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MARIANO JOSÉ DE LARRA Fragmento del artículo “Corrida de toros ” Estas funciones deben su origen a los moros, y en particular, según dice don Nicolás Fernández de Moratín, a los de Toledo, Córdoba y Sevilla. Estos fueron los primeros que lidiaron toros en público. Los principales moros hacían ostentación de su valor y se ejercitaban en estas lides ( …). El anhelo de distinguirse en bizarría delante de sus queridas, y de recibir su corazón en premio de su arrojo, les hizo, poner las corridas de toros al nivel de sus juegos de cañas y de sortijas. Los españoles sucesores de Pelayo ( …) tomaron de sus conquistadores en un principio, compatriotas, amigos o parientes en seguida, enemigos casi siempre, y aliados muchas veces, estas fiestas, cuya atrocidad era entonces disculpable, pues que entretenía el valor ardiente de los guerreros en sus suspensiones de armas para la guerra, la emulación entre los nobles que se ocupaban en ellas, haciéndolos verdaderamente superiores a la plebe, y acostumbraba al que había de pelear a mirar con desprecio a un semejante suyo, cuando le era preciso combatir con él, si acababa de aterrar a una fiera más temible. ( …) La admiración pública, la novedad, y, sobre todo, el espíritu algún tanto feroz de aquellos tiempos de guerra y de incivilización, contribuyeron no poco a poner en boga esta diversión, y después dos causas principales las acabaron de establecer: la galantería, que comenzó a mezclarse en todas las acciones de los hombres, y el no haberse desdeñado los reyes mismos algunas veces de dejar el cetro para empuñar el rejoncillo. La influencia del ejemplo de éstos, como ha sucedido siempre, arrastró la opinión general, y no hubo noble que no quisiese imitar al monarca ( …) Pero si bien los toros han perdido su primitiva nobleza; si bien antes eran una prueba del valor español, y ahora sólo lo son de la barbarie y ferocidad, también han enriquecido considerablemente estas fiestas una porción de medios que se han añadido para hacer sufrir más al animal y a los espectadores racionales: el uso de perros, que no tienen más crimen para morir que el ser más débiles que el toro y que su bárbaro dueño; el de los caballos, que no tienen más culpa que el ser fieles hasta expirar, guardando al jinete aunque lleven las entrañas entre las herraduras; el uso de banderillas sencillas y de fuego, y aun la la saludable costumbre de arrojar el bien intencionado pueblo a la arena los desechos de sus meriendas, acaban de hacer de los toros la diversión más inocente y más amena que puede haber tenido jamás pueblo alguno civilizado (…).
Fragmento del artículo “En este país ” (…) don Periquito, ese petulante joven, cuya instrucción está reducida al poco latín que le quisieron enseñar y que él no quiso aprender; cuyos viajes no han pasado de Carabanchel; que no lee sino en los ojos o jos de sus queridas, los cuales no son ciertamente los libros más filosóficos; que no conoce, en fin, más ilustración que la suya, más hombres que sus amigos, cortados por la misma tijera que él, ni más mundo
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Página |2 que el salón del Prado, ni más país que el suyo. Este fiel representante de gran parte de nuestra juventud desdeñosa de su país, fue no ha mucho tiempo objeto de una de mis visitas. Encontréle en una habitación mal amueblada y peor dispuesta, como de hombre solo; reinaba en sus muebles y sus ropas, tiradas aquí y allí, un espantoso desorden de que hubo de avergonzarse al verme entrar. -Este cuarto está hecho una leonera -me dijo-. ¿Qué quiere usted?, en este país... -y quedó muy satisfecho de la excusa que a su natural descuido había encontrado. (…) Mi amigo Periquito es hombre pesado como los hay en todos los países, y me instó a que pasase el día con él; y yo, que había empezado ya a estudiar sobre aquella máquina como un anatómico sobre un cadáver, acepté inmediatamente. Don Periquito es pretendiente, a pesar de su notoria inutilidad. Llevóme, pues, de ministerio en ministerio: de dos empleos con los cuales contaba, habíase llevado el uno otro candidato que había tenido más empeños que él. -¡Cosas de España! -me salió diciendo, al referirme r eferirme su desgracia. -Ciertamente - le respondí, sonriéndome de su injusticia-, porque en Francia y en Inglaterra no hay intrigas; puede usted estar seguro de que allá todos son unos santos varones, y los hombres no son hombres. El segundo empleo que pretendía había sido dado a un hombre de más luces que él. -¡Cosas de España! - me repitió. -Sí, porque en otras partes colocan a los necios- dije yo para mí. Llevóme en seguida a una librería, después de haberme confesado que había publicado un folleto, llevado del mal ejemplo. Preguntó cuántos ejemplares se habían vendido de su peregrino folleto, y el librero respondió: -Ni uno. -¿Lo ve usted, Fígaro? - me dijo-: ¿Lo ve usted? En este país no se puede escribir. En España nada se vende; vegetamos en la ignorancia. En París P arís hubiera vendido diez ediciones. -Ciertamente -le contesté yo-, porque los hombres como usted venden en París sus ediciones. En París no habrá libros malos que no se lean, ni autores necios que se mueran de hambre. -Desengáñese usted: en este país no se lee -prosiguió diciendo. -Y usted que de eso se queja, señor don Periquito, usted, ¿qué lee? -le hubiera podido preguntar-. Todos nos quejamos de que no se lee, y ninguno leemos. -¿Lee usted los periódicos? -le pregunté, sin embargo. -No, señor; en este país no se sabe escribir periódicos. ¡Lea usted ese Diario de los Debates, ese Times! Es de advertir que don Periquito no sabe francés ni inglés, y que en cuanto a periódicos, buenos o malos, en fin, los hay, y muchos años no los ha habido. Pasábamos al lado de una obra de esas que hermosean continuamente este país, y clamaba:
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Página |3 -¡Qué basura! En este país no hay policía. En París las casas que se destruyen y reedifican no producen polvo. Metió el pie torpemente en un charco. -¡No hay limpieza en España! -exclamaba. En el extranjero no hay lodo. Se hablaba de un robo: -¡Ah! ¡País de ladrones! -vociferaba indignado. Porque en Londres no se roba; en Londres, donde en la calle acometen los malhechores a la mitad de un día de niebla a los transeúntes. Nos pedía limosna un pobre: -¡En este país no hay más que miseria! -exclamaba horripilado. Porque en el extranjero no hay infeliz que no arrastre coche. Íbamos al teatro, y: (…) Se hablaba de viajes: -¡Oh! Dios me libre; ¡en España no se puede viajar! ( …) Concluyamos, sin embargo, de explicar nuestra idea claramente, mas que a los don Periquitos que nos rodean pese y avergüence. Cuando oímos a un extranjero que tiene la fortuna de pertenecer a un país donde las ventajas de la ilustración se han hecho conocer con mucha anterioridad que en el nuestro, por causas que no es de nuestra inspección examinar, nada extrañamos en su boca ( …); pero cuando oímos la expresión despreciativa que hoy merece nuestra sátira en bocas de españoles, y de españoles, sobre todo, que no conocen más país que este mismo suyo, que tan injustamente dilaceran, apenas reconoce nuestra indignación límites en que contenerse. Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión ( …). Si alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero, sea para prepararnos un porvenir mejor que el presente, y para rivalizar en nuestros adelantos con los de nuestros vecinos: sólo en este sentido opondremos nosotros en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro ( …). Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español ( …) y (…) contribuya cada cual a las mejoras posibles. Entonces este país dejará de ser tan mal tratado de los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros mismos el vergonzoso ejemplo.
Fragmento del artículo “Un reo de muerte ” (...) Llegada la hora fatal, entonan todos los presos de la cárcel, compañeros de destino del sentenciado, y sus sucesores acaso, una salve en un compás monótono, y que contrasta singularmente con las jácaras y coplas populares, inmorales e irreligiosas, que momentos antes componían, juntamente con las preces de la religión, el ruido de los patios y calabozos del espantoso edificio. El que hoy canta esa salve se la oirá cantar mañana.
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Página |4 Enseguida, la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y Caridad recibe al reo, que, vestido de una túnica y un bonete amarillos, es trasladado atado de pies y manos sobre un animal, que sin duda por ser el más útil y paciente es el más despreciado; y la marcha fúnebre comienza. Un pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito. Las ventanas y balcones están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se apiñan y se agrupan para devorar con la vista el último dolor del hombre. - ¿Qué espera esa multitud? - diría un extranjero que desconociese las costumbres -¿Es un rey el que va a pasar, ese ser coronado que es todo un espectáculo para el pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es una pública festividad? ¿Qué hacen ociosos esos artesanos? ¿Qué curiosea esta nación? Nada de eso. Ese pueblo de hombres va a ver morir a un hombre. -¿Dónde va? -¿Quién es? -¡Pobrecillo! - Merecido lo tiene. -¡Ay, si va muerto ya! -¿Va sereno? -¡Qué entero va! He aquí las preguntas y expresiones que se oyen resonar en derredor. Numerosos piquetes de infantería y caballería esperan en torno del patíbulo (...) ¡Siempre bayonetas en todas partes! ¿Cuándo veremos una sociedad sin bayonetas? ¡No se puede vivir sin instrumentos de muerte! Esto no hace, por cierto, el elogio de una sociedad ni del hombre (...) Un tablado se levanta en un lado de la plazuela: la tablazón desnuda manifiesta que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quiere decir garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea positiva ni sublime que el hombre no impregne de ridiculeces. r idiculeces. Mientras estas reflexiones han vagado por mi imaginación, el reo ha llegado al patíbulo (...) Las cabezas de todos, vueltas al lugar de la escena, me ponen delante que ha llegado el momento de la catástrofe; el que sólo había robado acaso a la sociedad, iba a ser muerto por ella; la sociedad también da ciento por uno; si había hecho mal matando a otro, la sociedad iba a hacer bien matándole a él. Un mal se iba a remediar con dos. El reo se sentó por fin. ¡Horrible asiento! Miré el reloj: las doce y diez minutos; el hombre vivía aún... De allí a un momento, una lúgubre campanada de San Millán, semejante al estruendo de las puertas de la eternidad que se abrían, resonó por la plazuela. El hombre no existía ya; todavía no eran l as doce y once minutos. “La sociedad, exclamé, estará ya satisfecha: ya ha muerto un hombre”.
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GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER TEMA: POESÍA (I-XI) Rima IV No digáis que, agotado su tesoro, de asuntos falta, enmudeció la lira; podrá no haber poetas; pero siempre habrá poesía. Mientras las ondas de la luz al beso palpiten encendidas, mientras el sol las desgarradas nubes de fuego y oro vista, mientras el aire en su regazo lleve perfumes y armonías, mientras haya en el mundo primavera, ¡habrá poesía! Mientras la ciencia a descubrir no alcance las fuentes de la vida, y en el mar o en el cielo haya un abismo que al cálculo resista, mientras la humanidad siempre avanzando TEMA: AMOR (XII-XXIX) Rima XIII Tu pupila es azul y, cuando ríes, su claridad süave me recuerda el trémulo fulgor de la mañana que en el mar se refleja. Tu pupila es azul y, cuando lloras, las transparentes lágrimas en ella se me figuran gotas de rocío sobre una vïoleta. Tu pupila es azul, y si en su fondo como un punto de luz radia una idea, me parece en el cielo de la tarde una perdida estrella.
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no sepa a dó camina, mientras haya un misterio para el hombre, ¡habrá poesía! Mientras se sienta que se ríe el alma, sin que los labios rían; mientras se llore, sin que el llanto acuda a nublar la pupila; mientras el corazón y la cabeza batallando prosigan, mientras haya esperanzas y recuerdos, ¡habrá poesía! Mientras haya unos ojos que reflejen los ojos que los miran, mientras responda el labio suspirando al labio que suspira, mientras sentirse puedan en un beso dos almas confundidas, mientras exista una mujer hermosa, ¡habrá poesía! Rima XVII Hoy la tierra y los cielos me sonríen, hoy llega al fondo de mi alma el sol, hoy la he visto... La he visto y me ha mirado... ¡Hoy creo en Dios! Rima XXI ¿Qué es poesía?, dices, mientras clavas en mi pupila tu pupila azul, ¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? Poesía... eres tú. Rima XXIII Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo; por un beso... ¡Yo no sé qué te diera por un beso!
Página |6 TEMA: DESENGAÑO (XXX-XXIX) Rima XXX Asomaba a sus ojos una lágrima y a mi labio una frase de perdón; habló el orgullo y se enjugó su llanto, y la frase en mis labios expiró. Yo voy por un camino; ella, por otro; pero, al pensar en nuestro mutuo amor, yo digo aún: ¿Por qué callé aquel día? Y ella dirá: ¿Por qué no lloré yo? Rima XXXVIII ¡Los suspiros son aire y van al aire! ¡Las lágrimas son agua y van al mar! Dime, mujer, cuando el amor se olvida ¿sabes tú adónde va? TEMA: MUERTE, DESOLACIÓN (LII-LXXXIV) Rima LII Olas gigantes que os rompéis bramando en las playas desiertas y remotas, envuelto entre la sábana de espumas, ¡llevadme con vosotras! Ráfagas de huracán que arrebatáis del alto bosque las marchitas hojas, arrastrado en el ciego torbellino, ¡llevadme con vosotras!
Nube de tempestad que rompe el rayo y en fuego ornáis las sangrientas orlas, arrebatado entre la niebla oscura, ¡llevadme con vosotras! Llevadme, por piedad, a donde el vértigo con la razón me arranque la memoria. ¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme con mi dolor a solas! Rima LIII (en el libro de texto
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Rima XLI Tú eras el huracán, y yo la alta torre que desafía su poder. ¡Tenías que estrellarte o que ab atirme…! ¡No pudo ser! Tú eras el océano; y yo la enhiesta roca que firme aguarda su vaivén. ¡Tenías que romperte o que arrancarme…!
¡No pudo ser! Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados uno a arrollar, el otro a no ceder; la senda estrecha, inevitable el cho que… ¡No pudo ser!
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Leyenda “El Monte de las Ánimas ” La noche de difuntos me despertó, a no sé qué hora, el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria (…) Yo no la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza, con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche (…)
-I-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas. -¡Tan pronto! -A ser otro día no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte. -¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme? -No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua; yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré la historia (…)
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia: «Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran sabido solos defenderla como solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa (…) Por último, intervino la autoridad del rey; el monte, maldita ocasión de tantas
desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que, cuando llega la noche de Difuntos, se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras
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Página |8 dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche». - II Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente (…) Sólo dos personas parecían ajenas a la conversación general:
Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absortos en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz. Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio (…)
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-: pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío. Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo su carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios. -Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada: mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres? -No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país, una prenda recibida compromete la voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías. El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza: -Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío? Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra (…)
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
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Página |9 -¿Por qué no? -exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió: -¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma? -Sí. -Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo. -¡Se ha perdido! ¿Y dónde? -preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza. -No sé...; en el monte acaso. -¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial. Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda: -Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla me llaman el rey de los cazadores (…). Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; esta noche..., esta
noche, ¿a qué ocultarlo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas (…)
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó, con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña arrojando chispas de mil colores: -¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos, y cuajado el camino de lobos! Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte, se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con c on voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego: -¡Adiós Beatriz, adiós! Hasta... pronto. -¡Alonso, Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso, o aparentó querer, detenerle, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho, que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. - III Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho. -¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho (…)
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P á g i n a | 10 Después de haber apagado la lámpara (…), se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz apagada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana. -Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden (…). Después, silencio; un sil encio lleno de rumores extraños, el silencio de la media
noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi no se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio. Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando, dilatándose, las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables. -¡Bah! -exclamó, yendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada, de raso azul, del lecho-. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos? Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora; vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la l a luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal decoloró sus mejillas: sobre el r eclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso. Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho,
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P á g i n a | 11 desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros: muerta, ¡muerta de horror! - IV Dicen que después de acaecido este suceso un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla, levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y caballeros sobre osamentas de corceles perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
1.- Responde a las preguntas sobre la leyenda de Bécquer: a. ¿Quién es el narrador que introduce la leyenda? b. ¿Existe algún otro narrador? c. Haz un resumen de la I parte (no más de cinco líneas) d. Haz un resumen de la II y III parte (no más de siete líneas) e. ¿Cuál es el tema de la leyenda? ¿Puede relacionarse con alguna de las características del Romanticismo? f.
¿Qué otras características podemos observar en esta leyenda de Bécquer. Para ello, vuelve a leer los fragmentos subrayados.
3.- Escribe un poema gemelo a la rima XXX de Bécquer donde expliques cuales pudieron ser las causas de la ruptura 2.- Aquí tienes una lista de características de la Ilustración y el Romanticismo. Intenta colocarlas en el movimiento literario que les corresponda: Razón, sentimiento, desmesura, equilibrio, lugares exóticos, norma, libertad, utilidad, personajes fuera de la ley, medida, evasión, provecho, escenarios contemporáneos, valoración de épocas remotas.
ILUSTRACIÓN (siglo XVIII)
ROMANTICISMO (siglo XIX)
ROSALÍA DE CASTRO Fragmento de Miña Santa Margarida Miña Santa Margarida, ¿con quén te hei de comparare? Coma ti non vin ningunha nin na terra nin no mare.
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Coma ti, Santa bendidta, tan garrida e tan presiosa, nin brilóu ningunha estrela, nin se abréu ningunha rosa.
Nin as froles do xilmendro, nin a rosa purpurina, nin as neves da montaña, nin fulgor da mañanciña;
Nin luceiro, nin diamante, nin luniña trasparente, luz vertéu máis cariñosa que o teu rostro relucente.
nin alegre sol dourado, nin corrente de augua pura, miña Santa Margarida, che asemella en hermosura.
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ROSALÍA DE CASTRO Fragmentos de “Las literatas: Carta a Eduarda” (escrita a su alter ego) Mi querida Eduarda: ¿Seré demasiado cruel, al empezar esta carta, diciéndote que la tuya me ha puesto triste y malhumorada? (…) No, mil veces no (…). Dirás que trato esta cuestión como la del matrimonio, que hablamos mal de él
después que nos hemos casado; mas puedo asegurarte, amiga mía, que si el matrimonio es casi para nosotros una necesidad impuesta por la sociedad y la misma naturaleza, las musas son un escollo y nada más (…) amiga mía, tú no sabes lo que es ser escritora (…) por la calle te señalan constantemente, y no para bien, y en todas partes murmuran de ti. Si vas a la tertulia y hablas de algo de lo que sabes, si te expresas siquiera en un lenguaje algo correcto, te llaman bachillera, dicen que te escuchas a ti misma, que lo quieres saber todo. Si guardas una prudente reserva, ¡qué fatua!, ¡qué orgullosa!; te desdeñas de hablar como no sea con literatos. Si te haces modesta y por no entrar en vanas disputas dejas pasar desapercibidas las cuestiones con que te provocan, ¿en dónde está tu talento?; ni siquiera sabes entretener a la gente con una amena conversación. Si te agrada la sociedad, pretendes lucirte, quieres que se hable de ti, no hay función sin tarasca. Si vives apartada del trato de gentes, es que te haces la interesante, estás loca, tu carácter es atrabiliario e insoportable (…). Sobre todo los que escriben y se tienen por graciosos, no dejan pasar nunca la ocasión de decirte que las mujeres deben dejar la pluma y repasar los calcetines de sus maridos, si lo tienen, y si no, aunque sean los del criado. Cosa fácil era para algunas abrir el armario y plantarle delante de las narices los zurcidos pacientemente trabajados, para probarle que el escribir algunas páginas no le hace a todas olvidarse de sus quehaceres domésticos (…). Pero es el caso, Eduarda, que los hombres miran a las literatas peor que mirarían al diablo, y éste es un nuevo escollo que debes temer tú que no tienes dote. Únicamente alguno de verdadero talento pudiera, estimándote en lo que vales, despreciar neci as y aun erradas preocupaciones; pero… ¡ay de ti entonces!, ya nada de cuanto escribes es tuyo, se acabó tu numen, tu marido es el que escribe y tú la que firmas. (…) Si te casas con un hombre vulgar, aun cuando él sea el que te atormente y te oprima día y noche, sin dejarte respirar siquiera, tú eres para el mundo quien le maneja, quien le lleva y trae, tú quien le manda; él dice en la visita la lección que tú le has enseñado en casa, y no se atreve a levantar los ojos por miedo a que le riñas y todo esto que redunda en menosprecio de tu marido, no puede menos de herirte mortalmente si tienes sentimientos y dignidad, porque lo primero que debe cuidar una mujer es de que la honra y la dignidad de su esposo rayen siempre tan alto como sea posible. Toda mancha que llega a caer en él cunde hasta ti y hasta tus hijos: es la columna en que te apoyas y no puede vacilar sin que vaciles, ni ser derribada sin que te arrastre en su caída (...)
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LEOPOLDO ALAS CLARÍN Fragmento de La Regenta donde la propia protagonista se compara con la doña Inés de Zorrilla (…) Empezó el segundo acto y D. Álvaro notó que por aquella noche tenía un poderoso rival: el drama. Anita comenzó a comprender y sentir el valor artístico del D. Juan emprendedor, loco, valiente y trapacero de Zorrilla; a ella también la fascinaba como a la doncella de doña Ana de Pantoja, y a la Trotaconventos que ofrecía el amor de Sor Inés como una mercancía... La calle obscura, estrecha, la esquina, la reja de doña Ana... los desvelos de Ciutti, las trazas de D. Juan; la arrogancia de Mejía; la traición interina del Burlador, que no necesitaba, por una sola vez, dar pruebas de valor; los preparativos diabólicos de la gran aventura, del asalto del convento, llegaron al alma de la Regenta ( …) Ana se sentía transportada a la época de D. Juan, que se figuraba como el vago romanticismo arqueológico quiere que haya sido; y entonces volviendo al egoísmo de sus sentimientos, deploraba no haber nacido cuatro o cinco siglos antes... «Tal vez en aquella época fuera divertida la existencia en Vetusta; habría entonces conventos poblados de nobles y hermosas damas, amantes atrevidos, serenatas de Trovadores en las callejas y postigos ( …) digno del verso de un Zorrilla; y no como ahora suciedad, prosa, fealdad desnuda» (…) hasta D. Álvaro parecíale entonces mezclado con la prosa común. ¡Cuánto más le hubiera admirado con el ferreruelo, la gorra y el jubón y el calzón de punto!... Desde aquel momento vistió a su adorador con los arreos del cómico, y a este en cuanto volvió a la escena le dio el gesto y las facciones de Mesía, sin quitarle el propio andar, la voz dulce y melódica y demás cualidades artísticas. El tercer acto fue una revelación de poesía apasionada para doña Ana. Al ver a doña Inés en su celda, sintió la Regenta escalofríos; la novicia se parecía a ella; Ana lo conoció al mismo tiempo que el público; hubo un murmullo de admiración y muchos espectadores se atrevieron a volver el rostro al palco de Vegallana con disimulo (…) Doña Ana (…); clavados los ojos en la hija del Comendador, olvidada de todo lo que estaba fuera de la escena, bebió con ansiedad toda la poesía de aquella celda casta en que se estaba filtrando el amor por las paredes. «¡Pero esto es divino!» dijo volviéndose hacia su marido, mientras pasaba la lengua por los labios secos. La carta de don Juan escondida en el libro devoto, leída con voz temblorosa primero, con terror supersticioso después, por doña Inés, mientras Brígida acercaba su bujía al papel; la proximidad casi sobrenatural de Tenorio, el espanto que sus hechizos supuestos producen en la novicia que ya cree sentirlos, todo, todo lo que pasaba allí y lo que ella adivinaba, producía en Ana un efecto de magia poética, y le costaba trabajo contener las lágrimas que se le agolpaban a los ojos. «¡Ay! sí, el amor era aquello, un filtro, una atmósfera de fuego, una locura mística; huir de él era imposible; imposible gozar mayor ventura que saborearle con todos sus venenos. Ana se comparaba con la hija del Comendador; el caserón de los Ozores era su convento, su marido la regla estrecha de hastío y frialdad en que ya había profesado ocho años hacía... y don Juan... ¡don Juan aquel Mesía que también se filtraba por las paredes, aparecía por milagro y llenaba el aire con su presencia!». Celia Caballero Día
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1.- Lee los siguientes fragmentos de la Regenta y señala de que trata cada uno: Fragmento sobre la honra Sobre el amor
Sobre la hipocresía y el fingimiento Sobre el ambiente provinciano
Sobre la educación
Todas las noches antes de dormir se daba un atracón de honra a la antigua, como él decía: honra habladora, así con la espada como con la discreta lengua. Quintanar manejaba el florete, la espada española, la daga. Esta afición le había venido de su pasión por el teatro. Cuando trabajaba como aficionado, había comprendido en los numerosos duelos que tuvo en escena la necesidad de la esgrima, y con tal calor lo tomó, y tal disposición natural tenía, que llegó a ser poco menos que un maestro. Por supuesto, no entraba en sus planes matar a nadie; era un espadachín lírico. Pero su mayor habilidad estaba en el manejo de la pistola; encendía un fósforo con una bala a veinticinco pasos, mataba un mosquito a treinta y se lucía con otros ejercicios por el estilo. Pero no era jactancioso. Estimaba en poco su destreza; casi nadie sabía de ella. Lo principal era tener aquella sublime idea del honor, tan propia para redondillas y hasta sonetos. Él era pacífico; [...] Leía, pues, don Víctor a Calderón, sin cansarse, y próximo estaba a ver cómo se atravesaban con sendas quintillas dos valerosos caballeros que pretendían la misma dama, cuando oyó tres ladridos lejanos. «¡Era Frígilis!» Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les causaba aquel gran escándalo que era como c iudad triste. Pero ostensiblemente pocos se una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de la ciudad alegraban de lo ocurrido. ¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, un ex regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga! Anita no tenía amigas. Además, don Carlos la trataba como si fuese el arte, como si no tuviera sexo. Era aquélla una educación neutra. A pesar de que Ozores pedía a grito pelado la emancipación de la mujer y aplaudía cada vez que en Paría una dama le quemaba la cara con vitriolo a su amante, en el fondo de su conciencia tenía a la hembra por un ser inferior, como un buen animal doméstico. No se paraba a pensar lo que podía necesitar Anita. Pero no importaba: ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de la vejez, a que ya estaba llamando.. Y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena vivir, había ella oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor? ¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. El Casino de Vetusta ocupaba un caserón solitario, de piedra ennegrecida por los ultrajes de la humedad, en una plazuela sucia y triste cerca de San Pedro, la iglesia antiquísima vecina de la catedral. Los socios jóvenes querían mudarse, pero el cambio de domicilio sería la muerte de la sociedad, según el elemento serio y de más arraigo. No se mudó el Casino y siguió remendando como pudo sus goteras y demás achaques de abolengo. Tres generaciones había bostezado en aquellas salas estrechas y oscuras, y esta solemnidad del aburrimiento heredado no debía trocarse por loa azares de un porvenir dudoso en la parte nueva del pueblo, en la Colonia. Además, decían los viejos, si el Casino deja de residir en la Encimada, adiós Casino. Era un aristócrata.
Celia Caballero Día
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EMILIA PARDO BAZÁN Lee el pri mer fragmento de “La feminista” de Pardo Bazán y contesta contest a a las siguientes preguntas: Fue en el balneario de Aguasacras donde hice conocimiento con aquel matrimonio: el marido, de chinchoso y displicente carácter, arrastrando el incurable padecimiento que dos años después le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla, con cara de resignación alegre, cuidándole solícita, siempre atenta a esos caprichos de los enfermos, que son la venganza que toman de los sanos. Conservaba, no obstante, el valetudinario la energía suficiente para discutir, con irritación sorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo humano y lo divino, desarrollando teorías de cerrada intransigencia. Su modo de pensar era entre inquisitorial y jacobino ( …) El enfermo a que me refiero no dejaba cosa a vida. Rara era la persona a quien no juzgaba durísimamente. Los tiempos eran fatídicos y la relajación de las costumbres horripilantes. En los hogares reinaba la anarquía, porque, perdido el principio de autoridad, la mujer ya no sabe ser esposa, ni el hombre ejerce sus prerrogativas de marido y padre. Las ideas modernas disolvían, y la aristocracia, por su parte, contribuía al escándalo. Hasta que se zurciesen muchos calcetines no cabía salvación. La blandenguería de los varones explicaba el descoco y garrulería de las hembras, las cuales tenían puesto en olvido que ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumar el puchero. Habiendo yo notado que al hallarme presente arreciaba en sus predicaciones el buen señor, adopté el sistema de darle la razón para que no se exaltase demasiado. No sé qué me llamaba más la atención, si la intemperancia de la eterna acometividad verbal del marido, o la sonrisilla silenciosa y enigmática de la consorte. Ya he dicho que era ésta de rostro agraciado, pequeño de estatura, delgada, de negrísimos ojos, y su cuerpo revelaba esa contextura acerada y menuda que promete longevidad y hace las viejecitas secas y sanas como pasas azucarosas. Generalmente, su presencia, una ojeada suya, cortaban en firme las diatribas y catilinarias del marido. No era necesario que murmurase: -No te sofoques, Nicolás; ya sabes que lo ha dicho el médico... Generalmente, antes de llegar a este extremo, el enfermo se levantaba y, renqueando, apoyado en el brazo de su mitad, se retiraba o daba un paseíto bajo los plátanos de soberbia vegetación.
a) Escribe las características del marido que cita el texto b) Escribe las características de la mujer que cita el texto c) Subraya todos aquellos fragmentos que consideres descriptivos
Una vez leído y corregido, la profe os dará la continuación del cuento.
Celia Caballero Día
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ANEXO Lee este segundo fragmento y escribe un final para el cuento: Había olvidado completamente al matrimonio (…) cuando leí en una cuarta plana de periódico la papeleta: «El excelentísimo señor don Nicolás Abréu y Lallana, jefe superior de Administración... Su desconsolada viuda, la excelentísima señora doña Clotilde Pedregales...». La c asualidad me hizo encontrar en la calle, dos días después, al médico director de Aguasacras, hombre muy observador y discreto, que venía a Madrid a asuntos de su profesión, y recordamos, entre otros desaparecidos, al mal engestado señor de las opiniones rajantes. -¡Ah, el señor Abréu! ¡El de los pantalones! -contestó, riendo, el doctor. -¿El de los pantalones? -interrogué con curiosidad. curio sidad. -Pero ¿no lo sabe usted? Me extraña, porque en los balnearios no hay nada secreto, y esto no sólo se supo, sino que se comentó sabrosamente... ¡Vaya! Verdad que usted se marchó unos días antes que los Abréu, y la gente dio en reírse al final, cuando todos se enteraron ( … En este caso especial, lo que ocurrió en el balneario mismo debieron de fisgarlo las camareras, que no son malas espías, o los vecinos al través del tabique, o... En fin, brujerías de la realidad. Los antecedentes parece que se conocieron porque allá de recién casado, Abréu, que debía de ser el más solemne majadero, anduvo jactándose de ello como de una agudeza y un rasgo de carácter, que convendría que imitasen todos los varones para cimentar sólidamente los fueros del cabeza de familia. Y fíjese usted: los dos episodios se completan. Es el caso que Abréu, como todos los que a los cuarenta c uarenta años se vuelven severos moralistas, tuvo una juventud divertida y agitada. Alifafes y dolamas le llamaron al orden, y entonces acordó casarse, como el que acuerda mudarse a un piso más sano. Encontró a aquella muchacha, Clotildita, que era mona, bien educada y sin posición ninguna, y los padres se la dieron gustosos ( …). Se casaron, y la mañana siguiente a la boda, al despertar la novia, en el asombro del cambio de su destino, oyó que el novio, entre imperioso y sonriente, mandaba: -Clotilde mía..., levántate. Hízolo así la muchacha, sin darse cuenta del porqué; y al punto el esposo, con mayor imperio, ordenó: -¡Ahora..., ponte mis pantalones! Atónita, sin creer lo que oía, la niña optó por sonreír a su vez, imaginando que se trataba de una broma de luna de miel..., broma algo chocante, algo inconveniente...; pero ¿quién sabe? ¿Sería moda entre novios?... -¿Has oído? -repitió él-. ¡Ponte mis pantalones! ¡Ahora mismo, hija mía!
Celia Caballero Día
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P á g i n a | 17 Confusa, avergonzada, y ya con más ganas de llorar que de reír, Clotilde obedeció lo mejor que pudo. ¡Obedecer es ley! -Siéntate ahora ahí -dispuso nuevamente el marido, solemne y grave de pronto, señalando a una butaca. Y así que la empantalonada niña se dejó caer en ella, el esposo pronunció-: He querido que te pongas los pantalones en este momento señalado para que sepas, querida Clotilde, que en toda tu vida volverás a ponértelos. Que los he de llevar yo, Dios mediante, a cada hora y cada día, todo el tiempo que dure nuestra unión, y ojalá sea muchos años, en santa paz, amén. Ya lo sabes. Puedes quitártelos. ¿Qué pensó Clotilde de la advertencia? A nadie lo dijo; guardó ese silencio absoluto, impenetrable, en que se envuelven tantas derrotas del ideal, del humilde ideal femenino, honrado, juvenil, que pide amor y no servidumbre... Vivió sumisa y callada ( …) Pero Abréu, a pesar de la higiene conyugal, tenía el plomo en el ala. Los restos y reliquias de su mal vivir pasados remanecieron en achaques crónicos (…) Su mujer le cuidaba con verdadera abnegación. Le cuidaba: eso lo sabemos todos. Se desvivía por él, y en vez de divertirse -al cabo era joven aún-, no pensaba sino en la poción y el medicamento.
Aquí tienes el final original del cuento ¿coincide con el tuyo? Pero todas las mañanas,al dejar las ociosas plumas el esposo, una vocecita dulce y aflautada le daba una orden terminante, aunque sonase a gorjeo: -¡Ponte mis enaguas, querido Nicolás! ¡Ponte ¡Po nte aprisa mis enaguas! Infaliblemente, la cara del enfermo se descomponía; sordos reniegos asomaban a sus labios..., y la orden se repetía siempre en voz de pájaro, y el hombre bajaba la cabeza, atándose torpemente al talle las cintas de las faldas guarnecidas de encajes. Y entonces añadía la tierna esposa, con acento no menos musical y fino: -Para que sepas que las llevas ll evas ya toda tu vida, mientras yo sea tu enfermerita, ¿entiendes? Y aún permanecía Abréu un buen rato en vestimenta interior femenina, jurando entre dientes, no se sabe si de rabia o porque el reúma apretaba de más, mientras Clotilde, dando vueltas por la habitación, preparaba lo necesario para las curas prolijas y dolorosas, las fricciones fricc iones útiles y los enfranelamientos precavidos.
Para escribir un texto argumentativo sobre el papel de la mujer en el siglo XIX y en la actualidad puedes apoyarte, además de lo comentado en clase, en el siguiente texto: En el siglo XIX En la vida cotidiana las mujeres se dedicaban a orar; "despachaban" el almuerzo -compuesto habitualmente por numerosos platos- y supervisaban a las empleadas. Estaba mal visto que todos los alimentos no fueran preparados en casa.
Celia Caballero Día
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P á g i n a | 18 Asimismo, realizaban labores de costura, bordado, cuidado de flores, canto, lecturas religiosas y también hacían visitas o salían de compras. Sin embargo, para salir a la calle siempre debían estar acompañadas de su familia o de sirvientes; salían al mercado, iban a misa y asistían a celebraciones públicas como procesiones, teatro, conciertos y bailes, que se realizaban bajo la supervisión de sirvientes, padres y abuelos. Las tertulias y reuniones, que generalmente se organizaban una vez en la semana, también se celebraban en la casa, para que las mujeres pudieran participar en ellas. Por otra parte, se mantuvo la costumbre de que las mujeres de clase alta no trabajaran fuera del hogar. Sólo hasta finales de siglo algunas mujeres iniciaron su preparación como maestras. Cuando por cambios de fortuna las mujeres debían contribuir a las finanzas, hacían labores de modistería (corte o costura de trajes femeninos), o bien repostería para fiestas y veladas. Las mujeres de escasos recursos continuaban trabajando en labores domésticas, como lavanderas, aguateras, expendedoras de mercado y aplanchadoras, oficios de más categoría que los demás. En cuanto a la educación, a lo largo de todo el siglo XIX se presentaron polémicas sobre la conveniencia de educar o no a las mujeres y sobre el tipo de educación que éstas debían recibir, debate que se prolongó hasta las primeras décadas del siglo XX. En la década de 1870, se comenzaron a capacitar maestras, pero durante todo este tiempo la educación se impartió por separado para ambos sexos y la instrucción de las mujeres no pasó del bachillerato. Con respecto a la moda, las mujeres debían vestir de diferente manera según la hora del día y la ocasión. Dentro de la casa se vestían con sencillez; las señoras permanecían con falda y blusa, para salir al vecindario se cubrían con mantilla y para ir más lejos, usaban también sombrero. Cuando se recibían o se hacían visitas usaban su mejores trajes y en las fiestas podían lucir todas sus joyas, mantillas, pañuelos y vestidos de seda cubiertos de tul. Existía una gran diferencia en el tipo de ropa que se usaba de acuerdo con la edad de la mujer.
Celia Caballero Día
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