Versión web 2009
Conceptos de Economía -versión webFernando Esteve Mora y Rafael Muñoz de Bustillo Llorente
L
a señora Joan Robinson (1903-1983), discípula de John Maynard Keynes y una de los grandes economistas del siglo pasado gustaba de señalar cuando se le preguntaba por razones para estudiar Economía, la de aprender a no dejarse confundir por los economistas. Contribuir a esta tarea clarificadora ha sido nuestro objetivo último al redactar esta suerte de diccionario personal, buscando proporcionar el bagaje conceptual mínimo necesario para que los lectores puedan ser capaces de entender a los economistas sin dejarse embaucar más allá de lo necesario por su retórica, que también –somos conscientes de ello- es la nuestra. Un objetivo, por otro lado, que en este mundo crecientemente dominado por la Economía y lo económico se nos antoja cada vez más necesario, por no decir imprescindible. Ojala lo hayamos conseguido. En su origen la obra tenía una dimensión mucho más modesta y pretendía ser poco más que un glosario que ayudara al lector a entender críticamente, o sea, a desvelar el lenguaje, a veces jerga, de los economistas. Con el tiempo, y para nuestra sorpresa pues pensábamos que en un texto breve seríamos capaces de trasladar el núcleo de los saberes de los economistas a un lenguaje accesible, la obra ha ido creciendo en extensión. Hoy, incluso, nos damos cuenta de que podría o quizás –para algunos- debería ser todavía más amplia, pero no creemos que deba serlo so pena de perder en ese camino hacia una mayor extensión la “manejabilidad” que ha de ser inherente a un diccionario. Somos conscientes de sus debilidades. Hay conceptos que sin duda merecían haber tenido un tratamiento más extenso. Hay ausencias, vacíos, que pedirían ser rellenados. Pero la escasez que domina todo el análisis económico también ha impuesto aquí su ley. El espacio tipográfico no es ilimitado, por lo que hay que ser eficientes en su uso. Creemos que todos los conceptos que figuran son imprescindibles. Hay otros que no aparecen y que quizás, de nuevo para algunos, lo merezcan. Pero hemos tenido que elegir, y éste ha sido el resultado. Por otro lado, cuando se opta como hemos hecho nosotros por el formato de diccionario, se corre el riesgo de caer en repeticiones innecesarias o redundantes a tenor de la reiteración de algunos argumentos o ideas en más de una entrada. Hemos
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decidido asumir ese riesgo voluntariamente, de modo consciente. Más bien, ha sido para nosotros un peaje obligado puesto que, en la medida de lo posible, hemos pretendido en cada una de las entradas que el concepto descrito lo fuese de la manera más completa posible para así evitar al lector el inconveniente de deambular a lo largo del volumen, saltando de una a otra entrada para entender el concepto en cuestión. Asimismo, hemos tenido también muy claro que uno de los objetivos de un trabajo de este tipo debía ser el evitar caer en el tratamiento desintegrado que suele ser habitual en los muy abundantes diccionarios de términos económicos, que con demasiada frecuencia ofrecen una perspectiva deslabazada del conjunto de la Economía, conformados, como lo están, a manera de racimos de palabras en muchos casos carentes cada una de ellas de una conexión clara con el resto. Hemos tratado por ello, siempre que ha sido posible y era pertinente, de establecer una conexión entre los diferentes conceptos contemplados, explotando así las interrelaciones entre los mismos, de modo que el lector, pasando de forma asistida (con la ayuda en esta versión electrónica de un hipervínculo) de un concepto a otro, pueda llegar a obtener una visión más integrada de la forma de pensar en Economía. De haberlo conseguido ello sería una de las posibles fortalezas de este trabajo. El recurso tipográfico utilizado para este propósito ha sido señalar en negrita aquellas palabras que remiten a conceptos desarrollados en el diccionario y cuya lectura adicional considerábamos recomendable. En cursiva, por otro lado, aparecen aquellos conceptos o expresiones propias del análisis económico que no tienen una entrada específica y cuyo contenido se define en el propio texto. Fácilmente podrá comprobar el lector que la extensión de las distintas voces dista de ser homogénea. Conceptos técnicos de índole instrumental así como otros de carácter básico o fundamental en Economía reciben sin embargo un tratamiento relativamente breve, en tanto que algunos otros, en apariencia más accesorios o secundarios, se alargan más de lo que los “conocedores” pudieran estimar previsible o adecuado en un texto como este de tipo introductorio e instrumental, todo lo cual en suma puede parecer a primera vista una arbitrariedad. De nuevo, esta ausencia de homogeneidad responde a una decisión pensada. Ocurre, por un lado, que hay
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conceptos muy básicos e importantes que son relativamente sencillos de explicar y comprender, lo que hacía innecesario demorarse en ellos dada la restricción de espacio; por otro, sucede que si se pretende satisfacer el objetivo de pertrechar al lector con las herramientas para desentrañar críticamente las argumentaciones de los economistas, era necesario hacer incursiones en desarrollos conceptuales más avanzados, novedosos o relativamente marginales. Asimismo, a lo largo de todo el libro se ha intentado dar cabida a los múltiples enfoques y teorías que conviven, no siempre pacíficamente, dentro de la Economía. Aunque a menudo ésta se antoja como un saber monolítico, lo cierto es que, debido en gran parte a sus peculiaridades como ciencia, existen visiones muy distintas de los mismos fenómenos, lo que por otra parte explica la conocida broma de que donde hay dos economistas hay, al menos, tres opiniones. De este modo, junto con un tratamiento que se ha pretendido extenso y detallado del núcleo dominante, la economía neoclásica, se han introducido tanto otras visiones alternativas o complementarias, como contrapuntos críticos a ésta. Un diccionario como este es deudor de las palabras e ideas de muchos autores. Pero sus características, así como el intento de favorecer cierta ligereza en la narración que facilitase su lectura, impedían, sin embargo, hacer una detallada mención de todos ellos, de modo que salvo raras excepciones no encontrará el lector referencias explícitas de las fuentes utilizadas. Con la finalidad de subsanar, siquiera mínimamente esta carencia, se ha añadido al final del libro una breve guía de referencias de ampliación que sirvan al lector para profundizar, de acuerdo con sus intereses, en los conceptos abordados en el texto. Finalmente, tras la versión tradicional en papel realizada por Alianza Editorial en 2005, presentamos ahora una versión en hipertexto. En la medida en que la versión electrónica facilita la ampliación de las voces incorporadas en el tratado, esperamos que el mismo se vea aumentado con otros conceptos que con el paso del tiempo nos parezca interesante incorporar en la medida de nuestras posibilidades. Salamanca–Madrid, Septiembre 2009
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1.
acción colectiva
39. bien inferior
2.
acelerador
40. bien libre
3.
actividad, tasa
41. bien normal
4.
actividades de búsqueda de rentas
42. bien posicional
5.
activo
43. bien público
6.
actualización
44. bien relacional
7.
acumulación
45. bien sustitutivo
8.
ad valorem
46. bien Veblen
9.
adicción
47. bienestar
10. agente, véase relación de agencia
48.
bolsa de valores
11. ahorro
49. burbuja
12. ajuste macroeconómico
50. burocracia
13. ajuste, proceso de
51. búsqueda
14. altruismo 15. amortización
52. caeteris paribus
16. análisis coste-beneficio
53. cambio estructural
17. análisis media-varianza
54. cambio técnico
18. animal spirits
55. capacidad ociosa
19. antitrust, legislación
56. capital
20. apertura, tasa
57. capital humano
21. aprendizaje, curva de
58. capital social
22. arancel
59. capitalismo
23. arrastre, efecto
60. cartel
24. asalarización
61. ciclo económico
25. austriaca, economía
62. ciclo económico político
26. autarquía
63. ciclo vital
27. aversión al riesgo
64. Coase, teorema de 65. Cobb-Douglas, función
28. balanza de pagos
66. coeficiente de caja
29. banco central
67. colusión
30. Banco Mundial
68. comercio estratégico
31. barreras de entrada
69. comercio intraindustrial
32. barreras no arancelarias
70. competencia
33. base monetaria
71. competencia factible
34. beneficios
72. competencia imperfecta
35. bien complementario
73. competencia monopolista
36. bien creativo/ bien defensivo
74. competencia perfecta
37. bien de densidad
75. competitividad
38. bien Giffen
76. concentración de mercado
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77. conflicto
115. desempleo
78. conglomerado
116. tasa de desempleo
79. Consenso de Washington
117. desigualdad
80. consumo
118. deuda
81. consumo conspicuo
119. devaluación (depreciación)
82. Contabilidad del crecimiento
120. diferenciación de productos
83. Contabilidad Nacional
121. dilema del prisionero
84. convergencia
122. dilema del samaritano
85. cooperativa
123. dinero
86. coste de oportunidad
124. discriminación de precios
87. costes de transacción
NUEVO
125. discriminación salarial
88. coste irrecuperable
126. distribución de la renta
89. coste laboral unitario
127. divisa
90. costes
128. división del trabajo
91. Cournot
129. “dolarización”
92. crecimiento económico
130. dualismo económico
93. crecimiento endógeno
131. dumping
94. crecimiento, límites 95. crecimiento sostenible
132. Economía
96. cuota
133. econometría
97. cuota de mercado
134. economía experimental
98. currency board
135. economía de mercado
99. curva de Beveridge
136. economía sumergida
100. curva de indiferencia
137. economías de aglomeración
101. curva de Kuznets
138. economías de escala
102. curva de Kuznet medioambiental
139. economías de gama
103. curva de Phillips
140. economías de red 141. ecuación cuantitativa
104. deflación
142. efecto dotación
105. deflación de deuda
143. efecto expulsión
106. deflactor
144. efecto externo
107. demanda
145. efecto renta
108. demanda agregada
146. efecto riqueza
109. demanda de dinero
147. efecto sustitución
110. demanda efectiva
148. eficiencia
111. dependencia, tasa de
149. eficiencia asignativa
112. dependencia, teoría de la
150. eficiencia dinámica
113. desarrollo
151. eficiencia-x
114. desarrollo sostenible
152. elasticidad
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153. Elección Pública (“Public Choice”)
191. frustración relativa
154. empleo, tasa
192. función asimétrica de valor
155. empresa
193. función de producción
156. empresario
194. función de reacción
157. envidia
195. función objetivo
158. equidad 159. equilibrio
196. gasto público
160. equilibrio general competitivo
197. GATT
161. equilibrio Nash
198. Globalización
162. equilibrio macroeconómico 163. equilibrio parcial
199. hambre, economía del
164. escala mínima eficiente
200. Harrod-Domar, modelo de
165. escasez
201. Herscher-Ohlin, teoría de
166. especulación
202. hiperinflación
167. Estado de Bienestar
203. Hirschman-Herfindal, índice
168. estado estacionario
204. histéresis
169. estanflanción
205. homo economicus.
170. esterilización monetaria
206. Hotelling, teorema de
171. estrategia dominante
207. humanista, economía
NUEVO
172. ética 173. excedente del consumidor
208. ilusión monetaria
174. excedente económico
209. importaciones
175. excedente del productor
210. imposibilidad, teorema de la
176. expectativas
211. impuesto
177. explotación del trabajo
212. impuesto negativos sobre la renta
178. exportaciones
213. incentivos
179. externalidad
214. incentivos, compatibilidad de
180. extramercado
215. incertidumbre 216. incidencia impositiva
181. factores productivos
217. inconsistencia temporal.
182. fallos del mercado
218. Índice de desarrollo humano
183. felicidad, economía de
219. inflación
184. flexibilidad laboral
220. inflación subyacente
185. flujo circular de la renta
221. información asimétrica
186. Fondo Monetario Internacional
222. información completa, valor de la.
187. formación bruta de capital
223. información, economía de la.
188. fragilidad financiera
224. ingresos.
189. free rider
225. inocencia de la mercancía
190. frontera de posibilidades de producción
226. input- output, tabla y análisis
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227. “insider trading”.
262. modelo
228. insider-outsider, teoría
263. monetarista, economía
229. institucionalista, economía
264. monopolio
230. integración económica
265. monopolio natural
231. integración horizontal
266. monopsonio
232. integración vertical
267. multiplicador
233. intercambio.
268. multiplicador de impuestos y
234. interés, tipo de 235. inversión
transferencias 269. multiplicador monetario
236. inversión extranjera directa 237. IPC
270. NAIRU
238. IS-LM
271. Nash, equilibrio
239. isocoste
272. neoclásica, economía
240. isocuanta
273. neocolonialismo 274. neokeynesiana, economía
241. juegos, teoría de
275. neoproteccionismo
242. justicia
276. neutralidad del dinero 277. “niño mimado”, teorema del
243. keynesiana, economía
278. nueva economía 279. nueva macroeconomía clásica
244. Lerner, índice de 245. ley de Engel
280. obsolescencia
246. librecambismo
281. oferta
247. LM
282. oferta agregada 283. oferta monetaria
248. macroeconomía
284. Okun, ley de
249. maldición de los recursos
285. Oligopolio
250. maldición del ganador
286. oligopolio colusivo
251. margen sobre coste
287. OMC organización mundial del
252. marxista, economía
comercio
253. maximización de beneficios 254. medición
288. paradoja del ahorro
255. mercado
289. Pareto, criterio de
256. mercado atacable
290. paridad de poder adquisitivo
257. mercado de futuro
291. patentes
258. mercado de trabajo
292. pensiones
259. mercado negro
293. PIB
260. Mercantilismo
294. PIB potencial
261. microeconomía
295. Planificación
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296. pleno empleo
334. rendimientos
297. pobreza (absoluta y relativa)
335. renta básica universal
298. poder
336. renta disponible
299. poder de mercado
337. renta económica
300. política cambiaria
338. renta nacional
301. política de competencia
339. revaluación
302. política de rentas
340. revelación de demanda, mecanismos de
303. política fiscal
341. riesgo
304. política industrial
342. riesgo moral
305. política monetaria
343. riqueza
306. postkeynesiana, economía 307. precio
344. salario
308. precio predatorio
345. salario de eficiencia
309. precios hedónicos
346. salario mínimo
310. precios Ramsey
347. salario de reserva
311. preferencia por la liquidez
348. salario de subsistencia
312. preferencias
349. saldo exterior
313. presión fiscal
350. saldo presupuestario público
314. principal-agente, relación
351. Say, ley de
315. principio de exclusión
352. segundo óptimo (second best)
316. productividad (media y marginal)
353. seguro
317. productividad del trabajo
354. seguro de desempleo
318. productividad total de los factores (TFP)
355. selección adversa
319. progresividad
356. señalización
320. propensión a consumir
357. señoreaje
321. proteccionismo
358. soberanía del consumidor
322. publicidad
359. Solow, modelo de 360. Stackelberg (equilibrio de,
323. racionalidad
361. subasta
324. racionalidad limitada
362. subasta del dólar
325. racionamiento
363. subdesarrollo
326. recesión
364. subempleo
327. recursos naturales 328. reglas de política económica
365. tasa de descuento
329. regulación
366. tasa interna de retorno
330. relación capital-producto
367. tasa natural de desempleo
331. relación capital-trabajo
368. teorema de la telaraña
332. relación de agencia
369. terciarización
333. relación real de intercambio
370. Thrilwall, ley de
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371. tipo de beneficio
386. utilización del capital, tasa de
372. tipo de cambio
387. vaciamiento del mercado
373. tiranía de la duración
388. valor
374. tiranía de la pequeñas decisiones
389. valor actual neto
375. Tobin, tasa
390. valor añadido
376. trabajo productivo/improducto
391. valor de la vida
377. tragedia de los comunes
392. valor esperado
378. trampa de liquidez
393. valor, teoría del
379. trampa de pobreza
394. valoración contingente
380. transferencia
395. variación compensatoria
381. trueque
396. variación conjetural 397. variación equivalente
382. unión aduanera
398. ventajas absolutas
383. unión económica
399. ventajas comparativas
384. unión monetaria
400. votante mediado, teorema
385. utilidad (media, marginal, función de)
401. zona de libre cambio
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A acción colectiva
en los asuntos económicos y sociales es muy frecuente que los agentes (ya
individuos, empresas o grupos) tengan intereses comunes. A menudo se ha supuesto que tal comunión de interese era suficiente para que surgiese de modo más o menos espontáneo en cada uno de los agentes de modo aislado el comportamiento adecuado para alcanzar el efecto agregado deseado. Así, no es infrecuente que en el análisis económico y social se personalice y singularice a los grupos y se hable del comportamiento de una clase social o de un grupo de consumidores o de empresas como si fuesen un solo agente. Sin embargo tal congruencia entre los comportamientos individuales y la acción colectiva requerida para alcanzar una finalidad común dista de estar garantizada, más bien todo lo contrario si se supone que los agentes actúan de modo racional persiguiendo sus propios intereses (véase homo oeconomicus). En efecto, en la medida que el objetivo común tiene las características de bien público, fundamentalmente que una vez conseguido resulta difícil o costoso impedir que nadie disfrute total o parcialmente de él, entonces los agentes tienen incentivos a “escaquearse” (comportamiento llamado de free-rider o del “gorrón”) a la hora de contribuir con sus recursos al fin colectivo, con la consecuencia lógica de que la existencia de una finalidad común no suscitará el comportamiento individual al nivel necesario para realizarla. El impedimento a la acción colectiva que plantea la racionalidad individual egoísta no es absoluto sino que dependerá de cuatro circunstancias. En primer lugar, está el tamaño del colectivo. Es fácil darse cuenta de que conforme sea más pequeño el grupo, la acción colectiva tendrá más posibilidades de realizarse debido tanto a que la parte de los beneficios comunes que recae sobre cada agente es mayor, como a que es más fácil detectar los “escaqueos” y más simple entablar negociaciones entre los miembros para repartirse las cargas de la acción colectiva. A este respecto, merece la pena hacer mención a un resultado paradójico conocido como la “explotación de los grandes por los pequeños” que aparece cuando las demandas o valoraciones del objetivo común por parte de los agentes son distintas, de modo que los que más lo valoran tendrán un incentivo a realizar buena parte de la acción colectiva requerida motu proprio, aunque los demás no lo hagan pues se benefician de lo que hace “el grande”. En este caso, el reparto de las cargas de la acción colectiva es desproporcionadamente asimétrico penalizando a los que más la valoran. Esta paradoja de la explotación de los grandes por los pequeños se observa, por ejemplo, en la contribución diferencialmente más elevada a las alianzas militares que hacen los países más poderosos. En segundo lugar, la acción colectiva depende de la capacidad del grupo de crear una estructura de incentivos selectivos, que recompensen o castiguen a los miembros del grupo según hayan asumido o no una parte de las cargas de la acción colectiva. Tal es el caso de los sindicatos de empresa en los países anglosajones cuando se organizan según lo que se conoce como “taller cerrado” (closed shop), situación en la que sólo los miembros del sindicato se benefician del mayor poder negociador del sindicato. Otros ejemplos lo son, la información, contactos y otras ventajas adicionales de las que se benefician los miembros de colegios
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profesionales, el castigo entre los grupos mafiosos a los que colaboran con la justicia, etc. Se señala a este respecto, que la capacidad de formar grupos de presión está en función de la capacidad de establecer una estructura de incentivos selectivos que, a su vez, en muchos casos suele depender del nivel educativo y de renta de los componentes, de modo que la acción colectiva tiene un sesgo a favor de los grupos de mayor renta. En tercer lugar, y en relación a lo anterior, la posibilidad de la acción colectiva dependerá también de la repetición de la interacción entre los componentes del grupo (véase dilema del prisionero), pues la permanencia y conexión del grupo puede permitir que se alcance la cooperación necesaria en la medida que los agentes son capaces de conocerse mejor, identificar a los infractores y generar el sistema de incentivos selectivos. Finalmente, en cuarto lugar, la acción colectiva depende de la tecnología de la acción colectiva. El caso más simple es la de agregación, de modo que la acción colectiva es la suma de las acciones aisladas de los miembros del grupo. La agregación supone que la consecución del objetivo común puede ser mayor o menor dependiendo de cuántos agentes se comporten de modo adecuado. Un caso opuesto sería la llamada tecnología del “eslabón más débil”, en donde el resultado agregado depende del comportamiento unánime de todos los agentes, de modo que la acción colectiva fracasa si uno cualquiera (el eslabón más débil) no se comporta adecuadamente. El ejemplo prototípico es la del dique que frente a un río elevan los propietarios de las parcelas adyacentes. Basta con que uno de ellos no lo haga para que desaparezca para todos la protección contra las avenidas. El coste asociado a la defección personal hace que, para este tipo de tecnología, sea razonable esperar un menor impedimento a la consecución de la acción colectiva. Caso distinto es el de la llamada tecnología del “mejor disparo”, donde el resultado colectivo depende de modo exclusivo del agente que haga la mejor contribución, como sucede por ejemplo en la calificación de un grupo de tiradores deportivos en una competición en la que gana el equipo que logre el mejor disparo. Aquí, por el contrario, el logro de la acción colectiva encontraría más dificultades. Quedarían fuera de consideración la importancia de la aparición de valores “morales” dentro del grupo que identifique como comportamiento adecuado el tendente a la acción colectiva y como condenable el opuesto. Se trataría éste de un factor en principio de naturaleza extraeconómica que potenciaría la acción colectiva, si bien hay economistas que explican los sistemas éticos y sus cambios en función precisamente de los problemas que presenta la acción colectiva. acelerador teoría del comportamiento de la inversión en términos agregados según la cual en cada momento del tiempo ésta depende positivamente del crecimiento esperado de la renta: a mayor crecimiento esperado de la renta, mayores serán las expectativas de crecimiento de la demanda de los productos elaborados por las empresas y, por lo tanto, también mayores sus necesidades de capital físico para hacer frente a este crecimiento. Necesidades de capital que se intentarían cubrir mediante el aumento de la inversión. Supongamos que el stock óptimo de capital, K*, es proporcional al producto y que esta proporción permanece constante, es decir: K* = α Y Sean t y t-1 los subíndices que refieren las variables a los períodos t y t-1. Supongamos, adicionalmente, que el stock de capital óptimo ya se consiguió en el periodo t-1:
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K*t-1 = α Yt-1 En ausencia de otros factores, el stock de capital deseado habría de crecer en el periodo t en la cantidad: K*t - K*t-1 = α (Yt-1 – Yt) La inversión del periodo, It, dependerá de la “rapidez” con que los inversores quieran y puedan eliminar cualquier discrepancia entre el stock de capital real y el óptimo. Si se llama λ al coeficiente que traslada esa diferencia a inversión, se tendría: It= λ α (Yt-1 – Yt) = v (Yt-1 – Yt) donde It mide la inversión neta en el periodo t y su valor positivo o negativo dependerá de la diferencia entre Yt-1 e Yt. Obviamente, la inversión explicada por el acelerador será negativa si la tasa de crecimiento es negativa. Las debilidades de la teoría de la inversión que aparece implícita en el principio del acelerador resultan evidentes. En primer lugar, la teoría del acelerador sólo explicará correctamente el comportamiento de la inversión en el caso en que las empresas no dispongan de capital instalado ocioso, esto es, si utilizan todo el capital con el que cuentan, ya que de otra forma tendrían capacidad para aumentar la producción sin necesidad de aumentar su capital (véase utilización de capital). En segundo lugar, para que se cumpla la teoría del acelerador hace falta que la inversión genere un rendimiento superior al coste de realizarla, esto es que el tipo de beneficio sea superior al tipo de interés. En tercer lugar, existen además otros muchos factores que influyen sobre la inversión como el estado de las expectativas, el ritmo de cambio técnico, etc. Finalmente, el coeficiente λ depende de circunstancias no explicadas por la teoría que incluyen elementos como las condiciones de oferta de la industria de bienes de equipo o las propias expectativas. actividad, tasa de suma de la población empleada y la población desempleada con respecto a la población potencialmente activa (aquella que tiene entre 16 y 64 años). La tasa de actividad ofrece información sobre el grado de implicación de la población potencialmente activa de un país en el mercado de trabajo. Dentro de la UE la tasa de actividad toma valores que van del 80 % en Dinamarca a poco más del 60 % en Italia, diferencia que se explica fundamentalmente por el grado de participación de la mujer en el mercado de trabajo. actividades de búsqueda de rentas concepto que englobaría todas aquellas acciones legales e ilegales, desarrolladas por los agentes económicos dirigidas a alcanzar una situación en la que obtienen unos ingresos mayores a los que les corresponderían por su aportación al sistema productivo y su participación como beneficiarios en el sistema de protección social. Las acciones de una empresa dirigidas a expulsar a competidores del mercado y convertirse en monopolio, la corrupción de funcionarios públicos que exigen dinero para realizar unos trámites administrativos, las presiones de una asociación de productores a favor del establecimiento de un arancel que reduzca la competencia exterior y aumente sus ingresos serían ejemplos de este tipo de actividades. Las actividades de búsqueda de rentas suponen desviar hacia acciones no socialmente productivas recursos económicos que podrían utilizarse para aumentar el bienestar de la población y por ello son una rémora al crecimiento. activo cualquier “cosa” o stock que proporcione o dé derecho a su propietario a obtener un flujo de renta monetaria ya sea de forma real o imputada. Por ejemplo, una cuenta en un banco o unas acciones proporcionan
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intereses y dividendos a su propietario de un modo visible, en tanto que una vivienda es un activo que proporciona unos servicios a su propietario a los que se puede imputar un valor monetario que sería al menos igual al alquiler que podría obtener si, en vez de utilizarla directamente, la arrendara. La corriente de ingresos que recibe el propietario de un activo puede ser explícita (intereses, alquileres, dividendos, etc.) o implícita, adoptando en este caso la forma de una variación en el valor o precio del activo, es decir, como una ganancia de capital que no se realizará explícitamente, o sea, en términos monetarios, hasta el momento en que se que ese activo se venda. Los activos son más o menos líquidos en función de su relativa facilidad para transformarse en dinero, el cual es el activo líquido por excelencia. Todo activo es por esencia arriesgado puesto que el flujo de renta que proporcionará (si lo hace) en el futuro será siempre aleatorio pues nadie tiene la capacidad de predecir con certeza lo que sucederá. Así, el valor de una acción, o del oro, puede subir o bajar, nada asegura tampoco que un inquilino pagará el alquiler de una vivienda, y el banco donde una persona tiene depositado sus ahorros puede quebrar. Ni siquiera el atesoramiento del dinero, el “guardarlo en el colchón”, garantiza el mantenimiento de su valor pues la inflación afectará a su poder de compra. A este respecto, se llama rendimiento real de un activo a la corriente de renta real total que genera (incluyendo las ganancias o pérdidas de capital), es decir, a su rendimiento nominal menos la tasa de inflación que ha ido erosionando ese valor nominal. El rendimiento esperado o rendimiento ex ante de un activo es el valor esperado o promedio de su rendimiento, que es en general distinto a su rendimiento efectivo, aquel que realmente proporciona y que sólo se podrá conocer en el futuro. Aceptando que todos los activos son arriesgados, resulta sin embargo evidente que unos lo son más que otros. Se habla así de activos libres de riesgo para referirse a aquellos que proporcionan una corriente de renta real o de servicios que se conoce casi con certeza (por ejemplo, dado que es difícil imaginar que un Estado importante y estable, quiebre o sufra una revolución, podrán considerase libres de riesgo los bonos del Tesoro que ese Estado emita). Los rendimientos esperados varían de unos activos a otros, el que exista mercado para los activos con rendimientos esperados más bajos que los que ofrecen otros activos sólo se puede explicar porque la demanda de un activo depende no sólo de su rendimiento esperado sino también de su riesgo no diversificable (véase riesgo). La demanda de un activo cuyo rendimiento esperado es menor que otro se explicaría porque su riesgo es inferior (véase análisis media-varianza). actualización proceso mediante el que se hace que cuenten en las decisiones que se toman en el presente los beneficios o costes que se estima sucederán en el futuro como consecuencia de esas mismas decisiones. El proceso de actualización recibe también el nombre de descuento. Los individuos, por lo general, no son indiferentes entre tener una determinada renta real hoy a tener esa misma cantidad de renta dentro de un año; la prefieren hoy. Una actitud achacable ya sea al riesgo de muerte, ya a la noción de que en el futuro tendrán más renta que hoy, por lo que, como consecuencia del supuesto de que la utilidad marginal de la renta es decreciente, la utilidad marginal de una unidad de renta en el futuro será menor de la que tendría hoy, o bien finalmente a una simple predilección por el presente sin otra justificación. El caso es que esa impaciencia les lleva a los individuos a preferir disponer de una renta hoy a disponer de ella en el futuro, o lo que es lo mismo les lleva a pedir que a cambio de no poder disfrutar de esa renta hoy se le devuelva en el futuro con un interés. Dicho a la inversa, una determinada cantidad de renta futura vale hoy, actualizada o descontada, una cantidad menor. Si el tipo de interés real de mercado es r a un año, y un consumidor está dispuesto a no disfrutar de un
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euro hoy, ese euro valdrá (1+r) dentro de un año, y (1+r)(1+r) = (1+r)2 dentro de dos años ( si el tipo de interés en el segundo año es igual al del primero), y así sucesivamente. Esto significa, a la inversa, que el valor actual o descontado de un euro de dentro de un año es 1/ (1+r), y el de un euro de dentro de dos años sería 1/(1+r)2, y así sucesivamente. En general, una corriente o flujo de rentas (A, B, C, D...) que se va a obtener a lo largo de n periodos tiene un valor descontado o actualizado igual a: A/(1+r) + B/(1+r)2 +C/(1+r)3 + ....+ N/(1+r)n bajo el supuesto de que los tipos de interés anuales permanecen constantes. El mecanismo de la actualización o del descuento es extremadamente útil a la hora de decidir si realizar una inversión hoy en la compra de nuevo capital. Éste tiene un coste de adquisición pero a cambio genera un flujo de beneficios monetarios que se extiende a lo largo de su vida económica y técnica útil. La decisión de invertir dependerá entonces de si el valor actual de la corriente de beneficios futuros supera o no al coste de adquisición, o dicho de otra manera, de si el valor actual neto (es decir, contando los costes de adquisición y de otro tipo que se pudieran producir en el futuro) o VAN de la inversión es positivo o no: VAN = -C + π1 /(1+r) + π2 /(1+r)2 +π3 /(1+r)3 +....+ +πn /(1+r)n donde C es el coste de adquisición del capital y πi (i= 1,2,3..,n) son los beneficios reales de cada periodo. El problema se plantea a la hora de elegir la tasa de descuento r. El tipo de descuento que se elija dependerá de los destinos alternativos que el inversor podría dar a su dinero, dado que si el inversor no invirtiese en ese proyecto podría lanzarse a otro que rindiese otra corriente de beneficios reales distinta. La inversión que decide realizar tiene pues un coste de oportunidad que es precisamente el rendimiento perdido en la mejor alternativa. El suponer, como se ha hecho hasta ahora, que el tipo de descuento era igual al tipo de interés real de mercado es por lo tanto únicamente adecuado si la inversión realizada produjese una corriente de beneficios futuros enteramente segura, de modo que la alternativa a una inversión de esas características sólo fuese la de mantener el dinero en una cuenta o la compra de un bono que ofrezca una seguridad similar, y es por ello por lo que el coste de oportunidad de la inversión (o sea, el tipo de descuento a aplicar) tendría que ser, en este caso, el tipo de rendimiento que se obtendría en la inversión alternativa, es decir, el tipo de interés. Ahora bien, para la mayor parte de inversiones reales que hacen las empresas no se puede predicar esa misma certeza en cuanto al flujo de beneficios futuros, que son sólo esperados o previstos. Para tomar en cuenta el riesgo que corre el inversor un procedimiento habitual es elevar la tasa de descuento que se usa para calcular el VAN incorporando una prima por el riesgo al tipo de interés libre de riesgo para reflejar la idea de que los inversores tienen aversión al riesgo, por lo que los flujos de rentas futuras en los proyectos arriesgados valen menos que los de los proyectos seguros. El problema, de nuevo, es cuál ha de ser esa prima de riesgo, y la respuesta depende del tipo de riesgo que el inversor corre. Si el riesgo es diversificable o no sistemático, no habría que incluir ninguna prima de riesgo puesto que como el inversor puede eliminar este tipo de riesgo, nadie le pagará por correr con un riesgo que no es necesario correr. Si el proyecto de inversión tiene un riesgo no diversificable o sistemático, el coste de oportunidad de invertir en él es mayor que el tipo de rendimiento libre de riesgo, y habrá que incluir una prima. Un método para averiguar a cuánto debe ascender esa prima es el llamado modelo de la fijación del precio de los activos de capital (MPAC) que mide la prima de riesgo de una inversión concreta comparando su rendimiento esperado (al que llamaremos ri ) con el rendimiento esperado de todo el mercado de valores (al que llamaremos rM). Si se invirtiese en un fondo de inversión que contuviese acciones
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de todas las empresas, la inversión estaría diversificada con lo que sólo se correría el riesgo no diversificable o sistemático, que es el que afecta conjuntamente a todas las empresas y que depende de la marcha de la economía en general. Si llamamos rS al tipo libre de riesgo, (rM - rS) representaría por tanto la prima de riesgo, el rendimiento extra respecto a una inversión segura que ha de ofrecer el fondo de inversión para atraer a inversores. Ahora bien, el riesgo no diversificable que se corre por invertir en una empresa concreta, por adquirir parte de su capital, puede medirse en función del grado en que el rendimiento del activo tenderá a estar más o menos correlacionado con el rendimiento de todas las empresas en conjunto: si el rendimiento del activo se mueve a la vez que el de todas las empresas, la prima de riesgo sería igual a la del mercado ya que el riesgo no diversificable de esa inversión en concreto sería nulo, mientras que si se mueve de modo más amplio (o más atenuado) que el rendimiento de todo el mercado, su prima de riesgo debería ser mayor (o menor) que la del mercado, puesto que el inversor correría un riesgo mayor (o menor) que el inversor que invierte en todo, el mercado por ejemplo a través de un fondo. El MPAC resume esta relación en la siguiente ecuación: (ri - rS) = β (rM - rS) que señala que la prima por riesgo de una inversión en un proyecto concreto es proporcional a la prima por el riesgo del mercado. La constante de proporcionalidad
β se la conoce como la beta del
activo y mide la sensibilidad del rendimiento de un activo concreto a las variaciones del mercado, y, por lo tanto, su riesgo no diversificable. Puesto que el valor de beta se puede calcular por procedimientos estadístico, el tipo de descuento que debe utilizarse para calcular el VAN de un proyecto de inversión, sería: ri = rS + β (rM - rS) acumulación aumento del stock de capital físico (maquinaria, infraestructuras, etc.) disponible para producir bienes y servicios. La acumulación es una de las vías de crecimiento económico, ya que la disposición de más equipo de capital aumenta la capacidad de producción. Hay que señalar, sin embargo, que la acumulación de capital no es estrictamente condición necesaria para que se asista a un proceso de crecimiento económico, ya que la capacidad productiva puede crecer también gracias el incremento del stock de capital humano y al cambio técnico. Tampoco la acumulación de capital físico es condición suficiente para el crecimiento, pues para que éste se produzca hará falta que exista la demanda efectiva suficiente que permita utilizar la mayor capacidad productiva derivada de la acumulación de capital. En las sociedades avanzadas se puede decir que, en términos generales, la cantidad de capital, esto es, la acumulación, no actúa como restricción al crecimiento, ya que la utilización del capital instalado suele ser inferior a su utilización potencial, esto es, el capital está operativo menos tiempo del que podría estarlo técnicamente. El concepto de acumulación es similar al de inversión en el sentido de que la inversión, cuando es superior al desgaste del capital existente, da lugar a un proceso de acumulación. ad valorem se está en presencia de un impuesto indirecto ad valorem si éste se expresa como un porcentaje del precio del bien o servicio sobre el que se establece, por lo que su recaudación crece cuando se incrementa el valor de mercado del bien o servicio de que se trate. Ejemplos de impuestos ad valorem serían el IVA y, en general, todos los impuestos sobre las ventas. Otros impuestos indirectos son impuestos específicos que gravan cada unidad del bien o servicio que se intercambia en una cantidad determinada independientemente de su
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valor y, los impuestos de cuota fija cuya carga fiscal es constante independientemente de la cantidad o el valor de la producción. adicción los comportamientos adictivos han sido objeto de la atención de los economistas por dos razones. En primer lugar, por su propio interés intrínseco en la medida que algunas actividades adictivas, fundamentalmente de tipo negativo como la ludopatía o las toxicomanías, son materia de preocupación pública por sus efectos individuales y sociales. En segundo lugar, porque el estudio de los patrones de conducta habituales y adictivos se ha revelado útil para explicar la congruencia interna de los modelos de comportamiento económico que quedaban demasiado “abiertos” en la medida en que no entraban en el análisis de la formación de los gustos y preferencias de los individuos (aplicando el conocido dictum de que “de gustibus non est disputandum”). A la hora de analizar el comportamiento adictivo, el primer paso consiste en definir qué es un patrón de conducta habitual. Siguiendo el modelo de “adicción racional” de Gary Becker (Nobel de Economía de 1992) y Kevin Murphy, se define un comportamiento habitual como aquel resultante de la existencia de una relación positiva entre el consumo en el presente y el consumo que se hizo en el pasado, es decir, que los bienes de consumo habitual serían aquellos en los que hay una relación de complementariedad en el tiempo de modo que un mayor consumo en el pasado aumenta el consumo que se hace en el presente. Ello quiere decir que un bien de consumo es habitual si el incremento en el consumo en el pasado aumenta la utilidad marginal del consumo que se hace de ese bien en el presente. A la hora de explicar el desarrollo de un hábito en un individuo racional, junto con este factor, que se conoce en la literatura como efecto refuerzo, concurren otros dos. Por un lado, está la tasa de descuento de los niveles de utilidad futuros. Así, sólo los individuos miopes o con tasas de descuento intertemporal muy elevadas dejarían de tomar en cuenta las consecuencias sobre su nivel de utilidad futuro que se seguirán de su consumo en el presente de un bien habitual. Por otro, el desarrollo de un hábito depende también de la tasa de depreciación de la contribución del consumo pasado a la utilidad del presente, de modo que conforme esa tasa de depreciación sea más elevada más fuerte será el hábito. Un hábito se convierte en una adicción para un individuo cuando es tan fuerte que llega a ser desestabilizante, es decir cuando el comportamiento o el consumo del bien de que se trate crece continuadamente. En todo hábito o en toda adicción se da, como se ha indicado, el efecto refuerzo, es decir, el efecto positivo del consumo pasado sobre la utilidad marginal del consumo presente, pero ello obviamente no significa que ocurra lo mismo con la utilidad o bienestar total. Así, un hábito o una adicción es negativa o dañina si un aumento de consumo en el presente hace decrecer la utilidad total que se obtiene del consumo futuro; lo contrario se daría, obviamente, para un hábito benéfico. Es por ello que alguien con un hábito negativo tiene una mayor tendencia a convertirlo en una adicción ya que tenderá a consumir cada vez más para así mantener el mismo nivel de utilidad (el fenómeno de la tolerancia o la habituación) o para evitar el malestar asociado a la ausencia de consumo (síndrome de abstinencia). Una vez “enganchados” los individuos experimentan un fenómeno de disonancia: sufren y lamentan los efectos negativos que en el presente tiene el consumo que hicieron de la sustancia adictiva en el pasado a la vez que racionalmente siguen consumiéndola para restablecer sus niveles de utilidad. Para los bienes adictivos, es necesario distinguir entre la demanda a
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corto y la demanda a largo ya que en tanto que una caída no esperada y sostenida en el tiempo en su precio no tendrá mucho impacto en la demanda dado que no altera el consumo pasado, no ocurre lo mismo con el consumo en el largo plazo en la medida que el consumo se incrementa continuamente aunque la respuesta inicial haya sido pequeña. En lo que respecta a la lucha contra las drogodependencias esta diferencia entre las elasticidades a corto y a largo plazo de la demanda de bienes adictivos arroja serias dudas sobre la efectividad a largo plazo de las políticas de legalización del mercado de drogas adictivas prohibidas, puesto que el argumento a su favor descansa no sólo en la reducción de los costes sociales que tal política supone (disminución en la delincuencia, en la marginación social de los toxicómanos, etc.) sino también en que la caída de precios asociada a la legalización no aumentará en medida apreciable la cantidad demandada, lo cual como se ha indicado dista de estar garantizado. Frente al modelo de adicción racional descrito se han levantado voces críticas que señalan que los adictos muestran formas de reversión de preferencias y debilidad de voluntad difícilmente conciliables con el modelo de racionalidad perfecta en la medida que: (1) revelan inconsistencias de tipo dinámico, presentes, por ejemplo, cuando un individuo que se enfrenta a la elección entre una remuneración baja a corto plazo –la que proviene de consumir una sustancia adictiva- frente a una remuneración más alta a largo plazo –los beneficios de abstenerse de hacerlo- optará por la segunda alternativa cuando el momento de la elección se sitúa lejano, pero cambia a la primera conforme el momento de decisión se acerca, (2) muestran una incapacidad de calcular la utilidad total o agregada que se sigue de muchas elecciones distribuidas en el tiempo; y (3) reflejan la importancia de la presión social de conformarse con los patrones de conducta del grupo social al que pertenecen. agente, véase relación de agencia ahorro ingresos no gastados en el período de referencia. Según sea el agente económico que realiza el ahorro se habla de ahorro personal, ahorro empresarial y ahorro del sector público. El ahorro, junto con los préstamos procedentes del exterior, compone el flujo de fondos que se encuentra a disposición de los que piden préstamos para financiar sus gastos. Las motivaciones para ahorrar son distintas para los distintos agentes. En el caso del ahorro personal, el ahorro es tanto un sistema para protegerse con respecto a contingencias futuras no previstas, como un mecanismo que permite hacer frente en el futuro a la compra de bienes de consumo duraderos como vehículos o viviendas, cuya adquisición exige un desembolso superior a las posibilidades de los consumidores a corto plazo, algo que además se verá facilitado por el hecho de que, frecuentemente, el ahorro está remunerado. El ahorro es, pues, un mecanismo para acumular riqueza. Un crecimiento en su valor real ya sea por aumento en los precios de mercado de sus componentes o bien por caída en el nivel de precios general de la economía o por una combinación de ambos procesos, puede hacer decrecer el ahorro (proceso conocido como efecto riqueza) en la medida que los agentes podrían estimar que ya tienen suficiente riqueza acumulada. Dado que el ahorro personal es el remanente que le queda a las unidades domésticas tras realizar sus decisiones de consumo, los modelos explicativos de esta clase de ahorro y las variables de que puede depender se deducen directamente de las teorías explicativas del consumo.
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Por su parte, el ahorro empresarial consiste en las amortizaciones (si el ahorro se define en términos brutos) y la parte de los beneficios que retiene la empresa, esto es, aquella que no reparte en forma de dividendos. El ahorro empresarial constituye una de las vías posibles para financiar la inversión de las empresas. Aunque bajo determinadas circunstancias –Teorema de Modigliani y Miller- el valor de una empresa sería independiente de su estructura de capital (esto es, de la forma en la que financien sus inversiones, ya sea mediante endeudamiento, ampliación de capital o utilización de los beneficios retenidos o autofinanciación), la introducción de supuestos más realistas sobre la existencia de costes de transacción o el aumento del riesgo de quiebra en caso de endeudamiento excesivo, pueden explicar que las empresas opten por financiar parte de su inversión mediante la autofinanciación. Una opción que así mismo reduce su dependencia de las instituciones de crédito y que les permite no agotar sus posibilidades futuras de ampliación de capital. Por último, el ahorro del sector público, definido como ingresos ordinarios menos gastos totales o saldo presupuestario público, es una variable de política económica, en el sentido de que la presencia de ahorro público positivo supondrá una detracción de la demanda efectiva, y por lo tanto reflejará una política fiscal contractiva. La existencia de déficit público, por el contrario, supondrá que el sector público no puede cubrir sus gastos totales con los ingresos ordinarios de los que dispone, y por lo tanto equivaldrá a una situación de desahorro. Las tasas de ahorro toman valores muy distintos entre países, dependiendo de su situación económica puntual y de su idiosincrasia –hay culturas más frugales que otras. Por ejemplo, en 2002 en Estados Unidos la tasa de ahorro bruto (expresada como porcentaje del PIB) era tan sólo del 14,6 %, mientras que en España era del 22,8 % y en Corea alcanzaba el 29%. Esa baja tasa de ahorro en Estados Unidos se explica por la presencia de un déficit público abultado, el 3,8 % del PIB, y un ahorro personal de tan sólo el 2 % (en términos netos), de lo que se deduce que en este país prácticamente todo el ahorro es ahorro empresarial. La importancia del ahorro radica en su papel de condición necesaria para que una sociedad pueda dedicar recursos a la inversión, con el consiguiente aumento del capital disponible y crecimiento de la renta. Precisamente, este es el papel del sistema financiero: el canalizar el ahorro realizado por unos agentes económicos (ya sean empresas, particulares o administración pública) hacia aquellos otros que necesitan unos recursos de los que no disponen para poder llevar a cabo sus planes de inversión. En una economía cerrada, que no pueda contar con el ahorro exterior para financiar su inversión, sin ahorro, esto es, sin una liberación de recursos de la producción para el consumo para dedicarlos a producción de bienes de inversión, no será posible la inversión y por lo tanto el crecimiento sostenido. Ahora bien, en una economía abierta pueden darse, y de hecho se da de forma habitual, situaciones en las que el ahorro es inferior a la inversión, desequilibrio que se manifiesta mediante un saldo exterior negativo. Esto es, el resto del mundo, por así decirlo, estaría cediendo parte de su ahorro para que ese país en cuestión pudiera invertir por encima de lo que está ahorrando. Y a la inversa, cuando un país exporta más que lo que importa es que estará ahorrando más de lo que invierte, financiando por lo tanto el exceso de inversión sobre ahorro del resto del mundo. Una vez reseñada la importancia del ahorro, hay que hacer hincapié en que de nada sirve el ahorro si no hay agentes que lo movilicen trasformándolo en inversión. Todo lo contrario, el aumento del ahorro sin el correspondiente aumento de inversión se traducirá en la caída de la demanda efectiva y la consiguiente
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reducción de la producción y el empleo (véase paradoja del ahorro). Para los economistas neoclásicos una situación como la descrita nunca se produciría, pues el mecanismo de ajuste del mercado financiero garantiza que la inversión se iguale siempre al ahorro ex-ante, esto es que la cantidad que los ahorradores planean ahorrar coincida con las cantidades que las empresas planean invertir. Este ajuste se produciría gracias a los movimientos del tipo de interés. De esta forma, si aumenta el ahorro, la abundancia de fondos prestables para financiar proyectos de inversión provocará: (1) la caída en el tipo de interés (el precio al que se prestan tales fondos) y el consiguiente aumento de la demanda créditos para financiar la inversión, al ser el coste de financiación –determinante del volumen de inversión- inferior, y (2) la reducción del ahorro fruto de la caída de su remuneración. Estos movimientos se mantendrían hasta que se alcanzara el tipo de interés que igualara ahorro e inversión. Para los economistas keynesianos, sin embargo, este ajuste ex –ante no tiene porque producirse ya que la inversión depende de otros factores, además del tipo de interés, como son las expectativas sobre la demanda futura, que pueden afectar a su respuesta ante hacer una caída del tipo de interés. Desde esta óptica, el ajuste ahorro-inversión se produciría sólo ex –post mediante el siguiente mecanismo: (1) al ser el ahorro mayor que la inversión se producirá una situación de falta de demanda efectiva, que conducirá a una caída en la renta y al aumento del desempleo, (2) la caída de la renta repercutirá en una reducción del ahorro, (3) el proceso se repetirá hasta que el ahorro asociado al nuevo nivel de renta coincida con la inversión, esto es, el ajuste se produce ex-post en términos de magnitudes reales pero no en términos de magnitudes previstas o planificadas.
ajuste, proceso de
las condiciones de oferta y demanda varían continuamente en todos los mercados, en
consecuencia las posiciones de equilibrio son transitorias y lo habitual es que los mercados estén en desequilibrio. Ahora bien, estos desequilibrios no son estáticos sino que manifiestan un dinamismo que se conoce como procesos de ajuste: procesos de cambio en las cantidades intercambiadas y en los precios que definen la estabilidad o inestabilidad del equilibrio de un mercado y que no serían sino la plasmación de las conocidas comúnmente como leyes de la oferta y la demanda. A la hora de estudiar el proceso de ajuste en un mercado de competencia perfecta es necesario distinguir el cómo se lleva a cabo del quién se encarga de hacerlo. Respecto a lo primero, o sea, la cuestión del cómo opera el procedimiento de ajuste, hay que hacer referencia a dos tipos de mecanismos según cuál sea la variable instrumental a través de la que se produce el ajuste: el mecanismo marshalliano
walrasiano (a partir de los trabajos de M. E. Leon Walras, 1834-1910),
y el
(a partir de los de Alfred Marshall, 1842-1924). En el caso del primero, el mecanismo
walrasiano, se supone que la variable que responde más rápidamente a una situación de desequilibrio y que pone en marcha el proceso de ajuste es el precio. Así, por ejemplo, si las condiciones de demanda o de oferta en un mercado se alteran de modo que al precio existente la cantidad que se demanda es mayor que la que se ofrece, se tendría una situación de exceso de demanda. En este caso el procedimiento de ajuste operaría mediante la subida del precio en ese mercado por lo que, consiguientemente, la cantidad demandada iría paulatinamente decreciendo a la vez que el precio más alto incentivaría el aumento de la cantidad ofrecida por parte de los oferentes. El exceso de demanda decrecería paulatinamente. El proceso de ajuste finalizaría cuando se alcanzase un nuevo equilibrio definido como la situación en que en el mercado se da un precio para el que no existe ningún exceso de demanda. Si, alternativamente, la ruptura del equilibrio se hubiese traducido en que
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para el precio inicial la cantidad demandad fuese más pequeña que la ofrecida, se tendría una situación de exceso de oferta para ese precio. El mecanismo de ajuste walrasiano exige en este caso que el precio descienda. Conforme lo hiciese, la cantidad demandada crecería a la vez que la cantidad ofrecida tendería a disminuir, y en consecuencia también se enjugaría el exceso de oferta. El ajuste continuaría hasta que se alcanzase un precio para el que el exceso de oferta despareciese. Es fácil comprobar de modo gráfico que si la curva de oferta de un mercado es creciente y la de demanda decreciente, el mecanismo walrasiano de ajuste engendra las fuerzas necesarias para que se restablezca el equilibrio si por cualquier causa se ve alterado. Lo mismo sucedería aun si la curva de oferta fuese perfectamente elástica (oferta ilimitada para un precio dado) o incluso decreciente, siempre que en este caso la curva de demanda fuese menos inclinada (tuviese menor pendiente) que la de oferta. Frente al mecanismo walrasiano está el mecanismo marshalliano. Este mecanismo de ajuste sería el que entraría en acción caso de que, en un mercado, la respuesta de los precios fuese más lenta que la de la cantidad intercambiada, de modo ésta se convierte en la variable a través de la que se efectúa el ajuste. La idea de Marshall es que, en un mercado, se pueden definir dos posiciones de desequilibrio. En la primera, la cantidad intercambiada está en desequilibrio porque los vendedores están dispuestos a ofertarla a un precio menor del que los compradores están dispuestos a pagar por ella. Se tendría consiguientemente una situación de exceso de precio de demanda, la información que este desequilibrio de precios transmite a los oferentes es que la cantidad que ponen en el mercado es muy escasa dada la demanda, en consecuencia los oferentes están dispuestos a aumentar sus ventas. Ahora bien, por un lado, si la curva de oferta es creciente los oferentes, para hacerlo, han percibir precios más altos; por otro lado pasa que conforme aumenta la cantidad ofertada los compradores ven cada vez más satisfechas sus necesidades con lo que cada vez estarán dispuestos a pagar precios más bajos. La suma de estos dos efectos lleva por tanto a la disminución del exceso de precio de demanda. El nuevo equilibrio se alcanzaría para un nivel de cantidad intercambiada para el que el exceso de precio de demanda fuese nulo. Si, por el contrario, el desequilibrio inicial se caracterizase porque la cantidad que se intercambia en el mercado es tal que el precio que piden los oferentes por ella es mayor que el precio que están dispuestos a pagar los demandantes tendríamos un exceso de precio de oferta. En este otro caso, los vendedores no podrán obtener el precio que piden por su oferta por lo que se verán obligados a disminuirla. Conforme así lo hiciesen, el mercado dejaría de estar tan saturado, los compradores estarían dispuestos a pagar un precio más alto, a la vez que la disminución de la producción supondría ahorros en los costes y la posibilidad de ofertar a precios más bajos. El exceso de precio de oferta iría así disminuyendo hasta que se alcanzase una nueva situación de equilibrio definida por aquel nivel de cantidad intercambiada para el que el precio de oferta coincide con el de demanda, o sea, un exceso de precio de oferta nulo. Si la curva de oferta de un mercado es creciente y la de demanda decreciente, el mecanismo marshalliano permite definir al mercado como estable en el sentido de que, gracias a él, cualquier alteración del equilibrio inicial engendra fuerzas que lo contrarrestan. Lo mismo pasaría si la curva de oferta fuese perfectamente elástica o aún si fuese decreciente siempre que sea menos inclinada que la de demanda. Obsérvese que si la curva de oferta es decreciente pero de pendiente menor que la de demanda, el mecanismo walrasiano de ajuste es inestable, en tanto que el marshalliano es estable. Si, por contra, la curva de oferta es decreciente pero de pendiente más pronunciada
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que la de demanda, el proceso de ajuste de Walras es estable en tanto que el de Marshall desequilibraría aun más al mercado una vez fuera de su posición de equilibrio. Pero el estudio del proceso de ajuste no se limita a cómo se lleva a cabo. Queda la cuestión de quién lo lleva adelante. Ello no plantea demasiados problemas si el mercado no es de competencia perfecta, pues si así fuera algún o algunos de los agentes que actúan en él tendrían capacidad para alterar los precios. Pero la cuestión se convierte en una auténtica trampa lógica si analizamos el caso de un mercado de competencia perfecta, pues aquí ningún agente puede fijar o alterar el precio ya que todos los agentes son precio aceptantes. Y si tal cosa ocurre, ¿quién es quien sube o baja los precios para ir acercándose al equilibrio, dado que nadie tiene capacidad para hacerlo? Enfrentándose a esta cuestión, Walras imaginó la existencia de un “ente” exógeno al mercado al que llamó subastador, su tarea era precisamente la de cambiar los precios. Lo que haría sería ir “cantando” precios en un proceso denominado tâtonnement o tanteo, observando para cada precio si la cantidad demandada era igual o diferente a la cantidad ofrecida. Caso de que la cantidad demandada casase con la ofrecida, permitiría que se efectuasen los intercambios, caso de que no, se negaría a ello; y procedería a “cantar” otro precio con arreglo a la lógica del proceso de ajuste que lleva su nombre. Otro economista, Francis Y. Edgeworth (1845-1926), quizás insatisfecho con el recurso a ese deus ex machina que es el subastador, imaginó otro procedimiento para sortear la dificultad al que se conoce cono recontratación. Con arreglo a este sistema, los agentes económicos que participan en un mercado tienen siempre la posibilidad de renegociar los acuerdos de intercambio a que hubieran podido llegar, de modo que sólo son firmes aquellos acuerdos que se alcanzan cuando ningún agente a los precios vigentes tiene un exceso de oferta o de demanda. Antes de que se llegara a esa situación, y al igual que sucedía en el tâtonnement ningún intercambio tendría lugar. Obviamente, en la realidad de los mercados, ni hay subastadores walrasianos, ni los procesos de recontratación se llevan hasta el extremo imaginado por Edgeworth antes de que los intercambios tengan lugar. Enfrentados, pues a esta dificultad lógica, los economistas han buscado una salida consistente en señalar que dado que todo el problema arranca en que la información de que disponen los agentes en los mercados no es perfecta, el proceso de ajuste ha de concebirse en función del modo en que estos forman sus expectativas respecto a las condiciones que regirán en el futuro en un mercado. En efecto, el problema del desequilibrio y del proceso de ajuste es, en último extremo, un problema de información imperfecta, ya que si hay un desequilibrio en un mercado ello sólo puede deberse a que los agentes no conocen cuál es el precio de equilibrio, pues de otro modo, si lo supiesen, no perderían el tiempo tanteando ni recontratando ni buscando a tientas el precio de equilibrio sino que directamente intercambiarían al precio de equilibrio de las nuevas condiciones de oferta y demanda. Pero los agentes no disponen de esa información, por lo que su actuación viene conformada en función de lo que esperan que vaya a ocurrir en el futuro. Tal cosa resulta evidente en el caso de los oferentes, ya que dado el normal lapso temporal que requiere el proceso de producción, han de decidir el nivel de producción que van a llevar al mercado en función de los precios esperados. La discusión del proceso de ajuste se retrotrae, pues, al procedimiento de formación de expectativas que siguen los agentes. Si, por ejemplo, los productores forman sus expectativas de modo adaptativo, el proceso de ajuste puede dar lugar al conocido como ciclo del cerdo o teorema de la telaraña. Si, por contra, lo que se supone que los agentes definen sus expectativas de modo racional, el ajuste es inmediato, se vuelve a la posición de equilibrio de modo instantáneo, y el modelo se asemeja al de información perfecta. Entre estos dos extremos cabe cualquier
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procedimiento de formación de expectativas, y correspondientemente, cualquier mecanismo de ajuste. Diferentes estructuras informacionales que definan el nivel de conocimiento de los agentes darán lugar a diferentes procesos de ajuste y diferentes posiciones de equilibrio. El equilibrio único, consecuentemente, desaparece (véase equilibrio general). ajuste macroeconómico conjunto de medidas necesarias para que los niveles de gasto, ahorro y producción de una economía sean tales que posibiliten una situación sostenible en su balanza de pagos, es decir, aquella en la que cualquier déficit de la balanza por cuenta corriente pueda ser financiado por entradas de capital normales. Para conseguir este resultado, el FMI suele recomendar un paquete de medidas compuesto por una devaluación del tipo de cambio y unas políticas fiscales y monetarias contractivas (véase consenso de Washington). En la práctica lo anterior supone reducir el déficit público, a menudo mediante la reducción de los gastos sociales y la subvención a productos de primera necesidad, y consecuentemente reducir el nivel de actividad económica, generando, al menos a corto plazo, un aumento del desempleo y de la desigualdad social. Todo ello con la esperanza de que una vez recuperado el equilibrio exterior y de las cuentas públicas se ponga en marcha un proceso de crecimiento económico equilibrado, en el sentido de no generar un déficit exterior insostenible. altruismo si entre las variables de las que depende positivamente la utilidad de un agente económico se encuentra el nivel de renta (o los niveles de consumo de algún o algunos bienes o el nivel de bienestar) de Otro u otros agentes, se dice que sus preferencias son altruistas. El altruismo se plasma entonces en unas curvas de indiferencia decrecientes entre, por ejemplo, los niveles de renta propia y los niveles de renta del Otro, de modo que un altruista estaría dispuesto a renunciar a parte de su renta a cambio de que el Otro tuviese más. El grado extremo del altruista es aquel en que la renta propia y la del Otro son perfectamente sustituibles a una tasa de uno a uno a los ojos del altruista (las curvas de indiferencia serían líneas rectas con una pendiente de 45º). El altruismo puede ser unidireccional, donde el donante da sin pensar en ninguna contraprestación, o recíproco, donde la donación de un agente será probablemente recompensada de alguna manera posteriormente, ya que da origen o forma parte de una cadena o entramado de regalos, aunque tal reciprocidad dista de ser obligatoria. A este respecto, no hay que confundir la reciprocidad con el intercambio de mercado. En este último hay simultaneidad en el intercambio así como obligatoriedad de dar a cambio de recibir y equivalencia entre lo dado y lo recibido. El altruismo plantea algunos problemas asociados a su modelización que provienen del hecho de que un altruista que sea racional ha de ser, paradójicamente, egoísta en el sentido de comportarse tratando de maximizar su propia utilidad (en la que influiría la utilidad o la renta de los demás). Dicho con otras palabras, nada impide que un homo oeconomicus pudiera ser altruista, y la existencia de homo oeconomicus altruistas es la única justificación posible, desde el punto de vista de la eficiencia, a las alteraciones en la distribución de la renta. Este tipo de cambios en la distribución de la renta se ajustarían a las llamadas redistribuciones óptimas de Pareto (que no son, por otra parte, sino formas de la caridad) pues beneficiarían tanto a los receptores de renta como a los altruistas donantes, y satisfacerían por tanto el criterio de mejora paretiana. No obstante, a efectos de obviar confusiones de carácter lingüístico se suele mantener que para ser un auténtico homo
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oeconomicus no basta con perseguir egoísta y racionalmente los propios intereses, sino que estos, además, han de estar “autocentrados”, es decir, que las preferencias de un auténtico homo oeconomicus han de ser neutrales respecto a los niveles de renta o bienestar de los demás. Una economía de mercado sería totalmente inviable en un mundo de altruistas plenos. Como señaló Robin Matthews, “si estoy vendiéndote una casa y tu bienestar cuenta para mí tanto como el mío cuenta para ti, entonces el precio es un asunto enteramente indiferente para ambos: 10000$ para ti, 10000$ para mí. ¡Qué más da entonces cuál sea el precio! Como resultado el precio no es una auténtica señal de mercado”. Pero si el altruismo extremo es incompatible con el mercado ¿Cabe, sin embargo, imaginar una “economía basada en las donaciones” y por tanto no de mercado”? ¿Qué pasaría con una economía de altruistas puros en la que los bienes y los servicios se transfiriesen mediante donaciones o regalos? Pues que en tal economía aunque todos y cada uno quisiesen promover el bienestar de los demás compartiendo sus bienes y dándoles sus recursos (como su propio trabajo), el problema sería saber qué dar, a quién darle y cómo. Sin la existencia de señales que indiquen qué donaciones hacer de cada cual a cada cual se corre el riesgo de acabar en una situación no deseable. Dicho con otras palabras, aunque el altruismo extremo puede resolver eficientemente el problema motivacional, plantea fuertes dificultades a la hora de enfrentarse al problema informacional. Que cada uno supiera qué necesitan todos los otros se convertiría en una cuestión absolutamente necesaria en esta sociedad de altruistas, y no se dispondría de ningún medio de bajo coste que los indicase. Tal ineficiencia con seguridad se agudizaría conforme la sociedad fuera más amplia y compleja, por lo que no será previsible esperar que unos niveles altos de altruismo se den, por estrictas razones de eficiencia, más allá de grupos pequeños, simples o cerrados (familias, grupos de amigos, sociedades poco “desarrolladas” económicamente). A la inversa, de lo anterior también se deduciría que el crecimiento económico, con el desarrollo concomitante del mercado, la división del trabajo y las relaciones cada vez más complejas y anónimas entre los agentes económicos, conduciría a la paulatina desaparición de los grupos simples, estables y aislados en donde cabe pensar que podría florecer el altruismo. Sin embargo, esta visión no es enteramente cierta. Por un lado, el altruismo cumple funciones muy importantes en una economía de mercado donde la ubicua presencia de fallos de mercado representa un serio impedimento a su eficiencia. Así, por ejemplo, los problemas que supone la información asimétrica (selección adversa, riesgo moral, relación de agencia) en que se desenvuelve buena parte de las transacciones en una sociedad compleja resultan atenuados por la existencia de comportamientos benevolentes o altruistas que ayudan a difundir la necesaria información y reducir los costes de transacción. El comportamiento altruista es, por otro lado, una de las fuentes para la acumulación de capital social al que cada vez se asigna más importancia a la hora de explicar el crecimiento económico y el bienestar social. Por otro lado, el tipo de preferencias opuesto al altruismo es la envidia y el comportamiento malevolente a que da lugar. Envidia que también cuenta en los grupos pequeños y sociedades tradicionales con un caldo de cultivo extraordinariamente apropiado para su desarrollo. Usando un modelo de teoría de juegos evolucionista, puede mostrarse cómo lo socialmente conveniente desde el punto de vista evolutivo es la coexistencia de cierto grado de preferencias altruistas y envidiosas. Supongamos que se enfrentan dos tipos de preferencias y sus comportamientos característicos: el altruista benevolente y el envidioso malevolente. Cada vez que dos agentes malevolentes se relacionen, cada uno tratará de perjudicar al otro con el peor resultado
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para ambos. Cada vez que un envidioso malevolente se relacione con un altruista benevolente le engañará y éste saldrá perdiendo. Por el contrario, cuando dos benevolentes se encuentren se producirá el resultado que podemos calificar de pacífico. La matriz de pagos de este juego de relación entre estrategias puede describirse entonces como: A-B
E-M
A-B
(3,3)
(2,4)
E-M
(4,2)
(1,1)
Donde A-B representa la estrategia altruista-benevolente, y E-M la envidiosa- malevolente. Los pagos están ordenados cualitativamente de modo que 1 representa el resultado menos deseado, 2, el siguiente, y así sucesivamente hasta 4 que es el mejor resultado. El rendimiento medio o esperado de la estrategia A-B, RMe (A-B), dependerá del porcentaje (p) de veces que un agente con estas características interaccione con otro con una estrategia del mismo tipo y del porcentaje (1-p) de veces que interaccione con alguien con una estrategia E-M, y lo mismo para el rendimiento esperado o medio de la estrategia E-M, RMe (E-M): RMe (A-B) = p . 3 + (1-p) 2 = p + 2 RMe (E-M) = p. 4 + (1-p) 1 = 3 p + 1 Obsérvese que RMe (A-B) supera a RMe (E-B) hasta alcanzar el equilibrio evolutivamente estable, lo que sucede cuando ambos rendimientos son iguales. Dados los números utilizados en la matriz de pagos, siempre que p sea menor que ½ el rendimiento medio del altruismo es superior al de la envidia. El equilibrio se alcanza para un valor de p igual a ½, es decir cuando la mitad de loa agentes (o la mitad de las veces) se comportan como altruistas y la otra mitad lo hacen como envidiosos malevolentes. Quizás podría entenderse este resultado, en el sentido de que los individuos en el equilibrio no serían ni altruistas ni envidiosos, sino neutrales, confirmando así de modo indirecto el modelo de homo oeconomicus que utiliza el análisis económico. Finalmente, y siguiendo en esta línea especulativa, puede argumentarse que el equilibrio evolutivamente estable alcanzado no sería un óptimo social, que exigiría un nivel de altruismo más elevado (aunque ese óptimo no sería un equilibrio estable), justificando así la habitual crítica a las economías de mercado en términos de que adolecen de un déficit de solidaridad y de comportamientos altruistas. amortización se denomina así a la parte de los ingresos de las empresas que va a compensar el desgaste (depreciación) del capital utilizado en el proceso productivo. El uso, sin embargo, no es la única fuente de depreciación del capital, ya que éste puede quedar inutilizable simplemente por la aparición de nuevos procedimientos de producción más eficientes (véase obsolescencia). En la medida en que esos fondos no están sujetos a impuestos, las empresas normalmente tienden a amortizar tan rápidamente como pueden el capital instalado, independientemente de su duración real. análisis coste-beneficio técnica de apoyo a la toma de decisiones, fundamentalmente en el sector público, que se basa en la valoración y contabilización en términos monetarios de todos los costes y beneficios sociales y económicos asociados a la realización de diferentes proyectos de inversión o actuación en áreas donde o bien hay fallos del mercado o bien es el estado quien asigna los recursos. El análisis coste-beneficio, ACB, permite así comparar proyectos sobre una base común: su eficiencia social definida por el tamaño de la diferencia entre
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los beneficios y los costes. Dos son los principales problemas asociados a la realización de este tipo de ejercicios de evaluación. El primero es que, en general cualquier proyecto dura más de un periodo, ello obliga a la hora de evaluar la eficiencia de un proyecto a actualizar o descontar los costes y beneficios que se espera ocurran en periodos futuros. El problema que se plantea aquí es elegir la tasa de descuento más apropiada. Existen dos enfoques distintos respecto a cuál debe ser esa tasa de descuento social. El primero defiende que la tasa de descuento social ha de ser la llamada tasa marginal social de preferencia temporal, TMSPT: la tasa a la que la sociedad está dispuesta a ceder consumo presente a cambio de consumo futuro y que por tanto refleja la preferencia de la sociedad por los beneficios presentes sobre los que se darán en el futuro. La TMSPT será menor que el promedio de las tasas de preferencia temporal privadas ya que en las tasa de preferencia temporal privadas aparece el factor “riesgo de muerte”, que no se da para la sociedad a la que puede considerársele inmortal, lo que da lugar a que no se refleje en la debida medida, la preocupación por las generaciones futuras. Se plantea aquí el problema de la llamada justicia intergeneracional, dado que por un lado, el uso de tipos de descuento positivos puede desplazar las cargas de los costes sobre generaciones futuras que nada han tenido que ver en la decisión (por ejemplo, los costes futuros de un proyecto de mantenimiento de un basurero de residuos radioactivos parecen pequeños cuando se descuentan para expresarse en valor actual); y, por otro, y a la inversa, el uso de un tipo de descuento igual a cero puede discriminar a los proyectos que ofrecen unos resultados más elevados si se reserva el capital acumulado para uso de las generaciones futuras. El segundo enfoque considera que la tasa social de descuento ha de ser la llamada tasa marginal social de rendimiento de la inversión, TMSRI, la tasa a que, de modo efectivo, la sociedad puede transformar los recursos presentes en futuros. Este enfoque descansa en el concepto de coste de oportunidad, y su idea es que no se produzca una situación ineficiente en la que se lleve adelante un proyecto público que rinda un 5%, por ejemplo, y que por ello se deje de realizar un proyecto privado que rinda un 10%. El problema con este segundo enfoque es que la comparación entre rendimientos de las inversiones públicas y privadas ha de hacerse sobre una base común, ya que el coste de oportunidad privado del capital es distinto a su coste de oportunidad social, que sería la auténtica tasa de descuento que habría que utilizar, por la presencia de factores como: (1) los efectos externos, que típicamente no se tienen en cuenta en las decisiones de inversión privadas, lo que en general, puede elevar ineficientemente la rentabilidad privada, y (2) la consideración del riesgo en los proyectos privados, que hace elevar el tipo de rendimiento requerido, pero cuya importancia o consideración ha de ser mucho más baja para los proyectos públicos cuyo efecto conjunto puede reducir el rendimiento privado de la inversión. En general se tiene que TMSPT < TMSRI, y no existen razones de suficiente peso para abogar por una u otra tasa de descuento social. El segundo gran problema que afecta al ACB es que normalmente algunos costes y beneficios asociados a los recursos usados en un proyecto no se pueden conocer directamente pues o no hay mercado para ellos (por ejemplo el aire limpio, el ahorro en vidas, el aumento en los niveles de salud), o bien son intangibles (costes o beneficios psicológicos o sociales), o bien su precio no refleja su auténtico coste marginal pues el mercado en que se intercambian no es perfectamente competitivo, hay efectos externos u otras distorsiones (como los impuestos y las subvenciones, el desempleo, etc.) por lo que, para contabilizarlos adecuadamente, hay que proceder a estimar su valor en ausencia de esas distorsiones, su auténtico valor social conocido como precio sombra. Para los elementos para los que existe mercado, la elaboración de sus precios
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sombra requiere la corrección del precio de mercado para dar cuenta de las externalidades, desviaciones de la competencia perfecta y existencia de impuestos y subsidios. Así, por ejemplo, en presencia de desempleo en alguna ocupación, el coste de oportunidad social de emplear un trabajador de esa cualificación no es el salario que se le paga sino una cantidad mucho más reducida que se aproxima al valor del ocio que pierde ese trabajador antes desempleado. Para aquellos otros bienes y recursos para los que no hay mercado, por lo que no cabe partir de ninguna valoración directa a la que recurrir, se han elaborado tres métodos de valoración indirecta. El primero se conoce como método de la disponibilidad a pagar y en él la valoración resulta de la pregunta hecha al público de cuánto estaría dispuesto a pagar si hubiera mercado del bien intangible que se trata de valorar (o si se trata de un mal que acompaña al proyecto, qué cantidad habría que dársele para compensarle). El segundo se conoce como el método de las valoraciones implícitas. En este caso el precio sombra buscado aparece implícito en el comportamiento de los agentes económicos Por ejemplo, de la observación del comportamiento del pasajero cuando elige entre dos formas de viaje, una más lenta usando un autobús y otra más rápida yendo en taxi, es posible deducir el valor del ahorro del tiempo a partir de la diferencia de coste entre ambos medios de comunicación, lo que resulta de inestimable ayuda a la hora de evaluar monetariamente las ganancias en tiempo de los proyectos de mejora en economía del transporte. Finalmente, un tercer método es el del capital o el de los llamados precios hedónicos. Aquí se evalúa un efecto intangible de un proyecto por la alteración que sufre el precio de los activos a los que afecta. Un ejemplo sería el aire puro consecuencia de un proyecto antipolución cuya valoración se haría en relación a la revalorización que causa en el precio de las viviendas de una zona colindante. Ni qué decir tiene que siempre hay una cierta medida de discrecionalidad en estas estimaciones, pero a efectos pragmáticos puede argüirse que es mejor tener una estimación que no tener ninguna siempre que se describa con claridad cómo se ha llegado a ella. Una forma de mitigar estos problemas es realizar distintos análisis con supuestos distintos de valoración de aquellos costes y beneficios no directamente cognoscibles con la finalidad de saber al menos el peso que tienen esas estimaciones divergentes en la evaluación final (proceso conocido como análisis de sensibilidad). Pese a estos métodos de valoración indirecta, habrá beneficios y costes intangibles (referidos usualmente a efectos psicológicos de los proyectos) que se resistan a una valoración siquiera aproximada. En tal caso el ACB sólo podrá dar cuenta de su presencia como información suplementaria en el proceso de toma de decisiones respecto a los proyectos por parte de los decisores últimos. Finalmente, dado que los beneficios y costes de un proyecto pueden afectar diferencialmente a distintos individuos, es necesario tomar una decisión acerca de las consecuencias distributivas del mismo. De no hacerlo, es decir si se suman los costes y los beneficios tal cual sin contar sobre quienes recaen, ello equivale a aceptar la distribución actual de la renta como la apropiada. Si, por el contrario, el analista pretende valorar de forma diferencial los efectos del proyecto según sobre quienes recaigan, podrá hacerlo ponderando esos efectos, ponderaciones que serían la expresión de otros posibles criterios distributivos (véase equidad, justicia)
análisis media-varianza
el modelo general de elección en situación de riesgo basado en el enfoque de la
utilidad esperada es el más apropiado a la hora de estudiar la forma en que un agente “coloca” su riqueza entre los diferentes activos arriesgados que le ofrece el mercado. Sin embargo, bajo supuestos especiales, el análisis media-varianza, AMV, ofrece una aproximación útil, si bien parcial, del problema reformulándolo en
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términos similares al del problema de elección del consumidor. El supuesto básico del AMV consiste en simplificar la función de utilidad del agente en situación de riesgo como una función que depende de sólo dos argumentos: el rendimiento medio o esperado de la “cartera” o conjunto de activos en que el agente coloca su riqueza y el riego que corre al así hacerlo, definido como la volatilidad del rendimiento de la cartera medida por la desviación típica de su rendimiento real. La aversión al riesgo se plasma entonces en que las curvas de indiferencia que reflejan las preferencias del consumidor en el espacio de los rendimientos medios de la cartera y su desviación típica son crecientes, es decir, que para que el agente sea indiferente un aumento del riesgo de su cartera habrá de venir asociado con un crecimiento de su rendimiento medio. Supongamos que un agente puede invertir su riqueza o sus ahorros en dos activos: uno seguro como son las Letras del Tesoro que casi están exentas de riesgo y un grupo representativo de acciones, es decir, en un fondo de inversión. Sea rS el rendimiento real y esperado del activo seguro, y sea rM el rendimiento esperado del grupo de acciones o rendimiento esperado del mercado, obviamente rM > rS, pues caso contrario los inversores con aversión al riesgo no comprarían ninguna acción de rendimiento variable. El rendimiento medio de la “cartera”, rC, del agente dependerá de la proporción (b) de su riqueza que el agente dedica a comprar acciones y de la proporción (1-b) que dedica a comprar letras del tesoro: rC = b rM + (1-b) rS A continuación, el riesgo de la “cartera” se mide por la desviación típica de su rendimiento, σC, que dado que el rendimiento del activo seguro no varía es igual a: σC = b σM ; b = σC /σM de donde: (rM - rS ) rC = (σC /σM ) rM + (1-(σC /σM ) ) rS = rS + ------------ σC σM siendo σM la desviación típica del conjunto de activos del mercado. Esta ecuación define una recta presupuestaria en la medida que expresa la disyuntiva a la que se enfrenta el inversor entre el riesgo, σC , y el rendimiento esperado, rC , de modo que el rendimiento esperado de la cartera crece conforme aumenta el riesgo. Al cociente [(rM - rS ) /σM ] se le conoce como precio del riesgo, en la medida que muestra el riesgo adicional debe asumir un inversor a cambio de un aumento en el rendimiento esperado de su cartera. La forma de las curvas de indiferencia de cada inversor, que expresan su valoración relativa del rendimiento esperado y el riesgo, junto con la restricción presupuestaria recién definida definen su posición de equilibrio allí donde una curva de indiferencia sea tangente a la restricción, es decir, el agente realiza la elección óptima de los niveles de rendimiento esperado y desviación típica, lo cual determina la composición de la cartera óptima. Obsérvese que la formulación de la restricción presupuestaria, y por consiguiente, el precio del riesgo, es igual para todos los inversores independientemente de su nivel de riqueza. Ello implica que el nivel de riqueza no influye en la composición relativa de la cartera óptima, por lo que con arreglo al AMV, la composición de la cartera de dos agentes con diferentes niveles de riqueza pero con el mismo grado de aversión al riesgo será igual.
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animal spirits
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a largo plazo, uno de los motores básicos de una economía es la inversión de las empresas,
que amplía la capacidad de producir de la sociedad, incorpora las innovaciones desarrolladas en los centros de investigación y permite explotar nuevas fuentes de riqueza. Aunque se pueden identificar muchos factores que explican el comportamiento de la inversión, en última instancia ésta depende del “instinto” de los empresarios que, en un momento dado, “ven” o, mejor, sienten que hay una oportunidad de inversión o que no la hay. Con el concepto de animal spirits, Keynes hace referencia a ese componente intuitivo, casi instintivo, que estando presente en la mente de los empresarios resulta sin embargo no modelizable pues está al margen del cálculo racional, y que hace tan difícil predecir el comportamiento de la inversión.
antitrust, legislación
con este término genérico se abarca todo el conjunto de leyes de distinto rango
promulgadas con la finalidad de impedir la aparición o consolidación de comportamientos contrarios a la competencia en los mercados. Desde la promulgación en Estados Unidos de la primera ley antitrust, la Ley Sherman de 1890, que castiga los intentos de monopolizar el mercado, todos los países se han dotado de algún tipo de legislación antitrust. Las leyes de defensa de la competencia actúan en dos frentes distintos: vigilando que la fusión de empresas que operan en un mismo sector no reduzca los niveles de competencia del mercado, y velando para que no se produzcan acuerdos, como la fijación conjunta de precios entre las empresas que operan en un sector, que limiten la competencia, y no se creen artificialmente barreras a la entrada de nuevas empresas al sector. En la medida en que en muchos mercados las grandes empresas cuentan con ventajas a la hora de producir eficientemente, puede existir tensión entre el objetivo de permitir que haya empresas grandes capaces de aprovechar las economías de escala, y el objetivo de garantizar la existencia de un número mínimo de empresas que garantice la competencia (véase política de competencia). apertura, tasa indicador del grado de integración de un país en la economía mundial. La tasa de apertura se define como la suma de exportaciones e importaciones de bienes y servicios con respecto al PIB, y se expresa normalmente en porcentaje. La tasa de apertura toma valores muy distintos según los países, así, por ejemplo, en Estados Unidos, un país grande y donde el sector exterior tiene un peso menor en su economía, la tasa de apertura es del 26 %, mientras que en los Países Bajos es del 125 %, en Irlanda de 175 % y en España del 62 %.
aprendizaje, curva de
la curva de aprendizaje hace referencia al hecho comprobado empíricamente en
muchos procesos productivos, de que las necesidades de mano de obra para producir una unidad del bien final son decreciente con el volumen acumulado de bienes producidos. El concepto de curva de aprendizaje, desarrollado por Theodore P. Wright en 1936 a partir del estudio de costes de una planta de ensamblaje de aviones, es sencillo pues simplemente supone que la repetición de una misma operación por parte de un trabajador derivará en una mejora del conocimiento de la tarea y por lo tanto en una reducción del tiempo necesario para realizarla en el futuro (véase división del trabajo). La existencia de este fenómeno tiene implicaciones sobre la competencia de un sector, ya que en los casos en que exista y sea pronunciada las empresas potencialmente entrantes se encontrarán con una desventaja de costes al tener que competir con
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empresas con experiencia en la producción del bien y por lo tanto con unos costes de mano de obra pr unidad de producto inferiores. arancel impuesto ligado a la importación que genera un encarecimiento de los bienes producidos en el exterior en relación a los producidos internamente. Aunque en sus orígenes los aranceles estuvieron motivados por la necesidad de los monarcas de obtener ingresos, con el desarrollo de la economía de mercado pronto se convirtieron en un sistema para proteger a los productores nacionales de la competencia exterior. El arancel eleva artificialmente el precio de los productos importados por lo que permite subsistir a empresas nacionales que tengan unos costes de producción más elevados que los de las empresas que producen en el exterior. El análisis económico de tipo más estático concluye que un arancel que grave la importación de un bien tiene un coste en términos de eficiencia para los ciudadanos que se mide por la suma del excedente del consumidor perdido en las unidades que deja de consumir por la subida del precio más el coste de oportunidad de los recursos empleados en incrementar ineficientemente la producción nacional por encima del coste de comprar el bien en el mercado internacional. No obstante, se puede defender que, en determinadas circunstancias, los aranceles pueden servir para proteger a las industrias nacientes y permitir su desarrollo. Unas industrias que en ausencia de protección, no habrían podido crecer hasta alcanzar el necesario nivel de eficiencia productiva (véase comercio estratégico) debido a la competencia exterior. El problema, sin embargo, es como garantizar que la protección no se traduzca precisamente en todo lo contrario, en la consolidación de empresas ineficientes al no contar con el acicate de la competencia. En todo caso, en la actualidad en la UE la mayoría de productos industriales no tienen arancel o lo tienen muy bajo, siendo la protección media del 3,5 %. Otra cuestión son los productos agrícolas, con un nivel de protección mucho más alto. arrastre, efecto ejemplo de externalidad positiva en la función de demanda individual que se manifiesta en que la demanda de un bien ya no dependería solamente de su precio, del de los demás bienes y de la renta monetaria del individuo en cuestión, sino también de la cantidad que agregadamente se consume. Aparecerá un efecto de arrastre siempre que se observe una situación en la que cada individuo desea más de un bien conforme más es comprado por el resto de los consumidores, ya sea para parecerse a ellos -como sucede con la moda- o por el mayor el partido o utilidad que el individuo le saca al bien que compra según aumenta el uso que hacen los demás -como sucede por ejemplo con el uso de Internet- (véase externalidad de red). Formalmente, se tendría que la función de demanda de un bien Q sería: Q = F (P, Q) F1 = (δF /δP) < 0 (por ser la curva de demanda decreciente respecto a su propio precio) F2 = (δF /δQ) > 0 (por efecto arrastre) donde P es el precio y Q representa la cantidad comprada del bien Tomando la diferencial total de la función de demanda, se tiene d Q = (δF /δP) dP + (δF /δQ) dQ = F1 dP + F2 dQ de dónde:
(d Q / dP) = F1 / ( 1- F2 )
Es decir que la curva de demanda de mercado de un bien para el que existe un efecto arrastre tiene una mayor elásticidad que en su ausencia pues la caída en su precio tiene dos efectos superpuestos: el efecto precio
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habitual más el efecto arrastre. Este efecto puede ser tan fuerte como para hacer que pueda haber algún tramo en que la curva de demanda de mercado sea creciente (tal cosa pasaría si F2 > 1). asalarización proceso por el cual los trabajadores dejan de trabajar por cuenta propia y pasan a trabajar como empleados por cuenta ajena. Si definimos la tasa de asalarización como el porcentaje de trabajadores por cuenta ajena con respecto al total de ocupados, el desarrollo de la economía de mercado va ineludiblemente unido a un aumento de esta tasa. Por ejemplo, en España, en 1955 la tasa de asalarización era tan sólo del 54 %, frente al 81 % en 2002, un valor que todavía está por debajo del de los países de renta más alta que se sitúa por encima del 90 %. Este proceso de asalarización está ligado a la mayor eficiencia de las empresas frente al trabajo autónomo asociada a la existencia de economías de escala y costes de transacción, y a la pérdida de importancia del sector agrícola en las sociedades modernas (véase cambio estructural). No obstante, recientemente se ha detectado un aumento del trabajo autónomo en algunos subsectores del sector servicios, que se explicaría por una opción de las empresas a favor de la subcontratación de algunas de las actividades que antes desarrollaban internamente. Este proceso se habría visto facilitado por las características de las nuevas tecnologías de la información. austriaca, economía la escuela austriaca se desarrolla a partir de la obra de Carl Menger (1840-1921), uno de los artífices de la llamada “revolución marginalista” de la década de 1870, que consagraría una teoría del valor subjetiva basada en la utilidad, marcando una ruptura con los economistas clásicos e inaugurando el nacimiento de la economía neoclásica. Entre sus discípulos destacan Eugen von Böhm-Bawerk (1851-1914), Ludwig von Mises (1881-1973) y Friederick A. von Hayeck (1889-1992), premio Nobel de Economía en 1976. Aunque la escuela austriaca comparte muchos elementos con el análisis económico neoclásico, como su creencia en la superioridad del mercado como mecanismo de asignación, la existencia de rendimientos decrecientes, su defensa de un individualismo metodológico extremo, según el cuál todos los fenómenos sociales se pueden reducir a fenómenos referentes a individuos o relaciones entre individuos, etc., existen diferencias sustantivas que permiten hablar de una escuela separada. Entre éstas destacan: (1) Frente al énfasis en el análisis del equilibrio de la economía neoclásica, esta escuela considera que el equilibrio es una construcción teórica proveniente de las ciencias físicas que poca relevancia tiene en los asuntos sociales, donde el objetivo de los agentes a la hora de actuar es precisamente romper cualquier situación estática de “equilibrio” en su búsqueda de beneficios. (2) Precisamente será la búsqueda de esos beneficios extraordinarios por parte de los empresarios (mediante el desarrollo de nuevos productos, nuevos mercados, nuevas formas de producir, etc.) lo que hará del capitalismo un sistema económico dinámico y cambiante. Debido a ello, el empresario innovador en los términos antes señalados - que ve oportunidades de negocio donde otros no las ven- se convierte en el elemento clave del funcionamiento de la economía de mercado. (3) Este proceso de desequibrio, sin embargo, nunca alcanzará situaciones socialmente destructivas o explosivas en cuanto que el propio mecanismo de mercado, orden espontáneo en terminología de Hayeck, fruto de la acción humana, pero no del diseño humano, sienta las bases para su control y corrección. (4) Los economistas austriacos confieren una gran importancia al estudio de la incertidumbre, bien ausente del análisis neoclásico, o bien presente sólo en la forma de riesgo, mucho menos dañina para los análisis de equilibrio. La mayor importancia concedida a
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la incertidumbre servirá a los defensores de esta escuela para explicar la superioridad del capitalismo frente a otros sistemas de organización social, en la medida en que la naturaleza descentralizada de la economía de mercado sería la más adecuada para enfrentarse a este tipo de situaciones. (5) Estos dos elementos: desequilibrio e incertidumbre son los que subyacen a su rechazo del uso (abuso desde su punto de vista) que el análisis económico dominante hace del lenguaje matemático, un rechazo que aparece en Menger y se mantiene desde entonces. (6) Por último, en su defensa de la economía de mercado, esta escuela presenta un rechazo frontal a cualquier tipo de intervención del Estado (orden designado en terminología de Hayeck) en la economía. Así, por ejemplo, se rechaza la propia existencia de los Bancos Centrales, abogando por un funcionamiento libre del mercado de dinero (de su oferta y de su demanda) como si de cualquier otro bien privado se tratara, despojando también al Estado de su papel redistributivo al suscribir un enfoque de la justicia según el cual toda transacción voluntaria en el mercado, por el mero hecho de serlo, es justa. autarquía opción de política económica que rechaza el comercio internacional y propone la autosuficiencia a todos los niveles de la economía de un país. Objetivo social de las sociedades llamadas primitivas como nos cuentan los antropólogos económicos, aparece ligada en tiempos más modernos a ideologías nacionalistas y totalitarias, y su puesta en práctica ha estado asociada con períodos de grave decadencia económica, de lo cual España en la década de los cuarenta es un magnífico ejemplo. aversión al riesgo característica psicológica de los agentes económicos que no están dispuestos a participar en un juego justo (aquel cuyo valor esperado es cero). Correspondientemente, un agente con amor al riesgo estaría siempre dispuesto a participar en un juego justo, en tanto que uno que fuese neutral ante el riesgo le resultaría indiferente el así hacerlo. En economía es habitual supone que los agentes tienen por lo general aversión al riesgo, un comportamiento enteramente congruente con el supuesto de utilidad marginal decreciente de la renta o de la riqueza, UMAW. En efecto, si la UMAW es decreciente, ello se traduce en que en un juego justo que ofrezca la posibilidad de ganar X € con probabilidad p y de perder esa misma cantidad con probabilidad (1-p), la ganancia de X € genera menos utilidad adicional que la pérdida de utilidad asociada a que se pierdan los X €, por lo que ningún agente racional con una UMAW decreciente aceptaría un juego así. Es decir, que la UMAW decreciente es equivalente a la aversión al riesgo. El que un agente con aversión al riesgo nunca esté dispuesto a participar en un juego justo que le ofrezca la posibilidad de ganar una cantidad H con probabilidad p o de perder esa misma cantidad con probabilidad (1-p), significa, a la inversa, que estará dispuesto a pagar por no participar en él, es decir por estar o permanecer en un estado de no riesgo, seguridad o certeza. Este es el fundamento de los seguros. La cantidad o prima, PR, máxima que tal agente estaría dispuesto a pagar por ese seguro sería aquella que de pagarla, le dejase en una situación tal que fuera indiferente entre contratar el seguro o participar en el juego, es decir, arriesgarse. Esta cantidad sería aquella que hiciese que la utilidad esperada del juego fuese igual a la utilidad cierta que se tiene cuando se ha suscrito el seguro, U (W- PR): U (W- PR) = p. U(W+ H) + (1-p) U(W- H) Se demuestra sin demasiada dificultad que la prima PR depende positivamente del grado de aversión al riesgo del agente y de la varianza del juego.
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B balanza de pagos documento contable que recoge las transacciones económicas realizadas entre un país y el exterior. El principio que rige la organización de la información de la balanza de pagos es el de contabilidad por partida doble, que significa que toda transacción da lugar a dos anotaciones, una que refleja la entrada –en el caso de importaciones- o salida –en el caso de exportaciones- del bien, servicio o activo objeto de comercio, y otra que recoge la contrapartida monetaria asociada a esta exportación o importación (en el primer caso, una salida de divisas y, en el segundo, una entrada de divisas). Ello implica que la balanza de pagos, BP, siempre tiene que estar equilibrada, en el sentido contable de que cada salida tiene su entrada correspondiente. Cuestión distinta, sin embargo, es que estén equilibradas las distintas partes que conforman BP. En efecto, atendiendo a la distinta naturaleza de los intercambios económicos con el exterior la BP se divide en tres cuentas o balanzas principales: balanza corriente, de capital y financiera. La balanza por cuenta corriente se subdivide a su vez en cuatro balanzas básicas que registran el movimiento de bienes, servicios, rentas (incluyendo las rentas de inversión) y transferencias corrientes (por ejemplo, las realizadas por los emigrantes). La balanza por cuenta de capital recoge las transferencias de capital (cuya partida más importante en el caso español es la correspondiente a los fondos comunitarios para el desarrollo regional destinados a nuestro país.) Por último, la balanza financiera recoge las inversiones, tanto directas, Inversión Extranjera Directa, como en cartera (la compra de activos financieros de todo tipo). Un déficit en la balanza por cuenta corriente, esto es que las exportaciones de bienes y servicios sean menores que las importaciones, una situación que per se, no tendría que ser algo negativo ya que significa que el país en cuestión está utilizando más bienes y servicios del exterior de los que él aporta al resto del mundo, puede compensarse o “financiarse” con un superávit en la cuenta de capital; y a la inversa. Otra cuestión es la sostenibilidad de tal situación, ya que, en última instancia, esa incapacidad por parte de un país para financiar sus importaciones con sus exportaciones muy probablemente genere una pérdida de confianza en su economía, por lo que las necesidades de financiación del exterior acabarán generando presiones tendentes a la devaluación de su moneda. Ahora bien, el hecho de que la devaluación garantice el equilibrio en el mercado de divisas y por tanto el equilibrio conjunto en la BP, no resuelve todos los problemas, ya que el recurso a la devaluación no garantiza que el déficit por cuenta corriente vaya a corregirse automáticamente, más aún si como consecuencia de la depreciación, que hace subir el precio en moneda nacional de los productos importados, se produce inflación que contribuye a deteriorar la competitividad internacional de los productos de exportación. Al considerar las medidas de ajuste de la BP se ha de prestar por lo tanto atención prioritaria a la balanza por cuenta corriente si el interés fundamental radica en el funcionamiento de la economía real y no en
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el mero equilibrio financiero contable. Existen a este respecto, tres planteamientos básicos que responden a las posibles causas del déficit comercial. El primero, que se conoce como el planteamiento de las elasticidades, ve el déficit como consecuencia de unos precios relativos distorsionados o la falta de competitividad comercial, por lo que el ajuste debiera producirse mediante la corrección de esas distorsiones en los precios o la alteración a la baja del precio de los bienes nacionales. Un ajuste que haría aumentar la cantidad de bienes exportada y disminuir la importada, aunque dado que como consecuencia de la devaluación el valor unitario de los bienes exportados ha caído y el de los importados ha subido, la valía de esta medida de ajuste dependerá de la relación entre las elasticidades de la demanda de exportaciones y de importaciones, de forma que cuanto mayor sea la elasticidad precio de los bienes importados y exportados más fácil será alcanzar el equilibrio por esta vía (véase ley de Thirlwall). El segundo enfoque, llamado de absorción, considera que el déficit comercial es consecuencia de unos niveles excesivos de demanda agregada en relación al PIB, por lo que el ajuste debería ir en la línea de una política de contención del gasto mediante la puesta en marcha de políticas fiscales contractivas. El tercer enfoque, llamado monetario, considera los déficit en cuenta corriente como fruto de un exceso de oferta monetaria, causada, por ejemplo, por ser el tipo de interés real de un país más elevado que el existente en los mercados monetarios del exterior. Esta circunstancia dará lugar a una entrada masiva de capitales del exterior con la consiguiente apreciación de la moneda nacional y la pérdida de competitividad de los productos nacionales. La actuación de política económica adecuada en este caso pasará por corregir ese tipo de interés excesivamente alto mediante las oportunas actuaciones de política monetaria, en este caso expansivas.
Banco Central
el Banco Central, BC, es la institución, normalmente de propiedad pública, dedicada al
control del sistema monetario y de crédito, así como a la supervisión del sistema financiero (esto es, el encargado de la vigilancia del buen comportamiento de los bancos y cajas de ahorro en el desarrollo de su negocio crediticio). Los bancos centrales, además de ser los encargados de la emisión de moneda, cuentan con distintos mecanismos para controlar la oferta monetaria. Entre ellos destaca la fijación de un coeficiente de caja o depósitos obligatorios que los bancos y cajas de ahorro deben que mantener en el BC, en función de los depósitos que tienen, y las “subastas de dinero” mediante las cuales el BC ofrece fondos a los bancos y cajas de ahorro que estos, a su vez ofrecen a sus clientes en forma de créditos. Al fijar el tipo de interés de tales préstamos, el BC estará abaratando o encareciendo los créditos que en última instancia reciben las empresas y los particulares, influyendo de este modo sobre la actividad económica. En la actualidad la corriente dominante en economía defiende la importancia de que los BC actúen con independencia del gobierno, para evitar que éste, en su búsqueda de réditos electorales a corto plazo, desarrolle una política monetaria dirigida a aumentar la cantidad de dinero para financiar gasto público, que pueda generar inflación (véase inconsistencia temporal). Esta práctica de sacar la política monetaria del las competencias del gobierno se enfrenta, sin embargo, a la crítica que aquellos que cuestionan el que una parte importante de la política económica quede fuera del mandato democrático, en el sentido de que se hurtaría a los ciudadanos de la posibilidad de opinar sobre la orientación de la política monetaria mediante el ejercicio del voto. El último ejemplo de esta política de independencia de los bancos centrales lo encontramos en el Banco Central Europeo, con unos estatutos que
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subrayan su independencia con respecto al poder político y un mandato explícito de defensa de la estabilidad de precios, sin prácticamente entrar en otras consideraciones de política económica.
Banco Mundial
concebido en 1945, junto con el FMI, en el momento de crearse el sistema monetario
internacional de la post-guerra, tiene como misión apoyar los esfuerzos de desarrollo económico de los países menos desarrollados. El Banco Mundial, formado en la actualidad por 184 estados, cuenta para ello con fondos propios con los que financiar directamente mediante créditos proyectos de desarrollo, tradicionalmente centrados en la inversión en infraestructuras, realizando así mismo labores de asesoría e investigación en estrategias de desarrollo -el Banco Mundial es en la actualidad uno de los principales centros de investigación sobre cuestiones de desarrollo (www.worldbank.org)-. Los críticos a las tareas desarrolladas por el Banco Mundial denuncian el control que los Estados Unidos tienen sobre el funcionamiento de la institución, así como la imposición de unas políticas a los países que pretenden beneficiarse de sus créditos que, en su opinión no han mejorado el nivel de vida de la mayoría de la población y que suponen una limitación a la capacidad para tomar decisiones de sus gobiernos.
barreras de entrada
en un mercado se dice que existen barreras de entrada cuando las empresas
potencialmente entrantes a ese mercado se enfrentan con costes que no tienen (o han tenido) las empresas instaladas en el mismo. Las barreras de entrada pueden obedecer a la existencia de restricciones legales a la entrada de nuevas empresas (como en el caso de los taxis, donde existe un número fijo de licencias), o a la presencia de restricciones de tipo técnico asociadas al mejor conocimiento del mercado y la tecnología productiva por parte de las empresas instaladas, o al control del abastecimiento de materia prima por parte de éstas. En todos los casos las barreras de entrada dificultan la incorporación de nuevas empresas al mercado y por lo tanto generan una reducción de la competencia. De hecho, la inexistencia de barreras de entrada es una de las características de los mercados competitivos, ya sean éstos definidos de forma estricta, como competencia perfecta, o laxa: mercados atacables. Una forma de detectar la existencia de barreras de entrada es que los precios de mercado sean superiores a los costes medios, ya que si la entrada al mercado fuera libre, unos precios superiores a los costes medios atraerían a nuevas empresas, con lo que aumentaría la oferta y bajaría el precio hasta que éste se igualara al coste medio. El que este ajuste no se produzca puede indicar la existencia de barreras de entradas. barreras no arancelarias son todas aquellas normativas que pretendan, de forma indirecta, dificultar la competencia de los productos extranjeros, impidiendo su entrada en el mercado nacional o encareciéndolos. La existencia de engorrosos trámites de aduanas, la exigencia de pasar rigurosos controles sanitarios, la obligatoriedad de cumplir con una normativa de seguridad diseñada a medida de las características de los bienes fabricados por los productores nacionales son ejemplos de la utilización de legislación con una finalidad distinta a la que supuestamente justifica su existencia, que en los casos anteriores sería el control de las importaciones, y de la salubridad y seguridad de los productos importados. Tradicionalmente se ha considerado que las barreras no arancelarias tienen unos efectos más negativos sobre el comercio que los aranceles al no ser transparentes y generar por lo tanto inseguridad en los intercambios.
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Base Monetaria suma del dinero (papel moneda y moneda) en circulación y las reservas (depósitos obligatorios) que los bancos tienen depositadas en el Banco Central (véase coeficiente de caja). A través del control de la base monetaria el Banco Central puede actuar sobre la cantidad de dinero que hay en una economía (véase política monetaria). beneficios para un contable, los beneficios brutos son la diferencia entre los ingresos totales por ventas y los gastos en sueldos, salarios,
alquileres, materias primas y otros productos comprados en el normal
funcionamiento de una empresa. Los beneficios netos, son los beneficios brutos menos los gastos imputados a la depreciación del equipo capital (también llamados gastos de amortización). Si a los beneficios netos se les detraen los impuestos, queda el excedente que o bien puede ser repartido entre los propietarios de la empresa (como dividendos) o bien puede ser retenido por la empresa para generar unos fondos de reserva o para financiar una nueva inversión. La visión de un economista es distinta. Para él, los beneficios son el excedente que resta en manos de los propietarios de las empresas (que no tienen porqué ser los capitalistas o propietarios del capital, como atestigua la existencia de cooperativas de trabajadores y empresas públicas) una vez que se detraen de los ingresos generados por las ventas todos los costes asociados al proceso de producción y venta. Ello quiere decir que dentro de los costes no sólo habría que incluir los gastos en materias primas y demás factores de producción como los costes por el uso del capital que los capitalistas prestan a la empresa (sean o no sus propietarios) sino también los costes imputados por cualquiera otros servicios que el o los propietarios de la empresa (ya sean trabajadores o capitalistas) presten a la misma, como pueden ser sus capacidades de organización, sus conocimientos técnicos o del mercado, etc. El beneficio económico será pues distinto al beneficio contable en la medida que la contabilidad no incluya estos costes de oportunidad del empresario. El análisis económico predice, por otra parte, que los beneficios económicos (también llamados extraordinarios) de una empresa a diferencia de los beneficios contables (o normales o sea la remuneración normal por la actividad que realiza el empresario incluyendo el coste de uso del capital caso de que el empresario sea también el propietario del capital) están siempre amenazados por las fuerzas competitivas, de modo que si el mercado es de competencia perfecta, en el equilibrio a largo plazo,
ninguna empresa podría obtener
beneficios económicos pues caso contrario, si las empresas de un sector los tuvieran, otras empresas entrarían en el mercado y al hacer aumentar la oferta, ocasionarían una caída en el precio que enjugaría los beneficios extraordinarios. En consecuencia, el análisis económico neoclásico sólo “justifica” la existencia de beneficios económicos o rentas económicas en los sectores no competitivos. Ahora bien, dado que a largo plazo no es fácil mantener barreras de entrada que protejan de la competencia a las empresas de un sector, y, dado también que la separación entre la propiedad y el control de las empresas, propiciada por la expansión de la moderna sociedad anónima, ha limitado sobremanera –por no decir totalmente- cualquier papel económico real que tuviesen los propietarios de las empresas en su gestión o dirección, queda la cuestión de cómo se “justifica” la existencia de beneficios económicos extraordinarios que, como rentas de la propiedad, van a parar a manos de esos empresarios más o menos absentistas que son los titulares de las empresas en las modernas corporaciones. Las alternativas que pueden explicar esos beneficios económicos, esas rentas de la propiedad, no son muchas. En primer lugar, estaría la explicación de la economía marxista, según la cual los beneficios
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resultan de la explotación a que los empresarios capitalistas someten a sus trabajadores. En segundo lugar, la economía austriaca ha justificado los beneficios económicos como el incentivo necesario para que los agentes económicos tomen decisiones de inversión en un contexto siempre aquejado por la incertidumbre (los beneficios no serían el pago del empresario por correr un riesgo, pues éste se puede transformar por medio de un seguro en otro coste más igual al del resto de costes, conocido por tanto para la empresa.) En tercer lugar, se han explicado los beneficios como rendimiento de la actividad innovadora que se traduce –si es exitosa- en la consecución de un monopolio temporal. En la medida que el flujo de innovaciones no cese, esos monopolios temporales ligados a diferentes innovaciones se encadenaran generando un flujo continuo de beneficios. bien complementario es aquel que se consume conjuntamente con otro. Este tipo de bienes se caracteriza por tener demandas que se mueven en la misma dirección: cuando baja el precio de un bien, al aumentar su cantidad demandada, aumenta también la demanda del bien complementario (véase elasticidad cruzada). Los coches y la gasolina son un buen ejemplo de bienes complementarios. bienes creativos/ bienes defensivos atendiendo al tipo de bienestar que proporcionan, los bienes se clasifican en creativos, aquellos cuyo consumo reporta nueva o más utilidad, y defensivos, aquellos cuyo consumo permite recuperar unos niveles de utilidad o bienestar perdido por cualesquiera circunstancias ya sea físicas, económicas o sociales. Son productos o bienes defensivos todos aquellos con los que se intenta impedir o remediar daños, males o incomodidades, por lo que su consumo no aumentaría en términos netos el bienestar de los individuos sino que únicamente liberan o satisfacen una necesidad, devolviéndoles por así decirlo a un nivel cero o “normal” de utilidad o bienestar. Por el contrario, mediante el consumo de bienes creativos los individuos experimentan un nivel de bienestar nuevo o superior por encima del habitual. Aplicando la conocida diferencia conceptual entre la libertad negativa (libertad de algo que entorpece o cohíbe) y la libertad positiva (libertad para hacer o ser algo), está claro que la libertad de los consumidores en el caso de los bienes defensivos es de tipo negativo, en tanto que sería de tipo positivo para los bienes creativos. Un ejemplo patente de bienes defensivos son los medicamentos: nadie los demanda por gusto, sino por necesidad, por obligación, por lo que, consecuentemente, la soberanía de los consumidores –y su libertad de elección- estaría fuertemente mediatizada para este tipo de bienes: no tendrían más remedio que consumir esos bienes so pena de experimentar pérdidas en sus niveles de utilidad. Los gastos en policía, defensa, protección y recuperación medioambiental junto con buena parte de los gastos en educación y otras señales, y en los bienes posicionales, tienen un carácter netamente defensivo. Por el contrario el gasto en bienes creativos sería un auténtico gasto libre, discrecional, no condicionado pues por necesidad inmediata o directa alguna. La distinción entre bienes creativos y defensivos es en muchos casos fundamentalmente de tipo conceptual, lo cual se traduce en que en la realidad cotidiana lo que abunden sean bienes que a la vez presentan características creativas y defensivas. Así, por ejemplo, una comida reúne ambos tipos de características. Por un lado, es un gasto “necesario” para la vida, una necesidad, pero, adicionalmente, puede presentar connotaciones de disfrute gastronómico de tipo inequívocamente creativo. Y, lo mismo sucede con infinidad de otros bienes. Cabe finalmente señalar que, dado que la cifra del PIB no recoge la distinción entre bienes creativos y defensivos, su uso como indicador de crecimiento del bienestar es incorrecto pues una buena parte de los bienes que se producen tiene su origen en la
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demanda que surge del intento de atenuar las consecuencias negativas que el propio crecimiento económico ha supuesto sobre el medioambiente natural y social de los individuos. bien de densidad en esta categoría se incluyen todos aquellos bienes defensivos públicos o privados que se han hecho necesarios por el hecho de vivir en sociedades masificadas o de elevada densidad. Considérese, por poner un ejemplo, las obligaciones que la creciente urbanización impone tanto a los individuos como al sector público sólo en lo que respecta al transporte: el automóvil y sus correspondientes carnets de conducir, seguros y gastos de mantenimiento, protecciones a los peatones, medidas y defensa contra el ruido y la polución, gastos médicos para los accidentados, semáforos, guardias urbanos, etc. Todos ellos son “bienes” que satisfacen necesidades asociadas al tamaño o la densidad social. bien Giffen bienes cuya curva de demanda es creciente de modo que la cantidad demandada del mismo crece al aumentar su precio. Este comportamiento atípico se explicaría por tratarse de bienes de muy baja calidad, de los que los consumidores huyen en cuando aumenta su renta pero que se ven forzados a comprar cuando su renta es baja. En esta situación un aumento de precios, al repercutir negativamente sobre su capacidad adquisitiva puede llevar a los consumidores con pocos ingresos a comprar más y no menos del bien cuyo precio ha aumentado. En términos técnicos serían bienes inferiores con un efecto renta superior al efecto sustitución. Este tipo de bienes son más una posibilidad teórica que un hecho real, ya que desde que el economista inglés Alfred Marshall hiciera referencia a estos bienes en 1890 no se ha detectado ningún caso convincente de un bien Giffen. bien inferior es aquel cuya demanda disminuye al aumentar la renta, y viceversa. Se suele corresponder con bienes baratos y de escasa calidad, de los que los consumidores prescinden cuando aumentan sus ingresos.
bien libre
con este nombre se denominan aquellos bienes que existen en tal abundancia que su disfrute
no está sujeto a ningún coste de oportunidad, pues no son proporcionados por el hombre, no hay que renunciar a nada para acceder a ellos y se dan en tal abundancia que el consumo que un individuo haga de ellos no disminuye lo que queda disponible para el disfrute de cualquier otro. Son bienes que, en consecuencia, no tienen precio y cuyo consumo no está limitado. El que un bien sea libre o no depende de las circunstancias históricas de la sociedad; en Norte América, en tiempos de las colonias, la tierra era un bien libre, debido a su abundancia con respecto a la población (blanca) del momento, poco más de un siglo después había dejado de serlo para convertirse en un bien normal. De igual modo, actualmente, el aire todavía es un bien libre para los consumidores aunque en algunos países haya dejado de serlo para algunas empresas contaminantes que ahora tienen que pagar por el hecho de contaminarlo. Sin embargo, y pese a lo que acaba de decirse, cabe dudar seriamente de que existan o hayan existido alguna vez algún tipo de bienes enteramente libres o gratuitos. Fuera del paraíso donde se puede presumir que el tiempo no existe, aquí en este mundo el tiempo es un factor escaso: no hay más de 24 horas cada día, de modo que el disfrutar de los bienes “libres” requiere usar de ese recurso escaso. Ello significa que aunque los bienes llamados “libres” no tengan un precio explícito sí que
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tienen un precio implícito o precio “sombra” igual al valor del tiempo (es decir, a su coste de oportunidad) que es necesario dedicar para su disfrute.
bien normal
es aquel cuya demanda aumenta al aumentar la renta. Si la demanda aumenta menos que
proporcionalmente al crecimiento de la renta se dice que el bien es necesario, en tanto que si crece más que proporcionalmente se dice que el bien es de lujo o superior (véase elasticidad renta). La segunda residencia en el campo o los buenos vinos son ejemplos claros de bienes de lujo, en tanto que el pan “normal” sería un bien necesario. Obsérvese que si cae la renta el consumidor, en ausencia de otras consideraciones, se desprende antes de los bienes de lujo que de los bienes necesarios.
bien posicional
técnicamente los bienes posicionales son bienes normales o superiores cuya oferta es muy
inelástica o rígida, incluso en el largo plazo. Se trata de bienes cuya escasez no es superable en el curso del crecimiento económico ya sea: (1) por causas naturales (los kilómetros de playas de una determinada zona están dados y no pueden aumentarse y lo mismo sucede con los espacios naturales de valor paisajístico), (2) históricas (no hay más pinturas de los grandes maestros del pasado que las ya existentes salvo excepcionales descubrimientos), (3) de tipo social: la provocada por un entorno social o económico dado. La escasez social puede ser de dos tipos, por un lado puede ser de tipo “técnico”, cuando viene asociada a la misma definición de una pauta social. Así, conforme se asciende en la escala del organigrama de cualquier organización jerárquica va descendiendo el número de puestos disponibles de modo que es difícil saltarse la regla de que sólo puede haber un número uno. Por otro, la escasez social aparece siempre que la calidad de un bien o servicio se vea limitada por el aumento del número de quienes disfrutan del mismo, por lo que la oferta de igual calidad está restringida. Así, por ejemplo, el aumento del número de puestos en un escalón de una jerarquía degrada el significado o valor posicional de ese escalón; de igual manera, el aumento de la población que tenga un título universitario degrada también el valor señalizador o discriminador de ese título. La necesidad de mantener la escasez social define a los bienes Veblen, puesto que en ellos resulta patente que su capacidad como señales de posición social o económica decrece con la difusión de su uso, y también sucede lo mismo con los bienes públicos cuyo consumo está sujeto a congestión. Si la escasez, ya sea natural o social, junto con su elevada elasticidad renta es el elemento definidor de los bienes posicionales, ello permite definirlos de una manera intuitiva como el conjunto formado por “las buenas cosas de la vida”, aquellas cosas a las que sólo puede accederse si se encuentra uno en una buena posición social y/o económica. bien público los bienes públicos se caracterizan por: (1) consumo no rival, es decir, que una persona consuma el bien no impide que otra persona lo consuma simultáneamente, (2) oferta conjunta o consumo no excluyente, es decir, una vez que se proporciona el bien, éste está disponible o se ofrece a todo el mundo por lo que no se puede excluir de su consumo a aquellos que no pagan por su uso. Los bienes públicos pueden ser más o menos puros. Así, por ejemplo, la defensa nacional se suele considerar un bien público puro pues satisface las dos condiciones mencionadas, en tanto que un parque público sería un bien público impuro puesto que, por un lado, se puede vedar su acceso y cobrar por la entrar (a veces se llama bienes club a estos bienes no rivales que permiten imponer un mecanismo de exclusión puesto que su provisión semeja a la que realizan los clubes), y,
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además, está sujeto a congestión, lo que significa que su disfrute o “consumo” es en cierta medida rival, puesto que conforme más gente utiliza el mismo parque, el placer que sacan sus paseantes decrece a partir de cierto nivel de uso. Obsérvese que en buena parte de los casos, el que un bien público sea más o menos puro estará en función del tamaño o la localización del grupo de consumidores que lo usan. Así, en el caso de un bien público puro, el tamaño o la localización del grupo no importa; en tanto que los bienes públicos impuros son en muchos casos bienes locales, es decir, que se dirigen o son usados por colectivos concretos o situados en espacios concretos. En el caso de que un bien sea público puro no se puede confiar en el mercado para su producción, ya que las empresas no podrían excluir de su uso a aquellos que no pagan por el consumo del bien (o sería muy costoso hacerlo), y los individuos no tendrían el menor incentivo en revelar su demanda por el mismo, ya que al ser su oferta conjunta ello se traduce en que una vez producido, el bien estará disponible para todos los individuos, incluso para los “gorrones” o free-riders. Todo ello explica que sea el Sector Público el que se encargue, ya sea produciendo el bien o servicio directamente, ya sea encargando –y financiando- su producción a empresas privadas, de la provisión de este tipo de bienes. Pero surge aquí el problema de definir cuál es el nivel de provisión óptima del bien. Preguntar a los individuos por su demanda de un bien público significa toparse nuevamente con el problema del gorrón, ahora en el sector público, pues los individuos tampoco tienen el menor incentivo a revelar sus verdaderas preferencias o valor que asignan a diferentes cantidades de provisión del bien, puesto que si lo hiciesen ello serviría como señal inequívoca para que el sector público asignase los impuestos necesarios para su financiación repartiéndolos en función de la disponibilidad a pagar así manifestada. Este problema, que no tiene una solución fácil ni siquiera a nivel teórico (aunque se han propuesto algunos esquemas ideales que incentivarían a los individuos a la revelación sincera de sus preferencias, véase, revelación de demanda, mecanismos), puede resolverse algo mejor para el caso de los bienes públicos locales. En ellos, y supuesto que los individuo son relativamente móviles, cabe inducir que los individuos señalizarán sus preferencias por distintos niveles de provisión de los mismos eligiendo vivir en la comunidad local que ofrezca unos niveles de bienes públicos y un sistema de impuestos para financiarlos más adecuado para sus intereses. Los individuos que quieren tener espacios verdes abundantes o un nivel de seguridad más elevado pueden obtener esos bienes públicos optando y “pagando” unos impuestos locales más altos por vivir en comunidades que los ofrecen diferencialmente. “Votar con los pies” es así un mecanismo indirecto -aunque imperfecto- de revelación de demanda de bienes públicos.
bien relacional
tipo de bien público impuro caracterizado porque la utilidad que proporciona su uso o
consumo crece conforme aumenta el número de individuos que lo utilizan, es decir, que a diferencia de los otros bienes públicos impuros, la congestión aumenta la satisfacción que produce el uso. El disfrute que proporciona asistir a un partido de fútbol cuando el estadio está repleto suele ser para los hinchas mucho mayor que si está vacío. Lo mismo pasa con la asistencia a bares de copas y otros lugares de diversión: en ellos la escasa concurrencia disminuye el disfrute, en tanto que la incomodidad cuando el aforo está más que superado lo aumenta. Desde un punto de vista más general, puede decirse que el análisis económico, al concentrarse en el estudio del comportamiento económico del individuo en su búsqueda de bienestar individual, olvida con frecuencia que el hombre, como animal social, busca la compañía y consuelo de sus congéneres, en un proceso
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que contribuye a su bienestar. En la medida en que ese sentimiento de pertenencia a un grupo, esa compañía, puede llegar a ser escasa, podemos considerar a todo ese conjunto de relaciones sociales como un bien que contribuiría al bienestar, igual que otros bienes materiales, pero de distinta naturaleza. La filosofía competitiva consustancial al capitalismo más clásico y el propio proceso de crecimiento económico pueden incidir negativamente en el volumen de bienes relacionales disponibles, reduciendo por lo tanto el impacto positivo que el crecimiento económico tendría sobre el bienestar. bien sustitutivo son aquellos que sirven, hasta cierto grado, para cubrir la misma necesidad o saciar el mismo deseo. Se identifican por que al aumentar el precio de un bien, caería su cantidad demandada y aumentaría la demanda de sus bienes sustitutivos (véase elasticidad cruzada). El transporte interprovincial en tren y autobús sería un caso de bienes sustitutivos.
bien Veblen
se llaman así, a partir de Thornstein Veblen (1857-1929), el economista que los definió, a
aquellos bienes cuyo valor para un individuo se deriva de que otros no los puedan consumir. Dado que el precio de un bien es un factor disuasorio en su demanda, precios más altos de un bien cuando en su demanda está presente el efecto Veblen, tienden a incrementar la cantidad que se demanda del mismo -dentro de ciertos límites- en la medida que su consumo a precios más elevados transmite la señal de que se dispone de una elevada capacidad de pago. El caso de los bienes Veblen es un ejemplo de la presencia de una externalidad en la función de utilidad de un individuo, puesto que en ella influyen positivamente no sólo la cantidad que consuma sino también el precio que paga por ella. Dicho con otras palabras, la compra que se hace de un bien Veblen responde a dos motivos: la utilidad intrínseca que tenga su consumo, y su característica de consumo conspicuo, es decir, el hecho de que los demás vean o sean conscientes de que uno puede permitirse el comprarlos. bienestar el economista Arthur C. Pigou (1877-1959) definió el bienestar económico como el conjunto de factores que influyen sobre el bienestar humano y que pueden medirse utilizando como patrón de medida el dinero. El bienestar de tipo económico, es decir, el nivel de utilidad de un individuo, dependería así sólo de su nivel de renta monetaria, esto es, de su capacidad de compra en el mercado. Más renta implicaría más acceso a bienes, más necesidades satisfechas y, lo que es lo mismo, más bienestar económico; y, en la medida que este tipo de bienestar fuese un elemento importante del bienestar en un sentido más general, a más bienestar económico cabría esperar más bienestar personal. Una vez considerado el nivel de bienestar económico individual cabría plantearse como evaluar el nivel de bienestar económico colectivo o agregado de una sociedad. Pero esa es una cuestión teóricamente compleja. Los niveles de bienestar o de utilidad experimentados subjetivamente son de difícil –por no decir, imposible- medición dadas las técnicas disponibles hoy día (los hedonimómetros todavía no están disponibles), pero aunque lo fuesen no serían comparables entre los distintos individuos, de lo que se deduce que no se podría construir un indicador de bienestar económico agregado a partir de los niveles de utilidad o satisfacción individuales, pues equivaldría a comparar objetos disímiles. Y no acabarían aquí las dificultades, pues sucede que, aun en el caso de que los niveles de utilidad de los distintos individuos fuesen comparables entre sí, que no lo son, el Teorema de Imposibilidad de Arrow
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prescribe que no se pueden agrupar esos niveles individuales en un indicador agregado o función de bienestar social mediante un procedimiento o regla que satisfaga ciertos requisitos mínimos. En suma, que a partir de los supuestos más usuales de la teoría económica no parece que se pueda avanzar mucho en el camino de buscar un indicador agregado del nivel de bienestar económico de una sociedad que sea teóricamente aceptable. Eso, sin embargo, no ha disuadido a los economistas y a los analistas sociales que han usado como criterio operativo de los cambios en el bienestar económico agregado de una sociedad la evolución de la renta nacional real y el modo en que se distribuye entre sus miembros. La justificación ha sido que, dado que la renta le sirve a cada individuo para satisfacer sus necesidades, la suma de las rentas individuales le sirve a la “nación” para solventar las suyas. Son varios los supuestos subyacentes a esta forma de “medir” el bienestar económico agregado (véase función de bienestar social), pero, merece la pena pasarlos por alto sin discutirlos, y centrarse en las implicaciones de este modo tan habitual de entender el bienestar económico agregado. La implicación primera es que un incremento de la renta real nacional sin que su distribución se hiciese menos equitativa (o dicho con otras palabras, una mejora económica de tipo paretiano) vendría a significar que todos los miembros de la sociedad tendrían una mayor capacidad para obtener más bienestar económico. Ahora bien, este enfoque sobre el bienestar económico está sujeto a importantes críticas. Por un lado, deja sin resolver el problema de los cambios económicos que no son mejoras paretianas (cuando algún o algunos sujetos mejoran su posición económica en tanto que otros empeoran), o aquellos otros que son mejoras paretianas pero no equitativas en la medida que aunque aumente la renta de todos los individuos, lo hace aumentando la desigualdad. Incluso sería muy cuestionable el uso del criterio paretiano a la hora de evaluar de los cambios en el bienestar económico aunque estemos en presencia de una inequívoca mejora paretiana de tipo equitativo, pues parece difícilmente sostenible que una mejora del 10% en el bienestar económico de todos los individuos de forma que el que ganara 1 euro pasase a ganar 1,1 y el que ganase 1.000.000 pasase a ganar 1.100.000 fuese considerada por el individuo más pobre como una mejora en su bienestar equivalente a la que ha experimentado el más rico, aunque la desigualdad, medida como se suele hacer en términos relativos, no hubiese aumentado. No es demasiado aventurado suponer que en este ejemplo el individuo más pobre habría considerado el crecimiento proporcional de su renta y de la del más rico como un deterioro en su posición relativa, como una disminución en su poder económico no contemplado en la definición del bienestar económico a partir del nivel de renta y su distribución. Es decir, que la exclusión del concepto de poder económico en la valoración del bienestar económico resta validez a la utilización de la renta real y su distribución como criterios de bienestar. Pero, además, sucede que la idea de que el bienestar económico individual depende sólo de los bienes que se compran en un mercado es muy cuestionable pues sería necesario incorporar los bienes y servicios que no se obtienen en el mercado (como los bienes libres) así como el valor asignado a los efectos externos negativos y positivos que acompañan a los procesos de producción y consumo. Cabe aquí también plantear cómo la consideración de los gastos en bienes defensivos y otros de gastos de señalización aumentan las dudas acerca de la valía de la renta y su distribución como indicadores de bienestar económico. Finalmente, el economista Amartya Sen ha señalado que más que el acceso a los bienes lo que importa a la hora de evaluar el bienestar económico son las capacidades que se tengan para obtener a partir de ellos bienestar. Tener un ordenador nada agrega al bienestar si no se sabe cómo manejarlo. La consideración de las
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capacidades permite ampliar por otro frente el análisis del bienestar económico en la dirección de la necesidad de contar con los elementos (algunos de tipo extraeconómico como, por ejemplo, la libertad política, la democracia, etc.) que permiten expandir esas capacidades sin las cuales el bienestar económico no crece aunque sí lo hagan las dotaciones de bienes a que se tenga acceso. bolsa de valores mercado donde se intercambian activos financieros, principalmente bonos y acciones, pero también derivados financieros como futuros u opciones (véase mercado de futuros y valor opción). La Bolsa es una institución central de la economía de mercado pues facilita la captación de fondos por parte de las empresas mediante la emisión de bonos y acciones, al convertir a éstas en activos fácilmente negociables, esto es, vendibles, en Bolsa. De otra manera, estos activos verían limitado su atractivo ya que los compradores no tendrían tantas facilidades para venderlos en el caso de que decidieran dejar de ser accionistas o acreedores de las empresas. En las últimas dos décadas, sin embargo, la Bolsa ha cobrado un protagonismo económico que va mucho más allá de su papel como mercado secundario o de reventa de activos financieros, al convertirse en un elemento clave de algunas estrategias de crecimiento económico. De este modo, se confía que la revaloración de las acciones que cotizan en Bolsa genere un aumento en la riqueza de los accionistas que se traduzca en un aumento de la demanda y la actividad económica (efecto riqueza). Ello ha llevado a que se primen aquellas medidas de política económica que tienen un efecto positivo sobre la cotización bursátil, como la reducción del tipo de interés (que resta atractivo a otras formas de colocar el ahorro como los depósitos a plazo fijo), la moderación salarial (con su efecto positivo sobre los beneficios empresariales) o la reducción de los impuestos que gravan a los beneficios. A la hora de entender el comportamiento de los mercados bursátiles resulta fundamental el explicitar los mecanismos que definen el comportamiento de los agentes que en ellos participan. Dado que lo que se intercambia en estos mercados son activos cuyo valor depende de lo que se estime que acontecerá en el futuro, es fundamental el supuesto que se haga sobre se cómo se forman las expectativas sobre el futuro. El supuesto de expectativas racionales ha conducido a la llamada “hipótesis de los mercados eficientes”, que defiende que los mercados bursátiles son eficientes, donde por eficiencia aquí se entiende el que el precio o cotización de cualquier activo refleje en todo momento toda la información existente sobre el mismo, incluidas las estimaciones previsibles sobre su rendimiento futuro, por lo que las variaciones en su precio dependerían solamente de la llegada aleatoria e impredecible de nueva información previamente desconocida. La evolución de las cotizaciones se podría entonces describir, en términos estadísticos, como un proceso errático, un paseo aleatorio, que ningún agente podría predecir estadísticamente a partir de la información histórica. Esa aleatoriedad que pudiera interpretarse como irracional o absurda sería, sin embargo, racional. Dicho con otras palabras, frente a lo que sugeriría el sentido común, los precios en un mercado de valores eficiente debieran comportase erráticamente. Si la hipótesis de los mercados eficientes fuera acertada, los sedicentes expertos y analistas financieros, como por ejemplo, los llamados chartistas, que siguen a la hora de pergeñar sus evaluaciones complejos sistemas de predicción estadística a partir de informaciones pasadas o presentes se dedicarían a una tarea inútil, ya que la hipótesis de los mercados eficientes no duda en calificar a tales expertos como equivalentes en fiabilidad a la hora de anticipar el comportamiento futuro de las cotizaciones a los astrólogos. Nadie puede predecir consistentemente el comportamiento del mercado y por
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tanto nadie puede obtener beneficios siguiendo los consejos de los expertos pues nadie puede predecir consistentemente los acontecimientos impredecibles. Hay dos objeciones que pueden esgrimirse contra la hipótesis de los mercados eficientes de activos. La primera cuestiona qué sucedería si todos los agentes, dado que los precios de los activos reflejan toda la información cognoscible, dejaran paradójicamente de buscar nueva información. Los precios, entonces, no reflejarían toda la información y por lo tanto los agentes podrían lograr beneficios actuando a tenor de la información existente. Pero la persecución de los beneficios llevaría a los agentes a buscar mejor información, con lo que, al final, operarían como predice el modelo de los mercados eficientes. Es decir, que los mercados eficientes se autorregulan. La segunda crítica atiende al hecho de que parece que algunos “expertos” son mejores que otros a la hora de “acertar” en sus previsiones, como lo atestigua el que hayan obtenido beneficios extraordinarios a largo plazo, contrariamente a lo que se sigue de la hipótesis. Ahora bien, ello no plantea ningún problema fundamental, pues esos resultados o bien son fruto de información privilegiada –es decir, no disponible para el conjunto de los agentes-, o bien son fruto del azar –a fin de cuentas, siempre hay quien gana la lotería-, o bien son equivalentes a las rentas que algunos agentes obtienen por sus habilidades extraordinarias, al igual que las que obtienen aquellos individuos con habilidades remuneradas diferencialmente en sectores como el deporte, la gestión empresarial, el arte, etc.
Rentas
diferenciales que no invalidan la pertinencia de la conclusión de que no pueden existir beneficios extraordinarios en el largo plazo. Con arreglo a la hipótesis de los mercados eficientes, los mercados de valores aparecen como una institución básica para la eficiencia general de la economía, en la medida que transmiten rápida y de modo relativamente poco costoso la información pertinente para que los agentes tomen las decisiones de inversión más adecuadas ante la llegada de nueva información. Pero frente a esta hipótesis cabe plantearse otra que acentúa su inestabilidad inherente. En opinión de Keynes, la Bolsa se asemejaba a un “concurso de belleza”. En este tipo de concursos lo que más importa a cada individuo a la hora de acertar en la selección del o de la concursante ganador/a no es tanto la opinión personal acerca de la belleza relativa de los candidatos sino la idea que uno tenga sobre la opinión que tienen los demás. En Bolsa, de modo similar, los agentes se comportarían no tanto según sus propias convicciones o creencias respecto a su evolución futura sino atendiendo a las ideas “prevalecientes” en el mercado. El resultado de esta forma de elaborar las expectativas de los agentes, tan distinta de las expectativas racionales, es por ejemplo, que no importa que un agente estime que un activo está sobrevalorado a la hora de operar con él, lo que es decisivo es lo que crean los demás ya que mientras la burbuja especulativa siga creciendo, se podrá beneficiar del alza de las cotizaciones y obtener beneficios, sobre todo si adivina el cambio de tendencia y se anticipa a él jugando a la baja. En la medida en que los agentes en los mercados de valores sigan esas pautas de comportamiento en las que priman los efectos arrastre, éstos mercados tenderán a ser inherentemente inestables, muy sensibles a crisis que se manifiestan en forma de pánicos de venta (las ventas generan una caída de las cotizaciones que lleva a otros accionistas a vender reforzándose la crisis) o, alternativamente, en forma de euforia que se plasma en fiebres compradoras (las compras hacen que suba la cotización de las acciones incentivando la entrada de nuevos compradores y su consiguiente revalorización). En consecuencia, dado el papel que pueden jugar los efectos riqueza, parece claro que tales mercados habrían de estar fuertemente controlados para evitar que su inestabilidad contagie a la economía “real”. La estrategia de ligar el crecimiento económico con los mercados bursátiles parecería pues
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muy cuestionable y ello sin tener en cuenta que, aunque en últimas décadas se haya popularizado la colocación del ahorro en Bolsa, la propiedad de las acciones sigue estando mayoritariamente en manos de la población más rica, con lo que este tipo de política tiene un claro efecto redistributivo hacia este colectivo. burbuja el precio de un activo ya sea físico (como la vivienda) o financiero (como una acción) depende, en cada periodo, de las circunstancias que afectan a su oferta y a su demanda. Pero junto con variables como los costes de producción, los precios de los activos sustitutivos y complementarios y los niveles de riqueza de quienes participan en el mercado, hay que contar, además, con un elemento adicional cual es las expectativas de precios y la consiguiente especulación a que esas expectativas dan lugar. Porque si los oferentes esperan que los precios en el futuro (o precio de reventa) vayan a subir, algunos tratarán de aprovecharse de ello retirando oferta del mercado; en tanto que los demandantes que esperen una subida de precios tratarán de anticiparse a ella adelantando sus compras. El resultado conjunto de ambos procesos (retirada parcial de oferta y aumento de la demanda) es que los precios subirán ya en este periodo, con lo que la expectativa se autocumplirá. En suma, el precio del activo en el periodo t, Pt, dependerán de ese conjunto de variables X que afectan a la oferta y la demanda, y de los precios esperados en el futuro, o periodo t+1, (Pt+1)e : Pt = aX + b (Pt+1)e : donde a y b son parámetros. Si las variables incorporadas en X no cambian, la única fuente de variaciones en los precios será los precios esperados. Si los precios esperados se formasen con arreglo a la siguiente regla de formación: (Pt+1)e = [a/ (1-b) ] X es fácil comprobar que el mercado estaría en un equilibrio estable en el que los precios sólo se modificarían cuando cambiasen las variables incorporadas en X (o los parámetros a y b). P = Pe = [a/ (1-b) ] X P
Pero, claro está, esta es una situación que sólo por el más improbable azar podría darse. Lo habitual será que haya una divergencia entre precios esperados y corrientes, es decir, que el mercado sea “inestable” en el sentido de que los precios fluctúen. Esta fluctuación puede autocorregirse de forma que los precios converjan a un nuevo equilibrio. Pero si los precios suben continuamente por el hecho de que se espera que sigan subiendo, la inestabilidad es explosiva y se asiste a una burbuja especulativa, en la que los precios crecen porque se prevé que van a seguir subiendo de modo que la demanda del activo se sustenta no tanto en su rentabilidad como en su valor de reventa. La existencia de una burbuja especulativa se puede producir tanto si el proceso que siguen los agentes a la hora de formar sus expectativas es adaptativo como si es racional. En este segundo caso, siempre sería posible encontrarse con un precio superior al del equilibrio estable si (Pt+1)e excede Pt y tal precio esperado (Pt+1)e será racional si iguala a Pt+1. A su vez este precio, Pt+1, puede tomar este valor más elevado si se espera que (Pt+2)e sea aún más elevado, y así sucesivamente. Dicho de otra forma, la especulación hará subir los precios corrientes siempre que se espere que el ascenso en los precios futuros sea todavía mayor, y resulta racional esperar que así se comporten los precios conforme sigan esa senda acelerada.
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En presencia de expectativas adaptativas, los precios esperados dependen del comportamiento seguido en los periodos pasados. Un esquema simple, en que la subida de precios en el pasado se traslada a la expectativa de subida en el futuro puede ser: (Pt+1)e = Pt + c (Pt - Pt-1) donde el precio previsto en el periodo t+1 se estima será igual al actual más una proporción c del incremento previo en el precio. Si esta estimación se utiliza en la ecuación de precios anterior se tendría que los precios en el periodo t dependen de los precios en el periodo t-1: Pt = aX + b [Pt + c (Pt - Pt-1)] Pt = (a/ d)X - (b c/d) ( Pt-1) siendo d = [1-b(1+c) ] Si suponemos que las variables incorporadas en X no varían, los precios en t dependerán de los precios en el periodo anterior: ( δ Pt / δ Pt-1) = - (bc/d) De modo que si el valor de los parámetros b y c es tal que (bc/d) sea negativo y mayor en valor absoluto que la unidad, los precios en el periodo t crecen más que en el periodo precedente. Obviamente, ningún precio puede seguir una senda ascendente hasta el infinito. Toda burbuja acaba pinchándose, asistiéndose a un proceso deflacionista en el que los precios entran en una espiral descendente, que tampoco puede continuar indefinidamente. La existencia de burbujas resulta de la mayor importancia cuando afectan a una buena parte de los activos financieros o a un activo de elevado peso en la demanda de consumo, como puede ser el mercado de la vivienda. La razón estriba en que a la hora de financiar sus compras de activos, los agentes adoptan posiciones más arriesgadas fundando su endeudamiento en la esperanza de que los precios sigan subiendo (véase fragilidad financiera). El problema aparece cuando al pincharse la burbuja, la pérdida de valor de los activos arrastra a la economía (por el efecto riqueza) a una deflación de deuda que puede conducir a una recesión económica. burocracia para Gordon Tullock y William Niskanen, economistas de la escuela de la elección pública, la economía puede ofrecer una explicación del comportamiento y efectos de la burocracia del sector público distinta de las habituales de tipo sociológico. Para estos autores, los burócratas como el resto de los individuos se comportan como predice el modelo del homo oeconomicus sólo que, en su caso, la persecución de su propio interés no se puede expresar normalmente como maximización de beneficios monetarios (excepto en caso de soborno) dado que forman parte del sector público y su remuneración no depende de la valoración de mercado de su actividad. En su lugar, lo que intentan maximizar los burócratas es un conjunto más complejo de variables entre las que se puede incluir junto con el sueldo, el poder, el prestigio, las oportunidades de ascenso, la vida tranquila, etc., en una combinación que será particular para cada burócrata y que dependerá de su posición en el escalafón y de sus expectativas de ascenso. Modelizar una lógica del comportamiento burocrático que tenga en cuenta un conjunto de variables objetivo finales tan disperso es imposible, a menos que se encuentre una variable objetivo intermedia cuya consecución sea instrumental a todas ellas en el sentido de que sea necesaria para su realización. Niskanen encuentra que para un burócrata esa variable intermedia es el tamaño del departamento –buró- que dirige o el presupuesto que administra; de modo, que una burocracia se
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define como una organización en la que sus miembros tienen por objetivo maximizar el presupuesto o el tamaño de la organización. Más dinero a su cargo significa más sueldo, más poder, más prestigio, más subordinados, más expectativas de ascenso e incluso más tranquilidad. Por supuesto, esta expansión burocrática es ineficiente, si bien es habitual “justificarla” con el “argumento” de que mientras queden necesidades sociales por cubrir toda expansión es racional. Obviamente, lo es para el burócrata dados sus objetivos, pero no desde el punto de vista social. El gráfico siguiente ofrece una ilustración
para un caso simplificado. La línea D expresa la demanda o valoración social de un
determinado servicio ofrecido por un buró. El coste marginal de la provisión se supone constante e igual a OA. La cantidad óptima del servicio sería por tanto X0 (correspondiente al nivel en que el coste de proveer una unidad adicional del servicio es igual a la valoración social de esa unidad), por lo que el presupuesto óptimo del buró estaría representado por el área OABX0. Ahora bien, el burócrata al cargo del servicio podría argumentar que la valoración social de éste, reflejada en lo que la sociedad estaría dispuesta a pagar por las X0 unidades proporcionadas (es decir, el área OCBX0 incluyendo el excedente del consumidor) supera al presupuesto del buró, y así justificar, acudiendo al hecho de que quedan necesidades por cubrir (siempre quedarán hasta que la curva D no corte al eje de abcisas), que se expanda el presupuesto del buró hasta que iguale a la valoración de la sociedad. Ello llevaría a expandir el tamaño del buró hasta que produjese, por ejemplo, una cantidad como X1, de modo que el presupuesto ampliado fuese equivalente al área OAEX1 igual al área OCBX0. Obsérvese que con este cambio sólo habría ganado el burócrata que habría conseguido convertir el excedente del consumidor que antes estaba en manos de los consumidores del servicio en un “beneficio” no pecuniario ahora en sus manos. La producción del servicio sería ineficiente puesto que el coste marginal de producir cada una de las unidades a partir de la X0 es mayor que el valor social que tienen.
C Demanda social
A
B
E
Xo
X1
O
búsqueda en un entorno de información asimétrica y limitada entre los agentes que operan en un mercado es habitual la existencia de cierta dispersión de los precios (y de los niveles de calidad) de los bienes o servicios que se intercambian. La búsqueda de las condiciones más ventajosas para un agente es un proceso costoso puesto que requiere dedicar tiempo y otros recursos para informarse acerca de ellas, por lo que nunca será óptimo recabar toda la información disponible. Elegir una estrategia de búsqueda de precios (o de nivel de
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calidad), a priori puede no ser lo más adecuado. Si, por ejemplo, un agente encontrara un precio sorprendentemente bajo (o una calidad sorprendentemente alta) en la cuarta tienda inspeccionada, tendría poco sentido seguir buscando. La estrategia de búsqueda consecutiva que resulta ser óptima en una diversidad de circunstancias consiste en que el agente elija un precio (o nivel de calidad) de reserva y acepte el primer precio (o nivel de calidad) que encuentre que sea igual o inferior (o el nivel de calidad superior) al de reserva. La teoría de los procesos de búsqueda establece entonces que el precio (o calidad) de reserva es aquel que iguala el beneficio marginal o ganancia esperada (en términos, por ejemplo, de encontrar un precio medio más bajo o una calidad media más elevada) de prolongar el proceso de búsqueda con el coste marginal de realizar una búsqueda adicional. A partir de este sencillo esquema algunos economistas han propuesto una explicación alternativa de la persistencia del desempleo y de los medios para combatirlo. En efecto, con arreglo a este modelo, los trabajadores desempleados se enfrentan a una diversidad de puestos de trabajo y remuneraciones, por lo que han de realizar un proceso de búsqueda para hallar el más ventajoso. Pero mientras buscan, los trabajadores están y aparecen como desempleados en las estadísticas, y así permanecerán tanto más tiempo cuanto más largo sea el proceso de búsqueda. Según este planteamiento los responsables en buena parte de esta permanencia en las colas del desempleo serían aquellos mecanismos del Estado de Bienestar (como el seguro de desempleo) que se traducen en una atenuación de los costes de búsqueda, puesto que incitarían a los trabajadores desempleados a seguir más tiempo en el paro esperando que surja un trabajo más adecuado para ellos. Las políticas contra el desempleo que se derivan de esta forma de ver las cosas consistirían consecuentemente en hacer que crecieran los costes de la búsqueda (mediante la reducción de las prestaciones de desempleo por ejemplo), y/o en atenuar el beneficio marginal de los procesos de búsqueda adicionales mediante la difusión de mejor información sobre las vacantes y sus condiciones en los mercados de trabajo.
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C caeteris paribus condiciones que se suponen rigen a la hora de proceder al análisis de los efectos de cualquier cambio en una variable económica según las cuales se supone que el resto de variables que influyen el proceso económico permanecen constantes. Las condiciones caeteris paribus están presentes en cualquier análisis de equilibrio parcial. Por ejemplo, a la hora de evaluar los efectos de la bajada del precio de algún bien, concluir, como es lo habitual –si no es un bien Giffen-, que la cantidad demandada del mismo crece es razonar bajo la cláusula caeteris paribus pues en la argumentación detrás de la “ley de la demanda” se está suponiendo que no varían ni el precio de los demás bienes, ni los gustos, preferencias o expectativas de los consumidores, ni la cantidad de renta de la que disponen, ni cómo se distribuye ésta.
cambio estructural
el proceso de crecimiento económico va acompañado por un cambio en la
importancia relativa de los distintos sectores de la economía. Así, el sector agrícola es dominante en las sociedades menos desarrolladas, pudiendo llegar a suponer más de las tres cuartas partes del empleo. Históricamente el crecimiento económico se ha visto acompañado por una caída del peso del sector agrícola a favor del sector industrial, en primer lugar, y de ambos a favor del sector servicios con posterioridad. A modo de ejemplo, en 1960 la agricultura ocupaba en España al 40 % de la población activa, porcentaje que a finales de siglo se situaba por debajo del 7%. De esta forma, mientras que en Alemania la aportación del sector primario (agricultura, ganadería y pesca), secundario (industria y construcción) y terciario (servicios) es respectivamente, de 3 %, 35 % y 63 %, en un países de renta baja como Gabón los valores son de 52 %, 16 % y 32 %. En todo caso, mientras que en los países de renta alta el proceso de cambio ha seguido el orden agricultura → industria → servicios, en muchos países de renta baja el cambio estructural ha favorecido a los servicios sin pasar previamente por una etapa de crecimiento industrial. Un proceso que se explica al ser la categoría de servicios en cierto modo un cajón de sastre, incluyendo desde actividades altamente tecnificadas, como comunicaciones o banca, a otras muy intensivas en mano de obra, como comercio minorista, de forma que detrás del sector servicios en países de renta alta y baja tenemos actividades muy distintas. El proceso de cambio estructural tiene implicaciones importantes sobre el comportamiento de la productividad, puesto que el sector industrial tiene habitualmente una productividad más elevada que el agrícola, el paso de trabajadores de la agricultura a la industria redunda en un aumento de la productividad, facilitando la convergencia de PIB per capita entre países. Por el contrario, en la medida en que el sector servicios esta formado en gran parte por actividades intensivas en mano de obra, en muchos casos poco cualificada, el crecimiento de este sector a costa del sector industrial puede repercutir en una caída en el crecimiento de la productividad. La incorporación de las nuevas tecnologías de la información al sector
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servicios podría sin embargo reducir el impacto negativo que la “terciarización” de la economía ha tenido en el pasado sobre el crecimiento de la productividad. cambio técnico mejora en los conocimientos relacionados con los procesos productivos que posibilita el aumento de la producción o la calidad de los bienes producidos sin incrementar los inputs. El cambio técnico puede materializarse en nueva maquinaria, nuevos conocimientos de los trabajadores, nuevas formas de organización del trabajo, nuevos productos, etc. Por sus distintas implicaciones se puede hablar de innovaciones de procesos, cuando el cambio técnico afecta a la forma de producir, pero no al producto, e innovaciones de productos. En el primer caso el cambio técnico reducirá los costes, mientras que el segundo caso supondrá la aparición de nuevos productos, que en ocasiones desplazarán a otros más antiguos en la satisfacción de determinada necesidad (por ejemplo, luz eléctrica frente a luz de gas). Aunque el cambio técnico está asociado al avance del conocimiento científico, históricamente no es extraño encontrarse casos de avances tecnológicos que antedatan a los correspondientes avances científicos. En lo que a esto respecta, sin embargo, la tecnología moderna se basa cada vez más en la ciencia y por lo tanto el cambio técnico en su avance. Sin duda alguna el cambio técnico es la causa fundamental del crecimiento económico al largo plazo. Mientras que a corto plazo se puede crecer o bien aumentando el uso eficiente que se hace de los recursos ya disponibles (capital, trabajo y recursos naturales), o bien aumentando éstos mediante la inversión ya sea en capital físico o humano, a largo plazo el cambio técnico es el que explica el crecimiento económico en términos de PIB per capita (véase contabilidad del crecimiento). Aunque el conocimiento de los factores determinantes del cambio técnico dista de ser completo, se sabe que éste responde tanto a factores de demanda como factores de oferta e institucionales. Así la demanda actuaría señalando una necesidad no satisfecha y por lo tanto una posibilidad de beneficio e indicaría el objetivo. Alternativamente, muchas de las grandes innovaciones responden a acontecimientos que se producen sin una conexión directa con el mercado, siendo resultado de un proceso autónomo de mejora del conocimiento técnico que luego se lleva al mercado para probar su rentabilidad, esto es, generan su propia demanda. Por último, es importante señalar que la generación de nuevos conocimientos (invención, I) y su de conversión en nuevos productos o procesos (desarrollo e innovación, D+i) exige de un marco institucional favorable. En lo que a esto respecta, se debate qué estructura de mercado es más favorable para el progreso técnico, ya que mientras que hay argumentos para defender que un entorno más competitivo será el caldo de cultivo más favorable a la hora de incentivar el progreso técnico, también se ha argumentado, al contrario, que los mayores beneficios asociados al monopolio dotarán a las empresas de los recursos e incentivos necesarios para llevar a cabo los procesos de I+D+i. (véase eficiencia dinámica). Así mismo hay que señalar que los nuevos conocimientos tienen un componente de bien público ya que una vez descubierto un nuevo producto o proceso éste puede ser fácilmente copiado, por lo que a menos que institucionalmente se conceda al inventor un derecho temporal de explotación exclusiva de lo inventado (véase patentes), el incentivo a la invención se verá seriamente reducido. La importancia del marco institucional favorable al progreso técnico resulta evidente cuando se comprueba como la historia de la humanidad está llena de avances tecnológicos que tuvieron que esperar mucho tiempo para revelar su potencial de crecimiento. En la actualidad, los países desarrollados cuentan con sistemas tecnológicos, I+D+i, que
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absorben entre el 2 y el 3 % del PIB habiéndose convertido la innovación en una parte rutinaria de la actividad productiva de las empresas, en especial de las grandes. Es importante señalar que alrededor de la mitad del gasto en I+D corresponde a gasto público, lo que se explica tanto por el alto nivel de incertidumbre relacionado con las actividades de I+D+i, como por la existencia de efectos externos, fruto de la incapacidad de las patentes para garantizar totalmente el uso exclusivo de las innovaciones por parte de las empresas que la realizan, así como por el efecto positivo que el aumento del conocimiento en un área de la actividad económica puede tener sobre otras áreas conexas. Desde una aproximación microeconómica el cambio técnico se clasifica en incorporado y desincorporado, siendo el primero aquel que se materializa en nuevas máquinas y bienes o servicios y el desincorporado aquel que afecta de forma simultánea al conjunto de los factores de producción (véase productividad total de los factores). En lo que se refiere a esta última cuestión, es habitual distinguir entre progreso técnico neutral, ahorrador de capital y ahorrador de trabajo, atendiendo al impacto que la nueva tecnología tenga sobre la relación capital trabajo (en ausencia de cambios en los precios de los factores). El progreso técnico será neutral cuando afecte en la misma medida a la productividad del trabajo y del capital, dejando por lo tanto invariable después de la adopción del cambio técnico la relación capital trabajo de la economía. Por el contrario el progreso técnico no será neutral si afecta con distinta intensidad a la productividad del trabajo y del capital. Se llama ahorrador de trabajo al progreso técnico que aumente diferencialmente la productividad del trabajo, y se llama ahorrador de capital al progreso técnico que favorece relativamente la productividad del capital. No obstante, el tipo de progreso técnico que se produzca vendrá frecuentemente, aunque no sólo, determinado por los cambios que se produzcan en los mercados de factores. Así, cuando el factor trabajo se encarezca con respecto al capital será de esperar que los esfuerzos de desarrollo tecnológico se dirijan a la creación de nuevas formas de producir que ahorren del factor ahora más caro, en este caso el trabajo, intensificándose la utilización del capital en los procesos productivos. Por el contrario, en aquellos países con abundancia de mano de obra y salarios bajos, las tecnologías desarrolladas tenderán a tener un sesgo favorable a la utilización de ese factor. El crecimiento tendencial de los salarios asociado al crecimiento económico explicaría, a la vez que también es explicado por, la mayor intensidad de capital de las tecnologías ahorradoras de trabajo desarrolladas en estos países de renta alta con respecto a las vigentes en otras partes del mundo con menor nivel de renta. capacidad productiva ociosa véase utilización del capital
capital
capital es cualquier “bien” que una vez producido es capaz de generar un flujo de renta en periodos
futuros. En su acepción más tradicional el capital por excelencia es el capital físico, las máquinas, que habiendo sido producidas por otras máquinas y mano de obra, son capaces a su vez de producir bienes o servicios. Como tal, capital y trabajo son los factores esenciales de la actividad económica y el crecimiento. De hecho una de las diferencias principales entre países desarrollados y menos desarrollados es la distinta dotación de capital que hay en sus economías, con mayor dotación en los países más avanzados. Esta constatación llevó a pensar que el desarrollo era tan sólo una cuestión de acumulación de capital, que bastaría con incrementar éste mediante un aumento de la inversión para generar crecimiento económico. Con el paso
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del tiempo y tras muchas experiencias frustradas se ha comprobado que el capital, por si sólo, no genera crecimiento, siendo necesario que se de una combinación más difícil de alcanzar de capital, iniciativa empresarial, incentivos, buen gobierno, capital humano, etcétera. En todo caso, en términos generales sí se puede decir que aquellas tecnologías más intensivas en capital están asociadas con mayores niveles de productividad. En la actualidad junto con el capital físico existe, cada vez con más importancia, un capital intangible, que consiste en la capacidad de desarrollar una idea o concepto. Así hay empresas que no disponen de maquinaria, y simplemente subcontratan la producción a otras empresas a lo largo del mundo (Nike es una de ellas, con más de 900 subcontratistas), limitándose a idear, desarrollar y distribuir sus productos, sin fabricarlos directamente. La importancia que está cobrando este tipo de “capital” exige revisar muchos de los planteamientos tradicionales de la economía, entre ellos el sistema de calcular el valor de las empresas. La acepción de capital como aquello, ya sea físico, conocimientos (véase capital humano) o ideas, que sirve para producir, es distinta de la acepción vulgar del término, que asocia el capital con la posesión de una cantidad de dinero. En ese caso estaríamos hablando de otro tipo de capital, el capital financiero, con un papel muy distinto en el proceso productivo, ya que éste no participa directamente en el proceso de creación de renta, sino sólo a través de su conversión en capital físico, humano o intangible: esto es, cuando una empresa pide un crédito para realizar una inversión y ampliar su capacidad productiva. Una parte nada desdeñable del capital financiero, sin embargo, no se dedica a estos menesteres y se concentra en la especulación con acciones, divisas u otro tipo de activos financieros ya existentes en el mercado (véase bolsa), y que por lo tanto no dan lugar a nueva inversión. Aunque como se ha visto, desde el punto de vista de la producción el capital físico (un conjunto de maquinaria) es distinto del capital financiero (una suma de dinero), frecuentemente el análisis económico utiliza las dos formas de capital de manera intercambiable, es decir como si el valor monetario del capital, o capital financiero midiese la cantidad de capital que se está utilizando en una economía o en sus distintos sectores. En efecto, la remuneración del capital son los beneficios, mientras que al cociente entre éstos y el stock de capital usado para producirlos se denomina tipo de beneficio, r. El tipo de beneficio por lo tanto se puede entender como la remuneración por unidad de capital que hay que pagar a sus propietarios por el hecho de que éstos permitan que se utilice en la producción de bienes y servicios, de modo que el valor del capital sería igual al producto del tipo de beneficio por la cantidad de capital utilizado (r.K), donde K sería un indicador de la cantidad de capital. Sin embargo este proceder esconde el hecho de que el capital no existe de forma abstracta, sino incorporado en formas concretas aptas para producir sólo determinado tipo de bienes. Este hecho cobra especial trascendencia cuando se procede a medir el capital. En efecto, como se ha dicho, el valor del capital sería el producto de la cantidad de capital por su valor unitario que, según el análisis neoclásico, coincidiría con el valor de su productividad marginal, esto es lo que aporta a la producción una unidad adicional de capital. Ahora bien, para así proceder es necesario saber previamente cuántas unidades de capital físico se están utilizando. Ello no plantearía ningún problema si el capital fuese homogéneo, es decir, si éste fuera un objeto maleable que pudiera adoptar cualquier forma específica de bien de capital, algo así como la “plastilina”, que se pudiese medir en unidades físicas idénticas, por ejemplo en kilos. Si ello fuera posible, la cantidad de capital se mediría de forma similar a como se mide el
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trabajo, para lo que se utiliza una unidad física común, las horas de trabajo, y donde las diferencias de cualificación se reducen a unidades homogéneas, de modo que, por ejemplo, una hora de trabajo cualificado equivalga a cinco horas de trabajo no cualificado. El problema con el capital es que está compuesto, como se ha señalado, de objetos heterogéneos, no siendo posible reducirlos a una unidad física común a la hora de agregarlos (piénsese en la imposibilidad de sumar
ordenadores y azadas). La forma tradicional de resolver este problema y poder sumar objetos
heterogéneos es multiplicar cada bien de capital por su precio, agregando los resultados así medidos de forma que, al final, se alcance una medida del capital expresada en valores monetarios. El problema de carácter lógico que ello supone es que la teoría explícitamente establece que para conocer el precio de un factor es necesario conocer cuanta cantidad del mismo se está utilizando, por lo que entraríamos en un círculo vicioso: para conocer el valor del stock de capital sería necesario conocer los precios de cada uno de los objetos de capital, pero para conocer estos precios es necesario contar con una medida de cuánto capital se dispone. Esta cuestión dio origen a un complejo debate en la década de 1960 y 1970 conocido como la “controversia del capital”. El resultado de esta controversia es que no existe una medida de la cantidad de capital, en términos de un valor agregado de la misma, que sea independiente de la distribución de la renta. Es decir, que no es que la cantidad de capital determine el valor del capital y correspondientemente la parte de la renta que va a sus propietarios, si no que es la distribución de la renta, fruto de consideraciones de carácter sociológico o político (la lucha distributiva) la que determina el valor de la cantidad de capital que se tiene. Un sencillo ejemplo construído a partir de los trabajos de Piero Sraffa (1898-1983) nos ayudará a entender esta cuestión. Supongamos una economía simplificada en la que sólo se producen dos bienes: trigo, T, y hierro, H, con arreglo a la siguiente tabla input-output: Industrias
Input de trigo
Inputs de hierro
Input de trabajo
Output total
Trigo
280 Tn.
12 Tn.
20 h.
575 Tn.
Hierro
8 Tn.
120Tn.
10 h.
25 Tn.
400 Tn.
20 Tn.
Input totales
Como vemos, se trata de una economía con excedente económico puesto que la producción final de bienes supera a la de los inputs utilizados (175 Tn. de trigo y 5 Tn. de hierro). Para que el proceso productivo pueda reproducirse y esté en condiciones de equilibrio es necesario que los precios de los diferentes inputs, PH y PT, el salario, w, y el tipo de beneficio sobre el capital, r, (en este caso los inputs de trigo y hierro utilizados en ambas líneas de producción) guarden determinadas proporciones. En concreto deben satisfacerse las siguientes ecuaciones: (280PT + 120 PH) (1+r) + 20w = 575 PT (8PT + 120 PH) (1+r) + 10w = 25 PH donde PH y PT son los precios del hierro y el trigo respectivamente. Si por ejemplo se toma como unidad de medida, o numerario en el que se expresan todos los precios, el precio del del trigo, de forma que PT sea igual a 1, el sistema se convierte en un sistema de dos ecuaciones y tres
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incógnitas (PH, r y w). Lo que significa que no tiene una solución determinada a menos que una de las variables quede definida exógenamente. Dando por ejemplo un valor concreto al salario, que podría ser el salario de subsistencia, el sistema admite solución: habría un precio del hierro, PH, y del tipo de beneficio, r, que serían congruentes con las condiciones de producción y equilibrio del sistema. Obsérvese, sin embargo, que cada distinto posible valor del salario daría lugar a soluciones diferentes para los otros precios. Correspondientemente, el valor del capital usado en cada sector (280PT + 120 PH) para el caso de la producción de trigo y (8PT + 120PH) para el de hierro, no es independiente del valor de r o w, es decir de cómo se distribuya el valor del excedente generado. Ello significa que las mismas cantidades de capital físico (trigo y hierro) utilizadas en los dos sectores tendrán valores distintos para diferentes valores de w o de r. No hay por lo tanto ninguna medida única de la cantidad de capital independiente de la distribución de la renta. Para unos valores de w o de r el sector de producción de trigo será más intensivo en capital que el de producción de hierro, en tanto que, para otros, sucederá a la inversa. Hablar por tanto de que un sector (por ejemplo, el de producción de hierro) es más intensivo en capital que otro, o que utiliza una relación capital trabajo más elevada no tiene sentido si no se dice que ello depende de los valores de w o de r. En este contexto, incluso sería posible encontrar circunstancias en las que, de modo contrario a lo que predice el análisis neoclásico, incrementos en el valor del capital vayan asociados a aumentos de r, proceso conocido como “reswitching de técnicas”, esto es, que incrementos en el rendimiento del capital estén asociados con procesos de producción más intensivos en capital, resultado éste en absoluta discordancia con la ley de la productividad marginal decreciente que señala que. caeteris paribus, la acumulación de capital va inexorablemente unida a una caída de su productividad marginal. capital humano término que hace referencia al conjunto de conocimientos que tienen los trabajadores con efecto sobre su capacidad de producir (productividad). Una vez considerado el conocimiento como capital, el paso lógico a dar es considerar la educación como inversión, sujeta a los mismos criterios que cualquier otro tipo de inversión. Así, para la escuela del capital humano, liderada por el Nobel de Economía de 1992 Gary Becker, los individuos invertirán en educación cuando su rentabilidad, medida como la diferencia entre el salario de los trabajadores con más y menos educación, sea superior a los costes de la misma, considerando entre éstos el coste de oportunidad de estudiar, que incluiría el salario que se deja de obtener por estudiar en vez de trabajar. Desde esta aproximación, la educación –tanto formal como en el trabajo- aumentaría la productividad de los trabajadores, lo que explicaría la existencia de diferencias salariales. El análisis de Becker tiene implicaciones importantes en términos que quién financia la educación, ya que si son los individuos los que se apropian de los beneficios de la educación, su financiación pública sólo se explicaría por la existencia de externalidades: los individuos no se pueden apropiar de todos los beneficios derivados de su inversión en educación, o por cuestiones de igualdad de oportunidades. Por otra parte, en lo que se refiere a la educación por parte de la empresa o on the job training, ésta sólo debería financiar la educación específica al puesto de trabajo desarrollado por el trabajador en la empresa, que no tendría valor fuera de ésta, pero no la general, que aumentaría el capital humano del trabajador para las demás empresas, aumentando por lo tanto también el riesgo de que éste deje el trabajo, perdiendo la empresa la inversión en educación realizada. Esta circunstancia explicaría la existencia de contratos a largo plazo con fuertes penalizaciones para el trabajador en el caso de
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abandono de la empresa cuando ésta realiza grandes inversiones en capital humano general del que se beneficiaría el trabajador si cambiara de empresa, por ejemplo, los pilotos de aviones en el ejército (véase salarios). Esta visión de la educación se enfrenta a críticas, tanto por la no consideración de otras motivaciones distintas de la crematística a la hora de decidir el tipo de educación a seguir, como por la posibilidad de que la educación sea un filtro del que se valen las empresas a la hora de contratar personal, sin que exista necesariamente una relación con las diferencias en productividad de los individuos. Desde esta aproximación los individuos, al invertir en educación, estarían adquiriendo una señal que les permitiría acceder al mercado de trabajo de forma ventajosa, posibilitándoles diferenciarse de los demás. capital social conjunto de organizaciones sociales, vínculos afectivos de confianza o profesionales, redes y normas sociales que facilitan la coordinación y la cooperación en todos los ámbitos de la sociedad, incluido el económico. Desde el momento en que la actividad económica no se da en el vacío sino en un contexto social, es razonable pensar que el grado de vertebración de la sociedad, la existencia de vínculos entre sus miembros, y su conocimiento y nivel de confianza mutuo repercutirán positivamente en ésta. Todo este conjunto disperso de elementos, recogidos bajo la denominación de capital social, actuaría como un factor más en el proceso productivo, potenciando el impacto de otros inputs, como el capital físico y el humano, sobre la producción. El capital social tendría así un papel relevante a la hora de explicar el crecimiento económico, aunque su efecto no se limitaría a éste, ya que también contribuiría directamente al bienestar al dotar a las personas de una sensación de pertenencia y comunidad. De entre las distintas clasificaciones de capital social es útil distinguir entre lo que en terminología inglesa de denomina bonding social capital, de bond, unir, y bridging social capital, de bridge, puente. El primero, o capital social integrador, haría referencia a los distintos vínculos de unión entre personas, ya sea por su pertenencia a la misma familia, ONG, vecindario o barrio. Vínculo que puede actuar como red de seguridad en situaciones de necesidad. Por su parte, el capital social “puente”, haría referencia a la existencia de redes relacionales que permiten a los individuos trascender su entorno más inmediato y acceder a otros entornos sociales o económicos. Los contactos en empresas o en países extranjeros serían ejemplo de este tipo de capital social que facilitan encontrar un trabajo o emigrar a al extranjero en su búsqueda serían en ambos casos manifestaciones de este tipo de capital social en funcionamiento. Algunos colectivos, como los pobres, normalmente tienen un alto stock de capital social del primer tipo, lo que posibilita su supervivencia en condiciones muy precarias, pero muy poco capital social del segundo tipo, lo que dificulta su promoción socioeconómica. capitalismo véase economía de mercado
cartel
acuerdo entre empresas para controlar el precio mediante la determinación conjunta de la oferta
(véase oligopolio de oferta). El ejemplo más famoso de cartel es la Organización de Países Exportadores de Petróleo, OPEP, que en los años 70 y 80 consiguió fuertes aumentos del precio del petróleo controlando la oferta mediante la limitación de la producción de los países miembros. El sistema de organización más común
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es: (1) se determina cuál es el precio que se quiere conseguir por el bien -en el caso de la OPEP el petróleo- (2) se calcula cuál es la oferta del bien que arrojaría en el mercado un precio igual al elegido y se ajusta la producción total de forma que ésta sea compatible con dicho precio, (3) se distribuye la producción entre los países miembros, de forma que mientras que éstos limiten su producción a la cuota establecida se mantiene el precio deseado (véase colusión).
ciclo económico
la actividad económica está sujeta a cambios en su intensidad, pasando por momentos de
auge y situaciones de recesión. Cuando estas fluctuaciones de actividad siguen una pauta temporal más o menos regular en torno a la tendencia de crecimiento a largo plazo, entonces se habla de ciclos económicos. Es tradicional descomponer el ciclo en cuatro fases, tomando como punto de referencia el valor medio de la variable cuyo comportamiento cíclico se pretende medir: una fase de auge hasta alcanzar un valor máximo, una fase de recesión que se manifestaría en una caída desde el valor máximo hasta el valor medio, la depresión, que recogería la fase de caída desde la media hasta el punto de valor más bajo, y la recuperación que sería el proceso de vuelta hasta alcanzar los valores medios. Desde un punto de vista empírico se pueden clasificar los ciclos según su duración. Así, en el extremo inferior estarían los ciclos estacionales, de duración inferior a un año, y que se explican normalmente por el comportamiento estacional de la demanda –piénsese en la demanda de aparatos de aire acondicionado y ventiladores, por ejemplo-, el extremo opuesto lo ocuparían los llamados ciclos de Kondratiev, los ciclos más largos -tan largos que muchos economistas dudan de su existencia- de origen tecnológico y que abarcarían alrededor de medio siglo. Entre ambos extremos se han identificado, y bautizado, ciclos de tres años (los ciclos de Kitchin), los más estudiados de entre siete y diez años (ciclos de Juglar), y de 15-20 años (ciclos de Kuznets). No sólo existen ciclos de muy distinta duración, sino que éstos difícilmente mostrarán unas características idénticas: cada ciclo es distinto a los demás, lo que ha llevado a muchos autores a dudar de la utilidad del concepto de ciclo y optar por hablar en su lugar de fluctuaciones de la actividad económica. Al igual que la duración de los ciclos es distinta, también puede serlo su naturaleza. En el siglo XIX, la variable que mostraba un comportamiento más cíclico eran los precios, mientras que la producción estaba sujeta a unas oscilaciones mucho menores. Sin embargo, con el cambio de siglo, los precios pasaron a mostrar un comportamiento mucho más estable, en el sentido de ser mucho menos corrientes las deflaciones, mientras que la producción pasó a mostrar un comportamiento cíclico más claro. Cuando se considera conjuntamente la evolución de la producción a corto o medio plazo con la tendencia o el ciclo a más largo plazo, se habla entonces de ciclos de crecimiento, en donde las fases expansivas caracterizadas por el rápido crecimiento se alternan con fases contractivas de crecimiento más lento, que no tiene porqué ser negativo o nulo. En todo caso, la observación de los ciclos de la tasa de crecimiento del PIB a lo largo del siglo pasado pone de manifiesto su mayor intensidad en la primera parte, y la reducción de su amplitud coincidiendo con la puesta en marcha de las políticas contracíciclas keynesianas y la construcción del Estado de Bienestar a partir de la década de 1950. Los primeros intentos de desentrañar la causa y funcionamiento interno de los ciclos, a finales del siglo XIX, se caracterizan por buscar en variables exógenas a la economía el elemento explicativo de los mismos. Tal punto de vista, que ha dominado la teoría de los ciclos, es congruente con una visión del sistema
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económico que acentúa sus características de estabilidad (véase equilibrio general), pero sometido a un bombardeo continuo de shocks o acontecimientos externos. Los modelos de ciclos se diferenciarían entonces por el tipo de “modelo de impulso” o shock externo y por el tipo de “modelo de propagación” que se supone que es capaz de transformar los shocks en una perturbación cíclica en toda una económica. Así, Stanley Jevons (1835-1882), uno de los padres de la microeconomía neoclásica, asociaba los ciclos económicos con las manchas solares y sus efectos sobre la producción agrícola, de forma similar a Henry L. Moore (18691958), que consideraba que es la existencia de ciclos de lluvia de ocho años, y su impacto sobre la producción lo que subyace a los ciclos económicos. Con posterioridad se plantearon multitud de teorías en las que los shocks generadores de los ciclos se situaban dentro del ámbito de la economía y el comportamiento de los agentes económicos, aunque manteniendo la condición de exogeneidad de la variable que desataba el ciclo: aumentos de la liquidez (Hawtrey o Hansen), cambios en las expectativas (Pigou), cambios tecnológicos (Tugan-Baranovsky) o institucionales (Vogel) aparecen como candidatos a causa prima de la perturbación que desataría el ciclo. Pero la asociación de los ciclos con una causa externa, exige también que la variable que desata el ciclo empujando a la economía a una sucesión de auge y depresión tenga a su vez un comportamiento cíclico, algo ausente en la mayoría de las propuestas teóricas planteadas. Existe una tan amplia variedad de teorías de los ciclos económicos que resulta inviable realizar una aproximación siquiera parcial a las mismas. El único modo de proceder consiste en agregar esa diversidad en grupos de teorías que comparten algunos elementos comunes. Recogemos a continuación algunos elementos centrales de cuatro grandes grupos de teorías, dentro de las cuales se enmarcarían la mayoría de teorías explicativas existentes. El primer grupo de teorías sitúa en factores de tipo monetario la causa del comportamiento cíclico de la economía. Estas teorías del ciclo monetario consideran que la fijación de un tipo de interés artificialmente bajo respecto al tipo de interés “natural” asociado a la productividad del capital, generará un aumento de la inversión y de la producción hasta que se agoten las posibilidades de crédito de los bancos y estos procedan a aumentar el tipo de interés, lo que provocará una caída en la demanda y un aumento de la desocupación. Dentro de este grupo merece la pena destacar la interpretación de la escuela austriaca para la cual el ciclo no es algo inherente al funcionamiento de una economía de mercado autoregulada, sino más bien el fruto de la intervención en la oferta monetaria. Para Friedrich August von Hayek, (1889-1992), uno de sus máximos exponentes, la expansión del crédito consecuencia de un tipo de interés artificialmente bajo, y el consiguiente aumento de la demanda de bienes de consumo, generará un aumento del precio de los bienes y de los beneficios de las empresas, cambios que provocarán una reducción de los salarios reales y un aumento de la inversión. La caída de los salario, a su vez, hará que la inversión se dirija hacia tecnologías intensivas en trabajo debido a su menor coste, de forma que el sector de producción de bienes de capital (maquinaria) se verá simultáneamente sujeto a dos fuerza opuestas: por un lado la que surge del aumento de su demanda, al haber más inversión, y por otro la que la disminuye al ser la inversión cada vez más intensiva en trabajo. A partir de un cierto momento, para Hayeck primará el segundo de los factores, con lo que se producirá una caída en la producción del sector y el correspondiente aumento del desempleo que marcará el inicio de la fase depresiva del ciclo. Desde una aproximación alternativa, de corte keynesiano, hay todo un grupo de teorías en las que juega un papel central la interacción del acelerador y el multiplicador, de modo que los ciclos serían el
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resultado más o menos inmediato de la respuesta de la inversión ante un aumento de la renta. Un aumento de la renta, por cualesquiera razones, provocará mediante la mecánica conocida como acelerador un aumento de la inversión (con la que las empresas pretenden dotarse de capacidad productiva con la que hacer frente al aumento de demanda asociado al aumento de la renta), lo que a su vez repercutirá, por el efecto multiplicador, en un aumento mayor de la demanda y producción y correspondientemente de la inversión. Este proceso continúa hasta que se alcanza la plena ocupación de la capacidad instalada, momento en el que se frenará el crecimiento. Esta caída en el crecimiento tendrá, a su vez, una repercusión a la baja en la inversión, que repercutirá en la demanda –también a la baja- provocando la recesión. En tercer lugar, están las llamadas teorías del ciclo real, desarrolladas a partir de los trabajos realizados en la década de 1980 por los premios Nobel de Economía de 2004, Edward C. Prescott y Finn E. Kydlan, que supone una ruptura radical con las teorías anteriores al plantear que detrás de los ciclos se encuentra el comportamiento del cambio técnico y la adaptación de los trabajadores ante tales cambios. De este modo, si por cualquier razón se produce una reducción en el ritmo de cambio técnico, la productividad del trabajo caerá y con ella los salarios, situación ante la cual los trabajadores responderán reduciendo su oferta de trabajo. Esta caída en la oferta de trabajo provocará a su vez la reducción de la producción. Alternativamente, la aceleración del cambio técnico provocará un aumento de la productividad y el correspondiente aumento del salario, al que los trabajadores responderán aumentando su oferta de trabajo, con lo que aumentará la producción. Según esta interpretación, los ciclos estarían provocados por la respuesta óptima de los trabajadores a las fluctuaciones de sus salarios derivadas del distinto ritmo de cambio técnico: los trabajadores aumentarán su demanda de ocio cuando los salarios sean más bajos e incrementaran por contra su oferta de trabajo cuando éstos sean más altos. Como se puede apreciar, esta interpretación hace innecesarias todas las costosas intervenciones anticíclicas realizadas por el sector público con la intención de combatir las fluctuaciones económicas, ya que éstas serían tan sólo el resultado de la respuesta óptima de los trabajadores ante cambios en los salarios derivados de shocks tecnológicos externos. Como señala Larry H. Summers, si esta teoría fuera correcta ello sería equivalente a arrojar a la macroeconomía desarrollada a partir de la revolución keynesiana a la papelera de la historia. No parece sin embargo, que los grandes niveles de desempleo alcanzados en muchos países en las fases depresivas del ciclo se puedan explicar fácilmente como desempleo voluntario fruto de una masiva opción por parte de los trabajadores a favor de más tiempo de ocio. De igual forma, el modelo tampoco explica satisfactoriamente las causas detrás de los shocks tecnológicos que supuestamente son los que desatarían todo el proceso de ajuste. De hecho, la caída en la productividad que se produce en las fases depresivas del ciclo se puede explicar alternativamente más que como un shock exógeno, como la respuesta de las empresas ante la caída de su demanda y su política de no repercutir totalmente esa caída en reducción del empleo. En conjunto, no faltan autores que consideran que esta teoría no es si no un intento de cerrar uno de los problemas teóricos que restaban solidez a la nueva economía clásica, haciendo compatible la existencia de ciclos económicos con los modelos en donde prima el vaciamiento de mercado. En cuarto lugar se puede hablar de un conjunto de aproximaciones al comportamiento cíclico que se inspiran en dinámicas relacionadas con la economía marxista. Con arreglo a este enfoque, en el que el ciclo se genera de forma endógena en el propio sistema económico, la lucha de clases en el terreno de la distribución de la renta sería el motor del comportamiento cíclico con arreglo al siguiente esquema: unos salarios elevados
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en circunstancias cercanas al pleno empleo se traducirían en una menor tasa de beneficios, lo que a su vez llevaría a una menor tasa de inversión y a la caída consiguiente en la tasa de crecimiento (fase contractiva). El consiguiente aumento en el desempleo moderaría los salarios, lo que haría crecer la participación de los beneficios en la renta, estimulando el crecimiento de la inversión, la tasa de crecimiento y el empleo. Esta fase expansiva acabaría conforme, al acercarse al pleno empleo, los salarios volviesen a crecer, comenzando de nuevo la fase contractiva. Es característico de todas las teorías del ciclo reseñadas y otras muchas que no se han recogido en estas páginas su naturaleza mecánica, en el sentido de su alternancia regular; es decir que dada una causa o motor del ciclo, éste se desenvuelve en una sucesión automática y regular de fases alcistas y bajistas en forma de una serie de ondas que, dependiendo de los parámetros usados en las ecuaciones que describen los modelos, se repetirían ya sea con la misma amplitud, con una amplitud creciente (en cuyo caso tendríamos un ciclo divergente que se alejaría cada vez más del “equilibrio”) o decreciente (en que el ciclo se iría convergente acercándose a un nuevo “equilibrio” a expensas de que apareciera una nueva “causa” o shock generador del ciclo). Los ciclos así obtenidos tendrían una regularidad tal que permitiría la predicción de su evolución y su control por parte de las autoridades económicas. Sin embargo, como se ha señalado previamente, en la realidad económica los ciclos se caracterizan por su irregularidad tanto en duración como en amplitud y su comportamiento muy imprevisible: el saber la posición del ciclo en la que una economía se encuentra en un momento dado no garantiza poder predecir automáticamente donde se encontrará en periodos futuros, por lo que la posibilidad de control se ve notablemente reducida. En consecuencia, como señaló Milton Friedman en 1955, la actuación contracíclica de las autoridades económicas podría tanto acentuar las fluctuaciones como atenuarlas. Incluso, a tenor del retardo en la recogida y manipulación de la información económica pertinente, bien pudiera ser que la actuación pública fuese en buena parte de los casos contraproducente: haciendo una política contractiva cuando la economía ya hubiese entrado realmente en la fase recesiva, o haciendo una tardía política expansiva, cuando la economía ya se hubiese recuperado. A la hora de dar cuenta de las irregularidades de los ciclos de la economía real los modelos de ciclo se ven obligados a incorporar variables exógenas de una forma ad-hoc que den cuenta de las mismas. Así, Ragnar Frisch (1895-1973), premio Nobel de Economia de 1969, propuso como forma de salir de la dificultad, que si bien el ciclo generado por un shock exógeno genera un ciclo regular (como sucede con las ondas que genera una piedra que cae en un estanque), la acumulación de shocks exógenos da origen a ciclos irregulares (como sucede con las ondas que se producen cuando son muchas las piedras que caen al estanque). El objetivo del análisis sería por tanto conseguir separar qué elementos intervinientes en la generación de ciclos que se agregan en el ciclo general son más o menos aleatorios o circunstanciales de aquellos más permanentes o estructurales, de modo que la irregularidad observada en el ciclo no impidiera la predicción estadística de su devenir, lo que posibilitaría una política anticíclica relativamente eficaz. Ello ha dado origen a toda una industria econométrica que ha producido una enorme cantidad de modelos estocásticos de ciclos con, por decirlo caritativamente, tasas de acierto en las predicciones que no son para echar las campanas al vuelo una vez que se pasa del muy corto plazo. Por otro lado, las últimas aportaciones a la teoría del ciclo pretenden resolver la cuestión de la irregularidad haciendo uso de la nueva matemática de las dinámicas no lineales o caóticas. En ellas, el
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comportamiento de los agentes económicos, ya sean consumidores o inversores, depende de modo directo del comportamiento de los demás (véase economías de red), dando lugar a interacciones de tipo no lineal. En este contexto, pequeños cambios de comportamiento se amplifican provocando fácilmente perturbaciones cuyo desenvolvimiento cíclico es irregular e impredecible fruto de la característica de dependencia de las condiciones iniciales que definen este tipo de dinámicas: una pequeña variación en esas condiciones iniciales se amplifica de de modo más que proporcional en cuanto a sus efectos. Finalmente, es necesario destacar que una teoría de ciclos es en sí incompleta a la hora de explicar el entero comportamiento dinámico de una economía a menos que incluya a la vez una explicación de la tendencia en torno a la que el ciclo se mueve. ciclo económico político, en el supuesto de que los votantes tengan en cuenta a la hora de votar la situación económica, los gobiernos pueden verse tentados a poner en marcha medidas expansivas de política fiscal antes de las elecciones (reducción de impuestos y/o aumento de transferencias y otro tipo de gasto público) con la finalidad de ganar adeptos entre los votantes (véase elección colectiva). De igual forma, existirían incentivos para posponer cualquier medida contractiva (reducción de gasto o aumento del tipo de interés) hasta después de las elecciones para no “espantar” a los posibles votantes. Si esto fuera así, sería posible identificar un ciclo de gasto público según el cual las medidas expansivas se concentraran justo antes de los periodos electorales, mientras que las medidas contractivas se aplicarían tras éstos. Este fenómeno se conoce como ciclo económico político, en cuanto que sería la política la que marcaría o reforzaría el ciclo económico. Esta narrativa, que de forma anecdótica puede contrastar el lector fijándose en el apretado calendario de inauguraciones de obras públicas que suele preceder a las elecciones de distinto ámbito, y que cuenta con cierta (aunque no abrumadora) confirmación empírica,
entraría en contradicción, sin embargo, con el supuesto de agente
económico racional –que por serlo no se dejaría “engañar” por el calendario de las actuaciones de política económica- y con el supuesto de expectativas racionales, que llevaría al votante a anticipar que antes o después va a tener que pagar por ese aumento del gasto. ciclo vital, teoría aproximación que defiende la conveniencia de estudiar las decisiones de consumo y ahorro de los individuos desde una visión a largo plazo que comprenda toda su vida. Este enfoque parte de la constatación de que los ingresos de las personas son más bajos al comienzo de su vida activa y tras su jubilación, y mayores en los periodos centrales de su vida de trabajo. Si los individuos tienen, como se defiende, preferencia por cierta estabilidad en su consumo a lo largo de la vida, para conseguirlo procederán a endeudarse en los primeros años de vida laboral, ahorrarán en sus años centrales y desahorrarán tras su jubilación, manteniendo así un patrón de consumo relativamente homogéneo a lo largo de su vida. Desde esta aproximación, el perfil de edad de la población es una variable decisiva a la hora de conocer el comportamiento del consumo y ahorro, ya que la población de mayor edad tendrá una tasa de ahorro inferior (o negativa) con respecto a aquella de edad mediana. Esta teoría se enfrenta a varios problemas, entre los que destaca por un lado la tendencia de raíz cultural al ahorro de las personas mayores, en parte con la intención de dejar una herencia, y en parte por precaución o costumbre, y por otra, la incertidumbre con respecto al futuro,
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tanto en lo que se refiere a la esperanza de vida como al perfil de ingresos, que hace difícil que los individuos planifiquen de forma adecuada su comportamiento temporal de ahorro y consumo. Coase, teorema de en presencia de externalidades los costes y/o beneficios privados difieren de los sociales, por lo que dado que los individuos al actuar sólo tienen en cuenta los primeros, ello parecería implicar que por sí solos los mercados no podrían alcanzar la eficiencia económica. Así, por ejemplo, a la hora de decidir usar su propio coche cada individuo tiene en cuenta el precio de la gasolina, el desgaste del vehículo, el precio implícito de su tiempo, etc., pero no tiene en cuenta la contaminación acústica, la polución atmosférica, y los costes para los demás en términos de tiempo perdido en atascos que cada individuo genera con su uso del coche. Muchas de las instituciones y convenciones sociales que regulan los comportamientos privados (las normas de buena educación, la honradez, la preocupación por el qué dirán…) tienen su justificación en el intento de evitar aquellos comportamientos con costes sociales más elevados favoreciendo por contra otros donde los beneficios sociales son claros. Sin embargo, en muchos casos esa aproximación indirecta al problema de las externalidades no es suficiente, de forma que parece que es necesario que una fuerza externa a los individuos –la autoridad estatal- fuerce a los individuos a “internalizar” en su comportamiento esos otros costes y/o beneficios sociales que sus actividades generan. Frente a este punto de vista, Ronald H. Coase, premio Nobel de Economía de 1991, señaló que bajo determinadas circunstancias esa intervención estatal en la economía está de más, de modo que: (a) si los derechos de propiedad están perfecta y claramente definidos (de forma que se sepa con precisión el tipo de uso al que está autorizado cada agente), (b) si los efectos renta son despreciables, y (c) si los costes de transacción o de negociación son de escasa entidad; la libre negociación entre las partes tendrá como resultado la internalización de la externalidad que hubiera entre ellas, alcanzándose un resultado eficiente que sería independiente de cómo estuvieran asignados los derechos de propiedad entre las partes. Resultado que se conoce como Teorema de Coase. Por ejemplo, supongamos que una cervecería utiliza el agua de un río. Aguas arriba está localizada una fábrica de papel que vierte sus residuos en la corriente. Supongamos también que para depurar el agua lo suficiente para poder hacer cerveza, la cervecera tuviera que incurrir en unos costes de 1000 € mensualmente, en tanto que si la fábrica de papel limpiase sus vertidos sólo tendría que hacer frente a unos costes suplementarios de 500 € por mes para eliminar sus productos de desecho hasta el grado necesario para que la cervecera pudiese usar el agua sin ulterior depuración. En principio, parecería de sentido común que el resultado dependería de quién tuviese el derecho a usar el agua y en qué condiciones. Pero no es así. Veamos, si fuera la cervecera quien tuviera el derecho (de propiedad) a usar un agua lo suficientemente limpia para su uso productivo, ello significaría que la papelera motu propio acabaría utilizando un sistema adicional de limpieza, so pena de ser denunciada por la cervecera y obligada a sufragar sus costes de limpieza mensuales. Si, por el contrario, fuese la papelera quien tuviese el derecho (de propiedad) que le autorizase a ensuciar el agua cuanto quisiese, a la cervecera le interesaría pagarle al menos 500 € para que utilizase el sistema de limpieza. El resultado en términos de un agua lo suficientemente limpia para el uso de la cervecera sería pues el mismo independientemente de quién tuviese el derecho a usarla. El coste de evitar la contaminación (500 €
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mensuales) sería plenamente internalizado por la papelera en el primer caso y por la cervecera en el segundo. Este resultado tiene las siguientes implicaciones: 1) en primer lugar, hay que resaltar que la solución alcanzada no excluye que la papelera sigua contaminando. Pero ese nivel de contaminación sería, no obstante eficiente, pues para eliminar totalmente la contaminación habría que, o bien cerrar la fábrica de papel, o bien obligar a que la papelera utilizara unos sistemas de limpieza cuyos costes ninguna de las dos empresas estarían dispuestas a asumir. Obsérvese que los niveles de limpieza por encima de los conseguidos a un coste de 500 € no le valen de nada a la cervecera. Para los economistas pues, y por lo general, existen unos niveles óptimos de contaminación positivos. 2) la subida en los costes de producción por la internalización de los gastos de limpieza se refleja en mayor o menor grado en los precios que pagan o bien los compradores de papel o los de cerveza. Es decir, que son los usuarios finales (junto con los propietarios de los factores productivos) quienes han de pagar por la contaminación que su producción genera ya sea en precios más elevados y/o en niveles de producción más bajos. 3) el resultado alcanzado: la incorporación por parte de la papelera de un sistema de limpieza a un coste de 500 €, es más eficiente que el que la cervecera limpie el agua a un coste de 1000 €. Obsérvese también que, en este caso, aunque ninguna de las dos empresas tuviera ningún derecho de propiedad privada sobre el agua (es decir, si el agua fuese de propiedad común), se alcanzaría el mismo resultado si los costes de negociación fueran nulos ya que la cervecera tendría todos los incentivos a pagarle a la papelera 500 € (y hasta un máximo de 1000 €) por su limpieza, puesto que el hecho de estar aguas arriba es equivalente -en este caso de propiedad común- a que la papelera tenga el derecho de propiedad. Este resultado acentúa la importancia del segundo de los requisitos necesarios para que se pueda aplicar el teorema de Coase. Sólo cuando los costes de transacción (los costes de negociación, información, vigilancia y cumplimiento de los acuerdos) son nulos, los agentes en sus negociaciones alcanzan la eficiencia paretiana. Sin embargo, es muy probable que las partes no puedan negociar con éxito por, al menos, tres importantes razones: en primer lugar, sucede que si los costes de transacción son muy elevados, es posible que no merezca la pena que las dos partes implicadas negocien nada. Supóngase, por ejemplo, que en el caso anterior en vez de tratarse de una empresa cervecera la que está aguas abajo, fuese una pequeña ciudad de 1000 familias cada una de las cuales tuviera que gastar 1 € mensual en limpieza. Los costes de negociación con cada una de ellas puede que hiciesen inviable ningún tipo de acuerdo, o que se alcanzase un resultado subóptimo. Por ejemplo, es más que posible que los costes de negociación sean menos elevados para la empresa que para las familias aisladas En segundo lugar, si las partes adoptan un comportamiento estratégico en la negociación es muy posible que no se pueda llegar a un acuerdo. En la negociación del ejemplo anterior, se tendría que a la papelera le interesaría “hinchar” sus gastos de limpieza si es ella quien tiene el derecho a usar como quiera el agua, pues recibiría una compensación por encima de sus gastos reales de limpieza, en tanto que es a la cervecera a quien le interesaría hacer lo mismo si es a ella a la que asiste el derecho. El resultado puede ser que si alguna de las partes “se pasa” en ese comportamiento estratégico, no se llegue a ningún acuerdo. Por
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ejemplo, si en el primer caso la papelera hincha sus gastos de limpieza hasta los 1001€, no habrá acuerdo, de forma que la limpieza correrá a cargo de la cervecera a un ineficiente coste de 1000€. En tercer lugar, si cualquiera de las partes carece de información acerca de los costes o beneficios sociales de la transacción es más que posible que no se alcance un resultado eficiente, pues simplemente no sabrían cuál es. Finalmente, la aplicación del Teorema de Coase exige que los efectos renta sean despreciables pues si no lo son, entonces sucederá que la asignación de derechos de propiedad alterará el resultado final. La razón de ello es que la distribución de la renta depende de quién reciba los derechos de propiedad pues estos son siempre valiosos. Si esto a su vez altera la valoración que tiene una de las partes de lo que se intercambia, ello se traduce en que la asignación final dependerá de la asignación de derechos de propiedad, contrariamente a lo que afirma Coase. Por ejemplo, supongamos que en el caso anterior se “enfrentan” la papelera y los vecinos de un pueblo aguas abajo. La concesión del derecho a un agua limpia a estos últimos en aplicación del principio de que “quien contamina, paga”, aumentaría su renta y, paralelamente, también lo haría su valoración y demanda de un agua aún más limpia pues la preocupación por los asuntos ecológicos tiene las características de los bienes de lujo. Si, por el contrario, el derecho le fuese concedido a la papelera, de modo que los vecinos del pueblo pagasen a la papelera porque esta realizase la limpieza, los niveles de contaminación del agua tras la negociación serían indudablemente superiores que en el otro caso. Cobb-Douglas, función la función Cobb-Douglas es una forma concreta de función de producción que responde a la siguiente expresión: Y = ALαKβ, donde L representa el input de factor trabajo y K representa el input de factor capital. El valor concreto que tomen α y β tiene implicaciones importantes en lo que se refiere a la relación entre evolución de los inputs y comportamiento de la producción. Así, cuando su suma sea igual a la unidad el output crecerá al mismo ritmo que los inputs, si α +β es mayor que la unidad el output crecerá a un ritmo mayor de lo que lo hagan los inputs, mientras que si α y β es menor que la unidad ocurrirá lo contrario. Estaríamos así en presencia de una función de producción con rendimientos a escala constantes, crecientes o decrecientes respectivamente. Los parámetros α y β recogen, por otra parte, la elasticidad del producto respecto a la utilización de cada factor (trabajo y capital). Adicionalmente, se demuestra que en competencia perfecta α y β reflejarán respectivamente la participación de los salarios y los beneficios en la producción total.
coeficiente de caja
mecanismo utilizado por los bancos centrales para controlar la cantidad de oferta
monetaria que consiste en la obligatoriedad de que los bancos depositen un porcentaje de los depósitos de sus clientes en el Banco Central. En la medida en que los bancos utilizan los fondos que tienen depositados para conceder préstamos aumentando así la oferta monetaria (multiplicador monetario), cuanto mayor sea el coeficiente de caja, c, menor será la capacidad de crear dinero por parte de los bancos. Así, en el caso extremo de que el coeficiente de caja fuera del 100% los bancos tendrían que respaldar cada unidad monetaria depositada por sus clientes con una unidad monetaria depositada por ellos en una cuenta del Banco Central, y por lo tanto la creación de dinero bancario sería nula. Por el contrario, si el coeficiente de caja es del 5 %, eso supone que por cada 100 unidades monetarias depositadas en un banco, éste dispone de 95 (las otras cinco se
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dedicarían a cumplir con el requisito impuesto por el coeficiente de caja y se depositarían en el Banco Central) para conceder créditos. Unos créditos que irán a parar en forma de depósitos a otros bancos y que generarán a su vez más dinero bancario ya que una vez cubierta las reservas obligatorias (95 x c.) el banco dispondrá del remanente para continuar con el proceso de creación de dinero) [95 – 95 x c = 95(1-c) ] y así sucesivamente. colusión acuerdo entre empresas con la finalidad de reducir o evitar la competencia en el mercado en el que operan. Si el acuerdo colusivo tiene éxito el resultado será que las empresas operarán conjuntamente como un monopolio, reduciendo la producción con respecto a la que se alcanzaría en situación de competencia. Por ello la colusión es una práctica perseguida por las leyes de defensa de la competencia, que normalmente limitan la posibilidad de acuerdos entre empresas a aquellos campos, como la investigación y desarrollo, de los que se pueden derivar ventajas para los consumidores. Los acuerdos colusivos serán tanto más fáciles de alcanzar cuanto menor sea el número de empresas del sector y más parecido sea su tamaño y costes (lo que reduce los costes de negociación y control del cumplimiento del acuerdo). Una de las características de los acuerdos colusivos es su alta inestabilidad, ya que si bien las empresas tienen incentivos para alcanzar este tipo de acuerdos, puesto que menos competencia significa mayores beneficios, una vez conseguidos las empresas tienen razones para burlarlos, ya que si todas las empresas mantienen los precios y una empresa incumple el acuerdo y los baja, la empresa que haga trampas conseguirá, mientras el incumplimiento pase desapercibido para las demás, aumentar su cuota de mercado y sus beneficios. Ahora bien, como este incentivo es el mismo para todas las empresas un resultado final probable es que todas acaben haciendo trampas y se rompa el acuerdo. La colusión es la inestable solución cooperativa a un juego no cooperativo del tipo del dilema del prisionero. A la hora de luchar contra los acuerdos colusivos las autoridades de defensa de la competencia se encuentran frecuentemente con la dificultad de probar que dichos acuerdos existen, ya que generalmente no hay pruebas materiales del mismo (las empresas no levantan acta de sus conspiraciones colusivas) y normalmente la mera coincidencia temporal en las políticas aplicadas por las empresas no se considera prueba suficiente, algo que ha llevado a muchos países a incentivar la delación garantizando la inmunidad o un trato especial a las empresas que denuncien la existencia de tales prácticas. comercio estratégico, política de frente a la recomendación genérica del librecambio como la mejor política comercial, en los últimos tiempos se ha defendido el activismo estatal en los asuntos de comercio internacional basándose en la idea de que un país puede crear una ventaja comparativa a través de medidas como la protección arancelaria, las subvenciones y
ayudas fiscales, o las políticas industriales, en sectores
económicos que requieren niveles de producción muy elevados para alcanzar las economías de escala, dan lugar a amplias economías externas,
son de alto riesgo o se caracterizan por ser mercados fuertemente
oligopolizado en el ámbito mundial. Son estas las características típicas de los sectores de alta tecnología (semiconductores, ordenadores, telecomunicaciones, aviación, etc.), y son en este tipo de sectores donde se ha defendido el uso estratégico de la política estatal. El objetivo de esa política comercial intervencionista sería conseguir, gracias al fortalecimiento de esas actividades, generar amplias economías externas y aumentar las perspectivas de crecimiento a largo plazo.
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Si bien las políticas de comercio estratégico pueden teóricamente reforzar la posición de un país en un mercado oligopolizado internacionalmente y sujeto a economías de escala ya que el apoyo a la industria nacional le permitiría a ésta vender a precios más bajos, aumentar su producción y beneficiarse de las economías de escala expulsando a los competidores de otros países, las dificultades de que ese éxito teórico se materialice en la práctica son muy fuertes. En primer lugar, resulta extremadamente difícil elegir a los ganadores a largo plazo, es decir, no es fácil decidir qué sectores serán aquellos que generarán en el futuro economías externas de dimensiones tan grandes como para justificar las medidas de apoyo en el presente. En segundo lugar, puesto que son muchos los países que a la vez intentan apoyar a sus sectores estratégicos, ello se traduce en que los esfuerzos de unos interfieren y anulan los de los otros, de modo que las ganancias potenciales para cada país se ven disminuidas en gran medida. En tercer lugar, si un país tiene éxito en su apoyo a un sector, ese éxito lo consigue a costa del fracaso y las pérdidas de otro u otros que tendrán así todo el incentivo en devolverle el golpe en otros sectores. El MITI (Ministerio de Industria y Comercio Internacional del Japón) ha sido “acusado” de llevar a cabo una política de comercio estratégico en terrenos como el de los semiconductores en el que Japón ha desbancado a los Estados Unidos desde comienzos de la década de 1990. Sin embargo, a la hora de explicar ese éxito muchos economistas acentúan otros factores distintivos japoneses como el énfasis en la educación en matemáticas y ciencias, las tasas más elevadas de inversión y la perspectiva más a largo plazo de las empresas. Por otro lado, fracasos estrepitosos como el Concorde también ponen en duda la capacidad para llevar adelante una política comercial estratégica, por lo que incluso sus impulsores teóricos, en la práctica y dadas las dificultades para su implementación, acaban por defender el librecambio. comercio intraindustrial las teorías clásicas del comercio internacional (ventajas absolutas, ventajas comparativas y modelo de Hecksher-Ohlin) coinciden en señalar que el comercio internacional derivará en una especialización de los países en determinado tipo de productos y sectores, precisamente aquellos que pueden producir de forma más eficiente, de lo que se deduce que el comercio entre países debería ser un comercio en el que se intercambiasen productos muy o bastante diferenciados. Sin embargo, cuando se examinan los flujos comerciales entre países desarrollados se observa que en gran medida éstos exportan e importan los mismos tipos de bienes. Este comercio, denominado comercio intraindustrial, sería el resultado de la política de diferenciación de productos seguida por las empresas, una diferenciación que sólo se puede hacer a un coste razonable si los bienes diferenciados se producen en número suficiente como para aprovechar las economías de escala existentes, lo que a su vez exige que parte de la producción se dirija al mercado exterior. Como resultado tendríamos comercio de bienes distintos pero pertenecientes a la misma categoría genérica de productos (por ejemplo, se importan y exportan coches, pero de distintas categorías y modelos).
competencia
en el análisis económico coexisten interpretaciones muy distintas del concepto de
competencia. En primer lugar, y tal como la concebían los autores clásicos como Adam Smith, por competencia se entiende el proceso por el cual las empresas rivalizan unas con otras intentando aumentar sus ventas y ampliar su cuota de mercado, a costa de las ventas de otras empresas que operan en el mismo mercado. Desde esta aproximación, que coincide con la interpretación habitual de la competencia fuera del
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mundo de los economistas, la competencia es un proceso continuado que se manifiesta mediante cambios en los precios, en los atributos de los productos, en el servicio de venta y postventa, etc. En definitiva una imagen poco compatible con la “pacífica” idea de equilibrio. Alternativamente la competencia se puede entender como una estructura de mercado concreta, la llamada competencia perfecta, que se caracterizaría por el cumplimiento en un determinado sector o industria de las siguientes condiciones: (1) un número elevado de oferentes y demandantes, (2) información perfecta por parte de compradores y vendedores de los precios y niveles de producción y calidad del producto de todas las empresas, (3) un bien homogéneo, es decir, el mismo e idéntico bien sería ofrecido por todas las empresas (4) ausencia de barreras de entrada. Si se cumplen estas condiciones todos los agentes: productores y consumidores, son precio aceptantes. Su único comportamiento económico se reduciría a adaptarse a los precios vigentes en el mercado y consistiría en decidir cada uno de ellos cuanto va a producir y cuanto va a consumir. Cada empresa produciría hasta el punto en que la producción y venta de una unidad adicional le reportase un ingreso (el llamado ingreso marginal) que cubriese exactamente el coste adicional o marginal que la producción de esa unidad supone. Como cuando las empresas están en competencia perfecta, ninguna tiene poder de mercado, o lo que es lo mismo no pueden fijar el precio de venta, ello significa que lo que obtienen por la venta de una unidad adicional es el precio al que la pueden vender. En consecuencia, en competencia perfecta, las empresas deciden llevar su producción hasta el nivel en que el coste marginal es igual al precio de venta. Adicionalmente, en competencia perfecta, en el equilibrio a largo plazo, ninguna empresa puede obtener beneficios extraordinarios por encima del tipo de beneficio normal de la economía que representa el coste de uso por utilizar el capital, pues, caso contrario, la ausencia de barreras de entrada fomentaría la entrada de capitales y empresas de otros sectores donde la rentabilidad fuese menor, produciendo una expansión de la oferta que, al provocar la disminución consiguiente de precios, acabaría con los beneficios extraordinarios de todas las empresas. Si en el equilibrio no hay beneficios ello significa que los ingresos cubren los costes (incluyendo los beneficios normales o valor de los costes de uso del capital), o lo que es lo mismo que el ingreso medio por unidad de producto (o sea el precio por unidad vendida) es igual al coste por unidad o coste medio. Por consiguiente, en el equilibrio competitivo, las empresas producen una cantidad para la que el precio es igual al coste marginal y también al coste medio. Dado que el coste marginal y el medio sólo son iguales para el nivel de producción para el que los costes medios alcanzan su valor mínimo (véase costes), ello significa que en el equilibrio competitivo a largo plazo las empresa producen de modo eficiente, minimizando costes, y utilizando por consiguiente toda la capacidad productiva. Se puede demostrar, finalmente, que los mercados competitivos que cumplen adicionalmente una serie de supuestos adicionales (incluidos bajo la rúbrica de la ausencia de fallos de mercado) alcanzan unos resultados eficientes desde el punto de vista asignativo y productivo general (véase eficiencia y equilibrio general). Curiosamente, en los mercados perfectamente competitivos no se dan ninguna de las características de la competencia clásica, como proceso, ya que las empresas producen bienes iguales (no hay por lo tanto competencia en términos de los atributos de los bienes vendidos) y los venden a un mismo precio (no habiendo tampoco por lo tanto competencia de precios). Cuando se analizan los supuestos de obligado cumplimiento para poder definir un mercado como de competencia perfecta se llega inevitablemente a la conclusión de que esta categoría de mercado es una
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categoría que es, por un lado, problemática en términos de su consistencia interna, y, por otro, ahistórica. En primer lugar, el modelo de competencia perfecta adolece de agudos problemas de fundamentación conceptual. Está, para empezar, la cuestión de quién fija los precios, pues dado que todos los agentes que participarían en un mercado así definido son precio aceptantes, nadie puede fijar el precio (véase ajuste). En segundo lugar, está la cuestión del tipo de interacción entre las empresas. Según el modelo, la relación entre las empresas es indirecta, pues las empresas se relacionan entre sí adaptándose al precio común. Ahora bien, el modelo establece como regla de comportamiento que cada empresa puede producir tanto cuanto quiera sin que ello afecte al precio común de mercado. Intuitivamente esta idea se sustenta en la enorme cantidad de empresas que el modelo supone, de modo que la variación en la producción de cualquier empresa no afecte al precio. Pero, al margen de intuiciones, para que tal cosa suceda de modo estricto es lógicamente necesario que si una empresa aumenta su producción, otra debe disminuirla en la misma medida, pues si no, el incremento en la producción que se produce por el comportamiento expansivo de una empresa se traducirá en un incremento de la cantidad ofrecida en el mercado y la caída consiguiente en el precio. Dicho con otras palabras, para que el modelo se mantenga, es necesario que la interacción entre los niveles de producción de las empresas sea directa, contrariamente a los supuestos del modelo, de modo que si una empresa aumenta su producción haya al menos otra que reduzca compensatoriamente la suya. Finalmente, la noción de equilibrio en un mercado (lo que se conoce como equilibrio parcial) está sujeta a cualificaciones que cuestionan su viabilidad (véase equilibrio). La idea de competencia perfecta es, además, ahistórica, perteneciente no sólo al mundo de las ideas sino al de las idealizaciones, de modo que, en palabras de John B. Clark (1847-1938), “no existe y probablemente nunca existió”. Su utilidad analítica corresponde por ello no tanto al de las herramientas teóricas necesarias para “destripar” el mundo real sino a otra dimensión: la de servir como patrón deseado de estructura de mercado a la hora de juzgar hasta qué punto un sistema compuesto por agentes aislados que toman sus decisiones persiguiendo sus propios intereses (véase homo oeconomicus) puede arrojar resultados ordenados (véase eficiencia). En un mundo de recursos escasos poblado por ese tipo de individuos, el conflicto violento parecería en principio inevitable. Eliminarlo totalmente, buscando la coordinación entre los diversos agentes mediante la regulación y el control de sus comportamientos ya sea por parte de un agente externo (como el estado) o ya mediante la interiorización de normas “morales” que les prescriban el comportamiento socialmente querido, sería, sin embargo, costoso e impredecible a la vez que ineficiente en la medida que los agentes persigan egoístamente sus propios intereses. Un conflicto de baja intensidad en el que los agentes se disputen pacíficamente el uso de los recursos escasos puede ser eficaz en la medida en que, como resultado, los recursos sean asignados a aquellos agentes que puedan sacarles un mayor partido. La competencia perfecta combinaría de este modo la idea de coordinación con la idea de un conflicto domesticado en una suerte de modelo idealizado de interacción económica. A este respecto, es de destacar también el papel que juega el modelo de competencia perfecta como justificación ideológica de las economías de mercado, por mucho que éstas se alejen en la práctica de este modelo. Perspectiva diferente sobre la competencia es la que aporta Joseph A. Schumpeter (1883-1950) y en general los economistas de la escuela austriaca Para estos autores, la clave de la competencia no se encontraría en la existencia de muchas o pocas empresas en un momento dado del tiempo, sino en la movilidad de las posiciones dominantes dentro de un mercado a lo largo del tiempo. La llave del progreso económico
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estaría así en el incentivo que tienen las empresas para desarrollar nuevos productos o procesos productivos que les permitan superar a sus competidores y convertirse en monopolios virtuales en el mercado en el que operan. Una situación que, sin embargo, será temporal, ya que antes o después el resto de las empresas replicarán o incluso mejorarán las innovaciones desarrolladas desbancándole de su posición dominante. El incentivo de alcanzar la condición de monopolio, aunque sea temporal, y los beneficios asociados a dicha condición, serían así el motor de la economía capitalista y las consideraciones de competencia en el corto plazo pasarían a un segundo plano (véase eficiencia dinámica). Para otras acepciones de competencia véase competencia factible, competencia monopolista y mercados atacables.
competencia factible
partiendo de la idea de que la competencia perfecta, en sentido estricto, no existe
en ningún sector el economista americano John B. Clark (1883-1950) propuso en 1940 un nuevo concepto de competencia con la intención de transformar la idea de competencia perfecta en un instrumento útil para el análisis empírico de mercados. Los mercados de competencia factible o practicable (workable competition) se caracterizarían por la existencia de diferencias de precios y atributos en los productos, el recurso a la publicidad y la actuación en un contexto de cierta incertidumbre sobre el comportamiento de los rivales, al tiempo que las empresas obtendrían unos beneficios “suficientes”. Aunque este concepto, por su indefinición, no ha tenido un gran eco en el desarrollo de la Economía, se puede decir que el planteamiento de Clark ha influido en las actuaciones de las autoridades de defensa de la competencia, que en última instancia buscan alcanzar en los mercados una situación similar a la competencia factible.
competencia imperfecta
se denomina competencia imperfecta a todas aquellas estructuras de mercado
caracterizadas por incumplir alguna de las condiciones necesarias para la existencia de competencia perfecta. Estas situaciones comprenden: el monopolio, en donde hay un único oferente, el monopsonio, en donde hay un único demandante, el monopolio bilateral, en donde hay un oferente y un demandante, la competencia monopolista, en donde hay muchos oferentes pero con productos ligeramente diferenciados, y el oligopolio, en donde hay un número reducido de oferentes. Salvo excepciones, como los mercados atacables, los mercados de competencia imperfecta se caracterizan por arrojar unos resultados en términos de eficiencia asignativa y dinámica peores que los de competencia perfecta, siendo por lo tanto el campo natural de aplicación de las políticas de competencia y regulación pública.
competencia monopolista
estructura de mercado caracterizada por la existencia de multitud de
empresas pero que, a diferencia de lo que sucede en competencia perfecta, producen bienes ligeramente diferenciados, de forma que no son perfectamente sustitutivos entre sí a los ojos del consumidor, con lo que cada empresario tiene cierto poder de mercado local de tipo monopolista. Ello se traduce en que la curva de mercado a la que hace frente cada empresa tiene cierta pendiente, pues sólo si baja su precio de venta podrá captar más clientes y vender más. El resultado más distintivo de esta estructura de mercado es que, en el equilibrio a largo plazo, ninguna empresa obtiene beneficios extraordinarios pues, caso contrario, entrarían nuevas empresas a disputárselos, lo que significa que cada empresa produce una cantidad tal que el precio a que se vende es igual al coste medio. Ahora bien, dado que la curva de demanda de cada empresa es
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decreciente, lo anterior significa que, en el equilibrio, cada empresa produce una cantidad inferior a la eficiente, aquella que hace mínimo el coste medio, de forma que este tipo de mercado está asociado a la existencia de exceso de capacidad productiva. Una “ineficiencia” –el tener capacidad instalada ociosa- que se puede interpretar, de modo más positivo, como el coste de la ventaja de poder contar con una producción variada de bienes. competencia perfecta, véase competencia competitividad término, que no concepto analítico, utilizado con profusión en el debate económico que hace referencia a la capacidad de las empresas (aunque en algunos casos se utiliza referido a países completos) para competir en los mercados nacionales e internacionales. Desde el momento en que una empresa puede ser “competitiva” en los mercados por vías muy distintas, realmente el término no nos dice mucho sobre la eficiencia de una economía ni el nivel de bienestar alcanzado. Así, una empresa o país puede basar su competitividad en el pago de salarios bajos y escasas prestaciones sociales, o alternativamente en la existencia de una alta productividad que le permita pagar salarios elevados y contar con prestaciones sociales de calidad. En los dos casos estaríamos en presencia de empresas “competitivas”, y sin embargo el significado económico y social de esa competitividad sería radicalmente distinto.
concentración de mercado
situación en la que un número reducido de empresas controlan una parte
importante de la producción del mercado. Las dos formas más comunes de medir la concentración de mercado son el índice simple de concentración, ICn, y el índice de Hirschman-Herfindhal, IHH. El primero mide la concentración como la cuota de mercado de las principales n empresas. Así, por ejemplo, un IC5 de 0,7 significaría que las principales cinco empresas del mercado analizado aportan un 70 % de la producción del mismo. Por su parte, el IHH se define como la suma de la cuota de mercado de cada empresa elevada al cuadrado. El IHH es un indicador más completo de concentración al tener en cuenta el tamaño de todas las empresas del sector y no sólo el de las n principales. En los dos casos el índice puede tomar valores entre cero y uno, siendo la concentración tanto mayor cuanto mayor sea el valor del índice. conflicto en un entorno ya sea local o general que se defina por la escasez de algún o algunos recursos caben teóricamente dos alternativas para los individuos que los pretenden para satisfacer sus necesidades privadas. O bien se arbitran instituciones que garanticen la cooperación entre los agentes para realizar un uso productivo de los mismos y luego repartirse los resultados (como los son el mercado, la planificación, y las tradiciones, las ideologías y costumbres que regulan los comportamientos); instituciones que, como ocurre con la de mercado, pueden dar cabida a cierto nivel de rivalidad y competencia con el fin de garantizar un uso eficiente de los escasos recursos. O bien, alternativamente, los individuos (solos o agrupados) se disputan los recursos escasos recurriendo al conflicto interindividual o grupal como medio de apropiación, pudiendo llegar a acudir a expedientes como la destrucción del adversario o de sus recursos o incluso a su conversión en una fuente de recursos (la esclavización). No todos los conflictos, si embargo, implican el uso desenfrenado de la violencia. Los hay que, formando parte de un sistema de negociaciones o de distribución, están fuertemente ritualizados y
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regulados, lo cual presupone la existencia de una cooperación previa entre las partes que disputan así como el acuerdo entre ellas respecto a los medios que se pueden utilizar e incluso las reglas que determinan quién se proclama triunfador. Ejemplos de estos conflictos que presuponen y se apoyan sobre un amplio nivel de cooperación son los conflictos industriales (las huelgas y cierres patronales) o aquellos que se ventilan en los tribunales de justicia. La economía neoclásica ha tendido a dar muy escasa importancia al papel del conflicto en la economía. Al acentuar el intercambio voluntario en los mercados competitivos como la forma de interacción económica predominante, el conflicto sólo aparece, y de modo relativamente marginal allí donde el mercado no es competitivo (por ejemplo, en las relaciones entre un sindicato y una empresa, analizadas como un monopolio bilateral), o bien donde el conflicto puro es la forma de “relación” ya que hay individuos que obligan a otros a tomar parte en “intercambios no voluntarios” (como son todos los del tipo de “la bolsa o la vida” ), es decir, en el mundo de la actividades delictivas. En el otro extremo se situaría la economía marxista, que centrada como lo está en el concepto de explotación del trabajo, por fuerza ha de considerar el conflicto (la lucha de clases) como un elemento fundamental conformador de la realidad económica. Es posible que la persistencia –e incluso el aumento en cuanto a su intensidad y efectos- de los conflictos en la realidad social, política y económica del siglo XX, haya sido la razón de que la Economía haya ampliado su punto de mira rebasando el de las interacciones no reducibles a intercambios pacíficos, de modo que ya se puede hablar de una Economía del Conflicto que, a partir de la Economía neoclásica, usa de sus herramientas habituales (racionalidad instrumental, análisis coste-beneficio, teoría de la producción, etc.) para estudiar los conflictos. Por supuesto que “dos no se pelean si no quieren”, de modo que la existencia de preferencias antitéticas como causa primera de los conflictos queda, como es habitual (véase preferencias), fuera de este tipo de análisis, por lo que muchos de los conflictos que han caracterizado la historia y que tienen sus causas en factores extraeconómicos (ideológicos, religiosos, raciales, etc.) quedarían -en principio- fuera del campo de la Economía, en la medida que ésta nada quiera (o pueda) decir sobre los procesos de formación de preferencias, incluidos los de las “preferencias” que algunos grupos tengan por considerar a quienes no son del mismo color, nacionalidad o religión como “enemigos” (si bien, y merece la pena comentarlo, un enfoque económico más amplio bien pudiera encontrar motivaciones económicas subyacentes a esas “preferencias” antitéticas). Pero, al margen de los conflictos asociados a los “gustos”, hay muchos otros en los que el motivo directo y fundamental está en la lucha por la apropiación de recursos para maximizar una función de utilidad donde no aparece el odio al otro o, si surge, es meramente circunstancial, por lo que el comportamiento conflictivo cabe entonces ser estudiado desde el punto de vista de la racionalidad instrumental, como resultado de un cálculo coste-beneficio. Tres son los elementos que pesan en el surgimiento de este tipo de conflictos: a) las percepciones o creencias que los agentes tienen respecto a sus resultados caso de entrar en conflicto. Si las percepciones de los rivales son ampliamente incongruentes (por ejemplo, todos los que se enfrentan creen que acabarán ganando, lo cual es imposible) las posibilidades de que surja un conflicto aumentan. La congruencia en las expectativas asociada, por ejemplo, a una mejor información, disminuiría por tanto las posibilidades de conflicto. Así, si coinciden en la expectativa de quién puede ganar, no habrá lucha pues “dos no pelean si uno no quiere”. El conflicto encuentra un terreno abonado en las asimetrías informacionales.
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b) la tecnología del conflicto. Al igual que se habla de una función de producción de bienes, se puede hablar de una función de éxito que define el resultado de la pugna en función de los inputs o recursos que las partes le dedican, cantidades siempre limitadas puesto que la actividad conflictiva ha de competir en su uso con las otras actividades de producción que también los requieren. Se suele distinguir dos tipos de formas funcionales de la función de éxito: aquella en la que la probabilidad de éxito depende de la magnitud relativa del esfuerzo dedicado a la lucha, y aquella otra en la que la probabilidad de triunfo depende de la diferencia absoluta en los niveles de esfuerzo. En la función de éxito no sólo cuenta la diferencia absoluta o relativa del esfuerzo bélico sino también otros factores como la efectividad técnica de los recursos (asociada al nivel de desarrollo tecnológico de los recursos físicos y humanos que se emplean en el conflicto y su grado de motivación o eficiencia-X) y lo que se conoce como la “decisividad” de los mismos que tiene que ver con el grado en que el esfuerzo bélico que realiza uno de los contendientes se transforma en un mayor éxito, un concepto similar al concepto de rendimientos en la función de producción que recoge la idea del grado en que los aumentos en el esfuerzo bélico aumentan más o menos que proporcionalmente la probabilidad de éxito. Obsérvese, por otro lado, que la incongruencia de las percepciones señalada en el punto anterior vendría dada porque la suma de las probabilidades de éxito que cada parte estima en función de su propia función de éxito fuera mayor que la unidad, lo cual puede deberse bien al desconocimiento que cada una tienen tanto del nivel de esfuerzo bélico que hace la otra como de su “parámetro de decisividad” o al hecho de no compartir el tipo de función de éxito. La difusión de información así como el espionaje y los controles para certificar que la información es correcta aparece así como uno de los mecanismos más importantes para impedir los conflictos. c) las oportunidades abiertas a los contrincantes y la secuencia de sus actuaciones. A este respecto, la teoría de juegos proporciona un conjunto de esquemas o modelos de interacción conflictiva entre agentes racionales sin preferencias antitéticas, es decir, sin que los agentes se odien y deseen acabar unos con otros por las razones que sea. Así sucede, para empezar, en el juego más conflictivo, el de ataque y defensa que se puede representar mediante la siguiente matriz de pagos, donde los números dentro de los paréntesis expresan simplemente la posición en el orden de preferencias de las partes que se enfrentan de modo que, para cada contrincante, 1 representa la peor posición, 2 la siguiente en orden ascendente y así sucesivamente. En este juego, el entorno de oportunidades se caracteriza por ser de suma cero, de modo que lo que gana uno lo pierde el otro. Si la interacción es simultánea, los contrincantes sólo pueden jugar al azar. Si la interacción es secuencial, la ventaja está para quien mueve en segundo lugar. Así el jugador B siempre podría alcanzar su mejor posición (1,2) pues conociendo la opción de A siempre puede contrarrestarla. B DEFENSA POR
DEFENSA POR
TIERRA
MAR
ATAQUE POR TIERRA
(1,2)
(2,1)
ATAQUE POR
(2,1)
(1,2)
A MAR
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La mayor parte de interacciones sociales no reflejan una contraposición de oportunidades tan fuerte como la que se plantea en el juego anterior, y así, es habitual que en los juegos sociales y económicos se mezclen elementos de oposición de intereses con los de congruencia de los mismos. Un ejemplo lo es el llamado juego de la batalla de los sexos, título que surge de la “explicación” con que se suele acompañar su exposición para “darle color”. Un matrimonio se plantea cómo pasar la noche del sábado. Las opciones son ir al boxeo (la mejor opción para el marido) o ir al ballet (lo deseado por su mujer), pero, sin embargo prefieren estar juntos a estar separados. Se encuentran en un conflicto muy atenuado: ELLA BOXEO
BALLET
BOXEO
(3,2)
(1,1)
BALLET
(1,1)
(2,3)
ÉL
El conflicto en la batalla de los sexos es el típico ejemplo de conflicto distributivo que se superpone a una base de cooperación muy importante. Es, por ejemplo, el conflicto entre el capital y el trabajo en las empresas. Ambos agentes tienen interés en estar juntos por encima de andar separados, el conflicto aparece después a la hora de decidir si van juntos al boxeo o van al ballet, es decir cómo se reparten las rentas generadas en la empresa. En el primer caso, pierde la mujer, en el segundo el marido. Hay dos equilibrios de Nash correspondientes a las dos posibles situaciones en que van juntos. Si el juego es secuencial, estamos en un caso donde importa mucho ser quien primero mueve, pues puede asegurarse su mejor resultado. En otro juego llamado el juego del cobarde, cuya matriz de pagos en el caso de dos “jugadores” A y B es: B COOPERAR
ENFRENTARSE
COOPERAR
(3,3)
(2,4)
ENFRENTARSE
(4,2)
(1,1)
A
Ambos jugadores tienen un mutuo incentivo en no acabar en la situación peor para ambos (1,1), pero la interrelación se modeliza de tal manera que la solución cooperativa no es un equilibrio Nash. Los equilibrios estables son dos, pero ambos exigen que uno de los participantes acceda a plegarse a las exigencias del otro, por lo que las posibilidades de que surjan los comportamientos con consecuencias catastróficas crecen. Si el juego se juega secuencialmente, la ventaja está en quien mueve primero, cuya estrategia de opción es comportarse agresivamente. Este esquema de interacción se produce con cierta frecuencia en los conflictos industriales, donde es habitual la aparición de huelgas y cierres patronales cuando ni la patronal ni los sindicatos aceptan plegarse a las duras condiciones que ambas partes se imponen. En el “juego de la reciprocidad” el comportamiento cooperativo recibe un mayor estímulo. Cada jugador responde cooperando a la cooperación, pero si falla entonces a la agresión se responde con agresión,
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De nuevo, en un juego secuencial, el que primero mueve tiene incentivo en ser pacífico, de modo que se alcanza el mejor resultado colectivo (4,4), que es un equilibrio Nash. Pero si la interacción es simultánea en un entorno de desconocimiento, puede acabarse en la solución peor, pues también es un equilibrio de Nash. B PACIFICO
AGRESIVO
(4,4)
(1,3)
PACIFICO A AGRESIVO
(3,1)
(2,2)
Finalmente, se encuentra el dilema del prisionero donde los jugadores se encuentran atrapados en el peor resultado aun siendo conscientes de la existencia de una alternativa mejor B PACIFICO
PACIFICO
AGRESIVO
(3,3)
(1,4)
A AGRESIVO
conglomerado
(4,1)
(2,2)
empresa presente en campos muy distintos de la actividad económica como resultado de un
proceso de diversificación de la inversión. Consenso de Washington La crisis económica de los 70 y el “redescubrimiento del mercado” asociado a la contrarrevolución neoclásica en el mundo de la Economía y la revolución conservadora en el mundo de la política, pone en marcha un proceso de cuestionamiento de las prioridades defendidas en los años 60 relativas a la importancia de contar con un Estado fuerte que actue como agente de desarrollo. Si en los años 1960 el objetivo era corregir los fallos del mercado mediante la intervención pública, en los 1970 y 1980 devolver al mercado todo su protagonismo pasa a ser el objetivo a cumplir, con lo que el desmantelamiento del Estado se convierte en la variable clave de desarrollo. Liberalización, privatización, equilibrio presupuestario y apertura al exterior se convirtieron así en las líneas maestras de una política de desarrollo que consideraba que bastaba con devolver al mercado aquello que le había sido arrebatado con anterioridad para que, una vez alcanzados los equilibrios macroeconómicos fundamentales y reestablecidos los incentivos necesarios, se generara crecimiento y desarrollo económico. Con el paso del tiempo estos principios, adoptados como ejes fundamentales de política económica en multitud de países menos desarrollados, PMD, a veces por convencimiento y a veces haciendo de la necesidad virtud como requisito para acceder a préstamos del FMI y del Banco Mundial (véase ajuste macroeconómico), pasarían a conocerse con el término de “Consenso de Washington” a partir de la compilación realizada por John Williamson:
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Elementos del Consenso de Washington 1. Equilibrio presupuestario
6. Liberalización del comercio exterior
2. Reorientación del gasto público (a favor de
7. Apertura a la inversión extranjera directa
educación y salud – necesidades básicas- e infraestructuras y en contra de subsidios) 3. Reforma impositiva (base impositiva amplia y tipos 8. Privatización marginales moderados) 4. Liberalización de los tipos de interés
9. Desregulación
5. Tipo de cambio único y competitivo.
10. Fortalecimiento del derecho de propiedad
A pesar del significado peyorativo que el término “Consenso de Washington” tiene en algunos círculos tanto académicos como políticos, hay que reconocer que las recomendaciones recogidas en el texto original de Williamson, inspiradas en la experiencia de América Latina, no hacen sino reflejar, al menos en parte, las lecciones aprendidas de la insostenibilidad de una estrategia de desarrollo basada en la acumulación dirigida hacia el mercado interior. El énfasis en la planificación y la política de sustitución de importaciones había conducido en muchos casos a una hipertrofia del sector público y a una utilización partidista de lo público, ampliando las posibilidades de corrupción y generando industrias ineficientes y sobredimensionadas sin mejorar al tiempo los niveles de pobreza y la distribución de la renta. Sin embargo, una vez más, en la práctica, la política económica inspirada en dicho “consenso” se centró en algunos aspectos –liberalización, privatización y apertura al exterior- olvidando otros, tanto considerados en el consenso: reestructuración del gasto, como ausentes de éste: fortalecimiento de las instituciones. De todos los elementos recogidos en el “consenso”, dos han centrado las propuestas de actuación de los organismos internacionales: la reducción del peso del sector público y la apertura al exterior mediante la liberalización comercial, en un primer momento, y financiera con posterioridad. En cuanto a lo primero, hay que señalar dos cuestiones. En primer lugar, que los países menos desarrollados no se caracterizan por tener un sector público especialmente abultado en términos comparativos, ni con un perfil de crecimiento agresivo del mismo. En concreto, el peso del sector público en los PMD se ha mantenido al mismo nivel en términos de PIB durante el último cuarto del siglo XX. En segundo lugar, la literatura económica no es concluyente en lo que respecta al impacto del gasto público sobre el crecimiento. Un resultado que no debería en todo caso sorprender ya que lo importante no es cuánto se gasta sino en qué se gasta y con que nivel de eficiencia. Una constatación que se incorporará al Consenso de Washington II, o consenso extendido, que recoge la importancia de contar con instituciones de gobierno sólidas y responsables, algo que difícilmente se alcanzará desde una aproximación negativa al sector público y su papel en el desarrollo económico. En lo que se refiere a la liberalización comercial y financiera se sostiene que la apertura al exterior dotará a los PMD de la demanda efectiva necesaria para la plena utilización de sus recursos (siguiendo las líneas de especialización asociadas a sus ventajas comparativas y/o absolutas) al tiempo que impedirá, por el aumento de la disciplina económica impuesta por la competencia exterior, la utilización ineficiente de los recursos escasos existentes, aumentándolos gracias a la Inversión Extranjera Directa y al incremento de las posibilidades de financiación que supone la integración plena en el sistema
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financiero internacional. La liberalización se convertiría así en la nueva llave del desarrollo, de forma que bastaría con estabilizar las economías y abrirlas al exterior para que las fuerzas del mercado activaran un proceso de desarrollo mantenido en el tiempo. Sin embargo, desde el punto de vista teórico sorprende el énfasis puesto en los procesos de apertura al exterior, ya que el propio análisis económico concede al comercio internacional sólo ventajas en términos de eficiencia asignativa estática, sin que, en principio, se siga de ello una mejora del crecimiento a largo plazo. En definitiva, en palabras de uno de los principales especialistas en esta materia, Dani Rodrik, la naturaleza de la relación entre política comercial y crecimiento económico es todavía en gran parte una pregunta sin contestar. Obviamente, ello no quiere decir que el crecimiento económico esté asociado con lo contrario, esto es, con una política de aislamiento exterior, autarquía y renuncia a la inmersión del país en la economía mundial. Más bien lo que se deriva de los resultados arriba señalados es que difícilmente la apertura exterior, en la línea propuesta por el Consenso de Washington de liberalización unilateral, es responsable de los éxitos de crecimiento en aquellos países donde éste se ha producido con mayor intensidad. consumo por consumo, en términos agregados o macroeconómicos, se entiende el gasto realizado por los agentes económicos para hacer frente a necesidades o deseos presentes, pudiéndose distinguir entre consumo privado, cuando son los agentes del sector privado, los consumidores, los que realizan la actividad de consumo y consumo público, cuando lo realiza el Sector Público. Las partidas fundamentales que conforman el consumo público son la sanidad y la educación junto con los servicios generales, incluyendo aquí administración, seguridad, justicia, y defensa etc. De estas partidas se exceptúan aquellos componentes del gasto relacionados con la infraestructura y maquinaria utilizada en la provisión de los servicios: un instituto o un equipo de resonancia magnética, por ejemplo, que son consideradas inversión. Dentro del consumo privado se incluyen todas las compras de bienes y servicios realizadas por los consumidores, incluyendo también, por convención estadística, lo que se conoce como consumo de bienes duraderos, que serían todos aquellos que el individuo adquiere en un periodo y disfruta durante más de un periodo (un automóvil, por ejemplo), en cuyo caso lo correcto sería considerar como consumo del periodo sólo el valor imputado a los servicios proporcionados por ese bien en el mismo y no su precio de compra. La parte de renta que se dedica al consumo en términos agregados suele permanecer relativamente estable a lo largo del tiempo (en España se sitúa alrededor del 77% del PIB). La teoría keynesiana simple considera que el consumo depende de forma creciente, aunque a una tasa decreciente, de la renta disponible de las unidades domésticas (la que tienen tras pagar los impuestos y recibir transferencias), de tal manera que aquellos individuos con más renta consumirían más en términos absolutos pero menos en proporción a su renta, y ahorrarán más (tanto en términos absolutos como relativos). Utilizando la terminología económica, lo anterior significa que la propensión marginal al consumo (lo que aumenta el gasto en consumo al aumentar la renta) es positiva, pero decreciente con el nivel de renta. Según esta aproximación, los cambios en la distribución de la renta se dejarán sentir en la demanda de consumo de forma que una redistribución a favor de las rentas más bajas generará un aumento de éste, mientras que una caída de su participación en la renta provocará una caída en el consumo (véase política de rentas). La consideración de que los individuos tienen acceso al mercado de capitales, esto es, que pueden prestar o pedir prestado para
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financiar sus gastos corrientes de consumo, lleva a incluir el tipo de interés, junto con la renta, entre los determinantes del consumo. Así, una caída del tipo de interés abaratará los costes financieros de la compra a plazos y por o tanto repercutirá positivamente en el consumo. Tomar en cuenta al tipo de interés implica que el consumo en cada periodo no depende sólo de la renta de ese periodo, sino también del valor actual de las rentas futuras, es decir de la riqueza del individuo. Ahora bien, puesto que la riqueza está formada por múltiples factores: precio de las acciones, capital humano, patrimonio físico, etc., y su valor no sólo depende del tipo de interés, el consumo en cada periodo dependerá no sólo de la renta y del tipo de interés, sino del valor de la riqueza en general (efecto riqueza) Otros enfoques han incidido en la lógica que siguen los consumidores a la hora de decidir cómo consumir su riqueza, tratando de explicar la estabilidad de la función de consumo agregado a la que ya se ha hecho referencia. La Hipótesis de la Renta Permanente considera que los consumidores sólo cuentan para el consumo con aquella fracción de su renta que consideran permanente, en el sentido de estable en el tiempo, de forma que los aumentos de renta de una unidad doméstica no se trasladarán al consumo de modo inmediato, sino sólo cuando dejen de considerarse transitorios para pasar a ser contemplados como permanentes. Alternativamente, la llamada Hipótesis de la Renta Relativa, plantea que los consumidores experimentan un proceso de acostumbramiento a los niveles de consumo, de forma que mientras que el consumo crecería con los aumentos de renta, no pasaría lo mismo con las caídas de ingresos. Es decir, que al caer la renta los consumidores tenderían a reducir en mucha menor medida su consumo, intentando mantener el mismo patrón de gasto al que socialmente se han acostumbrado. Este enfoque reconoce el papel de señal de estatus social que tiene el consumo (véase bien posicional), y de ahí la resistencia de los individuos a reducir su nivel de gasto cuando caen sus ingresos. Por último, la llamada Hipótesis del ciclo vital considera que las personas intentan igualar su nivel de consumo a lo largo de su ciclo de vida, lo que implica consumir por encima de su renta en aquellas etapas donde sus ingresos son menores (al principio y al final de su vida laboral), y ahorrar en los años centrales de la misma.
consumo conspicuo
término utilizado por el sociólogo norteamericano Thorstein Veblen (1857-1929) en
su Teoría de la clase ociosa (1899) para referirse al consumo de bienes que se realiza con la finalidad de marcar la posición o estatus social que se tiene. Para Veblen, la posición económica y social elevada está intrínsecamente relacionada con el alejamiento de las actividades económicas necesarias para la subsistencia. Dos son los caminos mediante los que se expresa esa elevada posición: por medio de lo que llamaba “ocio ostensible” y por medio del consumo conspicuo u ostentoso. La primera forma de manifestación de la superioridad social sería la más adecuada en sociedades pequeñas donde todo el mundo se conoce. Pero en sociedades grandes, el ocio ostensible no es fácilmente evidente para todo el mundo, de modo que se sustituye por un consumo visible u ostentoso (véase bien posicional). contabilidad del crecimiento, método con el que se intenta profundizar en el conocimiento de la naturaleza del crecimiento económico acontecido en un país estimando, a partir del concepto de función de producción, cuál es el peso que el aumento de la cantidad de los distintos factores productivos disponibles (capital, trabajo, capital humano, etc.) ha tenido a la hora de explicar el crecimiento económico experimentado. Desde
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finales de los años 50, este procedimiento se ha utilizado de forma habitual, obteniendo en la mayoría de los casos el resultado, a primera vista sorprendente, de que el aumento de los inputs trabajo y capital (esto es, mayor población activa y más maquinaria en funcionamiento) era incapaz de explicar el grueso del crecimiento experimentado en los países estudiados, siendo corriente que ambos factores no expliquen mucho más de la mitad de las tasas de crecimiento observadas. El residuo no explicado, denominado productividad total de los factores, TFP en su acrónimo inglés, “la medida de nuestra ignorancia” en palabras de Moses Abramovitz (1912–2000), pasa en esta literatura a identificarse con el cambio técnico, que se convierte así en el factor singular más importante detrás del crecimiento económico. En los casos en que la TFP sea positiva y alta estaríamos en presencia de un crecimiento económico basado en la aplicación de nuevos conocimientos y tecnologías, mientras que cuando la TFP sea nula o baja, el protagonismo recaería en la mera acumulación de capital y/o trabajo igual al existente. Por último, valores negativos de la TFP, como se han dado en África en la década de los 80, indicarían la existencia de factores, como inestabilidad social, corrupción o catástrofes naturales que hacen que el crecimiento sea inferior al que tendría que haberse producido dada la tasa de acumulación de factores productivos de esa economía. A pesar de su utilidad para ordenar información, este sistema adolece del problema de pretender medir la aportación de los distintos factores productivos al crecimiento de forma artificialmente aislada, mientras que todo parece indicar que el crecimiento es más bien el resultado de la interacción entre los factores, lo que hace que el producto sea más que la suma de las partes. Contabilidad Nacional sistema de cuentas mediante las que se pretende medir la actividad económica de un país. El elemento central de Contabilidad Nacional es el concepto de Producto, como agregación del valor monetario de todos los bienes y servicios producido en un país en un año (véase PIB), que a su vez coincide con la suma del Consumo, la Inversión y las Exportaciones menos las Importaciones, en la medida en que todo lo producido o bien se consume, o se invierte, o se exporta, y que parte de lo consumido, lo invertido y lo exportado proviene del exterior (de ahí que las importaciones estén restando). A partir de esta necesaria identidad se ha construido todo un edificio relativamente sofisticado en donde tales variables se desagregan por tipos de consumo e inversión, por agentes económicos, por sectores de actividad, etc. El objetivo de la Contabilidad Nacional es recoger lo más fielmente posible el flujo de bienes y servicios producidos en un determinado espacio y tiempo. Una de las críticas de fondo a las que se enfrentan los sistemas de contabilidad nacional es que sólo tienen ojos para las transacciones de mercado, y no para todo el conjunto de actividades productivas que se dan al margen de éste (por ejemplo la producción y el trabajo doméstico). De igual modo se cuestiona la validez de unas cuentas de producción y consumo que no consideran el impacto de la actividad económica sobre el medio ambiente. La solución adoptada para resolver estos problemas ha sido construir una serie de cuenta satélites a la Contabilidad Nacional, que traten estas y otras cuestiones.
convergencia
tendencia de los países a alcanzar niveles similares de PIB per capita o productividad con
el paso del tiempo. La relación entre PIB per capita y productividad es directa, ya que, si denominamos L a la población total de un país, y E a la población ocupada, entonces: PIB p.c. = PIB/L = (PIB/L).(L/E) = π. e
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Donde π es la productividad del trabajo y e la tasa de empleo total definida como población ocupada con respecto a población total; de forma que las diferencias en PIB per capita estarán explicadas bien por diferencias en la productividad o bien por diferencias en el porcentaje de población que trabaja, siendo el primer factor el normalmente más importante, ya que e tiene un valor máximo (inferior a la unidad ya que ni los muy niños ni los muy ancianos pueden trabajar), mientras que π no. De acuerdo con el análisis convencional, las diferencias en productividad entre países responden a diferencias en la dotación de capital de los mismos. Aquellos países con mayor capital por trabajador tendrían una productividad más elevada, y por lo tanto un PIB per capita mayor, mientras que aquellos que no dispusieran de tanto capital por trabajador tendrían menor productividad. La clave de la convergencia, a partir de una situación como la descrita, estaría en que, si la remuneración de los factores responde a su escasez, en aquellos países con menos capital éste estaría mejor remunerado, con lo que sería de esperar que el capital fluyera de los países más ricos (esto es, con más capital y una menor remuneración del mismo) hacia los más pobres. Este aumento del capital repercutiría en un aumento de la productividad y en un aumento del PIB per capita a un ritmo mayor que en aquellos países más desarrollados, provocándose así un proceso de convergencia. A la hora de contrastar si existe convergencia entre un grupo de países o regiones es habitual referirse a dos tipos de convergencia, que responderían a dos formas de medirla: convergencia σ, y convergencia β. La primera se produciría cuando a lo largo del tiempo se reduce la desviación estándar (una medida estadística de dispersión) de la variable objeto de estudio, normalmente el PIB per capita, mientras que la segunda se produciría cuando el crecimiento del PIB per capita depende negativamente del valor de partida, esto es cuando en las regiones/países más ricos éste crece menos que en los más pobres. De la contrastación empírica se concluye que la convergencia es mucho menos universal de lo que se deduciría de la teoría neoclásica descrita más arriba, y que ésta, de darse, no es estable en el tiempo ni implica a todos países, hablándose de “clubes de convergencia” para señalar el hecho de que la convergencia se limita a determinados países. Para explicar la ausencia de convergencia β se ha introducido el concepto de convergencia β condicional, que se produciría aunque los países no llegaran a igualar sus tasas de PIB per capita, siempre que las diferencias finalmente existentes estuvieran explicadas por diferencias en otros factores, como su situación geográfica, dotación de capital humano, etc., con un efecto positivo sobre el crecimiento. Obsérvese, que en cierto modo la existencia de este tipo de convergencia en última instancia significa muy poco para los países menos desarrollados, pues a fin de cuentas se limita a señalar que no convergen por que no cuentan con los factores necesarios para crecer más rápido, esto es, que adolecen de carencias estructurales que les impiden en último termino aspirar a un proceso de convergencia de PIB per capita. Las causas de la frustración de esta hipotética convergencia entre países de diferentes “clubes” se explicaría simultáneamente por: (1) la necesidad de complementar el capital con otros factores como formación, infraestructuras, estabilidad social, etc., para que este desarrolle su potencial efecto sobre la productividad y PIB, (2) por el hecho de que el capital fluya mayoritariamente de países ricos a países ricos (véase inversión extranjera directa), y (3) por la existencia de economías de escala y aglomeración que compensarían los supuestos rendimientos decrecientes necesarios para que se produzca convergencia (véase crecimiento endógeno).
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cooperativa aunque hay cooperativas que son propiedad de colectivos como, por ejemplo grupos de consumidores, la mayoría de las cooperativas son propiedad de los trabajadores que trabajan en ellas. En consecuencia, el grupo de trabajadores hace el papel de empresario, tomando pues las decisiones respecto a precios y niveles de producción (autogestión) y llevándose en consecuencia la diferencia entre ingresos y costes (de capital y de otros factores usados en la producción, e incluso los costes laborales de aquellos empleados que no son propietarios) que se distribuye con arreglo a alguna regla establecida. Si bien los trabajadores pueden aportar capital, supondremos aquí a efectos simplificadores, que no hay otros trabajadores que no sean los propietarios o miembros de la cooperativa así como que el capital es alquilado o comprado en el mercado por la cooperativa. En la empresa cooperativa por lo tanto, el trabajo alquila el capital en vez ser el capital el que alquila al trabajo o un empresario el que alquila a ambos como sucede en las empresas capitalistas. El objetivo de una cooperativa es maximizar los ingresos netos medios por trabajador, es decir el excedente que queda una vez pagado el capital y otros factores empleados, lo que no es lo mismo que maximizar los beneficios como sucede en la empresa capitalista puesto que, en ésta, el volumen de beneficios no depende del número de capitalistas o propietarios, en tanto que en una cooperativa, al asumir los trabajadores el papel de propietarios, se tiene que la cantidad producida y el volumen de “beneficios” depende de las dimensiones de la plantilla. Un trabajador o cooperante más supone por un lado un incremento en los ingresos (por la cuantía del valor de su productividad marginal) pero también uno más entre quienes repartir el excedente generado. En el corto plazo, la productividad marginal decreciente implica que tanto el ingreso a ella asociada, el llamado ingreso de la productividad marginal, así como los ingresos medios por trabajador decrezcan continuamente con el aumento de la plantilla. Ello implicaría que caso de que la cooperativa quisiese maximizar los ingresos medios, el tamaño de la plantilla debiera ser minimizado. Pero como a los ingresos medios por trabajador hay que restarles los costes fijos medios (que también disminuyen cuando aumenta la contratación) se tiene que los ingresos netos medios (que son el objetivo a maximizar) no disminuyen continuamente con el tamaño de la plantilla. Cada trabajador adicional si bien supone un crecimiento más pequeño de los ingresos medios por trabajador por la productividad marginal decreciente, también significa un coste fijo medio por trabajador más bajo, por lo que la plantilla crecerá mientras el ingreso asociado a la productividad marginal que supone contratar a un trabajador adicional supere al ingreso neto medio. El nivel óptimo de contratación se producirá cuando ambos valores coincidan. Un curioso efecto de esta forma de determinar el tamaño de la plantilla se tiene cuando se considera que crece el precio del producto al que vende la cooperativa. Un ascenso en el precio, hace que suba el ingreso medio para todos los niveles de contratación por lo que la necesidad de contratar más trabajadores para hacer que los costes fijos se repartan entre más trabajadores se atenúa, lo que llevaría a la cooperativa a reducir el número de sus miembros, y por tanto su nivel de producción ante una subida del precio de su producto. La curva de oferta a corto plazo de una cooperativa se volvería, pues, hacia atrás. Por otra parte, una variación en los costes fijos, que no producen efectos sobre la producción y tamaño de la plantilla de las empresas capitalistas al no afectar a sus costes variables y marginales, sí que tiene un efecto sobre las cooperativas. Así, un aumento en los costes fijos (por ejemplo, un impuesto de cuota fija) exige que la cooperativa aumente su tamaño para repartir ese superior coste entre un mayor número de
miembros. Finalmente, quedaría la comparación entre la cooperativa
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autogestionada y la empresa capitalista. Si ambas comparten la misma tecnología, operan en un entorno competitivo y los beneficios extraordinarios de la empresa capitalista son nulos, ambas producirán lo mismo, pues la empresa capitalista contrata hasta el punto en que el salario es igual al valor de la productividad marginal y además ocurre que el salario es igual al ingreso neto medio si los beneficios extraordinario son cero. Pero supongamos que la empresa capitalista tiene ahora pérdidas ello significa que el salario sería superior a los ingresos netos medios. Si ahora esta empresa pasase a estar gestionada por sus trabajadores, las pérdidas serían ahora soportadas por los trabajadores, que tratarían de repartirlas entre un mayor número, lo que les llevaría a tratar de incrementar el tamaño de la plantilla. Quizás este efecto sirva para explicar el hecho relativamente frecuente del surgimiento de cooperativas de trabajadores en sectores en declive, que dan la impresión de estar sobredimensionadas en comparación con las empresas capitalistas. Finalmente, en una empresa capitalista con beneficios, el salario será más bajo que el ingreso neto medio, por lo que si pasase a ser autogestionada, reduciría el tamaño de la plantilla. coste de oportunidad en un contexto en el que los recursos están dados y son finitos, toda decisión de producir un bien o servicio significará simultáneamente prescindir de la producción de otro u otros bienes o servicios, en cuanto que el trabajo, capital y/o tiempo utilizado en la producción de ese bien no podrá ser utilizado para producir otros. El coste de oportunidad recoge este hecho, representable gráficamente mediante la denominada frontera de posibilidades de producción. El concepto de coste de oportunidad es el concepto de coste que usa el análisis económico y es distinto del concepto de gasto y del concepto de pago. En un mundo de recursos escasos toda actividad que se realiza es costosa pues supone que otra u otras no se hacen. Los economistas suelen referirse a este hecho con la expresión de que “no hay almuerzo gratuito”. El que a un individuo le salga gratis el almuerzo significa que él no se ha gastado nada, pero para la sociedad ha habido un coste en el sentido de que recursos que podrían utilizarse para otros menesteres han sido dedicados a la producción de dicho almuerzo. Incluso en una situación de desempleo la utilización de los trabajadores parados tiene un coste de oportunidad, que sería el valor del ocio involuntario del que “gozan” en su condición de parados. Obsérvese, en esta situación, la diferencia entre gasto y coste de oportunidad a la que se ha hecho mención previamente. El gasto que hace una empresa que contrata a un trabajador parado es el salario que le paga, en tanto que el coste de oportunidad es el valor del ocio del que prescinde el parado al empezar a trabajar. El concepto de coste de oportunidad se aplica a todos los agentes económicos. Así, cuando un consumidor opta por consumir un bien, siempre que tenga una restricción presupuestaria, esto es, siempre que tenga un límite a sus posibilidades de consumo, esa decisión encerrará un coste de oportunidad, en el sentido que habrá otros bienes o servicios de los que no podrá disfrutar al haber optado gastar parte de su renta en un bien concreto. Se podría pensar que en países de renta alta, y sobretodo para aquellos individuos muy ricos en cualquier país, el consumo de bienes no estaría sometido a ningún coste de oportunidad, ya que su elevada renta les permitiría hacer frente a prácticamente cualquier consumo. Sin embargo, incluso estas personas se enfrentan a un coste de oportunidad, ya que existe un recurso, el tiempo, que es limitado para todos los mortales, y que en las sociedades de renta alta se convierte en el recurso escaso por excelencia, y para consumir, al igual que para cualquier otra actividad humana, hace falta tiempo. Para los empresarios el coste de
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oportunidad por su actividad es el mayor valor que su actividad organizadora y gestora podría contar en el mercado de trabajo, es decir si en vez de trabajar para si mismos en sus empresas trabajaran como asalariados para otras. Para un capitalista el coste de uso de dedicar su capital en un periodo a una actividad productiva concreta sería la suma de dos componentes: el tipo de interés que podría obtener si prestara su capital en forma líquida y la tasa de depreciación por tenerlo en forma de capital físico sujeto a desgaste.
costes de transacción
por costes de transacción se entiende en la literatura económica todos aquellos costes
relacionados con una transacción económica que no están incluidos en precio directo de la transacción. Por ejemplo, a la hora de comprar un automóvil hay que informarse sobre los distintos vehículos ofrecidos, sus características y precio, lo cual exige frecuentemente desplazarse hasta los concesionarios de automóviles, a menudo en los extrarradios de las ciudades, con el consiguiente gasto de tiempo y dinero. Igualmente hay que realizar toda una serie de gestiones burocrática, probablemente conseguir financiación, etc. La suma de todos esos costes es lo que se conocen como costes de transacción. Cuantos más y mayores sean los costes de transacción mayor será el coste de utilizar el mercado como mecanismo de solución de los problemas económico (véase empresa). costes irrecuperables los costes fijos se pueden clasificar en recuperables e irrecuperables. Los primeros son aquellos que la empresa no tiene que hacer frente caso de que decida abandonar la actividad que realiza (por ejemplo, el pago de un alquiler por un almacén); los segundo, por el contrario son los costes comprometidos a los que la empresas ha de hacer frente aunque decida abandonar la actividad (por ejemplo, una máquina para la que no existe mercado de segunda mano). Por consiguiente, los costes irrecuperables son aquellos necesarios para desarrollar una actividad productiva que no se pueden recuperar en el caso de que la empresa decida abandonar el mercado. Las empresas que no tengan costes irrecuperables (o hundidos en traducción literal del termino inglés: sunk cost) tendrán mayor facilidad a la hora de abandonar el sector en el que se encuentren, ya que la salida del mismo no estará sujeta costes (véase mercados atacables).
coste laboral unitario
definido como el salario dividido por la productividad, el coste laboral unitario es el
mejor indicador a la hora de comparar los costes laborales de las empresas, al relacionar el salario del trabajador con la aportación de éste a la empresa –la productividad. Cuando el salario se expresa en términos reales, esto es, dividido por el índice de precios, se denomina coste laboral unitario real, CLUR. Esta formula es la más adecuada para estudiar la evolución de los costes laborales de las empresas a lo largo del tiempo. Cuando el CLUR se calcula para el conjunto de la economía, su valor refleja la participación de las rentas del trabajo en la producción total: CLUR = w/(Y/L) = wL/Y = MS/Y, donde Y es el PIB, w, el salario medio de la economía, L el empleo y MS la masa salarial. Puesto que la producción total se reparte entre salarios y beneficios, MS/Y reflejaría la participación de los salarios en la renta o distribución funcional. costes (fijo, variable, medio y marginal) todo proceso de producción exige la utilización de trabajo, capital y productos intermedios. Por coste se entiende el valor monetario de tales recursos. A la hora de clasificar los costes es útil distinguir entre los costes fijos, CF, que son aquellos que no varían con el volumen de producción,
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por ejemplo, el alquiler de una tienda, que es el mismo independientemente de que las ventas sean mayores o menores (véase, también, costes irrecuperables), y costes variables, CV como la electricidad, la materia prima o el trabajo, que varían con la producción. La suma de los costes fijos y los variables conforman los costes totales, CT. En Economía, el corto plazo se define, precisamente, como aquel espacio temporal en el que al menos uno de los factores productivos es fijo. Es decir el corto plazo se define por la existencia de costes fijos, mientras que el largo plazo vendría dado por aquella situación en la que todos los factores son variables. En el análisis microeconómico es habitual utilizar otros dos conceptos de coste: el coste medio y el coste marginal. El coste medio, CMe, en el corto plazo, que a su vez puede ser coste medio fijo, variable o total, se define como el cociente entre el coste total (o fijo o variable) y la cantidad producida, e indica lo que cuesta por término medio producir un bien o servicio. Obviamente, puesto que los costes fijos no varían con la producción, los costes fijos medios son siempre decrecientes con el nivel de output, Q. El coste marginal, CMg, a su vez, se define como el aumento de coste asociado al aumento del output (CMg =δCT/δQ). Que los costes medios sean decrecientes significa que el coste de producir una unidad más es menor que el coste medio de las unidades producidas, de forma que los costes marginales serán necesariamente inferiores a los medios. Por el contrario, para que los costes medios sean crecientes, el coste de producir cada sucesiva unidad, el coste marginal, tendrá que ser mayor de lo que por término medio cuesta producir el bien o servicio. En términos formales: CMe = CT/Q => CT = Q. CMe, y derivando respecto a Q se tiene δCT/ δQ = CMe + Q. δCMe/ δQ, es decir: CMg = CMe + Q. δCMe/ δQ, Por lo que si el CMe es creciente, esto es, (δ CMe/ δ Q) > 0, el coste marginal será mayor que el coste medio. Si, por el contrario, el coste medio es decreciente, esto es, (δCMe/ δQ) < 0, el coste marginal será menor que el medio. Por último, cuando el coste medio alcance su valor mínimo, esto es, (δCMe/ δQ) = 0, el coste medio y marginal coinciden. Si a efectos de simplificación suponemos que existe un único factor variable, el trabajo, L, con un coste por unidad, o salario, W, entonces: CV = WL; CVMe = WL/Q = W/(Q/L) = W/PMeL, donde PMeL es la productividad media del trabajo, Por otro lado tendríamos que CT = CF + WL; CMg = δCT/ δQ = δCF/ δQ + W (δL/ δQ) = 0 + W/( δQ/ δL) = W/PMgL Donde PMgL es la productividad marginal del trabajo En el análisis microeconómico tradicional se supone que la productividad marginal de los factores primero crece en relación al output, para luego pasar a ser decreciente, lo que implica que el coste marginal sea primero decreciente y luego creciente, dando lugar a una la estructura de curvas de costes en el corto plazo como la representada en el gráfico adjunto.
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Curvas de Costes
CMg CMe CVMe
CMg CMe
CVMe
Q
Como se ha dicho, en el largo plazo no hay costes fijos, el tamaño de planta se convierte en un factor tan variable como cualquier otro, por lo que la estructura de costes medios dependerá de los rendimientos a escala que ostente la función de producción. El análisis convencional supone que de forma similar al corto plazo la curva de costes medios a largo plazo tiene también forma de U, lo cual vendría explicado por la existencia de un tramo de rendimientos crecientes a escala seguido por otro de rendimientos decrecientes. La realidad parece, sin embargo, señalar que es más habitual, al menos en medianas y grandes empresas, la existencia de un tramo de rendimientos crecientes seguido, en su caso, por un tramo considerable de rendimientos constantes, con lo que la curva de costes medios a largo plazo tendría una forma de L, esto es, un tramo decreciente seguido de un largo tramo constante.
Cournot, modelo de
el modelo de Cournot, desarrollado por el economista francés Antoine Agustin
Cournot (1801-1877), es el primero de los modelos dedicados a desentrañar el funcionamiento de mercados oligopolistas. Para ello plantea cuál sería el resultado que se alcanzaría en un mercado con dos empresas idénticas produciendo el mismo bien. Del análisis de Cournot se deriva que la producción final sería inferior a la de competencia (dos tercios de ésta para el caso de dos empresas o duopolio) pero superior a la de monopolio, y bajo el supuesto de igualdad de costes se repartiría a partes iguales entre las empresas contendientes. En el caso de costes distintos entre las empresas, aquella con unos costes menores tendría una mayor cuota de mercado. Este modelo, fácilmente generalizable a más empresas, incorpora dos conceptos centrales al análisis de los mercados oligopolistas: el concepto de variación conjetural, que hace referencia a la respuesta que una empresa espera de sus competidores ante sus decisiones, y el de función de reacción, que recoge la respuesta efectiva de las empresas ante tales cambios. Específicamente Cournot supone que la variación conjetural es nula, esto es, que a la hora de determinar su propia producción cada empresa supone que las del resto no varían. Cuando las conjeturas que hacen las distintas empresas son consistentes entre sí, es decir, cuando cada una produce lo que las demás esperan que vaya a producir, se alcanza el llamado equilibrio de Cournot que coincide con el equilibrio de Nash.
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crecimiento económico aumento del flujo de bienes y servicios, tal y como los recoge el PIB, por ejemplo, producidos por una sociedad. Aunque el crecimiento económico ha pasado a convertirse en una constante de las economías de mercado, de forma que su ausencia se interpreta en términos de crisis, históricamente, los periodos de crecimiento económico, aunque han sido frecuentes, también han sido contingentes, esto es, se han limitado a un espacio temporal no muy largo y normalmente se han visto seguidos de una fase de decadencia. Los últimos dos siglos, por lo tanto, marcarían una diferencia importante en lo que al crecimiento económico se refiere. Siempre que se habla de crecimiento merece la pena distinguir entre el llamado crecimiento extensivo, aquel que obedece al incremento en la cantidad de factores utilizados en el proceso productivo sin que aumente la productividad del trabajo, y el crecimiento intensivo que va asociado a un aumento de la productividad del trabajo y que en último extremo sería el “auténtico” crecimiento en la medida en que permite aumentar la cantidad disponible de bienes per capita. Existen tres vías al crecimiento económico. La primera de ellas es utilizar de forma más intensa los factores de los que dispone una sociedad: que trabaje más gente (aumentar la tasa de empleo) que lo hagan durante más horas (aumentar la jornada de trabajo) e incrementar la utilización del capital (24 horas al día en vez de 8 o 12). La segunda vía es aumentar los factores productivos, ya sea trabajo –mediante la inmigración o políticas natalistas-, capital –mediante la inversión- o capital humano, mediante la educación. La tercera vía, y la que explica el crecimiento a largo plazo, es el cambio técnico, mediante el cual obtener mayor cantidad de bienes y servicios a partir de cantidades constantes de trabajo y capital. En ausencia de éste, la teoría económica indica que en el mejor de los casos se alcanzará un crecimiento estable que coincidirá con la tasa de crecimiento de la población. Esto es, llega un momento en que no es rentable invertir más –hay tanto capital en la economía que su rentabilidad es muy baja- de forma que la única fuente de crecimiento es el aumento del factor trabajo. Se puede decir que el nacimiento de la Economía como saber independiente de otras disciplinas está asociado al estudio del crecimiento económico, eso al menos indica el título del que se considera como el primer libro de Economía propiamente dicho, Una Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, publicado por Adam Smith en 1776 (véase división del trabajo). Los primeros economistas, en su mayoría británicos, viven en una época de grandes cambios económicos asociados a la Revolución Industrial, por lo que no es de extrañar que dirigieran sus esfuerzos a intentar explicar cuales eran las fuerzas que estaban detrás de tales cambios. Paradójicamente, para el conjunto de los economistas clásicos las economías de mercado estaban abocadas en el futuro a alcanzar un estado estacionario de crecimiento cero. En su versión más elaborada, la planteada por David Ricardo (1772-1823) en sus Principios de Economía Política publicado en 1817, el crecimiento económico y el aumento de la población llevarían a la roturación de tierras cada vez menos productivas, lo que generaría un aumento del precio de los cereales y de las rentas agrícolas, y a la reducción de los beneficios en la medida en que los empresarios se verían obligados a pagar salarios cada vez mayores para hacer posible la subsistencia de los trabajadores. Este proceso continuaría hasta que los beneficios se anulasen, lo que frenaría también el proceso de acumulación y crecimiento, alcanzándose un estado estacionario en la economía. Solo el aumento de la productividad agrícola derivado de la aparición de nuevas tecnologías, la ampliación del stock de tierras disponibles mediante la colonización, o el recurso a la importación de alimentos podría temporalmente retrasar la llegada de ese estado estacionario. De ahí que
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Ricardo fuera un ferviente defensor de la eliminación de las restricciones a la importación de grano. El último de los economistas clásicos, Karl Marx (1818-1883), plantearía un escenario futuro similar, no para la economía sino para una forma concreta de organización de esta, el capitalismo (véase economía marxista), al que se llegaría también debido a una caída de la tasa de beneficios generada por la sustitución de trabajadores por capital, siendo que en el esquema teórico marxista el trabajo es la única fuente de beneficio. Con la muerte de Marx en 1883 también desaparece de la Economía la preocupación por el análisis del crecimiento económico. La nueva orientación teórica –economía neoclásica- centra su interés en el estudio del corto plazo y de las condiciones en las que se alcanza el equilibrio en el mercado; no habiendo nada más alejado del crecimiento –que necesariamente es cambio- que la idea de equilibrio. Tras un paréntesis de más de medio siglo, la Teoría del Crecimiento Económico se ve enriquecida por dos aportaciones, los modelos de Harrod-Domar y el modelo de Solow, que conformarán el marco de referencia de la teoría del crecimiento hasta prácticamente finales del siglo XX. Ambos modelos son diferentes tanto en su inspiración como en sus conclusiones. El primero de ellos responde a una preocupación, no tanto por los determinantes del crecimiento, como por su estabilidad, esto es, por delimitar en qué condiciones se puede esperar que las economías de mercado experimenten un crecimiento estable no sometido a oscilaciones. En definitiva, Sir Roy Harrod no hace si no llevar a un contexto dinámico la preocupación keynesiana por las condiciones necesarias para que se alcance una situación de equilibrio con pleno empleo en el corto plazo, investigando cuál debería ser la tasa de crecimiento de la renta que haría que se mantuviera ese equilibrio a lo largo del tiempo, así como la virtualidad de que tal tasa se alcance de forma automática. La conclusión de Harrod es que la renta tendría que crecer a un valor igual al cociente de la tasa de ahorro y la relación capital producto para garantizar el pleno empleo del capital, y que tal cociente tendría que ser igual a la tasa de crecimiento de la población para garantizar el pleno empleo del trabajo. Aunque nada asegura que la renta vaya a crecer a esa tasa que garantizaría el equilibrio. El trabajo de Harrod dio lugar a toda una serie de exploraciones dirigidas a investigar en qué medida los resultados obtenidos eran sensibles a cambios en los supuestos de comportamiento de las variables clave del modelo. La aportación del Nobel de economía de 1987, Robert Solow de 1957, se convertiría en la respuesta neoclásica a los problemas de estabilidad derivados del modelo de Harrod. Solow plantea qué ocurriría si la tecnología utilizada en la producción, que se plasma en la relación capital producto, fuera de coeficientes variables, de forma que cuando exista un exceso de capital, se utilice una tecnología más intensiva en este factor, y cuando haya exceso de trabajo lo contrario. El resultado alcanzado por Solow es radicalmente distinto al obtenido por Harrod, ya que el modelo plantea que a largo plazo las economías de mercado alcanzarán una tasa de crecimiento igual a la tasa de crecimiento de la población, sin abandonar nunca esa senda de crecimiento estable, ya que los posibles desequilibrios serán absorbidos de forma automática por cambios en la relación capital producto producidos por cambios en los precios de los factores, reflejo de su escasez relativa. Por otra parte, el supuesto habitual de la economía neoclásica de existencia de rendimientos decrecientes, por los cuales según un país disponga de más capital (maquinaria) su productividad marginal, al igual que su remuneración, será cada vez menor, lleva a la conclusión añadida de que a largo plazo los países tenderán a la convergencia en renta per capita, pues el capital tenderá a situarse en aquellas áreas donde sea más escaso (y por ende, más rentable), lo que contribuirá a la aceleración de su crecimiento.
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Precisamente será la llamativa ausencia de convergencia entre los países menos y más desarrollados, junto con el hecho de que este tipo de modelos cuando se han enfrentado a la realidad del crecimiento económico en los distintos países han sido incapaces de explicarlo de forma satisfactoria (véase contabilidad del crecimiento), los dos factores que están detrás de la contribución más reciente a la teoría del crecimiento económico: la teoría del crecimiento endógeno, que explora el efecto que sobre el crecimiento tendría la existencia de rendimientos crecientes a escala. Este conjunto de teorías se diferencia de los modelos anteriormente señalados al plantear el cambio técnico como una variable endógena, fruto de la propia actividad de investigación y desarrollo de las empresas y sector público.
crecimiento endógeno
los modelos tradicionales de crecimiento neoclásicos concluyen que dada una tasa
de crecimiento de la población, dotarla de los medios de producción adecuados para mantener la productividad y la renta per capita, determina la tasa de acumulación y la tasa o senda de crecimiento económico a largo plazo. A largo plazo no habría pues crecimiento de tipo intensivo, sólo extensivo, esto es crecería la renta pero no la renta per capita, a menos, claro está, que hubiera cambio técnico (considerado exógeno en esta literatura) o aumentara el capital por trabajador. Aunque en este último caso, el incremento en la tasa de crecimiento sobre la tasa tendencial sería tan sólo transitorio debido al supuesto de rendimientos decrecientes incorporado en este tipo de análisis. Frente a estos modelos, la teoría del crecimiento endógeno postula que las economías actuales se caracterizan por la existencia de rendimientos crecientes a escala, esto es, con la acumulación de capital por trabajador, la productividad del capital aumenta o se mantiene constante,
lo que se traduce en que la
productividad media del trabajo crece (el crecimiento es, entonces, siempre de tipo intensivo). Las razones esgrimidas para explicar la ausencia de productividad marginal decreciente del capital varían según los autores, aunque en todos los casos se explican por la presencia de efectos externos al propio proceso de acumulación de capital, de forma que se mantiene el principio de productividad marginal decreciente, si bien ésta se vería compensada por cambios en otras variables que neutralizarían el efecto negativo del incremento de capital sobre su productividad. Así, para Paul Romer (1986), el primero de los autores contemporáneos que planteó esta posibilidad, la causa estaría en las externalidades relacionadas con el gasto en investigación y desarrollo, para Robert Lucas (1988) sería la inversión en capital humano la que generaría las externalidades que neutralizarían los rendimientos decrecientes del capital, mientras que para Gene Grossman y Elhanan Helpman (1991) el factor clave serían las externalidades tecnológicas derivadas del comercio internacional y la inversión extranjera directa. Otros factores que podrían actuar en la misma línea señalados en la literatura son las economías de aglomeración o la inversión en infraestructuras. Las implicaciones de esta teoría son muy importantes ya que significa que en las economías de mercado no habría ningún mecanismo automático que hiciera que la renta tendiera a converger en términos espaciales. Todo lo contrario, en este contexto es perfectamente posible que el capital de las regiones/países pobres huya hacia las regiones/países ricos donde será más rentable. Así mismo, en presencia de rendimientos crecientes o constantes no habría ningún mecanismo, fuera de las consideraciones medioambientales (véase crecimiento, límites al) que limitara el crecimiento de la renta.
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crecimiento, límites al
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a pesar de que los economistas clásicos tuvieron muy presente el impacto negativo
que sobre el crecimiento económico podría tener la finitud de nuestro planeta, manifestada en la existencia de una cantidad no ampliable de superficie cultivable, el crecimiento económico sin parangón asociado a la consolidación de la economía de mercado llevó a abandonar el pesimismo clásico y a sustituirlo por un optimismo en el que no había cabida para las restricciones medioambientales al crecimiento. Así, se puede decir que durante gran parte del siglo veinte, la economía vivió en un mundo de “economía del far west”, una economía que operaba en la práctica en un entorno ecológico abierto o ilimitado en el sentido de que cuando algunos recursos se agotaban bastaba con desplazarse hacia el “oeste” y explotar nuevos recursos. De igual modo, cuando la polución en una localidad geográfica se hacía insostenible bastaba con que los que pudieran se fueran “más lejos”, a otros sitios todavía "vacíos", limpios o sin explotar. En suma, faltaba todavía por entonces conciencia del elemento de escasez necesario para que un recurso se convierta en objeto del análisis económico, más allá de problemas de escaseces localizadas geográficamente. Un planteamiento insostenible en el tiempo dada la finitud de nuestro planeta. En 1966 el economista Kenneth Boulding (1910-1993) da el primer toque de alarma urgiendo a la Economía en la dirección del análisis no de una economía del far-west con problemas ecológicos localizados sino de lo que definió como la economía de “la nave espacial Tierra”: la economía posible dentro de un sistema ecológico cerrado. Pocos años más tarde, en 1972, se publicaría Los límites del crecimiento, un informe del Club de Roma sobre las limitaciones al crecimiento derivadas de la existencia de recursos naturales finitos, con unas conclusiones demoledoras sobre la imposibilidad de crecer de forma ilimitada en un mundo finito, cuyo impacto mediático se vería enormemente ampliado por la crisis del petróleo de 1973. La finitud de los recursos naturales del planeta Tierra impone dos tipos de limitaciones al crecimiento económico de naturaleza muy distinta. Por un lado, la producción de bienes y servicios utiliza como input recursos naturales, en muchos casos, como el petróleo, no renovables, disponibles en cantidades mayores o menores, pero en cualquier caso limitadas. Paralelamente, el proceso de producción genera, junto con los bienes y servicios deseados y demandados por la población, desechos no deseados que de forma ordenada (vertederos controlados, alcantarillado y depuradoras) o desordenada (contaminación atmosférica) se arroja a la Tierra para su reciclaje o almacenaje. Cuando esta producción no deseada de contaminación y desechos es de baja intensidad, por el escaso grado de actividad económica existente, por ejemplo, la misma puede ser absorbida por la naturaleza y sus mecanismos biológicos de reciclaje sin impacto sobre la calidad de vida y el propio equilibrio ecológico, pero una vez traspasado su capacidad de absorción (carrying capacity), la actividad económica alterará el equilibrio ecológico degradando el medio natural y con ello el bienestar. En lo que al primer tipo de problemas se refiere, la incompatibilidad entre una economía en crecimiento permanente, y por lo tanto con una demanda creciente de recursos naturales, en especial con la incorporación a la sociedad de consumo de parte de la población del mundo hasta ahora excluida de la demanda de recursos naturales por su bajo nivel de desarrollo, desde la Economía se han planteado tres razones que harían menos alarmante la perspectiva de agotamiento de los recursos naturales. En primer lugar se puede argumentar, como hace por ejemplo el premio Nobel de Economía, Robert Solow (1974), que gracias a la sustituibilidad existente entre los distintos factores de producción no sólo es concebible, sino posible, que el mundo pueda subsistir sin recursos naturales, para lo cual bastaría con que según éstos se vayan haciendo más
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escasos se compense su menor utilización con una mayor utilización de los recursos productivos renovables (trabajo y/o capital). Es más, el propio funcionamiento del mercado garantiza que tal sustitución se haga de forma automática, ya que la escasez de determinado recurso natural generará un aumento de su precio relativo que incentivará a su sustitución en el proceso productivo por otros relativamente menos costosos. En segundo lugar, se puede argumentar que el cambio técnico y la aparición de innovaciones, tanto de productos como de procesos de producción, permitirá prescindir de viejas fuentes de aprovisionamiento de materias primas, y dará lugar a la aparición de nuevas fuentes de recursos, esto es, recursos antes carentes de utilización como inputs productivos. El todavía hoy sueño tecnológico de la fusión nuclear como fuente de energía, y la utilización de sodio como input productivo en su proceso de generación, es un buen ejemplo de la confianza en la capacidad del hombre de desarrollar nuevas tecnologías como mecanismo para vencer la finitud de la Tierra y sus recursos. En tercer lugar, cabe plantear la posibilidad de cambios tecnológicos en la utilización de los viejos recursos productivos y/o mejoras en la tecnología de su extracción que permitan compatibilizar la reducción de los stocks disponibles de recursos naturales con un aumento en la capacidad de producir bienes y servicios a partir de los mismos, con lo que, paradójicamente, se tendría un aumento en la “cantidad efectiva” disponible de recursos para satisfacer los crecimientos en la demanda. Frente a estos tres argumentos cabe presentar distintos contrargumentos. En primer lugar, hay que preguntarse si los factores de producción tienen un grado infinito de sustituibilidad, o si por el contrario existen determinadas rigideces en las funciones de producción a partir de las cuales cada uno de los factores será insustituible. También se puede cuestionar la confianza en los futuros descubrimientos tecnológicos, y sobre todo, la consideración que se hace de los mismos como descubrimientos siempre positivos, en el sentido de ser nuevos conocimientos que aumentan las posibilidades de utilización de los recursos naturales, excluyendo, sin embargo, el hecho de que junto con este tipo de avances se desarrollen también conocimientos “negativos”, entendidos como nuevos saberes que llamen la atención sobre los efectos perniciosos de antiguas tecnologías en uso. En cualquier caso, sea cual sea la opinión que se tenga sobre la futura penuria de recursos naturales, cabe preguntarse si la economía de mercado cuenta con los instrumentos necesarios para resolver satisfactoriamente el asunto de su asignación óptima, garantizando un ritmo de utilización, y en su caso depredación, óptimo (véase recursos naturales). A este respecto, es necesario recalcar que desde el momento en que el mercado excluye a las generaciones futuras de participar en la asignación presente de los recursos naturales (expresando sus preferencias en el mercado) se producirá una tendencia a la sobreexplotación de los mismos. Por lo que si consideramos que la función de utilidad de los individuos incorpora algún elemento que haga referencia al bienestar (y por lo tanto acceso a los recursos naturales presentes) de las generaciones futuras, será necesario incorporar en el mecanismo de asignación algún sistema que garantice su mantenimiento en el tiempo. Dicho esto hay que señalar que desde algunas posiciones se defiende que, en la medida en que es muy probable que las generaciones futuras disfruten de un mayor desarrollo tecnológico, también podrán sacar mayor partido de los recursos (menores) que posean, con lo que no se debería sacrificar el consumo de recursos presentes para trasmitirlos en herencia a las generaciones futuras, ya que por mor del cambio técnico su valor futuro será menor, y por lo tanto tal sacrificio no sería eficiente. La cuestión de los límites al crecimiento fruto de la incapacidad de la Tierra de absorber las alteraciones al ecosistema derivadas de la actividad productiva es de una naturaleza distinta. La Economía ha
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contado con herramientas para analizar y responder al problema de lo que genéricamente llamaremos contaminación al menos desde las obras de Alfred Marshall (1842-1924), acuñando para referirse a este tipo de problemas el término de externalidades negativas, de consumo o de producción según la contaminación esté asociada a una u otra fase de la actividad económica. Desde este enfoque el exceso de contaminación es el resultado de la no consideración de sus costes a la hora de determinar las cantidades a producir. Si las empresas consideraran todos los costes, tanto internos como externos, el precio de venta sería mayor y la cantidad producida e intercambiada en el mercado menor, con lo que se eliminaría el problema de la contaminación. Aunque el objetivo es claro, a la hora de resolver el problema aparecen dos cuestiones que complican su solución en la práctica En primer lugar, para alcanzar una asignación óptima hay que conocer cuál es el impacto negativo, esto es el coste que la contaminación tiene sobre el bienestar de los individuos, lo cual, como todo lo que tiene que ver con impacto ambiental, es enormemente complicado. Por un lado, porque se tarda mucho tiempo en detectar y más aún en demostrar la intensidad de los efectos negativos de la contaminación; por otro, porque una vez detectados tales efectos la toma de decisiones tendentes a su reducción es también lenta. En segundo lugar, porque una vez tomadas las decisiones el tiempo necesario para que éstas tengan efecto sobre el ecosistema es normalmente también elevado. Y en tercer lugar porque el impacto de la contaminación sobre el medio ambiente no tiene porqué seguir un comportamiento lineal, y puede comportarse de forma altamente inestable, donde una pequeña variación marginal genere un cambio discreto en el medio al sobrepasar la capacidad de absorción de la Tierra. Esta incertidumbre sobre los efectos futuros y los retardos a la hora de conocerlos, evaluarlos y tomar medidas compensatorias, hace que cualquier pretensión de adoptar comportamientos contaminantes óptimos sea una mera ilusión formal, lo que ha llevado a algunos autores a aconsejar la adopción el principio de precaución cuando se trata de estos asuntos (véase desarrollo sostenible). Pero cabe preguntarnos si resuelto el problema de la incertidumbre podría el mercado, a su vez, garantizar que no se traspase ese nivel óptimo. Una vez más la respuesta es negativa, ya que para que el mercado asigne eficientemente es necesario que estén correctamente definidos -y defendidos- los derechos de propiedad de todos aquellos recursos que participan el proceso de producción, condición que se vulnera cuando aparecen, externalidades (véase Coase, teorema de). Es más, el comportamiento racional en el mercado, en presencia de distintas técnicas productivas con el mismo coste final, pero distinto coste privado, esto es interno, potenciará la adopción de aquellas técnicas contaminantes en donde la relación coste interno/externo sea más favorable a este último. A partir de esta constatación se pueden plantear, cuatro mecanismos de intervención del sector público que servirían para garantizar una asignación eficiente del “recurso sumidero”: (a) impuestos para encarecer el consumo del bien contaminante y reducir su uso –sería el caso de los impuestos especiales sobre el consumo de carburantes líquidos- (b) subvenciones para favorecer la utilización de tecnologías menos contaminantes –como las subvenciones a la instalación de sistemas de energía solar- (c) regulación de emisiones máximas – como la obligatoriedad de utilizar gasolina sin plomo-(d) definición de derechos de propiedad. Estas opciones no son excluyentes, de hecho últimamente se está favoreciendo la combinación de fijación de límites a las emisiones contaminantes –regulación- y la definición de derechos de propiedad: permisos de contaminación, con la intención de utilizar el mercado para alcanzar determinado objetivo de reducción de emisiones con el menor coste económico posible.
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Desde otra perspectiva se ha argumentado la existencia no de unos límites al crecimiento por razones ecológicas o de insuficiencia de recursos, sino por razones de tipo social. Estos límites sociales al crecimiento obedecerían a la existencia de una escasez de tipo social derivada del hecho de que conforme aumenta el nivel de renta y los individuos sacian sus necesidades de carácter biológico o material, sus fuentes de satisfacción, y por lo tanto su demanda, se dirige hacia bienes cuya oferta es rígida incluso a largo plazo. Las “buenas cosas de la vida siempre son escasas” (véase bienes posicionales). Desde el momento en que la lucha por conseguirlas lleva a los individuos a redoblar sus esfuerzos de obtención de renta, esa competencia posicional agudizará los problemas medioambientales asociados al crecimiento económico. crecimiento sostenible, véase desarrollo sostenible
cuota
mecanismo de protección del mercado interior de la competencia extranjera basado en la imposición
de una limitación física (cuota) a las importaciones. Esta limitación hará que aumente el precio de los productos importados y por lo tanto generará artificialmente un aumento de la competitividad de la empresas nacionales dentro del mercado nacional. En la medida en que la cuota genera un aumento de precio del bien importado, el importador de los bienes sometidos a cuotas se verá beneficiado con un beneficio extraordinario derivado de la mera intervención pública al fijar la cuota, por lo que es habitual que este tipo de mecanismo proteccionista vaya acompañado de un sistema de venta o subasta del derecho de importación para trasladar al menos parte de esos ingresos extraordinarios al sector público. Aunque aranceles y cuotas tienen el mismo efecto sobre las importaciones: aumentar su precio y reducir su cantidad, el efecto de los aranceles sobre la cantidad importada es indirecto, a través del aumento del precio, mientras que el de las cuotas es directo.
cuota de mercado
parte de la demanda de mercado cubierta por una empresa o conjunto de empresas.
Tener una cuota de mercado elevada puede suponer ciertas ventajas para la empresa a la hora de fijar precios o actuar de líder en ese mercado, con efectos positivos sobre los beneficios. Por otra parte, el seguimiento de su comportamiento en el tiempo sirve de elemento de comparación del funcionamiento de las empresas que operan en un mercado, de ahí que la evolución de la cuota de mercado sea una de las variables a las que más atención prestan las empresas. currency board sistema por el cual los países se comprometen a mantener un tipo de cambio fijo de su moneda con respecto a otra adoptada como “ancla”. Para ello se crea una institución, el currency board o caja de conversión que respalda cada unidad de moneda nacional con reservas de la moneda elegida como ancla (u otro tipo de activos, como oro, rápidamente convertibles a ésta). La existencia de este tipo de sistema implica por lo tanto, el compromiso formal y efectivo de cambiar cada unidad de moneda nacional por la divisa ancla, lo que exige un volumen de reservas idéntico al de la cantidad de moneda nacional en circulación. Este sistema tiene dos ventajas reconocidas: garantiza la estabilidad cambiaria con respecto a la divisa de referencia e impide que los gobiernos financien su déficit mediante la emisión de moneda con los efectos negativos que el aumento de moneda puede tener sobre la inflación (véase ecuación cuantitativa del dinero). Sin embargo, este mecanismo elimina la posibilidad de ajustar el tipo de cambio para hacer frente a desequilibrios del sector
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exterior (ante la existencia de déficit exterior no se puede devaluar la moneda) y limita la capacidad de desarrollar una política monetaria independiente, ya que el aumento de la oferta monetaria exige un aumento paralelo de las reservas de la divisa ancla. Argentina que tuvo este tipo de sistema entre 1991 y 2002, con un tipo de cambio de un peso por un dólar, es un buen ejemplo de las ventajas y los inconvenientes de este sistema, ya que si bien en un primer momento ayudó a combatir la hiperinflación, al final, con la apreciación del dólar de finales de la década de los 90, contribuyó a profundizar la crisis de su economía situando al peso con un tipo de cambio muy por encima del de equilibrio. Como ejemplo de la sobrevaloración del peso a la que dio lugar este sistema basta con señalar que tras la suspensión del currency board el tipo de cambio se situó alrededor de 3 pesos por dólar.
curva de Beveridge
relación entre el desempleo existente y las vacantes o puestos de trabajo sin ocupar
que hay en una economía. La curva de Beveridge, denominada así a partir de Lord William Henry Beveridge, (1879-1963), tiene una pendiente negativa: el número de vacantes será decreciente con el desempleo, puesto que cuantas más personas estén buscando trabajo más fácil será cubrir las vacantes existentes en las empresas. Adicionalmente, los crecimientos en la tasa de desempleo se traducirán en caídas más que proporcionales de las vacantes, con lo que la curva de Beveridge será convexa con respecto al origen de coordenadas. Pero más que la forma de la función, lo que importa es su localización concreta en el cuadrante, ya que cuanto más lejos esté la curva del origen de coordenadas, ello reflejará un peor funcionamiento del mercado de trabajo, en el sentido de que sus características harían más difícil cubrir las vacantes existentes. Entre los factores que pueden afectar a la posición de la curva de Beveridge se pueden citarse los siguientes: (a) la existencia de puestos de trabajo en lugares geográficamente distantes de donde están los desempleados, lo que reflejaría problemas de movilidad espacial de la mano de obra-, (b) la falta de información, que reflejaría el mal funcionamiento de los servicios de empleo (c) la existencia de diferencias entre las cualificaciones demandadas por las empresas y la formación ofrecida por los trabajadores, que pondría de manifiesto desajustes en el sistema educativo y (d) la existencia de un salario de reserva por encima de los ofrecidos en el mercado.
curva de indiferencia
combinaciones de cantidades de dos bienes distintos que son igualmente preferidas
por un consumidor, de forma que éste sería indiferente entre cualquiera de ellas. No hay que confundir indiferencia con ignorancia, es decir, indiferencia entre dos combinaciones de bienes no es equivalente a responder “no sabe/no contesta” a la pregunta sobre cual de las combinaciones recogidas en la curva de indiferencia es preferible. Todo lo contrario, es un supuesto de la teoría del comportamiento del consumidor que éste siempre es capaz de establecer un orden entre cualesquiera combinaciones de bienes. Las curvas de indiferencia son una herramienta central del análisis del comportamiento del consumidor. Se denomina relación marginal de sustitución, RMS, a la tasa a la que el consumidor estaría dispuesto a cambiar una unidad adicional de un bien por otro. La RMS se mide por la pendiente de la tangente a la curva de indiferencia entre estos dos bienes en cada uno de sus puntos, y será creciente o decreciente según la forma de la misma. Si las curvas de indiferencias son convexas, como en el gráfico adjunto, la RMS a lo largo de una curva de indiferencia cualquiera será decreciente, ello se explicaría intuitivamente por la idea de que conforme consumimos más de un bien, menos estaremos dispuestos a sustituir otro bien a cambio de un
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mayor consumo del bien ya que consumimos en abundancia. Según nos alejamos del eje de coordenadas cada una de las curvas estaría asociada a un nivel de utilidad mayor. Las curvas de indeferencia nunca se pueden cruzar pues ello supondría que el mismo paquete de bienes consumidos produciría simultáneamente dos niveles de satisfacción distintos. Por último, representar las curvas de indiferencia como se ha hecho en el gráfico adjunto supone que las preferencias del individuo representadas por este mapa de curvas de indiferencias son continuas, es decir que pequeñas (infinitesimales) alteraciones en la cantidad consumida de un bien no alteran sustancialmente el nivel de satisfacción del individuo. Bien A
IC2 IC1
Bien B
curva de Kuznets relación en forma de U invertida entre la desigualdad en la distribución de la renta y el crecimiento económico planteada por Simon Kuznets (1901-1985) en 1952. Según este autor, el crecimiento económico estaba asociado en una primera fase con un aumento de la desigualdad, mientras que una vez alcanzado determinado nivel de renta, más crecimiento significaba menor desigualdad. En su origen, esta relación responde simplemente a una constatación empírica: cuando se analizaba la desigualdad en la distribución de la renta en países con distinto nivel de PIB per capita, los países ricos y los países pobres aparecían con menor desigualdad que los países de ingresos intermedios. La primera explicación propuesta de este comportamiento se basaba en el cambio estructural que acompaña al crecimiento económico, con una reducción de la importancia del sector agrícola y aumento del peso del sector industrial, y su efecto sobre la distribución de la renta. De forma resumida, se plantea que al haber una menor desigualdad en un sector agrícola atrasado que en el industrial, y unos ingresos mayores en éste último sector, el traspaso de población de la agricultura a la industria generará un aumento de la desigualdad. Este crecimiento de la desigualdad se corregiría cuando al reducirse la población agrícola este sector se modernizara, elevando su productividad y aumentando la renta los trabajadores agrícolas.
Posteriormente se han avanzado distintas explicaciones
teóricas de este comportamiento y se han multiplicado los esfuerzos por confirmar la existencia de tal relación. Así, se ha defendido que la desigualdad, al concentrar mayor renta en un número menor de personas potencia el ahorro, de lo que se podría derivar un aumento de la inversión y del crecimiento, lo que explicaría la primera fase de la curva. Sin embargo, esta relación no es automática ya que esas mayores rentas de la clase pudiente pueden también dirigirse al consumo de lujo o colocarse en el exterior –la llamada fuga de capitales. Por otra parte una menor desigualdad puede contribuir al crecimiento económico propiciando estabilidad social, algo siempre positivo para la actividad económica,
permitiendo una mayor implicación de la población en
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actividades de autoempleo mediante el acceso a créditos y educación, y generando una mayor demanda efectiva. Con lo que la relación teórica entre crecimiento y desigualdad dista de estar clara. En la actualidad la información empírica disponible no parece avalar la existencia una relación predeterminada entre ambas variables, en el sentido que para crecer no es ni necesario más desigualdad, ni el crecimiento a partir de determinada renta genera per se más igualdad. Más bien existen experiencias de crecimiento y de estancamiento con y sin mejora de la igualdad, dependiendo de la política económica y la estrategia de desarrollo adoptada.
curva de Kuznes medioambiental,
por analogía con al curva de Kuznets,
la curva de Kuznets
medioambiental hace referencia a la existencia de una relación también de tipo de U invertida entre el deterioro del medio ambiente y el crecimiento económico, según la cual en una primera fase, un mayor crecimiento estaría asociado con una pérdida de calidad medioambiental, mientras que a partir de cierto nivel de renta, el crecimiento estaría asociado a una mejora de la calidad medioambiental. Varias son las explicaciones propuestas de esta relación. Por un lado, el crecimiento económico y el cambio estructural que conlleva, supone pasar en una primera etapa de la preponderancia de la actividad agrícola a la industrial, más contaminante, y con posterioridad a la dominancia de los servicios, menos contaminantes. También se defiende que la calidad del medio ambiente es un bien normal de lujo, de forma que su demanda aumenta más que proporcionalmente con el aumento de la renta, esto es, las sociedades ricas estarían dispuestas a dedicar más recursos a recuperar su medio ambiente. De la misma forma, y en la medida en que los países ricos tengan una legislación ambiental más estricta, se puede producir un desplazamiento de las actividades contaminantes hacia los países más pobres que a explicar la relación entre mayor renta y menor deterioro ambiental. Es importante, sin embargo, señalar que tal relación en forma de U invertida sólo se observa para algunos tipos de contaminación, fundamentalmente la contaminación local, y no para otros, como la contaminación por CO2, principal causante del efecto invernadero, que muestra una relación creciente, esto es, la contaminación aumenta de forma continua, creciendo en intensidad, con el aumento de la renta. Como conclusión se puede decir que el crecimiento económico ayuda a resolver algunos problemas medioambientales, pero contribuye a crear y agravar otros.
curva de Phillips
en 1958 Alban W. Phillips (1914-1975) publicó un artículo que analizaba la relación
existente entre el crecimiento de los salarios nominales y la tasa de desempleo en el Reino Unido durante casi un siglo, en el que se mostraba la existencia de una relación inversa entre ambas variables, de forma que el crecimiento de los salarios nominales era mayor cuanto menor era la tasa de desempleo. Más adelante, Paul Samuelson y Robert Solow, investigaron una relación diferente aunque asociada a ésta: la relación entre inflación y desempleo, encontrando que los datos justificaban también la existencia de una relación inversa similar a la de la curva inicial de Phillips. Obviamente, ambas relaciones estaban relacionadas si bien el modo concreto en que el desempleo, la inflación de precios y el crecimiento de los salarios interactuaban dependía de que el tipo de tipo de inflación fuese de costes, de demanda o producto de la lucha por la distribución de la renta. En cualquier caso, fuera cual fuese el tipo de inflación, la relación hallada entre inflación y el desempleo sirvió a lo largo de la década de 1960 como guía para la política económica de los gobiernos de los países
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industrializados, de modo que ante un aumento del desempleo, unas políticas fiscales o monetarias expansivas podrían hacerle frente a expensas de un coste en términos de más inflación (véase también, ciclo económico político). Sin embargo, a partir de la década de los 70, las cosas cambiaron radicalmente. Apareció el fenómeno conocido como estanflación o sea, la coexistencia de elevados niveles de inflación con elevados niveles de desempleo, situaciones que por tanto estarían fuera de la curva de Phillips, lo que significaba que realmente no había una curva de Phillips a lo largo de la cual podía situarse una economía sino que ésta se había desplazado a lo largo del tiempo haciéndose cada vez más vertical. Una explicación para esta nueva situación fue propuesta por Milton Friedman. Para él, la existencia de tasas de inflación siempre positivas en todo el periodo posterior a la II Guerra Mundial y su relación inversa con el desempleo, llevó a los agentes económicos a aprender de esa nueva experiencia histórica. Dicho con otras palabras, para Friedman, los agentes económicos, como agentes racionales que son,
acabaron
incorporando en sus expectativas y, por tanto, en su comportamiento a la propia curva de Phillips. El conocimiento de cómo iba a comportarse la economía en presencia de desempleo, llevaba a los agentes a alterar su modo de actuación impidiendo a la postre que la economía se comportase realmente como se esperaba. Así, el conocimiento de que la disminución del desempleo suponía un incremento de la inflación, llevaba a los agentes a no esperar a que realmente se produjese ese crecimiento en los precios para actuar de forma compensatoria en sus políticas de fijación de precios con el objetivo de mantener el valor real de sus rentas, como sucede, por ejemplo, en las negociaciones salariales. El argumento en tal caso era el siguiente: si los trabajadores anticipaban con exactitud la variación en la inflación esperada como resultado de unas medidas de política económica expansivas contra el desempleo, ello les llevaría a pedir desde ya unos ascensos de salarios monetarios que la compensasen. Eso implicaba, por un lado, que en el caso de que consiguir las subidas de los salarios monetarios compensadores de la inflación esperada, no variarían los salarios reales por lo que no se produciría ningún aumento en el empleo (véase mercado de trabajo); pero además sucedería que la tasa de inflación real subiría hasta alcanzar el nivel de la esperada o prevista debido al aumento en los costes laborales unitarios derivado de las subidas de los salarios en una situación de productividad constante. Mismo desempleo, pues, y más inflación; a la vez que absoluta ineficacia de la política económica. En un contexto de expectativas racionales la “curva” de Phillips ya no sería una relación decreciente entre tasa de inflación y desempleo sino una línea vertical que se elevaría para la tasa de desempleo que resultase de la estructura y condiciones del mercado de trabajo, llamada tasa natural de desempleo. Donde el término “natural” responde a que sería la resultante natural de la presencia de factores distorsionantes del libre juego competitivo en los mercados de trabajo como la presencia de sindicatos, regulaciones estatales, prestaciones sociales, seguros de desempleo, etc. En un momento dado, una economía se encontraría en equilibrio cuando se encontrase en su tasa natural de desempleo, de modo que la tasa de inflación real coincidiría con la que los agentes anticipan o esperan. Los intentos de reducir el desempleo por debajo de la tasa natural sólo tendrían efectividad si los agentes no utilizan expectativas racionales, y por lo tanto son incapaces de anticipar con precisión la inflación resultante de las políticas expansivas, o si son engañados por las autoridades (véase inconsistencia temporal). En esos casos, la economía podría moverse a lo largo de una curva de Phillips “tradicional” hacia posiciones de menor desempleo que el “natural” pero con tasas de inflación mayores que la esperada. Pero ¿cuánto tiempo
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podría una economía estar en esa situación? Es razonable pensar que sólo a corto plazo, pues, pronto, los agentes se darían cuenta del error en sus predicciones, lo que les llevaría a ajustar sus comportamientos a la inflación realmente experimentada, con el resultado de que las subidas de salarios monetarios para compensar la inflación no anticipada harían crecer los salarios reales y el desempleo hasta que éste volviese a su nivel anterior, el “natural”, sólo que ahora con una tasa de inflación superior. De este modo, como resultado de la política expansiva y la disminución a corto plazo del desempleo, la tasa de inflación habría aumentado para el nivel “natural” de desempleo. Dicho con otras palabras, sólo cuando una economía se sitúa en la tasa natural de desempleo la tasa de inflación esperada coincide con la que realmente se experimenta, porque en la medida que los trabajadores piden subidas salariales para compensar la inflación prevista, al ser está igual a la real no se producen incrementos en la propia tasa de inflación. Es por ello que a la tasa natural de desempleo se la conoce también como tasa de desempleo no aceleradora de la inflación (o NAIRU, acrónimo correspondiente a su denominación en inglés). Obsérvese que, con arreglo a esta hipótesis de funcionamiento de una economía, podría ocurrir que los reiterados y frustrados intentos para disminuir la tasa de desempleo por debajo de la “natural” de modo permanente acabaran llevado a una aceleración de la tasa de inflación hasta que ésta alcanzara un nivel muy elevado. Reducirla obligaría entonces a arbitrar políticas que se tradujesen en que la tasa de inflación real fuese menor que la esperada por los trabajadores, para que éstos fuesen ajustando a la baja sus demandas de incrementos salariales compensadores. Ello exigiría de medidas monetarias y fiscales contractivas que, aumentando el desempleo, hiciesen que la inflación real fuese menor que la esperada, llevando consigo ulteriores descensos en las tasas de crecimiento tanto de los salarios monetarios como de los precios en un proceso que acabaría finalmente al alcanzar la tasa natural de desempleo, pero a una tasa de inflación más baja. Los resultados empíricos han cuestionado fuertemente este enfoque teórico. La variabilidad observada en la NAIRU dentro de un mismo país en el curso del tiempo, así como la influencia de muchos factores institucionales que operan en los procesos de fijación de precios y el modo y la rapidez con que los agentes ajustan sus expectativas, deja vacía de contenido buena parte de las implicaciones del modelo. Diferentes países en diferentes períodos observarán diferentes tipos de relación entre las tasas de inflación, sus variaciones y los movimientos de la tasa de desempleo. Así, por ejemplo, del análisis de la relación entre desempleo e inflación en las últimas tres décadas, reproducido en el gráfico adjunto para España, se concluye que mientras que en algunos períodos (de 1977 a 1986) se observa un curva de Phillips de “libro de texto”, en otros (19972002) la relación es prácticamente horizontal, lo que limita de forma importante la utilidad de la curva de Phillips para la predicción y gestión económica.
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D deflación
proceso de reducción generalizada de precios (no confundir con desinflación que es una
reducción de la tasa de inflación, pero en un contexto de aumento de precios). La deflación puede obedecer a dos causas distintas. Por un lado los precios pueden caer como resultado de un crecimiento generalizado de la productividad, como ocurriera en Estados Unidos en el último tercio del siglo XIX, fruto de la introducción de nuevas tecnologías en la industria y los transportes. Este tipo de deflación no es negativo pues los costes disminuyen a la par que los precios, es más, la reducción de los costes fruto del aumento de la productividad es lo que da lugar a la caída de precios. La otra fuente de deflación es la asociada a situaciones de recesión, falta de demanda efectiva y exceso de capacidad productiva. Las consecuencias de este tipo de deflación son, en principio, mucho más perniciosas ya que: (1) las empresas, que se enfrentan con costes salariales más rígidos, ven reducida su rentabilidad y retrasan sus planes de inversión, profundizando la caída de demanda, (2) los consumidores posponen sus compras (esperando una mayor caída de precios) con el mismo efecto negativo sobre la demanda, y (3) aumenta el valor real de la deuda, lo que puede provocar una ola de quiebras y problemas en el sector financiero por aumento de la morosidad (véase deflación de deuda). Al mismo tiempo, los agentes económicos, al menos en la actualidad, están peor preparados para enfrentarse a situaciones de deflación que de inflación, fenómeno que ha marcado la actualidad económica durante el último cuarto del siglo XX. Así, en situaciones de deflación los estados pierden una de sus herramientas de política económica,
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la política monetaria, ya que el tipo de interés nominal no puede ser negativo (véase trampa de la liquidez). En la última década Japón ha experimentado una situación técnica de deflación, con caídas en el índice de precios de alrededor de un 1% anual. La deflación puede, sin embargo, tener un efecto positivo en caso de recesión si los anteriores efectos negativos resultan más que compensados por el llamado efecto riqueza.
deflación de deuda (efecto Fisher)
para el economista americano Irving Fisher (1867-1947), la solución
deflacionista ante una recesión abogada por Arthur C. Pigou, (1877-1959) -véase efecto riqueza- era enteramente contraproducente. La razón estriba en que para Fisher la dirección e intensidad del efecto riqueza dependía no sólo del valor de la riqueza externa sino también del de la interna. Sin embargo, a la hora de calcular el efecto riqueza tal y como lo define Pigou no se tiene en cuenta la riqueza interna (los títulos de deuda en manos privados que se corresponden a deudas de otros agentes privados) en la medida que se supone que las variaciones en su valor no tiene efectos macroeconómicos. Esto es, se asume que en una deflación el aumento en el valor de su riqueza que experimentan los acreedores se compensaría exactamente con el aumento en el peso de sus deudas que simultáneamente experimentarían los deudores. Sin embargo, Fisher estimó que la población no se distribuía aleatoriamente entre deudores y acreedores, sino que los primeros lo son porque tienen una propensión a gastar más alta (son empresas o consumidores con menor aversión al riesgo, familias jóvenes) que la de los segundos, de modo que si los precios caen, el servicio de su deuda les quitaría una parte mayor de sus rentas y sus márgenes de solvencia disminuirían, lo que les incapacitaría para obtener nuevos prestamos. Ello provocaría un aumento de las quiebras y suspensiones de pagos e intentos de restaurar la estructura financiera mediante el aumento en el ahorro, todo lo cual puede más que compensar el aumento en el valor de la riqueza que experimentan los acreedores. Si a ello se suma la propensión diferencial al gasto de deudores y acreedores (menor en este último colectivo) se tendrá que como consecuencia de la deflación es perfectamente posible que el efecto riqueza interna negativo vía Fisher más que compense el efecto riqueza externa positivo vía Pigou. Por contra, los efectos de una reflación, esto es, un aumento de los precios y salarios, serían los opuestos: disminución de la carga de la deuda que estimula la demanda agregada de los deudores en mayor medida de lo que desestimula la demanda agregada de los acreedores. deflactar el aumento de valor de una variable monetaria agregada a lo largo de un determinado periodo de tiempo, por ejemplo el PIB, obedece a dos fenómenos distintos: el aumento de las cantidades producidas (o crecimiento real) y el aumento de sus precios (o crecimiento nominal). A la hora de evaluar el comportamiento de un país, un sector o una empresa es interesante diferenciar qué parte del crecimiento obedece a un aumento de los precios y qué parte a un aumento de la producción. Eso es precisamente en lo que consiste deflactar una variable: descontar el efecto que puede haber tenido sobre su temporal el cambio en los precios. La variable deflactada será la resultante de efectuar la siguiente operación: Variable real (año t) = Variable monetaria (año t) . [precios (año base) / precios(año t)]
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Siendo el año base el año que tomamos como referencia o punto de partida. Según cual sea la variable que estemos deflactando interesará escoger un índice de precios distinto. Si es el PIB, interesa utilizar el llamado deflactor del PIB, o índice de precios agregado para toda la economía, si es el consumo, el IPC , etc.
demanda
desde una perspectiva microeconómica la demanda es el deseo de un bien o servicio que está
respaldado por la disposición a pagar por el mismo. En ausencia de esa disposición y capacidad de pago, el mercado es sordo a los posibles deseos de los individuos: esto es, el mercado sólo conoce de aquellas necesidades respaldadas por dinero. La demanda de un individuo de un bien o servicio depende, además de sus preferencias, de distintos factores, siendo los más importantes el precio del bien, su renta disponible y el precio de otros bienes sustitutivos y complementarios. Aunque no se puede olvidar aquí la presencia de otros elementos como el consumo o la producción que hacen otros individuos (véase economías de red y externalidades) o las expectativas. Si suponemos que todos los factores excepto el propio precio permanecen constantes, se habla de curva de demanda del bien, que se puede definir como el conjunto de precios máximos que está dispuesto a pagar un consumidor por las distintas cantidades o paquetes de un bien. Esta curva, de modo general, se puede representar como decreciente con respecto del precio, de tal forma que cuando mayor sea el precio menor será la cantidad demandada del producto. Detrás de esta relación negativa entre precio y cantidad demandada se encuentra el supuesto de que los consumidores son racionales y tratan de maximizar la utilidad que obtienen de los bienes de consumo. Puesto que su renta es limitada, tienen que distribuirla entre los distintos bienes y servicios que ofertan las empresas de la mejor manera posible. El consumidor habrá optimizado su comportamiento cuando haya utilizado su renta de forma que la última unidad monetaria gastada en cada uno de los bienes le reporte la misma satisfacción. A esta condición se la conoce como la “ley de las utilidades marginales ponderadas”. Otra manera de expresar esta misma condición de optimalidad es decir que, en el equilibrio, el consumidor iguala la tasa a la que puede cambiar un bien por otro en el mercado (es decir su precio relativo) con la tasa a la que estaría dispuesto a hacerlo, es decir, la relación marginal de sustitución entre esos bienes en la curva de indiferencia más elevada a la que puede optar dado su nivel de renta. El movimiento a lo largo de una curva de demanda ante una variación del precio, o efecto precio total, se puede descomponer en dos subefectos: el efecto sustitución y el efecto renta. Dependiendo de los distintos tipos de bienes así será la importancia relativa de uno y otro efecto, que a su vez determinará la dirección del cambio en la cantidad demandada ante una variación del precio. Para todos los bienes normales y para la mayoría de los bienes inferiores el efecto precio total será no positivo, es decir el aumento del precio nunca generará un aumento en la cantidad demandada. La curva de demanda de mercado de un bien privado se construye mediante la suma horizontal de las curvas de demanda individuales, es decir, sumando para cada precio la cantidad demandada que compraría cada consumidor. Dado que cada curva de demanda individual depende de la renta del individuo, la curva de demanda de mercado normalmente dependerá de la distribución personal de la renta. Ello se traduce en que, en el caso de la demanda de mercado, no esta lógicamente garantizada para todos los casos la antedicha relación decreciente entre precio y cantidad. Tal cosa sucede si las alteraciones en el precio de un bien van asociadas a modificaciones importantes en la distribución personal de la renta. Por ejemplo, una caída en el precio de uno de los llamados bienes-salario (aquellos consumidos fundamentalmente por los trabajadores) derivada de una
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reducción de los salarios y la correspondiente caída de los costes de producción, puede estar asociada a una caída de su demanda si la reducción de los salarios afecta de forma significativa la capacidad de compra de los trabajadores, precisamente los que demandan dicho bien-salario. Lo anterior se aplica fundamentalmente a los bienes de carácter privado. Para el caso de los bienes públicos puros la curva de demanda se construye sumando verticalmente las curvas de demanda individuales (véase adicionalmente excedente del consumidor, eficiencia). demanda agregada desde una perspectiva macroeconómica, la función de demanda agregada recoge las combinaciones de precios y producción agregada en una economía que se corresponden con posiciones de equilibrio tanto en el sector real como en el monetario, esto es, con igualdad entre la demanda efectiva y la producción por un lado, y la oferta y demanda de dinero por otro. La función de demanda agregada normalmente tiene pendiente negativa, recogiendo por lo tanto una relación de tipo inverso entre precios y producción. La forma más simple de relación de demanda agregada es la que se deriva del tratamiento de la escuela monetarista a la ecuación cuantitativa del dinero. Si, como hace esta escuela, suponemos que la velocidad de circulación del dinero, V, es constante, entonces se tiene que: P = (M.V)/Y, donde P es el nivel de precios e Y la producción agregada. Es decir, que para cada nivel de la oferta monetaria habría una relación decreciente en forma de hipérbola equilátera entre el nivel de precios y el nivel de producción. Una caída en el nivel de precios llevaría de forma directa e inmediata a un incremento en la demanda de bienes y servicios a través del mecanismo de transmisión del llamado efecto riqueza. Una forma más general de entender la relación inversa entre precios y producción agregada, que tiene sus orígenes en el pensamiento de la escuela keynesiana, parte de que la velocidad de circulación del dinero no es constante, de modo que el mecanismo de transmisión del aumento de liquidez asociado a una caída en el precio toma un camino más indirecto. La lógica detrás de esa relación es la siguiente: (1) cuanto menor sea el precio, mayor será la liquidez del sistema, o sea que dada una oferta monetaria mayor será la cantidad de dinero existente en términos reales, con lo que menor será el tipo de interés. Este menor tipo de interés tendrá un efecto positivo sobre la demanda, tanto de inversión como de consumo de bienes duraderos (automóviles, etc.) cuya compra en gran parte se financia mediante créditos, y por lo tanto se ve afectada por el tipo de interés; (2) cuanto menor sea el precio mayores serán las exportaciones y menores las importaciones, con lo que mayor será la demanda efectiva y la producción agregada; (3) un precio más bajo hace, en principio que los individuos se sientan más ricos y aumenten tanto su consumo como su inversión (véase efecto riqueza, pero también deflación de deuda). De lo anterior se deduce que cuanto menos sensibles sean exportaciones e importaciones al precio y la inversión y el consumo duradero al tipo de interés, o menor el efecto riqueza, más pendiente tendrá la función de demanda agregada, que llegaría a ser vertical (el nivel de precios no influiría en la producción agregada) si los precios no afectaran al sector exterior y el tipo de interés no afectara a la inversión y al consumo duradero. Por su parte, los aumentos en el gasto público y transferencias o la reducción de los impuestos, afectarán a la demanda efectiva (al alza), desplazándola a la derecha para cada nivel de precios. Lo mismo ocurrirá con cambios en la demanda exterior no provocados por variaciones en los precios.
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P
↑Gasto ↑Transferencias ↓ Impuestos Demanda agregada
Y demanda de dinero el dinero es un activo que se caracteriza por su liquidez por un lado, y por su escasa o nula rentabilidad, por otro; por lo que es de esperar que a la hora de decidir qué parte de su riqueza quieren mantener en forma de dinero los agentes económicos ponderen sus ventajas como activo líquido frente a sus desventajas frente a otros activos –bonos, acciones, capital físico, etc.- que, a diferencia del dinero, dan lugar a un flujo positivo de rendimientos. A partir de la obra de Keynes se considera que los agentes económicos demandan dinero por tres razones distintas: a) para disponer de un medio de pago con el que realizar compras en el mercado –demanda por motivo transacción-, b) para protegerse con respecto a posibles imprevistos – demanda por motivo precaución-, y c) para poder contar con liquidez cuando llegue un buen momento para comprar activos financieros –demanda por motivo especulación. Según el primero motivo, la demanda de dinero, por parte de los agentes económicos, será mayor cuanto mayor sean los precios y sus renta monetaria, menor la periodicidad de las transacciones que realizan (pues eso les exigirá necesitar de una menor cantidad media de dinero en metálico o en la cuenta corriente para pagar sus compras), menor el coste de convertir un activos menos líquidos en líquidos (como son los costes de transacción asociados a sacar dinero de una cuenta a plazo, o los costes de usar cajeros automáticos, etc.) y menor el coste de oportunidad de tener la riqueza en forma monetaria, es decir, el tipo de interés. En consecuencia, a nivel agregado, la demanda de dinero por motivo transacción dependerá del nivel de precios y del nivel de producción, y del marco institucional que adopte el sistema financiero a la hora de permitir la fácil conversión a dinero de las formas menos líquidas de la riqueza. En cuanto al motivo precaución parece claro que la demanda de dinero será mayor cuanto mayores sean la incertidumbre con respecto a lo que pueda acontecer y la aversión al riesgo de encontrase en una situación de falta de liquidez de los sujetos. En lo que se refiere a la demanda por motivo especulación, si la rentabilidad de los activos financieros, por ejemplo, de unos bonos, expresada por el tipo de interés, resultase ser anormalmente baja respecto a la prevista (o, lo que es lo mismo, si el precio de estos bonos fuesen demasiado elevados sobre su nivel esperado) cabe esperar que los agentes retrasen el momento de la compra de tales activos, esperando a que suba su remuneración (o a que baje su precio), por lo que la demanda de dinero por motivo especulación será alta, ya que los individuos preferirán tener una mayor proporción de su riqueza en dinero para así contar con la liquidez necesaria para comprar activos cuando suba el tipo de interés. Si no lo hicieran así y, por ejemplo, compraran los bonos que ofrecen un bajo tipo de interés, llevados por la idea de que más vale un rendimiento por inesperadamente bajo que sea –el de los bonos- que nulo –el del dinero-, cuando en el futuro subiera el tipo de interés se encontrarían con que tienen su riqueza colocada en activos de bajo rendimiento y no contarían con la liquidez necesaria para comprar unos bonos ahora más rentables. En
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conjunto pues, según este planteamiento, que se identifica con la visión keynesiana del funcionamiento de la economía, la demanda de dinero aumentará cuando aumente el nivel de renta y caiga el tipo de interés, mientras que se reducirá en situación de recesión y tipo de interés elevado. Desde una posición alternativa, identificada con el monetarismo y con la obra de Milton Friedman, hay que entender la demanda de dinero dentro de un enfoque general sobre la decisión de repartir la riqueza en sus diferentes colocaciones. La demanda de dinero depende entonces, positivamente, de la renta permanente, que se puede entender como la renta esperada a largo plazo, esto es, aquella no sujeta a incertidumbre y con la que el sujeto piensa que puede contar, y, negativamente, de la rentabilidad esperada de los bonos y de otros activos financieros y reales así como de la inflación esperada, ya que cuanto menor sea la rentabilidad esperada de los activos financieros y reales menor será el coste de oportunidad de mantener dinero en forma líquida, igual que cuanto mayor sea la inflación esperada mayor será la pérdida futura de valor del dinero. Este elemento, distintivo del análisis de Friedman, significa que en el caso de esperar inflación los agentes económicos sustituirían dinero por activos financieros y reales (casas, terrenos, etc.) como forma de protegerse ante sus efectos. Para Friedman, en la medida en que los shocks temporales no afectan a la renta permanente, la demanda de dinero será relativamente estable a lo largo del ciclo. demanda efectiva demanda total real de los bienes y servicios que produce una economía. A diferencia de lo que se conoce como demanda nocional o tentativa, que es el plan de demanda que los agentes económicos les gustaría realizar ante los diferentes precios, la demanda efectiva es la que realmente se hace en el mercado, es decir, la demanda respaldada por dinero. La demanda efectiva, DE de un país está formada por el gasto en bienes de consumo que realizan los consumidores, C, la demanda que proviene del sector público, G, la que realizan las empresas en forma de gastos de inversión, I, y la demanda que el resto del mundo hace de bienes y servicios producidos en el país o exportaciones, X. Puesto que parte del gasto en consumo, en inversión y en gasto público puede dirigirse a la compra de bienes y servicios producidos en el exterior, para determinar la demanda efectiva de lo producido internamente en un país a la suma de los gastos en consumo, inversión, y gasto proveniente del exterior en forma de exportaciones hay que restarle las importaciones realizadas: DE = C + I + G + X – M Los distintos componentes de la demanda efectiva se diferencian no sólo por cuál sea el agente económico que la realiza: las unidades domésticas en el caso del consumo, las empresas en el caso de la inversión, las administraciones públicas en el caso del gasto público, los tres en el caso de las importaciones y, por último, los agentes económicos extranjeros en el caso de las exportaciones, sino también por su comportamiento más o menos estable a lo largo del tiempo así como en las variables que los determinan. Así, entre los distintos componentes de la demanda, tanto el consumo como el gasto público tienen un comportamiento esencialmente estable. Las importaciones y exportaciones a su vez dependen en gran medida de los niveles de renta de un país y de los del resto del mundo respectivamente, y salvo cambios importantes en los precios relativos o el tipo de cambio, no suelen tener variaciones bruscas. Sin embargo, la inversión, al depender de modo muy importante de las expectativas de las empresas destaca por su inestabilidad e imprevisibilidad, convirtiéndose frecuentemente en la variable determinante de la evolución de la demanda efectiva a través del multiplicador.
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La anterior es la perspectiva que defiende la escuela keynesiana, para la cual la demanda efectiva es la variable clave en macroeconomía, puesto que su volumen determina el nivel de producción agregado en la medida en que las empresas ajustan sus niveles de producción, y por tanto su demanda de factores de producción, al nivel de demanda efectiva que realmente reciben y a sus expectativas sobre su evolución. Desde esta perspectiva, la demanda efectiva es una variable que no siempre alcanzará el volumen necesario para garantizar el pleno empleo de los recursos de capital y trabajo de una economía. Sería posible, en consecuencia, que una economía se encontrase en situaciones de equilibrio macroeconómico subóptimo, en donde la demanda efectiva y el nivel de producción a que da lugar fuese inferior al necesario para garantizar la plena utilización de los recursos disponibles. Ello se debería a expectativas muy negativas que desincentivasen la inversión o a una distribución de la renta muy desigual que actuase como freno al consumo agregado. Este tipo de situaciones exigiría la puesta en marcha de medidas de política económica que, alterando el nivel de demanda efectiva, permitan la consecución de un equilibrio más cercano al pleno empleo. Para esta escuela, en caso de insuficiencia de demanda efectiva, el desempleo involuntario de recursos no genera por sí sólo las fuerzas económicas necesarias para que se alcance un equilibrio con plena ocupación, debido fundamentalmente a que la inversión depende de las expectativas de demanda futura, y en una situación de recesión difícilmente ésta será halagüeña. Ello explica que una de las formas de luchar contra una recesión sea el aumento del gasto público, en la confianza de que al aumentar por esta vía la demanda efectiva, aumente también la producción (véase política fiscal), o la puesta en marcha de medidas de política monetaria o de rentas con la misma finalidad. Frente a este punto de vista se podría pensar que, ante una caída de la demanda efectiva o una insuficiencia de la misma de modo que ya no se alcanzase el pleno empleo de los recursos, las empresas podrían reaccionar ajustando a la baja los precios de modo que ello generase la demanda efectiva necesaria para alcanzar un equilibrio con pleno empleo. Y si no lo hacen es porque no se estaría dejando actuar de forma flexible a los mercados. Tal es el punto de vista que mantiene la escuela alternativa a la keynesiana, la neoclásica. Desde su perspectiva, la relación entre demanda efectiva y producción se invierte ya que, para esta escuela, tal y como recoge la ley de Say, el mero hecho de producir genera a nivel agregado la demanda efectiva necesaria para absorber lo producido. De esta forma, en el caso de hallarse una economía en una situación de equilibrio macroeconómico subóptimo, esto es, con unos niveles de producción agregada inferiores a los necesarios para emplear a todos los oferentes de trabajo, ello se debe a que los salarios reales son superiores a los de pleno empleo con lo que bastaría con que los salarios monetarios se ajustaran a la baja, haciendo más atractivo para las empresas la contratación de los trabajadores hasta entonces desempleados. La caída en los salarios llevaría a una caída en los precios de los bienes que, a su vez, estimularía los niveles de consumo y de inversión por dos mecanismos: la caída en los tipos de interés y el efecto riqueza. Así pues las situaciones de desequilibrio se resolverían automáticamente mediante ajustes en el mercado de trabajo, sin necesidad de que el sector público tuviera que poner en marcha medida alguna de política económica expansiva. De forma que, de no producirse tal corrección, la causa estaría en el mal funcionamiento del mercado de trabajo y no en la falta de demanda efectiva. Para esta escuela, por lo tanto, la demanda efectiva sería un concepto de mucha menor trascendencia teórica.
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Al margen de los debates académicos, parece fuera de dudas que, a corto plazo, los ajustes macroeconómicos tienden a ser vía cantidades en mucha mayor medida que vía precios por ser estos mucho más inflexibles, por lo que la perspectiva keynesiana acerca de la demanda efectiva parece mucho más relevante que la neoclásica (si bien en la actualidad se arguye por parte de los defensores de esta última que la globalización y la revolución de la tecnología de las comunicaciones está haciendo mucho en la dirección de flexibilizar los precios). A largo plazo, sin embargo, el debate permanece abierto. Puede ser que dejándoles el tiempo suficiente, los mercados se ajusten como pronostica el modelo neoclásico de modo que por sí solos alcancen el equilibrio con pleno empleo de los recursos, pero, por un lado, la opinión despectiva de Keynes respecto a quienes se encomiendan a unas fuerzas que operarán en el largo plazo expresada en términos de que “a largo plazo todos estaremos muertos” y que, por tanto, más vale peocuparse por cómo salir de una situación de desempleo aquí y ahora sigue siendo válida; por otro, la idea de que hay un equilibrio óptimo a largo plazo al que los mercados llegarán si se les deja funcionar solos no es cierta. (Véase equilibrio general). dependencia, tasa de indicador demográfico que recoge el número medio de personas no potencialmente activas (menos de 16 y más de 65) que hay en un país por cada persona potencialmente activa. En algunas ocasiones este índice se calcula considerando tan sólo la población de más de 65 años. La tasa de dependencia es un indicador útil para analizar el efecto económico de cambios demográficos, aunque desde un punto de vista económico es más correcto construir el índice contando en el denominador no toda la población potencialmente activa, sino los ocupados (índice de dependencia económica), ya que podría muy bien ocurrir que un país con mayor dependencia demográfica tuviera menor dependencia económica gracias a una mayor tasa de empleo entre los potencialmente activos. Este indicador ha cobrado últimamente actualidad a propósito del debate sobre el futuro de las pensiones en un contexto de cambio demográfico caracterizado por aumento de la longevidad de la población y reducción de la tasa de natalidad (envejecimiento poblacional), lo que genera un aumento de la tasa de dependencia. Expresado en porcentaje y con respecto a la población con 20-64 años la tasa de dependencia en la UE está prevista que pase de 28,3 % en el año 2000 (28,7 % en España) a 55 % (59,8 %) en el 2040. dependencia, teoría de la planteada por el economista argentino Raul Prebisch (1901-1985), la teoría de la dependencia pretende explicar la situación de subdesarrollo de gran parte de los países del mundo acudiendo al análisis de las relaciones comerciales existentes entre éstos países –periferia- y los países desarrollados – centro. Según esta teoría, como resultado de las relaciones coloniales y neocoloniales (prácticamente todos los países subdesarrollados han sido colonias en algún momento no muy lejano de su historia), la periferia se ha especializado en la producción de bienes primarios poco elaborados que exportan a los países del centro para su transformación en productos finales, importando de ellos bienes industriales. Esta división internacional del trabajo resultaría perjudicial para la periferia por dos razones: (1) el mercado de bienes primarios sería un mercado relativamente competitivo, donde las ganancias de productividad se trasladarían a precios más bajos, mientras que el mercado de bienes industriales estaría dominado por grandes empresas y las ganancias de productividad se trasladarían a salarios y/o beneficios, (2) los bienes primarios son bienes cuya demanda aumenta muy poco con los aumentos de renta (véase elasticidad renta) lo que condena a la periferia a
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especializarse en mercados de escaso crecimiento. La suma de los dos efectos, explicaría que la relación real de intercambio definida como el precio de los bienes primarios con respecto al precio de los bienes industriales manifestara una tendencia decreciente a largo plazo, esto es que los países de la periferia tuvieran que exportar cada vez más unidades de bienes primarios para importar una unidad de los bienes transformados producidos por el centro. El análisis del comportamiento de la relación real de intercambio parece confirmar la existencia de esa tendencia decreciente, por lo menos para grandes períodos históricos (véase también globalización y ley de Thirlwall). desarrollo aunque no es infrecuente asociar el desarrollo con el aumento de la producción de bienes y servicios de un país, tal y como la recoge el PIB per capita, en la actualidad existe consenso en que el desarrollo es algo más que el mero crecimiento económico. Siguiendo a dos premios Nobel de Economía tan distantes en el tiempo como Amartya Sen (1998) y Arthur Lewis (1979), el propósito del desarrollo sería mejorar la vida de las personas aumentando el rango de cosas que una persona pueda ser y hacer, sus opciones vitales. Desde esta aproximación el desarrollo significa remover los obstáculos, como el analfabetismo, la enfermedad, la falta de recursos materiales o libertades políticas que limitan las posibilidades de los individuos (véase Índice de Desarrollo Humano). Esta definición de desarrollo llama la atención sobre las limitaciones de las estrategias de desarrollo basadas en el mero aumento del PIB –en sociedades de renta alta- ya que, aunque el crecimiento de la producción de bienes y servicios actúe favorablemente sobre el desarrollo al resolver carencias materiales puede, sin embargo, tener otros efectos negativos sobre el bienestar de las personas como la falta de tiempo o el aumento del estrés que actúen limitando y no aumentando las opciones vitales de los individuos. Esa es la conclusión que se obtiene de numerosos estudios existentes que investigan cuál es la relación existente entre el crecimiento del PIB y el nivel de bienestar definido de forma amplia para tener en cuenta no sólo la evolución de la producción material sino su distribución, el tiempo de ocio, la seguridad, etc. Estos trabajos coinciden en todos los casos, independientemente de la metodología utilizada, en que el crecimiento del bienestar es sensiblemente inferior al crecimiento del PIB, indicando la existencia de cierto nivel de renta a partir del cual se agota la contribución del crecimiento del PIB al desarrollo (véase economía de la felicidad). En todo caso, a comienzos del siglo XXI una parte importante de la población de la Tierra se encuentra todavía con unos niveles de renta muy por debajo de aquellos a partir de los cuales se reduciría la contribución del crecimiento del PIB al desarrollo. Así, el 40 % de la población del planeta tienen una renta per capita en paridad de poder adquisitivo de poco menos de 2.200 $, lo que supone el 12 % de la renta mundial, mientras el 15,6 % de la población de los países más ricos, con una renta per capita de 26.650 $, tiene el 56 % de la renta mundial. La llamada Economía del Desarrollo, ED, ha seguido un comportamiento que podemos calificar de errático en lo que se refiere a su interpretación de las claves del desarrollo económico. La ED moderna nace en la década de los años 50 del pasado siglo, coincidiendo con el fin del colonialismo y el nacimiento de multitud de países que se enfrentan por primera vez al reto del desarrollo. En esta primera etapa hay coincidencia en una lectura del subdesarrollo como un proceso de causación circular acumulativa del tipo: baja productividad ⇒ baja renta ⇒ baja tasa de ahorro ⇒ baja tasa de inversión ⇒ baja productividad, y en señalar a la inversión
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como la variable capaz de romper ese círculo vicioso de la pobreza. Así, W. Arthur Lewis (1915 - 1990), consideraba necesario pasar de una tasa de inversión del 5 al 12 % para activar el proceso de desarrollo, mientras que Walt W. Rostow (1916- 2003) estimaba que el “despegue” está asociado a una inversión que alcance como mínimo el 10 % del PIB. En la medida en que el escaso grado de desarrollo actuaba como freno a la inversión, se defiende la planificación económica y la sustitución de importaciones (penalización de las importaciones mediante la aplicación de fuertes aranceles) como vía de generar demanda interna y superar la más que probable restricción al crecimiento impuesta por el sector exterior (el desarrollo exige la importación de capital y tecnología que pueden llevar a un saldo comercial negativo que limite sus posibilidades de crecimiento, véase ley de Thirlwall). Por último, se cuenta con la ayuda exterior y el endeudamiento como mecanismos para completar la capacidad de ahorro nacional hasta alcanzar las tasas de ahorro necesarias para financiar los niveles de inversión perseguidos. Las primeras cautelas sobre la capacidad de la acumulación de capital para explicar el crecimiento de la economía están asociadas a los cálculos realizados mediante contabilidad del crecimiento, según los cuales en los países desarrollados la acumulación de capital sería capaz de explicar una parte del crecimiento menor de la esperada, siendo éste en su mayor parte (del 50 al 75 % según los casos), un residuo sin explicar, o productividad total de los factores, lo que llevó a algunos autores a señalar que la acumulación de capital no era una causa fundamental del crecimiento económico si no más bien, una característica importante de este proceso. Con la llegada de la década de los 70 la inversión en capital físico cede el testigo como elemento clave de desarrollo a dos nuevas variables. La primera consiste en la ampliación del concepto de capital para dar cabida al capital humano, esto es, la educación. La segunda es el resultado del fracaso de muchos de los programas de industrialización dirigida desde el sector público y el consiguiente reconocimiento de la necesidad de devolver protagonismo al mercado y permitir que los precios relativos se ajusten a las escaseces relativas de factores, lo que se traduce en una reducción de la intervención del sector público en la economía como agente de desarrollo. Empezando por la primera de las variables, parece sensato pensar que la educación tenga un papel importante en los procesos de desarrollo, y ello no sólo por su función instrumental como herramienta de crecimiento económico, sino también por su condición de elemento definitorio del propio desarrollo (véase Índice de Desarrollo Humano). De hecho, el consenso sobre su importancia es tal, que la universalización de la educación primaria para el año 2015 es uno de los 8 Objetivos de Desarrollo para el Milenio de las Naciones Unidas. Desde una perspectiva teórica, la educación influye sobre el crecimiento por tres vías distintas: como factor de producción, como determinante del proceso de adopción de innovaciones y por los efectos externos positivos asociados a ésta que permiten compensar total o parcialmente los posibles rendimientos decrecientes generados por la acumulación de factores. Sin embargo, numerosos estudios econométricos realizados desde entonces, entre ellos uno con el elocuente título de ¿adonde ha ido a para toda esa educación?, han sido incapaces de confirmar la existencia de una relación clara entre más capital humano y mayor crecimiento económico. Dejando al margen la posibilidad de que la ausencia de resultados obedezca a problemas de medición o a cuestiones relacionadas con las técnicas de contrastación utilizadas, existen algunas hipótesis interesantes que podrían explicar dicha paradoja. Así, es posible que la mala calidad de la educación haga que el aumento en el número de años de escolarización de la población no repercuta en la
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cantidad de capital humano existente. De igual modo puede ocurrir que la economía sea incapaz de crear empleos en donde se aplique el mayor capital humano existente, esto es, pueden existir problemas de demanda. Por último, la existencia de un entorno institucional perverso puede hacer que los ahora más educados se dediquen a actividades no productivas de búsqueda de rentas.
A estos factores se le puede añadir la
posibilidad de que la educación sea, en gran medida, una señal que actúe como filtro a la hora de conseguir los trabajos mejor remunerados, sin aportar aumentos de productividad tan relevantes como las diferencias salariales generadas. En ese caso estaríamos ante un bien posicional, lo que explicaría que las sucesivas adiciones de años de educación no tuvieran grandes efectos sobre el PIB. Una posibilidad respaldada indirectamente por numerosos estudios que demuestran que la enseñanza primaria es la que tiene un mayor impacto sobre el crecimiento. En resumen, al igual que pasara con la inversión en capital fijo, si bien la educación es importante en los procesos de desarrollo, difícilmente puede ser por si sola el factor desencadenante de dicho proceso. El repaso de estos dos factores parece más bien indicar que el desarrollo económico, como proceso de cambio sistémico, exige la actuación conjunta y simultánea sobre un conjunto amplio de variables. Paralelamente, la crisis económica de los 70 y el “redescubrimiento” del mercado asociado a la contrarrevolución neoclásica en el mundo de la Economía y la revolución conservadora en el mundo de la política, pone en marcha un proceso de cuestionamiento de las prioridades defendidas en los años 60 relativas a la importancia de contar con un Estado fuerte que actuara como impulsor del desarrollo en sustitución de una iniciativa privada ausente. Liberalización, privatización, reducción del papel del Estado, equilibrio presupuestario y apertura al exterior se convierten así en las líneas maestras de la política de desarrollo en lo que se vendría a conocer como Consenso de Washington. Si en los años 50 el Estado era el depositario de las esperanzas de desarrollo, en los 80 el objetivo pasa a ser la potenciación del mercado, para lo que se entiende que es suficiente con reducir el peso en la economía de un Estado que se había demostrado incapaz para generar desarrollo económico. Simultáneamente, se defiende la apertura radical al exterior como forma de facilitar la entrada de capitales y de bienes y servicios que contribuyan al proceso de desarrollo y, al tiempo, aumentar los mercados disponibles para los productores nacionales. Aunque el debate sobre el impacto de la apertura al exterior y la globalización en los países menos desarrollados es todavía un debate abierto, no exento de pasiones, ya ha transcurrido suficiente tiempo como para poder señalar que la apertura al exterior, sin más, raramente genera por si sola desarrollo económico. La evidencia existente confirma que los países que crecen rápido tienden a experimentar aumentos importantes en su tasa de apertura al exterior, pero lo contrario no parece ser cierto en términos generales. Por último, no se puede hablar sobre apertura y desarrollo sin mencionar, siquiera brevemente, el fuerte coste en términos de crecimiento y renta per capita perdida que ha tenido para los países menos desarrollados la liberalización financiera defendida en el Consenso de Washington y las sucesivas crisis financieras sufridas por éstos (México y América Latina, 1994-5, Asía, Rusia y Brasil, 1997-8, Argentina, 2001-2) como consecuencia de una apertura financiera que les ha dejado inermes ante los “cambios de humor” de los mercados financieros internacionales. Tras la decepción con los resultados en términos de desarrollo derivados de la aplicación del Consenso de Washington, una decepción global, pero ejemplificada en la llamada “década perdida de América Latina”, en el hundimiento económico y social de Rusia y en la debacle de la crisis financiera asiática, han
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aparecido nuevas voces que defienden una interpretación menos fundamentalista del mismo y su ampliación para incorporar aspectos como la creación de redes de protección social, la lucha contra la corrupción, el dar prioridad a la lucha contra la pobreza, el fortalecimiento de las instituciones públicas, la potenciación del capital social, etcétera. Un cambio que supone el reconocimiento del papel central que las instituciones tienen en los procesos de desarrollo y cambio social y por lo tanto la necesidad de fortalecer –y no debilitar- el Estado, sus instituciones básicas y su capacidad de resolución de conflictos como pieza angular de toda política de desarrollo. Algo que, sin embargo, es más fácil decir que hacer, ya que frente a otras políticas como la potenciación de la inversión o la educación, la creación y fortalecimiento de instituciones que faciliten los procesos de desarrollo es una tarea mucho más compleja. A modo de resumen, tras medio siglo de ED podemos decir que: (1) el desarrollo no es monocausal, esto es, no basta con actuar sobre una sola variable para provocarlo, ya sea esta la acumulación de capital, la educación, la potenciación del sector público o, alternativamente, su desmantelamiento; (2) a la hora de evaluarlo tampoco basta con utilizar un único criterio; en definitiva, el PIB per capita sólo indica el potencial de un país para aumentar el bienestar de su población, y no su bienestar efectivo, que dependerá de la distribución del mismo y de su impacto sobre los distintos aspectos del bienestar humano; la opción a favor de indicadores compuestos o de baterías de indicadores específicos de uso cada vez más frecuentes, no es sino el reflejo de este convencimiento; (3) el desarrollo no es un proceso lineal, la historia nos indica que los brotes de crecimiento puntuales no son excepcionales, lo excepcional y complejo es mantener vivas las condiciones necesarias para que tales brotes de crecimiento se prolonguen en el tiempo; (4) las experiencias de desarrollo más exitosas -Mauricio, Botswana, China, Corea del Sur, Taiwán, Irlanda, Singapur, etc.- muestran, por lo general, que el éxito se debe a una combinación de políticas ortodoxas y heterodoxas; (5) el enfoque de “una misma política para todos” defendido por
instituciones internacionales como el Fondo Monetario
Internacional, es especialmente inapropiado en lo que se refiere a las instituciones sociales. La adopción de políticas probadas con éxito en otros lugares, exige su adaptación a las restricciones y potencialidades locales. En definitiva, a comienzos del siglo XXI la inversión, tanto privada como pública, incluyendo inversión en infraestructuras, junto con la potenciación de la educación, una actuación decidida en materia de sanidad (principalmente, aunque no sólo, malaria y SIDA) y la apertura al exterior, pero manteniendo capacidad de modulación de la misma para evitar que la aparición de déficit exterior frene el proceso de desarrollo, aparecen como elementos clave de éste. La diferencia sería que ahora se es más consciente de la importancia que tiene contar con instituciones solventes capaces de sentar las bases para que las actuaciones en los campos anteriores deriven en desarrollo económico.
desarrollo sostenible
el concepto de sostenibilidad empezó a utilizarse en el campo de la gestión forestal
para definir un principio de explotación de bosques caracterizado por limitar la tala de árboles a la capacidad de reforestación de la empresa maderera. En los años 80 del siglo pasado, y dentro del debate sobre los límites del crecimiento, el informe Nuestro Futuro Común popularizaría esta idea, aplicada ahora al conjunto de los ámbitos de actividad económica. Aunque en su origen la idea del desarrollo sostenible se basa en el principio de justicia intertemporal: considerar el interés de las generaciones futuras, desde la Conferencia de la ONU de Río de 1992 se incorporan también objetivos de desarrollo de los grupos más desfavorecidos de la Tierra, y por
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lo tanto cuestiones relacionadas con la justicia intrageneracional. En su acepción actual, por lo tanto, el desarrollo sostenible es una propuesta de mejora global de las condiciones de vida de la población mundial pero asegurando las mismas oportunidades para las generaciones futuras. Hay dos formas de interpretar este objetivo. Por un lado, la definición débil de sostenibilidad considera que lo importante es que las generaciones futuras reciban un stock de capital (incluyendo el capital físico, el humano y el natural) que no sea inferior al actual, para que sus posibilidades de existencia tampoco sean menores. Lo anterior no exige, por lo tanto, que se mantenga constante el capital natural, ya que éste podría deteriorase, como resultado de la explotación de los recursos naturales y de la emisión de contaminantes por encima de la capacidad de reciclaje de la naturaleza, sin vulnerar el principio de sostenibilidad (débil), siempre que esa reducción del capital natural se compensara con un amento del capital físico y/o humano.
Alternativamente, la definición estricta de sostenibilidad
exigiría que el crecimiento actual no afectara negativamente al capital natural, de forma que las generaciones futuras pudieran contar, al menos, con el stock de capital natural del que disfruta la generación actual. Ello significa que la mejora de las condiciones de vida, el desarrollo, debe hacerse sin alterar el equilibrio medioambiental. Una posible forma de medir si una economía se encuentra en una senda de desarrollo sostenible es estudiar si el mantenimiento del nivel de vida de la población es compatible con la capacidad de regeneración de la Tierra. Algo que en la actualidad no se cumple, con estimaciones que sitúan en un 20 % la superación de esa capacidad de sustentación de la Tierra, en el sentido de que haría falta un planeta una quinta parte más grande, para que el actual impacto de la actividad humana sobre el medio ambiente se situara dentro de las posibilidades de regeneración, absorción y neutralización del planeta. El desarrollo sostenible significa, por lo tanto, asumir que el proceso de desarrollo tiene una nueva restricción: la protección de las bases naturales de la vida, e implica replantearse los modos actuales de crecimiento en los países desarrollados, donde un 20 % de la población mundial utiliza un 75 % de los recursos minerales y energías fósiles, siendo por lo tanto estos países los principales responsables del deterioro medioambiental. Estos patrones de consumo son difícilmente compatibles con el mantenimiento del equilibrio ecológico en un planeta de más de seis mil millones de habitantes y con la pretensión de mejorar las condiciones de vida de esa mayoría hasta ahora marginada de los logros del desarrollo. Aunque el concepto de desarrollo sostenible goza de muy buena salud, no se puede decir lo mismo de su práctica, como demuestra que Estados Unidos, el principal causante del efecto invernadero por la intensidad de sus emisiones de CO2, haya rechazado firmar el Protocolo de Kyoto de reducción de gases causantes de dicho efecto (un protocolo que, por otra parte, se queda corto con respecto a los principios de desarrollo sostenible). desempleo por desempleo se entiende la infrautilización de los factores productivos disponibles en una sociedad. Por lo tanto el desempleo puede ser de capital (véase utilización del capital) o de trabajo, aunque dadas las características especiales que tiene el desempleo de trabajo normalmente el término desempleo se utiliza para referirse a éste. Los tipos de desempleo son muy variados, pudiéndose hablar de: (a) desempleo coyuntural cuando éste responde a la existencia de una recesión económica, asociada al comportamiento en ciclos de la economía. Este tipo de desempleo previsiblemente desaparecería cuando se entrara de nuevo en una fase de crecimiento. (b) Desempleo friccional cuando éste responde a la incorporación de nuevos
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trabajadores al mercado de trabajo o al movimiento de trabajadores entre empresas y/o sectores. Este tipo de desempleo, normalmente bajo, existirá siempre en la medida en que las economías de mercado son economías dinámicas y cambiantes en las que se crean y desaparecen empresas –y por lo tanto puestos de trabajocontinuamente. (c) Desempleo tecnológico, resultante de la incorporación generalizada de nuevas formas de producir que necesitan de menos mano de obra por unidad de producto final. (d) Desempleo disfrazado, o subempleo, cuando los trabajadores tienen una carga de trabajo muy inferior a la que pueden asumir, pero por las razones que sean las empresas optan por mantenerlos en plantilla. (e) Desempleo estructural, asociado a una incapacidad global del sistema de generar puestos de trabajo al ritmo requerido para absorber a todos aquellos que buscan empleo. Detrás del desempleo estructural se encuentran factores de muy distinta naturaleza que van desde una mala opción a la hora de especializarse en la producción de bienes y servicios en sectores poco dinámicos, con poco crecimiento o sujetos a alta competencia internacional, la existencia de divergencias entre los perfiles formativos demandados por las empresas y la formación de los trabajadores, una regulación laboral que encarece y/o dificulta la contratación, elevando artificialmente el salario de reserva (véase búsqueda y seguro de desempleo) o unos salarios elevados con respecto a la productividad de los trabajadores, esto es, a su aportación a la producción. A riesgo de simplificar en exceso se puede decir que existen dos grandes visiones de las causas últimas del desempleo coyuntural y estructural. Por un lado, la visión más tradicional considera que el mercado de trabajo es como cualquier otro mercado, de forma que si existe desempleo es porque el precio – en este caso, el salario- es demasiado elevado. Igual que cuando hay un exceso de tomates en el mercado la forma de darles salida es mediante una bajada de su precio, este enfoque defiende que el desempleo se resuelve mediante la reducción del salario. Alternativamente están aquellos que consideran que el mercado de trabajo es un mercado distinto de los demás, aunque sólo sea porque lo que compra el empresario no es trabajo sino capacidad de trabajo, de forma que el resultado final de la contratación de un trabajador depende, en gran parte, de su disposición a trabajar (véase salario de eficiencia). Igualmente, el ser humano, a diferencia de los bienes y servicios que se intercambian en los mercados normales, no se produce para el mercado, para trabajar, de forma que los mecanismos de ajuste existentes en otros mercados no funcionarán en éste. Por último, en la medida en que los individuos viven en su mayoría de las rentas del trabajo, lo que ocurra en este mercado tendrá implicaciones importantes en términos de bienestar, algo que no pasa en el mercado de hortalizas. Por otra parte, y puesto que los trabajadores son también consumidores, la lucha contra el desempleo mediante la reducción salarial, además de problemas de índole distributivo puede tener implicaciones negativas para el conjunto de la economía al provocar una caída de la demanda efectiva. Desde esta óptica, la generación de demanda efectiva –ya sea mediante una política monetaria o fiscal expansiva- o mediante el apoyo a aquellos sectores más dinámicos y capaces de ofrecer un mayor número de puestos de trabajo en el futuro, se convierte en el eje central de lucha contra el desempleo, más allá del mero ajuste de los salarios a la baja. La observación de los resultados en términos de tasa de desempleo alcanzados en distintos países europeos y en Estados Unidos pone de manifiesto que hay múltiples vías de lucha contra el desempleo. Así, países tan distintos en sus opciones de política económica como Dinamarca, Suecia, Austria, Irlanda o Estados Unidos han sido capaces de alcanzar el pleno empleo en la segunda mitad de los 90. Unos, como Estados Unidos basándose en la flexibilidad salarial y la casi nula intervención pública en el mercado de trabajo –junto
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con la estimulación de la demanda efectiva tanto fiscal como monetariamente cuando ha sido necesario-, otros como Dinamarca o Suecia, compaginando altos niveles de protección social, gasto público y salarios elevados con una economía dinámica basada en la asunción de riesgos y la explotación de nuevas tecnologías, y otros, como los Países Bajos, potenciando la contratación a tiempo parcial en un contexto de flexibilidad que permite a los trabajadores alternar el trabajo a tiempo completo y a tiempo parcial según sus intereses vitales. Una forma de ordenar las distintas estrategias de lucha contra el desempleo es mediante la siguiente tautología, que recoge la relación existente entre los cambios en la tasa de ocupación (definida como 1 – tasa de desempleo), e, y los cambios en la demanda efectiva, Y, la productividad por persona ocupada, π, la jornada laboral, j, la tasa de actividad, a, y la población potencialmente activa, N: .
.
.
. .
.
e=Y–π–j–a–N Esta identidad indica que, caeteris páribus, la tasa de empleo aumentará cuando el crecimiento de la demanda efectiva y producción, Y, sea mayor que la suma de los aumentos de la productividad, la jornada laboral, la tasa de actividad o la población potencialmente activa. Por ejemplo, si la demanda aumenta en un 3% y la productividad aumenta también en un 3 %, resultará que no hace falta contratar a más trabajadores para producir ese 3 % más de bienes y servicios, ya que la mayor productividad de los trabajadores contratados permitirá aumentar la producción sin un incremento de la mano de obra. Lo mismo ocurriría si, a igualdad de productividad, aumenta la jornada de trabajo en un 3 %, ya que ahora los mismos trabajadores, trabajando más horas serían capaces de aportar ese 3 % más de bienes y servicios demandados. Según la expresión anterior, por lo tanto, se puede aumentar la tasa de ocupación, o lo que es lo mismo, reducir la tasa de desempleo, de las siguientes formas: (1) Consiguiendo aumentos mayores de la demanda efectiva, esto es, actuando sobre Y. Ese es el caso de Irlanda, con un crecimiento anual medio del PIB en la década de los 90 del 7,3 %. (2) Potenciando el crecimiento de sectores de baja productividad muy intensivos en mano de obra. El resultado de este tipo de estrategia será que el crecimiento del PIB se traducirá en un alto crecimiento del empleo (véase ley de Okun). Esta ha sido, por ejemplo, la estrategia de Estados Unidos previa a la “revolución” de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Esta opción de política económica exige tener un mercado de trabajo poco regulado y escasa intervención en materia de política social de forma que los trabajadores tengan pocas opciones a la hora de rechazar trabajos de baja cualificación y bajos salarios –precisamente los asociados a una baja productividad. (3) Reduciendo la jornada laboral media, de forma que la misma carga de trabajo, al repartirse entre más trabajadores, de lugar a una tasa de empleo más elevada. Esta estrategia de lucha contra el desempleo puede adoptar dos planteamientos distintos. Por un lado se puede potenciar el trabajo a tiempo parcial, como se ha hecho en los Países Bajos donde el 35 % de la población ocupada trabaja a tiempo parcial. Alternativamente, como se ha intentado hacer en Francia, se puede reducir por ley la jornada laboral – semana de 35 horas-, con un menor efecto en este caso sobre la tasa de empleo ya que la reducción de la jornada laboral habitualmente genera cambios en la organización del trabajo y aumentos de la productividad que absorben parte del impacto de la caída de la jornada sobre el empleo (4) En cuarto lugar, se puede actuar sobre la tasa de actividad a la baja, de forma que el mismo nivel de empleo, sobre una población activa menor, arroje una menor tasa de desempleo. Aunque la
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reducción de la tasa de actividad no es una opción de política de empleo –de hecho el objetivo de la UE es justo el contrario, aumentarla-, ocasionalmente, en situación de recesión muchos países recurren a la jubilación anticipada como forma de luchar contra el aumento del desempleo, una política que significa reducir la tasa de actividad.
Por último, ya fuera de las opciones de política económica, la reducción de la población
potencialmente activa, resultado del proceso de envejecimiento de la población o de la existencia de emigración masiva, repercutirá positivamente sobre la tasa de ocupación, en esta ocasión, al igual que en el caso anterior, no porque haya más ocupados, sino por haber menos población activa. desempleo, tasa población de 16 o más años que queriendo trabajar y estando activamente buscando trabajo no lo encuentra, esto es, los desempleados, dividida por la población de ese rango de edad que está trabajando o buscando trabajo (población activa). Existen dos formas estimar el número de desempleados, la primera es utilizando un registro administrativo – en España los datos de Paro Registrado elaborados por el INEM, www.inem.es-, que recoge aquellos que no teniendo trabajo y no estando desarrollando otra actividad como estudios, por ejemplo, se acercan a una oficina de empleo a inscribirse como desempleados. La segunda fuente, más correcta pues en ella no interviene los incentivos que tenga el sujeto desempleado para inscribirse como tal, es mediante la realización de una encuesta representativa –Encuesta de Población Activa, en España: www.ine.es-, en donde se pregunta a las unidades familiares (unas 65.000), su situación laboral, considerando desempleado a aquellos no hayan trabajado en la semana de referencia, estén disponibles para trabajar y estén buscando activamente trabajo. Alternativamente, ocupados se consideran a todos aquellos de 16 o más años que durante la semana de referencia han estado trabajando durante al menos una hora, a cambio de una retribución en dinero o especie.
desigualdad
normalmente referida a la renta o los ingresos de las personas de un país o región -aunque
aplicable a otros indicadores como riqueza, acceso a salud, acceso a nuevas tecnologías, etc.- por desigualdad se entiende la distancia existente entre una distribución perfectamente igualitaria de la variable en cuestión, la renta, por ejemplo, y la distribución realmente existente en un momento dado. Hay distintos indicadores sintéticos que miden el grado de desigualdad. Uno de los más utilizados es el Índice de Gini, que toma valores entre 0 y 1 siendo 0 la igualdad total (todos los individuos tienen la misma renta) y 1 la desigualdad completa (un individuo tienen toda la renta). En el cuadro adjunto se puede ver la diversidad de resultados distributivos, incluso entre países de un mismo entorno económico, existentes en el mundo a finales de la década de los 90,:
Índice de Gini
Índice de Gini
Suecia
0,22
España
0,33
Dinamarca
0,23
Grecia
0,34
Bélgica
0,28
Portugal
0,37
Austria
0,26
Marruecos
0,39
Alemania
0,28
Estados Unidos
0,42
Países Bajos
0,29
Federación Rusa
0,49
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Indonesia
0,32
Chile
0,56
Reino Unido
0,33
Sudáfrica
0,58
Italia
0,33
Brasil
0,67
Este indicador, como otros muchos, parte de un concepto relativo de desigualdad, según el cual lo importante no es la distancia absoluta de renta existente entre las personas, sino su participación relativa en la renta generada. Así, según el índice de Gini las siguientes situaciones son equivalentes en términos de desigualdad: (a) una persona tiene una renta de 10 y otra una renta de 90, y (b) una persona tiene una renta de 20 y otra una renta de 180, ya que en los dos casos uno tiene el 10 % de la renta y el otro el 90 %. Lo que significa que el mantenimiento del grado de desigualdad, según recoge el índice de Gini es perfectamente compatible con un ensanchamiento de la distancia de renta entre personas (o países, según cuál sea el sujeto de análisis), o lo que es lo mismo, un aumento en la desigualdad en términos absolutos. El grado de tolerancia de las sociedades con respecto a la desigualdad es muy diferente y depende de muchos factores. En primer lugar está la cuestión de la movilidad, entendida como una situación en la que es relativamente frecuente el que los individuos cambien de estrato socioeconómico de referencia. Cuanto mayor sea el grado de movilidad, mayores serán las expectativas de los individuos desfavorecidos de ver mejorada su posición relativa, y por lo tanto mayor será el grado de tolerancia frente a la existencia de desigualdades. En segundo lugar, y en relación con esto, en un contexto de crecimiento los individuos suelen ser más tolerantes con respecto a la desigualdad al haber expectativas de promoción. Sin embargo, Albert O. Hirschman ha alertado sobre como se puede producirse una reversión de la tolerancia ante la desigualdad en un contexto de crecimiento mediante lo que ha llamado el “efecto túnel”: todos hemos estado alguna vez atascados en un túnel y hemos observado primero con alivio el hecho de que los vehículos del otro carril comiencen a moverse, alivio que se transforma en enojo y comportamientos asociales cuando pasa el tiempo y sólo se mueven los vehículos de ese otro carril. En tercer lugar hay que señalar que desigualdad no es lo mismo que ausencia de equidad. En cuarto lugar, en aquellos países donde domina la ideología conservadora y rige un criterio de justicia económica según la cuál los individuos son, si no los únicos si los principales responsables de su situación económica, la desigualdad preocupa menos, al considerarse que es un resultado natural, esperable y deseable, en un mundo en donde unas personas están más capacitadas y se esfuerzan más, mientras que otras yerran en sus decisiones y se esfuerzan menos. Bajo esta óptica la desigualdad es un ingrediente central del triunfo de las economías de mercado, pues actúa como incentivo de superación. Del mismo modo, históricamente las sociedades cristianas, ha sido más tolerantes con las desigualdades al considerar que lo importante era prepararse para la vida eterna y no la situación de cada cual en “este valle de lágrimas” (lo mismo se podría decir de las sociedad hindú, con un sistema de castas que legitimaba la desigualdad). Esta distinta tolerancia frente a las desigualdades contribuye a explicar que los perfiles distributivos en sociedades con niveles similares de renta puedan ser muy diferentes, ya que la menor tolerancia frente a la desigualdad normalmente conduce a la adopción de medidas legislativas y presupuestarias con implicaciones distributivas (véase distribución de la renta).
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deuda la deuda se genera cuando un agente económico incurre en unos gastos por encima de sus ingresos en un periodo. Mediante el endeudamiento los agentes económicos pueden hacer frente a esa diferencia entre ingresos y gastos a cambio del pago de un interés durante el periodo de vigencia de ésta (servicio de la deuda), y la devolución del capital prestado cuando vence (principal). Referido al sector público, el análisis económico neoclásico justifica el recurso a la deuda pública cuando los fondos obtenidos por este sistema se dirigen a financiar inversiones con una rentabilidad futura suficiente para cubrir los costes financieros del endeudamiento. Un criterio, pues, idéntico al aplicado por las empresas privadas cuando también financian su inversión mediante la emisión de deuda. Otros motivos que explican la emisión de deuda pública son, para el caso de los países desarrollados, las necesidades de financiación de las políticas del Estado de Bienestar, y, para los países menos desarrollados, la financiación de las políticas de desarrollo dada su escasa capacidad fiscal y la corrupción y el mal uso de los dineros públicos. Los niveles de deuda pública pueden llegar a alcanzar valores elevados que llegan al 185 % del PIB en el Líbano, 154 % en Japón, 70 % en la eurozona o 62 % en Estados Unidos. Desde la perspectiva keynesiana el endeudamiento del Estado es uno de los posibles mecanismos a utilizar cuando existan problemas de demanda efectiva que lleven a la economía a una situación de recesión, ya que la emisión de deuda pública permitirá al Estado gastar por encima de sus ingresos e inyectar así demanda efectiva en la economía para combatir la recesión, si bien el Estado dispone de otro mecanismo para financiar el exceso de sus gastos sobre sus ingresos fiscales: la emisión de dinero (véase política monetaria). Ahora bien, esta visión de los efectos de las emisiones de deuda pública ha sido matizada por algunos economistas acudiendo a lo que se conoce como teorema de equivalencia ricardiana (pues el argumento fue expresado por primera vez por David Ricardo, si bien no consideró que tuviese relevancia práctica) según el cual los agentes que adquieren bonos de deuda pública emitidos para financiar un déficit público no los consideran un incremento de su riqueza neta, por lo que, en la medida que su comportamiento depende de la riqueza (véase efecto riqueza), no aumentarán por ese motivo sus niveles de gasto en consumo sino, todo lo contrario, los disminuirán a nivel agregado en la medida que prevean las detracciones fiscales a que serán sometidos para financiarla. La razón estriba en que si los agentes tienen expectativas racionales, anticiparán que el Estado deberá subir en el futuro sus impuestos para pagar en el futuro los intereses y el principal de la deuda emitida hoy, por lo que ante la previsión de unos impuestos más elevados en el futuro comenzarán a ahorrar desde hoy, lo que significa que sus niveles de gasto en consumo decrecerán pudiendo compensar así el efecto expansivo del mayor gasto que hace el Estado. Por otro lado, las emisiones de deuda pública tendrán un efecto alcista sobre el tipo de interés con el correspondiente encarecimiento de las inversiones privadas que ello supone (véase efecto expulsión). Finalmente, la propia existencia de deuda, cuando sobrepasa determinados valores, puede dificultar la acción contracíclica del sector público, y limitar su capacidad para realizar política social o inversiones en infraestructuras al tener comprometida una parte de su presupuesto de antemano en el pago de los intereses. La financiación mediante deuda tiende a generar en el tiempo un proceso circular acumulativo con arreglo a la siguiente cadena causal: déficit presupuestario ==> emisión de deuda pública para financiarlo ==> incrementos en los pagos por intereses ==> incrementos del gasto público para pagarlos ==> incrementos de las emisiones de deuda. Ello ha llevado a plantearse bajo qué circunstancias la deuda pública es sostenible y
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en cuales otras el endeudamiento puede llevar a una situación insostenible derivando en la imposibilidad de hacer frente a los compromisos contraídos. Una forma habitual de enfrentarse a esta cuestión es definir como política fiscal sostenible aquella que arroja un saldo presupuestario que mantiene constante el ratio de deuda pública con respecto al PIB monetario, b, [b = B/ (PY)], donde B es la deuda existente en un periodo dado, y PY, es el valor nominal del PIB, Y. La razón de fijarse no en el tamaño absoluto de la deuda, B, sino en su tamaño relativo, b, está en que al ser el PIB una medida del tamaño de la economía, permite poner en perspectiva la importancia de un determinado volumen de deuda. Pues bien, habría un saldo presupuestario que sería compatible con el mantenimiento de b, de modo que si éste fuera inferior al asociado a la política fiscal sostenible, entonces se producirá un aumento en b y la situación se considerará insostenible. La comparación del saldo presupuestario real y el saldo que garantizaría la estabilidad de b permitirá, a su vez, conocer si el ajuste fiscal necesario para garantizar la estabilidad es viable. Esta aproximación, por lo tanto, adopta como criterio de sostenibilidad el mantenimiento del ratio b en su valor actual, con lo que valores como el 102 % para Bélgica puede ser sostenible y el 48 % de Rumania insostenible. La sostenibilidad de la deuda depende de cuatro factores: (1) del valor de partida del ratio deuda/PIB; (2) de la tasa de crecimiento económico, ya que al crecer Y, el PIB real, se reduce el índice b; (3) del saldo presupuestario primario, x, (es decir, de la diferencia entre ingresos menos gastos excluyendo de estos últimos los intereses pagados por la deuda), medido como fracción del PIB nominal; y, finalmente, 4) del tipo de interés real de la deuda pública, r . Nótese que el tipo de interés aquí relevante es el real, es decir aquél que resulta de descontar al tipo de interés monetario la tasa de inflación, lo que puede hacer que los países altamente endeudados relajen sus políticas de lucha contra la inflación ya que una inflación alta reducirá el peso de la deuda. La relación entre las variables implicadas aparece en la siguiente ecuación: Δ b = b.r – b.y - x Donde la sostenibilidad significa que b no crece (Δ b = 0). Si los costes del servicio de la deuda en términos de pagos por intereses sobre el PIB nominal (b.r) superan al margen de crecimiento del valor de la deuda B que el crecimiento económico permite manteniendo b constante (b.y), entonces la única manera de que la deuda sea sostenible es que haya superávit presupuestario primario ( x > 0). En el análisis anterior no se ha realizado distinción alguna entre tipos de deuda: ya sea a corto o largo plazo, ya nacional o exterior. Sin embargo, la forma que adopte la deuda puede afectar a los riesgos que asume el Estado que la contrae. Así, la deuda externa a menudo tiene como tipo de interés de referencia un tipo de interés fijado en un país extranjero y, por lo tanto, determinado por una política monetaria sobre la que no puede influir el país endeudado. Igualmente, la deuda externa puede estar contraída en divisas, al igual que el pago de intereses, lo que significa que el país deudor corre con el riesgo de que una revaluación o apreciación de la moneda en la que se ha contraído la deuda aumente su carga financiera. Estos dos factores, aumento del interés y apreciación del dólar, explican en gran medida la crisis de la deuda de muchos países de América Latina en la década de los 80, cuando una política monetaria restrictiva de la Reserva Federal de Estados Unidos hizo subir el tipo de interés y apreciarse el dólar. Para concluir merece la pena comentar una afirmación recurrente en los debates sobre la deuda pública, consistente en considerar el endeudamiento como un sistema de financiación que traslada a futuras generaciones el pago de los gastos generados para satisfacer las necesidades de las generaciones presentes. En
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lo que a esto respecta basta con señalar que tal argumento es engañoso, puesto en el momento de pagar ya el servicio de la deuda ya el principal al saldarla, ocurre que tanto los que pagan mediante impuestos como los que reciben el pago de la deuda contraída por generaciones pasadas pertenecen a la misma generación. Esto es, las generaciones heredan tanto las deudas contraídas por sus antecesores, como los títulos de deuda suscritos por éstos. Con lo que el efecto es puramente intrageneraciónal no intergeneracional. Sólo se podría hablar de un efecto empobrecedor de las generaciones futuras de un país cuando los títulos de deuda hayan sido suscritos por agentes de otros países, en tal caso aunque el pago se haga entre miembros de la misma generación, desde una perspectiva nacional los beneficiarios serán extranjeros.
devaluación
por devolución o depreciación se entiende la pérdida de valor de la moneda nacional frente a
otras monedas y divisas. Detrás de la devaluación está bien una situación en la que los ingresos por exportaciones son menores que los pagos por importaciones, o bien una venta masiva de la moneda nacional por parte de especuladores que no confían en el mantenimiento de su valor y pretenden evitar pérdidas futuras desprendiéndose de la misma. La devaluación de una moneda tiene los siguientes efectos sobre la economía: (1) Se encarecen los productos importados, reduciéndose las importaciones y mejorándose el saldo comercial con el exterior. En lo que a esto respecta, hay que señalar que si bien esto normalmente es cierto a largo plazo, en el corto plazo, la carencia de flexibilidad por parte de los consumidores nacionales a los nuevos precios resultantes de la devaluación les puede llevar a mantener sus niveles de importación, lo cual se podría traducirse en un empeoramiento de la balanza comercial (fenómeno que se conoce como la curva j). (2) El encarecimiento de los productos importados en moneda nacional, en la medida que desvíe parte de la demanda hacia bienes y servicios producidos dentro del país, generará un aumento la demanda efectiva, la producción y el empleo, con un efecto expansivo sobre la economía. (3) Al encarecerse los productos importados, en la medida en que algunos –el petróleo, por ejemplo- no se podrán sustituir por bienes nacionales, aumentarán los precios. Si este aumento de precios se traslada a salarios el efecto a medio plazo será el de un aumento de la inflación y la pérdida de las ganancias de competitividad generadas por la devaluación. El efecto final de la devaluación dependerá por lo tanto de la intensidad de estos tres factores que apuntan en direcciones contrapuestas. La experiencia reciente, tanto española (devaluaciones de la peseta en 1989-90) como del Euro (depreciación del euro entre 1999-02) son ejemplos donde ha primado el impacto expansivo. diferenciación de productos la diferenciación de productos puede entenderse de dos maneras. Por un lado, en la medida en que los consumidores tengan gustos distintos, la diferenciación de productos, al aumentar las opciones de compra de los consumidores, tendría un efecto positivo sobre el bienestar. Desde esta perspectiva, que parte de la existencia de unas preferencias distintas de los consumidores que no son alterables por la publicidad ni otras estrategias de marketing de las empresa, la diferenciación de productos aparece como un mecanismo eficiente para mejor satisfacerlas. El número óptimo de marcas depende positivamente de la densidad de población y la distribución de las preferencias en ella, del grado de correlación entre esa distribución y la distribución de la renta (o sea de cómo la diversidad de preferencias se transforma demanda efectiva diferencial por los diferentes bienes) y de los costes de los consumidores de “trasladarse” de una marca a otra conforme se ven obligados para satisfacer sus preferencias a utilizar bienes con características
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más alejadas de aquellas que las satisfarían plenamente. Por el contrario, el número óptimo dependerá negativamente de los costes fijos asociados a la creación de nuevas marcas. Que el mercado ofrezca el número óptimo de diferenciación de productos es una cuestión que depende de las circunstancias. Puede ser mayor o menor. Lo que sí se puede demostrar es que un cambio cualquiera que altere el número óptimo de marcas genera una respuesta de la misma dirección en el mercado, es decir, que si por ejemplo aumenta la población y la diversidad de preferencias, las empresas del mercado aumentarán la diferenciación del producto. Pero frente a esta perspectiva, cabe contemplar la diferenciación como una estrategia empresarial de competencia que tiene como finalidad reducir el grado de sustituibilidad del bien o los bienes que produce una empresa en relación a los bienes que producen las empresas del sector. Si los bienes producidos por las distintas empresas que rivalizan en un mercado son idénticos, las empresas se encontrarán con que no van a poder aumentar el precio con respecto al marcado por sus competidores, ya que los consumidores simplemente cambiarán de proveedor. Por lo tanto tiene sentido dedicar recursos a alterar algunas de las características definitorias del producto con la finalidad de hacer que los consumidores lo estimen de más difícil sustitución por los fabricados por los competidores, aumentando los costes de “traslado” o aceptación de otras marcas o bienes semejantes. Para ello se puede actuar sobre las características físicas del bien o servicio, alterando sus atributos objetivos (mejores prestaciones o menor consumo en un automóvil, por ejemplo) o actuar sobre sus atributos subjetivos, mediante cambios en el diseño e inversión en publicidad, de forma que dos productos similares en sus atributos sean, a los ojos del consumidor, absolutamente distintos. La diferenciación de productos confiere poder de mercado a las empresas al reducir la sensibilidad de los consumidores a los cambios en el precio (reducción de la elasticidad precio de demanda) mediante un aumento de la lealtad del consumidor, formando parte, por lo tanto, de las llamadas estrategias de “fidelización” de consumidores seguidas por las empresas. Desde este enfoque, por lo tanto, la diferenciación tendría que ser evaluada negativamente, pues aleja a los mercados de la eficiencia competitiva (véase competencia monopolística). dilema del prisionero el dilema del prisionero es una de las situaciones modelizadas en la Teoría de Juegos más populares al servir de ejemplo de cómo la persecución racional del propio interés por parte de los participantes en un juego no cooperativo conduce al peor resultado posible para cada uno de ellos a causa de la imposibilidad de
desarrollar y mantener acuerdos entre ellos que restrinjan los comportamientos
privadamente racionales y garanticen la cooperación que permita alcanzar el mejor resultado colectivo. La interacción del dilema del prisionero se suele contar con el siguiente cuento: supongamos que dos delincuentes son detenidos por la policía. Ésta tiene constancia de que son culpables de un delito mayor, pero carece de pruebas concluyentes, por lo que necesita una confesión de los sospechosos so pena de sólo poderles acusar de un delito menor. El fiscal les plantea el siguiente acuerdo a cada uno de los sospechosos por separado: aquel que aporte pruebas contra su compañero recibe una sentencia reducida, digamos 1 año, mientras que al compañero le caen 10 años. En el caso de que no colabore ninguno serían acusados de un cargo menor y condenados a 2 años de privación de libertad. La matriz de pagos, o resumen de los resultados asociados a los distintos comportamientos (denominados pagos en teoría de juegos), donde cooperar significa no delatar al compañero y no cooperar significa delatarlo, sería:
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Sujeto A Cooperar Cooperar Sujeto B No cooperar
No cooperar 1
2 2
12 1
12
10 10
Más allá de los valores concretos incorporados en esta matriz de pagos, lo que interesa resaltar es el orden de los pagos que reciben cada uno de los jugadores correspondiendo a cada una de las posibles interacciones que se dan entre ellos. Obsérvese que, planteado este dilema a los dos sospechosos, y bajo el supuesto de que su comportamiento esté motivado por la persecución racional de su propio interés individual, el supuesto de comportamiento habitual en Economía (véase homo oeconomicus), cada uno de los sospechosos hará el siguiente razonamiento: si mi compañero no me delata a mi me interesa delatarlo, porque de una manera paso dos años en prisión y de otra 1; por otra parte, si mi compañero me delata a mi me interesa delatarle también, pues de lo contrario recibo una sentencia de 12 años frente a 10. Con lo que el resultado que surge es la delación por ambas partes pues esa es la estrategia dominante (véase equilibrio de Nash). Un resultado que comparado con la cooperación es el peor posible en términos del colectivo que forman los dos presos, ya que supone un total de veinte años de reclusión frente a cuatro. El dilema del prisionero aparece así como el reverso de la mano invisible que opera en el mercado de Adam Smith. En las situaciones donde el modelo del dilema del prisionero se aplique se tendrá que cada agente persiguiendo su propio interés se ve conducido por una mano igual de invisible a la peor situación. Y ocurre que no son pocos los ámbitos de la actividad económica donde la interacción de los agentes económicos se da en contextos que pueden modelizarse como dilemas del prisionero. Este es el caso de la financiación de bienes públicos, de las empresas que operan en mercados oligopolísticos, de la contaminación del medio ambiente, de los agentes que provocan un pánico en los mercados financieros (véase fragilidad financiera), de las empresas en mitad de una depresión cuando a cada una le interesa bajar los salarios que paga a sus empleados pero que el resto no lo haga, etc. De ahí la importancia que tiene este “juego” en el análisis económico. ¿Es el resultado no cooperativo el único equilibrio posible en un dilema del prisionero? La experiencia nos dice que los agentes sometidos a este tipo de situaciones tienden a buscar mecanismos que les permita alcanzar el resultado asociado a la cooperación. Una de estas vías es la garantía mutua entre los contrarios de que no se va a traicionar, empeorando voluntariamente el pago asociado a lo no cooperación (como, por ejemplo, pasa con las violaciones a la “ley del silencio” de los grupos mafiosos). En un sentido distinto, cabe pensar en todas aquellas instituciones en sentido amplio (es decir, incluyendo las ideologías o los códigos morales) favorecedoras de la cooperación o la solidaridad que, interiorizadas por los individuos, les ponen trabas mentales (costes psíquicos) o sociales (costes “sociales” o “relacionales”: el ostracismo, la mala fama, etc.) a la persecución racional del propio interés. Por otro lado, la teoría de juegos ha mostrado que el resultado no cooperativo sólo es inevitable en juegos que duran o bien un único período, o bien duran un número determinado de periodos, pero no cuando la interacción entre los agentes se repite un durante un
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número indefinido de muchos períodos consecutivos. Obsérvese que si un dilema del prisionero se repite entre los mismos jugadores, cabría pensar que la cooperación surgirá de modo espontáneo entre los agentes conforme con la repetición se den cuenta de que si ambos cooperan ambos estarían en mejor situación, siempre y cuando esa estrategia de cooperación por parte de los agentes vaya acompañada de una penalización para aquel agente que en una partida no coopere. Dicho de otra manera, la repetición de las interacciones económicas concede un valor a la reputación de ser fiable, honrado, eficaz, etc. Ahora bien, para que esta intuición pueda verse reflejada en la realidad es necesario que el juego se repita un número indefinido de veces, pues, si sólo se repite una determinada cantidad de veces, por ejemplo, 100, en la última partida, la número 100, cada jugador sabe que, por ser la última, no tiene sentido para ninguno cooperar pues ya no hay posibilidad de ser castigado ulteriormente. Lo racional es, por tanto, no cooperar en la partida 100. Pero entonces, sabiendo ambos que en la 100 nadie va a cooperar, la partida 99 es a todos los efectos la “última” a la hora de decidir qué estrategia hacer. Y, de nuevo, por un razonamiento similar al anterior, lo racional también será no cooperar en esa partida. Pero lo mismo pasa entonces para la partida 98, y luego para la 97... hasta llegar a la primera. En suma, que si el número de partidas es finito, la estrategia de no cooperación sigue siendo la dominante. Diferente es el caso cuando el número de partidas es indefinido. Ahora, la inexistencia de una partida que pueda considerarse como la última impide que se ponga en marcha el mecanismo de inducción hacia atrás que se daba en el caso anterior, por lo que pueden surgir de modo espontáneo estrategias de cooperación más o menos complicadas. En general, el surgimiento de la cooperación de modo espontáneo dependerá: (1) del peso que tenga el futuro en las decisiones presentes (o sea, del tipo de interés) pues conforme mayor sea ese peso más importante serán hoy los resultados de que haya cooperación en el futuro, (2) de los costes de detección de las infracciones a la cooperación, pues si son muy elevados los agentes creen que pueden librarse del castigo actuando no cooperativamente, (3) del tiempo que pasa entre la detección y la instrumentación de la penalización, (4) del número de agentes que participan en el juego, pues a mayor número más dificultad en la detección e instrumentación de las penalizaciones, y (5) el tipo y duración de la penalización. A este respecto, se ha comprobado que la estrategia denominada tit fot tat, (el viejo mandato del “ojo por ojo”de la ley del Talión bíblica) que comienza con la cooperación y sigue con ella a menos que el otro no coopere, de modo que castiga con la no cooperación a la no cooperación en la partida previa, se ha demostrado más rentable por término medio frente a cualquier otra estrategia más blanda o más castigadora (por ejemplo, una del tipo tit for two tats que sólo penaliza con la no cooperación tras dos defecciones, o del tipo two tits for a tat, que penaliza con dos partidas no cooperando a una defección). Quizás el ejemplo más impactante que muestra cómo puede surgir la cooperación en un juego repetido del dilema del prisionero lo es el que dieron los combatientes de la I Guerra Mundial enfangados en una guerra de trincheras a los pocos meses de declarase las hostilidades. Ocurrió, para asombro de los estados mayores de los ejércitos contendientes, que la “efectividad” militar de ambos bandos cayó rápidamente. A lo que parece, los batallones que se enfrentaban repetidamente pronto aprendieron que era una buena estrategia el “vivir y dejar vivir”, lo que se mostraba en multitud de situaciones (disparar alto para no dar ni a hospitales ni a lugares de reunión, avisar de cuándo se iba a hacer una avanzada que, con el tiempo, se convertía en simulacros para el consumo de los oficiales superiores destinados a vigilar la eficacia combativa, etc.). Lamentablemente para los soldados de a pie, los altos mandos pronto se percataron del problema y empezaron a mover a los batallones a lo largo
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del frente, acabando pues con la repetición de los enfrentamientos entre los mismos combatientes. Pronto, la “efectividad” militar, medida en la diaria ración de muertos y heridos, ascendió. De nuevo, los soldados estuvieron prisioneros del dilema del prisionero dilema del samaritano supongamos que un agente altruista al que llamaremos A, que puede ser una persona o una institución (una empresa, un estado) está dispuesta a transferir recursos a otro agente B, caso de que este se encuentre en un problema económico. La consecuencia no deseada por el primero es que si B es consciente del altruismo de A, ahorrará como precaución para el futuro menos de lo que sería óptimo socialmente. Esta situación ha sido denominada por el Premio Nobel James Buchanan como “dilema del samaritano”, y surge por la incapacidad de A para comprometerse anticipadamente, a causa de sus preferencias altruistas, a no ayudar a B cuando este se encuentre en dificultades independientemente de su comportamiento. El samaritano, en suma, sólo podría evitar caer en el dilema si lograra decidir su nivel de ayuda de antemano de modo que su conducta no fuera manipulable por el beneficiario (véase, por otro lado, “niño mimado”, teorema). El dilema del samaritano ha sido empleado para describir multitud de cuestiones tanto normativas como positivas. Así, ha sido usado para justificar la existencia de un sistema de seguridad social obligatorio con el argumento de que sólo el Estado puede forzar a los individuos a ahorrar y asegurarse en mayor medida de lo que lo harían voluntariamente, y así no caer en el dilema. También, el dilema del samaritano proporciona una explicación racional para las transferencias públicas en especie ya sea hacia individuos o hacia otros estados (ayuda exterior), ante la posibilidad de que las transferencias en dinero se vean ineficientemente utilizadas desde una perspectiva temporal, llevando a la necesidad de ulteriores transferencias. El dilema del samaritano y la importancia de sus efectos dependen de los supuestos informacionales de los agentes que en él participan de modo que si la información que los perceptores de la ayuda tienen acerca de la fuerza de las preferencias altruistas del donante es incompleta, sus efectos negativos se verán disminuidos.
dinero la base del funcionamiento de la economía de mercado es el intercambio, y para que este se pueda hacer de forma eficiente en sociedades complejas es necesario contar con algún objeto que todos quienes participan en transacciones económicas reconozcan como medio de pago, pues de lo contrario el intercambio entre dos agentes A y B cualesquiera se verá constreñido a situaciones en las que A desee algo concreto que tenga B y B desee, a cambio, algo que tenga A (véase trueque). Ese objeto, que denominamos dinero, permite que se realicen intercambios de modo que A adquiera de B algo que necesita y éste tiene, aunque A no tenga nada concreto que B necesite. El dinero como medio de pago podría ser cualquier objeto: desde un bien que sirva además para satisfacer algunas necesidades de consumo (como sucedía cuando se usaba el oro –o la plata- como dinero aunque a la vez fuese deseado por sus propiedades físicas como metal y sus propiedades ornamentales por su color y ductibilidad, o también cuando se utilizaban los cigarrillos como dinero en los campos de concentración), hasta un objeto material que para nada adicional sirve (como es el caso del papel moneda), pasando por un ente casi inmaterial como son los apuntes contables electrónicos en una cuenta cuando se paga con tarjeta de crédito. En suma, si nos atenemos a la función de medio de pago que tiene el
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dinero, su utilidad adicional como bien es meramente accesoria. Dicho de otra manera, el dinero como medio de pago, en el caso general y con la posible excepción de los avaros que valoran al dinero por sí mismo como si fuese cualquier otro bien en la medida que su posesión les reporta una satisfacción directa y no como “medio” para conseguir algo valorable en sí (el mejor ejemplo de esta actitud siempre lo ha sido el personaje del Tío Gilito de Walt Disney quien, literalmente, disfruta bañándose en dinero), no entraría en la función de utilidad de los individuos. En consecuencia la demanda de dinero como medio de pago no cabe interpretarla como la demanda del resto de bienes. Obsérvese que en su función de medio de pago, a los agentes económicos les interesará tener cuánto menos dinero, mejor, o, mejor dicho, no les interesaría quedarse con dinero una vez que los mercados de bienes hubieran llegado a un equilibrio. Pues quedarse con dinero, un objeto que no produce utilidad, equivale a no satisfacer en la mayor medida posible las necesidades que se tienen. Como medio de pago el dinero facilita las transacciones económicas reduciendo los costes de transacción, por ello las características de fácil transporte, durabilidad y troceabilidad aparecerán en los objetos que sirvan de dinero. Pero el dinero no sólo cumple la función de medio de pago, también cumple otra, la de servir como unidad de cuenta o de valor. El dinero permite contar con un patrón de medida que facilita comparar el valor que tienen bienes de muy distinta naturaleza. Lo habitual es que el objeto que se utilice como medio de pago sirva también como unidad de cuenta, pero no es estrictamente necesario que así lo sea. Así, por ejemplo, antes de la entrada del euro como medio de pago se utilizó como unidad de cuenta. Finalmente, el dinero cumple otra función derivada de la de medio de pago. En la medida que algunos de los agentes que intercambian en un mercado no usen su dinero en el periodo y lo guarden para realizar intercambios en periodos posteriores, o en la medida que el pago de una compra no se realiza simultáneamente sino que el vendedor acepta que se posponga al futuro (a cambio de un interés), el dinero sirve para pagos o intercambios diferidos y, para ello, es necesario que sea un depósito de la capacidad de pago que dura en el tiempo, que sea pues un depósito de valor . Cierto que cualquier bien duradero sirve como depósito de valor en el tiempo, pero el dinero tiene la ventaja añadida de ser líquido es decir, de poder ser convertido inmediatamente en cualquier otro bien o servicio por el hecho de ser el medio de pago de aceptación general. Que el dinero sea un “depósito” de valor no es lo mismo que decir que sea en sí “valor” o “riqueza”, pues excepto en aquellos casos en que por dinero se utiliza un bien (por ejemplo, el oro) el dinero es un “signo” de la riqueza, aunque, paradójicamente, para cualquier individuo que posee dinero, su dinero es un activo más entre los demás activos físicos que tiene y conforma junto con ellos su riqueza. Pero desde el punto de vista de la comunidad o sociedad que le reconoce su papel de signo de la riqueza, el dinero no es riqueza como lo es para cada uno de sus individuos, lo cual se comprueba si imaginamos una situación en que todos los componentes de una sociedad tratan simultáneamente de desprenderse de sus posesiones de dinero, es decir, de cambiarlo por activos reales. Es imposible: alguien al final se queda con el dinero. Desde otro punto de vista se llega al mismo resultado, una acción es un “título” que señala a su propietario como el dueño de una parte de los activos reales o capital de una empresa, un bono es un título que obliga a quien lo ha emitido a hacer algo (a pagarle) a quien lo posea, pero qué tipo de título es el dinero, qué activo es aquél que realmente se corresponde con el dinero o a qué o a quién obliga a hacer algo el hecho de que alguien tenga dinero. No hay un determinado activo que se corresponda en la realidad con el dinero, no hay nadie concreto que tenga la
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obligación de hacer algo por que yo tenga dinero. El dinero es un título que corresponde a algo abstracto: la existencia, estabilidad o poder de la comunidad en la que es signo de la riqueza. Por eso, situaciones históricas en que una sociedad entra en una crisis social que suponga dudas respecto a su capacidad de permanencia en el tiempo llevan aparejadas la caída en el valor, fiabilidad o utilidad de su dinero como depósito de valor (véase dolarización). Por ello mismo, el poder militar de una nación está directamente relacionado con la capacidad de su dinero para servir como depósito de valor tanto para sus ciudadanos como para los de los demás países lo que adoptan, pues ese poder es garantía de permanencia en el tiempo así como muestra de su capacidad para imponerla como medio de pago internacional. No es ajena a esta circunstancia el grado de aceptabilidad internacional del dólar estadounidense, muy superior al peso relativo de la economía norteamericana en la economía mundial y a su incapacidad histórica para equilibrar su balanza comercial. Hay que recalcar, por otro lado, que hasta el momento hempos estado haciendo referencia a lo que se conoce como dinero legal (billetes y monedas emitidas por la autoridad monetaria). Esto no constituye sino un pequeño porcentaje de la cantidad de oferta monetaria existente. De hecho, la mayor parte de lo que conocemos como dinero no existe ni siquiera físicamente, siendo tan sólo apuntes magnéticos en el ordenador de un banco, de forma que la gran mayoría de las transacciones y cancelaciones de deudas se hace simplemente mediante la anulación de unas cantidades en una cuenta corriente (la del comprador) y su adición a otra cuenta (la del vendedor). Eso explica que cuando se produce una crisis bancaria y la gente acude en masa a los bancos a rescatar su dinero estos no puedan entregarlo, ya que en ningún país existe dinero legal suficiente para respaldar todo el dinero existente. De hecho, el papel moneda constituye menos del 10 % de lo que normalmente se considera como dinero (por ser depósito de valor y medio de pago). Finalmente, existe una relación entre la cantidad de dinero y su valor, de forma que para un nivel de producción dado, el aumento de la oferta monetaria ira inevitablemente unido al deterioro de su capacidad como depósito de valor. Véase a este respecto, ecuación cuantitativa e inflación.
discriminación de precios
estrategia empresarial que consiste en cobrar precios unitarios distintos a
diferentes consumidores dependiendo de su disposición a pagar por el producto, de tal forma que los consumidores que estén dispuestos a pagar más por el bien paguen un precio más alto, mientras que aquellos que valoran menos el producto lo obtengan a un precio más bajo. Con esta estrategia las empresas intentan apropiarse de todo o parte del excedente del consumidor que los consumidores obtendrían si el precio fuera único. Para que una empresa pueda realizar discriminación de precios tienen que cumplirse dos condiciones: que el producto no se pueda revender y que el comprador tenga información sobre la disposición a pagar del consumidor. La discriminación se denomina perfecta cuando cada unidad del bien producido se vende a un precio distinto a cada consumidor. Sin embargo, es más normal la práctica de discriminación por bloques (o de segundo grado), en donde dependiendo de cuantas unidades demande cada consumidor el precio es diferente. La existencia de precios especiales para jóvenes o jubilados en las salas de cine son un ejemplo de la denominada discriminación de precios de tercer grado, donde es posible segmentar a los consumidores en función de características fácilmente observables. Existen mil y una formas de fijación de precios en los mercados reales en las que aparecen la discriminación de precios. Por ejemplo, es muy habitual la llamada discriminación por obstáculos, en la que
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los consumidores que están dispuestos a afrontar un coste en términos de tiempo o recursos adicional obtienen el bien a un precio más bajo. Tal es el caso de las tarifas aéreas más baratas para aquellos viajeros a hacer una escala más larga o un mayor número de escalas para llegar al destino final. También es un ejemplo de discriminación todos aquellos bienes de consumo que ofrecen una rebaja en el precio final o la obtención de unidades adicionales más baratas si el consumidor se molesta en enviar una prueba de compra a determinado apartado postal.
discriminación salarial
en Economía se considera que existe discriminación salarial cuando dos personas
con la misma productividad, y por lo tanto que aportan lo mismo a la producción de la empresa en la que trabajan, reciben salarios distintos como resultado de alguna característica personal que no interfiere para nada con su rendimiento como trabajadores. La existencia de discriminación salarial podría explicarse por tres causas distintas. Según la primera, que se manifestaría fundamentalmente en el sector servicios, la discriminación sería practicada por las empresas para contentar a sus clientes que, por razones extraeconómicas, no desearían verse obligados a interactuar con personas de otro sexo u origen étnico al demandar los servicios producidos por la empresa. Ese sería el caso de bares y restaurantes en los estados sureños de los Estados Unidos en los largos años de la segregación. Este tipo de discriminación sólo se puede combatir mediante la promulgación de leyes que la prohíban, ya que cualquier empresario que no hiciera caso a las preferencias de sus clientes y contratara a personal perteneciente al grupo discriminado se enfrentaría con una caída en la demanda que podría expulsarle del mercado. La segunda causa se fundamentaría en el uso oportunista por parte de las empresas de la discriminación social para pagar a los trabajadores del grupo discriminado salarios más bajos y reducir sus costes. En un mercado competitivo, paradójicamente, está práctica derivaría con el tiempo en la equiparación salarial del grupo discriminado ya que la mayor demanda de ese tipo de trabajadores por parte de las empresas para aprovecharse de su menor salario acabaría generando un aumento del mismo hasta que el salario se igualara con la productividad. De este modo, la existencia de mercados competitivos y discriminación salarial sólo sería posible si los empresarios pagaran un salario mayor que su productividad al grupo contra el que no quieren discriminar, de forma que, por comparación aquellos trabajadores cuyo salario coincida con su productividad reciban un salario menor. Este mecanismo, sin embargo, significaría que las empresas discriminadoras tendrían unos costes mayores y, por lo tanto menores beneficios, una opción poco acorde con el comportamiento de maximización de beneficios que supuestamente siguen las empresas en las economías de mercado. Por último, la discriminación puede ser el resultado de presiones por parte de un grupo de trabajadores (hombres o blancos, por ejemplo) para excluir de su entorno de trabajo a los trabajadores del grupo discriminado (mujeres o negros, por ejemplo). Sin embargo, este tipo de comportamiento derivaría no tanto en una discriminación salarial, sino en la concentración de los grupos discriminados en actividades laborales segregadas con respecto al resto, con lo que difícilmente podría explicar la existencia de discriminación salarial en sentido estricto, aunque si la existencia de una brecha salarial asociada a la expulsión de determinados colectivos de actividades de mayor productividad e ingresos (por ejemplo la supervisión). Junto con estas causas, la discriminación salarial puede ser el resultado de lo que se conoce como discriminación estadística que sería la derivada de que el empresario, al carecer de información fehaciente sobre la productividad de cada uno de sus trabajadores de forma individualizada, tenderá a asociar
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su productividad con la productividad media del grupo al que pertenece, igualando así el salario de todos los trabajadores que comparten las mismas características externas. Puesto que la productividad media de un grupo se construye agregando comportamientos individuales que pueden diferir entre los individuos que pertenecen al grupo de referencia, las personas del grupo con un alto nivel de productividad se verán discriminadas al recibir un salario igual a la productividad media, más baja, del grupo al que pertenecen. La observación de las estadísticas de salarios pone de manifiesto la existencia de diferencias considerables en los salarios medios de determinados colectivos de trabajadores según su origen étnico o sexo. Así, por ejemplo, en 1999 en el conjunto de la UE(15) los ingresos brutos por hora de las mujeres eran el 84 % de los de los hombres, con una horquilla que varía según países entre el 78 % de Irlanda o el 79 % del Reino Unido al 91 % de Italia o el 95 % de Portugal. Sin embargo esta diferencia en ingresos no se corresponde plenamente con la existencia de discriminación salarial tal y como se ha definido más arriba, ya que hombres y mujeres tienen distintas características en lo que se refiere a antigüedad, formación o sectores en los que trabajan, factores todos ellos que inciden en el salario. Así, las mujeres trabajan mayoritariamente en sectores con unos salarios medios menores (como el sector servicios, donde trabajan el 83 % de las mujeres ocupadas frente al 59 % de los hombres), tienen por término medio una menor antigüedad en la empresa, tanto debido a las rupturas en su carrera profesional asociadas a la maternidad como por estar más que representadas en el colectivo de trabajadores con contratos temporales (en España el 35% de las asalariadas tienen un contrato temporal frente al 30% en el caso de los hombres), y desempeñan con menor frecuencia puestos de supervisión (16 % en el caso de los hombres frente al 9 % en el de las mujeres, en el conjunto de la UE), factores todos ellos que explican una parte significativa de esa diferencia salarial. En contraste, las mujeres tienen una mayor formación, entendida como estudios acabados. En la UE, por ejemplo, el porcentaje de asalariadas con estudios superiores es del 26% frente al 23 % en el caso de los hombres, diferencia que en España se sitúa en más de diez puntos (38% frente a un 27% en el caso de los varones). De esta forma sería más correcto hablar de la existencia de una brecha de ingresos, probablemente asociada en cierta medida con algún tipo de discriminación social ajena al mercado de trabajo que contribuya a explicar las características del empleo femenino. Esa brecha de ingresos por razón de sexo podría tener también como uno de sus elementos explicativos la discriminación salarial propiamente dicha en la medida que los mercados donde se diese no fuesen lo suficientemente competitivos. distribución de la renta (funcional, personal, espacial) a la hora de estudiar como se distribuye el producto generado en una economía entre la población, se pueden seguir tres criterios distintos: el funcional, el espacial y el personal. La distribución funcional atiende a cómo se distribuye la renta agregada entre los que aportan el capital, en sentido amplio, en el proceso productivo –beneficios, B - y los que aportan el trabajo – masa salarial, MS. Obviamente la suma de beneficios y masa salarial, será igual a la producción o renta total, PY, y la suma de sus participaciones en ésta será igual a la unidad. Puesto que todas las economías tienen un determinado número de personas que trabajan de forma autónoma y reúnen simultáneamente la condición de propietarios de capital y trabajadores, sus rentas, llamadas mixtas, normalmente se agregan a los beneficios. En una época como la actual, de grandes diferencias salariales, la distribución funcional dice muy poco sobre la desigualdad existente en un país. En todo caso, y puesto que las rentas de capital están más concentradas que
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las rentas de trabajo, los aumentos en la participación de las rentas de capital en la renta total normalmente estarán asociados con incrementos en la desigualdad. Por otra parte, en la medida en que la propensión a ahorrar de las rentas de capital sea mayor que la propensión ahorrar de las rentas del trabajo, los cambios en la distribución funcional de la renta pueden afectar a la tasa de ahorro de una economía y, a través de ésta, a la demanda efectiva. En este caso, una redistribución a favor de rentas de capital, caeteris paribus, generaría un aumento de la tasa de ahorro y una caída en la demanda efectiva (véase política de rentas). La distribución espacial de la renta hace referencia a cómo se distribuye la renta generada entre las distintas regiones o áreas geográficas de un país. Este enfoque sirve para conocer si existen grandes diferencias espaciales en renta, es decir, si ricos y pobres están distribuidos más o menos homogéneamente a lo largo del territorio nacional o, si por el contrario (como suele ocurrir), se concentran en determinadas zonas (véase convergencia). Por último la distribución personal ofrece información sobre cómo se distribuye la renta entre el conjunto de familias o personas de un país, independientemente de donde vivan y del origen de la misma. Este criterio es el realmente relevante para investigar el grado de desigualdad existente en una economía. A la hora de calcular la distribución de la renta se puede hacer atendiendo a la renta de mercado que obtienen las personas en su condición de trabajadores o propietarios, o bien atendiendo a la renta realmente disponible de los individuos, resultante ésta de descontar a la renta de mercado lo que se paga en concepto de impuestos directos y contribuciones sociales y sumarle lo que se recibe en concepto de transferencias (prestaciones por desempleo, pensiones, etc.) El grado de desigualdad en la distribución personal de la renta depende tanto de la dotación de recursos de los individuos como de su remuneración en el mercado. De este modo, cuanto mayor sea la concentración de la propiedad, como ocurre en la mayoría de los países Latinoamericanos, mayor será la desigualdad. Así mismo, cuanto mayor sea la desigualdad salarial (en la UE alrededor del 70% de los ingresos de las familias provienen de las rentas de trabajo) mayor será también la desigualdad. Otros factores a tener en cuenta a la hora de explicar la distribución de mercado son la existencia de desempleo, cuando éste, como suele ocurrir, no se distribuye homogéneamente entre la población del país sino que se concentra en los grupos de población con menores ingresos, o la propia estructura demográfica de la población, ya que la población joven normalmente tendrá una renta más baja que la población en edad madura, con mayor experiencia y antigüedad en sus trabajos. Por último, la existencia de Estado de Bienestar hace que la distribución de mercado, tanto personal como espacial, sea más desigual que la distribución de la renta disponible, con lo que en última instancia la desigualdad de la distribución de la renta disponible dependerá de la intensidad de su acción compensadora, esto es, de la progresividad de sus sistema impositivo y de la generosidad y características de sus programas de transferencias. Por ejemplo, en la UE, el índice de Gini (véase desigualdad) de la renta de mercado es de 0,35, frente al 0,31 en términos de renta disponible, una diferencia que es mayor en los Estados de Bienestar más activos, como el danés, donde pasa de 0,30 a 0,23. En lo que se refiere a la desigualdad espacial, y a modo de ejemplo, Extremadura, la Comunidad Autónoma de menor PIB per capita de España, reduce en alrededor de un tercio su diferencia con el PIB medio del país como resultado de la acción compensadora del sector público.
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Cada escuela económica tiene su propia interpretación del proceso de distribución funcional de la renta. Así, para los autores clásicos, y en especial para David Ricardo (1772-1823) que consideraba que el objetivo central de la Economía era, precisamente, el estudio de la distribución de la renta y sus implicaciones sobre el crecimiento, los salarios se determinaban de acuerdo a las necesidades de subsistencia de los trabajadores (salarios de subsistencia), las rentas de la tierra por la diferencia entre lo que costaba producir en las tierras marginales (las que marcaban el precio de mercado del bien agrícola) y en las tierras de mejor calidad, y los beneficios aparecían como una categoría residual una vez pagados los salarios y rentas de la tierra (véase estado estacionario). Sobre este esquema, para Marx los salarios no se encontraban ligados estrictamente a los niveles de subsistencia, de modo que la distribución de la renta era consecuencia directa de la lucha de clases entre capitalistas y trabajadores y los beneficios el fruto de la explotación de estos. La distribución de la renta se explicaría por lo tanto por la fuerza que en cada momento tengan cada una de esas dos clases sociales. En este sentido, el desempleo actuaría como un agente debilitador de la clase trabajadora y redundaría en una caída en su participación en la renta (véase ciclo y economía marxista). Para los economistas de raíz keynesiana, el proceso de fijación de precios se realiza mediante el establecimiento de un margen q, sobre costes salariales, w.L, o masa salarial, MS, de modo que el valor agregado de la producción, YP, sería igual a w.L.q. En consecuencia: YP/MS =q => 1/t = q, donde t es la participación de las rentas salariales en el valor de la producción, MS/YP. La distribución funcional de la renta se deriva pues de modo directo del tamaño del margen, de forma que cuanto mayor sea el poder de las empresas para fijar un margen más elevado, caeteris paribus, mayor será el precio y menor será tanto el salario en términos reales como la participación de los asalariados en la renta final. El cuestionamiento de la distribución resultante por parte de los trabajadores sería para estos autores una de las causas de la inflación. Por último, para los economistas neoclásicos, por el contrario, la remuneración de los distintos factores, y por ende la distribución de la renta, es una cuestión fundamentalmente de carácter técnico y no social o de poder, en la medida en que la remuneración unitaria de cada factor depende del valor de su productividad marginal. Esa remuneración dependerá de la escasez relativa de los factores, de modo que, por ejemplo, cuanto más abundante relativamente al trabajo sea el capital, esto es, mayor la relación capital trabajo (aunque véase capital), menor será su productividad marginal relativa a la del trabajo, y por lo tanto menor su remuneración unitaria. Estos aumentos de la cantidad relativa de capital, acompañados de caídas en su remuneración unitaria, implicarían cierta constancia de la participación del las rentas de capital en la renta total, y por lo tanto una distribución funcional de la renta aproximadamente constante a lo largo del tiempo. Hasta ahora, el análisis de la distribución de la renta se ha llevado a cabo desde la perspectiva de una economía cerrada. En una economía abierta, la existencia de importaciones implica la reducción del tamaño de “la tarta” a repartir y se convierte, en consecuencia, especialmente en situaciones de aumento de precios de bienes importados de difícil sustitución (petróleo), en un factor adicional de conflicto distributivo, y por lo tanto de inflación. divisa moneda que se acepta como medio de pago en transacciones internacionales. A la hora de comprar en el mercado internacional los agentes económicos normalmente no pueden utilizar como medio de pago sus monedas nacionales, viéndose obligados a pagar sus compras con otra moneda a la que se reconoce mayor
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fiabilidad o estabilidad (véase dinero). Las monedas que tienen reconocido ese papel se denominan divisas. La principal divisa, que protagoniza alrededor del 50 % del comercio mundial es el dólar, seguida de lejos por el Euro. El hecho de tener que utilizar una tercera moneda para comerciar internacionalmente aumenta el coste de transacción del comercio internacional, ya que para poder importar un bien o servicio previamente hay que acudir al mercado de divisas y adquirir el medio de pago (divisa) necesario para realizar la importación, ocurriendo lo mismo en el caso de las exportaciones: los exportadores reciben divisas que luego cambian en el mercado de divisas por su moneda nacional. división del trabajo existen dos dimensiones distintas de la división del trabajo. Por un lado podemos hablar de división horizontal del trabajo, como aquella que tendría lugar cuando un proceso complejo de producción se convierte en procesos especializados distintos que dan lugar a la producción de bienes también distintos, de modo que puedan realizarse por trabajadores diferentes. Esto sucede, por ejemplo, cuando una empresa deja de realizar las tareas contables o publicitarias y las contrata fuera. Paralelamente, lo que se conoce como división vertical del trabajo implica la descomposición del proceso de producción de un bien en distintos subprocesos o fases técnicas. Cuando Adam Smith (1723-1790) se plantea en la Riqueza de las Naciones cuál es la causa del crecimiento económico concluye que el elemento central explicativo del crecimiento económico es la división de las tareas productivas y la consiguiente especialización de los trabajadores en un número pequeño de éstas. Al descomponerse el proceso productivo de cualquier bien o servicio en una suma de tareas consecutivas simples se obtiene según Smith un aumento importante de la productividad debido a tres motivos: la reducción de tiempos muertos (los utilizados en pasar de una actividad a otra), el aumento de destreza de los trabajadores, al concentrarse en una sola tarea, y la mayor facilidad para introducir innovaciones y maquinaria al simplificarse las tareas. La división técnica del trabajo es compatible con distintas formas de su división social, entendida ésta como las distintas maneras de asignar las tareas a diferentes individuos dependiendo de su posición o status social (por ejemplo, en toda sociedad han existido siempre formas de división sexual del trabajo en que las tareas se asignaban según el género) y organizativa. Si nos fijamos en ésta, la más relevante a efectos económicos, dada una determinada división vertical del trabajo en un proceso de producción cabe hablar de dos modelos alternativos de organización. Por un lado, está el que podría denominarse sistema de producción artesanal en el que cada trabajador realiza secuencialmente buena parte o todas las operaciones necesarias para completar la producción dedicando a cada una de ellas el tiempo necesario de modo que el tiempo que se pierde al pasar de una actividad a otra se minimice (es el modo de organización típico también de la producción agraria en el que agricultor realiza sucesivamente las distintas fases primero se prepara toda la tierra, luego se siembra, se abona, etc., se cosecha y se manipula hasta obtener el producto final). En este modelo organizativo los trabajadores pueden ser vistos como factores de producción independientes. Por otro, está el llamado sistema de fábrica en el que cada trabajador se especializa en una o unas pocas de las operaciones, o dicho de otra manera, los trabajadores individuales se convierten en factores de producción complementarios que trabajan en cadena. Históricamente, este segundo modo de organizar la división del trabajo sustituyó al primero, y sigue siendo un asunto de debate las razones por las que se dio ese cambio. Por un lado están los que arguyen que la transición se debió a razones meramente de eficacia puesto que la
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especialización en una tarea por parte de cada trabajador produjo la consiguiente estandarización del producto final así como otras ventajas en costes: ahorro de costes de inventario de productos semielaborados o en proceso, ahorro de capital físico (por ejemplo, si los artesanos trabajan en paralelo en una determinada fase de la producción, habría capital ocioso en forma de los instrumentos de las otras fases que ahora no se usan) y ahorro de capital humano (en términos de la mínima formación de los trabajadores en cadena con respecto a los artesanos). Frente a esta opinión están aquellos que señalan que el cambio de un modelo a otro fue más bien consecuencia del poder diferencial de los propietarios del capital sobre los trabajadores (ver empresa), pues en el modelo fabril los trabajadores perdieron a favor del capitalista el control sobre su propio trabajo, sobre el proceso de producción en su totalidad y sobre el producto del mismo, a la vez que se vieron reducidos a la realización de tareas simples y repetitivas, cuyos efectos alienantes y embrutecedores reconoció el propio Adam Smith. Si bien los economistas se han decantado mayoritariamente por la primera de las explicaciones, merece la pena señalar que la ventaja en términos de eficiencia del modelo fabril de división vertical del trabajo en su típica formulación fordista-taylorista con su énfasis en minimizar el capital humano, maximizar la destreza en la realización de tareas simplificadas al máximo y minimizar el tiempo muerto entre tareas se ha visto modernamente puesta en cuestión con el desarrollo de nuevos modelos organizativos reminiscentes del modelo aquí llamado artesanal como por ejemplo los círculos de calidad, las células de producción, etc., en donde se acentúa el papel de los grupos de trabajadores y su conocimiento del entero proceso de producción, lo que aumenta su capacidad inventiva e innovadora. La división del trabajo depende del tamaño del mercado: hasta que aparece Viernes, Robinson Crusoe tuvo que hacerse el mismo todo lo que necesitaba. Con Viernes presente ya pudo practicar una limitada división tanto horizontal como vertical del trabajo. En este último caso, la dependencia de la división del trabajo de la extensión del mercado plantea un problema al modelo competitivo, pues al aumentar el volumen de producción de un bien, se ampliaría la división del trabajo en su proceso de producción con las consiguientes ganancias de productividad. Dicho de otra manera, la división vertical del trabajo en un proceso de producción implica la presencia en el mismo de economías de escala con las dificultades que ello supone para la existencia de competencia perfecta en ese sector. Finalmente, si la división del trabajo depende del tamaño del mercado, el librecambio será obviamente la política comercial adecuada para su desarrollo, ya que cuanto menos trabas arancelarias y de otro tipo existan, mayor será el tamaño del mercado, y consecuentemente mayor será la división del trabajo y la productividad. “dolarización” proceso por el cual un país renuncia a la soberanía monetaria asumiendo la moneda nacional de otro país –normalmente el dólar, de ahí el término, aunque podría ser el euro. En la medida en que la dolarización supone un cambio de la moneda nacional por otra, este proceso se asemeja en cierto modo al derivado de la creación de una unión monetaria. Sin embargo los dos escenarios son distintos en la medida en que la dolarización supone una subordinación plena en materia monetaria a un tercer país, cosa que no ocurre con la unión monetaria. Países como Ecuador, Liberia o Timor Oriental han adoptado el dólar como única moneda, mientras que en otros casos, como en El Salvador, el dólar funciona a la par del Colón. Otros países como San Marino, Andorra o Mónaco, plenamente integrados comercial y económicamente con sus países vecinos, han adoptado el Euro como moneda. La aplicación del análisis económico a la cuestión de la
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dolarización permite señalar las siguientes ventajas e inconvenientes. Empezando por el lado de los costes: (1) tras la dolarización el país pierde la posibilidad de obtener ingresos mediante la emisión de moneda, o señoreaje. Para hacerse una idea del coste de la pérdida de este recurso, en el período 1985-89 el conjunto de países de la UE obtuvieron por esta vía ingresos equivalentes al 1 % del PIB. Este coste se sumaria al lucro cesante derivado de la necesidad de comprar los dólares (con una rentabilidad nula) que se van a utilizar como moneda en vez de destinar tales fondos parar comprar, por ejemplo, Bonos del Tesoro norteamericano, con una rentabilidad positiva. (2) Imposibilidad de realizar política de tipo de cambio. De hecho, la competitividad de sus productos dependerá en gran parte del comportamiento del dólar (o el euro en su caso), una moneda cuya cotización responderá a la situación y política económica de Estados Unidos (o la eurozona). (3) La dolarización también supone la pérdida total de la capacidad para ejercer una política monetaria autónoma. (4) Por último, y en la medida en que la moneda sea un elemento importante de identidad nacional, cabe hablar de un coste psicológico derivado su desaparición. En lo que se refiere a las ventajas: (1) la dolarización reduce los costes de transacción asociados a la utilización de distintas monedas en el comercio internacional, con el consiguiente impacto positivo sobre éste. (2) Al desaparecer la posibilidad de devaluación, la dolarización debería dar lugar a una reducción del tipo de interés (reducción de la prima de riesgo) al que puede obtener fondos el país. También cabe esperar que la desaparición del riesgo de devaluación incentive la inversión extranjera. (3) La dolarización, al suponer la renuncia a realizar una política monetaria autónoma (e imponer restricciones a la capacidad de realizar política fiscal), actúa como señal de que el país está comprometido con el mantenimiento de una política monetaria estable. En concreto, un país que adopte el dólar como moneda trasfiere la responsabilidad de la política monetaria a la Reserva Federal de los Estados Unidos. En la medida en que el país dolarizado haya tenido un historial de inflación, la dolarización servirá para enviar una señal al mercado de que su compromiso de estabilidad es firme. Nótese como, curiosamente, la pérdida de discrecionalidad en materia de política monetaria se puede considerar como un inconveniente y como una ventaja, dependiendo de la posición teórica que se mantenga sobre la capacidad de desarrollar una política monetaria contracíclica sin desembocar en una situación de inflación.
dualismo económico característica de muchos países en vías de desarrollo que cuentan con un sector moderno (que concentra la producción industrial y parte de los servicios) normalmente urbano y con un funcionamiento similar al de economías con mayor nivel de desarrollo, y un sector tradicional, rural, fundamentalmente agrícola y de servicios –comercio minorista- en gran parte ajeno a los modos propios de las modernas economías de mercado. La existencia de estos dos sectores no significa la ausencia de relación entre ellos, ya que el sector rural es el que aporta la mano de obra que nutre al sector moderno –mediante la emigración- y parte de la demanda para sus productos. dumping el dumping, o ventas a pérdidas, consiste en vender a un precio por debajo del coste de producción. Detrás de esta estrategia, en principio insensata para una empresa, suele estar la intención de penetrar en un mercado nuevo, ya sea dentro o fuera del país. El dumping es una actividad considerada como competencia desleal y como tal está prohibida por los acuerdos de la OMC. En caso de detectarse, los países perjudicados pueden, con la autorización de la OMC, imponer medidas antidumping (penalización de la importación de
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ciertos productos) al país trasgresor con la finalidad de presionar para su eliminación. Todo este esquema de garantías, sin embargo, tiene el problema de que es muy difícil saber exactamente cuáles son los costes de un competidor, algo necesario para poder saber si existe dumping. Esa dificultad hace que las denuncias de dumping se utilicen a menudo como instrumentos para protegerse de una competencia exterior perfectamente leal. El término dumping se ha extendido para abarcar aquellas otras situaciones en las que competidores extranjeros obtienen ventajas de costes al no existir una regulación laboral (dumping social) o medioambiental (dumping ecológico) tan exigente en sus países de origen, normalmente de menor nivel de desarrollo. Este, sin embargo, es un problema más complejo, ya que no se puede esperar que países con menor nivel de desarrollo tengan una legislación social y ambiental tan avanzada como los países ricos –igual que éstos no la tenían cuando eran menos ricos. Con lo que el problema estriba en definir unos mínimos a cumplir por todos, como la libertad sindical o la prohibición del trabajo infantil, por ejemplo.
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E Economía
parte de la realidad social que se compone del conjunto de relaciones que los
individuos establecen entre sí y con su medio circundante para resolver sus necesidades materiales. Toda economía tiene que responder a una triple cuestión: 1) qué bienes producir (o sea, cuántos y cuáles bienes se han de producir a partir de los recursos o factores de producción de que la sociedad dispone); 2) cómo producirlos (o sea, cómo distribuir y coordinar esos recursos incluyendo entre ellos el tiempo de los individuos en las distintas actividades productivas); y 3) cómo distribuir los bienes producidos
entre los distintos
componentes de la sociedad. A la vez, llamamos Economía –así, con mayúscula- a la reflexión sobre la realidad económica tanto para conocerla como para actuar sobre ella. Dada esta relación entre la Economía como reflexión intelectual y la economía como actividad práctica, se puede por ello esperar que la primera, es decir, la Economía, guardará una íntima relación con el modo de inserción de la economía real en el todo social y con las formas en que las distintas sociedades han construido sus economías respondiendo al triple problema económico. Históricamente, grosso modo, la instancia económica se ha insertado en el todo social de tres maneras, por lo que, consecuentemente, se podría hablar de tres tipos de Economía. Ha habido épocas y sociedades en las que lo económico, pese a su importancia, ha sido una parte subordinada dentro del todo social, de modo que el comportamiento económico de los individuos así como sus fines y su coordinación estaban constreñidos y definidos por normas y obligaciones procedentes de otras instancias sociales (el poder religioso y el poder político), la tradición y la costumbre. Se trata en este caso de economías correspondientes a sociedades aisladas y pequeñas sin un Estado desarrollado, es decir, de las sociedades llamadas “primitivas”. Para ellas se podría así hablar de una Economía Moral, que regularía el uso de recursos y las relaciones económicas entre los individuos de acuerdo con criterios extraeconómicos procedentes de la religión, la tradición o la ideología típicos de esas sociedades pequeñas y tradicionales. Son características de las economías de este tipo de sociedades las siguientes: una escasa división social del trabajo (que adopta su forma más elemental: la de una división sexual del trabajo), la escasa importancia de los derechos de propiedad y un reparto del producto social utilizando mecanismos basados en la reciprocidad y la ayuda mutua atendiendo a criterios normativos consuetudinarios más que dependiendo de los intercambios. En otras épocas y sociedades, ya más “desarrolladas”, la instancia económica sigue subordinada no tanto a la sociedad en general sino a la instancia política, al Estado, de modo que la economía se ha regido por los intereses del Estado o mejor dicho, por los intereses de quienes han ocupado la organización estatal pues frecuentemente no ha habido demasiada diferencia entre unos y otros. Cabría entonces hablar de una Economía Política que determinaría el uso de los recursos, definiría los diezmos y tributos y controlaría los intercambios
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con otras sociedades. La división del trabajo está más desarrollada en este tipo de economías. Frente a la predominancia de esquemas de propiedad común de las sociedades primitivas, las estructuras de propiedad estarían asimismo más desarrolladas habiendo surgido la propiedad pública de los recursos productivos y cierta propiedad privada al menos de los bienes de consumo. El reparto del producto social utilizaría en este tipo de economías mecanismos de tipo redistributivo ordenados desde la autoridad estatal, aunque no sería de desdeñar el peso de los intercambios a través de los mercados que poco a poco irían ocupando un papel más importante. Finalmente, en las sociedades modernas lo económico no sólo ha ido alcanzando más y más autonomía respecto a las demás instancias sociales, sino que progresivamente las ha ido dominando de modo que, tanto la política como las instancias ideológicas, se acomodan en mayor grado a lo que reclama la instancia económica que a la inversa. Tal proceso es consecuencia de la extensión del mercado como mecanismo de coordinación de los comportamientos económicos de los individuos. Son éstas economías donde la división del trabajo alcanza un enorme desarrollo, la propiedad privada alcanza un desarrollo general y donde el reparto del producto social se hace fundamentalmente vía el uso generalizado del intercambio en mercados autorregulados. En sociedades de este tipo aparece la autodenominada Ciencia Económica (aquí llamada escuela neoclásica), para la cual el comportamiento económico de los individuos no dependería de consideraciones morales e institucionales sino que estaría regido por la persecución del propio interés personal egoísta (véase homo oeconomicus). Cada individuo actuaría movido por su propio interés para satisfacer las necesidades que estime tener. Obviamente, en la realidad económica concreta de toda sociedad incluyendo las sociedades modernas siempre conviven las tres formas de economía comentadas, de modo que a la vez que tiene prioridad el mercado a la hora de distribuir el producto social entre los individuos, también el Estado y las costumbres, las tradiciones y los valores sociales juegan su papel. Y es precisamente el asunto de las diferencias respecto al papel relativo que hayan de jugar estos distintos mecanismos de coordinación económica el que ha definido en buena medida las discrepancias entre los economistas. Y así puede hablarse de la Economía Neoclásica que cuestiona el uso de la planificación e intervención estatal en la economía reduciéndolo al mínimo imprescindible para eludir los fallos del mercado y las situaciones más insostenibles de desigualdad, defendiendo en nombre de la eficiencia la extensión del mercado como mecanismo de coordinación para la gestión de cualquier recurso en condiciones de escasez. Frente a ella y sus derivaciones (véase Economía Monetarista, Nueva Macroeconomía Clásica, Elección Pública) se alza una variedad de enfoques entre los que se puede destacar la llamada Economía Keynesiana que justifica la intervención del estado en la economía para regular el pleno empleo de los recursos que, en su opinión, el libre funcionamiento de los mercados dista de garantizar. La Economía Humanística cuestionaría tanto el uso exclusivo del mercado como del Estado a la hora de dirigir el funcionamiento de las economías, requiriendo una mayor participación de instancias sociales con criterios valorativos distintos a los que se usan desde el poder político y a los que el mercado da prioridad. También es necesario mencionar otros enfoques alternativos como los que ofrece la Economía Marxista y la (Vieja) Economía Institucional para los que las motivaciones de la participación en la economía del estado y otras instituciones supera el ámbito de la funcionalidad económica para entrar de lleno en el de la definición de la estructura sociológica o política.
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La diversidad de enfoques respecto a la importancia relativa que deberían tener los distintos modos de coordinación económica es un ejemplo de las dificultades que la Economía presenta como actividad intelectual de rango científico pese a los esfuerzos de los economistas por reclamarse científicos al mismo nivel que los de las ciencias naturales. Como forma de sortear este “problema”, los economistas gustan aquí de diferenciar, dentro del todo que compondría la Economía, entre dos enfoques. Habría uno, de tipo normativo, con el que se pretendería analizar la relativa bondad de políticas o instituciones económicas, enfoque llamado a veces economía del bienestar, cuyo estatus no sería estrictamente científico en la medida que en él se ha de acudir ineludiblemente al uso de criterios o juicios de valor que reflejan posturas éticas como instrumentos teóricos. Habría, sin embargo, otra parte en la que primaría un enfoque positivo, de carácter más netamente científico con el que se pretendería explicar no cómo debería ser la realidad económica sino como es, tratando, además, de predecir su comportamiento al margen pues de todo juicio de valor acerca de su deseabilidad. Hay, sin embargo, numerosos problemas con este enfoque positivo que ponen en cuestión la pretensión a un estatus científico como el que disfrutan las ciencias naturales. Por un lado, la dificultad para realizar experimentos repetidos de valor admitido (véase economía experimental) que sirvan para eliminar hipótesis explicativas permite la coexistencia de multitud de explicaciones, teorías o paradigmas alternativos, algunos claramente incongruentes entre sí. A ello se suma tanto la capacidad que ha demostrado sobradamente la econometría para “justificar” con el adecuado “tratamiento” de los datos la pertinencia de prácticamente cualquier hipótesis explicativa, como la dificultad para conocer unos datos económicos relevantes, pues es difícil reducir la diversidad realidad socioeconómica a una información cuantitativa, y fiables (véase medición). En especial si consideramos que frecuentemente los propios agentes económicos tienen sobrados incentivos para no proporcionar tales datos. Finalmente, la realidad económica es una realidad social que resulta moldeable por la propia Economía en la medida que los agentes que la componen resultan afectados en su comportamiento por las propias explicaciones o teorías económicas, es decir, que en el ámbito económico la distinción entre sujeto y objeto dista de ser nítida. econometría la economía se diferencia de otras ciencias sociales en su forma de analizar la realidad por su preferencia por la utilización de modelos con la finalidad de expresar de forma sucinta y precisa la relación existente entre las principales variables que explican un determinado fenómeno, como pueda ser el consumo, la inversión, etc. Pues bien, la econometría es la rama de la economía que se dedica a contrastar si la lógica de tales modelos se corresponde con la realidad. Para ello hace falta tener datos que reflejen el comportamiento en la realidad de las variables incluidas en el modelo y contar con técnicas estadísticas capaces de desentrañar si las variables se relacionan entre sí de acuerdo con lo derivado del modelo. La econometría sería la rama de la economía que se dedica a desarrollar y explotar métodos para la contrastación de hipótesis. Gracias al avance experimentado por las técnicas de contrastación y al acceso generalizado a ordenadores con gran capacidad de cálculo, la econometría ha experimentado un fuerte desarrollo en las últimas décadas, lo que ha permitido dotar de mayor contenido empírico a muchos de los modelos económico. Sin embargo, y dadas las características de la Economía como ciencia, el avance en los métodos econométricos no ha sido suficiente para resolver las grandes cuestiones económicas, generando en muchos casos la aparición de debates escolásticos que en poco contribuyen al avance del conocimiento. De hecho, muchas veces se utilizan sistemas muy potentes de
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estimación econométrica que, sin embargo, se alimentan con una información de baja calidad, con lo que los resultados, de acuerdo con la vieja máxima del análisis de datos: “metes basura, sale basura”, son poco relevantes desde un punto de vista sustantivo, aunque reflejen el virtuosismo estadístico de aquellos que los desarrollan. Igualmente, es muy común confundir la relevancia estadística, esto es, que dos variables estén estadísticamente relacionadas, con la relevancia económica, esto es que tal relación tenga suficiente peso como para convertirse en una variable determinante del comportamiento económico que se intenta explicar. En todo caso, y frente aquellos que consideran a la econometría como el núcleo duro de la Economía, que no sería así sino una rama de la matemática aplicada, la contrastación sólo nos permite desentrañar la relación entre variables, pero nunca su causalidad o su razón de ser, con lo que la econometría, en última instancia necesitaría de la utilización de modelos que otorguen sentido a las relaciones descubiertas. Finalmente, la econometría, en su faceta predictora de los efectos de las políticas económicas, se ha visto atacada en sus mismos fundamentos por la consideración de que los agentes económicos se comportan a la hora de formar las expectativas que guían sus comportamientos con arreglo a la hipótesis de las expectativas racionales que cuestiona el uso de relaciones y parámetros en los modelos econométricos elaborados a partir de datos del pasado como base del comportamiento de agentes económicos racionales, pues éstos no se basarían en el pasado sino en las nuevas informaciones disponibles a la hora de predecir el futuro. economía experimental la Economía Experimental, consagrada como una aproximación al conocimiento económico con la concesión del premio Nobel de 2002 a Vernon L. Smith, considerado el padre de esta corriente, intenta resolver una de las críticas tradicionalmente planteadas al estatus de la economía como ciencia: su incapacidad para hacer experimentos controlados que permitan elegir entre teorías alternativas. Con este enfoque se pretende recrear, en el contexto de un laboratorio, el medio en el que los agentes toman sus decisiones económicas teniendo en cuenta los recursos iniciales de cada uno, sus preferencias y los costes que motivan el intercambio. El medio se controla mediante la utilización de recompensas monetarias similar a la que encontrarían en el mercado con la finalidad de que los agentes se enfrenten a una determinada configuración de recompensas y costes. Según los defensores de esta aproximación, la planificación cuidadosa de los experimentos puede permitir discriminar entre teorías, explorar las causas por las cuales el comportamiento de los agentes no se ajusta al supuesto por la teoría, establecer regularidades empíricas que sirvan para la construcción de nuevas teorías, comparar instituciones y sus resultados en distintos contextos y evaluar y proponer medidas de política económica, como sistemas de subastas, por ejemplo. A pesar de la contribución de este tipo de enfoque al conocimiento económico, desafortunadamente no todos los fenómenos económicos se pueden replicar en condiciones de laboratorio, siendo éstas en principio adecuadas para estudiar cuestiones de elección individual y funcionamiento de mercados parciales, dentro pues del ámbito de la microeconomía, pero no en otros campos como por ejemplo la macroeconomía. economía de mercado sistema económico en el que los procesos de coordinación y distribución de los bienes y recursos económicos están regulados por una red de mercados interrelacionados. Una primera condición para la existencia de una economía de mercado es que el desarrollo técnico y la división del trabajo haya alcanzado un nivel tal que los distintos grupos encargados de producir bienes y servicios (familiares, tribales o sociales en
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sentido amplio) sean capaces de generar unos excedentes de esos bienes por encima de sus necesidades que puedan dedicarse al intercambio en mercados más o menos formalizados y regulados. Ahora bien, la mera existencia de intercambios mercantiles no determina que una sociedad sea una economía de mercado, y así ha sucedido en buena parte de la prehistoria e historia humanas donde, si bien se daban intercambios en mercados no siempre pequeños y locales sino ocasionalmente muy desarrollados (como, por ejemplo, los intercambios a larga distancia presentes en la Antigüedad Clásica y en las ferias medievales), su falta de conexión e interrelación, es decir, su relativo aislamiento unos de otros, impiden considerar esos ejemplos históricos como economías de mercado plenamente desarrolladas en la medida que los procesos fundamentales de la coordinación económica quedaban en manos de otras instancias sociales como el poder político y religioso. Para que se pueda hablar de una economía de mercado es necesario, pues, que los distintos mercados que existan en una economía estén interrelacionados conformado un sistema que se autorregula y tiene a su cargo la coordinación económica general. Para el historiador y antropólogo económico Karl Polanyi (1886-1964), esa conexión entre los mercados aislados, esa constitución de un sistema de mercado plenamente autorregulado, pasaba por la creación y desarrollo de mercados libres para lo que él denominaba “mercancías ficticias”, o sea, aquellos bienes o recursos que –en principio- no se producían con vistas a su compraventa en un mercado. Estas mercancías ficticias eran, en su opinión, tres: los seres humanos en cuanto trabajadores, los recursos naturales y el dinero. Para Polanyi, pues, el desarrollo de unos mercados libres de trabajo, de la “tierra” y de los servicios financieros, incluyendo el dinero, servían de elemento vertebrador del sistema de mercado. Si bien se ha demostrado formalmente que una economía de mercado es compatible con diferentes tipos de propiedad de las empresas, ello se ha hecho en términos estrictamente económicos, es decir, fuera de consideraciones sociológicas, políticas e ideológicas que afecten a sus posibilidades reales de existencia. Se ha llegado así a hablar de socialismo de mercado para referirse a una economía de mercado en la que las empresas son propiedad del estado, o de autogestión para referirse a la posibilidad de que las empresas de una economía de mercado sean propiedad de cooperativas de trabajadores. En la práctica, sin embargo, las economías de mercado realmente existentes se caracterizan por el predominio de las empresas de tipo capitalista, lo que ha llevado frecuentemente a considerar como sinónimo economía de mercado y capitalismo. Los fallos de mercado, las consideraciones de equidad, y la inestabilidad que ha aquejado a las economías de mercado han propiciado la intromisión del Estado en la economía de modo que no es posible encontrar ninguna economía de mercado que no sea una economía mixta: es decir, en ninguna economía de mercado realmente existente la coordinación económica queda exclusivamente en manos de unos mercados autorregulados. La consolidación histórica de la economía de mercado fue un proceso largo y complejo en el que se vieron implicadas todas las instancias de las sociedades y no sólo la económica. Diversos autores han acentuado el papel de distintos elementos en este proceso. Entre ellos se puede destacar el punto de vista de Karl Marx (1818-1883) y sus seguidores que han privilegiado el papel de la instancia más económica acentuando el desarrollo técnico de las fuerzas productivas y el papel de los comerciantes. Otros, como Crawford B. McPherson (1911-1987), han señalado la importancia de los elementos ideológicos, poniendo de manifiesto la relevancia de la generalización de lo que ha llamado el individualismo posesivo, según el cual la definición del individuo está ligada básicamente a sus propiedades, a sus riquezas y a sus rentas y a la máxima libertad posible para hacer uso de ellas. Para Max Weber (1864-1920) y Werner Sombart (1863-1941), la
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consolidación del capitalismo exigió del surgimiento de una ética que acentuaba el trabajo, el ahorro y la persecución racional de los propios intereses. Finalmente otros entre los que estarían Joseph A. Schumpeter (1883-1950) junto a los teóricos de la escuela austriaca y los de la denominada Nueva Historia Económica, enfatizan el papel del empresario y sus posibilidades legales de actuación. El establecimiento de un marco legal adecuado que defina y proteja los derechos de propiedad privados y que garantice el cumplimiento de los contratos de compraventa aparecen así como elementos esenciales para el desarrollo de una economía de mercado. El debate entre estas y otras corrientes a la hora de establecer los criterios centrales explicativos del surgimiento y consolidación de una economía de mercado no tiene sólo un simple interés histórico pues, dado que la economía de mercado se ha revelado como el motor de crecimiento económico más efectivo, el conocimiento de los mecanismos que favorecen su aparición constituye uno de los caminos más importantes a la hora de explicar e instrumentar las políticas de desarrollo económico y de transición de las economías socialistas. Un punto de vista distinto lo representa la visión del historiador Fernand Braudel (1902-1985), para quien existe una clara distinción e incluso oposición entre economía de mercado y capitalismo. La primera agrupa el enorme conjunto de intercambios transparentes, en el sentido de que son fácilmente visibles y comprensibles, más o menos locales y competitivos en los que participan buena parte de los miembros de una sociedad conforme se especializan en distintas tareas y oficios. El capitalismo englobaría por el contrario a los intercambios sofisticados, de las altas finanzas, de tipo más o menos monopolista. Desde un punto de vista estrictamente económico una economía de mercado ofrece dos grandes ventajas como forma de coordinación económica. En primer lugar estaría la forma descentralizada y de bajo coste en términos relativos de usar del conocimiento para realizar una tarea como ésa, cuya complejidad crece exponencialmente con el desarrollo económico (véase mercado). En segundo, las economías de mercado, en la medida que se basan en la libertad individual para tomar decisiones económicas y en la apropiación individual de los resultados de las mismas, facilitan y fomentan la especialización y la división del trabajo, bases para el crecimiento de la productividad y el desarrollo económico. Adicionalmente, entre las ventajas de una economía de mercado se apuntan criterios extraeconómicos como el respeto a la libertad individual, la “democracia” entendida como soberanía del consumidor y la justicia inherente a los procesos de intercambio en la medida que son voluntarios. Entre las desventajas de tipo económico se pueden citar, como ya se ha señalado, la existencia de una tendencia a la inestabilidad así como la presencia de fallos de mercado, consecuencias en ambos casos y en último extremo, del modo descentralizado de toma de decisiones, y también la despreocupación por las cuestiones de equidad en la distribución de la renta. Por otro lado, la exaltación del individualismo y la persecución de los propios intereses egoístas como modo de comportamiento más adecuado en persecución de la eficiencia redunda en los llamados problemas de la acción colectiva: las dificultades que afrontan los individuos para actuar de modo colectivo en defensa del tejido social o comunitario, las redes de sociabilidad y sus soportes materiales o ecológicos. Ello se traduce en que la capacidad de generar riquezas por parte de las economías de mercado en forma de bienes y servicios privados y públicos va asociada con las dificultades en el mantenimiento de aquello que no es ni privado ni público (en el sentido de estatal),
sino social o
comunitario, pues ni los individuos egoístas que conforman el mercado dedicaría a esa tarea los recursos
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necesarios ni hay modo compulsivo que les obligue a hacerlo. La consecuencia de esa dejadez acerca de lo comunitario se plasma en la pérdida de sociabilidad, lo que dificulta que el crecimiento de la renta se traduzcan en crecimiento del bienestar subjetivamente definido (véase economía de la felicidad) así como en la necesidad de dedicar cada vez una proporción mayor de los recursos a bienes defensivos de carácter público o privado que sustituyan en la medida de lo posible lo que antes resultaba socialmente “producido”.
economía sumergida
por economía sumergida se hace referencia a aquellas actividades económicas,
normalmente limitadas a la producción para el mercado, (esto es, excluyendo las actividades de subsistencia y la producción extramercado), que no se recogen en las estimaciones de la actividad económica de un país. Son, por lo tanto, actividades opacas para los servicios de estadística. Las implicaciones de la existencia de economía sumergida son múltiples e importantes, ya que en los países donde ésta sea significativa, las estadísticas disponibles infravalorarán el PIB y los niveles de empleo y sobrevalorarán el nivel de precios y, probablemente, la inflación, ya que se puede esperar que en el sector sumergido de la economía los precios sean inferiores (al menos siempre que prime el libre mercado, ya que en caso contrario, o sea en situación de mercado negro, los precios serán mucho mayores). Las motivaciones que explican la existencia de economía sumergida son tan variadas como distintas son las actividades que se desarrollan en su ámbito. Así, por un lado, estarían todas aquellas actividades de mercado ilegales y perseguibles penalmente, como el proxenetismo o el tráfico de drogas. Por otro, aquellas actividades legales, pero sumergidas con la finalidad de evitar el acatamiento de las leyes fiscales, laborales o medioambientales. Por último, hay toda una serie de actividades de comercio o realización de servicios de menudeo, perfectamente legales, cuya no contabilización responde a la marginalidad de las mismas. La propia característica de opacidad estadística de las actividades de la economía sumergida hace que sea difícil contar con estimaciones fiables de su dimensión. De hecho las estimaciones disponibles varían, según los países, los autores y los métodos utilizados, entre unos pocos puntos del PIB hasta más del 20 %, un rango tan amplio que prácticamente las hacen inservibles. economías de aglomeración ahorro de costes derivado de la concentración de la actividad económica en espacios geográficos próximos. Junto con otras consideraciones de tipo urbanístico y medioambiental, la existencia de economías de aglomeración explicaría la existencia de los polígonos industriales, parques tecnológicos y la concentración de la actividad económica en áreas específicas de la geografía de un país. De hecho, las economías de aglomeración actúan como las economías de escala, si bien en este caso la escala relevante no es la de la cada planta productiva, sino la de la suma de las plantas que comparten una misma localización. economías de escala existen economías de escala cuando el coste medio de producir determinado bien o servicio disminuye con el tamaño de la empresa que lo produce. Esto es, cuando producir el doble cuesta menos del doble. La existencia de economías de escala es una de las variables, aunque no la única, que explica la aparición de las grandes empresas y el aumento de la concentración de muchos mercados experimentado durante el siglo XX. En el caso de que los costes aumenten al mismo ritmo que la escala productiva, esto es que el tamaño de la planta, se habla de economías constantes de escala, mientras que si los costes aumentan a
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un ritmo mayor que la escala productiva existen deseconomías de escala. Las razones de la existencia de las economías (y deseconomías) de escala se pueden agrupar en dos grandes epígrafes. Por un lado, están las llamadas economías (deseconomías) internas de escala que aparecen cuando los costes unitarios de la empresa decrecen (crecen) con la producción sin que ni varíen los precios de los factores ni sufran alteración las condiciones técnicas de producción. La existencia de economías (deseconomías) internas de escala depende fundamentalmente de la presencia de rendimientos crecientes (decrecientes) a escala en la función de producción, si bien otros procesos como los asociados a la mejora en la eficacia debida al aprendizaje asociado a la producción repetida o a las largas tiradas (véase curva de aprendizaje) también son fuente de economías internas para las empresas.
La presencia de economías internas a escala en una actividad
productiva aboca a que ese sector se convierta en un monopolio natural. Por otro lado, se habla de economías (deseconomías) externas a escala cuando la caída (crecimiento) de los costes medios al aumentar la empresa su producción se debe a la disminución (aumento) del precio de los factores necesarios para expandir el producto –y se habla entonces de economías (deseconomías) externas pecuniarias-; o bien, al aumento (caída) de la eficiencia tecnológica con la que se realiza la empresa el proceso de producción –y se habla entonces de economías (deseconomías) externas tecnológicas-. Un ejemplo de deseconomías externas tecnológicas lo sería el aumento en los costes unitarios de producción de cada una de las empresas pesqueras conforme aumentan todas ellas las extracciones, agotando progresivamente los caladeros, lo que lleva a que lleve más tiempo el pescar lo mismo que antes; un ejemplo de economías externas tecnológicas lo son las debidas a las economías de aglomeración que permiten, por ejemplo, a cada empresa disponer de una bolsa de trabajadores cualificados como fruto del incremento agregado de su actividad. A diferencia de lo que sucede con las economías internas, la estructura de un sector puede ser competitiva aún en presencia de economías externas a escala. La existencia de este tipo de economías justificaría que la curva de oferta del sector fuese a largo plazo decreciente. De modo similar, se tiene que una industria competitiva con deseconomías externas ya sean pecuniarias o tecnológicas tendría una curva de oferta a largo plazo creciente. economías de gama se dice que hay economías de gama (o de alcance), cuando producir dos o más bienes de forma conjunta cuesta menos que producirlos por separado. La existencia e intensidad de las economías de gama, EG, se pueden medir mediante el siguiente índice: EG =⎨ C(q1, 0) + C(0,q2) - C(q1,q2)⎬/ C(q1, q2) Donde C(q1, 0) y C(0,q2) es el coste de producir el bien 1 y 2 de forma separada y C(q1, q2) el coste de producirlos conjuntamente. Cuando cueste menos producir los bienes conjuntamente que por separado, el numerador será positivo, y por lo tanto EG será mayor que cero, en cuyo caso se dice que existen economías de gama, cuando el coste de producir los bienes de forma conjunta sea mayor, el numerador, al igual que el índice EG será negativo, en cuyo caso se dice que hay deseconomías de gama. Las economías de gama serán tanto más intensas cuanto más se aproxime EG a la unidad. economías de red se dice que hay economías de red cuando la utilidad que obtiene un agente económico del uso o consumo de un bien se ve incrementada con el consumo que del mismo bien hacen otros. Así, por ejemplo, la utilidad de un programa informático de tratamiento de texto depende, en gran parte, de cuanta
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gente utilice dicho programa, ya que cuantos más usuarios tenga, mayor será el número de personas que podrán leer en su ordenador lo que se escribe con dicho programa. Uno de los ejemplos habituales de economías de red es el que se conoce como la economía de “qwerty”, “palabra” ésta formada por las seis primeras teclas de la fila superior del teclado habitual de una máquina de escribir. Según se cuenta, esa disposición de las teclas no obedece a ninguna razón ergonómica, sino a la necesidad de limitar la velocidad de pulsaciones para evitar que se atascaran las teclas en las primitivas máquinas mecánicas por parte de usuarios angloparlantes. Obviamente, tras la aparición de las máquinas eléctricas primero, y los ordenadores después, tal razón habría dejado de existir. Sin embargo, pese a la facilidad de modificar el diseño del teclado que permite la tecnología informática, es escaso el número de usuarios que lo hace ya que ello exigiría aprender o acostumbrarse a un nuevo teclado de escritura. Circunstancias semejantes parece que se han dado con otras tecnologías como las que han acabado privilegiando al sistema VHS de video frente al beta o al sistema operativo Windows de Microsoft frente al de Apple. Pero no hay que irse a las nuevas tecnologías para hablar de economías de red, de la dependencia de las decisiones anteriores (“path-dependence”) y del enganche o bloqueo (“lock-in”) de un sistema o proceso en una tecnología pese a que existan alternativas más eficaces. Los conductores británicos han descubierto desde la inauguración del Túnel del Canal de la Mancha cómo lo que era una economía de red dentro de las Islas Británicas se ha convertido en una deseconomía ahora que pueden viajar a bajo coste a la Europa continental. No todos los “enganches, “bloqueos” o “locks-in” se deben a la existencia de economías de red. Existen, a este respecto, dos tipos de enganche. Para el primer tipo, el enganche en un producto (o en una técnica) surge debido a que el cambio a uno nuevo más eficaz supone incurrir en unos costes, además del precio de compra, como son los costes de aprender a usarlo o las dificultades de usarlo conjuntamente con otros productos o técnicas que ya se tienen. A este tipo de enganche se le llama autoincompatibilidad o enganche débil, y es extremadamente común. Obsérvese que si los productos que son técnicamente mejores son rechazados por su autoincompatibilidad, ello no es ineficiente. Lo que sería ineficiente es hacer el cambio, incurriendo en todos los costes a menos que la mejora conseguida fuese lo suficientemente grande como para justificarlo. Frente a este tipo, está lo que se conoce como “enganche fuerte” que sí se debe a la existencia de economías de red y donde el nuevo producto es incompatible con las elecciones de los demás consumidores. La incompatibilidad sería aquí de tipo externo e implica que los consumidores no cambiarán al nuevo y superior producto a menos que también lo hagan otros muchos. La presencia de “enganches fuertes” refleja, pues, un fallo de coordinación, causa pérdidas económicas y concede ventajas a quienes sean los primeros en establecer el patrón en un sector. En efecto, la existencia de economías de red en un sector acentúa la importancia de la posición relativa inicial de cara al éxito pues en presencia de este tipo de economías una pequeña ventaja competitiva inicial se magnifica no linealmente en el curso del tiempo. Hecho que favorece la puesta en marcha de estrategias empresariales con el objetivo de asentar esa ventaja relativa y que se pueden agrupar bajo el denominador común de buscar ser el primero en moverse (lanzar un producto, gastar más en publicidad, etc.) Pese a los ejemplos mencionados previamente, se ha puesto en duda la importancia de los “enganches fuertes”. Así se ha discutido la supuesta superioridad de teclados alternativos al qwerty o del sistema Beta sobre el VHS. Por otro lado, hay larga experiencia de cambios a nuevas tecnologías pese a obstáculos de
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economías de red: coches, teléfonos, máquinas de fax, etc. Finalmente, es un error suponer que en presencia de enganches fuertes, los consumidores y los productores no buscarán medios para sortear el problema. Por el lado de la demanda, los consumidores pueden agruparse y coordinar sus decisiones, y por el lado de la oferta, los productores pueden promover estrategias (vender inicialmente a precios por debajo de los costes, publicidad, asumir los gastos de compatibilidad de los consumidores, etc.) con vistas a generar la masa crítica necesaria para que las economías de red a favor del nuevo producto aparezcan y se asienten.
ecuación cuantitativa
tautología que recoge la necesaria relación existente entre la cantidad de dinero en
circulación, la velocidad a la que lo hace y el valor de las transacciones que se realizan en una economía en un cierto periodo de tiempo. Para hacer cualquier transacción se requiere dinero, por lo que hay una relación clara entre el volumen de transacciones y la cantidad de dinero necesaria para llevarlas a cabo. Ahora bien, como una misma unidad monetaria se puede utilizar en muchas transacciones, ello significa que la cantidad de dinero siempre será inferior al volumen de transacciones dependiendo la diferencia de la rapidez con la que cada unidad monetaria cambia de manos para efectuar transacciones, es decir, de la velocidad de circulación del dinero. Si llamamos PT, al precio medio de cada transacción, T al conjunto de transacciones, M a la cantidad de dinero, y V a su velocidad de circulación, tenemos que: M V ≡ PT Dado que el valor de las transacciones se puede aproximar por la cifra de valor de la producción, la fórmula puede rescribirse como: MV ≡PQ Donde P sería el índice de precios y Q el valor de la producción en términos reales, o sea, que PQ sería aproximadamente el valor nominal del PIB. Si, por ejemplo, el PIB nominal en un año fuese de 3,600 billones de euros y la cantidad de dinero en circulación fuese 0,6 billones de euros, V, la velocidad-renta de circulación del euro sería de 6. Ello significa que cada euro cambia de mano en promedio 6 veces al cabo del año, o que en un día cualquiera la gente ha tenido en sus manos dinero en una cantidad equivalente al valor de dos meses del PIB anual. Esta tautología se convierte en una ecuación y en toda una teoría, la Teoría Cuantitativa del Dinero, base de la corriente económica monetarista, cuando se suponen ciertas relaciones de causalidad entre las variables y ciertos valores de las mismas. Concretamente, a partir de la relación anterior se puede deducir que si se produce un aumento de la cantidad de dinero en una determinada proporción y no aumenta la producción, Q, porque no se cree que la demanda efectiva dependa de la cantidad de dinero, ni se reduce el número de veces que se utiliza cada unidad monetaria en un periodo de tiempo dado, V, porque se piensa que ese valor es un parámetro institucional, entonces aumentarán los precios en la misma proporción que aumenta la cantidad de dinero. En definitiva, cuanto más dinero haya para comprar un volumen dado de bienes o servicios menor valor tendrá éste y por lo tanto más habrá que pagar por la misma cesta de la compra. Esta versión simplista de la Teoría Cuantitativa supone que el dinero se demanda y se utiliza fundamentalmente como medio de cambio. No tiene por tanto en cuenta que 1) el dinero se demanda no sólo como medio de cambio sino como activo o medio de mantener la riqueza, y 2) que su velocidad de circulación
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puede variar. Tanto la corriente económica keynesiana como la monetarista han tomado en cuenta estas dos circunstancias, llegando sin embargo a interpretaciones diferentes respecto a los medios (o mecanismos de transmisión) y capacidad de la política monetaria para afectar a la demanda agregada. Los monetaristas mantienen la vigencia última de la Teoría Cuantitativa señalando que la relación entre la cantidad de dinero y el gasto final es simple e inmediata pues la velocidad de circulación del dinero es muy constante de forma que si los agentes económicos se encuentran con una cantidad de dinero mayor que la que desean, utilizarán el dinero excedente gastándolo ya sea demandando más bienes de consumo y/o de inversión. Para los keynesianos, el mecanismo de transmisión de la política monetaria es más tortuoso, requiriendo del cumplimiento de dos fases sucesivas. Primero, hay que señalar que el “exceso” de dinero líquido no se dirige directamente al gasto sino que los agentes lo llevan a los mercados financieros para comprar activos, si no hay trampa de liquidez, ello haría que los precios de los activos subieran o lo que es lo mismo que cayeran los tipos de interés. Segundo, la caída en los tipos de interés ha de hacer que aumente el gasto agregado en consumo y en inversión. Dado que tanto el consumo, como sobretodo la inversión, dependen de otras variables, para los keynesianos dista de estar garantizado que el mero descenso en los tipos de interés, si se produce, estimule la demanda agregada. En todo caso, la relación entre cantidad de dinero en circulación, gasto agregado e inflación, capturada por la ecuación cuantitativa, está detrás del papel otorgado a la existencia de Bancos Centrales independientes del poder político como garantes de la estabilidad de precios. efecto dotación por este efecto se entiende el caso en que los individuos valoran más un objeto una vez que ya es suyo. Es decir, que la posesión altera la valoración. ¿Cambiaría uno su casa o su coche por su valor monetario? En términos técnicos la presencia del efecto dotación se plasma en que los individuos tendrían una menor disponibilidad a pagar por adquirir una unidad adicional de un bien que la cantidad que estarían dispuestos a aceptar a cambio de renunciar a la misma. Su existencia pondría, pues, en cuestión la noción de curva de indiferencia que subyace al modelo de elección racional, pues a lo largo de una curva de indiferencia es igual la cantidad que un individuo estaría dispuesto a pagar por una unidad adicional de un bien que la cantidad que habría que darle para compensarle si se le exigiese renunciar a ella. El efecto se justificaría a partir de la existencia de una aversión a las pérdidas en el marco de la función asimétrica de valor que valora de modo diferencial las pérdidas sobre las ganancias a partir de una situación dada, es decir, de las propiedades que se tienen. Caso de que el efecto dotación fuese una característica habitual en el comportamiento de los agentes ello significaría que algunas de las conclusiones del análisis económico no serían aceptables. Por ejemplo, con arreglo al Teorema de Coase las asignaciones iniciales de derechos de propiedad entre los agentes no cuentan a la hora del resultado final en la medida que estos puedan negociar libremente y a bajo coste los efectos externos que hubiese, de modo que, por ejemplo, en el caso de que un agente contamine a otro, el primero pueda si le interesa comprarle al otro el derecho a usar su propiedad como vertedero al precio de mercado, pero si hay efectos dotación las asignaciones iniciales de derechos de propiedad tienen valores distintos para los que los que los disfrutan que para aquellos que pretenden adquirirlos a su precio de mercado con lo que las negociaciones no se llevarían a cabo en la medida deseada.
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efecto expulsión
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la política fiscal expansiva de aumento de gasto público o reducción de impuestos, al
generar un aumento de la producción provocará también un aumento de la demanda de dinero. Si esta política no va acompañada por aumentos de la oferta monetaria, se producirá una falta de liquidez, que se resolverá con una subida del tipo de interés. En la medida en que la inversión dependa del tipo de interés puede ocurrir, por lo tanto, que paralelamente al aumento de la renta derivado de la política fiscal se produzca una caída de la inversión. Este efecto, denominado efecto expulsión (o crowding out), en la medida en que el aumento del gasto público “expulsaría” a la inversión privada de la actividad económica, fue una de las principales críticas que desde la economía neoclásica se hizo en las décadas de 1960 y 1970 a la política fiscal. La existencia del efecto expulsión, y su intensidad, dependerá de los siguientes factores: (1) la política fiscal expansiva no debe ir acompañada de una política monetaria expansiva, ya que de ser así el aumento de la oferta monetaria compensaría el aumento de demanda de dinero sin que aparecieran los problemas de liquidez que dan lugar al aumento del tipo de interés, (2) el tamaño del aumento del tipo de interés necesario para establecer la liquidez en el sector monetario de la economía –esto es, para resolver el problema de liquidez generado por la política fiscal (véase IS-LM), (3) la inversión debe depender del tipo de interés con mayor intensidad que de otros factores, como las expectativas de demanda futura, ya que de no ser así, el aumento de la demanda efectiva derivado de la política fiscal podría muy bien generar un aumento de la inversión (un efecto crowding in, o inclusión) que compensara o incluso superara el efecto negativo sobre ésta del aumento del tipo de interés. Por último, y desde otro enfoque, habría que señalar que de existir, cosa que no parece respaldar la evidencia empírica, el efecto expulsión se produciría no sólo asociado a la política fiscal expansiva, sino en cualquier otra situación en la que se produjera un aumento de la demanda efectiva (por aumentar las exportaciones, por aumentar el consumo autónomo, etc.) sin que aumentara paralelamente en la cantidad necesaria la oferta monetaria. efecto externo véase externalidad efecto renta los efectos de un aumento del precio sobre la cantidad demandada de un bien son de dos tipos. Por un lado, el aumento del precio provoca un efecto similar a una reducción del nivel de renta del comprador, pues su dinero ahora le sirve para menos. Pues bien, el efecto renta, ER, mide el impacto que tiene esa reducción aparente de la renta del sujeto debida al ascenso del precio sobre la cantidad demandada. En caso de una disminución del precio, el efecto renta sería el opuesto, pues la caída en el precio haría como si la renta del comprador fuese mayor. El efecto renta de la variación del precio de un bien normal será, pues, de signo negativo (caída en el precio => aumento en la renta aparente => aumento en la cantidad demandada), en tanto que el ER para un bien inferior será de signo positivo. Pero hay otro efecto asociado a los cambios en el precio de un bien. Así, al aumentar el precio se encarece relativamente respecto a los demás, con lo el comprador tratará en la medida de lo posible (en el grado en que ese bien tenga sustitutivos cercanos) de reducir la cantidad demandada del mismo, proceso conocido como efecto sustitución, ES. Por supuesto, si el bien bajase de precio, el abaratamiento relativo que ello supone llevaría a comprar más del mismo disminuyendo las compras de los demás. El efecto sustitución siempre es no positivo, es decir, que una variación del precio de un bien lleva, por ES, a una variación de signo
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contrario de la cantidad demandada. El efecto total, o efecto precio sobre la cantidad demandada dependerá del signo e intensidad de ambos efectos, y será, de ordinario, también negativo: ↓ Cantidad demandada (bien normal) (ER): ↓ Renta ↑P
- (I) ↑Cantidad demandada (bien inferior)
(ES): ↓ Cantidad demandada
(I)
(II)
Si el efecto renta y el efecto sustitución tienen el mismo signo (negativo), el resultado del aumento del precio es una caída de la cantidad demandada.
(II)
Si el efecto renta es positivo, el impacto final sobre la demanda dependerá de la intensidad relativa de cada efecto. Si el efecto renta es mayor que el efecto sustitución en valor absoluto, la cantidad demandada aumentará con el precio, estaríamos así en presencia de un Bien Giffen, mientras que si el efecto sustitución es más intenso, la cantidad demandada caerá al aumentar el precio, aunque con menor intensidad que en el caso (I). En este supuesto estaríamos en presencia de un bien inferior.
efecto riqueza por efecto riqueza se entiende el impacto que la acumulación de riqueza, o los cambios en el valor de ésta, pueden tener sobre el consumo de los individuos. En el caso de existir efecto riqueza, también denominado efecto Pigou o efecto “saldos reales”, el cambio en el valor del patrimonio de un individuo, por ejemplo como resultado de un aumento del valor en Bolsa de las acciones que posee o por aumento en su valor como consecuencia de una caída en los precios nominales de los bienes (véase deflación), repercutiría positivamente en su nivel de consumo dado que el aumento que ha experimentado el valor de su riqueza le permitiría disminuir su ahorro en el presente pues, a fin de cuentas, si ahorraba era para acumular riqueza y constituir un patrimonio para el futuro. Desde una perspectiva macroeconómica la importancia del efecto riqueza en un contexto de flexibilidad de precios y salarios como medio para salir de una recesión fue recalcada por Alfred C. Pigou (1877-1959). Si la recesión se traduce en deflación, el valor real de la riqueza externa de la comunidad aumentaría puesto al caer los precios crecería paralelamente el poder de compra del stock de dinero en manos de público (o sea la base monetaria) y –posiblemente también- el de los bonos u obligaciones del estado que generan interés. El aumento del valor real de la riqueza externa estimularía a su vez el crecimiento del consumo y la inversión, el output y el empleo (véase adicionalmente deflación de deuda) . efecto sustitución véase efecto renta eficiencia
la cuestión de la eficiencia, es decir, el cómo extraer el máximo partido a los escasos bienes y
recursos de que dispone una sociedad en cada momento del tiempo se puede subdividir en un triple problema que toda sociedad ha de resolver simultáneamente. En primer lugar está el problema de la eficiencia
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asignativa, o sea, la decisión de qué hacer, cómo hacerlo y cómo repartir lo hecho entre los diferentes individuos que componen una sociedad. En segundo lugar, está el problema de la eficiencia informacional (véase información, economía de la), que se refiere a la cuestión de cómo comunicar a los distintos agentes qué es lo que tienen que hacer para que se consiga la eficiencia asignativa. En tercer lugar, está el problema de la eficiencia motivacional (véase eficiencia-X, incentivos), la cuestión de cómo incentivar a los agentes a que hagan lo que se les ha dicho que tienen que hacer. eficiencia asignativa la eficiencia en la asignación de recursos consiste en la aplicación del llamado criterio de eficiencia paretiana (véase optimalidad paretiana) según el cual se habría alcanzado una situación eficiente si fuera imposible mejorar la posición económica de ningún individuo o aumentar el nivel de producción de cualquier bien sin que ello no implicara un deterioro en la posición de algún o algunos individuos o una caída en los niveles de producción de algún o algunos otros bienes y servicios. La eficiencia asignativa consiste en aplicar este criterio tanto a las decisiones de reparto entre los distintos individuos de los bienes de consumo producidos, como a las de reparto de los recursos productivos entre las distintas líneas de producción y, por último, a qué bienes producir. La primera cuestión se ocupa de las condiciones de eficiencia en la distribución de los bienes de consumo entre los distintos individuos. Esas condiciones establecen que todos los individuos han de valorara cada uno de los bienes de igual manera, es decir, que se cumplirán cuando cualquier individuo valore una unidad adicional o marginal de cada bien de modo igual. Por valor de un bien en términos de otro (que puede ser el dinero) ha de entenderse la cantidad máxima de unidades del otro bien (o de dinero) a las que un individuo está dispuesto a renunciar a cambio de disponer de una unidad adicional del mismo: es decir, para un individuo el valor económico de un bien en términos de otro es su relación marginal de sustitución. El valor de un bien puede variar para cada individuo en función de sus gustos y de la dotación del mismo que tengan. Pues bien, es fácil constatar que si esas valoraciones divergen no se habría alcanzado la eficiencia asignativa en el consumo. Supongamos que un individuo A valora (una unidad adicional del) bien X en 2 unidades del bien Y (es decir, que a cambio de una unidad más de X está dispuesto a renunciar a 2 unidades de Y), en tanto que otro individuo B valora al bien X en 4 unidades del bien Y. La situación no sería eficiente pues redistribuyendo las dotaciones de X e y entre A y B o bien uno o el otro o ambos acaban ganando. En efecto, a cambio de una unidad adicional de X, B estaría dispuesto a renunciar a 4 de Y, por lo que si le damos esa una unidad de X a cambio de sólo 3 unidades de Y, obviamente estará mejor. Démosle esa unidad quitándosela al individuo A. Ahora bien, para que A no se viese perjudicado por ello habría que haberle dado 2 unidades de Y, pero sucede que le podemos dar hasta 3, pues esas son las unidades de las que B se ha desprendido a cambio de la unidad adicional de X, por lo que como resultado de la reasignación de bienes ambos individuos (en este caso) están mejor. Al variar las dotaciones de bienes de cada individuo variarán también los valores que les den a los distintos bienes (habitualmente en el sentido de que conforme más unidades de un bien se tenga, menos serán valoradas unidades adicionales del mismo), de modo que tras la reasignación habría que volver a observar si esas valoraciones son iguales para todos los individuos. Caso de que no lo sean, ello es una señal de que se puede proceder a ulteriores reasignaciones eficientes desde un punto de vista paretiano. Cuando se alcanzase una situación en la que todos los individuos valorasen de la misma manera a todos los bienes, se habría
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alcanzado la eficiencia paretiana en el consumo, pues cualquier reasignación de los bienes entre los distintos individuos sería ineficiente en el sentido de que llevaría a que alguno o algunos de ellos empeorasen. Dos cuestiones merecen ser aquí recalcadas. En primer lugar, dado que la valoración que hace un individuo de cada uno de los bienes depende de la cantidad que tenga del mismo, el resultado final, o sea, la asignación eficiente depende de la asignación inicial de dotaciones de los bienes de la que se partió, es decir, la eficiencia depende de la distribución inicial. Alcanzada la asignación eficiente, en ella, todos los individuos valoran exactamente igual una unidad adicional de cualquier bien, sean ricos o pobres. Pero ello no significa, obviamente, que todos estén igual de bien en términos de bienestar, utilidad, satisfacción o riqueza. En segundo lugar, hay que incidir en que llegado a una asignación eficiente
las reasignaciones ulteriores
ineficientes no podrían ser sino forzadas, pues nadie voluntariamente aceptaría un cambio no compensado en sus dotaciones de algún bien. Las condiciones de eficiencia asignativa en la distribución de los bienes de consumo son generales, es decir, independientes del tipo de economía que se esté considerando. Una economía de mercado competitiva las satisface en la medida que para cada bien existe un único precio al que todos los consumidores pueden adquirirlo en el mercado. Cada individuo, dependiendo de sus gustos y nivel de renta, compra, persiguiendo su propio interés, una cantidad tal de unidades de cada bien que cumpla la condición de que la última unidad de cada uno de los bienes la valora en la misma medida que el dinero del que se tiene que desprender para adquirirla. Por consiguiente, para todos y cada uno de los individuos, el valor de cada bien (la relación marginal de sustitución entre el bien y el dinero) es igual a su precio de mercado. Cualquier reasignación de los bienes (obligando a que alguien adquiera más o menos de lo que desea) sería un alejamiento de las condiciones de eficiencia. Dicho con otras palabras, persiguiendo su propio interés cada consumidor en el mercado alcanza la mejor posición posible. Y si ello le pasa a cada individuo, lo mismo puede decirse para el conjunto de todos ellos, y concluir que en el mercado se maximiza el bienestar o satisfacción colectiva de los individuos como consumidores. Ahora bien, hay que recalcar que esa maximización del bienestar colectivo depende de los niveles de distribución de la renta iniciales. Una redistribución de la renta llevaría a otra definición de cuáles serían las asignaciones eficientes de bienes entre los distintos individuos. La eficiencia en el consumo, es decir, la distribución de bienes entre los consumidores que maximiza su bienestar no es un resultado inalterable sino que depende de la distribución inicial de renta. En consecuencia, la maximización del bienestar colectivo en el mercado exige de una decisión previa respecto a cuál es la distribución inicial de la renta. Por otro lado, en una economía de mercado no se satisfacerán automáticamente las condiciones de eficiencia en el consumo en presencia de discriminación de precios pues diferentes individuos valorarían un mismo bien de distinta manera, y tampoco en presencia de externalidades “técnicas” como la educación, la higiene personal o el uso del tabaco. Las condiciones de eficiencia a la hora de decidir de qué manera se han de repartir los factores de producción entre las distintas actividades de producción de bienes y servicios se derivan de la aplicación del mismo principio paretiano. Se habrá alcanzado la eficiencia asignativa de los factores de producción entre sus diversas utilizaciones productivas cuando no se pueda proceder a ninguna reorganización de los mismos entre las diferentes actividades productivas que no venga acompañada de la disminución en la producción de uno o
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más bienes o servicios. De nuevo un ejemplo servirá para clarificar esta condición. Supongamos que en la producción de un bien X se está utilizando una técnica tal que es factible sustituir 1 unidad del factor trabajo (L) por 2 unidades del factor capital (K) sin que se altere el nivel de producción (es decir, que la relación marginal de sustitución técnica de trabajo por capital es 2, véase función isocuanta); en tanto que en la producción del bien Y se utiliza una técnica que permite sustituir 1 unidad de L por 4 de K sin que mengüe el nivel de Y. Con esta información ya se sabría que se están utilizando ineficientemente las escasas dotaciones de L y de K pues es fácil reorganizar la producción e incrementar, sin utilizar más inputs, los niveles de producción de X o de Y o de ambos. En efecto, si se desplaza una unidad de L de la producción de X a la de Y a la vez que se desplazan 2 unidades de K de la producción de Y a la de X, los niveles de producción de X e Y no habrían variado a la vez que se dispondrían de 2 unidades extra de L que se pueden utilizar para producir más X y/o más Y. En presencia de rendimientos marginales decrecientes, conforme se utilice más de un factor en una actividad productiva su productividad marginal se va reduciendo, haciendo más difícil el proceso de sustitución de ese factor por cualquier otro (por ejemplo, y por seguir con el caso anterior, tras la reorganización, ahora en la producción de Y una unidad de L ya no podría sustituir a 4 unidades de K sino a una cantidad inferior). De igual manera, cuantas menos unidades de un factor se usen en una actividad productiva, la productividad marginal de ese factor será más elevada, de nuevo haciendo más difícil sustituir ese factor por otro (en el ejemplo anterior, tras la reorganización en la producción de X, sustituir 1 unidad de L exigiría más de 2 unidades de K). Esas crecientes dificultades para la sustitución entre factores acabarían en una situación eficiente que se caracterizaría porque una unidad marginal o adicional de un determinado factor sustituiría a la misma cantidad de unidades de cualquier otro factor en todos y cada uno de los procesos productivos. Formalmente, ello equivale a decir que la relación marginal de sustitución técnica entre cada par de factores es la misma en cualquier proceso productivo. Si los precios de los factores son los mismos para todas las empresas, una economía de mercado competitiva satisface las condiciones de eficiencia asignativa en la producción o eficiencia productiva pues, dado el objetivo de maximizar beneficios, cada empresa contrata o compra unidades de factor hasta el punto en que su precio sea igual al valor de su productividad marginal. Ello se traduce en que en todas las empresas, el valor de la productividad marginal de cualquier factor es el mismo, y correspondientemente lo es también el cociente entre esos valores de las productividades marginales de los factores, o sea, las relaciones marginales de sustitución técnica entre factores. No se satisfará esta condición de eficiencia productiva si hay discriminación de precios y diferentes empresas pagan distintos precios por los factores que emplean, o si existen rendimientos marginales crecientes en alguna actividad productiva o si hay efectos externos tecnológicos en algunas actividades productivas. La última de las condiciones de la eficiencia asignativa se refiere a la decisión relativa a qué bienes producir y en qué cuantía. Producir una unidad más de un bien cualquiera (por ejemplo, el X), en un contexto de escasez de recursos, tiene un coste de oportunidad que viene dado por la obligada reducción en el volumen de otro u otros bienes a la que habría que hacer frente (por ejemplo, en el Y). El criterio de eficiencia paretiano nos recomendaría que se produjese esa unidad adicional de X siempre que el coste marginal en términos de Y fuese menor que el valor social que para los individuos tiene esa unidad adicional de X en términos del consumo de Y que se pierde. Se alcanzaría la eficiencia asignativa en la combinación de bienes producida, es
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decir se produciría la cantidad eficiente de bienes, cuando para cada uno sucediese que el valor que los individuos le dan a una adicional de cualquiera de ellos fuese igual al coste de hacerla, es decir, a su coste marginal. Ahora bien, el problema reside en que el valor de un bien para los consumidores depende por lo general de la distribución inicial de las dotaciones de bienes, por lo que el valor de la unidad adicional de X no estará definido unívocamente sino que dependerá de la importancia que para la sociedad tenga cada individuo según se plasme en la distribución inicial de bienes. Ello significa que para satisfacer las condiciones de eficiencia asignativa es necesario la existencia de una función de bienestar social o, en su ausencia, de algún criterio que pondere la importancia que para la sociedad tienen los distintos individuos. En suma, el valor que tenga una unidad del bien X para la sociedad dependerá de cuánto estén los individuos dispuestos a renunciar de bien Y a cambio, lo cual a su vez depende de cómo se han repartido las dotaciones de bienes y recursos o lo que es lo mismo del peso que a cada individuo se le da a la hora de determinar qué bienes y servicios y en qué cuantía ha de producir la economía, lo cual a su vez depende de criterios extraeconómicos acerca del “valor” social de cada individuo. Una economía de mercado competitiva (es decir, de competencia perfecta sin externalidades) “satisface” también esta última condición para la eficiencia asignativa sin requerir de la formulación de ninguna función de bienestar social sólo si se da por válida la distribución inicial de recursos entre sus miembros (la distribución de capital, trabajo, recursos naturales, inteligencia, etc.), es decir, si se acepta sin cuestionar la distribución inicial de derechos de propiedad o de riqueza. Dados unos precios de los factores, esta distribución inicial de riqueza determina los niveles de renta de cada individuo y, en consecuencia, la capacidad de obtención de utilidad y de demanda de cada uno de ellos, es decir, el poder de orientar la capacidad productiva de la economía en la dirección que más se acomode a sus gustos. Este resultado se conoce como Primer Teorema de la Economía del Bienestar, y viene a decir en síntesis que dada una distribución inicial de las dotaciones de recursos escasos, una economía de mercado de competencia perfecta satisface las condiciones de eficiencia asignativa y maximiza por ello el bienestar social. Alterar esa distribución final es ineficiente en el sentido de que algunos ganan y otros pierden por ello. Ahora bien, una distribución inicial diferente de las dotaciones de recursos llevaría a una distribución la riqueza final distinta así como a una distinta combinación de bienes y servicios producidos, y aun reparto diferente de la utilidad o el bienestar. Dado que caben infinitas distribuciones iniciales de recursos, existen infinitas posibles situaciones finales, cada una eficiente, cada una maximizadora del bienestar social. Decidir cuál de entre ellas sería la más deseable, es, como se ha dicho, una cuestión que no se puede resolver sin acudir a algún tipo de juicio de valor (véase justicia económica) que valide una determinada distribución inicial o final de la riqueza y el proceso que lleva de la primera a la segunda. Ahora bien, si la distribución final de renta o la riqueza existente se estima que no coincide con la deseada, una forma de conseguirlo es procediendo a la redistribución de las dotaciones iniciales de modo que sea el propio funcionamiento de una economía de mercado de competencia perfecta la que consiga alcanzar eficientemente la distribución final deseada. A este resultado se conoce como Segundo Teorema de la Economía del Bienestar, y viene a decir que la distribución final deseada de renta o de bienes y servicios se puede conseguir de modo eficiente redistribuyendo eficientemente las dotaciones iniciales de factores. El problema (véase equidad) es que en la práctica no es nada fácil proceder a esas redistribuciones eficientes.
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Finalmente, ha de señalarse que todas estas condiciones de eficiencia asignativa se han establecido para la provisión o uso de bienes y recursos privados. Si los bienes o los recursos son o tienen componentes característicos de los bienes públicos, las condiciones de eficiencia tendrán que tomar en consideración esta circunstancia. En concreto, la condición de eficiencia en la provisión de un bien público puro establece que puesto que todos los agentes usan la misma cantidad y en la misma medida, su valor será la suma de las valoraciones que le dan los distintos individuos (dependientes, por otro lado de la distribución inicial de la riqueza). La provisión óptima se alcanzaría cuando el volumen del bien público producido fuese tal que el valor de una unidad adicional medida por la suma de lo que todos los individuos estarían dispuestos a pagar por ella en términos de otro bien fuese igual al coste de producir esa unidad adicional. El problema es conseguir que los individuos manifiesten con sinceridad esas valoraciones pues, dado que no se puede excluir a ninguno del disfrute del bien, ninguno tiene incentivos a revelar sinceramente cómo lo valoran pues ello les permitiría ir de “gorrones” (actuar como free-riders, por usar de la jerga usual) disfrutando sin pagar nada a cambio. Ahora bien, si persiguiendo su propio interés todos se comportasen así, el bien público no se produciría. Por ello es que la provisión de los bienes públicos, en ausencia del uso de los llamados mecanismos de revelación de preferencias, recae sobre el sector público quien estima cuáles son las cantidades adecuadas y decide cómo se financian. La consecuencia es que sólo por azar esas cantidades coincidirán con las óptimas (véase votante mediano), aquellas que debieran producirse caso de que se conociesen las preferencias ocultas de los individuos. eficiencia dinámica (schumpeteriana) para Joseph Alois Schumpeter (1883-1950) la eficiencia asignativa estática no sólo era de menor relevancia que el progreso tecnológico a la hora de explicar el éxito de la economía de mercado, sino incluso contraproducente en cierto sentido. La razón de ello estriba en que para Schumpeter una estructura de mercado de competencia perfecta en sentido estricto no estimulaba el progreso técnico que, por el contrario, exige de mercados imperfectamente competitivos como el entorno adecuado y necesario para que los innovadores puedan cumplir su tarea. Un mercado perfectamente competitivo gastará demasiado poco en innovación por dos razones. En primer lugar, las innovaciones son inversiones arriesgadas, por lo que las empresas perfectamente competitivas tenderán a subinvertir, ya que los beneficios de los que disponen son pequeños (los llamados beneficios normales), lo que dificulta la financiación a la vez que hace que pese en mayor grado su aversión al riesgo. En segundo lugar, la inversión en innovaciones será menor que la deseada por la dificultad de capturar las externalidades positivas asociadas a las innovaciones, pues una invención es un beneficio para la sociedad cuyo rendimiento económico no revierte en el innovador a menos que disponga de un mercado protegido (véase patentes). Las empresas oligopolísticas por el contrario, son, por un lado, más grandes que las competitivas por lo disponen junto a mayores recursos para innovar, el interés en hacerlo para defender su poder de mercado y una mayor capacidad para limitar los efectos externos. Por lo tanto, un oligopolio estable puede ser un contexto más favorable para la innovación que una situación de competencia de precios predatoria.
Para Schumpeter, si bien el efecto final de la competencia perfecta puede ser la eficiencia asignativa, la forma que adopta el proceso competitivo se puede describir como de destrucción creativa. Este proceso
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turbulento de cambio que pone en cuestión las posiciones establecidas de las que algunos gozan en los mercados a la vez que hace ascender las de otros, y que normalmente es alabado como ejemplo y símbolo de la flexibilidad y dinamismo de la economía de mercado, también tenía para Schumpeter unos claros aspectos negativos ya que ponía en riesgo los resultados de las innovaciones para sus autores, pues cuánto mayor sea la competencia, mayor será la “tasa” de destrucción creativa y en menor grado gozarán los innovadores del necesario refugio que les facilite la apropiación de los rendimientos de su innovación. eficiencia-X el modelo de comportamiento económico más usado (véase homo oeconomicus) presupone que todos los agentes tratan de maximizar racionalmente sus propios objetivos. Sin embargo, el mundo económico y social real se caracteriza porque los agentes adolecen de información imperfecta y asimétrica. Es decir, no conocen con precisión todos los datos implicados en los intercambios incluyendo no sólo las características de los bienes de consumo y producción sino las motivaciones de los demás agentes. Esta información asimétrica se ve reforzada por la especialización que acompaña a la división del trabajo, por lo que los agentes no sólo carecen de información para actuar sino también de la capacidad de hacerlo en multitud de transacciones que afectan a sus objetivos. Ahora bien, frente a estas carencias de información y capacidad, la respuesta obvia es utilizar agentes intermediarios que actúen en nombre de uno y que dispongan de la información y capacidad adecuadas. De los puntos anteriores se sigue una conclusión: que junto con la ineficiencia asignativa (derivada de que los precios de mercado no sean los correctos) existe otra fuente de ineficiencia, llamada a partir de los trabajo de Harvey Leibenstein (1922-1994) ineficiencia-X , que surge de la ineludible necesidad que todo el mundo tiene de utilizar intermediarios o agentes (véase relación principal-agente) en un mundo crecientemente complejo y que obedece a que estos agentes no buscan como autómatas el cumplimiento de los objetivos de sus principales o contratadores –es decir, la maximización de beneficios o la minimización de los costes-, sino que también persiguen sus propios intereses no coincidentes de modo exacto con los de aquellos, por lo que los costes de las actividades productivas en los que tomen parte serán más elevados de lo que serían si fueran los principales los se encargaran directamente de la gestión. elasticidad (renta, precio, cruzada, de oferta, de demanda) el concepto de elasticidad, profusamente utilizado en el análisis económico, hace referencia a la sensibilidad que una variable dependiente, por ejemplo la demanda, tiene ante los cambios de otra variable de la que depende, por ejemplo el precio, bajo el supuesto de que el resto de las variables de las que depende, por ejemplo, la renta o los gustos, permanecen constantes (supuesto caeteris paribus). De forma más técnica, la elasticidad se define como la variación proporcional (en %) de la variable dependiente ante una variación proporcional (en %) de la independiente. Se puede así hablar de elasticidad de demanda con respecto al precio o elasticidad-precio, que sería el ejemplo anterior, con respecto a la renta o elasticidad-renta, que capturaría el impacto que cambios en la renta tienen sobre la demanda de un bien, de elasticidad cruzada que nos diría cómo reacciona la demanda de un bien ante cambios en el precio de otros bienes, etc. Puede hablarse también de la elasticidad de la oferta, o de la del output respecto a los factores de producción, y, en general, de cualquier variable económica en función de alguna de las variables de la que dependa. La ventaja de usar una medida como la elasticidad es que es adimensional, es decir que es una cifra pura independiente de la forma en que se midan las variables utilizadas en su cálculo. Así
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ya se exprese la cantidad que se demanda en gramos, kilos o toneladas y el precio o la renta en euros o céntimos o pesetas, la elasticidad no variará. Matemáticamente, la elasticidad precio de demanda se define como: Edp = (δX/δP).(P/X) = (δX/ X) / (δP/P) Donde X es la cantidad demandada de un bien y P su precio. De la lectura de la elasticidad-precio de demanda se pueden sacar las siguientes conclusiones: (1) si es negativa, el comportamiento más habitual, significa que al aumentar el precio cae la cantidad demandada, (2) prescindiendo del signo, es decir, si sólo nos fijamos en su valor absoluto, se tiene que cuanto mayor sea el valor de la elasticidad, mayor será también la sensibilidad de la demanda ante cambios en los precios, así, un valor de 2 significa que la cantidad demandada del bien varía, siempre en términos relativos, el doble de lo que lo haya hecho el precio. Cuando el valor en términos absolutos es mayor que 1 se habla de bienes de demanda elástica respecto al precio –muy sensibles a los cambios de precios-, cuando es igual a 1 se habla de bienes de elasticidad unitaria, indicando que la demanda cambia con la misma intensidad que los precios de modo que el nivel de gasto no varía al variar el precio, y, finalmente, cuando es inferior a 1 se habla de bienes de demanda inelástica, esto es, y refleja bienes con muy poca respuesta de la demanda ante cambios en los precios. La elasticidad precio de la demanda varía a lo largo de la curva de demanda pues lo hace la pendiente (excepto en el caso de demanda lineal) así como el cociente (P/X). Por su parte, la elasticidad renta se define como: Edp = (δX / δR).(R / X) = (δX / X) / ( δR / R) donde R es la renta monetaria. En este caso, si es positiva significa que la demanda sigue el mismo camino que la renta, esto es, aumenta cuando aumenta la renta y disminuye cuando disminuye ésta, calificándose a este tipo de bien como bien normal. En caso de que sigan comportamientos divergentes se habla de bien inferior. Por último, la elasticidad- precio cruzada de demanda se define como: EdX,Y = (δ X/ δPY). (PY / X) = (δ X/ X ) / (δPY / PY ) y muestra cómo responde la demanda del bien X frente a cambios en el precio del bien Y. En este caso, cuando el signo es negativo estamos en presencia de un bien complementario de X, ya que al subir el precio de Y se consume menos de X, y cuando el signo es positivo, Y sería un bien sustitutivo. Mayor valor significará mayor complementariedad o sustituibilidad entre los bienes. El mismo ejercicio se puede hacer con la Oferta, pudiéndose hablar de elasticidad precio y elasticidadprecio cruzada de oferta, según se defina la elasticidad con respecto al precio del bien o con respecto al precio de otros bienes. En el caso de la producción, si la función de producción es Y = f (K, L), donde K y L reflejan las cantidades de capital y trabajo utilizados por periodo en la producción del bien Y, la elasticidad de la producción respecto a uno cualquiera de los factores, por ejemplo, L sería:
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EYL = (δY/ Y) / (δL / L) Si el factor trabajo es remunerado de modo que el salario (W) es igual a su productividad marginal (véase distribución), entonces se tiene: EYL = (δY/δL) (L/Y) = W ( /Y) = (W.L) / Y = MS/Y donde MS es la masa salarial. Es decir, que, en este caso, la elasticidad de la producción respecto al empleo mide la participación de los salarios en el producto. De igual manera, si el capital es remunerado por su productividad marginal, la elasticidad de la producción respecto al capital utilizado en la producción mediría la participación de los beneficios normales en la producción. Elección Pública (“Public Choice”) corriente del pensamiento económico de la escuela neoclásica que considera que el comportamiento de los encargados de gestionar el sector público (políticos y burócratas), no se puede analizar al margen de la lógica de comportamiento del homo oeconomicus. Dicho de otra manera, los políticos y los burócratas no serían ni ilustrados “déspotas benevolentes” ni platónicos “reyes filósofos”, sino individuos que persiguen la satisfacción máxima posible de sus propios intereses tanto cuando están en el mercado como cuando actúan dentro del aparato del Estado. Razonar de otra manera sería suponer que los políticos y funcionarios padecerían una suerte de esquizofrenia que les llevaría a comportarse de modo diferente dependiendo de la hora del día y del lugar en que se hallasen. Serían egoístas maximizadores de su propia utilidad en el mercado cuando actuasen como compradores, vendedores y ahorradores, en tanto que serían dedicados altruistas al bien común en su lugar de trabajo. Desde la perspectiva de la Elección Pública la política y todo lo que la rodea sería, por tanto, una actividad económica como otra cualquiera susceptible del mismo tipo de análisis que el comportamiento del consumidor, del productor o del comerciante de bienes y servicios. Y una primera conclusión se sigue de razonar en estos términos: si la conducta egoísta y maximizadora de los individuos es en buena parte responsable de muchos de los fallos del mercado, ese mismo tipo de conducta producirá unas disfunciones e ineficiencias en el sector público que reciben, de modo paralelo, la denominación de fallos del estado. ¿Cuáles serían los fines que perseguirían los políticos y de los burócratas para esta escuela? El comportamiento de los funcionarios burocráticos de rango no político sino técnico, se explicaría en términos de una función objetivo que depende en último término del tamaño del presupuesto que el burócrata gestiona (véase burocracia). Más complicado resulta modelizar el objetivo de los políticos en sentido estricto. Dado que el poder, el prestigio, las oportunidades para obtener riqueza (legal o ilegalmente) pasan en último término por la permanencia en un cargo público político, ello implica -para un político que actúa en un sistema democrático-, que su actividad fundamental tendrá que ir dirigida a la obtención de votos en unas elecciones. En el sistema político, los políticos representarían pues un papel similar al que los empresarios de las empresas privadas representan en la economía de mercado. En tanto que el objetivo del empresario es maximizar los beneficios de la empresa, el objetivo del político sería maximizar las oportunidades de ser reelegido, para ello
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actúan como oferentes de distintos programas políticos en los que se defienden una panoplia de políticas económicas y no económicas, pugnando por ser las más “compradas” en esa suerte de “mercado” político que son unas elecciones. Razonar de este modo conduce a considerar a los votantes de modo análogo a los consumidores en el mercado. En tanto que en los mercados los individuos como consumidores compran bienes y servicios de carácter privado para sí mismos, mediante su participación en unas elecciones, al elegir a unos políticos al cargo de los distintos niveles de gobierno, “comprarían” indirectamente políticas y niveles de provisión de bienes públicos para toda la comunidad. Pero esta comparación entre votantes y consumidores es engañosa. Es un hecho que en todas las elecciones de carácter más o menos general, el voto de cualquier persona tiene una posibilidad ínfima de influir en el resultado. Y también es un hecho que el votar tiene sus costes. En consecuencia, si los votantes se comportasen persiguiendo exclusivamente su propio interés, es decir, como maximizadores de su utilidad particular, como prescribe el modelo de comportamiento de un homo oeconomicus, ninguno se preocuparía en votar en unas elecciones generales. La abstención sería completa. Sin embargo, aunque no sea racional desde un punto de vista instrumental el hacerlo la gente suele ir a votar en un porcentaje relativamente elevado. Y lo hacen incluso en mayor grado en elecciones nacionales que locales, cuando la lógica económica llevaría a predecir lo contrario teniendo en cuenta el efecto estimulante de la votación que debería tener la cercanía de los problemas locales. Suponer que debajo de este comportamiento de los votantes hay razones extraeconómicas (el “gusto” por votar, los gustos estéticos y/o las “razonadas” preferencias por un determinado candidato, la moral pública, etc.) es, claramente, una debilidad de este enfoque económico de la política, pues obligaría a introducir elementos exógenos al análisis. Pese a ello, hay que señalar en apoyo a este enfoque que la participación electoral es raro que sea general, que en muchos países es obligatorio votar y que los individuos participan más en aquellas elecciones más reñidas, todo lo cual es coherente con el supuesto de que es el interés individual lo que influye en la decisión de acudir a las urnas. La falta de simetría entre consumidores y votantes se acentúa adicionalmente si se tiene en cuenta que los votantes invierten mucho menos en información sobre las decisiones políticas de lo que lo hacen en sus decisiones de mercado. A esta falta de información se la suele denominar ignorancia racional. Resulta racional desde el punto de vista individual no estar informado respecto a los asuntos públicos por tres razones. En primer lugar, como resultado de una elección, los elegidos adoptan el papel de agentes de la comunidad encargados de la “compra” de bienes públicos, los votantes en su papel de principales (véase relación principal-agente) pierden interés en controlar su actividad. En segundo lugar, y como ya se ha indicado, cada votante individual siente que su capacidad de influir en los asuntos públicos es mínima, lo contrario que en sus elecciones en el mercado. En tercer lugar, en general es mucho más costoso para un individuo recoger información respecto a los problemas y decisiones de elección pública que respecto a las elecciones en el mercado. Por ejemplo, es mucho más difícil evaluar las repercusiones completas de la eliminación de un sistema público de pensiones que evaluar su compra de un plan de pensiones. La consecuencia de este tercer elemento es que la información sobre asuntos públicos y la participación en política será buscada por aquellos individuos que más se vean afectados por las decisiones que se vayan a tomar. Y a la inversa, ante la ignorancia racional en los asuntos de debate público exhibida por la mayor parte de individuos, los políticos tenderán a apoyar aquellas políticas que beneficien en mayor grado a pequeños grupos de interés especiales.
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En efecto, como acaba de verse, la estricta lógica de la elección racional llevaría en principio a la ignorancia racional y la abstención total. Pero, si tal cosa ocurriese, es decir, si la abstención fuese total, a cualquier individuo que tuviese el más mínimo interés en una decisión política le interesaría votar, pues en caso de una abstención masiva un voto aislado sí que es decisivo (paradoja del voto). Ello se traduce en que dado que los incentivos a la abstención y a la ignorancia racional están desigualmente repartidos en el cuerpo electoral, es razonable pensar que aquellos individuos que tienen más interés en una elección acaben votando y formando grupos de interés a favor del candidato que mejor defienda sus particulares intereses. Los grupos de intereses especiales son grupos de presión o “lobby” que persiguen la elección de políticos que apoyen su causa aprobando leyes y regulaciones que los beneficien, aunque ello vaya generalmente contra el interés general. Son ejemplos de grupos de interés especiales
los colegios
profesionales, las asociaciones gremiales, los sindicatos por grupos de trabajadores especializados, las agrupaciones de empresarios por sectores, etc. Todos ellos, arguyendo razones a favor del bien común (por ejemplo, la calidad de sus productos, la defensa de la producción nacional, el empleo, etc.) intentan restringir la competencia o lograr unos precios de garantía mínimos para sus productos o actividades, lo cual suele ser por lo general negativo desde el punto de vista agregado, es decir, que el coste para los consumidores en términos de excedente del consumidor perdido asociado al precio más elevado que consiguen los miembros del grupo supera las ganancias que estos se embolsan, aún teniendo en cuenta los costes de la actividad de “lobby”. Por ejemplo, una ley que imponga restricciones a la importación de calzado procedente de China quizás sólo suponga que el precio de un par de zapatos sea un euro más caro por término medio, en tanto que proporciona millones de euros de beneficios adicionales a los productores nacionales. Poco puede culpárseles a los consumidores individuales de esta perdida de eficiencia si se tiene en cuenta que el coste para cada uno de ellos no ascenderá a más allá de unos pocos euros al año. Con toda certeza a un consumidor cualquiera le costaría mucho más tratar de que sus representantes políticos en el Congreso simplemente le recibiesen y atendiesen a sus argumentos. Una vez más nos encontramos aquí con un problema de acción colectiva. Los grupos de intereses especiales se caracterizarían, pues, por detraer recursos de las actividades productivas para dedicarlos a actividades para conseguir redistribuir renta a su favor, que suelen ser improductivas desde el punto de vista agregado (véase rentas). En la medida que una sociedad sea más estable y lleve tiempo siéndolo será previsible que existan más grupos de interés, con lo que mayor será el coste de eficiencia que su actividad suponga, y consiguientemente mayor será su tendencia al estancamiento económico. Por el contrario, una sociedad que haya sufrido una intensa conmoción (una revolución, una derrota militar, etc.) que haya puesto patas arriba el entero conjunto institucional habrá experimentado –en opinión de Mancur Olson (1932-1998).- una bendición disfrazada pues el cambio habrá dado al traste con los grupos de interés existentes, y hasta que de nuevo se formen y consoliden, esa sociedad gozará de un periodo de expansión e innovación. Tal efecto sería lo que para Olson explicaba el espectacular éxito de sociedades como la alemana o la japonesa tras su derrota en la II Guerra Mundial y el relativo fracaso paralelo de una sociedad vencedora como la Gran Bretaña. De modo similar, el Nobel de Economía de 1982 George J. Stigler (1911-1991) ha señalado que la idea de que la intervención estatal (véase regulación) de las empresas es necesaria para proteger a los consumidores de las actividades monopolísticas es una ingenuidad. Las empresas, en muchos casos, no temen
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la actividad reguladora del sector público porque sencillamente han capturado a los reguladores encargados de llevarla a cabo. Para Stigler suele ocurrir que las empresas utilizan la regulación como forma de protegerse de la competencia dinámica (véase eficiencia dinámica). Con arreglo a esta teoría las empresas ya instaladas en un sector tienen incentivos en producir toda la información a su favor ante la comisión encargada de su regulación, cuyos medios para verificarla son con seguridad más escasos y también su interés, pues, el “público” (recuérdese la ignorancia racional) no parece prestar demasiada atención. Y ello sin contar con el hecho habitual de que los reguladores son técnicos que proceden del sector a regular, al que volverán cuando acabe su paso por la administración pública, por lo que no es exagerado suponer que no tendrán fuertes incentivos en enemistarse con sus colegas. Es de destacar que esta “captura” de los reguladores no exige – aunque no lo excluye- ningún comportamiento ilegal (sobornos, corrupción) en los regulados ni en los capturados. Finalmente, los economistas de la Elección Pública se han enfrentado a la cuestión del déficit público. Para el Premio Nobel de Economía de 1986 James Buchanan, iniciador junto con Gordon Tullock de esta corriente, una característica de las economías modernas es la persistencia del déficit público se, esté o no en una situación de recesión económica, ya que con arreglo a la lógica de la economía keynesiana que ha informado la política económica en la segunda mitad del siglo XX, en los periodos de auge se tendrían que haber producido superávit presupuestarios. La respuesta en opinión de Buchanan es muy simple, a los políticos les gusta complacer a sus electores. Los programas de gastos son placenteros y rinden beneficios para la gente, en tanto que los impuestos son odiados. Resultado: déficit público. Pero si el déficit público persistente acaba afectando negativamente a la economía en general, ¿cómo es que la gente no se da cuenta y exige un presupuesto equilibrado? Buchanan responde que los efectos negativos de los déficit públicos son indirectos y difusos, en tanto que su corrección (subiendo impuestos y recortando gasto público) supone unos efectos negativos evidentes y frecuentemente centrados en aquellos que la sufren, por lo que –una vez más- su capacidad de enfrentarse a una política de ajuste presupuestario es mucho más elevada que la de aquellos a los que le favorece. Algunos economistas de esta corriente, que son políticamente muy conservadores y partidarios a ultranza del mercado libre, han llegado por este camino a afirmar que los políticos manipulan la política macroeconómica en función de sus intereses electorales, con lo que simpatizarían con quien primero elaboró esta hipótesis del ciclo económico político, el economista marxista Michal Kalecki (1899-1970).
empleo, tasa
la tasa de empleo, definida como la población ocupada con respecto a la población
potencialmente activa (población entre 15 y 65 años) ofrece información sobre el porcentaje de población que realiza actividades productivas de mercado en una determinada sociedad. En la actualidad, en los países de renta alta, la tasa de empleo fluctúa entre el 42 % de España y el 80 % de Islandia. Una diferencia fundamentalmente explicada por la menor o mayor participación de la mujer en el mercado de trabajo. La tasa de empleo aporta información sobre la capacidad de una economía de generar puestos de trabajo, pero en sí misma no nos dice nada sobre el bienestar de la sociedad, ya que no ofrece información ni sobre la calidad del empleo ni sobre la contribución al bienestar del tipo de bienes y servicios que se producen (por ejemplo, si aumentase el empleo en la industria militar o en el sector de la prostitución ¿debería valorarse como positivo?). De hecho, uno de los elementos positivos asociados al crecimiento económico es que la gente puede optar por
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trabajar menos, bien sea trabajando menos horas –algo que no se refleja en la tasa de empleo-, o trabajando menos años, lo que sí se recogería en la tasa de empleo. En definitiva, una baja tasa de empleo podría evaluarse negativamente sólo si fuera el resultado de falta de puestos de puestos de trabajo para todos aquellos que quieren trabajar, y no cuando es el fruto de la opción por parte de muchos individuos potencialmente activos a favor de actividades distintas del trabajo de mercado. En todo caso, la información de encuesta parece avalar la conclusión de que la tasa de empleo deseada en la mayoría de los países está por encima de la realmente existente, con lo que, en principio, sería correcto evaluar positivamente el hecho de tener una alta tasa de empleo, en la medida que los niveles de renta más elevados irían asociados a una satisfacción más elevada de las necesidades percibidas por los individuos, si bien, de nuevo un análisis más completo habría de cualificar esa conclusión atendiendo al tipo de necesidades que se cubren con la renta adicional. Si el empleo sirve para satisfacer necesidades de carácter posicional o defensivo, una mayor tasa de empleo no agregaría más o nuevo bienestar. Querer trabajar más no sería una elección libre sino una obligación encubierta. empresa desde un punto de vista económico una empresa es una parte de un proceso productivo en el que la coordinación organizativa de los agentes que controlan los distintos factores de producción no se lleva a cabo recurriendo al mercado sino que se realiza por medio de la planificación ya sea ésta establecida o impuesta jerárquicamente, como suele ser lo habitual, o fruto del acuerdo. Por ejemplo, el proceso de producción y venta de una barra de pan abarca una miríada de subprocesos de producción y distribución de inputs intermedios que van desde la preparación de la tierra y la siembra de semillas hasta la venta del producto final pasando por la producción de abonos, tractores, cosechadoras, harina, sal, levadura, energía, etc. Coordinar completamente todos estos subprocesos que reflejan la división del trabajo
requeriría la puesta en marcha de unas
capacidades de control, información y gestión casi inimaginables, de ahí que para reducir esos costes de transacción si para cada nueva tarea que tuviese que realizar un trabajador hubiese de negociarse el correspondiente contrato de trabajo, se recurre al mercado como institución que facilita la coordinación de el enorme número de subprocesos de producción que conforma la división del trabajo vertical. Sin embargo, el mercado tiene también sus propios costes de transacción que convierten en ineficiente el recurso al mercado como medio de coordinación a partir de cierto nivel. Si para cada actividad que exigiese el desenvolvimiento técnico se hubiese de recurrir al mercado, si cada día se tuviesen que negociar en un mercado las tareas a realizar por cada factor de producción entre sus propietarios respectivos y si para cada nueva tarea que tuviese que realizar un trabajador hubiese de negociarse el correspondiente contrato de trabajo, los costes de tanta negociación en tiempo y recursos harían ineficiente el proceso de producción. Es por ello que los agentes encargados del control de los factores de producción crean espacios donde la coordinación de sus tareas no se realiza día a día negociando en el mercado sino llegando acuerdos de plazo más largo –para evitar, por ejemplo, la repetición cotidiana de las negociaciones- de forma que las tareas se distribuyen siguiendo un plan donde cada parte tiene predeterminadas sus actividades, a la vez que existen mecanismos de retroalimentación y control para ajustarlas en función de las necesidades productivas. Las empresas aparecen así, como “islotes” de coordinación de la división del trabajo mediante la planificación en mitad del océano de la coordinación mediante el mercado. Esta sería, en opinión del Nobel de Economía de 1991 Ronald H. Coase, la justificación económica de la existencia de las empresas. La comparación entre los costes de transacción relativos del uso
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del mercado respecto de los de la planificación explicaría, adicionalmente, el tamaño relativo de las empresas en distintos sectores pues, por un lado, la sola consideración de factores técnicos a la hora de entender el tamaño óptimo de un proceso productivo como son las indivisibilidades y otras fuentes de rendimientos crecientes a escala, llevaría sin duda a un tamaño excesivo de las empresas al no considerar los costes de control e información; y, por otro, y a la inversa, la no consideración de los costes de transacción propios del mercado pueden llevar a un tamaño de la empresa ineficientemente pequeño. El efecto de cambios tecnológicos como la revolución de la tecnologías de la información sobre el tamaño óptimo de las empresas sería ambiguo, pues, por un lado, al facilitar la información y el control, disminuyen los costes de la gestión centralizada y permiten una planificación mucho más flexible, por lo que serían un factor que apoyaría la expansión del tamaño de las empresas; pero, por otro, al facilitar la comunicación interempresarial, hacen disminuir los costes de transacción del uso del mercado, por lo que promoverían la subcontratación y segregación de tareas y actividades que antes se hacían dentro de una empresa (lo que se conoce como “outsourcing”). Este enfoque, que acentúa el papel de los costes de transacción a la hora de explicar la empresa, deja sin embargo fuera la cuestión del tipo de empresa, desde el punto de vista de quién ejerce dentro de ella el poder de decisión, el poder de controlar el proceso productivo y el poder de decidir cómo repartir el excedente o renta caso de que la haya (véase competencia imperfecta). Parece claro que ese poder lo ejercerá quien sea su propietario. Y nada a este respecto dice el anterior modelo de la empresa basado en los costes de transacción, pues se declara neutral en esta cuestión de la titularidad. Esto es una clara debilidad pues es característica de las economías de mercado la predominancia casi general de las empresas capitalistas, en donde la propiedad y por tanto el poder lo ostentan los propietarios del factor capital (o de la tierra en el sector primario) que alquilan el factor trabajo; mientras que son muy minoritarias tanto las empresas propiedad de los trabajadores o empresas cooperativas en las que los trabajadores-propietarios alquilan el capital, como aquellas otras propiedad de los consumidores (cooperativas de consumo) o propiedad del Estado (empresas públicas) en las que un tercero es el propietarios y alquila el trabajo y el capital que requiere el proceso productivo. Pues bien, dejando de lado tanto a las empresas públicas cuya evolución está ligada a la existencia de monopolios naturales y a la realización de los objetivos económicos y sociales del Estado de Bienestar en sentido amplio, así como a las cooperativas de consumo; a la hora de explicar la predominancia en la economía de mercado de las empresas de tipo capitalista hay que remitirse tanto a la historia económica como a la propia teoría económica. La primera enseña que el paso de la empresa artesanal -en la que los trabajadores son propietarios de buena parte del equipo productivo y controlan autónomamente el proceso de trabajo que no se realiza en fábricas de modo general- a la empresa capitalista -en la que, por contra, el capital está fundamentalmente en manos de los capitalistas que pasan a controlar el proceso de trabajo que se realiza en fábricas-, no fue inicialmente el resultado lineal de la mayor eficiencia tecnológica de la producción fabril como se suele suponer sin más, sino que fue también fruto de un conflicto social en la que los ganadores –los capitalistas- adoptaron el sistema fabril por ser el medio más eficaz de control y disciplina del trabajo. Ahora bien, este punto de partida inicial determinó que los adelantos técnicos posteriores consiguientes se realizasen
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dentro ya del molde de la empresa capitalista, de modo que el modo de organización típico de la empresa capitalista ha acabado al final viéndose “justificado” por su eficiencia técnica. Pero si bien la explicitación histórica da cuenta del cómo han sucedido las cosas, deja fuera la cuestión de porqué los trabajadores no actuaron de la misma manera, o no en la cuantía necesaria, esto es, porqué los trabajadores no recuperaron el control del proceso de trabajo, no siendo ellos quienes más adelante crearan empresas alquilando o pidiendo prestado el capital para comprar el equipo técnicamente necesario, empresas técnicamente similares a las capitalistas pero en las que el control del proceso productivo y del producto final lo ejercieran ellos. Una explicación (avanzada por Axel Leijonhufvud) se encontraría en la solución al problema de negociación que plantea el reparto del excedente o renta conjunta generada por la existencia de rendimientos a escala crecientes asociados a la división vertical del trabajo que se produce dentro de las empresas. Tanto los trabajadores como los propietarios del capital tienen poder de negociación como manifiesta el hecho de que ambos pueden amenazar con retirarse del proceso de producción, con lo que la renta conjunta generada pasaría a ser cero (ello implica suponer que capital y trabajo son perfectamente complementarios). Pero la posición negociadora dista de ser simétrica: por un lado, hay abundancia de trabajadores poco especializados en el mercado pero pocos sustitutivos hay de las máquinas especializadas, de ahí la tendencia a que los trabajadores acaben percibiendo un salario igual a su coste de oportunidad (la remuneración que podrían obtener en un empleo alternativo dada su cualificación) y a que los capitalistas se lleven la mayor parte del excedente o renta conjunta. Pero sin embargo, y por otro lado, en tanto que las máquinas especializadas tienen pocas alternativas a su empleo fuera del proceso de producción donde están siendo utilizadas, los trabajadores sí que disponen de empleos alternativos en tanto que no estén completamente especializados. ¿Modifica esto el resultado de la negociación? Podría hacerlo si los capitalistas individuales tuviesen el control de las máquinas específicas de las que fuesen propietarios, pues en tal caso sería difícil que llegaran a acuerdos estables entre ellos a la hora del reparto de las ganancias, pues dada la complementariedad entre las máquinas a la vez que su especialización cada capitalista individual tiene un elevado poder de negociación. La solución es, por supuesto, un diseño institucional que impida a los capitalistas individuales poseer y controlar máquinas específicas, lo cual se consigue mediante la creación de la empresa o sociedad por acciones en la que los capitalistas actúan conjuntamente como un cártel que posee conjuntamente el equipo capital frente a los trabajadores, repartiéndose la renta conjunta en función de su participación relativa en el capital accionarial. A diferencia de los capitalistas que fácilmente pueden poner en común las máquinas específicas de las que son propietarios, los trabajadores no pueden hacer lo mismo de un modo tan simple con sus trabajos respectivos pues, obviamente, el trabajo no se posee como se posee un objeto como una máquina, y ello plantea multitud problemas difíciles de incentivos y negociación a la hora de repartirse la renta conjunta, pues la cantidad de trabajo que aporte cada trabajador dependerá de la remuneración que a su vez dependerá de la cantidad de trabajo aportada. Las cooperativas de productores acaban por ello frecuentemente siendo propietarias del capital y contratando trabajadores, es decir, acaban siendo básicamente empresas capitalistas en las que los socios capitalistas son también trabajadores. Finalmente, el hecho de que los propietarios de las máquinas se convierten en accionistas, lleva aparejado el problema de la separación de la propiedad del control, un ejemplo del problema de la relación
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principal-agente que acontece conforme los propietarios del capital dejan paulatinamente de gestionar y controlar los procesos productivos de modo detallado y concreto dejando esas actividades en manos administradores técnicamente cualificados que, como es económicamente “natural”, en su actuación no sólo atenderán a los objetivos de los capitalistas (maximizar los beneficios) sino que también buscarán satisfacer sus propios objetivos con los costes de eficiencia que ello puede suponer (véase eficiencia-X). Para disminuir esas desviaciones así como para no incurrir en costes de control demasiado onerosos, los propietarios han establecido para este tipo de administradores sistemas de remuneración distintos al salarial que incentiven en los administradores el comportamiento deseado. En estos sistemas de remuneración alternativos los pagos dejan de ser fijos y se hacen dependientes del cumplimiento de objetivos (de producción, de rebaja de costes, de valoración de acciones, etc.), incorporan una parte variable como porcentaje de los beneficios conseguidos, o incluyen una participación en el capital de la empresa, ya sean acciones u otros títulos como las opciones de compra de acciones (véase relación de agencia). El objetivo de los propietarios de una empresa capitalista es el de maximizar el valor de sus activos de capital, es decir, su riqueza. Dado que ello depende a su vez del flujo de beneficios que genere la empresa (véase actualización), el supuesto de comportamiento usual en Economía es que las empresas tratan de maximizar sus beneficios, o sea, la diferencia entre los ingresos totales, IT, por ventas y sus costes totales, CT. Dos son las condiciones para que ello se produzca: la primera exige que el nivel de producción se establezca en el punto en que el ingreso que se obtenga por aumentar la producción en una unidad, o ingreso marginal, IMg, sea igual al coste de hacerlo, o coste marginal, CMg. Si una unidad más generara más ingresos que costes, significa que generaría más beneficios, luego habría que producirla y venderla. Esta condición para la maximización de beneficios es, por otro lado, la misma que la que asegura la minimización de los costes. En efecto, si el coste marginal de incrementar la producción fuese distinto según ese incremento se hiciese aumentando el uso de un factor u otro de los factores de producción, podrían incrementarse más los beneficios si los incrementos de producción se hiciesen usando el procedimiento cuyo coste marginal fuese inferior. Y así se haría hasta que el coste marginal de aumentar la producción fuese el mismo independientemente de cómo se hiciera. Es decir, que en el caso más simple de que la función de producción sólo usase dos factores, capital, K, y trabajo, L, maximizar la producción exigiría que el coste marginal de aumentar la producción usando de más unidades de factor trabajo, CMgL fuese igual al coste marginal de hacerlo usando más capital, CMgK . La primera condición de maximización de beneficios exige pues, el cumplimiento de las siguientes igualdades: IMg = CMg y, CMg = CMgL = (W/ PMgL) = CMgK = (r/ PMgK) donde W sería el salario monetario por trabajador, PMgL la productividad marginal del trabajo, PMgK la productividad marginal del capital y r el coste de uso del capital (véase coste marginal). De las dos últimas igualdades se sigue la llamada condición de minimización de costes que exige que: (W/r) = (PMAL / PMAK) = RST
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la relación marginal de sustitución técnica, RST, sea igual al cociente de los precios de los factores, o, lo que es lo mismo, que se cumpla la llamada ley de la igualdad de las productividades marginales ponderadas: (PMgL /W) = (PMgK /r) que exige que la última unidad monetaria que se gaste en cada factor permita obtener la misma cantidad de producto adicional. La segunda condición para la maximización de beneficios exige que a largo plazo no haya pérdidas, es decir que los ingresos totales, IT, cubran los costes totales, CT: IT ≥ CT, lo que implica (dividiendo por la cantidad de producto) que: P ≥ CTMe, o sea, que el precio sea mayor o igual al coste medio. Estas condiciones de comportamiento no rigen para las empresas que no son capitalistas como las cooperativas. Un objetivo posible tanto para las empresas de propiedad pública (véase regulación) como para las no lucrativas podría ser cubrir con sus ingresos sus costes (en los que, como siempre, estarían incluidos los costes de uso del capital o beneficios normales). Ello, si los costes medios son superiores a los marginales, implicaría que
la producción se realizaría de modo ineficiente, pues no se satisfaría la condición de
minimización de costes.
empresario
el término empresario aparece por primera vez en la literatura económica en la obra del
economista irlandés Richard Cantillon (1680?-1734), para el que la función específica del empresario era la de poner en marcha actividades económicas sin la seguridad de saber cuál va a ser beneficio que obtendrá, ya que “los empresarios viven, por decirlo así, de ingresos inciertos, mientras que el resto (los asalariados) cuentan con ingresos ciertos durante el tiempo que de ellos gozan”. Vemos pues que en sus orígenes, el término empresario va unido al de capitalista, definido como aquél que aporta el capital y en última instancia asume el riesgo de la actividad. Sería esta una identificación que se justificaría históricamente por el hecho de que en esa fase del capitalismo eran los mismos individuos los que ejercían unas y otras labores (la de propietario y gestor del negocio). De acuerdo con Joseph A. Schumpeter (1883-1950), el primer economista en atribuir al empresario un papel diferencial en el proceso de producción es el economista francés Jean-Baptiste Say (17671832), quien tras distinguir entre tres tipos de actividades necesarias en todo proceso productivo: el conocimiento práctico de los procesos naturales, la aplicación de ese conocimiento a determinada finalidad y el esfuerzo productivo necesario para llevarlo a cabo, atribuye al empresario la realización del paso intermedio, contribuyendo a la creación de valor al trasladar recursos de actividades de baja productividad a áreas de mayor productividad y rendimiento. Un planteamiento suscrito por John Stuart Mill (1773-1836) para el que la aportación principal del empresario al proceso productivo era la asunción de las tareas de gestión de la empresa, en contraste con el capitalista que sólo asumiría el riesgo pero no el día a día de la organización de la actividad productiva.
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Con todo, será Schumpeter quien formule de una manera más clara el papel del empresario, diferenciándolo del capitalista como agente que aporta el capital y asume el riesgo. Para él las invenciones básicas son más o menos exógenas al sistema económico, y son los empresarios los que transforman esas invenciones en oportunidades de negocio movidos por el incentivo de convertirse, siquiera temporalmente, en monopolistas en la provisión del bien o servicio fruto de la innovación hasta que el resto de las empresas estén en condiciones de rivalizar en el mercado. Desde este punto de vista, el empresario es mucho más que el gestor de una empresa o negocio, pues se convierte en la clave del crecimiento en la medida en que él es el agente económico que, imaginando nuevas oportunidades de negocio (en forma de nuevos productos, nuevos métodos de producción, nuevas formas de organización de la empresa o nuevos mercados) las hace posibles. De este modo, para Schumpeter, aunque el empresario tenga normalmente una doble condición de organizador del proceso productivo y activador de nuevas actividades, será esta última dedicación la que definirá su aportación diferencial al proceso de crecimiento económico, siendo habitual así hablar de empresario “schumpeteriano” para referirse a este tipo de agente económico y distinguirlo de aquellos que simplemente se dedican a la gestión de un negocio de forma rutinaria. Por último, para Israel Kizner y otros economistas de la escuela austriaca como Friedrich A. Hayek (1889-1992), el empresario es fundamentalmente un agente económico que se caracteriza por su capacidad de aprovecharse de oportunidades de negocio que han pasado desapercibidas para otros, actuando en consecuencia con la finalidad de obtener beneficios. Desde esta aproximación, el empresario ejercería y obtendría sus ingresos de actividades de arbitraje (véase especulación), que contribuirían a que los mercados se movieran hacia situaciones de equilibrio: la actividad de estos empresarios puros (en la denominación de Kirzner) explicará cómo cambian los precios y las cantidades y calidades de los recursos de los productos. En la medida en que la coordinación entre las transacciones del mercado de productos y el mercado de recursos sea imperfecta, esto es, cuando exista una diferencia significativa entre el precio de un producto final y la suma de los precios de los recursos utilizados en su producción, muchas de estas oportunidades de negocio se situarán en el campo de la producción de esos bienes finales, con lo que la figura del empresario a menudo se identificará con la del productor o gestor de recursos. Y ello aunque desde una aproximación conceptual su papel como propietario de recursos sea totalmente distinto a su papel como empresario puro que pone en marcha su proceso de toma de decisiones sin ningún recurso que aportar al proceso de producción, ya que en su condición de puro empresario “lo único que hace es estar alerta para descubrir las diferencias de precios entre compras y ventas”. Es importante constatar que estas ideas sobre la actividad empresarial no encontrarían reflejo en el modelo canónico de la teoría de la empresa. En él, la tarea del empresario es simplemente la de responder del modo más simple a los precios existentes en los mercados decidiendo cuál es el nivel de producción que maximiza los beneficios y/o minimiza los costes. En el caso de la empresa en competencia perfecta, curiosamente, esa actividad empresarial alcanzaría su mínimo: el empresario sólo tendría que ajustarse a los datos que la realidad económica le suministra. Dicho con otras palabras, dado que la actividad empresarial está inequívocamente asociada a la información asimétrica y a la existencia de incertidumbre, en los modelos económicos que no incluyen estas situaciones no hay actividad empresarial.
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No es infrecuente, por otro lado, hablar del empresario como si de un cuarto factor productivo se tratara, que junto al trabajo, la tierra y el capital, hace posible la actividad económica, aunque con una relevancia especial al ser este “factor” el responsable de movilizar a los otros tres. Una visión que, por ejemplo, suscribe la llamada estrategia comunitaria de empleo de la Unión Europea al incluir entre sus objetivos prioritarios el fomento del espíritu empresarial, con la intención de mejorar la capacidad de movilizar los recursos económicos ociosos y fomentar el crecimiento del empleo. Desde esta misma perspectiva, la falta de iniciativa empresarial se ha señalado como uno de los factores determinantes a la hora de explicar el escaso crecimiento económico de muchos países. Por ejemplo, para Nicholas Kaldor (1908-86), las diferencias en niveles de desarrollo obedecían menos a circunstancias fortuitas como la dotación de recursos o los nuevos descubrimientos, que a las actitudes con respecto a la “asunción de riesgos y el hacer dinero”, siendo que el capitalismo se caracteriza por tener las instituciones necesarias para que los individuos den rienda suelta a “sus egos, optimismo, e incluso temeridad”, de forma que “las tasas de crecimiento probablemente serán más altas en aquellos lugares donde estas características de los empresarios sean más pronunciadas”. Sin embargo, más allá de ejemplos históricos concretos, la contrastación de la relación entre iniciativa empresarial y crecimiento es compleja, ya que se puede argumentar que si bien la mayor iniciativa empresarial puede generar crecimiento, también es cierto que el crecimiento a su vez fomentará la aparición de nuevas empresas, con lo que de la existencia de correlación entre ambas variables no se puede derivar, sin más, que sea la mayor iniciativa empresarial la que esté detrás del mayor crecimiento. A la hora de estudiar los factores que explicarían las diferencias en iniciativa empresarial entre países, algunos autores hacen hincapié en el esquema de incentivos económicos existentes: en aquellas sociedades donde los empresarios gocen no sólo de recompensas económicas, sino de prestigio y respaldo social, esta actividad será destino prioritario de aquellos individuos con las mejores capacidades y formación, con lo que la “oferta” de empresarios será alta y la actividad empresarial floreciente; por el contrario, cuando el prestigio y/o las posibilidades de obtención de rentas económicas se encuentren en otros ámbitos de la sociedad –ejército, política, etc.- (véase búsqueda de rentas), la oferta de empresarios será menor. envidia si el nivel de bienestar o utilidad de un individuo A depende de modo directo y negativo de los niveles de utilidad, renta o consumo, de otro individuo B, se dice que el primero envidia al segundo. La envidia, como su contrario, el altruismo, sería un caso posible de efecto externo en la teoría del consumidor, con consecuencias muy destructivas para la definición de eficiencia. En efecto, si se acepta la presencia de envidia y se cuenta con ella a la hora de utilizar el criterio paretiano, el principio de mejora paretiana dejaría de cumplirse como regla general siempre que hubiese un envidioso pues incrementos en el nivel de bienestar o de las renta de un individuo cuando los correspondientes niveles del envidioso no variaran (o aún si lo hicieran) dejan de ser necesariamente mejoras paretianas. De ahí que, para que el uso de la noción paretiana de eficiencia no tenga problemas, se acuda, por un lado, a la defensa de la indeferencia moral como norma ética, es decir, al supuesto de que a nadie le importe la posición económica de los demás. Y, por otro, se quite a la envidia su calificación como efecto externo generador de ineficiencias relevantes en la medida que se la relegue a un asunto estrictamente personal, sin connotaciones económicas a efectos de la definición de eficiencia. Ambos procedimientos son altamente discutibles y más si se tiene en cuenta que la envidia como característica de
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índole estrictamente personal,
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se convierte en un asunto menor comparado con el fomento de las
comparaciones envidiosas a que se dedica con una ingente cantidad de recursos todo un sector económico: el de publicidad y marketing. Si la generación de envidia se ha convertido en una actividad económica, su conceptualización como efecto externo negativo es difícilmente rechazable a la vez que resulta más que cuestionable toda la industria de la publicidad desde el estricto punto de vista de la eficiencia. No hay que confundir, por otro lado, las comparaciones envidiosas con la competencia posicional, que no requiere de modo necesario la presencia de envidia. En la rivalidad posicional, si bien el nivel de bienestar de un individuo depende de la posición que obtenga otro, la interrelación entre el bienestar no es directa, como sucede en el caso de la envidia, sino que surge indirectamente debido al hecho de que el tipo de bien en el que se produce la interacción es un bien posicional de modo que si uno obtiene algo más el otro ha de conformarse con tener algo menos. Finalmente, la envidia, o mejor dicho, su ausencia, se ha utilizado recientemente como criterio de justicia económica a la hora de evaluar una situación económica. Si con arreglo a los propios valores incorporados en su función personal de utilidad, cada individuo valora más su dotación que las dotaciones que reciben los demás, se dice que la asignación está libre de envidia. equidad a la hora de evaluar las situaciones económicas y sus cambios junto con el criterio de eficiencia es necesario contar con algún criterio de justicia. Si bien existe variedad respecto a las definiciones de justicia económica que pueden usarse así como a los factores que han de ser tenidos en consideración a la hora de evaluarla (la equidad, los niveles de esfuerzo, el respeto a la libertad individual, el respeto a la propiedad, etc.), el de la equidad de la situación o proceso que se evalúa suele tener un peso relevante a la hora de calificarla como justa. Sucede sin embargo, que, como ocurre con los de eficiencia o justicia, detrás de todo criterio de equidad se encuentran una serie de juicios de valor social, sólo que, a diferencia de lo que ocurre con la eficiencia, en este caso se carece de una definición que sea compartida por la generalidad de los economistas por lo que su uso se ve siempre sujeto a discusión. Por otra parte, independientemente de la discusión acerca del criterio de equidad que se proponga como el más adecuado, y aun en el caso utópico de que se llegase a un acuerdo sobre la definición concreta de equidad a utilizar como criterio evaluativo, quedaría todavía por resolver la cuestión de cuál es la ponderación que habría de tener la equidad como criterio evaluativo en comparación con el criterio de eficiencia, pues, como se verá más adelante, en muchas situaciones económicas es posible asistir a lo que se conoce como el trade-off entre equidad y eficiencia, que alude a situaciones que se caracterizan porque la persecución de una mayor eficiencia acaba estando al final reñida con la equidad, y a la inversa. La primera cuestión a la hora de abordar el problema de la equidad es señalar respecto a qué se mide. Lo adecuado sería referirse a los niveles de bienestar o utilidad de los individuos. Ahora bien, dadas las dificultades para realizar una medición cardinal de la utilidad así como la imposibilidad de hacer comparaciones interpersonales de utilidad, es necesario recurrir a otra variable respecto a la que juzgar si los procesos económicos son equitativos o no. En una economía de mercado, la variable que surge de modo inmediato para encarar este problema es la renta (y también la riqueza) pues en este tipo de economía la cantidad de renta o riqueza de un individuo refleja su poder de mercado. Una distribución más
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igualitaria de la renta vendría así a indicar que el poder de mercado se encontraría repartido más equitativamente. Sin embargo, el así proceder no está exento de inconvenientes, pues en la medida que el nivel de renta esté relacionado con el esfuerzo productivo de un individuo, ello implica que la desigualdad que se observara en la distribución de la renta nada dice en principio respecto al nivel de justicia pues los niveles de esfuerzo que realizan los distintos individuos pueden ser muy diferentes, de modo que podría darse el caso de que perseguir una mayor equidad podría ser injusto. Esta ambigüedad exige ser más precisos conceptualmente. Se distingue así entre dos conceptos de equidad en función del tipo de igualdad que se considera. Por un lado estaría la llamada igualdad de oportunidades, con arreglo a la cual la equidad de un proceso económico se evaluaría en función de que los participantes en el proceso hubieran gozado de salida de las mismas oportunidades. Por otro, la igualdad de resultados califica la equidad del proceso económico en función de la situación final de llegada tras el desenvolvimiento de los procesos económicos. Si se parte de una situación equitativa de salida y el proceso económico se estima justo, entonces la desigualdad final, si la hay, no debiera ser considerada un problema de equidad. Sobre este argumento se apoyan los partidarios de la economía de mercado, pues dado que los intercambios en los mercados son voluntarios para los que participan en ellos, se estiman justos, por lo que las desigualdades en la distribución de la renta no se consideran injustas. Por supuesto, este argumento descansa en dos cimientos. Por un lado, en una teoría de la justicia de carácter procesual, que dista de ser unánimemente compartida; y, por otro, en la asunción no cuestionada de la distribución inicial de oportunidades. Esta distribución inicial dista de ser igualitaria y es fruto tanto de factores históricos, económicos y extraeconómicos, mercantiles y no mercantiles; factores, de los que no se puede hacer responsables a quienes participan en el momento presente en los procesos económicos. Por ello, no se puede pretender que la mera justicia de los intercambios mercantiles justifique sus inequitativos resultados. Dos son los caminos abiertos para corregir esa situación de desigualdad considerada como injusta. Cabe recurrir a políticas que traten de corregir la desigualdad final (como, por ejemplo, los impuestos sobre la renta y riqueza progresivos, las transferencias de renta, las subvenciones directas en especie, etc.), o que combatan la desigualdad inicial (imposición sobre herencias, subvenciones a la educación, medidas de refuerzo de la igualdad de oportunidades, políticas de acción afirmativa o de discriminación positiva, etc.). En cuanto a los primeros, los economistas más propensos a confiar exclusivamente en el mercado como forma de coordinación económica han gustado de señalar que dada la dificultad de diseñar unos impuestos de cuota fija, es decir, aquellos que los agentes no los pueden evitar ni siquiera parcialmente alterando su comportamiento económico, el resultado es que, en general, los intentos de conseguir una distribución de la renta y la riqueza más igualitaria se traducirán en pérdidas de eficiencia como resultado de que los que se ven afectados negativamente por ellas (los más ricos) tratarán de evadirlas alterando su comportamiento productivo (ahorrando menos o trabajando con menor intensidad). En la medida que aquellos que resulten beneficiados (los más pobres) no aumenten su ahorro o su trabajo de modo compensatorio, los niveles de producción disminuirían. Los intentos de corregir la distribución inicial de oportunidades han tenido una mejor acogida, si bien se ha señalado que hay recursos que no se pueden alterar (como las capacidades genética, el tipo de familia en que uno nace, el temperamento innato) y que pretender discriminar positivamente a favor de aquellos que están peor situados en la carrera económica desincentiva a los que por cualquiera razón están mejor situados, lo que supone, de nuevo, un coste de eficiencia.
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Pese a estas opiniones, no parece que el trade-off o disyuntiva entre equidad y eficiencia sea tan limitativo como lo pintan esos economistas neoclásicos. Por un lado, los keynesianos han señalado repetidamente desde un punto de vista macroeconómico que, fuera de una situación de pleno empleo de recursos, una redistribución de la renta hacia los sectores más desfavorecidos tiene efectos positivos sobre la demanda efectiva, el empleo y el crecimiento económico, es decir, que esa oposición entre equidad y eficiencia distaría de estar garantizada. En segundo lugar, se ha señalado también que los pretendidos efectos renta negativos de las medidas igualitarias sobre la oferta de trabajo de los trabajadores más ricos y, por ello mismo, más productivos, son en la práctica poco importantes y dependen de factores institucionales asociados a la movilidad y a la competencia fiscal entre zonas (como por ejemplo sucede con los impuestos sobre las rentas del capital, cuyos efectos desincentivadores en un país concreto no serían muy elevados si los demás países optaran por no competir entre ellos para atraerse inversiones). Finalmente, estudios de economía experimental han concluido que la equidad puede ser incluso una condición para la eficiencia en la mayor parte de casos. Así, las políticas de igualdad de oportunidades en las empresas incrementan los ingresos de los grupos que antes estaban en desventaja a la vez que aumentan los beneficios de las empresas que las ponen en práctica. La razón sería muy simple: el trato igual a los grupos antes desfavorecidos los motivará, y ello obligará también a un mayor esfuerzo en los que antes gozaban de trato aventajado. Si todos los miembros de la empresa están más motivados, el producto y los beneficios crecerán. En cuanto a las políticas de acción afirmativa, que favorecen diferencialmente a aquellos que han sido tratados discriminatoriamente, sus efectos son más complejos. Si el grado de discriminación histórica que han sufrido en la empresa o en la sociedad no ha sido muy fuerte, los programas de acción afirmativa tienden a aumentar los resultados económicos de los grupos discriminados a la vez que se reduce la producción y la rentabilidad de las empresas que los acometen. En tanto que si la discriminación ha sido muy elevada, la acción afirmativa tiene efectos positivos tanto sobre los grupos a los que se dirige como sobre la productividad y los beneficios. La razón de este doble comportamiento estriba en que cuando un grupo se ve fuertemente discriminado, sus miembros tienen el incentivo a quedarse al margen y hacer cuantos menos esfuerzos mejor. La puesta en marcha de un programa de acción afirmativa, corrige este efecto en la medida que los que antes se veían marginados ven que se abren caminos de integración, lo que aumenta su motivación y, con ella y como en el caso anterior, la de los que no estaban discriminados. Por el contrario, si la discriminación era baja, los grupos desfavorecidos no se “descolgaban” de la actividad productiva, de modo que cuando se implementa un programa de acción afirmativa, pueden convertir su nuevo estatus en una oportunidad para tomarse las cosas con más tranquilidad ya que, con el mismo nivel de esfuerzo o motivación que antes, serán promocionados y avanzarán en sus carreras ocupacionales con mayor facilidad. La caída de su motivación induciría en sus colegas una respuesta similar de modo que, en este caso, la eficiencia se resentiría. equilibrio el concepto de equilibrio es una herramienta conceptual central de cualquier análisis económico, si bien no tiene el mismo significado para las distintas escuelas. Para los primeros economistas, fisiócratas y economistas clásicos (incluyendo entre ellos a Karl Marx, 1818-1883), y sus seguidores modernos entre los que destaca el análisis input-output de Wassily Leontief (1906-1999) y el enfoque de Piero Sraffa (18981983), el equilibrio ha de entenderse como aquél conjunto de precios de los bienes producidos por los
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diferentes sectores productivos que posibilita la autorreproducción del sistema o su crecimiento armonioso. Desde un punto de vista práctico, esta noción de equilibrio es la que ha estado debajo de todos los intentos de asignar los recursos mediante la planificación. Para otras escuelas, como la neoclásica y la mayor parte de la keynesiana, el sentido del concepto de equilibrio que utilizan, proveniente de la física newtoniana, se define por la situación en que las fuerzas que se contraponen en los mercados (las que están detrás de la oferta y la demanda de cada bien) por fin se igualan o contrarrestan. Dentro de esta concepción los estudios se han centrado en las características del equilibrio en diferentes tipos de estructuras de mercado (véase competencia perfecta, monopolio, oligopolio) tanto en un marco de análisis limitado (véase equilibrio parcial) como en uno más generalizado, si bien aquí el análisis se ha centrado fundamentalmente en el constituido por un sistema de mercados competitivos interrelacionados (véase equilibrio general competitivo). Finalmente, se puede hablar de una escuela, la austriaca, que tiene a gala distinguirse por situar como elemento central de sus análisis no el equilibrio sino el desequilibrio, si bien, en el fondo, comparte con los economistas neoclásicos la visión del equilibrio como tendencia a la anulación de fuerzas contrapuestas, sólo que para los economistas de esta corriente el equilibrio no es deseable como punto de llegada sino de partida, pues desde su perspectiva, la acción innovadora de los agentes, responsable del cambio económico y el progreso (por ejemplo, su comportamiento de inversión) se define precisamente por sus características desequilibradoras, de ruptura de cualquier situación de equilibrio. equilibrio general competitivo se dice que un mercado cualquiera de competencia perfecta está en equilibrio si hay un precio para el que la demanda coincide con la oferta de modo que a ese precio se “vacía” el mercado, y nadie desea ni comprar ni vender más unidades de las que compra o vende. Ese equilibrio será además único si sólo hay un precio para el que la oferta coincida con la demanda, será estable si cualquier perturbación que le afecte y le sitúe en una posición de desequilibrio desencadena fuerzas que le hacen volver a la posición equilibrada inicial (a menos que hayan variado las condiciones de oferta o demanda); y, finalmente, será eficiente si la última unidad que se produce cuesta igual hacerla de que lo que es valorada por los compradores. La tarea que se plantea la teoría del equilibrio general competitivo es la de si se puede generalizar este resultado a un conjunto de mercados interrelacionados, todos de competencia perfecta, que compongan una economía de mercado ideal. Es decir, lo que plantea esa teoría son las cuestiones interrelacionadas de la existencia, unicidad, estabilidad y eficiencia u optimalidad en el sentido paretiano de un equilibrio general competitivo. El planteamiento y la respuesta –si la hay- a este conjunto de cuestiones no es nada fácil y ha ocupado el centro más abstracto de la economía neoclásica. Al margen de su relevancia teórica, es necesario recalcar que la teoría del equilibrio general parece satisfacer adicionalmente una “necesidad” de tipo ideológico. En efecto, si la teoría logra demostrar que una economía de mercado competitiva plenamente, por muy simplificada que esté en su formulación o descripción, satisface las anteriores y deseables propiedades, ello parecería justificar “científicamente” la expansión, profundización, y desregulación de las economías de mercado reales así como las políticas económicas tendentes a favorecer la expansión del sistema de mercado como forma de asignar los recursos. Fue M. E. Leon Walras (1834-1910) quien en 1874 empezó la tarea de estudiar un modelo de equilibrio general competitivo y a obtener los primeros resultados. A él se debe la definición del modelo como
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conjunto de ecuaciones de demanda y oferta para todos los bienes y servicios (incluyendo el dinero como medio de pago) por parte de todos agentes que, en el equilibrio, habrían de resolverse simultáneamente en un momento dado, y donde las variables a encontrar o “despejar” serían el conjunto de precios que armonizase la demanda y la oferta en cada uno de los mercados. Y de ahí, la formulación de la llamada Ley de Walras que exige que la suma total de las ofertas deseadas ha de ser igual a la suma total de las demandas deseadas o nocionales para todos y cada uno de los bienes y servicios. Obviamente, la Ley de Walras se cumpliría en el equilibrio que “vacía” los mercados, pero también lo haría en situaciones fuera del equilibrio. De modo que si en algún o algunos de los mercados (por ejemplo, en los de trabajo) hay un exceso de oferta, cosa que se traduciría en presencia de desempleo (situación, por otra parte, sólo achacable dentro del modelo a unos salarios superiores a los de equilibrio), la ley exige la existencia simultánea de excesos de demanda compensadores en otro u otros mercados (por ejemplo, en los de dinero o en los de uso de factor capital por parte de las empresas a consecuencia de “elevado” precio del trabajo). Dicho de otra manera, con arreglo a la ley no puede haber desequilibrio en sólo un mercado, como mínimo una situación de desequilibrio entre la oferta y la demanda en un mercado concreto tiene que venir acompañada por un desequilibrio de signo opuesto en otro mercado. Desde la perspectiva walrasiana, la vuelta al equilibrio consistiría en encontrar el modo de conseguir que en todo mercado rigiesen los precios correspondientes al equilibrio general. Pero previamente a esta conclusión, era necesario demostrar que ese equilibrio general existía, era único y estable. Los métodos empleados por Walras, basados en la matemática de su tiempo, no le permitieron avanzar mucho. Ha sido a lo largo del siglo XX, en una tarea en que han participado muchos economistas y matemáticos de la talla de John Von Neumann (1903-1957), Gerard Debreu, Nobel de Economía de 1983, y Kenneth Arrow, Nobel de Economía de 1972, cuando se ha completado la tarea que Walras comenzó, y se ha logrado demostrar que en una economía de mercado totalmente competitiva existe un único equilibrio general estable y óptimo. Ahora bien, y adelantando acontecimientos, lo que sucede es que este resultado, si bien resuelve el problema matemático, dista de resolver el problema económico pues la ingente cantidad de supuestos simplificadores, a cada cual más increíble, que resulta necesario establecer para alcanzar esas conclusiones teóricas llevan a pensar, en sentido contrario al esperado, que si en la teoría las cosas son tan difíciles a la hora de demostrar la estabilidad y optimalidad de una economía de mercado pura, en la práctica sin duda que lo serán mucho más por lo que sería demasiado peligroso confiar enteramente al mercado la marcha de una economía real pues las posibilidades de que los resultados que se obtengan sean subóptimos serían demasiado elevados. En efecto, en lo que respecta a la existencia de un equilibrio general competitivo, es decir, a la existencia de un conjunto de precios que “vacíen” todos los mercados, ello implica, además de que se cumplan las condiciones de la competencia perfecta en cada uno de los sectores, que exista una solución que haga congruentes los planes o acciones de todos los demandantes y oferentes del sistema económico. Dicho de otra manera, la tarea de los agentes (ya sean consumidores o productores) en el modelo del equilibrio general es elaborar en el presente planes para su comportamiento para todo el futuro, es decir, especificaciones de las cantidades de bienes y servicios que demandarán y ofrecerán hoy y en todo periodo futuro. Un equilibrio si es general tendría que poder coordinar todo ese conjunto de planes mediante el sistema de precios. Por ejemplo, en un equilibrio auténticamente general debería ser posible que un consumidor pudiera ser capaz de contratar
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hoy la entrega de un coche (o de cualquier otro bien) dentro de un año si así satisface su función objetivo. Esto significa que para que un equilibrio sea auténticamente general deben existir un número enorme de mercados de futuros. En cada instante debería de haber un mercado de coches para ser intercambiados hoy, pero también otro para los coches que se intercambiarán mañana, y otro para los de pasado mañana, y así sucesivamente para todos y cada uno de los bienes. Obviamente, la realidad dista sobremanera del modelo y pocos son los mercados de futuro realmente existentes fuera de los mercados de seguros y algunos mercados de productos financieros o materias primas. Si en el modelo se incluyera este hecho de la realidad económica de cualquier economía de mercado, es decir la inexistencia o incompletitud de una enorme cantidad de mercados, la conclusión sería que no existe un equilibrio general competitivo. Es decir, que el conjunto de precios que se alcanzaría en un sistema con mercados incompletos distaría de satisfacer las condiciones de optimalidad deseadas. La segunda cuestión, la de la unicidad del equilibrio general competitivo no es menos problemática. Las demandas y las ofertas de cualquier agente de bienes y servicios hoy, ya sea en los mercados corrientes o de futuros, dependen de las expectativas que se tengan sobre el mismo. Por ejemplo, la compra de un paraguas hoy depende no sólo de que hoy esté lloviendo sino de las expectativas que se tengan sobre la climatología en el futuro. Si me creo las predicciones sobre el cambio climático que hoy se barajan, es posible que no me merezca la pena comprarlo. De igual manera, la compra de capital físico por parte de una empresa depende de los beneficios esperados en el futuro. Ahora bien, en la medida que estas expectativas se caracterizan por la incertidumbre ello significa que, en general, no hay un único equilibrio general sino una enorme cantidad de ellos, cada uno definido por la congruencia de las expectativas de los agentes. Y ello se traduce en que habrá equilibrios que sean mejores que otros, de modo que una economía puede caer y estar atrapada en un equilibrio ineficiente. No era otra cosa lo que Keynes tenía en mente cuando razonó que en una economía de mercado era posible un equilibrio subóptimo, con desempleo de recursos. Para que lo fuera bastaba con que las expectativas de los agentes fuesen congruentes. Por ejemplo, si los empresarios guiados por unos decaídos animal spirits estiman que si aumentan su producción ésta no se va a vender, sus expectativas se verían satisfechas pues ni harían nuevas inversiones ni contratarían más trabajadores, por lo que no se generaría la demanda efectiva que sería necesaria para dar salida a una producción ampliada. Para eliminar esa multiplicidad de equilibrios, el análisis neoclásico ha tenido que recurrir a supuestos cada cual más fantástico extendiendo el supuesto de información perfecta a unos extremos de perfección inimaginables. Así, por ejemplo, Arrow ha imaginado para justificar la unicidad del equilibrio general no sólo que existe una enorme variedad de mercados para todas y cada una de las circunstancias que puedan darse en el futuro, es decir para todos los bienes en todos los posibles estados de la naturaleza posibles por decirlo en jerga técnica, sino que cada agente tiene la misma y correcta expectativa acerca del precio que regirá en cada mercado en cada uno de esos potenciales estados de la naturaleza en cada momento del futuro. Por su parte, otro teórico, Roy Radner, demostró que para alcanzar los resultados deseados no era necesario que todo el mundo tuviese las mismas expectativas para el futuro, sólo bastaba que tuviesen una capacidad de cálculo literalmente infinita. Es decir, no sólo que los homo oeconomicus que pueblan el modelo fuesen criaturas de Dios –cosa de la que algunos dudarían- sino que fuesen realmente emanaciones de Su Persona.
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La cuarta cuestión atiende a la estabilidad del equilibrio, o sea la posibilidad de llegar alcanzarlo desde una posición de desequilibrio. Ya Walras había demostrado que descubrir cuál era el equilibrio y llegar a él no era nada fácil, tarea a la que había destinado un personaje ideal, el subastador (véase ajuste), pues no se podía permitir que se realizasen intercambios a precios falsos o de desequilibrio so pena de alejarse o permanecer “dando vueltas” cíclicamente en torno a él. El problema se agudiza sobremanera si aceptamos, como la lógica y el sentido común así lo exigen, la posibilidad de existencia de múltiples equilibrios, pues en tal caso aún si el subastador evitase que se produjeran intercambios a precios de desequilibrio, ello no impediría que ante una perturbación en el sistema económico se “salte” de equilibrio yendo a parar al ámbito de influencia de otro que puede ser menos (o más) óptimo que el de salida. Dicho todo lo anterior, está claro que, dadas todas las condiciones necesarias para que el equilibrio general competitivo sea óptimo en sentido de Pareto, es decir, todas las necesarias para que haya competencia perfecta en todos los sectores de la economía así como las necesarias para que el equilibrio exista, sea único y estable, se impone la conclusión de que el que así lo sea es enteramente irrelevante. Pensar que el modelo del equilibrio general competitivo es un fundamento adecuado para los argumentos a favor de una economía de mercado y de las políticas tendentes a su expansión y profundización deja de ser una apreciación científica para entrar de lleno en los terrenos de la Fe, como parte de una teología económica que considera al mercado como una suerte de dios que regula benévolamente un mundo paradisíaco ajeno a cualquier realidad económica del mundo terrenal. Ni siquiera es posible demostrar que el resultado competitivo sea el más adecuado para el conjunto de los mercados si sucede que hay un mercado que no puede serlo por cualesquiera circunstancias (véase segundo óptimo), por lo que el esfuerzo para avanzar en la dirección de una mayor competencia en el conjunto de los mercados dista de ser una política a favor de la eficiencia si no se puede producir simultáneamente en todos los mercados. Finalmente, hay que señalar los esfuerzos todavía no conclusos para elaborar modelos de equilibrio general no competitivo, introduciendo hipótesis de comportamiento en los agentes que les permitan influir en los precios.
equilibrio de Nash
se denomina así (por John F. Nash, matemático y Nobel de Economía de 1994) al
conjunto de estrategias o acciones adoptadas por los distintos participantes en un “juego” que se caracteriza por ser congruentes entre sí de modo que ningún agente tiene el menor incentivo a cambiar su estrategia, dadas las estrategias adoptadas por los demás. Dicho de otra manera, en un equilibrio de Nash cada jugador (ya sea individuo o empresa) obtiene el mejor resultado posible dado el comportamiento de los demás. equilibrio macroeconómico situación en la que la demanda agregada de una economía coincide con la oferta agregada. En términos no monetarios, sino reales, el equilibrio macroeconómico se define por la igualdad entre la producción agregada, Y, y la demanda efectiva, DE. En el equilibrio macroeconómico se cumple, pues: DE = C + I + G + X == Y = C + S + T + M
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Donde C es el consumo agregado de la economía, I la inversión agregada, G es el gasto público, S es el ahorro, T son los impuestos, X son las exportaciones y M las importaciones. Buena parte del debate macroeconómico se establece en torno a la naturaleza eficiente de este equilibrio, es decir, si dadas las variables de las que dependen esos valores agregados, en el equilibrio macroeconómico que se alcanza en una economía de mercado se produce pleno empleo de recursos o si, al contrario, por algún tipo de fallos de los mercados o de impedimentos a su libre funcionamiento pueden existir equilibrios macroeconómicos con desempleo de recursos. Por otro lado, a partir de la anterior igualdad se llega a esta otra: (S – I) + (T – G) + (M –X) = 0 que establece el equilibrio macroeconómico en términos de flujo de fondos entre sectores, de modo que las necesidades (o capacidades sobrantes) de financiación de la inversión del sector privado, del sector público y del sector exterior tienen que ser congruentes entre sí. Aunque cualquier esquema de desequilibrios entre sectores sería en principio consistente con el mantenimiento del equilibrio macroeconómico en términos contables, en la realidad económica no es así. Sin embargo está abierto a discusión entre los distintos economistas, el grado en que en una economía actúan autónomamente fuerzas que tienden a restablecer la congruencia o si es necesario realizar políticas para corregir el desequilibrio en el sector exterior y el público en algunas economías (véase ajuste macroeconómico). equilibrio parcial en Economía es habitual estudiar qué es lo que ocurre en un mercado cuando cambia el valor de alguna de las variables de las que, caeteris paribus, depende la demanda o la cantidad que se saca a la venta (a saber: el precio de los bienes sustitutivos o complementarios, el precio de los factores de producción, la renta de los consumidores y su distribución entre ellos, los gustos, la publicidad, etc.) sin tener en cuenta los efectos indirectos que los cambios en este mercado tengan sobre otros, ni los efectos feed-back que, consiguientemente, recaerían sobre el mercado donde se produce la variación inicial de partida, que a su vez llevarían a ulteriores efectos sobre otros, y así sucesivamente. A esta forma de análisis se le denomina de equilibrio parcial, calificativo que indica a las claras el carácter de incompletitud que tiene un análisis que sólo tiene en cuenta los efectos directos. Por ejemplo, el aumento del salario en un sector concreto de la economía – sector A- puede incentivar a los empresarios de ese sector a sustituir mano de obra por maquinaría, y por lo tanto tener un efecto negativo sobre el empleo del sector. Ese sería el resultado que se obtendría en un análisis de equilibrio parcial. Sin embargo, cuando abandonamos el corsé del equilibrio parcial, muy bien podría ocurrir que la demanda de maquinaria de sector donde se produce la sustitución de trabajo por maquinas diera lugar a un aumento de la producción del sector de bienes de capital, con el correspondiente aumento del empleo. A su vez, también podría ocurrir que los nuevos trabajadores del sector de bienes de capital utilizaran parte de sus salarios para comprar bienes producidos en el sector A, con el consiguiente aumento de la producción y empleo del sector. Al hacer abstracción de todas estas posibilidades, el análisis del equilibrio parcial arrojaría una conclusión: caída del empleo, que podría ser contraria a la realmente producida cuando se tienen en cuenta todas las posibles implicaciones de la variación estudiada.
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A este respecto, Piero Sraffa (1898-1983) mostró que existen considerables dificultades lógicas a la hora de analizar en términos de equilibrio parcial un mercado en competencia perfecta. Con arreglo a este tipo de análisis, el precio y la cantidad de equilibrio en un mercado en competencia perfecta se determinan por la intersección de
la curva de oferta de la industria que responde respectivamente a las condiciones de
producción y la curva de demanda que refleja los gustos y capacidades monetarias de los consumidores. Razonar así exige que las condiciones que afectan a la oferta y a la demanda puedan considerarse independientes. En el caso de un mercado competitivo, ello se traduce en que las condiciones que hay detrás de la curva de demanda decreciente no se vean afectadas por las que explican que la curva de oferta sea creciente. Ahora bien, para que la curva de oferta de la industria sea creciente es necesario que así lo sean las curvas de coste marginal de todas las empresas que la componen. Y para que estas así lo sean se requiere que haya para todas y cada una un factor de producción en oferta muy rígida, lo cual justificaría que ante aumentos en la cantidad producida aparezcan los rendimientos marginales decrecientes pues, dado que no podrían incrementar el uso de ese factor en la cantidad deseada, las empresas para aumentar su producción se verían obligadas a usar técnicas más intensivas en el resto de factores. Para que tal cosa pudiera sucederle a todas las empresas de una industria competitiva esa industria tendría que caracterizarse por hacer un elevado uso de ese factor. Pero eso significaría que al aumentar su producción haría aumentar el precio de ese factor lo cual, a su vez, modificaría el resto de los precios de las industrias que también lo usan, así como la distribución de la renta. Dicho con otras palabras, si la curva de oferta de una industria es competitiva, las variaciones en su producción alteran también las condiciones que hay debajo de la demanda. No habría, pues, en ese caso, independencia de la oferta de la demanda. Si por el contrario, si las empresas que componen la industria que estamos analizando no usan de un factor de modo determinante, no habría razón para que los incrementos en la producción incurriesen en rendimientos marginales decrecientes, pues las necesidades adicionales de factores que tal crecimiento exigiría se podrían satisfacer fácilmente sin aumento en los precios. Ello plantea un conjunto de problemas. Por un lado, los precios no dependerían de la demanda sino de las condiciones de producción y oferta pues los coste medios y marginales serían constantes en el largo plazo para cada empresa, pero ello dejaría sin resolver la cuestión de cómo se reparte la producción entre las distintas empresas. Eso en el largo plazo, que en el corto, los costes marginales estarían por debajo de los costes medios (véase costes) por lo que si las empresas fijan su precio según establece el modelo de competencia perfecta (precio = coste marginal), tendrían pérdidas, aunque esa situación sería imposible, pues dado que los costes medios serían decrecientes, al final la industria dejaría de ser competitiva, ya que conforme mayor fuera el volumen producido por una empresa menor sería su coste unitario, con lo que acabaría expulsando a las demás. En suma, una industria que esté en competencia perfecta se resiste al análisis de equilibrio parcial. Obviamente, la respuesta a estas dificultades pasa por realizar
análisis de equilibrio general
competitivo, que así se llaman cuando se tienen en cuenta todos los efectos directos e indirectos que acompañan al cambio en alguna variable. Aunque en la práctica en la mayor parte de los casos este enfoque será inviable por la enorme cantidad de información que requiere. Ello ha llevado a que, pese a todas sus incongruencias lógicas y defectos prácticos, el análisis de equilibrio parcial sea de uso habitual como forma de explicar el proceso de determinación del precio en cada mercado. Tal forma de proceder podría considerarse la
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adecuada siempre que las ventajas de coste de requisitos informacionales del análisis parcial no superen a la pérdida de precisión que necesariamente supone y si las interdependencias entre la oferta y la demanda fuesen despreciables. Ello sucedería cuando el tamaño de los efectos indirectos fuese de poca cuantía o despreciable. El problema, es que, para saber el error absoluto o relativo que se comete cuando se analizan las repercusiones del cambio en una variable en un mercado concreto sería necesario conocer con precisión el efecto real, es decir, realizar un análisis de equilibrio general. Finalmente, dada la dificultad para formular modelos no competitivos de equilibrio general, los análisis de mercados monopolísticos y oligopolísticos no tienen otra opción que recurrir al análisis de equilibrio parcial para explicar la fijación de precios en los mercados dominados por una o varias empresas. escala mínima eficiente con este término, asociado al concepto de economías de escala, se alude al tamaño de la planta productiva a partir del cual se anulan las economías internas de escala. Ello, en la práctica no implica que de aumentar la escala no haya ninguna caída en los costes medios, sino que, de haberla, ésta será mínima. El conocimiento de la escala mínima eficiente, EME, permite saber cuál es el número máximo de empresas de un sector compatible con el pleno aprovechamiento de las economías de escala. Así, por ejemplo si la EME se corresponde con una producción del 10 % del mercado, en ese sector razones de tipo tecnológico explicarían que sólo hubiera 10 empresas, por lo tanto, si la concentración es mayor, es que existen otras causas distintas de las tecnológicas que explicarían el grado de concentración. escasez concepto primitivo para la Economía neoclásica que define lo que se ha venido en llamar el problema económico. Para los economistas neoclásicos, la condición humana gira en torno a la Escasez. Los hombres siempre viven en un entorno de Escasez, de escasez de recursos frente a las ilimitadas necesidades que, a diferencia de los animales, los hombres son capaces de generarse. El “hecho” empírico de la omnipresente Escasez sería la justificación de la visión de la vida humana de la Economía neoclásica como una competencia cuasidarwiniana en la que los individuos, quiéranlo o no, habrían de comportarse por regla general como homo oeconomicus rivales obligados siempre a elegir su comportamiento del modo más egoísta y racional si quieren satisfacer del modo más eficiente posible sus ilimitadas necesidades. Todo ello dentro de un marco social que regularía institucionalmente ya sea por el Estado o por el Mercado y con cierta ayuda de normas morales o costumbres de sociabilidad ese ineludible conflicto a que la Escasez lleva. La cadena causal, pues, entre escasez ⇒ rivalidad y egoísmo ⇒ competencia ⇒ elección ⇒ racionalidad parecería una verdad elemental que fundaría conceptualmente el enfoque económico de la investigación social. Pero esta cadena causal presenta algunas inconsistencias y requiere de consideraciones adicionales. Así, supuesto que hay escasez de algo, para que esta escasez engendre rivalidad, es necesario en primer lugar que los individuos se encuentren en el mismo “plano” social, es decir que sean “iguales” no en el acceso sino en la mera posibilidad de acceder a los recursos escasos, de modo que realmente puedan ser rivales. Si, por el contrario, restricciones sociales (un sistema de castas), políticas (una sociedad de ordenes como la feudal) o culturales (la segregación racial o religiosa) clasifican a los individuos como diferentes ello dificulta o impide su igualdad en cuanto a su posibilidad de acceso, por lo que la mera existencia de escasez no tiene porqué engendrar rivalidad. En un caso extremo en el que una sola persona (un rey, por ejemplo) tenga el derecho de
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acceso a un recurso, su escasez no engendra obviamente rivalidad, pues sólo él tiene esa posibilidad. Por otro lado, a veces la conexión corre en sentido opuesto de modo que es la rivalidad la que engendra escasez. Tal situación ocurre cuando la escasez no se debe a la insuficiencia de recursos materiales o escasez natural sino que es claramente una escasez social y surge siempre que el valor de lo que uno tiene de algo depende de la cantidad que tiene los demás (véase bien posicional). El valor de un automóvil como medio de transporte para un individuo cualquiera depende de cuantos otros lo tengan, si este número crece, el mismo coche dejaría de satisfacer de igual manera las necesidades de transporte de ese individuo que pasaría a sufrir por tanto una “escasez” asociada a la congestión generada socialmente por la rivalidad en el acceso a las carreteras. De igual forma., conforme un medio ambiente urbano se deteriora, engendra el deseo general y rival de escapar del mismo y huir a las zonas suburbanas de ambiente más amable, rivalidad que genera a su vez escasez. En suma, de lo anterior puede concluirse que no es que la escasez engendre siempre rivalidad, sino que –al contrario- es la propia rivalidad la que frecuentemente engendra escasez. La rivalidad entre los individuos puede expresarse de múltiples formas y en una multiplicidad de ámbitos además del económico. Y así, en los mundos premodernos la rivalidad entre aquellos que socialmente podían serlo buscaba no sólo ni fundamentalmente la riqueza sino también la gloria, la admiración, el poder; y se ejercía en terrenos como la guerra, la oratoria, la religión organizada, etc. Lo que confiere su distinción al mundo moderno es que la revoluciones políticas y sociales han acabado con las distinciones de rango social (por nacimiento, por raza, religión, etc.) distintas a la económica, lo que se ha traducido en que hoy todos los individuos sean iguales en su derecho a rivalizar y competir en el terreno al que la modernidad ha canalizado la rivalidad: al terreno de “lo económico”. De ahí emerge la Escasez como característica ubicua en la sociedades modernas, Escasez que afligiría a todos y a cada uno de sus agentes, Escasez nunca sofocada ni aminorada por más crecimiento económico que se logre y avances técnicos que se produzcan. Las opulentas sociedades modernas viven así en escasez, aunque paradójicamente se haya convertido en un agudo problema (de escasez de espacio) encontrar dónde almacenar el ingente volumen de residuos que genera. Para que tal cosa haya sido posible, para que la Escasez haya surgido como definidora de la condición humana en la edad moderna, ha sido necesario además de los cambios políticos y sociales a los que se ha hecho referencia, que las escaseces parciales se hayan “generalizado” o “interconectado”, tarea en la que expansión del Mercado ha jugado un relevante papel. Si uno está hambriento o enfermo, tener joyas no le resuelve directamente su necesidad a menos que se puedan convertir (intercambiar) por alimentos o medicinas. Al extenderse el ámbito de los intercambios o del Mercado los bienes se hacen fungibles, de modo que las escaseces parciales que responden a situaciones de necesidad o penuria particulares se subsumen en una Escasez general. Todo lo anterior apunta a un resultado en principio sorprendente: que la Escasez es una construcción histórica y social. Avalan esta tesis además hechos como el que el propio concepto de Escasez sea un concepto moderno, desconocido curiosamente para las sociedades premodernas. Ello no significa que no hubiese escaseces concretas, particulares, definidoras de la situación de un grupo humano en períodos y lugares dados. Para los hombres de todas esas sociedades había tiempos de penuria y de escasez, pero también había tiempos de abundancia. Sin embargo, la idea de que la condición humana es la de una eterna y ubicua Escasez es inequívocamente una idea moderna cuya aparición define y funda la de la propia Economía como cuerpo de
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reflexión intelectual separado de la Política y la Filosofía Moral. En segundo lugar, y a un nivel más concreto, los datos suministrados por la Antropología moderna distan de ofrecer pábulo a la noción de que el pasado prehistórico haya sido un pasado tan miserable como sugieren las películas de Hollywood . Concretamente, y a partir de la información aportada por la arqueología, la paleoantropología, y el estudio de las sociedades primitivas todavía existentes hace unos treinta o cuarenta años, parece que los niveles de salud y alimentación eran equiparables a los de las sociedades europeas de primeros del siglo XX, a la vez que el esfuerzo que tenían que dedicar a proveerse de los medios para su subsistencia material (caza, recolección) eran muy bajos (de seis a doce horas de trabajo a la semana). Ello ha llevado a algunos analistas de la economía de la Edad de Piedra a definirla como una economía opulenta, la primera históricamente hablando. Obviamente estas sociedades primitivas eran
sociedades pobres, pero su pobreza material, su precario stock de recursos
materiales, no implicaba que su vida discurriese perpetuamente en un estado de Escasez generalizada. Dicho de otro modo, pobreza no implica Escasez. Para que esta implicación se de es necesario que los niveles de recursos no puedan cubrir las necesidades sentidas: si una sociedad pobre satisface sus necesidades es pobre pero no padece de Escasez. Dicho de otra manera, las escaseces se convierten curiosamente en Escasez cuando con la modernidad y el crecimiento económico aparecen los medios para aliviarlas y generarlas. Tampoco, por seguir con la cadena causal, está nada clara la conexión entre escasez y elección racional. Más bien, sucede lo contrario. Es la abundancia de alternativas, es decir, la no escasez, lo que obliga a elegir, a ponderar, a decidir, de modo que cuantas más opciones se tengan más difícil será el proceso de elegir una en concreto. Por el contrario, la pobreza acota las posibilidades, marca por sí misma el camino. La implicación es que el peso de los comportamientos racionales y egoístas, típicos del homo oeconomicus, será mayor en las economías ricas que en las pobres, como así parecen confirmarlo los datos antropológicos que muestran cómo en economías de subsistencia es habitual la presencia de comportamientos “ineficientes” o irracionales desde el punto de vista de la producción (por ejemplo, reglas de explotación de los recursos siguiendo principios mágicos, uso de la propiedad comunal con los consiguientes problemas asociados a la tragedia de los comunes, abundancia de ocio, ritos de destrucción de recursos como el “potlach”, etc.) Si la Escasez es una construcción moderna, ¿cuál es su futuro? Hubo un tiempo en que fue usual imaginar que el crecimiento económico tarde o temprano acabaría con la Escasez, de modo que se anticipaba una “sociedad del ocio” en la que la ausencia del problema económico podría llevar o bien a un paraíso en el que los hombres podrían por fin dedicarse a las actividades espirituales y relacionales, las más elevadas de entre las humanas, o bien, y por el contrario, a un infierno de violencia y anomia sociales si unos individuos tan acostumbrados a trabajar y a competir como homini oeconomici se quedaban progresivamente sin tareas productivas en las que emplear sus vidas. Estos análisis sociopsicológicos no han sido por lo general (aunque siempre hay excepciones) compartidos por los economistas. La razón estriba en que estos habitualmente han distinguido, como hacía Keynes, entre unas
necesidades absolutas, sentidas por cualquiera
independientemente de la situación del resto de los miembros de una sociedad y cuya satisfacción puede pensarse que se podría ser lograr en términos generales para todos los miembros de una sociedad (por ejemplo, las necesidades básicas de alimento, alojamiento, vestido), y unas necesidades relativas, que dependen del entorno social. Son estas últimas las necesidades de pertenencia y posición social (véase bien posicional), cuya satisfacción pasa porque cada individuo, por un lado, se conforme en sus hábitos de consumo y actuación a los
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estándares que a la vez definen y son definidos por el grupo al que pertenece y, por otro, trate de superarlos para conseguir marcar una diferencia deseada de estatus, prestigio o posición social. Este tipo de necesidades, relativas por su propia esencia, nunca pueden ser satisfechas para todo el mundo (véase frustración relativa) por dos razones: En primer lugar, la competencia posicional por acceder a los bienes que proporcionan estatus determina que no todos pueden ganar y por lo tanto exige que haya perdedores insatisfechos en esa carrera por ser más que los demás. En segundo lugar, la carrera posicional eleva el nivel de las normas de actuación necesarias para pertenecer al grupo, de modo que los individuos han de esforzarse continuamente no ya por ser más dentro del grupo social sino por mantener su pertenencia al mismo. En suma, la Escasez en un entorno social donde la pertenencia y la posición social de un individuo depende de su nivel económico se reinventa cada día y goza de un futuro prometedor, a menos que cambie de una forma inimaginable hoy por hoy el modo en que se define la pertenencia social y se concede el prestigio. especulación por especulación se entiende el hecho de adquirir un producto no con la finalidad de consumirlo, sino para acumularlo con la intención de revenderlo cuando suba su precio en el mercado. La compra especulativa, también llamada arbitraje es una compra que depende de la expectativa futura de precios. Dado que la propia actividad especulativa puede generar un aumento del precio en el corto plazo es habitual que el término esté rodeado de connotaciones peyorativas cuando el bien sobre el que se especula es un bien de primera necesidad o de consumo muy difundido. Estas apreciaciones negativas se acentúan si el especulador acierta con sus previsiones, de modo que llega un momento en que se produce una escasez del bien y sube su precio. En ese momento, el especulador aparece como un acumulador de bienes que se beneficia de la necesidad general pues puede sacar a la venta sus existencias acumuladas, venderlas a un precio elevado y obtener pingües beneficios. Esta visión negativa que se suele tener de los especuladores, es para los economistas completamente equivocada pues los especuladores realizan a sus ojos una actividad económica muy necesaria cual es asegurar a la sociedad frente a las escaseces no esperadas suavizando su impacto. Obsérvese que en ausencia de especuladores, una escasez sobrevenida dejaría a una sociedad sin medios de afrontarla. Los altos beneficios que obtiene un especulador exitoso no deben confundir, pues hay que contar con las pérdidas a las que se enfrenta cuando sus previsiones no han sido acertadas, de modo que su beneficio medio dista de ese alto beneficio que gana cuando la suerte le ha sido favorable. La especulación se produce de forma cotidiana y sin ningún tipo de connotaciones negativas en relación con activos financieros –acciones, por ejemplo- (o divisas), cuando se adquieren con la intención no de conservarlos a medio largo plazo (o realizar alguna transacción internacional, en el caso de las divisas), sino de revenderlos en el momento que se produzca una subida de su precio. Estado de Bienestar el nombre genérico de Estado de Bienestar, EB, o Estado Social como se conoce en el campo del derecho, hace referencia a un conjunto de instituciones derivadas del compromiso del sector público con los siguientes aspectos del bienestar de los ciudadanos: (1) implicación pública en el funcionamiento del mercado de trabajo con la intención de garantizar unos derechos mínimos a los trabajadores y simultáneamente intentar alcanzar el pleno empleo, (2) cobertura extramercado de las necesidades sociales básicas, fundamentalmente salud y educación, y en menor medida vivienda, (3) garantía de rentas, esto es, derecho de
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los ciudadanos a algún tipo de ingreso en el caso de desempleo transitorio (seguro de desempleo), incapacidad temporal o permanente (pensión de incapacidad), jubilación (pensión de jubilación) u otra situación de necesidad (renta mínima de inserción o salario social). De entre las múltiples razones que explican la aparición de Estados de Bienestar más o menos generalizada en el conjunto de países capitalistas avanzados, aunque con diferentes intensidades y cronologías, destacan cuatro. En primer lugar la ruptura con las formas de hacer y vivir que vino de la mano de la consolidación del capitalismo y la revolución industrial. Unos cambios que supusieron el hundimiento de los mecanismos de protección social precapitalistas y el aumento de la incertidumbre y la dependencia. En segundo lugar el triunfo de la revolución Rusa y el nacimiento y desarrollo de movimientos críticos al capitalismo en los países industrializados trajo consigo la aparición de una alternativa global al sistema capitalista, que se trató de desactivar mediante los mecanismos ya mencionados que atenuaran los resultados del mercado más ineficientes desde el punto de vista económico, como el desempleo, o menos compatibles con el criterio de justicia dominante, como la pobreza y la desigualdad creciente de acceso a los frutos del crecimiento económico. Así, mediante las actividades propias del Estado de Bienestar el Estado trataría de legitimar el sistema capitalista ante la población, y desactivar posibles intentos de cambio social. Una interpretación del EB que explicaría la posición crítica al mismo que durante las décadas de 1960 y parte de 1970 se mantuvo desde posiciones de izquierda, con lo que paradójicamente el EB pasó ser atacado desde la izquierda (como política de parches que retrasa el cambio radical) y la derecha (como muestra de infiltración socializante). En tercer lugar, con la gran depresión de los años 30 y el triunfo del keynesianismo cambia la interpretación dominante del funcionamiento del mercado, ese dejar hacer, dejar estar del liberalismo decimonónico. Tras Keynes, el Estado cobra un papel central para el buen funcionamiento del mercado, mediante la amortiguación de sus ciclos a través de la actuación contracíclica vía gasto público, transferencias e impuestos. Este cambio de interpretación confiere al sector público de una base económica que facilitará sus intervenciones en el campo del bienestar. Por último, y aunque una de las características de la construcción del EB es su “bipartidismo”, esto es, la existencia de un acuerdo general en su conveniencia por parte de partidos políticos de distinta ideología, la realidad es que la ideología ha tenido cierto papel a la hora de explicar el diseño concreto del EB, o su mantenimiento en estos tiempos de monopolio social de la economía de mercado tras el hundimiento de la Unión Soviética. Aunque prácticamente en todos los países capitalistas existen rasgos de lo que hemos llamado EB, su intensidad y ámbito de actuación es muy distinto, como se puede ver en el cuadro adjunto que recoge el peso que el gasto social (excluyendo educación) tiene el PIB de un grupo de países de la OCDE. Diferencias que se reflejan en el número de campos en los que intervienen, en la calidad de las prestaciones, y en la universalidad o selectividad de las mismas. También hay claras diferencias entre los EB que optan por la prestación directa del servicio frente a los que se inclinan por realización de la transferencias monetarias dejando que sea el beneficiario el que decida, su uso así como en el método utilizado para su financiación.
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1999
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Gasto social como porcentaje del PIB 1999
1999
Suecia
32,9
Holanda
28.1
Portugal
22.9
Francia
30.3
Noruega
27.9
España
20.0
Alemania
29.6
Media UE(15)
27.6
Canadá*
17.9
Bélgica
28.2
Reino Unido
26.9
Australia*
17.4
Dinamarca
29.4
Finlandia
26.7
EE.UU.*
14.7
Austria
28.6
Grecia
25.5
Irlanda
14.7
Suiza
28.3
Italia
25.3
Japón*
14.0
(*)OCDE, 1997, resto Eurostat. En contraposición con el respaldo bipartidista del que se benefició la construcción del EB, las dos últimas décadas del siglo XX se han caracterizado por una creciente hostilidad hacia el EB, al que se achaca su inefectividad para conseguir una sociedad de pleno empleo, la generación de efectos no deseados al alterar los incentivos del mercado, su mal funcionamiento como resultado de la falta de competencia en aquellos sectores de provisión y producción pública, o en el mejor de los casos su no adecuación a unas circunstancias cambiantes marcadas por la globalización y el envejecimiento demográfico. Estás críticas todavía no han afectado a los programas con mayor respaldo del EB, pero sí se han dejado sentir en algunas de sus actividades de asistencia social y que en el futuro podrían conducir al deterioro de sus prestaciones con la consiguiente pérdida de respaldo por parte de la población. estado estacionario situación de estancamiento económico, ligada al pensamiento de algunos economistas clásicos, consecuencia de la acción contrapuesta de dos fuerzas: la tendencia de la población a crecer sin límites y la ley de los rendimientos decrecientes. No es esta una relación que se encuentre en el primero de los economistas clásicos, Adam Smith (1723-1790.), quien más bien veía el futuro de la economía con optimismo. Su idea de que la división del trabajo, y por ende, la productividad aumentaba paralelamente con la extensión del mercado y de la población llevaba a considerar que, en la industria, los rendimientos tendían a ser crecientes, en tanto que en la agricultura posiblemente lo fueran constantes en la medida que el progreso técnico y la división del trabajo compensarían la puesta en explotación de tierras menos fértiles conforme creciesen las necesidades de una población en aumento. Frente a esta posición, se alzó el análisis de David Ricardo (1772-1823), para quién la industria se caracteriza por la existencia de rendimientos constantes mientras que en la agricultura existirían rendimientos decrecientes. Ello, junto con su forma de entender la distribución funcional del producto, le llevó a una inexorable conclusión: el estado estacionario. En efecto, para Ricardo la fuente de la dinámica del sistema económico se encuentra en la inversión que hacen los capitalistas a partir de los beneficios. Ahora bien, conforme creciese la población, la necesidad de alimentarla llevaría a cultivar tierras de peor calidad, lo cual conduciría a una subida en el precio de los cereales o, en general, de todos los productos agrícolas. Pero ¿quién se beneficiaría de esta subida? No, obviamente, los trabajadores que reciben salarios de subsistencia. Pero tampoco los capitalistas, pues habrían de pagar salarios más altos a sus trabajadores para que al menos pudieran subsistir. Los beneficiarios de la subida en los
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precios agrarios serían los terratenientes de las tierras de mayor calidad (véase renta de la tierra). En efecto, el valor de la producción agraria en una explotación cualquiera ha de repartirse entre los trabajadores, el agricultor-capitalista y el terrateniente que alquila la tierra. Si aumenta la parte que se llevan los trabajadores por el ascenso de los salarios de subsistencia, la parte que le queda al capitalista-agricultor ha de caer paralelamente, pues aunque aumente el valor de la producción, se produce a la vez un incremento del alquiler de la tierra. Consecuentemente, el tipo de beneficio sobre el capital invertido en la agricultura cae, pero lo mismo ocurre en la industria pues los capitalistas industriales se ven obligados a subir los salarios de subsistencia que pagan a sus trabajadores.
Dado que para Ricardo los terratenientes son una clase
improductiva, en el sentido de que no invierten sino que gastan sus rentas en artículos suntuarios, la economía acaba estancándose en un estado estacionario pues los salarios de subsistencia permiten que sólo se reproduzcan los trabajadores, y la inexistencia de beneficios lleva a la ausencia de inversión. Cierto que los avances técnicos podrían compensar esta situación coyunturalmente, pero a la larga no podrían evitarla. El análisis de Ricardo fue asumido en términos generales por todos los economistas clásicos incluido Karl Marx (1818-1883), si bien su relevancia empírica dependía de la importancia que se le concediese al progreso técnico o del papel improductivo de los terratenientes. Así, para Marx el progreso técnico se convertiría en una fuente autónoma de ascenso en la productividad una vez desapareciese el capitalismo. Para Malthus (1766-1834), los terratenientes podrían convertirse en una clase productiva, como los capitalistas, y aminorar la tendencia al estado estacionario Pero para el resto de los autores, el estado estacionario se cernía como una amenaza, con la sola excepción de John Stuart Mill (1806-1873), quien afirmó la superioridad social de un estado en el que la actividad principal de los hombres no fuera la lucha por la supervivencia o la competencia por la riqueza sino la persecución de la felicidad. Los desarrollos tecnológicos del siglo XIX y principios del XX, alejaron el estado estacionario y sus consecuencias del centro de atención. El análisis keynesiano, en manos de Alvin Hansen (1887-1975) volvió a situarlo en escena hacia los años 1940 en forma de teoría del estancamiento o de la madurez económica, según la cual los elementos o factores exógenos constitutivos del crecimiento económico son tres: 1) las innovaciones, 2) la explotación de nuevos recursos naturales, y 3) el crecimiento de la población. Para Hansen, el segundo y tercero de esos factores daban claras muestras de debilidad, en tanto que el primero dependía del grado de monopolización de la economía. Hansen suponía que las empresas monopolísticas dominaban crecientemente en las economías desarrolladas, a la vez que tenían pocos incentivos a innovar pues el incremento en las ventas que supone la innovación para este tipo de empresas es despreciable. En consecuencia, los factores dinámicos externos dejarían de cumplir sus tareas, la economía se acabaría estancando en una suerte de moderno estado estacionario, esta vez por razones de demanda y no de oferta como en el caso de los economistas clásicos. A menos, claro está, que desde el estado se actuase con políticas macroeconómicas de estímulo de la demanda (inversiones públicas, reducción de impuestos, investigación pública, etc.) Tampoco las predicciones de Hansen se han visto corroboradas por los hechos. Las innovaciones no sólo se han sucedido con regularidad sino que han acelerado su ritmo, y ni la población ni los recursos naturales han sido obstáculo al crecimiento. Por todo ello es que, el estado estacionario, despojado de sus connotaciones sociológicas y políticas, ha pasado a convertirse para la mayor parte de economistas en una pieza analítica, en un concepto con el que se
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define una situación de equilibrio con respecto a la cual estudiar lo que se da en la realidad. Desde esta perspectiva, el estado estacionario se define como la situación teórica en la que la producción y la población son constantes. No hay consecuentemente progreso técnico ni inversión neta, de modo que se va reponiendo únicamente el equipo capital que se desgasta. Pero, una vez más, el estado estacionario se resiste a cumplir ese papel comparsa y reclama su valor. Así, un grupo de economistas, en cierto sentido discípulos de John Stuart Mill, defienden una perspectiva ecológica y humanística de la economía que acentúa la conservación de los recursos naturales para de las futuras generaciones (véase crecimiento sostenible) y cuestiona la existencia de una relación directa entre crecimiento económico y
felicidad (véase economía de la felicidad). Desde esta posición el estado
estacionario, a veces llamado, crecimiento cero, se plantea como un objetivo deseable a partir de cierto nivel de desarrollo económico. estanflación neologismo construido sumando los términos de estancamiento económico e inflación, acuñado en los años 70 para referirse a un fenómeno económico nuevo en su tiempo: la coexistencia de estancamiento o recesión económica e inflación. Para la teoría dominante en la época, de inspiración keynesiana, la presencia de unos niveles de inflación relativamente elevados debía estar asociada a una situación próxima al pleno empleo de los recursos disponibles, donde los incrementos en la demanda agregada no encontrarían respuesta adecuada en la capacidad de producción de la economía, haciendo subir los precios. La existencia de inflación en un contexto de recesión económica o de escaso crecimiento, con niveles de desempleo altos e incluso crecientes constituía así una anormalidad teórica, ya que lo esperable era que las recesiones, sino se veían acompañadas de caídas en los precios, deflación, por lo menos estuvieran asociadas con moderación en los precios. La existencia de un fenómeno como la estanflación supuso el final del predominio de la economía keynesiana, tanto como explicación teórica macroeconómica dominante como en su papel de guía de la política económica, pues a la hora de enfrentarse a este fenómeno cobraron protagonismo tanto la escuela monetarista, como nuevos enfoques como la nueva macroeconomía clásica, que acusaban a las políticas macroeconómicas de demanda de generar inflación sin resolver el problema del desempleo (e incluso empeorándolo) por haber descuidado los determinantes de la oferta (véase tasa natural de desempleo, y NAIRU). esterilización monetaria cuando un exportador cambia las divisas que obtienen de la venta de sus productos en el exterior se produce un aumento en la oferta monetaria, mientras que cuando un importador se dirige a un banco a cambiar su moneda nacional por divisas para proceder a importar algún bien o servicio, se reduce la oferta monetaria, ya que se retira moneda de la circulación. Por lo tanto, en el caso de que las importaciones, M, sean mayores que las exportaciones, M, se producirá una caída de la oferta monetaria, mientras que si las exportaciones superan a las importaciones se producirá una reducción de la oferta monetaria. Se dice que el Banco Central practica una política de esterilización monetaria cuando pone en marcha medidas ad-hoc de política monetaria dirigidas específicamente a compensar las variaciones en la oferta monetaria derivadas de la existencia de desequilibrios en el sector exterior. En el caso de X >M la intervención tendría una naturaleza
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contractiva dirigida a reducir la liquidez, mientras que cuando M >X la intervención sería de carácter expansivo. estrategia dominante se dice que un jugador o agente en una interacción económica y social tiene una estrategia dominante cuando es su mejor regla de comportamiento independientemente de las estrategias que sigan los demás jugadores. Si estos también tienen estrategias dominantes, el resultado sería un equilibrio Nash en estrategias dominantes. Un ejemplo prototípico de juego con estrategias dominantes es el dilema del prisionero.
ética
quizás una de las mayores y más revolucionarias contribuciones de Adam Smith (1723-1790) al
pensamiento económico y social es la idea de que si el modo de organización económica se basa en el libre mercado, no es necesario que los individuos tengan que comportarse de modo ético o moral para la sociedad se articule armoniosamente de modo que se alcance el mejor resultado en términos agregados, sino que es suficiente con que los individuos persigan su propio interés. Si así lo hacen, el mercado actúa como una “mano invisible” y redirige de modo casi milagroso, pero con mano dura, (véase equilibrio general competitivo), esos comportamientos egoístas individuales hacia la situación de máximo bienestar social. Aquél individuo que no se plegara a los dictados del mercado, que no se comportara de modo racional y eficiente buscando satisfacer los intereses de sus clientes, simplemente sería apartado por la competencia y se vería abocado a desparecer del mercado. En suma que la economía de mercado, nada necesitaría de la ética, pues como señaló uno de los contemporáneos de Smith, el doctor Samuel Johnson (1709-784), “hay pocas cosas a las que un hombre pueda dedicarse que sean más inocentes que el hacer dinero”. Con este planteamiento Smith se aleja del supuesto tradicional que subyacía a la filosofía social previa que explicaba los males sociales a partir de los comportamientos “pecaminosos” de los individuos. Esta idea del poder civilizador del mercado, de lo que Montesquieu (1689-1775) llamaba “le doux commerce” o dulce comercio, estaba bastante generalizada en tiempos de Smith entre las mentes más ilustradas. Frente a la noción de que el mundo no mercantil estaba regido por las “pasiones”, siempre pugnando por salir a la luz destrozando la leve capa de unos códigos éticos, exógenos a los individuos, y más o menos interiorizados por la educación y las costumbres, aparecía el mundo comercial, guiado por el despliegue racional de los fríos intereses, como un remanso pacífico y, porqué no decirlo, moral, pues la mejor manera en que cada cual puede conseguir satisfacer sus propios objetivos consiste en ayudar a que los demás satisfagan los suyos. Pero las cosas no son tan fáciles, y no es tan sencillo deshacerse de la noción de que el mundo económico y social necesita de unos valores éticos asumidos por los participantes en los mercados y no sólo como medio para cumplir algún objetivo de justicia, sino por estrictas razones de eficiencia económica. En efecto, por un lado, el egoísmo del que habla Smith hay que entenderlo como “neutralidad” hacia la situación, intereses o comportamientos de los demás, es decir como directa asunción y aplicación de una regla que prescribe que cada uno ha de “ir a la suyo”, sin fijarse en los demás. Con arreglo a la lógica smithiana, la “mano invisible” podría hacer que una economía de mercado funcionase bien sin benevolencia o altruismo, pero no puede funcionar bien con malevolencia o envidia entre los individuos o cuando, aunque no las hubiere,
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ocurriera no obstante que el cumplimiento de los objetivos de cada individuo pasase porque los otros no satisficiesen los suyos propios, pues en tales casos la persecución del propio interés exige lógicamente no sólo no favorecer sino, todo lo contrario, poner trabas a que los demás persigan los suyos. Por otro lado, la defensa del egoísmo neutral en los comportamientos individuales en los mercados exige adicionalmente del supuesto de que o bien las mercancías son inocuas (véase inocencia de la mercancía) o bien, caso de que no lo sean, que los que las vendan sean enteramente irresponsables del uso que de ellas se haga. Finalmente, existen situaciones donde el mercado fracasa por múltiples razones (véase fallos del mercado), de modo que la persecución egoísta de los propios interese dista de ser consistente con el bienestar agregado. Un caso particular es la información asimétrica, cuya existencia incita a la deshonestidad en la persecución del propio interés con los consiguientes costes de eficiencia (véase riesgo moral y selección adversa). Por ello, se ha señalado que un funcionamiento suave de una economía de mercado requiere de la generación de un clima social de confianza mutua entre los agentes que realizan las transacciones. Si Adam Smith no lo acentuó en la Riqueza de las Naciones (aunque sí en su otra gran obra, la Teoría de los Sentimientos Morales) fue porque los mercados que tenía a la vista y en su mente cuando planteó su idea del egoísmo como criterio de comportamiento en el mercado, se caracterizaban por ser unos mercados de rango fundamentalmente local, con empresas relativamente pequeñas, donde se intercambiaban productos simples y donde el repetido contacto entre los participantes premiaba la honestidad y facilitaba el surgimiento de relaciones de confianza mutua, por lo que los problemas que plantea la información asimétrica se veían notablemente atenuados. Distinta es, sin embargo, la situación en mercados como los actuales de rango global, de productos complejos, con presencia de grandes empresas y donde los participantes son frecuentemente anónimos. Ello, sin duda, dificulta la aparición de la confianza entre las partes que intervienen en las transacciones de mercado en la medida que los comportamientos deshonestos son menos detectables y por tanto menos “castigables” por la competencia en el mercado. Desde un punto de vista menos filosófico y más histórico, ciertos valores sociales se han revelado como más efectivos a la hora de promover el crecimiento económico en las economías de mercado. Partiendo de que en una economía de mercado la actitud moral adecuada es que cada uno persiga sus propios intereses de modo racional, la pregunta sería entonces cuáles son esos intereses de modo más concreto. A este respecto, los economistas y sociólogos han acentuado un conjunto de valores que han informado históricamente los objetivos de los individuos. Max Weber (1864-1920) acentuó el papel de la llamada ética protestante, centrada en “virtudes” como el ahorro, el trabajo duro, la honradez, el éxito económico individual como indicador de valor social y moral, etc., en el surgimiento y expansión del capitalismo en la medida que los comportamientos a los que tal ética da lugar son congruentes y facilitan la inversión, la expansión de los mercados y el crecimiento económico. Modernamente, sin embargo, el ascenso de la productividad ligada a un progreso técnico cada vez más rápido y autónomo donde, además, buena parte del ahorro para la inversión procede de la autofinanciación empresarial, habría dado lugar a unas economías que habrían socavado la relevancia de tal tipo de ética centrada en la renuncia y la abnegación, de modo que la “ética” más adecuada a una economía de mercado desarrollada donde los problemas económicos pueden surgir por el lado de la demanda sería una ética que primase algunos de los “valores” opuestos: el consumo, el lujo, la satisfacción inmediata.
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excedente del consumidor
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el concepto de excedente del consumidor hace referencia a la diferencia entre la
cantidad máxima de renta monetaria que un consumidor hubiera estado dispuesto a pagar por todas las unidades que compra de un bien a un determinado precio y la cantidad que paga realmente. Gráficamente el excedente del consumidor es la zona comprendida entre la función de demanda y el precio existente en un momento dado (zona PAC). El excedente del consumidor es una medida monetaria del cambio de bienestar para los consumidores que procede de las ganancias del intercambio, de las ventajas o beneficios que la existencia de un mercado reporta a los consumidores. En efecto, es un error relativamente común “razonar” que en una transacción mercantil nadie sale beneficiado dado que se intercambian equivalentes: el consumidor pagaría por las unidades del bien que se lleva exactamente lo que para él lo valen, pues si no lo valiesen, no las compraría. Pues bien, esto sería cierto para la última de las unidades que compra, la XN del gráfico, por la cual el consumidor está dispuesto a pagar y paga exactamente lo que para él vale (el precio P), pero no es cierto para todas las unidades que compra (de la 1 hasta la XN-1) a las que valora más de lo que le cuestan, como se ve por la curva de demanda. P A
P
O
A Demanda
XN
X
Se denomina, por otra parte, precio todo o nada (“o lo tomas o lo dejas”) al precio unitario máximo que estaría dispuesto a pagar un consumidor o grupo de consumidores por un paquete de unidades de un bien antes de quedarse sin él. El precio todo o nada es el precio que resulta de incluir en el gasto el excedente del consumidor, y conforme un oferente sea capaz de acercarse a él más señala eso su posición dominante en el intercambio, pues caso de conseguirlo el resultado que alcanza resulta equivalente al de un monopolista que es capaz de realizar una discriminación de precios de primer grado. El precio todo o nada del caso reflejado en el gráfico sería: P* = P + (área PAC)/ XN excedente económico el concepto de excedente económico hace referencia a la diferencia entre la producción y las necesidades de bienes y servicios para garantizar el mantenimiento de la población y la renovación del capital utilizado en el proceso productivo, es decir, la reproducción de la economía. De este modo, una
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sociedad que no genere excedente económico será una sociedad estancada en términos de población y de producción. El excedente económico aparece así como una condición necesaria, aunque no suficiente, para que exista crecimiento económico, ya que implica la posibilidad de desviar parte de la producción para incrementar el capital, o si se prefiere, la posibilidad de liberar a parte de los trabajadores de la producción de bienes y servicios para la subsistencia y dedicarlos a producir bienes de capital. En contra de lo que pudiera pensarse, sin embargo, la limitación central al crecimiento a la que se han enfrentado las distintas sociedades a lo largo de la historio no ha sido su incapacidad para generar excedente económico, sino la utilización no productiva a la que se ha dedicado históricamente el mismo. Todos los legados arquitectónicos del pasado, desde las pirámides egipcias a las catedrales góticas, son ejemplo de la capacidad de esas civilizaciones de generar excedente, otra cuestión es que tal excedente se dedicara a usos ornamentales o al mantenimiento de clases no productivas. Sólo con el advenimiento y consolidación de la economía de mercado se dará la circunstancia de que aquellos con derechos sobre el excedente: la burguesía, dediquen una parte importante del mismo a la acumulación de capital, haciendo posible el crecimiento. El concepto de excedente tiene como limitación la dificultad de definir cuál es el nivel de bienes y servicios necesario para garantizar la supervivencia de la población, un nivel que se puede definir de forma objetiva cuando se toma como referencia la mera supervivencia física, pero que es difícil de determinar en términos sociales, dada la naturaleza necesariamente subjetiva del concepto de necesidades sociales mínimas. excedente del productor cuando la función de coste marginal de una empresa tiene pendiente positiva, el coste de ir produciendo unidades adicionales va continuamente creciendo y, sin embargo, todas las unidades producidas se venden a un mismo precio. Si el productor maximiza beneficios, ello significa que producirá sucesivas unidades hasta el punto en que el ingreso que obtenga por producir y vender una más (o ingreso marginal) sea igual al coste que suponga esa unidad adicional. Si el oferente está en condiciones de competencia perfecta, el ingreso marginal que recibe es constante e igual al precio de mercado pues, en esas condiciones, puede vender cuantas unidades quiera al precio vigente. En tal caso, el productor u oferente estará recibiendo por todas las unidades producidas, excepto por la última, aquella cuyo coste marginal es igual al ingreso marginal o precio, un precio superior al de su respectivo coste marginal, es decir al coste en que ha sido necesario incurrir para producir esas unidades. Dicho con otras palabras, por cada una de esas unidades ingresa más que su coste de oportunidad. La diferencia entre el ingreso total obtenido en el mercado por la venta de un paquete de unidades de un bien o un servicio y el ingreso mínimo exigido por el productor para ofrecer dichas unidades en el mercado que cubra sus coste de oportunidad (el área bajo la curva de coste marginal), recibe el nombre de excedente del productor (área CPA en el gráfico) y también el de renta económica.
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P Coste Marginal P
A
C
O
XN
X
Si la curva de coste marginal es perfectamente elástica (horizontal), el oferente no obtiene ninguna renta económica en esta actividad de modo que con sus ingresos cubre exactamente sus costes de oportunidad, es decir, sus ingresos coincíden con la remuneración mínima para incentivarle a que dedique sus recursos a esa actividad y no a otra alternativa (es por ello que esos ingresos mínimos se les llama ingresos de transferencia). Si, por el contrario, la curva de coste marginal fuera vertical o perfectamente inelástica ello vendría a indicar que el oferente o productor realiza una actividad tan especializada que no tiene usos alternativos, de modo que el hacerla no tiene coste de oportunidad pues nadie le pagaría por su dedicación a otra actividad productiva. Por consiguiente su remuneración en este caso sería solamente excedente del productor o renta económica. Obsérvese que si a un oferente de un bien o de un servicio se le quita su excedente del productor en todo o en parte mediante un impuesto sobre la renta económica o de cuota fija, ello no tendría costes de eficiencia, es decir no induciría a este oferente a alterar su conducta bajando su esfuerzo o dedicación productiva: produciría exactamente lo mismo que antes pues sus ingresos seguirían cubriendo sus costes de oportunidad. Por ejemplo, considérese la remuneración de algunos futbolistas “galácticos”, pues bien, en la medida que su remuneración es fundamentalmente renta económica, depende exclusivamente de lo que quieran pagar por ellos los clubes, de modo que si estos decidiesen actuar conjuntamente y rebajar lo que les pagan en digamos un 50% cabe pensar que nada pasaría, seguirían jugando tan bien (o tan mal) como siempre, pues sin duda están tan especializados en su “oficio” que sus ocupaciones alternativas como trabajadores no especializados no serían demasiado lucrativas. El excedente del productor es, finalmente, una medida del aumento en el bienestar que experimenta el o los oferentes por el hecho de que exista un mercado. Junto con el excedente del consumidor refleja las ganancias del intercambio. El precio mínimo para que el oferente acepte estar en el mercado, el precio OC en el gráfico, se conoce como precio de reserva. expectativas las expectativas sobre el comportamiento futuro de la economía son una de las piezas centrales de todo modelo económico. Desde el momento en que los agentes económicos toman decisiones en el presente cuyo efecto tendrá lugar en el futuro: qué estudiar, en dónde colocar sus ahorros, si deben o no ampliar la capacidad productiva de sus empresas, etc., éstas se verán fuertemente condicionadas por las expectativas que
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se tengan sobre el desarrollo futuro de los acontecimientos. Así, una empresa aumentará su capacidad productiva si piensa que la demanda futura va a ser mayor que la presente, pero no lo hará si espera una caída de la misma, un trabajador hará un curso de formación si piensa que el mismo tendrá un impacto positivo sobre su vida laboral futura, etc. Desde el momento en que el futuro es incierto, las expectativas cumplen un papel muy importante en el propio moldeado del mismo. Así, en economía, son frecuentes los casos de expectativas que se autocumplen, en el sentido de que al esperar que ocurra algo, los agentes económicos actúan de tal manera que propician tal acontecimiento. Piénsese, por ejemplo, en que por cualesquiera razones, se cree que determinada acción va a aumentar el valor de unas acciones en la Bolsa, tales expectativas alcistas provocarán un aumento de la demanda de dichos valores y el consiguiente aumento de su cotización. Existen dos grandes modelos genéricos sobre el proceso de formación de expectativas. La hipótesis de las expectativas adaptativas considera que los agentes económicos esperan que el futuro sea una proyección del pasado, y por lo tanto adaptan sus expectativas respecto al comportamiento futuro de una variable en función de la tendencia que haya mostrado esa variable en el pasado. Si los agentes piensan “adaptativamente” observan el comportamiento pasado de las variables y sólo ajustan gradualmente sus previsiones. Por ejemplo, si los precios han crecido en un 3% en los últimos años pero crecen a una tasa del 5% en este año, entonces, con arreglo a un modelo de expectativas adaptativas, que acentúa los datos del pasado, podría esperarse que el año que viene subiesen un 3,5 o un 4%. Si las expectativas de los agentes son adaptativas, sólo las cambiarán conforme la experiencia les obligue a hacerlo. Aunque recibiesen una nueva información de que –por poner un ejemplo- tanto la política monetaria como la fiscal se van a alterar en el sentido de ser mucho más expansivas, información que deja sin sentido el uso como predictores de datos del pasado, no variarían sus predicciones por ello hasta que las estadísticas suministren nuevos datos sobre la inflación. La consecuencia es que con expectativas adaptativas los agentes pueden incurrir en errores sistemáticos de previsión por no tomar en consideración las nuevas informaciones que vuelven inservibles los datos acumulados del pasado. Por el contrario, si los agentes forman sus expectativas según la hipótesis de las expectativas racionales, toda nueva información es inmediatamente incorporada en el proceso de formación de expectativas de modo que los agentes aprenden de sus errores y no incurren en errores sistemáticos. Pueden ser engañados o sorprendidos alguna vez pero tratarán de que ello no se repita. El supuesto de comportamiento racional a la hora de formar sus expectativas implica que los agentes económicos utilizan toda la información disponible, incluido el modelo de funcionamiento de la economía, sus interrelaciones y parámetros, información que va siendo actualizada conforme se produce nueva información sobre cambios que acontecen en algunas de esas relaciones y/o parámetros. Ello no significa que conozcan qué es lo que va a pasar, pero sí que conocen qué es lo que debería pasar si la economía se comportara de acuerdo con las previsiones del modelo económico. Si se equivocan, ello significa que se han visto sorprendidos. Habría pasado algo nuevo que no se conocía previamente o que habría alterado algunos de los elementos del modelo. Nueva información que sería instantáneamente incorporada para evitar que el error se reproduzca. Consecuentemente, una de las conclusiones inmediatas que se siguen del supuesto de expectativas racionales es que los modelos econométricos son inservibles en su generalidad pues todos están basados en datos del pasado y usan modelos estadísticos que no pueden predecir los efectos de una nueva política económica en la medida que los agentes
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se comportan con arreglo a esa nueva información. A esta conclusión se la conoce, a partir del trabajo del Nobel de Economía de 1995 Robert E. Lucas, como la crítica de Lucas. Adicionalmente, el supuesto de que los agentes forman sus expectativas racionalmente se traduce en la mayor dificultad para desarrollar la política económica al adelantar o anticipar los agentes económicos los efectos de la misma y en algunos casos neutralizarlos con su comportamiento (véase nueva macroeconomía clásica). Puestos a juzgar la hipótesis de expectativas racionales, los críticos han señalado que, excepto en algunos mercados como los bursátiles, el comportamiento de los agentes económicos suele tener una elevada proporción de hábito y predecibilidad pues es costosa la actitud de alerta permanente o la búsqueda incesante de nueva información. Adicionalmente, y aún en el caso de que las expectativas se formasen racionalmente, es muy probable que en su comportamiento real los agentes no lo reflejasen. En los mercados reales, los costes de transacción suelen ser elevados, dicho de otra manera, la flexibilidad y el cambio son costosas. Ello se traduce en la existencia de contratos a largo plazo que fijan los comportamientos y limitan la rapidez del cambio ante la nueva información. Finalmente, además de jugar un papel crucial en el desarrollo de los modelos macroeconómicos, las expectativas también son determinantes a la hora de estudiar el comportamiento de las empresas en situación de oligopolio, en donde los resultados de una empresa dependen tanto de sus decisiones como de la reacción de sus competidores ante las mismas. La inexistencia de un único modelo de comportamiento oligopolista obedece precisamente a que hay tantos modelos como supuestos de reacción se puedan diseñar. explotación del trabajo se dice que el factor trabajo está explotado si percibe una remuneración inferior al valor de su contribución a la producción. El concepto de explotación del trabajo está ligado fundamentalmente a la obra de Karl Marx (1818-1883) que convierte a la explotación de los trabajadores en la principal fuente de los beneficios y de la renta de la tierra. Para Marx, en todas las sociedades históricas caracterizadas por la escasa presencia del mercado (las sociedades antiguas -Egipto Babilonia-, la antigüedad clásica -Grecia y Roma- y las sociedades feudales) los trabajadores siempre han producido un excedente por encima de sus necesidades de subsistencia y las de mantenimiento del equipo productivo del que se han apropiado las clases “ociosas” dedicadas no a trabajar sino a actividades culturales, políticas, religiosas o militares. Es decir que en todas las sociedades históricas los trabajadores habrían sido explotados de modo más o menos aceptado. La explotación estaría ligada directamente a la reducción de los trabajadores en esas sociedades a la condición de esclavos y siervos. La desaparición de la esclavitud y la servidumbre en las modernas economías de mercado conllevaría, pues, la ausencia de explotación del trabajo como norma general, ya que los trabajadores ahora libres sólo participarían en los mercados de trabajo voluntariamente, es decir, que sólo participarían en aquellos intercambios que les pareciesen ventajosos. Pero para Marx, las modernas economías de mercado no serían una excepción a la “regla” histórica de la explotación, sólo que en ellas la “explotación” aparecería oculta. No se daría en los mercados de trabajo, pues en ellos los intercambios son voluntarios, sino en los procesos productivos, allí donde no hay mercado sino una relación jerárquica entre los propietarios del capital y los trabajadores que obliga a estos a trabajar y producir más valor (o plusvalía) del valor que reciben como salarios.
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Fuera del ámbito de la economía marxista, y dentro de la economía neoclásica, a veces se ha señalado que en presencia de poder monopsonístico en el mercado de trabajo, los trabajadores también son explotados en la medida que el valor de su productividad marginal supera al salario. exportaciones bienes, servicios o activos financieros o reales cuyo destino es el mercado exterior. Entre otros factores, las exportaciones dependen del tamaño del país, ya que normalmente los países más pequeños tienen que acudir al exterior en busca de mercados, especialmente en el caso de productos especializados o en presencia de economías de escala, de la competitividad de la economía, expresada por los precios relativos de los productos nacionales (incluyendo coste de transporte y aranceles) con respecto a los productos extranjeros, del tipo de cambio y de la renta del resto del mundo, como variable que recoge su capacidad de demanda. En el caso de exportaciones de activos financieros, el factor determinante es la diferencia de rentabilidad, recogida por el tipo de interés, de los activos financieros del país con respecto a la rentabilidad de los activos financieros del exterior, así como la seguridad, o si se prefiere, el nivel de riesgo de tales activos, incluyendo aquí las expectativas sobre el comportamiento futuro del tipo de cambio.
externalidad
cuando la decisión ya sea de consumo, de producción o de intercambio de un agente
económico afecta de modo involuntario a otro u otros agentes económicos y no media acuerdo de compensación monetaria entre ellos, se dice que tal acción tiene un efecto externo o que genera una externalidad. Los efectos externos pueden ser pecuniarios, cuando el efecto del comportamiento de un agente sobre otro es indirecto pues se plasma en que los precios que este otro ha de hacer frente se ven afectados por el comportamiento del primero, y, tecnológicas, cuando un agente afecta a otro de modo directo afectando a su función de utilidad o de producción o costes sin que medien precios. Un ejemplo de una externalidad pecuniaria puede ser el aumento en el precio de la gasolina que tengo que pagar como consecuencia de que haya más conductores, por el contrario una externalidad tecnológica es la demora en el tiempo que necesito para desplazarme como consecuencia de esa abundancia de coches. Son estas últimas las que habitualmente plantean problemas a la eficiencia de mercado pues, al no venir reflejadas en los precios, no son consideradas por los agentes en sus decisiones de compra, producción e intercambio, constituyendo así una de las categorías de los llamados fallos de mercado. Es necesario recalcar que no todas las externalidades aunque sean tecnológicas suponen problemas de eficiencia. Por ejemplo, el crecimiento de la renta de un vecino les puede amargar la vida a sus convecinos envidiosos, pero obviamente esa envidia, que es sin duda una externalidad, no plantea el menor problema de eficiencia pues en una economía de mercado (quizás no en otras) todo el mundo tiene el derecho a enriquecerse y quizás hasta el deber de hacerlo, independientemente de cómo les siente eso a los demás (véase, sin embargo, envidia). Serán las externalidades tecnológicas, que interfieren en el valor de las propiedades de otros o afectan a las formas de su uso legalmente admitido en una sociedad, las que serán fuente de ineficiencias y a las que se hará referencia en lo que sigue. Las externalidades pueden ser positivas o negativas. Así, por ejemplo, cuando alguien se vacuna contra la gripe está generando efectos externos positivos sobre sus compañeros de trabajo, ya que ello reduce las posibilidades de convertirse en un futuro trasmisor de esta enfermedad. De igual forma, cuando alguien pone música a un volumen elevado a altas horas de la madrugada es casi seguro que ello produce una
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externalidad negativa sobre los vecinos del inmueble donde se realiza la audición. Las externalidades pueden estar asociadas a acciones de consumo, como las dos arriba mencionadas, o a actividades de producción y de intercambio. La polución atmosférica o acústica generada por
actividades productivas pesadas sería un
ejemplo de externalidades negativas de producción. La existencia de efectos externos tiene implicaciones económicas importantes en la medida en que, como se ha dicho, los agentes económicos que los generan no tienen en cuenta su presencia a la hora de decidir las cantidades que se van a producir o consumir de un determinado bien, de lo cual resulta una producción y consumo finales superior (en el caso de externalidades negativas) o inferior (en el caso de externalidades positivas) de lo que sería óptimo. Así, por ejemplo, y utilizando de nuevo el ejemplo de la vacuna, el consumidor, a la hora de decidir si se vacuna o no tendrá en cuenta los beneficios personales derivados de ponérsela y los comparará con los costes de vacunarse, de forma que si los primeros son mayores que los segundos se vacunará, y en caso contrario no lo hará. De acuerdo con la lógica del comportamiento racional en economía (véase homo oeconomicus) los únicos beneficios y costes que tiene en cuenta el consumidor son los que recaen sobre su persona, no considerando los beneficios y costes externos que recaen sobre sus compañeros, con lo cual es posible que decida no ponerse la vacuna, aunque si tuviera en cuenta todos los beneficios y costes, personales y sociales o externos, la decisión socialmente acertada o racional fuera vacunarse. En general, la presencia de efectos externos positivos en el consumo lleva a un consumo del bien inferior al óptimo (y más alto en el caso de que se tratase de una externalidad negativa). En el caso de un efecto externo negativo en la producción, la empresa solo tiene en cuenta los costes a los que tiene que hacer frente, y no los costes externos que también genera pero recaen sobre otras personas, con lo que los costes marginales y el precio del bien que produce serán menores de lo que tendrían que ser, y por consiguiente su producción y su consumo serán mayores que los niveles óptimos. Para resolver este problema de incongruencia entre los resultados de las acciones individualmente racionales y la racionalidad social se han ideado distintas formas de intervención en las decisiones de los agentes para reconducirlas en la persecución del interés colectivo, de modo que estos internalicen los efectos externos de sus decisiones. Se puede, en primer lugar, proceder a la regulación directa de las actividades que generan efectos externos negativos. Así, por ejemplo, las ordenanzas municipales que prohíben las actividades que generan ruido por la noche o aquellas otras que establecen límites obligatorios a las emisiones de gases de los automóviles o de las empresas, intentan de este modo restringir la producción de efectos externos negativos. La enseñanza obligatoria sería, por el contrario, un ejemplo de regulación de una actividad generadora de efectos externos positivos. La regulación directa de los efectos externos se considera que es la forma de internalizar externalidades menos eficiente desde un punto de vista general, pues es incapaz de discriminar entre el valor económico que tienen las distintas actividades ya que a todas las que generan el efecto externo se les aplica la misma norma reguladora por igual, pudiendo ocurrir que los costes de la reducción de una actividad (o los costes de su expansión) sean en muchos casos y para algunos agentes superior al valor del efecto externo negativo (o positivo) que motivó la regulación (por ejemplo, ¿ merece, la pena extender la educación obligatoria más allá de los 16 años?). La regulación requiere adicionalmente gran cantidad de información y dedicar muchos recursos a la creación de una agencia encargada de hacerlo. Una alternativa a la regulación directa consiste en el uso de impuestos sobre los bienes que generan tales
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externalidades negativas (tabaco, por ejemplo) de forma que al encarecerse el precio del bien se reduzca su producción y consumo. En el caso de una actividad que genere externalidades positivas, la internalización exigirá el establecimiento de subvenciones a su producción o a su consumo, de forma que aumenten los niveles de realización de esa actividad. Finalmente, y como alternativa al establecimiento de impuestos/subvenciones (llamados pigouvianas a partir de Alfred Pigou, 1877-1959, el primer economista que los consideró), bajo determinadas condiciones, las externalidades se pueden resolver mediante la negociación de las partes implicadas (véase teorema de Coase) en la medida que el problema que plantea su existencia se debe a la inexistencia de un derecho de propiedad que o bien garantice el derecho de un agente a generar el efecto externo negativo (por ejemplo, contaminar a otro), o bien, alternativamente, garantice el derecho a no sufrir ese efecto (el derecho a no ser contaminado). De modo que si se otorga ese derecho de propiedad (en el sentido que sea), la externalidad podría ser internalizada mediante una tercera vía: a través de la creación de un mercado de derechos a contaminar, de modo que en el caso de que la asignación de derechos a contaminar – por seguir con este ejemplo paradigmático- que recibe un agente sea nula o insuficiente para realizar sus actividades, deberá comprarles a otros sus derechos a contaminar (o a no ser contaminados) y al así hacerlo los costes externos aparecerán como costes internos, dando lugar al aumento del precio de la actividad y a la correspondiente disminución en su producción y consumo. Simultáneamente, al internalizarse los costes externos, la competencia llevará a las empresas a buscar su reducción innovando hacia técnicas menos contaminantes. extramercado en el estudio de la economía es habitual centrarse en las relaciones de producción o consumo que se realizan a través del mercado. Sin embargo, una parte muy importante de la actividad económica se realiza fuera del ámbito del mercado. El término producción o consumo extramercado hace referencia a todo ese conjunto de actividades. Toda la producción que no se lleva o utiliza al mercado como la producción de subsistencia y las actividades de mantenimiento, junto con la producción doméstica para el autoconsumo y las tareas asociadas a la reproducción demográfica o las prestaciones sociales pertenecerían a este ámbito extramercado. El proceso de crecimiento económico en una economía de mercado en expansión se puede interpretar en términos de una continua ocupación por parte del mercado de actividades que antes se realizaban fuera de su esfera de influencia. El aumento de la participación de la mujer en el mercado de trabajo, otrora encargada de la producción doméstica extramercado, es un fiel reflejo de ese proceso de mercantilización de la producción. Es necesario resaltar que la lógica de asignación y distribución de las actividades extramercado es distinta de la lógica del mercado. Así, por ejemplo, el acceso a la sanidad privada está sujeto al pago directo de un precio explícito directa o indirectamente mediante el pago de una prima de seguro, de tal manera que el no pago excluye a la persona del derecho a recibir el servicio médico. Sin embargo, en un sistema sanitario público universalizado, el derecho a la prestación está desvinculado del pago de la misma. Obviamente, para que exista sanidad pública hay que adjudicar recursos que tendrán que ser financiados de una u otra manera, pero todo ese proceso de asignación, y eso es lo importante, se hace al margen del mercado y con criterios distintos: en función de la necesidad, por orden de llegada, etc.
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F factores productivos recursos o inputs que se utilizan en el proceso productivo. A nivel agregado tradicionalmente se considera que existen tres grandes categorías de factores productivos: la tierra, especialmente importante en las economías agrícolas, pero en todo caso fundamental como sustento físico de la producción, el trabajo y el capital. En algunos análisis se considera que la actividad empresarial es un cuarto factor, vital en cuanto que es el que moviliza a los otros tres factores, si bien también se puede considerar que la actividad empresarial es un tipo especial de trabajo. A la hora de medir la cantidad de factores productivos que utiliza la economía surge el problema de su heterogeneidad. La cantidad de trabajo utilizada se puede medir en términos físicos de personas, o preferiblemente horas de trabajo, cualificando más tarde las diferencias cualitativas entre los trabajadores en función del distinto capital humano incorporado en cada hora de trabajo y de su correspondiente productividad (una hora de ingeniero equivalente a x horas de trabajador manual, por ejemplo). Con la tierra se puede proceder de forma similar, midiéndola en términos de unidades físicas de superficie ponderadas por su productividad diferencial. No sucede lo mismo con los bienes de capital, cuya agregación no se puede realizar en términos de unidades físicas (ya que el capital es esencialmente heterogéneo y no admite, por lo general, una unidad física común de medición), lo que obliga a la hora de calcular el capital agregado a hacerlo en términos monetarios, es decir multiplicando cada bien de capital por su precio y sumando las cifras, ahora homogéneas, así obtenidas. El problema es que ello requiere conocer previamente los precios y estos a su vez dependen del volumen de capital utilizado. Un círculo vicioso conocido como el problema de la medición de capital. fallos del mercado de acuerdo con la Teoría del Equilibrio General bajo determinadas condiciones el mercado garantiza que se alcanza una situación de eficiencia, sin embargo, las condiciones exigidas para alcanzar este resultado son muy estrictas y difícilmente se dan en la realidad. Cuando un mercado concreto no cumple alguno de estos supuestos se dice que hay fallos de mercado. Los principales son: externalidades, existencia de bienes públicos, ausencia de información perfecta sobre precios y productos, ausencia de mercados completos, entendiendo por tan que no existen mercados para determinados bienes o servicios (por ejemplo no hay un mercado de seguros contra la ruptura afectiva) e imperfecciones de la competencia. La existencia de fallos de mercado es una de las justificaciones de la intervención del sector público en la economía: hay cosas que el mercado no puede hacer, o no hace bien, y que por lo tanto tiene que hacer el sector público (véase fallos del estado).
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fallos del estado el hecho de que existan fallos del mercado que justifiquen la intervención pública no significa que ésta no esté libre de problemas. Una cosa es que desde un enfoque teórico, la existencia de imperfecciones en el mercado se pueda resolver mediante la intervención correctora del Estado, y otra muy distinta que en la realidad la intervención del sector público en los asuntos económicos esté libre de fallos. Así: (1) existen problemas a la hora de conocer cuales son las preferencias de los individuos con respecto a la provisión de bienes públicos, preferencias que en el mercado revelan directamente los consumidores mediante la demanda que hacen del bien, y que en el caso de los bienes públicos no existe. Esta cuestión tiene suficiente entidad como para que exista un área de la Economía, denominada Public Choice o Elección Colectiva dedicada a su estudio. (2) Los políticos y funcionarios encargados de tomar decisiones y gestionar las actividades del sector público pueden tener unos objetivos o intereses distintos de los de la colectividad, y utilizar los recursos del sector público en su beneficio y no en el de ésta (véase burocracia). (3) Los contextos de ausencia de competencia característicos de la intervención pública pueden conducir a una utilización ineficiente de los recursos (4) Existen grupos de interés que pueden “capturar” a los reguladores haciendo que éstos respalden con sus actuaciones sus intereses privados y no el interés público (véase rentas). (5) La intervención pública, debido a la discrecionalidad y la ausencia de transparencia que la caracteriza, puede facilitar la corrupción. (6) La incorporación de procedimientos rígidos de control para impedir la utilización inadecuada de los fondos públicos puede derivar en una falta de flexibilidad a la hora de hacer frente a las necesidades cambiantes de intervención pública y en un aumento de sus costes.
felicidad, economía de la
pese a parecer una mera figura literaria, un oximoron que buscara a efectos
retóricos el difícil maridaje entre la alegría de felicidad y la ciencia lúgubre –como calificara a la Economía Thomas Carlyle (1795-1881)-, la Economía de la felicidad es sin embargo uno de los campos más sugerentes y prometedores para la reflexión económica y social. Su pertinencia y definición han sido dadas por Pierre Bourdieu (1930-2002), en los siguientes términos: “hay que poner en cuestión de modo radical la visión económica que lo individualiza todo, tanto la producción como la justicia o la sanidad, tanto los costes como los beneficios, y que olvida que la eficacia, de la que ofrece una definición mezquina y abstracta, al identificarla tácitamente con la rentabilidad financiera, depende, sin duda, de los fines con los que se la mide (...). A esa economía mezquina y miope hay que oponer una economía de la felicidad, que tomaría buena nota de todos los beneficios, individuales y colectivos, materiales y simbólicos, asociados a la actividad (como, por ejemplo, la seguridad), así como todos los costes, materiales y simbólicos, asociados a la inactividad o la precariedad (por ejemplo, el consumo de medicamentos)”. El hecho de que esta definición de la economía de la felicidad sea de tipo negativo así como que su autor sea un sociolólogo, no es algo anecdótico sino que señala la posición marginal que ocupa una reflexión que utiliza como criterio de referencia la felicidad en el marco de una Teoría Económica cada vez más autorreferenciada, que tiene como sola guía de valor científico la formalización matemática. Ahora bien, y precisamente por esa situación de marginalidad, la economía de la felicidad puede a contrario leerse como un retorno de la reflexión
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económica a sus orígenes, a su centro, que abandonó cuando trató de convertirse en la Ciencia de las ciencias sociales copiando las formas de la Física ya que no podía hacerlo con su método (véase Economía). Dicho de modo más concreto, la Economía de la Felicidad no sería sino la continuación critica de la Economía del Bienestar tradicional ante el cuestionamiento que la realidad económica y social ha hecho de dos de los grandes supuestos que informaban su elaboración teórica y su aplicación práctica: 1)
el supuesto de que el bienestar económico, aquella parte del bienestar que se puede poner en relación con el patrón de medida que es el dinero no está reñido con el bienestar individual, es decir, que tener más dinero o bien da la felicidad o, si no lo hace, al menos no impide alcanzarla,
2)
el bienestar social crece si nadie pierde bienestar económico (véase criterio de Pareto), lo cual implica –en conjunción con el supuesto anterior- que el bienestar social crecerá si crece la renta de todos los componentes de una sociedad. Dadas las dificultades de medición, esta implicación se ha redefinido de un modo no enteramente equivalente pero sí más operativo, como un criterio según el cual el bienestar social crece si crece la renta per capita y se produce una mejora en su distribución.
Ahora bien, resulta claro que en la mayor parte de países se ha producido a lo largo de los últimos cincuenta años un fuerte crecimiento económico acompañado por procesos de redistribución derivados de la adopción más o menos general de lo que se conoce como Estado de Bienestar. Sin embargo, abundan los indicadores directos e indirectos de que el bienestar social no habría crecido pari passu. El crecimiento económico no se habría traducido en una atenuación de la morbilidad de las enfermedades sociales. La violencia doméstica y social, la desintegración familiar, el alcoholismo, el consumo de drogas legales e ilegales, la delincuencia, la anomia social, la corrupción, la apatía política..., son características de la vida individual y social que no parece que hayan sufrido una atenuación en ese periodo. Para la Economía de la Felicidad dos serían las causas explicativas de este fracaso del proyecto del liberalismo económico. En primer lugar, cabe aducir que el crecimiento del bienestar económico y su distribución no ha sido tan palpable como parece deducirse de las cifras de los indicadores económicos habituales como el PIB. Dicho con otras palabras, estos indicadores de producción y renta agregan al valor de los bienes que satisfacen nuevas necesidades el valor de bienes y servicios que realmente no son sino bienes defensivos, bienes que los individuos se ven obligados a utilizar para compensar las externalidades negativas que se producen en el curso de los procesos de crecimiento económico cuando estos se dejan enteramente en manos del mercado, so pena de una caída en sus niveles de bienestar. Por otro lado, estos indicadores de bienestar económico sólo apuntan al bienestar que experimentan los individuos como consumidores, consecuentemente se olvidan del bienestar que experimentan como trabajadores. Y aquí, de nuevo, el crecimiento económico en la medida que ha venido acompañado de un aumento de la precarización e inseguridad en el trabajo, así como en una pérdida de autonomía y cualificación asociada a la mayor división del trabajo, no ha contribuido al crecimiento en el bienestar. En segundo lugar, los estudios empíricos sobre los determinantes de la felicidad personal ponen en cuestión uno de los supuestos más queridos del análisis económico convencional: la relación directa entre variaciones del nivel de renta absoluta y el nivel de utilidad. Así, el nivel de bienestar individual dependería no sólo del nivel de renta en términos absolutos sino del nivel de renta en términos relativos, de la posición que se ocupa en la escala formada por la distribución de la renta, acentuándose además esta dependencia en el curso del crecimiento económico. Y ello no tanto porque los
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individuos sean envidiosos caracteriológicamente –aunque este sea el rasgo psicológico que una economía de mercado más valora, recompensando los comportamientos que en él se basan- o porque estén genéticamente programados a evaluarse comparativamente, sino porque a partir de cierto nivel de satisfacción de las necesidades más básicas, la demanda de los individuos se dirige a los llamados bienes posicionales. La competencia posicional, la persecución de ascensos en la escala posicional, es, desde un punto de vista agregado, contraproductiva: los individuos dedican tiempo y recursos a una carrera que por definición no todos pueden ganar, por lo que a la frustración del fracaso se superpone el coste de oportunidad del tiempo y recursos dilapidados, las oportunidades de producción de “bienes” relacionales y de otras actividades personales y sociales que influyen directamente en su felicidad y que no se llevan a cabo por estar dedicados a la tarea de ganar más dinero que los demás. A partir de lo anterior, no extrañará la radical diferencia en el criterio orientador de la política económica que se sigue de una aproximación a los problemas económicos basada en la Economía de la Felicidad en comparación con el enfoque centrado en la Economía del Bienestar de corte liberal. En tanto que esta última contempla los problemas económicos y sociales como causados por la ineficiencia debida en buena medida a la intervención del Estado en la economía, y de ahí su apoyo a las políticas neoliberales de profundización y extensión del mercado como mecanismo para alcanzar mayores niveles de eficiencia económica, la Economía de la Felicidad aboga por contra por políticas menos “desarrollistas” que disminuyan los incentivos a la competencia posicional y que reorienten la economía hacia las actividades y producciones más directamente relacionadas con la felicidad de los individuos que componen la sociedad (véase economía humanista).
Fondo Monetario Internacional, FMI
institución internacional, que en la actualidad cuenta con 184
miembros, creada en 1944 con la finalidad de potenciar la cooperación en asuntos monetarios, la eliminación de las restricciones existentes a la libre convertibilidad de las monedas de los países (lo que significa libertad de movilidad de capitales) y la estabilidad del sistema monetario internacional. Para ello el FMI dispone de capacidad para ayudar –mediante préstamos retornables en un período de 3 a 5 años- a las naciones que sufran desequilibrios temporales en su balanza de pagos, si bien el acceso a estos préstamos está sujeto al establecimiento de consultas con el FMI sobre las políticas puestas en marcha para corregir tales desequilibrios, y a la aprobación de las mismas por del Fondo. Este es el origen de dos de las principales críticas a las que se enfrenta el FMI en la actualidad. Por un lado, la condicionalidad de los préstamos –para obtenerlos se exige el visto bueno del Fondo a las medidas de política económica planteadas por los países en crisis- vulnera cualquier criterio democrático, ya que son los técnicos y burócratas del Fondo los que en última instancia deciden lo que hay que hacer en materia de política económica. Más aún, el sistema de toma de decisiones del FMI es dudosamente democrático al depender el número de votos de cada país de la aportación financiera que haga al Fondo (que a su vez depende de su nivel de renta). De esta forma, cuatro países (Estados Unidos, Alemania, Francia y el Reino Unido) tienen un tercio de los votos, mientras que China e India, con un tercio de la población mundial, no llegan al 5 %, un porcentaje similar al de Italia y España. Por otra parte, se cuestiona que las políticas apoyadas por el Fondo, centradas en la apertura incondicional al exterior y la plena y rápida liberalización de los mercado financieros, sean las vías más acertadas para alcanzar
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los objetivos programáticos del FMI. Unos objetivos entre los que se incluye el mantenimiento de un alto nivel de empleo y el desarrollo de los recursos productivos de todos sus miembros.
flexibilidad laboral
por flexibilidad laboral se entiende la capacidad de las empresas, y generalizando, del
mercado de trabajo, para alterar las características de la relación laboral que tienen con sus trabajadores en respuesta a los cambios experimentados en el mercado. Tradicionalmente se han considerado cuatro ámbitos distintos de flexibilidad: (1) el espacial, que implica movilidad geográfica de la mano de obra ya sea dentro de una empresa o en el mercado de trabajo, (2) el salarial, que implica facilidad para alterar las condiciones salariales en presencia de cambios en el mercado, (3) el funcional, que hace referencia a la facilidad con la que las empresas pueden alterar el tipo de tareas desarrolladas por el trabajador, (4) el numérico, relativo a la facilidad para contratar y despedir trabajadores; aunque la idea de flexibilidad se puede aplicar a todos los campos de negociación entre trabajadores y empresa, como puede ser el tiempo de trabajo, donde frente a un horario laboral fijo e invariable se puede plantear el desarrollo de jornadas laborales flexibles, de acuerdo con los intereses del trabajador, de la empresa o de ambos. La palabra flexibilidad se ha convertido en un término fetiche de la política laboral y no es difícil explicar porqué. Indudablemente, si por flexibilidad entendemos capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias de un mercado cambiante, está claro que la flexibilidad es algo positivo. Para algunas escuelas (véase economía neoclásica), la flexibilidad salarial sería así condición suficiente para garantizar el pleno empleo, mientras que desde otros enfoques la ausencia de flexibilidad numérica, o mejor dicho, sus altos costes, retraería la contratación de trabajadores por parte de las empresas temerosas de los elevados costes a los que tendrían que hacer frente en el caso de no necesitarlos en un futuro. Pero no hay que olvidar que el mercado de trabajo no es un mercado más y tiene sus especificidades. Muchas de las supuestas rigideces del mercado de trabajo son el resultado de un dilatado proceso de enfrentamiento y negociación entre dos agentes económicos: los trabajadores y las empresas, que tienen a la vez intereses compartidos y contrapuestos (véase conflicto). A los dos, por ejemplo, les interesa la supervivencia de la empresa, pero sin embargo a los trabajadores les interesa que sus salarios sean tan altos como lo permita la supervivencia de la empresa y a ésta que sean tan bajos como lo permita la supervivencia de los trabajadores, siempre que ello no redunde en una caída de su rendimiento (véase salarios de eficiencia). Lo mismo podríamos decir con respecto a la flexibilidad horaria, campo en el que los intereses de trabajadores y empresas no tienen porqué coincidir. El debate sobre la flexibilidad adolece de considerar la existencia de esta tensión permanente entre los intereses de ambos colectivos. Para entender el debate sobre la flexibilidad hay que plantearse cuáles son las razones que explican la existencia de rigideces en el mercado de trabajo. Aunque en cada país los elementos que explican la conformación de su sistema de relaciones laborales son distintos, se puede decir que detrás de aquellos aspectos de la misma que confieren cierta rigidez al mercado de trabajo está la consideración de la relación laboral como una relación de naturaleza desigual entre empresas y trabajadores, y la necesidad de compensar esa desigualdad mediante el establecimiento de garantías dirigidas a aumentar la seguridad de los trabajadores. Una seguridad que se puede alcanzar de formas muy distintas, en algunos casos entrando en conflicto directo con la flexibilidad (por ejemplo mediante el establecimiento de fuertes penalizaciones al despido), y en otros sin prácticamente afectar a ésta (mediante sistemas de prestaciones por desempleo generosos y buenos
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programas de reciclaje profesional). En todo caso, y si tenemos en cuenta que según las encuestas la estabilidad en el empleo es el aspecto más valorado de un buen puesto de trabajo, la persecución de una flexibilidad total, en todos los campos de la relación laboral, sin contar con una red de protección social efectiva, aunque generara más crecimiento y empleo, probablemente lo hiciera a costa de una pérdida de bienestar. flujo circular de la renta esquema que recoge las principales relaciones económicas existentes entre los distintos agentes económicos que conforma una economía de mercado. Como se puede apreciar en el gráfico adjunto, las unidades domésticas ofrecen su trabajo en el mercado por el que reciben sueldos y salarios que utilizan para consumir y ahorrar. Fruto del ahorro, las mismas unidades domésticas reciben rentas de capital bien de las instituciones financieras bien de las empresas en el caso de que el ahorro se materialice en acciones. Por su parte las empresas, mediante la contratación de trabajo, la adquisición de bienes intermedios a otras empresas y ayudándose de financiación obtenida acudiendo al mercado financiero, producen bienes y servicios que venden a las unidades domésticas y al sector público. Por último las empresas y unidades domésticas pagan impuestos que el Sector Público utiliza en la producción de servicios dirigidos a las empresas (infraestructuras, seguridad, formación,...) y las unidades domésticas (salud, educación,...) y en transferencias dirigidas en este caso mayoritariamente a las unidades domésticas (pensiones, prestaciones por desempleo,...), pero también a las empresas (ayuda a la investigación, subvenciones,...). Sobre el esquema representado en el gráfico adjunto, habría que incorporar el sector exterior, que se reflejaría en que parte de las compras de los agentes económicos se harían al exterior (importaciones) y parte de las ventas de las empresas se realizarían en el exterior (exportaciones). Igualmente las unidades domésticas ofrecerían parte de su trabajo a empresas extranjeras (emigración), al tiempo que parte de los trabajadores contratados por las empresas del país provendrían del exterior (inmigración). Normalmente los distintos sectores que conforman la economía (unidades domésticas, sector público, empresas y sector exterior) no estarán en equilibrio. Es decir, tendrán unos gastos mayores o menores que sus ingresos. El superávit de un sector se manifestará en un incremento de sus activos financieros, que representan derechos con respecto a otros sectores, que a su vez habrán incurrido en deudas como resultado de tener unos ingresos inferiores a sus gastos. En la medida en que cada activo se corresponde con un pasivo, es evidente que la suma de los derechos y obligaciones o superávit y déficit sectoriales de una economía se anulará. El flujo circular de la renta se corresponde así con un flujo de fondos entre los distintos sectores que conduce a un equilibrio macroeconómico.
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Flujo circular de la renta flujos reales flujos monetarios
Mercado de trabajo
trabajo
salarios
Empresas
bb&ss
Mercado de bienes y servicios
Unidades domésticas €
Ahorro y endeudamiento
Ahorro y endeudamiento
Mercado financiero
Impuestos
Impuestos
Sector Público Servicios y subvenciones
Servicios y transferencias
Formación Bruta de Capital véase inversión fragilidad financiera la hipótesis de la fragilidad financiera, formulada por Hyman P. Minsky (1919-96), hace referencia a una de las características del sistema financiero en las economías de mercado desarrolladas: su facilidad para alternar situaciones de fragilidad y robustez, y a sus implicaciones a la hora de explicar los ciclos económicos. Para Minsky existe un alto grado de sustituibilidad entre dinero, bonos y acciones, en donde el peso de cada uno de estos tipos de activos en el conjunto de la riqueza de los particulares estará determinado por el tipo de interés, el tipo de beneficio y las expectativas futuras sobre éste (el grado de confianza en la economía). De este modo, cualquier shock externo que afecte positivamente al tipo de beneficio o al grado de confianza, producirá un aumento en la demanda de acciones, y consiguientemente un aumento de su precio y del nivel de riqueza del país. El mismo shock generará un aumento de la inversión (apoyado por el efecto riqueza sobre la demanda de consumo), que se traducirá en un aumento de las necesidades de financiación de las empresas. Las dos fuerzas conducirán así a un estado de euforia en el que los balances de las empresas empezarán a deteriorarse, ya que el contexto económico alcista hará menos peligroso y más normal el aumento del endeudamiento y los comportamientos financieros “poco ortodoxos”, resultando en un aumento de la fragilidad financiera del sistema, que se verá reforzado por una desviación de recursos desde las actividades productivas a actividades especulativas, con unos rendimientos mucho mayores como resultado del exceso de demanda de activos generado por la euforia. En esta situación basta con que se produzca una caída en el tipo de beneficio, o en la confianza en la economía, o que algunos insiders (véase insider-trading) decidan proceder a la realización de beneficios, o que salga a la luz la existencia de alguna gran empresa en situación precaria como resultado de su exceso de
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endeudamiento, para que se ponga en marcha un proceso contractivo en donde el sector real y financiero se refuerzan mutuamente profundizando la senda recesiva. En términos de las variables arriba comentadas, una caída del tipo de beneficio y un empeoramiento del estado de confianza se traduciría en un cambio en la cartera financiera de los particulares a favor del dinero, lo que provocaría un aumento en el tipo de interés y una caída en el precio de las acciones que a su vez afectaría al mercado de bienes. La caída simultánea de inversión, consumo y beneficios a su vez afectaría a las posibilidades de supervivencia de las empresas fuertemente endeudadas y generaría un proceso de quiebras y suspensiones de pagos. free rider el término inglés “free rider”, que se puede traducir por gorrón, recoge un comportamiento potencial de los consumidores de bienes públicos profusamente estudiado por la economía, que consiste en su negativa a contribuir a los costes de la producción de un bien o servicio cuando esperan que otra persona se haga cargo de ellos, ya que dada la naturaleza del bien o servicio, una vez producido todos podrán consumirlo. Así, por ejemplo, un trabajador no necesita estar afiliado a un sindicato para que éste defienda sus intereses, con lo que posiblemente no lo hará, “gorroneando” el esfuerzo que otros trabajadores afiliados hacen para conseguir sus reivindicaciones. La existencia de este problema tiene varias implicaciones, la primera que en presencia de bienes públicos tiene sentido que exista algún tipo de coacción para que todos contribuyan a financiar sus costes de producción (aunque véase revelación de preferencias). La segunda, que si todo el mundo se comporta como un gorrón dejarán de producirse bienes y servicios con los que todos desean contar: cada uno pensará que su contribución no es necesaria y al final no se podrá disfrutar del bien o servicio. Siempre que aparece el problema del free rider estamos en presencia de una interacción social modelizable en términos del dilema del prisionero, por lo que a las soluciones apuntadas a este problema cabe añadir todas las que resuelven en términos colectivamente satisfactorios dicho dilema. frontera de posibilidades de producción función que recoge las cantidades de bienes máximas que se pueden producir con los factores productivos disponibles en una sociedad. La frontera de posibilidades de producción, FPP, representada en el gráfico adjunto para dos bienes concretos: cañones y mantequilla, llama la atención sobre dos cuestiones. La primera es que partiendo de unos recursos y una tecnología dados, una vez situados sobre la FPP, producir más de un bien exige producir menos de otro (véase coste de oportunidad). La segunda es que la FPP permite diferenciar si una sociedad está situada en su nivel de producción máximo, esto es si está utilizando todos los recursos productivos disponibles, en cuyo caso se situaría sobre la FPP (punto A), o si está produciendo menos de lo que podría producir (punto B). En este último caso el aumento de la producción de un bien se puede realizar sin sacrificar la producción del otro, ya que sólo haría falta poner en uso aquellos recursos que se mantienen desocupados, lo cual sería una mejora paretiana. En contra de lo que pueda parecer, la existencia de desempleo de trabajo y de capital (véase utilización de capital) refleja que la mayoría de países se encuentran en una posición interior a la FPP, más próxima a B que a A. La forma cóncava utilizada en el gráfico responde a la idea de que el coste de oportunidad de producir unidades adicionales de cañones en términos de toneladas de mantequita sacrificadas es creciente. Ello obedecería a que los factores que se liberan de la producción de mantequilla para dedicarlos a la de cañones lo hacen en una proporción que
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no resulta idónea para la producción de cañones dado que las funciones de producción de cañones y mantequilla son diferentes. Frontera de posibilidades de producción mantequilla
■A ■B
cañones
frustración relativa situación que acontece cuando los agentes económicos individualmente juzgan o estiman el valor de lo que hacen, obtienen o consumen en relación a lo que hacen, obtienen o consumen los componentes de su grupo de referencia. Al así hacerlo algunos pueden experimentar una sensación de frustración relativa conforme se den cuenta de que no disfrutan del mismo nivel que los componentes de su grupo de referencia. El siguiente modelo proporciona una ilustración de la llamada “lógica de la frustración relativa”. Supongamos que hay N individuos cada uno de los cuales tiene la oportunidad de “ganar” un premio por un valor de B si participan en una competencia o una lotería en la que participar cuesta C unidades, y donde la probabilidad de ganar sólo depende del número de participantes debido a que el número de ganadores está fijado en n. Esta estructura caracteriza un buen número de competiciones económicas, como, por ejemplo, la competencia posicional por alcanzar puestos jerárquicos en cualquier organización, las carreras de patentes, las competencias deportivas, etc.
Se supone, adicionalmente, que todos los individuos son idénticos y
neutrales respecto al riesgo. Cada individuo, enfrentado a la decisión de participar o no en la competición, se guiará por el principio del valor esperado, de modo que participará si el valor neto esperado de su participación es mayor o igual que cero. Al final, habrá un número x de participantes definido a partir de la igualdad entre el valor esperado de la participación y el coste de hacerlo, o sea cuando: (n/x) B – C = 0, donde n/x refleja la probabilidad de ganar de cada individuo dependiendo del número x de participantes. Dentro de este grupo habrá dos subgrupos: el de los ganadores (n) y el de los perdedores (n-x). Un indicador de la frustración relativa vendría dado por la siguiente fracción que expresa la proporción del grupo que ve frustrados sus propósitos pues participa en la competencia pagando por ello un coste C y no saca nada de la misma: (x – n)
n [( B/C) –1]
FR = ------------ = ---------------------N
N
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De donde se sigue que la proporción del grupo que experimentará frustración relativa crece conforme se incrementa: (1) n/N, es decir, la proporción de ganadores en el grupo; y, (2) B/C, o sea, el valor de la ganancia potencial si se entra en la competición. Este resultado explicaría, por ejemplo, la paradoja hallada en los estudios sociológicos que muestra la inexistencia en múltiples ocasiones de una relación directa y positiva entre el crecimiento de las oportunidades de progreso material (medido por el producto nB) y la satisfacción social.
función asimétrica de valor
uno de los supuestos subyacentes en el modelo de elección racional de
cualquier agente económico es que, en sus cálculos, agrega las ganancias y las pérdidas derivadas de cualquier decisión económica a la hora de decidir si la llevan a cabo. Frente a esto, los psicólogos Daniel Kahneman, Nobel de Economía en 2002, y Amos Tversky (1937-1996), plantean que, en la práctica, los agentes no realizan tal agregación, que las ganancias y las pérdidas que acompañan a las decisiones no son fungibles, de forma que las ganancias y pérdidas de riqueza se evalúan por separado, a partir de un nivel de referencia, dando además una importancia asimétrica a las pérdidas de riqueza con respecto a las ganancias (fenómeno conocido como aversión a las pérdidas por el que los individuos manifiestan una preferencia por evitar pérdidas más que por adquirir ganancias). De este modo, los individuos no evaluarían las alternativas y sus resultados con la función de utilidad convencional, sino con una función de valor que se define con respecto a los cambios en la riqueza y que además es asimétrica. Por ejemplo, una decisión económica que se tradujese en una ganancia y una pérdida de riqueza de idéntica magnitud dejaría al individuo en el mismo nivel de utilidad con arreglo al análisis tradicional de la función de utilidad, por lo que el individuo sería indiferente entre llevarla o no a cabo. Sin embargo, con arreglo al enfoque de la función asimétrica de valor, el individuo otorgaría un mayor valor (negativo) a la pérdida que a la ganancia y, por lo tanto, optaría por no realizar la acción. Para que este tipo de comportamiento “no racional” se produzca es necesario que se cumplan dos supuestos. El primero tiene que ver con la lectura asimétrica que los individuos deben hacer de las pérdidas y ganancias en las que incurran a la que ya se ha hecho referencia. El segundo, que el sujeto contemple independientemente los dos sucesos (las pérdidas y las ganancias cada una por su lado) en cuentas mentales separadas, y no de forma agregada. Para estos autores la función asimétrica de valor sería una pieza a considerar en la elaboración de una teoría positiva del comportamiento de los agentes económicos, mediante la que tratarían de describir cómo los individuos toman sus decisiones, y no cómo “deben” tomarlas para así maximizar una supuesta función de utilidad. Un efecto de esta forma de entender la conducta individual es el llamado efecto dotación así como la aparición de sesgos en la conducta dependiendo del marco o la forma en que se plantean las alternativas, pues estas se evaluarán de modo diferente según cómo se expliciten en cada una de ellas los costes y las ganancias. De ser pertinente esta teoría positiva de la elección pondría en cuestión algunos de los resultados más acreditados del modelo de elección racional. Por ejemplo, es una consecuencia lógica de este modelo el que los agentes no han de preocuparse a la hora de tomar una decisión por los costes irrecuperables o costes hundidos sino tan sólo por los costes de oportunidad que supone el hacer una determinada acción. Sin embrago, parece que es relativamente frecuente que los individuos los tomen en consideración. Por ejemplo, es corriente
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observar en las paradas de autobuses urbanos largas colas en las que los sufridos ciudadanos se quejan de la tardanza, pero siguen esperando “justificando” esa espera adicional en términos de que el abandonar la cola equivaldría a aceptar que el tiempo de espera ya pasado habría sido una pérdida de tiempo sin sentido. Sin embargo, el tiempo que ya ha pasado es un coste irrecuperable, por lo que racionalmente nada debería pesar éste a la hora de decir si se sigue en la parada un minuto más. Con arreglo al modelo de la elección racional, esta “justificación” para seguir esperando sería pues irracional, con arreglo al modelo de la función asimétrica de valor, sin embargo, esta decisión se explicaría en la medida que el tiempo que se ha pasado esperando se registra en la contabilidad mental de cada momento como una pérdida cuya reducción
requiere la
compensación al menos parcial de subirse al autobús.
función de producción
la función de producción recoge la relación existente entre los inputs o factores
productivos utilizados en el proceso de producción y el output o bien/servicio producido. En su formulación matemática más genérica se correspondería con la siguiente expresión: Y = f(K, L, T), donde, K es el capital, L el trabajo y T la tierra. La cantidad de bien final obtenido a partir de una cantidad determinada de inputs productivos dependerá de la tecnología existente en cada momento y se reflejará en la forma concreta que adopte la función de producción. Junto con los factores contratados para la realización del proceso productivo hay que tener en cuenta que las actividades de otros agentes económicos pueden afectar a la producción. Estos efectos externos pueden ser positivos, como por ejemplo, las economías de aglomeración, o negativos (por ejemplo la polución de un río que obliga a una empresa cervecera a incorporar un sistema de filtrado). Las funciones de producción se pueden clasificar en tres grandes tipos según cual sea la relación entre aumento de los input y aumento del output: cuando el output crece a mayor ritmo que los inputs estamos en presencia de una función de producción con economías de escala crecientes, cuando el output crece al mismo que los inputs estamos en presencia de una función con economías de escala constantes, y cuando el output crece a un menor ritmo que los inputs estamos en presencia de una función de producción con deseconomías de escala. Las funciones de producción que se clasifican adicionalmente atendiendo al grado de sustituibilidad entre los factores. Cuando esta sustituibilidad no existe y los factores han de utilizarse siempre en unas proporciones determinadas, la función de producción se dice presenta coeficientes fijos. En este caso los factores de producción serían complementarios perfectos. Por el contrario, las funciones de producción se denominan de coeficientes variables cuando los factores productivos pueden intercambiarse en mayor o menor medida para generar un mismo output (véase isocuanta). Cuando el proceso de producción da lugar a un único tipo de bien o servicio se habla de producción simple. Alternativamente, cuando el resultado de la producción son varios bienes o servicios se habla de la existencia de producción conjunta. La función de producción no permanece constante a lo largo del tiempo, sino que puede sufrir alteraciones derivadas de cambios en la tecnología productiva disponible fruto del cambio técnico. Tales cambios deben ser diferenciados de los cambios en la forma de producir el bien o servicio fruto de alteraciones en los precios de los factores que hagan ahora más aconsejable adoptar una distinta combinación de inputs, y por lo tanto una técnica diferente del catálogo de tecnologías disponibles.
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La utilización de la función de producción extiende el significado del supuesto de comportamiento racional de las empresas, el de maximización de beneficios. Maximizar beneficios es lo mismo que minimizar los costes de producción. De modo similar a la teoría del comportamiento del consumidor, la minimización de costes en un proceso productivo se alcanza cuando la última unidad monetaria que se gasta en cada uno de los factores produce el mismo output adicional (ley de la igualdad de las productividades marginales ponderadas). Caso contrario, esto es si la última unidad gastada en determinado factor aportara más a la producción final que la última unidad gastada en otro, lo eficiente sería repartir mejor los gastos empleando más de este segundo factor y menos del primero. Sustitución que se llevaría hasta que se cumpliera la ley antedicha. función de reacción concepto utilizado en los modelos de comportamiento de los mercados oligopolistas que recoge la reacción de una empresa, ya sea en el precio en la cantidad, en la publicidad, etc., compatible con su función objetivo (maximización de beneficios, por ejemplo), ante cada uno de los precios, cantidades producidas, etc., de otra empresa competidora. El supuesto implícito incorporado en la definición de la función de reacción de una empresa es de tipo “conservador” o adaptativo, en el sentido de que la empresa toma las decisiones de sus rivales como dadas y se adapta a ellas. La función de reacción de una empresa puede ser creciente o decreciente dependiendo del la forma en la que se comporte la variable económica sobre la que actúan las empresas. Se dice que una variable es sustitutiva estratégica para una empresa cuando ante un incremento en el nivel de la misma que hiciera una empresa rival, la primera respondería disminuyendo el suyo. En este caso, la función de reacción sería decreciente. Esta es la función de reacción característica de las empresas en el oligopolio de Cournot en el que las interacciones se dan vía cantidades producidas, de modo que el incremento en el output de una empresa rival conduce a una reducción en el nivel de producción de la otra. Por el contrario, si la variable de rivalidad es complementaria estratégicamente, los incrementos en su nivel por parte de una empresa generarán movimientos en la misma dirección de su rival. Tal sería el caso de los precios cuando su aumento por parte de la empresa rival permite subir los precios a las demás empresas del sector. La publicidad, en la medida que sea genérica (la que pretende estimular el consumo de un bien) es sustitutiva estratégica, y en la medida que sea específica, dirigida a una marca concreta de ese bien, será complementaria estratégica. función objetivo el término función objetivo hace referencia al fin perseguido por la empresa en su actividad productiva. El análisis microeconómico considera que la función objetivo de las empresas es la maximización del beneficio en el corto plazo. Sin embargo, diversos autores han planteado la posibilidad de que en presencia de mercados concentrados las empresas asuman objetivos distintos a éste, como pueda ser el crecimiento, o la propia supervivencia de la empresa. Así, por ejemplo, William Baumol defendió la posibilidad de que las empresas, especialmente las grandes empresas que operan en mercados concentrados, prioricen en su función objetivo las ventas y su crecimiento, esto es su propio tamaño, sujeto a la restricción de obtener unos beneficios suficientes como para satisfacer a sus accionistas y obtener parte de los fondos necesarios para financiar la inversión que haga posible el crecimiento de la empresa. Una vez alcanzado el nivel de beneficios necesario para cubrir ambas finalidades, el beneficio y el crecimiento aparecen como objetivos contrapuestos,
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ya que para alcanzar mayores cotas de crecimiento será necesario una política de precios distinta (precios inferiores) que cuando el objetivo es la maximización del beneficio. A la hora de explicar la existencia de objetivos distintos a la maximización del beneficio, que en principio debería ser el interés de los accionistas y propietarios de las empresas, uno de los factores a tener en cuenta es que crecimiento experimentado por las empresas en el último siglo ha hecho que se produzca una separación entre la propiedad de las empresas y su control, de forma que los que controlan las empresas, los directivos, a menudo no son sus propietarios (a diferencia de lo que ocurría cuando la mayoría de las empresas eran de capital familiar). En este contexto es razonable defender que en muchos casos los directivos perseguirán sus intereses promoviendo el crecimiento de la empresa más que el crecimiento de sus beneficios, ya que su remuneración –tanto directa como indirecta- está más relacionada con el tamaño de las empresas que con los beneficios que obtienen. Los escándalos de la empresa Enron, en Estados Unidos, o de Banesto, en España, serían dos ejemplos extremos de la utilización en beneficio privado de una empresa por parte de sus directivos, de conflicto entre propietarios y directivos, aunque no hace falta acudir a ejemplos de actividades delictivas para plantear la existencia de ese enfrentamiento de intereses (véase relación de agencia).
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G gasto público una parte importante del PIB de los países con economías de mercado está relacionado directamente con las actividades de provisión de bienes y servicios o de redistribución del sector público, llegando a suponer para el conjunto de la UE(15) el 48 % del PIB. Bajo la rúbrica genérica de gasto público se recogen todo el gasto del conjunto de las administraciones públicas de un país. Una forma tradicional de clasificar las actividades del sector público que implican gasto es distinguiendo entre gasto de inversión y de consumo, donde el primer concepto recogería aquellas actividades de inversión realizadas por el sector público que se traducen en la generación de unos activos duraderos de los que el estado o la sociedad en su conjunto pueden obtener una corriente de rendimientos futuros (explícitos en forma monetaria o implícitos como externalidades positivas) cuyo valor presente supera al coste de adquirirlos o generarlos: infraestructuras de transporte y medioambiente, hospitales, colegios, etc. Los gastos en consumo corriente, por su parte, serían una especie de cajón de sastre, que incluiría el resto de gastos asociados a la compra de bienes perecederos o el pago por servicios que no se traducen en nuevos activos (ni, por tanto, en rendimientos futuros). Se trata esta de una distinción que, pese a su simplicidad y claridad, da lugar a equívocos pues parece que los gastos en consumo, si no los realizan los agentes del sector privado como vehículos para incrementar su utilidad, están asociados en el imaginario popular a lo contingente, al derroche o a lo simplemente inútil cuando quien los hace es el sector público. Sin embargo, los gastos de consumo incluyen la atención sanitaria, la educación, las pensiones, seguridad y justicia, investigación, etc, en suma las actividades que caracterizan a un estado moderno, con un fuerte impacto positivo sobre el bienestar de los ciudadanos y el crecimiento de la economía. Otra forma más útil de clasificación del gasto público es hacerlo en función de los objetivos que se pretenden alcanzar, en cuyo caso de habla de servicios generales y defensa, prestaciones sociales –desempleo, pensiones y asistencia social-, bienes sociales –educación, sanidad y vivienda y servicios colectivos, servicios económicos –subvenciones a empresas e inversiones-, e intereses de la deuda. El gasto público, además de servir para cubrir necesidades de la población y de la economía, es uno de los instrumentos con los que cuenta el Sector Público en su gestión económica, ya que ese gasto es demanda para las empresas y, por lo tanto, fuente de actividad económica para el sector privado (véase política fiscal, aunque también efecto expulsión).
GATT
el GATT -acrónimo del inglés General Agreement on Tariffs and Trade, o Acuerdo General sobre
Aranceles y Comercio-, fue creado en 1947 con la finalidad de fomentar la reducción de las barreras al comercio y el aumento del comercio mundial, en un momento en que, como resultado de la crisis de los años 1930 y la Segunda Guerra Mundial, el comercio internacional se encontraba en valores mínimos. Su funcionamiento se basaba en la realización de sucesivas Rondas de negociación, ocho en total desde la primera
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desarrollada en Ginebra en 1947, que dio lugar a su creación, hasta la última desarrollada en Uruguay en 198694. En esta última ronda se creó la Organización Mundial del Comercio, OMC, institución que asumió a partir de 1995, junto con otras tareas, las propias del GATT. En estas reuniones, que deben entenderse como sesiones abiertas que duraban varios años, los países negociaban bilateralmente la reducción de sus aranceles y de sus barreras no arancelarias para luego extender los resultados de las mismas al resto de países integrantes del GATT, bajo el principio de no discriminación en contra de ningún país (cláusula de nación más favorecida), con la única excepción de los países menos desarrollados que, a partir de los años 70, se pudieron beneficiar de un sistema de preferencias generalizadas por el cuál algunos de sus productos disfrutaban de menor protección en los mercados de los países desarrollados. En términos globales se puede decir que el GATT ha tenido éxito a la hora de reducir la protección arancelaria, que en las naciones más desarrolladas ha pasado de un 15-20 % en la década de 1950 a alrededor del 4 % para los productos industriales, aunque fue incapaz de liberalizar el comercio en algunos sectores de gran importancia para los países menos desarrollados como la agricultura o los textiles.
globalización
la palabra “globalización” se ha convertido en uno de los términos más presentes en los
medios de comunicación y en el debate económico y político. Esta ubicuidad responde a un cambio importante en el mundo económico, pero también en los mundos cultural y político, acontecidos en la segunda mitad del siglo XX y fundamentalmente en las últimas dos décadas de la centuria. En todo caso, hay que señalar que no es la primera vez que el mundo se enfrenta a fenómenos de aumento del ámbito geográfico de las actividades económicas. Así, un grupo de autores, entre los que destacan Inmanuel Wallerstain y Andre G. Frank (19292005), defienden que el descubrimiento de América por Cristóbal Colón en 1492 y la apertura de nuevas rutas marítimas desde el viejo continente hasta la India y China en 1489 por parte de Vasco de Gama, supuso el nacimiento de una economía mundo, con lo que el origen de la globalización habría que buscarlo mucho antes en el tiempo. Si la cuestión anterior está todavía abierta a discusión, no ocurre lo mismo con la que sería la siguiente ola de aumento de las relaciones económicas internacionales que tuvo lugar durante el siglo XIX. Un siglo en el que se abrieron las fronteras de los países tanto a las mercancías como a las inversiones extranjeras, alcanzándose unas tasas de apertura y unos índices de inversión exterior similares, cuando no mayores, a los existentes en los años 70 del siglo XX, y un movimiento de poblaciones, a diferencia de la globalización actual, substancialmente más alto. Empezando por este último factor, y por poner algunos ejemplos relevantes, en la última década del siglo XIX la entrada de inmigrantes en Argentina fue equivalente al 25 % de la población existente en el país al comienzo de la década, al 9 % de la estadounidense y al 16 % de la australiana, mientras que países como el Reino Unido, España o Suecia perdían entre un 5 y un 7 % de su población por este motivo. Un siglo más tarde, entre los principales países desarrollados sólo Estados Unidos se acercaba a tales intensidades con la entrada de cerca de un millón de emigrantes por año, lo que supone el 4 % de la población durante la década, así y todo un incremento de menos de la mitad del experimentado un siglo antes. En lo que se refiere al movimiento de bienes, a principios del siglo XX, la tasa media de apertura de los principales países del mundo (Francia, Alemania, Japón, Países Bajos, Reino Unido y Estados Unidos estaba en torno a un 42 %. Un valor que no se volvería a alcanzar hasta la década de 1980. Por último, en la actualidad los flujos
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financieros a largo plazo no son, en términos relativos, mayores que los existentes a principios de siglo (la exportación de capital en Gran Bretaña por esas fechas llegó a alcanzar el 9 % del PIB), si bien mientras que entonces prácticamente se limitaban al sector público y al desarrollo del ferrocarril, en la actualidad se dirigen a un número mucho mayor de sectores y actividades. Las dos guerras mundiales y la Gran Depresión supusieron el hundimiento del comercio internacional de forma que a mediados del siglo XX tanto la tasa de apertura como los movimientos de capitales tomaban valores sensiblemente inferiores a los existentes a principios de siglo, mientras que los aranceles duplicaban en muchos casos a los vigentes en esa época. Este hundimiento del comercio explica que, cuando en los años 70 y 80 del siglo pasado se observa la creciente importancia del mismo, se otorgue a este fenómeno un componente de novedad del que carece cuando se contempla la evolución del comercio y las relaciones económicas internacionales desde una perspectiva temporal más amplia. Si bien nada impide que la globalización pueda ir todavía más lejos, como pone de manifiesto el éxito alcanzado por determinados procesos regionales de integración económica, de lo anterior se siguen dos conclusiones importantes: la primera es que la globalización no es un proceso novedoso en sí mismo, la segunda es que es un proceso potencialmente reversible. Las causas que explicarían este relanzamiento del comercio internacional en la segunda mitad del siglo XX son de distinto orden e incluyen las siguientes: la conveniencia de contar con mercados crecientes para poder explotar economías de escala tanto en la producción de bienes como en la de servicios, cuya importancia en el comercio mundial ha crecido hasta suponer una cuarta parte del mismo, una política continuada de reducción de los aranceles hasta situarse alrededor del 4 % propiciada por el GATT (a modo de comparación, en los años 30 en estados Unidos la protección arancelaria media alcanzaba el 48 % en una considerable reducción de los costes de transporte y comunicaciones, y, finalmente, la liberalización del sistema financiero. Las principales ventajas asociadas a la apertura comercial, una de las claves del desarrollo económico de acuerdo con el Consenso de Washington serían: (1) el comercio internacional permite acceder a bienes, servicios y tecnologías no disponibles en el mercado interior o disponibles con unos costes más elevados, lo que significaría que se están utilizando recursos en producir algo que se podría obtener de forma más eficiente del exterior, liberando al tiempo esos recursos para la producción de otro u otros bienes o servicios. El resultado anterior se mantiene, como demuestra la teoría de las ventajas comparativas, incluso cuando el país en cuestión no produce ningún bien de forma más eficiente (entendida como menos “costosa”en términos absolutos) que sus posibles socios comerciales; (2) el comercio internacional, al ampliar el tamaño del mercado para los productos fabricados en un determinado país, facilitará la obtención de ganancias de productividad gracias a las economías de escala. Este factor puede ser de especial importancia para los países menos desarrollados, que tienen mercados interiores muy pequeños, lo cual limita la posibilidad de sus empresas de alcanzar economías de escala; (3) el comercio exterior también permite encontrar demanda efectiva para factores de producción que, por ausencia de suficiente demanda interna, podrían quedar sin utilización productiva –recursos energéticos, pesqueros, etc.; (4) las exportaciones, al posibilitar la entrada de divisas, permiten a un país poder importar bienes y servicios que de otra forma quedarían fuera de sus posibilidades. Unos bienes y servicios, como los bienes de capital, que pueden tener un
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papel importante en el proceso de desarrollo económico (véase ley de Thirlwall). Estas ventajas se verían complementadas por el aumento de la inversión extranjera directa, y por las ventajas derivadas de la apertura de los mercados de capitales, que harían menos costosa la obtención de financiación para la puesta en marcha de proyectos de inversión, haciendo más fácil vencer la restricción que las bajas tasas de ahorro pueden suponer para la puesta en marcha de un proceso de crecimiento. Esta visión amable de los efectos de la globalización se enfrenta, sin embargo, con algunas críticas que llaman la atención sobre sus posibles efectos negativos. Entre ellas destacan: (1) tanto la teoría de las ventajas absolutas y comparativas como la explicación de la globalización como una salida para el excedente de factores que en ausencia de demanda externa estarían infrautilizados sugieren que el resultado natural de la apertura de una economía al exterior es la especialización en un grupo limitado de productos. Una especialización que puede, bajo determinadas condiciones, generar dependencia del país y sus productores del exterior con el consiguiente aumento de su riesgo. Por otra parte las ventajas comparativas pueden llevar a la economía a especializarse en sectores que estén asociados con bajas posibilidades de obtención de ganancias en productividad o economías de escala dinámicas, con lo que el efecto a corto plazo podría ser positivo (resultado de una mejor asignación de los recursos disponibles), pero a largo plazo negativo. (2) La especialización, y el consiguiente cambio de la estructura productiva, puede muy bien generar cambios en la distribución de la renta con un impacto negativo sobre los segmentos más pobres de la sociedad. Piénsese, por ejemplo, en el impacto que puede tener la especialización de determinado país en agricultura de exportación, en sustitución de la agricultura de subsistencia, con el consiguiente aumento del riesgo en el caso de caída del precio mundial del producto, que dejaría a los agricultores sin posibilidades de cubrir sus necesidades mínimas de subsistencia. (3) La mayor dependencia asociada a la especialización no tendría, sin embargo, que plantear excesivos problemas, exceptuando el caso de catástrofes naturales, como plagas en el caso de monocultivos de exportación, cuando los precios de los productos en los que se especializan los países tienen un comportamiento estable a lo largo del tiempo. Sin embargo, en presencia de fluctuaciones significativas de los precios mundiales de estos productos, el país se verá incapacitado, en las épocas de caída del precio mundial, de mantener sus, ahora imprescindibles, importaciones. (4) Independientemente del problema anterior de la fluctuación de los precios en los mercados mundiales de productos primarios, la especialización será negativa si existe una tendencia al deterioro de la relación real de intercambio entre los productos primarios y los manufactureros. Un deterioro que, de producirse, significaría que existe una relación causal directa entre el desarrollo del “norte” y el subdesarrollo del “sur”, a través del funcionamiento del comercio, y que justificaría la demanda de algunos países y ONG en favor de un comercio justo “norte-sur” (véase teoría de la dependencia). (5) Por último, el proceso de especialización estará asociado necesariamente al hundimiento de algunos sectores (aquellos en los que el país tenga desventaja comparativa). Unos sectores que no tienen porqué estar ubicados en la misma zona en la que se localicen los sectores en los que se especialice el país por tener ventaja comparativa en ellos. Sectores éstos que a su vez pueden demandar
mano de obra con
características distintas (demanda de mano de obra femenina, por ejemplo) a la de los trabajadores que se ven desplazados de los sectores no competitivos. Todo ello generará, junto con el crecimiento de algunas áreas, el hundimiento de otras -al menos en el corto-medio plazo. Aunque todo proceso de desarrollo supone en última instancia, en palabras de Schumpeter, una “ola de destrucción creativa”, por lo que siempre hay colectivos
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perjudicados del mismo, al menos a corto plazo, el cambio en la composición sectorial cuando ésta responde a movimientos de comercio internacional, es normalmente mucho más rápido y por lo tanto más brusco y con un coste social más elevado. En lo que se refiere a la liberalización financiera, las numerosas crisis financieras producidas tras los procesos de liberalización de este sector han puesto de manifiesto los peligros asociados a la plena liberalización financiera en un contexto de debilidad del sector financiero y en presencia de grandas masas de capital financiero especulativo libres para moverse de país en país en tiempo real y en respuesta no a variaciones de las expectativas a largo plazo respecto al comportamiento futuro d elas variables fundamentales de la economía de un país sino a situaciones transitorias o no demasiado relevantes para esas expectativas, con los consiguientes efectos desestabilizadores sobre los tipos de interés y las tasas de cambio de las monedas. Las reflexiones anteriores atañen fundamentalmente a los países menos desarrollados, sobre los que también recaen las mayores presiones para abrir sus mercados nacionales. En los países de alto nivel de renta, con índices ya elevados de apertura -el 70 % en el caso de la UE (15)- el debate sobre los efectos de la globalización se ha centrado en otras cuestiones, entre las que destacan los efectos económicos y sociales de la inmigración y el peligro de deslocalización masiva de empresas. Empezando por este último factor, la existencia de enormes diferencias salariales y de regulación social y medioambiental entre los países de renta alta y los países de renta media y baja recientemente incorporados a la economía mundial, podría dar lugar a una fuga significativa de empresas desde los países de renta alta, donde actualmente se encuentran radicadas, hacia otros países de renta media o baja con la finalidad de reducir sus costes directos (salariales) e indirectos (medioambientales y sociales) de producción. Si este fuera el caso, la huida de empresas al exterior deterioraría el tejido productivo de los países ahora desarrollados, tanto industrial como de servicios, ya que gran parte de la deslocalización se daría en actividades terciarias asociada al proceso de subcontratación (outsourcing) de actividades antes desarrolladas dentro de las empresas –la importación de servicios empresariales alcanza el 1 % del PIB del Reino Unido- (véase terciarización), al tiempo que mejoraría los niveles de renta de aquellos países en donde se instalaran. Los estudios disponibles sobre la cuestión no señalan que tal movimiento se haya producido de forma intensa y dramáticamente unidireccional, y por lo tanto no parece que el mismo haya sido causante de una pérdida neta importante de puestos de trabajo, lo cual no es óbice para que cada nuevo anuncio de cierre de una empresa por traslado a un país menos desarrollado no se interprete como la contrastación de que tal proceso existe. En todo caso, los procesos de deslocalización tienen efectos muy distintos sobre los agentes económicos: las empresas mejorarán sus resultados, y por lo tanto será beneficioso para sus accionistas, los consumidores pues podrán contar con productos más baratos, mientras que los trabajadores desplazados se verán obligados a buscar otro trabajo, probablemente con salarios y condiciones de trabajo peores. En todo caso, hay una forma indirecta más sutil por la que la deslocalización afecta al bienestar de los trabajadores de los países de renta alta, y es alterando el equilibrio de poder existente entre éstos y la empresa a la hora de negociar sus condiciones de trabajo, así como el equilibrio de poder entre las empresas y los estados a la hora de establecer regulaciones laborales o impositivas. La posibilidad que les brinda la globalización a las empresas de “votar con los pies”, trasladando su producción a otros países, afectaría así a las negociaciones salariales y de condiciones de trabajo, y a la política impositiva. Este es, sin duda, uno de los factores detrás de la progresiva reducción de la imposición sobre las rentas de capital –un
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factor móvil-, y en contra de las rentas de trabajo –un factor más fijo debido a las dificultades personales y económicas y sociales asociadas al desplazamiento geográfico y ocupacional que tienen los trabajadores. En lo que se refiere a la inmigración, los estudios disponibles confirman que el aumento de la oferta de trabajo derivada de la inmigración prácticamente no afecta a los salarios de los trabajadores, exceptuando al segmento de trabajadores no cualificados, que podrían sufrir como consecuencia un deterioro de sus salarios en relación a los salarios de los trabajadores cualificados. De igual forma, dadas las características demográficas de los inmigrantes, también parece confirmarse que su aportación neta a las arcas del Estado es positiva, en el sentido de que aportan vía impuestos y cotizaciones sociales más de lo que detraen en prestaciones sociales. Por último, los inmigrantes cumplen un papel importante como oferta de trabajo en muchos sectores, alguno de ellos especialmente importantes en términos de bienestar, como los servicios personales (atención a personas mayores, etc.). De hecho, dadas las perspectivas demográficas de los países desarrollados, la inmigración es un elemento importante para aminorar el problema de envejecimiento demográfico. Más parece, en suma, que los problemas asociados a la inmigración se sitúen más en la esfera social, esto es, en los problemas que suscita su integración en las sociedades hacia las que emigran, que en la económica. Abundan en el pasado ejemplos de migraciones masivas, que, a corto plazo, alteraron el perfil étnico y cultural de los países receptores, y que sin embargo, con el paso del tiempo, han dado lugar a sociedades cohesionadas, lo que señalaría que tal integración es posible, aunque no siempre es fácil. Por último, la globalización también se manifiesta en la esfera de la cultura, y, paradójicamente, con efectos contrapuestos. Por un lado la apertura comercial, junto con la mejora de los medios de transporte y comunicación, especialmente Internet ha permitido que lleguen a Occidente con mayor facilidad que en el pasado otras músicas y otras literaturas, apareciendo con fuerza una corriente de mestizaje cultural novedoso y enriquecedor. Sin embargo, paralelamente, se está produciendo una homogenización cultural en donde aquellas expresiones culturales que cuentan con un mayor apoyo de la industria del ocio desplazan a otras culturas locales, utilizando como herramientas de nuevo Internet, las emisiones de televisión por satélite y la inversión extrajera que toma la forma de una réplica de las formas de ocio o consumo de los países de origen. Para aquellos que confían en la soberanía del consumidor nada hay que objetar a tal desembarco industrialcultural. Para aquellos otros que dudan de que los consumidores puedan siempre ejercer su soberanía en el mercado por la existencia de multitud de fallos de mercado, esta globalización cultural no sería sino una expresión más del neocolonialismo.
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H hambre, economía del
En lo que sigue designaremos como hambre y malnutrición aquellas situaciones de
acceso a una dieta alimenticia con déficit importante de nutrientes, ya en términos generales, calorías o proteínas, ya en términos de algunos nutrientes específicos como yodo, hierro o vitaminas. Las situaciones de hambre o malnutrición se distinguirán de las situaciones de hambrunas en la intensidad de la insuficiencia, ya que en este último caso, la deficiencia es súbita, intensa y frecuentemente mortal. Ello, sin embargo, no hace al hambre y malnutrición continuada menos peligrosa (aunque sea menos dramática en términos de opinión pública), ya que existe sin duda alguna una intensa relación entre la tasa de mortalidad y la insuficiencia alimentaría y malnutrición, pues estas reducen la capacidad del cuerpo humano de combatir enfermedades que se convierten en mortales en personas mal nutridas cuando no lo serían en personas con una nutrición suficiente y equilibrada. Desde el ámbito de la Economía existen dos aproximaciones generales que fijan el centro de atención a la hora de explicar las hambrunas y la malnutrición en dos elementos distintos (aunque no excluyentes): la insuficiencia de alimentos por problemas de oferta, y la falta de capacidad de acceso a unos alimentos disponibles en el mercado. La principal, y probablemente más popular teoría del hambre, parte de una lectura desde el lado de la oferta de las causas que subyacen al hambre y la malnutrición. Según esta aproximación, la malnutrición y el hambre responderían a la existencia de un desequilibrio entre las necesidades alimenticias de la población y las capacidades de producción de alimentos. Este desequilibrio puede ser permanente y de menor entidad, dando lugar a situaciones de malnutrición estructural, o intenso y temporal, manifestándose en hambrunas. Desde una perspectiva dinámica, la visión del hambre como un problema de oferta se plantea en términos de existencia de un desequilibrio entre el crecimiento de la población y el crecimiento de la producción de alimentos. Desde este enfoque, planteado originariamente por el reverendo inglés y economista clásico Robert Thomas Malthus (1766-1834) en su An Essay on the Principle of Population; or a View of its past and present Effects on Human Happiness; with an Inquiry into our Prospects respecting the Removal or Mitigation of the Evils which it occasions, publicado por primera vez en 1798 y posteriormente revisado y ampliado en 1803, el hambre en sus diferentes intensidades no sería sino el resultado natural derivado de un crecimiento de la población por encima del crecimiento de la capacidad de producción de alimentos. Esta visión plantea un escenario pesimista del futuro en cuanto que supone que antes o después, pero inevitablemente, la dinámica de crecimiento demográfico superará a la dinámica de crecimiento de la producción de alimentos (sometida a la ley de rendimientos decrecientes que enunciara David Ricardo). El
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que esto no ocurra en la práctica se explicaría según Malthus por la existencia de controles preventivos o exante y controles positivos o ex-post, mecanismos que en los dos casos supondrían caídas de la población con respecto a su crecimiento potencial en ausencia de controles. Dentro de los controles preventivos Malthus incluye todos aquellos comportamientos tendentes a reducir el número de hijos: “control moral (...) renuncia al matrimonio bien por un tiempo o permanentemente (...) con una estricta conducta sexual en el intervalo. Siendo este el único modo de mantener la población a nivel con los medios de subsistencia perfectamente compatible con la virtud y la felicidad (...)”. El resto de los controles de tipo preventivo serían: “el tipo de relaciones sexuales que genera esterilidad en algunas de las mujeres de las grandes ciudades; una corrupción general de la moral en relación con el sexo (...): pasiones contranatura y mecanismos poco correctos para prevenir las consecuencias de la relaciones irregulares” (1830, p. 250). Entre los controles positivos estarían todos aquellos que tienden a acortar prematuramente la vida humana como: “trabajos insalubres, (...) comida o vestido mala o insuficiente resultado de la pobreza; mala crianza de los niños; excesos de todo tipo; ciudades y fábricas, todo el conjunto de enfermedades comunes y epidemias, guerras; infanticidio; plagas y hambrunas” (1830, p. 250). El planteamiento de Malthus responde razonablemente bien a los hechos estilizados de la relación entre abundancia de recursos y población anteriores a su época, como se refleja en la fuerte correlación existente entre la evolución de los salarios reales y el número de hijos por mujer en la Inglaterra del XVIXVIII, o entre población y precio del trigo en muchas (aunque no todas) regiones europeas en el XVIII. Sin embargo, echando la vista atrás se observa que pese al continuo aumento de la población experimentado desde la época de Malthus (de mil millones a más de seis mil millones de habitantes), no se ha producido esa divergencia global esperada y tantas veces predicha entre población y producción de alimentos, que diera lugar a un ajuste Maltusiano brusco. Dos son las razones de tal comportamiento. Por un lado, y en contra del planteamiento de los economistas clásicos desde Ricardo, el sector agrícola ha mostrado una fuerte capacidad para reinventarse, evitando entrar en rendimientos decrecientes mediante roturación de nuevas tierras y sucesivas revoluciones tecnológicas que han desplazado la frontera de posibilidades de producción agrícola. Por otro, el aumento de renta ha ido acompañado, aunque con retraso, de un proceso de transición demográfica, de forma que de una situación estable de alta mortalidad y alta natalidad se ha pasado a una situación de baja mortalidad (y por lo tanto alta esperanza de vida) y baja natalidad. Frente al planteamiento del hambre y la malnutrición como un problema de oferta, derivado de la existencia de una insuficiente producción (o de la existencia de movimientos especulativos de acaparamiento), una perspectiva alternativa hace hincapié en el hambre como resultado de la incapacidad de los individuos de hacer visibles sus necesidades alimenticias ante los mecanismos responsables de la asignación de los productos alimenticios. Centrándonos en la economía de mercado, lo anterior significa que para que exista un episodio extendido de hambre, o una situación estructural de malnutrición, bastaría con que parte de la población, por cualesquiera razones, se vea imposibilitada de manifestar sus necesidades en el mercado, efectuando la demanda correspondiente. A menudo se ha comparado el mercado con un sistema plebiscitario, en el sentido de que los consumidores reflejarían directamente sus preferencias mediante el ejercicio de la demanda. Sin embargo, como es bien sabido, para que una preferencia se vea atendida en el mercado es necesario que la
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misma vaya avalada con votos monetarios. La ausencia de éstos convierte a los consumidores en personas invisibles y silenciosas para el mercado. Desde esta aproximación, el hambre podría existir en un contexto de abundancia, para lo que sólo haría falta que parte de la población se viera privada de su capacidad para hacerse oír en el mercado. La importancia de la capacidad de gasto de las personas como determinante del hambre y la malnutrición ha sido tratada de forma detallada por Amartya Sen (1981), Memorial Nobel de Economía de 1998, en su libro Pobreza y hambrunas. Un ensayo sobre derechos y privaciones, publicado bajo los auspicios de la OIT en 1981. En pocas palabras, Sen defiende que la clave de las hambrunas está en la incapacidad de la población afectada de conseguir comida por los medios legalmente disponibles en la sociedad, incluyendo la producción, el comercio y la protección social. Esa incapacidad para hacer valer unos “derechos”, en su terminología entitlements, en el mercado de alimentos, y no una crisis de oferta, sería la que estaría detrás de la mayoría de las hambrunas modernas. Desde una perspectiva más amplia, que recoge algunas de las críticas realizadas al enfoque de Sen, aplicada a una economía de mercado, el enfoque de los derechos supone que una persona sufrirá hambre y desnutrición si: (1) pierde la capacidad para producir directamente alimentos, (2) no tiene la posibilidad de adquirirlos en el mercados (3) no puede obtenerlos mediante uno u otro mecanismo de redistribución (ya sea público o privado). Esta última ampliación es importante ya que, frecuentemente las raíces del hambre estén menos en la falta de poder adquisitivo en el mercado que en la falta de poder de presión ante las instituciones nacionales e internacionales. Este enfoque incluiría asimismo (4) la pérdida de derechos derivada de situaciones de crisis (guerra, bandidaje, estados fallidos, etc.) que frecuentemente caracterizan las crisis alimentarias actuales (por ejemplo Darfur), así como aquella fruto de la incompetencia y corrupción gubernamental. Esta última circunstancia no es baladí ya que, como señala Stephen Devereux, en el último cuarto del siglo XX la existencia de un conflicto bélico, sola o en combinación con sequías, se ha convertido en causa prima de las hambrunas en África. Esta realidad ha dado lugar a una tercera aproximación a las causas del hambre, conocida como el enfoque de las emergencias complejas, que considera que todas las hambrunas son políticas. La importancia de los mecanismos públicos de acceso a la alimentación ha sido últimamente remarcada por autores que subrayan la ausencia del reconocimiento de este derecho económico y social básico como uno de los elementos claves a la hora de entender esa incapacidad de acceso a la alimentación. En todo caso, este factor también aparece en los trabajos de Sen cuando señala que en democracia (y con prensa libre) no hay hambrunas, lo que significa que convertir el hambre en un problema político facilitaría su resolución. Lo anterior no significa que la caída local en la producción agrícola no pueda ser un factor desencadenante de hambrunas, pero no sería la causa final. Pongamos un ejemplo. La ausencia de lluvias puede reducir localmente la producción agrícola y el acceso directo a alimentos de los pequeños agricultores, dando lugar, paralelamente, a una reducción de su demanda de trabajo estacionario de jornaleros, de forma que ambos colectivos verán comprometida su capacidad de alimentarse. La reducción de sus ingresos repercutirá a su vez en una caída de la demanda de otros servicios, por ejemplo peluquerías, comprometiendo la supervivencia de otros grupos de población. Todo ello puede desencadenar una situación de hambre aunque exista un suministro suficiente de alimentos. Es más, esa ruptura de los derechos de los campesinos y jornaleros (en un caso fruto de la propiedad y en otro de la venta de su fuerza de trabajo) puede dar lugar a un
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paradójico movimiento centrífugo de alimentos desde la zona afectada por la hambruna hacia otras zonas libres de ésta, algo frecuentemente observado en la realidad, que no sería sino la natural respuesta del mercado a una caída de la demanda local. En el cuadro adjunto se resumen varios trabajos que realizan un análisis detallado de algunas hambrunas modernas bajo esta perspectiva. Características de una muestra de hambrunas del siglo XX. Fuente
Lugar y año
Impacto
Análisis La disponibilidad fue mayor que en los 3 años anteriores y en los 2 posteriores. Inundaciones y caída del empleo agrícola, aumento general de precios y caída de los salarios reales, aumento del precio de los alimentos tras las inundaciones por movimientos especulativos. Pérdida directa e indirecta de la capacidad de acceso a comida. Pequeña caída en la disponibilidad de alimentos, alrededor del 5%, menor que años anteriores (en 1941 fue del 13%). Aumento de precios por el esfuerzo bélico. Acaparamiento por expectativas de aumento de precios, la pequeña caída en producción se traslada a una gran caída en oferta. La prohibición de exportación de grano en otras regiones impide el arbitraje espacial. Desigual aumento de los ingresos y de la capacidad de compra que favorece a las ciudades (Calcuta). Mecanismo de transmisión vía caída en la demanda a colectivos no agrícolas Sequía en la región de Wollo. Probable caída de la disponibilidad en el país del 7%. No parece ser un problema de acceso, ya que había comercio de alimentos de Wollo hacia Addis Abeba (o Asmara en la costa). La sequía produce una pérdida directa de derechos de los agricultores, tanto directos (pérdida de la cosecha) como indirectos (ausencia de ingresos). Estabilidad de precios. Las comunidades de ganaderos se ven afectadas por la sequía pero también por la utilización de pastos para agricultura comercial. Fuerte caída en la producción asociada parcialmente a la estrategia productiva del Gran Salto Adelante, cuyos efectos se amplifican por falta de reconocimiento de la situación por parte de las autoridades, información errónea e incentivos al ocultamiento de la situación por parte de las autoridades locales.
Sen (1981)
Bangladesh 1974
26,000 1,000,000.
Sen (1981)
Bengala, 1942
Tres millones
Sen (1981)
Etiopía 1972-74
Entre 50.000 y 200.000
Riskin (1990) O’Grada (2007)
China 1958-61
16-30 millones
Como conclusión, en un contexto de economía de mercado, mercados integrados y suficiencia alimentaria mundial, es evidente que el hambre tiene que estar asociado a una incapacidad de la población en riesgo de hambruna de cubrir directamente sus necesidades con la producción de autosubsistencia o, alternativamente, manifestar su demanda en el mercado. Pero hay que ir un paso hacia atrás y preguntarse qué es lo que provoca esa situación de inexistencia para el mercado de parte importante de la población, y un paso adelante y preguntarse qué es lo que impide que se activen las medidas compensatorias necesarias para generar derechos de acceso a alimentación por mecanismos distintos al mercado o, alternativamente, qué es lo que impide que se activen los programas necesarios para hacer visibles a los desposeídos en ese mercado para el que no existen. Detrás de esa pérdida de acceso a la producción directa y derechos de mercado normalmente se encuentra un hecho natural: frecuentemente sequía o inundaciones, pero también se puede encontrar un hecho provocado por el hombre: conflictos civiles armados, expropiaciones forzosas, etc. Detrás de la inacción en caso de riesgo de hambruna a menudo nos encontramos con los mismos factores: estados fallidos (Somalia), corrupción, conflictos civiles (Sudán, Etiopía) y utilización de la alimentación como un arma de guerra más.
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Harrod-Domar, modelo el modelo de Harrod-Domar, H-D, síntesis de dos modelos distintos, el de Sir Roy Harrod (1931) y el de Evsey Domar (1947), analiza el comportamiento a largo plazo de las economías de mercado, y en concreto, las condiciones que tienen que producirse para que el crecimiento económico en el tiempo se pueda caracterizar como equilibrado, significando con ello que la producción sea igual a la demanda. La idea central del modelo de H-D es el doble papel de la inversión. Por un lado, la inversión supone compra de equipo capital (máquinas) nuevo y, por lo tanto, afecta positivamente a la demanda de la economía y a la producción, de forma que cuanto mayor sea la inversión, mayor será la producción agregada (véase multiplicador). Por otro lado, la inversión, una vez realizada, se materializa en nuevas máquinas instaladas y listas para producir, y por lo tanto aumenta la capacidad productiva de la economía. De esta forma la inversión, a la vez que genera demanda efectiva, genera mayor necesidad de demanda en el futuro para mantener a la economía en situación de pleno empleo. En la medida en que la demanda crezca al mismo ritmo que el aumento de capacidad productiva derivado de la inversión (y el aumento de población-mano de obra), la economía se mantendrá en equilibrio, de no ser así entraría en una situación de desequilibrio. El modelo H-D, parte de una situación simplificada en la que se analiza a nivel agregado una economía cerrada y sin sector público y en la que el aparato productivo se describe mediante una función de producción agregada con coeficientes fijos, es decir, donde no hay posibilidades de sustitución entre los factores capital y trabajo. Queda también fuera del modelo cualquier consideración de cambio técnico que alterase esas proporcionalidades en el uso de los factores. Bajo estos supuestos, partiendo de una situación de equilibrio macroeconómico donde el ahorro, S, y la inversión agregadas, I, son iguales: S = I, dividiendo ambos lados de la igualdad por Y (el nivel de renta o producción agregada), se tiene: (S /Y) = (I /Y); y multiplicando por (ΔY /ΔY): (S / Y) = (I /Y) (ΔY/ΔY) = (I /ΔY) ( ΔY /Y) Ahora bien, (S/Y) es la propensión media a ahorrar o tasa de ahorro, s, (ΔY/Y) es la tasa de crecimiento de la economía, g, y dado que la inversión, I, en ausencia de depreciación, coincide con incremento en el stock de capital (Δ K), entonces (I/ΔY) = (ΔK/ΔY). Puesto que la relación capital-producto v = (K /Y), una relación técnica que nos dice cuanto capital es necesario para producir una unidad de output, es constante por suponer que la producción se realiza usando una tecnología de coeficientes fijos, entonces (ΔK/ΔY) el incremento en el stock de capital necesario para incrementar el producto en una determinada cantidad será también constante e igual a (K/Y). Se tiene por tanto que: g=s/v El modelo de H-D demuestra que el equilibrio macroeconómico (S=I) se mantendrá siempre que la economía crezca a una tasa, g, igual al cociente entre la tasa de ahorro, s, y la relación capital-producto, v. Si la inversión real coincide con la deseada por las empresas satisfaciendo sus expectativas, entonces a la tasa de crecimiento que mantendría la igualdad entre ahorro e inversión deseada se la conoce como tasa de crecimiento garantizada, gw. Si, por contra, la inversión real supera a la deseada (o si es inferior), entonces la tasa de crecimiento real será mayor que la garantizada, g > gw, (o, a la inversa, g < gw). Sólo cuando la tasa de
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crecimiento real coincide con la garantizada se cumplen (parte de) las condiciones para tener un crecimiento autosostenido y constante. Ahora bien, para que esa tasa de crecimiento económico sea capaz de mantener en el tiempo el equilibrio económico con pleno empleo, se requiere adicionalmente que sea igual a la tasa de crecimiento de la población, n. A la tasa de crecimiento que mantiene el pleno empleo se la conoce como tasa de crecimiento natural, n, y es igual a la tasa de crecimiento de la fuerza de trabajo supuesto que se mantiene en el curso del tiempo la relación capital-trabajo. Es decir, que para dar empleo a toda nueva población activa que entre en el mercado de trabajo, la economía ha de crecer a un tasa que permita dotarles a estos nuevos trabajadores con los bienes de capital que necesitan, pues dado el supuesto de coeficientes fijos la relación capital-trabajo así como la productividad media del trabajo permanecen constantes. El modelo H-D concluye que la economía se moverá en una senda de crecimiento autosostenido y constante cuando la tasa de crecimiento real coincida con la tasa garantizada y con la tasa natural: g = gw = s/v = n El modelo de crecimiento H-D llama la atención sobre la naturaleza inestable del crecimiento en una economía de mercado. El modelo establece una senda de crecimiento autosostenido y constante (steady-state) para una economía en la que, de seguirla, la tasa de crecimiento esperado coincide con la real y la natural. Pero esa senda es como el “filo de una navaja”, de modo que cualquier desviación de la misma genera fuerzas contractivas o expansivas explosivas que alejan la tasa de crecimiento real cada vez más de la de la senda. Así, si por cualquier razón la tasa de crecimiento real fuera inferior a la prevista por las empresas (la tasa garantizada), es decir, si la demanda efectiva creciera menos de lo esperado, las empresas reaccionarán reduciendo el volumen de su inversión real ya que no necesitan tanto capital nuevo (dada la relación capital producto) para atender una demanda que resulta ser inferior a la prevista, lo que, a su vez, repercutirá en una caída adicional de la demanda efectiva y, por lo tanto, en una nueva caída la de la inversión real y de la tasa de crecimiento, y así sucesivamente en un proceso acumulativo. Esto es, la reacción natural de las empresas ante una desviación de la senda de crecimiento autosostenido y constante no haría sino profundizar la crisis. El crecimiento sería, por el contrario, explosivo en el caso de que en un periodo el crecimiento de la demanda fuera mayor que el esperado, ya que el aumento de la inversión que provocaría –al intentar los empresarios en esta ocasión instalar más capital para poder hacer frente a la demanda no esperada- generará un crecimiento todavía mayor de la demanda efectiva y la profundización de la diferencia entre el crecimiento de la demanda y el crecimiento esperado de la misma. El crecimiento alcanzaría en este caso su límite superior cuando se topase con la restricción asociada al pleno empleo de trabajo, lo que supondría que la tasas de crecimiento fuese inferior a la esperada iniciándose en consecuencia una caída de las tasas de crecimiento. Herscher-Ohlin, teorema de el Teorema de Heckscher-Ohlin, H-O, desarrollado por los economistas suecos Eli Heckscher (1919) y Bertil Ohlin (1933), intenta explicar porqué distintos países tienen diferentes ventajas comparativas en la producción de bienes y servicios en el comercio internacional. Según el teorema H-O, siempre que se cumplan determinados supuestos (los países utilizan las mismas tecnologías en la producción de bienes y servicios que, además, se caracterizan por tener economías constantes a escala, ningún país se
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especializa completamente en la producción de un o unos bienes, hay competencia perfecta en todos los mercados, hay también movilidad perfecta de los factores de producción dentro del país y nula entre países, y finalmente, no hay costes de transporte ni aranceles y se está en situación de pleno empleo en todos los países), las ventajas comparativas de cada país responderán solamente a la existencia de distintas dotaciones de factor capital y factor trabajo en los diferentes países. De forma que, en términos generales, los países menos desarrollados que normalmente tienen una mayor dotación de factor trabajo -y por lo tanto un menor coste relativo de éste- mostrarán ventajas comparativas en la producción de bienes intensivos en mano de obra, mientras que los países desarrollados, con una mayor dotación de capital, disfrutarán de ventajas comparativas en la producción de bienes intensivos en capital. Obsérvese que, dados los extremados supuestos en los que se basa el teorema de H-O, esta teoría constituye una muestra más de conocimiento negativo, es decir, que más que justificar el comercio internacional en función de las ventajas comparativas asociadas a la dotación diferencial de factores, lo que establece es la dificultad de así hacerlo. Como corolario de éste teorema, también se puede demostrar formalmente (de lo que se encargó el premio Nobel de Economía Paul Samuelson en 1948) que, de garantizarse determinadas condiciones, el comercio internacional entre países con distinta dotación de factores pondrá en marcha un proceso de igualación progresiva del precio de éstos. En términos muy simples este proceso se explicaría porque el aumento de demanda de bienes intensivos en capital provocado por el comercio internacional en aquellos países con mayor dotación relativa de capital (y , por tanto, con un menor precio relativo del mismo) generará un progresivo aumento de su precio, mientras que el aumento de la demanda de bienes intensivos en mano de obra fabricados en los países con mayor dotación relativa de trabajo (normalmente países menos desarrollados), provocará un aumento de los salarios hasta converger con los existentes en los países más desarrollados (con ventaja comparativa por lo tanto en bienes intensivos de capital).
En definitiva, pues, el
modelo H-O explicaría –bajo una serie de supuestos restrictivos- tanto el porqué de la existencia de determinadas ventajas comparativas en los distintos países, como la “provisionalidad” de las diferencias en la remuneración de los factores entre países. El impacto del comercio sobre la remuneración de los factores explicaría así, para algunos estudiosos del mercado de trabajo, al menos parte del creciente aumento de las diferencias salariales experimentado desde los años 80 en la mayoría de los países industrializados, ya que el aumento del comercio con los países menos desarrollados (fundamentalmente en bienes intensivos en mano de obra poco cualificada) provocaría una reducción de la demanda de este tipo de trabajadores en los países desarrollados y la correspondiente caída de sus salarios. hiperinflación por hiperinflación se entiende un crecimiento desaforado de los precios. Aunque no existe un umbral concreto a partir del cual se considera que existe una situación de hiperinflación (¿80 %?, ¿100?) lo cierto es que cuando se produce ésta se hace notar con unos efectos totalmente devastadores sobre las economías que la padecen. Así, por ejemplo, en Alemania, después de la Primera Guerra Mundial la inflación llegó a alcanzar el 23.000 % al año, propiciando la subida del partido Nazi al poder. Más recientemente, en 1992 en Rusia la liberalización de precios en una situación de caída de la producción elevó la inflación hasta el 1.500 %, mientras que en 2007 la inflación en Zimbabue alcanzaba, según el Banco Central de ese país, el 6.723 %. En un contexto de hiperinflación la función de depósito de valor del dinero desaparece a la vez que la
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de ser medio de pago se hace cada vez más dificultosa por lo que los agentes se ven forzados cada vez más a abandonar los intercambios multilaterales recayendo en el trueque a la vez que pierden toda confianza en la capacidad del Estado para garantizar el valor de la riqueza y consecuentemente el mantenimiento del orden social . Hirschman-Herfindal, índice véase concentración de mercado.
histéresis en el análisis neoclásico del mercado de trabajo, la existencia de una perturbación del mismo, por una caída en la demanda de bienes y servicios o por una subida en los salarios reales, puede generar la aparición temporal de desempleo que, sin embargo, debería desaparecer cuando el mercado superase esa situación de desequilibrio temporal. El restablecimiento de los niveles de demanda efectiva o la caída en los salarios reales deberían, pues, llevar al restablecimiento de los niveles de empleo. El término histéresis hace referencia a la posibilidad de que no ocurra así, de que el efecto sobre el mercado de trabajo de un shock de demanda o de oferta pasajero que genere desempleo permanezca incluso en el largo plazo, una vez desaparecidas las causas que lo provocaron. Una primera explicación de la histéresis se centra en la posibilidad de que los trabajadores desempleados como resultado del shock vean cómo se deteriora rápidamente sus habilidades productivas, haciendo su incorporación al mercado de trabajo más difícil una vez superada la crisis, alargándose así su situación de desempleo. Paralelamente, la experiencia de desempleo puede desanimar a los trabajadores e incidir negativamente en su esfuerzo de búsqueda de trabajo. La existencia de histéresis tiene implicaciones importantes sobre la forma de entender el funcionamiento del mercado de trabajo, ya que cuestiona el análisis tradicional según el cual el comportamiento de una variable, en este caso el nivel de desempleo, se explica por el comportamiento de las variables de las que normalmente depende: salarios reales, demanda efectiva, progreso técnico, etc. La existencia de histéresis implica que dos mercados de trabajo similares, sometidos a la misma influencia de estas variables, pero con un historial distinto, pueden ofrecer resultados diferentes en términos de desempleo. De forma que el resultado depende del camino seguido por ese mercado, de su historia, de ahí el término de histéresis. homo oeconomicus la actividad económica es una actividad humana, y por lo tanto su estudio exige disponer de un modelo de las motivaciones del comportamiento humano. En el análisis económico dominante, la economía neoclásica, este modelo se corresponde con el llamado homo oeconomicus, que asume que en su comportamiento los individuos siempre actúan en un entorno de escasez persiguiendo racionalmente su propio interés. Egoísmo, racionalidad y autonomía a la hora de definir los objetivos personales son pues los tres elementos definitorios del tipo de hombre que puebla los modelos económicos habituales. Veamos con mayor detalle lo que significan estos supuestos. En primer lugar, el supuesto de egoísmo implica que a la hora de tomar decisiones los individuos sólo tienen en cuenta el efecto de las mismas sobre su propio bienestar definido autónomamente y no el impacto positivo o negativo que puedan tener en otras personas o cosas. Como mucho, tales efectos se tendrían en cuenta si, a través del impacto que tengan sus acciones en otras personas, acaban afectando indirectamente a su bienestar, actitud que se conoce como “egoísmo ilustrado”.
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Según esto, por ejemplo, un auténtico homo oeconomicus sólo dejaría propina en aquellos establecimientos a los que se pensara volver, sólo sería amable con aquellas personas de trato cotidiano, jamás echaría una mano a un desconocido, y carecería en principio de cualquier complejidad psicológica asociada a emociones y sentimientos como la culpa, la vergüenza, el remordimiento, la benevolencia, el amor o el odio, del mismo modo que carecería de toda complejidad sociológica y política asociada a consideraciones como la justicia, la igualdad, los derechos políticos, etcétera. Dado que en la realidad sería difícil encontrar, fuera de algún psiquiátrico o de alguna cárcel, algún individuo tan “inhumano” y “asocial” que representase al tipo ideal de homo oeconomicus, los economistas neoclásicos han necesitado dotar de este tipo de elementos sociales y psicológicos. Una primera forma de hacerlo consistió, y aquí interviene el supuesto de autonomía en la definición de los propios objetivos que también caracteriza al homo oeconomicus, en argumentar que por egoísmo ha de entenderse solamente la persecución del propio interés y que éste no tiene porqué ser “egoísta”, de modo que hasta un reconocido altruista como Francisco de Asís puede ser visto como un perfecto ejemplar de homo oeconomicus, un egoísta perseguidor racional y calculador de sus propios objetivos ultraterrenos. Ahora bien, sucede que si todo comportamiento puede ser racionalizable como egoísta y si se supone también que los individuos son plenamente autónomos para definir e informar sus objetivos, el modelo del homo oeconomicus se convierte en una tautología que realmente nada explica pues todo comportamiento, hasta el suicidio, puede “explicarse” como el resultado de un proceso de maximización del propio interés egoísta. Es por ello que para que el modelo del homo oeconomicus tenga enjundia teórica y no sea un mero juego de palabras, el supuesto de que la conducta humana es egoísta ha de ser entendido en su sentido fuerte y estricto. Ello ha obligado a los economistas a tratar de explicar comportamientos que no podrían ser incluidos sin violencia bajo la rúbrica de egoístas y que se reclaman de valores morales, éticos y políticos como fruto de la persecución del propio interés egoísta apoyándose para ello en investigaciones desarrollados en campos de fuera de la Economía como la Sociobiología o la Ética. El éxito de estos intentos ha sido limitado en la medida que el “egoísmo ilustrado” no da cuenta de buena cantidad de los comportamientos altruistas y morales que ofrecen en su vida real los individuos. Ahora bien, en la medida que los individuos se comportan también siguiendo pautas, valores o normas sociales, queda en cuestión la autonomía e independencia de los individuos para definir sus objetivos. En última instancia, los individuos no son completamente interesados, preocupándose además de por su recompensa personal por la justicia y la reciprocidad, y están dispuestos a recompensar a aquellos que actúan de forma cooperativa aunque la compensación les sea costosa, y a alterar los resultados distributivos aunque ello se haga a costa de sus propios intereses. Dicho con otras palabras, el homo oeconomicus no ocupa enteramente la mente de un individuo sino que la comparte siempre con un homo sociologicus. Finalmente, en el modelo de homo oeconomicus se considera que los individuos son capaces de comportarse siempre con arreglo a los criterios de la racionalidad instrumental, es decir, de la racionalidad entendida como la mejor adecuación entre medios y fines que se expresa en términos matemáticos como maximización de una función objetivo dadas unas restricciones. Las insuficiencias informacionales, los costes de la toma de decisiones y otras limitaciones cognoscitivas (véase racionalidad limitada) así como la ubicuidad y persistencia de irracionalidad en los comportamientos (véase función asimétrica de valor) ponen en cuestión el uso del supuesto de racionalidad instrumental como criterio general. Por otro lado, los comportamientos informados
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por una racionalidad instrumental deben ser intencionados, entendiendo por tal que la acción esté asociada a un estado futuro que se pretende alcanzar, de forma que ésta se considere directamente y no por azar un medio para alcanzar la meta. El criterio de consistencia, definidor de la racionalidad instrumental, por si sólo, es insuficiente para delimitar los comportamientos racionales, ya que su aplicación conduciría a considerar como racional a una persona que hiciera sistemáticamente lo contrario de lo que le permitiría alcanzar el objetivo deseado. Es necesario, por lo tanto, exigir también cierta correspondencia entre acción y objetivos. De esta manera se excluyen las reacciones y comportamientos compulsivos que no hayan pasado un proceso previo de reflexión y no tengan como objetivo alcanzar una meta predeterminada. Ahora bien, el análisis del comportamiento humano revela que con frecuencia éste es no intencionado (compras compulsivas, discusiones de tráfico), afecta negativamente al bienestar de los individuos (adicciones y conductas autodestructivas), se ve motivado por sentimientos (atracción sexual, paternidad,...), o refleja cambios autónomos en los gustos y preferencias que se traducen en comportamientos inconsistentes en distintos periodos. Todos estos comportamientos que se han intentado explicar desde la teoría neoclásica salvando el supuesto de homo economicus, admiten, sin embargo, explicaciones alternativas más simples que parten del reconocimiento de la existencia de un homo psicologicus con pulsiones, emociones y sentimientos de origen biológico y social que comparte con el homo oeconomicus y el homo sociologicus la psique de todo individuo, de modo que el reduccionismo radical implícito en una
Economía
construida
considerando a los individuos
fundamentalmente definidos como hombres económicos a quienes se les ha extirpado aquellas partes de su condición psicológica y social que no se puede explicar mediante el cálculo racional con fines egoístas, plantea serias dudas respecto a su relevancia explicativa o su poder predictivo general. Ahora bien, el que la especie homo oeconomicus pura no exista ni haya existido nunca (aunque sólo fuera porque, como señaló Kenneth Boulding, de haber existido alguno difícilmente se habría reproducido, pues ¿quién en su sano juicio se emparejaría con un frío calculador egoísta sin sentimientos?), ello no quiere decir que no se pueda crear socialmente mediante procesos educativos. Por otro lado, conforme el éxito económico se convierte en la instancia definidora del éxito social o general como resultado de la extensión y profundización de la economía de mercado y la comercialización paulatina del mundo social, más adecuado se convierte a los ojos de cada individuo el acomodar su comportamiento al del homo oeconomicus. Dicho con otras palabras, si bien el supuesto del homo oeconomicus era irreal a la hora de describir el comportamiento humano en épocas históricas previas, donde la economía era una instancia subsumida en el todo social, se hace más real conforme la mercantilización de la vida social ha llevado a convertir la instancia económica en la instancia social dominante.
Hotelling, teorema de
desarrollado por el norteamericano Harold Hotelling, (1895-1973) este teorema trata
de explicar la paradoja que se produce en muchos mercados en los que la existencia de muchos vendedores no conduce a una diferenciación de sus productos a lo largo de una característica: las emisoras de radio de un determinado tipo programan los mismos temas, los espacios televisivos de las distintas cadenas en las mismas franjas horarias suelen ser indistinguibles y los grandes hipermercados tienden a situarse unos enfrente de las otros.
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El caso más simple de este teorema, que además conduce a una situación de equilibrio estable, es uno de localización espacial, aunque su significado puede extenderse rápidamente para cubrir la diferenciación, no por situación geográfica, sino por alguna de las características del producto medida a lo largo de una sola dimensión (por ejemplo, la longitud de las faldas, el tamaño de las casas o de los coches, etc.). Imaginemos un mercado lineal donde a lo largo de una calle se distribuyen de forma homogénea los consumidores cuya renta y preferencias se supone que son iguales. Supóngase, adicionalmente, que sólo hay dos empresas. S si los consumidores prefieren consumir cerca de su localización por la existencia de costes de transporte (ya sean físicos o “psicológicos” asociados a tener que consumir un producto alejado en cierta media del tipo preferido), una localización como la recogida en el gráfico adjunto –una empresa en A y otra en B- parecería razonable en la medida en que ambas empresas se repartirían al 50% el mercado: A
O
B
Sin embargo, esa posición no sería de equilibrio, ya que cada una de las empresas tendrá incentivos para desplazarse hacia el centro, O, pues, al hacerlo, ninguna perdería a los consumidores situados en el extremo del mercado más cercano a ella (el izquierdo para A, el derecho para la B) ya que para los consumidores localizados cerca de ambos extremos su mejor opción es siempre acudir a la empresa que se sitúa más cerca, aunque al cambiar de posición se vaya alejando, al tiempo que captarán clientes de la empresa competidora. Ese incentivo para desplazarse hacia el centro hará que ambas acaben situadas, espalda contra espalda, en la posición O, precisamente la que hace máxima la distancia (física o mental) que tiene que recorrer el consumidor que está más alejado de las empresas. La llamada ley de Hotelling se manifiesta en muchos mercados, como puede ser el de las gasolineras en las carreteras. Diferente sería el resultado en caso de ser el mercado no lineal, sino circular (o sea, cuando “los extremos se tocan”), situación a la que se puede llegar cuando los bienes no se diferencian en atención a una sola dimensión, sino cuando se caracterizan por tener varias dimensiones relacionadas inversamente las unas con las otras (más de una, menos de la otra, por ejemplo, en los coches, caeteris paribus, la mayor seguridad asociada al tamaño va usualmente asociada a una menor velocidad). En este caso las empresas se distribuirían –bajo las mismas condiciones de distribución homogénea de consumidores iguales y costes de transporte similares para todos ellos- en forma equidistante las unas de las otras dando lugar a la existencia de cierta diferenciación o variedad en los productos (véase competencia monopolista, diferenciación de productos). humanística, economía corriente, más que escuela, de pensamiento económico que agrupa a economistas y analistas sociales que comparten puntos de vista alternativos al de resto de escuelas de pensamiento económico más o menos formalizadas que se agrupan en torno a corpus teóricos bien estructurados y definidos (economías neoclásica, keynesiana, postkeynesiana, institucionalista, marxista, austriaca). Sus antecedentes intelectuales pueden situarse en la crítica de pensadores decimonónicos como John Ruskin (1819-1900), William Morris (1834-96) o Thomas Carlyle (1795-1881) a los negativos efectos económicos, ecológicos,
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sociales y psicológicos que tuvo la Revolución Industrial sobre las condiciones de vida de amplias capas de la población. Ante los enormes costes sociales que supusieron las transformaciones asociadas a la Revolución Industrial en términos de desarraigo, condiciones penosas de trabajo, anomia social, etc., estos autores y otros que les siguieron a los largo del siglo XX y entre los que se puede citar a John A. Hobson (1858-1940), Richard H. Tawney (1880-1962), Mahatma Gandhi (1948-1869), Leopold Kohr (1909-1994), Ernst F. Schumacher (1911-1977) y Ivan Illich (1926-2002), reivindicaron métodos de producción alejados de la producción en masa, y una vuelta y reconsideración de los métodos de producción más artesanales que recompusieran los valores éticos y estéticos perdidos por los trabajadores como resultado de la mercantilización de la vida económica. Esta visión humanística de la economía, que acentúa la importancia que en ella tienen (o mejor, tendrían que tener) los aspectos espirituales y relacionales, hace pues del enfrentamiento a “lo masivo” (producción en masa, grandes ciudades, consumo masivo) quizás sus señas de identidad más característica, como se plasma en el título del libro de Schumacher Lo pequeño es hermoso, que se puede considerar como uno de los manifiestos modernos de esta corriente. Para L. Kohr, el tamaño “excesivo” (de las fábricas, empresas, mercados, ciudades, países) sería el responsable de la mayor parte de males económicos y sociales (incluidos las crisis económicas) que, a partir de cierto nivel, más que compensarían los efectos positivos sobre la eficiencia asociados a las economías de escala y la división del trabajo ligadas al tamaño de las actividades productivas. Pero, frente al tamaño, no es tanto que lo deseable sea “lo pequeño” en general, cuanto lo apropiado (así estos autores hablan, por ejemplo, de tecnologías apropiadas) donde por tal ha de entenderse el tamaño adecuado o proporcionado al mantenimiento de una vida social ordenada que permita al menos que todos sus componentes consigan satisfacer las necesidades básicas biológicas y sociales. Se reivindica pues, frente al uso exclusivo de los criterios de eficiencia y equidad como guías de la actuación económica, el uso de otros criterios sociales que reflejen los valores éticos y estéticos de la sociedad que la dotan de sentido y garantizan su permanencia. La Economía Humanística sería, pues, la continuación moderna de la Economía Moral de las sociedades premodernas (véase Economía). Se pueden señalar como puntos compartidos por los miembros de esta corriente un enfoque del consumo que cuestiona radicalmente la soberanía del consumidor acentuando la determinación social de las actividades de consumo, la importancia de que todo el mundo tenga cubiertas sus necesidades básicas así como la importancia de la satisfacción de las necesidades estéticas y espirituales. En lo que respecta a la producción, la economía humanística cuestiona la expansión de la división del trabajo dentro de un marco institucionalizado o formal, señalando la pérdida de autonomía individual que la dependencia de la misma supone. Se distingue así un modo autónomo de producción de los bienes en el que los individuos aisladamente o mediante acuerdos más o menos informales se procuran los bienes que necesitan frente a un modo heterónomo que recurre al mercado y al estado. Dicho de otra manera, los partidarios de este enfoque mantienen que el bienestar social depende de la cantidad de valores de uso que una sociedad produce y del modo en que los distribuye entre sus miembros. Ese conjunto resulta en toda sociedad ser más grande que el conjunto de valores de uso que son susceptibles de alcanzar un valor de cambio, es decir, el conjunto formado por los bienes que se incorporan en la cifra agregada del PIB, de modo que el que crezca este subconjunto –el PIB o la renta nacional- no implicaría necesariamente que a la vez aumente la dotación total de valores de uso disponible para la sociedad, pues bien puede ocurrir que ese crecimiento del PIB implique y/o sea
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consecuencia de la disminución de la cantidad de valores de uso producidos de modo autónomo por los miembros de una sociedad (véase bienes defensivos). Unos ejemplos aclararán la distinción. A la hora de aprender, ello se hace “autónomamente”, estando despierto a las cosas de la vida y en un entorno repleto de sentido y comunicación interpersonal, y “heterónomamente” dentro de una institución profesional dedicada a la enseñanza ya sea pública o privada. La buena salud se consigue llevando una buena “higiene” (etimológicamente, “arte de vivir”) o bien poniéndose en manos de unos terapeutas especializados del sistema público privado de salud. Se puede tener una relación con el espacio en que se habita fundada en desplazamientos en los que se recurre al uso de energía metabólica (andando, yendo en bicicleta, usando vehículos de tracción animal) o se puede ser transportado en vehículos de motor producidos industrialmente. En todos estos casos, y otros muchos, el problema está en cómo definir la combinación más adecuada o proporcionada entre el modo autónomo y el heterónomo de producir bienes o valores de uso. Frente a la discusión entre cuál es el tamaño adecuado de los sectores privado y público que define a los economistas neoclásicos y keynesianos, los economistas humanistas recalcan y reclaman la importancia y necesidad de mantenimiento de un tercer espacio: el ámbito de lo que, a falta de un nombre aceptado generalmente, podría denominarse “lo común”, lo que no es gestionado ni por el mercado ni por el estado, que es la base de la sociedad civil cuya permanencia se pone en peligro conforme o bien aumenta la privatización de la sociedad o su estatalización.
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I ilusión monetaria
creencia –equivocada- en que el valor del dinero no varía. Fue Keynes quien
popularizó esta expresión al argumentar que los trabajadores estarían más predispuestos a aceptar una caída en sus salarios reales si ésta se debía a un ascenso en los precios en vez de si era consecuencia de un reducción en sus salarios nominales, argumentando que serían mucho más conscientes de una disminución directa en el valor real de sus pagas, en este segundo caso, que de la disminución indirecta de su poder de compra fruto de la inflación. Resulta claro que la importancia que tenga la ilusión monetaria en el comportamiento de los agentes económicos dependerá de la información que estos tengan sobre la inflación y sus causas, así como de sus experiencias de procesos inflacionistas. La experiencia con procesos inflacionistas continuados tras la Segunda Guerra Mundial, junto con el desarrollo de instituciones de investigación estadística que ofrecen información rápida, puntual y relativamente creíble sobre la tasa de inflación pasada a la vez que proporcionan anticipaciones sobre la futura, ha llevado a que el factor de ilusión monetaria en la configuración de los modelos económicos se haya visto reducido en la medida que los agentes anticipan o prevén los cambios esperados en las variables nominales (la tasa de inflación, los tipos de interés, los tipos de cambio) y los “descuentan”, es decir, ajustan su comportamiento a esos cambios ya previstos (véase expectativas), lo que se traduce en que la eficacia de los cambios que produce la política económica en esas variables nominales se vea disminuida en mayor o menor grado. Así, por ejemplo, una política fiscal expansiva, con el objetivo de disminuir el desempleo que se apoya en el mantenimiento o descenso en los salarios reales, se verá desactivada conforme los trabajadores prevean la subida de precios, y se anticipen a ella negociando ascensos en los salarios nominales que les compensen por la perdida de poder adquisitivo derivado de la subida de precios (véase curva de Phillips). importaciones flujo de bienes y servicios que, producidos en el exterior, entran en un país y se venden en él. Las importaciones dependen, entre otros factores, del tamaño del mercado interior -los países grandes, como Estados Unidos, por ejemplo, importan menos que los pequeños como Bélgica-, del nivel de renta del país – a mayor nivel de renta más importaciones-, del precio relativo de los bienes y servicios comerciados, incluyendo aquí los costes de transporte, y del tipo de cambio. Las importaciones suponen así una detracción de la demanda efectiva. Aunque de una naturaleza distinta, también se puede hablar de importación de capital, que sería la resultante de la compra de activos financieros como acciones u obligaciones o activos reales como empresas (véase inversión extranjera directa), por parte de una empresa o particular extranjero.
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imposibilidad, teorema de supongamos que tres individuos (1,2,3) han de tomar una decisión colectiva respecto a cuál de entre tres alternativas (A, B, C) escoger o, lo que viene a ser lo mismo, han de ordenarlas en un ranking de preferencia social. Las alternativas pueden referirse a cualquier decisión de índole colectivo como, por ejemplo, de política económica, donde A puede ser la alternativa que representa un cambio profundo en una política económica, B una modificación parcial de la misma y C no actuar. Obviamente, el mejor camino para llegar a la mejor elección social pasaría por la construcción de un ranking u ordenación de las preferencias desde un punto de vista colectivo sobre esas tres alternativas. Para construir esa ordenación de las preferencias sociales, los individuos deciden utilizar una regla de decisión o una forma de construcción que cumpla las siguientes propiedades que se estiman razonables: 1) en la elaboración de un ranking que exprese las preferencias sociales entre un grupo de alternativas se habrá de atender únicamente a las preferencias que sobre ellas tengan los individuos, es decir, no habría de darse ningún peso a factores de índole extraindividual como la patria, la clase social, la religión, la raza, etc.; 2) la regla de construcción no habría de privilegiar a ninguno de los individuos, es decir, que la regla elegida no se caracterizará por producir una ordenación social que tenga la peculiaridad de coincidir siempre con las preferencias de un individuo concreto -condición llamada de no dictadura; 3) a la hora de decidir cuál es la preferida entre dos alternativas cualquiera, por ejemplo, entre la A y la B, la regla elegida tendría que decidir entre ellas dos sin que pese en esa decisión el ranking o la valoración que se le de a la alternativa C -condición conocida como de independencia de las alternativas irrelevantes; 4) la regla que se elija tendría que producir una ordenación racional de las alternativas. Lo que esto significa es que todas las alternativas han de ser clasificadas, y que además habrá de satisfacerse la propiedad de transitividad, que viene a decir que si, por ejemplo, se diese que se prefiere socialmente la alternativa A a la B (A > B) y la B a la C (B > C) , entonces la regla de construcción elegida no ha de permitir que se prefiera la C a la A, es decir, que la regla elegida debe concluir que A es preferido a C condición de racionalidad colectiva; 5) una condición obvia es que la regla de construcción del ranking social que se elija tendría que ser capaz de clasificar cualquier preferencia que tengan los individuos sean estas las que sean -condición conocida como de dominio universal; y 6) también resulta evidente que la regla que se elija tendría que tener la propiedad de que si todo el mundo prefiere, por ejemplo, la alternativa B a la A, la sociedad deberá preferir también la alternativa B a la A, -condición de dominancia paretiana. Pues bien, una vez establecidos esos criterios mínimos que debería cumplir cualquier regla que tratase de agregar las preferencias individuales en una ordenación de preferencias colectiva, nuestros tres individuos se ponen a buscar y surge una propuesta: la regla de decisión democrática, que aparentemente parecería satisfacer los criterios exigidos. Deciden, pues utilizarla, y así lo hacen. Supongamos aquí que las preferencias individuales fuesen las siguientes: Individuo 1: A > B > C Individuo 2: B > C > A Individuo 3: C > A > B Y salta aquí la sorpresa: la regla de decisión democrática falla en el sentido de que es incapaz de ordenar consistentemente las preferencias sociales. En efecto, a la hora de decidir entre A y B, la aplicación de la regla conduce a que A ha de ser socialmente preferida a B (ya que son dos los individuos que así lo votan –el 1 y el
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3- frente al 2 que está en desacuerdo). Por lo mismo B habría de ser socialmente preferido a C (votan a favor los individuos 1 y 2, y en contra el 3). A partir de estas preferencias sociales y por la propiedad transitiva recogida en el tercer criterio, A debería ser preferido a C. Pero cuando se plantea la elección entre C y A, C resulta ser socialmente preferido a A por dos votos (los de los individuos 2 y 3) a uno (el del individuo 1). Así que de la estricta aplicación de la regla democrática de decisión a este esquema de preferencias individuales resulta la siguiente cadena: A > B > C > A, relación cíclica que, obviamente, impide tomar una decisión racional. La regla democrática no permite pues agregar las preferencias sociales en una ordenación social. Fue el Marqués de Condorcet (1745-1794) quien se dio cuenta de esta inconsistencia de la regla democrática (a la que se llama por ello Paradoja del Voto o Paradoja de Condorcet) a la hora de deducir una ordenación social a partir de las ordenaciones de preferencias individuales. Con ello alcanzó un resultado parcial que fue generalizado por Kenneth Arrow para cualquier tipo de regla de decisión en lo que se conoce como Teorema General de Imposibilidad, que viene a decir que es imposible hallar una regla de elección colectiva que satisfaga las anteriores condiciones. O, dicho de otra manera, que no se puede antropomorfizar a la sociedad, es decir, hablar de una sociedad como si fuese una persona, como si fuese posible ordenar las preferencias sociales sobre alternativas al igual que lo haría una persona. La inexistencia de una regla de agregación de las preferencias individuales en una decisión colectiva que satisfaga las condiciones establecidas implica asimismo que las decisiones sociales siempre serán susceptibles de manipulación, por muy democrática que sea la regla que se elija para alcanzarlas, y, concretamente, que no se cumplirá el principio de la independencia del proceso, es decir, que la decisión colectiva a la que se llegue dependerá de la forma concreta en la que se plantee la elección. De este modo la definición de la agenda es susceptible de determinar el resultado de la elección colectiva (por ejemplo, si en el caso anterior quien defina la agenda del proceso de decisión quiere que salga elegida la alternativa B, plantearía que se decidiese en primer lugar entre A y C. Ganaría A. Y luego entre B y A, ganando B.
impuesto
transferencia forzosa de renta de empresas, instituciones e individuos hacia el sector público. La
capacidad para fijar impuestos, junto con la capacidad de organizar un ejército e imprimir moneda, son tres de los elementos tradicionalmente asociados con el nacimiento del poder político. Los impuestos son la fuente principal de financiación del gasto público y por lo tanto su importancia está asociada con las competencias de gasto asumidas por éste. Así, en la Europa comunitaria, UE(15), la llamada presión fiscal (Impuestos/PIB %) alcanza valores que van del 54 % en Suecia al 34 % en Grecia o Irlanda. Los impuestos tradicionalmente se clasifican en impuestos directos: aquellos que gravan directamente la capacidad de pago de los sujetos o instituciones sobre los que recaen (impuestos sobre las rentas del trabajo, de la tierra y del capital, e impuestos sobre la riqueza o patrimonio que tengan los agentes), e impuestos indirectos que gravan manifestaciones indirectas de dicha capacidad de pago, como pueda ser el consumo. Dado que los agentes económicos derivan sus rentas de la posesión que tienen de factores de producción, los impuestos directos se establecen realmente sobre los mercados de factores (aunque véase renta de la tierra) en tanto que los indirectos se establecen sobre los mercados de bienes. Dentro de los impuestos directos es posible, y habitual, que aparezcan el fenómeno conocido como doble imposición, que consiste en que las rentas de capital son doblemente gravadas, en un primera fase en el momento de su generación en las empresas
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mediante el impuesto de sociedades y, en una segunda fase, por el impuesto sobre la renta, cuando las empresas reparten beneficios a sus accionistas; dividendos que los accionistas tienen que declaran como renta, y por lo tanto que están sujetos a una segunda ronda de imposición. Atendiendo a criterios de equidad, los impuestos se pueden clasificar como proporcionales, cuando la cantidad a pagar aumenta de forma proporcional a la capacidad de pago (por ejemplo, la renta), regresivos, cuando el aumento de la capacidad de pago lleva parejo un aumento menos que proporcional de la cantidad a pagar, y progresivos, cuando la cantidad a pagar aumenta a un ritmo mayor que la capacidad de pago, y por lo tanto aquellos con mayor capacidad contribuyen más que proporcionalmente a las arcas del Estado. Normalmente los impuestos sobre la renta y la riqueza o patrimonio pertenecen a esta última categoría, mientras que los impuestos sobre el consumo suelen ser regresivos, en la medida en que la propensión a consumir es menor cuanto mayor es la renta. Sin embargo, esta relación dista de ser inequívoca; así tipos del IVA más bajos sobre los bienes necesarios y más altos sobre los bienes de lujo tienden a compensar esa regresividad, de igual manera, las deducciones en las rentas de capital contempladas en el impuesto sobre la renta son claramente regresivas. Los impuestos se clasifican, adicionalmente, en: a) impuestos de cuota fija o de capitación, cuando son un tamaño dado y los agentes que han de pagarlos no pueden disminuir su magnitud alterando su comportamiento económico, puesto que son para quienes los soportan un gasto fijo; b) impuestos específicos o por
unidad que gravan con una determinada cantidad a cada una de las unidades que se producen o
intercambian en un mercado, por lo que actúan como un gasto variable más en la actividad económica de aquellos que los soportan; y c) impuestos ad valorem, que son como los anteriores con la diferencia de que gravan con un porcentaje fijo del precio del bien o factor a cada una de las unidades que de ellos se producen o intercambian sobre los que recaen. A diferencia de los impuestos de cuota fija, la recaudación de los restantes impuestos depende de las actuaciones que sigan los agentes sujetos a ellos con el fin de eludirlos (comportamiento de evitación de impuestos que es legal a diferencia de la conducta de evasión). La evitación de un impuesto, en la medida que sea posible, se plasmará muy frecuentemente en un descenso en la actividad económica gravada. Ello significa que, en general, los impuestos tienen un coste de eficiencia resultante de que en el mercado del bien o del factor gravado por un impuesto, el precio de mercado tras el impuesto se aleja del coste marginal, o lo que es lo mismo, a consecuencia del impuesto, el valor que los demandantes le darían a un incremento en una unidad de la cantidad intercambiada o producida (o sea , el precio que estarían dispuestos a pagar por ella) supera al coste de producirla, por lo que no se habría alcanzado la eficiencia. Finalmente, una distinción muy importante atañe a la diferencia entre aquél o aquellos agentes sujetos legalmente al impuesto y que efectivamente lo recaudan y abonan, de aquél o aquellos otros que realmente lo pagan, cuestión conocida como la incidencia impositiva. Desde un punto de vista macroeconómico los impuestos, en la medida que retraen renta de los agentes económicos afectan negativamente al gasto agregado en consumo e inversión, y por lo tanto suponen, caeteris paribus una reducción de la demanda efectiva de la economía ( véase multiplicador de impuestos). impuesto negativo sobre la renta uno de los problemas a los que se enfrenta la política social es como evitar que las ayudas sociales que puedan recibir las personas en situación de necesidad económica afecten
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negativamente a los incentivos de éstas personas a trabajar. El impuesto negativo sobre la renta, propuesto por Milton Friedman en la década de 1960, es una de las posibles formas de enfrentarse a este problema. Este impuesto negativo se caracteriza porque los beneficiarios de la ayuda no reciben una transferencia de renta hasta alcanzar los ingresos considerados socialmente necesarios, sino un porcentaje de la renta que ganan en su trabajo. Ese porcentaje (denominado impuesto negativo sobre la renta, en cuanto que la persona en vez de pagar en función de su renta, recibe una transferencia en función de la misma) estaría calculado de modo que si una persona no tuviese ningún ingreso, su renta, tras el impuesto negativo, alcanzase el nivel de renta considerado socialmente como mínimo necesario. Conforme un individuo trabajase y obtuviese rentas de su trabajo, su renta total (rentas del trabajo más el impuesto negativo sobre las mismas) sería, por tanto, mayor que la renta mínima. El individuo recibiría ayuda siempre que sus rentas totales estuviesen por debajo de cierto valor umbral. A partir de ese nivel de renta las personas dejarían de ser recipiendarias de ayuda para pasar a pagar un impuesto positivo, es decir, para ser contribuyentes. Dos son los argumentos con los que se defiende la oportunidad de este tipo de mecanismo frente a las tradicionales transferencias incondicionadas: por un lado, sus costes comparativos de información, gestión e implementación son bajos ya que se puede gestionar utilizando el entramado existente del impuesto sobre la renta, por otro, y de modo más fundamental, su efecto desincentivador es menor en aquellos individuos de rentas salariales más bajas, ya que la renta total que perciben (la suma del impuesto negativo y el salario) depende positivamente de su participación en el mercado de trabajo. incentivos la consecución de la eficiencia requiere de los agentes económicos que no sólo sepan lo que hay que hacer, sino que se vean motivados a hacerlo. De acuerdo con el punto de vista económico sobre el hombre (véase homo oeconomicus), éste siempre trata de satisfacer en la máxima medida posible, es decir, dadas sus restricciones externas, su interés propio o egoísta, en lo que se conoce como motivación del comportamiento por la ganancia. Consecuentemente con esta visión, si lo que se pretende es que el comportamiento de un agente económico cambie en alguna dirección determinada, la Economía tiende a ver como efectivo y predecible sólo un camino: el de incentivarle a comportarse de la manera deseada ya sea mediante la adecuada alteración de las restricciones externas a las que se enfrenta, es decir, modificando los precios a los que los individuos hacen frente (incluyendo entre ellos la remuneración por su actividad) en lo que podría definirse como regulación indirecta, ya sea regulando directamente su comportamiento mediante el establecimiento de un sistema de normas acompañado de los correspondientes castigos por su incumplimiento. A este respecto, el sistema de precios constituye un eficaz mecanismo de incentivación de bajo coste en relación a un sistema basado en las órdenes y las normas, una vez que el grupo al que se pretende incentivar alcanza un cierto tamaño (véase empresa, y economía de mercado). En efecto, si por poner un ejemplo, el precio de un bien sube, esto señala por un lado la existencia de una escasez relativa en la producción de ese bien, pero esa subida del precio transmite también la información de que se pueden obtener beneficios extraordinarios produciéndolo, lo que incentiva a los agentes movidos por el motivo ganancia a dirigir sus recursos allá donde la escasez ha hecho subir el precio, contribuyendo así a paliarla. Conseguir ese mismo resultado planificando ese desplazamiento de recursos y llevándolo a cabo mediante el establecimiento de un conjunto de órdenes
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sería una alternativa posiblemente más costosa, sobre todo cuando las circunstancias económicas son rápidamente cambiantes. Este punto de vista acerca de los incentivos, que es el que predomina en Economía, implica, por otro lado, minusvalorar -cuando no olvidar totalmente- otra posible vía de incentivación a la que otros científicos sociales como los sociólogos y los psicólogos prestan gran importancia: la alteración de las preferencias, deseos o gustos de los individuos ya sea por convencimiento o por manipulación psicológica, de modo que los individuos experimenten una motivación intrínseca a comportarse de la manera deseada. Un olvido que obedece a que estos otros mecanismos de incentivación se juzgan poco fiables, de eficacia dudosa cuando no impredecible y, en general, fuera del campo del análisis económico. Sin embargo, cada vez son más los economistas que señalan que la separación entre ambos esquemas de incentivación y el olvido de las otras fuentes de motivación sería incorrecto e incluso perjudicial para el diseño de una adecuada política de incentivos, pues el uso de un esquema de incentivos externos puede llegar a afectar negativamente a las motivaciones intrínsecas, con el resultado paradójico de la pérdida de efectividad de las políticas centradas en el diseño de mecanismos externos. A este respecto cabe avanzar tres proposiciones: 1) el uso de los precios como incentivos para favorecer -o refrenar- una actividad (por ejemplo, el establecimiento de un impuesto con el objetivo de frenar el consumo de un bien o controlar el nivel de una actividad no deseada) destruye la motivación intrínseca que pudiera haber para que los agentes se comportase en la manera deseada en menor medida que la regulación directa (por ejemplo, mediante la prohibición explícita) de la actividad de que se trate, en la medida que la sensación de pérdida de autonomía y de estar externamente controlado es menor si los individuos adaptan su comportamiento a los nuevos precios que si se ven constreñidos a comportarse en la manera deseada; 2) el uso de incentivos basados en los precios reduce el valor que los individuos le dan a comportarse de la manera deseada, dañando así la motivación intrínseca que tuvieran para hacerlo, en la medida que una vez que el individuo paga el precio más elevado por hacer la actividad que se desea frenar, no hay razones para que se autolimite, puesto que el precio más alto que se ve obligado a pagar actúa como si fuera el precio por comprar la licencia legal para hacerla. Estos efectos dañinos de la motivación intrínseca son especialmente importantes en el contexto de la política medioambiental, lo que puede explicar porqué la venta de “cuotas de contaminación” es en general entendida por los no economistas como la compra de una “licencia o derecho a contaminar” y por tanto la compra de una licencia para hacer un mal que debilita el incentivo interno o moral a comportarse adecuadamente; 3) las regulaciones directas que moralmente condenan una actividad, refuerzan la autovaloración de los individuos que se abstienen de realizarla y consecuentemente estimulan su motivación intrínseca.
incentivos, compatibilidad de
cuando la información es asimétrica o no verificable y los agentes tienen
incentivos a perseguir sus propios intereses en sus transacciones, el resultado que obtenga una de las partes de la transacción es arriesgado no sólo por las características propias de la transacción (que depende de factores exógenos a los individuos que en ella participan) sino porque puede depender además de las acciones no controlables que pueda realizar la otra. Tal situación es de lo más habitual y aparece, por ejemplo, en toda relación de agencia como la existente entre los propietarios de una empresa (los accionistas) y los gerentes de la misma. El problema es entonces el de diseñar un mecanismo de incentivos que tenga el menor coste posible
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en términos de desviación del resultado obtenido con respecto al que se alcanzaría en una situación ideal en la que no hubiera “actividades ocultas” para ninguna de las partes. Parecería que la solución obvia consistiría en diseñar los contratos de modo que ofrecieran incentivos para que los agentes no incurrieran en esas actividades de engaño, manipulación o búsqueda de intereses privados. Una primera estrategia para lograr este objetivo consistiría en condicionar el resultado que obtiene el agente a su esfuerzo, y dado que su esfuerzo no resulta fácilmente visible observable, a un indicador del mismo. Pero tal cosa, aun siendo en sí misma difícil, pues a la hora de diseñar el sistema retributivo incentivador habría que atender a factores como la naturaleza de la producción y los objetivos distintos de los agentes, no recoge, sin embargo, el entero problema pues habría que contar con los efectos que sobre la distribución de los riesgos (véase aversión al riesgo) tiene la adopción de un sistema de incentivos. En el ejemplo de la relación entre accionistas de una empresa y los gerentes, un contrato que tuviese en cuenta el esfuerzo podría establecerse fijando la remuneración del agente en función de los resultados de la empresa. Ahora bien, al así hacerlo se desplazarían los riesgos de la transacción a una de las partes (en nuestro ejemplo, a los gerentes, pues su remuneración se vería afectada por los riesgos que corre la empresa al margen de su comportamiento). El problema del diseño de un contrato compatible en términos de incentivos consiste pues en encontrar el punto óptimo de compromiso entre el objetivo de incentivar, el comportamiento eficiente de los agentes implicados y una distribución eficiente de riesgos. Considérese el siguiente ejemplo: un trabajador percibe un salario de mercado w = A independientemente de su nivel e de esfuerzo. Si decide esforzarse al máximo (e =1), eso le supone unos costes de tensión C que los valora en 1000 euros. Su esfuerzo no es observable directamente aunque, como se ve en la siguiente matriz donde aparecen los resultados netos que percibe la empresa (Ingresos – A), aparece reflejado en el desenvolvimiento de la empresa. El problema es que en los rendimientos de la empresa intervienen también otros factores aleatorios, aquí reflejados en dos escenarios distintos, denominados mercado favorable y mercado no favorable. Si la probabilidad de que suceda cualquiera de esos estados es la misma (es decir, ½), resulta claro que si la empresa sólo paga el salario de mercado, el trabajador no tiene incentivos en esforzarse (e = 0), por lo que el ingreso neto medio o esperado por la empresa será 1500 (1000 x 0,5+ 2000 x 0,5). Ingresos netos, IN Mercado favorable
Mercado no favorable
Bajo nivel de esfuerzo e = 0
1000
2000
Alto nivel de esfuerzo e = 1
2000
4000
Ahora bien, si la empresa ofrece el siguiente esquema de incentivos: w = A si los ingresos netos son 1000 o 2000 euros, pero w = A+2002 si los ingresos netos son 4000, entonces la cosa cambia pues el salario medio o esperado cuando e = 1, es ahora w = A+1001 (recuérdese que hay un 50% de probabilidades de que aunque el trabajador se esfuerce mucho el mercado no sea favorable y la empresa no alcance la cifra de 4000 de ingresos netos), lo que le daría al trabajador un salario medio neto de A+1001-C = A+1001-1000 = A+1, mayor que A, lo cual le incentiva a esforzarse. A la empresa, por otra parte, también le interesa este sistema de primas, pues los ingresos netos medios que obtendría del trabajador pasarían a ser 1999 (2000x0,5 + 4000x0,5 - 1001). El mismo resultado incentivador se alcanzaría si el salario se estableciese en función del ingreso, In, así un
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esquema salarial w = A+In – 999 también incentivaría que el trabajador ejerciese un esfuerzo e = 1. Obviamente, los resultados de este ejemplo dependen del grado de aversión al riesgo del trabajador, que aquí se ha supuesto que es neutral al riesgo.
incertidumbre
se dice que existe incertidumbre, a diferencia de riesgo, cuando no sólo no se conoce qué es
lo que va a pasar en el futuro, sino que, además, ni siquiera se tiene información completa de los posibles futuros acontecimientos (o los distintos posibles “estados del mundo”), de modo que los agentes no pueden asignar probabilidades a los mismos. La existencia de incertidumbre limita las posibilidades de actuación racional en la medida que la ausencia de una estimación de las probabilidades acerca de los posibles acontecimientos impide construir una función objetivo a maximizar, la función de utilidad esperada, a partir de la cual encontrar el comportamiento más adecuado. incidencia impositiva el concepto de incidencia impositiva hace referencia a quién es el que paga en última instancia un impuesto, esto es, sobre quién recae la carga impositiva independientemente de quién sea el contribuyente nominal. Pongamos como ejemplo cualquier impuesto indirecto, como el impuesto especial sobre el alcohol. Formalmente es el productor quien ingresa la recaudación por el mismo en Hacienda, pero no es él quien lo paga enteramente puesto que en la medida que logra transmitir el importe del impuesto al precio, el pago del mismo lo hace también el consumidor. Utilizando como herramienta de análisis las curvas de demanda y oferta se puede ver cómo la incidencia final de un impuesto de este tipo es compartida entre consumidor y productor: el primero al tener que pagar un precio mayor por el bien adquirido, y el segundo al vender menos como resultado de este aumento de precios. Así, del total recaudado por el impuesto (A+B), en nuestro ejemplo el consumidor pagaría la parte A, y el productor la parte B. Análisis de la incidencia impositiva Precio
Oferta después de impuestos Oferta inicial (antes de impuestos)
P final A P inicial Demanda B
Final
Inicial
Cantidad
Sólo en los casos en los que la demanda fuera totalmente inelástica (demanda vertical y por lo tanto insensible al precio) o la oferta fuera totalmente elástica (oferta horizontal), la incidencia del impuesto recaería
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exclusivamente sobre el comprador, mientras que sólo en los casos de demanda infinitamente elástica o oferta totalmente inelástica o rígida el impuesto sería pagado exclusivamente por el productor.
inconsistencia temporal
un plan de acción óptimo, consistente desde un punto de vista temporal, es aquel
que establece qué actuación ha de seguir el agente en cada periodo futuro, siendo así mismo viable en el sentido de que el agente pueda realmente realizar en cada momento la acción especificada en el plan para ese momento. Por el contrario, existe inconsistencia temporal cuando la acción tomada en un momento cambia las preferencias del agente o modifica sus circunstancias de modo que ya no puede seguir el plan óptimo pergeñado previamente. El ejemplo paradigmático al que se acude a la hora de ilustrar esta situación lo proporciona la narración clásica de la Odisea cuando Ulises se enfrenta a la decisión de elaborar un plan al acercase al lugar donde las Sirenas entonan sus cantos. El plan óptimo consistiría en oírlas y seguir su periplo, pero Ulises bien sabe que ese plan óptimo es inconsistente temporalmente, pues si se para a oírlas quedará atrapado y no seguirá su viaje. Un ejemplo más cotidiano se plantea a la hora de considerar si una anunciada política antinflacionista en situación de desempleo es consistente temporalmente. Resulta claro que no lo es, pues los agentes económicos privados (trabajadores, empresas, consumidores) anticipan que si se comportan suponiendo que el Estado cumple sus propósitos antiinflacionistas y que por tanto no habrá inflación, el Estado no cumplirá su anunciado plan pues tiene todos los incentivos para incumplir sus propósitos declarados y sorprenderlos –por no decir, engañarlos- con una política expansiva que se traduzca en una inflación no esperada con los consiguientes efectos positivos sobre el empleo (véase curva de Philips). Como es de sobra conocido Ulises resolvió su problema de inconsistencia temporal personal limitando su libertad atándose al palo mayor de su nave de modo que no pudiese alterar su derrota, de igual manera, para resolver el problema de falta de credibilidad de los planes antiinflacionistas se ha propuesto la limitación de la libertad en asuntos macroeconómicos de los gobiernos dejando la sola responsabilidad del control de la inflación en manos de unos bancos centrales independientes (véase reglas de política económica).
Índice de Desarrollo Humano
aunque siempre ha existido un amplio consenso en que el desarrollo
económico abarcaba muchos más campos de la vida humana que la mera producción material, esto es el aumento del PIB per cápita (PIB partido por población, PIB p.c.), tradicionalmente, y posiblemente por cuestiones de disponibilidad estadística, el PIB p.c. ha sido el indicador más utilizado para medir el nivel de desarrollo. Sin embargo, la constatación de que el aumento del PIB p.c. no siempre iba acompañado de mejoras en aspectos importantes del bienestar como la educación o la salud, llevó, por lo menos desde los años setenta, a plantear indicadores alternativos que reflejaran mejor la complejidad del desarrollo. De todos estos intentos, uno de ellos, el Índice de Desarrollo Humano, IDH, promovido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (www.undp.org), parece haber cuajado hasta convertirse en el indicador de desarrollo más consolidado (aunque no por ello exento de críticas). El IDH es un índice de naturaleza multidimensional que intenta reflejar la situación de un país en tres áreas básicas del desarrollo: educación, salud y ausencia de privaciones materiales. El primer campo se recoge mediante el valor medio de dos indicadores de educación: la tasa de alfabetización y la tasa de matriculación en enseñanza primaria y secundaria, el segundo mediante la esperanza de vida y el tercero mediante el PIB p.c. en paridad de poder adquisitivo. En este caso se realiza
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una transformación matemática con el fin de que no toda la renta pondere de la misma medida en el índice construido. Con esta transformación se pretende hacer operativa la idea de que a partir de determinado nivel de renta las nuevas adiciones a ésta aportan cada vez menos al desarrollo humano. El problema que supone construir un indicador compuesto por variables definidas utilizando magnitudes distintas: porcentajes en el caso de la educación-, años en el de la esperanza de vida- y dólares en el caso del PIB p.c, se resuelve situando los valores de cada país en una escala que va desde un valor mínimo a un valor máximo. Una vez realizada esta transformación el IDH se calcula como:
tasa de alfabetización + tasa de matriculación + esperanza de vida + PIB p.c.
2
IDH = 3 Junto a este índice, el PNUD ha desarrollado toda una familia de índices que incluyen el IDH femenino, con la finalidad de evidenciar las diferencias de género en los niveles de desarrollo humano, el Índice de Potenciación de Género, que pretende medir la participación relativa de las mujeres en esferas de actividad política y económica, y dos índices de pobreza, uno adaptado a los países en vías de desarrollo y otro orientado a la medición de la pobreza en los países industrializados.
inflación
aumento continuado y generalizado de los precios. La inflación puede obedecer a causas muy
distintas, aunque en última instancia, y puesto que los precios se expresan en dinero, la existencia de inflación sólo se dará en un contexto de aumento de la cantidad de dinero en circulación (véase ecuación cuantitativa del dinero). Pero no hay que confundir las causas de un fenómeno con el medio en el que éste se expresa, por lo que plantear el fenómeno inflacionista como un fenómeno estrictamente monetario no hace sino trasladar el problema de las causas de la inflación a otro ámbito: el de cuáles son las razones subyacentes a ese aumento en la cantidad de dinero en circulación. Atendiendo a estas causas más profundas, tradicionalmente se ha distinguido entre inflación de demanda, de costes e importada. Empezando por esta última, la inflación importada sería aquel aumento continuado de precios que tiene su razón de ser en el aumento de los precios de los productos importados, por lo que en principio parecería no obedecer a cuestiones internas. La inflación provocada por un aumento de los precios del petróleo sería un ejemplo de este tipo de inflación. La inflación de demanda obedecería a la existencia de una demanda agregada o nominal superior a la producción, y a la incapacidad de la oferta agregada de crecer al ritmo de esa demanda, lo que provocaría un aumento continuado de los precios. Dado que los agentes económicos del sector privado (consumidores y empresas) se encuentran limitados en su capacidad de compra por los ingresos que derivan de las ventas que hacen de sus bienes y servicios en los mercados, la causa última de este tipo de inflación habrá que buscarla en el comportamiento de aquel agente cuyos gastos pueden exceder a sus ingresos porque su capacidad de gasto no se encuentra restringida por sus ingresos por ventas o de otro tipo. Sólo hay un agente económico que tiene esa capacidad de
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gasto, aquél que tiene la capacidad especial de financiar sus gastos mediante la emisión de dinero. En suma, tal agente sería el Estado, cuyo comportamiento sería pues el responsable de los procesos inflacionistas bajo dos condiciones: que sus gastos superaren a sus ingresos por impuestos y endeudamiento, y que la demanda adicional así generada no se viese acompañada de un incremento equiparable de la producción. Por último, la inflación de costes sería aquella provocada por un aumento de los costes de producción no compensados por crecimientos paralelos en la productividad de modo que los costes medios se elevasen (véase costes laborales unitarios). Aquí se entra en la otra de las causas últimas de los procesos inflacionistas: la inflación como resultante de un conflicto distributivo. En efecto, el propietario de un factor de producción sólo logrará aumentar su participación en la renta si consigue que su remuneración crezca por encima de lo que crece el valor de su aportación a lo producido, o sea, si crece por encima del valor de su productividad. Ello sólo será posible si los propietarios de los demás factores de producción aceptaran que se redujera su respectiva participación en el valor de lo producido. Caso de que esto no ocurra, los propietarios del resto de los factores responderán tratando de contrarrestar ese movimiento luchando por una subida en su remuneración. De conseguirlo, esta subida se traducirá en un aumento de los costes y por lo tanto de los precios, es decir inflación. Desde este punto de vista, la inflación importada en un país no es sino un ejemplo más de inflación de costes resultado del intento de los propietarios extranjeros de un factor (por ejemplo el petróleo) de llevarse una parte mayor de la renta nacional. En la medida que los propietarios de los factores de producción nacionales traten de impedir esa redistribución y lo logren, surgirá un proceso inflacionista. Aunque por razones expositivas tiene sentido realizar esta diferenciación de causas últimas de la inflación, en la realidad, las distintas causas suelen estar interconectadas y encadenadas conforme se desarrolla un proceso inflacionista. Así, por ejemplo, la inflación de demanda y el correspondiente aumento de precios puede hacer que aumenten las reivindicaciones salariales de los trabajadores para protegerse de la pérdida de poder adquisitivo de sus salarios (y la correspondiente caída en la participación de los salarios en la renta nacional, véase distribución) provocada por el aumento de precios. De tener éxito en sus reivindicaciones, este comportamiento se traducirá en un aumento de los salarios, y en una posible causa de aumentos posteriores de los precios (inflación de costes) en la medida que otros propietarios de otros factores intenten compensar sus respectivas pérdidas de renta real, produciéndose así una espiral precios-salarios-precios. Desde otra aproximación, se puede hablar de inflación esperada, como aquella ya incorporada en las expectativas de los agentes económicos, e inflación inesperada. La primera tendría menor impacto sobre los agentes económicos al poder éstos adaptar sus decisiones al previsible aumento de precios, aunque, precisamente por eso, cuando la inflación es esperada es más fácil que se active un proceso de aceleración de la inflación, ya que los agentes intentarán protegerse de la inflación aumentando los precios o los salarios, según sean empresarios o trabajadores (véase curva de Phillips). El principal efecto negativo de la inflación es que los precios pierden gran parte de su papel de señal que dirige los recursos hacia aquellas actividades donde son más necesarios, afectando por lo tanto a la eficiencia del mercado como mecanismo de asignación. La inflación también afecta a la distribución personal de la renta, actuando en contra de aquellos sectores de la población que tienen rentas fijadas en términos nominales, por ejemplo aquellos bancos que hayan concedido créditos a un tipo de interés fijo, y en general a
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aquellas personas con poca capacidad para negociar el mantenimiento del poder adquisitivo de sus ingresos. En términos agregados, la inflación, siempre y cuando no vaya acompañada de una devaluación paralela de la moneda nacional, empeora la competitividad de la economía con respecto al mercado exterior, y por lo tanto tiene un impacto negativo sobre las exportaciones y positivo sobre las importaciones, contribuyendo a la aparición de déficit exterior.
inflación subyacente
crecimiento de los precios sin tener en cuenta aquellos componentes de la
economía cuyos precios se comportan de forma más volátil: energía y alimentación. Este concepto sirve de forma más adecuada para ver si existen tensiones inflacionistas en la economía de determinado país, más allá de aquellas derivadas de factores en gran medida exógenos como lo puedan ser los precios del petróleo o los alimentos (influidos por la meteorología). información asimétrica situación que se produce cuando las dos partes que podrían realizar una transacción no disponen de idéntica información sobre las condiciones de la misma, lo que se traduce en su realización ineficiente o incluso su no realización, con la consiguiente pérdida de beneficios potenciales o ganancias del intercambio. Se trata ésta de una situación extremadamente frecuente en economía. A menudo el vendedor conoce la calidad del producto que vende mucho mejor que el comprador, también es habitual que los trabajadores conozcan sus cualificaciones y características mejor que sus empleadores, del mismo modo los directivos saben mejor que los propietarios la posición competitiva, los costes y las oportunidades de inversión de las empresas. La presencia de características de una de las partes contratantes ocultas para la otra define la posibilidad de existencia de un problema de selección adversa, en tanto que la existencia de acciones ocultas para una de las partes por parte de la otra da origen a un problema de riesgo moral. La existencia de información asimétrica y su importancia dependerá de los costes de información y del valor de la información.
información completa, valor de la
diferencia entre el valor esperado de una decisión en situación
de riesgo cuando la información sobre los factores que la afectan (calidad de los recursos, estados de la naturaleza, fiabilidad de los demás participantes en el proyecto, etc.) es completa y el valor esperado cuando es incompleta. Supongamos que un agricultor ha de decidir si invertir o no en fertilizar sus tierras. El rendimiento que saque de ellas es incierto ya que dependerá de la decisión que tome respecto a la fertilización y de si llueve o no llueve. Si no llueve y ha incurrido en gastos de fertilización, sus rendimientos serán muy bajos. En tanto que si la decisión de fertilizar fuese acompañada por la lluvia, sus resultados económicos serían excelentes. Supongamos, que los cuatro resultados posibles para sus rendimientos netos expresados en miles de euros aparecen en la siguiente tabla o matriz de pagos:
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Estados del mundo Lluvia
Sequía
Plan A: Fertilizar
5
1
Plan B: No fertilizar
3
3
Si el agricultor no tiene información adicional respecto a la probabilidad de que el año sea lluvioso o no, ambas situaciones serían igualmente probables, por lo que les asignaría la misma probabilidad (0,5) a ambos posibles estados del mundo. Consecuentemente los valores esperados, VE, de ambos planes coincidirían {valor esperado del plan A: VE (A) = 0,5 x 5 + 0,5 x 1 = 3, valor esperado del plan B: VE (B) = 0,5 x 3 + 0,5 x 3 = 3} y no sabría que decisión tomar, el valor de cualquier plan con información incompleta sería el mismo. Supongamos ahora que hay un meteorólogo que acierta el 100% de las veces (recuérdese que esto es un ejemplo). Consultándole nuestro agricultor podría tener una información completa y actuar en consecuencia. Es decir, si el meteorólogo le dijese que va a llover, elegiría el plan A, que es el que más rinde si llueve, y si le dijese que habrá sequía elegiría el plan B, el de mayor rendimiento en caso de sequía. Si la lluvia o la sequía fuesen igualmente probables, el rendimiento esperado de la decisión con información completa sería entonces: VE con información completa: 0,5 x 5 + 0,5 x 3 = 4. Dado que con información incompleta el rendimiento esperado se elevaba a 3, ello querría decir que el valor de la información completa asciende para el agricultor hasta los mil euros. Por supuesto que casos como éste no es fácil que se den en la realidad, pero el mismo procedimiento puede utilizarse para calcular el valor de una mejora en la calidad de la información aunque ésta siga siendo relativamente incompleta. información, economía de la para alcanzar la eficiencia no sólo se requiere saber qué hay qué hacer con los recursos escasos con los que cuenta una sociedad o un grupo social (por ejemplo una empresa), sino que también se requiere que los agentes conozcan qué es lo que tienen que hacer. Este problema informativo ha sido resuelto en distintas sociedades y dentro de una misma sociedad utilizando en distinto grado tres sistemas o medios de comunicación: 1) la tradición en sentido amplio, entendida como conjunto de reglas consuetudinarias formales e informales que determinan lo que cada quién ha de hacer, 2) la planificación, que mediante el uso de un sistema jerárquico asigna centralizadamente a cada cual las actividades que ha de realizar y 3) el mercado, en donde son los precios quienes transmiten descentralizada y anónimamente la señal de que hay una relativa abundancia o escasez de algún bien o servicio en relación a las necesidades que se expresan en su demanda en el mercado. Cada uno de esos tres mecanismos informativos tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Por ejemplo, la tradición es un sistema informativo que utiliza mecanismos de difusión ya sea informales (creencias, valores morales, etc.) o formales (leyes y otras normas) de bajo coste pero que, sin embargo, tiene en su contra su alta rigidez, siendo esta escasa flexibilidad responsable de que su utilidad se deprecie en sociedades complejas y dinámicas, que, por ello mismo, exigen una amplia flexibilidad en la asignación de tareas para adaptarse a situaciones continuamente cambiantes. De igual manera, los costes informacionales de un sistema de planificación centralizado (entre los que habría que contar los costes asociados a la recogida de la información sobre necesidades y recursos, a su transmisión a los puestos de dirección, a la elaboración de un plan de actuación, y a la comunicación de las tareas a realizar a los miembros
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del sistema y el seguimiento de su cumplimiento) crecen más que proporcionalmente conforme aumenta el tamaño del sistema. Por último, el mercado, en el que los precios los determina el libre juego de la oferta y la demanda, aparece como el mecanismo informacionalmente menos costoso y más flexible, en la medida que la información se produce y distribuye descentralizada y rápidamente mediante las variaciones en los precios relativos, por lo que cada agente no necesita tener más información que la contenida en los precios de los bienes y servicios que le afectan a él particularmente. Así, un ascenso en el precio relativo de un bien refleja la aparición de una escasez relativa del mismo o las expectativas de que tal escasez sucederá (véase especulación), una caída en ese mismo precio informará de lo contrario. Pero el uso del sistema de precios como mecanismo de información también tiene sus costes. Y ello no solo porque pueden existir diferentes precios para un mismo producto en un mercado, por lo que descubrir el precio más interesante para un agente económico le supondrá incurrir en unos costes de búsqueda, sino que en sí mismos los precios no reflejan sino la información que los agentes tienen respecto al futuro, es decir, sus expectativas. En efecto, el ascenso del precio relativo de un bien no tiene porqué reflejar la aparición real de una escasez relativa del mismo o las expectativas fundadas de que así sucederá, sino que puede reflejar también las creencias que cada uno de los que participan en un mercado tiene respecto a las creencias de los demás en relación a la situación futura de ese bien (su relativa abundancia o escasez), con lo que nada garantiza que la información que transmitan unos precios resultantes de esa base informacional sea la adecuada. Un problema básico de la economía de la información es el de las condiciones para su generación o producción. Por un lado, la información es valiosa (véase información completa), y, por otro, la información tiene la característica de que cualquiera la puede “robar” sin que su propietario lo note, pues no desaparece físicamente (dicho con otras palabras más técnicas, la información es de uso no rival, es decir tiene una de las características definitorias de los bienes públicos). Ello se traduce en que la generación por el sector privado de información valiosa no se realizará en la cantidad adecuada, pues nadie tendría incentivos en invertir tiempo y recursos para producirla a menos que se garantice que su uso sea exclusivo para aquellos que la produzcan o paguen por ella, mediante mecanismos como las patentes. Ahora bien, en la medida que mecanismos de este tipo suponen para quienes disponen de esa información el disfrute de una posición de monopolio, con la consiguiente ineficiencia asociada a tal estructura de mercado, resulta que la economía de la información siempre se mueve en aguas de segundo óptimo, viéndose obligada a elegir entre la ineficiencia asociada a la insuficiente producción de información por un lado y la ineficiencia asociada al monopolio cuando se arbitran las regulaciones para producirla en las cantidades adecuadas.
ingresos
un agente económico obtiene ingresos por diversas fuentes: por transferencias o por la
remuneración procedente de la venta o alquiler de sus factores o recursos productivos (trabajo, activos de capital, recursos naturales, etc.) y de sus bienes. Si nos atenemos a esta segunda fuente de rentas, el valor total o ingreso total, IT, del agente depende del precio unitario al que se vende o alquila el bien o recurso, p , y de la cantidad que se vende o alquila, x: IT = p.x. El ingreso medio, IMe, o ingreso por unidad vendida será, obviamente, p, puesto que IMe = (IT/x) = p. Dado que la cantidad vendida x depende caeteris paribus del
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precio del factor, p = f(x), donde f(x) es la curva de demanda de x, el ingreso marginal, IMg, o variación del ingreso total que se produce como consecuencia de una variación en las ventas será: δ IT δ (p.x) δp x δp 1 IMg = --------- = ---------- = p + x ----- = p ( 1 + ---- -------) = p ( 1+ -----) δx δx δx p δx ε donde ε es la elasticidad precio de la demanda . Esta fórmula conocida como fórmula de Amoroso, establece que el IMg será igual al precio de venta p en el caso de que el agente que venda su factor o producto sea precio-aceptante, es decir, cuando sus decisiones no afecten al precio de mercado (en situación de competencia perfecta). El precio p será mayor que el IMg siempre que la curva de demanda a la que se enfrenta el agente tenga pendiente negativa, es decir, cuando sus decisiones respecto a cuánto producir o vender afecten al precio. La razón de que el IMg sea inferior al precio resulta aparente cuando se considera que el hecho de vender una unidad más hace que baje el precio al que se vende no sólo esa última unidad sino el de todas las demás unidades, por lo tanto el IMg no es el ingreso de la venta de esa última unidad (o sea, su precio) sino que a ese precio hay que quitarle los ingresos perdidos en las demás unidades que ahora se venderían a un precio más bajo que antes (véase monopolio). A partir de la fórmula de Amoroso se sigue que los ingresos totales alcanzan un valor máximo (o lo que es lo mismo, los ingresos marginales se hacen nulos) cuando el agente económico vende una cantidad de x que corresponde al punto donde la curva de demanda tiene una elasticidad unitaria (ε = - 1). Ningún agente económico pasaría jamás de ese punto, pues si aumentase la cantidad que pone en el mercado, los ingresos marginales serían negativos, es decir que la venta de unidades en el tramo inelástico de la curva de demanda de un bien o de un factor significaría que sus ingresos totales disminuirían.
inocencia de la mercancía
por el principio de “inocencia de la mercancía” el ensayista Rafael Sánchez
Ferlosio se refiere a la idea de que las consecuencias perjudiciales que de la producción, venta y consumo de los bienes se sigan no se consideran (excepto como se verá más adelante en un caso, y no siempre) atributo propio de los objetos sino que serían responsabilidad o bien del consumidor si este es soberano, o bien del productor si las circunstancias económicas fuesen tales que impidiesen la plena soberanía del consumidor. En efecto, si el consumidor es libre y soberano en sus decisiones de compra y consumo, los productores de los bienes no serían responsables de los efectos que tengan el uso de los bienes que produce y vende (principio paralelo de la irresponsabilidad del empresario), de modo que si de éste se derivaran algunas consecuencias perjudiciales, los responsables serían los únicos agentes económicos que son libres y autónomos: los consumidores soberanos. Esta “irresponsabilidad del empresario” –como la denomina Ferlosio- se daría incluso en presencia de externalidades negativas (por ejemplo, la contaminación), que no serían responsabilidad del productor o vendedor, sino fallos del mercado, por lo que atribuir la culpabilidad de esas consecuencias negativas a una de las partes de la transacción carecería de justificación racional (véase Teorema de Coase). Las mercancías por sí mismas, pues, serían en general inocentes de cualesquiera consecuencias negativas que de su uso o consumo se siguieran. Y esto valdría tanto para la publicidad dirigida a un público infantil, el contenido de los programas televisivos, o la venta de automóviles o armas. Que el Estado regule en
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alguna medida la actividad económica en estos campos, como en otros en los que se dan externalidades, no invalida la idea de que, en sí mismas, las mercancías (la publicidad, los vehículos, las armas, etc.) sean neutrales, de modo que lo que el Estado trataría de lograr con su intervención sería que su uso fuese el más adecuado ante los problemas de información, inexistencia de derechos de propiedad o manejo inadecuado por distintos grupos de consumidores. Hay, sin embargo, un caso donde esta inocencia de la mercancía es a veces cuestionada: las drogas. A diferencia del resto de las mercancías, de ellas se piensa (véase adición) que, por sí mismas, no son neutrales en la medida que tienen un efecto perturbador directo sobre la racionalidad y la libertad de elección de los individuos. No serían, pues, mercancías inocentes y habría una justificación para hacer responsables a los productores por los efectos perjudiciales que se pudiesen seguir de su uso. Pero si se acepta que las drogas no son inocentes, de igual manera podría razonarse respecto a todas aquellas otras mercancías que afectan negativamente a la racionalidad de los consumidores cuando las usan o consumen como, por ejemplo, la publicidad, las armas o los vehículos. Si tal fuese el caso, no se podría concluir que el principio de la inocencia de la mercancía y el de la irresponsabilidad del empresario se puedan mantener como tales principios generales.
Input-output, tabla
la tabla input-output, desarrollada por el economista de origen ruso Wassili Leontieff
(1906-1999), es una forma sintética de recoger información: (a) sobre el destino que tiene la producción de cada sector, ya sea que se convierta en producción comprada por otros sectores para producir bienes o servicios, o por el consumidor final, y (b) sobre el origen de los inputs utilizados por los distintos sectores para producir sus bienes y servicios. Esta información se presenta en una tabla de doble entrada donde las filas recogen las ventas de bienes y servicios (output) que cada sector hace a cada uno de los sectores de la economía, incluyéndose a si mismo, y donde cada columna recoge las compras de bienes y servicios (input) que cada sector hace a los demás sectores (de nuevo incluyéndose a si mismo). La tabla input output de una economía nos permite así saber las necesidades de output de cada sector para producir una unidad final del bien o servicio producido por cada sector (lo que se conoce como la matriz de coeficientes técnicos verticales), convirtiéndose por lo tanto en una herramienta imprescindible de planificación económica al permitir identificar posibles cuellos de botella en el desarrollo de un sector, o conocer el impacto sobre la producción y el empleo de cada sector de la economía de un aumento de la demanda. “insider trading” práctica comercial que consiste en que agentes privados, que por su trabajo o su relación con algunos acontecimientos o instituciones económicas conocen con antelación a que se haga pública alguna información referida a los mismos (información que, una vez que se haga pública, afectará a los precios de activos como acciones, bonos, monedas, etc.), se aprovechen de ese conocimiento previo con fines de enriquecimiento privado. El “insider trading”, expresión inglesa que podría traducirse como comercio con información privilegiada, es una práctica generalmente ilegal o de dudosa legalidad al menos cuando se utiliza en Bolsa. “insider-outsider” con la expresión inglesa insider-outsider, literalmente “los de dentro - los de fuera”, se hace referencia a toda una serie de modelos, originariamente aplicados al funcionamiento del mercado de
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trabajo, que se distinguen por suponer la existencia de un dualismo o una segmentación extrema del mercado de trabajo, de forma que hay dos tipos distintos de trabajadores: “los de dentro”, caracterizados por tener buenos contratos de trabajo y estabilidad en el empleo, y los de fuera, con contratos precarios. Lo importante en estos modelos no es tanto la causa de la segmentación, que puede ser la diferente formación o capital humano de unos y otros trabajadores, su pertenencia a un sindicato, o simplemente la antigüedad en la empresa, sino el hecho de que los primeros o “insiders” se sienten protegidos de la situación del mercado de trabajo, ya que en presencia de problemas en la empresa, será sobre los “outsiders” sobre los que recaiga el ajuste de plantillas. De ser así, en este tipo de modelos se argumenta que las reivindicaciones laborales de los insiders se harán al margen de la situación del mercado de trabajo, pudiéndose, por ejemplo, producirse aumentos en los salarios en un contexto de desempleo, justo el comportamiento opuesto al aconsejable en un análisis de equilibrio parcial para resolver ese problema. Por lo tanto la existencia de trabajadores “insider” afectaría negativamente a la capacidad de ajuste de los mercados de trabajo, al suponer la aparición de rigideces que impedirían que los salarios se comportaran de la manera exigida para resolver los desequilibrios del mismo, especialmente en presencia de desempleo. Pese a lo anterior, es necesario señalar que la existencia de este tipo de trabajadores puede representar un valor positivo para las empresas en la medida que doten a la relación entre la empresa y sus trabajadores de una continuidad y un conocimiento mutuo beneficioso para la planificación a largo plazo de la empresa, con posibles efectos positivos sobre la productividad (véase salario de eficiencia). institucionalista, economía comparten el nombre de economía institucionalista dos corrientes de pensamiento económico (las llamadas respectivamente viejo y nuevo institucionalismo) que, paradójicamente, tienen en común poco más que el nombre. Por un lado estaría la primera o vieja escuela institucionalista, con nombres como Thorstein Veblen (1857-1929), John R. Commons (1862-1945) o Weslay Mitchell (1874-1948), y más modernamente John K. Galbraith o Robert Heilbroner. Esta escuela se caracteriza por el abandono crítico del estrecho marco de análisis de la economía neoclásica que, con su énfasis en el formalismo y su asunción de un comportamiento maximizador por parte de los agentes económicos, fácilmente formalizable matemáticamente, tendría por objetivo la definición de las condiciones de un equilibrio semejante al de la mecánica clásica donde se compensarían las fuerzas contrapuestas de la oferta y la demanda. No es pues el objetivo de estos institucionalistas el encontrar las condiciones de una eficiente asignación de los recursos o las de la determinación de los niveles de producción, empleo o precios, sino el estudio de la organización y el control del sistema económico. Por ello, los institucionalistas de la primera hornada proponen situar las instituciones en el centro de sus preocupaciones analíticas. Unas instituciones que Commons definía como “la acción colectiva en control de la acción individual” y que incluían desde las “costumbres no organizadas a las familias, las empresas, las asociaciones de comercio, los sindicatos, los bancos centrales y el estado”, haciendo énfasis por lo tanto en los fundamentos sociales de la acción humana. Por su parte, Veblen definía las instituciones como “los hábitos comunes de comportamiento y las prácticas que prevalecen en un momento dado”, haciendo énfasis en la naturaleza contingente y cambiante de los sistemas sociales. Siguiendo a Robert Gordon, este primer análisis institucionalista se caracteriza por: (1) el comportamiento económico se ve fuertemente condicionado por el medio institucional en el que tiene lugar.
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Esta relación es de naturaleza dialéctica, ya que la actividad económica también afecta a la estructura institucional. (2) Las interacciones entre instituciones y comportamiento individual evolucionan en el tiempo, de ahí la necesidad de adoptar un enfoque evolutivo en Economía. (3) Al analizar este proceso evolutivo se pone el énfasis en las condiciones impuestas por la tecnología, las instituciones monetarias y una economía mixta con fuerte presencia del sector público. (4) Frente a la imagen armónica de la economía de mercado que caracteriza el análisis neoclásico, los institucionalistas subrayan la existencia e importancia de los conflictos entre agentes y grupos de agentes consustanciales al sistema de mercado. (5) Este carácter conflictivo del sistema hace necesario la existencia de instituciones que lo canalicen mediante el establecimiento de distintos sistemas de control social del mercado. (6) Por todo ello, los institucionalistas defienden un enfoque interdisciplinario en su estudio de la actividad económica en donde la sociología, la psicología, la antropología y el derecho contribuirían a entender el comportamiento de los agentes económicos. Estos elementos se ven acompañados del énfasis en el estudio de la realidad como fuente de obtención de información sobre la que sustanciar el análisis del comportamiento de los agentes económicos. Por poner un ejemplo, mientras que la economía neoclásica a la hora de explicar cómo se fijan los precios en determinado mercado procede planteándose qué comportamiento de los productores maximizaría el beneficio en ese mercado, y asume que las empresas actuarán de ese modo, un autor institucionalista procedería a analizar directamente cómo se fija el precio en ese mercado observando el comportamiento de las empresas (de hecho, este enfoque es el origen de la teoría de fijación del precio vía un margen sobre los costes). Resulta extremadamente difícil tratar de resumir la diversidad de las ideas de los viejos institucionalistas en un marco sistemático pues todos ellos se caracterizan por su negativa a actuar como un grupo intelectual, más o menos difuso, dedicado a construir un modelo o grupo de modelos sobre la realidad económica que les sirviera de referencia a sus aportaciones individuales. Puestos a esa tarea inevitablemente destinada al fracaso se pueden resaltar algunos elementos presentes en la obra del más destacado de entre ellos, Veblen, que contrastan con el paradigma dominante en Economía. Queda, pues, fuera de estas páginas el estudio de lo que sería más propio de estos autores: el análisis sistemático de las instituciones y de su evolución. Para Veblen el análisis económico entonces (y hoy) en boga, el neoclásico, fundado en la teoría marginalista del valor adolecía de serios errores que lo hacían inútil para el estudio de todos los campos determinantes de la evolución económica. Así, en lo que respecta a las decisiones que guiaban la demanda de los consumidores, el enfoque convencional señalaba que la cantidad demandada dependía inversamente del precio, lo cual sin duda era cierto pero sólo si no se tenían en cuenta la influencia de factores culturales y sociales. Los institucionalistas señalaban que colocar todas esas influencias en la gran “bolsa” de las condiciones caeteris paribus que se mantienen inalteradas a la hora de definir la ley de la demanda, la volvía insignificante a efectos analíticos. La necesidad sentida por todos y cada uno de los individuos de conformarse a los patrones sociales de vida, pensamiento y consumo junto con la necesidad complementaria que cada uno sentía de destacar dentro del grupo de referencia del que formaba parte se traducía en que algunos bienes de consumo socialmente visibles fuesen privilegiados en las cestas de compras de los consumidores, haciendo que para ellos los efectos de las alteraciones de los precios fuesen diferentes (e incluso opuestos) a los previstos por los economistas neoclásicos. La importancia económica de la clase social dominante (llamada, por Veblen, clase ociosa, lo que no significa que sus miembros no hiciesen nada con fines pecuniarios, sino que no hacían
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nada productivo) a la hora de establecer las formas de vida y los patrones de consumo que las demás intentaban seguir se convertía así, mucho más que los movimientos de los precios relativos, en la pieza clave para entender el comportamiento de los consumidores (véase bienes Veblen, consumo conspicuo, competencia posicional). En cuanto a las decisiones de los oferentes de trabajo productivo, los trabajadores incluidos los ingenieros y técnicos, distintos tanto de los propietarios de las grandes empresas como de sus administradores ligados a la clase ociosa, Veblen sostenía que la noción de que el trabajo productivo que hacía cosas útiles para la humanidad era un mal en términos económicos, cuya realización por tanto requería un pago (es decir, la noción que está debajo de la idea de la curva de oferta de trabajo creciente, elemento imprescindible para explicar el mercado de trabajo desde el punto de vista neoclásico), era propia de una clase ociosa que sólo concebía las actividades económicas en las que participaba como medio para alcanzar riqueza pecuniaria y posición social. Los trabajadores trabajaban por dinero, pero no sólo por él. Existía una suerte de instinto de trabajo eficaz que llevaba a los trabajadores y técnicos a trabajar con vistas a hacer cosas útiles y hacerlas bien, eficientemente. Este instinto chocaba con las condiciones de trabajo y su dirección impuestas por los propietarios miembros de la clase ociosa pecuniaria, para quienes la cuestión de la eficiencia productiva desde un punto de vista social, carecía de significado en sí misma, sólo guiados como estaban por el deseo de acumular riqueza y hacer un consumo ostentoso generador de envidia en el resto de las clases. La evolución del aparto productivo se veía aquejada por ese conflicto entre los representantes de la eficiencia científica y técnica y los dirigentes empresariales. La competencia, además, poco podía hacer para reconducir esos comportamientos de los grandes propietarios pues conforme se sucedían los avances técnicos de producción en serie, ello se traducía en que los sectores clave de la economía estaban cada vez más controlados por las grandes empresas. El viejo institucionalismo despareció como tal corriente. Hoy ya sólo quedan algunos economistas que se reclaman sus herederos e intentan incorporar a sus análisis elementos procedentes de la sociología o la antropología. Quizás haya sido John Kenneth Galbraith el último –por el momento- gran economista de este tipo de institucionalismo. Para Galbraith, a diferencia de Veblen, en el capitalismo moderno existe ya una congruencia de intereses entre los propietarios y directores de esas empresas y los ingenieros y técnicos, conjunción
a la que llama tecnoestructura. Gracias a las técnicas de la publicidad y marketing las
tecnoestructuras de las grandes empresas tendrían el poder de manipular las formas en las que los consumidores creen que pueden satisfacer sus necesidades, a lo que llama efecto dependencia. Ello significaría que el criterio de eficiencia definido como el mejor modo de satisfacer las necesidades de los consumidores dejaría de tener sentido en las modernas economías de mercado (véase soberanía del consumidor). Finalmente, ese estímulo continuado del consumo privado se traducía en la opulencia privada y el descuido de lo público. El último cuarto del siglo veinte ha visto surgir un nuevo institucionalismo, de la mano de autores como Ronald H. Coase, Oliver Williamson o Douglas C. North, aunque con un enfoque absolutamente distinto al de los viejos institucionalistas, que según Coase: “sin una teoría no tenían nada que pasar a sus sucesores excepto una masa de material descriptivo en espera de una teoría, o el fuego”. Esta corriente se caracterizaría por recoger el guante lanzado por el viejo institucionalismo intentando explicar la aparición y funcionamiento
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de las instituciones políticas, sociales y económicas como el estado, la familia, el derecho, las convenciones sociales o las empresas, utilizando las herramientas de análisis y los conceptos y supuestos de comportamiento con los que la economía neoclásica estudia a los agentes económicos en su actuación en y para el mercado. En este sentido, y de forma antitética a los viejos institucionalistas, el programa de investigación de los nuevos institucionalistas lleva a la economía neoclásica a ámbitos del comportamiento humano antes explicados desde otras disciplinas, como la sociología, la antropología o la psicología, mereciendo por ello la crítica por parte de los practicantes de estas disciplinas, que cuestionan el llamado imperialismo económico. Así, la lógica de la acción colectiva se ha utilizado como medio de explicar las condiciones para que surjan y sean estables multitud de diseños institucionales que van desde los clubs hasta los grupos de presión y los partidos políticos. El Teorema de Coase ha servido para analizar cómo las decisiones judiciales pueden afectar a la eficiencia. Gary S. Beker ha estudiado cómo los hábitos y costumbres se explican como una adicción racional, y también cómo las actividades delictivas son resultado de elecciones racionales eficientes (aunque inmorales o ilegales) y responden, por tanto, a variaciones en incentivos “económicos” (siendo aquí los “precios” las penas legales). También Becker, junto con Jacob Mincer, han defendido que las decisiones de fertilidad y creación de una familia también se pueden analizar en términos de una función de utilidad familiar en la que los hijos entran a formar parte en el mismo plano que otros bienes duraderos. Por otra parte, Richard Posner ha analizado desde una perspectiva de eficiencia económica la normativa y proceso legal (por ejemplo, una sencilla regla “económica” de responsabilidad en caso de accidente es que la victima no puede exigir compensación por sus daños si la probabilidad del accidente por el valor del daño causado a la victima es mayor que el coste en prevención). Finalmente, Robert W. Fogel y Douglass C. North, premios Nobel de Economía de 1993, han hecho uso extensivo del análisis económico y los métodos cuantitativos para explicar el cambio económico e institucional, algo que estaba ya presente en la economía marxista, solo que ahora desde una perspectiva neoclásica. Así, para North las nuevas instituciones aparecen cuando determinados grupos en una sociedad ven la posibilidad de apropiarse de beneficios que serían imposibles de obtener con el entramado institucional vigente. De forma que en presencia de conflictos entre una oportunidad de negocio y las instituciones existentes es probable que se produzca un cambio institucional. De igual forma North, padre de la nueva historia económica, considera que los incentivos económicos, basados en los derechos de propiedad individual, son un prerrequisito para el crecimiento económico. La nueva economía institucional subraya, en suma, la necesidad de estudiar el desenvolvimiento de cualquier institución, hábito o proceso social desde una perspectiva “micro”, como fruto de comportamientos individuales guiados por la consecución de ganancias, antes de suponer sin más que su surgimiento responde o es mejor explicado desde fuera de la racionalidad económica individual por circunstancias o factores de tipo “macro”, como son los factores sociales, ideológicos, jurídicos o religiosos. De igual manera, con arreglo a este punto de vista, las instituciones (incluyendo las empresas),
las costumbres o los procesos sociales
languidecen, cambian o desaparecen cuando dejan de ser eficientes para los individuos. En suma, la existencia de instituciones en sentido amplio no sólo no sería un obstáculo a la relevancia de la economía neoclásica, como pensaban los viejos institucionalistas, sino más bien todo lo contrario: un campo donde se puede aplicar con provecho.
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integración económica proceso por el cuál dos o más países deciden reducir las barreras que dificultan los intercambios comerciales (fundamentalmente aranceles, pero también otras barreras no arancelarias). El grado de integración dependerá por lo tanto de la intensidad con que se eliminen tales diferencias. Un primer nivel de integración, denominado zona o área de libre cambio, limita la integración a la eliminación de los aranceles existentes entre los países miembros del acuerdo, sin afectar a la política comercial que éstos tengan con respecto a terceros países. El Tratado de Libre Comercio de Norte América (o NAFTA según sus siglas inglesas) suscrito entre Estados Unidos y Canadá en un primer momento y ampliado a México en 1993, sería un ejemplo de este nivel de integración. Sin embargo, la limitación de la integración a este ámbito puede generar problemas de desviación de comercio, en el sentido de que al mantener los países su propia política comercial se produzca una reducción de las importaciones de terceros países en aquellos estados miembros del acuerdo con mayores aranceles, importaciones que pasarían ahora a realizarse desde el país con un menor arancel exterior común para luego reexportarse, ya sin necesidad de pagar aranceles, al otro país. Una forma de evitar esta distorsión del comercio es ampliando el ámbito de integración para incluir la homogenización de la política comercial con terceros países, creando un arancel exterior común a todos ellos. En este caso se habla de la existencia de una unión aduanera (eliminación de aranceles y arancel exterior común). La Unión Europea desde 1968 es un buen ejemplo de unión aduanera. En el caso de que la eliminación de trabas al comercio de bienes y servicios se extienda a la movilidad de factores (trabajo y capital) se habla del establecimiento de un mercado común. De nuevo, la UE sería un buen ejemplo de este nivel de integración. El proceso de integración puede intensificarse si los países deciden homogeneizar sus instituciones económicas principales, como por ejemplo la moneda, en cuyo caso se habla de la existencia de una unión económica o unión económica y monetaria. La UE en la actualidad se encontraría embarcada en un proceso de construcción de una unión económica, habiendo concluido el proceso de integración monetaria pero existiendo todavía fuertes diferencias en otros aspectos como la imposición, la legislación económica y laboral, la política económica, etc. Por encima de una unión económica plenamente desarrollada solo quedará la unión política. Históricamente el ejemplo que mejor se ajusta a una unión política construida a partir de una zona de libre cambio es Alemania, cuyo proceso de integración comienza con la creación de una unión aduanera, el Deutscher Zollverein, en 1834.
integración horizontal
sistema organizativo en que distintas plantas producen productos iguales o
estrechamente relacionados dentro de una misma empresa.
integración vertical
proceso por el cual las sucesivas fases o etapas productivas de un bien o servicio se
desarrollan dentro de una misma empresa. El caso extremo de integración vertical sería, por lo tanto, cuando la totalidad del proceso de producción y distribución se integra en una misma empresa. Desde la Económica, la integración vertical se explica por la existencia de costes de transacción (de información y control) elevados que harían que acudir al mercado para proveerse de los inputs necesarios para la producción fuera más costoso que producir tales inputs internamente. Por lo tanto, cuanto menores sean los costes de transacción menos justificada estaría (desde el punto de vista de la eficiencia) la existencia de empresas con alto grado de integración vertical. En este caso, las empresas se especializarían en la realización de determinadas actividades
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productivas puntuales y venderían el producto inacabado en el mercado para que otras lo completaran. Desde otro punto de vista, la integración vertical se justifica por la existencia de complementariedades tecnológicas en la producción por las cuales la fabricación de varios bienes o servicio conjuntamente esté asociada a unos costes menores que su producción por separado (véase economías de gama). De forma sencilla el grado de integración se puede medir mediante el cociente entre el valor añadido y el valor de la producción de una empresa, normalmente expresado en porcentaje. En una hipotética empresa que realizara internamente todo el proceso de producción de un bien, desde la obtención de la materia prima hasta la comercialización del producto, el valor añadido coincidirá con el valor de la producción, y por lo tanto el índice tomaría el valor máximo de 1, correspondiendo al nivel máximo de integración. La existencia de integración vertical plantea el problema de la eficiencia de las relaciones entre las diferentes divisiones que conforman una empresa verticalmente integrada. El procedimiento más adecuado para resolver este problema consiste en simular la existencia de un mercado interno dentro de la empresa en el cual las divisiones superiores (las más alejadas de la fabricación del bien final) “venden” su output a la división inmediatamente inferior, hasta llegar a aquella que vendería al mercado externo. Al conjunto de precios internos óptimos de los bienes semifacturados se les denominan precios de transferencia¸ que son aquellos que maximizando los beneficios de cada una de las divisiones maximizan el beneficio conjunto de la empresa. intercambio actividad que realizan los agentes económicos en los mercados. Si el intercambio es voluntario, ambas partes ganan, ganancia que se puede medir por la suma del excedente del consumidor y el excedente del productor o renta. En efecto, frente a la falacia de que el intercambio es un juego de suma cero en el que nadie gana ya que se intercambian equivalentes (el demandante paga por una cosa su valor que ha de ser exactamente lo que le cuesta al productor el hacerla, de modo que uno sólo podría ganar algo en la medida que el otro lo perdiese, lo que le llevaría a este último a negarse a intercambiar), cabe argumentar que si existe competencia perfecta, al precio de mercado, sólo la última unidad (o unidad marginal) que se intercambia vale para el demandante lo mismo que para el oferente, de modo que para el resto de unidades intercambiadas (las llamadas unidades intramarginales), por un lado, el valor que les asigna el demandante (el precio que estaría dispuesto a pagar por ellas tal como aparece en la curva de demanda) es superior al precio que paga por ellas ganando pues en cada una de ellas un excedente; y, por otro, el precio que por cada una de ellas recibe el oferente es mayor que su coste de producción, o coste marginal, obteniendo también correspondientemente una ganancia. Conforme un mercado se hace menos competitivo, las ganancias del intercambio decrecen y se redistribuyen, pero no dejan de existir. Así, en un monopolio las ganancias del intercambio son más pequeñas y se distribuyen sesgadamente a favor del único vendedor, pero pese a ello los demandantes siguen ganando con el intercambio, pues aún al precio que fija el monopolio, para las unidades intramarginales hay un excedente del consumidor. Sólo en caso de un monopolista perfectamente discriminador, aquel que cobra un precio distinto por cada unidad vendida que coincide con el precio más alto que cada consumidor está dispuesto a pagar por esa unidad (véase discriminación de precios), los demandantes no ganarían –ni perderían- nada en el intercambio y serían indiferentes entre intercambiar y no hacerlo. A partir de lo anterior, resulta obvio que quienes forman parte de una transacción sólo pierden en caso de que el intercambio sea forzoso. Finalmente, quizás no sea ocioso añadir que la conocida relación entre un atracador y su víctima en la
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que el primero le ofrece al segundo la elección entre “la bolsa o la vida” no es siquiera un intercambio involuntario sino una transferencia forzosa de renta disfrazada de intercambio.
interés, tipo de
el tipo de interés se puede definir como el precio que hay que pagar para disponer
temporalmente de un dinero del que no se dispone, o la remuneración que se recibe por prescindir temporalmente de un dinero que se tiene y se presta. En el análisis del tipo de interés es útil distinguir entre aquellas operaciones financieras realizadas en el corto plazo, en los llamados mercados monetarios, que adoptan la forma de créditos de muy alta liquidez, y las operaciones que abarcan un plazo más largo de tiempo (préstamos a largo plazo) características de los mercados de capitales. Se tendría, por lo tanto, toda una estructura interrelacionada de tipos de interés, en donde los tipos a corto plazo serán habitualmente más bajos que los tipos a largo plazo, tanto por razones de su liquidez más inmediata como por el menor riesgo asociado, caeteris paribus, a operaciones financieras con vencimiento próximo. Entre los tipos de interés a corto plazo destaca por su importancia en la determinación de la estructura de tipos de interés de mercado, el llamado tipo de interés de descuento, que es aquel que carga el banco central en los prestamos que realiza a las entidades bancarias con la finalidad de regular a la liquidez del sistema (véase política monetaria). A largo plazo, los tipos de interés están relacionados con el precio de los activos financieros. Pongamos un ejemplo, supongamos un título de renta fija –un bono- con un valor nominal de 1000€ y una rentabilidad del 10% anual sobre dicho valor nominal, que por lo tanto rinde anualmente 100€. Si el tipo de interés de mercado fuera el 10% anual, la cotización del bono, su precio en el mercado de bonos, correspondería a su valor nominal, es decir a los 1000€. Sin embargo, si el tipo de interés de mercado pasara a ser del, por ejemplo, 20%, ello significaría que la rentabilidad de un bono de 500€ emitido bajo esta nueva circunstancia sería 100€ (20% de 500), luego la cotización del bono de valor nominal 1000€ emitido en el pasado caería hasta que su rentabilidad se igualara con la de los nuevos bonos, esto es su precio pasaría a ser de 500€, con lo que su propietario, que lo compro a su valor nominal de 1000€ experimentaría claramente una pérdida de capital. Existe por lo tanto una relación de tipo inverso entre el precio de los activos financieros (claramente para el caso de los bonos, pero también, aunque con matices, para las acciones) y el tipo de interés. Por otro lado, el tipo de interés puede ser fijo, en cuyo caso el riesgo derivado de la inflación no esperada recae sobre el prestamista, o variable, en cuyo caso este riesgo recae sobre el prestatario, lo que explica que los tipos de interés fijos sean normalmente más elevados que los variables. Por último, el tipo de interés se puede definir en términos nominales y en términos reales. El primero sería aquel que figura en los contratos de préstamo, mientras que el segundo sería aproximadamente el tipo de interés nominal menos el incremento de precios en el período de referencia. Esto es, si un consumidor obtiene un crédito personal de 1000€ con un tipo de nominal del 7% a devolver en un año, y durante ese año los precios aumentan en un 4%, cuando al vencer el crédito el consumidor devuelve 1070€, (1000 correspondientes a la cantidad recibida como préstamo, o principal, y 70 en concepto de intereses), debido al aumento de los precios, esos 1070€ tendrán ahora una capacidad adquisitiva menor (aproximadamente 1030€), con lo que el tipo de interés real sería del 3% y no del 7%. Obviamente, el tipo de interés relevante para los agentes económicos es el real y no el nominal.
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Hay diferentes teorías que pretenden explicar la existencia y determinación del tipo de interés. Para las llamadas teorías reales del tipo de interés, el tipo de interés actúa como el mecanismo equilibrador de las decisiones de los ahorradores y de los inversores. Esta teoría parte del supuesto de que los individuos manifiestan una preferencia temporal por el consumo presente, es decir que obtienen mayor satisfacción del consumo realizado en el momento presente que de aquel que se deja para un momento posterior, lo que explica que la gente esté dispuesta a pagar por disfrutar del acceso a bienes y servicios en el presente, cuando no tiene fondos para hacerlo, más de lo que cuestan estos bienes. Téngase en cuenta que cuando una agente económico pide un crédito con la finalidad de comprar un bien o servicio, el precio total final que pagará por el mismo es el precio del bien que paga en el presente más el interés que tiene que pagar en el futuro para obtener, mediante un préstamo, fondos con los que realizar la compra. Por idéntica razón, se supone que para convencer a un individuo que tiene la posibilidad de consumir toda su renta en el presente de que no lo haga y postergue parte de su consumo, habrá que compensarle con el pago de unos intereses, en la medida en que la utilidad derivada de posponer ese consumo para el futuro sea menor de la que obtendría si lo consumiese hoy. Con arreglo a la misma lógica sería necesario consecuentemente
un tipo de interés más alto para motivar a que los
consumidores se abstuviesen de consumir cantidades adicionales de sus rentas en el presente. Ello se traduce en que la curva de oferta de ahorro o de fondos prestables será creciente con respecto al tipo de interés. Por el lado de la demanda, la demanda de fondos prestables se dirige a financiar la compra de bienes duraderos por parte los consumidores o bienes de inversión por parte de las empresas. En este último caso la demanda de fondos prestables estará relacionada directamente con el valor de la productividad de ese nuevo equipo capital. Dado que la productividad marginal del capital es decreciente, también lo será la demanda de fondos prestables. En el equilibrio en el mercado de fondos prestables el tipo de interés será igual al valor de la productividad marginal del capital. A este respecto se denomina coste de uso del capital al coste asociado al uso del capital que incluiría el tipo de interés (real) que hay que pagar por su financiación, más la tasa de depreciación que sufra ese capital en el período. Obsérvese, finalmente, que el tipo de interés surge de la interacción entre las demandas y ofertas en los mercados de bienes de consumo e inversión, es decir, surge de las decisiones referentes a la asignación de recursos reales al consumo presente o (vía la inversión) al consumo futuro, y de ahí el que se conozca a esta teoría como teoría real del tipo de interés. Frente a esta teoría real del tipo de interés se encuentra la teoría monetaria del mismo, asociada a la obra de Keynes, según la cual el tipo de interés se determinaría exclusivamente en el mercado monetario por la interacción de la oferta monetaria (fijada exógenamente por la autoridad monetaria) y la demanda de dinero de los agentes económicos. De esta forma, la consideración del tipo de interés como una remuneración necesaria para compensar la abstinencia del consumo, se convierte en algo irrelevante a la hora de explicar su determinación. El tipo de interés es simplemente la remuneración por no atesorar el dinero sobrante que no han gastado los agentes económicos, y no cumple ningún papel relevante en la igualación del ahorro y la inversión ya que, desde esta aproximación,
el ahorro se determina de forma residual una vez que los
consumidores fijan su nivel de consumo a partir de sus niveles de renta, y por lo tanto no depende (o depende sólo de modo marginal) del tipo de interés. Para Keynes, la cantidad de dinero que los agentes quieren mantener (su demanda de dinero) es decreciente con respecto al tipo de interés, puesto que cuanto más bajo sea éste menor será la disposición de los agentes económicos a comprar unos activos financieros que ofrecen
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una rentabilidad baja y fija (a los que llamaremos genéricamente bonos). Ya que si los compraran estarían bloqueando su liquidez en esos activos arriesgándose por lo tanto a que, cuando aumentase el tipo de interés, se encontrasen sin liquidez para suscribir unos bonos ahora más rentables. De este modo, dada una preferencia por la liquidez, hay un tipo de interés de mercado resultante de la igualación entre la demanda de dinero y la oferta monetaria existente. Conforme esta oferta sea menor, el tipo de interés de equilibrio de la oferta y la demanda de dinero será más elevado (lo que estará asociado a una caída en la demanda de dinero por motivo especulación), mientras que si la oferta monetaria aumenta, el tipo de interés de equilibrio caerá, ya que la demanda de dinero por motivo especulación se elevará a la espera de que lleguen mejores tiempos para comprar bonos. De todo ello se sigue que el tipo de interés mide el coste de oportunidad de tener riqueza en forma líquida, en forma de dinero. Dependiendo de la forma de explicar su determinación, el tipo de interés tendrá un papel distinto a la hora de entender el comportamiento agregado de la economía. Para los economistas neoclásicos¸ los tipos de interés y su flexibilidad son una pieza fundamental para explicar el equilibrio macroeconómico y su ajuste ante cualquier perturbación, en la medida que, a partir de la teoría real del tipo de interés en la que se basan, el tipo de interés tiene un papel central para ajustar y equilibrar los cambios en las decisiones de ahorro y de inversión en cada período. Por ejemplo, una caída en la inversión por cualquier causa, que podría generar desempleo al caer la demanda de bienes de capital, generaría (mediante una disminución de la demanda de fondos prestables) una caída del tipo de interés que, a su vez, induciría a un mayor consumo de bienes duraderos al abaratarse su financiación, al aumento de la inversión por idéntico motivo y, por último, a una caída del ahorro y por lo tanto a un aumento del consumo. Todo ello redundaría en una aumento compensador de la demanda efectiva eliminando el efecto primitivo negativo sobre ésta de la caída de la inversión. Para los economistas de raíz keynesiana, el papel de los tipos de interés y su flexibilidad es mucho menor, pues lo realmente relevante es la demanda efectiva, ya que las decisiones de ahorro y de inversión no se equilibran por el tipo de interés, sino por ajustes en los niveles de renta, siendo los cambios en la inversión los determinantes. Así, una caída en la inversión generaría una caída en la renta que provocaría una caída en el consumo y en el ahorro, de forma que la igualdad ahorro e inversión se daría ahora para un menor nivel de renta. La previsible caída del tipo de interés asociada al aumento en la cantidad de dinero “sobrante” (puesto que al caer la renta hay menos transacciones y por lo tanto una menor demanda de dinero por motivo transacciones) que se dirige al mercado de bonos, poco afectaría a la inversión, más influida por las expectativas negativas que llevaron a disminuir la inversión. La apertura al exterior y liberalización de los mercados de capitales experimentada en las últimas décadas del siglo veinte exige contemplar la determinación del tipo de interés desde una perspectiva distinta, en donde éste no está ya determinado exclusivamente por las condiciones de los mercados nacionales, sino que se ve influido por los movimientos internacionales de capital. Si suponemos que los costes de transacción son nulos, los capitales financieros se moverán casi instantáneamente de un país a otro para aprovecharse por arbitraje de las diferencias existentes entre los tipos de interés entre países, generando así una tendencia a su igualación. Ahora bien, dado que los intereses se pagan en cada país en su propia moneda, esa convergencia no se producirá completamente en la medida que los tipos de interés habrán de reflejar las expectativas de depreciación o devaluación de las diferentes monedas, ya que los inversores extranjeros, que se verían
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perjudicaros en el caso de depreciación de la moneda en la que han realizado su inversión exigirán, como contraprestación, un tipo de interés más alto que les compense del riesgo de devaluación. El resultado final, conocido como relación de paridad descubierta de los tipos de interés establece que entre dos países el tipo de interés de uno de ellos debe ser aproximadamente igual al tipo de interés del otro más la tasa esperada de depreciación de la moneda del primero.
inversión
utilización de recursos económicos en el presente con la finalidad de generar un flujo futuro de
producción e ingresos. Toda inversión implica reducir el consumo presente con el objetivo de aumentar el acceso a bienes y servicios en el futuro, y por lo tanto encierra una elección intertemporal. En el análisis económico es conveniente distinguir entre la inversión real que supone el mantenimiento y/o aumento del capital instalado y que por lo tanto se traduce en un mantenimiento y/o aumento de la capacidad futura de la economía para producir, y la inversión financiera, que se refiere a la compra de activos financieros (obligaciones, acciones, etc.) y que no tiene porqué generar un aumento en el stock de capital, ya que puede suponer simplemente el cambio de propiedad de tales activos. Desde un punto de vista agregado, sólo el primer tipo de inversión tendría efectos sobre el flujo futuro de bienes y servicios y por lo tanto, sólo la inversión real se ajustaría al concepto de inversión. Otra cuestión es que, desde el punto de vista individual del comprador de activos financieros, tal comportamiento se ajuste a la idea de cambiar consumo presente por ingresos futuros, en la medida que tales activos financieros le reporten aumentos de éstos. En gran parte por convención, en Contabilidad Nacional la construcción, aunque sea para uso residencial, se considera como integrante de la inversión (57 % de la inversión en España en 2001), si bien la construcción residencial tendría unas características y motivaciones distintas del resto de la inversión. La inversión se puede definir en términos brutos, esto es, sin descontar la depreciación a la que se ha visto sometido el stock de capital existente como resultado de su utilización y desgaste, y en términos netos, en donde al aumento del capital fruto de la inversión del periodo se le descuenta la depreciación del stock de capital instalado. Junto con la inversión en capital o formación bruta de capital fijo en terminología de Contabilidad Nacional, también recibe la consideración de inversión la variación de existencias (producción del período no vendida en el caso de variación positiva de existencias, y producción vendida pero no fabricada en el período en el caso de variación negativa). En todo caso, la variación de existencias tiene un peso marginal en el comportamiento de la inversión, suponiendo para España en 2003 sólo el 1,2% de la inversión total. Por último la inversión puede ser pública (fundamentalmente inversión en infraestructuras) o privada, dependiendo que sea el sector público o los agentes privados los que la realicen. En 2002 en la UE(15) la inversión pública suponía el 11,2 % de la inversión total. En los países de renta alta la inversión toma valores alrededor del 22% del PIB, mientras que en los países menos desarrollados toma valores más bajos. Existen dos grandes enfoques de los factores determinantes de la inversión. Para la escuela neoclásica, la inversión depende de la rentabilidad futura del capital y de su coste, representado por el tipo de interés, de tal manera que, caeteris paribus, cuanto menor sea éste, mayor será la inversión. Detrás de esta relación de tipo inverso se encuentra el supuesto de productividad marginal decreciente de la inversión, esto es, la idea de que según una empresa amplía su capacidad productiva, el rendimiento de la misma por unidad de capital adicional será menor. Dado que el rendimiento esperado neto de un aumento del stock de capital
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depende de la diferencia entre su rentabilidad esperada bruta (el valor de su productividad marginal) y su coste de financiación y uso (el tipo de interés y la tasa de depreciación), conforme caiga el tipo de interés mayor será la inversión. En otras palabras, si el tipo de interés es muy bajo, incluso los proyectos de inversión menos rentables serán interesantes para la empresa, con lo que aumentará la inversión. Por el contrario, si el tipo de interés es elevado, sólo unos pocos proyectos con una alta rentabilidad generarán suficientes beneficios como para hacer frente al coste de su financiación. Alternativamente, para la escuela keynesiana, puesto que la inversión significa aumentar la capacidad productiva instalada, el factor determinante de ésta serán las expectativas de demanda (véase animal spirits). Esto es, las empresas invertirán, con la intención de aumentar su capacidad productiva instalada cuando consideren que la demanda futura de sus productos vaya a aumentar y no cuenten con capacidad instala para hacerla frente, y reducirán su inversión cuando consideren lo contrario. En la versión más simple de este enfoque, conocido como teoría del acelerador, la inversión dependerá positivamente de la diferencia entre la renta actual y la renta futura esperada. Obviamente estas dos aproximaciones no son, ni pretenden ser, excluyentes, ya que tanto el coste del capital como las expectativas futuras de demanda son variables importantes para las empresas a la hora de decidir la intensidad de su esfuerzo inversor. La diferencia está en que en que el enfoque neoclásico, por su concepción del funcionamiento de la economía de mercado, considera que no hay problemas de demanda efectiva, mientras que la aproximación keynesiana considera que éste es el factor central, ya que un mismo proyecto podrá tener una rentabilidad alta o baja, y por lo tanto llevarse o no a cabo con un mismo tipo de interés, dependiendo de cuál sea la situación de la demanda efectiva. Junto con estas dos aproximaciones, el premio Nobel de Economía de de 1981 James Tobin (19182002) propuso en 1969 una teoría alternativa de la inversión, aunque de inspiración keynesiana, basada en la relación existente entre el valor de mercado la empresa, VM, tal y como se refleja en la valoración de sus acciones en bolsa, por ejemplo, y el valor de reposición de sus activos, VR. Este índice, que pasaría a ser conocido como la q de Tobin [q = VM/VR], refleja hasta qué punto la valoración que se hace en el mercado de una empresa es superior, inferior o idéntica al valor del capital en términos de coste de reposición que conforma la misma y se puede utilizar como indicador de la situación de la empresa y como teoría de la inversión. Como indicador de la situación de la empresa un índice superior a la unidad señala que el valor que el mercado confiere a la empresa es superior a lo que costaría reconstruirla, lo que refleja la confianza de los inversores en la capacidad de la empresa para obtener beneficios extraordinarios en el futuro. Como teoría de la inversión, si los mercados financieros valoran el stock de capital de una empresa por encima de su coste de reposición, se crearán incentivos para que la empresa amplíe su capacidad productiva, ya que, por ejemplo, si q es igual a 1,2, la compra por parte de la empresa de nuevo capital por valor de 100€ será valorada por el mercado en 120 €. Este comportamiento de la inversión, a su vez, sentará las bases de un proceso de convergencia en el tiempo hacia valores de q próximos a la unidad, ya que si existe productividad marginal decreciente es de esperar que la productividad del nuevo capital sea inferior a la productividad del capital instalado, con lo que el mercado reduciría la valoración global que hace de la empresa. Por el contrario, si q es inferior a la unidad, la empresa tendrá incentivos a desinvertir –vender parte de sus instalaciones- ya que lo que obtendría por ellas en el mercado sería mayor de su valoración en el mercado de valores.
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Por último, el pensamiento marxista considera que la inversión depende de la tasa de ganancia de la economía, que a su vez depende positivamente de la tasa de explotación o plusvalía y negativamente de la composición orgánica del capital. La idea que subyace a este enfoque sería que puesto que el trabajo humano es el único creador de valor, conforme suban los salarios la parte del valor de la producción que va a beneficios (plusvalía) disminuiría, de forma que cuanto más capital se utilice menor será la tasa de beneficio y con ello menor el incentivo a acumular capital. La inversión por tanto depende de la lucha de clases por la distribución del producto. Las variables consideradas como elementos cruciales en la determinación de la inversión en estas teorías no agotan el elenco de factores que en un momento dado actúan, a veces de forma determinante, sobre la inversión. Así, por ejemplo, el clima social (paz social), la tasa de utilización del capital instalado, la existencia de un marco institucional adecuado que defienda los derechos de propiedad, la existencia de un contexto social favorable al cambio y la innovación, la incentivación de éste mediante políticas de I+D del sector público, una adecuada distribución de la renta que permita a las empresas generar suficientes fondos internos de financiación de la inversión, el momento del ciclo, etc., son factores todos ellos potencialmente relevantes a la hora de explicar el comportamiento de la inversión. Una de las características más importantes de la inversión es su comportamiento altamente volátil, precisamente por depender de algo tan variable como las propias expectativas sobre el comportamiento futuro de la economía. Esta alta volatilidad de la inversión (comparada con el consumo agregado, por ejemplo), hace que su comportamiento sea crucial a la hora de explicar las fluctuaciones económicas. Hasta ahora, nos hemos referido sólo a uno de los papeles que cumple la inversión: el de aumentar la capacidad productiva de la economía, sin embargo la inversión cumple otro papel vital como componente de la demanda efectiva: cuando una empresa invierte aumenta la demanda de bienes de capital y por lo tanto la demanda efectiva. Esto es lo que explica el papel crucial que tiene la inversión a la hora de explicar las fluctuaciones económicas: si las expectativas de futuro no son buenas, las empresas reducirán su inversión, lo que generará una caída en la demanda efectiva y en la producción con un efecto contractivo total amplificado (véase multiplicador) sobre la renta. inversión extranjera directa, IED,
por IED se entiende la inversión realizada por una empresa en un país
distinto del suyo, siempre y cuando tal inversión lleve asociada el control de la actividad a la que ésta da lugar. La IED se diferencia así de la inversión en cartera que sería la mera compra de acciones que no lleva pareja la capacidad de controlar la empresa. La IED es el mecanismo mediante el cuál se produce la transnacionalización de las empresas. Históricamente la IED ha alimentado un fuerte debate, no exento de emociones, entre sus partidarios y detractores. Para sus partidarios, la IED permite a los países menos desarrollados, PMD, acceder a capital, tecnología y conocimientos de los que no disponen, y por lo tanto facilitaría su desarrollo. Para sus detractores la IED, sobretodo aquella llevada a cabo por parte de grandes empresas transnacionales, crea grandes desequilibrios de poder económico y pone a países enteros al servicio de intereses foráneos. Simultáneamente, la IED, al materializarse en enclaves productivos cerrados no serviría para dinamizar el tejido productivo del resto del país Para éstos, por lo tanto, la IED no sería una vía al desarrollo sino una herramienta del neocolonialismo.
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Independientemente de las razones erigidas por partidarios y detractores de la IED, hay que señalar que: (a) la mayoría de la IED procede y tiene por destino los países desarrollados -en 2003 los PMD recibían sólo el 31 % de la IED, (b) la parte de la IED dirigida a los PMD está fuertemente concentrada en un número muy limitado de ellos -en 2003 seis países absorbían el 60 % de la misma, (c) existen métodos para potenciar los efectos positivos de la IED, como negociar la contratación interna de parte de los inputs utilizados en la producción, y reducir sus efectos negativos, como la suscripción de códigos de buena conducta por parte de la empresas transnacionales. IPC el Índice de Precios al Consumo es el indicador más frecuentemente utilizado para medir el crecimiento de los precios. El IPC pretende responder a la pregunta de en cuánto deberían aumentar los ingresos de una persona, en presencia de aumentos en los precios, para mantener inalterado su consumo, representado éste por una cesta de bienes, de modo que pudiese seguir comprando los mismos bienes y servicios que compraba en el periodo o periodos previos. Para su elaboración se parte de la información sobre los hábitos de consumo de las personas, construyendo así una cesta de la compra representativa de un consumidor medio (compuesta por 484 ítems en el IPC de español de 2002), procediendo con posterioridad a hacer un seguimiento de los precios de los productos integrantes de dicha cesta. Para construir el indicador, el aumento de los precios de cada bien se multiplica por un factor de ponderación que refleja su importancia dentro del consumo, y que cambia a lo largo del tiempo para recoger los cambios en los patrones de consumo. Recientemente se ha estudiado la fiabilidad de este procedimiento estándar para recoger fielmente los cambios en los precios, concluyendo que probablemente el IPC sobrevalore ligeramente la inflación al no incorporar adecuadamente la mejora en la calidad de los productos que incorpora, especialmente los bienes de consumo de alta tecnología, como ordenadores o electrónica de consumo. Finalmente, hay que señalar que si una persona consigue que se le compense por la subida de precios usando el IPC, resultará más que compensada por una razón adicional, ya que la compensación que recibe una persona usando el IPC le posibilitaría acceder a la misma cesta de bienes que antes compraba a los viejos precios. Ahora bien, dado que los precios relativos varían en el curso del crecimiento general de precios, ello se traduce en que esa persona compra a los nuevos precios relativos una cesta de bienes distinta a la que compraba a los viejos precios, de modo que al compensársele usando el IPC se le da una renta adicional que le permite comprar la vieja cesta de bienes sólo que ahora no le interesa comprarla pues, a los nuevos precios relativos, prefiere comprar otra. IS-LM mediante las siglas IS-LM, del inglés Investment-Saving y Liquidity-Money, esto es, Inversión-Ahorro y Liquidez-Dinero, se denomina el que fuera y probablemente todavía sea el modelo macroeconómico dominante, desarrollado en los años 40 con la intención de integrar la visión keynesiana y neoclásica del funcionamiento agregado de una economía y conocido como la Síntesis Neoclásica. Desde esta aproximación, el sector real de la economía, aquel que entiende de las cuestiones relacionadas con la demanda efectiva, el empleo, la producción etc., se representa mediante una función que recoge las combinaciones de tipo de interés, i, y producción, Y, de equilibrio en el sentido de igualar la demanda efectiva con la producción (véase gráfico adjunto). Todo ello bajo el supuesto de que el Gasto Público en bienes y servicios, G, y transferencias, Tr, y los Impuestos, T, permanecen constantes. La relación entre estas variables es negativa, significando que
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cuanto el tipo de interés es elevado se retrae tanto la inversión como el consumo y, por lo tanto, cae la demanda efectiva y tras ella la producción, mientras que cuando el tipo de interés es bajo ocurriría todo lo contrario. Por su parte, desde el punto de vista monetario, dada una oferta de dinero, Mo, determinada exógenamente por el Banco Central, cuanto mayor es la producción mayor será la demanda de dinero por motivo transacción y, por lo tanto, mayor el tipo de interés, de forma que el equilibrio del sector monetario (recogido por la función LM), entendido como igualdad entre la oferta y demanda de dinero, exige que cuanto mayor sea la producción mayor sea el tipo de interés. De hecho el equilibrio monetario es algo más complejo, ya que si la cantidad de dinero es constante, y al aumentar la producción aumenta la demanda de dinero para poder realizar las transacciones comerciales, el equilibrio sólo se podrá producir se reduce la demanda de dinero por algún otro motivo. Ese es el papel que cumple la subida del tipo de interés. Si el tipo de interés sube, aumenta el coste de oportunidad de mantener el dinero ocioso (véase preferencia por la liquidez), con lo que disminuirá la demanda de dinero por motivo especulación (aquel dinero que se mantenía en forma líquida esperando precisamente un buen momento para comprar activos financieros). Ese sería el mecanismo de ajuste que hace que el equilibrio del sector monetario exija que mayor renta vaya acompañada de mayor tipo de interés. i
IS (Go, To, Tro) LM (Mo)
↑ Mo
ie
↑ G, ↑Tr, ↓T
Ye
Y
La consideración del sector exterior completa el modelo presentado hasta ahora. Por el lado del sector real, la diferencia entre importaciones y exportaciones aparece como un elemento más de la demanda efectiva, y como tal ha de aparecer en la formación de la IS, que correspondientemente, pasaría ahora también a depender de aquellas variables que influyen sobre el volumen de exportaciones
e importaciones,
fundamentalmente la relación real de intercambio, los tipos de cambio y el nivel de renta del resto del mundo. En el sector monetario, el sector exterior puede afectar a la oferta monetaria, en la medida en que un saldo comercial favorable implica una entrada de dinero, que, a menos que sea neutralizado por el banco central (véase esterilización) supondrá un aumento de la oferta monetaria. Finalmente hay que señalar que el tipo de interés correspondiente al equilibrio interno IS-LM se verá influido en economías abiertas por los tipos de interés existentes en otros países. A este respecto, si el tipo de interés real de un país es muy bajo con respecto al existente en los países de su entorno económico, se producirá una entrada de capitales en búsqueda
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de esa mayor rentabilidad, lo que a su vez generará una apreciación de la moneda nacional, con la cascada de efectos que se deriva. Ello señala las dificultades de desarrollar simultáneamente por parte de las autoridades de un país políticas monetaria y de tipo de cambio independientes. Concretamente el Premio Nobel de Economía 1999 Robert Mundell junto con Marcus Fleming demostraron que si abandona el control de los movimientos de capital un país no puede elegir simultáneamente el tipo de interés y el tipo de cambio que más le convenga, sólo pudiendo actuar sobre una de las variables. Por ejemplo, en presencia de libertad de movimiento de capitales, una política monetaria dirigida a rebajar el tipo de interés para estimular la economía no es compatible con el mantenimiento del tipo de cambio, en la medida en que esta rebaja provocaría la huida de capitales internos al exterior, con la consiguiente devaluación de la moneda. Por el contrario, mantener el tipo de cambio significará renunciar a fijar el tipo de interés, que se alineará con los tipos de interés internacionales. Este modelo se complejiza en la medida en que se considere que el comportamiento de los agentes (consumidores, inversores, etc.) no sólo depende de las variables mencionadas sino de las expectativas futuras sobre las mismas (tipos de interés esperados, tipo de cambio esperados, etc.). isocoste función que recoge la distinta combinación de inputs productivos (trabajo y capital) que se pueden adquirir a un coste determinado. Bajo el supuesto de que el precio de los inputs no cambia con las cantidades contratadas por parte de una empresa, la relación isocoste toma la forma de una línea recta, cuyos extremos corresponderían respectivamente con la cantidad de capital y trabajo que se podrían contratar si todo el dinero se dedicara a la contratación de un único factor, y cuya pendiente reflejaría la tasa a la que se puede adquirir en el mercado más de un factor en términos del otro, o lo que es igual, la pendiente coincidiría con el precio relativo de un factor en términos del otro. isocuanta relación que recoge todas las posibles combinaciones de factores productivos con las que se puede producir una determinada cantidad de un bien o servicio. Si la tecnología, es decir, si la función de producción, presenta coeficientes variables, cada isocuanta será una curva continua cuya pendiente en cada punto mide la llamada relación marginal se sustitución técnica entre dos factores, que indica a cuántas unidades de un factor se puede renunciar si se aumenta en una unidad la cantidad utilizada del otro. Esta relación será igual al cociente de las productividades marginales de los factores. La combinación óptima de factores para producir una determinada cantidad de producto se dará en el punto en el que una curva isocuanta sea tangente a una curva isocoste, es decir en el punto en el que la tasa a la que se puede sustituir un factor por otro sin alterar el nivel de producción es igual a la tasa a la que se puede, en el margen, cambiar un factor por otro en el mercado. En ese punto, por tanto, la relación marginal de sustitución técnica es igual al cociente que expresa el precio relativo de los factores de producción. Dicho de otra manera, en el punto en el que se alcanza la elección óptima de factores se cumple la llamada ley de la igualdad de las productividades marginales ponderadas, que viene a decir que el presupuesto de gastos de una empresa está eficientemente distribuido cuando la última unidad monetaria que se gasta en un factor aporta lo mismo la producción final que la última unidad monetaria que se gasta en cualquier otro factor.
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J juegos, teoría de en el modelo canónico de estructura de mercado, el de competencia perfecta, la interdependencia entre los agentes que operan a cada lado del mercado (productores de un lado, compradores, del otro) es de un tipo muy especial, ya que todos y cada uno no hacen sino ajustarse al precio de mercado. Se trata, por tanto, de una interdependencia impersonal e indirecta, mediatizada por el mercado, que recibe la denominación de interdependencia paramétrica ya que todos los agentes ajustan su conducta a un parámetro, el precio. Diferente es el tipo de interacción que se da en otras estructuras de mercado (véase oligopolio) en donde, ya sea por ser el número de agentes que en ellas participan relativamente pequeño, ya sea porque la variable de interacción no sólo es el precio, o ya sea porque no tienen información perfecta los unos de los otros, la relación que existe entre ellos es directa y personal por lo que, para cada agente, cabe toda suerte de comportamientos destinados a influir sobre la actuación de los demás: amenazas, sobornos, engaños, “faroles”, acuerdos, etc. Al tipo de interrelación que engloba todas esas alternativas de conducta, se la denomina interdependencia estratégica y se caracteriza porque en las decisiones de cada agente económico que se considere (consumidores, empresas, trabajadores, países, bancos, etc.) influyen tanto la conducta que los demás como el efecto que sobre estas conductas ajenas tenga su propio comportamiento. Por ello, dada la enorme variedad de posibles respuestas que se abren para cada agente en una interacción económica si la estructura de mercado se aleja de la de competencia perfecta, no es nada extraño que, aún reconociendo su importancia, la Economía se contentase con analizar un número muy reducido de ellas dentro de las teorías clásicas del oligopolio. Sin embargo, esta situación cambió con la Teoría de Juegos, cuyo origen se encuentra en la obra de John Von Neuman (1903-1957) y Oskar Morgenstern (1902-1976), La Teoría de Juegos y el Comportamiento Económico de 1944, que ha permitido la formulación de un marco general de modelización de las interdependencias estratégicas. Un “juego” o interacción económica o social se compone de tres tipos de elementos: los jugadores, las estrategias factibles para cada jugador y las reglas del juego que determinan los resultados para cada jugador de las estrategias seleccionadas por él y los demás. Los juegos se clasifican en cooperativos, si permiten que los agentes se comuniquen, negocien, lleguen a acuerdos vinculantes respecto a las estrategias a adoptar por cada uno de ellos y establezcan las reglas de reparto de los resultados (por ejemplo, el “juego” de la colusión en el oligopolio), y no cooperativos, en los que cada jugador “va a la suya” sin acordar nada con los demás. Los juegos pueden ser de coordinación, en los que los agentes tienen un objetivo común (por ejemplo, conducir por la izquierda o por la derecha, pero no cada uno a su antojo), o de conflicto donde la rivalidad es manifiesta y la consecución de sus objetivos por parte de un jugador choca con la consecución de los suyos por otro (por ejemplo, en el ajedrez). A este respecto, hay que señalar que la mayor parte de
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interacciones sociales son juegos donde coexisten elementos de coordinación con los de rivalidad (véase conflicto). En el “juego del mercado”, por ejemplo, coexiste el interés en cooperar (el llegar a un intercambio) y el conflicto (pues cada parte quiere conseguir un precio diferente: más alto el vendedor, más bajo el comprador), alcanzándose, “gracias” a la mano invisible, un resultado de equilibrio óptimo que representa una mejora paretiana para cada uno de los agentes respecto a la situación previa al intercambio. El “juego” del mercado, aunque no sea de competencia perfecta, sería un juego de suma mayor que cero en la medida que todos los participantes ganan si el intercambio es voluntario. Los juegos de suma menor que cero son aquellos en los que las ganancias de los ganadores son más pequeñas que las pérdidas de los perdedores. Juegos de suma cero son aquellos en que lo que ganan los ganadores es lo que pierden los perdedores, como acontece, por ejemplo, en todos los juegos de mesa. Si un determinado juego se repite entre los mismos jugadores, se llama juego repetido. Si las reglas del juego establecen que primero un jugador toma una decisión, y luego el otro le responde, y así sucesivamente, el juego es secuencial. Si, al contrario, todos los jugadores actúan desconociendo las decisiones de los demás, el juego es simultáneo. En un juego secuencial, ser el primero en mover puede conferir ventajas como suele suceder en mercados donde existen economías de red (véase también oligopolio de Stackelberg), aunque ello no ocurrirá siempre, pues el segundo en mover puede beneficiarse de la experiencia del primero. Los juegos se pueden representar de dos formas. En la llamada forma normal, usada fundamentalmente para juegos simultáneos, los electos que definen un juego se representan mediante una matriz de pagos que refleja los resultados, para cada uno de los jugadores, de las posibles estrategias que cada una puede elegir. Si el juego es de información completa, cada agente conoce esta matriz de pagos, es decir, no sólo sus estrategias sino las estrategias abiertas a los demás y los resultados de las interacciones entre ellas. A la hora de seleccionar una estrategia, los agentes actuarán según existan o no estrategias dominantes, caso de que un agente tenga una estrategia dominante su elección de estrategia sería independiente de las decisiones de los demás. Cuando un agente no tiene una estrategia dominante, su elección de estrategia dependerá de alguna regla de comportamiento. Una regla de comportamiento en este caso es la llamada regla maximín que consiste en que el agente clasifica a sus posibles estrategias atendiendo a sus peores resultados (recuérdese que cada estrategia rinde distintos resultados dependiendo de las estrategias que tomen los otros jugadores), y luego selecciona aquella que le garantizaría el mejor de ellos. La estrategia maximín maximiza el pago mínimo que puede obtenerse. Se trata, pues, de una estrategia conservadora. Si los agentes tienen información sobre las probabilidades de que los otros elijan una u otras estrategias, pueden comportarse maximizando la ganancia esperada. Veamos un ejemplo: supongamos que la interacción entre los niveles de gasto en publicidad (Poco, P, o Mucho, M) de dos empresas, I y J, se representa mediante la siguiente matriz de pagos donde los valores dentro de cada paréntesis representan los beneficios en millones de euros correspondientes a la empresa I y a la J respectivamente en cada situación estratégica:
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Empresa J P
M
P
(7, 5)
(5, 6)
M
(8, 4)
(4, 3)
Empresa I
En este juego, ninguna de las dos empresas tendría una opción o estrategia dominante. La estrategia maximín para la I es la P, pues el pago mínimo que le garantiza la P es 5, en tanto que el pago mínimo que le garantiza la M es 4. La elección maximín de J es también la P, pues, para ella, el pago mínimo de la P es 4 en tanto que el pago mínimo de la M es 3. Si la empresa I supiese o creyese que la J elegirá la estrategia P con un 90% de probabilidad (y, por tanto, la M con un 10%), entonces la ganancia esperada para ella de la estrategia P es 6,8 (7 x 0,9 + 5 x 0,1), en tanto que la ganancia esperada de la estrategia M sería 7,6 (8 x 0,9 + 4 x 0,1). Ello la llevaría, si sigue la regla de maximización de la ganancia esperada, a elegir M. Diferentes reglas, diferentes expectativas acerca de la conducta probable de los demás jugadores, darían pues lugar a distintas decisiones. El resultado de un conjunto de decisiones adoptadas por los distintos agentes es un equilibrio de Nash si ningún agente tiene incentivos para alterar su conducta. En el ejemplo, el par de estrategias maximín de ambos agentes (P, P) no es un equilibrio de Nash pues, en esa situación, la empresa I tiene incentivos en variar su comportamiento eligiendo la estrategia M. El par de estrategias (M, P) = (8,4) sería, sin embargo, un equilibrio de Nash. Sin embargo éste no es el único, pues el par (P, M) = (5,6) también lo sería. El juego anterior tendría, por tanto, dos equilibrios de Nash en estrategias puras, es decir cuando se opta por una estrategia o, alternativamente, por la otra. Pero también existen equilibrios de Nash en estrategias mixtas, lo que sucede cuando los agentes no se deciden por una u otra alternativamente, sino que eligen una u otra con cierta probabilidad, de modo que cada empresa elegiría P o M con unas determinadas probabilidades. Si llamamos α a la probabilidad de que la empresa I elija P y β a la probabilidad de que J elija P, entonces los valores de α y β que permiten un equilibrio de Nash en estrategias mixtas serían los que satisficiesen el siguiente par de ecuaciones: α [ β.7 + (1- β) 5 ] = (1 – α ) [ β.8 + (1- β) 4] β [ α.5 + (1- α ) 4 ] = (1 – β) [α.6 + (1- α ) 3] donde la primera ecuación muestra que la ganancia esperada de la empresa I es la misma si elige P con probabilidad α o M con probabilidad (1-α), dado que la empresa J se comporta eligiendo P con probabilidad β y M con probabilidad (1-β). La segunda ecuación expresa la misma condición para la empresa J. Se demuestra, finalmente, que en todo juego con un número determinado de jugadores y con un número finito de estrategias siempre existe al menos un equilibrio de Nash ya sea en estrategias puras o mixtas. Alan Blinder ha mostrado un buen ejemplo de la utilidad de la modelización con teoría de juegos a propósito de la cuestión de la coordinación entre la política monetaria y la política fiscal. Se trataría de un juego bipersonal en el que, de un lado, está la autoridad monetaria, que es independiente del poder político, es decir el Banco Central, BC, y cuya principal responsabilidad es el control de la inflación. Ello, obviamente, la hace estar predispuesta a las políticas monetarias contractivas más que a las expansivas. En el otro lado de la interacción, se encontrarían los “políticos” (Estado) a cargo de la gestión del gasto y déficit público, guiados
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por la presión que les plantea la necesidad de revalidar sus cargos (véase ciclo económico político) lo que les lleva a preferir políticas fiscales expansivas sobre las contractivas. El objeto del juego para cada parte consiste en forzar a la otra a que tome la decisión que menos desea. Así, el BC preferiría que el Estado tuviera superávit presupuestario, ello en sí mismo sería antinflacionista lo que le evitaría la necesidad de actuar con políticas monetarias contractiva y
ser mirados, como suele ocurrir, como los aguafiestas de las expansiones
económicas. A los políticos en el poder, por su parte, lo que más les gustaría es que la política monetaria fuese laxa, lo que tendría un efecto expansivo que les libraría de la necesidad de incurrir en déficit fiscales que les hacen parecer derrochadores. El juego entre ambas partes, donde como se ve se entremezclan elementos de conflicto con los de coordinación, se puede representar mediante la siguiente matriz de pagos correspondiente a cada una de las tres estrategias viables para cada parte: política expansiva (PE), política contractiva (PC), y “neutralidad” o sea no ni una cosa ni otra (N) BC
ESTADO
PC
N
PE
PC
(1,7)
(4,9)
(6,6)
N
(2,8)
(5,5)
(9,4)
PE
(3,3)
(7,2)
(8,1)
En esta matriz de pagos concreta las cifras que aparecen como pagos no se refieren a magnitudes a lo largo de una dimensión cardinal (como lo serían, por ejemplo, la cantidad de dinero, el número de votos en una elección, etc.) sino que sólo indican el orden del resultado alcanzado como consecuencia de cada par de estrategias utilizadas por los jugadores en sus órdenes de preferencias. Así, el número de la izquierda en cada uno de los resultados correspondientes a cada par de estrategias muestra la posición del resultado alcanzado en el orden de preferencias del Estado que va desde el 1 (el resultado menos valorado) al 9 (el más valorado). Correspondientemente, el número de la derecha es el orden del resultado en el ranking del BC. Por ejemplo, el peor resultado para el Estado (1,7) se produce cuando tanto la política del BC como la fiscal son contractivas, aunque ese resultado es el séptimo en el orden de preferencias del BC. Por el contrario, el peor resultado, desde el punto de vista de la autoridad monetaria, se produce cuando tanto ella como el Estado realizan políticas expansivas (8,1), aunque ese resultado es casi el más deseado por el Estado. Si suponemos que el juego es no cooperativo, el equilibrio corresponde al par de estrategias (PE, PC), que es un equilibrio de Nash y también, con seguridad, no es un óptimo paretiano, pues existen resultados mejores para ambos jugadores. Así, en efecto, los pares de estrategias (N, N), (PC, N), (PC, PE) y (N, PE) dominan paretianamente al equilibrio de Nash alcanzado, y, además, los tres últimas dominan a (N, N). Cuando un juego se repite entre los mismos agentes se tiene un juego repetido o iterativo. En este tipo de juegos los agentes han de plantearse no sólo la mejor elección en una partida concreta sino cómo esa elección puede influir en las decisiones del resto de los jugadores en las siguientes partidas. El peso del futuro en las decisiones presentes (y, por tanto, el tipo de interés), la posibilidad de castigar en partidas sucesivas, la reputación que se consiga, etc., son elementos que tienen un papel importante en este tipo de juegos (véase, para un ejemplo concreto, el dilema del prisionero).
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A esta aproximación a los juegos repetidos hay que sumar la que procede de la Teoría de la Evolución. La idea es que no son tanto los agentes los que se enfrentan en las partidas sino que son más bien las estrategias las que se enfrentan en una suerte de torneo en donde ganan aquellas cuyo rendimiento medio para el agente que la utiliza supera al de las estrategias rivales que son “expulsadas”, como si de la dominancia en un nicho ecológico se tratase. Supongamos que tenemos el siguiente juego (un juego del cobarde) entre dos estrategias, la de colaboración C (mantenimiento del precio por parte de la empresa), y la de no colaboración, NC (hacer una política de rebaja de precios), que compiten respecto al porcentaje de agentes (empresas en un sector) que sigue una u otra. La situación ideal para cada empresa considerada aisladamente es tener un precio más bajo que las demás (NC, C) para I; o, alternativamente, (C, NC) para J, siendo el peor resultado posible una guerra de precios (NC, NC). Esta situación que puede representarse por la siguiente matriz de pagos I C
NC
C
(3,3)
(2,4)
NC
(4,2)
(1,1)
J
Donde, de nuevo, los números sólo representan posiciones en el orden de preferencias. Si se supone que las empresas son idénticas, entonces, si p es el porcentaje de agentes que elige C, el rendimiento medio de optar por C por parte de cada empresa dependerá de las veces que interaccione con otros que elijan también C, y por lo tanto del porcentaje p. Cada vez que la empresa I, cuando decide optar por C, se relacione con otra J que también ha optado por C (lo que sucederá un p % de las veces) obtiene un resultado de 3 (es decir, su segundo mejor resultado posible). Cada vez que se tropiece con una empresa que opte por NC (lo que sucederá un (1-p) de las veces) obtendrá un resultado de 2. El rendimiento medio de la estrategia de colaboración, RMe(C), dependerá del porcentaje p de agentes que elijan la estrategia C , y es: RMe (C) = p (3) + (1-p) (2) = p + 2 El correspondiente rendimiento medio de la no cooperación es: RMe (NC) = p (4) + (1- p) (1) = 3 p +1 RME (C) > RME (NC) cuando p + 2 > 3 p + 1; lo que sucede siempre que p < 1/2. Es decir, que si menos del 50% de las empresas optan por mantener sus precios (estrategia C), elegir esa estrategia tiene un rendimiento medio superior a bajarlos. Pero a partir de ese porcentaje, la estrategia NC sería por término medio más rentable. En este caso, la combinación de que un 50% de los agentes optase por C y un 50% por NC, o que – alternativamente- un 50% de las veces un agente mantuviese los precios y un 50% los bajase, sería un equilibrio evolutivamente estable, EES, al que se llegaría si las estrategias compiten como los hacen las especies en un entorno natural. Obsérvese finalmente que el EES no tiene porqué ser óptimo en términos paretianos, como sucede en este caso. El óptimo se encontraría en aquel porcentaje p* que hiciese máximo el rendimiento social medio (RSMe), definido como la suma ponderada del rendimiento medio que obtienen quienes toman la estrategia C y de los que toman la estrategia NC, es decir que el óptimo corresponde al valor de p que maximiza la función RSMe = p RME (C) + (1- p) RME (NC).
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Los juegos secuenciales suelen representarse de forma extensiva mediante un árbol de decisión, donde en cada una de sus bifurcaciones (nodos) está un jugador que tiene que optar entre los caminos o ramas (es decir, estrategias) que se le abren. Como ejemplo, considérese el juego de la entrada, en el que una empresa entrante, E, se plantea si entrar o no en un mercado donde ya está operando otra, la instalada, I, cuyas opciones son acomodarse y compartir el mercado con la entrante o competir con ella. El árbol de decisión que muestra todas las posibles alternativas y los pagos respectivos de (E, I) sería: Acomodarse (3,3) Entrar
I Competir (1,2)
E
Acomodarse (2,4) No entrar
I Competir (2,4)
Para hallar la solución a un juego en forma extensiva se comienza por el final. En este caso, el juego tiene dos equilibrios Nash: o bien la empresa E no entra (2,4), o bien entra, y la ya instalada se acomoda y comparte con ella el mercado (3,3). El primero es un equilibrio aparentemente extraño porque, realmente, si la E no entra, ahí se acabaría el juego, por lo que la I no tendría que elegir. Sin embargo, el árbol de decisión se completa aquí presentando las opciones de I en este caso de la no entrada para verificar el equilibrio Nash en este momento del juego. La opción elegida por la I sería, en este caso, la de competir, elección que justificaría la decisión de la E de no entrar ya que, si la empresa ya instalada realmente compitiese, a la entrante no le interesa hacerlo. Este equilibrio se basa, pues, en la amenaza de competir que esgrime la instalada y que, de hecho, nunca se pone a prueba. El segundo equilibrio, se alcanza cuando E entra de hecho, en tal caso a la I lo que le interesa es acomodarse. Ahora bien, aunque haya dos equilibrios de Nash, el primero no es creíble ya que una vez que la E entre, la I no cumplirá su amenaza de competir. A este proceso de exclusión de los equilibrios de Nash que no son creíbles se denomina encontrar el equilibrio perfecto del juego. Un equilibrio es perfecto si las estrategias que lo caracterizan se encuentran en equilibrio no sólo en el juego en su conjunto sino en cada uno de los subjuegos que lo componen. En este caso la acomodación domina en el subjuego que surge cuando la E entra y no es dominada por la de competencia cuando no entra. El problema de la empresa ya instalada es que no puede señalizar de modo creíble de antemano que sí va a luchar contra la entrante. Si la empresa I encontrase algún mecanismo que de modo creíble la comprometiese con antelación a la estrategia de competir, la disuasión a la entrada funcionaría. Este papel lo suelen cumplir las llamadas inversiones idiosincrásicas que se plasman en costes irrecuperables y bien visibles para las potenciales entrantes que la empresa sólo puede cubrir si tiene el mercado para sí sola. La idea pues sería que dadas estas inversiones, a la empresa I sólo le queda la opción de competir: “ha quemado sus barcos” y sólo tiene ese camino por delante. Si para finalizar volvemos a la matriz de pagos de la interrelación entre el BC y el Estado, se observa cómo en su forma normal también se puede analizar un juego secuencialmente. Si el juego fuese secuencial, y fuese el BC quien actuase primero anunciando qué política monetaria va a seguir, lo que le convendría es elegir una política expansiva, lo que llevaría a que el resultado final fuese el par (N, PE) superior paretianamente al
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equilibrio de Nash en el juego simultáneo (PE, PC). Algo similar sucede si quien mueve primero es el Estado, su mejor opción es comprometerse a realizar una política fiscal contractiva, lo que lleva –si tal decisión fuera creíble (véase inconsistencia temporal)- a un equilibrio final en (PC, N). En ambos casos quien gana más es quien mueve en segundo lugar, contrariamente al resultado de otros casos como el del equilibrio en el oligopolio de Stackeberg.
justicia económica
a la hora de juzgar una situación económica no es sólo habitual, sino que es necesario
plantearse si es justa. Y ello no sólo por unas consideraciones morales de tipo extraeconómico, sino también por razones estrictamente provenientes del terreno de la Economía. La idea de que la Economía es una cosa de técnicos que ha de preocuparse por las cuestiones de eficacia y dejar para otros, los políticos, los moralistas, las cuestiones éticas que atienden a la pertinencia del reparto de las cargas y beneficios económicos, es – simplemente- una idea falsa ya que no se puede evaluar ningún cambio económico con la ayuda única del criterio de eficiencia. En efecto, cualquier cambio económico que sea eficiente, supone que nadie pierde como consecuencia del mismo (véase criterio de Pareto,). Ahora bien, dado que a partir de cualquier situación ineficiente caben una infinidad de posibles cambios eficientes, ello significa que sólo con el criterio de eficiencia no se sabrá cuál elegir. Por otro lado, si ya se estuviera de salida en una situación eficiente, es decir en un óptimo paretiano, dado que por lo general esa situación no es única (ya que, si a partir de una situación ineficiente hay infinidad de cambios eficientes, ello implica lógicamente que tiene que haber infinidad de posiciones finales eficientes), nada nos garantiza que ése en el que estemos sea el mejor entre el indefinido conjunto de los posibles óptimos paretianos, todos igualmente eficientes. La cuestión, de nuevo, es cómo elegir el óptimo de los óptimos, para lo cual el criterio de eficiencia no serviría para nada. En suma, sin la existencia de un criterio adicional al de eficiencia que permita elegir entre las múltiples maneras de ser eficientes que atienda a la justicia de las mismas no se puede concluir ninguna recomendación de política económica. Cierto que en la realidad económica es habitual escuchar cómo se avala un cambio económico o una determinada situación acudiendo aparentemente tan sólo a su eficiencia. Al así proceder lo que se está haciendo a la vez es asumir de manera implícita u oculta un determinado criterio de lo que es justo. Porque el problema está en que, en tanto que el criterio de eficiencia siguiendo a Pareto es generalmente aceptado entre los economistas, no existe un criterio de justicia que reúna similar aceptación. Existe una gran diversidad de aproximaciones a la justicia con efectos dispares económicos. Esta diversidad, siguiendo a Andrew Schotter, puede clasificarse en distintos grupos. En primer lugar están aquellas concepciones de la justicia para las que un resultado económico será justo si todos los agentes piensan que lo es y no hay una fuente, fundamento o autoridad externa de filósofos o expertos que tengan derecho a cuestionarla. Estas teorías de la justicia se pueden definir, pues, como endógenas en el sentido de que sólo hacen uso de los códigos éticos personales. Por el contrario, serían exógenas las teorías que definen criterios de justicia apoyándose en principios formulados sin tener en cuenta las preferencias éticas personales, sino que se elaboran e imponen “desde arriba”. Desde otro punto de vista, las teorías de la justicia se clasifican en función de si lo juzgado son los “procesos económicos” (teorías de orientación procesual) o si lo que se juzgan son los
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resultados (teorías de orientación terminal). El uso de estos dos esquemas permite clasificar los distintos criterios de justicia en cuatro grandes grupos: a) Teorías de justicia exógenas y de orientación procesual. Que vendrían representadas en Economía por la teoría de la justicia de Robert Nozick (1938-2002), y, en general, por los liberales más radicales, para quienes, sea cual sea el resultado final de los procesos económicos, es decir, sea cual sea la desigualdad final, se habrán satisfecho sin embargo los requerimientos de la justicia si los procesos económicos que han conducido a esa situación son justos, definidos aquí como resultado de acciones voluntarias y que respetan la propiedad privada de los individuos. Con arreglo a esta aproximación, el libre mercado sería un mecanismo económico justo independientemente de la distribución final de la riqueza y de la renta, ya que las transacciones realizadas en el mismo son voluntarias y nadie es obligado a intervenir, lo que significa que se respetan los derechos individuales de propiedad y nadie pierde. b) Teorías de justicia endógenas de orientación terminal. Una situación es justa cuando los individuos deciden si lo es atendiendo a sus propias preferencias. Un ejemplo de este tipo de teorías lo proporciona el criterio de ausencia de envidia, defendido por Hal Varian, William Baumol y Ducan Foley, para quienes una situación es justa si ningún agente de la sociedad envidia lo que tienen los demás, cada uno evaluando los resultados de los demás en función de sus propias preferencias. c) Teorías de la justicia exógenas y de orientación terminal. Constituyen el grupo más amplio, y se distinguen según el criterio concreto de justicia que aparece incorporado en una función de bienestar social que exógenamente, desde afuera, sirve para dirimir cuál es la más apropiada entre las distintas situaciones finales a las que llega un proceso económico. Pudiendo bien ocurrir con arreglo a su utilización que se prefiera y elija una posición ineficiente pero conceptuada como justa a una eficiente pero más injusta Ejemplos de este tipo de teorías, de uso amplio en Economía son: (1) el utilitarismo. Una situación social es tanto más justa cuanto más eleve el bienestar social definido como la suma de los niveles de bienestar o utilidad individuales. Con arreglo a este criterio debería darse más renta a quienes tienen mayor capacidad de disfrute de la misma. Si, adicionalmente, se supone que todos los individuos tienen: (a) los mismos gustos o la misma función de utilidad, y (b) que la utilidad marginal del dinero es constante para todos los individuos, entonces no importa cómo se redistribuya la renta, pues la pérdida de utilidad que experimenta un rico cuando se le quita algo de su renta se ve exactamente compensada por el incremento en la utilidad del pobre a quien se le de. Bajo estos supuestos, se puede entonces obviar el engorroso asunto de cómo comparar los niveles de satisfacción individuales, de modo que el utilitarismo se convierte en un criterio operativo que avalaría la receta habitual de que siempre es aconsejable cualquier política económica que maximiza el tamaño del PIB per capita o la cifra del crecimiento económico. Dicho de otra manera, cuando políticos, economistas y periodistas juzgan como positivos cualquier cambio económico que aumenta el PIB están, sin saberlo, manteniendo que la función de bienestar social es utilitarista; (2) el criterio de Rawls. Para John Rawls (1921-2002) un cambio económico es aconsejable si beneficia a quien se encuentre en una peor posición. Se trata de un criterio fuertemente igualitario al que Rawls encuentra justificación amparándose en el siguiente juego mental. Supongamos a los individuos de una sociedad en un estado de incertidumbre plena, tras un velo de ignorancia, que les impide saber cuál va a ser su situación final. ¿Qué criterio social de justicia estimarían más adecuado? Sin tener la más remota idea de cómo les va a ir en el juego económico no es nada irrazonable suponer que un
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criterio que les protege de las malas situaciones sería un criterio ampliamente defendido; (3) el criterio de Nash. Para John Nash, la función de bienestar social debiera definirse no como la “suma” de los niveles de bienestar de los individuos sino como su “producto”. d) Teorías de la justicia endógenas y de orientación procesual (“justicia irreprochable”). Con arreglo a este criterio, una situación es justificable si nadie puede reprochar a nadie las acciones que ha realizado, a partir de las cuales se ha llegado a donde se ha llegado. Si al ponernos en el lugar de los demás, nada podemos “echarles en cara” con nuestros criterios, es decir, si hubiésemos hecho lo mismo que ellos, entonces su comportamiento es irreprochable. Obsérvese que, si bien su orientación es procesual, se diferencia del criterio de los partidarios del libre mercado porque puede justificar intromisiones en los derechos de propiedad privados o en las transacciones voluntarias (por ejemplo, cuando se justifica el robo en situaciones de penuria extrema). Un ejemplo de lo común de esta forma de contemplar lo que es o no justo aparece cuando una subida de precios se considera “justificada” si obedece a un crecimiento de los costes de producción de las empresas e injustificada y criticable si es fruto de aumentos de la demanda por un incremento en las necesidades de ese bien.
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K Keynesiana, economía la escuela keynesiana toma su nombre del economista inglés y profesor de Cambridge John Maynard Keynes (1883-1946), autor de la Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero, publicada en 1936, probablemente el libro de Economía más influyente del siglo XX. Con la Teoría General, que supone el nacimiento de la macroeconomía, Keynes pretende explicar los factores determinantes de la producción agregada de una economía y, por lo tanto, del empleo, en una situación histórica concreta marcada por la aparente incapacidad de las corrientes económicas dominantes (la neoclásica y la austriaca) de explicar satisfactoriamente las causas de la Gran Depresión que asolaba al conjunto de las economías capitalistas. Keynes plantea una nueva visión del funcionamiento de la economía en donde el nivel de producción de equilibrio, aquel en el que coinciden demanda y oferta, viene determinado por la demanda efectiva existente en el sistema, una demanda que debido a distintas causas, entre ellas las expectativas de los empresarios, puede ser inferior a la demanda necesaria para garantizar el pleno empleo de los recursos (capital y trabajo), de forma que la economía puede perfectamente encontrarse en una situación de equilibrio subóptimo con desempleo masivo de capital y trabajo. Alcanzada una situación como la descrita, sólo la política económica podría resolver el problema del desempleo, al menos a corto plazo, buscando aumentar la demanda efectiva de la economía y arrastrando tras ella a la producción y el empleo. El Estado se convierte así en un actor fundamental de la economía de mercado garantizando mediante una gestión adecuada de la demanda efectiva, ya sea mediante el ejercicio de la política fiscal o monetaria, que ésta se desvíe lo menos posible (ni por exceso ni por defecto) de la necesaria para alcanzar el pleno empleo. Junto a la idea de producción determinada por la demanda efectiva, Keynes incorpora en su análisis novedades como la importancia de las expectativas, la inefectividad de la flexibilidad de precios para hacer frente al desempleo o una teoría monetaria del tipo de interés basada en la preferencia por la liquidez. El problema que se planteó Keynes era cómo explicar que el mercado, que tan bien cumplía sus labores de coordinación en mercados concretos, podía fallar en el conjunto de todos ellos. La formulación exacta de este problema le hubiese llevado por la vía del equilibrio general siguiendo las líneas de Leon Walras (1834-1910) y la escuela de Lausana, pero perteneciendo a otra tradición dentro de la Economía, la de Cambridge, su modelo mental partía del equilibrio parcial. Fue la insuficiencia de esta perspectiva para tratar de los problemas del conjunto de una economía lo que le llevó a crear un nuevo enfoque, el enfoque agregado o macroeconómico con arreglo al cual, a la hora de analizar la fuente de los fallos de coordinación de carácter general entre demandantes y oferentes en una economía de mercado, era necesario estudiar las regularidades resultantes de las decisiones tomadas por grandes grupos de agentes. Así, por el lado de la demanda, la demanda efectiva se constituía como la suma de las funciones de consumo, que agregaba las decisiones de una
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miríada de consumidores, la de ahorro que hacía lo mismo con las de los ahorradores y la de inversión que agrupaba las de los compradores de equipo capital para ampliar el aparato productivo. Para Keynes, la coordinación de las decisiones de los consumidores y las de los productores de bienes de consumo a través del mercado no planteaba problemas importantes o permanentes pues eran directas, ya que eran los consumidores quienes se financiaban sus compras. El problema aparecía a la hora de la coordinación de las decisiones de los inversores con los de los productores de bienes de capital pues los inversores no se financiaban sus compras sino que los que lo hacían en último extremo eran los ahorradores, y por lo general los individuos que decidían ahorrar no eran los mismos que quienes realizaban las inversiones reales. El resultado de todo ello, era que si bien siempre la inversión final o ex post coincidía en el equilibrio macroeconómico con el ahorro que finalmente se realiza o ahorro ex post, ello no significaba que tal equilibrio fuese uno con plena ocupación de los recursos productivos. Dicho de otra manera, se tenía que no había forma de garantizar que un aumento en el ahorro deseado o ahorro ex ante por parte de los consumidores se tradujese en una inversión mayor, o que una caída en la inversión ex ante o deseada por los inversores hiciese disminuir el ahorro y aumentar el consumo de modo compensatorio. Esto violaba la llamada Ley de Say según la cual toda oferta crea siempre su propia demanda de modo que, por ejemplo, la oferta de nuevo ahorro generaría la suficiente demanda del mismo en forma de nueva inversión ya que el ahorro no era sino una señal de que los agentes querían posponer su consumo al futuro, a lo que el mercado respondía incrementando la capacidad productiva para ese futuro mediante la inversión. De igual manera, para Say, una caída en la demanda de bienes de capital, sólo significaba que la sociedad no quería tener un aumento tan grande de bienes de consumo en el futuro o lo que es lo mismo, que la sociedad en su conjunto prefería consumir más hoy que mañana, lo que se traducía en una disminución del ahorro. Pero para Keynes ello no tenía sentido, el problema es que fallaba en uno de sus pasos la secuencia de interrelaciones característica de la economía neoclásica según la cual el deseo de un agente económico de abstenerse de consumir hoy una parte mayor de su renta (es decir, de aumentar su ahorro), reducía la demanda de bienes de consumo, los ingresos de las empresas de ese sector y el empleo en el mismo, pero esos efectos se veían exactamente compensados por el incremento en el ahorro total de la sociedad que, al forzar una caída en el tipo de interés, llevaba a un incremento en la demanda de fondos para inversión, un aumento de ésta y, por consiguiente, un crecimiento en la producción y el empleo en el sector de los bienes de equipo. El fallo en esta secuencia se producía, para Keynes, ya en el primer paso: el intento de ahorrar (ex ante) más por parte de uno o muchos agentes no se traducía en un incremento del ahorro (ex post) total en la economía. Por el contrario, ese intento se quedaba en eso solamente, en deseo, pues al abstenerse de gastar, ello reducía de golpe la renta y el ahorro de otros agentes (véase paradoja del ahorro). El ahorro a nivel agregado era el residuo que quedaba una vez se gastaba parte de la renta en consumo, y como tal remanente dependía mucho más del nivel de renta que del tipo de interés. No se podía confiar, por tanto, en que éste jugase el papel de coordinación que la secuencia clásica le otorgaba (estimular la demanda de inversión que acomodara el aumento en los ahorros deseados). Si, por ejemplo, el nuevo ahorro que los agentes hiciesen se dirigiera a los bancos en forma de depósitos, esos nuevos depósitos se verían compensados por la caída en los depósitos de quienes han visto reducirse sus rentas por la caída en el consumo que los ahorradores han provocado. Y lo mismo pasaría si el ahorro adoptase otras formas como compras de activos financieros o aumentos en la cantidad de dinero en
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manos de los agentes. En lo que respecta a la poca importancia de los tipos de interés como mecanismo de ajuste entre la oferta de ahorro y la inversión, Keynes señalaba, adicionalmente, que los flujos de ahorro e inversión nuevos en cada periodo son relativamente pequeños en comparación al stock preexistente de activos financieros, de modo que los efectos netos de un incremento en su demanda por parte de los nuevos ahorradores serán de muy pequeña magnitud frente a la actitud de la gran masa de propietarios de los activos. Si un buen número de estos deciden vender bonos ante la expectativa de que los tipos vayan a subir, o de que los resultados empresariales van a ser malos debido a la caída en las ventas, sus decisiones más que contrarrestarían cualquier incremento en el flujo de ahorros sobre los tipos de interés y la inversión. De modo similar, si se produjese un aumento repentino en la demanda de liquidez (véase demanda de dinero), y dado que la remuneración de los ahorros cuando se tienen en forma de dinero líquido es nula o muy baja, ello implicaría que los ahorradores estarían pensando que la cotización de los activos financieros va a caer, ante lo cual reaccionarían pasándose al dinero a la espera de que realmente bajasen los precios. Esto es, si aumenta la demanda de liquidez es porque los agentes creen que los tipos de interés van a subir. En una ocasión Keynes definió al tipo de interés como la medida de nuestra inquietud, de modo que era fácil darse cuenta de cómo el aumento en la inquietud venía asociado al incremento en los tipos de interés consecuencia de una aumento en la preferencia por la liquidez llevaba aparejada una caída en la inversión y el desempleo consiguiente. En estas situaciones resulta fácil entender cómo una política monetaria expansiva podría quizá ser útil para salir de una situación depresiva en la medida que llevara a una caída de los tipos de interés suficiente como para estimular la demanda de inversión. Keynes, no obstante, era sólo moderadamente optimista respecto a la política monetaria en atención a la posibilidad de que se hubiese alcanzado un suelo por debajo del cual no se consiguiese que los tipos de interés cayesen (trampa de la liquidez), y por otra parte, a su desconfianza de que los tipos de interés pudiesen compensar unas expectativas depresivas. Pero más que los movimientos repentinos en los deseos de ahorrar o en la preferencia por la liquidez como factores autónomos que puedan dar origen a las perturbaciones generales o macroeconómicas, Keynes asignaba ese papel a las inversiones empresariales. En efecto, siendo el consumo y el ahorro dependientes fundamentalmente del nivel de renta, a la hora de determinar ésta la variable independiente que actúa en la generación de demanda efectiva vía el multiplicador recaía en la inversión. Ahora bien, resultaba que en la inversión junto con el tipo de interés influían de modo determinante un conjunto de factores de índole psicológico difícilmente modelizables debido al tipo de concepto de “tiempo” en que debían realizarse los análisis económicos. Keynes criticaba el concepto de tiempo usado por el análisis neoclásico, un tiempo lógico en que se puede ir y volver de modo que cabe el arrepentimiento y la enmienda si las decisiones no resultan como se preveían, un tipo de tiempo en que el desconocido futuro sólo plantea la existencia de riesgo lo cual permite realizar predicciones estadísticamente ajustadas (es éste el tiempo que se usa en la modelización de las expectativas racionales). Por contra, para Keynes la actividad económica sucedía siempre en un tiempo histórico en el que el pasado estaba dado, por lo que no hay vuelta atrás y las decisiones incorrectas se pagan, a la vez que el futuro no se podía conocer ni predecir significativamente de modo estadístico. En ese tipo de tiempo, el futuro no sólo es arriesgado sino que se caracteriza por la inevitable presencia de incertidumbre como marco de las decisiones económicas, y entre ellas y fundamentalmente, las de inversión, pues son aquellas que por referirse al futuro más se ven afectadas por su imprevisibilidad radical y por las ideas que los
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agentes se hagan sobre él (véase animal spirits). ¿Qué pasaría, entonces, si por las razones que fuesen las expectativas se hiciesen más ominosas de modo que las inversiones planeadas o deseadas disminuyesen haciéndose menores que el ahorro ex ante? Este desequilibrio económico generado por una insuficiencia de demanda efectiva se traduciría, en el esquema keynesiano, en una caída de los niveles de producción, renta y empleo de modo que se restauraría el equilibrio macroeconómico entre el ahorro y la inversión a un nivel más bajo de renta. Para los economistas neoclásicos tal cosa sólo podría suceder si los salarios monetarios y los precios fuesen inflexibles, pues si no lo son el ascenso en el desempleo haría caer los salarios monetarios y los precios lo cual estimularía la demanda efectiva por el efecto riqueza. Con arreglo a esta perspectiva Keynes no habría dado con una nueva Teoría General sino con un caso especial del modelo existente. Pero esa caída en los precios más bien podía se contraproducente (véase deflación de la deuda) a efectos de generar demanda en la medida que aumentaba el valor real de las obligaciones y deudas de aquellos agentes más dispuestos a gastar, por lo que Keynes aconsejaba que los salarios no fuesen demasiado flexibles, más
como
de
recomendación de política económica que como un supuesto a la hora de proceder en el análisis. Aunque Keynes no lo dijera en estos términos, las decisiones de cada empresa aisladamente de bajar los salarios a sus empleados plantean un problema de acción colectiva. Aunque en un contexto económico contractivo la mejor política para cada una fuese bajar los salarios a sus empleados (y luego sus precios de venta), el resultado agregado cuando todas las empresa se comportasen de igual manera sería probablemente la reducción de la demanda de cada empresa, y la consiguiente agudización de contracción y las expectativas negativas respecto al futuro. El punto de vista que Keynes tenía sobre las expectativas y su relevancia en las decisiones económicas era, como se ha dicho, muy diferente al de los economistas neoclásicos pero muy semejante al de los de la escuela austriaca. Ambos mantienen que los errores de los agentes en sus decisiones económicas son inevitables dado el marco de incertidumbre en que se toman. La diferencia estaría en dos puntos. En primer lugar, para los austriacos los errores son aleatorios, de modo que estadísticamente es factible esperar que los de unos se vean compensados por los de otros. Para Keynes, por el contrario, no existe esa aleatoriedad, de modo que en los mercados reales será siempre más probable que la inversión planeada caiga por debajo de los ahorros planeados que al revés. Ello significa que en las economías de mercado habrá una tendencia hacia la subinversión, la insuficiencia de demanda efectiva y el desempleo no deseado de recursos reales. En segundo lugar, para los austriacos los errores individuales, cuando no se autocompensan, tienden a ser corregidos por el funcionamiento de unos mercados flexibles. Para Keynes, la flexibilidad de de los mercados no corrige todos los errores sino que los puede exacerbar. La caída en los precios en una depresión alimenta las expectativas de ulteriores caídas lo que incita a posponer las compras agravando así la crisis. Aunque la Teoría General cuestionaba por tanto gran parte del entramado en el que se basaba la economía de su época como la Ley de Say, o la primacía de los ajustes de precios frente a los ajustes de cantidades, no ofrecía una alternativa completa a ésta. Ello se tradujo en que pronto empezaron los intentos para su asimilación y conversión, como se ha dicho, en un caso particular del modelo más general. Fue Sir John Hicks (1904-1989), Nobel de Economía de 1972, quien integró lo que consideraba las principales aportaciones keynesianas desde el punto de política económica en el marco de análisis neoclásico, dando origen a la llamada Síntesis Neoclásica, popularizada por el economista americano Alvin S. Hansen (1887-
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1975), -véase IS-LM- . Pero esa síntesis de tipo macroeconómico no encajaba plenamente con el paradigma neoclásico en la medida que su enfoque macro chocaba con la fundamentación microeconómica central al análisis neoclásico, dando lugar a una especie de “esquizofrenia” teórica entre la macroeconomía de la Síntesis y la microeconomía tradicional. Tensión que se intentaría resolver con el paso del tiempo de dos formas distintas: revisando la microeconomía neoclásica con el objetivo de construir una microeconomía propia que completase la macroeconomía keynesiana, tarea a la que se dedicarían los neokeynesianos y postkeynesianos a partir de los años 70, y, alternativamente, construyendo una macroeconomía nueva expurgada de las herejías keynesianas a partir de los principios fundamentales de la microeconomía neoclásica, tarea que desarrollaría la denominada nueva macroeconomía clásica. En un artículo publicado en los años 80, el economista keynesiano Alan S. Blinder resumía en los siguientes términos qué significaba ser keynesiano: (1) creencia en que la demanda agregada, que veces se comporta de forma errática, está influida por multitud de decisiones públicas y privadas; (2) la demanda agregada se ve afectada tanto por la política fiscal como la política monetaria, (3) los cambios en la demanda agregada, ya sean anticipados o no, a corto plazo afectan más a la producción real y el empleo que a los precios, esto es dominan los ajustes de cantidades, (4) los mercados en general, y en especial el mercado de trabajo responden de manera muy lenta y con poca intensidad a los shocks, de forma que no se puede confiar, salvo a largo plazo, en que los ajustes de precios resuelvan los desequilibrios generados por tales shocks, (5) el desempleo normalmente es demasiado alto y demasiado variable como para ser interpretado como un nivel de desempleo óptimo: el desempleo es en su mayoría involuntario, (6) La mayoría de economistas keynesianos – aunque no todos- apoyan la política de estabilización para reducir la intensidad de los ciclos económicos. Dejando al margen esa tensión entre la macro y la microeconomía, se puede decir que durante las décadas de los 1950 y 60 el keynesianismo, siquiera aguado en forma de síntesis neoclásica, constituyó la corriente dominante de análisis macroeconómico, tanto en el mundo académico como en el de la política económica, entrando sin embargo en crisis en la década de los 70. Una crisis asociada a su presunta incapacidad de explicar satisfactoriamente la recesión de la década de 1970, caracterizada por la aparición del fenómeno de la estanflación, ya que la existencia conjunta de inflación y desempleo creciente no tenía cabida en el entramado keynesiano estándar (véase curva de Phillips). Aunque
los economistas keynesianos
reaccionaron con rapidez abriendo su análisis para incorporar no sólo aquellos cambios en la demanda agregada que en el pasado habían sido dominantes a la hora de explicar las fluctuaciones de la actividad económica, si no también los determinantes y efectos de cambios en la oferta agregada (los shocks de oferta como el causado por el aumento de los precios del petróleo en 1973), la adaptación de sus modelos a la nueva realidad económica no fue suficiente como para mantener su liderazgo teórico en el mundo académico. Este hecho, junto con dos elementos de naturaleza extraeconómica como son el cambio en la ideología política dominante protagonizada por la “revolución conservadora” de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, y la aparición de una nueva generación de economistas con la formación matemática adecuada para aprovechar las mayores exigencias formales de la alternativa a la economía keynesiana, la nueva macroeconomía clásica, explicarían, según Blinder, el abandono por parte del mundo académico, que no por parte de los encargados de diseñar la política económica, del keynesianismo.
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L Lerner, índice de una de las características de los mercados perfectamente competitivos es que el precio, P, coincide con el coste marginal, CMg. Esto es, el precio al que se venden los bienes o servicios en el mercado es igual al aumento de costes asociado a la producción de una unidad adicional. Partiendo de este resultado, el economista norteamericano Abba Lerner (1903-1982) propuso el siguiente índice, conocido como Índice de Lerner, basado en la diferencia entre el precio y el coste marginal, como indicador de la existencia de poder de mercado por parte de esa empresa: IL = (P – CMg)/ P. Una expresión que, a partir de la igualdad entre ingreso marginal y coste marginal (véase ingreso), condición necesaria para la maximización de beneficios, se transforma en: IMg = CMg => P [1 + (1/ε)] = CMg => IL = (P-CMg)/ P = 1/ε donde ε el valor absoluto de la elasticidad precio de demanda de la empresa. De este modo, en un mercado de competencia perfecta, al ser P = CMg, el índice de Lerner tomará el valor cero para todas las empresas, mientras que cuanto más nos alejemos de la competencia, tanto más se diferenciará el precio del CMg, con lo que el indicador tomará valores más elevados. En el caso extremo de monopolio el valor del índice será la inversa de la elasticidad precio de la curva de demanda de todo el mercado, ε, por lo que el IL fluctuará entre 0 (competencia) y 1/ε (monopolio). Nótese que en un mercado monopolista, el IL será tanto mayor, y por lo tanto mayor el poder del monopolio, cuanto menor sea la elasticidad, esto es, cuanto menos sensible sea la demanda ante los cambios en los precios, ya que cuando no hay competencia, el único elemento que puede limitar el poder de mercado de una empresa es la respuesta del propio consumidor ante los aumentos del precio del monopolista. Ley de Engel en 1857 el director de la Oficina de Estadística de Prusia, Ernst Engel (1821-1896), publicó un artículo en donde propugnaba la existencia de una relación de tipo inverso entre el nivel de renta y la parte de ésta que se dedica al consumo de alimentos, de forma que con el crecimiento económico ésta sería cada vez menor. Esta hipótesis se ha contrastado desde entonces en multitud de ocasiones. Así, por ejemplo, en 1968 el español medio dedicaba un 51 % de su gasto de consumo a este tipo de bienes, mientras que en la actualidad se gasta un 18 %, un porcentaje mucho más bajo pero todavía superior al de otros países con renta más alta, como Alemania, donde éste se sitúa en el 11%. Los bienes que se comportan según la Ley de Engel reciben el nombre de bienes inferiores y se caracterizan por tener una de elasticidad renta positiva pero inferior a la unidad, lo que significa que su consumo aumenta en menor medida que lo hace la renta.
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Desde un punto de vista de estrategia de desarrollo económico, especializarse en la producción de un bien inferior puede ser peligroso ya que ello implica que con el aumento del PIB la demanda crecerá menos de lo que lo haga la renta, y por lo tanto será difícil para los productores de dicho bien conseguir que sus ingresos crezcan a la par que la renta media del país. librecambismo por librecambismo se entiende la defensa de la eliminación de todo tipo de trabas al comercio internacional. El librecambismo aparece a finales del siglo XVIII como extensión natural de la creencia en las bondades del libre mercado. Si éste era bueno dentro de un país, también debería serlo entre países, de ahí la defensa de la libertad de comercio entre países, tras una época, conocida como mercantilista, en la que el Estado ejercía un fuerte control sobre exportaciones e importaciones. La doctrina librecambista se desarrolla en primer lugar en Gran Bretaña, el país económicamente más potente de la época, y por lo tanto también el que tenía una mejor posición para competir en el mercado mundial. La liberalización del comercio, defendida desde el análisis económico por las teorías de las ventajas absolutas y comparativas, dará lugar a una gran ola de “globalización” de la economía mundial en la segunda mitad del siglo XIX que, sin embargo, se trunca tras la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión de los años 30, dando paso a un período caracterizado por el proteccionismo. Tras la II Guerra Mundial la potenciación del comercio internacional se volvería a convertir en uno de los objetivos prioritarios de los gobiernos, creándose para ello una institución, el GATT, con el mandato específico de facilitar la reducción de aranceles, poniéndose en marcha un proceso de liberalización del comercio exterior que daría lugar en el último cuarto del siglo a una segunda ola globalizadora. LM véase IS-LM
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M macroeconomía parte del análisis económico dedicado a estudiar el comportamiento de la economía como un todo considerando que, para ello, no hace falta partir del análisis del comportamiento de los agentes económicos en los mercados concretos que la conforman, sino de las regularidades observadas, consecuencia de sus decisiones, en variables como los niveles de gasto agregado en consumo, en inversión, en importaciones o exportaciones, el nivel de precios, los niveles de deuda pública, etc. La macroeconomía, por lo tanto, se preocupa de cuestiones como la determinación del nivel de producción y empleo, la inflación y el saldo de la balanza de pagos, así como el estudio de las variables que afectan a la tasa de crecimiento. Dentro de la corta historia de la Economía, la conveniencia de estudiar la actividad económica desde una perspectiva agregada no aparece hasta bien entrado el siglo XX, coincidiendo con la Gran Depresión de los años treinta y el nacimiento de la economía keynesiana, que conforma el punto de arranque de la macroeconomía. Con anterioridad, la confianza en el buen funcionamiento de un sistema de mercado no asistido desde el Estado llevó a considerar el comportamiento agregado de la economía como la mera suma de los comportamientos individuales, con lo que bastaría conocer las motivaciones y acciones de los agentes económicos individuales a nivel microeconómico para conocer, simplemente procediendo a su agregación, el comportamiento global de una economía que en definitiva estaba compuesta por un conjunto de agentes y mercados. La economía keynesiana, sin embrago, defiende que los resultados agregados pueden diferir de los que se derivarían de la mera agregación de los comportamientos individuales, cuya explicación o dilucidación teórica, los llamados fundamentos macroeconómicos de la macroeconomía, no sería imprescindible para estudiar el movimiento de las variables agregadas (consumo, inversión, exportaciones, etc.) de la economía. Un conocido ejemplo de ello lo sería la llamada paradoja del ahorro. Obviamente, aunque desde un punto de vista analítico se pueda estudiar el comportamiento agregado de los precios, por ejemplo, sin tener que hacer referencia al proceso de fijación de precios en cada uno de los mercados que conforman una economía, y lo mismo pueda hacerse con el resto de las variables propias del análisis macroeconómico, ello no exime de la satisfacción del requisito de que exista coherencia entre el comportamiento de las variables agregadas defendido por la teoría macroeconómica y el comportamiento de los agentes en el ámbito de análisis microeconómico. Esta cuestión ha ocupado crecientemente la atención tanto de los economistas neokeynesianos, dedicados a justificar unos fundamentos microeconómicos de tipo neoclásico para la macroeconomía keynesiana a partir de la inevitabilidad de los fallos de mercado asociados a la información imperfecta y otras externalidades, como de los propios economistas neoclásicos, que orientan sus esfuerzos a la construcción de la llamada nueva macroeconomía clásica, que será la forma de
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comportamiento agregado que se seguiría de la lógica del comportamiento individual en ausencia de todo tipo de fallos de mercado. maldición de los recursos los recursos naturales: petróleo, minerales, bosques, etc. se utilizan en mayor o menor medida en todos los proceso productivos, de forma que el hecho que un país esté bien dotado de este tipo de recursos debería afectar positivamente a su crecimiento económico. Esto se refleja en la propia historia económica de Occidente, que muestra cómo la Revolución Industrial, asociada a la explotación del carbón como fuente de energía, se produjo en países como el Reino Unido, con reservas importantes de este mineral. Sin embargo, cuando se pregunta por cuál es el efecto que la dotación de recursos naturales tiene sobre el crecimiento de los países menos desarrollados en la actualidad se constata que, salvo raras excepciones como Botswana en el África Austral (un país con grandes reservas de diamantes y excelentes resultados económicos), existe una relación negativa entre dotación de recursos naturales y crecimiento económico, de forma que cuanto más ricos en recursos son los países peor es su comportamiento en términos de crecimiento del PIB. Varias son las razones que pueden explicar esta paradoja: 1) Puede argumentarse que la explotación de recursos naturales es una actividad de baja generación de valor añadido ya que la actividad más remunerativa es su transformación (que es frecuente que no se desarrolle en el lugar de origen de los recursos) y no su extracción. 2) Los productos primarios, por otro lado, se enfrentan a una relación real de intercambio decreciente, esto es, su precio tiene una tendencia a caer por término medio respecto a los precios de los bienes manufacturados, con lo que los países que, por tener recursos naturales, se especializan en su explotación estarían especializándose en una actividad cada vez peor remunerada. (3) Ocurre también que los mercados de materia primas son muy inestables, lo que puede generar problemas en aquellos países cuya economía dependa de su explotación. (4) Se observa, adicionalmente, una relación estadísticamente robusta entre dotación de recursos naturales y conflictos armados. La existencia de una fuerte recompensa (las divisas obtenidas por la explotación de los recursos naturales) en el caso de alcanzar el poder político actúa de incentivo para el alzamiento armado de grupos/regiones excluidas del mismo, a la vez que genera los recursos necesarios para mantener vivos los conflictos bélicos durante mucho tiempo: la guerra de Angola, activa durante casi treinta años estuvo sostenida por la existencia de diamantes en la zona controlada por los rebeldes y petróleo en la zona controlada por el gobierno. (4) Asimismo, la existencia de recursos naturales abundantes favorece los comportamientos parasitarios del sector público, y deriva gran parte del capital humano hacia este sector en perjuicio de sectores productivos con mayor contribución al crecimiento económico. (5) Por último, se puede producir lo que, a partir del impacto que tuvo el descubrimiento de grandes depósitos de gas en la economía de los Países Bajos, se conoce como la enfermedad holandesa. La explotación de recursos naturales a gran escala aumenta las exportaciones y provoca una apreciación de la moneda, lo que repercute negativamente en otros sectores exportadores, como los manufactureros o industriales con mayor capacidad de contribución al crecimiento económico. Simultáneamente, la explotación de los recursos naturales pasará a absorber una parte creciente de la inversión, abandonándose otros sectores con mayores economías de escala, con un efecto negativo sobre el crecimiento a largo plazo.
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maldición del ganador en una subasta de valor común, es decir donde lo que se subasta tiene un valor real aunque éste sólo pueda estimarse de antemano- igual o muy parecido para todos los que participan en ella, cada postor tiene el incentivo de pujar hasta el valor que personalmente estime que tiene el bien subastado. Esta estrategia, sin embargo, no es la mejor y está sujeta a lo que se conoce como la maldición del ganador (winner´s curse), que resulta del hecho de que, como todas las pujas que hacen los postores están sujetas a error, es decir que algunas estarán por debajo del valor real del bien y otras estarán por encima, es muy probable que quien gane la puja sea el postor que haya cometido el mayor error positivo, es decir el más optimista: aquél que haya sobreestimado en mayor medida el valor real del bien objeto de subasta. La maldición del ganador ha caído recientemente sobre alguno de los triunfadores de las subastas de licencias para telefonía móvil UMTS, pero es conocida también en otros sectores en los que se subastan licencias o concesiones administrativas para la explotación o gestión de alguna actividad productiva, como, por ejemplo yacimientos petrolíferos o mineros. La forma de evitar incurrir en la maldición del ganador consiste en que cada
individuo no se
comporte (puje) siguiendo su expectativa racional acerca del valor real del bien subastado, sino teniendo cuenta tanto la valoración estimada que los demás tienen del bien como el hecho de que todas esas estimaciones –incluida la suya propia- están sujetas a error. Para evitar la maldición del ganador, la puja máxima de un postor cualquiera ha de ser, por tanto, inferior a su estimación del valor real en una cuantía igual al error esperado del postor vencedor para que así, en el caso de resultar vencedor en la subasta, haya pagado por el bien su valor real. Obviamente, en caso de una subasta de un bien único, a cada participante le sería de antemano muy difícil, por no decir imposible, estimar ese error esperado del ganador; sin embargo, si la subasta es una más de una larga serie de subastas del mismo tipo de bien, los participantes contarán con información acerca de los errores que cometieron los ganadores en subastas previas, lo que les permitirá tener en cuenta la maldición del ganador a la hora de hacer sus pujas ofreciendo unas pujas máximas inferiores al error esperado del postor que gane. margen sobre coste fórmula de fijación de precios empleada frecuentemente por las empresas, consistente en aplicar un determinado incremento en términos porcentuales o margen, q, sobre los costes medios de producción, CMe, para determinar el precio de venta, P, de forma que el precio será igual a: P = q . CMe. De este modo, valores de q superiores a la unidad significarán que la empresa está generando beneficios, mientras que cuando q es inferior a la unidad ésta se encontrará en situación de pérdidas. La existencia de márgenes con valores sensiblemente superiores a la unidad, resultado común en economías industrializadas, refleja la existencia de mercados con escaso nivel de competencia, ya que supone que las empresas pueden cargar un precio a sus productos muy por encima de sus costes medios y marginales (véase índice de Lerner). Esta hipótesis acerca del comportamiento de fijación de precios entra, en principio, en conflicto con la hipótesis de maximización de beneficios de las empresas que exige que el ingreso marginal, IMg, sea igual al coste marginal de producción, CMg. Resolver esta inconsistencia implica suponer que las empresas que utilizan este mecanismo están produciendo en el tramo de rendimientos constantes a escala de modo que el
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coste marginal es igual al coste medio, CMe. En tal caso se tendría que para maximizar beneficios se cumpliría (véase ingresos): IMg = P(1 + 1/ε) = CMg = CMe lo que implica, dado que P = CMe . q, que el margen, q sería igual a {1/[1+(1/ ε)]}. Por lo que el margen será tanto más elevado cuanto más inelástica sea la curva de demanda a la que hace frente la empresa. Esta solución no acaba, sin embargo, con las inconsistencias con respecto al modelo habitual de fijación de precios pues, adicionalmente, dado que el precio es mayor que el coste medio, es necesario suponer que existe algún tipo de barreras de entrada que impida a otras empresas instalarse en el sector con la finalidad de aprovecharse de la existencia de beneficios extraordinarios. Esta forma de fijación de precios se revela extraordinariamente útil a la hora de explicar los procesos inflacionistas que se manifiestan en la forma de una espiral precios salarios: la subida de los salarios haría subir los costes medios, lo que generaría un aumento del precio que a su vez se trasmitiría a salarios, etc. marxista, economía la obra de Karl Marx (1818-1883) está presente en casi todos los campos de las ciencias sociales aunque, curiosamente, mientras que rara vez se omite su contribución a la Sociología, y los autores marxistas ocupan posiciones prominentes en la Historia, los estudiantes de Economía pueden pasar por su licenciatura sin leer una sola página de Marx. Joseph Schumpeter (1883-1950), en su monumental historia del análisis económico señalaba al hilo de la obra de Marx que era una de esas creaciones a las que “los juicios adversos, e incluso la refutación más rigurosa, por su mismo fracaso de herirla mortalmente, sólo sirven para poner de manifiesto la fortaleza de su estructura”. Dos son los aspectos de esa estructura analítica en los que nos detendremos. El primero es la visión del proceso de cambio social que subyace al concepto de modo de producción. El segundo lo constituyen los elementos centrales del análisis que Marx realiza del capitalismo, al que dedica los tres volúmenes de su obra económica principal, El Capital, publicados en 1867, 1885 y 1894. Para Marx la producción es algo que necesariamente se realiza dentro de un marco social determinado. Esa interrelación entre lo económico y lo social se recoge en el concepto de modo de producción, utilizado por Marx para definir las distintas formas de organización social habidas y futuras. Cada modo de producción está definido por un determinado estado de desarrollo de las fuerzas productivas, que incluyen el trabajo y los medios de trabajo (materia prima y capital) y por unas relaciones de producción concretas que abarcan el conjunto de relaciones económicas, sociales y el entramado institucional e ideológico en el que se desarrolla el proceso productivo. Marx define cinco modos de producción cualitativamente distintos: comunal, esclavista, feudal, capitalista y comunista; tipos abstractos de organización económica y social que sirven como herramientas conceptuales para diseccionar y estudiar lo que Marx denomina formaciones sociales, que serían modelos de sociedades históricas concretas en las que se expresaría con mayor o menor pureza un modo de producción. Así, por ejemplo, al final de la Edad Media las sociedades europeas eran ejemplos de una formación social en que el modo de producción feudal convivía más o menos conflictivamente con el modo de producción capitalista ascendente. Pero Marx no se limita con estos conceptos a ofrecer una taxonomía con la que clasificar las distintas formas de organización social habidas o por haber, sino que incorpora una explicación endógena del propio proceso de cambio social (lo que se conoce como materialismo histórico). Para Marx los modos de producción sólo se mantendrán en el tiempo si existe una correspondencia entre el
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grado de desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción dominantes. Sin embargo, el hecho es que mientras que las relaciones de producción tienden a ser algo estático (en la medida en que a la clase dominante le interesa el mantenimiento del status quo), las fuerzas productivas, y en especial uno de sus componentes, la tecnología, se caracterizan por su dinamismo. De esta forma, si en un principio la correspondencia en cada modo de producción entre fuerzas productivas y relaciones de producción es completa, con el desarrollo de las fuerzas productivas posibilitado por el cambio técnico el entramado institucional acabará actuando de restricción a su evolución, apareciendo un conflicto entre fuerzas productivas y relaciones de producción que se resolverá –temporalmente- con un cambio revolucionario que instale unas relaciones de producción coherentes con el nivel de desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas, esto es, con la aparición de un nuevo modo de producción. Es en este contexto en el que Marx, paradójicamente, alaba la fuerza liberadora del mercado y la capacidad transformadora de la burguesía que “históricamente ha jugado el papel más revolucionario” (1848) en la transición del feudalismo al capitalismo. El planteamiento de las relaciones económicas como relaciones fundamentalmente sociales es una de las grandes herencias del marxismo. En su análisis del capitalismo, y en lo que se podría llamar “microeconomía marxista”, Marx, el último de los economistas clásicos, parte de la teoría del valor trabajo ricardiana, según la cual a la hora de explicar el precio medio (o sea, el precio en situaciones normales de demanda y oferta) de intercambio de dos bienes cualquiera o valor de cambio de los mismos, la explicación pasa por encontrar qué de común puede haber entre dos objetos heterogéneos que explique porqué uno se cambia por otro en un mercado a una determinada tasa. Marx encuentra ese elemento común no en el hecho de que ambos bienes tengan utilidad o valor de uso, pues ésa es una circunstancia “natural” no social, sino en que ambos son fruto del trabajo humano. Y ello les hace tener valor. El valor de cambio de una unidad de un bien dependerá de su valor, medido por la cantidad de trabajo socialmente necesaria para su producción, ya que el trabajo que se incorpora en los bienes es el único elemento en común de tipo social que entre sí tienen bienes heterogéneos. En la sociedad capitalista el trabajo es, por otra parte, una mercancía más que se vende en el mercado de trabajo, mercancía a la que Marx llama fuerza de trabajo, y que como las demás tiene también su valor: el tiempo necesario para su reproducción, o lo que es equivalente: el valor en tiempo de trabajo de los bienes que los trabajadores necesitan para asegurar su susbsistencia y reproducción. El valor de cambio de la fuerza de trabajo que es lo que se intercambia en los mercados de trabajo sería, pues, el salario de subsistencia (entendida por Marx no en términos biológicos sino sociales, de modo que el salario de subsistencia sería aquel necesario para que los trabajadores puedan vivir y reproducirse de un modo adecuado a tenor de los patrones sociales de la sociedad en la que viven). Sin embargo, aunque la remuneración de la fuerza de trabajo se realice como la de cualquier otra mercancía, y el trabajador reciba un salario por periodo igual al valor de la fuerza de trabajo en el periodo, existe una diferencia fundamental entre la mercancía fuerza de trabajo y el resto de las mercancías: la capacidad productiva del trabajo (el tiempo que un trabajador puede estar trabajando), su valor de uso, es superior al salario que se paga por él, su valor de cambio, esto es, el producto del trabajador es superior al producto necesario para su reproducción. La diferencia entre el valor de uso y el valor de cambio del trabajo, o entre producción y producción necesaria para la reproducción de la fuerza de trabajo, de la que se apropia el capitalista, es lo que Marx denomina plusvalía. Esta diferencia entre lo que recibe el trabajador y lo que aporta
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a la producción es lo que explica la interpretación en términos de explotación y conflicto que hace Marx del trabajo en el capitalismo, ya que si de acuerdo con la teoría del valor trabajo éste es la única fuente del valor, el ejercicio del trabajo debería ser la única forma de adquirir un derecho sobre el producto del mismo, por lo que si los capitalistas se apropian de una parte del valor generado – la plusvalía-, esa apropiación significará necesariamente la explotación de los trabajadores. Si bien, a diferencia de otros modos de producción como la esclavitud, en el capitalismo la explotación se oculta en el intercambio formalmente voluntario que caracteriza el mercado de trabajo. No habría explotación en el mercado de trabajo pero sí dentro del proceso de producción. Obviamente, la producción exige la utilización, junto al trabajo, de materia prima y maquinaria, cuyo valor es llamado por Marx capital constante, c; pero en el esquema de Marx estos medios de producción sólo aportan valor al producto final en función de su desgaste, a diferencia de la fuerza de trabajo contratada a cuyo valor (el valor de los salarios pagados) llama Marx capital variable, v, pues de ese capital se puede extraer una plusvalía. A partir de esta distinción entre capital variable y constante se puede definir la tasa de plusvalía, pl, como la relación entre la plusvalía, s, y el capital variable adelantado por el capitalista: pl =s/v, expresión de la que se deduce que para un salario determinado, la tasa de plusvalía dependerá de la jornada de trabajo (ya que para cada trabajador, s + v = jornada de trabajo). De forma que cuanto mayor sea ésta mayor será la tasa de plusvalía (gracias a un incremento en la plusvalía absoluta), y de ahí la importancia que para Marx tenía la limitación legal del tiempo de trabajo. La segunda vía para aumentar la tasa de plusvalía es mediante un aumento de la productividad en el sector de la producción de bienes de consumo para los trabajadores, normalmente mediante la introducción de más o mejor maquinaria, que permita reducir el tiempo de trabajo dedicado a la reproducción de la fuerza de trabajo, v (plusvalía relativa en terminología marxista). Por último, Marx define el concepto de tasa de ganancia, g, como el cociente entre la plusvalía y la suma del capital desembolsado por el capitalista para poder hacer frente a los gastos relacionados con la producción, la suma del capital variable y el capital constante: g = s/(c+v) = pl / [1 + (c/v)], dándose la paradoja que la misma tasa de plusvalía puede dar lugar a diferentes tasas de ganancia, para lo cual es suficiente con que la relación entre capital constante y capital variable, c/v, la composición orgánica del capital, o relación capital-trabajo en términos de valor sea distinta entre sectores. Puesto que la plusvalía se genera a partir del capital variable y no del capital total, la misma tasa de plusvalía dará lugar a una tasa de ganancia mayor allí donde la composición orgánica del capital sea menor. Será precisamente este hecho, junto con el recurso a la utilización creciente de maquinaria para aumentar la tasa de plusvalía, lo que marcará según Marx el futuro del capitalismo como modo de producción, que estará caracterizado por la reducción continuada de la tasa de ganancia (ley de la tendencia descendente de la tasa de ganancia). Esta tendencia era tan evidente para Marx que llega incluso a plantear que el principal problema a resolver por los economistas no era “explicar el descenso de la tasa de ganancia” sino “cómo explicar que dicho descenso no haya sido más considerable o rápido” a la luz de la intensificación de la utilización de maquinaria que había tenido lugar. Entre las causas que podrían explicar la ausencia de caída en la tasa de ganancia Marx incluye el aumento de la tasa de plusvalía, la reducción de los salarios relacionada con la existencia de un exceso de oferta de trabajo (el desempleo llamado por Marx ejército de reserva industrial) y la reducción del valor del capital constante.
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Dentro de la “microeconomía” marxista habría que señalar también el papel de Marx como teórico del equilibrio. Si dejamos de lado el pensamiento fisiócrata del siglo XVIII, fue Marx el primer autor que estableció las condiciones que deben satisfacerse en la producción realizada por los diferentes sectores de una economía, para que ésta pueda reproducirse o crecer de una manera equilibrada. En ello, por tanto, es un claro predecesor del análisis input output. En el ámbito macroeconómico, la contribución de Marx es extremadamente relevante y anticipa el pensamiento keynesiano. Para Marx el sistema de mercado era profundamente inestable tanto a corto como a largo plazo. Así, Marx descree profundamente de la ley de Say, señalando una debilidad esencial de la misma: para Say el objetivo de todo productor es vender lo que produce para luego gastar los ingresos derivados de la venta, no teniendo en cuenta que en el capitalismo existe una clase completa de agentes, los capitalistas, cuyo objetivo es acumular y no gastar la riqueza obtenida. Por su parte, a largo plazo los efectos de la lucha de clase implicaban un movimiento económico de carácter cíclico (véase ciclos). El esquema marxista de análisis de la economía de mercado se enfrenta a numerosas críticas entre las que destaca las inconsistencias que plantea la teoría del valor trabajo. Aunque supongamos que el trabajo es la única fuente de valor, los valores de cambio expresados como cocientes de los valores de las mercancías no se corresponden de manera significativa con los precios relativos de los bienes. El mismo Marx se dio cuenta de que si los precios equivalen a los valores, la tasa de ganancia en los sectores más intensivos en capital sería mucho más baja, como ya se ha indicado, que la tasa de ganancia de los sectores menos intensivos. Tal cosa no tiene sentido en una economía de mercado competitiva, donde cabe suponer que la competencia se plasmará en una tendencia a la uniformización de las tasas de ganancia. La consecuencia lógica de esta hecho es que los precios de los bienes no se corresponden de una manera simple o directa con sus valores. Muchos han sido los intentos de resolver este problema (el problema de la transformación de valores en precios) de un modo adecuado. Sin embargo, esos esfuerzos han sido baldíos. En consecuencia, la teoría del valor trabajo, espina dorsal de la microeconomía marxista, aparece como una construcción redundante desde un punto de vista teórico y por ello con un valor puramente ideológico. No ocurre lo mismo con la macroeconomía de raíz marxista que aparece integrada en las corrientes postkeynesianas más actuales. El marxismo ha mantenido viva una línea de pensamiento económico diferenciado de la economía neoclásica, caracterizada por su creencia en la naturaleza fundamentalmente contradictoria del capitalismo, en el sentido, como señala Andrew Glyn, de que sus problemas de funcionamiento derivan de forma esencial de su estructura, no siendo, por lo tanto “imperfecciones” de un mecanismo que en su ausencia sería armonioso. Un ejemplo de la aproximación moderna al análisis económico desde esta perspectiva lo constituye el llamado marxismo analítico, una corriente de origen anglosajón, y entre cuyos miembros se encuentran el noruego Jon Elster, y el estadounidense John Roemer, cuya obra se caracteriza por un tratamiento abierto y no dogmático de las principales cuestiones marxistas, desde una aproximación más abstracta y haciendo uso, en palabras de Roemer, de "las herramientas contemporáneas de la lógica, la matemática y la construcción de modelos". maximización de beneficios supuesto de conducta de las empresas según el cuál el objetivo de las mismas es hacer máximo, tanto a corto como a largo plazo, la diferencia entre los ingresos derivados de su actividad económica y los costes totales, incluyendo dentro de éstos el coste de uso del capital o beneficio normal del
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empresario. Para maximizar beneficios en cualquier proceso económico la regla de comportamiento es siempre la misma: realizar cualquier actividad que contribuya a generar ingresos (producir unidades adicionales, contratar publicidad, etc.) hasta el punto en que el ingreso adicional que se obtiene por el incremento de esa actividad, o sea, el ingreso marginal, sea igual al coste adicional de realizarla, el coste marginal (para una formalización más precisa del proceso, véase empresa). Desde un punto de vista lógico las reglas que conducen a la maximización de beneficios son idénticas a las que se derivan de si lo que se quisiese fuese la minimización de costes, es decir, producir un determinado volumen de output al menor coste posible. Maximización de beneficios y minimización de costes son caras de una misma moneda. Por otro lado, el supuesto de maximización de beneficios está ligado intrínsecamente con la noción de eficiencia, pues ésta establece que a la hora de asignar recursos en una situación de escasez, éstos han de dedicarse a una actividad concreta hasta el punto en que el valor para los consumidores de una unidad adicional del producto sea igual al coste marginal de oportunidad por producirla. El supuesto de maximización de beneficios parece un supuesto razonable para explicar el comportamiento de las empresas capitalistas que operan en mercados de competencia perfecta. En tal caso, cualquier otro comportamiento distinto del derivado de la maximización de beneficios supondría pérdidas a corto plazo y su expulsión del mercado. Si las empresas no son capitalistas, véase cooperativas, o en el caso de las empresas públicas (véase burocracia), la regla de maximización de beneficios deja de ser el patrón de comportamiento. Adicionalmente, en estructuras de mercado no competitivas, dado que la presión de la competencia es menor, cabe la posibilidad de que las empresas adopten otros patrones de conducta (véase función objetivo). La existencia de separación entre propiedad y control (véase relación de agencia) es uno de los factores que pueden explicar la asunción de objetivos distintos a la maximización de beneficios, como puede ser la maximización de las ventas, o la maximización del valor de las acciones. medición en la Biblioteca Harper de la Universidad de Chicago se puede encontrar una inscripción de Lord Kelvin, el padre de la escala de medición de temperatura utilizada más frecuentemente en física, que dice: “Sin medición el conocimiento es escaso e insatisfactorio”. Desde otro punto de vista, el economista Oskar Morgenstern (1902-1976), uno de los padres de la teoría de juegos, recordaba en uno de sus artículos más famosos: “qui numerare incipit errare incipit” (el que mide mucho, yerra mucho). Estas dos citas recogen perfectamente el dilema al que se enfrentan los economistas en su trabajo: es difícil conocer el mundo económico y contrastar la validez de las teorías alternativas que lo interpretan sin una medición de las variables económicas más relevantes, pero a la vez, las estadísticas son sólo estimaciones, en muchos casos sujetas a un considerable y desconocido margen de error. Esta cuestión es reconocida por todos los practicantes de la Economía, pero sin embargo está ausente en gran parte de los trabajos econométricos que utilizan como materia prima las estadísticas económicas, y en la práctica de la política económica, donde se manejan sin rubor cifras con dos decimales, y a veces se toman decisiones trascendentales en función de cambios mínimos de tales estadísticas, cuando, como veremos, éstas a lo sumo son un reflejo distante de las variables reales subyacentes que difícilmente podemos esperar llegar a capturar de forma exacta. Morgenstern en su libro Sobre la exactitud de las observaciones económicas, publicado en 1963, cita las siguientes fuentes de error que actúan en los procesos de medición de variables económicas: (1) imposibilidad de hacer experimentos
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controlados y repetidos; (2) ocultación de información por parte de los agentes económicos que tienen que suministrarla y/o por parte de las propias agencias estadísticas encargadas de su elaboración y difusión; (3) errores materiales no intencionados derivados del cumplimiento de los cuestionarios estadísticos; (4) cuando los errores no son aleatorios, las estadísticas económicas, al construirse normalmente a partir de un número elevado de observaciones, incorporarán un problema de acumulación de errores, produciéndose una desviación significativa con respecto al comportamiento real del fenómeno que se trata de medir; (5) dificultad de traducir la abstracta precisión de los conceptos teóricos a la imprecisión de los fenómenos económicos del mundo real: el mundo teórico a menudo es binario, una persona está empleada o desempleada, mientras que la realidad es más borrosa, la condición de empleado y desempleado es mucho más rica en matices. En las palabras perfectamente aplicables a esta cuestión del Nobel de Economía Amartya Sen: “¿Por qué evitamos las conclusiones acertadas aunque vagas, para dedicarnos a errar de forma precisa?” Junto a estos problemas existen otros, derivados no ya de la confección de las estadísticas económicas, sino de su utilización. Así, por ejemplo, la variable PIB, que pretende “simplemente” medir el valor de la producción de un país, se utiliza en forma de PIB per capita como un indicador del bienestar, algo para lo que nunca fue diseñada (véase Índice de Desarrollo Humano y economía de la felicidad). La variable tasa de desempleo se utiliza como indicador de la eficiencia de una economía, cuando ésta probablemente esté más relacionada con la productividad que con el desempleo, etc. Obviamente, todo ello no debe conducir a renegar de las estadísticas económicas, pero si a evitar tomarlas “por su valor nominal”, sin mayores consideraciones sobre los problemas asociados a su construcción y la idoneidad de las variables disponibles para reflejar el fenómeno económico que estamos estudiando.
mercado
un mercado es una institución social donde se encuentran voluntariamente, aunque no
necesariamente cara a cara, los vendedores y compradores reales (y a veces, en cierto sentido, también los potenciales, véase mercados atacables) de un bien o servicio. Bajo determinadas circunstancias (competencia perfecta), de la interacción de la oferta y la demanda para cada bien surgirá un precio de intercambio que permitirá el ajuste óptimo entre lo que están dispuestos a vender los productores y lo que están dispuestos a comprar los consumidores. Los movimientos o alteraciones de estos precios relativos servirán, por otro lado, de señal sobre la situación del mercado. El mercado es uno de los mecanismos de coordinación más eficaces de los que disponen los agentes económicos para enfrentar el problema de la escasez. Ello es así porque, si el mercado es competitivo, los precios que de él se deriven satisfacerán las tres dimensiones que definen el problema de la eficiencia económica. En lo que respecta a la eficiencia asignativa el mercado permite producir los bienes y servicios privados para los que hay demanda efectiva al mínimo coste posible (véase economía de mercado). En lo que respecta a la eficiencia informativa o comunicacional, los precios actúan como señal de la escasez relativa existente en la sociedad indicando con un mínimo coste dónde ésta es mayor: una subida en el precio relativo de un bien estaría señalizando que ha surgido escasez de ese bien y a la inversa. Por último, los precios actúan también como mecanismo de eficiencia motivacional, incentivando a los agentes que buscan maximizar sus intereses privados (véase homo oeconomicus) a que dirijan sus recursos allá donde por ser más valorados son más necesarios (véase especulación).
Por otro lado, y desde el punto de vista de la eficiencia dinámica,
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el mercado favorece la división del trabajo y la especialización, con el consiguiente efecto positivo sobre el crecimiento económico. La merecida sorpresa que cabe experimentar ante el hecho de que un mecanismo que sólo exige de cada uno de los agentes económicos que persiga su propio interés despreocupándose de los intereses o necesidades del conjunto social y sea, sin embargo, capaz de armonizarlos en un resultado colectivo eficiente llevó a Adam Smith a acuñar una metáfora sobre su funcionamiento que ha alcanzado el éxito. Los individuos en los mercados actuarían como si estuviesen guiados por una benefactora mano invisible de tipo impersonal que redirigiría sus comportamientos egoístas hacia el bien común. Ahora bien, todas estas ventajas sólo se pueden garantizar en el caso de mercados competitivos. La existencia de fallos del mercado tanto microeconómicos como de carácter macroeconómico (véase economía keynesiana) pone en duda las virtudes coordinadoras del mercado y avalan el uso complementario de otros mecanismos de coordinación. Finalmente, hay que señalar que los rasgos de carácter más adecuados para el buen funcionamiento del mercado, los propios del homo oeconomicus, siempre persiguiendo de una manera racional su interés egoísta, pueden no ser, desde una perspectiva más amplia, los rasgos más deseados para los miembros de una sociedad humana (véase altruismo).
mercado atacable
se dice que un mercado es atacable o disputable cuando cumple las siguientes
condiciones: (1) cualquier nueva empresa puede incorporarse al mismo en igualdad de condiciones a las empresas ya instaladas, lo que exige que no existan barreras de entrada de ningún tipo, y (2) si las empresas que operan en el mercado deciden dejar la actividad, pueden hacerlo sin tener que hacer frente a ningún coste (lo que se conoce como ausencia de costes irrecuperables). La ausencia de barreras de entrada y de costes de salida define los mercados atacables, pudiéndose demostrar que cuando un mercado es atacable, el resultado alcanzado en el mismo en términos de eficiencia productiva y asignativa es el mejor de todos los posibles, independientemente del número de empresas que operen en ese mercado. Ello implica que, a la hora de evaluar el grado de competencia que existe en un mercado, no será suficiente con observar el número de empresas que participan en el mismo. En un mercado atacable, por lo tanto, el que haya una sola empresa no afecta al resultado, que será el que se daría en competencia, ya que la única empresa se tendrá que comportar como si de hecho hubiera competencia, pues de no hacerlo y poner un precio superior al que regiría en competencia perfecta entrarían otras empresas y el beneficio extraordinario desaparecería. En este contexto, el concepto clave es la competencia potencial y no la competencia directamente observable. En todo caso, las condiciones exigidas para que un mercado sea atacable son difíciles de encontrar en la realidad, ya que es habitual que las empresas que se incorporan a un mercado se encuentren en desventajas con respecto a las que ya están instaladas en el mismo, y la salida de un mercado casi siempre suele generar algún tipo de coste. mercado de futuro así se denomina a cualquier mercado en el que se realicen contratos de venta para la entrega del bien o servicio contratado a un precio determinado en una fecha futura. Como señala Peter Bernstein, los mercados de futuros han existido desde épocas remotas, así, por ejemplo, en las ferias del siglo XII se firmaban lettres de faire en las que se garantizaba la entrega futura de los bienes vendidos, en el siglo XVII los señores feudales japoneses vendían su arroz en un mercado de futuros denominado cho-ai-mai, por último, el mercado de futuros del Chicago Board of Trade se han negociado contratos de futuros en bienes
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como trigo o cobre desde 1865, si bien habrá que esperar a la revolución de las tecnologías de la información y al desarrollo de los mercados financieros acontecido en el último cuarto del siglo XX para que los mercados de futuros aumenten en importancia y cotidianeidad. En su origen este tipo de mercado está asociado a la necesidad de los agricultores de protegerse contra posibles caídas del precio de mercado de los productos que cultivan. Los mercados de futuros al fijar de antemano el precio de venta cumplen esta función. Complementariamente, las empresas transformadoras de productos primarios también pueden beneficiarse (en este caso como demandantes) de la firma de contratos de futuros con sus proveedores que les garanticen que no va a haber aumentos en sus costes. Con lo que en este caso el mercado de futuros permite reducir el riesgo total de la economía. El precio de futuro de un bien perecedero vendrá determinado por las expectativas sobre la demanda y la oferta del bien en el momento futuro en el que se realice la su entrega. mercado de trabajo para el análisis neoclásico, el mercado de trabajo es tan sólo un mercado más, por importante que sea, y como tal lo trata. Como en todo mercado, su funcionamiento dependerá de la interacción y los determinantes de la oferta y la demanda de trabajo. La oferta de trabajo es la aportada por los trabajadores a cambio de un salario -el precio relevante en este mercado-, mientras que las empresas actúan de demandantes de trabajo, con la finalidad de utilizarlo en la producción de bienes y servicios. La demanda de trabajo es, por lo tanto, una demanda derivada, en el sentido de que es una demanda que surge y depende tanto de las condiciones de demanda de los bienes los servicios que se producen para el mercado como de las condiciones técnicas de producción. Si suponemos que el objetivo que persiguen las empresas es la maximización de beneficios, ello las llevará a demandar unidades adicionales de trabajo hasta el punto en que el coste asociado a contratar una unidad adicional (el salario que se le paga) sea igual a los ingresos por la venta del producto adicional asociado a utilizar esa unidad más del factor trabajo, es decir, al ingreso del producto marginal del trabajo. En el caso particular de que la empresa que está demandando un tipo particular de trabajo venda su producción en un mercado de competencia perfecta sucede entonces que, dado que esa producción adicional se vende al mismo precio que las unidades anteriormente producidas, el ingreso marginal del producto marginal es el valor de la productividad marginal, o sea, el producto del precio de venta del bien por el producto marginal del trabajo. La demanda de ese tipo de trabajo dependerá, por tanto, de esas dos variables. Si se supone que la función de producción es tal que, a corto plazo, la productividad marginal del trabajo es decreciente, la curva de demanda de trabajo también lo será, por lo que el aumento en las contrataciones por parte de cada empresa pasará, cateris paribus, obligadamente por una caída en el salario. El efecto total de esa caída en el salario cuando se tienen en cuenta todas las empresas que demandan de ese tipo de trabajo, dependerá también del efecto que la caída en los costes laborales de todas las empresas tenga sobre los precios de los bienes que venden y los consiguientes aumentos de demanda que experimenten y que les exigirán contratar a más trabajadores. En el largo plazo, adicionalmente, hay que contar a la hora de describir la demanda de trabajo con los efectos sustitución entre capital y trabajo de modo que a los efectos descritos que se dan ante una caída en los salarios hay que agregar los resultantes de los cambios a técnicas más intensivas en trabajo (al haberse abaratado este factor con respecto al capital). En general, la curva de demanda de trabajo será siempre más elástica, esto es, más sensible a cambios en el salario, a largo que a corto plazo.
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La curva de demanda de trabajo es distinta si la o las empresas utilizan una tecnología de coeficientes técnicos fijos de modo que cada unidad de capital o máquina requiere usar un número determinado de unidades de trabajo. En tal caso, la productividad marginal del trabajo es constante mientras queden máquinas no usadas (véase utilización de capital), pues nada obliga a que las unidades de trabajo adicional que se utilizan en combinación con una máquina antes parada produzcan una cantidad inferior de producto a la que producen los trabajadores que usan las otras máquinas. Ahora, en esta situación, la demanda de trabajo dependerá exclusivamente de la demanda del producto siempre que los salarios no superen a la productividad marginal (que en este caso es igual a la productividad media). Cuando todas las máquinas se estuviesen empleando, entonces contratar más unidades de trabajo sería absurdo pues no agregarían nada a la producción, es decir, su productividad marginal sería cero. En este caso, la curva de demanda de trabajo es constante para cada salario (si es menor que la productividad marginal) y cae a cero cuando se usa plenamente el capital. Una disminución en el salario, en este caso, no supondría más contrataciones a menos que las empresas tuviesen una mayor demanda de sus productos. Finalmente, ha de tenerse en cuenta que lo que las empresas demandan no son trabajadores por sí, sino las horas de trabajo efectivas que estos realizan. Dicho de otra manera, el input que utiliza una empresa son las horas de trabajo que se emplean efectivamente en la producción en cada periodo de tiempo. La cantidad de horas efectivas que utiliza una empresa en un determinado periodo (por ejemplo, una semana) viene dada por la siguiente expresión: L = H.j.e; donde H es el número de trabajadores contratados, j es la jornada contratada de trabajo (por ejemplo, 40 horas semanales) y e es la efectividad con la que esas horas contratadas se convierten realmente en horas de trabajo (jefectiva /j), cuyo valor nunca alcanzará su máximo (esto es, e <1, salvo en el caso de que se realicen horas extraordinarias no remuneradas), en la medida que no todo el tiempo contratado es tiempo efectivo de trabajo ya que los intereses de los trabajadores y los propietarios de las empresas no coinciden plenamente. Resulta obvio que a las empresas les interesa que el valor de e sea lo más elevado posible, pero aumentarlo les supondrá incurrir en costes de transacción asociados ya sea al establecimiento de sistemas de vigilancia y control (por ejemplo, capataces, videovigilancia, etc.) ya al establecimiento de sistemas de motivación pecuniaria (véase incentivos) para resolver ese problema de agencia (véase relación de agencia). En lo que a esto se refiere, hay que resaltar que presuponer que las empresas son capaces de conocer la productividad marginal de los trabajadores es un supuesto muy exigente, poco válido en buena parte de las situaciones reales. El conocimiento de la productividad marginal de cada trabajador, lo que sería la situación teóricamente ideal a la hora de ajustar la remuneración de cada uno, sólo será factible en aquellas condiciones en que los trabajadores lo hagan aisladamente los unos de los otros en el sentido de que la productividad de uno afecte a la de otro. Caso contrario, si el trabajo se realiza en grupo, la delimitación de una remuneración individualizada en función de la productividad marginal de cada uno será muy difícil por lo que las empresas habrán de recurrir a compensar a los trabajadores en función de la productividad media del grupo (con el problema que surge inmediatamente de los “gorrones” ( free-riders) que se aprovechan del esfuerzo de los demás) o atendiendo a sus niveles de esfuerzo individuales, más fácilmente observables, y no a la producción (véase salario). Por el lado de la oferta, el análisis neoclásico, hace suya la maldición bíblica que castiga a los pecadores originales a “ganarse el pan con el sudor de la frente”. El trabajo, consiguientemente, es un mal en
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términos económicos por lo que la única razón para ofrecer trabajo en el mercado es la obtención de un salario, una renta que permita que los individuos compren bienes que, junto con el ocio, son las cosas que producen utilidad. Ello significa que el salario que les interesa a los trabajadores es el salario real, pues su valor es el que les muestra su capacidad de comprar bienes. La cantidad de tiempo que un individuo cualquiera estaría dispuesto a ofertar resultará de la elección racional que haga entre esos dos bienes, la renta y el ocio, dado el salario que el mercado le paga por hora de su trabajo. Cada trabajador comparará la desutilidad que le genera trabajar más, en el sentido de que trabajar más supone disponer de menos tiempo de ocio, y la utilidad derivada de la renta salarial obtenida trabajando. Un aumento del salario implica que el coste de oportunidad del ocio aumenta, por lo que por efecto sustitución un individuo demandaría menos del mismo (es decir, trabajaría más), y un efecto renta de signo contrario en la medida que el ocio es, con seguridad, un bien normal. Mientras el efecto sustitución supere al de renta, las subidas en los salarios vendrán asociadas a incrementos en la cantidad de horas que se desean trabajar. La curva de oferta de trabajo individual será pues creciente a partir del salario mínimo o salario de reserva que el individuo estime que le ha de ser pagado para ponerse a trabajar. Pero llegará un momento en que la situación se revertirá, ya que al irse haciendo el ocio más escaso éste se hará no sólo más valioso sino también más necesario debido a que se habrá de contar con más tiempo para consumir los bienes que las mayores rentas salariales permiten. A partir de ese momento, la curva de oferta individual de trabajo se “volverá hacia atrás” y las subidas de salario vendrán asociadas a menores cantidades ofertadas de trabajo. La curva de oferta de mercado para una determinada ocupación estará formada por la suma horizontal de las curvas de demanda individuales de los distintos trabajadores que están en esa actividad. A diferencia de la curva individual, la de mercado siempre será creciente pues conforme los salarios suban entrarán más trabajadores a esta actividad abandonando otras. Este planteamiento de la curva de oferta de trabajo supone que la reacción ante una reducción del poder adquisitivo del salario por un aumento general de los precios sería una reducción de la cantidad ofertada de trabajo, algo que entra en conflicto con la observación diaria, donde la reducción salarial en muchos casos genera un movimiento contrario de aumento de la cantidad ofertada de trabajo para conseguir mantener el nivel adquisitivo (véase salario de subsistencia). En el gráfico adjunto se puede observar la combinación de oferta y demanda de trabajo construida con estos supuestos de comportamiento de oferentes (trabajadores) y demandantes (empresas). Como se puede apreciar, y ése es el mensaje más simple del análisis neoclásico del mercado de trabajo, en ausencia de restricciones al funcionamiento del mercado, esto es, si no existen regulaciones laborales o sindicatos, el mercado competitivo llegaría automáticamente a un salario de equilibrio, We, en el que se igualaría la demanda y la oferta de trabajo en cada ocupación, y en el que por lo tanto no habría desempleo involuntario, en el sentido de que aquellos trabajadores que no trabajasen lo harían de modo voluntario, al no compensarles trabajar a un salario como We. El desempleo aparecería sólo si se fijase un salario mínimo legal por encima del de equilibrio o si un sindicato con poder de mercado fijase un salario también más elevado. En el equilibrio, el salario que percibirían los trabajadores igualaría el valor de la productividad marginal de trabajo con su desutilidad marginal. Dicho de otra manera, una unidad adicional de trabajo generaría un aumento en el valor de la producción igual a su coste en términos de ocio perdido. Una situación eficiente que algunos han considerado adicionalmente como justa.
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W
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Oferta de trabajo = g(w)
We Demanda de trabajo = f(w) Ee
Empleo
Obviamente, como en todos los modelos, los resultados dependen de los supuestos incorporados, de forma que bastaría con suponer un comportamiento distinto de oferta y demanda para que las conclusiones fueran también diferentes. Así, podríamos pensar en una función de oferta que en su origen tuviera un comportamiento muy elástico, esto es, que una parte importante de la población activa estuviera dispuesta a trabajar al salario de mercado, en cuyo caso el equilibrio de mercado podría coexistir con trabajadores desempleados dispuestos a trabajar al salario existente, esto es, con de desempleo involuntario. Por otro lado, el caso representado corresponde a un mercado de trabajo perfectamente competitivo. La consideración de otras estructuras de mercado alteraría el resultado. Así, si una empresa tiene poder de mercado en un mercado de trabajo concreto (véase monopsonio), el salario en ese mercado sería menor al valor de la productividad marginal del trabajo. Ello significa que los trabajadores estarían explotados. Pero no es en este ámbito, en el del cuestionamiento de los supuestos de oferta y demanda de trabajo, en el que el análisis tradicional se enfrenta a críticas mayores y de más calado. La mayor insatisfacción con este planteamiento responde al tratamiento del mercado de trabajo como si de otro mercado cualquiera se tratara, siendo que, el trabajo, por sus propias características, es de naturaleza distinta a cualquier otro bien o servicio intercambiado en un mercado. Tal es así, que para Karl Polanyi (1886-1964), el trabajo era junto con el dinero y la tierra, una mercancía ficticia en el sentido de que no se producía con la finalidad de venderse en un mercado. Pero éste no es el único factor que distingue al trabajo de cualquier otra mercancía. En segundo lugar, el trabajo es mucho más que una forma de “ganarse la vida”, actuando en las sociedades de mercado como el mecanismo por excelencia de inserción social y la principal fuente de autoestima, como se refleja en que todos los estudios sobre el efecto del desempleo sobre los parados indiquen que el impacto negativo de la situación de paro sobre los desempleados trasciende con mucho su impacto meramente económico. En tercer lugar, el trabajador, de nuevo a diferencia de cualquier otra mercancía, es capaz de afectar con su comportamiento el resultado derivado de su contratación, esto es, el trabajador en gran parte decide el valor de su productividad (véase salarios de eficiencia). El empresario adquiere fuerza de trabajo en el mercado, pero la transformación de esa fuerza de trabajo en trabajo depende en gran medida de la disposición que tenga el trabajador, algo que no ocurre cuando se compra, por ejemplo, una lechuga. Por último, el mercado de trabajo es un mercado en donde, precisamente por tratar con seres humanos, el concepto de justicia y las creencia o normas sobre lo que es o no justo, sobre lo que se puede y no se puede hacer, tienen un papel predominante. Así, por ejemplo, cuando una empresa en situación de crisis obtiene de los trabajadores su conformidad para una reducción salarial, normalmente lo hace argumentando que en caso contrario tendrá que cerrar y no
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amenazando con sustituir a sus trabajadores por otros dispuestos a trabajar por un salario menor. Es más, los propios trabajadores desempleados no acuden a las empresas ofreciéndose a trabajar por menos de lo que cobran sus compañeros empleados, cuando ese sería precisamente el ajuste típico de cualquier mercado competitivo en situación de exceso de oferta: nadie quiere ser un esquirol. De hecho, la historia de las instituciones de la economía de mercado es, en gran parte, la historia de cómo se ha intentado sustraer al mercado de trabajo de las reglas del mercado, fundamentalmente mediante la aprobación de normativa laboral y la creación de sindicatos que limitaran el espacio de actuación del mercado. Por último, nada garantiza que el salario de equilibrio en situación de exceso de oferta fuera suficiente para garantizar la subsistencia de los trabajadores, lo que haría inútil para ellos el hecho en sí de trabajar. mercado negro incluido dentro de la economía sumergida y en muchos casos confundido con ésta, el mercado negro tiene una connotación de ilegalidad que no tienen necesariamente todas las actividades de la economía sumergida. Un mercado negro aparece siempre que las autoridades económicas fijan un precio inferior al que regiría si se dejase que la oferta y la demanda se ajustasen libremente. Lo anterior implica que, al precio oficial, existe un exceso de demanda del bien objeto de regulación. Ese exceso de demanda es el que se deriva hacia el mercado negro, con la consecuencia de que el precio real que pagan estos consumidores es superior al fijado por la administración. Por su parte, la oferta del mercado negro estará compuesta en parte por la reventa de artículos comprados en el mercado oficial al precio intervenido y en parte por la desviación ilegal de producción hacia este mercado por parte de productores, intermediarios o especuladores. Así, por ejemplo, en la posguerra española se compraba aceite de estraperlo en el mercado negro a unos precios muy superiores de los oficiales. Ejemplos más habituales de aparición de mercados negros lo son el control de alquileres y la política de regulación de tipo de cambio. En lo que se refiere al primer caso, la existencia de una limitación al precio de alquiler del stock de viviendas de alquiler existentes se traduce en una reducción de la cantidad ofertada al precio intervenido, en una reducción de su calidad que se manifiesta en el deterioro de las viviendas de alquiler, así como en el surgimiento de un mercado paralelo de alquileres donde la reducida oferta existente se asigna a un precio (ilegal) por encima del regulado. En lo que se refiere al control del tipo de cambio, su fijación a un nivel artificialmente bajo, dadas las condiciones del mercado de divisas, con el objeto de abaratar las importaciones dará lugar también a la aparición de un mercado negro de divisas, al que acudirán todos aquellos demandantes de divisas (importadores) que no pueden satisfacer su demanda al tipo de cambio intervenido, teniendo que recurrir a canales informales para conseguirlas. En este mercado la divisa será más cara, dependiendo la prima (el sobreprecio) que se paga del exceso de demanda existente en el mercado y del riesgo en el que incurren los cambistas “ilegales” del mercado negro. La existencia de mercados negros implica por lo tanto un alejamiento de las condiciones de eficiencia. mercantilismo con el desarrollo del comercio internacional a lo largo de los siglos XVI y XVII aparecen las primeras interpretaciones del impacto de éste sobre las economías de los recientemente creados estados-nación. El mercantilismo consideraba que la riqueza de un país estaba asociada a la cantidad de metales preciosos acumulados en el mismo. La lógica económica tras este planteamiento procede de la ecuación cuantitativa del dinero en un contexto histórico en el que el dinero tiene una base metálica. Según esta interpretación, cuanto
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más dinero existe en una economía, más actividad económica habrá. Correspondientemente, el mercantilismo defendía que el objetivo del comercio exterior consistía en facilitar la acumulación de metales preciosos-dinero en una economía, lo cuál solamente podría suceder cuando las exportaciones superasen a las importaciones, contribuyendo así al incremento del stock de metales preciosos, es decir, la oferta de dinero. Inspiradas en esta doctrina se promulgaron regulaciones que limitaban la capacidad de los comerciantes para intercambiar con el exterior (relativas, por ejemplo, a la exportación de materias primas o tecnología). Con el triunfo de la Revolución Industrial, el mercantilismo dio paso, siquiera brevemente, al librecambismo, para luego verse a su vez sustituido por el proteccionismo de entreguerras, aunque en este caso con una motivación distinta, ya que no se trataba de evitar la salida de metales preciosos asociada a una balanza comercial negativa, sino de evitar la pérdida de demanda efectiva a favor de empresas extranjeras. microeconomía así se denomina a la parte del análisis económico dedicada al estudio del comportamiento individual de los agentes económicos: consumidores, empresas, trabajadores, burócratas, etc., y a la investigación del funcionamiento de los mercados individuales en los que operan (equilibrio parcial) y la interacción entre esos mercados (equilibrio general). La cuestión central del análisis microeconómico es cómo se asignan los recursos limitados de una economía, esto es, cómo eligen los individuos en situaciones de escasez entre las diversas alternativas que tienen ante sí, para lo cual se estudia el comportamiento de los demandantes (consumidores) y oferentes individuales (trabajadores y empresas) de bienes y servicios y su interacción en los distintos mercados en los que participan (mercado de bienes y servicios, de trabajo, de capital, etc.). A la hora de explicar las conductas individuales, la microeconomía toma diferentes caminos según los supuestos que informan la lógica de la elección que se presume conforma la conducta de los agentes económicos. Para la microeconomía neoclásica los puntos de partida consisten en suponer que los agentes económicos se comportan racionalmente persiguiendo unos objetivos cuya definición y estructura concreta quedan al margen del análisis. Con arreglo a este enfoque, el llamado individualismo metodológico, los comportamientos sociales son el resultado agregado de los comportamientos individuales. De este modo, para conocer el todo basta con conocer las partes: el consumidor representativo, el burócrata representativo, la empresa representativa, el trabajador representativo Otras perspectivas microeconómicas alternativas (véase economía institucional, economía marxista y economía keynesiana y postkeynesiana) no comparten el individualismo metodológico, considerando que las funciones objetivo de los agentes se ven más o menos influidas o determinadas por el entorno social y que el supuesto de racionalidad es demasiado exigente a la hora de explicar los comportamientos de los agentes económicos (véase racionalidad limitada, función asimétrica de valor). modelo los modelos económicos son representaciones simplificadas de la realidad que se pretende estudiar. El objetivo de todo modelo es reducir la compleja maraña de relaciones entre agentes económicos subyacente a cualquier fenómeno económico, eliminando lo accesorio, y facilitando así la comprensión de los aspectos centrales del fenómeno estudiado. Todo modelo, por lo tanto, es una idealización de la realidad que, cuando es acertado, facilita su comprensión. Los modelos pueden adoptar lenguajes diversos. Así, se puede construir un
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modelo de tipo narrativo, en el que se recojan literariamente las relaciones existentes entre las variables clave del fenómeno a estudio. De igual modo se puede optar por la utilización de aparato gráfico que aísle y recoja tales relaciones, en cuyo caso el modelo adoptaría una forma diagramática, opción utilizada en numerosas ocasiones en el desarrollo de estas páginas y recurso habitual en los libros de texto de Economía. Por último, los modelos pueden adoptar un lenguaje matemático. Basta con hojear cualquier revista de economía para comprobar que la modelización matemática es la opción dominante en el análisis económico, probablemente por permitir este tipo de lenguaje un mayor rigor expositivo. La construcción de un modelo económico pasa por tres etapas. Lo primero que hay que hacer es estudiar el fenómeno económico que se pretende analizar (y modelizar), identificando cuáles son las variables económicas implicadas, así como sus relaciones, la existencia de restricciones al comportamiento de los agentes económicos, etc. El objetivo es contar con un conjunto de relaciones entre variables, con capacidad explicativa del fenómeno estudiado, tan simple como lo permitan las circunstancias. En palabras del Hal Varian: “Como la escultura, la mayor parte del trabajo de construcción de un modelo no consiste en añadir cosas, consiste en quitárselas”. Una vez que se tiene el modelo, el siguiente paso es comprobar su consistencia interna, esto es, estudiar si los resultados son coherentes entre sí. En caso afirmativo, se podrá proceder, en un último paso, a su contrastación empírica, con la finalidad de averiguar hasta qué punto esa idealización de la realidad es capaz de predecir y explicar el comportamiento de las variables económicas objeto de estudio. Dada la importancia de los modelos en el desarrollo de la Economía, no es de extrañar que uno de los debates metodológicos más trascendentes mantenidos en el campo del análisis económico haya estado relacionado con las condiciones que deben cumplir los modelos para ser evaluados satisfactoriamente. Para Milton Friedman, los modelos deben ser aprobados o rechazados en función de su capacidad predictiva, quedando en un segundo plano su capacidad explicativa del fenómeno sometido a modelización. Desde esta aproximación, el que los supuestos de partida que sustenten el modelo sean o no realistas, en el sentido de verse confirmados en la realidad, es irrelevante, siempre y cuando el modelo sea capaz de avanzar el comportamiento de las variables estudiadas. Por el contrario, los críticos con esta posición defienden que difícilmente se puede considerar como ciencia un conjunto de predicciones, por acertadas que sean, resultado de un modelo que es como una “caja negra” que nada dice del proceso por el cual se alcanzan tales resultados. Desde esta posición se defiende, alternativamente, la necesidad de que los supuestos de partida del modelo sean tan realistas (y contrastables) como lo permita la necesidad de abstracción del modelo. monetarista, economía el monetarismo, con el Premio Nobel de Economía de 1976 Milton Friedman como su máximo representante, constituyó la corriente crítica principal a la escuela keynesiana que dominó el análisis macroeconómico en la década de 1960. El núcleo que define la corriente monetarista es su defensa de la ecuación cuantitativa del dinero, según la cual la oferta monetaria es el único determinante de la demanda agregada de la economía dado el supuesto de constancia de la velocidad de circulación del dinero, v. Las variaciones en la cantidad de dinero determinarían así las variaciones en la demanda agregada que, o bien se trasmiten a mayores niveles de producción o a un mayor nivel de precios dependiendo del comportamiento de la oferta agregada.
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El “viejo monetarismo” justificaba la constancia de v aludiendo a factores institucionales invariables a corto plazo (periodicidad en los pagos de salarios, estructura del sistema bancario, etc.). Este planteamiento fue criticado por Keynes, para quién v era una magnitud muy inestable, de modo que la misma cantidad de dinero podía financiar diferentes niveles de demanda agregada dependiendo de su velocidad de circulación. Ello sucedía en la medida en que Keynes incorporaba, en su teoría de la demanda de dinero, un tercer motivo (el de especulación) a los motivos para demandar dinero del monetarismo (el de transacción y el de precaución), de modo que variaciones en la preferencia por la liquidez (dependiente de las expectativas de los agentes económicos, y por lo tanto voluble) afectaban a la cantidad de liquidez que los individuos deseaban tener, y que, por tanto, no gastaban en bienes y servicios. De este modo la misma cantidad de dinero puede dar origen a niveles diferentes de demanda agregada. Friedman, en lo que daría lugar al “nuevo monetarismo”, argumenta por el contrario que la demanda de dinero por parte de los individuos es muy estable porque depende de factores como la salud, la educación, o la renta permanente. Puesto que ninguno de estos factores varía de forma brusca, la demanda de dinero tampoco lo hará, con lo que v será básicamente constante. Concretamente, para Friedman, los individuos, de acuerdo con sus preferencias a largo plazo, y por lo tanto estables, mantienen su riqueza de forma diversificada en diferentes activos con distintas características (lo que se denomina cartera), que irán desde el dinero hasta activos reales. En este contexto, un crecimiento en la oferta monetaria desequilibraría de modo inmediato la composición de la cartera, al tener los individuos una mayor liquidez de la deseada, lo que conduciría a un reajuste de la misma en la forma de compra de activos financieros y reales hasta recomponer la estructura deseada, afectando así de modo directo y predecible a la demanda agregada. Una implicación añadida de la visión monetarista es el cuestionamiento de la efectividad de una política fiscal de corte keynesiano, ya que los aumentos en el gasto público, no financiados mediante la emisión de dinero, no generan demanda añadida puesto que el dinero que ahora utiliza el Estado tendrá que detraerse de otros agentes económicos que verán reducida su capacidad de gastar (véase efecto expulsión) Junto con la defensa de la estabilidad de la velocidad del dinero, y por lo tanto la defensa de una conexión entre oferta monetaria y demanda agregada, los monetaristas consideran que en la medida en que la producción viene determinada por el mercado de trabajo, los aumentos en la demanda agregada se trasmitirán plenamente a precios y no a aumentos en el nivel de producción, a menos que a corto plazo los aumentos en el nivel de precios se traduzcan en caídas de los salarios reales. De esta creencia deriva su oposición a la utilización discrecional de la política monetaria en el corto plazo como herramienta de política expansiva para aumentar la demanda efectiva de la economía. Como resultado de ello los monetaristas proponían la adopción de algún tipo de regla de comportamiento fija en lo que se refiere al crecimiento de la oferta monetaria, de forma que ésta se ajuste al crecimiento del PIB a largo plazo. Una propuesta que también justifican en el insuficiente conocimiento que se tienen sobre la forma en la que la política monetaria afecta a la economía y en la existencia de retardos temporales importantes entre el momento de toma de decisiones en materia de política monetaria y el momento en el que ésta afectaría a la economía. Un retardo que puede hacer que las medidas aplicadas sean improcedentes al haber cambiado la situación del mercado. Junto con la defensa de la inutilidad de la política económica discrecional, ya sea de carácter fiscal, monetaria o de rentas, la escuela monetarista muestra una mayor confianza que los keynesianos en la estabilidad de la economía de mercado, y en su
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capacidad para alcanzar de forma automática su tasa natural de desempleo, que en presencia de mercados flexibles coincidirá con el pleno empleo. De esta actitud se deriva el abogar por un sector público de pequeño tamaño, proponiendo para ello una reducción de la presión impositiva como mecanismo para forzar el recorte del gasto público, una estrategia que se ha utilizado de forma profusa, especialmente en Estados Unidos desde entonces. Por último, el monetarismo ha mostrado siempre una mayor preocupación por la inflación que por el desempleo, al considerar que la primera era más destructiva, en especial la inflación no anticipada por los agentes económicos, al alterar la función de señal que tienen los precios y de la que depende la eficiente asignación de los recursos en una economía de mercado. Las últimas décadas han demostrado que la velocidad de circulación del dinero es mucho más inestable que en el pasado. Un hecho sin duda relacionado a los cambios acontecidos en los sistemas financieros. La liquidez en cierta medida habría pasado a ser producida endógenamente por los propios mercados financieros atendiendo a las necesidades de financiación del sistema económico. Que esta situación ha dejado de ser una posibilidad para pasar a ser una realidad con la que contar vendría avalada por la continua necesidad de redefinir lo que es oferta monetaria y el abandono por parte de los bancos centrales de la pretensión de controlar su evolución, sustituyendo esta estrategia de política monetaria por la determinación de un tipo de interés compatible con sus objetivos de control de la inflación (véase política monetaria).
monopolio
empresa que opera en solitario en un mercado en donde la existencia de barreras de entrada
impide la entrada de empresas competidoras. Al verse libre del efecto disciplinador de la competencia, las empresas monopolistas fijan unos precios superiores a los de competencia perfecta y producen unas cantidades inferiores, generando unos resultados por lo tanto ineficientes socialmente desde el punto de vista asignativo, pero obteniendo, sin embargo, unos beneficios privados más elevados. En el gráfico adjunto se recoge la producción de equilibrio en monopolio, bajo el supuesto de que su función objetivo
es la
maximización de beneficios y para el caso más sencillo de costes medios, CMe, constantes e iguales a los costes marginales, CMg. Esa producción será aquella para la que se iguale el coste marginal y el ingreso marginal, IMg. A diferencia de lo que le sucede a cada una de las empresas que operan en un mercado de competencia perfecta, que se enfrenta con suficiente demanda en el mercado como para poder vender todo lo que quieran sin tener que bajar el precios, el monopolista, al ser el único vendedor del mercado, si quiere aumentar sus ventas tendrá que bajar el precio. Ello significa que el ingreso adicional asociado a la venta de una unidad más será inferior al precio al que vende esa unidad, ya que, en ausencia de discriminación de precios, vender esa última unidad exigirá no sólo bajar el precio que cobra por vender esa unidad más sino bajar también el precio de todas las demás unidades que vende. Ello explica que el ingreso marginal del monopolista sea inferior al precio (curva de demanda). Si comparamos el equilibrio en monopolio (Xm) con el resultante en competencia perfecta (Xc), en el caso de que las curvas de costes no se modificasen al pasar de una a otra estructura de mercado, veremos como este tipo de mercado está inevitablemente asociado a una pérdida de eficiencia asignativa: precios mayores, menor producción y beneficios extraordinarios. Junto con la existencia de beneficios extraordinarios, John Hicks (1904-1989) resaltaba como un segundo incentivo de las empresas para intentar alcanzar una posición de monopolio el disfrutar “de una vida tranquila”, ajena a la tensión permanente de los mercados
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competitivos, lo que sin duda se traducirá en unos costes del monopolio más elevados de los que la empresa tendría si tuviese que hacer frente a una competencia disciplinante. P Demanda
Pm
IMg Beneficios extraordinarios CMe= CMg
Pc
Xm
Xc
X
Además de la pérdida de eficiencia asignativa derivada de precios más elevados y menores niveles de producción que en una situación competitiva, y la correspondiente pérdida de bienestar social, el análisis económico considera que hay otras dos fuentes de ineficiencia asociadas a la existencia de monopolios: (1) puesto que el empresario monopolista se beneficia de su condición de único oferente en el mercado, cabría esperar que dedicara recursos a fortalecer su situación, esto es a impedir o cuanto menos dificultar, mediante la creación de barreras de entrada (publicidad, cambios acelerados de modelos, etc.), que otras empresas entren al mercado. Desde un punto de vista colectivo estos recursos no generarían ningún bienestar, ya que su única finalidad sería ayudar a mantener la posición monopolista de la empresa. (2) Desde el momento que el empresario monopolista puede obtener altos beneficios sin preocuparse de la eficiencia con la que funciona la empresa, ya que la ausencia de competencia le permite trasladar en cierto grado sus costes a precios, este tipo de estructura de mercado favorecerá el “relajo gerencial” y la pérdida de eficiencia productiva el corto (costes más elevados) y largo plazo (menor innovación). En lo que a esto se refiere, cabe plantear alternativamente, como defendía Joseph A. Schumpeter (1883-1950), que en la medida en que el objetivo de alcanzar una posición monopolista en el mercado actúe como incentivo para que las empresas mejoren sus productos y/o procesos productivos, la condición de monopolio, mientras fuera temporal, no afectaría negativamente a la eficiencia productiva, sino todo lo contrario, pues convertirse en monopolista sería el acicate que llevaría a las empresas a innovar (eficiencia dinámica). La existencia de monopolios y los comportamientos monopolistas está perseguida por las leyes de defensa de la competencia, que velan por que no se produzcan tales situaciones (controlando las fusiones de empresas, por ejemplo), o en el caso de producirse, por que no ejerciten su poder de mercado (véase política de competencia).
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monopolio natural en aquellos sectores donde los costes medios decrecen con la escala de producción economías de escala-, las empresas con mayor tamaño y por lo tanto menores costes medios- expulsarán del mercado a las empresas más pequeñas, que se verán incapaces de competir con ellas, siendo fácil que el proceso culmine en la situación en que una sola empresa se adueña del mercado, lo que se conoce como monopolio natural. En este caso, la política de dividir la empresa y fomentar la competencia podría resultar contraproducente desde el punto de vista de la eficiencia, ya que, al hacerlo, las empresas resultantes, más pequeñas, tendrían unos costes medios mayores, con lo que el consumidor saldría perjudicado. En este tipo de situaciones la intervención pública pasa por el establecimiento de algún tipo de regulación a la hora de fijar los precios, de forma que se mantenga la ventaja de costes asociada al tamaño, trasladándola a unos precios menores de los que fijaría la empresa. La particular estructura de costes de este tipo de empresa, con unos costes marginales inferiores a los costes medios, hará imposible aplicar el criterio de óptimo social de igualar precio y coste marginal, que generaría pérdidas, a no ser que se esté dispuesto a subvencionar a la empresa de forma permanente. Una posible alternativa es el criterio que se conoce como subóptimo, consistente en fijar un precio igual al coste medio, lo que supone producir una cantidad inferior a la óptima, pero evita la necesidad de subvenciones. El ferrocarril es un buen ejemplo de este tipo de mercado. monopsonio se dice que hay un mercado monopsonista cuando una empresa –el monopsonio- es el único demandante del producto que se vende en ese mercado. El monopsonio es, por lo tanto, la estructura de mercado homóloga, en el lado de la demanda, a la del monopolio de oferta. Si bien puede haber estructuras semejantes (oligopsonios) en mercados de productos o de bienes concretos, por ejemplo el mercado internacional de café o diamantes, fundamentalmente se ha recurrido al monopsonio para analizar los mercados de trabajo en algunas situaciones muy particulares, como las grandes empresas que casi constituyen la única fuente de demanda de trabajo en el pueblo donde están radicadas (la empresa Bayern en Leverkusen, Alemania, por ejemplo) o la demanda de trabajo por parte de los grandes latifundios. El comportamiento de un monopsonio en el mercado de trabajo se puede describir en los siguientes términos. Por un lado, la curva de oferta de trabajo a la que ha de enfrentarse es, a la vez y desde su punto de vista, la curva de costes medios asociados a la contratación de trabajo (curva de costes medios del factor), pues va mostrando el salario medio que se ha de pagar conforme varía el número de trabajadores contratados. Si esta curva es creciente, ello indica que si quiere contratar más trabajadores habrá de subir el salario que pague pero no sólo para los trabajadores adicionales que contrate, sino también a todos los que ya lo estaban previamente. Por lo tanto, lo que se denomina como coste marginal del factor trabajo contratado será mayor que el salario o coste medio del factor trabajo, es decir, el coste adicional de contratar a un trabajador más será mayor que el salario que se le paga a ese trabajador. Un monopsonio que persiga maximizar los beneficios contratará por tanto unidades de trabajo hasta el punto en que el valor del producto marginal del trabajo sea igual al coste marginal del factor trabajo, pero dado que ese coste marginal es mayor que el salario, éste será correspondientemente más bajo que el valor del producto marginal del trabajo.
La existencia de un
monopsonio en el mercado de trabajo implica pues, que el factor trabajo es explotado, pues recibe una remuneración unitaria (el salario) menor que el valor de su contribución al producto.
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La presencia de un monopsonio en el mercado de trabajo depende de la existencia de barreras de salida para los trabajadores. Si los costes de transacción asociados a la movilidad geográfica y ocupacional son bajos, los trabajadores podrán irse a otras actividades productivas con lo que la capacidad del monopsonio para pagarles un salario menor que el valor de su producto marginal se verá reducida; de igual manera un monopsonio sólo podrá subsistir si existe algún tipo de barreras de entrada que impidan a otras empresas tratar de beneficiarse de una situación donde el trabajo es pagado a un salario inferior a su productividad marginal.
multiplicador proceso por el cual el aumento (disminución) del gasto autónomo (gasto público e inversión autónoma) en una determinada cantidad genera un impacto final positivo (negativo) sobre la demanda efectiva de mayor magnitud que la cantidad inicial de gasto. El mecanismo del multiplicador del gasto (o de la inversión) es relativamente sencillo. Un aumento original del gasto, digamos de 15 millones de euros, da lugar en una primera etapa a un aumento de la producción de bienes y servicios de idéntica magnitud, lo que a su vez supone un aumento de los ingresos de trabajadores y empresarios de igual cuantía, 15 m €, de los cuales una parte, 15m.PMC, donde PMC es la propensión a consumir, se dedicará al consumo, generando por lo tanto un aumento igual de la demanda efectiva y el correspondiente aumento de los beneficios y sueldos y salarios [15m.PMC]. Ese aumento de renta se traducirá, en una siguiente ronda, en el correlativo aumento del consumo [15m.PMC].PMC = 15m.PMC2. De nuevo ese incremento del consumo generará un aumento de la producción, el pago de nuevos sueldos y salarios y beneficios, y el correspondiente aumento del consumo, y así sucesivamente. Como se puede apreciar, en cada sucesiva vuelta se amplifica el efecto expansivo del aumento inicial del gasto, si bien, este efecto es cada vez menor. El resultado final sería el correspondiente a una progresión geométrica con razón, PMC, inferior a la unidad (ya que la propensión a consumir es inferior a la unidad), de forma que un incremento del gasto, ∆G, generará un aumento de la demanda, ∆D, igual a: ∆ D = ∆G + ∆G .PMC + ∆G PMC2 + ∆G .PMC3 + ……..= [1/(1-PMC)] . ∆G Puesto que (1-PMC) es la propensión a ahorrar, el multiplicador del gasto (en su versión más simple) será igual a la inversa de la propensión a ahorrar. Lo que quiere decir, que con una propensión a ahorrar del 10%, un aumento del gasto de 15 millones de euros generará un aumento total de la demanda de 150 millones de euros (15 m. de partida más 135 m. por el efecto multiplicador). Este multiplicador corresponde al caso de una economía simplificada, sin impuestos, ni sector exterior, etc. La incorporación de estas variables complica el cálculo del multiplicador, sin afectar sin embargo a su esencia.
multiplicador de los impuestos y transferencias mediante un mecanismo idéntico al multiplicador del gasto, las reducciones de impuestos y los aumentos de las transferencias públicas (prestaciones por desempleo, por ejemplo) tienen un efecto final sobre la demanda efectiva de mayor magnitud que el primer impacto directo de la medida sobre la demanda. Si bien, en este caso, el multiplicador adopta una expresión distinta, debido a que de la primigenia reducción de impuestos (o aumento de transferencias) sólo una parte, la porción de los impuestos (o transferencias) que se consume, se traduce en aumento de la demanda efectiva. Esto es, el
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primer impacto sobre la demanda de un aumento de las transferencias o una reducción de los impuestos de 15 millones de euros, no será 15 millones, sino el resultado de multiplicar tal magnitud por la propensión a consumir, PMC, [15m.PMC], con lo que la reducción de impuestos, - ∆T, generará un aumento de la demanda, ∆ D, igual a = ∆ D= (- ∆T).PMC + (- ∆T).PMC2 + (- ∆T).PMC3 + ……..= [PMC/(1-PMC)].(- ∆T) Donde el signo negativo es consecuencia de la existencia de una relación inversa entre impuestos y demanda, de forma que cuando aumentan los impuestos cae la demanda y viceversa. El multiplicador de transferencias es idéntico al de impuestos, exceptuando el signo, ya que en este caso es el aumento de transferencias el que genera aumento de la demanda. En todo caso, bajo el supuesto razonable de que la propensión a consumir de aquellos que reciben las transferencias es mayor que la propensión a consumir de aquellos que pagan los impuestos (especialmente cuando los impuestos son progresivos y por lo tanto recaen fundamentalmente sobre aquellos más ricos y las transferencias están dirigidas a los sectores menos favorecidos de la población), el multiplicador de las transferencias tendrá un valor mayor que el multiplicador de los impuestos. En relación a lo anterior, al ser el multiplicador del gasto mayor que el multiplicador de los impuestos, un presupuesto equilibrado, donde los ingresos por impuestos son iguales a los gastos, tendrá contraintuitivamente, un efecto expansivo sobre la demanda: ∆ D = [1/(1-PMC)] ∆G + [PMC/(1-PMC)].(- ∆T) > 0; aunque ∆G = ∆T
multiplicador monetario el multiplicador monetario recoge el proceso de creación de dinero bancario, por parte de los bancos. De forma simplificada, los bancos reciben depósitos de sus clientes, que sin embargo no mantienen inmovilizados en sus cajas fuertes, ya que esa liquidez es utilizada por el banco para desarrollar su negocio de créditos. Eso significa que esos depósitos son concedidos en forma de préstamo a otros clientes, que a su vez los utilizan para saldar deudas, con lo que acaba en otras cuentas corrientes de otras empresas o personas en otros bancos. De nuevo esos depósitos son utilizados para conceder créditos y así sucesivamente. Lo que hace que ese proceso no sea infinito es que la regulación y/o la práctica bancaria exigen que una parte de esos depósitos se mantengan de forma líquida, eso es disponible, para hacer frente a las necesidades de caja de los bancos. Dicha liquidez puede adoptar la forma de depósitos en el Banco Central, denominados coeficiente de caja, o bien de depósitos voluntarios. El hecho de que los bancos utilicen los fondos de sus clientes para realizar operaciones de activo (concesión de créditos, compra de acciones,…etc.) explica que en el caso de pánico financiero, cuando los clientes acuden en masa a retirar sus fondos, el banco no cuente, aunque sea un banco solvente, con fondos para hacer frente a su pasivo (los depósitos de sus clientes). Para un coeficiente de caja del 2 % -el fijado por el Banco Central Europeo- el procedimiento de creación de dinero bancario sería el siguiente:
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Proceso de expansión del dinero bancario Depósito de un particular en el Banco A 1000 €
Reservas obligatorias = 20 Préstamo a X = 980
Ingreso en Banco B = 980€ 19,6 = Reservas 960,4 = Préstamo a Y
Ingreso en Banco C = 960,4€ Reservas = 19,2 Préstamo a Z = 941,2
Ingreso en Banco D = 941,2€ Como se puede apreciar, a partir de un depósito de 1000€, en tan solo tres etapas, se ha creado dinero (bancario) por valor de 2881,6 €, y el proceso dista de estar agotado. Matemáticamente estamos en presencia de una progresión geométrica con razón -el coeficiente de caja, c, -inferior a la unidad, cuya solución, esto es el multiplicador monetario, sería: ∆ Oferta Monetaria = (1/c) .1000 = 5000 Como se puede apreciar en la expresión anterior, cuanto menor sea el coeficiente de caja, mayor será la capacidad del sistema bancario de crear dinero, por lo que la fijación del coeficiente de caja se puede utilizar como herramienta de política monetaria. En el caso de que los bancos tuvieran que respaldar al 100% los depósitos de sus clientes, entonces desaparecería la posibilidad que tienen de crear dinero bancario.
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N NAIRU acrónimo del inglés non accelerating inflation rate of unemployment o tasa de desempleo no aceleradora de la inflación, la NAIRU se corresponde en esencia con la tasa natural de desempleo. La lógica que subyace a la NAIRU es que existe una única tasa de desempleo compatible con una tasa de inflación estable (véase curva de Phillips), de forma que si por razones de política económica o por otras causas se produce una caída de la tasa de desempleo por debajo de dicha tasa, aumentará la tasa de inflación. Detrás de ese aumento de la tasa de inflación estaría, por un lado, el comportamiento de empresas que aprovecharían la existencia de cuellos de botella en la producción, al estar muchos sectores ya muy cerca de su capacidad productiva máxima, para aumentar sus precios por encima de la tasa de inflación; y, por otro, el comportamiento de aquellos trabajadores que aprovecharían la escasez de trabajadores desempleados para mejorar su posición negociadora en las empresas y así obtener aumentos en los salarios monetarios superiores a la suma de los aumentos de la productividad y la tasa de inflación, lo que también derivaría en un aumento de esta última. De ello se deduce que la política económica expansiva sólo tendría sentido en presencia de una tasa de desempleo superior a la NAIRU, algo que no ocurre en el mundo de la economía neoclásica, donde de forma automática el mercado se situaría en esa tasa de desempleo. Una vez alcanzada la NAIRU, que puede estar asociada a tasas muy distintas de desempleo dependiendo del país (por ejemplo, en 1999 la NAIRU estimada para Portugal era de 3,9%, mientras que la estimada para España era de 15,1%), la única forma de reducir la tasa de desempleo sin acelerar la inflación sería mediante políticas estructurales de mejora del funcionamiento de los mercados, y en especial del mercado de trabajo. En definitiva se trataría de romper la “gran” secuencia: actividad económica => menor desempleo => mayor capacidad de negociación salarial => mayores salarios => mayor inflación, actuando sobre el segundo paso, bien incrementando la oferta de trabajo (mediante la reducción del salario de reserva) y haciendo así a los trabajadores un factor menos escaso, bien reduciendo la capacidad de negociación salarial de los mismos. La idea de existencia de una NAIRU tiene cabida en todas las escuelas de análisis macroeconómico, ya sea keynesiana, neokeynesiana, neoclásica y nueva economía clásica, la diferencia está en que mientras que para las dos primeras la NAIRU coincidiría con el pleno empleo, esto es, con una tasa de desempleo de 2-3 %, para las dos últimas la NAIRU puede llegar a situarse en tasas de dos dígitos. Al margen de su utilidad analítica, hay que recalcar que la NAIRU es una construcción teórica derivada econométricamente a partir de una variedad de situaciones de tasas de desempleo y tasas de inflación observadas empíricamente. Ello hace que su estimación dependa de forma crucial de los datos y las técnicas econométricas utilizadas, arrojando unos intervalos de confianza muy amplios. Por ejemplo, las estimaciones
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de la NAIRU para Canadá ofrecen un rango final de resultados de casi seis puntos porcentuales de diferencia, lo que claramente reduce su utilidad práctica. Así y todo, del hecho de que exista la NAIRU no se deriva, como es lo más habitual, que sea el funcionamiento del mercado de trabajo el que determina su valor, ya que el mismo fenómeno se podría deber a insuficiente capacidad productiva o falta de competencia en los mercados de bienes. La experiencia de Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido en la década de los 90, o de España a finales de la misma década, con caídas en la tasa de desempleo significativamente por debajo de los valores previamente estimados de la NAIRU, sin que se experimentasen aumentos en la tasa de inflación sino todo lo contrario, y sin que tampoco se hayan producido cambios radicales en el mercado de trabajo que puedan explicar una reducción de la NAIRU con respecto a sus valores anteriores, sirven como ejemplo de la fragilidad de este concepto como herramienta de análisis económico. Nash, equilibrio el equilibrio de Nash, que deriva su nombre del matemático y premio Nobel de Economía de 1994 John F. Nash, se define como toda aquella situación en la que ninguno de los participantes en un juego (véase Teoría de Juegos) tiene el menor incentivo en alterar su comportamiento dado el comportamiento de los demás participantes. Uno de los múltiples ejemplos que se pueden dar de equilibrio de Nash sería el de dos individuos que tienen que decidir en qué lado de la carretera conducir. En el caso de que uno decida conducir por su derecha y el otro por su izquierda, el resultado sería un choque seguro, y por lo tanto no cumpliría los requisitos de un equilibrio de Nash, ya que cualquiera de ellos tendría el incentivo a cambiar su comportamiento si pudiera. Ello significa que el par de estrategias (conducir por la izquierda uno, conducir por la derecha el otro) no conduce a un equilibrio de Nash. Este juego tiene dos equilibrios de Nash: que ambos decidan conducir por su derecha o que ambos decidan conducir por su izquierda, ya que en sendos casos se evitará el choque y ninguno de los jugadores tendrá ninguna razón para cambiar de estrategia. El concepto de equilibrio de Nash coincide plenamente con el desarrollado por Cournot como solución para el comportamiento de las empresas de un oligopolio. Para llegar al equilibrio de Nash-Cournot hay que suponer que cada empresa se comporta siempre maximizando su función de beneficios y suponiendo adicionalmente (véase variación conjetural) que el comportamiento de las demás está dado. Por ejemplo, si suponemos que sólo hay dos empresas, cada una puede pensar que el nivel de producción de la otra está dado. Lo que entonces haría cada empresa es calcular cuál es su comportamiento óptimo para diferentes comportamientos de las demás. El resultado, conocido como su función de reacción, le indicaría por tanto su respuesta óptima ante distintos comportamientos de las otras. Por ejemplo, gracias a la función de reacción una empresa sabría cuánto producir ante los posibles niveles de producción de la otra. Cada empresa, si se comporta así, tendría su propia curva de reacción, y de su intersección saldrían unos niveles de producción consistentes y de equilibrio, pues cada una produciría lo que la otra espera que produzca, y ninguna tendría incentivos en alterar su comportamiento. Esos niveles de producción representarían por tanto el equilibrio Nash-Cournot del juego del duopolio. neoclásica, economía la economía neoclásica constituye la escuela dominante del análisis económico, es la que se enseña en las Facultades de Economía y la que conforma el grueso de los libros de texto. El análisis neoclásico tiene su origen en la llamada “revolución marginalista” de la década de 1870, propiciada por la
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publicación de los trabajos de Carl Menger (1841-1921) y Stanley Jevons (1835-1882) en 1871 y Leon Walras (1834-1910) en 1874, en donde se sientan las bases para el desarrollo de una teoría del valor basada en la utilidad que los consumidores derivan de los bienes que demandan en el mercado. En lo que se refiere a la microeconomía neoclásica, que constituye sin duda alguna el núcleo más elaborado de esta corriente, el supuesto de utilidad marginal decreciente, si bien no es estrictamente necesario, justifica la existencia de curvas de demanda decrecientes en función del precio, de forma que los consumidores racionales, cuyo comportamiento está motivado por la maximización de su utilidad individual, estarán dispuestos a pagar cantidades sucesivamente menores por acceder a cantidades crecientes de un mismo bien. En lo que se refiere a las condiciones de producción y oferta a corto plazo, los neoclásicos generalizarán al conjunto de actividades productivas el supuesto de rendimientos marginales decrecientes que aparece en al obra de David Ricardo (1772-1823) referido a la agricultura (véase renta), lo que significa que los costes marginales de producción, en el caso general, serán crecientes con la cantidad producida, de forma que las empresas, maximizando beneficios, exigirán precios cada vez mayores para suministrar al mercado cantidades crecientes del bien producido, condición de la que se deriva, en el caso competitivo, la existencia funciones de oferta con pendiente positiva. Para la escuela neoclásica, a corto plazo, las preferencias, los recursos y la tecnología están dados, lo que limita la finalidad de la economía a estudiar la forma más eficiente de asignar esos recursos dados a la hora de satisfacer las necesidades de la población. Entre las distintas posibles formas de resolver este problema de asignación, se defiende que el mecanismo de intercambio voluntario en mercados competitivos, donde los distintos actores incumbentes (oferentes y demandantes) toman el precio como dado, careciendo por tanto de poder para alterarlo, es el mejor sistema de alcanzar una solución óptima (en sentido de Pareto) a este problema de asignación. Aunque los economistas neoclásicos aceptan que las condiciones que tienen que cumplir los mercados (competencia perfecta) para garantizar que se alcanza ese resultado difícilmente se dan plenamente en los mercados reales, sin embargo defienden que la metáfora de la competencia perfecta sigue siendo válida para entender su funcionamiento, siendo escépticos de las posibilidades reales de corregir los fallos del mercado mediante la regulación y la intervención pública, aunque se reconozca la posibilidad teórica de que así sea. La economía neoclásica considera que los distintos factores productivos (capital, trabajo y recursos naturales) son remunerados en el mercado de acuerdo con el valor de su productividad marginal en cada proceso productivo, esto es, según la variación de la producción asociada a la variación en el uso de cada factor en cada proceso productivo. Por ejemplo, una empresa maximizadora de beneficios estaría dispuesta a contratar unidades adicionales de un tipo determinado de trabajo siempre que el valor de la producción adicional generada por tales contrataciones superase los costes salariales que tiene que pagar por ellas. Ese proceso de contratación de sucesivas unidades de trabajo finalizará, por tanto, cuando el salario que se paga por unidad sea igual al valor de la productividad marginal de ese tipo de trabajo (argumento extensible al resto d de los factores de producción). De este modo, la curva de demanda de ese tipo de trabajo será decreciente con el salario. Dado que la oferta de trabajo fruto de la elección renta ocio (véase mercado de trabajo) establece que, por lo general, al subir el salario aumentará la cantidad de trabajo que se oferte, la competencia en el mercado de trabajo definirá el nivel de empleo y el salario de equilibrio. A ese salario todos los
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trabajadores que quieran trabajar encontrarán empleo. El corolario lógico de lo anterior es que el desempleo de carácter involuntario sólo podrá aparecer si los mercados de trabajo (y en general, de cualquier factor productivo) no pueden funcionar libremente. La fijación por parte de un sindicato, por ejemplo, de un salario real por encima del que regiría en el equilibrio de un mercado de trabajo libre sería una de las causas posibles que explicarían la aparición de desempleo. Esta aproximación a los mercados de factores ha sido utilizada por algunos autores, como John B. Clark (1847-1938), para extraer conclusiones de índole ético sobre la justicia del sistema de mercado: “la competencia perfecta tiende a dar al trabajo lo que el trabajo crea, al capital lo que el capital crea, y a los empresarios lo que la función de coordinación crea”. Es decir, que al pagar a cada trabajador con arreglo al valor de su productividad marginal, a cada capitalista con arreglo al valor de la productividad marginal del capital o a cada propietario de un recursos natural con arreglo al valor de la productividad marginal de sus recursos naturales, se les estaría remunerando “justamente” porque se les pagaría según su contribución o aportación a lo producido. La lectura de la teoría neoclásica de la distribución en términos de justicia distributiva no goza en la actualidad de mucho crédito. Por un lado, obsérvese que con arreglo a ella no se remunera a los factores sino a sus propietarios, lo que es bastante distinto, pues, por ejemplo, cabe preguntarse qué título tiene el propietario de una máquina que incorpora buena parte del trabajo de trabajadores, técnicos y científicos de épocas precedentes para apropiarse de su contribución a la producción en el presente. Por otro lado, hay que tener en cuenta también que dado que los factores de producción no contribuyen aisladamente a la producción, la productividad de cada uno dependerá de la cantidad y eficacia con que se utiliza el resto de los factores, por lo que no parece que el principio de la remuneración según el valor de la productividad marginal pueda usarse como una guía de justicia distributiva que, si se orientase por el mismo sentido (“a cada cual según su aportación”) requeriría de un criterio más nítido de diferenciación de las aportaciones de cada factor. Pese a todo lo anterior, se puede adscribir a esta teoría neoclásica de la distribución gran parte de las actuaciones dirigidas a reducir las desigualdades de renta que adoptan mecanismos indirectos, como es el caso de la formación educativa, mediante los que en última instancia se pretende mejorar la productividad de los individuos y por lo tanto su posibilidades en el mercado (véase capital humano). En lo que se refiere a la macroeconomía neoclásica, se puede decir que durante mucho tiempo su visión del funcionamiento agregado de una economía de mercado se limitó a su creencia en el funcionamiento de la ley de Say, según la cual la “oferta crea su propia demanda”, lo que descartaba la existencia de crisis o depresiones duraderas de carácter endógeno al propio sistema económico puesto que la demanda efectiva se ajustaba automáticamente al nivel de producción. El ajuste entre el ahorro y la inversión se producía por lo tanto de modo instantáneo, en la medida en que el tipo de interés equilibraba la oferta de fondos prestables con su demanda. En lo que respecta al nivel de precios, los neoclásicos suscriben la vigencia de la ecuación cuantitativa del dinero, al menos a largo plazo, según la cual el dinero actúa como un velo monetario que meramente trasforma en valores monetarios los resultados reales (el conjunto de precios relativos) alcanzados en los mercados: el dinero por lo tanto no afecta al nivel de producción sino tan sólo al nivel de precios, lo que desaconseja la puesta en marcha de medidas de política monetaria expansiva, que a largo plazo tan sólo afectarían al nivel de precios (al alza) y no al de producción (véase neutralidad del dinero). En cuanto a la política fiscal, el punto de vista neoclásico visión mantiene que, puesto que el nivel de producción está
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determinado por las condiciones de equilibrio en cada uno de los mercados, los cambios en el gasto público sólo afectarán a la composición de la demanda efectiva y no a su volumen. Más gasto público no generará más producción a largo plazo sino meramente una sustitución entre el sector privado y el público, a favor, claro está, de este último (véase efecto expulsión). La Gran Depresión de la década de 1930 y la aparición de la economía keynesiana llevó al abandono de la ley de Say y al cuestionamiento de la visión neoclásica del funcionamiento agregado de la economía a corto plazo, donde era suficiente con que precios y salarios fluctuaran libremente para alcanzar una situación de equilibrio con pleno empleo. Sin embargo este planteamiento crítico se dulcificaría en poco tiempo con la aparición de la llamada Síntesis Neoclásica (véase IS-LM), que integraba algunos aspectos del análisis keynesiano en el entramado neoclásico. Así, se aceptaba que, en el corto plazo, la presencia de rigideces de precios (aunque, fundamentalmente, en el nivel de los salarios monetarios) posibilitaba la aparición de desempleo involuntario y justificaba la puesta en marcha de medidas de política económica expansiva con la finalidad de acercar la economía a su
equilibrio de pleno empleo. Pero los elementos keynesianos y
neoclásicos no jugaban in papel simétrico en esa síntesis. No bastaba con la mera generación de demanda efectiva para aumentar los niveles de empleo, pues en ausencia de una disminución de los salarios reales, nada cambiaría en el mercado de trabajo, el nivel de producción permanecería constante y únicamente se generaría un aumento en el nivel de precios. Sólo en el caso de que cayeran los salarios reales las políticas públicas expansivas tendrían efectos reales (véase curva de Phillips). Las políticas de estabilización de corte keynesiano serían, por consiguiente, condición necesaria pero no suficiente para la consecución del equilibrio macroeconómico. Por el contrario, la caída en los salarios reales sería condición necesaria y suficiente para el mismo propósito. Con posterioridad, el monetarismo y más recientemente la nueva economía clásica sentarán las bases para una teoría macroeconómica plenamente coherente con los postulados de la economía neoclásica. A largo plazo, cuando se suponía que la rigideces de precios ya no operaban con la fuerza que lo hacían a corto plazo, por lo que los ajustes de mercado se satisfacían plenamente, la economía neoclásica se mantuvo enteramente al margen de la influencia keynesiana aportando una visión teórica sobre los determinantes del crecimiento económico, el modelo de Solow, dominante hasta la aparición de los modelos de crecimiento endógeno a finales del siglo XX. neocolonialismo el período que va desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta comienzos de la década de los 60 fue testigo del nacimiento de muchos países, que de forma relativamente pacífica, como ocurrió en Senegal y en menor medida en India, o mediante cruentas guerras de liberación, como en Argelia, consiguieron liberarse del dominio político de sus metrópolis, fundamentalmente el Reino Unido y Francia y en menor medida Bélgica. Así, entre 1956 y 1968, 34 protectorados y antiguas colonias del Reino Unido, Francia y Bélgica, que suponen las 2/3 partes del PIB africano y las ¾ partes de su población, pasaron a ser naciones independientes. En tan solo un año Francia concedió la independencia a 13 naciones. Sin embargo, la independencia formal de estos países no supuso la obtención de una independencia real en todos los frentes, especialmente el económico. Más aún, la coincidencia temporal del proceso de independencia con el comienzo de la Guerra Fría dificultó todavía más la obtención de una auténtica soberanía, ya que muchos de estos países
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pasaron a situarse en la órbita de influencia una u otra de las grandes potencias. El término neocolonialismo hace referencia a la existencia de una brecha entre esa libertad formal alcanzada con la independencia y la capacidad real de los países de actuar de forma soberana. Con la independencia, las metrópolis perdieron los mecanismos militares, culturales y administrativos de control sus colonias pero mantuvieron sin embargo múltiples mecanismos de control económico. Los nuevos países se encontraron con una economía centrada en la provisión de productos primarios para la metrópoli (véase teoría de la dependencia), con unas infraestructuras dirigidas exclusivamente a este menester y con una ausencia de cuadros técnicos y universitarios para desarrollar sus propias estrategias económicas. No es así de extrañar que muchos adoptaran políticas proteccionistas con la finalidad de crear una industria nacional que les permitiera alcanzar también una independencia económica que dotara de contenido la independencia formal. Otra cuestión es que la propia falta de recursos, entre otros de capital humano, hiciera que esta opción estuviera en muchos casos abocada al fracaso. Junto con este fenómeno, el desarrollo de las grandes empresas transnacionales, ha supuesto la aparición de nuevas formas de dependencia y sometimiento de los países menos desarrollados a los intereses de estas empresas, no siempre compatibles con los suyos propios –recordemos que el origen de algunas colonias como India o Congo está asociado a la actividad de empresas privadas. Aunque las magnitudes de ventas de una empresa y nivel de PIB miden cosas distintas y su comparación es inadecuada, el hecho de que una empresa como la General Motors, tenga ventas por un valor superior al PIB de Turquía, o que la petrolera Royal Dutch Shell tenga ventas que multiplican por dos el PIB de Egipto refleja de alguna manera la fuerte asimetría a la que se enfrentan países todavía mucho más pequeños que los dos mencionados cuando negocian con las este tipo de empresas. Un desequilibrio que se refuerza todavía más en la medida que las empresas transnacionales normalmente cuentan con el apoyo de sus gobiernos. neokeynesiana, economía la aparición de la Economía neokeynesiana, con autores como Joseph E. Stiglitz y George A. Akerlof, premios Nobel de Economía de 2001, o Gregory Mankiw, se sitúa en la década de 1980 como reacción a las críticas de los partidarios de la nueva macroeconomía clásica a la economía keynesiana tradicional, la cual carecía, en su opinión, de unos sólidos fundamentos microeconómicos basados en el modelo de comportamiento racional de los agentes económicos. Los neokeynesianos asumieron tanto la crítica como el planteamiento esencial de la economía neoclásica, en el sentido de aceptar que si el proceso de ajuste en los mercados fuera tan flexible y rápido como mantenían éstos, los equilibrios micro y macroeconómicos estarían plenamente garantizados tanto a corto como a largo plazo. Ahora bien, lo que los neokeynesianos señalaron es que ese planteamiento no se sostenía en la realidad, ya que tanto los salarios como los precios mostraban grandes rigideces a la hora de ajustarse a las variaciones de la demanda agregada. Rigideces que, a diferencia de los planteamientos que subyacían a la síntesis neoclásica-keynesiana de la postguerra, no era consecuencia de intervenciones en último término exógenas a los mercados (sindicatos, regulación pública, Estado de Bienestar, etc.) sino que respondían al comportamiento racional de los agentes en presencia de información asimétrica, fallos de coordinación y costes de transacción. Entre los factores que explicarían estas rigideces de precios y salarios pueden destacarse los siguientes: (1) existencia de los llamados costes de menú, que son los inevitables costes asociados a los procesos de ajuste de precios (hay que hacer nuevos
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catálogos, comunicar los precios, marcar los productos, etc.), por lo que las empresas con objeto de minimizarlos tenderán a ajustar los precios intermitentemente y no de modo continuo. Cierto que, como dicen los críticos, los costes de menú son normalmente pequeños, pero los neokeynesianos replican que si bien pueden ser pequeños para una empresa individual, pueden tener efectos significativos desde el punto de vista de la economía en su conjunto. La razón de ello se encontraría en que los cambios de precios producen externalidades, ya que, cuando una empresa baja su precio, hace bajar ligeramente el nivel de precios agregado, lo que aumenta la renta real y estimula la demanda de bienes de todas las empresas (externalidad de demanda agregada), un efecto externo que ninguna empresa concreta tendría en cuenta como un beneficio adicional derivado de la reducción de su precio, con lo que al no entrar en sus cálculos para maximizar sus beneficios, bien podría decidir no llevar a cabo tal reducción. (2) Otra fuente de rigidez estaría asociada a los fallos de coordinación a la hora de fijar los precios por parte de las empresas, en la medida que la política óptima de cada empresa dependa de lo que hagan las otras. Por ejemplo, es habitual que ninguna empresa quiera ser la primera en subir los precios como consecuencia de una política monetaria expansiva, pues si alguna se lanza y lo hace perdería clientes, con lo que todas esperarán a que sea otra la que tome la iniciativa, retrasándose así los necesarios procesos de ajuste. Como en todo problema de coordinación, caben diferentes equilibrios unos mejores que otros en términos de eficiencia global (véase, teoría de juegos), de modo que nada impide que el resultado alcanzado por el libre funcionamiento de los mercados sea subóptimo. (3) También pueden darse los llamados efectos reputación, que son aquellos que aparecen cuando las empresas consideran que un cambio continuo de precios afectaría negativamente a su reputación, y por lo tanto a su demanda, lo que les llevaría a retrasar tales ajustes. (4) Por último, una cuarta razón, relacionada con el mercado de trabajo, sería la existencia de salarios de eficiencia, lo que afectaría a los incentivos de las empresas a bajar los salarios en presencia de un exceso de oferta de trabajo. La existencia de todos estos tipos de rigideces justificaría, para esta escuela, la adopción de políticas contracíclicas monetarias y fiscales como modo de mejorar los resultados macroeconómicos. El enfoque neokeynesiano, pese a su nombre, supone una ruptura con el planteamiento esencial del análisis keynesiano. Su énfasis en la existencia de dificultades de coordinación económica como causa de los problemas macroecómicos debidas a rigideces asociadas a problemas institucionales o informacionales olvida la lección fundamental de Keynes para el que no se requería el recurrir a tales fallos de coordinación a la hora de explicar la existencia de equilibrios macroeconómicos subóptimos, pues éstos eran consecuencia de problemas de demanda efectiva asociados a la existencia de una radical incertidumbre con respecto al futuro (véase postkeynesianos).
neoproteccionismo
término con el que se hace referencia a las nuevas formas de protección del mercado
interno frente a la competencia extranjera. La aparición de este tipo de mecanismos se relaciona con los acuerdos para la reducción o eliminación paulatina de los sistemas tradicionales proteccionistas: aranceles, cuotas y subvenciones a empresas, que se han alcanzado en las distintas rondas de liberalización comercial auspiciadas por el GATT. A diferencia de los mecanismos proteccionistas tradicionales, las prácticas neoproteccionistas son mucho menos transparentes, y por lo tanto, más costosas de detectar y neutralizar. Estos mecanismos incluyen: (a) regulaciones acerca de la seguridad o sanidad de los productos importados
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diseñadas a medida de las prácticas productivas de las empresas nacionales para impedir la entrada de productos extranjeros; (b) acuerdos “voluntarios” de limitación de las exportaciones de otros países, conocidos como restricciones voluntarias a la exportación, a los que las empresas exportadoras llegan con los países a donde dirigen sus productos con la finalidad de no verse castigadas con la aplicación de sistemas proteccionistas más duros. El efecto final de esta medida es el equivalente a las cuotas, aunque es menos transparente; (c) derechos antidumping, consistentes en una penalización (que en términos medios supera el 20 %) que tienen que pagar las empresas exportadoras en el caso de que los países de destino de esas exportaciones consideren que los precios de venta se hayan fijado a niveles artificialmente bajos (precios predatorios) con la finalidad de expulsar a las empresas locales del mercado. El problema en este caso es que no siempre es fácil conocer los costes de producción con la finalidad de determinar si existe o no existe dumping, especialmente cuando los países exportadores son de renta baja, lo que hace que esta medida sea especialmente adecuada como instrumento de protección encubierta. neutralidad del dinero se dice que el dinero es neutral cuando los cambios en la cantidad de dinero, esto es, en la oferta monetaria, afectan exclusivamente al nivel de precios, aumentándolo si aumenta la cantidad de dinero y reduciéndolo si se cae, sin afectar a los niveles de producción. El dinero sería así neutral con respecto a la actividad económica real, ya que sólo afectaría a las variables monetarias (véase ecuación cuantitativa del dinero). En el supuesto de que el dinero fuera neutral, la única política monetaria que tendría sentido sería aquella dirigida a luchar contra la inflación. Política ésta que, además, no tendría ningún efecto negativo sobre la actividad económica real. Cuando se habla de neutralidad del dinero es fundamental distinguir entre el corto y largo plazo. Hasta los economistas neoclásicos admiten que en el corto plazo la noción de neutralidad del dinero es demasiado rígida, pues la existencia de rigideces en los mercados de bienes y/o factores implica que los precios no se mueven paralela e instantáneamente a los movimientos en la cantidad de dinero, por lo que las variaciones en la cantidad de dinero tendrían efectos reales y no sólo monetarios. Sin embargo, para esta escuela, la neutralidad del dinero si se manifestaría plenamente a largo plazo. Para Keynes, sin embargo, el dinero no es neutral a corto plazo porque, dada una preferencia por la liquidez, las variaciones en la oferta monetaria, al afectar al tipo de interés, afectan a las variables reales del sistema independientemente de la existencia de rigideces en los mercados de bienes. A pesar de la existencia de abundante evidencia que indica que el dinero no es neutral con respecto a las variables reales de la economía (producción y empleo), por lo menos en el corto plazo, las autoridades monetarias, como el Banco Central Europeo, tienden a abrazar este planteamiento, al menos en el largo plazo, lo que explica su reticencia a utilizar una política monetaria expansiva incluso en situaciones próximas al estancamiento económico.
“niño mimado”, teorema del
el Premio Nobel, Gary Becker, estableció que en la relación entre unos
“padres” altruistas preocupados por el nivel de vida, consumo o renta de un “hijo” egoísta (“rotten kid”), sólo interesado por sí mismo y cuya conducta puede afectar a la renta de toda la “familia”, ocurre in embargo que al “hijo mimado” le interesa elegir un curso de acción no egoísta que maximice la renta de la “familia” en
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la medida que ello le suponga un volumen de donaciones que le compensen lo que deja alternativamente de ganar cuando se comporta egoístamente, con el resultado de que la asignación de recursos es eficiente. Una condición para ello es que la transferencia al “hijo” se comporte como un bien normal, de modo que si el comportamiento egoísta del “hijo” se traduce en una pérdida de renta “paterna”, el volumen de transferencias que recibe también decrece A diferencia del dilema del samaritano, aquí el perceptor de la ayuda sólo actuará de modo no egoísta si la transferencia a su favor se realiza después de que haya decidido su curso de acción y su tamaño depende de cuál haya sido éste. El teorema del “niño mimado” ha sido utilizado para justificar las formas condicionadas de la ayuda dentro del Estado de Bienestar.
nueva economía
el desarrollo experimentado por las tecnologías de la información y las comunicaciones,
TIC, en las dos últimas décadas, con el ejemplo paradigmático de Internet, ha llevado a muchos analistas a defender que se estaría entrando en una nueva era del funcionamiento de los mercados, y a hablar de una “nueva economía”, en el sentido de que las reglas y teorías de la vieja economía habrían quedado obsoletas para explicar el funcionamiento de la nueva “sociedad de la información”. Sin duda, es este un planteamiento que peca por extremado, pues ni la nueva economía en términos reales ha suplantado a la “vieja”, ni la “Nueva Economía”, en el sentido de conjunto de nuevas herramientas teóricas para analizar la realidad económica, implica el abandono de las herramientas de análisis de la vieja. A fin de cuentas, el progreso de las TIC se puede conceptuar como una mera caída en los costes de transacción que tiene grandes efectos sobre la organización económica, pero que no altera lo más mínimo sus principios esenciales de funcionamiento. Dejando a un lado la intensidad del cambio técnico asociado a las TIC, que algunos analistas llegan a comparar con las grandes revoluciones del pasado como la utilización del vapor en el siglo XVIII, o el desarrollo del motor de explosión interna y la economía del petróleo en el siglo XX, la característica esencial de las TIC es su aplicabilidad generalizada a todos los campos de la actividad económica en la medida que afecta positivamente a la transmisión de la información. El incremento en la eficiencia informacional que ello supone conlleva un crecimiento generalizado en la productividad, junto con la aparición de nuevos mercados y una mejora de los procesos de ajuste de éstos, con la consiguiente reducción en los costes de transacción. Estos cambios tecnológicos tendrían implicaciones tanto macro como microeconómicas. En lo que se refiere a su impacto sobre la macroeconomía, se ha defendido que el mejor conocimiento del mercado por parte de las empresas que permite Internet, reducirá el comportamiento cíclico de las economías de mercado, al tiempo que la mayor transparencia asociada también a Internet reducirá la inflación. Por último, la incorporación masiva de las TIC a la producción de bienes y servicios generará un aumento de la productividad sin parangón facilitando un crecimiento económico sostenido. Junto con ello, las TIC serían un factor subyacente al proceso de globalización experimentado en las últimas décadas, al facilitar no sólo los contactos en tiempo real entre empresas situadas en lugares muy distantes, sino también facilitando de modo impresionante los movimientos internacionales de capital. Puestos a evaluar estas predicciones puede señalarse que, en tanto el efecto de las TIC sobre la productividad parece claro a la luz del importante del crecimiento de la productividad experimentado en Estados Unidos, país líder mundial en la incorporación de TIC en las empresas, no sucede lo mismo con lo relativo a los ciclos y a la estabilidad económica. Ello no es nada extraño puesto que si bien las TIC favorecen
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el rápido ajuste de los mercados también, por su propia esencia facilitan la expansión incontrolada de los fenómenos de contagio que pueden afectar de modo negativo a las expectativas de los agentes, cuando estas no se forman de acuerdo con el modelo de expectativas racionales, como se ha manifestado en las numerosas crisis bursátiles y financieras desatas en la última década. Por último, en lo referido a la inflación, los estudios sobre los precios en Internet señalan que éstos, a diferencia de lo esperado, tienen un mayor rango de dispersión que en los mercados tradicionales, no siendo por término medio más bajos. Este resultado contraintuitivo, en el sentido que el aumento de información de los consumidores debería expulsar a los vendedores más caros del mercado y favorecer la competencia, se podría explicar porque al tiempo que aumenta la información de los consumidores también aumenta la información de las empresas, tanto sobre las características de los consumidores –gracias a la propia red- lo que permite una mayor discriminación de precios, como sobre las estrategias de precios de las empresas rivales. El aumento de información en este segundo caso puede conducir a que ninguna empresa adopte una estrategias de reducción de precios puesto que podría ser detectada rápidamente y replicada por otras empresas, reduciendo así el efecto positivo sobre los beneficios derivado de ser la única que reduce los precios. Por otra parte, también hay que tener en cuenta que el comercio en Internet todavía es minoritario debido, entre otras cuestiones, a la inexistencia de métodos de pagos totalmente fiables junto con hábitos de consumo que, al menos en Europa, favorecen la compra presencial, pudiendo ser que todavía fuera pronto para detectar grandes cambios en el comportamiento de los precios. Desde una aproximación microeconómica, las TIC favorecen la reducción de costes en las empresas mediante la eliminación de intermediarios gracias al comercio electrónico (la mayoría de éste corresponde a comercio entre empresas o business to business, B2B) y el aumento de la productividad. Si bien la novedad fundamental es la aparición de nuevos bienes y servicios con externalidades de red y economías de escala, elementos que en los dos casos favorecerían la concentración económica. Como compensación, Internet facilita a las empresas el abastecimiento de los llamados “mercados nicho”. Los elevados costes de almacenamiento e información hacían previamente que en muchos sectores las empresas no consideraban rentables satisfacer las demandas de consumidores atípicos, centrándose por el contrario en los mercados de masas donde se reúnen los consumidores que comparten en buena medida gustos o preferencias. Las librerías tradicionales o las tiendas de música son un ejemplo de ese abandono de los consumidores de gustos minoritarios. Internet, permite con el mínimo coste de un clic de ratón que las empresas sepan de los gustos de consumidores individuos raros o minoritarios y de su número, con lo que se cumple la primera condición para que se desarrollen unos mercados nicho rentables para satisfacer las preferencias de esos consumidores: el conocer cuántos son y lo que están dispuestos a pagar por los bienes o servicios que demandan. Por último, en la nueva economía se refuerza el papel de empresas cuyo principal capital es intangible, por ejemplo una marca, capacidad de organización y venta, etc., que o bien no disponen de capacidad productiva propia, o bien ésta no es su principal activo. La compra de multitud de empresas de Internet con anterioridad a la crisis de comienzos de década por unos precios infinitamente superiores al valor de sus activos reales es un buen ejemplo de la valoración que el mercado, esta vez errónea, hace de la importancia de estos activos intangibles en la nueva economía.
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nueva macroeconomía clásica
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la escuela de la nueva macroeconomía clásica, ligada a los trabajos de los
economistas estadounidenses Robert Lucas, Nobel de Economía de 1995, Thomas Sargent y Robert Barro, entre otros, reivindica la recuperación del análisis neoclásico y el monetarismo incorporando como novedad el énfasis en la importancia de las expectativas en el funcionamiento agregado de los mercados. Unas expectativas que para estos autores van a ser racionales, en el sentido de que se supone que los agentes económicos incorporan toda la información disponible a la hora de tomar sus decisiones. El mundo de la nueva economía clásica es, por lo tanto, un mundo en el que los mercados se vacían, en donde los precios y los salarios son flexibles y en donde los agentes económicos racionales utilizan toda la información disponible, que examinan a la luz de un conocimiento teórico profundo del funcionamiento del mercado, a la hora de tomar sus decisiones. Partiendo de estos supuestos, la nueva economía clásica defiende que la economía se situará de forma automática (en ausencia de perturbaciones aleatorias que afecten negativamente a la capacidad de los agentes de tomar decisiones racionales), incluso a corto plazo, en el nivel de producción asociado a la tasa natural de desempleo, o el pleno empleo, según las versiones, donde el desempleo, de existir, sería voluntario y formando por trabajadores que buscan un trabajo mejor que el disponible. Lo anterior supone que la función de oferta agregada será vertical, haciendo innecesaria toda actuación de política económica. Pero la política económica no sólo sería innecesaria en este contexto, sino que, en todo caso, sería incapaz de alterar los resultados alcanzados en el mercado, ya que los agentes económicos, armados de sus expectativas racionales, anticiparían los efectos de la política y tomarían las acciones necesarias para neutralizarla (véase inconsistencia temporal). Por ejemplo, la política fiscal sería irrelevante puesto que ante un aumento del déficit público los agentes anticiparían un aumento de los impuestos en el futuro y reaccionarían aumentando su ahorro, con lo cual se anularía el efecto expansivo del déficit (tal y como recoge el teorema de la equivalencia ricardiana, véase deuda). Bajo estas condiciones, la única forma de aumentar el empleo será mediante cambios en las preferencias de los individuos a favor del trabajo y en contra del ocio –lo que afectaría a la oferta de trabajo- o mediante mejoras en la tecnología –lo que afectaría a la demanda de trabajo. Esto es, mediante actuaciones con un efecto positivo sobre la oferta agregada.
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O obsolescencia depreciación que se produce en el valor de los activos productivos y de los bienes de consumo duradero como consecuencia no del desgaste asociado a su uso sino del progreso técnico (obsolescencia técnica) o de los cambios en la moda (obsolescencia psicológica). En lo que respecta a los bienes de equipo, si las empresas están en un entorno competitivo se verán obligadas a seguir el ritmo de los avances técnicos (innovación de procesos) so pena de quedar al margen. Pero la obsolescencia técnica no significa la inmediata asunción de un nuevo proceso tras su descubrimiento. Una empresa competitiva no tendrá incentivos para innovar y desprenderse de su viejo equipo aunque tenga pérdidas por la competencia de las que sí han innovado, siempre que las pérdidas sean más pequeñas que los costes variables usando la vieja tecnología. La rapidez en la respuesta a la obsolescencia técnica se acentúa conforme las empresas carecen de poder de mercado. En el caso extremo de monopolio, dado que la vieja tecnología permite seguir obteniendo beneficios extraordinarios por la ausencia de competencia, la obsolescencia tendrá una importancia mucho menor. Junto con la innovación de procesos está la llamada innovación de productos, la introducción de nuevas versiones de sus productos de carácter duradero por parte de las empresas en el curso del tiempo. La innovación de productos supone otro tipo de obsolescencia técnica que cuando resulta ser consecuencia de un proceso calculado en función de la política de ventas de las empresas recibe la denominación de obsolescencia planificada. Esta forma de obsolescencia ha suscitado un amplio debate respecto a su eficiencia, en términos agregados o sociales, entre aquellos que la consideran como enteramente eficiente si recibe el respaldo de los consumidores en los mercados, y aquellos otros que consideran el repetido cambio en el estilo, el modelo, el envoltorio o en algunas de sus características menos fundamentales como un derroche de recursos. Dado que tales innovaciones son costosas, en un entorno competitivo las empresas sólo las introducirían si el mercado lo justifica, es decir, sólo cuando sea socialmente óptimo: cuando consumidores perfectamente informados avalan el cambio de modelo pagando por ello. La situación es diferente conforme la estructura de mercado deja de ser perfectamente competitiva. En este caso, en muchas circunstancias, ya no puede hablarse en estricto sentido de obsolescencia planificada en la medida que los cambios de modelo dejan de ser una variable autónoma de las empresas para convertirse en un instrumento de competencia y estrategia defensiva frente a la competencia de las demás so pena de perder cuota de mercado. Finalmente, incluso un monopolio que carece de presiones competitivas tiene el incentivo para introducir nuevas versiones de sus productos aunque no sea socialmente eficiente. La razón es que el monopolista que vende un bien duradero, puede considerar el “cambio de modelo” como la mejor estrategia para hacer frente al problema que le plantea la tiranía de la durabilidad. Esta solución no sería eficiente desde un punto de vista social porque el monopolista al tomar una decisión de
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introducción de nuevos diseños no internalizaría (no tendría en cuenta) la desvalorización de las unidades ya vendidas. Por último, un bien no tiene solamente unas características de tipo técnico que le hacen útiles para satisfacer necesidades o preferencias. Tiene también, en muchos casos, unas características simbólicas o comunicativas cuya efectividad disminuye conforme aparecen nuevos bienes cuyo rendimiento técnico es superior. Este proceso ha recibido el nombre de obsolescencia psicológica. Por ejemplo, el poder significante de un producto como un vehículo no depende solamente de sus prestaciones técnicas sino de otras que le confieren un “halo” comunicativo en determinada dirección (modernidad, juventud, técnica y ciencia, progresismo, libertad, etc.) Así parece que a la vez que un consumidor compra un coche adquiere también libertad, atractivo sexual, etc. Y es una experiencia común que el cambio anual de modelos lleva a que el vehículo que unos meses antes era el signo evidente de esos “valores”, deje de serlo de un día para otro. Pese a que tal cambio de diseño pase el test del mercado, es decir, a pesar de que encuentre suficientes consumidores que avalen el cambio de modelo, la obsolescencia psicológica puede ser causa de ineficiencia social. Veámoslo. Sea un bien que puede existir en dos calidades diferentes, 1 y 2, tal que la 2 es superior técnicamente a la 1. Llamemos V(1,1) al valor que el consumidor le da al modelo 1 en ausencia del 2. Una vez que aparece éste, el valor para el consumidor del modelo 1 pasa a ser V(1,2) -tal que V(1,2) < V(1,1)- por la obsolescencia psicológica. El consumidor cuando aparece el modelo 2 a un precio P2 tiene dos opciones: o bien sigue comprando el 1 al precio de siempre P1, con lo que sale perdiendo porque al mismo precio sólo obtiene ahora el valor V(1,2), o bien se pasa al modelo 2. Si así lo hace será porque le compensa, lo cual ocurrirá si el valor suplementario que deriva de comprar el modelo 2 respecto al que obtiene si sigue comprando el modelo 1 le compensa la diferencia de precios, es decir, el consumidor se pasará al modelo 2 si: V(2,2) – V(1.2) ≥
P2 - P1
Pero aunque así ocurra, esto no le garantiza que salga ganando en todo el proceso asociado a la innovación. En efecto, su ganancia de valor cuando se pasa al modelo 2 con respecto al valor cuando sólo consumía el 1 y no existía el 2 es: V(2,2) –V(1,1), y bien puede ocurrir que esta diferencia (la ganancia “real” en valor entre la situación de después de la innovación y la de antes) sea inferior a la diferencia de precios P2 - P1. Si así ocurriera, el consumidor saldría perdiendo como consecuencia del proceso de innovación y la obsolescencia psicológica a la que da lugar. Pero merece la pena destacarse que, aunque pierda, al consumidor no se le fuerza para que compre el nuevo modelo. Una vez esté ya presente en el mercado, comprarlo -si se cumple la condición anterior- puede ser lo más adecuado, lo cual no es sino un ajuste lamentable a una situación no deseada. oferta, función la función de oferta de una empresa en competencia perfecta recoge la cantidad producida por en función de las variables que influyen en su decisión de cuánto producir bajo el supuesto de maximización de beneficios. Estas variables serían: el precio de mercado, el precio de los factores de producción, las expectativas sobre todas las variables, la tecnología disponible, etc. Se denomina curva de oferta de la empresa competitiva a la relación entre la cantidad que esta pone en el mercado y el precio de venta bajo el supuesto, caeteris parribus, de que el resto de variables que aparecen en la función de oferta no se modifican.
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La forma que adopte la curva de oferta dependerá de la forma que tenga la función de producción de la empresa. Bajo el supuesto simplificador de que en la producción sólo se utiliza capital y trabajo, a corto plazo, para aumentar el nivel de producción habrá que aumentar la utilización del factor variable: el trabajo, por lo que si su productividad marginal es decreciente, el coste marginal de producción será creciente. En estas condiciones una empresa que pretenda maximizar beneficios deberá producir aquella cantidad para la que el precio sea igual al coste marginal. Por lo tanto la curva de coste marginal es (en parte) la curva de oferta de la empresa, de forma que la empresa no aumentará la cantidad ofertada hasta que no se produzca un aumento del precio de mercado que le compense el aumento de costes. Obviamente, para empezar a producir no será suficiente con que el precio iguale al coste marginal, sino que los ingresos por ventas deberán cubrir todos los costes asociados a la contratación del factor variable, o lo que es lo mismo, el precio de mercado deberá ser igual o mayor a los costes variables medios, por lo que la curva de oferta de una empresa competitiva en el corto plazo será su curva de coste marginal a partir de que corte a la de coste variable medio. A corto plazo bien puede suceder que una empresa competitiva produzca cubriendo los costes variables pero no todos los costes fijos, es decir teniendo perdidas, situación que sería preferible a abandonar el mercado y hacer frente a todos los costes fijos irrecuperables. Si pasamos a analizar el largo plazo, tanto capital como trabajo serán variables, por lo que la curva de costes marginales dependerá del tipo de rendimientos a escala que manifieste la función de producción. Bajo el supuesto de que los rendimientos a escala son primero crecientes, luego constantes y por último decrecientes, la curva de costes marginales a largo plazo primero será decreciente, luego constante y luego creciente. Dado un precio de mercado, el nivel de producción óptimo de la empresa en el largo plazo será aquel para el que el coste marginal de la empresa, también a largo plazo, sea igual a ese precio en el tramo creciente de los costes marginales. A largo plazo la empresa no puede tener pérdidas, por lo que sólo se mantendrá en el mercado si sus ingresos por ventas cubren todos los costes, incluyendo los costes de uso (véase tipo de interés) del capital incluyendo la remuneración normal de la actividad empresarial empresario. Esto quiere decir que la curva de oferta a largo plazo de una empresa coincidirá con la curva de los costes marginales a largo plazo a partir del punto en que el precio de mercado iguala al coste medio. La curva de oferta de un sector o industria competitiva se construye mediante la suma horizontal de las curvas de oferta de cada una de las empresas que lo componen, y por lo tanto coincidirá con la suma de los niveles de producción óptimos de cada empresa para cada precio. La forma de la curva de oferta del sector dependerá de si el análisis se hace a corto o a largo plazo y de la existencia de efectos externos o de externalidades tecnológicas y pecuniarias para las empresas de dentro del sector. A corto plazo, el supuesto es que el número de empresas que forman parte de un sector competitivo está limitado a las existentes en un cierto momento que, además, no pueden variar su stock de capital o su capacidad instalada de producción. El resultado será que, a corto plazo, aunque el sector sea competitivo, los incrementos de precios por incrementos en la demanda permitirán a las empresas ya instaladas obtener beneficios extraordinarios, en tanto que la producción sólo crecerá (o disminuirá) por el incremento (o el decremento) de la cantidad de factores variables utilizada. A largo plazo, por el contrario, y a menos que existan barreras de entrada, los beneficios extraordinarios (o las pérdidas) de que puedan gozar las empresas existentes en un sector como consecuencia de un aumento (o disminución) en la demanda, actuarán como señal
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que atraerá a empresas de otras industrias que buscarán instalarse en este sector para aprovecharse de esos beneficios extra (o si son pérdidas, incentivará a algunas a irse del mismo). El resultado es que a largo plazo, si el sector es competitivo, los beneficios (o, en su caso, las pérdidas) de todas las empresas que haya en él tenderán a cero. Para explicar la curva de oferta a largo plazo, junto con esta tendencia a la entrada y salida de capital en el sector asociada a los cambios en los precios y en los beneficios (o pérdidas) de corto plazo, hay que tener en cuenta la existencia de externalidades en la producción para cada una de las empresas pero internas para el conjunto de ellas. De modo que si no existen este tipo de externalidades la curva de oferta del sector a largo plazo sería perfectamente horizontal para un determinado precio y sólo se desplazaría hacia arriba si los precios de los factores aumentasen. Un crecimiento en la demanda que diese origen a subidas en el precio y a beneficios a corto plazo atraería a otras empresas, que aumentarían la cantidad ofrecida haciendo que se restableciese el precio. Si existen deseconomías externas ya sean tecnológicas o pecuniarias, es decir, si por ejemplo sucediese que el aumento en la producción por parte de cada empresa para hacer frente a un crecimiento en la demanda hiciese subir los precios de algunos de los inputs, ello implicará que al aumentar la producción por parte de todas las empresas subirán los costes de cada una de ellas, por lo que la curva de oferta del sector a largo plazo ya no sería constante sino será creciente. Si, por el contrario, hay economías externas el aumento de producción por parte de todas las empresas irá asociado a una disminución de los costes de producción de todas y cada una de ellas y la curva de oferta del mercado a largo plazo será decreciente. El concepto de curva de oferta sólo se aplica lógicamente a sectores competitivos. Las empresas que operan en estructuras de mercado no competitivas no tendrán curva de oferta, pues en este tipo de mercado, en la medida que las empresas tienen poder de mercado, no existe una relación unívoca entre cantidad producida y precio. Es decir, el mismo precio de mercado puede estar asociado a niveles de producción diferentes por parte de las diferentes empresas según las relaciones que existan entre ellas (véase oligopolio). oferta agregada función que recoge a corto plazo el nivel total de producción generado en una economía, Y, para cada posible nivel de precios, P. La forma concreta que adopte la oferta agregada de una economía dependerá de la forma de la función de producción agregada que idealmente se supone caracteriza al sector productivo de esa economía. Bajo el supuesto de que esa función de producción es de coeficientes fijos se puede pensar que dado un precio suficientemente remunerativo, el conjunto de empresas estarán dispuestas a ofrecer cualquier cantidad que demande el mercado sin exigir aumentos del precio, en cuyo caso la función de oferta agregada será horizontal. Mientras exista capital instalado ocioso disponible y suficientes trabajadores desempleados y deseosos de trabajar al salario existente, de forma que las empresas simplemente contratan a nuevos trabajadores al salario monetario vigente, ponen en marcha máquinas que antes estaban paradas y aumentan la oferta (al mismo coste medio y precio) según aumente la demanda. Este sería el caso Keynesiano puro (véase economía postkeynesiana). Si la función de producción presenta coeficientes variables, siempre se utiliza todo el capital existente pues el capital en este caso se supone maleable, no hay una determinada relación capital trabajo característica de la economía sino es posible sustituir unas técnicas por otras dependiendo de la cantidad de trabajo que se emplee. En consecuencia, las variaciones de la producción dependerán de la utilización del factor trabajo, cuya productividad marginal será decreciente (se supone pues, adicionalmente que la función de producción presenta rendimientos constantes a escala).
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A partir de lo anterior se tienen dos posibles formas extremas de la función de oferta correspondientes a dos modelos macroeconómicos distintos. Una la Keynesiana pura, ya comentada. La otra sería una curva de oferta vertical, lo que significaría que la oferta agregada es la misma independientemente del nivel de precios. Este caso, denominado por Keynes, caso clásico, se correspondería con una economía con una función de producción agregada de coeficientes variables en la que todas las personas que quieren trabajar al salario real existente están ya empleadas y por lo tanto, por mucho que aumente el precio no podrá aumentar la producción. Entre estos dos casos extremos, el keynesiano puro y el clásico, se puede pensar en la existencia de formas muy distintas de oferta agregada, que corresponderían a distintos funcionamientos del lado real – productivo- de la economía. Un caso común en los libros de texto, asociado a la síntesis neoclásica, sería una función de oferta agregada con pendiente creciente hasta alcanzar la situación de pleno empleo, punto en el que la oferta se haría vertical. La idea que subyace a esta forma de la oferta agregada es la de que, por las razones que sea, el nivel del salario monetario es fijo en el corto de plazo, de forma que si los precios crecen, y por tanto caen los salarios reales, las empresas estarían dispuestas a contratar a trabajadores adicionales y aumentar la producción. En presencia de este tipo de curva de oferta agregada es factible encontrarse en una situación en la cual al salario monetario existente los precios sean tales que al salario real resultante haya más trabajadores que quieran estar empleados de los que las empresas contratan. Esta sería una situación de desempleo involuntario asociada a una insuficiencia de demanda efectiva.
Tipos de función de oferta agregada
P
P
P
Y Oferta Keynesiana
Y
Y Oferta Neoclásica
Oferta clásica
oferta monetaria la oferta monetaria es todo aquello considerado como dinero en una economía, por lo tanto no es sólo la cantidad de dinero legal emitido por la autoridad monetaria, a la que se denomina base monetaria. Ello explica que la definición de oferta monetaria haya ido cambiando con el tiempo según han ido apareciendo nuevas formas de dinero como el dinero bancario (véase multiplicador monetario). En la actualidad se distinguen tres tipos de agregados monetarios, u oferta monetaria, dependiendo de qué tipo de activos se consideren como dinero y cuales no. La definición más estrecha o estricta de dinero, denominada
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M1, incluye el dinero en efectivo (billetes y monedas) en circulación y los depósitos a la vista (cuentas corrientes) en bancos y cajas de ahorro –dinero bancario. El segundo agregado, M2, suma a lo anterior los depósitos a plazo (en el caso de la Unión Monetaria Europea, aquellos depósitos hasta dos años y los recuperables con tres meses de preaviso). Por último, M3 incluye otros activos altamente líquidos, como los títulos de los fondos de inversión del mercado monetario a corto plazo y los títulos de deuda con vencimiento inferior a dos años. A finales de 2004, la oferta monetaria M3 de la eurozona correspondía en un 85,5 % a M2 y en un 44,7 % a M1, mientras que el dinero en circulación –incluido en M1- sólo suponía un 6,9 % de la oferta monetaria total. Nada impide que en el futuro se siga ampliando la definición de dinero. La relación existente entre cantidad de dinero y nivel de precios de una economía (véase ecuación cuantitativa del dinero, escuela monetarista) hace que el seguimiento del comportamiento de la oferta monetaria sea uno de los elementos que informan la política monetaria de los Bancos Centrales. Así, por ejemplo, en el período 1999-2002 el Banco Central Europeo consideró que el crecimiento de M3 compatible con el aumento esperado del PIB en un contexto de estabilidad de precios se situaba en el 4,5 % anual. Las desviaciones del comportamiento de M3 con respecto a los valores de referencia junto con el análisis de la situación económica existente en la eurozona son los dos pilares en los que se basa la política monetaria del Banco Central Europeo. Okun, ley de formulada por Arthur Okun (1928-80) en 1965, la ley de Okun hace referencia a la existencia de una relación, que se presumía constante, entre el comportamiento del PIB real en relación al PIB potencial y la tasa de desempleo. Concretamente la ley de Okun establece, a partir del estudio de la economía estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial, que por cada dos puntos porcentuales de distancia entre la tasa de crecimiento del PIB potencial y la tasa de crecimiento del PIB real, la tasa de desempleo crecería en el 1%. Lo anterior implica que si el PIB potencial crece en 3%, y el real en un 2%, la tasa de desempleo crecería en un 0,5 %, es decir, que para mantener la tasa de desempleo no es suficiente con que crezca la economía, sino que tiene que crecer a una tasa determinada. La forma habitual de presentar esta relación es indicando en cuánto tiene que crecer el PIB para conseguir que la ocupación aumente. Así, por ejemplo, en la década de los 80, para que en España aumentara el empleo era necesario un aumento del PIB por encima del 2 %. Ello significa que aumentos inferiores de la producción se podían alcanzar sin recurrir a nuevos trabajadores, esto es, el aumento de la productividad haría posible que los mismos trabajadores generaran un PIB mayor, dando lugar a una situación de crecimiento sin generación de empleo (jobless growth). Por lo tanto, cuanto mayor sea el crecimiento de la productividad, mayor será el crecimiento del PIB necesario para generar empleo.
oligopolio
un oligopolio es una estructura de mercado que se caracteriza por la existencia de un número
reducido de vendedores que por la existencia de barreras de entrada limitan el acceso al mercado a otras empresas. De este modo, los mercados oligopolistas conforman una situación intermedia entre la competencia perfecta, donde existe un número indefinidamente grande de empresas, y el monopolio, donde sólo existe una. La existencia de un alto nivel de concentración sectorial en muchos mercados hace que el oligopolio sea una figura muy representativa de las economías industrializadas. A diferencia de las empresas competitivas, cuya interacción con las demás es indirecta, de tipo paramétrico, de forma que todas se ajustan al precio de mercado
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existente y ninguna tiene en cuenta lo que harán las demás a la hora de tomar sus decisiones, el resultado de las decisiones sobre producción y precios (u otras variables) de los oligopolios dependerán de cómo reaccionen sus competidores. Esto hace que en el análisis del comportamiento oligopolista sea crucial los supuestos que hagamos sobre cómo espera cada empresa que van a reaccionar sus rivales a sus decisiones sobre cuanta producción sacará al mercado(véase variación conjetural), el precio al que lo hace, los gastos de publicidad, la instalación en otras áreas geográficas, etc., lo que, a su vez, explica que no haya una teoría única del comportamiento oligopolista (como ocurre con las empresas competitivas y los monopolios), sino tantas como supuestos hagamos sobre lo que sabe la empresa sobre la reacción de sus rivales. De este modo, si suponemos que cada empresa se ajusta al nivel de producción de sus rivales (tomándolo como dado), modelo de Cournot, tendremos un resultado distinto a si suponemos que sólo una de las empresas tiene en cuenta la probable reacción de sus rivales, modelo de Stackelberg, o que existe una empresa que marca el precio, y otras que aceptan ese precio, modelo de empresa dominante, o si suponemos que las empresas rehuirán el enfrentamiento mediante la colusión (véase teoría de juegos). oligopolio colusivo cuando en un mercado operan un número reducido de empresas, éstas pueden optar por llegar a acuerdos colusivos, actuando como si fueran una única empresa, y beneficiándose de las rentas monopolistas así generadas. Para conocer cuál es la cantidad y el precio que maximizaría sus beneficios en el mercado si se comportaran como un monopolio, hay que proceder a calcular sus costes marginales agregados, lo que se hará sumando las funciones individuales de costes marginales de cada uno de ellos. Esa hipotética función de costes marginales será la que se utilizaría posteriormente para calcular cuál es la producción conjunta de máximo beneficio, procediendo posteriormente a repartir esa producción entre las distintas empresas en función de sus costes marginales individuales. En el caso específico de que todas las empresas tengan la misma estructura de costes, la cantidad total se repartirá de forma igual entre esas empresa. Este comportamiento, aunque considerado ilegal por infringir la política de competencia, garantiza unos resultados idénticos a los que se obtendrían en situación de monopolio.
OMC, Organización Mundial del Comercio
establecida en 1995 como sucesora del GATT, la
Organización Mundial del Comercio (www.wto.org) es el organismo internacional encargado de fijar las normas que rigen el comercio entre países, con el objetivo de facilitar al máximo el comercio mundial. Los pilares sobre los que descansa este sistema multilateral de comercio son los Acuerdos de la OMC, negociados, aprobados por consenso y firmados por la gran mayoría de los países que participan en el comercio mundial a finales de 2004, 148 países eran miembros de esta organización y otra treintena, entre ellos Rusia, estaba negociando su incorporación. Esos acuerdos establecen el marco jurídico fundamental del comercio internacional con el objetivo de potenciarlo. Las fricciones comerciales derivadas del incumplimiento de los acuerdos o la discrepancia sobre su interpretación se canalizan a través del mecanismo de solución de diferencias de la OMC que tiene por objeto garantizar que las políticas comerciales de los distintos países se ajusten a los acuerdos vigentes, reduciéndose así el riesgo de que los conflictos comerciales deriven en “guerras comerciales” o en conflictos políticos o militares. Las competencias de la OMC incluyen: (a) administrar los acuerdos comerciales, (b) servir de foro para las negociaciones comerciales, (c) resolver las
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diferencias comerciales, (d) examinar las políticas comerciales nacionales, (d) ayudar a los países en desarrollo con las cuestiones de política comercial, prestándoles asistencia técnica y organizando programas de formación, (e) cooperar con otras organizaciones internacionales. El hecho de que la OMC sea la organización encargada de potenciar el comercio internacional la ha situado en el punto de mira de los movimientos antiglobalización, que critican los efectos potencialmente negativos que el aumento del comercio internacional puede tener sobre los países menos desarrollados, PMD. En la declaración de Doha de 2001 la OMC intentó hacer frente a estas críticas reconociendo explícitamente: “la particular vulnerabilidad de estos países y las dificultades estructurales especiales con que tropiezan en la economía mundial”, comprometiéndose “a hacer frente a la marginación de los países menos adelantados en el comercio internacional y a mejorar su participación efectiva en el sistema multilateral de comercio”. Entre los asuntos pendientes de solución con especial incidencia sobre los PMD se incluyen las subvenciones agrícolas de los países desarrollados, con un impacto negativo sobre la competitividad de sus productos agrícolas, y los derechos de propiedad intelectual en el sector farmacéutico, y su repercusión en términos de la accesibilidad de los PMD a medicamentos de vital importancia como los antiretrovirales en el tratamiento del SIDA.
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P paradoja del ahorro la Economía neoclásica, al menos la anterior a la revolución keynesiana que marca el nacimiento de la macroeconomía, asume que el comportamiento agregado de cualquier variable económica se puede explicar como la suma de las decisiones individuales de la multitud de agentes que conforma una economía. La paradoja del ahorro muestra que ello no tiene porqué ser siempre cierto. Supongamos que todos los individuos de una economía, o una buena parte de ellos, deciden por cualquier razón aumentar su tasa de ahorro. Aplicando la lógica de que el comportamiento agregado del ahorro será el resultado de la suma de los comportamientos de los ahorradores individuales, el aumento del ahorro individual por parte de ese grupo mayoritario de agentes debería derivar en un aumento del ahorro agregado. Sin embargo, podría ocurrir al menos a corto
plazo que el aumento de las tasas de ahorro
individuales provoque una caída en la demanda efectiva que lleve a una situación de caída de la producción y empleo, de forma que la nueva y más alta tasa de ahorro, aplicada sobre una renta ahora más baja como consecuencia de la entrada de la economía en recesión, genere un ahorro total menor y no mayor. Aunque la paradoja del ahorro no aparece de forma explícita en la Teoría General de John M. Keynes, no es difícil encontrar en esta obra pasajes en donde de forma expresa se señala que el pleno empleo debe más al consumo que al ahorro, o cuando señala que el crecimiento del stock de capital, es decir, la inversión, no depende en absoluto de la existencia de una baja propensión a consumo (y por lo tanto de una alta tasa de ahorro que libere los recursos necesarios para poder llevar a cabo la inversión), sino más bien lo contrario en la medida que el ahorro actuara como freno a la inversión por su negativo efecto directo sobre las carteras de pedidos de las empresas dedicadas a producir bienes de consumo. Pareto, criterio de juicio de valor utilizado para evaluar situaciones económicas elaborado por el economista italiano Vilfredo Pareto (1848-1923). Se dice que una situación económica (por ejemplo una asignación de recursos, una determinada distribución de la renta, una estructura de precios, etc.) es eficiente u óptima en el sentido de Pareto si cualquier alteración que se haga en la misma al menos perjudica a un agente económico. Por contra, una situación es subóptima en sentido paretiano si es posible alterarla de modo que nadie pierda. Dicho de otra manera, una situación es ineficiente en sentido paretiano si es posible realizar a partir de ella mejoras paretianas, es decir, políticas que son respaldadas unánimemente dado que, en el peor de lo casos, nadie pierde y al menos hay alguien que gana con el cambio. Dada una situación de partida subóptima existe un número infinito de posibles mejoras paretianas que pueden conducir a situaciones en las que ya sea imposible realizar nuevas mejoras paretianas, por lo que se
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estaría ya en un óptimo de Pareto. Por otra parte, y a tenor de la infinidad de mejoras paretianas distintas que se pueden hacer a partir de una situación subóptima, se tiene que por lo general existirá un número infinito de óptimos de Pareto. La elección entre ellos de aquél que se estime socialmente mejor requerirá del uso de algún tipo de juicio ético socialmente aceptado (véase justicia). El criterio de Pareto puede verse, en principio, como un juicio de valor “razonable”, tanto por su exigencia de unanimidad a la hora de calificar un cambio económico como una mejora respecto a la situación de partida, así como por permitir sortear la dificultad que, a la hora de elaborar un criterio de evaluación de los cambios económicos, plantea la imposibilidad de realizar comparaciones interpersonales de utilidad o bienestar. Pero como todo juicio de valor su aceptación no es una obligación de tipo lógico o metodológico ni es el resultado de una verdad científica, incorporando, adicionalmente, una serie de presupuestos, no evidentes a primera vista, que merecen ser resaltados. En primer lugar, se trata de un criterio de tendencia muy conservadora, en el sentido de no importarle la desigualdad ni su crecimiento. Así sería una mejora paretiana aquella que se tradujese en que todo el incremento en la renta de un país fuese a manos de una sola persona, siempre que el resto siguiese en la misma situación inicial. De igual manera, un cambio económico que en una situación de desigualdad extrema (por ejemplo cuando una sola persona concentre casi toda la renta de un país y el resto esté al nivel de subsistencia), quitase al rico parte de sus riquezas y las repartiese entre los pobres no sería una mejora paretiana. Tampoco sería, por otra parte, un “empeoramiento” paretianamente hablando, pues el criterio de Pareto no dice nada cuando alguien gana y alguien pierde al no agregar los cambios en los niveles de bienestar de los distintos individuos. El criterio de Pareto sólo refrenda las llamadas redistribuciones óptimas de Pareto, es decir aquellas redistribuciones de renta de los más ricos a los más pobres que resultan aceptadas por los primeros por ser altruistas. Ahora bien, dado que la mayoría de cambios económicos fruto de la evolución económica (véase eficiencia dinámica) o de la puesta en marcha de medidas de política económica se caracteriza porque siempre suele haber ganadores y perdedores, se sigue que la utilidad del criterio de Pareto en esos casos es irrelevante. Enfrentados a esta tesitura, los economistas han buscado un criterio que les permita evaluar los cambios económicos y que salvaguarde en la medida de lo posible el criterio paretiano. Con esta finalidad, Roy F. Harrod (1900-78) propuso el llamado criterio de la mejora potencial de Pareto, según el cual un cambio económico resulta aconsejable si los que ganan con él, ganan tanto que “podrían” compensar a los perdedores y aún salir ganando. Esto pareció dejar zanjada la cuestión pues, a efectos prácticos, el criterio de la mejora potencial parecía venir a refrendar como eficiente cualquier cambio económico que se tradujese en un crecimiento del PIB per capita aunque hubiese quien perdiese renta, pues la satisfacción del criterio en su nueva versión no exigía que se produjese efectivamente ninguna compensación a los perdedores con el cambio, pues bastaba con que potencialmente pudiesen ser compensados. Pero pronto se descubrió que si un cambio de la posición X a la Y era una mejora potencial paretiana, de modo que Y fuese preferido a X, ello no impedía que el cambio de Y a X también lo fuese, con lo que no se sabría si X sería potencialmente superior paretianamente a Y o a la inversa. Dicho de otra manera, el criterio de Pareto, ni siquiera en su versión “aligerada” como criterio de mejora potencial, está garantizado que sirva como criterio fiable para evaluar la
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inmensa mayoría de cambios económicos en los que a la vez hay ganadores y perdedores. Una tarea para la que se requiere algo más (véase función de bienestar social). En segundo lugar, el criterio de Pareto encuentra dificultades en aplicación para los bienes posicionales: el aumento del status, el poder o el prestigio de un determinado individuo o grupo de individuos afectará per se negativamente a los niveles de bienestar de aquellos cuyo status, poder o prestigio disminuye paralelamente. Tampoco resulta de fácil aplicación cuando en las funciones de utilidad de los agentes entran componentes como la renta de los demás o la renta media de los grupos a que pertenecen, es decir, cuando el nivel de utilidad de los individuos depende de su nivel de renta en términos relativos y no sólo en términos absolutos, pues en tal caso el crecimiento de la renta de un individuo afecta negativamente al nivel de bienestar de los demás. Finalmente, el criterio de Pareto es inconsistente con un juicio de valor ampliamente aceptado como lo es el respeto de los derechos individuales. El premio Nobel Amartya Sen demostró la imposibilidad de que un liberal (en el sentido de respeto de esos derechos individuales) pudiese ser simultáneamente paretiano con el siguiente ejemplo. Supongamos que en una sociedad de dos personas (A y B), la primera muy remilgada y la segunda más “abierta” se plantea la elección entre las siguientes opciones respecto a la lectura de la obra de D. H. Lawrence “El amante de Lady Chatterly”: a: que lo lea sólo A; b: que lo lea únicamente B; c: que no lo lea nadie Los órdenes de preferencias de A y B son respectivamente: A:
c > a
> b
B:
a
>
> b
c
(el señor B ante la tesitura de que sólo uno de los dos pueda leerlo, prefiere que lo haga A a ver si así se “moderniza” un poco) Desde una perspectiva liberal, a la hora de elegir entre las opciones a y c, entre que lo lea el señor A o no lo leyera nadie, deberían contar las preferencias de A, por lo que la sociedad debiera preferir c a a, es decir, que nadie leyese un libro tan detestable. Desde la misma perspectiva de respeto a los derechos individuales, a la hora de optar entre b y c, debiera valer como preferencia social la del sujeto B, es decir que b sería preferido a c. En consecuencia, desde el punto de vista de respeto a los condicionantes liberales, b sería preferido socialmente a c y c a a. Sin embargo, que lea el libro B es paretianamente peor que lo lea A (puesto que tanto A como B prefieren a a b). paridad de poder adquisitivo a la hora de comparar cualesquiera magnitudes monetarias de dos países con monedas distintas, ya sean los salarios, el PIB per capita o el precio de algún bien o servicio, hace falta disponer de una unidad de conversión que exprese las magnitudes monetarias de un país en la moneda de otro (o las de los dos en una tercera moneda). El procedimiento más directo para resolver este problema consiste en utilizar el tipo de cambio entre las monedas de ambos países, de forma que la conversión en otra del valor expresado en una moneda se realiza de forma automática con tan solo multiplicar por su tipo de cambio respecto a ella. Sin embargo, para que esa trasformación sea relevante en sentido económico de modo que al proceder a la conversión de un valor a otra moneda se mantenga su poder de compra, haría falta que el tipo de cambio reflejara de forma adecuada las diferencias de precios entre ambos países. Esto, si el tipo de cambio es 1$ igual a 0,8€, eso debe significar que con 0,8 € se pueda comprar en España lo mismo que con 1$ en
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Estados Unidos. Teóricamente ello debería ser así, ya que si por 1 $ se comprara en Estados Unidos más que por 0,8 € en España, empresas y personas de este país procederían a cambiar euros por dólares y realizar sus compras en Estados Unidos, con lo que el dólar se apreciaría hasta alcanzar un valor que reflejara realmente el poder adquisitivo de una y otra moneda, esto es, hasta que el tipo de cambio reflejara correctamente los precios de cada país. Sin embargo, en la determinación del tipo de cambio intervienen otros factores además del comercio de bienes y servicios, como las expectativas sobre su evolución, la especulación en los mercados de divisas, la política monetaria, etc., que hacen que a menudo el tipo de cambio no refleje adecuadamente el poder adquisitivo de las monedas, algo especialmente importante cuando se comparan países con distintos nivel de desarrollo, donde las divergencias suelen ser mayores. Para corregir este problema se ha diseñado un procedimiento, conocido como Paridad de Poder Adquisitivo, PPA, que consisten en la creación de un índice de conversión de monedas independiente del tipo de cambio. La construcción del índice de PPA sigue tres pasos: 1) se define una cesta de la compra con suficientes productos como para reflejar el gasto de un consumidor medio, 2) se calcula el coste de esa cesta en cada una de las monedas, 3) se obtiene el índice de PPA comparando lo que cuesta la misma cesta en diferentes monedas. Por ejemplo, si en España la cesta de la compra cuesta 1120 € y en Estados Unidos cuesta 1500 $, entonces, aplicando la regla de tres, el tipo de cambio en paridad de poder adquisitivo será de 1 € = 1,34 $, o lo que es igual 1$ = 0,75 €, lo que significaría que con 0,75 € en España se podría comprar lo mismo que con 1$ en EE.UU. Si el tipo de cambio es de 1$ = 0,8 € ello significará que el dólar está sobrevalorado en un 6,6 % (0,05 sobre 0,75). A modo de ejemplo, en 2003, el PNB per capita de España, sin tener en cuenta las diferencias de precios era de 19.990 $, o el 45,2 % del de Estados Unidos, mientras que aplicando PPA era de 22.020 (equivalente al 58,7 %). Una diferencia que, como se ha señalado, es mucho mayor para los países menos desarrollados: el PNB per capita del conjunto países de ingresos bajos es de 450 $, mientras que usando de una conversión en términos de
PPA alcanza los 2190 $. Por tanto, en comparaciones internacionales es
conveniente utilizar siempre datos en PPA para tener una visión más adecuada a la realidad. Dicho esto, hay que señalar que la construcción de los índices de PPA no está exenta de problemas, siendo el más importante la dificultad de obtener una cesta de la compra que sea representativa de culturas, geografías y países con niveles de renta muy distintos.
patentes
las patentes son un mecanismo por el cual los inventores de un nuevo proceso de producción o
producto (material o inmaterial) obtienen los derechos de explotación comercial del mismo en exclusiva durante un determinado período de tiempo (normalmente veinte años). De esta forma, cualquier persona o empresa que quiera utilizar legalmente el conocimiento patentado tendrá que pagar unos derechos al propietario de la patente. Desde un punto de vista de eficiencia asignativa los nuevos conocimientos (lo que se patenta siempre es, en último término, nuevo conocimiento) deberían tener un precio cero, es decir que deberían ser de libre acceso, ya que la condición de eficiencia asignativa es que un agente económico debe pagar por el uso de una unidad adicional de cualquier bien o servicio un precio igual al coste marginal de producción de esa unidad, y aquí el coste marginal asociado a que un agente económico adicional haga uso de un nuevo conocimiento, una vez que éste se ha producido, es cero (el nuevo conocimiento una vez producido tiene una de las características de los bienes públicos). La existencia de patentes, por tanto, violaría ese
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principio de la eficiencia asignativa. Desde otro punto de vista, por otro lado, en la medida que las patentes conceden el monopolio para la explotación de un nuevo proceso de producción o un nuevo producto durante un periodo de tiempo, afectan también por ello de forma negativa a la eficiencia económica. La razón de ser de las patentes hay que buscarla por tanto en otro lado. Es razonable pensar que si una vez desarrollado un nuevo conocimiento por parte de una empresa, que ha dedicado tiempo y recursos a hacerlo, éste fuera de libre acceso para todos sus competidores, los incentivos que tendrían las empresas para invertir en investigación y desarrollo, I+D, serían mucho menores, con lo que las actividades de I+D se resentirían y con ello la gestación de nuevas innovaciones. Con el sistema de patentes se pretende que las empresas tengan mayor incentivo para invertir en I+D, lo que implica un estímulo a la llamada eficiencia dinámica. Cuestión distinta es que la existencia de un mismo período de tiempo de protección para todos los inventos sea razonable desde un punto de vista económico, ya que el período de recuperación y rentabilización de la inversión en I+D será necesariamente distinto en diferentes sectores, o que no existan otros sistemas de fomentar la inversión en I+D, como pueda ser la inversión directa por parte del sector público y las subvenciones a empresas (de hecho una parte significativa del gasto en I+D, la mitad en el caso de España, es pública). pensiones desde los comienzos de la historia los seres humanos han habilitado sistemas de protección de sus miembros más viejos, incapaces por razón de edad de obtener por sí mismos los medios necesarios para su supervivencia. En la actualidad, todos los países de renta alta cuentan con algún sistema de pensiones de jubilación que permite a los trabajadores redistribuir su consumo a lo largo de su vida (véase ciclo vital), de forma que la discontinuidad entre trabajar y no trabajar que supone la jubilación, no se traduzca en una discontinuidad entre consumir y no consumir. Paralelamente, la conciencia por parte de los individuos de que su comportamiento suele ser miope en lo que se refiere a decisiones que tienen que ver con el futuro lejano, (algo que favorece comportamientos despreocupados con respecto al mismo) explicaría que éstos se autoimpongan una disciplina externa que garantice que su comportamiento presente es acorde con sus preferencias “verdaderas”, lo que explicaría que la mayoría de los sistemas de jubilación sean de naturaleza obligatoria. Desde una aproximación teórica existen dos mecanismos distintos para alcanzar este objetivo: (a) el primero, se basaría en la acumulación, esto es el “almacenamiento”, de la producción en los años de vida activa para su disfrute en los años de inactividad, (b) el segundo, más sofisticado, estaría asociado con la adquisición de derechos sobre la producción futura. Obviamente este último sistema es preferible al primero, pues permite reducir los costes de transacción (costes de almacenaje) y simultáneamente posibilita el acceso a bienes no almacenables (no materiales), como puedan ser los servicios médicos, tan importantes en los años de vejez. Lo cual no impide que muchas conductas de consumo, como la compra de una vivienda, se puedan entender precisamente en clave de acumulación de bienes para su disfrute futuro. Una vez elegido el sistema de adquisición de derechos sobre la producción futura, cabe considerar dos mecanismos distintos para llevarlo a cabo. El primero de ellos se basa, simplemente, en la acumulación de dinero, esto es, en el ahorro, durante los años de actividad, y el desahorro de lo acumulado tras la jubilación. Este sistema, conocido como sistema de capitalización, normalmente se basa en la aportación de determinadas cantidades de dinero, en forma de cuotas, por parte de los individuos o las empresas en las que trabajan durante
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su vida activa, a un fondo de pensiones (normalmente privado), que se materializa o “coloca” en activos financieros, de forma que cuando se jubilan tienen derecho a tales fondos más los intereses acumulados. Tras la jubilación la cantidad ahorrada suele transformarse en anualidades, como sistema de protección frente al "riesgo de vivir demasiado" y agotar el capital acumulado. En definitiva, los trabajadores en activo no hacen sino ahorrar para suplir, tras su jubilación, las rentas que antes obtenían del trabajo por rentas del capital, provenientes de los activos en los que se ha ido incorporando su ahorro. El sector privado es perfectamente capaz de ofrecer este servicio, en la medida en que cumple con los requisitos necesarios para poder llevar adelante una actividad de seguro: (1) La esperanza de vida como grupo de los jubilados es conocida con cierta exactitud. (2) Las probabilidades de morir antes o después del número medio de años de vida tras la jubilación son independientes entre los sujetos, de forma que los que viven menos financian a los que viven más. (3) No existe información asimétrica que genere situaciones de selección adversa, en la medida en que en la mayor parte de los casos la gente no sabe cuando va a morir. Bajo este tipo de sistema la anualidad final que recibirá el pensionista dependerá de las siguientes variables: anualidad ƒ(fondo acumulado, esperanza de vida de la cohorte, tipo de interés esperado Esta modalidad de pensión de capitalización se denomina de contribución definida, de forma que la pensión a la que tiene acceso al final de su vida activa sólo tiene como variables exógenas los cambios no anticipados en el tipo de interés durante su vida activa y la inflación no anticipada durante su jubilación (para una esperanza de vida constante). Unos riesgos que recaerían sobre el individuo, ya que no son asegurables al afectar de forma simultánea a todos los sujetos (esto es, las probabilidades no son independientes). Alternativamente, el sistema puede tomar la forma de prestaciones definidas, opción normalmente asociada a empresas o sectores de actividad concretos (las denominadas pensiones "ocupacionales" o profesionales), donde la contribución está ligada al salario, y la empresa garantiza una anualidad constante tras la jubilación. En este sistema los riesgos se reparten entre la empresa y el sujeto, de tal manera que la primera corre con los riesgos asociados a los cambios en el tipo de interés, y el segundo con los asociados a la inflación (en los dos casos no anticipados). En los Estados Unidos donde el sistema de capitalización está bastante desarrollado, el 42 % de los trabajadores cubiertos por programas de pensiones privados tiene un sistema de prestaciones definidas, mientras que el resto participa en un sistema de contribuciones definidas, opción que tiene la ventaja de su mayor transportabilidad cuando el trabajador cambia de empleo. Los sistemas de capitalización se caracterizan por no dar lugar a problemas de financiación, salvo los derivados de la mala gestión o los comportamientos fraudulentos de los gestores de los fondos de pensiones, ya que cada jubilado sólo tiene derecho a lo que ha contribuido al fondo y a los intereses devengados por su contribución. Esta ventaja, sin embargo, también significa que cada generación, como un todo, se ve restringida a la hora de cobrar su pensión por los ahorros pasados. El segundo de los sistemas, conocido genéricamente como sistema de reparto, está basado en el principio de solidaridad intergeneracional permanente, y se fundamenta en que los activos financian las pensiones de los jubilados, a través de cotizaciones sociales u otros mecanismos impositivos, en el entendimiento (existe un contrato social implícito) de que cuando ellos se jubilen los nuevos activos del mercado de trabajo harán lo mismo. Este sistema per se no implica mayor grado de redistribución, ya que las pensiones se pueden calcular atendiendo a las cotizaciones aportadas por cada trabajador durante su período de
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actividad, aunque normalmente incorporan determinados mecanismos redistributivos como puede ser la existencia de una pensión mínima y una máxima. La comparación de las ventajas e inconvenientes de los dos sistemas arroja el siguiente resultado: a) Los sistemas de reparto se pueden proteger, si así se desea, de forma casi automática contra la inflación, ya que no se financian con fondos acumulados sino con cotizaciones contemporáneas (y por lo tanto sin merma de los fondos reales en la medida en que los salarios se ajusten a la inflación). b) Los derechos a pensión en los sistemas de reparto se pueden formar rápidamente, pues no se financian con las contribuciones pasadas sino con las presentes mientras que los sistemas de capitalización exigen de un largo período de formación. c) En lo que se refiere a las ventajas relativas de uno u otro sistema, en ausencia de inflación y en situación de estabilidad en la estructura demográfica, partiendo de un modelo simple de dos períodos, donde el primero correspondería con el período de actividad del sujeto y el segundo con su jubilación, tenemos que:
Período 1 Sistema de Reparto Sistema de Capitalización
Período 2 .
W. q
.
q[W.(1+π) (1+ n)] .
W. q
q (1+r)W
donde Wo es el salario, q la aportación al fondo de pensiones y la cotización social, según el caso, π la productividad, r el tipo de interés real y n la tasa de crecimiento de la población. De forma que los individuos serán indiferentes entre uno u otro sistema cuando (el punto significa tasa de variación, esto es, refleja el comportamiento temporal de la variable): .
.
.
.
r = n + π + π.n prefiriendo el sistema de capitalización en el caso de que el crecimiento del tipo de interés sea mayor que la suma de la tasa de variación de la productividad, el empleo y su producto, y viceversa en el caso contrario. d) Los sistemas de capitalización de gestión privada suelen tener unos costes de administración sensiblemente superiores a los costes de administración de los sistemas de reparto. Así, el elemento privado del sistema de pensiones chileno tiene unos costes de gestión equivalentes al 1% de la masa salarial implicada o el 10 % de las contribuciones. Un coste al que hay que sumar el coste del contrato de conversión del fondo acumulado en anualidad una vez jubilado que prácticamente alcanza al 4%. e) Algunos autores defienden la idea de que los sistemas de capitalización fomentan el ahorro, y por lo tanto las posibilidades de inversión y el crecimiento. Sin embargo, la evidencia empírica no parece respaldar tal aseveración. f) La principal crítica que habitualmente se hace a los sistemas de reparto es que hace depender a los jubilados de las generaciones futuras, una circunstancia especialmente peligrosa en situación, como la actual,
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de envejecimiento demográfico fruto del aumento de la esperanza de vida y de la caída de la natalidad. Sin embargo, esta crítica también es válida para el sistema de capitalización, y para todos los sistemas que no se basen en el procedimiento poco práctico de acumulación de bienes. En definitiva, la existencia de pensionistas con derechos adquiridos sobre la producción del periodo significa que los trabajadores en activo van a tener que ceder parte de la producción a la que da lugar su trabajo a los jubilados. La única diferencia es que en el sistema de reparto, la cesión se produce de forma automática y visible mediante la retención de parte de sus nóminas bajo la forma de cotización social (o impuesto), mientras que en el sistema de capitalización la cesión utiliza un mecanismo más indirecto: la participación de los pensionistas en las rentas generadas por las empresas como resultado de su condición de propietarios de parte del stock de capital de las mismas y los ingresos derivados de la venta de tales propiedades. De lo anterior se deduce que el argumento que normalmente se utiliza para criticar a los sistemas de reparto, el impacto que tendría sobre los mismos el aumento de la tasa de dependencia (relación entre pensionistas y activos), afecta por igual a los dos tipos de sistemas. En palabras de Nicholas Barr, reputado estudioso del Estado de Bienestar, “La opinión genéricamente sostenida (pero falsa) de que los sistemas de capitalización son inherentemente más seguros que los sistemas de reparto es un ejemplo de la falacia de la composición (...).La única diferencia es que en los sistemas de reparto el hecho de que las pensiones precisen de recursos presentes se muestra de forma explícita” En cualquier caso, el aumento de la tasa de dependencia no tiene que dar lugar, en toda situación, a tensiones graves e insostenibles en el funcionamiento de las pensiones. En primer lugar, porque el aumento del porcentaje de personas de más de 65 años con respecto a población entre 16 y 65, que se estima se doblará dentro de medio siglo, no es en sí la variable económicamente relevante a la hora de calcular la viabilidad de los sistemas de pensiones. Lo verdaderamente relevante es el porcentaje de jubilados con respecto a población ocupada. Pues bien, en nuestro país, con una alta tasa de desempleo y una baja tasa de actividad, es razonable pensar que parte del aumento de la población jubilada se podrá compensar con un aumento del porcentaje de población entre 15 y 65 años que trabaja, reduciéndose así el peso de la financiación de esas mayores pensiones que soporta cada uno de los ocupados. En segundo lugar, y esto es más importante, porque es de esperar que dentro de 50 años la productividad de los trabajadores sea mucho más elevada que la actual, lo que debería permitir que estos experimenten ganancias reales en sus ingresos aunque tengan que pagar unas cotizaciones más elevadas debido al mayor número de jubilados existentes. A modo de ejemplo, en España en 1990 trabajaban grosso modo el mismo número de personas que en 1950, mientras que el PIB en términos reales se había multiplicado por cinco. En definitiva, ninguno de los analistas que señalan con alarma la proximidad de una crisis de las pensiones considera que en el futuro, como resultado de la supuesta caída de la población activa fruto del envejecimiento demográfico, se vaya a producir una caída en el PIB, luego si el escenario más probable es una población más pequeña y un PIB más grande, entonces el problema, de haberlo, será de índole distributivo. Esta perspectiva también indica que de poco sirve una política de creación de un fondo de contingencia (como no sea para hacer frente a una situación de crisis económica puntual que nada tenga que ver con el envejecimiento demográfico), más oportuno sería, y esa si sería una política de fortalecimiento del sistema de pensiones, aumentar la inversión en todo aquello que pueda incrementar la productividad futura de la economía, y por lo tanto su capacidad para generar renta con la que hacer frente, entre otras cosas, al pago de pensiones.
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PIB, PNB el Producto Interior Bruto, PIB, magnitud básica de Contabilidad Nacional, es una medida del valor de la cantidad total de bienes y servicios producidos para el mercado (incluyendo la actividad del sector público) en un país durante un año. Para evitar la doble contabilización de bienes y servicios, entendiendo por tal que a la hora de calcular el PIB no se contabilice varias veces el mismo bien en diferentes etapas productivas (por ejemplo, el trigo como trigo, luego como harina, después como pan y por último en forma de bocadillo), los distintos bienes y servicios contribuyen al PIB en función de su valor añadido, definido como el valor final de cada bien menos el valor de los bienes intermedios utilizados en su producción. De este modo, existe también una identidad entre el valor del producto y las rentas generadas en el proceso de producción, ya que cuando al valor final de la producción se le descuenta el valor de los inputs intermedios comprados a otras empresas utilizados en el proceso productivo lo que queda son la suma de salarios pagados y beneficios obtenidos. La producción así medida se puede calcular utilizando dos criterios distintos de qué considerar como “país” a efectos de la medición de la actividad económica. El Producto Interior, considera como producción del país aquella realizada dentro de sus fronteras, y contabiliza como tal todas las rentas generadas en el mismo independientemente de si los agentes que las reciben son nacionales o extranjeros, alternativamente el Producto Nacional, adopta un criterio de nacionalidad, considerando toda aquella producción que de lugar a rentas que reciben los residentes del país, ya se hayan generado éstas dentro o fuera del mismo. De igual manera, el producto agregado se puede calcular de dos formas distintas según se tenga en cuenta o no el desgaste del capital acontecido durante el proceso de producción. De este modo se habla de PIB, o Producto Interior Bruto, cuando no se tiene en cuenta el desgaste del capital utilizado en el proceso productivo. Alternativamente el PIN, o Producto Interior Neto, que sí tiene en cuenta este hecho, se obtiene descontando del PIB el valor de la depreciación (desgaste) del capital. Obviamente el PIB será siempre mayor que el PIN. En cuanto a relación entre el producto en términos interiores y nacionales, en aquellos países con una fuerte presencia de inversión exterior, el PIB será significativamente mayor que el PNB, tal es el caso de Irlanda, por ejemplo, donde la transferencia de grandes sumas de beneficios de las empresas transnacionales a sus países de origen hacen que el PNB sea un 25 % inferior al PIB. Por último el PIB (o en su caso el PNB), se puede calcular a precios de mercado o a costes de los factores. La diferencia estriba en que en el primer caso el valor añadido se calcula incluyendo los impuestos indirectos que gravan los bienes producidos, de ahí su nombre, a precios de mercado, mientras que en el segundo caso el valor añadido se calcula sobre precios antes de impuestos indirectos. La utilización del PIB (y más concretamente el PIB per capita, definido como el PIB dividido por la población del país) como medida del valor de la producción y su habitual lectura en términos de bienestar (“a más PIB per capita, más bienestar”) se enfrenta a dos importantes problemas. El primero de ellos es que la cifra del PIB no recoge toda la producción realizada, tan sólo aquella dirigida al mercado, dejando por lo tanto fuera de consideración la abundante actividad productiva extramercado que existe incluso en las sociedades más mercantilizadas (véase también economía sumergida). La segunda es que el PIB nada dice acerca de qué es lo que se produce, no pudiéndose sin más asociar por lo tanto más producción con mayor bienestar (véase medición, economía de la felicidad).
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PIB potencial producción que se podría alcanzar en un país en un momento dado del tiempo, con precios estables, utilizando todo el capital y el trabajo disponible. La existencia de un PIB potencial superior al PIB real refleja una situación de desocupación de trabajo y capital. Lo contrario, sin embargo, no es necesariamente cierto, ya que dependerá de la medida en que según nos vayamos acercando a una situación de pleno empleo de capital y trabajo empiecen a aparecer tensiones inflacionistas. Si estas se producen antes de llegar a la plena ocupación, entonces un país podría paradójicamente estar en una situación en que el PIB potencial fuese igual al PIB real a la vez que hubiese desocupación (ya sea de trabajo o de capital). método de coordinación de las actividades económicas alternativo al mercado, de tipo
planificación
jerárquico y centralizado. El objetivo de la planificación económica es coordinar ex ante algunas de las decisiones de inversión y/o consumo que toman el Estado, las empresas y las economías domésticas, con vistas a satisfacer ciertas metas explícitas. Independientemente de su tamaño y ámbito, existe en cualquier sistema económico
planificado, explícita o implícitamente, un organigrama piramidal que muestra la
cadena
jerárquica de autoridad y de toma de decisiones. El nivel de autonomía de las decisiones de cada agente está más limitado conforme más abajo esté en esa escala, de modo que cuanto más bajo sea el puesto que se ocupe, la tarea del agente se resume crecientemente en cumplir órdenes. Esa carencia de autonomía se encuentra en el origen de los costes de transacción característicos de todo sistema de planificación. A los agentes hay que comunicarles lo que han de hacer (con los consiguientes costes de información) y hay que lograr que lo hagan del modo deseado (con los costes de motivación y control que ello supone). Obviamente, ambos tipos de costes crecerán inevitablemente con el tamaño de la organización y el número de puestos jerárquicos. La planificación adolece también de rigidez a la hora adaptarse a los cambios del entorno económico, pues cualquier nueva necesidad detectada ha de pasar por distintos lugares antes de que se tome una decisión de ajuste, la cual,
a su vez, habrá de recorrer el camino de vuelta para alterar en la forma deseada el
comportamiento de los agentes en los distintos escalones jerárquicos. Y queda, finalmente, la cuestión de cómo y quién define los objetivos a perseguir por la organización, pues la centralización de una cadena jerárquica implica que son pocos sobre los que recae esa tarea, lo que significa que, por muy capaces que sean, su posibilidad de manejar información estará limitada. Pero no todo van a ser inconvenientes en este sistema de coordinación, y así, frente a un sistema descentralizado como es el mercado, que se funda en la autonomía decisoria de los agentes, la planificación tiene también sus ventajas asociadas a la permanencia y continuidad de la organización y al conocimiento mutuo entre los agentes implicados que permite esa continuidad, lo que hace innecesaria la continua renegociación de las tareas a realizar o del sistema de incentivos, lo que atenúa la incertidumbre. La comparación entre los respectivos costes y beneficios determinaría en cada caso concreto de coordinación la eficiencia relativa de un sistema de planificación. Por ejemplo, una empresa privada que actúa en un mercado se puede entender como un pequeño sistema planificado que puede ser muy eficiente. A un nivel más general, la planificación se ha utilizado, bien como complemento, bien como alternativa al mercado como método de coordinación económica. En el primer caso se habla de planificación indicativa, en donde si bien el mercado continúa efectuando su tarea de asignar descentralizadamente los recursos, coordinando las decisiones de empresas privadas y unidades domésticas, el Estado formula un plan con disposiciones
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vinculantes para el sector público, pero sólo indicativas para el privado, a quien se incentiva a cumplirlas mediante mecanismos indirectos de política económica para que, por ejemplo, invierta en determinadas actividades estratégicas o en determinadas regiones menos desarrolladas. Por otro lado está la planificación imperativa, en la que el plan sustituye en buena parte al mercado como mecanismo central de asignación de recursos: un ejemplo lo fue la planificación centralizada que en mayor o menor grado practicaban los países socialistas. Se trataba de un sistema en el que Estado establecía los objetivos a cumplir para los distintos sectores productivos en el marco de un plan que se seguía durante un periodo (los famosos planes quinquenales sovíéticos, por ejemplo), a la vez que fijaba los precios de transferencia entre empresas que servía para articular los procesos productivos. La historia del fracaso económico final de la planificación central en la antigua URSS ilustra bien los problemas de la planificación como procedimiento de coordinación. Paradójicamente, la planificación central mostró sus carencias precisamente cuando el desarrollo de los métodos de gestión (por ejemplo, la investigación operativa, la programación lineal, etc.) y de las tecnologías informáticas para desarrollarlos e implementarlos parecería que más la facilitaban. Y, al contrario,
la
planificación centralizada de tipo soviético mostró sus mayores virtudes (en el terreno estrictamente productivo, no en el sociopolítico) cuando no se disponía ni de los métodos ni los procedimientos más adecuados para responder a la ingente tarea de coordinar el aparato productivo de toda una economía nacional. Mucho se ha hablado de la corrupción y del ineficiente sistema de incentivos como explicación de ese fracaso, pero al margen de esos problemas, no se puede olvidar la carencia de flexibilidad y la dificultad de responder a las cada vez más complejas y variadas necesidades económicas de una sociedad una vez se han superado los niveles más elementales de supervivencia. Dicho con otras palabras, es probable que el sistema de planificación fuera en cierta medida víctima de su propio éxito inicial. pleno empleo en términos genéricos, pleno empleo es aquella situación en la que todas las personas que quieren y pueden trabajar al salario vigente en los distintos mercados de trabajo tienen un trabajo remunerado. En términos prácticos, sin embargo, el pleno empleo no exige un desempleo cero, ya que en todo momento hay personas que entran por primera vez al mercado de trabajo o que pierden o dejan su empleo y están buscando otro, de forma que aunque haya vacantes en el mercado para todos los que quieran trabajar siempre existirá un pequeño volumen de desempleo –denominado friccional- derivado de ese movimiento de trabajadores. Existen dos grandes visiones sobre la viabilidad del pleno empleo en las economías de mercado. Para la economía neoclásica, el mercado de trabajo no es distinto a cualquier otro mercado, y como en todo mercado el exceso de oferta se corrige mediante una caída su precio (véase ajuste). Desde esta aproximación, para alcanzar el pleno empleo basta con que, en presencia de desempleo, el salario se reduzca – animando así a los empresarios a contratar a más trabajadores- hasta que todos aquellos que quieran trabajar encuentren trabajo. Será la existencia de impedimentos a la reducción del salario: sindicatos y convenios colectivos que fijan los salarios a pagar en cada sector, prestaciones por desempleo que ofrecen a los desempleados ingresos cuando están en el paro, haciendo menos imperiosa su necesidad de volver a trabajar y por lo tanto más exigentes sus demandas salariales, etc., lo que dificultará alcanzar el pleno empleo. Bastaría pues con que desaparecieran estas rigideces para que los países se instalaran en el pleno empleo.
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Alternativamente, desde el análisis keynesiano, se defiende que el desempleo obedece en gran medida a cuestiones ajenas al funcionamiento del mercado de trabajo, fundamentalmente a la existencia de insuficiente demanda efectiva para emplear a todos los demandantes de trabajo, de ahí que sus propuestas de lucha contra el desempleo se centren en aspectos relacionados con la generación de demanda, ya sea mediante el gasto público o mediante el fomento de la inversión y políticas estructurales para aumentar la competitividad y mejorar las exportaciones. Ello, obviamente, no quiere decir que la cuestión salarial no sea relevante, puesto que cuanto más altos sean los salarios habrá menos actividades que se puedan desarrollar de forma rentable por parte de las empresas, y por lo tanto se cerrarán posibilidades de empleo. El problema está, por otra parte, en que el empleo no es una finalidad en si mismo, ya que una de las razones para trabajar (aunque no la única) es obtener unos ingresos suficientes como para poder desarrollar una vida “adecuada” desde un punto de vista social y personal. Por lo tanto, decir que si los salarios fueran suficientemente bajos no existiría desempleo, al margen de que sea o no cierto, es decir muy poco, ya que si los salarios son muy bajos o los puestos vacantes no se corresponden con las capacidades de los trabajadores, emplearse en esas condiciones dejaría de ser para muchos el mecanismo de integración social y de autoestima personal que los individuos piden del trabajo. En otras palabras, puesto que los problemas del desempleo son la falta de ingresos junto con el coste psicológico vinculado a considerase un inútil, el pleno empleo conseguido mediante salarios muy bajos o canalizando a los trabajadores hacia actividades que no estimen valiosas en si mismas, no será suficiente para resolver los problemas de insuficiencia de ingresos asociados al desempleo ni para satisfacer la búsqueda de integración social y valoración personal. Durante el último cuarto de siglo, la visión que relaciona desempleo con salarios por encima de los asociados al pleno empleo y rigideces en el mercado de trabajo ha ocupado una posición dominante en el análisis económico, inspirando muchas medidas de desregulación del mercado laboral tendentes a facilitar la creación de puestos de trabajo con salarios bajos y su aceptación por parte de los parados, generando así cierto deterioro de la calidad del empleo. Esta cuestión ha calado lentamente en el debate actual sobre pleno empleo, de forma que, al menos en la UE, el objetivo de pleno empleo se ha enriquecido con el de una mejora de la calidad y las condiciones salariales del trabajo. Lo que significa reconocer que el pleno empleo por sí sólo no resuelve los problemas de pobreza y exclusión. Para concluir hay que señalar que si bien hasta ahora se ha supuesto que la existencia de pleno empleo era posible y que las diferencias entre distintas corrientes de pensamiento se centraban en cómo alcanzarlo, desde el análisis marxista, el pleno empleo sería incompatible con el funcionamiento del mercado, ya que los empresarios necesitarían de la existencia de desempleo, de un ejército de reserva en palabras de Marx, para mantener bajos los salarios y permitir así la generación de beneficios mediante la explotación de los trabajadores.
pobreza
sin duda alguna todavía hoy es posible encontrarse con pobres de solemnidad y también abundan
los pobres de espíritu. Asimismo, no es infrecuente tropezarse con personas de alto nivel de renta que sin embargo reciben el calificativo de pobres hombres. La pervivencia de esos usos metafóricos relacionados con la noción de pobreza, al margen de su estricto significado económico, es útil en la medida en que sirve para recordar que la pobreza es un fenómeno multidimensional que no se agota en su aspecto más evidente: el
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económico, sino que también repercute y es afectado por otras instancias de socialización. Una vez señalada la multidimensionalidad de la pobreza, esto es, las múltiples vías por las que una persona puede verse excluido socialmente, no debe resultarnos extraño que, en una sociedad dominada por la economía y “lo económico”, sea esta dimensión la que se haya convertido en característica dominante de la definición de pobreza. En cualquier caso, la limitación del concepto de pobreza a sus manifestaciones económicas no supone una pérdida importante de información si tenemos en cuenta que existe un alto grado de correlación entre las variables económicas de la pobreza, esto es, la exclusión material, y otros campos de exclusión como pueda ser la salud, la integración personal o familiar, la educación o la integración social. Todas las definiciones de pobreza comparten el criterio de privación como elemento definitorio de la misma, el pobre, lo es, por estar privado de algo a lo que los demás tienen acceso. La diferencia está en la definición de qué tipo de privaciones hacen a una persona pobre y cuales no. En concreto, y adoptando una visión del problema limitada a la esfera material, esto es económica, el problema es definir qué tipo de privación económica es la que fija la línea de demarcación entre pobreza y no pobreza. Una cuestión que no se puede considerar en absoluto como meramente académica, ya que la evaluación que se haga tanto de la eficiencia social del sistema económico imperante (economía de mercado) cómo del entramado institucional diseñado para moldear sus resultados (Estado de Bienestar) dependerá en buena medida de cuál sea el comportamiento de la pobreza a lo largo del tiempo. En otras palabras, si el crecimiento económico no es suficiente para erradicar la pobreza de nuestras sociedades es que el mercado no esta haciendo bien su trabajo, mientras que si ésta se mantiene a pesar de las crecientes transferencias públicas, lo mismo se podrá decir con respecto al Estado de Bienestar. La primera alternativa a la que se enfrenta el investigador a la hora de convertir el concepto de privación en un concepto operativo, esto es medible, es la de considerar a la pobreza desde una perspectiva absoluta, como la incapacidad para acceder a determinado paquete de bienes y servicios definidos exógenamente (o la renta equivalente) a partir de unos criterios objetivos y “pretendidamente” inmutables, u optar por una definición relativa de la misma, en donde el límite de pobreza se asocie con un determinado nivel de vida, relacionado a su vez con el nivel de vida medio de la población. Según la primera aproximación, la pobreza no vendría definida por la privación per se, sino por la privación de un conjunto de bienes definido de forma estrecha según criterios de subsistencia. Un ejemplo de aplicación práctica de este criterio sería la línea de pobreza utilizada en los Estados Unidos para definir si una familia y/o individuo debe ser considerado pobre, confeccionada a partir de los cálculos realizados por el Departamento de Agricultura de ese país sobre gasto mínimo necesario para cubrir las necesidades alimenticias de una persona, multiplicado por tres para contar con las necesidades de subsistencia no asociadas a la alimentación. Esta línea de pobreza se revisa anualmente para tener en cuenta el impacto del aumento de los precios, pero no otras consideraciones como el aumento de la renta per capita. La utilización del criterio alternativo de pobreza relativa, al aplicar una interpretación relativa de la privación según la cual el concepto de necesidad es una construcción social y por lo tanto cambiante, obvia la necesidad de definir una cesta de bienes y servicios fija. Según este criterio, el fenómeno de la pobreza se debe entender en términos de privación relativa con respecto a lo que es normal en una sociedad, de forma que a la hora de establecer qué es y no es necesario no cabría hacer diferencia, por ejemplo, entre las necesidades
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alimenticias y, digamos, un traje de primera comunión (como muy bien recoge el director Ken Loach en su película Lloviendo piedras). La opción a favor de la utilización de un criterio de pobreza relativa, que supone también optar por un criterio dinámico de necesidad, se puede encontrar, por ejemplo, en Adam Smith (1776) cuando señala que bajo el término de necesidades incluye “no sólo aquellas cosas que la naturaleza hace necesarias, sino aquellas cosas que las reglas de decencia establecidas han convertido en necesarias incluso para las clases más bajas de población”, o en Marx cuando señala que “una casa puede ser grande o pequeña; mientras que las casas que la rodean sean igualmente pequeñas satisface todas las demandas sociales de sus moradores en lo referente a vivienda. Pero si a su lado se levanta un palacio, ésta pronto se convierte en una choza”. La utilización de un criterio relativo de pobreza también se puede justificar haciendo referencia a la propuesta del Nobel de Economía Amartya Sen, de considerar la pobreza como un problema de capacidades, en el sentido de que más importante que lo que tenemos (en términos de renta) es lo que podemos hacer física, psíquica y socialmente. Siendo que la privación relativa de renta incide de forma negativa grave en las capacidades de las personas. La elección entre un criterio absoluto o relativo de pobreza es crucial, ya que es precisamente a partir de la distinción entre pobreza relativa y pobreza absoluta cuando se desvela la profunda relación existente entre el comportamiento de la desigualdad en la distribución de la renta y los niveles de pobreza. Así, en el caso de optar por una medida absoluta de pobreza, los cambios en la distribución de la renta externos al colectivo identificado como pobre no afectarán al índice de pobreza, ya que, al medirse la pobreza con respecto a unas necesidad definidas de forma impersonal, esto es, no asociadas (al menos de forma automática) a los niveles de vida medios de la población, lo que quiera que ocurra con las rentas de los no pobres será ajeno a la medición de la pobreza. En este caso, la eliminación de la pobreza sólo exigirá que crezca la renta de los pobres. Sin embargo, la utilización de criterios relativos de pobreza, hace perfectamente posible que una mejora en los niveles de renta de los pobres sea compatible con un aumento de la pobreza, para lo cual bastaría con que éstos aumentaran su renta en menor medida que la población no pobre, haciendo compatible, por lo tanto, la mejora en el nivel de vida de la población pobre y el aumento de la distancia entre ésta y el nivel de vida medio de la población total. En la Unión Europea la tasa de pobreza (población en riesgo de pobreza en terminología comunitaria), se define como el porcentaje de población con una renta inferior al 60 % de la renta mediana en cada país, y por lo tanto adopta un criterio relativo. En 2001 del 15 % de la población de la UE(15) se encontraba en esta situación (frente al 23 % de Estados Unidos), si bien con diferencias importantes entre países, con valores más elevados para Irlanda, 21%, Grecia y Portugal, 20%, y España, 19%, y entre el 9-11% para los Países Escandinavos y Holanda. Entre otros factores, estos resultados obedecen al mayor desarrollo del Estado de Bienestar en esas latitudes, junto con la existencia de una menor disparidad salarial. Aunque normalmente se asocia la pobreza con el desempleo, la inactividad laboral y la vejez, en el sentido de que la probabilidad de caer en una situación de pobreza es mayor cuando no se trabaja (ya sea por estar desempleado, inactivo o jubilado), lo cierto es que en el conjunto de la UE(15), el 35 % de los hogares por debajo del umbral de la pobreza son unidades familiares que cuentan con al menos una persona que trabajaba a tiempo completo (el 42 % en el caso español), pero con un salario insuficiente como para superar ese umbral de pobreza. De ahí que para erradicar la pobreza, junto al pleno empleo y a pensiones dignas sea necesario un empleo de calidad.
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Otro indicador útil para conocer la intensidad de pobreza de un país, es el denominado brecha de pobreza, definido como la distancia, expresada en porcentaje, que existe por término medio entre los ingresos de la población pobre y la línea de pobreza, ya que una tasa similar de pobreza puede esconder intensidades muy distintas de ésta dependiendo de la distancia de la renta media de este colectivo con respecto a la renta que se toma como umbral de pobreza. Para terminar hay que señalar que en los países menos desarrollados, donde el criterio de pobreza absoluta es todavía plenamente relevante, los organismos internacionales utilizan como umbral de pobreza, uno y dos dólares por persona y día: a comienzo de este siglo alrededor del 23 % de la población de los países de renta media y baja, el 43 % en el caso de África Subsahariana, subsistían con menos de un dólar al día en paridad de poder adquisitivo. poder el gran ausente en la Economía. Aparece fundamentalmente sólo en una forma atenuada o débil: como poder de mercado. En efecto, centrada como lo está en el estudio de las transacciones de mercado que, por definición, son voluntarias, la Economía ha tendido a dejar de lado las interacciones sociales de efectos económicos en las que un o unos agentes económicos obligan contra su voluntad a que otro u otros hagan algo a su favor so pena de afrontar un gran coste. Y aquí, al hablar de poder no hay que pensar solamente en fenómenos de coerción de tipo agresivo como el robo o el uso de la violencia directa en la economía, sino también en una forma menos aparatosa o más sutil o solapada como es la coerción psicológica o social, mediante la cual los que tienen poder amenazan valores psicológicos o sociales de los que no lo tienen, como su reputación, su identidad, su autoestima, su derecho a ser respetados, etc., En general, como se ha dicho, todas las formas de ejercicio del poder que no es de mercado han recibido escasa atención (véase, sin embargo, conflicto) fuera de corrientes marginales como la institucionalista o, más aún, la marxista. Dentro del análisis institucionalista, por ejemplo, John K. Galbraith, en su análisis del capitalismo norteamericano de los años 1960, recurrió al concepto de poder compensador para hacer referencia al papel que los sindicatos tenían como contrapeso del poder de las grandes corporaciones, destacando su importancia a la hora de explicar el funcionamiento del modelo de capitalismo en los Estados Unidos de la época. Por su parte, el poder tiene gran importancia en el análisis marxista a la hora de explicar las relaciones de producción (es decir, fuera del mercado) entre capitalistas y trabajadores, convirtiéndose en el elemento central explicativo de la dinámica económica. Finalmente, el poder debiera entrar en el análisis económico de la mano del estudio del Estado como agente económico, cuyo monopolio legal en el uso de la violencia le permite actuar discrecionalmente. Sin embargo, esa capacidad discrecional o poder del Estado pronto desaparece en la medida que la Economía interpreta ese ejercicio del poder como resultado de una suerte de mercado político de votos que restringe en buena medida esa capacidad de comportamiento discrecional (véase ciclo económico político). poder de mercado capacidad de una empresa (o de un comprador o grupo de compradores) para fijar precios y/u otras condiciones de venta (o de compra) en un mercado. El caso extremo de poder de mercado es el monopolio de oferta, donde hay un único vendedor, o el monopsonio de demanda, donde sólo hay un único comprador, de forma que la única opción de los compradores (o, en su caso, de los vendedores) es la de comprar (o vender) con las condiciones impuestas por el monopolista o bien abstenerse de participar en el
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mercado. Una forma de medir el poder de mercado es mediante el índice de Lerner. El poder de mercado tiene como límite el hecho de que en todo mercado, por muy monopolizado que esté, los intercambios son voluntarios.
política cambiaria
el tipo de cambio es una variable central en la determinación de las exportaciones e
importaciones de un país, y éstas son a su vez dos de los componentes de la demanda efectiva: las exportaciones suponen un aumento de la demanda efectiva, y las importaciones una reducción de ésta, en la medida en que se sustituya demanda de productos nacionales, con un efecto positivo sobre la producción y empleo del país, por demanda de productos extranjeros, con un efecto positivo sobre la producción y empleo de los países donde se compra. De esta manera, la actuación sobre el tipo de cambio se convierte en una herramienta de política económica: la devaluación de la moneda nacional, es decir, el aumento de su tipo de cambio frente a las monedas de otros países, abaratará artificialmente los productos nacionales en esos países, y encarecerá sus productos en el propio, por lo que tendrá un efecto positivo sobre la demanda efectiva. Por el contrario, una apreciación de la moneda nacional abaratará las importaciones y tendrá efectos positivos en la lucha contra la inflación. Como ejemplo, el hecho de que el euro disfrutara de un tipo de cambio relativamente bajo con respecto al dólar en 2004, de 0.8 € = 1 $, comparado con el existente unos años antes de 1,24 € = 1 $, sirvió para reducir el impacto inflacionista de la escalada de los precios del petróleo de finales del 2004. En todo caso, no todos los sistemas de tipo de cambio permiten este tipo de actuaciones, ya que los países pueden optar por anclar su tipo de cambio con respecto a alguna divisa (véase currency board) o por mantener el tipo de cambio fijo al margen de su situación económica interna. De hecho, durante cerca de tres décadas tras la creación del FMI el tipo de cambio fijo fue dominante, salvo excepciones, en la escena mundial. La política de tipo de cambio y la política monetaria (de tipo de interés) están asociadas, de forma que, en ausencia de control de los movimientos de capital, los países tendrán que optar por actuar sólo en uno de estos dos campos de política económica (véase IS-LM). El análisis realizado hasta ahora de los efectos de la política de cambio ha dejado fuera el papel, que puede ser fundamental, de la credibilidad que tenga para los agentes económicos que participan en los mercados de divisas las decisiones de política cambiara. Si, por ejemplo, un gobierno anuncia su compromiso de mantener un tipo de cambio sobrevaluado respecto al tipo de cambio que prevalecería en un mercado de divisas no intervenido, y los agentes privados que participan en estos mercados consideran que los recursos de divisas con los que cuenta ese gobierno para mantener su compromiso son insuficientes (véase tipo de cambio), la duda de los agentes se traducirá en una conducta vendedora de la moneda en cuestión, que dificultará todavía más el mantenimiento del compromiso cambiario del gobierno, provocando posiblemente su devaluación real. Así, los intentos de mantener a pesar de todo el tipo de cambio en multitud de ocasiones ha obligado, en un ejemplo de la interrelación entre política cambiaria y monetaria aludida más arriba, a subidas dramáticas de los tipos de interés, y en última instancia al abandono del compromiso cambiario. política de competencia uno de los elementos que ha caracterizado la evolución de las economías de mercado en el último siglo y medio ha sido la aparición en numerosos mercados de un número reducido de empresas que controlan un porcentaje relativamente elevado de las ventas del sector. Este proceso de concentración
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puede suponer un peligro para su buen funcionamiento, afectando negativamente a su eficiencia (véase, sin embargo, mercados atacables). Con la finalidad de hacer frente y corregir en la medida de lo posible estas las desviaciones de los mercados con respecto a la competencia factible, desde finales del siglo XIX los Estados han desarrollado legislaciones de defensa de la competencia con la finalidad de impedir aquellas actuaciones atenten contra la competencia repercutiendo negativamente en el funcionamiento de la economía (la primera legislación de este tipo es la Ley Sherman aprobada en Estados Unidos en 1890) A la hora de diseñar la estrategia a seguir para garantizar niveles suficientes de competencia en los mercados cabe adoptar dos comportamientos. Por un lado, se puede considerar que la mera existencia de concentración en un mercado afectará per se a la competencia, de forma que bastará con que un mercado sea definido como concentrado para poner en marcha los mecanismos legales de intervención pertinentes. Alternativamente, se puede considerar que la existencia de un alto nivel de concentración de mercado, siendo condición necesaria, no es condición suficiente para que aparezcan comportamientos lesivos para la competencia. En este caso, la actuación en defensa de la competencia sólo se activará cuando las empresas que operen en mercados concentrados realicen prácticas que atenten contra la competencia. Abundando en este aspecto, es posible que en presencia de economías de escala, la existencia de un bajo número de empresas esté asociada a una mayor eficiencia productiva, compensándose parte o la totalidad de los efectos negativos arriba enunciados. También puede ocurrir que la posibilidad de disfrutar, aunque sea temporalmente, de una posición dominante en el mercado actúe como incentivo a la innovación (eficiencia dinámica). De estas dos aproximaciones a la política de defensa de la competencia, la mayoría de las legislaciones (como la comunitaria y la española, por ejemplo) siguen la segunda, al considerar que lo importante no es que haya muchas o pocas empresas, sino en qué medida su comportamiento beneficia o perjudica a los consumidores. Los principales frentes de la política de competencia son la prohibición de los acuerdos entre empresas que falseen, restrinjan o impidan la competencia dentro del mercado, así como la explotación “abusiva” de su posición dominante por parte de las empresas que disfrutan de tal posición (por ejemplo, la legislación comunitaria prohíbe expresamente fijar directa o indirectamente precios de compra o venta, limitar o controlar la producción, el desarrollo técnico o las inversiones, repartirse mercados o fuentes de abastecimiento, la práctica de precios predatorios, etc.). Simultáneamente las autoridades de defensa de la competencia intervienen en los procesos de fusión o absorción de empresas para garantizar que tales procesos, tan comunes en nuestros días, no tengan un impacto negativo sobre la competencia. La forma concreta de organización de estas labores varía de país en país, aunque en todos los casos las autoridades de defensa de la competencia se enfrentan a problemas similares a la hora de probar la existencia de acuerdos para falsear la competencia (pues rara vez las empresas que participan en los mismos levantan actas de ellos) y falta de medios cuando tienen que enfrentarse a grandes corporaciones con una capacidad ingente de movilización de recursos jurídicos, piénsese, por ejemplo, en Microsoft protagonista de uno de los principales casos de abusos de posición dominante de los últimos años.
política de rentas
la política de rentas pretende alcanzar objetivos de política económica como el pleno
empleo o la estabilidad de precios, mediante la actuación sobre los ingresos que reciben los agentes
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económicos como contrapartida por su participación en el proceso productivo. La política de rentas es un área atípica de ejercicio de política económica por parte del Estado, ya que, a diferencia de otros ámbitos, como el monetario o el fiscal, el Estado no tiene un control directo de las rentas de los agentes económicos. Sin embargo, el hecho de que el Estado no cuente con mecanismos de intervención directa en la formación de las rentas de los factores no quiere decir que no tenga vías indirectas de afectarlas. La primera, y probablemente una de las más respaldadas por los agentes económicos, consiste en
el desarrollo de Pactos Sociales,
normalmente tripartitos entre Empresarios-Patronal, Trabajadores-Sindicatos y Gobierno en los que se llegan a acuerdos sobre comportamiento salarial, inversiones, y gasto público tendentes a facilitar la consecución de determinado objetivo macroeconómico. Por ejemplo, los trabajadores pueden aceptar moderación salarial a cambio de mayores inversiones de las empresas y un aumento del gasto público social. El control del gasto público, y su capacidad regulatoria sitúa al Sector Público en una buena posición negociadora frente a los agentes sociales a la hora de obtener de éstos concesiones en materia salarial o de inversiones. En segundo lugar, las Administraciones Públicas son también un importante empleador, suponiendo entre algo menos del 10% y casi el 40% del empleo total según que países, y su comportamiento a la hora de fijar los salarios de los funcionarios tiene una repercusión sobre la negociación salarial de los empleados del sector privado. En tercer lugar, el gobierno puede utilizar la regulación laboral para alterar la posición negociadora de empresarios y trabajadores en el mercado de trabajo. Así, es de esperar que un endurecimiento de las condiciones de acceso al seguro de desempleo, o una reducción de la protección de los trabajadores frente al despido, tenga repercusiones en su comportamiento en el mercado de trabajo (véase salario de reserva). Por último, el gobierno puede actuar sobre la presión fiscal para influir sobre las rentas de trabajo o capital. Así, por ejemplo, si el objetivo es aumentar los beneficios, puede reducir las cotizaciones sociales que pagan las empresas a la Seguridad Social, o reducir el tipo impositivo que grava las rentas de capital (el impuesto sobre sociedades). La lógica económica detrás de las actuaciones en materia de política de rentas se basa en la existencia de una relación entre la distribución funcional de la renta y la demanda efectiva en un contexto de desempleo keynesiano. En la medida en que la propensión a consumir de los receptores de rentas del trabajo (salarios) sea mayor que la propensión a consumir de los receptores de rentas del capital (beneficios), una redistribución de la renta a favor de salarios generará un aumento de la demanda efectiva, y un aumento de la producción y empleo, mientras que, caeteris paribus, una reducción de su participación en la renta generará una caída del consumo y una reducción de la demanda efectiva. Por lo tanto, desde esta perspectiva, la redistribución a favor de salarios tendría un efecto expansivo, mientras que la redistribución a favor de beneficios tendría un efecto contractivo sobre al economía. Alternativamente, se puede defender sin embargo, en un planteamiento que ha estado detrás de la política económica de muchos países en la década de 1980, que en la medida en que la inversión dependa de los beneficios, una redistribución a favor de beneficios, esto es un aumento de los salarios reales inferior al aumento de la productividad del trabajo, generará no sólo el incentivo para invertir, sino también los fondos para hacerlo, ya que una parte importante de la inversión de las empresas se financia con los beneficios que obtienen del ejercicio de su actividad productiva. El aumento de la inversión provocará a su vez un aumento de la demanda efectiva y el correspondiente aumento del PIB y del empleo, así como una modernización del aparato productivo. Obviamente, si la redistribución a favor de beneficios no va acompañada de un aumento de la inversión, el efecto será el contrario del pretendido, ya que
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al ser la propensión a consumir de beneficios más baja que la propensión a consumir de salarios, la redistribución generará una caída de la demanda efectiva y un aumento del desempleo. De idéntica manera, si la redistribución a favor de salarios se enfrenta con un boicot empresarial a invertir, puesto que al aumentar los salarios aumentan los costes laborales de las empresas con un posible efecto negativo sobre la rentabilidad de sus actividades productivas, el impacto expansivo de esta política se verá neutralizado. Por último, la política de rentas se puede utilizar como herramienta de lucha contra la inflación, si entendemos que ésta es, en gran parte, el resultado de una lucha por la distribución de la renta. En concreto, si los trabajadores cuestionan el statu quo distributivo, intentarán conseguir aumentos salariales, mediante los mecanismos tradicionales de acción sindical de negociación y presión. Ahora bien, una vez obtenido el aumento salarial, las empresas pueden adaptarse al mismo reduciendo su margen de beneficios e intentando a medio plazo compensar esos salarios mayores con aumentos en la productividad del trabajo -mediante el uso de nuevas tecnologías y nuevas formas de organización del trabajo, por ejemplo- o bien, simplemente, incrementando los precios de sus productos, trasladando parcial o íntegramente el aumento de sus costes laborales a los precios. Bastará con que en la siguiente ronda de negociaciones los trabajadores exijan recuperar la pérdida de poder adquisitivo generada por ese aumento de precios, para que se ponga en marcha un proceso inflacionista (véase curva de Phillips). Mediante el ejercicio de una política de rentas institucionalizada, con participación de las partes implicadas, se puede evitar la aparición de tensiones inflacionistas por esta causa. política fiscal la política fiscal pretende actuar sobre el nivel de actividad económica de una economía (nivel de precios, producción y empleo) mediante la gestión de los ingresos y gastos públicos. El mecanismo es relativamente sencillo, los impuestos suponen detracciones en la renta disponible de los agentes económicos, y por lo tanto aumentándolos o disminuyéndolos se puede, caeteris paribus,
disminuir o aumentar la
demanda efectiva y consecuentemente la producción y empleo en un contexto de desempleo keynesiano. Y ello con un impacto final sobre el PIB mayor que la variación original de los impuestos (véase multiplicador de los impuestos). Idéntico efecto, solo que de signo contrario, tiene el aumento de las transferencias, que en este caso aumentaría el PIB. Por último, el gasto público genera directamente demanda efectiva, con lo que su aumento estará asociado al crecimiento de la demanda, producción y empleo, de nuevo con un impacto mayor que la variación original del gasto (véase multiplicador del gasto). Por lo tanto, si el objetivo de política económica es la lucha contra el desempleo de causa keynesiana, la política fiscal adecuada será una política expansiva de aumento del gasto público y las transferencias (seguro de desempleo, por ejemplo), de disminución de los impuestos, o ambas simultáneamente. El impacto expansivo será mayor si el aumento del gasto se financia de forma extraordinaria mediante la emisión de deuda pública, esto es, si se incurre en déficit público. Pero incluso si el incremento del gasto se financia con un aumento en los impuestos, el efecto final sobre la demanda será positivo. Por el contrario, si el objetivo es la lucha contra la inflación, la reducción del gasto público y el aumento de los impuestos retirará demanda efectiva del mercado, con lo que se reducirá la presión al alza sobre los precios. Debido a la forma en la que están diseñados parte de los impuestos, como el impuesto sobre la renta, y algunas de las transferencias públicas más comunes (como las prestaciones por desempleo), la acción de estabilización de gastos e
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impuestos se produce en gran parte de forma automática, hablándose así de estabilizadores automáticos. Su funcionamiento es el siguiente: en una situación de recesión, cae el PIB y aumenta el desempleo, eso hace que se reduzca la renta de las personas (por lo que pagan menos en concepto el impuesto sobre la renta), con lo que cae la recaudación de impuestos, amortiguándose el efecto de la caída de la renta. Por otro lado, al aumentar el desempleo, aumenta también automáticamente el pago de transferencias en concepto de seguro de desempleo, de nuevo con un efecto expansivo sobre la economía. De esta forma, sin necesidad de intervención discrecional, la propia maquinaria del Estado actuaría de forma compensadora contra la caída de demanda. Obviamente, ese efecto automático se puede reforzar con medidas de gasto, normalmente gasto en infraestructuras y servicios públicos, con un efecto multiplicador mayor. La recuperación económica, por su parte, generará un aumento en la recaudación y una reducción de los gastos de transferencias que deben facilitar el pago de la deuda pública con la que se ha financiado el exceso de gasto sobre ingresos en los años de crisis. La política fiscal se utiliza de forma generalizada por todos los gobiernos cuando se enfrentan a situaciones de crisis de demanda. Así y todo, desde el último cuarto del siglo pasado han aumentado las críticas tanto a la sustentación teórica de este tipo de intervenciones (véase nueva macroeconomía clásica, monetarismo, economía neoclásica), como a la forma en que se llevan a cabo. En cuanto a lo primero, por un lado, se mantiene que el gasto en consumo de los agentes no depende de las alteraciones de la política fiscal en la medida en la que éstas sólo conducen a modificaciones transitorias de la renta, sin alterar la renta permanente. Por otro lado, la financiación por deuda de la política fiscal expansiva tendrían un efecto contractivo tanto por el llamado teorema de equivalencia ricardiana, como por la subida de los tipos de interés (véase efecto expulsión) que compensarían plenamente el efecto expansivo buscado. En cuanto a lo segundo, se defiende que las ataduras políticas de los gobiernos (véase ciclo económico político) hace que sea más fácil incrementar el gasto y reducir los impuestos que lo contrario, de forma que cuando llega la recuperación no se genera el superávit necesario para amortizar la deuda emitida durante los años de crisis, incrementando por lo tanto el endeudamiento del Estado (véase elección pública). Ello ha llevado a países como Estados Unidos o a la propia Unión Europea, a introducir en sus legislaciones limitaciones al déficit público (véase reglas de política económica). política industrial la industria tiene unas características especiales como sector productivo que hacen que su desarrollo sea en muchos países uno de los objetivos de la política económica. Así, en comparación con otros sectores, la industria es todavía una actividad que genera un alto valor añadido y por lo tanto permite ofrecer unos salarios más elevados que la media (en España el salario bruto del sector manufacturero es casi un 70 % superior al medio). Igualmente, la industria concentra gran parte de la actividad de I+D, siendo por lo tanto un sector donde los incrementos de productividad son también superiores a la media (en el período 1995-2001 la productividad del trabajo del sector manufacturero en el conjunto de la UE creció más del cuádruple de la del conjunto de la economía). Muestra de la importancia de la industria en el proceso de crecimiento, incluso en estos tiempos de terciarización de la economía, es la fuerte relación existente entre el grado de desarrollo de una región y la importancia que en su tejido productivo tiene el sector industrial.
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Tradicionalmente las herramientas principales de la política industrial han sido un tratamiento impositivo favorable a esta actividad, en comparación con otras actividades productivas consideradas menos importantes para el desarrollo económico, incluyendo subvenciones a la inversión, y medidas de protección frente a la competencia exterior (véase proteccionismo y comercio estratégico). Sin embargo, en la actualidad, tanto las reglas de la Organización Mundial del Comercio como la política de defensa de la competencia comunitaria prohíben este tipo de actuaciones, con lo que la política industrial ha visto limitado su rango de intervención a las políticas relacionadas con la promoción de la Investigación y Desarrollo en el sector y a cuestiones auxiliares como la dotación de suelo industrial y una política educativa que permita a la industria contar con mano de obra cualificada.
política monetaria
conjunto de actuaciones que pueden desarrollar los Bancos Centrales, que son las
instituciones encargadas de su ejecución, para influir directa o indirectamente sobre la oferta monetaria de la economía, y, mediante lo que se conoce como los mecanismos de transmisión de la política monetaria, sobre el nivel de actividad económica. De forma sintética, utilizando a modo de ejemplo uno de los instrumentos más comunes de política monetaria, los Bancos Centrales ofrecen financiación a los bancos y cajas de ahorro a un determinado tipo de interés (tipo de interés de descuento), que pueden fijar libremente al ser monopolistas en lo que se refiere a la creación de base monetaria. Fondos que el sistema bancario utiliza en su negocio crediticio. De esta forma, si un Banco Central quiere aumentar la liquidez del sistema no tiene sino que ofrecer estos fondos a un tipo de interés bajo, incentivando su demanda por parte de los bancos, aumentando la capacidad del sistema crediticio para ofrecer créditos y la liquidez de la economía (véase multiplicador monetario). Los cambios en el tipo de interés derivados de esta política afectarán, a su vez, a las decisiones de consumo e inversión y por lo tanto a la demanda efectiva y al nivel de actividad en un contexto de estancamiento keynesiano. Por el contrario, en presencia de inflación, un Banco Central puede propiciar (mediante una reducción de los préstamos que ofrece a los bancos) el aumento del tipo de interés de mercado, lo que servirá para “enfriar la economía” al reducirse el consumo y la inversión y combatir la inflación (política monetaria contractiva). Además del efecto sobre la demanda efectiva, la actuación de los Bancos Centrales sobre los tipos de interés puede tener otros efectos importantes. Uno de ellos es su impacto sobre la Bolsa, donde las subidas de los tipos de interés normalmente generan caídas en las cotizaciones: las acciones y los depósitos a plazo son formas sustitutivas de colocar el ahorro, de modo que si se eleva la remuneración de los depósitos como resultado del aumento del tipo de interés es probable que se produzca una recolocación del ahorro a favor de este tipo de depósitos, con la consiguiente caída de las cotizaciones. Otro efecto secundario, y quizás con mayores implicaciones de política económica, es el efecto sobre el tipo de cambio. Un aumento del tipo de interés hará más atractivo para los inversores extranjeros la colocación de sus ahorros en bonos y obligaciones del país, lo que conducirá a un aumento de la entrada de divisas y a la apreciación de la moneda nacional. Es por eso que la política monetaria y la política cambiara tienen que estar coordinadas, ya que no es posible, por ejemplo, devaluar la moneda nacional al tiempo que se lleva a cabo una política monetaria contractiva de aumento del tipo de interés (algo que atraerá a capitales extranjeros y por lo tanto generará una entrada de divisas y la correspondiente apreciación de la moneda), a
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menos que haya una política de control de los movimientos de capital o que el BC sea capaz de realizar una esterilización monetaria plena. En la actualidad, las crisis inflacionistas de los años 70 y la creencia en que los gobiernos pueden verse tentados a abusar de la política monetaria expansiva para obtener ganancias a corto plazo en términos de renta y empleo, poniendo en peligro la estabilidad de precios a medio y largo plazo, se ha traducido en una pérdida creciente de credibilidad de los gobiernos en cuanto a su capacidad de alcanzar los objetivos de inflación anunciados (véase inconsistencia temporal). Esta desconfianza ha llevado a un gran número de países a situar las competencias de política monetaria en manos de unos Bancos Centrales independientes del poder ejecutivo, ya que el primer paso para controlar la inflación es que los agentes económicos construyan sus expectativas en la confianza de que la autoridad monetaria va a tomar las medidas necesarias para cumplir sus objetivos. En este sentido, no es extraño que los Bancos Centrales tengan el mandato expreso de garantizar la estabilidad de precios (entendido en el caso del Banco Central Europeo, por ejemplo, como un crecimiento del IPC inferior al 2%), dejando el resto de objetivos de política económica en un lejano segundo plano. Este nuevo marco de asignación de competencias plantea el problema de la coordinación entre la política monetaria, competencia exclusiva ahora del BC, dirigida al control de la inflación y la política fiscal, en manos del gobierno y con una mayor preocupación, a menos a corto plazo, por los niveles de empleo y actividad económica. Problema de coordinación, cuyos resultados, como predice la teoría de juegos, distan de ser por lo general óptimos. Los Bancos Centrales cuentan con instrumentos de distinta naturaleza a la hora actuar sobre la liquidez del sistema: (1) Pueden influir sobre la capacidad de las entidades de crédito de crear dinero bancario (véase multiplicador monetario) mediante la fijación de unos requisitos mínimos de reservas (coeficiente de caja). Este mecanismo es cada vez menos utilizado con el objetivo de evitar la incertidumbre que podría causar en bancos y cajas de ahorro el tener que hacer frente a requisitos de reservas cambiantes. (2) Pueden influir sobre la cantidad de dinero en manos del público y las entidades de crédito mediante la compra de activos financieros –normalmente bonos del Estado- cuando el objetivo es inyectar liquidez, y su venta cuando el objetivo es restarla, procedimiento que se conoce como política de mercado abierto. (3) Por último, la intervención puede adoptar la forma de la oferta directa de financiación a las entidades de crédito a un determinado tipo de interés. En el supuesto de que el objetivo sea aumentar la liquidez, el tipo de interés de descuento se fijará a un nivel bajo, lo que incentivará a bancos y cajas de ahorro a pedir préstamos al Banco Central con los que poner en marcha un proceso de expansión del dinero bancario. En la Unión Monetaria Europea el instrumento de regulación monetaria más importante, las “subastas de dinero” en donde bancos y cajas de ahorro pujan por los fondos subastados por el BC, pertenece a esta categoría. En relación con este último punto, hay que acentuar que un sistema financiero basado en el dinero bancario está sujeto, enm opinión de algunos autores, a una tendencia hacia la fragilidad financiera en el sentido de ser susceptible a pánicos financieros (el imposible intento de los agentes económicos en masa de convertir su dinero bancario en dinero legal). En estos casos el papel del BC como prestamista de última instancia del sistema bancario, en el sentido de acudir con dinero legal en el caso de aparecer este tipo de crisis, se revela fundamental a la estabilidad de un sistema financiero.
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Una de las decisiones que tienen que adoptar las autoridades monetarias como paso previo a su intervención es qué estrategia seguir para alcanzar los objetivos marcados de política monetaria (normalmente, como se ha dicho, la estabilidad de precios). Una de las posibles estrategias es fijar un objetivo de crecimiento de la oferta monetaria compatible con el crecimiento de la producción esperado en un contexto de precios estables, y proceder a actuar sobre el tipo de interés cuando la evolución de la oferta monetaria sea diferente de la senda de crecimiento considerada como adecuada. Se subiría el tipo de interés si el crecimiento de la oferta monetaria es superior al objetivo y se lo bajaría si es inferior. Sin embargo, para que esta estrategia sea efectiva es necesario que se cumplan dos condiciones: 1) existencia de una relación estable entre oferta monetaria y nivel de precios, tal y como postulan los monetaristas, y 2) que el Banco Central tenga instrumentos suficientemente potentes como para controlar rápidamente la oferta monetaria. Algo esto último que no siempre es posible dada la naturaleza en gran parte endógena del dinero, en el sentido de que con frecuencia los mercados financieros son capaces de generar autónomamente (es decir, al margen de las autoridades monetarias de los Bancos Centrales) liquidez, creando nuevos activos financieros con algunas de las condiciones o características del dinero. Por ello, una estrategia alternativa (la seguida por el Banco Central Europeo) consiste en la fijación de un objetivo de inflación, y el diseño de un método transparente y claro de actuación en el caso de que la economía muestre una tendencia a superar el objetivo fijado. Dado la existencia de retardos temporales entre el momento en el que se aplican las medidas de política monetaria y el momento en las que éstas tienen efecto, esta estrategia exigirá de los Bancos Centrales la capacidad para realizar una política monetaria anticipatoria. Por último, dado el efecto que las variaciones en el tipo de cambio tienen sobre el nivel de precios a través de su impacto sobre los precios de los bienes importados (una devaluación de la moneda generará un aumento en el nivel de precios), se puede adoptar una estrategia basada en el objetivo de mantener un determinado tipo de cambio. Esta estrategia será especialmente adecuada en economías pequeñas y muy abiertas al exterior. postkeynesiana, economía de igual forma que la economía keynesiana aparece como reacción a la economía neoclásica, se puede decir que la economía postkeynesiana se desarrolla como reacción a la interpretación dominante de los elementos centrales de la Teoría General de Keynes que se realizó tras la II Guerra Mundial (en la llamada la síntesis neoclásico-keynesiana, véase IS-LM). La recuperación del núcleo más puro del pensamiento keynesiano así como su desarrollo para llevar la visión crítica de Keynes a terrenos ni siquiera explorados por él, es lo que caracteriza el enfoque postkeynesiano, que lo diferencia así no sólo de la economía neoclásica y sus seguidores contemporáneos (véase nueva macroeconomía clásica) sino también de los llamados neokeynesianos. La primera generación de autores postkeynesianos incluye a economistas contemporáneos de Keynes como Joan Robinson (1903-1983), Nicholas Kaldor (1908-1986), Michal Kalecki (1899-1970), Sydney Weintraub (1914-1983) o Paul Davison. Autores como Alfred S. Eichner (1937-1988), Hyman P. Minsky (1919-1996) o Malcolm Sawyer forman parte de una segunda generación de esta escuela. El elemento distintivo de la posición postkeynesiana en lo que se refiere al análisis de la oferta agregada es el supuesto de que las empresas, sobretodo las grandes empresas que marcan las pautas del comportamiento de los mercados concentrados, fijan sus precios mediante la aplicación de un margen sobre costes, como forma normal de comportamiento en un entorno de incertidumbre, pues en tal contexto (a
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diferencia de uno de riesgo) el criterio de maximización de beneficios carece en buena medida de relevancia práctica puesto que en muchos casos las empresas son incapaces de anticipar de modo racional los resultados de sus acciones. Entre las teorías postkeynesianas de determinación del margen destacan aquellas que defienden que su tamaño depende del equilibrio entre dos fuerzas contrapuestas: por un lado, la necesidad de mantener las barreras de entrada y atraer a nuevos consumidores al mercado, lo que llevaría a fijar un margen reducido; y, por otro, la necesidad de financiar internamente (con beneficios retenidos) al menos parte de la inversión planeada, lo que llevaría a fijar un margen más elevado. Con arreglo a esta interpretación los precios fijados por las grandes empresas pierden buena parte de su papel como mecanismo asignativo o señalizador, reforzándose su papel como mecanismo de acumulación. Adicionalmente, la idea de que las tecnologías de coeficientes fijos reflejan de modo más certero la realidad de las funciones de producción de las grandes empresas, junto con el supuesto de existencia de capacidad ociosa instalada (véase utilización de capital), lleva a esta escuela a defender que las empresas pueden aumentar su producción sin entrar en el tramo creciente de la curva de costes medios. En el ámbito agregado este comportamiento daría lugar a que la curva de oferta agregada a corto plazo de la economía fuera perfectamente elástica hasta el nivel de producción de plena utilización de la capacidad instalada. Ello quiere decir que, mientras no se use plenamente la capacidad instalada, los aumentos de la demanda agregada se verán correspondidos con aumentos en la producción sin necesidad de que aumenten los precios, siempre y cuando, claro está, los salarios monetarios y el margen de precios sobre costes permanezcan constantes. En lo que se refiere al mercado de trabajo, los poskeynesianos consideran que, en circunstancias normales, los trabajadores no actúan como los agentes racionales y maximizadores del análisis neoclásico, ya que, como ocurre con las empresas, la existencia de incertidumbre e información incompleta (véase racionalidad limitada) hace que recurran a rutinas, normas y convenciones sociales a la hora de ajustar su comportamiento. De lo anterior se deriva que los salarios tienen un papel menor en la determinación del empleo, yendo la relación más bien en dirección opuesta, de forma que sería el nivel de empleo el que determina el nivel de los salarios. Desde esta óptica, la inflación se interpreta como el resultado de un conflicto distributivo entre capital y trabajo, cuyo resultado dependerá del marco institucional (es decir, el poder relativo de sindicatos y patronal) y del nivel de desempleo. Todo ello explica, por un lado, el énfasis que esta escuela pone en el papel de la demanda efectiva en la determinación del nivel de producción de equilibrio macroeconómico, y por otro, la importancia de contar con instituciones eficientes de resolución de conflictos que desactiven el potencial inflacionista de los conflictos distributivos. En lo que se refiere a la demanda agregada, los postkeynesianos recalcan, al igual que hiciera Keynes, el papel central que en ella tiene la inversión, y la dificultad de que ésta se sitúe por si sola en los niveles necesarios para alcanzar el pleno empleo. La causa, una vez más, estaría en la importancia que las expectativas tienen en la determinación de la inversión (véase animal spirits), y en la naturaleza
intrínseca de la
incertidumbre en la economía, que haría irrelevante la noción de equilibrio como un lugar o estado más o menos definido al que tenderían los procesos económicos en el curso del tiempo. Noción ésta que George L. S. Shackle, (1903-1992) sustituyó por el de una realidad “caleidoscópica”, continuamente cambiante como los colores de un calidoscopio: en la medida en que los sistemas sociales se transforman de forma impredecible, la incertidumbre se convierte en la norma. Es por ello que esta escuela defiende la necesidad de una intervención
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contracíclica del sector público que de certidumbre en la medida de lo posible a las decisiones de los agentes económicos. En lo que a esto respecta, los postkeynesianos consideran que, en cierto sentido, el dinero es como cualquier otro bien, cuya oferta (determinada por el comportamiento de los bancos) responde a la demanda de créditos, con lo que la oferta monetaria se determinaría en buena parte de forma endógena en los mercados financieros mediante la creación de nuevas formas de dinero. En la medida que así suceda, los Bancos Centrales perderían su capacidad de control de la oferta monetaria, quedándoles sólo la posibilidad de influir sobre ella de forma indirecta mediante la actuación sobre el tipo de interés. Es por ello que estos autores consideran que la política fiscal es más efectiva que la monetaria. No obstante, algunos economistas de esta tendencia, agrupados en torno a la obra de Hyman Minsky, hacen hincapié en la importancia de los mercados financieros en el desarrollo de las economías de mercado y con ello en el papel de las autoridades monetarias: En la medida que tales mercados, en un entorno de incertidumbre, son propensos a perturbaciones explosivas (véase fragilidad financiera) ello reforzaría el papel de los Bancos Centrales en la regulación, control y apoyo (prestamista en última instancia) de los mercados financieros.
precio
tasa a la que se puede intercambiar una unidad de un bien o de un servicio ya sea por dinero, en
cuanto que unidad de cuenta, llamándose entonces precio nominal o absoluto, o por una unidad de otro bien o servicio, en cuyo caso se denomina precio relativo (el cociente entre los precios nominales de dos bienes distintos). El estudio de los precios relativos, su determinación, características y movimientos, es la cuestión central del análisis económico, ya que los individuos a la hora de tomar decisiones asignativas rara vez lo hacen en términos absolutos, esto es, fijándose tan solo en el precio de lo que van a comprar o vender (véase, no obstante, ilusión monetaria), sino que realizan comparaciones entre los precios de distintos productos, o lo que es lo mismo, entre distintas opciones de actuación, mediante el uso de los precios relativos (véase coste de oportunidad). El conjunto de los precios nominales, sólo transmiten en principio una indicación del poder de compra del dinero (véase inflación), sin embargo, cuando los precios nominales de los distintos bienes no varían en la misma proporción se produce además una variación en los precios relativos y consecuentemente un cambio en su estructura. Hablaremos aquí a partir de este momento sólo de los precios relativos. El precio de un bien puede resultar de la libre actuación de demandantes y oferentes en un mercado, o ser fijado por una unidad administrativa, llamándose entonces precio administrado o intervenido. Si un bien se vende a un precio administrado por debajo del que hubiera alcanzado en el mercado se dice que el precio es público. Cuando el precio relativo de un bien se fija en un mercado que satisface las condiciones de la competencia perfecta es simultáneamente el valor que los compradores dan a la última unidad que adquieren de ese bien y el coste de producir y entregar esa última unidad. Si así ocurre, ese precio relativo es eficiente en el sentido de que a ese precio es cuando se satisfacen en la mayor medida posible las necesidades que los compradores tienen del bien o servicio de que se trate dada la distribución de la renta (véase, no obstante, segundo óptimo). Algunos economistas han pretendido sacar adicionalmente la conclusión de que el conjunto de precios relativos que surge de un sistema de mercados perfectamente competitivos sería también justo en la medida en que los consumidores al acceder a una unidad de un bien y pagar su precio están en último término pagando por el hecho de que para hacer esa unidad hay que detraer recursos de otros procesos productivos, lo
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que dejaría sin satisfacer otras necesidades. Si el precio relativo de un bien o de un servicio se fija en un mercado que no es perfectamente competitivo, entonces, o bien no será igual al coste marginal (será superior) de producirlo o bien no será igual al valor que los compradores le dan a la última unidad que adquieren (véase monopsonio). Si el precio relativo de un bien resulta de la libre interacción de la demanda y la oferta en un mercado de competencia perfecta, entonces cumple dos funciones básicas para la coordinación económica: 1) sirve como señal de la presencia de escasez relativa, es decir, ocurre que su ascenso transmite a los propietarios o gerentes de los factores de producción la información de que, por las razones que sea (un cambio en los gustos, una situación de dificultad de aprovisionamiento, etc.), en ese determinado sector ha aumentado la escasez de ese bien; 2) sirve como incentivo para que los factores de producción se desplacen a ese sector dónde hay escasez relativa, ya que si el precio relativo de un bien o de un servicio sube, en el corto plazo, sus propietarios obtienen beneficios extraordinarios, lo cual incentiva a los propietarios de los factores de producción, que están operando en otros sectores donde sólo obtienen una remuneración normal, a moverse hacia el sector donde se obtienen esas ganancias anormalmente altas. De lo anterior se sigue que el control de los precios, es decir, el poner trabas a su libre movilidad, subvierte tanto el papel señalizador como el incentivador de los precios, impidiendo a la economía coordinarse eficientemente a la hora de resolver los problemas de escasez. El permitir la máxima flexibilidad en los precios es por ello una regla general de actuación que caracteriza el punto de vista económico, de modo que la intervención en los mismos con vistas a corregir alguna situación económica que no se juzgue deseable siempre ha de estar justificada. Por ejemplo, si se estima que algún colectivo de individuos requiere ayuda económica por las razones que sea, el modo de actuación prima facie aconsejado por los economistas, a igualdad de gasto, es una transferencia directa de renta antes que la ayuda indirecta mediante la subvención de alguno de los precios de los bienes que consumen (principio de cuota fija) Adicionalmente, los precios en mercados oligopolísticos cumplen una función de acumulación, es decir, son usados por las empresas como medio de generación de fondos internos para financiar las inversiones. Obviamente, el uso de los precios para esta función choca con los otros servicios que prestan los precios: señalización e incentivación. Finalmente, una última función que indirectamente cumplen los precios es la de servir como señal de calidad, cuando ésta no es directamente observable en mercados con información asimétrica. Si el mercado de un bien o de un factor no es perfecto por la presencia de algún tipo de fallo del mercado o incluso, en el caso extremo, porque no hay mercado para los mismos (por ejemplo, para el caso de bienes como el aire limpio, o los paisajes, etc.), el precio de mercado (si lo hay) estará distorsionado y no reflejará el coste de oportunidad del bien o su valor para la sociedad. En estos casos la gestión eficiente del bien o del factor requiere la corrección de los precios, caso de que existan, o su imputación, caso de que no los haya, a la hora de regular su uso (véase análisis coste-beneficio). A los precios resultantes tras la corrección o la imputación, se les conoce como precios sombra, y su valor sería igual a los precios que regirían si el mercado existiese y fuese de competencia perfecta. En relación a lo anterior se pueden clasificar los precios en precios explícitos e implícitos. Los primeros son los que surgen en el mercado y suelen, por lo general, ser los mismos para todos los consumidores. Ahora bien, tanto el propio proceso de compra como el consumo final de los bienes requiere
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que los demandantes finales dediquen tiempo a ello, ya sea para transformarlos antes de su consumo final (por ejemplo, como sucede con los productos alimenticios), o ya sea en su propio uso (por ejemplo, el tiempo necesario para leer un libro o ver una película). Dado que el tiempo es un recurso escaso, tiene un precio sombra o precio implícito que se suele estimar por el salario o la renta que el consumidor podría obtener si dedicara a trabajar el tiempo destinado al consumo. Se dice entonces que el precio pleno de un bien es la suma de su precio explícito o de mercado y su precio implícito asociado al valor del tiempo necesario para su compra y consumo final. Si llamamos Px al precio explícito de un bien y w es el salario o precio sombra del tiempo, el precio pleno Fx será: Fx = Px + wTx Donde Tx es la cantidad de tiempo necesaria para comprar, preparar y consumir una unidad del bien X. Obsérvese que el precio pleno de un bien o de un servicio no es el mismo para todos los consumidores en la medida que el valor o coste de oportunidad del tiempo es subjetivo y variable. No obstante, puede decirse que conforme más elevado sea el nivel de salarios que percibe un individuo mayor será el precio pleno que pague por cualquier bien. Por otro lado, merece la pena darse cuenta de que puede darse una “reversión” entre los precios relativos explícitos y los precios relativos plenos de un bien. En efecto, supongamos que (Px/Py) >1, ello no impide que (Fx/Fy) <1, tal cosa puede darse si el cociente (Tx/Ty) es lo suficientemente más pequeño que la unidad. F Finalmente, y en relación a esta última cuestión, puede señalarse que una de las consecuencias del crecimiento económico es la subida paulatina de los salarios, por lo que de igual manera suben los precios implícitos de todos los bienes, y de modo más acentuado aquellos que utilizan relativamente más tiempo en su consumo (véase terciarización). Ese encarecimiento relativo de las actividades más intensivas en tiempo es, en buena medida, responsable de gran parte de los cambios en los hábitos de consumo y sus consecuencias sociopsicológicas. De un lado, se tiene la abundancia y el derroche como fruto de la inconsistencia entre las decisiones de compra y las de consumo: se compran cosas que no da tiempo a consumir y luego acaban llenando casi sin ser utilizadas nuestras alacenas, estanterías y cubos de basura. De otro, se tiene la escasez y la pérdida de las cosas inmateriales más valiosas de la vida, fruto aquí de la elección racional individual. No es que se tenga menos tiempo para cultivar las relaciones personales o para la ensoñación despierta. Es que todo eso se ha hecho relativamente más caro, con el consiguiente efecto que la teoría de la demanda predice: se dedica menos tiempo a las relaciones interpersonales, a la reflexión sin objetivo o al ocio estricto, con las consecuencias que esos cambios suponen para el bienestar individual (véase, economía de la felicidad).
precio hedónico
uno de los problemas de una economía de mercado es que no existen mercados para todos
los productos, por ejemplo, no hay un mercado donde podamos comprar tranquilidad, ni la seguridad de que nosotros o nuestros hijos no se verán implicados en un accidente de tráfico. Y como no hay mercado para esos bienes no podemos saber el precio que estarían dispuestos a pagar los agentes económicos por ellos. Una forma de intentar resolver este problema, y por lo tanto valorar bienes para los que no existe un mercado, es mediante la comparación del precio, o la disponibilidad a pagar de los consumidores por productos similares pero con diferencias en algún atributo concreto, de forma que la diferencia de precio se pueda interpretar en términos de lo que se valora ese atributo en particular. Por ejemplo, si la diferencia de precio de dos casas similares, una en
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un barrio tranquilo y otra en una zona ajetreada de la ciudad es de X € a favor de la casa en la zona tranquila, entonces podemos deducir que tal cantidad es el precio (implícito) que se paga por la “tranquilidad”. precio predatorio política de precios consistente en vender a pérdidas (esto es a un precio inferior a los costes de producción) con la intención de expulsar del mercado a los competidores hasta alcanzar una posición dominante en el mismo, procediendo con posterioridad a aumentar los precios y obtener unos beneficios más elevados. Esta política puede parecer a primera vista poco efectiva, ya que los precios predatorios no sólo generan pérdidas en los competidores, sino en la propia empresa que los fija. De igual modo, en un mercado en el que no haya barreras de entrada, si una vez expulsados los competidores la empresa sube los precios, los beneficios extraordinarios alcanzados atraerán a nuevas empresas, de forma que las ganancias serían tan sólo temporales. En todo caso, esta práctica, perseguida por las leyes de defensa de la competencia (véase política de competencia), puede ser efectiva si lo que se pretende es debilitar a un competidor con vista a su futura absorción.
precio Ramsey
el filósofo de Cambridge, Frank Ramsey (1903-1930), planteó la pregunta de cuál es la
estrategia que se debería adoptar para hacer mínima la pérdida de bienestar, en términos de excedente del consumidor, en el caso de que los precios de un producto se deban fijar por encima de su coste marginal (la regla que asegura la eficiencia asignativa), como resultado, por ejemplo, de incorporar un impuesto. La respuesta es que si hay que poner un gravamen sobre los bienes, éste no debería ser el mismo para todos, sino que debería ser mayor en aquellos bienes con demanda más inelástica, y menor relativamente en el caso de bienes de demanda elástica. De modo intuitivo, parece claro que conforme la demanda sea más inelástica, menor distorsión sufrirá el mercado, ya que la demanda se verá menos afectada por el incremento del precio derivado de la introducción del impuesto.
preferencias
en el modelo de hombre (véase homo oeconomicus) que sostiene la corriente dominante en
economía, la neoclásica, se lo presupone dotado de unos gustos o preferencias sobre los bienes que trata de satisfacer en la mayor medida posible, dadas sus limitaciones de recursos, mediante sus actividades económicas de producción, intercambio y consumo. Para que tal cosa pueda llevarse a cabo de modo racionalmente óptimo (véase racionalidad) es necesario que esas preferencias sobre los bienes y servicios satisfagan una serie de axiomas que permiten concebir y representar el comportamiento económico de cada individuo como un cálculo racional que busca maximizar la satisfacción de esos gustos o preferencias. Estos axiomas son: a)
No-saturación (“más siempre es mejor que menos”). Viene a decir que para todo individuo siempre existe algún o algunos bienes o servicios de los que prefiere tener más de lo que tiene.
b) Completitud. Los individuos son siempre capaces de comparar cualquier posible par de “cestas” (o grupos) de bienes, y decidir cuál de ellas prefieren o si le son indiferentes; donde por “indiferencia” ha de entenderse auténtica “indiferencia”, no la indecisión por “no saber/no contestar”. c)
Transitividad. Si una cesta de bienes A es preferida a una B y esta a otra C, entonces la cesta A es preferida a la C.
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d) Estabilidad y exogeneidad. Las preferencias de los individuos se las supone exógenas al proceso económico, es decir, que se toman como dadas para la economía que, por tanto, trata de satisfacerlas tal como vienen, de modo que la eficiencia con la que se realiza la actividad económica y las instituciones que la regulan se mide por el grado de cumplimiento que se consigue en el objetivo de que los individuos satisfagan sus preferencias. Una vez formadas como resultado de un proceso extraeconómico, que Kenneth E. Boulding (1910-1993) describió irónicamente como la “Inmaculada Concepción de las preferencias”, se supone también que las preferencias han de ser muy estables en el tiempo. Si las preferencias fuesen volubles o modificables y manipulables en el curso de las actividades económicas (por ejemplo, mediante la publicidad), ello supondría, entre otras cosas, que la Economía carecería de un indicador externo con el que medir su eficiencia. Junto con estos supuestos básicos, se suelen introducir otros dos para facilitar la construcción de modelos económicos: el de preferencias continuas y el de preferencias convexas. Gracias a estos axiomas de carácter instrumental, los economistas pueden trabajar con funciones matemáticas diferenciables a la hora de definir sus modelos, así como definir situaciones de equilibrio con propiedades matemáticas destacables y convenientes (como las de su unicidad y estabilidad). Si las preferencias individuales satisfacen estos axiomas se dice que están ordenadas o que tienen la estructura algebraica de un orden. Ello permite definir a los individuos como (dotados de) una función de utilidad que tratan de maximizar en su comportamiento. Nada dice la Economía acerca del contenido de esa función de utilidad o de las preferencias. Proclama que no es asunto suyo. Un individuo podrá ser altruista o envidioso, sádico o masoquista, pero eso no influye para nada en la lógica que ha de seguir para maximizar la satisfacción de “sus” preferencias. Esta forma de contemplar las preferencias de los individuos ha sido sometida a crítica desde al menos dos perspectivas. En primer lugar, están aquellos que han puesto en duda la pertinencia de algunos de los axiomas de cuyo cumplimiento depende el análisis. Fuera del axioma de no-saturación, que definido en sentido amplio es difícilmente atacable (incluso Diógenes, que rechazaba todos los ofrecimientos que le podía hacer un Alejandro Magno, quería algo más: que se apartara para dejarle que le diera el sol), todos los demás son en cierta medida cuestionables. Así, el de completitud es de difícil sostenimiento en presencia de novedades, de bienes de los que nada sabe el individuo pues carece de experiencia previa respecto a su capacidad de satisfacer sus preferencias (¿cómo es capaz un individuo de decidir por si sólo qué película le gusta más entre varias antes de verlas?), el de transitividad ha sido puesto en cuestión por la psicología experimental que repetidamente se ha tropezado con paradojas que ponen de manifiesto la inconsistencia de las elecciones que realizan los agentes en función del contexto o de cómo se presentan las alternativas. Poner en solfa el axioma de estabilidad de las preferencias no resulta una tarea demasiado difícil para nadie pues es una experiencia común el darse cuenta de cómo cambian los gustos con el paso del tiempo, ante situaciones diferentes (por ejemplo, cuando se consumen drogas o cuando cambia la “posición social”) o como consecuencia de procesos de aprendizaje. En cuanto a la exogeneidad de las preferencias, también la crítica ha señalado la dependencia de las preferencias individuales de los procesos económicos, no sólo indicando los esfuerzos de los vendedores por manipular las preferencias de los compradores utilizando todos los saberes y tretas que les permiten los
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conocimientos de la ciencia de la psicología, sino poniendo de manifiesto la dependencia de la satisfacción de las preferencias de la forma de hacerlo: ¿es igual el sexo comprado que el sexo libre y gratuitamente otorgado? Ante cada uno de estos planteamientos críticos, la respuesta de la economía neoclásica ha consistido en ampliar sus modelos para dar cuenta, en la medida de lo posible, de estas inconsistencias. Así, algunas de las paradojas asociadas al incumplimiento del axioma de transitividad se han integrado mediante la noción de una función de valoración más compleja que la función de utilidad (véase función asimétrica de valor). La estabilidad en las preferencias individuales y su exogeneidad se han cuestionado señalando que si bien actividades como la publicidad y el marketing producen cambios en el comportamiento, ello se debe no a que produzcan un cambio en las preferencias sino a que proporcionan nueva información que propicia que los individuos escojan de modo diferente. De igual manera, la adicción justificaría cambios en los comportamientos como consecuencia del paso del tiempo o del cambio en las situaciones sociales o personales en un marco de preferencias estables. Un ejemplo describe perfectamente esta aproximación: si bien cuánto más música oye una persona, mayor parecería ser su gusto por la música a tenor del mayor consumo musical que hace, ello no sería debido a un cambio en las preferencias musicales sino a un aumento en la productividad del tiempo que se pasa escuchando música, lo cual se traduce en una disminución del precio sombra implícito de la actividad de escuchar música y un aumento del consumo de la misma. Y lo mismo podría decirse para explicar el cambio en el comportamiento debido al paso del tiempo: no es que uno cambie sus gustos al hacerse más viejo, es que los cambios físicos y psicológicos asociados al envejecimiento hacen que suba el coste implícito de ciertas actividades: el cuerpo (y la mente), simplemente, no daría para más. Pero pese a todas esta ingeniosas defensas por parte del paradigma dominante en Economía, es imposible sustraerse a la sensación de que la idea de ser humano que defiende lo equipara punto por punto a un robot dotado de un programa de preferencias bien ordenadas y un “software” cibernético que le permite elegir cómo satisfacerlas de la mejor manera posible en cada situación. No hay lugar en la mente del homo oeconomicus para el lamento por las decisiones tomadas ni para los deseos contradictorios, las dudas y angustias emocionales, o los conflictos valorativos. El homo oeconomicus carece tanto de hondura psicológica como de responsabilidad social. Tal simpleza ha llevado a otro conjunto de perspectivas críticas del enfoque dominante de las preferencias Se ha señalado, a este respecto, que el análisis dominante no distingue entre “necesidades” y “gustos” en la medida que trata toda necesidad en el mismo plano. Así la satisfacción derivada del pan que mata el hambre o del vaso de agua que apaga la sed serían cualitativamente iguales a la derivada de alimentar a una mascota o la de fumarse un cigarrillo, puesto que todas esas satisfacciones se “medirían” o compararían usando una misma función de utilidad, un mismo orden de preferencias. Frente a este punto de vista se alzaría otra forma de considerar las preferencias que las contempla como jerarquizadas cualitativamente debido a razones biológicas y sociales en planos distintos, no reductibles los unos a los otros. Algunas necesidades serían de, o definirían un, rango más primario (alimentación, alojamiento, vestido, pertenencia) que otras (estatus, fama, bienes suntuarios, etc.) requiriendo por tanto una prioridad a la hora de hacerles frente o una contribución distinta a la entera satisfacción del individuo. Cabrían entonces situaciones en las que la persecución de una necesidad que se encontrase en un plano (por ejemplo, el estatus) entrara en conflicto con la satisfacción de otra en otro plano (por ejemplo, la salud).
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Más directamente, el enfoque del individuo centrado en su definición como “un” determinado y estable esquema de preferencias bien ordenado es una visión extremadamente reduccionista que deja de lado multitud de hechos psicológicos y sociales de gran importancia para el análisis de la realidad económica, a los que mejor se hace frente acudiendo a un modelo de individuo que lo concibe (al modo de Platón o Freud) como un “yo dividido”. Así, por ejemplo, los individuos saben que sus preferencias pueden cambiar en el futuro de forma hoy no deseada. Considérese, por ejemplo, el caso de las mujeres que les piden a sus obstetras que no les pongan anestesia en el momento del parto aunque saben con certeza que cuando llegue ese momento les pedirán que sí que lo hagan. Esa inconsistencia temporal de las preferencias es visible también en el caso de una fiesta regada con alcohol en la que uno sabe que lo mejor es beber ahora y dejar de beber más adelante, aunque es también plenamente consciente de que si se bebe ahora, la euforia le hará beber luego. Los intentos de hacer frente a ese cambio en las preferencias asociado al paso del tiempo o al cambio de situaciones han sido denominados por Thomas Schelling como egonomía. No se piense que tales situaciones son meros anécdotas de escasa relevancia para la economía. La inconsistencia temporal de las preferencias del Estado a la hora de mantener sus objetivos en política económica se convierte en uno de los elementos centrales para explicar la ineficacia de la política económica como afirman algunos economistas. Por otro lado, es necesario destacar que junto con sus preferencias sobre bienes y comportamientos económicos, los individuos tienen también “valores” éticos y estéticos que no es infrecuente que entren en conflicto con la simple búsqueda de la satisfacción de las preferencias. Como ha señalado el premio Nobel de Economía Amartya Sen, el supuesto convencional de que los individuos tienen un único ranking de preferencias es insostenible; más adecuado es suponer que coexisten simultáneamente en cada uno de nosotros varios ranking. Podemos así tener uno con preferencias egoístamente centradas, otro, menos egoísta, que vendría afectado por consideraciones de simpatía hacia los vecinos, y uno distinto en el que la conformidad con algunos valores éticos o morales sea muy importante. Como resultado bien puede suceder que la persecución de la máxima satisfacción, según un determinado ranking, entre en conflicto con la persecución de la máxima satisfacción según otro ranking de preferencias que coexiste con el anterior en el mismo individuo. De igual manera, esta idea de que cada individuo es un “yo dividido” permite introducir una segunda fuente de conflicto interno. El elemento que genera tensión no es aquí los juicios de valor éticos o estéticos que cada individuo interioriza, sino su pertenencia a un grupo social que viene definido por determinadas pautas de comportamiento o convenciones sociales a las que tiene que acomodarse si quiere seguir perteneciendo a él. Dicho de otra manera, las preferencias que el individuo tiene “aisladamente” pueden ser distintas de las que ha de expresar en el grupo social al que pertenece so pena de exclusión. De nuevo, pugna en el interior del individuo la tensión entre lo que desea hacer y lo que “tiene” que hacer. ¿Cómo gestionan los individuos esos “yoes divididos” que los constituyen? Sen ha postulado la existencia de unas metapreferencias con las que los individuos tratan de articular esos ranking de preferencias disímiles, lo que no evita la aparición de sentimientos de frustración, de lamento, de autorecriminación, de duda o malestar asociados a la falsificación de preferencias asociada al hecho de mantener explícitamente unas preferencias distintas de las que se juzga que se deberían tener o de las que se tienen realmente. Y todo esto, de nuevo, dista de ser una mera construcción de interés sólo psicológico más que económico. Estos enfoques complejos sobre las preferencias son relevantes ya que permiten dar cuenta de
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fenómenos del mundo real difícilmente explicables desde la perspectiva de unas preferencias individuales únicas y sencillas. Es así relativamente frecuente encontrarse en la realidad económica y social con cambios repentinos (a veces llamados catastróficos) en los que, de modo imprevisto, los individuos alteran su comportamiento de modo radical sin un cambio de similar magnitud en las condiciones generales determinantes. Ejemplos claros los constituyen los cambios revolucionarios, la aparición o desaparición de mercados para ciertos bienes, las modas, los ciclos económicos, etc. Tales fenómenos, que son difícilmente explicables en un entorno de preferencias únicas y estables, se explican fácilmente, sin embargo, si las preferencias explícitas de un individuo cualquiera dependen, por ejemplo, de cuántos otros del mismo grupo social las compartan de modo que si ese porcentaje baja por debajo de cierto umbral, ello desencadena una sucesión de saltos o cambios inesperados (véase economías de red).
preferencia por la liquidez
con esta expresión se hace referencia a la opción por parte de los agentes
económicos a favor de mantener su riqueza en forma líquida –papel moneda o depósitos a la vista en un banco- frente a colocarla en activos financieros, como bonos o acciones, con una menor liquidez, esto es con menor facilidad para utilizarla como medio de pago, pero que a cambio proporcionan rentabilidad en forma de pagos en concepto de intereses o de participación en los beneficios de las empresas. El principal factor que determina la preferencia por la liquidez, una vez que los individuos tienen suficiente liquidez para hacer frente a sus necesidades de dinero para el consumo cotidiano (demanda de dinero por motivo transacción) y para protegerse de posibles imprevistos (demanda de dinero por motivo precaución) es, caeteris paribus, el tipo de interés. Así, cuanto mayor sea éste, mayor será el coste de oportunidad de mantener dinero en forma líquida en vez de transformarlo en activos financieros remunerados. Por otra parte, si el tipo de interés es bajo, los individuos que compren bonos remunerados al tipo de interés vigente sufrirán pérdidas el día de mañana en caso de subir el tipo de interés y desear vender sus activos, ya que al estar menos remunerados que los bonos emitidos al mayor tipo de interés del momento sus tenedores se verán obligados a aceptar un precio por debajo del nominal: si el tipo de interés sube al 20%, un bono a perpetuidad de 1000 € con una remuneración del 10% sólo se podrá vender por 500 ya que sólo en ese caso el posible comprador será indiferente entre un bono de valor nominal de 1000 € emitido en ese momento con un tipo de interés del 20 %, y otro de valor nominal 1000 € con una remuneración del 10 % pero por el que paga 500 €: 100 € de intereses al año – 10% de 1000- supone el pago de 100 € al año, que sobre 500 €, lo que ha pagado por el bono, es una rentabilidad del 20 %, la misma que si compra bonos con un interés del 20 %. Pero, adicionalmente, la preferencia por la liquidez se verá afectada por todos aquellos factores que puedan afectar a la estabilidad de la sociedad en la que operan los agentes. Así, en el caso de los agentes económicos tengan poca confianza en la capacidad de las autoridades monetarias de mantener el valor del dinero, es decir, en un contexto de inflación, la preferencia por la liquidez será más baja, ya que mantener riqueza en forma de dinero significará ir perdiendo paulatinamente de modo automático parte de ella. Esta situación muestra su máxima expresión en situaciones de hiperinflación, (una tasa mensual de inflación del 100 % significa perder la mitad del valor real de las tenencias líquidas en un mes) que pueden conducir a una preferencia por la liquidez nula. Junto a este elemento, la preferencia por la liquidez también se verá afectada por la confianza que los agentes tengan en la capacidad de las instituciones socio-económicas de mantener el
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valor de la riqueza cuando se coloca en activos no líquidos. El miedo a una revolución que atente contra la estructura de derechos de propiedad aumentará sin duda alguna la preferencia por la liquidez. presión fiscal relación entre los ingresos fiscales recaudados en un país y su PIB. Normalmente expresada en términos porcentuales, la presión fiscal indica qué parte de la producción se dedica a pagar impuestos y cotizaciones sociales para financiar las actividades de gasto del Sector Público. Las diferencias de presión fiscal entre países son tan abultadas como distintas sus opciones a favor de mayor o menor intervención del Estado en la economía. Así, los países con un fuerte grado de desarrollo del Estado de Bienestar tienen también una presión fiscal elevada, mientras que aquellos que optan por un Estado menos intervencionista en materia económica y social disfrutan de una menor presión fiscal. Como ejemplo de lo anterior, en la UE(15) la presión fiscal es del 42,6 % del PIB, con una diferencia de más de veinte puntos entre el país con menor presión fiscal, Irlanda con el 34 %, y Suecia y Dinamarca en el otro extremo con 54 %. Es habitual que la existencia de un alto nivel de presión fiscal se interprete como un factor negativo al efectuar comparaciones entre países. Tal actitud se fundamente en la obra de un grupo de economistas, englobados bajo la denominación de economía de la oferta, cuyo máximo exponente fue Arthur Laffer, según los cuales el alto nivel de presión fiscal de las sociedades desarrolladas se habría convertido en una rémora al crecimiento económico. En su opinión, los aumentos en la presión fiscal influirían negativamente sobre los incentivos de los agentes económicos para desarrollar actividades productivas (tanto de oferta trabajo como de oferta de capital-inversión), pudiendo llegar a afectar negativamente a los niveles de producción, dando lugar paradójicamente, a que a partir de determinado nivel de presión fiscal, los aumentos en la presión fiscal llevasen a caídas en los niveles de recaudación de impuestos. Este modelo, conocido como la curva de Laffer, según el cual una reducción de los tipos impositivos podía, mediante su efecto positivo sobre los incentivos de los agentes a trabajar e invertir más, generar un crecimiento de la renta y de la recaudación impositiva, cautivó las mentes de los líderes políticos conservadores en la época de Ronald Reagan hasta el punto de incorporar en sus programas políticos masivas reducciones de impuestos. El tiempo demostró, que si bien la política de reducción impositiva tuvo sus efectos keynesianos expansivos previsibles, no resultó en un aumento de los ingresos fiscales. Ello demostró en la práctica que la información incorporada en los niveles de presión fiscal es insuficiente para sacar conclusiones sobre el dinamismo o eficiencia de una economía. En este sentido, la forma concreta en la que se gastan los impuestos y su impacto sobre la economía y el bienestar de la población es al menos igualmente importante. Por ejemplo, como hemos visto, los países escandinavos tienen una alta presión fiscal, y sin embargo, año tras año, acaparan los primeros puestos en las listas de competitividad, dinamismo y calidad de vida. principal-agente véase relación de agencia principio de exclusión capacidad que tienen los propietarios de un bien o sus productores de excluir de su uso o consumo a aquellos que no paguen por el mismo. Esta propiedad es un requisito indispensable para la producción de bienes y servicios en el mercado, ya que nadie estaría dispuesto a producir un bien o servicio si una vez producido los consumidores pudieran disponer de él sin efectuar pago alguno por el mismo, al no
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poder ser excluidos de su disfrute con un coste razonable. Los bienes públicos puros, como la defensa nacional, por ejemplo, se caracterizan por ser de difícil o imposible exclusión. Tampoco actúa plenamente el principio de exclusión en presencia de externalidades positivas, cuando los consumidores o productores de un bien o servicio no pueden impedir que otros agentes disfruten del mismo. productividad por productividad se entiende la capacidad de generar output, esto es de producir un bien o servicio de un determinado input o factor productivo. Desde un punto de vista microeconómico, el concepto de productividad se aplica sólo en el corto plazo, es decir, en una situación en la todos los factores que intervienen en el proceso productivo menos uno, aquel cuya productividad se evalúa, son fijos. En este contexto se define la productividad media como la producción total dividida por el factor cuya productividad queremos medir y la productividad marginal como la variación en la producción asociada a la variación en el uso del factor de producción de que se trate. En el caso general de que los factores sean complementarios, la productividad de cada uno de ellos dependerá positivamente de la cantidad del resto de los factores disponibles. La productividad media y la marginal se relacionan de la siguiente manera: siempre que el valor de la productividad marginal de un factor sea mayor que la productividad media, ésta será creciente; si la productividad marginal es igual a la media las dos serán constantes, circunstancia que correspondería al nivel de producción denominado óptimo técnico, finalmente, cuando el valor de la productividad media supere al de la marginal, la productividad media será decreciente. El análisis microeconómico tradicional supone que en los procesos productivos se cumplen las llamadas leyes de rendimientos marginales, según las cuales al aumentar la contratación de un factor, por ejemplo el trabajo (factor variable), que se utiliza con una determinada cantidad capital (factor fijo) habrá una primera fase en la que la productividad marginal crecerá, viniendo luego una segunda fase de rendimientos marginales decrecientes en la que esta productividad caerá. Ello respondería a la idea de que según aumente el número de trabajadores que comparten el mismo stock de capital necesariamente llegará un momento en el que éstos se obstaculizarán en sus tareas, haciendo decrecer la productividad. Desde un punto de vista lógico, llegaría un momento en el que la productividad marginal del trabajo, por esta causa, se hiciese cero (el nivel de producción alcanzado entonces se denomina máximo técnico) o negativa. Obsérvese, no obstante, que del hecho de que la productividad marginal sea nula, no se deriva que se anule también la productividad media (el último trabajador no aporta nada a la producción, pero el producto medio del conjunto de trabajadores empleados es positivo). La idea de que la productividad marginal de un factor se hace decreciente conforme aumente su utilización explica que su curva de demanda sea, asímismo, decreciente, ya que si las empresas buscan maximizar beneficios contratarán unidades de cada factor según el valor que tenga su productividad marginal. Este punto de vista sólo sería válido para aquellos procesos productivos que se caracterizan por tener una función de producción con coeficientes variables. Si la tecnología utilizada es, por el contrario, de coeficientes fijos, de modo que cada unidad de capital ( cada “máquina” en sentido amplio) exige una determinada cantidad de trabajo, y nada aporta a la producción final el aumento del uso de un factor si no aumenta paralelamente el del otro, entonces la productividad marginal del factor variable (el trabajo) será constante, mientras haya máquinas sin utilizar, y nula a partir de la plena utilización del capital.
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Desde una perspectiva de carácter macroeconómico, la productividad de los factores es la variable clave para explicar tanto las diferencias de PIB per capita entre países como el crecimiento del PIB per capita en un país a lo largo del tiempo, ya que el aumento de la productividad es lo que permite producir cada vez más a partir de una misma cantidad de inputs. Así, por ejemplo, el crecimiento de la productividad del trabajo explica el 70 % del crecimiento del PIB per capita de España entre 1980 y 2001, mientras que el resto se explicaría por un aumento de la cantidad de trabajadores, en otros países como en el Reino Unido o Suecia el crecimiento de la productividad explica prácticamente todo el crecimiento del PIB per capita, mientras que en otros como Bélgica o Francia el aumento de la productividad habría permitido aumentar el PIB per capita a pesar de haberse producido una caída en el input de trabajo. productividad del trabajo definida como la relación entre el output y la cantidad de trabajo utilizada en el proceso productivo, en realidad la productividad del trabajo refleja mucho más que la aportación de este factor a la producción, ya que cuando se comparan valores de este indicador correspondientes a un mismo país a lo largo del tiempo, lo que se observa en el numerador, los previsibles aumentos en el output, obedecen a cambios en todos los factores de producción utilizados en el proceso productivo, y no solamente a los cambios en la variable empleo. Por ello, es más correcto referirse a este indicador en términos de “productividad aparente del trabajo”, aunque por economía de lenguaje normalmente no se haga así. La evolución de la productividad del trabajo es una variable clave de la economía ya que refleja la capacidad de generar output de un trabajador medio, y por lo tanto determinará el comportamiento del PIB, cuya variación será la suma de la variación del empleo y la variación de productividad. Por otra parte, los salarios también están relacionados con la productividad, y su aumento con el aumento de ésta (véase salarios de eficiencia) y con la distribución funcional de la renta. En el corto plazo, sin embargo, los aumentos de productividad pueden tener un impacto negativo sobre el empleo, ya que al permitir producir lo mismo con un menor uso de factores, puede hacer redundante a parte de los trabajadores empleados. Por lo tanto, para que los aumentos de productividad no generen desempleo será necesario o bien que los trabajadores trabajen menos horas, en cuyo caso el aumento de productividad se compensaría con una reducción de las horas de trabajo, o que aumente la demanda de bienes y servicios de forma que los mismos trabajadores, trabajando las mismas horas, produzcan una cantidad mayor que sin embargo encuentra acomodo en el mercado. Históricamente el aumento de la productividad ha ido acompañado, aunque no siempre de forma automática, de aumentos de la producción y de reducción del tiempo de trabajo, no habiendo tenido a medio y largo plazo un impacto negativo sobre el empleo, aunque a corto plazo lo haya podido tener. Este efecto explica la suspicacia e incluso la violencia (el ejemplo de los luditas en la Inglaterra decimonónica) con la que desde el mundo del trabajo se ha recibido la aparición de nuevas tecnologías de producción ahorradoras de mano de obra. productividad total de los factores (TFP) en la metodología de contabilidad del crecimiento, se denomina productividad total de los factores (o TFP, acrónimo del inglés total factor productivity) a la parte del crecimiento económico de un país que no se puede explicar por la acumulación de factores productivos como capital, trabajo o capital humano. Normalmente la TFP se identifica con el cambio técnico.
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progresividad se dice que un impuesto es progresivo cuando la cantidad a pagar en concepto del mismo aumenta más que proporcionalmente con el aumento de la renta del contribuyente. Aplicado a subvenciones o transferencias, una subvención sería progresiva cuando ésta es mayor cuanto menor es la renta del sujeto. La progresividad es una herramienta importante a la hora de reducir la desigualdad de ingresos generada por el mercado, y está presente en mayor o menor grado en la mayor parte de los sistemas impositivos. Sin embargo, frente a su papel como mecanismo de redistribución de renta, la progresividad impositiva se ha visto criticada desde posiciones conservadoras por su posible efecto negativo sobre los incentivos de las personas de renta alta a invertir o trabajar más horas, ya que sus ingresos adicionales se verán sometidos a una imposición cada vez más mayor. propensión a consumir la propensión a consumir recoge la relación que hay entre gasto en consumo, C, y renta, Y. Así, la propensión media a consumir se define como el consumo total dividido por la renta (PMeC = C/Y), mientras que la propensión marginal al consumo se define como la derivada del consumo con respecto a la renta (PMgC ∂C/∂Y), e indica en cuánto aumenta el consumo por cada sucesiva unidad de renta. A partir de la función de consumo keynesiana más simple C = Co + bY, donde Co sería el consumo autónomo (aquél que no depende de la renta) la propensión marginal a consumir sería b, y la propensión media, C/Y = (Co/Y) + b, por lo que la propensión media a consumir es decreciente incluso aunque la propensión marginal sea constante. Otros enfoques, al acentuar que el consumo no depende de la renta disponible, restan relevancia a los conceptos de propensión media y marginal a consumir. Finalmente, dado que la renta o se consume o se ahorra, la propensión media a ahorrar, PMeS, será igual a uno menos la propensión media a consumir (PMeS = 1 – PMeC) proteccionismo el término proteccionismo hace referencia a todas aquellas medidas puestas en marcha por un país para dificultar la entrada de bienes y servicios extranjeros en su mercado nacional, favoreciendo por lo tanto a los productores y trabajadores nacionales que ven así reducida la competencia exterior a la hora de vender sus productos o su fuerza de trabajo, y perjudicando a los consumidores que ven disminuidas sus posibilidades de elección y acaban pagando un precio mayor. En sus orígenes, la intervención del Estado regulando los intercambios con el exterior tenía una finalidad recaudatoria y de evitar que la existencia de déficit en la balanza comercial derivara en una pérdida de oro por parte del país. Sin embargo, con el paso del tiempo el proteccionismo pasó a justificarse como una forma de reservar el mercado nacional a las empresas nacionales y evitar así la pérdida de empleos asociada a una sustitución de productos nacionales (que crean empleo y generan beneficios dentro del país) por productos extranjeros (que crean empleo y generan beneficios fuera del país). Las formas que puede adoptar el proteccionismo son múltiples, desde los aranceles y las cuotas a la importación, a otras, menos transparentes pero no por ello menos efectivas, como la aprobación de normativa de seguridad, sanidad e higiene o medioambiental ajustada a las características de las empresas locales que actúe como freno de la importación de unos productos fabricados en el exterior con otro tipo de normativa, o las restricciones voluntarias a la exportación (véase neoproteccionismo), pasando por una política cambiaria de infravaloración de la moneda nacional, que haga artificialmente alto el precio de los productos importados, restándoles competitividad.
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En general la Economía es muy crítica con respecto a las prácticas proteccionistas ya que, atendiendo a la teoría de las ventajas comparativas, todos los países se pueden beneficiar de su participación en el comercio exterior. Existe sin embargo un planteamiento alternativo, conocido como la teoría de la industria naciente, según el cual, bajo determinadas circunstancias, puede estar justificado el proteccionismo en un sector concreto. Ello ocurriría cuando un país quiere desarrollar un sector estratégico con efectos positivos sobre el resto de la economía, pero que se encuentra atrasado con respecto a otros países, de forma que su desarrollo sería imposible de no contar con algún mecanismo de protección que le permita subsistir hasta alcanzar la madurez necesaria para hacer frente a la competencia. La industria aeroespacial europea, que en sus orígenes contó con un fuerte apoyo público que le permitió soportar la competencia de Boeing hasta la consolidación de Airbus como una alternativa mundial, es un ejemplo de este tipo de actuaciones (véase comercio estratégico). En todo caso, hay que señalar que esta política se enfrenta a dos problemas. El primero es que el legislador se puede equivocar al elegir la industria naciente, y proteger a un sector que no tenga futuro en el país. El segundo, que aislada de la competencia exterior, nada garantiza que el crecimiento del sector protegido se haga sin sacrificar su competitividad, ya que la competencia es el principal garante de la eficiencia en las economías de mercado, pudiendo muy bien acabar el país con una empresa ineficiente y perpetuamente incapaz de competir en el mercado internacional. Desde un enfoque distinto, en la última década ha aparecido otra fuente de demanda de proteccionismo para algunos sectores, basada no ya en su condición de industrias nacientes, sino en sus dificultades para competir con empresas radicadas en países con una legislación ambiental y sociolaboral menos exigente (dumping social o ecológico). Este fue, por ejemplo, uno de los argumentos esgrimidos por los sindicatos estadounidenses en su oposición a la firma del Acuerdo de Libre Comercio con México. publicidad la publicidad cumple toda una variedad de funciones en una economía. Así, frente a su finalidad directa, es decir, la transmisión de información acerca del precio, existencia y cualidades reales o imaginarias de un producto, puede señalarse que la publicidad sirve también como barrera de entrada en un mercado. Ello se debería a que si para hacerse un “hueco” en un mercado una empresa nueva ha de darse a conocer, sus gastos en publicidad habrán de ser de salida similares (o superiores, en la medida en que las empresas instaladas en el mercado lleven mucho tiempo haciendo publicidad de sus productos) a los de las empresas ya existentes. Ello dificultará su entrada, pues es habitual que las empresas entrantes, al producir cantidades más pequeñas que las instaladas, tengan unos costes medios de producción más altos, costes a los que habría que sumarles el gasto en publicidad, dificultando por lo tanto su entrada. Pero al margen de esta función indirecta, el objetivo directo de la publicad es más amplio y consiste en solventar el problema de información asimétrica que se suele dar en muchos mercados en los que el oferente conoce mucho mejor el producto que vende que el demandante. En la medida que la publicidad sea creíble, los gastos en publicidad sirven para ampliar el tamaño del mercado y por tanto satisfacer mejor las necesidades. Esta función creadora de mercado que hace la publicidad se manifiesta en el hecho de que incluso un monopolio, que no se ve afectado por lo tanto por la existencia de competidores, haría publicidad. El gasto óptimo en publicidad de puede obtener de forma relativamente sencilla a partir de la llamada regla de Dorfman-Steiner. Si suponemos que la demanda de una empresa, Q, depende positivamente de los
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gastos en publicidad, A, y negativamente del precio, P, al que vende el producto, esto es Q = D(P, A), los ingresos por ventas serían, por tanto IT = P.Q , y los costes totales CT = C(Q) + A, donde C(Q) son los costes de producción y A los gastos en publicidad. La función de beneficios B sería, por tanto, en el caso más simple: B = IT – CT = P.D(P,A) – C(Q) - A El nivel óptimo de publicidad se establece cuando los beneficios que se obtengan debidos al gasto publicitario alcancen un valor máximo, es decir, cuando δB/ δA = P.(δQ /δA) – ( δC/δQ) ( δQ/δA) - 1 = 0 [P - (δC/δQ) ( δQ/δA)] = 1 dividiendo por P, y reordenando términos: [(P - (δC /δQ)] / P) = (1/P) ( δA/δQ) ahora bien, el primer término es el Indice de Lerner, y multiplicando el segundo por la unidad [1 = (P/P)(A/A)], se tiene finalmente: (A/P.Q) = (EA/EP ) es decir, que el gasto óptimo en publicidad en porcentaje de los ingresos por ventas iguala al cociente entre la elasticidad de la demanda respecto a la publicidad, EA, y la elasticidad precio de la demanda, EP. De esta forma, el gasto óptimo será más elevado conforme más inelástica sea la demanda respecto al precio y más sensible sea la demanda respecto a la publicidad. Ahora bien, el estímulo de la demanda vía la publicidad tiene una interpretación no tan complaciente. Desde este enfoque alternativo se distingue entre publicidad informativa, y publicidad persuasiva. En la medida en que la publicidad sea informativa y resuelva el problema de las asimetrías de información, su justificación está fuera de dudas. Pero basta con observar los contenidos publicitarios para darse cuenta de que el objetivo de buena parte de la publicidad no es informativo, sino persuasivo, tratando de manipular las preferencias de los clientes o consumidores y seducirlos para comprar algún producto. Si eso es así, la publicidad pondría en solfa uno de los argumentos más claros a favor de la economía de mercado, el que se articula en torno al concepto de soberanía del consumidor. Si el consumidor es manipulable, entonces el que la economía de mercado sea la forma más eficiente de satisfacer sus necesidades deja de ser válido con carácter general, en la medida que lo que más bien haría sería satisfacer las necesidades que el propio sistema de mercado habría creado. Nadie mejor que un personaje de Gilbert K. Chesterton (1874-1936) expresa este punto de vista: “La gente dice que los grandes periódicos y los anunciantes dan al público lo que quiere. Pero no es cierto; dan al público lo que no quiere; por eso tienen que promocionarlo y hacérnoslo tragar. Si el público quiere algo, correrá tras ello como corre detrás de mí (...) sí, y se meterá bajo tierra por conseguirlo”. Este punto de vista acerca de la publicidad no es aceptado por la mayoría de economistas fuera de algunos economistas heterodoxos como John Kenneth Galbraith. Y así, frente a esta idea de que es posible manipular las preferencias –creencia que obviamente también comparten los publicistas-, los economistas de la corriente dominante acuden a señalar ejemplos donde las campañas publicitarias han acabado en un
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completo fracaso. Este argumento tiene su peso, y hay que indicar que incluso la industria publicitaria señala – seguro que exagerando, como es su forma de proceder habitual- que sólo un tercio de las campañas alcanzan el éxito esperado. Pero entonces, si las campañas publicitarias no afectan directamente a la demanda, surge la inmediata cuestión de porqué las empresas dedican tan ingentes recursos (el gasto en publicidad en España en 2004 se estima en el 1,7 % del PIB) a todo lo que acompaña a los procesos de marketing y publicidad. La ingeniosa respuesta de los economistas ha consistido en aducir que los gastos en publicidad son un gasto en señalización más, una forma de trasmitir a los consumidores información acerca de la bondad de los productos que venden, ya que al ser los gastos en publicidad costes irrecuperables, si la bondad de lo que se anuncia no se reflejara en la realidad los consumidores dejarían de comprar el producto y los gastos en publicidad serían a fondo perdido. Es decir, la publicidad lo que realmente les dice a los consumidores no es que compren un producto por lo bueno que es, sino más bien que se fijen en cuánto se gastan las empresas en ella de modo que los consumidores deduzcan que el producto debe ser bueno ya que a menos que lo sea y se venda bien, la empresa que haya incurrido en tan elevados gastos en publicidad no será capaz de vender lo suficiente como para recuperarlos. Dicho de otro modo, mediante la publicidad lo que aspiran las empresas es a crearse una reputación de calidad. Pero, de nuevo, este argumento no cierra la discusión acerca de la publicidad pues cabe adjetivarlo de ingenuo. En efecto, ¿no existe otro medio de señalar la calidad de los productos que venden las empresas menos “contaminante” visual, auditiva e intelectualmente que no sea el gasto en publicidad? ¿Acaso son tan estúpidos los consumidores como para no darse cuenta de la calidad de lo que compran y tan olvidadizos como para necesitar la repetición infinita de un anuncio como suele ser lo habitual? Desde este punto de vista, la hipótesis de que los gastos en publicidad tienen el objetivo directo de “crear” demanda mediante la seducción o la manipulación de los deseos volvería a merecer ser considerada. El que una empresa no tenga éxito pese a sus gastos de publicidad en un caso concreto o no lo tenga en la medida esperada, no significaría que la publicidad careciese de efectividad en esa tarea dado que no sólo será esa empresa la que hace gasto en propaganda, sino también sus rivales. El efecto económico de la publicidad habría entonces que analizarlo desde una perspectiva agregada, recalcando no tanto su capacidad de crear la necesidad de una determinada marca en concreto, sino su capacidad de crear la necesidad de un tipo de bien. Charles Kettering, un ejecutivo de la General Motors, señaló una vez que “la clave para la prosperidad económica consiste en la creación organizada de un sentimiento de insatisfacción”, y la capacidad de la publicidad para generar insatisfacción en los consumidores difícilmente puede ser puesta en duda. Y si esto es así, tanto la definición de “prosperidad económica” como la posición de un sector económico como la publicidad cuyo objetivo sería la “producción” de insatisfacción entraría en contradicción con el objetivo que se predica de la actividad económica en general: la satisfacción de necesidades. Desde una perspectiva macroeconómica, el gasto en publicidad que hacen las empresas no “crea” directamente demanda efectiva, sino que altera su composición. Sólo en el que caso de que la publicidad aumente la propensión a consumir se produciría un aumento de la demanda efectiva, a costa, eso si, de una posible reducción del ahorro.
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R racionalidad
a la hora estudiar cómo se entiende desde la Economía la noción de racionalidad
que informa la conducta del homo oeconomicus que puebla de modo casi predominante su dominio teórico, es útil distinguir entre lo que se puede denominar racionalidad de los objetivos y lo que cabe colocar bajo la expresión racionalidad de los medios (también llamada racionalidad instrumental) para alcanzar los objetivos marcados. En cuanto al primer tipo de racionalidad, la noción dominante en la economía neoclásica de que los individuos se caracterizan por tener un orden de preferencias racionalmente construido ha sido objeto de múltiples críticas que han señalado la existencia de diversas inconsistencias en este planteamiento. Por ejemplo, uno de los supuestos habituales para la estructuración de un orden de preferencias racionalmente construido es que tal orden cumpla el criterio de independencia de las alternativas irrelevantes, que viene a decir que, a la hora de decidir cuál de entre dos opciones, A y B, es la más preferida, la elección ha de ser independiente de la presencia de una alternativa C, siempre y cuando ésta alternativa no sea preferida a las anteriores (esto es, sea irrelevante). Tal criterio se dejaría de cumplir, por ejemplo, si a la hora de decidir con qué bebida acompañar su cena, si vino o agua, se decanta por el agua, pero luego al informarle el camarero de que también tiene una muy buena cerveza, cambia su elección al vino. Por otro lado, la racionalidad de los fines se fundamenta en que cada agente tiene un único ranking de preferencias, algo que se ha comprobado no es cierto en la medida en que en el cerebro de un individuo conviven distintos ranking de preferencias que pueden entrar en conflicto (véase inconsistencia temporal). De igual manera, los intereses egoístas no son las únicas guías de los procesos de decisión, la ética y los valores morales se enfrentan con los intereses más estrictamente egoístas a la hora de articular los objetivos individuales. En palabras de Amartya Sen “mantener que cualquier otra cosa excepto la maximización del propio interés debe ser considerada irracional es absolutamente extraordinario”. Por otra parte, las preferencias de los individuos no se articulan y establecen en un vacío de laboratorio, sino que se ven afectadas por el entorno social en el que se toman las decisiones, con lo que la presencia de otros agentes puede alterar el orden de preferencia entre diferentes decisiones. Por ejemplo, es relativamente frecuente que la tasa de ahorro de un individuo depende de su grupo de referencia variando por tanto dependiendo de si está o no en relación con otros cuyo gasto en consumo es muy elevado por tener más renta disponible. Finalmente, se ha observado que los individuos, más que comportarse en términos de una función de utilidad bien construida, lo hacen con arreglo a lo que se ha venido en llamar función asimétrica de valor por la que la valoración de las distintas decisiones depende del contexto y de la
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forma en que se presentan, con el resultado de la aparición de conductas que reflejan inconsistencias en la ordenación de las preferencias. Pasando ahora a la racionalidad de los instrumentos, y supuesto que los agentes tienen unos objetivos o preferencias racionalmente definidos, la conducta racional se define como aquella que está dirigida a alcanzar unos determinados objetivos con el mínimo coste (minimización de costes) o a alcanzar el grado máximo de satisfacción de objetivos a un coste dado (maximización de la función objetivo). Tres son los grupos de argumentos que se han barajado a la hora de cuestionar la capacidad de los agentes de comportarse de un modo instrumentalmente racional: 1) La existencia de información incompleta respecto al resultado de las decisiones, introduce un elemento de distorsión a la hora de comportarse de una forma racional. Cabe distinguir aquí dos situaciones dependiendo de si la carencia de información completa se produce dentro de un marco de incertidumbre o de riesgo. En el primero de los casos, la imposibilidad de guiarse por el principio de la maximización de la función de utilidad esperada lleva a los individuos a utilizar reglas heurísticas o procedimentales de comportamiento cuya efectividad a la hora de maximizar la utilidad dista de estar garantizada. El problema es que existen sesgos que determinan que esas reglas se alejen de modo sistemático de los comportamientos racionalmente óptimos. Por ejemplo, es común que los agentes estimen la frecuencia de un acontecimiento por la facilidad con la que pueden recordar ejemplos de acontecimientos similares, y aquí ocurre que la memoria humana tiene tendencia resalta los acontecimientos no tanto en función de su frecuencia, como en función del impacto emocional de los mismos, el entorno en el que se producen, o su cercanía en el tiempo (véase racionalidad limitada). En situaciones de riesgo, la racionalidad instrumental exigiría que los individuos se comportasen maximizando la función de utilidad esperada, sin embargo múltiples experimentos han mostrado que ese criterio no siempre proporciona una buena descripción de la forma en la que los agentes toman las decisiones. Por ejemplo, Amos Tversky (1937-1996) y Daniel Kahneman han mostrado que, incluso ante decisiones muy simples, los resultados son distintos dependiendo del marco o del contexto ( “framing”) en el que se toman dichas decisiones. Por ejemplo, estos autores preguntaron a un grupo de individuos que escogiesen entre varias políticas a la hora de enfrentarse a una rara enfermedad que de no hacer nada acabaría con 600 vidas. A un grupo se le pidió que escogiese entre un programa A, que salvaría a 200 vidas con seguridad, o uno alternativo B, que ofrecía la posibilidad de salvar 600 vidas con una probabilidad de 1/3. El 72 % de los preguntados eligió la opción A. Un segundo grupo fue enfrentado a una opción C, que implicaba que 400 personas perderían la vida con certeza, y una programa D, con arreglo al cual nadie moriría con una probabilidad de 1/3 aunque había una probabilidad de 2/3 de que 600 personas muriesen. En este caso el 78 % de los individuos escogió D. El problema está en que las opciones A y C son idénticas, al igual que lo son las opciones B y D, lo que no impidió que los individuos de cada uno de los grupos eligieran “racionalmente” opciones distintas. 2) Dificultades intrínsecas en la elección racional. Existen diversas situaciones en las que los individuos son incapaces de proceder en sus decisiones de modo racional. Un ejemplo lo aporta la llamada ley psicológica de Weber-Fechner, que establece que la diferencia mínima perceptible en un fenómeno es aproximadamente proporcional a la intensidad original del estímulo, por lo que cuanto mayor es el estímulo más grande tendrá que ser la diferencia en términos absolutos para que las diferencias sean perceptibles.
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Imaginemos, por ejemplo, que existe una diferencia de 5€ entre el precio que determinado bien tiene en una tienda próxima a donde se encuentra un consumidor respecto al de una tienda más alejada. Si existen costes de desplazamiento, es poco probable que el consumidor se desplace a la tienda lejana si el precio del bien es de 500€ y mucho más probable si el precio es sólo de 10€. Sin embargo, desde un punto de vista de la racionalidad instrumental tal diferencia sería irrelevante al hecho de desplazarse o no, ya que lo importante sería si los costes del desplazamiento son mayores o menores que los 5€ de la diferencia de precio. Adicionalmente hay que resaltar que el propio proceso de decisión es psicológicamente costoso, es decir, que produce ansiedad, de modo que no es infrecuente que los agentes busquen la reducción de estos costes psicológicos dejando que otros agentes decidan por ellos, tomando la decisión al azar, llevándose por la costumbre, etc. En el mismo sentido, la decisión racional supone, en último extremo, una capacidad de procesamiento de información infinita, cosa difícilmente aplicable a unos seres humanos finitos. Este problema aparece de forma especial cuando se trata de decisiones referidas a alternativas caracterizadas por su inconmensurabilidad o por la imposibilidad de establecer comparaciones entre ellas. Casos donde, a menudo, la decisión se toma por lo que, siguiendo a Jon Elster, podemos denominar decisiones basadas en el “segundo decimal”, esto es, a partir de la consideración de algún atributo secundario asociado con una u otra alternativa, mecanismo que no puede ser considerado más racional que cualquier procedimiento aleatorio de elección. Esta irracionalidad también se manifiesta, por último, en el llamado impulso a comportarse buscando la igualación de
los rendimientos medios y no los marginales en la asignación de recursos a diferentes actividades
productivas, es decir, pretendiendo que el rendimiento neto medio de las diferentes actividades o asignaciones, cuando lo que exige la regla de elección racional es realizar cada una de las actividades hasta el punto en que el rendimiento neto marginal sea igual (véase eficiencia, maximización de beneficios). 3) Dado que gran parte del proceso de toma de decisiones se realiza en escenarios caracterizados por la interdependencia de las acciones de los sujetos, el resultado final de una acción determinada por parte de cada uno dependerá de la reacción de los demás. En consecuencia, existen múltiples situaciones en las que el resultado de la interrelación de las decisiones racionales de los agentes dista de ser óptimo para ellos (véase teoría de juegos, dilema del prisionero). Estas limitaciones del concepto de racionalidad tienen implicaciones importantes para el análisis económico. Puesto que gran parte de la teoría económica está construida sobre la base de que los individuos son racionales, a la hora de explicar y predecir el comportamiento de determinado agente en determinada circunstancia es habitual proceder, aplicando lo que se conoce como análisis situacional, a investigar cuál sería el comportamiento que maximizaría su función objetivo (ya fuera la función de utilidad o la de beneficios), para una vez descubierto suponer que ese va a ser su comportamiento real. Bastará con que por cualquiera de las razones arriba señaladas el comportamiento del agente se desvíe del definido como “racional”, para que los resultados obtenidos del análisis teórico no se ajusten a lo realmente acontecido. racionalidad limitada el concepto de racionalidad limitada (bounded rationality) atribuido a Herber Simon (1916-2001), premio al Nobel de Economía en 1978, hace referencia al hecho de que los seres humanos, a diferencia del supuesto dominante en el análisis económico, son tan sólo parcialmente racionales en su comportamiento. De este modo, frente a la imagen del homo oeconomicus maximizador de su utilidad, el
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supuesto de racionalidad limitada defiende que el comportamiento de los agentes económicos se aproxima más al de sujetos que buscan alcanzar con sus decisiones resultados suficientemente satisfactorios -satisficientes en su terminología-, aunque no necesariamente óptimos. La hipótesis de racionalidad limitada se basa en la observación de los procesos de toma de decisiones y en el análisis de los comportamiento reales y defiende la existencia de limitaciones en la capacidad de los individuos para adoptar decisiones óptimas, especialmente en situación de incertidumbre. En concreto, se defiende que los agentes económicos no tienen acceso a toda la información necesaria para poder tomar decisiones que maximicen su utilidad, y que en el supuesto de que tuvieran acceso a ella, no tendrían la necesaria. capacidad de procesamiento de la misma Ello significa que para conocer el comportamiento de los agentes económicos no es suficiente con averiguar cuál sería el comportamiento que maximizaría su utilidad y asumir que éstos simplemente así se van a comportar en cuanto son individuos racionales. Lejos de ello, la imposibilidad o incapacidad de reunir y procesar la información necesaria para adoptar tales comportamientos maximizadores hará que los agentes económicos recurran a la toma de decisiones por aproximación, siguiendo la costumbre o la norma social, o utilicen “atajos” o “la cuenta de la vieja” (rules of thumb). La fijación de precios por parte de las empresas aplicando un margen sobre costes se podría explicar mediante este supuesto de racionalidad limitada. racionamiento si los recursos son escasos ante las necesidades que manifiestan los individuos se impone su racionamiento, es decir, su reparto o distribución entre ellos usando de algún tipo de procedimiento racionador. El sistema de precios de mercado es, desde este punto de vista, un mecanismo de racionamiento que realiza esta función de modo descentralizado de modo que la distribución de los recursos o bienes escasos entre los agentes económicos se realiza por ellos mismos en función de sus preferencias y su respectiva capacidad de gasto. En el extremo opuesto cabe situar el uso de un mecanismo por el que los bienes y recursos se reparten entre los agentes desde el poder político de modo discrecional y directo en función ya de criterios “políticos” extraeconómicos relacionados bien con alguna noción de equidad, o bien con el ejercicio del poder en estricto sentido (como, por ejemplo, los mecanismos discrecionales de asignación asociados a la corrupción y el nepotismo); ya
de criterios económicos relacionados con la persecución de la eficiencia, como cuando el
sector público trata de corregir los fallos de mercado. Pero al margen de estos dos grandes sistemas asignativos generales (el mercado por un lado, la asignación directa desde el sector público, por otro) existe una multitud de otros mecanismos de racionamiento que no son de mercado pero que tampoco se apoyan de modo directo en la capacidad normativa del Estado. Entre ellos podemos citar, en primer lugar, la asignación por lotería mecanismo en que el reparto del recurso o bien escaso se deja en manos del azar en función de las papeletas que tenga cada individuo. Este sistema, si bien puede ser un método de asignación muy equitativo en la medida que es fácil conseguir que todos los individuos tengan las mismas posibilidades de éxito (si se estima que ello es lo justo, pues bien podría suceder que las papeletas no se distribuyeran igualitariamente si esa distribución desigual se juzga más justa), dista sin embargo de ser eficiente, en la medida de que dado que una asignación por azar no presta ninguna atención a la diferente valoración que tengan los distintos individuos del bien sorteado, la suerte podrá hacer que el bien acabe en manos de quien menos lo valora. Este fallo de eficiencia podría de alguna manera corregirse si se permite la existencia posterior al sorteo de un mercado secundario en el que quienes tengan mayor valoración
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del bien y no hayan resultado agraciados por la suerte traten de comprarles a quienes han sido afortunados pero menos lo valoran En segundo lugar, y con mucha mayor importancia económica, se puede citar la asignación por colas. No hay un solo tipo de asignación por colas sino un variopinto conjunto de mecanismos en los que el tiempo de espera se convierte en un elemento fundamental a la hora de obtener el recurso objeto de distribución que, adicionalmente, se suele asignar de forma limitada de modo que llegar a la cabeza de la cola no significa poder acceder a cuantas unidades se desee del bien objeto de racionamiento sino a una cantidad limitada del mismo. Si sólo importa el tiempo de espera en la cola, se dice que el sistema de colas es puro. Un sistema impuro sería aquel en que los individuos para acceder al bien han de estar en la cola pero también pagar un precio por él. Dado que el tiempo tiene un valor económico (véase precio implícito), el sistema de asignación por colas, si es puro, es decir, si el bien se concede al primero que se presente, equivale a una subasta en la que los individuos compiten mediante el tiempo que aguantan en la cola. En el caso en que todos los demandantes tuviesen la misma valoración del bien (es decir que su curva de demanda del bien fuese la misma para todos ellos), cada uno estaría dispuesto a dedicar a la cola un tiempo igual al valor monetario que le asigna al bien, que sería el área por debajo de la curva de demanda (véase excedente del consumidor), dividido por el coste de oportunidad de su tiempo. Por ejemplo, si el valor monetario que para un individuo tiene el bien objeto de reparto es 100€ entonces si el valor implícito de una hora de su tiempo es 10€, entonces ello implica que por acceder al bien está dispuesto a tirarse hasta 10 horas en la cola (100€/ 10€). Si el coste de oportunidad del tiempo se supone que es igual para cada individuo a lo que el mercado les remunera por hora de trabajo, es decir, al salario por hora, se tiene que, aunque todos los individuos asignen el mismo valor monetario al bien, dedicarán más tiempo a la cola, y por tanto se llevarán más unidades del bien o serán los primeros en hacerlo, aquellos cuyo salario sea más bajo o estén fuera del mercado de trabajo (jóvenes, desempleados,...). Dicho de otra manera, la asignación del bien usando el mecanismo de colas puro penaliza (si las curvas de demanda son iguales) a quienes valoran más su propio tiempo, que suelen ser aquellos que tienen acceso a los mejores empleos. Esta es una de las razones de que no sea fácil encontrar altos ejecutivos haciendo cola para comprar entradas para una actuación deportiva o musical.
Adicionalmente, si existe un mercado negro de reventa
(legal o no) del bien objeto de asignación, los que han estado más en la cola y por tanto hayan podido acceder al bien podrán revenderlo a un precio más elevado. La anterior conclusión de que una asignación por colas es más equitativa que una asignación de mercado ha de ser cualificada ya que, para que se pueda alcanzar ese resultado de modo inequívoco, es necesario suponer que todos los individuos tengan la misma curva de demanda, es decir, que todos valoren el bien de la misma manera lo cual exige que tanto la preferencia por el bien como la renta de cada uno sean iguales, lo cual obviamente es mucho suponer. Si, por ejemplo, la valoración del bien crece más que proporcionalmente que la renta (si el bien a racionar es por tanto de lujo) en tanto que el valor implícito del tiempo sólo crece proporcionalmente a su renta, entonces el anterior resultado no se dará pues los individuos de renta más alta estarán dispuestos a permanecer más tiempo en la cola que los de renta más baja. Finalmente, obsérvese que dado que los individuos están dispuestos a permanecer en la cola un tiempo equivalente al valor monetario que le asignan al bien, ello quiere decir que, por conseguirlo haciendo cola, pierden todo o buena parte de su excedente del consumidor si cuando se agota el bien objeto de reparto todavía hay consumidores
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que, aún estando en la cola, no logran obtenerlo finalmente. En el caso en que todos los consumidores tengan la misma demanda del bien, todos los consumidores que se llevan el bien racionado pagan por él en términos de tiempo todo el excedente del consumidor que habrían obtenido si la asignación se hubiese realizado utilizando el sistema de precios. Y esta conclusión es importante y se puede generalizar para cualquier sistema de racionamiento distinto al de mercado: si las demandas de los individuos son iguales, cualquier mecanismo de asignación que se base en que cada individuo tenga que incurrir en algún tipo de costes al margen del precio de mercado (como es el caso del tiempo de espera en una cola) para acceder al mismo, ello hace que se disipen todos los excedentes del consumidor de los individuos por los costes adicionales que hay que realizar. Puede suceder, además, que si la oferta es insuficiente, haya individuos que queden sin acceder al bien pese a haber estado en la cola. Así, si para optar a algún puesto bien remunerado en una zona (por ejemplo, una Autonomía) que exige como condición el cumplimiento de alguna condición particular (por ejemplo, el conocimiento de una lengua particular) entonces los individuos de fuera que pugnen por ese puesto y lo obtengan perderán parte del excedente en forma de costes adicionales que habrán de incurrir para alcanzar el nivel de cualificación lingüística requerido, y los que no lo alcancen tendrán una pérdida igual a los costes incurridos en esa cualificación, unos costes hundidos o irrecuperables sin valor de mercado en otro lugar. Finalmente, se habla de la existencia de racionamiento administrativo cuando a cada individuo se le asigna una parte de la limitad oferta disponible. Es un caso que resulta relativamente frecuente en tiempos de guerra o en circunstancias especiales (como, por ejemplo, el sistema de ORA que raciona el derecho a aparcar de los residentes de las
ciudades a precio bajo o nulo). Es paradigmático a este respecto el caso del
racionamiento de la gasolina en situación de guerra. En este caso, además de la limitación al número de litros que se puedan adquirir dada la cantidad de cupones de racionamiento que al individuo se le han asignado en función de sus necesidades o algún otro criterio adicional, habría también que pagar un precio por la gasolina comprada, menor obviamente que el precio de mercado libre (pues si fuese igual, el reparto de cupones no tendría sentido pues ya el mercado distribuiría la escasa oferta). Si los cupones no se pueden vender en un mercado secundario, es decir, si son nominativos; entonces, casi con total certeza, la asignación por cupones tendrá costes de eficiencia respecto a la asignación de mercado. En efecto, si no se hubiese racionado la gasolina, el precio de mercado libre hubiese hecho que cada individuo comprase gasolina hasta el punto que el valor que cada uno le diese al último litro adquirido fuese igual al precio de mercado. Habría habido, pues, individuos que hubiesen comprado más gasolina que otros en la medida que estarían dispuestos a pagar más por cada litro de gasolina. Ahora bien, si para acceder a la gasolina se exige
un cierto número de cupones por
litro, entonces difícilmente cada individuo recibirá el número de cupones necesarios para
acceder a la
cantidad que cada uno hubiese comprado si la escasez se hubiese racionado vía precios. El caso general será que algunos individuos recibirán menos cupones de los que quisieran, en el sentido de que con los cupones que reciben no podrían acceder a todos los litros que hubiesen comprado si el precio hubiese sido libre; en tanto que habría otros que recibirían un número de cupones que les permiten acceder a más litros de gasolina de los que hubiesen comprado caso de que el precio hubiese sido libre. Pero lo que esto quiere decir es que estos últimos individuos valoran los cupones adicionales en menos del precio de mercado libre, en tanto que los consumidores insatisfechos valorarían el disponer de unos cupones adicionales más del precio de mercado libre.
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Si los cupones no son nominativos y se pueden comprar y vender en un mercado, entonces los consumidores insatisfechos con su asignación comprarán a los que reciben de más (en los términos establecidos antes) sus sobrantes. Al final cada consumidor compraría la cantidad que hubiese comprado si el mercado no estuviese intervenido, y lo que se habría producido mediante el sistema de cupones habría sido una redistribución de la renta a favor de aquellos que hubiesen recibido inicialmente una dotación de cupones superior a su demanda a precios de mercado. recesión técnicamente una economía se encuentra en recesión cuando durante dos trimestres consecutivos se produce una caída de su PIB. Sin embargo, tecnicismos aparte, en las economías desarrolladas, tan acostumbradas a tasas anuales positivas y elevadas de crecimiento económico tras la II Guerra Mundial, es suficiente con que se produzca un estancamiento del PIB, o una caída importante de su tasa de crecimiento con respecto a los valores normales, para que se hable de recesión económica. Algo, por otra parte comprensible, ya que debido a la existencia de un aumento tendencial de la productividad, a menudo es suficiente con que caiga la tasa de crecimiento económico de un país para que se produzca un aumento del desempleo, aunque simultáneamente este creciendo el PIB (véase Okun, ley de). La naturaleza cíclica de la economía de mercado hace que las recesiones sean relativamente frecuentes, si bien, desde los años 50, y probablemente como resultado de la creciente implicación del sector público en la gestión de la economía (aunque esta visión no es unánimemente compartida entre los economistas, véase ciclo), éstas son cada vez menos frecuentes y, en todo caso, menos intensas. Las recesiones pueden obedecer a distintas causas. En primer lugar, pueden obedecer a un shock de demanda, una caída de la demanda efectiva provocada, por ejemplo, por una reducción de la inversión de las empresas o por una caída de la demanda exterior, con la consiguiente caída en las exportaciones. Esa reducción de la demanda efectiva repercutiría en una caída de la producción y del PIB y en un aumento del desempleo. Por su parte, el aumento del desempleo generará una reducción de los ingresos de los trabajadores y por lo tanto la caída de la demanda de consumo, amplificándose la intensidad de la recesión (véase multiplicador). En segundo lugar, la recesión puede obedecer a un shock de oferta, como el aumento del precio del petróleo en 1973 que daría lugar a una de las recesiones globales más intensas desde la Gran Depresión. En este caso concreto, el aumento de los precios del petróleo generó una redistribución masiva de renta hacia los países productores de petróleo y un aumento de la inflación fruto de la resistencia de trabajadores y empresarios a ese cambio de la distribución de la renta, produciéndose simultáneamente desempleo e inflación. Los shocks externos, como el ataque terrorista del 11 de Septiembre de 2001 a las Torres Gemelas de Nueva Cork, pueden afectar negativamente a las expectativas futuras y provocar una caída de la demanda efectiva fruto del aumento del ahorro (reducción del consumo) como protección frente a la incertidumbre y la caída de la inversión. En tercer lugar, la recesión puede estar provocada por una mala gestión de la economía por parte de las autoridades económicas, en especial de la autoridad monetaria. El celo que las autoridades monetarias suelen tener a la hora de vigilar la inflación puede llevar a la aplicación de una política monetaria especialmente estricta, estrangulando la inversión y provocando la recesión.
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En cuarto lugar, un tipo de interés de mercado artificialmente bajo consecuencia de una política monetaria excesivamente laxo puede dar lugar , en opinión de los economistas austriacos, a un exceso de inversión por parte de las empresas, que genere una brecha entre su creciente capacidad productiva y el consumo. Téngase en cuenta que los consumidores reducirán su ahorro como resultado de bajo tipo de interés, con lo que en el futuro dispondrán de menor riqueza para consumir. Este bajo tipo de interés no sólo provocará una sobreinversión, sino que también puede conducir, al menos parcialmente, a un deterioro de los criterios de inversión, dando lugar a inversiones de mala calidad, lo que redundará en un aumento fututo de las quiebras empresariales y en la profundización de la crisis. Finalmente, para otros autores, el detonante de una recesión habría que buscarlo en la fragilidad del sistema financiero que vía efecto riqueza podría afectar a la estabilidad de la economía (véase fragilidad financiera)
recursos naturales
bienes económicos “producidos” por la Naturaleza que la actividad humana usa o
transforma. Se pueden clasificar en dos grandes grupos: los renovables que lo son, ya sea porque la naturaleza los regenera continuadamente mientras se mantengan los parámetros que definen la sostenibilidad de los ecosistemas de los que forman parte (por ejemplo, bancos de pesca), ya sea porque la propia actividad humana se dedica a su regeneración (por ejemplo, la repoblación forestal), y los no renovables, caracterizados por existir en una cantidad determinada (si bien desconocida y sujeta a estimación) como los yacimientos de minerales. Los primeros son escasos en cada periodo pero, en principio, no limitados, en el sentido de que la actividad humana, si respeta los parámetros ecológicos de su reproducción, no afectaría a su disponibilidad a largo plazo. Los segundos son escasos pero también limitados, es decir, que la actividad humana al usarlos hace decrecer paulatina e inevitablemente las reservas existentes de los mismos. Si un recurso no renovable es de propiedad común, su utilización conduciría casi inexorablemente a su ineficazmente rápido agotamiento en una sociedad de homo oeconomicus (véase tragedia de los comunes) que no hubiese llegado a acuerdos organizativos (normas y costumbres sociales) para su regulación y explotación. Si el recurso es de propiedad privada, el problema económico que se plantea es el de decidir el ritmo de extracción y venta. Bajo el supuesto de que su propietario se comporta como un empresario maximizador de beneficios, la decisión eficiente es aquella que maximiza el valor presente del recurso. Un ejemplo servirá para aclarar los factores implicados. Supongamos que el recurso es una mina de carbón, que el carbón se vende en un mercado competitivo y que el coste de extracción de cada tonelada (incluyendo en él el beneficio normal del capitalista), C, se mantiene constante en el curso del tiempo. Para simplificar aún más el análisis, supondremos que sólo hay dos periodos de tiempo (1 y 2), de modo que la decisión a la que se enfrenta el propietario es determinar cuántas toneladas debe extraer y vender hoy (en el periodo 1) y cuántas dejar para el futuro (periodo 2). Finalmente, supondremos que el propietario conoce no sólo el precio de la tonelada de carbón hoy (P1) sino también el que regirá en el futuro (P2). Bajo estas condiciones, el propietario de la mina lo que debería hacer es comparar el valor actual de vender hoy cada tonelada, que sería [P1 – C], con el valor presente de venderla en el futuro, que sería [(P2 – C) / (1+i)], donde i es el tipo de interés, (véase actualización), de modo que: si (P1 – C) > [(P2 – C) /(1+i)], extraería y vendería todo su carbón en el periodo 1
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si (P1 – C) < [(P2 – C) /(1+i)], extraería y vendería todo su carbón en el periodo 2 si (P1 – C) = [(P2 – C) /(1+i)], sería indiferente entre vender en 1 o en 2. Subyaciendo a esta regla hay un argumento económico muy simple: si el propietario vendiera una tonelada de carbón hoy en vez de dejarla en la mina para el futuro, ganaría hoy (P1 – C). Si invirtiese ese dinero en un banco, ello le garantizaría en el periodo 2 una cantidad (P1 – C) (1+i). Esta cantidad es por lo tanto el coste de oportunidad de mantener esa tonelada de carbón en la mina y no extraerla hasta el periodo 2. Si la cantidad neta que fuera a conseguir en el periodo 2 por esa tonelada, (P2 – C), fuese mayor que ese coste de oportunidad, le resultaría rentable dejar la extracción para el periodo 2; por el contrario, si fuese menor, le interesaría extraer la tonelada en el periodo 1. Este análisis debido a Harrod Hotelling (1895-1973.), se puede generalizar a varios periodos sin dificultad. Entre cada par de periodos t y t+1, el valor de una tonelada vendida en el periodo t ha de ser igual al valor presente de venderla en el periodo t+1: Pt – C = (Pt+1 – C) / (1+i), y de aquí: Pt+1 = Pt + i (Pt – C), o lo que es lo mismo: Δ P = Pt+1 - Pt = i (Pt – C), es decir, que los precios crecen a lo largo del tiempo y la diferencia entre los precios y los costes de extracción va por consiguiente subiendo también. El propietario de la mina obtiene por tanto una renta económica (un ingreso por encima del mínimo necesario para ofertar el carbón, que es C) debida a la escasez. Si no hubiese escasez, el precio en cada periodo sería igual al coste de extracción C, y el propietario no obtendría ninguna renta económica. Merece la pena destacar dos consecuencias a partir del análisis anterior. En primer lugar, en el caso de un recurso no renovable el propio mercado (si es de competencia perfecta) se acomoda a la creciente escasez a través del aumento continuado del precio que restringe cada vez más los usos del recurso a aquellos más valiosos, sin necesidad de forzar una intervención estatal que fomente el ahorro. La consecuencia es que las estimaciones de la duración de algunos recursos naturales a las que se suele llegar mediante la mera extrapolación de las tasas de extracción actuales dadas unas reservas conocidas, resultan siempre falsas al menos por la razón de que no tienen en cuenta la caída en la demanda consecuencia de los aumentos de precios. Ello no quiere decir que si los recursos naturales están en manos privadas y el mercado es competitivo no existan fallos de mercado. Por un lado, los propietarios privados no tienen en cuenta las implicaciones medioambientales que sobre la sostenibilidad de los ecosistemas tienen sus actuaciones; por otro, los mercados de recursos no recogen las demandas opción que sobre los recursos y sus usos puedan tener otros agentes (véase tiranía de las pequeñas decisiones), por ejemplo, el valor paisajístico de un bosque es difícil que sea tomado en consideración por las empresas madereras; así como también resulta más que evidente que el tipo de interés de mercado del que como se ha visto se sirven los agentes privados para tomar sus decisiones es con certeza inferior al tipo de descuento social, que es el que habría de utilizarse, y que daría más valor hoy al hecho de conservar los recursos de modo que también los puedan utilizar las generaciones venideras. En segundo lugar, el crecimiento a lo largo del tiempo en los precios de un recurso no renovable depende, en el modelo, de tres factores: su escasez, los costes de extracción y la competencia. Los descubrimientos inesperados de nuevos yacimientos, el progreso técnico que facilita la extracción y permite acceder a nuevos
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yacimientos y explotar más intensamente los antiguos, y, finalmente, un entorno más competitivo son factores que explican el que, en la realidad, no se haya asistido todavía en la mayor parte de los mercados de minerales a un ascenso continuado de precios, habiéndose visto, por el contrario, periodos con precios constantes e incluso decrecientes. El análisis que se ha realizado para un recurso no renovable se complica al aplicarlo al caso de un recurso renovable, al exigir la toma en consideración las tasas de regeneración naturales o los costes de su regeneración artificial (por ejemplo, replantaciones forestales, acuicultura, etc.). Si la tasa de extracción o uso del recurso no es más alta que su tasa de crecimiento natural o artificialmente inducida, el recurso –en principio- nuca se extinguirá. Consideremos como ejemplo del análisis económico de un recurso renovable el caso de una plantación forestal; el problema que se plantearía a su propietario es el determinar cuál es el momento adecuado de la tala para luego proceder a la repoblación. El valor neto de la plantación (es decir, descontando los costes de la tala y de mantenimiento y gestión forestal que supondremos constantes) depende de la cantidad de madera que tengan los árboles y de su precio, es decir depende del momento t en que se hace la tala y se vende la madera [V(t)]. Supuesto que el precio de la madera no varía, se tiene que el valor de la plantación está sometido a rendimientos decrecientes, pues conforme pasa el tiempo el crecimiento se hace más lento, llegando a hacerse negativo conforme aparecen enfermedades y mueren algunos ejemplares. Es decir, que el crecimiento del volumen de madera, y el correspondiente crecimiento del valor neto de la plantación, Δ V, dados los supuestos, primero crece para luego pasar a ser decreciente. Si el tipo de interés es i, la lógica de comportamiento señalada para el caso de un recurso no renovable, se traduce aquí en que: -
si Δ V > i V, entonces todavía no habría que talar la plantación pues el valor de la madera crece más que el valor en el mercado que se puede obtener si se tala y se coloca el resultado al tipo de interés de mercado.
-
si Δ V < i V, entonces ya habría que haber talado la plantación pues la remuneración del dinero conseguido por la venta de la madera superaría al crecimiento en el valor de ésta sin talar.
-
En consecuencia, si Δ V = i V, el propietario sería indiferente entre talar o mantener la plantación. Dicho de otra manera, la plantación ha de cortarse cuando: (Δ V / V) = i, es decir, cuando la tasa de crecimiento del valor neto de la plantación sea igual al tipo de interés.
reglas de política económica
uno de los principales debates relativos a las actuaciones de política
económica del sector público, ya sea política monetaria, fiscal o de tipo de cambio, es acerca de si éstas deben ser, desde el punto de vista de su eficiencia a la hora de alcanzar los objetivos propuestos, discrecionales, es decir, a elección por parte de quienes las instrumentan; o si, por el contrario, la capacidad de decisión en materia de política económica debería estar sometida a algún tipo de regla de comportamiento que limitara la discrecionalidad de los agentes encargados de la toma de decisiones. Desde fuera del mundo de la Economía, el mero hecho de que se plantee un debate entre reglas y discrecionalidad resulta sorprendente. No en vano se supone que los gobiernos tienen plenas competencias, con las restricciones marcadas por la ley y siempre que cuenten con el necesario respaldo parlamentario, para desarrollar aquellas políticas que consideren más adecuadas. Y, entonces, ¿por qué tendría que ser distinto en el ámbito de las actuaciones de política económica?
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La literatura sobre esta cuestión recoge distintos factores que explicarían, según sus defensores, la conveniencia de limitar la discrecionalidad del gobierno en este campo. Entre éstos destaca: (1) existencia de fuertes retardos temporales entre el momento en el que aparece el problema económico que se pretende atajar y el momento en el que actúa la medida de política económica aprobada para hacerle frente. El retardo final sería la suma del tiempo que se tarda en reconocer el problema, la demora en aprobar la política elegida para hacerle frente y el tiempo que tarda en hacer efecto. Si este retardo fuera amplio, sería posible que cuando entrara en funcionamiento la política aprobada el problema ya se hubiera resuelto por si sólo, pudiendo llegar a ser contraproducente su aplicación. (2) Problemas de inconsistencia temporal, de forma que una vez adoptada una medida con una finalidad concreta, los responsables cedan a la tentación de cambiar su comportamiento: por ejemplo, el gobierno puede aprobar un ajuste fiscal para reducir el déficit, y renegar posteriormente de sus compromisos. (3) A partir de la nueva economía clásica y a la hora de evaluar los efectos de una política económica, se puede argumentar que es necesario conocer también cuál va a ser la política económica futura ya que los agentes no se comportan sólo en función de la política actual sino de sus expectativas sobre la política que se seguirá en el futuro, algo que sólo es plenamente posible si ésta se basa en reglas. (4) El proceso de decisión puede verse condicionado por presiones de grupos de interés que alejen las decisiones de política económica de aquellas que serían las más adecuadas a la situación de la economía; presiones de las que el gobierno se vería libre si existe una regla de comportamiento –siempre, claro está, que esa regla no haya sido dictada por los grupos de presión. (5) La existencia de reglas impide que el comportamiento del gobierno obedezca a estrategias electorales (véase ciclo económico político y elección pública) no relacionadas con las necesidades reales de la economía. (6) La asimetría en la distribución de los costes y beneficios de la acción pública puede hacer que se produzca un sesgo a favor de las políticas de gasto, incentivando la aparición de déficit independientemente de cual sea el momento del ciclo en el que se encuentre la económica. La existencia de estos problemas no es algo nuevo, de hecho gran parte de los programas de gasto están construidos en forma de reglas que minimizan los retardos y garantizan un comportamiento consistente en el tiempo, sin embargo, desde finales del siglo XX ha aumentado el número de defensores de ampliar las reglas a cuestiones de índole más global como pueda ser la fijación de la política monetaria o fiscal. En lo que se refiere a la política monetaria, una de las reglas más extendidas es la llamada regla de Taylor, propuesta por John Taylor en 1993, según la cual la política monetaria debe responder tanto a los cambios en el PIB real como a los cambios en la inflación, utilizando el tipo de interés como herramienta de intervención. De acuerdo con esta regla, el Banco Central debería aumentar medio punto el tipo de interés al que presta fondos, rt, por cada punto de crecimiento del PIB por encima del PIB potencial. De igual modo, el Banco Central debería aumentar medio punto el tipo de interés por cada punto de crecimiento de la inflación, π, por encima del objetivo de crecimiento precios, π*. En concreto: rt= π + r* + 0,5(πt – π*) + 0,5 ( yt) Donde yt es (PIBp – PIBr /PIBp), la brecha entre el PIB potencial (PIBp) y el PIB real(PIBr) con respecto al PIB potencial expresada en puntos porcentuales y r* es el tipo de interés de equilibrio del Banco Central o tipo de interés natural, definido como aquel compatible con los objetivos de inflación y crecimiento del output a largo plazo (en el caso de Estados Unidos el 4 %, que, con una objetivo de inflación del 2 %, se convierte en – aproximadamente- un 2 % en términos reales). Aunque la Reserva Federal de los Estados Unidos no haya
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suscrito formalmente esta regla, el análisis de su comportamiento refleja su implícita adhesión a la misma. De hecho, el propio Taylor plantea su propuesta más como una guía que señala las variables ante las que sistemática y consistentemente debería reaccionar la política monetaria, que como una regla mecánica. Ello tendría la ventaja de que permitiría la discrecionalidad cuando fuera necesaria, pero exigiendo una justificación convincente, garantizando así que la discrecionalidad no se utilice de forma frívola. En lo que se refiere a la política fiscal, la Hacienda Pública neoclásica siempre ha defendido el principio de equilibrio en las cuentas públicas o, a lo sumo, la llamada ley de oro del déficit, según la cual el déficit debería ser como mucho igual a la inversión pública. Este principio no es sino la transposición al sector público de la idea de que todo endeudamiento debería generar los recursos adicionales necesarios para hacer frente a su cancelación, lo cual en el caso que nos ocupa se justificaría porque la inversión pública, al aumentar la capacidad productiva de la economía, redundaría en un aumento futuro del PIB. Más modernamente, y en un contexto político de “redescubrimiento del mercado” y ataque al papel del sector público en Economía (véase nueva economía clásica) estos planteamientos han buscado acomodo en distintas disposiciones legales en diferentes países con la intención de limitar la capacidad del gobierno para incurrir en déficit. Probablemente la más conocida sea la Ley Gramm-Rudman-Hollings, aprobada por el Congreso de los Estados Unidos en 1985, según la cual, en el caso de que el Presidente y el Congreso no lograran cumplir los plazos de reducción del déficit publico contemplados en la ley, se activarían recortes automáticos del gasto público hasta alcanzar el objetivo de déficit cero en 1990. En España, la Ley General de Estabilidad Presupuestaria 18/2001, aunque menos rígida debido a su carácter plurianual, se puede considerar como una manifestación de este tipo de planteamiento. Con todo, el ejemplo más actual de la aplicación de reglas fiscales de comportamiento es el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, PEC, vinculado a la creación de la Unión Monetaria Europea, según el cual los países de la zona euro se comprometían a limitar su déficit público al 3 % salvo situación de grave recesión, definida como una caída del PIB de más del 2 %, o con permiso del Consejo de Ministros de Economía y Finanzas de la UE en presencia de una caída del PIB entre 0,75 y 2 %. Este compromiso se refuerza con un sistema de multas en caso de incumplimiento que podrían llegar al 0,5 % del PIB del país trasgresor. El PEC, ha demostrado ser un instrumento excesivamente restrictivo, como pone de manifiesto el que entre 1970 y 1996, año en el que se aprobó, sólo en 9 ocasiones alguno de los 15 estados miembros de la UE sufrieran caídas del PIB de más del 2 %, mientras que el déficit superó el 3 % en 207 ocasiones, lo que propiciaría su redefinición y relajación en 2005.
regulación
la regulación consiste en la intervención de supervisión y control del sector público en el
funcionamiento de la actividad económica, limitando la capacidad de las empresas del sector regulado de tomar decisiones sobre precios, características de los bienes y servicios producidos, publicidad y diseño, áreas de actividad, etc., con la finalidad de ajustar los resultados del mercado a los objetivos económicos o políticos del gobierno. La regulación de la actividad económica antecede a la economía de mercado y de hecho caracteriza el funcionamiento de las economías precapitalistas, en donde la economía estaba sujeta a un amplio conjunto de reglas y tradiciones, en muchos casos de origen religioso. En su formulación moderna, la regulación aparece a finales del siglo XIX en Estados Unidos como reacción del gobierno a los excesos cometidos por los grandes monopolios del transporte por ferrocarril, para extenderse con posterioridad a otros
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sectores como la aviación, la telefonía o el sector financiero hasta llegar a alcanzar según algunas estimaciones un siglo más tarde casi la cuarta parte del PIB de ese país. Con todo, la regulación sería la forma menos “invasiva” de influir en el funcionamiento de las empresas en una economía de mercado frente la alternativa que supone la asunción de la propiedad directamente por parte de sector público. Esta alternativa habría sido más favorecida en Europa, en donde en la década de 1960 el sector público era propietario de la mayoría de las empresas de telefonía, las aerolíneas, y gran parte de la industria pesada y energética. Esta línea de intervención habría perdido respaldo a finales de siglo, dando lugar a una devolución de éstas empresas públicas al mercado, fenómeno conocido como privatización. Tres son las razones principales que explican la existencia de regulación desde un punto de vista teórico. La primera de ellas es la ausencia de competencia en un mercado, en conjunción con la presencia de substanciales economías de escala que hagan poco recomendable la aplicación de política de competencia tendente a dividir el monopolio en distintas empresas que compitan entre sí. En este caso el sector público puede optar por regular el funcionamiento de la empresa garantizando un comportamiento compatible con la eficiencia asignativa (véase monopolio natural). La segunda razón está relacionada con la existencia de externalidades negativas de producción (o de consumo) que generen una producción (o consumo) superior al óptimo al no tener en cuenta las empresas (o los consumidores) todos los costes asociados a la producción (o consumo) del bien. La producción de energía eléctrica en centrales térmicas de carbón, principales emisoras de SO2 e importantes emisoras de CO2 a la atmósfera sería un ejemplo de externalidad de producción, mientras que el consumo de tabaco en lugares públicos sería un ejemplo de externalidad de consumo. En los dos casos el sector público puede intervenir regulando la actividad, con la finalidad de forzar a las empresas (y fumadores) a tener en cuenta tales costes externos. La tercera razón está relacionada con la ausencia de la información relevante que dificulte la toma de decisiones racionales por parte de los consumidores. Ese es el caso, entre otros muchos, del mercado de productos farmacéuticos, donde los consumidores tienen dificultades a la hora de evaluar la información disponible y se enfrentan a costes elevados en el caso de cometer errores de valoración. Este tipo de problemas se intentan resolver mediante el establecimiento de requisitos sobre el producto (o su proceso de producción) de obligatorio cumplimiento por parte de las empresas y mediante la imposición de ciertas obligaciones de información a las empresas (como sucede a las empresas que cotizan en bolsa). Son varios los criterios que puede seguir el regulador a la hora de buscar que el sector intervenido se aproxime al nivel de producción de competencia perfecta (el nivel eficiente). En primer lugar, puede intervenir obligando a la fijación de un precio igual el precio al coste medio. Este sistema, aunque se aleje del eficiente que exigiría la igualación del precio con el coste marginal de producción, será el favorecido en presencia de monopolios naturales cuando el regulador no quiere tener que hacer frente a las pérdidas contables que una regulación eficiente supondría. En segundo lugar, se puede acudir a la fijación de un sistema de impuestos o subsidios, buscando una estructura de precios relativos, los llamados precios Ramsey, que garanticen la minimización de la pérdida de bienestar asociada a la distorsión. En tercer lugar, el regulador puede fijar precios máximos (o someter a los precios de la empresa a aprobación administrativa previa) buscando que el precio tienda al que regiría en situación de competencia perfecta. La imposibilidad de fijar un
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precio más elevado del permitido significa que la curva de demanda de la empresa regulada será perfectamente elástica a ese precio, lo que altera, aumentándolo, el nivel de producción de máximo beneficio. La regulación puede tener un objetivo distinto al de alcanzar la producción de eficiencia. Ese el caso cuando el regulador simplemente pretende, hacerse con los beneficios extraordinarios de las empresas reguladas o limitarlos. Para ello, en el primer caso, puede fijar un impuesto de cuota fija sobre los beneficios extraordinarios, que al no alterar los costes marginales no alterará ni el nivel de producción ni el de precios. En el segundo caso, el regulador puede o bien establecer un precio que sólo permita a la empresa regulada obtener la tasa media de rendimientos sobre el capital de la economía, o bien fijar una tasa especifica de modo directo. En tal caso, dado el tipo de rendimiento autorizado, los beneficios totales de la empresa dependerán de la cantidad de capital que la empresa utilice, por lo que es posible que aparezca el llamado sesgo de AverchJohnson, según el cual este tipo de regulación conduce a la utilización de técnicas más intensivas en capital de lo que sería eficiente dados los precios relativos de los factores. La mera existencia de regulación, sin embargo, no significa que necesariamente se vayan a resolver los problemas que explican su presencia, ya que las empresas pueden presionar para que la regulación se adapte a sus intereses, y no a los intereses públicos, produciéndose lo que se conoce como la captura del regulador. Por último, el cumplimiento de la regulación derivará en un aumento del coste de producción para las empresas y en una pérdida de flexibilidad del mercado. De ahí la importancia de someter continuamente a la regulación a un proceso de análisis coste beneficio para determinar su eficiencia(véase, adicionalmente, elección pública). relación capital-producto la relación capital producto, K/Y, recoge la cantidad de capital necesaria, con una determinada tecnología, por unidad de output (y usando los demás factores de producción –como las materias primas- complementarios). Esta relación, definida como el cociente entre el capital utilizado en un proceso productivo y el output generado por el mismo, tiene un papel importante en muchos modelos de crecimiento económico, como el de Harrod-Domar, ya que según sea su valor así serán las necesidades de nuevo capital, esto es la demanda de inversión, exigida para alcanzar una determinada tasa de crecimiento de la producción. La relación capital producto agregada para el conjunto de la economía en los países desarrollados toma un valor que fluctúa, según los casos, entre 3 y 4, existiendo así mismo diferencias entre los distintos sectores de actividad, si bien menos marcadas que en el caso de la relación capital trabajo. Al contrario de lo que ocurre con la relación capital trabajo, la relación K/Y muestra un valor relativamente estable a lo largo del tiempo, hasta tal punto de convertirse en opinión del economista británico Nicholas Kaldor (1908-1986), en uno de los hechos estilizados del crecimiento económico. Nótese que la inversa de la relación K/Y es la productividad aparente del capital, y, por lo tanto, el que la relación K/Y permanezca relativamente constante a lo largo del tiempo significaría que la productividad del capital también es constante a pesar del proceso de acumulación, y el correspondiente aumento de la cantidad de capital por trabajador. De igual manera que sucede con la relación capital trabajo, las estimaciones de este indicador corresponden realmente a la relación entre el valor del capital y el valor del producto, y no una relación técnica entre volumen de capital y volumen de producto (véase capital)
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relación capital trabajo definida como el cociente entre la cantidad de capital y la de trabajo utilizados en la producción, K/L, la relación capital trabajo se utiliza en Economía como un indicador del tipo de tecnología usada en el proceso productivo. En el análisis económico es habitual distinguir entre dos tipos de tecnologías: las tecnologías de coeficientes fijos y las tecnologías de coeficientes variables. Se denominan tecnologías de coeficientes fijos aquellas en donde el proceso de producción exige el uso de una combinación determinada de capital y trabajo, esto es una relación K/L constante, de forma que si se aumenta el uso de un factor sin incrementar en la proporción necesaria el uso del otro, la producción no variará (es decir, que su productividad marginal sería nula), piénsese aquí, por ejemplo, en la relación entre palas y hombres a la hora de abrir una zanja. Por el contrario, las tecnologías de coeficientes variables serían aquellas en donde la misma cantidad de capital (o, alternativamente, de trabajo) se puede combinar con cantidades crecientes de trabajo (o, alternativamente, de capital), obteniéndose un aumento de la producción final, es decir, que la productividad marginal del trabajo (o del capital) sería positiva. La relación capital trabajo concreta que se adopte en un proceso productivo caracterizado por una tecnología con coeficientes variables dependerá de los precios de los factores pues será consecuencia de la decisión de minimizar costes (o, lo que es lo mismo, de maximizar beneficios) por parte de cada empresa (véase eficiencia). Si de un proceso productivo concreto pasamos al nivel agregado de la economía, el valor de la relación capital trabajo de la misma dependerá fundamentalmente de dos factores: 1) la abundancia relativa de los factores, de modo que cuando un factor concreto sea relativamente muy abundante –y, por ello, relativamente más barato- se tenderá a desarrollar/utilizar tecnologías que hagan un uso más intensivo del mismo en los procesos productivos. Ello explica que en aquellos países donde la mano de obra sea relativamente más abundante, la tecnología utilizada será más intensiva en trabajo (baja relación K/L), mientras que en los países donde la mano de obra sea más escasa (y cara) relativamente y el capital, por tanto, más abundante también en términos relativos, primará la tecnología más intensiva en capital. Así, por ejemplo, en la década de 1990 Estados Unidos o Francia tenían una relación K/L en torno a 36.000 $ mientras que en España era de 30.000 $, en Chile de 11.000 $ y en la India de 2.000 $. Esta diferencia llama la atención sobre una de las características de los procesos de de crecimiento económico: el aumento de la relación capital trabajo. En definitiva, al aumentar la cantidad de capital por trabajador aumenta la productividad de éste (compárese a un trabajador excavando con una pala –baja relación K/L-, y con una excavadora –alta relación K/L) y la producción. 2) La relación capital trabajo también es distinta según los distintos sectores de actividad, lo que llama la atención sobre la existencia de otro tipo de factores, los tecnológicos, que afectan a la relación K/L vigente en cada sector. Los sectores extractivos y manufactureros tienen una relación K/L mucho más alta que el sector de servicios, situándose la construcción en último lugar. Finalmente, hay que recalcar que en los datos anteriores, el capital agregado aparece medido de la única manera posible: en términos monetarios. Ello significa que esas “relaciones capital trabajo” recogen las relaciones entre el valor del capital y la cantidad de trabajo, pero no la relación técnica entre la cantidad de capital y la cantidad de trabajo (véase capital).
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relación de agencia en Economía se dice que existe una relación de agencia cuando un agente económico, al que se denomina principal, contrata a otro sea individuo o empresa, denominado agente, para que desarrolle determinada actividad en su nombre. El contrato entre un abogado y su cliente, la relación entre un médico y su paciente o el trato entre el propietario de un coche y un mecánico son ejemplos relaciones de agencia. El problema típico de las relaciones de agencia aparece porque ningún contrato entre principal y agente puede prever todas las contingencias a las que se va a enfrentar el agente en el desarrollo de sus funciones ni, caso de que fuese posible, el principal puede evaluarlas, con lo que siempre existe cierto grado de comportamiento discrecional por parte de éste. Dado, por otra parte, que el principal no puede controlar perfectamente la labor del agente para asegurarse que actúa en todo momento de acuerdo a sus intereses, es previsible que parte de la conducta del agente no vaya orientada a la satisfacción de los intereses del principal. Tal desviación se refuerza por el hecho de que el agente, debido a la naturaleza de su actividad, tiene más información sobre las tareas a realizar que el principal, información asimétrica que tendrá incentivos en utilizar para tratar de engañar al principal y convencerle de que su comportamiento no se desvía de aquel que maximizaría la utilidad de éste, algo que, por otra parte, no entraría en absoluto en contradicción con el predicado para un auténtico homo oeconomicus. Como es evidente, el problema de agencia desaparecería si los objetivos del principal y agente coincidieran exactamente. Es en estos términos como hay que interpretar la normas deontológicas o las peculiares normas morales que rigen determinadas profesiones donde los problemas que plantea la relación de agencia pueden ser muy importantes para los principales, como es el caso de las que buscan obligar a los abogados o a los médicos a comportarse en atención estricta a favor de sus clientes fuera de otras consideraciones o intereses particulares (el “juramento de Hipócrates” puede así entenderse, al menos en parte, como el intento de imponer un patrón de conducta que evite los costes para los pacientes que pueden seguirse de la relación de agencia). Pero ni siquiera en estos casos tan particulares se conseguirá una plena confluencia de intereses entre principal y agente. En el caso general, los intereses de unos y otros serán diferentes en mayor o menor grado. Así, por ejemplo, cuando los propietarios de una empresa contratan a una persona para que la dirija en su lugar, es muy posible que la función objetivo de ambos sea distinta. Para los dueños, el objetivo puede ser hacer máximo el beneficio, mientras que para el directivo el objetivo puede ser crecer, ya que es habitual que el salario de un directivo dependa más del tamaño de la empresa que de los beneficios que obtiene. Por otra parte, una empresa grande significa más poder de mercado y reconocimiento social y una cuenta de gastos mayor. Esa divergencia de objetivos, al traducirse en comportamientos distintos de la empresa de los que llevarían a la maximización de beneficios, da lugar a un coste que se conoce como pérdida residual, resultado de la divergencia entre lo que decide el agente y las decisiones que maximizarían la utilidad del principal. Pero no serían estos los únicos costes de eficiencia derivados de la relación de agencia. En efecto, ante esta situación, el principal puede hacer dos cosas. Puede dedicar recursos a aumentar el control sobre el comportamiento del agente, por ejemplo mediante el reforzamiento de los consejos de dirección en la toma de decisiones de la empresa. Esta opción derivaría en la aparición de unos costes de vigilancia o control que se añadirían a la pérdida residual. Alternativamente, el principal puede incorporar en la función de utilidad del agente algún argumento que le haga perseguir un objetivo congruente con los suyos (véase incentivos). La
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remuneración a los altos directivos con acciones de la compañía, u opciones de compra sobre acciones sería un ejemplo de esta política tendente a que la función de utilidad del directivo se identifique con la del propietario. Finalmente, el propio mercado bursátil proporciona una forma de control externo de última instancia que va asociada a la posibilidad de que si los accionistas no están de acuerdo con el funcionamiento de la dirección vendan sus acciones. En este caso, la caída de las cotizaciones podría poner en peligro la independencia de la empresa favoreciendo su absorción por parte de otra, algo que sin duda afectaría negativamente a la utilidad del agente.
Ahora bien,
el “juego” entre el principal y el agente no acaba aquí, pues los agentes
aprovechándose de la información asimétrica de la que disponen pueden dedicar recursos reales a trasmitir información falsa a los principales que les haga creer que actúan enteramente en su beneficio. El coste de estos recursos (coste de fidelidad) se sumaría los costes de vigilancia y a la pérdida residual conformando los costes totales de eficiencia de la relación de agencia. relación real de intercambio la relación real de intercambio, RRI, se define como el cociente entre el índice de precios de los productos que exporta un país y el índice de precios de los productos que importa. La RRI es, por lo tanto, una aplicación del concepto de precio relativo al caso concreto del comercio exterior de un país. Un aumento de la RRI significa que el precio de los bienes o servicios que exporta un país crece por encima del precio de los que importa, mientras que una relación real de intercambio decreciente significaría lo contrario, de forma el país en cuestión necesitaría exportar cantidades crecientes de bienes/servicios para generar las divisas necesaria para importar una cantidad constante de bienes/servicios. El concepto de RRI va ineludiblemente unido al nombre del economista argentino Raúl Prebisch (1901-1986) y a su modelo de desarrollo centro-periferia (véase teoría de la dependencia). En este modelo, los países menos desarrollados –periféricos- se especializan en la producción de bienes primarios poco elaborados, mientras que los países del centro concentran su producción en el sector manufacturero. Las características de la demandas de uno y otro tipo de bienes -los primeros con demandas muy poco sensibles al aumento de la renta, o baja elasticidad renta de demanda, y los segundos con una elasticidad renta mucho más alta- harían que, con el paso del tiempo y el crecimiento de la renta, el precio de los bienes exportados de los países de la periferia crezca menos que el precio de los bienes fabricados en el centro, produciéndose así una tendencia decreciente de la relación real de intercambio que actuaría como restricción al crecimiento económico de los países menos desarrollados. Aunque el cálculo de la RRI en economías que exportan e importan multitud de bienes es una tarea compleja que necesariamente arroja resultados imperfectos, la mayoría de las estimaciones disponibles confirman la existencia de una caída significativa en la RRI de los países menos desarrollados con respecto a los países desarrollados. A modo de ejemplo, entre 1980 y 1998 el índice de precios de productos básicos sin petróleo confeccionado por el Banco Mundial (que incluye 31 productos primarios) se redujo casi en un 50%, lo que en el hipotético caso de que los precios de los productos manufacturados hubieran permanecido constantes significaría una caída de la RRI de cerca del 50 %. rendimientos el concepto de rendimientos se aplica al efecto sobre la producción de una variación simultánea en todos los factores productivos. Es por ello un concepto que sólo tiene sentido a largo plazo o bien cuando el proceso de producción exige de la presencia de un factor fijo indivisible de tan gran tamaño relativamente a los
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demás factores, por lo que aumentar simultáneamente el uso de todos los factores significa utilizar más de todos los factores y usar en mayor grado la capacidad disponible del factor indivisible (piénsese en el caso del transporte ferroviario, donde la red de vías actúa como un factor indivisible que se usa en mayor o menor grado con el uso de los demás factores productivos: electricidad, trenes, vagones, etc.). Cuando el uso de todos los factores aumenta en la misma proporción se habla de rendimientos a escala. Los rendimientos a escala pueden ser crecientes, constantes o decrecientes según la producción varíe más, igual, o menos que proporcionalmente al crecimiento en el uso de los factores productivos. Los rendimientos crecientes van a estar asociados a incrementos en la división del trabajo y a la existencia de indivisibilidades técnicas propias de los procesos de producción que utilizan grandes cantidades de equipo capital. Por el contrario, los rendimientos decrecientes difícilmente se observarán si se permite que varíen todos los factores, pues si producir el doble exige usar más del doble de factores, las empresas simplemente podrían replicar la planta productiva y tener dos plantas idénticas en vez de una planta el doble de grande, evitando así la entrada en la zona de rendimientos decrecientes. Los rendimientos crecientes están asociados a las economías a escala internas. La competencia perfecta no es compatible con los rendimientos crecientes a escala pues en esta situación aquella empresa que tuviera una producción mayor, disfrutaría también de unos costes medios y marginales menores y acabaría expulsando a sus competidores del mercado, convirtiéndose en un monopolio. Por lo tanto, para que exista competencia perfecta es necesario que, a largo plazo, todas las empresas operen en el tramo de los rendimientos constantes a escala. En tal circunstancia se cumple que si se remunera a cada factor de acuerdo con el valor de su productividad marginal, todo el valor de la producción se reparte entre los factores que la han producido sin que quede ningún excedente (teorema del agotamiento del producto). Por el contrario, en el caso de un monopolio que opere en el tramo de rendimientos crecientes, el pago a cada factor con arreglo a su productividad marginal no agotará el valor de la producción, quedando un excedente o renta monopolística en manos del propietario de la empresa.
Renta Básica Universal
la Renta Básica Universal, RBU, se puede entender como una variante del
impuesto negativo sobre la renta, INR, consistente en una transferencia de renta incondicional, universal y periódica a todos los miembros adultos de una sociedad, de igual cantidad independientemente de la condición del sujeto beneficiario y su situación en el mercado de trabajo. Propugnada por el filósofo y científico social belga Philippe van Parijs entre otros, aunque con antecedentes que se remontan al socialista utópico Charles Fourier (1772-1837) y su propuesta de un “dividendo territorial” al que tendrían derecho todos los ciudadanos, según sus defensores, la RBU debería ser suficientemente importante como para cubrir las necesidades básicas de la persona. A diferencia del INR, en el caso de la RBU la transferencia se realizaría periódicamente, y no sólo una vez al año (en el momento de realizar la declaración de renta) y estaría dirigida al individuo y no a la unidad familiar. Con todo, la principal diferencia entre ambas propuestas estaría en la universalidad de la RBU frente a la selectividad del INR, que sólo beneficiaría a personas con una renta por debajo de cierto umbral. Una diferencia que, sin embargo, es más de principios que práctica, puesto que si bien la RBU es universal, también es cierto que aquellas personas con rentas superiores a cierto umbral, en un contexto de RBU universal, probablemente tendrían que hacer frente a unos impuestos más elevados, con lo que en términos
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netos y agregados acabarían en una posición similar a la asociada al INR. Por último, la universalidad de la RBU hace que este sistema esté mejor preparado que el INR para luchar contra la trampa de la pobreza, esto es contra el desincentivo que las personas de bajos ingresos pueden tener para trabajar en el caso de que, al así hacerlo, pierdan parte de las prestaciones sociales que recibían cuando no tenían trabajo. En la mayoría de países desarrollados existen programas de asistencia social dirigidos a las personas que, por distintas circunstancias, son incapaces de obtener una renta suficiente de su participación en el proceso productivo. Sin embargo la RBU se diferencia de estos programas en que mientras que este tipo de asistencia suele estar condicionada al cumplimiento de determinados requisitos de necesidad, estando asimismo en muchos casos limitada en el tiempo, la RBU no requeriría el cumplimiento de ningún requisito y duraría toda la vida de los ciudadanos. De acuerdo con sus defensores, la RBU serviría para combatir el efecto que la existencia de empleos con bajos salarios tiene sobre la pobreza, un fenómeno importante si tenemos en cuneta que más de un tercio de los hogares europeos con ingresos por debajo de la línea de pobreza corresponde a familias plenamente integradas en el mercado de trabajo pero con unos salarios insuficientes. La existencia de la RBU, al completar sus ingresos, facilitaría su salida de esa zona de riesgo de pobreza. Entre los posibles inconvenientes de esta medida, además de su coste presupuestario, estaría el que su existencia generaría un aumento en la capacidad de elección de los trabajadores a la hora de aceptar o no un trabajo, puesto que la necesidad de trabajar ya no sería tan imperiosa al cubrir la RBU las necesidades de subsistencia. Sin embargo, para sus defensores, este posible efecto negativo de la RBU sobre la oferta de trabajo sería otra de sus ventajas, ya que los ciudadanos trabajarían sólo en aquellas actividades que consideraran personal, social o económicamente satisfactorias. Por último, desde una aproximación moral se objeta que la RBI entra en conflicto con el principio básico de reciprocidad, según el cual las personas que se reciben algo de la sociedad deberían también contribuir con algo a ésta. Renta Disponible el conjunto de las rentas generadas en un país durante un período de tiempo, normalmente un año, o renta nacional, se puede depurar para acercarnos al volumen de ingresos realmente disponible de los ciudadanos, ya sea para su ahorro o su consumo. Para ello, del valor de la renta nacional hay que descontar aquella parte de las rentas generadas en el proceso productivo (salarios y beneficios) que por distintas razones no llegan a los bolsillos de los ciudadanos, y sumar el resto de los ingresos de los ciudadanos que no provengan directamente de su contribución a la producción (como propietarios del capital o trabajadores). En concreto la renta disponible es el resultado de descontar de la renta nacional los impuestos directos (renta y sociedades principalmente), las cotizaciones sociales y los beneficios retenidos por las empresas (esto es todos los beneficios que no se distribuyen en forma de dividendos) y sumar las transferencias recibidas por los ciudadanos, fundamentalmente pensiones y prestaciones por desempleo. renta económica el término renta tiene dos significados distintos en Economía. En su acepción más común y sencilla, una renta es el pago o remuneración que recibe el propietario de un recurso productivo, ya sea tierra, capital, etc, por su uso en un proceso de producción. Alternativamente, se habla de modo más técnico de renta económica para indicar el sobrepago que recibe el propietario de un factor de producción por encima de lo que
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sería necesario para poder disponer del mismo en un proceso productivo o de consumo. Así, por ejemplo, si una empresa está dispuesta a vender una determinada cantidad de un bien por 100 € y la vende por 150 €, esos 50 € adicionales se consideran una renta económica. En otras palabras, existe una renta económica cuando se paga por un recurso un precio superior a su coste de oportunidad o ingreso de transferencia, es decir aquella cantidad mínima necesaria para que su propietario permita que se utilice en una determinada actividad productiva (o de consumo). Si la remuneración de un factor en un proceso productivo se compusiese enteramente de renta económica, ello equivaldría a decir que su propietario no tendría ninguna otra alternativa donde dedicar su recurso. No habría en consecuencia ningún coste de oportunidad por utilizar ese factor, por lo que las variaciones en el precio que se pagase por él no afectarían a la cantidad que se oferta del mismo. Dicho con otras palabras, la curva de oferta de este factor para esa actividad productiva sería totalmente rígida. Obsérvese que el pago de una renta económica por el uso de un factor, como no es un pago que se hace para compensar ningún coste de oportunidad, no forma consecuentemente parte de los costes del proceso de producción que utiliza ese factor de producción. Es un gasto pero no un coste. Ello significa que la renta económica no forma parte de los costes marginales de producción. Dicho con otras palabras, por el uso del factor de producción con oferta inelástica la empresa paga una remuneración a partir de los ingresos residuales que quedan una vez pagados los costes de oportunidad de los demás factores de producción. La renta económica de un factor, al no formar parte de los costes de producción, no determina los precios de venta del producto, sino que dados los precios, y una vez pagados los costes de producción, si queda algún remanente va a la remuneración del factor. Pongamos un par de ejemplos. Es frecuente oír que los precios de las viviendas en el centro de las ciudades son caros porque lo es el precio del suelo. Pues bien, es justo al revés. Al ser altos los precios de las viviendas por la fuerte demanda, ello hace que los precios de los solares sean elevados, pues el pago de sus propietarios es enteramente renta económica pues no pueden desplazarse a otro sitio: su curva de oferta es totalmente rígida. Otro ejemplo: el precio de las entradas de los partidos de fútbol se dice que es caro porque los sueldos que ganan las superestrellas es muy elevado. También aquí el argumento es incorrecto. Dadas su elevadísima especialización, los zidanes, ronaldiños y demás tienen pocos usos alternativos a sus habilidades dando patadas a un balón que no sea jugando al fútbol. En consecuencia buena parte de sus ingresos es renta económica. Si ganan sueldos galácticos es porque hay gran demanda de fútbol. Si todos los equipos de fútbol del mundo decidiesen rebajar los sueldos a sus estrellas, nada pasaría, las estrellas del fútbol seguirían jugando igual de bien o de mal: no tienen alternativas. Cuando la ausencia de respuesta de la oferta a la variación el precio ocurre sólo a corto plazo, es decir, cuando la oferta del factor no es enteramente rígida a largo plazo, se habla entonces de que la remuneración que recibe a corto plazo es una quasi-renta. Obsérvese que el pago que recibe el propietario de un factor fijo de producción cuando no tiene uso o valor alternativo para nadie en ningún otro proceso productivo es una quasirenta. Si esta remuneración disminuyera, nada podría hacer su propietario para evitarlo pues no tendría alternativas. Obsérvese que conforme más especializado esté un factor de producción en un determinado proceso productivo, mayor será el porcentaje de su remuneración que será una renta económica. A la inversa, si la curva de oferta de un factor de producción es perfectamente elástica, ello significa que la remuneración que se le da a este factor de producción en un determinado proceso productivo sólo cubre el coste de oportunidad del propietario del factor, lo que se comprueba si se piensa lo que pasaría si se le bajase la
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remuneración, simplemente la cantidad ofertada del factor pasaría a ser nula, el factor se iría a un proceso de producción alternativo. Uno de los primeros ejemplos de la utilización del concepto de renta económica lo encontramos en la obra de David Ricardo, Principios de Economía Política publicado en 1817. Ricardo se dio cuenta de que el precio de los cereales venía determinado por la productividad de la tierra menos fértil, por lo que, dado que era el mismo independientemente de la tierra en que se hubiese producido (un kilo de trigo tenía el mismo precio fuera cual fuese la parcela de tierra de donde proviniese), los propietarios de las tierras más fértiles recibían una renta de la tierra equivalente a la diferencia entre lo que cuesta producir en las tierras marginales –menos fértiles- y lo que cuesta producir en las tierras más productivas, que es obviamente menos. Esta renta extra que obtenían obedecía a la imposibilidad de incrementar, por razones naturales, la oferta de tierras de buena calidad. Este ejemplo es interesante porque muestra claramente lo ya dicho, que la renta económica que percibe un factor no es parte de los costes. Los precios no son altos porque haya que pagar una renta económica, sino todo lo contrario: al ser los precios del cereal altos, los propietarios de tierras que tengan unos costes menores de producción podrán pedir –y obtener- un precio más elevado –renta económica- por la utilización de sus tierras. La renta de la tierra constituye un ejemplo de las llamadas rentas de situación, pagos extra que reciben los propietarios de los recursos por algún atributo o circunstancia especial favorable del factor que poseen (la calidad del factor, su posición geográfica, su accesibilidad, etc.) Una barrera de entrada que permita a una empresa fijar un precio por encima del coste marginal, se puede interpretar en términos similares como una “situación” que permite al propietario de un bien o recurso cobrar un precio por encima de su coste de oportunidad, esto es, hace posible que obtenga una renta de situación a la que llamamos renta monopolística. El análisis económico tradicional ha tratado la existencia de este tipo de renta económica como una mera cuestión redistributiva. El precio mayor al competitivo asociado a la posición monopolística que disfrutaría una empresa le permite transferir a su favor parte del excedente del consumidor que los consumidores habrían disfrutado si la estructura de mercado hubiera sido de competencia perfecta. Esa transferencia no supondría ningún coste de eficiencia: el dinero pasaría de las manos de los consumidores a las del monopolista. En el gráfico adjunto se puede observar la representación de esa transferencia de recursos en el caso más simple en que los costes medios y marginales son iguales. Como se puede apreciar comparando la situación de competencia (Xc, Pc) y la de monopolio (Xm, Pm), debido a la monopolización los consumidores acceden a una menor cantidad de bienes y pagan un precio mayor, perdiendo así parte de su excedente del consumidor. La pérdida del excedente del consumidor, sin embargo, tiene dos áreas diferenciadas. El rectángulo punteado, que sería el que correspondería a la renta monopolística, muestra la transferencia de renta de los consumidores a la empresa que, como se ha dicho, no se considera –en principio- como pérdida de bienestar agregado (pues, simplemente, muestra un cambio en la distribución de la renta que, en ausencia de una valoración diferencial por parte de la sociedad de los consumidores frente al propietario de la empresa, ni aumentaría ni disminuiría el bienestar social). Otra cosa muy diferente sería el triángulo gris que reflejaría la genuina pérdida de bienestar asociada a los niveles de producción más pequeños por parte del monopolio.
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Renta económica en caso de monopolio (renta monopolista) P Demanda Pérdida de Bienestar
Pm
Renta Renta económica económica
Coste Medio
Pc
Xm
Xc
X
Esta forma de entender el problema de la renta monopolística como una cuestión de índole meramente distributivo cambió con los trabajos de Gordon Tullock (1967) y Anne Krueger (1974), que plantean que las empresas tienen incentivos para dedicar recursos con la finalidad de alcanzar una situación que les permita disfrutar de rentas monopolistas. En este caso se produciría una pérdida de bienestar superior al triángulo arriba señalado, ya que tales gastos serían improductivos desde un punto de vista social al no estar dirigidos a aumentar la producción de bienes o servicios, sino que serían gastos efectuados sólo con la intención de ocupar la posición que permite obtener rentas económicas. La existencia de actividades de búsqueda de rentas se plasma, por ejemplo, en los ingentes recursos dedicados a la creación de lobby y a la financiación de sus actividades, o los gastos de las empresas dedicados a la creación de barreras de entrada con la intención de dificultar la entrada de posibles competidores en su mercado. Estas actividades reciben también la denominación de actividades directamente improductivas de búsqueda de rentas, DUPS en su acrónimo inglés. El coste de estas actividades se ve amplificado cuanto mayor es el número de empresas que pugnan por alcanzar la posición que les permita obtener rentas económicas en un determinado mercado, con lo que el derroche de recursos se multiplica por el número de contendientes. En el extremo, cabe pensar que la renta económica alcanzada por la empresa vencedora se igualará con el gasto total efectuado por ésta en la actividad de búsqueda de rentas, con lo que el efecto neto sobre los ingresos de la empresa sería nulo. Renta Nacional la actividad económica de un país se puede medir tanto desde la vertiente de la producción, como desde la vertiente de las rentas generadas en el proceso productivo. Cuando se utiliza esta última aproximación se habla de renta nacional, y coincide con la suma de los ingresos por trabajo (salarios) y las rentas obtenidas por la propiedad de activos usados en los procesos de producción (beneficios, alquileres, renta de la tierra e intereses). La identidad entre el valor de los bienes producidos (valor añadido) y las rentas generadas en el proceso de producción hace que la renta nacional y el PIB coincidan en magnitud. Al igual
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que ocurre con el PIB, la renta se puede calcular en términos interiores o nacionales, según se tengan en cuenta las rentas generadas dentro del territorio del país - interior- o por los residentes en el país –nacional, y en términos brutos o netos. La renta se considera bruta cuando los beneficios incluyen la parte dedicada por las empresas a cubrir la depreciación del capital, mientras que será neta cuando los beneficios se contabilizan netos, esto es, después, de la amortización. revaluación por revaluación o apreciación del tipo de cambio se denomina el aumento de valor de la moneda nacional con respecto a una moneda extranjera, de forma que tras la reevaluación se puede obtener una unidad de esa moneda extranjera con una cantidad menor de moneda nacional. La revaluación afecta negativamente a la demanda efectiva de la economía, ya que tras una revaluación los productos nacionales en moneda extranjera son más caros, con la consiguiente repercusión negativa sobre las exportaciones. Al mismo tiempo los productos extranjeros en moneda nacional pasan a ser más baratos, con lo que aumentan las importaciones. La revaluación, sin embargo, tiene efectos positivos en la lucha contra la inflación, ya que genera a una reducción automática de los precios de los productos importados, algunos de los cuales, como el petróleo, tienen gran incidencia sobre el comportamiento del IPC. revelación de demanda, mecanismos de uno de los problemas que plantea la consecución de la eficiencia en el caso de la provisión de bienes públicos es conocer cuál es la valoración social de los mismos. Dado que, por definición, no se puede excluir a nadie del disfrute de un bien público, nadie tiene incentivos a revelar sinceramente su valoración del mismo, tratando así de disfrutar del bien pagando menos de lo que le tocaría si el coste se repartiese proporcionalmente a las valoraciones manifestadas. El resultado es que todos los individuos tienen incentivos para minimizar su valoración, con lo que su agregado será inferior a su valor real y, correspondientemente, su nivel de provisión será, en general, distinto del óptimo, en la medida que la provisión la realice el Estado guiándose por los criterios de los políticos y los burócratas que sólo por azar coincidirán con la (oculta) valoración social real. El problema de motivar a los individuos para que revelen sinceramente sus preferencias es un problema extraordinariamente difícil. Existen, sin embargo, un conjunto de sistemas o esquemas que, al menos teóricamente
motivan a que los agentes revelen sinceramente sus
preferencias, aunque su implementación en la práctica resulta ser extremadamente compleja. El siguiente ejemplo, inspirado en Andrew Schotter, pese a su sencillez, da una pista del modo en que se puede proceder para conseguir que los agentes revelen sus preferencias reales por un bien público. Supongamos que en una comunidad de vecinos formada por cuatro familias (A, B, C, D) se plantea la decisión de instalar alumbrado adicional en su urbanización. Existen tres planes que, para simplificar, supondremos cuestan lo mismo. El plan I supone la instalación de I farola adicional, el II la de 2, y el III la de 3 farolas adicionales. Supongamos que las valoraciones reales de las cuatro familias son las que aparecen en el siguiente cuadro:
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Planes
Cuotas
Familias
I
II
III
A
6
5
4
0
B
3
7
4
1
C
2
8
3
3
D
4
2
9
0
Disposición total a pagar
15
22
20
A partir de esta información, dado que por hipótesis todos los planes cuestan lo mismo, está claro que el plan óptimo sería el II, ya que maximizaría la diferencia entre la valoración social y el coste de llevarlo a cabo. Ahora bien, para poder llegar a esta decisión sería necesario conocer la tabla de disponibilidades a pagar, y, ciertamente, ningún individuo tendría incentivos a declarar su valoración real si se tuviese que pagar en función de lo que declarase. Pero imaginemos el efecto de un sistema por el que la cuota que paga cada familia dependiese de su importancia relativa a la hora de tomar una decisión social en una u otra dirección. Supongamos, inicialmente, que las familias contestan verazmente, declarando la disponibilidad a pagar o valor que les dan a las distintas alternativas. Ahora de lo que se trata es de observar el grado en que la valoración de cada familia es decisiva a la hora de adoptar un determinado proyecto. Si la valoración de un vecino no influye en la decisión, no se le cargaría nada pues no alteraría la decisión de la comunidad. Si su valoración es decisiva, entonces se le carga con la diferencia entre la disposición a pagar por la mejor elección que tomaría la comunidad de tres personas formada sin él, con la que toma cuando el participa. Con arreglo a estos criterios, la familia A no es decisiva a la hora de decidirse por el plan II. Si la A no participara, la comunidad formada por B, C y D seguiría optando por el plan II (valorado entonces sólo en 17) que sigue siendo preferido frente al III (valorado ahora en 16) y el I (valorado en 9). La familia B, sin embargo, sí es decisiva pues si no participa, la comunidad formada por A, C y D, elegiría el proyecto III (valorado entonces en 16) y no por el II (al que se valoraría en 15). Puesto que la participación de B altera la decisión colectiva del proyecto III al II, a la familia B se le cargaría entonces una cuota igual a la diferencia entre el valor que la comunidad da al proyecto elegido sin su presencia (el III, por un valor de 16) y el valor del proyecto II (15). La cuota de la familia B es, por tanto, 1 (16-15). La familia C también es decisiva pues sin su participación, la comunidad formada por A, B y D elegiría III en vez de II. Correspondientemente, a la familia C se le carga una cuota por la diferencia entre el valor de la decisión cuando ella no cuenta, que es la III, que vale 17, y el valor de la decisión II para A, B y D, que es 14. Se la carga, pues, con 3. Finalmente, como la familia D no es decisiva, no se le pone ninguna cuota. Ahora bien, ¿tendrían los agentes bajo este tipo de esquemas incentivos a revelar sinceramente su valoración de las distintas opciones? Pues bien, es posible demostrar que si son egoístas y racionales, es decir si se comportan como homo oeconomicus sí que revelarían correctamente sus preferencias. Para darse cuenta de ello, considérese a la familia C. El plan que más le gusta es el II, luego el III y finalmente el I. Si los demás vecinos señalizasen unas preferencias (falsas) de modo que la decisión colectiva fuese la opción II cuando no se cuenta con la valoración de C, en tal caso a C le interesaría ser sincero, pues así saldría el proyecto II (su
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preferido) y no tendría que pagar nada. Si mintiese, lo que no tendría sentido, pudiera ser que se eligiese la opción I o la II, y encima le tocase pagar. Pero ¿qué pasa si los otros vecinos manifiestan unas preferencias (que pueden ser o no falsas) que llevarían, cuando no se toma en cuenta la valoración de C, a elegir la opción III? Pues bien, en tal caso, también a C le interesa ser sincero. Veamos, si los datos que C proporciona son tales que no alteran la decisión, se elige III y el beneficio neto para C es 3 (el valor que C le da al proyecto III menos lo que tendría que pagar por cuota que, en este caso, sería cero, pues su valoración no es decisiva). Supongamos que ahora C se plantea alterar su información de modo que ello cambiase la decisión social de III a II (recuérdese que le valor que para C tiene el proyecto II es 8). Pues bien, si con su información se cambia la decisión social, la cuota que tendría que pagar por el cambio que ha provocado podría ser o bien mayor que 5 o bien menor que 5, dependiendo de las valoraciones que hubiesen comunicado el resto de participantes. Si la cuota fuese mayor que 5, entonces lo que le interesa a C es revelar sus preferencias reales, y dejar que III siguiese siendo la decisión social, pues el valor neto que para él supone el pasar de III a II es sólo 5 (8 que es en lo que valora II menos 3 que es lo que obtiene si la decisión social sigue en III) con lo que si paga más de 5 sale perdiendo. En el otro caso, si la cuota que ha de pagar para cambiar con su participación la decisión es menos de 5, también entonces le resulta conveniente revelar sinceramente su valoración, porque entonces II será elegido y su cuota será menor de 5 con lo que su ganancia neta por el cambio será mayor que 3, más que lo que obtiene si miente y la decisión social se queda en III. A C siempre le interesa, pues, ser sincero; y lo mismo les sucede a los demás. En consecuencia, pues, con un sistema de cuotas como el anterior los agentes revelarían de modo sincero sus valoraciones por un bien público. riesgo existe riesgo, a diferencia de incertidumbre, cuando no se tiene certeza sobre lo que va a ocurrir en el futuro afectando a la riqueza de los agentes, pero al menos se conoce cuáles son los distintos posibles acontecimientos y se cuenta con una distribución de probabilidades (aunque sea subjetiva) sobre su ocurrencia. En situación de riesgo, la Economía prescribe que cada agente económico se comporta maximizando su función de utilidad esperada, definida como la media ponderada de la utilidad que se obtendría en cada una de las posibles situaciones inciertas, donde las ponderaciones serían las probabilidades asociadas a cada uno de los posibles sucesos. Imaginemos que un individuo se plantea incorporarse como mercenario a la Legión Extranjera durante un mes y ha de elegir en qué país lo hace. En uno de ellos, de carácter pacífico, la posibilidad de guerra es nula, de modo que la utilidad de ser allí soldado viene dada por la utilidad que le reporte su sueldo que suponemos es de 500 € por mes. La alternativa es irse a un país en guerra. Allí su sueldo es de 10.000€, pero se enfrenta a una probabilidad del 20% de ser herido en cuyo caso sólo gana 1000€. Si su función de utilidad, U, es igual a U= U(w), donde w es el salario más las dietas, su función de utilidad esperada sería, en este caso: Ue(w) = (10000 x 0,8 + 1000 x 0,2). Si este valor fuese superior a su nivel de utilidad en el país pacifico, U(500), iría a la guerra. Diferentes individuos tendrán distintas actitudes ante el riesgo. Hay individuos con aversión al riesgo, otros que son indiferentes o neutrales ante el riesgo y otros, finalmente, que lo buscan, que son amantes del riesgo, como probablemente lo será el mercenario del ejemplo. Ahora bien, el que un individuo tenga aversión al riesgo ello no quiere decir que nunca se arriesgará. Lo hará si la utilidad esperada de participar en una actividad o juego arriesgado es mayor que la de no hacerlo. De igual
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manera, los individuos con amor al riesgo no siempre participarán en actividades de riesgo cuando las probabilidades son tales que la utilidad esperada no supera la utilidad de no participar. Para un individuo con aversión al riesgo, el soportarlo tiene un coste que depende positivamente del grado de su aversión al riesgo y de la importancia del riesgo que corre y se mide por el rango de la posible variabilidad de los resultados (o varianza de los posibles resultados) de modo que cuánto más se pueda perder o ganar más riesgo se corre. Dado ese coste del riesgo, cada individuo tratará de reducirlo mediante alguna de las siguientes estrategias. Por un lado, se puede reducir el riesgo de la toma de decisiones aumentando su conocimiento de las distintas alternativas y sus probabilidades de ocurrencia (véase valor de la información completa,). Por otro, y de modo más fundamental, se puede compartir el riesgo con otros agentes a cambio de pagarles por así hacerlo. Existen, a este respecto, dos grandes modelos o formas de compartir el riesgo que han dado lugar a distintas formas institucionales de gestión de riesgos. El primero es lo que se conoce como aunamiento de riesgos, ello se produce cuando son varios o muchos los individuos que se enfrentan al mismo tipo de riesgo siendo los riesgos que corren los distintos individuos sustancialmente independientes. La solución institucional típica en este caso pasa por la creación de compañías que venden seguros. El segundo modelo es el de diversificación de riesgos. Al igual que puede hablarse de los seguros como la forma institucional típica del aunamiento de riesgos, la sociedad anónima sería la creación institucional característica de la diversificación de riesgos. En ella, un proyecto de inversión arriesgado se comparte entre muchos socios por lo que el riesgo se difumina conforme mayor sea el número de socios. Modernamente, este esquema ha experimentado un enorme desarrollo con las llamadas sociedades o empresas de capital-riesgo, donde grandes sociedades con enormes fondos de inversión participan en la financiación de muchos proyectos que, caso de que el riesgo de cada uno de ellos tuviese que ser soportado solamente por su impulsor, posiblemente no se llevarían a cabo. Desde el punto de vista de los que aceptan compartir un riesgo, la diversificación implica que los agentes que lo hacen buscarán invertir sus recursos en varios proyectos de inversión en vez de en uno solo (la conocida estrategia de “no poner todos los huevos en la misma cesta”). Caso de que los rendimientos de, por ejemplo, dos proyectos alternativos estén negativamente correlacionados de modo perfecto, de forma que cuando uno de ellos vaya mal el otro vaya bien, entonces el riesgo puede ser enteramente eliminado participando en ambos simultáneamente. Si la correlación fuese perfectamente positiva, entonces la diversificación no atenuaría perfectamente el riesgo. En los casos intermedios (proyectos independientes o débilmente correlacionados positiva o negativamente) la diversificación produce una atenuación del riesgo. La diversificación en la bolsa es especialmente útil para quienes quieran reducir el riesgo de su cartera de riqueza. En cualquier día el precio de una acción puede subir o bajar mucho, pero en ese mismo día habrá acciones que suban y otras que bajen. Si un individuo invierte un dinero en una determinada acción asume más riesgos que si se lo coloca en varias acciones. El riesgo puede atenuarse si invierte en un fondo de inversión que son organizaciones que recogen fondos de varios inversores para comprar acciones de gran número de empresas. Aunque la diversificación en bolsa puede atenuar el riesgo, no lo elimina completamente. Ello se debe a que, si bien en cualquier momento hay acciones que suben y otras bajan, las acciones de todas las empresas están en alguna medida correlacionadas positivamente y a veces todas (o una gran parte) varían sus cotizaciones en el mismo sentido respondiendo a cambios en la situación económica (véase burbuja
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especulativa, fragilidad financiera). Ello quiere decir que no todo el riesgo puede atenuarse en la medida que hay riesgos sistemáticos o no diversificables (véase actualización). Son los riesgos que afectan a mucha gente a la vez, por ejemplo, una guerra, una catástrofe natural, un ataque terrorista como el de las Torres Gemelas de Nueva York). Los riesgos de tipo no sistemático o diversificable son por el contrario aquellos que los agentes pueden atenuar mediante la diversificación. Son riesgos que pueden ser asegurados por las compañías de seguros. El desarrollo de los sistemas financieros ha propiciado, sin embargo, la aparición de nuevas formas de gestión de riesgos que se aventuran a cubrir cada vez más riesgos generales. Merece citarse aquí las ideas de un economista, Robert Shiller, que ha propuesto el desarrollo de macromercados para cubrir las contingencias que pueden afectar de modo más relevante a los niveles de vida de los individuos y que hoy por hoy todavía no son asegurables. Ejemplos de estas contingencias lo serían las depresiones económicas que afectan a las circunstancias económicas de buena parte de los habitantes de un país o de una región, las fluctuaciones de los mercados de propiedad inmobiliaria que ponen en riesgo el valor de la vivienda, uno de los elementos básicos de la riqueza individual, o las pérdidas de valor del capital humano en que los agentes invirtieron en su proceso de formación, etc. Si estos macromercados se desarrollasen, un individuo podría por ejemplo suscribir una póliza de seguro que le garantizase el cobro de una compensación si la remuneración media de su profesión no cumpliese las expectativas que le hicieron decantarse por formarse en ella. riesgo moral las empresas de seguros de automóviles saben que los seguros a todo riesgo “incentivan” a los conductores, aunque no intencionadamente, a utilizar su coche de forma descuidada e incluso a actuar voluntariamente de modo “inmoral”, por ejemplo rayando a propósito la carrocería, no siendo infrecuente oír comentarios del estilo de: “así me cambian todo el lateral. Total, paga el seguro”. Asimismo, si se tiene un seguro médico, es más que probable que los individuos visiten al médico con una frecuencia mucho mayor que si tuvieran que pagar cada visita. De igual manera, se ha comprobado que la existencia de instituciones del tipo de los fondos de garantía de depósitos, que aseguran hasta cierto punto los depósitos que los agentes tienen en las instituciones financieras, está en el origen de buena parte de los comportamientos extremadamente arriesgados de los gerentes de esas instituciones en los mercados bursátiles y las quiebras consiguientes a las que se ha asistido con cierta regularidad en los últimos años de expansión de los mercados financieros. Todos estos ejemplos y otro muchos que se podrían traer a colación se corresponden con un fenómeno que se conoce como riesgo moral (traducción literal de la expresión inglesa “moral hazard”), presente siempre que la información respecto a las acciones o conductas de una de las partes que intervienen en una transacción de mercado es imperfecta y asimétrica de modo que a la otra parte le resulta muy costoso conocer las acciones ocultas que aquella pueda emprender. El problema económico que la presencia de riesgo moral plantea se debe no sólo a que modifica la conducta de los que participan en una transacción, sino que lo hace de modo ineficiente. Por ejemplo, en el caso de los seguros (ya sean de automóviles o de vivienda, de robo, médicos, etc.) las empresas aseguradoras corren con un riesgo moral cuando, por el mismo hecho de contratar el seguro, el asegurado, si su conducta no es observada, puede influir en la probabilidad de recibir una indemnización o en su cuantía. Si la compañía aseguradora pudiese controlar sin costes el comportamiento de sus asegurados, podría cobrarles unas primas
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más altas a quienes utilizasen más el seguro como consecuencia de su conducta más descuidada. Si no puede hacerlo la compañía de seguros se encontrará ineludiblemente con problemas financieros causados por sus responsabilidades frente a los siniestros provocados por unas conductas descuidadas de sus asegurados sobre las que no tiene control. En ausencia de otras formas de actuación, la única forma de afrontar el problema de riesgo moral por parte de las compañías aseguradoras sería subir las primas a todos los asegurados, lo cual, a su vez, induce a que estos disminuyan la cantidad de seguros que contratan, por lo que los agentes con aversión al riesgo no cubrirían enteramente sus necesidades de seguridad en el mercado. El riesgo moral es, por tanto, otro tipo de fallo del mercado asociado a la información asimétrica (véase también selección adversa). El problema con el riesgo moral es, pues, un problema de eficiencia asociado a que la información asimétrica conduce a que la parte desinformada en una transacción, ante el temor de las consecuencias negativas que para ella puedan tener las acciones desconocidas que pueda emprender la otra, disminuya el número de transacciones de mercado por debajo de lo que le hubiera gustado hacer o las evite. Frente a los problemas de riesgo moral caben varios remedios, que no soluciones, pues todos ellos son costosos. Por un lado, la parte desinformada de la transacción puede dedicar recursos a la vigilancia y control del comportamiento descuidado o discrecional de la otra. Otra alternativa, frecuente en los mercados de seguros, es lo que se conoce como coseguro que consiste en que el asegurado sólo puede asegurar una parte de la posible pérdida de valor de los activos que asegura por lo que, dado que ha de correr con parte de los costes (franquicia) en caso de siniestro, tendrá incentivos a minimizarlos comportándose precavidamente. Otra forma de enfrentar el riesgo moral es mediante la especificación detallada del comportamiento precautorio que un agente ha de satisfacer como condición para suscribir una póliza de seguros. riqueza a nivel individual, la riqueza está formada por todos los activos propiedad de un individuo de los que puede obtener un flujo de ingresos o rentas en el futuro, ya sean monetarias o en especie, implícitas (imputadas) y explícitas. Entre ese conjunto de activos se pueden citar, por un lado, sus bienes o riqueza física: su capital físico y humano, sus propiedades en recursos naturales, edificios y otros bienes duraderos, sus activos intangibles (marcas, imagen, etc.), y por otro, sus activos o riqueza financiera, compuesta por la cantidad de dinero que tienen, sus depósitos a la vista o a plazo así como los títulos que reflejan las deudas u obligaciones que otros agentes nacionales o extranjeros (ya sean individuos, empresas o el Estado) tienen contraídas con él. Obsérvese que en la riqueza financiera de un individuo no aparecen las acciones u otros títulos que representan sus propiedades de capital físico en empresas pues, de incluirlas en la riqueza financiera, la cifra alcanzada de riqueza total sería errónea por haber contabilizado dos veces la riqueza física, una vez en forma de cosas u objetos y otra como los títulos que certifican que es su propietario. Dado que un individuo puede tener deudas contraídas con otros, su riqueza neta será la diferencia (que puede ser positiva o negativa) entre el valor de sus activos y sus pasivos u obligaciones para con otros. El valor nominal de la riqueza de un individuo en un momento dado se puede calcular de dos maneras: o bien agregando los valores monetarios de los activos que la componen (es decir, sumando el precio de mercado de cada activo por la cantidad que del mismo tiene), o bien obteniéndolo como resultado de la actualización del flujo de ingresos y rentas que de la riqueza puede extraerse, pues el valor de cada activo en manos de un individuo ha de ser, en
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equilibrio, el valor actual de la corriente de rentas futuras que de él puede obtenerse. La riqueza en términos reales de un individuo puede crecer de dos maneras: o bien por el aumento en la cantidad de los activos que la componen través de la acumulación de activos conseguida mediante el ahorro individual, o bien por el aumento en su valor real. A su vez, éste puede aumentar ya sea por un aumento en el precio de mercado de sus componentes superior al aumento en los precios del resto de los bienes o bien por la caída en el tipo de interés utilizado para actualizar los ingresos futuros. Finalmente la composición que adopta la riqueza de un individuo, es decir, la composición de su cartera, será fruto de los precios actuales y esperados de los distintos activos así como de sus preferencias en relación a la liquidez y al riesgo según se plasmen en su función de utilidad esperada que recoge sus preferencias. Por lo que respecta a los efectos de los precios cabe pensar que un incremento en los precios esperados en el futuro (o una aceleración esperada de la tasa de inflación) supondrá una recomposición de la cartera hacia activos reales cuyo valor nominal varíe con la inflación (una disminución, pues, de las tenencias de dinero y bonos cuyo valor se deprecia con la inflación). Las variaciones en el tipo de interés afectarán de modo inverso al precio de los bonos y muy probablemente también a la cotización de las acciones, lo que también llevará a una recomposición de las carteras. Por el lado de las preferencias, conforme mayor sea su preferencia por la liquidez en mayor medida un individuo preferirá tener colocada su riqueza en dinero y otros activos muy líquidos, es decir, fácil y rápidamente convertibles en dinero. En directa relación con la preferencia por la liquidez aparece también la actitud que el individuo tenga ante el riesgo como factor determinante de la composición de la cartera pues el valor de los activos o, lo que es lo mismo, el valor de la corriente actualizada de las rentas que se pueden conseguir de ellos es incierto, pues esas rentas se producirán en el futuro, al igual que es inseguro que el tipo de interés futuro que se utiliza en el proceso de actualización sea el que realmente se dará. El enfoque del análisis media-varianza recoge una forma especial de toma de decisiones respecto a la composición de la cartera cuando el individuo resume en dos los aspectos que le interesan en los activos: su rendimiento esperado o medio y la varianza de los rendimientos como medida del riesgo. La riqueza normalmente muestra una distribución más desigual que la renta. Tomando el caso de Estados Unidos como ejemplo, de acuerdo con las estimaciones de Edgard Wolf, en 2001 el 5 % de la población más rica poseía el 59 % de la riqueza neta (frente al 3,9% del 40% de la población menos rica), mientras que en términos de renta la diferencia era menor (35,2% frente a 10,1%). Esta diferencia se hace especialmente patente cuando se analiza su composición, ya que para la mayor parte de la población la vivienda propia es, con diferencia, su principal forma de tenencia de riqueza, mientras que para los segmentos más ricos de la población ésta supone tan sólo una parte marginal la misma. Así, en Estados Unidos, el país que refleja como ningún otro la idea del capitalismo popular, según la cual en las modernas sociedades de mercado todos son capitalistas pues todos son, ya sea directa o indirectamente (a través de fondos de inversión, fondos de pensiones, etc.) propietarios de acciones, el 52 % de los hogares eran propietarios de acciones, aunque el 10 % de éstos eran propietarios del 77 % de el valor total de esas acciones, lo que da una idea de la concentración de este tipo de riqueza. Si del enfoque individual se pasa al enfoque agregado se tiene que la riqueza de un país se puede concebir de dos maneras. Según el primero, la riqueza agregada surge de la agregación simple de los niveles de
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riqueza individuales. A la riqueza así hallada se la conoce como riqueza interna. Ahora bien, al así proceder se está sumando como componente de la riqueza agregada la riqueza financiera constituida por los títulos de deuda privada y pública en manos de los acreedores sin contar con las deudas de los deudores. Frente a este modo de proceder se
habla de
riqueza externa
constituida por el agregado de las cifras de riqueza
individuales cuando se supone que, en lo que respecta a sus efectos macroeconómicos sobre la demanda agregada, se cancelan las variaciones del valor de los activos financieros de unos individuos (los acreedores) en forma de derechos contra los pasivos de otros (los deudores) en forma de obligaciones o deuda frente a los primeros. Tal modo de proceder tiene todo su sentido cuando, por ejemplo, el efecto expansivo sobre la demanda efectiva consecuencia del aumento en el valor real de los títulos de deuda que tienen en su manos los acreedores (por una caída en el nivel de precios) se ve exactamente compensado por el efecto contractivo que tiene para los deudores el aumento en el valor real de sus pasivos o deudas (véase efecto riqueza). Cuando el efecto sobre la demanda efectiva de las variaciones en el valor real de la riqueza financiera es asimétrico para los acreedores y deudores, se habla de efecto Fisher (véase deflación de deuda) y entonces sí que cuentan las variaciones de la riqueza interna. En la riqueza financiera externa de una sociedad
por tanto sólo aparecerían
los títulos que
representan derechos a los que no responde ningún individuo (sea persona o empresa) concreto de una sociedad: el dinero, los bonos u obligaciones del Estado y los títulos de deuda privados o públicos de extranjeros que tienen los individuos del país. La lógica de esta inclusión es la siguiente: en tanto que un aumento en el volumen de sus deudas o en su valor real obliga a un individuo cualquiera a un cambio en su comportamiento (disminución de sus gastos en consumo y/o aumento de su esfuerzo productivo para ingresar más dinero para hacer frente a sus responsabilidades) so pena de incurrir en un castigo caso de no poder responder a sus obligaciones, ¿por qué va a ocurrir lo mismo cuando el deudor es el Estado? ¿Por qué el Estado va a verse obligado a hacer un comportamiento compensatorio en el mismo sentido cuando aumenta sus emisiones de deuda para financiar el déficit público? ¿Quién le puede obligar cuando es él el encargado de hacer y ejecutar las leyes? Y lo mismo puede decirse con las deudas que emiten otros Estados extranjeros o sus ciudadanos que quedan relativamente fuera de la autoridad legal nacional. Un incremento en las reservas de divisas o en el volumen de bonos de agentes económicos extranjeros consecuencia de superávit en la balanza por cuenta corriente en un país supone un incremento de los activos financieros en manos de los residentes de ese país, con los correspondientes efectos en el gasto que difícilmente se verán compensados plenamente por un comportamiento de signo opuesto por parte de los extranjeros que los hayan emitido. Siguiendo con este planteamiento también se puede hablar de dinero externo e interno. No todo el dinero es dinero externo pues una gran parte de los activos del sistema bancario se corresponde a préstamos o créditos al sector privado (véase oferta monetaria, multiplicador bancario), de modo que la parte de los depósitos bancarios que corresponde a dichos préstamos es claramente dinero interno. La mayor parte del resto de activos del sistema bancario se compone de bonos u obligaciones del Estado y depósitos de dinero en el Banco Central. Estos depósitos bancarios en el Banco Central son obviamente dinero externo como lo es el dinero en manos del público. La fuente de riqueza financiera externa en una economía cerrada es, por tanto y con arreglo a lo anterior, el déficit o saldo presupuestario público negativo, en la medida en que se financie con emisión de
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bonos o emisión de dinero. Para una economía abierta, al déficit público hay que sumar el superávit por cuenta corriente. Finalmente, ha de señalarse que Robert Barro ha cuestionado que los bonos emitidos por el Estado fueran riqueza neta (o riqueza externa) si los agentes económicos se comportan de modo congruente a la llamada equivalencia ricardiana (a partir de una sugerencia de David Ricardo), lo cual sucederá si, ante un incremento en el déficit público, anticipan que el Estado acabará en el futuro subiendo los impuestos para hacer frente al pago de la deuda pública emitida, y ya desde el presente empiezan a aumentar sus ahorros para hacer frente a ese pago impositivo más alto al que habrán de responder en el futuro. Obsérvese que, en este caso, cuando los contribuyentes tienen expectativas racionales, interpretan la deuda pública no como deuda de un agente externo a ellos como el Estado sino como suma de deudas privadas de todos y cada uno de los ciudadanos (“Hacienda somos todos”), de modo que los incrementos en el tamaño de la deuda pública se interpretan como incrementos deuda privada y provocan los mismos comportamientos compensatorios que se producen cuando crece ésta. En la realidad, sin embargo, no se ha comprobado este comportamiento anticipatorio por parte de los contribuyentes en la medida necesaria para dudar de que la deuda pública sea riqueza externa.
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S salario el salario es la remuneración que recibe el propietario del factor trabajo por su participación en el proceso productivo. El salario es una institución propia de la economía de mercado, y ausente en gran medida en otro tipo de sociedades, como la esclavista, donde el trabajo no recibía remuneración, o la feudal, en la que el siervo, vinculado a la tierra y sin libertad para vender su trabajo, recibía una parte del fruto del mismo en forma de participación en la producción. Los salarios se pueden definir en términos nominales, tal y como aparece en las nóminas, o en términos reales, tomando en cuenta el nivel de precios y reflejando así su capacidad adquisitiva. De igual forma, los salarios se pueden definir en términos brutos, incluyendo la parte del salario que se paga en concepto de impuesto sobre la renta y las cotizaciones sociales de los trabajadores que les permiten acceder en el futuro al cobro de pensiones (que sería por tanto un salario diferido) o a las prestaciones por desempleo, o, en términos netos, descontando estos dos componentes. La diferencia entre salarios brutos y netos puede ser importante especialmente en aquellos países con un fuerte desarrollo del los sistemas públicos de prestaciones sociales, que se financian en gran medida por esta vía. En el caso de España, en 2002, estos descuentos alcanzaban el 21,4 % del salario medio bruto mensual. En la determinación de los salarios intervienen varios factores. El primer factor, como en cualquier otro mercado, es la relación existente entre la oferta de trabajo –personas que quieren trabajar a diferentes salarios -, y la demanda de trabajo –empresas que quieren contratar a trabajadores a diferentes salarios. Cuando exista escasez relativa de trabajadores, las empresas competirán por esos trabajadores escasos y subirán los salarios que ofrecen, mientras que cuando la situación sea la contraria, las empresas probablemente podrán cubrir sus vacantes ofreciendo salarios más bajos. Sin embargo, como se puede observar cuando se examinan los movimientos salariales a la luz de las variaciones en la tasa de desempleo, el ajuste salarial real es mucho menor del que cabría esperar si el salario fuera la principal herramienta de ajuste del mercado de trabajo. Cuando existe una recesión, los salarios reales aumentan poco, o incluso pueden caer, pero rara vez lo hacen en términos nominales. Cuando se recupera la economía los salarios crecen más rápidamente. Pero sólo excepcionalmente los salarios se ajustan de forma global, intensa y rápida. Más parece por tanto que el ajuste en los mercados de trabajo sea un ajuste vía cantidades y no tanto o no en la misma medida vía precios (vía variaciones en los salarios), de forma que las recesiones suelen ir acompañadas de un aumento de los despidos y una reducción de las nuevas contrataciones, mientras que con la recuperación aumentan éstas y se reducen los despidos. El ajuste vía cantidades hace posible por tanto que los salarios permanezcan relativamente estables al margen de los ciclos.
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Un segundo factor tiene que ver con la productividad de los trabajadores. El trabajo no es una magnitud homogénea, hay trabajadores con muy distintas capacidades productivas que se traducen en aportaciones muy diferentes al output. Aquellos trabajadores con mayor productividad por regla general recibirán salarios más elevados, mientras que aquellos otros con habilidades muy corrientes o que desempeñen trabajos poco productivos, recibirán unos salarios inferiores. Para profundizar en esta dimensión del salario no basta con conocer el valor medio de éste en un determinado país o sector, sino que tendremos que conocer cual es su dispersión, o abanico salarial. La disparidad salarial en los países desarrollados es muy distinta entre países: alta en Estados Unidos, el Reino Unido y España, por ejemplo, y baja en Dinamarca, Francia o Alemania. Esta diferencia entre países de un mismo entorno económico obliga a dirigir la atención a un tercer factor importante en la fijación de los salarios: el contexto regulatorio. Desde los inicios de la economía capitalista el mercado de trabajo ha sido un lugar propenso al conflicto, en donde trabajadores y empresarios han luchado por una distribución de la renta o el producto favorable a sus intereses. Un campo de batalla –y el término no siempre ha sido una licencia narrativa- en donde las empresas han tenido normalmente una posición dominante, en el sentido de que las posibilidades de supervivencia de las empresas a corto plazo sin la colaboración productiva de los trabajadores han sido casi siempre mayores que las de los trabajadores sin los ingresos que obtenían por vender su capacidad de trabajo. Esa situación de desigualdad se ha corregido, al menos parcialmente, con el paso del tiempo por tres vías distintas: la creación de sindicatos, el desarrollo de una legislación laboral protectora de los intereses de los trabajadores y la consolidación de mecanismos de protección social (prestaciones por desempleo, seguro de enfermedad, etc). que han permitido que los trabajadores fuesen menos dependientes de sus rentas de trabajo para sobrevivir a corto plazo en las economías de mercado donde sin ingresos monetarios provenientes del trabajo es difícil sobrevivir si no se tienen fuentes alternativas. Estos tres factores, como veremos, influyen también sobre los salarios. En primer lugar, la existencia de sindicatos mejora las posibilidades de negociación salarial de los trabajadores, reduciendo el desequilibrio de poder existente entre la empresa y el trabajador individual. En aquellos países, como Estados Unidos, en donde los sindicatos representan y negocian las condiciones de trabajo de sus afiliados y no de todos los trabajadores de la empresa se ha detectado la existencia de una prima salarial importante asociada al hecho de estar afiliado. De igual forma, aquellas empresas con fuerte presencia sindical tienen por lo general una productividad también más elevada, como si la presión sindical por mayores salarios actuara como incentivo para que la empresa aumentara su productividad, compensando así los mayores salarios pagados. En segundo lugar, la legislación laboral pone límites a la libertad de las parte a la hora de fijar las condiciones de trabajo, incluyendo el salario, en este caso mediante la fijación de salarios mínimos. Por último, la existencia de toda una serie de prestaciones sociales permite que la pérdida del trabajo no suponga una pérdida total de rentas, afectando al equilibrio de poder entre empresas y trabajadores al reducirse el coste de la pérdida de trabajo y aumentando el salario de reserva. Desde un punto de vista mas analítico, la microeconomía neoclásica hace una lectura menos institucional del proceso de determinación salarial y considera, en ausencia de regulación y en situación de competencia perfecta, que los salarios son resultado de la interacción de la oferta y la demanda en cada uno de los mercados de trabajo, por lo que los salarios dependerán de la estructura de estos mercados: ya sea competitiva en caso de ausencia de sindicatos y poder monopsonístico por parte de las empresas, o de
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competencia imperfecta en caso contrario. En situación de competencia perfecta el salario para cada trabajador resultaría de la igualación entre el valor que cada empresa da a la productividad marginal del trabajo y la desutilidad marginal del trabajo. Sin embargo existen numerosos factores que pueden hacer que los salarios individuales no se ajusten a las productividades individuales. Desde el lado de la demanda de trabajo, uno de ellos, quizás el más importante, está relacionado con la existencia de actividades de formación dentro de la empresa. Esa formación supone unos costes directos para la empresa derivados de la contratación del personal de formación y unos costes indirectos caso de realizarse la formación en la jornada laboral de sus trabajadores, que se medirían por el valor de la producción perdida en ese tiempo. La formación en la empresa se puede clasificar en dos grandes grupos. El primero, la llamada formación específica, es aquella que reciben los trabajadores y permite aumentar su productividad en tareas desarrolladas exclusivamente dentro de la empresa en la que trabajan. Dado que este capital humano sólo tiene utilidad dentro de la empresa (aprender el manejo de un herramienta específica del proceso productivo de la empresa, por ejemplo), el coste de la formación será compartido por el trabajador y la empresa. Por el contrario, la formación general, se define por aumentar la productividad de los trabajadores, no sólo para la empresa en la trabajan, sino también para otras posibles empresas para las que puedan trabajar en el futuro (aprender un idioma, por ejemplo). En este caso, la empresa no tendrá el menor incentivo en sufragar los costes de una formación que puede acabar beneficiando a otras empresas, por lo que sus costes recaerán enteramente sobre el trabajador en forma de un salario inferior a su productividad marginal. La existencia de primas de antigüedad también entraría en conflicto con el pago de salarios en función de la productividad marginal, a no ser que supongamos que ésta crece de forma continuada con la antigüedad de los trabajadores; algo que, dependiendo de las ocupaciones, parece ser cierto hasta los 45-50 años, pero no posteriormente. El uso generalizado de este tipo de mecanismo de remuneración (las primas de antigüedad) se ha intentado explicar como un sistema para resolver el problema que supone para la empresa el conseguir que los trabajadores se impliquen en el proceso productivo de forma adecuada, evitando situaciones de “escaqueo”. En efecto, una forma posible de conseguir el aumento de la lealtad de los trabajadores a la empresa y niveles razonables de esfuerzo, es mediante la creación de un sistema de pago salarial donde la permanencia en la empresa sea recompensada en forma de un pago en función de la antigüedad. Este sistema opera de la siguiente forma: inicialmente se pagarían a los trabajadores salarios inferiores al valor de su productividad marginal. Salarios que irían creciendo con el paso del tiempo hasta que, como resultado del plus de antigüedad, acabaran siendo superiores al valor de la productividad marginal. Teóricamente esto significa que la empresa redistribuiría en el tiempo la remuneración correspondiente a la aportación al proceso productivo que hacen los trabajadores, de modo que sólo los trabajadores que, por su comportamiento y lealtad, permanecen más tiempo en la empresa pueden compensar con salarios más altos que el valor de la productividad marginal los salarios más bajos que recibieron al principio de su carrera profesional en la empresa. En este caso, será del interés de los trabajadores no mostrarse especialmente descuidados en el ejercicio de su trabajo, ya que si a consecuencia de ello fueran despedidos perderían sus derechos de antigüedad. Esta explicación de los pagos por antigüedad permitiría explicar, adicionalmente, un fenómeno como es el de las jubilaciones obligatorias, ya que si el trabajador a partir de ciertos años de antigüedad es remunerado por encima del valor de la productividad
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marginal no tendría ningún incentivo (mientras el salario fuera superior al coste de oportunidad de su tiempo) en abandonar la empresa. Hasta ahora se ha supuesto que las empresas son capaces de discernir con precisión cuál es la aportación al producto de cada trabajador. Algo que sólo será factible: (1) para trabajadores que trabajan aisladamente en actividades claramente diferenciables de las que realizan otros trabajadores de la empresa, de modo que sus productividades respectivas sean independientes, y (2) con productividades fácilmente cuantificables. Obviamente los ejemplos de actividades que cumplan estos criterios no abundan, quizás el caso más claro sea el de los agentes comerciales, no siendo de extrañar por ello que este tipo de trabajo tenga normalmente salarios vinculados a los resultados, esto es, a la productividad (ingresos a comisión por ventas), pero, por lo general, ni la productividad individual es fácilmente medible, ni es independiente de las productividad de otros trabajadores de la empresa, de tal manera que difícilmente una empresa podrá remunerar a cada trabajador de acuerdo a su productividad marginal. Cuando no se cumple el segundo criterio, la remuneración no se podrá hacer en función de los resultados o productividad sino en función de algún indicador externo del esfuerzo realizado por el trabajador. Cuando no se cumple el primero, la remuneración de cada trabajador se hará teniendo en cuenta la productividad (o, si no es posible medirla, el esfuerzo) del grupo de trabajadores con el que realiza sus tareas y del que forma parte. El hecho de que el trabajo sea en muchos casos una actividad social que se realiza en grupo y se remunera en función de los resultados medios, puede incentivar la aparición de comportamientos estratégicos por parte de los trabajadores tendentes a la reducción de sus niveles de esfuerzo tanto individuales como agregados, ya que a fin de cuentas la determinación de la cantidad de trabajo (y la consiguiente remuneración media) realizado por el grupo es un problema de acción colectiva. Una forma de intentar resolver el problema de reducción de esfuerzo individual derivado de la forma grupal de organizar el trabajo, es mediante el establecimiento de un sistema de remuneración en forma de primas a los grupos más efectivos, generando así una especie de “competencia” de niveles de esfuerzo para obtener dicha prima. En este tipo de organización serían los propios trabajadores integrantes de cada grupo los que se encargarían de controlar el esfuerzo de sus compañeros, no haciendo necesaria la existencia de un control externo. Desde la oferta también hay razones para cuestionar el principio de remuneración en función de la productividad marginal. Así, los trabajadores a la hora de decidir la cantidad de trabajo que ofrecen para cada salario tienen en cuenta todos los atributos del trabajo, incluyendo entre ellos los niveles de seguridad y calidad del trabajo y su estabilidad. Al así proceder, es posible que los trabajadores estén dispuestos a trabajar por salarios inferiores a su productividad en la medida que otros atributos del trabajo como la seguridad o la estabilidad les compensen la percepción de esos menores salarios. Dicho de otra manera, en la misma ocupación habría diferencias salariales compensatorias que reflejarían la presencia desigual de toda otra serie de atributos deseables. Finalmente, la consideración de que los grupos de trabajo son, como todo grupo humano, grupos jerárquicos, se traduce en un sistema de remuneración distinto en el que los salarios pueden diferir del valor de la productividad marginal, de modo que aquellos trabajadores más productivos y que ocupan las posiciones de más estatus ganarían salarios inferiores al valor de su productividad marginal (ya que serían remunerados, en parte, en especie, con el disfrute que un estatus superior supone), en tanto que aquellos de menor productividad marginal y por tanto menor estatus ganarían salarios superiores al valor de su
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productividad marginal (como compensación por su aceptación del bajo estatus asociado a las posiciones inferiores). En los grupos de trabajadores habría, pues, una suerte de mercados internos de estatus. Recuérdese aquí que el estatus es un bien posicional, que sólo existe para quienes lo disfrutan si hay otros que “aceptan” no tenerlo, aceptación que si los trabajadores de bajo estatus tienen alternativas de empleo, pasará por vender el estatus más bajo a cambio de dinero. Como bien se puede apreciar, la casuística de situaciones en las que los salarios no guardan una relación directa y discernible con la productividad es amplísima. Una de estas situaciones, que ha recibido creciente atención, es la que se conoce como “economía de la superestrellas” o mercados de ganador único. Con esta denominación se hace referencia a aquellos mercados en donde las diferencias absolutas de remuneración entre los trabajadores que se dedican a una ocupación no guardan relación con las diferencias absolutas observables en productividad, de modo que pequeñas diferencias de ésta se traducen en enormes diferencias de remuneración. Así, los “superfamosos” primeros tres tenores del mundo son prácticamente indistinguibles para la mayor parte de los oídos del público de los desconocidos tres siguientes tenores, y, sin embargo, es totalmente seguro que los ingresos del primer trío superan enormemente los ingresos del segundo trío. Y no sería este un caso aislado o anecdótico; lo mismo pasaría en los mercados de deportistas de elite, de altos directivos de grandes empresas, de arquitectos, de abogados, de actores, de médicos, de cantantes de rock, etc. Tanto es así, que, para algunos autores, la generalización de este tipo de mercados de ganador único, potenciada por el desarrollo de las nuevas tecnologías que facilitan el que grupos cada vez más reducidos de trabajadores sean capaces de abastecer mercados globales (Internet, por ejemplo, ha facilitado que alguien pueda consultar a un médico a miles de kilómetros de distancia), explicaría buena parte del aumento observado en la desigualdad en la distribución personal de la renta en las últimas décadas. salario de eficiencia por salario de eficiencia se hace referencia al hecho de que la productividad de los trabajadores o su esfuerzo en el desempeño de las tareas que les han sido encomendadas, depende del salario recibido. Esto es, salario y productividad y/o esfuerzo no son variables independientes, sino que la segunda dependería directamente de la primera. Este concepto es tan antiguo como la Economía, ya que el propio Adam Smith se hacía eco de esta posibilidad, aunque no con este nombre, en su Riqueza de las Naciones publicada en 1776 al señalar que: “La remuneración liberal del trabajo (…) aumenta la diligencia de la gente normal. Los salarios de los trabajadores incentivan el esfuerzo que, como cualquier otra cualidad humana, mejora en proporción a los incentivos que recibe. (…) De acuerdo con esto, en aquellos lugares donde los salarios son elevados encontraremos trabajadores más activos, diligentes y esforzados que donde son bajos” Se pueden distinguir dos mecanismos distintos que explicarían esa relación positiva entre salario y productividad. En primer lugar, cuanto mayor sea el salario menos problemas tendrá el trabajador para cubrir sus necesidades vitales y por lo tanto mayor será su capacidad física para trabajar y menor su absentismo por razones de salud. Este mecanismo es especialmente importante en países menos desarrollados donde la ingesta calórica es deficiente (el 25 % de la población de los países de renta baja se encuentra en situación de
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desnutrición permanente). En segundo lugar, un salario elevado aumentará la satisfacción del trabajador y su identificación con los objetivos de la empresa, lo que redundará en el esfuerzo dedicado al desempeño de su trabajo. La existencia de salarios de eficiencia tiene implicaciones importantes en el funcionamiento del mercado de trabajo, ya que, en presencia de un exceso de oferta de trabajo, esto es, si hay desempleo, la opción de ajuste típicamente neoclásica de reducir los salarios (si existe desempleo es que hay un exceso de oferta de trabajo al salario vigente, por lo que su remuneración debería ser menor para así incentivar su contratación) sería rechazada por las empresas, conscientes de que la caída de salarios vendría acompañada por una caída del esfuerzo en el trabajo de su empleados y por lo tanto por una caída en la productividad. Esta rigidez salarial, resultado de decisiones racionales y eficientes por parte de los agentes que participan en el mercado de trabajo, tendría implicaciones importantes de carácter macroeconómico pues cuestionaría la validez de los procesos de ajuste que defiende la economía neoclásica (véase economía neokeynesiana). Finalmente, es importante situar este tipo de fenómenos en su contexto histórico, ya que esta relación sólo aparece en sociedades donde el trabajador tiene una “mentalidad adquisitiva”, en el sentido de considerar que merece la pena esforzarse más en el desempeño de su trabajo si se obtiene una recompensa salarial más alta. La historia económica y la antropología nos enseñan que en los lugares donde no se ha consolidado plenamente la economía de mercado, salarios más altos podían provocar una reducción en la cantidad ofrecida de trabajo por parte de los individuos, ya que éstos abandonaban el trabajo en el momento en que tenían los recursos suficientes como para hacer frente a sus necesidades, dando lugar así lugar curvas de oferta de trabajo que se vuelven hacia atrás, de modo que a mayor salario, menor cantidad de trabajo se ofrecía (véase mercado de trabajo). salario mínimo aunque en los países de economía de mercado la determinación del salario, como si del precio de cualquier otra mercancía se tratara, se deja a la negociación de trabajadores –oferentes de trabajo- y empresarios –demandantes-, las características especiales que tiene el objeto intercambiado: la capacidad de trabajo de las personas de la que en muchos casos depende su subsistencia y calidad de vida, así como el desequilibrio negociador históricamente existente entre las empresas y los trabajadores a favor de las primeras, explica que en la mayoría de países de renta alta exista una normativa de obligado cumplimiento, ya sea por ley o por convenio colectivo, que impide la contratación de trabajo con un salario inferior al fijado por esa ley o convenio: el salario mínimo. El uso generalizado en esos países del salario mínimo coexiste, sin embargo, con una gran diferencia en cuanto a su “generosidad”. Así, por ejemplo, en 2001 el salario mínimo suponía en Francia alrededor del 60 % del salario medio, en Bélgica el 49 %, en Estados Unidos el 39 % y en España tan sólo el 32 %. El debate sobre el salario mínimo ha sido uno de los más intensos y e inusuales en Economía, ya que ha derivado en un cambio de opinión en lo referente a sus efectos sobre el empleo. Así, de acuerdo con el análisis neoclásico del mercado de trabajo, el salario mínimo es o bien innecesario o bien perjudicial para el empleo. Innecesario en el caso de fijarse por debajo del salario existente en el mercado, puesto que no afectaría en nada a los trabajadores. Perjudicial, en el caso de que se fije por encima del salario de mercado, ya que al hacer más costosa la contratación de los trabajadores que antes cobraban salarios inferiores al nuevo salario
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mínimo, se destruirían parte de sus empleos y se expulsaría a los trabajadores menos cualificados del mercado de trabajo. La decreciente evolución del salario mínimo respecto al nivel del salario medio experimentada en muchos países, entre ellos España, con una pérdida del salario mínimo de hasta 10 puntos porcentuales con respecto al salario medio entre 1982 y 2003, reflejaría el temor de las autoridades económicas a que se produjera una expulsión de los trabajadores menos cualificados del mercado de trabajo como resultado del aumento del salario mínimo y/o que se desincentivara la creación de empleo en este segmento del mercado de trabajo. Sin embargo, en la actualidad, y dada la magnitud de evidencia empírica acumulada, se ha pasado a considerar que sus efectos sobre el empleo son poco significativos, produciéndose como mucho un cambio en la composición del mismo, en contra de los trabajadores más jóvenes y sin experiencia y a favor de otros colectivos con mayor experiencia de trabajo, aunque incluso este efecto sería relativamente modesto. Por poner un ejemplo de este nuevo tipo de evidencia, investigadores del Economic Policy Institute de Washington, tras un minucioso análisis del efecto del aumento del salario mínimo impulsado por la Administración Clinton en 1996-97, concluyen que no hay constancia de que se haya producido un impacto negativo sobre el empleo juvenil en ese país. Asimismo, de su análisis se sigue que el 63 % de las ganancias derivadas del aumento del salario mínimo van al 40 % de la población con menores ingresos, de lo que deduce que el aumento del salario mínimo tendría un efecto nada despreciable en términos de lucha contra la pobreza, especialmente en lo que se refiere al subgrupo de trabajadores con salarios por debajo de la línea de pobreza. Un colectivo más abundante de lo que se piensa. Finalmente, ha de señalarse que la existencia de un salario mínimo puede incrementar el empleo en mercados de trabajo monopsonísticos, pues, en tales casos el coste adicional total asociado a contratar un trabajador adicional para la empresa cada vez que quiera hacerlo (o coste marginal del factor trabajo), será creciente y superior al salario que le paga al último contratado ya que la empresa monopsonística al pagar un salario superior al nuevo trabajador que quiera contratar ha de subirles también el salario a los que ha contratado previamente. El establecimiento de un salario mínimo, si es efectivo, es decir, si es superior al salario que regiría en su ausencia, hace que el coste marginal del factor trabajo deje de ser creciente para hacerse constante e igual al salario mínimo, pues la empresa se ve obligada a pagar el mismo salario independientemente del número de trabajadores que haya contratado. Esto se traduce, en un coste marginal del factor trabajo más bajo por lo que, dada su demanda de trabajo, el número de trabajadores contratados será mayor que el que se daría si no hubiese salario mínimo. salario de reserva la principal razón del trabajo, aunque no la única como demuestra la existencia de trabajo voluntario, es la obtención de ingresos. El concepto de salario de reserva hace referencia al salario por debajo del cual los trabajadores no estarán dispuestos a trabajar, en la medida en que los ingresos obtenidos no les compensasen el esfuerzo realizado. El salario de reserva es, por lo tanto, aquella parte de la remuneración que cubre el coste de oportunidad (el valor del ocio perdido, si la única alternativa para usar el tiempo es el ocio) de ponerse a trabajar en una determinada ocupación (véase además renta económica). Como tal, el salario de reserva es un concepto relativo, en el sentido de que distintos trabajadores tendrán distintos salarios de reserva dependiendo de sus necesidades y del tipo de trabajo u ocupación a desarrollar. Así, empezando por este último factor, es habitual leer que determinado actor de Hollywood ha cobrado un salario por debajo de su caché para
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poder trabajar con determinado director de culto, lo que significa que habría reducido en esta ocasión su salario de reserva por el privilegio de trabajar con ese director. La mayor o menor necesidad de un trabajador de tener un trabajo como fuente de ingresos también afecta a su salario de reserva. Existe evidencia de que los desempleados que cuentan con recursos para subsistir, ya sea gracias al apoyo familiar, o a la existencia de prestaciones por desempleo, son más exigentes (tienen un salario de reserva mas elevado) a la hora de aceptar un trabajo que aquellos que no tienen otra forma de subsistir al margen del trabajo. Por último, el salario de reserva también estará determinado por lo que una sociedad considere como un salario normal, razonable o justo, y por lo tanto se verá afectado por factores de tipo social. salario de subsistencia esta expresión hace en principio referencia al nivel salarial necesario para garantizar la subsistencia física del trabajador y su familia, con la finalidad de poder contar con ese trabajador a lo largo de su ciclo vital laboral, y con sus hijos en el futuro. El concepto de salario de subsistencia aparece en las obras de los economistas clásicos, para los cuales los salarios se determinaban teniendo en cuenta el coste de reposición de la fuerza de trabajo (si bien algunos como Karl Marx entendieron que la subsistencia no podía referirse exclusivamente a la satisfacción de las necesidades básicas de tipo biológico sino que en ellas había que incluir también las de tipo social, las que proceden del hecho de vivir en una sociedad dada en una época determinada). Un planteamiento que era coherente con las circunstancias de la época en la que los trabajadores gastaban la mayor parte de su salario, entre el 78 y el 96 % en la Inglaterra de finales del siglo XVIII, en la cobertura de sus necesidades físicas. De hecho, uno de los más conocidos economistas de la época, Robert Malthus (1766-1834), argumenta que en el caso que los salarios crecieran por encima de los salarios de subsistencia, se activarían fuerzas correctoras que harían que a largo plazo éstos volviesen a sus valores de equilibrio, de subsistencia. En concreto al crecer los salarios aumentaría la tasa de natalidad y se reduciría la tasa de mortalidad de la población, lo que haría que con el paso del tiempo aumentase la población trabajadora haciendo caer los salarios. En la actualidad este concepto está totalmente superado, ya que los niveles de renta existentes en las sociedades desarrolladas hacen que del trabajo se espere algo más que la mera subsistencia biológica, aunque pervive en conceptos como el de living wage o salario (socialmente) digno que recogería el salario necesario para que un trabajador y su familia lleven una vida adecuada dadas las convenciones sociales. saldo exterior el saldo exterior hace referencia al balance de las exportaciones e importaciones que realiza un país en determinado período de tiempo (véase balanza de pagos). Este indicador es importante por varias razones. En primer lugar un saldo exterior positivo significa que el sector exterior está contribuyendo positivamente a la demanda efectiva, lo que repercutirá en mayor crecimiento y empleo. En segundo lugar, significa también que las exportaciones generan suficientes divisas para hacer frente a la compra de bienes y servicios del exterior, lo que garantiza que el sector exterior no supondrá un estrangulamiento o una restricción al crecimiento del país (véase ley de Thirlwall). En este sentido, uno de los problemas que habitualmente encuentran los países en crecimiento, sobre todo cuando crecen a una tasa muy superior a la del resto del mundo, es que ese crecimiento requiere importar bienes y servicios (maquinaria, tecnología, materias primas,…) a un ritmo muy elevado. Si estos países no son capaces de mantener un saldo exterior positivo o equilibrado llegará un momento en que ese desequilibrio afectará negativamente al crecimiento frenándolo.
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saldo presupuestario público
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el saldo público hace referencia al balance entre los ingresos ordinarios, T,
fundamentalmente impuestos, y los gastos totales, G, del conjunto de las administraciones públicas de un país. Las distintas situaciones del saldo público de un país: superávit, T > G, equilibrio T = G, y déficit T < G, reflejan distintas posiciones del conjunto de las administraciones públicas con respecto a la economía del país. En caso de déficit, el conjunto de gastos públicos superarán a los ingresos ordinarios de la administración, lo que implica que ésta tiene unas necesidades de financiación (otra forma de denominar el déficit público) que tendrá que cubrir recurriendo al endeudamiento. Por el contrario, un saldo presupuestario positivo significará que el sector público está detrayendo de la economía, vía impuestos y otros mecanismos como los precios públicos y las tasas, más recursos de los que inyecta mediante el gasto público, con lo que al final del período dispondrá de una capacidad de financiación que normalmente empleará en amortizar deuda pública emitida en los períodos de déficit. De entre las distintas formas de medir el saldo público (recordemos que estamos hablando de un agente económico complejo, que cuenta con múltiples niveles de administración y con infinidad de tipos de ingresos y de gastos), hay dos que merece la pena comentar. La primera de ellas es el saldo público primario, que es el resultante de calcular el saldo público sin considerar dentro de los gastos los intereses que se pagan por la deuda pública. Este concepto nos permite conocer cuál habría sido el saldo público si en el pasado no se hubiera incurrido en déficit, y por lo tanto no hubiera que pagar en el presente intereses por la deuda acumulada. Este indicador se utiliza para conocer si determinado comportamiento presupuestario es o no sostenible (véase deuda). El segundo concepto, el saldo presupuestario estructural, abunda en esta línea, al considerar el saldo público dentro de la coyuntura económica. Con el saldo presupuestario estructural se pretende diferenciar qué parte del saldo presupuestario responde a decisiones discrecionales del sector público, como un aumento del gasto en sanidad, por ejemplo, y qué parte responde al momento del ciclo económico en el que se encuentra el país, ya que, en situación de recesión, el funcionamiento de los estabilizadores automáticos hará que aumente de forma automática el gasto y se reduzcan la recaudación por impuestos. Puesto que la parte de déficit y/o superávit que obedece al momento del ciclo económico se corrige automáticamente con el paso del tiempo (al cambiar la fase del ciclo), esta forma de medir el saldo presupuestario nos permite conocer si, eliminando las perturbaciones provocadas por el ciclo, la administración pública se encuentra en una situación de déficit o superávit estructural. El cálculo de este concepto de saldo es más complejo que los anteriores, ya que implica estimar qué parte del saldo presupuestario responde a la coyuntura. Ello exige: (1) averiguar el peso que tiene la reducción del nivel de actividad económica sobre los ingresos y gastos públicos (por ejemplo, cada caída en un punto porcentual del PIB supone una caída de los ingresos públicos equivalente a 0,35 puntos y un aumento del gasto de 0,05, con lo que el déficit aumentará en 0,4 puntos); (2) determinar cuál es la brecha existente entre el PIB real y el PIB potencial. Si esta brecha fuera de 5 puntos, un déficit público del 2 % se traduciría en un déficit estructural nulo, ya que, en la medida en que cada punto de crecimiento del PIB real generara una reducción de 0,4 puntos del déficit, con lo que bastaría que la economía se situara en su nivel de producción potencial para que éste desapareciera. Por el contrario, la existencia de un déficit público estructural significa que, en ausencia de cambios en la política presupuestaria, la recuperación de la economía no será suficiente para alcanzar una situación de equilibrio presupuestario; y (3) la estimación del PIB potencial exige determinar cuál es la tasa
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natural de desempleo, pues cuanto más baja sea ésta, mayor será el PIB potencial y por lo tanto mayor será el déficit público compatible con un saldo presupuestario estructural equilibrado. Todo ello hace patente la dificultad de calcular de forma fiable esta forma de saldo presupuestario. Say, ley de la “ley” de Say recibe su nombre del economista francés Jean Baptiste Say (1767-1832) quien en su Tratado de Política Económica publicado en 1803, señala que la demanda general de una economía no puede distanciarse mucho, ni por defecto ni por exceso, de la oferta. En sus propias palabras: “los bienes se pagan con bienes”. Un planteamiento que James Mill (1776-1836) popularizaría en su forma más conocida: la “oferta crea su propia demanda”. El argumento de Say es el siguiente: toda actividad productiva de bienes o servicios da lugar a unas rentas, ya sea en forma de salario, ya sea en forma de beneficios, que se utilizan en la compra de otros bienes o servicios. De forma que el propio hecho de producir generará los ingresos necesarios para demandar, con lo que oferta y demanda tenderán a igualarse. Ello no exige que siempre y en todo momento se alcance una identidad total entre oferta y demanda en todos y cada uno de los mercados, pero sí que todo exceso de oferta de un bien se vea acompañado por un exceso de demanda de otro (ley de Walras, véase ajuste), de modo que si los mercados son flexibles, los excesos de demanda de unos mercados tenderían a desaparecer con la subida en sus precios, y los excesos de oferta en otros tenderían a resolverse con la bajada en sus precios. En unos mercados competitivos, por lo tanto, a largo plazo la oferta crearía su propia demanda. A nivel agregado esto se traduce en que siempre se estaría en el entorno del equilibrio macroeconómico de pleno empleo (véase economía neoclásica). Sin embargo, como se encargaría de demostrar John Maynard Keynes, dando lugar al nacimiento de la economía keynesiana, mientras que lo anterior sería válido para una economía en la que toda producción se consume, lo mismo no es necesariamente cierto en presencia de ahorro, ya que el cumplimiento de la “ley” de Say en un mundo con ahorro exige que las cantidades que ahorran los agentes económicos coincidan con las cantidades que invierten otros agentes económicos. Siendo las motivaciones del ahorro y la inversión en gran parte distintas por llevarlas a cabo diferentes agentes, nada garantiza que en un mundo que se desenvuelve en un tiempo histórico donde los agentes forman sus expectativas en un marco de incertidumbre, la oferta y demanda de ahorros coincidan ex ante, lo que puede dar origen a que el equilibrio macroeconómico alcanzado finalmente sea subóptimo (véase demanda efectiva). Obsérvese que está crítica también sería perfectamente válida en un mundo de plena flexibilidad de precios y salarios si las expectativas de los agentes no son las necesarias para que se de el equilibrio con pleno empleo. Por tanto, para Keynes el incumplimiento de la ley de Say no estaba vinculado necesariamente a la existencia de rigideces de precios que impidieran los ajustes pertinentes para su cumplimiento. La presencia de estas rigideces de precios (y salarios) en los procesos de ajuste de los mercados por razones institucionales (sindicatos, regulaciones laborales) o del propio funcionamiento del mercado en presencia de asimetrías de información y costes de transacción (véase economía neokeynesiana) serían, no obstante, un elemento adicional que cuestionaría la relevancia de la ley de Say. De haber rigideces, las perturbaciones exógenas (expectativas que no se cumplen, shocks de oferta, etc.) no desencadenarían los procesos de ajuste necesarios, o no lo harían con la suficiente rapidez e intensidad, con lo que las situaciones
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de exceso de oferta se alargarían en el tiempo, resolviéndose sólo con una reducción de esta, y por lo tanto con la aparición de desempleo segundo óptimo (second best), teorema de uno de los logros de los que más satisfechos se sienten los economistas de la escuela neoclásica es la demostración formal de las condiciones que garantizan que se cumpla lo que Adam Smith había conjeturado, es decir, que el mercado competitivo actuaba como una potente y benevolente “mano invisible” que armoniza la persecución racional de los intereses individuales dentro una racionalidad colectiva. Obviamente las estrictas condiciones necesarias para que se cumpla esa afirmación no se dan en los mercados reales (véase equilibrio general), pero la demostración actuaba como una “guía de ruta” acerca de cómo orientar la política económica: a partir de ella se presuponía que cualquier cambio en un mercado que lo acercase a las condiciones de un mercado competitivo redundaría en una mejora en la eficiencia colectiva. De ahí la presunción de que siempre era adecuado recomendar cualquier cambio que llevase a unos mercados lo más parecidos posible a los teóricos. Por ejemplo, supongamos que en una economía se cumplen todas las condiciones que exige el modelo de equilibrio competitivo excepto dos, que, por ser más concretos, son que en un mercado de trabajo específico hay un sindicato que actúa como monopolio de la fuerza de trabajo, y que en un determinado mercado de un bien hay un único demandante (monopsonio). Es decir, que en esa economía habría dos agentes con poder de mercado (existiría pues un monopolio bilateral). Entonces, si simultáneamente se les pudiese quitar a ambas partes su poder de mercado, se cumplirían las condiciones de equilibrio competitivo y la eficiencia general aumentaría. Pero ¿qué pasaría si sólo se actuase contra una de las partes? ¿Qué pasaría si sólo se le quitase su poder de mercado al sindicato? La intuición, apoyada en el sentido común, llevaba a pensar que algo mejorarían las cosas, pues a fin de cuentas ya sólo dejaría de cumplirse una de las condiciones del equilibrio competitivo. Pues bien, en 1957 Richard Lipsey y Kevin Lancaster (1924-1999) demostraron irrefutablemente que tal intuición no se podía sostener como válida con criterio general, es decir, que si habiendo dos violaciones de las condiciones del equilibrio general sólo se eliminaba una, la economía en su conjunto puede funcionar peor que si se hubiesen mantenido las dos violaciones. Una economía sólo funcionaría mejor de un modo inequívoco si se eliminasen todas las violaciones de las condiciones de equilibrio, de forma que si hay varias y se eliminan sólo alguna o algunas no puede teóricamente predecirse el resultado final. De este Teorema de Segundo Óptimo se sigue que, dado que en cualquier economía real existe un número indefinido de violaciones de los supuestos necesarios para que se produzca el equilibrio competitivo, cada paso aislado hacia el ideal de economía competitiva, cada propuesta concreta de ampliar el grado de competitividad, ha de analizarse particular y empíricamente porque no puede darse por supuesto, como suele hacerse de modo habitual, la validez de la recomendación genérica de que cualquier paso que conduzca a unos mercados más competitivos (por ejemplo, mercados de trabajo más flexibles, tipos de cambio flexibles, etc.) conduzca por sí mismo a una mejora económica a menos que se satisfagan a la vez –lo que dista de ser plausible- todas las condiciones del equilibrio competitivo. seguros el futuro es desconocido, nadie sabe nunca con certeza que puede acontecer, ya sea a uno mismo o a sus activos. Si el desconocimiento acerca del futuro entra en la categoría de riesgo (a diferencia de la de
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incertidumbre), es factible que los agentes puedan realizar actividades económicas que se traduzcan en una disminución de ese riesgo.
Bajo determinadas circunstancias pueden existir mercados específicos, los
mercados de seguros, en los que los individuos con aversión al riesgo pueden comprar seguridad. En ellos los demandantes serían aquellos que pagando un precio, o prima de riesgo, están dispuestos a adquirir seguridad y los oferentes serían aquellos que la venden, adquiriendo al así hacerlo los riesgos que no quieren padecer los compradores de los seguros. Por el lado de la demanda, un individuo estará dispuesto a comprar un seguro siempre que la utilidad o bienestar previsible que puede esperar alcanzar caso de no estar asegurado (la llamada utilidad esperada) sea inferior a la utilidad que con seguridad obtendrá cuando está asegurado. Formalmente, supongamos que un individuo cualquiera que, hoy tiene una riqueza W se enfrenta a un futuro cuya imprevisibilidad se puede asemejar a participar en un “juego” con dos posibles resultados correspondientes a dos situaciones (o estados de la naturaleza) alternativas: o le van bien las cosas y su riqueza no varía, o le van mal, y su riqueza se desvaloriza hasta w. Supongamos también que el individuo le asigna una probabilidad π a la primera situación, y correspondientemente (1-π) a la segunda. Su riqueza esperada, E(W), o valor medio de la riqueza que puede esperar tener en el futuro sería: E(W) = π (W) + (1-π) (w) Y su utilidad esperada, E(U), sería: E(U) = π U(W) + (1-π) U(w) Donde U es la función de utilidad del individuo que se supone, por simplificar el análisis, que es la misma independientemente de que las cosas le vayan bien o mal. Si se le ofreciese un seguro por el tuviera que pagar una prima de riesgo P, estaría dispuesto a contratarlo siempre que U (W-P) ≥ E(U) Es decir, que el seguro le garantizase una riqueza neta (W– P) independientemente que las cosas fueran bien o mal, cuya utilidad fuese mayor (o al menos igual) que la que podría esperar obtener si se arriesgase y no lo contratase, que sería la utilidad esperada [E(U)]. La prima máxima (P’) que estaría dispuesto a pagar un individuo sería aquella que satisficiese la siguiente condición: U (W-P’) = E(U) El que un individuo se asegure o no dependerá de su actitud ante el riesgo y de la cuantía de la prima. Si la prima fuese mayor que P’ aunque el individuo tuviese aversión al riesgo no se aseguraría. Desde el punto de vista del oferente del seguro, lo que está haciendo es vender seguridad, o lo que es lo mismo, comprar riesgo a cambio de una prima P. El oferente del seguro, la compañía que compra el riesgo, obtendrá una prima P con una probabilidad π y habrá de pagar una indemnización (W- w) en caso de siniestro. La compañía estará en equilibrio financiero (ingresos por primas iguales a indemnizaciones, en ausencia de otros gastos de capital, administración, personal, etc.) si se cumple por tanto que: (W- w) (1- π ) = π P; es decir si: P = [(1- π ) / π] (W – w) Para que los mercados de seguros fueran completos sería necesario que las aseguradoras conociesen las probabilidades agregadas de que se produjera cada una de las posibles contingencias aseguradas, así como
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que los riesgos asegurados fuesen diversificables o no sistémicos (véase actualización), es decir que no todos los asegurados sufran simultáneamente el mismo tipo de siniestro frente al que están asegurados. Unas condiciones que rara vez se cumplen enteramente, lo que explica la incompletud de los mercados de seguros (esto es, la imposibilidad de asegurarse privadamente con respecto algunas contingencias, como el desempleo). La importancia que tiene la existencia de una información completa sobre el riesgo de que se produzca la contingencia asegurada hace a este sector especialmente vulnerable ante la existencia de información asimétrica y riesgo moral. seguro de desempleo prácticamente la totalidad de países de alto nivel de renta disponen de algún sistema de seguro de desempleo, con la finalidad de proteger a los trabajadores de la reducción de ingresos derivada de la pérdida de sus puestos de trabajo. El esquema más comúnmente utilizado es el del seguro público, por el cual los trabajadores contribuyen de forma obligatoria con una parte de su salario mientras están trabajando para protegerse contra esta contingencia, lo que les da derecho a recibir unas prestaciones por desempleo en el caso de perder involuntariamente el trabajo. Aunque como se ha señalado, este tipo de mecanismo de protección es habitual en todos los países con Estado de Bienestar, los distintos sistemas son muy diferentes en lo que se refiere al grado de cobertura, la duración y la generosidad de la prestación. En cuanto el grado de cobertura, hay países como Dinamarca o Finlandia, donde prácticamente la totalidad de desempleados tienen acceso a prestación por desempleo, mientras que en otros como España, el porcentaje se sitúa en alrededor del 50-60 %. Estas diferencias en cobertura se explican fundamentalmente por el grado de exigencia en términos de tiempo contribuido al sistema para tener derecho a prestaciones (un año en España y cuatro meses en Francia, por ejemplo), y por la existencia o no de sistemas no contributivos para aquellos desempleados, como los demandantes de un primer trabajo, que no hayan cotizado suficiente tiempo para tener derecho a seguro de desempleo. La segunda diferencia está en la duración de la prestación, normalmente relacionada con el tiempo de cotización pero sujeta a unos límites, que pueden ir de varios años a unos pocos meses. Por último también varía la generosidad de la prestación (su cuantía con respecto al salario recibido por el trabajador en su último empleo), que por término medio se sitúa alrededor del 70 %, aunque en países como Irlanda o Italia no llega al 40 %, y el ritmo de reducción de la cuantía según se prolonga la situación de desempleo, ya que es habitual que la generosidad de la prestación se reduzca con el tiempo de disfrute de la misma. Sin duda alguna se puede afirmar que el seguro de desempleo tiene un papel central a la hora de mitigar el impacto negativo del desempleo sobre los trabajadores y sus familias, permitiendo que la pérdida temporal de trabajo no se traduzca en un deterioro radical de las condiciones de vida de los desempleados. Así, el hecho de que la tasa de pobreza de un país no esté estrechamente relacionada con su tasa de desempleo responde a la existencia de este tipo de prestaciones. Sin embargo, al seguro de desempleo se le critica por contribuir a empeorar el problema del desempleo al reducir los incentivos que los desempleados tienen de buscar y aceptar un trabajo, ya que las prestaciones por desempleo sitúan a los desempleados en una posición menos desesperada, aumentando su salario de reserva. Si bien, también se puede argumentar que la existencia de menor presión a la hora de buscar trabajo contribuirá a una mejor selección del mismo, esto es, a sólo aceptar un trabajo acorde con las cualificaciones del desempleado, lo que redundará en un mejor funcionamiento de la economía. Así mismo, las prestaciones por desempleo facilitan hacer frente a los gastos
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asociados a la búsqueda de trabajo mejorando su eficiencia. En todo caso, las últimas reformas del seguro de desempleo han ido en la línea de reducir su generosidad y período de disfrute, y asegurar que se realiza una búsqueda activa de trabajo, limitando en algunos casos la capacidad de elección (de rechazo) de puesto de trabajo de los desempleados que reciben prestaciones. selección adversa ¿qué tienen en común los mercados de coches segunda de mano, los de seguros de moto y de vida, los de trabajadores cualificados, los de alquiler de viviendas y de alojamientos turísticos, o los de adquisiciones de empresas? Pues que en todos ellos, y en una miríada más de ejemplos, existe una asimetría en la información de que disponen las partes que intervienen en las transacciones, de modo que una de ellas sabe algo de sí misma que la otra no sabe: algunas de sus propias características que, siendo relevantes para la transacción, están ocultas para la otra parte. Así, el comprador de un coche de segunda mano, a menos que sea un experto mecánico, no sabe con certeza si el coche que le ofrecen es un buen coche o un cacharro con vicios ocultos; tampoco conocen con precisión las aseguradoras las capacidades para la conducción de sus asegurados ni sus hábitos de vida más o menos arriesgados para su salud. De igual manera, cuando una empresa contrata a un trabajador poco sabe de sus capacidades reales y su lealtad; finalmente una empresa que se proponga adquirir otra empresa en el mercado (por ejemplo, mediante una oferta pública de acciones) tampoco suele tener toda la información relevante sobre la misma y se ha de conformar con la información pública que los propietarios hayan difundido. Pues bien, todos estos ejemplos lo son de un fenómeno llamado selección adversa, por el que en ausencia de medidas compensadoras, la lógica económica conduce a que sean los oferentes (o los demandantes) que ofrecen un producto de “peor calidad” o “menos atractivo” (o tienen características menos aceptables como clientes) quienes más probablemente aparecerán en esos mercados. El ejemplo del mercado de coches de segundo mano, que el premio Nobel de Economía de 2001 George Akelrof exploró en un breve y brillante artículo en 1970, ofrece una ilustración paradigmática de este problema. Supongamos que, inicialmente, sólo hay dos tipo de coches en ese mercado: los de buena calidad, B, y los cacharros, M, en una proporción del 50%; y que sólo sus propietarios saben de qué tipo es cada uno de los coches; es decir, la gente que compra coches de segunda mano no sabe de antemano si el coche que compra está en buen estado o no. Supongamos que por un coche de tipo B, los consumidores están dispuestos a pagar su valor para ellos, VB, y por uno malo, el suyo, VM, y que estos valores coinciden con los que les asignan sus propietarios. Ahora bien, al no poder discernir con exactitud el verdadero estado de un coche, un comprador cualquiera sólo estaría dispuesto a pagar como máximo el precio correspondiente al valor esperado o valor medio (0,5 x VB + 0,5 x VM), y eso sólo bajo el supuesto de que el comprador sea neutral ante el riesgo, pues si tiene aversión al riesgo ni siquiera estaría dispuesto a pagar esa cantidad. Pero el problema es que a los propietarios de coches en buen estado ese precio de demanda les parecerá insuficiente, por lo que preferirán no sacar sus buenos coches al mercado. En consecuencia, irán desapareciendo del mercado los coches mejor conservados. Ahora bien, los compradores se irán dando cuenta de este fenómeno, lo que se verá reflejado en la rebaja de el precio (o sea, en el valor medio o esperado que para ellos tienen los coches), desincentivando más aún la venta de coches usados de calidad razonable por parte de sus dueños que encontrarán que el mercado no los valora suficientemente. Como resultado el mercado acabará estando dominado por coches en mal estado. De este modo, la existencia de características ocultas para una de las partes en una transacción
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deviene, como consecuencia de la desconfianza de una de las partes en la otra, en la contracción del mercado, es decir, en la no realización de transacciones que serían ventajosas para ambas partes. La selección adversa se traduce pues en una pérdida de eficiencia y es por ello mismo un ejemplo de fallo de mercado. Esta conclusión también se aplica al problema de la elección del nivel de calidad por parte de una empresa en presencia de información asimétrica, ya que si el precio medio que los consumidores están dispuestos a pagar es menor que el coste marginal de ofrecer un bien de calidad elevada, no habrá bienes de elevada calidad en el mercado. Por otro lado, el supuesto de que todos los consumidores están totalmente desinformados, es decir que la información asimétrica es completa parece irrazonable. Supongamos que hay una proporción χ % del total (que está constituido por 100 consumidores) que está plenamente informada de la calidad de lo que se ofrece en el mercado. Supongamos también que todos los consumidores tienen los mismos gustos y están dispuestos a pagar 100 € por una unidad de un bien de buena calidad y nada por uno de mala, y que como máximo cada uno compra una unidad. Supongamos por último, que los costes medios y marginales de producción son constantes e iguales a 60 € para un bien B y 20 para un bien M. A la hora de elegir entre producir un bien tipo B o M, se supone que las empresas se guiarán como siempre por el único criterio de maximizar beneficios. Si producen un bien B venderán a todos los clientes y obtendrán unos beneficios (es decir, beneficios por unidad -precio menos el coste medio-, multiplicados por el número de unidades vendidas), ΠB = (100 – 60) x 100 = 4000 €. Y si producen un bien de tipo M sólo podrán vender a los B
consumidores no informados, con unos beneficios, ΠM = (100-20) x (100- χ) = 80 (100 - χ). El resultado para este caso es que ΠB > ΠM cuando χ > 50. Como era de esperar, será más probable que se produzca el bien de B
tipo B conforme mayor sea el porcentaje de consumidores informados. Este porcentaje podría ser más pequeño si el precio que están dispuestos a pagar los consumidores por un bien B sube. Así, si en vez de 100 € estuviesen dispuestos a pagar 200, el porcentaje χ mínimo necesario para que las empresas produjesen un bien de buena calidad se reduciría al 22%. Estos resultados, si bien se mira, son obvios: la información minimiza el problema de selección adversa que crea la existencia de información asimétrica. Pero lo hace de una manera relativamente engañosa, pues la cuestión se plantea en este caso en un nivel superior: qué incentivo tiene un agente a afrontar los costes asociados a informarse si se puede beneficiar de la información que tengan los demás. Es decir, cuando –como sucede en el primer ejemplo- la mitad de los consumidores estén informados, las empresas producen un bien de elevada calidad, de lo que se benefician sobre todo aquellos que no han incurrido en ningún proceso de búsqueda de información. Si cada consumidor se comporta como homo oeconomicus ninguno dará el primer paso y todos esperarán a que sea otro el que se informe, con lo que el nivel de información sería nulo y la selección adversa jugaría plenamente. Existen distintos mecanismos institucionales mediante los cuales los mercados con información asimétrica tratan de resolver el problema de la selección adversa. Todos tienen como objetivo la consecución de una reputación de calidad que sirva a la parte no informada del mercado para discriminar. Uno de estos mecanismos es la “estandarización” de la producción mediante la que las empresas garantizan a sus clientes que estén donde estén se van a encontrar con el mismo tipo homogéneo de productos que ya conocen (sea el que sea el McDonald en el que uno entre, el consumidor sabe que la comida es la misma). Otra forma de sortear la selección adversa consiste en la concesión de garantías o promesas por parte del vendedor de rembolsar al comprador en caso de que el producto no sea de la calidad anunciada. Si la garantía es total, en
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caso de que el bien salga mal, el vendedor tendrá que compensar al comprador por la diferencia entre ese precio y el valor del bien defectuoso (que puede ser cero). Obviamente, los vendedores de bienes de baja calidad no podrían ofrecer ese tipo de garantía, con lo que el problema de selección adversa estaría resuelto. Sin embargo hay un pero, cual es que una garantía si es total supone que el mercado resuelve el fallo de la selección adversa para incurrir en uno de riesgo moral, pues cuando el bien está plenamente garantizado los compradores no tienen incentivos en usarlos de modo cuidadoso. En consecuencia, la garantía no puede ser total sino parcial o temporal, lo cual permite que pueda ser ofrecida por vendedores de bienes de calidad defectuosa, con lo que el problema de la selección adversa reaparece. Las garantías no son sino un ejemplo más de una forma genérica de enfrentarse al problema de la información asimétrica conocida por señalización, en la que los oferentes tratan de informar de modo creíble a sus posibles clientes de la calidad de lo que producen. Otros mecanismos usados por la parte desinformada para tratar de conocer las características ocultas de la otra suponen ineludiblemente incurrir en costes de información. Así, por ejemplo, las compañías de seguros acuden a lo que se conoce como discriminación estadística, que consiste en clasificar a un individuo según su pertenencia a algún o algunos colectivos fácilmente identificable (por edad, por sexo, por raza, etc.) asignándole las características estadísticas del grupo como características personales ocultas. Obviamente esto resuelve sólo en parte el problema de la selección adversa, pues quienes formando parte de esos grupos no compartan esas características no estarán dispuestos a aceptar las transacciones. Así, el hecho de que los conductores jóvenes tengan una tasa de siniestralidad más elevada, ha llevado a las aseguradoras a subir las pólizas a todos los miembros de ese colectivo, o incluso a no ofrecer seguros como el de moto, con el resultado de que muchos jóvenes, fundamentalmente los que mejor conducen, tienen incentivos para no asegurarse y conducen sin seguro.
señalización
en los mercados de información asimétrica y para evitar los problemas de selección adversa, la
parte informada tiene interés en proporcionar a la que no lo está indicadores fiables o señales sobre sus características para distinguirse de aquellos otros cuya calidad es inferior. Así, los vendedores de coches de segunda mano de calidad tienen interés en transmitir a los demandantes datos que refrenden la calidad de sus coches. Para que estas señales de calidad sean efectivas es necesario que sean creíbles, es decir, ciertas, lo cual implica que no puedan ser imitadas y transmitidas por aquellos cuya calidad es inferior. Si la señalización es eficaz se asiste a lo que se llama un equilibrio separador, caracterizado porque sólo emiten la señal de calidad quienes la tienen. Caso contrario, cuando la señalización es ineficaz, todos o ninguno emiten la señal, con lo que la otra parte de la transacción pierde la capacidad de discriminar. Un mercado donde este problema de la señalización está presente es el de trabajo. En efecto, las empresas desconocen de antemano a un coste aceptable (y, a veces, difícilmente pueden conocer aun después de contratar a un trabajador si el trabajo se hace en equipos numerosos), si un trabajador tiene las cualificaciones adecuadas para su puesto de trabajo. Ello les lleva a recurrir a la información que proporcionan los propios sujetos a la hora de la contratación. Pero, obviamente, no les vale con cualquier información, siendo razonable pensar que la obtención de un título o un diploma educativo puede ser una señal creíble de cualificación por medio de la cual los trabajadores de elevada capacidad informan de sus aptitudes. Esta explicación fue avanzada por vez primera por Michael A. Spence, premio Nobel de Economía en 2001.
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En su modelo, frente a la diversidad de capacidades de los individuos, se supone que sólo hay dos tipos de trabajadores: los muy capacitados (cuyo tipo y número lo representamos por A) y los poco capacitados (tipo y número B). Las productividades (medias y marginales) de cada uno son constantes y se representan por PA y PB , donde por supuesto PA > PB ; supondremos adicionalmente que la mitad de los trabajadores son del tipo A y la mitad del tipo B. Si hay información perfecta, las empresas pagarán a cada tipo de trabajadores un salario igual a su productividad marginal: WA = PA > WB = PB . Si hay información asimétrica, y las empresas no saben nada de la capacitación de un trabajador cualquiera, ofrecerán a cada uno un salario medio igual al valor de la productividad media de los trabajadores en su conjunto: WM = [A/(A+B)] PA + [B/(A+B)] PB B
surgiendo un problema de selección adversa (en forma por ejemplo de desmotivación de los trabajadores con más aptitudes) ya que WM < PA. Ahora bien, resulta evidente que a los trabajadores de tipo A les interesa señalizar de modo creíble a las empresas que lo son, y el nivel de estudios puede ser una señal de ese tipo. Representemos el nivel de estudios obtenido por medio de la letra E, suponiendo que sólo caben dos situaciones: o se ha estudiado (E=1) o no se ha estudiado (E=0). Por otro lado, el coste por unidad de la formación educativa se representa por la letra C, supondremos adicionalmente que CA < CB , es decir, que el coste de educarse es mayor para los trabajadores de inferior capacidad (lo cual es un supuesto que no siempre se da en la práctica, pues bien puede suceder que un joven genial hijo de una familia pobre afronte unos costes educativos muy superiores al hijo tonto de una familia rica). La cuestión a dirimir es si los niveles educativos con los que ambos grupos de trabajadores se presentan en el mercado serán tales que las empresas puedan discriminar correctamente entre un tipo y otro de trabajadores, de modo que los más capacitados ganarían más y tendrían más educación, que los menos. En el caso de que así ocurra se dice que se ha alcanzado un equilibrio separador. En el caso contrario, ambos grupos de trabajadores se presentarían con el mismo nivel educativo, la señalización no sería efectiva y estaríamos ante un equilibrio aunador. Para que se de un equilibrio separador es necesario que se cumplan a la vez dos condiciones: 1) que el beneficio de la educación para los de tipo A sea superior a su coste. Donde el beneficio se mediría por la diferencia entre el salario cuando se transmite la señal educativa y ésta es efectiva –las empresas pagan entonces un salario igual a PA- y cuando no se señaliza –las empresas pagan PB-. El coste educativo es CA.E = B
CA (pues E=1). Por tanto, los trabajadores de tipo A invertirán en la señal educativa cuando: PA - PB > CA B
2) simultáneamente es necesario que los trabajadores de tipo B no consideren rentable educarse, lo cual sucederá cuando los costes de hacerlo sean superiores a los beneficios que obtendrían si lograran “engañar” a las empresas haciéndose pasar por trabajadores de tipo A, es decir cuando: CB > PA - PB B
B
La conjunción de ambas condiciones exige que los beneficios de la educación para los trabajadores de tipo A sean mayores que sus costes de formación y simultáneamente que sean más pequeños que los costes de formación para los de tipo B. Si no se cumple la primera condición, los trabajadores de tipo A, al igual que los de tipo B, no considerarán rentable educarse. Estaríamos así en un equilibrio aunador donde nadie se forma y todos ganan el salario
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medio WM . Si es la segunda condición la que no se cumple, los trabajadores de tipo B estimarían en principio adecuado educarse, pero dado que todos los trabajadores se presentarían entonces en el mercado con el mismo nivel educativo, las empresas no podrían discriminar y, de nuevo, pagarían a todos el salario medio, con lo que o bien se está en un equilibrio aunador en el que nadie se educa pues la educación no sirve como señal, o bien sí lo hacen para no señalizar que uno pertenece al grupo inferior. Es fácil comprobar que cuando (WM - PB > B
CB) ambos grupos se educan y están peor que si no gastaran nada en el proceso educativo, pues ganarían lo B
mismo y no incurrirían en los costes de formación. Es necesario destacar que si bien la señalización puede ser efectiva para resolver el problema de la información asimétrica dando origen a un equilibrio separador, ello no significa que no sea costosa en términos de recursos. Así, por ejemplo, en el equilibrio separador del modelo de Spence, y dado que la señal educativa no hace que crezca la productividad de los trabajadores, tanto el total de salarios que perciben el conjunto de los trabajadores como el valor de la producción total que generan son los mismos que si nadie invirtiese en la señalización educativa, es decir, en el equilibrio aunador, sólo que a diferencia de este caso, en el equilibrio separador, el conjunto de trabajadores de tipo A han tenido que incurrir para señalizar que lo son en unos costosos estudios que nada rinden en términos agregados, es decir que la producción neta de esta economía sería más pequeña por la existencia de la señalización educativa. A este respecto hay que señalar que algunos hechos empíricos prestan verosimilitud a la relevancia real del modelo de educación como señal frente al modelo convencional de la educación como inversión en capital humano. En primer lugar está el denominado efecto pergamino o efecto título, que hace referencia a la diferencia observada en los rendimientos económicos de la educación que obtienen aquellos que logran acabar una de sus fases y obtienen un título académico que lo certifica y aquellos que abandonan un año antes de finalizar. Según algunos cálculos referidos a la enseñanza secundaria, quienes logran sacar el título pueden esperar unos ingresos medios tres veces mayores a quienes la abandonan un año antes. No parece sensato pensar que en un sólo año de educación secundaria los que lo realicen consigan una capacitación extra que garantice tal diferencia, que sin embargo, sería enteramente consistente con la visión de la obtención de un título como señal. En segundo lugar, de las comparaciones entre países respecto a sus niveles educativos y renta parece surgir una conclusión relativamente clara. En tanto la extensión de la educación primaria está fuertemente correlacionada con los incrementos de productividad y renta, esa relación disminuye para la secundaria y mucho más para la superior. Finalmente, es de sobra conocido el proceso por el que los requisitos educativos para optar a un puesto de trabajo en multitud de ocupaciones han ido creciendo sin que se haya alterado sustancialmente la forma de desempeñarlas. Donde antes bastaba con tener formación primaria ahora se requiere secundaria, y donde antes se pedía secundaria, ahora parece ser imprescindible una superior; que ya no sería suficiente para las tareas que antes la requerían, sino que ahora ha de ser complementada por unos estudios de postgrado, cuando no se impone el requisito de la llamada formación continua que convierte a los trabajadores en eternos estudiantes si quieren seguir en sus puestos. Dicho con otras palabras, la educación a partir de cierto punto, difícil de precisar pero sin duda real, deja de ser una inversión en capital humano para convertirse en una costosa carrera posicional, una suerte de “carrera armamentística” donde la acumulación de “armamento educativo” por parte de los rivales sólo permite una respuesta para el individuo: armarse también,
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lo cual si bien es la única estrategia razonable desde un punto de vista individual, es más que cuestionables desde el punto de vista de la racionalidad social o agregada. señoreaje el monopolio de emisión de moneda por parte del Estado genera unos ingresos significativos para éste que puede utilizar para pagar sus gastos, ya que el valor nominal de la moneda es muy superior a su valor de producción (un billete de 100 dólares vale 100 dólares, pero solamente cuesta 4 centavos el imprimirlo). Por señoreaje se denomina la capacidad del Estado de aprovechar esta circunstancia. La importancia del señoreaje como fuente de ingreso estará directamente en función de la cantidad de moneda que se ponga en circulación. En aquellos países donde se utilice abundantemente como medio de pago los cheques y transferencias bancarias o el dinero electrónico, las ganancias por señoreaje serán menores que en aquellos otros donde la circulación de dinero legal o papel moneda, la base monetaria, sea mayor. Por poner un ejemplo, en 1999 el señoreaje que ganó el Estado ecuatoriano por imprimir billetes fue equivalente al 3,7% del PIB, un dinero que dejo de percibir desde ese año al dolarizar su economía, en España, sin embargo en el período 1995-97 se situaba en el 0,6 % del PIB, si bien en la primera mitad de la década de los 80 alcanzaba el 3,6 %. soberanía del consumidor la expresión “soberanía del consumidor” hace referencia a un principio básico del análisis neoclásico de las economías de mercado, cual es que son los consumidores los que, como si de reyes se tratase, esto es, autónomamente, sin influencias externas, determinan lo que en ellas se produce mediante su comportamiento como demandantes de bienes y servicios. La soberanía del consumidor se contrapondría así al modo de determinar la composición de la producción tanto en los sistemas de economía de planificación central, donde los planificadores eran los “soberanos” más o menos indiscutidos que decidían qué se producía y como se distribuía, como a los sistemas de organización social basados en las costumbres donde las decisiones se toman con arreglo a la tradición, de modo que la “soberanía” la tendrían en último término los antepasados. La idea de que los consumidores reales y concretos, sin intermediarios ni delegaciones, son soberanos juega por ello un papel central a la hora de evaluar el funcionamiento de las economías de mercado, pues gran parte de su mérito como sistema de organización social obedecería al hecho de que el mercado permite que sean los propios individuos los que determinen qué se produce y en qué cantidades. Unos individuos que conocen mejor que nadie sus necesidades y apetencias. El mercado sería así, para el sistema económico, una institución de corte semejante a la de la democracia en los sistemas políticos. Al igual que la soberanía política residiría en el pueblo y se manifestaría en el voto democrático como medio de llegar a las decisiones políticas, la soberanía económica residiría en los individuos y se expresaría en los mercados. Dicho lo anterior, hay que señalar sin embargo la presencia de un fuerte componente ideológico o mistificador en la expresión “soberanía del consumidor”, pues, caso de ser los individuos soberanos, no lo serán como consumidores, sino en todo caso como compradores, ya que está claro que a las empresas no les interesan las demandas o necesidades de los consumidores, sino sus demandas efectivas, es decir aquellas que vienen respaldadas por “votos” monetarios, por dinero. Desde esta perspectiva, el mercado dejaría de una institución análoga a ese ideal democrático que escucha a todos por igual, para acercarse más a una plutocracia, que escucha más a quién mas tiene e ignora a quienes nada tienen.
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Adicionalmente, parece que en las economías de mercado es habitual el intento por parte de las empresas de no respetar la soberanía de los “consumidores”, su libertad para elegir y ello no sólo acudiendo al arbitrio de reducir su ámbito de actuación a través de la restricción a la competencia en los mercados, sino, más fundamentalmente, tratando de alterar continuadamente las propias preferencias de los consumidores mediante mecanismos de coerción psicológica englobados en las actividades de marketing y la publicidad. Finalmente, también hay que resaltar que el mercado es incapaz de recoger las preferencias de los compradores pues no siempre les ofrece la posibilidad de elegir entre todas las alternativas relevantes para sus decisiones. Dicho de otra manera, puede que en verdad el mercado respete la soberanía del comprador, y avales su libertad de elegir pero, eso sí, sólo entre las opciones que el mercado es capaz de ofrecer (véase tiranía de las pequeñas decisiones)
Solow, modelo de
el modelo de crecimiento de Robert Solow, premio Nobel de Economía de 1987, es la
respuesta neoclásica al modelo de Harrod-Domar según el cual la economía capitalista es fundamentalmente inestable a largo plazo. El planteamiento de Solow enfatiza, por el contrario, la estabilidad intrínseca de la economía de mercado siempre que los mercados de factores se ajusten libremente. Dos son los elementos que diferencian estos dos planteamientos. El primero de ellos es que en el modelo de Solow, consistentemente con el análisis neoclásico a corto plazo, la inversión siempre se ajusta automáticamente al ahorro, de forma que nunca existen problemas de demanda efectiva: la parte de la renta que no se consume y que, por tanto, se ahorra se transforma automáticamente en inversión. La segunda es que la tecnología a largo plazo presenta coeficientes variables (véase relación capital-trabajo), lo que significa que trabajo y capital son sustituibles de modo que existen infinitas combinaciones de capital y trabajo para producir un mismo nivel de output (véase isocuanta). Dado el supuesto de que, a largo plazo, los mercados de capital y trabajo siempre se ajustan flexiblemente, la inversión por trabajador siempre será igual al ahorro por trabajador, o, lo que es igual, que a largo plazo la economía se moverá siguiendo una senda de crecimiento autosostenido y constante (steady state), en la que se cumple que el crecimiento de las necesidades de capital por trabajador que vendrá dado por n.k, donde n es la tasa de crecimiento de la población trabajadora y k la relación capital-trabajo, será igual a la oferta de ahorro por trabajador de la economía, que, dada una tasa de ahorro s, es s.y, donde y es el producto por trabajador o productividad. En la senda de equilibrio se cumple pues que: s.y = n.k El modelo de Solow plantea así, que a largo plazo los posibles desequilibrios que pudieran darse se corrigen automáticamente. Si, por ejemplo, el ahorro, y por lo tanto la inversión, creciese por debajo de las necesidades de capital para dotar a los nuevos trabajadores que se incorporan al mercado de trabajo (debido al crecimiento de población, n), el resultado de este desequilibrio no sería la aparición de desempleo, sino que el exceso de mano de obra provocaría un abaratamiento de este factor y el consiguiente cambio de la técnica productiva, que ahora pasaría a ser más intensiva en mano de obra (es decir, que se produciría caída de la relación capital trabajo). Por el contrario, si la inversión fuera superior a la necesaria para dotar de capital, de acuerdo con la tecnología utilizada, a los nuevos trabajadores que se incorporan al mercado de trabajo, de ello no se seguiría un desequilibrio por exceso de inversión y la consiguiente aparición de capital ocioso, sino que
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esa mayor abundancia relativa de capital se traduciría en un cambio de la tecnología a favor de técnicas más intensivas en capital, evitándose por lo tanto entrar en situación de desequilibrio. La tasa de crecimiento autosostenida y constante viene por lo tanto determinada exclusivamente, dada una tasa de ahorro, por la tasa de crecimiento demográfico, pues el resto de variables (el ahorro y la acumulación de capital), se ajustan automáticamente (por el procedimiento mencionado) a las necesidades que surgen de ese crecimiento de la población. Dicho con otras palabras, en el modelo de Solow, la tasa de crecimiento demográfico es igual a la tasa de crecimiento de la inversión e igual a la tasa de crecimiento económico. Un cambio técnico exógeno y puntual o una elevación de la tasa de ahorro darán lugar a un incremento temporal en la tasa de crecimiento conforme se dota a los trabajadores de más o mejor capital, es decir, mientras aumenta la relación capital trabajo hasta alcanzar su nuevo valor de equilibrio tendencial. Alcanzado éste, la tasa de crecimiento económico se igualará de nuevo a la tasa de crecimiento demográfico y a la tasa de inversión. Finalmente, la consecuencia de todo lo anterior es que, en este modelo, para que se produzcan aumentos continuados en la tasa de crecimiento económico, ha de ocurrir que: 1) la tasa de crecimiento de la población debe crecer continuadamente, 2) se debe asistir a incrementos continuados de la tasa de ahorro, o 3) debe haber en la economía un progreso técnico continuado. De los tres mecanismos sólo el último parece realista. La debilidad del modelo, en este punto, consiste en que el cambio técnico es una variable exógena cuyo comportamiento por lo tanto no se explica en el mismo (véase crecimiento económico, crecimiento endógeno). Stackelberg, equilibrio de el modelo de Heinrich von Stackelberg (1905-1946) plantea que ocurriría si en un mercado duopolista, esto es con dos únicas empresas, una, que denominaremos líder, conoce la función de reacción de la otra empresa y ajusta su comportamiento anticipando cual va a ser la respuesta de su competidora ante sus decisiones de producción. La empresa competidora – denominada seguidora-, sin embargo, se ajusta a las decisiones de su rival. El resultado de este modelo es que el mercado alcanza un equilibrio que se caracteriza por una producción inferior a la de competencia perfecta pero superior a la de monopolio, y una cuota de mercado mayor para la empresa líder, igual a 2/3 del mercado en el supuesto de igualdad de costes. El modelo de Stackelberg es un ejemplo de un juego secuencial donde hay una ventaja en mover primero. El problema con este modelo es que no explica porqué una determinada empresa actúa de líder y la otra de seguidora. subasta aunque existen distintas formas de organizar una subasta, todas tienen en común el que plantean la compra de un bien, la contratación de un servicio, o la adquisición de un derecho/permiso o una empresa de forma abierta sin precio fijado de antemano (exceptuando el precio de salida). De manera que son los propios compradores los que determinan, compitiendo entre si mediante puja, el precio final. La subasta es, por lo tanto un mecanismo de determinación del precio final al que se realiza una transacción distinto de las dos alternativas más comunes: los precios fijos y la negociación bilateral entre comprador y vendedor. Aunque la subasta ha tenido siempre un papel relevante en el análisis económico, no en vano Leon Walras recurrió en 1880 al símil del subastador para describir un mercado perfecto en el que un agente, el subastador walrasiano
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anunciaría un precio, comprobaría si la oferta y la demanda coincidían a ese precio y en caso de que no fuera así anunciaría otro hasta que se produjera la igualdad entre oferta y demanda y se alcanzara el equilibrio (véase ajuste), en la práctica y excluyendo mercados muy específicos como las lonjas de pesca o los de antigüedades, las subastas han ocupado un lugar marginal como mecanismo de determinación de precios. Sin embargo, en los últimos años la popularización de Internet y la elección por parte de muchas administraciones públicas de este sistema a la hora de vender empresas públicas y asignar recursos escasos de gran importancia para las nuevas tecnologías de la información como las frecuencias de telefonía móvil de última generación, ha generado un renovado interés por estos mecanismos de asignación. Existen múltiples formas de organizar una subasta, y su diseño afecta de modo determinante a su resultado. Así, es habitual que el vendedor elija un tipo de subasta que maximice los ingresos que percibe, pero no es obligado que así ocurra, como acontece en las subastas para la concesión de algún bien o servicio realizadas por del sector público. Por ejemplo, no es extraño que en la subasta de una concesión administrativa para realizar un determinado servicio público en régimen exclusivo o cuasiexclusivo (por ejemplo, la contrata de recogida de basuras en un municipio o la restauración en un edificio público) la licencia se adjudique no a quien pague más por ella, sino al que ofrezca el servicio al precio más bajo. Si la adjudicación se le da a quien esté dispuesto a pagar más por ella, el resultado, si hay suficiente competencia entre los postores, será que el ganador acabe pagando por la concesión una cantidad sensiblemente igual a la renta económica o beneficio extraordinario esperado de la explotación monopolística que le garantiza la concesión. Dicho con otras palabras, la subasta actuaría como el mecanismo que utiliza la administración para monetizar y transferir a su bolsillo la actividad de búsqueda de rentas económicas. Es necesario recalcar, por otro lado, que dado que lo que paga el ganador en la subasta son gastos fijos, no tienen por ello mismo ninguna repercusión en el precio que luego cobre de la explotación del servicio. Un precio que, como ocurre en cualquier empresa maximizadora de beneficios, está en relación con los costes marginales de producción. De otra parte, en el caso de que la subasta la ganase aquel postor que ofreciese hacerse cargo del servicio al precio más bajo, la ganará (si hay suficiente competencia) quien ofrezca hacerlo a un precio igual al coste medio, pues esa sería la oferta que nadie podría batir. Serían los ciudadanos quienes más se viesen favorecidos en este tipo de subastas pues, en este caso, el volumen de servicio que presta la contrata sería mayor que en el caso anterior (siempre que la calidad a la que se proporcionase el servicio no cayese). Centrándose en las subastas diseñadas de modo que aquello que se subasta se adjudique al mejor postor, atendiendo a las reglas que determinan el ganador éstas se pueden clasificar en: a) subasta inglesa, la tradicional subasta abierta –oral- al alza. b) subasta holandesa, subasta abierta a la baja. c) subasta con plicas, en donde las pujas se presentan simultáneamente en sobres cerrados, ganando quien presenta la puja más elevada. Si bien ello no significa que el ganador tenga que pagar esa cantidad, pues las reglas de la subasta pueden establecer que pague bien ese precio (subasta según el precio más alto) bien el precio de la segunda puja más elevada (subasta según el segundo precio más elevado), o una combinación de ambos. Atendiendo al valor que tenga el objeto o derecho subastado, las subastas se clasifican en dos grandes grupos: a) subastas de valor privado, que son aquellas en las que cada postor tiene una valoración privada y subjetiva (o precio de reserva) del objeto subastado, no conocida con certeza para el resto (por ejemplo, una antigüedad tiene por lo general distinto valor para distintos individuos); b) subastas de valor común, que son
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aquellas en las que lo que se subasta tienen un valor muy similar para los distintos postores, pero ninguno sabe cuál es ese valor con certeza (por ejemplo, el valor de una concesión administrativa será en la práctica aproximadamente el mismo independientemente de quien la gane, pero cada postor lo estima de antemano de distinta manera); y c) subastas mixtas que combinan elementos de las dos anteriores. Si nos centramos en las subastas de valor privado, se tiene que tanto la subasta inglesa como la subasta por plicas de segundo precio conducen a resultados similares. En efecto, en este tipo de subasta postular el precio de reserva es para cada postor su estrategia dominante pues declarar un precio inferior no tiene ninguna ventaja ya que, caso de ganar, lo que se paga es la postura del segundo mejor postor (por ejemplo, si nuestra valoración es 100€ y postulamos sólo 85€ nos arriesgamos a perder a favor del segundo postor que ofrece 90 € cuando ganar –por ejemplo con 91€- nos permitiría una ganancia positiva. Dado que desconocemos las posturas del resto de participantes, no conviene ofrecer menos del precio de reserva. Pero tampoco tiene ventaja postular un precio superior al precio de reserva, pues corremos el riesgo de ganar perdiendo. Por otro lado, en el caso de la subasta inglesa, la estrategia dominante es pujar como máximo hasta que el precio alcance nuestro precio de reserva. Ahora bien, ¿qué precio alcanzará la puja en una subasta inglesa? Resulta evidente que la puja continuará hasta que se alcance un precio 1€ más alto que el precio de reserva del segundo mejor postor. Tanto la subasta inglesa, como la de plicas basada en el segundo precio más alto conducen, pues, a precios similares. Podría pensarse que subasta por plicas basada en el segundo precio les reporta menos ganancias a los vendedores que la basada en el precio más elevado, dado que obtendrían unos ingresos iguales a la segunda mayor puja, pero el asunto es mucho más complicado ya que, en este caso, dado que el vencedor ha de pagar su puja deberá elegir ésta de modo que sobrepase sólo ligeramente al precio de reserva que estima tiene el segundo mayor postor, pues nunca le interesará pujar un valor más elevado ya que, si gana, lo tendrá que pagar. La consecuencia es que el ingreso “esperado” en la subasta por plicas basada en el precio más alto coincidirá con el ingreso generado si la subasta se basa en el segundo precio, aunque los ingresos reales pueden ser diferentes. En una subasta de valor privado se debe, por otro lado, conseguir que haya el número más elevado de postores, puesto que así se eleva la puja esperada del ganador, así como la valoración promedio del segundo mejor postor. En lo que respecta a las subastas de valor común, su característica más destacada es la circunstancia conocida como maldición del ganador, que refleja el hecho de que –en ausencia de una política previsoraquien gane la subasta será el que puje una cantidad superior a la del resto, y por lo tanto al valor medio o esperado que tenga lo subastado, con lo que la probabilidad de que su puja exceda a su valor real será muy elevada.
subasta del dólar
modelo diabólico de juego secuencial inventado por Martín J. Shubik, también llamado
“juego de la escalada”, en que se subasta al alza y de modo abierto (subasta inglesa) un dólar con la peculiaridad de que todos los participantes y no sólo el ganador tendrán que pagar el precio que ofrecieron. Si, por ejemplo consideramos que sólo hay dos postores, y que las pujas se suceden de diez en diez centavos, el juego podría desarrollarse del siguiente modo. Uno de los postores podría empezar ofertando la cifra más baja, 10 centavos, entonces, una vez que el otro responde pujando con cualquier cifra superior, por ejemplo, 20
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centavos, la escalada está garantizada. Imaginemos que ese proceso de alza ha llegado a una situación en que uno de los postores está pujando 90 centavos y el otro 80. Ahora bien, para que éste no pierda los 80 que ha pujado sólo le queda la opción de ofrecer un dólar por un billete de un dólar, por lo que de vencer en la subasta, nada ganaría. Pero claro está, la cosa no queda ahí, pues el otro postor sería en tal caso el perdedor y tendría que pagar los 90 centavos que pujó previamente. De la comparación de las alternativas que tiene ante sí: aumentar su puja hasta un dólar y 10 centavos y si gana, perder 10 centavos, o darse por derrotado y perder 90; surge la única vía “racional”: continuar apostando pujando un dólar y 10 centavos por un billete de dólar. Pero, una vez hecha, entonces, el otro postor perdería el dólar que había ofrecido antes, por lo que tendrá interés en aumentar su puja hasta un dólar 20 centavos...y así sucesivamente. Las sucesivas pujas por un billete de un dólar podrían subir indefinidamente. Por supuesto esto no ocurre en la realidad, pues los postores tienen limitaciones presupuestarias, y así en distintas subastas del dólar entre estudiantes universitarios se ha observado que las pujas llegan hasta pagar 3 o 4 dólares por el billete. Pero el mecanismo de escalada que hace que los agentes en una competencia dediquen demasiados esfuerzos y recursos para alcanzar un resultado que, al final, no los vale, está presente en multitud de “carreras” competitivas en la realidad social y económica: la “carrera armamentística”, la competencia posicional, las carreras de señalización, las actividades de búsqueda de rentas, las “guerras” de publicidad y de precios, la asignación por colas (véase racionamiento), etc. El cómo es posible que se imponga una dinámica con resultados tan “irracionales” como la de la subasta del dólar entre agentes racionales, se deriva precisamente de la conjunción entre el diseño de la subasta y una de las reglas de la elección racional: la que establece que a la hora de tomar una decisión sólo han de tomarse en cuenta los nuevos costes o costes de oportunidad asociados a la decisión y no los costes hundidos o costes irrecuperables. Y sucede que una vez hecha una puja por un postor, ésta se convierte instantáneamente en un coste hundido, un coste fijo que habrá de afrontar independientemente del resultado final de la subasta, por lo que sólo le preocupará el cómo ganarla para así tratar de minimizar sus pérdidas. subdesarrollo el subdesarrollo se define por contraposición al desarrollo: un país es subdesarrollado si no alcanza los niveles de bienestar (véase Índice de Desarrollo Humano) y renta de aquellos países de renta elevada. Es evidente que la dicotomía desarrollo-subdesarrollo es tan sólo una caricatura de la realidad. El mundo esta formado por un continuo de países con una renta que va desde los 480 dólares en paridad de poder adquisitivo, PPA, de Sierra Leona a los 34.320 de Estados Unidos. Utilizando la clasificación del Banco Mundial, en 2001 la renta per capita mundial PPA era de 7570 $, pues bien 2,5 billones de personas vivían en países de renta baja, con una renta per capita de 2.040 $, 2,6 billones en países de renta media, con una renta per capita de 5.710 $, y el poco menos de un billón restante vivían en países de renta alta con una renta per capita media de 27.680 $. En todo caso, hay que tener en cuenta que incluso dentro de una misma categoría de renta estamos hablando de países con muy distinta historia, cultura y características geográficas y económicas. Aún así se pueden distinguir una serie de elementos comunes a gran parte de los países 65 países de renta baja y en menor medida de los 52 países de renta media baja (5.020 $ de renta per capita), entre los que destacan: (1) desde un punto de vista geográfico los países menos desarrollados, PMD, se sitúan mayoritariamente en el trópico, en muchos casos sin salida al mar y lejos de los principales mercados y rutas comerciales del mundo. (2) Su posición geográfica les hace propicios a la aparición de enfermedades
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parasitarias, algunas de ellas, como la malaria, con un alto índice de morbilidad y mortalidad (un millón de personas al año en África) y un alto coste económico, estimado para países como Kenia o Nigeria entre el 2 y el 5% del PIB. (3) Alto crecimiento de la población (2 % frente al 0,7 % de los países de renta alta), fruto de la caída de las tasas de mortalidad y el mantenimiento de las tasas de natalidad a los niveles existentes cuando la mortalidad era mayor. (4) Importancia de la agricultura, en muchos casos de subsistencia y las actividades informales de servicios. (5) El bajo nivel de renta genera una baja tasa de ahorro que a su vez explica su baja dotación de capital y sus bajos niveles de productividad. (6) Instituciones políticas deficientes, con un alto nivel de corrupción. (7) Alto nivel de fragmentación etnolingüística, que en combinación con la falta de mecanismos de representación política puede favorecer la aparición de conflictividad social y conflictos bélicos. (8) Especialización en la exportación de un número reducido de productos primarios (véase teoría de la dependencia). Todos estos factores repercuten en bajos niveles de cobertura de las necesidades básicas, incluyendo acceso a agua potable, alcantarillado, educación (el 37 % de la población de más de 14 años es analfabeta) y una esperanza de vida significativamente inferior a la de los países de renta alta (59 años frente a 78). En todo caso es importante señalar que las características del subdesarrollo son cambiantes, en la actualidad, uno de los problemas de los PMD es el crecimiento descontrolado de las grandes ciudades y la aparición de cinturones de pobreza a su alrededor, algo desconocido en esos países hace cincuenta años, cuando eran básicamente economías rurales. Del mismo modo, la aparición de la pandemia del SIDA está afectando a la mejora de la esperanza de vida que lentamente se estaba produciendo en los PMD. subempleo el concepto de subempleo, o desempleo disfrazado, hace referencia al hecho de que un trabajador esté ocupado en una actividad en la que, debido a insuficiencia de tiempo o de factores productivos complementarios, genera una producción inferior a la potencial. La definición anterior incluye cuatro situaciones de subempleo. La primera y más fácil de medir, que podemos denominar subempleo de tiempo, incluiría a todos aquellos trabajadores que trabajan menos horas de las que quieren y pueden trabajar, el ejemplo típico es el de los ocupados a tiempo parcial por no poder encontrar un trabajo a tiempo completo. Los valores de este tipo de subempleo en Europa fluctúan entre el 1 % de los ocupados en Francia y el 7 % en Suecia. La segunda fuente de subempleo es la falta de disponibilidad de recursos complementarios al trabajo en cantidad suficiente para liberar toda su capacidad productiva. Los trabajadores de mantenimiento de carreteras con poco más de una pala para realizar su trabajo, una escena corriente muchos países menos desarrollados, sería un ejemplo de este tipo de subempleo. Para algunos de los modelos más famosos de desarrollo económico este tipo de subempleo cumplía con un papel importante en el proceso de desarrollo ya que su existencia permitía a las empresas industriales de los países menos desarrollados contar con una oferta ilimitada de mano de obra a salarios sólo marginalmente superiores a los ingresos del sector rural, sin que por ello se resintiera la producción agrícola. La tercera causa de subempleo sería la realización de un trabajo para el cual es necesaria una cualificación inferior a la del trabajador que desarrolla esa actividad, lo que daría lugar a subempleo por infrautilización del capital humano: la licenciada en química que trabaja como teleoperadora sería un ejemplo de este tipo de subempleo. Por último, una cuarta fuente tiene que ver con el sobredimensionamiento de las plantillas en empresas u organismos públicos derivado bien de la utilización de criterios de contratación distintos al de minimización de los costes, bien de la dificultad, por razones sociales o legales, de despedir a los
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trabajadores no necesarios para la producción como consecuencia de cambios en la tecnología productiva o en la demanda. La imagen decimonónica de ministerios en donde los funcionarios se entretienen leyendo el periódico, sería un ejemplo de este último tipo de subempleo.
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T tasa de descuento véase actualización. tasa interna de retorno la tasa interna de retorno, TIR, es la tasa de descuento que hace que el valor actual neto, VAN (véase actualización), de un proyecto de inversión sea igual a cero, igualando por lo tanto el valor presente de los beneficios y costes del proyecto. De forma intuitiva la TIR se puede entender como el tipo de interés (o tasa social de descuento, si el proyecto en de índole público) que haría que los beneficios netos actualizados de un proyecto de inversión fueran nulos: (B1 – C1) (B2 – C2) B
0 =
(B3 – C3)
----------- + ---------- + ----------- + …. (1+r)
(1+r)2
(1+r)3
Donde (B-C) son los beneficios netos en cada periodo (1, 2, 3,…) que dura el proyecto de inversión. Por ejemplo, un proyecto cuya realización cuesta 100 € y tiene una duración de un año al cabo del cual se obtiene un resultado de 110€ (es decir, que tiene beneficios estimados de 10 €), tendría una TIR del 10%, lo que significa que si el tipo de interés fuera del 10 % al inversor le daría lo mismo llevar a cabo el proyecto que colocar los fondos disponibles para el mismo en bonos con una remuneración del 10 %. De acuerdo con este criterio un proyecto se llevaría a cabo si su TIR fuese mayor que el tipo de interés, mientras que entre varios proyectos alternativos que cumplan este requisito, aquel con mayor TIR sería el elegido. Este criterio de selección de inversiones es, junto al del valor actual neto, uno de los más utilizados para discriminar entre inversiones alternativas, siendo su principal ventaja su carácter práctico, ya que es habitual que los agentes económicos piensen en términos de tipo de rendimiento más que en términos de beneficios y costes absolutos (como en el caso del VAN). En la medida que un proyecto de inversión dure más de un periodo, tendrá distintas TIR, como resultado del tipo de ecuación que se ha de resolver para calcularla. Si la inversión tiene dos periodos, se trataría de una ecuación de segundo grado con dos posibles soluciones, si es de tercer grado habría una solución adicional, y así sucesivamente. En tales casos, la diversidad de valores de TIR para cada proyecto dificultaría la selección ya que los resultados serían ambiguos, a menos que se decidiese que cada proyecto se eligiese a tenor de la mayor o menor tasa de TIR entre las posibles que tuviera, lo cual no dejaría de ser arbitrario. Finalmente, aun con un resultado único, el criterio del TIR no conduce a las mejores elecciones a la hora de seleccionar entre proyectos de inversión cuando, por ejemplo, los proyectos son indivisibles y no pueden ser combinados, de modo que se ha de optar por uno o por otro. En este caso, puede
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ocurrir que el TIR no sirva para discriminar entre dos proyectos diferentes pues suceda que existan tamaños para cada uno de ellos para los que se tenga el mismo TIR. Por todo ello normalmente se considera que el VAN es una regla de decisión más adecuada. tasa natural de desempleo el concepto de tasa natural de desempleo, desarrollado por el premio Nobel de economía de 1976 Milton Friedman, defiende que la posibilidad de optar, a la hora de diseñar la política económica de un país, bien por una menor inflación a costa de un desempleo mayor, bien por una menor tasa de desempleo sacrificando para ello la estabilidad de precios, tal y como recoge la curva de Phillips, sería una opción sólo viable hasta alcanzar cierta tasa de desempleo: la tasa natural de desempleo, TND. A partir de ese punto la reducción del desempleo sólo se mantendría a corto plazo, regresando a medio plazo a la tasa de desempleo existente con anterioridad, pero ahora con una mayor inflación. Es decir, que la política expansiva sólo sería efectiva antes de alcanzar la TND. Una vez alcanzada la TND, el aumento de demanda de trabajo asociado a la existencia de una demanda efectiva insatisfecha generaría un aumento de los salarios y el correspondiente aumento de precios, de forma que temporalmente, tal y como indica la curva de Phillips, se produciría un aumento del empleo, una caída del desempleo y un aumento de la inflación. Sin embargo, en el medio plazo, los trabajadores, conscientes de la caída en sus salarios reales derivada del aumento de los precios, exigirían subidas salariales para compensar este aumento, lo que repercutiría en una menor demanda de trabajo por parte de las empresas, volviéndose a la situación de partida en términos de desempleo, pero con una mayor inflación (véase también NAIRU). En todo caso, es necesario señalar que no hay nada de “natural” en la tasa natural de desempleo. No se trata de una constante de la naturaleza a la que no le afecte las instituciones y la política económica: las instituciones del mercado de trabajo, el modo como se realice las negociaciones salariales, la existencia de prestaciones por desempleo o la política de competencia que afecta a la discrecionalidad con la que las empresas pueden trasladar subidas de costes a precios, alterarán la posición de la TND en el corto plazo. Y ello sin contar con los cambios demográficos y en la tecnología a largo plazo. teorema de la telaraña cuando por las características técnicas del proceso productivo de un bien la oferta tiene un tiempo de respuesta elevado ante las variaciones en el precio, el ajuste entre oferta y demanda puede demorarse temporalmente. El teorema de la telaraña es un caso de este tipo de proceso de ajuste. Tomemos como ejemplo cualquier mercado agrícola de un bien perecedero en el que las decisiones de cuánto producir se tomen, por razones de ciclo productivo, con un año de antelación al momento en el que se lleva el bien al mercado. El gráfico adjunto recoge este proceso de ajuste. Dadas unas expectativas sobre el precio que alcanzará el bien en el mercado el siguiente año, Pe0, los agricultores deciden que van a producir una cantidad Q0. Si por cualquier razón la demanda el siguiente período es inferior a la esperada, los agricultores se verán obligados a (mal)vender su producción a un precio mucho más bajo, P0. Si los agricultores esperan que ese precio sea el vigente el año siguiente, Pe0 = P0, entonces ajustarán su producción a la baja, Q1. Pero al haber reducido su oferta, una vez transcurrido el tiempo necesario de producción los agricultores obtienen en el mercado un precio más alto, P1, mejorando por lo tanto la rentabilidad de sus explotaciones. Si toman este precio P1 como el precio esperado para el siguiente período, Pe1 = P1, entonces procederán a producir una P
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cantidad igual a Q2, para descubrir al año siguiente que, de nuevo, se han equivocado en sus estimaciones de precio, ya que dada la cantidad ofertada el precio es de P2. Como se puede ver este proceso de prueba y error converge a una situación de equilibrio en donde oferta y demanda se ajustan, cumpliéndose las expectativas de los agricultores. Pero no siempre tiene que ser así, ya que en presencia de mercados normales –demanda decreciente y oferta creciente con el precio- bastaría con que la oferta tuviera menos pendiente (fuera menos sensible al precio, menos elástica respecto al precio) que la demanda para que el proceso sea divergente en vez de convergente. Es importante tener en cuenta que el modelo de ajuste de la telaraña se construye bajo la idea de que los agentes forman sus expectativas de modo adaptativo, esto es, en cada periodo toman decisiones suponiendo que el precio vigente será el que regirá también en el futuro, lo que conduce a que se equivoquen repetidamente a lo largo de todo el proceso de ajuste. Consecuentemente, el ajuste vía telaraña sería incongruente con el supuesto de que los agentes económicos se comportan racionalmente, lo que implica que los individuos aprenden lo suficiente del pasado para no repetir los mismos errores año tras año.
Oferta Pe0 P1 P2 P0 Demanda
Q1
Q3
Q2
Q0
terciarización por terciarización se hace referencia al proceso de aumento de la importancia del sector servicios en el conjunto de la actividad productiva de un país. La terciarización sería la última fase del cambio estructural que acompaña al crecimiento económico. Este proceso tiene implicaciones importantes en el funcionamiento de la economía por varias razones. Por un lado, la terciarización, que frecuentemente va acompañada por un proceso de desindustrialización, supone el crecimiento de un sector que, por término medio, tiene tanto niveles como tasas de crecimiento de la productividad más bajos que el sector industrial. Esta diferencia en términos de productividad tiene implicaciones importantes sobre la economía, ya que si tenemos dos sectores con diferente crecimiento de la productividad, cuanto mayor sea el crecimiento del sector
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con un comportamiento menos dinámico de la misma, menor será el crecimiento medio de la productividad del conjunto de la economía. De este modo, en la misma medida que el traspaso de activos del sector agrícola al sector industrial asociado a la industrialización tuvo un impacto positivo sobre el crecimiento de la productividad, el traspaso de población activa del sector industrial al sector servicios ralentizaría su crecimiento. En la práctica, este planteamiento se ha visto matizado por tres factores. En primer lugar, gran parte del crecimiento del sector servicios responde a lo que se conoce como externalización por la que actividades auxiliares a la empresa que antes se desarrollaban dentro de ésta,
ahora son objeto de
subcontratación, lo que significa que parte del crecimiento del sector servicios reflejaría tan sólo la contabilización nueva como producción de servicios en el mercado de una actividad productiva que ya existía con anterioridad pero que no se contabilizaban como tal. En segundo lugar, el sector terciario es una amalgama de actividades, algunas de las cuales, como los servicios sociales o personales, por sus características intrínsecas, tienen un bajo crecimiento de la productividad, mientras que otras, como las de transportes, comunicaciones o las del sector financiero tienen un comportamiento de la productividad mucho más dinámico. De esta forma, el mismo proceso de terciarización tendrá efectos distintos sobre el crecimiento de la productividad dependiendo de su composición. Por último, las nuevas tecnologías de la información, a diferencia de lo ocurrido con otras olas de cambio técnico, han resultado ser especialmente aplicables al sector terciario, facilitando el aumento de la relación capital trabajo del sector y el crecimiento de su productividad, algo que antes estaba reservado en gran medida a los procesos manufactureros. Por otra parte, aunque de forma relacionada con lo anterior, el menor crecimiento de la productividad del sector terciario (de confirmarse) generaría un aumento de los costes, fenómeno conocido como la enfermedad de los costes y descrito por William Baumol. Si los salarios industriales crecen a la par del crecimiento de la productividad en su sector, y los trabajadores del sector servicios a la hora de establecer sus reivindicaciones salariales se guían por los incrementos salariales de los que gozan los trabajadores industriales, entonces, al ser los crecimientos de su productividad más pequeños, se producirá un aumento en los costes laborales unitarios del sector servicios. Este aumento, con toda probabilidad, se trasladará en buena medida a precios en la medida del sector servicios, por su naturaleza, tiene un escaso grado de apertura a la competencia exterior. De ahí que, excluyendo la energía, sea el sector servicios el que normalmente contribuye más al crecimiento de los precios. Por último, y desde otra perspectiva, se tiene que dado que en gran parte de las actividades de servicios la producción no se puede desvincular de la venta, el crecimiento del peso del sector servicios en la economía afectará a la distribución del tiempo de trabajo, que pasaría a ocupar de forma creciente franjas temporales (sábados, domingos, última hora de la tarde y noche) antes reservadas a otros menesteres y ahora dedicadas al consumo y a la producción de servicios. Thrilwall, ley de en 1979 A. P. Thirlwall planteó, mediante un sencillo modelo, la posibilidad de que la tasa de crecimiento de un país se viera limitada por las restricciones impuestas por el mantenimiento del equilibrio de la balanza de pagos. La idea subyacente a este modelo es que, puesto que el aumento de la renta de un país se traduce en un aumento de sus importaciones, para que el crecimiento sea compatible con el mantenimiento del equilibrio de la balanza de pagos será necesario que simultáneamente crezcan las exportaciones del país
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(que dependerán del tipo de cambio, los precios relativos y la renta del resto del mundo), o, alternativamente, que aumente la entrada neta de capitales extranjeros. Bajo el supuesto de que los cambios en los precios relativos y las variaciones en la entrada neta de capitales del exterior tienen poca importancia, y si consideramos también que las variaciones del tipo de cambio no tienen un efecto significativo permanente sobre el comportamiento de exportaciones e importaciones (aunque coyunturalmente puedan tenerlo), entonces el crecimiento de la renta compatible con el mantenimiento del equilibrio de la balanza de pagos (exportaciones = importaciones), yBP, será aquel para el que la variación en las importaciones asociadas al crecimiento de la renta de un país (o sea, el producto de la elasticidad renta de las importaciones, ERM, por esa tasa de crecimiento de la renta del país, yBP) sea igual a la variación de sus exportaciones (o sea, el producto de la elasticidad renta de las importaciones que le hacen el resto del mundo ERX , por la tasa de crecimiento de la renta mundial, yR), es decir que se cumpla: yBP = [ERX / ERM ] . yR = x / ERM donde x sería la variación de las exportaciones que hace el país. Esta expresión, conocida como la Ley de Thirlwall, indica que la tasa de crecimiento de la renta de un país compatible equilibrio del sector exterior depende positivamente del crecimiento de las exportaciones, y negativamente de su elasticidad renta de demanda de importaciones, esto es, de la sensibilidad de su demanda de importaciones ante cambios en la renta. A partir de la expresión anterior se pueden obtener varias conclusiones: (1) dado que los países tienen diferencias importantes sus valores de ERX y ERM, que reflejan diferencias en su especialización sectorial, el crecimiento compatible con equilibrio exterior será muy distinto entre países, de forma que aquellos que estén especializados en la producción de bienes con elasticidad renta elevada y que acudan al exterior para proveerse principalmente de bienes primarios de baja elasticidad renta, tendrán consiguientemente una tasa de crecimiento compatible con el equilibrio exterior mucho más elevada que aquellos otros con una pauta de especialización opuesta. (2) A partir de la expresión anterior se obtiene que el crecimiento relativo de la renta de un país con respecto al crecimiento de la renta del resto del mundo depende del cociente entre la elasticidad de sus exportaciones con respecto a la renta mundial y la elasticidad de sus importaciones con respecto a su renta [(yBP/ yR) = (ERX / ERM)]. Si como señala la teoría de la dependencia los países menos desarrollados se especializan en la producción y exportación de bienes y servicios con una demanda de baja elasticidad renta, entonces su tasa de crecimiento de equilibrio exterior será menor que la tasa de crecimiento económico del resto del mundo [(yBP/ yR ) < 1], lo que significará que, al contrario de lo que señala la economía neoclásica, no se producirá un proceso de convergencia de renta per capita entre países, sino todo lo contrario: la divergencia será la norma. Las estimaciones realizadas desde la formulación de esta “ley”, tanto para países de renta alta como para países menos desarrollados, muestran que sus tasas de crecimiento real son por lo general similares a las tasa de crecimiento compatibles con el equilibrio exterior, yBP, lo que se interpreta como una confirmación de la ley de Thirlwall.
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tipo de beneficio el tipo de beneficio, r, es una medida de la rentabilidad media de las inversiones definida como el cociente entre el beneficio, B, bruto, es decir incluyendo el coste de uso del capital, obtenido de una actividad productiva y el valor del capital comprometido en la misma, K (r = B/K). tipo de cambio se denomina tipo de cambio nominal al precio de una moneda en términos de otra. El tipo de cambio se puede definir también en términos reales, como tipo de cambio real, en cuya determinación intervienen los precios relativos de los países implicados en el comercio internacional. Este tipo de cambio se define como el tipo de cambio nominal multiplicado por el nivel de precios en el otro país y dividido por el nivel de precios nacional. De este modo, una subida del tipo de cambio real, es decir una depreciación real, puede ser el resultado tanto de la existencia de un crecimiento mayor de los precios en el país como de una devaluación del tipo de cambio nominal. El tipo de cambio es una variable determinante de las exportaciones e importaciones pues el precio en moneda nacional de un producto importado dependerá no sólo de su precio en la moneda del país de origen, sino también del tipo de cambio de esa moneda con respecto a la moneda del país importador. Así, por ejemplo un producto que en origen valga 1 $ valdrá 0,8 € si el tipo de cambio es 0,8 € = 1 $, mientras que si el dólar se aprecia hasta valer lo mismo que el euro (1$ = 1€), el mismo bien, sin cambiar su precio en dólares, aumentará su precio en euros hasta 1. De idéntica forma, la caída del tipo de cambio (devaluación) abaratará en moneda extranjera los productos nacionales. Desde una aproximación teórica los países pueden optar por tres formas distintas de gestionar su tipo de cambio. La primera de ellas es dejar el tipo de cambio libre, también conocida como sistema de flotación libre, o limpia, consistente en dejar al mercado de divisas que fije libremente el tipo de cambio sin intervenir en su determinación. En un mercado de divisas libre el tipo de cambio se fijará, como lo hace cualquier precio en un mercado no intervenido, de acuerdo con los movimientos de la oferta y la demanda de divisas. En este caso la demanda de divisas la realizarán agentes económicos que desean importar bienes y servicios del exterior, llevar a cabo inversiones en el extranjero, o remitir parte de sus ingresos a sus familias en el caso de trabajadores emigrantes. Junto con estas operaciones, otra fuente de demanda de divisas es la que se pudiera realizar con una finalidad meramente especulativa si se espera que en el futuro se revalúe la moneda nacional. Este último tipo de operaciones dependerá de forma especial de las expectativas que tengan los agentes con respecto a la evolución futura del tipo de cambio y las variables de las que puede depender (evolución económica, tipos futuros de interés, etc.) A su vez la oferta de divisas tendrá su origen en los exportadores que tras vender sus productos en el exterior cambian los ingresos obtenidos en divisas por moneda nacional (la que utilizan para pagar a sus acreedores, trabajadores, etc.), inversores extranjeros que pretenden invertir en el país (véase inversión extranjera directa) y otras fuentes como puedan ser transferencias de emigrantes o de otro tipo. Al igual que ocurría con la demanda, existe una última motivación distinta de oferta de divisas, que es la realizada por aquellos agentes que en el pasado adquirieron divisas con una finalidad especulativa esperando su apreciación y que, ahora, una vez aumentado su valor, las venden en el mercado para realizar sus ganancias. Que el tipo de cambio sea libre significa que cambiará en función de los movimientos de oferta y demanda, de forma que el aumento de la demanda de la divisa o moneda extranjera generará una tendencia a la depreciación de la moneda nacional (caída de su valor con respecto a la divisa), mientras que un aumento de la oferta una divisa o moneda extranjera generará una apreciación de la moneda nacional. La principal ventaja
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que tiene este sistema es que en ningún caso se produce una falta de divisas en el mercado, ya que en presencia de un exceso de demanda, automáticamente se produce una depreciación de la moneda, con la consiguiente caída en su cantidad demandada (puesto que al encarecerse una divisa se encarecen también las importaciones) y un aumento de la cantidad ofrecida (ya que al depreciarse la moneda se facilitan las exportaciones). El principal inconveniente del tipo de cambio libre es que la misma libertad de movimiento que garantiza un mercado en equilibrio sin necesidad de intervención (demanda de divisas = oferta de divisas), produce continuos movimientos del tipo de cambio, dando lugar a incertidumbre sobre cuál será el tipo de cambio en el fututo (incluso el más inmediato), en perjuicio del comercio exterior, en la medida el desconocimiento de cuáles van a ser los precios reales de los bienes intercambiados convierte estas actividades en actividades de riesgo. En el otro extremo del espectro de sistemas de tipos de cambio se encontrarían aquellos basados en la existencia de un tipo de cambio fijo, esto es un tipo de cambio que se mantiene invariable, salvo causa de fuerza mayor, independientemente de la situación de la oferta y demanda de divisas existente un momento dado. La existencia de un tipo de cambio fijo, cuyo caso extremo sería la creación de un currency board o caja de conversión, exigirá que la autoridad monetaria actúe como comprador o vendedor de divisas complementando la demanda o la oferta de divisas del mercado y permitiendo el mantenimiento del tipo de cambio sin generar una situación de racionamiento. De este modo, si la demanda de divisas es mayor que la oferta, el Banco Central tendrá que entrar en el mercado como oferente de divisas (provenientes de sus reservas) hasta que la suma de la oferta de mercado y la oferta de regulación del Banco Central iguale a la demanda de mercado. Por el contrario, si la oferta fuera mayor que la demanda, el mantenimiento del tipo de cambio exigiría que el Banco Central actúe como comprador de divisas hasta eliminar el exceso de oferta. Estas divisas pasarían a formar parte de las reservas del Banco, y posibilitarán su actuación como oferente en caso de ser necesario en el futuro. Este sistema, dominante en la década de los 50 y 60 del pasado siglo (véase Fondo Monetario Internacional), tiene la ventaja de eliminar la incertidumbre sobre el tipo de cambio facilitando el comercio internacional. Sin embargo su funcionamiento exige que las actuaciones de compra y venta de divisas por parte del Banco Central se alternen, de forma que éste no se enfrente con una situación de falta de divisas o de sobreacumulación de reservas. Por último existe una opción intermedia, el tipo de cambio intervenido, también conocido como flotación sucia, que se caracteriza por permitir que el tipo de cambio fluctúe dentro de una banda establecida explícita o implícitamente, interviniendo el Banco Central cuando los tipos de cambio en sus fluctuaciones traspasaran dichas bandas. El Sistema Monetario Europeo existente desde 1979 hasta la entrada en funcionamiento de la Unión Monetaria Europea en 1999, en el que el tipo de cambio entre las monedas integrantes del sistema disponían de un margen de fluctuación libre del 2,25 % (6 % en casos especiales) sería un ejemplo de este tipo de mecanismo. La existencia de una masa cada vez mayor de capitales financieros que se mueven libre y rápidamente debido a la liberalización financiera de un país a otro en búsqueda de ganancias especulativas rápidas, ha limitado la viabilidad de este tipo de sistemas, al no contar las autoridades encargadas del control del tipo de cambio con una capacidad de intervención lo suficientemente contundente como para contrarrestar los ataques especulativos contra sus monedas. Circunstancia esta que explicaría el abandono de este tipo de mecanismo cambiario.
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Por otro lado, es importante señalar que la política de tipo de cambio no se puede realizar de forma aislada, independientemente de las políticas monetarias y fiscales que se establezcan, ya que las actuaciones monetarias y fiscales afectarán al sector exterior y por lo tanto al tipo de cambio. Por poner un ejemplo, una política monetaria expansiva de reducción del tipo de interés afectará a la rentabilidad de las inversiones financieras en el país, con lo que se reducirá la entrada de capitales extranjeros y se favorecerá la inversión de los capitales nacionales en el exterior –allá donde estén mejor remunerados- algo que supondrá una reducción de la oferta y un aumento de la demanda de divisas, y la consiguiente depreciación del tipo de cambio de la moneda nacional, e forma que los objetivos de mantenimiento del tipo de cambio y expansión monetaria no serían compatibles. Lo anterior significa que la opción a favor de un sistema de tipo de cambio fijo supone también, implícitamente, la subordinación de la política monetaria al objetivo de mantenimiento del tipo de cambio. Junto con estos mecanismos, es posible diseñar sistemas de tipo de cambio múltiple, en los que el tipo de cambio varía en función de la clase de operación de importación o exportación realizada. Así, por ejemplo, un país en vías de desarrollo podría fijar un tipo de cambio fijo para sus exportaciones de bienes primarios y sus importaciones de bienes esenciales, y un tipo de cambio libre para las importaciones no esenciales y sus exportaciones de manufacturas (muy sensibles a los cambios en los precios), de forma que en una situación de falta de divisas, el tipo de cambio libre caería –devaluación- de forma importante por debajo del tipo de cambio fijo, generando una mejora de la competitividad de sus manufacturas y una caída de las importaciones de bienes no esenciales, sin que por ello se encarecieran las importaciones de bienes esenciales (sujetas a un tipo de cambio fijo). Este sistema ha sido criticado por los fuertes costes de administración derivados de garantizar que las divisas obtenidas de la exportación de bienes primarios se dirijan a la importación de bienes esenciales y por el alto riesgo de ser utilizado de forma fraudulenta propiciando la corrupción. A finales de la década pasada una veintena de países poco desarrollados tenían un sistema de tipo de cambio múltiple de uno u otro tipo. La plena liberalización de los movimientos de capitales, el aumento de la velocidad con la que se desarrollan las transacciones financieras y el incremento de peso del comercio exterior en el funcionamiento de unas economías nacionales cada vez más globalizadas, ha llevado a muchos países a plantearse hasta que punto sus regímenes de tipo de cambio son adecuados a las nuevas coordenadas económicas. Este proceso de revisión parece haber favorecido a los regímenes extremos, ya sean éstos de tipo de cambio fijo (incluyendo aquí, la dolarización, la adopción de un sistema de “currency borrad” o la creación de una moneda común – unión monetaria) o de flotación pura, frente a los sistemas intermedios de flotación sucia o intervenida. Una tendencia que habría llevado a algunos economistas como Stanley Fischer a hablar de una bipolarización de los regímenes de tipo de cambio. A comienzos de siglo, el 42 % de los países del mundo tenían un tipo de cambio libre, el 34 % un sistema intermedio y el 24 % restante un tipo de cambio fijo (frente al 23, 62 y 16 % de la década anterior). tiranía de la durabilidad un monopolio que vende un bien duradero se encuentra en una situación paradójica cual es que, en cada momento, se enfrenta a la competencia de los bienes que previamente ha vendido, o lo que es lo mismo, se encuentra con que se hace la competencia a sí mismo. Circunstancia que habría de tener en
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cuenta a la hora de tomar decisiones sobre la producción y la estrategia de venta en cada periodo. La importancia de esta “tiranía” que suponen los bienes ya producidos depende de la existencia de mercados de segunda mano competitivos, así como del grado de sustituibilidad entre los bienes vendidos previamente y los que se venden en este periodo. Si la sustituibilidad fuese perfecta porque los bienes duraderos tuviesen una nula o muy pequeña tasa de depreciación, y el mercado de bienes usados fuese muy competitivo, entonces el monopolio podría verse obligado a comportarse también de modo competitivo. El monopolio que vende bienes duraderos puede adoptar algunas estrategias para zafarse de esa tiranía. Puede optar, por ejemplo, por alquilar su producto y no venderlo (eso intentó hacer durante un tiempo IBM). Puede también optar por acelerar la tasa de obsolescencia planificada, aumentando la depreciación económica del bien ofreciendo nuevas variedades con distintas características. Pero tiene otras alternativas. Dado que la tiranía de la durabilidad se plasma en que el precio al que vende el monopolio de un bien duradero tiende a caer en el tiempo, ello se traduce en que los compradores no comprarían de salida al precio de monopolio, esperando que este cayera hacia el competitivo. En consecuencia, si el monopolio quiere comportarse como tal tiene que trasmitir a los compradores que el precio de salida al que vende no va a bajar. Para ello puede limitar la tirada garantizando que no se repetirá rompiendo, por ejemplo, los moldes (es lo que hacer los escultores siguiendo un convenio internacional) o las planchas de impresión; o puede limitar a un periodo determinado las ventas del bien (como ha ocurrido con las películas clásicas de Disney). tiranía de las pequeñas decisiones denominación por la que se pretende dar cuenta del hecho de que en una economía de mercado las decisiones asignativas que afectan a una gran cantidad de bienes y recursos son resultado de un ingente conjunto de decisiones mucho más pequeñas, realizadas por los muchos individuos que componen la economía. Y sucede que cada uno decide qué bienes compra o qué recursos pone a la venta comparando los precios que de unos y otros observa en sus mercados respectivos, precios que se forman a partir de unos determinados niveles de producción. Pero ocurre que la agregación de esa miríada de pequeñas decisiones individuales puede, en muchos casos, alterar el marco definido por esas circunstancias iniciales – que fueron aquellas a partir de las cuales los individuos tomaron sus decisiones- de un modo que no siempre es el deseado por éstos. El resultado final es que no es infrecuente que los propios decisores individuales se conviertan en víctimas de la estrechez de los contextos en los que ejercen su soberanía. Así, por ejemplo, es perfectamente racional el comportamiento de las familias que realizan su compra en un “hiper” cada quince días, pues les resulta más barato en tiempo y dinero que ir repetidamente a la tienda de la esquina. Pero cuando son una inmensa mayoría las familias que cambian así su estilo de hacer la compra, las tiendas de barrio desaparecen, resultado probablemente ni era deseado ni formaba parte de ninguna de las decisiones individuales de compra de las familias (véase valor opción). Lo mismo pasa con el uso del vehículo propio frente al ferrocarril, o con el alquiler de DVD frente a la asistencia a de cines y teatros, o también, con las decisiones de irse a vivir a una urbanización y el mantenimiento de una rica vida ciudadana. La tiranía de las pequeñas decisiones aparece porque cuando los individuos toman sus decisiones, lo hacen en un contexto en el que hay transporte público, hay cines y teatros y la vida urbana es febril, pero de lo que no se dan cuenta –y aunque se den, nada pueden hacer individualmente por remediarlo- es de que, como consecuencia de sus acciones agregadas, las posibilidades de supervivencia económica de cines, teatros, ciudades que merezcan ese
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nombre se ven socavadas. Resultado que no entraba como variable a considerar en las decisiones que los individuos tomaron ya que el mercado no puede recoger ese tipo de elecciones a los decisores. El mercado sólo recoge de modo pleno las demandas que se expresan realmente en cada momento en forma monetaria pero tiene muchas dificultades para recoger las demandas-opción (excluyendo los casos de algunos productos financieros), donde por demanda-opción hay que entender la valoración que cada individuo hace de que siga existiendo la capacidad de producir muchos bienes y actividades, de forma que aunque no la expresen en un momento dado como demanda concreta de un bien o servicio determinado, les quede sin embargo la posibilidad de poder ejercer alguna vez la opción real de demandarlos. Tobin, tasa la existencias de enormes cantidades de “dinero caliente” moviéndose rápidamente por las economías del mundo en búsqueda de un beneficio especulativo a cortísimo plazo, propiciada por la liberalización financiera y la desaparición de los controles antes existentes al movimiento de capitales entre países, ha aumentado la inestabilidad de los mercados financieros, provocando toda una serie de crisis financieras de carácter regional: Europa durante el verano de 1992 y 1993, México en 1994, Sudeste de Asia durante el verano de 1994, Rusia un año más tarde, Brasil en 1999 y Argentina poco después. En un sólo día los mercados financieros registran un movimiento de divisas que excede el valor del comercio mundial de un año, y casi la mitad de las transacciones tienen un período de ida y vuelta de menos de tres días, lo que nos da una idea de su naturaleza especulativa. La Tasa Tobin, que deriva su nombre del premio Nobel de Economía de 1981, James Tobin (1918 - 2002), es una de las propuestas de política económica planteadas con el objetivo de reducir los efectos negativos que este tipo de movimientos especulativos tienen sobre la estabilidad financiera de los países, especialmente los menos desarrollados con un sector financiero más frágil. La Tasa Tobin consiste en un pequeño impuesto, en torno a un 0,1-0,5 % sobre todas las transacciones financieras internacionales, de modo que sea lo suficientemente alto para desincentivar los movimientos financieros especulativos a muy corto plazo, y por lo tanto reducir la volatilidad del tipo de cambio, y lo suficientemente bajo como para no afectar a las transacciones financieras realizadas a medio y largo plazo. Este impuesto se pagaría dos veces, en el momento de la compra de divisas y en el momento de su venta, discriminando de forma sensible contra los movimientos a corto plazo. Así, por ejemplo, para un tipo de 0,1 %, suponiendo una tasa de interés del 5 % anual, para que al inversor le interesara adquirir divisas con una finalidad especulativa necesitaría obtener de su compraventa una beneficio del 5,2 % anual. Pero si su intención es mantener las divisas sólo un mes, entonces la tasa ganancia anualizada para compensar el efecto del impuesto debería ser del 7,4 % (5% + 2,4 (=0,2 x 12 meses)%), mientras que para movimientos de un día, la tasa anual tendría que ser del 77 % (5% + 72(=0,2 x 360 días)%), lo que deja claro su efecto desincentivador de los movimientos especulativos a corto plazo. Con su introducción, Tobin esperaba que se redujera el riesgo de ataques especulativos sobre países incapaces de defenderse de los mismos, una vez liberalizados sus sistemas financieros, e impedir que la existencia de este tipo de riesgos redundara en un menor compromiso de los países con su apertura al exterior, un proceso que en términos globales consideraba favorable para su crecimiento económico. Paralelamente, y dado el gran volumen de transacciones financieras que se realizan diariamente, esta tasa podría generar unos ingresos considerables, del orden de 100 a 300 miles de millones de dólares al año, que se podrían dirigir a
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luchar contra la pobreza. La Tasa Tobin, a pesar de la contar con cierto apoyo social, en gran parte gracias a la acción de grupos antiglobalización como ATTAC, se enfrenta a la hora de su aplicación, entre otros problemas, a la dificultad de hacerla cumplir, ya que su éxito exige de cooperación global, pues de otra manera simplemente se produciría un desplazamiento de este tipo de actividades hacia los países más permisivos con las mismas (aquellos que no hicieran cumplir esta regulación impositiva). trabajo productivo/improductivo existen diferentes tipos de trabajo dependiendo de su relación con la satisfacción de las necesidades, ya sean individuales o sociales, y de su capacidad para generar valor añadido. Los economistas clásicos de finales del siglo XVIII y la mayor parte del XIX, como Adam Smith, David Ricardo, Thomas Malthus, o Karl Marx, distinguían entre el trabajo necesario de una sociedad, aquel capaz de producir valores de uso en general, o sea, bienes o servicios que satisfacían alguna necesidad de algún o algunos individuos, del trabajo productivo en sentido estricto en una economía de mercado, que era el trabajo capaz de generar valores de uso intercambiables para toda la sociedad, es decir, mercancías o valores de cambio. Adam Smith llevaba esta distinción hasta el extremo de considerar que sólo era trabajo productivo aquel que se plasmaba en bienes materiales, el tipo de mercancías habitual en su tiempo. No era trabajo productivo, por tanto, ni el trabajo de los sirviente privados aunque se hiciese a cambio de un salario, ni el de los sirvientes públicos, magistrados, soldados, reyes y clérigos, por más útil y necesarias que fuesen sus respectivas actividades para el conjunto de la sociedad. David Ricardo y, sobre todo, Karl Marx, matizaron posteriormente la visión smithiana en el sentido de incluir dentro del trabajo productivo todo aquel que produce valores de cambio y ha sido contratado con la finalidad de obtener unos beneficios o plusvalía para quien lo contrata. Para que un trabajo sea productivo no basta, pues, con que produzca bienes materiales o servicios, sino que es necesario que se intercambie en un mercado de trabajo por dinero como forma de capital productivo y no meramente por renta o dinero para el consumo, es decir, es necesario que quien lo contrata lo use productivamente para generar más valor añadido, más bienes y servicios que se vendan en los mercados para obtener beneficios. Así, para Marx, el trabajo productivo es sólo aquel que es “comprado” por los capitalistas para obtener beneficios y no aquel que es comprado ya sea por capitalistas o por otros trabajadores para obtener valor de uso de ellos. Los servidores domésticos no eran, por tanto, trabajo productivo. Marx, por otra parte, siguió considerando las actividades que no generaban valores de cambio (los trabajadores públicos) como trabajo improductivo por muy necesario que fuese. La distinción entre trabajo productivo e improductivo tiende a desaparecer más tarde con la economía marginalista y neoclásica. Todo trabajo en la medida que satisface alguna necesidad de algún agente económico ya sea individuo o empresa, ya sea público o privado, es productivo. Sólo podrían considerarse improductivos desde un punto de vista social aquellos trabajos que generasen “males” económicos por ser resultantes de algún fallo del mercado (por ejemplo, el trabajo que se plasma en una externalidad negativa) y también, aquellos trabajos que los individuos dedican no a producir bienes y servicios para satisfacer necesidades sino a alterar a su favor la distribución de la renta ya generada, como lo es el conjunto de actividades búsqueda de rentas, innecesarias socialmente (incluyendo aquí “trabajos” como el robo, la extorsión, etc.), o el que se traduce en una competencia posicional. Desde este punto de vista todo el trabajo
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dirigido a la producción de bienes defensivos podría incluirse dentro de la categoría de trabajo socialmente improductivo. tragedia de los comunes “el ojo del amo engorda el caballo” dice el viejo refrán...pero si no hay amo, ¿qué pasa con el caballo? Para los economistas, los bienes sin dueño, sea este privado o público, se denominan recursos de libre acceso o bienes comunes o comunales. Como ejemplos se pueden citar los bancos de pesca en aguas internacionales, las carreteras, las orillas de los ríos y de los mares, el aire limpio, las aguas oceánicas, etc. Son bienes sin propietario, por lo que nadie tiene derecho a excluir a nadie de su disfrute, pero no son bienes públicos pues su uso es rival, es decir, que la parte que usa o disfruta un agente económico no puede ser utilizada simultáneamente o de la misma manera por otro. Las consecuencias del uso libre, sin normas ni regulaciones de este tipo de bienes son “trágicas” pues suponen la sobreexplotación y agotamiento o extinción de esos recursos de libre acceso, y por lo tanto su uso ineficiente. Una situación a la que el biólogo Garret Hardin (1915-2003) denominó, con expresión que ha gozado de éxito, tragedia de los comunes. La razón de esa tragedia resulta obvia desde el punto de vista económico. Si los agentes persiguen su propio interés (como corresponde a especimenes del género homo oeconomicus) a la hora de usar un recurso de propiedad común atenderán exclusivamente a sus costes privados, es decir, al coste de los recursos que necesitan emplear adicionalmente para usar el bien comunal, sin tener en cuenta el coste que el uso que hacen de éste tiene sobre el resto de usuarios, es decir, sin contar con el coste social de su actividad. Dado que los costes privados son inferiores a los costes sociales, la consecuencia es que cada agente usa en demasía del recurso de libre acceso, pues cada uno decide el uso que hace del mismo siguiendo la regla de usarlo hasta el punto en que el valor que obtiene cada uno por ampliar su actividad en una unidad adicional (su utilidad o su ingreso marginal) sea igual a su coste marginal privado, el único que cuenta para ellos. Así, el patrón de un barco pesquero que sale a faenar en aguas internacionales sólo tiene en cuenta sus costes particulares (combustible, redes, depreciación del barco, salarios, etc.), pero no tiene en consideración que las toneladas de merluzas que él pesca no las pueden pescar los otros barcos lo cual se traduce en que los costes por tonelada de los demás crezcan. Como todos hacen lo mismo, la consecuencia obvia es el agotamiento del caladero. Ante la tragedia de lo común caben varias soluciones. Obsérvese que en el caso de los caladeros en aguas internacionales, el problema reside en que el dios Neptuno no cobra nada por la utilización del mar, si cobrase los patrones pesqueros internalizarían ese pago como un coste privado más que, al elevar sus costes de producción, haría disminuir sus jornadas de pesca y sus capturas (dada la demanda decreciente de pescado), de modo que, dado que no hay un propietario privado del mar, la solución que se ha encontrado ha sido la extensión creciente de las aguas territoriales de los distintos estados (las 200 millas de exclusividad económica). La primera solución, pues, es el cambio en la titularidad jurídica del recurso que pase de no ser propiedad de nadie a serlo de alguien, ya sea publico o privado, que limite o excluya el uso del recurso mediante regulaciones o normas o usando un precio (véase recursos naturales). Así, para algunos autores, la tragedia de los comunes estaría debajo del surgimiento histórico de la propiedad privada. Una segunda solución, que no implica la creación de un sistema de propiedad sobre los recursos de libre acceso, es la adopción por todos los miembros de la sociedad de normas explícitas o implícitas (por ejemplo, en forma de mitos) que restrinjan el uso particular de los mismos. Obviamente, esta segunda alternativa resulta viable
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solamente en el caso de sociedades o comunidades estáticas y pequeñas con continuidad y sin demasiadas interferencias sobre el stock de un recurso común, lo cual se traduce en unos bajos costes de transacción (costes de elaboración de las normas de uso, de vigilancia de su cumplimiento y de castigo por no hacerlo). Finalmente, podría pensarse en una tercera alternativa, que los agentes no se comportasen como homo oeconomicus y de modo personal, razonablemente, no sobreexplotasen los recursos de uso común, pero obviamente tal cosa no resultaría razonable desde el punto de vista de la Economía. trampa de liquidez la trampa de la liquidez hace referencia al caso extremo de que el tipo de interés vigente en un país sea tan bajo que los agentes económicos mantengan en forma líquida los incrementos en la cantidad de dinero que puedan producirse, con la finalidad de que, en el caso de que en el futuro suba el tipo de interés, disponer de líquidez para poder comprar bonos (recordemos aquí que si el tipo de interés es próximo a cero, no hay ninguna razón para no mantener todo el dinero en forma líquida, ya que el coste de oportunidad de así hacerlo sería nulo). En este caso, la política monetaria expansiva de aumento de oferta monetaria no tendría ningún efecto sobre la actividad económica, ya que por mucho que aumentara la cantidad de dinero no caería más el tipo de interés y no se recuperaría la inversión. Esta hipotética situación fue sugerida por John M. Keynes para explicar cómo en una recesión la política monetaria podría llegar a ser absolutamente ineficaz para relanzar la economía, lo que dejaría en manos de la política fiscal el protagonismo de la política económica. En el esquema IS-LM, la trampa de la liquidez se representa mediante una función LM horizontal que no se ve afectada por las variaciones en la cantidad de dinero. Japón a comienzos de la presente década, con un tipo de interés a corto plazo del 0 %, y a largo plazo del 1,2 %, es un ejemplo de una situación técnica de trampa de la liquidez, algo por otra parte muy poco frecuente.
trampa de pobreza
la visión dominante de la asistencia social en los países con un Estado de Bienestar
consolidado es que, exceptuando aquellos colectivos que por razón de edad o discapacidad no pueden participar activamente en el mercado de trabajo, ésta debería dirigirse a aquellas personas o unidades familiares, según los casos, que por causas ajenas a su voluntad no pueden alcanzar unos ingresos mínimos trabajando, estando en el espíritu, y algunas veces en la letra de los programas sociales que las intervenciones deberían ser puntuales y ayudar a que los beneficiarios pudieran, con el paso del tiempo, integrarse en mercado laboral y obtener independencia económica. Para ello, algunos programas incluyen de forma explícita un límite temporal a los derechos de disfrute de los mismos, algo que es habitual en las prestaciones por desempleo y que ha sido introducido de forma general en Estados Unidos en su programa de asistencia social más importante (cinco años de disfrute máximo). La intención de estas limitaciones es evitar que la recepción de asistencia se convierta en una “forma de vida” separando de forma permanente a los beneficiarios del mercado de trabajo. Uno de los requisitos formales que debe cumplir cualquier programa que se plantee como objetivo conseguir la reinserción (o la inserción) de los beneficiarios en el mercado de trabajo es que la suma de las prestaciones tanto monetarias como en especie que estos obtienen de los programas de asistencia de los que son beneficiarios no iguale o supere al salario neto, esto es después de impuestos y cotizaciones sociales, que los beneficiarios alcanzarían en el mercado de trabajo de conseguir un empleo. Ya que si no es así, o si la
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diferencia es muy pequeña y las expectativas de promoción en el puesto de trabajo mínimas, es posible que la propia existencia de prestaciones desincentive la búsqueda de trabajo y por lo tanto alargue y perpetúe la situación de dependencia de los beneficiarios. Esta circunstancia es lo que se conoce como trampa de pobreza. Para luchar contra esta trampa lo habitual ha sido actuar en dos frentes distintos. Por un lado, se han hecho menos apetecibles las prestaciones, endureciendo su acceso, reduciendo su cuantía, o limitando el número de años a los que se puede tener acceso a la misma. Alternativamente, se ha intentado hacer más apetecible el empleo, permitiendo compatibilizar algunas prestaciones con el desempeño de un trabajo remunerado o completando el salario cuando este no alcanza determinado nivel con transferencias vinculadas al hecho de trabajar (como el programa estadounidense Earned Income Tax Credit). El primer sistema tiene el inconveniente de que se penaliza a las personas en situación de necesidad, en una parte importante niños que dependen de las prestaciones sociales de sus padres, mientras que el segundo tiene el inconveniente de su coste presupuestario, y de que puede incentivar a los empresarios a ofrecer salarios bajos, que se verían completados por las prestaciones sociales. Junto con esta interpretación de la trampa de la pobreza centrada en los elementos económicos, en los años 60 y 70, los análisis de la pobreza realizados en el mundo anglosajón desde una perspectiva sociológica popularizaron el término cultura de pobreza que extendía las fuentes de la trampa de la pobreza más allá de las puramente económicas, para incluir aspectos sociales y culturales que hacían de la pobreza una situación permanente y con escasa movilidad ascendente. (véase, además, impuesto negativo sobre la renta, renta básica universal) transferencias en el análisis económico transferencias son los ingresos recibidos por los individuos que no corresponden a su participación como oferentes de trabajo o de capital o de cualquier otro factor de producción en el proceso productivo. Una transferencia, por lo tanto, supone un pago unidireccional de aquel agente que la realiza al que la recibe sin que haya ninguna contraprestación del beneficiario. Las principales transferencias que se realizan en una economía de mercado son las derivadas de la acción distributiva del sector público, especialmente importante en aquellos países con un Estado de Bienestar desarrollado, y las realizadas en el seno de las familias. En lo que se refiere a las transferencias públicas, en la UE en 1999 las transferencias sociales suponían casi el 25 % de los ingresos de la población (el 33 % en Bélgica y el 17 % en España), mientras que en Estados Unidos no llegaban al 10 %. Las principales transferencias públicas son las pensiones (63 % de todas las transferencias en la UE) y, a distancia de éstas, las prestaciones por desempleo. Las transferencias privadas, fundamentalmente las intrafamiliares, son todavía más importantes, si bien al no ser transferencias formalizadas no se dispone de datos. En todo caso, la contabilidad de Balanza de Pagos nos ofrece datos sobre un tipo muy importante de transferencias privadas, las remesas que los emigrantes envían a sus familias desde los países en los que trabajan, que nos sirve para tener una idea de la importancia de éstas. Así, por ejemplo en 2001 en Jordania las remesas de emigrantes supusieron el 20 % del PIB, y en El Salvador el 14 %. trueque el trueque es una forma de comercio, la más antigua de la humanidad, en donde el intercambio se lleva a cabo sin necesidad de utilizar dinero, cambiando directamente un bien o servicio por otro. La
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característica central del trueque es que todo comprador tiene que ser, simultánea y necesariamente, vendedor, ya que la única forma de acceder a un bien en un mercado de trueque es ofreciendo otro bien a cambio. La ventaja que tiene el trueque es que permite el comercio sin necesidad de dinero, lo que explica que este modo de intercambio exista bien en sociedades sin dinero, bien en sociedades donde se ha perdido la confianza en éste (en presencia de hiperinflación, por ejemplo). Como sistema de intercambio, el trueque tiene el inconveniente de que para que una transacción se pueda llevar a cabo hace falta que el vendedor tenga para vender exactamente lo que quiere el comprador, y que simultáneamente lo que ofrece éste, coincida con la demanda del otro implicado en la transacción, lo que dificulta enormemente las transacciones (salvo en presencia de mercados muy simples con muy pocos bienes, como lo eran los mercados del neolítico), la división del trabajo y el crecimiento económico. Los elevados costes de transacción del intercambio vía trueque darían así una explicación de tipo funcionalista al surgimiento del dinero. En las últimas décadas, sin embargo, como resultado de la crisis de la deuda de mediados de los años ochenta y los problemas experimentados por muchos países menos desarrollados para financiar de forma convencional sus exportaciones, el trueque ha aumentado su importancia en el comercio internacional llegando a suponer entre el 10 y el 20 % de éste. La crisis económica de los antiguos países de planificación central también ha provocado un renacimiento del trueque, especialmente en Rusia y en Georgia, donde algunas estimaciones han llegado a situar este tipo de intercambio en el 60 % del PIB.
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U unión aduanera conjunto de países que deciden eliminar sus aranceles al comercio entre ellos y aplicar un único sistema común de aranceles con respecto a las importaciones de terceros países (véase integración económica). La creación de una unión aduanera supone perder la soberanía sobre los aspectos de la política comercial relacionados con la fijación del nivel de protección arancelaria. La Unión Europea y MERCOSUR, formado por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, son dos ejemplos de unión aduanera, el último todavía en construcción. unión económica una vez alcanzada una unión aduanera los países miembros de la misma pueden optar por continuar su proceso de integración económica eliminando el resto de las posibles restricciones al libre movimiento de bienes, servicios, inversiones y personas que pudieran subsistir en sus economías y desarrollando instituciones económicas comunes y políticas económicas coordinadas. Los países implicados en ese largo proceso de homogenización de instituciones económicas forman una unión económica. unión monetaria los países inmersos en un proceso de integración económica pueden optar por unificar sus monedas adoptando una moneda común y formar una unión monetaria como mecanismo para avanzar en esa integración. Ese sería el caso de la Unión Monetaria Europea, UME. La creación de una unión monetaria no hay que confundirla con que un país adopte la moneda de otro, proceso conocido como dolarización, ya que en las uniones monetarias normalmente se adopta una nueva moneda común, el euro en el caso de la UME, y lo que es más importante, se crean unas nuevas instituciones monetarias en la que participan todos los países implicados. Desde un punto de vista económico existen ventajas e inconvenientes derivados de la creación de una unión monetaria. Las ventajas principales son: (1) La existencia de una única moneda en los países miembros de la unión monetaria elimina los costes de transacción asociados a la necesidad de cambiar de moneda cuando se realizan operaciones de comercio exterior con esos países. Una reducción de costes que para el caso de la UME se estima de entre el 0,3 % y 0,5 % del PIB comunitario. (2) La existencia de una única moneda elimina totalmente la incertidumbre asociada a la volatilidad de los tipos de cambio, con lo que es de esperar que aumente el comercio y, según la teoría económica convencional, mejore la asignación de los recursos. En definitiva, la incertidumbre enturbia la capacidad de los precios para transmitir información, y por lo tanto puede conducir a errores de asignación. (3) En la medida en que una única moneda sirva para profundizar la unidad de mercado entre los países miembros de la unión monetaria, aumentará el tamaño efectivo del
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mercado, con posibles efectos positivos tanto sobre la competencia como sobre la competitividad de las empresas que en él operan. En lo que se refiere a los inconvenientes, la creación de una unión monetaria supone la reducción de la capacidad de los países integrantes de gestionar sus economías de forma individual debido a la pérdida de herramientas de política económica. En concreto: (1) Se renuncia a la utilización de la política cambiaria puesto que desaparecen las monedas nacionales- como herramienta de política económica. La imposibilidad de utilizar el tipo de cambio como medida de política económica significa, por ejemplo, que los países miembros de una unión monetaria no podrán compensar la existencia de mayores tasas de crecimiento en sus precios, y por lo tanto la pérdida de competitividad con respecto al resto de países integrantes de la unión, permitiendo la depreciación de su moneda. Si se piensa que el alto grado de apertura de las economías actuales junto con la estrecha conexión entre la evolución de los precios y los salarios reduce en gran medida el efecto real de las devaluaciones, entonces poco se perdería con la desaparición de este instrumento. Si, alternativamente, se considera que la flexibilidad de los tipos de cambio, por lo menos para los países más grandes, sigue siendo útil, entonces el riesgo de aumento del desempleo tras la unión monetaria será mayor. En este sentido, la experiencia de países como Italia o España de principios de la década de 1990 pone de manifiesto el efecto expansivo sobre las exportaciones que, al menos a corto plazo, tienen las devaluaciones, y tendería a avalar esta última posición. (2) Desaparece la posibilidad recurrir a la política monetaria, ya que a partir de la creación de una unión monetaria, cada país integrante pierde su moneda para pasar a tener una moneda compartida, perdiendo por lo tanto totalmente la capacidad para desarrollar una política monetaria autónoma, limitándose a participar, como otro miembro más, en el proceso de formulación de una política monetaria conjunta y única para todos los miembros de la unión monetaria. En la medida en que no desaparece la política monetaria como tal, sino que se altera el actor y ámbito de su aplicación (en el caso de la UME el Banco Central Europeo y los doce países integrantes de la zona euro) cabe pensar que esa pérdida de soberanía monetaria no tiene porque ser traumática. Para que así fuera, esto es, para que la creación de un único banco central rector de la política monetaria, y la consiguiente aplicación de una única política monetaria uniforme en el conjunto de los países miembros de la misma no plantease problemas a los países integrantes de la unión, tendrían que cumplirse tres condiciones. En primer lugar, los países deberían tener un fuerte grado de convergencia real de sus economías, esto es, deberían responder con la misma intensidad ante posibles shocks externos. De ser así, la cesión de soberanía monetaria (y la pérdida del tipo de cambio como herramienta de política económica) no tendría porqué tener efectos negativos, ya que es de prever que si todos los países se encuentran en la misma situación económica la política monetaria aplicada será adecuada para todos. El problema aparece cuando las economías son distintas y se producen shocks asimétricos, entendidos como acontecimientos económicos que afectan de forma dispar a las distintas economías, en cuyo caso la política monetaria adecuada para un país no tiene porqué serlo para otro. Idéntico problema aparece si los ciclos económicos no están sincronizados, esto es cuando algunos de los miembros de la unión monetaria se encuentran en fase expansiva mientras que otros se encuentran en fase recesiva, ya que de ser así la política monetaria adecuada para unos y otros será distinta. Además de esta condición, también es necesario que todos los países tengan el mismo grado de aversión a la inflación.
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Para dirimir en qué caso serán los efectos positivos superiores y por lo tanto conocer en qué contextos estaría justificada desde la Economía la creación de una unión monetaria, se cuenta con la Teoría de las Uniones Monetarias Óptimas desarrollada por Robert Mundell, premio Nobel de Economía de 1999. Según este análisis, el elemento central a considerar a la hora de ver si dos o más países deben plantearse la creación de una unión monetaria es el grado de similitud de sus economías, su grado de convergencia real, ya que como se ha visto si las economías están muy integradas lo más probable es que sus ciclos económicos estén sincronizados, y que en el caso de sufrir algún shock económico exterior, éste afecte con igual intensidad a todas ellas, con lo que será fácil que la política monetaria que siga la autoridad monetaria supranacional sea adecuada para todos ellos. Algo que no ocurre si los países tienen distintos ciclos económicos o si sus economías no responden de igual forma a los shocks exteriores, por tener, por ejemplo, un fuerte grado de especialización productiva y por lo tanto distinto grado de vulnerabilidad ante los mismos shocks exteriores. Junto con este factor la Teoría de la Uniones Monetarias Óptimas señala otros dos elementos a tener en cuenta a la hora de evaluar la oportunidad de creación de una unión monetaria: la flexibilidad salarial y el nivel de movilidad del factor trabajo, y la capacidad de actuación compensatoria del sector público central. La flexibilidad salarial y la movilidad del factor trabajo serán importantes porque en ausencia de otros mecanismos de compensación, y de acuerdo con la economía neoclásica, dentro de la cuál se encuadra este modelo, el impacto sobre el desempleo de un shock externo asimétrico será tanto menor cuando más flexibles sean los salarios al aumento de éste. Así mismo, si existe una alta movilidad geográfica del trabajo, la emigración desde los países más afectados por el desempleo hacia los países con mejores perspectivas de empleo pondría en marcha una tendencia a la igualación de las tasas de desempleo en todo el territorio de la unión monetaria, con lo que desaparecería la necesidad de una política monetaria distinta. Por último, la existencia de algún tipo de autoridad central con capacidad de realizar política fiscal a favor del país afectado por una recesión podría compensar la imposibilidad de ese país de actuar mediante medidas de política monetaria o de tipo de cambio tras la integración monetaria. Para terminar sólo resta señalar que, en todo caso, las uniones monetarias se pueden llevar a cabo por razones de índole político, como parte de una estrategia de integración política a largo plazo, en cuyo caso las directrices derivadas de este tipo de análisis actuarían sólo como elementos que informen de los posibles riesgos de la misma, pero no necesariamente como herramienta de decisión. Al fin y al cabo, este tipo de análisis no estuvo detrás de los procesos históricos que acabaron en la configuración actual de los países con soberanía monetaria, en los que primaron otro tipo de consideraciones. utilidad, la teoría microeconómica tradicional suscribe la filosofía utilitarista de la motivación humana, defendida entre otros por el filósofo británico Jeremy Bentham (1748-1832), según la cual todos los seres humanos buscan hacer máxima su felicidad, por lo que todas sus acciones serían el resultado de un cálculo hedonista en el que se ponderarían los placeres y penas asociados a cada actividad. Los economistas marginalistas y sus seguidores, los de la escuela neoclásica, partieron de este enfoque a la hora de construir su teoría del valor. La idea común a sus planteamientos era que los individuos se comportaban como si estuvieran dotados de una suerte de indicador o instrumento de medición psicológico, al que llamaron utilidad o función de utilidad, que les servía para comparar la satisfacción neta que les proporcionaban diferentes alternativas
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junto con la insatisfacción o desutilidad que cada una daba lugar en la medida que eran costosas, eligiendo aquella que mas alto valor alcanzaba en ese indicador. Este primer enfoque de la teoría de la utilidad alcanza su máximo exponente y desarrollo en la obra de Alfred Marshall (1842-1924), para quien este proceso de maximización de utilidad que cada individuo realizaría en todas sus decisiones explica todos los comportamientos de demanda y oferta, constituyéndose así en la pieza angular de Economía. En el enfoque de Marshall, la función de utilidad cuya maximización guía el comportamiento de todo individuo, es de tipo cardinal. Con ello lo que quiere decirse es que la utilidad sería una dimensión semejante al calor y susceptible de medición como éste en una suerte de termómetros internos todavía inexistentes (¿“hedonimómetros”, podrían llamarse?), que reflejarían en una unidad de medida (los “útiles”) la utilidad al igual que la temperatura medida en un termómetro refleja las diferencias del calor. Si la utilidad pudiese llegar a ser medible en este sentido una vez se inventasen esos hedonimómetros, sería entonces cardinal en el sentido de que las diferencias numéricas en términos de útiles entre los niveles de utilidad procedentes de cantidades distintas consumidas de un bien tendrían un significado análogo al que tienen las diferencias de temperatura entre el día y la noche medidas en un termómetro. Por otro lado, el enfoque cardinal de la utilidad tenía que enfrentarse además a la cuestión de que, aún en el caso de que la utilidad pudiese ser medida individualmente de modo cardinal, su unidad de medida, los útiles, no era reconocida como unidad de cuenta de los niveles de utilidad por todos los individuos. En efecto, resultaba evidente que en tanto que diferentes individuos utilizan el indicador de la temperatura de un termómetro independientemente de la escala que se utilice, Fahrenheit, Kelvin, Centesimal, como una medida común respecto al calor, independientemente de cómo lo soporte cada uno de ellos, no era posible encontrar un indicador común en el caso de la utilidad, lo que implicaba que las comparaciones interpersonales de utilidad carecían de sentido. Esto impidió que la Economía pudiese suscribir enteramente el programa de la filosofía utilitarista según el cual el objetivo de una economía era maximizar la suma de los niveles de utilidad individuales, ya que como estos eran incomparables, no se podían agregar. Sin embargo ello no supuso obstáculo para que la teoría de la utilidad se convirtiese en el fundamento de la teoría de la demanda y oferta del agente individual a partir del concepto de utilidad marginal decreciente, definida como la satisfacción adicional que experimenta un individuo por el consumo de una unidad adicional de un bien. Un planteamiento que asume que cada unidad adicional consumida de un bien genera siempre un aumento de la utilidad total, aunque de forma decreciente, esto es, tales aumentos son cada vez menores. Los problemas a los que se enfrentaba el enfoque cardinal, llevaron a sustituirlo más adelante en la obra de Vilfredo Pareto y John Hicks por uno de carácter ordinal para el que bastaba con que los individuos fueran capaces de clasificar en una estructura de orden (véase preferencias) la satisfacción que les producían distintas cestas de consumo de bienes, para tener un sólido fundamento para la teoría de la demanda y para elaborar un criterio básico con el que juzgar los cambios económicos (véase óptimo de Pareto), si bien no tan comprensivo y preciso como el que hubiera querido desarrollar Bentham, pues sólo apoyaba los cambios en que nadie empeoraba y al menos alguien mejoraba y nada era capaz de decir respecto a los más que frecuentes cambios económicos en que hay algún individuo resulta perjudicado. Con arreglo al enfoque ordinal, sólo bastaba con que los individuos fuesen capaces de clasificar sus actividades o elecciones según si eran más, menos o igualmente preferidas que otras alternativas, sin que se les exigiese conocer y medir la intensidad de esas preferencias como sucedía con el enfoque cardinal. Si las
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preferencias eran racionales, el orden de preferencias resultante podía describirse matemáticamente mediante una función de utilidad que las representaba. Obsérvese que este enfoque no requiere que los individuos tengan una única función de utilidad que resuma sus preferencias, puesto que cualquier transformación monótona creciente de una función de utilidad que expresara sus preferencias, las seguiría reflejando. Ese tipo de transformación matemática, sólo afectaría a la magnitud concreta que se obtuviese como indicador o nivel de utilidad del consumo de las distintas cestas de bienes, variación numérica que, en este enfoque, carece de toda importancia siempre que los nuevos valores obtenidos tras la transformación guarden el orden que tenían antes. Por ejemplo, si una cesta de bienes es valorada con una función de utilidad determinada en 4 y otra en 2, si se cambia matemáticamente la función de modo tras la transformación matemática los valores cambian respectivamente a 16 y a 4, nada habría pasado, la nueva función de utilidad refleja las preferencias exactamente igual que la de antes, sólo importa que la primera cesta tenga una cifra asociada más alta que la de la segunda. En términos geométricos esto quiere decir que las preferencias de cualquier agente, que se plasman en un mapa de curvas de indiferencia, se caracterizan porque a cada una se le puede adscribir cualquier valor numérico o indicador de la utilidad que proporciona el consumo de cualquiera de las cestas del bien recogidas en la curva, siempre que se respete el que a una curva más alejada del origen se le asocie un número o indicador de utilidad más alto que el asociado a una curva más cercana al origen. En la década de 1940, la función de utilidad como expresión formal del orden de preferencias de un individuo se extendió al terreno de la elección en situaciones de riesgo mediante la llamada función de utilidad esperada, que permitía clasificar ordenadamente las situaciones inciertas, es decir aquellas cuya ocurrencia estaba asociada a determinadas probabilidades, también de una forma consistente. El mecanismo era muy simple, si, por ejemplo, había tres alternativas posibles con probabilidades asociadas (p, q, r) y si los resultados en cada caso en términos de riqueza del individuo como consecuencia de cada situación son W1, W2, W3, la función de utilidad esperada a maximizar del individuo sería: EU( W) = p.U (W1) + q.U(W2) + r.U( W3) La función de utilidad esperada, propuesta por John Von Neuman y Oskar Morgernsten en 1944, ha permitido una cierta recuperación del enfoque cardinal en la medición de la utilidad. Si entre los distintos resultados de una decisión, el individuo le asigna al menos valorado un nivel (arbitrario) de 1 y al más valorado le asigna 100, es decir si el individuo construye el punto inicial y extremo de una escala de medición, entonces es posible encontrar valores numéricos en esa escala de significado cardinal para el resto de los resultados. Supongamos que el individuo asignara al peor resultado posible si lo obtuviese con certeza, W1, un valor U (W1) = 0; y al mejor, W3, un valor U( W3) = 100. Entonces a cualquier resultado intermedio, como el W2 , se le puede asignar un número que exprese su utilidad de forma cardinal preguntando al individuo con qué conjunto de probabilidades (s,t, tal que s+t =1)) de los resultados extremos obtendría la misma utilidad esperada que si tuviese el resultado W2 con seguridad. Es decir qué valores de s y t hacen que se cumpla: U(W2) = s U (W1) + t U( W3) = (1-t) (0) + (t) (100) = 100 t Y este procedimiento podría hacerse con cualquier otro resultado intermedio, obteniéndose como resultado una clasificación de los mismos en la escala de 0 a 100 definida por los valores arbitrarios de las utilidades de los extremos. Por supuesto que tales valoraciones solo servirían para clasificar los resultados de una situación concreta además de ser enteramente subjetivos, es decir, no comparables con los que surgiesen para cualquier
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otro individuo enfrentado a la misma situación a menos que tuviese la misma escala. Pero obsérvese que las escalas así construidas semejan mucho a las escalas de los termómetros donde se asigna el 0º al frío que congela el agua y el valor de 100º al calor que la evapora (esos valores, obviamente, serían distintos para otras escalas distintas a la centesimal), pero puede decirse con total sentido que la diferencia de temperatura entre 20º y 10º es el doble que la que hay entre 10º y 5º. De igual manera, con el enfoque de la función de utilidad esperada, puede señalarse que si un individuo le asigna a tener 1000€ una utilidad de 100 y a no tener más que 10€, no le da ninguna utilidad (U(10) = 0). Entonces, si con el procedimiento de la función de utilidad se obtiene que las utilidades de 800, 600, 400, 300 euros son, respectivamente, para este individuo, 90, 80, 60 y 50, puede concluirse que el paso de tener 300€ a tener 400€ le reporta la misma utilidad adicional que si pasa de tener 600 a tener 800€. Finalmente, ha de señalarse el problema metodológico que afecta al enfoque de la función de utilidad en cualquiera de sus formulaciones y consiste en que puede convertirse en una caja negra que sirve para “explicar” cualquier comportamiento. No habría conducta económica que no pueda ser racionalizada en términos de maximización de una la función de utilidad del individuo. La teoría de la utilidad se convierte así en una mera tautología: los individuos maximizan su utilidad, de forma que cualquier comportamiento, ya sea altruista, egoísta, creativo o destructivo se interpreta en los mismos términos, como maximización de una función de utilidad, proposición pues no falsable desde un punto de vista empírico.
utilización del capital
de igual modo que puede existir desempleo del factor trabajo, las economías pueden
tener capacidad productiva instalada ociosa, esto es, pueden no utilizar al máximo de sus posibilidades el capital disponible para producir bienes y servicios. La tasa de utilización del capital, definida como el cociente entre el tiempo durante el cual se utiliza el capital instalado y el tiempo máximo de utilización (24 horas al día, 7 días a la semana y 52 semanas al año) es una forma, aunque imperfecta, de capturar el grado de utilización del capital. Si bien no es fácil disponer de los datos necesarios para calcular esta tasa, la información disponible confirma que un porcentaje significativo del capital instalado permanece una parte importante del tiempo ocioso. En concreto, en 2003 la tasa de utilización del capital directa las empresas españolas y portuguesas alcanzaba a duras penas el 41 % -lo que significa poco más de 50 horas de operación a la semana, mientras que en Alemania, Francia o el Reino Unido se situaba en el 50 % alrededor de 85 horas de operación a la semana. La existencia de capacidad instalada ociosa responde a dos tipos de factores. Por un lado las empresas pueden sobreestimar sus necesidades futuras de capital, y por lo tanto realizar una inversión superior a la necesaria, en cuyo caso hablaríamos de capacidad ociosa no planificada. Simultáneamente, las empresas pueden planificar ese exceso de capital por varias razones. En primer lugar pueden tener expectativas de crecimiento futuro de la demanda, y decidir invertir con antelación para contar con la capacidad instalada necesaria cuando aumente ésta. En segundo lugar, las empresas pueden enfrentarse a una demanda estacional, distribuida de forma desigual a lo largo del tiempo. En ese caso, las empresas pueden optar por instalar una menor cantidad de capital y producir un flujo constante de bienes procediendo a almacenar los bienes no demandados en las fases de demanda baja y recurrir a esas existencias almacenadas cuando la demanda es superior a la producción, con lo que la tasa de utilización del capital será alta. Alternativamente, pueden
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instalar una cantidad mayor de capital que les permita cubrir las puntas de demanda en el momento en que se producen, pero a costa de mantener capital ocioso en las épocas valle de poca demanda, en cuyo caso la tasa de utilización del capital será menor. En tercer lugar, todas las sociedades tienen sus normas de utilización del tiempo debido a las cuales algunas horas y días se consideran más apropiados para el trabajo, mientras que otras horas y días (el domingo, por ejemplo) se consideran más propias para el descanso. Unas normas que se traducen en costes más elevados del trabajo en aquellas franjas horarias consideradas menos apropiadas para trabajar como las noches o los domingos. En este caso, ya sea por el peso de la norma o por el coste de infringirla (el pago de salarios mayores), las empresas pueden optar por limitar su producción a aquellas franjas horarias “normales”, lo que exigirá una mayor dotación de capital y una menor utilización horaria de éste. En cuarto lugar, las empresas que operan en una estructura de mercado de competencia monopolística no agotan las economías de escala y por lo tanto tienen capital instalado ocioso. Por último, las empresas pueden utilizar el capital instalado ocioso como una barrera de entrada para impedir la entrada de nuevas empresas al sector. En este caso, el exceso de capital instalado actuaría como una señal que haría creíble el compromiso previo de que cualquier intento de entrada será respondido con una guerra de precios. Ello sería viable en la medida que el exceso de capacidad permite a la empresa instalada aumentar su producción (aunque abandonando la situación de máximo beneficio) bajando precios, pues sus costes medios totales serían decrecientes. En este contexto, la credibilidad de la amenaza obedecería a que la empresa estaría incurriendo en un importante gasto en mantener capital ocioso año tras año con la única finalidad de responder a una posible entrada.
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V vaciamiento del mercado el supuesto característico acerca del funcionamiento de los mercados es que estos se ajustan hasta vaciarse, situación que se da cuando ya no hay compradores que quieran comprar más ni vendedores que quieran vender más al precio existente. El mercado se vacía, pues, cuando no hay ni excesos de demanda ni exceso de oferta. Cierto que si desde fuera (regulaciones, control del mercado, racionamiento, etc.) no se deja que el proceso de ajuste vaya adelante, los precios serán rígidos, no se moverán a sus valores de equilibrio, y el mercado no se vaciará. Pero junto con la existencia de impedimentos exógenos al proceso de ajuste, parece haber mercados donde persisten en el tiempo situaciones de excesos de demanda o de oferta no forzados desde fuera sino fruto de decisiones racionales por parte de los agentes que participan en ellos. Y esto suele pasar en los mercados financieros (por ejemplo, en el caso de algunas emisiones de acciones en la bolsa), en los de crédito, donde a un tipo de interés más bajo del de equilibrio se raciona la oferta de prestamos, o en algunos mercados de trabajo (véase salarios de eficiencia). A la hora de explicar esta ausencia de vaciamiento en algunos mercados, se ha acudido a la hipótesis de que los agentes económicos reaccionan a la vez tanto a los precios como a las cantidades (véase economías de red). Ello se traduce en que algunas veces les interesa crear situaciones de desequilibrio a causa de las ventajas que pueden extraer de la persistencia de una escasez o de una abundancia del bien o servicio que venden o compran, por ejemplo debido a los efectos externos que tales desequilibrios pueden tener en otros mercados donde también participan. Por ejemplo, es habitual que las entradas de los conciertos de las estrellas del espectáculo se vendan a precios deliberadamente más bajos que sus valores de equilibrio, lo que se plasma en las interminables colas para acceder a las taquillas con antelación así como la aparición de mercados de reventa para aquellos que no han podido comprarlas. La cuestión que surge inmediatamente es la de porqué los promotores de los conciertos no ponen precios más altos. Y una convincente respuesta puede ser que la expectación que provocan las grandes colas, los efectos arrastre, la insatisfacción por el insatisfecho exceso de demanda, redunda en publicidad gratuita para ulteriores conciertos así como en un aumento de las ventas en los mercados complementarios del “merchandising”, del DVD y del CD, más que compensando los ingresos no percibidos por los precios más bajos de las entradas. Lo mismo pasa con las colas a la entrada de las discotecas y restaurantes de moda, donde la existencia de colas o listas de espera está transmitiendo a otros la información de que ése es un lugar donde hay que ir. valor a la pregunta de porqué las cosas tienen valor, la Economía ha avanzado dos respuestas. La primera es que las cosas tienen valor porque son útiles, porque son valores de uso, la segunda es porque las cosas cuesta
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trabajo hacerlas. Por otro lado, se comprueba que las cosas que tienen valor se cambian las unas por las otras, es decir, se convierten en mercancías que tienen un valor de cambio que se expresa de modo más o menos inmediato y exacto en sus precios relativos. La teoría del valor en Economía intenta explicar estos valores de cambio (y, por lo tanto, los precios relativos) en relación al valor de las cosas. Los llamados economistas clásicos, los economistas a partir de Adam Smith hasta la llamada revolución marginalista de la década de 1870 pensaron que, en general, el hecho de que las cosas sean útiles, el hecho de que tengan valor de uso, de que sean “bienes” que satisfacen necesidades humanas, es una precondición para que las cosas tengan valor, pero que por sí mismo el ser valores de uso no sirve para explicar los valores de cambio. Bastaba para ello con reflexionar en la llamada paradoja del valor que contrastaba el caso del agua, un bien imprescindible pero de escaso valor de cambio por lo general, con los diamantes, un adorno superfluo absolutamente imprescindible pero de alto valor de cambio. Si el valor de uso carecía de relación con el valor de cambio una salida al problema consistía en explicar los valores de cambio en términos del coste de producción de los diferentes bienes. Ahora bien, dado que los valores de cambio o precios permiten intercambiar bienes absolutamente heterogéneos, ello implica que algo ha de haber en común en los procesos de producción de los distintos bienes que sirva para homogeneizarlos. La explicación de los valores de cambio requería, por lo tanto, encontrar el elemento común en el coste de producción de todos los bienes, y, claro está, el trabajo humano, la otra posible fuente de valor, aparecía como ese factor común que subyacía a todos los bienes producidos y podía explicar sus valores de cambio. Esta aproximación, conocida como teoría del valor trabajo, cuyo origen puede situarse en la obra de Adam Smith alcanzó su máxima plenitud en las obras de David Ricardo y Karl Marx. Según este enfoque el trabajo humano es la única y última fuente de valor, ya que si bien para producir es necesario trabajo y capital (y recursos naturales o materias primas), el capital no sería sino trabajo acumulado. De forma que el valor de las cosas vendría determinado por el trabajo socialmente necesario para producirlas: “el valor de un bien, o la cantidad de cualquier otro bien por la que se pueda cambiar, depende de la cantidad relativa de trabajo necesario para su producción”, tanto directo: horas de trabajo, como indirecto: la cantidad de trabajo necesario para producir las herramientas utilizadas por el trabajador en la producción del bien así como para acarrear y procesar las materias primas usadas. Esta teoría no explicaría el precio de los bienes que no son fruto del trabajo humano, como es el caso de la tierra y los recursos naturales, ni tampoco el de aquellos otros que son únicos o irreproducibles, como sucede con las obras de arte originales, pues nadie puede saber a qué cantidad de trabajo homogéneo socialmente necesario es equivalente el tiempo que tardó Pieter Brueghel el Viejo en pintar en 1562 El Triunfo de la Muerte. El precio de este tipo de bienes dependería de la demanda de mercado. Por su parte, el precio del alquiler de la tierra dependería del precio de los productos que se cosecharan en ella (véase renta de la tierra). Para el resto de los bienes, todos aquellos que eran producibles y reproducibles (incluyendo como una mercancía más la capacidad o fuerza de trabajo que se intercambia en los mercados de trabajo), sus precios en el largo plazo o en condiciones normales y competitivas venían determinados por sus valores de cambio, y estos, a su vez, por sus respectivos valores. Ello no implicaba que en todo momento los valores de cambio determinasen exclusivamente los precios de mercado. Así, circunstancias transitorias que alterasen la demanda o la oferta en el mercado de un bien podrían dar lugar a precios de los bienes distintos de sus valores de cambio, al igual que sucedería si los mercados no son competitivos: un monopolio podría poner un precio a su producto más alto
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que su valor de cambio. Pero lo que venía a decir la teoría del valor trabajo es que, desaparecidas esas circunstancias en el largo plazo y en una situación competitiva, los precios de los bienes tenderían a ser determinados por sus valores de cambio y estos por las cantidades de trabajo directo e indirecto incorporados en su producción. Obsérvese que la medida del valor de cualquier bien y por tanto su valor de cambio con respecto a cualquier otro bien, sería independiente de la distribución de la renta: un aumento del salario en la producción de cualquier bien llevaría a una disminución de los beneficios que obtendrían los capitalistas pero no alteraría en nada su valor, ni por lo tanto su valor de cambio, ni su precio de equilibrio a largo plazo. Resumiendo, la teoría del valor trabajo se plantea como una teoría objetiva del valor en la que éste se explica exclusivamente por factores ligados a la producción, independientemente de la esfera del intercambio y de la distribución, y en la que por lo tanto no interviene para nada la apreciación que de los distintos bienes tienen los consumidores. La demanda, la necesidad humana expresada en capacidad de pago, no determina el valor de cambio o el precio de los bienes, sólo influiría en la cantidad que se produjera de cada mercancía. La explicación de los valores de cambio y de los precios relativos por la teoría del valor trabajo, pese a su atractivo intuitivo, resultó ser inconsistente con una economía de mercado donde los procesos de producción utilizaban técnicas con diferente relación capital trabajo (véase economía marxista). Todas las más o menos ingeniosas soluciones matemáticas a este problema, conocido como el problema de la transformación de los valores en precios, incorporando diferentes supuestos, pecaban de lo mismo: eran un rodeo innecesario a la hora de explicar cómo a partir de las condiciones técnicas de producción se podían deducir un conjunto de precios de equilibrio que permitían al sistema económico reproducirse, de modo que si bien podía justificarse filosóficamente que el valor de los bienes es fruto del trabajo humano, ello no servía para explicar directamente sus valores de cambio. En último término, los precios no podían reducirse a sus valores: a las cantidades de trabajo incorporadas en los mismos. El tiempo que duraba el proceso de producción y el valor de otros factores de producción, como los recursos naturales, también intervienen en la formación de los valores de cambio. Hacia la década de 1870, y por causas que no están directamente relacionadas con los problemas analíticos de la teoría del valor trabajo, apareció una nueva teoría del valor de cambio. La llamada teoría del valor utilidad, formulada a partir de los trabajos autores marginalistas Stanley Jevons (1835-1882), Carl Mengler (1841-1921) y Leon Walras (1834-1910), plantea una explicación del valor basado en el valor de uso o utilidad que las cosas tienen para los individuos. Una teoría del valor de naturaleza subjetiva, donde el valor de las cosas se lo confieren los sujetos que las consumen. En palabras de Jevons: “el valor depende totalmente de la utilidad”. En último extremo, lo que hicieron estos autores fue resolver la paradoja del valor gracias al concepto de utilidad marginal. Cierto que el valor de uso total del agua es más alto que el de los diamantes, pero su valor o utilidad marginal, o sea, el valor de un vaso adicional de agua es, para cualquier consumidor (si es que no se está muriendo de sed en mitad del desierto), mucho más bajo que el de un diamante. Y es por ello por lo que el valor de cambio de un vaso de agua, en condiciones normales, es mucho más bajo que el de un diamante. El valor de una unidad de un bien para cada consumidor es su valor en el margen, es decir, el valor que cada uno le da a la disponibilidad de una unidad adicional del mismo. La teoría del valor utilidad es, pues, una explicación del valor a partir del valor de uso de los bienes en condiciones de escasez. Es ésta la que, dadas unas necesidades o preferencias, hace que los individuos confieran valor a los bienes. La conexión entre esta teoría del valor y los precios resulta inmediata. Si el valor de una unidad de un bien es su utilidad para
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cada consumidor en el margen, el precio que cada uno estará dispuesto a pagar por ella será el resultado de comparar esa utilidad marginal con la desutilidad marginal que para cada uno le supone el entregar dinero a cambio para conseguirla, pues también el dinero en tanto que capacidad de compra de cualquier bien tiene por ello su valor de uso. Cada individuo tendría así una relación de demanda para cada bien o servicio, y la suma de todas ellas daría la demanda de mercado. Los primeros autores marginalistas aplicaron el mismo análisis a las decisiones de oferta, entendiendo ésta como una suerte de demanda en negativo puesto que explicaron la decisión de oferta de un bien como fruto del cambio de comportamiento individual que lleva ante una subida del precio de un bien a que algunos individuos pasen de ser demandantes a ser oferentes del mismo. Este análisis de la oferta era muy superficial y fue desarrollado posteriormente por Alfred Marshall en lo que se conoce como escuela neoclásica. Donde hay que señalar de salida que la referencia a la economía clásica es totalmente engañosa, pues nada asemejaba el enfoque marshalliano al de los viejos economistas clásicos. Marshall mantenía en su totalidad el análisis del valor como valor de uso marginal y de la demanda de los autores marginalistas, y lo que hizo fue aplicar el análisis marginal a las condiciones de producción, para concluir que era de la interrelación entre las condiciones de producción y oferta (y de ahí el calificativo de “neoclásico” a su enfoque) y de la demanda de donde surgía la explicación de los valores de cambio y los precios relativos. Producir implicaba trabajar, o sea, renunciar al ocio y acumular capital, o sea, ahorrar, y por lo tanto renunciar al consumo a cambio de un consumo mayor en el futuro. Ello significaba que los productores sólo estarían dispuestos a trabajar una hora adicional o invertir una unidad más de capital si el precio que se les pagaba por ello (salario y tipo de interés respectivamente) les compensaba la desutilidad marginal asociada tanto al ocio perdido como a la abstención de consumo en el presente. Dado que los precios de venta deberían cubrir los costes de producción, entendidos aquí como costes de oportunidad, se tenía así una relación de oferta que, junto con la de demanda, si alcanzaban el equilibrio explicaban el precio o valor de cambio de los bienes. La teoría del valor utilidad no tardó en encontrarse también con problemas. La utilidad era una magnitud subjetiva no observable, ni medible cardinalmente, ni factible de ser comparada entre los individuos. El enfoque ordinal, asociado a los nombres de Vilfredo Pareto (1848-1923) y John Hicks (1904 - 1989), que apareció posteriormente para superar estas dificultades asentó en bases más firmes el análisis pero lo dejó bastante perjudicado a efectos de su aplicación práctica como fundamento de la política económica (véase óptimo paretiano). Por otro lado, la teoría del valor utilidad como explicación de los precios resultó cada vez más superflua conforme estos se vieron crecientemente entendidos como el conjunto de relaciones entre los bienes necesarias para que se satisficieran las condiciones del equilibrio general entre las ofertas y demandas de todos los bienes y servicios. Finalmente, Paul Samuelson, Nobel de Economía de 1970, dedujo del comportamiento real de los individuos en los mercados las relaciones de demanda y oferta, enfoque de la preferencia revelada, que abandonaba totalmente el recurso a una teoría del valor como explicación de la demanda. Por todo ello la presencia de la función de utilidad en el análisis económico ha de entenderse muchas veces más como un recurso simplificador que facilita y simplifica la construcción de modelos, que como una expresión de una teoría del valor que presta fundamento a los análisis. Finalmente, la imposibilidad de hallar una medida de los valores de cambio que fuera independiente de la distribución, que aquejaba a la teoría del valor trabajo, también afecta en la misma medida a sus alternativas. Piero Sraffa (1898-1983) ha mostrado que es imposible hallar una medida del valor del capital que
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sea independiente de la distribución de la renta. Esto, adicionalmente, cuestiona de modo radical el fundamento de la teoría de la distribución proveniente del análisis marginalista según el cual son las variaciones en la productividad marginal del capital asociadas a los cambios en la “cantidad” de capital utilizado lo que estaría por debajo de las condiciones de la demanda de capital y, por ende, de su precio. La razón está en que para conocer la magnitud de capital utilizado y sus variaciones es necesario saber primero los precios de los bienes de capital concretos que se usan en los procesos de producción, pues no hay manera de sumar esos bienes de capital heterogéneos en una medida común que no sea mediante su conversión vía precios en valores monetarios (véase capital). Dicho de otra manera, a menos que se suponga que los bienes de capital están hechos de plastilina que se puede agregar en kilogramos, la teoría neoclásica de la distribución adolece de circularidad. valor actual neto cuando un proyecto de inversión se enfrenta a gastos en una serie de años y genera ingresos en otros, el valor actual neto permite conocer cuál es el saldo final (ingresos – gastos) derivado de la inversión, esto es, permite comparar beneficios y costes que se producen en períodos diferentes de tiempo. Para ello se aplica la correspondiente tasa de descuento con la finalidad de actualizar, es decir, valorar en el presente los ingresos y gastos futuros. El valor actual neto, VAN, se define como: VANt
= Bnt + [Bnt+1 / (1+r)] + [Bnt+2 /(1+r)2 ] + …… [Bnt+n/(1+r)n ] B
Donde Bnt+i es el beneficio neto del período t+i (i= 0, 1, 2,..., n), definido como ingresos menos gastos en ese periodo, cifra que frecuente será negativa en los primeros años de la inversión, y r es el parámetro que refleja la preferencia por tener dinero hoy antes que en el futuro, un parámetro normalmente identificado con el tipo de interés, es decir, la remuneración alternativa que se podría obtener si los fondos dedicados al proyecto se colocarán en activos financieros, o el coste de oportunidad de cada unidad monetaria que se dedica a financiar este proyecto. Un VAN positivo significará que el proyecto genera suficientes ingresos actualizados como para hacer frente a los gastos actualizados asociados al mismo. Entre dos o varios proyectos alternativos, aquel con un VAN superior será preferible. valor añadido toda actividad productiva conlleva la transformación de unos productos y/o materias primas en otros con un mayor valor en el mercado. El concepto de valor añadido hace referencia a este hecho, a la aportación de valor realizada en el proceso de producción. El valor añadido se define como la diferencia entre el valor de la producción final y el valor de los bienes intermedios y materias primas adquiridas a otras empresas y utilizadas en el proceso de producción. De este modo, si la producción de un bien con un valor final de 300 € exige la compra de materia prima y bienes intermedios por valor de 125 €, el valor añadido en ese proceso de producción será de 175 €. Precisamente será ésta la cantidad que irá a pagar los salarios de los trabajadores de la empresa y a remunerar a los dueños de su capital en sentido amplio, pues son ellos con la aportación de su trabajo y de su capital quienes han hecho aumentar el valor de lo que han recibido de otros productores. El valor añadido, pues, coincidirá con las rentas generadas en el proceso de producción
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(beneficios, intereses, salarios y alquileres y renta de la tierra). El valor añadido se puede definir en términos brutos, cuando no se descuenta el desgaste del capital utilizado en la producción, y netos, cuando al valor de la producción final se le descuenta la depreciación o desgaste del capital. Las actividades productivas con un mayor valor añadido serán también, tautológicamente, las actividades que aporten más a la renta de un país. valor de la vida si bien los economistas aceptarían sin problemas la verdad del aserto de que la vida humana no tiene precio en el sentido de que no debiera haber mercados donde se comprase y vendiese la vida de los demás, aunque lamentablemente los haya en el mundo del hampa criminal, subrayan, sin embargo, que los individuos sí que valoran su vida en términos económicos en el sentido de que están dispuestos a correr riesgos que, valga la redundancia, la ponen en riesgo. También sucede que es necesario evaluar la vida perdida para intentar compensar de alguna manera a los deudos de quienes han sufrido la muerte como consecuencia de la actividad voluntaria o involuntaria de otros. Igualmente, no resulta infrecuente que las sociedades se enfrenten a las llamadas elecciones trágicas, situaciones en las que se ha de elegir entre alternativas excluyentes de forma que salvar la vida de alguien o intentar hacerlo implica dejar morir o poner en riesgo de muerte a algún otro. En todos estos casos una aproximación económica al valor de la vida humana puede ser de gran ayuda en la toma de decisiones. Desde la Economía, el valor de la vida habría de enfocarse con los mismos criterios que se usan a la hora de valorar cualquier otro bien. El valor de la vida para un individuo podría evaluarse o bien por su disponibilidad a pagar por su vida antes de perderla o bien por su disponibilidad a aceptar dinero como compensación a cambio de su vida. Con el primer criterio se intenta responder al valor de la vida en términos de la variación equivalente, con el segundo mediante el criterio de la variación compensadora. Puede pensarse que, en general, un individuo que sea un homo oeconomicus valorará su vida por encima de cualquier otra consideración (véase, sin embargo, altruismo), ello implica que probablemente estaría dispuesto a pagar con ella una cifra equivalente al total de sus ingresos presentes y futuros netos (es decir, descontando la renta necesaria para su mantenimiento) actualizados. Ese sería también el valor económico de una persona para aquellos que dependiesen o contasen con su vida a efectos económicos, y también sería el valor que la sociedad daría a su capacidad productiva. De la aplicación de este criterio resulta que el valor de la vida varía entre las distintas personas según su nivel de renta, su capital humano, su edad y su salud, de modo que la vida de un joven educado y sano valdría mucho más que la de otro igualmente joven y educado pero con una salud más débil. Pese a que parezca extraño imaginar que se pueda aplicar el criterio de la disponibilidad a aceptar a la hora de valorar la propia vida, pues qué cantidad de dinero que no fuera una cifra infinita por inimaginable podría compensar a un homo oeconomicus por la pérdida de la vida si tras morir no puede disfrutar de ella, resulta que los individuos comunes y corrientes, que no suelen ser enteramente homo oeconomicus, lo hacen sin embargo de modo cotidiano y libre, aunque de forma indirecta, en sus elecciones entre tipos de trabajo más o menos arriesgados. Si un trabajo que sea marginalmente más arriesgado (en términos de probabilidad de sufrir un accidente mortal) recibe una diferencia salarial compensatoria se tendría entonces una aproximación al valor monetario que los individuos dan en el mercado de trabajo a la asunción de la pérdida probabilística de la vida. Así, para el año 1967, Richard H. Thaler y Harvey S.Rosen hallaron que un incremento en la
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probabilidad de morir por accidente laboral en un 0,1% anual resultaba compensada en el mercado por un salario adicional de unos 200 $ anuales. Lo que esto significa es que por cada 1000 trabajadores que se contraten en un trabajo ligeramente más arriesgado, la masa salarial ha de crecer en una cantidad extra por valor de 200.000 $. Ahora bien, por término medio, dadas las estimaciones de probabilidad de siniestro mortal, uno de esos mil trabajadores morirá cada año en el trabajo, por lo que su vida se valoraría en esos 200.000$ extra. Obsérvese no obstante que el valor de la vida que así se obtiene no responde a la compensación por la pérdida de la vida de una persona concreta sino la compensación por la perdida de una vida cualquiera, de una vida estadística. valor esperado dado que el futuro es incierto, cualquier variable podrá tomar diferentes valores en el futuro dependiendo de la conformación que adopte éste. Si a los distintos posibles escenarios de futuro o estados del mundo se les pueden asignar probabilidades (objetivas o subjetivas) de ocurrencia y se sabe cuál es el valor que tomará la variable en cada uno de esos estados, entonces el valor esperado de la variable será la media ponderada de esos valores donde las ponderaciones son las probabilidades de cada posible estado del mundo. Imaginemos que queremos saber el valor esperado de una acción si sólo caben dos posibles escenarios de futuro alternativos. El escenario 1 está asociado a una fusión de la empresa, lo que derivaría en un aumento de su cotización hasta 130 €; en tanto que el escenario 2 está asociado a un fracaso de las negociaciones de fusión, y una cotización de 90 €. La probabilidad de llegar a buen puerto en la fusión es del 80 %, la de fracaso del 20 %. Con estos datos el valor esperado de la acción será de: 130 x 0,8 + 90 x 0,2 = 122 € valor opción los individuos pueden conferir valor, y por lo tanto estar dispuestos a pagar por un bien o servicio que no van a consumir hoy, pero cuya existencia o disponibilidad aprecian por si en el futuro quieren hacer efectiva su demanda del mismo. Por ejemplo, una persona puede realizar sus compras habitualmente en un hipermercado, y sin embargo valorar el que exista y esté disponible la “tienda de la esquina”. Al valor que le da a esa disponibilidad se le conoce como valor opción. Dado que es infrecuente que existan mercados que recojan este tipo de demandas (a la que se les llama demandas-opción) para muchos tipos de bienes y servicios, es el Estado quien, mediante algún tipo de legislación que favorezca su existencia, posibilita la satisfacción de este tipo de demanda que el mercado es incapaz de recoger en buena parte de los casos (véase tiranía de las pequeñas decisiones). Ha sido en los mercados financieros donde las demandas opción que los agentes puedan tener respecto a la disponibilidad (para la compra o para la venta) de algún activo financiero en el futuro han podido ser recogidas y encontrado amplia expansión. Por opción se entiende aquí un tipo especial de derivado financiero (instrumentos financieros que no tienen valor en sí mismos y que “derivan” su valor del valor de algún otro activo). Una opción es, en esencia, una forma de seguro que permite al comprador (si es una opción de compra) ejercer su derecho a compra (llamado call), en un momento futuro y a un precio determinado de antemano, o al vendedor (si es una opción de venta) ejercer su derecho de venta (o put), en un momento futuro y a un precio determinado de antemano, pero –y esto es lo importante- sin obligarles a hacerlo. Es decir, que el tenedor de la opción es el único que decide si se lleva adelante la operación o no. De acuerdo con el modelo desarrollado por Fischer Black (1938-1995) y Myron Scholes, premio Nobel de Economía en 1997 (junto con
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Robert Merton, que también contribuyo a la resolución del modelo), el valor de una opción depende de cuatro variables: el tiempo, los precios, el tipo de interés y su volatilidad. En primer lugar, cuando mayor sea el tiempo de duración de la opción, mayor será el valor de ésta. En segundo lugar, el valor de una opción dependerá de la diferencia entre el precio real en el mercado del título sobre el que se establece la opción (ya sea de compra o de venta) en el momento de contratar la opción y el precio especificado en la opción o precio de ejecución, de forma que, por ejemplo, una opción de compra valdrá más cuando el precio vigente sea mayor que el precio de ejecución que cuando sea menor. En tercer lugar, el valor dependerá también positivamente de los intereses que el comprador pueda obtener de sus fondos hasta el momento en que ejerce su derecho a compra así como de la rentabilidad que el vendedor pueda sacar al activo hasta su venta. Por último, el valor de una opción dependerá también positivamente de la volatilidad esperada del precio del activo sobre el que se establece. Este último factor, el más importante a la hora de determinar el valor de la opción, curiosamente afecta a su valoración independientemente de que la volatilidad del precio del activo subyacente se manifieste en una u otra dirección, ya sea con subidas o con bajadas de su precio. Lo que importa es cuán grande es la dispersión del precio del activo independientemente de cuál sea la dirección que tome. Esto, en principio, parece contrario a lo que uno puede esperar intuitivamente que sería que una opción resultase más valorada conforme más estable fuese la cotización del activo de referencia. Lo que sucede es que los inversores saben que cuando mayor sea la volatilidad de un activo, mayores son las oportunidades esperadas de ganancia; de forma que lo importante es que su cotización se mueva. Ello se explica porque la pérdida potencial del inversor se limita, como máximo, a lo que haya pagado por la opción caso de que la cotización del activo de referencia cayera a cero en el momento en que se cumpliese la opción de compra, mientras que la ganancia potencial es ilimitada, pues en el momento de ejecutar la opción el precio del activo de referencia puede haber crecido espectacularmente. valoración contingente en muchos casos puede ser útil conocer el valor que tiene para un conjunto de individuos un determinado bien o servicio para el que no existe mercado, y del que por lo tanto no se dispone de un precio que permita saber directamente en que medida se valora, es decir, cuánto están dispuestos a pagar por él los consumidores. Uno de los métodos más versátiles y utilizados para resolver este problema es denominado valoración contingente, consistente en simular un mercado, preguntando a los consumidores potenciales cuál sería el precio máximo que estarían dispuestos a pagar por sucesivas unidades de dicho bien (es decir, se trata de estimar la disponibilidad marginal a pagar por el bien). La recopilación de las respuestas permite obtener una curva de demanda virtual que recogería la valoración que los consumidores hacen de ese bien (la demanda que existiría para cada uno de los posibles precios), a partir de la cual obtener la valoración media, marginal y el valor total. Alternativamente, la valoración del bien o servicio se puede obtener preguntando cuál sería la compensación mínima que exigiría el consumidor para prescindir del disfrute de sucesivas unidades de un determinado bien o servicio (en este caso, lo que se trata es de estimar la disponibilidad marginal a aceptar la inexistencia del bien). Aunque en principio, y bajo supuestos razonables, las valoraciones obtenidas de aplicar uno u otro sistema deberían ser similares (o sea, que la disponibilidad a pagar sea igual a la disponibilidad a aceptar), generalmente el segundo sistema ofrece una valoración superior al primero, reflejando la existencia de sesgos en el proceso de cálculo, que llevarían a la infravaloración de su
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disposición a pagar (técnica más conservadora) y la sobrevaloración de la compensación mínima. Este sesgo, derivado del carácter hipotético del ejercicio, se sumaría a otros derivados del posible comportamiento estratégico de los encuestados que, sabiendo que no van a tener que materializar su disposición a pagar, pueden indicar una disposición mayor a la real: con seguridad un ejercicio de este tipo de valoración contingente al caso de la conservación de, por ejemplo, las ballenas ofrecería un valor muy superior a las contribuciones voluntarias de las organizaciones dedicadas a este fin. Además de estos y otros problemas derivados de posibles complicidades entre entrevistador y entrevistado, la valoración contingente se enfrenta a los problemas habituales de todos los estudios mediante encuesta por muestreo, cuya corrección, sin embargo, es más sencilla. Por último, una muestra de la flexibilidad de este tipo de análisis es que permite la valoración exante, preguntando por la disposición a pagar para que se realice determinada actuación, la construcción de un parque, por ejemplo, y ex-post, preguntando la disposición a pagar por conservarlo. variación compensadora cuando aumenta el precio de un bien, el consumidor ve reducido su bienestar, ya que con el nuevo precio no puede mantener la combinación de bienes de consumo de la que disfrutaba antes de la subida de precios. En este contexto, la variación compensadora se define como el aumento en la renta monetaria necesario para que el consumidor recupere el nivel de bienestar que tenía con anterioridad a ese aumento de precios, por lo que es una medida monetaria de la pérdida de bienestar asociada a la subida de precios (otras lo serían el excedente del consumidor y la variación equivalente). La variación compensadora, en este caso, respondería a la cuestión de cuál es la disponibilidad a aceptar dinero por parte del individuo que le compense por la pérdida en el bienestar sufrida a consecuencia del aumento en el precio. Es importante darse cuenta de que la nueva combinación de bienes que consumiría el sujeto, caso de que la compensación se produjese efectivamente, no será igual a la de partida, ya que al haber aumentado el precio de un bien tenderá a consumir menos del mismo por el efecto sustitución. Lo que garantiza la variación compensadora es que el sujeto será indiferente entre la vieja y la nueva combinación de bienes, ya que ambas le permitirán acceder al mismo nivel de bienestar pues estarían en la misma curva de indiferencia. Cuando realmente se compensa a los individuos mediante la variación compensadora, ante las variaciones en algún o algunos de los precios de los bienes sólo juega el efecto sustitución y ya no el efecto renta. Obsérvese que la variación compensadora sería la auténtica compensación que habría que hacer si se quisiese que los agentes económicos como consumidores estuviesen protegidos de la inflación en el sentido de que su renta real definida como nivel de bienestar no variase. Finalmente, y por una argumentación similar, la variación compensadora ante una caída en el precio de un bien o de un servicio sería la renta que habría que detraerle al consumidor de modo que su nivel de bienestar no variase. La variación compensadora, en este caso, mostraría la máxima disponibilidad a pagar del consumidor por una caída de precios de modo que, si la pagase, su nivel de bienestar no variase. Dado que el excedente del consumidor mide la diferencia entre lo que el consumidor está dispuesto a pagar por el consumo acrecentado que puede hacer gracias a la disminución del precio y lo que paga realmente, podría parecer que la variación compensadora sería igual al excedente del consumidor. Ello sólo es cierto si los efectos renta son nulos. Si no lo son, como es el caso general, la variación compensadora sólo recoge el valor monetario extra que el individuo da a la posibilidad de comprar a precio más bajo las unidades del bien que compraba antes más las nuevas que recoge el efecto sustitución, en tanto que el excedente del consumidor
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recoge el valor monetario extra que el consumidor da a la posibilidad de comprar a precio más bajo las unidades que antes compraba más las nuevas tanto por efecto sustitución como por efecto renta. variación equivalente cuando aumenta el precio de un bien, el consumidor ve reducido su bienestar, ya que con el nuevo precio no puede mantener la combinación de consumo de la que disfrutaba antes de la subida de precios. La variación equivalente ante una subida en el precio de un bien se define como la reducción en la renta monetaria del consumidor que generaría una pérdida en su bienestar idéntica a la que se da con el aumento de precios. Es decir, que la variación equivalente pregunta por la máxima disponibilidad a pagar que un individuo tendría por que no se produjese el aumento de precios. Las magnitudes en valor absoluto de la variación equivalente y la variación compensadora son, por lo general, distintas ya que mientras que la primera toma como referencia los precios originales para calcular en cuánto hay que reducir la renta para generar el mismo impacto negativo sobre el bienestar que un aumento del precio, la segunda se calcula a partir de los nuevos precios. La variación equivalente de una disminución en el precio de un bien es la cantidad de renta que si se le diera al consumidor en ausencia del cambio en el precio le produce el mismo efecto sobre su bienestar que el que resulta de la disminución en el precio. En este caso, la variación equivalente indaga por la mínima cantidad de renta que el consumidor está dispuesto a aceptar de modo que le sea equivalente en términos de bienestar a la caída en el precio. De nuevo, la variación equivalente ante una caída en el precio de un bien no coincide por lo general con la variación compensadora por lo mismo. Sin embargo, se puede demostrar que la variación compensadora de una subida en el precio de un bien desde Po a P1 (renta que hay que dar para compensar) es igual a la variación equivalente de la caída del precio del bien desde P1 a Po (renta que habría que quitar para que –sin cambio en el precio- no hubiese habido variación en el nivel de utilidad). Y, también, que la variación compensadora de una caída en el precio de un bien desde Po a P1 es del mismo valor absoluto que la variación equivalente de una subida en el precio del bien desde P1 a Po . variación conjetural en los mercados oligopólicos, los resultados derivados de las decisiones de producción, precios, publicidad, etc., de una empresa dependerán de forma crucial de cómo reaccionen sus competidores ante las mismas. Puesto que las empresas son conscientes de este hecho, es previsible que en su proceso de toma de decisiones incorporen la reacción esperada de sus rivales. La variación conjetural (a veces llamada también conjetura de las variaciones) recogería así lo que la empresa espera que sus competidores vayan a hacer como respuesta a sus acciones. Formalmente, y en el caso más sencillo de un duopolio (dos empresas) la variación conjetural de la empresa A se define como ∂XB/∂XA, donde X hace referencia a la variable B
(cantidades producidas, precios, publicidad,...) en la que se da la interacción estratégica de las empresas. En el caso de que la empresa espere que su competidora siga sus decisiones, la variación conjetural será positiva, mientras que de no esperar reacción la variación conjetural será nula. Así, si la interacción es de tipo Cournot la variación conjetural es cero, pues en el duopolio de Cournot se supone que cada empresa actúa bajo el supuesto de que la otra empresa no altera su producción. En caso de un oligopolio colusivo, la variación conjetural será igual al porcentaje o cuota de producción de cada empresa pues en este tipo de oligopolio cada empresa actúa bajo el supuesto de que lo que se mantiene constante es el reparto del mercado. En competencia perfecta la variación conjetural implícita en el modelo es igual a –1, ya que si una empresa aumentase su
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producción en una unidad otra debiera disminuirla en esa misma cantidad para que se cumpla que todas las empresas son precio aceptantes y ninguna puede alterar el precio. En el modelo del oligopolio de Stackelberg la empresa seguidora tiene una variación conjetural igual a cero pues se comporta como una empresa de tipo Cournot ajustándose a lo que produce la líder, en tanto que la variación conjetural de esta última viene dada por la pendiente de la función de reacción de la seguidora, pues ella le señala cómo va a reaccionar ésta ante las variaciones en su producción. ventajas absolutas, formulado por Adam Smith en 1776, el principio de la ventaja absoluta como rector del comercio internacional se limita a enunciar una reflexión de sentido común: si dos países distintos acogen dentro de sus fronteras a empresas que pueden producir dos bienes (A, B) también distintos, pero por las razones que sean -las condiciones geográficas y climáticas, por ejemplo - uno de los países, llamémosle X, produce de forma mucho más eficiente (o sea, a menor coste medio o unitario) un bien, el A, y el otro país, Y, produce más eficientemente el B, entonces los dos países se beneficiarán si se limitan a producir tan sólo el bien que producen más eficientemente, consiguiendo el otro bien mediante el comercio internacional con el otro país. Cuando España exporta naranjas a Noruega e importa salmón ahumado de este país, ambos países no están sino aprovechando sus respectivas ventajas absolutas en la producción de tales bienes. Las ventajas absolutas explicarían así la mayor parte del comercio de las grandes rutas comerciales del pasado, como la Ruta de la Seda, por ejemplo; y todavía una parte importante del comercio internacional -como el comercio de productos energéticos- se regiría por este principio de las ventajas absolutas.
ventajas comparativas
la posibilidad de alcanzar mejoras en el bienestar (esto es, incrementos de la
cantidad de bienes y servicios disponibles) mediante el comercio internacional, no se limita a la derivada de la existencia de ventajas absolutas. El segundo de los principios explicativos de las bondades del comercio internacional, la teoría de las ventajas comparativas, formulada por David Ricardo en 1817, es mucho menos intuitivo que el primero, ya que defiende que dos países se pueden beneficiar del comercio internacional aunque uno de ellos sea menos eficiente que el otro en la producción de todos los bienes (es decir, que tenga una desventaja absoluta en la producción de todos ellos). La razón de esta aparente incongruencia está en que el país que produce los dos bienes menos eficientemente (de modo más costoso) muy probablemente fabricará uno de ellos relativamente “menos mal” que el otro. De igual forma, muy probablemente, el país que muestra mayor eficiencia en la producción de ambos bienes, fabricará uno de ellos mucho más eficientemente que el otro. Con lo que los dos países ganarán si concentran sus esfuerzos productivos precisamente en la producción del bien que fabrican “menos mal” y “mucho mejor” respectivamente. Es decir que se especializarán según sus respectivas ventajas comparativas. En un mundo de recursos dados, el coste de oportunidad de producir el bien A, es que se están utilizando n horas de trabajo/hombre, m horas de trabajo/maquina y determinada cantidad de recursos naturales (por ejemplo, energía) que podrían utilizarse en la producción del bien B. Pues bien, lo que los distintos países tienen que preguntarse es cuál es el coste de oportunidad de producir un bien (siempre en términos del otro bien), de forma que si el coste de oportunidad es distinto entre los países, entonces habrá lugar para el comercio entre ellos aunque uno de ellos tenga ventajas absolutas en costes en todos los sectores. Veámoslo con un ejemplo. Imaginemos que el país X utiliza 10 unidades de sus recursos
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para producir cada unidad del bien A y tan sólo 5 para producir una unidad del bien B, de lo que se deduce que el coste de oportunidad de cada unidad de A son dos unidades de B. De igual manera, por cada unidad de B que se opte por producir en X la producción de A caerá en 0,5 unidades, luego ése será el coste de oportunidad de producir B. En el país Y, por su parte, producir una unidad del bien A exige 12 unidades de sus recursos, mientras que producir una unidad del bien B exige 8 unidades de sus recursos. Como se puede ver Y es menos eficiente en la producción de ambos bienes, sus costes de producción serían más elevados en los dos sectores, pero, sin embargo, mientras que en la producción del bien A, Y sólo emplea un 20 % más de recursos por unidad que el país X, en la producción del bien B emplea un 60 % más que el país X, con lo que según el principio de las ventajas comparativas tendría sentido que el país Y concentrara sus esfuerzos en la producción de A. De hecho por cada unidad de A que se produce en el país Y se deja de producir 1,5 unidades de B, mientras que en el país X por una unidad de A se estaría dispuesto a pagar hasta 2 unidades de B (pues ése es el coste de oportunidad de A en X), con lo que a un “precio” de, digamos 1,75 unidades de B por cada unidad de A, ambos países mejorarían su posición si el país Y se dedicara en exclusiva a la producción de dicho bien. Pero para que haya comercio entre dos países ambos tienen que tener algo que vender deseado por el otro, pudiéndose comprobar cómo en este ejemplo al país X le conviene especializarse en aquello que produce no sólo mejor, sino mucho mejor que el país Y, que en este caso es el bien B, ya que por cada unidad de B que deja de producir sólo consigue en su país ½ unidad de A, mientras que lejos de sacrificar la producción de una unidad de B para conseguir ½ de A, si lleva esa unidad de B al país Y podrá obtener hasta 0,66 unidades de A, esto es, hasta un tercio más. La especialización a la que daría origen la existencia de ventajas comparativas será más o menos completa con arreglo a esta teoría de las ventajas comparativas dependiendo de cómo evolucionen los costes de oportunidad en el proceso de especialización, de los costes de transacción (aranceles, cuotas, costes de transporte, etc.) y de la existencia de políticas de comercio estratégico en las relaciones comerciales entre diferentes países. La pregunta que entonces se plantea es la de cuál es la causa de las ventajas comparativas, es decir, de las diferencias en costes de oportunidad de los distintos bienes de que gozan los distintos países. Una explicación inmediata se encuentra en las diferencias en los tipos y volúmenes de factores de los que disponen los distintos países. Las diferencias en los gustos o preferencias de los nacionales de los distintos países así como las diferencias tecnológicas parecen de menor importancia a tenor de la creciente uniformidad de las preferencias a nivel mundial y el fácil acceso al mercado de la tecnología productiva que se necesite en cualquier sitio. Son entonces las distintas intensidades relativas de factores las que determinan las diferencias básicas en costes y la consiguiente especialización productiva. La relativa abundancia de un determinado factor en un país se traduciría en un coste de producción relativamente más bajo en la producción del bien que requiriese relativamente más unidades de ese factor. Diferencia de coste de oportunidad que se transmitiría al comercio exterior en forma de ventaja comparativa. Si los mercados son competitivos, los precios resultantes del comercio internacional, expresados en la misma moneda, para cada bien o servicio comerciable tenderán a ser los mismos en todos los países (dejando al margen las diferencias debidas a los costes de transacción) y determinarán de modo directo los precios de los factores, pues esa igualación de precios finales exige una igualación de los costes medios y marginales de producción de un bien en todos los lugares donde se produzca. Como consecuencia de ello, con el tiempo se producirá una igualación de los precios de los inputs que se
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utilizan en la producción de cada bien comerciable internacionalmente pues, si fueran distintos, los costes medios de producción serían distintos en los distintos países. Obviamente, esta conclusión depende del cumplimiento de un conjunto se supuestos restrictivos (véase Heckscher-Ohlin) que no se da plenamente en la realidad. Si las ventajas comparativas están relacionadas con la intensidad de los factores, dado que la cantidad de capital de que se disponga depende de la inversión y la cantidad de trabajo depende de la inversión en capital humano y de factores demográficos, ello quiere decir que la intensidad relativa de los factores y el grado o tipo de ventajas comparativas dependen en buen medida de las decisiones económicas que toman los individuos y de la política industrial de los Estados. Finalmente, uno de los mayores obstáculos que enfrenta la teoría de las ventajas comparativas es que el tipo de comercio internacional que explica, el llamado comercio interindustrial, en el que diferentes países producirían bienes pertenecientes a sectores distintos, tiene un volumen relativamente pequeño con respecto al llamado comercio intraindustrial, el comercio entre países del mismo tipo de productos, de modo que diferentes países producen e intercambian entre sí marcas del mismo producto. La preferencia por la variedad (véase diferenciación de productos) en el marco de unas estructuras de mercado de competencia monopolística serían entonces más relevantes a la hora de explicar el comercio internacional que la ventajas comparativas. Sólo en los bienes de consumo en que los consumidores de los diferentes países estuviesen satisfechos con una sola marca en el mercado actuaría el mecanismo de la especialización asociada a las ventajas comparativas. Caso contrario, los países se especializan no en la producción de un bien sino en un grupo de marcas de ese bien. votante mediano, teorema el mercado ofrece un mecanismo directo y simple de determinación de las cantidades a producir de cada bien. En él los consumidores actúan como si de votantes se tratara en una elección, aunque, a diferencia de las elecciones en democracia en donde cada elector tiene un voto, en el mercado los “votantes”, esto es, los consumidores, tienen tantos votos-monetarios como capacidad de pago y disponibilidad a pagar tengan. Sin embargo, en aquellos casos donde por la naturaleza de los bienes producidos, como en el caso de los bienes públicos, no existe mercado, hay que habilitar algún sistema que permita conocer las preferencias de los consumidores, unas preferencias que no pueden revelar acudiendo con sus votos monetarios al mercado. Esta circunstancia ha llevado a que, desde la Economía, se estudien con detenimiento las características de los distintos posibles mecanismos de elección colectiva como la unanimidad, o la mayoría (véase teorema de imposibilidad). El teorema del votante mediano se enmarca dentro de este esfuerzo de análisis y
señala que, bajo determinadas circunstancias, el resultado de las
decisiones tomadas mediante votaciones coincidirá con la opción del votante situado en el centro (mediana) de la distribución de preferencias de la población con derecho a voto. La condición que se tienen que cumplir para que se produzca este resultado es que las preferencias de los sujetos entre las alternativas que votan sean unimodales, lo que quiere decir que, una vez identificada la opción que más le satisfaga, cada votante tendría como segunda opción aquella que se encuentre más próxima a la preferida. Por ejemplo, si el objeto de elección es fijar el nivel de gasto en sanidad y hay tres opciones, Alto (A), Medio (M) y Bajo (B), las opciones de los votantes podrían ser (expresando la relación de preferencia por >):
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A > M > B; y también podrían ser: B > M > A; o, alternativamente, del tipo: M>A=B Pero nunca de los tipos: A > B > M; B>A>M El siguiente ejemplo nos ayudará a comprobar el funcionamiento de este teorema. En el cuadro adjunto se recoge las preferencias de gasto en sanidad de cinco votantes que conforman nuestro universo electoral: Votante
1
2
3
4
5
Preferencia de un gasto igual a
20
30
40
50
60
Si la votación es entre 20 y 40 ganará 40–que coincide con la preferencia del votante mediano puesto que divide el cuerpo electoral en dos partes iguales-, ya que los votantes 3 a 5 preferirán esta opción por coincidir o estar más próxima a su preferencia. Si la votación fuera entre 30 y 40, también ganaría esta última, lo mismo que ocurriría entre 40 y 60. Este resultado explicaría la tendencia de los partidos políticos a desplazarse hacia posiciones de centro, que en principio coincidirán con las preferencias del votante mediano (o aquella que esté más próxima a sus preferencias). Ello significa que, cuando la teoría sea aplicable, bastaría con conocer las preferencias del votante mediano para poder adelantar el resultado de la votación. El teorema del votante mediano se ha utilizado para establecer un marco general interpretativo de la política fiscal y de gasto redistributivo en una democracia. En efecto, si suponemos que ese gasto se hace en forma de provisión de un bien público que beneficia a todos los miembros del grupo social por igual, el votante mediano tratará y conseguirá que la provisión del bien y su financiación les sean beneficiosas para él, lo cual ocurrirá cuando el nivel de provisión del bien público fuese tal que su beneficio marginal sea igual a su coste marginal para él, en forma de impuesto adicional. Ahora bien, si el sistema impositivo es proporcional respecto a la renta y suponemos adicionalmente que la renta del votante mediano es menor que la renta media del grupo social del que forma parte (un país, una autonomía, una ciudad), se obtiene el resultado de que el nivel de provisión de bien público (o de redistribución de la renta) que consigue el votante mediano no es el óptimo socialmente hablando, pues el beneficio marginal (que se supone igual para todos los votantes) sería en tales circunstancias menor que el impuesto marginal pagado por el votante medio, o, lo que es lo mismo, que el beneficio derivado de la provisión del bien público es para todos los votantes menor en el margen que el coste para todos los votantes en el margen. Se ha cuestionado la relevancia de este teorema en función de las escasas ocasiones en las que se somete al cuerpo electoral una decisión vinculante para los políticos respecto a una determinada política que pueda ser evaluada a lo largo de una única dimensión (como podría serlo el nivel de gasto público destinado a una determinada actividad o el nivel del tipo impositivo medio de un impuesto). Normalmente, las consultas electorales se hacen sobre paquetes de programas en los que confluyen una gran variedad de propuestas que dificultan su ordenación unimodal por parte de los electores. Por otro lado, la capacidad de que los electores obliguen a sus representantes a ejecutar estrictamente los resultados de las votaciones es más que cuestionable.
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Z zona de libre cambio la zona o área de libre cambio, el menos ambicioso de los posibles mecanismos de integración económica, consiste en la eliminación de los aranceles y otras restricciones al comercio entre los países integrantes de la misma. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte, NAFTA en su acrónimo ingles, integrado por Canadá, Estados Unidos y México, es un ejemplo de este tipo de acuerdos.
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REFERENCIAS DE AMPLIACIÓN.
C
omo se ha señalado en el prólogo, el formato de este libro impedía incorporar en cada uno de los conceptos tratados tanto las principales fuentes utilizadas como una bibliografía de ampliación. En todo caso, el lector interesado en ampliar sus conocimientos de Economía cuenta con múltiples
opciones de las cuales recogemos algunas que nos parecen especialmente recomendables. Entre los libros que tratan de forma global el funcionamiento de las economías de mercado destaca por su claridad y cobertura el ensayo de Charles E. Lindblom El Sistema de Mercado (Alianza Editorial, Madrid, 2002). En una línea semejante, aunque más centrada en los aspectos diferenciales que definen de modo característico la perspectiva analítica de los economistas, está la obra de Steven E. Rhoads The Economist’s View of the World. Goverment, markets and public policy (Cambridge University Press, New York, 1985). Los enfoques alternativos a la visión dominante en Economía encuentran una buena introducción en la obra de Robert Heilbroner, Naturaleza y lógica del capitalismo (Península, Barcelona, 2003). La importancia de la Economía para entender la historia económica se hace patente en la ya clásica obra de Sir John Hicks: Una teoría de la historia económica, (Aguilar, Madrid, 1974) proporciona una interpretación de la evolución económica en función de crecimiento y extensión de los mercados. Karl Polanyi, en su también clásica, La Gran Transformación: crítica del liberalismo económico (Endimión, Madrid, 1989) ofrece una alternativa muy sugerente basada en la antropología. Finalmente, Douglass C. North y Robert P. Thomas en El nacimiento del mundo occidental: una nueva historia económica (Siglo XXI, Madrid, 1991) exponen el punto de vista más moderno sobre la historia económica centrado en la economía institucional y el cambio en la definición y eficacia de las estructuras de derechos de propiedad. Para las cuestiones relacionadas con la historia del pensamiento económico, la obra –adjetivada con entera justicia como monumental- de Joseph A. Schumpeter Historia del Análisis Económico (Ariel, Barcelona, 1971), sigue siendo una referencia insustituible en esta materia. Otro clásico ineludible es el de Mark Blaug, La teoría económica en retrospectiva (Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1988). Desde una aproximación menos ambiciosa, el libro del ya citado Robert Heilbroner, Vida y doctrinas de los grandes economistas (Aguilar, Madrid, 1972), continúa siendo una magnífica y amena introducción tanto a la historia del pensamiento económico como a las “historias” de algunos de sus mejores exponentes. El Departamento de Economía de la New School University de Nueva York tiene una espléndida web dedicada a los principales economistas
y
escuelas
económicas,
incluyendo
referencias
a
sus
principales
obras
(http://cepa.newschool.edu/het/). Las cuestiones metodológicas siempre han sido muy polémicas en el campo de la Economía. Resulta claro que la llamada “ciencia” económica no es una ciencia del mismo tipo que la Física, la Química o las Matemáticas. La lectura de una obra clásica, cual es la de Milton Friedman, Ensayos de Economía Positiva (Gredos, Madrid, 1967), es todavía imprescindible a la hora de plantearse el estatus científico de la Economía. Desde una perspectiva diferente que acentúa la dificultad o incluso la imposibilidad de construir una economía al margen de los juicios de valor, la obra de Gunnard Myrdal, El elemento político en el desarrollo de la teoría
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económica (Gredos, 1967, Madrid) ofrece todavía una buena introducción a la cuestión de la relevancia de los elementos ideológicos en Economía. Esta conexión entre Economía e ideología se manifiesta muy frecuentemente en la propia construcción narrativa que adopta el discurso económico. Esta cuestión se aborda con inteligencia en las obras de D. N. McCloskey, La retórica de la economía (Alianza, Madrid, 1990) y de Albert O. Hirschman Retóricas de la intransigencia (Fondo de Cultura Económica, México, 1991). Los aspectos éticos y su relación con la Economía son tratados en el texto de Amartya Sen Sobre ética y economía (Alianza, Madrid, 2003). Paradójicamente para una ciencia que se proclama partir de la noción de escasez, nada escasos son los textos introductorios al análisis económico. Puestos a escoger alguno, puede recomendarse uno que ya es un clásico: Economía, escrito por el Premio Nobel Paul A. Samuelson en colaboración con William Nordhaus (McGraw Hill, Madrid, 2002). Este texto es un excelente manual que sirve con eficacia a su propósito: llevar de la mano al lector por los variados senderos del pensamiento económico académico con un enfoque no dogmático. Desde un punto de vista alternativo, Samuel Bowles y Richard Edwards en su Introducción a la economía: competencia, autoritarismo y cambio en las economías capitalistas (Alianza, Madrid, 1990) ofrecen una perspectiva crítica con el pensamiento económico dominante. El análisis de las cuestiones macroeconómicas se puede ampliar mediante alguno de los muchos libros de textos de macroeconomía disponibles. Entre todos ellos destaca el de Oliver Blanchard Macroeconomía, 2 ed., (Prentice Hall, Madrid, 2004). Por su parte, el libro de Brian Snowdon y Howard R. Vane, Modern Macroeconomics. Its Origins, Development and Current State (Edward Elgar, Cheltenham, 2005) es también recomendable por su aproximación centrada en la evolución del pensamiento económico hasta la actualidad. Estos mismos autores tienen publicado una útil recopilación de artículos que cubren las principales aportaciones de las distintas escuelas macroeconómicas: A Macroeconomics reader (Routledge, London, 1997). La visión Postkeynesiana, con una menor presencia en los manuales al uso, se puede encontrar en Marc Lavoie, La economía postkeynesiana. Un antídoto del pensamiento único (Icaria, Barcelona, 2005). Entre la profusión de libros de texto de microeconomía, el enfoque de Robert H. Frank en su libro Microeconomía y conducta (McGraw Hill, Madrid, 2005) es especialmente atractivo. En el caso de que el lector busque un tratamiento más formalizado de las cuestiones microeconómica desde una perspectiva ortodoxa, lo podrá encontrar en el libro de David Kreps Curso de Teoría Microeconómica (McGraw Hill, Madrid, 1994) o en el de Andreu Mas Colell (con Michael D. Whinston y Jerry R. Green) Microeconomic Theory (Oxford University Press, Oxford, 1995). Un enfoque diferente que busca extender el análisis microeconómico al comportamiento institucional se puede encontrar en el libro de Samuel Bowles: Microeconomics: Behaviour, Institutions and Evolution (Princenton University Press, Princeton, 2004). La perspectiva radical, crítica con el planteamiento microeconómico dominante, se encuentra adecuadamente formulada en el libro de Steve Keen, Debunking Economics: the Naked Emperor of the social sciences (Zed Books, London, 2001) y en http://www.debunking-economics.com/. Finalmente, merece la pena incluir en este apartado, dada la relevancia alcanzada en Economía por la Teoría de Juegos, tres obras que exploran su contenido. La primera de ellas, de carácter introductorio es la amena obra de William Poundstone El dilema del prisionero. John von Neumann, la teoría de juegos y la bomba (Alianza, Madrid, 1995), la segunda es Pensar estratégicamente: un arma decisiva en los negocios, la política y la vida diaria (Bosch, Barcelona,
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1992) de Avinash Dixit y Barry Nalebuff y, finalmente, el más completo manual de Ken Binmore Teoría de Juegos (McGraw-Hill, Madrid, 1993). Una buena y amena introducción a la problemática del desarrollo económico la encontramos en el libro de William Easterly: En busca del crecimiento. Andanzas y tribulaciones de los economistas del desarrollo (Bosch, Barcelona, 2001). Entre los libros de texto dedicados a esta cuestión destacan la octava edición del libro de Michael P. Todaro y Stephen C. Smith: Economic Development (Addison Wesley, Harlow, 2003) y la séptima edición del libro de Anthony P. Thirlwall: Growth and development with special reference to developing economies (Palgrave Macmillan, Basingstoke, 2003). Desde una aproximación distinta, tanto el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (UNDP en su acrónimo inglés), como el Banco Mundial publican anualmente sendos informes sobre la situación de los países menos desarrollados, el Informe sobre el Desarrollo Humano y el Informe sobre el Desarrollo Mundial respectivamente. En ambos casos los informes se dedican a un tema monográfico y recogen una cantidad considerable de información estadística. Los dos se pueden consultar en sus respectivas páginas web: www.undp.org y www.worldbank.org, junto con multitud de trabajos sobre la problemática del desarrollo económico. Un clásico de pleno derecho del análisis de las teorías del crecimiento es el libro de Hywell G. Jones, Introducción a las teorías modernas del crecimiento económico (Bosch, Barcelona). Desde un enfoque menos ambiciosos al no pretender hacer una descripción del elenco de teorías existentes, también es recomendable el libro de Anthony P. Thirlwall: La naturaleza del crecimiento económico: un marco alternativo para comprender el desempeño de las naciones (Fondo de Cultura Económica, México D.F. 2003), fruto de unas conferencias impartidas por el autor en la Universidad Autónoma de México. Desde una aproximación empírica e histórica, el libro de Angus Maddison La economía mundial. Una perspectiva milenaria (Mundi Prensa, Madrid, 2001) presenta un panorama de conjunto del crecimiento económico y de los niveles de población mundial desde el año 1000. En la página web del autor de este autor se encuentran distintos trabajos que comparten esta perspectiva (http://www.ggdc.net/maddison/). Para aquellos interesados en acceder a información estadística histórica (desde 1950), tanto sectorial como agregada, recomendamos la web del Groningen Growth & Development Center: http://www.ggdc.net/. Entre los libros de texto dedicados al estudio de la intervención del sector público en la economía destaca el de Joseph E. Stiglitz: La economía del sector público (Bosch, Barceklona, 2003). El libro de Nicholas Barr Economics of the Welfare State (Oxford University Press, 4 ed., Oxford, 2004) es probablemente el mejor texto disponible a la hora de analizar las implicaciones económicas de la intervención del sector público en cuestiones de política social y las características de los principales programas: sanidad, pensiones, educación, etc. En esta misma línea, el trabajo coordinado por Rafael Muñoz de Bustillo El Estado de Bienestar en el cambio de siglo (Alianza, Madrid, 2002) cubre, desde una perspectiva comparada, la fundamentación, características y perspectivas de los Estados de Bienestar de España, Reino Unido Alemania, Estados Unidos y Países Bajos. En lo que se refiere al análisis económico del mercado de trabajo, todos los años la OCDE (www.oecd.org ) publica un informe que con el título Perspectivas del Empleo estudia de forma detalladas algunos de los aspectos del comportamiento del mercado de trabajo (salarios mínimos, desempleo de larga duración, etc.) que en su opinión merecen una atención especial (existe traducción del Ministerio de Trabajo y
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Asuntos Sociales). En esta misma línea, aunque con un enfoque más descriptivo, la Unión Europea publica anualmente un informe sobre El Empleo en Europa. Por último, y todavía desde una perspectiva descriptiva, la situación del empleo en los Estados Unidos se puede encontrar analizada al detalle en The State of Working America, (Cornell University Press, 2005), elaborado bianualmente por el Economic Policy Institute de Washington, que también cuenta con una magnífica página web dedicada a estas cuestiones (www.epinet.org). Desde un enfoque distinto, más analítico, destaca el recientemente publicado El mercado de trabajo en España de Juan Ignacio Palacio y Carlos Álvarez (Akal, Madrid, 2005), en donde junto con un repaso a la microeconomía y la macroeconomía del trabajo se aborda el estudio de las especificidades de este mercado en España y en la Unión Europea. Un completo libro de texto sobre este tema es el de C. McConnell, y S. Brue, Economía laboral. (McGraw-Hill, Madrid, 2003). Por último el pequeño libro de Robert Solow, El mercado de trabajo como institución social (Alianza, Madrid, 1992) ofrece una visión más acorde con el funcionamiento de los mercados de una mercancía tan especial como el trabajo donde se conjugan los aspectos económicos con los sociológicos. Los mercados de capitales y su inherente relación con el riesgo se analizan de forma amena y sencilla en el libro de Peter L. Bernstein: Against the Gods. The remarkable store of risk, (John Wiley, 1996). En esta misma línea el trabajo de Charles Kindleberger: Manias, pánicos y cracs (Ariel, Barcelona, 1991) ofrece un recorrido por la historia de las exuberancias de los mercados financieros del pasado. Por su parte el libro de Robert Shiller, Exuberancia irracional, (Turner, Madrid, 2003) describe las consecuencias de la desregulación de los mercados financieros de la última década. El estudio de la empresa desde el punto de vista económico se aborda en el trabajo recopilatorio de Louis Putterman La naturaleza económica de la empresa (Alianza, Madrid, 1994). La historia económica de la empresa recibe un adecuado tratamiento en la obra de Alfred Chandler La mano visible (Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid, 1988) y en el libro de Jesús Mª Valdaliso y Santiago López Historia económica de la empresa (Crítica, Barcelona, 2000) En el área de la economía internacional y dentro de los libros que tratan globalmente las cuestiones relacionadas con este campo, destaca el manual de Paul Krugman y Maurice Obstfeld Economía Internacional. Teoría y Política (McGraw Hill, Madrid, 1999), y el de Juan Tugores Economía Internacional (McGraw Hill, Barcelona, 2005). El debate sobre los pros y contras de la globalización se aborda, desde distintas perspectivas, en los libros de Jagdish Baghwati En defensa de la globalización (Debate, Madrid, 2005), en el engañosamente titulado El malestar de la globalización, de Joseph Stiglitz, (Taurus, Madrid, 2003) donde más que de la globalización en sí se debate el papel de los organismos internacionales, especialmente el FMI y el Banco Mundial, en la gestión del proceso de globalización, o en el libro de Dani Rodrik Has globalization gone too far? (Institute for Internacional Economics, Washington, 1997). La perspectiva histórica del proceso de globalización se trata en multitud de trabajos del profesor de la Universidad de Harvard Jeffrey Williamson, como en su “Winners and losers over two centuries of globalization” (2002), muchos de ellos disponibles en: http://www.economics.harvard.edu/faculty/williamson El impacto de la actividad humana en el medio ambiente se analiza desde una perspectiva histórica en Algo nuevo bajo el Sol. Una historia medioambiental del siglo XX, (Alianza, Madrid, 2003) de John McNeill. Por su parte, el libro de Bjørn Lomborg El ecologista escéptico (Espasa Calpe, Madrid, 2003) ofrece una
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revisión de los principales problemas medioambientales del planeta desde una posición crítica con la visión pesimista dominante recogida, por ejemplo, en los sucesivos informes anuales del Worlswatch Institute: El Estado del Mundo (http://www.worldwatch.org/). El análisis económico aplicado
a las cuestiones
medioambientales se puede encontrar en Economía de los recursos naturales y del medio ambiente de David Pearce y Kerry Turner (Celeste, Madrid, 1995). Alternativamente, Joan Martínez Alier en su Introducción a la Economía Ecológica proporciona las claves de una visión distinta de las relaciones entre economía y ecología. En este campo es también muy útil la enciclopedia de libre acceso de la Asociación de Economía Ecológica de los Estados Unidos disponible en: http://www.ecoeco.org/publica/encyc.htm La conexión entre ecología y análisis económico de la calidad de vida se aborda en la obra de Herman Daly y John Cobb, Para el bien común: reorientando la economía hacia la comunidad, el ambiente y un futuro sostenible (Fondo de Cultura Económica, México, 1993). Que la relación entre crecimiento económico y satisfacción con la vida personal no está ni mucho menos garantizada se aborda en la obra de Tibor Scitovsky Frustraciones de la riqueza. La satisfacción humana y la insatisfacción del consumidor (Fondo de Cultura Económica, México, 1986) y modernamente en el trabajo de Robert Lane: The Loss of Happiness in Market Democracies (Yale University Press, 2001) A la Economía han llegado también las formas más actuales de análisis asociadas a conceptos como auto-organización dinámica no lineal, complejidad y teoría del caos procedentes de la Química y la Física. Una introducción accesible a estas cuestiones se encuentra en la obra de Paul Krugman: La organización espontánea de la economía (Bosch, Barcelona, 1997) y en la de Paul Ormerod: Buterfly Economics A New General Theory of Social And Economic Behavior (Basic Books, Londres, 2001). Finalmente, una obligada referencia de consulta, aunque desgraciadamente no disponible en castellano, es la reedición actualizada de 1987 del Dictionary of Political Economy editado por primera vez en 1894, con el título New Palgrave: A Dictionary of Economics (Macmillan, London). Esta obra, de cuatro volúmenes y 3.500 páginas contienen más de 700 biografías y 2000 entradas escritas por autores de la talla de Milton Friedman, Kenneth Arrow, John K. Galbraith, James Tobin o George Stigler. La versión “online” de esta obra se puede encontrar en http://www.dictionaryofeconomics.com/dictionary. El acceso a la misma está, sin embargo, reservado a subcriptores. En esat misma línea, pero circunscrita a la Economía Ecológica, la Sociedad Internacional de Ecología
Económica
ha
elaborado
una
enciclopea
sobre
economía
ecológica
disponible
en:
http://www.ecoeco.org/education_encyclopedia.php Las obras de los principales economistas clásicos y neoclásicos se pueden encontrar en la biblioteca “online” del Liberty Fund, cuyo acceso es libre en: http://oll.libertyfund.org/.