Apuntes de Derecho Administrativo I Edición 14
Según programa y según tras preguntar un alumno sobre lo que habían cambiado, he cogido, cortado y pegado entero los demás capítulos de la edición XXIII excepto los que la edición XXIV que se han modificado que son los siguientes que se expondrán aquí debajo, para gastar en libros 50 euros es preferible reelaborarlos y poner los nuevos. Un saludo, suerte y aprobar. Temario modificado: Estos cambios afectan sobre todo (en el libro) 1) Tema V (Administración del Estado): algunos aspectos puntuales a partir de las páginas 171 hasta la 175. Epígrafes 11 y 12 que no existían en ediciones anteriores. 2) Tema IX (competencia y régimen de los entes locales), de manera muy poco concretable han cambiado numerosos aspectos del funcionamiento local (que también afectan al Tema VIII). 3) Capítulo XI: en especial el epígrafe 6 con algunas modificaciones sobre la legislación anterior. Programa de asignatura: PRIMERA PARTE. EL DERECHO ADMINISTRATIVO Y SU SISTEMA DE FUENTES: TEMA I. EL DERECHO ADMINISTRATIVO: 1. Concepto de Derecho administrativo 2. Derecho administrativo, Derecho público, Derecho garantizador 3. El concepto de Administración pública y su relativa extensión a la totalidad de los poderes del Estado 3.1. El Derecho administrativo como Derecho de la Administración pública 3.2. La Administración y el poder legislativo 3.3. La Administración y los jueces 4. El desplazamiento del Derecho administrativo por el Derecho privado (La “huida del Derecho administrativo”). TEMA II. LAS FUENTES DEL DERECHO ADMINISTRATIVO: 1. El sistema de fuentes en el Derecho administrativo 1.1. La colaboración de la Administración con el poder legislativo 1.2. Las fuentes tradicionales del ordenamiento positivo español y su crítica 1.3. Los principios ordenadores de las fuentes del Derecho 2. La Constitución
3. La Ley y sus clases 3.1. Ley estatal ordinaria 3.2. Estatutos de autonomía, leyes autonómicas y leyes de conexión entre los ordenamientos 3.3. El procedimiento legislativo ordinario 3.4. Las leyes orgánicas 4. Las normas del gobierno con fuerza de ley 4.1. El Decreto-ley 4.2. El Decreto-legislativo: textos articulados y textos refundidos 5. Los Tratados internacionales 6. El sistema de Derecho de la Unión Europea 6.1. Caracteres generales 6.2. Derecho originario y Derecho derivado (clases de normas “derivadas”) 7. Otras fuentes del Derecho administrativo 7.1. La costumbre 7.2. Los precedentes y prácticas administrativas 7.3. Los principios generales del Derecho español 7.4. La jurisprudencia TEMA III. EL EXCELENCIA 1. 2. 3. 4. 5.
REGLAMENTO:
LA
NORMA
ADMINISTRATIVA
POR
Concepto y posición ordinamental del reglamento Clases de reglamentos Límites y procedimiento de elaboración de los reglamentos Eficacia de los reglamentos. El principio de inderogabilidad singular Control de los reglamentos ilegales y efectos de su anulación.
SEGUNDA PARTE. LA ORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA TEMA IV. LOS PRINCIPIOS ADMINISTRATIVA (1)
GENERALES
DE
LA
ORGANIZACIÓN
1. Organización administrativa y Derecho 2. La potestad organizatoria: límites y principios generales 2.1. Los titulares de la potestad organizatoria 2.2. Los límites de la potestad organizatoria 2.3. El principio de personalidad jurídica 3. El órgano administrativo 3.1. Teoría del órgano 3.2. Límites a la imputación al órgano administrativo. 3.3. Clases de órganos 3.4. La creación de órganos 4. Los órganos colegiados (epígrafe de lectura recomendada, no entra en el examen) 4.1. Regulación y clases 4.2. Los miembros. Presidente, secretario, vocales 4.3. Convocatoria y sesiones
4.4. El acta 5. Las bases de la organización administrativa 5.1. La competencia 5.2. La distribución vertical de competencias: la jerarquía 5.3. Centralización y descentralización 5.4. Descentralización funcional 5.5. Desconcentración. TEMA V. LOS PRINCIPIOS ADMINISTRATIVA (Y 2)
GENERALES
DE
LA
ORGANIZACIÓN
1. Transferencia de competencias entre entes públicos territoriales 1.1. Delegación intersubjetiva 1.2. Gestión forzosa y encomienda de gestión 1.3. Avocación intersubjetiva, sustitución y subrogación 2. Transferencia interorgánica o entre los mismos órganos de un ente público 2.1. Delegación interorgánica 2.2. Delegación de firma, suplencia y encomienda de gestión interorgánica 2.3. Avocación 3. Conflicto de competencias 3.1 Evolución del sistema de conflictos 3.2 Conflictos intersubjetivos o entre administraciones territoriales 3.3 Conflictos interorgánicos o entre órganos de una misma administración 4. Mecanismos de control 4.1. La actividad de control 4.2. Clases de control según sus objetivos o fines 4.3. Clases de control según sus técnicas 5. Mecanismos de relación: coordinación y cooperación (epígrafes 14 y 15 del manual en su integridad). 5.1. Coordinación: concepto, principios y sus fórmulas 5.2. Cooperación: principios y sus fórmulas TERCERA PARTE. LOS SUJETOS (I): LA ADMINISTRACIÓN TERRITORIAL TEMA VI. LA ADMINISTRACIÓN DEL ESTADO: 1. Caracterización general y principios de organización 2. El Gobierno y su Presidente 2.1. La formación del Gobierno 2.2. El Presidente y sus funciones 2.3. Los Vicepresidentes 2.4. El funcionamiento del gobierno A) El Consejo de Ministros B) Las Comisiones delegadas del Gobierno C) Órganos de apoyo: Secretarios de Estado, Comisión General de Secretarios y Subsecretarios de Estado, Secretariado del Gobierno y gabinetes 3. Los Ministros y los departamentos ministeriales 4. Secretarías y Secretarios de Estado 5. Subsecretarios y Secretarios generales
6. Direcciones generales y Secretarías generales técnicas 6.1. Directores y subdirectores generales 6.2. Secretaría general técnica 7. La Administración periférica del Estado 7.1 Concepto y evolución jurídico histórica 7.2 Delegaciones del Gobierno en las CC. AA. 7.3 Subdelegados del Gobierno 8. La Administración exterior del Estado 9. Régimen de garantías: conflicto de intereses, incompatibilidades, publicidad de actividades y patrimonio de los altos cargos. TEMA VII. LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS 1. El Estado autonómico (El modelo autonómico de Estado) 1.1. El modelo de Estado en la Constitución de 1978 1.2. Las diferencias con el sistema federal 1.3. El proceso autonómico 1.4. Hacia el modelo confederal: las reformas estatutarias de 2007 1.5. La STC sobre el Estatuto Catalán de 2010 (lectura recomendada, no objeto de examen) 2. La distribución de competencias 3. Los límites del modelo autonómico y su control 3.1. Los límites de la autonomía 3.2. El control: A) Clases B) Control por el TC C) Control por el Tribunal de Cuentas D) El Defensor del Pueblo E) Control Gobierno-Senado F) Delegado del Gobierno G) Control de la estabilidad presupuestaria y de la sostenibilidad económica 3.3. Senado y organización judicial 4. La organización de las Comunidades autónomas 4.1. Asamblea legislativa o Parlamento 4.2. Gobierno ejecutivo autonómico 5. El sistema fiscal y financiero (no es materia de examen). TEMA VIII. EL MUNICIPIO. ESTRUCTURA Y ORGANIZACIÓN 1. Niveles de la Administración territorial, tipología de entidades locales y legislación aplicable. 2. El Municipio constitucional y su despliegue territorial (encarecemos su lectura, pero no es objeto de examen). 2.1. Origen revolucionario del mapa municipal. 2.2. Generalización y prevalencia del criterio demográfico sobre el territorial en el mapa municipal La reducción de municipios en Europa y la pervivencia española del minifundismo municipal. 3. El municipio. Concepto y naturaleza 4. Elementos del Municipio 4.1. El término municipal y sus alteraciones 4.2. La población municipal 4.3. El gobierno y administración municipal A) Organización y estructura de los municipios de régimen común, gran población y pequeños municipios y régimen de Concejo abierto B) El pleno del
Ayuntamiento C) El ejecutivo municipal: el Alcalde, naturaleza, elección, funciones, competencias D) La Junta de gobierno local 5. Infra y supramunicipalidad 5.1. Entidades locales menores 5.2. Mancomunidades, consorcios. 5.3. La Comarca 5.4. Las áreas metropolitanas. TEMA IX. LA PROVINCIA: 1. La provincia (solamente el epígrafe 1.1. entra en examen; el resto es de lectura recomendada) 1.1. Concepto y elementos 1.2. La organización provincial A) Pleno de la Diputación provincial B) Presidente de la Diputación y la Junta de Gobierno Provincial 1.3. Regímenes provinciales especiales A) La Isla y los Archipiélagos B) Territorios históricos. TEMA X. COMPETENCIAS Y RÉGIMEN DE LAS CORPORACIONES LOCALES. 1. La autonomía municipal 1.1. Antecedentes 1.2. Regulación tras la Constitución de 1978 y regulación en la LBRL 1.3. La garantía constitucional de la autonomía de los entes locales y su defensa ante el TC 2. Las competencias municipales: Régimen de las competencias propias y delegadas 3. Las competencias provinciales 4. El control sobre los entes locales 4.1. La tutela municipal en la doctrina del TC 4.2. La judicialización de las relaciones de control y tutela 4.3. La acreditada inoperancia del control judicial 4.4. La vuelta al control gubernativo 4.5. El retorno a la intervención por Ley 27/2013 de racionalidad y sostenibilidad local 5. El status de los miembros de las Corporaciones locales 6. Régimen de funcionamiento de las Corporaciones locales 6.1. Sesiones 6.2. Grupos políticos 6.3. Régimen de acuerdos, de actos y de ordenanzas 6.4. Impugnación de actos, acuerdos y ejercicio de acciones CUARTA PARTE. ESPECIALIZADA:
LOS
SUJETOS
(II):
TEMA XI. LA ADMINISTRACIÓN INSTITUCIONAL:
LA
ADMINISTRACIÓN
1. Precedentes y evolución histórica de la Administración institucional (lectura recomendada, no será objeto de examen) 2. Los organismos públicos estatales 2.1. Régimen general 2.2. Organismos autónomos 2.3. Entidades públicas empresariales 2.4. Agencias estatales 2.5. Entes públicos atípicos o apátridas Entes instrumentales de Derecho privado. La sociedad mercantil. Las fundaciones públicas Organismos especializados locales La administración institucional en las Comunidades autónomas. Empresas de economía mixta. TEMA XII. LAS ADMINISTRACIONES INDEPENDIENTES: 1. Idea general: precisiones conceptuales sobre las Administraciones independientes. 2. Tipología y problemática general en España (solamente es objeto de examen la tipología básica expuesta en el libro en relación a los epígrafes 2.2. y 2.3 subrayados) 2.1. Problemática de las Administraciones independientes 2.2. Supuestos de autonomía institucional constitucionalmente garantizada 2.3. Administraciones independientes no previstas en la Constitución 3. El organismo macro-regulador: la CNMC (naturaleza, competencias, potestades, régimen, composición, personal, etc.). TEMA XIII. LA ADMINISTRACIÓN CORPORATIVA. 1. Caracterización general 1.1. Concepto y naturaleza jurídica 1.2. Evolución histórica (lectura recomendada, no es objeto de examen) 2. El marco constitucional 2.1. La obligación de afiliación a los Colegios profesionales 2.2. Las “Corporaciones públicas voluntarias” y su régimen de adscripción 2.3. Asociaciones privadas de configuración legal 3. Delimitación, naturaleza y régimen jurídico de las Corporaciones públicas 4. Los Colegios profesionales 5. Las Cámaras oficiales (No es objeto de examen) 5.1. En especial, las de Comercio, Industria y Navegación 5.2. Otras Cámaras oficiales 6. Las Federaciones deportivas (No es objeto de examen) TEMA XIV. ADMINISTRACIÓN CONSULTIVA Y DE CONTROL. 1. Problemas generales y clases de órganos consultivos
2. El Consejo de Estado 2.1. La evolución histórica (epígrafe de lectura recomendada, no es objeto de examen) 2.2. El Consejo de Estado a partir de la Constitución de 1978 2.3. Régimen y naturaleza del Consejo de Estado 2.4. Composición, competencias y funcionamiento del Consejo de Estado 3. Los Consejos consultivos autonómicos 4. Los Consejos económicos y sociales estatales y autonómicos (no es objeto de examen) 5. Asesoramiento jurídico, representación y defensa en juicio de la Administración 6. Los órganos de control interno (No es objeto de examen) 7. Los Tribunales de Cuentas 8. Otro órganos de control político e institucional (No es objeto de examen) 8.1. Comisiones de investigación parlamentaria 8.2. Defensor del pueblo
1.CONCEPTO DE DERECHO ADMINISTRATIVO Tras innumerables intentos por precisar el concepto del Derecho administrativo con resultados muy aleatorios, se impone un esfuerzo de simplicidad, en la conciencia de que no hay definición cabal, ni sin vicio tautológico, ni un excesivo esfuerzo por intentarlo reportaría una mayor clarificación. Aceptaremos, como punto de partida, la definición simple y descriptiva de ZANOBINI: «el Derecho administrativo es aquella parte del Derecho público que tiene por objeto la organización, los medios y las formas de la actividad de las administraciones públicas y las consiguientes relaciones jurídicas entre aquéllas y otros sujetos». Las normas administrativas, en efecto, tienen como destinatario a una Administración Pública de forma tal que no se entienden o no son tales sin esa presencia. Pero esto no supone que las administraciones públicas no puedan utilizar o formar parte de relaciones jurídicas reguladas por normas no administrativas, puesto que una cosa es utilizar una determinada normativa y otra, muy distinta, que la normativa se halle destinada o presuponga, en todo caso, su aplicación a un determinado sujeto. Las normas del Derecho privado que regulan la propiedad o las obligaciones y contratos afectan a todos los sujetos jurídicos en general, sean personas físicas o jurídicas o administraciones públicas; otras normas del Derecho civil presuponen que sus destinatarios sean personas físicas, como, por ejemplo, las normas sobre matrimonio y familia. Hay normas, pues, destinadas a los sujetos jurídicos en
general y otras que presuponen su afectación o destino en todo caso a unos determinados sujetos. Ocurre lo mismo con el Derecho mercantil, cuyas normas están destinadas a determinados sujetos en tanto que comerciantes, o con el Derecho laboral, concebido como un Derecho por y para los trabajadores, y, en fin, con el Derecho administrativo como Derecho de las Administraciones Públicas, porque las normas de unos y otros presuponen que en la clase de relaciones que regulan intervendrán necesariamente esas categorías de sujetos. En este sentido, el Derecho administrativo es un Derecho estatutario, el Derecho de las administraciones públicas, como lo ha denominado GARCÍA DE ENTERRÍA. Ahora bien, la forma en que una norma administrativa tiene como sujeto destinatario una Administración Pública admite diversas variedades: En unos casos, la norma tiene como destinatario único y preferente a la Administración Pública, y así acontece con las normas que regulan la organización administrativa, cuya efectividad y aplicación no reclama la presencia de otro sujeto. Otro tipo de normas administrativas están destinadas a ser cumplidas por la Administración, pero su aplicación y efectividad no se concibe sin la simultánea presencia de los administrados o ciudadanos; así, las normas que regulan los contratos administrativos o la expropiación forzosa, los impuestos o los servicios públicos. Estas normas presuponen siempre una Administración Pública de por medio, pero también un particular: contratante, expropiado, contribuyente o usuario del servicio. Por último, en un tercer tipo de normas administrativas los destinatarios más directos son los particulares o administrados, pero presuponen la presencia vigilante de la Administración como garante de su efectividad. Son aquellas normas de intervención en las relaciones entre particulares que la Administración no ha de cumplir, pero a la cual se responsabiliza de que las cumplan los particulares destinatarios, atribuyéndole una potestad sancionadora o arbitral para conseguir su efectividad, es decir, asignándole, en cierto modo, el papel del juez penal o civil. A este grupo pertenecen, entre otras, las normas de
regulación de precios o de la libre competencia, y cuyos destinatarios inmediatos son los particulares, como compradores o vendedores,, y que en tal sentido son normas de Derecho privado, pero que afectan también a la Administración, no como sujeto, sino como vigilante y poder sancionador en caso de incumplimiento.
2.DERECHO ADMINISTRATIVO, DERECHO PÚBLICO, DERECHO GARANTIZADOR. En cuanto la norma administrativa está de una u otra manera destinada a una Administración Pública debe ser considerada, obviamente, norma de Derecho público, según la clásica definición de ULPIANO, recogida en las Instituciones de Justiniano: ius publicum est quod ad statum rei romanae spectat, privatum quod ad singulorum utilitatem pertinet. La dualidad Derecho público-Derecho privado sigue teniendo una indudable virtualidad para la caracterización del Derecho administrativo, siempre y cuando no se entienda el Derecho público como conjunto de normas aplicables sólo al Estado o a las administraciones públicas, y el Derecho privado como únicamente aplicable a los particulares. En efecto, importa insistir en que no es la posibilidad de la aplicación de la norma a unos u otros sujetos, sino el destino de la norma lo que es decisivo. Normas de Derecho privado son, pues, las que tienen por destinatario a todos los sujetos en general, aunque algunas de ellas sólo puedan ser aplicables a las personas físicas (por ejemplo, las que regulan el nacimiento a las relaciones familiares), y normas de Derecho público, las que presuponen siempre como destinatario al Estado o las Administraciones Públicas, como sujetos de Derecho. El Derecho administrativo es, por tanto, el Derecho público común y general, el verdadero Derecho público de cuya concepción tradicional, en puridad, habría que excluir aquellas ramas del Derecho que están por encima del Derecho público y del privado. Así ocurre, en primer lugar, con el Derecho «legislativo», es decir, aquella parte del ordenamiento que regula el sistema de fuentes, los modos en que el Derecho se produce y el distinto valor de unas u otras normas; todo lo cual constituye el contenido fundamental del Derecho constitucional, esencialmente
vocado al estudio de la «normación sobre la normación» (GIANNINI), o (KELSEN). Por su diferente funcionalidad, deben considerarse también por encima de la clasificación Derecho público-Derecho privado las normas cuya finalidad es simplemente garantizar el cumplimiento del derecho sustantivo, que regula relaciones ínter partes, tanto de las que se traban entre particulares como de éstos con el Estado que integran el Derecho penal y procesal. Y es que las leyes procesales y penales, a las que cuadra perfectamente el calificativo de Derecho garantizador (JIMÉNEZ DE ASÜA), no están destinadas al Estado como sujeto de Derecho, sino como garante del mismo, y en garantía de todo el Derecho, tanto del público como del privado. Desde esta perspectiva el Derecho administrativo, a diferencia del Derecho privado (civil, mercantil o laboral) es, de una parle, Derecho sustantivo y público, en cuanto regula relaciones entre el Estado y los particulares y, de otra, Derecho garantizador porque en él se incluye también el estudio de aquellas normas destinadas al Estado en garantía de su cumplimiento, como las que regulan los recursos administrativos, el proceso contencioso administrativo, la ejecutoriedad forzosa de los actos administrativos y la potestad sancionadora o arbitral de las administraciones públicas.
3.EL CONCEPTO DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y SU RELATIVA EXTENSIÓN A LA TOTALIDAD DE LOS PODERES DEL ESTADO. Cuestión fundamental que plantea la definición del Derecho administrativo antes propuesta —conjunto de normas y principios destinados a regar la organización y el comportamiento de las administraciones públicas— es precisamente la del concepto de administraciones públicas, o de la Administración Pública, como resumidamente se llama al conjunto de todas ellas. A su estudio pormenorizado dedicamos el tomo II de esta obra, que versa sobre la organización administrativa y el empleo público. Cumple pues, aquí formularun resumen abreviado
a los efectos de la comprensión de las cuestiones que se tratan en este tomo. Conceptualmente podríamos decir que administraciones públicas son las organizaciones que se encuadran dentro del poder ejecutivo del Estado, más las estructuras orgánicas que sirven de soporte al poder legislativo y al poder judicial, en los términos que más adelante precisaremos. Refiriéndose únicamente a las administraciones publicas insertas en el Poder ejecutivo, la Ley 29/1998, de la Jurisdicción Contencioso- Administrativa, de 13 de julio, las enumera de forma sumaría en su art. 1.2: «Se entenderá a estos efectos por Administraciones Públicas: a) La Administración General del Estado, b) La Administración de las Comunidades Autónomas, c) Las Entidades que integran la Administración local, d) Las Entidades de Derecho público que sean dependientes o estén vinculadas al Estado, las Comunidades Autónomas o a las Entidades locales». Se integra, pues, en la noción de Administración Pública, la Administración del Estado, en primer lugar, que, bajo la dependencia del Gobierno, integra a éste y los diversos Ministerios, Secretarías de Estado, Subsecretarías, Direcciones Generales, Subdirecciones, Servicios, Secciones, Negociados. Su sede es la capital de España, Madrid, y su organización periférica se despliega en todo el territorio nacional (Delegaciones del Gobierno, en las comunidades autónomas y subdelegaciones en las provincias); En segundo lugar, son administraciones públicas las comunidades autónomas gobernadas por las consejerías y demás organismos dependientes de éstas, establecidos de ordinario en la capital de cada comunidad, así como los organismos periféricos dependientes de los anteriores y desplegados en el territorio (delegaciones autonómicas) El tercer nivel lo constituyen las llamadas entidades locales concepto que comprende tanto a las provincias, gobernadas por las diputaciones provinciales como a los,
aproximadamente, ocho mil cien municipios, a cargo de los ayuntamientos. De cada una de las administraciones anteriores, que llamamos administraciones territoriales por contar con una población y un territorio definido, dependen los entes instrumentales o especializados que responden a la técnica de la descentralización funcional. Se trata de una miríada de organizaciones públicas con personalidad jurídica propia, a las que se encomienda la gestión de un servicio o función específica, en aras de una presunta mayor eficacia en la gestión administrativa. Estos entes instrumentales, creados por, y siempre dependientes, de una administración territorial, forman un conjunto heterogéneo debido a que el régimen jurídico de los creados por el Estado no es el mismo que aplican las comunidades autónomas ni las que rigen para los creados por los entes locales. A su vez, en cada una de estas esferas se han sucedido diversas regulaciones, creándose una gran confusión en cuanto a su denominación y régimen jurídico. Cabe, no obstante, agrupar en diversos grupos los entes instrumentales en función de sus características básicas. Uno, primero, el más numeroso y originario, constituido por aquellas entidades con personalidad propia y régimen jurídico público, y a las que de ordinario se designa con el nombre de organismos autónomos. Un segundo grupo constituido por aquellas organizaciones a las que se ha disfrazado de sociedad mercantil, generalmente anónima, de capital íntegramente publico del ente territorial que las ha creado y sujetas, consiguientemente, a un régimen jurídico privado en sus relaciones con terceros, pero no en las que les unen al ente matriz. Lo mismo cabe decir de las fundaciones publicas. Un tercer grupo, ciertamente asexuado, la última moda organizativa, lo forman los entes públicos empresariales o agencias cuyo régimen no es ni publico ni privado del todo, equidistante de los anteriores. Su personificación es pública, pero en sus relaciones con terceros se rigen por el
derecho privado, salvo en las cuestiones que las leyes reguladoras someten expresamente al derecho publico. Especial relieve han alcanzado recientemente las llamadas administraciones independientes que, a diferencia de todas las anteriores, disfrutan de un cierto grado de autonomía caracterizado, sobre todo por la imposibilidad para el ente territorial matriz de destituir libremente a los titulares de sus órganos directivos durante un determinado plazo. Estas administraciones, dirigidas por órganos colegiados, tienen atribuidas funciones de control de sectores económicos (energía, telecomunicaciones, mercado de valores, etc.), de aquí la usual denominación de entes reguladores, o bien gestionan servicios relacionados con los derechos fundamentales como la radio y televisión, la protección de datos, la libertad de enseñanza y de cátedra, etc. Caso extremo es el de las universidades, en que la administración territorial de que dependen, Estado o comunidad autónoma, se limita a financiar su actividad pero ni puede nombrar ni destituir a los titulares de sus órganos de gobierno, pues se eligen directamente por los miembros de la corporación universitaria (profesores, alumnos, personal de administración y servicios). Por último, fuera de las administraciones públicas, que ni son territoriales ni dependen de éstas, hay que situar a los entes corporativos que están al servicio de la autogobernación de determinadas profesiones y de los intereses generales con ellas relacionados, como es el caso de las Cámaras de comercio y de los colegios profesionales. Acerca de éstas la doctrina viene discutiendo si, no obstante su naturaleza básica de asociaciones privadas, son administraciones públicas. La Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa las considera tales en relación con los acuerdos adoptados en el ejercicio de funciones públicas; y extiende la misma calificación a las empresas privadas concesionarios de los servicios públicos, pero únicamente en relación con los actos de los mismos que puedan ser recurridos directamente en vía contenciosoadministrativa, de conformidad con la legislación sectorial correspondiente [art. 2.c) y d)].
Mayores dificultades se han producido para configurar como Administración Pública a las organizaciones burocráticas que sirven de soporte logístico a los poderes públicos distintos de los gobiernos de las administraciones territoriales, como son las Cortes Generales (Congreso de los Diputados y Senado), los Parlamentos autonómicos, el Tribunal Constitucional, la Corona, el Defensor del Pueblo y el Tribunal de Cuentas. Evidentemente, la función específica que constituye la razón de ser de esos poderes públicos no se rige por el Derecho administrativo, sino por reglas del Derecho constitucional o parlamentario, o por las normas orgánicas propias de cada uno de dichos poderes, pues en ellos, el Estado no actúa normalmente como Administración Pública —esto es, como sujeto de Derecho—, sino como creador de Derecho o garante del mismo. Sin embargo, el Estado se manifiesta también a través de esos poderes públicos como sujeto de Derecho —esto es, como Administración Pública— cuando dichas instituciones desarrollan una actividad materialmente administrativa, ya sea celebrando contratos instrumentales, administrando su patrimonio o gestionando su personal de apoyo. Toda esta actividad accesoria, que no constituye propiamente la función específica que les ha sido atribuida por la Constitución, pero que es absolutamente necesaria para la realización de sus cometidos constitucionales, se rige por el Derecho administrativo. Esto es así porque ningún sentido tiene que las reglas de actividad de simple gestión de estas instituciones sean diversas de las que rigen para las restantes administraciones públicas en esas mismas materias, ni puede admitirse en un Estado de Derecho que, so pretexto de su naturaleza de poderes constitucionales extra-administrativos, no se domicilien ni en la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, ni en ninguna otra Jos conflictos que pueda generar dicha actividad instrumental o logística, quedando inmune a todo control judicial, con violación del art. 24 de la propia Constitución, que reconoce el derecho a la protección judicial efectiva frente a todos los poderes públicos. Confirmando todo lo anterior, la Ley de la Jurisdicción Contencioso- Administrativa de 1998 sujeta a este orden jurisdiccional el conocimiento de«los actos y disposiciones en materia de personal, administración y gestión patrimonial sujetos al Derecho público adoptados por los órganos competentes del Congreso de los Diputados, del Senado, del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas y del Defensor del Pueblo, así como de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas y de las instituciones autonómicas análogas al Tribunal de Cuentas y al Defensor del Pueblo». Asimismo, su competencia se extiende a los actos y disposiciones del Consejo General del Poder Judicial y a la actividad administrativa de los órganos de Gobierno de los Juzgados y Tribunales, en los términos de la Ley Orgánica del Poder Judicial [art. 1.3a), b) y c)].
Lo anterior vale también para el Consejo General del Poder Judicial pero con una matización importante: y es que, no obstante su naturaleza de órgano constitucional, es un órgano o una administración pública plena para el Derecho
administrativo dado que en el cumplimiento de su función específica (nombramientos, destinos y sanciones de los jueces y magistrados) está sujeta al control de la Jurisdicción Contencioso- administrativa (Sala 3.a del Tribunal Supremo).
3.2 La Administración pública y la función legislativa. 4. LA ADMINISTRACIÓN Y EL PODER LEGISLATIVO La Administración es, desde luego, un sujeto de Derecho, una persona jurídica un destinatario de las normas y por ello judicialmente responsable; pero la Administración es, además, un órgano creador del Derecho y un aplicador ejecutivo que ostenta poderes materialmente análogos a los que se atribuyen los legisladores y los jueces. Olvidar estos aspectos supondría incurrir en los riesgos de la fábula de Caperucita, haciendo pasar por una desvalida abuelita a quien, por estar dotado de garras legislativas y judiciales, es el más fuerte de los poderes públicos. Como Jano, en efecto, la Administración tiene diversas caras, y desde luego una de naturaleza legislativa que ha crecido en forma importante en los últimos años. Así, mientras en los orígenes del constitucionalismo los poderes legislativos de la Administración eran muy limitados, y se localizan en las Cortes en los términos más amplios (art. 131 de laConstitución de 1812: «Proponer y decretar las leyes e interpretarlas y derogarlas en caso necesario; dar ordenanzas al Ejército, Armada y Milicia Nacional en todos los ramos que los constituyen; aprobar los reglamentos generales para la Policía y sanidad del Reino»),no dejando al Rey, como cabeza del Poder ejecutivo y de la Administración, más que una modesta potestad reglamentaria (art. 171: «expedir los decretos, reglamentos e instrucciones convenientes para la ejecución de las leyes»), poco a poco, por unos u otros motivos, la Administración irá adquiriendo un importante papel en el ejercicio de la función legislativa. Amparada en las leyes de plenos poderes, en las técnicas de la delegación legislativa, de la deslegalización de materias y de los decretos-leyes, o en una supuesta potestad reglamentaria autónoma, y
usando del monopolio de la iniciativa legislativa que le corresponde, el Gobierno convertirá al Parlamento en sumiso espectador de su producción normativa y, no satisfecho con ejercer la función legislativa entre bastidores, o con la carga de tener que justificar su ejercicio directo en razones de necesidad o urgencia, reclamará y conseguirá, como ha tenido lugar en la Constitución francesa de 1958, que se le atribuya la titularidad de la función legislativa sobre determinadas materias con exclusión del Parlamento, materias que regulará el Gobierno a través de los llamados reglamentos independientes (arts. 34 y 37). Sobre todo ello trataremos en extenso en los capítulos siguientes de esta obra. Si, de facto, la función legislativa del Estado y de los parlamentos autonómicos, entendida como aprobación de normas generales es una función subordinada y, en todo caso, mediatizada por los respectivos gobiernos, que manejan a los parlamentarios como a las figuras de un teatro de guiñol, hay que señalar, y denunciar, además, el fenómeno dudosamente constitucional de la utilización de los órganos legislativos para resolver asuntos concretos mediante la aprobación de actos administrativos revestidos de la forma de leyes (leyes-decretos: sustantivamente actos, formalmente leyes) y que por ello resultan inmunes al control de la Jurisdicción Contencioso-Administra-tiva con vulneración del art. 24 de la Constitución, que consagra el derecho a la garantía judicial efectiva. No nos referimos, obviamente, a los supuestos en que la propia Constitución atribuye a las Cortes el dictado de actos materialmente de administración, como el nombramiento de determinados cargos institucionales (Consejeros del Consejo General del Poder Judicial, Magistrados del Tribunal Constitucional, Defensor del Pueblo, etc.), sino a aquellas resoluciones que los órganos legislativos aprueban porque ellos mismos se han autoatribuido esa competencia en leyes orgánicas u ordinarias, como es el caso de la autorización o revocación de Universidades privadas (art. 6.5 Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades), o la declaración de parques naturales (Ley 4/1989, de 27 de marzo, art. 18), o bien porque, sin mediar esa auto-atribución de competencia legislativa, las Cortes o los parlamentos regionales sustituyen con una ley lo que es el contenido normal de un
actoadministrativo (Ley 7/1983, de 29 de junio, sobre expropiación de Rumasa) convirtiéndolo de esa forma, reiteramos, en una actuación inmune al control judicial.
3.3. La Administración y los jueces. Las relaciones de la Administración con el Poder Judicial han evolucionado de forma inversa a las que mantiene con el Poder Legislativo, de suerte que la posición de la Administración frente a los jueces era mucho más fuerte en los orígenes del constitucionalismo que ahora. Podemos, pues, distinguir dos etapas plenamente diferenciadas: la de prepotencia administrativa originaria y, la actual, de prepotencia judicial.
A) LAS TRADICIONALES DEFENSAS DE ADMINISTRACIÓN FRENTE A LOS JUECES.
LA
En efecto, y pese a que la Administran ion ostenta todavía importantes poderes cuasijudiciales (potestad sancionadora, arbitral y privilegio de decisión ejecutoria para la declividad v ejecución forzosa de sus actos), sus relaciones con los Tribunales no tienen va el aire de prepotencia y temor a los jueces que se manifestaron en los orígenes del constitucionalismo y durante el siglo XIX. Un cautela provocada por la hostilidad con que la Revolución francesa contempló a los jueces y tribunales, herederos de los Parlamentos Judiciales del Antiguo Régimen, que se habían opuesto a las reformas progresistas intentadas por la Administración Real. Consecuencia de esa animadversión al control judicial fue el célebre art. 13 de la Ley sobre Organización Judicial, de 16 y 24 de agosto de 1790 de la Asamblea Nacional, que sancionó el principio de independencia de la función administrativa de la judicial que terminantemente prohibía a los jueces conocer de los actos de la Administración de cualquier naturaleza que fueren. Esta prohibición se fundamentaba en la idea de que juzgar a la Administración es también administrar, por lo que atribuir esta función a los jueces se entendía como una infracción al principio constitucional de la separación de poderes.
Al igual que en Francia, el status judicial privilegiado de la Administración en el siglo XIX se configuró en España como un sistema de protección frente a los jueces y tribunales, a los que se prohibió «mezclarse directa o indirectamente en asuntos peculiares a la Administración del Estado, ni dictar reglas o disposiciones de carácter general acerca de la aplicación o interpretación de las leyes» (art. 4.° de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870), incriminando penalmente la conducta del juez «que se arrogare funciones propias de las autoridades administrativas o impidiere a éstas el ejercicio legitimo de las suyas» (art. 378 del Código Penal anterior al vigente de 1995). Idéntica fue, asimismo, la prohibición a los jueces de admitir interdictos posesorios contra la Administración (Real Orden de 8 de mayo de 1839). Además de las prohibiciones expuestas, el principio de independencia del ejecutivo respecto del poder judicial se sustentará también desde sus orígenes sobre otras técnicas. En primer lugar, lo más relevante, con la creación de una Jurisdicción o fuero especial: la Jurisdicción Contencioso- Administrativa, que se encomendará en Francia al Consejo de Estado y a los Consejos de Prefectura, lo que realiza Napoleón en las reformas del año VIII. Esta Jurisdicción especial propia, servida por funcionarios y no por jueces, permitía sustraer de los Tribunales civiles los pleitos en que era parte la Administración, y se recibe en España en el año 1845 con la creación del Consejo Real y de los Consejos Provinciales según el modelo francés (Leyes de 2 de abril y 6 de julio de 1845). En segundo lugar, la separación se aseguró con una decidida protección de los funcionarios frente a las acciones de responsabilidad civil o penal que contra ellos se intentaban ante los Tribunales penales y civiles por hechos relacionados con el ejercicio de sus cargos, de modo que los jueces no podían encausar o aceptar demanda de responsabilidad civil contra los funcionarios sin una autorización administrativa previa. Esta autorización se articuló como un requisito de procedibilidad y se concedía por el Gobierno previo dictamen del Consejo de Estado .
En tercer lugar, la independencia de la Administración respecto de los Tribunales se garantizó, positivamente, haciendo que aquélla no tuviera necesidad de éstos para asegurar la eficacia de sus resoluciones y mandatos, lo que se alcanza con el reconocimiento de poderes cuasijudiciales a los propíos órganos de la Administración. En este sentido, la jurisprudencia que elabora la Jurisdicción Administrativa durante el siglo XX y diversas leyes y normas reglamentarias van a reconocer que los actos administrativos ostentan una presunción de validez y el privilegio de ejecutoriedad, de tal forma que pueden llevarse directamente a ejecución sobre los particulares por la propia Administración a modo de sentencias provisionales sin que su efectividad se paralice por la interposición de recursos. A la Administración se le dota, por último, y ésta es una de las peculiaridades más notables del Derecho administrativo español, de un potente y directo poder sancionador en todos los campos de intervención administrativa. Dicha competencia, atribuida por normas legales estatales y autonómicas, y reconocida hoy en el art. 25 de la Constitución, contradice la potestad monopolística de los jueces y Tribunales para juzgar y ejecutar lo juzgado en los asuntos criminales, que consagra nuestro Derecho desde la Constitución de Cádiz. Todas estas exenciones y privilegios de la Administración estaban protegidos frente a los jueces y Tribunales comunes a través de un sistema de conflictos, tomado también del modelo francés regido por la Ordenanza de 1824. La preponderancia absoluta de la Administración en el procedimiento se aseguró mediante la reserva a ésta de la iniciativa de plantear los conflictos —que suponía también la paralización de la actividad judicial mientras se tramitaba el mismo—, iniciativa que se vedaba, sin embargo, a los jueces y Tribunales, que no podían plantear conflictos de competencia a la Administración. Además, la supremacía administrativa se garantizaba atribuyendo al Gobierno, previo dictamen del Consejo de Estado, es decir, a la propia Administración, la resolución de los procedimientos de conflictos (Reales
Decretos de 6 de junio de 1844, 4 de junio de 1847 y 4 de julio de 1861).
B) LA TRIBUNALES FORMAL La situación anterior comenzó a variar con anterioridad incluso a la Constitución de 1978. En primer lugar, netamente, a partir de la Ley de la Jurisdicción ContenciosoAdministrativa de 1956: esta jurisdicción deja de ser una jurisdicción especial, un fuero de la Administración (como sigue siendo en Francia, por tenerla atribuida el Consejo de Estado), para pasar a integrarse dentro del sistema judicial como un orden jurisdiccional más, el ContenciosoAdministrativo, a cargo de miembros de la carrera judicial. La Administración es juzgada con normalidad por los jueces ordinarios, si bien en un orden jurisdiccional distinto del civil. Por el camino quedaron también otros privilegios de la Administración. Así, la necesidad de que los jueces sometieran a autorización administrativa previa los procesos seguidos contra las autoridades y los funcionarios ante los Tribunales civiles y penales (art. 77 de la Constitución de 1876 y art. 44 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957); o la pérdida, con la Ley de 17 de julio de 1948, del monopolio de la Administración en la iniciativa del planteamiento del conflicto de competencias, que, desde entonces, pueden plantear también los Tribunales a la Administración. Este proceso de potenciación de los jueces y Tribunales se acentúa, aún más, con la Constitución de 1978 y la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985. Ésta priva a la Administración de su posición de superioridad en la fase resolutoria de los conflictos de competencias, que ahora se encomienda a una Comisión mixta, presidida por el Presidente del Tribunal Supremo con voto de calidad, e integrada por Magistrados de este Tribunal y por Consejeros de Estado, fórmula copiada del actual sistema francés de conflictos (arts. 38 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, de 1 de julio de 1985, y 14 de la Ley Orgánica de Conflictos Jurisdiccionales, de 18 de mayo de 1987). Otros vestigios de la vieja prepotencia administrativa han desaparecido de las leyes vigentes, como la prohibición a los jueces de conocer de los actos administrativos de cualquier naturaleza, o se
han sometido a términos muy estrictos, como la admisión de acciones interdíctales frente a la Administración (art. 101 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). A pesar de todo, restan en la Administración importantes poderes de naturaleza judicial: en primer lugar, subsiste el privilegio de decisión ejecutoria, potestad de clara naturaleza judicial en cuanto que permite decidir y ejecutar lo decidido, alterando situaciones posesorias a través de procedimientos administrativos (arts. 94 y siguientes de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). En segundo lugar, la Constitución de 1978 ha permitido a la Administración legitimar su discutible y, desde sus mismos orígenes, siempre bastardo, poder sancionador. Ahora, en virtud de la cita y regulación que del mismo hacen los art. 25 y 45.3 de la Constitución, ya no es posible dudar de su legitimidad constitucional, lo que, sin duda, compensa a la Administración de la pérdida de otros privilegios. Asimismo, la Administración puede dejar sin efecto las sentencias que le afectan (arts. 103 y siguientes de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956, a la que ha sustituido, modificando el sistema, la Ley vigente de 1998) sustituyendo el cumplimiento específico por el de equivalencia, es decir, «expropiando» mediante indemnización al particular afectado los contenidos favorables de la sentencia (art. 18 de la Ley Orgánica del Poder Judicial) Más grave es el atávico poder de gracia, la facultad del Gobierno de dejar sin efecto una sentencia penal a través de indultos particulares. Este poder, que se ejercita con arreglo a la vieja Ley de 18 de junio de 1870, supone sustituir una sentencia judicial por otra de diverso contenido. La Constitución, que inexplicable e infundadamente permite al Gobierno conceder indultos particulares con dispensa del principio de igualdad ante la Ley, niega, sin embargo, al legislativo la posibilidad de autorizar la concesión de indultos generales (art. 62.1 CE); todo un despropósito en términos democráticos.
En definitiva, si bien es cierto que la Administración o, si se prefiere, el conjunto de las administraciones públicas son sujetos de Derecho, dotadas de personalidad, como otras personas risicas y jurídicas, y, según esa condición, actúan sujetándose a su propio Derecho —esto es, al Derecho administrativo (y, si les conviene, también con arreglo al Derecho privado, como dijimos e insistiremos)—, no es menos cierto que son también poderes públicos dotados de potestades normativas y judiciales que les posibilitarán imponer siempre su voluntad a los ciudadanos, aunque bajo la posterior vigilancia de los Tribunales que impone el art. 106.1 de la Constitución: «los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifica». Un control mas teórico que real, pues actúa a través de un proceso revisor que obliga al ciudadano a recurrir sus resoluciones asumiendo la incomoda y costosa posición de demandante, mientras la administración asume la más confortable posición de demandada; ante unos jueces, los de la Jurisdicción contencioso administrativa, que no son otra cosa que otros funcionarios o servidores públicos con las mismas debilidades, insuficiencias y perezas que los políticos y funcionarios que primeramente resolvieron; unos jueces, en fin, que demorarán sine die sus sentencias y que se encontrarán con graves problemas para ejecutar aquellas, las menos, que sean condenatorias de la Administración. De otro lado no cabe olvidar que la actual superioridad formal de los Tribunales sobre la Administración ha tenido como contrapartida una, democráticamente peligrosa, politización de los propios jueces a través de sus asociaciones, que, de hecho, funcionan como partidos políticos satélites, lo que ha llevado al Poder ejecutivo, a los diversos gobiernos, a interesarse sobremanera en los nombramientos de los titulares de los órganos superiores de la justicia, como el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, a fin de poner en ellos a jueces adictos. A pesar, pues, de que teóricamente estamos en un Estado de Derecho, cuando los ciudadanos se relacionan con una Administración Pública deben tener muy presente, si no quieren caer en la aludida trampa del cuento de Caperucita
que, tras la apariencia de un sujeto de Derecho, de una persona jurídica —de una débil abuelita—el poder ejecutivo, suma de todas las administraciones públicas, esconde las garras normativas, ejecutorias y sancionadoras del que, por su posición política y jurídica, y su manipulación del poder judicial, sigue siendo el más fuerte y arrogante de los poderes públicos.
4.EL DESPLAZAMIENTO DEL DERECHO ADMINISTRATIVO POR EL DERECHO PRIVADO. (La huida del derecho administrativo) La existencia de un régimen de Derecho administrativo, es decir, de unas normas específicamente destinadas a regir la organización y las relaciones de las administraciones públicas con los administrados y de un orden jurisdiccional propio —la Jurisdicción Contencioso-Administrativa— no es obstáculo, como se dijo, para que en determinado tipo de relaciones las Administraciones Públicas se sujeten al Derecho privado y se sometan los litigios que originen esas relaciones privadas a los jueces y Tribunales civiles. También los comerciantes utilizan, además del Derecho propio —el mercantil—, el Derecho civil, y los trabajadores, sujetos al Derecho laboral, viven otras relaciones jurídicas en el Derecho público y privado. La existencia, pues, de un Derecho estamental —como es también el Derecho administrativo— no empece, en principio, a la utilización por los miembros de un estamento (de organizaciones públicas, de trabajadores, de comerciantes) de otros Derechos e instituciones alternativos. El problema está, pues, en determinar cuándo el Derecho propio o estamental es inexcusable y cuándo puede encontrar una alternativa de régimen jurídico privado. En principio, desde el siglo XIX, en el que justamente está naciendo en Francia y en España el moderno Derecho administrativo, la sujeción de las administraciones públicas al Derecho privado y a la Jurisdicción civil se ve como una excepción al fuero que comporta la existencia en favor de aquéllas de una Jurisdicción especial: la Jurisdicción Administrativa. Dichas excepciones tuvieron una doble justificación: de una parte, está la consideración de los jueces ordinarios como guardianes de las libertades y
derechos fundamentales, y, entre ellos, de la propiedad (cuya protección es avanzadilla de la protección de otras libertades, como la inviolabilidad de domicilio), por lo que las cuestiones o litigios sobre la propiedad se les atribuyeron con exclusión de la Jurisdicción Administrativa; de otra parte, si el Derecho y la Jurisdicción Administrativa se justificaban en la asunción de funciones y servicios públicos y la construcción de obras públicas, se entendió que la simple gestión del patrimonio privado de los entes públicos puede originar relaciones sujetas al juez civil. Ya en el siglo XX, la aplicación de Derecho privado se entiende además como una posibilidad para la realización (cediendo a tendencias socializa-doras, y cuando ya se ha superado el dogma liberal de la incapacidad industrial del Estado) de actividades industriales y comerciales. Con este objetivo, tanto el Estatuto Municipal de Calvo Sotelo de 1924 como la Ley de creación del INI de 1939 habilitaron a los Entes locales y al Estado para crear empresas en forma de sociedad anónima de un solo socio. Así surgieron las empresas municipales y las empresas nacionales reguladas en el Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 1955 y en la Ley de Entidades Estatales Autónomas de 1957. Después, la aplicación del Derecho privado se llevó más lejos: como sistema generalizado para la gestión de extinciones o servicios públicos o la contratación de obras públicas, justificando esa utilización en la mayor eficacia de éste. Así, las administraciones públicas, en el campo de la organización y de la contratación, obtuvieron, a través de fórmulas previstas en las leyes generales (Ley General Presupuestaria, las equivalentes de las Comunidades Autónomas y de numerosas leyes estatales y autonómicas de intervención u organización administrativa) o por medio de leyes singulares, la posibilidad de crear sociedades mercantiles o entidades públicas, incluso fundaciones publicas, que sujetaban su actividad al Derecho privado, huyendo de esta forma de su propio Derecho, el Derecho administrativo, considerado poco dúctil y eficaz por sus excesivas suspicacias y controles. La aplicación del Derecho privado dejó de ser marginal para convertirse en una alternativa orgánica de la normal actividad administrativa.
Pues bien; sobre esta huida del Derecho administrativo — que más parece una desbandada, como se verá en el tomo II de esta obra, al estudiar el reciente crecimiento de las Sociedades, fundaciones públicas, agencias y de las Entidades públicas sujetos al Derecho privado, así como la laborali-zación del empleo público— debe advertirse que es dudosamente constitucional, que, muy frecuentemente, constituye un fraude al Derecho comunitario y que, en fin, no es más eficaz, aunque sí, de seguro, un terreno más abonado para la corrupción. La cuestión de constitucionalidad de esa huida al Derecho privado podría formularse de la siguiente manera: cuando el art. 103 de la Constitución, después de sentar los principios a que ha de ajustarse la Administración (objetividad, eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación) termina diciendo que ha de actuar «con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho», ¿se está refiriendo justamente a su Derecho propio, el Derecho administrativo, o, por el contrario, a cualquier Derecho, al Derecho privado? Además, y correlativamente a la aplicación de uno u otro Derecho, ¿qué Jurisdicción es la que ha de garantizar ese sometimiento a la Ley y al Derecho? Contestando a este interrogante, adviértase, en primer lugar, que el art. I53.c) de la Constitución menciona expresamente a la Jurisdicción Contencioso-Administrativa —y no la penal, civil o laboral—, a la que remite el control de la administración de las Comunidades Autónomas y sus normas reglamentarias. Se trata de una referencia precisa a este orden jurisdiccional que, al ser el único mencionado por su nombre y apellido, resulta constitucional izado en nuestra Carta Magna. Por ello, hay que entender que, cuando el art. 106 CE, de forma más general, establece que «los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican», se está refiriendo precisamente a la norma administrativa y a los Tribunales Contencioso-Administrativos y no al Derecho privado y al orden jurisdiccional civil o laboral (DEL SAZ). Más precisamente: la imposibilidad de escapar del régimen de Derecho administrativo derivaría de esa con elaboración constitucionalmente establecida entre administraciones públicas y sometimiento a la justicia administrativa. Una conclusión reforzada por la imposición constitucional a la actividad
administrativa de una serie de principios connaturales al régimen jurídico-administrativo y que sólo ese régimen y los procedimientos que comporta es capaz de garantizar. Así ocurre con los principios de legalidad (entendida como vinculación positiva, de habilitación de la actuación administrativa, mientras en el Derecho privado actúa como límite negativo: es lícito todo lo que no está prohibido); de prohibición de la arbitrariedad (común a la actuación de todos los poderes públicos según el art. 9.3 CE), de objetividad, mérito y capacidad (art. 23 CE), imparcialidad (art. 103 CE), igualdad (arts. 14 y 23 CE), y la actuación a través de procedimientos (art. 105.3 CE). Todos estos principios rigen, de forma inexcusable, la actividad de la Administración de cualquier tipo que sea, incluso la actividad instrumental o logística en la que se sitúa la contractual y el régimen del personal, y su cumplimiento se garantiza por los Tribunales Contencioso- Administrativos, a quienes se atribuye por el artículo 106 el control de la legalidad de la actuación administrativa; pero de toda ella, y su sometimiento a los fines que la justifican, es decir, a los intereses generales. Es así, pues, como el Derecho administrativo y su Jurisdicción propia, la Contencioso-Administrativa, se convierten en únicos e imprescindibles garantes de los derechos e intereses legítimos de los particulares y de los intereses generales. Obviamente, cuando la Administración escapa del Derecho administrativo —disfrazándose de Sociedad Anónima o de Entidad pública sujeta al Derecho privado, o de fundación— no deja de ser Administración y debería, en consecuencia, estar sujeta a los mismos principios constitucionales. Sin embargo, el Derecho privado no sirve para garantizar que, efectivamente, dichos principios (igualdad, mérito y capacidad, objetividad, neutralidad, prohibición de arbitrariedad) se cumplen, y no sólo porque son irrelevantes en el Derecho privado, sino también porque, al faltar en éste la exigencia de un procedimiento previo, justificador y legitimador de los actos jurídicos, como se impone para las administraciones públicas por el art. 105.3 CE, se impide que los Tribunales ordinarios puedan controlar eficazmente que la actuación do la Administración con arreglo al Derecho privado se ajuste a aquellos principios (DEL SAZ).
De otro lado, hay que desmitificar la creencia en la mayor eficacia déla Administración cuando actúa sujeta al Derecho privado y que se confunde de ordinario con la mayor eticada del sector privado sobre el público. La presunta mayor eficacia de la empresa privada, rigiéndose por el Derecho privado, sobre las administraciones públicas, rigiéndose por el Derecho público, lo es porque lo# resultados de la gestión do aquélla repercuten céntimo a céntimo en el patrimonio del empresario. Pero la Administración, cuando actúa en régimen de Derecho privado -es decir, disfrazada de sociedad mercantil o de entidad pública empresarial o de fundación- no está condicionada por el riesgo empresarial, sino que dispara con «pólvora del Rey», y encuentra en los presupuestos públicos una financiación ilimitada, la que generan los impuestos, protectores impenitentes de los riesgos de quiebra empresarial de los riesgos de quiebra empresarial de estas administraciones públicas disfrazadas de empresas privadas. Es por ello injustificable que existan organizaciones públicas que ni están controladas por las inexorables leyes del mercado, ni por los procesos de impugnación de acuerdos sociales ante el juez civil (dado que no existe en ella más que un solo socio: la Administración Pública estatal, autonómica o local), ni por los cautelosos procedimientos del Derecho público y la Justicia administrativa. Por ello, en el fondo, la huida al Derecho privado de las administraciones públicas es la huida de todo Derecho y de toda jurisdicción; en suma, de todo control. No obstante, las críticas doctrínales y la
presión del Derecho comunitario ha originado una limitada corrección de esta tendencia a la utilización de las formas organizativas del Derecho privado y el sometimiento de éstas al Derecho administrativo cuando ejercen funciones públicas. Asimismo, en la selección de personal laboral y de contratistas, tanto las Entidades públicas empresariales como de las Fundaciones del sector público estatal deben observar, si no los procedimientos administrativos estrictos, al menos los principios de mérito y capacidad y de publicidad, concurrencia y objetividad (Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado y Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones, Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público). En todo caso, la tendencia privatizadora pone de manifiesto el error de haberse centrado el Derecho administrativo más sobre los temas de la garantía externa de los particulares contra la Administración que sobre los temas de la organización eficaz de los entes y servicios públicos (NIETO). Aquel planteamiento resaltaba de forma prácticamente exclusiva los aspectos de una Administración como poder que había que controlar, a través de los actos administrativos ante la Jurisdicción contenciosoadministrativa, en una obsesiva preocupación por la legalidad que no garantizaba la eficacia y oportunidad, mérito o acierto de la actividad administrativa, objetos que, no obstante, es posible alcanzar acomodándose a los tiempos pero sin salir de los principios del Derecho público, las reglas y los procedimientos administrativos. La preocupación por la eficiencia ha llevado no sólo a una huida hacia el Derecho privado —escape, en definitiva, del control del Derecho administrativo y de la Jurisdicción administrativa—, sino también a corregir las líneas maestras del Derecho administrativo tradicional, al que se han injertado unos remedios milagreros, salvíficos, como pretenden serlo la descentralización territorial y la participación ciudadana directa en la gestión de los entes y servicios públicos. Sin embargo, la verdad es que estas nuevas técnicas no han supuesto ninguna mejora en la eficacia de la Administración, pues la descentralización está
llevando a la balcanización o medievalización de las Administraciones Públicas, que operan cada una por su lado sin la coordinación y la lealtad constitucional que es obligada y con un aumento considerable de sus costes, como demuestran los crecientes déficits de las Comunidades Autónomas y de los Municipios. En cuanto a las técnicas de participación —tan escasamente utilizadas, por otra parte, por sus beneficiarios—, aparte de suponer una incidencia desvirtuadora del proceso general de representación democrática, implican una mayor complejidad y lentitud en los procedimientos de toma de decisiones y la oportunidad de nuevos motivos de infracción y de causas de invalidez de los actos administrativos. Los fracasos de estas técnicas, que se están evidenciando en países —como Italia—, que van por delante de nosotros en estas experimentaciones in vivo (incluso, convirtiendo a los funcionarios en contratados laborales) han llevado a GUARINO a postular el retorno al modelo clásico de Derecho administrativo: un ordenamiento rígido con predominio de los principios de centralización, profesionalización funcionaríais jerarquía y prevalencia de los intereses generales sobre los particulares. Este sería el único camino capaz de conjurar los peligros que engendra una clase política endogámica, que demanda más y más cargos, protagonizando una dinámica de crecimiento vertiginoso, sin confín alguno, encaminada a apropiarse de todas las áreas de poder disponible: la multiplicación, primero, de las administraciones públicas a través de la descentralización (las regiones italianas y francesas, las Comunidades Autónomas españolas), y mediante la patrimonialización, después, en su beneficio del máximo de aparatos públicos y administrativos. Sólo, pues, con el Derecho administrativo tradicional «el Estado podría resistir cualquier tentativa de apropiación». GUARINO advierte asimismo sobre la insuficiencia de las reformas administrativas tradicionales, que ponen el acento sobre simples reformas orgánicas y competenciales o que centran todas las esperanzas en acrecentar los controles de legalidad —la magnificación fetichista de la ley, en expresión de NIETO—, pero, sobre todo, previene contra el peligro de una reforma
administrativa que suponga la huida sin paliativos del Derecho administrativo y el consiguiente tratamiento de la Administración como una unidad empresarial, vinculándose todo su funcionamiento a presuntos cánones de eficiencia con máxima aplicación del Derecho privado. «Esta solución —dice GUARINO— es absurda y supone el desperdicio de una preciosa experiencia. Ignora, precisamente, la parte de las raíces históricas del Derecho administrativo que se sustancian en la protección del interés público precisamente contra los administradores, que ahora son, cada vez más, miembros de la clase política, o están subordinados a ella mediante variadas fórmulas de clientelismo». En definitiva, la solución privatizadora equivaldría «a derribar las murallas de la ciudad cuando el ejército enemigo se está aproximando con grandes fuerzas».
TEMA II. LAS FUENTES ADMINISTRATIVO.
DEL
DERECHO
CAPÍTULO II LAS FUENTES DEL DERECHO 1.EL SISTEMA DE FUENTES EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO. 1.1. La colaboración de la Administración con el poder legislativo.
El problema de las fuentes del Derecho se plantea en el Derecho administrativo en términos similares a las restantes disciplinas jurídicas en lo que atañe a las diversas acepciones del término fuente (de producción, de conocimiento, etc.), las clases de las mismas (escritas y no escritas, primarias o secundarias, directas o indirectas), principios de articulación entre unas y otras, etc. De aquí que en lo concerniente a esta problemática básica convenga remitirse a la Teoría General del Derecho, a la Parte General del Derecho civil y, sobre todo, al Derecho constitucional, cuyo objeto fundamental es el estudio de la función legislativa del Estado en cuanto creador del Derecho, esto es, el análisis de «las normas que regulan cómo se crean y cuál es el efecto de las diversas normas jurídicas». Como dice GIANNINI, en los ordenamientos modernos, la normación sobre fuentes (normación sobre la normación) es única y está regulada por completo por rígidas normas estatales. En cualquier caso, el capítulo de las fuentes del Derecho, aunque no sea su objeto central, tiene en el Derecho administrativo una importancia muy superior a la de otras disciplinas. La razón está, sin duda, en que la Administración no sólo es, como los restantes sujetos del Derecho, un destinatario y obligado por las normas jurídicas, sino al propio tiempo un protagonista importante —y cada vez más— en su elaboración y puesta en vigor. Esta participación de la Administración en la creación del Derecho se manifiesta de tres formas: 1. Por la coparticipación de las Administraciones Públicas, dirigida por el Gobierno del Estado o por los consejos o gobiernos autonómicos, en la función legislativa de las Cortes Generales o de los parlamentos autonómicos, mediante la elaboración de los proyectos de ley, su remisión posterior al órgano legislativo e, incluso, la retirada de los mismos. 2. Por su participación directa en la propia función legislativa, elaborando normas con valor de ley, que por ser dictadas por el Gobierno reciben el nombre de
decretos legislativos y decretos-leyes (arts. 85 y 86 CE). 3. A través, por último, de la elaboración de los reglamentos, normas de valor inferior y subordinadas a las normas con rango de ley, pero que constituyen, cuantitativamente, el sector más importante del ordenamiento jurídico (art. 97 CE). Además de ese protagonismo en la creación de las fuentes escritas, debe resaltarse que las no escritas, llamadas también indirectas o complementarías, tienen un valor muy distinto en el Derecho administrativo que en el Derecho privado. Así, el menor valor de la costumbre (fuente del Derecho más que problemática en el Derecho administrativo, en donde se duda incluso de su existencia) está sobradamente compensado por la aplicación y utilización más frecuente de los principios generales del Derecho, que satisfacen la necesidad de autointegración del ordenamiento jurídico administrativo y que suavizan y compensan sus rigores positivistas y sus excesos normativos.
1.2Las fuentes tradicionales del ordenamiento positivo español y su crítica. La regulación de las clases de fuentes viene siendo tradicional en el Código Civil, aunque, como se ha dicho, es materia constitucional e impropia del simple rango de ley ordinaria que aquel Código ostenta. Éste, en su primitiva redacción, establecía, junto a la regla de responsabilidad de los jueces que rehusaran sentenciar so pretexto de oscuridad o insuficiencia de las leyes, el orden a que habían de atenerse en la elección de las fuentes jurídicas: «cuando no haya ley exactamente aplicable al punto controvertido —decía su art. 6— se aplicará la costumbre del lugar, y, en su defecto, los principios generales del Derecho». Dicho precepto fue sustituido en la reforma del Título Preliminar de 1973-1974 por el actual art. 1 del Código Civil, cuyo tenor literal es el siguiente:
1. Las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho. 2. Carecerán de validez las disposiciones que contradigan otra de rango superior. 3. La costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable, siempre que no sea contraria a la moral o al orden público y que resulte probada. Los usos jurídicos que no sean meramente interpretativos de una declaración de voluntad tendrán la consideración de costumbre. 4. Los principios generales del Derecho se aplicarán en defecto de ley o costumbre, sin perjuicio de su carácter informador del ordenamiento jurídico. 5. Las normas jurídicas contenidas en los tratados internacionales no serán de aplicación directa en España en tanto no hayan pasado a formar parte del ordenamiento interno mediante su publicación íntegra en el Boletín Oficial del Estado. 6. La jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho. Obviamente, esta regulación de las fuentes del Derecho está subordinada a las normas constitucionales que regulan el sistema de producción normativa que es hoy mucho más complejo que cuando se redactó el Código Civil. Esta complejidad deriva no sólo del valor como norma jurídica de la Constitución, en términos que antes no se habían reconocido, sino también de la aparición de dos nuevas clases de leyes desconocidas con anterioridad a la Constitución de 1978: una, la Ley estatal orgánica, que se aplica para la regulación de materias cuya importancia así lo requiere; otra, la Ley de las Comunidades Autónomas, por haberse reconocido en ellas otra instancia soberana de producción del Derecho. Por si esto fuera poco, la entrada de España en las Comunidades Europeas según la previsión del art. 93 de la Constitución ha significado la aplicación de un nuevo ordenamiento, el de la Unión Europea, conforme al cual, aparte del valor de los tratados constitutivos y actos internacionales complementarios, adquieren vigencia directa e inmediata en el Derecho español, incluso con valor superior al de nuestras leyes —a las que derogan o desplazan—, determinadas normas emanadas de la Unión
Europea. A ellas nos referiremos al final de este capítulo, a pesar de que en el orden jerárquico de las fuentes, están ya situadas, y priman, por encima de las normas nacionales de los Estados europeos. Por todo ello, hay que entender que la regulación legal sobre las fuentes del Derecho que contiene el Código Civil sólo vale en cuanto resulta compatible con el sistema de fuentes europeo y el constitucional. Este último, al que de momento nos ceñimos, establece las siguientes previsiones: 1. Regulación de las clases de leyes (ordinarias y orgánicas), de los decretos-leyes, los decretos legislativos y los tratados internacionales (arts. 81 a 96 CE). 2. División de la función legislativa entre el Estado y las Comunidades Autónomas, con la posibilidad de normas autonómicas con valor de ley [art. 153.a; CE]. 3. Reconocimiento de la potestad reglamentaria del Gobierno y regulación procedimental sobre las disposiciones administrativas (arts. 97 y 105 CE). 4. Determinación Constitucional (art. 164 CE). del valor de las sentencias del Tribunal. 5. Establecimiento de diversas reservas de ley, así como de los principios de jerarquía y publicidad y de irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales (art. 9 CE).
1.3. Los principios ordenadores de las fuentes del Derecho. Cuestión central es la ordenación de las fuentes que supone la existencia de unas normas sobre las fuentes mismas, a fin de ordenarlas o jerarquizarlas, asignando a cada una su posición o valor dentro del sistema. Esa función la cumplen los principios de jerarquía normativa y de competencia o de distribución de materias. Según el principio de jerarquía normativa que consagra el art. 9.3 de la Constitución («la Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa...»), una fuente o norma prevalece sobre otra en función del rango de la autoridad o del órgano de que emanen. El Código Civil lo formula diciendo que «carecerán de validez las disposiciones que contradigan otra de rango superior» (art.
1.2), y lo mismo hace para el ámbito jurídico administrativo la Ley de Régimen Jurídico y Procedimiento Administrativo Común al prescribir que «también serán nulas de pleno derecho las disposiciones administrativas que vulneren la Constitución, las leyes en otras disposiciones administrativas de rango superior...» (art. 62.2). Al servicio de dicha ordenación formal está la diversa denominación con que se conocen unas y otras normas: Ley para las aprobadas por las Cortes; Real Decreto-ley y Real Decreto-legislativo normas con fuerza de ley aprobadas por el Gobierno conforme a los arts. 82 y 86 de la CE; Real Decreto para las normas y actos del Presidente del Gobierno y del Consejo de Ministros que deban adoptar tal forma; Órdenes para las normas aprobadas de las Comisiones Delegadas del Gobierno y Ministros; y Resoluciones para las disposiciones de las autoridades inferiores (art. 25 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno). La ordenación vertical de las fuentes según el principio de jerarquía supone una estricta subordinación entre ellas, de forma tal que la norma superior siempre deroga la norma inferior (fuerza activa) y la inferior es nula cuando contradice la norma superior (fuerza pasiva). Por el contrario, el principio de competencia o de distribución de materias, que opera como regla complementaria del principio de la jerarquía normativa, implica la atribución a un órgano o ente concreto de la potestad de regular determinadas materias o de dictar cierto tipo de normas con exclusión de los demás. A este efecto, la Constitución establece ordenamientos o sistemas jurídicos autónomos que se corresponden normalmente con la atribución de autonomía a determinadas organizaciones dotadas de autonomía. El principio de competencia explica la vigencia de ordenamientos o subsistemas jurídicos al margen del principio de jerarquía, como es propio de las Cámaras legislativas (reglamentos parlamentarios), de las Comunidades Autónomas (leves y reglamentos autonómicos) de las Corporaciones locales (reglamentos y bandos municipales) y de los Colegios profesionales (estatutos). El principio de competencia, como dice SANTAMARÍA, «entraña positivamente una protección singular de las
normas frente a las demás del sistema normativo, de igual o superior nivel, las cuales no pueden modificar ni derogar aquéllas, salvo si se Irata de la misma norma atributiva de la competencia u otra de igual naturaleza (por ejemplo, el Reglamento del Congreso sólo puede ser alterado por una modificación que el propio y solo Congreso haga al mismo o por una reforma constitucional, pero no poruña ley), o por los procedimientos propios del subsistema normativo (por ejemplo, una ley del Estado no puede modificar ni derogar un reglamento de una Comunidad Autónoma; éste, en cambio, puede ser modificado o derogado por otro reglamento del mismo rango o, por una ley de la propia Comunidad o, por supuesto, mediante una reforma del Estatuto de Autonomía o de la Constitución) (...) y, negativamente, el principio determina la creación de un ámbito competencial inmune, cuya vulneración por la norma de otro subsistema o por una norma dictada por un ente u órgano distinto al específicamente competente, determina la nulidad de éstas, precisamente por falta de competencia para ello (por ejemplo, un reglamento del Estado dirigido a modificar un reglamento de una Comunidad Autónoma es nulo, e igualmente ocurre a la inversa)».
2.LA CONSTITUCIÓN La Constitución es la primera de las fuentes, la superley, la norma — ordinariamente escrita— que prevalece y se impone a todas las demás de origen legislativo y gubernamental. La caracterización formal y jurídica de la Constitución como norma no siempre ha sido aceptada. Así, en los orígenes del constitucionalismo, los monárquicos moderados sostenían que la Constitución no era otra cosa que un pacto entre la Corona y la soberanía nacional para limitar los poderes absolutos de aquélla. Tampoco se reconoce a la Constitución el valor de norma jurídica cuando, desde la exageración del dogma de la soberanía popular, se entiende que los actos del Parlamento como expresión actualizada de aquella soberanía no pueden quedar permanentemente limitados por las condiciones impuestas en una superada fase constituyente. Por el contrario, en el constitucionalismo americano, donde faltan
los factores monarquizantes que se dan en Europa, resultó desde el principio — como recuerda DE OTTO— que las normas contenidas en la Constitución eran Derecho, el Derecho supremo del país al que han de sujetarse los órganos del Estado en el ejercicio de sus poderes, con la consecuencia de que es posible el juicio de la constitucionalidad del mismo. En palabras del Juez MARSHALL, que expresan con claridad esta idea, «los poderes del legislativo son definidos y limitados y para que tales límites no se confundan u olviden se ha escrito la Constitución». En la actualidad es una evidencia que la Constitución es una norma jurídica, y justamente la primera del sistema de fuentes, y sólo se discute si es directamente aplicable por los operadores del Derecho, los funcionarios y los jueces. Si esta cuestión se plantea es porque las constituciones actuales, además de regular los derechos y libertades básicos y la organización de los poderes supremos del Estado, como las constituciones decimonónicas, recogen otra serie de preceptos con los que pretenden establecer una tabla de valores materiales pretendidamente conformadores de la sociedad entera y, por ende, de las normas de origen parlamentario y administrativo. Dicha cuestión —y supuesto que las normas que organizan los poderes supremos del Estado son hoy, como siempre, de aplicación directa. — está resuelta por el art. 53 de la Constitución, que distingue las normas reguladoras de los derechos fundamentales y libertades públicas de aquellas que recogen los llamados principios rectores de la política social y económica. De las primeras se predica su directa aplicación al decir que «vinculan a todos los poderes públicos», pero a las segundas, las establecidas en el Capítulo III del Título I, no se les otorga esa cualidad, pues «su reconocimiento, respeto y protección informará la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos». En consecuencia, más que una aplicación directa, lo que pretendió el constituyente es que esos principios rectores actúen en vía interpretativa e integradora al modo de principios fundamentales, que requieren para ser directamente operativos su plasmación en otras normas. Así lo ha interpretado la Ley Orgánica del
Poder Judicial de 1985: «la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, y vincula a todos los Jueces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos», precisando, además, que sólo «procederá el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad cuando por vía interpretativa no sea posible la acomodación de la norma al ordenamiento constitucional» (art. 5, párrafos l.° y 3.°). Constitución puede verse, no obstante, disminuida por el Derecho europeo, pues si, en principio, los tratados internacionales sólo son válidos si se sujetan a lo que la Constitución dispone —«la celebración de un tratado internacional que contenga estipulaciones contrarias a la Constitución exigirá la previa revisión constitucional» (art. 95.1 CE)—, esta supremacía cede cuando las Cortes Generales ejercen la potestad que les confiere el art. 93 de la propia Constitución, en virtud del cual, como ha sido el caso con la incorporación de España a la Unión Europea, «mediante ley orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución». La supremacía de laPor razón de los procedimientos dispuestos para su revisión, las normas constitucionales son de dos clases: unas, son fundamentales (las previstas en el art. 168.11; esto es, las del Título Preliminar, la sección 1.a del Capítulo II del Título I y las del Título II), en cuanto que su revisión se equipara con la revisión total de la Constitución y se sujeta a un procedimiento que implica la aprobación de la iniciativa por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras, la disolución inmediata de las Cortes, la ratificación de la decisión por las que resulten elegidas y la aprobación del nuevo texto por mayoría de dos tercios y su posterior sometimiento a referéndum. Frente a estas dificultades, prácticamente infranqueables, las restantes normas constitucionales pueden considerarse jerárquicamente inferiores, en cuanto que su revisión se hace a través de un procedimiento más simple, dentro de su complejidad: el previsto en el art. 167,
que no exige la disolución de las Cámaras ni referéndum de ratificación, a no ser que lo solicite una décima parte de los miembros de aquéllas. Para garantizar la supremacía de la Constitución sobre las demás normas, son tres las soluciones arbitradas: 1.° La norteamericana o de control difuso, que no es otra cosa que remitir a los jueces ordinarios, bajo el control último del Tribunal Supremo, la apreciación de la constitucionalidad de las leyes con motivo de su aplicación a los casos concretos. El respeto al principio de división de poderes impide que los jueces puedan declarar la nulidad de la norma, a la vez el principio de «vinculación más fuerte» que los jueces mantienen con la Constitución les obliga a inaplicar la ley cuando entiendan que es contraria a aquélla. 2.° La francesa o de control previo, mediante sometimiento de la norma antes de su publicación y vigencia a un análisis sobre su constitucionalidad por un Consejo Constitucional. Este sistema ofrece indudables ventajas para la seguridad jurídica, pues los operadores jurídicos no se ven en el trance de dudar de la validez de las normas que han sido objeto de publicación oficial. 3.° La de control concentrado en un Tribunal Constitucional que tiene específicamente reservada esa función. En este sistema, el común de los jueces y Tribunales sólo tiene la posibilidad de rechazar la aplicación de la ley en los casos en que, en un primer análisis, la estimen contraria a la Constitución, pero sin posibilidad de declarar la invalidez de la norma, que han de remitir al juicio del Tribunal Constitucional. Éste es el sistema austríaco, inspirado en la obra de KELSEN (para quien el Tribunal Constitucional ejerce una legislación negativa al declarar la invalidez de las leyes), y que han seguido tanto la Constitución española de 1931, que creó el Tribunal de Garantías Constitucionales, como la Constitución de 1978 con el Tribunal Constitucional hoy en funcionamiento. Según la propia Constitución y la Ley Orgánica de dicho Tribunal, de 3 de octubre de 1979, la impugnación indirecta, a través de la llamada cuestión de inconstitucionalidad, la pueden plantear exclusivamente los
jueces y Tribunales cuando consideren que la ley aplicable al caso y de la que dependa el fallo es contraria a la Constitución. De otra parte, la impugnación directa de las normas presuntamente anticonstitucionales se reserva a los poderes públicos más relevantes (Presidente del Gobierno, Defensor del Pueblo, cincuenta Diputados o Senadores y, si les afecta, los Gobiernos o Parlamentos de las Comunidades Autónomas). La irrupción de una nueva Constitución en la vida jurídica de un país, como ha sido nuestro caso, plantea también, obviamente, el problema de la validez de la legislación preconstitucional que pueda ser contraria a sus mandatos. ¿Qué hacer, a quién encomendar la tarea de precisar las normas que se oponen a la nueva superlegalidad y resultan por ello derogadas por la Constitución? La cuestión ha tenido soluciones diversas en países que, al igual que el nuestro, estrenaron Constitución precisamente con motivo de la salida de un régimen autoritario. Así, en Alemania Federal se encomendó a los jueces ordinarios apreciar la contradicción de las normas anteriores con la Ley Fundamental de Bonn y su consiguiente derogación, mientras que en Italia se reservó esta misión a la Corte Constitucional, desapoderando a los jueces ordinarios. Entre una y otra se encuentra la solución adoptada por nuestro Tribunal Constitucional, pues, si bien, siguiendo a la Corte italiana, no habla en estos casos de derogación, sino de inconstitucionalidad sobrevenida, no por ello ha dejado de proclamar, más en línea con el Derecho alemán, que «en relación a las leyes preconstitucionales, los jueces y Tribunales ordinarios deben inaplicadas si entienden que han quedado derogadas por la Constitución al oponerse a la misma; o pueden, en caso de duda, someter este tema al Tribunal Constitucional por la vía de la cuestión de inconstitucionalidad» (Sentencias de Tribunal Constitucional 4/1981, de 2 de febrero, y 11/1981, de 8 de abril).
3.LA LEY Y SUS CLASES. 3.1 Ley orgánica y ley ordinaria. Inmediatamente subordinadas a la Constitución están las leyes, normas cuya aplicación los jueces no pueden resistir salvo en el supuesto anteriormente descrito. Son para éstos irresistibles e indiscutibles a diferencia de lo que acontece, como veremos, con los reglamentos. Esa irresistibilidad, que se extiende también a los ciudadanos y a los funcionarios, se explica porque normalmente las leyes emanan del órgano en que radica la soberanía popular, el Parlamento. A este elemental y tradicional concepto de la ley, como norma de origen parlamentario subordinada a la Constitución e irresistible e indiscutible para el conjunto de los operadores jurídicos, podría reducirse la presente explicación si no fuera porque, tras la Constitución de 1978, han aparecido otros poderes públicos con capacidad legislativa, como el Gobierno y, en nuestro país, las Comunidades Autónomas, y también porque en el interior del propio Parlamento las cosas se han complicado con la aparición de dos clases de leyes, las ordinarias y las
llamadas orgánicas, así como otras especialidades, antes inusuales, como las leyes paccionadas y las refrendadas. Efectivamente, dentro de las leyes parlamentarias, y además de leyes ordinarias mayoría simple, las que se aprueban por el procedimiento habitual y por la Constitución de 1978 ha introducido la categoría de las leyes orgánicas. Estas leyes se refieren a materias a las que la Constitución otorga especial trascendencia y por ello su aprobación se condiciona a la existencia de un quorum especialmente reforzado en el Congreso, sin que se exija mayoría especial alguna en el trámite ante el Senado: «la aprobación, modificación o derogación de las leyes orgánicas exigirá mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del provecto» (art. 81.2 CE). A diferencia del modelo francés, de donde se toma esta figura y en el que las leyes orgánicas, como su propio nombre indica, se refieren exclusivamente a la organización de los poderes públicos, las materias que nuestro Derecho reserva a la ley orgánica son «las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución», que, por cierto, exige la regulación mediante lev orgánica en numerosos preceptos (arts. 8.2, 54, 57.5, 92.3, 93, 104.2, 107, 116, 122.1, 136.4, 141.1, 150.2, 157.3, etc.). Como formas especiales de leyes parlamentarias cabe citar, en primer lugar, la posibilidad de leyes refrendadas, es decir, las sometidas a referéndum en el supuesto de que se estime que el art. 92 de la Constitución incluye esa hipótesis de aprobación de las leyes cuando, aludiendo al objeto de referéndum, se refiere a «las decisiones políticas de especial trascendencia», lo que no parece deducirse de la voluntad de los constituyentes expresada en los debates. Otra forma especial son las leyes paccionadas, modalidad que parece contradecir la naturaleza soberana y unilateral del procedimiento legislativo. Aparte de su utilización para dar más autoridad a determinados contratos poniéndolos a
recaudo de las modificaciones unilaterales del poder ejecutivo (así, durante la dictadura de Primo de Rivera se aprobaron por Decreto-ley los contratos de concesión de los monopolios fiscales de Petróleos y Tabacos), dicho procedimiento se ha utilizado para la aprobación de la Ley Orgánica 13/1982, de 10 de agosto, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra, cuyo preámbulo no deja lugar a dudas al proclamar que «dada la naturaleza y alcance del amejoramiento acordado entre ambas representaciones, resulta constitucionalmente necesario que él Gobierno, en el ejercicio de su iniciativa legislativa, formalice el pacto con rango y carácter de proyecto de Ley Orgánica y lo remita a las Cortes Generales para que éstas procedan, en su caso, a su incorporación al ordenamiento jurídico español...». Las Leyes de Bases, previstas en el art. 82 CE, sirven para que las Cortes Generales puedan realizar una delegación legislativa en el Gobierno al objeto de la formación de textos articulados que posteriormente serán publicados bajo el título de Decretos-Legislativos. La ley de delegación o de bases constituye un texto en el que se precisa el objeto y alcance de la delegación así como los criterios y principios, las grandes líneas, que el Gobierno ha de seguir en el ejercicio de la delegación. El empleado pero nada término bases, leyes básicas, normación básica o legislación básica es también en el art. 149.1.apartados 8. 11, 13, 16, 25, 27, 30, 17, 18, 23, CE, tiene que ver con las leyes de bases reguladas en los artículos 82 y 83 del Texto constitucional explicadas en el párrafo anterior, ni tampoco con las leyes marco del art. 150.1 (SSTC 32/1981 de 28 de julio y 1/1982 de 28 de enero): primero, porque se trata de un supuesto de concurrencia normativa entre el Estado y las Comunidades Autónomas en la que al primero le corresponde dictar la legislación básica y la legislación de desarrollo de lo básico a las segundas. Las bases o lo básico remite a una regulación lo cual asegura, en aras de intereses generales superiores a los de cada Comunidad Autónoma, un común denominador normativo, a partir del cual cada Comunidad, en defensa de su propio interés general, podrá establecer las peculiaridades que le convengan (STC 1/1982 de 28 de enero). Esta regulación —lo básico— que sirve a los principios de unidad e interés nacional no habrá de ser tan agotadora o exhaustiva que imposibilite a las Comunidades Autónomas el ejercicio de su competencia de desarrollo legislativo en la materia y la consecuente opción entre una pluralidad de regulaciones constitucionales posibles la concreción de una política autonómica propia. En todo caso corresponde al Estado definir y establecer lo que haya de entenderse por básico y, en todo caso, será el Tribunal Constitucional el competente para decidirlo con carácter definitivo, en su calidad de intérprete supremo de la Constitución. En cuarto lugar, lo básico o las bases, como regla general, deberán ser establecidas mediante Ley de las Cortes Generales pero sin descartar el complemento reglamentario. normativa uniforme y de vigencia en toda la Nación, lo cual asegura, en aras de intereses generales superiores a los de cada Comunidad Autónoma, un común denominador normativo, a partir del cual cada Comunidad, en defensa de su propio interés general, podrá establecer las peculiaridades que le convengan (STC 1/1982 de 28 de enero). Esta regulación —lo básico— que sirve a los principios de unidad e interés nacional no habrá de ser tan agotadora o exhaustiva que imposibilite a las Comunidades Autónomas el ejercicio de su competencia de desarrollo legislativo en la materia y la consecuente opción entre una pluralidad de regulaciones constitucionales posibles la concreción de una política autonómica propia. En todo caso corresponde al Estado definir y establecer lo que haya de entenderse por básico y, en todo caso, será el Tribunal Constitucional el competente para decidirlo con carácter definitivo, en su calidad de intérprete supremo de la Constitución. En cuarto lugar, lo básico o las bases, como regla general, deberán ser establecidas mediante Ley de las Cortes Generales pero sin descartar el complemento reglamentario.
3.2. Estatutos de autonomía, leyes autonómicas y leyes de conexión entre los ordenamientos. Leyes son también las leyes autonómicas, es decir, las normas que aprueban las asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas dentro de las materias que estatutariamente tienen atribuidas y cuyo rango como tales leyes reconoce la Constitución en los arts. 152.1, que alude a las Asambleas legislativas autonómicas, y el 153.a), que atribuye al Tribunal Constitucional el control de su constitucionalidad. Las leyes autonómicas están jerárquicamente subordinadas, además de a la Constitución, a sus respectivos Estatutos de Autonomía. Ello significa que no lo están a todas las leyes estatales, con las cuales sus relaciones se explican normalmente, no a través del principio de jerarquía, sino de competencia. La Constitución ha previsto también un conjunto de leyes estatales de conexión con los subsistemas autonómicos, que por su propia naturaleza se imponen jerárquicamente a las leyes de los Parlamentos de las Comunidades Autónomas, y que son las siguientes: a)Los Estatutos de Autonomía, que son leyes estatales de carácter orgánico y cuya diferencia con las restantes leyes radica, aparte de su objeto, en el distinto procedimiento de elaboración y de modificación. b) Las leyes-marco (o leyes de bases), a través de las cuales la los facultad de dictar, principios, bases y Las leyes-marco «las Cortes Generales, en materias de competencia estatal, podrán atribuir todas o a alguna de las Comunidades Autónomas para sí mismas, normas legislativas en el marco de directrices fijados por una Ley estatal» todavía no se ha hecho uso. (art. 150.1 CE), técnica de la que todavía no se ha hecho uso. c) Las leyes de transferencia o delegación previstas en el y por medio de las cuales «el Estado podrá transferir o delegar en Autónomas, mediante ley art. las Comunidades orgánica, correspondientes a materias de titularidad estatal que por facultades su propia naturaleza sean susceptibles
de transferencia o delegación». Se ha pretendido que esta transferencia no cubre las funciones legislativas, para lo que serviría la anterior técnica de las leyes-marco. Sin embargo, de una interpretación literal no se desprende esa limitación y lo cierto es que estas leyes sirvieron para efectuar una discutible ampliación de las competencias de las Comunidades Autónomas de Canarias y Valencia, para equipararlas con las de autonomía plena del art. 151 de la Constitución (Leyes Orgánicas 11/1982 y 12/1982, de 10 de agosto). d) Las leyes de armonización, a través de las cuales «el Estado podrá dictar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las Comunidades Autónomas, aun en el caso de materias atribuidas a la competencia de éstas, cuando así lo exija el interés general» (art. 150.3 CE). Como especialidad procedimental se establece que antes de entrar en el análisis del texto remitido por el Gobierno, ambas Cámaras consideren de interés general el dictado de la concreta Ley de Armonización por mayoría absoluta.
3.3 EL PROCEDIMIENTO ORDINARIO.
LEGISLATIVO
El procedimiento legislativo (arts. 81 a 92 CE) comienza con la iniciativa o presentación de proyectos o proposiciones de ley ante cualquiera de las dos Cámaras. La iniciativa legislativa admite diversas formas: el supuesto más común es el de la iniciativa legislativa del Gobierno que se concreta en los proyectos de ley, los cuales, una vez aprobados por el Consejo de Ministros (art. 22 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno), se remiten al Congreso acompañados de una exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para que éste pueda pronunciarse sobre ellos (arts. 87 y 88 CE). El procedimiento legislativo puede iniciarse, en segundo lugar, a iniciativa del Congreso y del Senado, por medio de una proposición de ley impulsada por los grupos parlamentarios o individualmente por 15 diputados o 20
senadores (arts. 87 de la Constitución, 126 del Reglamento del Congreso y 108 del Reglamento del Senado). Asimismo, pueden ejercer la iniciativa legislativa las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, remitiendo a la Mesa del Congreso de los Diputados una proposición de ley y designando a tres de sus miembros como representantes para que se encarguen de su defensa (art. 87.2 de la Constitución). Por último se admite la iniciativa popular, regulada por la Ley Orgánica 3/1984, de 28 de marzo. Ésta exige un mínimo de 500.000 firmas acreditadas, y no procede en materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter internacional, ni en lo relativo a la prerrogativa de gracia (art. 87.3). Tras la iniciativa, tiene lugar la aprobación por el Congreso de los Diputados, siguiendo los trámites de toma en consideración, publicación, presentación de enmiendas, informe de una ponencia sobre el proyecto, debate y votación artículo por artículo y elaboración de un dictamen por la Comisión y, por último, debate y votación final en el Pleno (arts. 109 y siguientes del Reglamento del Congreso). Para que los proyectos se entiendan aprobados, basta la mayoría simple, esto es, más votos a favor que en contra, cualquiera que sea el número de las abstenciones, salvo que la Constitución exija una mayoría cualificada, como ocurre con las leyes orgánicas y otras. Aprobado el proyecto o proposición de Ley por el Congreso, se produce la intervención del Senado, ante el que se sigue una tramitación similar, disponiendo de un plazo de dos meses para oponer su veto al proyecto por mayoría absoluta o para introducir enmiendas al mismo (arts. 90.2 CE y 104 a 107 del Reglamento del Senado). Si el Senado ha introducido enmiendas o ha puesto su veto, el proyecto se remitirá al Congreso para su nueva consideración. Si se trata de enmiendas, el Congreso se pronunciará sobre ellas aceptándolas o no por mayoría simple. Si, por el contrario, el texto ha sido vetado, habrá de someterse a ratificación, que requerirá la mayoría absoluta o, una vez transcurridos dos meses, la mayoría simple (art. 90.2 de la Constitución y arts. 121, 122, 123 y 132 del Reglamento del Congreso).
El procedimiento se cierra con el trámite de la sanción regia: «el Rey —dice el art. 91 de la Constitución— sancionará, en el plazo de quince días, las leyes aprobadas por las Cortes Generales, y las promulgará y ordenará su inmediata publicación», que habrá de hacerse en el Boletín Oficial del Estado.
4.LAS NORMAS DEL GOBIERNO CON FUERZA DE LEY: DECRETOS-LEYES Y DECRETOS LEGISLATIVOS. El principio de la óbice a que superioridad política del Parlamento, en el que controle reside la soberanía y, consiguientemente, la potestad legislativa, no es de hecho la función legislativa a través de su mayoría parlamentaria y del ejercicio de su facultad de iniciativa legislativa, mediante la presentación a las Cámaras de los correspondientes proyectos de ley, sea el Gobierno quien, efectivamente, como se ha visto. Pero, aparte de su dominio sobre el procedimiento legislativo ordinario, el Gobierno tiene formalmente atribuida, al margen y además de su potestad reglamentaria, la facultad de dictar normas con rango de ley con las fórmulas de los decretos-leyes y de los decretos legislativos (arts. 85 y 86 CE).
4.1. EL DECRETO LEY. Los decretos-leyes son llamados así porque emanan del Gobierno, aunque su rango formal es el propio de la ley. Esta técnica aparece a finales del siglo XIX y se hará práctica común a raíz de la Primera Guerra Mundial, justificándose inicialmente en la concurrencia de circunstancias excepcionales, para pasar después a legitimarse en función de la simple urgencia En y como alternativa forzada por la lentitud del trabajo parlamentario. nuestro Derecho, los decretos-leyes ya fueron admitidos por la Constitución de 1931 y, a pesar de las fundadas críticas que su utilización abusiva ha merecido (SALAS), han sido recogidos en el art. 86 de la Constitución, si bien muy restrictivamente.
Los decretos-leyes son llamados así porque emanan del Gobierno, aunque su rango formal es el propio de la ley. Esta técnica aparece a finales del siglo XIX y se hará práctica común a raíz de la Primera Guerra Mundial, justificándose inicialmente en la concurrencia de circunstancias excepcionales, para pasar después a legitimarse en función de la simple urgencia y como alternativa forzada por la lentitud del trabajo parlamentario. En nuestro Derecho, los decretos-leyes ya fueron admitidos por la Constitución de 1931 y, a pesar de las fundadas críticas que su utilización abusiva ha merecido (SALAS), han sido recogidos en el art. 86 de la Constitución, si bien muy restrictivamente. En efecto, la primera condición para la utilización del decreto-ley es que el Gobierno entienda que está ante un «caso de extraordinaria y urgente necesidad»; en segundo lugar, es preciso que la regulación pretendida no afecte «al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas, ni al derecho electoral general»; por último, el decreto-ley deberá ser ratificado por el Congreso de los Diputados (sin intervención del Senado): «los decretos- leyes deberán ser inmediatamente sometidos a debate y votación de totalidad al Congreso de los Diputados, convocado al efecto si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación. El Congreso habrá de pronunciarse expresamente dentro de dicho plazo sobre su convalidación o derogación, para lo cual el reglamento establecerá un procedimiento especial y sumario». Hasta la aprobación de los nuevos Estatutos de Cataluña, Valencia y Andalucía se entendía que la fórmula de los decretos leyes no era utilizable por los gobiernos de las Comunidades Autónomas. Dichos estatutos prevén esa posibilidad y, lógicamente, lo normal es que, además de éstos, se admita en la reforma de los restantes.
4.2. LOS DECRETOS LEGISLATIVOS: TEXTOS ARTICULADOS Y TEXTOS REFUNDIDOS.
La segunda técnica que permite al Gobierno aprobar normas con rango de ley formal es la de los decretos legislativos, así denominados por el art. 85 de la Constitución («las disposiciones del Gobierno que contengan legislación delegada recibirán el título de decretos legislativos»). decreto del Gobierno no sea un simple reglamento y tenga valor ley Para que el y fuerza de se requiere, obviamente, una previsión anticipada del Parlamento, previniendo y aceptando esa conversión en ley de lo que, sin esa previsión, no sería más que un reglamento. Las leyes en que esa previsión se contiene se denominan leyes de delegación o de autorización. En este sentido, el Parlamento o bien delega en el Gobierno la facultad de desarrollar con fuerza de ley los principios contenidos en una ley de bases, dando origen a un texto articulado, o bien autoriza al Gobierno para refundir el contenido de otras leyes en una única norma, dando lugar a un texto refundido. En cuanto a los requisitos de la delegación, los Constitución establecen los siguientes: 1.La delegación del Parlamento debe hacerse por una ley de bases cuando su objeto sea la formación de textos articulados o bien por una ley de autorización cuando se trate de refundir varios textos en uno solo, y habrá de otorgarse precisamente en favor del Gobierno sin que se permita la subdelegación a autoridades distintas del mismo. 2.La delegación puede comprender cualquier materia que las Cortes determinen, salvo las que deban ser objeto de regulación por ley orgánica. La delegación tampoco puede incluir la facultad de modificar la propia ley de bases, ni la de dictar normas con carácter retroactivo. 3.La delegación debe hacerse de forma expresa y con fijación del plazo para su ejercicio, sin que pueda entenderse concedida de modo implícito o por tiempo indeterminado.
4.Asimismo, la delegación debe hacerse de forma precisa, de tal manera que las bases han de delimitar con precisión el objeto y alcance de la delegación legislativa y los principios y criterios que han de seguirse en su ejercicio, en tanto que las autorizaciones para refundir textos legales deben determinar el ámbito normativo a que se refiere el contenido de la delegación, especificando si se circunscribe a la mera formulación de un texto único o si incluye la de regularizar, aclarar y armonizar los textos legales que han de ser refundidos. 5. demás Por último, reglamentos la aprobación de los decretos legislativos debe reglas de procedimiento establecidas para los Además (24 de la Ley 50/1997, de 27 de de los trámites allí contemplados, y legislativo por el Consejo de Ministros, hacerse observando las gubernativos noviembre, del Gobierno). antes de la aprobación del decreto debe informar el Consejo de Estado legislativa, informe que tiene de la Ley Orgánica del Consejo de Estado, de 22 de abril de 1980). sobre su adecuación con la delegación carácter preceptivo pero no vinculante (art. 21 Los efectos fundamentales de la delegación o autorización legislativa son, en primer lugar, que tanto los textos articulados de las leyes de bases como los textos refundidos de otras normas legales tienen el valor de normas con rango de ley en cuanto se acomoden a los términos de la delegación; pero en todo aquello que se extralimiten del mandato de la ley de bases o de la ley de autorización son nulos. Otra consecuencia de esta técnica legislativa es la de su agotamiento, pues una vez ejercitadas las facultades conferidas por la ley de delegación o autorización no cabe volver sobre ellas, y de ahí que las modificaciones posteriores del texto articulado o del texto refundido deban hacerse ya por una norma con rango de ley o mediante una nueva delegación o autorización legislativa. La Constitución, al establecer en su art. 82.6 que «sin perjuicio de la competencia propia de los Tribunales, las leyes de delegación podrán establecer en cada caso fórmulas impugnar adicionales de control», a través del recurso está reconociendo la posibilidad los de contencioso-administrativo textos articulados y los textos refundidos. Dicha excepción a su naturaleza de normas con
fuerza de ley —que por definición son indiscutibles e irresistibles para los jueces ordinarios, que carecen de competencia para enjuiciar su validez (art. 1 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso- Administrativa)— se explica porque la impugnación ha de reducirse justamente a aquellos extremos de los decretos legislativos que sean contrarios o vulneren la ley de delegación o de autorización. Así lo prescribe el art. 1 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa: «los públicas sujeta al Derecho administrativo, con las Juzgados y Tribunales del orden contencioso-administrativo conocerán de las pretensiones que se deduzcan en relación con la actuación de las Administraciones disposiciones generales de rango inferior a la Ley y con los Decretos legislativos cuando excedan los límites de la delegación». Obviamente, los decretos legislativos también pueden ser impugnados ante el Tribunal Constitucional en los términos establecidos para las demás leyes, y como control a priori debe mencionarse la exigencia del informe preceptivo del Consejo de Estado, según se ha visto. Dentro también de las modalidades de control está la ratificación parlamentaria de los decretos legislativos que la ley de delegación puede establecer, sistema que se empleó para la comprobación, si bien con carácter formulario, de la acomodación del texto del Código Civil a las bases con arreglo a las que fue redactado.
5.LOS TRATADOS INTERNACIONALES. Los tratados internacionales, es decir, los acuerdos que el Estado español celebra con otros países soberanos, se manifiestan en una gran variedad de instrumentos formales (acuerdos, convenios, protocolos, canjes de notas, etc.) y, al margen de las vinculaciones que originan entre los Estados en el plano internacional, son también fuente, aunque muy problemática, del Derecho interno. Su vigencia en el mismo viene determinada en todo caso por el dato de su publicación como norma jurídica en el Boletín Oficial del Estado. Así lo establece el art. 96 de la Constitución: «los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno». Pero al margen de esta caracterización como fuente del Derecho interno, no cabe sin más la equiparación de los tratados con las
leyes, ya que la intervención y poderes del Parlamento en su aprobación o denuncia varían de unos casos a otros, como se desprende de la regulación constitucional, que establece sobre el Ejecutivo —que es quien negocia y firma los tratados— un sistema de control a priori en los siguientes términos (arts. 93 a 96 CE):
1.La celebración de a la un tratado internacional exigirá la que previa contenga revisión estipulaciones contrarias a la Constitución exigirá previa revisión constitucional. El Gobierno o cualquiera de las Cámaras puede requerir al Tribunal Constitucional para que declare si existe o no esa contradicción(art. 95 CE). 2.Mediante ley orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución. Corresponde a las Cortes Generales o al Gobierno, según los casos, la garantía del cumplimiento de estos tratados y de las resoluciones emanadas de los organismos internacionales o supranacionales titulares de la cesión (art. 93 CE, que estaba contemplando anticipadamente el ingreso de España en las Comunidades Europeas). 3.La prestación del consentimiento del Estado para obligarse por medio de tratados o convenios requerirá la previa autorización de las Cortes Generales en los de carácter político o militar, los que afecten a la integridad territorial del Estado o a los derechos y deberes fundamentales establecidos en el Título 1, los que comporten obligaciones financieras para la Hacienda Pública, y los que supongan modificación o derogación de alguna ley o exijan medidas legislativas para su ejecución (art. 94 CE). 4.El Congreso y el Senado serán inmediatamente informados la conclusión de los restantes tratados o convenios (art. 94.2 CE). En definitiva, los tratados pueden ser equiparados a las distintas clases de leyes u otros actos parlamentarios desde el punto de vista de las exigencias de intervención parlamentaria que comporta su conclusión, pero desde la perspectiva de sus efectos la asimilación puede resultar equívoca, pues éstos son distintos de los que producen las leyes. Y es que los tratados modifican las leyes que les sean contrarias, pero, sin embargo, no se produce el efecto inverso, es decir, no son modificables por leyes posteriores, ya que «sus disposiciones sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional» (art. 96.1 CE).
6. EL SISTEMA DE DERECHO COMUNITARIO. 6.1. Caracteres generales. Todos los países miembros de las Comunidades Europeas, y España como uno de ellos, 27 estados en total, han experimentado desde su ingreso en aquéllas una alteración de su sistema de fuentes en el que ha penetrado el Derecho comunitario, un ordenamiento autónomo e independiente de los ordenamientos de los Estados miembros de la actual Unión Europea, en el sentido de que mantiene su individualidad y su autoridad aunque se inserte en el Derecho interno de aquellos y, obviamente, con fuentes propias de producción del Derecho. Un ordenamiento, en fin, dotado de aplicabilidad inmediata y primacía sobre los derechos nacionales y que se rige por los principios de subsidiariedad y proporcionalidad. En virtud de lo primero, en los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva la Unión intervendrá sólo en caso de que, y en la medida de que, los objetivos de la acción pretendida no pueden ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros; la proporcionalidad exige que el contenido y la forma de la acción de la Unión no exceda de lo necesario para alcanzar los objetivos de los tratados. La correcta aplicabilidad del ordenamiento europeo, su interpretación unificada, se garantiza con un sistema judicial ad hoc, radicado en Luxemburgo, formado en la cúspide por el tribunal de Justicia de la unión Europea y, en la base, por el Tribunal de Primera Instancia y el Tribunal de
la Función Publica, que entiende de las recursos de los funcionarios de los organismos europeos. La Cour es competente en apelación contra las sentencias que dictan estos dos tribunales en primera instancia. A resaltar que no debe confundirse el ordenamiento de la Unión Europea y su sistema judicial con el Derecho del Consejo de Europa, organización internacional distinta de la Unión Europea cuyo ordenamiento integra la Convención Europea de Derechos del hombre y la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos humanos, con sede en Estrasburgo.
6.2. Derecho originario y Derecho derivado (clases de normas “derivadas”) En el Derecho comunitario, como en todos los ordenamientos, existe un nivel básico de fuentes primarias, que hacen el papel de constitución y que son los tratados y demás actos posteriores que los han venido a modificar o completar y que se integran en ellos. Se incluyen, pues, en primer lugar, los tratados constitutivos de las tres Comunidades Europeas: el Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, CECA), firmado en París el 18 de abril de 1951, y los Tratados de la Comunidad Económica Europea (CEE) y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA o EURA-TOM), firmados en Roma el 25 de marzo de 1957. Fundamental en el proceso de integración europeo fue el Tratado de Maastricht de 7 de enero de 1992 (y ratificado por España el 29 de diciembre de ese año), por el que se inicia una nueva etapa. En él se crea la «Unión Europea», con vínculos económicos y políticos más estrechos, lo que ha supuesto la modificación en puntos sustanciales de los tratados constitutivos. Asimismo
entran en este nivel constitucional los diversos tratados de adhesión de los Estados no fundadores (Dinamarca, Gran Bretaña, Irlanda, Grecia, España, Portugal, Austria, Suecia y Finlandia). Todos estos tratados y actos complementarios han sido aprobados según los métodos constitucionales de cada uno de los Estados miembros, y publicados en cada uno de los boletines oficiales nacionales. Los últimos actos del proceso de Integración han sido, de una parte, el Tratado de Roma de 29 de octubre de 2004 por el que se aprueba una Constitución para Europa, constitución que obedeció a dos razones: la dificultad de funcionamiento de una Europa con 25 miembros que se regía por las mismas reglas cuando éstos eran únicamente 15: y, de otra parte, la conveniencia de reunir en un solo texto para su mejor comprensión la normativa que venían regulando diferentes tratados desde 1951, en que se constituyó la CECA (Comunidad europea del carbón y del acero), hasta el Tratado de Niza de 2001. Sin embargo, la ratificación de esta Constitución fue rechazada por los referendums celebrados en Francia y en los Países Bajos creando un vacío que ha tratado de salvar en parte el Consejo de Lisboa de 2007, Anido lugar a dos tratados que entraron en vigor el 1 de diciembre de 2009: el tratado de la Unión Europea y el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Como todos los tratados, también los comunitarios contienen dos tipos de normas: las de alcance general, que reconocen derechos a los particulares, y otras que agotan su eficacia en las relaciones entre las Administraciones de los Estados miembros o de éstas con las instituciones comunitarias. El Tribunal de Justicia de las Comunidades ha ido definiendo las condiciones y requisitos que permiten delimitar qué disposiciones de los tratados tienen ese efecto normativo directo y cuáles son las que carecen
de él y agotan su eficacia en las relaciones entre las instituciones de los Estados y de la Comunidad. Dicha jurisprudencia admite que preceptos de los tratados dirigidos, prima facie, a los Estados y no a sus ciudadanos puedan tener efecto directo, siempre que contengan un mandato claro e incondicional, no sometido a reserva ni apreciación por parte de los Estados ni supeditado a un plazo, como ocurre en el caso del art. 12 del Tratado de la CEE, que impone a los Estados miembros la prohibición de incrementar los derechos de aduanas existentes al constituirse la Comunidad. El Tribunal también ha incluido como normas de efecto directo las relativas a la libre circulación de mercancías y de trabajadores, al derecho de establecimiento y de libre prestación de servicios, las prohibiciones de impuestos discriminatorios, etcétera. En cuanto a las fuentes derivadas, que son las que se fundamentan en el anterior Derecho primario, el art. 14 del Tratado CECA estableció que «para el cumplimiento de la misión a ella confiada, la Alta Autoridad tomará decisiones, formulará recomendaciones o emitirá dictámenes, en las condiciones previstas en el presente Tratado», precisando que las decisiones serán obligatorias en todos sus elementos, las recomendaciones sólo en cuanto a los objetivos que persiguen y los dictámenes no serán vinculantes. Posteriormente, el art. 189 del Tratado CE (Maastricht. 7 de enero de 1992) clasificó en cinco categorías las normas y actos Je la Unión Europea: reglamentos, directivas, decisiones, recomendaciones y dictámenes, una clasificación que altera la Constitución non nata al dividir
los reglamentos en dos tipos: leyes europeas y los reglamentos, una división que abandona el Tratado de Lisboa que conserva las categorías de reglamentos, directivas y decisiones. El reglamento es una norma que no se corresponde con lo que se entiende por reglamento en el Derecho interno, sino que tiene para la Unión Europea el sentido que la expresión ley tiene para el Derecho estatal. El reglamento comunitario así caracterizado se apoya y ordena, pues, directamente a los Tratados y demás fuentes primarias y se define por las notas de generalidad, abstracción y directa aplicabilidad. En función de su alcance general obliga directamente tanto a las instituciones comunitarias y sus organismos como a los listados miembros y sus Administraciones y a las personas físicas y jurídicas de éstos, sin que a tal fin sea necesario un acto loi mal de recepción en el Derecho interno. La aplicación directa significa que el reglamento tiene eficacia por sí mismo en los ordenamientos internos do los Estados miembros, sin que éstos puedan formular reservas respecto a su aplicación, ni desistir unilateralmente de aplicarlos, ni —como dijo el Tribunal de Justicia— excusarse en disposiciones o prácticas internas para justificar la falta de respeto hacia las obligaciones y plazos resultantes de los reglamentos comunitarios (Sentencia de 8 de febrero de 1973, Comisión v. Italia). Consecuencia también del efecto directo de los reglamentos es que, una vez que han entrado en vigor, comportan el desplazamiento del Derecho interno, que queda inaplicado, cualquiera que sea el rango de sus normas, en todo lo que sea contrario a los mismos. La directiva, por su parte, es una norma que no obliga directamente, pero que vincula a los Estados miembros a tomar las disposiciones necesarias para incorporar o trasponer al Derecho interno, mediante normas dictadas ad hoc el alcance de sus objetivos. Según el art. 149 del tratado de la CE, la directiva «obligará al Estado miembro destinatario en cuanto al resultado que deba
conseguirse, dejando, sin embargo, a las autoridades nacionales la elección de la forma y de los medios». Las directivas obligan a los Estados a dictar normas con vistas a los programas generales de armonización de los Derechos nacionales en materia de establecimiento, prestaciones de servicios, eliminación de obstáculos a los intercambios, fiscalidad o aproximación de las legislaciones. La grave cuestión que plantean las directivas es la de determinar su alcance y aplicación cuando el Estado obligado a la transposición no la efectúa en el plazo establecido en la propia directiva. ¿Pueden los particulares invocarla como derecho obligatorio ante los tribunales nacionales para fundamentar en ella acciones positivas o como excepción frente a la aplicación de normas nacionales contrarias a aquélla? La doctrina del Tribunal de Justicia es que la directiva, además de obligar a que los Estados la transpongan al Derecho interno, puede tener efectos jurídicos tanto para las relaciones de los particulares entre sí como para la relaciones de éstos con los Estados miembros cuando la directiva está redactada en términos claros y precisos, y, por otro lado, se ha incumplido la obligación estatal de transposición en los plazos señalados por ellas. Se trata, según los términos del arrét Van Duyn de 4 diciembre 1974, de asegurar el «efecto útil» de la Directiva, es decir, su puesta en practica efectiva en función de «la naturaleza, la economía y los términos de las disposiciones concernidas». No obstante, el Tribunal rehúye reconocer a un particular la posibilidad de prevalerse de lo previsto en una directiva no transpuesta al Derecho nacional. En cuanto al juez nacional, y desde un punto de vista
práctico, si bien, a diferencia de las normas con efecto directo, el juez ordinario no está obligado jurídicamente a tener en cuenta este tipo de disposiciones, nada le impide que al emitir su fallo, se apoye en ellas. La decisión, de la que dice el Tratado CEE que «será obligatoria en todos sus elementos para todos sus destinatarios» (art. 189), no es un acto normativo, general, sino un acto de la Comunidad que tiene por objeto situaciones singulares referibles a una o más personas determinadas, aunque, en ocasiones, una decisión pueda concurrir una pluralidad de personas no determinadas. Por último, las recomendaciones y los dictámenes, en ningún caso tienen carácter normativo y su finalidad es servir de orientación a las políticas o actuaciones concretas de los Estados miembros. En este último sentido, cobran especial relevancia los dictámenes motivados que emite de oficio la Comisión por infracciones de Derecho comunitario, como paso previo a recurrir contra el Estado incumplidor ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. En cuanto a la formación, entrada en vigor y eficacia de los reglamentos, directivas y decisiones, es decir, de los actos que tienen carácter obligatorio, ya sean normativos o no, los tratados imponen determinadas condiciones formales. Son éstas, en primer lugar, la adecuada motivación con referencia expresa a las propuestas y pareceres requeridos en ejecución del tratado y, en segundo lugar, que se siga el procedimiento de elaboración establecido. Para los reglamentos y directivas el procedimiento se inicia con la propuesta de la Comisión, sobre la que emiten informe el Parlamento y el Comité Económico y Social antes de la definitiva aprobación por el Consejo. En el caso de los reglamentos es necesario, además, para su entrada en vigor, su publicación en el Diario Oficial de la Comunidad (art. 191.1 del Tratado CE). Por el contrarío, como las decisiones no se dirigen a un número indefinido e indefinible de destinatarios, sino a sujetos determinados, se aplica la técnica de la notificación propia de los
actos administrativos y según ella adquieren eficacia (art. 191.2).
7. OTRAS FUENTES ADMINISTRATIVO.
DEL
DERECHO
7.1. LA COSTUMBRE. Un Derecho fundamentalmente positivista, integrado en su mayor parte por normas escritas de origen burocrático y producto de una actividad reflexiva, como es en esencia el Derecho administrativo, no podía por menos que ofrecer resistencia a la admisión de la costumbre como fuente jurídica caracterizada por dos elementos de origen social o popular: un uso o comportamiento reiterado y uniforme y la convicción de su obligatoriedad jurídica. Sostener, como en su tiempo hiciera MAYER, la inadmisibilidad de la costumbre como fuente del Derecho administrativo en términos radicales (y en base al argumento de que en defecto de la ley opera directamente el poder discrecional de la Administración, siendo inadmisible que la Administración creara Derecho a través de la costumbre) o desconocerla, como hace la doctrina francesa, no se compagina con la regulación general del sistema de fuentes del art. 1.2 del Código Civil, que reconoce la costumbre como fuente del Derecho. Cosa distinta es, sin embargo, que a la costumbre se le reconozca un valor limitado de fuente del Derecho administrativo. La admisión, en efecto, de la costumbre secundum legem, incluyendo en este término todas las normas escritas (por
consiguiente, también las reglamentarias) y el rechazo de la costumbre contra legem, es algo que está fuera de duda a la vista del art. 1.3 del Código Civil, que cita a la costumbre después de la ley y antes de los principios generales del Derecho: «la costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable, siempre que no sea contraria a la moral o al orden público y que resulte probada. Los usos jurídicos que no sean meramente interpretativos de una declaración de voluntad tendrán la consideración de costumbre». Su aceptación como fuente del Derecho administrativo está avalada, además, por la circunstancia de que la propia legislación administrativa invoca la costumbre —si bien en hipótesis muy limitadas, marginales y escasamente significativas— para regular determinadas materias, como son, entre otras: el régimen municipal de Concejo abierto, cuyo órgano fundamental, la llamada Asamblea vecinal, se regirá en su funcionamiento por los «usos, costumbres y tradiciones locales» (art. 29 de la Ley de Bases de Régimen Local); el régimen de las Entidades conocidas con las denominaciones de Mancomunidades o Comunidades de Tierra o de Villa y Tierra, o de Ciudad y Tierra, Asocios, Reales Señoríos, Comunidades de pastos, leñas, aguas y otras análogas, las cuales «continuarán rigiéndose por sus normas consuetudinarias o tradicionales» (art. 37 del Texto Refundido de 18 de abril de 1986); el régimen de aprovechamiento y disfrute de los bienes comunales, que se ajustará a «las ordenanzas locales o normas consuetudinarias tradicionalmente observadas» (art. 95 del Reglamento de Bienes de las Corporaciones Locales de 1986); el régimen de determinados tipos de caza o los criterios para determinar la propiedad de las piezas, que se remiten a los usos y costumbres locales (arts. 23.4 de la Ley de Caza y 24.6 de su Reglamento), y, por último, la remisión de la legislación de aguas a normas consuetudinarias en lo referente a la organización y funcionamiento de los Jurados y Tribunales de riego, como el famoso Tribunal de las Aguas de Valencia (arts. 76.6 y 77 de la Ley de Aguas).
7.2. LOS PRECEDENTES ADMINISTRATIVAS.
Y
PRÁCTICAS
De otro lado, en la problemática consuetudinaria del Derecho administrativo incide directamente la cuestión del valor de las prácticas y precedentes administrativos. La práctica supone una reiteración en la aplicación de un determinado criterio en casos anteriores, mientras que el precedente puede ser simplemente la forma en que se resolvió con anterioridad un único asunto, análogo a otro pendiente de resolución. En todo caso, las prácticas y los precedentes se distinguen de la costumbre en que: a) se trata de reglas deducidas del comportamiento de la Administración sin intervención de los administrados, cuya conducta es aquí irrelevante; b) la práctica o el precedente no tienen por qué estar avalados como la costumbre por un cierto grado de reiteración o antigüedad, bastando, como se dijo, un solo comportamiento en el caso del precedente. Estas notas diferenciales son las que justifican las dudas sobre la asimilación de las prácticas y precedentes con la costumbre, problema nada ba-ladí, por cuanto las prácticas y precedentes tienen una importancia real en la vida administrativa y al precedente se le reconoce un cierto grado de obligatoriedad en el art. 54.1 .c) de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, al obligar a la Administración a motivar aquellas resoluciones «que se separen del criterio seguido en actuaciones precedentes». De dicho precepto se deduce que la Administración puede desvincularse de su práctica anterior o precedente al resolver un nuevo y análogo asunto con sólo cumplir la carga de la motivación, carga que no es simplemente formal, sino que implica la exposición de razones objetivas que expliquen y justifiquen el cambio de conducta; de lo contrario, la Administración estará vinculada por su anterior comportamiento so pena de incurrir en una discriminación atentatoria a la seguridad jurídica y al principio de igualdad de los administrados, fundamento último de lo que de obligatorio y vinculante administrativas.
7.3 LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO ESPAÑOL. La admisión de los principios generales como fuente del Derecho está fuera de duda porque a ellos se refiere el Código Civil en el art. 1.4: «los principios generales del Derecho se aplicarán en defecto de ley o costumbre, sin perjuicio de su carácter informador del ordenamiento jurídico». Además, el Derecho administrativo español cuenta con un reconocimiento ya clásico de esta fuente en la Exposición de Motivos de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956, donde, a propósito de los fundamentos jurídicos que pueden llevar a la estimación o desestimación de las pretensiones deducidas contra el acto administrativo, se afirma que la conformidad o disconformidad de un acto con el Derecho no se refiere sólo al Derecho escrito, sino al Derecho en general, es decir, «al Ordenamiento jurídico, por entender que reconducirla simplemente a las leyes equivale a incurrir en un positivismo superado y olvidar que lo jurídico no se encierra y circunscribe a las disposiciones escritas, sino que se extiende a los principios y a la normatividad inmanente en la naturaleza de las instituciones». Pero ¿cuáles son en concreto estos principios?, ¿dónde están?, ¿quién los ha formulado?, ¿son los mismos o distintos de los que hemos visto aceptados en el Derecho anglosajón y en el Derecho administrativo francés? Con carácter general, puede afirmarse que son los mismos. La diferencia está en que mientras en Inglaterra y Francia esos principios han sido formulados por la jurisprudencia, en España ha sido el legislador el que les ha dado vida positivizándolos, hasta el punto de que, incorporados en su mayor parte al Derecho escrito, puede dudarse que exista alguna posibilidad, para el intérprete, de realizar formulaciones diversas de algún interés. Las cosas han ocurrido así porque nuestro Derecho administrativo poco o nada debe en su creación y desarrollo a la labor del Consejo de Estado o de los Tribunales Contencioso-Administrativos, quizá en parte porque la Jurisdicción administrativa, encarnada primero en aquél y
después en éstos dentro del sistema judicial común, ha sufrido profundos cambios desde su instauración en 1845 que le han privado de una mínima tradición e impedido una labor doctrinal continuada y coherente. Pero, como se decía, lo que no hizo la jurisprudencia lo ha hecho el legislador, animado por una doctrina científica muy pendiente del Derecho comparado. Esa importación masiva de principios generales comienza con la Ley de Expropiación Forzosa de 1954, que incorpora el principio de responsabilidad de las administraciones públicas y con la que se inicia una serie de leyes que, sin llegar a la codificación, tratan de abordar de forma general y abstracta el Derecho administrativo, que había seguido hasta entonces las trazas concretas y pragmáticas del Derecho francés. Viene después la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956 y en los dos años siguientes las de Régimen Jurídico de la Administración del Estado y de Procedimiento Administrativo. Por virtud de estas leyes, y por otras de rango fundamental —como la Ley Orgánica del Estado de 1967 y ahora la Constitución de 1978—, se incorporan a nuestro Derecho todas las reglas que consagran derechos y libertades fundamentales o principios generales del Derecho en otros ordenamientos. Así, la regla anglosajona del ultra vires, que entiende limitado todo poder y obliga a ejercerlo de forma razonable y de buena fe, puede entenderse recogida en la regla de la adecuación de las potestades administrativas a los fines públicos por los que han sido atribuidas, cuya inobservancia se sanciona con la aceptación de la desviación de poder como uno de los vicios que anulan el acto administrativo (arts. 63.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común y 83.3 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso- Administrativa); por su parte, las dos reglas de la natural justice, relativas al principio de audiencia y a la neutralidad de los titulares de los órganos de decisión, están incorporadas a nuestro Derecho positivo en la regulación general de la audiencia del interesado y las causas de abstención y recusación (arts. 84, 28 y 29 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y
del Procedimiento Administrativo Común) e, incluso, por la propia Constitución, que sanciona la interdicción de la arbitrariedad en el ejercicio del poder, prohibe toda situación de indefensión e impone la objetividad como regla de la actuación administrativa (arts. 9, 24 y 103). Finalmente, la Constitución tampoco ha dejado de mencionar ninguno de los que, según se ha visto, se entienden por principios generales del Derecho en otros sistemas. Desde la regulación de los derechos fundamentales y libertades públicas del Título 1 hasta los principios generales más típicamente administrativos, como el principio de irretroactividad (art. 9), de igualdad, mérito y capacidad para el acceso a las funciones y empleos públicos (arts. 14, 23.2 y 103.3), de responsabilidad patrimonial de las administraciones públicas (art. 106.2) o de regularidad y continuidad del funcionamiento de los servicios públicos (alusión del art. 28.2 al mantenimiento de los servicios esenciales como un límite al ejercicio del derecho de huelga).
7.4. LA JURISPRUDENCIA. Frente a la tradición anglosajona de considerar el contenido argumental la ratio-decidendi, de algunas decisiones judiciales (en Inglaterra las sentencias dictadas por Ja Cámara de los Lores y la Corte de Apelación) como precedentes vinculantes y, por tanto, como fuente fundamental del Derecho, en el continente se intentó acabar de raíz, tras la Revolución Francesa, con la prepotencia que los Tribunales ostentaron en el Antiguo Régimen negando a sus sentencias el valor de fuentes del Derecho. Esta prevención contra los jueces que intentaran hacer el papel de legisladores resulta patente en el Código Napoleónico, que sale al paso de este riesgo prohibiendo a los Tribunales «pronunciarse por vía de disposición general y reglamentaria sobre Las causas que les son sometidas» (art. 5).
Nuestro Código Civil tampoco incluía en su redacción originaría, siguiendo la tradición francesa, a la Jurisprudencia en la enumeración de fuentes del art. 6, llamando, como se ha dicho, a la costumbre y a los principios generales del Derecho en defecto de ley. Asimismo, la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 prevenía también a los jueces contra la tentación de considerarse legisladores, prohibiéndoles «dictar reglas o disposiciones de carácter general acerca de la interpretación de las leyes» (art. 4). Esa prohibición se expresa hoy en el art. 12.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985: «tampoco podrán los jueces y Tribunales, órganos de gobierno de los mismos o el Consejo General del Poder Judicial dictar instrucciones de carácter general o particular, dirigidas a sus inferiores, sobre la aplicación o interpretación del ordenamiento jurídico que lleven a cabo en el ejercicio de su función jurisdiccional». La realidad, sin embargo, tanto en Francia como en España ha discurrido por caminos diversos de los inicialmente previstos. Así, en la aplicación del Derecho privado, y en base a la regulación del recurso de casación ante el Tribunal Supremo que permitía su interposición en caso de quebrantamiento de doctrina legal, es decir, de los criterios reiterados del propio Tribunal Supremo en anteriores decisiones, la Jurisprudencia se constituyó de hecho y de derecho en una fuente de mayor eficacia que la costumbre y los principios generales. En Francia, a su vez, la posición del Consejo de Estado —auxiliar y asesor del Gobierno y al propio tiempo instancia superior de la Justicia administrativa— originó, como se ha dicho, que sus decisiones fueran alumbrando un conjunto de
normas generales sobre los actos, los contratos, la responsabilidad, los funcionarios, etc., que tienen hoy el valor de reglas jurídicas fundamentales dentro del Derecho administrativo, hasta el punto que se considera a este Derecho como eminentemente pretoriano, es decir, de creación y origen judicial. En general, la Jurisprudencia posee en la vida del Derecho una eficacia condicionante de la actividad de los sujetos igual o, incluso, mayor que las normas que aplica. Y esto no ocurre sólo en el mundo forense; no se trata solamente de que en el seno de un litigio sea mejor disponer de una sentencia aplicable al caso que de una norma. El fenómeno es más profundo: lo que ocurre es —como ha dicho SANTAMARÍA PASTOR— que la doctrina jurisprudencial se adhiere a las normas como una segunda piel, limitando o ampliando su sentido, en todo caso concretándolo y modificándolo, de tal forma que las normas no dicen lo que dice su texto, sino lo que los Tribunales dicen que dicen. De forma inevitable, conscientemente o no, la doctrina jurisprudencial termina creando Derecho. Por otra parte, los Jueces y Tribunales se ven impulsados a seguir los criterios interpretativos sentados por los órganos judiciales superiores por razón de coherencia o para evitar la revocación de sus fallos. De alguna forma la observancia del precedente judicial es, además, una conducta jurídicamente exigible en virtud del principio constitucional de igualdad (art. 14 de la Constitución), que prohibe que dos o más supuestos de hecho sustancialmente iguales puedan ser resueltos por otras tantas sentencias de forma injustificadamente dispar (así lo ha dicho el Tribunal
Constitucional de manera reiterada: Sentencias 8/1981, de 30 de marzo; 49/1982, de 14 de junio; 52/1982, de 22 de julio; y 2/1983, de 24 de enero). Pues bien, quizá haya sido la gran distancia entre el intento frustrado de negar radicalmente a las decisiones judiciales un lugar en el sistema de fuentes y estos magros resultados sobre el valor y la influencia de la jurisprudencia, tanto en el Derecho privado como en el administrativo, lo que explique que en la reforma del Código Civil de 1973-1974 (Ley de 17 de marzo de 1973 y Decreto de 31 de mayo de 1974) se mencione a la Jurisprudencia para, aun sin reconocerle directamente el valor de fuente del Derecho, decir al menos de ella que «complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho» (art. 1.6). En todo caso, dicho precepto hay que entenderlo ahora en el contexto de la Constitución de 1978 que ofrece la realidad de una Justicia Constitucional por encima del propio Tribunal Supremo. Así, según el art. 5.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, «la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, y vincula a todos los jueces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos, según los preceptos y principios constitucionales conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos». Por último, existen además otras dos fuentes de doctrina jurisprudencial que son fruto de nuestra
integración europea: de una parte, la Jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que vincula en función del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Públicas de 4 de noviembre de 1950 (ratificado por España el 26 de septiembre de 1979), en relación con lo dispuesto por el art. 10.2 de la Constitución, a cuyo tenor «las normas relativas a los derechos fundamentales y alas libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España». De otro lado, son también vinculantes para los Tribunales y autoridades españolas las decisiones del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea, en función de los mismos parámetros que en el sistema de fuentes corresponden al Derecho comunitario.
TEMA III. EL REGLAMENTO: LA ADMINISTRATIVA POR EXCELENCIA.
NORMA
1.CONCEPTO Y REGLAMENTO. Por reglamento se entiende en el Derecho administrativo — a diferencia de lo expuesto en relación con los reglamentos comunitarios— toda norma escrita con rango inferior a la ley aprobada por una Administración Pública.
La posibilidad de una potestad normativa propia del poder ejecutivo no se compagina con un entendimiento riguroso del principio de división de poderes, en que toda la producción normativa se reserva en riguroso monopolio a los parlamentos o asambleas en que reside el poder legislativo. De aquí que, en los albores del constitucionalismo, el Decreto de 1 de octubre- 3 de noviembre de 1789, de la Asamblea Nacional Francesa, prohibiese al Rey dictar cualquier tipo de norma, salvo las recordatorias de la aplicación de las leyes. La misma prohibición aparece en el Reglamento provisional del Poder Ejecutivo aprobado en las Corles de Cádiz en 1811 (Decreto XXIV, de 16 de enero). Pero inmediatamente, tanto en Francia (Constitución del Año VIII), como en España (art. 171 de la Constitución de Cádiz de 1812), se atribuyó al Poder Ejecutivo la potestad de aprobar reglamentos para la ejecución de las leyes; un límite que no fue respetado, produciéndose un espectacular desarrollo de las normas reglamentarias del Gobierno y de las cada vez más numerosas administraciones públicas, a las que, como veremos, igualmente se ha reconocido potestad normativa. En definitiva, estamos ante un crecimiento exponencial de la producción normativa que ha llevado a que el sistema normativo se asemeje hoy «a un vasto océano de reglamentos en el que sobresalen, como islotes, un puñado de leyes» (SANTAMARÍA PASTOR).
En todo caso, los reglamentos son normas de segunda clase, de rango inferior a la ley, principio que asegura la preeminencia del Parlamento sobre el Poder Ejecutivo en la producción normativa. Esto significa que, aunque el reglamento sea posterior a la ley, no puede derogarla; contrario por el toda norma con rango de ley tiene fuerza derogatoria sobre el reglamento. Pero también implica que no hay materias reservadas a la potestad reglamentaria frente a la ley, entrar a regular cualquier ámbito en el sentido de que ésta no puede o asunto que con anterioridad haya sido regulada por el reglamento (salvo que la Constitución, claro está, haya reservado al reglamento determinadas materias, como ocurre en la vigente Constitución francesa de 1958). Esta diversa posición ordinamental de la ley y el reglamento se expresa en el principio de reserva de ley (arts. 97 CE; 23 de la Ley del Gobierno; 62 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común), que ofrece dos manifestaciones: — La reserva material que comprende el conjunto de supuestos o exige su regulación por materias respecto de los cuales la Constitución norma con rango de ley (arts. 6, 7, 11, 13, 30, 31, 32.... 53.1, 57, etc.). Supone, obviamente,
que aunque la ley no las regule, en ningún caso estas materias pueden ser reguladas por normas reglamentarias. Si a pesar de ello dichas materias sujetas a reserva se ordenasen por normas reglamentarias, éstas serían nulas por contradecir los preceptos expresos en que la Constitución establece la reserva. — La llamada reserva formal, que opera al margen de las concretas previsiones constitucionales, y que significa que cualquier materia, por mínima o intrascendente que sea, cuando es objeto de regulación por ley ya no puede ser regulada por un reglamento. Su rango se ha elevado, se ha congelado en un nivel superior, y por ello es ya inaccesible a la potestad reglamentaria. Aparte de ese rasgo esencial, de subordinación a la ley, conceptualización del reglamento exige su delimitación de figuras afines: En primer lugar, de los actos administrativos generales, que coinciden con el reglamento en que no se dirigen a ciudadanos concretos. Sin embargo, no cabe exagerar el carácter de la abstracción y generalidad de los reglamentos. La imposibilidad de reglamentos singulares, intuitu personae (que se admite de ordinario para las leyes, como en el caso de las expropiaciones), es conciliable con la existencia de reglamentos dirigidos a singularizables a a colectivos grupos concretos, es decir, a administrados que resultan reglamentaria. Por esta circunstancia acto administrativo general, que también se través de la hipótesis de hecho que presupone la aplicación de la norma la diferencia entre el reglamento y el dirige determinados, se ha buscado en otros criterios más precisos, como el ordinamental de la no consunción. El reglamento, en efecto, es una norma y como tal no se agota por una sola aplicación ni por otras muchas, sino que cuanto más se aplica más se refuerza su vigencia; por el contrario, el acto administrativo general es flor de un día, pues no tiene ninguna vocación de permanencia, que es lo característico de las normas, aunque afecte a grupos numerosos de ciudadanos o, incluso, a todos; se extingue en una sola aplicación (por ejemplo, la convocatoria de unas elecciones
generales o una orden de vacunación obligatoria). La distinción tiene importancia por la diversidad de régimen jurídico aplicable a notificación de los actos (que se estudiará por menudo en éste y siguientes capítulos): diversidad de procedimiento para su aprobación; publicación en Boletines oficiales de los reglamentos frente a administrativos; periodo de vacado legis del reglamento frente a eficacia inmediata del acto; libre derogabilidad de los reglamentos frente a condicionantes de forma y materiales para anular actos administrativos declarativos de derechos; sanción de derecho para los reglamentos ilegales frente recurribilidad judicial directa de los administrativo, como es reglamentos sin nulidad de pleno previo recurso a anulabilidad de los actos; unos y otros obligado para los actos administrativos. Los reglamentos tampoco deben confundirse con las la actividad de los inferiores, instrucciones y órdenes del servicio, normas dictadas por los órganos superiores para dirigir señalándoles los criterios uniformes que deben seguir en la aplicación de las normas, y que sólo vinculan a éstos. La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común recoge esta figura al decir que los órganos administrativos podrán dirigir las actividades de sus órganos jerárquicamente dependientes mediante instrucciones y órdenes de servicio. En primcipio estas normas se comunican directamente a los órganos obligados a su cumplimiento No obstante, «cuando una disposición específica así lo establezca o se estime conveniente por razón de los destinatarios o de los efectos que puedan producirse las instrucciones y órdenes de servicio se publicarán en el periódico oficial que corresponda. En todo caso, su incumplimiento «no afecta por sí solo a la validez de los actos dictados por los órganos administrativos sin perjuicio de la responsabilidad disciplinaria en que se pueda incurrir » (art. 21). Al no ser normas ni actos administrativos, las instrucciones de servicio no pueden, en principio, ser objeto de recurso judicial, pero sí podrán serlo cuando afecten (indebidamente) los derechos de los funcionarios (STC 47/1990, de 20 de marzo). Asimismo pueden ser invocadas
en el proceso como precedente cuando éste produzca, al socaire de su aplicación por los funcionarios, una desigualdad de trato para los administrados. En justificación de la potestad reglamentaria suele recordarse que, en el primer constitucionalismo, su inicial atribución al Monarca como cabeza del Poder Ejecutivo y responsable, por consiguiente, de la ejecución tanto voluntaria como contenciosa de las leyes, presuponía la necesidad del dictado de normas más particularizadas y concretas que las previstas en las leyes; una justificación funcional plenamente vigente, pues ya no se concibe el funcionamiento de las sociedades modernas sedientas de normas sin la exuberante producción normativa de las Administraciones Públicas, a la que no dan abasto los Parlamentos por sí solos. En la tradición anglosajona, la posibilidad de que la Corona dictara normas sin el Parlamento o al margen del mismo se justificaba, reconociendo esa necesidad funcional, en una implícita delegación legislativa (delegated legislation). Sin embargo, desde que las Constituciones han abordado la regulación de la potestad reglamentaria, éstas y otras teorías, como que se trata de un poder inherente a la Administración, están jurídicamente de más, aunque tengan un inapreciable valor en cuanto explicaciones materiales de la existencia de la potestad -reglamentaria. Las justificaciones que importan son las formales y ésas están ahora en las Constituciones, como la francesa, que incluye una reserva material reglamentaria, es decir, un elenco de materias que la ley no puede abordar al Gobierno al Gobierno la potestad porque íntegramente se reserva su regulación por medio de ordenanzas; y la española de 1978, que atribuye reglamentaria (art. 97 CE) y la reconoce al establecer los trámites esenciales del procedimiento para la aprobación de las disposiciones administrativas generales de cualquier Administración Pública (art. 105 CE), o bien la configura de modo abstracto como (arts. 27.10 y 137 CE) y, en fin, atribuye a la contenido implícito públicos de la autonomía constitucionalmente reconocida a ciertos entes Jurisdicción Contencioso-Administrativa el control judicial de la misma (art. 153.3 CE). Pero no sólo en preceptos constitucionales expresos, sino también en numerosas leyes ordinarias se
reconoce formalmente la existencia de dicha potestad, como se verá al estudiar las clases de reglamentos.
2.CLASES DE REGLAMENTOS. Las distinciones que mejor cuenta dan reglamentaria son las que clasifican los reglamentos ley, por las materias que regulan y por la autoridad de de la problemática por su relación con la que emanan.
A) POR SU RELACIÓN CON LA LEY. Conforme a este criterio, los reglamentos se clasifican, al igual que la costumbre, en extra legem, secundum legem y contra legem, lo que se corresponde con las clases de reglamentos independientes, ejecutivos y de necesidad. Los reglamentos independientes de la ley primer lugar, aquellos que regulan materias sobre las previsto una reserva reglamentaria, francesa de 1958, posibilidad que la Derecho, reglamentos independientes (extra legem) con la son, en que la Constitución ha Constitución que regulan como ocurre española no ha recogido. En nuestro sólo pueden ser aquellos materias en las que no se ha producido una previa regulación por ley (reserva formal) y que, al propio tiempo, no estén protegidas por la reserva material de ley, que, en general, y al margen de otros supuestos puntuales, veda toda intromisión de la potestad reglamentaria en la propiedad y libertad de los ciudadanos (arts. 31, 33, 53.1 y 133.1 CE). Tras ese descarte sólo queda la posibilidad de reglamentos independientes para, en ausencia de regulación legal, reglamentar la organización administrativa y de los servicios públicos, incluyendo las relaciones con los usuarios. Estaríamos así en el terreno de los reglamentos que la doctrina alemana calificó de administrativos, por oposición a los jurídicos, que regulan relaciones de la administración con los ciudadanos sólo admisibles en desarrollo de ley previa. Reglamentos ejecutivos son los que desarrollan y complementan una ley porque la ley misma lo ha previsto mediante llamamiento expreso.
Por ser una norma subordinada y de colaboración con la Ley, el reglamento ejecutivo ni puede contradecir la ley que desarrolla, ni puede regular aspectos esenciales de la materia porque supondría invadir las esfera material de reserva legal ( STC de 13 de Febrero de 1981 y 18/1992, de 4 de mayo). Si no respetan esos límites incurren en nulidad de pleno derecho. Este desarrollo según la reiterada doctrina jurisprudencial debe ser el «complemento indispensable de la ley» o lo que es lo mismo, contener lo mínimo necesario para hacer efectiva aquélla. Estos reglamentos deben aprobarse a través de un procedimiento reglado, al que más adelante aludiremos. A diferencia de la delegación legislativa, en la cual una vez ejercitadas las facultadas conferidas por la ley de delegación o de autorización, éstas se agotan en el texto articulado o el texto refundido, con valor asimismo de Ley, no pudiendo el Gobierno volver sobre ellas, los reglamentos ejecutivos o de desarrollo de una ley pueden ser derogados o modificados por la Administración cuantas veces considere oportuno siempre que guarde el debido respeto al contenido de la ley que complemente y desarrolla. Los reglamentos de necesidad por último son aquellas normas que dicta la Administración para hacer frentes a ríesgos extraordinarios como pudieran ser los de epidemias, catástrofes naturales, graves alteraciones del orden público, ante las cuales se admite que las autoridades administrativas puedan dictar las normas adecuadas para afrontarlas, al margen de los procedimientos comunes y de las limitaciones propias de la potestad reglamentaria. Tras la Constitución de 1978 se han previsto reglamentos de necesidad mediante cláusulas generales de habilitación para supuestos de emergencia. Destacan los previstos para los estados de alarma, excepción y sitio, desarrollados por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de
junio (supuestos previstos en el art. 116 CE), así como el supuesto del art. 21.1.m) de la Ley de Bases del Régimen Local de 1985, que autoriza al Alcalde para «adoptar personalmente, y bajo su responsabilidad, en caso de catástrofe o de infortunios públicos y grave riesgo de los mismos las medidas necesarias y adecuadas dando cuenta inmediata al Pleno». Los reglamentos de necesidad no necesitan de procedimiento de elaboración, como es natural, y no derogan las normas legales que contradicen, sino que suspenden su vigencia mientras dura la situación de emergencia. Estas características, unidas a la circunstancia de que caducan por sí mismas sin quedar injertadas en el ordenamiento tras la situación de emergencia, hace que las medidas que se contienen en los reglamentos de necesidad se asemejen más a los actos generales que a los verdaderos reglamentos.
B) POR SU ORIGEN. Por razón de la Administración que los dicta, los reglamentos se clasifican en estatales, autonómicos, locales, institucionales y corporativos. Estas variedades ponen de relieve que no existe un régimen común y uniforme de regulación de todos los reglamentos. Sólo en el campo de los principios se puede afirmar la uniformidad. Es diverso, por el contrario, el sistema de aprobación y publicación y la autoridad de unos y otros, que varía en función del ámbito de competencias del ente y de la posición jerárquica del órgano que los aprueba. Los reglamentos estatales de mayor jerarquía son, obviamente, los del Gobierno, al que el art. 97 de la Constitución atribuye explícitamente el
ejercicio de la potestad reglamentaria, y que se aprueban y publican bajo la forma de Real Decreto. Subordinados a éstos y a las Órdenes acordadas por las Comisiones Delegadas del Gobierno están los reglamentos de los Ministros, en forma de Ordenes ministeriales «en las materias propias de su departamento», y los de las Autoridades inferiores, en cuyo caso revestirán la forma de Resolución, Instrucción o Circular de la respectiva autoridad que los dicte (art. 25 de la Ley del Gobierno) Los reglamentos de las Comunidades Autónomas, con análoga problemática que los estatales, se denominan de la misma forma que aquéllos: Decretos, los del Consejo de Gobierno o Gobierno de la Comunidad Autónoma; órdenes, los de los Consejeros, etc. En algún caso, como el de Asturias, la potestad reglamentaria se asigna también al legislativo autonómico (arts. 23.2 y 33.1 déla Ley Orgánica 7/1981, de 30 de diciembre). En cuanto a los reglamentos de los Entes locales, la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 distingue el Reglamento orgánico de cada Entidad, por el que el Ente se autoorganiza (con subordinación a las normas estatales, pero ley autonómica con de superioridad jerárquica respecto de la correspondiente régimen local, que actúa supletoriamente), de las Ordenanzas locales, que son normas de eficacia externa de la competencia del Pleno de la Entidad, y los Bandos, que el Alcalde puede dictar en las materias de su competencia [arts. 20.1 y 2; 21.l.e); 22.2.A) y 491]. Por último, y con subordinación a los reglamentos de los Entes territoriales, de los que son instrumento, puede hablarse de reglamentos de los Entes institucionales (Organismos autónomos estatales, autonómicos y locales) y asimismo de reglamentos de los Entes corporativos [apartados i), ]), l), ñ) del art. 5 de la Ley 2/1974, de 13 de febrero, de Colegios profesionales].
Por último, y con subordinación a los reglamentos de los Entes territoriales, de los que son instrumento, puede hablarse de reglamentos de los Entes institucionales (Organismos autónomos estatales,autonómicos y locales) y asimismo de reglamentos de los Entes corporativos [apartados i), ]), l), ñ) del art. 5 de la Ley 2/1974, de 13 de febrero, de Colegios profesionales].
3. LÍMITES Y ELABORACIÓN DE LOS REGLAMENTOS
PROCEDIMIENTO
DE
La primera condición para la validez de un reglamento es que el órgano que lo dicta tenga competencia para dictarlo, cuestión ya aludida al tratar de las relaciones entre ley y reglamento. A este límite se refiere la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, al prescribir que «las disposiciones administrativas no podrán vulnerar la Constitución o las Leyes ni regular aquellas materias que la Constitución o los Estatutos de Autonomía reconocen de la competencia de las Cortes Generales o de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas» (art. 51.1) Un segundo límite, que se confunde en cierto modo con el anterior, se refiere al principio de jerarquía normativa, en función del cual los reglamentos se ordenan según la posición en la organización administrativa del órgano que los dicta sin que en ningún caso el reglamento dictado por el órgano inferior pueda contradecir al dictado por el superior. Como prescribe la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, «ninguna disposición administrativa podrá vulnerar los preceptos de otra de rango superior», lo que reitera al decir que «las
disposiciones administrativas se ajustarán al orden de jerarquía que establezcan las leyes» (art. 51.1 y 2). Un tercer límite al ejercicio de la potestad reglamentaria es la adecuación a los hechos o, lo que es igual, el respeto por la realidad que trata de regular, lo que se enmarca en el principio de interdicción de la arbitrariedad a que se refiere el art. 9 de la Constitución. Esa regla se quebranta también cuando el reglamento viola los principios generales del Derecho, un límite más al ejercicio de la potestad reglamentaria, pues, a diferencia de las leyes que encarnan de forma directa la voluntad popular, los reglamentos constituyen el ejercicio de una potestad que está limitada, como todos los poderes discrecionales, por ese límite al que después nos referiremos. Más discutible es si la potestad reglamentaria debe respetar la regla de la irretroactividad que la Constitución impone en el artículo 9.3 para las «disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales». Aquellas, las sancionadoras, tendrán siempre carácter retroactivo «en cuanto favorezcan al presunto infractor» (art. 128 de la Ley de Régimen Jurídico y Procedimiento Administrativo Común). Fuera de estos supuestos, y si el reglamento así lo dispone, sus normas tendrán carácter retroactivo máxime si se trata de normas favorables a los administrados (Sentencias de 18 de mayo y 29 de julio de 1986). Un último límite a la potestad reglamentaria es que no cabe ejercitarla de forma directa, de plano, sino que precisa seguir un
determinado procedimiento. Estamos ante exigencia constitucional: «la ley —dice el art. 105 de la Constitución— regulará la audiencia de los ciudadanos directamente o a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley, en el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas que les afecten». Respetando esa exigencia de la participación de los afectados, son, sin embargo, distintos los procedimientos de aprobación de los reglamentos de unas u otras administraciones, por lo que habrá que atender a las leyes que los regulan. El procedimiento para la aprobación de los reglamentos estatales está regulado en la Ley 50/1997, del Gobierno. Sus trámites más importantes son los siguientes: a) El procedimiento debe iniciarse con la formación de un expediente en el cual deben incluirse todos los antecedentes que han dado lugar al texto definitivo, que habrá de someterse a la decisión del órgano titular de la potestad reglamentaría (estudios e informes previos que garanticen la legalidad, acierto y oportunidad de la disposición que se pretende aprobar), así como la tabla de vigencias, es decir, una especificación de las disposiciones anteriores que se van a derogar o que, por el contrarío, permanecen en vigor. b) El proyecto debe someterse a informe de la Secretaría General
Técnica del Ministerio correspondiente, exigiéndose además el dictamen del Ministerio para las Administraciones Públicas cuando el proyecto de disposición verse sobre aspectos relativos a la organización, personal o procedimiento administrativo (art. 24.3 de la Ley del Gobierno). c) Elaborado el texto de una disposición que afecte a los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos, se les dará audiencia en un plazo razonable y no inferior a quince días hábiles, directamente o a través de las organizaciones o asociaciones reconocidas por la Ley que los agrupen o representen y cuyos fines guarden relación directa con el objeto de la disposición. d) Las disposiciones reglamentarías que deban ser aprobadas por el Gobierno o por sus Comisiones Delegadas se remitirán con ocho días de antelación a los demás Ministros convocados, con el objeto de que formulen las observaciones que estimen pertinentes. Si en este procedimiento (como en los reglamentos autonómicos, cuyas leyes reguladoras siguen el patrón estatal) se pone el mayor énfasis sobre el cuidado técnico para la aprobación del proyecto, en el procedimiento para la aprobación de los reglamentos y ordenanzas locales se pone el acento en la participación popular. Así, una vez aprobado inicialmente el proyecto de reglamento u ordenanza por el Pleno de la Corporación, se somete a información pública y audiencia de los interesados por plazo mínimo de treinta días, durante los cuales pueden presentarse reclamaciones y sugerencias; llega después el trámite de aprobación
definitiva por el Pleno de la Corporación, resolviendo previamente sobre las reclamaciones y sugerencias presentadas, esto es, incorporándolas o no al texto de la norma. Una y otra aprobación deben obtener el voto favorable de la mayoría absoluta del número de miembros de la Corporación cuando la norma a aprobar sea el Reglamento orgánico de la Corporación, los planes y ordenanzas urbanísticos y las ordenanzas tributarias (arts. 47.3 y 49 de la Ley Reguladora de Bases de Régimen Local). La jurisprudencia recaída con motivo de la infracción de los trámites para la aprobación de los reglamentos no es muy estricta. En general, para los reglamentos estatales y autonómicos sólo se ha considerado como vicio determinante de la nulidad la omisión del informe de la Secretaría General Técnica u otro órgano equivalente, y, en algún caso, la omisión de la audiencia de las entidades representativas de intereses cuando no esté debidamente justificada su omisión (Sentencias de 14 de febrero y 24 de mayo de 1984). Como dice la Sentencia de 19 de diciembre de 1986, este trámite de audiencia de los entes representativos de los afectados por la disposición debe cumplirse cuando la disposición exceda del ámbito puramente doméstico de la organización administrativa y vaya a afectar de forma seria e importante a los intereses de los administrados, interpretación que sería conforme con el art. 105 de la Constitución. En la aprobación de los reglamentos locales, y por ser absolutamente reglados todos sus trámites, la omisión de cualquiera de ellos, y en
todo caso, el de información pública, provoca la nulidad de la norma.
4.EFICACIA DE LOS REGLAMENTOS. INDEROGABILIDAD SINGULAR.
LA
Supuesta la validez de un reglamento por haberse observado los límites sustanciales y seguido correctamente el procedimiento de elaboración, su eficacia se condiciona a la publicación; dato fundamental para determinar el momento de su entrada en vigor: «para que produzcan efectos jurídicos de carácter general los decretos y demás disposiciones administrativas, habrán de publicarse en el Boletín Oficial del Estado y entrarán en vigor conforme a lo dispuesto en el art. 1 del Código Civil» (art. 52.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). Además, el Código Civil precisa que la entrada en vigor tendrá lugar a los veinte días de la publicación, salvo que expresamente la norma determine otro plazo, que puede ser inferior o superior al consignado (art. 2.1). El dies a quo para el cómputo es aquel en que termine la inserción de la norma. Los reglamentos estatales se publican en el Boletín Oficial del Estado y los reglamentos de las Comunidades Autónomas, en el correspondiente Boletín o Diario de la Comunidad. La publicación de las ordenanzas locales tiene lugar en el Boletín Oficial de la Provincia y no entran en vigor hasta que se haya publicado completamente su texto y haya transcurrido el plazo
de quince días desde que el mismo sea recibido por la Administración del Estado y de la Comunidad Autónoma respectiva, al efecto de que éstas puedan impugnarlo si lo estiman contrario al ordenamiento jurídico (art. 70.2 de la Ley de Bases de Régimen Local de 1985). El reglamento es eficaz —produce efectos— a partir de la publicación. La eficacia, en principio, es de duración ilimitada y se impone a los administrados, los funcionarios y los Jueces —a salvo la excepción de ilegalidad—, en los términos que después se verá. Las técnicas para garantizar la obediencia a los mandatos reglamentarios son las mismas que aseguran el cumplimiento de las leyes, es decir, los medios administrativos, ordinariamente sanciones administrativas y, en su caso, penales. El reglamento goza, como los actos administrativos, de la presunción de validez y del privilegio de ejecutoriedad, si bien ésta ha de actuarse, salvo que la norma sea de aplicación directa, a través de un acto administrativo previo (arts. 93 a 101 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). El reglamento puede ser derogado por la misma autoridad que lo dictó, que también puede, obviamente, proceder a su modificación parcial. Lo que no puede hacer la autoridad que lo dictó, ni siquiera otra superior, es derogar el reglamento para un caso concreto, esto es, establecer
excepciones privilegiadas en favor de persona determinada. A ello se opone la regla de la inderogabilidad singular de los reglamentos que se recoge en el art. 52.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común («las resoluciones administrativas de carácter particular no podrán vulnerar lo establecido en una disposición de carácter general, aunque aquéllas tengan grado igual o superior a éstas») y en el art. 11 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 1955 («sus disposiciones vincularán a los administrados y a la Corporación, sin que ésta pueda dispensar individualmente de la observación»). El fundamento de la inderogabilidad singular se ha visto en el principio de legalidad y su correlato de la atribución de potestades a la Administración. Según esta tesis, la Administración habría recibido de la ley el poder de dictar reglamentos y de derogarlos con carácter general, pero no la facultad de derogarlos para casos concretos. La potestad reglamentaria resultaría así más limitada que el Poder Legislativo, al que nada impide, por su carácter soberano, otorgar dispensas individuales, ya que él mismo no se ha impuesto esta limitación (GARCÍA DE ENTERRÍA). Frente a esta explicación, parece más claro entender que la prohibición de dispensas singulares injustificadas se fundamenta en el principio constitucional de igualdad que también vincula al Poder Legislativo (art. 14 CE).
5. CONTROL DE LOS REGLAMENTOS ILEGALES Y EFECTOS DE SU ANULACIÓN .
La vulneración de los límites sustanciales y formales a que está sujeta la aprobación de los reglamentos origina su invalidez y, dada la especial gravedad de la existencia de normas inválidas —que pueden dar lugar en su aplicación a una infinita serie de actos igualmente irregulares—, la patología de los reglamentos en sus efectos y técnicas de control se ha considerado con especial rigor. En este sentido, la invalidez de los reglamentos lo es siempre en su grado máximo, es decir, de nulidad absoluta o de pleno derecho aunque en la práctica las diferencias entre la nulidad absoluta y la nulidad relativa o anulabilidad sean difíciles de apreciar, salvo en la no preclusion de los plazos de impugnación. Así, la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, determina que «serán nulas de pleno derecho las disposiciones administrativas que vulneren la Constitución, las leyes u otras disposiciones administrativas de rango superior, las que regulen materias reservadas a la Ley, y las que establezcan la retroactividad de disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales» (art. 62.2). Además la nulidad absoluta tiene lugar cuando el reglamento se aprueba sin seguir los trámites procedimentales adecuados. A estos efectos el ordenamiento jurídico ha ideado toda suerte de vías procesales para anular, en su caso, los reglamentos ilegales. Un primer planteamiento reglamentos podía
de
la
ilegalidad
de
los
hacerse ante la Jurisdicción penal, acusando a su autor o autores, si se trata de órganos colegiados, del delito previsto en el art. 377 del anterior Código Penal, que incriminaba la conducta del «funcionario público que invadiere las atribuciones legislativas, ya dictando reglamentos o disposiciones generales, excediéndose en sus atribuciones, ya derogando o suspendiendo la ejecución de una ley». La vía penal se halla, sin embargo, en desuso, y, que sepamos, el art. 377 no ha sido aplicado. Ahora, el Código Penal de 1995 incrimina la conducta de «la autoridad o funcionario público —dice el art. 506— que, careciendo de atribuciones para ello, dictare una disposición general o suspendiere su ejecución». La condena penal del autor o autores del reglamento ilegal implicaría el reconocimiento de que su aprobación ha sido constitutiva de delito por falta de competencia y la consiguiente nulidad de pleno derecho de la norma dictada (art. 62.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común) En segundo lugar, la ilegalidad de un reglamento puede plantearse ante todas las jurisdicciones (civil, penal, contenciosoadministrativa o laboral) por vía de excepción para pedir su inaplicación al caso concreto que el Tribunal está enjuiciando. La privación de eficacia del reglamento se justifica en este caso en que su aplicación implicaría la desobediencia a una norma de carácter superior: la ley que dicho reglamento ha vulnerado. Esta sencilla forma de resolver la cuestión viene impuesta a los Jueces y
Tribunales de todo orden por el art. 6 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, cuyo mandato estaba ya en la vieja Ley de 1870: «los Jueces y Tribunales no aplicarán los reglamentos o cualquier otra disposición contrarios a la Constitución, a la Ley o al principio de jerarquía normativa». También los funcionarios deben inaplicar los reglamentos ilegales por la misma razón de que hay que obedecer a la ley antes que al reglamento. Esta «desobediencia» pone ciertamente en riesgo el principio de jerarquía que les obliga a acatar las órdenes de la Administración en que están insertos y les expone a sanciones disciplinarias, pues los funcionarios no tienen garantizada su independencia en la misma medida que los jueces. En tercer lugar, los reglamentos pueden ser combatidos por las vías específicas del Derecho administrativo a través de los recursos administrativos. En este sentido, si bien el art. 107.3 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Publicas y del Procedimiento Administrativo común prescribe que contra las disposiciones administrativas de carácter general no cabrá recurso en vía administrativa, a seguidas admite, como excepción, que los recursos contra un acto administrativo que se funden únicamente en la nulidad de alguna disposición administrativa de carácter general podrán interponerse directamente ante el órgano que dictó dicha disposición. También podrán ser dejados sin efecto por la propia administración a través de la revisión de oficio por la Administración autora del reglamento. Ésta, previo dictamen favorable del Consejo de Estado u órgano equivalente de la Comunidad Autónoma si lo hubiere, podrá declarar la nulidad de las disposiciones
administrativas que vulneren la Constitución, las leyes u otras disposiciones administrativas de rango superior, las que regulen materias reservadas a la Ley, y las que establezcan la retroactividad de disposiciones sancionadoras orestrictivas de derechos individuales (arts. 62.2 y 102). Con todo, y en cuarto lugar, la técnica más importante para el control de los reglamentos ilegales es la de su impugnación ante la Jurisdicción Contencioso-Administrativa a través del recurso directo. Este recurso ataca frontalmente el reglamento solicitando su anulación (art. 1.1 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa), sin que sea necesaria la interposición de un previo recurso administrativo (art. 107.3 del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). Los efectos de la invalidez de los reglamentos son los propios de la nulidad de pleno derecho, dadas las graves consecuencias que produce la aplicación del reglamento ilegal, como dijimos. Así lo prescribe el art. 62.2 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, a cuyo tenor «también serán nulas de pleno derecho las disposiciones administrativas que vulneren la Constitución, las leyes u otras disposiciones administrativas de rango superior, las que regulen materias reservadas a la Ley, y las que establezcan la retroactividad de disposiciones sancionatorias no favorables. o restrictivas de derechos individuales». Las consecuencias más importantes de esta calificación de invalidez extrema son, lógicamente, la
imprescriptibilidad de la acción para recurrir contra los reglamentos ilegales y la imposibilidad de su convalidación. Sin embargo, esos efectos radicales no se compaginan con el establecimiento de un plazo perentorio de dos meses para su impugnación ni con el mantenimiento de la validez de los actos dictados en aplicación del reglamento: «las sentencias firmes que anulen un precepto de una disposición general no afectarán por sí mismas a la eficacia de las sentencias o actos administrativos firmes que lo hayan aplicado antes de que la anulación alcanzara efectos generales, salvo en el caso de que la anulación del precepto supusiera la exclusión o la reducción de las sanciones aún no ejecutadas completamente» (arts. 46 y 73 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa). En quinto lugar, es posible reaccionar contra un reglamento inválido a través del recurso indirecto. Éste consiste en la impugnación de un acto administrativo dictado al amparo del reglamento ilegal, fundando dicha impugnación, precisamente, en la ilegalidad del reglamento en que se apoya el acto recurrido. La viabilidad del recurso indirecto exige, por tanto, que se produzca un acto de aplicación del reglamento ilegal o bien provocarlo mediante la oportuna petición. Esta vía impugnativa puede utilizarla cualquier persona que sea titular de un derecho o de un interés. A diferencia del recurso directo, el indirecto no está sujeto a plazo, en el sentido de que cualquiera que sea el tiempo en el que el reglamento haya estado vigente, siempre podrá ser atacado en los plazos ordinarios a partir
de la notificación de cualquier acto de aplicación y ante el órgano que lo ha dictado. Los efectos del recurso indirecto, según tenía establecido una reiterada jurisprudencia, no eran tan completos y contundentes como los del recurso directo: sólo quedaba anulado el acto, pero no el reglamento ilegal, por lo cual éste podía seguir produciendo efectos contrarios a la legalidad. Ahora, la Ley de la Jurisdicción ContenciosoAdministrativa de 1998 ha corregido esta disfunción, atribuyendo al juez que conozca del recurso indirecto la potestad de anular el reglamento, si es competente para conocer también del recurso directo contra el mismo, o bien, si no lo fuere, planteando la llamada cuestión de ilegalidad ante el Tribunal que corresponda. Si éste estima fundada la cuestión de ilegalidad, anulará el reglamento con plenos efectos erga omnes. Si, por el contrario, considera que el reglamento es válido, esa declaración no afecta a la sentencia anulatoria del acto dictado por el juez que promovió la cuestión de ilegalidad (sentencia que partía de la supuesta invalidez del reglamento, todo un contrasentido). En todo caso, el planteamiento de la cuestión de ilegalidad habrá de ceñirse exclusivamente a aquel o aquellos preceptos reglamentarios cuya declaración de ilegalidad haya servido de base para la estimación de la demanda (arts. 27 y 126.4). Para el Tribunal Supremo hay un régimen especial, pues siempre deberá anular una disposición general
cuando, en cualquier grado, conozca de un recurso contra un acto fundado en la ilegalidad de una norma (art. 27.3). Por último, es posible la impugnación ante el Tribunal Constitucional de los reglamentos cuando violen los derechos constitucionales susceptibles de recurso de amparo, una vez que se haya agotado la vía jurisdiccional procedente (art. 43 de la Ley Orgánica 2/1979 del Tribunal Constitucional). Un segundo supuesto de recurso ante el Tribunal Constitucional tiene lugar cuando se produce un conflicto de competencias con motivo de disposiciones reglamentarias emanadas de los órganos del Estado o de los órganos de las Comunidades Autónomas que, supuestamente, han invadido las del reclamante (art. 61). Finalmente el art. 161.2 de la Constitución faculta al Gobierno para impugnar ante el Tribunal Constitucional las disposiciones y resoluciones de las Comunidades Autónomas con valor inferior a la ley, en los dos meses siguientes a la fecha de su publicación o, en defecto de la misma, cuando llegue a su conocimiento. La formulación de la impugnación comunicada por el Tribunal Constitucional producirá la suspensión de la disposición o resolución recurrida hasta que el Tribunal resuelva ratificarla o levantarla en un plazo no superior a cinco meses, salvo que, con anterioridad hubiera dictado sentencia, (arts. 76 y 77 de la Ley Orgánica 2/1979). No obstante, el Tribunal Constitucional sólo debe controlar los vicios de inconstitucionalidad del reglamento, no cualquier otro, lo que corresponde a los Tribunales Contencioso-Administrativos.
TOMO II TÍTULO PRIMERO INTRODUCCIÓN
TEMA IV: PRINCIPIOS DE LA ORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA(1) 1. ORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA Y DERECHO La Administración Pública es una gran organización o, si se quiere, un conjunto o galaxia de organizaciones estructuradas en distintos niveles, y de la que, sin perjuicio del estudio en detalle que se hará, conviene aquí hacer una primera descripción, general y sumaria. El nivel básico o primario, el territorial, de la Administración Pública lo constituyen los Municipios (8.022 en 1981) cuyos ámbitos competenciales suponen la primera división administrativa del territorio. Sobre ellos —y al margen de la posible existencia de niveles intermedios como las Islas o las Comarcas— están las Provincias (cincuenta, como división administrativa del Estado, y cuarenta y tres, es decir, cincuenta menos el número de Comunidades Autónomas uniprovinciales, como Entes locales), que originan una nueva división administrativa del espacio nacional. A su vez, la Constitución de 1978 ha creado otros nuevos Entes territoriales, las diecisiete Comunidades Autónomas, que, salvo en el caso de las uniprovinciales, extienden su competencia al territorio de varias Provincias. Por encima de los Entes territoriales aludidos ejerce su supremacía la Administración del Estado, cuya competencia se extiende a todo el territorio y al que llega con su organización jerarquizada y piramidal en cuyo vértice está el Gobierno.
Cada una de estas organizaciones, todas ellas Entes políticos primarios, están hoy constitucionalizadas por el art. 137 de la CE al decir que «el Estado se organiza territorialmente en Municipios, en Provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan...». Pero desde el más modesto de los Municipios hasta el Estado, sin perjuicio de su estructura directa, esencial e indisponible, pueden crear otras organizaciones especializadas, asimismo personificadas, de carácter instrumental con arreglo al Derecho público o al privado (organismos autónomos, Entidades públicas empresariales, fundaciones públicas, sociedades) para atender a la realización de necesidades o servicios específicos dentro de sus competencias. El campo de las Administraciones Públicas se cierra con los Entes corporativos (Colegios Profesionales, Cámaras Oficiales de diversas clases, Federaciones deportivas, etc.). Se trata de organizaciones de base asociativa que cumplen a la vez fines privados de sus miembros y fines públicos, lo que se traduce, asimismo, en un régimen jurídico mixto de Derecho público y de Derecho privado. Este vasto conjunto de organizaciones territoriales, especializadas y corporativas, conjunto al que abreviadamente denominamos Administración Pública, puede ser estudiado desde perspectivas sustanciales, ajenas al Derecho, históricas o sociológicas y desde esa moderna ciencia que es la
organización científica del trabajo, la administración de empresas, ya que, al fin y a la postre, la Administración Pública es también una empresa y de colosales dimensiones, al igual que las modernas multinacionales. Pero esta perspectiva, a pesar de su evidente interés, no será la preponderante, por ser en parte ajena al Derecho administrativo, que atiende al estudio de aquellas normas que, dentro del ordenamiento jurídico, se refieren a la Administración. Por ello lo que aquí interesa, básicamente, es la reflexión sobre las normas que regulan la creación de órganos o personas jurídicas públicas, su modificación y extinción, la distribución de competencias y funciones, los principios y técnicas para solventar los conflictos o para asegurar la supremacía, la jerarquía o la coordinación de unas organizaciones sobre otras. El primer problema que suscita el estudio de este material normativo (cuyo rango formal puede ser muy diverso: normas constitucionales, leyes orgánicas u ordinarias, simples reglamentos), es justamente el de si son propiamente o no normas jurídicas. La tesis tradicional y negadora del carácter jurídico de las normas de organización pretende que el «Derecho no es sólo norma, sino norma que regula relaciones entre sujetos», negándose por ello «relevancia jurídica al ordenamiento en que la institución se concreta reconociéndose sólo al ordenamiento en cuanto refleja relaciones entre distintos sujetos»; de aquí que no se consideraran
normas jurídicas «las de relación entre el Estado y sus órganos y de los distintos órganos entre sí», normas que no tendrían «relevancia jurídica plena sino sólo parcial o indirecta». En contra de esta posición argumentó SANTI ROMANO que las reglas de organización, al igual que las que regulan relaciones intersubjetivas, producen indudables efectos jurídicos. Así, son un presupuesto de la existencia misma de las personas jurídicas, y por ello un prius lógico al nacimiento de la relación intersubjetiva; además, a través de esas normas organizativas se forma y exterioriza la voluntad o voluntades que engendran las relaciones intersubjetivas. Asimismo, la infracción de las normas de organización proyecta sobre los actos administrativos análogos efectos de invalidez que la infracción de otras normas que regulan relaciones intersubjetivas (como se desprende en nuestro Derecho del art. 62 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común con su alusión al vicio de incompetencia y a la infracción de las reglas de funcionamiento de los órganos colegiados, aparte de que la regla de la simple anulabilidad se concibe en el art. 63 en términos muy genéricos: cualquier infracción del ordenamiento jurídico). Por ello es normal la invocación en el proceso contencioso-administrativo del incumplimiento de las normas de organización, bien como causa de la lesión de derechos e intereses de personas físicas (traslados, ceses de funcionarios, supresión de
categorías, etc.), bien por implicar su infracción la invasión de esferas de competencias o funciones de otras personas jurídicas públicas, etc. Las normas de organización, por último, han de dictarse con los mismos requisitos formales que las restantes normas jurídicas (procedimiento legislativo si se trata de leyes, procedimiento de elaboración de disposiciones de carácter general si se trata de normas reglamentarias). Todo lo dicho lleva, en definitiva, a considerar como materia propia del Derecho a las normas de organización. La importancia que tienen en el Derecho administrativo no significa, sin embargo, que no haya normas de organización en otras disciplinas jurídicas. Así, en el Derecho civil son normas de organización las que regulan las personas jurídicas, los órganos de la tutela (tutor, protector, consejo de familia), la comunidad de bienes, etcétera; en el Derecho mercantil, fundamentalmente, las que regulan la composición y funcionamiento de las sociedades; en el Derecho canónico, las normas que regulan la organización de la Iglesia; en el Derecho político, su parte más sustancial comprende el estudio de la organización suprema del Estado, etc. Incluso, la generalizada existencia de normas de organización dentro del Ordenamiento jurídico ha llevado a algún autor (GARCÍA TREVIJANO) a sostener la conveniencia de fundar sobre ese dato un nuevo criterio para sustituir la tradicional distinción Derecho público-Derecho privado por la
división del Derecho en Derecho individual y el Derecho de grupos o de las organizaciones, que vendría a ser el nuevo Derecho público. Pues, en efecto, si se comparan las organizaciones privadas y públicas y las normas que los rigen, se comprueba la similitud sustancial entre unas y otras. Compárese, por ejemplo, una sociedad anónima con el Estado y se observará cómo en aquélla hay órganos similares a los de éste: órganos de carácter representativo y funciones legislativas como la junta general, órganos de carácter ejecutivo como el consejo de administración e, incluso, órganos con funciones de vigilancia que recuerdan los órganos judiciales del Estado, como los consejos de vigilancia o los censores de cuentas. En la sociedad anónima se dan entre órganos, al igual que en las Administraciones Públicas, supuestos de delegación; también hay similitud en las reglas sobre toma de acuerdos, eficacia, supuestos de invalidez e impugnación de actos (decisiones unilaterales con plazos de impugnación cortos); una situación de inferioridad del socio frente a la sociedad (inferioridad análoga a la del administrado respecto de la Administración) y la distinción entre derechos individuales y derechos sociales (distinción similar a la de derechos e intereses de los administrados frente a la Administración). En definitiva, estos y otros datos muestran cómo el Derecho ofrece respuestas y técnicas análogas a una problemática, en cierto modo común, de las organizaciones públicas y privadas.
2.LA POTESTAD ORGANIZATORIA. 2.1. Los titulares de la potestad organizatoria. Por potestad organizatoria se entiende el conjunto de facultades que cada Administración ostenta para configurar su estructura. La posibilidad, por consiguiente, de autoorganizarse, creando, modificando o extinguiendo sus órganos o entes con personalidad propia, pública o privada. Históricamente esta potestad venía en cierto modo confundida con la facultad regia de designación de funcionarios y autoridades, y se consideraba como una de las regalías de la Corona, a través de la cual el príncipe aseguraba su potestad suprema sobre el Reino, que utiliza incluso como fuente de rentas, vendiendo tanto los cargos civiles como los empleos militares (oficios enajenados). Con el advenimiento del constitucionalismo, la potestad organizatoria queda escindida en varios niveles: en sus líneas maestras, la organización del Estado viene normalmente impuesta por la Constitución (división de poderes, jefatura del Estado, niveles de organización territorial); después el poder legislativo configura directamente los órganos de la Administración o habilita a ésta, dentro de los límites de las leyes constitucionales u ordinarias, para dictar reglamentos de organización. En sentido estricto, pues, la potestad organizatoria sería la facultad de la Administración para configurar dentro de los límites de las leyes constitucionales y ordinarias su propia estructura. Ahora bien, para comprender y medir su alcance es
preciso considerar cómo se distribuye esa potestad entre los distintos órganos del Estado y en qué condiciones, o dentro de qué límites, ha de ejercerse la atribuida a las diversas Administraciones Públicas (Comunidades Autónomas, Entes locales). En cuanto al Estado, la Constitución reserva al poder legislativo, la ley, la creación, modificación y extinción de los Entes territoriales más importantes como son las Comunidades Autónomas y las Provincias (Estatuto y Ley Orgánica a tenor de los arts. 81, 146, 147 y 151 CE) Respecto de los Municipios, la competencia tradicional del Gobierno para la creación supresión y fusión de Municipios se remite ahora a la legislación de las Comunidades Autónomas, la cual determinará el órgano competente para esas operaciones (art. 13 de la Ley de Bases de Régimen Local). Por ley también se crearán los Organismos autónomos y las Entidades públicas empresariales (art. 61.1 de la LOFAGE). Por reserva constitucional expresa serán regulados por ley el Gobierno (art. 98 de la CE) y será orgánica la que regule el Consejo de Estado (art. 107 de la CE); por el contrario, la creación, modificación y supresión de órganos administrativos habrán de hacerse “...de acuerdo con la ley”, es decir, por norma reglamentaria (art. 103.2 de la CE). La competencia para la creación, modificación y supresión de los órganos superiores de la Administración del Estado (art. 6 de la Ley 6/1997, de Organización y Funcionamiento de la Administración del Estado) está atribuida al Presidente del Gobierno, quien por Real Decreto puede variar el número, denominación de los Ministerios,
Secretarías de Estado, y aprobar la estructura orgánica de la Presidencia del Gobierno [arts. 2.2.j de la Ley 50/1997, del Gobierno, y 8.2 de la Ley 6/1997, de Organización y Funcionamiento de la Administración del Estado, en adelanle también LOFAGE|. La competencia para la creación de órganos directivos se atribuye al Gobierno: Subsecretarías y Secretarios Generales, Secretarías Generales Técnicas y Direcciones Generales, las Subdirecciones Generales u órganos asimilados, mediante Real Decreto del Consejo de Ministros. Los órganos de nivel inferior a Subdirección General (servicios, secciones, y negociados) se crean modifican y suprimen por Orden del Ministro respectivo, previa aprobación del Ministro de Administraciones Publicas. Las unidades que no tengan la consideración de órganos se crean modifican y suprimen a través de las relaciones de puestos de trabajo (art. 10.3 de la LOFAGE). AI Gobierno también le corresponde la creación modificación y supresión de las Comisiones Delegadas del Gobierno (art. 6 de la Ley del Gobierno). En relación con los órganos de las Comunidades Autónomas, habrá que atender a lo que digan las leyes sobre gobierno y administración dictadas en desarrollo de sus respectivos Estatutos. La regla general, dentro de la inevitable variedad, es la necesidad de ley autonómica para la creación de Departamentos o Consejerías, así como de Organismos autónomos de la Comunidad, correspondiendo la regulación de los órganos inferiores a los respectivos Gobiernos autonómicos. Los órganos políticos básicos de los Municipios y Provincias (Pleno, Alcalde, Junta de Gobierno Local; Pleno, Junta de Gobierno, Presidente y
Vicepresidentes de la Diputación) se encuentran regulados en la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 y en la Ley 57, de 16 de diciembre de 2003, de Municipios de gran población, que la modifica. Los órganos inferiores, ya de nivel administrativo, se regulan por cada corporación, que ha de aprobar un Reglamento orgánico, y por las normas que, con carácter supletorio a dicho Reglamento, dicten las Comunidades Autónomas en desarrollo de la Ley de Bases.
2.2. Los límites de la potestad organizatoria. En cuanto a los principios, condiciones o límites de la potestad organizatoria, ésta debe inspirarse y respetar el art. 103 de la Constitución, que obliga a la Administración a servir con objetividad los intereses generales y a actuar de acuerdo a los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, principios y técnicas de organización que se tratarán en epígrafes posteriores. Estos principios han sido reiterados por el art. 3 de la Ley de Régimen Jurídico y del Procedimiento Administrativo Común, la cual añade por su cuenta y riesgo otros tres principios más: la distinción entre Gobiernos y Administraciones, el principio de cooperación —que estudiaremos después en epígrafe separado— y el de personalidad jurídica. La distinción entre Gobierno (de la Nación, de las Comunidades Autónomas y de los Entes locales, plenos provinciales y municipales) y Administración (estatal, autonómica y local) parece responder al intento de aquella Ley de separar la clase política de la funcionarial con la retorcida intención de trasladar a los funcionarios la entera responsabilidad
jurídica por el funcionamiento de las Administraciones Públicas. Ciertamente, el art. 97 de la Constitución atribuye al Gobierno de la Nación la dirección de la Administración Civil y Militar, pero no es menos cierto que también le atribuye la función ejecutiva, lo que implica que el Gobierno, es decir, la clase política dirigente, ocupa y gestiona efectivamente la Administración, responsabilizándose de ella jurídicamente (civil y penalmente), y no sólo políticamente. Ésa ha sido, además, la realidad legislativa tanto en la Administración del Estado como en la local desde los orígenes mismos del constitucionalismo que se inicia con la Constitución de Cádiz. Frente a esta tesis, la Exposición de Motivos de la Ley 50/1997, culpa la unión de gobierno y administración «el ordenamiento, que tuvo su origen en el régimen autocrítico precedente», punto de vista que rechaza la doctrina mas autorizada. Así DÍEZ PICAZO afirma que «es claro que determinadas competencias del Gobierno en nada se distinguen, tanto desde el punto de vista estructural como desde una perspectiva funcional, de las competencias atribuidas a cualquier órgano de la Administración [...]. El Gobierno posee competencias administrativas, y en esa medida es un «auténtico órgano administrativo» (subrayado del autor). Igualmente SANTAMARÍA PASTOR, para quien la distinción supondría que el Gobierno no estaría
obligado a actuar, en ningún caso, con arreglo a los principios de objetividad, imparcialidad, eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación; que la fiscalización jurisdiccional de sus actos por parte de la jurisdicción contenciosoadministrativa sería, al menos, cuestionable, que las normas del ordenamiento jurídicoadministrativo tampoco le vincularían, salvo en la medida en que previese expresamente su sujeción a las mismas. La polémica, por descontado, sería inútil simplemente por ausencia de contraparte: nadie defiende, creo, tal conclusión. Antes bien, es opinión pacífica que el Gobierno es también Administración Pública. En cuanto al principio de personalidad jurídica («cada una de las Administraciones Públicas actúa para el cumplimiento de sus fines con personalidad jurídica única») (art. 3.4) se trata de una regla que, a la vista de la proliferación de los Entes institucionales, en sus variadas fórmalas públicas y privadas, no deja de ser una escandalosa inexactitud; porque, realmente, cada Administración Pública, la estatal y la de cada una de las Comunidades Autónomas y de los Entes locales, no constituyen una persona jurídica única, sino una constelación de personas jurídicas, tantas cuantas han sido ya creadas o deseen crear las respectivas instancias de Gobierno de cada Ente territorial, como se verá al estudiar la Administración institucional. A pesar de ello, y puestos a sacar alguna ventaja de esta
declaración de personalidad jurídica única, habría que entender que cada Administración territorial, aplicando la doctrina mercantilista del levantamiento del velo, es responsable de la totalidad de las organizaciones personificadas creadas por ella, de forma que se puedan dirigir contra el ente matriz las acciones de responsabilidad originadas en actuaciones de cada Ente instrumental. La unidad de personalidad jurídica permite, asimismo, calificar de falsos los conflictos los que se planteen entre los Entes instrumentales y el Ente territorial matriz o entre aquéllos y, en consecuencia, rechazarlos por falta de legitimación procesal. El principio de cooperación no ha sido expresamente constitucionalizado en el art. 103 de la CE, pero a él se refiere el art. 3.2 de la Ley de Régimen Jurídico y Procedimiento Administrativo Común: «Las Administraciones Públicas, en sus relaciones, se rigen por los principios de cooperación y colaboración, y en su actuación por los principios de eficiencia y servicio a los ciudadanos». Se trata de un principio que pretende compensar la dispersión centrífuga que la descentralización provoca en el conjunto de la actividad pública. Para el Tribunal Constitucional se trata de un deber general de todas las Administraciones Públicas para con las demás y que no necesita justificarse en preceptos constitucionales o títulos competenciales concretos (Sentencias 62/1982, 64/1982 y 76/1983). Una coordinación voluntaria desde una posición de igualdad de los diversos
Entes públicos para colaborar sin imperatividad ni coacción para su cumplimiento es lo que mejor define el principio de cooperación. Al principio de cooperación y a las técnicas que lo instrumentalizan nos referimos en extenso en el epígrafe 15 de este capítulo.
3.EL ÓRGANO ADMINISTRATIVO. 3.1 TEORÍA DEL ÓRGANO Toda Administración Pública (e igualmente pasa en las organizaciones privadas) es un complejo de elementos personales y materiales ordenados en una serie de unidades en virtud del principio de división del trabajo, a las que se les asigna una parte del total de las competencias que corresponden a la organización en su conjunto Esas unidades en que se descompone la organización de un Ente público suelen denominarse con las expresiones órgano y oficio, si bien con la primera de ellas se hace referencia al titular o funcionario y con la expresión oficio al conjunto de medios materiales y atribuciones que la integran. Tampoco faltan quienes, más razonablemente, postulan la equivalencia de ambas expresiones y afirman que una y otra comprenden tanto al titular físico como los medios materiales, como el núcleo de sus funciones. La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común parece contraponer el órgano con las unidades administrativas, dando a entender que el órgano integra una o varías unidades administrativas (art. 11), deduciéndose del conjunto de la Ley que cuando se alude al órgano se da por supuesto que se trata de una estructura administrativa con atribución de competencia y con posibilidad de dictar resoluciones con efecto sobre terceros.
La Ley 6/1997, de 19 de abril, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado (LOFAGE), configura, finalmente, al órgano como uno de los tres elementos (junto a la unidad administrativa y el puesto de trabajo) sobre los que se estructura la Administración General del Estado. Esta Ley, desde un punto de vista formal, considera órganos aquellos que la misma Ley califica como tales, es decir, los órganos superiores (Ministros y Secretarios de Estado) y los órganos directivos (Subsecretarios. Secretarios Generales, Secretarios Generales Técnicos, Directores Generales y Subdirectores Generales); y, desde un punto de vista material, atribuye la consideración de órganos a las unidades administrativas de rango inferior a las anteriores, bien porque sus funciones tengan efectos jurídicos frente a terceros, bien porque su actuación tenga carácter preceptivo (art. 5.2). Lo importante es retener que los órganos imputan jurídicamente su actividad a la totalidad de la organización personificada a que pertenecen. En todo caso es claro que la confusa, y para algunos inútil (SANTAMARÍA), teoría del órgano se formuló para explicar, a raíz de la afirmación del dogma de la personalidad jurídica del Estado, el mecanismo de imputación a este de la actividad de las personas que actúan en su nombre.
La primera explicación se formula utilizando el concepto privatista de la representación a los que daba pie el lenguaje constitucional que calificaba a los parlamentarios como representantes del pueblo. Pero esta tesis, inmediatamente desmentida por los contenidos propios del mandato parlamentario - que ni es imperativo, ni puede ser revocado, lo que contradice totalmente la técnica de la representación o mandato civil – llevaba directamente a impedir el control y la garantía, en definitiva, de los ciudadanos, en cuanto que si aquellos sobrepasaban en su actuación los términos legales, es decir, los contenidos del mandato, las consecuencias dañosas de sus actos no podían imputarse a la Administración. Estas limitaciones de la teoría de la representación se superaron con la teoría organicista (GIERKE, 1877), en la que desaparece la dualidad entre el ente persona y el titular del órgano. Según esta explicación, el servidor público, parlamentario o funcionario, no es algo ajeno o externo a la Administración, sino una parte de ella, su instrumento, de la misma manera que la boca o las manos son órganos e instrumentos de las personas físicas por medio de los que éstas expresan su voluntad. Desaparece así la dualidad de la teoría de la representación: el
funcionario no es, pues, un representante que actúa para el Estado; actúa directamente por él, en cuanto que forma parte de él como el órgano a través del cual el Estado expresa su propia voluntad y, por tanto, lo que haga como tal es directamente imputable a la Administración.
3.2 LÍMITES DE LA IMPUTACIÓN AL ÓRGANO ADMINISTRATIVO. La imputación a las administraciones públicas de los actos de los titulares de los órganos debe ser matizada en un doble sentido: primero, que no todos los actos de los funcionarios se imputan sin más a la Administración a la que sirven y, segundo, que la Administración puede resultar vinculada por personas que no están investidas, formal y legítimamente, de la condición de funcionarios. En efecto, como un límite a la aplicación mecánica de la responsabilidad de la Administración por todos los actos que realizan los funcionarios, titulares de sus órganos, se ha formulado el concepto de falta personal. Faltas personales —según la expresión de la jurisprudencia y doctrina francesa— y de las que no respondería la Administración, sino únicamente el funcionario, serían aquellas en las que éste aparece con sus debilidades, sus pasiones, sus imprudencias (LAFERRIERE), o bien aquellas en las que su error o negligencia sobrepasan el funcionamiento mediocre del servicio (HAURIOU). Los demás supuestos se considerarían faltas de servicio, realizadas en interés de la Administración, que respondería por ello ante terceros de la actuación ilegítima del funcionario indemnizando de los daños producidos. La imputación de responsabilidad a la Administración por actos o
hechos de funcionarios aparentes, se plantea en relación con los supuestos de anticipación o prolongación de funciones públicas, en los casos de anulación del nombramiento de un funcionario, o en los de asunción de funciones públicas por simples ciudadanos que actúan en casos de vacío de poder o situaciones de urgencia o estados de necesidad. En estos supuestos, que la doctrina italiana ha teorizado bajo el concepto de funcionario di fatto, y pese a la falta de títulos formales legítimos, se propende a dar validez a los actos de los supuestos funcionarios por razones de seguridad jurídica, que dejarían a salvo los derechos e intereses de terceros de buena fe que fiaron de la apariencia funcionaría. Un último supuesto de imputación problemática es aquel en que el titular del órgano ha actuado sin la debida imparcialidad por afectarle alguna causa de abstención o recusación, como, por ejemplo, la de tener interés directo en el asunto que va a resolver. La solución de la Ley de Régimen Jurídico y del Procedimiento Administrativo Común no es, sin embargo, la de determinar, y por la concurrencia de esa sola circunstancia, la nulidad de lo actuado (art. 28). De forma similar, cuando se trate de miembros de las Corporaciones locales que participen en la deliberación, votación, decisión o ejecución de asuntos en los cuales deberían abstenerse, solamente en el caso que esta circunstancia fuere determinante en el acuerdo, implicará su invalidez (art. 76 de la Ley 7/1985 de las Bases del Régimen Local).
3.3 CLASES DE ÓRGANOS.
La teoría de los órganos administrativos, suele incluir una descripción de su tipología, clasificando aquéllos en pares de conceptos opuestos según tengan o no atribuidas determinadas funciones o incluyan unos u otros elementos estructurales.
3.3 CLASES DE ÓRGANOS La teoría de los órganos administrativos, suele incluir una descripción de su tipología, clasificando aquéllos en pares de conceptos opuestos según tengan o no atribuidas determinadas funciones o incluyan unos u otros elementos estructurales. La clasificación de los órganos en individuales y colegiados hace referencia al número de titulares de que se componen: en los órganos colegiados varías personas concurren simultáneamente a la formación de la voluntad y al ejercicio mismo de la función que el órgano tiene atribuida. Consecuentemente con la máxima de la Administración napoleónica de que «deliberar es función de varios y ejecutar es propio de uno solo», los órganos colegiados se desarrollaron básicamente en la Administración consultiva y en la Administración Local. En la actualidad, y por la necesidad de coordinar competencias dispersas, o asegurar la participación de los administrados, se ha producido un crecimiento exponencial de los órganos colegiados. La clasificación anterior de órganos individuales y colegiados no debe confundirse con la de órganos simples y complejos. Los órganos complejos están constituidos por la agrupación de órganos simples, sean éstos individuales o colegiados. Órgano complejo es un Ministerio que, además de las Direcciones Generales y otros órganos
individuales, comprende órganos colegiados, comisiones o consejos de carácter consultivo.
ya
sean
Los órganos administrativos se clasifican también en externos o internos, según tengan o no la posibilidad de originar relaciones intersubjetivas en nombre de la persona jurídica de la que forman parte; órganos representativos o no representativos, según que sus titulares tengan o no a través de la elección de sus titulares carácter democrático; órganos centrales y periféricos o locales, según que su competencia se extienda a todo o parte del territorio nacional; órganos con competencia general o con competencia específica, según que las funciones que tengan atribuidas sean de uno u otro carácter, como, por ejemplo, el Consejo de Ministros y la Delegación Provincial del Gobierno cuya competencia de una u otra forma incide sobre todas las ramas de la Administración, o un Ministerio cuyas funciones se concretan a un sector determinado; órganos activos, consultivos y de control, según desempeñen funciones de gestión, de simple información o consulta o de vigilancia de otros órganos, etcétera.
3.4 LA CREACIÓN DE LOS ÓRGANOS ADMINISTRATIVOS. La creación en el seno de cada Administración territorial de órganos y unidades administrativas es competencia de cada una de éstas: «corresponde a cada Administración Pública delimitar, en su propio ámbito competencial, las unidades administrativas que configuran los órganos administrativos propios de las especialidades derivadas de su organización»
(art. 11 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). Habrá que recordar aquí lo dicho sobre la creación, modificación y supresión de los órganos superiores y directivos conforme a la LOFAGE . De otra parte, diversas reglas condicionan la creación de órganos y unidades administrativas, reglas que, aunque demasiado obvias para ser incluidas en un texto legal, se establecieron en la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, la cual dispuso que no se crearán órganos administrativos que supusieran duplicación de otros existentes y sin que se determinase expresamente «el Departamento en que se integra», y, en fin, que la creación de los órganos administrativos fuera precedida del estudio económico del coste de su funcionamiento y del rendimiento o utilidad de sus servicios, estudio que debería acompañar al proyecto de disposición por la que debe crearse el nuevo órgano (art. 3). Estas prescripciones se han recogido ahora en la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, que reitera la prohibición de la duplicidad de órganos «si no se suprime o restringe debidamente la competencia de éstos», y que condiciona la creación de cualquier órgano administrativo al cumplimiento de los siguientes requisitos: a) determinación de su forma de integración en la Administración Pública de que se trata y su dependencia jerárquica; b) delimitación de sus funciones y competencias; c) dotación de los créditos necesarios para su puesta en marcha y funcionamiento (art. 11).
4.LOS ÓRGANOS COLEGIADOS. 4.1. REGULACIÓN Y CLASES Frente al órgano unipersonal, el órgano colegiado se caracteriza porque su titularidad corresponde a un conjunto de personas físicas. La voluntad del órgano colegiado se forma por el concurso de la voluntad de esa diversidad de miembros sin que por ello el acto del órgano deje de ser un acto simple y no complejo, que es aquel en que concurre la voluntad de diversos órganos, sean unipersonales o colegiados. La Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado (LOFAGE) define los órganos colegiados como «aquellos que se creen formalmente y estén integrados por tres o más personas, a los que se atribuyan funciones administrativas de decisión, propuesta, asesoramiento, seguimiento o control, y que actúen integrados en la Administración General del Estado o alguno de sus Organismos públicos» (art. 38.1). La Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 estableció por primera vez en nuestro ordenamiento una regulación general de los órganos colegiados, materia ahora regulada por la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (arts. 22 a 27), un régimen no aplicable a los órganos colegiados máximos o directivos de cada Administración que tienen reglas propias: Gobierno de la Nación, Gobiernos o Consejos de Gobiernos Autonómicos, Plenos de los Entes locales (disposición adicional primera). A éstos es de aplicación el régimen contenido en la Ley 50/1997, del Gobierno, para el
Gobierno de la Nación; en el caso de las Comunidades Autónomas habrá que estar a sus respectivas Leyes de Administración y Gobierno; y para las Entidades locales a la Ley 7/1985, de Bases del Régimen Local. El régimen común o básico previsto en la Ley 30/1992 se complementa en lo que respecta a los órganos colegiados de la Administración del Estado con lo que establece la Ley 6/1997 de Organización y funcionamiento de la Administración General del Estado (arts. 38 a 40) que impone una clasificación y, consiguientemente, un triple régimen jurídico de los órganos colegiados, antes inexistente: a) Órganos colegiados comunes, que son los integrados únicamente por autoridades o funcionarios de una misma Administración territorial. En este caso, el órgano se inserta en la estructura jerárquica de dicha organización, aunque en numerosos supuestos se trate de una jerarquía debilitada, como en el caso de los órganos colegiados técnicos que ejercen funciones consultivas o de propuesta (Tribunales de oposiciones, juntas de contratación, etc.). b) Órganos colegiados compuestos, formados por representantes de distintas Administraciones. En este caso, el órgano colegiado se inserta o domicilia en la organización de la Administración territorialmente predominante, bien por razón de la competencia, del número de miembros en el órgano colegiado o criterios similares, debiendo, en último caso,decidirse los casos dudosos en favor de la Administración territorialmente superior. En este tipo de órgano colegiado el Presidente no tiene voto de calidad, como ocurre en el caso anterior.
4.2. LOS MIEMBROS: SECRETARIO, VOCALES.
PRESIDENTE,
Sin duda el Presidente es la figura central de los órganos colegiados, el primus inter pares, un miembro, en principio igual que los restantes, pero que se potencia con objeto de hacer posible el funcionamiento del colegio . La Ley no dice cómo se nombra y cesa el Presidente. Este extremo, lógicamente, deberá estar previsto en las normas del órgano de que se trate, y en ellas se precisará si lo es por elección, por designación, en función de la categoría funcionarial, de la antigüedad, etcétera. Pero no hubiera estado de más que la Ley hubiera establecido una regla de nombramiento subsidiaria de esas previsiones, como, por ejemplo, que, en defecto de normas especiales, el Presidente será nombrado por mayoría absoluta de los miembros del órgano en primera votación, o por mayoría simple en segunda; o quizá mejor se pudo establecer un criterio diverso, pero más apropiado, como es el de la mayor categoría funcionarial o antigüedad dentro de la misma categoría en el servicio público, cuando se tratare de órganos integrados por funcionarios . El Presidente, en casos de vacante, ausencia, enfermedad u otra causa legal, será sustituido por el Vicepresidente y, en su defecto, por el miembro del órgano colegiado de mayor jerarquía, antigüedad y edad. Esta norma no será de aplicación a los órganos colegiados en que participen organizaciones representativas de intereses sociales, así como aquellos compuestos por representaciones de distintas Administraciones Públicas en que el régimen de sustitución del Presidente debe estar específicamente regulado en cada caso, o establecido expresamente por acuerdo del Pleno del órgano colegiado (art. 23.2). En cuanto a sus funciones, frente a la concisión de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 que las resumía en «asegurar el cumplimiento de las leyes y la regularidad de las deliberaciones», la nueva Ley hace una enumeración muy prolija de sus tareas. Se
trata, además, de una enumeración abierta, pues, aparte de las funciones que en la Ley se precisan, el Presidente puede ejercer «cuantas otras funciones sean inherentes a su condición de Presidente del órgano». La Sentencia del Tribunal Constitucional 50/99, de 6 de abril, en un exceso de celo competencial, anuló el carácter básico de dicha enumeración de funciones. Entre las enumeradas, unas son claramente formales, como ostentar la representación del órgano o la de visar las actas o los acuerdos. Pero otras implican una potestad más sustancial de dominación o superioridad sobre los otros miembros del órgano colegiado, como lo es, sin duda, el de controlar las convocatorias, decidiendo la fecha y hora de las sesiones y la fijación del orden del día, aunque a este electo deba tener en cuenta las peticiones formuladas con la suficiente antelación por los demás miembros. Asimismo a la Presidencia corresponden otros poderes procedimentales de importancia, como es el de moderar los debates y suspenderlos por causas justificadas. Esto significa que el Presidente es el dominus del procedimiento y, por ello, puede limitar el tiempo de uso de la palabra o fijar el orden de las intervenciones, prohibir las extemporáneas y, en fin, dar por suficientemente debatidas las cuestiones al efecto de pasar a su votación. En definitiva, en materia de procedimiento, el Presidente resuelve solo y puede siempre negarse a que esas cuestiones se resuelvan por votación. El Presidente ostenta voto de calidad para dirimir los empates. Esta regla se excepciona en el caso de los órganos colegiados con representación de intereses sociales o de distintas Administraciones Públicas en que el voto del Presidente sólo será dirimente, si así lo establecen sus propias normas. Sin esta previsión expresa, no
habrá forma de dirimir los eventuales empates que se produzcan en las votaciones. Mención especial merece la potestad de «asegurar el cumplimiento de las leyes», lo que transfiere al Presidente una especial responsabilidad que justificará en su caso el poder «suspender los debates» que también se le reconoce explícitamente. A esta potestad debe recurrir cuando en la deliberación se viertan expresiones ofensivas de terceros o contra las instituciones o se proponga tomar acuerdos que juzgue antijurídicos, bien porque sobrepasan la competencia del órgano o porque atentan a derechos de terceros. Se trata, no obstante, de una facultad que es preciso ejercitar con moderación, sin ahogar con ella el discurrir normal de las deliberaciones y el respeto de la libertad de expresión. Una vez tomados los acuerdos, en los que el Presidente, como uno más de los miembros del órgano, puede hacer constar el sentido de su voto, o bien formular uno en contra de la mayoría, cabe preguntar si el Presidente debe proceder a decretar la suspensión del acuerdo o su impugnación si los juzga contrarios a las leyes. En la regulación específica de ciertos órganos se establece esta obligación ante supuestos de infracciones especialmente cualificadas. Pero, fuera de los casos de previsión legal, una vez producido el acto, no parece que el Presidente, salvo que el acuerdo fuere constitutivo de delito, tenga el deber de proceder a su impugnación judicial, aunque, como un miembro más del órgano, podrá, cuando el ordenamiento le legitime para ello, impugnarlo; así ocurre con los acuerdos de los órganos de los Entes locales, que pueden ser impugnados por los Concejales que votaron en su contra. La función propia del miembro del órgano colegiado es deliberar y votar las propuestas de acuerdo. No lo es, sin embargo, representar al órgano colegiado
salvo que expresamente se les haya otorgado por una norma o por acuerdo válidamente adoptado, para cada caso concreto, por el propio órgano. En principio, el derecho-deber de los miembros de deliberar y de votar es personal o intransferible, pero la Ley regula las suplencias, con gran permisividad, admitiendo que sean sustituidos por sus suplentes, si los hubiera.Cuando los órganos colegiados están formados por titulares de otros órganos, supuesto muy frecuente, los suplentes de éstos serán los que actúen como suplentes, a su vez, en el órgano colegiado. Cuando se trate de las suplencias de los miembros representativos de intereses sociales o de otras Administraciones Públicas, las organizaciones representadas podrán sustituir a sus miembros titulares por otros. Al servicio de los derechos-deberes de deliberar y de votar están los derechos a recibir, con antelación mínima de cuarenta y ocho horas, el orden del día de las reuniones y, asimismo, la información sobre los temas que figuren en el orden del día, que deberán estar a su disposición en igual plazo. Los miembros de los órganos colegiados tienen también derecho a obtener la información que precisen para el ejercicio de las funciones asignadas. Los miembros del órgano colegiado, además de participar en los debates bajo la moderación del Presidente, ejercen el derecho de voto sobre las cuestiones de decisión externa, excluidas, como hemos dicho, las procedimentales, competencia del Presidente. El voto puede ser a favor o en contra de la propuesta. No cabe la abstención para los miembros funcionarios, pero sí para los que no ostentan esta condición. Cada miembro puede expresar el sentido de su voto y los motivos
que lo justifiquen. Votar a favor o en contra de una propuesta supone responsabilizarse de las consecuencias de la acción u omisión que deriva del acuerdo adoptado, pues la voluntad del órgano colegiado es la suma de todas las voluntades de las personas que forman la mayoría necesaria para decidir. Quedan libres de responsabilidad los miembros del órgano colegiado que votan contra la mayoría que sustente el acuerdo, si bien el art. 12 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 exigía para la liberación de responsabilidad que el discrepante de la mayoría votase no sólo en contra del acuerdo, sino también que hiciera constar su motivada oposición. La regulación vigente abarata la liberación de responsabilidad, pues, sin perjuicio del derecho de todo miembro a hacer constar su discrepancia motivada, la liberación de responsabilidad se produce a partir, exclusivamente, de que «los miembros del órgano voten en contra o se abstengan». La Ley admite, y no así la anterior Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, la abstención, posibilidad, sin embargo, excluida,como dijimos, para quienes, «por su cualidad de autoridades o personal al servicio de las Administraciones Públicas, tengan la condición de funcionario». Queda, pues, reducida la posibilidad de abstenerse a los miembros de los órganos colegiados representantes de intereses sociales,que encuentran aquí otra loma de exonerarse de las responsabilidades que lleva consigo el ejercicio de la función que el órgano colegiado tiene atribuida. Una discriminación cuya explicación o justificación no es ni mucho menos clara. Los miembros del órgano colegiado pueden, por último, formular «ruegos y preguntas». Esta facultad se ejercita ordinariamente en la fase terminal de las sesiones,
separadamente, sin entremezclarse en la discusión de asuntos concretos que formen parte del orden del día. Esto es así porque los ruegos o preguntas relacionados con los asuntos objeto de la orden del día deben ser planteados y contestados en la deliberación propia de éstos y por su orden. El de ruegos y preguntas es, pues, trámite conclusivo de la sesión que, aunque no permite replantear los asuntos ya tratados, sobre los que no se puede volver en él, es una última oportunidad de deliberación y decisión de asuntos no incluidos en el orden del día, si se cumple el doble requisito de que estén presentes todos los miembros del órgano colegiado y se declara la urgencia del asunto por el voto favorable de la mayoría. Los órganos colegiados tendrán un Secretario que podrá ser un miembro del propio órgano o persona al servicio de la Administración Pública correspondiente. Al admitir esta segunda opción, la Ley se separa del criterio de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, según la cual el Secretario era siempre un miembro del propio órgano con lo cual tenía los mismos derechos de voz y voto que los restantes miembros. Ahora, es claro que cuando el Secretario no tenga la condición de miembro no le corresponden los derechos propios de éstos y, por consiguiente, no tendrá derecho a intervenir en las deliberaciones ni a votar los acuerdos (art.25). La designación y el cese, así como la sustitución temporal del Secretario en los supuestos de vacante, ausencia o enfermedad, se realizará según lo dispuesto en las normas específicas de cada órgano y, en su defecto, por acuerdo del mismo. Deja, pues, de tener aplicación el criterio de la Ley de Procedimiento de 1958 (art. 15) de proveer la designación de Secretario en los casos de ausencia, enfermedad u otra causa justificada en el miembro más moderno o en el más joven si todos son de la misma antigüedad.
El Secretario, como miembro del órgano colegiado, asiste a las reuniones y con voz y voto si ostenta también la condición de miembro del órgano colegiado. El Secretario tiene también asignada la función de comunicación, correspondiéndole efectuar la convocatoria de las sesiones del órgano colegiado por orden del Presidente. Asimismo, recibe de los miembros las notificaciones, peticiones, rectificaciones o cualquier otra clase de escritos de los que deba tener conocimiento el órgano colegiado. En último lugar, al Secretario le incumbe la función de documentación: redactar las actas de las sesiones, expedir certificaciones y custodiar los documentos. También en este caso la Sentencia del Tribunal Constitucional, en otro exceso de purismo competencial, anuló el carácter de norma básica de la enumeración de las funciones de secretario (art.25.3), por considerarla demasiado exhaustiva.
4.3. CONVOCATORIA Y SESIONES Para las convocatorias cada órgano colegiado establecerá lo conveniente si no está previsto por sus normas de funcionamiento, pudiendo establecerse una segunda convocatoria si no hubiese quorum para la primera y especificar para ésta el número de miembros necesarios para constituir válidamente el órgano. En primera convocatoria, el quorum para la validez, tanto de la constitución del órgano como de las deliberaciones y toma de acuerdos, requerirá la presencia del Presidente y Secretario y de la mitad, al menos,
de los miembros, computando aquéllos a efectos de la mayoría. Esta regla se modaliza, no obstante, para los órganos colegiados con presencia de representantes de intereses sociales. En este caso, el «Presidente podrá considerar válidamente constituida la sesión si están presentes los representantes de las Administraciones Públicas y de las organizaciones representativas de intereses sociales miembros del órgano a los que se haya atribuido la condición de portavoces». En segunda convocatoria, la Ley, como se dijo, se remite, tanto en cuanto a la posibilidad de su celebración cuanto al quorum de asistencia, a lo establecido en las normas de funcionamiento del órgano o a lo que el propio órgano colegiado determine. Se abandona así la regla tradicional de que siempre era posible una segunda convocatoria para cuya válida celebración bastaba (tria facent collegium) con la asistencia de tres miembros (art. 11.2 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958). Una vez constituido válidamente el órgano, se procederá a la deliberación de los asuntos previstos en el orden del día sin que, en principio, pueda ser tratado ningún otro. No obstante, y excepcionalmente, se admite, como dijimos, tratar y resolver otros asuntos siempre y cuando estén presentes todos los miembros del órgano colegiado y sea declarada la urgencia del asunto por el voto favorable de la mayoría. El régimen de la adopción de acuerdos se rige por el principio de la mayoría de votos presentes, teniendo el voto del Presidente, como se dijo, carácter dirimente de los empates, excepto si se trata de órganos con representación de intereses sociales, en cuyo caso lo será únicamente si así lo determinan sus propias normas.
4.4
EL ACTA
El acta es el segundo documento que produce el órgano colegiado —el primero es la convocatoria— y, sin duda, el más importante, porque en él deben reflejarse los aspectos esenciales de lo acontecido en cada una de las sesiones que celebre. Y decimos lo esencial, porque el acta de las sesiones que celebra un órgano colegiado no tiene por qué reflejar el contenido exacto de todo lo que allí se dice o acontece, tal como está ordenado para las actas de los órganos legislativos que recogen puntualmente la literalidad de las intervenciones de los parlamentarios. Aquí, por el contrario, el acta de cada sesión que celebra el órgano colegiado y que levanta o redacta el Secretario especificará necesariamente los asistentes, el orden del día de la reunión, las circunstancias del lugar y tiempo en que se han celebrado, los puntos principales de las deliberaciones, así como el contenido de los acuerdos adoptados. La clave del precepto a efectos de defender la concisión en su redacción está, como puede apreciarse, en la expresión «puntos principales» (art. 27). Esta sobriedad de los contenidos del acta en lo que se refiere a las intervenciones —deseable para el eficaz funcionamiento de los órganos administrativos, que deben huir de la parlamentarización de sus actuaciones— es compatible con el respeto a la libertad de expresión y opinión de los miembros del órgano, que podrán solicitar que figure en acta el voto contrario al acuerdo adoptado, su abstención y los motivos que los justifiquen o el sentido de su voto favorable. Se trata de expresar esos puntos de vista subjetivos, pero de forma resumida en la versión que de los mismos formule el Secretario.
Ahora bien, los miembros del órgano colegiado que quieran ir más lejos, pretendiendo además que el acta refleje «la transcripción íntegra de sus intervenciones», deben de soportar la carga de presentar ellos mismos un texto cuyos contenidos coincidan con su intervención oral en la sesión correspondiente. Esto se conseguirá normalmente leyendo el contenido de aquel escrito en la reunión y presentándolo después para su incorporación al acta. Como dice la Ley, «cualquier miembro tiene derecho a solicitar la transcripción integra de su intervención o propuesta, siempre que aporte en el acto, o en el plazo que señale el Presidente, el texto que se corresponda fielmente con su intervención, haciéndose así constar en el acta o uniéndose copia a la misma». La ampliación documentada y justificada de la posición mantenida en la reunión puede hacerse en voto particular, a formular por escrito tanto los que voten en contra de la mayoría como los que se abstengan, en el plazo de cuarenta y ocho horas siguientes a la terminación de la sesión. El voto particular se incorporará al texto aprobado. Trámite inexcusable para la validez de las actas es su aprobación por el propio órgano colegiado. Las actas se aprobarán en la misma o en la siguiente sesión, pudiendo, no obstante, emitir el Secretario certificación sobre los acuerdos específicos que se hayan adoptado, sin perjuicio de la ulterior aprobación del acta. En este caso, es decir, en las certificaciones de los acuerdos adoptados emitidos con anterioridad a la aprobación del acta, se hará constar expresamente tal circunstancia. ¿Son impugnables las actas de las sesiones de los órganos colegiados? En nuestra opinión, no es posible porque no son actos administrativos sino documentos en que
éstos se reflejan. Por consiguiente, podrá discutirse en un proceso la validez, o mejor, la veracidad de un acta, siempre y cuando se haya impugnado el acuerdo o acuerdos que en la misma se consignen. Éstos son los que tienen, únicamente, la consideración de acto administrativo a efectos procesales, pues el acto administrativo implica siempre una manifestación de voluntad, lo que no es el acta de una sesión de un órgano colegiado, que simplemente atestigua un proceso que culmina con unos acuerdos. Porque el acto administrativo sigue siendo, básicamente, una resolución enjuiciable, su concepto debe referirse a las manifestaciones de voluntad, no sólo a su constancia. El Tribunal Supremo así lo entiende, pues sólo confiere a las resoluciones o manifestaciones de voluntad creadoras de situaciones jurídicas el carácter de actos administrativos para su enjuiciamiento jurisdiccional (Sentencias de 14 de octubre de 1979 y 30 de abril de 1984). Rechaza por ello que sea acto administrativo «cualquier otra declaración o manifestación que, aunque provenga de órganos administrativos, no sea por sí misma creadora o modificadora de situaciones jurídicas, es decir, carezca de efectos imperativos o decisorios, y así no pueden merecer el calificativo de actos impugnables los dictámenes e informes, manifestaciones de juicios que, siendo meros actos de trámite, provienen de órganos consultivos, ni tampoco las contestaciones a las consultas de los administrados» (Sentencia de 30 de abril de 1984). Tampoco considera actos administrativos las certificaciones (Sentencia de 22 de noviembre de 1978) ni las propuestas de resolución (Sentencia de 29 de mayo de 1979).
5.LAS BASES DE ADMINISTRATIVA.
LA
ORGANIZACIÓN
5.1 LA COMPETENCIA. En términos elementales, la competencia puede definirse como la medida de la capacidad jurídica de cada órgano o el conjunto de funciones y potestades que el ordenamiento jurídico le atribuye y que por ello está autorizado y obligado a ejercitar. Históricamente todas las competencias, como toda jurisdicción, se concebían como atributo del Príncipe y se ejercían derivadamente de esa instancia soberana. Con el constitucionalismo no sólo se separan las funciones jurisdiccionales de las administrativas, sino que éstas se fijan y distribuyen por la ley o el reglamento cada vez en forma más rígida e inalterable. La rigidez en la atribución se expresa ahora en el art. 12.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común: «La competencia es irrenunciable y se ejercerá precisamente por los órganos administrativos que la tengan atribuida como propia salvo los casos de delegación, sustitución y avocación previstos en la Ley». Los criterios fundamentales de distribución de la competencia son tres: el jerárquico, el territorial y el material, lo que da origen a otras tantas clases de competencias denominadas de igual forma. La competencia jerárquica es la medida de la distribución de las funciones y potestades entre los diversos grados de la jerarquía; se trata,
pues, de un reparto vertical. Normalmente este criterio comporta la atribución a los órganos superiores de las funciones y potestades de mayor trascendencia y a los inferiores las de menor importancia (una aplicación de este principio se expresaba en el art. 6 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958: «corresponde a las dependencias inferiores de los Departamentos civiles resolver aquellos asuntos que consistan en la simple confrontación de hechos o en la aplicación automática de normas, tales como libramientos de certificados, anotaciones o instrucciones, así como instruir expedientes, cumplimentar y dar traslado de actos de las autoridades ministeriales, diligenciar artículos, autorizar la devolución de documentos y remitirlos al archivo»). La competencia territorial supone una distribución horizontal y en relación con otros órganos que se encuentran desplegados en el mismo nivel jerárquico en otras partes del territorio. La competencia material, competencia ratione materiae, supone una distribución por fines, objetivos o funciones entre las diversas administraciones y, dentro de ellas, entre las unidades orgánicas de un mismo ente y es la que da origen, por ejemplo, a la diversidad de atribuciones entre los diversos Ministerios, y, dentro de éstos, la distribución de aquéllas entre las distintas Secretarías de Estado o Direcciones Generales. Pero la distribución de las competencias no tiene hoy los nítidos perfiles que parecen derivarse de los sencillos conceptos y clases de competencias hasta aquí aludidas cuando prácticamente todo era
Administración del Estado. Por el contrario, la complejidad creciente de la vida administrativa a consecuencia de la fiebre descentralizadora, sobre todo desde la instauración por la Constitución de 1978 de las Comunidades Autónomas, así como el entendimiento de la autonomía de los Entes locales y de sus competencias como supuestos de coparticipación en las atribuidas a las instancias territoriales superiores, ha originado nuevas formas o criterios de atribución de competencias. Uno de los más equívocos es, sin duda, el concepto de competencia exclusiva, expresión referida a una de las formas de atribución de competencias a las Comunidades Autónomas por sus Estatutos de autonomía. Las Comunidades, por la exclusividad, tendrían atribuidas todas las funciones sobre una materia (legislativa, reglamentaria y de ejecución), con reserva al Estado únicamente de las derivadas de títulos constitucionales. Otra fórmula es la de la competencia compartida sobre la misma materia, que se distribuye en función de criterios materiales entre el Estado y diversos Entes públicos (así, entre el Estado y las Comunidades Autónomas, aquél se reserva la competencia legislativa básica o se distribuye en función del territorio, como en el transporte terrestre, según que los itinerarios excedan o no el territorio de una Comunidad; también la Seguridad Social, en que el Estado asume competencia para los ingresos y las Comunidades Autónomas para la ejecución de los servicios y el gasto). En materia de servicios asistenciales, culturales y deportivos se está aceptando con demasiada facilidad —muy costosa por otra parte, porque lleva a reduplicaciones de actividades— que se trata de competencias abiertas o indistintas, de modo que todos los Entes territoriales pueden
ejercitarlas de forma simultánea y no excluyente. Diverso es el supuesto de atribución conjunta que supone la intervención forzosa y obligada de dos Entes públicos; cuando esa intervención se articula en fases sucesivas, el procedimiento en que se actúa recibe el nombre de bifásico (GARCÍA TREVIJANO), como acontece con la aprobación de los Planes Generales de Ordenación Urbana, en los que la aprobación provisional corresponde al Pleno del Ayuntamiento, mientras que la definitiva a la Comunidad Autónoma. Por último, cabe hablar también de una competencia alternativa, cuando la atribución a dos o más entes se hace de modo conjunto pero excluyente, de tal modo que si es utilizada por uno de ellos no puede ejercerla el otro. (Así se distribuye la competencia para suspender licencias de obras entre el Alcalde, que la tiene preferente, y el órgano autonómico competente, subsidiariamente a su ejercicio por aquél) La falta de competencia origina un vicio del acto administrativo que produce su invalidez. Pero la incompetencia a estos efectos puede ser incompetencia manifiesta o no manifiesta, dando lugar la primera a la nulidad de pleno derecho por tratarse de «actos dictados por órgano manifiestamente incompetente por razón de la materia y del territorio» [art. 62.1 b) de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común] y la segunda a la simple anulabilidad. La falta de competencia administrativo que
origina
un
vicio
del
acto
produce su invalidez. Pero la incompetencia a estos efectos puede ser incompetencia manifiesta o no manifiesta, dando lugar la primera a la nulidad de pleno derecho por tratarse de «actos dictados por órgano manifiestamente incompetente por razón de la materia y del territorio» [art. 62.1 b) de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común] y la segunda a la simple anulabilidad. Estas clases de incompetencia vienen a coincidir con la clasificación doctrinal de la incompetencia en absoluta y relativa, pudiendo afirmarse que la primera se origina por la falta de competencia material o territorial y la segunda por falta de competencia jerárquica. Así, por ejemplo, el acto de liquidación de un impuesto realizado por el Ministerio de Educación y Ciencia daría lugar a un supuesto de incompetencia manifiesta o absoluta por razón de la materia y, asimismo, si ese acto de liquidación, correspondiendo a la Delegación de Hacienda de Barcelona, se realiza por la de Sevilla, lo sería por razón de territorio; por el contrario, estaríamos en un supuesto de incompetencia relativa si un Director General adoptase una resolución que correspondiese al Ministro, ya que aquel acto podría ser convalidado por éste: «si el vicio consistiera en incompetencia no determinante de la nulidad, la convalidación podrá realizarse por el órgano competente cuando sea superior jerárquico del que dictó el acto viciado»(art. 67).
5.2. LA DISTRIBUCIÓN VERTICAL COMPETENCIAS: LA JERARQUÍA.
DE
La técnica más elemental, y tradicional, de distribución de las competencias en una organización es su reparto y adecuación al principio de jerarquía; es decir, con arreglo a un sistema de estructuración
escalonada, y normalmente piramidal, de los diversos órganos y en virtud del cual los del nivel superior mandan sobre los del inferior, cuya actividad dirigen y controlan para reducir a unidad y coordinar hacia un determinado fin la actividad del conjunto. El principio de jerarquía interorgánica está enunciado entre aquellos a que ha de ajustarse nuestra organización administrativa en los arts. 103.2 de la Constitución y 3 de la Ley 3071992, de Régimen Jurídico y Procedimiento Administrativo Común. Dos condiciones son necesarias para que pueda hablarse de jerarquía; primero, la existencia de una pluralidad de órganos con competencia material coincidente y escalonados en distintos niveles en el seno de la estructura organizativa; y, segundo, la garantía a través de un conjunto de poderes de la prevalencia de la voluntad del órgano de grado superior sobre el inferior, de modo que aquél pueda en cualquier asunto dirigir, controlar y, en su caso, sustituir la actividad del inferior, mediante la modificación o anulación de sus decisiones. De las facultades o poderes ínsitos en el poder jerárquico, y que normalmente le acompañan, se suele hacer la siguiente enumeración. a) El poder de impulso y dirección de la actividad de los órganos superiores sobre los inferiores a través de normas de carácter interno, como instrucciones o circulares. «Los órganos administrativos —dice el art.21 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común— podrán dirigir las
actividades de sus órganos jerárquicamente dependientes mediante instrucciones y órdenes de servicio. El incumplimiento de las instrucciones u órdenes de servicio no afecta por sí solo a la validez de los actos dictados por los órganos administrativos, sin perjuicio de la responsabilidad disciplinaria en que se pueda incurrir». b)El poder de inspección, de vigilancia o control sobre la actividad de los inferiores, ejercitable de oficio o a instancia o queja de parte interesada. c)La facultad de anular los actos de los inferiores a través de la resolución de un recurso de alzada (art. 114 de la Ley de Régimen Jurídico y del Procedimiento Administrativo Común). d) La facultad disciplinaria sobre los titulares de los órganos inferiores. e) La posibilidad de delegar las competencias en los órganos inferiores o, inversamente, la de avocar o resolver por ellos en determinados asuntos, todo ello en los casos permitidos por las leyes (arts. 13 y 14 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). f) El poder de resolver los conflictos de competencia entre los órganos inferiores (art. 20 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). Todos estos poderes se corresponden desde el punto de vista del órgano inferior con el deber de respeto, obediencia y acatamiento de las órdenes, derivados de su situación de subordinación, deber cuyo incumplimiento se castiga como falta disciplinaria muy grave de desobediencia al superior [art. 95.2.Í del Estatuto Básico del Empleo Público: «la desobediencia abierta a las órdenes o instrucciones de un superior, salvo que constituyan infracción manifiesta del Ordenamiento jurídico»]; incluso la desobediencia puede originar la comisión de un
delito por negativa al cumplimiento de las órdenes emitidas por una autoridad superior dentro de los términos de su competencia y revestido de las formalidades legales (art. 410 del Código Penal), lo que todavía adquiere mayor gravedad en el ámbito de la Administración militar. El principio de jerarquía, con la extraordinaria potencia de dominación que se deriva de su ejercicio a través de las técnicas expuestas, opera entre órganos que ejercen en distinto nivel la misma competencia dentro de la línea operativa. Pero no es aplicable en toda su virtualidad sobre órganos que, no obstante subordinados o inferiores, han sido creados con una cierta vocación de neutralidad en razón de que ejercen funciones consultivas o cuasi jurisdiccionales (como los Tribunales Económicoadministrativos, Juntas o Mesas de Contratación, o los Tribunales o Comisiones de concursos y oposiciones) o actividades técnicas muy especializadas. Si la razón de ser de estas formaciones burocráticas está justificada precisamente por la necesaria independencia o profesionalidad de su actuación, resulta obligado excluir algunos poderes de la jerarquía, como los de modificar o anular el contenido técnico de los actos del inferior. Por ello, se puede hablar en estos supuestos de una jerarquía debilitada o, como otros prefieren, de un simple poder de control que reduciría su función a la vigilancia externa de la actividad de estos órganos, pero sin posibilidad de predeterminar el contenido mismo de la actividad del órgano inferior (SANTAMARÍA). Pero, al margen de esta modalidad debilitada, lo cierto es que el principio mismo de jerarquía viene sufriendo un proceso de deterioro en todas las Administraciones modernas, tanto públicas como privadas. La dosis de autoritarismo que conlleva, la afirmación de otros principios, como la coordinación y la cooperación, la obsesión por el consenso y otros
factores culturales han creado un clima poco propicio para que se mantenga la tradicional eficacia de la jerarquía. A nivel de técnica jurídica, el principio de jerarquía resulta de difícil operatividad cuando se juridifica en exceso la distribución de competencias entre los distintos niveles de la organización y se proclama su inderogabilidad (art. 12 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). La intromisión del superior en las competencias del inferior puede resultar, en ese caso, inviable. Por otra parte, en la Administración tradicional se daba una sincronía casi perfecta entre la jerarquía de los órganos y la de los titulares o funcionarios que los servían, lo que reforzaba la eficacia del principio de jerarquía; pero en la actualidad esta correlación tiende a desaparecer al eliminarse, como ha ocurrido en la Administración española, las categorías personales de los funcionarios, que sólo subsisten claramente en la Administración militar, policial y diplomática. A todo esto hay que añadir la extrema debilidad del poder disciplinario, hoy de complejo ejercicio ante el desarrollo de las garantías procedimentales y judiciales y la presencia sindical, de todo lo cual se tratará en los capítulos sobre la función pública. Cuando se trata de relaciones entre administraciones territoriales autónomas de distinto nivel, la relación no es de jerarquía sino de supremacía. Justamente con esta expresión trata de explicarse hoy la relación entre Entes públicos autónomos, pero de diverso nivel, como la que se da entre el Estado y las Comunidades Autónomas, o del Estado y estas Comunidades en relación con las Entidades locales. El principio de autonomía que protege a los Entes inferiores frente al nivel territorial superior resulta incompatible con el sometimiento a
poderes jerárquicos, pero la autonomía está compensada por la situación de supremacía que se reconoce al nivel territorial superior para proteger la mayor entidad de los intereses generales que tiene la responsabilidad de gestionar. A esta situación se refiere el Tribunal Constitucional (Sentencia 4/1982, de 2 de febrero) al declarar que la Constitución coloca al Estado en una posición de superioridad sobre las Comunidades Autónomas, superioridad, sin embargo, no jerárquica. Y lo mismo cabe decir del Estado y de estas Comunidades con relación a las Entidades locales.
5.3 CENTRALIZACIÓN Y DESCENTRALIZACIÓN En sentido riguroso, la centralización es aquella forma de organización pública en la que una sola Administración, la del Estado, obviamente, asume la responsabilidad de satisfacer todas las necesidades de interés general y, consecuentemente, se atribuye todas las potestades y funciones necesarias para ello. A este efecto las divisiones del territorio no suponen la existencia de otros Entes públicos, sino que son simples circunscripciones de una misma Administración que sitúa en ellas a sus agentes periféricos, sujetos a la autoridad central por vínculos de jerarquía. En sentido menos radical y más conforme con la realidad administrativa francesa y de los países que, como España e Italia, siguieron el modelo de organización napoleónico, la centralización admite la existencia de colectividades locales (Municipios, Departamentos o Provincias), si bien es el Estado quien define e interpreta sus necesidades y quien efectivamente controla su actividad y servicios mediante técnicas incontestables, como el nombramiento y remoción de los titulares de sus órganos de gobierno y con el sometimiento de su actividad a rigurosas técnicas de tutela preventiva. Este modelo de Administración surge tras la Revolución Francesa, como la obra fundamental de Napoleón, que trasladó a la Administración civil la técnica centralizadora de la unidad de mando, típica de la organización militar. Sólo así fue posible controlar a los casi cuarenta
mil Municipios que surgieron con la Revolución, racionalizar la estructura territorial, asegurar la presencia del Estado en todo el territorio y, en definitiva, garantizar en toda la Nación el acceso igual de los ciudadanos a unos mismos y uniformes servicios públicos. En Italia ese modelo administrativo coadyuvó al proceso de unificación política de la península, y en España, y pese a las reacciones carlistas que lo combatieron a lo largo de todo el siglo XIX, sirvió a la creación de un Estado moderno que por haber sido centralizado pudo plantearse, en las Constituciones de 1931 y 1978, un proceso político de descentralización. No es extraño, pues, que en un contexto histórico como el del siglo XIX, donde lo esencial y urgente era asegurar la unidad nacional, la participación política, el respeto de los derechos y libertades proclamadas por la Revolución Francesa, la igualdad de los ciudadanos ante los servicios públicos y, consiguientemente, su uniformidad en todo el territorio, la centralización (cuyos orígenes en la izquierda jacobina son incontestables) fuera en el pasado siglo una señal inequívoca de progresismo político. Tampoco debe extrañar que los políticos y administrativistas decimonónicos vieran la centralización como la técnica organizativa más eficaz, la que permitía «la transmisión de las órdenes con la rapidez del fluido eléctrico» (CHAPTAL), y que se la magnificara con la equiparación a la más perfecta pieza mecánica de la época, el reloj, diciendo que en la centralización «todos los ramos y dependencias del servicio público ajustan unos con otros, y el Gobierno, impulsado por la centralización, mueve sus millares de brazos a un tiempo y compás, y por así decirlo maquinalmente, del mismo modo que cuando se ha dado la oscilación al péndulo de un reloj grande, el minutero marcha, la campana suena y las ruedas y encajes más finos giran con exactitud sobre los
ejes de diamante» (CORMENIN). Incluso en tiempos muy cercanos a los nuestros, como ha recordado MUÑOZ MACHADO, HAURIOU imputará a la centralización del Estado francés no sólo las victorias napoleónicas, sino también las conseguidas frente a Alemania en la Primera Guerra Mundial y, en tono menor, elogiará el centralismo porque permite la igualdad en el reparto de cargas y en el disfrute de unos mismos servicios públicos en todo el territorio nacional; la regularidad y moralidad de la Administración, gracias al principio de jerarquía; la neutralidad e imparcialidad en el sistema: la uniformidad en los procedimientos, la coordinación y concentración de asuntos, etcétera; y, en fin, el mismo autor elevará la centralización a la muy digna posición de haber sido también una condición de la existencia misma del régimen democrático. Incluso autores como GRISSEL, de regímenes tradicionalmente descentralizados por federalistas, como Suiza, reconocen hoy que «los administrados no sufren con la concentración de poder que la centralización comporta. Al contrario, el principio de igualdad resulta más respetado por los órganos centrales, sujetos a directrices uniformes, que por los agentes autónomos que se inspiran en puntos de vista particulares. Por lo demás, la contabilidad de ingresos y gastos en un solo presupuesto y las mismas cuentas facilitan el examen de la situación financiera del Estado» En un primer momento, el movimiento descentralizador persiguió imponer el principio electivo en las Corporaciones locales, una democratización, pues, de sus órganos, rompiendo en este punto la dependencia con el poder central en el nombramiento de los cargos municipales; en una segunda fase la descentralización presionará para asegurar un ámbito competencial propio y para soslayar las dependencias funcionales que comporta el sistema de tutelas y controles; una tercera fase se inicia en España con el Estado regional integrado de la Constitución de 1931 que continúa con la Constitución española de
1978. Esta última tiene una dimensión más política que administrativa, en cuanto sitúa el proceso centralizador con la creación de Comunidades o Regiones Autónomas en clave de federalismo político, que, en 2007, parece orientado, en España, con las reformas de los Estatutos de autonomía, por una peligrosa senda confederal. En definitiva, la descentralización puede describirse en los países latinos de influencia administrativa francesa como un proceso histórico de signo contrario a la centralización y que se inicia, prácticamente, cuando el proceso centralizador ha sido cumplido. Organizativamente en la autonomía que la descentralización supone se dan, cuando menos, los siguientes elementos: a) el Ente territorial tiene reconocido y garantizado un ámbito de competencias propias, y no sólo frente al Estado, sino también frente a Otros Entes territoriales superiores que se superponen en su territorio (así, el Municipio está no sólo descentralizado frente al Estado, sino también frente a la Provincia y a la Comunidad Autónoma); b) el Ente territorialmente descentralizado goza de personalidad jurídica independiente del Estado y de las otras colectividades territoriales más amplias en las que está englobado y está protegido por el principio de autonomía política; c) los titulares de sus órganos de gobierno son distintos e independientes, en cuanto son elegidos por los miembros de la respectiva comunidad, de los órganos de gobierno de las colectividades territoriales superiores o más amplias; d) el Estado o las colectividades locales
superiores no controlan directamente la actividad de los Entes territoriales menores, rasgo propio de la relación de jerarquía, trasladándose el peso de la vigilancia a la ineficaz técnica de la impugnación judicial de los actos de los Entes inferiores. Como ventaja sobresaliente de la descentralización se ha señalado con reiteración la de acercar los niveles de decisión a los administrados y la de conjurar las disfunciones del centralismo, que produce, en frase de LAMEN-NAIS, «apoplejía en el centro y parálisis en las extremidades». Pero para los críticos de la descentralización, sobre todo cuando pasa determinados límites multiplicando los niveles autónomos de Administración territorial o haciendo imposible todo control eficaz del Estado sobre aquéllas, como ya está ocurriendo en los países latinos antes centralizados, no son menos graves sus inconvenientes: la reduplicación de competencias y acciones sobre las mismas materias, el crecimiento de los costes del sector público, el peligro de cantonalismo y desgobierno son riesgos y males presentes en todo proceso y sistema descentralizado. En este sentido se han señalado como factores negativos del proceso de descentralización — aparte de la complejidad sobre algunas tareas que se resisten a ser divididas para su gestión descentralizada, como la planificación económica y la organización de los grandes servicios sociales— los siguientes: a) Las dificultades financieras originadas porque el mismo individuo es, a la vez, contribuyente del Estado, de las Regiones y Entidades locales. Si los niveles de descentralización territorial se aumentan —como
ha ocurrido con la creación de Regiones y de las Comunidades Autónomas, e incluso de posibles Comarcas, sin reducir otras instancias territoriales, como la Provincia— se originan graves déficit de financiación. Entonces, o bien el Estado decide soberanamente qué ingresos cede a las otras Administraciones territoriales, y qué tipo de servicios deben atender éstas con los correspondientes recursos, o bien se tiende a una descentralización fiscal que permita a las colectividades locales establecer tributos propios o tipos o recargos diversos de los que establezca el Estado sobre los mismos impuestos, en cuyo caso se produce un aumento de la presión tributaria y se consagra la desigualdad fiscal entre las circunscripciones territoriales y, en consecuencia, entre los ciudadanos. b) La inadaptación de las estructuras sobre las que ha operado la descentralización, caracterizadas en los países latinos por el minifundismo municipal (36.000 municipios en Francia, más de 8.100 en España). La racionalidad exigía que la descentralización hubiera sido precedida por procesos de fusión y reducción de los Municipios para crear organizaciones menos numerosas, pero con mayor territorio, mayor población y, por consiguiente, con dimensiones más óptimas para la gestión de servicios locales y estímulo a la participación ciudadana. c) El escaso entusiasmo que en la actualidad despierta la descentralización entre la población, salvo en los militantes de los partidos
políticos que ven aumentados exponencialmente los cargos públicos. Una indiferencia popular que es consecuencia directa de la desaparición de los particularismos locales, arruinados, primero, por los traslados masivos de población provocados por la industrialización y el turismo y por una oferta cultural planetaria, globalizada, que exhiben los medios de comunicación de cualquier Estado, comunidad o región. Justamente la descentralización llega cuando las diferencias culturales entre regiones han sido ya arrasadas y convertidas en folclore subvencionado, y cuando el apego a la propia tierra, fundamento de la descentralización, ha cedido el puesto a esquemas de vida de gran movilidad y a una cultura mediática que se impone a todos por igual. Todo lo cual repercute sobre una ciudadanía que no tiene tiempo, ni humor, ni interés en preocuparse de los asuntos locales, ni de recuperar y solazarse con su supuesta peculiar cultura. 5.4. DESCENTRALIZACIÓN FUNCIONAL En contraste con la descentralización territorial, la funcional o institucional, llamada también descentralización ficticia o descentralización por servicios, no plantea problema político alguno de reparto o distribución del poder político en el seno del Estado o de su territorio, pues su finalidad es, únicamente, la de otorgar una mayor libertad de gestión a los responsables de un servicio público o actividad administrativa, pero reteniendo el ente matriz descentralizador una extensa panoplia de mecanismos de control. En origen, se trata de un modo de organización interna del Estado centralizado consistente esencialmente en el reconocimiento de la personalidad administrativa y financiera de un servicio o actividad pública. Así, mediante la creación de entes auxiliares distintos de él (que reciben muy diversas y cambiantes denominaciones, tales como Establecimientos Públicos, Organismos
Autónomos, Entidades Públicas Empresariales, Fundaciones Públicas), y que forman una suerte de federalismo técnico, el Estado puede transformar su estructura ministerial en controladora, liberándose de la responsabilidad de la prestación directa de los servicios. Esta técnica, de la que existen notables precedentes en siglos anteriores, como se verá en el capítulo de la Administración institucional, comenzó a desarrollarse más intensamente en el siglo pasado. La descentralización funcional es profusamente utilizada por todas las Administraciones (estatal, autonómica y local) creando en su ámbito organizaciones específicas, revestidas formal y jurídicamente de apariencia autónoma, dotadas de personalidad jurídica distinta del Ente territorial matriz. En el último medio siglo, la descentralización, además de actuarse con formas jurídico públicas, se ha desarrollado utilizando figuras orgánicas de Derecho privado, la sociedad mercantil y las fundaciones, originándose a través de estas últimas el fenómeno (denunciado en el capítulo primero del tomo I) de la huida de las Administraciones Públicas al Derecho privado. Dentro de la descentralización funcional se aprecian diversos grados de dependencia entre el Ente matriz territorial y el Ente personificado instrumental. Puede darse una casi total identidad entre el Ente matriz y el institucional cuando, como ocurre habitualmente en nuestra Administración, el personal directivo de uno y otro es el mismo (por ejemplo, si los Ministros y Directores Generales actúan de Presidentes y Consejeros de los órganos directivos del Ente institucional o de los Consejos de Administración o Patronato si se trata de sociedades o fundaciones). La relación es también muy estrecha, prácticamente igual a la jerárquica, cuando el personal directivo del organismo personificado, es nombrado y revocado libremente por la instancia directiva del Ente territorial, asegurándose de esta forma su total subordinación. Pero cabe también que el servicio
personificado goce de una cierta autonomía si su personal directivo es designado a través de un mecanismo electoral entre los miembros de un grupo social (caso de la Administración corporativa), o de los funcionarios y usuarios del servicio público que se trata de descentralizar (caso de las Universidades), según se estudiará con detalle en los capítulos correspondientes a la Administración especializada o institucional y a las Administraciones llamadas independientes.
5.5. LA DESCONCENTRACIÓN El fenómeno y el concepto de la desconcentración aparece más tardíamente que los de descentralización territorial y funcional y con él se designa la transferencia por norma expresa de la titularidad de las competencias de un órgano superior a otro inferior dentro de un mismo Ente público. Como la finalidad de la desconcentración es sencillamente descongestionar el trabajo de los órganos superiores trasvasando parte de sus competencias a otros inferiores, sean centrales o periféricos, se provoca, obviamente, una pérdida de poder y competencias de aquéllos, ya que esa cesión de competencias es definitiva. El concepto y la técnica de la desconcentración se introducen en nuestra Administración рor la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957, cuya Exposición de Motivos lamentaba «la excesiva acumulación de funciones en los órganos superiores de la Administración, lo que ha hecho que se vean obligados a adoptar decisiones [...] que pueden ser atribuidas a órganos subordinados». Esta situación aconsejaba «el traspaso de competencias de unos a otros [...]en beneficio tanto de la Administración Pública como de los particulares». Asimismo, la disposición
adicional segunda cifraba los objetivos de una política desconcentradora en «acelerar los procedimientos, conceder a órganos inferiores centrales y delegados provinciales o locales la potestad de resolver definitivamente en vía administrativa, y con el fin de reducir la materia propia de la competencia de los órganos superiores». La desconcentración puede operar en cualesquiera Administraciones, tanto territoriales como institucionales, siempre que se dé una ordenación jerárquica que permita ese trasvase de competencias con carácter permanente de competencias de un órgano superior a otro inferior. La desconcentración, a pesar de haber sido considerada como técnica de menor significación, algo así como el pariente pobre de la descentralización, cuando no un sucedáneo autoritario y centralista de ésta, tiene, como se ha observado con extraordinaria agudeza, una virtualidad política muy notable, pues si en apariencia no pasa de ser una técnica de distribución más racional de las competencias entre órganos, descongestionando los superiores y acercando al mismo tiempo la Administración a los administrados, por otra parte, sus consecuencias políticas pueden llegar a ser trascendentales. Y esto sucede por cuanto el desplazamiento en sentido descendente de las potestades públicas supone la traslación de éstas desde los titulares de los cargos de nombramiento político (Ministros, Subsecretarios, Directores Generales) a los componentes de la burocracia profesional, los funcionarios. La desconcentración puede, pues, suponer algo más que un simple reajuste normativo de las competencias y entrañar también un cambio cuantitativo del origen y status de las personas que han de desempeñar las competencias objeto de la misma (SANTAMARÍA PASTOR). La vigente Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común ha recogido la técnica de
desconcentración sin definirla ni regularla, remitiéndose a las normas que la prevean: «La titularidad y el ejercicio de las competencias atribuidas a los órganos administrativos podrán ser desconcentradas en otros jerárquicamente dependientes de aquellos en los términos y con los requisitos que prevean las normas de atribución de competencias» (art. 12.2). No debe confundirse la desconcentración que se hace en función de normas que establecen una nueva reordenación de las competencias en favor de otros órganos del mismo Ente y de manera estable, y que se impone a la voluntad tanto del órgano superior como del inferior, con la delegación interorgánica, que, como se verá en el epígrafe siguiente, tiene carácter episódico y que se lleva a cabo por decisión del órgano superior, que puede revocarla en cualquier momento.
TEMA V. LOS PRINCIPIOS GENERALES DE LA ORGANIZACIÓN ADMINISTRATIVA (Y 2) 1.LAS TRANSFERENCIAS DE COMPETENCIAS ENTRE ENTES PÚBLICOS TERRITORIALES. Las relaciones competenciales entre las Administraciones territoriales (Administración del Estado. Comunidades Autónomas y Entes locales) que articulan en torno a técnicas parecidas, pero no coincidentes a las ya estudiadas entre los órganos y entes de una misma Administración.
1.1 LA DELEGACIÓN INTERSUBJETIVA. Un primer supuesto de transferencia del ejercicio de competencias entre Entes públicos territoriales lo
constituye la delegación intersubjetiva, caracterizada por el acuerdo entre un Ente territorial superior y otro inferior para el ejercicio por éste de las competencias de aquél. Un supuesto típico es el previsto en el art. 27 de la Ley de Bases de Régimen Local, de delegación de competencias estatales, autonómicas o de otras Entidades locales superiores a los Municipios y que requiere para su efectividad «la aceptación por el Municipio interesado» y la previa consulta o informe de la Comunidad Autónoma si se delegan servicios estatales Precisamente porque la delegación exige un acuerdo libre entre delegante y delegado —lo que parece ineludible tratándose de Entes territoriales— no es una delegación la que este mismo precepto contempla y que consiste en una traslación de competencias impuesta obligatoriamente por ley, estatal o autonómica, y que plantea la cuestión de si esa posibilidad es contraria o no a la autonomía local. Tampoco resulta un claro supuesto de delegación de competencias el que, a tenor del art. 150.2 de la Constitución, puede actuar el Estado en favor de las Comunidades Autónomas y que no parece necesitar el consentimiento de éstas: «El Estado podrá transferir o delegar en las Comunidades Autónomas, mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materias de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación. La Ley preverá en cada caso la correspondiente transferencia de medios financieros, así como las formas de control que se reserve al Estado». La verdadera delegación, además del acuerdo entre delegante y delegado o norma imperativa en el caso de la falsa delegación, se sujeta a las siguientes reglas en la Ley de Bases de Régimen Local: a) Que recaiga en materias que afecten a los intereses propios de la Provincia o el Municipio, siempre que con ello se mejore la eficacia de la gestión pública y se alcance una mayor participación ciudadana, determinando la disposición o el acuerdo de delegación: el alcance, contenido, condiciones y duración de ésta, así como el control que se reserve la Administración delegante y los medios personales, materiales y económicos que ésta transfiera.
b)Que las competencias delegadas se ejerzan con arreglo a la legislación del Estado o de las Comunidades Autónomas correspondientes o, en su caso, la reglamentación aprobada por la Entidad local delegante. c) Que la Administración delegante pueda dirigir y controlar el ejercido de los servicios delegados, emanar instrucciones técnicas de carácter general y recabar, en cualquier momento, información sobre la gestión municipal, así como enviar comisionados y formular requerimientos para la imanación de las deficiencias observadas en caso de incumplimiento de IB directrices, denegación de las informaciones solicitadas o inobservancia de los requerimientos formulados. d) Que la Administración delegante pueda revocar la delegación o ejecutar por sí misma la competencia delegada en sustitución del Municipio, y que los actos de éste podrán ser recurridos ante los órganos competentes de la Administración delegante (arts. 27 y 37).
1.2. GESTIÓN FORZOSA Y ENCOMIENDA DE GESTIÓN La gestión forzosa supone que un Ente territorial inferior gestiona obligatoriamente servicios de otro superior, que, no obstante, mantiene la titularidad de la competencia. Esta figura, que tiene en nuestro Derecho el conocido precedente de los Municipios ocupándose del reclutamiento del servicio militar (negociado de quintas), es conocida como «préstamo de órganos» (Alemania) o con el término awalersi (Italia, esto es, utilizar o valerse de otro ente) o como «gestión ordinaria» (Santamaría Pastor).
Pero lo que realmente singulariza a esta figura y la distingue de la delegación intersubjetiva que acabamos de estudiar es, precisamente, el dato de la obligatoriedad, de forma tal que el Ente inferior no puede resistir su colaboración, que se le impone, no por un acuerdo con el superior autorizado por la ley, sino por la ley misma. El Ente superior, Estado o Comunidad Autónoma actúa, pues, de forma unilateral utilizando la fuerza irresistible de su poder de dictar normas con fuerza de ley. En esta figura cabe, pues, encajar todos los supuestos antes referidos de transferencia o falsa delegación por faltar en ellos el dato de la voluntariedad de la aceptación del Ente inferior. Y es precisamente esta carencia lo que permite dudar de la constitucionalidad de esta técnica como contraria al principio de autonomía que protege a las Corporaciones locales convertidas por una ley estatal o autonómica en gestoras forzosas de servicios de titularidad estatal o autonómica, lo que aboca a una clara relación de subordinación jerárquica del Estado o de la respectiva Comunidad. Efectivamente, una clara relación de jerarquía se establece entre el Estado o la Comunidad Autónoma y la Corporación local si a aquél o a aquéllas se le atribuyen, además de los poderes propios de la delegación, facultades de dirección, de impartir instrucciones generales y órdenes particulares que implican sujeción plena, y asimismo la facultad de promover la revisión de oficio de los actos del Ente gestor. Respecto de la materia transferida, la Corporación local quedaría, pues, sumida en situación de subordinación absoluta, situación cuya conciliabilidad con el principio de autonomía nadie ha explicado. Políticamente, la inclusión de la figura de la gestión forzosa en la Ley 12/1983, de 14 de octubre, del Proceso
Autonómico (art. 5), y en la nueva legislación local, a imponer por ley en ambos casos, se explica por la conveniencia de evitar que la creación de las Comunidades Autónomas, sin la supresión de las Diputaciones Provinciales ni de los órganos periféricos de la Administración del Estado, llevase a una excesiva proliferación de organismos sobre un mismo territorio. Se trata de abaratar costes en la gestión de las Administraciones Públicas, finalidad sin duda loable. Sin embargo, aparte de la difícil articulación de la figura de la gestión forzosa con el principio de autonomía provincial y municipal, es una técnica que parece abocada al fracaso, por pretender sustituir la voluntaria colaboración, que la delegación intersubjetiva comporta, por la obligatoriedad que la transferencia forzosa supone; pero sin garantías adecuadas para su cumplimiento cuando el inferior no cumple adecuadamente con sus cometidos, pues poco o nada puede hacer el ente superior para imponerla coactivamente, como no sea la derogación misma de la gestión forzosa. Por ello, la regulación conjunta de la figura de la delegación intersubjetiva y de la gestión forzosa es un error técnico en que ha incurrido la legislación autonómica y local, salvo que la confusión entre una y otra haya sido buscada de propósito para encubrir con el gato blanco de la delegación, plenamente constitucional, el gato negro, dudosamente constitucional, de la gestión forzosa. En cuanto a la encomienda de gestión, la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común la justifica para aquellos supuestos en que, «por razones de eficacia o cuando no se posean los medios técnicos idóneos para su desempeño», sea
conveniente encargar a distinta Administración la «realización de actividades de carácter material, técnico o de servicios de la competencia de los órganos administrativos o de las Entidades de Derecho público» (art.15). La encomienda de gestión, como ya vimos a propósito de esta figura cuando opera dentro de una misma Administración, no supone cesión de la titularidad de la competencia, ni de los elementos sustantivos de su ejercicio, siendo responsabilidad del órgano o entidad encomendante el dictado de cuantos actos o resoluciones de carácter jurídico den soporte o en los que se integre la concreta actividad material de la encomienda. Debe notarse, asimismo, que la encomienda de gestión puede darse también de una Administración inferior, que puede actuar de encomendante (Ente local) a otra superior (Comunidad Autónoma o Estado), que actuaría de gestora material del servicio. Pero, sobre todo, y en tercer lugar, la Ley aclara definitivamente el carácter voluntario de esta técnica cuando la encomienda de gestión se realice entre órganos y Entidades de distintas Administraciones, al exigirse la firma del correspondiente convenio. Si la encomienda de gestión no es posible imponerla, ni siquiera por Ley, como dijimos, entre distintas Administraciones territoriales plenamente autónomas se salva este escollo, exigiendo que se cierre un convenio entre ellas. Sin embargo, e incomprensiblemente, se exceptúa de la necesidad del convenio los supuestos de gestión ordinaria de los servicios de las Comunidades Autónomas por las Diputaciones Provinciales o, en su caso, Cabildos Insulares, que se regirá por la legislación de régimen local (art. 15.4 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). ¿Es que acaso los redactores de esta Ley estimaron que la autonomía local no cubre la de los Entes provinciales, y que, en consecuencia, éstos no tienen que prestar ningún consentimiento equiparándose a estos efectos en puros
órganos materiales ejecutivos Comunidad Autónoma?
de
la
correspondiente
1.3. LA AVOCACIÓN INTERSUBJETIVA, SUSTITUCIÓN O SUBROGACIÓN. Por avocación intersubjetiva se entiende el desapoderamiento que en su favor hace una Administración territorial superior del ejercicio de la competencia sobre un determinado asunto y cuya titularidad corresponde a un Ente inferior. Se trata, como dijimos a propósito de la avocación entre órganos de una misma Administración, de un fenómeno inverso al de la delegación y gestión forzosa antes estudiados. La práctica de las avocaciones entre poderes fue muy frecuente en el Antiguo Régimen. Se empleó en Francia, sobre todo por la Administración Real, para impedir que los Parlamentos judiciales conocieran de asuntos en que aquélla o los funcionarios reales resultaban implicados. Su abuso motivó, en parte, la rigidez con que se configuró el principio de separación de poderes y, en general, la prohibición de toda suerte de avocaciones en el moderno constitucionalismo (art. 243 de la Constitución de Cádiz: «Ni las Cortes ni el Rey podrán ejercer en ningún caso las funciones judiciales, avocar causas pendientes ni mandar abrir los juicios fenecidos»). En la legislación local de 1955 se había previsto, asimismo, la subrogación del Estado en el conocimiento de asuntos locales, incluso con sustitución de los órganos municipales, por otros de nombramiento estatal, en supuestos de gestión gravemente dañosa para los intereses generales de la respectiva Entidad local, o en casos de desatención de las obligaciones sanitarias. Esta subrogación se sometía al cumplimiento previo de ciertos requisitos formales, como la audiencia de las Entidades interesadas y la emisión de determinados informes técnicos
(arts. 422, 426 y 428 del Texto articulado de la Ley de Régimen Local de 1955). Tras la Constitución de 1978, la avocación entre Entes públicos territoriales o avocación intersubjetiva (equiparable a lo que otros llaman sustitución o subrogación, porque efectivamente el Ente superior sustituye y se subroga unilateralmente en las competencias del inferior), resulta difícilmente conciliable con la enfática proclamación de la autonomía de las Comunidades Autónomas y de las Corporaciones locales. No obstante, supuestos comparables a la avocación entre las administraciones territoriales, en su concepción más moderna y actualizada de la sustitución o subrogación, es decir, por causas justificadas y con elementales garantías formales, se han recogido en la propia Constitución y en la Ley de Bases de Régimen Local. El art 155 de la Constitución contempla, en efecto, la posibilidad de que el Estado avoque competencias de las Comunidades Autónomas y convierta a sus autoridades en órganos que cumplen instrucciones estatales, así como otras medidas que aseguren el cumplimiento forzoso de las obligaciones que la Constitución u otras leyes impongan a las Comunidades, o para impedir que éstas atenten al interés general. Esta grave medida de desapoderamiento de las competencias de las Comunidades Autónomas sólo puede ser acordada por el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación de la mayoría absoluta del Senado. La avocación o sustitución en el ejercicio de las competencias de las Corporaciones locales por el Estado o las Comunidades Autónomas puede tener lugar cuando aquéllas incumplieren las obligaciones impuestas directamente por la Ley de forma
tal que el incumplimiento afectara al ejercicio de competencias de la Administración del Estado o de la Comunidad Autónoma, y cuya cobertura económica estuviere legal o presupuestariamente garantizada. En este supuesto deberá recordarse a la Corporación local el necesario cumplimiento de sus obligaciones, concediéndole al efecto el plazo que sea necesario. Si transcurrido dicho plazo, nunca inferior a un mes, el incumplimiento persistiera, se procederá a adoptar las medidas necesarias para el cumplimiento de la obligación a costa y en sustitución de la Entidad local (art. 60 de la Ley de Bases de Régimen Local).
2.TRANSFERENCIA DE COMPETENCIAS ENTRE ÓRGANOS DE UN ENTE PÚBLICO. La transferencia de competencias se produce entre los órganos de un mismo Ente público como un mecanismo normal dentro de una estructura jerarquizada, en la que la jerarquía presupone, en principio, las facultades del órgano superior de trasladar al inferior el ejercicio de las competencias que le son propias (delegación) o la de recabar para sí las que corresponden al órgano inferior (avocación). Sin embargo, dichas transferencias de competencias interorgánicas dejaron de ser posibles en base exclusiva al poder jerárquico del órgano superior, como era habitual en las organizaciones tradicionales y ocurre normalmente en las organizaciones privadas. Y así fue porque el principio de irrenunciabilidad y de especialidad en el ejercicio de las competencias, que proclamó el art. 4 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, exigió para cada delegación una autorización legal, lo que criticamos en
ediciones anteriores de esta obra, dado que la distribución de competencias se efectuaba de ordinario en normas reglamentarias. Ahora la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, al prescribir que la delegación y avocación son posibles cuando se efectúen «en los términos previstos en ésta u otras leyes», reintroduce de nuevo, como veremos, el poder de delegación entre los poderes jerárquicos sin necesidad de una habilitación legal expresa caso por caso (art. 12.1).
2.1 LA DELEGACIÓN INTERORGÁNICA. La delegación de competencias permite a un órgano, el delegado, que ejerza por encargo las competencias de otro, delegante, sin que por ello se altere el sistema objetivo de distribución de competencias, como ocurre en la desconcentración. La Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957, hoy derogada, reguló un supuesto especial de delegación de competencias de los Ministros en los órganos inferiores de su Ministerio. Estas competencias no podían, a su vez, delegarse; y las resoluciones dictadas por delegación se consideraban emanadas de la autoridad delegante. Esta delegación se sometió a dos formalismos: la publicación del acuerdo de delegación en el Boletín Oficial del Estado y la exigencia de que en los acuerdos del órgano delegado haciendo uso de delegación constase que se efectuaba «por delegación» (arts. 22 y 23). Por su parte, la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 generalizó esta regulación exigiendo la previsión legal de la facultad de delegar y prohibiendo delegar la facultad
de resolver recursos de alzada o revisión contra actos dictados por una autoridad a la que se han conferido facultades delegadas (arts. 4 y 118) La obligación de aceptar la delegación puede entenderse como uno de los deberes implícitos en la relación de jerarquía y que, por consiguiente, ha de soportar el órgano inferior cuando la acuerde el superior. Sin embargo, el inferior puede rechazar la delegación de materias que el superior ejerce, a su vez, por delegación (delegatus delegare non potest) o cuando «el superior trate de delegar su competencia en un asunto en que haya emitido con anterioridad dictamen preceptivo». Además, son indelegables las siguientes materias (art. 13.2): La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común ha flexibilizado de forma notable el régimen de la delegación (art. 12). Por de pronto, la habilitación legal ya no precisa de una ley especial que prevea la concreta delegación, sino que se refiere a los términos previstos en ésta u otras leyes. Por otra parte, la Ley, en su redacción inicial de 1992, admitía genéricamente la delegación cuando existieran circunstancias de índole técnica, económica, social, jurídica o territorial que lo hicieran conveniente; pero esta mención ha desaparecido con la Ley 4/1999, que modifica parcialmente la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, “por lo que ahora es posible la delegación sin especificar en qué circunstancias se justifica” (art. 13). De otro lado, se ha ampliado el ámbito subjetivo de la delegación más allá del estricto campo
de la relación de jerarquía, pues la delegación puede hacerse en favor de órganos que no sean jerárquicamente dependientes. Es más, la Ley 4/1999 permite la delegación en Entidades de Derecho público vinculadas y dependientes, lo que viene a acentuar su carácter subordinado o dependiente del Ente matriz (art. 13.1). a) Los asuntos que se refieran a relaciones con la Jefatura del Estado, Presidencia del Gobierno de la Nación, Cortes Generales, Presidencias de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas y Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas. b) La adopción de disposiciones de carácter general. c)La resolución de recursos en los órganos administrativos que hayan dictado los actos objeto del recurso [art. I3.2.c)]. La Ley 50/1997, del Gobierno, regula específicamente la delegación de competencias en el seno de aquél. Así, 1. Pueden delegar el ejercicio de competencias propias: a) El Presidente en favor del Vicepresidente o Vicepresidentes y de los Ministros, b) Los Ministros en favor de los Secretarios de Estado dependientes de ellos, de los Delegados del Gobierno en Comunidades Autónomas y de los órganos directivos del Ministerio. [Determinación semejante a la contenida en el art. \2.h) de la LOFAGE.] 2. Asimismo son delegables las funciones administrativas del Consejo de Ministros en las Comisiones Delegadas del Gobierno. 3. Sin embargo, no pueden en ningún caso delegarse las siguientes competencias: a) Las atribuidas directamente por la Constitución, b) Las relativas al nombramiento y separación de los altos cargos atribuidas al Consejo de Ministros, c) Las atribuidas a los órganos colegiados del Gobierno,
excepto las del Consejo de Ministros en las Comisiones Delegadas del Gobierno, d) Las atribuidas por una ley que prohiba expresamente la delegación (art. 20). Las formalidades requeridas para la validez de las delegaciones son las siguientes: primero, que la delegación se publique en un periódico oficial: «en el Boletín Oficial del Estado, en el de la Comunidad Autónoma o en el de la Provincia, según la Administración a que pertenezca el órgano delegante, y el ámbito territorial de competencia de éste»; segundo, que las resoluciones administrativas que se adopten por delegación indiquen expresamente esta circunstancia; tercero, que cuando se trata de delegación de competencias entre órganos colegiados, «la delegación de competencias para cuyo ejercicio ordinario se requiere un quorum especial deberá adoptarse observando, en todo caso, dicho quorum». La valoración de la infracción de estas normas y sus consecuencias sobre la validez y eficacia de los actos del delegado tomados por delegación no puede ser la misma. La infracción de las normas sobre los límites materiales de la delegación provoca que el acto del delegado carezca de competencia, siendo inválido por esta razón. La infracción de la norma de publicidad del acto de delegación puede considerarse un requisito ad solemnitatem, que origina la invalidez de aquélla; sin embargo, la falta de consignación en el acto adoptado por delegación de la mención de que ha sido dictado por delegación no parece que pueda afectar a la validez del mismo. En cuanto a los efectos de la delegación, además de que el órgano delegante no podrá ejercer la competencia
delegada en tanto no la revoque, la Ley es clara y consecuente con la naturaleza de ésta: «las resoluciones administrativas que se adopten por delegación [...] se considerarán dictadas por el órgano delegante». Congruentemente con su carácter dispositivo, la delegación termina por «revocación en cualquier momento del órgano que la haya conferido», y, aunque la Ley no lo dice, parece que esa revocación debe acompañarse del mismo requisito de la publicidad en los correspondientes Boletines Oficiales. «En el ámbito de la Administración Local el sistema de delegaciones entre los órganos necesarios es el establecido en la Ley de las Bases del Régimen Local. El Pleno puede delegar sus competencias en el Alcalde y en la Junta de Gobierno Local salvo las enunciadas en el apartado 2, párrafos a), b) c), e), f), g), h), i), l) y p), y en el apartado 3 de este art. 22.4. El Alcalde puede delegar sus competencias en la Junta de Gobierno Local [art. 23.2.b)] o en sus miembros, y donde ésta no exista, en los Tenientes de Alcalde,sin perjuicio de las delegaciones especiales que, para cometidos específicos, pueda realizar en favor de cualesquiera Concejales, aunque no pertenecieran a aquélla (art 23.4). Siendo indelegables las de convocar y presidir las sesiones del Pleno y de la Junta de Gobierno local, decidir los empates con el coto de calidad, la concertación de las operaciones de crédito, la jefatura superior de todo el personal, la separación del servicio de los funcionarios y el despido del personal laboral, y las enunciadas en los párrafos a), e), j), k), l) y m) del apartado 1 de este artículo. No obstante, son delegables en la Junta de Gobierno Local el ejercicio de las del apartado j) (art 21.3)».
El Pleno de la Diputación puede delegar en el Presidente y en la Comisión de Gobierno salvo las en el número 2, letras a), b), c), d), e), f), h) y ñ), y el número 3 de este artículo. El Presidente puede delegar en la Junta de Gobierno, art 34.2 con las excepciones que señala. Además de lo previsto en el art. 35.3».
2.2DELEGACIÓN DE FIRMA, SUPLENCIA ENCOMIENDA DE GESTIÓN INTERORGANICA.
Y
La delegación interorgánica, en los términos expuestos, debe distinguirse de otras técnicas parecidas, pero de efectos más limitados como son «la encomienda de gestión, la delegación de firma y la suplencia, que no suponen alteración de la titularidad de la competencia, aunque si de los elementos determinantes de su ejercicio que en cada caso se prevén» (art. 12.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común).
Comenzando por esta última, diremos que la suplencia tiene lugar cuando por razones de vacante, enfermedad o ausencia, vacaciones, etcétera, todas ellas circunstancias temporales, se produce una simple sucesión transitoria en la titularidad de un órgano, sin traslación de competencias de un órgano a otro (únicamente es el titular el que se desplaza). En la suplencia la competencia se ejercerá por quien designe el titular del órgano suplido, pero si no lo hace, la competencia del órgano administrativo se ejercerá por quien designe el órgano administrativo inmediato de quien dependa. La suplencia no implicará, como se dijo, alteración de la competencia (art. 17). La delegación de firma es una delegación que se contrae a ésta. Es necesario que entre el delegante y el delegado se dé una relación de jerarquía o al menos de dependencia, tal y como se deduce del tenor literal del art. 16: «los titulares de los órganos administrativos podrán, en materia de su propia competencia, delegar la firma de sus resoluciones y actos administrativos a los titulares de órganos o unidades administrativas que de ellos dependan». A la delegación de firma le afectan los mismos límites materiales de la delegación antes expuestos y además el de que no es posible para adoptar resoluciones de carácter sancionador. Tampoco la delegación de firma «alterará la competencia del órgano delegante» y, congruentemente, con este limitado efecto no es necesaria la publicación del acuerdo de delegación de firma. Formalmente, en las resoluciones que se dicten con delegación de firma se hará constar la autoridad de procedencia (art. 16). Los efectos de la encomienda de gestión a órganos administrativos o Entidades de Derecho público pertenecientes a la misma Administración consiste, como cuando se trata de distintas Administraciones, que después estudiaremos, en atribuir «por razones de eficacia o cuando no se posean los medios técnicos idóneos para su desempeño» a otros órganos de la misma Administración o Entidades propias de ésta la «realización de
actividades de carácter material, técnico o de servicios de la competencia de los órganos administrativos o de las Entidades de Derecho público» (art. 15). La encomienda no supone cesión de la titularidad de la competencia ni de los elementos sustantivos de su ejercicio, siendo responsabilidad del órgano o entidad encomendante el dictado de cuantos actos o resoluciones de carácter jurídico den soporte o en los que se integre la concreta actividad material de la encomienda. La extensión de la técnica de la encomienda de gestión a las relaciones entre órganos o Entidades de una misma Administración es una evidente exageración normativa, dado que al estar ante un supuesto de colaboración interna dentro de una misma Administración, se debiera imponer cuando sea necesario desde los poderes de la jerarquía con toda naturalidad, sin necesidad de acuerdo entre los órganos o Entidades ni requisito alguno de publicidad, pues no se alteran las competencias jurídicas de los órganos.
2.3 LA AVOCACIÓN. La Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 consideraba a la avocación como una técnica de signo y dirección contraría a la delegación: el superior por disposición legal se hace cargo de las competencias del inferior. Pero la Ley del Suelo de 1956 partía de otro concepto de la avocación, que no implicaba la asunción de competencias del inferior, sino la posibilidad de resolver por sí mismo y sustraer del inferior el conocimiento de determinados asuntos (art. 196 de la Ley del Suelo de 1956: «cualquier organismo superior podrá recabar el conocimiento de asunto que competa a los inferiores jerárquicos y revisar la actuación de éstos») Esta concepción de la avocación como asunción de la competencia
asunto por asunto, tiro a tiro, es la que ha terminado por prevalecer en La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común: «los órganos superiores podrán avocar para si el conocimiento de un asunto cuya resolución corresponda ordinariamente o por delegación a sus órganos administrativos inferiores, cuando circunstancias de Índole técnica, económica y social, jurídica o territorial lo hagan conveniente» (art. 14) Evidentemente, la avocación refuerza los poderes de la clase política frente a la funcionarial, dada la amplitud de la cláusula habilitante para acordar la avocación de un asunto determinado, que es la misma que permite la delegación. El riesgo que comporta esta forma de concebir la avocación es evidente: la desigualdad de trato entre los administrados, porque determinados asuntos, los que en definitiva discrecionalmente se elijan por el órgano superior, normalmente el órgano de nombramiento político, son resueltos por un titular o persona distinta que los restantes procedimientos que permanecen en la esfera ordinaria de resolución del órgano inferior competente por razón de la jerarquía. El precepto transcrito exige por ello que la avocación se realice mediante acuerdo motivado que deberá ser notificado a los interesados en el procedimiento, si los hubiere, con anterioridad a la resolución final que se dicte. Como una cautela menor se ha impuesto para los supuestos de avocación que tengan lugar en la Administración del Estado la obligación del órgano avocante de poner en conocimiento de su superior jerárquico el
ejercicio de la avocación (disposición decimotercera de la Ley 6/1997. L0-FAGE).
adicional
En cuanto a los efectos de la avocación, ha de entenderse que el superior actúa la competencia asumida como propia, por lo que contra la decisión en el asunto objeto de la avocación proceden únicamente los recursos que normalmente se admiten contra los actos del órgano avocante. Asimismo, los efectos de la avocación se extinguen al adoptar el órgano superior la resolución correspondiente en el expediente en que aquélla se hubiera producido.
3. EL CONFLICTO DE COMPETENCIAS 3.1 EVOLUCIÓN DEL SISTEMA DE CONFLICTOS. Las discrepancias sobre la titularidad de las competencias entre los diversos poderes del Estado, entre las diversas Administraciones Públicas y entre los órganos de éstas engendran la situación que llamamos conflicto y cuya resolución sirve para concretar y determinar aquéllas. Los conflictos de competencias son consecuencia de las naturales dificultades que supone la asignación precisa de las competencias y constituyen la traducción jurídica de la lucha entre los poderes y las Administraciones, pugna política que encuentra en la regulación del sistema de conflictos un campo civilizado para dirimir sus tensiones. El sistema de conflictos ha ido ganando en complejidad y extensión como consecuencia ineludible del sistema de división de poderes y de la aspiración del Estado de Derecho de conseguir un reparto preciso y minucioso de las competencias. Así, en el Antiguo Régimen, los conflictos de competencias se daban en el orden judicial, muy fraccionado, debido al carácter estamental de la justicia y al sistema de fueros privilegiados, que
eliminará la Revolución Francesa y, en nuestro país, la Constitución de Cádiz. En el Discurso Preliminar de esta Constitución se dirá, precisamente por esa complejidad, que el sistema de conflictos del Antiguo Régimen más parecía un sistema ideado para asegurar la impunidad de los delitos que su castigo. En el siglo XIX, aparte del conflicto ordinario entre los órganos judiciales, de lo que se ocupan las leyes procesales, se regulan los conflictos entre la Administración y los Tribunales. Una regulación con clara finalidad de impedir las intromisiones de los Jueces en las competencias y actividad de la Administración. Por ello, el conflicto sólo puede plantearlo la Administración a los Tribunales con el efecto de provocar de inmediato la paralización de la acción judicial, incómoda a la Administración o a sus funcionarios; una regla que aparece ya en la primera regulación moderna de los conflictos entre la Administración y los Tribunales, la Ordenanza francesa de 1824, y que seguirá después nuestro Derecho. La ventaja administrativa se aseguraba, además, con la atribución del poder resolutorio del conflicto al Gobierno, previo informe del Consejo de Estado. La misma ventaja en la fase de resolución del conflicto se mantuvo en el siglo XX en la regulación de la Ley de Conflictos Jurisdiccionales de 17 de julio de 1948; pero se dulcifica en parte la prepotencia administrativa anterior, al admitirse que el conflicto pueda ser también planteado por los Tribunales frente a la Administración. Además, esta Ley reguló el procedimiento para resolver los conflictos, que se llamarán de atribuciones, entre los diversos Ministerios. La Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 completó el sistema, al regular los conflictos que se originan entre órganos de un mismo Ministerio.
La Constitución de 1978 modificará profundamente el sistema anteriormente descrito: en primer lugar, amplía los supuestos de conflictos a los que se suscitan entre los poderes u órganos constitucionales del Estado (el Gobierno, el Congreso, el Senado y el Consejo General del Poder Judicial). Estos conflictos tienen como arbitro al Tribunal Constitucional (regulándose en su Ley Orgánica). En segundo lugar, la tradicional regulación de las cuestiones o conflictos de competencia entre la Administración y los Jueces —conflictos de jurisdicción— subsiste, pero ha visto alterada la forma de resolverlos, jugando ahora la ventaja del lado judicial, pues ya no informa los expedientes el Consejo de Estado, ni resuelve el Jefe de Estado a propuesta del Gobierno, hoy incompatible con nuestro ordenamiento constitucional y con la posición que en el mismo ocupa el Rey, tal y como venía ocurriendo desde los orígenes del constitucionalismo. En la actualidad dichos conflictos los resuelve el Tribunal de Conflictos de Jurisdicción, que preside el Presidente del Tribunal Supremo con voto de calidad y del que forman parte cinco Vocales, de los cuales dos serán Magistrados de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo, designados por el Pleno del Poder Judicial, y los otros tres serán Consejeros Permanentes de Estado, actuando como Secretario el de Gobierno del Tribunal Supremo (art. 38 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985). El procedimiento para el planteamiento y resolución de estos conflictos ha sido objeto de regulación por la Ley Orgánica 2/1987, de Conflictos Jurisdiccionales. La función del Tribunal consiste en decir a quién corresponde la competencia, sin entrar en el fondo de la cuestión controvertida. Estos conflictos pueden plantearlos a las
diversas Administraciones Públicas cualesquiera Jueces o Tribunales, y a éstos los miembros del Gobierno, sus Delegados y Subdelegados en las Comunidades Autónomas y en las Provincias, determinadas autoridades militares, y los Delegados de Hacienda, en lo que hace a la Administración del Estado; asimismo, los Consejos de Gobierno en las Comunidades Autónomas y los Presidentes de los Entes locales. La tramitación supone un requerimiento de inhibición dirigido al órgano que conozca del asunto, previo el oportuno asesoramiento jurídico, la suspensión de actuaciones y audiencia de las partes por el requerido. Si éste acepta el requerimiento, remitirá las actuaciones al requirente: si lo rechaza, se lo comunicará al requirente y remitirá aquéllas al Tribunal de Conflictos. La sentencia declarará a quién corresponde la jurisdicción controvertida y la notificará inmediatamente a las partes y se publicará en el BOE. No cabe otro recurso que el de amparo constitucional (art. 20). A resaltar que la conflictividad competencial entre los Jueces y Tribunales y las Administraciones Públicas ha descendido como consecuencia del judicialismo impuesto por la Constitución de 1978. El estrellato competencial, consecuencia de la fuerte descentralización llevada a cabo por la Constitución de 1978, corresponde hoy a los conflictos entre Estado y las Comunidades Autónomas, que encuentran aquí una vía de ajuste, pro domo sua, para solventar las deficiencias en la definición constitucional y estatutaria de las competencias. De estos conflictos y de los demás que se suscitan entre Administraciones territoriales trataremos a continuación.
3.2 CONFLICTOS ENTRE ADMINISTRACIONES TERRITORIALES (Conflictos intersubjetivos) Un primer supuesto de conflictos, el más importante por cantidad y trascendencia de los suscitados, como dijimos, es el que se suscita entre el Estado y una Comunidad Autónoma o varias Comunidades Autónomas entre sí con ocasión de una
ley, disposición normativa o acto del Estado o de la Comunidad Autónoma, por entender que no respeta el orden de competencias establecido en la Constitución o en los Estatutos de autonomía. Dichos conflictos, regulados en los arts. 60 a 72 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, sólo pueden ser planteados por el Gobierno o los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas y pueden ser positivos, si los contendientes pretenden ostentar la misma competencia, o negativos, si ambos rechazan su responsabilidad sobre un determinado asunto. El conflicto positivo se inicia previo requerimiento al órgano presuntamente incompetente por quien pretende serlo, a fin de que aquél derogue la norma o anule el acto o resolución discutida. Si no lo hace o lo hace en sentido negativo, el requirente podrá plantear el conflicto ante el Tribunal Constitucional, que resolverá tras oír al órgano requerido. A resaltar que el Gobierno dispone aquí de dos privilegios: uno que puede, sin necesidad de requerimiento previo, plantear el conflicto ante el Tribunal; y otro segundo que, con invocación del art. 161.2 de la Constitución, puede solicitar la automática suspensión de la norma o acto objeto del conflicto. El conflicto negativo lo puede plantear un particular al Tribunal Constitucional cuando, tras la declaración de incompetencia de un órgano del Estado o de una Comunidad Autónoma para resolver sobre un determinado asunto, y después de haberse dirigido a aquel que se le ha indicado como competente, se encuentra con que éste, a su vez, rechaza la competencia. El Tribunal Constitucional resolverá tras oír a ambas Administraciones. A éste puede también acudir el Gobierno cuando, previo requerimiento a una Comunidad Autónoma a fin de que ejercite una determinada competencia, ésta se negase. Bajo la denominación de conflicto en defensa de la autonomía local, la Ley Orgánica 7/1999, de 21 de abril, que modifica la Ley Orgánica del
Tribunal Constitucional, se refiere a aquellos conflictos que enfrentan al Estado o las Comunidades Autónomas con las Entidades locales con ocasión de una norma o disposición con rango de ley, ya sea del Estado o de una Comunidad Autónoma, cuando se considere que lesiona la autonomía local constitucionalmente garantizada. De esta forma se permite a las Entidades locales acudir al Tribunal Constitucional en defensa de su autonomía, dando satisfacción a una de las reivindicaciones recogidas en el denominado Pacto Local (Documento de 29 de julio de 1997), negociado por el Estado y las Entidades locales para reforzar la autonomía local y ampliar las competencias de estas últimas. Para evitar que proliferen en exceso este tipo de conflictos, la Ley no otorga individualmente a cada Ente local legitimación para plantearlos, salvo en el caso de leyes que tengan por destinatario único una Provincia o un Municipio. En los demás casos, sólo estarán legitimados los Municipios que supongan al menos un séptimo de los existentes en el ámbito territorial de aplicación de la ley y representen como mínimo un sexto de la población oficial de ese ámbito territorial, o las Provincias que supongan al menos la mitad de las existentes en el ámbito territorial y representen la mitad de la población (art. 75 ter de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional). Con el mismo propósito, y antes de la formalización de la demanda, la Ley exige el informe preceptivo aunque no vinculante del Consejo de Estado u órgano consultivo correspondiente de la Comunidad Autónoma. En cuanto al procedimiento, especialmente complejo, aparece articulado en dos fases. Una primera tiene lugar una vez planteado el conflicto y habiéndose dado traslado del mismo a los órganos legislativo y ejecutivo de la Comunidad Autónoma de quien hubiera emanado la ley, y en todo caso, a los órganos legislativo y ejecutivo del Estado, y concluye con una sentencia que declarará si existe o no vulneración de la autonomía local,
determinando a quién corresponde la competencia controvertida. Esta sentencia es puramente declarativa y no puede anular la disposición legislativa enjuiciada. Por ello, la segunda fase sólo tiene lugar cuando, habiendo considerado el Tribunal que la Ley estatal o autonómica ha vulnerado la autonomía local, pretende declarar su inconstitucionalidad. En este caso, el Pleno, tras la resolución del conflicto, plantea una autocuestión de inconstitucionalidad que conducirá en su caso a la declaración de la inconstitucionalidad, en una nueva sentencia, de la ley impugnada (art. 75 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional). Un cuarto tipo de conflicto es el que enfrenta al Estado o Comunidades Autónomas con las Entidades locales con ocasión de disposiciones generales o actos administrativos que se considera lesionan la autonomía local. Su resolución corresponde a la Jurisdicción contencioso-administrativa (arts. 63 y siguientes de la Ley reguladora de las Bases de Régimen Local) Finalmente, los conflictos entre diferentes Entidades locales se resolverán por la Comunidad Autónoma o por la Administración del Estado, previa audiencia de las Comunidades Autónomas afectadas, según se trate de Entidades pertenecientes a la misma o distinta Comunidad, y sin perjuicio de la ulterior posibilidad de impugnar la resolución dictada ante la Jurisdicción contencioso-administrativa (art. 50 de la Ley de Bases de Régimen Local).
3.1. LOS CONFLICTOS ENTRE ÓRGANOS DE UNA MISMA ADMINISTRACIÓN (Conflictos interorgánicos) Los conflictos entre órganos administrativos que pertenecen a una misma Administración están regulados por la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (art. 20) conforme a dos reglas básicas:
1) El órgano administrativo que se considere incompetente en la resolución de un asunto que esté conociendo deberá remitir las actuaciones al que se considere competente si pertenece a la misma Administración Pública. 2) Los interesados que sean parte en el procedimiento pueden tanto dirigirse al órgano que encuentra conociendo para que decline su competencia y remita las actuaciones al que considere competente, como dirigirse al órgano que estimen competente para que requiera de inhibición al que esté conociendo del asunto. En la regulación de los conflictos entre órganos de la Administración General del Estado es tradicional la distinción entre conflictos intraministeriales y conflictos interministeriales. Los primeros —a través de una regulación similar a la anterior— son resueltos por el superior jerárquico común o por el Secretario de Estado o el Ministro (disposición adicional decimocuarta de la Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado). Los segundos, interministeriales, sólo podrán ser planteados por el Ministro y los resolverá el Presidente del Gobierno, previa Audiencia del Consejo de Estado (arts. 2.2 de la Ley del Gobierno y 27.7 de la Ley Orgánica del Consejo de Estado). En cuanto a los conflictos entre órganos y Entidades dependientes de una misma Corporación local, se atribuye su resolución al Pleno de ésta cuando se trate de conflictos que afecten a órganos colegiados, miembros de éstos o Entidades locales menores, y al Alcalde o Presidente de la Corporación en los demás casos (art. 50 de la Ley de Bases de Régimen Local).
4. Mecanismos de control 4.1. La actividad de control. El control es la actividad que permite comprobar la adecuación de la actuación de la Administración a las normas y fines establecidos en el
ordenamiento jurídico. En ese empeño están responsabilizados todos los poderes del Estado: el Legislativo, el Judicial y la propia Administración. Con esa finalidad, asimismo, se han creado órganos constitucionales específicos, como son el Defensor del Pueblo y el Tribunal de Cuentas, de los que se hablará más adelante. Concretando la problemática del control al que se ejerce por la Administración, es preciso aludir a las finalidades que cumple, a las técnicas para su ejercicio y a su diferente incidencia según actúe sobre órganos de un mismo Ente público o sobre otros Entes públicos no vinculados por el principio de jerarquía, sino por el de supremacía.
4.2. Clases de control según sus objetivos o fines. En cuanto a los objetivos o finalidades, se distingue un control de legalidad o de regularidad, un control de oportunidad y controles de rentabilidad y eficacia: — El control de legalidad es el que persigue comprobar si la Administración ajusta su actividad a las reglas imperativas del ordenamiento. Esta forma de control es la que se ejerce a través de la resolución de los recursos administrativos y que, en último lugar, corresponde hacer a los Jueces en los procesos en que es parte la Administración. El control de legalidad es también una responsabilidad ineludible del órgano jerárquicamente superior sobre los inferiores. --El control de oportunidad hace referencia a la posibilidad de valorar y enjuiciar las diversas alternativas o decisiones que cabe adoptar dentro de la legalidad en virtud de un margen de apreciación discrecional que corresponde al órgano investido de la competencia. — El control de eficacia trata de verificar el comportamiento de la Administración desde el punto de vista de la relación de su actividad con los
costes que generan y de los logros obtenidos en función de los esfuerzos desplegados para conseguirlos. Este tipo de control actúa escasamente sobre la actividad administrativa ordinaria, la que se corresponde con los servicios centrales de las Administraciones o de los fines más específicamente públicos; pero sí la tiene, y cada vez mayor, en las actividades de carácter industrial, sobre todo cuando se desarrollan por empresas públicas o entes públicos empresariales sobre las que se va extendiendo la práctica de auditorías similares a las de las empresas privadas.
4.3. Clases de control según sus técnicas. Desde el punto de vista de las técnicas, se distingue entre controles preventivos y sucesivos, permanentes y esporádicos. El control preventivo a priori sobre un proyecto de decisión, que es analizado previamente a su conversión en resolución definitiva por un órgano diverso del que ha de llevarlo a efecto, como es el caso del control que corresponde a los Interventores de Hacienda sobre todos los compromisos de gastos y pagos que se efectúan en ejecución de los presupuestos. También sirve al control preventivo el sometimiento de la validez de determinados actos a la aprobación previa de otro órgano o ente. — El control sucesivo, por el contrario, actúa a posteriori, y si tiene, por una parte, la ventaja de respetar la libertad de acción del órgano controlado, puede resultar ineficaz cuando la actividad indeseable se ha producido. Su eficacia se circunscribe, pues, al efecto disuasorio que pueden producir sobre otros órganos la exigencia de responsabilidades a que hayan dado lugar los resultados del control. Ésta es la filosofía que inspira la actuación de los Tribunales de Cuentas. — El control permanente supone la vigilancia continua sobre un servicio. Va de suyo que este tipo de control
corresponde efectuarlo al superior jerárquico, responsable siempre del funcionamiento correcto del servicio a su cargo. Ésta es también la filosofía que justifican las Inspecciones de Servicios de los Ministerios, creadas para efectuar una reflexión constante y un control, desde todas las perspectivas posibles, de la buena marcha de los servicios, sin perjuicio de otras funciones como las de articular, en su caso, los procedimientos de responsabilidad derivados de la actividad inspectora. Los controles provocados son los que se originan por denuncia, queja o recurso de los administrados y que obligan a la Administración a realizar algún tipo de investigación para satisfacer el derecho de aquéllos a obtener una respuesta. Así se desprende del deber de la Administración de dictar resoluciones expresas frente a la interposición de recursos (art. 89.4 de la Ley de Régimen Jurídico y Procedimiento Administrativo Común). Al margen de lo expuesto, y de lo que se dirá en el capítulo sobre Administración consultiva y de control, es reseñable que la actividad de control ha sufrido un notable retroceso, en lo que se refiere al que con este nombre y el de tutela venía ejerciendo el Estado sobre las Entidades locales, como consecuencia del principio de autonomía y de la profunda descentralización llevada a cabo por la Constitución de 1978. A partir de aquel principio, la Sentencia del Tribunal Constitucional de 2 de febrero de 1981 declaró la inconstitucionalidad de la mayoría de los controles y potestades cuasijerárquicos que la Ley de Régimen Local de 1955, como las anteriores, atribuían al Estado sobre las Entidades locales. Con la nueva Ley de Bases del Régimen Local de 1985 desaparecen los controles en forma de aprobación sobre el régimen de los bienes locales, sobre la contratación de funcionarios y, sobre todo, en lo que atañe a la aprobación y gestión del presupuesto. Por su parte, las Comunidades Autónomas nacieron ya con la Constitución de 1978 libres de cualquier tipo de control a ejercer por la Administración del Estado salvo la
Alta Inspección del Estado en materia de Enseñanza, de tan dudosa eficacia (Real Decreto 1950/1985, de 11 de Septiembre). Por esto, en la actualidad, tanto las Comunidades Autónomas como las Entidades locales están únicamente sujetas a controles externos, los que corresponden al Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas, Defensor del Pueblo y Tribunales. Ante éstos, y a través de la interposición de los pertinentes recursos, las colectividades territoriales superiores controlan la legalidad de la actividad de los inferiores en los supuestos en que antes ejercitaban un control directo.
5.Mecanismos de relación. 5.1 COORDINACIÓN: CONCEPTO, PRINCIPIOS Y SUS FÓRMULAS La coordinación administrativa, como función que pretende conjuntar diversas actividades en el logro de una misma finalidad, evitando la de esfuerzos y las acciones divergentes e, incluso, contradictorias no es fácil de caracterizar. Para unos, la coordinación es un principio de organización administrativa autónomo —y también lo es, obviamente, para la Constitución, que lo cita en el art. 103—, principio que tendría aplicación solamente entre Entes diversos u órganos no pertenecientes a un mismo ramo de la Administración a fin de conseguir la unidad en la actuación administrativa, unidad que el superior jerárquico común, en función de sus poderes de dirección, puede asegurar por sí solo cuando los órganos a coordinar pertenecen a un mismo Ente o sector administrativo. Para otros, la coordinación no sería una función específica del mando o jerarquía de las organizaciones, sino uno de los objetivos de todas las organizaciones por entenderse que la coordinación es el presupuesto indispensable para
el cumplimiento eficaz de los objetivos y, ciertamente, así parece que ocurre. Pero la realidad es que de la coordinación se habla no sólo como técnica o principio que deben seguir organizaciones de diversos ramos o sectores para conseguir la unidad de la acción, sino también las organizaciones jerarquizadas cuando sus dimensiones obligan a conjuntar y armonizar los esfuerzos en orden a conseguir el mismo objetivo. Lo que ocurre, sin embargo, es que en este supuesto la coordinación se puede entender como una facultad más, entre otras, del mando o jerarquía, mientras que cuando se trata de organizaciones distintas, la coordinación se entiende como un principio independiente y necesario para asegurar la supremacía que corresponde a una de aquellas organizaciones sobre las demás, como ocurre en las relaciones del Estado con las Comunidades Autónomas. Ese diferente origen de la potestad coordinadora, inserta de forma natural en la jerarquía o, más tímidamente, legitimada en el principio de supremacía, supone que las técnicas que se dan en uno y otro caso no sean las mismas.
A)
LA COORDINACIÓN INTERORGÁNICA
Tratándose de una misma organización debe bastar para coordinar a los inferiores la potestad del órgano superior de dar órdenes generales u órdenes particulares a los órganos que se pretende coordinar, ya que, al fin y a la postre, quien manda eficazmente forzosamente coordina. Además, sin utilizar la coacción que la superioridad jerárquica conlleva, la coordinación no pasaría de ser una recomendación, un simple buen deseo de ejercicio voluntario para los órganos inferiores. Pero esto no es óbice para que se establezcan determinados mecanismos o técnicas especialmente idóneas para la coordinación, técnicas que pueden clasificarse en orgánicas y funcionales.
Entre las técnicas orgánicas de coordinación una de las más extendidas es la de creación de órganos colegiados, reservándose al coordinador la presidencia; la especificación misma de la potestad coordinadora como atribución de un órgano en razón de su posición dentro de la Administración. Así, en relación con la del Estado, pueden señalarse como más importantes, entre otros muchos, los siguientes supuestos: — El Presidente del Gobierno, al que la Constitución atribuye, aparte de dirigir, la facultad de coordinar a los demás miembros del Gobierno (art. 98.2). — Las Comisiones Delegadas del Gobierno, cuya principal misión es justamente la de coordinar la acción de los Ministros interesados a la vista de los objetivos comunes y redactar programas conjuntos de actuación. — El Delegado del Gobierno en las Comunidades Autónomas, que coordina la Administración del Estado con la de la Comunidad Autónoma, cuando proceda, y que dirige y coordina la Administración del Estado en la Comunidad Autónoma presidiendo la Comisión Territorial de Asistencia al Delegado del Gobierno e integrada por los Subdelegados del Gobierno en las Provincias comprendidas en el territorio (arts. 154 de la CE y 22 y 28 de la Ley 6/1997, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado). — Los Subdelegados del Gobierno en las Provincias, que ejercen la dirección y la coordinación de la protección civil en el ámbito de la provincia. Las técnicas funcionales también son numerosas. Desde la más modesta de las reuniones periódicas de los titulares de los órganos inferiores dirigidas por el superior jerárquico que pretende coordinar (art. 36 de la Ley de Procedimiento Administrativo), hasta la planificación económica, pasando por la solución de conflictos de atribuciones o la comunicación de instrucciones, técnicas todas ellas que sirven a la finalidad de conjuntar y coordinar esfuerzos en un mismo fin y actividad dentro de una
organización. También sirven a la coordinación los procedimientos administrativos cuando se articulan informes o audiencias de otros órganos.
B) LA COORDINACIÓN POR EL ESTADO Y POR LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS DE LAS ENTIDADES LOCALES. Cuando no existe relación de jerarquía, que es lo que ocurre entre el Estado, las Comunidades Autónomas y las Entidades locales, la coordinación es más difícil de establecer porque la autonomía que constitucionalmente protege a estos Entes les inmuniza contra la coacción que el órgano coordinador tuviera necesidad de ejercitar. De aquí que no pueda presumirse la coordinación y que incluso deban interpretarse restrictivamente las previsiones constitucionales o legales. Ésta no es una buena solución, porque no garantiza adecuadamente la posición de superioridad o supremacía que al Estado y colectividades territoriales superiores corresponde sobre las inferiores, aunque aleja el peligro de que por la vía de una coordinación coactiva esa relación de supremacía se transforme en relación de jerarquía. Pues bien, a esa filosofía restrictiva sobre el uso de la coordinación funcional entre Entes públicos territoriales responde la reconocida al Estado ya las Comunidades Autónomas sobre las Entidades locales, regulado por la Ley de Bases del Régimen Local. Se trata de una regulación de la planificación como técnica coordinadora, pero que deja sin resolver la fundamental cuestión de los poderes del coordinador ante el incumplimiento de los planes por los Entes coordinados, que no tienen otra vía que el tantas veces inútil recurso del recurso ante la Jurisdicción ContenciosoAdministrativa (art. 59). Los términos de esta regulación son los siguientes: 1.º La finalidad de la coordinación es asegurar la coherencia de la actuación de las Administraciones Públicas en el respeto al ejercicio de las
competencias para otras Administraciones, la ponderación en el ejercicio de las propias, el suministro de información y la cooperación y asistencia activa que otras Administraciones pudieran necesitar. 2.° Es preciso que las finalidades anteriores no puedan alcanzarse por los procedimientos de la cooperación económica, técnica o administrativa de carácter voluntario, cuyas formas la Ley de Bases concreta en los consorcios o convenios administrativos (art. 57), o que éstos resultaren inadecuados por las características de la tarea pública de que se trate. 3.° La coordinación se impone por ley estatal o autonómica que deberá precisar, con el suficiente grado de detalle, las condiciones y los límites de la coordinación, así como las modalidades de control que se reserven las Cortes Generales o las correspondientes Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas. 4.° La coordinación se realizará mediante la definición concreta y en relación con la materia, servicio o competencia determinados de los intereses generales o comunitarios, a través de planes sectoriales para la fijación de los objetivos y la determinación de las prioridades de la acción pública en la materia correspondiente. 5.° El efecto de la coordinación es que las Entidades locales deberán ejercer sus facultades de programación, planificación u ordenación de los servicios o actividades de su competencia en el marco de las previsiones de los planes. Sin perjuicio de lo anterior y como fórmula orgánica de coordinación, se contempla la creación por Ley de órganos de colaboración de carácter consultivo y deliberante. En materia de inversiones y de prestación de servicios se podrá crear en cada Comunidad Autónoma una Comisión de Administración Territorial (art. 58).
C) LA COORDINACIÓN DEL ESTADO Y LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS Frente a la claridad de la anterior regulación —otra cosa es que resulte eficaz ante la resistencia o incumplimiento de los Entes coordinados, si es que se llega a utilizar tan estricta y compleja coordinación— el alcance de la potestad de coordinación que corresponde al Estado sobre las Comunidades Autónomas es harto confuso, aunque la Constitución contempla esta coordinación cuando alude a las funciones del Delegado del Gobierno en la Comunidad Autónoma (art. 154) y al mencionar las competencias estatales sobre Planificación Económica, Enseñanza y Sanidad (art. 149.1). También puede entenderse como una forma de coordinación la que se ejercita por el Estados a través del dictado de la legislación básica. Sin embargo, la verdadera cuestión sobre el alcance de la coordinación y de las técnicas admisibles para ejercerla se centra en los supuestos de ejecución por las Comunidades Autónomas de la legislación estatal, que se entiende obliga a una aplicación homogénea para garantizar la igualdad sustancial de los ciudadanos. En cuanto a las técnicas admisibles para conciliar esa necesidad de homogeneizar la aplicación de la legislación estatal con el principio de autonomía, el Tribunal Constitucional (Sentencia de 5 de agosto do 1983) vino a confirmar la constitucionalidad del art. 3 de la Ley de Proceso Autonómico que reconoció la potestad de supervisión por los órganos estatales de la actuación ejecutiva de las Comunidades Autónomas (bien a través del Delegado del Gobierno, bien de órganos ad hoc como la Alta Inspección en materia educativa a que se refirió la Sentencia del Tribunal Constitucional de 22 de febrero de 1982). A la vista de los resultados de la supervisión, el Estado podrá formular requerimientos a la Comunidad Autónoma, al objeto de subsanar las
deficiencias observadas en la labor supervisora. En la práctica nada de esto ha resultado operativo.
5.2 COOPERACIÓN: PRINCIPIOS Y SUS FÓRMULAS. A) EL PRINCIPIO DE LEALTAD CONSTITUCIONAL Una coordinación voluntaria desde una posición de igualdad de los diversos Entes públicos para colaborar sin imperatividad ni coacción para su cumplimiento es lo que mejor define el principio de cooperación. Un principio que trata de compensar la dispersión centrífuga que la descentralización provoca en el conjunto de la actividad pública. A la cooperación se refirió ya la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 (art. 57): «la cooperación económica, técnica y administrativa entre la Administración local y las Administraciones del Estado y las Comunidades Autónomas, tanto en los servicios locales como en asuntos de interés común, se desarrollará con carácter voluntario, bajo las formas y en los términos previstos en las leyes, pudiendo tener lugar, en todo caso, mediante los consorcios o convenios administrativos que suscriban» Para el Estado y las Comunidades Autónomas no hay una previsión general que imponga el deber de la cooperación, pero el Tribunal Constitucional se ha referido al de colaboración, «que no es menester justificar en preceptos concretos, pues se encuentra implícito en la propia
esencia de la forma de organización territorial del Estado que se implanta en la Constitución» (Sentencia de 4 de mayo de 1982). Después, la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común consagró el principio de lealtad constitucional, que está en la base de la cooperación, y reguló las técnicas orgánicas y funcionales a su servicio. El principio de lealtad institucional obliga a las Administraciones Públicas en el desarrollo de su actividad y en sus relaciones recíprocas a: a) Respetar el ejercicio legítimo Administraciones de sus competencias.
por
las
otras
b) Ponderar, en el ejercicio de las competencias propias, la totalidad de los intereses implicados y, en concreto, aquellos cuya gestión esté encomendada a las otras Administraciones. c) Facilitar a las otras Administraciones la información que precisen sobre la actividad que desarrollen en el ejercicio de sus propias competencias. d) Prestar, en el ámbito propio, la cooperación y asistencia activas que las otras Administraciones pudieran recabar para el eficaz ejercicio de sus competencias. Para el cumplimiento de estos objetivos, las Administraciones Públicas podrán solicitar cuantos datos, documentos o medios probatorios se hallen a disposición del Ente al que se dirija la solicitud. Un aspecto destacable de esta colaboración se da en la ejecución de los actos administrativos, imponiéndose a la Administración General del Estado, a la de las Comunidades Autónomas y a las Entidades que integran la Administración Local el deber de colaborar y auxiliarse mutuamente para aquellas ejecuciones de sus actos que
por razones territoriales hayan de realizarse fuera de sus respectivos ámbitos de competencia (art. 4.4). La Ley configura, en principio, la asistencia requerida en los anteriores supuestos como un deber jurídico, pues sólo podrá negarse cuando el Ente del que se solicita no está facultado jurídicamente para prestarla; cuando, de hacerlo, causara un perjuicio grave a sus intereses o al cumplimiento de sus propias funciones; o cuando no tuviera medios suficientes para ello. La negativa a prestar la asistencia se comunicará motivadamente a la Administración solicitante. Pero la Ley guarda silencio sobre las consecuencias de no prestar la colaboración para el Ente obligado a prestarla, por lo que, ante los incumplimientos, no queda más solución que el ineficaz recurso ante la Jurisdicción ContenciosoAdministrativa.
B) ÓRGANOS DE COOPERACIÓN. LAS CONFERENCIAS SECTORIALES La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común regula como cauce orgánico para desarrollar el contenido del deber de cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas el de los órganos colegiados de cooperación, consulta y colaboración de composición bilateral o multilateral, de ámbito general o sectorial en aquellas materias en que exista interrelación competencial. La irrupción en nuestro ordenamiento de la técnica de los órganos colegiados de cooperación, tomada del Derecho alemán, se produjo con anterioridad por la necesidad de coordinar las Haciendas de las Comunidades Autónomas y del Estado. La LOFCA, en su art. 3, creó a tal efecto el Consejo de Política Fiscal y Financiera, en el que se reunirían representantes del Estado y de las Comunidades Autónomas al más alto nivel administrativo en cada caso (Ministros y Consejeros, respectivamente), y concebido
como órgano consultivo y de competencias resolutivas propias.
deliberación,
sin
La Ley 12/1983, del Proceso Autonómico, instauró la reunión de forma regular y periódica, al menos dos veces al año, de Conferencias Sectoriales de los Consejeros de las distintas Comunidades Autónomas y del Ministro o Ministros del ramo, bajo la presidencia de uno de éstos, «con el fin de intercambiar puntos de vista y examinar en común los problemas de cada sector y las acciones proyectadas para afrontarlos y resolverlos». Junto a estas reuniones ordinarias estaban previstas otras extraordinarias para el tratamiento de asuntos que no admitieran demora. Pero el Tribunal Constitucional, en Sentencia de 5 de agosto de 1983, al pronunciarse sobre la alegación de los impugnantes de dicha Ley de atentar contra la autonomía de las Comunidades y la distribución de competencias contenida en la Constitución y en los Estatutos, lo hizo reconociendo que el legislador estatal no puede incidir en el ejercicio de las competencias que, de acuerdo con el esquema constitucional de distribución de las mismas, hayan asumido las Comunidades Autónomas, por lo que dichas Conferencias habrían de limitarse —por lo demás, es propio de su naturaleza— a ser órganos de encuentro para el examen de problemas comunes y para la discusión de las oportunas líneas de acción, sin que puedan sustituir a los órganos propios de las Comunidades Autónomas ni sus decisiones sean susceptibles de anular las facultades decisorias de los mismos. El Tribunal entendió asimismo que, una vez desposeídas de la obligatoriedad, nada se oponía a que el mencionado art. 4 de la Ley del Proceso Autonómico atribuyese la facultad de convocatoria y la presidencia de las conferencias al Ministro del Estado, porque una y otra prerrogativa no le atribuyen la condición de superior jerárquico, sin que —añade la Sentencia— quepa discutir la posición de superioridad que constitucionalmente corresponde al Estado como
consecuencia del principio de unidad y de la supremacía del interés de la Nación. La vigente regulación, en la citada Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas, de las Conferencias Sectoriales de Cooperación es más tímida que la de la Ley del Proceso Autonómico, pues no recoge siquiera la obligatoriedad de la convocatoria de las conferencias dos veces al año, ni impone la atribución de la presidencia al Ministro representante del Estado ni al Presidentes de las Comunidades Autónomas con el Presidente del Gobierno de España. Estos datos, y el hecho de que se descarte la regla de las mayorías para la toma de acuerdos, que siempre requieren unanimidad, ponen en evidencia la extrema fragilidad de esta técnica en nuestro sistema. Y no puede ser de otra manera, porque todo el sistema autonómico está montado sobre la profunda desigualdad de las Comunidades Autónomas entre sí y de un entendimiento bis a bis del Estado con cada una de aquéllas, lo que se remonta al momento mismo de las preautonomías, a la desigualdad que instaura la Constitución y a los procesos de transferencias de servicios por medio de las Comisiones Paritarias. Distintas de las anteriores son las Comisiones Bilaterales de Cooperación que reúnen a miembros del Gobierno en nombre de la Administración General del Estado y a miembros del Consejo de Gobierno de las Comunidades Autónomas para tratar asuntos comunes y que se crea mediante acuerdo que determina los elementos esenciales de su régimen.
La Conferencia Sectorial y la Comisión Bilateral puede tomar o no acuerdos. En este caso pueden formalizarse bajo la denominación de Convenio de Conferencia Sectorial y serán firmados por el Ministro o Consejeros competentes de las Comunidades Autónomas. Además de las Comisiones Bilaterales de Cooperación y las Conferencias Sectoriales, la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas (art. 5.7) prevé que puedan crearse otros órganos en ámbitos materiales específicos, en los que se reúnan los responsables de la materia en el Estado y en las Comunidades Autónomas. Dentro de esta previsión puede encajar la llamada Administración Mixta, es decir, aquella que, fruto de un convenio, da origen a un Ente común formado por Administraciones de distinto nivel territorial, financiado y gestionado por todas ellas para la realización de tareas que interesan a todos los partícipes. Esta técnica, conocida ya con anterioridad a la Constitución para la cooperación entre el Estado y los Entes locales (art. 57 de la Ley de Bases de Régimen Local), puede dar origen a un consorcio dotado de personalidad jurídica o a una sociedad mercantil.
C)
LOS CONVENIOS DE COLABORACIÓN.
La cooperación por antonomasia entre dos Entes públicos es aquella que se concreta en un acuerdo de voluntades que da lugar a un convenio o contrato. Estos pactos, bilaterales o multilaterales, empiezan a cobrar importancia cuando en la organización del sector público imperan los principios de personalidad y descentralización, como ahora ocurre. La Ley distingue, en función de las fases previas que conducen a ellos, entre los convenios de colaboración y los convenios de Conferencia Sectorial, según hayan sido suscritos sin o previa la celebración de una de éstas. Su régimen jurídico es en todo caso el mismo y diverso de los protocolos generales que, a diferencia de aquéllos, no son jurídicamente vinculantes, limitándose a establecer pautas de orientación política
sobre la actuación de cada Administración en una cuestión de interés común o a fijar un marco general o la metodología para el desarrollo de la colaboración en un asunto de mutuo interés (art 6.4). En el federalismo, los acuerdos entre los Estados miembros resultan problemáticos y políticamente sospechosos, por cuanto pueden alterar el propio pacto federal primigenio de reparto de competencias establecido en la propia Constitución. Por ello, el art 1, sección 10, apartado 1, de la Constitución de los Estados Unidos prescribe que sin el consentimiento del Congreso ningún Estado podrá celebrar acuerdos (agreements) o pactos (compacts) con otro Estado. En el Derecho alemán no se regulan los acuerdos o convenios entre Estados y su validez es dudosa tanto por resultar afectado el principio de indisponibilidad de las competencias como por salirse estos acuerdos de los mecanismos de coordinación previstos en la Constitución entre el Bund y los Länder, y que se concretan en la planificación, la gestión de fondos federales y la articulación de funciones a través del Senado o Bundesrat. No obstante, pese a la polémica sobre su constitucionalidad, esta colaboración por convenio — colaboración extra en la que se incluyen las Conferencias Sectoriales y la Administración mixta, que pueden o no resultar de aquéllos— se ha impuesto en la práctica, suscribiéndose habitualmente entre el Bund y los Länder o entre éstos, y calificándose como contratos de Derecho público cuyo cumplimiento, en los infrecuentes supuestos de litigio, puede exigirse ante la justicia administrativa o constitucional, sin perjuicio del recurso a fórmulas arbitrales. La Constitución española (art. 145) ha visto también con recelo los acuerdos entre Comunidades Autónomas. De aquí la prohibición de la Federación de Comunidades Autónomas, y la distinción entre los acuerdos
convenios políticos, que necesitarán la autorización de las Cortes Generales, y convenios administrativos, que celebren las Comunidades Autónomas entre sí para «la gestión y prestación de servicios públicos», remitiéndose entonces a los Estatutos los supuestos, requisitos y términos en que estos últimos pudieran celebrarse, así como el carácter de la correspondiente comunicación a las Cortes Generales. Sobre estos antecedentes, la Ley 30/92 de Régimen Jurídico y de Procedimiento Admimstrativo Común reconoce la posibilidad legal de los convenios de colaboración entre el Gobierno de la Nación y los órganos de Gobierno de las Comunidades Autónomas, posibilidad esta que la Ley 4/1999 ya no limita a los órganos ejecutivos superiores, pues la amplía, con carácter general, a cualesquiera órganos de la Administración del Estado y Organismos públicos vinculados o dependientes de la misma y a los órganos correspondientes de las Comunidades Autónomas en el ámbito de sus respectivas competencias. Aunque los términos literales del precepto parecen incluir siempre como parte interviniente al Estado, además de una o varias Comunidades Autónomas, estos convenios no constituyen un género distinto de los convenios entre Comunidades Autónomas antes referidos, que quedan también incluidos en esta regulación, además de sometidos a la fiscalización de las Cortes Generales en los términos antes señalados, como se desprende de la exigencia de que tanto los convenios de Conferencia Sectorial como los convenios de colaboración sean comunicados al Senado (art. 8.2). Sobre el contenido sustancial de los convenios de colaboración no hay límites precisos, aunque lógicamente operan los generales a todo negocio o contrato y, en primer lugar, el límite de que no pueden ser contrarios al orden público en general u ordenamiento jurídico (art. 1.255 del Código Civil), concretado aquí, ante todo, en el orden competencial, límite expreso
impuesto por el art. 8.1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común: «los convenios de Conferencia Sectorial y los convenios de colaboración, en ningún caso suponen la renuncia a las competencias propias de las Administraciones intervinientes». Para ejecutar el convenio, se permite la creación de organizaciones consorciales dotadas de personalidad jurídica (art. 6.5). Los instrumentos de normalización del convenio, que no exige forma notarial, deberán especificar, cuando así proceda: a) los órganos que celebran el convenio; b) la competencia que ejerce cada Administración; c) su financiación; d) las actuaciones que se acuerde desarrollar para su cumplimiento; e) la necesidad o no de establecer una organización para su gestión; f) el plazo de vigencia, lo que no impedirá su prórroga si así lo acuerdan las partes firmantes del convenio; g) la extinción por otras causas, así como la forma de terminar las actuaciones en curso para el supuesto de extinción. El sentido de este artículo es meramente ejemplificativo, pues el convenio será válido —al margen de que se recojan u omitan alguno o algunos de los puntos referidos— siempre, obviamente, que se recojan los esenciales: partes intervinientes, objeto y firma, al menos. Ajustarse al modelo no es ciertamente un requisito ad solemnitatem. Tampoco lo es la publicación en el Boletín Oficial del Estado y en un diario de la respectiva Comunidad Autónoma (art. 8.3). Así se desprende del número 2 de este mismo artículo cuando determina que «los convenios de Conferencia Sectorial y los convenios de colaboración celebrados obligarán a la Administración interviniente desde el momento de su firma, salvo que en ellos se establezca otra cosa». Sin embargo, debe interpretarse que los convenios no podrán ser invocados en favor o contra terceros hasta que hayan sido debidamente publicados. Y, en fin, en aplicación del precepto
antes referido sobre la obligatoriedad de los convenios a partir de su firma, tampoco es un requisito ad solemnitatem la comunicación al Senado y la aprobación de las Cortes Generales (art. 8.2). Una obligación cuyo incumplimiento no determina sanción alguna y que pudo haberse garantizado mediante la suspensión, primero, de su eficacia, y por su invalidez si no se alcanzase la aprobación parlamentaria. La falta, pues, de esta autorización, que queda configurada como una aprobación a posteriori, no puede tener otro alcance que el de una causa de invalidez sobrevenida, solo apreciable, en su caso, si el convenio es impugnado ante el Tribunal Constitucional. La competencia para resolver los litigios que se susciten en la aplicación de los convenios se remite, en primer lugar, al órgano mixto de vigilancia y control, que puede crearse por el propio convenio, que resolverá los problemas de interpretación y cumplimiento que puedan plantearse respecto de los convenios de colaboración (art. 6.3). Sin embargo, esta previsión del arbitraje no impide el ulterior planteamiento de la cuestión ante la Jurisdicción contencioso-administrativa o constitucional (art. 8.3). No hay objeción alguna de principio que formular al conocimiento por la Jurisdicción contencioso-administrativa de los litigios que se susciten en la aplicación de estos convenios, pero sí la puede haber, y grave, respecto a la adecuación de la sustanciación de los mismos a través del proceso contencioso-administrativo ordinario. Un proceso pensado para el enfrentamiento de un administrado con una Administración que es la autora del acto decisorio ejecutorio, objeto del proceso, y que responde, como hemos enseñado en otros lugares, al modelo del proceso impugnativo de apelación, en el que el acto administrativo hace las veces y funciones de la sentencia de primera instancia. Pero se trata de un modelo inadecuado para el enfrentamiento de dos
Administraciones Públicas dotadas ambas de semejante potestad decisorio-ejecutoria y en un plano de igualdad jurídica y política. Porque, ¿cómo determinar el objeto del proceso, el acto recurrido, cuando las dos Administraciones enfrentadas son capaces de dictarlo con la misma fuerza propia de las decisiones ejecutorías? En esas circunstancias, y si las diversas Administraciones hacen uso de ese privilegio o facultad, ¿a qué acto se dará preferencia en la fase prejudicial definiendo la situación jurídica válida mientras el juez contencioso no dicta sentencia?, ¿cuál de las Administraciones deberá asumir la más cómoda posición de demandada?, ¿acaso la que dicte primero el acto?, ¿no es éste, en cualquier caso, un criterio demasiado simplista? Tampoco está resuelto el tema fundamental de la competencia jurisdiccional, pues la regla de que el órgano judicial competente se determina en función de la naturaleza local, autonómica o estatal del emisor del acto no tiene aquí, por lo dicho, mucho sentido.
D)
LOS PLANES Y PROGRAMAS CONJUNTOS
Las Conferencias Sectoriales pueden aprobar, como se dijo, convenios de colaboración, pero también planes y programas conjuntos de actuación para el logro de objetivos comunes en materias sobre la que el Estado y las Comunidades Autónomas ostentan competencias concurrentes (art. 7.1). Dentro de su respectivo ámbito, corresponde a las Conferencias Sectoriales la iniciativa para acordar la realización de planes o programas conjuntos, así como la puesta en marcha, el seguimiento y control del plan o programa acordado. Estos planes pues, a diferencia de los planes de coordinación antes vistos que pueden aprobar el Estado o las Comunidades Autónomas para coordinar la actuación de los entes locales, son voluntarios.
El contenido de los planes y programas no es muy diverso del establecido para los convenios: los objetivos de interés común a cumplir; las actuaciones a desarrollar por cada Administración; las aportaciones de medios personales y materiales de cada Administración;los compromisos de aportación de recursos financieros; la duración, así como los mecanismos de seguimiento, evaluación y modificación. Como en los convenios, el plan o programa es vinculante para la Administración del Estado y las Comunidades Autónomas que los suscriban y, a su vez, puede ser completado por convenios bilaterales con cada una de las Comunidades Autónomas. Aunque el plan o programa, como los convenios, debe ser objeto de publicación oficial, la falta de ésta no afecta tampoco a su exigibilidad. La Ley guarda silencio sobre la jurisdicción competente para resolver las controversias suscitadas en su aplicación. No obstante, y en congruencia con la fuerza vinculante que les otorga, habrán de aplicarse las mismas normas antes referidas sobre la litigiosidad de los convenios.
TÍTULO SEGUNDO LA ADMINISTRACIÓN TERRITORIAL CAPÍTULO VI LA ADMINISTRACIÓN DEL ESTADO. La administración del Estado es aquella parte de la Administración pública identificada con el poder ejecutivo,
que tiene su cargo la gestión en todo territorio Nacional de aquellas funciones y servicios que se consideran fundamentales para la existencia misma de la comunidad nacional. Actúa bajo la dirección del Gobierno y sirve con objetividad los intereses generales (arts 97 y 103.1 de la CE). En los regímenes modernos de la Administración española es manifiesta la influencia francesa. En el siglo XVIII con las reformas introducidas por Felipe V, se inicia el proceso de centralización ( interdependencias, ministerios) que se continúa con el intento de la Constitución de Bayona de importar en sus términos literales el modelo estatal napoleónico. Después, la Constitución de Cádiz de 1812 introduce un elemento clave de la administración estatal periférica, el Gobernador civil ( denominado Jefe político), copiado del precepto francés. Las restantes piezas irán importándose en Francia a lo largo del siglo XIX: estructura departamental, división provincial, consejo de Estado como órgano de asesoramiento y de justicia administrativa, el establecimiento público, técnica organizativa para la Administración institucional, los cuerpos de funcionarios y ya en nuestros días, la figura de los secretarios de Estado. La recepción del modelo francés no significó, sin embargo que cada uno de sus elementos no haya tenido aquí una versión o evolución diversa, que se analizará en adelante con el detalle. Baste por ahora subrayar la mayor politización del gobernador civil, frente a la mayor profesionalidad del precepto francés, la desvirtuación progresiva del Consejo de Estado, que de órgano mixto judicial y consultivo fue perdiendo su carácter jurisdiccional que conserva el Consejo de Estado francés. En relación con la Administración estatal inglesa nos separan dos cargos esenciales: Primero, la falta en aquella de una Administración periférica, pues en el Reino Unido no hay una división regional ni provincial del Estado ni se conocen por ello las figuras del gobernador o precepto, ni de las delegaciones o direcciones provinciales de los ministerios, cuyas funciones asumen los Entes locales de mayores dimensiones territoriales que los muestra por
delegación del Gobierno. Otra diferencia notable es el mayor grado de politización de nuestra Administración del Estado. Así, mientras en la Administración inglesa el nivel político se cierra en los Ministros, reservándose a los cuerpos de funcionarios los nuestros inferiores en España los niveles de subsecretarios, directores generales y gobernadores, los su delegados de Gobierno son cargos de designación política, aunque se aprecie en la ley 30/1997, de la ley de funcionamiento del Estado (LOFAGE), la tendencia a reservar a quienes tienen la condición de funcionarios de alto nivel de los cargos de los que se denominan ahora órganos directivos. ( subsecretarios, directores generales, secretarios generales técnicos, subdirectores generales) frente a los órganos superiores ( Ministros y secretarios de Estado) que no exigen ninguna cualificación. La regulación de la Administración del Estado es ahora objeto de dos leyes, la de Organización y Funcionamiento de la Admonistración General del Estado 6/1997 conocida como la LOFAGE, y la del Gobierno, 50/1997 de 27 de noviembre del mismo año. Ambas toman de lo anterior ley de Régimen Jurídico de 1957 determinadas reglas sobre la naturaleza y competencia de la Administración del Estado, con reiteración, asimismo, de preceptos constitucionales. En este sentido prescriben que aquella << bajo la dirección del Gobierno y con el sometimiento a la ley y al Derecho, sirve con objetividad los intereses generales, desarrollando funciones ejecutivas de carácter administrativo añadiendo que dicha administración está constituida por órganos gerárdicamente ordenados, que actúa con personalidad jurídica única y, en fin, se precisa que las potestades y competencias administrativas que, en cada momento, tengan atribuidas ésta y sus Organismos públicos determinan la capacidad de obrar de una y otros >> (art 2 de la LOFAGE). A estas reglas, generales y prescriptivas se ha añadido un serial de principios de organización y funcionamiento, de servicios a los ciudadanos, encuadrables en el género de sentido común, de las normas jurídicas. La Administración General del Estado se organiza y actúa la ley con pleno respecto al principio de legalidad y de acuerdo con los otros principios que a continuación se
mencionan: 1. De organización: a) jerarquía b) desconcentración funcional c) desconcentración funcional o material, d) Economía insuficiencia y adecuación estricta de los medios a los fines institucionales. e) Simplicidad, claridad y proximidad a los ciudadanos, f) coordinación, 2. De funcionamiento: a) eficacia en el cumplimiento de los objetivos fijados, b) eficacia en la asignación y utilización de los recursos públicos, c) programación y desarrollo de objetivos y control de gestión y los resultados, d) responsabilidad por la gestión pública, e) racionalidad y agilidad de los procedimientos administrativos y las actividades materiales de gestión, f) servicio efectivo a los ciudadanos, g) Objetividad y transparencia en la gestión administrativa, h) Cooperación y coordinación de las otras Administraciones Públicas. (Art.3 de la LOFAGE)
En función del principio de servicio a los ciudadanos, la Administración General del Estado debe asegurar a los ciudadanos, la Administración General del Estado debe asegurar a los ciudadanos: a) la efectividad de sus derechos cuando se relacionen con la Administración. b) La continua mejora de los procedimientos, servicios y prestaciones públicas de acuerdo con las políticas fijadas por el gobierno y teniendo en cuenta los recursos disponibles determinando al respecto las prestaciones que proporcionan los servicios estatales, sus contenidos y los correspondientes estándares de calidad. Asímismo, la Administración General del Estado desarrollara su actividad y organizará las dependencias administrativas y, en particular, las oficinas periféricas, de manera que los ciudadanos a) puedan resolver sus asuntos, ser auxiliados en la relación formal de documentos administrativos y recibir información de interés general por medios telefónicos, informáticos y telemáticos. b) pueden presentar reclamaciones sin el carácter de recursos administrativos de las dependencias administrativas. (Art. 4 de la LOFAGE) La LOFAGE define después unos conceptos básicos para entender y ordenar la organización administrativa del Estado. En ese sentido, considera estructura primaria de << unidades administrativas>> que son aquellas en las que se integren los elementos organizativos básicos de las estructuras orgánicas. Las unidades administrativas comprenden puestos de trabajo o dotaciones de plantilla vinculados fundamentalmente por razón de sus cometidos y orgánicamente por razón de sus cometidos y orgánicamente por una jefatura común.
Pueden existir unidades administrativas complejas, que agrupen dos ó más unidades menores. Las unidades administrativas se determinan en las relaciones de puestos de trabajo y se crean, modifican y suprimen a través de estas (arts 5, 7 y 10 de la LOFAGE), excepto cuando reúnan además la condición de órgano. El órgano es para la ley algo más que una unidad administrativa, aunque puede ser cuantitativamente de menor entidad que muchas de ellas. La distingue de estas él estar dotado de una especial cualidad o atributo consciente en la atribución de << funciones que tengan efectos jurídicos frente a terceros, o cuya actuación tenga carácter preceptivo>> ( art 5.2 de la LOFAGE). Se trata de una semipersonalidad jurídica aunque no tenga formalmente atribuida. Sobre los órganos que componen la Administración que sean a continuación, objeto de exposición, es clásica la distinción entre órganos de la Administración central o centrales con competencia sobre todo el territorio nacional, y los órganos periféricos, o territoriales, como denomina la LOFAGE, con competencias reducidas a una parte de aquel. Los periféricos pueden tener base regional ( regiones militares, delegados del Gobierno en las Comunidades Autónomas) o provincial, que es lo más frecuente ( subdelegados de Gobierno y delegaciones o direcciones provinciales de los diversos ministerios) e, incluso, infraprovincial ( Registros de la Propiedad, Administraciones de Hacienda) Otras distinciones relevantes son las que pueden establecerse entre órganos de la administración activa y órganos consultivos ( Secretarías Generales Técnicas, Consejo de Estado). Al margen de la exposición del presente capítulo quedarán sin embargo los órganos estatales personificados que constituyen la Administración especializada o institucional y que se estudiarán juntamente con los de la misma naturaleza que puedan crear las Comunidades Autónomas y las Entidades Locales. Los órganos de la Administración del Estado se clasifican en los órganos superiores, directivos y comunes, que son todas las demás que se encuentran bajo la dependencia o dirección de un órgano superior y directivo.
Son órganos superiores los Ministerios y los Secretarios de Estado a los que esencialmente corresponde establecer los planes de actuación de la organización situada bajo su responsabilidad (art. 6.8 de la LOFAGE). Son nombrados (y separados) por puros criterios políticos sin ningún requisito especial de mérito o capacidad, por el Rey a propuesta del presidente del Gobierno ( art 12.2 de la ley del Gobierno) los secretarios de Estado sin nombrados y separados por Real Decreto del Consejo de Ministros, a propuesta del Peresidente del Gobierno o del miembro del gobierno a cuyo departamento pertenezcan ( art 15.1 de la Ley del Gobierno) son órganos directivos los subsecretarios y secretarios generales y secretarios generales técnicos, directores generales y subdirectores generales. En la organización periférica o territorial son órganos directivos tanto los delegados del Gobierno en las comunidades Autónomas, que tendrán rasgo de subsecretario, como los subdelegados de gobierno en las provincias, los cuales tendrán nivel de subdirector general. En la Administración del Estado en el exterior son órganos directivos los embajadores y representantes permanentes ante organizaciones Internacionales y respecto a los organismos públicos sus estatutos determinarán sus respectivos órganos directivos les corresponde el desarrollo y la ejecución de los planes de actuación de la organización, siendo de aplicación al desempeño de sus funciones la responsabilidad profesional, personal y directa por la gestión desarrollada y sujeción al control y evaluación de la gestión por el órgano superior o directivo competente sin control establecido por la Ley General Presupuestaria. Los órganos directivos se nombran atendiendo a criterios de competencia profesional y experiencia, entre funcionarios de carrera del Estado, de las Comunidades Autónomas o de las entidades locales, a los que exija para su ingreso el título de doctor licenciado o equivalente. Se trata de una criticable reserva de cargos directivos a funcionarios del cuerpo. ( Inspecciones de Hacienda, diplomados, etc) que tienen la responsabilidad del servicio o ministerio respectivo, pero carece de justificación cuando no supone una exigencia de
especialidad en el servicio de la administración para que el funcionario es nombrado directivo ( ingeniero de caminos funcionarios para el cargo directivo del ministerio de educación o catedrático de la lengua para una Dirección General del Ministerio de Fomento) y, de otra parte, limita las probabilidades de nombramiento de quienes, sin ser funcionarios, tienen indudable capacidad directiva acreditada en el sector privado. Los nombramientos de los titulares de los órganos directivos se hacen por Real Decreto del aconsejo de Ministros a propuesta del ministro correspondiente; y en los subdirectores generales serán nombrados y cesados por el Ministro o Secretario del que dependan ( arts. 15.2, 16, 17 y 18 de la LOFAGE). La clasificación entre órganos superiores y directivos, también ha sido asumida por la Ley de Bases de Régimen Local 7/1995 tras su reforma de la ley 57/2003 para los municipios de gran población (art 130), dependiendo a la categoría primera el alcalde y los miembros de la Junta de Gobierno local los demás coordinadores generales de área o concejalía, director general o similares, titular de apoyo técnico y, en su caso, la gestión directa en relación con las funciones de planificación, programación y presupuestos, cooperación internacional, acción en el exterior, organización y recursos humanos, sistemas de información y comunicación, producción normativa, asistencia jurídica, gestión financiera, gestión de medios materiales y servicios auxiliares, seguimiento, control e inspección de servicios estadística para fines estatales y publicaciones (art. 20 de la LOFAGE)
2. EL GOBIERNO Y SU PRESIDENTE La expresión Gobierno se solía identificar con la de Consejo de Ministros, designando con ambas al órgano colegiado compuesto por el Presidente del Gobierno, el Vicepresidente, en su caso, los Ministros y los demás miembros que establezca la Ley (art. 98.1 de la Constitución), y que
se caracteriza por ser el órgano titular del poder ejecutivo y supremo órgano de la Administración del Estado. Sin embargo, la Ley del Gobierno de 1997 no lo identifica con el Consejo de Ministros, sino que considera que el Gobierno es un conjunto de órganos compuesto por el Presidente, el Vicepresidente, o Vicepresidentes, en su caso, y los Ministros, y que actúa colegiadamente tanto a través del Consejo de Ministros como de las Comisiones Delegadas del Gobierno. La historia del Gobierno como institución hunde sus raíces más inmediatas en el Consejo de Gabinete creado por Felipe V (Real Decreto de 30 de noviembre de 1714). En este órgano se integraban los Secretarios de Despacho, antecedente de los actuales Ministros. En reinados posteriores se le denominará Suprema Junta de Estado, con Carlos III, y Consejo de Estado, con Carlos IV (denominación que nada tiene que ver con la institución posterior del Consejo de Estado que crearía Napoleón, ni con el actual Consejo de Estado). Fernando VII, ya con el nombre de Consejo de Ministros, creó un órgano de consulta y asesoramiento del Monarca, del que formaban parte los Secretarios de Estado y Despacho (cinco en aquella época: Estado, Gracia y Justicia, Guerra, Marina y Hacienda). Como los anteriores, se distingue del Consejo de Ministros actual por su naturaleza consultiva, correspondiendo formalmente el poder decisorio al Monarca. Sólo a partir del Estatuto Rea) de 1834, que utiliza ya como sinónimas las expresiones Consejo de Ministros y Gobierno, se consolidará la institución en los términos que ahora conocemos.
La formación del Gobierno se inicia mediante el otorgamiento de la confianza parlamentaria a un determinado candidato por el Congreso de los Diputados. Nombrado Presidente, éste propone el nombramiento de los restantes miembros del Gobierno al Rey, que es quien formalmente nombra a los Ministros, aunque sin poder decisorio ni de veto. El cese del Gobierno se produce por fallecimiento, dimisión o pérdida de la confianza parlamentaria por el Presidente, aunque el Gobierno cesante continuará en funciones con los poderes y facultades que precisa la Ley del Gobierno.
A) EL PRESIDENTE: La figura del Presidente es la más relevante dentro de ese conglomerado de órganos que constituye el Gobierno, pues de su voluntad
depende el nombramiento y cese de todos sus componentes, por lo que puede afirmarse que en la figura del Presidente se concreta todo el poder del Gobierno. El proceso de nombramiento del Presidente se inicia con la propuesta por el Rey de un candidato, realizada previa consulta a los grupos políticos con representación parlamentaria. El candidato deberá exponer, ante el Congreso de los Diputados, el programa político del Gobierno que pretende formar y solicitar la confianza de la Cámara. Previo el correspondiente debate, se entiende otorgada la confianza en primera votación por la mayoría absoluta de los miembros de la Cámara, y en segunda, celebrada cuarenta y ocho horas después, por mayoría simple (art. 99 de la Constitución). El cese del Presidente tiene lugar, como ya se dijo, por fallecimiento o dimisión del mismo, por expiración del mandato parlamentario y por pérdida de la confianza parlamentaria. Ésta se produce cuando el propio Presidente plantea ante el Congreso de los Diputados una cuestión de confianza sobre su programa o sobre una declaración de política general; la confianza se entenderá otorgada cuando vote a su favor la mayoría simple de los Diputados; si dicha mayoría simple no se alcanza, la cuestión de confianza se entenderá derrotada y el Presidente del Gobierno deberá presentar su dimisión al Rey (arts. 112 y 114.1 de la CE); la confianza se pierde, asimismo, cuando prospera la moción de censura. Ésta debe proponerse por la décima parle de los Diputados y habrá de incluir, de acuerdo con su naturaleza constructiva, un candidato a la Presidencia del Gobierno; tras el correspondiente debate, y si la moción de censura y el candidato propuesto obtienen la mayoría absoluta de la Cámara, el Presidente del Gobierno censurado cesará en su cargo y quedará automáticamente investido el candidato alternativo propuesto en la moción (art. 113 de la CE).
La Constitución resume las funciones del Presidente diciendo que «el Presidente dirige la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del mismo, sin perjuicio de la competencia y responsabilidad directa de éstos en su gestión» (art. 98.2 de la CE ). Completando este texto, la Ley del Gobierno de 1997 le atribuye las funciones de: a) representar al Gobierno; b) establecer el programa político y determinar las directrices de la política interior y exterior y velar por su cumplimiento; c) proponer al Rey, previa deliberación del Consejo de Ministros, la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes Generales; d) plantear ante el Congreso de los Diputados, previa deliberación del Consejo de Ministros, la cuestión de confianza; e) proponer al Rey la convocatoria de un referéndum consultivo, previa autorización del Congreso de los Diputado (art. 2); las disposiciones y actos cuya adopción venga atribuida al Presidente del Gobierno recibirán el nombre de Real Decreto del Presidente del Gobierno [art. 25.b) de la Ley del Gobierno]. Al Presidente corresponde también dirigir la política de defensa y ejercer respecto de las Fuerzas Armadas las funciones previstas en la legislación reguladora de la defensa nacional y de la organización militar; convocar, presidir y fijar el orden del día de las reuniones del Consejo de Ministros; refrendar, en su caso, los actos del Rey y someterle, para su sanción, las leyes y demás normas con rango de ley; interponer el recurso de inconstitucionalidad; crear, modificar y suprimir, por Real Decreto, los Departamentos Ministeriales, así como las Secretarías de Estado y la aprobación de la estructura orgánica de la Presidencia del Gobierno; proponer al Rey el nombramiento y separación de los Vicepresidentes y de los Ministros; resolver los conflictos de atribuciones que puedan surgir entre los diferentes Ministerios; impartir instrucciones a los demás miembros del Gobierno; y, en fin, ejercer cuantas otras atribuciones le confieran la Constitución y las leyes (art. 2 de la Ley del Gobierno).
El Presidente del Gobierno en funciones sufre un importante recorte en sus poderes: no podrá proponer al Rey la disolución de alguna de las Cámaras, o de las Cortes Generales, ni plantear la cuestión de confianza, ni proponer al Rey la convocatoria de un referéndum consultivo (art. 21 de la Ley del Gobierno). La responsabilidad penal del Presidente y la de los demás miembros del Gobierno, según el art. 102 de la Constitución, será exigible ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Si la acusación fuera por traición o por cualquier delito contra la seguridad del Estado en el ejercicio de sus funciones sólo podrá ser planteada por iniciativa de la cuarta parte de los miembros del Congreso, y con la aprobación de la mayoría absoluta del mismo. En ninguno de estos supuestos será aplicable la prerrogativa real de gracia. En materia de incompatibilidades, el art. 98.3 de la Constitución establece que los miembros del Gobierno no podrán ejercer otras funciones representativas que las propias del mandato parlamentario, ni cualquier otra función pública que no derive de su cargo, ni actividad profesional o mercantil alguna. El sistema de incompatibilidades de los Miembros del Gobierno de la Nación y de los Altos Cargos de la Administración General del Estado ha sido regulado en la Ley 12/1995, de 11 de mayo, fijándose además la obligación de presentar una declaración de actividades y otra de bienes y derechos, materia que, sin derogar la anterior, ha sido nuevamente regulada por la Ley 5/2006 sobre conflictos de intereses de los miembros del Gobierno y Altos Cargos de la Administración del Estado.
B) LOS VICEPRESIDENTES: A los Vicepresidentes del Gobierno se refiere la Constitución (art. 98), que deja claro el carácter potestativo de su creación al decir que «el Gobierno se compone del Presidente, los Vicepresidentes en su caso...». La Ley del Gobierno de 1997 determina, asimismo, que al Vicepresidente o Vicepresidentes, cuando existan, les corresponderán las funciones que les encomiende el Presidente, precisando que el Vicepresidente que asuma la titularidad de un Departamento ministerial, ostentará, además, la condición de Ministro (art. 3). La experiencia de la utilización de esta figura demuestra que unas veces los Vicepresidentes actúan como segundos Presidentes, como su alter ego, o bien como superminístros coordinadores de determinadas áreas políticas o económicas. Su nombramiento y separación corresponde al Rey a propuesta del Presidente del Gobierno [art. 2.2.k) de la Ley del Gobierno]. Tanto el Presidente como el Vicepresidente del Gobierno cuentan con órganos de apoyo directo hoy regulados en el Real Decreto 560/2004. Cabe destacar en primer lugar por su mayor importancia política el Gabinete de la Presidencia del Gobierno, compuesto por asesores de la máxima confianza política que analizan las iniciativas y planes de los distintos Ministerios en ejecución del programa de Gobierno, así como la conveniencia de la modificación, supresión o adopción de otras nuevas. El Portavoz del Gobierno, órgano de relación con los medios de comunicación y cauce autorizado de expresión de los acuerdos del Consejo de Ministros. La Secretarías del Presidente y Vicepresidente del Gobierno, cuyas funciones tienen que ver con la llevanza de la agenda de aquéllos. La Secretaría General de la Presidencia del Gobierno, con funciones de protocolo, seguridad, infraestructuras y seguimiento de situaciones de crisis. La Oficina Económica del Presidente del Gobierno, competente en asuntos relacionados con la política económica.
3.FUNCIONAMIENTO DEL GOBIERNO: CONSEJO DE MINISTROS Y COMISIONES DELEGADAS. (programa Los Ministros y los departamentos ministeriales). Según la Exposición de Motivos de la Ley del Gobierno de 1997, tres son los principios que configuran el funcionamiento del Gobierno: 1) El principio de dirección presidencial, que otorga al Presidente del Gobierno la competencia para determinar las directrices políticas que deberá seguir el Gobierno y cada uno de los Departamentos. 2) La colegialidad y consecuentemente solidaria de sus miembros.
responsabilidad
3) El principio departamental, que otorga al titular de cada Departamento una amplia autonomía y responsabilidad en el ámbito de su respectiva gestión. El Gobierno actúa y se expresa, fundamentalmente, a través de dos órganos colegiados: el Consejo de Ministros y las Comisiones Delegadas del Gobierno, pues «los miembros del Gobierno se reúnen en Consejo de Ministros y en Comisiones Delegadas del Gobierno» (art. 1.3 de la Ley del Gobierno) y que cuentan, como órganos de colaboración y apoyo, con la Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios, el Secretariado del Gobierno y los Gabinetes.
A) EL CONSEJO DE MINISTROS
Lo forman el Presidente y los Vicepresidentes, los Ministros y, en su caso, los Secretarios de Estado si son convocados. Al Consejo de Ministros, como expresión máxima del Gobierno, le corresponde constitucionalmente dirigir la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado, ejercer la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes (art. 97 de la CE). Por ello es de su competencia: aprobar los proyectos de ley y de Presupuestos Generales del Estado, los Reales Decretos-leyes y los Reales Decretos Legislativos; acordar la negociación y firma de Tratados internacionales y aplicación provisional y remitirlos a las Cortes Generales; declarar los estados de alarma y de excepción, y proponer al Congreso de los Diputados la declaración del estado de sitio; disponer la emisión de Deuda Pública o contraer crédito; aprobar los reglamentos para el desarrollo y la ejecución de las leyes; crear, modificar y suprimir los órganos directivos de los Departamentos ministeriales; adoptar programas, planes y directrices vinculantes para todos los órganos de la Administración General del Estado; y, en fin, ejercer cuantas otras atribuciones le confieren la Constitución, las leyes y cualquier otra disposición (art. 5 de la Ley del Gobierno). Estas funciones son delegables en las Comisiones Delegadas del Gobierno, salvo las atribuidas directamente por la Constitución, las relativas al nombramiento y separación de los altos cargos o atribuidas al Consejo de Ministros, o las atribuidas a los órganos colegiados del Gobierno, con la excepción o las atribuidas por una ley que prohíba expresamente la delegación. El Gobierno en funciones tiene reducidos sus poderes a facilitar el normal desarrollo del proceso de formación del nuevo Gobierno y el traspaso de poderes al mismo. Por ello deberá limitar su gestión al despacho ordinario
de los asuntos públicos, absteniéndose de adoptar, salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general cuya acreditación expresa así lo Justifique, cualesquiera otras medidas.En ningún caso podrá aprobar el proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado, ni presentar proyectos de ley al Congreso de los Diputados o, en su caso, al Senado. Asimismo, las delegaciones legislativas otorgadas por las Cortes Generales quedarán en suspenso durante todo el tiempo que el Gobierno esté en funciones como consecuencia de la celebración de elecciones generales. Las reuniones del Consejo de Ministros son secretas; actúa como Secretario el Ministro de la Presidencia y pueden asistir a ellas, además del Presidente y los Ministros, los Secretarios de Estado (art. 5 de la Ley del Gobierno). El legislador pretende evitar aquí la aplicación de las normas propias de los órganos colegiados y acentuar el dirigismo directivo del Presidente que convoca, preside e impone el orden del día. Por ello se determina que en el acta de dichas reuniones, que podrán tener carácter decisorio o deliberante, figurarán exclusivamente las circunstancias relativas al tiempo y lugar de su celebración, la relación de asistentes, los acuerdos adoptados y los informes presentados (art. 18 del la Ley del Gobierno). Si a esta limitación se une lo dispuesto en la disposición adicional primera de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común que excluyó al Gobierno (también a los Gobiernos autonómicos y a los de las Corporaciones locales) de las reglas de funcionamiento de los órganos colegiados, se puede concluir que el legislador ha
pretendido que no existan votaciones formales y, sobre todo, votos disidentes, como si la solidaridad en la responsabilidad política de sus miembros (art. 108 de la CE: «El Gobierno responde solidariamente de su gestión política ante el Congreso de los Diputados») pudiera ser, también, jurídica. Una solución inadmisible porque va contra el más elemental principio en materia de responsabilidad que por el hecho de participar en un Consejo de Ministros se presuponga la voluntad de aprobar lo que decida el Presidente o la mayoría, cualesquiera que fuere, incluso delictivo, el contenido de la decisión. Por ello el Ministro que esté disconforme con un acuerdo, para librarse de responsabilidad política y jurídica, no tiene más alternativa que dimitir en el acto. La posibilidad de que a las reuniones del Consejo de Ministros asista el Rey (en virtud del derecho que el art. 62 de la Constitución le reconoce de ser informado de los asuntos de Estado y presidir, a estos efectos, el Consejo de Ministros, cuando lo estime oportuno, a petición del Presidente del Gobierno) permite distinguir las sesiones ordinarias del Consejo de Ministros de aquellas otras que preside el Rey. Esta distinción, sin embargo, no tiene consecuencias sustanciales, pues en ambas clases de sesiones el régimen jurídico es el mismo, sin que la presencia del Rey comporte que éste asume alguna suerte de responsabilidad por las decisiones del Consejo ni supone tampoco que los acuerdos del Consejo tengan una mayor fuerza jurídica por la presencia real.
B) LAS COMISIONES GOBIERNO.
DELEGADAS
DEL
La exposición de Motivos de la ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957 justificó la creación de las comisiones delegadas del Gobierno en la necesidad de facilitar el estudio y hacer más fáciles las deliberaciones de algunos problemas que afectan a varios ministerios. En la actualidad la ley 6/1997, las configura como consejo de ministros reducidos, órganos de naturaleza desconcentrada,
que se rigen por idénticas reglas a las establecidas para el funcionamiento del consejo de Ministros. Corresponde a las comisiones delegadas examinar las cuestiones de carácter general que tengan relación con varios de los departamentos ministeriales que integren la Comisión; estudiar aquellos asuntos que afectando a varios ministerios, pidieran la colaboración de una propuesta conjunta previa a su resolución por el Consejo de Ministros, resolver los asuntos que afectando a más de un ministerio, no consiguieran ser elevadas al consejo de Ministros; y ejercer cualquier otra atribuyan que las confiera el ordenamiento jurídico a que les designe el Consejo de Ministros. La creación, modificación y suspensión de las comisiones delegadas del Gobierno será acordada por el Consejo de Ministros mediante real decreto a propuesta del Presidente del Gobierno, que deberá especificar, en todo caso el miembro del Gobierno que asume la presidencia de la Comisión, los miembros del Gobierno, y, en su caso, secretarios de Estado que la integran, las funciones que se les atribuyen a la Comisión y miembro de la comisión al que corresponde la secretaría de la misma ( art.6 de la ley del Gobierno). El Real Decreto 1886/2011, de 30 de diciembre, estableció que además de las que se constituyan por ley, las comisiones delegadas del Gobierno para la Política Científica y tecnológica, comisión Delegada del Gobierno para la política de Igualdad y Comisión Delegada de Asuntos Culturales.
C) ÓRGANOS DE APOYO: SECRETARIOS DE ESTADO, COMISIÓN GENERAL DE SECRETARIOS DE ESTADO Y SUBSECRETARIOS, SECRETARIADO DEL GOBIERNO Y JEFES DE GABINETE. La Ley del Gobierno califica de órganos de apoyo y colaboración de éste a los que se citan en el epígrafe. Sin embargo, en propiedad, los órganos de apoyo al Gobierno son la Comisión General de Secretarios de
Estado y Subsecretarios, y el Secretariado del Gobierno, ya que los Secretarios de Estado y los Gabinetes a los que realmente asisten es a los Ministros. Los Secretarios de Estado son órganos superiores de la Administración General del Estado, directamente responsables de la ejecución de la acción del Gobierno en un sector de actividad específica de un Departamento o de la Presidencia del Gobierno. Actúan bajo la dirección del titular del Departamento al que pertenezcan. Cuando estén adscritos a la Presidencia del Gobierno, actúan bajo la dirección del Presidente. Asimismo, podrán ostentar por delegación expresa de sus respectivos Ministros la representación de éstos en materias propias de su competencia, incluidas aquellas con proyección internacional, sin perjuicio, en todo caso, de las normas que rigen las relaciones de España con otros Estados y con las Organizaciones internacionales. Sobre esta figura volveremos. La Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios estará integrada por los titulares de las Secretarías de Estado y por los Subsecretarios de los distintos Departamentos Ministeriales. La Presidencia déla Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios corresponde a un Vicepresidente del Gobierno o, en su defecto, al Ministro de la Presidencia. Las reuniones de la Comisión tienen carácter preparatorio de las sesiones del Consejo de Ministros de forma que todos los asuntos que vayan a someterse a aprobación del Consejo de Ministros deben ser examinados por la Comisión, excepto aquellos que se determinen por las normas de funcionamiento de aquél, sin que en ningún caso la Comisión pueda adoptar decisiones o acuerdos por delegación del Gobierno.
El Secretariado del Gobierno, como órgano de apoyo del Consejo de Ministros, de las Comisiones Delegadas del Gobierno y de la Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios, presta asistencia al Ministro-Secretario del Consejo de Ministros, se ocupa de la remisión de las convocatorias a los diferentes miembros de los órganos colegiados anteriormente enumerados, del archivo y custodia de las convocatorias, órdenes del día y actas de las reuniones, y, en fin, vela por la correcta y fiel publicación de las disposiciones y normas emanadas del Gobierno que deban insertarse en el Boletín Oficial del Estado. El Secretariado del Gobierno se integra en la estructura orgánica del Ministerio de la Presidencia. Los Gabinetes, como dijimos, más que órganos de apoyo directo al Gobierno, lo son de apoyo político y técnico del Presidente del Gobierno, de los Vicepresidentes, de los Ministros y de los Secretarios de Estado, y en ese sentido realizan tareas de confianza y asesoramiento especial. Particularmente les prestan su apoyo en el desarrollo de su labor política, en el cumplimiento de las tareas de carácter parlamentario y en sus relaciones con las instituciones y la organización administrativa. En ningún caso pueden adoptar actos o resoluciones que correspondan legalmente a los órganos de la Administración General del Estado o de las organizaciones adscritas a ella. El número y las retribuciones de sus miembros se determinan por el Consejo de Ministros dentro de las consignaciones presupuestarias establecidas al efecto, adecuándose, en todo caso, a las retribuciones de la Administración General del Estado.
4. DEPARTAMENTOS MINISTERIALES Y MINISTROS Bajo la autoridad del Gobierno, la Administración Central del Estado se organiza en Ministerios, organizaciones con responsabilidad sobre grandes áreas de acción política y gestión administrativa, en los que se integran diversos órganos directivos, a su vez especializados en la gestión
administrativa sectorial, las Direcciones Generales. Como dice la LOFAGE: «la Administración General del Estado se organiza en Ministerios, comprendiendo cada uno de ellos uno o varios sectores funcionalmente homogéneos de actividad administrativa» (art. 8.1). Los Ministerios se ordenan internamente sobre el principio de jerarquía orgánica. Sin perjuicio de antecedentes más remotos es a Napoleón a quien se atribuye la paternidad de la actual estructura departamental y especialización ministerial. La idea base fue que los Ministros, a los que consideraba como altos funcionarios vinculados a su autoridad, no tenían por misión la simple supervisión o control de los servicios, sino la responsabilidad de su dirección y mando efectivo, al igual que ocurría con las unidades militares. Esto comportaba que debían tener un conocimiento profundo de los servicios a su cargo, lo que era, en cierto modo, incompatible con la atribución de grandes áreas de competencia. En España coincide el declive de la Administración colegiada del Antiguo Régimen con el diseño del sistema departamental. Así, en la Constitución de Bayona, y por decisiva y directa influencia napoleónica, aparecen enumerados hasta nueve Ministerios (Justicia, Guerra, Marina, Negocios Eclesiásticos, Negocios Extranjeros, Interior, Hacienda, Indias y Policía General), que en la Constitución de Cádiz se reducen a siete y se les denomina Secretarías de Despacho (Despacho de Estado, de la Gobernación de la Península, de la Gobernación de Ultramar, de Gracia y Justicia, de Hacienda, de Guerra y de Marina). En el transcurso del siglo XIX se afianza la estructura departamental que sustituirá totalmente a los Consejos Reales, aumentando, asimismo, el número de Ministerios. Son diversas las explicaciones sobre las causas del aumento del número de Ministerios. Evidentemente, su crecimiento tiene que ver con el aumento del intervencionismo de la Administración en
progresión continua desde el pasado siglo. Piénsese, por ejemplo, en el Ministerio de Trabajo, inimaginable en el siglo XIX. En los regímenes parlamentarios la proliferación ministerial tiene también como causa estrictas razones políticas, por cuanto el aumento de los miembros del Gobierno es consecuencia, en ocasiones, de la ambición de los partidos, necesitados de más puestos para colocar a sus notables, ampliación que facilita también la formación de coaliciones. La creación de Ministerios es, unas veces, creación ex novo y, otras, se origina por desdoblamiento de anteriores Ministerios, a partir de Ministerios madres. Así, por ejemplo, del Ministerio de Fomento del siglo pasado han surgido por «partenogénesis» los Ministerios de Industria, Gobernación, trabajo. Educación y Ciencia, de Obras Públicas (que ahora ha recibido, aunque muy adelgazado en competencias, el tradicional nombre de Ministerio de Fomento). Lo normal es que al frente de cada Ministerio esté un Ministro. Sin embargo, se ha admitido la figura del Ministro sin cartera, es decir, un miembro del Consejo de Ministros sin departamento ministerial propio. Es ésta una figura originada por la necesidad de incorporar al Consejo de Ministros a determinadas personas que, por sus condiciones personales o por sus relaciones políticas, aseguren al Gobierno el apoyo de determinados partidos o grupos políticos. En el régimen francés del Segundo Imperio, la figura que analizamos surgió para servir de pieza de engarce entre el Gobierno y el Parlamento por cuanto el Ministro sin cartera hacía las
veces de «ministre de la parole». La Ley del Gobierno de 1997 determina con gran flexibilidad que «además de los Ministros titulares de un Departamento, podrán existir Ministros sin cartera, a los que se atribuirá la responsabilidad de determinadas funciones gubernamentales» (art. 4.2). La determinación del número, la denominación y el ámbito de competencia respectivo de los ministerios y las secretarías de Estado se establece mediante real decreto del presidente del Gobierno. Conforme a las más reciente regulación, los departamentos ministeriales son los siguientes: Ministerios de Asuntos Exteriores y de cooperación, Ministerio de Justicia, de Defensa,de Hacienda y de Administraciones Públicas, del Interior, de Fomento, de Educación, Cultura y Deporte, de Empleo y Seguridad social, de Industria, energía y turismo, de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, de la Economía y Competitividad y de Sanidad. Servicios sociales e Igualdad ( Real Decreto 1983/2011 de 21 de Diciembre, establece la estructura orgánica básica de los departamentos ministeriales. Los Ministerios cuentan, en todo caso, con una Subsecretaría y, dependiendo de ella, una Secretaría General Técnica para la gestión de los servicios comunes. La estructura operativa de la organización ministerial son las Direcciones Generales, de existencia necesaria en todos los Ministerios, y facultativamente Secretarías de Estado, pues su creación no es obligatoria; excepcionalmente pueden crearse Secretarías Generales, para la gestión de un sector de actividad administrativa de las que dependerán jerárquicamente las Direcciones Generales que se les adscriban. Las Direcciones Generales son, pues, los órganos de gestión de una o varias áreas funcionalmente homogéneas que se organizan en Subdirecciones Generales para la distribución de las competencias encomendadas a aquéllas, la realización de las actividades que les son propias y la asignación de objetivos y responsabilidades, aunque podrán adscribirse
directamente Subdirecciones Generales a otros órganos directivos de mayor nivel o a órganos superiores del Ministerio. Las Subsecretarías, las Secretarías Generales, las Secretarías Generales Técnicas, las Direcciones Generales, las Subdirecciones Generales y órganos similares a los anteriores se crean, modifican y suprimen por Real Decreto del Consejo de Ministros, a iniciativa del Ministro interesado y a propuesta del Ministro de Administraciones Públicas. Los órganos de nivel inferior a Subdirección General se crean, modifican y suprimen por orden del Ministro respectivo, previa aprobación del Ministro de Administraciones Públicas y las unidades que no tengan la consideración de órganos se crean, modifican y suprimen a través de las relaciones de puestos de trabajo. El mando superior del Ministerio corresponde, pues, a los Ministros, jefes superiores del Departamento y superiores jerárquicos directos de los Secretarios de Estado. Los órganos directivos dependen de alguno de los anteriores, órganos superiores, y se ordenan jerárquicamente entre sí de la siguiente forma: Subsecretario, Director General y Subdirector General. A estos efectos los Secretarios Generales, cuando existen, tienen categoría de Subsecretario y los Secretarios Generales Técnicos de Director General. Los Ministros, además de las atribuciones que les corresponden como miembros del Gobierno, dirigen los sectores de actividad administrativa integrados en su Ministerio y asumen la responsabilidad inherente a dicha dirección, ejerciendo la potestad reglamentaria, fijando los objetivos del Ministerio y los planes de actuación del mismo, asignando los recursos necesarios para su ejecución y evaluando la realización de los planes de actuación. También les corresponde nombrar o separar a los titulares de los
órganos directivos del Ministerio y de los Organismos públicos dependientes del mismo o elevar al Consejo de Ministros las propuestas de nombramiento a éste reservadas, mantener las relaciones con las Comunidades Autónomas y, en fin, resolver los recursos que se interpongan contra las resoluciones de los órganos y Organismos públicos subordinados y los conflictos de atribuciones que se susciten entre éstos y plantear los que procedan con otros Ministerios (art. 12 de la LOFAGE). Sobre la gestión de los medios, la Ley atribuye a los Ministros la competencia para administrar los créditos de su Ministerio, aprobar y comprometer los gastos que no sean de la competencia del Consejo de Ministros, reconocer las obligaciones económicas, y proponer su pago, autorizar modificaciones presupuestarías, celebrar contratos y convenios, solicitar del Ministerio de Economía y Hacienda la afectación o el arrendamiento de los inmuebles necesarios para el cumplimiento de los fines de los servicios a su cargo, proponer y ejecutar los planes de empleo, modificar la relación de puestos de trabajo del Ministerio que expresamente autoricen de forma conjunta los Ministerios de Administraciones Públicas y de Economía y Hacienda y, en fin, convocar las pruebas selectivas en relación con el personal funcionario de los cuerpos y escalas adscritos al Ministerio, así como al personal laboral, administrar los recursos humanos del Ministerio, ejercer la potestad disciplinaria, y cualesquiera otras competencias que les atribuya la legislación en vigor (art. 13 de la LOFAGE).
6.SECRETARIOS DE ESTADO Esta figura, de muy reciente implantación en nuestro sistema, y a la que ya nos hemos referido como supuesto
órgano de apoyo del Gobierno, nada tiene que ver con los de igual denominación del Antiguo Régimen ni con los previstos en la Constitución de Cádiz, que eran verdaderos Ministros. Se trata más bien de un órgano copiado de otro de igual denominación de la Administración francesa, cuya descripción por ello resulta obligada. En Francia, en efecto, los Secretarios de Estado constituyen una de las tres clases, concretamente la inferior, en que se clasifican los Ministros: Ministros de Estado, Ministros y Secretarios de Estado. Estos últimos, al igual que los demás Ministros, son órganos superiores de un área de administración organizada. Sin embargo, tienen un rango inferior a los Ministros y se encuentran subordinados a aquéllos. No ostentan, pues, poderes propios, sino delegados del Ministro del que dependen, o los que se especifican en el Decreto de nombramiento, y pueden tener o no asegurada su presencia en el Consejo de Ministros. En términos similares a los de la Administración francesa, el Real Decreto-ley 1558/1977, de 4 de julio, que introduce la figura del Secretario de Estado en nuestra Administración, lo calificó como órgano «intermedio entre el Ministro y el Subsecretario». Como aquéllos, los Secretarios de Estado pueden asistir – aunque con voz pero sin voto – a las reuniones del Consejo de Ministros y de las comisiones Delegadas, para informar cuando sean convocados. La consagración definitiva por la LOFAGE y la Ley del Gobierno de la figura del Secretario de Estado permite afirmar que se ha creado un nuevo escalón político en la jerarquía administrativa que sirve a la ilusión de mantener congelado el número de Ministerios y de los miembros del Gobierno y a reducir en alguna forma los aparatos que conllevan, unificando en un mando común áreas de competencias homogéneas dentro de los Departamentos
de competencias múltiples y que precisaban, bien su elevación a rango ministerial, bien de un centro directivo de superior jerarquía a la Dirección General. El resultado es que los Secretarios de Estado son unos Ministros de segunda fila, Ministros rebajados, como se desprende de la comparación del nivel de responsabilidades que se les asignan en relación con éstos, responsabilidades que se contraen a dirigir y coordinar las Direcciones Generales situadas bajo su dependencia y a responder ante el Ministro de la ejecución de los objetivos fijados para la Secretaría de Estado. Como competencias propias, les corresponde nombrar y separar a los Subdirectores Generales de la Secretaría de Estado; mantener las relaciones con los órganos de las Comunidades Autónomas competentes por razón de la materia; ejercer las competencias atribuidas al Ministro en materia de ejecución presupuestaria, con los limites que, en su caso, se establezcan por aquél; celebrar los contratos relativos a asuntos de su Secretaría de Estado, y los convenios no reservados al Ministro del que dependan o al Consejo de Ministros, y, en fin, resolver los recursos que se interpongan contra las resoluciones de los órganos directivos que dependan directamente de la Secretaría de Estado, así como los conflictos de atribuciones que se susciten entre dichos órganos (art. 14 de la LOFAGE). Los Secretarios de Estado tienen la consideración de altos cargos, su nombramiento es libre en cuanto personal de confianza política.
6. SUBSECRETARIOS Y SECRETARIOS GENERALES La figura del Subsecretario aparece con esta denominación, y con funciones muy modestas, en el Real Decreto de 17 de junio de 1834. Se le encomienda la firma, por orden del Ministro, de todas las comunicaciones preparatorias de la instrucción de expedientes y la notificación a los interesados de las resoluciones definitivas. Después el Subsecretario evoluciona hasta
convertirse en la segunda autoridad del Ministerio, un segundo jefe a cargo del cual está la representación ordinaria del Ministerio, la jefatura de personal y la disciplina funcionarial, el asesoramiento jurídico, el control, la inspección de los servicios y, en general, la logística del Ministerio, según la enumeración que de sus competencias estableció la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957. Ese perfil y el núcleo fundamental de dichas competencias [...] se percibe un intento de acercar esa figura hacia la que es propia del Jefe del Estado Mayor en la organización militar, en cuanto se le asigna una tarea de apoyo a la planificación de la actividad del Ministerio, a través del correspondiente asesoramiento técnico que ahora podrá ejercer en función de sus facultades de dirección, impulso y supervisión sobre la Secretaría General Técnica y los restantes órganos directivos. Además de esta potenciación de sus competencias de staff y logísticas, otra novedad de la última regulación es que el nombramiento de los Subsecretarios, que corresponde al Consejo de Ministros a propuesta del titular del Ministerio, debe efectuarse con arreglo a criterios de competencia profesional y experiencia, y además que el nombramiento recaiga en funcionarios de carrera del Estado, de las Comunidades Autónomas o de las Entidades locales, a los que se exija para su ingreso el título de doctor, licenciado, ingeniero, arquitecto o equivalente, lo que es criticable, como hemos dicho, porque de nada sirve un título superior sino se corresponde con las materias propias del departamento y descarta a los ejecutivos provenientes del sector privado. Los Subsecretarios —según el art. 15 de la LOFAGE— ostentan la representación ordinaria del Ministerio, dirigen los servicios comunes, ejercen las competencias correspondientes a dichos servicios comunes, y en todo caso les corresponde apoyar a los órganos superiores en la
planificación de la actividad del Ministerio, asistir al Ministro en el control de eficacia del Ministerio y sus Organismos públicos, establecer los programas de inspección de los servicios del Ministerio, así como determinar las actuaciones precisas para la mejora de los sistemas de planificación, dirección y organización y para la racionalización y simplificación de los procedimientos y métodos de trabajo, proponer las medidas de organización del Ministerio y dirigir el funcionamiento de los servicios comunes a través de las correspondientes instrucciones u órdenes de servicio, asistir a los órganos superiores en materia de relaciones de puestos de trabajo, planes de empleo y política de directivos del Ministerio y sus Organismos públicos, así como en la elaboración, ejecución y seguimiento de los presupuestos y la planificación de los sistemas de información y comunicación, desempeñar la jefatura superior de todo el personal del Departamento, responsabilizarse del asesoramiento jurídico al Ministro en el desarrollo de las funciones que a éste le corresponden, y en particular en el ejercicio do su potestad normativa y en la producción de los actos administrativos de la competencia de aquél, así como a los demás órganos del Ministerio. En los mismos términos, el Subsecretario informa las propuestas o proyectos de normas y actos de otros Ministerios, cuando reglamentariamente proceda, coordinando las actuaciones correspondientes dentro del Ministerio y en relación con los demás Ministerios que hayan de intervenir en el procedimiento. Por último, el Subsecretario ejerce las facultades de dirección, impulso y supervisión de la Secretaría General Técnica y de los restantes órganos directivos que dependan directamente de él. La figura del Secretario general, que se admite con carácter excepcional si así lo prevén las normas que regulan la estructura de un Ministerio, se asemeja a la del Subsecretario en cuanto que con esta figura comparte la asimilación de categoría y los requisitos para el nombramiento, si bien no se exige que ostente la condición de funcionario; y se asemeja a la del Secretario de Estado, en cuanto ejerce las competencias propias de éste sobré un
sector de actividad administrativa determinado (art. 16 de la LOFAGE).
7. LOS SECRETARIOS GENERALES TÉCNICOS Esta figura orgánica aparece en 1952, con la creación de una Secretaría General Técnica en el Ministerio de Información y Turismo. En 1955 se crea otra similar en el Ministerio de Educación y Ciencia, y un año después la Secretaría General Técnica de la Presidencia de Gobierno, que habría de protagonizar la Reforma Administrativa de la época. La generalización de este órgano a todos los Departamentos Ministeriales tiene lugar en la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957. Los Secretarios Generales Técnicos, que nacieron como órganos de estudio y planificación al servicio de todos los órganos del Departamento, se han colocado ahora bajo la inmediata dependencia del Subsecretario, para desarrollar las competencias sobre servicios comunes que se organizan y funcionan en cada Departamento de acuerdo con las disposiciones y directrices adoptadas por los Ministerios con competencia sobre éstas. Corresponde a los servicios comunes el asesoramiento, el apoyo técnico y, en su caso, la gestión directa en relación con las funciones de planificación, programación y de presupuestos, cooperación internacional, acción en el exterior, organización y recursos humanos, sistemas de información y comunicación, producción normativa, asistencia jurídica, gestión financiera, gestión de medios materiales y servicios auxiliares, seguimiento, control e inspección de servicios, estadística para fines estatales y publicaciones (art. 20 de la LOFAGE). El Real Decreto que estructura cada Departamento especificará las competencias sobre servicios comunes que se atribuyen a los Secretarios Generales Técnicos, que, en todo caso, comprenderán las relativas a producción normativa, asistencia jurídica y publicaciones.
Los Secretarios Generales Técnicos tienen a todos los efectos la categoría de Director General. Son nombrados y separados por Real Decreto del Consejo de Ministros a propuesta del titular del Ministerio entre funcionarios de carrera del Estado, de las Comunidades Autónomas o de las Entidades locales, a los que se exige para su ingreso el título de doctor, licenciado, ingeniero, arquitecto o equivalente (art. 17 de la LOFAGE).
8. LOS DIRECTORES Y SUBDIRECTORES GENERALES Los Directores Generales son los titulares de los órganos directivos encargados de la gestión de una o varias áreas funcionalmente homogéneas del Ministerio. A tal efecto, les corresponde proponer los proyectos de su Dirección General para alcanzar los objetivos establecidos por el Ministro, dirigir su ejecución y controlar su adecuado cumplimiento, ejercer las competencias atribuidas y las que le sean desconcentradas o delegadas, proponer, en los restantes casos, al Ministro la resolución que estime procedente sobre los asuntos que afectan al órgano directivo; y, en fin, impulsar y supervisar las actividades que forman parte de la gestión ordinaria del órgano directivo velando por el buen funcionamiento de los órganos y del personal integrado en los mismos. Los Directores generales son nombrados y separados por Real Decreto del Consejo de Ministros, a propuesta del titular del Departamento de acuerdo con los criterios de competencia profesional y entre funcionarios de carrera del Estado, de las Comunidades Autónomas o de las Entidades locales, a los que se exige para su ingreso el título de doctor, licenciado, ingeniero, arquitecto o equivalente, salvo que el Real Decreto de estructura del Departamento permita que, en atención a las características específicas de las funciones de la Dirección General, su titular no reúna dicha condición de funcionario (art. 18 de la LOFAGE). Como
ya advertimos, resulta ridícula la exigencia de que sea un funcionario de alto nivel si esa exigencia no se corresponde con la similitud de la especialidad del funcionario y las competencias de la Dirección General para la que es nombrado, máxime cuando el Ministro al que se subordinan puede ser un perfecto analfabeto. Los Directores Generales mandan sobre los Subdirectores Generales, que son los responsables inmediatos de la ejecución de aquellos proyectos, objetivos o actividades que les sean asignados, así como de la gestión ordinaria de los asuntos de la competencia de la Subdirección General. Los Subdirectores Generales son nombrados y cesados por el Ministro o el Secretario de Estado del que dependan, efectuándose, asimismo, los nombramientos entre funcionarios de carrera en los términos dichos para los Directores Generales.
9. LA ADMINISTRACIÓN PERIFÉRICA DEL ESTADO Para que la acción política y administrativa llegue a todo el territorio nacional, el Estado necesita de otros órganos de competencia limitada a una parte de aquél y jerárquicamente subordinados a los órganos centrales, formando lo que se llama la Administración desconcentrada o periférica del Estado. A este efecto, el territorio nacional se divide en circunscripciones de extensión variable, con capitalidades diversas, en donde los órganos periféricos estatales establecen su sede. La más impórtame división territorial ha sido, sin duda, la provincial. Sus orígenes se remontan a la Constitución de Cádiz, cuyo art. 11 obligaba a efectuar «una división más conveniente del territorio». Pero la división no se dará efectivamente hasta el Real Decreto, obra de Javier de Burgos, de 30 de noviembre de 1833, que dividió España en 49 provincias, denominadas según el nombre de sus capitales, salvo Álava, Navarra, Guipúzcoa y Vizcaya. Esa división se
completaría con el Real Decreto de 27 de septiembre de 1927, que hizo dos provincias de las Islas Cananas (Tenerife y Las Palmas). Sobre las Provincias y con ese ámbito competencial se establecieron los más importantes órganos estatales periféricos: el Gobernador civil y las Delegaciones de los Ministerios y también, en ocasiones, de sus Direcciones Generales u Organismos autónomos, ya que no siempre a cada Ministerio correspondía una sola Delegación. Sin embargo, la demarcación provincial se estimó insuficiente para determinados sectores de la Administración y necesitada de un complemento superior de ámbito regional. Así se crearon para determinados servicios diversos niveles de Administración periférica supraprovincial como fueron las Jefaturas Mineras de ámbito regional, las Audiencias Territoriales en la Administración de Justicia o las Capitanías Generales en la Militar. Pero también, por debajo de la Provincia, se radicaron órganos estatales con nivel competencial inferior, como los Partidos Judiciales, ámbito territorial de los Juzgados de Primera Instancia e Instrucción y de los Registros de la Propiedad, o de ámbito insular para las Delegaciones Gubernativas de las islas menores; y, recientemente, las Administraciones de Hacienda en que se subdividen las Delegaciones Provinciales. Pero el Estado centralista del siglo XIX, y con buen criterio, quiso llegar, y llegó, con la presencia de la Administración del Estado hasta el último de los Municipios. Para ello se arbitró, como en Francia, la fórmula del «doble carácter del Alcalde», en función del cual éste era, por una parte, el Presidente del Ayuntamiento y Jefe de la Administración municipal, y por otra, representante del Estado en el Municipio. Así, tanto el Alcalde como la organización municipal que le estaba subordinada actuaban como agentes de la Administración del Estado en el término municipal.
La Constitución de 1978, con la creación de las Comunidades Autónomas y la proclamación de la autonomía municipal, ha supuesto la introducción de importantes cambios en la Administración periférica del Estado: así, por una parte, el nivel regional lo ocupa la figura del Delegado del Gobierno en las Comunidades Autónomas, creada por el art. 154 de la Constitución para dirigir la Administración del Estado en la Comunidad Autónoma y coordinarla, cuando proceda, con la Administración propia de cada Comunidad; de otro lado, algunas Delegaciones Ministeriales y de otros organismos estatales han sido traspasados en todo o en parte a las Comunidades Autónomas, creándose así en las provincias una Administración periférica autonómica en paralelo con la estatal integrada ahora por el Subdelegado del Gobierno y lo que queda de las Delegaciones Provinciales de los Ministerios después de los traspasos. Por último, un entendimiento riguroso y radical del principio de la autonomía municipal ha llevado a entender, lamentablemente, que ésta no es conciliable con el histórico carácter de representante del Estado que el Alcalde ostentaba en el Municipio, y en ese sentido, la Ley de Bases del Régimen Local ha omitido toda referencia a ese extremo.
A) LOS DELEGADOS DEL GOBIERNO EN LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS. La previsión constitucional (art. 154 de la CE) sobre la figura del Delegado del Gobierno en las Comunidades Autónomas ha traído la instauración de un nuevo nivel de Administración periférica del Estado, superior al provincial, y que tiene por misión, como se dijo, dirigir y coordinar la Administración civil del Estado en el ámbito de la Comunidad Autónoma y coordinarse con la Administración autonómica.
A la cabeza de esta nueva demarcación de la Administración periférica se ha puesto al Delegado del Gobierno, configurado por la vigente Ley de Organización y
Funcionamiento de la Administración General del Estado de 1997 (LOFAGE) de forma harto pretenciosa como una especie de Super-gobernador o Virrey que ostenta la representación del Gobierno en el territorio de la Comunidad Autónoma y ejerce su superior autoridad sobre los Subdelegados del Gobierno, y sobre todos los órganos de la Administración civil del Estado en el territorio autonómico. Los Delegados dependen de la Presidencia del Gobierno, correspondiendo al Ministro de Administraciones Públicas dictar las instrucciones precisas para la coordinación de la Administración General del Estado en el territorio, y al Ministro del Interior, en el ámbito de las competencias del Estado, impartir las necesarias en materia de libertades públicas y seguridad ciudadana. Todo ello, se entiende, sin perjuicio de la competencia de los demás Ministros para dictar las instrucciones relativas a sus respectivas áreas de responsabilidad. A la cabeza de esta nueva demarcación de la Administración periférica se ha puesto al Delegado del Gobierno, configurado por la vigente Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado de 1997 (LOFAGE) de forma harto pretenciosa como una especie de Super-gobernador o Virrey que ostenta la representación del Gobierno en el territorio de la Comunidad Autónoma y ejerce su superior autoridad sobre los Subdelegados del Gobierno, y sobre todos los órganos de la Administración civil del Estado en el territorio autonómico. Los Delegados dependen de la Presidencia del Gobierno, correspondiendo al Ministro de Administraciones Públicas dictar las instrucciones precisas para la coordinación de la Administración General del Estado en el territorio, y al Ministro del Interior, en el ámbito de las competencias del Estado, impartir las necesarias en materia de libertades públicas y seguridad ciudadana.
Todo ello, se entiende, sin perjuicio de la competencia de los demás Ministros para dictar las instrucciones relativas a sus respectivas áreas de responsabilidad. Los Delegados del Gobierno son nombrados y separados por Real Decreto del Consejo de Ministros, a propuesta del Presidente del Gobierno. Tendrán su sede en la localidad donde radique el Consejo de Gobierno de la Comunidad Autónoma. En caso de ausencia, enfermedad, el Delegado del Gobierno será suplido, temporalmente, por el Subdelegado del Gobierno de la provincia donde aquél tenga su sede, salvo que el Delegado designe a otro Subdelegado (art. 22 de la LOFAGE). Para potenciar el ejercicio de las funciones asignadas respecto de todos los servicios de la Administración General del Estado y sus Organismos públicos, el Delegado del Gobierno nombra a los Subdelegados del Gobierno en las provincias y coordina como superior jerárquico la actividad de aquéllos, impulsa y supervisa, con carácter general, la actividad de los restantes órganos de la Administración General del Estado y sus Organismos públicos en el territorio de la Comunidad Autónoma, e informa las propuestas de nombramiento de los titulares de órganos territoriales de la Administración General del Estado y los Organismos públicos de ámbito autonómico y provincial, no integrados en la Delegación del Gobierno. La misión más relevante que se le asigna es, sin duda, la de proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad ciudadana, a través de los Subdelegados del Gobierno y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, cuya jefatura corresponderá al Delegado del Gobierno, quien ejercerá las competencias del Estado en esta materia bajo la dependencia funcional del Ministerio del Interior. También le corresponde: velar por el cumplimiento de las competencias atribuidas constitucionalmente al Estado y por la correcta aplicación
de su normativa, promoviendo o interponiendo, según corresponda, conflictos de jurisdicción, conflictos de atribuciones, recursos y demás acciones legalmente procedentes y, en fin, ejercer las potestades sancionadoras, expropiatorias y cualesquiera otras que les confieran las normas o que les sean desconcentradas o delegadas. Para cumplir con las anteriores funciones, el Delegado puede suspender la ejecución de los actos impugnados dictados por los órganos de la Delegación del Gobierno, cuando le corresponda resolver el recurso o proponer la suspensión en los restantes casos, así como respecto de los actos impugnados dictados por los servicios no integrados en la Delegación del Gobierno (art. 23 de la LOFAGE) La Ley pone énfasis, como la Constitución, en que a los Delegados del Gobierno corresponde mantener las necesarias relaciones de cooperación y coordinación de la Administración General del Estado y sus Organismos públicos con la de la Comunidad Autónoma y con las correspondientes Entidades locales y comunicar y recibir cuanta información precisen el Gobierno y el órgano de gobierno de la Comunidad Autónoma y realizará también estas funciones con las Entidades locales en su ámbito territorial, a través de sus respectivos Presidentes. En la misión de coordinación y cooperación con las Comunidades Autónomas el Delegado del gobierno no tiene mucho presente y poco porvenir, pues la experiencia de estos años enseña que los Presidentes y Consejeros autonómicos no cuentan con el Delegado del Gobierno como interlocutor, relacionándose directamente con los Ministros o el Presidente del Gobierno, amén de que para la coordinación sectorial ya se dispone de cauce institucional específico, las Conferencias Sectoriales, cuando existen y funcionan, lo que no suele acontecer.
Los Delegados del Gobierno en las Comunidades Autónomas deben en efecto, según la ley, coordinar los mecanismos de colaboración con las restantes Administraciones Públicas en materia de información al ciudadano; proponer la simplificación de estructuras, proponer a los Ministerios de Administraciones Públicas y de Economía y Hacienda la elaboración de planes de empleo, la adecuación de las relaciones de puestos de trabajo y los criterios de aplicación de las retribuciones variables a cuyo efecto serán consultados en la elaboración de planes de empleo de la Administración General del Estado en su ámbito territorial y en adopción de medidas de optimización de los recursos humanos, especialmente las que afecten a más de un Departamento. Los Delegados del Gobierno, como titulares de las correspondientes Delegaciones del Gobierno, dirigen directamente o a través de los Subdelegados del gobierno en las Provincias los servicios territoriales ministeriales integrados en éstas, de acuerdo con los objetivos y, en su caso, instrucciones de los órganos superiores de los respectivos Ministerios; ejercen las competencias propias de los Ministerios en el territorio y gestionan los recursos asignados a los servicios integrados. Para el ejercicio de las funciones de coordinación respecto de la Comunidad Autónoma de su territorio, a los Delegados del Gobierno les corresponde participar en las comisiones mixtas de trasferencia y en las comisiones bilaterales de cooperación, así como en otros órganos de cooperación de naturaleza similar cuando se determine, y promover la celebración de convenios de colaboración y cualesquiera oíros mecanismos de cooperación de la Administración General del Estado con la Comunidad Autónoma, participando, en su caso, en el seguimiento de la ejecución y cumplimiento de los mismos. En relación con las Entidades locales, los Delegados del Gobierno en las Comunidades Autónomas podrán promover, en el marco de las necesarias relaciones de cooperación con la respectiva Comunidad Autónoma, la celebración de convenios de colaboración, en particular, en relación con los programas de financiación estatal.
Al servicio de esta función directiva y coordinadora se crea en cada una de las Comunidades Autónomas pluriprovinciales una Comisión territorial, presidida por el Delegado del Gobierno en la Comunidad Autónoma e integrada por los Subdelegados del Gobierno en las Provincias comprendidas en el territorio de ésta. A sus sesiones podrán asistir los titulares de los Órganos y Servicios que el Delegado del Gobierno considere oportuno. Sobre la dirección e integración efectiva en la Delegación del gobierno de todas las delegaciones y organismos periféricos estatales, en la que ya fracasó el Gobernador civil en un ámbito más reducido como el provincial, no hay que confiar demasiado. La razón es que puede no ser conveniente, sino, por el contrario, inoportuna y disfuncional, la interferencia del Delegado del Gobierno y de sus Subdelegados provinciales en las relaciones funcionales, verticales y jerárquicas, que los diversos Ministerios mantienen con sus Delegaciones u
oficinas provinciales desplegadas en las provincias, y que por razones de eficacia y de clarificación de la responsabilidad política ministerial deben prevalecer sobre esa otra relación horizontal que se pretende con el Delegado del Gobierno. Por ello la LOGAGE distingue los servicios integrados que se adscribirán, atendiendo al ámbito territorial en que deban presentarse, a la Delegación del Gobierno o a la Subdelegación correspondiente; y los servicios no integrados en las Delegaciones del Gobierno que dependerán del órgano central competente sobre el sector de actividad en el que aquéllos operen, el cual les fijará los objetivos concretos de actuación y controlará su ejecución, así como el funcionamiento de los servicios (arts. 34 y 35 de la LOFAGE).
B) LA ADMINISTRACIÓN ESTATAL PROVINCIA: DE LOS GOBERNADORES CIVILES A SUBDELEGADOS DEL GOBIERNO.
EN
LA LOS
Sin duda la figura del Gobernador civil ha sido la pieza más relevante de la Administración periférica territorial del Estado, hasta que la Constitución de 1978, con la creación de las Comunidades Autónomas y la figura del Delegado del Gobierno en ellas, le ha restado el notable protagonismo que ostentó durante casi dos siglos. Como ocurrió en tantas otras instituciones administrativas, el Gobernador civil es la traslación a nuestro país de una institución francesa, el Prefecto, creación napoleónica importada en el siglo XIX. Sin embargo, la similitud con el Prefecto francés, muy próxima en el aspecto funcional, quiebra en lo relativo al status personal del titular del cargo, más profesionalizado en la Administración francesa, en la que los Prefectos se nombran entre los integrantes de un selecto cuerpo de funcionarios, el Cuerpo Prefectoral, y más politizado en España, donde el nombramiento de
Gobernador, al igual que el de los Ministros o Directores Generales, dependía exclusivamente de la discrecionalidad política, lo que en parte se ha corregido, como veremos, muy parcialmente al exigirse ahora determinadas titulaciones funcionariales. Funcionario sí, pero del partido que está en el poder. La figura del Gobernador civil aparece en nuestra Administración precisamente con el nombre de Prefecto, durante la vigencia de la Constitución de Bayona, en el Real Decreto de José Bonaparte de 17 de abril de 1810, que dividió España en 83 Prefecturas, a cuyo frente —se decía— «habrá un magistrado encargado, bajo el nombre de Prefecto, del Gobierno civil, de la vigilancia de la Administración de rentas y de la policía general». Fueron después las Cortes de Cádiz las que recrearon la figura con el nombre de Jefe Superior, atribuyéndole el mando de la Provincia (art. 324 de la Constitución) y regulando sus facultades (Decreto de las Cortes de 23 de junio de 1813, aprobando la instrucción para el Gobierno económicoadministrativo de las Provincias, instrucción sustituida por la aprobada por Ley de 3 de febrero de 1823). Sin embargo, dadas las vicisitudes políticas de la época, la figura no vuelve a aparecer en su configuración reciente hasta los Reales Decretos de 23 de octubre y 30 de noviembre de 1833, que aprueba la famosa Instrucción a los Subdelegados de Fomento de Javier de Burgos. La denominación de Gobernador civil aparece en el Real Decreto de 13 de mayo de 1834, que crea el Ministerio del Interior (después denominado de Gobernación y hoy, de nuevo, del Interior). El Gobernador civil, en su versión de Subdelegado de Fomento, habría de desempeñar funciones predominantemente administrativas, dirigidas al fomento de la riqueza y al bienestar público. Sin embargo, la turbulencia de la vida política de la época acarrearía de inmediato una clara politización de los Gobernadores civiles, abocados, casi en exclusiva, al manejo electoral, al control de las Corporaciones locales y a la jefatura de las fuerzas de orden
público. Del Gobernador civil pretendió hacer también —y así se deduce de la Instrucción de Javier de Burgos— un órgano unificador de todos los organismos y dependencias de la Administración Central en las Provincias, a modo y semejanza de las Prefecturas francesas. Ese intento chocó con una larga tradición de independencia de otros órganos periféricos y, en concreto, de los Intendentes de Hacienda, que no desaparecen con la creación de los jefes políticos, sino que mantienen una equiparación con éstos. Un Real Decreto de 28 de diciembre de 1849 suprime y traspasa a los Gobernadores las atribuciones de vigilancia y autoridad de los Intendentes, pero manteniendo en los administradores y jefes de la Administración de Hacienda las antiguas facultades de los suprimidos Intendentes. Este intento de integrar en el Gobierno civil los órganos especializados de la Administración provincial habría de fracasar con la posterior aparición de los Delegados de Hacienda (1881) y la proliferación en la provincia de otras Delegaciones y Jefaturas directamente dependientes de los respectivos Ministerios o Direcciones Generales y Organismos autónomos. Un problema análogo se dio en Francia con las relaciones entre el Prefecto y los Organismos ministeriales periféricos, pues la concepción napoleónica de aquél implicaba que, como representante del Gobierno en el Departamento, le estuvieran subordinados los jefes de los servicios ministeriales radicados en éste. Los hechos, sin embargo, impusieron una clara independencia de estos últimos respecto del Prefecto, por considerar que su dependencia era directa de los Ministros respectivos y que el Prefecto cumplía una función predominantemente política (representante del Gobierno, controlador de las colectividades locales, policía general sobre el orden público, delegado del Ministerio del Interior), pero ajeno a las cuestiones técnicas que cumplían los Directores Departamentales.
Desaparecido en parte este problema en España por la asunción de la mayor parte de las competencias estatales por las Comunidades Autónomas y resuelto sobre las residuales mediante la distinción entre servicios integrados y no integrados en forma análoga a la arbitrada para las delegaciones del Gobierno, la Ley pone ahora especial énfasis en la subordinación del Subdelegado del Gobierno al Delegado del Gobierno en la Comunidad Autónoma, al precisar que en cada Provincia y bajo la inmediata dependencia del Delegado del Gobierno en la respectiva Comunidad Autónoma, existirá un Subdelegado del Gobierno. En las Comunidades Autónomas uniprovinciales, el Delegado del Gobierno asumirá las competencias que la Ley atribuye a los Subdelegados del Gobierno en las provincias, es decir, que éstos no existen. En las demás, a los Subdelegados del Gobierno les corresponden en su nivel provincial las mismas funciones que a los Delegados del Gobierno en las Comunidades Autónomas y, en consecuencia, dirigir los servicios integrados de la Administración General del Estado, de acuerdo con las instrucciones del Delegado del Gobierno, e impulsar, supervisar e inspeccionar los servicios no integrados, desempeñando las funciones de comunicación, colaboración y cooperación con las Corporaciones locales; en particular, informan sobre la incidencia en el territorio de los programas de financiación estatal y deben mantener por iniciativa y de acuerdo con las instrucciones del Delegado del Gobierno en la Comunidad Autónoma relaciones de comunicación, cooperación y colaboración con los órganos territoriales de la Administración de la respectiva Comunidad Autónoma que tenga su sede en el territorio provincial, ejerciendo las competencias sancionadoras que se les atribuyan normativamente. En las Provincias en las que no radique la sede de las Delegaciones
del Gobierno, al Subdelegado, bajo la dirección y la supervisión del Delegado del Gobierno, le compete la protección civil en el ámbito de la Provincia y la protección de los derechos y libertades, garantizando la segundad ciudadana, a cuyo efecto dirige los Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en la Provincia (art. 29 de la LOFAGE). En las Islas existirá un Director Insular de la Administración General del Estado, nombrado por el Delegado del Gobierno por el procedimiento de libre designación entre los funcionarios de carrera del Estado, de las Comunidades Autónomas o de las Entidades locales, a los que se exija para su ingreso el título de doctor, licenciado, ingeniero, arquitecto o equivalente, o el título de ingeniero técnico, arquitecto técnico, diplomado universitario o equivalente. Los Directores Insulares dependen jerárquicamente del Delegado del Gobierno en la Comunidad Autónoma o del Subdelegado del Gobierno en la Provincia cuando este cargo exista, y ejercen, en su ámbito territorial, las competencias atribuidas a los Subdelegados del Gobierno en las Provincias (art. 30 de la LOFAGE).
10. LA ADMINISTRACIÓN EXTERIOR DEL ESTADO Una novedad en la LOFAGE es precisamente el haber regulado sistemáticamente la Administración exterior de España como una de las manifestaciones de la Administración del Estado que se articula, fundamentalmente, mediante las Misiones Diplomáticas que representan con este carácter al Reino de España ante los Estados con los que tiene establecidas relaciones diplomáticas, mientras que las Misiones Diplomáticas Especiales le representan sólo temporalmente, con el consentimiento de éstos, para un cometido determinado. De otro lado, las Representaciones o Misiones Permanentes
representan con este carácter al Reino de España ante una Organización internacional mientras las Delegaciones representan al Reino de España en un órgano de una Organización internacional o en una Conferencia de Estados convocada por una Organización internacional o bajo sus auspicios. Con funciones de gestión operativa, las Oficinas Consulares son los órganos encargados del ejercicio de las funciones administrativas y notariales, en los términos definidos por las disposiciones legales pertinentes, y por los acuerdos internacionales suscritos por España. Con esta tradicional Administración exterior pueden coexistir otras Instituciones y Organismos públicos de la Administración General del Estado en el exterior siempre que cuenten con autorización expresa del Consejo de Ministros, previo informe favorable del Ministro de Asuntos Exteriores, para el desempeño, sin carácter representativo, de las actividades que tengan encomendadas en el exterior. Tanto los Embajadores como los Representantes Permanentes ante Organizaciones internacionales son las verdaderas cabezas de fila de esta Administración. Además de representar al Reino de España en el Estado u Organización internacional ante los que están acreditados, dirigen la Administración General del Estado en el exterior y colaboran en la formulación y ejecución de la política exterior del Estado, definida por el Gobierno, bajo las instrucciones del Ministro de Asuntos Exteriores, de quien funcionalmente dependen, y, en su caso, del o de los Secretarios de Estado del Departamento. Asimismo, coordinan la actividad de todos los órganos y unidades administrativas que integran la Administración General del Estado en el exterior a efectos de su adecuación a los criterios generales de la política exterior
definida por el Gobierno, de acuerdo con el principio de unidad de acción del Estado en el exterior. Sin embargo, la acción exterior, a pesar de que se trata de una competencia exclusiva del Estado según el art. 149.1.3.a de la Constitución, no está libre de fracturas, pues la Ley admite que la Administración General del Estado en el exterior colaborará con todas las instituciones y organismos españoles que actúen en el exterior y en especial con las oficinas de las Comunidades Autónomas (art.36.7 de la LOFAGE), lo que da pie para justificar la existencia, aunque no sea razonable, de una cierta representación y Administración exterior autonómica.
11. CONFLICTO DE INTERESES, INCOMPATIBILIDADES Y PUBLICIDAD DE LAS ACTIVIDADES Y PATRIMONIO DE LOS ALTOS CARGOS. (Posible pregunta de examen) La ley 5/2006 de 10 de Abril, reguló las obligaciones que incumben a los miembros del Gobierno y los altos cargos de la Administración General del Estado para prevenir situaciones que puedan originar conflictos de intereses, obligaciones de declarar sobre actividades patrimoniales como asimismo el de los conflictos de intereses de los altos cargos de las Comunidades Autónomas se rigen las leyes de las Comunidades Autónomas correspondientes. La citada ley establece también los requisitos a que han de someterse los titulares de determinados órganos con carácter previo a su nombramiento y, siguiendo la moda constitucional norteamericana, prevé su competencia ante el congreso de los diputados con carácter previo al nombramiento por el Gobierno del presidente del consejo de Estado, presidentes del Consejo de Estado, presidentes del Consejo Económico y Social de la Agencia de protección de Datos y del ente público Radio televisión Española, lista a la que se han añadido otros presidentes de Administraciones independientes creadas con posterioridad a esta ley.
Se consideran altos cargos los miembros del Gobierno, secretarios de Estado y, en general, los responsables a las entidades del sector público vinculadas o dependientes de aquella. No falta en la ley una muy próliga enumeración de los que reúnen dicha condición, que también incluye a los presidentes y consejeros delegados de las sociedades mercantiles en cuyo capital sea mayoría o dominante la Administración del Estado, y que también incluye a los presidentes y consejeros delegados de las sociedades mercantiles en cuyo capital sea la mayoría o dominante la Administración del Estado, y que remata considerando tales altos a todos aquellos cuyo nombramiento se efectúe por el Consejo de Ministros. En materia de incompatibilidades los altos cargos vienen obligados a inhibirse del conocimiento de los asunto de cuyo despacho hubieran intervenido o interesen a empresas o sociedades en cuya dirección, asesoramiento o administración hubieran tenido alguna parte de ellos, su cónyuge o pareja y parientes dentro del segundo grado en los años anteriores a su toma de posesión en el cargo público. A tal efecto, formularán ante el Registro de Actividades de Altos Cargos una declaración de sus actividades profesionales, mercantiles o laborales, declaración que comprenderá también una relación pormenorizada de sus intereses. La ley aclara que el ejercicio de las funciones de alto cargo será compatible con: a) el desempeño que les corresponden con carácter institucional, de aquellos para los que sean comisionados por el Gobierno, o por los que fueran designados por su propia condición; b) el desarrollo de las misiones temporales de representación ante otros Estados, o ante las organizaciones o conferencias internacionales; c) el desempeño de la presidencia de las Sociedades Estatales cuando la naturaleza a los fines de la sociedad guarde conexión con las competencias legalmente atribuidas al alto cargo, sin que estos casos los altos cargos puedan percibir remuneración alguna con excepción de las indemnizaciones por gastos de viaje, estancias y traslados que les correspondan.
En este orden de cosas, expresamente se prevé que los miembros del Gobierno y los Secretarios de Estado podrán compatibilizar su actividad como tales con la ley Orgánica del Régimen Electoral General. Lógicamente la actividad del alto cargo también será compatible con: a) las de mera administración del patrimonio personal y familiar; b) las de producción y creación literaria, artística, científica y las publicaciones derivadas de aquellas, así como la colaboración y asistencia ocasional y excepcional como ponente a congresos, seminarios, jornadas de trabajo, conferencias o cursos de carácter profesional, siempre que no sean consecuencia de una relación de empleo o de prestación de servicios o supongan un menoscabo del estricto cumplimiento de sus deberes; c) la participación en entidades culturales o benéficas que no tengan ánimo de lucro o fundaciones siempre que no perciban ningún tipo de retribución o percepción. En todo caso, cuando el alto cargo estuviera obligado en razón de un conflicto de interés de abstenerse de acuerdo con la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, o cualquier otra, la abstención se producirá por escrito para la adecuada expresión y constancia y se notificará al superior inmediato del alto cargo y será comunicada al interesado, en el plazo de un mes, al citado registro para su constancia. Una vez cesado el alto cargo, y durante los dos años siguientes a la fecha de su cese persisten las situaciones de incompatibilidad. Así no podrán desempeñar sus servicios en empresas o sociedades privadas directamente con las competencias del cargo, y durante los dos años siguientes a la fecha de su cese persisten las situaciones de incompatibilidad no podrán desempeñar sus servicios en empresas o sociedades privadas directamente con las competencias del cargo desempeñado. Esta limitación no afectará a empresas privadas en las que antes el alto cargo haya ejercido una actividad en cuando la actividad vayan a desempeñar en ellas lo sea en puestos de trabajo que no estén directamente relacionados con las competencias del
cargo público ocupado ni puedan tomar decisiones que afecten a este. En todo caso, y durante el periodo de dos años, deberán presentarse ante la Oficina de Conflictos e intereses declaración de las actividades que vayan a realizar, con carácter previo a su inicio, pronunciándose en el plazo de un mes en la Oficina de Conflictos e Intereses sobre la compatibilidad de la actividad a realizar y se le comunicará al interesado y a la empresa o sociedad en la que fuera a presentar sus servicios. Además las declaraciones en el Registro de Actividades por las actividades privadas, previas y posteriores al desempeño del Cargo, los altos cargos están obligados a formular en el Registro de Bienes y Derechos Patrimoniales de Altos Cargos, una declaración patrimonial, comprensiva de la totalidad de sus bienes, derechos y obligaciones. Además aportarán junto con las declaraciones iniciales y las del cese, así como anualmente, una copia de la última declaración tributaria correspondiente sobre el impuesto sobre la renta de las personas físicas y el impuesto sobre el patrimonio como tributaría su cónyuge o persona con quien conviva en análoga relación de afectividad. Dichas reclamaciones se depositarán ante el registro como información complementaria, rigiéndose de acuerdo a las mismas por su normativa específica. La gestión administrativa de este régimen de los cargos lleva por la Oficina de Conflictos de Intereses adscrita al Ministerio de Administraciones Públicas y que se integran los registros de las actividades y de bienes y derechos patrimoniales de altos cargos. La oficina, en que el ejercicio de sus competencias actuará con plena autonomía funcional, debe requerir a que le sean nombrados o cese su alto cargo el cumplimiento de sus obligaciones previstas y elevará al Gobierno de cada seis meses para su remisión al Congreso de los Diputados, información detallada del cumplimiento de las obligaciones de declarar, así como las infracciones que hayan cometido y las sanciones que hayan sido impuestas, con identificación de los responsables. En el supuesto de que se hubieren resuelto algún procedimiento sancionador se remitirá copia de los documentos
integrantes del mismo en la Mesa del Congreso de Los Diputados. Integrados en la Oficina de Conflicto de Intereses, los Registros de Actividades y de bienes y derechos patrimoniales de altos cargos se realizará mediante un sistema de gestión documental que garantice la inalterabilidad y la permanencia de sus datos, así como de la seguridad en el acceso y uno de estos, diferenciandose del registro de actividades que tiene carácter público, y el Registro de Bienes y Derechos Patrimoniales de carácter reservado, al que sólo podrán tener acceso, además del propio interesado, el congreso de los diputados y el Senado, así como los órganos judiciales y el Ministerio Fiscal. La ley 5/2006 inaugura un régimen Sancionador novedoso sobre altos cargos y clasifica las infracciones a que pudieran dar lugar las mismas conductas incluidas, lógicamente, las penales. Las infracciones leves se sancionarán con la amodestación, las graves y muy graves serán sancionadas con la declaración de incumplimiento de la Ley de conflicto de intereses que se publicará en el BOE. Además, la sanción por infracción muy grave comprenderá: a) La destrucción de los cargos públicos que ocupen; b) la no percepción, en el caso de que llevará aparejada, de la pensión indemnizatoria ; c) la obligación de residir, en su caso, las cantidades percibidas indebidamente; d) y, en fin, la prohibición de ser nombradas para ocupar cargo público durante un periodo entre 5 y 10 años. El procedimiento se sustanciará en expediente contradictorio y sumario conforme se determine reglamentariamente aplicándose supletoriamente el Real Decreto 1398/1993, de 4 de Agosto, por el que se establece el Reglamento del Procedimiento para el Ejercicio de la potestad sancionadora. El órgano competente para ordenar la incoacción cuando los altos cargos tengan condición de miembro del Gobierno o secretario de Estado será el Consejo de Ministros a propuesta del ministro de Administraciones Públicas.
La instrucción de los correspondientes expedientes corre a cargo de la oficina de conflictos de Intereses, correspondiendo al Congreso de Ministros la imposición de Sanciones por faltas muy graves correspondiendo al ministro de Administraciones Públicas. El régimen de prescripción de las infracciones y sanciones previstas en esa ley será establecido en el título IX de la ley 30/1992 de 26 de noviembre de Régimen de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administratico Común.
TEMA VII: LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS 1. EL ESTADO AUTONÓMICO AUTONÓMICO DE ESTADO)
(EL
MODELO
EL MODELO DE ESTADO EN LA CONSTITUCIÓN DE 1978
La Constitución de 1978 no solamente terminó con la dictadura del régimen anterior y restableció el sistema de libertades, sino que quebró con igual firmeza la arquitectura o infraestructura organizativa del Estado liberal decimonónico, que había llegado hasta aquí. La voladura —y no del todo controlada—del modelo centralista francés partió de una potenciación máxima de la autonomía territorial, el gran principio que inspira la Constitución y que se desarrolla en dos vertientes: una, la creación de nuevas colectividades territoriales, como las Comunidades Autónomas, y otra, el establecimiento de la garantía institucional de los Entes locales rompiendo con la real subordinación que, a través de diversas técnicas, los sujetaba al control de la Administración del Estado, según veremos. El primer aspecto, el más novedoso y arriesgado de la Constitución, ha planteado el problema de la caracterización de nuestro Estado según las categorías al uso como Estado federal o Estado regional, siendo bastante unánime el rechazo doctrinal para su encaje en cualquiera de éstos. Como calificaciones alternativas se han formulado las de Estado federo-regional (TRUJILLO) o la de Estado compuesto (ARAGÓN) O la de Estado autonómico o Estado de las Autonomías (SÁNCHEZ AGESTA).
LAS DIFERENCIAS CON EL SISTEMA FEDERAL. Lo importante, sin apropiada, sino establecer las Autonomías — expresión que mayoritariamente— modelos de Estado que singulariza al
embargo, no es dar con la semántica notas diferenciales del Estado de las parece haberse aceptado con los federal y regional. En este sentido, lo
Estado autonómico respecto del federal y regional es que la Constitución no enumera las Comunidades Autónomas que la componen, ni se establece un reparto igualitario de las competencias, ni todas las Comunidades Autónomas se constituyen simultáneamente. En efecto, falta, en primer lugar, en nuestra Constitución una enumeración de los Estados o Comunidades Autónomas, el mapa político, presente en las Constituciones federales o regionales, que se sustituye por una regulación procedimental conforme a la cual las provincias se convirtieron en los sujetos decisorios de la estructura territorial con poderes para determinar, a través de su unión con las limítrofes o de su permanencia solitaria, el número y la extensión territorial de las Comunidades Autónomas. La Constitución tampoco resolvió de una vez por todas, como es normal en las Constituciones de los Estados federales o regionales, la definición de las competencias propias de la federación y de los Estados o regiones. Por el contrario, los arts. 148 y 149 de la Constitución española no delimitan competencias propias del Estado y de las Comunidades Autónomas, sino que constituyen un marco para su establecimiento a través de los respectivos Estatutos. El resultado de esta remisión es la permisión constitucional de una desigual atribución de competencias entre las diversas Comunidades Autónomas, desigualdad que deriva de ese peculiar sistema de «sírvase usted mismo» las competencias dentro de la «carta» constitucional. En palabras aun más gráficas: mientras en un sistema federal o regional lo normal es que no haya más que un menú competencial, salvo especialidades previstas en el Texto Constitucional, igual para todos los Estados o regiones, en el sistema de Constitución de 1978 cada Comunidad Autónoma, en el momento de constituirse, diseña su propio marco competencial. En un sistema federal, por último, el momento del inicio de la vida de los Estados es simultáneo con el nacimiento
de la federación y no es imaginable la posibilidad que consagró nuestra Constitución de distintas vías y momentos de acceso a la autonomía, compatibilizando, durante un período de tiempo indefinido, al que la Constitución no puso límites, un sistema de centralización sobre parte del territorio con otro de descentralización sobre el restante. En el Estado regional (caso italiano), el acceso a la autonomía de las regiones de estatuto ordinario se articuló también simultáneamente. La comparación entre el Estado de las Autonomías y el Estado regional de la Constitución republicana de 1931 ofrece asimismo un notable interés, pues, en principio, todo parecía indicar que la Constitución española postfranquista se habría de inspirar en aquélla. Pero ciertamente no se hizo así, sino que la Constitución de 1978, obedeciendo a un riguroso dogmatismo anticentralista —y, sin duda, a la presión del terrorismo vasco —, más que a aspiraciones populares de descentralización —muy inferiores tanto en Vascongadas como en Cataluña y en Galicia a las existentes en la década de los años treinta—, favoreció y profundizó la línea de la autonomía por encima de los límites impuestos en la Constitución republicana de 1931. Un primer elemento de esa profundización es, sin duda, el abaratamiento de los trámites del íter procedimental exigido para la constitución de regiones autónomas. La Constitución de 1931 garantizaba que el acceso a la autonomía y los estatutos regionales tuviesen un mayoritario y contrastado respaldo popular, a través de los trámites de la proposición de la mayoría de los Ayuntamientos y la aceptación en referéndum por las dos terceras partes de los electores inscritos, amén de la aprobación de las Cortes Generales (art. 12). La seriedad de estos trámites fue eliminada en la Constitución de 1978, que dejó prácticamente en manos de
la clase política, sin exigencia de un referéndum popular mayoritario, el acceso a las diversas formas de autonomía, según se verá. Otro dato diferenciador entre una y otra Constitución, y que concuerda con el anterior, es la afirmación en la Constitución de 1931 del derecho de las provincias al retorno al régimen centralista común —que presupone que iba a continuar sobre la mayor parte del territorio nacional —, derecho de retorno que desaparece en la Constitución de 1978. En el sistema de esta última, la autonomía es una situación irreversible: una vez que una provincia ingresa en una Comunidad Autónoma queda atrapada ad aeternum en aquélla sin posibilidad alguna de volver al régimen centralizado del que salió, ni siquiera de constituirse en Comunidad Autónoma uniprovincial. Diferentes son también los criterios y las reglas que en una y otra Constitución abordan el reparto de competencias entre el Estado y las Regiones o Comunidades Autónomas. En la Constitución de 1931 se comienza por afirmar las competencias del Estado, enumerándose en primer lugar las que le corresponden en exclusiva sobre la legislación y la ejecución (art. 14) y aquéllas en que retiene la legislación, pudiendo corresponder la ejecución a las regiones (art. 15), que sólo podían ostentar competencias exclusivas sobre materias residuales que la Constitución no enumera. Por el contrario, en la Constitución de 1978 se comienza por describir las materias en que las Comunidades Autónomas pueden tener competencias exclusivas (art. 148) para después enumerar las que en ese mismo concepto corresponden al Estado (art. 149), lo que, sin embargo, se lleva a efecto, normalmente, limitando la competencia estatal al dictado de la legislación básica.
Por último, diferente parece ser también el sustrato ideológico que llevó a la Constitución de 1978 a superar la frontera de la descentralización política establecida en la de 1931 y cuyas peculiaridades y moderados límites se acaban de exponer. En efecto, y aunque la Constitución de 1931 quiso dar una respuesta política a las reivindicaciones nacionalistas vasca, catalana y gallega, para garantizar el principio de igualdad a todas las provincias españolas no traspasó el grado de descentralización política del federalismo ni repudió el sistema centralista liberal, que en parte asumió, garantizando su pervivencia como un régimen común al que tenían un derecho de retorno las provincias españolas que así lo quisieran, abandonando la Región autónoma en la que antes se habían integrado. Nada hay, en definitiva, en el sistema del Estado integral regional de la Segunda República que pueda formalmente considerarse como una corrección radical del Estado centralista decimonónico. En todo caso, la igualdad entre todas las provincias es absoluta y en parte alguna se garantizan o respetan presuntos derechos históricos o fueros de algunas provincias españolas, cuestión que no aparece regulada, ni siquiera aludida, en la Constitución de 1931 ni en ninguna de las anteriores. Por el contrario, el sustrato ideológico que parece inspirar la Constitución de 1978 es intentar corregir el centralismo de inspiración francesa que vertebra todas las Constituciones españolas desde la Constitución de Cádiz de 1812, y que resistió con éxito las sublevaciones carlistas que propiciaban la continuidad de las singularidades políticas territoriales del absolutismo y, en definitiva, un régimen de descentralización desigual para las distintas provincias españolas. En otras palabras, la Constitución de 1978 ofrece, por una parte, una visión pesimista y negativa sobre casi dos siglos de organización liberal del Estado y pretende dar una alternativa de división territorial y distribución de poderes inspirada en la situación del absolutismo ochocentista preliberal. Sólo así se comprende la referencia del art. 2 a las «nacionalidades» y el
establecimiento de tres vías y grados distintos para el acceso a la autonomía: el de las nacionalidades de Cataluña, País Vasco y Galicia (disposición transitoria segunda) y las otras dos que se derivan de los arts.143, 148 y 151. Sólo desde una inspiración ideológica potenciadora del fuerismo carlista se comprende la insólita referencia — insólita en la tradición constitucional española— al «respeto y amparo de los derechos históricos de los territorios forales» (disposición adicional primera) y la derogación «definitiva» por la Constitución de las leyes de 25 de octubre de 1839 y 21 de julio de 1876 (disposición derogatoria), leyes dictadas al término de cruentas guerras civiles, que liquidaron los privilegios que el carlismo demandaba en las provincias vascas y Navarra, imponiendo en esos territorios la obligación de pagar impuestos y hacer el servicio militar en los términos que correspondía hacerlo a los demás subditos de la Monarquía. Si la ideología subyacente, y en cierto modo explícita, en nuestra Constitución es, pues, el fuerismo carlista, y el inevitable retorno a la división territorial y singularidades territoriales previas al Estado liberal decimonónico, nada de extraño tiene que el modelo resultante no encaje en el federal o el regional, ya que, en todo caso, esas formas de Estado mantienen, aunque en menor medida que el Estado centralista, un principio de igualdad y uniformidad, en definitiva, de racionalidad que aquí se ha rechazado en términos casi absolutos, convirtiendo su repudio en características del sistema. Por esa razón, el estudio del Estado de las Autonomías se traduce en la exposición de las consecuencias de esa ideología de la desigualdad sobre las formas de acceso y clases de Comunidades Autónomas, sobre la asignación de competencias, sobre la organización política y administrativa y sobre las formas de asignación de recursos financieros. Ese estudio, en todo caso, para que sea dialécticamente completo, ha de continuarse con el de las técnicas de corrección de esa estructural desigualdad, a través de los principios de solidaridad, los
mecanismos de coordinación y el sistema de control a cargo del Estado.
1.3. EL PROCESO AUTONÓMICO. A pesar del tiempo transcurrido desde la vigencia de la Constitución de 1978, y de la práctica configuración del mapa autonómico, sigue teniendo interés describir las vías de acceso a la autonomía, porque el status jurídico de las Comunidades Autónomas viene condicionado por ese sistema, que es el que da las claves para su inicial clasificación. Por otra parte, como se trata de un proceso dinámico, inacabado, habrá que contemplar no sólo su pasado preautonómico, sino también su perspectiva de futuro a través de las posibilidades de reforma estatutaria.
A)
LA FASE PREAUTONÓMICA
El proceso autonómico, al igual que ocurrió durante la Segunda República, tomó la salida sin esperar a la promulgación de la Constitución, a través del restablecimiento de la Generalidad de Cataluña, que se hizo por Decreto-Ley de 29 de septiembre de 1977. Este restablecimiento inicia la fase de las preautonomías, que consistió, básicamente, en extender, también por Decreto-ley, el régimen aprobado para Cataluña a otras partes del territorio nacional, que resultó así dividido en su práctica totalidad (con la excepción de Madrid, Ceuta y Melilla, y Navarra, que siguió con su régimen foral), prefigurándose el actual mapa autonómico Orgánicamente, el modelo preautonómico consistió en la creación de un órgano colegiado —denominado Junta, Consejo o Diputación—, que asumía los máximos poderes, y otro unipersonal —el Presidente-nombrado por aquél y, por último, otro colegiado a modo de gobierno. Los contenidos competenciales de las preautonomías fueron más bien modestos, atribuyéndoles funciones ejecutivas, incluidas las reglamentarias, en ámbitos cuya concreción
dependía de la técnica negociada de las transferencias, articuladas a través de comisiones mixtas.
B) LAS VÍAS DE ACCESO Y LAS CLASES DE COMUNIDADES AUTÓNOMAS La desigualdad que la Constitución consagra se traduce en aceptar dos clases de autonomías: la plena y máxima y la gradual, que, lógicamente, dan lugar a diversos niveles competenciales. Estos dos niveles vienen determinados por los sistemas de acceso a una u otra clase de autonomía que tampoco son uniformes, sobre lodo en lo que a la autonomía plena se refiere, por lo que cabe distinguir, según la vía prevista o utilizada, los siguientes supuestos: En primer lugar la Constitución de 1978 diseñó un camino especial para las Comunidades que durante la vigencia de la Constitución de 1931 habían plebiscitado su Estatuto de Autonomía: acuerdo de su órgano preautonómico superior, redacción de su Estatuto por una asamblea de sus parlamentos, acuerdo sobre el proyecto de Estatuto con la Comisión Constitucional del Congreso, referéndum del cuerpo electoral de las provincias comprendidas en el ámbito territorial y, por último, ratificación de los Plenos de las dos Cámaras de las Cortes (disposición transitoria segunda que dispensó del procedimiento previsto en el art. 151 de la Constitución). Este sistema fue el seguido para la aprobación de los Estatutos de Cataluña, País Vasco y Galicia, debiendo resaltarse que el referéndum popular distó mucho de las exigencias democráticas previstas en la Constitución de la Segunda República, puesto que no se exigieron mínimos de participación ni quorum de votos afirmativos. Con un solo voto afirmativo, supuesta la abstención del resto del cuerpo electoral, hubiera bastado para la creación de la Comunidad respectiva (la aprobación
del gallego se hizo con sólo el 14 por 100 de votos positivos). El proceso más riguroso para el acceso a la autonomía plena y la aprobación del Estatuto fue el previsto en el art. 151 de la Constitución y del que se liberaron, por lo dicho, las nacionalidades mal llamadas históricas. El rigor consistió en que dicho precepto exigía que la iniciativa autonómica fuera aprobada por las Diputaciones y por las tres cuartas partes de los Municipios de cada una de las provincias afectadas que representasen, al menos, la mayoría del censo electoral de cada una de ellas, y que dicha iniciativa fuera ratificada mediante referendum por el voto afirmativo de la mayoría absoluta de los electores de cada provincia, siguiéndose después trámites análogos a los descritos para el supuesto anterior. El rigor de ese referendum para la autonomía fue desafiado por Andalucía, que logró resultados positivos en todas las provincias menos en Almería, con lo que en una interpretación rigurosa de la constitución el proceso resultaba bloqueado definitivamente al no poderse completar aquel. Sin embargo, por una Ley Orgánica de 16 de diciembre de 1980 y con un dudoso apoyo en el art. 144 de la Constitución, que permite a las Cortes sustituir la iniciativa de las Corporaciones Locales, se estableció con carácter retroactivo que se podría sustituir por las Cortes la iniciativa autonómica prevista en el art. 151, siempre y cuando los votos afirmativos del conjunto territorial que pretendiese acceder al autogobierno hubiese alcanzado la mayoría absoluta y así lo solicitasen la mayoría de los Diputados y Senadores de la provincia o provincias en que la iniciativa no alcanzase la ratificación. Otra ley de la misma fecha posibilitó que los parlamentarios de Almería participasen en la elaboración del Estatuto y el que su eventual ratificación final tuviese para esta provincia simultáneamente este carácter y el de la ratificación de la iniciativa autonómica. Y así llegó Andalucía a la autonomía plena.
Otra forma de acceso a la autonomía plena eludiendo el rigor del art. 151 —rigor en lo que al referéndum popular para b iniciación se refiere, según se ha visto— ha sido el que podríamos llamar proceso mixto de autonomía gradual, complementado con Ley Orgánica. Estas leyes orgánicas tendrían la virtualidad —con un dudoso apoyo en el art. 150 de la Constitución— de extender hasta niveles superiores o plenos las competencias que corresponderían de seguir el procedimiento gradual
regulado en los arts. 143 y 146 de la Constitución y sin esperar los cinco años previstos en el art. 148.2 para ampliarlas. Éste fue el proceso de aprobación de los Estatutos y creación de las Comunidades Autónomas de Valencia y Canarias, que pueden considerarse, sobre todo la primera, con las mismas atribuciones competenciales que las hasta aquí reseñadas. Para el acceso a la autonomía gradual (que permitía alcanzar, transcurridos cinco años, la autonomía plena o máxima como en los supuestos anteriores), los arts. 143 y 146 de la Constitución diseñaron un procedimiento más sencillo, prescindiendo en todo caso de cualquier forma de consulta popular. La iniciativa del proceso se condicionó únicamente a la aprobación de las Diputaciones interesadas —o al órgano interinsular correspondiente — y de las dos terceras partes de los Municipios población representara, al menos, la mayoría del censo electoral de cada provincia o isla. El proyecto de Estatuto sería, después, elaborado por una Asamblea compuesta por los miembros de la Diputación —u órgano interinsular— de las provincias afectadas y por los parlamentarios, y elevado a las Cortes para su tramitación como proyecto de ley. Las Comunidades Autónomas constituidas a través de este procedimiento estaban, en principio, limitadas por el techo competencial establecido en el art. 148 de la Constitución. Sin embargo, sólo el Estatuto de Cantabria ajustó sus competencias a ese límite, ya que los restantes Estatutos incluyeron materias comprendidas en el art. 149 y propias de las Comunidades Autónomas plenas (tales como desarrollo legislativo, promoción, prevención y restauración de la salud, coordinación hospitalaria, instituciones de crédito cooperativo y Cajas de Ahorro, régimen minero y energético, industria y comercio). De todos los procesos expuestos se liberó la Comunidad Autónoma Navarra que, incluso, ha conseguido marginar
la técnica estatutaria, alcanzando las máximas competencias a través de lo que se ha designado con la arcaica denominación de Amejoramiento del Fuero, y que ha servido también para esquivar, al menos de momento, la posible incorporación al País Vasco, prevista en el Estatuto de éste. El procedimiento seguido —que se ha tratado de justificar en la disposición adicional primera—, que prevé la actualización de los derechos históricos de los territorios forales, y en la derogación de la Ley Paccionada de 16 de agosto de 1841 y consiguiente vigencia de la Ley de 25 de octubre de 1839, no ha sido otro que el muy simple de aprobar por Ley Orgánica de 10 de agosto de 1982 el acuerdo alcanzado por la representación del Estado y de la Diputación Foral de Navarra. Tras este proceso, que culminó con la aprobación el 25 de febrero de 1983 de los Estatutos de Baleares, Extremadura, Castilla y León y Madrid, el mapa autonómico incluye diecisiete Comunidades Autónomas, de las cuales seis son de autonomía plena (País Vasco, Cataluña, Galicia, Andalucía, Navarra y Valencia) y once de autonomía gradual. A esto debe añadirse la autonomía de las ciudades de Ceuta y Melilla cuyos estatutos fueron aprobados por Leyes orgánicas 1 y 2/1995, de 13 de marzo, respectivamente.
C) LA IGUALACIÓN DE LAS COMPETENCIAS. LEY ORGÁNICA 9/1992, DE 23 DE DICIEMBRE La determinación del número de Comunidades Autónomas, sus competencias e, incluso, su ámbito territorial, tal y como ha sido relatado, suponían sólo una fase dentro de un proceso dinámico susceptible de ulteriores cambios. Dentro de estos cambios, el más previsible era el del aumento de las competencias de las Comunidades de autonomía gradual, por su conversión al grado superior.
Este tránsito estaba previsto en el art. 148 de la Constitución: «transcurridos cinco años, y mediante la reforma de sus Estatutos, las Comunidades Autónomas podrán ampliar sucesivamente sus competencias dentro del marco establecido en el art. 149». La igualación de las competencias de las Comunidades de autonomía gradual con las del nivel superior se ha llevado a efecto en virtud de los pactos autonómicos suscritos entre el Partido Socialista y el Partido Popular en el año 1992, pacto que está en el origen y explicación de la Ley Orgánica 9/1992, de 23 de diciembre, por la que se transfiere a aquellas Comunidades Autónomas las competencias de titularidad estatal que permiten su igualación con las Comunidades Autónomas de competencia plena. La citada Ley Orgánica se justificó en el art. 150.2 de la Constitución, que permite al Estado transferir o delegar en las Comunidades Autónomas, mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materias de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación y que ya había permitido la ampliación inicial de competencias de Canarias y Valencia. El proceso autonómico se ha desarrollado, y así continúa, sujeto a constantes conflictos ante el Tribunal constitucional, a causa de las tentativas de las Comunidades Autónomas de llevar a cabo interpretaciones unilaterales de los títulos competenciales con objeto de ampliar sus competencias. Pero, sobre todo, el proceso ha vivido en un clima de tensión y deslegitimación constante, propiciado desde las Comunidades Autónomas «históricas», gobernadas por partidos nacionalistas, con tendencias soberanistas o independentistas que hoy claramente postulan la superación del marco constitucional y la ruptura de la unidad de España que consagra la Constitución. De poco ha servido pues el sacrificio de liquidar, en beneficio de estas formaciones políticas separatistas, el Estado liberal centralista y afrancesado que hizo realmente iguales a
todos los españoles: iguales en las leyes, en el acceso a los cargos de todas las administraciones, e iguales ante los servicios públicos. Si la situación no es dramática es porque un nuevo centralismo e igualdad, la europea, nos protege de un peligroso cantonalismo. Pero ello no empece a que deba recordarse la responsabilidad de quienes desde la ignorancia histórica o la falta de coraje ante los nacionalismos separatistas, o por ambas causas, nos embarcaron en la aventura autonomista, pues por duro que resulte, como afirma SANTAMARÍA PASTOR: «es de justicia decir que las dificultades con que hoy nos tropezamos y el retraso que sufre el correcto funcionamiento del nuevo sistema son en buena parte imputables a los gravísimos defectos de estructurales del régimen de reparto de competencias; un régimen que sólo genera incertidumbres, que impide gobernar y administrar con normalidad y espíritu cooperativo, y que una fuente permanente de conflictos, de actitudes de recelo y hostilidad recíproca; un régimen que, si no nos constaran la ignorancia, la improvisación, el arbitrismo y la falta de sentido de la realidad con que fue montado, se diría hecho mal de propósito; un régimen, en fin, por el que la historia pasará una cuenta implacable a quienes lo montaron y a quienes lo sostuvieron como una conquista tan irrenunciable como absurda»
3. HACIA EL ESTADO DE LAS DESARMONÍAS DE TIPO CONFEDERAL. LOS NUEVOS ESTATUTOS APROBADOS EN 2007 Tras el proceso referido de igualación de las competencias entre las Comunidades Autónomas, salvo siempre las desigualdades iniciales del País Vasco y Navarra, el Estado de las Autonomías adquirió un aspecto netamente federal que pudo razonablemente pasar a ser definitivo. En cualquier caso era difícil imaginar —así lo consignamos en las ediciones anteriores de esta obra— que pudieran producirse, sin infracción del texto constitucional, reformas trascendentes en orden a la ampliación de sus competencias, pues los Estatutos vigentes habían apurado al límite las posibilidades contempladas en la Constitución.
Sin embargo, el irrenunciable horizonte independentista del nacionalismo catalán encontró una gran oportunidad para sobrepasar ese modelo con la victoria sin mayoría absoluta del Partido Socialista Obrero Español en las elecciones del año 2004. Esta circunstancia le llevó a pactar con los partidos nacionalistas catalanes un inquietante y turbio proceso de reforma del Estatuto de Cataluña que culminó con la aprobación de uno nuevo por Ley Orgánica 6/2006, de 19 de de Julio. A este proceso se sumó la Comunidad Autónoma de Valencia, para la que se aprobó un nuevo estatuto por Ley Orgánica 1/2006, de 10 abril, y otro Estatuto para Andalucía, aprobado por Ley Orgánica 2/2007, de 19 de marzo, de reforma del Estatuto de Autonomía. Otras comunidades autónomas, siguiendo el ejemplo de los anteriores, han aprobado asimismo nuevos estatutos de autonomía, como es el caso de Aragón, Ley Orgánica 5/2007, de 20 abril, y de las islas Baleares Ley Orgánica 1/2007, de 28 febrero. Al margen de la gravedad que supone la falta de apoyo popular a las reformas emprendidas como revelan los casos catalán y andaluz, únicos en que se ha cumplido el trámite de consulta popular mediante referéndum, que no han pasado del 35 por 100 de votos positivos, es fácilmente constatable que, en términos generales, los estatutos aprobados implican un reconocimiento de los presuntos rasgos nacionales de las comunidades autónomas frente a la nación española y un vaciamiento profundo de las competencias del Estado más allá de lo previsto en la Constitución de 1978 y la jurisprudencia constitucional. Si el Tribunal Constitucional no lo remedia, estimando los recursos de inconstitucionalidad presentado por el Defensor del Pueblo y el Partido Popular contra el Estatuto de Cataluña, el modelo de estado federal al que se había llegado dará paso a un confuso y asimétrico modelo confederal. Como el resultado final de esta operación se juega en el juicio de inconstitucionalidad del estatuto catalán, el más
extremoso, nos referiremos a él, sin que ello suponga admitir que los otros estatutos aprobados o por aprobar respetan la Constitución, como puede haber dado a entender el partido popular que, juntamente con el partido socialista, apoyó su tramitación y aprobación definitiva. Aparentemente lo más visible del estatuto catalán es su aspiración de elevarse, en cuanto a sus contenidos, para llegar a tener, más allá de los contenidos constitucionalmente previstos (art. 147 CE) apariencia constitucional, una constitución para un pueblo, al que se reconocen derechos históricos y, en el preámbulo, carácter nacional. No faltan en la nueva regulación estatutaria ámbitos reservados a la Constitución, como son los derechos fundamentales, la priorización del catalán en la enseñanza, las relaciones de la Generalidad de Cataluña con el Estado español, las instituciones comunitarias y las organizaciones internacionales y una regulación interiorizada del régimen local para desplazar la legislación básica estatal sobre la materia introduciendo las veguerías como ente local. El destrozo que se hace de la ordenación constitucional de la justicia es notable. La regulación del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña no es propia de los estatutos sino de la Ley Orgánica del Poder Judicial y de las leyes procesales. Y la que se hace del Consejo de Justicia de Cataluña por regular lo que la Constitución remite a una Ley orgánica del Estado y por afirmar que «dicho Consejo es el órgano de gobierno del poder judicial en Cataluña», vulnera el art. 122.2 CE, como asimismo lo son contrarios a ésta los preceptos que impone una apropiación de las oposiciones y concursos de jueces por la Generalidad de Cataluña y por atribuir a la Generalidad competencia para determinar todas las demarcaciones judiciales. Inaudito maquiavelismo es la regulación de los conceptos competenciales, las clases de competencia y las potestades que comprenden (arts. 110 y ss.), unas
precisiones conceptuales que sólo corresponden a la Constitución y, en su defecto, al intérprete de ésta, el Tribunal Constitucional. Permitir que esos elementos estructurales del sistema competencial puedan ser regulados, y de manera distinta, por cada estatuto de autonomía supone desconstitucionalizar el sistema, una locura. Una locura sí, pero también un grosero ardid para arañar competencias claramente estatales en las regulaciones por materias que se declaran competencias propias de la Generalidad de Cataluña y que, a continuación, el Estatuto regula. La financiación de la Generalilat, contenida en el Título VI, supone, como era de esperar, una ruptura del equilibrio constitucional consagrado en el art. 156.1 CE entre los principios de autonomía financiera, solidaridad y coordinación. Se trata de «blindar» las disposiciones contenidas en el Estatuto relativas a la solidaridad (art. 206) y, en particular, la limitación de su contribución a la solidaridad y nivelación en materia de sanidad y educación y otros servicios sociales en función del esfuerzo fiscal realizado por el resto de Comunidades (art. 206.3), así como la garantía de mantenimiento de la posición en el nivel de renta per cápita antes de la nivelación (art. 206.5). A lo que debe añadirse la previsión de un compromiso presupuestario excepcional previsto en la disposición adicional tercera del Estatuto que difícilmente puede considerarse otra cosa que un privilegio: «La inversión del Estado en Cataluña en infraestructuras, excluido el Fondo de Compensación Interterritorial, se equiparará a la participación relativa del producto interior bruto de Cataluña con relación al producto interior bruto del estado para un periodo de siete años. Dichas inversiones podrán también utilizarse para la liberación de peajes o construcción de autovías alternativas». Un
privilegio, insistimos, a favor de una Comunidad Autónoma prohibido por el 138.2 de la CE y el art. 2 de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA). Al respecto el art. 203.4 del Estatuto opera como una cláusula de salvaguardia para evitar que dicha Ley sea aplicable, consagrando una garantía —no establecida para otras CCAA — de que el modelo no resulte discriminatorio. Estamos, pues, ante un compromiso presupuestario que sin atender a las necesidades generales de planificación en materia de inversiones públicas, impone al Estado una obligación de gasto en una cuantía exacta en función de un parámetro que es la riqueza de una comunidad medida en términos de producto interior bruto, garantía de inversión de las que no goza ninguna otra Comunidad. Infracción manifiesta del principio constitucional de coordinación entre las Comunidades Autónomas y la Hacienda del Estado (arts. 156.1 y 149.1.13, de la CE) y con la LOFCA como parte del bloque de constitucionalidad, son los arts. 201.3 y 210 del Estatuto por los que se crea la Comisión Mixta de Asuntos Económicos y Fiscales Estado-Generalitat como órgano bilateral de relación entre la Administración del Estado y la Generalitat en el ámbito de la financiación autonómica para la concreción, aplicación, la actualización y el seguimiento del sistema de financiación, así como para la canalización del conjunto de relaciones fiscales y financieras de la Generalitat y el Estado. Además el art. 210.2 establece que corresponde a la Comisión Mixta de Asuntos Económicos y Fiscales EstadoGeneralitat, entre otras funciones, acordar el alcance y condiciones de la cesión de tributos de titularidad estatal y, especialmente, los porcentajes de
participación en el rendimiento de los tributos estatales cedidos parcialmente y su revisión quinquenal. Se trata en suma de implantar un modelo de soberanía financiera compartida que no es una aplicación del principio de coordinación sino una realidad sustancialmente diferente. El Estatuto impone al Estado la forma de relacionarse en materia económicofiscal mediante la creación de la Comisión Mixta que en su configuración estatutaria es esencialmente distinta de la existente en las demás Comunidades Autónomas. Ante el inminente pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre la constitucionalidad del estatuto catalán que pueden arrastrar, en su caso, a otros estatutos que de cerca siguen su estela, parece prudente que en esta obra no se den por definitivos los cambios previstos en estas reformas estatutarias y que mantengamos la exposición del sistema competencial en los términos anteriores a este a este proceso.
5. LA DISTRIBUCIÓN DE COMPETENCIAS La distribución de competencias en los tipos de Estados compuestos, ya respondan al modelo federal o al regional, es, sin duda, la cuestión que encierra mayor complejidad. Como se anticipó, la Constitución, en vez de aprovechar la experiencia técnica de los Estados federales o regionales, o la propia de la Segunda República, optó por establecer un sistema original, con lo que la complejidad ha dado paso a la confusión y obligado a la posterior intervención del legislador a través de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, LOAPA (después, Ley de Proceso Autonómico), así como del Tribunal Constitucional, con ocasión de los múltiples conflictos planteados.
El error fundamental del diseño constitucional es, sin duda, como en otros aspectos de la problemática autonómica, el no haber resuelto desde la propia Constitución, mediante las oportunas listas, cuáles son las competencias propias del Estado, las correspondientes a las Comunidades Autónomas y las compartidas. Tampoco se siguió el modelo de los Estados federales (lista de competencias de la Federación correspondiendo las restantes a los Estados miembros), ni el sistema de los Estados regionalistas (lista de competencias de las regiones, entendiéndose las restantes como propias del Estado). En vez de lo uno o de lo otro, se siguió el original camino de hacer de los Estatutos, cuyo número, igual que el de las Comunidades Autónomas, todavía se desconocía, la pieza básica de la distribución de competencias dentro de la «carta competencial» establecida por los arts. 148 y 149, y de la que podían servirse, más o menos, según sus títulos de nobleza, las diversas Comunidades. Obviamente, y como ya se dijo, el resultado, al menos en teoría, habría de ser la absoluta falta de uniformidad, produciéndose una asignación desigual de competencias a las diversas Comunidades Autónomas y, como consecuencia, quedando el Estado con desiguales competencias en cada uno de los 19 ámbitos territoriales autonómicos, incluidas Ceuta y Melilla; un resultado ciertamente irracional e insólito en el comparatismo político de los Estados compuestos. A) LAS COMPETENCIAS DEL ART. 148 Este precepto enumera las competencias que las Comunidades Autónomas pueden asumir a través de sus Estatutos. Para las Comunidades de autonomía plena estas competencias constituyen un mínimo, superable a través del art. 149. Para las de autonomía gradual el art. 148 suponía —aunque no siempre fue así, como se ha visto— el
máximo competencial, mejorable por la reforma de sus Estatutos, transcurridos cinco años desde su aprobación. Ahora bien, dentro de los veintidós epígrafes del art. 148 hay materias que por su naturaleza bien pueden considerarse de exclusiva competencia de las Comunidades Autónomas. Otras hay que calificarlas de compartidas, bien porque se da un interés concurrente del Estado, bien porque se presupone la vigencia de una superior legislación estatal sobre dichas materias. B) LA LISTA DE COMPETENCIAS DEL ART. 149 El art. 149 enumera una serie de materias sobre las cuales se asegura, en principio, la competencia exclusiva del Estado. Por ello, este precepto se ha considerado como el más fundamental, ya que ofrece, desde la Constitución, el criterio más firme de delimitación que no puede ser alterado por contrarias previsiones estatutarias. A pesar de ello hay que hacer notar que no todas las 32 materias que enumera son atribuidas en exclusiva al Estado, aceptando en la mayor parte de ellas una competencia concurrente o compartida de las Comunidades Autónomas, a través de distintas fórmulas que van desde la distinción entre interés general y autonómico a la reserva al Estado de la sola legislación básica, pasando por la atribución a aquél de toda función legislativa y remitiendo la ejecución a la competencia autonómica. Pues bien, todas las posibilidades de este precepto, restando lo que considera de exclusiva competencia del Estado, han sido aprovechadas por los Estatutos de las Comunidades de autonomía plena para formular sus listas competenciales. De lo cual resulta que este precepto viene a ser la formulación contraria del 148, pues si en este se enumeran las
competencias que pueden asumir las Comunidades Autónomas, sin perjuicio de competencias estatales, el 149 enumera las competencias estatales, sin perjuicio de los espacios donde pueda penetrar la competencia autonómica. Y lo mismo que en las materias del 148 las hay de inequívoca y exclusiva naturaleza autonómica —como, por ejemplo, la organización de sus instituciones de autogobierno—, en el art. 149 las hay también de inequívoca significación estatal que no admite concurrencia de ningún género, como son las competencias sobre la defensa nacional o las relaciones internacionales. C) LAS CLÁUSULAS COMPLEMENTARIAS Llamamos complementarias a las tres reglas, ya aludidas, que establece el párrafo 3.° del art. 149, tratando de cerrar el sistema a fin de que no queden competencias mostrencas, es decir, sin su correspondiente titular. La primera establece que las materias no atribuidas expresamente al Estado por la Constitución podrán corresponder a las Comunidades Autónomas en virtud de sus respectivos Estatutos. Esta regla, que configura la competencia autonómica como una competencia de atribución según los Estatutos, llevó, lógicamente, a que los redactores de éstos hayan apurado al máximo la enumeración de las materias sobre las que se reservaban competencias, máxime teniendo en cuenta que, a seguidas, la segunda de las reglas establecía que «las competencias sobre las materias que no se hayan asumido por los Estatutos corresponderán al Estado».
Una tercera regla sobre conflictos de normas competenciales forzaba a incluir en los Estatutos el mayor número de materias y a calificarlas en todo lo posible de competencias exclusivas. En efecto, si, como dice el párrafo 3. del art. 149, «las normas del Estado prevalecerán en caso de conflicto sobre las de las Comunidades Autónomas en lodo lo que no esté atribuido a la exclusiva competencia de éstas», se comprenderá el interés de los redactores autonómicos en calificar, con fundamento o sin él, de competencias exclusivas al mayor número de materias. El sistema del art. 149.3, por último, se cierra con la cláusula de suple-toriedad del Derecho estatal con respectó al Derecho de las Comunidades Autónomas («el Derecho estatal será, en todo caso, supletorio del Derecho de las Comunidades Autónomas»). La delimitación competencial hasta aquí referida no constituye, sin embargo, un sistema inalterable y definitivo, pues el art. 150 de la Constitución establece dos posibles formas extraestatutarias de ampliación de las competencias autonómicas: — La primera sobre competencias legislativas estatales que pueden ser atribuidas a todas o algunas de las Comunidades Autónomas, para que éstas dicten por sí mismas las normas legislativas oportunas en el marco de los principios, bases y directrices fijados por una ley estatal. Será esta misma ley marco la que determinará las modalidades de control de las Cortes Generales sobre las normas legislativas de las Comunidades Autónomas, sin perjuicio de la competencia de los Tribunales. — Además, el mediante ley
Estado
podrá
transferir
o
delegar,
orgánica, facultades correspondientes a materias de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación. La ley proveerá en cada caso la correspondiente transferencia de medios financieros, así como las formas de control que se reserve el Estado. D) MATERIAS Y FUNCIONES Aunque se desprenda de lo dicho, no está de más insistir en que los preceptos constitucionales de delimitación de competencias, arts. 148 y 149 de la Constitución, hacen el reparto atendiendo a los objetos o materias (por ejemplo, turismo, obras públicas, agricultura, etc.), pero sin delimitar cuáles de las diversas funciones públicas (legislativas, ejecutivas o judiciales) se han de ejercitar sobre aquéllas. Por ello interesa hacer algunas precisiones generales. Sobre la atribución de la función legislativa se discutió sí correspondía solamente a las Comunidades de autonomía plena o, por el contrario, todas tenían la plenitud de esta función. La tesis restrictiva se apoyaba en el art. 152.1 de la Constitución, que contempla solamente para las primeras la creación de una Asamblea Legislativa elegida por sufragio universal, deduciéndose de aquí, y del modesto nivel competencial de las Comunidades de autonomía inferior o gradual, que no les correspondía incluir en su organización una Asamblea legislativa ni, por ende, ostentar ese tipo de función. Pero esta tesis y la limitación que comportaba han sido superadas, al margen de la discusión teórica, por los Estatutos de estas Comunidades de autonomía gradual que han asumido competencias legislativas e incluido en su organización la correspondiente Asamblea legislativa. En cuanto a la posibilidad de dictar decretos legislativos habrá que atender a lo que digan los respectivos Estatutos, pues unos admiten y otros no esa posibilidad de que la Asamblea legislativa faculte al órgano superior ejecutivo para dictar por delegación normas con rango de ley. En todo caso, parece claro que los ejecutivos
autonómicos no pueden dictar Decretos-leyes ante la ausencia de expresas previsiones estatutarias. Dentro de las funciones ejecutivas no hay reserva alguna para entender comprendida en ella la potestad reglamentaria, tanto en ejecución de las leyes autonómicas como, al margen de éstas, en materia de organización. Respecto a las actividades de ejecución propiamente tales, los Estatutos suelen precisar su alcance a través de su automática asignación como consecuencia de la atribución de otras actividades complementarias, o bien a través de su enumeración específica como tales competencias de ejecución. Conviene precisar, por último, que las competencias ejecutivas encuentran su delimitación precisa en los acuerdos de transferencias realizados por las Comisiones mixtas de representantes del Estado y de las Comunidades Autónomas (previstos en las Disposiciones Transitorias de los Estatutos) y que finalmente se aprueban por Reales Decretos. A partir de éstos será posible determinar, en casos dudosos, el alcance del ámbito de gestión realmente asumido por la Comunidad Autónoma, y en otros si el Estado se ha reservado o no la administración directa. En todo caso, si la Constitución reserva íntegramente al Estado la función legislativa, las Competencias meramente ejecutivas de las Comunidades Autónomas no desplazaran la intervención estatal dirigida a velar por el interés general ( Sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de Enero de 1982 y art 3 LOAPA) Por último, y dentro del capítulo de limitaciones, hay que consignar las que pueden suponer sobre la función legislativa de todas las Comunidades Autónomas, las leyes de armonización previstas en el art.
150.3 de la Constitución por razones de interés general, apreciado por mayoría absoluta de ambas Cámaras. En ese supuesto, el Estado podrá dictar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las Comunidades Autónomas, aun en el caso de materias atribuidas a la exclusiva competencia de éstas.
7.EL CONTROL A) CLASES. El sistema de control de las Comunidades Autónomas está regulado en los arts. 153, 155 y 161.2 de la Constitución, que lo circunscriben a los siguientes supuestos: 1. Por el Tribunal Constitucional, el relativo a la constitucionalidad de sus disposiciones normativas con fuerza de Ley y de las disposiciones y resoluciones adoptadas por sus órganos de gobierno. 2. Por el Gobierno, previo dictamen del Consejo de Estado, el del ejercicio de funciones delegadas a que se refiere el apartado 2 del art. 150. 3. Por la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, el de las normas reglamentarias y resoluciones de la Administración autonómica. 4. Por el Tribunal de Cuentas, el económico y presupuestario. 5. Por el Gobierno y el Senado, conjuntamente, en los casos más graves de incumplimiento o de riesgo para el interés general de España.
Al margen de estos controles puede entenderse que las Comunidades Autónomas están también sujetas al control que, como sobre el resto de las Administraciones Públicas, corresponde ejercer al Defensor del Pueblo, así como los controles interiores a cargo de órganos de las propias Comunidades, según las previsiones estatutarias o de posteriores normas de organización. Desde una perspectiva comparatista los controles descritos se han quedado bastante por debajo de lo que es normal en los Estados federales o regionales. En los Estados federales, como ocurre en la República Federal Alemana, aparte de los controles judiciales se reconoce a la Federación poderes de vigilancia y control en relación con la actividad de los Estados miembros cuando ejecutan la legislación federal a través de instrucciones o directivas de mayor o menor intensidad. Los incumplimientos pueden originar el empleo de una coacción federal, que lleva consigo tanto la ejecución subsidiaria por la Federación de las actividades omitidas como la retirada de asignaciones económicas, o el envío de delegados con poderes especiales para que vigilen o se encarguen de ejecutar las decisiones en sustitución de los Lánder (art. 37 de la Constitución alemana). La Constitución italiana de 1946 estableció sobre la legislación de las regiones. Todas las leyes aprobadas por los Consejos regionales deben remitirse por el Presidente al Comisario del gobierno en el plazo de treinta días, el cual puede ordenar que el texto sea devuelto al Consejo cuando considere que excede su contenido de la competencia de la región o que está en oposición con los intereses nacionales o los de cualquier otra región. Si el Consejo lo aprueba de nuevo por mayoría absoluta de sus miembros sin aceptar las condiciones del Gobierno, éste, si quiere impedir que el texto sea promulgado, no tiene otro camino que el de promover la cuestión de legalidad ante el Tribunal Constitucional o la cuestión de mérito ante las Cámaras (art. 127 de la Constitución). Además, y con base en el art. 125 de la Constitución
(desarrollado por Ley de 10 de febrero de 1953), una Comisión especial nombrada por el Presidente de la República, a propuesta del Presidente del Gobierno, se encarga del control de la legalidad de las resoluciones regionales y de la oportunidad de determinadas clases de actos especificados en la citada ley. Dicha Comisión debe pronunciarse sobre la legalidad y la oportunidad de los actos en el plazo de veinte días, plazo durante el cual se suspende su ejecutividad. Ahora bien, mientras que la Comisión puede anular los actos por motivos de legalidad, cuando fundamenta su oposición en motivos de oportunidad sólo tiene la facultad de reenviar la decisión al Consejo Regional para que la revise; si el Consejo decide mantenerla en sus términos iniciales, la Comisión carece ya de facultades para anularla. Los términos de nuestra Constitución, como se ha visto, no dan para tanto, y el Tribunal Constitucional se muestra remiso a aceptar interpretaciones extensivas en esta materia. Así, en la Sentencia de 20 de mayo de 1983 ha afirmado que la Alta Inspección del Estado, cuando está expresamente admitida por la Constitución, no es un control genérico e indeterminado que implique dependencia jerárquica de las Comunidades Autónomas respecto de la Administración del Estado, sino que constituye sólo una potestad de vigilancia, un elemento de verificación o fiscalización que puede llevar, en su caso, a instar la actuación de los controles constitucionalmente establecidos, pero no a sustituirlos, conviniendo a dicha Alta Inspección en un mecanismo de control. B) EL CONTROL DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Especial consideración merece, entre los citados, el control del Tribunal Constitucional, que cubre tanto las leyes autonómicas como las disposiciones de inferior rango y las resoluciones concretas. Como estas
últimas también pueden impugnarse ante la Jurisdicción ContenciosoAdministrativa, resulta que estamos ante una duplicidad impugnativa difícilmente justificable. En todo caso, y con la limitación de que la impugnación ha de fundamentarse, no en cualquier violación de la legalidad, sino precisamente de la normativa constitucional, estas impugnaciones se rigen por las normas de los conflictos constitucionales de competencia, produciendo efecto suspensivo la interposición del recurso (art. 161.2 de la Constitución y arts. 76 y 77 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional). Este último efecto ha merecido las críticas de los partidarios de los controles mínimos, pues ven en esta técnica un control gubernativo encubierto, que produce los mismos efectos dilatorios que el italiano a través del requerimiento y la doble lectura. C) EL CONTROL DEL TRIBUNAL DE CUENTAS La regulación del control a cargo del Tribunal de Cuentas ha producido también una considerable dosis de confusión. De una parte, el art. 136 de la Constitución, al enumerar sus competencias, le atribuye jurisdicción sobre el Estado y el sector público estatal; pero, de otra, el art. 153 se refiere explícitamente al control económico y presupuestario que el Tribunal de Cuentas ha de ejercer sobre las Comunidades Autónomas. Además, aumenta la confusión el hecho de que los Estatutos autonómicos hayan diseñado instituciones parecidas al Tribunal de Cuentas del Reino pero circunscritos al territorio y Administración de las Comunidades y con las más variadas denominaciones: Sindicatura de Cuentas en Cataluña y Valencia, Cámara de Comptos en Navarra, Tribunal de Cuentas Vasco, etc.; por último, otras instituciones parecidas podrían crearse por leyes de las Comunidades Autónomas que no lo han previsto en los Estatutos y en base a sus competencias organizativas. Parece que estas instituciones autonómicas de control no suponen una exclusión o reducción de la función del
Tribunal de Cuentas del Reino (el cual ya tiene bastante y no llega a fiscalizar debidamente el sector público estatal), sino que, y aunque resulte absolutamente irrazonable, se superponen a él y actúan en paralelo. Esta es la solución que se desprende del art. 1.2 de la Ley Orgánica del Tribunal de Cuentas, del art. 14 de la Ley del Proceso Autonómico (que prevé la creación de secciones territoriales del Tribunal en las Comunidades Autónomas) y de que en términos de autonomía no quepa una subordinación jerárquica de los Tribunales de Cuentas autonómicos al Tribunal de Cuentas del Estado. Unos y otros darán cuenta separada de sus actuaciones, bien a las respectivas Asambleas Autonómicas, bien a las Cortes Generales; informes que pueden no ser coincidentes e, incluso, ser contradictorios. Fuera del supuesto de examen de cuentas, el Tribunal de Cuentas tiene jurisdicción exclusiva para declarar la responsabilidad contable de los que manejan fondos públicos. D) EL DEFENSOR DEL PUEBLO El Defensor del Pueblo se configura en el art. 54 de la Constitución como un «comisionado de las Cortes Generales para la defensa de los derechos comprendidos en el Título I», a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la Administración dando cuenta a aquéllas. Como este precepto no distingue habrá que entender dentro del concepto de Administración, además de la del Estado, la de las Comunidades Autónomas. Así lo ha dispuesto también el art. 12 de la Ley Orgánica de 6 de abril de 1981 que regula esta institución: «El Defensor del Pueblo podrá, en todo caso, de oficio o a instancia de parte, supervisar por sí mismo la actividad de las Comunidades Autónomas en el ámbito de competencias definido por la Ley». Ahora bien, dentro de la línea de duplicar innecesariamente instituciones estatales, también por vía de Estatuto, y en base a las legítimas potestades autoorganizativas que son propias de las Comunidades Autónomas, se han previsto instituciones parecidas con los
más diversos nombres: Síndic de Greuges, Síndico de Agravios, Justicia Mayor, Defensor do Pobo, Diputado del Común o, simplemente, reproduciendo la denominación de Defensor del Pueblo. Los problemas que esta duplicidad institucional ocasiona no sólo son los derivados de mayores gastos, que siempre han de considerarse, sino también la posibilidad de que los resultados de las actuaciones de los defensores autonómicos del pueblo no coincidan con las del Defensor del Pueblo del Estado. Adelantándose a esta problemática, el art. 12.2 de la Ley Orgánica citada establece que cuando el Defensor del Pueblo tenga que supervisar la actividad de las Comunidades Autónomas, «los órganos similares de éstas coordinarán sus funciones con las del Defensor del Pueblo y éste podrá solicitarles su cooperación». Lo que no resuelve el problema de la negativa a la cooperación, a la colaboración, o de los resultados contradictorios de unas y otras actuaciones, supuestos que tampoco resuelve la Ley 36/1985, de 6 de noviembre, por la que se regulan las relaciones entre el Defensor del Pueblo y las figuras similares en las distintas Comunidades Autónomas, que confían la colaboración y cooperación a los acuerdos que sobre los respectivos ámbitos de actuación concierten dichas instituciones (art. 2.2). E) EL CONTROL DEL GOBIERNO-SENADO También crea problemas por la falta de precisión con que está regulado el control extraordinario a cargo del Gobierno y el Senado, previsto en el art. 155 de la Constitución para los supuestos en que una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que le impusiere la Constitución u otras leyes, o actuare de forma que atentase al interés general de España. El Gobierno en tales casos, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma —y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación de la mayoría absoluta del Senado—, podrá adoptar las medidas necesarias
para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de sus obligaciones o para la protección del mencionado interés general. Para la ejecución de las medidas previstas el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas. La redacción de este precepto recuerda bastante la del art. 126 de la Constitución italiana que, ante casos análogos de incumplimiento, prevé la disolución del Consejo Regional, sustituyéndolo por una Comisión de tres ciudadanos que convocará elecciones en el plazo de tres meses y se ocupará de la Administración ordinaria. La precisión de estas medidas está muy lejos de la vaguedad de nuestro texto, que sólo habla de las «medidas necesarias», por lo que no es posible saber si en éstas se comprende la propia disolución de los órganos de la Comunidad infractora. Esta solución parece descartada ab initio ante la previsión de que el Gobierno puede dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas, lo que apunta a la conversión previa de la relación de autonomía en relación jerárquica y la eventual aplicación, ante posteriores desobediencias, de medidas penales. Sólo en último lugar, y como extrema solución, se impondría la disolución de los órganos de las Comunidades. F) EL DELEGADO DEL GOBIERNO Y EL DEBER DE INFORMACIÓN El correcto ejercicio de las responsabilidades de control y coordinación, que tiene a su cargo el Estado, presuponen un conocimiento de la actividad de las Comunidades Autónomas. La CE no ha establecido este deber de forma específica, aunque puede entenderse implícito en algunos preceptos constitucionales, como la calificación de exclusiva de la competencia del Estado en materia estadística, si bien sólo referida a los fines de éste.
Para suplir esta laguna, la Ley del Proceso Autonómico ha establecido que el Gobierno y, en su caso, las Cortes Generales, puedan recabar la información que precisen sobre las actividades que desarrollen en el ejercicio de sus competencias. La obtención de información y el deber de suministrarla ha generado también la necesidad de crear o especializar determinados órganos en esta tarea. o Así se ha creado una Comisión de seguimiento de las Comunidades Autónomas en el Ministerio de Administración Territorial, ahora Ministerio para las Administraciones Públicas, y se ha hecho del Delegado del Gobierno en las Comunidades Autónomas el máximo responsable de esta función. En este sentido, el art. 8 de la Ley 17/1983, de 16 de diciembre, precisa que aquél «facilitará al Consejo de Gobierno de la Comunidad Autónoma y, a través de él, a su Asamblea legislativa la información que precisen para el mejor ejercicio de sus competencias. Asimismo, los Organismos de la Administración de la Comunidad Autónoma facilitará al Delegado del Gobierno la información que éste solicite, a través del Presidente de la Comunidad Autónoma, para el mejor cumplimiento de sus fines». G) CONTROL DE ESTABILIDAD PRESUPUESTARIA Y DE LA SOSTENIBILIDAD ECONÓMICA. El gran déficit de nuestras Administraciones Públicas, ha sido determinante para la aprobación de la ley Orgánica 2/2012 de 17 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, consecuencia a su vez de la reforma, en septiembre de 2011, del art. 135 de la CE,
introduciendo una regla fiscal que limita el déficit público de carácter estructural en nuestro país y milita la deuda pública al valor de referencia del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. El nuevo art. 135 establece el mandato de desarrollar el contenido de este aertí en una Ley orgánica antes del 30 de junio de 2012. Los 3 objetivos de la Ley Orgánica 2/2012 son: . Garantizar la sostenibilidad financiera de las Administraciones Públicas. . Fortalecer la confianza en la estabilidad de la economía española. . Y reforzar el compromiso de España con la Unión Europea en materia de estabilidad presupuestaria. Todas las Admones. Públicas deben presentar equilibrio o superávit, sin que puedan incurrir en déficit estructural, salvo en las situaciones excepcionales tasadas en la Ley (catástrofes naturales, recesión económica…), situaciones que deberán ser apreciadas por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Se incorpora la regla de que el gasto de las Admones. Públicas no podrá aumentar por encima de la tasa de crecimiento de referencia del PIB. Esta regla se completa con el mandato de que cuando se obtengan mayores ingresos de los previstos, esto no se destinen a financiar nuevos gastos, sino que los mayores ingresos se destinen a una menor apelación al endeudamiento. Fijándose el límite de la deuda de las Admones. Publicas à No podrá superar el 60% PIB establecido en la normativa europea, y se establece la prioridad absoluta de pago de los intereses y el capital de la deuda pública frente a cualquier otro tipo de gasto.
Cada Administración Pública deberá establecer la EQUIVALENCIA entre el Presupuesto y la contabilidad nacional, ya que ésta es la información que se remite a Europa para verificar el cumplimiento de nuestros compromisos en materia de estabilidad presupuestaria. Asimismo, con carácter previo a su aprobación, cada Admón Pública deberá dar información sobre las líneas fundamentales de su Presupuesto, con objeto de dar cumplimiento a los requerimientos de la normativa europea sobre los requisitos aplicables a los marcos presupuestaros de los Estado Miembros. En cuanto a la GESTIÓN PRESUPUESTARIA, se refuérzala planificación a través de la definición de un marco presupuestario a medio plazo, que se ajusta a las previsiones de la Directiva de marcos presupuestarios. Como novedad importante, la Ley extiende la obligación de presentar un límite de gasto, hasta ahora sólo previsto para el Estado, a las CCAA y a las Corporaciones Locales, así como la dotación en sus Presupuestos de un fondo de contingencias para atender necesidades imprevistas y no discrecionales. Por último, se regula el destino de superávit presupuestario, que deberá aplicarse a la reducción e endeudamiento neto, o al Fondo de Reserva en el caso de la Seguridad Social. En caso de incumplimiento del plan económico financiero, la administración responsable deberá aprobar automáticamente una no disponibilidad de créditos y constituir un depósito. Finalmente, en los supuestos de no adoptarse por las Comunidades Autónomas los acuerdos de no disponibilidad o de no acordarse las medidas propuestas
por la comisión de expertos, la ley habilita al amparo del art. 155 de la CE a la adopción de medidas para obligar a su cumplimiento forzoso. En términos parecidos se establece la posibilidad de imponer a las Corporaciones Locales medidas de cumplimiento forzoso, o disponer en su caso la disolución de Corporación Local.
8. LA ORGANIZACIÓN DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS La Constitución de 1978 ha sido muy parca en materia de organización autonómica. En esto como en otros aspectos se ha confiado, sin duda en exceso, en el principio dispositivo que habría de concretarse en los Estatutos. El constituyente sólo se atrevió a establecer en el art. 152 un esquema de organización que sería aplicable a las Comunidades de autonomía plena, las del art. 151, sin aludir a las de autonomía gradual del art. 148. Pero las cosas discurrieron por el camino de reproducir las segundas el modelo establecido para las primeras . La «organización institucional autonómica» se basa, pues, en una Asamblea legislativa elegida por sufragio universal, con arreglo a un sistema de representación proporcional, que debe asegurar la representación de las diversas zonas del territorio; un Consejo de Gobierno con funciones ejecutivas y administrativas, y un Presidente elegido por la Asamblea de entre sus miembros, y nombrado por el Rey, al que corresponde la Dirección del Consejo de Gobierno, la suprema representación de la respectiva Comunidad y la ordinaria del Estado en aquélla. El Presidente y los miembros del Consejo de Gobierno serán políticamente responsables ante la Asamblea. Todos estos órganos, como se dijo, están presentes en la organización de todas las Comunidades Autónomas, por lo que ya no tiene sentido la inicial discusión de si esa generalización se ha hecho o no con violación de la Constitución. En todo caso es claro que el conjunto del
sistema responde al modelo de Gobierno parlamentario. Todos sus elementos están presientes: hay separación de las funciones ejecutivas del ámbito de poder de la Asamblea, las funciones ejecutivas se encomiendan a un Consejo que es políticamente responsable ante la Asamblea, que es elegido por ésta de entre sus miembros. Disímil es, sin embargo, la nomenclatura utilizada para designar el conjunto de la institución autonómica y los diversos órganos que la componen, terminología que patentiza, en ocasiones, el esfuerzo de los redactores de los Estatutos para ennoblecer y distinguir con evocadoras denominaciones históricas sus respectivas instituciones (Xunta. Generalitat, Junta de Comunidades, Consell, etc.). A) LA ASAMBLEA LEGISLATIVA O PARLAMENTO Según el común de los Estatutos, el régimen de este organismo supremo de las Comunidades Autónomas sigue las siguientes reglas: 1. Todos los Parlamentos autónomos están constituidos por una sola Cámara, integrada por un número de miembros muy variable. Son elegidos conforme a la Legislación general electoral, que se entiende como básica (Sentencia del Tribunal Constitucional de 16 de mayo de 1983), salvo las especialidades previstas en la Legislación autonómica dictada según previsiones estatutarias. 2. La circunscripción electoral es, ordinariamente, la provincia, salvo en las Comunidades uniprovinciales, en que lo es el Partido judicial, o los Municipios que se mencionan en los Estatutos. La elección se celebra mediante sufragio universal, libre, directo y secreto, y con arreglo a un sistema de representación proporcional. 3. El derecho de sufragio activo se atribuye a los mayores de dieciocho años que tengan residencia en cualquiera de los Municipios de la Comunidad. La condición de elegible no está condicionada a esta misma circunstancia en los Estatutos, que no suelen consignar las causas de inelegibilidad, ni de incompatibilidad, materia
normalmente propia de las Legislaciones Autonómicas, aunque coincidan en esto con la Legislación general . 4. Los miembros de los Parlamentos autonómicos que no están sujetos a mandato imperativo tienen reconocido, en los mismos términos que los de las Cortes Generales, la inviolabilidad por las opiniones manifestadas durante el mandato y por los votos emitidos. Respecto a la inmunidad, también reconocida en los Estatutos, el Tribunal Constitucional (Sentencia de 12 de noviembre de 1981) ha negado que pueda corresponderles en los términos reconocidos en el art. 71 de la Constitución, que impide el procesamiento de los parlamentarios sin autorización de las Cámaras. Por el contrario, los parlamentarios autonómicos sólo tienen una inmunidad parcial que se concreta en que no sean detenidos ni retenidos, si no en los casos de flagrante delito, y un fuero especial consistente en que su inculpación, prisión, procesamiento y juicio corresponde al Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma y, fuera de este ámbito territorial, a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. 5. En virtud de los poderes de autonormacíón y organización que los Estatutos reconocen a las Asambleas, se remite a los reglamentos internos de éstas todo lo relativo al régimen de su funcionamiento (presupuestos, régimen de personal). En los Reglamentos internos se regula el régimen de sesiones, períodos parlamentarios, órganos de la institución (Presidente, Mesa, Pleno, Comisiones, Grupos parlamentarios, etc.), en forma análoga a lo establecido para el Congreso y el Senado de las Cortes Generales. Las Asambleas autonómicas se disuelven por expiración del término de su mandato y además por la falta de designación del Presidente de la Comunidad en los términos previstos, normalmente de dos meses. Sólo el Estatuto vasco prevé la posibilidad de que el Presidente del Gobierno autónomo pueda disolver la Asamblea.
B) EL EJECUTIVO AUTONÓMICO Las funciones ejecutivas de las Comunidades Autónomas se asignan al Presidente, al Consejo de Gobierno y a los Vicepresidentes y Consejeros. El Presidente es el máximo representante de la ComunidadAutónoma, ostenta también la representación ordinaria del Estado (art. 152.1 de la Constitución) y es designado por la Asamblea en los términos propios de los sistemas parlamentarios. Lo mismo puede decirse de su cese (renovación de la Asamblea por elecciones, moción de censura, pérdida de confianza, dimisión, incapacidad, etc.). Las atribuciones del Presidente son las de designar y cesar a los miembros del Consejo de Gobierno, dirigirlo, coordinar sus actuaciones y, en general, todo lo que comporta la dirección política y la jerarquía superior de la Administración Autonómica. El cargo es incompatible con cualquier otra función pública o privada y disfruta de los honores correspondientes a su posición (tratamiento de excelencia, precedencia sobre cualquier otra autoridad de la Comunidad, utilización de banderín, etc.). En cuanto a los derechos, además de los emolumentos que le corresponden, en algunas Comunidades se les reconoce, como al Lendakari vasco, una pensión vitalicia tras el cese. El Consejo de Gobierno reproduce normalmente el esquema del Gobierno de la Nación y se le asignan las funciones propias de éste a nivel autonómico, como las de iniciativa legislativa, ejercicio de la potestad reglamentaria, dirección política, control de la Administración, etc. El número de Consejeros es variable y, lógicamente, inferior a los de los Ministros del Gobierno de la Nación, a cuyo status se asemejan aquéllos. En este sentido su nombramiento y cese dependen del Presidente y tienen a su cargo un ramo del sector de la Administración Autonómica, ejerciendo en ella potestad reglamentaria y la dirección administrativa.
Respecto al modelo de Administración, y pese a las posibilidades inicial-mente abiertas de instaurar un sistema de administración indirecta apoyándose en el aparato administrativo de las Entidades locales, casi todas las Comunidades Autónomas han optado por dotarse de una organización propia que repite mimétícamente la organización estatal con sus niveles centrales de departamentos, direcciones y subdirecciones generales; periférico, con delegaciones provinciales de las consejerías; y también de una administración institucional que es copia de las diversas fórmulas previstas en la Ley de las Entidades estatales autónomas. Esta «lujosa» solución, que reduplica el número de organismos y de funcionarios, ha sido consecuencia, en muchos casos, no sólo de la falta de un mínimo de sobriedad de los responsables políticos, sino también fruto del sistema de transferencias de servicios. Los excesos son, en todo caso, manifiestos, y no hay justificación para esta reproducción en cada una de las 17 Comunidades Autónomas del modelo de Administración del Estado y, con él, de sus presuntos y denostados vicios burocráticos.
CAPÍTULO VIII EL MUNICIPIO. ORGANIZACIÓN.
ESTRUCTURA
Y
1. NIVELES DE ORGANIZACIÓN TERRITORIAL, TIPOLOGÍA DE LAS ENTIDADES LOCALES Y LEGISLACIÓN APLICABLE Con anterioridad a la Revolución francesa, y a diferencia de la Iglesia que mantenía desde siglos atrás un despliegue territorial completo mediante los obispados y obispos, parroquias y curas párrocos, el Estado absolutista no llega con su poder y sus funcionarios a todo el territorio y allí
donde tiene establecida una administración no responde a reglas uniformes. De esta situación se ha pasado, en menos de dos siglos, además de cubrir con los municipios todo el territorio nacional, a la posibilidad de que sobre un mismo territorio y sobre unos mismos ciudadanos incidan o actúen hasta seis Administraciones territoriales que se van superponiendo de menor a mayor ámbito territorial y más importantes competencias, formando una especie de pirámide, cuya base son los Municipios y la cúspide la Administración del Estado. Ésta es la situación después de la Constitución del 1978, que ha sumado a los anteriores niveles de Administración territorial, el estatal, provincial y municipal, el de las Comunidades Autónomas, con la posibilidad para el territorio de alguna de estas Comunidades, por admitirlo así sus respectivos Estatutos, de creación de niveles de administración por encima del Municipio, como las comarcas, y de otros inframunicipales, como la parroquia. Por ello cuando hablamos de los tipos de entidades locales hay que distinguir, de acuerdo con el art. 3 de la Ley de Bases de Régimen Local, las entidades de régimen común o de carácter imperativo que necesariamente han de existir en todo el territorio nacional y que son el municipio, la provincia y la isla; de aquellas otras entidades locales que constituyen niveles facultativos de administración territorial que pueden establecer las comunidades autónomas. Estas últimas puede ser de ámbito territorial inferior al municipal o superior, agrupando en este caso varios municipios: áreas metropolitanas y mancomunidades de municipios. La regulación de las entidades o entes locales tienen tras de sí una larga tradición histórica que se remonta a la Constitución de Cádiz de 1812. Se trata de una regulación cambiante con los distintos regímenes políticos que se han sucedido en los dos últimos siglos. Como precedente inmediato
de la regulación actual cabe resaltar la Ley de Régimen Local de 1955 y los distintos reglamentos (de organización y funcionamiento, de bienes, de contratación, de servicios de las corporaciones locales, etc.), todos ellos de una gran perfección técnica y que respondían, obviamente, a las características del modelo francés: uniformidad, centralismo y control riguroso por el Estado de los entes locales. La Constitución de 1978, además de proclamar la autonomía local, distribuyó las competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, asignando al primero el dictado de las normas bases básicas del régimen local (art. 149.1.18) y a las Comunidades Autónomas su desarrollo. La normativa que corresponde al Estado ha sido aprobada mediante la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local. A esta Ley siguió el Texto Refundido, aprobado por Real Decreto Legislativo 781/1986, de 18 de abril. Carácter asimismo básico tiene la Ley 39/1988 de haciendas locales (texto refundido aprobado por real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 del marzo) así como las Leyes 11/ 1999, de 21 abril y 57/2003. de 16 de diciembre, de medidas para la modernización del gobierno local que establece un régimen especial de organización para los grandes municipios. En su momento se procedió además a la adaptación de la Ley de Bases de Régimen Local de alguno de los anteriores reglamentos: Reglamento de Bienes (Real Decreto 1372/, 1986, 13; de Población y Demarcación Territorial (Real Decreto 1690/1986, de 11 de julio); Organización, Funcionamiento v Régimen Jurídico (Real Decreto 2568/1986, de 28 de noviembre). No obstante, de acuerdo con el art. 149.3 de la Constitución esta normativa complementaria de las leyes básicas es únicamente supletoria de las leyes de régimen local de las Comunidades Autónomas.
3. EL MUNICIPIO. CONCEPTO Y NATURALEZA El art. 137 de la Constitución considera al Municipio, junto a la Provincia y la Comunidad Autónoma, como una de las Entidades en que se organiza territorialmente el Estado, y el art. 140 garantiza su autonomía y personalidad jurídica plena; pero, a diferencia de lo que ocurre con la Provincia, la Constitución no ofrece una definición del Municipio. Es la Ley de Bases del Régimen Local de 1985 la que define los Municipios como «Entidades básicas de la organización territorial del Estado y cauces inmediatos de participación ciudadana en los asuntos públicos, que institucionalizan y gestionan con autonomía los intereses propios de las correspondientes colectividades» (art. 1.1), atribuyéndoles personalidad jurídica y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines (art. 11). Con la caracterización del Municipio como Entidad local básica y la referencia a una colectividad que se supone estable con intereses propios se rinde todavía tributo a la concepción «naturalista» presente en nuestra más reciente legislación. Se olvida así la caracterización del Municipio como creación del Estado y simple «asociación legal de todas las personas que viven en el mismo término municipal» (Leyes municipales de 1870 y 1877), y se continúa de alguna manera en la línea del Estatuto municipal de CALVO SOTELO, de 1924, que lo calificaba de asociación «natural» de personas y bienes reconocida (es decir, no creada) por la Ley. Esta caracterización continuará, pese a la diversidad ideológica de régimen político de la Segunda República, en la Ley republicana de 1935 y resultará extraordinariamente potenciada en la legislación del régimen de Franco, en el que el supuesto carácter natural del Municipio servirá para estructurar, juntamente con la familia y el sindicato, su peculiar democracia orgánica, utilizando el término básico como sinónimo de natural (Texto articulado de 1955, Ley de
Principios del Movimiento Nacional de 1958 y Ley Orgánica del Estado de 1967). La concepción natural del Municipio no es, sin embargo, y pese a haber sido asumida por regímenes políticos muy diversos, una calificación inocente, desprovista de consecuencias. Si los Municipios son algo natural cualquier reforma de su estructura en términos globales se convierte en un atentado al orden preestablecido por la propia naturaleza, de lo que forzosamente se deriva una actitud de respeto casi sagrado a los Municipios existentes y a la división territorial municipal que les sirve de soporte, frenando ab initio cualquier intento de reestructuración global de la Administración Local, como la llevada a efecto, según se ha visto, en otros países. Es, pues, una concepción inmovilista en cuanto obstáculo a una sustancial reducción del número de Municipios a través de la exigencia de una mayor dimensión territorial o demográfica de los que hayan de subsistir, lo que favorecería el establecimiento de servicios públicos rentables. Más reaccionaria aún que la tesis del municipio natural que, por cierto, se compatibilizó con la mayor sujeción y control por parte del Estado, es la actual presentación del municipio como poder y gobierno al mismo nivel del Estado y de las Comunidades Autónomas. El nuevo paradigma es en cierto modo la reaparición de la doctrina del municipio natural, formulada ahora como una teología de la liberación de los entes locales con un presunto anclaje constitucional. FONT LLOVET uno de sus doctrinarios, y con olvido del carácter indivisible de la soberanía residenciada en el conjunto del pueblo español (art. 1.2 CE), afirma que «la organización que predica el art. 137 de la CE es una organización política y este modelo, recuérdese bien, preconiza que la soberanía constituida se encuentra repartida en tres niveles políticos de nivel territorial. Por ello, al igual que las comunidades Autónomas, también los entes Locales expresan soberanía
en su ámbito autónomo de poder. No es la ley la que atribuye a los Entes locales la expresión de esta soberanía, sino la propia Constitución». En sintonía con esta doctrina, la carta de Vitoria (2004), un documento capital para entender el fundamentalismo municipal, el Libro Blanco del Gobierno Local (2005) y el Proyecto de Ley del Gobierno Local elaborado por el Gobierno Socialista en 2006 utilizan las expresiones «Poder local» y «Gobierno local» frente a las anteriores de «administración local» y «régimen local». Si consideramos igualmente que estos textos están plagados de invocaciones a las «redes municipales», la gobernanza y otras fruslerías politicológicas, podemos concluir que poco queda de la concepción del municipio como administración indirecta del Estado (y, ahora, de la Comunidad Autónoma) que impuso la concepción unitaria de la soberanía y las exigencias de una ordenada administración y que mereció la bendición de los grandes juristas del XIX y del XX; una centralización que se reforzó en el último siglo por la necesidad de garantizar el principio de igualdad en las prestaciones a que obligó el Estado del bienestar y una nueva era tecnológica. La calificación del Municipio como pieza básica del Estado, y al margen de sus connotaciones «naturalistas» (y dado que ese atributo no se predica de la Provincia ni de la Comunidad Autónoma) sólo estaría justificada si el Municipio continuara siendo una estructura desconcentrada de la propia Administración del Estado, a través de la figura del Alcalde y de su doble condición de Jefe de la Administración municipal y de representante del Estado en el Municipio, como ha ocurrido siempre entre nosotros, y se mantiene todavía sin discusión en el municipalismo francés e italiano. Sin embargo, la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 omite cualquier referencia al Municipio como estructura desconcentrada de la Administración del Estado y al Alcalde como su representante en el término municipal.
4.EL TÉRMINO ALTERACIONES.
MUNICIPAL
Y
SUS
Tras el concepto, la Ley de Bases del Régimen Local señala que son elementos del Municipio, el territorio, la población y la organización (art. 11.2). El término municipal se define como «el territorio en el que el Ayuntamiento ejerce sus competencias» El despliegue de la organización municipal, igual que el provincial y el autonómico, es completo sobre todo el territorio nacional sin que existan zonas no incluidas, debiendo necesariamente «cada Municipio pertenece a una sola Provincia» (art. 12). A seguidas, la Ley entra en la problemática sobre creación, supresión de municipios y alteración de los términos municipales. Esta regulación sigue siendo tributaria en cierto modo de la concepción natural del Municipio, de la intangibilidad de su número y extensión, lo que se traduce en no contemplar hipótesis de cambios totales, de profundas reestructuraciones de la extensión territorial de los Municipios y sólo contempla cambios puntuales a través de la modesta y limitada técnica de la alteración de términos municipales. Como condición general para la alteración de los términos municipales, la Ley exige el respeto de los límites provinciales. En todo caso las alteraciones pueden tener lugar por: la fusión de Municipios limítrofes a fin de constituir uno nuevo; por la segregación de parte del territorio de uno o varios Municipios para constituir otro independiente o para agregarlo a otro limítrofe; por la incorporación de uno o más municipios a otros limítrofes, con el resultado de la desaparición de los primeros.
Dentro de esta línea legislativa de contemplar únicamente retoques muy puntuales del mapa municipal (y con renuncia, insistimos, a una reforma que redujera notablemente el excesivo número de Municipios) se han disminuido las garantías con que se regula ahora la supresión o creación de nuevos Municipios, lo que supone la desaparición de un Municipio o la amputación de parte de su territorio, y ya no es necesario el acuerdo favorable con quorum especial de los Municipios afectados (art. 20 del texto articulado de la Ley de Régimen Local de 1955) En la actualidad, la Constitución (art. 148) y la Ley de Bases de Régimen Local remiten a la legislación autonómica la regulación del procedimiento de alteración de los términos municipales imponiendo una condición sustancial y tres requisitos formales. Así para la creación de nuevos municipios sobre núcleos de población territorialmente diferenciados es preciso acreditar que cuenten con recursos suficientes para el cumplimiento de las competencias municipales y que [no] produzca disminución en la calidad de los servicios que venían siendo prestados. Además se requiere la audiencia de los municipios interesados, dictamen del Consejo de Estado o del órgano consultivo autonómico equivalente y, en fin, la puesta en conocimiento de la Administración del Estado. A falta de legislación autonómica, el régimen estatal supletorio prescribe un doble procedimiento: si la iniciativa parte de alguno de los municipios afectados, será preciso un quorum especial (dos terceras partes del número de hecho y, en todo caso, de la mayoría absoluta del número legal de concejales), a lo que siguen una información pública los informes del Ministerio de Administraciones Públicas y del Consejo de Estado, decidiendo el Gobierno; en el improbable caso de que la iniciativa partiera
de la Administración del Estado deberá oírse a los municipios afectados, emitir informe el Subdelegado del Gobierno de la Provincia y el Consejo de Estado, decidiendo finalmente el Gobierno de la Nación.
5. LA POBLACIÓN DEL MUNICIPIO Otro elemento estructural de Municipio es la población que la Ley de Bases de Régimen Local define formalmente como la constituida por el conjunto de personas inscritas en el Padrón municipal (art. 15) La regulación de la población municipal parte de la obligación de todo español o extranjero que viva en territorio español de empadronarse en el Municipio en que resida habitualmente y, si vive en varios, en aquel en que habite durante más tiempo, una obligación, sin embargo, que no tiene más sanción visible que privar a quien no se empadrone del ejercicio de los derechos de sufragio activo y pasivo. Y es que la movilidad de la sociedad de nuestro tiempo y el propio derecho a la libertad de circulación impiden determinar la condición de vecino en función de circunstancias materiales, como tiempos de residencia o titularidades patrimoniales en un determinado término municipal (se puede ser propietario de todo el término municipal y no ser vecino, y ser vecino de un Municipio y vivir y trabajar en otros distintos). Lo decisivo al fin y a la postre para adquirir la condición de residencia es únicamente la voluntad de inscribirse en uno determinado y el dato formal resultante del empadronamiento. Y, en ese sentido, la Ley determina que cada ciudadano puede obtener el alta en el Padrón de un Municipio como vecino, sin más requisito que el de presentar el certificado de baja en el Padrón del Municipio donde hubiera estado anteriormente empadronado. La condición de vecino se adquiere justamente «en el momento de realizar la inscripción en el Padrón» (art. 15).
Al Padrón municipal pueden también acceder los extranjeros. No obstante, la inscripción no constituirá prueba de su residencia legal en España ni les atribuirá ningún derecho que no les confiera la legislación vigente en materia de derechos y libertades de los extranjeros en España. Los inscritos en el Padrón municipal son los vecinos del Municipio (art. 15), desapareciendo así la posibilidad de otras categorías como las de transeúntes, residentes o domiciliados previstas en la legislación anterior. El Padrón se define como un registro administrativo donde constan los que se «autocalifican» de vecinos del Municipio y las inscripciones en el mismo constituyen prueba de la residencia en el Municipio y de la residencia habitual en el mismo; una prueba que, en cualquier juicio que se discuta la residencia habitual, no puede ser otra cosa que una presunción iuris tantum que admite prueba en contrario. La formación, actualización, revisión y custodia del Padrón municipal corresponde al Ayuntamiento, de acuerdo con las normas aprobadas conjuntamente por el Ministerio de Economía y Hacienda y el de Administraciones Públicas. Al Instituto Nacional de Estadística corresponde una función de coordinación de los distintos Padrones municipales al tiempo que se crea un Consejo de Empadronamiento como órgano colegiado de colaboración entre la Administración del Estado y los Entes locales a estos efectos. La estrecha vinculación del Padrón con el sistema electoral, que es básicamente para lo que sirve (puesto que puede coincidir a no con el domicilio fiscal o con el lugar real de residencia), justifica la obligación de los Ayuntamientos de realizar las operaciones necesarias para mantener actualizados sus padrones, de modo que los datos que contengan concuerden con la realidad. Siempre que se produzcan actualizaciones, el Ayuntamiento deberá poner en conocimiento de cada vecino afectado los datos que figuran en su inscripción padronal, y en todo caso una vez al menos cada cinco años. La gestión del padrón municipal que se llevará por los Ayuntamientos con medios informáticos, podrá ser asumida por las Diputaciones, Cabildos y Consejos insulares cuando, por su insuficiente capacidad económica y de gestión, no puedan mantener los datos de forma automatizada. El Ayuntamiento aprobará la revisión del Padrón municipal con referencia al 1 de
enero, debiendo el resultado remitirlo al Instituto Nacional de Estadística.
Ser vecino otorga unos derechos que la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 (modificada por la Ley 57/2003) enumera de forma no exhaustiva —pues remite a cualesquiera otros derechos y deberes que las leyes establezcan— especificándose, los siguientes: ser elector y elegible, participar en la gestión municipal, utilizar los servicios públicos municipales, acceder a los aprovechamientos comunales, ser informado de los expedientes municipales, pedir la consulta popular, exigir el establecimiento del correspondiente servicio público si tuviere carácter obligatorio y, en fin, ejercer la iniciativa popular. Los residentes gozan del derecho de sufragio activo en las elecciones municipales siempre que sus respectivos países permitan el voto a los españoles en dichas elecciones, en los términos de un Tratado. Por su parte gozan de sufragio pasivo los residentes en España que, sin haber adquirido la nacionalidad española, tengan la condición de ciudadanos de la Unión Europea, reúnan los requisitos para ser elector y hayan manifestado su voluntad de ejercer el derecho de sufragio activo en España (art. 176); este derecho se extiende también a los nacionales de países que otorguen a los ciudadanos españoles el derecho de sufragio pasivo en sus elecciones municipales. Los vecinos que gocen del derecho de sufragio activo en las elecciones municipales podrán ejercer la iniciativa popular presentando propuestas de acuerdos o actuaciones o proyectos de reglamentos en materias de la competencia municipal. Dichas iniciativas deberán ir suscritas al menos por un porcentaje de vecinos del Municipio del 20 por 100 para los Municipios de menos de 5.000 habitantes cayendo al 10 por 100 a partir de 20.001 habitantes. Tales iniciativas deberán ser sometidas a debate
y votación en el Pleno, sin perjuicio de que sean resueltas por el órgano competente por razón de la materia. En todo caso, se requerirá el previo informe de legalidad del Secretario del Ayuntamiento, así como el informe del Interventor cuando la iniciativa afecte a derechos y obligaciones de contenido económico del Ayuntamiento. Otro canal de participación son las asociaciones de vecinos para la defensa de los intereses generales o sectoriales de los vecinos, a las que se les suministrará la más amplia información y el uso de los medios públicos y el acceso a las ayudas económicas para la realización de sus actividades para impulsar su participación en la gestión de la Corporación. A tales efectos pueden ser declaradas de utilidad pública. Del número de vecinos depende la regulación de una serie de materias como la determinación de obligaciones mínimas o de prestación de servicios (art. 26); la existencia o no de ciertos órganos (Juntas de Gobierno Local o Comisiones informativas) (art. 20); la periodicidad de las sesiones del Pleno (art. 46); el sometimiento del Municipio al régimen previsto para los Municipios de gran población o pequeños Municipios; consecuencias, en fin, sobre el régimen electoral o el número de miembros de las Corporaciones locales (arts. 179, 196, 197 bis) de la Ley 5 Orgánica del Régimen Electoral General. Además de la Ley de Bases del Régimen Local, regulan esta materia el Real Decreto 2612/1996, de 20 de diciembre, y la Ley Orgánica 14/2003, de 20 de noviembre.
6. GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN MUNICIPAL Los sistemas comparados de gobierno local ofrecen — aparte de variedades más o menos exóticas— dos claras alternativas que simbolizan el sistema francés e inglés. El signo diferencial entre uno y otro es la división de las funciones de gobierno entre dos órganos o la atribución a uno solo, colegiado, de la plenitud de los
poderes. Esta última alternativa es la inglesa, en que no se da una separación nítida entre el Alcalde y el Consejo local, ya que no existe la figura del Alcalde como un leadership institucionalizado. El equivalente inglés del Alcalde español o francés (Mayor, Chairman) no tiene asignadas como propias las funciones ejecutivas, sino que es únicamente un primus inter pares, que ejerce la presidencia por cortos períodos del Consejo del Condado o del Distrito, que son los titulares únicos de todas las funciones deliberativas y ejecutivas. En Francia y España, como en Italia, por el contrarío, y desde los orígenes mismos del municipalismo moderno, se destaca la figura del Alcalde como órgano con funciones propias y distintas del Consejo municipal francés o de nuestro Pleno del Ayuntamiento, en la forma que después se verá con más detenimiento. La Constitución (art. 140) y la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 se siguen reclamando de esta tradición al establecer que el Gobierno y la Administración municipal, salvo en aquellos Municipios que legalmente funcionen en régimen de concejo abierto, corresponda al Ayuntamiento integrado por el Alcalde, elegido por los Concejales, y éstos elegidos mediante sufragio universal, igual, libre, directo y secreto por los vecinos (art. 19). Como órganos de menor significación, y con la finalidad de servir de apoyo al Alcalde, o de enlace entre éste y el Pleno del Ayuntamiento, nuestra legislación institucionalizó los Tenientes de Alcalde, la Junta de Gobierno Local y otros órganos de colaboración y de control en que habrán de estar representados todos los grupos políticos. Continuando la línea de una creciente y desigual complejidad orgánica, la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, ha venido a establecer un diverso sistema de gobierno municipal para los Municipios de gran población. Las trazas de este último avocan a un sistema prácticamente análogo al del Gobierno de la Nación, una especie de parlamentarismo municipal que pretende recoger toda la parafernalia del Gobierno del Estado, en que el Pleno
hace las veces de Congreso de los Diputados y el Alcalde y la Junta de Gobierno Local, las funciones propias del Gobierno. Si consideramos que estas reformas no han afectado al régimen de concejo abierto aplicable a los Municipios de escasa población, tenemos tres sistemas de gobierno local: el común, el de los Municipios de gran población; y el de los pequeños Municipios. Aparte están los regímenes especiales de Madrid y Barcelona (Leyes 22/2006 y 1/2006). A) LA PLANTA ORGÁNICA DE LOS MUNICIPIOS DE RÉGIMEN COMÚN Los Municipios siguientes órganos:
de
régimen
común cuentan
con
los
a) El Alcalde, los Tenientes de Alcalde y el Pleno, así como la Comisión Especial de Cuentas, que existen en todos los Ayuntamientos. b) La Junta de Gobierno Local, que se constituye en los Municipios con población superior a 5.000 habitantes, y en los de menos cuando así lo disponga su Reglamento orgánico o lo acuerde el Pleno de su Ayuntamiento. La Junta de Gobierno Local se integra por el Alcalde y un número de Concejales no superior al tercio del número legal de los mismos, nombrados y separados libremente por aquél, dando cuenta al Pleno. c) Las llamadas Comisiones Informativas que son órganos para el estudio, informe o consulta de los asuntos que han de ser sometidos a la decisión del Pleno, así como los órganos del seguimiento de la gestión del Alcalde, la Junta de Gobierno Local y los Concejales que ostenten delegaciones, que se constituirá en los Municipios de más de 5.000 habitantes, y en los de menos en que así lo disponga su Reglamento orgánico o lo acuerde el
Pleno, si su legislación autonómica no prevé en este ámbito otra forma organizativa. Todos los grupos políticos integrantes de la Corporación tendrán derecho a participar en dichos órganos, mediante la presencia de Concejales pertenecientes a los mismos en proporción al número de Concejales que tengan en el Pleno. d) La Comisión Especial de Cuentas que deberá existir en todos los ayuntamientos. Está integrada por miembros de los grupos políticos con la misión de elaborar un informe sobre las cuentas anuales de la corporación con carácter previo a la elevación al Pleno municipal para su aprobación. El informe de la Comisión deberá someterse a información pública a efectos de reclamaciones, reparos u observaciones pertinentes. Un supuesto claro de autocontrol del presupuesto y la contabilidad municipal en que se documenta y perfectamente compatible con la fiscalización del Tribunal de Cuentas nacional o autonómico. e) La Comisión Especial de Sugerencias y Reclamaciones sólo existirá cuando el Pleno así lo acuerde, por el voto favorable de la mayoría absoluta del número legal de sus miembros, o así lo disponga su Reglamento orgánico. El aumento de la complejidad organizativa municipal no termina aquí, pues tanto las Comunidades Autónomas como los propios Municipios, en sus Reglamentos orgánicos, podrán establecer una organización municipal complementaria (art. 20). B) LA ORGANIZACIÓN DE LOS MUNICIPIOS DE GRAN POBLACIÓN La Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de Medidas para la Modernización del Gobierno Local, ha creado un régimen más complejo aún que el régimen común para los Municipios de gran población, excepto el Municipio de Barcelona.
Son municipios de gran población: a) Los municipios cuya población supere los 250.000 habitantes; b) Los municipios capitales de provincia cuya población sea superior a los 175.000 habitantes; c) Los municipios que sean capitales de provincia, capitales autonómicas o sedes de las instituciones autonómicas; d) Asimismo, los municipios cuya población supere los 75.000 habitantes, que presenten circunstancias económicas, sociales, históricas o culturales especiales. En estos dos últimos supuestos se exigirá que así lo decidan las Asambleas Legislativas correspondientes a iniciativa de los respectivos ayuntamientos (art. 121.1). La aludida complejidad organizativa consiste en lo siguiente: a)El Pleno estará formado por el Alcalde y los Concejales. En todo caso, el Pleno contará con un Secretario General y dispondrá de Comisiones que estarán formadas por los miembros que designen los grupos políticos en proporción al número de Concejales que tengan en el Pleno. b) El Alcalde y los Tenientes de Alcalde, que le sustituirán, por el orden de su nombramiento, en los casos de vacante, ausencia o enfermedad. c)La Junta de Gobierno Local, órgano que, bajo la presidencia del Alcalde, colabora de forma colegiada en la función de dirección política que a éste corresponde y ejerce las funciones ejecutivas y administrativas. Tiene una composición y funciones distintas de la de los Municipios de régimen común. A significar aquí que el Alcalde podrá nombrar como miembros de la Junta de Gobierno Local a personas que no ostenten la condición de concejales, siempre que su número no supere un tercio de sus miembros, excluido el Alcalde. Sus derechos económicos y prestaciones sociales serán los de los miembros electivos. d) El Consejo Social representantes de las
de la Ciudad, integrado por organizaciones económicas,
sociales, profesionales y de vecinos más representativas al que corresponderá además de las funciones que determine el Pleno mediante normas orgánicas, la emisión de informes, estudios y propuestas en materia de desarrollo económico local, planificación estratégica de la ciudad y grandes proyectos urbanos. e) La Comisión de Sugerencias y Reclamaciones, subespecie de Defensor del Pueblo, pero órgano colegiado, que podrá supervisar la actividad de la Administración municipal, dando cuenta al Pleno, mediante un informe anual, de las quejas presentadas y de las deficiencias observadas en el funcionamiento de los servicios municipales, con especificación de las sugerencias o recomendaciones no admitidas por la Administración municipal. Estará formada por representantes de todos los grupos que integren el Pleno de forma proporcional al número de miembros que tengan en el mismo. f) En estos municipios deberán crearse distritos como divisiones territoriales propias, dotadas de órganos de gestión desconcentrada, para impulsar y desarrollar la participación ciudadana en la gestión de los asuntos municipales y su mejora, sin perjuicio de la unidad de gobierno y gestión del Municipio. La presidencia del distrito corresponderá en todo caso a un Concejal. g) Otro órgano inexcusable es la asesoría jurídica para la asistencia legal al Alcalde, la Junta de Gobierno Local y órganos directivos, comprensiva del asesoramiento jurídico y de la representación y defensa en juicio del Ayuntamiento. Su titular será nombrado y separado por la Junta de Gobierno Local, entre personas que además del título de licenciado en Derecho ostenten la condición de funcionario local con habilitación de carácter nacional, o bien funcionario de carrera del Estado. h) Para que la saturación burocrática sea completa, ¿por qué no diseñar, como la Ley hace, un órgano colegiado para la resolución de las reclamaciones económicoadministrativas? Existirá, pues, un órgano especializado
en el conocimiento y resolución de las reclamaciones sobre actos de gestión, liquidación, recaudación e inspección de tributos e ingresos de Derecho público que sean de competencia municipal, el dictamen sobre los proyectos de ordenanzas fiscales y la elaboración de estudios y propuestas en materia tributaria. La resolución que se dicte pone fin a la vía administrativa, y contra ella sólo cabrá la interposición del recurso contencioso-administrativo. Formarán este órgano un número impar de miembros, con un mínimo de tres, designados por el Pleno, con el voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros que legalmente lo integren, de entre personas de reconocida competencia técnica, a los que se dota de garantías frente a ceses arbitrarios. Siguiendo la estela de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de medidas para la modernización del gobierno local, considera órganos directivos a los coordinadores generales de cada área o concejalía, al titular del órgano de apoyo a la Junta de Gobierno Local y al Concejal-secretario de la misma, el titular de la asesoría jurídica, el Secretario General del Pleno, el Interventor general municipal y, en su caso, el titular del órgano de gestión tributaria. Tendrán también la consideración de órganos directivos los titulares de los máximos órganos de dirección de los Organismos autónomos y de las Entidades públicas empresariales locales. El nombramiento de los Coordinadores Generales y de los Directores Generales se reserva a los funcionarios públicos con habilitación de carácter nacional o a los funcionarios de cualquier Administración a los que se exija para su ingreso el título de doctor, licenciado, ingeniero, arquitecto o equivalente, salvo que el Pleno permita que, en atención a las características específicas del puesto directivo, su titular no reúna dicha condición de funcionario. En este caso, los nombramientos habrán de efectuarse motivada-mente y de acuerdo con criterios de competencia profesional y experiencia en el
desempeño de puestos de responsabilidad en la gestión pública o privada. C) PEQUEÑOS MUNICIPIOS. EL RÉGIMEN DE CONCEJO ABIERTO Obviamente la organización del régimen común de gobierno municipal es manifiestamente inadecuada para los Municipios de escasa población, considerándose tales los Municipios con menos de 100 habitantes, una cifra de población ridícula para organizar sobre ella un Municipio y que debería ampliarse, aunque lo más razonable seria suprimir estos «minimunicipios» que tanto abundan, uniéndolos a municipios limítrofes. Estos Municipios se rigen por el sistema del concejo abierto (régimen constitucionalizado en el art. 140 de la Constitución). En él se atribuyen al Alcalde y a una Asamblea Vecinal de la que forman parte todos los electores, el gobierno y administración municipal, ajustando su funcionamiento a los usos, costumbres y tradiciones locales y, en su defecto, a lo establecido con carácter general en la Ley de las Bases y las Leyes de las Comunidades Autónomas sobre régimen local. El régimen de concejo abierto se aplica también a aquellos Municipios que tradicionalmente cuenten con este singular régimen de gobierno y administración. También, finalmente, es aplicable a los Municipios en los que su localización geográfica, la mejor gestión de los intereses municipales u otras circunstancias lo hagan aconsejable, y medie decisión favorable por mayoría de dos tercios de los miembros del Ayuntamiento, previa petición mayoritaria de los vecinos y aprobación por la Comunidad Autónoma (art. 29). Las leyes de las Comunidades Autónomas podrán, por su parte, establecer regímenes especiales, distintos del anterior, para Municipios pequeños o de carácter rural y para aquellos que reúnan otras características que lo hagan aconsejable, como su carácter histórico-artístico o el predominio en su término de las actividades
turísticas, industriales, mineras u otras semejantes (art. 30).
7. EL PLENO DEL AYUNTAMIENTO En la Administración municipal, el Pleno es el órgano supremo tanto en el régimen común como en el de los Municipios de gran población. Es el órgano que encarna la voluntad municipal, democráticamente establecida por la elección popular de todos sus miembros, el Alcalde y los Concejales. Las Cortes de Cádiz establecieron ya el principio de la elección de los Alcaldes o Alcalde, Regidores y Procuradores Síndicos por los vecinos (arts. 313 y 314 de la Constitución de 1812), pero lo cierto es que durante todo el siglo XIX rigió el sufragio censitario, que hacía depender la condición de elector y elegible de la posesión de un determinado nivel económico u otras circunstancias. El sistema censitario se mantiene, incluso después de la Constitución canovista de 1876, en la Ley municipal de 1877 y, paradójicamente, va a ser la legislación de la Dictadura de Primo de Rivera, el Estatuto municipal de CALVO SOTELO de 1924, el que va a establecer el sufragio universal, que mantendrá la legislación de la Segunda República. La legislación del Régimen de Franco (Ley de Régimen Local, Texto articulado y refundido, aprobado por Decreto de 24 de junio de 1955) implantó la llamada democracia orgánica, consistente en la elección de los Concejales a través de los tercios de cabezas de familia y de las organizaciones sindicales, eligiéndose el tercio restante por los Concejales de los dos tercios anteriores entre vecinos miembros de Entidades económicas, culturales y profesionales radicantes en la zona o, si éstos no existiesen, entre vecinos de reconocido prestigio en la localidad. A) NÚMERO Y ELECCIÓN DE CONCEJALES
Restablecida la democracia, la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 remite a la Ley Orgánica 5/1985, del Régimen Electoral General, el procedimiento para la elección de Concejales, los supuestos de inelegibilidad e incapacidad y la duración de su mandato. El número de Concejales es variable en función de la población de residentes, ajumándose a una escala que va desde cinco Concejales para los Municipios de hasta 250 residentes, hasta 25 para los Municipios cuyo número de residentes esté comprendido entre 50.001 y 100.000; para los Municipios de población superior a esta última cifra, se añade un Concejal más por cada 100.000 residentes o fracción (y uno más, en todo caso, sí el número total de Concejales fuere impar). La elección se ajusta al sistema de representación proporcional, en todo semejante al que rige para la elección de los miembros del Congreso de los Diputados. El sistema con listas completas y cerradas no goza, ni mucho menos, de unánimes simpatías en el comparatismo electoral. Otros países lo han desechado, como Francia, después de introducirlo en 1947. Las críticas a este sistema se centran en que prima absolutamente a los partidos políticos en contra de la mucho más personificada elección que comportan la técnica de las listas abiertas con posibilidad de que los electores confeccionen las listas a su gusto, pudiendo presentar, incluso, candidatos aislados. En los pequeños Municipios esto permite que la elección se decida en función del grado de confianza personal a través de una cuenta individual de los votos obtenidos por cada candidato. De esta forma ningún candidato se ve impedido a presentarse ante la dificultad de tener que presentar una lista, o por su rechazo a integrarse en un partido o en una lista completa. Esta fórmula, para los pequeños Municipios, y la aceptación, para los medianos, de la facultad de los electores de panacher, es decir, de tachar o de sustituir los candidatos cuya lista vota, darían a nuestro municipalismo un toque de democracia más directa y general, sin duda, muy conveniente. Reconociendo las anteriores razones, la Ley Electoral ha establecido una muy modesta excepción al
sistema de voto de listas completas y cerradas para la elección de Concejales de los Municipios con población comprendida entre 100 y 250 habitantes y que es el siguiente: cada partido, coalición, federación o agrupación podrá presentar una lista con un máximo de cinco nombres; cada lector podrá dar su voto a un máximo de cuatro entre los candidatos proclamados en el distrito; se efectuará el recuento de votos obtenidos por cada candidato en el distrito, ordenándose en una columna las cantidades representativas de mayor a menor, proclamándose electos aquellos candidatos que mayor número de votos obtengan hasta completar el número de cinco Concejales, resolviéndose por sorteo los casos de empate. En cuanto a las competencias, la lógica preponderancia del Pleno como órgano que encarna la voluntad popular a nivel municipal se traduce, en el Derecho francés, en la regla de que el Consejo municipal —equivalente a nuestro Pleno— reglamenta las competencias del Municipio. Esto significa que, en principio, le corresponden todas las funciones y competencias sin necesidad de que un texto especial le atribuya alguna en concreto para ocuparse y decidir sobre ellas (arts. 121 y 126 del Código municipal). Lo normal, sin embargo, es que se reserve la competencia sobre los asuntos más importantes (presupuesto y otros asuntos financieros; la creación y organización de los servicios públicos municipales; la gestión de los bienes del Municipio, y la creación y supresión de empleo). B) COMPETENCIAS. La Ley de Bases de Régimen Local de 1985, si bien establece que el Pleno del Ayuntamiento, constituido por todos los Concejales y presidido por el Alcalde, constituye el órgano supremo del Municipio, delimitó (con la clara intención de resaltar frente a él la figura del Alcalde) sus competencias (art. 22). En el mismo sentido de potenciar la figura del Alcalde y reducir el Pleno a un órgano de dirección política y de control responde la Ley 11/1999, de
Modificación de las Bases del Régimen Local, que, como dice su Exposición de Motivos [de los arts. 20 a 23, 32 a 35 y 46.2.a)], impone una distribución de competencias que priva al Pleno de aquellas que tienen un carácter eminentemente ejecutivo en beneficio de Alcalde, y en aras a una mayor eficacia. Como contrapartida se refuerzan las funciones de control del Pleno mediante una mayor frecuencia de sus sesiones ordinarias y se establece el carácter preceptivo de las que se vienen llamando comisiones informativas, órganos de estudio, informe y seguimiento de la gestión del Alcalde o del Presidente y de sus órganos delegados en los Ayuntamientos de los Municipios con más de 5.000 habitantes y en las Diputaciones Provinciales. En definitiva, las competencias que se atribuyen ahora al Pleno en los Municipios de régimen común son: 1. Normativas, y en este sentido aprueba el Reglamento orgánico del Ayuntamiento, las ordenanzas municipales y los planes de urbanismo en su fase inicial. 2. Fiscalizadoras o de control sobre los restantes órganos municipales con carácter general y en especial a través de la aprobación de los presupuestos y cuentas, la moción de censura al Alcalde y la de confianza planteada por éste. 3. Organizativas sobre la participación del Municipio en organizaciones supramunicipales, sobre la forma de gestión de los servicios, y aprobación de la plantilla de personal. 4. Financieras, como la determinación de los tributos municipales, la disposición de los gastos y la enajenación y adquisición de bienes, cuando excedan de determinada cuantía, por debajo de la cual, 10 por 100 del patrimonio municipal, es competencia del Alcalde. 5. Cuasi-jurisdiccionales, como el planteamiento de conflictos de competencia a otras Administraciones y ia
decisión sobre el ejercicio de acciones ante los Tribunales en materia de competencia plenaria, es decir, no atribuidas al Alcalde. En cuanto al Pleno de Municipios de gran población, las innovaciones más relevantes que introduce la Ley 57/2003 consisten en la posibilidad de que el Alcalde delegue la presidencia de éste en cualquier Concejal, la supresión de las funciones ejecutivas o administrativas del Pleno, que se concentran en los órganos de tal naturaleza, y la posibilidad de delegar funciones resolutorias en las Comisiones. Con este conjunto de medidas se viene a configurar al Pleno únicamente como un verdadero órgano de control sobre los órganos ejecutivo, de confrontación de la política municipal y de adopción de las decisiones estratégicas.
8. EL EJECUTIVO MUNICIPAL: EL ALCALDE Según referimos, constituyen el órgano ejecutivo municipal el Alcalde y la Junta de Gobierno Local, recientemente añadida a este nivel de gobierno. B) NATURALEZA, ELECCIÓN Y CESE DEL ALCALDE La novedad más significativa de la regulación de la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 ha sido, sin duda, privar al Alcalde de su condición de representante del Estado en el Municipio, el cual, a su vez, deja de ser también una circunscripción territorial del Estado. Este sustancial cambio se ha introducido sin oposición política y sin siquiera una mínima justificación en la Exposición de Motivos de la Ley, justificación que parecía necesaria, dados nuestros precedentes y los ejemplos comparatistas más cercanos de Francia e Italia. En estos países, el Alcalde sigue siendo en el Municipio el representante del Estado y ejerciendo determinadas funciones propias de éste, sin que se haya cuestionado como contrario a la autonomía local, ni a la democracia, su doble carácter, como parece haberse dado por supuesto entre nosotros.
Para la elección del Alcalde, el art. 140 de la Constitución ofrece la alternativa de que sea elegido por los Concejales o por los vecinos directamente. La vigente Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, optó por la primera solución, de modo que el Alcalde es elegido por los Concejales, por mayoría absoluta, entre estos mismos, pero restringidamente a aquellos Concejales que hubiesen encabezado una de las listas electorales. En caso de no obtener mayoría absoluta ninguno de los candidatos, será proclamado Alcalde el Concejal que encabece la lista más votada, y, en caso de empate, la elección se resolverá por sorteo (art. 195). La opción por una elección de segundo grado y su mantenimiento para la elección del Alcalde, después de veinticinco años de democracia, tiene difícil justificación. No parece fácil explicar a la ciudadanía la actual preferencia del legislador —antes que sea el pueblo el que en una elección directa decida quién ha de ser su Alcalde— por un sistema que, vista la experiencia, favorece y posibilita el «transfuguismo» como mecanismo alternativo, no constitucionalmente querido, de poner y quitar Alcaldes. En todo caso pueden ser elegibles, derecho de sufragio pasivo, los españoles y los residentes extranjeros comunitarios, mayores de edad, que, poseyendo la cualidad de elector, lo sean conforme a los arts. 6 y 177 de la LO 5/1985, del Régimen Electoral General. La duración del cargo será de cuatro años contados desde la fecha de su elección. Para el cese, la Ley Electoral introduce como novedad, inspirada en el funcionamiento del sistema parlamentario y en el art. 113 de la Constitución, la moción de censura como técnica de destitución del Alcalde (art. 197). La moción debe ser suscrita al menos por la tercera parte de los Concejales y tiene carácter constructivo, debiendo incluir el nombre de un candidato que haya figurado en los tres primeros puestos de una lista o en los siguientes correspondientes, si alguno hubiera perdido la condición
de Concejal. La moción, para ser adoptada, requiere que sea aprobada por la mayoría absoluta del número de miembros de la Corporación y, en caso de prosperar, implica la proclamación como Alcalde del candidato propuesto. En fin, ningún Concejal puede suscribir durante su mandato más de una moción de censura, regla esta mucho más restrictiva que su equivalente en materia de censura del Presidente de Gobierno. En línea con lo anterior, la Ley de las Bases de Régimen Local, en su art. 22.3, ha incorporado al ámbito local la cuestión de confianza vinculada a la aprobación o modificación de cualquiera de los siguientes asuntos: a) los presupuestos anuales; b) el Reglamento orgánico; c) las ordenanzas fiscales; d) la aprobación que ponga fin a la tramitación de los instrumentos de planeamiento general de ámbito municipal. Es requisito previo para la presentación de la cuestión de confianza que el acuerdo correspondiente haya sido debatido en el Pleno y que en éste no hubiera obtenido la mayoría necesaria para su aprobación. En consecuencia, el Alcalde cesará «automáticamente» cuando, planteada al Pleno una cuestión de confianza, no obtuviera el número necesario de votos favorables para la aprobación del acuerdo, quedando en funciones hasta la toma de posesión de quien hubiere de sucederle en el cargo (art. 197 bis de la Ley Electoral General). La vacante en la Alcaldía en supuestos distintos a los anteriores se resuelve conforme al procedimiento previsto para su elección, considerándose a estos efectos que encabeza la lista en que figuraba el Alcalde el siguiente de la misma, a no ser que renuncie a la candidatura. C) FUNCIONES Y COMPETENCIAS Las funciones y competencias del Alcalde fueron, como se dijo, notablemente potenciadas por la Ley 211/1999, de 21 de abril, tanto por las competencias de atribución expresas como por la asignación de las residuales que no estén atribuidas a otros órganos de la Corporación.
Ciertamente ha dejado de ser el representante del Estado, insistimos, como lo son los Alcaldes franceses e italianos, ni tampoco representa a la Comunidad Autónoma, pero es el verdadero Jefe del Gobierno municipal, como se dijo, siendo el Pleno una suerte de Parlamento que controla el ejercicio de sus notables poderes, y así: El Alcalde es el Presidente de la Corporación, y con tal concepto convoca y preside las sesiones del Pleno, de la Junta de Gobierno y de cualesquiera otros órganos municipales, y decide los empates con voto de calidad y asimismo representa al Ayuntamiento frente a terceros y en los Tribunales. De otro lado el Alcalde es el Jefe del Ejecutivo o Gobierno municipal, y como tal dirige el Gobierno y la Administración municipal, ordena la publicación y hace cumplir los acuerdos del Pleno, nombra los Tenientes de Alcalde, inspecciona e impulsa los servicios y obras municipales y ejerce una cierta potestad reglamentaria a través de los bandos, decretos e instrucciones (subordinados en todo caso a las ordenanzas que aprueba el Pleno). En materia económica le corresponde la gestión ordinaria y dispone los gastos dentro del presupuesto y concierta operaciones de crédito y adquisiciones de bienes, siempre que su importe no supere el 10 por 100 de sus recursos ordinarios, y dentro de la misma cuantía celebra contratos y otorga concesiones administrativas. Singularmente notables son sus competencias y funciones en materia de personal: ejerce la jefatura de los funcionarios, contratados laborales y de la Policía Municipal; aprueba la oferta de empleo público de acuerdo con el Presupuesto y la plantilla aprobados por el Pleno, las bases de las pruebas para la selección del personal, los concursos de provisión de puestos de trabajo, distribuye las retribuciones complementarias que no sean fijas y
periódicas, acuerda la separación del servicio de los funcionarios y el despido del personal laboral, dando cuenta al Pleno, en estos dos últimos casos, en la primera sesión que celebre. En manos del Alcalde está prácticamente toda la competencia urbanística de gestión', aprobación de los instrumentos de desarrollo del planeamiento general no expresamente atribuidos al Pleno, así como la expedición de licencias. Le corresponde también el ejercicio de las acciones judiciales y administrativas y la defensa del Ayuntamiento en las materias de su competencia, y, en caso de urgencia, en materias de la competencia del Pleno, en este supuesto dando cuenta al mismo en la primera sesión que celebre para su ratificación. El Alcalde es el órgano sancionador del Ayuntamiento por las faltas de desobediencia a su autoridad o por infracción de las ordenanzas municipales. Y, en fin, particular importancia tiene la cláusula residual de competencias en virtud de la cual le corresponde al Alcalde el ejercicio de todas aquellas otras atribuciones que la legislación del Estado o de las Comunidades autónomas asigne al Municipio y no estén reservadas al Pleno u otros órganos. El Alcalde puede delegar sus funciones en los Tenientes de Alcalde y en la Junta de Gobierno. Pero de la delegación se excluye convocar y presidir las sesiones del Pleno y de la Junta de Gobierno, decidir los empates con el voto de calidad, la concertación de operaciones de crédito, la jefatura superior de todo el personal, la separación del servicio de los funcionarios y el despido del personal laboral, dictar bandos, aprobar instrumentos de desarrollo urbanístico y planes urbanísticos, y el ejercicio de acciones judiciales.
Los Tenientes de Alcalde, por su parte, tienen como misión la sustitución del Alcalde en los casos de vacante, ausencia o enfermedad. Son nombrados y revocados libremente por el Alcalde entre los miembros Concejales de la Junta de Gobierno, y, donde ésta no exista, de entre los Concejales. En los Municipios de gran población, el Alcalde ostenta formalmente menos atribuciones gestoras o ejecutivas que las anteriormente señaladas para el Alcalde de régimen común, porque la Ley las atribuye a una Junta de Gobierno Local «fuerte». Así, ha perdido formalmente en benefìcio de esta última la facultad de nombrar y cesar a los titulares de los órganos directivos de la Administración municipal, el ejercicio de la potestad sancionadora, otorgamiento de licencias, gestión urbanística, la aprobación del proyecto de presupuesto, por citar las más típicas. Pero si se tiene en cuenta que el Alcalde nombra y cesa discrecionalmente a los miembros de la junta, de la misma manera que el Presidente del Gobierno nombra y cesa a los Ministros tiene, sustancialmente, todo el poder de ésta.
9. LA JUNTA DE GOBIERNO LOCAL La Junta de Gobierno Local comparte, al servicio del Alcalde, el ejecutivo local y tiene distinta composición y funciones en los Municipios de régimen común y en los de gran población. En los Municipios de régimen común la Junta de Gobierno Local se integra por el Alcalde y un número de Concejales no superior al tercio del número legal de los mismos, nombrados y separados libremente por aquél, dando cuenta al Pleno. Corresponde a la Junta de Gobierno Local la asistencia al Alcalde en el ejercicio de sus atribuciones; pero, a diferencia de los Municipios de gran población, carece de competencias propias, correspondiéndole entonces ejercerlas al Alcalde «sin perjuicio de las delegaciones
especiales que, para cometidos específicos, pueda realizar en favor de cualesquiera Concejales, aunque no pertenecieran a aquélla» (art. 23). En los Municipios de Gran Población la gran novedad introducida por la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de medidas para la modernización del gobierno local, es que la Junta de Gobierno Local, a la que junto al Alcalde se le atribuye la condición de órganos superiores, se nutre no sólo de representante locales, es decir de Concejales, cuyo número no podrá exceder de un tercio del número legal de miembros del Pleno, incluido el Alcalde, sino que, además, el Alcalde podrá nombrar personas no electas que no ostenten la condición de Concejales, siempre que el número de éstas no supere un tercio de los miembros de la Junta, excluido el Alcalde (art. 126). Todos los miembros de la Junta —como los Ministros del Gobierno de la Nación en el Congreso de los Diputados— podrán asistir a las sesiones del Pleno e intervenir en los debates responden políticamente ante el Pleno de su gestión de forma solidaría, sin perjuicio de la responsabilidad directa de cada uno de sus miembros por su gestión; y para que la similitud con el Gobierno de la Nación sea completa, la Ley impone el secreto de las deliberaciones de la Junta de Gobierno Local. Para la Exposición de Motivos de la Ley 57/2003, esta configuración resulta ajustada al modelo europeo de Gobierno local, diseñado en sus aspectos esenciales en la Carta Europea de la Autonomía Local, cuyo art. 3.2 prevé que los órganos electivos colegiados locales «pueden disponer de órganos ejecutivos responsables ante ellos mismos». En cuanto a sus atribuciones, corresponde a la Junta Gobierno Local, con el carácter de propias, aprobación de los proyectos de ordenanzas y de Reglamentos, del proyecto de Presupuesto, y aprobación de los proyectos de instrumentos
de la los la de
ordenación urbanística cuya aprobación provisional corresponda al Pleno.
definitiva o
Al margen del Pleno, la Junta de Gobierno Local aprueba definitivamente los instrumentos de desarrollo del planeamiento general no atribuidos expresamente al Pleno, así como los instrumentos de gestión urbanística y los proyectos de urbanización, otorga cualquier tipo de licencia, contrataciones y concesiones, autoriza y dispone gastos en materia de su competencia, gestiona el personal (relación de puestos de trabajo, retribuciones, oferta de empleo público, bases de las convocatorias de selección y provisión de puestos de trabajo, la separación del servicio de los funcionarios del Ayuntamiento, el despido del personal laboral, el régimen disciplinario, etc.), nombra y cesa a los titulares de los órganos directivos de la Administración municipal, ejercita las acciones judiciales y administrativas en materia de su competencia y, en fin, tiene atribuida la potestad sancionadora municipal. La Junta de Gobierno Local podrá delegar parte de estas competencias en los Tenientes de Alcalde, en los demás miembros de la Junta de Gobierno Local, en su caso, en los demás Concejales, en los Coordinadores Generales, Directores Generales u órganos similares.
5. INFRA Y SUPRAMUNICIPALIDAD Con naturaleza de entes locales, verdaderas administraciones territoriales, la Ley de Bases de Régimen Local contempla otros supuestos, en unos casos con territorio y población inferior al municipio, y, en otros casos, superior. Estas entidades son de carácter dispositivo, dado que podrán constituirse o no en función de los requisitos exigidos para su creación por la legislación de las Comunidades Autónomas. Son estas las entidades locales menores, las mancomunidades de municipios, las áreas metropolitanas y las comarcas.
5.1) LAS ENTIDADES LOCALES MENORES
Las Entidades Locales Menores son entes locales de ámbito inferior al Municipio y se constituyen sobre núcleos de población separados, tales como parroquias, aldeas, barrios, anteiglesias, concejos, pedanías, lugares anejos y otros análogos, o aquellas que establezcan las leyes. Las Entidades locales menores gozan de personalidad jurídica independiente del Municipio en que están enclavadas. No son, pues, estructuras orgánicas de gestión desconcentrada como acontece con los distritos. En todo caso, las entidades locales menores, juntamente con los pequeños municipios constituyen residuos de un pasado municipal con escasa vigencia y que sólo por romanticismo histórico la legislación municipal sigue contemplando. Entre las frustraciones ocasionadas por la división territorial centralista la menos conocida es la reivindicación de la parroquia gallega. Como se vio, en España parte de la división municipal no fue una consecuencia del criterio del mínimo de habitantes, cuya inspiración francesa llevaba hacia un riguroso minifundismo, sino de una definición del Municipio en función de un mínimo territorial. Así ocurrió en Galicia y en el norte de España, que en función de una determinada extensión territorial llevó a la creación de Municipios que englobaron varias parroquias, en las cuales, a su vez, se integraban, diseminados, varios núcleos de población. En Galicia, por consiguiente, al privarse a las parroquias de su organización en beneficio sólo de los nuevos Municipios constitucionales, se originó una frustración inframunicipal que habría de llevar a una reivindicación parroquial que se expresa desde los primeros documentos del nacionalismo gallego. Enlazando con estas reivindicaciones nacionalistas, el art. 40 del Estatuto de Galicia autoriza hoy el reconocimiento por ley de personalidad a la parroquia rural, lo que ha recogido la Ley de Administración Local de Galicia (arts. 153 a 164). También el Estatuto del Principado de Asturias
ordena reconocer personalidad jurídica a la parroquia rural como forma de asentamiento de la población asturiana (art. 6), lo que ha cumplimentado la Ley del Principado 11/1986, de 20 de noviembre, reconociendo a la parroquia asturiana competencias para la gestión de su patrimonio privado y dominio público, así como para la ejecución de obras de interés parroquial. Su Gobierno se encomienda a un Presidente y a una Junta. En términos similares la regulación de la Ley 6/1994 de Entidades Menores de Cantabria. La regulación de las entidades locales menores corresponde a las leyes autonómicas, que deberán respetar las siguientes reglas como legislación básica: a)La constitución de nuevas Entidades locales de ámbito inferior al Municipio requiere: a) Petición escrita de la mayoría de los vecinos residentes en el territorio que haya de ser base de la Entidad, o alternativamente acuerdo del Ayuntamiento, b) Información pública vecinal, c) Informe del Ayuntamiento, d) Resolución definitiva por el Consejo de Gobierno de la Comunidad Autónoma; fijando la norma como único límite la imposibilidad de constituirse en Entidad local el núcleo territorial en que resida el Ayuntamiento. b) La Entidad habrá de contar con un órgano unipersonal ejecutivo de elección directa y un órgano colegiado de control, cuyo número de miembros no podrá ser inferior a dos ni superior al tercio del número de Concejales que integran el respectivo Ayuntamiento. La designación de los miembros del órgano colegiado se hará de acuerdo con los resultados de las elecciones para el Ayuntamiento en la Sección o Secciones constitutivas de la circunscripción para la elección del órgano unipersonal. c)Los acuerdos sobre disposición de bienes, operaciones de crédito y expropiación forzosa deberán ser ratificados por el Ayuntamiento.
El Texto Refundido de Régimen Local de 1986, que tiene carácter supletorio de aquella legislación autonómica, les reconoce las siguientes competencias: construcción, conservación y reparación de fuentes, lavaderos y abrevaderos, policía de caminos rurales, montes, fuentes y ríos, limpieza de calles» administración y conservación de su patrimonio, regulación del aprovechamiento de sus bienes comunales y, en fin, ejecución de obras y prestación de servicios comprendidos en la competencia municipal y de exclusivo interés de la Entidad, cuando no esté a cargo del respectivo Municipio. Como órganos de gobierno la misma norma configura como órgano unipersonal y ejecutivo de la Entidad al Alcalde pedáneo, con las siguientes atribuciones: convocar y presidir la Junta o Asamblea, dirigir las deliberaciones y decidir los empates con su voto de calidad; hacer cumplir y ejecutar sus acuerdos; aplicar el presupuesto, pagos y rendir cuentas de su gestión; vigilar la conservación de caminos rurales, fuentes públicas y montes, así como los servicios de policía urbana y de subsistencias, las demás que le atribuyan las leyes y las no reservadas a otros órganos. A la Asamblea le corresponde la aprobación de presupuestos y ordenanzas de exacciones, censura de cuentas, reconocimiento de créditos, administración y conservación de bienes y derechos propios de la Entidad y la regulación del aprovechamiento de bienes comunales y, en fin, los acuerdos sobre disposición de bienes, operaciones de crédito y expropiación forzosa que deberán ser ratificados por el Ayuntamiento respectivo.
B) LAS MANCOMUNIDADES DE MUNICIPIOS Y LOS CONSORCIOS
Las Mancomunidades de Municipios son, al contrario de las entidades locales menores, una respuesta a la insuficiencia poblacional o territorial de los pequeños municipios por la vía del asociacionismo, que da lugar a un nuevo Ente local, la Mancomunidad de Municipios que sirve para la ejecución en común de obras y servicios determinados de la competencia de los municipios que la forman. La Mancomunidad de Municipios está contemplada en el art. 44 de la Ley de Bases del Régimen Local: «se reconoce a los Municipios el derecho de asociarse con otros en Mancomunidades para la ejecución en común de obras o servicios determinados de su competencia». Nótese que la agrupación se da sólo entre Municipios, dando lugar a la creación de un verdadero Ente local especializado con las facultades propias de los de esta naturaleza, pero sin presencia de los particulares, a diferencia de los consorcios. Con la creación de este tipo de organizaciones se pretende paliar el problema de la falta de recursos de los Municipios para afrontar obras o prestar servicios, trascendiendo la actual situación de minifudismo municipal. Es propio de esta figura atender a la prevención y extinción de incendios, recogida y tratamiento de basuras, abastecimiento y tratamiento de aguas, explotación y gestión de mataderos, etcétera. A subrayar, no obstante, que el carácter voluntario para la creación de las mancomunidades ha frustrado las esperanzas que se pusieron en esta figura para superar los graves inconvenientes que se derivan de la existencia de pequeños municipios y la debilidad de sus recursos de todo orden para atender a los servicios y funciones públicas que tienen encomendados. La intermunicipalidad voluntaria, única posible bajo nuestro fundamentalismo municipal, no ha dado los resultados esperados para combatir el excesivo número de pequeños municipios y su inoperancia funcional y económica y ello a pesar de los cuantiosos esfuerzos
económicos que, por vía de subvenciones condicionadas, lo que en cierto modo equivale a su imposición, otorgan para su constitución y mantenimiento las Comunidades Autónomas. En esto la experiencia francesa, como ya advertimos y reiteramos, es sumamente elocuente. El éxito de los establecimientos públicos de cooperación intermunicipal (EPCI), integrados por la agrupación de varios municipios para desarrollar competencias comunes, ha sido posible gracias a su imposición forzosa por la ley y a su articulación desde el centralismo prefectoral; y ello pese a la proclamación del principio de libre administración local por las leyes descentralizadoras de 1992 y 1993. Para los franceses esa imprescindible imposición centralista ha permitido, desde la reactivación del proceso de descentralización, consecutivo a las leyes de 1992 y de 1993, una progresión de la intermunicipalidad, que podrá llevar dentro de algunos años a una cobertura integral del territorio. Existen 2.461 establecimientos públicos de cooperación intermunicipal que agrupan a 51 millones de habitantes, es decir, el 52 por 100 de la población total del país. Incluso se piensa en convertir dichas mancomunidades en colectividades territoriales con órganos elegidos por votación directa de sus habitantes, como primer paso para liquidar de esta forma los minimunicipios que las integran. La Ley reconoce a las Mancomunidades personalidad jurídica y capacidad para el cumplimiento de sus fines específicos. La creación de las Mancomunidades exige el voto favorable de la mayoría absoluta del Pleno de los Ayuntamientos interesados, previa información pública por plazo de un mes; cuando estén implicados Municipios de distintas Provincias habrá de darse audiencia a las Diputaciones Provinciales respectivas [arts. 47.3.b)
y 35.3 de la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 y Texto Refundido de Régimen Local de 18 de abril de 1986]. Los Estatutos deberán expresar los Municipios que comprenden; lugar en que radiquen sus órganos de gobierno y administración; el número y forma de designación de los representantes de los Ayuntamientos que han de integrar los órganos de Gobierno de la Mancomunidad; los fines de ésta; los recursos económicos; el plazo de vigencia; el procedimiento para modificar los Estatutos; y las causas de disolución. Según la Ley 57/2003, de Medidas para la Modernización del Gobierno Local, las Mancomunidades, para la prestación de los servicios o ejecución de las obras de su competencia, disfrutarán de las competencias de los Entes locales territoriales que determinen sus Estatutos. En defecto de previsión estatutaria, les corresponderán todas las potestades que sean precisas para el cumplimiento de sus objetivos y de acuerdo con la legislación aplicable a dichas potestades. Como límite competencial se establece la imposibilidad de que la Mancomunidad pueda asumir la totalidad de competencias asignadas a los respectivos Municipios (art. 35.2 del Texto Refundido de Régimen Local de 1986). La aprobación de los Estatutos seguirá el procedimiento determinado por la legislación de las Comunidades Autónomas y, en todo caso, se ajustará a las siguientes reglas: a) la elaboración corresponderá a los Concejales de la totalidad de los Municipios promotores de la Mancomunidad, constituidos en Asamblea; b) la Diputación o Diputaciones Provinciales interesadas emitirán informe sobre el proyecto de Estatutos; c) los Plenos de todos los Ayuntamientos aprueban los Estatutos. El mismo procedimiento se seguirá para la modificación — adhesión o separación— o supresión de las Mancomunidades.
Los órganos de Gobierno de la Mancomunidad serán representativos de los Ayuntamientos mancomunados en la forma que determinen sus respectivos Estatutos. A falta de regulación expresa, el Reglamento de Organización, Funcionamiento y Régimen Jurídico de las Entidades Locales de 28 de noviembre de 1986 establece con carácter de normativa supletoria que los órganos de gobierno o Juntas de Mancomunidad estarán integrados por un Presidente, un Vicepresidente que lo sustituya en caso de ausencia o enfermedad, elegidos por y entre los Vocales representantes de cada uno de los Municipios, que lo serán en un número mínimo de dos (art. 140). Los cargos de Secretario, Interventor y Tesorero habrán de ser desempeñados por funcionarios con habilitación nacional. A diferencia de la Mancomunidad, la figura del consorcio local supone, junto con la presencia en la agrupación de Entes públicos, la integración de particulares sin ánimo de lucro. Una figura organizativa que, con precedentes en el Decreto de 27 de junio de 1944 sobre abastecimiento de agua a poblaciones, aparece en el Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 17 de junio de 1955: «las Corporaciones locales podrá constituir Consorcios con Entidades públicas de diferente orden para instalar o gestionar servicios de interés local» (art. 37). La Ley de Bases de Régimen Local de 1985 amplía el concepto al permitir la presencia de particulares y lo define como: «organización que pueden constituir las autoridades locales con otras Administraciones Públicas para fines de interés común, o con Entidades privadas sin ánimo de lucro que persiguen fines de interés público concurrentes con los de las Administraciones Públicas» (art. 87). El consorcio goza de personalidad jurídica propia, se rige por el Estatuto. que determinará las particularidades del régimen orgánico, funcional y
financiero, y deberá, una vez constituido, crear una organización específica para el cumplimiento de sus fines, que puede ser cualquiera de las organizaciones previstas en las formas de gestión de servicios «sustituyendo a los Entes consorciados» (art. 40 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales). Esta última precisión da a entender que los Estatutos del Consorcio podrán prever la creación de un aparato propio u órgano directo de gestión, o dar origen a un Ente instrumental (Organismo autónomo, empresa privada), o bien adjudicarse el servicio a un concesionario o arrendatario según las diversas formas de gestión indirecta de los servicios locales. La figura del Consorcio como agrupación estricta de Entes públicos superiores, pero sin presencia de particulares, ha saltado a la legislación estatal, con la finalidad de servir a la ejecución de acuerdos de cooperación que en el ámbito de sus respectivas competencias concierten el Estado y las Comunidades Autónomas. «Cuando la gestión del convenio —dice el art. 6.5 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común— haga necesario crear una organización común, ésta podrá adoptar la forma de Consorcio dotado de personalidad jurídica o sociedad mercantil Los Estatutos del Consorcio determinarán los fines del mismo, así como las particularidades del régimen orgánico, funcional y financiero. Los órganos de decisión estarán integrados por representantes de todas las entidades consorciadas, en la proporción que se fije en los Estatutos respectivos. Para la gestión de los servicios que se le encomienden podrán utilizarse cualquiera de las formas previstas en la legislación aplicable a las Administraciones consorciadas».
C) LA COMARCA La Comarca está formada por una agrupación de Municipios cuyas características, geográficas o humanas, determinan la existencia de intereses comunes que
precisan de una gestión propia o la prestación de servicios de dicho ámbito. Estamos aquí, como en el caso de la parroquia, ante una reivindicación nacionalista, fundamentalmente catalana. La politización del tema comarcal viene de una representación cultural de la forja de la unidad catalana como una comunión de las Comarcas a lo largo de la Historia. Comarcas que, aparte de sus peculiaridades físicas, habrían mantenido su personalidad socio-cultural y economía claramente diferenciada, unas peculiaridades y una organización que habría arruinado la división de España en provincias. Por ello la reivindicación de la comarca estará presente en numerosos documentos del nacionalismo catalán y culminó en un proyecto de 1931 de creación de 38 Comarcas y nueve veguerías, agrupaciones de aquéllas en una unidad superior, que pretendía el reconocimiento de una realidad estructural. El proyecto no fue presentado al Parlamento, al parecer porque los acontecimientos de 1934 lo impidieron, pero, ya en plena guerra civil, el Decreto de 27 de agosto de 1937 declaró esta división como general a todos los efectos. El éxito de la comarca, aunque pueda resultar tan costosa e inútil como la parroquia, ha sido, tras la Constitución de 1978, muy superior a ésta. Esto se explica por la posibilidad reconocida en el art. 141.1 de la Constitución de crear «agrupaciones de Municipios diferentes de la Provincia» y del prestigio autonomista catalán que ha llevado a imitaciones sin fundamento de su regulación estatutaria de las Comarcas a casi todos los Estatutos de las demás Comunidades Autónomas, que también recogen la posibilidad de su creación. Pero, y sin duda alarmada por esta posibilidad de que se cree en todo el territorio de España una nueva Entidad local, la Comarca, a sumar a los Municipios, Provincias y Comunidades Autónomas, la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 dispuso, muy astutamente, para todas las Comunidades Autónomas, menos para Cataluña, una muy eficaz condición limitadora para su establecimiento como es la imposibilidad de crear la Comarca «si a ello se oponen expresamente las dos quintas partes de los Municipios que debieran agruparse
en ella, siempre que, en este caso, tales Municipios representen al menos la mitad del censo electoral del territorio correspondiente» (art. 42 y disposición adicional Cuarta). El final de esta historia va a ser, pues, el establecimiento de una organización supramunicipal e infraprovincial, la Comarca, en Cataluña, proceso que inicia la Ley 6/1987, de 4 de abril, con la creación de 38 Comarcas, tomando por base la división establecida por el Decreto de la Generalidad de 27 de agosto de 1937. Las Comarcas catalanas, según esta Ley, tendrán competencias sobre aquellas materias que las leyes determinen y, en todo caso, sobre ordenación del territorio y urbanismo, sanidad, servicios sociales, cultura, deportes, enseñanza, salubridad pública y medio ambiente. Como órganos de gobierno de la Comarca se establecen el Pleno, el Presidente y la Comisión Especial de Cuentas. Además de Cataluña, y por puro mimetismo, la mayoría de los estatutos de autonomía, hacen expresa referencia al ente local de posible creación, aunque su desarrollo ha sido escaso. En Castilla y León se ha creado la comarca de El Bierzo y en Aragón se han creado treinta comarcas (Ley 10/1993). Pero nada de extrañar sería, dado el imparable crecimiento de los entes públicos y de las burocracias políticas, que el modelo comarcal terminará imponiéndose en todo el territorio nacional. La Ley Bases de Régimen Local, en consecuencia con lo establecido en la Constitución, remite la creación de las comarcas a las Comunidades Autónomas de acuerdo con lo dispuesto en sus respectivos Estatutos, estableciendo como requisito que su creación nunca podrá suponer la pérdida por los Municipios de sus competencias propias (art. 25); un requisito defensivo de las competencias municipales carente de sentido, pues si alguno tiene la creación de las comarcas es precisamente el de absorber las
competencias municipales para ejercerla sobre poblaciones más numerosas y territorios más extensos y, consiguientemente, hacer más rentables los servicios municipales. Nada impide, sin embargo, que los municipios puedan delegar competencias en la comarca, una fórmula que, sin embargo, tiene el inconveniente de fundar la comarca sobre competencias precariales. El ámbito territorial de la comarca será el que determinen las leyes de las Comunidades Autónomas, a las que corresponderá también la fijación de la composición y funcionamiento de sus órganos de gobierno, recursos y competencias, que deberán acompañarse del señalamiento de las potestades administrativas pertinentes. En cuanto al procedimiento, se determina que la iniciativa para su creación podrá partir de los Municipios interesados, sin que pueda crearse si, como dijimos, a ello se oponen expresamente las dos quintas partes de los Municipios que debieran agruparse en ella, siempre que en este caso tales Municipios representen al menos la mitad del censo electoral del territorio correspondiente (art. 42 y disposición adicional cuarta). Cuando la Comarca deba agrupar Municipios de más de una Provincia, será necesario el informe favorable de las Diputaciones Provinciales a cuyo ámbito territorial pertenezcan tales Municipios.
D) LAS ÁREAS METROPOLITANAS. La Ley 7/1985, de las Bases del Régimen Local define las Áreas Metropolitanas como «Entidades locales integradas por los Municipios de grandes aglomeraciones urbanas entre cuyos núcleos de población existen vinculaciones económicas y sociales que hagan necesario la planificación conjunta y la coordinación de determinados servicios y obras» (art. 43.2).
A pesar de esta previsión, y de su evidente necesidad como se deduce de su definición legal, la realidad es que las áreas metropolitanas en nuestro país pertenecen más bien a la Historia del Derecho. Y es que fueron creadas antes de la Constitución de 1978, no como entes locales, sino como organismos dependientes de la administración del Estado para la planificación urbanística de los municipios agrupados y para la prestación de servicios básicos en Madrid (COPLACO), Bilbao (Gran Bilbao) y Valencia (Consejo Metropolitano de la Huerta de Valencia). Sin embargo la Corporación Metropolitana de Barcelona, gobernada por los concejales de los municipios del área y dotado de gran capacidad de gestión, fue creada como una entidad local. Ninguna de ellas resultó satisfactoria para los nuevos gobiernos de las Comunidades Autónomas, por lo que fueron suprimidas por leyes de éstas. Ahora, su eventual creación deberá igualmente hacerse mediante ley de las Comunidades Autónomas, previa audiencia de la Administración del Estado, de los Ayuntamientos y Diputaciones afectadas. Dicha ley, además de determinar su organización, régimen económico y de funcionamiento, garantizará la participación de todos los Municipios integrados en el área en la toma de decisiones y una justa distribución de cargas entre todos ellos, así como los servicios y obras de prestación y realización metropolitana y el procedimiento para su ejecución.
TEMA IX PROVINCIA
LA
1. LA PROVINCIA. 1.1 CONCEPTO Y ELEMENTOS Lo mismo que el despliegue de los municipios sobre todo el territorio nacional, la Provincia nace ligada a los procesos de modernización y cambio político impulsados por el liberalismo revolucionario que hacen de la centralización y del nuevo reparto de poder territorial, uniformismo y centralización, forja de la nueva unidad nacional, lo más urgente del momento histórico. Habrá que esperar hasta 1833, final del absolutismo monárquico, para asistir a la definitiva división del territorio nacional en 50 Provincias mediante el Real Decreto de 30 de noviembre de 1833 del Gobierno y debida a Javier DE
BURGOS. Un retraso notable si consideramos que ya la Constitución de Cádiz de 1812, la primera de nuestras Constituciones, habla de la división territorial en Provincias en cada una de las cuales habría una Diputación presidida por un Jefe Superior con funciones de control y vigilancia de la Administración de los pueblos. Aunque la Provincia nace como división territorial del Estado para el establecimiento de los servicios de éste que fueron asentando en la capital provincial sus respectivas sedes, como los Gobiernos civiles y Delegaciones ministeriales, su naturaleza de Ente local fue afirmándose paulatinamente sobre la base de definir unos intereses provinciales diversos de los municipales y los estatales, proceso que se consolida definitivamente con el Estatuto provincial de 20 de marzo de 1925 y que continuará en la Ley republicana de 1935 y en la franquista de 1945. El art. 141 de la Constitución de 1978 define la Provincia como una Entidad local con personalidad jurídica propia determinada por la agrupación de Municipios y también como división territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado. Este doble y explícito reconocimiento de la Provincia como Ente local y demarcación territorial del Estado supone una paradójica respuesta —y lo mismo ocurrió, como se dijo, en la discusión y texto final de la Constitución de 1931— a las agresiones que desde algunos nacionalismos se formulaban contra la Provincia, obstáculo, según ellos, para una nueva descentralización y división del Estado sobre la base de la creación de una también nueva Entidad territorial, la Comunidad Autónoma. Pero la Constitución no sólo reconoce a las Provincias en su doble dimensión local y estatal, sino que las equipara a los Municipios y a las Comunidades Autónomas. Sin embargo, la protección a la Provincia ha quedado en nada en las Comunidades Autónomas uniprovinciales, en las que, como se dijo, se ha aceptado su desaparición como Ente local por integración en la Comunidad Autónoma
respectiva (Tribunal Constitucional, Sentencia de 28 de julio de 1981). De aquí que, a la vista de este supuesto y del diverso entusiasmo con que en algunas Comunidades Autónomas fue recibida la consagración constitucional de la Provincia, se puedan distinguir los siguientes modelos de organización provincial. a) Desaparición de la Provincia por integración en las Comunidades Autónomas uniprovinciales no insulares (Madrid, La Rioja, Cantabria, Murcia, Navarra, Asturias), que asumen las competencias, medios y recursos de las Diputaciones Provinciales, que quedarán integradas en ellas con los siguientes efectos: disolución de los órganos políticos de la Diputación; integración de la Administración provincial en la autonómica, con asunción por ésta de todas las competencias y recursos: sucesión de la Comunidad en las relaciones jurídicas de la Diputación Provincial (arts. 9 de la Ley del Proceso Autonómico y 40 de la Ley de Bases de Régimen Local). b) Organización provincial fuerte, que se da en todas aquellas Comunidades Autónomas en que, siguiendo el modelo previsto en los arts. 7, 15 y siguientes de la Ley del Proceso Autonómico, las Diputaciones sumen a las competencias asignadas como propias por la legislación local las transferidas o delegadas por las Comunidades Autónomas —incluso las transferidas por el Estado a la Comunidad Autónoma— y, además, se hagan cargo de la gestión ordinaria de servicios propios de la Comunidad Autónoma. A este modelo de potenciación de la Provincia frente a un mayor desarrollo de la Administración Central de la Comunidad Autónoma responderá la organización de la Comunidad Autónoma Vasca, abocada a una especie de federalismo provincial, si siguen triunfando las tesis tradicionales, inspiradas en el fuerismo carlista, sobre la comente centralista y afrancesada que también se da en el nacionalismo vasco. c) Por último, cabe hablar de una organización provincial débil para describir la situación y tendencia de las
Provincias catalanas, condenadas a mínimos competenciales como consecuencia de un doble cerco: la potenciación máxima del centralismo de la Generalidad y la creación de otro nivel territorial intermedio entre la Provincia y los Municipios, y competitivo con ésta, la Comarca. En cuanto al territorio y población de la Provincia, poco hay que decir. Al ser la Provincia, como dice el art. 141 de la Constitución, una agrupación de Municipios, una «Corporación de corporaciones», sus elementos territoriales y demográficos vienen dados por la suma del territorio y población de los Municipios que comprende. No obstante, el mismo artículo —y sin duda como una reacción frente a las tendencias abolicionistas de la Provincia— estableció la cautela de que «cualquier alteración de los límites provinciales habrá de ser aprobada por las Cortes Generales mediante Ley Orgánica», lo que contrasta con la tradicional regulación del número de Provincias y sus límites a través de la potestad reglamentaria, amén de su vinculación al régimen electoral general, al ostentar la Provincia la condición de circunscripción electoral (arts. 68.2 y 81 de la Constitución).
1.2 LA ORGANIZACIÓN PROVINCIAL. El órgano tradicional de Gobierno de la Provincia como Ente local es la Diputación Provincial, antaño presidida por el Gobernador civil (lo mismo que el Prefecto presidía en Francia el Consejo Departamental), y que a este nivel ostentaba también el carácter de representante del Estado, de la misma forma que el Alcalde asumía en el Municipio ese doble carácter de representante del Estado y Jefe de la Administración municipal.
La Ley de Bases de Régimen Local de 1985 separó la Provincia del Estado y reguló la organización de la Diputación Provincial análogamente a lo dispuesto para el Ayuntamiento. Dicha regulación ha sido modificada por la Ley 11/1999, de 21 de abril, en el sentido de potenciar aún más la figura del Presidente frente al Pleno de la Diputación y en la misma línea ha incidido la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de Medidas para la Modernización del Gobierno Local. Según esta regulación, la organización provincial responde a las siguientes reglas (art. 32): 1. El Presidente, los Vicepresidentes, la Junta de Gobierno y el Pleno existen en todas las Diputaciones. 2.Asimismo, existirán en todas las Diputaciones órganos que tengan por objeto el estudio, informe o consulta de los asuntos que han de ser sometidos a la decisión del Pleno, así como el seguimiento de la gestión del Presidente, la Junta de Gobierno y los Diputados que ostenten delegaciones, siempre que la respectiva legislación autonómica no prevea una forma organizativa distinta en este ámbito, y sin perjuicio de las competencias de control que corresponden al Pleno. 3. Todos los grupos políticos integrantes de la Corporación tendrán derecho a participar en dichos órganos, mediante la presencia de Diputados pertenecientes a los mismos, en proporción al número de Diputados que tengan en el Pleno. 4. El resto de los órganos complementarios de los anteriores se establece y regula por las propias Diputaciones, sin perjuicio de que las leyes de las Comunidades Autónomas sobre régimen local pueden establecer una organización provincial complementaria de la prevista en la Ley. Por lo que a continuación se dirá, el régimen provincial, a semejanza del municipal, sigue las pautas de un Gobierno parlamentario: la «soberanía provincial» reside en el Pleno, y el Presidente de la Diputación y la Junta de Gobierno
provincial asumen la posición del Presidente del Gobierno y de éste en la organización política del Estado. A) LA DIPUTACIÓN PROVINCIAL El Pleno, órgano máximo de la Diputación, está constituido por el Presidente y los Diputados provinciales. El número de Diputados, establecido en el art. 204 de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, es proporcional al número de residentes en la Provincia, que oscila entre 25 (para las Provincias de hasta 500.000 residentes), 27 (de 500.001 a 1.000.000), 31 (de 1.000.001 a 3.500.000) y 51 (de más de 3.500.000 residentes). Dichos Diputados han de reunir la condición de Concejales en los Ayuntamientos de la Provincia respectiva. Su elección es, pues, indirecta, o de segundo grado, a través del siguiente procedimiento: 1.La Junta Electoral Provincial distribuye el número total de Diputados provinciales entre los Partidos judiciales de la Provincia en proporción al número de residentes en cada uno de ellos. Dicha distribución tiene como límites que todo Partido judicial ha de contar, cualquiera que sea su población, con un Diputado como mínimo, y que ningún Partido judicial, por muchos que sean sus habitantes, puede contar con más de las tres quintas partes del número total de Diputados provinciales. 2. La Junta Electoral Provincial forma una relación de partidos políticos, coaliciones, federaciones o agrupaciones de electores que hayan obtenido algún Concejal dentro de cada Partido judicial, ordenándolos por un orden decreciente al de los votos obtenidos por cada uno de ellos. Después se distribuyen los Diputados correspondientes al respectivo partido judicial, teniendo en cuenta el sistema D'hont, que la propia ley describe (art. 163).
3. La Junta Electoral Provincial convoca a los Concejales elegidos por cada uno de aquellos partidos políticos, coaliciones, federaciones agrupaciones de electores, para que, entre ellos, elijan el Diputado o Diputados que les hayan correspondido, más tres suplentes; a tal fin, dichos Concejales han de presentar una o varias listas de candidatos, avaladas con la firma del tercio de dichos Concejales, resultando elegidos Diputados los Concejales integrantes de la lista que obtengan más votos.
B) EL PLENO Las competencias del Pleno de la Diputación Provincial son análogas a las del Pleno del Ayuntamiento de régimen común, y, en este sentido, como depositario de la «soberanía» provincial le corresponde — la titularidad de las potestades normativas básicas (organización de la Diputación, aprobación de las ordenanzas y de los planes de carácter provincial, y la aprobación de Presupuestos, plantillas de personal, relación de puestos de trabajo, retribuciones complementarias de personal, régimen de personal eventual); potestades de control sobre todos los órganos provinciales (aprobación de cuentas, control y fiscalización de los órganos de gobierno, sobre todo a través de la moción de censura sobre el Presidente), funciones decisorias sobre enajenación de bienes y contracción de gastos que excedan de determinada cuantía, y — decisiones en materia procesal, como el ejercicio de acciones judiciales, acuerdos de lesividad y conflictos de competencia.
C) EL PRESIDENTE DE LA DIPUTACIÓN. Con el mismo carácter presidencialista con que está concebida la figura del Alcalde lo está el Presidente de la Diputación en el diseño de la Ley de Bases de Régimen Local de 1985. Su elección corresponde al Pleno, que lo ha de elegir entre sus miembros, por mayoría absoluta en la primera votación o mayoría simple en la segunda. La destitución se hace por moción de censura constructiva que se rige por las mismas reglas que las del Alcalde, o por pérdida de la cuestión de confianza vinculada a
la no aprobación de los siguientes asuntos: los presupuestos anuales, el Reglamento orgánico, el plan provincial de cooperación a las obras y servicios de competencia municipal. El nuevo Presidente se elegirá de acuerdo con el sistema previsto para los Alcaldes. El paralelismo entre Alcalde y el Presidente de la Diputación continúa en lo que atañe a sus funciones y competencias, que están, como las de aquél, concebidas en base a ser Presidente ejecutivo de un órgano colegiado, de cuyo funcionamiento es responsable, y que encarna la representación de la Provincia, además de ser el Jefe de su Administración Provincial. Conforme a la Ley de Bases de Régimen Local, después de la modificación operada por la Ley 11/1999, al Presidente de la Diputación le corresponde: — Dirigir el Gobierno y la Administración de la Provincia, representar a la Diputación, convocar y presidir las sesiones del Pleno y de cualquier otro órgano de la Diputación, decidiendo los empates con voto de calidad. Como órgano ejecutivo, asimismo, ordenar la publicación y ejecución, hacer cumplir los acuerdos de la Diputación, y dirigir los servicios y obras. — El desarrollo de gestión económica de acuerdo con el Presupuesto, a cuyo fin dispone gastos dentro de los límites de su competencia, concierta operaciones de crédito, contrataciones y concesiones de toda clase cuando su importe no supere la cuantía que la Ley precisa. — Como Jefe de personal, aprobar la oferta de empleo público de acuerdo con el Presupuesto y la plantilla aprobados por el Pleno, las bases de las pruebas para la selección del personal y para los concursos de provisión de puestos de trabajo y distribuir las retribuciones complementarias que no sean fijas y periódicas, nombrar y sancionar a los funcionarios. — El ejercicio de las acciones judiciales y administrativas y la defensa de la Diputación en las
materias de su competencia, y, en caso de urgencia, en materias de la competencia del Pleno. — Y, en fin, como competencia residual le corresponde el ejercicio de aquellas otras atribuciones que la legislación del Estado o de las Comunidades Autónomas asigne a la Diputación y no estén expresamente atribuidas a otros órganos.
D) LA JUNTA DE GOBIERNO PROVINCIAL A semejanza de la Junta de Gobierno Municipal en los Municipios de régimen común la forman el Presidente y un número de Diputados no superior al tercio del número legal de los mismos, nombrados y separados libremente por el Presidente, dando cuenta al Pleno. Asimismo, sus funciones tienen parejo alcance del que se atribuye al órgano análogo en los Municipios de régimen común, y, en consecuencia, no pasa de ser un órgano de apoyo al Alcalde. Corresponde por ello a la Junta de Gobierno Provincial la asistencia al Presidente en el ejercicio de sus atribuciones y las que el Presidente le delegue o le atribuyan las leyes. El Presidente, asimismo, puede delegar el ejercicio de determinadas atribuciones en los miembros de la Junta de Gobierno, sin perjuicio de las delegaciones especiales que para cometidos específicos pueda realizar a favor de cualesquiera Diputados, aunque no pertenecieran a la Junta de Gobierno. Los Vicepresidentes, nombrados por el Presidente, sustituyen, por el orden de su nombramiento y en los casos de vacante, ausencia o enfermedad, al Presidente, siendo libremente designados por éste entre los miembros de la Junta de Gobierno.
1.3 Regímenes provinciales especiales. A) ARCHIPIÉLAGOS
La ley de bases de régimen local considera la isla ente local del mismo nivel que la provincia. Sin embargo esta calificación institucional no alcanza a todas las islas e islotes del litoral español ni a aquellas que, aun de ciertas dimensiones y población, están administrativamente unidas a otras muy próximas, como es el caso Formentera, perteneciente a Ibiza, y la Graciosa, unida a Lanzarote. Las especialidades del régimen insular se proyectan sobre el de los archipiélagos de las Islas Canarias y de las Baleares. No fue así en los inicios del régimen constitucional y de la división provincial en el siglo XIX en ambos archipiélagos fueron considerados sendas y únicas Provincias, cuyas capitalidades se establecieron, respectivamente, en Santa Cruz de Tenerife y Palma de Mallorca. La singularidad administrativa de las Islas Canarias ha tenido siempre como motor básico la reivindicación de la isla de Gran Canaria de su equiparación con la de Tenerife, históricamente monopolizadora, por ser la capitalina, de la sede de los organismos públicos estatales y de la dotación de servicios (Capitanía General, Gobierno civil, Delegaciones ministeriales Universidad). Su más reciente evolución comienza con la Ley de 11 de julio de 1912, que creó en cada una de las siete islas del archipiélago, un órgano de administración propia, el Cabildo Insular, al que le siguió el Estatuto Provincial de 1925, que, en vez de la Provincia única, organizó una Mancomunidad Interinsular que agrupaba a los Cabildos de las siete islas, a los que representaba ejerciendo las funciones que éstos les delegasen. Esta primera organización se remata con el Real Decreto de 21 de septiembre de 1927, que divide el archipiélago en dos Provincias: Gran Canaria, con capital en Las Palmas, y Tenerife, con capital en Santa Cruz, Provincias que agrupan a otras islas menores en torno a esas mayores y al frente de las cuales, y sustituyendo a las Diputaciones Provinciales, se instalan sendas
Mancomunidades Provinciales Interinsulares, en las que se integran los respectivos Cabildos Insulares. Pero el viejo pleito canario va a reverdecer con la Constitución de 1978 por la creación de la Comunidad Autónoma de Canarias que, en buena lógica administrativa, hubiera llevado a la desaparición de la organización provincial y a la integración directa en aquella Comunidad, como se hizo, según se verá, en el caso balear. En ese sentido, la disposición transitoria sexta del Estatuto de Canarias preveía el traspaso de las competencias, medios y recursos de las Mancomunidades Provinciales Interinsulares bien a la Comunidad Autónoma, bien a los Cabildos Insulares. No obstante, como Canarias era una Comunidad Autónoma con dos Provincias, no era constitucionalmente posible prescindir formalmente de ellas; por ello, aunque hipócrita y testimonialmente, la Ley de Bases de Régimen Local optó por conservarlas manteniendo sus órganos rectores: las Mancomunidades Provinciales Interinsulares de Tenerife y Gran Canaria, compuestas por los Presidentes de los Cabildos de las islas mayores y de las menores que éstas agrupan, bajo la presidencia del que lo sea del Cabildo de la isla capitalina, con la finalidad exclusiva de ser «órganos de representación y expresión de los intereses provinciales», pero sin competencias materiales. Por otra parte, se produjo una equiparación de las islas con las Provincias, ya que la ley de bases de régimen local determinó que «los Cabildos insulares asumirían las competencias de las diputaciones provinciales (art. 41.1), competencias a las que se han sumado las trasferidas por la Ley 14/ 1990. de 26 de julio de la comunidad autónoma canaria. La isla canaria es, pues, una provincia competencialmente potenciada. Otra singularidad notable de los cabildos canarios, a diferencia de las diputaciones provinciales, es que sus consejeros, en número proporcional al de los habitantes de la isla se eligen, no por los concejales de los
ayuntamientos que la integran, sino por sufragio universal, directo y secreto de los electores de cada isla, en el mismo acto de elección de los concejales de los ayuntamientos, siendo proclamado Presidente el candidato que encabece la lista más votada en la isla (art. 201 de la Ley Orgánica 13/1985 del Régimen Electoral General) La organización territorial del archipiélago balear ha sido y es más simple. Todas las islas, sin disponer de órganos locales propios como los Cabildos de cada una de las Islas Canarias, formaban hasta la Constitución de 1978 una sola Provincia, cuya capitalidad correspondía a Palma de Mallorca. Esta única Provincia, como en el resto de las Comunidades Autónomas uniprovinciales, fue fagocitada por la Comunidad Autónoma Balear, que sustituye a la Diputación Provincial por las instituciones autonómicas (Parlamento, Presidente y Gobierno). Pero en cada isla (Mallorca, Menorca, Ibiza y Formentera) se han creado los Consejos Insulares, que no sólo son los órganos de gobierno, administración y representación de cada isla, funcionando en ella como Diputaciones Provinciales, sino que, al propio tiempo, constituyen el armazón de la Administración Autonómica, pues los Diputados de esos Consejos Insulares son, a la \e/., \ con gran sentido de la economía político-administrativa, los miembros únicos del Parlamento Balear (arts. 41.3 de la Ley de Bases de Régimen Local \ 38 del Estatuto de Autonomía para las Islas Baleares).
B) LOS TERRITORIOS HISTÓRICOS. Las peculiaridades provinciales del País Vasco responden a razones históricas antitéticas, como se dijo, de las catalanas y cuya esencia radica justamente en la potenciación máxima de la Provincia y de su organización. Los episodios más inmediatos de la milenaria historia fuerista que explican la situación actual se centran en las guerras carlistas, causa de que las tres provincias vascas
perdieran su anterior organización política, en los términos que establecieron las Leyes de 25 de octubre de 1839 y, sobre todo, de 21 de julio de 1876. Ahora bien, si la peculiaridad de la organización vasca era su clara vocación provincialista, en el sentido de que no existía por encima de ella ninguna forma de organización superior, es lógico que apareciese un inevitable antagonismo entre la tendencia centralista y unitaria que supone la Comunidad Autónoma vasca como nivel supraprovincial y el espíritu (oral que lleva a un máximo de independencia de las Provincias respecto de ésta. Con gran fidelidad al pasado, el Estatuto de Guernica de 1979 alienta las tendencias foralistas de las Provincias Vascas de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, Territorios Históricos, a las que concibe, no como dependientes y subordinadas a la Comunidad Autónoma, sino como parte integrante de su organización institucional, y a las que reconoce el derecho de «conservar o. en su caso, restablecer y actualizar su organización e instituciones privativas de autogobierno». A este efecto, asigna a los territorios históricos importantes competencias, con previsión de ampliarlas mediante transferencia de las competencias de la propia Comunidad, lo que llevó a cabo la Ley del Parlamento Vasco 27/1983. de 25 de noviembre, sobre las relaciones entre las instituciones comunes de la Comunidad Autónoma y los órganos forales de sus territorios históricos. El singular régimen organizativo de las Diputaciones Forales está regulado por las leyes del Parlamento vasco y por normas aprobadas por las propias Juntas Generales como órganos superiores de los respectivos territorios. Básicamente consiste en lo siguiente: las Juntas Generales actúan a modo de Parlamento provincial, y sus miembros (llamados Apoderados en Vizcaya y Procuradores en Guipúzcoa y Álava) son elegidos, diferencia de la elección de las Diputaciones Provinciales, por sufragio directo. Las Juntas Generales ejercen la potestad normativa, aprueban los presupuestos y planes y controlan la actividad del ejecutivo: la Diputación Foral. Esta es presidida y regida por el Diputado General, elegido por las
Juntas Generales de entre sus miembros, quien, a su vez, nombra y cesa libremente a los Diputados forales, que están al frente de los diversos Departamentos de aquélla.
TEMA X. COMPETENCIAS Y RÉGIMEN DE LAS CORPORACION ES LOCALES
1.AUTONOMIA MUNICIPIOS.
Y
COMPETENCIA
DE
LOS
Dando por supuesta la elección democrática de los órganos de gobierno de las entidades locales – circunstancia no siempre presente en la evolución del régimen local, como se ha visto- puede afirmarse que el grado de autonomía de aquellas frente al Estado u otras corporaciones territoriales superiores (como son, para el municipio, la provincia y la Comunidad Autónoma) y la mayor o menor independencia en su ejercicio. Esto último nos remite al tema de controles y tutelas que se tratará después. En cualquier caso no está de más comenzar advertimiento que la autonomía de los entes locales – y en particular del municipio- no puede, en principio, ser total, confundirse con la independencia o la soberanía, porque cada entidad local opera en un territorio y una población sobre la que también tienen competencias y responsabilidades el Estado y otros entes territoriales superiores. Estas competencias y responsabilidades el Estado y otros entes territoriales superiores. Estas competencias deben considerarse prioritarias porque a través de ellas se expresan la voluntad mayoritaria de los ciudadanos en la gestión y defensa de intereses más generales que los simplemente locales. Por eso, en nuestra opinión, son criticables tanto los excesos en la defensa de las competencias municipales (alimentados hoy día por la satanización del centralismo traducido en el principio de subsidiariedad de la acción estatal respecto de
la local, que, aplicados al minifundismo municipal español o francés, suenan a demagogia), como la liberación de los Entes locales de todo control efectivo desde las Administraciones territoriales superiores (Estado, CCAA y provincia). De seguir esta tendencia, apoyada en la Carta Local Europea y en los pactos locales, se segura la medievalización de la organización política nacional. A) LOS ANTECEDENTES. Históricamente no puede hablarse en España de una verdadera autonomía de los Municipios y Provincias, tanto por la falta de un núcleo de competencias exclusivas y privativas a cubierto de las intervenciones estatales, como por el excesivo grado de control y tutelas que el Estado ha ejercido sobre ellos. Tampoco es un modelo paradigmático de gestión autonómica el sistema inglés del self government, pues con el incremento desde el siglo pasado del intervencionismo estatal, los Entes locales se han convertido realmente en los brazos ejecutores del Estado, en su Administración periférica. El Estado, que no extendió sus tentáculos administrativos sobre todo el territorio a través de figuras como el Prefecto, Gobernador Civil o el Delegado del Gobierno o Directores de los Ministerios, como acontece en Francia y España, ha utilizado, sin embargo, los propios aparatos de los Entes locales para ejecutar sus políticas sectoriales mediante la técnica de las subvenciones económicas, acompañadas de reglas o instrucciones para el gasto y el servicio. De esta manera los Entes locales ingleses han adquirido un alto grado de subordinación funcional y dependencia económica a la Administración Central que no se da siquiera en Francia o España, aunque formalmente no existan en Inglaterra relaciones jerárquicas ni tutelas institucionalizadas entre el nivel estatal y local. Todo lo cual lleva a pensar que lo mismo puede hablarse en el Reino Unido de autonomía de los Entes locales que de un sistema de administración única, la estatal, si bien periféricamente descentralizada en cuanto los responsables locales son democráticamente elegidos.
Desde el parámetro del grado de competencias atribuidas como propias a los Entes locales, la autonomía o espacio propio de actuación es hoy más difícil de establecer que hace dos siglos, cuando se pusieron en la Revolución Francesa las bases del régimen local. Entonces (y así lo hizo el Decreto de la Asamblea Nacional de 14 de diciembre de 1789, destinado a reorganizar la estructura local francesa) bastaba con referirse genéricamente a los asuntos locales, los propios del poder municipal (los cuerpos municipales cumplirán dos tipos de funciones: unas las propias del poder municipal, otras propias de la Administración general del Estado, y delegadas por ella a los Municipios). La cláusula general de competencias y sus explicaciones doctrinales desde la tesis del pouvoir municipal (visto como un poder doméstico que cubre la administración de los bienes comunes y las funciones de policía local de salubridad y comodidad) sirvió para delimitar las competencias locales, mientras los asuntos administrativos no eran numerosos, el intervencionismo del Estado poco intenso, y su campo de aplicación estaba perfectamente delimitado en el espacio. Se daba entonces una conjunción bastante exacta entre asuntos locales domésticos y asuntos públicos que se manifestaban localmente, conjunción que hoy es difícil de establecer en la misma manera por la interpenetración de actividades y la extrema movilidad de la vida de los ciudadanos. En España, el Municipio del Antiguo Régimen ocupaba sus energías en la administración de los bienes de propios y los bienes del común, amén de asegurar los abastecimientos, sin olvidar que el alcalde era autoridad real que ejercía funciones judiciales, incluso penales, de primera instancia. La Constitución de Cádiz abordó la cuestión de las competencias locales en los términos más ambiciosos y puso a cargo de los Ayuntamientos la policía de salubridad y seguridad de las personas y bienes de los vecinos, la conservación del orden público, la administración e inversión de los caudales de propios y arbitrios, el repartimiento y recaudación de las contribuciones, el cuidado de todas las escuelas de primeras letras, de los hospitales, hospicios, casas de expósitos y demás establecimientos de beneficencia, la construcción y reparación de los caminos, calzadas, puentes y cárceles, de los montes y plantíos del común, y
de todas las obras públicas de necesidad, utilidad y ornato, la promoción de la agricultura, la industria y el comercio según la localidad y circunstancias de los pueblos, y cuanto les fuera útil y beneficioso (art. 321). Pero fuera de la constitución gaditana y del demagógico Proyecto de Constitución de la República Federal Española de 1873, que atribuyó al Municipio su parte de soberanía, incluida ¡nada menos! que «la Administración de la justicia civil y criminal, que les compete», las restantes Constituciones españolas pasaron de esta cuestión. B) LA AUTONOMÍA LOCAL TRAS LA CONSTITUCIÓN DE 1978. Tampoco la Constitución de 1978 estableció una tabla de competencias locales. Por el contrario, todas las competencias públicas las reparte entre Estado y las Comunidades Autónomas (arts. 148 y 149), limitándose a establecer que los Municipios, como los demás Entes territoriales, gozan de autonomía para la gestión de sus intereses respectivos (art. 137). De esta manera queda, como venía ocurriendo, remitida al legislador ordinario la determinación de la competencia de las Entidades locales, sin llegar a definir constitucionalmente ningún ámbito material de actividad propiamente local. Enfrentado a esta cuestión, el Tribunal Constitucional, en la STC de 28 de julio de 1981, ha dejado sin decidir de forma clara si la autonomía local supone una tabla de competencias exclusivas de cada Ente local, o, por el contrario, la autonomía de éstos no es otra cosa que un derecho de participación en cada materia o sector de actividad pública según el respectivo círculo de sus locales intereses. Una y otra solución parece que entran a la vez en la citada sentencia. Así, de una parte, dice el Tribunal que «el art. 137 exige que se dote a cada Ente de todas las competencias propias y exclusivas que son necesarias para satisfacer el interés respectivo»; y, por otra, afirma que «concretar este interés en relación a cada materia no es fácil, y en ocasiones, sólo puede llegarse a distribuir la competencia sobre la misma función del interés predominante, pero sin que ello signifique un interés
exclusivo que justifique una competencia exclusiva en el orden decisorio»; para matizar, en definitiva, y en línea más próxima a la tesis participativa, «que la autonomía local ha de ser entendida como un derecho de la comunidad local a participar a través de órganos propios, en el gobierno y administración de cuantos asuntos le atañen, graduándose la intensidad de esta participación en función de la relación de intereses locales y supralocales». En definitiva, las competencias locales se continúan definiendo en el Derecho español desde la legislación estatal o autonómica, cuya idea matriz, en la Ley de Bases de Régimen Local de 1985, es la de asegurar una cuota de participación competencial en las competencias atribuidas a órganos superiores. Como afirma su Exposición de Motivos: «En punto al aspecto, absolutamente crucial, de las competencias, la base de partida no puede ser otra que la de la radical obsolescencia, por razones ya dichas anteriormente, de la vinculación de la autonomía a un bloque de competencias por naturaleza sedicentemente locales. En efecto, salvo algunas excepciones, son raras las materias que en su integridad pueden atribuirse al exclusivo interés de las Corporaciones locales, lógicamente también son raras aquellas en las que no existe interés predominantemente local en juego; de ahí que la cuestión de los ámbitos competenciales de los Entes locales deba tener en cuenta una composición equilibrada de los siguientes factores: [...]. a) La necesidad de la garantía suficiente de la autonomía local. b) La exigencia de armonización de esa garantía general con la distribución territorial de la disposición legislativa sobre las distintas materias o sectores orgánicos de acción pública. c) La imposibilidad material, en todo caso, de la definición cabal y suficiente de las competencias locales en todos y cada uno de los sectores de intervención potencial de la Administración Local, desde la legislación de régimen local». En definitiva, faltando una enumeración municipales en la Constitución habrá delimitación en la legislación local; una nunca será cabal y suficiente, como
de competencias que estar a su delimitación que dice el Tribunal
Constitucional, y que deberá completarse con las competencias que las leyes sectoriales reserven a los Municipios, y en su caso a las provincias, al regular específicos ámbitos de intervención administrativa cuando en ellos se reconozcan intereses locales. Mientras cada vez más teórico que el real judicializado control de las Administraciones superiores ( Estado o Comunidad Autónoma) sobre los entes locales, se abrió el proceso inverso de control de estos sobré la legislación estatal y autonómica. Así , la LO de abril, aprobada en Estrasburgo el 15 de octubre de 1985 y aprobada y ratificada por España el 20 de enero de 1988, modifica la LOTC para que puedan ser objeto de impugnación ante este, por parte de los Entes locales, aquellas leyes del Estado o de las CCAA que pudieran no resultar respetuosas de dicha autonomía. Para plantear el conflicto están legitimados los municipios o provincias que sean únicos destinatarios de la correspondiente ley. Sí la ley no es particular sino general, a que afecte aquella – siempre que representen al menos a un sexto de la población oficial del ámbito territorial afectado- o a la mitad de las provincias en el mismo ámbito –siempre que representen, a su vez, la mitad de la población oficial del ámbito territorial afectadoEs así mismo necesario el acuerdo del órgano plenario de las corporaciones locales recurrentes con el voto favorable de la mayoría absoluta del número legal de miembros de las mismas. Además se precisa, con carácter preceptivo pero no vinculante, un informe del Consejo de Estado u órgano consultivo de la correspondiente Comunidad Autónoma, según que el ámbito territorial al que pertenezcan las corporaciones locales corresponda a varias ó a una Comunidad Autónoma. Planteado el conflicto, el tribunal podrá acordar, mediante auto motivado, la inadmisión del mismo por falta de legitimación u otros requisitos exigibles y no subsanables, o cuando estuviese notoriamente infundada la controversia suscitada.
Una vez admitido a trámite, en el término de 10 días, el tribunal dará traslado del mismo a los órganos legislativo y ejecutivo de la Comunidad Autónoma de quien hubiese emanado la ley, y en todo caso a los órganos legislativo y ejecutivo del Estado. La personificación y la formulación de alegaciones deberán realizarse en el plazo de 20 días. La sentencia declarará sí existe o no vulneración de la autonomía local constitucionalmente garantizada, determinando, según proceda, la titularidad o atribución de la competencia controvertida, y resolverá, en su caso, lo que procediere sobre las situaciones de hecho o de derecho creadas en lesión de la autonomía local. La declaración, en su caso, de inconstitucionalidad de la ley que haya dado lugar al conflicto requerirá nueva sentencia sí el Pleno del tribunal decide plantearse la cuestión tras la resolución del conflicto declarando que ha habido vulneración de la autonomía local. C) LAS COMPETENCIAS PROPIAS LA ley de Bases del Régimen Local, siguiendo la pauta establecida en el Estatuto Municipal de 1924 y la Ley de Régimen Local de 1955, regulaba en términos ampulosos y generosos la legitimación o capacidad del municipio << para promover toda clase de actividades y prestar cuantos servicios públicos contribuya a satisfacer las necesidades y aspiraciones de la comunidad vecinal>> . Este precepto ha sido objeto de una redacción más medida y escrita en la Ley 27/2013, de 27 de Diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración local que impone notable dieta al anterior activismo municipal: << El municipio – dice ahora más discretamente el art 25 -, para la gestión de sus intereses y en el ámbito de sus competencias, puede promover actividades y prestar los servicios públicos que contribuyan a satisfacer las necesidades y aspiraciones de la comunidad vecinal en los términos previstos en este artículo >> Con carácter general la Ley de Bases del Régimen Local, clasifica ahora las competencias de las entidades locales, y
por ende, del municipio, en dos categorías: las propias y atribuidas por delegación. Fuera de las propias las entidades locales sólo podrán ejercer otras competencias cuando no se ponga en riesgo la sostenibilidad financiera del conjunto de la Hacienda municipal, de acuerdo con loa requerimientos de la legislación de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera y no se incurra en un suspenso de ejecución simultánea del mismo servicio público con otra Administración pública. Dentro de las competencias propias figuran las competencias de coparticipación en materias sobre las que también ostentan competencias las administraciones superiores y que el municipio ejercerá en todo caso como competencias propias, en los términos de la legislación del Estado y de las Comunidades Autónomas. Estas competencias, de las que la citada Ley de Racionalización ha excluido las referencias a la atención primaria de salud y la gestión de servicios sociales, quedan ahora circunstancias a las siguientes materias: a)Ubanismo: planteamiento, gestión, ejecución y disciplina urbanística. Protección y gestión del patrimonio histórico. Promoción y gestión de la vivienda de protección pública con criterios de sostenibilidad financiera. Conservación y rehabilitación de la edificación. b)Medio ambiente públicos, gestión protección contra atmosférica en las
urbano: en particular, parques y jardines de los residuos sólidos urbanos y la contaminación acústica, lumínica y zonas urbanas.
c)Abastecimiento de agua potable a domicilio y evacuación y tratamiento de aguas residuales. d) Infraestructura varia y otros equipos equipamientos de su titularidad. e) Evaluación e información de situaciones de necesidad social y la atención inmediata a personas en situación o riesgo de exclusión social.
f) Policía local, protección civil, prevención y extinción de incendios. g) Tráfico, estacionamiento de vehículos y movilidad. Transporte colectivo urbano. h) Información y promoción de la actividad turística de interés y ámbito local. I) Ferias, abastos, mercados, lonjas y comercio ambulante. j) protección de salubridad pública. k) Cementerios y actividades funerarias. l) Promoción del deporte e instalaciones deportivas del tiempo libre. m) Promoción de la cultura y equiparamientos culturales. n) Participar en la vigilancia del cumplimiento de la escolaridad obligatoria y los solares necesarios para la construcción de nuevos centros docentes. La conservación, mantenimiento y vigilancia de los edificios de titularidad local destinados a centros públicos de educación infantil, de educación primaria o especial. ñ)Promoción en su término municipal de la participación de los ciudadanos en el uso suficiente y sostenible de las tecnologías de la información y de las comunicaciones. ( art.25) En estas materias, antes de la citada Ley 27/2013, la forma legal determinaba con mucha ligereza las competencias municipales que debían atribuirse al municipio según << el círculo de sus intereses, atribuyéndoles las competencias que procedan en atención a las características de la actividad pública de que se trate y a la capacidad de gestión de las Entidades locales, de conformidad con los
principios de descentralización y de máxima prioridad de la gestión administrativa a los ciudadanos>>. Ahora, tras dicha Ley, la atribución al municipio de dichas competencias de coparticipación se sujeta a las reglas estatales muy estrictas. Así, en primer lugar, la norma deberá evaluar la convivencia de la implantación de servicios locales e ir acompañada de una memoria económica que refleje el impacto sobre los recursos financieros de las Administraciones públicas afectadas y el cumplimiento de los principios de estabilidad, sostenibilidad financiera y eficiencia del servicio o la actividad; asimismo garantizará que no se produce una atribución simultánea de la misma competencia a otra Administración pública y prever la dotación de los recursos necesarios para asegurar la suficiencia financiera de las entidades locales sin que ello pueda conllevar, en ningún caso, un mayor gasto de las Administraciones públicas; y en fin, los proyectos de leyes estatales se acompañan de un informe del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas en el que se acrediten del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas en el que se acrediten los criterios antes señalados. Dentro de las materias enunciadas, cuya concreción se hará por ley del Estado o de las CCAA, se identifican una serie de funciones, que, además de prestar de propias tienen el carácter de competencias obligatorias o mínimas, a prestar en todo caso por los municipios por sí o asociados con otros, y que son las siguientes (art. 36): a)En todos los municipios: alumbrado público, cementerio, recogida de residuos, limpieza varia, abastecimiento domiciliario de agua potable, alcantarillado, acceso a los núcleos de población y pavimentación de las vías públicas. b)En los municipios con población superior a los 5.000 habitantes, además: parque público, biblioteca pública y tratamiento de aguas de resíduos. c)En los municipios con población superior a los 20.000 habitantes, además: protección civil, evaluación e información de situaciones de necesidad social y la
atención inmediata a personas en situación o riesgo de exclusión social, prevención y extinción de incendios e instalaciones deportivas de uso público. d) En los municipios con población superior a los 50.000 habitantes, además transporté colectivo urbano de viajeros y medio ambiente urbano. Como la imposición de servicios mínimos es pura fantasía cuando no hay medios o voluntad corporativa de respetarlos, la LBRL declaró indispensables por las CCAA las obligaciones mínimas cuando por sus características peculiares resultaren de imposible o muy difícil cumplimiento; por otra, dispuso que la ayuda de las diputaciones provinciales a los municipios se dirigiese preferentemente al establecimiento y adecuada prestación de estos servicios mínimos (art 26). Con posteridad, la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración local elimina la posibilidad de aquella dispensa autonómica de los servicios mínimos y, de otro lado, con relación únicamente a los municipios con población inferior a 20.000 habitantes, impone a la diputación provincial o entidad equivalente de coordinación de la prestación de los siguientes servicios: a) recogida y tratamiento de residuos; b) abastecimiento de agua potable a domicilio y evacuación y tratamiento de aguas residuales; limpieza varia; d) acceso a los núcleos de población; e) pavimentación de las vías urbanas; f) alumbrado público. A estos efectos la forma de prestación podrá consistir en la prestación directa por la diputación o la implantación de fórmulas de gestión compartida a través de consorcios, mancomunidades u otras. En todo caso cuando la diputación o entidad equivalente asuma la prestación de estos servicios repercutirá a los municipios el coste efectivo del servicio en función de su uso y, si estuvieran financiados por tasas y asume su prestación la diputación o entidad equivalente, será a esta a quien haya destinada la tasa para la financiación de los servicios.
Al margen de estas competencias, los municipios según la normativa vigente con anterioridad a la citada Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalizacíon y sostenibilidad de la Administración Local, podrán realizar actividades complementarias propias de otras Administraciones Públicas y, en particular, las relativas a la educación, la cultura, la promoción de la mujer, la vivienda, la sanidad y la protección de la mujer, la vivienda, la sanidad y la protección del medio ambiente; y, justamente por haber sido en estas materias donde se produjo una mayor descoordinación de los municipios con las administraciones superiores y se incurrió en un mayor solapamiento competencial y endeudamiento competencial y endeudamiento como advertimos en superiores adiciones de esta obra, dicha Ley ha procedido a la supresión del art.28 de la LBRL donde se contenía esa atribución de competencias. Así mismo se transfieren a la CA la competencia sobre dichos servicios (disposiciones transitorias segunda y tercera) como también la competencia sobre los servicios relativos a la inspección y control sanitario de mataderos, de industrias alimentarias y bebidas hasta ese momento vinieran prestando los municipios ( disposición transitoria primera); todo ello, sin perjuicio de que en los términos que veremos, dichas competencias puedan ser ya plenamente titulares de dicha competencia. Las competencias que los municipios asuman según las anteriores reglas, aunque lo sean de participación del Estado o CA, y según la legislación superior estatal o autónomica, se entiende que son, insistimos, competencias propias que se ejercen con autonomía, es decir, sin sujeción a controles o tutelas y bajo la propia responsabilidad, pero atendiendo siempre a la debida coordinación en su programación y ejecución con las demás Administraciones públicas dando por supuesto que la autonomía no se pierde por cooperar con la administraciones superiores en instrumentos de coordinación bilateral, convenios, o con la participación del municipio en órganos de cooperación, supuestos en que el municipio mantiene sus poderes decisorios, pero ya se pierde cuando se le somete a técnicas más imperativas como la planificación sectorial
( art.58). Ante la posibilidad, sin embargo, de que el ejercicio de la competencia participa entre las administraciones superiores y la local no sea factible de divisiones y de su ejercicio coordinado por las técnicas anteriores, la Ley autoriza a resolver la cuestión mediante procedimientos conjuntos en los que sólo uno de los entes territoriales ostenta la potestad decisoria final, pero dando participación a los entes interesados mediante informes, propuestas, etc. (art.62). D) LAS COMPETENCIAS DELEGADAS. A diferencia de la regulación de las competencias propias, la regulación de las competencias atribuidas al municipio por delegación del Estado y de las Comunidades Autónomas, técnica apenas utilizada, está ahora muy condicionada por la ley 27/2013 de Racionalización y Sostenibilidad del Régimen Local. En este supuesto será preciso acreditar que se mejora la eficacia de la gestión pública, se contribuye a eliminar duplicidades administrativas y resulte acorde con la legislación de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera sin que, en ningún caso, pueda conllevar un mayor gasto de las administraciones afectadas. Por esta vía de la delegación a la que reiteramos, vemos poco recorrido, los municipios pueden ejercer aquellas competencias antes referidas sobre educación, sanidad y otros servicios sociales y de las que han sido privados. La delegación deberá determinar el alcance, contenido, condiciones y duración de esta, que no podrá ser inferior a 5 años, así como el control de eficiencia que se reserve la Administración delegante y los medios personales, materiales y económicos, que esta asigne sin que pueda suponer un mayor gasto de las Administraciones públicas. En todo caso, la administración delegante que podrá ser tanto el Estado como la CA, solicitará la asistencia de las diputaciones provinciales o entidades equivalentes para la coordinación y seguimiento de las delegaciones y podrá verificarse sobre las siguientes competencias: a) vigilancia y control de la contaminación ambiental; b) protección del
medio natural; c) prestación de los servicios sociales, promoción de la igualdad de oportunidades y la prevención de la violencia contra la mujer; d) conservación o mantenimiento de centros sanitarios asistenciales de titularidad de la CA; e) creación, mantenimiento y gestión de las escuelas infantiles de educación de titularidad pública de primer ciclo de educación infantil; f) realización de actividades complementarias en los centros docentes; g) gestion de instalaciones culturales de titularidad de la Comunidad Autónoma o Estado, con estricta sujeción al alcance y condiciones que derivan del art 149.1.28.ª de la CE; h) gestion de las instituciones deportivas de titularidad de la Comunidad Autónoma o Estado, incluyendo las situadas en los centros docentes cuando se usen fuera del horario lectivo; i) inspección y sanción de establecimientos y actividades comerciales; j) promoción y gestión turística; k) comunicación, autorización, inspección y sanción de los espectáculos públicos; l) liquidación y recaudación de tributos propios de la CA o el Estado; m) inscripción asociaciones, empresas o entidades en los registros administrativos de la CA o del Estado; m) inscripción de asociaciones, empresas o entidades en los registros administrativos de la CA o de la Administración del Estado; n) gestion de oficinas unificadas de información y tramitación administrativa; o) cooperación con la Administración educativa a través de los centros asociados de la UNED. La Administración delegante podrá dirigir y controlar el ejercicio de los servicios delegados, dictar instrucciones técnicas de carácter general y recabar, en cualquier momento, información sobre la gestión municipal, así como enviar comisionados y formular los requerimientos pertinentes para la subsanación de las deficiencias observadas. En caso de incumplimiento de las directrices, denegación de las informaciones solicitadas, o inobservancia de los requerimientos formulados, la Administración delegante podrá revocar la delegación o ejecutar por sí misma la competencia delegada en sustitución del municipio los actos del municipio podrán ser recurridos ante los órganos competentes de la Administración delegante.
La efectividad de la delegación requerirá su aceptación por el municipio interesado y habrá de ir acompañada en todo caso de la correspondiente financiación, para lo cual será necesaria la existencia de dotación presupuestaria adecuada y suficiente en los presupuestos de la Administración delegante para cada ejercicio económico, siendo nula sin dicha dotación. El incumplimiento de las obligaciones financieras por parte de la Administración autonómica delegante facultará a la entidad Local delegada, sin perjuicio de ejercer con otras obligaciones financieras que esta tenga con aquella. Además será necesario que incluyan una cláusula de garantía del cumplimiento de esos compromisos consistente en las transferencias que les correspondan por aplicación de su sistema de financiación ( art. 57bis). En todo caso los municipios, sólo podrán ejercer otras competencias de las competencias propias o ejercidas por delegación, reiteramos, cuando no se ponga en riesgo su sostenibilidad financiera y no se incurra en un supuesto de ejecución simultánea del mismo servicio público con otra Administración pública. A estos efectos, serán necesarios y vinculantes los informes previos de la Administración competente por razón de materia, en el que se señale la inexistencia de duplicidades, y de la Administración que tenga la tutela financiera.
2) LAS COMPETENCIAS PROVINCIALES. Las competencias de las Provincias ha sido cuestión aún más compleja que las competencias municipales. La complejidad viene de la propia evolución de la Provincia, en la que los planos estatal y local se han entremezclado desde sus orígenes, no siendo otra cosa la Provincia y su órgano de gobierno, la Diputación provincial, en el diseño de la Constitución de Cádiz, que un nivel de organización de las propias competencias del Estado y un instrumento de control de los Municipios por los Gobernadores Civiles. Sin embargo, desde las reformas de los Moderados, a mediados del siglo XIX, y sin perjuicio de consolidarse como
demarcación territorial del Estado sobre la que se asientan las delegaciones provinciales de los ministerios, amén del gobernador civil, se van perfilando los rasgos de la provincia como Ente local, al orientarse su actividad al apoyo y suplencia de las competencias de los Municipios y hacia la gestión obligada de determinadas obligaciones mínimas, como la red de caminos vecinales y los establecimientos públicos con fines sanitarios y benéficos (Hospital médico-quirúrgico, Hospicio, Psiquiátrico, Asilo de Ancianos, Instituto de Maternología); todo ello sin perjuicio de que la legislación permitiera también otras intervenciones de la Diputación Provincial para el «fomento y administración de los intereses peculiares de la Provincia, con subordinación a las leyes generales», en forma análoga a lo establecido en la cláusula general de capacidad de los Municipios, enumerando a seguidas unas materias muy numerosas (culturales, industriales, agrícolas, forestales, de crédito, etc.) sobre las que podría incidir la actividad de fomento provincial (art. 242 de la Ley de Régimen Local de 1955). La Ley de Bases de Régimen Local de 1985 refleja el aumento de complejidad que para la delimitación de las competencias provinciales comporta la creación de un nuevo nivel de Administración territorial, como es la Comunidad Autónoma, de forma tal que la Provincia tiene que atender, como siempre hizo, a los Municipios que la integran para compensar sus debilidades, asegurando a este efecto «la prestación íntegra y adecuada en la totalidad del territorio provincial de los servicios de competencia municipal»; pero también la Provincia es enlace entre los Municipios de su territorio y las otras administraciones superiores, participando «en la coordinación de la Administración Local con la de la Comunidad Autónoma y la del Estado». Asimismo, y ya que por imperativo constitucional han de soportarse tantas Administraciones sobre un mismo territorio y población (al menos: Municipio, Provincia, Comunidad Autónoma y Estado), se pretende que la Provincia sirva de brazo administrativo de las Comunidades Autónomas, para evitar justamente el nacimiento y desarrollo de una
Administración periférica de éstas, lo que no se ha conseguido. En desarrollo de estos criterios, la Ley de Bases de Régimen Local de 1985, modificada por la ley 27/2013, sigue las mismas pautas establecidas para la definición de las competencias municipales y, sigue las mismas establecidas para la definición de las competencias municipales y, a estos efectos, declarará competencias propias de la provincia las que les atribuyan en ese concepto las leyes del Estado y de las CCAA en los diferentes sectores de la acción pública y, en todo caso, las siguientes: a) La coordinación de los servicios municipales entre sí para la garantía de la prestación integral y adecuada. b) La asistencia y cooperación jurídica, económica y técnica a los municipios, especialmente los de menos capacidad económica y de gestión. En todo caso garantizará en los municipios de menos de 1.000 habitantes la prestación de los servicios de secretaría e intervención. c) La prestación de servicios públicos de carácter supramunicipal y, en su caso, supracomarcal y el fomento o, en su caso, coordinación de la prestación unificada de servicios de los municipios de su respectivo ámbito territorial. En particular, asumirá la prestación de los servicios de tratamiento de residuos en los municipios de menos de 5.000 habitantes, y de prevención y extinción de incendios en los de menos de 20.000 habitantes, cuando estos no procedan a su prestación. d) La cooperación en el fenómeno del desarrollo económico y social y en la planificación en el territorio provincial, de acuerdo con las competencias de las demás administraciones públicas en este ámbito. e) El ejercicio de funciones de coordinación para la elaboración y seguimiento de los planes financieros. f) Asistencia en la prestación de servicios de gestión de la recaudación tributaria, en periodo voluntario y ejecutivo, y de servicios de apoyo a la gestión
financiera de los municipios con población inferior a 20.000 habitantes. g) La prestación de los servicios de administración electrónica y la contratación centralizada en los municipios con población inferior a 20.000 habitantes. h) El seguimiento de los costes efectivos de los servicios prestados por los municipios de su provincia para una gestión coordinada más eficiente de los servicios que permita reducir estos costes. i) La coordinación mediante convenio, con la CA respectva, de la prestación del servicio de mantenimiento y limpieza de los consultorios médicos en los municipios con población inferior a 5.000 habitantes. A estos efectos anteriores, la diputación o entidad equivalente: a) Aprueba anualmente un plan provincial municipal de cooperación a las obras y servicios de competencia municipal, en cuya elaboración deben participar los Municipios de la provincia. El plan podrá financiarse con medios propios de la Diputación o entidad equivalente, las aportaciones municipales y las subvenciones que acuerden la Comunidad Autónoma y el Estado con cargo a sus respectivos presupuestos. La Comunidad Autónoma asegura, en su territorio, la coordinación de los diversos planes provinciales, y tanto ésta como el Estado pueden sujetar sus subvenciones a determinados criterios y condiciones en su utilización o empleo. b) Asegurará el acceso de la población de la provincia al conjunto de los servicios mínimos de competencia municipal y la mayor eficacia y economía en la prestación de éstos mediante cualesquiera fórmulas de asistencia y cooperación municipal. Con esta finalidad, las Diputaciones podrán otorgar subvenciones y ayudas con cargo a sus fondos propios para la realización y el mantenimiento de obras y servicios municipales, que se instrumentarán a través de planes especiales u otros instrumentos específicos.
c) Garantiza el desempeño de las funciones públicas necesarias en los Ayuntamientos y les presta apoyó en la selección y formación de su personal sin perjuicio de la actividad desarrollada en estas materias por la Administración del Estado y la de las Comunidades Autónomas. d) Da soporte a los Ayuntamientos para la tramitación de procedimientos administrativos y realización de actividades materiales y de gestión, asumiéndolas cuando aquellos se encomienden. Un último supuesto de la actividad de las Diputaciones Provinciales, sin duda el más problemático y equívoco de todos, es la llamada gestión ordinaria de las competencias autonómicas, «en los términos previstos en los Estatutos y la legislación de las Comunidades Autónomas» (arts. 8 y 37). Este supuesto, a diferencia de los de delegación, se impone obligatoriamente, y plantea numerosos problemas, comenzando por el de su constitucionalidad, pues no resulta sencillo cohonestar el principio de la autonomía local con la posibilidad de apropiación forzosa de los aparatos burocráticos de las Provincias por las Comunidades Autónomas, a los efectos de que les sirvan de instrumento ciego del ejercicio de las competencias autonómicas. Se trataría de una reiteración de la fórmula que, a través de los negociados de quintas de los Municipios, siguió el Estado para la gestión del reclutamiento militar, y que si funcionó a plena satisfacción es porque las relaciones entre aquél y los Municipios no se correspondían con las propias de Administraciones territoriales dotadas de autonomía, sino que estaban vinculadas por muy diversos y estrechos lazos, hoy inexistentes. Tampoco resulta fácil saber cuál es la respuesta que en la gestión ordinaria de las competencias autonómicas ha de darse a la imputación de los costes de la actividad, al grado de dependencia de la Provincia en la ejecución de las competencias autonómicas y, sobre todo, a las consecuencias en caso de negativa a ejercitarlas o mala gestión. Todo esto ha llevado a que, como ocurre con la
delegación, esta otra gestión de las competencias autonómicas sea también una vía inexplorada.
3.EL CONTROL SOBRE LOS ENTES LOCALES. DE LA TUTELA DEL ESTADO A LA JUDIALIZACIÓN DE LOS CONFLICTOS. Como se dijo, la autonomía de los Entes locales no sólo depende de las competencias que se les asignen, sino también (aparte, claro está, de los medios o recursos económicos) del grado de independencia con que frente al Estado o a otras colectividades territoriales las ejercen. Si los controles y tutelas son muy fuertes la autonomía desaparece; por el contrario, si no hay posibilidades de control por los Entes territoriales, se corren los riesgos propios del cantonalismo local. Veamos, pues, cuáles han sido las respuestas a esta cuestión en nuestro más cercano pasado y en la legislación actual.
A) EL CONTROL DEL ESTADO LIBERAL SOBRE LOS ENTES LOCALES. En el Estado liberal y centralista, según el modelo francés importado a España, y que llega hasta la Constitución de 1978, las relaciones de las Entidades locales con el Estado se expresan en la regla de una efectiva subordinación de aquéllas a éste. La filosofía política que inspira esa solución es también muy simple: el Estado encarna la soberanía nacional y no es concebible que encuentre en una parte de su territorio y población otras voluntades parciales que puedan enfrentársele. Esta superioridad de la Administración del Estado garantiza también la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y los servicios públicos, esencial al Estado centralista unitario, y además le permite asumir el papel de defensora de los derechos ciudadanos contra los eventuales excesos de los poderes locales. Hay también otras razones que explican esta sumisión de los Entes locales del Estado. Se trata de la extrema indigencia en medios personales y materiales para la gestión de los servicios locales de los miles de Municipios
de nueva planta que surgen en el siglo XIX en Francia (40.000) y en España (más de 9.000). La tesis, por consiguiente, de su minoría de edad, que sirve también de justificación a los controles y tutelas estatales, no es sólo una expresión retórica sino que responde a una situación de real incapacidad de la mayor parte de los Municipios para cumplir con sus más elementales obligaciones. Los principios y técnicas puestas en pie para asegurar la subordinación de los Entes locales al Estado parten del control de éste sobre los titulares de los órganos del gobierno local. A este propósito sirvió la doctrina de la doble condición del Alcalde, Jefe de la Administración municipal y al propio tiempo representante del Estado en el término municipal, lo que justificó que su nombramiento se reservase al Estado, bien entre los Concejales, bien designando para el cargo a cualquier persona ajena a la Corporación, como ocurría con la facultad regia de nombramiento de los Alcaldes en las grandes capitales. Más directamente, en el nivel provincial, la Presidencia de la Diputación —como la del Consejo Departamental francés al Prefecto— se atribuyó al Gobernador Civil. Completaba el arsenal de poderes de tutela sobre los titulares de los órganos de gobierno local la posibilidad de la suspensión o destitución de Alcaldes y Concejales y la disolución misma de toda la Corporación en casos extremos. A su vez, el control sobre la legalidad y oportunidad de la actividad de los Entes locales se ejercía a través de la que se ha llamado la trilogía de las formas de tutela: la anulación, la aprobación y la sustitución. La tutela de anulación, privilegiada con el previo efecto suspensivo del acto o actividad controlada, podía ejercerse de oficio o a través de la resolución de los recursos interpuestos por los particulares. La tutela de sustitución permitía al Estado reemplazar la actividad de los órganos ejecutivos de las Entidades locales por la suya propia, cuando aquéllos se negaban o retrasaban el cumplimiento de obligaciones legales. La tutela de aprobación suponía que en determinadas materias las Autoridades locales no podían actuar solas, sin contar con el visto bueno de la Autoridad estatal. Esta
técnica, que controlaba la oportunidad o acierto de la actividad de la entidad tutelada, servía igualmente para ejercer un control de legalidad, y fue particularmente útil en el control de la actividad económica de los Entes locales, cuyos presupuestos, actos de disposición de bienes, nombramiento de funcionarios, etcétera, se fiscalizaban a priori con la exigencia de su aprobación por el Estado.
B) LA TUTELA EN LA DOCTRINA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL. La puesta en vigor de la Constitución de 1978 supuso una condena prácticamente total de las técnicas de tutela que la Sentencia del Tribunal Constitucional, de 2 de febrero de 1981, declaró contrarias a la autonomía local, anulando buena parte de la regulación de la Ley de Régimen Local de 1955. A este efecto el tribunal afirmó que la autonomía local «es compatible con la existencia de un control de legalidad sobre el ejercicio de las competencias, si bien no se ajusta a tal principio la previsión de controles genéricos e indeterminados que sitúen a las Entidades locales en una posición de subordinación o dependencia cuasi jerárquica de la Administración del Estado u otras entidades territoriales; en todo caso los controles de carácter puntual habrán de referirse normalmente a supuestos en que el ejercicio de las competencias de la entidad local incidan en intereses generales concurrentes con los propios de la entidad, sean del Municipio, la Provincia, la Comunidad Autónoma o el Estado. El control de legalidad, con la precisión anterior, puede ejercerse en el caso de los Municipios y Provincias por la Administración del Estado, aún cuando es posible también su transferencia a las Comunidades Autónomas». «En cambio —sigue diciendo el Tribunal— la autonomía garantizada por la Constitución quedaría afectada en los supuestos en que la decisión correspondiente a la gestión de los intereses respectivos fuera objeto de un control de oportunidad, de forma tal que
la toma de la decisión viniera a compartirse por otra Administración». El Tribunal Constitucional, en ésta y posteriores sentencias, ha concretado así sus criterios: — Es inconstitucional la potestad de suspender o destituir de sus cargos a los Presidentes y miembros de las Corporaciones locales en caso de mala conducta, así como por motivos graves de orden público, dado el carácter representativo de los mismos. — Es incompatible con la autonomía local la sustracción de la potestad del Municipio de aprobación de los presupuestos. Sin embargo, es constitucional la posibilidad de limitar la asunción de obligaciones (se entiende que por leyes generales) — Es inconstitucional la regla según la cual en las materias no confiadas a la exclusiva competencia de los Municipios y Provincias (art. 7 de la Ley de 1955) unos y otras actuarían bajo la dirección administrativa del Ministerio de Gobernación (ahora Ministerio del Interior), pues otorga una potestad de dirección genérica a la Administración del Estado, que refleja una concepción acerca de la posición del Municipio y la Provincia que se opone al concepto de autonomía. — Por el contrario, es constitucional la suspensión provisional por el Subdelegado del Gobierno de las ordenanzas y reglamentos locales incursos en infracción legal, por tratarse de un control de legalidad de alcance limitado, ya que la suspensión tiene carácter provisional hasta que decida la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.
C) LA JUDICIALIZACION DE LAS RELACIONES DE CONTROL Y TUTELA. Consecuentemente con la dura condena por el Tribunal Constitucional de los controles y tutelas sobre las Entidades locales, la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 huye como de la peste de la utilización de las expresiones típicas
y tradicionales en la designación de la materia a que nos venimos refiriendo, tales como control, tutela, fiscalización u otras similares, regulando estas técnicas, cuando con toda moderación las admite, bajo las genéricos e inexpresivos términos (que constituyen los epígrafes de los Capítulos II y III del Título V de la Ley) de «Relaciones interadministrativas» e «Impugnación de actos y acuerdos y ejercicio de acciones». Pero, a pesar de este cambio semántico, la realidad es que los preceptos sustantivamente más importantes que estos capítulos contienen se refieren justamente al, aunque debilísimo, control del Estado y de las Comunidades Autónomas sobre los Entes locales y que, como primera condición, requiere asegurar a la instancia controladora una adecuada información. A este efecto, se impone a las Entidades locales la obligación de remitir a las Administraciones del Estado y de las Comunidades Autónomas copia de los actos y acuerdos de las mismas. Además, se faculta a la Administración del Estado y de las Comunidades Autónomas para solicitar ampliación de la información concreta sobre la actividad municipal, pudiendo recabar incluso la exhibición de expedientes y la emisión de informes (art. 64 de la Ley de Bases del Régimen Local). El deber de su ministrar información y la facultad de exigirla por parte de las Administraciones superiores está claro, pero lo que resulta muy problemático es su real efectividad, ya que no se prevén sanciones efectivas ante los eventuales incumplimientos. Por lo demás, la Ley contempla dos supuestos de control gubernativo directo: En primer lugar, y como facultad realmente extraordinaria, se admite la disolución de los órganos de las Corporaciones locales, procediendo a seguidas a la aplicación de la legislación electoral en relación con la convocatoria de elecciones parciales y a la provisional administración ordinaria de la Corporación (art. 61). Pero esta disolución sólo podrá acordarse en el caso —difícil de imaginar— «de gestión gravemente dañosa para los
intereses generales que suponga el incumplimiento de obligaciones constitucionales». La facultad de disolución se atribuye al Consejo de Ministros, a iniciativa propia y con conocimiento del Consejo de Gobierno de la Comunidad Autónoma correspondiente, o a solicitud de ésta, requiriéndose ¡nada menos! que el previo acuerdo favorable del Senado. Que sepamos, esta medida sólo se ha aplicado para la disolución del ayuntamiento de Marbella. La disolución supone la convocatoria de elecciones parciales para la constitución de una nueva corporación dentro del plazo de tres meses, salvo que por la fecha en que ésta debiera constituirse el mandato de la misma hubiese de resultar inferior a un año. Mientras se constituye la nueva corporación o expira el mandato de la disuelta, la administración ordinaria de sus asuntos corresponderá a una comisión gestora designada por la diputación provincial o, en su caso, por el órgano competente de la Comunidad Autónoma correspondiente, que designará el Alcalde entre sus miembros. Un supuesto especial se contempla en la Ley Orgánica 1/2003, de 10 de marzo, para la garantía de la democracia en los Ayuntamientos y la seguridad de los Concejales, que ha calificado de decisiones gravemente dañosas para los intereses generales los acuerdos o actuaciones de los órganos de las corporaciones locales que den cobertura o apoyo, expreso o tácito, de forma reiterada y grave, al terrorismo o a quienes participen en su ejecución, lo enaltezcan o justifiquen, y los que menosprecien o humillen a las víctimas o a sus familiares. En este caso, la diputación provincial —o, en su caso, el órgano competente de la Comunidad Autónoma— asumirá directamente, tras su disolución, la gestión ordinaria de la corporación hasta la finalización del correspondiente mandato, no pudiendo adoptar acuerdos para los que se requiera una mayoría cualificada. Además de esta medida —redactada análogamente a la facultad que el Estado tiene reconocida frente a las Comunidades Autónomas en el art. 155 de la Constitución— la Ley de Bases de Régimen Local prevé asimismo la
sustitución de la actividad del Ente local por la Administración del Estado o de las Comunidades Autónomas. El precepto contempla el caso de una Entidad local que «incumpliere las obligaciones impuestas directamente por la Ley de forma que tal incumplimiento afectase al ejercicio de competencias de la Administración del Estado o de la Comunidad Autónoma, y cuya cobertura económica estuviere legal o presupuestariamente garantizada». En ese supuesto, la Administración del Estado o la autonómica, según su respectivo ámbito competencial, deberán recordar a la Entidad local su cumplimiento, concediendo al efecto el plazo que fuese necesario. Si transcurrido dicho plazo, nunca inferior a un mes, el incumplimiento persistiese, se procederá a adoptar las medidas necesarias para el cumplimiento de la obligación a costa y en sustitución de la Entidad Local. Fuera de estos supuestos de control, salvo el caso del ayuntamiento de Marbella prácticamente inéditos, no hay más controles sobre la actividad de las Entidades locales que los también problemáticos, largos y poco eficaces, controles de legalidad ante la Jurisdicción Contenciosoadministrativa, y en los siguientes casos: 2.Cuando el acto de alguna Entidad local infrinja el ordenamiento jurídico. En este caso la Administración del Estado o de las Comunidades Autónomas interfiera su ejercicio o se exceda en la propia competencia. En este caso cabe la impugnación por aquellas en el plazo de 15 días, debiendo precisar la impugnación la lesión o en su caso, la extralimitación competencial que la motiva y las normas legales vulneradas en que se funda; en el caso de que la impugnación contuviera, además petición expresa de suspensión del acto o acuerdo impugnado, el tribunal, sí la estima fundada, acordará la suspensión. No obstante, a instancia de la entidad local, y oyendo a la Administración demandada, el tribunal podrá alzar en cualquier momento, en todo ó en parte, la suspensión decretada en caso de que ella hubiere de derivarse perjuicio al interés local no justificado por las exigencias del interés general o comunitario hecho valer en la impugnación (art. 66).
3) Cuando el acto o acuerdo atente gravemente al interés general de España. En este caso el Delegado del Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Corporación y en el caso de no ser atendido en el plazo de cinco días, podrá suspender el acuerdo y adoptar las medidas pertinentes a la protección de dicho interés en el plazo de diez días. Acordada la suspensión de un acto o acuerdo, el Delegado del Gobierno deberá impugnarlo en el plazo de diez días desde la suspensión ante la Jurisdicción ContenciosoAdministrativa (art. 67 según la redacción de la Ley 11/1999, de 21 de abril, de Modificación de las Bases del Régimen Local).
E) LA ACREDITADA CONTROL JUDICIAL .
INOPERANCIA
DEL
El control municipal en España es bifronte, es decir corresponde tanto a Estado como a las CCAA, lo que rebaja la responsabilidad de la FUNCIÓN CONTROLADORA; si a eso añadimos que el funcionamiento de nuestra administración desconcentrada del Estado o de las CCAA, es muy inferior a la prefectoral francesa y que nuestra jurisdicción contencioso–administrativa no es más eficiente ni más rápida que la francesa; y si, además consideramos que la tesis de “soberanía municipal” instalada doctrinalmente entre nosotros es muy superior al de los municipios franceses, como revela el Libro Blanco del Gobierno Local de 2005 que se hace eco de ella en términos más rotundos, podemos conjeturar que el control judicial de la administración local se ha ejercido muy débilmente y que ha servido para bien poco. La impresión de que los municipios españoles están fuera de control está confirmado por los sucesivos y desconsolados informes del Tribunal de Cuentas, conclusivamente reflejados en la moción del Pleno del
Tribunal de Cuentas para las Cortes Generales de 20 de julio de 2006, sobre control interno, llevanza de la contabilidad, gestión de personal y contratación de los municipios. El informe asegura que “la mayoría de las entidades locales no ejercen la función de control financiero, tanto de ellas mismas, como de los entes que de ellas dependen”. Y es más, en los casos en que sí se hace este control, “no se documenta con un informe que se pueda enviar al pleno de la corporación”. Igualmente, el tribunal afirma que muchos ayuntamientos de más de 50.000 habitantes “no elaboran” las memorias correspondientes sobre el cumplimiento de los objetivos programados y sobre el coste de los programas, que deben acompañar a la cuenta general, tal y como les obliga a Ley Reguladora de las Haciendas Locales. Y en los casos en que sí se elaboran estas memorias “no tienen el alcance y contenido exigido, pues los presupuestos no se confeccionan por programas ni la contabilidad permite deducir el coste y rendimiento de los servicios. Una de las razones fundamentales de este problema en los ayuntamientos es la falta de personal cualificado para atender las cuentas. Numerosos municipios “mantienen vacantes un número elevado de puestos reservados a funcionarios con habilitación de carácter nacional” (secretarios e interventores) a los que se accede por oposición, “que son sustituidos con personal cuya cualificación no siempre es la más adecuada” normalmente funcionarios interinos. Incluso, aunque tengan un funcionario con habilitación de carácter nacional con frecuencia, en una misma persona coincide la responsabilidad de la gestión económica con la de la intervención de esa misma labor. “Esta situación es contraria a los principios de control en los municipios, según
los cuales el órgano gestor no debe coincidir con el fiscalizador”. Es más, “en ocasiones”, el habilitado nacional “está condicionado en el ejercicio de sus funciones” porque, a pesar de la independencia que debe tener respecto a los políticos, termina dependiendo de la corporación en sus condiciones de trabajo y se convierte en una persona de libre designación. Por lo tanto, es nombrado pero también “cesado” por la propia entidad local. Pero los casos de los funcionarios habilitados no es el único problema en la gestión de personal que tienen los Ayuntamientos. La moción que el Tribunal de Cuentas ha dirigido al Parlamento denuncia que, “en su mayor parte, las corporaciones locales no elaboran las plantillas.., de acuerdo con los principios de racionalidad, economía o eficiencia ”tanto en lo que se refiere a los funcionarios como al personal laboral o eventual. Este hecho produce que la oferta de empleo público “incluya puestos de trabajo inexistentes o sin dotación económica para su cobertura”. Además, en gran parte de las entidades locales, en los proceso de selección de personal, “se incumplen” los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad. Este hecho se agrava, siempre según el informe de la institución fiscalizadora, por “la tendencia” de los ayuntamientos a sustituir plazas de funcionarios por puestos para contratados laborales, cuyo empleo tiene menores requerimientos. El tribunal también ha encontrado en el capítulo de la contratación pública “una reiterada vulneración de los principios de legalidad, eficiencia y economía”. Es más, no duda en denunciar “la realización de prácticas ilícitas” por parte de lo ayuntamientos debido al “incumplimiento de la normativa contractual”. Algo que los innumerables procesos penales abiertos a la clase política local, por delitos de cohecho, no ha hecho más que confirmar.
F) LA VUELTA DE LOS CONTROLES GUBERNATIVOS. EL CONTROL DE LA ESTABILIDAD PRESUPUESTARIA Y SOSTENIBILIDAD ECONÓMICA. El creciente déficit fiscal, con un 11,2% del PIB en 2009 y superior al 90% en 2014, fue determinante para la aprobación de la Ley Orgánica 2/2012 de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, consecuencia a su vez de la reforma, en septiembre de 2011, del art. 135 de la CE, que limita el déficit público de carácter estructural en nuestro país y la deuda pública al valor de referencia del Tratado de Funcionamiento de la Unión europea. El nuevo art. 135 estableció el mandato de desarrollar el contenido de este art. En una Ley Orgánica antes del 30 de junio de 2012. Los tres objetivos de la ley Orgánica 2/2012 son: garantizar la sostenibilidad financiera de todas las Admones Públicas. Fortalecer la confianza en la estabilidad de la economía española y reforzar el compromiso de España con la Unión Europea en materia de estabilidad presupuestaria. A diferencia de la normativa anterior, la Ley regula en un texto único la estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera de todas las Admones Públicas, tanto del Estado como de las CCAA, corporaciones locales y Seguridad Social. Por su parte la ley 27/2013 en la misma línea regula el contenido del plan económico financiero en caso de déficits así como el concepto y la forma de determinación del coste de los servicios. Así cuando por incumplimiento del objetivo de estabilidad presupuestaria, del objetivo de deuda pública o de la regla
de gasto, las corporaciones locales incumplidoras formulen su plan económico-financiero lo hará de conformidad con los requisitos formales que determine el Ministerio de Hacienda y Admones Públicas y con inclusión al menos de las siguientes medidas: a) Supresión de las competencias que ejerza la Entidad Local que sean distintas de las propias y de las ejercidas por delegación. b) Gestión integrada o coordinada de los servicios obligatorios que presta la Entidad Local para reducir sus costes. c) Incremento de ingresos para financiar los servicios obligatorios que presta la Entidad Local. d) Racionalización organizativa. e) Supresión de entidades de ámbito territorial inferior al municipio que, en el ejercicio presupuestario inmediato anterior, incumplan con el objetivo de estabilidad presupuestaria o con el objetivo de deuda pública o que el período medio de pago a proveedores supere en más de treinta días el plazo máximo previsto en la normativa de morosidad. f) Una propuesta de fusión con un municipio colindante de la misma provincia. Todas las Entidades Locales calcularán antes del día 1 de noviembre de cada año el coste efectivo de los servicios que prestan, partiendo de los datos contenidos en la liquidación del presupuesto general y, en su caso, de las cuentas anuales aprobadas de las entidades vinculadas o dependientes, correspondiente al ejercicio inmediato anterior. El cálculo del coste efectivo de los servicios tendrá en cuenta los costes reales directos e indirectos de los
servicios conforme a los datos de ejecución de gastos mencionados en el apartado anterior: Por Orden del Ministro de Hacienda y Administraciones Públicas se desarrollarán estos criterios de cálculo.
G)EL RETORNO DE UNA INTERVENCIÓN FIABLE EN LA LEY 27/2013 DE RACINALIDAD Y SOSTENIBILIDAD DEL RÉGIMEN LOCAL. Para lograr un control económico-presupuestario más riguroso dicha Ley refuerza el papel de los funcionarios con funciones de secretaría y de intervención en las entidades locales, que las últimas décadas se había convertido, prácticamente, en marioneta de los políticos locales, de quienes dependían en demasía a efectos de nombramiento, ceses y retribución. En adelante el Gobierno fijará las normas, los procedimientos de control, metodología de aplicación, criterios de actuación, así como derechos y deberes en el desarrollo de las funciones públicas necesarias en todas las corporaciones locales. Asimismo, con el objeto de reforzar su independencia con respecto a las entidades locales en las que prestan sus servicios los funcionarios con habilitación de carácter nacional, el Estado se encargará de su selección, formación y habilitación así como de la potestad sancionadora en los casos de las infracciones más graves. El control por estos funcionarios se ejercerá en sus modalidades de función interventora, función de control financiero, incluida la auditoría de cuentas y función de control de la eficacia. A estos efectos el Ministerio de Hacienda y Admones. Públicas, formulará una propuesta al Gobierno sobre los procedimientos de control, metodología de aplicación, criterios de actuación, derechos y deberes
del personal controlador y destinatarios de los informes señalados. Obviamente el peso de control interno recae sobre los órganos interventores de las entidades locales que remitirán con carácter anual a la Intervención General de la Admón del Estado un informe resumen de los resultados de los citados controles desarrollados en cada ejercicio. Asimismo el órgano interventor elevará informe al Pleno de todas las resoluciones adoptadas por el presidente de la entidad local contrarias a los reparos efectuados, así como un resumen de las principales anomalías detectadas en materia de ejercicio de la función fiscalizador, sin incluir cuestiones de oportunidad o conveniencia de las actuaciones que fiscalice y constituirá un punto independiente en el orden del día de la correspondiente sesión plenaria y, en fin, el órgano interventor remitirá anualmente al Tribunal de Cuentas todas las resoluciones y acuerdos adoptados por el presidente de la entidad local y por el Pleno de la corporación contrarios a los reparos formulados, así como un resumen de las principales anomalías detectadas en materia de ingresos.
4.EL ESTATUS DE LOS MIEMBROS DE LAS CORPORACIONES LOCALES. La Ley de las Bases de Régimen Local de 1985 pretende que los miembros de las Corporaciones locales se profesionalicen al máximo, abandonando la anterior concepción honorífica del cargo municipal que privilegiaba a las personas de posición económica desahogada. A este efecto se articulan dos tipos de medidas: facilitar, de una parte, el acceso de los vecinos a los cargos locales mediante la reserva de sus puestos de trabajo en el sector público o privado; retribuirlos, de otra. Para lo primero, se establece el pase a la situación de servicios especiales de los miembros de las Corporaciones locales cuando sean funcionarios de la propia Corporación o de carrera de cualesquiera otras Administraciones Públicas
y desempeñen el cargo para el que han sido elegidos con retribución y dedicación exclusiva. En ambos supuestos, las Corporaciones locales afectadas abonarán las cotizaciones de las mutualidades obligatorias y de las clases pasivas (para el personal laboral rigen idénticas reglas según su legislación específica). A los miembros que no tengan dedicación exclusiva se les garantiza, durante el período de su mandato, la permanencia en el centro o centros de trabajo, públicos o privados, en el que estuvieren prestando servicios en el momento de la elección, sin que puedan ser trasladados u obligados a concursar a otras plazas vacantes en distintos lugares. En materia de retribuciones, las reglas básicas son las siguientes: — Los miembros de las Corporaciones locales percibirán retribuciones por el ejercicio de sus cargos cuando los desempeñen con dedicación exclusiva. En este caso serán dados de alta en el Régimen General de la Seguridad Social, asumiendo las Corporaciones el pago de las cuotas empresariales que corresponda. Tales retribuciones serán incompatibles con la de cualquier retribución con cargo a los presupuestos de las Administraciones Públicas y de los Entes, Organismos y Empresas de ellos dependientes. — Los miembros de las Corporaciones locales podrán percibir indemnizaciones en la cuantía y condiciones que acuerde el Pleno de la Corporación. — Los miembros de las corporaciones sujetos al Estatuto los Trabajadores tendrán derecho a obtener de la empresa el tiempo indispensable para asistir a los órganos colegiados o delegaciones de las que forme parte. Se entiende por tiempo indispensable para el desempeño del cargo electivo de una Corporación local el necesario para la asistencia a las sesiones del Pleno de la Corporación o de las Comisiones y atención a las Delegaciones de que forme parte o que desempeñe el interesado. La Ley 27/2013, en su línea de reprimir los excesos del gasto público, ha introducido determinados límites máximos a la cuantía de las retribuciones y a número de miembros
de las corporaciones locales que pueden disfrutar del régimen de dedicación exclusiva. Los Presupuestos Generales del Estado determinarán, anualmente, el límite máximo total que pueden percibir los miembros de las Corporaciones Locales por todos los conceptos retributivos y asistencias, en función del nº de habitantes y porccentaje varible con referencia al sueldo de un secretario de Estado. Los miembros de Corporaciones locales de población inferior a 1.000 habitantes no tendrán dedicación exclusiva. Excepcionalmente, podrán desempeñar sus cargos con dedicación parcial, percibiendo sus retribuciones dentro de los límites máximos señalados al efecto en la Ley de Presupuestos Generales del Estado. Los Presidentes de las Diputaciones provinciales o entidades equivalentes, tendrán un límite máximo por todos los conceptos retributivos y asistencias que será igual a la retribución del tramo correspondiente al Alcalde o Presidente de la Corporación municipal más poblada de su provincia o isla. Los concejales que sean proclamados diputados provinciales o equivalentes deberán optar por mantener el régimen de dedicación exclusiva en una u otra Entidad Local, sin que en ningún caso puedan acumularse ambos regímenes de dedicación. Solo los miembros de la Corporación que no tengan dedicación exclusiva ni dedicación parcial percibirán asistencias por la concurrencia efectiva a las sesiones de los órganos colegiados de la Corporación de que formen parte, en la cuantía señalada por el Pleno de la misma. Las Leyes anuales de Presupuestos Generales del Estado podrán establecer un límite máximo y mínimo total que por todos los conceptos retributivos pueda percibir el personal al servicio de las Entidades Locales y entidades de ellas dependientes en función del grupo profesional de los funcionarios públicos o equivalente del personal laboral, así
como de otros factores que se puedan determinar en las Leyes de Presupuestos Generales del Estado de cada año.» La prestación de servicios en los Ayuntamientos en régimen de dedicación exclusiva por parte de sus miembros deberá ajustarse en todo caso a determinados limites establecidos en función del nº de habitantes del municipio, asimismo los miembros que podrán prestar sus servicios en régimen de dedicación exclusiva en las Diputaciones provinciales era el mismo que el del tramo correspondiente a la corporación del municipio más poblado de su provincia. Para asegurar la ética y la imparcialidad en el comportamiento de los miembros de las Corporaciones locales se crea en cada Corporación un Registro de Intereses, obligándoles, antes de la toma de posesión, o cuando se produzcan variaciones durante su mandato, a formular declaración de sus bienes y de las actividades privadas que les proporcionen o les puedan proporcionar ingresos económicos o afecten al ámbito de competencias de la Corporación. Para asegurar su neutralidad, los miembros de las corporaciones locales deben abstenerse de participar en la deliberación, votación, decisión y ejecución de todo asunto cuando concurra alguna de las causas de incompatibilidad a que se refiere la LRJPAC o la de Contratos de las Administraciones Públicas. No obstante, la participación de un miembro incompatible no llevará necesariamente consigo la invalidez del acto, acuerdo o contrato, que sólo se producirá cuando la actuación del miembro incompatible haya sido determinante del acuerdo adoptado. Sobre la responsabilidad, la Ley de Bases, tras recoger la regla general de que los miembros de los órganos colegiados son responsables de los actos y acuerdos que hayan votado favorablemente, reitera las reglas generales: responsabilidad civil y penal frente a los particulares por los actos y omisiones realizados en el ejercicio de sus cargos, y exigible, en su caso, ante los Tribunales
ordinarios, lo que hay que entender modificado por las reglas establecidas al respecto en la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Asimismo, y a modo de responsabilidad disciplinaria, se faculta a los Presidentes de las Corporaciones locales para sancionar con multa a sus miembros, por falta no justificada de asistencia a las sesiones o incumplimiento reiterado de sus obligaciones en los términos que determina la Ley de la Comunidad Autónoma y, supletoriamente, el Estado.
5.REGIMEN DE FUNCIONAMIENTO. La Ley de Bases de Régimen Local de 1985 (desarrollada por Real Decreto 2568/1986, de 28 de noviembre) reguló, bajo este rótulo, el régimen de las sesiones, acuerdos, aprobación de ordenanzas, conflictos y responsabilidad y desarrollado por el Reglamento de Organización, Funcionamiento y Régimen Jurídico de las entidades locales aprobado por Real Decreto 2568/1986 de 28 de noviembre. Dicho régimen fue posteriormente modificado por la Ley 11/1999, de 21 de abril. A)Sesiones Las sesiones que celebran los órganos colegiados de las Entidades locales (esto es, el Pleno, Juntas de Gobierno y los órganos complementarios que eventualmente puedan crearse) pueden ser de dos clases: ordinarias, con periodicidad preestablecida, y extraordinarias, que pueden ser, a su vez, urgentes. La periodicidad de las sesiones ordinarias depende de la importancia del Municipio de forma que el Pleno celebra sesión ordinaria como mínimo cada mes en los
Ayuntamientos de Municipios de más de 20.000 habitantes y en las Diputaciones Provinciales; cada dos meses en los Ayuntamientos de los Municipios de una población entre 5.001 habitantes y 20.000 habitantes; y cada tres en los Municipios de hasta 5.000 habitantes. El Pleno celebra sesión extraordinaria cuando así lo decida el Presidente o lo solicite la cuarta parte, al menos, del número legal de miembros de la Corporación, sin que ningún concejal pueda solicitar más de tres anualmente. En este último caso la celebración del mismo no podrá demorarse por más de 15 días hábiles desde que fuera solicitada, no pudiendo incorporarse el asunto al orden del día de un Pleno ordinario o de otro extraordinario con más asuntos si no lo autorizan expresamente los solicitantes de la convocatoria. Si el Presidente no convocase el Pleno extraordinario solicitado por el número de concejales indicado dentro del plazo señalado, quedará automáticamente convocado para el décimo día hábil siguiente al de finalización de dicho plazo, a las doce horas, lo que será notificado por el Secretario de la Corporación a todos los miembros de la misma al día siguiente de la finalización del plazo. En ausencia del Presidente, o de quien legalmente haya de sustituirle, el Pleno quedará válidamente constituido siempre que concurra un tercio, que nunca podrá ser inferior a tres, y que deberá mantenerse en toda la sesión, en cuyo caso será presidido por el miembro de la Corporación de mayor edad entre los presentes. Salvo caso de fuerza mayor las sesiones se celebrarán en la Casa Consistorial y serán públicas salvo el debate y la
votación en aquellos asuntos que puedan afectar al derecho fundamental de los ciudadanos (art. 70). Por el contrario, las sesiones de las Juntas de Gobierno son SECRETAS. La convocatoria debe hacerse, al menos, con dos días hábiles de antelación, salvo las extraordinarias que lo hayan sido con carácter urgente, cuya convocatoria con este carácter deberá ser ratificada por el Pleno y, desde el mismo día de la convocatoria los miembros de la Corporación deberán disponer de la documentación íntegra de los asuntos incluidos en el orden del día que deben ser objeto de debate. El orden del día de las sesiones será fijado por el Alcalde y sólo podrán incluir aquellos asuntos que hayan sido previamente dictaminados, informados o sometidos a consulta de la Comisión informativa que corresponda, salvo razón de urgencia y ratificando el Pleno tal inclusión. En el orden del día de las sesiones ordinarias se incluirá siempre el punto de «ruegos y preguntas». Los debates del asunto o asuntos a tratar serán ordenados por el Alcalde, que concederá y retirará la palabra, así como los turnos, y cerrará el debate. En los debates podrá emplearse indistintamente la lengua castellana o la cooficial de la Comunidad Autónoma respectiva. La votación procede cuando finaliza el debate de un asunto. El voto de los Concejales es personal e indelegable. Las votaciones pueden ser ordinarias cuando se manifiestan por signos convencionales de asentimiento, disentimiento o abstención. Nominales son las que se realizan mediante llamamiento por orden alfabético y en el que cada miembro, al ser llamado, responde «sí», «no», «me abstengo». La votación secreta se realiza por papeletas y sólo podrá utilizarse para la elección y destitución de personas.
B) Grupos Políticos A efectos de su actuación corporativa, los miembros de las corporaciones locales se constituirán en grupos políticos, en la forma y con los derechos y las obligaciones que se establezcan con excepción de aquellos que no se integren en el grupo político que constituya la formación electoral por la que fueron elegidos o que abandonen su grupo de procedencia, que tendrán la consideración de miembros no adscritos. El Pleno de la corporación, con cargo a los Presupuestos anuales de la misma, podrá asignar a los grupos políticos una dotación económica que deberá contar con un componente fijo, idéntico para todos los grupos y otro variable, en función del número de miembros de cada uno de ellos. Los derechos económicos y políticos de los miembros no adscritos no podrán ser superiores a los que les hubiesen correspondido de permanecer en el grupo de procedencia, y se ejercerán en la forma que determine el reglamento orgánico de cada corporación. C)Régimen de acuerdos, de actos y de ordenanzas. A los acuerdos de las órganos de las corporaciones locales son aplicables, como actos administrativos que son, las reglas generales de funcionamiento de los órganos colegiados y de procedimiento previstas en la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, y además, y prioritariamente, las siguientes de la Ley de Bases de Régimen Local de 1985: El Pleno se constituye válidamente con la asistencia de un tercio del número legal de miembros del mismo, que nunca
podrá ser inferior a tres. Este quórum deberá mantenerse durante toda la sesión, siendo, en todo caso, necesaria la asistencia del Presidente y del Secretario de la Corporación o de quienes legalmente les sustituyan. Los acuerdos de las corporaciones locales se adoptarán mediante votación ordinaria, como regla general, y por mayoría simple de los miembros presentes. Existe mayoría simple cuando los votos afirmativos son más que los negativos. En caso de votaciones con resultado de empate, se efectuará una nueva votación, y si persistiera el empate decidirá el voto de calidad del Presidente. Se requiere el voto favorable de la mayoría absoluta del número legal de miembros de las corporaciones, además de cuando así lo disponga una ley, para la creación y supresión de Municipios, entidades locales menores y alteración de términos municipales; delimitación del término municipal, alteración del nombre y de la capitalidad del Municipio y adopción o modificación de su bandera, enseña o escudo; aprobación y modificación del reglamento orgánico propio de la corporación; creación, modificación o disolución de mancomunidades u otras organizaciones asociativas, así como la adhesión a las mismas y la aprobación y modificación de sus estatutos; transferencia de funciones o actividades a otras Administraciones Públicas, o aceptación de delegaciones o encomiendas de gestión; cesión del aprovechamiento de los bienes comunales; concesión de bienes o servicios por más de 5 años, siempre que su cuantía exceda del 20% de los recursos ordinarios del presupuesto; municipalización o provincialización de actividades en régimen de monopolio y aprobación de la forma concreta de gestión del servicio correspondiente;
aprobaciones de operaciones financieras o de crédito y concesiones de quitas o esperas, cuando su importe supere el 10 % de los recursos ordinarios de su presupuesto, así como las operaciones de crédito previstas en el art. 158.5 de la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las Haciendas locales; acuerdos sobre tramitación de los instrumentos de planeamiento general; enajenación de bienes, cuando su cuantía exceda del 20 por 100 de los recursos ordinarios de su presupuesto; alteración de la calificación jurídica de los bienes demaniales o comunales; cesión gratuita de bienes a otras Administraciones o instituciones públicas. La Ley 27/2013 ha ampliado las competencias de la Junta Local para reforzar sus competencias frente a las del Pleno, en la adopción de acuerdos relacionados con el saneamiento de la hacienda local. En este sentido la disposición adicional 16 de la Ley dispone que cuando, excepcionalmente, cuando el Pleno de la Corporación Local no alcanzara, en una primera votación, la mayoría necesaria para la adopción de acuerdos prevista en esta Ley, la Junta de Gobierno Local tendrá competencia para aprobar:
a) El presupuesto del ejercicio inmediato siguiente, siempre que previamente exista un presupuesto prorrogado. b) Los planes económico-financieros, los planes de reequilibrio y los planes de ajuste a los que se refiere la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril. c) Los planes de saneamiento de la Corporación Local o los planes de reducción de deudas. d) La entrada de la Corporación Local en los mecanismos extraordinarios de financiación vigentes a los que se refiere
la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, y, en particular, el acceso a las medidas extraordinarias de apoyo a la liquidez previstas en el Real Decreto-ley 8/2013, de 28 de junio, de medidas urgentes contra la morosidad de las administraciones públicas y de apoyo a Entidades Locales con problemas financieros. El Secretario extenderá acta de cada sesión en la que habrá de constar: el lugar de la reunión con expresión del nombre del Municipio y local en que se celebra; día, mes y año; hora en que comienza; nombre y apellidos de los miembros de la Corporación presentes, los ausentes que se hubiesen excusado y de los que falten sin excusa; carácter ordinario o extraordinario de la sesión, y si se celebra en primera o segunda convocatoria; asistencia del Secretario o de quien legalmente le sustituya; asuntos que examinen, opiniones sintetizadas de los grupos o miembros de la Corporación que hubiesen intervenido en las deliberaciones e incidencias de éstas; votaciones que se verifiquen y, en el caso de las nominales, el sentido en que cada miembro emita su voto —en las votaciones ordinarias se hará constar el número de votos afirmativos, de los negativos y de las abstenciones; se hará constar nominalmente el sentido del voto cuando así lo pidan los interesados—, parte dispositiva de los acuerdos que se adopten; hora en que el presidente levanta la sesión. El acta una vez aprobada por el Pleno se transcribirá en el Libro de Actas, autorizándola con la firma del Alcalde o Presidente y del Secretario. Los acuerdos que adopten las corporaciones locales se publican o notifican. Las ordenanzas, incluidos el articulado de las normas de los planes urbanísticos, así como los acuerdos correspondientes a éstos se publicarán en el «Boletín Oficial» de la provincia. Todos los ciudadanos tienen derecho a obtener copias y certificaciones
acreditativas de los acuerdos de las corporaciones locales y sus antecedentes, así como a consultar los archivos y registros en los términos que disponga la legislación de desarrollo del art. 105, párrafo b), de la Constitución. D)APROBACIÓN DE ORDENANZAS Y RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS. Las ordenanzas de los Entes locales son verdaderos reglamentos, normas jurídicas, fuentes del derecho, y como tales han sido examinados en el capítulo III del tomo I de esta obra. El procedimiento de elaboración se inicia con su aprobación inicial por el Pleno; sigue después un trámite de información pública y audiencia de los interesados por el plazo mínimo de treinta días para la presentación de reclamaciones y sugerencias, y termina con la resolución de éstas y la aprobación definitiva por el Pleno (art. 49). En los conflictos de atribuciones la regla es que los que surjan entre órganos y Entidades dependientes de una misma Corporación local se resolverán por el Pleno si se trata de conflictos entre órganos colegiados miembros de éstos o de Entidades inframunicipales, y por el Alcalde Presidente de la Corporación, en el resto de los supuestos. Los conflictos de competencias entre diferentes Entidades locales se resuelven por la Administración de la Comunidad Autónoma o por la del Estado, en el caso de que pertenezcan a distintas Comunidades, sin perjuicio de la impugnación posterior contencioso-administrativa (art. 50).
E) Impugnación De Actos, Acuerdos Y Ejercicio De Acciones. Las reglas tradicionales y comunes a las restantes Administraciones Públicas sobre inmediata ejecutividad de los actos y acuerdos, revisión de oficio de
los actos, responsabilidad por daños a los particulares en sus bienes o derechos, y recursos, son aplicables a los actos y actividad de las corporaciones locales. La Ley de las Bases del Régimen Local las completa en algunos extremos, como el relativo a definir las resoluciones que ponen fin a la vía administrativa para su ulterior impugnación contenciosoadministrativa. Estas resoluciones son las siguientes (art. 52): Las del Pleno, los Alcaldes o Presidente y las Juntas de Gobierno, salvo en los casos excepcionales en que una ley sectorial requiera la aprobación ulterior de la Administración del Estado o de la Comunidad Autónoma, o cuando proceda recurso ante éstas en los casos de delegación. Las de autoridades y órganos inferiores en los casos que resuelvan por delegación del Alcalde, del Presidente o de otro órgano cuyas resoluciones pongan fin a la vía administrativa. Las de cualquier autoridad u órganos cuando así lo establezca una disposición legal. De interés son también las previsiones sobre legitimación procesal: Además de las personas legitimadas en el régimen general del proceso contencioso- administrativo, podrán impugnar los actos y acuerdos de las Entidades locales el Estado y las Comunidades Autónomas. En este caso gozan del privilegio de solicitar ampliación de información, que deberán remitirse en el plazo máximo de veinte días hábiles con
interrupción del plazo para formular el requerimiento previo a la interposición del recurso. Además de los terceros interesados, están legitimados para impugnar los actos y acuerdos de la corporación —y esto es una importante novedad— los miembros de ésta que hubieran votado en contra de tales actos y acuerdos [art. 63.1.fe,)]. Esta regla supone una evidente excepción al principio de que las minorías deben acatar los acuerdos de las mayorías y puede originar numerosos conflictos judiciales en el seno de la propia Corporación; sobre todo si se llegase a admitir que las costas judiciales de los procesos causados por el miembro o miembros disidentes, y al margen de cuál sea el resultado de la impugnación, sean siempre sufragados por la Corporación. Por último, y en favor de los vecinos, la Ley de Bases de Régimen Local recoge la regla tradicional de la acción pública que les permite ejercer en nombre de la Entidad local las acciones precisas en defensa de los bienes y derechos de ésta cuando, previo el oportuno requerimiento, la corporación local no las hubieren ejercitado (art. 68).
CAPÍTULO X
LA ADMINISTRACIÓN INSTITUCIONAL
2. LOS ORGANISMOS PÚBLICOS ESTATALES La Ley 6/1997, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado (LOFAGE) intentó corregir los desaciertos de la Ley Presupuestaria de 1977 introduciendo un cierto realismo en la nueva tipología de Entes, que unifica bajo la categoría de los Organismos públicos estatales a los que define, al modo tradicional, como, «los creados bajo la dependencia o vinculación de la Administración General del Estado, para la realización de
cualquiera de las actividades de ejecución o gestión, tanto administrativa, de fomento o prestación, como de contenido económico, cuyas características justifiquen su organización y desarrollo en régimen de descentralización funcional» (arts. 2.3 y 41), y les atribuye «personalidad jurídica pública diferenciada, patrimonio y tesorería propios, así como autonomía de gestión» (art. 42). Los ORGANISMOS PÚBLICOS estatales se clasifican en Organismos autónomos y Entidades públicas empresariales (art. 43). Una nueva ordenación y tipología de los Entes institucionales, como la que ha llevado a cabo la LOFAGE, tiene un alto coste en seguridad jurídica, al provocar un largo proceso de adaptación de los Estatutos de numerosos organismos a la nueva regulación. Por ello, antes de abordarla, el legislador debe tener muy claro lo que quiere y las ventajas de las nuevas formulaciones organizatorias. ¿Cuáles han sido éstas? Las explicaciones dadas por la Exposición de Motivos de la LOFAGE son muy parcas. De una parte, parece que al legislador le aquejan preocupaciones terminológicas. «Se opta —dice la Exposición de Motivos— por una denominación genérica, Organismos públicos, que agrupa todas las Entidades de Derecho público dependientes o vinculadas a la Administración General del Estado». De otro lado, la preocupación se centra en diferenciar nítidamente: Los Organismos autónomos «que realizan funciones fundamentalmente administrativas y se someten plenamente al Derecho público» de Las Entidades públicas empresariales, que realizan funciones de prestación de servicios o producción de bienes susceptibles de contraprestación económica, y, aun cuando son regidos en general por el Derecho privado, les resulta aplicable el régimen de Derecho público en relación con el ejercicio de potestades públicas y con determinados aspectos de su funcionamiento. En todo caso, quedan fuera de esta tipología legal determinados entes apátridas resistentes al régimen común, a pesar de la amplia flexibilidad de las fórmulas anteriores. Es el caso de los Entes aludidos en las
Disposiciones Adicionales Sexta a Décima y a los que haremos referencia en epígrafe posterior. A estos dos tipos de Entes hay que sumar las ya referidas: Sociedades mercantiles estatales, que se regirán por el ordenamiento jurídico privado; la legislación mercantil, salvo en las materias en que les sea de aplicación la normativa presupuestaria, contable, de control financiero y contratación, y que en ningún caso podrán disponer de facultades que impliquen el ejercicio de autoridad pública (disposición adicional duodécima). Y las fundaciones públicas reguladas en la Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones. La regulación de los Organismos públicos estatales parte de un régimen general (arts. 41 a 44 y 61 a 65 de la LOFAGE), aplicable tanto a las variedades inicialmente previstas de los mismos, los Organismos autónomos y las Entidades públicas empresariales, como ahora a un tercer género de organismo público, las Agencias Estatales, creadas por la ley 28/2006, de 18 de julio, pomposamente denominada «de Agencias Estatales para la mejora de los servicios públicos». La Ley autoriza al Gobierno para que, en el plazo de dos años, proceda a transformar los actuales Organismos Públicos en agencias cuando sus objetivos y actividades se ajusten a la naturaleza de éstas y prescribe que los organismos públicos que hayan de crearse en la Administración General del Estado, adoptarán la configuración de agencias estatales. A partir de ahora, pues, tendremos en el escenario institucional organismos autónomos, entidades públicas empresariales, agencias estatales, amén de organismos apátridas, administraciones independientes, sociedades y fundaciones públicas. Así que la confusión continua, por lo que la dificultad de la comprensión de esta maraña institucional no será imputable al redactor de estas líneas ni al paciente lector. 2.1. Régimen General De Los Organismos Públicos La regulación de los Organismos públicos estatales parte de un régimen general común a todos los Organismos Públicos.
Su creación que se hace por Ley que establecerá el tipo de Organismo público, fines generales, Ministerio u Organismo de adscripción, recursos económicos, peculiaridades de su régimen de personal, de contratación, patrimonial, fiscal y cualesquiera otras que, por su naturaleza, exijan normas con rango de Ley (art. 61). Los estatutos, norma institucional de organización y funcionamiento, se aprueban por Real Decreto a iniciativa del titular del Ministerio de adscripción y a propuesta conjunta de los Ministros de Administraciones Públicas y de Economía y Hacienda. En ellos se referirán los órganos de dirección del Organismo, funciones y competencias, potestades administrativas, patrimonio, recursos financieros, recursos humanos, contratación; régimen presupuestario, económico-financiero, de intervención, control financiero y contabilidad, que será, en todo caso, el establecido en la Ley General Presupuestaria; y en fin, la facultad de creación o participación en sociedades mercantiles cuando ello sea imprescindible para la consecución de los fines asignados (art. 62). Cuestión básica es la dependencia ministerial: los Organismos autónomos dependen de un Ministerio, o de un órgano de éste, al que corresponde la dirección estratégica, la evaluación y el control de los resultados de su actividad. Las Entidades públicas empresariales pueden depender, además de un Ministerio, de un Organismo autónomo. Excepcionalmente, podrán existir Entidades públicas empresariales cuyos estatutos les asignen la función de dirigir o coordinar a otros Entes de la misma naturaleza (art. 43.3). Como consecuencia de su personalidad jurídica diferenciada, los Organismos públicos estatales ostentan legitimación procesal activa y pasiva para estar en toda clase de procesos y ejercer todo tipo de acciones como las restantes personas jurídicas; incluso la interposición de recursos de amparo en defensa de algunos de los derechos fundamentales, como el de garantía judicial efectiva previsto en el art. 24 de la Constitución (Sentencias del Tribunal Constitucional 4/1982, de 8 de febrero, y 19/1983,
de 14 de marzo). Sin embargo, no es suficiente esa legitimación para justificar un enfrenta_miento procesal del Organismo público con la propia Administración del Ente matriz que le crea y alimenta. Por ello no es admisible que puedan impugnar los actos del Departamento Ministerial al que está adscrito en la Jurisdicción contenciosoadministrativa. Regulado en el art. 20 de la Ley 29/1998, de 13 de junio, de la Jurisdicción ContenciosoAdministrativa, al disponer que: «No pueden interponer recurso contencioso administrativo contra la actividad de la Administración Pública: [...] c) Las Entidades de Derecho público que sean dependientes de o estén vinculadas al Estado, las Comunidades Autónomas o las Entidades locales, respecto de la actividad de la Administración de la que dependan. Se exceptúan aquellos a los que por Ley se haya dotado de un estatuto específico de autonomía respecto de dicha Administración». La Ley de Entidades Estatales Autónomas había previsto que los Presidentes, Directores, Consejeros, Vocales y personal directivo fuesen designados y separados libremente de acuerdo con lo dispuesto en las respectivas normas fundacionales (art. 9). Sobre esta ausencia de criterios se impuso, generalmente, la regla de que los Presidentes y Vocales de los Consejos de Administración de los Organismos autónomos habían de ser los respectivos Ministros y otros altos cargos del Departamento al que figuraban adscritos. Se pretendía con ello un mayor control, pero también, todo hay que decirlo, un aumento retributivo de la clase política dirigente a través de esta dualidad de funciones. De esta forma, que la LOFAGE no descarta, pueden seguir confluyendo en las mismas personas los titulares del Ente matriz y controlador —el Ministerio—, y los del Organismo público tutelado y controlado, haciendo imposible esa mínima separación justificadora de la figura. El régimen jurídico de los actos ha acentuado la nota de la independencia respecto al Ministerio de adscripción, al prever que los actos emanados de los máximos órganos de
dirección unipersonales o colegiados de los Organismos públicos adscritos a la Administración General del Estado ponen fin a la vía administrativa, SALVO que por una Ley se establezca otra cosa (disposición adicional decimoquinta de la LOFAGE). La modificación de los Organismos públicos estatales deberá producirse por Ley cuando suponga la alteración de sus fines generales, del tipo de Organismo público o de las peculiaridades relativas a los recursos económicos, al régimen de personal, de contratación, patrimonial, fiscal y cualesquiera otras que exijan normas con rango de Ley. En los demás casos, las modificaciones y refundiciones se harán por Real Decreto, aunque supongan modificación de la Ley de creación, acordado en Consejo de Ministros, a propuesta conjunta de los Ministros de Administraciones Públicas y de Economía y Hacienda, y a iniciativa del Ministro o Ministros de adscripción o, en todo caso, de acuerdo con el mismo. Cuando la modificación afecte únicamente a la organización del Organismo público se llevará a cabo por Real Decreto, a iniciativa del Ministro de adscripción, y a propuesta del Ministro de Administraciones Públicas (art. 63). La extinción de los Organismos públicos se produce por determinación de una Ley, por Real Decreto acordado en Consejo de Ministros, por el transcurso del tiempo de existencia señalado en la Ley de creación, por cumplimiento de la totalidad de sus fines y objetivos o cuando sean asumidos por los servicios de la Administración General del Estado o por las Comunidades Autónomas, de forma que no se justifique la pervivencia del Organismo público. La norma de extinción establecerá las medidas aplicables al personal del Organismo afectado, así como a la integración en el Patrimonio del Estado de los bienes y derechos que resulten sobrantes de la liquidación del Organismo (art. 64). Una última característica de los Organismos públicos estatales es su relativa autonomía patrimonial: además de su PATRIMONIO PROPIO, podrán tener bienes y derechos adscritos, para su administración, del
Patrimonio de la Administración General del Estado. Los bienes de dominio público descritos conservarán su calificación jurídica originaria. Cuando se trate de patrimoniales, la adscripción llevará implícita la afectación del bien o derecho que pasarán a integrarse en el dominio público. Unos y otros únicamente podrán ser utilizados para el cumplimiento de los fines que motivaron su adscripción y en la forma y con las condiciones que, en su caso, se hubiesen establecido en el correspondiente acuerdo. La alteración posterior de estas condiciones deberá ser expresamente autorizada por el Ministro de Hacienda (arts. 73 y ss. de la Ley 33/2003, del Patrimonio de las Administraciones Públicas). La desascripción procederá por incumplimiento del fin o por innecesariedad de los bienes, correspondiendo al Organismo público ejercer cuantos derechos y prerrogativas relativas al dominio público existieran a efectos de su conservación, correcta administración y defensa de dichos bienes (art. 76). Respecto de su Patrimonio propio, podrán adquirir a título oneroso o gratuito, poseer, arrendar bienes y derechos de cualquier clase, incorporándose al Patrimonio del Estado los bienes que resulten innecesarios para el cumplimiento de sus fines (art. 80).
2.2. Organismos Autónomos Estatales. La Ley define los Organismos autónomos como «aquellos que se rigen por el Derecho administrativo y a los que se les encomienda, en régimen de descentralización funcional y en ejecución de programas específicos de la actividad de un Ministerio, la realización de actividades de fomento, prestacionales o de gestión de servicios públicos» (art. 45.1 de la LOFAGE). Su rasgo esencial y distintivo frente a las Entidades públicas empresariales, y que no se hace explícito en la definición, es su dependencia económica de los Presupuestos estatales sin admitir contrapartidas económicas por sus servicios.
Funcionalmente en nada se diferencian los Organismos autónomos de los órganos ordinarios de la Administración ministerial. o De hecho, aunque no lo diga la Ley, los Organismos autónomos pueden tener encomendadas funciones de policía y, en consecuencia, funciones autorizatorias o sancionadoras. o Rasgos, asimismo, comunes con la Administración ministerial a la que están adscritos son los relativos al régimen de nombramiento de sus órganos de Gobierno, es decir, libre designación para los superiores y directivos, si bien estos últimos han de recaer en funcionarios de carrera de nivel superior, reserva que no tiene sentido cuando éstos no pertenecen a cuerpos especializados en relación con los fines del Organismo autónomo. o En cuanto al régimen de personal, será funcionario o laboral en los mismos términos que los establecidos para la Administración General del Estado. No obstante, la Ley de creación podrá excepcionalmente establecer peculiaridades en la oferta de empleo, sistemas de acceso, adscripción y provisión de puestos y régimen de movilidad de su personal. o Idéntico es también el régimen jurídico de los actos del Organismo autónomo con los del Ministerio al que están adscritos, todos sometidos a la LRJPAC. o En materia de recursos se ha acentuado su independencia, de modo que tanto los recursos administrativos interpuestos contra sus actos, como las reclamaciones previas en asuntos civiles y laborales son resueltas por el órgano máximo del Organismo autónomo, salvo que su Estatuto asigne la competencia a uno de los órganos superiores del Ministerio de adscripción, poniendo fin a la vía administrativa (disposición adicional decimoquinta de la LOFAGE). o También es similar el régimen de contratación de los
Organismos autónomos y el de los órganos ministeriales, que se rige por las normas generales de contratación de las Administraciones Públicas y Privadas. No obstante, el titular del Ministerio al que esté adscrito el Organismo autónomo autorizará la celebración de aquellos contratos cuya cuantía exceda de la previamente fijada por aquél (art. 49). o Lo mismo cabe decir del régimen presupuestario, económico-financiero, de contabilidad, intervención y de control financiero de los Organismos autónomos: es el establecido por la Ley General Presupuestaria para los órganos comunes de la Administración Central. Además, están sometidos a un supuesto control de eficacia, que será ejercido por el Ministerio al que estén adscritos, sin perjuicio del control establecido al respecto por la Ley General Presupuestaria. Como organismos autónomos se constituyeron: el Instituto de la Juventud, el Boletín Oficial del Estado, el Centro Español de Meteorología, las distintas Confederaciones Hidrográficas, el Instituto de Turismo de España, Trabajo e Instituciones Penitenciarias, Instituto para la Vivienda de las Fuerzas Armadas, así hasta un total aproximado de setenta en el ámbito de la Administración del Estado.
2.2
LAS ENTIDADES EMPRESARIALES.
PÚBLICAS
Las Entidades públicas empresariales son las sucesoras de las Entidades de Derecho público con personalidad jurídica que por Ley ajustaban su actividad al ordenamiento jurídico privado, previstas en el art. 6.5 de la Ley General Presupuestaria de 1977. La LOFAGE las define como «Organismos públicos a los que se encomienda la realización de actividades prestacionales, la gestión de servicios o la producción de bienes de interés público susceptibles de contraprestación y que se rigen por el Derecho privado, excepto en la formación de la voluntad de sus órganos, en el ejercicio de las potestades administrativas y en
aquellos otros aspectos previstos en la Ley, en sus Estatutos o en la Ley General Presupuestaria» (art. 53). Con el término «empresarial», la Ley sitúa las Entidades públicas empresariales a mitad de camino entre los Organismos autónomos y las sociedades estatales puras y simples, y, consecuentemente, les aplica un régimen jurídico mixto. La diferencia con los Organismos autónomos está: . En primer lugar, en que la actividad de la Entidad pública empresarial pueda generar ingresos que costeen su actividad de forma sustancial, pues «deberán financiarse de ordinario con los ingresos que se deriven de sus operaciones y con los recursos económicos derivados de su patrimonio; sólo excepcionalmente, y cuando así lo prevea la Ley de creación, podrán financiarse con recursos procedentes de los Presupuestos Generales del Estado o mediante transferencias corrientes que procedan de las Administraciones o Entidades públicas». . En segundo lugar, y como en las sociedades estatales, esta actividad «empresarial» se rige por el Derecho privado. Solamente el funcionamiento de sus órganos de gobierno y la toma de decisiones se rigen por el Derecho administrativo común, también aplicable cuando ejercen las potestades administrativas necesarias para el cumplimiento de sus fines (arts. 53 y 42). La selección del personal directivo de estas Entidades, que se rige por el contrato laboral correspondiente de alta dirección, se realizará con arreglo a criterios de competencia profesional, atendiendo a la experiencia en el desempeño de puestos de responsabilidad en la gestión. No hay aquí, pues, ninguna reserva a favor de los funcionarios. El resto del personal, igualmente laboral, será seleccionado mediante convocatoria pública basada en los principios de igualdad, mérito y capacidad. No obstante, la Ley deja estas reglas en entredicho, al no imponer procedimientos reglados para llevar a efecto dicha selección, y al no precisar ante qué jurisdicción deben
domiciliarse las impugnaciones. Para evitar la utilización fraudulenta, como se viene haciendo, de formas empresariales privadas para subir de forma arbitraria y discriminatoria las retribuciones del personal de los Organismos públicos se condicionan la determinación y modificación de las condiciones retributivas del personal al informe conjunto, previo y favorable, de los Ministerios de Administraciones Públicas y de Economía y Hacienda. Corresponde a la Jurisdicción contenciosoadministrativa enjuiciar los actos dictados en el ejercicio de potestades administrativas por las Entidades públicas empresariales, previos los recursos administrativos previstos en la LRJPAC. Los conflictos que se rigen por el Derecho privado se someten a los Tribunales civiles, previas las reclamaciones a la vía judicial, civil o laboral que son resueltos por el órgano máximo del Organismo. El régimen presupuestario, económico-financiero, de contabilidad, intervención y de control de las Entidades públicas empresariales es el establecido en la Ley General Presupuestaria. Además, están sometidas a un control de eficacia que será ejercido por el Ministerio de que dependan y que tiene por finalidad comprobar el grado de cumplimiento de los objetivos y la adecuada utilización de los recursos asignados. En cuanto a los compromisos específicos que hubiere asumido la Entidad pública en el convenio o contrato-programa, corresponderá el control a la Comisión de seguimiento regulada en el propio convenio o contrato-programa. Se constituyeron como entidades públicas empresariales: Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea (AENA), la Agencia Española de Protección de Datos, la Agencia Estatal de Administración Tributaria, Autoridades Portuarias, RENFEOperadora, Administrador de Infraestructuras Ferroviarias, el Instituto Cervantes, FEVE, Consejo Económico y Social, Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones, Comisión Nacional del Mercado de Valores..., así hasta casi un centenar.
2.3. Las Agencias Estatales El propósito final de las Agencias Estatales es que éstas no sean un nuevo tipo de Organismo Público, sino, como ya advertimos, la fórmula organizativa hacia la que, progresivamente, se van a reconducir aquellos Organismos públicos existentes en la actualidad, organismo autónomo y entidad pública empresarial. Así la ley 28/2006, de 18 de julio, de Agencias estatales para la mejora de los servicios públicos, en su exposición de motivos afirma que se trata de impulsar instrumentos que posibiliten conocer y evaluar el impacto que las políticas y servicios prestados por el Estado sobre el ciudadano. A tal efecto, la disposición adicional primera autoriza al Gobierno para crear una especie de «agencia de agencias», la Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios e Informe anual al Congreso de los Diputados. La creación de las agencias requerirá una previa autorización por Ley, que determine el objeto de la misma. La iniciativa de creación de las Agencias Estatales corresponde a los Ministerios competentes o afectados por razón de la materia, los cuales deberán elaborar una Memoria y un proyecto de Estatuto. La Memoria contendrá el plan inicial de actuación de la Agencia hasta tanto se apruebe el contrato de gestión. Las Agencias Estatales se adscriben a los Ministerios que hayan ejercido la iniciativa de su creación, en los términos que se determinen en los Reales Decretos de creación. Las agencias son gobernadas por el Consejo Rector, su Presidente, el Director y una Comisión de Control como órgano especializado del Consejo Rector, dejando la especificación de los restantes al Estatuto. El Presidente de la Agencia y de su Consejo Rector, es nombrado y separado por el CONSEJO DE MINISTROS, a propuesta del Ministro de adscripción. No obstante, los Estatutos podrán determinar, en función de las características propias de cada Agencia, la asunción por parte del Presidente de las funciones atribuidas al Director. Los demás miembros del Consejo Rector son nombrados
por el MINISTRO DE ADSCRIPCIÓN, quien designará directamente a un máximo de la mitad de sus componentes siendo el Director miembro nato de éste. La mayoría gubernamental esta así asegurada por cuanto el Presidente, nombrado por el Consejo de Ministros, no contabiliza a estos efectos. En las Agencias Estatales con objeto interministerial, cada uno de los Ministerios responsables debe contar con, al menos, un representante en el Consejo Rector, admitiéndose también la participación de las Administraciones Autonómicas y de representantes de los trabajadores a designar por las organizaciones sindicales más representativas. Nada dice la ley sobre un aspecto fundamental de su status, las retribuciones, por lo que es de temer que alcancen niveles exorbitantes como ocurre con las retribuciones de los miembros de las administraciones independientes, aunque, a diferencia de éstos, no se les garantiza su permanencia en el puesto durante un tiempo. Corresponde al Consejo Rector: formular la propuesta del Contrato de gestión de la Agencia, la aprobación en el marco de éste de los objetivos y planes de acción anuales y plurianuales, criterios de medición del cumplimiento de objetivos y del grado de eficiencia en la gestión, anteproyecto de los presupuestos anuales, el control de la gestión del Director y la exigencia a éste de las responsabilidades que procedan, la aprobación de un informe general de actividad, la aprobación de las cuentas anuales, la determinación de los criterios de selección de personal. En el seno del Consejo Rector se constituirá una Comisión de Control, con la composición que se determine en los Estatutos. Le corresponde informar a aquél sobre la ejecución del contrato de gestión y, en general, sobre todos aquellos aspectos relativos a la gestión económico-financiera que deba conocer el propio Consejo y que se determinen en los Estatutos. El Director es el órgano ejecutivo de la Agencia, nombrado y separado por el Consejo Rector a propuesta del Presidente entre personas que reúnan las cualificaciones necesarias para el cargo sin que se haya previsto un proceso de selección. Lo previsible es que los directores se
vinculen a la agencia mediante un contrato laboral de alta dirección, lo que supondrá retribuciones congruas y cláusulas de blindaje que dificulten el cese. De otro lado, no será fácil imputarle responsabilidad única y directa, habida cuenta de los controles a que está sometido por el Consejo y por la Comisión de Control, por lo que apreciar una defectuosa gestión implicaría, al propio tiempo, negligencia en la elección del director o en el seguimiento de la gestión directiva por parte de aquellos órganos. Nada se dice sobre la remuneración del Presidente ni sobre los miembros del Consejo Rector por lo que es presumible que terminen gozando de un exorbitante sistema retributivo, similar al de los miembros de las admones. independientes. En MATERIA DE ORGANIZACIÓN la Ley reconoce a las agencias estatales la capacidad para crear Sociedades mercantiles y Fundaciones mayoritariamente participadas. La actuación de las Agencias Estatales se desarrollará con arreglo al plan de acción anual, a establecer bajo la vigencia y con arreglo al pertinente contrato plurianual de gestión. En éste se fijan los objetivos a perseguir, los resultados a obtener y, en general, los planes, las previsiones máximas de plantilla, los recursos materiales y presupuestarios, los efectos asociados al grado de cumplimiento de los objetivos, y sin olvidar el montante de masa salarial destinada al complemento de productividad del personal, el procedimiento a seguir para la cobertura de los déficit anuales y para las modificaciones o adaptaciones anuales que, en su caso, procedan. La Ley enfatiza que el Contrato de gestión determinará también los mecanismos que permitan la exigencia de responsabilidades por incumplimiento de objetivos a fin de determinar la responsabilidad de los órganos ejecutivos y el personal directivo, lo que parece circunscribirse al director y al restante personal nombrado con esta calificación. Es, no obstante, evidente que si los objetivos no se cumplen ninguna responsabilidad disciplinaria, civil ni penal les afectará por esta única circunstancia fuera de una merma de las retribuciones previstas por incentivos; y, en cuanto al Presidente y miembros del Consejo Rector no hay otra responsabilidad posible que el cese, por haber sido nombrados por el
Ministro o el Consejo de Ministros, responsabilidad política únicamente por lo que es superfluo especificar cualquier otra en el contrato de gestión. La propuesta de Contrato de gestión debe partir del Consejo Rector y su aprobación tiene lugar por Orden conjunta de los Ministerios de adscripción, de Administraciones Públicas y de Economía y Hacienda, en un plazo máximo de 3 meses a contar desde su presentación. En el caso de no ser aprobado en este plazo mantendrá su vigencia el contrato de gestión anterior. Otros instrumentos de gestión, que aprueba el Consejo Rector de la Agencia, a propuesta del Director de ésta, son: el plan de acción anual, sobre la base de los recursos disponibles y el informe general de actividad correspondiente al año anterior, y las cuentas anuales acompañadas del informe de auditoría de cuentas. En cuanto a los medios materiales y personales poco hay que añadir respecto del patrimonio de las agencias que se regula en los términos ya vistos para los organismos públicos. Disponen en efecto de un patrimonio propio, distinto del de la Administración General del Estado, integrado por el conjunto de bienes y derechos de los que sean titulares, cuya gestión y administración así como la de aquellos del Patrimonio del Estado que se les adscriban para el cumplimiento de sus fines, será ejercida de acuerdo con lo señalado en sus estatutos, con sujeción, en todo caso, a lo establecido para los organismos públicos en la Ley 33/2003, de 3 de noviembre,, del Patrimonio de las Administraciones Públicas. Los Estatutos de las Agencias Estatales podrán prever que los bienes inmuebles propios de éstas que dejen de ser necesarios para el cumplimiento de sus fines puedan ser enajenados por las mismas, previa comunicación al Ministerio de Economía y Hacienda. En lo relativo al personal, las agencias dispondrán, sin perjuicio de los directivos, del personal que esté ocupando puestos de trabajo que se integren en la agencia en el momento de su constitución, el incorporado con posterioridad desde cualquier administración pública y el seleccionado como propio, funcionario o laboral,
mediante las correspondientes pruebas. Los órganos de representación del personal de la Agencia serán tenidos en cuenta en los procesos de selección que se lleven a cabo. Respecto de los Directivos la Ley anticipa todo un estatuto que, lógicamente, predeterminará el que deberá desarrollar la futura ley estatal del empleo público. o Es directivo el que ocupa los puestos de trabajo determinados como tales en el Estatuto de la agencia en atención a la especial responsabilidad, competencia técnica y relevancia de las tareas asignadas; o Es nombrado y cesado por el Consejo Rector a propuesta de sus órganos ejecutivos, atendiendo a criterios de competencia profesional y experiencia entre titulados superiores preferentemente funcionarios, y mediante procedimiento que garantice el mérito, la capacidad y la publicidad. o Asimismo, el Estatuto de las Agencias Estatales puede prever puestos directivos en régimen laboral, mediante contratos de alta dirección. Cuando el personal directivo de las Agencias tenga la condición de funcionario permanecerá en la situación de servicio activo en su respectivo Cuerpo o Escala o en la laboral que le corresponda. o El proceso de provisión de los puestos directivos se externaliza ya que podrá ser realizado por órganos de selección especializados que formularán propuesta motivada al Director de la Agencia Estatal, incluyendo tres candidatos para cada puesto a cubrir. o El personal directivo, en fin, está sujeto a evaluación con arreglo a los criterios de eficacia, eficiencia y cumplimiento de la legalidad, responsabilidad por su gestión y control de resultados en relación con los objetivos que le hayan sido fijados y percibe una parte de su retribución como incentivo de rendimiento, mediante el complemento correspondiente que valore la productividad, de acuerdo con los criterios y porcentajes que se establezcan por el Consejo Rector, a propuesta de los órganos directivos.
El sistema de financiación de las agencias se asemeja al previsto para los entes públicos empresariales dotado de mayor flexibilidad que el propio de los organismos autónomos. Además de financiarse con las transferencias consignadas en los Presupuestos Generales del Estado, pueden hacerlo con los ingresos propios que perciba como contraprestación por las actividades que pueda realizar, en virtud de contratos, convenios o disposición legal, para otras entidades públicas, privadas o personas físicas; con la enajenación de los bienes y valores que constituyan su patrimonio, el rendimiento de éstos, los donativos y herencias, y los demás ingresos de derecho público o privado que estén autorizadas a percibir, y en fin, con cargo a los créditos previstos en los Presupuestos Generales del Estado destinados a financiar proyectos de investigación y desarrollo. La ley prohíbe a las Agencias Estatales el recurso al crédito, salvo que por Ley se disponga lo contrario. No obstante, y con objeto de atender desfases temporales de tesorería, las Agencias Estatales pueden recurrir a la contratación de pólizas de crédito o préstamo, siempre que el saldo vivo no supere el 5% de su presupuesto. El control de las agencias se ejercerá a través del presupuesto, cuyo anteproyecto, elaborado por el Consejo Rector, será remitido al Ministerio de adscripción para su examen. Este dará posterior traslado del mismo al Ministerio de Economía y Hacienda para su incorporación, si procede, a los presupuestos generales del Estado. o Asimismo sirven al control las cuentas anuales de las Agencias, formuladas por su Director en el plazo de 3 meses desde el cierre del ejercicio económico. Una vez auditadas por la Intervención General de la Administración del Estado son sometidas al Consejo Rector, para su aprobación se remitirán a través de la Intervención General de la Administración del Estado al Tribunal de Cuentas para su fiscalización. o El control externo de la gestión económico- financiera de
las Agencias Estatales corresponde al Tribunal de Cuentas y el interno y permanente a la Intervención General de la Administración del Estado mediante Intervenciones Delegadas y se realizará bajo las modalidades de control financiero permanente y de auditoría pública. Asimismo las Agencias Estatales estarán sometidas a un control de eficacia ejercido, a través del seguimiento del contrato de gestión, por los Ministerios de adscripción. Dicho control tiene por finalidad comprobar el grado de cumplimiento de los objetivos y la adecuada utilización de los recursos asignados. La Ley tampoco olvida el control parlamentario según lo dispuesto en los Reglamentos del Congreso y del Senado y a ejercer sobre los Ministros de los Departamentos de adscripción de las Agencias Estatales y los Presidentes de éstas, que podrán ser requeridos por las Comisiones de las Cámaras, a fin de informar acerca del desarrollo del Contrato de gestión y demás aspectos de la gestión de aquéllas. Las Agencias Estatales, a través del Ministro de adscripción correspondiente, remitirán anualmente a las Cortes Generales o a las Comisiones parlamentarias que correspondan, el informe general de actividad aprobado por el Consejo Rector, relativo a las tareas de la Agencia y al grado de cumplimiento de sus objetivos. La Ley por último, pensando sin duda en la evaluación de las propias agencias, autoriza al Gobierno, como advertimos, para la creación de la Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y la Calidad de los Servicios, adscrita al Ministerio de Administraciones Públicas, cuyo objeto precisamente es la promoción y realización de evaluaciones de las políticas y programas públicos del Estado, favoreciendo el uso racional de los recursos públicos y el impulso de la gestión de la calidad de los servicios. También podrá evaluar políticas y programas públicos gestionados por las Comunidades Autónomas, previo convenio con éstas.
2.4. Entes Públicos Atípicos O Apátridas El art. 6.5 de la Ley General Presupuestaria creó un
cajón de sastre para incluir en él a todos los Entes atípicos, ya creados o que pudieran crearse en lo sucesivo, refiriéndose a ellos como «el resto de Entes del sector público estatal no incluidos en este artículo ni en los anteriores»; es decir, aquellos que no eran ni Organismos autónomos ni sociedades estatales. Entre los Entes recientemente incluidos en este grupo figura la Agencia Estatal de la Administración Tributaria, que, junto con el Consejo Económico y Social y el Instituto Cervantes, se rigen por su legislación específica, por las disposiciones de la Ley General Presupuestaria y, supletoriamente, por la LOFAGE (disposición adicional novena). También es éste el lugar oportuno para referirse a un Ente institucional tradicionalmente apátrida, pero parangonable por su volumen de gasto al propio Estado: la Seguridad Social, a cuyas Entidades gestoras y Tesorería General la LOFAGE declara de aplicación sus previsiones relativas a los Organismos autónomos, a salvo ¡nada menos! de las relativas al régimen de personal, económico-financiero, patrimonial, presupuestario y contable, así como el relativo a la impugnación y revisión de sus actos y resoluciones y a la asistencia jurídica, que será el establecido por su legislación específica (disposición adicional sexta). Asimismo, se remite a su legislación específica al Banco de España. Lo mismo se dice, salvando expresamente el respeto su autonomía funcional, de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, del Consejo de Seguridad Nuclear, del Ente público RTVE, de las Universidades no transferidas, de la Agencia de Protección de Datos, del Consorcio de la Zona Especial de Canarias, de la Comisión del Sistema Eléctrico Nacional y de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (disposición adicional décima). En cuanto a las Administraciones independientes, es decir, «a los Organismos públicos a los que se les reconozca expresamente por una ley la independencia funcional o una especial autonomía respecto de la Administración General del Estado», la LOFAGE determina
que se regirán por su normativa específica en los aspectos precisos para hacer plenamente efectiva dicha independencia o autonomía; pero «en los demás extremos y, en todo caso, en cuanto a régimen del personal, bienes, contratación y presupuestación, ajustarán su regulación a las prescripciones de esta Ley, relativas a los Organismos públicos que en cada caso resulten procedentes, teniendo en cuenta las características de cada Organismo». En otras palabras, las Administraciones independientes, sin perjuicio de sus caracteres propios que les confieren neutralidad política, y que estudiaremos en el capítulo siguiente, podrán calificarse a la vista de su estatuto como Organismos autónomos, Entidades empresariales o Entes atípicos. 3. ENTES INSTRUMENTALES DE DERECHO PRIVADO. LA SOCIEDAD MERCANTIL Son cuatro las posibles formas de utilización del Derecho privado en la organización del sector público estatal (y de forma similar en las restantes Administraciones territoriales): . Organismos de forma pública que desarrollan su actividad en régimen de Derecho privado, reconvertidos ahora en la fórmula de la Entidad pública empresarial. . Fundaciones públicas sometidas a la legislación de fundaciones, reguladas en el Capítulo XI de la Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones
. Sociedades de capital público que cumplen fines de interés general. Con ello se ha pretendido una alternativa al más exigente y riguroso régimen de control que supone el Derecho administrativo, sobre todo en materia de contratación y régimen funcionarial. Tal es o ha sido el caso, entre otros, de la Escuela de Aeronáutica (Decreto-ley 4/1990, de 3 de mayo, y Ley 25/1991, de 21 de noviembre), de los Aeropuertos (art. 8 de la Ley 4/1991), de las Olimpiadas de Barcelona (Holding Olímpico, S. A.) y de la Expo 92 (Sociedad Estatal para la Exposición Universal de
Sevilla). . Sociedades de capital público que desarrollan actividades industriales en el mercado compitiendo en igualdad de condiciones que las empresas privadas. Esta fórmula ha servido para desarrollar, como dijimos, el proceso de industrialización, aunque sin porvenir alguno, tras el proceso de privatización de las empresas nacionales y la ideología hoy imperante de liberalismo económico, incompatible con un sector público industrial o comercial. Privatizadas la mayor parte de las empresas nacionales o sociedades estatales que actuaban en el sector privado en régimen de competencia con otras empresas privadas, la LOFAGE prescribe ahora — respecto de las que restan del proceso de privatización o las que pudieran crearse-que se regirán íntegramente, cualquiera que sea su forma jurídica, por el ordenamiento jurídico privado (salvo en las materias en que les sea de aplicación la normativa presupuestaria, contable, de control financiero y contratación) sin que en ningún caso puedan disponer de facultades que impliquen el ejercicio de funciones de autoridad pública (disposición adicional duodécima). Para la Ley 33/2003, del Patrimonio de las Administraciones del Estado, son sociedades mercantiles estatales: a)Las que la participación directa o indirecta en su capital social de las Entidades que integran el sector público estatal sea superior al 50%. b) Las sociedades mercantiles estatales, con forma de sociedad anónima, cuyo capital sea en su totalidad, directa o indirecta, de la Administración General del Estado o de sus Organismos públicos (art. 166.2). Además el Estado puede tener participación minoritaria en empresas privadas (accionariado fiscal) o que el Estado participe en éstas con la finalidad de fiscalizarlas (accionariado testigo o de presencia) o que reduzca su actividad a la fase inicial para apoyar proyectos privados problemáticos (accionariado
promotor). Las sociedades mercantiles estatales, como ya dijimos, se rigen por las normas de Derecho mercantil, civil o laboral (disposición adicional duodécima de la LOFAGE), pero no se liberan del todo del Derecho administrativo y, en particular, de las normas administrativas sobre contratación. En definitiva, caben dos tipos de sociedades creadas por los Entes públicos: Las que se crean para desarrollar actividades de interés general, y que no se liberan de las normas comunitarias sobre adjudicación de contratos como se pretendía hasta ahora con su creación; Y las que se crean para competir u operar en el mercado en las mismas condiciones que otras empresas del sector privado, a las que no alcanzan aquellas normas, si bien su creación es cada vez más inverosímil en un escenario, como el actual, de liberalismo económico y de reciente privatización del sector industrial del Estado. En cuanto a la tutela funcional de las sociedades estatales, la Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas prescribe que corresponderá al Ministerio al que esté atribuida. Este fijará las líneas de actuación estratégica y prioridades, y propondrá su incorporación a los Presupuestos de Explotación y Capital y Programas de Actuación Plurianual. Del mismo modo y en casos excepcionales podrá dar instrucciones a estas sociedades respecto a sus actividades cuando resulte de interés público su ejecución. Al Ministro de tutela corresponde, asimismo, proponer al de Hacienda el nombramiento de los administradores que correspondan de acuerdo con los Estatutos y lo que determine el Consejo de Ministros, y al Consejo de Administración le corresponde el nombramiento del Presidente y el Consejero Delegado. Al Ministerio de Hacienda corresponderá, en todo caso, el ejercicio de las facultades de supervisión de la actividad de la sociedad, incluyendo el control de eficacia y funcional sin perjuicio del control que corresponde a la Intervención General del Estado (arts. 176 al 182).
4. LAS FUNDACIONES PÚBLICAS Una fundación es una persona jurídico-privada sin ánimo de lucro, dotada de un patrimonio afectado a fines de interés general y gobernada, bajo la tutela de la Administración, por particulares organizados en un patronato. La constante tentación de huir del Derecho administrativo por donde fuere ha encontrado en la fundación privada otra manera de gestionar con amplio margen de discrecionalidad y ausencia de control, mejorando, incluso, la que proporciona la forma societaria, sobre la que las reformas de la legislación de sociedades y del mercado de valores habían extremado los controles. Por el contrario, la Ley 30/1994, de Fundaciones, atenuó los notables poderes de intervención que ejercían los Protectorados y liberalizó su régimen patrimonial y fiscal. Simultáneamente a este descontrol en el manejo de los patrimonios fundacionales, se abrió al sector público la posibilidad de crear fundaciones (art. 6: Las personas jurídico públicas pueden crear fundaciones salvo que sus normas establezcan lo contrario); una posibilidad organizativa que supone, como reconoce PINAR MAÑAS, desnaturalizar tanto a las Administraciones Públicas como a la propia figura de las fundaciones privadas, pese también a su, más que evidente, inconstitucionalidad (MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ). La vigente Ley 50/2002, de 26 de diciembre, de Fundaciones, sigue reconociendo a cualesquiera Administraciones Públicas CAPACIDAD PARA CREAR FUNDACIONES PRIVADAS. Además regula específicamente las fundaciones del sector público estatal, dejando que cada Comunidad Autónoma haga lo propio en su ámbito. La Ley considera fundaciones estatales aquellas en las que concurra alguna de las siguientes circunstancias: a) Que se constituyan con una aportación mayoritaria, directa o indirecta, de la Administración General del Estado, sus organismos públicos o demás Entidades del sector público estatal. b) Que su patrimonio fundacional, con un carácter de
permanencia, esté formado en más de un 50 por 100 por bienes o derechos aportados o cedidos por las referidas Entidades. La creación de la fundación pública estatal deberá ser autorizada por ACUERDO del Consejo de Ministros, que también autorizará las cesiones o aportaciones de bienes y derechos a una fundación previamente constituida cuando, como consecuencia de aquéllas, la aportación pública sea superior al 50 %. En el expediente de autorización deberá incluirse una memoria, a informar por el Ministerio de Administraciones Públicas, en la que, entre otros aspectos, se justifiquen las razones de una mejor consecución de los fines de interés general a través de una fundación que mediante otras formas jurídicas, públicas o privadas, contempladas en la normativa vigente. También deberá presentarse una memoria económica, a informar por el Ministerio de Hacienda, que justificará la suficiencia de la dotación inicial_mente prevista para el comienzo de su actividad y, en su caso, de los compromisos futuros para garantizar su continuidad. El régimen de funcionamiento se somete a las siguientes normas, aplicables con preferencia a las de la Ley de Fundaciones: . No podrán ejercer potestades públicas y sólo aquellas actividades relacionadas con el ámbito competencial de las Entidades del sector público estatal fundadoras, debiendo coadyuvar a la consecución de los fines de las mismas, sin que ello suponga la asunción de sus competencias propias, salvo previsión legal expresa. . El protectorado de estas fundaciones se ejercerá, con independencia del ámbito territorial de actuación de las mismas, por la Administración General del Estado. Obviamente se trata de un control funcional de su actividad, mientras en materia de presupuestos, contabilidad y auditoría de cuentas, el control está a cargo de la Intervención General de la Administración del Estado. . La selección del personal deberá realizarse con sujeción a los principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad de la correspondiente convocatoria. Obviamente
el personal así seleccionado será personal laboral y no funcionarial. . La contratación se ajustará a los principios de publicidad, concurrencia y objetividad, salvo que la naturaleza de la operación a realizar sea incompatible con estos principios. No obstante, esta regla hay que entenderla superada por la Sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 15 de mayo de 2003. Dicha Sentencia ha condenado a España y resuelto que deben aplicarse en su integridad (y no sólo los principios) los procedimientos de adjudicación de contratos previstos en las Directivas comunitarias sobre contratación a los Organismos públicos; considerándose tales los que, no obstante formas privadas, se nutren de fondos públicos o están controlados por éstos y desempeñen funciones de interés general. . Cuando la actividad exclusiva o principal de la fundación sea la disposición dineraria de fondos, sin contraprestación directa de los beneficiarios para la ejecución de actuaciones o proyectos específicos, dicha actividad se ajustará a los principios de publicidad, concurrencia y objetividad, siempre que tales recursos provengan del sector público estatal. La regulación anterior no se aplica a las fundaciones integradas en el Patrimonio Nacional (Ley 23/1982, de 6 de junio) ni a las Fundaciones Públicas Sanitarias (art. 11 de ley 15/1997).
5.LOS LOCALES
ORGANISMOS
ESPECIALIZADOS
La gestión directa de los servicios públicos es aquella que realizan las Corporaciones locales por sí mismas; las fórmulas organizativas de gestión directa para el desempeño de las funciones y servicios públicos locales: a) Gestión por la propia Entidad local, b) Organismo autónomo local, c) Entidad pública empresarial local, d) Sociedad mercantil local, cuyo capital social pertenezca
íntegramente a la Entidad local o a un Ente público de la misma. La gestión por la propia Entidad local tiene dos modalidades: o La gestión directa sin órgano especial de administración, que deberá seguirse necesariamente para la prestación de servicios que impliquen el ejercicio de autoridad. • En ella, la corporación local asume su propio riesgo sin intermediarios y, de modo exclusivo, todos los poderes de decisión y gestión, • Atendiendo al servicio mediante personal de plantilla retribuido con fondos del presupuesto ordinario dentro del cual opera el régimen financiero del servicio. Se podrá designar un administrador del servicio. La otra modalidad de gestión directa por la corporación es la gestión directa por organización especializada pero no personificada a cargo de un Consejo de Administración, un Presidente que recaerá en un miembro de la Corporación. A propuesta de dicho Consejo, el Alcalde o Presidente de la Diputación nombrará un Gerente. o Se trata en todo caso de una organización no personalizada, pero dotada de una mayor autonomía financiera dentro del presupuesto único de la Corporación. A este efecto tendrá sección presupuestaria propia, constituida por las partidas consignadas a tal fin y nutrida por el producto de las prestaciones y por las subvenciones o auxilios que recibiesen, estableciéndose una contabilidad especial que obliga a publicar sus balances y liquidaciones (art. 102 del Texto Refundido de las disposiciones legales vigentes en materia de Régimen Local, aprobado por Real Decreto Legislativo 781/1986, de 18 de abril). La gestión mediante organización especializada y personificada admite ahora las mismas fórmulas orgánicas que las previstas para el Estado por la LOFAGE, es
decir, Organismos autónomos locales y Entidades públicas empresariales locales y que se regirán por lo dispuesto en dicha Ley con las siguientes especialidades: a)Su creación, modificación, refundición y supresión corresponderá al Pleno de la Entidad local, quien aprobará sus Estatutos. b) El titular del máximo órgano de dirección (Presidente o Director) de los mismos deberá ser un funcionario de carrera o laboral de las Administraciones Públicas o un profesional del sector privado, titulados superiores en ambos casos, y con más de cinco años de ejercicio profesional en el segundo. c) En los Organismos autónomos locales deberá existir un Consejo rector, cuya composición se determinará en sus Estatutos. d) En las Entidades públicas empresariales locales deberá existir un Consejo de Administración, cuya composición se determinará en sus Estatutos. El Secretario del Consejo de Administración debe ser un funcionario público con titulación superior que ejercerá las funciones de fe pública y asesoramiento legal de los órganos unipersonales y colegiados de estas Entidades. e) La determinación y modificación de las condiciones retributivas, tanto del personal directivo como del resto del personal corresponderá al Pleno o al Consejo de Gobierno. Para las sociedades mercantiles locales valen las mismas consideraciones efectuadas sobre las estatales, salvada la distancia. Específicamente, la normativa local prescribe que deberán adoptar una de las formas de sociedad mercantil de responsabilidad limitada y que se regirán íntegramente, cualquiera que sea su forma jurídica, por el ordenamiento jurídico privado, salvo las materias en que les sea de aplicación la normativa presupuestaria, contable, de control financiero, de control de eficacia y contratación. Además, en la escritura de constitución constará el capital, que deberá ser aportado íntegramente por la Entidad local o un Ente público de la misma. Por su parte los Estatutos determinarán la forma de designación y el funcionamiento de la Junta General y del Consejo de
Administración, así como los máximos órganos de dirección de las mismas (art. 85 ter de la Ley de Bases de Régimen Local de 1985).
5. LA ADMINISTRACIÓN INSTITUCIONAL EN LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS La creación del Estado de las Autonomías hizo abrigar la esperanza de establecer su organización según técnicas de administración indirecta, lo que suponía la desaparición de órganos periféricos estatales y la reducción y transformación de los órganos centrales del Estado en órganos de planificación, coordinación, dirección y control, pero no directamente operativos. Asimismo se daba por supuesto que un planteamiento de este tipo suponía la creación de Organismos autónomos instrumentales en las Comunidades Autónomas para desempeñar cometidos para los que es más adecuada esta forma de gestión (ARGULLOL). No obstante, el desarrollo institucional de la Administración del Estado y de las Comunidades Autónomas permite afirmar que la reducción de la Administración periférica del Estado era una pura ilusión y al mismo tiempo se constató «la proliferación en las Comunidades Autónomas de Entidades de descentralización funcional, dotadas de personalidad jurídica acogidas al Derecho público o al privado [...]; generándose de nuevo en el nivel de las nuevas Administraciones, las viejas tensiones tendentes a crear una auténtica selva de instituciones, que hace difícil muchas veces una mejor relación entre los distintos niveles administrativos, y un adecuado servicio al administrado, al mismo tiempo que se produce una huida de los controles normales» (ARGULLOL). Entre las causas que motivaron la proliferación de los Entes institucionales en el ámbito autonómico está la influencia del sistema de transferencias. Al asumir las Comunidades Autónomas los servicios traspasados, debieron mantener el sistema organizativo preexistente para proteger la continuidad en el régimen de prestación de las actividades correspondientes. Pero, y al margen de esta explicación, se ha producido una opción consciente de las
Comunidades Autónomas, de recurrir a estas técnicas organizativas en busca de una mayor agilidad y flexibilidad en la actividad administrativa. Entre los sectores en que mayor difusión incidió la creación de Entes institucionales autonómicos figuran los servicios asistenciales y sanitarios, fomento del desarrollo económico y medio ambiente, juventud, etcétera (FONT, MUÑOZ MACHADO). En cuanto a la legitimación formal, hay conformidad en reconocer, y al margen de que algunos Estatutos aluden directa o indirectamente a los Entes institucionales (arts. 13.2 del Estatuto de Andalucía; 41 del Estatuto de Galicia; 32.2 del Estatuto de Cataluña), que las Comunidades Autónomas están capacitadas para su creación, a partir de su potestad organizativa, connatural con el principio de autonomía. Consecuentemente, las Comunidades Autónomas procedieron a la creación de Entes institucionales y a aprobar leyes reguladoras de su Administración institucional. Unas veces la regulación ha aparecido en las leyes relativas a Hacienda, Finanzas, o Patrimonio; otras se han producido mediante regulaciones generales imitadoras de la regulación estatal, como es el caso de la Comunidad de Madrid (Ley de 19 de enero de 1984), Andalucía (Ley 1/1983), Canarias (Ley 7/1984), Extremadura (Ley 3/1985), Galicia (Ley 3/1984), País Vasco (Ley 12/1983), Cataluña (Leyes 10/1982, de Finanzas Públicas de Cataluña, y 4/1985, de Regulación, Creación y Funcionamiento de las Empresas Públicas, Entidades de Derecho Público y Sociedades de Participación Mayoritaria de la Generalidad).
7.LAS EMPRESAS DE ECONOMÍA MIXTA En España, la técnica de la empresa mixta, siguiendo la estela francesa, se utilizó en la misma época para organizar el Monopolio de Petróleos, CAMPSA, obra de Calvo Sotelo (Real Decreto-ley de 28 de junio de 1927). Empresa mixta fue Telefónica, mediante la adquisición por el Estado de una parte del capital de la ITT Ambas eran concesionarias de servicios públicos en régimen de monopolio. El Estatuto municipal de 1924 reguló la empresa mixta como una fórmula general para la gestión de los
servicios locales, regulación que completará la Ley Municipal Republicana de 1935. Posteriormente, la empresa mixta sirvió para sostener empresas deficitarias de interés general como es el caso de Iberia, cuyo origen privado se remonta al año 1920, y que una Ley de 7 de junio de 1940 reestructuró, autorizando una participación estatal del 51 por 100, nacionalizándose, definitivamente, en 1943, mediante la adquisición por el Estado, a través del INI, de las restantes acciones de propiedad privada. Cuando nacieron las empresas de economía mixta se las contempló como una feliz combinación de esfuerzos conjuntos de capital privado y la Administración para el desarrollo de actividades y servicios públicos, y como una técnica para rectificar el monopolio empresarial del gran capital sin perder la superior eficacia de la gestión privada frente a la burocrática; también como un lugar de encuentro entre las ideas socialistas y las de libre mercado y un estímulo para fomentar el ahorro popular. En la actualidad, ese optimismo se ha visto rebajado ante algunas críticas que han evidenciado contradicciones intrínsecas en este maridaje entre el sector público y el privado. Y ello porque se puso de relieve que en las empresas mixtas los intereses privados tienden a predominar sobre los intereses públicos y se ha advertido que los titulares del capital privado pierden agresividad empresarial y sentido de la responsabilidad ante la confianza que supone la compañía de un socio tan poderoso y nutricio como la Administración, cuya quiebra es inimaginable. En España, las empresas de economía mixta estatales, como las aludidas Telefónica, CAMPSA e Iberia, han desaparecido como tales con el proceso privatizador. La Ley de Contratos de las Administraciones Públicas contempla ahora la sociedad de economía mixta como una modalidad del contrato de gestión de servicios públicos junto con la concesión, la gestión interesada y el concierto. Y la define como aquellas en que el Estado participe por sí o por medio de un Ente público estatal en concurrencia con personas naturales o jurídicas, pero sin imponer una cuota determinada de capital público [art. 156.dj].
En la esfera local, el Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales, aprobado por Decreto de 17 de junio 1955, no incluyó a las empresas de economía mixta ni entre los medios de gestión directa ni indirecta, sino como forma intermedia de ambas. La Ley de Bases de Régimen Local de 1985 incluye ahora la empresa de economía mixta entre los modos de gestión indirecta [art. 85.2.B)], por remisión al art. 56.d) de la Ley de Contra_tos de las Administraciones Públicas: «Sociedad de economía mixta en la que la Administración participe, por sí o por medio de un Ente público estatal en concurrencia con personas naturales o jurídicas»). En este caso, la participación de la Entidad local podrá ser mayoritaria o minoritaria, y deberá determinarse si la participación de los particulares ha de obtenerse únicamente por suscripción de acciones, participaciones y aportaciones a la empresa que se constituya, o previo concurso en que los concursantes formulen propuestas respecto a la cooperación municipal y a la particular en la futura sociedad, fijando el modo de constituir el capital social y la participación que se reserve la Entidad local en la dirección de la sociedad y en los posibles beneficios o pérdidas y demás particularidades que figuren en la convocatoria para la constitución de la empresa. Se prevé también que la aportación de la Entidad local consista exclusivamente en la concesión u otra clase de derechos, así como instalaciones, equipamientos o numerario, siempre que tengan la condición de bienes patrimoniales (art. 104 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones, aprobado por Decreto de 17 de junio de 1955).
TEMA XII LAS ADMINISTRACIONES INDEPENDIENTES
1. IDEA GENERAL Y CONCEPTO ADMINISTRACIONES INDEPENDIENTES
DE
Al lado de la Administración institucional común, constituida por una constelación de organismos personificados, pero sujetos política y jurídicamente al control del Gobierno, que nombran y destituyen libremente a sus gestores, el ordenamiento regula otras organizaciones especializadas con pretensiones de independencia política y jurídica. Fuera de nuestras fronteras estos organismos públicos se han denominado «autoridades reguladoras», o «agencias independientes», nombres estos últimos que, siguiendo la moda norteamericana, parece gozar de mejor fortuna entre nosotros. La temática de las Administraciones independientes se refiere ordinariamente al Estado porque es en referencia a su Administración en donde se ha suscitado originariamente la cuestión, y a éstas nos referimos en este capítulo; pero puede darse la misma problemática, mutatis mutandis, en relación con las administraciones de las Comunidades Autónomas e, incluso, de las municipales. La «independencia» es aquí respecto del poder ejecutivo, del Gobierno, lo que se alcanza privándole o limitándole el poder de nombramiento o destitución de los directivos del Ente en cuestión. Se trata, pues, de una cierta independencia orgánica, antesala de una cierta independencia funcional. JIMÉNEZ DE CISNEROS enumera
como técnicas limitadoras del poder absoluto de nombramiento la exigencia de pluralismo en las instancias de nominación; la inclusión de cláusulas o requisitos que suponen la despolitización de los nombramientos de los directivos (exigencia de condiciones, particular capacidad profesional); imposición del principio de colegialidad en la toma de decisiones; establecimiento de un plazo de duración del mandato de los órganos directivos o de una lista de motivos por los que puede acordarse la destitución. Realmente todas estas técnicas se reducen a condicionar la potestad del Gobierno para el nombramiento o destitución, pues la incondicionalidad del nombramiento y, sobre todo, de la destitución es lo que hace que dichos organismos obedezcan o no al 100 por 100 las directrices, el indirizzo político, del Gobierno, o simplemente sus mandatos pues si no lo hacen sus directivos serán cesados y sustituidos por otros. En las administraciones independientes sus directivos están blindados frente a la jerarquía del gobierno y por ello pueden desconocer sus órdenes y directrices sin el riesgo de ser cesados. Las limitaciones al poder gubernamental sobre las Administraciones independientes son, a veces, simple autolimitación del ejecutivo en favor de los titulares de los órganos (caso del Banco de España o de la Comisión Nacional del Mercado de Valores: respetar a los nombrados por un plazo de cuatro años); pero en otros casos la limitación gubernamental beneficia al poder legislativo, al que se inviste de poderes de nombramiento que pierde el ejecutivo (caso del Consejo de Radiotelevisión Española), o al poder judicial, porque los nombramientos se reservan a quienes ostentan la condición de Jueces o Magistrados (caso de la Administración electoral) o, en fin, las favorecidas son otras Administraciones Públicas territoriales, Comunidad Autónoma o Municipio, u otros entes, a los que, en aplicación del concepto de coordinación, se llama a participar en un organismo
fundamentalmente estatal (caso de las Autoridades Portuarias; Ley 27/1992, de 24 de noviembre, de Puertos del Estado y de la Marina Mercante). Desde una perspectiva material, sin embargo, no se trata de creer ingenuamente que allí donde la Ley condiciona el poder de nombramiento o destitución del Gobierno se opera por este solo dato la «gracia» de la neutralidad y de la independencia respecto de aquél. Aparte de que la elección misma de una persona, por muy condicionada que esté, siempre es sospechosa de algún tipo de afinidades con quien le nombra, hay otros medios de influir en los titulares de estos organismos «independientes» que no consisten únicamente en el «palo» de la destitución, pues hay que considerar también la «zanahoria» de otras ventajas con las que el Gobierno puede seducir a los titulares de los órganos más independientes, como el nombramiento o promoción para otros cargos. En definitiva, «independencia» quizás es una expresión excesiva para aplicarla a unos organismos y a sus titulares que no pueden ir muy lejos sin el concurso del Gobierno. Como dice MODERNE, hay que tener en cuenta que el término independiente en el vocabulario inglés está sin duda más próximo a la realidad en cuanto evoca prudentemente una situación de cuasiautonomía, pues los controles que se ejercen sobre estas autoridades se revelan más numerosos y a menudo más eficaces de lo que se podía imaginar. En todos los países en que se ha detectado el fenómeno de las Administraciones independientes, éstas parecen haberse especializado en la gestión de actividades directamente relacionadas con los derechos fundamentales o con relevantes funciones económicas, entes reguladores
(bancos centrales, bolsas de valores, defensa de la competencia, telecomunicaciones, energía, etc.). Sin embargo, la realidad de uno a otro país es muy diferente y, en el nuestro, el primer organismo al que la ley llamó independiente, la Junta de Energía Nuclear, lo fue por razones de seguridad. No caben, pues, criterios finalistas en la definición de las Administraciones independientes, sino formales, y en ese sentido, como venimos diciendo, administraciones independientes serían aquellas que correspondiendo por naturaleza a la órbita de las funciones o servicios del poder ejecutivo, sus cúpulas u órganos directivos son sustraídos a la dirección del Gobierno, al que se limitan los poderes de nombramiento o destitución de los gestores, creando un centro propio de indirizzo político, de imputación de responsabilidad y, al tiempo, liberando a aquel de su responsabilidad política en ese ámbito, peculiaridad de dudosa constitucionalidad como veremos. La mayor o menor «independencia» de un organismo respecto al Gobierno tampoco tiene ni debería tener relación con la aplicación de un régimen de Derecho público o privado, pues nada hace pensar que la aplicación de éste le presta una mayor independencia o neutralidad. Sin embargo, es frecuente aprovechar la coartada de la necesidad de la independencia funcional como excusa para huir del Derecho público, en especial de los procedimientos de selección de contratistas y del régimen funcionarial, en beneficio de la contratación laboral del personal directivo
con el fin de asegurar unas mayores retribuciones y discrecionalidad en los nombramientos. Digamos, en fin, que la cuestión político-constitucional que plantean estos organismos, cuando se sustrae al Gobierno la facultad de nombrar y remover a los titulares de sus órganos directivos, es que no puede considerarse aquél políticamente responsable de su funcionamiento. Por eso esta técnica organizativa, y al margen de quién sea beneficiario del poder que el Gobierno cede, es difícilmente compatible con el art. 97 de la Constitución, que establece precisamente la regla contraria, de control de toda la Administración por el Gobierno, al que también se imputa toda la responsabilidad política por su funcionamiento («El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado»). Visto el fenómeno de otra manera: a estos organismos no les afecta directamente la gran fiesta y esencia de la democracia que son las elecciones: cambia el Gobierno y el nuevo puede cambiar los titulares de todos los órganos y entes que dependen de una administración; todos si, menos los de aquellos que están blindados como agencias, autoridades o administraciones independientes.
2. TIPOLOGÍA Y PROBLEMÁTICA GENERAL EN ESPAÑA En España, aunque más modestamente, y por vía de importación, también se pensó en una descentralización funcional realmente independiente, más allá de la modesta fórmula de los establecimientos públicos. Las ideas francesas sobre la descentralización funcional fueron defendidas con radicalidad por ROYO VILLANOVA (La nueva descentralización, Valladolid, 1914), que, a primeros de siglo, las utiliza para formular una alternativa a los peligros que presagiaba en torno al autonomismo regional: «¿Debe desintegrarse —se preguntaba— la Administración Pública constituyendo con sus despojos un conjunto de Gobiernos locales que resuciten los reinos
de Taifas, o debe llevarse a la Administración la unidad necesaria para reflejar la conciencia nacional, dejando luego a los servicios públicos toda la libertad conveniente a la fecundidad de su misión como gestores de los intereses sociales?» La nueva descentralización, en definitiva, supondría, como ha destacado ARIÑO, una alternativa a la descentralización del Estado que propiciaban los nacionalismos periféricos (como para HAURIOU era alternativa contra el socialismo municipal), lo que se alcanzaba, y sobre la base de privar a la descentralización de su base geográfica (local o regional), mediante la consideración objetiva del servicio público y la relajación de su dependencia respecto del poder central, constituyéndola con personalidad propia y con cierta autonomía de gestión. Estas formulaciones doctrínales apenas dieron frutos. La regla general, sobre todo a partir de la Ley de Entidades Estatales Autónomas de 26 de diciembre de 1958, es que, aunque los Organismos autónomos son definidos «como Entidades de Derecho público creadas por la Ley, con personalidad jurídica y patrimonio propios, «independientes de los del Estado», esta independencia se refiere a la personalidad jurídica, pero no a la independencia política de sus órganos, ya que la mayoría de los creados fueron configurados como organismos absolutamente dependientes del Gobierno. En este sentido, las leyes creadoras reservaron a éste el poder de nombrar y destituir con absoluta discrecionalidad los cargos directivos. A recordar también la generalizada tendencia a incluir en la organización suprema del Organismo autónomo a los altos cargos del Ministerio al que
están adscritos, de tal manera que Ministros, Subsecretarios y Directores generales son llamados a formar parte de los consejos u órganos directivos del Organismo autónomo. Esta descentralización no sólo era y es una ficción, como se ha explicado en el capítulo anterior, lógica por demás y obediente al principio de que todas las administraciones dependen del poder ejecutivo, sino también una burla por la anomalía que, incluso en este contexto, supone la ocupación del nivel gubernamental y del Ente instrumental por los mismos personajes, lo que se ha trasladado a la Administración institucional de las Comunidades Autónomas. Esto no significa que en la historia de nuestra Administración institucional no se dieran casos de una cierta independencia orgánica, como es el caso de las diversas Cámaras Oficiales que nacen, como en Francia, y tras un período de simples asociaciones que fracasa, con el etiquetaje de «establecimientos públicos», como hemos referido. Incluso antes podría citarse como Administraciones funcionalmente independientes las Reales Academias integradas todas ellas en el Instituto de España (Decreto de 18 de abril de 1945), cuya tradición se remonta al siglo XVIII y en el que se da el máximo grado de independencia, pues los titulares de sus órganos de gobierno se eligen por cooptación sin interferencia alguna del Gobierno. También en algunos establecimientos públicos tradicionales, como la Universidad, la potestad gubernamental de nombramiento y remoción de los cargos de los rectores aparecía condicionada no sólo por la necesidad de elegir un profesional de la docencia, un catedrático, sino por propuestas de los órganos de la propia Corporación. En la Dictadura de Primo de Rivera,
aparte del caso notable de las Confederaciones Hidrográficas, de indudable progenie americana, se crean asimismo unos organismos consorciales, reguladores de sectores económicos y semi-independientes del Estado. De otra parte, algunos supuestos pasados de jurisdicciones especiales deben ahora verse como supuestos de Administraciones independientes por estar orientados al ejercicio de funciones arbitrales o cuasi judiciales y que han sido estudiados en el capítulo sobre la actividad arbitral del tomo primero.
2.1. LOS SUPUESTOS DE AUTONOMÍA INSTITUCIONAL CONSTITUCIONALMENTE GARANTIZADA Evidentemente, no todos los órganos que cita la Constitución, al margen del Poder judicial y del Parlamento, pueden ser catalogados como Administraciones independientes. Así el Defensor del Pueblo —aunque en Francia se sitúa por algunos autores al «Mediateur» como Administración independiente y en Italia los Defensores cívicos regionales— o el Tribunal de Cuentas, cuya función es, justamente, la de controlar a la Administración y tiene una clara vocación de dependencia del poder legislativo por expreso mandato de la Constitución. Por definición no puede postularse de ellos el control y la responsabilidad del Gobierno. Por ello quedan fuera de nuestra reflexión. También hay que marginar del concepto de Administración independiente al Consejo de Estado, al que la Constitución se refiere como «el supremo órgano consultivo del Gobierno». Esta referencia nada dice sobre su independencia o neutralidad. La Ley Orgánica sigue la trayectoria histórica de otorgar al Gobierno las facultades de nombramiento tanto del Presidente como de los Consejeros Permanentes y Electivos. El conjunto resultante —a pesar de que el Presidente es destituido discrecionalmente por el Gobierno— es un órgano independiente porque los Consejeros permanentes no
pueden ser removidos de por vida ni los electivos en un plazo de cuatro años. No obstante, la consideración de que el Consejo es más un órgano de control que propiamente consultivo y que comparte poderes decisorios con el Tribunal Supremo en materia de resolución de conflictos de atribuciones entre la Administración y los Tribunales, justificaría también su incardinación en la categoría de los órganos constitucionales. Respecto al Consejo Económico y Social, previsto en el art. 131 de la Constitución, pudiera cuestionarse si puede ser o no una Administración independiente («El Gobierno —dice este precepto— elaborará los proyectos de planificación, de acuerdo con las previsiones que le sean suministradas por las Comunidades Autónomas y el asesoramiento y colaboración de los Sindicatos y otras organizaciones profesionales, empresariales y económicas. A tal fin se constituirá un Consejo, cuya composición y funciones se desarrollarán por ley»). Desde esta previsión participativa, parece que el nombramiento de los consejeros que lo compongan no puede depender mayoritariamente de la voluntad del Gobierno, lo que ha respetado la Ley de creación del Consejo de 17 de junio de 1991. Según esta Ley, el Consejo se compone de sesenta miembros y un Presidente nombrado por el Gobierno. Un tercio de los miembros se nombra a propuesta de las organizaciones sindicales y otro tercio a propuesta de las patronales. El mandato es de cuatro años renovable. En todo caso el carácter de órgano consultivo de este organismo descarta que se plantee su asimilación a las Administraciones independientes, que ordinariamente gestionan un servicio o ejercen funciones públicas con responsabilidad externa respecto de terceros. Otras citas de la Constitución sobre la Administración corporativa, y en concreto el art. 36, que impone una administración autogestionaria y
democrática para los Colegios profesionales, nos sitúa ya más cerca de las Administraciones independientes. Quiere esto decir que en materia de disciplina y organización profesional la Constitución ha optado, frente a la posibilidad de organismos controlados y dependientes de la Administración, por la independencia que comporta la Administración corporativa. Y ésta sí que es una Administración independiente, aunque no en el sentido que hasta aquí venimos considerando como tal, dadas las diferentes raíces históricas de que proceden una y otra y su diversa naturaleza, fundacional o corporativa, y porque, aun siendo Administraciones Públicas no pueden ser consideradas propiamente como Administraciones del Estado. En todo caso, esa previsión constitucional descarta cualquier problema de constitucionalidad, al haber sido exonerada explícitamente de la obediencia directa del ejecutivo. La cuestión se «calienta» ya con otras referencias, pues la Constitución, al referirse a determinados servicios públicos, como la Universidad y los Medios de Comunicación Social del Estado, así como al Consejo de la Juventud, imponen unas formas especiales de organización que el legislador ordinario ha entendido como un mandato que obligaba a crear unos modelos organizativos muy distintos de los previstos para los organismos autónomos y caracterizados por una cierta independencia real frente al Gobierno. En el caso de las Universidades, la Ley Orgánica de Universidades 6/2001, de 21 de diciembre, modificada por la Ley Orgánica 4/2007, en cumplimiento del art. 27.10 de la Constitución («se reconoce la autonomía de las Universidades en los términos que la Ley establezca»), atribuye el Gobierno de cada Universidad a diversos órganos: Claustro Universitario, Junta de Gobierno y Rector. Todos ellos son elegidos por los miembros de la comunidad universitaria, concepto que incluye, además de los profesores, al personal no docente y a los alumnos. Los miembros de estos órganos colegiados, así como el
Rector, son nombrados y cesados, sin intervención alguna del Gobierno o del gobierno de las Comunidades Autónomas de que dependen la mayoría salvo la UNED, competencia del Estado. A su vez, entre cada Universidad y el Gobierno de la Nación o de las Comunidades Autónomas se interponen los Consejos Sociales, con competencias para la aprobación del presupuesto, programación y supervisión de las actividades de carácter económico y de rendimiento de los servicios. El respeto a la autonomía universitaria ha llevado a atribuir las funciones de ordenación, coordinación, planificación, propuesta y asesoramiento de las universidades a una Administración independiente, el Consejo de Coordinación Universitaria, que la LOU define como «el máximo órgano consultivo y de coordinación del sistema universitario». Está presidido por el Ministro de Educación y Ciencia y compuesto por: los responsables de la enseñanza universitaria de las CCAA, los Rectores de las universidades públicas y privadas y 21 miembros, nombrados por un periodo de cuatro años, entre personalidades de la vida académica, científica, cultural, profesional, económica y social, y designados siete por el Congreso de los Diputados, siete por el Senado y siete por el Gobierno. Entre los vocales de designación del Gobierno podrán figurar también miembros de la Administración General del Estado. A través de lo expuesto se comprueba que la organización de cada Universidad responde, básicamente, a la idea del sindicalismo o corporativismo funcionarial con la idea de participación social a través de las representaciones de los usuarios del servicio, los alumnos, en los órganos universitarios, y de otras Corporaciones en los Consejos Sociales (Sindicatos de trabajadores y empresarios y otros de intereses sociales). El Estado o las Comunidades Autónomas pagan pero no mandan en las
universidades públicas; pero si no pueden legalmente mandar tampoco son políticamente responsables, lo que sitúa a las universidades fuera del sistema de representación democrático. En cuanto a la organización del sistema universitario en su conjunto, el Consejo de Coordinación Universitaria, ciertamente independiente del Gobierno, bien pudiera calificarse de órgano consorcial obligatorio, pero sin personalidad, en el que participan el Gobierno, las Universidades, las Comunidades Autónomas, el Congreso y el Senado. En todo caso, el ejecutivo poco tiene que decir y responder por el funcionamiento de este organismo. Otro supuesto de organización autogestionaria de un organismo público que pudiera tener un fundamento constitucional, aunque no tan claro como el de las Universidades, lo constituye el Consejo de la Juventud de España, creado por Ley 18/1983, de 16 de noviembre, que pretende desarrollar el art. 48 de la Constitución («Los poderes públicos promoverán las condiciones para la participación libre y eficaz de la juventud en el desarrollo político, social, económico y cultural»). El Consejo que esta Ley diseña es una Entidad de Derecho público con personalidad jurídica y patrimonio propio y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines, que se concretan en una actividad de fomento del asociacionismo juvenil y en la colaboración con la Administración (arts. 1 y 2). En los órganos rectores de este organismo, la Asamblea y la Comisión Permanente, no existe ningún miembro designado por el Gobierno, formándose, exclusivamente, por los delegados de las diversas asociaciones que pueden ser miembros del Consejo, en número variable, según el grupo en que se clasifican, y en función del número de afiliados y ámbito de implantación. Otro supuesto de Administración independiente que se pretende cobijar en una cita constitucional es el Ente
público Radiotelevisión Española, cuyo modelo han seguido las televisiones autonómicas, y cuyas singularidades organizativas se intentan justificar en el art. 20.3 de la Constitución: «La Ley regulará la organización y el control parlamentario de los medios de comunicación social dependientes del Estado o de cualquier Ente público y garantizará el acceso a dichos medios de los grupos sociales y políticos significativos, respetando el pluralismo de la sociedad y de las diversas lenguas de España». La intervención del poder legislativo en la organización y control de Radiotelevisión española, y lo mismo puede decirse de las televisiones autonómicas, ha resultado tan determinante, que bien pudiera calificarse a RTVE como un servicio público parlamentario. En efecto, el Estatuto de Radio y Televisión, de 10 de enero de 1980, configuró a RTVE como órgano supremo del Ente al Consejo de Administración, formado por doce miembros que eligen, por mitad y por mayoría de tres quintos, el Congreso y el Senado. Este Consejo de Administración lo es, a su vez, de las Sociedades gestoras (Radio Nacional de España y Televisión Española), ostentando sobre el Ente Público y sobre éstas las más importantes facultades (aprobación de principios básicos y líneas generales de programación, memoria anual, plantillas, retribuciones del personal y anteproyecto de presupuestos). La responsabilidad y presencia del Gobierno se articulaba a través de su facultad de nombrar al Director del Ente público, que también ejercía funciones directivas sobre las sociedades gestoras. La Ley 17/2006, de 5 de junio, de la radio y la televisión de titularidad estatal modifica la anterior y crea la Corporación RTVE, una sociedad mercantil estatal que, a su vez, dispone de dos sociedades filiales mercantiles encargadas de la prestación directa del servicio público: la Sociedad Mercantil Estatal Televisión Española, en el ámbito de los servicios de televisión, conexos e interactivos; y la Sociedad Mercantil Estatal Radio Nacional
de España, en el ámbito de los servicios de radio, conexos e interactivos. La gestión de la Corporación RTVE corresponde a un Consejo de Administración integrado por doce miembros de designación parlamentaria: cuatro por el Senado y ocho por el Congreso, de los cuales dos serán propuestos por las centrales sindicales más representativas a nivel estatal y con representación en la Corporación y en sus sociedades. Los miembros del Consejo de Administración deberán contar con suficiente cualificación y experiencia para un desempeño profesional de sus responsabilidades; su mandato será de seis años, salvo en su primera formación, con renovaciones trienales por mitades; quedan sometidos al régimen mercantil, con determinadas especialidades que detalla la presente Ley; y a reglas especiales de responsabilidad, comprendida la posibilidad del cese del Consejo en caso de gestión económica gravemente perjudicial para la Corporación. Asimismo, el Congreso, de entre los consejeros designados, designará al presidente de la Corporación y del Consejo de Administración, el cual desempeñará la dirección ejecutiva ordinaria de la misma, actuando conforme a los criterios, objetivos generales o instrucciones que establezca el referido Consejo. Con ello el Gobierno pierde la facultad de nombrar el director, caballo de batalla de anteriores enfrentamientos políticos. Este diseño organizativo no es, a nuestro juicio, el querido por la Constitución, que obliga, únicamente, al respeto del pluralismo de la sociedad española en la acción gestora, lo que no es necesariamente incompatible con la dependencia de un servicio del Gobierno; de otra parte, solamente prevé un especial refuerzo del control parlamentario. Justamente esta previsión —aparte de otras razones que se invocarán después en relación con todas las Administraciones independientes— es la que hace constitucionalmente inviable la actual fórmula, puesto que el control parlamentario no se compagina con el hecho de hacer a las Cortes las verdaderas responsables de la gestión del Ente a través de su competencia para nombrar a los gestores de éste, pues
cualquier posterior censura sobre éstos en aras del control se vuelve, en cierto modo, en autocensura de las Cortes por culpa in eligiendo. Parece, pues, que se ha confundido aquí el trigo con la cebada y que se han seguido, miméticamente, fórmulas extranjeras de parlamentarización del servicio (italianas) sin reparar en el sentido de nuestro propio precepto constitucional, y pasando por encima del dato de que la Constitución no atribuye al legislativo más nombramientos de titulares de organismos públicos a las Cortes que aquellos que el propio texto contempla directa o indirectamente (Consejo del Poder Judicial, y quizás, aunque no se explícita esta competencia, Defensor del Pueblo, y miembros del Tribunal de Cuentas, implícitamente, como órganos auxiliares del Parlamento para el control del ejecutivo).
2.2. ADMINISTRACIONES INDEPENDIENTES NO PREVISTAS EN LA CONSTITUCIÓN. Si los diseños del Consejo de la Juventud y de RTVE responden, a nuestro juicio, a diseños basados en interpretaciones contrarías a la Constitución, otras Administraciones independientes se han constituido sin mención alguna en aquélla, y sin reparar si es o no constitucionalmente lícito que se sustraigan al Gobierno los poderes de nombramiento y remoción de los titulares de sus órganos de dirección. Es el caso, extraordinariamente significativo, del Consejo de Seguridad Nuclear, creado por la Ley 15/1980, de 22 de abril, con competencias en seguridad nuclear y protección radiológica y en el que la pérdida del poder y responsabilidad gubernamental se hace en beneficio del poder legislativo. Entre las competencias de este organismo se incluyen importantes funciones, como la de emitir informes con carácter preceptivo y vinculante para la denegación de concesiones sobre instalaciones nucleares, así como realizar toda clase de inspecciones sobre ellas. Como advierte SALA ARQUER, la «nota de la independencia, recogida ya en el art. 1.° de la Ley y
reiterada en varias ocasiones, no es una concesión semántica, ni una imprecisión del legislador. Por el contrario, la independencia de este organismo frente al Gobierno fue, a lo largo de la tramitación parlamentaria del proyecto, el eje en torno al cual giraron los debates, el punto clave de la ley [...]. El telón de fondo de esa inusitada preocupación por la independencia de un organismo administrativo era y es bien conocida: una opinión pública alarmada por campañas antinucleares sensibilizada por el entonces reciente accidente de Harrisburg, etcétera. Sólo así se explica el fenómeno de la desconfianza de los políticos respecto del propio poder político legitimado democráticamente, y la exaltación de los valores de la competencia científica, de la autoridad y el prestigio que caracterizaron los debates de la ley». Pues bien, la responsabilidad del Congreso de los Diputados en la gestión de este Organismo y correlativa pérdida de poder del Gobierno se concreta en la obligación de trasladar a la Comisión Parlamentaria de Industria y Comercio, las propuestas de designación de los Consejeros, para su aceptación o rechazo por mayoría de tres quintos de los miembros de la susodicha Comisión. Ésta ha de emitir informe favorable para la destitución de los Consejeros por razón de incapacidad o por no atender con diligencia los deberes de su cargo. De esta forma se asegura una cierta independencia y estabilidad de los directivos del Consejo de Seguridad Nuclear frente al Gobierno y se corresponsabiliza al órgano legislativo en los resultados de su funcionamiento. Además, el Consejo dispone de recursos propios y tiene competencia exclusiva en materia de seguridad nuclear, debiendo rendir cuenta de su actividad al Parlamento; no recibe instrucciones ni directivas del Gobierno, el cual no responde ante el Parlamento de los actos del Consejo. Otro supuesto claro de la Administración independiente y sin previsión constitucional expresa, lo constituye la Administración Electoral, organización sin personalidad
jurídica, cuyo cuadro orgánico resultante de la Ley de 19 de junio de 1985 es el siguiente: Junta Central, Provinciales, de Zona o de Comunidad Autónoma. Su misión es la de asegurar la objetividad de las consultas electorales, lo que ha llevado a jurisdiccionalizar y neutralizar su composición estando integrada la Junta Central en su mayoría por magistrados profesionales (ocho vocales), en cuyo nombramiento no tiene influencia alguna el Gobierno, pues son nombrados mediante insaculación por el Consejo General del Poder Judicial, y por otros juristas calificados, catedráticos de Derecho (cinco), por el Gobierno a propuesta de las organizaciones políticas (art. 9). Los poderes de esta Administración son prácticamente omnímodos durante el proceso electoral en todo lo relacionado con la campaña y la proclamación de candidatos y elegidos. Asimismo, de la Junta Electoral Central depende la Oficina del Censo. Con arreglo a la técnica del mandato de plazo fijo se ha pretendido asegurar una cierta neutralidad o independencia del Gobierno a organismos que tradicionalmente la vienen reclamando por sus trascendentales funciones económicas, como ocurre con el Banco de España, entre otros casos, y al que la Ley 30/1980, de 21 de junio, dotó de «autonomía respecto a la Administración del Estado», como asimismo lo hace la Ley vigente de 1 de junio de 1994. La autonomía orgánica consiste en la inamovilidad del Gobernador, Subgobernador y los seis Consejeros que con aquéllos se integran en el Consejo General del Banco, durante un mandato de seis años, los cuales, una vez nombrados por el Gobierno, no pueden ser separados libremente por él, sino «por incapacidad permanente para el ejercicio de sus funciones, incumplimiento grave de sus obligaciones, incompatibilidad sobrevenida o procesamiento por delito doloso». Además, el Banco de España se beneficia de ciertas garantías de independencia funcional, pudiendo elegir con autonomía los medios necesarios para ejecutar los objetivos de política monetaria fijados por el Gobierno,
entre otras, dictando las normas precisas para el ejercicio de sus competencias, las conocidas como «circulares del Banco de España», verdaderos reglamentos. Los actos administrativos que dicta el Banco de España en desarrollo de sus funciones sobre política monetaria, así como las sanciones impuestas como consecuencia de la aplicación de estas normas, ponen fin a la vía administrativa, a los efectos de ser recurridas ante la Jurisdicción ContenciosoAdministrativa; por el contrario, los actos administrativos y sanciones en las restantes materias serán susceptibles de recurso ordinario ante el Ministerio de Economía y Hacienda. Al mismo modelo responde la organización de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, creada por Ley 24/1988, de 28 de julio (que ha sufrido una modificación importante por Ley 37/1998, de 16 de noviembre). A su Consejo «corresponde el ejercicio de todas las competencias establecidas en la Ley y las que le atribuyan el Gobierno o el Ministro de Economía y Hacienda». Está integrado —aparte de por los Directores Generales del Tesoro y el Subgobernador del Banco de España— por el Presidente, un Vicepresidente y tres Consejeros, nombrados por el Gobierno a propuesta del Ministerio de Economía y Hacienda, entre personas de reconocida competencia en materias relacionadas con el mercado de valores. Su mandato es de cuatro años y antes de su transcurso podrán solamente ser separados por incumplimiento grave de sus obligaciones, incapacidad permanente para el ejercicio de su función, incompatibilidad sobrevenida o condena por delito doloso, previa instrucción de expediente, por el Ministerio de Economía y Hacienda. Con más razón puede considerarse Administración independiente el Tribunal de Defensa de la Competencia, por cuanto la Ley de 1963 tuvo muy presente el modelo de la Federal Trade Commission americana. La Ley de 1963, fue sustituida por la Ley 16/1989, de Defensa de la Competencia, y, posteriormente, por la Ley 15/2007, de 3 de julio, que sustituye dicho
Tribunal por la Comisión Nacional de la Competencia, que define como Ente de Derecho público con personalidad jurídica propia y plena capacidad pública y privada, adscrita al Ministerio de Economía y Hacienda, que ejercerá el control de eficacia sobre su actividad y que actuará en el desarrollo de su actividad y para el cumplimiento de sus fines con autonomía orgánica y funcional, plena independencia de las Administraciones Públicas, y sometimiento a esta Ley y al resto del ordenamiento jurídico. El Presidente de la Comisión Nacional, que lo será también del Consejo, y asimismo los Consejeros, serán nombrados por el Gobierno a propuesta del Ministro de Economía y Hacienda, entre juristas, economistas y otros profesionales de reconocido prestigio, previa comparecencia ante la Comisión de Economía y Hacienda del Congreso, que versará sobre la capacidad y conocimientos técnicos del candidato propuesto. Los Consejeros serán nombrados por el Gobierno mediante Real Decreto a propuesta del Ministro de Economía y Hacienda, entre juristas, economistas y otros profesionales de reconocido prestigio, previa comparecencia ante la Comisión de Economía y Hacienda del Congreso, que versará sobre la capacidad y conocimientos técnicos de los candidatos propuestos. El mandato del presidente y los consejeros será de seis años sin posibilidad de renovación. El Presidente y los Consejeros sólo pueden ser cesados por renuncia, expiración del término de su mandato, incompatibilidad sobrevenida, condena por delito doloso, incapacidad permanente o por acuerdo del Gobierno por incumplimiento grave de los deberes de su cargo, a propuesta de tres quintas partes del Consejo de la Comisión Nacional de la Competencia. A su vez, el Director de Investigación es nombrado y cesado por el Gobierno mediante Real Decreto, a propuesta del Ministro de Economía y Hacienda, previa aprobación por mayoría simple del Consejo de la Comisión. La Agencia Española de Protección de Datos fue instituida por la Ley Orgánica de 29 de octubre de
1992, relativa al tratamiento automatizado de datos de carácter personal, con la función de limitar el uso de la informática y otras técnicas y medios de tratamiento automatizado de datos de carácter personal para garantizar el honor, la intimidad personal y familiar de las personas físicas y el pleno ejercicio de sus derechos sustituida por la Ley Orgánica 15/1999, de Protección de Datos de Carácter Personal, de 13 de diciembre, que se ha dictado con el objetivo fundamental de adaptar nuestro Derecho a la Directiva 95/46/CE siendo su principal novedad la ampliación del ámbito objetivo de aplicación de la Ley sobre todos los datos de carácter personal registrados en soporte físico que los haga susceptibles de tratamiento, y toda modalidad de uso posterior de estos datos por los sectores público y privado (art. 2.1) estén o no informatizados. La independencia de la Agencia radica en la inamovilidad de su Director que, una vez nombrado por el Gobierno entre las personas que componen el Consejo Consultivo, tiene un mandato de cuatro años en el que sólo podrá ser cesado previa instrucción de expediente por incumplimiento grave de sus obligaciones, incapacidad sobrevenida para el ejercicio de su función, incompatibilidad o condena por delito doloso. El Director no está además sujeto a instrucción alguna. El Consejo Consultivo lo componen un Diputado y un Senador, tres representantes de las Administraciones Públicas, un representante de los titulares de ficheros privados, uno de las organizaciones de consumidores y usuarios, un miembro de la Real Academia de la Historia y un experto en la materia propuesto por el Consejo de Coordinación Universitaria. La Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones, con personalidad jurídica y plena capacidad pública y privada, está adscrita al Ministerio de Fomento y tiene por objeto salvaguardar las condiciones de competencia efectiva en el mercado de las telecomunicaciones y de los
servicios audiovisuales, telemáticos e interactivos, velar por la correcta formación de los precios en este mercado y ejercer de órgano arbitral en los conflictos que surjan en el sector. Está regida por un Consejo compuesto por un Presidente, un Vicepresidente y siete Consejeros nombrados por el Gobierno, mediante Real Decreto a propuesta del Ministro de Fomento, entre personas de reconocida competencia profesional relacionada con el sector de las telecomunicaciones y la regulación de los mercados, previa comparecencia del Ministro ante la Comisión competente del Congreso de los Diputados para informar sobre las personas a quienes pretende proponer. El Consejo designa un Secretario no Consejero, que actuará con voz, pero sin voto. Los cargos de Presidente, Vicepresidente y Consejeros se renovarán cada seis años, pudiendo los inicialmente designados ser reelegidos por una sola vez. El Presidente, el Vicepresidente y los Consejeros gozan de inamovilidad, pues sólo cesan en su cargo por renuncia, expiración del término de su mandato o por separación acordada por el Gobierno, previa instrucción de expediente, por incapacidad permanente para el ejercicio del cargo, incumplimiento grave de sus obligaciones, condena por delito doloso o incompatibilidad sobrevenida. Corresponde a la Comisión el otorgamiento de títulos habilitantes, cuando no corresponda al Ministerio de Fomento, para la prestación a terceros, en condiciones de concurrencia, de los servicios, informando las propuestas de tarifas de los servicios de telecomunicación prestados en exclusiva y cuando exista una posición de dominio en el mercado. Con el mismo fin de salvar la competencia informará preceptivamente toda propuesta de determinación de tarifas o de regulación de precios de servicios de telecomunicación y vigilará su aplicación por los operadores, fijará asimismo los precios máximos de interconexión que deban regir en las relaciones comerciales entre los operadores y, en fin, controlará el cumplimiento de las obligaciones de
servicio público que se impongan a los titulares de los servicios dictando al efecto las resoluciones que procedan. La Comisión, con la misma misión de velar por la libre competencia en el mercado de las telecomunicaciones, podrá dictar instrucciones para las entidades que operen en el sector que serán vinculantes una vez publicadas en el Boletín Oficial del Estado. Igualmente, interpretará las cláusulas de los contratos concesionales que protejan la libre competencia y ejercerá el control sobre los procesos de concentración de empresas, de las participaciones en el capital y de los acuerdos entre los agentes participantes en el mercado de las telecomunicaciones y de los servicios. Para cumplir con estas funciones se atribuye a la Comisión una potestad arbitral sobre los conflictos que puedan surgir entre operadores de redes y servicios; potestad que, dice la Ley, «no tendrá carácter público», remitiendo el régimen de revisión, anulación y ejecución forzosa de los laudos que dicte la Comisión a lo dispuesto en la Ley 36/1988, de 5 de diciembre, de Arbitraje. Contradictoriamente con ese repudio del carácter público de dicha potestad arbitral, la Ley prescribe que la Comisión tiene facultad para la «resolución vinculante» de los conflictos que se susciten entre operadores en materia de interconexión de redes si los obligados a permitirla no lo hicieren voluntariamente, y de los conflictos que se susciten por el acceso y uso del espectro radioeléctrico, y en los demás casos que no llegaren los interesados a un acuerdo satisfactorio. Estos acuerdos vinculantes no son otra cosa que actos administrativos dictados —dice la Ley— a través de un procedimiento administrativo ajustado a los principios esenciales de audiencia, libertad de prueba, contradicción e igualdad, e indisponible para
las partes; con vocación, por consiguiente, dicha actuación procedimental y la resolución final que en ella se dicte para ser revisada en su lugar propio, y que no es otro que la jurisdicción contenciosoadministrativa y no la civil. La única forma de salvar esa antinomia entre el arbitraje privado y el público consistiría en entender que la Comisión actúa de arbitro privado sólo cuando las partes se le someten voluntariamente a través del convenio previsto en la Ley de Arbitraje, pero faltando este acuerdo de sumisión, la potestad arbitral y la decisión que se dicte es plenamente pública y contra ella no habrá otro recurso que el contencioso-administrativo. Tampoco falta la atribución a la Comisión de potestad sancionadora para corregir el incumplimiento de las instrucciones dictadas para salvaguardar la libre competencia y de los acuerdos y resoluciones que adopte en ejecución de las funciones públicas que se le atribuyen, denunciando ante los servicios de inspección de las telecomunicaciones del Ministerio de Fomento las conductas contrarias a la legislación de ordenación de las telecomunicaciones cuando no le corresponda el ejercicio de la potestad sancionadora, y, en su caso, instando la actuación de los órganos de defensa de la competencia. En los procedimientos que se inicien como resultado de estas denuncias el órgano instructor, antes de formular la oportuna propuesta de resolución, someterá el expediente a informe, vinculante para la propuesta de la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones. Se configura también la Comisión como órgano consultivo del Gobierno y del Ministerio de Fomento en los asuntos concernientes al mercado y a la regulación de las telecomunicaciones y de los servicios. Igualmente, podrá asesorar a las Comunidades Autónomas y a las Corporaciones Locales, a petición de los órganos competentes de cada una
de ellas. En particular, informará preceptivamente en los procedimientos tramitados por la Administración General del Estado para la elaboración de disposiciones normativas en materia de telecomunicaciones; especificaciones técnicas de equipos, aparatos, dispositivos y sistemas de telecomunicación; planificación y atribución de frecuencias del espectro radioeléctrico, así como pliegos de cláusulas administrativas generales que, en su caso, hayan de regir los concursos para el otorgamiento de títulos habilitantes para la prestación de servicios. En cuanto a su intendencia, la Comisión tendrá patrimonio propio, independiente del patrimonio del Estado, e integran sus ingresos los bienes y valores que constituyan su patrimonio, los productos y rentas del mismo, las transferencias de los presupuestos, así como los ingresos obtenidos por la liquidación de tasas, cánones, precios públicos y sanciones, devengados por la realización de actividades de prestación de servicios y gestión del espacio público de numeración, y, en general, los derivados del ejercicio de sus competencias y funciones. La recaudación de estas tasas, cánones y precios públicos, así como del importe de las sanciones, corresponderá a la Comisión, sin perjuicio de los convenios que pudiera establecer con las Entidades y de la facultad ejecutiva que corresponda a otros órganos del Estado en el caso de ingresos de Derecho público. El régimen de control judicial de las disposiciones y resoluciones que dicte la Comisión en el ejercicio de sus funciones públicas, cuando ponen fin a la vía administrativa, es del recurso ante la jurisdicción contencioso-administrativa. A la misma plantilla de administración independiente responde otro organismo regulador, la Comisión Nacional de Energía. Según la Ley 34/1998, de 7 de octubre, ejercita funciones similares sobre el sector energético a las que acabamos de describir de la Comisión Nacional del Mercado de las Telecomunicaciones. Asimismo disfruta de un similar régimen patrimonial.
La Comisión está regida por un Consejo de Administración, compuesto por el Presidente, que ostentará la representación legal de la Comisión, por ocho vocales y un Secretario que actuará con voz pero sin voto. El Ministro de Industria y Energía, el Secretario de Estado de Energía y Recursos Minerales, o alto cargo del Ministerio en quien deleguen, podrán asistir a las reuniones del Consejo de Administración, con voz pero sin voto, cuando lo juzguen preciso a la vista de los asuntos incluidos en el correspondiente orden del día. El Presidente y los vocales serán nombrados entre personas de reconocida competencia técnica y profesional, mediante Real Decreto, a propuesta del Ministro de Industria y Energía, previa comparecencia del mismo y debate en la Comisión competente del Congreso de los Diputados. La duración del mandato es por un periodo de seis años, pudiendo ser novados por un período de la misma duración y sólo podrán ser cesados por incapacidad permanente para el ejercicio de sus funciones, incompatibilidad producida con posterioridad a su nombramiento como miembro de la Comisión o condena por delito doloso previa instrucción de expediente por el Ministerio de Industria y Energía, incumplimiento grave de sus obligaciones y cese por el Gobierno, a propuesta motivada del Ministro de Industria y Energía. Un supuesto de Administración o autoridad independiente son las Autoridades Portuarias, diseñadas en la Ley 48/2003, de 26 de noviembre, de régimen económico y de prestación de servicios de puertos de interés general. Pese a ser organismos estatales, el Estado poco tiene que dirigir o mandar en ellas, por estar encomendada la titularidad de sus órganos a personas designadas por otras
administraciones, Comunidades Autónomas y a diversas representaciones sociales. Su órgano director es un Consejo de Administración formado por el Presidente de la Entidad, que lo será del Consejo, dos miembros natos, que serán el Capitán marítimo y el Director, y un número de Vocales, comprendido entre 15 y 22, a establecer por las Comunidades Autónomas o por las Ciudades de Ceuta y Melilla, y designados por las mismas. La Administración del Estado está en franca minoría: sólo está representada, además de por el Capitán Marítimo, por cuatro Vocales, de los cuales uno será un Abogado del Estado y otro funcionario del ente público Puertos del Estado. Además ni siquiera nombra o separa al Presidente del Consejo, lo que corresponde a la Comunidad Autónoma o las ciudades de Ceuta y Melilla, ni al Director del Puerto, lo que es atribución del Consejo que el Estado, como dijimos, no domina.
CAPÍTULO XIII: ADMINISTRACIÓN CORPORATIVA
LA
1. CARACTERIZACIÓN GENERAL 1.1 CONCEPTO Y NATURALEZA JURÍDICA. Las Corporaciones no territoriales o Entes públicos asociativos, como los denomina la doctrina italiana, pueden definirse como asociaciones forzosas de particulares, creadas por el Estado, que, igualmente, les atribuye personalidad jurídica pública para, sin perjuicio de defender y gestionar intereses privativos de sus miembros, desempeñar funciones de interés general con carácter monopolístico, cuyo ejercicio se controla por la Jurisdicción Contencioso-administrativa . La Administración corporativa, de la que forman parte, básicamente, en nuestro país los Colegios profesionales y las Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y Navegación, y dentro de la que hay razones, como se verá, para reclamar un lugar para las Federaciones Deportivas, constituye el limite entre los entes públicos y los privados haciendo de frontera entre unos y otros; una frontera poco definida porque las Corporaciones, sobre un substrato asociativo, aunque forzoso, de carácter privado, cumplen fines públicos de interés general, lo que se traduce en la aplicación de un régimen jurídico mixto, público y privado, en los términos que se verá. Esta dualidad de fines, de elementos y de régimen jurídico, públicos y privados, este supuesto singular de
hermafroditismo organizativo, se explica en virtud del substrato sociológico de las Corporaciones, que no es el conjunto de todos los habitantes de una circunscripción territorial determinada, como ocurre en los Entes locales, o un conjunto de medios personales y materiales afectados a un servicio público concreto, como es el caso de los Entes institucionales, sino un grupo humano definido en función de una comunidad de intereses o por el ejercicio de una determinada actividad. Sobre este substrato sociológico, sobre ese grupo humano real o potencial, y cuya natural tendencia podría ser la constitución de una simple organización privada (asociación o sindicato) para la asistencia mutua o para la representación y defensa de sus intereses, interviene el Estado, creando una persona jurídica, atribuyéndole también diversos fines relacionados con los intereses públicos, ahorrándose así la organización de una forma pública de intervención directa. Así ocurre, en efecto, con la regulación de determinadas profesiones liberales (médicos, abogados, arquitectos, etc.) a los que disciplina su respectivo Colegio profesional, que se encarga asimismo de otras funciones de interés general, evitándose la creación de otras estructuras en la Administración del Estado o autonómica que asumieran estas responsabilidades (como son, por ejemplo, en el caso de los Colegios profesionales, la potestad de policía o disciplinaría sobre sus miembros, organización de asistencia de oficio a detenidos de los Colegios de Abogados, los visados urbanísticos en los Colegios de Arquitectos, la organización de turnos de guardia e intervención en la expedición de licencias de apertura de farmacias en los Colegios Farmacéuticos, etc.). De otra parte, la Administración corporativa viene a constituir un fenómeno de auténtica y verdadera descentralización funcional en los términos vistos en el capítulo anterior, ya que el Estado, que realmente crea estas organizaciones, no manda sobre ellas, ni dirige su actividad a través del nombramiento y cese de sus directivos, como en los Establecimientos
públicos y Organismos autónomos, sino que las Corporaciones públicas se gobiernan a través de representantes elegidos por sus miembros. Aparte de esta característica de la autogestión, la Administración corporativa tiene la adicional ventaja de no gravar el presupuesto del Estado, pues su sostenimiento corre a cargo, normalmente, de las cuotas u otras aportaciones de los miembros de la Corporación y los titulares de sus órganos gestores no perciben por ello emolumentos. Las corporaciones se distinguen, a su vez, de las asociaciones privadas y de los sindicatos, en primer lugar, por el origen público de su constitución. Las Corporaciones, en efecto, son creadas, más que por acuerdo de sus miembros, por un acto de poder, que define su estructura y fines, y del que nace formalmente su personalidad jurídica. En segundo lugar, las corporaciones se diferencian de las asociaciones y sindicatos por la obligatoriedad indirecta de la integración de sus miembros, dato esencial y decisivo para su transferencia al Derecho público. Se trata, sin embargo, de una obligatoriedad relativa, en el sentido de que el ordenamiento no impone forzosa y directamente la incorporación, el ingreso en el Ente corporativo, pero sí indirectamente, al elevarlo a requisito sine qua non para el ejercicio de determinada profesión o actividad o para ostentar la titularidad de un derecho. Un tercer dato diferenciador es el carácter monopolístico de las organizaciones corporativas. Se trata de que no cabe más que una sola y única organización corporativa para operar con determinadas finalidades y sobre un mismo colectivo, frente al pluralismo esencial de las asociaciones y sindicatos, cuya regulación implica la más completa libertad para crear cuantas organizaciones los ciudadanos deseen sobre un mismo grupo de personas y con idénticas finalidades.
Consecuentemente con estos elementos de Derecho público (asignación de fines públicos, creación por acto de poder, obligatoriedad de la pertenencia de los miembros y organización monopolística) y de la subsistencia de elementos privados (defensa de intereses privados de sus miembros, sostenimiento económico a cargo de éstos sin financiación pública) a las Corporaciones se las dota de un régimen jurídico mixto, en el que lo esencial de su actividad, es decir, la relacionada con sus fines institucionales y la relativa al funcionamiento de su estructura orgánica se somete al Derecho público y a la Jurisdicción Contenciosoadministrativa, con sus privilegios y servidumbres; pero ese sometimiento al Derecho público no alcanza a la actividad medial, a la logística o intendencia del organismo; y de aquí que ni los empleados sean funcionarios públicos, ni sus contratos, administrativos, ni sus bienes se consideren de dominio público, ni se apliquen las reglas de la contabilidad pública, ni los controles sean los previstos en la legislación presupuestaria que ejercen la Intervención del Estado y el Tribunal de Cuentas. En todo caso, la Administración corporativa, por esas connotaciones públicas que la separan de las asociaciones privadas, es típica de los países continentales que han seguido más o menos el modelo francés y también sus avatares históricos de corporativismo extremoso o de prohibición radical, pasando por fases intermedias. Sin embargo, en los países anglosajones, aunque pueda hablarse de corporaciones, no cabe hablar de Administración Pública corporativa. En ellos las profesiones liberales, como los colectivos que desempeñan actividades comerciales o industriales, se mantienen, por regla general, separadas de la Administración Pública y se organizan con arreglo a los principios y reglas del Derecho común. Así, por ejemplo, las más de cuatro mil Chamber of Commerce de los Estados Unidos están organizadas con arreglo a los principios de la free enterprise. Lo cual significa que carecen de cualquier privilegio jurídico, no forman parte de la Administración, puesto que son corporalions normales sin otra peculiaridad que la de considerarse como no profit
ormanizations (empresas no lucrativas); incluso el nombre de Chamber no se utiliza con exclusividad, ni monopolizan el territorio donde desarrollan su actividad, en el que las diferentes Cámaras se entremezclan y superponen disputándose la afiliación de sus miembros en función de la calidad de los servicios que prestan. La colegiación es, por descontado, voluntaria, y la mayor parte de sus fondos procede de aportaciones de sus socios. Aun cuando en estos países se den supuestas agrupaciones profesionales o sindicatos únicos, ello no es consecuencia de una imposición legal, sino láctica, a nivel social, y utilizando los medios jurídicos comunes (NIETO ).
En cuanto a la extensión cuantitativa de la Administración corporativa, es muy fluctuante en función de las circunstancias políticas, según se verá al analizar su evolución histórica. Así, en las etapas autoritarias de nuestra historia la Administración corporativa tiende a incorporar todo el sector privado sindical, convertido en obligatorio, y los sindicatos únicos en Corporaciones públicas. En la actualidad, sin embargo, y consecuentemente con el sistema político de democracia formal, la Administración corporativa abarca sólo los Colegios profesionales y las distintas variedades de Cámaras Oficiales y Cofradías de Pescadores y organizaciones análogas; también hay razones para incluir en ella a las Federaciones Deportivas, que son agrupaciones de profesionales del deporte, de adscripción obligatoria para su ejercicio profesional, es decir, inexcusables para quienes pretenden participar en las competiciones oficiales. También hay Corporaciones de intereses patrimoniales, como las Comunidades de Regantes, así declaradas por la Ley de Aguas (artL 74 de la Ley de Aguas de 1985). De otro lado la doctrina incluye en el concepto de corporación pública a otros supuestos de organismos de gestión de bienes privados dotados de potestades publicas, como las Juntas de compensación urbanística o las demás Entidades urbanísticas colaboradoras reguladas en la Ley del Suelo (arts. 126 a 131).
2.EL MARCO CONSTITUCIONAL. La crisis del autoritarismo y de su exacerbado corporativismo no ha supuesto, sin embargo, que las
modernas democracias hayan vuelto a los principios individualistas de la Revolución Francesa y del Estado liberal del siglo XIX y que ofrezcan una oposición radical a toda suerte de Corporaciones. Por el contrario, como ha señalado FORSTHOFF, «los intereses organizados de la sociedad ya no se enfrentan al Estado como un pluralismo peligroso y amorfo, negador del principio de estatalidad. Por fuertes que sean los grupos de intereses, la renuncia a exigencias y medidas que puedan poner en cuestión la vigente estructura del conjunto social está asegurada por el hecho de que no hay nadie que no sea beneficiario de dicha estructura, y, en consecuencia, no esté también interesado en su conservación. De este modo se produce una imperceptible osmosis entre el Estado y la sociedad industrial, que comienza con las vinculaciones entre los partidos y los sindicatos y termina en la estrecha comunicación entre las fuerzas sociales y los Ministerios y gobiernos». Congruentemente con esta nueva percepción de las relaciones entre el estado de los entes sociales, el art. 7 de la Constitución de 1978 proclama el principio de libertad para la creación y ejercicio de la actividad sindical («los sindicatos de trabajadores y las asociaciones empresariales contribuyen a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres»), asimismo el art. 22 de la Constitución reconoce el derecho de libre asociación. Para los tipos de organizaciones corporativas existentes al momento de aprobarse la Constitución de 1978 parece lógico entender que se acepta la situación preconstitucional al referirse el art. 36 a los Colegios profesionales («la Ley regulará las peculiaridades propias del régimen jurídico de los Colegios profesionales y el ejercicio de las profesiones
tituladas. La estructura interna y su funcionamiento deberán ser democráticos») y el art. 52 a las Organizaciones profesionales, en clara referencia a las diversas clases de Cámaras («la Ley regulará las organizaciones profesionales que contribuyan a la defensa de los intereses económicos que les sean propios. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos»). De otra parte, la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, de 30 de julio de 1982, saliendo al paso de la desorganización que en esta materia podría originarte por la instauración del Estado de las Autonomías, estableció unas reglas básicas para la Administración corporativa, una especie de estatuto mínimo, que consagró, implícitamente, la obligatoriedad de la afiliación o pertenencia obligatoria y cuya adecuación a la Constitución, en este punto y no así en otros, sancionó la Sentencia del Tribunal Constitucional de 5 de agosto de 1983 sobre la LOAPA. 1. Las Comunidades Autónomas —dice el art. 15 de la citada Ley— que hayan asumido estatutariamente competencias en relación con las Corporaciones de Derecho Público representativas de intereses económicos, adecuarán su actuación a los siguientes principios: a)Se constituirán en el territorio de todas las Comunidades Autónomas, Cámaras Agrarias, Cámaras de Comercio, Industria y Navegación, Cámaras de la Propiedad Urbana y Cofradías de Pescadores, con estas denominaciones u otras similares. b) El ámbito territorial de estas Corporaciones será el establecido por sus propios Estatutos. c) Tendrán carácter de órganos de consulta y colaboración con la Administración del Estado y de las Comunidades Autónomas y estarán sometidas a la tutela administrativa de estas últimas. Además de las competencias administrativas que puedan ostentar por atribución legal o por delegación de las Administraciones
Públicas, tendrán como función propia la prestación de servicios a sus miembros y la representación y defensa de sus intereses económicos y corporativos sin perjuicio de la libertad sindical y de asociación empresarial. d)Todos los cargos de los órganos de gobierno de dichas Corporaciones tendrán carácter representativo y serán elegidos por períodos de mandato de idéntica duración, mediante sufragio libre y secreto entre los miembros asociados. 2. Las Corporaciones de Derecho público representativas de intereses profesionales que existan o se constituyan en el territorio de cada Comunidad Autónoma, ajustarán su organización y competencia a los principios y reglas establecidos en la legislación del Estado para dichas Entidades, sin perjuicio de cualesquiera otras competencias que pudiera atribuirles o delegarles la Administración Autonómica. 3. Por Ley del Estado podrán constituirse Consejos Generales o Superiores de las Corporaciones a las que se refiere este artículo para asumir la representación de los intereses corporativos en el ámbito nacional o internacional. Sin embargo, los acuerdos de los órganos de estas Corporaciones con competencias de ámbito inferior al nacional, no serán susceptibles de ser recurridos en alzada ante los Consejos Generales o Superiores, salvo que sus estatutos dispusieran lo contrario. Cuestión distinta es la compatibilidad de estas organizaciones corporativas con la existencia de sindicatos o asociaciones privadas que cubran el mismo ámbito personal, problema que hay que entender resuelto, también afirmativamente, en función del principio de libertad de asociación y sindical. En este sentido, pueden crearse sindicatos o asociaciones de profesionales paralelamente a los Colegios pero, claro está, sin la virtualidad de habilitar para el ejercicio profesional; de la misma forma que los empresarios y comerciantes, que deben inscribirse obligatoriamente en
una Cámara, pueden crear o formar parte de organizaciones empresariales de naturaleza sindical. Lo que no es posible es crear, desde la libertad sindical y de asociación, Colegios profesionales o Cámaras paralelas a los existentes y con sus mismas funciones.
2.1. LA OBLIGACIÓN DE AFILIACIÓN A LOS COLEGIOS PROFESIONALES. La obligatoriedad de la pertenencia a una Corporación y la consiguiente compatibilidad de esta exigencia con la libertad negativa de asociación (nadie está obligado a asociarse) ha sido reconocida para los Colegios profesionales por el Tribunal Constitucional en la Sentencia 89/1989, de 11 de mayo, sobre colegiación de Pilotos de la Marina Mercante. Asimismo las Sentencias del mismo Tribunal de 131/1989, de 19 de julio, y 35/1993, de 8 de febrero, han establecido que la afiliación obligatoria se extienda a algunos profesionales que a la par son funcionarios, como los médicos de la Seguridad Social no ejercientes privados de la medicina. Esto supone un trato discriminatorio respecto de otros funcionarios, como los Abogados del Estado, Economistas, Farmacéuticos, Arquitectos, Ingenieros, etcétera, a los que no se exige la colegiación para defender o servir a la Administración Pública.
2.2 LAS “COPORACIONES VOLUNTARIAS” Y SU RÉGIMEN DE ADSCRIPCIÓN.
PÚBLICAS
Para las Cámaras Oficiales, y a propósito de la adscripción obligatoria a las Cámaras Agrarias, la Sentencia del Tribunal Constitucional 132/1989, de 18 de julio, sienta, sin demasiado fundamento y notoria disparidad con los Colegios Profesionales, una doctrina diversa, flexibilizando la regla de la obligatoriedad que, por no estar contemplada expresamente en el art. 52 de la CE, sólo se declara
admisible «cuando venga determinada tanto por la relevancia del fin público que se persigue, como por la imposibilidad, o al menos dificultad, de obtener tal fin, sin recurrir a la adscripción forzosa a un ente corporativo», lo que no concurría, a juicio del Tribunal Constitucional, en caso de la Ley catalana de Cámaras Agrarias (Ley 18/1985, de 23 de julio), que contemplaba como propio de aquéllas únicamente las funciones de prestación de servicios, información, el ejercicio de competencias administrativas que se deleguen en ellas, de representación y defensa procesal de intereses generales agrarios y de consulta y colaboración con la Generalidad. El mismo argumento ha servido de base al Tribunal Constitucional (Sentencia de 16 de junio de 1994) para declarar la inconstitucionalidad de la adscripción obligatoria a las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación que imponía la Ley de 29 de junio de 1911 y el Real Decreto-ley de 26 de julio de 1929, al entender que ninguna de las funciones que éstas tenían atribuidas, sustancialmente iguales a las de las Cámaras agrarias, justificaba por su relevancia pública la adscripción forzosa de los profesionales del sector por cuanto «cualquiera de las funciones enumeradas puede encomendarse a asociaciones de tipo privado o, incluso, realizarse directamente por la propia Administración sin necesidad de obligar a los comerciantes, industriales y nautas a pertenecer obligatoriamente a una Corporación de Derecho Público y a sostenerla con sus aportaciones». Para sorpresa de muchos (y desde luego, de cuatro Magistrados del propio Tribunal Constitucional, que, encabezados por su Presidente, suscribieron un contundente voto particular a la Sentencia de 12 de junio de 1996), el alto tribunal cambió su criterio ante la posterior Ley 3/1993, de 22 de marzo, Básica de Cámaras de Comercio, Industria y Navegación, considerando ahora muy distinto el caso de las Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y Navegación por entender que sin la obligatoriedad de afiliación encontraría muchas dificultades para cumplir la totalidad de los fines atribuidos por la
citada ley. En consecuencia, declaró la constitucionalidad de la obligatoriedad. La Administración corporativa cameral ha sufrido otros embates de la mano del legislador estatal que en la Ley de Presupuestos para el año 1989 declaró la voluntariedad de la afiliación a las Cámaras Oficiales de Propiedad Urbana y que, posteriormente, decretó su disolución y la confiscación de sus bienes (Disposición Final Décima de la Ley de Presupuestos para 1990). Aun cuando el Tribunal Constitucional (Sentencia de 16 de junio de 1994) declaró la inconstitucionalidad de dicha disolución por haberse efectuado en una Ley de Presupuestos, y, como tal, formalmente inadecuada, lo cierto es que rehusó entrar en el fondo de la cuestión, es decir, en si la supresión de las Cámaras de la Propiedad es o no contraria a la libertad de asociación. En todo caso han quedado suprimidas.
2.3. ASOCIACIONES CONFIGURACIÓN LEGAL.
PRIVADAS
DE
La contradictoria, y por ello, sorprendente, jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre corporaciones públicas no sólo radica en haber declarado no obligatorias unas corporaciones públicas que lo venían siendo como las Cámaras, salvo las privilegiadas de Comercio, Industria y Navegación, sino también en haber admitido la adscripción forzosa de los particulares a otras entidades de naturaleza asociativa. Ése es el caso de las Federaciones Deportivas (reguladas por La Ley de 31 de marzo de 1980 de 16 de enero y, posteriormente, por la Ley 10/1990, de 15 de octubre) que el Tribunal Constitucional, en la Sentencia de 24 de marzo de 1985, tratando de conciliar la naturaleza privada del ejercicio deportivo del deporte con la tesis restrictiva para la admitir corporaciones obligatorias, encuadra en el sexo, poco conocido, de las «asociaciones de configuración legal, cuyo objeto es el ejercicio de funciones públicas de carácter administrativo», y que vienen a responder —a decir del Tribunal
Constitucional— a uno de los problemas que plantea el Estado social y democrático de Derecho, que es justamente el de organizar su intervención en diversos sectores de la vida social. Pues bien, esta calificación de asociaciones que se atribuye a las Federaciones y la más apropiada de corporaciones, es contradictoria con el régimen jurídico de las Federaciones Deportivas a las que es obligado pertenecer para participar, tanto en la actividad organizativa (clubes profesionales y sociedades anónimas deportivas) como para la práctica profesional del deporte en competiciones oficiales, y a las que se atribuyen «funciones públicas de carácter administrativo», que son las que justifican las reglas de tutela y control por el Estado sobre su organización y actividad. Pero la Sentencia citada STC de 24 de marzo de 1985, que sirve de cobertura a la posterior Ley del Deporte 10/1990, de 15 de octubre, al tratar de esquivar la naturaleza corporativa y pública de las Federaciones Deportivas, resuelve muy mal el problema de la libertad negativa, la libertad de no asociarse, conforme al art. 22 de la Constitución, pues afirma, contra la realidad, que no son asociaciones obligatorias. Sin embargo, la contradicción está a la vista, pues el Tribunal no puede menos de reconocer que el Ordenamiento estimula la incorporación a la respectiva Federación «en cuanto esa incorporación constituye un requisito para que los clubes deportivos puedan participaren competiciones oficiales y en cuanto canalizan subvenciones». Con un razonamiento tan sorprendente se podría negar también la obligatoriedad de la incorporación de un profesional a un Colegio de Médicos o de Abogados, ya que a nadie se le obliga a ejercer
esas profesiones; de la misma forma nadie está obligado a ser y actuar como deportista profesional, pero para el club o deportista que quiere participar en competiciones oficiales, es decir, pasar al nivel profesional, que es el que jurídicamente aquí interesa, y no la práctica privada y libre del deporte, resulta tan obligatoria o necesaria la incorporación a la respectiva Federación Deportiva, como para el ejercicio de una profesión liberal la inscripción en el correspondiente Colegio.
3. DELIMITACIÓN, NATURALEZA Y RÉGIMEN JURÍDICO DE LAS CORPORACIONES PÚBLICAS En el Derecho francés, nuestro antecedente en la materia, mientras las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación fueron constituidas y calificadas desde el siglo pasado, según se dijo, como establecimientos públicos, las órdenes o colegios profesionales que se crearon antes de la II Guerra Mundial no fueron calificados por el Consejo de Estado (arrét Monpeurt y Bouguen) a pesar de las semejanzas con las Cámaras como establecimientos públicos, sino como organizaciones públicas. Esta calificación determinó también el carácter administrativo de aquellos de sus actos que afecten a los miembros de la profesión, vigilancia de acceso, elaboración de las normas deontológicas, régimen disciplinario, organización de los servicios, elección y designación de los dirigentes. El ejercicio de todas estas competencias se sujeta al Derecho administrativo, al contencioso de legalidad y de responsabilidad pública, lo mismo que sus relaciones con terceros cuando la acción de la organización profesional está relacionada con el ejercicio de estas competencias. Esta solución era la única que podía satisfacer la necesidad de la garantía judicial, ante la imposibilidad de reconocer competencia al juez civil para resolver estos litigios.
En el Derecho español, a pesar de la inicial configuración de las cámaras como establecimientos públicos de las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación y de la Propiedad Urbana. Cámaras y Colegios profesionales se entendieron unidos en un destino y naturaleza común al ser incluidos en el término de Corporaciones Públicas utilizado por el art. 1 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa para someterlas a su enjuiciamiento. Con la Ley de Colegios Profesionales de 13 de febrero de 1974, el carácter público de loe Colegios quedaba de nuevo asegurado al ser definidos como «Corporaciones de Derecho público amparadas por la ley y reconocidas por el Estado» (art. 1). En el régimen jurídico de las corporaciones se detecta la tensión entre los elementos públicos (creación por acto de poder, encuadramiento forzoso o forzado, ejercicio de funciones públicas de atribución directa o delegadas por el Estado o Comunidad Autónoma) y los elementos privados (base social privada, autogestión, sostenimiento con las cuotas de los asociados y atenciones sociales a sus miembros) lo que da lugar, como es lógico, a un régimen jurídico mixto de contornos no siempre bien delimitados, presidido por el principio de economicidad en la aplicación de las exorbitancias y sujeciones propias del régimen administrativo. En materia de fuentes, es de destacar la aplicación, en primer lugar, de la ley básica creadora de norma de origen estatal o autonómico y los reglamentos de aplicación; subsidiariamente son de aplicación normas de la corporación, un derecho estatutario, que es el propio y específico y que tiene su origen en el propio Ente por apoderamiento de las normas constitutivas.
La aplicación del Derecho público así como el sometimiento de todos los actos al enjuiciamiento de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (arts. 28, 35 y 37 de la Ley Jurisdiccional) no ofrece dudas en todo lo referente a la constitución de sus órganos y aplicación del sistema electoral propio. También la actividad corporativa se somete al Derecho público y sus actos son administrativos a efectos de la exigencia de las reglas procedimentales básicas y de su impugnación contenciosa, cuando las Corporaciones actúan competencias en torno a los fines que las leyes o sus estatutos les asignan. Es así cuando ejercen dichas competencias frente a los miembros de la Corporación: régimen de admisiones o de colegiación, sanciones disciplinarias, aprobación de normas sobre tarifas de servicios u honorarios, actividad certificante y otras funciones o actos análogos. Por el contrario, hay que entender que la sujeción al Derecho privado (y consiguiente competencia de la Jurisdicción civil) comprende residualmente, según se dijo, la actividad instrumental o logística de las Corporaciones en relación con terceros no miembros, como es, con carácter general, el régimen de sus empleados —-que no son funcionarios, sino trabajadores—, así como la actividad contractual que origina contratos de Derecho civil y no administrativos, con la consecuencia de que no se aplican las reglas de selección de contratistas ni demás especialidades de la contratación administrativa. La misma aplicación del Derecho privado tiene lugar en materia de disposición y gestión de su patrimonio que no se beneficia de los privilegios de reivindicación de oficio, imprescriptibilidad, inembargabilidad, etcétera, propios de los bienes de los Entes públicos. Las Corporaciones están legitimadas para impugnar los actos o disposiciones del Estado o de las Comunidades
Autónomas a cuyo control o tutela puedan estar sujetas; una posibilidad inadmisible, como se ha explicado, en los Entes institucionales, que son criatura y hechura de la respectiva Administración territorial, sin que, por consiguiente, pueda haber entre ellos y quien los crea y alimenta intereses opuestos que son la base necesaria para los conflictos jurídicos. Tampoco rige entre las corporaciones y la Administración que ejerce la tutela, la comunidad autónoma, el principio de incomunicabilidad patrimonial, financiera y de responsabilidad patrimonial entre el Estado o la Comunidad Autónoma y la Corporación, cuyas deudas y responsabilidades no pueden nunca afectar a aquellos Entes territoriales. En cuanto a las relaciones de tutela, no pueden establecerse reglas generales y hay que atender a las de leyes estatales y autonómicas y normas constitutivas de cada Corporación para dar cuenta de los actos de las mismas sujetos a aprobación del Estado o de la Comunidad Autónoma, los poderes de éstos para intervenir por vía de sustitución en las crisis de gobierno de los órganos corporativos y, asimismo, para saber si se dan recursos de alzada ante el Estado o la Comunidad Autónoma con carácter previo a la impugnación jurisdiccional, todo lo cual se precisará, a continuación, al estudiar las Corporaciones públicas más significativas.
4. LOS COLEGIOS PROFESIONALES Los Colegios profesionales constituyen en nuestro Derecho el ejemplo más típico de los Entes corporativos. En ellos se dan las notas más significativas de este tipo de Entidades: intereses homogéneos entre sus miembros, necesidad primordial de organizar y ejercer la potestad disciplinaria sobre una profesión y, por último, mayor representatividad de la organización resultante, como demuestra la practica inexistencia de sindicatos
paralelos (con la excepción, en la actualidad, de los médicos, explicable por su creciente funcionarización). En la base y fundamento de los Colegios profesionales está la idea de que el ejercicio de determinadas profesiones, para las que se requiere una aptitud definida o garantizada por una titulación estatal, debe condicionarse a una autorización y disciplina específica, que el Estado transfiere a las corporaciones profesionales. Éstas se regulan en la Ley de Colegios Profesionales, Ley 211974, de 13 de febrero, ley básica de la materia, modificada por la Ley 25/2009 de 22 de diciembre, de modificación de diversas leyes para su adaptación a la Ley sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio, normativa, insistiremos, básica, que puede ser completada por las leyes dictadas por las comunidades autónomas. La Ley 2/ 1974 define los Colegios profesionales como Corporaciones de Derecho público, amparadas por la Ley y reconocidas por el Estado, con personalidad jurídica propia y pura capacidad para el cumplimiento de sus fines. Éstos se enuncian en la Ley 25/2009 con una fórmula general: «Son fines esenciales de estas Corporaciones la ordenación del ejercicio de las profesiones, la representación institucional exclusiva de las mismas cuando estén sujetas a colegiación obligatoria, la defensa de los intereses profesionales de les colegiados y la protección de los intereses de los consumidores y usuarios de los servicios de sus colegiados, todo ello sin perjuicio de la competencia de la Administración Pública por razón de la relación funcionarial», inciso este último que se refiere a los casos en que los ejercientes de una profesión privada son, al tiempo funcionarios públicos (art. 1.3); concretándose después las funciones en una larga lista que se puede resumir en
funciones de colaboración con la Administración, de ordenación deontológica, regulación de honorarios, disciplina profesional y asistencia social a sus miembros (art. 5). Frente a la práctica tradicional de creación de una organización colegial por simples disposiciones reglamentarías, se establece ahora la necesidad de creación por Ley a petición de los profesionales interesados. Dentro ya de cada organización profesional la creación, fusión, absorción y disolución de los Colegios profesionales de la misma profesión será promovida por los propios Colegios, de acuerdo con lo dispuesto en los respectivos Estatutos, o requerirá la aprobación por Decreto, previa audiencia de los Colegios afectados (art. 4). La mayor autonomía que reconoció la Ley 2/74 supone pasar de la anterior subordinación de cada Colegio a un Departamento ministerial, al que se asignaban funciones de tutela especialmente relevantes, que comprendían un control sobre los actos y los miembros directivos, a configurar al Ministerio como simple órgano a través del cual los Colegios se relacionan con la Administración Pública. Consecuentemente, los actos de los Colegios y de los Consejos Generales no son recurribles ante la Administración del Estado ni autonómica, siendo, por el contrario, una vez agotados los recursos corporativos, directamente recurribles ante la Jurisdicción Contenciosoadministrativa (art. 8). En materia de organización, la Ley es fiel trasunto de la realidad anterior: los Colegios profesionales se organizan en ámbitos territoriales de distinta extensión, provinciales o regionales, creándose entonces una organización de segundo grado: los Consejos Generales, inexistentes cuando el Colegio tiene ámbito nacional. A los Consejos Generales corresponde la elaboración de los Estatutos Generales de la Profesión, que aprobará el Gobierno o Consejos autonómicos, así como los Estatutos de los Colegios y visar su reglamento de régimen interior. Además, resuelven los recursos contra los actos de
los Colegios, dirimen los conflictos entre éstos, ejercen las funciones disciplinarias sobre los miembros de las Juntas directivas y suplen con nombramientos de los colegiados más antiguos las crisis que se produzcan en las Juntas de Gobierno de los Colegios hasta la celebración de nuevas elecciones. Los Consejos Generales tienen, a su vez, la misma consideración de Corporaciones de Derecho público y sus Presidentes son elegidos por los Presidentes o Decanos de los respectivos Colegios (art. 9). Como reglas de fondo de la organización profesional, la Ley establece la prohibición de «numerus clausus»: «quien ostente la titulación requerida y reúna las condiciones señaladas estatutariamente tendrá derecho a ser admitido en el Colegio profesional que corresponda»; y asimismo el principio de colegiación obligatoria: «será requisito indispensable para el ejercicio de las profesiones colegiadas la incorporación al Colegio en cuyo ámbito territorial se pretenda ejercer la profesión». No obstante, el Decreto-ley de Medidas para la liberalización del suelo y los Colegios Profesionales, aprobado por Consejo de Ministros en su reunión del día 6 de junio de 1996, determinó la suficiencia de la colegiación en cualquiera de los Colegios para poder ejercer la profesión en cualquier parte del territorio nacional (Real Decreto-ley 5/1996, de 7 de junio). La Ley 25/2009, de 22 de diciembre, liberaliza en mayor medida el régimen de colegiación a cuyo efecto dispone que los acuerdos, decisiones y recomendaciones de los Colegios observarán los límites de la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia y que los requisitos que obliguen a ejercer de forma exclusiva una profesión o que limiten el ejercicio conjunto de dos o más profesiones, serán sólo los que se establezcan por ley y que en ningún caso los colegios profesionales ni sus organizaciones colegiales podrán, por sí mismos o a través de sus estatutos o el resto de la normativa colegial, establecer restricciones al ejercicio profesional en forma
societaria. Asimismo se dispone que la cuota de inscripción o colegiación no podrá superar en ningún caso los costes asociados a la tramitación de la inscripción, debiendo los Colegios disponer de los medios necesarios para que los solicitantes puedan tramitar su colegiación por vía telemática. Se refuerza asimismo el principio de colegiación única, de forma que, cuando una profesión se organice por colegios territoriales, bastará la incorporación a uno solo de ellos, que será el del domicilio profesional único o principal, para ejercer en todo el territorio español. A estos efectos, cuando en una profesión sólo existan colegios profesionales en algunas Comunidades Autónomas, los profesionales se regirán por la legislación del lugar donde tengan establecido su domicilio profesional único o principal, lo que bastará para ejercer en todo el territorio español. Tampoco podrán los Colegios exigir a los profesionales que ejerzan en un territorio diferente al de colegiación comunicación ni habilitación alguna, ni el pago de contraprestaciones económicas distintas de aquellas que exijan habitualmente a sus colegiados por la prestación de los servicios de los que sean beneficiarios y que no se encuentren cubiertos por la cuota colegial. En los supuestos de ejercicio profesional en territorio distinto al de colegiación, a los efectos de ejercer las competencias de ordenación y potestad disciplinaria que corresponden al Colegio del territorio en el que se ejerza la actividad profesional, en beneficio de los consumidores y usuarios, los Colegios deberán utilizar los oportunos mecanismos de comunicación y los sistemas de cooperación administrativa entre autoridades competentes previstos en la Ley 17/2009, de 23 de noviembre, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su ejercicio. Las sanciones impuestas, en su caso, por el Colegio del territorio en el que se ejerza la actividad profesional surtiran efectos en todo el territorio español.
En cuanto al visado, su finalidad es comprobar, al menos, la identidad y habilitación profesional del autor del trabajo, y la corrección e integridad formal de la documentación del trabajo profesional de acuerdo con la normativa aplicable al trabajo del que se trate. En todo caso, el visado expresará claramente cuál es su objeto, detallando qué extremos son sometidos a control e informará sobre la responsabilidad subsidiaria por daños que asume el Colegio, pero no incluirá los honorarios ni las demás condiciones contractuales, cuya determinación queda sujeta al libre acuerdo entre las partes, ni tampoco comprenderá el control técnico de los elementos facultativos del trabajo profesional. Así definido, el visado sólo se impondrá por los colegios profesionales cuando se solicite por petición expresa de los clientes, incluidas las Administraciones Públicas cuando actúen como tales, o cuando así lo establezca el Gobierno mediante Real Decreto, previa consulta a los colegiados afectados. Además se requiere que el visado sea necesario por existir una relación de causalidad directa entre el trabajo profesional y la afectación a la integridad física y seguridad de las personas y que, al propio tiempo, se acredite que es el medio de control más proporcionado. En ningún caso, pues, los Colegios, por sí mismos o a través de sus previsiones estatutarias, podrán imponer la obligación de visar los trabajos profesionales. Tema fundamental es asimismo la facultad o competencia tradicional de los colegios para regular los honorarios profesionales. Ahora, la nueva regulación impone con carácter general la prohibición de recomendaciones sobre honorarios, no pudiendo establecer barremos orientativos ni cualquier otra orientación, recomendación, directriz, norma o regla. Pero sí los Colegios podrán elaborar criterios orientativos a los exclusivos efectos de la tasación de costas y de la jura de cuentas de los abogados que serán igualmente válidos para el cálculo de honorarios y derechos que corresponden a los efectos de tasación de costas en asistencia jurídica gratuita.
5. LAS CÁMARAS OFICIALES. 5.1 EN ESPECIAL, INDUSTRIA Y NAVEGACIÓN.
LAS
DE
COMERCIO,
Las Cámaras pueden ser definidas como agrupaciones forzosas creadas por el Estado para la autogestión de intereses económicos generales y, a la vez, sectoriales de colectivos que realizan determinada actividad o son titulares de determinados bienes. Este concepto cubre no solamente a las más típicas organizaciones camerales, las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación, sino también a aquellas otras creadas bajo la influencia de este modelo, como son las Cámaras Oficiales Mineras, las Cámaras Agrarias, las Cámaras de la Propiedad Urbana y las Cofradías de Pescadores, que responden a la misma técnica de inspiración corporativa. La organización cameral moderna, como se dijo, tiene su origen en Francia con la creación napoleónica, en 1802, de veintidós Cámaras de Comercio con carácter regional que agrupaban forzosamente a los comerciantes con el fin de ejercer funciones consultivas en ese ramo. Esa modesta competencia fue ampliándose a la gestión directa de los intereses del sector, asimismo, la inicial dependencia de la Administración que suponía la designación por el Gobierno del Presidente y de los titulares de los órganos camerales entre los comerciantes más notables, cede el paso a una cierta autonomía que se concreta en la elección por los asociados de los órganos de gobierno de las Canarias. Las Cámaras serán, en todo caso, calificadas de establecimientos públicos, si bien, en la actualidad, constituyen un tipo muy diferenciado dentro de los establecimientos públicos administrativos.
En España, la técnica cameral se importa de Francia con el Real Decreto de 9 de abril de 1886, que tímidamente califica las Cámaras de Comercio como asociaciones privadas a las que, cuando reúnen determinadas condiciones, se les reconoce carácter público, se les asigna la representación de los comerciantes e industriales y ciertas funciones asesoras del Gobierno. Posteriormente, las Cámaras sufrirán un proceso de publifícación con los Decretos de 21 de junio y 13 de diciembre de 1901 (creación por Decreto, competencias públicas, como nombramiento de peritos en los procesos penales, fundación de bolsas, policía mercantil) y, sobre todo, con la Ley de Bases de 29 de junio de 1911 y el Reglamento de 26 de julio de 1929, que las configuran ya como asociaciones o agrupaciones forzosas de los comerciantes, nautas e industriales a través de la inscripción y pago obligatorio de cuotas. Después esas bases normativas fueron modificadas y adaptadas por Decreto de 2 de mayo de 1974, reformado por el Real Decreto de 27 de marzo de 1978, normativa que dio paso, estando aún pendientes de resolución las cuestiones de inconstitucionalidad contra ellas planteadas, a la Ley 3/1993, de 22 de marzo, Básica de las Cámaras Oficiales de Comercio, Industria y Navegación. La Ley 3/1993 define a las Cámaras de Comercio, Industria y, en su caso, de Navegación como «Corporaciones de Derecho público con personalidad jurídica y plena capacidad de obrar para el cumplimiento de sus fines, que se configuran como órganos consultivos y de colaboración con las Administraciones Públicas, sin menoscabo de los intereses privados que persiguen». A las Cámaras se les atribuye la representación, promoción y defensa de los intereses generales del comercio, la industria y la navegación, y la prestación de servicios a las empresas que ejerzan las indicadas actividades, sin perjuicio de la libertad sindical y de asociación empresarial y de las actuaciones de otras organizaciones sociales.
Del examen de las funciones que a las Cámaras se atribuyen, pocas hay que pueden realmente calificarse de funciones estrictamente públicas, como no sea la muy modesta de expedir certificados de origen y demás certificaciones relacionadas con el tráfico mercantil, nacional o internacional, y sobre las prácticas y usos de los negocios. Más difícil aún es admitir que son funciones públicas, aunque así se califiquen por la ley, hacer propuestas al Gobierno o ejercer funciones consultivas, colaborar con la Administración educativa, elaborar estadísticas, promover y cooperar en la organización de ferias y exposiciones, crear y administrar lonjas de contratación y bolsas de subcontratación, difundir e impartir formación no reglada referente a la empresa, colaborar en programas de formación permanente, formación y atesoramiento empresarial, etcétera, y, en general, llevar a cabo toda clase de actividades que, en algún modo, contribuyan a la defensa o fomento del comercio, la industria y la navegación, o que sean de utilidad para el desarrollo de las indicadas finalidades. En cualquier caso, de todas las actividades quejas Cámaras pueden llevar a cabo y a las que se les asigna el carácter de públicas, la Ley pretende destacar la elaboración y ejecución del Plan Cameral de Promoción de las Exportaciones, plan que se aprueba anualmente y al que se afectan las dos terceras partes de la cuota obligatoria que han de pagar los asociados. Bien se ve que en esta atribución de funciones no se incluye competencia alguna en materia deontológica ni disciplinar sobre los asociados o miembros, a diferencia de lo que acontece con los Colegios profesionales, en que esa competencia tiene carácter esencial. En las Cámaras, las relaciones de sus socios entre sí o con terceros, y desde luego la política comercial e industrial, es competencia de la Administración y objeto de regulaciones específicas que comprenden importantes facultades sancionadoras. Otra diferencia notable con los
Colegios profesionales es que las Cámaras no tienen competencia alguna en materia de precios, frente a la atribuida a los Colegios sobre fijación de normas orientadoras de honorarios mínimos. La Ley de 1911 dispuso, como recurso permanente, que las Cámaras percibirían una exacción de hasta un 2 por 100 de la contribución que sus electores sufragaban por el ejercicio del comercio o de la industria. Esta exacción, que ha sido objeto de múltiples contestaciones, ha sido remodelada por la Ley 3/1993 e incluye ahora una exacción del 2 por 100 sobre la cuota del impuesto de actividades económicas, y otra del 2 por 1.000 sobre los rendimientos del impuesto sobre la renta o, en su caso, del 0,75 por 100 de la cuota líquida del impuesto sobre sociedades. La función recaudatoria corresponderá a las propias Cámaras que podrán establecer a estos efectos un convenio con la Agencia Estatal de Administración Tributaria. La organización cameral parte de la preceptiva existencia de una Cámara por provincia, aunque, en determinados casos, pueden crearse otras locales o comarcales para núcleos o comarcas de cualificada importancia. El órgano supremo de la Cámara es el Pleno, que se forma por vocales elegidos por sufragio, libre, igual y directo y secreto entre todos los electores, y otros —entre el 10 y 15 por 100— que se proveen por elección de los anteriores vocales entre personas de reconocido prestigio en la vida económica, dentro de la circunscripción de cada Cámara, a propuesta de las organizaciones empresariales más representativas. El Pleno elegirá entre sus miembros a los de su Comité Directivo y un Presidente que representa a la Corporación. Como organización de segundo grado se establece el Consejo Superior de Cámaras, cuyo Pleno está formado por los Presidentes de todas las Cámaras y ocho miembros, elegidos por el mismo Consejo al constituirse, entre
miembros de Cámaras o personas prestigio en la vida económica del país.
de
reconocido
Todos los actos y acuerdos de Cámaras de Comercio están sujetos en su forma y procedimiento al Derecho administrativo —las normas que rigen los actos y el funcionamiento de los órganos colegiados— y por ello son impugnables ante la Jurisdicción Contenciosoadministrativa por los miembros de la Cámara, pues todos están legitimados por su interés en la observancia de esa legalidad. Esta sumisión al Derecho público de los acuerdos de los órganos de gobierno lo es sin perjuicio de que la actividad posterior que se siga de esos acuerdos y las relaciones que entablen con terceros se someta al Derecho privado. En particular la Ley remite al Derecho privado el régimen de los bienes y de los contratos (art. 1.3 y 24). El personal de las Cámaras está sujeto al Derecho laboral. Sin embargo, la figura del Secretario General de la Cámara tiene una especial significación en cuanto su nombramiento debe hacerse a través de un concurso público, regulándose sus competencias de forma análoga a los Secretarios de Administración Local (libro de actas, ejecución de acuerdos, asesoramiento legal y control de la Corporación a través de las advertencias de legalidad, etc.); análogamente, como garantía de su permanencia, se requiere para su destitución acuerdo de la mitad más uno de sus miembros, pero ya no se exige expediente. La tutela de las comunidades autónomas sobre las Cámaras comprende el ejercicio de las potestades administrativas de aprobación, fiscalización, resolución de recursos, suspensión y disolución; reservándose el Estado en todo caso, la función de tutela sobre las actividades de las Cámaras, relativas al comercio exterior, pero que no implicará por sí sola las potestades de suspensión y disolución. Se someten a autorización una serie de actos: creación y participación en sociedades, aprobación de presupuestos. La administración autonómica ostenta la facultad de
suspensión de la actividad de las cámaras y del nombramiento de una comisión gestora en los casos en que se produzcan trasgresiones del ordenamiento jurídico que por su gravedad o reiteración hagan aconsejable esta medida, pudiendo llegarse a la disolución si subsisten las mismas razones, debiendo entonces precederse a nuevas elecciones. En último término, la tutela comprende también la resolución de los recursos administrativos, previos al recurso contencioso-administrativo.
5.2. OTRAS CÁMARAS OFICIALES Siguiendo el modelo de las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación, las Cámaras Oficiales de la Propiedad Urbana fueron creadas como asociaciones privadas de afiliación voluntaria por Decreto de 16 de junio de 1907 y al amparo de la Ley de 30 de junio de 1887. Experimentaron después una profunda transformación con la promulgación de los Decretos de 25 de noviembre de 1919 y de 6 de mayo de 1927, y, por último, con el Reglamento aprobado por el Real Decreto de 2 de junio de 1977, y, en fin, obscuramente suprimidas como corporaciones de pertenencia obligatoria, como después explicaremos. Aquellas disposiciones establecieron la inscripción obligatoria de todo propietario de fincas urbanas, el cual debía cotizar una cuota que se recaudaba con la contribución del inmueble. Eran funciones de estas Cámaras, la protección, defensa y representación de la propiedad urbana, la promoción, conservación, estudio y difusión de la propiedad, el establecimiento de servicios en beneficio del sector y la colaboración con la Administración Pública en cuanto al ejercicio de las funciones que afecten a la propiedad urbana. Estos fines se cumplían por medio de una serie de servicios que el Reglamento divide según su establecimiento tuviera carácter obligatorio
(asesoramiento jurídico y arbitraje, información urbanística, registro de fianzas, censo y estadística, iniciativas y reclamaciones de interés general para la propiedad urbana) o voluntario (administración de fincas urbanas, arquitectura, bolsa de la propiedad gratuita, suministro de materiales, reparaciones, créditos sin interés o a interés reducido, defensa judicial de los propietarios, gestión inmobiliaria, registro de contratos de arrendamiento y subarriendo y cualesquiera otros que redunden en beneficio de los asociados). Las normas del Reglamento sobre organización, Consejo Superior, sujeción a tutela (del Ministerio de Obras Públicas) e impugnación de sus actos eran análogas a las de las Cámaras de Comercio, aunque se da una mayor precisión sobre lo que constituye materia administrativa a efectos jurisdiccionales (actos relativos a la organización, funcionamiento interno de las Cámaras, al régimen de personal integrado en las plantillas aprobadas por el Ministerio de Obras Públicas y los referentes al ejercicio de funciones públicas por las Cámaras, tanto de colaboración temporal como específicamente encomendadas a las mismas por la Administración). Pero las Cámaras de la Propiedad se suprimieron. Primero se dejó sin efecto la exacción «cuota de la Cámara de la Propiedad Urbana» (art. 109 de la Ley 33/1987, de 23 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1988); después, la Ley 37/1988, de 28 de diciembre, de Presupuestos para 1989, suprimió la obligatoriedad de la afiliación (disposición adicional decimocuarta), y por último, la Disposición Final décima de la Ley de Presupuestos del Estado para 1990 (Ley 4/1990, de 29 de junio) terminó por suprimir las Cámaras Oficiales de la Propiedad Urbana, determinando que quedan suprimidas como Corporaciones de Derecho público, desapareciendo, en consecuencia, la referencia a las mismas contenida en el art. 15 de la Ley del Proceso Autonómico, y facultando al Gobierno para que mediante Real Decreto establezca el régimen de destino del patrimonio y personal de las mismas.
La disolución de las Cámaras Oficiales de la Propiedad Urbana ha planteado, sin embargo, graves problemas constitucionales. De una parte, el hecho de que se haya procedido a suprimirlas por una Ley anual de Presupuestos vulnera, como ha confirmado el Tribunal Constitucional en su Sentencia de 16 de junio de 1994, el art. 134.2 de la Constitución, que establece un contenido tasado para las leyes de este género en el que no tiene cabida, en opinión del alto Tribunal, la disolución de una corporación pública. Además, la supresión «por tiempos», eliminando primero la exacción de la cuota y la obligatoriedad de afiliación, las habría convertido ya en asociaciones privadas, por lo que la posterior disolución legal tendría como obstáculo insalvable la libertad de asociación garantizada en el art. 22 de la Constitución, consideración ésta, sin embargo, que el Tribunal Constitucional ni siquiera ha valorado una vez apreciado el anterior motivo de in-constitucionalidad. Esta falta de pronunciamiento ha permitido al Gobierno volver a la carga de la supresión mediante el Real Decreto-ley 8/1994, de 5 de agosto, desarrollado por Real Decreto de 2 de diciembre de 1994, que establece el régimen y destino del personal de las Cámaras sujetas a la tutela estatal y del Consejo Superior. De esta extinción y liquidación el Tribunal Constitucional en la citada sentencia ha salvado a las Cámaras de la Propiedad de aquellas Comunidades Autónomas que habían asumido competencias plenas, legislativas y ejecutivas, con el confuso argumento de que la supresión de las citadas Cámaras como Corporaciones Públicas tiene carácter básico y no agota la materia sobre la que las Comunidades Autónomas han asumido competencias, por lo que éstas «mantienen intacta su facultad de actuación para dotar a las organizaciones de propietarios de fincas urbanas del régimen jurídico que consideren procedente, con la sola limitación de que
ese régimen jurídico no sea el de las Corporaciones de Derecho Público, lo que ha quedado expresamente excluido por la legislación del Estado». En definitiva, y con carácter de corporaciones voluntarias, subsiste este tipo de organización cameral en Cataluña (Decreto 240/1990, de 4 de septiembre), País Vasco (Decreto 312/1988, de 27 de diciembre), Madrid (Decreto 87/1994, de 6 de septiembre), Baleares (Decreto 117/1994, de 22 de noviembre), etcétera. Entran también en este género las Cámaras Agrarias, cuyo origen se remonta al Real Decreto de 14 de noviembre de 1880, y que fueron englobadas durante el Régimen del General Franco en el sindicalismo oficial como Cámaras Sindicales Agrarias. Singularidad organizativa de éstas era la existencia, junto a las Provinciales y a la Confederación Nacional de Cámaras, de Cámaras locales de ámbito municipal. La adaptación de su régimen jurídico a la democracia se hizo por el Real Decreto de 2 de junio de 1977, que las definió «como Corporaciones de Derecho público que se constituyen como órganos de consulta y colaboración con la Administración bajo la tutela del Ministerio de Agricultura». Pero con posterioridad la Ley 23/1986, de 24 de diciembre, sentó las bases de su régimen jurídico en términos poco claros y, en todo caso, de ruptura con el régimen de 1977. Así, de una parte, se autoriza al Gobierno para proceder a la disolución de las Cámaras existentes de ámbito inferior al provincial, cuyas actividades económicas pasarán a ser gestionadas en régimen asociativo o por cooperativas, habilitándose a las Entidades locales para prestar servicios de interés general agrario en sus respectivas demarcaciones territoriales (disposiciones
adicionales). Las funciones de las Cámaras resultan ahora restringidas a ser órganos de consulta de la Administración, a ejercer aquellas funciones que éstas les deleguen y a la administración de su patrimonio (art. 4). La Ley pretende también hacer de las Cámaras, y, en concreto, de las elecciones a sus órganos de gobierno, la medida de la representatividad de las diversas organizaciones profesionales agrarias a nivel provincial y nacional (art. 11). Pero la Ley nada dice sobre la obligatoriedad de la incorporación de los agricultores a las Cámaras, rasgo fundamental de toda Administración corporativa, siendo, por consiguiente, voluntaria la adscripción, lo que, como se dijo, ha sido declarado conforme a la Constitución (Sentencia 132/1989, de 18 de julio). La Ley tampoco resuelve el problema de la financiación por cuotas de los miembros y, por el contrario, como ingreso normal y prácticamente único, se prevén las «subvenciones para su normal funcionamiento con cargo a los Presupuestos Generales del Estado y de las Comunidades Autónomas (art. 12). Sin lo uno y con lo otro, y por aquello de que quien paga manda, lo más probable es que las Cámaras Agrarias degeneren en simples aparatos burocráticos de la Administración que las mantenga. Responden, por último, al tipo cameral las Cofradías de Pescadores, reguladas por el Real Decreto 60/1978, de 11 de marzo, desarrollado por Orden de 31 de agosto de 1978. En estas disposiciones nada se dice sobre la adscripción obligatoria, pero se mantiene el rasgo, típico del corporativismo fascista, de unir en una misma corporación a los trabajadores y a los empresarios, en este caso los pescadores y los
armadores de los barcos. En este sentido la Junta General o Asamblea estará formada por un número igual de trabajadores — constituidos por Pescadores, Mariscadores y Cultivadores— y Empresarios y Armadores. A su vez, el Cabildo está constituido por un número de Cofrades, elegidos por los Miembros de la Junta General, y de entre ellos, guardando la paridad entre trabajadores y armadores. Por último el Patrón Mayor se elige entre y por los miembros de la Junta General (art. 2 de la citada Orden de 31 de agosto de 1978).
TEMA XIV ADMINISTRACIÓN CONSULTIVA Y CONTROL.
LA DE
1. PROBLEMAS GENERALES Y CLASES DE ÓRGANOS CONSULTIVOS Los órganos con competencias resolutorias, órganos activos, necesitan del apoyo técnico de otros para preparar sus decisiones, desarrollándose la actividad consultiva a través de técnicas de diversa naturaleza, discernibles en función de la estructura de los órganos que la cumplen (unipersonal y colegial, estable y transitoria) y de la forma de comunicación con el órgano activo al que asesoran (de forma directa e inmediata, o a través de un procedimiento formalizado). En la actualidad se observa que la posibilidad para los órganos activos de solicitar consultas y asesoramientos, opiniones formales o informales (de otros órganos o de los administrados) está originando fenómenos patológicos cuya consecuencia más visible es una cierta paralización de la acción administrativa. Se viene observando, en efecto, que la resistencia a tomar decisiones, las maniobras dilatorias (por ejemplo, la creación de comisiones), la inercia y la lentitud son defectos indiscutibles de las Administraciones contemporáneas. En parte, esto se debe al «hambre» real o simulada, de asistencia y asesoramiento que parecen padecer los órganos de decisión y tías la que, en muchas ocasiones, se oculta el miedo a la responsabilidad que se intenta eludir, retrasar o compartir so pretexto de un mayor estudio, de la consulta a otros órganos, dentro y fuera de la Administración —fenómeno éste en auge— e incluso de la participación de los administrados a través de un sinfín de audiencias, encuestas e informaciones públicas. De la consulta-información se está pasando a la consulta-negociación y, a estas cautelas, hay que añadir una búsqueda obsesiva por la omnirrepresentación, de la unanimidad, del consenso, causa, al parecer, de la parálisis que se observa en muchas instituciones.
Entre las técnicas consultivas clásicas destaca la colegialidad, presente en el absolutismo y potenciada desde la Administración en los países continentales, en aplicación del principio de que «deliberar y juzgar es función de muchos y ejecutar es función de uno solo», así como por la correspondiente separación entre órganos activos y consultivos. La estructura consultiva colegial suele implicar, además, un cierto distanciamiento entre el órgano consultado y el asistido, que se comunican a través de un procedimiento formalizado. La petición de la consulta y el dictamen se producen por escrito, incorporándose al expediente o procedimiento en que se han producido. La razón de este formalismo hay que verla en el hecho de que estos órganos cumplen, a la vez que una función asesora, una cierta función de garantía respecto de los administrados, ya que la estructura colegial hace presumir una cierta neutralidad, necesaria, además, porque, a veces, el órgano colegiado consultivo ejerce, como el Consejo de Estado francés, funciones judiciales. Aparte de este ejemplo señero, imitado en España y en otros países, son muy presentes los consejos de ámbito ministerial o inferior, separados de la administración activa e integrados por altos funcionarios o determinada representaciones sociales y que, en general, tienen muy escasa actividad, más ruido y apariencia que nueces. Muy distintos son los órganos consultivos de apoyo inmediato que asesoran a los órganos operativos sin seguir un procedimiento formalizado y de los que son un simple instrumento sin relevancia externa. Fundamental es que el informante esté jerárquicamente subordinado al órgano decisorio. El informe puede manifestarse oralmente o por escrito, así como la petición de la asistencia, pero sin que la forma escrita de exteriorizadón de lo uno o de lo otro responda a la regla del informe preceptivo, por lo que no es
obligada su incorporación al procedimiento. Aunque se compongan de varias personas, la estructura de estos órganos no es colegial, sino jerárquica (un jefe y varios subordinados), no produciéndose por ende votaciones que lleven a la formulación del informe como expresión del parecer u opinión propia del conjunto. A este tipo de organización consultiva responden, en líneas generales, los Estados Mayores de los Ejércitos y, en principio, la secretarías generales técnicas y, ahora, los gabinetes de los Ministros en la Administración civil (personas de su confianza funcionarios o no, que aquél nombra y que cesan con él), así como las asesorías jurídicas y económicas, entre otras.
2. EL CONSEJO DE ESTADO A) EL PROTOTIPO. EL CONSEJO DE ESTADO FRANCÉS Una de las piezas claves de la Administración contemporánea, debida al genio napoleónico, es precisamente el Consejo de Estado, que nace en Francia con la Constitución del año VIII. Esta institución habría de tener un éxito inmediato a lo largo del siglo xix en los países europeos continentales que importan esa figura (España, Italia, Bélgica), y, en la actualidad, su generalización puede decirse que se ha realizado a escala mundial por cuanto modelos similares de Consejo de Estado se dan en otros continentes (Japón, Colombia, etc.). La universalidad de esta institución y la circunstancia de que el Derecho administrativo tenga su cima en los conceptos básicos alumbrados por el Consejo de Estado son suficiente justificación para su estudio. Pero, además, la descripción de ese prototipo institucional es absolutamente necesaria para tomar las verdaderas medidas del Consejo de Estado español que, si bien en sus orígenes tuvo el empaque y trascendencia
institucional de su homólogo francés, y del que fue una simple copia, el paso del tiempo lo ha ido degradando hasta convertirlo en un puro órgano consultivo de carácter jurídico, sin las funciones judiciales que son propias de aquél ni el rigor de su funcionamiento, ni la brillantez y profundidad de sus trabajos. Paradójicamente, sin embargo, cuando nuestro Consejo de Estado atraviesa el momento más bajo de su existencia, es cuando resulta inmune a su supresión o reforma sustancial por haber sido constinacionalizado por el art. 107 de la Constitución, que lo califica de supremo órgano consultivo del Gobierno y remite a una Ley Orgánica la regulación de su composición y competencias. Pues bien, y sobre sus orígenes franceses, debe recordarse que Napoleón no pretendió la creación de un órgano consultivo de alto nivel separado de su persona que solamente emitiera dictámenes jurídicos, escritos y solemnes. Por el contrarío, quiso y logró un órgano formado por personas expertas en las más diversas ciencias y técnicas relacionadas con el quehacer público estrechamente vinculado a su persona, en cuyo seno pudieran discutirse, sin seguir un procedimiento formalizado, los grandes asuntos de Estado. Un órgano que elaborase los proyectos de ley, los reglamentos de Administración Pública, y que le permitiera servirse de sus funcionarios para el desempeño de misiones concretas en la Administración Pública. Pretendió, además, que este órgano entendiera jurísdiccionalmente de las controversias jurídicas en que fuera parte la Administración Pública, a fin de evitar la intromisión de los tribunales de Justicia, y con la misma intención le atribuyó competencia para dar o negar la necesaria autorización a fin de que los Tribunales pudieran encausar a los funcionarios públicos, creando a todos estos efectos, en 1806, dentro del Consejo, la Comisión de lo Contencioso.
Sin perjuicio de las analogías con el Conseil du Roi del Antiguo Régimen, parece bastante claro que Napoleón trasladó a la organización del Consejo de Estado principios de organización propios de la Administración militar a la Administración civil y que con su creación pretendió crear en ella una especie de Cuartel General con su Estado Mayor en el que los miembros de éste asesoran y auxilian de modo íntimo e inmediato al Jefe y, separadamente, su Jurisdicción militar (la Comisión de lo Contencioso). Por eso el Consejo de Estado no tenía inicialmente un Presidente titular (Napoleón ejercía la presidencia cuando fue Primer Cónsul y luego Emperador). Como un Estado Mayor estrechamente vinculado al Jefe, no tenía ninguna facultad decisoria, que correspondía íntegramente a aquél, y fue tal la buscada intimidad y cercanía entre el Jefe y sus asesores y auxiliares, como en los Estados Mayores, que no se le asignó un domicilio propio, constituyendo —según la expresión de un autor de la época— «a la vez el consejo, la casa y la familia del Primer Cónsul, con el que comparte el palacio de las Tullerías». De la intimidad de esta forma de asesoramiento da cuenta la circunstancia de que sus sesiones se celebraban en cualquier momento del día o de la noche y que el Emperador intervenía directamente en ellas, simulando a veces posiciones contrarias a las de su convicción personal con la finalidad de estimular la discusión y el celo entre los Consejeros. De este modelo y sistema de funcionamiento se separa, sin embargo, el Consejo de Estado cuando ejerce funciones jurisdiccionales («la justicia por sus respetos»). Éstas las ejercerá a través de la Comisión de lo Contencioso, una formación especial dentro del Consejo, que actúa con arreglo a un procedimiento formalizado, y que vino a ser en la Administración civil, como se dijo, un remedo de la Jurisdicción militar, significando a la vez un
fuero para la Administración y para los funcionarios, frente a los Tribunales civiles y penales. La composición del Consejo comprendía un Secretario General y los Consejeros nombrados y separados libremente por el Emperador, inicialmente treinta y después cuarenta. Al Consejo asistían también los Ministros. El Consejo, como los Estados Mayores, se dividió en secciones (Legislación, Finanzas, Guerra, Marina e Interior) con un Presidente al frente de cada una de ellas. Posteriormente (en el año XI) aparecen los funcionarios: primero los Auditores, con el fin de servir de enlace entre el Consejo y los Ministerios y de constituir una cantera de futuros Consejeros; cuando por Decreto de 11 de junio de 1806 se pone en marcha la Comisión de lo Contencioso, surge la figura de los Maîtres de Requêtes, para ejercer las funciones de Secretarios. Estas categorías de Consejeros, Auditores y Maîtres de Requêtes subsisten en la actualidad. En cuanto al funcionamiento del Consejo, y desde sus orígenes, hay que distinguir la función consultiva de la jurisdiccional: en la primera, como se ha dicho, no hay formalidades, sino discusión abierta de las cuestiones, sin que pueda darse publicidad ni al contenido de éstas ni a los informes en el caso de que se materialicen por escrito. En la función jurisdiccional contenciosa se instruyen expedientes y la decisión final, el arrêt, es, obviamente, pública. En la actualidad, las formaciones y la función consultiva del Consejo siguen respondiendo a la misma filosofía. Sin embargo, la función jurisdiccional sufrirá un importante cambio en 1872 (Ley de 24 de mayo). Hasta esa fecha la Justicia administrativa era justicia «retenida», es decir, que los dictámenes del Consejo no tenían valor sin la aprobación del Jefe del Gobierno (al igual que ocurría con la Jurisdicción castrense en que las sentencias de los Consejos de Guerra no eran válidas sin la aprobación de la autoridad militar correspondiente). A partir de esa
fecha, el poder de decisión se atribuye directamente al Consejo, con lo que se instaura la llamada justicia «delegada». Pero la conquista de la independencia en la función contenciosa se vio contrapesada, en 1874, con la creación de un Tribunal de Conflictos, perdiendo entonces el Consejo de Estado la función de decidir las cuestiones de competencia que se suscitaban entre la Administración y los Tribunales y que hasta entonces tenía atribuidas. En definitiva, y sin entrar en más pormenores, puede decirse que el Consejo de Estado francés, por reunir el más alto nivel de la función consultiva con la última instancia de la función jurisdiccional administrativa, que ejerce con acrisolada independencia, por la extraordinaria calidad de los cuerpos de funcionarios que lo integran, por el peso de unas tradiciones centenarias de estudio y pasión por los asuntos públicos, ha sido el gran cerebro de la Administración francesa, sobre cuyos trabajos se ha levantado la estructura del Derecho administrativo. Por esto no resulta extraño que pieza tan singular haya deslumhrado a los legisladores de otros países, que han incorporado esta institución a su sistema de Derecho público. Así ocurrió, efectivamente, en el nuestro y en los términos que a continuación se detallan. D) EL CONSEJO DE ESTADO EN LA CONSTITUCIÓN DE 1978. Su NATURALEZA Y FUNCIONES Perdidas las características funcionales y orgánicas que históricamente determinaron su creación, el Consejo de Estado pudo haber sido silenciado por la Constitución de 1978 e incluso suprimido por una simple ley ordinaria. Al fin y a la postre las funciones de asesoramiento jurídico que le restaban podían ser ya fácilmente cubiertas por otra institución como la Dirección General de lo Contencioso del Estado y otro cuerpo de funcionarios letrados. Y es que, imposibilitada la vuelta atrás por el principio de unidad judicial, que impedía atribuirle de nuevo funciones judiciales como en sus orígenes
decimonónicos, y por el principio democrático de plena responsabilidad del Gobierno en la función ejecutiva y ejercicio de la potestad reglamentaria, incondicionadas, en principio, por exigencias de dictámenes o consultas preceptivas, y, menos aún, vinculantes, la lógica constitucional llevaba al silenciamiento del Consejo de Estado y a la derogación de la ley que venía rigiendo desde el régimen político anterior. Sin embargo, el Consejo de Estado salvó su vida y aseguró su continuidad institucional porque los Constituyentes de 1978 lo citaron para exigir su dictamen preceptivo en el ejercicio de la delegación de materias de titularidad estatal a las Comunidades Autónomas (art. 153) y, sobre todo, porque, en función de lo dispuesto en el art. 107, lo configuraron como «supremo órgano consultivo del Gobierno», remitiendo a una Ley Orgánica la regulación de su composición y competencia. La Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril, modificada por la Ley Orgánica 3/2004, de 28 de diciembre, junto a su Reglamento Orgánico aprobado por Real Decreto 1674/1980, modificado por el Real Decreto 449/2005, de 22 de abril, constituyen su actual regulación. La continuidad del Consejo en los términos de la Ley de 1944 quedó así asegurada por la citada Ley Orgánica de 1980, que lo configura también como órgano consultivo, con separación orgánica del Gobierno, pero cuyos miembros son todos en su inmensa mayoría de nombramiento gubernamental, como se verá, y con iguales competencias a las que ejercía en el régimen anterior. Ahora bien, esta separación orgánica —en el sentido de que no lo preside el Presidente del Gobierno, pues tiene uno propio, ni forman parte de él los Ministros como ocurre en Francia y en la versión española tradicional— más el carácter preceptivo o en algunos casos vinculante de sus dictámenes permiten cuestionar sobre su naturaleza, es decir, plantear la cuestión de sí el Consejo de Estado es un órgano consultivo o si se trata más bien da un órgano de control.
La calificación como órgano de control parece la más adecuada, en términos generales, con esos datos de la independencia funcional y de la intervención preceptiva, que parecen establecidos en función de asegurar o preservar determinadas aplicaciones del ordenamiento jurídico de una intervención e interpretación exclusiva del Gobierno o de la Administración, por muy bien que pudiera estar asesorada por otros órganos. En otras palabras, la intervención del Consejo del Estado no parece impuesta por la necesidad del asesoramiento técnico que sus dictámenes puedan comportar, sino con una finalidad cuasi-fiscalizadora, orientada a que el Gobierno y la Administración sigan en esas materias el parecer del Consejo de Estado, so pena y sanción de que sus actuaciones, o bien no sean válidas, si se omite la petición de informe, o sufran una cierta desautorización material —no formal porque la decisión contraria a la consulta es válida— si el Gobierno o la respectiva Administración deciden en contra de la opinión de aquél. Además, cuando el informe del Consejo de Estado no sólo es preceptivo, sino también vinculante, es obvio que se convierte en copartícipe de la competencia, ya que no cabe más decisión válida que la que es conforme con su opinión. La caracterización como órgano de control, pese al apelativo de consultivo, se desprende asimismo de las garantías de que se le inviste, que son las propias de los órganos judiciales —«ejerce la función consultiva con autonomía orgánica y funcional para garantizar su objetividad e independencia»— y por la finalidad de sus intervenciones —«se velará por la observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico»— propias también de aquéllos.
El control que ejerce el Consejo es básicamente jurídico, pero puede extender sus opiniones a la oportunidad y conveniencia de los proyectos de disposiciones y resoluciones que se le consultan «cuando lo exija la índole del asunto o lo solicite expresamente la autoridad consultante así como la mayor eficacia de la Administración en el cumplimiento de sus fines». Ahora bien, si el Consejo de Estado controla, más que auxilia y asesora, al Gobierno y a otras Administraciones Públicas es normal que el ejecutivo trate a su vez de controlar en lo posible su funcionamiento. Para esto dispone de la facultad de nombramiento de su Presidente y de los Consejeros permanentes y electivos. Además, la Ley de Medidas de la Función Pública de 2 de agosto de 1984 intentó reía ti vi zar la independencia del Cuerpo de Letrados del Consejo de Estado, al fusionar a sus funcionarios con los Cuerpos de Letrados del Ministerio de Justicia y los Abogados del Estado en un nuevo colectivo, los Letrados del Estado (disposición adicional novena). Pero dicha disposición fue declarada inconstitucional en lo que se refiere al Cuerpo de Letrados del Consejo de Estado, por carecer de rango suficiente para modificar la regulación de la Ley Orgánica del Consejo de Estado en que dicho Cuerpo se reguló (STC de 11 de junio de 1987). Fuera de las materias en que es preceptivo su dictamen, el Consejo de Estado actúa como órgano consultivo en cualquier asunto que lo estimen oportuno el Gobierno o demás miembros de éste y los Consejeros de las Comunidades Autónomas. Esta vía se utilizará normalmente, más que por la real necesidad de la asistencia técnica, para supuestos en que el órgano consultante desee reforzar o descargar parte de la responsabilidad de su decisión en la autoritas institucional del Consejo.
Por último, el art. 38 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 ha convertido al Consejo de Estado, pero sólo parcialmente, en órgano constitucional decisorio de los conflictos de competencias entre la Administración y los Tribunales. En la tradición de nuestro Derecho público, esa función estaba atribuida al Jefe del Estado y al Consejo de Estado, como se dijo, solamente le correspondía dictaminar sin carácter vinculante. Ahora, con la creación de un órgano — llamado Tribunal de Conflictos de Jurisdicción por la LO 2/1987— paritario de dos Magistrados del Tribunal Supremo y tres Consejeros Permanentes del Consejo de Estado, presidido por el Presidente del Tribunal Supremo con voto de calidad, el Consejo va a participar directamente a través de estos Consejeros en la resolución de los conflictos, adquiriendo así sobre ellas y los Tribunales una dimensión de superioridad política y jurídica, que tampoco se corresponde con su caracterización como órgano consultivo del Gobierno. A propósito de esta función, la Sentencia del Tribunal Constitucional 59/1990, de 29 de marzo, ha declarado — frente a la pretensión de algunas Comunidades Autónomas de que cuando los conflictos les afectasen los Consejeros de Estado fuesen sustituidos por representantes de la respectiva Comunidad— que la Comisión no es un órgano de composición paritaria, integrado por representantes de las partes en conflicto, que ostenta capacidad y disposición sobre el objeto de la controversia, pues, en definitiva, tanto la jurisdicción que corresponde a los Tribunales como la competencia propia de la Administración son irrenunciables, no existiendo sobre ellas facultad alguna de disposición o transacción, afirmando asimismo que, a pesar de estar definido en la Constitución como supremo órgano consultivo del Gobierno, el Consejo de Estado tiene «en realidad carácter de órgano del Estado con relevancia constitucional al servicio de la concepción del Estado que la propia Constitución establece», resultado así de su composición y de sus funciones consultivas que se extienden también a las Comunidades Autónomas.
La Ley Orgánica 3/2004, de 28 de diciembre (desarrollada por el RD 449/2005, de 22 de abril), ha encomendado al Consejo de Estado otras funciones aún menos relevantes. Una, «realizar estudios, informes o memorias que el Gobierno le solicite y elaborará las propuestas legislativas o de reforma constitucional que el Gobierno le encomiende», tarea que ya encajaba en sus funciones consultivas sin necesidad de reforma alguna; y otra filantrópica, que es la verdadera causa de la Ley auspiciada por el Presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero: crear una categoría de Consejeros natos vitalicios para los ex Presidentes del Gobierno con el magnífico sueldo y status de los Consejeros permanentes, sin perjuicio del que les corresponda como ex Presidentes del Gobierno, pero sin más función que formar parte del Pleno del Consejo. En otras palabras, una canonjía para los ex Presidentes, más propía de un país tercermundista. Ciertamente, no se encontrarán ejemplos de esta desvergüenza en otras democracias europeas ni en los Estados Unidos.
E) COMPOSICIÓN Además del Presidente, nombrado libremente por el Consejo de Ministros mediante Real Decreto entre juristas de reconocido prestigio y experiencia en asuntos de Estado, el Pleno del Consejo se compone de los Consejeros Permanentes, Consejeros Natos Vitalicios, Consejeros Natos, Consejeros Electivos y el Secretario General.
Los Consejeros Permanentes constituyen el elemento estable y profesional del Consejo, con status económico igual o superior a los Magistrados del Tribunal Supremo, y les corresponde la Presidencia de las Secciones en que se divide el Consejo, y junto con el Presidente el Secretario General forman la Comisión Permanente. Curiosamente, los Consejeros Permanentes son los titulares de cargo público más protegidos de todo el Estado, pues son nombrados por el Gobierno con carácter inamovible sin límite de tiempo, injubilables por edad, lo que convierte a la Comisión permanente en un asilo de ancianos, dicho sea sin menosprecio de éstos. Esta garantía de independencia resulta excesiva si se compara con la limitación temporal en cargos estatales necesitados por su función de una superior estabilidad, como los Magistrados del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional y los miembros del Consejo General del Poder Judicial, de una mayor permanencia que les ponga a cubierto de la necesidad de obtener compensaciones, en forma de otros nombramientos del poder ejecutivo, al término de su mandato. Los Consejeros Electivos, sin retribuciones fijas, en número de diez, son nombrados también por el Gobierno por un periodo de cuatro años, entre personas que han ostentado cargos relevantes en cualquiera de los poderes del Estado (Diputados, Senadores, Ministros. Presidentes de Autonomías, Embajadores, Rectores de Universidad. Magistrados del Tribunal Constitucional, etc.). De entre los diez electivos, dos habrán de haber desempeñado el cargo de Presidente del Consejo Ejecutivo de Comunidad Autónoma por un período de mínimo de ocho años. Su mandato será, pues, de ocho años (art. 9.2).
Son Consejeros Natos los que ostentan determinados cargos públicos que, con excepción del Presidente del Consejo General de la Abogacía y de los Presidentes de Reales Academias (Española, Ciencias Morales y Políticas, y Jurisprudencia y Legislación), son, como los anteriores, de nombramiento gubernativo (Fiscal General del listado. Director General de lo Contencioso, Presidente de la Comisión General de Codificación, Director del Centro de Estudios Constitucionales), conservarán su condición en tanto ostenten el cargo determinante de su nombramiento. Ostenta la condición de Consejeros Natos Vitalicios todos los ex Presidentes del Gobierno que decidan incorporarse al Consejo. Además de formar parte del Pleno del Consejo de Estado, podrán desempeñar las funciones y cometidos que se prevean en el Reglamento orgánico, el cual incluirá las disposiciones pertinentes respecto de su eventual cese, renuncia o suspensión en el ejercicio efectivo del cargo de Consejero Nato. Su estatuto personal y económico (ésta es la clave de la última reforma, como dijimos) será el de los Consejeros Permanentes, es decir, con sueldos del máximo nivel, sin perjuicio del que les corresponda como ex Presidentes del Gobierno. Junto al Pleno y la Comisión Permanente, que, como dijimos, la integran el Presidente del Consejo y los Consejeros Permanentes, está la Comisión de Estudios, cuyo Presidente es también el del Consejo y está integrada por dos Consejeros Permanentes designados por el Pleno a propuesta de su Presidente, y el Secretario General. El Consejo de Estado está asistido por un Cuerpo de Letrados. De entre la superior categoría de éstos, los Letrados Mayores, se nombra el Secretario General del Consejo. Las unidades operativas del Consejo son las Secciones, en número de diez, presididas, como se dijo, por un Consejero Permanente. F) COMPETENCIAS
El Consejo de Estado debe emitir informes en cuantos asuntos sometan a su consulta el Gobierno o sus miembros. Asimismo, el Pleno o la Comisión Permanente podrán elevar al Gobierno propuestas que juzgue oportunas acerca de cualquier asunto que la práctica y experiencia de sus funciones le sugiera. Pero las más importantes competencias son las de informe preceptivo, en las que, como se ha dicho, el Consejo de Estado actúa como órgano de control jurídico, distinguiendo la Ley Orgánica las que debe emitir el Pleno de las que correspondan a la Comisión Permanente. El Pleno deberá ser consultado sobre materias que se refieren a anteproyectos de reforma de la Constitución, cuando la propuesta no haya sido elaborada por propio Consejo; anteproyectos de leyes o de disposiciones reglamentarias que hayan de dictarse en ejecución, cumplimiento y desarrollo de tratados, convenios o acuerdos internacionales y del Derecho comunitario europeo; ejercicio de ta función legislativa y reglamentaria, como sobre los proyectos de decretos legislativos, es decir, los que desarrollan una Ley de Bases, y anteproyectos de ley o proyectos de disposiciones administrativas, cualquiera que fuere su rango y objeto, que afecten a la organización, competencia y funcionamiento del Consejo de Estado. Asimismo, el Meno deberá informar en materia de relaciones internacionales sobre las dudas o discrepancias que surjan en la interpretación o cumplimiento de tratados, convenios o acuerdos internacionales en los que España sea parte, acerca de los problemas jurídicos que suscite la interpretación o cumplimiento de los actos y resoluciones emanadas de Organizaciones internacionales o
supranacionales y sobre las reclamaciones que se formalicen como consecuencia del ejercicio de la protección diplomática y las cuestiones de Estado que revistan el carácter de controversia jurídica internacional. También deberá informar sobre las transacciones judiciales y extrajudiciales acerca de los derechos de la Hacienda Pública y para sometimiento o arbitraje de las contiendas que se susciten respecto a las mismas, sobre la separación de Consejeros Permanentes, y sobre los asuntos de Estado a los que el Gobierno reconozca especial trascendencia o repercusión (art. 21 de la Ley Orgánica del Consejo de Estado). Aunque el informe parece configurarse en estas materias como preceptivo, su omisión no tendrá consecuencias jurídicas, puesto que el posterior acto de Gobierno o da lugar a leyes, no fiscalizarles judicialmente, al menos por ese motivo, o no da lugar a actos administrativos, como ocurre en la mayoría de las eventuales consultas sobre problemas internacionales. La realidad es que la función ordinaria del Consejo de Estado se canaliza a través de las competencias de la Comisión Permanente. Sobresalen aquellas cuestiones que tienen relación con el control de la potestad reglamentaria que se ejercite en ejecución, cumplimiento y desarrollo de tratados, convenios o acuerdos internacionales o en ejecución de las Leyes, así como de sus modificaciones. Las Sentencias del Tribunal Supremo de 7 de mayo y de 2 de junio de 1987 (Ponente GONZÁLEZ NAVARRO), confirmadas por las de 2 de junio de 1987 y 25 de abril de 1989, pusieron en entredicho esta competencia al privar de la sanción de nulidad a los reglamentos dictados en ejecución de ley sin previo dictamen del Consejo de Estado, aduciendo que dicho informe es un trámite que tiene por finalidad efectuar ex ante un control de la legalidad de la norma que se pretende elaborar y que puede ser suplido por razones de economía procesal por el control ex post del Tribunal Supremo durante el proceso. Señalan también que
«resulta imposible encontrar en el ordenamiento en vigor apoyatura alguna en favor de la tesis de que el Reglamento ejecutivo necesite para su perfección de la concurrencia de dos voluntades, la del Consejo de Estado y la del Gobierno». La Sala Especial de Revisión confirmó esta doctrina en la Sentencia de 29 de octubre de 1987 (Ponente PAULINO MARTÍN). En contra la Sentencia, también de la Sala Especial de Revisión, de 10 de mayo de 1989 (Ponente MENDIZÁBAL), afirma que «a través del informe preceptivo el Consejo de Estado ejerce un control preventivo que no es mero formalismo, corrupción o perversión de la forma, sino que actúa como una garantía profiláctica, preventiva, para asegurar en lo posible el imperio de la Ley, por lo que no es correcto volatilizar este trámite de informe sobre el conjunto de la disposición y sustituirlo por un control judicial posterior casi siempre casuístico o fragmentario y siempre eventual, normalmente tardío y, en definitiva, escasamente eficaz». También ha quedado descartada la obligatoriedad de la consulta al Consejo de Estado de las disposiciones que en ejecución de leyes aprueben las Comunidades Autónomas cuando tengan competencia exclusiva sobre la materia. Así lo afirman las Sentencias de 17 de febrero y 6 y 21 de junio de 1988 (Ponente GONZÁLEZ NAVARRO). También deberá informar la Comisión Permanente sobre determinados supuestos de relaciones del Estado con las Comunidades Autónomas, como los anteproyectos de ley orgánica de transferencia o delegación de competencias estatales a las Comunidades Autónomas; control del ejercicio de funciones delegadas por el Estado a las Comunidades Autónomas, e impugnación de las disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de las Comunidades Autónomas ante el Tribunal Constitucional, con carácter previo o posterior a la interposición del recurso (art. 22.6) En este último
caso, el Gobierno acordará en la misma sesión interponer el recurso y formular la consulta. Asimismo se asignan a la Comisión Permanente las tradicionales competencias consultivas sobre los conflictos de atribuciones entre los distintos Departamentos ministeriales; sobre nulidad, interpretación y resolución de los contratos y concesiones administrativas cuando se formule oposición por parte del contratista; concesión de créditos extraordinarios o suplementos de crédito; y concesión de monopolios y servicios públicos monopolizados. De posterior atribución —pues tienen su origen en la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado o en la Ley de Procedimiento Administrativo— son las de informar los recursos administrativos de súplica o alzada que deban conocer en virtud de disposición expresa de una Ley el Consejo de Ministros, las Comisiones Delegadas del Gobierno o la Presidencia del Gobierno, recursos administrativos de revisión, así como la revisión de oficio de las disposiciones reglamentarias y los actos administrativos en los supuestos previstos por las Leyes, y sobre reclamaciones que, en concepto de indemnización de daños y perjuicios, se formulen ante la Administración del Estado, a partir de 6.000 euros o de la cuantía superior que establezcan las leyes. A la Comisión Permanente se atribuye, asimismo, y con carácter residual, todo asunto en que se diga que debe consultarse a la Comisión Permanente o al Consejo y no se atribuya la consulta al Pleno. La Comisión de Estudios creada por la LO 3/2004 ordenará, dirigirá y supervisará la realización de los estudios, informes o memorias encargados por el Gobierno y, una vez conclusos, emitirá juicio acerca de su suficiencia
y adecuación al encargo recibido. Elaborará, asimismo, las propuestas legislativas o de reforma constitucional que el Gobierno encomiende al Consejo de Estado. Para la elaboración de estudios, informes y propuestas podrá llegar a acuerdos de colaboración con el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. No el Consejo de Estado como Corporación, pero sí sus miembros más profesionales, los Consejeros Permanentes y los Letrados, pueden, según una vieja tradición de la que prácticamente no se ha hecho uso. ser investidos por el Gobierno de determinadas misiones, que la Ley Orgánica define como «desempeño de cometidos especiales y participación en comisiones de estudio para cuestiones de singular relevancia o interés público».
G) FUNCIONAMIENTO Corresponde a las Secciones preparar el despacho de aquellos asuntos en que hayan de entender el Pleno o la Comisión Permanente y a esta última desempeñar la ponencia de todos los asuntos en que el Consejo en Pleno haya de entender. El Consejo puede solicitar directamente al órgano consultante que se complete el expediente con cuantos antecedentes, informes y pruebas estime necesario, incluso con el parecer de los Organismos o personas que tuvieren notoria competencia en las cuestiones relacionadas con los asuntos sometidos a dictamen. También les puede invitar a informar ante el Consejo, por escrito o de palabra. Ante el Consejo se articula un trámite de audiencia en favor de los interesados en los respectivos expedientes sometidos a consulta. La audiencia se concede por acuerdo del Presidente, de oficio o a petición de aquéllos, y se concederá en todo caso cuando en la consulta esté
directamente interesada una Comunidad Autónoma, y así lo manifieste. La regla del secreto sobre el contenido de las deliberaciones y de los términos de la votación se impone a todos los miembros del Consejo y personal auxiliar en todo tiempo y sobre las propuestas y acuerdos únicamente mientras no estén resueltos (art. 8 del Reglamento Orgánico, aprobado por Real Decreto 1674/1980, de 18 de julio). En cuanto a los dictámenes, no son vinculantes salvo que la ley disponga lo contrario. Ahora bien, separándose de lo que es habitual en los órganos consultivos, y como una reminiscencia de cuando el Consejo de Estado ejercía funciones judiciales, se establece una limitación y una carga formal para disentir del informe del Consejo de Estado. La limitación afecta a los Ministros, quienes pierden la competencia en favor del Consejo de Ministros para resolver aquellos asuntos en que, siendo preceptiva la consulta al Consejo de Estado, el Ministro consultante disienta del dictamen de aquél. Si el Ministro resuelve por sí mismo, es obvio que su acuerdo estaría afectado de un vicio de incompetencia jerárquica. La carga formal, que afecta a todas las disposiciones y resoluciones informadas por el Consejo, cuya inobservancia, por otra parte, no tiene ninguna sanción o relevancia jurídica, consiste en que, en los casos de disentimiento, el órgano que ha solicitado la consulta debe hacer constar en la resolución que ésta se adopta «oído el Consejo de Estado», lo que equivale a decir que no se ha seguido su opinión; en caso contrario, la formula será «de acuerdo con el Consejo de Estado». Sin embargo el dictamen será preceptivo para las Comunidades Autónomas que carezcan de órgano consultivo propio en los mismos casos previstos por la Ley para el Estado, cuando hayan asumido las competencias correspondientes (art. 24).
Por último, y para asegurar en todo caso la preeminencia del Consejo sobre cualquier otro órgano de análogo o similar carácter, se impone la regla de que en los asuntos que éste hubiera dictaminado no podrán remitirse después a informe de ningún otro cuerpo u órgano de la Administración del Estado y en los que hubiera dictaminado la Comisión Permanente sólo podrá informar el Consejo de Estado en Pleno. Tras la última reforma de su Ley Orgánica, el Consejo de Estado se ha configurado como el órgano supremo consultivo únicamente del Gobierno del Estado (arts. 20.1 y 23), ajustándose así a la dicción literal del art. 107de la CE. Según la interpretación del Tribunal Constitucional (STC 204/1992), cuando una ley exige el dictamen previo del Consejo de Estado, éste puede ser sustituido por el dictamen de órganos de similares características que, en virtud de sus competencias de autoorganización, hayan podido crear las Comunidades Autónomas «siempre que aseguren su independencia, objetividad y rigurosa cualificación técnica...» y que «la intervención del órgano consultivo autonómico excluye la del Consejo de Estado, salvo que la Constitución, los Estatutos de Autonomía, o la Ley Autonómica establezcan lo contrario para supuestos determinados».
H) CONSEJOS CONSULTIVOS AUTONÓMICOS. La configuración que realiza el art. 107 CE del Consejo de Estado, como supremo órgano consultivo del Gobierno de la Nación, no descarta que su actuación se extienda al ámbito autonómico, pero tampoco la impone, lo que posibilitó la aparición de homólogos territoriales que ofrecían una garantía de control de la legalidad análoga a la que practica aquel organismo. Algunos estatutos de autonomía contemplaron esta posibilidad. Es el caso de
los Estatutos de Canarias (art. 44), Cataluña (art. 41) y Extremadura (art. 51). Incluso sin esta previsión, invocando sus potestades de autoorganización, la STC 204/1992 estimó constitucionalmente lícita la sustitución del informe preceptivo del Consejo de Estado por el que pudieran dictar unos Consejos Consultivos autonómicos en relación al ejercicio de competencias de su respectiva Comunidad, siempre que tales instituciones tuvieran las mismas características e idénticas o semejantes funciones a las del órgano estatal. Por ello la mayoría de las comunidades autónomas procedieron a dotarse de órganos consultivos análogos al Consejo de Estado (Andalucía, Aragón, Comunidad Valenciana, Galicia, Murcia, Navarra, País Vasco, Asturias...). Distinto es el caso de Cataluña, que dispone de dos órganos consultivos: el Consejo Consultivo que vela porque las normas estatales y autonómicas guarden el respeto debido a la Constitución y al Estatuto, es decir, el bloque constitucional, que será el parámetro utilizado como referencia en sus dictámenes. De otro lado, la Comisión Jurídica Asesora cuya función es la salvaguarda de la mera legalidad de los decretos legislativos, reglamentos y disposiciones generales dictados en ejecución de las leyes y sus modificaciones, así como el informe de expedientes administrativos varios, autonómicos y locales. No faltan comunidades autónomas, que, aun disponiendo de un solo órgano consultivo, cubrirán las funciones de control preventivo de la constitucionalidad, y, al mismo tiempo de control de legalidad de la actividad administrativa ordinaria. No faltan tampoco casos en que se control o asesoramiento se extiende a parámetros de oportunidad. Todos los Consejos Consultivos se configuran como órganos colegiados. En unos casos sus integrantes son elegidos por el Gobierno (Andalucía, Aragón, Baleares, Comunidad Valenciana, Galicia, País Vasco) y en otros una parte por el Ejecutivo y otra por el Parlamento por mayoría cualificada (Castilla-La Mancha, Castilla-León, Extremadura, La Rioja, Murcia, Navarra). La selección se
realiza generalmente entre juristas de reconocido prestigio, exigiéndoles experiencia profesional y en algunos casos la condición política de miembro de la Comunidad Autónoma que en cada caso se trate. La especial configuración de la Comisión Jurídica Asesora del Gobierno vasco hace que sus componentes electivos hayan de ser Letrados de la Secretaría General del Régimen Jurídico, órgano en el que se incardina. En los consejos consultivos de diversas comunidades (Andalucía, Castilla-La Mancha, Castilla-León, Extremadura y País Vasco), en clara imitación a la composición del Consejo de Estado, aparecen junto a los miembros electivos otros miembros natos o permanentes por ocupar o haber ocupado un cargo relevante en la comunidad autónoma, como el director de administración local, los ex presidentes de la comunidad autónoma, de los respectivos parlamentos, presidentes de academias, representantes de los Colegios de abogados, etcétera. La vinculación política o la pertenencia a la Administración de alguno de los miembros natos parece chocar, de una parte, con el carácter técnico-jurídico del órgano y, de otra, con la independencia que se predica del mismo, lo que se intenta paliar estableciendo un número de Consejeros natos inferior al de electivos o circunscribiendo su intervención al Pleno, sin que puedan votar, aunque sí participar, en otros órganos del Consejo. La misma tendencia a convertir estos órganos en asilos de ex presidentes autonómicos, que hemos visto manifestarse en la última reforma del Consejo de Estado, se aprecia en la Ley de la Comunidad valenciana de 6/2002, de 2 de agosto que regula el estatuto de los ex-presidentes de la Generalität Valenciana. En lo que aquí interesa, se establece que dichas personalidades ostentarán la condición de miembros permanentes del Consejo Jurídico Consultivo, categoría no prevista en la Ley 10/1994, que creó el Consejo de dicha comunidad, que sólo contempla consejeros electivos, por lo que hubo que regular dicha figura. La polémica que rodeó esta ley —que traería causa de haber accedido al
Presidente de la comunidad a la condición de ministro de trabajo— llevó a su modificación por la Ley de acompañamiento a los presupuestos generales, que finalmente estableció la siguiente regulación: los expresidentes de la Generalitat valenciana que hayan ejercido el cargo al menos durante una legislatura completa serán miembros natos del Consejo Jurídico Consultivo durante un período de quince años. Claro está que es mayor el abuso que supone conferir de por vida a un ex Presidente del Gobierno de la Nación el privilegiado status de consejero permanente del Consejo de Estado. En su función de control de la legalidad ordinaria de los actos, tanto de la administración autonómica como de los entes locales, estos órganos consultivos sustituyen al Consejo de Estado emitiendo dictamen en los expedientes sobre revisión de oficio de los actos administrativos y disposiciones generales, recursos administrativos extraordinarios de revisión, aprobación de ordenanzas generales de aprovechamiento de los bienes comunales, aprobación de pliegos de cláusulas administrativas generales, interpretación, nulidad, interpretación, nulidad y extinción de concesiones administrativas cuando se formule oposición por parte del concesionario y, en fin, responsabilidad patrimonial de la administración. Asimismo, en la mayor parte de las regulaciones de estos órganos consultivos, se prevé que tanto la administración autonómica puedan solicitar informes no vinculantes sobre otras materias que, en el caso de los entes locales, se limita a la asuntos de especial relevancia.
5.ASESORAMIENTO JURÍDICO Y REPRESENTACIÓN Y DEFENSA EN JUICIO DE LA ADMINISTRACIÓN El crecimiento de las tareas y de la organización administrativa ha hecho sentir la necesidad de crear un servicio permanente de asesoramiento jurídico de la
Administración del Estado, supuesta la concreción de las funciones de los Consejos de Estado a funciones contenciosas o consultivas sobre grandes temas, y, no necesariamente, de carácter jurídico. Por otra parte, la función de asesoramiento jurídico del Estado, y con toda lógica, habría de vincularse orgánicamente a los cometidos de su representación y defensa en juicio, por lo que, normalmente, convenía que una misma organización y cuerpo de funcionarios asumiese todas estas misiones, como ha ocurrido entre nosotros con el Cuerpo de Abogados del Estado. Esto no significa, sin embargo, que el mismo Abogado del Estado, que asesora en un Organismo o Departamento ministerial, sea el mismo que defiende después el asunto en la vía jurisdiccional. Por ello trataremos separadamente estas funciones. Sin perjuicio de antecedentes de índole diversa en uno y otro ramo de la Administración, puede afirmarse que los servicios de asesoramiento jurídico de carácter general nacen vinculados a los Ministerios de Hacienda. Así ocurrió, en efecto, en Francia, desde que un Decreto de 18 de diciembre de 1869 convirtió al Agente Judicial del Tesoro, dependiente del Ministerio de Finanzas, en Consejero jurídico de las Administraciones y servicios públicos del Estado. Esta función se ejerce a través de la Jefatura del Servicio Contencioso, con sede central y departamental, que emplea a abogados libres no funcionarios. Le corresponde estudiar los proyectos de disposiciones generales que se le someten y dar solución a las dificultades jurídicas planteadas por el Ministro de Finanzas, lo mismo que por otros Ministerios o Administraciones. La solución preconizada por el Servicio Contencioso no tiene más valor que el de un simple informe. Bajo la dependencia también del Ministerio de
Finanzas, y con objeto de asociar a la función de asesoramiento jurídico del Estado las más prestigiosas figuras de las profesiones jurídicas, se creó en 1918 (Decreto de 18 de noviembre, modificado por otro de 31 de diciembre de 1952) un Comité Consultivo Contencioso, que preside el Decano de la Facultad de Derecho de París, y del que forman parte como miembros de Derecho: los batonnier (Presidente o Decanos) de los Colegios de Abogados ante el Consejo de Estado, Corte de Casación y Apelación de París y el Jefe del Servicio de lo Contencioso del Agente Judicial del Tesoro, que actúa como Secretario. El Ministro de Finanzas nombra a los miembros electivos entre Magistrados, miembros del Tribunal de Cuentas, Inspectores de Finanzas, Profesores de las Facultades de Derecho, Abogados ante el Consejo de Estado y Abogados de París que presten servicio a la Agencia del Tesoro. El Comité informa, en Pleno o en Comisiones, de los asuntos que le somete el Ministro de Finanzas y el Agente Judicial del Tesoro por delegación de aquél. En Italia, el asesoramiento jurídico de la Administración corre a cargo de L'Awocatura dello Stato, inicialmente Awocatura Erariale, dependiente del Ministerio de Finanzas, y ahora directamente subordinada a la Presidencia del Consejo de Ministros. L'Awocatura dello Stato tiene dos niveles orgánicos (genérale e distrittuali) y está servida por letrados seleccionados mediante concurso-oposición entre los ya pertenecientes a otros cuerpos del Estado (Procuradores del Estado, Magistrados civiles. Magistrados militares, del Tribunal de Cuentas) o abogados con experiencia profesional. En España, el servicio de asesoramiento jurídico nació también en el Ministerio de Hacienda y en su Dirección General de lo Contencioso, servido por un cuerpo de funcionarios, el Cuerpo de Abogados del Estado, con unidades orgánicas —Abogacías del Estado— en todos los Departamentos ministeriales, en algunos Organismos
autónomos y en todas las Delegaciones provinciales de Hacienda. Los Abogados del Estado, en efecto, aparecen a principios de la segunda mitad del siglo xix como abogados del Ministerio de Hacienda con funciones de asesoramiento en este Ministerio, en el que se les confía además una función operativa de liquidación e inspección sobre el impuesto de derechos reales, hoy de transmisiones patrimoniales. Con posterioridad, los Abogados del Estado conseguirán extender su función de asesoramiento a otros ramos de la Administración, y asumirán también su representación y defensa en juicio, desplazando a los Fiscales, inicialmente representantes y defensores del Estado en la Jurisdicción Contencioso-Administrativo. Pero el asesoramiento jurídico no ha sido competencia exclusiva del Cuerpo de Abogados del Estado. En el Ministerio de Justicia, la función asesora corría a cargo de los Cuerpos de Letrados de la Dirección General de los Registros y del Notariado y del Cuerpo de Letrados del Ministerio de Justicia; igualmente, en la Administración militar, el asesoramiento jurídico ha estado tradicionalmente encomendado a los Cuerpos Jurídicos de los Ministerios del Ejército, Marina y Aire, cuyos miembros, Auditores, en la actualidad integrados todos en el Cuerpo Jurídico de la Defensa, asumen también las funciones propias de la Justicia militar. Tras la Ley 52/1997, de Asistencia Jurídica al Estado e Instituciones Públicas, de 27 de noviembre, desarrollada por el Reglamento aprobado por Real Decreto 997/2003, de 25 de julio, los Abogados del Estado lo son exclusivamente de este, pero no de las Administraciones autonómicas y Entes locales, que han creado sus propios cuerpos de funcionarios letrados o se sirven de abogados libres. Dentro del Estado, tampoco asumen el asesoramiento jurídico del Ministerio de Defensa, que corresponde al Cuerpo Jurídico de la Defensa, ni la representación y defensa en juicio en el ámbito de las Entidades Gestoras y Servicios Comunes de la Seguridad Social, que asume el Cuerpo de Letrados de la Administración de la Seguridad Social. Sin embargo, los Abogados del Estado podrán asumir la representación y defensa en juicio de
las autoridades, funcionarios y empleados del Estado, sus Organismos públicos a que se refiere el artículo anterior y Órganos Constitucionales, cualquiera que sea su posición procesal, cuando los procedimientos se sigan por actos u omisiones relacionados con el cargo.
6. LOS TRIBUNALES DE CUENTAS. Un control externo de naturaleza contable, financiero y de carácter sucesivo, en cuanto que tiene lugar sobre una actividad administrativa ya realizada, es el que llevan a cabo los Tribunales de Cuentas . A) EL TRIBUNAL DE CUENTAS DEL ESTADO Según el art. 136 de la Constitución, el Tribunal de Cuentas es el «supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado, así como del sector público. Dependerá directamente de las Cortes Generales y ejercerá sus funciones por delegación de ellas en el examen y comprobación de la cuenta general del Estado». Además el Tribunal de Cuentas, «sin perjuicio de su propia jurisdicción, remitirá a las Cortes Generales un informe anual en el que, cuando proceda, comunicará las infracciones o responsabilidades en que, a su juicio, se hubiere incurrido». El precepto aludido ciñe, pues, la competencia del Tribunal de Cuentas del Estado al sector público estatal. Sin embargo, otro precepto de la Constitución, el art.53.d), extiende su competencia ni control económico y presupuestario de las Comunidades Autónomas, y la Ley Orgánica del propio Tribunal 2/1982, de 12 de mayo, incluye, en una amplia y atrevida interpretación del término constitucional «sector público estatal», a las Corporaciones locales.
La constitucionalización del Tribunal de Cuentas (también citado por las Constituciones de Bayona, Cádiz y de la República de 1931) no se corresponde, sin embargo, con su historia, mínimamente operativa, apareciendo como el intento de ofrecer una nueva oportunidad a un órgano que ha sido más un adorno justificador y santificador de las cuentas públicas, y ahora de los partidos políticos, a los que también debe vigilar, que un verdadero fiscalizador y controlador de la corrección con que han sido ejecutadas, sin que la independencia que intenta asegurar su Ley Orgánica —sus doce Consejeros que, a su vez, eligen al Presidente, son designados por períodos de nueve años, la mitad por cada una de las Cámaras de las Cortes Generales, por mayoría de tres quintos— permita confiar en una mayor operatividad para el futuro. En su versión decimonónica (Ley de 25 de agosto de 1851) el Tribunal, a imitación de la Cour de Comtes francesa, comenzó siendo una Jurisdicción administrativa especial («autoridad superior para el examen, aprobación y fenecimiento de las cuentas de administración, recaudación y distribución de los fondos, rentas y pertenencias del Estado; así como también de las relativas al manejo de fondos provinciales y municipales cuyos presupuestos requerirán aprobación real»). En esa condición, el Tribunal, al examinar las cuentas sometidas a su aprobación, declaraba y ejecutaba la responsabilidad por alcances y desfalcos en vía administrativa de los gestores de fondos públicos, lo que comportaba, sin embargo, dos limitaciones: una, que contra sus resoluciones cabía recurso de casación — igual que en Francia— ante el Consejo de Estado, instancia suprema en el siglo XIX de la Jurisdicción contencioso-administrativa; y, otra, que el Tribunal de Cuentas había de respetar la competencia de la Jurisdicción
penal a la que había de remitir el tanto de culpa para el conocimiento de los delitos de falsificación o de malversación de caudales públicos que pudieran cometer los empleados en el manejo de los fondos públicos. En la actualidad, ese mismo carácter de Jurisdicción administrativa especializada, pero sujeta a la posterior revisión jurisdiccional contencioso-administrativa, se mantiene por el art. 49 de la Ley Orgánica para las resoluciones del Tribunal de Cuentas cuando declaran la responsabilidad contable de los funcionarios y de cuantos manejan fondos públicos. Estas resoluciones son susceptibles de recursos de casación y revisión ante el Tribunal Supremo. Ahora bien, este ámbito jurisdiccional, y pese al énfasis con que la Ley Orgánica lo define («la Jurisdicción contable es necesaria e improrrogable, exclusiva y plena»), es muy limitado, ya que hay que considerar preferentes las determinaciones y fijaciones de hechos que lleven a cabo sobre los mismos asuntos la Jurisdicción penal y la contencioso-administrativa cuando revisen eventuales condenas penales, sanciones disciplinarias o resoluciones administrativas en que se declare la responsabilidad penal, disciplinaría o civil de los funcionarios respecto de la Administración (arts. 15 a 17 de la Ley Orgánica del Tribunal de Cuentas). Por ello la función más visible del Tribunal de cuentas es la función pública fiscalizadora que, a diferencia de la anterior, no declara responsabilidades personales directas para los gestores públicos, ni es susceptible de recursos. Esta función consiste en valorar genéricamente el sometimiento de la actividad económico-financiera del sector público a los principios de legalidad, eficiencia y economía, y se ejerce en relación con la ejecución de los programas de ingresos y gastos públicos y, en particular, sobre los contratos, la situación y variaciones patrimoniales y los créditos extraordinarios, suplementarios y demás modificaciones de los Presupuestos (arts. 9 y 10).
El resultado de la fiscalización se expondrá por medio de informes o memorias, ordinarias o extraordinarias, y de mociones o notas que se elevarán a las Cortes Generales y se publicarán en el Boletín Oficial del Estado o a la Asamblea legislativa de la respectiva Comunidad Autónoma para la publicación también en su Boletín Oficial. El Tribunal de Cuentas hará constar cuantas infracciones, abusos o prácticas irregulares haya observado con indicación de la responsabilidad en que, a su juicio, se hubiese incurrido y de las medidas para exigirla. Sin perjuicio de estas memorias puntuales, el Tribunal debe remitir a las Cortes Generales el Informe o Memoria anual a que se refiere el art. 136.2 de la Constitución y que comprenderá el análisis de la Cuenta General del Estado y de las demás del sector público, fiscalizando la gestión económica sobre los extremos siguientes: a)Observancia de la Constitución, de las leyes reguladoras de los ingresos y gastos del sector público y, en general, de las normas que afecten a la actividad económico-financiera del mismo. b) El cumplimiento de las previsiones y la ejecución de los Presupuestos del Estado, de las Comunidades Autónomas, de las Corporaciones locales y de las demás Entidades sujetas a régimen presupuestario público. c) La racionalidad en la ejecución del gasto público basada en criterios de eficiencia y economía. d) La ejecución de los programas de actuación, inversiones y financiación de las sociedades estatales y demás planes y previsiones que rijan la actividad de las empresas públicas, así como el empleo o aplicación de las subvenciones con cargo a fondos públicos. Se prevén, además, unas memorias comunitarias que serán remitidas anualmente a las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas para el control económico y presupuestario de su actividad y tanto la
Memoria estatal como las comunitarias deberán referir las actuaciones jurisdiccionales del Tribunal durante el ejercicio económico correspondiente. Es obvio que una actividad de control tan vasta y ambiciosa requiere que se dote al Tribunal no sólo de la ley de funcionamiento prevista en su Ley Orgánica —lo que se hizo al fin con la Ley 7/1988. de 5 de abril—, sino también de los medios personales y materiales adecuados. El retraso en la provisión de estos medios revela, una vez más, el temor a un órgano que. ingenuamente calificado de auxiliar de las Cortos Generales, puede transmutarse, en el ejercicio independiente de sus funciones, en verdadero juez de su actividad, en cuanto, al fin y a la postre, el enjuiciamiento de la actividad económica del poder ejecutivo supone juzgar a la mayoría parlamentaria en beneficio político de las minorías. B) LOS TRIBUNALES DE CUENTAS AUTONÓMICOS La posible existencia de Órganos de Control Externo autónomos (ODEX) denominación que cubre a los consejos, cámaras o sindicatura de cuentas creadas por las comunidades autónomas, no se deduce directamente de la regulación del art. 136 de la Constitución, ya que, según tal artículo el Tribunal de Cuentas, extiende su competencia sobre todas las cuentas y la gestión económica << del Estado así como del sector público>>, lo que en términos literales engloba a las CCAA y a los Entes Locales. Sin embargo, la justificación de estos órganos autonómicos se apoya en el «bloque de constitucionalidad», es decir, a estos efectos el art. 22 la Ley Orgánica 8/1980, de Financiación de las CCAA (LOFCA) y el art. 1.2 de la Ley Orgánica 2/1982, del Tribunal de Cuentas, que reconoce la
existencia de entidades de fiscalización autonómicas, si bien este último las circunscribe, a diferencia de la LOFCA, a aquellas CCAA que expresamente lo hubieran reflejado en su Estatuto; lo que equivaldría a reconocer dicha competencia a tan sólo cuatro Comunidades. De otro lado, el Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de pronunciarse en tres ocasiones distintas sobre los tribunales de cuentas autonómicos, a través de las Sentencias 187/1988, 214/1989 y 18/1991. En síntesis, las conclusiones de su doctrina son las siguientes: • Que si bien la función fiscalizadora del Tribunal de Cuentas puede extenderse a todo el sector público, incluidas las Corporaciones Locales, el ámbito principal y preferente de su ejercicio lo constituye el de la actividad financiera del Estado y del sector público estatal. • Que si bien el Tribunal de Cuentas es el organismo fiscalizador de la actividad financiera pública, no tiene porqué ser el único. Sólo se puede ser «supremo» cuando existen otros órganos, de ahí que «sea supremo, pero no único cuando fiscaliza, y único, pero no supremo, cuando enjuicia la responsabilidad contable» • Que es posible la existencia de órganos fiscalizadores distintos del Tribunal de Cuentas con la condición de que éste ultimo mantenga una relación de supremacía frente a los primeros. • Que la competencia de los OCEX autonómicos no excluye ni es incompatible con la que corresponde al Tribunal de Cuentas. Apoyándose en las citadas normas y la doctrina del Tribunal Constitucional se han creado en Andalucía la Cámara de Cuentas (Ley de
17/3/88); en Aragón, la Cámara de Cuentas (Ley de 18/6/01); en Asturias, la Sindicatura de Cuentas (Ley de 24/3/03); en Baleares, la Sindicatura de Cuentas (Ley de 18/2/87); en Canarias, la Audiencia de Cuentas (Ley de 2/5/89); en Castilla-La Mancha, la Sindicatura de Cuentas (Ley de 27/12/93); en Castilla y León, el Consejo de Cuentas (Ley de 9/4/02); en Cataluña, la Sindicatura de Comptes (Ley de 5/3/84); en Galicia, el Consello de Cuentas (Ley de 24/6/85); en Navarra, la Cámara de Comptos (Ley de 20/12/84); en Euskadi, el Tribunal Vasco de Cuentas Públicas (Ley de 25/11/83); en Valencia, la Sindicatura de Cuentas (Ley de 11/5/85); en Madrid, la Cámara de Cuentas (Ley 11/99 de 29 de abril). A resaltar que se ha producido entre estos tribunales de cuentas autonómicos, que, como dijimos, se gustan en denominar «órganos de control externo autonómicos» (OCEX), una actividad de cooperación espontánea, reflejada en la «Declaración de sus Presidentes de Pamplona», en 2006. En ella se advierte sobre la necesidad de complementar la fiscalización financiera con el análisis de la eficacia de las instituciones; incidir en la gestión de personal; priorizar las áreas más importantes desde el punto de vista presupuestario, como la salud o la educación; apostar por una fiscalización de las subvenciones que no solamente incluya la verificación de la tramitación administrativa, el reflejo presupuestario y la justificación de la actividad subvencionada, sino también su impacto en la sociedad y en los objetivos para los que fue concedida; contemplar las obras públicas como «áreas de riesgo», acudiendo a colaboradores externos que apoyen el trabajo del auditor público, aportando dictámenes técnicos sobre precios o calidad de materiales; potenciar las auditorías urbanísticas en el marco del análisis del sector local; realizar un mayor esfuerzo en la fiscalización de los sistemas informáticos de las administraciones públicas; administraciones públicas, y, en fin, para que nada falte, evaluar las políticas públicas en relación con el desarrollo sostenible, incorporando a estos órganos autonómicos equipos de profesionales que
no sean auditores financieros (arquitectos, ingenieros, técnicos medioambientales, urbanistas, etc.). Tan ambiciosas metas, que parten siempre de la reclamación, lo mismo que ocurre con el Tribunal de Cuentas del Estado, de mayores dotaciones económicas y de personal, pueden no llevar a ninguna parte y, por el contrario, a nuevas frustraciones, si, como viene ocurriendo, los informes y mociones de estos órganos ante las Cortes Generales o los parlamentos autonómicos quedan en puras denuncias, no seguidas de medidas eficaces y exigencias de responsabilidades a los gestores públicos.
7. COMISIONES PARLAMENTARIAS Y DEFENSOR DEL PUEBLO Los órganos que aquí se estudian tienen de común su carácter constitucional y ser órganos de control no sólo de las Administraciones Públicas, sino también de otros órganos estatales. Las Comisiones de Investigación Parlamentaria están previstas en el art. 76 de la Constitución como Comisiones del Congreso o del Senado o Comisiones de ambas Cámaras para investigar sobre cualquier asunto de interés público. Aparte de la publicidad e impacto político que de sus trabajos y conclusiones pueda producirse, la Constitución no aclara cuál es el efecto jurídico de las mismas, ya que únicamente establece «que éstas no serán vinculantes para tos Tribunales, ni afectarán a las resoluciones judiciales, sin perjuicio de que el resultado de la investigación sea comunicado al Ministerio Fiscal para el ejercicio, cuando proceda, de las acciones oportunas». La Constitución declara obligatoria la comparecencia ante las Cámaras y prevé la regulación por Ley de las sanciones que puedan imponerse por incumplimiento de esta obligación. De acuerdo con dicha previsión, la Ley Orgánica 5/1984, de 24 de mayo, de Comparecencia ante las Comisiones de Investigación del Congreso y del Senado
o de ambas Cámaras, establece que el requerido que dejara voluntariamente de comparecer para informar ante una Comisión de Investigación incurrirá en un delito de desobediencia grave. añadiendo que, no obstante, cuando a juicio de la Presidencia de la Cámara se pusiesen de manifiesto causas que justifiquen la incomparecencia, podrá efectuarse una ulterior citación (art. 4). Mayor incidencia sobre el conjunto de la Administración tiene el control del Defensor del Pueblo. Se trata de un cargo sin tradición en nuestro derecho constitucional y por ello exótico, de origen sueco, que han importado otros ordenamientos, como el francés y el inglés, con el nombre de mediador. Un cargo que, innecesariamente, se ha extendido, por toda suerte de administraciones públicas, desde las comunidades autónomas, pasando por las universidades y otras instituciones, hasta los entes locales. De estos cargos de «defensores», siempre de la confianza del gobierno de la institución en la que se encuadran, cabe resaltar, por lo general, su acreditada inoperancia: escaso ruido y pocas nueces. Ciñéndonos al Defensor del Pueblo previsto en la Constitución, ésta lo define como «alto comisionado de las Cortes Generales, designado por éstas para la defensa de los derechos comprendidos en el Título I, y a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la Administración, dando cuenta a las Cortes Generales» (art. 54). La Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, atribuye al Defensor del Pueblo los más amplios poderes de investigación sobre las Administraciones Públicas, obligadas a auxiliarle con carácter preferente. A este efecto, deberán informarle en plazos perentorios sobre los extremos que aquél solicite y remitirle los documentos que requieran sus actuaciones. El incumplimiento por las autoridades o funcionarios de estas obligaciones podrá ser objeto de un informe especial e incurrir en delito de desobediencia.
De lo que carece el Defensor del Pueblo es de poderes propios para sancionar a los funcionarios, cuando resulte que la queja investigada ha sido originada por abuso, arbitrariedad, discriminación, error, negligencia u omisión. En dichos puestos deberá dirigirse al funcionario responsable haciéndole constar su criterio al respecto y dará traslado del escrito al superior jerárquico, formulando las sugerencias que estime oportunas; si entendiera que los hechos son constitutivos de delito los pondrá en conocimiento del Fiscal General del Estado. Asimismo el Defensor del Pueblo puede formular a las autoridades o funcionarios las advertencias, recomendaciones, recordatorios de sus deberes legales y sugerencias para la adopción de nuevas medidas, a los que éstas deberán responder en el plazo de un mes. Si formuladas sus recomendaciones dentro de un plazo razonable no se produce una medida adecuada en tal sentido por la autoridad administrativa afectada o no informa de las razones que estime para no adoptarlas, el Defensor del Pueblo podrá poner en conocimiento del Ministro del Departamento afectado los antecedentes del asunto y las recomendaciones presentadas. Si tampoco obtuviera una justificación adecuada, incluirá el asunto en su informe anual o especial con mención de los nombres de las autoridades o funcionarios que hayan adoptado tal actitud, entre los casos en que, considerando el Defensor del Pueblo que era posible una solución positiva, ésta no se ha conseguido. En relación con los actos administrativos, el Defensor del Pueblo no tiene competencia para anularlos o modificarlos. Podrá, sin embargo, sugerir la modificación de los criterios utilizados para su producción; incluso si llevare al convencimiento de que una norma puede provocar situaciones injustas o perjudiciales para los administrados, podrá sugerir al órgano legislativo competente o a la Administración la modificación de la misma.
Por último, el Defensor del Pueblo está legitimado para interponer los recursos de inconstitucionalidad y de amparo, de acuerdo con lo dispuesto en la Constitución y en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.