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CENESPE LA FUNCION PATERNA Y SUS AVATARES
CAPITULO V LA FUNCIÓN PATERNA Y SUS AVATERES Joel Dor (1991). El padre y su función en el psicoanálisis. Ed. Nueva Visión, Bs. As.
La función prínceps cumplida por la metáfora del Nombre-del-Padre en la estructuración psíquica del niño permite comprender retrospectivamente el carácter secundaria del estatuto del Padre real, en la medida en que el niño no logra investirlo en un momento dado como Padre simbólico. Dicho de otra manera, la presencia o ausencia del Padre real ceden el paso ane la incidencia mediadora del Padre simbólico Puesto que el padre simbólico tiene por todo estatuto una existencia significante, este significante Nombre-del-Padre siempre puede resultar potencialmente presentificado como instancia mediadora en ausencia del Padre real. Basta que lo sea en el discurso de la madre en forma tal que el niño pueda oír que el propio deseo de la madre está referido a él; o, en última instancia, que lo estuvo al menos durante cierto tiempo. La institución de la función paerna es directamente tributaria de la circulación del falo en la dialéctica edípica. Sin embargo, esta circulación supone a su vez que diferentes protagonistas sean levados a ocupar lugares específicos en este espacio de configuración edípico. Aunque se trate de lugares, ello no implica que los protagonistas sean elementos indiferenemente sustituibles entre sí. Así como un padre no puede ser na madre, tampoco una madre puede sustituir a un padre. Esto no se contradice con el hecho de que una madre pueda siempre identificarse con un padre y recíprocamente. En el primer caso, tenemos la costumbre de decir que la madre se halla en una posición paterna con su hijo. Por lo demás, es la única situación en la que se podría hablar de madre fálica. En el segundo, se dice que el padre se halla en una posición materna. Ahora bien, en uno y otro se trata tan sólo de problemáticas identificatorias, es decir, de dispositivos imaginarios. Ello hace que estas posiciones identificatorias no tengan el alcance simbólico que se les adjudica respectivamente; a lo sumo, constituyen parámetros perturbadores e invalidantes en cuanto a la localización del dalo por el niño en su trayectoria edípica. Siempre podemos preguntarnos por qué tales casos de figura no indicen efectos simbólicos por los mismos títulos que la vectorización habitual de la función paterna. Limitándonos a un caso de figura deliberadamente ejemplar, evoquemos con ese fin la dimensión de los tormentos imaginarios que deben afrontar las parejas mujeres homosexuales con hijos. En una pareja semejante, ¿por qué una de las parteaires femeninas no podrá asumir nunca la función paterna ante el hijo si todo su esfuerzo se vuelca en ello? Sede Central:
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Por desdicha, la solución de este problema presenta una simplicidad mucho mayor que el sufrimiento experimentado por las homosexuales al intentar resolverlo, ya que está fundamentalmente ligado a lo real de la diferencia de sexos. Ahora bien, se lo quiera saber o no, esta diferencia es irreductible. El papel materno es inexpugnable, en el sentido de que aquello que lo instituye y sostiene es la diferencia de seos con respecto al niño. Por su parte, la función paterna no es simbólicamente operativa sino por proceder directamente de ese diferencia. En otros términos, lo determinante es la ley del falo. Es verdad que basta con que el significante Nombre-del-Padre sea convocado en el discurso materno para que la función mediadora del Padre simbólico resulte estructurante. Pero además es preciso que este significante Nombre-del-Padre sea referido explícitamente y sin ambigüedades a la existencia de un tercero señalado en su diferencia sexual con respecto al protagonista que se presenta como madre. Sólo con este carácter, en ausencia de Padre real, el significante Nombre-del-Padre puede exhibir todo su alcance simbólico. Por esta razón, está claro que no podría existir función matera en el sentido de una equivalencia simétricamente sustituible a la función paterna. El fantasma de una función semejante remite evidentemente al mito de la horda primitiva y a sus consecuencias. Al instituir la castración simbólica, este mito inscribe simbólicamente la problemática diferencia de sexos en relación con el falo. De tal forma que el falo o, para ser más exactos, el significante fálico, tiene una única función: la de simbolizar la diferencia se sexos. Y precisamente esta función de referencia impone a todos los sujetos la labor de negociar su propia identidad sexual frene a este significado fálico. Por esto, no es casual que Lacan insista en designar esa incidencia del significante 1 fálico como significante de la falta en el Otro: De la misma manera, Lacan inscribe la primacía de este significante en sus célebres fórmulas de la sexuación, proponiendo algoritmos lógicos radicalmente diferentes para simbolizar la sexuación de las mujeres. 2 Esta diferencia de inscripción no tiene más significado que el de indicar que para las mujeres, no existe otro referente a la castración que no sea el que opera par los hombres: el Nombre-del- Padre; es decir, este “al menos un” Padre simbólico, no castrado y poseedor del falo. En ciertos aspectos, todos los avatares de la función paterna permanecen dependientes del del des destitino no que que se se res rese erve rve al al sig signi nififica cant nte e de de la la fa falta lta en en el el Otr Otro o . El significante de la falta en el otro especifica ante todo la prevalencia de la castración. Es en este luchar donde el deseo del niño se cruzará con la ley del deseo del otro la del padre. En la circunstancia la madre se revelará como una ocurrencia barrada en cuanto objeto de goce. 1
Cf. J. Dor, Introducción à la lecture de Lacan, t.I, op. Cit, cap. 24, o. 245. Cf. J. Dor, Structure et Perversions, op. Cit., cap. 16, pp. 27/227.
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Hemos visto que ello no podía producirse como proceso de simbolización estructurarte para el niño sino en la medida en que el padre se le apareciera teniendo supuestamente el falo Otra manera de decir que l función paterna sólo es operativa a condición de que se la invista con el estatuto de instancia simbólica mediadora. La suerte de esta atribución fáclica escande así la dialéctica edípica, abriendo ele camio a potenciales de “cristalizaciones” significativs de las que dependerá directamente la organización de las principales estructuas psíquicas: la estructura perversa, la estructura obsesiva, la estructura hitércia y hasta por defecto, las estructuras psicóticas, como verémos más adelante.
Función paterna y estructura perversa
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La intrusión de la figura del padre imaginario, fantasmatizado por el niño como competidor fálico cerca de la madre, anuncia el paso de la dialéctica del ser a la del tener. Sin embargo, una condición lógica para que se efectúe este pasaje es que en determinado momento el padre se le aparezca al niño como aquel que supuestamente posee el objeto que la madre desea. Resulta de esto que la madre debe saber significarse al niño como madre faltante a quien este hijo no colmará en nada, identificado como está él a su vez con su falo. En este sentido, si bien el niño debe confrontarse con un inevitable estancamiento del deseo frente a la función fálica -¿ser o no ser el falo del Otro?- de todos modos es solicitado hacia un reconocimiento de lo real de la diferencia de sexos, sostenida desde ahora por la falta de deseo que prefigura, para él, la asunción de la castración. Asimismo, el discurso de la madre, al dejar en suspenso el cuestionamiento del hijo sobre el objeto de deseo materno, lo incita a conducir su interrogación más allá del lugar donde su identificación fálica conoce un punto de detención, es decir, hacia la instancia paterna de la que la madre se señala ahora dependiente. Esta licitación abierta al beneficio de una investidura de la figura del padre encuentre algún sustrato favorable para alimentar el equívoco a través de los significantes maternos y paternos, no hará falta más para que semejante punto de anclaje encuentre el basamento que le conviene en una identificación perversa que perpetúe, según el modo de una fijación particular, la identificación fálica primordial del niño. Así “capturado” en la frontera de la dialéctica del ser y el tener, el niño se encierra en la representación de una falta no simbolizable que traduce la retracción permanente que mantendrá en lo sucesivo respecto de la castración de la madre. Como el padre no puede ser desapoderado de su investidura de rival fálico, ajeno a la intercesión del significante de la falta en el Otro, el paso del registro del ser al del tener no se efectuará en estas 3
La problemática de la estructuración perversa será mencionada aquí sucintamente. Fue expuesta en forma sistemática en mi obra Structure et Perversions, op. Cit., a la cual remito. Sede Central:
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circunstancias sino en un espacio psíquico marginal. D este modo, la atribución fálica del padre, que le confiere la autoridad de Padre simbólico (representante de la Ley), jamás será reconocida para otra cosa que para impugnarla mejor e incansablemente. De ahí el ejercicio indomeñable de dos estereotipos estructurales regularmente presentes en las perversiones: desafío y transgresión. No hace falta decir que la ambigüedad inductora de las estructuraciones perversas sólo es susceptible de vectorizar la función paterna sobre esta vertiente marginal, si acuden en s apoyo varios factores propicios. Con este carácter, para limitarnos a un escueto repaso, mencionemos la llamada seductora y la complicidad libidinal de la madre, asociadas a la complacencia silenciosa del padre. 4
Función paterna y estructura obsesiva La experiencia clínica tiende a corroborar la habitual observación según la cual el sujeto obsesivo se habría sentido excesivamente amado por su madre. Hay incluso quienes no vacilan en explotar diferencial con respecto a la histeria, done es de uso ratificar una queja circunstancialmente invertida. Pero en la medida en que el histérico se complace casi siempre en una reivindicación reparadora en relación con el amor materno presuntamente desfalleciente, aquella oposición tiene no obstante un carácter problemático. Lo cual no impide que esta comprobación fenomenológica constituya un elemento invalorable en el abordaje de las incidencias que determinan la estructura obsesiva. Un avatar de la función paterna se presiente ineluctablemente tras las lamentaciones pasivas que el obsesivo despliega una y otra vez respecto de la invasión del amor de la madre. Gimiendo sobre su estatuto de objeto privilegiado del deseo materno, el obsesivo da testimonio, sin saberlo, de la investidura fálica preponderante que se opera sobre él. Así como conviene caracterizar a los sujetos histéricos como militantes del tener, del mismo modo el obsesivo se señala como un nostálgico del ser que conmemora incansablemente los vestigios del particular modo de relación que su madre ha mantenido con él. No existe novela familiar obsesiva en la que le interesado no se agobie con este privilegio de haber sido presentido como el hijo preferido de su madre. En las apuestas del deseo movilizadas por la lógica fálica, este “privilegio” no deja de despertar en el niño una investidura libidinal precoz. Se encierra así de buen grado en una creencia síquica que lo consigna en un lugar de objeto ante el cual la madre sería susceptible de hallar aquello que se supone espera del padre. Identificamos aquí, puesta en tela de juicio, la articulación decisiva del paso del ser al tener donde la madre debe significarse dependiente del padre c omo aquel que le “hace la 4
Cf. J. Dor, Structure et Perversions, op. Cit., cap. II, pp. 155/158. Sede Central:
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ley” (Lacan) desde el punto de vista de su deseo. Sólo la significación de esta dependencia moviliza al niño en la dimensión del tener. A modo de consecuencia, toda ambigüedad del discurso materno puede favorecer la instalación imaginaria del niño en un dispositivo de suplencia a la satisfacción del deseo de la madre.
La lógica de la organización obsesiva toma apoyo en este dispositivo de suplencia. Pero se impone una precisión. En este caso no se trata de una suplencia al objeto del deseo de la madre, situación que nos pondría en presencia de determinaciones propicias para la organización de estructuras perversas y hasta psicóticas. En el caso presente, el niño sólo es llamado imaginariamente a suplir la satisfacción del deseo materno en la medida en que esta satisfacción del deseo materno en la medida en que esta satisfacción le es significada como desfalleciente por la madre, quien sin saberlo liquida de este modo su adhesión equívoca a la función paterna. Aunque el niño perciba la dependencia deseante dela madre respecto del padre, de todos modos retiene el mensaje de una insatisfacción materna en cuanto a lo que se supone que ella espera de él. Se trata, pues, de una vacancia parcial de la satisfacción del deseo materno, que reclama en el niño la necesidad de suplirla.
Así como el deseo de la madre hace referencia a la investidura del padre simbólico al convocar al niño a la asunción de la castración de ella resultante, así también la satisfacción desfalleciente de este deseo materno constituye una licitación regresiva al sostenimiento de la identificación fálica del niño. De ahí la “nostalgia” de un retorno al ser, vivamente codiciado pero jamás plenamente cumplido. Mediante esta inscripción singular respecto de la función paterna negocia el niño su transacción psíquica entre el ser y el tener. Resulta de ella una problemática específica del obsesivo frente a su acceso al universo del deseo y de la Ley, cuyos vestigios más notable son cesan de ejercerse según el modo del goce pasivo y en la rebeldía competitiva respecto de cualquier figura de autoridad que reactive la imago paterna. Mediante esta inscripción singular respecto de la función paterna negocia el niño su transacción psíquica entre el ser y el tener. Resulta de ella una problemática específica del obsesivo frente a su acceso al universo del deseo y de la Ley, cuyos vestigios más notables no cesan de ejercerse según el modo del goce pasiva y en la rebeldía competitiva respecto de cualquier figura de autoridad que reactive la imago paterna. En el mismo punto lógico en que el niño debería confrontarse con la insatisfacción, el futuro obsesivo es cautivo, en cambio, de la satisfacción en su relación de suplencia frente a la investidura deseante materna. Mientras que, comúnmente el deseo se separa de la necesidad para entrar en el proceso de la demanda, en el caso presente, en vez de chocar con la falta y deslizarse hacia la espera de la demanda, el deseo queda cortocircuitado por la madre insatisfecha, quien encuentra aquí un objeto de suplencia. Sede Central:
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Tal asunción prematura permite comprender el carácter particular del deseo del obsesivo, siempre portador de la estampilla exigente e imperativa de la necesidad. Resulta de eso una diferencia por el lado de la demanda, deficiencia que lo inscribe en esa pasividad masoquista que le impone tener que hacer adivinar y articular por el otro lo que él mismo no logra demandar. De manera más general, esta deficiencia estructural se traduce en la servidumbre voluntaria del obsesivo, que lo obliga a tener que asumir todas las consecuencias de su actitud pasiva. Se complace así, además, en ocupar de buen grado el lugar de objeto del goce del otro, que lo reenvía al estatuto fálico infantil donde se encontró precisamente encerrado como hijo privilegiado de la madre. De la misma manera, la queja repetitiva con la que se beneficia sobre este fondo de sadización le permite, como contrapartida, asumir plenamente su propio goce. La culpabilidad pasa a ser entonces la expresión más directa de este privilegio casi incestuoso del niño respecto de la castración. Fijado eróticamente a la madre, el obsesivo permanece continuamente presa del temor a la castración, que él negociará intomáticamente en el terreno de la pérdida. Así como el obsesivo presenta una inclinación favorable a constituirse como toda para el otro, del mismo modo debe despóticamente controlar y dominar todo para que el otro no se escape de ninguna forma. Una ambivalencia similar alimentada respecto del estatuto fálico y de la pérdida inherente a la castración induce en el obsesivo una problemática específica con relación al padre, y más allá, ante cualquier figura que remita metonímicamente a la autoridad paterna. Por el hecho de estar omnipresente, la imago paterna alimenta, tanto como sustenta, la dimensión de la rivalidad y de la competencia en estos sujetos. El obsesivo no cesa de desplegar una actividad continua dirigida a sustituid al padre –y a sus representantes- y a ocupar su lugar junto a la madre. Los anhelos de muerte inconscientes más arcaicos resurgen de modo constante contra cualquier figura paterna cuyo lugar conviene tomar Este afán de “tener el lugar” del otro abre el camino a todas las luchas de prestigio, a todo los combates grandiosos y dolorosos en los cuales, paradójicamente, el obsesivo no pierde ocasión de confrontarse con la castración. Al revés que el histérico, asó como el Amo es insoportable para el obsesivo porque posee supuestamente lo que él codicia, así también el Amo debe aparecérsele como a ly seguir siéndolo. Si el obsesivo tiene necesidad de un Amo, no hay que perder de vista que todas las estrategias de rivalidad y competencia destinadas a desafiarlo no advienen nunca sino para asegurarse mejor de que el lugar es inalcanzable. De hecho, precisamente porque el padre está en s lugar, su puesta a prueba reiterada responde al objetivo de reasegurarse de la existencia salvadora de la castración, atemperado asó la erotización incestuosa con la madre y en la que el obsesivo se encierra inconscientemente.
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A la manera de un héroe, el obsesivo sufre de este zamarreo épico entre la Ley del padre a la que es preciso sacrificarlo todo, y esa misma Ley que él mismo tendrá que desbaratar y dominar. Esta lucha imperturbable se desplaza hacia múltiples objetos de investidura, contribuyendo a definir aquel perfil específico de la personalidad obsesiva que Freud bautizara con la denominación de “carácter anal”. 5
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S. Freud, “Charakter uns analerotik” (1908), G. W. VII, 203/209, S.E.IX, 167/175. Trad. Francesa D. Berger, P. Bruno, G. Guéruneau, F. Oppenot, “caractère et èrotisme anal”, Névrose, psychose et perversión, Paris, P.U.F., 1973, pp. 143/149. Sede Central:
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Función paterna y estructura histérica Una vez más, es alrededor del modo de asunción psíquica del paso del ser al tener como localizaremos los puntos de cristalización determinantes de la organización histérica respecto de la función paterna. En el caso presente, conviene insistir ante todo en la inversión dialéctica del ser al tener, a cuyo respecto Lacan ofrece la explicación siguiente: Para tenerlo (el falo), primero tiene que haberse planteado que no se lo puede tener, que esta posibilidad de estar castrado es esencial en la asunción del hecho de tener el falo. Este es el paso que se debe dar; aquí es donde debe intervenir en algún momento, eficazmente, realmente, efectivamente el padre. 6
La apuesta histérica representa, por antonomasia, la cuestión de este “paso a dar”. Si la asunción de la conquista del falo es fundamental, ello se debe a que por su intermedio el niño se sustrae a la rivalidad fálica en la que se había instalado, y tan imaginariamente cuanto que convocó a ella al padre. En ciertos aspectos, esta asunción fálica certifica ese momento decisivo que Fre ud llamó “declinación del complejo de Edipo” 7
La lógica del deseo histérico se inicia así en la investidura psíquica de la atribución fálica del padre. Si el padre debe “dar la prueba” (lacan) de esta atribución, veremos que toda la economía deseante histé rica no cejará en extenuarse en la puesta a prueba de este “dar a prueba”. En la medida en que él (el padre) interviene como aquel que tiene el falo y no como el que lo es, puede producirse ese algo que reinstaura la instancia del falo como objeto deseado por la madre y no solamente como objeto del que el padre puede privarla. 8
Así pues, el histérico va a interrogar y a impugnar sin tregua la atribución fálica, en una oscilación psíquica constante en torno de ese “algo” subrayado por Lacan. Podemos traducir esta posición psíquica como una indeterminación que se jugaría entre las dos opciones siguientes: por un lado, el padre tiene el falo de derecho, lo que explica que la madre puede desearlo junto a él; por el otro, el padre no tiene falo más que en la medida en que ha privado de él a la madre. A todas luces, el histérico va a sostener sobre todo en la segunda vertiente de esta oscilación la puesta a prueba de la atribución fálica. Aceptar que el padre aparezca como el único depositario legal del falo es orientar el propio deseo a su respecto según el modo del no tenerlo. En cambio, impugnar el falo paterno en cuanto que jamás lo tiene sino por haber desposeído de él a la madre, es promover una reivindicación permanente acerca del hecho de que la madre podría tenerlo también de derecho. 6
J. Lacan, Las formaciones del inconsciente, op. Cit., seminario del 22 de enero de 1958 S. Freud, “der Unntergang des Odipusjomplexes” (1923), G. W. XIII, 295/405, S.E. XIX, 171/179. Trad francea D. Berger, J. Laplanche, “La disparition du Complexe d´Oedipe”, La vie sexuelle, Paris, P-U-F, 1969, pp. 116/122. 8 J. Lacan. Las formaciones del inconsciente, op. C it, seminario del 22 de enero de 1958. 7
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En este sentido, toda ambivalencia sostenida por la madre y el padre en cuanto a la inscripción exacta de la atribución fálica, puede concurrir favorablemente en este momento a la organización de una estructura histérica. En efecto, los más notables rasgos estructurales de la histeria echan raíces en este terreno de la reivindicación del tener. Según que el histérico sea mujer u hombre, esta reivindicación tomará contornos fenomenológicos diferentes. Sin embargo el requerimiento se desplegara conforme una dinámica idéntica: conquistar el atributo del que le sujeto se considera injustamente desprovisto. Se trate para la mujer histérica de “hacer de hombre” (lacan) o por el contrario, para e hombre, de atormentarse en dar la prueba de su virilidad, la cosa no cambia en nada. Tanto de un lado como del otro subsiste una idéntica adhesión fantasmática al objeto fálico y a su posesión supuesta, adhesión que traduce, por ello mismo, el reconocimiento de que el sujeto no puede tenerlo. De ahí la existencia de un rasgo inaugural que saturada toda la economía psíquica de la estructura histérica: la alineación subjetiva en el deseo del Otro. Precisamente porque el histérica se siente injustamente privado del objeto del deseo edípico –el falo-, la dinámica del dese repercutirá esencialmente en el plano del tener. En efecto, el histérico no tiene más salida que desplegar la cuestión de su propio deseo junto al Otro que se supone lo tiene, al cual, por consiguiente, siempre se lo imagina como poseedor de la respuesta al enigma del deseo. Una estrategia parecida sirve de soporte privilegiado a la identificación histérica que observamos de manera omnipresente tanto en las mujeres como en los hombres. Po ejemplo, una mujer histérica se identificará gustosa con otra mujer por poco que esta última sepa presentarse como alguien que no tiene el falo pero sin embargo puede desearlo junto a otro. En cuyo caso, una mujer semejante aparece como si hubiese sabido resolver el enigma del deseo ¿cómo desear cuando uno está privado de aquello a lo que supuestamente tendría derecho? De ahí la identificación consiguiente de la histérica con esa mujer deseante. La identificación histérica puede constituirse también de entrada según el modelo de aquella que, no teniéndolo, lo reivindica como alguien que, pese a todo, puede tenerlo. Se trata de un proceso identificatorio que de buen grado llamaré: identificación militante o incluso identificación de solidaridad; proceso que atestigua una vez más la ceguera sintomática que consiste en ocultar que uno no puede desear el falo sino con la única condición de haber aceptado previamente no tenerlo. En todos los casos, estos procesos identificatorio dan de la alienación subjetiva del histérico en su relación con el deseo del otro. No hace falta más para comprender esta disposición casi fatal del histérico a someter su propio deseo a lo que él imagina o presiente que es el deseo del Otro, y a proponerse responder a él por anticipado. Además de que este exceso de delegación imaginaria se presta favorablemente a todas las tentativas de sugestión, en tal dinámica de Sede Central:
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sometimiento observamos más generalmente la elección privilegiada del lugar del Amo, del que el histérico no podría desistir para alimentar su aptitud al desconocimiento de la cuestión de su deseo y a la insatisfacción que de ello resulta. En este caso, no es por fuerza indispensable que el elegido presente disposiciones probadas para el ejercicio del dominio. Lo que importa ante todo es que el histérico lo entronice, a su pesar, en un lugar semejante de su economía psíquica. Por otra parte, el interés de esta investidura fantasmática no excede nunca a la estrategia inconsciente que la socava: poner a prueba de modo inexorable la atribución fálica supuesta así al Amo, para destituirlo mejor de ella. El fervor de los histéricos en practicar la mascarada de lo puesto a la vista, el resaltamiento del otro identificado con un objeto al que hacer relucir y hasta las cruzadas masoquistas que santifican la abnegación sacrificial consentida al deseo del Otro, perpetúan su punto de anclaje estructuralmente sintomático en relación con la función paterna. Puesto que estas diversas presentaciones decisivas en la organización psíquica de los sujetos permanecen todas ellas, en mayor o menor medida, dependientes de la suerte dada a la atribución fálica del Padre simbólico, eso nunca implicó que éste tenga realmente el falo y que en consecuencia un padre deba esforzarse por demostrar al hijo que de veras lo posee. Por el contrario, toda maniobra paterna ejercida en este sentido será motivo de alarme, ya que conducirá al hijo a no acertar en el punto de referencia esencial alrededor del cual interviene el falo para él. De hecho, este punto de referencia le permite ante todo centrar de otra manera el lugar exacto del deseo de la madre. Hace falta, pues, que el propio niño le suponga este falo al padre, a partir de lo que él presidente del deseo del Otro (la madre). Toda demostración del padre tendiente a suministrar al niño la prueba de que efectivamente lo tiene en la realidad, está necesariamente condenada al fracaso. Por un lado, porque semejante prueba será siempre imaginaria; por el otro, porque ella invalidará las virtudes estructurantes de la localización del deseo de la madre para el niño. Por añadidura, el intento de dar la prueba de que se tiene el falo en la realidad es, por el contrario, demostrar que no se lo tiene, al menos que no se está seguro de tenerlo. No podría ser de otro modo, atento al carácter intrínsecamente imaginario del objeto fálico. Por otra parte, tal demostración contribuye inevitablemente a mantener al niño en la idea de que no hay falta. Sin saberlo, el padre asigna entonces al niño a un lugar en El que ulteriormente, él no podrá sino ser sometido a lo imaginario de la omnipotencia fálica Por último, un padre que se precipita en semejante problemática de prueba con respecto a su hijo, le confirma sin saberlo que, por la misma razón, él es víctima de ella. Al imaginar que hay que tenerlo de veras y recusar la castración, con ello le significa que él mismo impugna la dimensión de la falta.
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Ilustremos uno de estos avatares mediante una viñeta clínica que nos mostrará de qué modo ciertas ambigüedades inducidas en cuanto a la localización del falo, son capaces de cristalizar la ordenación de la economía psíquica en la vía de una organización histérica. En el curso de una sesión, un joven paciente me contó esta pequeña historia de su infancia. 9 Cuando tenía cinco o seis años, su padre lo invitaba habitualmente a compartir un ritual en apariencia la mar de inocente. Cada vez que se bañaba, pedía a su hijo que lo asistiera en esta operación, la cual adoptaba invariablemente un cariz de ablución pedagógica. Desde el fondo de su bañera, el padre enseñaba doctamente a su hijo las cosas de la vida, con suma erudición. A pesar de los magistrales esfuerzos educativos de su padre, el niño, completamente subyugado ante la vista del pene de este, permanecía bien sordo a los embates de elocuencia con los que se le dispensaba el precioso saber. Mientras trascurrían estas sesiones de despertar a la sapiencia paterna, el niño se angustiaba fuertemente, una y otra vez, ante el tamaño de un sexo que no sólo parecía impresionante a sus ojos de niño, sino que además lo transportaba ipso facto a unas mudas o inquietas rumias en cuanto al futuro de su propio pene. Al cabo de cierto tiempo, invariablemente irritado por la desatención de su joven oyente, el padre ponía fin a sus abluciones pedagógicas contando sempiternamente a su hojo el mismo cuento de hadas. Un hada se le aparece a un chiquillo mientras está en la escuela. Le pide secretamente que formule un deseo y le promete que, no bien regrese a su casa, se realizará. Luego, el hada desaparece. Al final del cuento, el padre se dirige a su hijo –más allá de sus largos parloteos eruditos, este momento era probablemente el único en que le hablaba auténticamente –y le pregunta: -”Si fueras tú el chico de la historia, ¿qué deseo habrías formulado? Por lo general, en su fuero interno, puesto que se hallaba completamente fascinado por el tamaño del pene paterno, el niño anhelaba, es evidente, llegar a ser él mismo propietario de un objeto tan ávidamente codiciado. Pero como no podía explayarse en tal sentido, las más de las veces permanecía mudo unos momento sy luego, expulsando con violencia de su pensamiento si anhelo más devoto, acababa diciendo que le gustaría poseer una gran bolsa de golosinas o un montón bien grueso de dinero. Consternado por la falta de genio 9
La historia que aquí reconstruyendo con el consentimiento del interesado, fue voluntariamente amputada de referencias anamnésicas más precisas. Sede Central:
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de su hijo, el padre emergía entonces de su baño y envolvía u ofuscada dignidad en su albornoz, dejando plantado al niño frente a la bañera. Cierta vez, excedido por la vacuidad intelectual de su hijo, el padre, cual Arquímedes poseído por un relumbrón de perspicacia ingeniosa en el fondo de su bañera se aventura en una variación libre del cuento de hadas. El hada vista como siempre a chico en la escuela, pero esta mañana la elección del deseo le resulta a éste sumamente engorrosa. El hada insiste. Falto de argumentos, el chico fomenta secretamente este singular anhelo: “Llegar muy pronto a casa para tener lo que deseé apenas lo elegí”. Entonces, en el acto, el chico aparece en su casa, habiendo satisfecho el hada su deseo de estar allí inmediatamente. Bien pesaroso se lo ve al no descubrir nada, puesto que no había sabido elegir. Ante la estupefacción de su hijo, el padre, inagotable, no puede menos que hacerle oír, para rematar su buena educación, la moraleja de la historia: -“Hijo mío, le dice, cuando se desean demasiadas cosas a la vez, no se tiene ninguna”. La indigencia de esta conclusión fue saludable para el niño. De ahí más su padre se abstuvo de fastidiarlo con las virtudes de su enseñanza acuática. Sin embargo, esta salud, fue tan sólo momentánea. La historieta inocente se había inscrito, en efecto, sobre el terreno de una vivencia edípica ya ampliamente minado por otras hazañas “pedago lógicas” paternas de la misma vena, las cuales contribuyeron sin da alguna a inducir y alimentar ulteriormente en el hijo una sólida histeria masculina. Este muchacho vino a consultarme por un problema de eyaculación precoz sumamente grave e invalidante. La evocación infantil surgió en la transcurso de una asociación referida al análisis de este síntoma. A causa de la coyuntura edípica en la que se desplegaba el acontecimiento infantil, el cuento no podía tomar, por desplazamiento, más que cierto modo de significación metafórica. Identificado por entero con el chico vestido de hada, este niño se hallaba preso en un atolladero psíquico inevitable. Por más tentado que estuviese de forjar el anhelo de tener un pene como el de su padre, le era imposble refrenderlo a causa de la Ley. Tener el pene paterno se tornaba equivalente a suprimir a este padre, le era imposible refrendarlo a causade la Ley. Tener el pene paterno se tornaba equivalente a suprimir a este padre para ocupar su lugar junto a la madre. Comprendemos por qué razón expulsaba el niño con máxima energía este mal pensamiento culpabilizade, en beneficio de una bolsa de golosinas o de un montón de dinero tranquilizadores. Pero ninguna fortuna o golosina podíra presentar el mismo atractivo que un pene como el de su padre. De ahí sus subterfugios múticos para suspender la elección de sus anhelos. Sede Central:
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En este sentido el padre era orfebre en la materia, ya que el prolongado mutismo de us hijo fue lo que le sugirió inconscientemente modificar el curso de la historia. De suerte que sólo podía ocurrir al niño, silencioso como el chiquillo del cuento, lo mismo que le sucedería al joven personaje visitado por el hada: al desear demasiado el objeto de su codicia, no lo tuvo De hecho, no tvo lo que él creía que su padre poseía y por lo cual éste era susceptible de concederse las familiaridades de la madre: el falo. Pero no lo tuvo, en la estricta medida en que su padre se dedicaba a demostrarle que lo poseía de veras, en la realidad, exhibiendo su gran pene perversamente velado por la mascarada del cuento de hadas. Como toda moraleja encierra un fondo de verdad, prueba de ello fue la exhibición del gran pene: por haberlo deseado demasiado, el chiquillo no lo tendrá nunca. Y de hecho, una vez adulto, este hombre so comportaba con las mujeres como aquel que no lo tenía. De este modo quedaba prisionero del fantasma en que su padre lo había encerrado: hay que tenerlo para asegurarse la posesión de una mujer. Lo cual dejaba suponer imaginariamente que una mujer no podía gozar sino sucumbiendo a la omnipotencia fálica de un hombre. Además, capturado en el fantasma de no tenerlo, este hombre respondía con convicción al deseo de una mujer, de este modo: “no tengo el pene”, e incluso “no lo tengo más que parcialmente”, como lo testiguaba su eyaculación precoz. Este análisis, impone que nos interroguemos también por la actitud paterna respecto del hijo. ¿Cuál era el goce del padre en el transcurso de sus abluciones pedagógicas? Lo mínimo que podemos colegir es que gozaba de la pregunta inconsciente de su hijo en relación con el falo, al intentar probarle con regularidad que él tenía cabalmente, en la realidad, aquello de lo que él mismo no estaba seguro de hallarse investido. Este padre, claramente cautivo a su vez de una oscilación entre el ser y el tener, proseguía inconscientemente su búsqueda personal de localización del falo en un recorrido de evitamiento imaginario de la castración. Pretendiendo reasegurarse en cuanto a la posesión del objeto que colma la falta, sólo lo lograba engañándose en cuanto al significante fálico, es decir, exhibiendo el órgano. Es visible de qué modo la índole de esta confusión órgano/falo expresa casa a la perfección la posición subjetiva de un padre confrontado con una falta de la que nada quiere saber, desde el momento en que es interpelado por el deseo de una mujer. A causa de esta amenaza, le resultó imposible permitir que su hijo cumpliera el periplo que podría inducirlo progresivamente a suponerle la existencia de este falo y que por ende renunciara a la convicción imaginaria que lo llevaba a permanecer identificado con el falo de la madre. En síntesis, demasiado identificado él mismo con el falo del Otro, este padre quedaba prisionero de una lógica psíquica que obturaba su aptitud para dejarse suponer poseedor de un falo por el niño. Aplastaba, pues, por adelantado, la andadura necesaria hacia esta suposición. Al situar el órgano en el frente de la escena, preservaba inconsciente la posibilidad de mantenerse en posición de ser el falo del Otro, evitando tener que asumir la castración. En cambio, subyugaba a su hijo en el terreno de la Sede Central:
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apuesta fálica que, como sabemos, se ordena en las teorías sexuales infantiles alrededor de la problemática del pene. En definitiva una vez que el niño se hizo adulto, siguió siendo víctima del imaginario edípico que el padre se aplicaba a perpetuar para sí mismo a través de la encarnación del órgano. Cuidémonos empero de adherir a los puntos de referencia de esta lógica fálica como si fuesen índices semiológicos estables, capaces de dar un sostén seguro a cualquier evaluación diagnóstica. La inscripción de cada cual en la función fálica constituye un acontecimiento lo bastante singular en la estructuración psíquica como para que esta referencia a la función paterna no sea objeto de interferencias múltiples, a menudo inmediatamente imposibles de circunscribir dentro del marco de una anticipación clínica unívoca. La prueba estaría en la interacción, a veces espectacular, de manifestaciones sintomáticas ambiguas en la dinámica psíquica de ciertos sujetos, de las que sin embargo es posible definir una causalidad estructural que las sitúa en relación con la función del padre. Daré como ejemplo la puesta en acto de manifestaciones perversas en un caso de histeria masculina.10 La economía deseante del histérico se ve aquejada por unan ambivalencia fundamental cuyas dos vertientes antagónicas podemos precisar mediante la alternativa siguiente: existir para sí o parecer bajo la mirada del otro. Del mismo modo podríamos decir: desear para sí mismo o desear a pesar de sí mismo, es decir, en relación con lo que el otro espero supuestamente en su deseo. 11 Así pues, nada tiene de asombroso el que vestigios de esta ambivalencia aparezcan en el propio centro de la problemática sexual del hombre histérico. Sin embargo, más allá de esta ambivalencia, la cuestión de la relación con el otro femenino está alienada por anticipado en cierto tipo de representación de la mujer como mujer idealizada inaccesible, lo que no deja de recordar la investidura del ideal femenino tal como se ejerce en los perversos. No se trata, de todo modos, de la mujer erigida en virgen intocable y pura de todo deseo cuyo fantasma el perverso cultiva. 12 De hecho, en el hombre histérico, la mayoría de las veces la mujer sólo es inaccesible en la medida en que mantiene cierto tipo de conducta de evitamiento respecto de una confrontación directa y personal sobre el terreno sexual con ella. En el fondo, esta forma 10
Esta observación fue publicada ya en Perspectives psychiatriques, 1989, nº 16/1, pp. 19/24 Cf. L. Israel, L´Hysterique, le sexe et l e médecin, París, Masson, 1976 12 Cf. J. Dor, Structure et Perversions, op, cit, pp. 153 y sigs. 11
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de evitamiento está predeterminada en el histérico por su relación ambivalente 13 con la función fálica.14 Si bien la mujer es, por excelencia, lo que le permite ubicarse respecto de la posesión del objeto fálico, el histérico no está por ello menos cautivo de un modo de atribución fálica negativizando por el fantasma crucificante de “no tenerlo”. Esta desinvestidura imaginaria del atributo fálico permite no sólo comprender la confusión sintomatológica pene/falo que habita su relación deseante con la mujer según el modo caracerístico de la impotencia y/o de la ayaculación precoz, sino además la institución accesoria de manifestaciones perversas que en un primer momento pueden mover a engaño desde el punto de vista diagnóstico, y hacerlas confundir con auténticos casos de perversión. En el hombre histérico, la relación deseante con la mujer está minada por una elaboración inconsciente cuya consecuencia es mantener una completa confusión entre el deseo y la virilidad. Esta confusión tiene su origen en una interpretación particular que el histérico moviliza respecto de la demanda de toda mujer. Esta demanda nunca es percibida, en efecto, como una orden terminante de tener que dar la prueba de su virilidad. Así pues, sólo podría ser deseado por una mujer por la exclusiva razón de suponer que ésta espera de él la demostración de que es viril. En otros términos, todo se presenta como si, en el histérico, la relación deseante se fundara en la necesidad de tener que justificar que posee cabalmente lo que la mujer le demanda, es decir, el falo. Al alimentar la convicción imaginaria de no ser depositario de éste, el histérico sólo puede responder en la siguiente forma: “no tengo el pene”. Sin entrar en detalles sobre la dialéctica pene/falo en el hombre histérico, 15 bajo el signo de tal confusión en cuanto a la naturaleza del objeto vendrá a alojarse, pues, la impotencia, es decir, el último recurso que queda para definir cualquier encuentro sexual con una mujer. El síntoma de la eyaculación precoz, que responde a un proceso un tano diferente del de la impotencia, se inscribe en la histeria masculina sobre el fondo de una misma confusión. En el caso que nos ocupa, aunque el acto sexual con una mujer resulte ser posible, de todos modos supone un riego: no lograr demostrarle que se tiene cabalmente el falo asumiendo este acto hasta el final.
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Cf. S. Freud “Hysterische phantasien und ihre Beziehungzur Bisexualität” (1908), G. W. VII, 191/199, S.E.IX, 155/166. Trad. Francesa J. Laplanche, “Les fantasmes hystériques et leur relation à la bisexualité”, Névrose, psychose et perversión, op, cit, pp- 149/155. 14 En lo relativo a la “función fálica”, véase J. Dor, Introducción à la lecture de Lacan, t. I, op. Cit., caps, 11 y 12, pp. 97 y sigs. 15 Cf. A) L. Israel, L´hysterique, le sexe et le médicen, op. Cit., pp. 63 y 119/128; b) F. Ferrier, “Structure hysteriqué et dialogue analytique”, La chaussée d´Antin, t. II, París, 10/18, 1878, pp.74/78 Sede Central:
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Ahora bien, desde esta perspectiva en término se inscribe también aquí como orden fantasmática que estipula que una mujer sólo puede gozar si el hombre sabe dar la prueba de su dominio fálico. Se comprende que semejante rendimiento imaginario resulte particularmente ansiógeno, de forma tal que la propia angustia precipitará y abreviará todo el proceso sexual. En esas condiciones, el objetivo esperado, vale decir, el goce femenino, tiene que resultar una amenaza. Sólo quien dispone del dominio absoluto del falo es capaz de asumirlo o, lo que es equivalente, sólo él es susceptible de dominar ese goce. Con lo cual también se dice que el goce de la mujer se percibe siempre como una derrota ante el poder fálico victorioso. El histérico, como no dispone del atributo que le permitiría llevarse esta victoria, no tiene más solución que sujetarse él mismo al poder del que lo tiene. Por ello se encierra de buen grado en la situación de aquel que va a capitular ante semejante poder. Para hacerlo, el histérico masculino se identifica inconscientemente con la compañera femenina, de suerte que su eyaculación precoz pasa a ser el testimonio más inmediato de su capitulación. El histérico goza entonces al como imagina que goza una mujer al sucumbir ella misma al poder fálico. La conjunción de esos dos tipos de desfallecimiento sintomático inducido por la confusión entre el deseo y la virilidad constituye frecuentemente en el histérico una auténtica incitación a la actualización perversa de los componentes sexuales. Esta senda ofrecida a ciertas figuras de la perversión se explica tano más cuanto que permite diferir la posibilidad de un encuentro sexual directo con las mujeres inaccesibles, al tiempo que se adopta la estrategia, cara a los histéricos, consistente en mantener un umbral constante de insatisfacción. Por si fuera poco, la ambigüedad fundamentalmente alimentada por el histérico frente a su propia identidad sexual 16 obliga fácilmente a su deseo a adoptar formas de expresión que acusarán de buen grado ese perfil perverso. En este sentido, las manifestaciones perversas se presentan como otras tantas mediaciones favorables a esa distancia con las mujeres, sin la cual su encuentro se haría insoportable por hallarse condenado de entrada al fracaso sexual. Mencionemos ya el pasaje al acto homosexual como procedimiento radical de evitamiento del partenaire femenino. 17 En la histeria masculina, sin embargo, se trata mucho más de una máscara homosexual que se una homosexualidad verdadera basada en una elección de objeto amoroso exclusivamente masculino. 18 De hecho, estas parodias homosexuales son aptas 16
Cf. S Freud, “Les fantasmes hystériques et leur relation á la bisexualité” Nérvose, psychose et perversión, op, cit. 17 Cf. S. Freud, “Über infantile Sexualtheorien” (1908), G.W. VII, 171/188, S.E. IX, 205/266. Trad. Francesa D. Berger, J. Laplanche, “Les theories sexuelles infantiles”. La vie sexuelle, op.cit., pp.14/27 18 Cf. S. Freud, “Über einen besonderen Typus der Objektwahl beim Manne” (1910), G.W. VIII, 88/77, S-E. XI, 163/175. Trad. Francesa J. Laplanche, “D´un type particulier de choix d´objet chez l´homme”, ibíd., oo. 47/55. Sede Central:
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para inducir compensaciones secundarias tranquilizadores, puesto que el otro, semejante a uno mismo, protege de la diferencia con lo femenino. Frecuentemente, esta mediación se apoya en una compulsión a la masturbación sostenida por escenificaciones fantasmáticas perversas, sobre todo libretos eróticos de mujeres homosexuales. De la misma manera, el exhibicionismo, su forma efectiva de inversión en su contrario, el voyeurismo, 19 pueden hallar en la histeria masculina puntos de anclaje favorables. Al igual que en la homosexualidad, se trata más de dar libre curso a la dimensión del fingir, que de concederse las familiaridades del goce de una verdadera perversión. De hecho, el fingir, dado que siempre se sostiene de la mirada del otro, pasa a ser el instrumento apropiado mediante el cual el histérico puede gozar fantasmáticamente de su juicio supuestamente desaprobador u hostil. Para lograrlo el histérico desempeña a las mil maravillas su papel, ilusionándose él mismo con una inflación de desbordes perversos de carácter compulsivo que exigen inevitablemente una intervención del otro. Este otro, al engancharse en la parodia, asegura plenamente el goce del histérico, quien toma esta invención como la prueba de que su propia escenificación engañosa ha funcionado. En etse sentido, bienvenido serán cualquier denuncia, cualquier escándalo, arresto u otra inculpación, más aún cuando aportarán al suplemento de goce convocado por la inextinguible búsqueda de límites que el histérico pone a prueba en su relación problemática con la castración. De todos modos, por más que el desafío y la transgresión encuentren una materia privilegiada al ejercerse en este terreno, carecerán de lo que configura su motor y su consistencia en los perversos auténticos. 20 Lo probaría en este caso, como en otros capítulos de la histeria, el hecho de que las mejores intrigas así fuesen perversas- no podrían resistir a la indiferencia del otro, por poco que éste se dedique a desistir del papel de cómplice imaginario que el histérico se esfuerza e adjudicarle. El fragmento clínico que sigue 21 me parece ejemplarmente ilustrativo de los diferentes aspectos de esta dialéctica sintomática que puede conducir al histérico masculino a actualizaciones perversas en su relación con las mujeres
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Cf. S. Freud, “Triebe un Triebschicksale” (1915), G.W. X, 219/232, S.E. XIV, 109/140. Trad. Francesa J. Laplanche, J.B. Pontalis, “Pulsions et destin des pulsions”, Métapsychologie, Paris, Gallimard, 1968, pp. 25 y sigs. 20 C.f. J. Dor, Sttructure et perversions, op. Cit., cap 13, pp. 1 73 y sigs. 21
Esta observación se publica con el consentimiento del interesado. Numerosos elementos anamnésicos se mantuvieron en reserva, sin que ello perjudique ni la presentación clínica propiamente dicha ni su lógica interna. Sede Central:
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Examinemos previamente las premisas etiopatológicas que parecen haber contribuido al anclaje decisivo de una organización histérica en un muchacho magrebino; organización que se verá amplia y permanente propiciada por el contexto del medio familiar. Entre estas premisas mencionaré un primer acontecimiento que tuvo lugar en África del Norte cuando el paciente tenía unos ocho años. Como acostumbra hacerlo desde hace años, se dirige con su madre al baño de mujeres. Ese día le hacen notar a la madre, en su presencia, que él ya está demasiado grande para acompañarla. Sin una palabra, su madre lo despide bruscamente y le ordena volver a casa. El paciente recuerda este suceso en proporción a lo que había significado para él: un despido tan injustificado como incomprensible, sancionado a la manera de castigo. En lo sucesivo, se sentirá continuamente culpable ante la presencia de mujeres; culpabilidad que por otra no cesará de redoblarse bajo el imperio de los acontecimientos que vendrán después. A los pocos días de esta “exclusión”, su padre lo conduce, sin una palabra, al baño de los hombres. Cuál no será su asombro al descubrir a su padre desnudo entre los demás. Este espectáculo tan novedoso como inesperado lo deja estupefacto. Pero su petrificación le atrae de inmediato una áspera observación de su padre, quien le enuncia la tajante prohibición de mirar con semejante insistencia a los hombres desnudos.
Es probable que la conjunción de estas dos prohibiciones, acervadas pero silenciosas, haya fijado en este hombre toda una economía deseante lábil en la pendiente de la histeria. Por lo demás, numerosos recuerdos de la adolescencia no hicieron más que confirmarla. Sólo a los dieciocho años, sin embargo, con ocasión de sus primeras experiencias sexuales, este hombre va a medir la exacta dimensión de las perturbaciones sintomáticas de que era objeto, especialmente en oportunidad de una pequeña escena familiar que parece haber catalizado bruscamente una serie de elementos complexiones latentes. Teniendo diecisiete años, en el transcurso de un animado juego con su hermana (dos años mayor que él), se agarra de su bata ésta se rompe y la muestra desnuda. Después del episodio infantil en el baño de mujeres no se la había presentado ninguna otra ocasión de ver una mujer desvestida. Sorprendido por el incidente, lo gana el desconcierto, mientras su hermana lo despide en cambio con inocentes burlas, de lo más divertida ante su malestar. A partir de este día, durante varios años seguidos no podrá volver a desvestirse delante de una mujer. Este síntoma, se organizó según el modo típico de inversión en su contrario. 22 22
Cf. S. Freud, “Pulsions et destin des pulsions”, Métapsychologie, op, cit.
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La desnudez de la hermana lo remitió, como es lógico, a la desnudez de su madre en el baño, es decir, a ese universo de goce infantil que sólo se le apareció como “goce” el día en que se le significó que estaba prohibido. Sólo a posteriori, pues su frecuentación de los cuerpos femeninos desnudos, por estar también prohibida, se le tornó traumática y culpable. Confrontado por desplazamiento con la revelación del cuerpo materno prohibido a la mirada, el proceso se invierte al goce de la percepción del cuerpo femenino. En consecuencia, de aquí en adelante se castigará por anticipado de este goce y del deseo que lo sostiene, no descubriendo nunca más su cuerpo ante las mujeres. Este síntoma adquirirá rápidamente unas proporciones espectaculares, Más allá de la cuestión de las mujeres propiamente dichas, se sentirá obligado a quedarse totalmente “cubierto” apenas su cuerpo aparezca ofrecido a la mirada del otro, es decir, en todas partes, salvo cuando se encuentra sólo en su casa. De este modo, una serie de incidentes normales de la vida cotidiana van a transformarse insensiblemente en un prolongado y doloroso calvario, condenado él como estaba a permanecer arropado en cualquier circunstancia y en cualquier época del año. Al mismo tiempo va a desarrollar una creciente ambivalencia respecto de las mujeres, cuyo significado sin embargo no se le escapa. Mientras dice que las detesta, reconoce detestarse a sí mismo por no poder mantener relaciones con ellas. Pero igualmente, n puede tolerar la menor mirada de mujer posada sobre él, perseguido por el atenazante fantasma de que lo examinan a propósito pues han descubierto la índole del síntoma que la invalida. Sobre un fondo de existencia tan infernal, dos acontecimientos sexuales precipitarán su problemática histérica hacia un terreno de expresión preserva. Al emprender el regreso de unas vacaciones, viaja en un compartimiento de tren ocupado sólo por él y por una compatriota de tren ocupado sólo por él y por una compatriota oriunda de su misma provincia. Se inicia una amistosa charla en cuyo transcurso le sorprende el participar sin angustia en la sociable conversación con su interlocutora. Pero de golpe lo asalta un fantasm inquietante: al final de este diálogo, la mujer podría contar con que él le proponga hacer el amor ocn ella, lo que se le antoja tan impensable como imposible. Avanzada la noche, dicha compatriota se muestra más bien atrevida. Le comunica sin rodeos el objeto de su expectativa, cuyo contenido revela ser bastante perverso. Asaltado por la angustia, él obedece, aunque la experiencia se para rápidamente en seco. Mortificado por el fracaso, queda no obstante sintomáticamente sosegado ante la idea de que una mujer no haya logrado hozar de él. No esperaba, en cambio, que su compañera de viaje, nada resentida por el suceso, le impusiera ser testigo visual y pasivo de una Sede Central:
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experiencia de placer que ella juzgó indispensable administrarse con insistencia y voluptuosidad. Después de un prolongado insomnio, a la madrigada, el muchacho deja el compartimento antes de que su compañera se despierte. Esta escena sexual violentamente traumatizante va a imponerse a él, a continuación, en forma de un fantasma obsesivo perfectamente atormentador. Sólo mucho después comprenderá que la tortura residía principalmente en el hecho de que había sido testigo de un descubrimiento: una mujer podía gozar sin hombre. Cabe suponer que con toda probabilidad este descubrimiento reprimido sufrió una elaboración secundaria suyo resultado fue que el fantasma obsesivo se organizó según el modo de un fantasma perverso, o sea el acoplamiento homosexual entre la compañera del tren y otra mujer que él identificará ulteriormente bajo los rasgos de su hermana mayor. Un segundo acontecimiento sexual casi contemporáneo del precedente va a dinamizar solidariamente su organización histérica por la vía de beneficios secundarios perversos. Un amigo de la niñez a quien no ve desde hace unos años, le informa que estará en París por unos días y le pide, a este efecto, hospitalidad. Aunque sus medios de acogida resultaran ser hartos reducidos, pues vive en la Ciudad Universitaria y sólo dispone de una habitación, se compromete sin embargo a albergarlo. ¡Cuál no será su sorpresa al ver llegar a su amigo en compañía de una muchacha! Preso de angustiosa perplejidad ante el dilema de despedirlos de inmediato a los dos o de aceptar su presencia sin decir palabra, no lograba decidirse por ninguna de las dos soluciones. Por un lado, se sentía culpable de tener que negarle hospitalidad a su amigo, probablemente a causa de la puesta en juego de toda una problemática homosexual inconsciente. Por el otro, la perspectiva de que una mujer pudiese invadir el único sitio en el que sentía protegido de la mirada de los otros, se le hacía rápidamente intolerable. Decidió, no obstante, alojar a la pareja, a despecho de estas condiciones de precariedad material. Llegada la noche, se sume en una crisis de angustia imaginando que sus huéspedes quizás aprovechen para hacer el amor. El fantasma de este acoplamiento furtivo lo deja despierto hasta la mañana. Lo que no sucede la primera noche sí ocurre la segunda. Con el terror de haber sido testigo tan cercano de la escena de amor transcurrida en la oscuridad, se acordará mucho tiempo de la rabia que se apoderó de él ante su incapacidad para decidir qué cosa en semejante circunstancia le hubiera sido menos insoportable: ¿Era preferible oír sin ver nada?¿No Habría sido mejor, por el contrario, poder ver sin oír? Tiempo después, los vestigios de esa alternativa se actualizarán en una serie de fantasmas y realizaciones perversas. Sin embargo, entre las dificultades suscitadas por la ambigüedad de esta cohabitación, la más importante aún no había intervenido. Al día siguiente su amigo le comunica que debe Sede Central:
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quedarse por unas cuarenta y ocho horas. Y le pide que siga albergando a su compañera durante su ausencia. Esta proposición lo deja totalmente mudo. Una vez más, acepta, pese a la aprehensión que lo invade ante la perspectiva de quedarse solo con una mujer en su propio cuarto. A punto de marcharse, su amigo juzga útil transmitirle la consigna siguiente: ¡No te ocupes de ella!¡Que aprenda a arreglárselas sola! Curiosamente, de entrada recibe estas palabras en una acepción sexual que no deja de inquietarlo: un poco a la manera de una invitación a dejarse seducir pasivamente por esta mujer. Capturando así en la trampa de su propio síntoma, él mismo promoverá inconscientemente su despliegue. A la defensiva, y acechado el menor signo de seducción que pidiese llegarle de ella, él mismo va a seducirla, sin saberlo redoblando una atención y benevolencia constantes que él creía destinadas precisamente a neutralizar cualquier veleidad de erotización. De hecho, se muestra tan solícito que, llegada la noche, la mujer se desliza sin vueltas en su cama. La iniciativa toma muy rápido ambos lados, un cariz suficientemente cataclismo como para no ser renovada por segunda vez. Si amigo regresa, saluda y vuelve a marcharse con su compañera. Al parecer, todo vuelve al orden. Pocos días después este hombre desarrolla una descomunal compulsión a la perversión. Comienza a pasarse noches enteras tratando a de sorprender, a través de los tabiques o por el agujero de las cerraduras, los retozos eróticos de los residentes de la Ciudad Universitaria. Ante el muy variable éxito de sus iniciativas, decide cometerlas en lo sucesivo conforme un método más científico. Valéndose de los conocimientos técnicos adquiridos durante su formación, 23 imagina las estrategias más sofisticadas para oír a las parejas hacer el amor. Complicados dipositivos electrónicos de emisión-recepción son instaladas rápida y discretamente en las habitaciones de los casos amorosos más favorabes, que él visita gracias a una llave maestra robada a una camarera. De este modo, repedado en su cuarto, al comando de una auténtica mesa de escucha, pasa la mayor parte de las noches recogiendo los productos sonoros de las diferentes fuentes de captación indiscreta que ha colocado al azar de sus investigaciones nocturnas. Dispersado y atosigado a la vez por la multitud de ecos acústicos que se le proponen, le enfurece no poder registrarlas todos simultáneamente. Sin embargo, cualquiera que sea la cacofonía amorosa confinada a los buenos beneficios de su grabador, ya no pasa un solo día sin que escche inoxerablemente ls secuencias seleccionadas, acompasando su audición con sesiones de matirbación frenética.
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Era entonces ingeniero en telecomunicaciones.
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Rápidamente extenuado por sucesivas noches de vigilancia auditiva, decide abandonar su puesto de observación acústica para sorprender de visu lo que hasta entonces se había contentado en oír. Surge la oportunidad de observar en una pequeña construcción a una pareja de mujeres homosexuales que suelen encontrarse al caer la noche. En el momento oportuno, acude a su nuevo puesto de observación estratégica y, aun con terror de que le descubran, escruta por el agujero de la cerradura algunas piezas de intercambios amorosos sustraídos en parte a su campo visual. Irritado por no ver más pretende tomarse una revancha decisiva. Horas después se introduce en la habitación donde duermen las dos mujeres y se lleva toda su ropa interior. Al mismo tiempo de desarrollarse esta compulsión a las efracciones visuales, fantasmas homosexuales masculinos lo visitan con frecuencia cada vez mayor. Esta invasión adquiere una dimensión tal que el joven alimenta imaginariamente la esperanza de ponerle término pasando al acto. Cumple esto poco tiempo después, yendo a deambular nocturnamente por ciertos lugares públicos parisienses apropiados. Cuanto más se multiplican sus experiencias homosexuales, más lo repugnan, pero mayor ímpetu adquiere en cambio su compulsión al voyeurismo. Agobiado por la angustia, forja el proyecto de hacerse sorprender deliberadamente a fin de que una denuncia salvadora lo haga comparecer ante un tribunal y ponga fin de ese modo a su insaciable necesidad de ver. De hecho, no retrocederá ante nada para que esto suceda. Desmultiplicando los riegos en los lugares públicos, perforará múltiples agujeros en los baños de café para observar a través de ellos; fotografiará por la noche los retozos diversos de las prostitutas del Bois de Boulogne; sobornará a un travesti para que lo deje mirar discretamente el ejercicio corriente de su comercio con partenaires improvisados encarados de prisa y corriendo en los asientos traseros de un coche; acabará inclusive por escalar las fachadas de diversos cabarets parisienses para sorprender a través de las ventanas exteriores a las profesionales del streap-tease desvistiéndose en sus camerinos. Su compulsión de ver pierde todo límite y pone en riesgo su salud y salvaguarda personal; entonces le hago notar con prudencia en una sesión de análisis, que todas estas “hazañas”, por arriesgadas que fuesen, no parec ían interesarlo realmente. La prueba estaba en que no parecía sacarle todo el provecho que deseaba. Enfaticé así el hecho de que todo este frenesí se hallaba claramente destinado a interpelar a alguien distinto de él mismo. En particular, era como su lo que más le interesara fuese ir cada vez más lejos en los desbordes perversos a fin de gozar mejor de ellos restituyéndoos a un interlocutor, con la esperanza secreta de excitar su curiosidad sexual. Quedó sumamente desconcertado ante esta intervención pues ni por un momento había pensado en el beneficio secundario de estos comportamientos perversos que acaba yo de Sede Central:
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señalarle. Manifiestamente desanimado ante la imprevista revelación, sus movilizaciones perversas se liquidaron en poco tiempo y dieron paso a una fase depresiva sostenida por largas quejas. Nunca podría conocer mujeres. Llegado el caso, nunca sabría hacerlas gozar y demás quejas de igual tenor. Hasta que se resigna a tener que sufrir el martirio que su funesta invalidez le causa. La reiteración de este monólogo dolorido y quejoso me incitó a recordarle que una mujer podía gozar seguramente con un hombre, pero que ello no decía hacerle olvidar que también podría gozar sin él: Además de aventuré a señalarle que tal vez no sería posible una relación sexual satisfactoria con una mujer debido a que sin duda predería asemejarse a estas mujer que gozan sin un hombre. Esta nueva intervención, muy mal recibida al principio, hizo su camino. El paciente acabó por percatarse de cuánto se había identificado inconscientemente con la mujer en su fantasmatización de las relaciones amorosas. Además, su pasividad, su cuasi impotencia y sus eyaculaciones precoces pronto le parecieron tributarias de esta elaboración consciente. Poco tiempo después, un suceso completamente inseperado le iba a permitir metaforizar, sin saberlo, su relación con la castración, por la vía de un rotundo acting-out. A los pocos minutos de haber puesto fin a una de sus sesiones, oí sonar el timbre de mi consultorio. Al abrir la puerta Me sorprendió verlo sólidamente flanqueado por dos agentes de policía. Su expresión de extraordinario júbilo me hizo entender al instante lo que se hallaba en juego para él cuando se mostraba así ante mi mirada. Su exaltación se motiva en el hecho de que me hacía testigo del carácter insoslayable de la Ley, que impone el deseo de uno está siempre sometido a la ley del deseo del otro. No bien confirme a los policías que el muchacho salía de mi consultorio volví a cerrar la puerta significándole que era lo suficiente grande como para explicarles por sí mismo lo que venía a hacer en él. La sesión siguiente aportó todas las aclaraciones esperadas. Pocas horas antes había habido un robo en el edificio. Al dejar mi consultorio, advirtiendo la presencia de dos policías que platican con la portera, lo acometió el irresistible impulsó de pasar delante de ellos corriendo. Como es lógico, siguió a esto una breve persecución. Hallándose tranquila su conciencia, lo que importaba ante todo era despertar suficientemente la atención de la policía para ser interpelado en buena y debida forma. Una cosa importaba: que la ley interviniese. Otra cosa es que yo supiese, por otra parte, algo de ello. De este modo, su acting-out me significaba implícitamente que la ley existí y que en lo sucesivo él iba a someterse a ella. De ahí su júbilo y la liberación catártica consiguiente. Sede Central:
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Pocas semanas después, una laboriosa preelaboración le permitió entender hasta qué punto, en la transferencia, me había instituido inconscientemente en el lugar de su madre y, desde ese lugar, hecho testigo imaginariamente cómplice de su epopeya perversa. Con la ayuda del levantamiento de la represión, conoció poco tiempo después a una mujer con la que, por fin, tuvo acceso a serenas familiaridades en los intercambio amorosos.
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