uno diez mil pesos. TOMÁS.-Pues yo creo que a mí me toca poner... MATEA.-Como unos mil pesos... ¿no? TOMÁS.-Pues... sí; o quinientos, por lo menos... bueno, mil, sí... eso estaba pensando yo. MATEA.-Como usted hace tan buenos negocios... TOMÁS.-Ya no tan buenos, Mati, ya lo sabe usted... ya no son los tiempos de la prosperidad. MATEA.-De todos modos, váyase por los que ya hizo a su debido tiempo. Yo creo que en un momento juntamos la cantidad. En realidad casi ya la hemos juntado. AURORA.-Si quiere usted una corona de mayor precio, apretamos un poquito más y con más gente. MATEA.-No hace falta, no... es nada más como una muestra, par el señor obispo. Mejor cuando apretamos es cuando hagamos otra colecta para comprarles ropa a los niños pobres de esta feligresía, que andan bastante encueraditos, los pobrecillos. TOMÁS.-Como usted quiera, Mati; ya sabe que lo que usted mande. (Entran don Cosme y Enedina.) COSME.-¿Visitas a estas horas? ¿Hay fiesta? MATEA.-Sí, hay visitas... la visita pastoral. ENEDINA.-¿Cómo? ¿Está aquí el señor obispo? MATEA.-No tardará en entrar aquí. Tengo que hablar con él de algunos asuntos. COSME.-(Con cierta alarma.) ¿No serán asuntos de...? Vamos, quiero decir.. MATEA.-Lo que quiere usted decir probablemete no puede decirlo, porque veo que se atraganta usted. Le vendría bien una copita de jerez. Acompáñenme todos al comedor, porque me ha entrado de pronto el antojo de una copita de jerez a mí también. A todos sin duda. Vengan conmigo. TOMÁS.-(Iniciando el Mutis.) ¿Y si llega Monseñor? MATEA.-(Al mutis.) Verá luz, y aquí nos esperará. (Salen todos.) (Entran Jaime y Eufrosina.) EUFROSINA.-No, señor. Ledigo a usted que no sé nada. JAIME.-A mí no me engañas. Te conozco, Eufrosina, te conozco. Aunque verdaderamente, cada vez que vuelvo a esta casa, ¡te desconozco! EUFROSINA.-Si yo supiera algo, ¿por qué se lo había yo de negar? JAIME.-Mira, yo en esta casa, lo sabes muy bien, tengo derecho de picaporte. Tú sabes lo que es eso, ¿verdad? EUFROSINA.-¡Ay, señor, ¿cómo no lo voy a saber? Si le digo que yo fui criada en casa de un político, y aprendí muchas cosas.! JAIME.-Eso habrá sido ya hace mucho rato. EUFROSINA.-¡Uhhh! Yo creo que fue en tiempo de don Por... no, no, en tiempos de don Plu... No, ha de haber sido en tiempos de don Pascual, yo entomces estaba todavía muy criaturita. JAIME.-¡Pues habrá sido en los de don Sebastián Lerdo de Tejada!
EUFROSINA.-Y no crea usted... la casa de un político y la de una cura no dejan de tener su parecido. También entonces me hacían mis regalitos. JAIME.-Sí, yo sé, yo sé... anda, vieja hipócrita, toma tu derecho de picaporte, para que te compres otros zapatos con unos tacones más altos, a ver si un día te caes desde arriba y te matas. (Le da un billete.) Parece que estás aprendiendo bien el oficio. Y ahora dime si ese cohe que está allí afuera es el del obispo. EUFROSINA.-Eso sí que no lo puedo decir. Una cosa es el derecho de picaporte, y otra cosa es la divulgación de informes confidenciales. Haga usted de cuenta que fue a la capital, a una secretaría de Estado. Ya entró usted a la antesala del ministro, ¿y ahora qué sigue? JAIME.-¡Hummm...! Tienes razón (Otro billete.) A este paso, te vas a hacer más rica, que si fueras tú la mera mera. EUFROSINA.-¿Y no pasa lo mismo en el medio en que usted trabaja? JAIME.-(Dándole el billete.) Puede ser que sí... A veces el ministro es muy honrado, y cuando se da cuenta, está rodeado de millonarios. Y ahora, dime: ¿está el obispo? EUFROSINA.-Está, pero yo tengo que decir que salió y es posible que vuelva. Y ahora iré avisarle a la señora. JAIME.-Ándale, guacamaya, que has resultado más lista... si quisieras irte a mi casa, te doblaría el sueldo. EUFROSINA.-Ni aunque me lo triplicara. Aquí lo de menos es el sueldo. Las buscas... (Una vez que ha pasado Eufrosina al comedor, el obispo entra de la habitación interior; viene pensativo, parplejo, se sienta en la chaise-longe, de espaldas a la puerta que da al patio, hundido en su meditación. Jaime se queda un poco cortado al ver al obispo, que no lo ha visto a él; intenta irse, pero lo piensa mejor, y permanece ahí.) JAIME.-Buenas noches. OBISPO.-(Se vuelve, lo mira; no lo conoce.) Buenas noches. JAIME.-(Con un poquito de impertinencia.) De manera que es usted el obispo... le he visto en los periódicos y en los noticieros de cine... sale usted mucho en el cine, y en la prensa. OBISPO.-¿Nada más allí me ha visto usted? ¿No pertenece usted a esta diócesis? JAIME.-Supongo que sí... soy de este distrito, de este municipio... pero a funciones eclesiásticas, le confieso a usted que asisto poco. OBISPO.-Muy pronto comienza usted a confesarme cosas, Siga, siga usted. JAIME.-Y ha venido usted a nuestro pueblo... ¿a salvar un alma? OBISPO.-¿Soy yo ahora quien debe confesarle cosas a usted? JAIME.-(Restándole importancia.) Me pareció cortés iniciar una conversación cualquiera. OBISPO.-¿Con quién tengo el gusto...? JAIME.-Licenciado Rocha, secretario regional del partido... OBISPO.-¡Ah, perdóneme usted! También yo he visto entonces su retrato, en alguna pequeña revista local. Sale usted poco en los periódicos...
JAIME.-¿Qué quiere usted? No todos tenemos la misma suerte... OBISPO.-Y... ¿pensaba usted en algún alma en particular, al iniciar aquel tema de conversación, o formuló la pregunta al acaso? JAIME.-Pensaba precisamente en el alma de la moradora de esta casa. OBISPO.-Ésta fue la casa parroquial durante años, y la frecuenté en aquél tiempo... aunque no mucho. JAIME.-Conoció usted entonces a la señora? OBISPO.-Conocí entonces a la señorita, poco; no lo suficiente para imaginar cuáles serían sus relaciones sociales. JAIME.-Soy una de sus nuevas relaciones sociales; en la época en que usted frecuentaba esta casa no la frecuentaba yo. OBISPO.-Y el objeto de su visita en esta casa... ¿es perder un alma? JAIME.-Veo que le interesó a usted el tema de conversación que sugerí al azar... No, señor obispo; exagera usted, con la imaginación. OBISPO.-¿Debo suponer que sus importantes ocupaciones le permitían ser también hijo de confesión del padre Feliciano, y que su relación con la señorita se enlaza por ese camino? JAIME.-No, padre, nada de eso. He conocido a la señorita hace poco, y he tenido una serie de interesantes conversaciones con ella. Por su presencia aquí comprendo que usted también la considera una persona interesante. OBISPO.-Un pastor se interesa por igual por cada una de sus ovejas. JAIME.-Nosotros en nuestro oficio también pensamos en términos de ovejas y de rebaños, aunque no tenemos, como ustedes, la sinceridad de decirlo... pero mentiríamos si dijéramos que a cada cabeza de ganado le damos la misma importancia. OBISPO.-Pues en eso precisamente parece consistir la democracia. JAIME.-Pero no la política. Para nosotros la señorita es una ovejita muy especial. OBISPO.-Una ovejita... ¿con mucha lana? (Hace una señal.) JAIME.-No, no es eso... una borreguita sabia. Algunos animalitos valen mucho por lo que saben. OBISPO.-Eso será en un circo. JAIME.-Si lo que quiere decir es que la política es un circo... bien, le admito el símil. A uno les toca hacer los equilibrios, a otros dar las maromas, y a otro ir a meterse en la jaula de los leones. OBISPO.-Me temo que sea a veces el cometido de usted. JAIME.-A veces, sí, posiblemente... (Se levanta.) OBISPO.-¿Y qué papel es el que piensan darle a esta mujer? JAIME.-¡No me irá usted a negar que tiene el temple de domadora de fieras! OBISPO.-(Con un movimiento de hombros.) Concedo... concedo... JAIME.-¿No le ha dicho a usted ella que tenemos el proyecto de lanzarla como candidato a diputada? OBISPO.-(Se pone de pie.) ¡Alabado sea Dios! JAIME.-(Ahora es él quien se divierte.) En el fondo, señor obispo, no hay motivo real para que continuemos su partido y el mío considerándonos enemigos a muerte, como en el año en que bombardearon al Cristo del Cubilete... OBISPO.-¡Esto era lo último que me queda por escuchar!
JAIME.-Una diputada así hasta sería un lazo de unión; una paloma de la paz, con su ramito de olivo en el pico... OBISPO.-¡Pero como se les pudo ocurrir! JAIME.-A una mujer así la seguirían las demás mujeres... la considerarían como cosa suya... las que tenemos actualmente están mu y distanciadas de las masas de su sexo. OBISPO.-Yo llegué primero, licenciado, y tengo un asunto que tratar con ella en lo particular. ¿Le importaría a usted volver más tarde? JAIME.-No, padre, no me importa. Le cedo el campo, por unos minutos. Yo volveré... porque también tengo que tratar con ella un asunto de gran importancia. (Al mutis.) Señor obispo, he tenido un verdadero placer en ponerme a las órdenes de usted. (Caravana, sale.) (Vuelve Matea, por la puerta del comedor.) MATEA.-Les tengo allí... ¿Quiere usted oír más? ¿Quiere usted que vaya yo teniendo una conversación privada con cada uno de ellos? Y pueden llegar más, y más... hasta que diga usted: ¡Basta! OBISPO.-¡Basta! MATEA.-Muy bien... si le parece a usted... OBISPO.-Bien claro he visto cómo los tienes, porque creen que sabes sus secretos. MATEA.-(Muy segura de sí misma.) Porqué los sé... OBISPO.-Pero ellos podrían también saber un secreto tuyo... un secreto tuyo que yo conozco, y que estoy tentado de revelarles ahora mismo.. (Instante de silencio; estupor de Matea.)Siéntate. MATEA.-(Con cierto asombro, se sienta.) Sí, padre. OBISPO.-(Se pasea en silencio durante unos instantes; luego se detiene ante Matea.) ¿Y desde cuándo se quedó mudo el señor cura? MATEA.-El habla fue lo primero que perdió, cuando comenzaron a flaquear sus facultades mentales. Todavía conservaba memoria de los sitios en que estaban algunas cosas, que me pedía por señas, y todavía concatenaba sus ideas con bastante facilidad; luego, poco a poco todo se fue haciendo más confuso y se fue perdiendo, hasta que quedó en el estado en que usted lo vio, padre. OBISPO.-Entonces, hasta antes... MATEA.-Hasta antes de enmudecer, todo iba bien... débil, sí, torpe... pero no podía yo suponer.. desde que perdió el don de la palabra no dejé que lo viera nadie más; sólo entró el Padre Serafín; pero, ya lo sabe usted, tuvo que absolverlo sin oírlo en confesión. OBISPO.-Entonces, después... MATEA.-Lo poco que dijo fue por señas, en aquel tiempo, unos cuantos días, fue solamente pedir agua, alguna medicina, que le apagase la luz, o que se le llevase su rosario, mientras todavía pudo rezar mentalmente, la más negra oscuridad... usted lo sabe muy bien. Sí, señor, la oscuridad más absoluta... usted lo vio, y pudo darse cuenta. OBISPO.-Sí, lo sé, lo vi sólo unos instantes; pero pude darme cuenta de todo. MATEA.-Yo no oí de sus labios ni media palabra más. Usted lo sabe muy bien...
OBISPO.-Sí, lo sé muy bien. MATEA.-(Después de un breve silencio.) Y sin embargo... OBISPO.-Yo no he mentido. Yo no he dicho a esa gente ni un sola palabra de a que se me pueda acusar como de una falsedad; hablé con frases incompletas, y esa gente las completó con su imaginación... yo los dejé hacer, imaginar... eso fue todo lo que hice. MATEA.-Y yo me quedé callada, nada aclaré.. lo demás vino solo. OBISPO.-No, tú has dicho que sabes, que conoces los pecados de esas personas, y eso sí es una falsedad. MATEA.-No, padre; ahora los conozco; ellos mismos han venido a declarármelos, creyendo que yo los sabía ya; se me han abierto, se me ha descarado; y todo lo que sé ahora de ellos, que es mucho, lo tengo apuntado en este libro. OBISPO.-(Se apodera del libro, lo mira, lo sorpesa; se sienta contemplándolo, considerándolo durante una perceptible pausa. Cambia de tono.) Hija, por lo mucho que sabes, y por lo mucho que puedes, tú no debes permanecer más en este pueblo. MATEA.-¿Me destierra usted, padre? OBISPO.-Has ido demasiado lejos. Eres una amenaza para la paz y la tranquilidad de conciencia de esta gente. MATEA.-Es que usted sabe bien que en cuanto me pierdan de vista volverían a las andadas. OBISPO.-Serán sus pecados, y de ellos se les tomará cuenta en su día... no pretendas tú aligerarles de ese peso... no te corresponde. MATEA.-(Se sienta; se aprieta las manos, con cierto desconsuelo.) ¿Y dónde podría yo ir, padre, dónde? Soy sola... OBISPO.-No van tan descaminados los de la protesta cuando permiten que sus pastores se casen... ¡Jesús, creo que ya dije una barbaridad! En fin, ya la dije... Las dotes propias de tu sexo son tan útiles para el manejo de ciertos asuntos... Hija, tú vendrás conmigo. En la casa episcopal está haciendo falta... como tú has dicho... quien cuente los huevos, y quien pese el café, y el azúcar, y el maíz... MATEA.-(De pie nuevamente, levanta la cabeza, se rebela.) Me ofrece usted una vida oscura, tal vez pesada, y aun miserable, pero, sobre todo, infructuosa; le aseguro a usted que no pienso en mí misma en estos momentos; creo que ha sido puesta en mis manos una fuerza para el bien, y que no tengo derecho de acobardarme; me espera un destino... (Ha entrado, a tiempo de oír las últimas palabras, Jaime, que ahora se adelanta y pone sobre la mesa unos papeles.) JAIME.-Del centro, Matea, del jefe del partido; todo está aceptado y listo; será usted la primera diputada de este país. Telegramas de todo el distrito. Su primera proclama. Fírmela usted. OBISPO.-(Obstinado, ignorando la interrupción, con el mismo todo de su parlamento anterior.) ...Vendrá conmigo, y me tendrá mis casullas y mis estolas en sus sitio, y mis albas y mis sobrepellices muy almidonadas...