CUENTOS
ELISA MÚJICA
Dirección Cultural
Biblioteca Mínima Santandereana Santandereana
© Universidad Industrial de Santander Colección Biblioteca Mínima Santandereana No. 5 Cuentos. Cuentos. Elisa Mújica Dirección Cultural Rector: Jaime Alberto Camacho Pico Vicerrector Académico: Álvaro Gómez Torrado Vicerrector Administrativo: Sergio Isnardo Muñoz Editor Dirección Cultural Luis Álvaro Mejía A. Impresión División de Publicaciones Primera Edición: julio de 2009 ISBN: 978-958-8504-19-3 Dirección Cultural. UIS Ciudad Universitaria Cra. 27 calle 9 Tel. 6846730 - 6321349 - Fax 6321364
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Elisa Mújica Nace en Bucaramanga el 21 de enero de 1918. Desde los 8 años años se trasladó a Bogotá. Bogotá. Su primer trabajo fue en el Ministerio de Comunicaciones. Fue secretaria privada de Carlos Lleras Restrepo de 1936 hasta 1943, y secretaria de la Embajada de Colombia en Quito, de 1943 a 1945. Durante casi treinta años, publica comentarios de libros y artículos sobre temas culturales y literarios en “Lecturas Dominicales” de “El Tiempo”. Su primer cuento “Tarde “Tarde de visita”, apareció en El Liberal el 16 de noviembre de 1947. Su primera novela “Los dos tiempos” la publica en 1949, y su primera colección de cuentos “ Ángela y el diablo”, aparece en Madrid en 1953. En esa misma época escribió “Catalina” su segunda
novela que aparece publicada en 1963. En 1962 publica la colección de ensayos sobre Santa Teresa de Jesús, titulado “La aventura demorada”. Además ha publicado los libros de cuentos “Árbol de ruedas” (1972), y “Tienda de imágenes” (1987) y la novela “Bogotá de las nubes” (1984). En el tema infantil, publica en 1978, “La expedición Botánica contada a los niños” y en 1981 publica “Bestiario”, colección de cuentos para niños. En 1982 fue elegida miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua. Elisa Mújica muere en Bogotá el día 27 de marzo de 2003.
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ÍNDICE ÁNGELA Y EL DIABLO
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LA CHIMENEA
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LAS RECLUSAS
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LA BIBLIOTECA BIBLIOTECA
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EL CONTABILISTA CONTABILISTA
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MARÍA MARÍ A MODEST MODE STA A
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Agradecimientos a Marina Daza
Los textos que contiene la selección fueron tomados de:
Angela y el diablo. diablo. Cuentos. Elisa Mújica. Editorial Aguilar.1953 Arbol de ruedas.Cuentos. Elisa Mújica. Populibro. Editorial Revista Colombiana Ltda. 1972 Tienda de imágenes. Cuentos. Elisa Mújica. Ediciones Fondo Cultural Cafetero.1987
Elisa Mújica
ÁNGELA Y EL DIABLO
A
l amanecer, el automóvil salió de Belén de Cerinza con dirección a Tunja. A Ángela el nombre de Belén la había hecho recordar las Navidades que acababa de pasar, pasar, cuando creía que no tenía que hacer en el mundo más que jugar con las otras niñas. Ahora se hallaba envuelta en una manta, en un rincón del coche, y contemplaba por la ventanilla el paisaje. Éste era siempre igual y siempre cambiante. A veces Ángela se volvía hacia su madre, sentada a un lado, para buscar la tibieza que salía de ella. La agradaba la somnolencia que producía el mo7
vimiento del coche y deseaba que el viaje no terminara, para no verse obligada a afrontar la Ilegada al colegio y la separación de su madre. Las familias de Boyacá y Santander que poseían medios económicos, acostumbraban enviar a sus hijas a terminar su educación al colegio de las monjas de Tunja, y aunque la familia de Ángela no era rica, los padres habían hecho sacrificios a fin de que su hija no careciera de un requisito que le aseguraría un buen matrimonio. En el clima de Tunja, las niñas que llegaban de tierra caliente empezaban a engordar y perdían el color amarillo y el aire lánguido. La madre de Ángela imaginaba a su hija con las manos enrojecidas por el frío, vigorosa y libre de la anemia que había allá abajo, y eso la consolaba de tener que dejarla lejos de ella. Cuando se detuvo por fin el auto frente a la puerta claveteada del colegio, Ángela creyó que caía en el vacío, sin encontrar nada que la sostuviera. Para ella todo era distinto a lo que había conocido hasta entonces. En su ciudad, el campo estaba lleno de naranjos, gloxinias y «bella de noche». En cambio, allí no veía sino eucaliptos y cipreses. Le eran extrañas las caras, y hasta el aire, desapacible y helado. El 8
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sueño era lo único que le quedaba para refugiarse, y se durmió. Pero a la mañana siguiente tomó nota del lugar dentro de la fila en que se encontraba su cama; de las caras de las niñas vecinas; de los tiestos de geranios que había en el patio y que rompían con una mancha viva la monotonía de las paredes grises, y de las miradas amables que, desde sus altares de la capilla, le enviaban los santos. Cuando llegó a familiarizarse con eso, se sintió de nuevo amparada y tranquila, y quedó curada de su nostalgia. En el colegio, fuera de la Madre Irene, de la Madre Pilar y de la Madre Teresa, que se hallaban constantemente con las niñas, existía otra monja que las acompañaba también. Allí había vivido hacía muchos años la Madre Francisca Josefa, que era una santa. Las niñas pasaban de puntillas frente a la celda que había ocupado, con la esperanza y el temor de descubrir algo insólito. Cuando llegaba la hora de la clase de costura, que tenía lugar en un salón grande y oscuro, la Madre Irene hablaba de la monja, mientras las cabezas de sus discípulas caían blandamente sobre los bastidores. —Aquí, en este mismo sitio donde estamos sentadas nosotras—decía—, era en otro tiempo 9
el refectorio del convento y la Santa Madre entraba a las horas de las comidas y bendecía el pan. Un día, el Cristo que está en ese es e cuadro se movió, desclavó la mano derecha y la bendijo. Fue un gran milagro. Las caras de la monja y de las niñas resplandecían de placer. Pero luego la Madre Irene suspiraba y decía: -La Iglesia no la ha podido canonizar porque sus restos se extraviaron. Las monjas de ese tiempo los echaron en un saco de cuero para distinguirlos de los demás. Y el saco no aparece... La decepción quedaba flotando como un fantasma en el cuarto oscuro y entre las cabezas de las niñas. Después la Madre Irene se levantaba y se mezclaba con ellas, en el desorden de los bastidores, los hilos y las lanas. Desaparecían las diferencias entre la maestra y las discípulas y no quedaban sino mujeres, unidas por una tarea común. El corazón de todas se encogía con angustia que les gustaba, cuando la monja recomendaba: —No desperdicien el hilo, niñas, porque el diablo esta cerca y recoge cada hebra que ti10
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ran. Cuando reúna muchas, fabricará una gran bola, que les mostrará en el infierno. El diablo siempre se encuentra alerta y a la Santa Madre la perseguía cada noche. La sacaba de su celda y la arrojaba escaleras abajo, haciendo un ruido tan grande, que las otras monjas despertaban asustadas y tenían que ir a levantarla... Por la noche, después de comer y de rezar el rosario, cuando las niñas subían al dormitorio y pasaban frente a la celda de la Santa, oían otras pisadas, blandas y aéreas, que resonaban al lado de las suyas. A veces las escuchaban hasta llegar al camarín que conducía a la capilla y en el que había una gran Cruz de hierro montada sobre una piedra. Ésta se hallaba gastada por el roce de las rodillas de la Madre Francisca, y a Ángela le daba susto mirarla, lo mismo que si hubiera sorprendido a alguien realizando un acto secreto. Una noche Ángela soñó que el diablo entraba en el cuarto de costura a contar las hebras caídas y que las guardaba en el saco s aco de cuero donde reposaban los huesos de la Madre. Despertó, pero comprendió que el diablo seguía allí, paseándose entre las camas de las internas. Tenía la cara larga y arrugada, parecida a la de 11
la Madre Irene. En cambio, la Madre Pilar era bonita y joven. A ella, Ángela le habría querido contar los motivos por los que algunos días tenía que abstenerse de comulgar. A consecuencia del cambio de clima, se había desarrollado a las pocas semanas de llegar al colegio. Si comulgaba en ese estado, seguramente pecaría. Otras niñas lo aseguraban, diciendo que se trataba de un sacrilegio. Debía llamar a la Madre Pilar y darle cualquier disculpa para no hacerlo. Una vela encendida y el sonido de la voz ahuyentaban a Lucifer Lucifer.. Ángela corrió hasta la cama de la monja y le dijo : —Madrecita..., tengo mucha sed. Déjeme beber un vaso de agua. Como si la monja hubiera estado despierta y esperándola, le contesto en seguida: —Hija: es el demonio quien te ha inspirado el deseo de beber. Si caes en la tentación no podrás comulgar, porque ha pasado la medianoche. De modo que no tomarás agua. Ten paciencia y procura dormir. Ángela volvió a su cama. Necesitaba buscar otro medio de no comulgar al día siguiente, ya que éste éste le había fallado. fallado. Si la Madre FrancisFrancis12
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ca Josefa quisiera acudir en su ayuda! Ella podía hacer que temblara la tierra a la hora de la misa. Las monjas y las niñas saldrían huyendo de la capilla, inclusive el sacerdote con el copón, y Ángela no cometería la profanación de comulgar y se salvaría. Claro que también podía confesarse. El sacerdote la perdonaría, pero ella debería decir en que consistía su pecado, debería decirlo... Cuando llegó por fin la mañana y se levantó, le dolía la cabeza y sentía los labios secos. Sabía que si comulgaba, en adelante nada sería como antes. Ningún juego resultaría completamente divertido y tampoco seguiría con interés las explicaciones de la maestra en la clase. La confesión era el medio previsto para que los fieles volvieran al buen camino. Algunas veces, cuando la Madre Francisca entraba al confesionario, veía adentro una luz intensa y el semblante de Nuestro Señor, Señor, con con la cabeza coronada coronada de espinas. —Ego te absolvo... absolvo...
En la capilla, la atmósfera era tibia y agradable. Cada niña ocupaba su puesto en la fila de bancas y, adelante, parecían una nube oscura 13
las tocas negras de las religiosas. Ángela se dio cuenta de que formaba parte de un todo grande y poderoso que la protegía, siempre que no quebrantara sus leyes. Comulgar esa mañana sería una desobediencia. No quería cometerla, pero... se hallaba obligada a hacerlo. La Madre Pilar no le quitaba los ojos de encima y le indicaba por señas que se acercara a la Mesa. Sin duda, consideraba un triunfo personal sobre el demonio no haberla dejado beber agua. Ángela comprendió que no podía esperar. Subió la escalinata del altar y las luces de los cirios crecieron, incendiaron el tabernáculo en una sola llama. En sus oídos una voz repetía: —Quien comulga sacrílegamente, come y bebe su condenación. Al regresar a su sitio, con las manos juntas, contempló, rígidas y burlonas, las caras de las niñas que rezaban a su lado. Ella no tenía nada que hacer allí, pues había salido de la comunidad. Ya no contaba con su fuerza y su calor, y debería defenderse de los ataques que esta le hiciera. Era una extraña y se encontraba sola. ¿Y quién le aseguraba que, cuando fuera a pasar al lado del confesionario donde el Padre Luis entraba, una vez terminada la misa, no 14
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levantaría la cortina de seda morada, para señalar a la que había cometido un pecado tan grande y se hallaba endemoniada? Ya se había formado la fila de niñas y empezaba a avanzar lentamente para salir de la capilla. Estaba frenfren te al confesionario. Ángela lanzo un grito y cayó al suelo desmayada. Despertó en la enfermería. La Madre Pilar le sostenía cariñosamente la cabeza y le pasaba por la frente un pañuelo empapado en alcohol. Las manos de la monja eran suaves y tibias, y su contacto calmaba a Ángela. Le inspiraba deseos de dormir... dormir... Como apenas había pegado los ojos la noche anterior, quedo sumida rápidamente en un sueño profundo. Debió durar todo el día, pues cuando despertó se encontró sola. La enfermería estaba oscura. Por la puerta entornada, escasamente alcanzaba a distinguir el corredor silencioso. La escalera que conducía a la celda de la Madre Francisca se desprendía de las sombras, blanca y solemne como si por ella fuera a subir una procesión. Esa escalera atraía a Ángela. Era la misma por donde llegaban los espíritus infernales que 15
perseguían a la Madre. La misma por la que su cuerpo martirizado rodaba cada noche. Tiritando de frío, se acercó. Deseaba rezar ante la Cruz de hierro del camarín, para obtener el perdón de su pecado, y empezó a subir las gradas. A su lado, muy cerca, en las tinieblas, alguien avanzaba también. Si Ángela se detenía, él hacía lo mismo. No podía devolverse porque tenía la seguridad de que un cuerpo se interpondría para impedirle el paso. Su salvación dependía de llegar hasta la Cruz. Necesitaba correr... correr... Había llegado al rellano de la escalera. Desde ahí Ángela veía la celda de la monja y el pasillo que comunicaba con el camarín. camarín . Pero de la celda acababa de salir una figura negra, con los ojos verdes, brillantes en la oscuridad. Ángela distinguió muy bien los ojos... El estruendo de un cuerpo que caía por las escaleras despertó a las monjas, lo mismo que les había ocurrido a sus antepasados, en el tiempo de la Madre Francisca.
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LA CHIMENEA
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esde hacía semanas María Flora había venido aplazando la tarea a la que ahora se dedicaba, por fin, junto a la chimenea de piedra. Ya Ya había reunido los leños para levantar una pequeña pira y raspado el fósforo. La llamita le calentó los dedos y poco después empezó a chisporrotear la leña. Ejecutaba morosamente cada movimiento, como si deseara retardar lo más posible el momento de obrar. Pero Pero al mismo tiempo sabía que debía apresurarse, pues pronto saldría de viaje 17
para reunirse reunirs e con su novio, y, antes, antes, necesitaba destruir los paquetes de cartas que había sacado de una cajita : uno escrito en papel violeta y otro en papel gris, y cada pliego cubierto de letras, sin que quedara un espacio vacío. Nunca había mirado juntas todas las cartas, y al hacerlo ahora le pareció increíble que se hubieran presentado intervalos, inter valos, a veces largos, de tiempo, entre la llegada de una y otra, semanas enteras en que las había esperado con impaciencia. Extendidas sobre la alfombra, cerca de la chimenea, dentro de los sobres rectangulares, recordaban las piezas de un rompecabezas que al fin termina por armarse. Allí estaban las primeras, escritas con tinta negra sobre papel violeta, con letra pequeña y tímida al principio, que poco a poco se fue haciendo más confiada y más amplia. Cuando se las entregaban, generalmente María Flora se encontraba sentada en el patio de su casa, rodeada de surcos de flores. Era la dueña virtual de una parte del jardín. El resto, donde se erguían las plantas más finas, las begonias dobles, las dalias y los anturios, pertenecía a doña Aurora, que lo cuidaba ella misma.
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Su madre tenía razón al no dejarla tocar las plantas caras, pues María Flora no podía resistir el impulso de podarlas, trasplantarlas e idear injertos, injer tos, dominada por el deseo de poseer unas macetas fantásticas e impaciente porque las plantas no florecían pronto. El resultado era que las echaba a perder, según le decía, con una mezcla de piedad por las plantas y de seguridad de que sus consejos resultarían inútiles, doña Aurora. Pero, a pesar de que sabía que tenía razón, nunca era capaz de privar a su hija de hacer su gusto. A María Flora le encantaba meter las manos entre la tierra, por la que circulaban lombrices frías y gelatinosas, y romper las cepas de los lirios, en las que descubría palpitaciones húmedas. Por un momento se quedaba inmóvil, con el bulbo tembloroso entre las manos. Doña Aurora decía que permanecer al aire libre le convenía para su desarrollo, y la dejaba. Por las mañanas, cuando la veía salir con la podadera y la pala, le advertía : —Fué una buena idea traerte traer te al pueblo. Verás que aquí ocurrirá sin falta. Hablaba de una manera general, sin precisar exactamente qué deseaba que ocurriera; pero 19
María Flora comprendía que se trataba de un secreto, y la emocionaba compartirlo, aun de manera tan imperfecta, con su madre. Se daba cuenta de que a doña Aurora le producía una especie de vergüenza mencionarlo, y que por eso no podía hacerlo sino a medias palabras, pero le agradecía que de todos modos le demostrara confianza. Eso la ayudaba a sobrellevar las burlas de su prima Isolina, quien vivía con ellas, y, aunque era más pequeña, poseía conocimientos sobre la vida que María Flora ignoraba. Recordaba que hacía poco su prima le había dicho : —Ayer —Ayer vi a las Antolinez y estoy segura de que ya se desarrollaron. No me lo dijeron porque no pude quedarme sola con ellas, pero la mamá no las dejó montar a caballo, sabes? Y mientras hablaba miraba a su prima con ojos fríos y alegres. El hecho de que el desarrollo de María Flora se hubiera retardado, no obstante contar con edad suficiente, era una falta que recaía sobre ella. Se trataba de algo necesario y terrible, y, no tenerlo, la colocaba en condiciones distintas e inferiores a las de las otras muchachas, por lo que deseaba que se cumplieran los pronósticos de su madre y que verdaderamente el aire del campo le conviniera. 20
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Su primo Stephen, hijo de una hermana mayor de doña Aurora, que estudiaba arquitectura en la ciudad, iba algunas veces a visitarlas. Desde que eran pequeños los habían considerado novios, pero ahora se apoderaba de María Flora un miedo extraño cuando su primo llegaba, y procuraba evitarlo y sentarse lejos. Stephen se marchaba desconcertado, sin que a ella le fuera posible explicarle lo que le pasaba. De entonces eran las primeras cartas: «Querida prima: Estoy triste. El domingo usted no quiso conversar conmigo...)) Aunque se tuteaban, Stephen consideraba más correcto tratarla de usted en las cartas. Era muy serio, con los ojos adormilados y el cuerpo demasiado largo. Hablaba a María Flora con acento de superioridad, como si creyera que ella ignoraba muchas cosas. A veces la miraba fi jamente y parecía que necesitaba algo y que en secreto se lo pedía. El día que María Flora sintió el cuerpo raro, fatigado aunque no había hecho ejercicio y adolorido aunque no podía precisar ningún dolor, adivino que por fin había llegado lo que esperaba y se alegró en lugar de turbarse. Cuando doña Aurora la mandó acostar y después fué a acompañarla a la cama, llevándole una gran 21
taza de agua de naranjo, humeante y olorosa, le gustó que su madre la cuidara cuida ra y tuvo que disimular que se encontraba orgullosa. Le parecía que había ganado la estatura de doña Aurora y que en adelante existiría una complicidad entre ambas. Así ocurrió en realidad. Les bastaba una mirada para entenderse, y María Flora se sentía importante cuando su madre la llamaba aparte para recomendarle quietud. Entonces sÍ comenzó a producirle efecto el aire del campo. En el vaivén de las llamas, lla mas, frente a la chimenea, María Flora volvió a contemplar su rostro de esa época. El cutis se le puso limpio y tirante; el pelo, que antes era de un rubio ceniza, adquirió brillo. Le llegaba a la espalda, libre de las pomadas y de los rizos arti ficiales de la peluquería. Los sweters dejaron de caerle desgonzadamente sobre los hombros. Cada día era como si le naciera una fuerza nueva. A veces, sin importarle nada haber crecido tanto, trepaba a los árboles más altos y se espinaba las piernas, saturándose de las emanaciones de las hojas. Le parecía que el árbol era un ser vivo que ella dominaba, lo que la llenaba de seguridad y placer. placer.
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No sabía si era bonita, bon ita, pero se sentía limpia y a gusto los domingos, cuando se ponía su jardinera escocesa, con la blusa de organdí y la medalla de la Primera Comunión, atada al cuello por una cinta negra. Stephen sí estaba persuadido de que lo era. Por fin se habían hecho novios de verdad. La visitaba todos los domingos y entre semana le escribía cartas car tas en las que ya la trataba de tú. Anoche soñé contigo. Estábamos en una ciudad desconocida y nos rodeaban las llamas de edificios incendiados. Yo no soltaba tu mano y no nos ocurría ningún mal. Cuento los días que me faltan para estar contigo y los divido en horas y minutos, y eso me alegra y entristece, porque me parece intolerable cada momento que vivo sin verte...» Los instantes perfectos eran los que María Flora pasaba a solas, solas , tendida sobre la yerba del jardín. La rodeaban rodeaban las corolas blancas y azules de los lirios e imaginaba un Stephen un poco diferente del verdadero. Entonces oía que las palabras de las cartas se las repetía otro ser que no era su novio y que se parecía extrañamente a ella misma. En las vacaciones de Navidad, Stephen fué a visitarla. Ayudada por Isolina, arregló el pese23
bre con caminos de arena dorada y una estrella de rayos de plata. Cuando llegó el momento de hacer la novena, todos se arrodillaron, aunque ninguno pensaba en rezar. Los ojos de María Flora parecían más grandes. Esperaba un acontecimiento esa noche. Al fin terminó la novena y, y, mientras los demás de más se dirigían a la sala, Stephen la condujo al rincón donde se levantaba el pesebre, del que ya habían retirado las luces. Ella sentía que iba a conseguir una cosa que deseaba, no sabía que Stephen obraba automáticamente, como si se tratara de cumplir una orden. Le dió el primer beso en la boca, pero sus movimientos fueron tan precipitados, que echó a rodar las ovejitas del rebaño... El ruido atrajo a Isolina, quien se quedó mirándolos interrogadoramente, mientras los dos, azorados, volvían a parar las ovejitas una a una... iQué expresión de avidez tenía la cara de Isolina esa noche! Burlonas, las llamas de la chimenea la dibujaban de nuevo. María Flora nunca le había concedido importancia a su prima. La consideraba una figura secundaria de su vida y de repente Isolina quedó con los hilos en la mano. Porque fue ella la que se convirtió 24
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en esposa de Stephen. ¿Cómo empezó a tejer la red que separó poco a poco a María Flora? Isolina siempre había sabido lo que deseaba y se dirigía a conseguirlo a través de todos los obstáculos. Esa era la ventaja que poseía sobre su prima. Stephen había sido para ella un buen marido, que llevaba a los niños al parque los domingos. Cuando María Flora lo encontraba, creía descubrir en sus ojos una expresión ansiosa. De su amor de adolescente no quedaban sino esas cartas. ¿Sería preciso deshacerse también de las que le escribió Andrés? Se había alejado de él y, sin embargo, a María Flora le agradaba pensar que conservaba sus cartas. Los rasgos de la letra, sobre el papel gris, eran finos y seguros y se inclinaban hacia adelante, empujándose unos a otros. Así, excluyente, excluyente, dominante, fue él. Y María Flora lo había amado a pesar pesa r de todo. Cuando lo conoció, hacía varios años que doña Aurora había muerto. Ella trabajaba como secretaria en la ciudad, y su frescura campesina empezaba a ser reemplazada por el artificio de costumbres nuevas. Vestía bien, a fuerza de copiar en la calle y en el cine a las mujeres que le parecían elegantes. Un día, mientras almor25
zaba en el restaurante de un hotel, observó que un hombre la miraba y se inclinaba para trazar algo sobre una hoja de papel. Comprendió que dibujaba su rostro. ¿Sería que la juzgaba bonita? María Flora no volvió a ver al pintor, pero le quedó agradecida. Era uno de esos seres desconocidos que se presentan de repente en la vida y que, sin saberlo, dan mucho... Ese mismo día, por la tarde, le presentaron a Andrés. Ella había sido invitada a la casa de una amiga muy rica. El lujo de los salones salone s y de los trajes de los que la rodeaban no la deslumbró. Aunque habitaba una casa vieja, con muebles adquiridos a plazos, sabía moverse silenciosamente entre los objetos bellos y caros. Sin embargo, despertaban en su corazón ansiedades reprimidas y extrañas. Al despedirse, Andrés se inclino profundamente y le besó la mano. Entonces María Flora creyó encontrar algo que le pertenecía y que había perdido. Con ese solo gesto, él la transformó en una mujer distinta. En adelante se encontraron muchas veces. A María Flora la halagaba que la gente la mirara cuando salían juntos, pero ella prefería mirar26
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lo a el. Poseía una gran belleza varonil y María Flora sentía piedad por su rostro, por su cabeza bien proporcionada, sus ojos de matiz metálico y el dibujo perfect per fectoo de su boca. Pensaba que un día la luz de los ojos de Andrés estaría mustia, desmoronada la altivez del medallón, y quería ser buena con él para compensarlo de lo inevitable. La compasión que le inspiraba formaba parte del poder que Andrés ejercía sobre ella y que la inducía a aceptar cada tarde citas clandestinas en la casa de él. Porque no podía negarle nada cuando la miraba sorprendido o descontento. Pero para complacerlo tenía que lanzar un reto a la sociedad y a las normas de conducta que le habían inculcado, y eso la endurecía por dentro. Amaba a Andrés y, sin embargo, lo juzgaba con actitud. Lo consideraba un niño, irresponsable y frívolo. Hasta cuando se mostraba mejor, no lo aceptaba sin escrúpulos y dudas. Pero seguía haciendo lo que él le pedía, segura de que se trataba de un sacrificio y de que no merecía que lo hiciera. Un día maduró el propósito de no volver a verlo. Por la noche, Andrés encontró una mujer desconfiada y resuelta y quedó sin argumentos 27
y desarmado ante ella. Se marchó, mientras María Flora fortalecía su decisión de dejarlo y creía que esa noche había conseguido un gran triunfo y reconquistado su libertad. Al día siguiente obtuvo que el jefe de la o ficina le otorgara vacaciones anticipadas, alegando que necesitaba un descanso. Su proyecto proyecto consistía en pasar unas semanas se manas en un pueblo perdido del Oriente. Orien te. Allí nada la intranquilizaría y poco a poco se iría recobrando. Parecía haber olvidado por completo que Andrés tenía la costumbre de viajar al a l mismo sitio todos los años por esa época. Cuando lo vio en el jardín del hotel, serio y pálido, en medio de los árboles cargados de ruidos, de hojas donde reverberaba el sol y de flores encendidas, pensó que era inútil tratar de persuadirse de que quería olvidarlo. No podía luchar contra Andrés, cuando abrazarlo significaba la supresión de todo lo desagradable : el frío, la soledad, la estupidez de la gente, los remordimientos. Era un olvido lleno de paz, parecido al del sueño, sueñ o, pero sin perder la conciencia de la vitalidad y la juventud. Cuando estaban juntos iniciaba un juego con él. Aunque sabía que cada segundo los aproximaba a 28
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lo que ocurriría, prefería retardar el momento e inventaba temas de conversación con el fin de lograr distraerlo también. —Prométeme que el domingo me llevarás a pasear —le decía—. Iremos juntos al pueblo donde viví hace años. Te Te mostraré la iglesia y verás los cuadros viejos que hay en la sacristía. Por los ojos grises de Andrés pasaba un relámpago y después se oscurecían. Decía con la voz cortada, impaciente: —Ahora no hablemos de eso. Dime que me quieres. Dímelo. ¡Cómo se mostraba imperioso y tierno, suave y tenaz! María Flora se sentía asustada y feliz. Había hablado por el placer de oír esa respuesta. Después, cerraba los ojos e imaginaba que los dos iban hacia el mar por el camino que descendía de una colina. María Flora deseaba caminar despacio, deteniéndose a cada vuelta, y, en cambio, él, él tenía prisa. Quería llegar para hundirse rápidamente en el agua... La conducía jadeante, a grandes pasos. Al regreso se repetía lo mismo. Ella estaba retra29
sada de nuevo, pero ahora lo que pretendía era quedarse abajo, en el mar. Andrés siempre se adelantaba y subía de un salto a la superficie. Ya Ya había olvidado las palabras dulces y las miradas de niño. Entonces sí le interesaba el proyecto del paseo. ¿Cuánto tiempo crees que nos llevara ir hasta ha sta allá? ¿A qué hora podemos salir? María Flora se sentía ofendida. ¿Con quién había confundido a Andrés? Algunas veces, en los viajes rápidos que efectuaba él, y otras, aún sin salir de la ciudad, se escribían. Habían descubierto que el amor necesitaba una medida que no le daban sino las palabras escritas. Muchas cosas que María Flora no se atrevía a decirle en persona, las escribía. Su amor adquiría una resonancia que no tenía antes, y que aún conservaba, intacta, en las cartas. La hechizaba de nuevo, a pesar suyo, como antes. Andrés era como un niño. María Flora lo sabía sa bía y, sin embargo, había querido depender de él. Sólo a él le daba poder para juzgarla y perdonarla. Y de pronto averiguó la razón que le impedía casarse: desde hacía mucho tiempo 30
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había en su vida otra mujer. Una mujer con más derechos que ella. No era verdad que quemaba las cartas por respeto a los convencionalismos, ni lo hacía por el pretexto de que no podía llevar en su equipa je más que lo indispensable para viajar al encuentro de su prometido. Era por lealtad a Octavio. Si las conservaba, Octavio no diría nada. Nunca le reprochaba nada; pero, estando a su lado, María Flora no quería la secreta vida que significaban las cartas. Sería una traición. Ella no podía traicionar a Octavio, el hombre que la había esperado durante años, viéndola enamorarse de otros, siempre equivocada, siempre en busca de un desengaño. El amigo que cuando la vió decepcionada, le ofreció su nombre y la posición que había labrado a fuerza de constancia. Junto a Octavio ella encontrará por fin seguridad, porvenir... Las llamas de la chimenea se avivan y luego crecen, regocijadas con la carga que esperaban en su avidez. Destruyen la letra infantil de Stephen, los pliegos grises, las palabras que producían un hechizo. Ahora ella podrá reunirse
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con Octavio, el único quizás que la ha querido, y recomenzar junto a él una vida tranquila, feliz. Pero en ese instante María Flora, inclinada sobre las cenizas, empezó a llorar desesperadamente, como si llorara su juventud
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LAS RECLUSAS
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n la oficina —había descubierto Vilma— se podía comer, comer, leer, leer, ponerse polvos y peinarse. Pero, a menos de contar con aptitudes especiales para dormir sentado, no era posible hacerlo, como tampoco estirarse cuando tenía dolor de estómago, o quitarse a ratos los anteojos y sentirse a sus anchas, considerándose en libertad y sin rendir cuentas a nadie. Para compensarlo Vilma, Adela y Orfany Or fany,, las tres empleadas adscritas al servicio de archivo, apelaban a sustitutos. Naturalmente no se trataba sino de pequeñas diversiones inocentes, sin térmi33
no de comparación con las que se ejercitaban en otras dependencias, en las cuales sucedía lo inaudito, rezongaban las malas lenguas. Por for fortuna tuna episodios como el de la viuda que se quería consolar, o el de los adolescentes y el jefe biforme, o el de la bella provinciana y el turco insaciable, se habían desarrollado en el Incorebb (instituto colombiano de recolección de elementos básicos en bruto), en pisos alejados del archivo y en horas no hábiles. Cuando Orfany, Vilma y Adela se enteraron de los detalles, el honrado espacio rectangular colmado de gavetas gavetas verde verde oliva empezó a poblarse. Surgieron espectros. Uno era el de Eulalia, la secretaria del quinto, con los senos enormes forrados en suéteres rojos, verdes perico o zapotes, y, desde luego, con minifalda. A falta de algún exorcismo, para alejarlo, Vilma tuvo que abrir de par en par las ventanas a fin de renovar el aire. En otras ocasiones le daba así mismo buen resultado consultar el libro La buena mesa, de doña Sofía Ospina de Navarro, que sepultado
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sin intención preconcebida en el cajón del escritorio, se hallaba siempre dispuesto a dilucidar cuestiones como las relacionadas con la mezcla de yemas batidas y maicena. Vilma no disponía en su casa de tiempo suficiente para preparar las recetas. Pero de la nostalgia que le inspiraba no hacerlo se desprendía despr endía un aura. Ahuyentaba el fantasma de Eulalia. Entonces se extendía otra vez sobre el recinto la capa pulcra y aséptica que lo caracterizaba. Sin embargo del montón de cartas, telegramas, informes, actas, prospectos, estadísticas, cuadros, facturas y diafragmas que las tres debían introducir en sus fólderes respectivos durante ocho horas cada día, seguían brotando asechanzas. A fin de burlarlas, Adela y Orfany se contentaban con los procedimientos comunes y sancionados por la costumbre: tachar monigotes en el juego de ahorcados, sacar crucigramas, o llamar por p or teléfono a una amiga casada que acababa de despertarse a las diez en punto. En cambio ellas cogían el bus a más tardar a las siete y cuarto de la mañana mañan a cuando iban, retrasadas.
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En materia de distracciones, Vilma era la que poseía el repertorio más novedoso. Uno de sus pasatiempos favoritos consistía en escribir los avisos de recibo rozando apenas con las uñas el teclado de la máquina y sin dejar caer un borrador sostenido con la mano izquierda y un trozo de plastilina con la derecha. Si compraba a los vendedores ambulantes bolsitas transparentes de celofán repletas de limones, y arañaba a escondidas la cáscara mientras perforaba los cartapacios, el olor sano y astringente invadía la oficina y a ella le daba la sensación de escaparse. Pero fue su afición a copiar a mano (por ningún motivo a máquina) en el papel suministrado sin tasa por el almacén de útiles, poemas como el If , de Kipling o Serenidad, de Nervo, el principio de su familiaridad con las mayúsculas góticas. Duras en apariencia como cubiertas por escudos erizados, eran en el fondo afables y dueñas de la facultad de comunicarse. Sobre todo al reteñirlas con colores contrastados como el púrpura y el oro, el índigo y el anaranjado, demostraban su buena voluntad de acompañarla por trayectos soleados, aunque a veces no faltaban como sombras agoreras las siluetas de los archivadores que la amenazaban. Pronto averiguó que cualquier singularidad tenía su precio y que tarde o temprano se pagaba. 36
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Sus compañeras no vivían únicamente para esperar la quincena y los días de fiesta. (A todas les sucedía que, los domingos, al regresar a la casa después del cine y en el momento de meterse en cama, la impostergable inevitabilidad de que amaneciera laborable la mañana siguiente se transformaba en un frío que las punzaba).Pero por regla general en el archivo no faltaban las oportunidades de demostrar sociabilidad y atractivos personales, y no sólo mientras tomaban tinto y fumaban. Vilma, por sus hábitos de independencia, las escamoteaba y defraudaba. Huía de su sitio sin moverse y sin invitar a las otras. Las abandonaba por sus limones y sus lápices, sus mayúsculas ornamentadas y sus poemas de Kipling. Tanto Adela como Orfany sufrían la afrenta. Entonces se vengaban. Al comienzo no se trató sino de simples escaramuzas sin consecuencias, semejantes a las que surgen entre los habitantes de los países circunvecinos por quítame allá estas pajas. Si Vilma pedía un favor, Orfany y Adela se hacían las sordas o le contestaban que precisamente en ese minuto tenían las manos ocupadas. La carta que ella necesitaba con urgencia para agregar a un expediente extraído trabajosamen37
te de las filas más apretadas, desaparecía del sitio en que sabía que había estado. Mientras la buscaba se le ofrecían dos alternativas: o levantar los ojos para cruzarlos aceradamente con los que la desafiaban, o soportar con estoicismo que se burlaran a sus espaldas. El roce permanente exacerbó los ánimos. Aunque no se declararon abiertamente las hostilidades, los escritorios de cada una pasaron a considerarse como parte integrante de un territorio en litigio. Para defender o se atenían a sistemas especiales de señales de alarma. Antes que exponerse a ser atacada, Vilma, con la mirada en vigilancia de un ratoncillo al pie de su madriguera, prefirió revisar la totalidad de los fólderes, desde la A hasta la Z. En alguno debía encontrarse la segunda hoja extraviada de un informe, a menos que reposara en poder de Adela, cuyo escritorio se hallaba situado a la diagonal del de Orfany Or fany.. Pero ir hasta allá para preguntarle preguntar le equivalía a aproximarse al otro en circunstancias que podrían ocasionarle ocasionarle represalias. Eran las diez de la mañana, hora de la charla telefónica de Orfany, ya no con su amiga sino con el marido de ésta, un poeta empeñado por lo visto en no soltarla sino después de empaparla de su producción literaria de la víspera. 38
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El poema debía hallarse en el punto culminante de su signo melódico. La favorecida favorecida ponía cara de fascinada. Entonces, y quién sabe por qué razón inescrutable, el miedo de Vilma se transformó en su contrario. La impulsó a situarse exprofeso al lado de la extensión telefónica, considerada de su propiedad exclusiva por Orfany. Orfany. Primero, y con el pretexto pretexto de dar cuerda al reloj, colocado en el sitio más neurálgico, se echó materialmente encima del auricular. Orfany advirtió al platicante: “Ahora no puedo comentarte”. Vilma, tan pronto termino con el reloj, continuó con el cambio de fecha del almanaque vecino, muy atrasada. Orfany Or fany no tuvo más remedio que colgar. colgar. En seguida dijo, muy brava: —Hace cinco minutos dejé al pie del teléfono mi polvera de plata y ya no está. Alguien la cogió para fastidiarme. No se dirigía en particular a nadie pero erguía dignamente la cabeza. Adela fingía escribir y volteaba la espalda. Por su nuca torsionada cruzaban pálpitos. Vilma embistió aunque tartamudeante: —No pretenderás insinuar que yo. Junto al teléfono no había nada. 39
A un conserje viejo de pelo apelmazado a fuerza de brillantina y ojos como gotas de azabache, se le puso la cara lustrosa por la satisfacción de oír la disputa. Orfany y Vilma tenían los ojos torcidos y apasionados. Cuando empezaron a clavarse banderillas, utilizando conocimientos profundos e ignorados hasta el minuto precedente sobre la parte más vulnerable del adversario, había aumentado el número de curiosos instigados por el conserje. Ambas, con el pelo revuelto y las mejillas arreboladas, volcaban cajas y cajones sobre el entablado. El papel de árbitro lo asumió espontáneamente espontáneame nte Adela, tan radiante que se mostró generosa y lanzó la teoría de un responsable difuso: el agente de neveras a plazos que visitaba las oficinas para ofrecer financiaciones sin cuota inicial y en veinticuatro contados. Justo en ese momento resplandeció el níquel de la polvera, inocente y nítida, a poca distancia de la extensión telefónica y detrás de una revista de jardinería muy manoseada.. En adelante las horas de oficina se volvieron interminables. Vilma decidió pedir su traslado a otro puesto. Según su opinión, Adela y Orfany eran sus antípodas, pertenecientes a una raza sin afinidad con la suya. No les dirigiría la pala40
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bra ni aun en el caso de que se viera obligada a continuar en la misma oficina. Estaba lastimada no sólo por el incidente de la polvera. Existían varios análogos. Hacía poco había pescado una alusión injuriosa sobre las empleadas que ganaban el sueldo casi de balde. Adela sostenía que Vilma ignoraba los intríngulis de la profesión de archivera. archivera. Llegaba hasta sugerir su desconocimiento de lo que sabía un niño de primeras letras: el orden alfabético. Lo decía aunque había visto con sus propios ojos el diploma de bachiller de Vilma. El motivo consistía en que ni ella ni Orfany podían dar un paso si no las apoyaban las andaderas del hábito. En cambio Vilma archivaba a su modo. No respetaba siempre la letra que tocaba sino una vez sí y otra no, para que fuera como si saltara a la pata de gallo. Antes solían contarse cuanto les pasaba por la cabeza. Orfany describía con lujo de detalles el mejor método para pintarse el pelo en la casa, y Adela explicaba el último tratamiento para adelgazar comiendo. A las dos les encantaba que Vilma se explayara explayara en confidencias sobre las desgracias que afligían a los miembros de su familia.
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Si escogía otra depositaria, por ejemplo la huérfana casi ciega del segundo piso encargada de manejar las clavijas del conmutador del teléfono, que se pirraba por las tragedias, sus compañeras se ofendían como si las privara de un derecho. Pero ahora el silencio se cernía sobre la oficina igual a un ángel que las expulsara. A fin de guardar las apariencias y sobre todo para evitar el enmohecimiento de los órganos vocales, de cuando en cuando emitían sonidos, pero separados de su conexión con los centros nerviosos y el elemento intencional. Las palabras rebotaban en el aire lo mismo que pelotas que nadie se tomaba tomaba la pena de recoger. recoger. A veces Vilma preguntaba a Adela: “¿Qué hiciste ayer?”, con la repugnancia de tragar una medicina de mal sabor y con la seguridad además de su ineficacia. La contestación era un seco “Lo mismo que siempre” sin resonancias. Finalmente consiguieron la neutralización total de la voz. En lo sucesivo perdió sus delicadas diferencias tonales encargadas de acentuar cada significado como un lazo de unión. Hasta cuando repetían las noticias que traía el periódico: “Cayeron cinco guerrilleros en la 42
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montaña” o “Asesinaron a una dama de la embajada inglesa, en un barrio residencial”, no producían eco. Filosos, segregados, los fonemas salían de sus gargantas como cuerpos duros, impenetrables, que las arañaban. Faltaban cinco minutos para las seis de la tarde. Había llegado el momento crepuscular en que la luz, al proyectarse sobre las gavetas y los cartapacios, los escritorios y los archivadores, modificaba su actitud. Por un instante los volvía cálidos y hospitalarios. La oficina se transformaba en cualquier lugar del mundo en que para unos amigos era grato reunirse. La labor de tejido en dos agujas de Vilma, hecha un reburujo y escondida en el fondo del cajón de la izquierda, la invitó a dar allí mismo unas puntadas a fin de concluir felizmente la disminución de la sisa. Pero Orfany y Adela, hoscas en sus rincones, no la animaron. El tejido se convirtió para ella en un trapo desgonzado que la abochornaba. Ya Ya con la gabardina puesta se libró de repenre pente de sus suspicacias como si sacudiera una telaraña.
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Antes de irse, un pequeño elogio a sus compañeras no le costaría casi. Sería la moneda barata para comprar su tranquilidad esa tarde. Después de todo Adela y Orfany Or fany poseían grandes cualidades. De pesarlas en e n una balanza balan za a lo mejor inclinarían el platillo más que las suyas. Cuando Vilma tenía dolor de cabeza se alarmaban. Le insistían para que pidiera permiso y fuera a consultar al médico del seguro. Si necesitaba plata se la prestaban. Había días que compraban repollitas rellenas de crema y la invitaban. Para adularlas se valdría de un recurso que no fallaba. Les repetiría el piropo improvisado en una ocasión memorable por el subjefe de correspondencia: “Lo mejor de Incorebb es el archivo”. Se hallaba un tanto gastado pero les endulzaría los oídos antes de que se marcharan. Sin embargo Adela lo completó con retintín: “Y no sólo el archivo sino las archiveras”. Devolvía fríamente el cumplido de Vilma como si supiera que se trataba de una limosna. Ya era tarde para hacer contacto. Orfany se encargo del epílogo con un cortante: cor tante: “Ay “Ay,, qué risa”. risa” .
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Todos corren a apretarse en los ascensores. Por un momento sienten miedo como si al abrirse lentamente la valva que los apresaba apre saba defendiéndolos, quedaran abandonados a la inconsistencia, el frío, el viento de la calle. Junto a la puerta principal se agolpaban los vendedores de lotería, de ruanas de Sogamoso, de pajaritos lilas y amarillos, de cigarrillos americanos y bolígrafos de contrabando, del vespertino con los últimos escándalos en letras coloradas y gráficas de media página. Adela cuenta mentalmente los billetes de su cartera: “Ochenta, ciento cincuenta, doscientos”. Tampoco le alcanzan para comprar el paño escocés que le coquetea en una vitrina desde el mes pasado. Orfany no necesita mirar para cerciorarse de que su poeta esta ahí, puntual puntu al a la cita, con sus espaldas de boxeador y su estatura que aventa ja una cabeza a los demás, altanero, petulante, dueño del ángulo estratégico para apreciar apre ciar burlonamente la perspectiva del enjambre que se apelotona antes de desintegrarse. Igual la mirará a ella un rato más tarde, cuando ambos se deslicen por el pasillo del hotel alumbrado apenas por un bombillo de escasas
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25 bujías, y afortunadamente que es así para que, en el instante en que la vieja de la caja reciba los billetes y les entregue la llave del cuarto, a Orfany le resulte más fácil volver la cara a otro lado y ocultarse. Lo mismo hacía de chiquita, cuando jugaba al escondite con sus hermanos y, aunque ellos la encontraran y la empujaran, si cerraba los ojos lograba que algo más importante que su cuerpo se evadiera, se librara. Vilma proyecta ir a rezar a una iglesia cercana. Pero se arrepiente porque a medida que se hace noche aumenta el frío. Las calles se vuelven hostiles y la rechazan. Además, a esa hora la misa es de réquiem y la dice un Padre de voz gangosa y con ornamentos fúnebres.
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LA BIBLIOTECA Desde que Demetrio era chiquito mostró predisposición por el método, la regularidad y la simetría. No podía tolerar la vista de un cuadro torcido. Si se ladeaba el bodegón de duraznos, manzanas y toronjas que estaban en el testero del comedor, rehusaba continuar almorzando. Sin importarle que se le enfriara la sopa se levantaba y, con gran delicadeza, encaramado sobre una tarima, restablecía el perpendículo exacto de la cuerda que sostenía el lienzo.
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Cuando aprendió a leer lo atrajeron las enciclopedias. Registraba las palabras en un cuaderno, agrupándolas por familias lingüísticas e ideológicas. Lo apasionaba puntualizar las relaciones que sostenían entre sí, no apreciables a primera vista pero lógicas y satisfactorias al caer en cuenta. Parentescos como los que advirtió entre ceniza y Escorial (monumento levantado en piedra), código y verdugo, meta y más allá, hicieron sus delicias. A veces, arrastrado por caprichos, alteraba voluntariamente las normas de sus nomenclaturas. Si por ejemplo en la fila consagrada a verdad, en la que figuraban permanencia-estático- indestructible, introducía algún miembro del grupo de historia, provocaba provocaba grandes disturbios. Los acompañantes de este último: fábula-tiempo-necrología, no compaginaban con el primero. Otras voces como reproducción, a la vez trasunto o copia y rescate o devolución de lo perdido, también le formulaban graves interrogantes. interrogantes. La segunda de sus distracciones infantiles consistían en construir pirámides. Utilizaba pequeños conos de madera en olores que su mama le había regalado. Ella sin embargo se compadecía de sus juegos de niño solitario.
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Para consolarlo lo llevaba a las funciones del circo, al cual por fortuna tenían entrada gratis debido a un parentesco lejano con el dueño. Como la propensión del muchacho debía hallarse entretejida con características profundas de su psicología, al sonar la hora de escoger una carrera carrera eligió la de bibliotecólogo. Contrariaba las aspiraciones de la familia, que había deducido que lo esperaban altos cargos de su inclinación a quemarse las pestañas. Pero cuando Demetrio aprendió el método Dewey, sobre clasificación de libros en orden decimal, comprendió que no se trataba de unsistema rutinario. Por el camino que trazaban las divisiones del catálogo, denotativas de su nacionalidad y época, é poca, tema y carácter, carácter, conexiones e inter influencias y contando con la valiosa ayuda de los índices analíticos y las tablas de consulta, los encabezamientos, los montones de fichas y las guías de colores, conseguiría sus propósitos. Estos consistían en demarcar la frontera frontera de cada obra para fi jarle concienzudamente su radio de acción. A fin de empezar, y una vez posesionado del cargo de director de la biblioteca distrital —organismo adscrito a las dependencias del concejo— 49
concretó su atención en el asunto asunto de las genealogías. Pero Pero como como el sistema sistema Dewey era inapel inapelabl ablee en el sentido de que los tomos debían ocupar en los estantes los sitios exactos que les correspondían, si en el curso de una lectura Demetrio variaba de criterio respecto a la índole de un libro, se hallaba obligado a cambiar de lugar los anteriormente colocados con el objeto de asegurar el orden. Mientras efectuaba las reacomodaciones no tenía más remedio que arrojar los volúmenes sobre el piso de la biblioteca. Gracias a su tenacidad y espíritu de trabajo, que sobrepasaban con creces el horario oficial, conservaba la esperanza de organizar algún día concertadamente concertadamen te los entrepaños, conjurando los brotes de anarquía. Pero como sus lectores pertenecían a la clase popular —obreros de fábricas, aprendices de oficios, dependientes de pequeños almacenes— le solicitaban tratados de ortografía o folletos de divulgación de la ciencia contable, los cuales no aparecían cuando hacía falta. Se hallaban debajo de grandes aludes formados por los otros volúmenes. Una mañana entró en el salón una mujer a buscar un manual sobre crianza de búhos. Para atenderla, Demetrio tuvo que escalar monta50
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ñas y descender a cavernas constituídas por arrumes de papel. Finalmente logró exhumar el breve compendio, en la compañía de mamotretos que versaban sobre alquimia, inquisición y filtros extraños y agregado a un ensayo moderno de Papini, titulado El diablo. Aunque había progresado mucho en su entrenamiento para levantar grandes pesos —lo que por cierto nunca se había figurado que llegaría a ocurrirle dada la apariencia frágil de los cuerpos de papel— las variantes no le suministraban la solución del dilema. Sin embargo, lo que sumergió su cerebro en un maremágnum no fue un volumen de apariencia respetable sino un pequeño relato empastado en cuero azul. Narraba la historia de una niña, Palma, víctima de desarreglos emocionales que la convertían en desadaptada social, por lo que Demetrio lo consideró en principio como perteneciente al renglón de la patología, dentro del campo de la medicina y en el vasto territorio de las ciencias aplicadas. No obstante, los síntomas padecidos por la protagonista no se habían formado al azar. Existían agentes. agentes. A estos —se dijo— convenía convenía desenmascarar para incrustarlos en la colec51
ción de obras prohibidas que ostentaba etiquetas negras a fin de servir ser vir de aviso a los inexpertos. La infancia del padre de Palma había sido muy dura. Era el hijo menor de un hombre que, probablemente por atavismo y porque necesitaba atraer a su espectáculo circense el mayor número posible de espectadores, era notable por la mano fuerte con que trataba a sus artistas. Sus tres hijos hacían parte del elenco. Pero mientras los dos mayores mostraban fortaleza, el último se orinaba de miedo cuando el viejo lo mandaba lanzarse al aire desde el trapecio, o introducirse en la jaula de los leones leon es con la sola prot protec ecci ción ón de una una varil varilla la cale calent ntada ada al roj rojo. o. N o valían castigos. El problema resultaba mucho más irritante para el padre cuanto que no cabía poner en entredicho la estirpe del muchacho, dadas las medidas moriscas implantadas desde la iniciación de su matrimonio. Al llegar a esta parte de su lectura Demetrio casi adivinó los acontecimientos que se sucederían luego. La trama se relacionaba con las leyes de la herencia. Estuvo a punto de adjudicarles la génesis de la obra. Para colmo, en el caso de Palma el asunto se complicaba por la situación de la familia matermater52
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na. Sus miembros trabajaban o fingían trabajar por salarios mínimos con los que se subalimentaban y compraban a plazos ropa de pacotilla, diez veces más cara que al contado. Con plata prestada asistían a las funciones del circo en las noches de gala. Entonces se exponían a confundir la excitaexcitación reinante bajo la gran lona, la expectativa creada por la música, el lujo de la equitadora y las lentejuelas de la contorsionista, con otras tantas caras de la libertad. Entre sus parientes la más tentada era Linda, que se convirtió después en madre de Palma. El espejo le decía que era bonita y contaba con que a la larga le estaban reservadas las emociones de la pista. El hijo menor del dueño del circo la conoció por casualidad, a la salida de una función. A la admiración agregó un sentimiento de gratitud. Jamás había sido objeto de homenajes como los que le prodigaba la muchacha. Se obstinó en casarse con ella, a pesar de la protesta de la “troupe” por la intromisión de un miembro sin arraigo en las filas de la barra y la acrobacia. Conflicto de clases, incompatibilidad de caracteres, cargas ajenas a la profesión, fueron algunos de los epígrafes 53
que este pasaje sugirió a Demetrio. El argumento se complicaba aunque podía preverse pr everse el desenlace. Con motivo de su casamiento, el muchacho revivió la experiencia de elevarse en la exigua tablilla sostenida por dos lazos. Constituía su único sostén entre volantín y volantín, mientras el público contenía la respiración y la trompeta de la orquesta tocaba alerta. Para conquistar a su mujer le hacía regalos, que Linda aceptaba como obligado tributo. No se contentaba con flores y caramelos. Deslizaba insinuaciones en las que figuraban vestidos, collares y pieles. Al marido le cicateaba el viejo hasta la última moneda. Pero a la vez le había con fiado el mane jo de la caja. Allí no sólo guardaba las sumas necesarias para gastos de traslados y nuevas instalaciones, sino los ahorros de los artistas mejor remunerados como la pareja de equilibristas y el luchador. luchador. Cuando el último quiso retirar su dinero se divulgó la noticia del desfalco. El viejo tuvo que hacer el reintegro para eludir a la policía. Pero la situación del circo venía resquebrajándose y lo sucedido la agravó. Cuando se marchó el prestidigitador y malabarista, y lo imitaron los 54
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tres payasos, el dueño recibió el golpe de gracia. El culpable era su hijo, el descastado que se atrevía a pedirle perdón bañado en lágrimas. Lo maldijo delante de Linda y de la niña de ambos, Palma, que entonces aprendía a dar los primeros pasos. Demetrio, al terminar este capítulo dedujo que el viejo mostraba inclinaciones sádicas probablemente incubadas desde su juventud, cuando se consagró a la dificilísima tarea de domesticar un par de oseznos blancos. Por ello disculpó hasta cierto punto a Linda, que no pudo resistir el ambiente de suspicacias y se fue, llevándose a Palma. En el libro no se describían con detalle las consecuencias que la fuga acarreó para el marido. Pero era fácil imaginarlas. La tabla del trapecio pecio huyó huyó defin definiti itivam vament entee de sus manos. manos. S i n necesidad de estupefacientes cayó en estado de catalepsia. Así no le importaban introducirse en la jaula de Asa, la leona que, por sus pésimos modales, se salvó de la liquidación y representaba el último número taquillero que les quedaba en el circo. La niña, nerviosa y enfermiza, estorbaba a Linda en su nueva vida. Sin embargo no quería separarse de ella. Ni le faltaban sentimientos 55
maternales, ni ignoraba que, si la entregaba al padre, la utilizaría como argumento para obligarla a volver, castigándola de paso por su deserción. No sabía que, mientras tanto, su marido se había asociado con el antiguo prestigiador y malabarista, quien descubrió en el hijo de su expatrón aptitudes preciosas para ambas artes. ar tes. Entre los dos montaron un espectáculo en el que figuraba la lluvia de bolas de billar y la pesca en el aire con caña. Lo presentaban vestidos de etiqueta, con frac y corbata blanca. Arrebataba a los espectadores que los colmaban de aplausos. Lo mejor fue que que el propietario del circo primitivo, ahora de capa caída y provisto apenas de una carpa deteriorada y de Asa, se reconcilió con su hijo. Sus recientes recientes actividades le suministraron la prueba de que ingresaba por fin en el clan familiar, familiar, corroborando su sangre. El flamante ilusionista, con el objeto de añadir incentivos a su programa, contrató a una ventrílocua. Ésta se enteró en seguida de la historia de su jefe. Comprendió que le correspondía rehabilitar la buena fama de su sexo y reparar en el corazón maltratado los estragos causados por otra mujer. mujer. Cuando la madre de Palma, escarmentada por sus su s aventuras que iban de mal en peor, creyó jugar la carta de triunfo regresando arrepentida, se enteró de 56
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que su marido no deseaba ocuparse de ella. Y no sólo eso sino que andaba en gestiones para obviar las trabas legales y casarse otra vez. Quién sabe debido a qué encontrados arrebatos Linda no intentó recobrar a Palma. El bibliotecario achacó su actitud a mecanismos compensatorios, lo que consideró bastante aproximado a la verdad. En cambio se desconcertó cer tó por la conducta del marido. En lugar de hacerse cargo de la niña la depositó en la casa del abuelo, o sea en lo que quedaba del circo. Seguramente quería evitar perturbaciones per turbaciones a su recién fundado hogar. hogar. Pero en la perplejidad de Demetrio se agitaba que hubiera olvidado los sufrimientos padecidos en el mismo sitio y de las mismas manos durante su niñez. Le pareció que entregaba a su pasado otra víctima, tan identificada con él como si se tratara de una sola persona. Al cabo de muchas cavilaciones concluyó que el ilusionista incurría en una forma de masoquismo dotada de facultades aplacatorias. Encerraba demasiados interrogantes para que pretendiera viviseccionarla. El viejo se negó en principio prin cipio a recibir a la criatura. Entonces el padre acudió mañosamente al juez de menores, a quien comunicó su se57
gundo matrimonio y la expectativa en que se encontraba de nuevos herederos. El juez conceptúo que la guarda de Palma correspondía al al abuelo en su calidad de pariente más próximo. El viejo se resignó y tuvo la delicadeza de no mencionar paliativos económicos para el compromiso de alimentar otra boca. Pero la llegada de su nieta no le deparó depar ó el rejuvenecimiento que le habría ocasionado a no dudarlo un cachorro de Asa. Físicamente la niña era el retrato de su padre. El abuelo resolvió consagrarse en persona a entrenarla para su vida de artista. No dieron resultado ni su método ni su perseverancia. Palma se echaba a temblar cuando recibía la orden de practicar los ejercicios más elementales. El terror le impedía oír las instrucciones. En la maroma se quedaba parada en la mitad sin decidirse a subir ni a bajar. Tenía ataxias repentinas. El viejo atribuía para él la incomprensible mudez a la terquedad con que su nieta lo desafiaba. Con el fin de convencerla apelaba a los temibles rugidos de Asa y a su jeta milagrosamente cerca de la nuca de la muchachita. A veces el ilusionista asistía a las sesiones.Aprobaba el sistema y reñía a su hija por ingratitud. En los intervalos le describía la
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paciencia y ternura proverbiales del abuelo en las faenas de educación de los irracionales. Un día la niña se desprendió de la cuerda y cayó sin sentido en la arena. En el alejado barrio donde funcionaba el circo no había médico. Fue preciso acudir a una mujer que pasaba por enfermera. Ésta se retiró después de aplicar los remedios de urgencia. Pero regresó más tarde y pidió permiso, concedido inmediatamente y con alivio, de llevarse con ella a Palma a fin de someterla a un tratamiento trata miento sin costo alguno para la familia. Sólo mucho tiempo después se averiguó que la llamada enfermera no poseía título ni conocimientos en ese ramo. No internó a Palma como lo había asegurado en un establecimiento de profilaxia. La condujo a una casa de diversiones que pagaba muy caro la consecución de jovencitas. Ahí terminaba la historia. El desenlace estuvo estu vo a punto de llevar a Demetrio a acomodar el libro sin más dubitaciones en la casilla destinada a la trata de blancas. Pero sobra decir que no se declaró satisfecho. Mientras tanto había realizado tantas modificaciones en las estanterías que la biblioteca 59
presentaba el aspecto de tierra devastada. En esas circunstancias le era más difícil que nunca despachar oportunamente opor tunamente las demandas de los clientes. Las quejas elevadas por estos al Concejo se volvieron más apremiantes. Subrayaban que la manía del bibliotecario los privaba de la ocasión de hacer citas. Sin ellas no tenían lugar los ascensos a que aspiraban en sus honestas carreras. Por su parte Demetrio comprobó, desesperado que lo había atacado la alergia al polvo. Para empeorarla eran especialmente indicadas las condiciones de la biblioteca. Por su culpa no podían librarse de una tosecilla impertinente cuando los ediles le pedían descargos. La contemplación de los volúmenes multiplicados en despliegues impresionantes fue causa también de una psicosis. Como se había convencido de que superaba sus fuerzas señalar la exacta dosis de culpa o inocencia intercaladas en cada obra, el subconsciente lo indujo a materializar el problema. Para ello no encontró figura más indicada que las guías del bigote de Demetrio. Se le metió en la cabeza exigirles un crecimiento milimétricamente igual a lado y lado. Consultaba sin cesar el cartabón car tabón y el espejo. Pero Pero siempre notaba pelos de más o de 60
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menos. Al afeitarse la parte sobresaliente en relación con la otra, respiraba por un u n momento. Sin embargo no tardaba en caer en cuenta de su error. error. El espejo le mostraba una descompensación a la izquierda como consecuencia de lo que acababa de quitar a la derecha. Su antes imponente mostacho se transformó en un bozo ridículo. En esa facha no podía soportar las miradas de los extraños, por p or lo que pasaba el día escondido en el retrete. Los concejales de la ciudad no consideraron prudente desatender por más tiempo las sáplicas de sus futuros electores, en una fecha en que se aproximaban las votaciones. Pero tampoco era justo prescindir de los servicios de Demetrio, cuya buena voluntad no tenía tacha. En un acto salomónico le cancelaron el nombramiento de director y lo nombraron como guardián de la biblioteca. En el desempeño de ese cargo lo hemos visto hace poco, recorriendo los salones de su antiguo dominio sin despegar los ojos de los usuarios. Le interesa impedir, según manifestó, que los atraiga la tentación de sustraer un volumen o de mutilarlo. Aunque él no pasa ya nunca los ojos por la letra impresa, considera aceptable 61
que los demás lo hagan. La postura que adoptan cuando se consagran a esa ocupación es sedante para quienes los contemplan. Sólo que Demetrio, concienzudo y escrupuloso, como siempre, no tolera que marquen con lápiz las páginas y mucho menos que les doblen las puntas. Sus protestas no le ocasionan ocasiona n mayores disgustos por la forma comprensiva como las expresa. De nuevo nuevo le ha crecido el bigote. No seria raro que tuviera el proyecto de casarse pues, a pesar de exasperarlo las relaciones con algunos miembros de su familia consagrados a ganarse la vida como artistas, resulta muy distinto disponer de un hogar propio. En fin, hasta donde puede asegurarse, ahora ya no le interesan sino los problemas de solución fácil.
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EL CONTABILISTA
C
uando Julián vino por primera vez a visitarnos se parecía maravillosamente a mi Maritza. Era espigado como mi niña, con el pelo rubio y los ojos claros. Pero en estilo de hombre, acostumbrado a contemplar el mundo directa y objetivamente, despojado de las medias tintas y las vacilaciones femeninas, entre las cuales nos movemos perfectamente sin embargo. De lo único que estamos privadas es de la facultad 63
de poner nombre a las cosas. Sin ella no podemos exorcizarnos. Quedamos expuestas a chocar contra las rocas. En principio Julián vino porque me interesaba revisar las cuentas del almacén que mi marido me dejó de herencia. Así no pierdo el control y demuestro a los empleados que soy la dueña. Julián trabaja allá como contabilista. A partir de la primera tarde siguió visitándonos diariamente. Yo, en vez de ocuparme de los números, me dedico con él y mis hermanas a tomar té, charlar sobre cualquier cosa que nos cruza por la cabeza: arte, literatura, filosofía, religión, sentimientos humanos, qué sé yo. Desde el primer día la conversación conversación se orientó a temas fuera de serie. ser ie. Pregunté al contabilista: “¿Quiénes crées que son los verdaderos amigos, aquéllos que nos aprueban por simple benevolencia, o los que no lo hacen porque no nos parecemos a ellos?” Me contesto: “De pronto hay también alguno que nos ayuda a ser nosotros mismos”. Y agregó: “Un sujeto llamado Schiller aconseja buscar ante todo la claridad mental como algo indispensable para amar con más ardor”, palabras que alcanzaron para mí la virtud vir tud de borrar a Rosaura y a Rosana, sentadas a mi lado, e internarme con Julián en un terreno privado, de nosotros solos. La comprobación de que el 64
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muchacho era de mi misma raza, me ruborizó de placer. Si a una mujer de mi edad se le enciende la cara, se vuelve transparente transpa rente como de vidrio, todavía más frágil que a los catorce años. Por cierto que Ojos Vacíos—pobre mi hermana Rosaura pero ése es el calificativo que le endilgo en mi fuero interno; quién sabe cómo me retribuirá ella para sus adentros, seguramente con un apodo rebuscado o impertinente, por ejemplo “la reina caprichosa” o “la sabihonda insoportable”— insopor table”— lo advirtió y salió de la sala dando un portazo. Hay mujeres que jamás se ruborizan; en cambio dan portazos. Ojos Vacíos fue quien me recomendó a Julián para que lo nombrara en el almacén, y es también la autora intelectual de la invitación a que venga a esta casa. No obstante, desde que atendí sus deseos, no ha dejado de ensayar actitudes contradictorias. Al mismo tiempo le gusta y la molesta que yo simpatice con el contabilista. Le gusta porque significa un reconocimiento a su perspicacia que lo saco del montón y lo elevo hasta nosotras. Le choca porque ha empezado a considerarme su peligrosa rival. Seguramente, al relacionarse con Julián en el instituto contable donde estudiaron juntos, decidió asumir el rol de madre postiza suya. Imposible otra cosa porque mi hermana pasa pa sa de los 50. Una protectora protectora 65
jamona es la enamorada natural de un pupilo de 20 años. Con seguridad le hace confidencias, entre otras una que le interesa, o sea s ea la de que no dispone aquí de oportunidades a fin de consagrarse a la música, su vocación indiscutible según opina. Aún cuando la verdad es que en mi concepto y en el de cuantos la escucharon machacar el piano cuando disponíamos de uno —y por cierto un Pleyel de media cola que valía una fortuna—, por mucho que se proponga nunca pasará de ejecutante mediocre. A Rosaura le encanta posar de mártir már tir.. Acepta con la misma suspicacia los elogios que las críticas. Inclusive la irritan más los primeros. Los juzga compensaciones mezquinas para lo que merece y no obtiene. Cuando se acerca a mí con cualquier pretexto, como mostrarme una foto o darme un vaso de agua, en sus movimientos se nota la prevención del que teme un golpe o una enfermedad contagiosa. Por suerte no vivimos solas. Si así fuera no descansaríamos andando de psiquiatra en psiquiatra. Como colchón de choque contamos con Pequeña Marmota, es decir, mi hermana segunda, Rosana. La convencí de acompañarnos, lo que a ella le agradóporque es viuda y tacaña. No quiere gastar un céntimo del pequeño capital que heredó de su esposo. Viviendo aquí lo preserva preser va y a la vez nos 66
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hace un favor enorme a Rosaura y a mí. Él numero 3 es ideal. Evita la tácita confrontación de dos egos. No me importa que por causa de Rosana aumenten mis gastos. El testamento de Raimundo me aseguró una buena situación económica. Raimundo. Con él fuí feliz. ¿Lo sería? Tuvimos Tuvimos tres hijos, dos varones y una nena. ne na. Cuando Julián vió el retrato que está sobre mi escritorio, en el que aparecemos mi marido y yo con nuestros hijos, me dijo: “En esta foto la señora Nina se ve joven y linda. Con su vestido blanco es el centro de las miradas de todos, como si les infundiera luz y calor”. Julián nunca me llama sin anteponer el tratamiento de “señora” al revés de lo que hacen los muchachos de hoy, que se toman libertades como si nos concedieran un favor a los mayores. Es orgulloso. Le encantan la literatura, la pintura y la música. Últimamente se ha decidido por la última. La considera la reina de las artes. ar tes. La música va más allá de las palabras, los colores y las formas. Yo Yo carezco por desgracia de oído, y lo mismo les pasa a mis hijos varones, que en eso no se parecen a su padre. En cambio mi Maritza, cuando murió ya era capaz de posar sus manitas sobre las teclas del piano para arrancarles melodías. Por no despertar ese recuerdo fue que desterré de la casa el Pleyel. Se lo dije a 67
Julián y me contestó que lo lamentaba por Rosaura. Había en su voz una nota de censura como si me tildara de egoísta. Quizás me compara desventajosamente con un amigo suyo residente en Roma, que le ofreció alojarlo y facilitarte su ingreso a una de las mejores academias musicales de allá. Me confesó que habría aceptado si contara siquiera con una suma aproximada de trescientos mil pesos para los gastos iniciales de instalación. Yo le propuse inmediatamente: “¿Quieres que te aumente el sueldo? Así podrás ahorrar pronto esa plata”. Me respondió: “Prefiero que me conceda mejoras cuando lo merezca por mi trabajo”. Mi Maritza murió a los cuatro años. Su pelo era más rubio que el de Julián. Le caía sobre la frente lo mismo que a él, para formar bucles que jugaban con la luz de la araña del d el cuarto cuar to de estar. estar. A mis hijos varones los acaparó desde muy temprano, igual que a su padre, el interés por los negocios. Cuando se casaron, emigraron a los Estados Unidos. Yo viajo a verlos cada año. Así se lo prometí a Raimundo. Mi marido me mimaba quizás con exceso, como siempre los hombres maduros a las jovencitas. Después de su muerte me sentí sola y busqué el refugio de la religión que no practicaba desde la adolescencia. Necesitaba una respuesta a mis preguntas. 68
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No lo digo por repetir un lugar común. A mí la religión no se limita a contestarme. Cada respuesta que me brinda me siembra nuevos interrogantes. Lo cual me mantiene en un proceso de pesquisas, comprobaciones y nuevamente pesquisas que no me separa de la vida sino que me sumerge más en su ardiente ritmo. Sin embargo, sigo dependiendo de Julián. Ojos Vacíos lo adivina. Está persuadida persu adida de que si a ella y a Pequeña Marmota las traje conmigo fue porpo rque así halagaba mi vanidad de dama caritativa y creyente. creyente. Imaginándolo, prescinde de agraagra decérmelo. A propósito: Julián me recalcó hace poco que una de las pruebas de nuestra condición de seres únicos radica en que jamás se repite el juego de rayitas grabado en las yemas de los dedos. Pero, ¿qué traduce “único” si no es solitario? (Otro tema para dilucidar con mi amigo). Antes de ayer celebró su cumpleaños. Lo festejamos con una rica torta de 20 velitas. Parecía como si estuviéramos en familia, algo insólito para él pues siendo niño perdió a sus padres. Por eso se acostumbró a ser protegido, aunque no se inclina. Sus ojos, de un azul acerado muy raro, por lo general amistosos, en ocasiones se tornan peligrosamente hirientes, sobre todo cuando se cree zaherido por la diferencia de posición social o de fortuna. Me ha 69
comunicado su desaprobación por el contraste que a su entender se observa entre mis convicciones de practicante católica y las comodidades que me rodean en esta torre blanca, amoblada no sólo con gusto sino con lujo, en un barrio exclusivo, situado cerca de casuchas destartaladas casi a punto de desplomarse, donde habitan los que se hallan tan familiarizados con la miseria que ya casi no la notan. ¿Será que Julián me desprecia? ¿Me calificará para sus adentros —como Rosaura— de farisea estúpida, que finge sufrir por la suerte de sus hermanos y termina declarando que huelen mal y son ingratos? Pero no. Su mirada carece de la suspicacia de los ojos viejos. La vida le enseñó muy pronto que siempre se tropieza con la roca. Pobre muchacho. Mientras se convierte en el gran pianista que aspira a ser, trabaja en mi almacén. Pasa por un momento especial, ardiente, como el de las plantas cuando les nacen los primeros brotes. Es alto, elástico. A lo mejor no nos visita sino para librarse siquiera por un par de horas del pasadizo húmedo y oscuro en que le toca apuntar cifras. Cuando con mis hermanas nos instalamos aquí me encargué yo misma de decorar el apartamento y comprar los mobiliarios. Desterré lo que usaba antes de mi viudez, desde la gran cama ma70
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trimonial de caoba oscura hasta el menaje de la cocina. “Si se trata de tu capricho no te importa el costo ni te fi jas límite”, proclamó Ojos Vacíos. Y por cierto que en ese minuto sus ojos no merecían tal calificativo. Chispeantes, pérfidos, como de ónix, denunciaban a gritos lo que generalmente disimula su expresión ausente. Aludía sin duda a mi costumbre de vestirme de blanco. La considera un truco para aparentar una juventud que huyó hace mucho. Ignora Ignor a que es mi manera de rendir homenaje a Emily Dickinson, que vistió siempre de blanco. Si se lo confiara a Rosaura pensaría que soy aún más ridícula de lo que temía. Julián sí me entiende. Notó enseguida en mi biblioteca la cosecha de obras escritas por mujeres. Me felicitó, pero yo le expliqué que los libros que me fascinan son los de estampas. Los de geografía geogra fía o historia me conducen a países que nunca he conocido ni conoceré a pesar de formularme promesas. La complejidad de un atlas me arropa como si me encerrara en un círculo. Los libros de astronomía me abruman como si me dispararan el peso del universo y yo lo soportara sin quejarme. Esa vez Julián me escuchó muy serio ser io y aseguró que oscilo entre mi amor por p or las rosas y mi sed del agua que no se agota. Estaba en lo justo. La división me desgarra. Me impide gozar 71
verdaderamente de lo uno o de lo otro. Fue un error hacerme la operación de cirugía plástica. Cuando opté por ella ya tenía la certeza de que me equivocaba. No obstante, insistí en forzar el proceso del tiempo, que continuó su marcha debajo de la máscara fabricada por los cirujanos. Pequeña Marmota no se cansa de repetir que el resentimiento de Rosaura nace de que in illo tempore me opuse a su matrimonio con un tal Rodolfo. Cuando Rosana lo reitera aprovecha la oportunidad a fin de subrayar el paso en falso que dimos Raimundo y yo, empujados por la más noble de las intenciones y para evitar a Rosaura un fracaso que la hubiera afectado todavía más. Mi hermana menor disfruta atizando mi complejo de culpa, aunque la verdad es que, si se examinan las cosas, la responsable fue ella, al informarnos que Rodolfo era casado. Así constaba en la nómina de la compañía donde prestaba sus servicios, según s egún nos dijo. Tanto Tanto mi marido como yo nos sentimos obligados entonces a escribir una carta al farsante, prohibiéndole el trato con Rosaura. Después se averiguó que no existía el impedimento, salvo en la imaginación de Rosana. Rodolfo no se encontraba atado por ningún compromiso. Pero ya era tarde. No reanudó sus amores con Rosaura y al cabo de unos meses se casó de verdad, 72
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pero con otra. Pequeña Marmota es así. Sopla las brasas y esconde la mano. Ni siquiera me agradece que yo no haya puesto en autos a Rosaura de su intervención en ese lío. Es preferible que Ojos Vacíos me deteste solamente a mí. Ya Ya pasado el rompimiento, a Rosaura se le presentaron otros pretendientes, pero los miró por encima del hombro, los despreció olímpicamente. La suya es un alma altiva, capaz de sentimientos absolutos que encarna por desgracia en seres falibles. Al traernos a Julián con el pretexto de revisar las benditas cuentas, quiso pasármelo por las narices como diciéndome: “Tú eres rica y la dueña de casa, pero este lindo mocito es a mí a quien pertenece. Yo lo conocí antes que tú, le conseguí el empleo, le hago favores de igual a igual. A una compañera de cadenas no se le ocultan los secretos. En cambio a la patrona se le revela únicamente la cara que conviene”. Se ha atrevido a criticarme porque a su parecer dedico al contabilista las ternuras maternales que reservaba a mis hijos. Supone que, por disfrutar de la compañía de Julián, prescindiré este año de mi viaje a los Estados Unidos. Se siente madre sustituta con más derecho que yo. Aunque la verdad es que, si nuestro amiguito faltara una sola tarde a su cita, las tres nos hundiríamos en el caos de los aconte73
cimientos anormales, que rompen el hilo de las certezas diarias y nos confinan a lo desasido y flotante, al aire. Por suerte ningún síntoma anuncia esa catástrofe. El amable contabilista se ha trasformado en el más asiduo de nuestros visitantes. Salvo las horas en que le toca atornillarse de grado o por fuerza a los libros contables, permanece en esta casa, trasmutando para nosotras el universo hostíl en otro fácil y claro. Ayer casi que surge un malentendido entre los dos. Yo había mandado mudar de sitio el diván de la biblioteca, lo que enfureció a Ojos Vacios como si el simple acto de mover un mueble constituyera una de mis famosas demostraciones de poder, ejecutada con el exclusivo propósito de mortificarla. Pequeña Marmota, a fin de apuntarse a la carta de triunfo de ser dos contra uno, fingió estar de acuerdo. Pero lo que yo me proponía era sencillamente colocar el mueble en un espacio estratégico, ni demasiado lejos ni demasiado cerca de Rosaura y de mí. De ese modo, al reclinarse allí Julián, puede irradiar su belleza sobre nosotras dos, situadas en sillas equidistantes, evitando que si lo acapara mi hermana o si lo hago yo, se produzca una atmósfera tensa que nos maltrata. No la disuelve ni siquiera la filosofía de Pequeña Marmota. Cuando se aclararon las cosas 74
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y quedó zanjado el problema, Julián sonrió. Ojos Vacíos no. Es un rencor circulante que erosiona cuanto toca. Conserva fresco como si hubiera sido ayer el recuerdo del error que cometimos con ella. Se ha construido un yo supergigante, un ego de gran calado que deforma su visión del mundo, sumergiéndola en una ola de inconformidad básica. Quien padece esa enfermedad cae desde esta vida en el infierno. Para que Rosaura se libre sería preciso, no que consultara a un psiquiatra, sino que leyera a San Ignacio de Loyola, explorador en sus ejercicios espirituales de un territorio temible y secreto. El que enseñorea la soberbia, raíz y flor de todo pecado. Qué lástima que yo haya abandonado casi por completo mis prácticas religiosas. ¿Por culpa de Julián? Cuando me cruzo en la puerta de una iglesia con señoras devotas y repito con ellas las frases de cajón: “Dios nos manda tener paciencia”, “Todo lo que sucede es para nuestro bien”, las palabras me suenan a fórmulas vacías para salir del paso. Me duelen como ofensas que me inflijo a mí misma. ¿Dónde habitará ahora mi envidiable serenidad de espíritu, esa cualidad que me atribuyeron en otra época, aunque en realidad jamás ha sido mía? Una mujer que llega a lo que se ha convenido en llamar “una cierta edad”, comprueba que 75
sus caminos se tornan tan tortuosos como en la adolescencia y sin el encanto de ésta. Ayer, en el momento en que nuestro pequeño pianista entró en la biblioteca, yo pasaba por uno de esos períodos de hipersensibilidad frecuentes a mis años. Julián se ubicó en el diván, exactamente debajo de la araña, allí donde la luz ornamenta su pelo con reflejos de oro viejo. Sus ojos brillaban de ironía afectuosa, dispuestos a recibir homenajes pero sin perder la facultad crítica. A mí me abrumaba el recuerdo de mi Maritza. Pensaba en el desierto en que se han convertido mis días desde el abandono de mi niña. De pronto el contabilista me dijo algo intencionado que me azoró. Afortunadamente Ojos Vacíos había salido, no sé si por casualidad o a propósito. En los últimos tiempos ha adoptado la táctica de desaparecer y regresar de improviso, deslizándose por las habitaciones sin hacer ruido, como una gata que sorprende a su presa, repletas de relámpagos instantáneos las cuencas evasivas, ahora sin conexión posible con sus labios cosidos de subordinada. Muchas mujeres no se contentan con el papel de madres segundas. Aspiran a algo más. Que se derramen sobre mí las nueve plagas, que se me caiga el pelo —como por desdes gracia me ha empezado a ocurrir— si en mi ca76
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riño por Julián se mezcla un sentimiento impuro o egoísta. Lo que me incita es mi disponibilidad dispon ibilidad afectiva. Para superar la tentación de exclusividad no hay más camino que el amor por excelencia, la maternidad universal, cósmica, que vence lo individual y, por tanto, pecaminoso. EsEs tar convencida de que es así no me impide desplomarme desolada en cualquier rincón, envidiando locamente a la mujer que fuí en otro tiempo, cuyo amor no se diseminaba a lo largo y a lo ancho, indiscriminado, gaseoso, imposesivo. Se concentraba victoriosamente en un solo ser. ¿En Raimundo? ¿En Maritza? No sé. La desgracia para las viejas radica en las convenciones que nos impiden la conjugación del verbo acariciar. acariciar. No se trata de tener un amante. Me refiero al placer de pasar simplemente la mano por una piel amada para apreciar su calidad y textura. Está prohibido, salvo en el caso de los niños chiquitos y los gatos. Cualquier otro roce se estima sospechoso. Ayer me habría gustado sopesar con mi mano la masa de cabellos del contabilista. conta bilista. Investigar, Investigar, como quien cata un vino, si son espesos o sedosos, gruesos como un ala o delgados como una brisa. Su juventud está nimbada de poder. Es el vencedor, el dueño. Puede ir donde le plazca. Mientras tanto se mantiene a la expectativa como si ras77
treara el nacimiento de un río, para no perder las primeras, reveladoras palpitaciones. Si imagina que yo me distraigo me lanza miradas interrogadoras o de tranquilo descaro. Rosaura se da cuenta, tensa, hirviente, lista a estallar y señalarme con el dedo. Imposible aplazar por más tiempo una explicación con él. Necesito hablarle francamente. Decirle: “Es natural que una madre que se ha quedado sin su niña quiera como a un hijo a un muchacho valiente, que no se acobarda por la orfandad y la pobreza. Los sentimientos de las madres de mentirillillas suelen pecar de confusos, pero de ti y de mí depende no ser ambiguos. ¿Se lo diré? ¿No se lo diré? Ni me atrevería ni serviría de nada. Hoy llegará como de costumbre dentro de unos instantes, a atormentarme con el recuerdo de MaMa ritza. El otro día, haciéndose el disimulado, se acercó a mi escritorio y arrancó del jarrón en que yo había arreglado un manojo de agapantos, una de las umbelas de un ramillete. Luego la guardo en su cartera. Yo habría deseado pasear por su cara las florecillas azules, como luciérnagas fugaces que arañaran los pómulos de un Apolo niño. Por cierto que el sustantivo “agapanto”, derivado de raíces que significan banquete amoroso y flor, a lo que alude es al
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éxtasis. Acaban de sonar las 3 en el reloj de campana del comedor. Es la hora en que el contabilista se despide alegremente de sus mamotretos y se prepara a trasladarse aquí. Todavía tengo tiempo de hacer lo que desde el principio supe que estaba escrito pero que el miedo me ha obligado a dilatar hasta ahora. Si no somos consecuentes se aminora la claridad indispensable para amar con más ardor. Qué lúcido Schiller. No he leído nada de él. Sólo las líneas que le dedica el Pequeño Larousse. En la vejez puede destruirnos bajar la guardia aunque no sea sino un segundo. Está cumplido el plazo. Cada minuto cuenta. Si no me lavo semanalmente el pelo o no me hago las uñas, empiezo a deslizarme por el despeñadero. Si olvido un instante la alabanza y la gratitud, me cercarán la irritabilidad y la amargura, esos perros de presa. Artesanías, colecciones, estudios como el de filología por ejemplo, quizás la fundación de un premio para estimular a jóvenes que manifiesten dotes artísticas, de todo echaré mano. Pasaré temporadas con mis hijos, esos queridos muchachos que se esfuerzan por portarse bien y ser amables. Me parece que en ocasiones no valoro bastante su cariño. Desde luego, nada me agradecerá Rosaura, pero al menos
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no echaré leña al fuego. Llegará el tiempo en que firmaré un armisticio con ella. —Alo, alo, señorita, le habla Nina, sí, la señora Nina, la dueña del almacén. Comuníquese con el gerente . . . Soy la señora Nina. Lo llamo para pedirle un favor. Quiero que cancele con fecha de hoy el contrato de trabajo del contabilista Julián. No se alarme usted. No ha cometido ninguna falta. Es un empleado excelente, fuera de serie. Pero he resuelto prescindir de sus servicios. Se trata de una decisión madura, inmodificable. Entréguele como indemnización una suma importante, digamos. . . trescientos mil pesos. Sí, eso está bien. Usted verá cómo hace. Que no se entere el resto del personal. Déle también las recomendaciones que solicite. Las más elogiosas. No. Yo no las firmo. Lo delego en usted. Diga a Julián que no vuelva aquí, ni siquiera a despedirse. Salgo de viaje dentro de dos días y ando escasa de tiempo. En los Estados Unidos me demoraré un par de meses. Mil gracias por su atención. Le escribiré desde allá. Adiós.
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o sabía que terminarían internándome en un asilo, que no había más remedio, siempre lo supe. Bautista no podía obrar de otro modo. Hizo bien. En Junín no hay asilo de ancianos, pero en Girardot sí. Cuando tenía salud iba allá a comprar lo que se me antojaba: agrosal, concentrados, abonos, insecticidas, cuajos para fabricar queso, camisas, calzoncillos, medias y tirantas para Bautista. Al salir de la tienda me tocaba pasar frente al ancianato. Sentía no sé qué. Parecía como si el viento me avisara. Y cambiaba de acera. 81
Bautista hizo bien en traerme a Bogotá. En Girardot no encontró cupo. Fue una suerte que hubiera aquí, gracias a que los hermanitos herman itos acababan de abrir esta casa, con pensiones baratas. Claro que también hay pensiones caras en los pisos altos. Allá no nos dejan subir a nosotras. Tienen miedo de que molestemos a las ancianas ricas. A mí me acomodaron en este cuarto del primer piso con otras dos viejas, Laura y Carmelita. Yo Yo soy María Modesta. Quería un cuarto cuar to para mí sola, como siempre lo tuve en Miraflores. Pero no valía quejarme. Ahora me he acostumbrado. Las tres nos distraemos charlando. Así engañamos al frío que sube del suelo de cemento o entra por el patio, a pesar de que hay marquesina. A una señorita que nos visitó el otro día le oí decir que en todos los ancianatos hace frío. Laura y Carmela me cuentan cómo era su vida antes de que las trajeran. El negocio de Laura consistía en comprar víveres y revenderlos en una tienda que abrió en un barrio del sur. Invirtió los ahorros de muchos años, reunidos con lo que le pagaban como costurera. Le fue tan mal que quebró tres veces seguidas por culpa del socio, un tipo borracho y peleador.
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Cambiaron de barrio y se metieron en otro peor. Allá los robaban. Cambiaron nuevamente pero nada ganaron porque los vecinos eran tan pobres que no tenían con que comprar. Así iban hasta que Laura L aura empezó a temblar. temblar. Lo que le dio se llama el mal de Parkinson. A ninguna hora del día ni de la noche se le quita. La cabeza se le ladea como si le faltara un tornillo. No puede estarse quieta como si sufriera escalofríos. Al principio me mortificaba mirarla, pero ya no. Lo que no me cabe en la cabeza es que todavía se empeñe en convencer a la única amiga que viene a visitarla, una señora vestida siempre de negro, para que le preste plata con que poner otra tienda. Dice que esta vez sí resultará y que se volverá rica, como si lo que soportó no le sirviera de escarmiento. Carmelita, la otra vieja, se pasó la vida como sirvienta de una casa grande. Sus antiguos amos le pagan la pensión y a veces vienen a verla. Está casi ciega y no le gusta hablar más que del lujo que gastan sus ex patrones, y de las comodidades y los muebles que tienen. De lo que hacen y dejan de jan de hacer. Cuidó a los niños cuando eran pequeños, hasta que crecieron y se fueron. Todas las mañanas los bañaba y los vestía. Les cambiaba desde los interiores hasta 83
la ropa de encima. A las niñas les rizaba el pelo con unas tenacillas. Carmelita no se cansa de recordar los bucles rubios de Magali y la cola de caballo de Betina. Y los premios que ganaban en el colegio. Jorgito era campeón de tenis y coleccionaba copas de plata. Carmela piensa que todo eso le pertenece, cuando la verdad es que nada tiene. Yo Yo en cambio era la dueña legítima de Miraflores, la finca que me dejaron mis padres, sembrada de naranjos, guayabos, pomarrosos, granadillos, limoneros y mangos. No sé cómo le caben tantos palos a pesar de lo chiquita que es. En total, tres hectáreas. Pero tan buenas y rendidoras que cosechamos hasta guanábanas y mangos de los grandes. Es rico preparar jugos. Calman la sed. En los potreros pastan mis tres vaquitas buenas, mis amigas que me regalaban su leche, la Pinta, la Niña y la Maruca, porque a ésa claro que no la iba a llamar Santa María. Hubiera sido un sacrilegio. En la escuela me enseñaron la historia del descubrimiento de América. Después no seguí estudiando, aunque papá si quería. Pero no pudo mandarme más tiempo. Me necesitaba en la finca para que ayudara en los oficios. Yo fui la única hija. Bautista
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también es único, pero yo sí lo dejé hacer los cinco años de escuela rural rura l y otros dos complementarios. En Junín. Cuando Cuan do él nació ya habían muerto mis padres. El cáncer los devoró al uno y después al otro. Entonces me tocó encargarme sola de la finca. Pero ya sabía para quién trabajaba. Por Bautista me tocó bregar día y noche haciendo de hombre y de mujer, de taita y de mama. Claro que el muchacho me salió bueno. Se apersonó rápido de Miraflores como tenía que ser. A lo último yo no me entendía sino con la Pinta, la Niña y la Maruca. Y con mi perro Respeto. Como me acuerdo de mi perrito. ¿Qué será de él ahora?, ¿Se moriría de hambre? o de una pedrada? Corría por todas partes par tes detrás de mí. No me despegaba los ojos y movía las orejitas en la dirección que yo le indicaba. Desde que me vine se la pasará buscándome por la casa. Entrará a los cuartos para oler cada rincón y averiguar qué sucedió. El perro que vive con uno se vuelve como una persona. Sabe cuando es la hora de levantarse para ordenar, y de regar las maticas, y de hacer el almuerzo. Al caer la tarde llega cansado de los potreros y se echa a los pies, a pedir cariño.
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A mí me tocó abandonar lo mío. La casa donde nací, las cosas que fuí juntando una por una con esperanza y con paciencia. Mis matas de azucena, de pensamientos y de crotos. El mantel que me bordaron en Junín, un mes que me fue muy bien con la venta de la mantequilla. Laura nos contó el otro día que el precio de la leche ha subido. Está como al triple de lo que me pagaban a mí. Por eso será que en el asilo casi nunca nos dan. En Junín se estará aprovechando Martina, la mujer de Bautista. Es tan brava que le pega hasta a su propio marido. Los hermanitos del asilo dicen que cuando nombro a Bautista los ojos me brillan. Deben ser las lágrimas. Mi nieto también se llama Bautista. Como mi hijo y como mi táita. Pero Martina le pega al muchacho. ¿Cómo no lo iba a defender yo, aunque tuviera que pelear con ella? ¿Cómo iba a permitir que esa fiera, a fuerza de golpes le secara el cerebro a la criaturita y la ensultara? Si se manejaba mal con el otro Bautista, con el grande, allá él. Para que se supiera defender yo lo crié como Dios manda. Creía que era un hombre hecho y derecho. Pero cuando le daba quejas por lo que Martina hacía con mi nieto, se callaba. Me miraba, pero sin que se le despegaran los labios. De ahí nació el odio que Martina me cogió. Hay 86
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hombres que les temen a sus esposas como si fueran el patas. Conmigo no hubiera sido así, pero yo no tuve marido. El hombre que me dio a Bautista no pasó sino una noche en Miraflores. A la madrugada ya estaba lejos. Martina Mar tina le siguió pegando a mi nieto y le pega todavía, aunque él ya es grande, alto como su padre. Mi nuera lo insulta y mi hijo se hace el desentendido, el que no la oye. Le tiene miedo, como todos los que la conocen, menos yo que la encaraba. Entonces Martina, en el colmo de la rabia, me agarraba del pelo y me sacaba de la cama, sin considerar que yo estaba impedida por el reumatismo. Me arrastraba por el patio. No le importaban impor taban los charcos, si había llovido la víspera. Los días que se levantaba como de me jor genio, era peor. peor. Se ofrecía a calentarme el café y me lo traía en un pocillo. Pero cuando se acercaba a la cama con el tinto echando humo en la mano, me lo derramaba en la cara. ¿Por qué calentaba el café, para después tirármelo? Vivíamos en una guerra que no se acababa. Hasta que por fin Bautista resolvió traerme al asilo. Y me trajo. Eso sí, viene a verme casi todos los domingos, con un canasto grande lleno de naranjas 87
y granadillas que me alcanzan para repartirles a Carmela y a Laura. En Junín yo vendía cada semana una bola grande de mantequilla que sacaba de la leche de las vacas. Con la plata que juntaba compre mi pañolón de seda negra, el de trenza de macramé y flecos de cinta. Lo merqué en el mismo almacén que el mantel. Me lo ponía para ir a la misa, los domingos. Una señora bordó el mantel con ramitos de violetas en el contorno y, en el centro, una canastilla. Nunca lo volveré a ver y tampoco al pañolón. Le pregunté por ellos a Bautista el último domingo y me contestó que Martina los había guardado en el baúl de mi cuarto. Pero él qué va a saber. Los hombres no se enteran de lo que de veras vale la pena. 0 sí se enteran, pero por prudencia no abren la boca. Se cosen los labios. Martina estará usando mi pañolón de trenza de macramé. Lo tendrá puesto cuando le tira piedras al perro, si es que el pobre Respeto no ha muerto y se atreve a asomar el hocico en Miraflores. Cuando yo entraba a la cocina a preparar el almuerzo, se paraba a mirarme desde la puerta. Esperaba para entrar entra r que yo lo llamara. Los dos ll evábamos en verano las vacas a pastar a los potreros de la orilla del río, los únicos que no se secan. Respeto ladraba para que las vacas no se salieran del camino, sobre todo la Maruca 88
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que es la más terca y siempre cruza por el lado que no toca. Me voy a morir sin volver a probar mi poquito de mantequilla. ¿0 será que Bautista me lleva otra vez a Miraflores, cuando me enferme de la última enfermedad? En el cementerio de Junín están enterrados mis padres, los dos en un ataúd porque en vida ambos fueron uno solo. Yo Yo quiero descansar a su lado en la misma sepultura. No quedarme aquí, tan lejos. Claro que mi nuera Martina hace la mantequilla tan bien como yo. Pero no le da la gana mandarme ni siquiera una pruebita. Si me la mandara, se la devolvería devolvería sin tocarla
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